Rae Maval El Proyecto Inesperado

El proyecto inesperado Rae Maval Copyright © 2015 Rae Maval Todos los derechos reservados A todas esas veces que e

Views 737 Downloads 0 File size 2MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

  • Author / Uploaded
  • anto
Citation preview

El proyecto inesperado

Rae Maval

Copyright © 2015 Rae Maval Todos los derechos reservados

A todas esas veces que este proyecto ha resurgido de sus cenizas. A todos esos prejuicios que no merecen condición realista de nada. A la distancia, al amor que da miedo, asusta y sorprende. Al amor que no avisa. A la diferencia de edad y a los no-convencionalismos. Y a la amistad que nunca —jamás— desiste.

“A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto y, de pronto, toda nuestra vida se concentra en un solo instante” —Oscar Wilde

Contenido Capítulo uno Capítulo dos Capítulo tres Capítulo cuatro Capítulo cinco Capítulo seis Capítulo siete Capítulo ocho Capítulo nueve Capítulo diez Capítulo once Capítulo doce Capítulo trece Capítulo catorce Capítulo quince Capítulo dieciséis Capítulo diecisiete Capítulo dieciocho Capítulo diecinueve Capítulo veinte Capítulo veintiuno Capítulo veintidós Capítulo veintitrés Capítulo veinticuatro Capítulo veinticinco Capítulo veintiséis Capítulo veintisiete Capítulo veintiocho Capítulo veintinueve Capítulo treinta Capítulo treintaiuno Capítulo treintaidós Capítulo treintaitrés Capítulo treintaicuatro Capítulo treintaicinco Capítulo treintaiséis Capítulo treintaisiete Capítulo treintaiocho Capítulo treintainueve Capítulo cuarenta Capítulo cuarentaiuno Capítulo cuarentaidós

Capítulo cuarentaitrés Capítulo cuarentaicuatro Epílogo Extra

Capítulo uno Me detuve a las puertas del ascensor cargando con aquella pesada caja de cartón en la que, amontonadas, yacían todas mis pocas pertenencias. Ni siquiera mi falso bonsái había sobrevivido a la cantidad de polvo que había permitido que se acumulase en el escritorio en el que había pasado las últimas dos mil novecientas veintiocho horas de mi vida. —¡Elsa! Volví a presionar el botón de la planta baja del ascensor rezando con todas mis fuerzas para que aquella máquina del demonio cumpliese su cometido y me sacase de aquella planta, de aquellos pasillos que esperaba perder de vista para siempre. —¡Elsa, espera! Bruno coló su mano entre las puertas que, finalmente y tras mi disimulada exasperación, empezaban a cerrarse, impidiendo, con un simple gesto, que el ascensor me condujese hasta la planta baja. Él mismo se adentró en el ascensor, respirando agitadamente, como si hubiese verdaderamente corrido la maratón de Londres. Al hacerlo, descubrí la poca capacidad pulmonar que caracterizaba su sistema respiratorio. Y es que en unos pocos metros ya había perdido el suficiente oxígeno como para teñir sus mejillas de un sofocante color rojo. Se abanicó con una mano, agobiado. —No era necesario salir corriendo de ese modo —dijo, asfixiado. Me hice a un lado, buscando alejarme. No me interesaba lo más mínimo tener ninguna cercanía con el tiparraco que acababa de, bastamente, despedirme. —Lo podríamos haber hablado. —¿Hablado? —Las cosas no tenían por qué acabar de este modo. —Contigo las cosas no se hablan —mascullé, intentando dar un paso hacia delante y abandonar el ascensor, que, por suerte, ya se había detenido en la planta baja—. ¿Te importa? —Sí, sí me importa. Bruno me sorprendió alargando los dedos para toquetear los botones del ascensor y, sin más, pulsando uno que nos llevaría, por lo poco que podía ver, al piso más alto del inmueble. —¿Es que te has vuelto loco? —Sentí unas irremediables ganas de pegarle un puñetazo al tobogán que tenía por nariz, pero mis manos permanecían ocupadas, sujetando la caja de cartón—. Haz el favor de pulsar el botón de planta baja. —Elsa —dijo mi nombre con irritación y me ofendió. —¿Tú estás molesto? —Claro que lo estoy. No quería despedirte. —Me alegra que lo hayas hecho. Alargó su mano, ahora hacia mí y pegué la espalda a la pared del ascensor, aferrando mis manos a la caja de cartón. —No me toques —le advertí. —Vamos, Elsa. —He dicho que no me toques. —¿Por qué me hablas así? —Preguntó, con una indescriptible mueca oscureciendo su rostro—. ¿Por qué me miras de ese modo?

—¿Así cómo? —Como si sólo tú hubieses sufrido. Me aferré tan fuerte a la caja de cartón que creí que podría romperla, magullándola hasta destrozarla. Silencié mis pensamientos, recordando dónde podrían llevarme las formas que tanto me caracterizaban en ocasiones y asegurándome que, tarde o temprano, aquel calvario terminaría. No sabía de qué modo pero por sentado sabía que se acabaría. —Nunca te obligué —murmuró. —Bruno, déjalo. —No dejaré que estropees mi poca reputación. Agarró mi bíceps de imprevisto, sobresaltándome y llenándome de la energía suficiente como para ser capaz de echarme a gritar sin vergüenza, ansiosa por alejarme del hombre que había hecho de aquellas dos mil novecientas veintiocho horas las peores de mi vida. —¡Déjame! Las puertas del ascensor se abrieron al llegar hasta el nivel al que habíamos accedido tras el botón aleatorio que Bruno había pulsado un par de segundos antes. Escogí moverme, aprovechando la irrupción de dos ejecutivos adentrándose en el interior del ascensor, cogiendo con más fuerza la caja de cartón y cruzando el umbral de las puertas automáticas para quedarme en aquella planta. Al menos el tiempo suficiente para encontrar las escaleras y pretender descender, silenciosamente, hasta la planta baja. Bruno no pareció satisfecho con el desarrollo de nuestra conversación, optando por imitar mis pasos y empezar a seguirme por aquella planta. Lejos de querer armar un escándalo, empecé a caminar de espaldas, con los ojos fijos en él, pidiéndole que me dejara marchar. Él proseguía, no obstante, diciéndome que sentía haber tenido que hacerlo, que no tenía ningún derecho a mirarle de ese modo y que debíamos, imperativamente, hablar de lo sucedido. ¿Qué era lo sucedido para él? —Por favor —volví a susurrar. Vi que detenía sus pasos, mirando más allá de mi cuerpo pero aquello no hizo que mis pies frenaran. Al contrario, al no detenerme, todavía buscando el modo de distanciarme de él, tropecé, golpeando fuertemente con mis talones, pies ajenos. Escuché, mucho antes de poder girarme, cómo la persona a la que acababa de atropellar —por decirlo de algún modo—, blasfemaba suavemente en un idioma distinto al mío. Y entendí que era blasfemar por el modo en que las palabras colapsaban contra sus labios. —Lo lamento —me disculpé, dándome la vuelta. Aquello sucedió. Bruno se mantuvo allí, a la espera de poder seguir detrás de mí en busca de aquella conversación que, por descontado, no iba a tener lugar. El hombre al que acababa de pisotear, por otra parte, también lo hizo. Vestido con un abrigo-gabardina de color negro, parte de su perfil se veía oculto por las solapas del cuello, las cuales yacían levemente alzadas, quizá para cubrir todavía más su garganta del frío invierno de la ciudad. Ladeó un poco su rostro hacia mí, observándome con detenimiento y, sin prestar atención al modo en que Bruno disimulaba, alzando sus ojos marrones al techo, esbozó una amplia sonrisa y le observé. Le observé con esmero, pasando por todas y cada una de las facciones de su rostro que, como para él el mío, acababan de serme ligeramente familiares. El movimiento de sus pupilas, con un iris azul cándido, me indicó que él estaba haciendo

exactamente el mismo tipo de estudio, el mismo tipo de observación. No le habría prestado más atención de no ser porque el rostro, aquella expresión seria, aquel tono de cabello castaño claro —el típico rubio que había ido oscureciéndose con el paso de los años— y aquel hoyuelo en la barbilla —comúnmente conocido como “barbilla partida”— me eran familiares. Aun así, lo que me hizo seguir observándole con incredulidad no era lo mucho que podía sonarme aquella expresión, aquel rostro o aquellas características específicas de su semblante sino lo demasiado atractivo que me resultaba. —Elsa. Sus labios se acababan de despegar para, con una sutil sonrisa, pronunciar mi nombre, suavemente, prolongando por un momento el sonido de la primera letra. Aquel deje alemán me dio el último indicio. —Señor Schäfer. Se trataba del padre de una de mis mejores amigas de la infancia, con la que, desgraciadamente, había perdido el contacto a raíz de las distintas carreras que habíamos decidido cursar al terminar el instituto. Iris había decidido seguir los pasos de su madre, especialista en el diseño de interiores, mientras que yo, sin seguir los pasos de ninguno de mis progenitores, había descubierto la verdadera belleza en el arte de la arquitectura. Habíamos sido, no obstante, grandes amigas durante todo el desarrollo de nuestra etapa adolescente. Quizá al principio de los estudios universitarios todavía manteníamos relación pero, por desgracia, poco a poco terminamos perdiendo toda la amistad que nos había unido. Eso sí, guardándonos, mutuamente, un profundo cariño. —Pensé que estabas en Bélgica —dijo, tras, disimuladamente, haber comprobado el paso del tiempo en mi apariencia. —No, no —bisbiseé—, terminé quedándome aquí. Pude ver cómo observaba la caja que llevaba entre mis manos y, apretando los labios, señaló hacia mi espalda con una mano. —Deduzco que necesitas tomar el ascensor. —Sí. —Vamos. Al darme la vuelta, Bruno había desaparecido. Respiré más tranquila, entrando en el ascensor acompañada del señor Schäfer, de quien no había vuelto a saber nada desde hacía, por lo menos, unos diez años. Por lo tanto, incluso más tiempo de terminar el instituto. —¿Quieres que cargue con eso, querida? —Oh, no, no es necesario. —Venga, dame —insistió. Colocó sus manos por debajo de la caja y la yema de sus dedos rozó los míos, suavemente, antes de amoldarse contra el cartón que trasladaba mis pocas pertenencias. Me dedicó una espontánea, rápida pero ladeada sonrisa. —¿Te trasladas? —Me han despedido —le respondí, escuchando el sonido exterior del ascensor. —¿Te han despedido? —Es una larga historia. —Creí que habías estudiado arquitectura. —Y lo hice, señor Schäfer —le sonreí, conociendo su pasión por la profesión que ejercía—.

Estudié arquitectura. —¿De veras? —Encantado con la noticia, se interesó de inmediato por mis pinitos en aquel arte —. Cuéntame, ¿cómo fue? ¿Hiciste prácticas? —Me falta entregar un par de proyectos, pero sí, terminé la carrera y no fue nada mal. —Recuerdo cuando tenías nueve años… Le miré, expectante. —Eras un bicho —admitió, riendo por lo bajo—. Trepando árboles, subiendo al tejado de casa ajenas para dejar mensajes con pintura blanca, dibujando paredes porque no te bastaba con las hojas de papel… —Me avergoncé enseguida, sintiendo el rubor aposentarse en mis mejillas—. Apuntabas maneras. —He dejado de escribir mensajes con pintura blanca y de dibujar en paredes ajenas. —¿Pero sigues escalando árboles? —Sí, hay cosas que no cambian —bromeé. Me sonrió, invitándome a salir antes que él del ascensor, habiendo llegado, por fin, a la planta baja. —Dibujabas increíblemente bien para una niña de tu edad. —Tenía muy claro a qué quería dedicarme. —¿Sí? —Quería ser un poco como el papá de mi amiga. Sus labios se fruncieron, evitando la espontaneidad de la sonrisa que amenazaba con brotar y, por ello, unas arrugas de expresión decoraron el extremo de sus comisuras. Desvió la mirada hacia un lado, riendo de forma natural, como si hubiese sentido timidez. —Siempre sentí curiosidad por sus proyectos, señor Schäfer. Siempre me sorprendía el modo en que, de la nada, usted creaba una increíble construcción. Le restó importancia a mis palabras, siendo sumamente humilde con su trabajo y, para mi sorpresa, siendo más modesto de lo que me imaginaba. —¿Por qué esta empresa? Su pregunta, más seria, me pilló por sorpresa. Cargó con mi caja hasta la puerta giratoria de salida del edificio. Sujetándola con una mano, sacó una pitillera del bolsillo exterior de su gabardina y me la tendió. —¿Puedes sacarme uno, por favor? Asentí con la cabeza, haciéndolo. Se lo llevó a los labios y, con la mano libre, se encendió el cigarrillo. Mi caja seguía acomodada entre su brazo izquierdo y su costado. —¿Por qué esta empresa? —Volvió a preguntar, tras echar el humo por la nariz y la boca, respectivamente. —¿Por qué lo pregunta? —Esto no es arquitectura. —Señor Schäfer, mis prácticas no fueron suficientemente buenas para la empresa con la que estuve, así que tuve que encontrar un trabajo corriente. —Sí, pero tú no eres una persona corriente. —¿Eh? —Eres arquitecta —musitó, enarcando una ceja—. Este no es un sitio para ti. —¿Y cuál es? —Mi empresa —dijo, antes de darle una prolongada calada al cigarro—. Bueno, la empresa para

la que trabajo. —Acaban de despedirme, señor Schäfer. —Razón de más. Necesitas un trabajo. —¿No se pregunta siquiera por qué me han despedido? —¿El tío que había detrás de ti es quien te ha despedido? Se me erizó el vello de los brazos al escucharle pero asentí con la cabeza. —No necesito saber por qué —masculló. —¿Y si fuese porque he cometido una salvajada? —¿Una salvajada como qué, escalar árboles y pintar tejados ajenos? —Amplió su sonrisa, mostrando sus marcadas facciones, con los ojos entrecerrados y las arrugas de expresión—. Creo que mi jefe podrá con ello sin necesidad de quitarte el derecho a trabajo y sueldo. Sonreí débilmente antes de respirar profundamente. —No lo sé. —¿Qué es lo que no sabes, Elsa? —Usted es uno de los mejores arquitectos de Europa. —Eso dicen. —¿Cree que tengo alguna posibilidad en su empresa? —¿Por qué no ibas a tenerla? —Soy muy joven, no tengo experiencia en el sector y… —De eso se trata —susurró, interrumpiéndome con delicadeza—. La juventud es la innovación y la inexperiencia es el motor de la audacia —hizo una pausa, poniendo los ojos en blanco y gesticulando con la mano libre que sostenía, sin embargo, entre sus dedos, aquel cigarrillo—. Los jóvenes de hoy en día os cerráis tantas puertas… —El gobierno se encarga de ello. —Sí, el gobierno no os lo pone fácil, estoy de acuerdo. Pero sois vosotros mismos los que ya, de por sí, carecéis de ambición y tenéis pocas aspiraciones. —Ocurre eso cuando no hacen más que darte palos, señor Schäfer. —Elsa, ellos seguirán dándoos palos —musitó—. El problema es que vosotros mismos lo hagáis también. —No lo hago, pero me conozco, señor Schäfer. —Sí, te conoces a ti, pero no conoces tu potencial. —Soy una persona perfeccionista. —Y yo querré que, como supervisor, si es que aceptas la propuesta de tener una entrevista de trabajo para con mi empresa, seas la mejor —admitió, sin retraimiento. —Yo… —Deja de buscar excusas. Los que amamos esto, no sabemos dedicarnos a otra cosa. Somos incapaces de constatar el mundo del mismo modo en que lo hacen los otros. Aquel que ve un edificio, quedándose sólo con la magnitud de su presencia, es incapaz de percibir todos aquellos detalles que, nosotros, como arquitectos, buscamos perfeccionar en cada uno de sus cimientos. Sentí, por la brisa fría que conseguía colarse en mi boca, que su exposición acababa de entreabrir mis labios, separándolos suavemente. —Hazme el favor de intentar pasar la entrevista —insistió—. No digo que vayas a pasarla, quién sabe… —me guiñó el ojo, con restringida malicia—. Inténtalo, Elsa. —Está bien —respondí—. Con una condición. —Bien —dijo—. Te escucho.

—Todavía he de entregar un par de proyectos. —Hm-hm. —Uno de arquitectura expresionista. —Aja. —¿Puede ayudarme? —Sí, creo que puedo —contestó, asintiendo con la cabeza—. Tengo que volver al trabajo pero podríamos vernos un día para comer. —Claro. —Estupendo —sonrió, palpando con su mano uno de los bolsillos de su gabardina, en busca de algo. Cuando lo encontró, comprobé que se trataba de una tarjeta que me tendía—. Aquí tienes mi número de móvil —anunció—. No dudes en llamarme. —Lo haré. —Eso espero, porque pienso hablarle a mi jefe de ti hoy mismo. —Es usted muy insistente, señor Schäfer. —Sí, lo soy, Elsa. Y, además de eso, también sé salirme con la mía. Se inclinó para besar mi mejilla, como despedida, tendiéndome la caja de cartón que, pronto, sujeté con mis manos, frías por las bajas temperaturas del mes de noviembre, las cuales pronto darían paso al gélido invierno. De camino a casa, paré un momento para tomar un café. Iris, a quien hacía tanto tiempo que no veía y con quien no hablaba desde hacía, mínimo, dos años, siempre había insistido en el profundo malestar que su madre, Esther, sentía cuando el señor Schäfer, sin comerlo ni beberlo, era el centro de todas las miradas femeninas, convirtiéndose en el centro de atención de cualquier mujer que tuviese ojos en el rostro. Y era entendible. El señor Schäfer era increíblemente atractivo. Debía tener la edad de mi padre, quizá un par de años menos, por lo que calculaba que, aproximadamente, debía tener ya cincuenta años, habiéndose convertido en padre de Iris a los veinticuatro (si las cuentas salían correctamente). —Ya estoy en casa —anuncié, dejando la caja de cartón sobre la mesa que decoraba el espacioso salón-comedor del loft que compartía con mi compañero de piso, Norman. —Eh, ¿qué tal? Le descubrí con su pelo castaño oscuro despeinado, agitado como si hubiese metido la cabeza en un huracán, con la escoba en mano. —¿Qué haces tan pronto en casa? —Preguntó, desviando sus ojos a la caja de cartón—. ¿Y eso qué es? No habrás decidido meter un gato en casa, ¿verdad? —Me han despedido. —¿Qué dices? —Que me han despedido —¿Por qué? —Supongo que porque no les gusta cómo trabajo. —Llevas cuatro meses con ellos. —Se habrán cansado —quise restarle importancia, dirigiéndome a la nevera para sacar un refresco. —¿No te han dicho por qué te han despedido? ¿Sabes que eso puede ser despido improcedente? —Claro, Norman, ¿y qué hago? —Puse los ojos en blanco—. Pueden alegar que no cumplo los requisitos que esperan de mi trabajo —suspiré—. ¿Qué más da?

No hacía más que atender teléfonos, tomar notas, llamar… —Le miré, sonriente—. ¿Estás limpiando el piso? —Alguien tiene que hacerlo, ¿no? —Pronto olvidó que estaba sorprendida por sus labores y frunció el entrecejo, haciendo que sus pobladas pero definidas cejas ejerciesen un brusco movimiento—. Elsa, ¿te encuentras bien? —Sí. —Deberían haberte avisado con un mes mínimo. —¿De qué, que no les gusto? —Puse una mueca—. ¿Podemos dejarlo de una vez? —Él asintió con la cabeza, sin más—. ¿Por qué estás limpiando? —He invitado a Betta a cenar. —Ah, ¿cena romántica? —Pretendía serlo. Es viernes —me recordó—. Pensé que saldrías con tus compañeros de trabajo, pero no te preocupes. Llamaré y lo pospon… —¿Qué estás diciendo? —Negué bruscamente con la cabeza, dejando la lata sobre la mesa—. No pospongas nada. Puedo buscarme planes para esta noche. —Sí, claro, ¡encima! Bastante tienes con el despido. —Norman, tengo una entrevista de trabajo para otro sitio. —¿Qué? ¿Ya? —Sí, un golpe de suerte —dije—. Me he encontrado con el padre de una amiga y, mira… —me encogí de hombros. —Enchufe… —Pasaré una entrevista. —¿Cómo de amiga es tu amiga? —Me miró con recelo, descarado. —Eh, tengo que pasar una entrevista —musité, buscando algo para tirarle a la cara—. Nada de enchufes. —Está bien, está bien. Me dirigí hasta mi habitación, tomando la caja y la lata conmigo, dejando que Norman prosiguiese con su limpieza general del pequeño loft que compartíamos desde hacía once meses. Ahora tenía que buscar un plan para mi viernes noche.

Capítulo dos Estuve un buen rato oculta bajo el edredón de mi cama, con el teléfono móvil a un lado, la tarjeta del señor Schäfer sobre el vientre y uno de los libros de Stephen King entre mis manos. Había estado releyendo los mismos tres párrafos desde hacía poco más de quince minutos, escuchando cómo, desde el exterior de mi habitación, Norman continuaba con sus labores domésticas al ritmo de Starlight, del grupo Muse. Cerré el libro, dejando escapar un profundo suspiro. Empezaba a ponerme nerviosa al ver que las agujas del reloj, impasibles e imparables, proseguían con su función, avanzando en el día y yo quedaba, ahí tirada sobre mi cama, sin trabajo ni plan para aquel viernes del que no podría disfrutar con Norman, quien solía ser el principal sujeto en mi vida social. Desde que había empezado una intermitente relación con aquella chica italiana, Betta, me encontraba desaprovechando todas aquellas emociones y aventuras que, por básicas que fuesen, solían mantenernos despiertos hasta las cuatro de la mañana, acompañados de unas bebidas no alcoholizadas que, por lo contrario, creaban un efecto similar al del alcohol en el sistema nervioso. Admitía estar pasando por un inhabitual bache. No hacía ni tres meses que Christopher había pasado de ser mi chico a ser mi expareja y no hacía ni un par de horas que había pasado de tener un trabajo a, sin más, no tenerlo en absoluto. Por no hablar, evidentemente, de todo lo que eso acarreaba, que era mucho más que la simple constatación del hecho en sí. Me gustase o no, había terminado por poner fin a una relación que había estado, desde el principio, anulándome como ser independiente e individual. Una relación que me había llenado la cabeza de falsas esperanzas que no llevaban a ninguna parte que no fuese la constante e irrebatible decepción. Una decepción que, por supuesto, me había buscado al no ver más allá de lo que mis ojos contemplaban con tanta devoción. Y es que había sentido una gran devoción por Christopher desde el principio. Encontrándomelo en el instituto —continuando en la universidad, más tarde—, mis ojos no pudieron ignorar el verde de los suyos, la anchura de sus hombros o la marcada y prolongada barbilla que, entre otros rasgos, caracterizaban su rostro masculino. Entró por mis ojos en el minuto uno. En el minuto veinte, su embaucadora labia me había conquistado. Y, entonces, en el minuto cincuenta y seis, ya me había hecho ilusiones. Le había querido pero se había terminado. —Nos conocemos, Elsa. ¿Con quién vas a tener una relación similar? Sabes que no eres una delicia visual, que formas parte del montón y que seguirás teniendo sentimientos por mí —expresó con una concienciada dureza—. Por mi parte, sabes que seguiré igual que antes de nuestra conversación. Muy al contrario que tú, si te paras a pensar las cosas fríamente… —Me dedicó una lastimosa mueca antes de apretar sus finos labios—. Puede que me precipitara al escogerte por encima de muchas otras chicas de la facultad, pero tú estás muy equivocada conmigo si crees que esto nos va a afectar del mismo modo. Dime, Elsa —añadió—. ¿Quién crees que fracasa al mandar nuestra relación al garete? Según tú, ¿quién crees que pierde más de los dos? Todavía no había conseguido deshacerme de sus palabras ni de cómo habían suscitado en mí mucho más que una leve repugnancia hacia él y eso que ya habían pasado tres meses… Era posible que hubiese fracasado yo al intentar pretender que, con mi ultimátum, alguien como él cambiaría. Sin embargo, mi amor propio —que lo tenía— no me había reprendido por aquella decisión. Conseguí, incluso, por parte de Norman, una fiesta de aquellas que, ahora, por Betta… echaba en falta.

—¿Se puede? Los nudillos de Norman habían golpeado suavemente la superficie de la puerta de mi dormitorio antes de asomar él la cabeza por la apertura. —¿Has conseguido plan? —Preguntó, con una lastimosa mueca—. Siempre puedo posponerlo. De verdad. Si me necesit… —Tengo plan —le interrumpí, desde la cama. Entró en el dormitorio, ignorando el pequeño caos que algunas viejas sudaderas habían causado por el suelo, encaminándose hacia la cama y tomando sitio, tumbándose a mi lado y apoyando su cabeza sobre mi hombro, con el rostro en dirección al libro todavía abierto entre mis manos. —Sólo quiero que sepas que puedo estar aquí para ti. —Lo sé. —Yo también echo de menos nuestras noches. Giré el rostro hacia él, quedando a pocos centímetros del suyo. —¿Lees mis pensamientos? —No, pero pensaba en ello. ¿Tú también? —Lo he pensado, sí. —Nos estamos haciendo adultos —suspiró, descendiendo su rostro para pegar su frente a mi nariz. —Eso parece. —¿Crees que podremos alargar esto un poco más? —Eso espero —murmuré, cerrando el libro y dejando el dedo índice entre las páginas por las que había quedado atascada—. No sé qué haré sin esos mejunjes de limón que me haces para los días en los que mi humor decae y mi malestar se convierte en una insoportable jaqueca. —Ni yo qué haré cuando me toque vivir con mi pareja y no entienda el pánico que le tengo a los días de tormenta. —Lo entenderá, no seas idiota. —No lo entiende nadie, Elsa —bufó—. Tengo veintisiete años. Se supone que no debería tenerle miedo a la tormenta. —Eso son chorradas. Tú le tienes miedo a lo que le tienes miedo y punto. —¿Por qué no pudimos enamorarnos el uno del otro? Sentí su brazo rodear mi cintura y cómo su respiración se volvía más pausada y pesada sobre mi hombro. Apoyé mi mano sobre la suya y dejé escapar un leve suspiro. —También yo me hago esa pregunta a veces. —¿Crees que si lo hubiésemos intentando hubiésemos, al mismo tiempo, fastidiado nuestra amistad? —No tenemos una amistad al uso, ya lo sabes. —Sí, lo sé, pero, ¿lo crees? —Creo en la amistad entre un hombre y una mujer. —Somos la prueba de ello —asintió, en un susurro. —Creo que existen muchos tipos de amistad. —Estoy de acuerdo. —Puede que tú y yo estuviésemos destinados a ser algo distinto pero que, por motivos que desconocemos, terminamos siendo lo que somos. —Amigos.

—Mejores amigos —le puntualicé. —Te quiero —siseó—. Lo sabes, ¿no, Elsa? —Yo también te quiero. Cepillé mi cabello, dejando las ligeras y naturales ondulaciones castañas al aire, contemplándome sin mayor pretensión a través del reflejo del espejo. Marqué el teléfono del señor Schäfer con la esperanza de conseguir un plan para aquella noche, aunque fuese tomar una copa y tratar de hablar sobre la entrevista que me conseguiría, por amabilidad y tozudez a partes iguales, pero, en dos ocasiones, saltó el buzón. Abandoné el loft, tras despedirme de Norman, deseándole una preciosa y agradable velada con Betta. A medida que la tarde-noche avanzaba, mi estado nervioso aumentaba. Sentada en una de las mesas de aquel pub, pedí una jarra de cerveza y una botellita de gaseosa. Hice la mezcla, cuando el camarero hubo servido las dos bebidas y le di un prolongado trago contemplando la pantalla del teléfono móvil. Recibía notificaciones del chat familiar en el que mis padres, Scott y Marie, se ocupaban de tener noticias de mis hermanos mayores, Gala y Abel. Mi padre, piloto aéreo, llevaba tiempo instando a mi hermano, que seguía sus pasos, a pasar unos exámenes finales. Mi madre, estilista desde siempre, por otra parte, le insistía a mi hermana para que volviese a casa y tomase un descanso de aquel agotador trabajo como enfermera sin fronteras, especializada en nutrición y enfermedades infecciosas. Con la intención de responderles, asegurándoles que mi vida, al otro lado de donde siempre estuviesen, iba bien, mi pantalla se tornó oscura segundos antes de observar el número del señor Schäfer iluminarla. —Tengo una llamada de este número —murmuró, al otro lado del teléfono, con una entonación mucho más severa a la que estaba acostumbrada. Y es que no tenía una voz extremadamente grave o varonil. Era muchísimo más neutral excepto cuando hablaba su idioma nativo. —Soy Elsa, señor Schäfer —anuncié. —Ah, Elsa. —No quería molestar, es sólo que tenía que salir de casa porque mi compañero había quedado con una cita y me preguntaba si le apetecía tomar una cerveza. —Siento no haber respondido. Estaba reunido. —No se preocupe, de verdad. No había más pretensión que el proponerle tomar una cerveza. Siendo viernes… creí que podía ser un buen plan —murmuré—. Además, quería agradecerle que fuese a conseguirme una entrevista para un puesto de trabajo. —¿Con una cerveza? —¿Es demasiado? —Bromeé, jugando con la humedad descendiendo por el vaso de cristal. Escuché su risa al otro lado del teléfono y quedé con una satisfecha sonrisa sobre los labios. —¿Le he convencido, he sido suficientemente buena insistiendo? —Se puede trabajar —respondió, con comicidad—. Todavía te queda un largo camino para conseguir salirte con la tuya. —¿Eso es que está rechazando mi invitación? —Fingí ofenderme, sorprendiéndome por estar, realmente, algo disgustada. —No, no lo hago —contestó, tranquilamente—. Acepto tu invitación. Dime, ¿dónde? —Estoy en un pub. ¿Le envío la ubicación? —Perfecto.

—Hasta ahora, señor Schäfer. —Hasta ahora, Elsa. Carry on my wayward son, del grupo Kansas, empezó a sonar en el pub, mientras mi espera se hacía cada vez más inaguantable debido a los inentendibles nervios que afloraban en mis rodillas. Incapaz de dejar de mover las piernas, terminé por beber la cerveza que quedaba en mi jarra. Observé el constante jaleo que hacían las personas a mi alrededor, junto a la barra o sentadas en otras mesas. Conseguía escuchar la canción porque uno de los altavoces quedaba a mis espaldas, no demasiado lejos, pero tenía claro que tendría problemas para escuchar al señor Schäfer. Apareció frente a mi mesa, vestido con el mismo largo abrigo, frotándose las manos y dedicándome una jovial sonrisa. Sin que ésta esfumara, se retiró el abrigo, dejándolo, doblado, sobre el respaldo de la silla que pensaba ocupar y alzó la mano para llamar al camarero. Se inclinó un poco para hacer su petición y, separándose, le guiñó un ojo. Ante mí, todavía de pie, se remangó la camiseta negra de cuello en forma de pico, moviéndose de forma que mis ojos pudieron contemplar el modo en que se exponía, tenuemente, la parte baja de lo que parecía ser un vientre firme, decorado por la ancha goma elástica de la ropa interior. Mirándome, frunció el entrecejo suavemente y crispó el rostro. En una simple negación, tomó su silla, arrastrándola hasta colocarse a mi lado y me dedicó, de nuevo, una jovial sonrisa. Sentándose, inclinó su rostro para llegar al mío. —No te oiría desde ahí. Asentí con la cabeza, sonriéndole. —He empezado sin usted —le comuniqué—. Espero que no le moleste. Lo necesitaba. —Claro, ¡te han despedido! —Sí, lo estoy celebrando, por decirlo de algún modo. Cada vez que me respondía, volvía a inclinar su rostro hacia mí. Y, de ese modo, haciendo yo lo mismo en mis contestaciones, aspiré el aroma que desprendía. Una mezcla de esencia natural con loción post-afeitado. —Cuando una puerta se cierra, otra se abre —dijo. Volví a asentir con la cabeza. —He hablado con el señor Baumeister —anunció, intentando hablar por encima del sonido de la música—. No podrá hacerte la entrevista él personalmente pero, por supuesto, cualquier recomendación mía debe ser valorada. —¿De verdad? —Sí, de verdad —asintió con la cabeza, antes de agradecerle al camarero por su labor. Acercó aquel vaso con un licor del color de un suave tono madera a sus labios y bebió, silenciosamente—. Que digan de ti que eres uno de los mejores de Europa en lo tuyo tiene estas ventajas. —Eso y que su trabajo sea considerado una influencia en el estado europeo, ¿no? —No soy una persona vanidosa. No busco mayor reconocimiento que el que no me dé yo mismo —bebió de su copa, antes de proseguir—. El lunes a las nueve. —Está bien. —Te mandaré la dirección. Asentí con la cabeza, llevándome la jarra de cerveza a los labios y tragando un prolongado sorbo. ¿Por qué estaba tan nerviosa con su cercanía? Debía ser la cerveza y aquella loción post-afeitado porque, si no, no me lo explicaba. —Es curioso que terminases estudiando arquitectura —habló, ahora con menos ruido a nuestro alrededor—. Pensé que, por cómo erais, no os separaríais.

—Iris y yo teníamos proyectos muy distintos. —Sí, lo sé. —¿Cómo le va a ella? —Ella está bien. Vive con Judas —dijo—. Creo que le conoces. —Sí, iba con nosotras al instituto. —No tiene pensado volver por el momento. —Eso es que debe irle bien en Suiza. —Sí, está muy contenta. —Me alegro —terminé la jarra de cerveza, dudando en pedir una tercera. Animándome a ello, finalmente, proseguí:—Ah, bueno, ¿y cómo está la señora Schäfer? Hace mucho que no sé de ella. —Esther ya no es la señora Schäfer —dijo, riendo suavemente, con un natural movimiento de hombros al hacerlo. —Oh, vaya. —Nos estamos divorciando. —Oh, mierda. —No, tranquila —volvió a reír, restándole importancia. —Lo lamento muchísimo, señor Schäfer. —Qué vas a lamentar… —me dio un suave codazo, negando con la cabeza—. Yo no lo lamento. Era necesario. —Debe ser un… —¿Y por qué sigues llamándome señor Schäfer? —Preguntó, como si aquella duda acabase de surgirle de improvisto. Quedé en silencio un segundo, el tiempo que el camarero depositase mi nueva jarra de cerveza sobre la mesa y mi cerebro procesase aquella puntualización que mi mente no había tenido, siquiera, en cuenta. —Pues… —Llámame Lukas —musitó. —No creo que pueda. Siempre has sido el señor Schäfer y, la verdad, me sentiría muy extraña si, de pronto, como si nada, pasase de llamarte señor Schäfer a Lukas. —¿Y no te lo hace sentir pasar de tratarme de usted a tutearme? Tardé en caer en la cuenta de que acababa, justamente, de hacerlo. Sin embargo, su carcajada me relajó. —Creo que la cerveza empieza a desinhibirme. —¿Así que estás reteniéndote? —Siguió riendo—. Deberías dejar la cerveza e ir directa al bourbon —bromeó. Los dos reímos durante un corto silencio, disfrutando del ambiente que, a medida que la noche avanzaba, iba tranquilizándose. —Iris dice que he arriesgado demasiadas cosas en la vida. Lo primero de todo, según ella, ha sido mi matrimonio con su madre —habló con una relajada y limitada pesadumbre—. Cree que mi trabajo ha terminado con mi matrimonio pero no es así. No digo que no haya tenido algo que ver, que no haya incidido un poco en el asunto, pero no hemos empezado los trámites por ello. No supe cómo detenerle, de forma educada, queriendo asegurarle que no había ninguna necesidad en tratar ese tema tan personal. —Soy consciente del tiempo que invierto en mi trabajo. Debes imaginarlo. Para tener la fama que unos medios de comunicación me otorgan… —Negó con la cabeza—. Mi matrimonio ha fracasado

porque estaba destinado a ello —su mano empezó a hacer aspavientos, sin más—. Olvídalo. No es algo de lo que tengamos que hablar. Soy un muermo… —se rió de sí mismo—. Cuéntame sobre ese trabajo expresionista, Elsa. —No creo que seas un muermo. Sin pestañear, sus ojos estudiaron los míos en silencio. —Me pareces interesante —añadí, sin pensar. Siguió mirándome, sin expresión alguna en el rostro, ahora pestañeando con delicadeza. —Vaya, al menos yo creo que lo eres. Las comisuras de sus labios se alzaron suavemente, descubriendo, así, aquellas marcas de expresión que se formaban a ambos lados de ellas. —Bueno —carraspeé, tosiendo suavemente después—, el trabajo expresionista no es nada del otro mundo. Tengo que presentar un proyecto, una construcción. Asintió con la cabeza, escuchándome atentamente, sin cambiar el modo que tenía de atravesarme con la mirada. —Tengo algo empezado pero…, bueno. Me cuesta determinar qué es expresionista y qué es moderno —expresé, llevándome la jarra a los labios y bebiendo mucho más que un simple sorbo, empezando a sentirme nerviosa por el modo en que tenía de escrutarme con sus cándidos ojos azules —. Es una fina línea la que separa lo expresionista de lo moderno… —Todo está separado por una fina línea. Tomó su copa, llevándosela también a los labios y, de un solo trago, terminó su bebida del color de la suave y clara madera. —Vamos, Elsa —dijo, con una extraña aspereza en la voz—. Te acompañaré a casa.

Capítulo tres Apoyé mi mano sobre la suya que, cuidadosamente, seguía posada sobre la mesa que pretendía abandonar con tanta prisa. —¿Ya? —Fruncí el rostro, intencionadamente—. Señor Schäfer, acabo justamente de decirle que no me parecía ningún muermo, que, al contrario, me resultaba interesante… ¿Quiere que cambie de opinión? —Intenté picarle, consiguiendo causar en él una distendida sonrisa. No sabía qué era lo que había ocasionado que, por un momento, hubiésemos permanecido silentes, con el murmullo a nuestro alrededor como único sonido, así como la música que seguía sonando a través de aquellos grandes altavoces, pero tampoco me preocupaba porque no había sido un silencio incómodo. Habíamos entrado en un estado de mutismo que, lejos de lo que podía parecer desde el exterior, a ojos de las personas que allí se encontraban, nos había llenado de una extraña comodidad. —Me pasaré al bourbon —le anuncié, cuando hubo tomado asiento nuevamente, a mi lado. —¿No crees que será demasiado para ti? —Sentí cómo, con la entonación de sus palabras, me provocaba—. Puede que te desinhiba demasiado… —bromeó. —Creí que quería que le llamase Lukas, señor Schäfer. —Déjate de señor Schäfer —dijo, con una sonrisa—. Me hace sentir mayor… o demasiado responsable. —¿No es usted responsable? —Sí. Tan responsable que voy a pedir dos bourbon —se burló, divertido, alzando la mano para llamar la atención del camarero y hacer el pedido—. ¿Estás segura? —¿Por qué no? —Me encogí de hombros—. Mientras no sea ginebra… —Apuesto a que hay más de una anécdota al respecto. —Demasiadas como para contarlas todas. Agradeció al camarero y, con la cara externa de sus dedos, empujó suavemente, por encima de la húmeda superficie de la mesa, el vaso de bourbon que me correspondía. Tomó el vaso y lo acercó al mío, brindando suavemente. —Por tu entrevista para el lunes. —Oh, sí, hablando de eso —callé, viéndole dar un sorbo a su bebida—. ¿Tiene usted algún consejo que darme, señor Schäfer? Se relamió cuidadosamente los labios tras beber, con el rostro ladeado hacia mí y el cuerpo en dirección a la mesa que ocupábamos. —Sí —respondió—. Tengo uno. Le escuché con atención, acercando mi cabeza hacia él, a la espera de recibir su respuesta en aquella cercanía que, por la música, era más que necesaria. En los pocos segundos que esperé su contestación, comprobé cómo dos mujeres, sentadas sobre unos taburetes adyacentes a la prolongada barra del pub, no le quitaban los ojos de encima. Debían tener unos treinta y pocos. —Deja de llamarme señor Schäfer. El balbuceo llegó a mi oído derecho y, de forma repentina, giré el rostro hacia él sin entender, quedando a pocos centímetros de su cara. —¿Qué? —Ese es mi consejo —articuló, apretando suavemente sus mandíbulas entre sí. Entendía por qué las mujeres le observaban con tal detenimiento.

No se trataba de un hombre hecho a la imagen y semejanza de lo que se consideraba un Dios griego, estaba claro. De hecho, para muchas mujeres, su altura no era gran cosa. Y, sin embargo, para mí, para mi metro sesenta y tres, que me sacase más de un palmo me era suficiente, incluso sin llegar al metro ochenta. No podía ser considerado un hombre bajito, ni tampoco un hombre excesivamente alto, pero, por descontado, sí podía considerarse un hombre atractivo, incluso entrada la edad que, por seguro, tenía. Un hombre que rondaba los cincuenta con la capacidad suficiente como para llamar la atención de cualquier persona del sexo femenino. De esos que, con el paso del tiempo, — como Brad Pitt, por ejemplo—, han ido mejorando, embelleciendo sus ya marcadas y bonitas facciones. —Intentaré recordarlo… Estuve tentada a girar el rostro, buscando ver más allá del suyo pero me alegré de no hacerlo pues, de haberlo hecho, me habría perdido el modo en que la sensualidad había conseguido dibujarse, libremente, sobre sus labios. Cuando sonreía con amplitud, normalmente acompañando el gesto con una sonora carcajada que, llegado un momento, se silenciaba bruscamente, reduciéndolo todo a la simple gesticulación, sus ojos tenían por costumbre entrecerrarse bastante, causando también unas arrugas de expresión a los lados. —¿No bebes? Su pregunta me hizo reaccionar, tomando el vaso y asintiendo con la cabeza, dedicándole una sonrisa antes de llevar el líquido que abrasaría mi garganta por unos segundos, haciéndome toser con moderada brusquedad. Él sonrió. —No necesitas ningún consejo, Elsa. —Recuerdo la entrevista que tuve para Bruno —dejé el vaso sobre la superficie, cruzándome de brazos sobre ésta misma. —¿Bruno? —El mismo que me despidió. —Ah, sí… —Estaba hecha un flan. —No necesitas estarlo para Baumeister. —¿Y si no saliese bien? —¿Por qué no iba a salir bien? —Carezco de experiencia, señ… Sus comisuras se alzaron delicadamente al ser testigo de cómo me interrumpía a mí misma antes de dirigirme a él de ese modo. —Alguien debe proporcionártela, Elsa —se acomodó sobre su silla, colocando un brazo sobre el respaldo de la mía y dejando caer el antebrazo del otro sobre su muslo derecho, inclinándose un poco hacia delante—. No te preocupes por eso. Haré todo lo que esté en mis manos para que funcione. Lo que pareció una promesa y el ardiente licor que bailoteaba en mi estómago, causando suaves estragos en mi sistema nervioso, provocó el leve rubor en mis mejillas que, aun queriendo, me costaría disimular por lo que, sin preocuparme en exceso, tomé el vaso y le di tal prolongado trago que, en menos de un instante, terminé con mi copa. No pude evitar esbozar una mueca de desagrado, sintiendo que mi garganta tardaría en superar aquel abrasante calor. —Espero que no pretendas que te siga el ritmo —bromeó, tras imitarme.

—¿Cree que puede? —Tutéame, Elsa. —¿Crees que puedes? —Enarqué una ceja, repitiendo mi pregunta. —¿Sabes con quién estás hablando? —¿Qué pasa si te respondo: “con el señor Schäfer”? Frunció fuertemente los labios, luchando contra sus traicioneras comisuras, las cuales intentaban, contra todo pronóstico, alzarse y dibujar una concienciada sonrisa de canalla. Fue divertido durante un buen tiempo. Intentaba hacer memoria, recordando aquellos años en los que mi amistad con Iris, su hija, me acercaba, de algún modo, a él. Recordaba que Esther, la que pronto sería su exmujer, siempre parecía malhumorada pero, aun siendo víctima de cómo ella buscaba, a toda costa, discutir con él, —incluso delante de nosotras—, el señor Schäfer siempre encontraba el modo de restarle importancia, haciéndonos reír a su hija y a mí. Por aquel entonces tampoco podía entender exactamente por qué su mujer y él discutían tanto. Tiempo después, sin embargo, entendí, desde el punto de vista de Iris, que lo que el señor Schäfer había hecho era arriesgado. Se había dedicado desde siempre a la arquitectura, pasando demasiadas horas inmerso en un sinfín de proyectos que tardaron en ver la luz pero que, finalmente, terminaron siendo grandes proyecciones de las cuales poder sentirse sumamente orgulloso. Tan grandes fueron que, por lo visto, le habían proporcionado el título de uno de los mejores de todo el estado europeo. Poco antes de que la distancia terminara con la amistad que procurábamos conservar, Iris me explicó la decadencia que podía intuir y prever en el matrimonio de sus padres. Conocía lo que ella me había contado de él y recordaba algunas pinceladas de mi adolescencia, pero, a medida que la noche avanzaba, descubría pequeños detalles que no había siquiera imaginado. Y el primero de ellos era lo que conseguía provocarme con una simple mueca, un simple gesto o un básico susurro. —¿Sabes lo peor de todo? —Dije, tomando la siguiente copa, acomodada también en mi silla, con la punta de mis zapatos apoyados contra el reposapiés de la suya y las rodillas, juntas, entre la separación de sus piernas. Uno de sus pies descansaba sobre el reposapiés de mi butaca mientras que el otro permanecía bajo la mesa, con la pierna estirada. El momento divertido había cesado para dar paso a mi flaqueo—. Todas las cosas vienen seguidas. Estuvo callado, observándome en silencio, escuchando mi exposición y atento a ello. Sus ojos azules pasaban de analizar el movimiento de los míos oscuros para, disimuladamente, controlar la actividad de mis labios y, después, para encubrir su minucioso estudio, desviaba la atención hacia el resto del local, sin interés. No sé qué era lo que pasaba por su cabeza pero, por la mía, en ese momento, sucedían un sinfín de extrañas y ostentosas imágenes. —… supongo que fui una estúpida y cometí un error —me encogí, finalmente de hombros, sin saber dónde había ido a parar todo mi discurso. —Bueno, Elsa —pronunció, tras terminar la copa. Se pasó el pulgar suavemente por los labios, dejándome ser testigo visual de un simple pero embaucador gesto—. Tienes la edad perfecta para ser estúpida y cometer infinidad de errores —musitó. —¿A qué te refieres? —A que estás en la edad perfecta para ser estúpida y cometer una infinidad de errores, tomar una infinidad de malas decisiones —se explicó, brevemente. —¿Le estás restando importancia al asunto por mi edad?

—Elsa, no eres a la primera a la que le rompen el corazón. —Me han roto el orgullo, señor Schäfer —puntualicé. Alcé la mano para llamar al camarero, quien ya parecía estar cansado de atener nuestra mesa, pero sentí cómo él me impedía el gesto, rodeando mi muñeca con sus dedos de forma sutil y cuidadosa. —¿Te dijo, claramente, que te utilizaba? —No —le respondí, siguiendo el hilo de la conversación anterior—, pero sin duda me demostró que así era. —No debes dar las cosas por hecho. El sexo masculino no tenemos por costumbre ser demasiado hábil con las palabras. —Pues tú pareces serlo. Despegó sus dedos de mi piel, suave y lentamente, deshaciendo el delicado agarre. —Es algo que adquirí con el tiempo —murmuró. —Pero la situación te parece una trivialidad por mi edad. —¿Cuándo he dicho que me resulte una nimiedad? —Es lo que demuestras. —Vaya —dijo, relamiéndose cuidadosamente los labios—, supongo que ni siquiera con el paso del tiempo adquirí tal habilidad. Noté cómo mi entrecejo se alisaba casi al instante y apreté los labios para evitar mostrarle una clarísima sonrisa de diversión. Él debió vislumbrar dicha intención puesto que cambió su seria expresión por una más relajada y jovial, sonriendo despreocupado. —No deberías haberle dedicado ni un segundo de tu tiempo. Alcé mis ojos hasta los suyos, habiéndome inclinado hacia él, apoyada sobre mis apretadas rodillas. —Ni tampoco deberías haber llorado por un tipo como él. —Es lo que hacemos las mujeres de mi edad. —Discrepo —masculló, inclinándose también, imitando mi postura—. Ni a tu edad, ni a ninguna. El ambiente empezó a disminuir en cuanto a la intensidad. El número de personas había reducido notablemente aunque, por lo que había podido ver, aquellas dos treintañeras seguían junto a la barra, montando un exceso e innecesario jaleo. Por otra parte, la música seguía sonando, también rebajando la exaltación, sonando ahora For what it’s worth, de Buffalo Springfield. A esa cercanía, los dos quedamos prendados un momento de la situación y la misma proximidad, cayendo en la cuenta de ello unos segundos más tarde en los que, de forma mecánica, tosí levemente y me aparté, con ligera brusquedad, de su rostro. Empecé a ponerme nerviosa y debió notarlo. —Ahora sí, te llevo a casa. Se levantó antes que yo, tomando el abrigo y colocándolo sobre su brazo antes de encaminarse hasta la barra y llamar la atención del barman. Se apoyó con ese mismo brazo y le observé, mientras, de pie, me vestía y abrigaba para las bajas temperaturas a las que me enfrentaría al salir del pub. Una de aquellas treintañeras colocó, delicadamente, su mano sobre el hombro de él, quien, a la espera de ser atendido, compartió un par de palabras con las mujeres, las cuales empezaron a reír sonoramente, muy acorde al ruido que llevaban causando desde el inicio de la velada. Me dirigí hasta la puerta del pub, a la salida, tomando una buena y profunda —y fría— inspiración. Encogí los hombros para cubrir un poco mi rostro en el calor que emanaba el interior de mi acolchada chaqueta color burdeos, quedando sobre la acera a la espera de que el señor Schäfer

saliese del local. Había bebido y lo notaba por el cosquilleo que se extendía por mis extremidades y, sobre todo, por la zona de mi nuca. Quería deshacerme de lo que fuese que estaba produciéndose a la altura de mis entrañas. —Ahí estás. Mis pies dieron media vuelta al escuchar su voz, tropezándome torpemente por el movimiento y siendo sujetada, por suerte, por sus manos, que no dudaron en colocarse bajo mis bíceps para evitar mi encontronazo con el asfaltado terreno. —Cuidado —dijo, riendo. Al respirar, sentí que mis pechos rozaban la firmeza del suyo. Tuve que sujetarme a sus hombros para cerciorarme de que mis pies, aquellas estúpidas y patosas extremidades, yacían intactos sobre un suelo que permanecía tranquilo, sin alteración por parte del alcohol o cualquier tipo de fenómeno natural. Sentía tanta tranquilidad cuando sus manos me sujetaban que no me hubiese importado que el mismo asfaltado terreno se abriese en dos en aquel mismo momento. Estás mal de la cabeza. ¿Se puede saber qué te ha picado? —Te acompaño —dijo—. ¿Por dónde es? —¿Has pagado tú? —Sí, lo he hecho. —Yo debía invitarte a la cerveza. —Lo harás en otra ocasión. —¿Habrá otra ocasión? Respondió a mi pregunta con un ligero movimiento de hombros, seguido de una mueca de circunstancia. Caminamos en silencio, hombro contra hombro. —Podría ayudar con tu trabajo expresionista después de tu entrevista del lunes —anunció, de la nada. —Claro. —Creo que tengo un par de libros que podrían inspirarte. —Tengo parte de la estructura diseñada —le comenté, deteniendo mis pies a pocos pasos de la puerta de hierro que daba paso al loft, a pie de calle—. Creo que es una construcción arriesgada pero puede funcionar. —Estoy impaciente por ver de qué se trata. Y en aquel momento surgió la peor idea del año. —¿Quieres pasar? —Le propuse. Esperé frente a la puerta, con las manos en el interior de aquella riñonera que había heredado de la floreciente juventud de mi padre, buscando las llaves con los ojos inmersos en el modo en que, como yo, se quedaba desconcertado con mi proposición. —Lo digo porque… tengo el diseño en mi habitación. Escuché mi respuesta, de forma repetida, en el interior de mi cabeza y necesité cerrar los ojos, mordiéndome la lengua. —Por si querías echar un vistazo y asearme —abrí mucho los ojos, antes de empezar a corregirme—. ¡Asesorarme! —Pronuncié, con brío—. Asesorarme. Aconsejarme. Inspirarme, darme ideas —saqué las llaves de la riñonera, mostrándoselas—. ¡Las tengo! Ya las tengo… Sin mayor pretensión que el querer restarle importancia al evidente nerviosismo que acababa de invadirme, me eché a reír.

Él hizo lo mismo, con una amplia sonrisa decorando su rostro, sin despegar el cándido azul de sus ojos de la oscuridad que cubría el iris de los míos. —Será mejor que te desee unas buenas noches. Descubrí que, de forma comedida, buscaba despedirse. —El lunes le echaré un vistazo a tu trabajo y te asearé —bromeó, guiñándome un ojo, carcajeándose segundos después. —Es el alcohol… —Lo entiendo, lo entiendo —siguió riendo. Dio un paso hacia mí, acortando la moderada distancia entre nuestros cuerpos y apoyó, con firmeza, su mano en la parte baja de mi espalda, ejerciendo una suave presión y, asimismo, masajeando vehemente con su pulgar. —Buenas noches, Elsa. Se inclinó para besar mi mejilla y, de forma inconsciente, ladeé tenuemente mi rostro consiguiendo, todavía instintivamente, rozar el grosor de mis labios con la comisura de los suyos. Se hizo un nudo en la boca de mi estómago que, en segundos, terminó convirtiéndose en una dura piedra mimetizándose con su alrededor al tiempo que unas cosquillas, más insistentes y carnales que las anteriores provocadas por la cerveza y el bourbon, se propagaban por todos mis órganos. Un cosquilleo que, involuntariamente, por el motivo que fuese, alteró mi flujo sanguíneo, flaqueó mi sistema digestivo, conmovió mi capacidad respiratoria y erizó, como la suave brisa invernal que pronto nos acogería en la ciudad, toda la piel que cubría mi fisiología. Escuché cómo exhalaba el aire suavemente de entre sus labios, todavía cercanos a los míos, naciendo de la profundidad de sus pulmones. —Buenas noches, señor Schäfer.

Capítulo cuatro Moviendo mi rostro de un lado a otro, seguí contemplando mi reflejo al otro lado del espejo sin llegar a estar convencida del modo en que Norman había insistido que me vistiese para aquella entrevista. Ninguno de los dos había querido hablar de ello durante el fin de semana, prefiriendo tratar temas como el respectivo a Betta u otras cosas que, por suerte, seguíamos teniendo en común. Habíamos, por lo tanto, podido disfrutar de una intimidad que, desde hacía tiempo, no habíamos siquiera olido, ensimismados en nuestros trabajos y nuestra vida más allá del tipo de amistad que nos unía. Estaba ansiosa por que las cosas empezasen a salir bien para nosotros. Él había sufrido demasiado con todas aquellas relaciones que no habían terminado en nada más que unos meros intentos y yo me había visto condicionada por una relación que me había hecho más mal que bien. A pesar de ello, y a pesar de todo lo sucedido la noche del viernes, no mencioné al señor Schäfer en ninguna otra tesitura que no fuese la del rol de padre de Iris y futuro posible supervisor de mi trabajo. Cuando pensé en ello, sentí un nudo acrecentarse en mi garganta. —Saldrá bien. Norman asomó la cabeza por encima de mi hombro, rodeando mi cuerpo con sus brazos desde atrás. Dejó un suave beso contra mi cuello y me estrechó con sus extremidades. —No tienes por qué estar nerviosa. —Creo que voy a vomitar. —No, no vas a vomitar —me tranquilizó, con una sonrisa, a través de la imagen que nos ofrecía el alargado espejo de mi habitación—. Conseguirás el trabajo. —Me tienes mucha estima. —Sí, eso es cierto, pero también soy objetivo —se alejó para quedar a mi lado y contemplar mi vestimenta—. Y tú puedes decir misa pero las faldas de ejecutiva te sientan realmente bien. —Me siento estúpida vestida así. —Porque no estás acostumbrada. —Déjame ir con unos tejanos. Puedo ir elegante y con tejanos al mismo tiempo. —Todos sabemos que tendrás el trabajo sólo por ser la amiga de la hija del que te ha conseguido la entrevista —masculló, golpeando suavemente mi bíceps con el dorso de su mano—. ¿Por qué no, al menos, dar una buena impresión a tus futuros colegas? —¿No crees que no me pega en absoluto? —No te pega en absoluto —respondió, con una desbordante sinceridad que, a su vez, me encantaba en él—. Pero eso sólo lo sabemos tú, yo y tus más allegados. El resto de los mortales, amiga, pueden pensar que vistes así a diario. Así que… —sujetó mi brazo a la altura del codo, separándome de la visión que me regalaba el espejo—, ve allí y demuéstrales de qué estás hecha. Sonreí, mirándole unos segundos y rodeé su cuerpo con mis brazos, estrechándolo con fuerza en un tierno y sentimental abrazo. Cargué con una de mis mayores carpetas, en la que llevaba más de un proyecto terminado y, por supuesto, alguno sin terminar, como el que todavía tenía que entregar en la universidad, hasta llegar al edificio Baumeister, no muy lejos del centro de la ciudad. Sólo necesité tomar el tren y esperar, pacientemente, que en esas tres paradas no echase el café por la boca debido al desasosiego que me producía tener que enfrentarme a una entrevista de trabajo. Sobre todo siendo tan reciente aquel turbulento despido al que todavía necesitaba acostumbrarme. El asunto con Bruno no era algo que

fuese a olvidar tan fácilmente. No supe cómo me había atrevido a aproximarme al mostrador sin la intención de salir corriendo de aquel edificio cuyas primeras plantas pertenecían a la empresa Baumeister, para la que el señor Schäfer trabajaba. Aguardé en silencio mientras el conserje, un hombre de unos sesenta y pocos, con un denso cabello blanco y una alargada pero bien recortada perilla del mismo color, terminaba de atender una llamada. Cuando tuve ocasión de manifestarme, escuché cómo la voz del señor Schäfer pronunciaba mi nombre, siguiendo con aquella particularidad de alargar, de forma casi imperceptible, la consonancia de las primeras dos letras de mi nombre. Me giré, con cuidado de no perder el equilibrio en aquellos sorprendentemente cómodos tacones, observando cómo retiraba su abrigo negro, mostrando su fibrosa pero delgada silueta. De hombros anchos, vestía con un sencillo y fino jersey color azul oscuro de cuello redondo, ajustado al cuerpo, y unos cómodos pantalones de tela negra. —Buenos días —saludó, con serenidad. —¿Te das cuenta de que vas vestido como vas vestido? El nerviosismo de la entrevista era suficiente para hacerme hablar un poco más de la cuenta, llevándome a soltar la naturalidad que buscaba brotar de cualquiera de los poros de mi piel. —¿Cómo dices? —¿Sabes que vas vestido como si fueses a quedarte en casa, un domingo, viendo una película de serie B? El señor Schäfer enarcó su ceja delicadamente, descendiendo sus ojos hasta sus ropas antes de fruncir el entrecejo y dedicarme una mirada de evidente desconcierto. —¿Por qué dices eso? —Vas con pantalones de tela y… —descendí mis ojos hasta sus pies— deportivas blancas. ¿Adónde han ido a parar las reuniones de ejecutivos en trajes? —Elsa, soy arquitecto —dijo, sin perder la sonrisa—. Además, ¿crees que todos los ejecutivos visten con trajes de Massimo Dutti? —Pareció divertirle mi ingenuidad al respecto de las formas que tenía él de vestir—. Nunca nadie había tenido problemas con mi estilo —añadió, apoyando el brazo sobre el mostrador y compartiendo una escueta y breve conversación con el portero en alemán. Me mantuve al margen sin poder dejar de echarle un vistazo a las ropas con las que había decidido presentarse. —Estoy segura de que más de uno cree que, para ir vestido así, es mejor que vengas a tus reuniones desnudo —siseé, aferrándome a la carpeta y recordándome ser más comedida en cuanto a lo que mi nerviosismo buscase exponer de forma tan natural. —¿Ellos lo creen o tú? —En realidad, si te paras a pens… Creí haber seguido con mi explicación, estando operativa para argumentar por qué creía que no debía presentarse en una empresa en la que se llevaban a cabo unas importantes reuniones con aquellas pintas, pero me sentí totalmente bloqueada por el tipo de respuesta que acababa de darme sin más. Tuve que recordarme que era el padre de Iris. Por muy atractivo que fuese, por muy atrayente que me resultase y por mucho que desease pasar mi lengua por todo aquel suculento cuello que desprendía un aroma a aftershave, tuve que recordarme que se trataba del señor Schäfer. Sujeté mi carpeta con fuerza, sin haber podido, todavía, deshacerme de mi acolchada chaqueta.

Por ello, y por cómo el señor Schäfer había pronunciado tal atrevida indagación, empecé a sentir un desafortunado calor sacudir mi cuerpo. Una sensación que, en el interior del ascensor, a la espera de conseguir llegar hasta la planta en la que, aparentemente, iba a pasar mi entrevista, empeoró. —Trae, dame —musitó, tendiendo sus manos para sujetar mi carpeta. —Gracias. Aproveché para retirar la chaqueta, echando los brazos hacia atrás y deshaciéndome de la prenda. Sujetándola con mis brazos, descubrí cómo el señor Schäfer intentaba disimular el modo en el que había estado observando la innecesaria vestimenta con la que Norman me había —aunque sonase mal decirlo— vestido. —Dejaré que opines sobre mis pintas ya que, con los nervios, me he atrevido a opinar sobre las tuyas. Le dediqué una sonrisa, quitándole hierro al asunto. —Creo que le encantarás al que te hace la entrevista. —¿Lo crees? —Recuperé la carpeta de entre sus manos, recordándome erguir la espalda y respirar profundamente. No podía evitar recordar la entrevista con Bruno y cómo aquel inicio había marcado un antes y un después, siendo víctima de un prolongado chantaje. —Sí —respondió, tras un segundo. —Espero que así sea. Puede que a él, o a ella, no le cause tan buena impresión como a ti. —Le has causado buena impresión —me aseguró, guiñándome el ojo—. Puede que, aun así, tengas que retractarte por haber insinuado que sus ropas no eran apropiadas para examinar tus aptitudes para esta empresa —sonrió como un golfo, tal cual. Dejé escapar un inaudible ¿qué…? de entre mis labios. ¿Él era quién iba a valorar mis aptitudes para entrar a formar parte del equipo Baumeister? —¿Tú vas a ser el responsable de evaluar mis facultades para trabajar en tu empresa? Él asintió con la cabeza, riendo mientras las puertas automáticas del ascensor se abrían ante nosotros. —Después de usted, señorita Lacroix. De nuevo aquel intermitente e insistente cosquilleo divulgándose por todo mi cuerpo, de extremidad a extremidad, pasando por todos los recovecos de mi organismo, se vio activado por el sonido de su voz al pronunciar mi apellido con una desmesurada sensualidad de la que ni él mismo era consciente. Le esperé, aferrada a la carpeta como si fuese el bote salvavidas en un turbulento oleaje, viendo cómo saludaba a unos compañeros que, ahí mismo, discutían respecto a un cartel publicitario. La única mujer que les acompañaba, de cabello rubio y ojos azules, —y a juzgar por el nombre, pronunciado por uno de sus colegas, de nacionalidad belga—, me dedicó una encantadora sonrisa antes de desviar sus ojos —y toda su atención— al señor Schäfer. Poco después, nos encaminamos hacia una sala cuyas ventanas daban de pleno a las de otro edificio continuo. Por suerte, las persianas de aluminio yacían bajadas. —Póngase cómoda, señorita Lacroix. —Me parece muy injusto que tú vayas a hacerme la entrevista. —¿Por qué? —Porque soy tu recomendación. ¿Quién dice que no vas a aceptarme en la empresa porque soy la amiga de tu hija? Aquella idea no pareció haber pasado por su cabeza a juzgar por cómo la seriedad asomaba, sutilmente, su rostro.

—¿Crees que permitiría faltar a mi profesionalidad? Su seriedad incrementó mi estado nervioso y, como respuesta, negué con la cabeza antes de dejar la carpeta sobre la alargada superficie de la mesa de reuniones que allí se mantenía, sentándome en una de las butacas, quedando totalmente erguida y con las manos cruzadas sobre mis juntadas rodillas. —Aquí puede tratarme de usted, señorita Lacroix. Asentí, en silencio. —No esté nerviosa. No tiene por qué estarlo. —Está bien. —He visto en su currículum que ha estado haciendo prácticas en la empresa de construcciones y diseño de la cuarta avenida. —Sí. —¿Puede decirme por qué no hubo prolongación del contrato? —No estuve interesada en lo que me ofrecían —respondí, recordando por qué, en mis prácticas, no había decidido mantenerme con la empresa en cuestión. —¿Por qué motivo? —No estaba centrado en lo que me gustaba. —¿Y qué es lo que le gusta, señorita Lacroix? Ahora mismo, señor Schäfer… Sacó unas gafas cuadradas, de montura negra y, a la vez, transparente, apoyándose con un codo sobre el reposabrazos de su butaca, llevándose la mano a los labios, en una cómoda postura, y aproximándose mi currículum con la otra mano. Al no obtener respuesta por mi parte, en la misma posición, alejó el archivo de su campo de visión y me contempló. —¿Y bien? —Inquirió, en un susurro. —La arquitectura, señor. —Esa es una respuesta muy global, señorita Lacroix. —Me gusta el diseño, la construcción y la proyección de una ciudad elaborada por distintas concepciones e ideas. —Entiendo —hizo una pausa—. Y, ¿quiere contarme por qué motivo fue despedida de su último trabajo? Pestañeé débilmente, recordando la primera conversación que tuvimos al respecto, creyendo que en ningún momento tendría que hablar de ello. Al menos no en su empresa y al menos no durante aquella entrevista. —No, no quiero —respondí. Dispuesta a irme, dando por perdida aquella oportunidad, apoyé las manos sobre la mesa para impulsarme y levantar mi trasero del asiento. —¿Adónde va? —Preguntó, perplejo. —Supongo que si no respondo a eso, la entrevista ha terminado. —Supone mal, señorita Lacroix. La entrevista habrá finalizado cuando yo diga que lo ha hecho — señaló el asiento con la mano que sostenía el fichero, sin interés—. Vuelva a sentarse, por favor. Lo hice. —Terminó la carrera con muy buenas notas. —Sí, señor. —Un alto grado de absentismo, no obstante.

—Sí, señor —volví a decir. Cuando vi que esperaba que me explicase, observándome con las cejas levemente alzadas, expectativo, proseguí: —Malas influencias. —Eso es irresponsable por su parte. —No me considero irresponsable, señor Schäfer. Frunció delicadamente sus labios y creí ver cómo hacía ademán de sonreír, pero se contuvo. —¿Considera que tiene capacidad de liderazgo? —No, señor. —¿No? —No creo que sea capaz de tener a un grupo a mi cargo, si a eso se refiere con capacidad de liderazgo —contesté, honestamente—. Sé que puedo resultar mandona si se me ofrece la posibilidad. Dirigir no es mi prioridad en este sector, señor. Estoy más interesada en aprender y en hacer lo mío. —Entonces, ¿cuáles son sus expectativas profesionales? —Dedicarme a la planificación y la proyección de construcciones o renovaciones —respondí—. Las renovaciones y restauraciones me parecen fascinantes en la profesión. —Estoy de acuerdo —siseó, descendiendo sus ojos, nuevamente, hasta el documento—. ¿Considera que lo que puedas ofrecer a esta empresa tiene carga suficiente como para cambiar aspectos ya existentes de nuestra profesión? Me tomó un instante entender el tipo de pregunta que acababa de hacerme. —Considero que tengo mucho que ofrecer aunque no sé si tanto como para cambiar aspectos ya existentes en la profesión. —¿Qué es lo que tiene que ofrecer, entonces, señorita Lacroix? Alzó la vista, como si no tuviese interés en la persona a la que estaba haciéndole aquella entrevista, y crucé mis ojos con los de él. Apreté mis labios, recordando, nuevamente, la primera conversación que mantuvimos el viernes de la semana pasada y sonreí. —Juventud e inexperiencia, señor Schäfer —expresé, con convicción—. Un especialista en el arte de la construcción me dijo que la juventud era la innovación y la inexperiencia… el propio motor de la audacia. Observé cómo recibía aquello súbitamente, sin verlo venir. Descendió sus ojos al archivo, rompiendo con el contacto visual que acababa de mantener conmigo y percibí cómo, sutilmente, pasaba la punta de su lengua por la comisura izquierda de su boca mientras la otra ascendía delicadamente, en una leve mueca de agrado. —Voy a pedir que te quedes aquí —dijo, dejando el archivo sobre la superficie de la mesa y quitándose las gafas para leer de cerca, masajeándose los ojos con los dedos, delicadamente—. Creo que es más óptimo que la segunda parte de la entrevista la haga alguien desconocido. —Está bien. —Por mí tienes el trabajo, Elsa —anunció, levantándose de la butaca y, una vez de pie, colocó sus manos en el interior de los bolsillos de aquel pantalón de tela—. Te lo daría sólo por cómo mueves los labios al responder. Los mencionados tuvieron la espontánea reacción de separarse, sutilmente sobrecogidos por la alusión. Al cabo de unos minutos, entró una mujer de unos cuarenta y poco para proseguir con la entrevista. Ante ella, mis nervios volvieron a florecer. Evidentemente, se trataba de otro tipo de desasosiego. La inquietud que me invadía cuando aquella mujer, seria y distante, me ponía

verbalmente en situaciones de las que, con mis palabras, debía salir y solucionar, era muy discordante a la agitación que provocaba mi acercamiento al señor Schäfer. —¿Tiene pensado quedarse embarazada en los próximos dos años? No pude evitar abrir mucho los ojos al escuchar aquella pregunta, esperando una risa que señalase un momento jocoso de la entrevista, algo que, por supuesto, no llegó a ocurrir, dejándome confusa por unos segundos. —No —respondí—. No entra en mis planes. —Es algo que he de preguntar, señorita, no crea que me interesa si quiere usted tener o no descendencia. —No por el momento. —Está bien. Recogió unos documentos que, intuí, le ayudaron a llevar a cabo la entrevista y se despidió, escuetamente: —Le llamaremos, señorita Lacroix. Bueno, bien…. —Puede irse ya. Fue tan tajante que su voz provocó en mí la necesidad de abandonar aquel despacho.

Capítulo cinco Entré en el ascensor todavía dándole vueltas a la extraña pregunta que, tras unas figuradas e incómodas situaciones puestas en escena por parte de aquella mujer, me habían formulado, por primera vez, en una entrevista de trabajo. No es que me sorprendiese del todo. Podía entender que quisiesen saber mis planes de futuro, los cuales podrían, evidentemente, incidir en mi trabajo en la empresa. Por descontado era algo que podía ocurrir. Y, sin embargo, lo que me producía un verdadero problema era la idea de tener pensado el quedarse embarazada. Es decir, planearlo. Como si no hubiese embarazos no planeados, no pensados y no esperados. En ese caso, ¿cuál era la política de empresa? Las puertas automáticas del ascensor estuvieron a punto de cerrarse cuando una mano las interrumpió. El señor Schäfer, con las facciones más relajadas que en el interior de aquella sala, pulsó el botón de planta baja que, segundos antes, había pulsado yo. —¿Qué, cómo ha ido? Tomó la carpeta entre sus manos, casi arrebatándomela por mera educación, muy pendiente de mi contestación. —Esa mujer necesita desayunar fibra. Mi respuesta ejerció un progresivo cambio en su rostro. Sus labios que, entreabiertos, dejaban escapar una ligera respiración acelerada, empezaron a estirarse, sucesivamente, hasta lograr perfilar una sonrisa que se vería escoltada por una vibrante carcajada. —Lo digo en serio, señor Schäfer, es una mujer con la que no me gustaría compartir ascensor. —Yo me quedé encerrado con ella una vez —dijo, todavía con la sonrisa implantada en los labios —. No muerde. —Oh, estoy segura que le encantaría hincarte el diente. Como si mi frase pudiese desencadenar una desastrosa situación, negó con la cabeza, sin más. —No, ella no es así. —¿Ella no hinca el diente? —Dije, con sorna. —Ella no repite. Contestó con estoicismo, esperando a encontrarse con mis ojos para dedicarme un guiño. —¿Te das cuenta de que a esto se le puede considerar flirteo? Sin romper con el contacto visual que nos unía, extrañamente, sus manos abrieron la carpeta en la que guardaba mis proyectos. —Señor Schäfer. —Lukas —me recordó. —¿No vas a responderme? Relajó la musculatura de su rostro, contemplando por encima los planos y diseños que permanecían recogidos en el interior del gran portafolios. —Estas semanas estoy en la zona de construcción —anunció, cuando el ascensor llegó a la planta baja. Salimos al mismo tiempo y él prosiguió echando un vistazo, sin más, a los folios—. Estoy renovando una catedral de estilo gótico —explicó—. Superviso a los operarios y llevo a cabo la restauración de la zona afectada por el paso del tiempo —seguí sus pasos, escuchándole despedirse en alemán del portero y dirigiéndonos a la salida del edificio—. Puedo llevarme tu proyecto, echarle un vistazo en la cabina que ocupo y…

—O puedo pasarme por allí a la hora de comer —le interrumpí, con una distinta proposición—. Puedo llevar comida china. —No sé si es una buena idea. Cerró el portafolios con cuidado y lo tendió hacia mí. —¿Crees que me lanzaré despiadadamente sobre ti? —Me reí, aunque de forma exagerada, intentando disimular la importancia que, en gran medida, podía empezar a tener para mí. Si me reía de mi propia estupidez, quizá conseguiría aminorar el leve despecho que acababa de empezar a formarse en mí—. Puedo pasar a recoger los libros, inspirarme y enviarte un mensaje ante cualquier duda que surja —eché un vistazo a nuestro alrededor, tomando el portafolios y rozando, sin querer, los dedos de sus manos—. Si eso te parece bien, claro. Esperé su respuesta, colocando la carpeta bajo mi brazo derecho y traspasando el peso de mi cuerpo de una rodilla a otra. Le observé ante mí, encendiéndose un cigarro, ocultando con una mano la llama que podría ser víctima del viento que, por momentos, atizaba un poco más el ambiente de la ciudad. Tomó una prolongada calada, utilizando el pulgar de la misma mano con la que sujetaba el cigarrillo para rascar la comisura izquierda de su boca, haciendo lo mismo, segundos después, con la otra. —¿Crees que rechazo la oferta por temor a que te lances sobre mí? —Apretó los labios, echando el humo por la nariz y entrecerrando los ojos como si estuviese estudiando mi rostro a conciencia. Se acercó, ladeando su cabeza hacia mi expresión—. ¿Qué te hace pensar que no la he rechazado porque pueda ser yo quien se lance sobre ti? Le vi disimular una sagaz sonrisa. Lo visualicé aun estando demasiado ocupada concentrada en el irregular latido de mi corazón. Un latido involuntario, un estímulo fuera de norma y un deseo que, lejos de ser conocido, me causaba una tranquilidad absoluta. Salvo por el hecho de que era el padre de Iris. Aquel recordatorio debió también sacudirle porque, ante mi silencio, debido principalmente a la sensación de la cual disfrutaba por haber recibido semejante contestación, apretó la mandíbula y frunció el entrecejo bruscamente. —Elsa… —¿Qué? —Lo siento —dijo, perdido, reprendiéndose a sí mismo en silencio—. No sabes cuánto lo siento. Esto no debería haber ocurrido. —¿El qué? —No debería haber dicho eso. —¿No? —El lamento brotó de mi garganta y me devolvió a la más pura realidad. —No, Elsa, no debería haberlo dicho. —Pero… —Debería volver al trabajo. —Señor Schäfer… —Avísame si te llama la empresa, ¿quieres? —Señor Schäfer —volví a decir, intentando encontrar el modo de calmar su desazón. —¿Lo harás? —¿Quieres hacer el favor de escucharme? Callando, pareció obedecer. —¿Me acompañas un momento?

Sus ojos azules, marcados por unas ligeras ojeras, me contemplaron con recelo. —¿Por favor? —Insistí. Agarré su mano, apretándola firmemente con mis dedos y empecé a caminar sin saber exactamente hacia dónde dirigirme. La boca de metro me resultó lo más cercano y, aunque le escuché preguntarme por qué íbamos a coger un metro, seguí tirando de él para bajar aquellas escaleras hasta ubicarnos en el interior del túnel que encauzaba con la estación. Tiré de él un poco más fuerte, empujándolo hasta uno de los laterales de la máquina expendedora. Coloqué mi mano sobre su esternón, por encima de aquel fino jersey gracias a la apertura del abrigo e intenté no verme intimidada por aquel cándido azul que, por momentos, tornaba su mirada en una muchísimo más gélida de lo que realmente era. Sentí sus manos colocarse sobre mis hombros, sin ejercer ningún tipo de presión por lo que, perdiéndome en sus ojos, a punto de escuchar cómo de sus labios brotaba alguna locución, apresé su boca con la mía y permaneció allí durante un instante, sin movilidad. Cuando me separé delicadamente, le vi observarme con una mayor imperturbabilidad. Nuestros ojos mantuvieron una discreta y enmudecida conversación, diciéndose todo lo que ya sabían y proponiéndose una infinidad de aventuras que ni imaginaban. —Señor Schäfer —pronuncié, dispuesta a disculparme puesto que la solemnidad por su parte estaba llevándome a ello. Sin embargo, en aquella misma conversación entre nuestros ojos, nuestras bocas se vieron arrastradas como un par de imanes. Chocaron bruscamente, temerosos de perder el contacto con los ajenos y sentí, al tiempo que nuestras lenguas entraban desquiciadamente en contacto, cómo sus manos se aferraban al contorno de mi cuerpo, cada vez más pegado a él. En un movimiento, consiguió colocarme a mí en su antigua posición, de espaldas a la máquina expendedora, haciéndome perder, por un momento, el portafolios en el que todas mis ideas reposaban. Mordí su labio inferior con impaciencia, víctima de la excitación que estaba coaccionándonos y tomando lugar en aquel encuentro, sintiendo cómo su rodilla se colocaba entre mis muslos, pegada a la superficie del lateral de aquella máquina expendedora. Una de sus manos abandonó mi cuerpo para apoyarse fugazmente sobre dicha superficie y, después, imitando el mordisco que le había dedicado con anterioridad, se colocó contra mi mejilla, instándome a alzar un poco más el rostro hacia él. Atrapó mi labio con devoción e introdujo su lengua en mi boca, profundizando en ella con una sorprendente pericia. —¿T-Te parece bien q-que lleve comida china…? Ante la reciente separación de nuestros cuerpos, y por ende de nuestros labios, ambos respirábamos fuerte y profundamente. Intentamos disimular ante las miradas de desconocidos quienes, encaminándose al metro o deseosos de salir de él, habían detenido el tiempo de sus vidas, por un fugaz instante, para contemplar el arrebato de pasión que otros dos desconocidos habían decidido dedicarse allí mismo. Instintivamente, mientras intentaba colocarme la acolchada chaqueta correctamente, sentí la yema de los dedos del señor Schäfer acariciar mis labios, con la intención de suprimir y eliminar los restos que hubiesen podido quedar de brillante humedad. Aquel simple y natural gesto por su parte me agradó. —Sí, comida china suena bien —dijo, pasándose la mano por la nuca y volviendo a pasar el pulgar por la comisura de mi boca—. L-Lo siento, es que… —volvió a hacerlo, con un semblante serio—. Ya está. Están un poco enrojecidos… —constató, en un susurro. —Pero por un buen motivo.

Alzó sus comisuras mecánicamente y, sin mediar palabra, hombro contra hombro, ascendimos por aquellas escaleras para salir de la boca de aquella estación de metro. Nos despedimos de la forma más distante posible en comparación con el rato que acabábamos de compartir. Él se dirigió a su estacionado automóvil mientras que yo me dirigí a la estación de tren, que quedaba a pocas manzanas del edificio en el que acababa de pasar la entrevista. Y durante aquellas tres cortas paradas de tren no pude dejar de emocionarme como una niña pequeña al recordar la valentía que había tenido al lanzarme de esa forma. Era cierto que contaba en mi mano el saber que, pudiendo haber rechazo por su parte, existía una clara atracción física, la cual ya había intentado resurgir en distintas ocasiones mediante un constante flirteo verbal o simplemente visual pero, aun así, me sentía orgullosa. ¿Cuándo el señor Schäfer había pasado de ser el padre de Iris a ser Lukas, don vientre firme, juventud eterna y besador profesional? Cuando llegué al loft, avisé de mi llegada, dejando la chaqueta en la entrada y colocando la carpeta sobre la mesa en la que yacían un par de cartas sin abrir. —¿Norman? —Alcé un poco la voz—. Ya estoy en casa. Caminé directa hasta la cocina, sacando una botella de agua de uno de los armarios y bebiendo, prolongadamente, sedienta, apoyada contra una de las encimeras de la estancia. —¿Norman? ¿Estás en casa? Supe que mi pregunta era estúpida pero poco importaba. Con la botella entre mis manos, caminé hasta su dormitorio, golpeando suavemente la superficie de la puerta con mis nudillos. —¡Ahora salgo! Deslicé mis pies hasta el alargado sofá, descalzándome y tumbándome, con la espalda bien acomodada entre los numerosos cojines de colores rojos, naranjas y amarillos que tanto adoraba mi compañero de piso. —¡Me resulta muy raro que no hayas estado pendiente de cómo me ha ido la entrevista! —Le dije, echándole un vistazo al apagado televisor—. ¡Que sepas que llevar falda no me ha servido de nada! Escuché la puerta y me incorporé sobre el sofá. Betta salió del dormitorio, con una cohibida sonrisa. —Elsa. —Hola Betta. —Ya me iba —anunció, tras recogerse el cabello rubio en una delicada coleta. —Está bien, pues adiós. —Hasta otra. Norman salió tras ella, sin camiseta. —Ahora te pregunto, bicho —pellizcó mi mejilla con sus dedos antes de acompañar a Betta hasta la salida, donde se dedicaron unos prolongados y sonoros besos. No sentía envidia aunque Norman siempre había sido alguien especial para mí. Sobre todo porque, en ese momento, nada podía pesarme. Cuando se dejó caer sobre el sofá, no tardó en rodear mi cuerpo con sus brazos. —Maldita sea, Norman, hueles a sexo. —Es a lo que me he estado dedicando toda la mañana —respondió, con felicidad—. Por fin… ¿Te conté que ella estaba reticente porque creía que tú y yo nos lo montábamos? —Sí. —He conseguido hacerle entender que no es así.

—Sí, bueno, pues, como entre ahora mismo, tendrás que argumentar muchísimo mejor —reí, echándole a un lado—. Date una ducha, ¿quieres? —Después. Primero cuéntame cómo ha ido. —Ha ido bien. —Claro que ha ido bien —puso los ojos en blanco—. Tienes este trabajo desde que el padre de tu amiga se encontró contigo, casualmente en el momento en el que acababan de despedirte. Ay, Elsa, no dirás que no existe el destino… —Déjate de tonterías. —¿Ha sido una buena entrevista? —La primera parte me la ha hecho él. La segunda… una mujer que, de verdad, era para verla. —¿Un ogro? —Esa lleva tres días sin ir de vientre. Te lo digo yo. Norman se echó a reír, golpeando suavemente mi muslo para, después, ascender por él con cariño. —¿Quieres que alquilemos una película? —He quedado para comer —anuncié. —¿Con Bruno? Sentí una repentina —pero, por suerte, leve— angustia al escuchar cómo Norman, aquel hombre que tanto significaba para mí y mi desarrollo como persona, pronunciaba el nombre de tal… —No —contesté—, con el señor Schäfer. —¿Con tu futuro jefe? —No será mi jefe. Será mi supervisor. —Lo que sea… —puso los ojos en blanco, entrecerrando repentinamente los ojos y mirándome —. Eh, Elsa. —¿Qué? —¿Por qué vas a comer con él? —Oh, va a ayudarme con uno de los proyectos que he de entregar a mi tutor de la universidad. —Ah. —Es de los mejores arquitectos del siglo, Norman. Tendrías que ver cómo, en menos de nada, diseña todo un escenario. —Ya puede ser bueno, ya. No conozco a nadie bastante merecedor de tu confianza como para que te ayude en un proyecto —musitó, con una sonrisa. —Él lo es. Asintió con la cabeza, depositando un suave beso en mi mejilla. —Ya me contarás. —¿Y tú? —¿Yo qué? —¿Cómo va con Betta? —Bien —respondió, con una satisfactoria sonrisa iluminando su bonito rostro, cuyos rasgos se veían realzados por una trabajada perilla alrededor de sus alargados labios, así como por aquellas patillas que dejaba crecer junto a un desenfadado cabello castaño oscuro—. Poco a poco… —¿Crees que funcionará? —Eso espero, Elsa —musitó—. Eso espero. —Si no lo hace, con otra lo hará. —No tengo expectativas de ningún tipo.

—Mereces a alguien que te quiera de verdad. —Te merezco a ti —siseó, incorporándose para darme una suave cachetada en el muslo—. Una pena que sexualmente no funcionemos —bromeó, sacándome la lengua. —Qué hostia tienes a veces… —Qué poco humor tienes tú, preciosa. Volvió a depositar un beso sobre mi mejilla, esta vez para incorporarse definitivamente y despedirse de mí para ir a tomar una ducha. Aproveché la ocasión, entonces, para enviarle un mensaje al señor Schäfer desde la aplicación de mensajería instantánea. E: “Estoy a punto de cambiarme e ir a por la comida. ¿Me puedes enviar la localización del lugar de trabajo?” Tras leer el mensaje en los minutos siguientes, recibí, como respuesta, la ubicación del lugar al que tenía que dirigirme, sin más. Fruncí el entrecejo, dejando el teléfono sobre mi vientre y contemplé, por un rato, el alto techo de la estancia. Como si en la distancia él pudiese sentir mi atenuado desazón, volvió a escribir: L: “Perdona mi desabrimiento. Estoy reunido. Nos vemos en un rato”. Una sonrisa se perfiló sobre mis labios justo antes de que Norman me diese un susto de muerte, oculto tras el sofá.

Capítulo seis Bajé en la parada de metro correspondiente, intentando esquivar al resto de la humanidad y, desplazándome con prisa, cargando con las bolsas del restaurante asiático que hacía esquina con la calle veintinueve, recoloqué correctamente el auricular en el interior de mi oreja. “This is torture, this is pain, it feels like I'm gonna go insane I hope you're coming back real soon cuz I don't know what to do. Baby when you're gone (when you're gone), I realize I'm in love The days go on and on (on and on), and the nights just seem so long Even food don't taste that good, drink ain't doing what it should Things just feel so wrong, baby when you're gone” Canturreé la canción de Bryan Adams y Melanie C (When you’re gone) mientras subía las escaleras para salir de la boca del metro, síntoma del bienestar que me invadía en ese momento y del cual no me veía, sin embargo, capaz de hablar. Si lo pensaba con claridad, si paraba un momento para dedicarle más de un juicio, me decantaba por constatar que había perdido total y sensato raciocinio. Y si la reflexión no fallaba, y mi mente no me traicionaba, me había visto seducida, en el transcurso de unos pocos días, por un hombre que, sin ir mucho más lejos, resultaba ser el padre de una de las amigas a las que le había confiado, en mi época adolescente, hasta mis mayores secretos. En los que se incluían, por ejemplo, lo mucho que me encantaba Josh Hartnett desde la película Pearl Harbour y lo muy empapelada que estaba mi habitación con su rostro. Y aunque podían ser trivialidades, historias banales de una época adolescente que no quedaba demasiado lejos de la pre-adulta a la que me enfrentaba, entre aquellos secretos, había mucho de mí. Y me consideraba una persona especialmente introvertida, en lo que hablar de mí se refería, como para tener en cuenta todas las otras relaciones. Así que Iris y Norman eran las únicas personas que, a excepción de mi familia, y contra todo pronóstico, me conocían. El reencuentro con el señor Schäfer, quien no había sido más que una esporádica imagen en mi día a día junto a su hija, había despertado más de una reacción en mí. Inspirándome para el futuro profesional al que esperaba dedicarme, acrecentando mi pasión por el aprendizaje en aquel campo, tentando mi constante deseo de superación —rasgo establecido en mi moldeada personalidad desde joven— y, por supuesto, recordando lo vivido hacía menos de tres horas, despertando un deseo sexual que no había sentido por ningún otro hombre. Y no es que no sintiese deseos sexuales hacia Norman… Negar tal cosa me convertiría en una despiadada mentirosa puesto que Norman no sólo entraba por mis ojos. Él había ido mucho más allá. Al contrario de lo que podría pensar si me encontrase en una postura ajena, contemplando aquel desenfreno desde los ojos de cualquiera que desconociese nuestra historia pero supiese la distancia establecida entre nuestras edades, no me preocupaba en exceso por lo que acababa de ocurrir. Para mí, el verdadero dilema distaba mucho de ser una fecha de cumpleaños o unas cambiantes cifras año tras año. En lo que a mí respectaba, y en relación a lo que surgía en el interior de mi cabeza pensante, era más costoso pasar por alto el hecho de que se trataba del padre de una amiga, vieja conocida. La catedral, perjudicada por el transcurso de los años y los fuertes temporales a los que había estado sometida, parecía mucho más tenebrosa de aquella forma tan damnificada, con el cielo oscurecido por tonalidades grisáceas y fuertes corrientes de viento que traían consigo una alejada y azarosa tormenta. Detuve mis pasos ante su esplendor, moviendo mis hombros para esquivar al tipo de personas

que, de no ser por los reflejos, tenían como costumbre arrollarte sin pensarlo. Era escalofriante debido al tiempo que ensombrecía toda la sublimidad que en gran parte la caracterizaba y debido a las irregularidades que habían brotado de la descomposición de algunos materiales, estropeados por el clima y por, seguramente, la mala decisión por parte de los constructores. —Perdone —me acerqué a la verja electro-soldada blanca, deteniendo con mi voz a uno de los operarios de turno—. ¿El señor Schäfer? El hombre, joven, de aproximadamente mi edad, señaló a pocos metros de él, indicándome la puerta de entrada a la zona que, por ahora, se mantenía restringida. —Está en una reunión con la secretaria del alcalde —me comunicó, a medida que los dos caminábamos de forma paralela a la verja—. ¿Eres su hija, Iris? Separé mis labios dispuesta a darle la respuesta pero se adelantó: —Espera aquí. Le diré que has venido. —¡N…! ¡Espera! El joven moreno ya había dado suficientes pasos como para alejarse de mí y aproximarse a una cabina, elevada por unos cimientos colocados bajo cada esquina del cuartucho que utilizaba como oficina. Y al llegar, pocos metros antes de poder interrumpir la reunión que el señor Schäfer tuviese con aquella secretaria, éstos salieron por la puerta, entre relajadas risas. El señor Schäfer bajó los escalones, tendiendo su mano hacia atrás para ofrecer su ayuda, —bien recibida—, a aquella mujer que, sin soltarle, descendió también por los peldaños. Deteniéndose junto al operario, el señor Schäfer escuchó el aviso de su trabajador y dirigió su vista hacia mí. Y, por nervios o vergüenza, quizá por ambas a la vez, alcé suavemente la mano. No entendí cómo aquella mujer podía caminar por aquel suelo montada en aquellos tacones de infarto. —Lo seguiremos hablando, Martha —dijo él, acompañándola hasta la salida que ofrecía la verja. —Dedícale aunque sea un pensamiento, Lukas. Sabes que es una gran oportunidad, que no escatimaran en gastos y que les interesas —habló ella, con una enronquecida voz—. Les interesas tú a cualquier precio —insistió—. No debes olvidar que eres lo mejor que tenemos por aquí. El señor Schäfer le dedicó una educada sonrisa, siendo incapaz de encontrar una respuesta que pusiese en compromiso la contienda para mantener su modestia. La tal Martha, vestida con un exagerado y ajustado vestido gris, tambaleándose delicadamente sobre aquellos aparatosos tacones, me deseó un buen día antes de volver a dedicarle una encantadora sonrisa al señor Schäfer. Nuevamente, él correspondió al gesto. —Señorita Lacroix —pronunció, con una diversión en la voz. Me había dado la vuelta para comprobar, descubrir o incluso apostar por el batacazo de la señorita Martha, observando y todavía alucinando por el uso de aquellos tacones sobre una superficie que no era siquiera apta para una suela plana. Por no decir que el suelo estaba lejos de ser uniforme y que sus piernas, las cuales, además, carecían de medias que cubriesen su piel en aquel mes de noviembre, eran un fácil objetivo para cualquier herida. Al escucharle, sin embargo, giré mi cuerpo hacia él. —Ha llegado pronto. Seguí sus pasos haciendo un rápido barrido visual a mi alrededor, contemplando cómo en aquella zona estaba renovándose una dificultosa arquitectura gótica. No obstante, mis ojos se detuvieron hasta su cuerpo, viéndole frenar sus pasos junto a un operario. Con un bolígrafo, hizo unos rápidos garabatos sobre un cuaderno abierto y le dedicó una breve explicación. Había debido seguir trabajando su cuerpo para la edad que tenía porque, por lo que podía

apreciar, vestido con las mismas ropas con las que había llevado a cabo la primera parte de mi entrevista, carecía de barriga cervecera, siendo más bien firme pese a un ligero pero notable volumen. Su zona pectoral podía dibujarse bajo el modo en que el fino jersey se apegaba a la piel. Fingí observar la catedral cuando ladeó su cuerpo para controlar (seguramente) mi presencia. No sabía qué me ocurría pero estaba empezando a sentir cómo, de nuevo, esa intermitente, constante y apetecible electricidad se ocupaba de emitir e irradiar el alucinante cosquilleo. Al girarse nuevamente hacia mí, me indicó con su mano derecha el camino a emprender hasta su cabina. Subí las escaleras, sin la ayuda de su bonita mano porque, evidentemente, yo había dejado los tacones en casa, vistiendo con unos cómodos tejanos y unas deportivas que cubrían incluso mis tobillos, y me adentré al interior de la cabina. Quedé a unos centímetros de la puerta, observando cómo mi entorno se veía decorado por un distinto escenario. Un escritorio en el centro de la estancia, un pequeño sofá y unos archivadores junto a una alta estantería con diversos libros sobre una moqueta que ni el mismísimo Jack El Destripador hubiese escogido para decorar el suelo de su funeste hogar. Era fea a rabiar, pero en ella dejé caer la bolsa de comida. No le di tiempo a decir nada y me vi impulsada, motivada por aquella magnífica sensación recorriéndome el cuerpo, contra sus labios, apresándolos precipitadamente. Acababa de cerrar la puerta tras él y escuché el sonido de su espalda chocando con la superficie así como el gemido de sorpresa que, efímero y fugaz, topaba con mis labios sellando los suyos. La química era innegable. Nuestros labios no concebían la posibilidad de encontrarse cerca y no envolverse mutuamente. Y, sin embargo, sentí cómo los suyos buscaban una escapatoria, alejándose de forma lamentable hacia el lado. —Elsa… El sonido de su susurro fue también lamentable. Pestañeé seguidamente, como si necesitase recuperar el campo de visión que se extendía ante mí tras unos segundos de completa oscuridad. El señor Schäfer dejó escapar un acalorado suspiro y me indicó, con una de sus manos, el sofá de la estancia. —¿Nos sentamos? No me dio la oportunidad de responder y se dirigió hasta el sofá, recogiendo la bolsa que yo misma había dejado caer, tomando asiento en uno de los extremos, acomodándose. Preferí, sin embargo, quedarme de pie, deshaciéndome de la chaqueta que, allí dentro, sólo ejercía la función de estufa portable. —Creo que lo del metro no debió ocurrir —anunció, habiéndolo estado meditando durante más tiempo que yo—. Creo que fue un error —se sinceró, jugando con las asas de plástico de la bolsa entre sus dedos, sentado y, al mismo tiempo, en una postura de inclinación, con los codos apoyados sobre sus rodillas—. Un error… —repitió, en un siseo, temiendo encontrarse con mis ojos. —¿Error? Alzó la vista con el entrecejo fruncido en una deplorada mueca. —Eso he dicho. —Creí que tenía la edad perfecta para equivocarme y cometer una infinidad de errores. Vislumbré la entristecida sonrisa iluminando, por un momento, aquellos definidos labios, a veces acompañados de bonitas arrugas de expresión. —Sí, tú sí tienes edad perfecta para ello pero, ¿yo? —Su cabeza se movió en una tímida negativa —. No entro en el rango de edad perfecta para cometer errores. Al menos no de tal magnitud… Y, Elsa, una vez puede ser un error, pero una segunda… —sus labios se apretaron instantáneamente—.

Una segunda es una provocación. —Señor Schäfer. —Por favor, llámame Lukas. —Lukas —pronuncié, tomando asiento sobre la superficie del escritorio—. ¿Puedo hacerte una pregunta? —Por supuesto. —¿Y si fuera un sueño? ¿Qué estás diciendo? Mi amor propio —y orgullo— habló pero fue él quien le puso mueca a aquella notoria y silenciosa pregunta. —¿Qué? —¿Y si esto fuese un sueño? —¿El qué? —Esto a lo que tú llamas “error” —respondí. Enmudeció unos segundos y, cogiendo una profunda respiración, se irguió y levantó del sitio que había ocupado. Dejó la bolsa de comida sobre la esponjosidad de los asientos del sofá, acercándose hasta el escritorio sobre el que había tomado asiento y, colocando una mano sobre mi rodilla, me dedicó una mirada de tierna condescendencia. —No lo es. —Pero, ¿y si lo fuera? Necesité insistir. ¿Acaso no lo sentía, acaso no notaba aquella tenaz y perseverante incomodidad de saber que la distancia entre nuestros cuerpos no era la apropiada? ¿Acaso no sentía la insistente necesidad de gozar de una cercanía, de inhalar y absorber todo lo que tuviese que ver conmigo y mi personal esencia del mismo modo en que yo sentía hacia él? Nunca antes había sufrido tal necesidad. Ni siquiera habiendo experimentado distintas relaciones en mi vida, habiendo padecido emociones y necesidades sexuales hacia otros, ni siquiera habiendo ansiado el físico de otra persona; nunca antes había sufrido la exigencia por parte de mi cuerpo, aquel irrevocable impulso por parte de la materia de la que estábamos hechos. Sentada sobre la superficie de su escritorio, más acomodada, mis rodillas se distanciaron lentamente, colocándose a ambos lados del hueso de su cadera, consiguiendo posicionarle entre ellas mismas. Percibí que me estudiaba con sus ojos, respirando profundamente. —¿Qué es lo que quieres que te diga? —Respondió, finalmente—. ¿Quieres que te diga qué es lo que pasaría, aquí y ahora, si esto fuese un sueño? —Sus manos ascendieron por mis piernas, ejerciendo una leve pero suficiente presión por encima de la tela de mis tejanos—. Eres inteligente, Elsa —siseó—. Conoces la respuesta. —Entonces no es sólo algo mío. —Es un error. —¿Es algo sólo mío, Lukas? —Pregunté, ejerciendo presión alrededor del hueso de su cadera, con mis piernas—. Dímelo, ¿soy la única de los dos que siente… lo que sea que sea esto? —Elsa, tienes veintiséis años —se reprimió, haciéndomelo notar por cómo agravaba su forma de respirar—. Estás confundida. A juzgar por los últimos acontecimientos de tu vida es normal que lo estés —intentó alejarse del aprieto que desempeñaban mis rodillas contra su cuerpo—. Elsa… —Di que es cosa mía.

—¿Qué es lo que quieres saber? —Terminó por suspirar—. ¿Quieres saber si me aprovecharía de la situación si fuese un sueño? Sostuve su fiera mirada unos segundos, preguntándome por qué causaba en él una emoción tan contraria a la mía. —Sí —susurró, combatiendo consigo mismo—. Sí, sí lo haría —repitió, del mismo modo—. Sí me aprovecharía pero… no puedo —masculló, con rotundidad—. No tienes ni idea de lo halagador que es que te hayas visto atraída por mí. Es… —una de sus manos alcanzó mi mejilla y, con suavidad, dejó que su pulgar rozase la comisura de mis arrugados labios, señal de rectitud por mi parte—. Es, francamente, muy halagador —acarició mis labios, con mayor suavidad que en la boca del metro—. Pero es romper una norma. —¿Una… norma? Pareció sorprendido de escuchar mi réplica. —Sí, una norma. —¿Existe una norma que prohíba esto? —Una norma moral implícita —respondió, con tranquilidad. —¿Estás rechazándome por una norma moral implícita? —Sí. —¿No podrías hacerlo por algo más corriente como el resto de la humanidad? —Dejé de ejercer fuerza con mis piernas alrededor de su cuerpo, sin importarme si se alejaba (o al menos queriendo mostrar mi poco interés sobre ello.)—. Hay una infinidad de excusas y me rechazas por moralidad — puse los ojos en blanco—. ¿Por qué no me rechazas por, no sé, no ser tu tipo? La verdad, señor Schäfer, preferiría que me rechazases por no ser tu tipo. —Pero es que eso no sería verdad, Elsa. —Ah. Apoyé la mano contra su pecho para, empujándolo delicadamente, apartarlo de mi proximidad y, así, tener la oportunidad de bajar mi trasero del escritorio. Busqué recomponerme antes de tomar mis cosas y abandonar la cabina pero su mano se colocó suavemente sobre mi esternón, por debajo de mi cuello. Y entonces vi cómo sus deportivas blancas se arrastraban sobre aquella horrorosa (las cosas por su nombre) moqueta, colocándose a ambos lados de mis pies. Antes de poder darme cuenta, sus manos se habían colocado contra mis mejillas, instándome a mirarle a los ojos. —No es cosa tuya. El cándido azul de sus ojos se disuadió por un instante, dedicándole unos segundos de su tiempo a todo lo ajeno a mí en el interior de esa cabina. Sujeté su suave barbilla con los dedos índice y pulgar. —Entonces… Recuperé su atención y me relamí los labios de forma instintiva. —¿…si fuese un sueño…? El movimiento de sus dedos colocándose por encima de mi trasero no pasó desapercibido para mí ni teniendo la tela del tejano cubriendo la piel de mi cuerpo. Aguanté la respiración involuntariamente, disfrutando de cómo sus manos se adaptaban al contorno de mis nalgas y de cómo su vientre chocaba sutilmente contra el mío. —No lo es —pronunció en un suspiro contra mi boca. El beso terminó por convertirse en intermitentes presiones contra mi boca, causando un repetitivo acercamiento entre la suya y la mía, recreándose él en la devoción que los extremos se dedicaban.

Entreabrí mis labios en uno de esos silenciosos, prolongados y secos besos que, aunque placenteros, empezaban a ser cada vez más insuficientes para saciar mi necesidad de él. De ese modo, conseguí que imitase mi movimiento, dedicándole a mi boca una alucinante destreza con la profundidad con la que, ahora, su lengua me deleitaba. Ladeó el rostro para ahondar entre mis labios, inclinándose para tomar mis muslos y alzarme para dejarme, de nuevo, sentada sobre el escritorio que decoraba su cabina de trabajo. Me llegaba el aroma de la comida asiática pero cada vez me era más lejano debido a la fuerte esencia masculina que su cuerpo emanaba. Se trataba de aquel aftershave que parecía utilizar todos los días. Iba a volverme loca. Lukas mostraba una increíble destreza con sus labios. Tenía una fantástica habilidad para cubrir mi boca y encandilarme con frenéticos besos cuya fuerza y principal poder residía en el constante cambio de intensidad. Por no hablar de cómo sus manos habían ascendido por la cara externa de mis muslos hasta posarse, nuevamente, sobre mis nalgas, masajeándolas con una indudable maestría. Y cuando mi respiración empezó a turbarse debido a la excitación, me separé de su boca para disponerme a deleitarme con su cuello, decidiendo alternar besos y mordiscos a partes iguales, notando cómo aquello tenía un claro efecto en él y sus manos empezaban a presionar, con necesidad, mi espalda, mis hombros, mi cabeza… Era tal la energía de sus manos, el vigor con el que me manoseaba, que empecé a perder la capacidad de pensamiento individual. Vaya…, que en unos minutos iba a convertirme en un cúmulo de instintos perdiendo total raciocinio. —Ups, ¡perdón! —Quien fuese que hubiese abierto la puerta de la cabina, había, tras el descubrimiento, vuelto a cerrarla con brío. El señor Schäfer apoyó sus palmas sobre mis rodillas, distanciando nuestros físicos, con rostro contrariado y mueca acobardada. —¿Puedes…? —Relamió sus labios y no pude evitar contemplar cómo lo hacía—. ¿Me darías un momento? Asentí con la cabeza y, sosteniendo su muñeca para que no se marchase tan bruscamente, detuve sus intenciones. —Espera. Él se quedó a la espera, expectativo por saber qué requería en ese momento en el que él parecía tener tanta prisa y yo, arrugando suavemente los labios, queriendo mostrar seriedad por mi parte, alcé el pulgar para acariciar sus labios y deshacerme de la humedad restante sobre ellos. Del mismo modo en que él lo había hecho aquella misma mañana.

Capítulo siete Lukas se pasó las manos por el rostro, del mismo modo en que lo haría si acabase de despertar de un prolongado sueño, antes de abrir cuidadosamente la puerta y descender aquellos pocos peldaños, los mismos que le acercarían a quien fuese que hubiese sido el protagonista de la interrupción. Por mi parte, bajé del escritorio, intentando ignorar el temblor aposentado en mis rodillas, todavía debido a la excitación que había logrado despertar en mí con el talento que denotaba al besar, dirigiéndome sigilosamente hasta una de las pequeñas ventanas, cuyas puertas corredizas no eran de gran tamaño, y ocultándome tras la apertura de una de éstas. —Haz el favor de bajar la voz —reconocí la voz de Lukas, insistentemente autoritaria para lo que estaba acostumbrada. —¿Se puede saber quién es esa? —Te estoy pidiendo que bajes la voz, por favor. —¿Sin saber los detalles jugosos de tu aventura? —No es una aventura —Lukas fue tajante. —¿Qué edad tiene, dónde la has conocido? —¿Podemos hablar de esto cuando se haya ido? —Venga, no me seas retraído. —Kenneth, te lo estoy pidiendo por favor. No es un buen momento. —No, eso ya lo sé —se burló el otro hombre—. He interrumpido lo que preveía ser un buen momento, eh… Bribón… —Kenneth. Me llevó un momento recordar aquel nombre. Si ataba un par de cabos, rememoraba la presencia de un Kenneth en la vida de Iris. Un Kenneth al que, cariñosamente, ella titulaba Tío Kenny. Abrí la puerta, asomando mi cabeza y dedicándoles una contenida mueca. Los dos callaron ipso facto. —Los operarios no son sordos. Kenneth cruzó una mirada conmigo y, aunque intenté reprimirme, no pude dejar de cerciorarme de aquellos bonitos rasgos que le caracterizaban. Sus ojos eran de un intenso azul que, en contraste con la oscuridad de su cabello —una oscuridad originada por la densidad del vello—, parecían incluso turquesa. Dejé la puerta abierta para que subieran los peldaños y se refugiasen del fresco tiempo y de la posibilidad de unas curiosas orejas. Más alto que Lukas, Kenneth se colocó a mi lado, inspeccionándome con una burlona sonrisa sobre los labios. —¿Por qué me suenas? Dirigí mis ojos a Lukas sin saber qué responder. —Te he visto en alguna parte. De eso estoy seguro. —No creo que os conozcáis —respondió Lukas, con una mano acomodada sobre el hueso de su cadera y la otra variando su dirección, desde el cabello hasta su cuello o barbilla—. Kenneth, ella es Elsa —pronunció, sin mayor interés—. Elsa, él es Kenneth. —Tú sales en la página de Facebook de Iris —como si hubiese caído en ese momento, relacionando mi nombre con cualquier imagen que, en algún nostálgico instante, hubiésemos subido ella o yo, me señaló con un dedo, feliz de haber terminado con la incertidumbre—. De hecho, ¿no

erais…? —Las facciones de su visaje, aderezado con una densa pero corta barba, se menearon hasta convertirse en una mueca sinvergüenza—. ¡Venga ya! Kenneth se hartó de reír ignorando cómo Lukas le pedía, en repetitivos siseos, que bajase el sonido de su estridente voz pero él proseguía, ignorando, también, cómo en mí se instauraba el intrínseco deseo de la apertura en dos del suelo que pisábamos, tragándome éste sin mayor intención que el resguardarme de la subsiguiente situación. —Estoy riéndome, pero, espera… —intentó detener su desvergonzada carcajada, sin demasiado éxito—. ¿Es que el divorcio ha acabado con tu racionalidad? —Espetó, sin conseguir erradicar la escultural sonrisa de su boca. —¿Quieres bajar el tono de tu voz? Lukas volvió a pronunciar su petición, molesto por cómo la situación estaba sucediéndose. —Con todas las cuarentonas que siempre… —se silenció a sí mismo y supuse que lo hizo porque el señor Schäfer le había echado una severa mirada, lo cual, no obstante, no le detuvo para proseguir: —… ¡y tú vas y te fijas en las que tienen la edad de tu hija! —Expresó Kenneth, sin miramiento, disfrutando del modo en que, consciente y en una tónica bromista, conseguía abochornar a su amigo —. Es brillante, todo sea dicho —añadió. —Elsa, por favor, ¿te importaría…? —Señaló la puerta de la cabina con sus ojos, visiblemente avergonzado por el deliberado comportamiento de su amigo—. Por favor —insistió. Tomé mi abrigo sin mediar palabra, considerando difícil pronunciarme al respecto, encontrando extraño que Kenneth fuese tan…, tan…, tan inoportunamente desternillante. Me disculpé en un murmuro antes de tomar la puerta, bajar aquellos peldaños y cerrarla tras mi cuerpo, quedando cerca de la superficie de ésta ya que la curiosidad podía conmigo. —Eres un enfermo. —¿Quién, yo? ¡Eres tú quien le estaba metiendo la lengua hasta la campanilla a una jovencita de veintipocos! —Veintiséis —necesitó puntualizar—. Y no, pero te estás cachondeando, considerándolo una idea brillante cuando, en realidad, lo que deberías hacer es reprenderme por ello. —¿Eso es lo que se supone que debo hacer? —Si me desvío del camino, el ejemplar amigo ha de reconducirme, ¿no? —De ser yo un ejemplar amigo…—Kenneth dejó escapar una brusca carcajada—. Y, dime, ¿qué pasa si el ejemplar amigo no considera que te estés desviando del camino? —Que de ejemplar tiene más bien poco. —Eso te iba a decir yo… Lo de “ejemplar” es muy relativo. —Dime que está mal —le suplicó—. Sé que lo está pero necesito que otra persona también lo diga. El nudo de mi estómago, el mismo que segundos antes había sido una ferviente cuna de la excitación, era, ahora, una insoportable carga con la que me veía incapaz de cargar por el momento. —Lukas, sé que no es lo común, pero, de ahí a que esté mal… —Kenneth, por favor. —¿Por favor qué? —Volvió a hablar Kenneth—. Estás pasando por un divorcio que no ha hecho más que desgastarte, quitándote toda la energía de la que siempre has presumido. No lo sé, tío, puede que te hayas cansado de tener citas con mujeres de tu edad, o cercanas a ella, y quieras probar cosas nuevas —siguió, con total despreocupación—. Mira, en lugar de darte por orgías, te ha dado por las jovencitas… ¡para gustos los colores! —¿Estás mal de la cabeza? Tengo cincuenta y un años. No me va a dar ahora por probar cosas

nuevas. —Creo que estás dándole más importancia de la que realmente tiene. ¿Cuántas veces hemos visto, en revistas, hombres mucho mayores que tú o yo con despampanantes jovencitas sacadas de las mejores cadenas pornográficas? —Escuché un resoplido pero no pude averiguar cuál de los dos era el remitente—. ¡Y esos mantienen una relación! —Una relación a tres. Ellos, ellas y el dinero. —Son actrices porno, ¿qué quieres? —Nos estamos desviando del tema. —Para que veas lo importante que es —replicó Kenneth. Había escuchado suficiente. Y aunque sabía que Kenneth no había querido insinuar, en ningún momento, que pudiese tener cierto interés en el dinero de la cuenta bancaria del señor Schäfer, una parte de mí se preocupó de que aquella idea pudiese establecerse en cualquiera que, de forma incongruente, concibiese aquel acercamiento como otra cosa que no fuese… que no fuese… ¿Qué era? El joven operario, el mismo que me había invitado a pasar confundiéndome con la que había sido mi mejor amiga, se despidió de mí con una grata y educada sonrisa, mientras mis pies descubrían, por propia soltura, el camino de vuelta a la estación de metro. Abrí una pequeña libreta que llevaba siempre en el interior de la riñonera, sacando un lápiz cuya punta desgastada todavía era servible y me dispuse, sentada en el interior del vagón, a trazar unas inestables líneas aleatorias, dejando fluir la imaginación y el arte que, cautelosamente, circulaba por los extremos movibles de mis manos. De ese modo, intenté que mi mente se centrara en otra cosa que no fuese la conversación de la cual acababa de ser testigo o de uno de sus participantes, quien, recientemente, habían conseguido un sustancial puesto en el interior de mi estúpida cabeza. No conseguí concentrarme. Lo único en lo que podía pensar era en cómo sus manos habían ansiado tanto aquel acercamiento. Cómo, por el modo en que me aferraban, intentando arrimar mi cuerpo al suyo, buscando una fusión que todos sabíamos imposible, ascendían y descendían por las capas de ropa, venerando el tacto como si de mi propia piel se tratara. Revivía cómo sus labios respetaban los míos, honrándome con cada apreciable acercamiento, con cada unión entre nuestras bocas, y al hacerlo, sin poder controlarlo, revivía el cosquilleo. Una sensación que, a cada centímetro acortado entre nosotros, se convertía en una generosa fuente de frustración. Y aquello originaba en mí la desesperación física en la que imploraba que la separación entre nuestras pieles desistiese. Rememoraba, en la proyección que ofrecía mi bien aventurado cerebro, el modo en que, horas antes, muchas horas antes, sus dedos habían mimado y cuidado de mis labios. Y todavía rememoraba más el brillo en sus ojos cuando fueron los míos quienes, tomando su idea, imitaron el gesto horas después. No podíamos ser tan insignificantes. Sabía que no éramos más que pinceladas de un proyecto que jamás vería su fecha de finalización, pero no podíamos ser tan insignificantes ante el infinito que, cada día y cada noche, se postraba ante nuestros diminutivos ojos. Y por ese mismo motivo entendía que las cosas de piel debían ser atendidas. L: “Elsa, ¿dónde estás?” Ignoré la vibración del teléfono y ofrecí mi asiento a una mujer que acababa justo de subir al vagón del metro. Crucé el umbral de las puertas automáticas, caminando con determinación hasta la salida y evitando cruzar mis ojos con máquinas expendedoras que pudiesen recordarme aquella boca de metro cercana al edificio de las oficinas Baumeister.

—Dime nena. Norman aceptó la llamada al segundo tono. —¿Estás ocupado? —No, estaba poniendo una lavadora —respondió. —¿Quieres que comamos en el italiano de siempre? —¿No habías quedado para comer? —Se ha complicado. —Vale —contestó, quejándose por un par de calcetines—. ¿Adónde leches irán los malditos trozos de tela cubre-pies? Me reí, quedando justo a un extremo de la boca de metro. —¿Te espero a la salida del metro? —¿Qué dices? —Me dio una negativa—. Tendrás frío. —Si no tardas mucho… —No tengo pensado tardar pero cogerás frío. —No si eres fugaz. —Por ti, a la velocidad de la luz —musitó, haciéndome escuchar el ruido de sus llaves—. Estoy ahí en lo que tarde el metro en acercarme. —Hasta ahora. Un suave escalofrío recorrió mi columna vertebral y, deseando no ser víctima de ningún atropello, esperé junto a la barandilla de la boca del metro, notando cómo el teléfono móvil continuaba con su latente vibración. L: “Elsa, responde, ¿dónde estás?” Era muy inmaduro por mi parte seguir desdeñando el claro interés que había suscitado en él mi repentina desaparición, así que, pese a no ser capaz de responder a sus llamadas, contesté al mensaje desde la aplicación de mensajería instantánea. E: “Creí que ibas a decir, otra vez, que se trataba de un error, así que te lo he ahorrado y he cambiado mis planes”. Algunas personas salían de la estación de metro, señal de que uno acababa justo de parar allí hacía escasos instantes, pero no había señal de Norman por el momento. L: “¿Dices que te has ido porque creías que iba a decir algo que no he dicho? ¿No te dije que no dieses las cosas por sentado? Podrías haber avisado para que yo cambiase los míos.” ¿Por qué tendría que haberle avisado de nada si la interrupción venía de alguien por parte de él? Ese corte era el cambio de planes definitivo; Kenneth lo era. E: “También creí que te vendría bien que alguien, aparte de ti, dijese que es un error y que no está bien”. En un primer instante me sentí poderosa. Tras su respuesta, empecé a sentirme idiota: L: “No sabía que escuchar conversaciones ajenas fuese algo que pudiese hacerse todavía a la edad de veintiséis años”. E: “No intentes entenderlo. No tienes edad para probar cosas nuevas.” L: “No puedo creerme que hayas estado escuchando la conversación”. E: “¿Es un error, señor Schäfer?” L: “Lo es. Lo ha sido desde el principio.” Mis dedos pulgares temblaron frente a la pantalla y atrapé mi labio inferior con los dientes, siendo incapaz de responder nada que pudiese tener sentido y no fuese a dejarme como la cría inmadura que acababa de demostrar ser, en comparación con él.

—Rise up this morning, smiled with the rising sun… Three little birds… each by my doorstep, singing sweet songs of melodies pure and true, saying ‘this is my message to you’ —Norman canturreó contra mi oreja, incapaz de mover su cuerpo acorde a la música que resonaba a través del único auricular colocado en una oreja. —¿Hambriento? Le dediqué una sonrisa, guardando el teléfono móvil en el interior del bolsillo pequeño de la riñonera. —Has dicho italiano y has abierto mi apetito. —Espero no cortarlo con lo que te cuente. —¿Chismorreos? Movió su codo hasta mi costado con cariño y sonrió. Los dos emprendimos el camino hasta el restaurante italiano al que solíamos ir cuando ambos trabajábamos por la zona. Me encontraba en paro por el momento y él, por suerte, había conseguido sacar una semana de vacaciones de la nada. Trabajar para la cocina de un hotel era, según él, lo peor de todo. Esperé que Norman volviese del servicio para llamar la atención del camarero que servía las mesas más cercanas y pedí, para mí, un vaso de cerveza con gaseosa y, tras mucho meditarlo, un suculento stromboli, una empanadilla enrollada, hecha con masa de pizza y rellena de carne picada y queso fundido. Él pidió lo mismo pero sin la gaseosa alterando su deliciosa cerveza. —Antes de que me cuentes nada —dijo, tras darle un sorbo a su bebida—, quiero que sepas que, aunque te quiero muchísimo, mucho más de lo que he llegado a querer a otras personas importantes en mi vida, estoy hasta las narices que no encestes nunca en el cubo de la ropa sucia —frunció el entrecejo con fingido malestar—. No quiero que visualices nada extraño pero pasearme con tus bragas en la mano… —enarcó una ceja, haciendo una serie de muecas y provocándome una estruendosa carcajada—. Lo digo en serio, Elsa, tu ropa interior satisface mi vista y no tengo problema en poner lavadoras para los dos, pero, ¿tan mala puntería tienes o es que tienen vida propia e intentan buscar alcanzar nuevos horizontes? Seguí riéndome un buen rato, sintiendo que la inestabilidad emocional que me había provocado la conversación mediante mensajería con el señor Schäfer disminuía sin oscilación alguna. Norman me dedicó un guiño, mirándome con ternura. —Me encanta cuando te ríes. Mi risa aflojó pero seguí sonriéndole. —Cuéntame esos chismorreos, amiga. —Después de lo de la ropa interior... —me burlé. —Lo mío siempre es más interesante que lo tuyo —masculló, como respuesta—. ¿Todavía no estás acostumbrada? Puse los ojos en blanco, desacreditando su contestación. —Vale. Voy, ¿eh? Lo diré sin más. —¿Qué, sin más? ¿No me harás siquiera intentar adivinarlo? —No lo adivinarías, Norman. —¿Por qué infravaloras tanto mi potencial? —No lo hago pero nos estaríamos horas —musité. —No lo sueltes sin más, me da miedo —habló a su turno—. ¿Es algo malo, algo triste, quizá sanguinario? ¿Has cometido algún delito y tengo que cortar el cuerpo y cocinarlo para que la policía no lo descubra? —Empezó a divagar solo, sin prestarme atención y frunció los labios, pensativo, rascándose el vello de la barbilla—. ¿Le has tendido una trampa a Christopher? ¡No! ¿Le has pillado

con un hombre? —¿Has acabado con tus elucubraciones? —Tengo un par más por si… —No —dije, riéndome—. No es necesario. —Vale, vale. Di lo que sea sin más. —Sé que tú no me juzgarás… —Vaya, si empezamos así… —se burló, pisándome por debajo de la mesa. —Me he enrollado con él —largué, sin dilación. Pude ver cómo por su rostro afloraba una mueca de desorientación. —¿Con él, quién? —Preguntó, turbado. —Con el señor Schäfer. —… ¿con el padre de tu amiga? La desorientación pronto varió a una mirada que nunca antes había visto en él.

Capítulo ocho —¿No vas a decir nada? Hablé porque alguien tenía que romper con el silenciado ambiente que nos rodeaba y que sólo había sido alterado, momentáneamente, por el camarero trayendo la comida y deseándonos el mejor de los provechos. Norman se encogió de hombros, descuidadamente. Pude ver cómo en su rostro permanecía aquella expresión que desconocía y que, por lo que sabía, no era propia en él. —Sé que es una locura —le dije—. Ni lo pensé siquiera… Continuó callado, escuchándome con desinteresada atención. —Es un tipo atractivo —seguí—. Muy, muy atractivo… o lo que sea —alcancé su mano por encima de la mesa—. ¿Crees que estoy loca, por eso pones esa cara? —¿Qué cara? —Esa cara. —Hubiese preferido trocear a alguien y cocinarlo para que la policía no encontrase sus restos. Sonreí, apretando suavemente su mano. —Sólo me he enrollado con él. —¿Te das cuenta de que podría ser tu padre? Por el modo en que dejó escapar aquella constatación debía haber sido lo único en lo que pensó al recibir la noticia. —¿Qué es lo que esperas de un hombre como él? Habló antes de que pudiese responder a su observación. Le dediqué una mirada y me sentí una niña pequeña recibiendo una sutil reprimenda. —¿Por qué debería esperar algo? —Dije, a mi turno. —Te tiene que gustar mucho para enrollarte con él. —He dicho que me atrae. —¿Sólo te atrae? —¿Por qué pareces enfadado? —No estoy enfadado. —¿Y cómo estás? —Le pregunté. —Estoy… sorprendido. —¿Por qué? —Porque podría ser tu padre —volvió a decir— y porque, maldita sea, Elsa, ¿no piensas que si ahora terminas trabajando para él la gente va a hablar? Van a pensar que para obtener el trabajo sólo has tenido que chupársela, para variar. —¿Qué clase de gilipollez es esa? —La clase de gilipollez que puede pensar la gente. —¿Acaso tú se la chupaste a tu jefe para tener el puesto que tienes en la cocina, acaso piensan eso de ti? —No es lo mismo, soy un tío. —Ahí está el problema de la gente, la sociedad y la gilipollez no moderada —escupí, dejando caer la servilleta sobre la mesa—. Creí que tú no me juzgarías. —¡Y no lo hago! Me crucé de brazos, desviando la mirada a otra parte del restaurante.

—Sólo me preocupo por ti —añadió. —Por lo que piensen de mí. —Pues sí, un poco también por lo que piensen de ti. —Si a mí me es indiferente lo que piensen, a ti no debería importarte. —¿Quién lo dice? —Replicó, inclinándose hacia la mesa para intentar llamar mi atención visual —. Eh, Elsa. Consiguió su propósito y le miré. —No me importa a quién beses, con quién te acuestes y a quién se la chupes, sólo me importa que no salgas escarmentada como ya ha ocurrido en el pasado. —Christopher es historia. —¿Desde cuándo, desde que te liaste con papi? Mi entrecejo se frunció de forma mecánica al escuchar el apelativo que él mismo le acababa de conferir. Se removió incómodo sobre el asiento y tomó la jarra de cerveza para darle un prolongado sorbo, sediento. La punta de su lengua relamió los restos de humedad restantes sobre sus labios y no pude evitar pensar en los dedos del señor Schäfer limpiando los míos ese mismo día. —Espero que no interfiera en tu trabajo. Al hablar, recibió toda mi atención. —Lo digo porque necesitas el empleo —prosiguió—. Necesitas el dinero. —¿Te he dicho ya que es el mejor en el oficio? —Sí, estoy seguro que aprenderás del mejor. Lo que me preocupa, Elsa, es a qué precio. —¿Qué has querido decir? —Nada. Se llevó un trozo de stromboli a la boca, guiando su atención hacia cualquier otro ser viviente del restaurante. —Norman... Su rostro permaneció ladeado hacia su izquierda y, aun así, sus ojos enfocaron hacia mí. —¿Qué es lo que has querido decir? —¿Qué podría querer de ti un tío de su edad? Pestañeé de forma continuada, sin dejar de mirarle. —¿Crees que es normal que un tipo de cincuenta años, que podría ser tu padre y que, de hecho, es el padre de una amiga tuya de la infancia, se fije en una chica de tu edad? ¿De la edad de su hija? Seguí mirándole. —Si no fueses tú, si no fuese él, ¿lo verías normal, no contemplarías que él pudiese ser un…? —¿Un qué, Norman? —La voz surgió sola de entre mis cuerdas vocales—. ¿Un pedófilo? ¿Esa era la palabra que ibas a utilizar? —Mi estómago se cerró y dejé que mi espalda cayese contra el respaldo de la silla—. No soy ninguna niña y soy mayor de edad. Deberías echarle un vistazo a la definición del que padece pedofilia. —Es una forma de definir la atracción sexual que pueda sentir por ti. —¿Se te ha ido la cabeza? —¿A mí me lo preguntas? Balbuceé en voz baja y me levanté del asiento, necesitando, urgentemente, salir de aquel restaurante. —¿Adónde vas? —Preguntó, alzando un poco más la voz. —A mandar a la mierda a alguien de la calle antes de que no pueda más y te mande a ti.

Respiré hondo, pegando la espalda a la pared del edificio, refugiándome en la esquina y evitando, de ese modo, que ninguna persona en movimiento, caminando por la acera o alrededores, pudiese molestarme con su mera presencia. ¿Y si aquello estaba tan mal? ¿Y si no le había dedicado el suficiente tiempo, y si no había pensado con suficiente claridad? No descartaba que lo que hubiese ocurrido con el señor Schäfer hubiese sido, en parte, una escapatoria a la ruptura que seguía sufriendo —cada vez menos— por Christopher. Mi pregunta giraba en torno a por qué dicha escapatoria había tenido que ser sexual, pero tampoco indagaba demasiado para conocer la verdadera respuesta pues, a mi modo de verlo, no había tal veracidad en ninguna de las opciones. No sabía hasta qué punto los sentimientos, y las sensaciones, podían ser explicados de forma razonable, pero imaginaba que había varias opciones para determinar por qué se quería o no se quería a un sujeto en particular. La suma de momentos vividos, por ejemplo, de anécdotas que recordar, podía ser una opción para decantar el sentimiento hacia una explicación. Y sin embargo, dicha explicación tampoco respondería al cien por cien a la pregunta: “¿por qué sentimos lo que sentimos?”, pues la razón no tiene porque siempre ser verídica, ni lo razonable ser siempre absoluta veracidad. Por ese mismo motivo, dejé de preguntarme por qué había sentido atracción por el señor Schäfer. Dejé de preguntarme el porqué de cualquier cosa que tuviese que ver con nuestro encuentro para empezar a preguntarme qué es lo que iba a hacer al respecto. Eso me parecía muchísimo más sensato y razonable. —He sido un imbécil —Norman asomó únicamente la cabeza, desde la acera. Asentí con la cabeza, sin mirarle, todavía con los ojos puestos en los ladrillos de la pared de enfrente. —Un idiota —dijo. —Sí. —Un estúpido. —También. —Pero un amigo —susurró, acortando la distancia entre nosotros mediante dos pasos—. Un amigo imbécil, idiota y estúpido, sí, pero un amigo que se preocupa por ti —bisbiseó, flexionando las rodillas para quedar un poco por debajo de mí, inclinándose para buscar mi rostro—. Y que te quiere. En fingida inconformidad, cediendo poco a poco a su natural encanto, empecé a imitarle, repitiendo lo mismo que acababa de decirme y alzando la vista al cielo, casi poniendo los ojos en blanco. Agarró mi mano, tirando de mí de forma súbita. —No hagas eso —masculló—. Sabes que te quiero —bufó, rodeando mi cuerpo con sus brazos, dedicándome un abrazo—. Te quiero aunque te dé por asaltar geriátricos. —¡Serás! Golpeé su abdomen con los brazos, intentando deshacerme del achuchón, mientras le escuchaba reír de forma escandalosa, repitiéndose el sonido por el amplio callejón en el que nos ubicábamos. —Ahora en serio —habló, cuando consiguió detener mis movimientos—, ¿tienes pensado acostarte con él? —¿Crees que pienso en esas cosas? —¿Vas a decirme que, tras enrollarte con él, no has pensado en tirártelo? —Pues… —Sería muy gracioso si ahora me sueltas lo de “es que es el padre de mi amiga, Norman,

¡enfermo!”. —No lo he pensado —contesté, tajante. —Qué mal se te da mentir. —¡No lo he pensado! —Pues yo no he dejado de pensarlo, Elsa. Desde el primer minuto en el que me has dicho que te habías enrollado con él me he preguntado cómo sería si te lo tirases. —¿Seguro que Betta y tú ya saciáis vuestros deseos? —Ella no es tú, pero sí. Golpeé su vientre con la mano, seca. —No hagas esos comentarios —le advertí. —¿Por qué no? No está delante. —No los hagas y ya. Proseguimos con la comida, recalentada por entendible petición, mientras nuestra conversación se desviaba a sus compañeros de cocina y los chismorreos que, en pocas palabras, a él también le gustaba comentar. Norman había pasado de ser un mero lavaplatos humano para pasar a ser uno de los cocineros más reputados —y joven— del único asequible hotel de cinco estrellas de la ciudad y estaba satisfecho con cómo habían sucedido las cosas. No se trataba de llegar y pegarse el batacazo, soñando con convertirse en el chef por excelencia o abrir su propia cadena de restaurantes. Para él, aquella formación jerárquica era funcional, pragmática y necesaria, pues el obtener un puesto sin escalar posiciones te impedía conocer, con exactitud, todo lo que los peldaños más bajos podían ofrecerte. Era el modo más justo de ganarse la reputación a la que aspiraba. L: “Baumeister me ha llamado. Tienes el trabajo. Mañana a las 8”. —¿Estás bien? Norman colgó las llaves en la pared continua a la puerta del loft, descalzándose en la entrada por manía propia y caminando hasta la cocina para tomar una pastilla mentolada. —Me han dado el trabajo —le respondí. En lugar de esbozar la sonrisa que ambos proyectaríamos en otras circunstancias ante una notica como esa, nos miramos a la espera de conseguir entender qué pasaría después. Ninguno de los dos tenía, obviamente, la respuesta. —Felicidades, preciosa. —Crees que es una mala idea, ¿verdad? —No, es un buen trabajo —contestó—. Es de los mejores trabajos —Succionó la pastilla en el interior de su boca, apoyado en una de las encimeras de la cocina—. Se supone que deberías estar contenta, vas a trabajar con el mejor arquitecto de la ciudad. —De Europa —le corregí. —Lo que sea —dijo, poniendo los ojos en blanco. —Empieza una nueva etapa de mi vida. —Ya lo creo. Espero que no termines trabajando en un centro para la tercera edad. —¡Norman! —¿Te imaginas que te toca diseñar un centro para ancianos? —¡Norman! —Volví a decir. —¿Qué? ¿No es lo que hacéis los arquitectos, crear espacios sociales? —Se burló, alejándose de mí al ver mis intenciones—. ¿Qué vas a hacer, eh? ¿Atacarme? —Siguió, con socarronería—. Elsa, preciosa, ¡si soy más rápido que tú desde siempre!

No le di tiempo suficiente a pensar que mis pies ya habían empezado a echarse a correr lo más rápido que pudieron, convirtiéndome en una increíble jugadora de fútbol americano y permitiéndome placar el delgado cuerpo de Norman. Intenté que cayésemos sobre el sofá pero, en lugar de eso, la espalda de Norman resbaló por toda la superficie de la mesa de café, conmigo encima, haciéndonos rodar hasta el suelo, quedando los dos boca arriba, respirando con urgencia. —¡Pero, ¿qué intentas, matarme?! Su carcajada tranquilizó mi desasosiego, habiendo podido hacerse mucho más daño de lo que, aparentemente, se había hecho. Cerré los ojos, respirando agitadamente y con una sonrisa sobre los labios. Los abrí, no obstante, cuando su mano cubrió la parte superior de mi abdomen, por debajo del pecho, habiéndose colocado de lado a mi izquierda. Le dediqué una sonrisa, contenta por cómo había conseguido placarle de ese modo y él me respondió con el mismo efusivo gesto antes de precipitarse a mis labios, con la intención de besarme. —Norman. Ladeé la cabeza, evitando que pasara. Su mano sujetó mi barbilla y, sin ponerle más impedimento, consiguió dirigir mi rostro y colocar su boca sobre la mía Apreté mis párpados del mismo modo en que lo intentaba con mis labios y apoyé mis manos sobre su pecho, cogiendo cada vez más fuerza para distanciarle. —Norman, no. —Acostémonos. —¿Estás idiota? —¿Por qué? —Enarcó sus cejas, en una lastimosa mueca. —Somos mejores amigos. —Y nos gustamos físicamente. —Y tienes pareja —le recordé. —Pero nos gustamos desde mucho antes de que tuviese pareja. —No quiero creer que no pueda existir una amistad entre un hombre y una mujer. —Elsa, no digas idioteces. ¿Crees que porque haya sexo dejará de haber amistad? —Intentó volver a besarme pero esta vez me negué en rotundo—. Nuestra amistad no va a estropearla el sexo. —En nuestra amistad no hay cabida para el sexo. Bufó, incorporándose y quedando sentado, con las rodillas dobladas, de espaldas al sofá. Me incorporé, a mi turno, observándole. —El asunto era confiar en que se puede mantener una amistad entre un hombre y una mujer sin que haya un deseo físico. —Existe ese tipo de amistad —me aseguró, pasándose las manos por el despeinado cabello, acicalándose con indiferencia—. Lo que ocurre que no es la amistad que comparto contigo. Es la amistad que, quizá, comparto con mi compañera de trabajo, Pola, pero no contigo. Tú eres distinta. Eres distinta a las demás. —Vas a romperme el corazón. —Tú me lo rompiste a mí. —Norman —me quejé, acongojada. —Pero te seguiré queriendo igual. Intentó restarle importancia, guiñándome un ojo. —Mejores amigos —pronunció, con asentimiento.

—Sí… Porque no le veía como otra cosa pese a la posible atracción sexual que, evidentemente, variaba. Norman era visiblemente… algo. Había algo en él, algo y muchas cosas más, por lo que sí, me atraía de algún modo, pero era, y debía ser, ante todo, el dueño de mi más puro sentimiento: la amistad. Al fin y al cabo, no podía ser de otro modo porque yo nunca había amado.

Capítulo nueve El reloj marcaba las siete cuarenta de la mañana y el sol yacía imponiéndose sobre la ciudad, eliminando todo rastro del clima de alteración o posible precipitación del día anterior. La gruesa capa de ropa impedía que mi piel quedase expuesta al notorio frío invernal que ya por las mañanas hacía acto de presencia en aquellos últimos días de noviembre y, aun así, la brisa rozaba mi mejilla recordándome que las navidades se encontraban, por así decirlo, a la vuelta de la esquina. Eran unas fechas señaladas en las que, irremediablemente, extrañaba a los míos y me arrepentía, de forma muy breve, de haber optado por no seguir sus pasos, escogiendo, por ejemplo, el estudiar a distancia — algo que en mi carrera no era demasiado aconsejable—. Debido al trabajo, mi padre viajaba de una ciudad a otra constantemente, aprovechando su estancia en otros lugares para acrecentar y expandir su amplio conocimiento —que no era poco— sobre el resto del mundo y el resto de lugares que tan lejos quedaban del sitio al que solía llamar hogar. Abel solía bromear diciendo que su casa, actualmente, no era más que cualquier aeropuerto donde sus pies pudiesen mantenerse sobre una superficie inmovible (tierra firme). Mamá les acompañaba en sus aventuras, pudiendo ejercer su trabajo en distintas de las ciudades hacia las cuales embarcaban en más de una ocasión. Y Gala, en cambio, se veía sometida a los viajes ya organizados por su grupo de nutrición y enfermedades infecciosas, por lo que era quien solía tenerlo más complicado para volver a casa. Ante mí permanecía el edificio al que me adentraría en el curso de los siguientes minutos, inmóvil del mismo modo en que yo lo estaba, frente a él, incapaz de encontrar el modo de caminar aquellos pasos que me separaban de la puerta giratoria que debía, imperativamente, cruzar en algún momento. Las agujas del reloj seguían avanzando, despiadadamente, imposibilitándome la oportunidad de tomar un descanso, de intentar dispersar los nervios y la incertidumbre que me acechaba, todavía preguntándome cómo iba a actuar de cara a él, habiéndome llegado a sentir como una completa cría. —Eres puntual. El señor Schäfer distanció el cigarrillo de su boca con el cuerpo oculto bajo aquel mismo abrigo negro, dedicándome una educada mueca, un rápido movimiento por parte de sus comisuras. —Señor Schäfer. —Lukas —me recordó, con un ligero tono de exasperación en la voz, apagando el cigarrillo en un cenicero junto a la puerta del edificio—. ¿Es tan difícil de recordar? —Lukas. —Exacto. Deslizó todo su brazo para señalar la puerta giratoria, invitándome a dirigir mis pasos hasta ella y lo hice, sintiendo la prudente distancia entre nuestros cuerpos. El señor Schäfer caminó por delante de mí, saludando al portero y dedicándole unas palabras en el idioma que seguía sin comprender. —Verrückte Zeit —se echó a reír cuando el portero le puso los ojos en blanco—. Weihnachten steht vor der Tür —añadió, despidiéndose con la mano y dirigiéndose hasta el ascendor. Sacó su teléfono móvil, ignorando mi entera presencia, prestándole atención a la pantalla mientras el ascensor llegaba, o no, a la planta baja. —¿Puedo preguntar qué le has dicho? Elevó su vista de la pantalla para mirarme a los ojos por primera vez desde nuestro reencuentro. —Es curiosidad —dije, acto seguido—. El alemán es un idioma de difícil intuición.

—Le he dicho que el tiempo estaba loco —respondió, volviendo a dirigir sus ojos a la pantalla de móvil—, refiriéndome al día que hizo ayer y al sol que parece que hoy nos acompañará —musitó—. Después le he dicho que la navidad estaba a la vuelta de la esquina —añadió, junto al sonido de las puertas automáticas abriéndose. Lukas se adentró, dejando una mano colocada sobre uno de los extremos, impidiendo que pudiesen cerrarse antes de que pudiese seguir sus pasos. —Pensé que trabajabas con la catedral. —Alguien tiene que ocuparse de ti y enseñarte todo esto. Habló sin despegar los ojos de la pantalla del teléfono y me sentí altamente ofendida por su desatención. —¿Ocuparse de mí? Lukas asintió con la cabeza, sin más. Armándome de una confianza que no me había brindado pero que creí que nos unía tras magrearnos brevemente en la boca del metro, coloqué la mano sobre la pantalla de su móvil, haciendo fuerza para distanciar el aparato de su atención. —¿Qué es lo que te pasa? Descolocado por cómo había actuado, me contempló cómo si hubiese perdido los cabales. —¿Por qué te estás comportando así conmigo? —No estoy comportándome de ningún modo. —Estás prácticamente ignorándome. —Estoy en mi horario de trabajo —me recordó, ejerciendo fuerza con sus manos para recuperar la visión de la pantalla de tu teléfono móvil. —Eres el adulto aquí, ¿lo sabes, no? Detuvo el intento de sus manos y clavó sus ojos azules en mí. —Eres el adulto con diferencia —volví a decir—. Tú deberías haber llegado a mi misma conclusión. De hecho, tú eres el que necesitaba que alguien le dijese lo muy mal que estaba. —Y está mal. —¡Ya sé que está mal! Las puertas automáticas se abrieron y provocaron un silencio. Lukas rodeó mi muñeca con sus dedos, delicadamente, sin intención de provocarme ningún tipo de malestar pero con el objetivo de conducirme a uno de los despachos vacío. —Ya sé que está mal —repetí, agitada. —No debió ocurrir. —Debiste haberme frenado los pies. —¿Cómo? —Expresó con notable gesticulación—. ¿Cómo pretendías que te frenase los pies si yo también…? —Hizo una instintiva pausa—. ¿Crees que porque soy el adulto con diferencia debo también ser el responsable de lo que ha pasado? —Lo dijiste. Una vez podía ser un error, una segunda… —Y aun así buscaste que volviese a ocurrir. —Y tú tuviste una nueva oportunidad para evitarlo. —¿Y si no quisiese evitarlo? —Siguió gesticulando, visiblemente alterado y con un color enrojecido a la altura del cuello—. ¿Por qué querría evitar que tú cometieses esos errores que todavía puedes cometer? —Porque te llevan a ti a cometer otro que se supone que a tu edad no puedes —le recordé, frunciendo el entrecejo.

No debió pensarlo de ese modo a juzgar por cómo mi réplica había silenciado la suya. —Llevas razón —susurró, sosegando el tono de su voz—. He olvidado el pequeño detalle, además, de que eres la amiga de Iris. —Era —le corregí, casi para mí misma—. Y sí, tiendo a olvidar que eres su padre porque eso lo simplifica todo un poco más. —Y podría ser el tuyo. —¿El mío qué? —Podría ser tu padre. Le sostuve la mirada, preguntándome si realmente quería llegar a ese terreno en el asunto. Al ver su expresión, constaté que aquello le causaba un pequeño hándicap. —¿De verdad, señor Schäfer? —Maldita sea —bufó, con exacerbación—. ¿Quieres hacer el favor de dejar de referirte a mí como el señor Schäfer? —¿El problema es que podrías ser mi padre o que podría ser yo tu hija? —¿Qu…? —Enarcó una ceja—. ¿Se puede saber qué diferencia hay? —Bueno, lo primero es algo que me concierne a mí y lo segundo es algo que te concierne a ti. —Las dos cosas nos conciernen a ambos —espetó, como respuesta, notablemente irritado. Se llevó una mano a la frente y, con la otra reposando sobre el hueso de su cadera, por encima del abrigo, caminó con desasosiego por la amplitud de aquella pequeña oficina. Al poco tiempo, se giró hacia mí y empezó a gesticular: —Fue increíble reencontrarme contigo de ese modo tan inesperado y admito que no imaginaba que hubiese cambiado tanto aunque, a la vez, era un poco como si no lo hubieses hecho en absoluto, como si simplemente hubieses florecido —intentó buscar las palabras adecuadas para tratar aquel peliagudo tema conmigo—. Siempre has sido un poco más madura que la gente de tu edad y era algo que se veía a leguas. Iris y tú siempre habéis sido distintas a la comunidad —suspiró—. Reencontrarte sólo me ha hecho ser consciente de que sigues en esa línea de madurez, por encima de tu edad, muy aferrada al tipo de persona que te consideras, con tus cosas, tus rasgos de personalidad que, incluso a la vista, son notablemente implacables. Y lo admito, Elsa —siseó, desviando por un momento sus ojos a otro punto antes de volver a clavarlos en los míos—. Admito que tu pasión por la arquitectura, sobre todo por las cosas que he ido sabiendo de ti por ti misma o Iris en su momento, me atrae. Me hace querer tener un sinfín de conversaciones contigo al respecto porque sé que nos adentraremos en un tema que ni a ti te cansará ni a mí me parecerá desigual. Me hace querer escuchar tu opinión, ofrecerte la mía y sí, Elsa, con besos, caricias y roces incluidos —su confesión me provocó un placentero cosquilleo a la altura de mi bajo vientre pero su lastimosa mueca, al declarar aquello, lo apaciguó—. No es ningún secreto que eres una chica preciosa —se aproximó hasta mí, acariciando el contorno de mi rostro con algunos de sus dedos—. Preciosa —repitió, pasando su mirada por todas las facciones de mi rostro—. Pero no puedo hacerlo. No puedo —insistió, volviendo a separarse de mí—. Si Iris hiciese similar con tu padre o el de cualquier otra, yo… Querría matarlo. De hecho, para más inri, creería que tiene algún problema fijándose en una joven de la edad de su hija, o cercana. —Para ahí. Has dicho cosas muy bonitas y… —¿No es evidente? Alguien de mi edad atraído por alguien de tu edad denota un grave problema de… —¡Por favor! —Le interrumpí, bruscamente—. Creo que no hace falta que entremos en tanto detalle, señor Schäfer. —¡Lukas! Por el amor de Dios, ¡mi nombre es Lukas! —Aguantó el tono de su voz a puertas de su

garganta—. Creo que ya ha habido suficiente acercamiento como para que puedas llamarme por mi dichoso nombre. No repliqué porque era cierto que no había dejado de recordármelo pero no creí que aquella tonalidad fuese la más óptima para repetírmelo. Alargó su mano y esperó, pacientemente, que la mía se posara sobre la de él. Cuando lo hizo, que no tardó más de un par de segundos, tiró de mí para acercarme con sumo cariño. —Olvida por un momento que tienes veintiséis años —empezó, en un susurro. —Quien debería olvidarlo eres tú —le susurré, a mi turno, haciéndole entender que para mí no era más que una cifra—. A mí me da por olvidar que, uno, eres el padre de Iris y que, dos, tienes la edad que tienes. —Seamos sensatos. Lo de ayer fue lo peor que pudo ocurrir. —¿Cuándo? ¿Por la mañana o a la hora de comer? Dibujó una espontánea pero pequeña sonrisa sobre sus labios. —En las dos ocasiones —siseó—. Elsa, tú, a tu edad, estás aprendiendo a descubrir, a experimentar, pero yo… —Chasqueó sutilmente con la lengua—. Respecto a mí, estoy aprendiendo a pasar por un divorcio, a sobrevivir en un trabajo que me roba todas las horas del día y a pasar por los problemas típicos de una etapa en la que tú todavía no has entrado —intentó explicar, con afecto —. Si dejamos que esto se nos vaya de las manos, estaré cometiendo una irresponsabilidad porque no puedo añadirte a una ecuación que no te corresponde todavía. Las cosas no deben alterarse, todo debe seguir el curso que, de por sí, tienen. —Déjame interrumpirte… —No, por favor, no lo hagas —pidió. —Sí, necesito hacerlo. Casi decaído, optó por permitírmelo. —No te has dado cuenta de un pequeño detalle pero yo sí lo he hecho —murmuré—. Dices que a mi edad estoy aprendiendo a descubrir, a experimentar y que tú, a la tuya, estás aprendiendo a pasar por un divorcio, aprendiendo a sobrevivir —me encontré más cerca de su cuerpo, aspirando aquel aroma a aftershave—. ¿Te das cuenta que todo se reduce a lo mismo? Me miró, en silencio, con aquellas arrugas de expresión mostrándose en su más peculiar debilidad y decaimiento, agotado por el modo en que habíamos comenzado a conversar y, seguramente, por el mismo tema a tratar. —Todo se reduce a estar aprendiendo —alcé un poco el rostro para, en dirección al suyo, besar una de sus mejillas—. A tu edad, a la mía, a cualquiera… y en el aprendizaje hay cabida para el error, Lukas. Hay gran cabida para el desacierto a cualquier magnitud. —No puedo dejar que entres en mi ecuación… —Pero… —Soy un antojo —dijo, aun así, dejando caer su frente sobre la mía—. Y tú puedes ser uno muy tentador para mí pero lo sé, Elsa, sé que es un capricho. Un capricho que puede salirnos muy caro. —Creo que estoy dispuesta a pagar por ello. La respuesta brotó de mis labios como si hubiese estado pensando en ella durante todo el día. Ascendí hasta su boca y la cubrí con la mía, presionando fuertemente en busca de una reciprocidad que, por momentos, dudaba por su parte. Sin embargo, del mismo modo en que lo había hecho con anterioridad, noté el profundo suspiro manifestándose por los orificios de su nariz. Rodeó mi cuerpo con sus brazos, estrechándome firmemente a pesar del grosor de nuestras ropas de exterior, acompañando mis labios con los suyos antes de permitir que su lengua, aquella ávida

adversaria, irrumpiese con sutileza en el interior de mi boca. Permanecimos besándonos el tiempo suficiente como para aumentar el calor corporal que, de por sí, al no habernos deshecho de los abrigos, albergábamos. Y, a pesar de ello, seguimos haciéndolo unos minutos más mientras nuestras manos probaban a reconocer el cuerpo ajeno por encima de las capas de ropa. Rompimos el beso, involuntariamente, manteniendo cerca las otras facciones de nuestros rostros y sin conseguir despegar nuestras extremidades superiores del tronco ajeno. Sentía mi respiración quebrarse por el modo en que rozaba contra el pecho de él, notando el claro acercamiento que no había perdido proximidad pese a la casi imperceptible distancia entre nuestros labios e intenté relajar el nerviosismo que, justo ahora, se presentaba. Habíamos aliviado aquella necesidad de cercanía, irrumpiendo y destruyendo el desafecto que podía parecernos la lejanía entre nuestros cuerpos. —Debo enseñarte las instalaciones… Desvió su boca hasta el pómulo derecho de mi cara, depositando un cálido y flojo beso. —En la entrevista no comentaste cuál sería mi puesto de trabajo. —¿Te presentaste a una entrevista sin saber cuál era el puesto por el que optabas? —Preguntó, a su turno, con un ápice de sagacidad en la voz. —Me presenté porque me la consiguió el mejor arquitecto del estado europeo —sonreí, sin querer desenvolver mis brazos de su cuerpo. —El mejor arquitecto del estado europeo —pronunció, con ligera disconformidad—. Esta semana estarás de aprendiz, de prueba. —¿Eso qué quiere decir? —Que tendrás que hacer un buen trabajo conmigo si quieres quedarte con el equipo Baumeister. —¿Tú decidirás si hago, o no, un buen trabajo? Mis brazos perdieron su contacto automáticamente y noté que, sin poderlo evitar, empalidecía, víctima de un sofocante calor. —Sí —respondió, levemente sorprendido por mi rápida desconexión—. ¿Te encuentras bien? —Sí. —¿Estás segura? —Sí. —Elsa, no tienes buena cara. —Dime que nada condiciona nada. —¿Qué? —Dijo, sin entender. —Ni los besuqueos condicionan el trabajo, ni el trabajo condiciona los besuqueos. Desfrunció el entrecejo, calmado, sin querer alejarse demasiado de aquel agradable estado en el que habíamos estado inmersos segundos antes.Atrapó mi mano para impedir que me separase más, de forma inconsciente, pues no había pretensión por mi parte para que eso ocurriese, manteniéndome próxima a él. —De nuevo, ¿crees que faltaría a mi profesionalidad? Entrecerró los ojos, sin perderme de vista. —¿Te despidieron po…? —Enséñame las instalaciones —le corté, antes de que nos adentrásemos en un tema que pretendía olvidar por completo. En sus ojos vi la intención de insistir pero no lo hizo. Al salir de aquella pequeña oficina, caminamos por la planta descubriendo distintos despachos, entre ellos el del señor Baumeister, cuya puerta permanecía cerrada —era un hombre demasiado

ocupado como para estar durante más de dos horas seguidas en aquel despacho—, mientras Lukas me ponía al día de las distintas facciones. A un lado se encontraba la zona de los ingenieros, necesarios para el desarrollo de la elaboración de cualquier construcción, proyecto o diseño, así como, en esa misma planta, por otro lado, se recogían otras oficinas destinadas al grupo de especialistas encargados del presupuesto económico de los materiales y de la edificación, urbanización o simple cimentación. —¿Y dónde estaré yo? Era una pregunta razonable puesto que a lo largo de mi carrera, a lo largo de los estudios que había cursado durante aquellos años, había tratado la especialidad de los presupuestos, el diseño de las obras de edificación o el cumplimiento de la reglamentación técnica y administrativa de cada proyecto. —Estarás conmigo. Hizo un movimiento con la cabeza hacia el ascensor. —¿Vamos?

Capítulo diez Mis siete días como aprendiz, como ayudante del señor Schäfer en la zona de la catedral llevando a cabo la renovación y restauración de algunas de sus partes, pasaron volando. Cada mañana me reunía en las oficinas, aprendiendo un poco más de los especialistas que allí, entre otros proyectos, preparaban todos los últimos detalles de lo que fuese que tuviesen en las manos y después, tras un café con algunos compañeros de Lukas, sorprendentemente agradables en todos los aspectos, —y sorprendente porque era totalmente nueva, inexperta y joven y no tenían por qué ser tan amigables—, me dirigía hasta la zona restringida, contemplando los avances de aquella pequeña pero reconocida catedral gótica. También fueron siete días en los que, siguiendo un estricto horario, pude acercarme más a él. Caí rendida ante el modo en que me comentaba todo el proceso que había sido, para él, desarrollar aquella restauración, manteniéndose fiel al estilo pero renovando con materiales mucho más eficaces que los utilizados con anterioridad en la construcción de la seo. Asimismo, me fascinó observar cómo trabajaba, en silencio, desde la cabina, sentado frente a aquél escritorio en el que, siguiendo unos planos, buscaba dirigir a un grupo de personas especializadas. Sabía, y había sabido siempre, que se trataba de un hombre interesante, con unos deslumbrantes conocimientos de los que quedar totalmente encantada con sólo escucharle hablar de ellos. Y no, no hablaba de todos esos para presumir sino para compartir, compartir toda la pasión que le reportaba el conocer, el saber y el haber aprendido. Así que, cayendo rendida a los encantos que ni él mismo sabía tener, o que ni él mismo conocía estar dedicándome con todo eso, utilicé mis días de aprendizaje para, realmente, cultivarme e instruirme del mejor. —Buenos días —sonreí, entrando en el interior de la cabina. Lukas permanecía sentado sobre la superficie del escritorio, con un enorme cuaderno abierto entre sus manos. Alzó los ojos por un momento antes de volver a concentrarse en lo que fuese que estuviese mirando, ignorando mi saludo matinal. Sin darle mucha importancia, caminé hasta él, sujetando el cartón que portaba los dos cafés. No quise molestarle pero sí tenía deseos de depositar un beso sobre sus labios. Por lo que, sin mucho más miramiento, tal y como me nacía, me incliné para conseguir besar su boca. Al cabo de unos segundos, ladeó el rostro para evitar el contacto, respirando pesadamente. —¿Qué estás haciendo? Sin soltar los cafés, le miré. —No, no me mires así —volvió a hablar sin que yo todavía me hubiese pronunciado—. ¿Te has vuelto loca? —¿Por…? —Estamos trabajando —me recordó, cortante. —Lo sé, pero, creí que… —en cualquier otra circunstancia le hubiese respondido pero, en aquel momento, siendo él mi supervisor y sabiendo que tenía toda la razón del mundo para reprenderme, las palabras se atrabancaron en mi paladar—. Bueno… —seguí, viendo cómo me permitía justificar mi comportamiento—, creí que como no habíamos sabido nada el uno del otro en todo el fin de semana. —Teníamos un acuerdo. —Sí, vale, lo sien… —Una cosa no condiciona la otra —masculló.

—Lo sé y lo sien… —¿Y si hubiese entrado alguien, y si hubiese entrado un operario? —Volvió a interrumpirme. —Si vuelves a cortarme cuando intento disculparme, te mandaré a la mierda aunque seas mi maldito supervisor… Al final el carácter que pretendía mantener bajo llave resurgió de la oscuridad para recordarme, a mí y a él, que podía silenciarse pero que no por ello desaparecería. —Te dejo el café, he de volver a la oficina. —¿Qué? —Ronnie se ha ofrecido a ayudarme con el cálculo. —Sí, bueno, pero Ronnie no es tu supervisor. —Supuse que como mi primera semana de apre… —Ese es tu problema, Elsa —me interrumpió, con brusquedad, cerrando el cuaderno con malestar—. Siempre andas suponiendo cosas. —¿Por qué estás reprendiéndome ahora? —Porque tienes un trabajo que hacer, y es conmigo. —Pensé que aquí todo estaba controlado —siseé. —Supusiste que, pensaste que… —puso los ojos en blanco, agarrando el café y dejándolo sobre la mesa, a su lado—. Así llegarás lejos —añadió, con ironía. Diciembre acababa de llegar pero no era el mes lo que acababa de congelar todas mis terminaciones nerviosas. Tuve que hacer un sobresfuerzo para mantener mis mandíbulas apretadas, conteniéndome la necesidad de responder a tal ataque. Mi irritación crecía a medida que los segundos avanzaban en el incansable reloj de su muñeca y tenía cero intenciones de proseguir en aquella cabina. La única pretensión por mi parte, involuntaria en su gran medida, era echarme a llorar por cómo, de la nada, parecía estar equivocándome en todos y cada uno de los pasos que daba. Atrapé mi labio inferior con los dientes, quedándome a una prudente distancia de él y su malhumor. Uno de los operarios golpeó la puerta de la cabina, entrando segundos después para, disculpándose, entablar una rápida conversación con Lukas sobre unas piezas que todavía no habían recibido por parte de la empresa correspondiente y que necesitaban, urgentemente, para tratar parte de la fachada. Fue entonces cuando aproveché la ocasión, aquella básica interrupción, para salir de la cabina y alejarme de la zona, a rápidas zancadas. Me alejé de su ubicación, huyendo por su propio bien, necesitando acallar aquella voz que me obligaba, tirándome de la lengua, a responderle que quién se creía ser, que por qué tenía que ser así y que por qué pagaba conmigo hasta el mismísimo automático pestañeo de sus ojos. Di vueltas alrededor de la boca de metro, pensando en qué excusa poner para haber abandonado la cabina sin su permiso, alejándome de él y con la intención de dirigirme a las oficinas, siguiendo el plan que Ronnie, el supervisor del apartado de presupuestos, me había propuesto aquella misma mañana. Estuve cerca de una hora dando vueltas, pensando para mí misma, con los auriculares colocados en cada oreja, intentando mitigar el desafortunado encuentro matutino con Lukas. Roar, de Katy Perry, sonaba a través de mi reproductor de música, interpretada por la voz de Savannah Outen, en una versión mucho más acústica, únicamente con el seguimiento de un teclado y una guitarra. La resonancia de esa versión conseguía alimentar a ese león que buscaba, desesperadamente, rugir contra aquel estado de cascarrabias matutino que había poseído al señor Schäfer y, sin embargo, al mismo tiempo, conseguía mecerme hasta hacer florecer en mí un espíritu conciliador. Por eso, cuando conseguí aflojar el malestar provocado por su desacertada actitud, caminé de vuelta hacia la zona, saludando a uno de los obreros que, en su tiempo muerto, decidía

fumar un cigarrillo, dirigiéndome directa a la cabina. —Señorita Lacroix. Giré mi rostro, con un pie sobre el primer peldaño, hacia la voz que se había dirigido a mí. —El señor Schäfer se ha ido a casa. —¿Qué? Abrí la puerta de la cabina, pese a la información que acababan de darme y constaté, evidentemente, que Lukas no yacía en el interior. —¿Cómo, por qué se ha ido a casa? —Le pregunté al operario, cerrando la puerta—. Sólo son las once y media. El operario se encogió de hombros, sin saber. —No lo sé, señorita. Sólo sé que nos ha informado que otro colega vendría a supervisarnos y ayudarnos. —¿Sólo ha dicho eso? —Sí, señorita. Sólo eso. Sentí unas increíbles ganas de pisotear el suelo, entrar en esa misma cabina y empezar a tirarlo todo al suelo pero me contuve, dedicándole una sonrisa al trabajador quien, humildemente, me devolvió el gesto. —¿Cómo te llamas? —Guido. —Vale, Guido, puedes llamarme Elsa —le comenté, educadamente—. A mí no tienes que tratarme de señorita o señora, porque no soy el señor Schäfer —puse los ojos en blanco y él pareció satisfecho con mi comentario—. Pero, tengo un favor que pedirte, Guido, ¿sabrías decirme dónde vive el señor Schäfer? —¿Se refiere a la dirección? —Sí. —Sí, claro. Recibí las indicaciones por parte de Guido, un hombre de facciones latinas y unos increíbles ojos pardos, tomando la iniciativa de, sin avisar, presentarme en casa de Lukas. Contemplé el edificio al que había llegado, tras cuatro paradas de metro en sentido contrario al barrio en el que se encontraba mi loft, resultándome demasiado lujoso en comparación a la sencillez a la que estaba acostumbrada pero muy acorde a la zona en la que, aparentemente, residía. Esperé unos instantes antes de adentrarme en el bloque, siendo recibida por un amable y entrañable hombre. —¿En qué puedo ayudarle, señorita? Su deje alemán, similar al de Lukas, pero a la vez más marcado, no pasó desapercibido para mí. —Buenos días, señor, me gustaría poder darle una sorpresa al señor Schäfer —le respondí, con una encantadora y sincera sonrisa por mi parte. —Ay, señorita, me temo que no puedo permitirle subir a ningún piso sin el previo consentimiento del inquilino en cuestión. —Si le avisa, porque busca su consentimiento, deja de ser una sorpresa… —Lo sé, pero me temo que no puedo hacer nada más. —Mire, espere, hagamos una cosa —dije, echándole un vistazo al impoluto mármol que nos rodeaba—, subo, le doy la sorpresa y le digo al señor Schäfer que le informe que todo va bien. —Señorita, lo lamento, no puedo dejarla pasar sin avisar al inquilino en cuestión —repitió. Resoplé, asintiendo lentamente con la cabeza. —Está bien, lo entiendo. Hágalo.

Esperé, pacientemente, con los brazos cruzados, a que aquella llamada de interfono a interfono tuviese lugar. Conseguí escuchar, con dificultad, la voz de Lukas pero no llegué a descifrar sus palabras. —Puede pasar, señorita —volvió a decirme el hombre, mayor de lo que parecía, dedicándome una radiante sonrisa—, y lamento haberle estropeado la sorpresa. Le resté importancia, sonriéndole a mi turno hasta cruzar las puertas del ascensor. Una vez dentro, pulsé el botón del octavo piso, sintiendo aquel breve cosquilleo a la altura de la boca de mi estómago por la rápida ascensión. Entendí por qué el portero no podía dejarme pasar sin previo consentimiento del inquilino cuando las puertas automáticas se abrieron al llegar a su destino. Ante mí se extendía un espacioso vestíbulo, decorado con dos butacas y dos lámparas de pie, cuyo suelo era de moqueta color burdeos y cuyas paredes contaban con un revestimiento de madera de roble rojo. Entre ellas, en el mismo medio de la pared paralela a las puertas del ascensor, una puerta doble que, en ese mismo momento, abrió una para permitir que Lukas asomara parte de su cuerpo. Adoptando una cómoda y despreocupada postura, se mantuvo quieto, apoyado de lado contra la puerta y me observó en silencio, sin expresión asomando su rostro. —¿Qué haces aquí? Di un paso para salir del ascensor, entrando en contacto con aquella moqueta y sintiendo el calor que aquel mismo recibidor, aquel vestíbulo pre-entrada interior, emitía por el material con el que se había recubierto las paredes. —¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí? Seguí sin responderle, caminando hasta quedar bajo el umbral de la puerta, apoyándome, también de lado, contra el marco de ésta. —¿Estás bien? —Le pregunté, en un murmuro. Intentó analizarme, controlando el movimiento de mis ojos mediante el suyo propio. —No te preocupes. Se apartó de la puerta y, por el sonido que provocaban sus pies descalzos sobre el parqué, con calefacción por suelo radiante, entendí que se estaba alejando de allí. La cerré tras mi cuerpo, sin prestarle atención al modo en que se extendía aquel enorme apartamento, descalzándome justo a la entrada para poder disfrutar de la calidez que proporcionaba aquel tipo de suelo. —Lukas… Le seguí por aquel largo pasillo que, si me detenía y me giraba, se unía a otro mismo, hasta llegar a un amplio salón. El señor Schäfer permanecía sentado sobre un cómodo sofá blanco, con un cojín sobre los muslos, vestido del mismo modo que por la mañana (con una camisa de un tono azul apagado y unos pantalones de traje de un suave color café con leche). En la mesita, junto al sofá, había un cenicero con un par de colillas, un cigarrillo allí humeando y un vaso lleno de café. Permanecí de pie, todavía con la acolchada chaqueta cubriendo mi torso. —Noto que pasa algo. —Qué buenas percepciones tienes, preciosa. Lukas tomó el vaso de café y le dio un trago hasta finalizarlo, cogiendo, después, el cigarrillo para proseguir fumando. —¿Se puede saber qué es lo que pasa? —¿Qué más da? —Pues da, Lukas, da, porque estás mal por algún motivo que desconozco y, la verdad, me

gustaría poder cambiar eso. —¿El qué, el que esté mal o el conocer por qué? —¿Admites, entonces, estar mal? —Oh, Elsa, ¿por qué diablos has venido? —Resopló, con irritación, antes de llevar el cigarrillo hasta el cenicero y apagarlo con malas formas—. ¿No deberías estar trabajando? —Pues no lo sé, mi supervisor se ha ido sin decirme nada. —¿Que yo me he ido? —Sonrió de forma sarcástica, mirando sus manos seguir el contorno de la costura del cojín—. No soy yo quien ha desaparecido del recinto. —¿Y tú estás enfadado? —Mi tono osciló por el nerviosismo y eso mismo captó su atención, haciendo que, sin dudar, llevase su mirada hasta mí—. ¡Yo debería estar enfadada! Y, es más, ¡lo estoy! Siguió sin mostrar ninguna expresión facial. —¡Eres tú quien desde el primer momento, esta mañana, me ha tratado como si no fuese más que una inconsciente! —Bramé, sin importarme cómo de molesta pudiese resultarle—. ¡A cada intento que tenía de disculparme, me interrumpías para volver a soltarme algo cada vez más cortante! — Perdí la calma, necesitando deshacerme del abrigo por el sofoco que me estaba llevando en ese momento—. Y encima vas y me echas bronca porque Ronnie se ha propuesto a enseñarme unos aspectos de contabilidad que podrían ayudarme para la profesión… Maldita sea, Lukas, sé que he hecho mal besándote, ¿vale? ¡Lo sé! ¡Me he intentado disculpar! Pero, ya ves, ¡a ver cómo mi voz interrumpe tu maldito malhumor! —Le señalé con un dedo, perdiendo los estribos—. Te advierto que entiendo que ha estado mal, que no debí hacerlo, que lo hice porque no nos vimos en todo el fin de semana y los días que sucedieron tuvimos muy poco trato, pero que no puedes tratarme así porque te dé la gana o porque hayas tenido un mal día. No me subestimes, Lukas, porq… —No te subestimo, Elsa. —¡No me interrumpas más! Vociferé tan descaradamente que, por primera vez desde mi aparición por su apartamento, la sorpresa invadió su rostro. —Has dicho que así llegaría lejos… —negué con la cabeza—. Tiene gracia. Creí que tú eras el que consideraba que lo bueno que podía aportar a esa profesión era mi inexperiencia y mi juventud. —Sí, pero no tu insensatez. —¿¡Insensatez de qué!? —No me grites, Elsa —pidió, de la forma más sosegada que la situación le permitía. —¿Insensatez de qué? —Repetí, tensando el cuello. —No puedes permitirte el lujo de, por lo que sea que hayamos pasado, escoger tú qué hacer en tu puesto de trabajo. ¿Debo recordarte que superviso, y debo supervisar, todo lo que haces? —Chasqueó con la lengua, despectivamente—. Creo que quizá te has tomado unas confianzas que no debes al respecto. —¿Qué? —Recuerda que una cosa no debe condicionar la otra. —¿¡Crees que el hecho de que me enrolle contigo condiciona mi esfuerzo en el trabajo que desempeño a tu lado!? —Te he dicho que no me gri… —¿¡Crees que porque quiera follar contigo no puedo ser profesional en el puesto de trabajo que tengo a tu lado!? Frunció delicadamente los labios, harto de pedirme no recibir gritos por mi parte.

—Tío, el éxito con las mujeres ha acabado con tu modestia. Encogió el gesto en una mueca de desaprobación. —Ah, no, Elsa, por ahí no. —¿Piensas que, como daría lo que fuese para acostarme contigo, pierdo toda facultad y habilidad para trabajar correctamente? ¿Crees que los errores que pueda cometer se originan porque me nace dedicarte un beso de buenos días y no porque, simplemente, como todo el mundo, soy estúpidamente humana? —Elsa, basta. —¡No, no basta! —Sí, ¡es suficiente y lo sabes! Quizá sí lo era y quizá sí lo sabía, pero había permitido que el león enjaulado se volviese loco a fuerza de alimentarlo como lo había hecho nada más cruzar el umbral de la puerta de su apartamento. —Me disculpé por besarte —le recordé, en un siseo. —Lo sé… —No pretendía nada más que no fuese…, no sé, darte los buenos días, con el café y ese simple gesto que… —…que de simple no tiene nada —murmuró, ocupando el silencio de mi voz. Sentí mis hombros decaer y suspiré para dejar salir todo el enojo que no había brotado en palabras. —Ven aquí —farfulló, con un ápice de ternura. —No, estoy molesta, esto ha sido… —Ven aquí, Elsa…

Capítulo once Los pies fueron los primeros en traicionarme. Contuve el aliento, inmóvil frente a su cuerpo todavía sentado sobre el sofá, con los ojos fijos en la pared más próxima a mi campo de visión, contemplando el abstracto cuadro de grises. Sujetó mi mano, inclinándose delicadamente hacia mi cuerpo y, por lo tanto, despegando la espalda del respaldo del sofá, abordando el dorso de ésta con sus cálidos labios. Besó la piel antes de, deslizando su boca sobre ésta, hablar: —Siento haberme comportado como un idiota. —Como si eso fuese a conllevar que dejases de ser uno. Sin despegar sus labios del dorso de mi mano, alzó suavemente los ojos, desde abajo, y, sin querer, crucé los míos con los de él, sabiendo, al momento, que aquello sería mi perdición. Y de ese modo, los ojos fueron los segundos en traicionarme. —He empezado el día con muy mal pie. —¿Por qué? —Recuerda que no debes entrar en mi ecuación. —Déjate de ecuaciones —musité, apartando, de forma descuidada, mi mano de su boca—. ¿Por qué? —Volví a preguntar. —Creo que esto es dañino, Elsa —anunció, ligeramente desconsolado—. Creo que podemos hacernos muchísimo daño, que tenemos tal capacidad. Y lo último que me apetece es cometer otro error en mi vida, sabiendo que no habrá marcha atrás, conociendo las consecuencias y teniendo tan presente lo que le sigue a todo eso —añadió, indestructiblemente serio—. No me entra en la cabeza que tú, siendo como eres, todavía no entiendas por qué esto es una equivocación. El simple hecho de planteárnoslo, Elsa, sólo el simple hecho de planteárnoslo es un disparate —su voz perdió fuerza por un segundo—. No sólo se trata de que conozcas a Iris desde hace tantísimo tiempo, que yo sea su padre y que te haya visto, en mayor o menor medida, crecer. Esto va incluso más allá… Eres tan joven que todavía no concibes la de oportunidades que la vida está esperando brindarte… —Una fugaz mueca ensombreció su rostro por un instante—. El mundo tiene tanto que ofrecerte, Elsa… Fui a pronunciarme, odiando interrumpirle pero necesitándolo. —Espera —me pidió, volviendo a tomar mi mano—. Me gustaría que me escucharas —asentí con la cabeza a su petición y me sonrió de forma casi imperceptible—. Eres preciosa. Sumamente preciosa y es imposible no quedarse prendado de tus facciones, mas tu carácter no es que pase precisamente desapercibido, ni tu inteligencia… Puede que, después de todo, puedas ser el error más precioso que me haya echado a la cara pero, seamos honestos, soy una fantasía sexual para ti. Claro que se trataba de una fantasía sexual, así lo requería mi cuerpo y así lo deseaba mi voluntad. Nunca había sentido nada de lo que la gente corriente solía hablar respecto a una relación entre dos personas. Había querido, por supuesto, desde los primeros años de mi vida. Queriendo a mis padres, queriendo a mis hermanos, aprendiendo a querer a mis amigos y, sobre todo, aprendiendo a quererme a mí misma. Había también querido a los pocos chicos que habían entrado en mi vida, sí, pero sin aquel pequeño detalle que todos definían como amor. Y lo más cercano que tenía a ese sentimiento era Norman. Flexioné mis rodillas, sentándome sobre la mesa de café, tentando para descubrir si la superficie podía soportar mi peso y, sin impedirle que siguiese acariciando mi mano con tal afecto, permanecí allí, contemplándome, sometida al cándido color azul de sus ojos. —¿No soy ninguna fantasía sexual para ti?

—Elsa… —¿Debo entender que no causo ningún efecto en ti? —Era consciente de la connotación sensual en la que estaba basando mis formas y mis palabras. —Elsa, vamos… Su lastimera petición llegó a mis oídos y lo único que hice al respecto fue colocar mis manos sobre sus rodillas, dedicándole livianos masajes. —Sí, sí causas efecto en mí —terminó por decir. Respiré, satisfecha, y debido a la proximidad de nuestros cuerpos, su esencia entró en contacto con mi olfato. Todavía no tenía claro si él percibía la intensidad, pero, por todo el universo que me rodeaba, mi piel quería abandonar mis huesos, despegarse lentamente de toda la musculatura, deshacerse de todo lo que pudiese serle de unión a mi cuerpo, para, deliberadamente, soldarse a su pellejo. Y tiraba de mí, por su maldito capricho de piel, con desmesurada pasión, anhelando camuflarse entre su epidermis, buscando fusionarse con cada centímetro de su tez y, con ello, decidido a arrastrar todo mi cuerpo y toda mi integridad. La fuerza sobrenatural contra la que tenía que luchar para no verme empujada hacia él, era, como mínimo, brutal. Mis ojos habían hecho un rápido análisis de los relajados pero serios semblantes de su rostro. Seguía, a pesar de ello, mirándome directamente, pestañeando tan delicadamente que hasta parecía pasar un instante entre movimiento y movimiento. Tenía que notarlo. Era imposible que no lo sintiese a tal magnitud. Era ilógico que siguiese contemplándome sin sentir la misma maldita necesidad de soltar, de abandonar la pelea con el sentido común y el inútil combate contra el deseo de nuestras carnes. Sus pupilas descendieron frágilmente hasta mis labios. Los estudió momentánea y fugazmente, intentando, acto seguido, disimular el efímero análisis. El primer movimiento tuvo lugar y llenó mi espíritu de ilusión. Nuestros rostros irrumpieron en la corta distancia que nos aislaba el uno del otro, de forma automática, mecánica y espontánea. Escuchaba su respiración unirse al latido que se multiplicaba en el interior de mi pecho y perdí de vista el pálido azul de sus ojos, notando cómo mi campo de visión quedaba trastocado por la proximidad de su rostro al mío, cerrando, finalmente, los ojos. Noté que sus brazos rompían con el cruce que habían adoptado minutos antes y, tras ello, mi nuca se vio rodeada por uno de ellos, apreciando el contacto de su otra mano colocarse sobre el lateral de mi cuello. Nuestros labios se encontraron del mismo modo en que lo hubiesen hecho dos extremos buscándose con desesperación en mitad de la noche. La fuerza de su cuerpo me atrajo, acercándome más, al tiempo que su boca, cubriendo la mía, me besaba con una natural destreza. Y tras la profunda exhalación que su nariz dejó escapar, su respiración empezó a acompasarse a la mía. Si nuestros labios conectaban, también lo haría nuestro aliento. Mi mano escaló hasta su mejilla, con afecto, antes de que pudiese dejar escapar un pequeño y apreciado jadeo por mi garganta. La suavidad de su piel era magnífica. Afeitado, cálido y desprendiendo un viril aroma a aftershave. Y nuestros cuerpos, involuntariamente voluntarios al contacto físico entre ellos, empezaron a tomar postura sobre el sofá. Quedé sentada sobre él, bajo la tenue luz de las cálidas lámparas del salón, incapaz de romper con el beso ni para tragar saliva o preguntarle qué es lo que acababa de ocurrir. Era un hecho: habíamos sido víctimas de la ley de la gravitación universal que explica la fuerza de atracción mutua entre dos cuerpos.

—Elsa… Mi nombre quedó suspendido en el aire, en el camino entre sus labios y los míos. Sostuvo mi cadera con sus manos, ejerciendo una intermitente presión a cada movimiento llevado a cabo por mi boca sobre la suya en el que me deleitaba con el flojo sabor a café que su lengua seguía desprendiendo. —Para, para… Nuestras bocas se distanciaron violentamente. —Joder —se quejó, dejando caer las manos a ambos extremos de su cuerpo, deshaciendo todo contacto físico en el que él pudiese tener algo que ver. —Es como si estuvieses con alguna de esas cuarentonas. Mis palabras provocaron el movimiento de las arrugas de su frente. —Tú no eres una cuarentona —me recordó, con cautela. —Vale, está bien. No me veía dispuesta a discutirle nada ni a exigirle ninguna atención por su parte, pero supe que, a la que me incorporarse, levantándome de sobre su cuerpo, la ausencia del mío le supondría un desagradable dilema. Y no me equivoqué. Sus manos atraparon mi cintura de modo involuntario. —¿No te arrepentirás? —Logró preguntarme. —Sólo si tú tampoco lo haces. Se incorporó débilmente, volviendo a despegar su espalda del respaldo que ahora le había servido de apoyo, rodeando mi cintura con sus brazos y dejando caer su sien contra un lateral de mi cuello. —Me encantaría que fuese un jodido sueño —dijo—. Sería increíble soñarte de este modo o de cualquier otro. Y si crees que mi cuerpo no te desea, te equivocas —añadió, como dato—. Firmaba por un sueño así, Elsa. Firmaba todas las noches por sueños así, por acostarme contigo, por hundirme dentro de ti —suspiró, contra la fina piel de mi cuello, haciéndome estremecer—. Firmaba por sueños en los que escuchar tus gemidos no me hiciese sentir culpable, por sueños en los que acostarme contigo no fuese contra ninguna norma moral implícita... Y es que si no…, si no conocieses a Iris, si… —¿Sí? —No me pesaría tanto —acabó admitiendo, pasando sus labios por el camino hacia mi mandíbula. —¿Mi edad no te resulta un problema? —Tu edad me resulta un enorme problema —sus dientes se descubrieron delicadamente y me dedicó un suave mordisco—. Es una cifra que me saca de quicio y, la verdad, cuánto más pienso en ello, más ganas tengo de hacerme el harakiri en el cuarto de baño. —No pienses en cifras. Con ayuda del movimiento de mi hombro y mi rostro, conseguí que apartase la cara de aquella zona, volviendo a tener sus ojos como punto de mira. —He soñado con ello —confesó, pasando su mirada por toda mi fisonomía, prestándole especial atención a mis labios y la forma de mi mandíbula. —¿Con qué? —Contigo. —¿Conmigo? De no ser porque estaba demasiado ensimismada en su rostro, sus facciones y aquellas arrugas que, absurdamente, conseguían encandilarme, me hubiese sonrojado.

—Sí, contigo —bisbiseó. —¿Y qué es lo que soñabas, señor Schäfer? Entrecerró los ojos, buscando entender por qué, de nuevo, acababa de dirigirme a él de ese modo. Pronto esbozó una ladeada y cautelosa sonrisa. —Soñaba contigo. Es lo único que voy a decir. Apoyé las manos contra sus hombros, empujando para que se acomodara de nuevo contra el respaldo, para inclinarme hasta él, consiguiendo conducir mis labios hasta su oreja. Empecé a moverme delicadamente sobre él, fingiendo estar buscando la perfecta comodidad, respirando con delicadeza contra el lóbulo de su oreja. —No necesitas que sea un sueño para poder follarme. Sonreí para mí misma al escuchar su interno y áspero jadeo, notando, a la vez, cómo su pelvis reaccionaba a mis intenciones. Atrapé su labio inferior con mis dientes. —Quiero sentirte hundiéndote dentro de mí. Impidió que siguiese dirigiéndome a él de ese modo, imposibilitando mi capacidad verbal con el rudo placaje con el que acalló mis labios. Nuestras manos comenzaron a buscar el contacto con aquellas pieles deseosas de unirse, apreciarse y acariciarse. El único momento en el que tuve que separarme de la habilidad que albergaban sus labios fue cuando tiró, conscientemente, de mi prenda superior hacia arriba. Le pillé contemplando momentáneamente mis pechos todavía ocultos por la tela del sujetador y, al elevar la vista hasta mis ojos, le dediqué una alentadora sonrisa. Estaba ocurriendo. Estaba ocurriendo y era placentero y agradable. Tan placentero y agradable que no podía ser un error, tan plácido y grato que no podía tratarse de ninguna equivocación. Nuestros cuerpos, inteligentes por diversos motivos, no permitirían entregarse a nada negativo, a nada que fuese un fallo o desacierto. Hice lo mismo con su camisa, tras desabrochar botón a botón. Me deshice de ella sin perder la oportunidad de acariciar aquel magnífico, cálido y suave torso, cuyos pectorales permanecían marcados y cuyo vientre, firme sin llegar a suponer una dura tabla de pronunciados abdominales, se tensaba al modo en que sus pulmones contenían, por un segundo, la respiración. Apoyé las manos sobre su pecho, acomodándolas sobre su terso pectoral. Rompí con el prolongado beso que estaba arrebatándome el mismo oxígeno para cubrir su pecho con mis labios. Su piel ardía y, como su rostro, desprendía una estimulante y agradable esencia. Dejé un rastro de besos por encima de su esternón antes de ascender hasta su cuello. Escuchaba sus suaves jadeos, notando la reciprocidad de su cuerpo por cómo ladeaba el rostro y me permitía proseguir con mi cometido. Ante ello, sus manos atraparon mis nalgas y ejercieron un repentino y fugaz apretón, aprisionando la zona de nuestros cuerpos que se rozaba con devoto deseo. —¿Tienes preservativos? Asintió con la cabeza, tras relamerse los labios. —Espera aquí. Me hizo a un lado, dejándome sobre el sofá, para levantarse sin dilación y desaparecer por el alargado pasillo que había cruzado para llegar hasta él. Aproveché para deshacerme del sujetador, dejando mis pechos al aire y empecé a tirar de mis pantalones, dejándolos caer por allí, hasta quedar únicamente con la tela de aquellas finas braguitas de encaje azul. Cuando volvió, con aquella apertura en su pantalón, por cuya cinturilla asomaba la goma de sus bóxer negros, se quedó a medio camino, con el plástico entre los dedos, pasando sus ojos por la cantidad de piel que, de pronto, mi cuerpo

había expuesto. —Vaya… Sabía que lo que observaba era de su agrado y, por ello, consciente del poder que mi desnudez podía tener en ese momento, aprovechándome notoriamente de eso, me levanté del sofá y caminé descalza hasta él. Atrapé su mano y tiré de él, conduciéndole hasta el sofá. Nunca antes un encuentro sexual había sufrido tanta demora. —¿Me crees si te digo que estoy nervioso? Reí suavemente, arrebatándole el preservativo de las manos y guardándolo en el interior de la gomilla de mis braguitas. Sin responderle, me puse de rodillas para tirar de las ropas que proseguían ocultando su excitación, deshaciéndome de las telas que importunaban nuestro propósito. Liberé su erección y le escuché dejar escapar un placentero suspiro. Después, acogí su miembro erecto en mi mano, masajeándolo suavemente mientras sabía que él, a la expectativa, con los labios entreabiertos y la lengua inquieta en el interior de su boca, observaba todos y cada uno de mis movimientos. Consciente de ello, acerqué mis labios al glande y deposité un beso. Dejó escapar un jadeo y me estremecí. Volví a aproximar mi boca a la punta de su pene, repitiendo el beso y pasando suavemente la lengua para dedicarle una caricia con ella. —Elsa… Su mano acarició mi cabello, acomodándose contra mi mejilla izquierda y mimando ésta con su pulgar. Terminé por levantarme, incitada e impulsada por sus manos. Lukas tomó asiento, arrebatándome el preservativo y se lo colocó, con maestría, dejando caer el envoltorio a un lado del sofá. Tras ello, tendió su mano hacia mí y me invitó a aproximarme. Se inclinó para colar la yema de sus dedos por los extremos de mi ropa interior, deslizándola suavemente por mis piernas y dejándola caer hasta mis tobillos. Aprovechó la ocasión para besar la parte baja de mi vientre y la parte superior de mis muslos. Moví mis pies, apartando la ropa interior y subí al sofá, con la ayuda de su mano, hasta quedar sentada sobre sus muslos y con las rodillas totalmente flexionadas. —Todavía puedes echarte atrás… —siseó. —¿Eso quieres? —No —respondió, cortante—. Ni mucho menos. —No haría esto si no quisiese hacerlo. Pestañeó delicadamente, observándome con las manos ascendiendo por mis costados. —Tú tampoco, ¿verdad? —Verdad. Mis pies quedaron a ambos lados de su cadera y, utilizándolos, me impulsé hacia arriba, agarrando el respaldo del sofá con una mano mientras la otra se colaba entre nuestros cuerpos para rodear su erección y conducirla, a tientas, hasta la humedad que, inevitablemente, había ido produciéndose en el interior de mi vagina. La punta rozó la entrada y me estremecí, sin perder el pulso, conteniendo débilmente la respiración y expulsándola, inconscientemente, a medida que su pene iba adentrándose en mí, clavándose en mis carnes con aquella casi asfixiante lentitud. Escuché el ronco sonido proveniente de su garganta, intentando hacer eco al gemido originado en mis cuerdas vocales, cuando sintió toda su envergadura cubierta y rodeada por las paredes de mi

vagina, cerniéndose cada vez más sobre su dureza. Nuestros rostros se buscaron para servirse de mutuo apoyo, respirando con latente dificultad y su boca, entreabierta y jadeante, topó con uno de mis pómulos al tener mi cara totalmente inclinada hacia la unión de nuestros cuerpos. Contemplé momentáneamente cómo aquel físico encuentro tenía lugar antes de verme eclipsada por el placer al que me conducía el movimiento de su pelvis. —Ah… Apreté los ojos, apoyando mis manos sobre sus hombros desnudos, sintiendo cómo sus manos se aferraban a mi cadera, ayudándome con el movimiento que, gracias al apoyo de mis pies sobre el sofá, conseguía ocasionar. Inclinó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y busqué sus labios, desesperada por beber todos aquellos inaudibles jadeos que me pertenecían y que emergían de su boca sin posible control. Pasé mi lengua por sus comisuras y, como respuesta, obtuve el movimiento de la suya. Se encontraron y batallaron en el exterior de nuestras cavidades bucales, una y otra vez. Jadeé y succioné la punta de su lengua. —¿S-Soñabas con e-esto? Pasó su pulgar por mis labios, retirando todo resto de humedad, malacostumbrándome a ese gesto que tanto me empezaba a gustar, negando delicadamente con la cabeza. Sin verlo venir, sus manos me sostuvieron mientras, de lado, se dejaba caer sobre el sofá, colocándome bajo su cuerpo y, prestándole atención a la separación de mis piernas, movió su pelvis hasta penetrarme con aquella dura erección. Se clavó de forma profunda, sin demora, provocándome una electrizante emoción. —Soñaba con esto. Su voz se hizo eco en mi oído, ocultando su rostro contra mi cuello y empezando a dedicarme una serie de profundas, rápidas y habilidosas embestidas. Su mano izquierda cubría la parte superior del respaldo del sofá y la otra quedaba a un lado de mi cabeza. Con los ojos abiertos fui capaz de visualizar las abultadas venas de sus brazos. Incorporé parte de mi torso para acercarme a su boca y le besé con desespero, acallando mis placenteros sonidos por un momento. Succionó mis labios con devoción, aprovechando el silencio para aumentar el movimiento de su pelvis. Caí sobre mis hombros, con el corazón bombeándome intensamente y un sofocante calor abrasándome la piel. —Estás tan caliente y húmeda… Mis manos ascendieron por su desnuda espalda y clavé mis uñas a la altura de sus omoplatos, notando el balanceo de mis pechos y de todo mi cuerpo al seguir el ritmo de la maestría que denotaba con el movimiento de su pelvis. Volvió a llenarme, retirándose con extrema lentitud para introducirse con una mayor devoción, empujando hasta el tope, hasta arrancarme uno de los más rebuscados gemidos. Notaba la electricidad amontonándose en la parte más profunda de mi vagina, en la zona en la que su glande, cada vez con más brío, golpeaba con cada intensa penetración. El jadeo de mi garganta quedó suspendido en el aire, apreciando, bruscamente, la ausencia de su polla. Con los labios entreabiertos, respirando penosamente por ellos, tragué saliva para mirar cómo se deslizaba por el sofá, descendiendo hasta la parte inferior de mi cuerpo. Su mano izquierda pasó por debajo de una de mis piernas hasta llegar a apoyarse sobre mi pecho derecho, al que manoseó un rato, mientras que la otra sostenía mi muslo izquierdo, haciendo presión para impedirme moverla. —Lukas —jadeé—. V-Vuelve… Sentí cómo esta vez me penetraba con su ávida lengua. Podía sentir la cálida humedad juntarse con mi zona más íntima y bufé con desespero, notando cómo mi clítoris se hinchaba con sólo avecinarse a lo que sabía que pasaría.

—Ah-h… Succionó la zona y, tras una prolongada invasión por parte de su lengua, empezó a dedicarse completamente a mi clítoris. Lo atrapó, chupeteó, mordisqueó y presionó, moviendo su lengua en círculos a su alrededor, respirando profundamente contra mi vagina. Cuando su pulgar se adentró, profundizando e intensificando el momento por el que estaba pasando, arqueé mi espalda y gimoteé. —A-Ah… Mi mano vagó hasta su cabeza e intenté llamar su atención. —Me correré —le avisé. Su lengua golpeteaba repetitivamente el foco de toda mi excitación, sintiendo que todo se concentraba en el mismo punto, necesitando explotar de un momento a otro, notando cómo de hinchado estaba mi clítoris y conduciéndome a la desesperación. Le supliqué y mis palabras fueron escuchadas. Su cuerpo volvió a cubrir el mío, quedando por encima y, sin mucho esmero, dejó que su pene se introdujera en mí con mayor facilidad que anteriormente. Estaba tan mojada y excitada que necesitaba de él, de su miembro. Lo necesitaba para aclamar el orgasmo que me pertenecía y que él me regalaría sin importar cifras, parentescos o relaciones. Sin importar nada que no fuese el glorioso deseo de nuestros cuerpos. —U-ff… Suspiró con profundidad, penetrándome fuerte y desesperadamente, en busca de su placer a costa del mío propio. Hundía su rostro contra mi cuello, ocultándolo, atragantando sus jadeos que, pese a la postura, me eran totalmente audibles. Noté que mi respiración se ahogaba, que se bloqueaba a cada mayor embestida, debido a la intensidad con la que entraba y salía de mi vagina, clavándose en mí y disfrutando de cómo mis carnes se cernían sobre su dureza, aclamándola, deseándola y succionándola. Su sien chocó contra la mía cuando alzó el rostro y una serie de jadeos se originaron en su garganta. Su mano derecha, alejándose de los asientos del sofá, acabó sobre mi muslo izquierdo, apretando con fuerza la piel de mi cuerpo y temblando cuando su abdomen empezó a convulsionar en plena tensión. —Scheiße. Sólo fui capaz de escuchar la expresión de mierda antes de sentir cómo la explosión eléctrica incapacitaba el resto de sentidos que no fuese el tacto o el simple hecho de sentir. Sentir cómo todo recorría mis extremidades desde el primerísimo punto de partida que era la profundidad de mi vagina. Una intensidad que, amontonándose contra mis cuerdas vocales, brotó en un ahogado e inestable gemido. El cuerpo de Lukas tembló delicadamente antes de caer sobre el mío, dejándose relajar por una serie de caricias proveídas por mis manos, las cuales ascendían y descendían, sigilosamente, por su espalda desnuda y ligeramente sudorosa. —Uf… Intenté pronunciarme pero necesité un momento para aclarar mi garganta y calmar aquellas emociones que, ahora, tan a flor de piel, parecían las más sensatas para impedirme hablar. Empecé a notar la brisa correr sobre mi cuerpo y aquello sólo se debía a la distancia que acababa de imponerse entre nosotros.

Capítulo doce Lukas se separó de mi cuerpo, prudentemente, quedando sentado a un extremo del sofá tras un profundo suspiro. Permanecí boca arriba, juntando débilmente las piernas para terminar de quedar tumbada, con las manos sobre mi vientre y la intención de controlar la agitación que apresaba mis pulmones y mi propia capacidad respiratoria. Al incorporarme, apoyé las manos por detrás de mi espalda y observé cómo él, ocupando la esquina del sofá, se deshacía del preservativo con tranquilidad. Pude ver cómo su cuidada, tersa y cálida piel brillaba por algún que otro rastro de sudor. Hizo un nudo alrededor del plástico usado y lo toqueteó para cerciorarse de que no había habido ningún incidente, respirando todavía con celeridad o, más bien, con necesidad, probando a recuperar el aliento. Y, sin tomar sus ropas, tiró de la manta que permanecía sobre el respaldo del sofá, cubriéndose y, acomodado, me miró. —¿Vienes? Tenía la necesidad de ser cautelosa porque la experiencia me recordaba que toda persona era un mundo y que no todos los individuales buscaban el mismo tipo de contacto tras la experiencia sexual. Aun así, Lukas no necesitó repetirme la invitación. Gateé hasta colocarme a su lado, tumbada cómodamente con la espalda pegada al respaldo del sofá y la cabeza apoyada en la amplitud de su hombro y pectoral, escuchando cómo sus latidos disminuían lentamente aquel excitante alboroto y pudiendo aspirar el dulce efluvio a sexo emanar de nuestros cuerpos. Él fue quien cubrió mi cuerpo con la manta, innecesaria en mi opinión pero bien aceptada si eso significaba permanecer relajados de esa forma. De ese modo, mi mano izquierda cubrió su vientre y, con mis dedos, le dediqué una sucesión de caricias con la temblorosa yema de mis dedos. —He discutido con mi exmujer esta mañana, nada más despertar —anunció, con áspera voz. No pude evitar esbozar una mueca. Su comportamiento, tras aquella confesión, tenía muchísimo más sentido. Aunque, por supuesto, ningún tipo de justificación en lo que a mí respectaba. Pero se lo concedía. —Es uno de los motivos por los cuales he estado tan irascible. —¿Uno? —Inquirí, en un suspiro. —No creerás que le permito, después de todo, ser la única con poder suficiente como para estropearme el día, ¿verdad? —No creo nada. Sólo pregunto —respondí—. ¿Qué es lo que ha pasado? —¿Tú qué crees? —Dejó escapar un pesado suspiro y, con su brazo izquierdo rodeando mi cuerpo, empezó a acariciar mi hombro con los dedos—. Ejerce de mujer cuando ya no lo es. Ejerce de madre cuando no lo ha sido nunca para mí. Y puede que se lo dejase pasar durante nuestro matrimonio, pero, ahora, a puertas de nuestro divorcio, no estoy dispuesto a ceder ante sus continuos caprichos por seguir controlando lo que hago, lo que dejo de hacer y de qué modo lo hago o no — enfatizó, sin alterar, sin embargo, sus constantes vitales—. Es ese tipo de persona que juzgará lo que hagas, lo estés haciendo bien, lo estés haciendo mal o no lo estés haciendo directamente. Porque te juzgará por hacerlo bien, te juzgará por hacerlo mal y te juzgará por no estar haciéndolo en absoluto. —Vaya… Siguió acariciando mi hombro, ahora en silencio. —¿Lo pidió ella? —Pregunté. —¿Qué, el divorcio? —Asentí con la cabeza ante su pregunta—. Sí, lo hizo, pero no me negué lo

más mínimo. Tenía claro que nuestro matrimonio estaba hecho añicos. —¿Puedo preguntar por qué? —Por muchos motivos, Elsa, pero, principalmente, porque a ella siempre le parecía que había terceras personas. Por no hablar de que vivía constantemente desconfiando de mi palabra, de mis acciones, de cualquier cosa que tuviese que ver conmigo. —¿Sin motivo? —¿Crees que le daría motivos y me quejaría por la reacción? —Me cuesta creer que alguien desconfíe sin más —dije. —Existen personas que son así —masculló, sin darle mucha más importancia—. No evité el divorcio porque ella vivía apegada a todos esos rumores que ella misma creaba. —Puede que tu éxito con las mujeres haya tenido algo que ver. Detuvo el movimiento de su mano y se movió, hacia un lado, para poder mirarme, sacándome de la comodidad de su pecho. —¿De qué éxito hablas? —Entrecerró sus ojos, frunciendo levemente su nariz—. Antes también lo has mencionado. —He visto cómo te miran. —¿Y has visto cómo te miran a ti? Enarqué suavemente una ceja, sin entender qué tipo de respuesta era esa. —No veo qué tiene que ver. —Vemos lo que nos interesa ver —dijo, de forma escueta—. Te fijas en cómo me miran a mí pero no te fijas cómo es al revés. —¿Estás diciéndome que no te has percatado de cómo te comen con los ojos? —Sí, me he percatado porque no soy ciego, me conozco y sé el efecto que puedo, o no, causar en los demás, pero, ¿crees que a eso se le puede llamar “éxito con las mujeres”? —Negó, obstinado a no concederme aquella puntualización—. Puedo gustar más o puedo gustar menos, pero no tenía éxito con las mujeres estando casado porque nunca, jamás, le fui infiel a Esther. —Cuando hablo de éxito, Lukas, me refiero a que llamas la atención del sexo femenino, y apuesto a que también del masculino si se da el caso… —No lo contemplo del mismo modo. —Ahórrate la modestia, ¿quieres? —Me reí, mostrándole mi despreocupación al respecto, deseando apaciguar aquella ligera tensión que se había creado entre nosotros—. Eres un tipo atractivo. —Me niego a creer que mi matrimonio se haya ido al garete porque se me considere un tipo atractivo bajo el punto de vista de una chica de veintiséis años. Aparté su brazo del contorno de mi cuerpo, completamente desganada por la respuesta que acababa de obtener por su parte. Debía haber sido una fuerte discusión a juzgar por cómo, todavía irascible, cambiaba bruscamente de un estado anímico a otro, pudiendo mostrarse cariñoso, cercano e incluso tierno para después, adentrado en una conversación, ser un malhumorado gruñón. Cuando me vio querer abandonar el sofá, intervino: —¿Qué pasa, adónde vas? Aparté la manta, descubriendo mi cuerpo y parte del suyo para pasar por encima y recoger mis ropas. Ante el intento, me detuvo, dejándome sentada sobre sus estiradas piernas. —¿Qué pasa? —Volvió a preguntar. —Sé que has discutido con tu mujer y te voy a ahorrar el discutir conmigo, pero permíteme

decirte que eres un poco gilipollas. —Pero, ¿por qué? —Pareció realmente sorprendido. —¿Por qué tienes que referirte a mí como una chica de veintiséis años y, encima, usando ese tonito? —¿Qué tonito, Elsa? —¡Ese tonito! —Estás sacando las cosas de quicio otra vez… —Sé que no. Intenté zafarme de sus manos, las cuales seguían sosteniendo mis antebrazos, impidiéndome abandonar la postura en la que me encontraba. —¿Te estás arrepintiendo? Sus dedos disminuyeron la firmeza con la que había estado sujetándome los segundos anteriores. —No —respondí, tajante. —Bien, vale. —¿Quieres que lo haga? —No —negó con la cabeza con unos brillantes ojos que consiguieron enternecerme—, no quiero… —¿Te preocupa que me arrepienta? —Muchísimo —admitió, disimulando su taciturna sonrisa. La tensión que se había encargado de alarmar toda la musculatura de mi cuerpo en aquel momento, habiendo realmente escuchando un desagradable tono por su parte al pronunciar aquellas palabras, se evaporó del mismo modo en que apareció. Fugaz y vertiginosamente. —¿Puedo besarte? Pude ver cómo mi pregunta le resultaba singular. —¿Lo preguntas? —Replicó, apoyando las manos sobre la desnudez de mis muslos—. ¿Después de lo que hemos hecho? —Quiero demostrarte lo poco que me arrepiento. —Creo que, después de esto, no tienes por qué pedirme permiso, Elsa. —Es que cuando te pones en plan señor Schäfer… —Tú y tu condenada manía de llamarme señor Schäfer —puso los ojos en blanco, relamiéndose los labios con una mueca de desazón—. Te quitaré esa horrible costumbre, cr-hm… Empecé el beso pero fue él quien lo alargó, obligándome a acomodar mis manos a ambos lados de su rostro. Escuché cómo la melodía de mi teléfono interrumpía el constante y ávido acercamiento entre nuestras bocas. Me distancié de sus labios y rebusqué entre las prendas de ropa hasta encontrar la riñonera que mantenía mi teléfono móvil, llaves y cartera siempre a salvo. Al aceptar la llamada, casi sin mirar a la pantalla, permanecí sentada sobre los muslos de Lukas y noté cómo se erguía, quedando asentado con las piernas tumbadas, para envolverme con los brazos y confiar una ristra de besos por mi cuello y pecho descubierto. —Elsa, Elsa, Elsa —canturreó Norman, al otro lado—. He estado pensando durante toda la mañana y el resultado ha sido que me he trincado media botella de esa ginebra que ya ni tocas — siguió, con un tarareo en la voz—. Esa que está mala, malísima, ¿sabes de la que hablo? Es la única botella de ginebra que tenemos en casa —se echó a reír sin ton ni son, tras bufar—. Van a echarme… No he ido al trabajo hoy y van a echarme. He fingido estar enfermo —musitó—. Creo que ha colado pero mañana lo averiguaremos. Bueno, lo averiguaré, porque no puedo contar siempre con que tú

vas a estar allí. Aunque entendí que había bebido y que aquellas palabras no eran más que la expresión de una ligera decepción y desesperación en él, su última frase atravesó mi pecho, hiriéndome. —También estoy cachondo —prosiguió, antes de que pudiese responderle—. Estoy borracho y cachondo… ¡Ah! Y Betta está cabreadísima conmigo. Está hecha una furia y quiere arrancarme la lengua no sé por qué motivo exactamente, porque es una parte de mi cuerpo que necesito para muchísimas cosas, ¿sabes? Expresarme, comer, beber… hasta tocar la harmónica se complicaría si llegase a arrancármela. —¿Estás en casa? Pregunté, levantándome sin pensarlo del cuerpo de Lukas, quien seguía observándome con controlada preocupación. Sujeté el teléfono contra mi oreja con la ayuda de mi hombro y empecé a vestirme con prisa. —Claro, nena, ¿dónde iba a pillarme la borrachera si no? ¿Bajo un puente? —Se mofó, riendo—. No, no, esto de que me detengan por alterar el orden público no me gusta. Siempre acaba ocurriendo en fin de año y no me apetece adelantarme a las fechas… Suerte que el oficial Jansen me tiene un cierto aprecio. —Guarda esa botella de ginebra, va. —Sólo he bebido un poco de la mitad —respondió, con secretismo—. Guardo la otra mitad para ti. ¿Eso es lo que quieres? Pero a ti te sienta fatal… ¡Te sienta fatal! —Me recordó, alzando la voz y sorprendiéndome por ello. El teléfono cayó al suelo y, colocándome el sujetador a toda prisa, lo recogí. —Norman, voy para allá. —¡No! —Vociferó, con rabia. —¿Cómo que no…? —¿Para qué? —Preguntó, ahora con causticidad—. ¿Qué crees que va a cambiar si vienes a casa? ¿De qué crees que necesito que me salven, de una botella de ginebra que sabe a rayos? —Empezó a chistar sonoramente—. No, no, tú quédate en ese puesto de trabajo que tanto has merecido, ¡por el que tanto has trabajado! Quédate ahí disfrutando del papi con deformación moral… Apreté los labios, dándole la espalda a Lukas para evitarle contemplar mi reprimida cólera. —Norman, basta. —¿Me he pasado, no? —Voy para casa. —¿Me he pasado, Elsa? —Nos vemos ahora. —¡Dime si me he pasado! —Volvió a bramar. —¡Sí! Le oí respirar con celeridad al otro lado del auricular, apreciando cómo la inspiración era cada vez más seguida, cada vez más corta hasta conseguir quebrarse y dejar escapar un quejido que daría lugar a un silencioso llanto. —Ya voy, ¿vale? —Vale —susurró, como réplica. Colgué y atrapé mi camiseta, tendida por Lukas. No me interrumpió, ni tampoco me preguntó. Se levantó, habiéndose colocado la ropa interior y los pantalones sin abotonar, caminando descalzo por el pasillo, acompañándome. —¿Te importa si me tomo lo que queda libre?

—Ni mucho menos —contestó, acomodándose junto a la puerta de su apartamento. —Es una especie de emergencia. —No hay problema, Elsa. —Supongo que nos veremos mañana en la catedral. Lukas asintió lentamente con la cabeza, pasándome un par de mechones de mi ajetreada melena por detrás de la oreja. —Gracias —dije, sin saber exactamente por qué se las daba. Agradecí que no preguntase lo mismo que me decía a mí misma y sonreí, casi nerviosa, por la forma en la que me dedicó un guiño. ¿Podía ser que no supiese el efecto que causaba con aquellos pequeños y espontáneos gestos, con aquellas peculiares y personales muecas? De camino a casa, llevaba conmigo un equipaje al que podía acostumbrarme sin problema. Me llevaba el sabor de sus labios, con aquel regusto a café y tabaco, trayendo conmigo el calor que su cuerpo había irradiado contra el mío. Cargaba conmigo la coetánea sensación de haberle sentido dentro de mí, llenándome con un exquisito toque. Y no tenía por costumbre volver a acostarme con quien no mantenía una relación formal conmigo, —algo que ni siquiera me planteaba con el señor Schäfer—, pero debía contemplar la posibilidad de empezar a hacerlo pues mi cuerpo, de algún modo, pese a estar satisfecho, sentía la peculiar necesidad de repetir. Nunca le había dado una gran importancia al sexo. Lo había disfrutado desde la tercera ocasión hasta la más reciente, aprendiendo, con el tiempo, a conocer mi cuerpo, mis deseos, mis inseguridades y, por supuesto, mis puntos fuertes en ese aspecto. Christopher había sido, no obstante, mi mayor amante en ese sentido. Había conseguido abrirme a situaciones que no había siquiera contemplado en tesitura sexual, descubriéndome un montón de emociones que, por un instante, me hicieron creer ser capaz de sentir aquello a lo que todo el mundo se resignaba a llamar amor. Lo que para mí no era más que una invención, un cuento sobrevalorado, inspirado en mil historias con distintos finales y distintos sufridores. Pensaba en ello con frecuencia. Pensaba en por qué mi historia con Christopher, una más a añadir a aquel fracaso que no llegó a cuento sobrevalorado, no había sido más que un burdo intento de ser lo que todo el mundo era en algún punto de su vida o de tener lo que todo el mundo decía poseer en alguna ocasión. Y sólo llegaba a una conclusión. Me había aferrado a una idea transmitida por el conocimiento y la experiencia de otros que no utilizaban mis mismos zapatos, que no caminaban mi mismo camino y que no sentían mis mismos sentimientos. Evidentemente, el fracaso de nuestra historia, sucesiva en numerosos y largos meses, no había ocurrido sólo porque me hubiese aferrado a una ilusión que no terminaba siquiera de convencerme a mí, sino porque Christopher era endiabladamente vanidoso, egoísta, libertino, faldero, promiscuo y, lo peor de todo, machista. Sumamente machista para la edad que tenía, el entorno al que estaba acostumbrado y al siglo en el que nos encontrábamos. Empujé la puerta del loft con dificultad, descubriendo que me intentaba impedir el paso unas sillas y una mesita del salón que quedaba siempre decorada con una lámpara roja. Me extrañé pero, consiguiendo entrar, dejé que no me despistase. —¿Norman? Dejé mis cosas en la entrada, recogiéndome el cabello en un moño y adentrándome en la estancia, volviendo a preguntar por él. —¿Norman?

Le descubrí sentado contra la puerta de su habitación, con las piernas flexionadas y la frente apoyada contra las rodillas. La botella de ginebra reposaba a su lado, todavía medio llena, como él había indicado en la llamada telefónica. Me acerqué, colocándome a cuclillas y colocando mis manos sobre sus hombros. —No son ni las dos del mediodía… Levantó el rostro, intentando mantener los ojos abiertos pero viéndose en la obligación de entrecerrarlos por la luz del día, colándose por todas las ventanas. —¿No es una buena hora para beber? —Es una pésima hora para beber —le respondí. Se relamió los alargados labios, mirándome con el rostro encogido. —Hueles a sexo. Sin contestarle nada, me erguí para tender mis manos hacia él. —Te vas a dar una ducha y a la cama. —No, ¿por qué? —Porque has de dormir la mona. —No quiero —dijo, atizando mis manos. Fruncí el entrecejo, inclinándome para agarrar sus muñecas y hacer fuerza para tirar de él. —¡Elsa, para! Ejerció presión con sus pies contra el suelo, dejando el peso muerto y luchando contra la poca energía que brotaba de mi cuerpo. —Norman, tendría que estar trabajando, ¿sabes?, pero estoy aquí, así que hazme el favor de levantar tu culo del suelo. —¿Trabajando? —Su vulgar risa me enervó pero supe cómo contener mi molestia—. Hueles a sexo, por favor. Te lo has estado montando con él… Espera, ¡espera! —Abrió los ojos, ignorando la luz y manteniendo su suave marrón en dirección al mío—. ¿Eso también forma parte de tu trabajo, tirártelo? ¿Se la meneas un poco y así ya puedes seguir formando parte de tu grupo de arquitectos forever súper chachis de la muerte? El dorso de mi mano salió disparado hacia su mejilla y el seco ruido me hizo reaccionar, arrepintiéndome al instante. —Oh, Norman, perdón, perdona… Me arrodillé, quedando a su altura, intentando colocar mis manos alrededor de su rostro. —Perdóname… —Me lo tengo merecido —siseó, permitiéndome el contacto. —Un poco pero no debí haberlo hecho. —Duele, ¿eh? Abrió los labios para mover la mandíbula inferior, separándola de la superior y distanciándola hacia los lados. —Lo siento, Norman —volví a disculparme. —¿Te has acostado con él, Elsa? —Sí. —Hueles a sexo —repitió, por tercera vez. —Lo sé. Necesito darme una ducha. —¿Ha estado bien? —Sí. —¿Te ha gustado?

—Sí. —¿Crees que se repetirá? —No lo sé —tiré de sus muñecas, consiguiendo levantarle del suelo, todavía haciendo muecas para calmar el cosquilleo que, seguramente, mi bofetada había dejado contra su mejilla. —¿Quieres repetir? —Me ha gustado el sexo con él —dije, acompañándole hacia el cuarto de baño, viéndome también afectada por su peso que, aunque delgado, conseguía desviarme del camino que intentaba seguir con mis propios pies. —¿Sabe él que tú no te enamoras? —No creo que necesite saberlo, no es como si él fuese a enamorarse de mí. Sólo es sexo. —Nunca es “sólo sexo” para las tías —replicó, dejándose caer sobre la tapa del váter, quitándose la camiseta a regañadientes—. Os encanta decir eso pero para vosotras es un rollo totalmente distinto. —Eso no es cierto. Es el mismo tipo de rollo. —Qué va —me tiró la camiseta a la cara y empezó a desabrocharse el cinturón de aquellos caídos y oscuros tejanos—. Sé que ese es el motivo por el que no te acuestas conmigo, porque no es “sólo sexo”. —Norman, no me acuesto contigo por muchos motivos, pero no, ese no es uno de ellos. De hecho, si no accedo a acostarme contigo, aunque hayas sido insistente con ello, es porque para ti no sería sólo sexo. —¿Crees que no sería sólo eso para mí? —Estoy segura de que no lo sería. —Elsa, tía, ¿y si todo ese rollo que te pasa de que no te enamoras ocurre porque sólo puedes enamorarte de mí y no ocurrirá hasta que no te enseñe cómo funciono en la cama? —Farfulló a gran velocidad—. ¡Párate a pensarlo! Quizá soy el maldito hombre de tu vida y ninguno de los dos lo sabe porque estamos aquí, sin más, discutiendo y negándonos a follar. Bueno, tú —murmuró—. Tú eres la que se niega. Se levantó, a duras penas, para dejar caer sus pantalones y mover los pies para retirarlos. —No entiendo por qué tienes esa regla. “No sexo con Norman” —bufó, probando a imitar el tono de mi voz—. Y luego te acuestas con tíos como Christopher o Bruno… Me siento un poco ofendido, si me permites la objeción. —Desnúdate. Abrió los ojos, instintivamente, con ilusión. —No, para la ducha —le recordé, haciendo un gesto hacia la bañera, con una comedida sonrisa. Era delgado pero fibroso. De ese tipo que podía vislumbrar aquellas tres marcas a cada lado de sus costillas, señaladas a la altura de la caja torácica, como también, de forma menos apreciable, el hueso de su pelvis. —Lo lamento. —¿El qué? —Pregunté, viendo cómo, desnudo, entraba en la ducha. —Lo que he dicho. —¿Qué de todo? —Lo de que acostarse con él formaba parte de tu trabajo. —¿Lo crees de veras? —No —hundió su cabeza bajo el grifo del agua, decaído. Empecé a desnudarme en silencio, sabiendo que no era consciente de lo que estaba haciendo, dirigiéndome hacia el interior de la bañera en la que él permanecía, de pie, únicamente, por el

momento, con la cabeza bajo el agua. Se dio la vuelta, extrañado y sorprendido a partes iguales. —Dúchate —susurré. —Me distraes. Nos —se corrigió—. Nos distraes. Acaricié su hombro, riéndome por lo bajo y negando con la cabeza. —Nos vamos a dar una ducha... —¿Y…? —Y ya veremos. Cubrió mi boca con la suya, brusca y patosamente, llevándome a apartarle de un empujón. —Dúchate. Norman terminó cayendo rendido sobre el sofá tras la ducha en la que, evidentemente, no ocurrió nada que no fuese la extraña relación que nos unía como amigos, como personas que hubiesen firmado por una vida juntos, en un registro mayor que el de la amistad y con un, eso sí, esclarecedor y convincente coqueteo entre los dos. No podía ocurrir nada entre nosotros y no era porque no hubiesen ganas, porque no fuese a ser sólo sexo o porque temiésemos sentir cosas que, indudablemente, en cualquier otras circunstancias, sentiríamos el uno por el otro, sino porque había tomado la decisión de salvaguardar la única persona del sexo masculino con la que sentir un sinfín de cosas sin necesidad de tener sexo. Me interesaba, a toda costa, ser capaz de mantener una relación con él sin sexo. Y podía parecer hipócrita ya que, aun sin eso, él no desaprovechaba la oportunidad de besar mis labios o recordarme cuánto me deseaba, lo que ya incidía negativamente en la proyección de una amistad entre el hombre y la mujer sin erotismo de por medio, pero no sabía, ni conocía, otro modo para mantenerle en mi vida.

Capítulo trece Crucé la puerta giratoria, encaminándome directa al mostrador para saludar al señor Meyer, con el que, en las últimas semanas, había terminado aprendiendo alguna que otra pincelada de alemán, idioma que utilizaban constantemente. Aquella mañana me detuve unos instantes para conversar con él, consciente del tiempo que me sobraba al ser, en ocasiones, tan previsora, compartiendo algunos de los conocimientos que me había proporcionado en las últimas semanas. —Ah, por cierto, ¿ha llegado ya el señor Schäfer? —Me temo que no, p… —paró, mirando por detrás de mí—. ¡Vaya! Antes hablas… Me di la vuelta con una enorme y automática sonrisa. No había tenido ocasión de dirigirme a él después de aquel espontáneo encuentro sexual que, por momentos, mi memoria recordaba con muchísimo gusto. Por ese mismo motivo, estaba tentada a conocer en qué había quedado nuestra extraña relación. Si bien era cierto que la atracción física era notoria y el sexo era lo que más nos uniría —a pesar de la profesión que ambos adorábamos—, tenía curiosidad por descubrir cómo había sido para él, aun sabiendo que, posiblemente, no conocería los detalles. Sentí que me arrebataban bruscamente aquella ilusionada mueca, como si acabasen de darme una sacudida, como si me hubiesen propinado una suave pero firme bofetada. Las comisuras de mis labios decayeron, dejando de crear tensión, y aunque noté cómo sus ojos se posaban en mí del mismo modo en que lo habían hecho siempre, reaccioné mecánicamente, ignorando el saludo que me ofrecía a distancia, todavía acompañado por aquella compañera rubia con la que yo sólo había cruzado tres palabras en lo que llevaban trabajando con ellos. Lukas se aproximó para saludar al señor Meyer, dedicándose mutuamente unas palabras en alemán. Curiosamente, aunque de curioso no tenía nada, la compañera también entendía el idioma sin problemas, por lo que me encontraba siendo la única, en aquel instante, escuchando una conversación como el que escuchaba llover. —Buenos días —susurró, inclinando un poco su rostro hacia mí. Contemplé cómo sus labios se despegaban para añadir algo a su matinal saludo, pero la chica lo tomó por el brazo. —Lukas, he pensado que antes de que te marches a Nueva York deberías venir a una de las fiestas que organizamos Charlotte y yo en nuestro piso. Pude notar cómo él volvía a enfrascarse en una conversación con ella mientras nos dirigíamos, los tres, hasta el ascensor. —Ahora que te has divorciado has de aprovechar al máximo. Él se echó a reír, asintiendo con la cabeza y, sistemáticamente, compartiendo una disimulada mirada conmigo. —Piénsalo, ¿vale? Martha también estará allí. —Claro, Verónica. —Te llamo —añadió ella, antes de despedirse. Había pasado de interesarme el modo en que conversaban para centrarme en la novedad que ella había lanzado como granada hacia el suelo por el que intentaba caminar sin romperme la crisma. ¿Nueva York? Me invitó a pasar al interior del ascensor y entró tras mí. Me giré hacia él, aprovechando la intimidad que ahora se nos prestaría, para preguntarle acerca de aquello, pero, en lugar de obtener aquel esperado y privado momento entre nosotros, alguien

irrumpió en el ascensor, a toda prisa, segundos antes del cierre de puertas automáticas. Iba a morder. —Lukas —saludó la mujer, esbelta y agraciada, con un tono cobrizo cubriendo la longitud de su cabello. Tenía una prominente nariz que no conseguía contrarrestar sus preciosos ojos verdes, todavía más llamativos bajo aquellas largas y oscuras pestañas. —Hilda —dijo él, como respuesta. No sé decían nada pero a la vez, por cómo se miraban, silenciosamente, parecían decírselo absolutamente todo. Ella no tardó en conversar con él, disminuyendo el tono de su voz y hablando entre unos susurros cada vez más próximos a un tono seductor y totalmente fuera de lugar. —¿Acaso el rímel le ha dejado sin cereb…? Cuando me escuché a mí misma resonar entre las cuatro paredes del ascensor, por encima de sus cuchicheos y por encima de mis amargos pensamientos, me atraganté por la vergüenza. Los dos me echaron una mirada. Él parecía mucho más divertido que ella, desde luego, pero mi breve interrupción no puso fin al incesante y desvergonzado coqueteo. Hilda, miss rímel como mi cerebro había preferido bautizarla, hablaba cada vez más bajo, de forma tan sutil que acabé siendo incapaz de averiguar qué idioma estaba empleando. Podía haber estado imitado el código morse con la boca que no me hubiese dado cuenta ya que sólo conseguía escuchar una ligera constancia verbal. ¿Qué era lo que me pasaba, por qué estaba teniendo tantos problemas para mantener el malestar que amenazaba con brotar de mi boca con tanta dureza? Debía encontrar el modo de tranquilizar lo que fuese que estuviese ocurriendo en mi organismo, apaciguar aquella necesidad de largar lo que pensaba sin decoro, ni maquillaje, ni hipocresía. Y, sin embargo, cuando Hilda desapareció en una planta antes que la nuestra, fracasé. —¿Tú sabes lo que es el disimulo? —Espeté, sabiendo que él había aguardado hasta ese momento para dirigirse a mí en un tono que yo, en aquellas circunstancias, no aceptaría—. No, por supuesto que no sabes lo que es. No lo has tenido en la vida, ¿verdad? —Largué, siendo consciente de que había vuelto a dejar escapar el enfurecido león—. Dime, Lukas, ¿cómo es que tu mujer no pidió el divorcio antes? Abandoné el ascensor cuando la apertura de las puertas me lo permitió, viéndome, no obstante, arrastrada hacia un pasillo bastante distinto al que me tocaba. Sus dedos aferraban mi codo con suavidad, guiándome hasta la puerta de aquella oficina que reconocería por su poca amplitud y su escasa decoración. Cerró la puerta tras su cuerpo, intentando no dar un portazo. —¿A qué ha venido eso? Su tono distaba mucho de ser el agradable, despreocupado y coqueto que había utilizado con Hilda, siendo serio y distante. ¿No le entraba en la cabeza que a mí no me imponía lo más mínimo? —Eh, Elsa —chasqueó sus dedos frente a mi rostro—. No te disperses. Te he preguntado que a qué ha venido eso. Pestañeé débilmente ante el chasquido. —Imagino que a tu flirteo con miss rímel. —¿Miss qué? —Extrañado, frunció el entrecejo—. ¿Por qué estás tan irritable? —¿Irritable? ¡Acabáramos! —No empecemos con los gritos. No son paredes insonorizadas. —¿No puedes cortarte un poquito? No lo sé, quizá tú no estabas pendiente, pero me encontraba en

ese ascensor yo también. —No estábamos flirteando. —Debe ser que tú ya haces esas cosas inconscientemente. —Elsa, sé cuándo flirteo —me rebatió con total serenidad. No sé por cuánto tiempo estuvimos callados, mirándonos como si el reto fuese mantener los ojos anclados en los ajenos. Nunca antes el desconfiar de alguien me había pesado tanto. Sabía que él no me había mentido pero tampoco podía apostar a que no lo haría nunca. Sabía, por mi propia experiencia, que la mentira era un tentador camino. Sobre todo cuando el principal objetivo estaba basado en proteger lo que uno quería o a las personas que adoraba. —Si no tienes nada más que decir, Baumeister nos espera. —Se me ha ido la olla, ¿verdad? —Vámonos. —Lukas, espera. —No, Elsa, vámonos. Las negativas no eran santo de mi devoción… —Espera —repetí, atrapando parte de su jersey con las uñas. Él se dio la vuelta hacia mí con malestar. Estaba tan serio que no había ni rastro de la diversión que habría emanado de él en el ascensor, durante aquel real —aunque inconsciente para él— flirteo. —Es posible que me esté tomando las cosas a la tremenda —admití, sin temer hacerlo—. Creo que es una gran falta de educación porque, bueno, aunque a ti y a mí no nos une nada más que el trabajo que tenemos y el posible cariño que, bueno, euh, nos profesamos, creo que después de anoc… —Anoche —él me interrumpió con un grave susurro pues los dos habíamos bajado considerablemente el tono de nuestras voces—, después de… —lo pensó un segundo, buscando dar con alguna palabra—… follar —dijo, meticulosamente—, te hablé de ello. Tratamos lo del éxito con las mujeres que tú ves de modo distinto a mí. Te hablé de mi divorcio, de parte del proceso y de Esther. Te dije que nunca le había sido infiel. En mi vida —enfatizó, sin dejar de reprenderme con aquellos ojos, levemente machacados por unas suaves ojeras—. Después de eso, hoy, precisamente hoy, después de lo que ocurrió ayer, me saltas con esto. Con un grosero ¿cómo es que tu mujer no pidió el divorcio antes? —Dejó escapar una profunda exhalación, llevándose una mano a la frente y cerrando los ojos como si estuviese sufriendo una repentina jaqueca—. Llevo horas deseando verte, ¿sabes? Me moría de ganas por que llegase este momento, sobre todo porque te fuiste como te fuiste de mi casa y no tuvimos ni un momento para hablar de cómo nos sentíamos al respecto, de cómo íbamos a llevar el habernos acostado. Quería que llegase este momento, pasar la mañana y parte de la tarde contigo, compartiendo una de las cosas que más nos gusta y que tenemos en común, aprendiendo los dos por nuestra parte pero, a la vez, en conjunto —se me estaba endulzando el alma, si es que existía tal cosa…—. ¿Sabes cómo había conseguido que no me pesase lo de ayer? — Prosiguió, no dispuesto a dejarlo pasar sin más—. Me auto-convencí de que eras suficientemente adulta y madura como para llevar este tema. Me dije a mí mismo que no me había acostado con cualquier chica de veintiséis años, cuya mentalidad no es capaz de amoldarse a la situación que corresponde en cada momento. Me repetía que eras una joven que está, realmente, a años luz de todas las personas de su edad, y lo peor de todo es que llegué a creerlo —suspiró—. Creí firmemente que me ayudarías a sobrellevar el hecho de que me he acostado con… —midió su vocabulario, tentado a pronunciar alguna palabra que pudiese dejarme claro cuán molesto se encontraba en aquel instante—. Con alguien veinticinco años menor —terminó por decir.

—Vaya… Fue lo único que pude responder a su exposición. Se dio la vuelta sin decir nada más, con un semblante marcado por una especie de turbada inquietud, abandonando el pequeño despacho. El señor Baumeister me recibió con una cordial expresión, tendiéndome la mano y estrechándomela con firmeza. Llevaba un extraño y alargado pinganillo en la oreja, por el que hablaba cada dos por tres, interrumpiendo la conversación que intentaba, a toda costa, mantener con Lukas y conmigo. En un momento dado, aprovechando que quien fuese que hubiese al otro lado del pinganillo había terminado de dirigirse a él, alentó mis habilidades, las cuales desconocía pero de las que, aun así, hablaba tras haber sido informado por Lukas. —Schäfer es de los mejores arquitectos que conocerás nunca, querida —me dijo, tras la interrupción ocasionada por un trabajador, quien le tendió una libreta que requería su firma—. Tienes que aprovecharte y empaparte de su conocimiento antes de que se marche a Nueva York y nos abandone, espero que sólo temporalmente, para la renovación de un antiguo teatro —sonrió, apretándome el hombro con suavidad—. No olvides disfrutar de la experiencia y ojalá desees quedarte con nosotros —caminó para marcharse pero, a medio camino, se dio la vuelta—. Espero que aguantes el ritmo. El modesto señor Schäfer, aquí presente —dijo, provocando la incomodidad de Lukas—, buscará que seas la mejor en esto. Él cree que estás a la altura, ¿lo crees tú? —No sé si lo estoy —le respondí, de forma escueta—, pero sí sé que quiero ser la mejor en lo mío. El señor Baumeister, reconocido por aquella redonda panza, me dedicó un carismático guiño antes de volver a ser reclamado por el pinganillo y abandonar lo que parecía ser su oficina privada. Esperé que desapareciera para impedir que Lukas se largase de ahí, nuevamente sin dirigirme la palabra. —Espera un momento, por favor. Detuvo sus pies y me miró. —No sé qué ha sido lo del ascensor, sólo sé que no he sabido controlar el malestar que me ha ocasionado que hayas tenido tan poca decencia y supongo que me ha ocurrido porque, como tú dices, no hemos hablado de cómo nos sentimos respecto a lo que ocurrió. —¿Cómo te sientes al respecto? —¿De habernos acostado? Asintió con la cabeza, por lo que le respondí: —Me gustó —miré que nadie estuviese cerca de nosotros para insistir—. Me gustó muchísimo. —Sí, no estuvo mal. —¿No estuvo mal? —Significa que estuvo bien. —Sí, bueno, ¿y por qué decir “no estuvo mal” cuando se puede decir “estuvo bien”? —¿Tiene que bajarte el periodo? —Eso es un comentario sexista —le respondí, en un gruñido. —Puede, pero, por si no te has dado cuenta, no estás haciendo más que reprenderme por mis acciones y por cómo digo las cosas. Por unas acciones que ves de forma distinta a mí y por unas cosas que tú entiendes del modo contrario a como intento plasmártelas. —No quise sacar las cosas de quicio. —Está bien. —Lo lamento —me disculpé.—Tranquila.

—Volviendo a cómo nos sentimos, he de decir algo. Introdujo las manos en el interior de los bolsillos de su abrigo, esperando impaciente para salir de aquella oficina. —Te escucho. —No me enamoro —le advertí, con cautela. —¿Qué? —No me enamoro. —No te sigo. —Que es sólo sexo, a eso me refiero. —Pero, Elsa, ¿te estás escuchando? —Enarcó una ceja, contemplándome como si estuviese ante una liebre con patines—. ¿Has oído lo que te he expuesto antes? ¿Has escuchado todo lo que te he dicho? —Sí, clar… —No, no has debido hacerlo si barajas la posibilidad de tener que puntualizarme que lo nuestro es sólo sexo. —No está de más decirlo, ¿no? —Tienes veintiséis años. —¿Dejarás de recordármelo en algún momento? —Tengo cincuentaiuno. —Sí, Lukas, lo sé. —Y yo no soy Kenneth, ni ningún perturbado que encuentre fascinante acostarse con chiquillas. —Chiquillas… —Es lo que eres. —Y tú eres un subnormal —espeté, sin tapujo—. De esos subnormales que, con cincuenta y un años, creen que, tras un divorcio, les toca vivir todo lo que no han podido con el tiempo porque no han sabido, porque no han podido o porque simplemente no les tocaba —largué, desenfrenada—. Sí, soy una chiquilla, pero lo soy por la edad que queda señalada en mi carné y no puedo cambiar el año de mi nacimiento. Pero tú…, tú podrías haber evitado caer en el juego de, tras un matrimonio fracasado, convertirte en un subnormal picaflor, seguramente promiscuo. Lo siento, Lukas —dije, con soberana ironía—, pero las cosas se viven en el momento que han de vivirse y es triste que intentes hacerlo cuando el tiempo, ese constante enemigo que viene pisándonos los talones, ya ha expirado. Temblé, sobresaltándome levemente al sentir cómo tomaba mi bíceps y me arrastraba hacia la puerta que acababa de cerrar bruscamente. Ahogué mi respiración, de la misma impresión e hice bien pues sus labios, aun así, buscaron dejarme sin aliento. Su cuerpo hizo prisionero al mío contra la superficie de aquella puerta y su boca impidió que continuase desatando una discusión que, con lo poco que sabíamos el uno del otro, terminaría hiriéndonos desmesuradamente. Movió los labios con destreza, pasión y con una lascivia que había conseguido alterar mi sistema respiratorio, así como el nervioso. Sin ir más lejos, coloqué las manos a ambos lados de su cintura, por debajo del abrigo que seguía vistiéndole, correspondiendo al beso que estaba entregándome, como si de ese modo, a su vez, estuviese entregándose él mismo. —¿Ya? —Preguntó, a escasos milímetros de mis entreabiertos labios. Quedé respirando entrecortadamente, notando cómo su pulgar limpiaba mis labios con arrebatadora lentitud. —¿Más tranquila? —Preguntó, ahora, en un susurro.

Asentí con la cabeza antes de dejar que ésta se apoyara contra la puerta. —Bien, porque he de decir que no estoy de acuerdo con nada de lo que has expuesto. —Siento todo lo que he dicho —susurré. —Todos tenemos días malos. —He debido despertarme cruzada. —No te preocupes —respondió, relamiéndose los labios queriendo quedarse con toda la esencia que los míos le habían proveído—. No soy una persona rencorosa. Perdono y olvido con más facilidad de la que me gustaría. Aquella mañana permanecimos en oficinas. Lukas había sido reclamado por un equipo que necesitaba ayuda para la elaboración de unos posibles planos para un centro comercial en la nueva zona deportiva de la ciudad. Se trataba de una estructura ovalada, similar a un campo de fútbol, con numerosos detalles que sólo el señor Schäfer conseguía plasmar a punta de lápiz. Le observé trabajar durante dos horas enteras. Respondía a las preguntas del equipo como si conociese las respuestas a todo dilema, a todo pequeño problema o contratiempo, sabiendo cómo salir de las incógnitas o de cómo utilizar estas a su favor, algo que embellecía su trabajo y le hacía ser, entre otras cosas, uno de los mejores en ese sector. En un determinado momento, se sentó en la cómoda butaca, colocando los pies encima de la alargada mesa alrededor de la cual el equipo seguía trabajando, para, con una amplia y especial libreta, empezar a diseñar uno de los aspectos que consideraba que era sumamente necesario para la construcción del centro comercial. Trazó y siguió trazando, concentrado en lo que hacía y mordiéndose instintivamente una diminuta parte de su labio inferior. Tras cada delineación marcada, pasaba la yema de sus dedos para difuminar el tono de gris que el lápiz había dejado sobre el folio. Me aproximé, harta de escuchar cómo dos del equipo discutían qué colores debían predominar en el espacio público, hasta quedarme a sus espaldas, observando por encima del alto respaldo de la silla giratoria en la que él seguía cómodamente sentado. Era increíble que pudiese diseñar a esa velocidad, como si la imaginación no tuviese que llegar a él sino que ésta viviese plenamente en todas sus competencias y habilidades. Ante él, sobre aquel folio que estaba utilizando como simple boceto, crecía una fuente, con todos los detalles propios de los materiales que su mente ya había decidido que utilizaría, con unos chorros casi tan altos como la cúpula que decoraría el techo elíptico. Había, incluso, llegado a dibujar el hueco del ascensor que ascendería y descendería los cuatro pisos de la estructura, junto a sus plantas, definidas por las formas de sus hojas y ramas. —¿Nueva York? Opté por ese momento para preguntarle. Sabía que estaba concentrado pero no podía seguir mordiéndome la lengua. En algún momento había llegado a decirme que seguía aferrada al tipo de persona que me consideraba. Bien, pues así era yo. No detuvo el movimiento de su mano pero respondió: —No hay nada del todo decidido. —Baumeister parece bastante convencido. —No se lo han propuesto a la empresa, me lo han propuesto a mí como arquitecto individual que también soy. —Es una buena propuesta, ¿no? —Es una buena oportunidad para expandirme fuera de Europa. —¿Cuándo sería? —Principios de enero. —Eso es en dos semanas —susurré.

—Pues en dos semanas. —Has dicho que es una buena oportunidad para expandirte fuera del terreno europeo. ¿Por qué no hay nada decidido? —Tengo una serie de responsabilidades —respondió, finalizando con el diseño de los balcones en forma aovada. Apartó los pies de la mesa, levantándose con el cuaderno en la mano y dirigiéndose a la parte en la que estaba el equipo discutiendo y pasándose un montón de dibujos. Dejó allí la libreta, conversando con dos chicas y después con uno de los chicos, algo mayor, sobre el boceto. Acto seguido, caminó hacia mí y apoyó el codo sobre el respaldo de la silla, mirándome. —¿Vienes a cenar esta noche? —¿Adónde? —A mi apartamento. No pude evitar echar un vistazo a las personas que nos acompañaban en esa sala pero que estaban demasiado ocupadas como para fisgonear lo que fuese que estuviésemos conversando él y yo. —Sí, claro. Sabía que ahora nuestros caminos se separarían porque Ronnie tendría que ayudarme con las técnicas de presupuesto y Lukas debía reunirse con la secretaria del alcalde, para tratar asuntos de la reforma llevada a cabo en la catedral, por lo que coloqué mi mano sobre su vientre, impidiéndole abandonar la sala con tal facilidad. —¿Debo entender, por tu discurso de antes, que te arrepientes de haberte acostado con una chiquilla? Dibujó una presuntuosa sonrisa sobre sus labios, inclinando el rostro hacia mí para, tras estudiarme con sus ojos, paseándolos por todas las facciones de mi rostro, susurrar: —De todo lo que te he dicho, ¿y es con eso con lo que te quedas? —Chisteó con la boca—. También dije que llevaba horas deseando verte, que quería compartir contigo todo esto. —Sí y también dijis… —Tienes suerte que aquí no puedo callarte, doña “a mí no me interrumpa usted, señor Schäfer, que yo sí puedo cortarle a usted cuando quiera” —largó, quedándose tan ancho tras poner los ojos en blanco—. Te veo esta noche en mi apartamento.

Capítulo catorce Norman había insistido en acompañarme y, aun sabiendo lo inapropiado que podía resultar ser, amenizó el camino con su presencia, impidiéndome ser consciente del nivel de nerviosismo al que estaba enfrentándome sin saberlo. Por suerte para mí, no trató ningún tema que pudiese, además, causarme malestar. Al contrario, se centró en exponerme la desazón que le recorría cuando recordaba los motivos por los cuales Betta seguía sin estar dispuesta a dirigirle la palabra. Y a mí, personalmente, no me sorprendía. ¿Qué era lo que esperaba? Él tenía unos rasgos de personalidad en los que el oportunismo, la desvergüenza y el descaro eran protagonistas, llegando a carecer de comedimiento, discreción o prudencia, y pecando, entonces, de una honestidad que podía herir a quien fuese que tuviese grandes sentimientos por él, como era el caso de Betta. Por mi parte, estaba acostumbrada a que dijese lo primero que su perturbación le permitía. Sin embargo, entendía que no todo el mundo podía pensar del mismo modo que yo y que no todo el mundo le conocía a tal profundidad. Sobre todo, comprendía que Betta, habiendo tenido que escuchar más de un comentario por parte de él hacia otra mujer —o lo que era peor, hacia mí—, estuviese al límite de su paciencia. Podía entenderlo incluso sin haber llegado al estado sentimental en el que, supuestamente, ambos se encontraban. Me acompañó para que no deambulase sola por la ciudad, ante la nocturnidad que se imponía sobre ésta, junto al frío que acechaba sin cesar en aquel invierno que se presentaba, por momentos, incluso gélido. Aun así, para que no adivinase hacia dónde me dirigía exactamente, sin querer darle pistas del paradero del señor Schäfer, me detuve a un par de manzanas para despedirme. —Te veo mañana —le dije, acercando mis labios para besar su mejilla. Norman se distanció unos centímetros, evitando el contacto y mirándome sin entender. —¿Cómo que mañana? ¿No vienes a dormir? —Es posible que no. No lo sé —volví a intentar besar su mejilla para despedirme pero, de nuevo, evitó el acercamiento—. Joder, Norman, ¿quieres darme un beso ya? —¿Por qué no vendrías a dormir? —Porque pretendo, si puedo, seducir a Lukas. —Estás entrando en la boca del lobo… —Sí, creo que eso es lo que intento. Ser caperucita y que me coma el lobo feroz. —No, no, no —espetó, contrariado—. No lo entiendes. —Norman, he quedado. ¿Nos damos un abrazo y nos…? —Pensé que sólo sería un rollo de una noche. —¿Qué tiene de malo que se extienda a un par de noches más? —Tengo un mal presentimiento con este tío. —Norman, llama a Betta y queda con ella. —No se trata de mí, Elsa. —No, se trata de mí —le respondí, con un suspiro—. Se trata de mí, de mi derecho a disfrutar de otra persona que, aunque me saque tropecientos años, se deleita con mi presencia, con mi persona intelectual y, sí, también con mi persona sexualmente activa. —Saldrás herida —me advirtió, con seriedad. —Recuerda que no me enamoro, Norman. —No es necesario enamorarte para sufrir, Elsa. Con que le des sólo un poco de poder para significar algo en tu vida bastará.

Depositó un beso sobre mi mejilla, sin muchas ganas, antes de caminar todos los metros que habíamos recorrido juntos desde la estación de metro. Intenté no darle más importancia de la que realmente tenía. Le conocía. Sabía que su pretensión no aguardaba maldad, que su malicia sólo formaba parte de la picardía que casi siempre le definía, y, sobre todas las cosas, sabía que se preocupaba por mí. Y aunque sus formas de reservarme sólo para él, creyendo que, por alguna extraña regla de tres, no podría herirme bajo ningún concepto, eran básicamente molestas, sabía cuánto me quería y sabía cuán recíproco aquel sentimiento era. El trayecto en ascensor se hizo corto y largo a partes iguales. Mi nerviosismo se encargaba de alargar el momento como si buscase urgentemente la extensión de un tiempo que no contaba en mis manos mientras que el miedo, ese pequeño bicho que intentaba mantener enjaulado la gran mayoría de veces, activaba la velocidad del recorrido. Las puertas automáticas se abrieron ante mí y, sin alzar el rostro, con los ojos puestos en la punta de mis deportivas, salí del interior del ascensor sin constatar que Lukas permanecía en la apertura de la puerta de su apartamento. Fue al alzar la vista que lo descubrí vestido con unos pantalones de tela grises y una camiseta de manga larga y cuello en pico de algodón blanco. Como era habitual para quienes tenían calefacción por suelo radiante, permanecía descalzo, apoyado contra la puerta. —Buenas noches —saludó, con calidez. —Buenas noches. Caminé los pocos metros que me distanciaban de él, recibiendo sus manos alrededor de mi cuerpo y sintiendo sus labios posarse contra la fina línea de mi mandíbula inferior. Aspiré el aroma a aftershave y ladeé el rostro para toparme con su boca, teniendo el impulso de besarle. ¿Y si realmente no teníamos la posibilidad de escoger en quién y con quién emplear nuestro futuro? ¿Y si el destino nos tenía reservado unos planes con los que ni siquiera contábamos? Y lo peor de todo, ¿y si era cierto que el demonio se alimentaba de las tragedias de todos aquellos que, inconformistas, decidían seguir luchando por un destino que no les pertenecía, quedando sin vida en unos recurrentes años sin historia? Sí, admitía encontrarme en una encrucijada en la que no me había visto metida con anterioridad. No existía nada que pudiese compararse a aquello. Había sentido en mis propias carnes la necesidad de besar sus labios y beber de ellos como si fuese la única fuente de energía para mí. Había sentido sobre mi piel la necesidad de fusionarme con un cuerpo ajeno al mío, de forma tan devota que era casi pecado intentar entenderlo. Y, por si fuera poco, sentía, en aquel preciso instante en el que sus labios surcaban los míos, que podía ser el puerto al que anclarme todos los días de mi vida. Automáticamente me separé de sus labios, los cuales todavía tenían energía suficiente como para dedicarme un poco más de atención, extrañándole. —¿Va todo bien? —Preguntó, en un cuchicheo. —¿El baño? No dudo en señalar con su mano el pasillo contrario al que había estado acostumbrada en la última visita a su apartamento. —La primera puerta a la izquierda. —Gracias. Me encerré, deshaciéndome del agobiante abrigo que cubría mi cuerpo y abriendo el grifo de agua fría para empaparme el rostro, aunque eso significase estropear las pequeñas pinceladas de maquillaje. Después de ello, también mojé mi nuca y me incliné para respirar profundamente sobre el lavabo.

—Que no cunda el pánico —me dije a mí misma, mirándome fijamente a los otros a través de aquel alargado espejo—. No deberías estar nerviosa porque, uno, no sirve absolutamente de nada y dos, esto no es algo que vaya a perdurar en el tiempo —callé porque mi cerebro necesito contemplar la posibilidad contraria. Maldita sea. —Elsa, ¿va todo bien? Sus nudillos chocaron suavemente contra la puerta. —¿Te encuentras bien, necesitas algo? Abrí la puerta, obligándome a respirar con tranquilidad. —Estoy bien —dije, sonriendo—. No es nada. —No tienes cara de que no sea nada. —Tonterías sin importancia. —¿Quieres que dejemos la cena para otro día? —No, no —respondí, rápidamente—. De verdad, estoy bien. —¿Seguro que no quieres hablar de ello? —¿De ello? —Sí, de cómo te ha entrado un ataque de pánico. Fruncí ligeramente el entrecejo, mirándole. —¿Eres un psicoanalista especializado? —No —contestó, riendo—, pero reconozco un ataque de pánico cuando lo veo. —Sólo me he puesto nerviosa. —¿Por una cena? —Sabes bien que no. —Por mí —precisó, en un susurro. —Sí…, y eso que no encuentro fascinante acostarme con vejestorios. Relajó las facciones de su rostro, divertido, justo después de haber trabajado una mueca de fingida ofensa. —Supongo que me lo merezco por lo de chiquilla. —Supones bien —le sonreí. Tomó mi mano, con delicadeza y, sin soltarla, dejó que ambas, tanto la suya como la mía, quedaran sobre su esternón. —Escucha —dijo—, no te he invitado a cenar con ningún propósito que no sea, eso, cenar contigo. No tienes que complacerme, del mismo modo que también sé que no tengo por qué hacerlo yo. No tenemos obligaciones para con el otro, ni responsabilidades basadas en ningún tipo de compromiso, ¿entiendes? —En pocas palabras, “esto” no es una cita. —¿Eso relajará tu posible urticaria? —Normalmente soy buena dejándome llevar. —Eso no ha cambiado —intentó tranquilizarme—. Cenemos y dejemos que lo que sea que ocurra después, surja sin más. —Sí… —Sin obligaciones, Elsa. —Sí, sí. —No te quedarás sin trabajo por rechazarme. —¿Y por seguirte el rollo? —Pregunté, más serena.

—Muchísimo menos —respondió, guiñándome el ojo, bromeando. Le dediqué una sonrisa e intenté dirigirme hasta la cocina, sintiendo cómo, sin soltar mi mano, me lo impedía. —Tendremos que hablar de ello en algún momento. —¿De qué? —Del motivo por el que te despidieron. —No creo que sea un tema que pueda inmiscuirnos a los dos. —Creo que sí, Elsa, porque te condiciona para lo que sea que estés teniendo conmigo en el ámbito sentimental y, posiblemente, en lo que tienes con mi empresa en el ámbito profesional. —¿Sentimental? —Negué bruscamente con la cabeza—. Sexual —le corregí—. Es puramente sexual. —Los dos sabemos que es más que atracción física y sexual. —¿Cuándo hemos llegado a esa conclusión? —¿Tú? En ese ataque de pánico que te ha dado nada más llegar a mi apartamento. —¿Ahora vas a pensar por mí? —No es lo que intento, pero tengo experiencia sufici… —Ah, no —le interrumpí, sintiendo mis hombros decaer—. No pienso entrar en ese tipo de discusión. No quiero entrar en una conversación en la que la edad, la experiencia y todo el camino que tú hayas recorrido por tu lado incidan como lección absoluta en mi edad, mi experiencia y el camino que yo haya andado. —Elsa, que sea algo más que sexo no implica que sea un compromiso de ningún tipo. Existen relaciones que no exigen obligaciones para con el otro, ¿entiendes? Pero, schön, tienes que admitir que esto trasciende el deseo puramente sexual. En lo que a mí respecta, es más que atracción física. La atracción también sucede en el aspecto intelectual y personal de la personalidad, ¿sabes lo que quiero decir? —¿Qué es lo que me has llamado? —¿Por qué tienes esta habilidad de quedarte con lo más irrelevante de todo lo que te digo? —Se quejó, resoplando, encaminándose hacia el salón. Antes de llegar a la amplia sala, pasó una puerta corredera de cristal que daba a la espaciosa cocina de tonos negro pizarra y blanco roto. Rodeó la isla de encimeras que se mantenía justo en el centro del habitáculo, consciente de que sus pasos eran seguidos por los míos. —¿Qué es lo que me has llamado? —Volví a preguntarle—. No es justo que utilices un idioma que desconozco para dirigirte a mí o para llamarme de alguna forma. —Das ist anstrengend… Arrugué los labios. —¿Estás cachondeándote? —Acabo de decir que es agotador —comunicó, dejando caer el trapo sobre la encimera—. En realidad debería haber dicho que eres exasperante. —Conque soy exasperante… —Elsa, por favor, no hagas que me arrepienta de todo esto. Su tono de voz fue tan tajante y duro que me contuve de responder, cediendo ante la posibilidad de estar más irritada por el hecho de tener que reconocer que, posiblemente, Lukas tuviese razón respecto al tipo de atracción. —Sólo quería saber qué era lo que me habías llamado. —Es la forma corriente de llamar a alguien “guapa” —respondió, finalmente, sujetando los

platos para dirigirse hasta el comedor, en una sala continua al salón—. Un simple adjetivo cariñoso —añadió, pasando por mi lado hasta desaparecer de la cocina. Al llegar hasta el comedor, descubrí la mesa preparada y Lukas se disponía a servir las copas con una botella de vino tinto. Me acerqué, habiendo dejado la chaqueta sobre el sofá junto a la riñonera, apoyando mi mano sobre el respaldo de una de las sillas. —¿Has tenido la necesidad de usar un adjetivo cariñoso? Le escuché respirar hondamente, haciendo un gesto con la cabeza hacia la silla. —Siéntate, ¿quieres? —Sé que soy agotadora. —Lo eres, no hay duda. —Pero respóndeme —insistí. —No, no he tenido la necesidad de hacerlo. Asentí con la cabeza porque, bien, le había pedido que me respondiera y eso había hecho, me gustase más la respuesta o me gustase menos. —Ha salido de forma natural —añadió, sentándose en la silla que presidía aquella alargada mesa, a mi derecha—. No lo he pensado siquiera, ha surgido. Y no es porque me apetezca usar mi idioma nativo para sacarte de quicio y que entonces tú te conviertas en la mujer más exasperante del mundo. Si lo utilizo es porque tengo por costumbre hacerlo. Es mi idioma nativo. El que siempre he utilizado para absolutamente todo —explicó, justificándose del modo más correcto posible—. No termino de acostumbrarme a dejarlo aparcado en mi cabeza. Tengo la facilidad pensar en el idioma que hablo pero, para mí mismo, en mi soledad, pienso en alemán. Así que no es para aprovecharme de nada, ni de tu poco entendimiento con el idioma, lo hago porque es mi naturaleza, mi nacionalidad, mis raíces. Acostúmbrate —añadió, con una sonrisa—, cuando soy cariñoso, tiendo a serlo en alemán. Y cuando soy serio, muy, muy serio, también tiendo a serlo en alemán. —Siempre sonará como que estás siendo serio… —No, Elsa, notarás cuando esté siendo cariñoso —susurró—. Te lo prometo. Lukas había preparado un plato de ternera cocida al estilo vienés que recibía el nombre alemán de Tafelspitz. Se trataba de la parte trasera de la ternera que, tras cocerse en una olla de sopa de verduras, se fileteaba en finas rebanadas acompañadas de, en un plato, puré de manzanas, puré de patatas y una salsa elaborada con crema de leche y cebollino. Durante la cena, le escuché hablar de Esther, de Iris, de sus años en Colonia, de sus años en la universidad y de los proyectos que hubieron fracasado pero que, indudablemente, le habían llevado a crear estructuras mucho más exitosas al cabo de los años. Y durante la sobremesa y el postre, una deliciosa tarta de manzana que había comprado en una de las pastelerías más reconocidas de la ciudad, me escuchó hablar de Christopher, de mi familia, de mi tiempo en la universidad, de mis proyectos de futuro y, sin poder evitarlo, de Norman, a quien reservaba una gran parte de mi vida. Me descubrí riendo por lo astutamente divertido que podía llegar a ser, sin caer en la broma fácil o el humor negro. Asimismo, me descubrí admitiéndome a mí misma lo mucho que me había calado, gustándome en más aspectos que el sexual. Me gustaba su inteligencia, de la cual aspiraba heredar pinceladas del conocimiento que me ofrecía en el ámbito profesional que ocupábamos; me gustaba su despreocupación ante cosas que podían resultar ser de importancia relativa a ojos de cualquiera de su misma edad, convirtiéndose en una persona de espíritu eternamente joven; me gustaba, por supuesto, su físico, resultándome atractivo, atrayente, interesante y cautivador por todos aquellos rasgos que, en conjunto, conseguían tentarme; me gustaba el prisma por el que filtraba todo lo que observaba con

sus ojos azules, siendo capaz de relativizar situaciones que ni yo misma podía soportar imaginar; me gustaba porque intentaba por todos los medios tratarme como a una igual, ya fuese en el entorno sentimental como en el entorno profesional; y posiblemente también me gustaba por lo prohibido y poco convencional que era que me gustase. “If you just believe me, no reason then to leave me Lets pretend you think Im right this time Your always gonna beat this heart of mine” La canción de Tim Chaisson sonó a través del alargado reproductor musical que permanecía a una esquina de la sala, a pocos metros del sofá en el que ahora compartíamos un poco de whisky. No era una gran aficionada al alcohol, sobre todo porque la ginebra había marcado un antes y un después en mí respecto a las bebidas con tal grado, pero, aun así, siendo una noche distinta a las habituales, decidí apreciar una pequeña cantidad de aquel ardiente líquido que él bebía degustando cada pequeño mililitro. —Cuando me dijiste de traer comida china a mi cabina de trabajo, te dije que no sabía si eso iba a ser una buena idea, ¿lo recuerdas? Habló de forma tan cercana pero a la vez tan distante que no supe a qué atenerme exactamente. —Sí, antes del primer beso. —Me pregunto qué hubiese ocurrido si no lo hubieses hecho. —¿Si no te hubiese besado? —Aja. —Me hubieses besado tú —le respondí, tras mojar mis labios con el whisky. —¿Lo crees? —Sí, creo que hubieses encontrado cualquier pretexto para acercarte a mí y besarme. —¿Y cómo estás tan segura? —Preguntó, con una sonrisa. —Era algo que sentía. Son sensaciones de piel. —¿De piel? —Sí…, corporales, físicas, de piel —dije—. La mayoría de veces en las que me encuentro estando contigo, a solas, tengo la sensación de que mi piel está dispuesta a despegarse de mis huesos para fundirse con la tuya. Ocurre similar con nuestros labios. Sé cómo los miras, percibo las ganas que tienes de atraparlos con los tuyos, de venerarlos como hiciste en la estación de metro, en la cabina de trabajo y aquí, el otro día —vi que estaba dispuesto a puntualizar pero me adelanté—. Sé el efecto que causo en ti. —¿Lo sabes? —Sí, lo sé. —¿Y qué efecto causo yo en ti? —Preguntó, prudentemente—. ¿Es un efecto similar, recíproco o totalmente contrario? Una maliciosa sonrisa se dibujó inconscientemente sobre mis labios y no tuve tiempo de ocultarla que él ya estaba correspondiendo al gesto del mismo modo, imitando mi mueca. —¿No vas a responder? Me vio aguantar la risa, mordisqueándome el labio inferior y negando suavemente con la cabeza. —Ah, esas tenemos… Me encogí de hombros al escucharle, observando cómo su cuerpo se inclinaba hacia el mío en el sofá. —¿Voy a tener que descubrir el efecto que causo en ti? Alcé suavemente las cejas seguido de un nuevo movimiento de hombros, apretando los labios

para no sonreír con demasía. —Creo que… —respiró profundamente, con los labios deslizándose por la fina piel de mi cuello —… por el modo en que contienes la respiración ante mi cercanía… —ascendió hasta la forma de mi mandíbula inferior—… causo un excitante nerviosismo en ti…

Capítulo quince Caí de espaldas sobre su cama, despojada de mis ropas, quedando en ropa interior sobre la suavidad de aquellas sábanas de tonos blancos y azules. Sin poder evitarlo, todavía con una sonrisa por el modo en que había cargado conmigo en brazos hasta su dormitorio y riéndome por el modo en que se quejaba de un dolor lumbar que quise creer que no era más que fingido. —Dime una cosa —murmuré, acomodándome sobre el lado izquierdo de la cama, lado que me había cedido, por lo visto. —Lo que quieras. Lukas se acomodó, colocando las manos bajo su nuca. —¿Me piensas con frecuencia? Sabía que mi pregunta podía albergar una fácil trampa, pero también era consciente de lo hábil que era él. Al menos lo suficiente como para ser prudente con su respuesta. —Sí. Aquello no sonó como una prudente contestación y, sin embargo, no pude evitar que su afirmación emocionase todo mi sistema, ya nervioso por el modo en que habíamos estado achuchándonos en el sofá. —¿Lo haces? —He dicho que sí. Hace unas horas, antes de disponerme a preparar la cena, he estado en el sofá, fumando tranquilamente, disfrutando del poco tiempo libre que tengo, y que realmente es tiempo que le resto al trabajo que debería desempeñar en los proyectos, pensando en ti. Pensándote —añadió—, como tú dices. —¿De veras? —Sí, de veras. Fue una lástima que una llamada por parte de Hilda me desconcentrara. Mi cuerpo se heló involuntariamente al escucharle y no fue hasta pasados unos segundos que escuché su despreocupada risa. —Eres un canalla. —Te pensaba desnuda, si eso era lo que te interesaba saber. —Pues sí que fue una lástima que te llamara, ¿no? —No, me permitió pensaros del mismo modo a las dos. El movimiento de mi codo fue mitad involuntario, mitad totalmente voluntario. Golpeé sus costillas, consciente de cómo estaba jugando conmigo. —Encima lo habrás pensado de verdad —resoplé. El sonido de sus suaves carcajadas disminuía mientras me ladeaba hacia él, siendo víctima de una rabieta que mitigaba con el simple runrún de su voz. —¿Qué dices? —Se incorporó ligeramente, apoyándose sobre sus codos, con el rostro dirigido hacia el lado en el que me encontraba, mirándole—. Sólo te he pensado a ti. Me coloqué de rodillas, sentada ahora sobre mis talones y me incliné para aproximar mis labios a los suyos. Depositando un suave e imperceptible beso sobre su boca, fui descendiendo hasta su cuello y, más tarde, hasta su pecho. Se dejó caer hacia atrás, delicadamente y su mano izquierda se apoyó contra mi espalda, desde donde me dedicaría, los siguientes instantes, lentas y afectuosas caricias. Respiré tranquilamente, disfrutando de cómo mis labios se deslizaban por la piel de su torso, terso y suave, cálido y endulzado por la esencia que él mismo emanaba. Como si de una atracción magnética se tratara, mi boca se vio encandilada por uno de sus pezones. Por ello, descubrí mis

dientes y me dispuse a mordisquearlo para, después, exhalar mi aliento contra la delicada zona. Acto seguido fue la punta de mi lengua la que rodeó tal punto, tiernamente, profesándole una acogedora atención. Cuando mis labios decidieron succionar el pezón, me derretí con la reacción física del cuerpo de Lukas, cuyos dedos se clavaron contra la piel de mi espalda mientras todo él se tensaba suavemente bajo los cuidados de mi boca. —Hm… Deslicé la punta de mi nariz por sus costados, descendiendo hasta la ligera marca que precedía la zona pélvica, atrapando parte de la piel de su vientre con mis dientes y escuchando cómo conseguía, con un simple contacto como ése, estremecerle casi por completo. Podía apreciar cómo, bajo la tela de la ropa interior, su miembro despertaba, interesado en mis atenciones. Por eso mismo, ascendí nuevamente hasta arriba, pasando por todo su vientre, abdomen y pecho. —¿Te arrimas a mí? —Le pregunté, en un susurro. Su respuesta gutural fue afirmativa. Ladeada, flexioné las rodillas y sentí cómo su brazo derecho rodeaba mi cintura mientras se deslizaba sobre las sábanas, acomodándose a mi cuerpo desde atrás, como dos piezas de un puzle. Mi zona lumbar se hundió suavemente provocando que mi torso, al arquearse, alzase mi trasero contra su pelvis, quedando a una perfecta altura para aquel abrasador contacto físico. Sentí su aliento rozar parte de mi nuca y parte de mi cuello, respirando intensamente al notar cómo mis nalgas, activas por el movimiento de mis caderas, presionaban y danzaban en círculos contra su pelvis y, por lo tanto, contra el despertar de su dura erección. —Ffff… —bufó, sofocado. Llevé mi mano derecha hacia atrás, apoyándola sobre el lado externo de su muslo, sin cesar con mis movimientos cuya única finalidad era prepararnos y seguir excitándonos. Su mano soltó mi cadera y tomó mi barbilla, girándome levemente el rostro para posibilitar el contacto de su boca con la mía. Cuando tuvo claro que mis labios no perderían la intimidad con los suyos, deslizó su mano por la desnudez de mis pechos, tomando uno de ellos y estrechándolo con suavidad. Tras manosearlo tenuemente, deslizando con aquella sutileza su lengua contra la mía, descendió la palma sobre mi vientre y, con un simple movimiento naciente de la yema de sus dedos, consiguió introducirse bajo el elástico del tanga. Mi espalda se apegó a su pecho ante la suavidad con la que sus dedos se deslizaban entre mis húmedos labios vaginales. Rompí con el beso para dejar escapar un prolongado y sonoro jadeo, mordiéndome el labio inferior. —Ponte el preservativo —le pedí, sin aliento. Aprecié la ausencia de su cuerpo pegado al mío e intuí que había terminado por colocarse boca arriba mientras cumplía con mi petición que no hacía más que poner en palabras lo que ambos requeríamos en ese momento. Aproveché aquella misma ausencia para deshacerme de la tela del tanga, deslizándola sobre la suavidad de mis piernas y alejándola de mis tobillos bajo aquel pesado edredón. Besó mi hombro con extremo mimo al volver a acercarse, deleitándose con el sabor natural de mi piel mientras que su erección, sujeta desde la base por sus dedos, se deslizaba suavemente entre la separación de mis nalgas. Automáticamente, en ese acercamiento, alcé la rodilla para separar mis piernas, elevando la diestra para facilitarle el acceso. Fue entonces que noté cómo sus dedos y la punta de su pene cubierto por aquel lubricado plástico rozaban la húmeda entrada de mi vagina. Le oí escupir alguna corta expresión en su idioma nativo durante el proceso en el que se introducía, de forma pausada y lenta, provocando el desborde de una intensidad que pronto sería

incapaz de controlar. Y es que estaba tan estimulada y excitada por sólo recordar el modo en que aquello ya había sucedido entre nosotros, de otra forma y en otra superficie, que mi cuerpo reaccionaba sólo, anticipándose al placer que sabía que, en mayor o menor medida, volvería a disfrutar. Mis carnes todavía necesitaban hacerse al grosor de su erección pero, aun así, disfruté de cómo la longitud se deslizaba, de forma imperturbable, hasta conseguir atravesar el cálido interior de mi vagina con profundidad. Y del mismo modo en que había entrado, infiltrándose en mí y uniendo nuestros cuerpos con tal acción, lenta, pausada y profundamente, se fue retirando con cuidado, haciéndome jadear intermitentemente. Percibí que mis riñones se resentían por la postura, arqueándome de aquella forma y sacando todo el trasero que podía. Jadeé con el rostro ladeado hacia la almohada, intentando ahogar los gimoteos que nacían del modo más inherente, pensando en lo horroroso que podía ser que alguien nos descubriera, sabiendo quiénes éramos, y, al mismo tiempo, excitándome ante la simple idea de que pudiese suceder. Su brazo izquierdo permaneció por encima de mi cabeza, sobre la almohada que yo misma utilizaba para silenciarme sabiendo lo escandalosa que podía llegar a ser, mientras su mano derecha se aferraba fuertemente a la piel que quedaba por encima de mi cadera, ejerciendo fuerza con sus dedos sobre mi costado y con su pulgar sobre parte de la zona lumbar de mi espalda. Empezó a respirar con fuerza, hondamente, acallando todo jadeo fuera de tono, controlando sus cuerdas vocales así como la fuerza que utilizaba a medida que aumentaba la velocidad y el ritmo de sus caderas en aquellas profundas y prolongadas penetraciones. Escuchaba su fuerza resonar en su garganta, un diminuto pero férreo eco en el interior de su pecho, estremeciéndose y disfrutando de la calidez y la humedad de mi interior, lo que le proporcionaba una resbaladiza infiltración. Por ello, se concentraba en el movimiento, siendo tan meticuloso que conseguía embestirme hasta provocarme una gigantesca estimulación. Su secreto radicaba en el cambio de ritmos y en cómo buscaba, desesperadamente, golpear la cumbe de mi excitación. Atrapé la funda de la almohada con los dientes, apreciando el busco contacto de su pelvis con mis nalgas, las cuales rebotaban con cada acercamiento entre nuestros sudorosos y fogosos cuerpos. A medida que la velocidad aumentaba por su parte, de forma necesitada y ansiada, olvidando la meticulosidad y dejando relucir la parte más carnal entre nosotros, su erección abandonaba temporalmente mi interior y rozaba, bruscamente, mi palpitante clítoris, lo que conseguía hacerme vibrar por un extraño placer mezclado con un endeble dolor momentáneo. Rápidamente, él mismo volvía a conducirlo hasta mi empapada excitación. Su brazo consiguió colocarse bajo mi cuerpo, atrapándome por el cuello. Disminuyendo el ritmo de su pelvis, concentrándose en tocar el fondo de mi vagina, profundizó y continuó haciéndolo mientras jadeaba contra mi oído. Iba a correrme. Cuando aumentase la velocidad de sus movimientos, me correría y era algo que tenía muy claro. Cualquier roce por su parte, en ese momento, acabaría llevándome al orgasmo. —Elsa —jadeó mi nombre en una encandilada advertencia. Removí el trasero. Se tensó a mis espaldas, deteniendo la ferocidad de sus penetraciones y, llegando al orgasmo, apretando mi cuerpo con fuerza, clavándose más en mí, le seguí en un desequilibrado e incontrolable gemido provocado por la explosión que acababa de llevarse a cabo en mi bajo vientre.

—Shh… —le escuché sisearme con lo que intuía era una sonrisa. Su orgasmo había sido más corto que el mío y, aunque no podía medir o comparar la intensidad, sabía que el que yo había sufrido había incluso conseguido erizar la piel de mis piernas desnudas. Tragué saliva, engullendo, así, mis respiraciones o, lo que era mejor, mi instantánea incapacidad respiratoria. Y me quejé, no obstante, cuando su polla abandonó la profundidad de mi entrada, distanciándose delicadamente. Ante la separación de nuestros cuerpos, Lukas me dedicó un suave mordisco en el hombro antes de que pudiese, yo misma, intentar erguirme, todavía tumbada sobre el colchón. Sin embargo, ni las extremidades respondían con normalidad, ni los riñones estaban dispuestos a ello sin sufrir un poco antes. La zona lumbar había quedado drásticamente afectada por la postura y, tumbándome boca arriba, siendo testigo de cómo nuestras respiraciones combatían con las emociones para volver a la normalidad, ahogué un quejido de malestar. Inmóvil durante un instante, fruncí la nariz y apreté los dientes intentando ignorar aquella desagradable vibración sobre la zona. Se trataba de una constante punzada sobre la zona, la cual me impediría, por el momento, moverme con la misma libertad y comodidad habitual. Aun así, me las apañé para colocarme de lado sobre el colchón, viendo cómo Lukas quedaba boca arriba, intentando calmar su agitada respiración. Acomodé mi cabeza sobre su pecho mientras él, instintivamente, rodeaba mi cuerpo con el brazo y me dedicaba, silenciosamente, suaves caricias sobre el desnudo y sudoroso hombro que quedaba a su disposición. —He tomado una decisión respecto a Nueva York. Su voz, aunque ligeramente alterada por el ejercicio físico al que nos habíamos entregado hacía menos de un par de minutos, sonó tan entera que me asustó la determinación con la que me hablaba. —¿Sí? —Es una gran oportunidad para mí y exigen que vaya aunque sea para hablarme del proyecto, de lo que tienen en mente y, seguramente, intentarán convencerme económicamente para que me encargue de todo. —Sí, es una gran oportunidad para ti. —Antes de que te pongas de morros, que, no me malinterpretes, acaba gustándome, quiero pedirte que vengas conmigo. —¿Qué? Intenté alzar un poco la cabeza, despegándola de la sudorosa pero magnífica y tersa piel de su pecho, arrepintiéndome de la pérdida de contacto. —A Nueva York —dijo. —¿Yo? —Sí, tú —mi asombro le pareció divertido por lo que no dejó de sonreír—. Como aprendiz, como futura arquitecta. Sería un gran empujón para tu currículum. El proyecto en Nueva York te acabaría abriendo muchísimas puertas. —¿No es algo precipitado? —¿En qué sentido? —Bueno, ¿y si en ese tiempo decides, o deciden, que debes quedarte más tiempo del estimado? —Aprenderás de la experiencia, Elsa. Es el mejor método de aprendizaje —me respondió, en un susurro—. Además, quieren que vaya y me reúna con ellos de forma extraoficial. No he firmado ningún contrato todavía. Sólo pretenden mostrarme sus ideas de renovación y, supongo, buscarán convencerme económicamente y buscarán que les ofrezca mis propios planteamientos para la restauración.

—¿Cuánto tiempo es? —Cuatro días. —No lo sé, Lukas. —Elsa, es Nueva York —murmuró—. La ciudad en la que todo es posible. —No tengo dinero para ello. —Eso no es un problema. Me encargo yo. —Es mucho dinero —insistí, pretendiendo escabullirme. —Dinero que puedo permitirme gastar. —¿Estás insistiendo para que me largue contigo? —Me encantaría que vinieses conmigo. —Para aprender… —Entre otras cosas. Le podía ver incluso bajo aquella oscuridad que nos envolvía en el interior de su dormitorio. Mis ojos se habían acostumbrado a la nocturnidad y conseguía vislumbrarle, observándome con detenimiento. —¿Entre otras cosas? —Le imité, cambiando el tono de la locución. —Ya sabes. —No quiero ir para ver cómo será tu entorno el tiempo que dure esa renovación que todavía no has aceptado pero con la que, por seguro, acabarás comprometiéndote —le advertí, abriéndome a él —. No sé si seré capaz de hacerme a la idea. Esto no entraba en mis planes, la verdad… Tú no entrabas en mis planes. —Tú tampoco entrabas en los míos, pero estoy haciéndote un hueco —se incorporó, quedando sentado sobre el colchón y tirando de mis brazos para que mi cuerpo quedase igual—. Sólo serán cuatro días en una ciudad que te enamorará. Aprenderás, conocerás gente que, en un tiempo, podrán convertirse en contactos, visitarás estructuras emblemáticas y lugares que, con tus ojos y los míos, calarán hondo en ti —hizo una pausa y me tomó por la barbilla, alzándome el rostro para compartir una mirada conmigo—. ¿Y si fuera un sueño? Pronunció aquello con una sutileza que consiguió estremecerme y conmoverme, emocionándome por el uso de algo que yo misma había expuesto sin pensar, hacía unas semanas. —¿Vendrías? —Preguntó—. Si fuera un sueño, ¿vendrías conmigo a Nueva York? —Sí. —Finjamos que lo es —pidió, antes de atrapar mi boca con la suya. Empezaba a ser consciente de que, en nuestro caso, la improbabilidad no era más que el inicio de un largo camino lleno de imposibles pero, aun así, acepté su proposición. El único motivo por el que lo hice fue porque, sí, de ser un sueño, le hubiese acompañado incluso al fin del mundo. Porque, aunque me extrañase incluso a mí, era lo que me nacía. Y si tenía que fingir una realidad basada en un sueño durante cuatro días, lo haría. Incluso aunque no fuese un sueño; incluso aunque fuese una desastrosa utopía propia del suceso más inesperado de mi vida.

Capítulo dieciséis Llevaba unos minutos sentada en el suelo con un simple pantalón de chándal propiedad de Lukas protegiendo mis piernas, con el pecho descubierto y un enorme cuaderno —que había tomado prestado— sobre mis rodillas. Recogí mi desastroso cabello, sintiendo el calor de la habitación. El día entraba libremente por las ventanas, iluminando toda la habitación de tonos azules —como sus ojos—, permitiéndome seguir centrada en la realización de aquella construcción que, por suerte, recordaba de un trazo a otro, reconstruyéndola, por así decirlo, en un nuevo bloque de hojas especiales para el carbón del lápiz. Se trataba de una estructura que, tras contemplar una imagen de la embajada coreana en la ciudad de Berlín, había adoptado unas ondulaciones inspiradas en el movimiento de la bandera ondeando en el enorme poste. Y la idea principal, no obstante, había sido esbozar una estructura a ras de suelo, con unas ondulaciones similares al oleaje marítimo de cualquier bonita playa. Sin embargo, la idea de recrear oleadas en una estructura vertical, pese a la dificultad constructiva a la que podía enfrentarme para la elaboración de tales cimientos, era muchísimo más llamativa. Al fin y al cabo, el punto expresionista lo iba a proporcionar el mismo oleaje. Soplé sobre los rastros del carbón que el lápiz dejaba a cada trabajado trazo, sabiendo de la existencia del manchurrón que aumentaba de tamaño a un lateral de mi mano derecha y concentrándome en el sonido que provocaba la punta contra la rugosa hoja del cuaderno de dibujo. Al escuchar el murmuro de Lukas al despertar, levanté mi vista del boceto, sentada frente a la puerta del dormitorio, dándole la espalda a tal superficie y con la cama ante mi campo de visión. Se incorporó con tranquilidad, con el torso desnudo, todavía con los rasgos cansados y, descubriéndome ahí sentada, colocó las manos por encima de sus piernas, tras haberlas utilizado de apoyo contra el colchón a la hora de erguirse suavemente, dedicándome una entrañable mirada. Parecía casi estar dispuesto a reprenderme por estar dibujando allí, sentada en el suelo, pero, en lugar de eso, respiró profundamente antes de esbozar una afable y comedida sonrisa, elevando de forma casi imperceptible sus comisuras, sin romper el contacto visual por el cual seguía mirándome con acogedor cariño. —¿Qué haces? Su voz ronca, propia del recién despertar, nació de su garganta al tiempo que hacía un movimiento con sus hombros, acompañando su pregunta, segundos antes de sonreír fugazmente. —El proyecto expresionista —le respondí, en un susurro. —¿Ahora? —Me desperté inspirada y con nuevas ideas. —Eso es bueno —contestó, empujando la colcha de la cama para arrastrar su cuerpo sobre el colchón. Atrapando el lápiz entre mis dientes, rocé mis manos para intentar deshacerme de la mancha grisácea que provocaba el carbón restante del plano sobre mi piel. Los pies desnudos de Lukas se deslizaron hasta donde me encontraba, cruzándose a mi lado mientras se dejaba caer, suavemente junto a mí, tras flexionar las rodillas. No sabía cuándo se había puesto la ropa interior. Frunció los ojos, como si ahora la luz del día fuese una molestia, relamiéndose delicadamente los labios.

—Déjame ver… Tomó el cuaderno entre sus manos, tendiendo una de éstas para recibir el lápiz por mi parte y, una vez lo tuvo en su poder, fijó sus ojos en los trazos, decidiendo borrar algunos de ellos, algunos que, bajo mi punto de vista, podían haber resultado importantes. A cada trazo borrado, Lukas delineaba con extremada elegancia, rectificando lo que podría ser los puntos flojos de la representación de mi edificio. Tenía un pulso nato para ello. Su mano no temblaba, proporcionándole la perfecta habilidad de, incluso en aquella posición, nada cómoda para a lo que nos dedicábamos los dos —él más que yo—, perfilar sin un solo fallo. Las líneas conseguían quedar rectas sin necesidad de esfuerzo por su parte. —La idea de las ondulaciones es genial —habló, poco después de un suave bostezo—. Podrías aprovecharlo para que esa misma ondulación sea distinta en cada planta —murmuró, con los ojos fijos en lo que observaba y lo que hacía—. En lugar de hacerlo como pretendías, formando una misma curvatura para todo el bloque, podrías, añadiendo un poco más de altura, jugar con la idea del oleaje, distinto a cada oleada —comentó, ensimismado en lo que hacía, concentrado en girar el cuaderno y en mover rápidamente la punta del lápiz por todo el diseño—. Así, desde cualquier lugar en el que te encuentres, tendrás una perspectiva basada en la vibración de la estructura. Desde la base hasta la azotea —susurró, dejando de dibujar para señalar, con el mismo carboncillo, las dos zonas mencionadas—. Será como si el movimiento de la ondulación, del oleaje, quedase congelado en la parte central de la construcción —declaró, dedicándole unas últimas pinceladas—. Si a eso le añades el cristal como material principal… Guau… Sentía fascinación por el modo en que se expresaba. Sentía absoluta admiración por la profesionalidad con la que profería sus conocimientos, sin soberbia, de forma natural y dispuesto a proporcionar sus nociones, compartiendo, discretamente, la pasión con la que ejercía su carrera. Me tendió el cuaderno de dibujos, elevando ligeramente las comisuras para dedicarme una neutral sonrisa. —Y voilà —musitó. Era increíble que lo que él hiciese con tanta facilidad fuese, para mí, algo sumamente apasionante. Algo cambió en ese momento. Supe que algo en mí había cambiado porque, de un segundo a otro, me sentí completamente diferente. —Debería ir a darme una ducha —anunció, levantándose del suelo con cuidado—. ¿Quieres ducharte conmigo? La verdad es que lo que más me apetecía era desaparecer. Estaba tan asustada de lo que fuese que acababa de ocurrir que mi única pretensión era desaparecer de la faz de la tierra o, como mínimo, de su apartamento y cercanía. La sensatez con la que, definitivamente, no actuábamos, era un claro indicio de lo muy poco que nos preocupaba el estar entrando en un bucle cuya única salida era hiriente, en su justa medida. Pero como pájaro que se atreve a dar el primer paso, dispuesto a asumir la distancia existente entre la rama que está a punto de abandonar y ese frío suelo que aguarda el fracaso, tenía que convencerme a mí misma y ser lo suficientemente valiente como para arriesgar cuatro días de mi vida por un sueño del que, tarde o temprano, con mejor o peor sentimiento, despertaría. Como pájaro tembloroso a punto de alejarse del nido, atormentado por la posibilidad de fracasar en el primer intento, acogí el aire en

mis pulmones y me centré en esperar que, fuese lo que fuese aquello entre nosotros, no trascendiese de la mera atracción —ya fuese física, intelectual, sexual o personal—. Durante la ducha no compartimos palabras, aunque sí apasionados besos que no estaban siquiera pensados. Aprovechó también el momento para masajear mi zona lumbar, todavía afectada por la noche anterior, con mimo, preocupación y una agilidad que ya empezaba a reconocer en sus manos. Entre el masaje y que recordé que, tras todo el sufrimiento que podía esperar a continuación de aquellos cuatro días en Nueva York, rodeada de todo tipo de afamadas arquitecturas, con un reputado arquitecto como acompañante, quien, además, me dedicaba más que su deslumbrante conocimiento en el arte de la construcción, el destino acabaría aguardando algo para mí, conseguí relajarme. Lukas me gustaba pero sabía que ninguno de los dos estaría dispuesto a arriesgar su vida, su día a día, por una historia que, dadas las circunstancias, tenía un final más que previsible. Además, la atracción física acabaría. Tarde o temprano, se esfumaría. Por lo que lo único que me preocupaba era aguantar ese tiempo, hasta que nuestros cuerpos ya no sintiesen tal carnal necesidad de unirse, sin caer en la tentación de conocer lo que era… sentir cosas mayores. —Has estado callada durante toda la mañana. El señor Schäfer me entregó unos planos para que les echara un vistazo, despistándome del momento introspectivo tan propio de mí. —¿Te encuentras bien? Asentí con la cabeza y dejé que mi sonrisa le restase importancia a cualquier preocupación que hubiese suscitado en él. Los dos nos dirigimos hasta el ascensor, habiendo solucionado todo los aspectos que nos concernían en la empresa para dirigirnos a la zona de la catedral y supervisar, ahora, el cargamento de la nueva sillería de barnizada madera. No tuve tiempo de reaccionar cuando las puertas automáticas se abrieron ante nosotros y una voz impactó de pleno en nuestros oídos. —¡Papá! Un cuerpo de tamaño pequeño, con una bella cabellera rubia, sorprendió al señor Schäfer que, con mucho más reflejos que yo, no dudó en abrazar a su hija, quien había aparecido de la nada. —Iris… Lukas no hizo más que estrecharla con sus brazos, sorprendido pero con una entendible ilusión iluminando sus ojos. —¡Sorpresa! —Añadió ella, con una gran sonrisa. —Y tanto… Iris se apartó suavemente para observarle, sin perder la felicidad hecha mueca, hasta caer en la cuenta que alguien, ajena al vínculo familiar, se encontraba con ellos. Desvió sus ojos hacia mí y pareció tardar en reaccionar. —¿Elsa? —Hola Iris —saludé, sencillamente. Ahogué un jadeo cuando sus brazos ejercieron suficientemente presión alrededor de mi cuerpo como para que sintiese un irremediable y repentino agobio. —¡Tía, cuánto tiempo! —Sí, sí que ha pasado tiempo. —¿Qué haces aquí? —Trabajo aquí —le respondí, mirando de reojo a Lukas. —¿Con mi padre?

—Bueno, conmigo, conmigo —Lukas le restó importancia, invitándonos a las dos a pasar al interior del ascensor—. Trabaja en Baumeister como muchas otras personas —dijo, pulsando el botón de la planta más baja del edificio—. ¿Qué haces aquí, Iris? —Papá, en tres días es Navidad —Iris puso los ojos en blanco—. ¿Sigues trabajando tanto como para olvidar fechas? —He estado muy ocupado y… —no pareció querer proseguir con lo que fuese que pretendía decir—. ¿No pasabas estas navidades con tu madre? —Preguntó, extrañado—. Creí que os iríais a Jamaica. —Ese era el plan —respondió ella—. Pero pensé que eso significaría que pasarías solo estas fechas y la simple idea me desagradó —musitó—. Mamá me dijo que no importaba, que siempre encontrabas el modo de ocupar tu tiempo con cualquier cosa que tuviese que ver con ese insoportable programa de ordenador al que te pasas la vida enganchado, haciendo casas o lo que sea, pero le dije que no era justo que pasases la festividad tan solo. Aquello me sonó como basto insulto al trabajo que empleaba el señor Schäfer desde hacía años y suspiré para mis adentros. —¡Elsa! Tenemos tanto que contarnos… —Ahora la atención de Iris se centraba en mí—. Estaría bien que pudiésemos quedar un día de estos para comer, ¿no crees? —Sí… —¿Sigue gustándote la comida mejicana? —Sí. —Conozco un restaurante que te encantará —dijo, algo más tranquila, sonriéndome—. Papá — murmuró, girando su rostro hacia él—, ¿crees que puedes escaparte del trabajo y salir a comer con tu hija? —Claro. —Elsa, ¿por qué no nos acompañas? Que la invitación viniese por parte de ella, y no por parte de él, me descolocó un poco. —No, no —dije, rápidamente—. Seguro que tenéis mucho de lo que hablar. Además… yo tengo que trabajar. —Elsa, tranquila, puedes venir —me animó él. —No creo que sea una buena idea, señor Schäfer. Pronuncié aquello con una clara determinación, queriendo ponerle énfasis a mi negativa. —Qué raro se me hace veros juntos profesionalmente —se burló Iris, despreocupada—. Bueno —dijo, ante la apertura de puertas—, ¿seguro que no quieres venir, florecilla? —Estoy segura —le respondí, fingiendo una feliz sonrisa. A Iris no pareció importarle lo más mínimo. Tomó el brazo de su padre, arrastrándole hasta salir del ascensor, dirigiéndose hasta la puerta giratoria de la planta baja del edificio. Lukas sólo tuvo tiempo para girarse y avisarme, con un sutil movimiento de labios, que, en algún momento, se pondría en contacto conmigo. Al tener prohibida la participación en la renovación de la catedral sin la presencia de mi supervisor, permanecí dos horas en la sección de presupuestos, intentando mejorar mis habilidades de cálculo junto a Ronnie. Más tarde, decidí que podía abandonar mi puesto de trabajo. L: “Pensaba pasar parte del día de Navidad contigo. No sabía que estaría en la ciudad”. E: “Disfruta de su compañía, os vendrá bien a los dos”. L: “Me apetecía disfrutarte a ti”.

E: “También a mí…”. Leyó mi contestación y ahí terminó nuestra conversación. Empujé la puerta del loft, deseando poder deshacerme de mis ropas y disfrutar de un baño de agua caliente, cosa que mis heladas extremidades agradecerían profundamente. De camino al cuarto de baño compartido donde llevaría a cabo mis deseos, me extrañó descubrir rastros de saliva acumulada sobre el suelo del piso. —¿Norman, estás en casa? Alcé un poco la voz, intentando llamar su atención desde la abierta estancia del salón. Si se encontraba en su habitación, con la música o Betta, tendría dificultades para escucharme. —¿Qué diablos es esto? Me acuclillé para contemplar el suelo y un desagradable sonido me tensó, provocándome un repentino escalofrío. —¿Norman? Volví a pronunciar su nombre, aferrándome a la protección que él podría darme en momentos de tensión, pero el ruido volvió a sonar, consiguiendo, nuevamente, asustarme. Arriesgándome al atrevimiento, asomé la cabeza por encima del respaldo del sofá, descubriendo el cuerpo tendido de Norman al tiempo que de mi boca salía un ahogado gemido. —¡Norman! Resbalándome con la propia velocidad de mis piernas, gateé hasta él para apoyar las manos sobre su pecho y colocar mi oreja sobre su esternón a la espera de escuchar cómo todavía seguía respirando. Y es que rezaba, rezaba en silencio, pudiendo hacer cincuenta cosas a la vez si preciso, buscando desesperadamente el teléfono móvil, cerciorándome de la continuidad de sus pulsaciones en aquella bruscas convulsiones y pidiéndole al universo, a todos los entes religiosos o místicos, que no lo alejasen, que no me lo quitasen. —Aguanta —le susurré, con el teléfono móvil en la oreja y unas lágrimas que no recordaba haber permitido—. Aguanta, Norman… Sin saber qué era lo que le estaba ocurriendo, contemplando desesperada cómo su cuerpo se sacudía y convulsionaba, con una fuerte tensión a la altura de sus mandíbulas, lo único que nació de mi alarmado ser fue ponerle de lado, frotando su espalda y susurrando un sinfín de excentricidades, incongruentes deseos propios del nerviosismo, del miedo y de la desesperación. Cuando la ambulancia llegó, me hicieron a un lado y me pregunté cómo habían entendido nada de lo que les había dicho. Uno de los paramédicos, más joven que los otros dos que se encargaban de Norman, me tomó por el codo con suavidad, ayudándome a incorporarme para mirarme directo a los ojos. —¿Se encuentra bien? Mis ojos, encharcados en unas lágrimas que buscaban el momento perfecto para escapar, perdieron de vista el cuerpo tendido del motivo por el cual, en la actualidad, seguía creyendo en el género masculino pese a todos los fracasos que había sufrido. Y, sobre todo, era el verdadero motivo por el cual no temía ser más o menos en la vida, en mi día a día, apaciguando mi necesidad y mi ansia de perfeccionismo. —Puede venir con nosotros. Caminé deprisa hasta la ambulancia, ignorando las personas que, pasando por ahí, se detenían para intentar averiguar qué era lo que había ocurrido y por qué un chaval tan joven estaba siendo transportado con urgencia a un hospital. —¿Por qué convulsiona?

La pregunta quebró a la altura de mi garganta y el paramédico apoyó su mano sobre mi hombro. —Todo irá bien. Cálmese. Nuestras manos se distanciaron cuando los médicos nos alejaron el uno del otro, impidiéndome seguir su recorrido e impidiéndole a él quedarse conmigo. Me quedé a las puertas de saber qué era lo que ocurría, qué era lo que le pasaba a mi mejor amigo y qué era lo que iba a ser de mí durante aquel tiempo en el que sería consciente de lo muy lejos que, por primera vez en mucho tiempo, íbamos a estar el uno del otro. —Por favor… Supliqué, dejándome caer sobre una de las sillas de la sala de espera en la que pasaría las siguientes horas. —Por favor… Crucé mis brazos, llevándolos hasta mi vientre y presionando contra éste mientras mi cuerpo se movía irremediablemente, meciéndose para buscar un consuelo que necesitaba y que nadie podía darme en ese momento. Lloraba en silencio, pidiendo silenciosamente que cualquier fuerza existente o inventada se pusiese de nuestra parte, descubriendo la parte menos lógica del cuerpo y la mente humana, que se aferra a lo que cree de toda la vida una invención por desespero, desamparo y por la más vulnerable necesidad. Y me dije a mí misma que todo cambiaría, que haría un gran cambio en el futuro, que dejaría todo lo que fuese necesario para saber con certeza que volvería a ser él, que volvería a mí, incluso con aquellos inapropiados comentarios y aquellas miradas llenas de descaradas intenciones. —Por favor… Cerré los ojos y seguí meciéndome.

Capítulo diecisiete No estaba acostumbrada a ver que su cabello, salvaje y despeinado, permaneciese tan intacto, acicalado hacia atrás pero, aun así, durmiendo plácidamente y con una profunda respiración, así como unas constantes mucho más que estabilizadas, estaba guapísimo. “I want to reconcile the violence in your heart I want to recognize your beauty is not just a mask, I want to exorcise the demons from your past, I want to satisfy the undisclosed desires in your heart” Con la ayuda de mi teléfono móvil, dejé que la canción de Muse, su grupo preferido, resonara por la habitación, muy flojito. No había conseguido, todavía, deshacerme de la tristeza que me inundaba al verle allí, tumbado, sedado y en unas ropas que no eran suyas. Sostuve su mano con fuerza aun sintiendo el pesar que me provocaba que él no pudiese devolverme el apretón. —Señorita, voy a pedirle que apague el móvil. Una mujer vestida totalmente de blanco entró en la habitación con una carpeta médica entre sus delgadas manos. Hice lo que me había pedido, sin alejarme de Norman. —No es familia, ¿verdad? —Como si lo fuese —le respondí. —Necesito ver a su familia. —Creo que su madre está de camino —miré a Norman, todavía dormido y suspiré—. ¿No va a decirme qué es lo que le ha ocurrido? —Es posible que se trate de un trastorno neurológico que conocemos como epilepsia. Su respuesta fue concisa mientras clavaba sus ojos en aquel informe con el que cargaba a todas partes. —¿Epilepsia? —¿Había sufrido algún ataque con anterioridad? —No que yo sepa… Observé el perfil de Norman, que ahora permanecía un poco más ladeado hacia mí, todavía durmiente. —Al menos no desde que vivo con él —añadí. —Puede ser un simple caso aislado. De no ser así, y por ello he de hablar con la familia, o no se le llegó a diagnosticar o no se había activado todavía. —¿Activado? —Se trata de un trastorno latente que, por cuestiones genéticas o por algún tipo de traumatismo que, como ya hemos comprobado, no es el caso, hasta que no llega un determinado momento, por una cosa u otra, no se manifiesta —explicó. —¿Y qué puede haberlo desencadenado? —Pregunté, apretando suavemente la mano de Norman —. Es decir, ¿qué puede haber activado el trastorno? —Al no suceder por un traumatismo es complicado. Son los genes los que desempeñan el papel más importante en los episodios epilépticos, por lo que, si fuese epilepsia, sería una epilepsia que llamamos idiopática, es decir, de origen desconocido, y es difícil determinar qué ha sido lo que la ha activado.

Respiré todavía en tensión, siendo incapaz de deshacerme del contacto de su inconsciente mano. —Le voy a pedir que despeje la habitación por un tiempo. —Pero… —Señorita, por favor. —No quiero dejarle solo —murmuré. —Está en buenas manos. —En manos desconocidas. —Porque las conocidas no pueden hacer gran cosa por él ahora mismo —me respondió, con paciencia—. Lo mejor que puede hacer es esperar con calma en la sala de fuera. —Pero… —Le avisaremos. —Quiero estar aquí cuando despierte. Empecé a causarle malestar y lo percibí por cómo dejaba escapar todo el aire de sus pulmones, mirándome seriamente. —Le prometo que le avisaré en cuanto el señor Levitch despierte. En lugar de apartar la mano y dejar de estrechar la calidez que desprendía la suya, deslicé mis dedos, apropiándome un poco más del contacto a medida que debía abandonar la butaca en la que había permanecido sentada los últimos quince minutos. Arrastré los pies hasta volver a la sala de espera, un poco más tranquila pero todavía igual de insegura. —Elsa… Reconocí su voz y agradecí que, tras mi mensaje —hacía ya media hora—, hubiese acudido con tanta prisa. Alcé el rostro, pese al decaimiento que sentía incluso sabiendo que Norman seguiría en aquel mundo conmigo, aguantando las interminables ganas de llorar, propias del nerviosismo que había estado viviendo hasta hacía poco menos de unos minutos. No tardó en rodearme con sus brazos, fuertemente, con protección y un ápice de actitud paternal que, en ese preciso instante, era hasta necesaria. Simplemente quedé contra su pecho, con el rostro hundido contra su cuello, bajo el refugio que su cuerpo —y su presencia— suponía para mí en ese momento. —Tranquila —bisbiseó—. Estoy aquí. Acto seguido, empezó a mecerme con ternura. —Todo irá bien —me prometió. Ninguna promesa, hasta ahora, hecha por los médicos o por una parte extrañamente positiva de mi persona, había acallado los demonios que seguían insistiendo en hacerme creer que nada dependía de nadie allí presente. Y sin embargo, él, con todo lo que nos acontecía, con la poca obligación que tenía de estar allí conmigo, prometió lo que necesitaba escuchar, creyéndolo firmemente y, por lo tanto, resguardándome de las ingratas voces. Sí, sabía que estaba estable. Sabía que se incorporaría en aquella cama y, con toda la desfachatez que mostraba en ocasiones, haría algún comentario respecto a mi movimiento de pestañas, mis falsas formas de mirarle y el sexo que, imperativamente, debíamos tener como almas que tanto se apreciaban y querían. En otras palabras, tenía claro que no moriría aquel día. No obstante, no podía deshacerme del miedo que había escalado por todo mi cuerpo, instalándose en las pulsaciones nerviosas de todo mi organismo. Poco a poco, gracias al cariño con el que Lukas seguía meciéndome, acariciando mi espalda e impidiéndome perder contacto con la calidez que emanaba de su cuerpo, empecé a respirar más tranquila.

—Dime, ¿has hablado con los médicos? —Sí —le respondí, sorbiendo por la nariz. —¿Qué es lo que han dicho? —Que puede ser un caso aislado de epilepsia o bien el trastorno como tal. No lo pueden saber con seguridad porque, al menos en lo que a mí respecta, esto es la primera vez que le ocurre, así que tienen que hablar con sus padres y… —Está bien, tranquila —me interrumpió, sujetando mis hombros y moviendo su rostro para quedar a la altura del mío, incluso aunque eso significase que tuviese que inclinar su cuello levemente hacia mí—. No estés nerviosa. Todo irá bien. —He pasado mucho miedo. —Lo sé. —Al verle tendido en el suelo… Lukas asintió con la cabeza, seguramente torturándose con la idea que se establecía en mi mente. Podía sentir el modo en que, desafortunadamente, sufría por mí. —Creí que se iba —susurré—. Creí que el mundo me lo quitaría, arrebatándomelo sin haberme permitido siquiera pestañear. —Elsa… —Así es la vida, ¿no? —Mi voz volvió a quebrarse, recordando pérdidas a las que una nunca termina de acostumbrarse, con las que una se resigna a vivir—. Te arrebata cualquier pequeña luz que ilumina tu vida, con la que compartes un sentimiento indestructible y que sabes que es medianamente eterno, sin dilación, sin un mínimo temblor o duda. Te lo arrebata como si arrancando su presencia de cuajo, de raíz, fuese a doler menos. Pero duele igual. Duele incluso más —luché por no llorar los fantasmas del pasado que, encadenados a mi pecho, me suplicaban mantenerme firme—. Duele y sigue doliendo cada día en el que la memoria te hace recordar cuánto odio sientes hacia esa maldita cruz a la que llamamos ciclo de vida. Un ciclo que no es igual para todos y que no tiene una duración establecida —respiré profundamente—. Creí que me lo arrebatarían a él también. Sin dubitación, sin preguntarme siquiera si podía prepararme mentalmente para perderle, para sentir la ausencia de un amor, de un cariño, de una relación como la que tengo con él. Y ante eso… —negué con la cabeza, encogiéndome suavemente de hombros mientras sentía el calor de mis labios apretándose entre sí, duramente—. Y ante eso, Lukas, he tenido mucho miedo. No he estado nunca preparada para saber que nunca más podré ver a todos los que se fueron, por lo que simplemente no soy capaz de plantearme que los que siguen aquí también puedan irse en algún momento… —Sh… Sus brazos volvieron a rodearme fuertemente, permitiendo que mi llanto fuese acallado por la cercanía de su pecho y mis pulmones quedaran momentáneamente bloqueados por el gemido. —Ya ha pasado todo —acarició mi cabello, deslizando sus dedos entre los mechones y cubriendo mi cabeza de besos—. No te plantees nada de eso, no pienses en esas cosas —volvió a besar mi cabeza—. Él está bien, y seguirá estando bien. Estreché su cintura con mis brazos, deseando quedarme en el lugar en el que me sentía segura y mi tristeza abandonaba la lucha. —Gracias por venir… Apoyó las manos a ambos lados de mis mejillas, llevándome a alzar el rostro para mirarle, secando las pocas lágrimas con sus pulgares. —No hay otro lugar en el que quiera estar. Entendí a qué se refería pero, habiéndose él mismo escuchado, frunció el entrecejo para

explicarse. —Bueno, el hospital no es… —Te he entendido —dije, sonriendo muy levemente. —Quiero decir, estar aquí, contigo, es… —no supo encontrar las palabras y ello provocó una ligera frustración—. Demonios, lo que intento decir es que… —Lo he entendido, de verdad. Alcé un poco más mi rostro para llegar hasta sus labios. Le besé, delicadamente, con todo el agradecimiento que me embargaba en aquel momento, siendo consciente de todo el trabajo que siempre tenía y sabiendo que había tenido que abandonar la cita con su propia hija, a la que, seguramente, hacía mucho que no veía, todo para estar a mi lado en mi terrorífico momento, a tan sólo tres días de celebrar la Navidad. Era increíble que, con la lentitud con la que nos besábamos, el tiempo resultara fugaz en el altruismo de nuestros labios. —¿Qué puedo hacer por ti? Al escucharle, volví a besarle con la misma tardanza, colmando de caricias sus labios y escuchando el sonido que éstos provocaban al encontrarse con los míos. Sólo necesitaba sentir que estaba viva. Necesitaba sentir la calidez que me había arrebatado aquel frío encuentro con Norman, aquel gélido miedo traspasando las vértebras de mi cuerpo, retomando el calor proveniente de otra persona. Y no cualquier persona… Él no era cualquier persona. Él era el padre de una vieja amiga. Era el supervisor de mis funciones en Baumeister. Era el jefe de una plantilla que, como yo, adoraba los conocimientos que había adquirido con el tiempo, la práctica, el esfuerzo y el sudor de toda una vida dedicándose, en cuerpo y alma, a la profesión que recorría sus venas. Era uno de los mejores arquitectos de Europa. Y sí, era el tipo con el que me acostaba, con el que compartía una química nunca antes producida entre mi persona y otra, con el que era capaz de limitarme a soñar con lo imposible, sin miedo a darme el batacazo que me aseguraba yo misma. Era la persona en la que quería refugiarme. —Señorita. Perdí el contacto de la boca de Lukas para girar mi rostro hacia la misma doctora con la que había tratado anteriormente. —El señor Levitch ya ha despertado —me avisó. Sólo me dio tiempo a compartir una esperanzada mirada con Lukas. —Ve —me animó, con un guiño. Sabía que no necesitaba justificar mi ilusión, mis ganas de fundirme en un fuerte abrazo con Norman, porque lo bueno que tenía Lukas, entre una infinita lista en la que trabajaría tarde o temprano, era que, con toda la experiencia, con todos esos años sobre sus hombros, entendía situaciones que yo misma creía imposibles de comprender. Era conocedor de emociones que yo ni siquiera consideraba, siendo capaz de no requerir explicación de nada y entendiendo, por encima de todo, el motivo más que el resultado. Entré en la habitación con cautela, deseando no ser demasiado escandalosa y encontrándome, a un lado, a la madre de Norman, con quien él guardaba una grandísima y estrecha relación. —… sólo tengo ganas de tomar una cerveza —siguió él, viéndose interrumpido únicamente por mi presencia—. Eh, tú, a buenas horas…

Noté unas irresistibles ganas de zarandearlo y, a la vez, de estrecharlo tan fuerte hasta conseguir que sus globos oculares estallasen, pero lo único que hice fue aproximarme hasta la cama y dejarme caer sobre su pecho. —Estoy bien —siseó, apoyando su mano sobre mi cabeza. —Iré a por tu agua —murmuró su madre, con un remarcado acento londinense. —Mamá, he pedido cerveza… —Sí, claro, y yo pedí que fueses niña, y mira… —No descartes que pueda darte un yerno en algún momento —bromeó, haciendo reír a carcajadas a su madre—. Es broma, eh, mamá… —ella siguió riendo, alejándose—. No, eh, mamá, de veras, estoy de cachond…—bufó, al escuchar la puerta cerrarse—. Luego se hace ilusiones y no hay quien se atreva a decepcionarla. No dije nada. Ignoré toda la conversación mantenida con su madre, el hilo humorístico que pudiese tener, centrándome en la única finalidad de mi abrazo: sentir tranquilidad y sentirle vivo. —No sabes lo mal que lo he pasado… —Lo imagino —siguió estrechando mi cuerpo, suavemente. —No vuelvas a hacerme esto. —Ni que pudiese controlarlo. —¿Es la primera vez que ocurre? —No —respondió, moviéndose sobre el colchón, instintivamente, haciéndome un hueco—. Ven, sube. Hice lo que dijo, acomodándome a un lado del estrecho colchón individual, siendo todavía incapaz de soltarle. —Cuando tenía nueve años tuve una crisis convulsiva. —No lo sabía. —Lo sé —musitó—. A los quince, tuve otra un poco mayor. —Pero… —No se sabe por qué, ni de dónde viene —se encogió de hombros, mirándome a los ojos—. A los nueve no le dieron importancia pues creyeron que era el efecto secundario de un tratamiento para el asma que seguía por entonces. A los quince creyeron que era un caso aislado, habiéndome dado por exceso de alcohol… —intentó disimular una sonrisa pilla—. Ahora está claro que van a tener que tratarme con más cuidado. —¿Por el alcohol? ¿Ha sido por el alcohol? —No, ha sido porque ha tenido que serlo. —Pienso prohibirte tocar el alcohol. —¿Quieres no exagerar? —¿Sabes que he creído que te morías? No me han dejado estar para cuando despertases y… —Vamos, Elsa, cuando me he despertado estaba muy confuso y ni siquiera sabía qué era lo que me había pasado. —Lo he pasado fatal —volví a decir—. Ha sido horrible. Imaginaba cómo iba a ser mi vida sin ti y… me venía abajo. A cada pequeño detalle, sabiendo que contigo comparto hasta lo que leo en el periódico, hasta las ropas que veo en personas ajenas en el tren… —No ha sido nada. —Lo ha sido para mí. He tenido muchísimo miedo. —Ya ha pasado. —No quiero perderte.

—No me perderás. —Hasta pensé que, quizá, y sólo quizá, había perdido la oportunidad de decirte cuánto te quiero. —Sé que me quieres, Elsa —acarició mi rostro con sus dedos. —¿Me quieres tú, Norman? —Por supuesto. —¿Crees que nos lo decimos a menudo? —Más de lo habitual entre amigos, créeme. —Sólo quiero que seas consciente de lo que me importas. —Elsa, sé que me quieres, sé que te importo y sé que estamos juntos del único modo en que podemos. ¿Que me gustaría ser el tipo que, todas las noches, se acostase contigo? Sí… Es un hecho. ¿Que me gustaría pasar el resto de mi vida contigo? Sí, es otro hecho, salvo que éste, amiga mía, es asequible —murmuró—. No necesito que te enamores de mí, como tampoco necesito enamorarme de ti, aunque admito que puede que siempre lo haya estado un poco, pero no lo necesito para saber, para tener claro, que tú y yo vamos a permanecer en la vida del otro siempre —me sujetó de la barbilla—. No voy a irme a ninguna parte sin que puedas despedirte de mí, sin que nos miremos a los ojos y nos digamos todas estas chorradas que, te advierto, como se las cuentes a alguien, mostrando mi lado más sentimentalista, eres chica muerta…—al verme sonreír, amplió su sonrisa, dejando caer su dedo índice sobre la punta de mi nariz—. Hay algo mucho más bonito que el amor, Elsa, y es lo que tenemos tú y yo. Una peculiar, extraña, sentimentalista, alta y sexualmente tensa, incondicional y emotiva amistad. —Podría enamorarme de ti. —Si no lo he conseguido ya, ¡me rindo! Se echó a reír de forma escandalosa, tosiendo un poco, tiempo después. —Podría pero… —¿Sigues negándote a lo que ya te ha pasado? —Me miró directo a los ojos, observando mucho más allá de mis pupilas—. Lo he notado hasta yo, Elsa. —Sólo el tiempo lo dirá. —No, el tiempo, como verás, te dirá lo tarde que es. Pestañeé débilmente y dejó un suave beso contra las comisuras de mis labios. —No dejes que vuelva a hacerlo. No dejes que el tiempo, tu infalible enemigo, te recuerde que pudiste y no lo hiciste en su momento.

Capítulo dieciocho “So what's the matter with you? Sing me something new, don't you know The cold and wind and rain don't know They only seem to come and go away Stand by me, nobody knows the way it's gonna be Stand by me, nobody knows the way it's gonna be Stand by me, nobody knows the way it's gonna be Stand by me, nobody knows Yeah, nobody knows, the way it's gonna be” Hacía media hora que habíamos terminado de comer, habiendo acabado hartos de pavo, puré de patatas, guisantes con tiras de cebolla caramelizada, vino rosado y mazapanes caseros hechos por las manos de mi madre, por lo que nos encontrábamos en los sofás, en familia, en mi apartamento, escuchando cómo Abel nos deleitaba con su interminable lista musical. Gala estaba pendiente del teléfono, respondiendo a dudas de algunos de sus compañeros que, al contrario que ella, no habían podido escaparse siquiera para pasar la Navidad con los suyos. Mi padre, rascando aquella canosa perilla que decoraba su barbilla, permanecía junto a la apertura de una alta ventana para fumar de su cigarrillo, echando un vistazo a las últimas notificaciones de su teléfono móvil mientras que mi madre, arropada con una manta que la madre de Norman nos había regalado, me llenaba de unos mimos que seguían encantándome del mismo modo que cuando tenía doce años. —Iré a abrir. Entre quejidos murmurados por mi parte, me dirigí hasta la puerta preguntándome por qué Norman había decidido acabar con su velada familiar tan pronto. Sobre todo teniendo en cuenta lo que había ocurrido y el susto que, aparte de mí, se había llevado su adorable madre. Cuando tiré de la puerta, dispuesta a sorprenderle con un bramido para felicitarle la Navidad, descubrí que no era él, llevándome yo la sorpresa. —Feliz Navidad. —Lukas, ¿qué haces aquí? Le extrañó mi rudeza y no pude culparle. —Iris ha querido pasar unas horas de este día con Kenneth y, como te dije, entraba en mis planes pasar un poco de esta festividad contigo, así que he aprovechado para escaquearme y… —Pero… —intenté interrumpirle. —Me apetecía traerte mi regalo. Mi madre, cautelosa, asomó por detrás de mi cuerpo. Tardó unos segundos en reconocerle. —¿Lukas? Al escuchar cómo se sorprendía, me giré levemente hacia su cuerpo, apretando las mandíbulas, teniendo que abrir un poco más la puerta. —Mamá, supongo que recuerdas al padre de Iris… —Marie —saludó él, terminando por salir del sobrecogimiento que le había producido encontrarse con ella.

—Oh, cuánto tiempo… —Sí, ha llovido mucho… —Pasa, pasa, no te quedes en la puerta —dijo mi madre, apartándome suavemente y adoptando el rol de anfitriona, invitándole a entrar—. Scott, cariño, mira quién pasaba por aquí. Mi padre, tras haber apagado el cigarrillo en un viejo cenicero de Norman, giró su cuerpo hacia nosotros provocando, también, que mis hermanos saciasen su curiosidad. —Lukas Schäfer —pronunció mi padre, antes de dibujar una distendida sonrisa, tendiéndole la mano—. El hombre del mes en todas las revistas de Arquitectura —añadió, divertido. —Eso es una exageración —sonrió Lukas, a su turno—. Scott —dijo, al estrechar la mano de mi padre—, es un placer volver a verte. —¿Cuánto tiempo ha pasado? —Es probable que unos diez años… —Más —musitó mi madre—, más de diez. —Sí, es posible —volvió a decir Lukas. —Gala, Abel, ¿recordáis al padre de Iris, la amiga de Elsa? —Ah, sí —Abel fue el primero en aproximarse, tendiéndole también la mano—. ¿Cómo le va, señor Schäfer? —Vaya, Abel —Lukas no pudo evitar reírse, observándole con impresión—. La última vez que te vi me llegabas como mucho a los hombros… —Todavía no había dado el estirón —sonrió Abel. —Me alegra verte. ¿Seguiste con el baloncesto? —No, al final me decanté por estudiar psicología infantil y, después, seguir los pasos de mi padre —le explicó, brevemente—. Por ahora soy un gran copiloto. —Estoy seguro de que acabarás siendo un gran piloto al mando en algún momento. —Y si no siempre puede dedicarse a la psicología —masculló mi hermana, incorporándose para darle la mano—. Yo sí le recuerdo. —Gala —dijo él, asintiendo con la cabeza como saludo—. Tú no has cambiado tanto —bromeó. —Estábamos a punto de preparar un té —anunció mi madre, con una sonrisa—. ¿Nos acompañas, Lukas? —Pero, a todas estas, ¿qué te trae por aquí? —Le preguntó mi padre, acomodando la mano sobre su hombro, mientras se dirigían hacia la mesa plegable. —Pues… —Es mi supervisor —intervine, rápidamente—. Trabajo para él en la empresa de la que os he hablado. —¿Eso no huele un poco a enchufe? —Gala bromeó, encaminándose hacia mí mientras me dedicaba un guiño. —No, tu hermana pasó una difícil entrevista —le respondió Lukas, con una sonrisa. —Y extraña —susurré. Me dedicó una mirada, seguramente recordando, como yo, la segunda parte de la entrevista que él no había llevado a cabo. Pronto, mi madre preguntó por Iris y, sin poder evitarlo, por Esther, siendo puesta al día sobre la situación sentimental por la que él pasaba en la actualidad. —No sabes cuánto lo lamento, Lukas —expresó mi madre. —No te preocupes, Marie, son cosas que pasan. —¿Iris sigue en el extranjero? —Sí.

—Es increíble lo mucho que han crecido, ¿verdad? —Mi padre me dedicó una orgullosa mirada y le correspondí con una sonrisa. Sí, definitivamente Lukas podía decirle cuánto había crecido. —A una velocidad que da vértigo —admitió, con la taza de té entre sus manos—. Gracias, Marie. —Bueno, es hora de irse, ¿no, Lukas? Fui a rodear su brazo con mi mano cuando mi madre me echó aquella mirada tan típica, tan firme, tan “no seas maleducada, Elsa, ¿qué crees que estás haciendo? Compórtate”, lo que me llevó a repensar mis intenciones. —Tienes mucho que hacer —murmuré. —Sí. Cierto. —Muchos planos que preparar para tu viaje. —Sí… —Y es Navidad. —Lo es —dijo, sin probar el té—. Será mejor que me vaya. —No digas tonterías —masculló mi padre, rechazando la idea—. Nosotros no tardaremos mucho en irnos así que podréis trabajar en lo que tengáis que hacer. Quise llevarme las manos a la cara, esconderme y aprender a mimetizarme con el entorno como si fuese la mismísima chica invisible de los cuatro fantásticos, pero aquello no pasaría por lo que tuve que armarme de valor y buscar una urgente excusa. —Es Navidad —musité—. No deberíamos hablar de trabajo en un día como éste. —Elsa tiene razón —Lukas dejó la taza de té sobre la encimera, dedicándoles a mi familia una relajada sonrisa—. No estoy acostumbrado a “no trabajar”. No es ninguna sorpresa que me costara el matrimonio —añadió, casi sin meditar, como si fuese un simple pensamiento—. Los materiales pueden esperar a mañana. —¿Seguro que no quieres quedarte, Lukas? —No, tengo otras cosas que hacer de todos modos. —Es una lástima —susurró mi madre. —Ha sido un verdadero placer volver a veros. —Podríamos quedar y organizar una cena un día de estos —propuso mi padre, estrechándole nuevamente la mano—. Si te parece bien. —Claro. —Y trae a quien sea contigo, Lukas —añadió mi madre. —¿Cómo? —Sí, si sales con alguien… El silencio se estableció en la gran apertura de la cocina, que seguía con el salón convertido, en ocasiones como esa, en comedor. —Ah —sonrió, asintiendo con la cabeza—. Lo tendré en cuenta, Marie. —Te acompaño, jefe —musité, a su lado. Caminé en silencio hasta la puerta de entrada y salida del loft, escuchando cómo mis padres, a mis espaldas, hablaban tranquilamente con Abel y Gala, quien prestaba menos atención debido a los mensajes que recibía, respecto a las casualidades que la vida traía consigo y supuse que se referían al hecho de estar trabajando para el señor Schäfer. —Siento echarte de esta forma. —Lo entiendo —dijo—. No contaba con que tus padres seguirían aquí. —No habíamos quedado.

—Lo sé, pero, entre la aparición de Iris y lo que le pasó a Norman, tampoco hemos hablado mucho. —Se supone que estás de vacaciones hasta que llegue el día de irse a Nueva York. —No he tenido vacaciones en… —puso los ojos en blanco, suspirando— muchísimo tiempo. —Razón de más. —Me apetece mucho estar contigo. —A mí también… Sonrió levemente antes de darse la vuelta para marcharse. —Lukas. Se giró, con las manos en los bolsillos del abrigo largo negro. —¿Por qué no esperas en alguna cafetería? Apretó los labios disimulando su pilla mueca: —Lo haré —musitó. —Te mando un mensaje cuando se hayan ido. —Está bien. —¿Me das un besito? Se echó a reír, entrecerrando los ojos, inconscientemente mirando por detrás de mi cuerpo. —No nos verán —le prometí. —Te lo daré después. —Después un besito será demasiado poco. —Y querrás más… —Adoptó un tono seductor exquisito. —Sí. —¿Y quién soy yo para negarme…? —Estás negándote a darme un adelanto… —Hice un puchero. —Es arriesgado, Elsa... —murmuró, sin perder la sonrisa. —Si crees que mi madre se ha tragado que has venido a mi loft por trabajo, es que no conoces su increíble habilidad. —¿Qué quieres decir? —Dame un besito. —Eres una caprichosa… —Y tú un gruñón que me está poniendo las cosas muy difíciles. Volvió a reír, inclinándose levemente para acercar sus labios a los míos, desviándose de pronto hacia una de mis mejillas. —Después —sonrió, tras el beso. Su cuerpo se apartó del mío y, dedicándome un guiño, se alejó de la puerta hasta desaparecer en una de las esquinas de la calle. Al volver al interior de mi apartamento, escuché cómo mis padres comentaban, entristecidos, el divorcio del señor Schäfer con Esther, a la que mi madre recordaba con gran cariño por todas aquellas tardes en las que habían compartido una taza de té, un bizcocho de manzana y conversaciones triviales que, naciendo del más básico comentario, trascendían a puntos de vista muy similares. —Es una lástima. No quiero imaginarme cómo debe estar. —Seguro que se lo pidió ella. —Eso no significa que no le haya pesado. —¿El señor Schäfer no era el que tenía locas a las tres solteronas del vecindario? —Gala se unió

a la conversación. —Sí —respondió mi padre—. Siempre ha llamado la atención. —Es un hombre atractivo —comentó mi madre. —Y tiene pinta de ser un ligón —musitó mi hermana. —Te sorprendería. Los tres dirigieron sus miradas a mí, quien había sido la última en añadir algo a aquella innecesaria cháchara. —¿De qué? —Preguntó. —Pues, bueno, tengo entendido, por Iris, que aunque llama mucho la atención de las mujeres, no es tampoco un picaflor —dije, sin más, fingiendo desinterés—. Abel, ¿has escuchado algo de Sam Hunt? —Le pregunté, distanciándome de la charla—. He descubierto una canción de él que me chifla. —A mí me parece que su divorcio no sólo tiene que ver con que pasa mucho tiempo trabajando —murmuró mi madre—. Es posible que a eso se le añada alguna aventura. No ha parecido sorprendido cuando le he dicho que viniese con quien saliese. —Mamá, eso es elucubrar —le respondió mi hermana, mientras yo intentaba escuchar su argumento por encima de lo que mi hermano me explicaba sobre otro grupo musical—. Puede que simplemente él haya acabado harto de su mujer. Si mal no recuerdo, ella siempre estaba enfadada con él. A ver quién aguanta tener a la pareja todo el día de morros, por una cosa u otra. ¡Qué sinvivir! —Esther es una buena persona, aunque no tuviese humor suficiente con él, no creo que haya pedido el divorcio por tonterías. —No, pero si él pasa tanto tiempo alejado de su familia con el trabajo… —mi padre chasqueó con la lengua—. Fíjate, ni siquiera en Navidad ha estado alejado de lo suyo. —No creo que tú seas el más oportuno para hablar de eso. Hemos pasado fechas señaladas sobrevolando Asia —escupió mi madre—. También te digo que, sí, pasas tiempo fuera y yo te sigo. Es posible que, en su caso, no haya sido compatible. —A eso me refiero, cariño. Agradecí que, tiempo después, la conversación derivase a otros temas bien distintos a la relación de Lukas con su exmujer, o cualquier otra. Y cuando llegó el momento, también agradecí que tomasen sus abrigos y se despidieran de mí y aquel bonito encuentro. Era una persona familiar. Siempre me lo había considerado pero, a esas alturas, tras haber disfrutado de ellos, con los que mantenía una constante conexión a través de la mensajería instantánea, lo que mi cuerpo reclamaba era las atenciones de otra persona. E: “Estoy sola.” L: “¿Ya se han ido?” E: “Sí. ¿Vienes?” L: “Dos minutos y allí estaré.” En aquellos dos minutos —y medio—, tuve tiempo de acicalarme un poco frente al espejo, intentando dar vida a aquellos lacios mechones que caían a ambos lados de mi cabeza. Asimismo, intenté darle un poco de color a mis pómulos mediante suaves pellizcos. Sentía un agradable calor a la altura de mi vientre, llenándome de un grato y placentero sentimiento de bienestar cada vez que recordaba que, en minutos, horas o días, en algún momento, más temprano que tarde, él y yo nos reuniríamos bajo cualquier pretexto para dedicarnos unas atenciones a las que, poco a poco, con lentitud y casi sin darnos cuenta, nos volvíamos adictos. —¡Voy! Corrí hasta la puerta del loft, abriéndola con amplitud pese al frío que se colaba desde la calle,

con un incontrolable movimiento por parte de mis comisuras. —Ahora sí —murmuré. —¿Ahora sí? —Feliz Navidad. Agarré la solapa de su largo abrigo negro, tirando de él hasta conseguir meternos en el interior del loft y, cerrando la pesada puerta con un movimiento de pierna, provocando incluso un escandaloso ruido, me sujeté a él para besarle con todas las ganas que había estado reprimiendo, no sólo ese día, sino todos los anteriores en los que nuestro contacto había sido más bien escaso. Conseguí hacerle tropezar, sin llegar a permitirle caer al seguir manteniendo firme contacto con las dobleces de la gruesa gabardina. —Pphf… La isla de encimeras de la cocina nos frenó, interfiriendo en el camino que tomaban nuestros cuerpos pero sin capacidad suficiente como para intervenir e interrumpir la desenfrenada pasión con la que nos besábamos, ávidos de nosotros mismos. Apoyando las manos contra su pecho, ascendí hasta sus hombros y descubrí el grueso jersey de trenzada lana color azul marino, dejando que su abrigo cayese sobre el mismo suelo. —Esp…phf —reprimí su intento de diálogo infiltrando mi lengua en el interior de su boca. Sus manos se posaron a ambos lados de mi cadera, descendiendo hasta mis nalgas y, correspondiendo al beso, ejerció presión contra mi trasero para pegarme a su cuerpo, el cual ya respondía, de forma física, a la necesidad con la que nos comunicábamos. Con sus dedos tiró de la falda de mi vestido, destapando la piel de mis posaderas, ascendiendo las yemas hasta la tela del tanga y tirando delicadamente de ella. —Espera… Sentí la brisa acariciar mis labios y percibí su distancia. —Quiero sentirte sobre mí, deseo tenerte encima de mí toda la noche, te lo prometo —pasó su pulgar por mi labio inferior con muchísima suavidad, de nuevo, limpiando los restos de humedad que permanecían sobre mi boca. En un sensual movimiento, mordisqueé la yema de su dedo. —Besar tu barbilla y descender hasta tus muslos, apreciando el temblor de tus rodillas, es lo que más deseo ahora mismo. Se me hacía la boca agua sólo de pensarlo y, por descontado, la sacudida ya estaba teniendo lugar en mis extremidades inferiores, por no hablar de las convulsiones que, internamente, sucedían. —Pero quiero darte mi regalo de Navidad. Terminó de acariciar mis labios con su pulgar. —¿Qué? —Quiero darte mi regalo de Navidad —repitió. —Yo no tengo nada para ti. —Lo sé, pero no es tarde —susurró. —¿No? Del bolsillo trasero de sus pantalones tejanos sacó un sobre de color blanco que, sin mayor dilación, tendió hacia mí. —Sólo di que sí.

Capítulo diecinueve Aeropuertos… Coger un avión era lo que mejor me iría en ese momento en el que me arrepentía, brutalmente, de haber querido celebrar la noche de fin de año junto a Norman y unos amigos que teníamos en común. Los monigotes en el interior de mi cabeza, como monos con platillos, seguían montando un enorme estruendo al mínimo ruido, por lo que todavía no me había recuperado de aquella noche. No conseguía olvidar mi cara a cara con Christopher. Sabía que me había puesto nerviosa, que las palabras no habían conseguido brotar de mi boca y que había quedado como una soberana idiota delante de él y de sus dos amigos del alma. Y lo peor era que ni siquiera Norman había conseguido apaciguar el sentimiento de incapacidad. —No te cases nunca. Ladeé mi cansado rostro hacia él, con expectación. —No tengo tregua ni divorciándome. —¿Habéis vuelto a discutir? —No tiene importancia —murmuró, colocándose a mi lado, en la cola de personas que se había formado para el embarque—. ¿Te has tomado la aspirina que te he dado? —Sí. —Sigues teniendo mala cara. —Gracias —resoplé, con sarcasmo. —¿Se puede saber qué hiciste en nochevieja? —No tiene importancia. Y es que para mí no la tenía. Era una noche que prefería, indudablemente, olvidar. —Como quieras. Se inclinó para besarme y, aunque la caricia entre nuestras bocas fue breve, consiguió arrebatarme la respiración instantáneamente, por un segundo, como en cada beso que me daba, robado o entregado por voluntad propia. En el embarque del vuelo que nos llevaría directos a Nueva York, sentí que el corazón se me disparaba. Y aunque no estaba muy por la labor de encontrarme histéricamente feliz, era capaz de percibir que la velocidad a la que iba no era siquiera normal. Me ponía nerviosa el saber que, durante ocho horas —sin paradas— no iba a poder tocar tierra firme, abrir una ventanilla para sentir la gélida brisa de invierno y que, encima, iba a estar acompañada de un hombre que, bajo todo pronóstico, causaba un enfermizo efecto sexual en mí. Había estado tan angustiada los dos días anteriores, todavía sin creer del todo que mis pies caminarían las calles de la inmensa ciudad neoyorquina, que no había podido armarme de valor para dormir con él en ninguna ocasión. De hecho, no habíamos tenido siquiera un acercamiento físico en los días precedentes al embarque, siendo nuestro último encuentro en Navidad, en aquella tarde en la que me había pedido, como regalo en señaladas fechas, una respuesta afirmativa y positiva a un viaje de locos, de arte y puro sueño desenfrenado. Y sí… lamentablemente, notaba lo mucho que eso nos afectaba. Sobre todo porque, en mi caso, cualquier pequeño detalle, cualquier frase, cualquier mirada, parecía contener un trasfondo erótico, mas era un hecho que le había pillado, en más de una ocasión, devorándome silenciosamente con la mirada. Agradecí que, con el tiempo, ambos nos sintiéramos más cómodos con la sexualidad que nos dedicábamos. Tras cada éxtasis, durante prolongados minutos en los que nos enfrascábamos el uno

en el otro, pretendíamos, bajo toda lógica, convencernos a nosotros mismos de lo acertado que era seguir nuestros instintos, ignorando la palabra error para definir lo que, en otras palabras, era nuestra divina locura. Una locura que nos recordaba que lo que sentaba tan bien, no podía estar tan mal. Me encaminé, arrastrando los pies por la moqueta del pasillo y, siguiendo a todo el mundo, fui dirigiéndome hasta el interior. —Eh. Me detuve al escuchar cómo me llamaba la atención. —¿Adónde vas? —A los asientos. —Es aquí —indicó, la zona más próxima a la cabina de vuelo. —¿En primera? —Business class. Para no colapsar el pasillo del avión me hice a un lado. Seguí mirando a Lukas como si me fuese la vida en ello. Vaya tío forrado… Me acomodé en la amplia butaca empezando a, como una niña pequeña, toquetear todos los botones para averiguar qué era lo que se suponía que hacían. Sin importarme si podía o no causar algún desperfecto, estuve atenta a todo lo que, a diferencia de la clase turista, la primera clase me ofrecía. El avión, una vez lleno, empezó a conducir por la pista. Aquello era real. Iba a abandonar tierra firme para sobrevolar ciudades e incontables kilómetros de océano para dirigirme a la hermosa ciudad de Nueva York que, fuese como fuese, iba a parecerme preciosa por la cantidad de arquitectura que iba a poder descubrir de la mano de uno de los mejores. Al menos lo era para mí. Sentí que la boca de mi estómago se contraía y que mis piernas, todavía no acomodadas sobre la longitud extraíble del asiento, temblaban nerviosamente. Lukas debió percibir mi inquietud pues, cariñosamente, tomó mi mano, entrelazando sus dedos con los míos. —¿Nerviosa? —Los despegues y los aterrizajes me aterran. —Respira. —¿No te pasa? —Estoy acostumbrado a volar —respondió, tranquilo. —Siempre tengo la sensación de que caeremos. —Es un pensamiento muy negativo teniendo en cuenta que es el método más seguro de viajar. —Eso no significa que no pueda ocurrir. —No, pero significa que hay una muy baja probabilidad de que ocurra. Es más probable que te caiga un rayo encima, de hecho. —No entiendo de probabilidades —repliqué, escuchando cómo los motores empezaban a rugir, poniéndose en marcha, provocando un atronador sonido que se expandía por todo el avión. —Cierra los ojos. —Casi que si voy a morir, prefiero verlo. —No vamos a estrellarnos. —¿Cómo puedes saberlo?

—Porque tienen que ocurrir infinidad de cosas para que nos estrellemos —murmuró—. El fallo de los motores sólo es lo primero en una larga lista de complicaciones para que el avión caiga y, si ocurre, que no va a ocurrir, todos esos fallos sucederían en un intervalo de tiempo más largo del que crees. —En otras palabras, morir en un avión es algo lento. —No es tan fácil como simplemente caer en picado, si es lo que tú creías… —Así que será un martirio. —Elsa, tu padre es piloto de avión —dijo, interrumpiéndome con una desconcertante sonrisa—. ¿Cómo puedes tenerle miedo a volar? —No le tengo miedo a volar, le tengo miedo a estrellarme. —Un miedo lógico, sí, pero, ¿no te ha contado tu padre que eso es difícil que ocurra? —Sí, pero también sé que el despegue y aterrizaje son las maniobras más peligrosas. —Por supuesto, lo demás lo hace un piloto automático. Se echó a reír al sentir cómo mis dedos apretaban fuertemente su mano a medida que aquel gigantesco avión, repleto de ruido, personas, cogía fuerza para elevarse, creando aquella sensación de estrujamiento sobre el asiento. —En ocho horas estaremos en Nueva York —susurró contra mi oído, permaneciendo cerca de mí en todo momento—. Piensa en ello en estos minutillos. —Estoy luchando por no llorar. —¿Quieres que haga como en las películas? —¿Como en las películas? Sin decir más, tomó mi barbilla para encararme hacia él. Apoyó una de sus manos contra mi mejilla mientras sus labios se ocupaban de acallar los míos y cuando quise darme cuenta, perdiendo la noción del tiempo, la voz del comandante sonó a través de la radiodifusión. —¿Más tranquila…? —Más nerviosa —respondí, en un bisbiseo. Tenía que hacerlo. Una porción de mi nerviosismo partía de la idea de que iba a estar cuatro días con él en una ciudad que no era ni la suya, ni la mía, ni la nuestra. Cuatro días enteros a su lado, a todas horas. —¿Por qué? —Porque me pones nerviosa. —Vamos a tener que hablar sobre eso. —Ninguna charla apaciguará el sentimiento. —¿Sentimiento? —Inquirió, extrañado. —La sensación —me corregí, con firmeza. —Escucha, Elsa, sé que hemos hablado de esto y sé que hemos dejado las cosas relativamente claras, pero, si en algún momento tienes la necesidad de comunicarme algo que esté sucediendo, algo que estés sintiendo y que crees que no debería ocurrir, siéntete libre de hablar conmigo. —¿A qué te refieres? —A cualquier cosa. —No sé de qué me hablas. —No, ya veo —murmuró—. Sólo sabes de qué va la cosa después de echar un polvo. —¿Disculpa? —¿Por qué no hablamos de ello?

—Porque no hay nada de lo que hablar. —Llevamos un mes y medio viéndonos. —¿Y se supone que ya debería estar rendida a tus pies? —¿Qué estás diciendo? —Replicó, frunciendo el entrecejo sin llegar a comprender por qué le había contestado aquello. —No lo sé, dímelo tú, ¿qué se supone que importa que hayamos estado viéndonos durante un mes y medio? ¿Acaso debería, a estas alturas, haberme enamorado y perdido el culo por ti? —Baja el ritmo, Elsa. —Hemos hablado de esto. Te he dicho que no me enamoro. Te lo dije, te lo repetí y me dijiste que no necesitabas que lo puntualizase, que no eras ningún tipo perturbado que disfrutase acostándose con chiquillas —le parafraseé, sorprendiéndome por haberle echado tal cosa en cara. —¿Te das cuenta que cada vez que tratamos el tema, a menos que sea en ese momento de ternura que te entra después de follar, te comportas como una cría, aferrada a un argumento que ni tú misma terminas de creer del todo? Apreté mis mandíbulas y tiré del cinturón para desatarme. —¿Adónde vas? —Al baño. —Elsa, por favor… —Necesito mojarme la cara. No insistió. El vuelo estaba programado para ocho horas sin escalas, por lo que, calculando mentalmente, habiendo salido a las seis y media llegaríamos allí a la hora europea de las dos y media de la tarde, quizá un poco más. Debido a la diferencia horaria, las dos y media de nuestra tarde significaba las ocho y media de la mañana del mismo día. Un cacao que aprovecharía, sin duda, para dormir. ¡Jet lag a mí! No estaba dispuesta a permitir que una discusión, absurda e innecesaria, tuviese lugar entre nosotros en aquel preciso momento en el que nos dirigíamos a una ciudad en la que contemplábamos la opción de, sin temer que nadie pudiese descubrirnos, disfrutar el uno del otro y de lo que, en mayor o menor medida, nos unía. Por ello, en cuanto tuve oportunidad, empapé mi rostro con agua fría en aquel diminuto aseo, volviendo a los asientos, relajando las facciones de mi cara. —No sabes cuánto lamen… —Me gustas —le admití, de pie, sin sentarme todavía—. Me gustas para mucho más que tener sexo contigo. Disfruto de mi sexualidad y disfruto de ti en esa faceta, pero no es en la única. Me chifla verte en el ámbito arquitectónico, me seduce cómo expones tus conocimientos, entregándote en cada proyecto, sin distinción entre una posible grandiosa construcción o una simple renovación —no encontré las palabras con las que quería dirigirme a él, pero parecía que, a pesar de ello, estaba consiguiendo comunicarle lo que sentía que estaba ocurriendo, a una vertiginosa velocidad—. No me lo planteo nunca. Nunca he tenido que planteármelo a menos que fuese para negarme a Norman y…, contigo es distinto. No sé qué es lo que me planteo, no sé qué es lo que espero, qué expectativas tengo en todo esto y mucho menos sé qué es lo que esperas tú de mí, de toda esta locura que, propia de mi edad, no es propia de alguien de la tuya. ¿Qué es lo que quieres que tratemos, Lukas? ¿Quieres que sigamos diciéndonos lo mucho que nos gustamos esperando que, tarde o temprano, el sentimiento disminuya y podamos decirnos adiós sin rompernos algo más que el orgullo? —Me escuchaba atentamente, enterneciéndose por la honestidad que empleaba en cada una de mis palabras, haciéndome perder el hilo de aquel montón de palabras deseosas de salir por mi cavidad bucal—. Me

siento tan pequeña cuando me hablas de ello… Vi que se deshacía de su cinturón, dispuesto a levantarse. —Estoy aprendiendo, ¿sabes? —Dije. —Yo también lo hago —musitó, tendiéndome la mano—. Todo se reduce a estar aprendiendo, ¿recuerdas? Estreché su mano, tomando asiendo y, cuando lo hice, él se sentó de nuevo en su butaca. Nos quedamos mirando unos segundos, en silencio. Intenté descubrir qué era lo que le causaba aquella mueca de austeridad, marcada por la inexorable exasperación que asomaban las facciones de su rostro, mientras que él exploraba mis ojos como si estuviese viendo en ellos mucho más que córnea, pupila e iris de color marrón. —¿Qué pasa? —No sé si soportaré ver cómo te miran. —Eso es una tontería —me mofé, con la sien de mi cabeza acomodada al respaldo del asiento. —Estoy hablando muy en serio. —Tienes suerte de que no haya nadie que me llame tanto la atención como tú. —¿Soy el único cincuentón? —Preguntó, con sorna. —No —respondí, frunciendo los labios—. ¿Crees de verdad que eres el único cincuentón en mi lista de hombres? —Vi cómo entreabría los labios, gratamente sorprendido—. Lo llevas claro. —¿Quién? —James Hetfield. —¿Quién? —Preguntó, sin saber a quién me refería. —El cantante de Metallica. —¿Qué es lo que tiene de especial? —¿Estás preguntándolo en serio? —Sí. —Por favor, ese tío es increíble. Musicalmente hablando es un semi-genio y físicamente… está tremendo —murmuré. —Creí que ibas a decir que físicamente era un semi-Dios. —No porque hubieses dicho que exageraba. —Y creo que lo haces. No pienso que esté tremendo a su edad y con los excesos a los que ha estado expuesto. —No sabes lo que dices… —Sé que el cuerpo se resiente por el tipo de vida que lleves. —James Hetfield está para hacerle ovaciones. —¿Eso harías? ¿Le harías ovaciones? —Lukas, si te dijese que le haría, te pondrías celoso. —¿Eso crees? —Estoy segurísima —susurré. —Pruébame. —Te removerías en el asiento. —Tengo mis dudas. —Y desearías que te lo hiciese a ti. —¿Y qué es lo que no me has hecho ya? Esta vez fueron mis labios los que se entreabrieron. —Vaya… —siseé—. Touché.

Mordió el interior de la comisura de su labio, sonriendo de medio lado, dedicándome un fugaz guiño. Durante las siguientes horas, Lukas me deleitó con su increíble don. Nadie podía decir que no fuese un experto en la materia, pero es que, sencillamente, seguía maravillándome el modo en que su mano no temblaba lo más mínimo, trazando unas rayas que, ante mis ojos, en el curso de unos pocos minutos, acabarían formando un amplio anfiteatro. —Todavía debemos llegar a un acuerdo en cuanto al precio de la inversión —explicó, señalando la platea del teatro que acababa de, en menos de unos minutos, dibujar para mí—. Pretenden mejorar la insonorización del espacio, reconvirtiendo éste en una sala operística y aprovechando la altura de la cubierta —comentó, pasando la punta del lápiz por las zonas—. Quieren mantener el estilo italiano, renovar el mobiliario y mejorar la instalación técnica de iluminación y sonido. —Así que te has hecho a la idea de que dirigirás el proyecto. —Sí. —¿Cuánto tiempo te quedarás en Nueva York si lo que te proponen te convence? —Depende del tiempo que nos lleve la renovación. —¿Cuánto podría ser, cuánto calculas? —Pueden ser tres meses o más de medio año —se encogió suavemente de hombros, exponiendo una comedida mueca—. No podría decirte. Todo depende de muchas cosas y, entre ellas, de la gente que tenga a mi disposición. Ante eso, sólo tuve una duda. Sólo hubo una pregunta atacándome y, desgraciadamente, no podía o no quería, —no importaba—, compartirla con él. Después de aquel mes y medio, ¿cómo iba a pasar de tres a más de seis meses sin saber nada de mi arquitecto preferido?

Capítulo veinte La ubicación del hotel, al oeste de la calle 57, en la 6ª avenida de Nueva York, quedaba a pocos kilómetros del museo de arte moderno, lo que ya me tenía en un estado de histérico fanatismo. Alojándonos en la habitación 1110, la cual hacía esquina en el alto edificio, descubrí que se trataba de un hotel al que no podría haber accedido ni aunque hubiese querido, debido a su categoría de cinco estrellas y aquella moderada y acogedora suite en la que nos encontrábamos. El suelo, de moqueta gris perla, hacía juego con la estructura de la cama, cuyo colchón era mucho más grande de lo que esperaba. El respaldo era alto, acolchado y contaba con unas mesitas de noche con tres cajones a ambos lados. Y en la pared paralela a la cama yacía un panel de barnizada y resplandeciente madera en el que se sostenía un alargado televisor y al que se sumaba un prolongado escritorio. El cuarto de baño, por otra parte, era de completo mármol, también de un tono gris suave, con una ducha que había conseguido dejarme alucinada, siendo lo suficientemente espaciosa como para poder colocar un banco del mismo material en su interior. —Dime que no lo has pagado todo tú… Todavía embutida en mi acolchada chaqueta, me giré hacia él. —No, el hotel lo ha pagado la empresa —contestó—. Sólo he pagado los billetes. No tardé en descalzarme, deseando sentir la suave moqueta con la planta de mis pies, deslizándome por la habitación, paseando por el cuarto de baño y aproximándome a la alargada y gran ventana que daba a otro edificio y parte de la transitada calle. Bajo el marco del ventanal, se extendía un apaisado sofá de tela gris con cojines negros y blancos. Me deshice del abrigo, dejándolo caer sobre el canapé. —Esto es increíble —farfullé, volviendo a pasearme por la habitación hasta terminar tirándome boca arriba sobre la cama—. No puedo creerme que esté en Nueva York. —Lo estás. Ladeé la cabeza, estirada sobre la cama con los brazos en cruz, para ver cómo colgaba su abrigo en el perchero de la entrada. Se pasó las manos por el rostro, frotándoselo cuidadosamente y se dirigió hasta el continuo escritorio. Bajo éste yacía el bar del cual sacó una botellita de agua fría y le dio un prolongado trago. —Podemos ir a desayunar. —Mi estómago no cree que sea hora de desayunar. —Aquí es hora de desayunar —dijo, riendo por lo bajo. —¿No crees que deberías dormir? —¿Por qué lo dices? —Porque las bolsas de tus ojos acaban de saludarme —me burlé. —Ja, ja, ja. Eres muy graciosa —sonrió, con sarcasmo, antes de dirigirse al cuarto de baño. Aproveché para cambiar de postura, dirigiéndome al sofá, subiéndome a él de rodillas, con la mirada perdida a través del frío cristal de la ventana. No me importaba que sólo viese un edificio, a largos metros de mí, era un bloque de Nueva York. Escuché que volvía pero, sin decir nada, permaneció a mis espaldas, de pie, haciéndome sentir su presencia e insistencia contra mi nuca. —¿Qué pasa? —Le pregunté. —¿Se ven mucho? Sabía que se refería a las bolsas que antes había mencionado por lo que no pude contener la

carcajada, riéndome con soltura ante su cara de exagerada preocupación. Él, en su línea, enrolló la toalla como pudo antes de lanzármela directamente a la cara. —Y tienes ojeras —mencioné, sin poder dejar de reír—, y cara de cansancio —añadí, bajando del sofá para sentir la moqueta acariciar mis pies desnudos, acercándome a él—, y arrugas, Lukas… —Ya… —Tienes cincuentaiún años. —Lo sé. —Y eres increíblemente atractivo —musité. Apoyó su mano derecha sobre mi cintura, ejerciendo una estricta presión con la yema de sus dedos sobre mi espalda. Rodeé su cuello con mis brazos y, ladeando suavemente mi cabeza, mordisqueé su barbilla. —Y muy sexy. Di un paso hacia él, llevándole a retroceder y pegar su espalda a la puerta doble del armario empotrado. Noté cómo su otra mano se cernía sobre mi piel, al otro lado de mi cadera y escuché cómo dejaba escapar una diminuta exhalación. —¿Nunca te enamoras? Su pregunta, lejos de cortar el ambiente, me pareció simple. —No —respondí, tras depositar un beso contra su cuello. —¿Por qué, es una forma de protegerte? —No lo sé. —¿Cómo que no lo sabes? —Nunca me he enamorado. —¿Qué? —Nunca he estado enamorada. —Eso es… poco probable. —¿Volvemos a las probabilidades? —¿Cómo es posible que nunca te hayas enamorado? —No lo sé —contesté, encogiéndome de hombros—. Sólo sé que no he sentido lo que dicen que se siente. He deseado y me han deseado, pero, no sé, no llego a ese tipo de querer. —No te confundas, Elsa. El deseo y el amor van unidos de la mano pero no son el mismo sentimiento. Es un error en el que se cae a menudo y es la sentencia de la cordura de uno mismo. —¿Qué es, entonces? —¿El amor como tal? —Preguntó. —Sí. —Pues, verás, para mí es fidelidad…, lealtad…, incondicionalidad —iba susurrando a medida que reconducía sus labios a mí—, altruismo…, confianza, naturalidad, necesidad, complementariedad —rozó mis labios, arrebatándome el oxígeno—, interés, empeño…, ilusión… Besé sus labios con ganas, estrechándolo entre mis brazos con naturalidad y pegándome a él con interés. Su lengua se adentró en mi boca con necesidad mientras que sus manos, con confianza, se colocaban sobre mis nalgas y me instaban a elevarme hasta que pudiese cogerme en peso. Cuando lo hizo, cuando mis piernas rodearon su cintura con complementariedad, me sentó sobre la superficie del prolongado escritorio. No, nunca me había enamorado. Y no había sido por falta de ganas o interés, aunque tampoco me pesaba no haber sentido lo que era, descubriendo sentimientos que, con mayor o menor intensidad, calmaban mi necesidad de afecto. Pero, habiendo sido testigo de cómo algo —a veces— tan fugaz

podía convertirse en poderoso y destrozar todo a su paso, no me importaba no haber descubierto aquel estado pues el mismo desconocimiento me cuidaba de salir doblemente herida (porque al sufrimiento estaba expuesta, con amor o sin amor de por medio). Dejé escapar un ahogado gemido ante la intromisión de su pene, aferrándome a sus hombros todavía cubiertos por el jersey. No nos habíamos desnudado a penas y, de hecho, enseñaba mucha más piel que él pues mis piernas permanecían libres de pantalones, separadas, a ambos lados de su cintura, levemente expuesta. La cinturilla de su pantalón quedaba por debajo de sus testículos, manteniéndose allí mientras proseguía con el objetivo de proporcionarme un extenso placer. Con su mano cubriendo mi nuca, dirigió sus labios a mi cuello y lo llenó de prolongados mordiscos, mientras que su mano izquierda proseguía contra la parte baja de mi espalda, guiándome instintivamente hacia su pelvis, la cual seguía profesándome una serie de duras y rápidas embestidas. Era sexo funcional pero, para mí, totalmente placentero. Sobre la cama, arropada entre la sábana y el edredón, me desvelé tras unas necesitadas horas de sueño, removiéndome al sentirme ligeramente confundida. Estaba en Nueva York y a mi lado dormía el que lo había hecho posible. —Gracias. Me moví hasta poder dejar caer mi cabeza sobre su pecho. Cerré los ojos por un instante, escuchando cómo su respiración calmaba la agitación que se había producido en mí al despertarme y no discernir el lugar en el que me encontraba. Pronto, su brazo rodeó mi cuerpo y, posicionándose de lado, quedó de cara a mí. —Dime una cosa —le escuché farfullar, algo ronco—, ¿también observarías dormir a tu cantante de Metallica? Dejé escapar una carcajada, viéndole abrir un ojo y sonreír. —Y contemplaría sus marcas y arrugas, sí… —¿Eso hacías, mirar mis arrugas? —No, te miraba a ti. —¿Y te gusta lo que ves? —Sí. —A mí también —besó mis labios, fugazmente—. Pagaría por tenerte delante continuamente. —¿Por qué? —Porque creo que eres preciosa. —Dicen que tengo una mandíbula demasiado marcada. —Eso no es verdad. —Poco pecho. —Al cuerno —frunció el entrecejo. Su vientre presionó el mío mientras se ocupaba de juntarme a su cuerpo, apoyando todo su antebrazo contra mi columna vertebral, quedando su codo sobre el lateral de mi cuerpo desnudo bajo la colcha. —¿Quién ha establecido esos estándares de belleza en los que, supuestamente, por tus particularidades, no entras? —He estado con varios chicos. —No hablas por varios chicos, hablas por uno. —Es posible. —No tiene ni idea —dijo, rozando la punta de mi nariz con la suya—. Puede que sea la juventud,

la poca experiencia o que, sin justificación, sea un idiota que no sabe apreciar los detalles. —Los detalles, ¿eh? —Sí. —¿Qué detalles son esos? —El modo en que, a veces, frunces los labios antes de hablar, por ejemplo —manifestó, en un murmullo—. Es casi imperceptible a la vista pero, cuando lo sabes, cuando lo has apreciado una vez, no puedes dejar de contemplar esa pequeña manía —entrecerró los ojos, desviando la vista hacia un lado, pensativo—. O cómo se marcan tus pómulos cuando aprietas los labios en una disimulada sonrisa. Deseé que parara. Con todas mis fuerzas, deseé que no prosiguiese. —Por no hablar de cómo consigues desafiar con la mirada, sin necesidad de movilidad por parte de tus cejas… —¿Y esos son tus estándares de belleza? —No tengo de eso. —¿Y en qué te basas? —En lo que entra por mis ojos —contestó—. Que, en este caso, eres tú. Hundí mi rostro contra su cuello y respiré profundamente dejándome arropar por sus brazos. —Y me pregunto qué es lo que ves en un viejo como yo. Pudiendo acostarte con gente de tu edad, un poco mayor o un poco menor, ¿qué será lo que ves en mí…? —Antes de poderle responder, me dedicó una sonrisa y me interrumpió—. Sí, cierto… Las arrugas. Ambos nos reímos sin cambiar la postura. Debí quedarme dormida de nuevo puesto que, cuando desperté, me encontraba en sentido diagonal sobre el colchón, escuchando cómo, a lo lejos, el agua de la ducha corría. Apoyé mis antebrazos sobre el colchón, sintiendo una ligera opresión a la altura de mis pechos por haber estado durmiendo boca abajo, incorporándome con lentitud, como si el cuerpo me pesara en exceso. Era increíble que, por más que durmiese, estuviese tan cansada. —Buenos días, schön —volvió a dirigirse a mí con aquel cariñoso apelativo y sonreí—. Ah, y es un buen despertar… Se dejó caer sobre la cama, con la cintura y las piernas envueltas en una larga toalla que casi llegaba hasta sus tobillos. Las gotas de agua seguían deslizándose desde su barbilla hasta su pecho húmedo y desnudo. —¿He hecho mucho ruido? —No —le respondí, colocándome en posición ladeada con la cabeza acomodada entre sus muslos. Como en un ladeado y no sexual sesenta y nueve. Acarició mi cabello con los dedos, pasándolos entre los mechones, peinándome con dulzura. —No quiero llegar tarde al encuentro. —Deberías darte prisa. —Sí… Se inclinó para besarme y consiguió colocar sus labios sobre mi frente, con suavidad. —Mañana por la noche hay una especie de cóctel de bienvenida —anunció—. La asesora de Erick se ocupará de conseguirte ropa para la velada. —Hm. —Es importante para mí. Allí habrá mucha gente con la que tuve contacto y lo perdí, gente del

sector y del periodístico, gente de muchísimos lugares del planeta… —Lo entiendo. —Y es importante compartirlo contigo. —Porque soy tu aprendiz. —Eres más que eso —dijo, moviéndose para incorporarse de la cama—. Les encantarás. —No sé si estoy preparada para eso. —Conocerás a un montón de personas que pueden ayudarte en un futuro no muy lejano. —Ya pero, no sé, supongo que me siento fuera de lugar. —Tú no deberías estar en ningún otro lugar. —¿Quieres decir que éste es mi sitio? —Le miré, alzando suavemente las cejas con una mueca de circunstancia—. ¿Dices que Nueva York es mi lugar? —Puse los ojos en blanco—. Me sentiré desplazada y no podrás hacer nada para evitarlo. —Sólo intento proyectarte hacia el futuro que te espera. —Lo sé. —Mi única intención es abrirte todas las puertas posibles. —Lo sé, soy consciente de ello y, de verdad, me siento muy agradecida, Lukas. —Aprovecha la oportunidad que te estoy brindando. —Lo hago más de lo que crees. —Entonces, ¿cuál es el problema? —Tengo miedo a fracasar —le admití, sentándome sobre la cama y descubriendo mis pechos, dejando que la sábana sólo se ocupase de ocultar la parte baja de mi cuerpo—. Me da miedo no estar a la altura. —¿A qué altura? —No lo sé, a la que consideren los demás. —Pero, schön, los demás no tienen ni idea. —No, pero tú sí. —¿Crees que vas a decepcionarme? ¿Y si fuese así? ¿Y si, por cualquier cosa, le decepcionaba? ¿Y si, por no estar a la altura, se arrepentía del día en que nuestros caminos, dibujados como líneas discontinuas en un amplio mapa de recorridos, se habían cruzado hasta formar un limpio trazo? ¿Y si se lamentaba de haberme dado tal oportunidad, de haber abierto tantas puertas para mí y mi carrera? —Elsa, ¿crees de verdad que vas a decepcionarme? Insistió con su pregunta, cogiendo mi mano. —La decepción proviene del desencanto y, schön, tú me produces de todo menos eso. Estuvimos caminando durante un buen rato por las frías calles de la ciudad, atentos a su teléfono móvil y a las calles por las que pasábamos, concentrados en no perdernos y localizar el edificio en el que habían decidido reunirse. Era la primera vez que le veía vestido con un traje. La chaqueta y los pantalones eran de un oscurecido gris ceniza mientras que la camisa, abotonada hasta arriba, era de un azul cuya tonalidad no se diferenciaba en comparación al traje en sí. Asimismo, la corbata, negra con rayas de un gris metalizado, daba el toque llamativo a las prendas junto a la oscuridad del cuero negro del cinturón. Cogimos el metro, necesario pese a que todo estuviese bien comprimido en la gran ciudad, hasta llegar a Herald Square y, sin desprendernos de su teléfono, echando un vistazo a nuestro alrededor, localizamos la calle 34.

—Por fin. Debía haber nevado las últimas noches pues la nieve había cuajado en las mismas calles y, sin embargo, el cielo estaba totalmente despejado. No había ni una sola nube interviniendo en el increíble color azul y el imponente —e incluso reconfortante— sol. —Estaré fuera en una hora y media como máximo. —No te preocupes. —No te alejes mucho, ¿vale? —Lo intentaré —sonreí. —Ten cuidado. —Síiii… —Esta no es una ciudad para una joven europea como tú. —Hm, te prometo que no aceptaré caramelos de extraños. Se echó a reír, asintiendo con la cabeza. Apoyé mis manos contra su pecho, reptando delicadamente sobre la apertura de su abrigo-gabardina y la chaqueta de su traje, ascendiendo hasta el nudo de su corbata que, en un simple gesto, intenté constreñir. —¿Qué, estoy bien? —Sí —le respondí. Estaba guapísimo. —Estoy congelado —dijo, frotándose las manos antes de colocarlas a ambos lados de mi cintura —. Hace un frío… —Es enero. —No cojas frío. —No cogeré frío, no hablaré con desconocidos, no cogeré caramelos de extraños y me portaré bien. Sonrió ampliamente, sosegado. —Te veo luego Besó mi mejilla antes de cruzar unas puertas de cristal que un portero exterior se ocupaba de abrir para todo visitante.

Capítulo veintiuno El vaho escapó de entre mis labios debido al sutil temblor de mi mandíbula inferior y nada tenía que ver con las bajas temperaturas de aquella imponente y majestuosa ciudad que se abría a nosotros sin preguntar qué era lo que pretendíamos hacer allí, de dónde veníamos o si pensábamos quedarnos por mucho tiempo. Y es que ante mis ojos lucía, recto y magnificente, el segundo rascacielos más grande del estado de Nueva York: el Empire State. Un edificio cuya altura total debía rondar los cuatrocientos cuarenta metros, siendo el primero en su categoría en tener más de cien pisos, con una superficie total de doscientos cincuenta y siete mil doscientos once metros cuadrados. Se decía que sus ascensores, que eran más de setenta, podían pasar de la planta baja al piso ochenta en menos de un minuto. Era innegable que su diseño, que partía de una base constructivista evolutiva y con un visible toque moderno, podía arrebatar la respiración, porque su tamaño, entre otras cosas, impactaba. Y, por ello, el edificio era digno de contemplación y admiración, pese a que fuese un destino predilecto para el suicidio. My city of ruins de Bruce Springsteen se infiltraba en mis oídos mientras seguía admirando aquella majestuosa construcción. Era una pena, sin embargo, no poder contemplar con la misma pasión las extrañadas Torres Gemelas, en lo que se conocía como el centro mundial de comercio. Y Bruce tenía toda la razón del mundo. Aquella había sido una ciudad en ruinas, devastada por un abominable ataque, pero que había sabido reconstruirse. No sólo ella, sino todo el país junto a todos los habitantes de la gran potencia mundial. Saqué fotos del edificio con mi móvil, agradecida porque la tecnología del presente pudiese mantener un cuarto de la magnificencia de lo observado. Antes de echar un último vistazo, mis ojos se desviaron hasta una pareja que se había detenido, junto a mí, para contemplar el edificio. Entendiéndoles sin dificultad, intenté disimular el hecho de que estaba, descaradamente, escuchando la conversación que mantenían. El más alto de los dos preguntó si se sentía feliz, a lo que el otro le respondió afirmativamente con un claro “inmensamente”. Entonces, el alto, envolviéndole la cintura con los brazos, sin dejar de admirar la esplendidez del rascacielos, le decía que él se sentía feliz de ser capaz, entre otras cosas, de poder cumplir sus sueños y hacer posible tal felicidad, pues era en ella que residía la suya propia. El más bajito, con la cabeza cubierta por un grueso gorro de lana roja, se estrechaba fuertemente contra el cuerpo de su pareja, incapaz de ocultar la ternura que le había invadido. —Te quiero —se dijeron a la vez, antes de compartir una risa. El bajito se hizo a un lado, permitiendo pasar a una señora mayor quien, agradable, le dedicó una entrañable sonrisa, y, al hacerlo, quedó a mi lado. El alto volvió a rodearle con los brazos, por encima de los hombros, meciéndole con cariño. —Nuestra pequeña eternidad. —Sea el tiempo que sea —le siguió el bajito. Tras dedicarse un beso, abandonaron el lugar perdiéndose por una de esas calles que, sin querer ofender a cualquier neoyorquino, eran iguales las unas de las otras. Su pequeña eternidad me tuvo unos minutos pensando. A medida que le daba vueltas a la cabeza, oculta bajo las capas de ropa que intentaban mantenerme cálida, una parte de mí contemplaba la posibilidad de haber estado equivocada durante más tiempo del oportuno. Y, entonces, recordé las palabras de Norman respecto al tiempo, ese despiadado

malhechor con intenciones propias de su única función: seguir en funcionamiento sin detenerse en ningún momento. Todo eso fue suficiente para provocarme una sensación de desamparo. ¿Qué se suponía que era aquella pequeña eternidad? ¿Qué podía significar una pequeña eternidad en la que un sentimiento, encogido en un pequeño intervalo de tiempo, tuviese fecha de expiración? Pensándolo bien, sin embargo, con aquel frío despertando algunas de mis todavía adormiladas neuronas, la improbabilidad se había cobrado más de una ilusión en todas aquellas almas anhelando sentir lo que el cine, la literatura e incluso la música seguían deformando, por lo que, ¿por qué no? ¿Por qué no calificar la duración del sentimiento, menor o mayor, como una pequeña eternidad entre dos amantes? ¿Por qué no tener mi propia porción de pequeña eternidad? N: ¿Cómo es Nueva York? E: Mucho más increíble de lo que puedas imaginar. N: Eso, tú, cuando puedas, me das más envidia. E: ¡Y la habitación de hotel es una pasada! N: Espero que se os rompan los muelles de la cama… E: Eres más cruel cuando quieres… ¿Cómo te encuentras? N: ¿Vas a preguntármelo cada día? E: A todas horas si es necesario. N: Estoy bien. Tardarás en verme tener convulsiones. ¡Tengo tratamiento! E: Espero no tener que volver a ver cómo haces eso con el cuerpo… N: Eh, puedo ser muy sensual si quiero. E: Qué idiota eres. N: Desde siempre. Nací así… Por cierto, ¿has hablado con Bruno recientemente? E: No, ¿por qué? N: ¿Sabes que le han echado? E: ¿Cómo? N: ¿Y sabes que tu arquitecto ha tenido algo que ver? E: ¿Qué? N: Lo que lees. ¿Acaso ha pasado un neoyorquino con su bici y te ha impedido leerme con claridad? E: ¿A qué te refieres con que ha tenido algo que ver? N: Pues la verdad es que no lo sé. Betta me dijo que un tal Schäfer, reconocido arquitecto, había estado por la empresa y había liado una… E: No me dijo nada. N: ¿Y qué querías que te dijera? —Eh, Elsa, voy a hacer que despidan al capullo de tu exjefe—. Esas cosas se hacen sin decir nada. E: Joder. N: Sí, le estoy agradecido. Ha hecho lo que llevo pensando hacer hace tiempo. ¡Se me ha colado el tiparraco! E: No sé ni qué decir… N: No le digas nada. Volví hasta el edificio de la calle 34, sorprendiéndome de haber podido retomar el camino de vuelta sin sustos de por medio y sin perderme. Lukas tardó aproximadamente quince minutos en salir, con una enorme sonrisa iluminando su rostro y empequeñeciendo sus ojos debido al gesto, acompañado por tres hombres y dos mujeres.

Estrechó las manos de sus acompañantes, ilusionado, con aquella felicidad saliendo de todos y cada uno de los poros de su rostro, antes de dirigirse hacia mí, localizándome en seguida por el color burdeos de mi acolchada chaqueta. —Ha sido increíble —dijo, como si fuese un adolescente saliendo del cine tras haber visto Terminator 2. —¿Sí? Sentí felicidad. Sonreí porque él me transmitía el natural deseo de hacerlo y sentí felicidad porque así reaccionó mi cuerpo ante su éxito, ante su ilusión y su emoción. —Les ha encantado. No me han puesto ni un solo pero. —¿Significa eso que tienes vía libre? —Siguiendo las modificaciones que me proponían, tengo absoluta vía libre para explayarme a gusto. Rodeé su cuerpo con mis brazos, abrazándole, orgullosa. —Sabía que les encantarías. —Confiaba en el proyecto, en las ideas que me iban surgiendo para seguir las pautas que establecían para la renovación, pero no pensé que fuese a ser tan fácil —farfulló, exaltado por la adrenalina del momento—. No sé, creí que querrían negociar alguna de mis propuestas, como en los materiales, por ejemplo, o el cambio de suelo, pero no lo han hecho. Volví a estrecharme contra él, en este caso por la fuerza que ejercieron sus brazos alrededor de mi cuerpo. —Comemos para celebrarlo —anunció, sonriente. Le sonreí a mi turno, asintiendo con la cabeza. Mientras caminábamos, no pudimos evitar seguir hablando de ello: —Entonces, ¿te quedarás? —Falta que se aprueben unas cosas pero, sí, me quedo. La felicidad se quebró en un par de pedazos que, con lamento, intenté recomponer a medida que seguíamos caminando para encontrar un lugar en el que festejar y celebrar lo mismo que acababa de hundirme, pese a llenarme de felicidad por la suya propia. —¡Te convertirás en el mejor arquitecto del mundo! Supe que mi entusiasmo le había sorprendido por el modo en que, sin perder la sonrisa, me contemplaba silenciosamente. —No lo creo. Existen muy buenos arquitectos —dijo—. Frank Gehry, Zaha Hadid, Richard Meier y Daniel Libeskind, por ejemplo. Libeskind es quien se ocupó de la construcción de la Torre de la Libertad, terminada en el 2014, aquí, reemplazando parte de las Torres Gemelas. —Y a esa lista se le sumará tu nombre. —O el tuyo en unos años. Agarró mi mano y llevó el dorso de ésta a sus labios. Besó la piel con suavidad y, en un gesto, me invitó a entrar en un restaurante mejicano. No pude evitar reírme cuando descubrí la nacionalidad de la cocina. Decidimos compartir un entrante de nachos con guacamole y, a mi turno, pedí unos burritos de pollo asado con queso mientras que él, más dubitativo que yo, terminó decantándose por un plato elaborado con carne asada, verdura, piña, plátano y manzana junto a una salsa de tomate frito con cebolla. Pidió una cerveza y yo me contenté con una botella de agua. —Vivirás como un neoyorquino —dije, rompiendo el silencio, mostrándome encantada con la

idea—. ¿No estás emocionado? ¿Lo sabe ya Iris? —No tan deprisa… —Tendrás que buscar un apartamento por aquí, ¿no? —De eso se ocuparán ellos, probablemente. —Tendrás que mejorar el ocultar tu acento y deje… —¿Qué tiene de malo mi acento? —Golpeó mi espinilla suavemente, entrecerrando los ojos—. Es un deje bonito. —Me gustas mucho pero tu idioma es de todo menos bonito. —Eso es porque no sabes apreciarlo… —¿Estás emocionado? —Le pregunté, disminuyendo la sonrisa. —Estoy muy contento con el proyecto. —Me siento muy feliz por ti. —Y me hace feliz poder compartirlo contigo. Cruzó sus brazos por encima de la mesa, encogiendo ligeramente los hombros en aquella postura, sin dejar de mirarme con aquella dicha irradiando por sus ojos. —Tengo la tarde libre —anunció—. Mañana por la mañana debo ir al teatro y quiero que me acompañes, pero, después de comer, tenemos todo el resto del día para nosotros —añadió—. ¿Qué es lo que te apetece hacer? Antes de que pudiese responderle, volvió a hablar: —Por descontado, saldremos a congelarnos a la calle para visitar un par de cosas, si no estás muy cansada —sonrió, tan animado que me sentí triste de querer abarcar un tema en concreto. —No estoy cansada, estoy bien. —Estoy emocionadísimo. —Y no sabes cuánto me alegro de ello. Le escuché hablar del proyecto una vez más, interesada y contenta de poder conocer todos los detalles con los que quería enfrascarse en aquella renovación. No me pesaba verle tan feliz, tan entusiasmado con lo que se le venía encima en los próximos meses, porque sentía que era justo, que era un éxito que se merecía, que su trabajo merecía la pena y que todo el tiempo empleado no debía ser en vano. Y aun así, convenciéndome de que aquello era lo mejor que podía sucederle, sintiéndome satisfecha y alegre de ver que su trabajo tenía frutos en el exterior, me sentía la persona más horrible del mundo por no comprender su emoción al dejarme atrás en aquella aventura. Porque eso era lo que iba a ocurrir. Era lo que siempre había estado destinado a suceder. —Simplemente no me creo que vaya a pasar. Tampoco yo lo creía, era un hecho. Seguía intentando controlar las contradicciones que, ávidamente, se superponían en mi interior. Cuando terminamos de comer, desviando el tema al proyecto expresionista que ya había podido entregarle a quien fuese mi supervisor universitario, todavía a la espera de su contestación, nos dirigimos al exterior para que Lukas pudiese fumarse un cigarrillo, caminando a paso tranquilo de vuelta al hotel. Recordaba haber estado dispuesta a dejarlo todo por el sueño. Recordaba haberle dicho que sí al viaje por disfrutar de unos cuatro días soñando la más bonita de las locuras, creyendo ser capaz de mantener mi propia cordura y evitar una nueva herida en mi orgullo. Por recordar, recordaba incluso haberme aferrado a la idea, como bien había dicho, de mi incapacidad para encontrar el amor y caer de bruces ante el magnificente sentimiento. Tan magnificente era que, justo cuando percibía que ya

era muy tarde para echarme atrás e insistir en tal falsa incapacidad, el sentimiento estallaba hasta, como una metralla, atravesarme. —Estás muy callada. Sentí su cuerpo a mis espaldas y noté cómo sus brazos buscaban la posición oportuna para rodearme con cariño. Irónicamente nos encontrábamos ante el Empire State del mismo modo en que habían estado antes aquellos dos hombres. Le había escuchado hablar del edificio, contarme parte de su gran historia, enumerarme datos arquitectónicos que desconocía y explicarme qué era lo que, a sus ojos, lo hacía tan hermoso. —¿Qué es lo que ocurre? Volvió a hablar. Esta vez más cerca de mi oído. No tenía claro si admitirle aquel extraño comportamiento entre mis neuronas, alteradas y angustiadas por el extraño revuelo en mis entrañas, o bien, por otra parte, salir de la situación utilizando el tema de Bruno que, a fin de cuentas, no me pesaba lo más mínimo. No deseaba ningún mal a nadie, pero la naturaleza era sabia. —Estoy sin palabras. —¿Por lo que ves? Asentí con la cabeza, acomodándome contra su pecho y colocando mis manos sobre las suyas, trenzadas a la altura de mi bajo vientre. No me sentí bien mintiéndole. Me consideraba una persona que, honesta, intentaba suavizar la sinceridad para que ésta no impactase brutalmente contra nadie, pero no estaba en mi naturaleza mentir o engañar respecto a mí misma, respecto a mis emociones. No obstante, lo acababa de hacer. —¿Quieres subir? —¿Subir? —Pregunté, sin entender. —A los miradores. —Creo que deberíamos haber hecho cola mucho antes. —Echaremos un vistazo. No me equivocaba. Había una enorme cola ante nosotros. —No tenemos nada mejor que hacer, ¿no? Me dio un ligero codazo, risueño. Era cierto, no teníamos nada mejor que hacer. Al menos no de forma conjunta porque lo cierto era que, por mucho que me esforzase en mantenerme en aquella nube con él, mi cerebro iba a mil por hora. ¿Qué iba a hacer conmigo? ¿Qué iba a ser de mí? ¿Por qué había ocurrido? ¿Por qué en ese momento, en aquel lugar y bajo aquellas circunstancias que, realista, sabía que iban a importar más de lo que me pugnase en discutir? —¿En qué estás pensando? En ti y en qué va a ser de mí. —Sigo sin creerme que estemos en Nueva York —dije. Y volví a sentirme horrible por ello. Quería y deseaba serle franca, abrirme a él y admitirle todo lo que me obligaba a callar por el motivo que fuese. En mis planes entraba serle sincera, hablarle con honestidad y demostrarle, así, que había una gran parte de mí que le era mucho más que fiel o leal. —Lo volveré a intentar —murmuró, bajo el runrún de las voces a nuestro alrededor en aquella interminable cola—. ¿Qué es lo que ocurre, en qué piensas? Me estaba dando una oportunidad y, al mismo tiempo, pedía, pacientemente, que compartiese mis pensamientos con él.

—¿Has pensado en ello? —¿En qué? —Preguntó, aflojándose el nudo de la corbata. —En vivir aquí. —Sí. —¿Es una idea que te gusta? —Una idea a la que puedo acostumbrarme —prefirió. —¿No extrañarás nada de…? —Es eso —afirmó, con celeridad—. ¿Te preocupa? —No, lo que quiero decir es que… —¿Qué…? —¿Pensarás en mí? —¿Lo estás preguntando por algún motivo? Me encogí de hombros, restándole una importancia que para mí, realmente, sí tenía. Al menos sí la tenía ahora. —¿Lo harás? —Insistí, inmutable. —Ha sido una experiencia que recordaré con mucho cariño. Mis pestañas cometieron un nervioso movimiento al escucharle hablar y aguanté la respiración, momentánea e inconscientemente. —No creo que pudiese olvidar nada que tuviese que ver contigo. A estas alturas… mira dónde estamos —dejó escapar, en un suspiro—. Lo que hemos compartido durante este tiempo, corto para algunos pero mucho más que significativo para ti y para mí, es algo que permanecerá en mí por mucho que nos distanciemos o nuestros caminos se desvíen. Así que sí —añadió—. Te pensaré mucho, Elsa. Se inclinó para besarme y, antes de hacerlo, antes de juntar sus suaves labios con los míos, aproximando su barba de muy pocos días a mi piel, susurró: —Y te echaré mucho de menos.

Capítulo veintidós El fugaz ascenso hasta el piso ochenta y seis consiguió ponerme la piel de gallina, provocando que mis tripas treparan hasta la tráquea en tan solo un instante. Todo el mundo parecía divertido con la sensación de hormigueo, de cosquilleo en el interior de sus estómagos, pero a mí llegaba incluso a preocuparme la prontitud con la que nos habíamos dirigido hacia el primer mirador del rascacielos. Sin querer imaginarme cómo sería el descenso, rodeada de turistas que, como yo, yacían empapados de aquella gran ciudad, —conmocionados por no creer todavía estar moviéndose por las calles de un lugar representado, infinitas veces, en televisión—, me quedé quieta ante el movimiento de la mano de Lukas, invitándome a salir. Me encaminé directa hacia la aglomeración de personas pero sujetó mi brazo, tirando de mí hasta desviarme del camino. —¿Qué pasa? —Nosotros vamos a otro sitio, schön. Las puertas automáticas cerraron tras nosotros y, en lugar de seguir a la multitud, terminamos frente a lo que parecía ser un ascensor de funcionamiento manual, junto a un operario que, con una enorme sonrisa, nos invitaba a subir. —¿Y adónde dices que vamos? —Arriba. —¿Y crees que es seguro? —Completamente —dijo, a su turno, riendo. No sabía si concentrarme en contar los pisos restantes hasta llegar a la cumbre del edificio o si era preferible escuchar cómo el operario intentaba hacer entender su labor a Lukas, pero lo cierto es que, más rápido de lo esperado, llegamos hasta el piso 102 que, para nuestra sorpresa, estaba bastante vacío. —¿Qué has hecho, has conseguido que todo el mundo abandone el mirador para nosotros? Mi ocurrencia le pareció divertida y supe que era porque todavía no sabía que yo conocía su implicación en el despido de Bruno. Pronto, para responder a mi comentario, entraron un grupo de cuatro personas y, minutos más tarde, una pareja asiática. —Como ves, nada de eso. Se encaminó hacia los cristales que permitían la contemplación de la ciudad empequeñecida por la altura, apoyando una mano a un lado y dejando escapar un profundo suspiro. Le entendía. Sabía que estaba observando toda la ciudad, todos los edificios, grandes o pequeños, desde un prisma totalmente distinto al de, por ejemplo, la pareja que nos acompañaba con problemas técnicos en su audio-guía. —Es alucinante. —¿Crees que algún día harás algún proyecto como este sitio? —Siempre aspiro a trabajar con buenos contratistas y financiadores por lo que sí, al menos espero poder hacerlo. —Nunca te he preguntado cuál es tu estilo preferido. —No, no lo has hecho. —¿Cuál es? —El neoclásico. —¿Ese es tu preferido?

—Sí. —¿Por qué? —¿Has estado en Múnich? —No —le respondí. —Existe un museo conocido como la Gliptoteca de Múnich que, en un primer momento, fue un monumento a la antigua Grecia. Un lugar en el que representar la arquitectura de los griegos y su cultura —narró, sin separarse del cristal pero prestándome atención—. El rey Luis I de Baviera conservó y coleccionó numerosas obras de arte griegas de distintas épocas que, en mayor o menor medida, permanecen todavía en lo que ahora se ha formado como museo. —Buena clase de Historia, señor Schäfer, pero eso no responde a mi pregunta —le di un suave codazo, apoyada contra uno de los marcos de la ventana. —Es una lástima que no hayas estado en Múnich. Entenderías por qué es mi estilo preferido. Sin ir más lejos, ¿has estado en Burdeos? —No… —El Grand Theatre es precioso —susurró—. Durante el atardecer lo iluminan unas preciosas luces que, en contacto con la cimentación, le dan un toque bohemio sublime. —Has viajado un montón. —Lo de Múnich no cuenta. Soy alemán. —¿Burdeos? —Es precioso —insistió. —Conozco el panteón de París —dije. —Terminado en la revolución. —Es muy bonito. —¿Cuál es el tuyo? Desvié la vista a la ciudad que impactaba incluso desde tan arriba, incluso encogida por la distancia, pensando mi respuesta. —El gótico. —¿Y por qué? —¿Has estado en España? —Sí —respondió. —¿En Barcelona? —Sí. —¿En la catedral de Santa Eulalia? Le vi disimular una sonrisa y asintió. —Sí, la catedral de Barcelona —respondió. —¿Y me preguntas que por qué? Me miró. Con orgullo, emoción, ternura, ¡un sinfín de cosas que…! Me miró y, sin saber cómo, el resto del mundo dejó de existir. El ruido exterior dejó de sonar para mis oídos y, simplemente, sin venir a cuento, todos desaparecieron para mí. —Un día… recuérdame que viajemos. —¿Que viajemos? ¿Así, sin más? —Tengo que llevarte a una catedral que te encantará. —¿Y cómo sabes que lo hará? —Si te gustó la de Barcelona, lo hará.

—¿Por qué? —Porque tiene de las bóvedas más bellas que he visto. —¿De veras? No entendí por qué mi tono había parecido tan sugerente pero me limité a seguir manteniendo mis ojos en la dirección de los suyos. —De veras —contestó, en un nuevo susurro. —Sorpréndeme. —La catedral de Santa María. —Sevilla —murmuré. —Premio para la chica guapa de mandíbula marcada. Golpeé su brazo, poniendo los ojos en blanco y sonriendo. —No estamos admirando las vistas —musité. —Créeme, yo sí estoy haciéndolo. Sentí el rubor cubrir mis mejillas pero era demasiado tarde para mostrar un ápice de vergüenza con él. —Esto es lo que pasa cuando hay conexión. —¿Hm? —El poder hablar con alguien de algo que me fascina sin tener la sensación de estar siendo cargante y aburrido. —Eres muy interesante. Al menos a mí me lo pareces. —Eso dijiste en el pub aquella noche. —Pues, como habrás visto, lo reitero. —¿Qué está pasando, Elsa? No tenía la respuesta a eso. Si hablaba de lo que imaginaba que hablaba, no tenía el modo de sosegar su intranquilidad ni la capacidad de razonamiento al respecto. —¿A mí me lo preguntas? —Si me lo pregunto a mí mismo una vez más… No te imaginas la de vueltas que me da la cabeza al respecto así que si me lo cuestiono un poquito más… Dejó su frase a medias a conciencia, pues, seguramente, ninguno de los dos quería saber qué era lo que le seguía a eso. Fue un simple suspiro que dio por finalizada nuestra conversación. Era complicado definir Nueva York con unas palabras que no terminasen repitiéndose por su significado y, aunque estaba capacitada para numerar adjetivos calificativos del mundo arquitectónico, la ciudad conseguía, sin esmero, arrebatarme toda aptitud para ello. Desde el mirador más alto del rascacielos era capaz de asegurarme las vistas más extraordinarias de gran parte del lugar, resguardada, a su vez, del frío, cosa que no ocurría fácilmente en el piso ochenta y seis, en la primera azotea. E incluso teniendo todo aquello delante de mí, a mi disposición visual, sólo era capaz de castigarme por no estar siendo sincera con él. Y lo peor de todo era que queriendo evitarlo no hiciese más que provocarlo. Provocaría que nuestra estancia fuese más difícil, menos bonita, mucho menos agradable y…, no, no era lo que quería. Tras fotografiarnos mutuamente desde aquellas ventanas, en tal hermoso atardecer, dando paso a la gélida noche, descendimos en el mismo ascensor de funcionamiento manual hasta llegar al piso ochenta y seis. —¿Quieres que le echemos un vistazo? —Si no nos congelamos…

—Al menos tenemos suerte que no nieva —replicó—. Venga, vamos. Terminó abrazándome para salir al exterior, en aquella enorme azotea que todo el mundo recordaba no sólo por la película de King Kong pero también por el Ford Mustang aparcado en él. Al contrario que en la planta 102, allí sí estuvimos acompañados de una moderada multitud que, en un mejunje de idiomas, se impacientaba por tomar fotos de las vistas, alucinando por la amplitud del destacado y célebre edificio. Sacó su teléfono móvil, habiendo vibrado en el bolsillo interior de la chaqueta de su traje y me limité a quedarme prendada de las vistas, exteriores, mucho más impactantes, mucho más cercanas, sintiendo el vendaval de la altura y el temporal despeinar mi cabello, sacudiéndolo contra un lateral de mi cara. —¿Nos sacamos una foto? Empezaba a estresarme la cantidad de gente inconsciente que, como nosotros, había decidido pasar frío en una de las azoteas del Empire State Building, pero, al mismo tiempo, no tenía intención de marcharme sin llevarme un buen recuerdo visual de aquello. Y, la verdad, su propuesta me pareció indicada. ¿Qué había mejor que una fotografía de aquella panorámica? —¿Juntos? —Le pregunté. —Sí. Pensé que pararía a alguno de los emocionados turistas para que nos sacara una foto a ambos pero, en lugar de eso, tendió su brazo para enfocar la cámara frontal del móvil y no tardamos en salir en la pantalla de su teléfono, en grande, luchando para que el viento no hiciese de las suyas y estropease la foto. Intenté por todos los medios que mis mechones permanecieran a ambos lados de la cabeza pero el arduo trabajo no pareció ser efectivo. —Deberíamos sacar otra —le dije. —¿Tú crees? Tendió el teléfono hacia mí, mostrándome la instantánea y me eché a reír por cómo mis mechones habían llegado incluso a tapar parte de su barbilla. —Definitivamente, ¡sí! Asintió, aceptando la propuesta y volvió a tensar el brazo para, de nuevo, sacarnos una fotografía a nosotros y, por descontado, al paisaje que se extendía tras nuestros cuerpos. Sonrió por conseguir sacar una imagen de nuestra estancia allí, una prueba de nuestra presencia en aquella ciudad que, por diversos motivos, formaría parte del baúl emocional de nuestros recuerdos. Esos mismos recuerdos que se ocuparían de instaurar memoria en una historia. Durante el trayecto de vuelta al hotel, cogiendo nuevamente el metro, expectantes de poder refugiarnos en la calidez de nuestra habitación, se abrió a mí para comunicarme cuánto sabía que había fallado en su matrimonio. Le escuché evitando preguntarme qué era lo que le había llevado a querer hablar de ello, dejando la curiosidad a un lado y centrándome en el peso que aquello provocaba en él. Se mostraba firme en cuanto al divorcio pero sabía que le había dedicado demasiadas horas a lo que él no contemplaba como un simple “trabajo”. Porque él lo decía, lo admitía y repetía: “este no es un empleo, no es el trabajo de mi vida; lo que hago es lo que soy”. Cuando el lamento llegaba a él, por el divorcio o la presión psicológica a la que se veía sometido por parte de Esther, añadía un entristecido: “y es lo único que sé hacer”. Estaba equivocado pues yo sabía que sabía hacer muchísimas más cosas que elaborar, diseñar y plasmar proyectos. Era más que consciente de que él era mucho más que unos planos, unas ideas o

unos estilos arquitectónicos. Lo que ocurría, lo que otras personas quizá no entendían, era que eso fuese su vida. Una pasión que decidía vivir a diario, sin rendirse, buscando dejar marca en su paso por el cosmos al que habíamos sido destinados. Era un afortunado. Una lástima que, en ocasiones como esas y por terceras personas, olvidase que era de aquel grupo reducido que sacaba provecho de esas horas que empleaba en ocuparse de su remuneración laboral. Me encogía el pecho ver que, superando cualquier sentimiento hacia la que había sido la mujer de su vida —y madre de su única hija—, cargase sobre sus hombros el peso de unas malas decisiones que en su momento no fueron más que tomadas por el bien de lo que era su vida, en mayor o menor medida. Él no había terminado con su matrimonio porque, según lo que me había contado, estaba dispuesto a seguir viviendo una terrible vida conyugal por su única hija, a la que adoraba por encima de todo y a la que pretendía hacerle entender la importancia del disfrute de lo que uno hacía día tras día. Y por lo que había entendido, había estado incluso dispuesto a aguantar la amargura sentimental de su relación por el bien de terceros, por el bien de una unión familiar que sabía que, en cierto modo, había desquebrajado por su pasión. Él era conocedor del tiempo que dedicaba y destinaba a su profesión. Era juicioso consigo mismo y sabía que había tomado decisiones que, como todas, traían consigo unas repercusiones, unas consecuencias que diferían del gusto de cada uno. Y aunque no buscaba culparse, pues no creía tener culpa, no podía evitar preguntarse si todo hubiese podido ser diferente mediante la toma de una decisión bien opuesta, con una distinta lista de prioridades. —Por supuesto que hubiese cambiado —dije. Puse los ojos en blanco al cruzar el umbral de la puerta de la habitación, deshaciéndome de la chaqueta con impaciencia pues el calor del edificio ya había conseguido entibiarme. Lukas siguió mis pasos, deshaciéndose del largo abrigo y colgándolo en la percha de la entrada. Acomodé mi trasero sobre la cama, frotándome los muslos con las manos y observando cómo quedaba ante mí, apoyado contra el armario empotrado, cruzándose de brazos por comodidad, todavía atento a mis palabras. —Es el efecto mariposa —seguí. —Podría haberlo hecho de otro modo. —Sí, podrías, ¿y qué? ¿De qué sirve siquiera que te lo plantees a estas alturas? —Hubiese salvado mi matrimonio. —Tu matrimonio estaba destinado al fracaso —espeté sin pensar en la dureza de mis palabras—. ¿De verdad vas a decirme que, después de todo lo que me has contado sobre Esther y vuestra relación, hubiese apostado un centavo por ella? —Yo también podría haber hecho las cosas mejor, Elsa. —Tu vida es esta. —Mi vida no debería depender de un trabajo. —No es un trabajo. —Sí, lo es —masculló, con pesadumbre. —¡No! ¿Qué era eso que me dijiste cuando nos reencontramos? Dijiste que las personas como nosotros no saben dedicarse a otra cosa. Esto es lo que somos —gesticulé bruscamente, poniéndole énfasis a mis palabras—. No podemos negarnos a quienes somos. Él no pareció convencido por mis palabras, mostrándose dubitativo al respecto con una rápida y leve mueca. —¿Recuerdas que me dijiste que si tenía la necesidad de comunicarte algo podía hacerlo libremente?

Asintió con la cabeza, atento a mis palabras, tras haber frotado sus manos y exhalado aire sobre ellas. —Admiro a mis padres por quienes son y, sobre todo, por cómo me han hecho ser a mí, por cómo me han educado, por todo lo que me han aportado, con unos valores que muchos querrían y con un carácter propio. Si crees que lo que valoro de ellos es el tiempo que han invertido en mí, te equivocas, porque, durante más o menos tiempo, han destruido los muros que me impedían salir a correr, han acabado con los monstruos que me creaban ansiedad y han sido los únicos que, viendo lo peor de mí, conociendo todos y cada uno de mis defectos, han seguido queriéndome incondicionalmente, apostando por mí —necesité destensar mis hombros para seguir con mi exposición, cogiendo una bocanada de aire—. Venga ya… Dudo que no estés satisfecho con tu trabajo como padre. Porque tu exmujer crea que podrías haberlo hecho mil veces mejor no significa que esté en lo cierto. Podrías haberlo hecho mil veces mejor como también podrías haberlo hecho mil veces peor, pero, sea como sea, lo que importa para tu hija no es el tiempo que hayas invertido en tu trabajo o el tiempo que le hayas dedicado a ella, sino lo que hayas hecho durante esa duración. Lo sabes… Sabes que el tiempo es algo relativo. Lo que para uno no son más que cinco segundos, para otros pueden ser el principio de un incontrolado romance —respiré profundamente, preguntándome si algo de lo que decía tenía sentido—. ¿Entiendes que es lo que intento decir? Porque, de verdad, sólo busco expresarte que no importa cuánto tiempo le hayas dedicado a tu trabajo porque para ti no habrá sido tanto y para otra persona puede que haya sido excesivo, una barbaridad, demasiado, ya sabes… Y no puedo entender cómo alguien querría cortarle las alas a tal hermoso pájaro. Cuando le vi descruzar los brazos, me sorprendió ver que la expresión de su rostro era totalmente distinta a la anterior. —Verás, no es por nada pero… creo que tu definición de amor, la que me diste esta mañana, difiere de lo que me cuentas sobre Esther y sobre ti. Por lo que me has contado, no creo que ella sintiese todo lo que enumeraste. Sólo has de recordar que, en lugar de entender qué tipo de vida querías llevar, de apoyar la pasión con la que te esfuerzas día tras día, de avivar esa particularidad que no todo el mundo tiene de forma vocacional, decidió cerrarse en banda, traicionada por creer que podía ser lo primero en tu lista cuando seguramente ya lo era, sólo que no del modo en que quería. Me sentí cruel por pensar de ese modo, por hablar así de la madre de una amiga, de la exmujer de mi amante, de la lejana amiga de mi madre y quise, de algún modo, maquillar tales pensamientos. —Quiero decir que… Se inclinó bruscamente hacia mí, adaptando sus manos contra mi rostro, tomándome de él sin previo aviso, para unir su boca a la mía y prolongar en un tierno y pertinaz beso. Pese a la intensidad con la que sus labios presionaban los míos, sentí que no se trataba de un beso delicado, de fugaz afecto, como los que me había regalado sin más en nuestra aventura turística. Tampoco era un beso cuya fogosidad fuera a dar paso a una estricta necesidad física entre nuestros cuerpos. Cuando me besó, acallando mi intento de retractarme de algunas de las palabras malsonantes, comprendí que en aquel acercamiento, en ese mismo gesto, hacinaba toda la sensibilidad del mundo. La yema de su pulgar rozaba la comisura de mi labio cuando, separándose escasos milímetros de mi boca, susurró: —Todo lo que enumeré esta mañana iba destinado a ti. Me dejé ante sus ojos y supe que estaba perdida. —¿Qué? —No puedo seguir engañándome, Elsa —se encogió delicadamente de hombros, resignado—.

¿Qué puedo hacer? No es como si pudiese evitarlo cuando ya ha sucedido, sin darme tiempo a preverlo o considerarlo —apretó los labios fugazmente y dejó escapar un profundo suspiro, manteniéndose con una entristecida sonrisa—. También yo tenía las cosas claras, pero, aun así, no contaba con contratiempos. No concebía la posibilidad de que trascendiese —se detuvo unos segundos y, mirándome fijamente a los ojos, añadió: —Sólo pretendo ser sincero contigo. Su sinceridad había puesto en marcha mi nerviosismo, el mismo que acababa de construir, de la nada, una montaña rusa cuyo inminente primer descenso, en una aterradora pendiente, iba a hacer mucho más que arrebatarme el oxígeno. Necesité tragar saliva por ello, aferrándome a la esperanza de que, fuese lo que fuese lo que nos estuviese ocurriendo, se tratase de algo reversible. O no. ¿Por qué? También yo tenía derecho a aquella pequeña eternidad. —Puede que todo lo que me has dicho hace un momento haya estado fuera de lugar —se adelantó, antes de permitirme hablar—. Hubiese preferido ignorar tu opinión al respecto porque, de una forma u otra, sé que lo que tú opines estará condicionado por lo que sea que estés sintiendo. Si es que no me equivoco y tú sientes algo similar. —No he hablado para regalarte los oídos —le dije. —Eso ya lo sé. —He dicho todo eso porque es lo que pienso. —Sí, Elsa, pero no debería ser así. —Tú eres el que insiste en que me abra a ti —susurré—. Llevas insistiendo, por activa y por pasiva, descarado y disimulado, para que hable libremente de lo que sucede. —¿Y qué es lo que sucede? —No lo sé, ¿qué crees que sucede? —Elsa, yo sé qué es lo que ocurre entre nosotros. Es algo que he experimentado con anterioridad. Lo que no sé es si tú puedes decir lo mismo. —Nos estamos enamorando. —No. Negó con la cabeza sonriendo de un modo que no supe descifrar. —¿No? —Quedé descolocada. —Es posible que antes creyese estar enamorándome —farfulló—. Ahora, después de todo, lo sé. Sé que lo estoy. No podía hablar por él pero, sin lugar a dudas, Nueva York dejaría huella en mí. —¿Qué es lo que vamos a hacer? —me atreví a preguntar. —No tengo ni idea. —¿Cómo se para? —No se para, Elsa —se sentó a mi lado, sobre el colchón, antes de dejarse caer hacia atrás con los brazos por encima de su cabeza—. No se puede parar.

Capítulo veintitrés A la mañana siguiente, desperté arropada entre sus brazos, habiéndonos quedado dormidos tras unas prolongadas horas en silencio, despiertos, abrazados el uno al otro, sin pronunciarnos más al respecto. Seguramente, al igual que yo, Lukas había aprovechado ese tiempo para pensar en sí mismo, contemplando las idioteces que habíamos cometido y que nos habían llevado hasta donde estábamos. Al abrir los ojos, le descubrí boca arriba, todavía respirando profundamente, con el rostro levemente ladeado hacia mí, durmiendo con una tranquilidad que difería de la tensión que habíamos vivido la noche anterior, con una confesión por su parte y la ausencia de una negación por la mía. Y sin poder contenerme, sobre todo porque no encontraba motivos para detenerme o impedírmelo, moví la mano y acaricié suavemente, con la yema de mis dedos, el descenso de su mandíbula inferior hasta la barbilla, sintiendo la barba de pocos días rascar delicadamente mi propia piel. Lo que había empezado siendo una mera atracción física y sexual había terminado convirtiéndose en un poderoso sentimiento de equilibrio, seguridad y complementariedad. Y lo había hecho en el corto curso de aquellos días en los que, ajenos a la posibilidad de ser víctimas y esclavos de nuestras propias barreras, seguimos profesándonos atenciones. Por lo que no podía decir no sentir terror ante la simple idea de estar adentrándome en una esfera de la que sabía que saldría herida. Mas no era ninguna idea preconcebida al sentimiento que no había descubierto hasta hacía pocas horas; era la constatación de un hecho que, tarde o temprano, en un futuro inminente, me sobrecogería. Sin embargo, no por sorpresa. Incluso sin estar preparada para la intensidad o el nivel de desamparo, tristeza o desconsuelo, era algo que no me cogería por sorpresa. Le había admirado desde que tenía uso de razón. Iris siempre le había restado importancia en todas nuestras conversaciones en el instituto, pero una parte de mí siempre había estado atenta a las técnicas que mostraba cuando, en algunas conversaciones, salía a relucir su trabajo y, desgraciadamente, el tiempo que invertía en él. Y recordaba haber querido aprender de él, desde joven, pese a que su hija y yo pasáramos más tiempo en mi casa que en la de ellos, y, por lo tanto, no tuviese nunca la oportunidad de admitirle mi entusiasmo por su pasión. Había admirado su proyección personal desde que le había escuchado hablar y argumentar todas esas ideas que su brillante y apasionante conocimiento le proporcionaban, sin faltar a una originalidad particularmente fundada en sus características preferencias en el sector. Y conseguía recordar el frenesí con el que intentaba plasmar todos y cada uno de esos planteamientos. Ahora le miraba con otros ojos. Seguía siendo aquel modelo a seguir en el mundillo. Seguía siendo el arquitecto que más emoción le ponía al concepto de arquitectura. Seguía siendo muchas de las cosas que, en su momento, hacía años, ya era, pero, ante todo, obviando todas las facetas profesionales de las cuales podía beneficiarme, era la primera persona que, por suerte o por desgracia, me hacía descubrir tal desafortunado sentimiento. Esperé sentada sobre la tapa de la taza del váter y cuando el teléfono móvil vibró, acepté la llamada mediante conexión Wi-Fi. —¿Qué es lo que pasa? La suave y raspada voz de Norman resonó al otro lado. —¿Lo sabías? —¿El qué? —Que pasaría.

—¿De qué estamos hablando? —De Lukas y de mí. —¿Que pasaría el qué? —Confesó sus sentimientos anoche —susurré. —¿Lo hizo? —Eso he dicho. —No sé si me alegro o si, por lo contrario, me molesta —antes de que pudiese responderle, prosiguió: —Sea como sea, ¿cómo te sientes tú al respecto? —Tengo miedo —le respondí. —Sí, eso me has dicho por mensaje pero, ¿de qué exactamente? —Si duele cuando tú y yo tenemos problemas, ¿cómo va a doler si tengo tales sentimientos que me nublan la razón y me impiden ver con claridad? —Elsa, eres una persona, ¿lo recuerdas? Eres un jodido ser humano. Y aunque te dé por proponerte a ti misma las cuestiones más filosóficas de la era de los pensadores griegos, eres lo que sientes y lo que haces, no lo que piensas. —¿Qué se supone que significa eso? —Ahogué un jadeo, ocupándome rápidamente de eliminar el rastro de una silenciosa lágrima. —Significa que nunca, bajo ningún concepto, serás lo que piense tu cabecita. Si te guías por tu piel en cosas como el sexo, ¿por qué no te guías por ella también en lo demás? —Planteó, sin altanería alguna—. Somos más que unos simples pensamientos y, aunque tus cacaos mentales son interesantes y muy válidos, deberías empezar a guiarte por otras fuentes fiables. Lo sensacional de ser lo que somos es poder sentir incluso sin necesidad de cuestionarnos qué es lo que estamos sintiendo. Y tenemos esa capacidad, Elsa, por más que te obceques en preguntarte por qué, cómo o cuándo —desarrolló de forma directa—. ¿Crees que todo se basa en un espasmo eléctrico teniendo lugar en tu cabeza? Déjate de raciocinios, razonamientos y preguntas introspectivas que no harán más que hundirte e impedirte vivir lo que a tu edad ya empieza a tocarte. Tía, los animales no piensan en el peligro… lo sienten. Se trata de un instinto. Y el instinto no se medita ni se reflexiona, se percibe. No le respondí porque sus palabras habían llegado a provocarme un encogido y silencioso llanto, pero, en la distancia, sin necesidad de pronunciarme, le di la razón, asintiendo con la cabeza. —No llores —murmuró—. Estás demasiado lejos y me parte por dentro sentir que no puedo consolarte. —No es consuelo lo que necesito. —¿Qué es? —Aferrarme a lo que me has dicho. —Soy un tipo listo cuando quiero, ¿eh? Reí por lo bajo, en una simple exhalación de aire. —Eres bastante más que eso —le admití. —¿Qué es lo que sientes por él? —Las mismas cosas que él dice sentir por mí, creo. —¿Eres consciente de que has debido hacer cosas muy malas en una vida anterior? —¿Qué, por qué dices eso? —Porque no te has enamorado en la vida y, en tu primera vez, vas y te enamoras de un tipo que podría ser tu padre. —No empieces… —Es, como poco, un chiste del universo.

—A mí no me hace gracia. —A mí tampoco —admitió, en un suspiro—, pero espero que cuide de ti como mereces. Se hizo un silencio poco habitual entre nosotros y mi estómago se encogió automáticamente. —Te echo de menos —murmuré. —También yo. Colgó tras un nuevo momento silencioso entre nosotros y me quedé con el teléfono móvil entre las manos, frunciendo la nariz y cerrando los ojos para contener las pocas lágrimas que se habían quedado a medio camino. E: “Te quiero más de lo que consigo comprender.” N: “¿Cuántas veces tendré que repetirte que dejes de intentar comprender, reflexionar, pensar y demás? También yo te quiero y no me pregunto por qué. Te quiero y punto.” Caminé hacia la cama de nuevo pero, desde la apertura del cuarto de baño, percibí la silueta del cuerpo de Lukas junto a la ventana, un poco abierta, fumando un cigarrillo. Sentí el frío colarse por la apertura y, tomando el edredón de la cama deshecha, me aproximé a él para colocarme tras él y rodear nuestros cuerpos con la colcha. Antes de decir nada, besé su hombro desnudo. —Buenos días. Agradeció mi gesto, alzando un brazo que me permitiese moverme hasta un lateral de su cuerpo. De ese modo, lo dejó caer tras mi nuca, abrazándome con él mientras mis brazos rodeaban su cálido torso. —Buenos días, schön. Aquel apelativo cariñoso que utilizaba para referirse a mí empezaba a ser música divina para mis oídos. —Estaba hablando con Norman. —Lo he imaginado —dijo, echando el humo por la boca. —Y aunque me ha convencido de no plantearme todas esas cosas que me abaten sin que me dé cuenta, creo que podríamos pecar de egoístas si proseguimos dejándonos llevar de esta forma. —Puedo prometerte que he estado toda mi vida intentando complacer a los demás al mismo tiempo que a mí mismo —volvió a llevarse el cigarrillo a los labios—. Es imposible. Nunca se es suficientemente bueno para ello. Pero respeto cualquier decisión que tomes al respecto, Elsa. Los dos sabemos que esto puede terminar aquí, ahora mismo. —Dijiste que podríamos hacernos mucho daño. Lo dijiste desde el principio. —Supe que tendrías ese poder. —¿Ese poder? —El de herirme. —Eso no es un poder —mascullé—. Es una puta maldición. Apagó el cigarro en el interior del cenicero de cristal y, tras hacer aspavientos con la mano, cerró la ventana con la misma. —Si quieres que te sea sincero, ya de buena mañana, creo que es un disparate —afirmó, sin reparo—. Lo creí desde el primer momento. Existe una considerable diferencia de edad entre nosotros, estoy en proceso de un divorcio que no termina de ver la luz, es posible que pronto me asiente en esta ciudad para trabajar y tú… Eres una brillante joven que ha tenido tan poca experiencia que le ha bastado conmigo para, desgraciadamente, descubrir qué es ese sentimiento del que tanto hablan y que, francamente, puede incluso estar sobrevalorado —añadió—. Anoche estuve pensando antes de caer rendido escuchando cómo bisbiseabas por lo bajo mientras dormías. Creo que los dos estamos de acuerdo con que el principal objetivo de este viaje era aprender, visitar y, en su medida,

fingir que todo era un sueño. Pretender que lo que ocurriese entre nosotros no fuese más que una aventura de la que salir ilesos después. —Sí. —Puede que nos hayamos dejado llevar de más. —Sí. —Y puede que queramos seguir dejándonos llevar. —Sí… —Propongo que nos disfrutemos el tiempo que dure el viaje. No me di tiempo a mí misma para pensar y respondí: —Sí. Asintió a su turno, girándose para quedar cara a mí. —¿Quieres seguir? —Sí. —Hazte a la idea de que dolerá. —Lo sé. —Pero pasará, te lo prometo —acarició mi mejilla con el dorso de su mano. Dos horas más tarde, tras ducharnos, arreglarnos, desayunar y parlotear sobre cómo habíamos dormido, de lo que nos había pesado y lo que nos había ayudado a conciliar el sueño, nos dirigimos al teatro que, en los siguientes meses, se convertiría en su lugar de trabajo, en su recurrente entorno. Desde nuestra llegada, fueron varias las personas que se aproximaron a él para darle la bienvenida, para desearle suerte y para mostrar su más humilde admiración por el proyecto, deseosas de querer saber mucho más sobre ello. Lukas, por otra parte, se mostró extrañamente receloso, queriendo mantener en secreto parte de lo último acordado entre los patrocinadores de la entidad que se ocupaba de proveer el dinero destinado a la renovación. —Ella es la señorita Lacroix —me presentó ante un tipo que si no llegaba a los dos metros, poco le faltaba—. Mi discípula. No me sentí muy representada por el término, pero tenía que admitir que sonaba bien cuando eran sus labios los que lo pronunciaban. —Elsa, él es el Igor Madsen —siguió cuando mi mano estrechó la del tipo, firme y fugazmente—. Arquitecto urbanista. —Es un placer —dije a mi turno. —Lo mismo digo. Igor me dedicó una sonrisa antes de proseguir manteniendo aquella distendida conversación con Lukas. Por lo poco que acababa de escuchar, él sólo estaba de paso por la ciudad y, habiendo sido informado por unos amigos en común, había decidido pasar a saludar e informarse de los planes que abarcarían el futuro de su amigo y compañero de carrera. Y como no quería entrometerme en una conversación que no me correspondía, me distancié de ellos a conciencia, alejándome del sonido de sus voces, quedando rodeada por el sonido de los operarios tratando de poner todo en orden. Le eché un vistazo a mi alrededor. Lukas iba a hacer magia con su destreza y talento, no me cabía la menor duda. Conseguiría, con sus aptitudes y el dominio de éstas, llevar a cabo un laborioso trabajo cuyo resultado no podía ser más que el aderezar lo que ya era una belleza. Di la vuelta sobre mis propios talones, poniendo mi atención a las rojas butacas que se extendían por toda la sala, de arriba abajo. Y no pude impedirme apreciar cómo la mueca de Lukas cambiaba por un instante, recibiendo con desgana lo que parecía ser un cariñoso golpe en el hombro por parte del tipo ese que nos sacaba casi dos cabezas a todos. De pronto, se habían colocado ante mi campo de visión y estaba

siendo testigo de cómo se despedían sin demasiadas ganas. Di los primeros pasos para dirigirme hacia él pero, para mi sorpresa, se dio media vuelta para seguir los de Igor, saliendo incluso del recinto del teatro. Asenté mi cuerpo en una de las butacas, con cuidado, acomodándome para seguir atendiendo la belleza que necesitaba un toque de cariño por parte de Lukas y, por supuesto, de todos los operarios que trabajarían para poder llevar a cabo la remodelación. Al estar en la primera de las butacas, a la misma altura de la puerta, Lukas no percibió mi presencia hasta que me hube pronunciado. —Menudo imbécil —le escuché decir, entrando. —¿Qué pasa? No dio ningún brinco pero si se llevó la mano al vientre. —Joder, Elsa, qué susto. —No soy precisamente invisible. —No, pero sí muy discreta. Pasó delante de mí, haciéndome juntar las rodillas para darle más espacio entre la fila, sentándose con cuidado en la butaca de mi izquierda, dejando escapar un gutural jadeo de cansancio. —¿Qué te parece? Supe que se refería al teatro y, aun así, disimulé una sonrisa para responder: —Siempre me he preguntado cómo sería acostarme con alguien tan alto. En lugar de responderme, puso los ojos en blanco y golpeó suavemente, con el dorso de su mano, la piel de mi brazo. —Es un sitio precioso —sonreí débilmente. Él asintió con la cabeza, entrelazando sus manos por encima de su vientre, asentado cómodamente en la butaca. —He de ocuparme de unos bocetos para uno de los de la instalación eléctrica —anunció, tras unos segundos—. Estaré toda la mañana aquí metido, no he podido librarme. Puedo pedirle a Erick que te enseñe la ciudad. —¿Cómo? —No vas a quedarte aquí toda la mañana… —¿Por qué no? —Porque te aburrirás. —No he venido a Nueva York únicamente para visitar. —Es verdad —admitió, levantándose con vivacidad. Esperó a que me incorporase para abandonar la fila de butacas que habíamos estado ocupando y, colocando su mano en la parte más baja de mi espalda, me guió hasta el pasillo que dividía la estancia en dos. —Manos a la obra, señorita Lacroix. Estuve asegurándome de conducir a los técnicos por la caja escénica desde donde se accedía a gran parte de los elementos de iluminación y sonorización, así como los motores que accionan el decorado utilizado para el escenario. Habiendo sido Lukas mi principal guía por la platea, los espacios laterales del tablado y la misma caja escénica oculta al público, pude orientar a los especialistas hasta el foso, en el espacio dedicado al decorado y algunos de los mecanismos del teatro, bajo la escena. Como él me había indicado, les enseñé las instalaciones para que después pudiesen reunirse con él y tratar los aspectos que debían ser mejorados o cambiados y renovados por completo. Dos de los técnicos permanecieron en el foso, concentrados en las funciones que tendrían que

desarrollar en la sucesión de días que se les imponía, a la espera de tener también noticias de un tercero que, por lo visto, no se encontraba con nosotros aquella mañana. Los otros dos especialistas, habiendo seguido mis pasos, se aproximaron a Lukas, quien, de pie, paseaba por delante de la plataforma con el teléfono móvil contra la oreja. —Tu jefe está ocupado —uno de ellos, el más bajito de todos y seguramente el mayor, se dirigió a mí—. Debo saber qué tipo de nivel de iluminación son recomendados, a su juicio, para el auditorio, los camerinos, las áreas de circulación, los vestuarios y los aseos. No sería una mala idea, además, tener en cuenta la posibilidad de cambiar el alumbrado de evacuación. Este sitio, en términos eléctricos, está un poco anticuado. Aun comprendiendo sus palabras, noté que me quedaba muda durante un par de segundos. No era ninguna ingeniera electrónica. —Lo lamento, no cuento con las valoraciones de los ingenieros que se han ocupado de ello. Eso es algo que sólo puede comunicarle el señor Schäfer. Asintió disimulando el refunfuño que había tenido a buen querer soltar, impaciente por hacer su trabajo sin depender del que desempeñaban los demás. Lukas cortó la llamada, subiendo con agilidad al escenario y disculpándose con seriedad. —Las butacas tendrán que ir todas fuera —espetó, con malestar—. Al parecer ya no se fabrican éstas. Tócate los huevos —añadió, con fastidio. —Señor Schäfer, necesito las valoraciones de los ingenieros electrónicos —el técnico no perdió la oportunidad de ir al grano—. ¿Le importa que tratemos ese tema antes de involucrarse en el asunto de las butacas? —Claro. Acompáñeme. Les observé mientras descendían hasta el patio de butacas, comúnmente conocido como platea, quedando en la primera fila de asientos y conversando sobre los niveles de iluminación, entre otras cosas que debían ser tratadas en el aspecto electrónico. Cuando el técnico hubo acabado de tomar notas, abandonó la sala junto a sus compañeros, despidiéndose de forma escueta y distante. Lukas se sentó en la primera butaca, nuevamente, concentrado en unos folios que no dejaban de ser girados, ojeados y observados con detenimiento. Sujetaba un lápiz entre los dientes y, en ocasiones, necesitando hablarse a sí mismo, lo colocaba tras una de sus orejas, absorto en su labor. —¿Qué estás haciendo? Elevó a penas el rostro para ver que había sido yo quien se había dirigido a él y que no se trataba de ninguna imaginación suya. —Distribuir los espacios destinados al público. —¿La sala de espera? —Vestíbulo o foyer, Elsa —dijo, utilizando la terminología apropiada. Se incorporó para, de nuevo, subir hasta el escenario en el que me encontraba situada. Se quedó a mi lado y pasó los folios por delante de mi vista. —El tema de las butacas es un contratiempo. —¿Esa es la palabra bonita para decir putada? —Es una putada —admitió, asintiendo con la cabeza. Se quedó observando la platea desde la altura del proscenio, frunciendo muy débilmente los labios en una mueca pensativa en la que sus ojos, sin pestañear, se entrecerraban con minuciosidad. Al poco tiempo, se sentó sobre el suelo de barnizada madera, con las piernas cruzadas. Decidí hacer lo mismo, quedando frente a él para observar cómo trabajaba. A fin de cuentas, si era su discípula, tenía que aprender de él y sus maneras era algo que llamaba bastante mi atención pues eclipsaban

cualquier escenografía para mí. Estaba tan concentrado que hasta parecía enfadado, molesto o fastidiado por los planos que se sucedían frente a sus ojos, folio a folio. Estaba tan serio y ensimismado en lo que observaba y esbozaba con el lápiz que incluso su respiración difería de la habitual en un estado completamente normal. Y podía pasarme horas siendo testigo de cómo trabajaba, de cómo se enfrascaba en aquello. Sus labios se despegaron con suma delicadeza, permitiendo unos susurros destinados únicamente a sí mismo mientras que el cándido azul de sus ojos barría el folio que más parecía interesarle en ese preciso instante. La boca quedó ligeramente entreabierta y sus ojos dejaron de pestañear por un momento. Cuando la inspiración volvió, sacudiéndole en una nueva idea o recordando qué era lo que pretendía conseguir con los planos, la punta de su lengua se adaptó a la zona central del labio superior. Mi bajo vientre se contrajo bruscamente y necesité removerme sobre mi propio trasero, intentando concentrarme en otra cosa que no fuese la espontánea sensualidad que brotaba de él incluso en plena abstracción profesional. Al visualizar que proseguiría con aquel inconsciente gesto el tiempo que durase su concentración, intervine por el bien de mí, de él y del resto de personas que nos acompañaba en el teatro. —Lukas. Alzó un poco el rostro, destinando sus ojos a los míos, sin retirar la punta de la lengua de su labio superior. Necesitó hacerlo, sin embargo, para responder: —¿Qué? —¿Tomamos un café? —Sólo son las diez menos diez. —Nos irá bien un descanso —musité. —Tengo que hacer un montón de llamadas, sup… —Quiero besarte. El movimiento de sus cejas me indicó que, en gran medida, la confesión había despertado su interés y atención. —¿Y no puedes aguantarte…? Lejos de estar sugiriéndome aguardar pacientemente la oportunidad de besarnos, se dirigió a mí con una expresa sensualidad, tentándome con su voz. Como respuesta, todavía sentada frente a él, incliné mi cuerpo del mismo modo en que él lo había hecho segundos antes, quedando a pocos centímetros de su rostro. —¿Debo entender que no te apetece besarme? —Entenderías mal, mein Schatz. Estudié sus facciones al tiempo que nuestros ojos se soportaban en una ardua y provocadora mirada. —¿Qué es lo que acabas de decir? —Nada. Un derivado de schön. —Eres un embustero —le acusé. —¿Qué sabrás tú? No es un idioma que domines. —No, pero, hasta dónde sé, “mein” es “mi…”. Me miró con silente aprobación, orgulloso, por decirlo de algún modo, de mí y mis pocas nociones pero muchas salidas para casi todo. —¿Qué es lo que me has llamado? —No tiene importancia —murmuró.

—Me ha gustado. —No sabes lo que es. —Pero me ha gustado la fonética —susurré—. ¿Qué me has llamado? —Mi amor.

Capítulo veinticuatro Entre las bambalinas del escenario, a los laterales de la plataforma en la que solían representarse grandes obras de teatro, nos besábamos como si supiésemos que, tarde o temprano, la oportunidad nos sería completamente arrebatada. Enrollándonos con los brazos, aferrándonos al calor ajeno, entregándonos a la voluntad del otro, nos proferimos unas atenciones que no entendían de edades, relaciones sociales o reflexiones personales. Nuestros cuerpos se adoraban habiéndose apañado para comunicarse sin necesidad de tomar en cuenta el raciocinio que quedaba, en aquel momento, aplacado por el instinto, por el deseo de piel. Ese tipo de deseo que, como bien había expresado con Norman, era tan carnal que carecía de cavilación, pues, en otras palabras, no requería meditación. Su respiración chocó contra la mía cuando, en un gesto totalmente involuntario, rompimos la unión de nuestras bocas. —Me besas diferente —dijo. Tuve que intuir que sus ojos permanecían anclados en los míos debido a la oscuridad del lugar en el que nos encontrábamos, entre telas cayendo del techo, ocultos para las personas que, al contrario que nosotros, proseguían con su labor en la zona. —Me llamas diferente —le respondí. Sentí su dedo pulgar pasar por mis labios y sonreí para mí misma descubriendo que jamás perdería aquella dulce manía. Era un hecho que tampoco quería que ocurriese. Sentía adicción por aquel banal movimiento que, para mí, significaba mucho más que la simple intención de acicalar mis labios tras un prolongado beso. —Y también porque estoy un poco alterada —admití. —¿Alterada, por qué? El deje de preocupación unido al acento que, en ocasiones, resurgía con mayor vigor, traspasó mis oídos y provocó en mí una sensación de profunda ternura. —No en ese sentido. —¿En qué sentido? —¿Te han dicho que, cuando te concentras, ensimismado en lo que sea, sin tener que dar indicaciones de nada, haces algo con la lengua…? —¿Con la lengua? —Sí. Como si fueses a relamerte el labio superior pero sin hacerlo. Dejando la punta de tu lengua en el centro. —Te fijas en cosas muy raras. —Habló el que expresó cómo se marcan mis pómulos cuando intento disimular una sonrisa o cómo frunzo los labios, a veces, antes de ponerme a hablar —repliqué—. Y si me fijo, es porque me gusta fijarme en ti. Encuentro paz en el modo en que haces las cosas. No lo sé, me siento completa cuando te obse… El silencio duró apenas unos segundos. —¿Por qué te callas? —Me preguntó. Era la primera vez que admitía tan abiertamente, sin temor, que lo que él me producía era inmenso y, a la vez, maravilloso. Porque lo cierto es que no encontraba nada que pudiese ser más maravilloso que encontrar paz al contemplar a otro. Y tampoco había nada más inmenso que sentirse completa con ello. —También yo… —dije.

—¿También tú? —Estaba desconcertado. —También yo sé que lo estoy. —¿Que estás qué, Elsa? —Enamorada de ti. Ejerció presión con sus brazos, los cuales seguían rodeándome a la altura de la cintura, para estrujarme contra él y tentar mis labios con los suyos, delicada y pausadamente. Al terminar la mañana en la que Lukas tendría que poner en orden el mayor número de cargos, puestos y funciones, para aligerar el trabajo que le esperaría los siguientes días y a su llegada a la ciudad para establecerse durante los meses que hiciese falta, gozamos de una comida vegetariana en un pequeño local a pocas manzanas del teatro. Disfrutamos de nuestra mutua compañía mientras discutíamos la pluralidad de estilos arquitectónicos que podían ser encontrados en la ciudad, mostrando, así, su amplio registro y su evolución con el paso del tiempo. Todavía masticando mis últimas hojas de canónigos, Lukas pareció tener una revelación. Continué masticando mientras me veía arrastrada por su mano, quien intentaba conducirme por la acera entre las personas que parecían absortas en sí mismas, sus pensamientos o lo que fuese que les tuviese tan abstraídos, tan ajenos a su alrededor y a su ambiente. Hacía frío y, aun así, la velocidad de nuestros pasos hacía que no pudiese tener demasiado en cuenta las bajas temperaturas. Durante el camino, que parecía hacerse eterno por las veces que tuvimos que detenernos en los cruces de peatones, no dejé de preguntarle a dónde diablos me llevaba y por qué teníamos tanta prisa. Incluso necesité recordarle que todavía no había terminado de masticar cuando me acababa de arrastrar del restaurante. —Te encantará. Puse los ojos en blanco pues aquello no me daba ningún indicio de nada, sólo un adelanto de que, posiblemente, no acabaría mostrando mi lado más feroz. —Si sigues tirando así de mí acabarás arrancándome el brazo. Escuché su risa entre el murmullo del resto de personas que proseguía su existencia alrededor nuestro. Sin embargo, deteniendo sus pasos y, por ello, haciéndome casi tropezar, alcé la vista paulatinamente con un silencio sepulcral. —Joder —siseé. Ante mí, imponente como ella sola, yacía la Catedral de San Patricio, diseñada por James Renwick jr. Y allí, entre altos edificios de estilo completamente opuesto al neogótico, la seo recibía la luz de un inminente atardecer que la dotaba de un precioso tono dorado. En el momento en que mis ojos descubrieron toda la belleza que podía albergar la catedral, incluso Lukas desapareció. Sólo estábamos la construcción y yo, cara a cara, descubriéndonos en el invierno de un viaje que marcaría mis recuerdos. Lukas me concedió unos minutos de absoluto mutismo, quedando tras mi cuerpo, tan cerca que podía escuchar débilmente el sonido de su profunda respiración. Y cuando ladeé el rostro para observarle, por encima de mi hombro derecho, me dedicó un perfecto movimiento de comisuras sin descubrir sus dientes en aquella alargada y feliz sonrisa. —Recordé que te gustaba lo gótico. —Es preciosa. —Sí, lo es. —Similar a un templo. —Era grandiosa en su momento. Después, Nueva York siguió construyendo y cada vez más arriba —murmuró, echándole un rápido vistazo a la catedral—. Por suerte consiguieron dar el toque

recargado del estilo con el uso del mármol blanco que distingue la construcción de su entorno. —Es el contraste perfecto —comenté, a mi turno—. Se trataría de una catedral cualquiera de no ser porque se encuentra en pleno corazón de la ciudad. Es su ubicación entre los demás edificios cuadriláteros lo que hace que destaque. Asintió con la cabeza y volví a mirar la catedral. Era preciosa y se me ocurrían pocas palabras para definir qué era lo que estaba provocándome tan inmensa sensación de felicidad y tristeza a partes iguales. No entendí por qué motivo mis ojos habían optado por nublarse pero, cuando quise darme cuenta, ya había derramado más de una lágrima. —No sé por qué diablos estoy llorando. Empecé a secar mis lágrimas con el dorso de la mano, quejándome y maldiciendo mi brote de sensibilidad. —Elsa, a algunas personas les ocurre. —¿El qué, llorar por visitar? —Me mofé, dándole la espalda a la catedral para centrarme en él. —Llorar de belleza. —¿Qué? —¿No has oído hablar del síndrome de Stendhal? —Al verme negar con la cabeza, prosiguió—. También se conoce como el síndrome de estrés del viajero. Se considera una enfermedad pero es más una afección que produce una reacción física al estar frente a una obra de arte. Ha habido casos de personas que, por ejemplo, en el interior del Vaticano, han sufrido mareos, pérdidas de equilibrio o bruscos cambios de ánimo, llegando a pasar de un estado neutral a un estado casi depresivo. Debido a lo que te digo, tratándose de algo que tú defines como sentimiento de piel, no es más que una respuesta romántica y emocional a la contemplación de un hacinamiento de belleza —sonrió, observándome y colocó su mano contra mi mejilla para arrastra la humedad de la parte inferior de mi ojo—. Eres una persona sensible al arte —añadió—. Cualquier saturación de belleza que vislumbres con tus propios ojos puede provocar que reacciones emocionalmente. Le di una nueva oportunidad a la catedral para emocionarme, dándome la vuelta para observarla en todo su esplendor una vez más. —Si un día me caso, ten por seguro que será aquí. No le di importancia a mis palabras por lo que no creí que él fuese a dársela. —¿Casarte? Encogí mi cuerpo en el interior del abrigo, hundiendo un poco la barbilla bajo la bufanda de lana negra. —Sí, casarme —le respondí. —Es una pérdida de tiempo. No te cases nunca. —¿Todavía no te has enterado de que no todos los matrimonios son como el tuyo? —¿Por qué querrías casarte? —¿Por qué no querría hacerlo? —Se puede vivir una vida completa sin matrimonio. —Sí, son muchas las personas que mantienen una relación sentimental sin papeles e iglesias de por medio. Se puede vivir una vida sin matrimonio y también se puede vivir una con él. No veo qué argumento es ese por tu parte. Hablas en base a tu experiencia. —Y tú hablas en base al desconocimiento. —También hablo por hablar —le dije, enarcando una ceja—. Sólo sé que si fuese a unirme en matrimonio, de forma legítima, con alguien, esta catedral sería el mejor sitio en el que hacerlo. Él miró la seo poco convencido.

—Supongo que si tus creencias están representadas en… —¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra? —Le interrumpí, bufando con ligera exasperación—. Arte, arquitectura. Tú eres el experto en la materia, ¿recuerdas? ¿Desde cuándo contemplas un edificio en base al uso que se le da en lugar de observar cómo se eleva sobre sus cimientos? —Es un sitio hermoso, lo admito. Sabía que te gustaría. —Me encanta. Entramos en su interior para dar una vuelta y contemplar, de cerca, unas bóvedas de crucería situadas a mucha altura de nuestras cabezas. Unas lámparas colgantes concedían luz cálida al mármol blanco utilizado para la construcción y a los arcos apuntados. Si desde el exterior se veía inmensa, desde su interior… Era una pasada. Volvimos al hotel en metro, una hora más tarde, sin podernos despegar de la maravilla que habíamos estado contemplando. Al menos, en lo que a mí respectaba, aquella catedral había conseguido hacerse un hueco entre mis magníficas preferencias arquitectónicas. Había sido tal mi pasión por su imagen, por su imponente aspecto y majestuosa representación, que no concebía pensar en otra cosa que no fuese el resguardar los recuerdos visuales. Sin embargo, teníamos un cóctel al que acudir. Fui la primera en pasar por la ducha, siendo también la que más tiempo necesitaba para arreglarse. Y no es que tuviese pensado esmerarme demasiado, pero, por una cosa u otra, siempre prefería ir sobre seguro y, a poder ser, sin estrés. Conseguí embutirme en el traje de noche estilo vintage de color rosa empolvado y con bordados en pedrería que la asistente de Erick había conseguido para mí. Ni siquiera yo podía creer que la tela pudiese amoldarse con tanta sensualidad a mis caderas, pero supuse que el fino cinturón a la altura de mi cintura tenía algo que ver. Entre el detalle, la pedrería a la que no estaba acostumbrada y la altura que tomaba con los tacones de un suave tono malva, muy acorde al pequeño bolso con cadena plateada, era casi incapaz de reconocerme. Y qué decir de lo precioso que era el vestido, cuyas tiras y escote me parecían de lo más chic. —Vaya… Me di la vuelta un poco antes de escucharle, habiéndole visto a través del alargado espejo de la puerta del armario empotrado. No tuvo ningún reparo en descender sus ojos por todo mi cuerpo. —Ha dado con la talla, ¿no? —Podría irme un poquito más holgado… —No digas tonterías. Agaché ligeramente la cabeza para mirar el largo del vestido y asomé delicadamente mis pies por debajo de la falda. —¿No te parece que es demasiado? —Es un cóctel. Todo el mundo irá arreglado. —Parece que vaya a una boda —dije. —Estás… —Ahórratelo, no quiero ruborizarme. —Si no tuvieses la edad que tienes, me acostaría contigo. Ah, no, espera… —Bromeó, guiñándome el ojo y acercándose para quedar a casi la misma altura que yo—. Eso ya lo hago. Sonreí dejando caer los brazos sobre sus hombros, rodeando su cuello con cariño. —¿Conoces a mucha gente de los que están invitados? —No sé quiénes están invitados —me respondió, colocando sus manos a ambos lados de mi cintura—. Supongo que, si no los conozco, Erick se ocupará de presentarme. —Estoy nerviosa.

—Pues no lo estés —murmuró—. Eres sumamente inteligente, estás fantástica, derrochas una innata pasión por lo nuestro y estás fantástica, aunque eso ya lo he dicho —volvió a guiñarme el ojo, escuchando el sonido de su móvil en el bolsillo interior de su chaqueta de traje—. El taxi —dijo—. ¿Estás lista? No, no lo estaba, pero no me quedaba otra que aguantar cómo el nerviosismo intentaba resurgir del estómago buscando cruzar el umbral hasta mi garganta. Era una suerte que todavía encontrase paz en el simple hecho de observarle. Bajé del taxi sin soltar la mano de Lukas quien, desde el minuto uno, ofreció su brazo para ayudarme a subir por aquellas prolongadas escaleras en forma de cola de sirena, las cuales daban la bienvenida al edificio de planta única, espacioso y casi igual de amplio que el Museo Nacional de los Indios Americanos, allí, en Nueva York. Embutida bajo la chaqueta forrada (también prestada), intenté no pegarme ningún batacazo subiendo aquellos espaciosos escalones, rodeada de otras personas que, como nosotros, intentaban acceder al interior del edificio, buscando refugiarse del glacial frío invernal. Antes de que mis pies pusiesen fin a los interminables peldaños, Lukas indicó su nombre y el mío para que uno de los botones, o como fuese el término para denominarlos, anotase nuestra llegada y se cerciorase, también, de nuestra existencia en la lista de invitados. Al cruzar el umbral de la puerta doble, nos recibieron dos mujeres para desprendernos de nuestras ropas de abrigo, exponiendo nuestra elegancia, sí o sí, ante los invitados que ya habían formado grupos de charla, comida, sobre aquel claro parqué grisáceo. De no ser por la falta de retratos en aquel enorme salón, hubiese creído estar en la mismísima sala de baile de Dorian Gray. —Ah, ¡mi estrella…! Erick, un hombre alto, robusto y con una cuidada barba pelirroja, la cual desentonaba con el corto cabello castaño oscuro, se aproximó a nosotros con una encandilada sonrisa. —Señorita Lacroix, ¡está usted maravillosa! No me ruboricé porque supe que sólo era un modo de mostrarse educado conmigo. La verdad fuese dicha… tampoco era para tanto. —Veo que Marcia ha escogido bien su vestido de gala. —Sí, es un tono que me favorece —me saqué de la manga, dejando que estrechase mi mano con cuidado—. Espero poder encontrarme con ella para agradecérselo. —Cuenta con ello, querida —me respondió—. Debe estar por allí, recibiendo a otros invitados — señaló con la cabeza la barra pero seguí de pie junto a Lukas. Si pensaba que iba a separarme de él, lo llevaba claro. Acabábamos de llegar. —Lukas, estoy entusiasmado con lo que será nuestro teatro. —Yo también lo estoy —admitió Lukas, feliz. —Si mi difunta esposa todavía estuviese aquí… Ninguno de los dos hizo comentarios al respecto. Nos quedamos, como era habitual, dedicándole una compungida mueca. —¿Os han dado ya una copa de champán? Erick detuvo a un camarero para tomar dos copas y entregárnosla mientras que, entre todo el ruido, caminamos para adentrarnos más en la sala y abandonar la cercanía de la entrada. —Tengo que presentarte a dos arquitectos que han venido expresamente desde Filipinas. —¿Desde Filipinas? Guau. —Sí, te van a encantar. Ella es especialista en arquitectura orgánica. Lukas le dio un sorbo a la copa de champán y miré la mía con cierta desgana. —Elsa, ¿nos disculparías un momento?

El tono de Erick consiguió chirriar mis oídos pero, adoptando una relajada mueca, asentí con la cabeza. —Por supuesto. Lukas inclinó su rostro hacia el mío, acercándose a mi oreja. —Volveré en seguida. —Empápate de arquitectura orgánica —le respondí—. Me encanta la idea y siempre me ha parecido sublime la unión de la vida del hombre con la naturaleza. —De verdad que a mí me encantas tú. Besó con ganas mi mejilla antes de, con la copa en mano, ser guiado por Erick entre un montón de personas. Estaba claro que yo no iba a beber champán por lo que, junto a mi limitado paladar, me dirigí a la barra y dejé la copa sobre ella, esperando poder pedir una cerveza con gaseosa. Uno de los camareros, vislumbrando mi espera, se aproximó para atenderme. Cuando escucho mi petición no perdió la oportunidad de mirarme con disimulada perplejidad. Sin embargo, colocó un vaso de tubo con cerveza frente a mí y dejó una pequeña botella de gaseosa al lado. Echaba de menos a Lukas incluso sabiendo que se encontraba en aquella misma sala, rodeado de personas de aquel mundillo al que tanto pertenecía. Y que el camarero siguiese mirándome con recelo, con suspicacia por preferir una cerveza mezclada con gaseosa antes que un champán — seguramente caro—, estaba sacándome de quicio. —Lacroix, ¿no? Terminé de dar el sorbo a mi bebida, mirando fijamente al camarero, como si quisiese darle a entender que no me arrepentía de mi elección, para darme levemente la vuelta y encontrarme con el arquitecto danés que me había sido presentado aquella mañana. —Señor Madsen —saludé. —Igor —sonrió, acomodando su brazo derecho sobre la barra y pidiendo un Martini—. ¿Dónde está tu jefe y por qué te ha abandonado tan fácilmente? Noté el deje humorístico en su marcada voz y le sonreí. —Prestando sus conocimientos a otros. —Él y sus conocimientos… Asentí, sin querer añadir más, bebiendo un poco más de la cerveza. —Lacroix, te pediré un baile en algún momento de la noche. —Ah, no, no sé bailar. —Mejor, así sólo tienes que dejarte llevar. —¿Quiere que le pise los pies? —No me importará si lo haces —respondió, jocoso. Creí que en algún momento se marcharía, disculpándose por tener que reunirse con cualquiera allí presente, pero, en lugar de eso, ante la gente que lo reconocía y se aproximaba a él para hablar, me incluía en la conversación y, con una sonrisa, me introducía y presentaba como la compañera de trabajo del señor Schäfer. Por primera vez desde que había entrado en aquella sala, y no debía hacer más de cuarenta minutos de ello, me sentí arropada por personas que ni siquiera conocía y que, sin ninguna pretensión, se interesaban por el trabajo que desempeñaba junto al señor Schäfer e incluso sobre mis estudios y aspiraciones en aquel mundo. El primero de ellos, Igor Madsen, con quien llevaba más de cincuenta minutos charlando, adaptándonos a las pequeñas interrupciones que terceros provocaban. Vislumbré el cuerpo de Lukas a pocos metros de allí, todavía acompañado de Erick, dos mujeres y un

hombre mucho más joven. Escuchando cómo Igor continuaba hablándome de la carrera de uno de los presentes en la reunión social, descendí mis ojos estudiando el traje negro de Lukas. Había decidido ir de ese color, incluidos los zapatos de piel y la camiseta, que no camisa, de manga larga, bajo la chaqueta del traje. Y era una gama que le sentaba maravillosamente bien junto al moreno que su piel solía dejar ver cuando se encontraba expuesta a muchas luces y altas temperaturas. Él, de por sí, emanaba tanto calor que su piel solía enrojecerse levemente, aumentando la tonalidad morena impropia en el tópico de su nacionalidad. —Elsa —Igor me llamó por mi nombre, despistándome. —¿Hm? —¿Bailamos?

Capítulo veinticinco Acepté que sus manos se amoldasen a mi cuerpo, conduciéndome y llevándome para que la torpeza no se apoderase de mí y me hiciese perder el equilibrio. Sus dos metros conseguían hacerme sentir mucho más pequeña de lo que sabía que era, y, al mismo tiempo, conseguían que el baile fuese mucho más fácil, sintiendo que sólo necesitaba seguir sus pies y el pausado movimiento de su cuerpo, que palpaba bajo aquella camisa ceñida de color celeste. —¿Cuánto hace que trabajas con él? Alcé el rostro para intentar contemplarle, teniendo que atrapar mi labio inferior bruscamente al sentir cómo mis pies, mis torpes pies, habían terminado por pisarle. —Lo siento, lo siento —me disculpé, deprisa. Él le restó importancia con una enorme y radiante sonrisa. —Poco menos de dos meses —le respondí, aferrada a sus bíceps y centrándome en el movimiento de nuestros pies. Igor asintió con la cabeza, haciéndome girar suavemente y volviendo a aproximarme hasta su cuerpo. —¿Y cuánto hace que te lo tiras? No tuve la capacidad suficiente para disculparme por el pisotón que mi pie izquierdo acababa de dedicarle pues me encontraba en un estado de shock al escuchar sus palabras. —¿De qué estás hablando? —Vamos, Elsa, es algo que se percibe. —¿Qué se percibe? —Lo que sea que os traigáis entre manos. —No nos… —sólo pude negar con la cabeza, sintiéndome completamente hipócrita por intentar desmentirlo. —¿No? —No —carraspeé. Volvió a asentir con la cabeza, dedicándome una amplia sonrisa mientras conseguía guiarme sin más pisotones de por medio. Seguimos bailando en silencio, al ritmo de aquella canción que parecía la banda sonora de cualquier capítulo final de Anatomía de Grey, entre distintas personas que, como nosotros, tanteaban el espacio con el movimiento de sus cuerpos. —Sería contraproducente que así fuese. Su voz turbó el ambiente, sonando próxima a mi oreja. —¿Qué? —Está prohibido que tenga relación con una interna. Estuve tentada a buscar a Lukas con la mirada pero me contuve, escuchando con seriedad las palabras que Igor me dedicaba. —Si tiene dicha relación, no es conmigo —respondí. Por un momento llegué a sentirme orgullosa de mi integridad. —Eso significa que, como tengo entendido, eres brillante. —¿Brillante? —Lukas no ha dejado de alabar tu inteligencia. —¿Ah, sí? —Respondí, sin interés. —Sí, lo cual no tendría sentido si fueses de las que decide ponerse de rodillas para conseguir un puesto en una empresa que abre muchísimas puertas en este mundillo, pero, claro, no es tu caso.

—¿Qué estás dando a entender? —¿No es evidente? —Será que mi inteligencia ha decidido ir a dar una vuelta. —Puedo entender que, como chica joven que eres, hayas preferido ponerte de rodillas antes que esperar a acumular experiencia en otros lugares —repitió, sin miramiento. Alejé mis pies de los suyos, a riesgo de darle un buen y consciente pisotón para, disculpándome, aislarme de la posibilidad de pecar de impulsiva y malhablada. Si permanecía allí, junto a él, iba a terminar por proponerle que fuese a nadar con tiburones embadurnado en sangre (para ser fina). Al volver a la barra, intenté no verme molesta por cómo el camarero proseguía contemplándome de forma extraña. Supo qué bebida tenía que prepararme y me la entregó pocos segundos antes de que Igor se reuniese conmigo. —No pongas esa cara, Elsa, todos sabemos que éste es un mundo muy competitivo. Si tienes una boca que hace milagros, puedes sentirte orgullosa. Permanecí callada contemplando cómo, a lo lejos, Lukas todavía rodeado de personas, detenía un momento su conversación para guiñarme un ojo en la distancia pero, encontrándonos en sintonías bien distintas, sólo moví las comisuras en un rápido y escueto movimiento. —No voy a responder a tal provocación. —No necesito que respondas a nada —replicó—. No obstante, creo que deberías abrir los ojos y dejar de tener la esperanza de seguir acostándote con él para salvaguardar tu puesto en la empresa — añadió—. Baumeister no es una empresa cualquiera. Se necesita un cierto caché y, por sentado, trabajar con ellos te abre muchísimas puertas, así que has escogido bien. El problema, querida Elsa, es que el caché puede decaer rápidamente con la fama que uno gana con el tiempo. Si seguía insultándome de aquel modo, iba a terminar por… Tomé una buena bocanada de aire, animándome a buscar una buena contestación cuando la voz de Lukas interfirió: —¿Todo bien? Vi cómo Igor se disponía a responder, pero me adelanté: —Todo perfectamente. —Sí, Lukas —necesitó añadir—. Todo perfectamente. ¿Por qué no me la prestas un fin de semana? ¿O es que el aprendizaje que recibe no parte también de las horas extras que os echáis? — Aprecié que arrastraba las palabras, relamiéndose los labios constantemente—. No es justo que seas el único que disfruta de una experiencia como esta. Además, también yo puedo darle experiencia en el sector —añadió, dándole un sonoro y seco golpe con el dorso de la mano contra el pecho. Lukas se quejó del impacto por lo bajo, conteniéndose, descendiendo su cara paulatinamente hacia la zona golpeada y ascendiéndola, nuevamente, hacia Igor. —¿Se puede saber qué bicho te ha picado? —No tenía ni idea de que te gustasen tan jovencitas. —Salgamos —le propuso Lukas—. Necesitas aire. —¿Qué pensaría la comisión si supiese que le han dado el trabajo al mismo tipo que se acuesta con su interna? —¿Estás amenazándome? —Responde a mi pregunta. —¿Puedes demostrar que me acueste con ella? —¿Estás admitiendo hacerlo? —De ser así, ¿crees que debo?

Los dos se respondían a una velocidad increíble, como si supiesen exactamente qué hacer y cómo tratarse, mirándose fijamente e intentando que el asunto no trascendiese a los demás. —Lamento muchísimo que tu proyecto no fuese elegido por la comisión —expresó Lukas, bajando el tono de su voz, condescendiente—, pero este no es el modo de comportarse y lo sabes. Podría haber sido distinto y no es culpa mía que mi propuesta fuese elegida por unanimidad. No hagas una montaña de esto. —Sabes que va en contra de las normas. —¿De qué estás hablando? —No puedes tener relación con tu interna. —Eso es una gilipollez. —No si ella tiene trabajo porque te la beneficias. —No me la beneficio —respondió, severo—. ¿Qué clase de persona utilizaría la palabra beneficiarse para referirse a una relación consensuada entre dos personas adultas? Tiré de su brazo disimuladamente porque, sin ser consciente, había dado un paso hacia Igor y el resultado visual era extraño pues el señor Madsen seguía siendo inmenso en comparación con él. —Sabes que tienes los días contados. —Si vuelves a amenazarme, dejaré de ser indulgente —le advirtió Lukas. Palpé la tensión entre ellos y necesité volver a tirar del brazo de Lukas para recordarle dónde nos encontrábamos y por qué motivo. Sentí que cedía, quedando a mi lado y ampliando la distancia de su cuerpo con el de Igor, quien aprovechó la ocasión para destinar sus ojos a los míos. —En este trabajo también cuenta la fama que ganes. —Márchate, Igor —siseó Lukas. —Basta con que se sepa para que tu futuro quede arruinado. —Mi advertencia también incluía las amenazas a ella —Lukas intervino nuevamente, ante mi silencio, respondiendo a la persistente provocación de Igor de forma civilizada. —Si crees que eres especial porque él te ha dicho que tienes algo que ofrecerle al mundo, despierta, princesa, no eres la única. Tú y muchas otras personas pueden ofrecerle cosas inmensas al mundo, a la comunidad que pretendemos cambiar con nuestra profesión. —Es el último aviso que te doy. Apoyé la mano contra el hombro de Lukas y lo insté a separarse, a dejar de formar una barrera entre aquel tiparraco y yo. —Sé defenderme sola —le recordé. No pareció contento con mi respuesta y dudó si cuestionar o no la afirmación que acababa de pronunciar en la discusión. —No te necesito a ti para ello. Supe que buscaba las palabras para mostrar su descontento, su desaprobación hacia mi actitud, pero, a pesar del intento, no consiguió encontrar el modo de expresarle al respecto. —No mantengo ninguna relación con el señor Schäfer más allá de la profesional, señor Madsen —me dirigí a él con una integridad que ni mi madre hubiese creído posible en mí—. Nuestra relación es puramente laboral y, en todo caso, lo que usted aprecia, lo que usted dice que percibe ver entre nosotros, es la admiración que siento por él como arquitecto. Si usted cree que le he dedicado unas maravillosas felaciones para conseguir mi puesto, duerma con tal fantasía pues no es más que una falacia impropia, a mi juicio, de un hombre de su edad. Debería preocuparse de cosas más importantes que la vida de una joven de veintiséis años que ha venido aquí a aprender. No sé, de cosas como, por ejemplo, sacar adelante algún proyecto que sea de interés para la comisión, ¿qué le

parece? Pude ver el movimiento de labios de Lukas, veloz, alucinado por cómo se había desarrollado el final de mi breve discurso y sentí que, por un momento, derrochaba orgullo por todos los poros. En cuanto a Igor, no obstante, parecía bastante dispuesto a responder cualquier cosa a su turno. Para mi sorpresa, sin embargo, no lo hizo, optando por alejarse de nosotros, tambaleándose. Sabía que había ido a la llaga y no me pesaba. Lo único que me apetecía era escupirle una infinidad de palabras llenas de enfurecimiento por lo que podía sentirme bien orgullosa de haber conseguido controlar la bestia de mi interior. —No le hagas caso —dijo Lukas, tomando mi mano y aproximando su rostro a mi oreja—. Está resentido porque su proyecto no tuvo éxito. Está molesto porque no será él quien lleve la renovación del teatro. Y, por si eso no fuera poco, está celoso porque me he presentado con una discípula que reúne dos maravillosas características: inteligencia y belleza —susurró, besando con extrema delicadeza la piel de mi mejilla—. Nada de lo que ha dicho tie… —No tenías por qué defenderme —musité. Lukas frunció duramente los labios, succionando parte del interior de una de sus comisuras, meditando mientras nuestros ojos se estudiaban momentáneamente. —Lo creí conveniente. —No era conveniente. —No me gustaba cómo se estaba dirigiendo a ti. —Es problema mío —le recordé—. Aquí, tú eres el arquitecto y yo soy tu discípula. —¿Eso crees? —No lo creo, es lo que es. No respondió a mi réplica. En lugar de eso, asintió con la cabeza y me dedicó una indescifrable mueca. ¿Acaso él no lo pensaba? ¿Acaso no se anticipaba a lo que pudiese ocurrir si nuestra relación, fuese la que fuese, saliese a la luz? ¿No pensaba en la posibilidad de ser yo el motivo de su fracaso? ¿No veía que podía ser la que destruyera su carrera? Lukas quería demostrarme que nada de lo que hubiese a nuestro alrededor, ajeno a nosotros, nos afectaría directamente. Sabía que quería hacerme entender que el verdadero poder radicaba en nosotros mismos, pues sólo nosotros teníamos la maldita capacidad de herirnos y salvarnos a partes iguales. Era consciente de que quería prometerme que todo saldría bien, mas también era consecuente y sabía que, si lo hacía, si me lo prometía, me mentiría. Así como podía ser la persona que más daño le provocase en aquel momento, también era el mayor peligro para su profesión. —Dime —murmuré, antes de pedirle al camarero otra cerveza—. ¿Nos conocemos de algo? El camarero negó secamente con la cabeza, enseñándome la botellita de gaseosa para indicarme que era la última. ¿Qué era lo que estaba haciendo allí? ¿Por qué diablos había aceptado perder la sensatez y coger un vuelo hasta una ciudad que, pese a su hermosura, me quedaba grande? ¿Cómo había llegado al punto de olvidarme de lo que para mí representaba no sentir nada por la otra persona? ¡Habiendo sentido libertad…! La simple y magnífica libertad de no tener ataduras, de saber que el sufrimiento era momentáneo, sólo un poquito, en una pequeña dosis, pues me salvaguardaba el corazón para mí y únicamente para mí. La posibilidad de alejarme sin ser el motivo del sufrimiento ajeno o la posibilidad de huir sin sentir que nadie fuese el principal motivo del dolor anclado en mi pecho. Pero, otra vez, aquello no tenía nada que ver conmigo… Se trataba de cómo podía, todo esto, afectar a Lukas.

Bebí sin ganas y me encogí suavemente. El pensar estaba provocando un derrumbamiento inminente. Le di la espalda a mi entorno, a todas aquellas personas que ignoraban mi presencia pero que podían contemplar, si se fijaban, cómo me hundía levemente. Y colocándome de cara a la barra, apoyada en está con los brazos, dejé la bebida y respiré profundamente, vislumbrando a Lukas conversar de forma seria con unas compañías femeninas que Erick debía haberle presentado. Pensé —y tenía indicios para ello— que Lukas seguiría molesto por todo lo ocurrido. Se había mostrado receloso, me había contemplado con severidad y, por si no fuera poco, había, incluso, ignorado parte de mi presencia, decidiendo dejar de presentarme a otras figuras que, entrada la noche, seguían compareciendo ante él, educadamente. Sin embargo, al encontrarse nuestros ojos, su malestar expiró a la misma velocidad con la que hubo aparecido. Dejó su copa sobre la barra y compartió una mirada conmigo. Hice lo que pude para disimular, para que no viese que estaba pendiente de aquel estado suyo que, en mayor o menor medida, estaba afectándome de alguna forma. La música de la fiesta había variado, decayendo hasta una lenta y sosegada melodía de la mano de Lonestar. “Baby when you touch me I can feel how much you love me and it just blows me away” Lukas se encaminó hacia la parte de la estancia en la que los invitados, por pareja, compartían un sentimental encuentro, tomándose mutuamente para bailar, seguramente tras disculparse de cara a la compañía con la que había estado hasta hacía bien poco. Pasándose la mano por los labios y la barbilla, observando sutilmente su alrededor y quedándose quieto a una distancia en la que mis ojos y los de él podían fácilmente entrar en contacto y devorarse sin nuestro permiso, esperó, mirándome en la distancia. Frunció delicadamente los ojos, retándome durante un instante para después, seguro de sí mismo, señalarme delicadamente con el dedo índice y moverlo para exigirme, en una sensual invitación, acompañarle en aquel momento. Caminé los pocos metros que nos separaban, sintiéndome capaz de desfallecer con un ligero temblor a la altura de las rodillas. Por suerte, tomó mi cintura con un brazo y sujetó mi mano derecha con la suya, terminando por llevarme a un sofisticado ritmo. “I don't know how you do what you do I'm so in love with you It just keeps getting better I wanna spend the rest of my life With you by my side Forever and ever Every little thing that you do Baby I'm amazed by you” Se produjo un momento mágico en el que, con sólo mirarnos, abandonamos nuestras posturas, fuesen las que fuesen, para disculparnos, compartiendo una espontánea y tierna sonrisa. Y como si acabásemos de darnos cuenta de la poca importancia que tenía el mundo en comparación a nosotros, reímos por lo bajo, despreocupados, dándonos una silenciosa y nueva oportunidad sin poder contener el ligero rubor que pudiese nacer de nuestras mejillas. Apoyé mi frente contra su hombro, aspirando la esencia del perfume que había traído a la ciudad. Quedando por encima de la posible utilización del aftershave típico al que estaba acostumbrada, el perfume era intenso sin llegar a ser pesado. Y con sólo aspirar la fragancia, podía percibir el magnetismo que una mezcla de bergamota, mandarina, madera y ámbar, entre otros matices

olfativos, conseguía provocar en una explosión de sensualidad. —¿A qué hueles? —Le pregunté en un susurro, mientras su cuerpo se ocupaba de seguir guiándome en unos elegantes pasos. El lateral de su mandíbula se apoyó contra una de mis sienes, cerca del pómulo. —A Yves Saint Laurent —respondió. Su cuerpo se distanció del mío y, sin saber muy bien cómo, consiguió hacerme girar sobre aquellos tacones que, prestados, lograban casi ponerme a su altura. Sonreí, riéndome por una habilidad que, hasta ahora, me era totalmente desconocida por su parte, sintiendo que, nuevamente, nuestros cuerpos se juntaban para seguir bailando al ritmo de aquella canción. Una canción que se convertiría en una de mis preferidas. —Hueles muy bien. —Gracias. —Es muy masculino. —Llevo usándolo desde hace años. —¿Cómo se llama? —M7 —contestó, depositando un beso sobre mi pómulo derecho. Alcé levemente el rostro hacia él, queriendo seguir bailando pero sin perder de vista las facciones de su rostro. Cuando le miraba, cuando estudiaba todos y cada uno de sus rasgos, recordaba que había un ápice de diferencia de edad entre nosotros. Sus arrugas de expresión y del paso de tiempo, aquel enemigo que seguía pisándonos los talones cada día un poco más, eran un claro indicio de la distancia entre nuestras fechas de nacimiento. Y, sin embargo, cuando me miraba, ya fuese por el modo o el motivo por el que lo hacía, me desinteresaba el abismo que, inevitablemente, nos hostigaba. Noté cómo su mano izquierda descendía por mi columna vertebral, por encima de aquel vestido prestado. Descendió paulatinamente, sin permitir separación entre nuestros pechos o pelvis, hasta colocarse por encima del principio de la forma redonda de mis nalgas. Era un gesto inocente, estaba segura de ello, pero, al mismo tiempo, me resultaba un movimiento de inconsciente posesividad. —¿Estás poniéndote tierno? —Bromeé. —Es posible… —¿Y qué harás cuando termine la canción? —Te llevaré al hotel. —¿Ah, sí? —Sí… —siseó, presionando mi trasero con la yema de sus dedos—. Para seguir poniéndome tierno…

Capítulo veintiséis Sin despedirnos, cogidos de la mano e intentando esquivar a todo el mundo, conseguimos llegar hasta la puerta de salida, deteniendo nuestros pasos para esperar nuestros abrigos de regreso. Fueron sus manos las que cubrieron mi cuerpo poco después de colocarse su abrigo y también las que me instaron a cruzar el umbral de la puerta mientras él se cercioraba de sujetar mi brazo e impedir, de ese modo, que pudiese tropezarme. Antes de nada, se detuvo y presionó mis labios con los suyos. Me besó como si hubiese estado esperando demasiado para hacerlo. Con la intensidad de su boca, sin mayor dilación, profundizó fugazmente en el interior de la mía. —¿No deberías, como mínimo, despedirte de Erick? —Ni siquiera notara que me he marchado —me respondió. —Creo que sí lo hará. Desvió sus ojos hasta la puerta por la que acabábamos de salir y, meditando por un segundo, volvió a mirarme asintiendo con la cabeza. —Tienes razón. —Y cuando tengo razón, tengo razón. Esbozó una sonrisa, dedicándome un fugaz beso y subiendo con energía los pocos peldaños que acabábamos de cruzar. Al aferrarme al abrigo, esperando pacientemente a la vuelta de Lukas para tomar un taxi y volver al hotel, descendí unos escalones más. Aprecié la figura que se movía desde mi izquierda, habiendo estado apoyada contra la barandilla mientras disfrutaba de un cigarrillo electrónico. Reconocí la estatura. —¿Abandonáis la fiesta, damisela? Se carcajeó sin motivo, echando el humo a un lado. —¿Qué crees que te espera ahora? Proseguí ignorándole, sin querer montar un escándalo tan cerca de otros invitados que, disfrutando —no entendía cómo— del aire libre, aprovechaban la ocasión para darle al vicio. —Él va a quedarse aquí —me recordó—. Nueva York va a ser su casa a partir de ahora y, de aquí, le lloverán mil proyectos más. —Una lástima que tú no puedas decir lo mismo, ¿no? Vislumbré cómo sonreía con sarcasmo, meramente afectado por la pequeña puñetera que habitaba en mí pero, sorprendiéndome por cómo de provocativo podía ser, mantuvo la calma. —Vas a destrozar su carrera. Era un hecho que contaba con mil posibles contestaciones pero, sabiendo que la simple idea me atormentaba, decidí ignorarle. —Todo lo que ha hecho va a irse al garete por tu culpa. —Porque me acuesto con él... —Puede que no lo sepas pero eso le repercute directamente. —Porque en este mundo todo es reputación... —Absolutamente todo —admitió. —¿Quieres hacerme creer que te importa una pizca su reputación, fama y carrera? ¿Tú, tú que acabas de demostrar que te fastidia horrores que él haya conseguido la oportunidad del teatro? — Puse los ojos en blanco, caminando hacia un lado para moverme y entrar ligeramente en calor—. Por favor, no me hagas reír. Los dos sabemos que te interesa bien poco su carrera —dejé de pestañear

para ladear mi rostro levemente hacia el de él—. A menos que quisieses destruirla. —Me pregunto a qué faceta tuya habrá querido referirse Lukas cuando insistía en lo muy brillante que eras. —No puedes demostrar absolutamente nada. —¿Ni siquiera la actitud cariñosa que habéis tenido el uno con el otro en esa estúpida fiesta? ¿Ni siquiera el beso que os habéis dado al salir? El modo en que su radiante sonrisa asomó por su boca estuvo a punto de provocarme una arcada de nerviosismo. —Baumeister tiene reglas. ¿No deberías conocerlas? Volvió a echar el humo a un lado y, dedicándome un guiño, esbozó, nuevamente, una sonrisa. —Si yo fuese tú, pensaría más en él que en mí. —Si fueses yo, no querrías joderle. —Una lástima que no lo sea, ¿verdad? —Se encogió de hombros, guardando el cigarrillo electrónico en el bolsillo interior de su chaqueta—. Su futuro depende de ti. Atrapé su brazo y, al detenerle, aparté el contacto como si sintiese repulsión al tocarle. Él se giró para escrutarme con sus ojos marrones. —Si me alejo de él, ¿quién me dice que no vas a seguir intentando destruir su carrera? —¿Quién te dice que busco, principalmente, destrozarle en un mundo laboral en el que ya ha demostrado ser mucho mejor que yo? No me permitió insistir o preguntar al respecto y perdí de vista su altura cuando cruzó la puerta para volver al interior de la fiesta, dejándome ahí, suficientemente capacitada como para regocijarme en una infinidad de pensamientos al respecto. Que había sido un error era algo que ya sabía. No me cogía por sorpresa porque le había dedicado una reflexión al asunto en más de una ocasión. Sin embargo, que Igor insistiese en mi capacidad para marcar de por vida la carrera y el futuro de Lukas… consiguió bloquearme por completo. Aun desconociendo sus pretensiones, sin saber en qué se basaba ni por qué sentía la necesidad de herir a Lukas, aquello no partía más que de su conciencia. La mía, por otra parte, temía llegar al punto de no retorno y, desgraciadamente, muy probablemente, ya habíamos llegado a ese extremo. Posiblemente no hubiese marcha atrás ni oportunidad de detener lo que habíamos permitido que sucediese. Y eso era, quizá, lo que más me asustaba de todo. —Ya estoy. Colocó su mano en la parte baja de mi espalda, sorprendiéndome al hablar con tanta cercanía. —No pretendía asustarte —susurró, quedando quieto a mi lado—. ¿Te encuentras bien? —Sí. —¿Estás segura? —Sí. —¿Nos vamos, pues? Asentí con la cabeza y rechacé, muy a mi pesar, el brazo que me entregaba para seguir descendiendo por la amplitud de la escalera hasta uno de los taxis estacionados junto a la acera. Entré en el interior, resguardándome del frío y abrazándome a mí misma una vez mi cuerpo había conseguido colocarse sobre los asientos de cuero negro. Él no tardó en hacer lo mismo, deslizándose a mi lado y dando la dirección exacta del hotel. Tentó, con un movimiento de su mano, conseguir el contacto de mis dedos, los que reposaban sobre la tela del vestido que seguía cubriendo mis piernas. Debió notar la falta de reciprocidad pues, aunque me encontraba con la mirada perdida al otro lado de la ventanilla que quedaba a mi izquierda, pude ver, por el reflejo, la fugaz mueca de desilusión.

—Si no se puede parar, ¿qué es lo que estamos haciendo? Tras pronunciarme, giré el rostro hacia él, quien me miraba sin entender exactamente a qué me refería en aquel momento. —Sí —dije—. Si no se puede parar, si no hay modo de detener todo esto, ¿por qué seguimos alimentándolo sabiendo lo que nos espera, sabiendo que dolerá y que no funcionará? —¿Por qué dices eso? —Porque está doliendo. —Dije que ocurriría. —Y también dijiste que pararía y no lo tengo yo muy claro. —Creí que quedamos en que nos disfrutaríamos el tiempo que durase este viaje. —¿Y si me he planteado querer disfrutarte más que durante este corto y efímero viaje? ¿Y si yo me he planteado tener más que cuatro días de felicidad contigo? —Quise golpear la separación de nuestros asientos con los del conductor y copiloto pero respiré—. ¿Quién demonios lo tiene todo más claro, tú o yo? Sé cuál es mi rol, sé qué me da miedo, que esto me ha pillado de improviso y que, precisamente, enamorarme del padre de una amiga no entraba en mis planes. Sé que es una locura, que puede ser pasajero pero, ¿y si no lo fuese? ¿Y si estuviese destinado a durar un poco más que unos cuatro días en la ciudad de Nueva York? El taxi paró en un semáforo rojo y sentí que la cerveza intentaba trepar por mi esófago. —Aun queriendo disfrutarte más, sé que no puedo. —¿Qué es lo que quieres, Elsa? —Volver a casa. —¿Ahora? —Sí. —¿No podemos hablarlo? —¿Qué quieres tratar, Lukas? —Tu impulsividad, por ejemplo —intentó tomar mi mano pero, de nuevo, evité el contacto—. Aunque si quieres que hablemos de cómo no dejas de rechazarme, por mí no hay problema. —Me quiero ir. —No tomes decisiones precipitadas sin pensar. —Me has preguntado qué es lo que quería y eso es lo que quiero —le respondí. —¿Puedes dejar de comportarte como una cría e intentar dialogar conmigo, por favor? El automóvil volvió a ponerse en marcha y estuve tentada a pedirle que se detuviera, que en aquel mismo punto, a pocas manzanas del hotel, me bajaba…, pero temí que el frío pudiese con todas mis articulaciones. —Exactamente —murmuré, con los ojos fijos en la cabina del taxista—. Soy una cría y tú eres un adulto. —Dime de qué va todo esto. —Y pase el tiempo que pase, seguiré siendo una cría en comparación contigo. —Elsa, háblame con sensatez y deja de exponer tus pensamientos como si fuesen legítimos para todo. —Hay un maldito abismo entre nosotros. —¿Cuándo lo has notado, cuándo diablos has sentido que existía un abismo entre nosotros? —Que no lo sienta no significa que no esté ahí. El taxi volvió a detenerse y Lukas se removió en el asiento para sacar su cartera y pagar allí mismo, decidiendo que era hora de que bajásemos y continuásemos el camino a pie.

Cerré la puerta del automóvil y me dispuse a caminar sin mirarle, sabiendo que sus pies seguían los míos. No obstante, ninguno volvió a dirigirse al otro hasta llegar al ascensor del hotel tras cruzar la principal puerta giratoria. —Destrozaré tu carrera… Él esperó unos segundos antes de responder. —¿Se puede saber de qué estás hablando? —¿Qué crees que ocurrirá si lo averiguan? —¿Si averiguan el qué? —¡Que tenemos una relación! —¿Eso es lo que tenemos? ¿Tenemos una relación? Intenté centrarme en la tonalidad de su voz para no perderme en las palabras que había utilizado como réplica. —Estoy enamorada de ti —le recordé, con pesar—. Es algo nuevo para mí, y, a pesar de eso, es como si lo hubiese sentido toda mi vida. No sé si seré capaz de deshacerme de ello... —Igor no sabe de lo que habla. —O sabe más de lo que creemos. —¿Estás escuchándote? Él cree que has entrado en la empresa porque hemos tenido algo. —¿Y no es así? —¡Por el amor bendito! —Alzó la voz, mirándome alucinado—. ¿Crees que te ofrecí pasar una entrevista porque quisiese tener sexo contigo? Pero, ¿tú eres tonta? ¿No piensas con la cabeza, con lógica, con esa inteligencia que siempre has demostrado tener? —Intentó serenarse, lo percibí por cómo movía los labios hablándose a sí mismo—. No puedo creerme que se te acabe de ir la cabeza de ese modo. Hemos hablado de esto —me recordó, cuando las puertas automáticas se abrieron ante el pasillo en el que se encontraba nuestra habitación—. Hablamos de que seguirías teniendo trabajo funcionásemos o no funcionásemos. Que hayas tenido una mala experiencia con tu antiguo supervisor, jefe, o lo que fuese, no significa que todos seamos iguales, ¿sabes? ¡Y mierda, joder! Es que no tiene nada que ver que trabajes conmigo, que seas mi aprendiz, con que tengamos relación. ¡Nada que ver! Aprecié cómo, de forma notoria, la piel de su cuello empezaba a enrojecerse y el calor comenzaba a emanar de su piel. Tras el uso de la llave electrónica, empujó la puerta de la habitación, introduciéndose en ella mientras intentaba seguir sus pasos con muchísima más calma que él. —Si hay una probabilidad de que lo que ha ocurrido entre nosotros interfiera en tu vida labo… —Te juro que si vuelvo a escuchar un argumento de Igor en tus réplicas, me largo —me advirtió, deshaciéndose del abrigo y la chaqueta de traje, acalorado, con brusquedad—. Soy tu supervisor — me recordó—. También soy el padre de Iris. Y, además, soy el que se acuesta contigo últimamente. Así que interfieres en mi vida profesional, en mi vida personal y en mi vida sexual, Elsa. —Piensa por un momento qué es lo que dirá la gente si reclutas jóvenes para aprender y, además, les dedicas unas atenciones bien distintas a las que, estrictamente, estás obligado a —murmuré, a mi turno, con un suave tono de voz para no incidir, aún más, en su creciente y notable malestar—. Perderás en criterio. Tus principios, valoraciones y juicios dejarán de ser tan válidos, tan excepcionales para las personas que trabajan en esto. —¡Para ya! —Se pasó las manos por el rostro, dejando caer sus prendas sobre la cama—. ¿¡Quieres hacer el favor de parar de preocuparte por el qué dirán o dejarán de decir sobre mí!? —¡No! ¡No quiero! ¡No cuando yo seré el motivo! ¿¡Crees que quiero que una fama como la de

acostarme con mi superior afecte a toda tu carrera!? —Oh, ¿y no podrías haberlo pensado antes de acostarte en su día con el otro idiota? Quedé unos treinta segundos en silencio. —¿Qué es lo que has dicho? La decepción era incluso más dolorosa cuando provenía de la mano que, poco antes, no había hecho más que dedicarle suaves caricias a mi esencia. Habiéndome deshecho del abrigo, dejándolo caer sobre el banco, pasé por su lado para encerrarme en el cuarto de baño, escuchando cómo en un lastimoso susurro pronunciaba mi nombre. —¡Lo siento…! —Se disculpó, antes de que la puerta bloquease su cuerpo y voz. Quise arrancarme el vestido, despojarme de toda tela que estuviese oprimiendo mi cuerpo en mayor o menor medida, pero lo único que hice fue deshacerme de los zapatos, sentarme sobre la tapa del váter y llorar como si acabase de encontrarme sola en el mundo. Quise también ahogar los quejidos, ansiando tener la capacidad de transportarme a casa y refugiarme en los brazos de Norman, pero mi subconsciente, inteligente y rápido, sabía que los únicos brazos a los que quería aferrarme eran los de Lukas. Escuché la puerta de la habitación cerrarse con fuerza e intuí que, como yo, él también necesitaba su espacio para lamentar, pensar, maldecir o lo que fuese apropiado para él en ese momento. Tenía miedo. Temía haber ido demasiado lejos en todo aquello y haber perdido la oportunidad de decirle, una vez más, lo mucho que me gustaba y apasionaba. Me aterraba creer que en esa discusión habíamos desmontado todas las ilusiones con las que habíamos decidido viajar a Nueva York. Y, lo peor de todo, me acojonaba creer que no volveríamos a mirarnos a los ojos con el mismo deseo entre nosotros. Porque, aun sabiendo que debía ser el final, que entre nosotros la historia no podía continuar, quería seguir nadando en el azul de sus ojos, sintiéndome en calma, protegida. Sequé mis lágrimas, echándome un vistazo a través del espejo y descubriendo el rastro de maquillaje negro por encima de mis ojeras, junto a un húmero recorrido, sorbiendo fuertemente por la nariz. Intenté arreglar mi expresión, poniendo muecas para destensar los pómulos y la musculatura facial, pero sólo conseguí empapar mi rostro con agua fría y dejar de sollozar silenciosamente. Salí del cuarto de baño para descubrir que, efectivamente, Lukas había abandonado la habitación para destensas sus emociones. Sólo tuve tiempo de sentarme sobre el lateral de la cama, intentando deshacer la cremallera lateral del vestido, cuando la puerta volvió a hacer ruido, esta vez con mucho menos brío. Su silueta apareció a través del reflejo de la ventana y advertí que su cuerpo, tras quedarse quieto unas milésimas de segundos, se movía para aproximarse hasta mí, apareciendo a un lado y tomando asiento, con delicadeza, junto a mi cuerpo, sobre la cama. Permanecimos en silencio, quietos, contemplándonos a través del reflejo que nuestras siluetas provocaban sobre el limpio cristal cuya función era permitir, en ese momento, que la nocturnidad de la fría noche se expandiese ante nuestros ojos. Sentí que su hombro golpeaba delicadamente el mío, en un simple y suave acercamiento, antes de inclinarse para besar la piel desnuda de la zona. Cerré los ojos. —Me siento fatal —admitió, sin distanciar los labios de mi hombro desnudo—. Perdóname por haber sido capaz de decir algo así —se disculpó, volviendo a depositar un beso sobre la piel. Continué con los ojos cerrados y tenté con mi mano buscar una de las suyas. Al rozar sus dedos, los apreté delicadamente y respiré hondamente. Por su parte, él dejó caer la frente contra el hueso de mi hombro y me acompañó en la respiración. Sentí cómo su brazo rodeaba la parte baja de mi espalda, notando cómo nuestros muslos se

presionaban entre ellos, todavía sentados al borde del lateral de la cama. Los dedos de su mano se colocaron sobre mi cintura y, con un apretón, me instó a mirarle. —Ich liebe dich. Nadé en ese azul una vez más, lanzándome de cabeza a la tranquilidad que me proporcionaba, a la inexistente frialdad de lo que solían ser unos ojos de su tonalidad. Advertí que sus ojos descendían hasta mis labios y, tras una milésima de segunda, volvían a ascender hasta mis ojos. —Liebst Du mich? —Preguntó, atrapándose muy delicadamente el labio inferior con los dientes. No había estudiado alemán y lo único que conocía del idioma provenía de algunas canciones que habían formado parte de mi lista musical, pero, aun así, le entendí perfectamente. Entendí que había dicho que me quería y que me preguntaba si yo le quería a él. Asentí con la cabeza. —Te quiero —susurré, llevando mi mano hasta su rostro y pasando delicadamente la yema del pulgar a sus labios, acariciándolos suavemente. Era la primera vez que lo decía con convicción. La distancia entre nuestros rostros fue acortándose pausadamente, permitiéndonos olisquear nuestra esencia y nuestro propio acercamiento, antes de cerrar los ojos y ladear el rostro de forma automática, sabiendo exactamente cómo y por qué motivo. Una caricia y, después, una intermitente presión provocando el incesante y delicioso cosquilleo a través de nuestros labios. Un sonido, una respiración uniéndose a ello y, segundos después, un mayor movimiento por parte de nuestras bocas. Un involuntario jadeo, una física necesidad corporal aclamando la más natural de las devociones y, tras ello, mi lengua rindiéndose a la de él.

Capítulo veintisiete Lo perdí de vista el tiempo que el vestido cubrió mi rostro mientras sus manos, y las mías, intentaban retirarlo de sobre mi piel. Cuando nuestros ojos volvieron a encontrarse, colocó sus palmas a ambos lados de mis hombros y, con esmero, flexionó los brazos para inclinarse y presionar mi boca con la suya. Apoyé las manos contra su pecho, deslizándolas por la camiseta negra que seguía cubriendo su torso y mis dedos, al llegar al reborde, tomaron la tela para empezar a deshacerme de ella sin perder la oportunidad de acariciar la calidez de su piel. Volvimos a perdernos de vista durante el lapso en el que retiraba su cabeza de la prenda y la dejaba caer al suelo, desde uno de los lados de la cama. Aproveché la ocasión para incorporarme y colocar mis labios contra uno de sus pectorales, sintiendo cómo él, aunque no fuesen sus principales intenciones, se dejaba, quedando sentado sobre sus propios talones con las rodillas ancladas al colchón. Me moví hasta quedar en su misma posición, frente a él, dedicándole un rastro de besos que parecía ir en contra de sus propósitos. Tomó mi rostro entre sus manos, alzándose un poco más y tirando de mí para acercar mi cara a la suya. Sin pensarlo, acomodó su boca sobre la mía y profundizó en ella con ganas, deslizando sus manos por mi cabeza, sujetándome con ansia. Éstas no tardaron en cambiar el rumbo, deslizándose por mi espalda hasta conseguir llegar al broche del sujetador. Poco después, mis pechos quedaron descubiertos y oprimidos por el calor que irradiaba su torso, uniéndose a mí hasta conseguir tumbarme boca arriba sobre la cama. Su boca abandonó la mía y pronto empecé a sentir cómo sus labios se arrastraban por la longitud de mi cuello, lentamente, siguiendo un camino desde mis pechos, pasando por vientre y llegando, finalmente, al límite de la ropa interior que seguía cubriendo mi entrepierna. Me estremecí con sólo notar cómo la incipiente barba de pocos días atravesaba la finísima tela del tanga, consiguiendo arañar vehemente la piel oculta. Era tal la sensualidad con la que me trataba en aquel momento que mi cuerpo contrajo involuntariamente parte de los músculos de mi abdomen. No era más que una tenue sacudida de placer provocada por el naciente cosquilleo bajo mis terminaciones nerviosas debido a la fricción que ejercía su boca contra la tela. —Uhm… Cerré los ojos y arqueé delicadamente la espalda, colocando mis manos sobre el suave cabello de su cabeza. Apreté muy suavemente con los dedos cuando sus dientes atraparon, con extremo cuidado, mis labios vaginales. Depositó un par de besos por la suavidad de mi muslo mientras sujetaba la tela del tanga a un lado, descubriendo mi vagina y exhalando, de forma inconsciente, su lenta respiración contra ella. El roce de sus labios con los míos en aquella zona tan delicada consiguió erizarme por completo hasta necesitar bloquear mi respiración durante un corto lapso. De ese modo, contuve un jadeo y apreté mis mandíbulas para tensarme de forma involuntaria. Lukas volvió a besar mi vulva, con más ansia, hasta atrapar, en una rápida succión, mi expectante clítoris. Tuve el reflejo de juntar las rodillas, las cuales seguían bien abiertas contra el colchón, a ambos lados del cuerpo tendido de él, pero su mano, la que no apartaba la tela de mi ropa interior, me lo impidió. La contracción surgió en mi interior y, habiéndolo notado, deslizó los dedos de aquella mano hasta rozar la sutil humedad que brotaba de mi entrepierna. —Ah… —dejé escapar un aligerado soplo.

Aferré mis dedos a la sábana de la cama cuando la yema de los suyos hubo acariciado mi seducido clítoris y seguí haciéndolo con más fuerza al sentir cómo los deslizaba lentamente en mi interior. Aproximó su boca a mi vulva, una vez más, concentrándose en besar la zona con esmero, provocándome un fuerte jadeo. Tuve tiempo de respirar cuando se recostó a un lado de mi cuerpo, ladeado y sin alejar la mano derecha de mi entrepierna. Sentí cómo su mano izquierda se acomodaba tras mi nuca, con su codo clavado en el colchón y, aunque me moría de ganas por acariciarle, besar desde sus tobillos hasta aquella barbilla marcada por el sensual hoyuelo, me estremecí sabiendo que me masturbaría hasta conseguir beberse mi orgasmo. —No sé qué será de nosotros —murmuró, tras apretar los labios momentáneamente—, pero quiero que esta noche quede grabada en mi retina. Estuve a punto de responderle, de admitirle que, en ese preciso instante, deseaba poder decirle que me quedaba con él, que no había nada que me apeteciese más que permanecer a su lado, que mi felicidad no dependía de la suya pero, sin duda, se alimentaba de la misma. Estuve a punto de despegar mis labios para dedicarle todos y cada uno de mis pensamientos cuando se adelantó, empezando a mover sus dedos de forma circular alrededor de mi clítoris: —Me gustaría poder rememorar esto todas las noches en las que sé que no me acompañarás. Jadeé débilmente, como si cada vez fuese más dificultoso respirar en aquel ambiente que creábamos nosotros mismos. Sentí su aliento próximo a mis labios y abrí los ojos. —No quiero imaginar lo que sería hacértelo; quiero recordar haberlo hecho —susurró. Adapté mi mano contra su nuca, ejerciendo presión para poder unir nuestras bocas y, al conseguirlo, me centré en profundizar ansiosamente en la de él. Por su parte, tras corresponder mi beso, sin dejar de presionar mi clítoris y atormentarlo con aquellas caricias, se distanció de mi boca para, con los labios entreabiertos, concentrarse en las muecas que, inevitablemente, esbozaba a cada uno de sus toques. Podía notar cómo me observaba, cómo contemplaba el efecto que sus movimientos tenían en mí, y, lejos de incomodarme, llegó a excitarme todavía más. Por primera vez en mi vida estaba manteniendo los ojos entreabiertos, compartiendo una mirada que, con cualquier otra persona, me provocaría retraimiento. Arrastré mi mano izquierda por su torso, alucinada por cómo de terso, suave y firme llegaba a ser, aguantando una sacudida de placer que encontraba el modo de brotar de mí mediante un gimoteo, hasta llegar a la cinturilla del pantalón de traje. Aquella tela dejaba entrever el estado de su entrepierna y no necesité usar la imaginación para anticiparme a su dureza. Presioné con mi mano y la aprecié. El movimiento circular de sus dedos aumentó arrancándome un espontáneo y sonoro gimoteo. Intenté, pero, contener parte de la exhalación para evitar ser tan escandalosa. Ya podía sentirme cerca y lo sabía por cómo mi abdomen se tensaba, a cada respiración un poco más, haciendo colapsar mis pulmones y viéndome víctima de la electricidad que se concentraba entre mis piernas. —Por favor… No supe por qué acababa de pronunciarme ni qué estaba pidiendo exactamente pues lo único que me apetecía era dejarme llevar por sus dedos y rozar aquella magnífica intensidad que se acumulaba para estallar y hacerme perder la noción del tiempo, de quiénes éramos y de los errores que habíamos cometido al enamorarnos sin reparo. Vi cómo sus labios permanecían entreabiertos, respirando con la misma profundidad con la que yo lo intentaba, excitado por cómo conseguía excitarme, complacerme y anularme a los deseos más carnales. Al deseo de piel…

Temblé una vez más antes de verme derribada por la oleada de placer estallando desde la sensibilidad de mi clítoris hasta el punto más hondo de mi interior. Bloqueé mi respiración del mismo modo en que mi espalda comenzó a arquearse, necesitando retorcerme levemente sobre las sábanas. Y, aun así, el jadeo brotó de entre mis labios, amenazando ser más sonoro de lo esperado, siendo, finalmente, interceptado por la ansiosa boca de Lukas. —Hmm —los dos jadeamos al unísono. Convulsioné delicadamente cuando sus dedos resbalaron entre mis húmedos labios, dedicándome una agradable caricia. —¿Te ha gustado? Asentí con la cabeza mientras su mano ascendía por mi vientre, acariciándome lenta y cariñosamente hasta llegar a uno de mis pechos, el cual rodeó con sus dedos y, con la yema del pulgar, acarició débilmente. Los latidos de mi corazón seguían siendo irregulares y no se debía únicamente al maravilloso orgasmo que acababa de disfrutar. Se trataba de sus ojos, del modo que tenía de mirarme, de escrutarme con la mirada al tiempo que su mano seguía profesándome enternecedoras caricias. Era aquel azul cándido que conseguía arrancarme la respiración y, a la vez, hacerme sentir como en casa. Si no extrañaba mi hogar, si no extrañaba mi día a día, era porque él me hacía sentir como si no me hubiese distanciado de ello. Porque él conseguía hacerme sentir en casa. No era fácil de explicar pero, en pocas palabras, era como si habiéndome perdido, recuperase mi camino con sólo cruzar mis ojos con los suyos. —Eres… —Luk… Hablamos a la vez y nos reímos. —Dime —musitó, con una sonrisa. Su mano había ascendido por mi cuello hasta lograr colocarse junto a mi mejilla, a la que seguía brindando el mismo y continuo mimo. —¿Y si es nuestra última vez? No percibí reacción en su expresión. Sólo aprecié el modo en que sus pupilas bailaban al seguir las mías. —Elsa… —¿No te entristece pensar que puede ser la última vez? —Déjame disfrutarte… —¿Quieres que me quede contigo? —No… Se colocó sobre mi cuerpo, entre mis piernas desnudas, todavía vestido con el pantalón de traje y la ropa interior, que seguía oprimiendo su excitación, con las manos sobre mi cabeza, peinándome a medida que su respiración se fusionaba con la mía. —¿Por qué no…? —Porque no —contestó, en un suspiro. Acalló mi posibilidad de réplica con su inflexible habilidad para arrebatarme el aliento. Mi lengua siguió el ritmo de la suya y me estremecí recibiendo unos sensuales movimientos por parte de su pelvis contra mi estimulada entrepierna. Los roces me sacudieron, haciéndome ignorar el reciente temor, despertando mi necesidad de piel una vez más. Mis manos ascendieron por sus costados y clavé mis uñas haciéndole gemir entre mis labios. —He de ir a por un preservativo… Se distanció de mi cuerpo, no sin antes, eso sí, dedicarme un par de prolongados y excitantes

roces. No extrañé su cercanía ni sentí frío al desprenderme de su calor, pues había sido fugaz dirigiéndose al cuarto de baño donde guardaba su neceser y volvía a mí, sobre la cama, para deshacerse de sus pantalones y la ropa interior, liberando su jugosa y deliciosa erección, dejando escapar un breve suspiro. Incorporé mi cuerpo para tomar su pene con la mano, rodeándolo firmemente con los dedos y entregándole unas profundas caricias, mientras él seguía deshaciéndose del envoltorio para centrarse en la goma. No tardamos más de unos minutos en deslizarnos bajo el edredón de la cama que ocupábamos. Tras colocarse el condón, pasó sus manos por mis piernas y se acomodó entre ellas, nuevamente, hasta poder usar las palmas, a ambos lados de mis hombros, como apoyo. La punta de su nariz rozó la mía con una ternura que sólo había contemplado en las escenas románticas de aquellas películas que no admitía ver en momentos de bajón. Y en aquella corta distancia entre nuestros cuerpos, pudiendo sentir su nariz y sus labios a escasos centímetros de los míos, percibí cómo sus ojos ascendían a los míos y descendían hasta mi boca con una sonrisa que nunca antes había apreciado en ningún rostro de mi entorno. La perdí de vista porque me besó con lenta devoción, consiguiendo fusionar nuestras bocas hasta el punto de hundirse en el interior de mis labios para explorar toda una cavidad que no debía resultarle novedosa pero que parecía que, por el modo en que su lengua colmaba la mía, adoraba cada vez un poco más. Una de sus manos abandonó la cercanía de mi cabeza y, por lo tanto, el apoyo sobre el colchón, para, suavemente, acariciar la cara interna de uno de mis muslos, provocando un electrizante cosquilleo que no hacía más que despertar todas aquellas terminaciones nerviosas que permanecían alteradas con su simple cercanía y la sencilla y atrayente esencia que emanaba de su cuerpo. Podía sentir que esa vez iba a ser distinto, que en la cama de aquel hotel en la magnífica ciudad de Nueva York, en una intimidad que nuestros cuerpos agradecían, iba a ser diferente. No iba a ser una búsqueda del placer absoluto que nos ofrecía el otro, ni siquiera un intento de complacernos mutuamente al mismo tiempo. Percibía sus movimientos y sabía que buscaría, del mismo modo en que yo lo intentaría, satisfacerme. Y no de cualquier modo, no. Me complacería porque en ello residía, a su vez, su propia satisfacción. Acogí el oxígeno en mis pulmones cuando su erección se introdujo con pausa en la calidez del interior de mi vagina y pareció que, por un momento, ambos sostuvimos nuestras respiraciones para dejarlas brotar al mismo tiempo, segundos después. Lo hicimos cuando su miembro llegó a ocupar y presionar contra mis húmedas carnes. En aquella postura, volvió a colocar su mano sobre el colchón, a un lado de nuestros cuerpos y buscó con desesperación que nuestros labios se encontraran una vez más. Dejó que mis carnes se cerniesen alrededor de su pene, acomodándose y disfrutando de cómo mi cuerpo respondía, tanto involuntaria como voluntariamente, a su movimiento, a su dureza. Colocó su frente contra la mía y respiró con tranquilidad, tentando con un suave vaivén por parte de su pelvis. Pude notar el temblor en mis rodillas, lo que aquello significaba y el cúmulo de distintas sensaciones que venían a alborotarse en mi interior. Y quise preguntarme, en ese preciso instante en el que su miembro se retiraba con cautela para volver a llenarme con lenta maestría, por qué estaba cediendo al primer gran sentimiento que tanto me había ignorado gran parte de mi vida. Recordé, sin embargo, que si me paraba a preguntarme el por qué, me vería incapaz de disfrutar del qué. Exhalé un profundo jadeo en un cambio de ritmo, una habilidad que se le daba especialmente bien, mientras me aferraba a su espalda desnuda con las manos, apretando tan fuerte con las yemas

que incluso pude notar el cosquilleo de la sangre fluir bajo ellas. Tensé mis piernas a ambos lados de su cuerpo, necesitando un momento para arquear la espalda en un gesto completamente automático. Aprovechó la ocasión para hundirse en mí una vez más, arrebatándome otra inestable respiración, sorbiéndola tiempo después con la pericia de sus labios. Bebí del gutural sonido que brotó de él y que acallamos con la destreza de nuestras lenguas en la profundidad de la boca ajena. Su mano topó contra mi mejilla y, con sus dedos acariciando el lateral de mi cuello, a corta distancia de mi nuca, volvió a besarme con necesidad, con una devoción que nunca antes había presenciado. No sólo me hacía el amor con su cuerpo sino que también me llenaba de él con sus labios. Nuestras bocas se distanciaron un instante para jadear bruscamente ante el nuevo cambio de ritmo. Tomaba una considerable pero, todavía, pausada velocidad. Disfrutando de cómo se adentraba y de cómo retrocedía, haciendo el camino inverso. Su mano terminó por sobrevolar nuestros cuerpos, atrapando el cabecero de la cama, utilizándolo como distinto punto de apoyo mientras que aumentaba la presteza de las penetraciones con las que me deleitaba. Era la primera vez en mi vida que sentía cómo, poco a poco, la excitación se acumulaba, con sutileza, extendiéndose por mis extremidades como si de una serpiente se tratara, con aquel mismo movimiento de ondulación, zigzagueando. Y podía disfrutar de cómo a cada prolongada, dura y profunda penetración, esa placentera sensación aumentaba, acumulándose bajo mi piel y provocándome una satisfacción que era como si la lujuria y la ternura bailasen cuerpo a cuerpo. Pues había pasión entre nuestros cuerpos, el deseo era evidente entre nuestras pieles, las cuales seguían buscando, desesperadamente, el modo de fusionarse entre ellas sin alterar lo que la ciencia consideraba imposible. Pero, por descontado, había ternura en sus movimientos, en cómo su pelvis me complacía, en cómo su erección pasaba por todo mi interior con su envergadura, milímetro a milímetro, aumentando la necesidad de estallar. Abrí los ojos sin pretensión alguna, como un acto reflejo tras haber gimoteado tan fuerte que había incluso sentido una pizca de vergüenza. Encontrándome con sus ojos, delicadamente entrecerrados por el esfuerzo al que nos sometíamos con mucho gusto, sentí una profunda sacudida de placer que me llevó a sujetarme a los costados de su cuerpo con la misma fuerza con la que lo había hecho, minutos antes, con su espalda. Pronto sus caderas incrementaron la agilidad y rapidez de su actividad pélvica y logré escuchar, antes de que nuestros jadeos fuesen suficientemente evidentes en el interior de nuestras gargantas, cómo su mano se aferraba fuertemente al cabecero de la cama. Los muelles hicieron eco al sonido de nuestras respiraciones y comencé a sentir cómo mis pechos cedían a la velocidad de nuestros cuerpos, del oxígeno que buscaba tomar con urgencia y del movimiento al que me veía sometida por el modo en que su erección se dedicaba a clavarse, cada vez más, en mí. Lograba notar cómo llegaba al tope, incapaz de avanzar más pese a la facilidad con la que se adentraba en mí debido a los flujos que no hacían más que anticiparse a lo que sucedería en poco tiempo. Era posible que, por ello, por las formas en las que sus embestidas empezaron a ser cada vez más duras, cortas e intensas, me viese más próxima al precipicio por el que me dejaría caer sin pensarlo, sin preguntarme por qué. Abandonó el cabecero para dejar caer sus antebrazos sobre el colchón, junto a mis hombros, mientras sus manos se apresuraban a tomar mi cabeza fuese como fuese. Notaba que una se cernía contra ella, presionando mi cabello al tiempo que la otra se colocaba sobre mi mejilla, con presión, como si temiese que pudiese desvanecer en aquel preciso instante ante sus ojos. —A-hh… Nuestros vientres colisionaron y no dejaron de hacerlo en los minutos que sucedieron. Su único

punto de apoyo, más allá de los antebrazos, eran sus rodillas bajo mis flexionadas piernas. Creí que en ese momento volvería a besarme una vez más, inculcándome de ese modo el arte de venerar y adorar con la pericia del movimiento de unos labios. En lugar de eso, sin embargo, hundió su rostro contra mi cuello y empezó a jadear contra él como si el cansancio y la persistencia tomaran su cuerpo por completo. Como pude, tomando las riendas de la situación, terminé rodando para tumbarle sobre el colchón y quedar sentada sobre él, notando cómo aquello tenía consecuencias en la unión de nuestros cuerpos. Escuché su gimoteo y él debió ser consciente de mi profundo gemido. Ambos nos dedicamos una mirada, atenuada por la cantidad de emociones que, sin duda, en ese momento, nos abarrotaban, sacudiéndonos y llevándonos al punto de no retorno. Sin pensar en cómo de desquiciada podía sonar mi respiración, empecé a moverme sobre él, cabalgando a la velocidad que acabábamos de abandonar hacía muy pocos segundos. Sentí cómo sus manos trepaban por mis muslos, desde las rodillas clavadas sobre el colchón, pegadas a sus costados, hasta llegar a mis caderas. Rodeó el hueso con sus dedos, con ambas manos, acompañando al movimiento mientras flexionaba delicadamente las rodillas que, aun así, permanecían tumbadas sobre el colchón. —Hmpf… —se oprimió a sí mismo, apretando los labios fuertemente mientras nuestras caderas se acompasaban libremente, al mismo ritmo. Perdí el equilibrio y necesité colocar las manos sobre aquel pecho al que me rendía total y completamente. Suave, terso, cálido, enrojecido por la pasión con la que estaba cautivándome pues, a decir verdad, seducirme ya lo había conseguido desde el minuto uno. En aquella postura, con movimientos que variaban con otros más circulares, sentí que me aproximaba al momento que mi cuerpo había estado aguantando durante demasiado. —Hazlo… —le escuché jadear, con dificultad. Tensé el cuello de forma involuntaria y pude notar que se avecinaba un incontrolable temblor a la altura de mis extremidades. Le sentía plenamente en mi interior. Me llenaba, me complementaba con una excitada erección que conseguía provocarme un placer que nunca antes había experimentado. Sabía cómo clavarse en mí, a qué ritmo y con qué movimientos. Sabía cómo tenerme desesperada, ansiosa y sabía, porque lo estaba demostrando, cómo llevarme al extremo de entregarme íntegramente al placer que me regalaba. Se incorporó de golpe, apartando mis brazos del apoyo que habían tomado sobre su firme torso y quedó sentado, sujetando fuertemente mi cadera. Una de sus manos deslizó sobre mi sudada piel y tomó mi nalga izquierda para atraparla entre sus dedos, fuertemente, incitándome, instándome a seguir en busca de mi placer. Sentí el frescor pegarse a mi espalda pues el edredón sólo conseguía tapar la parte baja de mi cuerpo. Mis manos se colocaron sobre sus hombros y, con fuerza, se aferraron a los músculos de su espalda mientras comenzaba a botar sobre él, impulsándome. Cuando creí que no podía ser más profundo, me estremecí liberando un intenso gemido al no ser capaz de controlar el orgasmo que acababa de sacudirme, brotando de una embestida que había conseguido quebrar mis intenciones de aguantar. Me aferré fuertemente a su cuerpo mientras mi orgasmo proseguía junto a las embestidas que seguía dedicándome, consiguiendo alargar mi placer con una serie de profundas penetraciones que se avivaban con la fuerza que sus manos ejercían sobre mi cadera. Me guiaba, con ganas, sobre él, impidiéndome perder el contacto con aquel cúmulo de excitación que seguía sacudiéndome a base de deliciosas réplicas.

Le sentí cerca a juzgar por cómo su respiración empezaba, cada vez más, a quebrarse. Se apretaba a mí con más fuerza, con más necesidad, perdiendo los jadeos contra la desnudez de mi pecho. Le noté colapsarse unos segundos e incliné la cabeza para buscar sus labios y besarle con lascivia. Correspondió con gusto, clavando las yemas de sus dedos contra la piel de mi cadera y moviéndose con tanta brusquedad que incluso conseguía que el colchón siguiese sus meneos. Sólo nuestras lenguas se unieron unos segundos antes de verse completamente absorto por el placer. Dejó caer su frente contra mi esternón y abracé su cabeza con mis manos mientras su gutural jadeo se perdía, siendo ahogado por el propio dueño, bloqueando su abdomen al tiempo que convulsionaba. Sus brazos rodearon mi cintura, abrazándome fuertemente mientras él, ahora, a su turno, disfrutaba de las réplicas que aquel fuerte orgasmo dejaba a su paso, a la altura de su vientre, que se contraía mientras proseguía con la sensación que había dejado el clímax. Estuvimos unos pocos minutos en aquella posición, abrazándonos y uniendo el calor y sudor de nuestros cuerpos, permaneciendo atentos a todo lo que nacía tras el éxtasis al que nos habíamos visto sometidos, disfrutando de aquellas pequeñas convulsiones que seguían esclavizándonos a ese instante, a ese momento, a ese pequeño aquí y ahora al que nos veíamos absortos. Ninguno de los dos se pronunció. Estuvimos unos segundos escuchando cómo nuestras respiraciones se regulaban, algo propio al paso del tiempo, todavía afectados por el calor y el placer que acababan de sacudirnos. Me retiré cuidadosamente, haciéndome a un lado, reprimiendo el pequeño quejido que amenazaba con brotar de mi garganta ante la pérdida de contacto con aquella dureza que conseguía, literalmente, hacerme perder la noción del tiempo. Al hacerlo, conseguí tumbarme sobre la cama y cubrir mi cuerpo con el edredón, temiendo coger frío tras la ausencia de su torso contra el mío y el calor al que nos acabábamos de acostumbrar. Todavía con la respiración inquieta, mis ojos fueron a parar al techo. Acababa de enfrentarme a algo que jamás… —¿Estás bien? Su voz interrumpió mis pensamientos y me sentí patética por las repentinas ganas de llorar que me sacudieron. —Sí —mentí. Me coloqué de lado sobre la cama, dándole la espalda de forma consciente, intentando ocultar cualquier indicio de mi estado sin saber que, precisamente, aquella postura, en gran medida, me delataba, por lo que cerré los ojos, escuchando cómo se deshacía del plástico que cubría su miembro. Una fina capa que conseguía, por muy poco que fuese, impedir aquella fusión total entre nosotros. Sentí su cuerpo removerse bajo el edredón y pronto, en pocos segundos, noté el calor de su pecho cubrir mi espalda. Sus labios, delicados, besaron mi hombro desnudo. —Dime que estás bien… —Me siento estúpida… —¿Por qué? Su brazo derecho cubrió mi cuerpo, pasando por mi vientre, consiguiendo ejercer fuerza para colocarme boca arriba sobre la cama, quedando él de lado, mirándome con aquellos ojos que, la verdad, podía incluso jurar que veían a través de mí. —Si fuera un sueño… —me llevé la mano a la frente, desviando los ojos hasta el techo—. Un sueño… —bufé, avergonzada—. Despertamos de todos los sueños, de todos y cada uno de los que tenemos. Esbozó una sonrisa y ese gesto llamó mi atención. —¿Por qué diablos sonríes?

—En estos pequeños detalles, mein Schatz, compruebo lo joven que eres —respondió, en un susurro. —No sé cómo tomarme esa contestación. —Elsa, te preguntas tantas cosas… Llegas a cuestionártelo absolutamente todo. —No sé ser de otro modo… —No estoy diciendo que debas cambiar, ni mucho menos. —Entonces, ¿qué es lo que dices? —Que eres muy negativa —se inclinó para besar mis labios y acariciar, bajo el edredón, uno de mis pechos—. En lugar de pensar que despertamos de todos los sueños, ¿por qué no has pensado que, quizá, algunos sí se hacen realidad? ¿Por qué no piensas que, de forma momentánea, el sueño se cumplió? —Porque entonces admitiría que no es del todo real y que sólo lo ha sido fugazmente. —Te quiero —me recordó, entrecerrando delicadamente los ojos— y, hasta donde yo sé, eso es bastante real para mí. Sólo queda saber si para ti también lo es. Apoyé la mano contra su nuca y presioné para aproximar sus labios a los míos, profundizando en su boca con una clara y casi entristecida necesidad. —Es real.

Capítulo veintiocho No podía creer que pudiese sobrevivir con un simple café negro en el cuerpo cuando, por otra parte, yo despertaba con un hambre atroz, tanto que estaba dispuesta a exigir las tortitas que fuesen necesarias si no conseguía saciarme con las que me ofrecían para el desayuno. Por suerte, el sirope de arce conseguía establecer un equilibrio en mi necesidad, debido a lo dulce que era, y tuve suficiente con comerme unas cuatro. Siempre había comido más por los ojos que por la boca, de todos modos… No habíamos vuelto a hablar sobre lo ocurrido. Ninguno de los dos quiso pronunciarse respecto a la duración que tenía lo nuestro pero el modo en que admitíamos, abiertamente, que nos queríamos, era un simple avance de lo mucho que sufriríamos a nuestra vuelta. A fin de cuentas, nuestra estancia en Nueva York tenía fecha de caducidad y al día siguiente, a primerísima hora de la mañana, cogeríamos un vuelo que nos devolvería a nuestras vidas. Bebí de mi humeante café con leche observando a todas las personas que, como nosotros, disfrutaban de su desayuno, a unas horas más tardías de lo habitual en aquel horario americano, como turistas, planeando qué iban a hacer de aquel frío día en la gran ciudad. Por mi parte, sin embargo, me entretenía con pensar que quedaba a manos de Lukas. Al fin y al cabo, estábamos allí por él. No era sólo disfrutar de la ciudad puesto que también tenía cosas que hacer en aquel trabajo que estaba a punto de aceptar. Y no le culpaba por ello… Si con treintaicinco años ya se había hecho un nombre en todo el estado europeo, no iba a extrañarme que en poco tiempo, estando en los Estados Unidos, a sus cincuentaiún años, consiguiese metérselos a todos en el bolsillo. De hecho, estaba claro que a los de la comisión ya los tenía… Siguió bebiendo de su café mientras ojeaba el periódico, concentrado, acomodado en la silla con las piernas cruzadas y una expresión que se ubicaba entre la despreocupación y la seriedad. Debió notar que le observaba porque, en un momento dado, alzó la mirada de entre las hojas de papel para mirarme. —¿Qué ocurre? —Nada —le respondí, volviendo a beber del café. —¿Te has quedado con hambre? —En absoluto. —¿De lo otro tampoco? Aprecié la sonrisa que intentó disimular y sentí unas tremendas ganas de golpearle la espinilla con la punta del zapato, pero me contuve. —No te golpeo porque temo dañarte, abuelo. —Cuando intentas herir mi ego, te pones adorable, chiquilla. Tenía la partida perdida, estaba claro. Por algún motivo que no lograba entender del todo, a mí me pesaba muchísimo más aquellos pequeños y jocosos comentarios. Y no lograba comprender por qué si, en realidad, a quien menos le preocupaba la edad… era a mí. —¿Qué plan tenemos para hoy? —¿Qué te parece pasear alrededor de Manhattan? —¿A pie? —Estuve a punto de atragantarme con el café—. ¿Estás de broma, verdad? ¿Acaso quieres herniarte? —Intenté proseguir con el hilo humorístico pero, a decir verdad, lo que realmente me preocupaba era acabar agotadísima. —No, a pie no, en barco —contestó, cerrando el periódico y dejándolo a un lado, sobre nuestra mesa

—. ¿Crees que te haría caminar tanto? No creo que tengas el fondo necesario para ello. —Nos hemos despertado cachondos hoy, eh… —Pue… —Alto ahí —le interrumpí, alzando una mano—. No, no. Sé que te lo he puesto en bandeja, no caigas en ello. Su sonrisa eclipsó mis primeras horas del día. —Me parece un gran plan —dije. —Perfecto. —¿Y después? —¿Por qué tienes que tenerlo todo tan organizado? —Porque nos vamos mañana. —Mein Schatz, quizá deberías aprovechar el momento y disfrutar en lugar de pensar que mañana tomamos un vuelo de vuelta. —Aprovechar el momento… —bufé. Apoyé mis brazos sobre la mesa, inclinándome hasta acortar un poco la distancia entre nosotros. —Para mí, aprovechar el momento sería meternos en la habitación y no salir de ella en las próximas ocho horas —respondí, con orgullosa picardía. Contemplé cómo muy sutilmente, casi de forma imperceptible, se relamía suavemente los labios. —Yo no puedo caer en ello, pero tú no te cortas ni un poco... —Es la ventaja de ser la pequeña, ¿no? —Que estás muy consentida, claro… Sonreí abiertamente, dejando caer mi espalda contra el respaldo de la silla, cruzándome de brazos y asintiendo con la cabeza. No dejé de hacerlo incluso cuando le vi levantarse de la silla, quedando al lado de la mesa, a pocos centímetros de mí. —Levanta, nos vamos a duchar. —Nos hemos duchado hace menos de media hora… —Me apetece volver a ducharme —contestó, sonriente. —¿Y si a mí no…? —¿Y si te digo que ese es el primer paso a esas ocho horas encerrados en la habitación? Debió notar cómo mis ojos se iluminaban de golpe pues se echó a reír con sólo contemplarme. —Venga… Sabía que ambos luchábamos para no caer en la tentación de, en el interior del ascensor, magrearnos como si fuésemos unos sobre-hormonados adolescentes. A mí era una etapa que me quedaba más cercana, por descontado, por lo que era muchísimo más difícil para mí aguantar las ganas de restregarme contra su pelvis. Había olvidado completamente que se trataba del padre de una amiga, de mi supervisor de trabajo, de un hombre que me sacaba veinticinco años, pues, a mis ojos, en aquel momento, no era más que la persona con la que me sentía segura, a salvo, como en casa y, para más sentimentalismo, feliz. Irremediablemente feliz. Me encontré jadeando contra la húmeda pared de la ducha, de cara a ella, con el vapor que había conseguido empañar la mampara así como nublar, por un momento, mi campo de visión que radicaba en la observación de los azulejos de cerámica. El chorro de agua caliente caía contra mi espalda y las manos de Lukas se encargaban de sujetar fuertemente mi cintura mientras embestía contra mí, golpeando, de ese modo, mis nalgas con su pelvis y sus muslos. No importaba cómo lo hiciese, en qué postura o en qué lugar de la habitación, el cambio de ritmo se hacía evidente, pasando

de una pausada profundidad a una mucho más rápida y conseguía tenerme, siempre, empapada y excitada. El suelo, antideslizante por suerte para ambos, irradiaba un calor que terminaba por, junto al vaho y el esfuerzo físico, sofocarnos. A penas pude aguantar. Estaba sensible desde el desayuno, desde aquel pequeño cruce de frases moderadamente descaradas, por lo que en unas embestidas y unas caricias, así como unos besos y mordiscos a la altura del cuello, estallé en un mar de mil placeres, gimiendo como nunca antes lo había hecho con él. En lugar de sentir vergüenza, y notando lo mucho que a él le había gustado, me cercioré de que consiguiese llegar al orgasmo de un modo distinto. —¿Qué…? Le escuché de forma ahogada y entendí que el vapor resultaba agobiante para los dos así que decidí cerrar el grifo de agua. Apoyé mi mano contra su pecho y le hice retroceder hasta el banco de la ducha en el cual, un poco a regañadientes, terminó sentándose. Me coloqué de rodillas en el suelo y apoyé mis antebrazos sobre sus muslos, tomando la erección con una mano y retirando, patosamente, el preservativo que la protegía. Dejé que éste cayera a un lado de mi cuerpo y cubrí su miembro con mis labios, succionando delicadamente la punta y presionando con mis dedos alrededor de su envergadura. —Ah… Escuché el primer jadeo por su parte y me estremecí sola. Era algo que me excitaba desde las primeras relaciones sexuales que había vivido cerca de los dieciocho años. Me fascinaba ser capaz de proporcionar tal placer y me encantaba escuchar cómo éste brotaba de distintas formas. Gemidos, jadeos, convulsiones, músculos tensándose… Descendí mis labios, ejerciendo presión, hasta succionar con más fuerza toda su erección. Colocó su mano derecha sobre mi cabeza y acarició mi cabello con suavidad. Sin embargo, al notar cómo mis labios presionaban cada vez más, descendiendo y ascendiendo por toda su polla, envolvió los dedos alrededor de unos cuantos mechones, dejando escapar una profunda y gustosa respiración. —Hmff… Su vientre se contrajo delicadamente y aproveché para aumentar la velocidad del movimiento de mi boca sobre su pene. Relamía como podía, sin dejar de infringir fuerza con mis labios, desde la punta hasta la base y viceversa. Sólo me detuve unos segundos para, con gusto, pasar la punta de mi lengua por la punta de su miembro. Noté cómo aquello le hacía estremecer y lo repetí suavemente antes de volver a rodear el grosor con mi boca, sosteniéndolo desde la base, para proseguir con las atenciones. —P-Para… Le había escuchado perfectamente pero sabía que su deseo nada tenía que ver con mis intenciones. No era algo que hubiese hecho con anterioridad —el finalizar completamente la felación—, al menos no de forma habitual, pero no iba a desperdiciar mi primera vez, en ese sentido, porque él me lo pidiese. —Voy a… Su mano entró en contacto con mi hombro e intentó separarme por lo que luché, firmemente, para evitar que ocurriese. —Els… Los dedos alrededor de su polla ejercían casi la misma fuerza que mis labios, a un vigoroso y rápido ritmo. No sabía cómo iba a reaccionar y sólo esperaba no sufrir las arcadas que, en otras ocasiones, al intentarlo, había padecido. Cerré fuertemente los ojos mientras me concentraba en ello

porque era lo que me apetecía. No se trataba de ningún reto para mí, se trataba de que quería que funcionara, que saliese bien, al menos con él. Empezó a convulsionar mientras ahogaba un ronco gemido, seguramente tensando su cuello, con la cabeza apoyada contra la pared de la ducha, y sentí cómo el cálido líquido, de forma intermitente, caía y se veía extendido por mi cavidad bucal. Sin separar mis labios de la punta de su pene, colocados suavemente sobre ésta, moví mi lengua para relamer aquel sabroso pero salado y ligeramente espeso fluido. Me cercioré de que no quedase nada sobre mis labios para distanciarme cuidadosamente de su miembro y, ayudándome con las manos sobre sus muslos, me incorporé para elevar las rodillas del suelo. Iba a dirigirme a la ducha, al grifo para ser exactos, para enjuagarme la boca pero, en lugar de eso, él tomó mi muñeca. —No sabía que… Dejó lo que fuese a decir en el aire. —Ni yo —le respondí, con sinceridad. Esperé unos segundos para ver si alguna arcada tenía lugar, si empezaba a sentir que el sabor me desagradaba pero, en lugar de eso, me sorprendió encontrarme perfectamente, excitada, emocionada y con un regusto salado entre mis papilas gustativas que no me asqueaba para nada. Al contrario, me resultaba hasta agradable. —¿Ha sido la primera vez? —En cierto modo, sí. Tiró de mí para acercarme a él con una extenuada sonrisa, inclinando su cabeza para aproximarse a mi boca. —No, no, espera… —Venga ya, no seas idiota —me cortó, tirando nuevamente de mí hasta conseguir pegar su torso contra el mío—. No me da asco. Elevó mi barbilla con sus dedos para cubrir su boca con la mía y profundizar en ella, con su lengua, demostrándome lo poco que le preocupaba que no me hubiese enjuagado la boca tras la fugaz estancia de su semen en ella. Conseguimos vestirnos entre magreos, incapaces de deshacernos del contacto físico del otro, dedicándonos besos que parecían eternos y que, pese a su duración, se nos hacían realmente cortos. Caminamos, a la salida del hotel, agarrados el uno al otro, riéndonos por cómo no podíamos dejar de picarnos, de buscarnos las cosquillas constantemente, pitorreándonos el uno del otro sin pausa, bajo el frío mes de enero en la ciudad de la que pronto nos despediríamos, dejando aquí unos capítulos de mi vida que me sería imposible olvidar. Y, la verdad, esperaba que también fuese así para él, pues, al fin y al cabo, él, pronto, volvería para quedarse. Estuvimos hablando de cómo sucederían esos días, sin el humor que antes nos caracterizaba, comprendiendo que el tiempo, relativo de por sí, iba a terminar variando para ambos. No era ningún secreto que Lukas estaba completamente emocionado con la idea de vivir en Nueva York, de dedicarse a lo que le apasionaba y de trabajar en aquella renovación que, como bien sabía, podía tardar. Y es que nada le ataba, nada se lo impedía. Su mujer no era más que su exmujer, su hija era suficientemente adulta y tenía la vida, en gran medida, resuelta y… bueno, estaba yo. Pero, ¿quién era yo? No era más que su amante, la persona a la que decía querer, la chica a la que había consolado, formado y emocionado; a la que había cautivado con todas esas facetas que las mujeres, que ya caían como moscas por él y sus encantos, desconocían. Lo cierto es que me alegraba que así fuera… Si

ellas supiesen la mitad de cosas que yo, en aquel momento, sabía de él, mi edad me iba a jugar una mala pasada y me iba a hacer perder toda competición. Además, tampoco sabía si estaba dispuesta a competir pues yo también decía quererle. Es más, también le quería y sólo por ese motivo, por el sentimiento de amor que crecía en mí, aquel sentimiento que tanto había desconocido, sabía que debía dejarle marchar. Debía hacerle despertar del sueño y debía yo, al mismo tiempo, hacerlo también. —¿Cómoda? Su brazo, colocado sobre mis hombros, parecía protegerme en uno de los laterales del barco que nos llevaría alrededor de Manhattan durante una hora. El trayecto de tres horas hacía poco que había zarpado por lo que, sin problema alguno, cogimos otro. —Mucho —contesté. El trayecto salía desde South Street Seaport y pasaría por el puente de Brooklyn que, debido a la noche, pues habíamos salido del hotel tras comer sobre las cuatro de la tarde, permanecía iluminado. El paseo nos había hecho llegar poco antes de las siete al puerto y a las siete y media, tras colocarnos, el barco zarpó para su ruta nocturna. La Estatua de la Libertad se imponía iluminada en la isla de la Libertad, al sur de Manhattan. — Scheiße… También yo noté la vibración de su teléfono móvil en el interior del bolsillo de su pantalón tejano. Elevó su trasero del asiento para meter la mano y sacarlo. —¿Me das un momento? —Claro —le contesté. Lukas se levantó, disculpándose y aceptó la llamada, alejándose de mí y perdiéndose por el largo pasillo que había entre los asientos. Me quedé observando las vistas, cubriéndome bien por el frío y, tras alucinar con la belleza de la isla de la Libertad iluminada, volví mi mirada hacia él, quien parecía haber terminado con la conversación y se dirigía, nuevamente, hacia mí. Sin embargo, a medio camino, volvió a mirar la pantalla de su móvil y resopló. Alzó la mirada en mi búsqueda y volvió a disculparse. No me molestó. Entendía nuestra estancia allí y sabía que le había robado tiempo que debía haber invertido en lo que era su próximo trabajo en lugar de dedicármelo a mí. No obstante, aquella llamada terminó haciéndose tan larga que el trayecto en barco terminó por finalizarse y seguía encontrándome sola, habiendo disfrutado de unas vistas que, por seguro, me hubiesen sido todavía más hermosas si él hubiese permanecido conmigo. —¿Sabías que el color verdoso de la Estatua de la Libertad se debe a unas reacciones químicas sobre el material? Permanecí a su lado tras hablar. Lukas atrapó su labio inferior con los dientes y dejó escapar un pequeño suspiro mientras guardaba el todavía vibrante móvil en el interior del bolsillo. —Lo lamento —se disculpó, con disgusto—. Primero Erick, después el vicepresidente de la comisión y… —Tranquilo —le corté, restándole importancia. Rodeó mi cintura con su brazo, ayudándome a salir del barco e intentando, de algún modo, proporcionarme calor bajo el gélido frío invernal del mes de enero. Todavía no entendía cómo es que no nos había nevado durante la estancia pese a los restos de nieve de días anteriores. En aquella ocasión, de vuelta al hotel, mi teléfono móvil vibró y, temiendo que pudiese haberle ocurrido nuevamente algo a Norman, no tardé ni un segundo en tomarlo entre mis manos. Por suerte, no se trataba de nada más que un e-mail de mi antiguo tutor de la universidad. Tuve que detenerme en

la calle, recibiendo numerosos quejidos de los autóctonos que paseaban por allí, volviendo a sus casas o lo que fuese que pretendiesen hacer. Lukas, ante eso, tomó mi codo con suavidad y me hizo a un lado, sobre la acerca, cerca de lo que parecía ser un restaurante asiático. —¿Va todo bien? —Sí… —¿Seguro? Alcé los ojos hasta él y esbocé una amplia sonrisa, asintiendo con la cabeza con tal determinación que me creí una muñeca japonesa. —Mi tutor está encantado con el proyecto expresionista. Dice que es, de lejos, uno de los mejores que ha visto en toda su carrera —le anuncié, mostrándole el teléfono móvil—. Me pide permiso para mostrarlo a no sé qué convención de arquitectura donde conoce a un montón de personas que podrían abrirme puertas en el sector. Es en Italia pero… —le señalé una parte concreta del e-mail—. Dice que con esto puedo abrirme un futuro como arquitecta y que nos mantendremos en contacto. Él no pudo ocultar su orgullo y vi cómo su rostro quedaba completamente iluminado al leer la pantalla que le tendía con un ligero nerviosismo a la altura de mis manos, motivo por el cual tuvo que sujetarlas entre las suyas. Sonreía, contento, mientras me dedicaba una mirada llena de aprobación, felicidad y satisfacción. —Te dije que eras buena. —Ahora mismo, Lukas, eres de todo menos objetivo… —Jamás fallo a mi profesionalidad y, mein schatz, mucho menos a mi objetividad en este sector —me recordó, con un guiño. Guardé el teléfono móvil y me puse a pegar brincos alrededor suyo, emocionada, con las manos juntas antes de rodear su cuerpo con los brazos y estrecharte fuertemente. —Estoy muy orgulloso de ti. Tienes una capacidad increíble pese a tu poca experiencia… — susurró, contra mi oreja, rodeando mi cintura con sus extremidades—. Y empezar joven es lo que te permitirá el amplio abanico de fallos, de errores, de los cuales aprenderás y por los cuales te convertirás en una de las mejores. Vamos, no lo dudo lo más mínimo —besó mi cuello con cariño—. Es más, lo de los fallos no lo tengas en cuenta. Que empieces joven puede significar que adquieras muchas más habilidades que quien empiece más tarde, con más edad. Seguí estrechándole contra mí mientras la felicidad que me había invadido empezaba, poco a poco, a decaer. No era que no me enorgulleciese de mí misma o no sintiese gratitud por cómo él había ayudado a que el proyecto tomase la forma que había adquirido. Era, pero, consciente de lo muy distintos que iban a ser nuestros caminos de ahora en adelante. —¿No estás feliz? Se separó unos centímetros de mí, observándome. —Me gusta que me llames mein lo-que-sea. —Schatz —dijo, con una sonrisa. —Pues eso, me gusta… —Y a mí llamártelo. —¿Pensarás de mí que soy una cría si pregunto si llamabas así a tu exmujer? Su sonrisa no disminuyó pero noté el cambio en sus ojos. Apoyó sus manos sobre mis bíceps e inclinó su cabeza hacia mí. —No creo que seas una cría —murmuró—. Y respondiendo a tu indirecta pregunta, no. No me dirigía a Esther con ningún apelativo en mi idioma nativo. —¿No?

—No —volvió a decir. —¿Piensas utilizar el mismo apelativo para las próxim…? —Vamos, Elsa —me interrumpió, poniendo los ojos en blanco—. Desde que me separé de Esther, me he acostado con distintas mujeres. Es cierto, lo he hecho. He tenido sexo con varias y he repetido, quizá, con alguna de ellas, pero, mein Schatz —enfatizó—, no he desarrollado ningún sentimiento por ellas, ni he utilizado ningún apelativo cariñoso, ni en mi idioma ni en ningún otro, para ellas. —Estás hablando de las chicas que ha habido antes pero, Lukas, te estoy preguntando por las que vendrán, ahora, después. Acarició el perfil de mi mandíbula y con la yema de su dedo pulgar rozó mis labios. —Contigo ha sido distinto desde el principio —siseó—. No eres cualquier mujer para mí. No sé si es porque, quizá, sé de tu existencia desde que no eras más que una niña o, ¿qué sé yo? —Se encogió de hombros, algo brusco—. Es lo que es, Elsa. No puedo decirte qué nos depara la vida, el futuro, mi trabajo o el tuyo. Puedo hablarte de cómo me siento ahora, de lo que siento por ti, de lo que disfruto con todo esto o de lo mucho que me apena saber que, tarde o temprano, vamos a tener que detener lo nuestro. Pero, escucha —dijo, tomando mis manos—, no tiene por qué ser a nuestra vuelta. Puede que tarde unas semanas en que todo quedé organizado para mí aquí, así que… podremos seguir viéndonos, podremos seguir disfrutándonos. Asentí con la cabeza, con cierta tristeza. —Ven, ven aquí. Me rodeó con sus brazos fuertemente y tomé una profunda respiración antes de dejarme llevar por la emotividad que me alborotaba con sólo pensar lo que ocurriría en un futuro próximo. Y sin embargo, aspirando fuertemente el aroma de su perfume, le estreché hasta que unimos nuestros labios en un prolongado pero tierno y delicado beso. De esos en los que las bocas se descubren y se estudian con meticulosidad, paciencia y cariño.

Capítulo veintinueve —Guten Morgen, mein Schatz. Una sonrisa se dibujó sobre mis labios al escuchar el tenue tono de su voz deslizarse con tanta sutileza en el interior de mi oído derecho, sintiendo cómo su ardiente mano se deslizaba sobre mi vientre, bajo la tela de la amplia camiseta que utilizaba de pijama. Aprovechó la ocasión para colar su rostro sobre mi cuello y dedicarme una serie de minuciosos besos, con templanza, disfrutando de ello casi del mismo modo en que yo disfrutaba recibiéndolos. Si seguía por ese camino, sin embargo, veía que el tiempo volaría pese a mi insistencia y deseo por su estancamiento. No había otra cosa que quisiese más que volver a sentirle, una vez más, dentro de mí. Y eso me recordaba, sin lugar a dudas, que el sexo era muchísimo más increíble cuando se practicaba con un sentimiento tal poderoso como era el que sacudía mi pecho descontroladamente. —Cinco minutitos más… Exhaló aire contra mi oreja, riendo suavemente y apresó el lóbulo con sus labios muy delicadamente. Noté cómo el ritmo cardíaco empezaba a incrementar y sentí la electricidad despertando, como yo recién acababa de hacerlo, en mi bajo vientre. —Tendrás tiempo para dormir en el avión —murmuró. —No quiero volver, quiero quedarme aquí… —¿En Nueva York? —En esta habitación de hotel, en esta cama. Le respondí todavía sin moverme, colocada de lado y acurrucada bajo aquel edredón que olía a él, a mí; a nosotros. —Volveremos algún día —bisbiseó contra mi oreja, antes de volver a tomar el lóbulo de ésta, ahora con sus dientes. Dejé escapar un tenue jadeo y me encogí bajo el edredón que me protegía del frío y de cualquier cosa ajena a nosotros. Su mano empezó a escalar por mi vientre hasta llegar a uno de mis pechos y, con extrema suavidad, rozó uno de mis pezones con su dedo pulgar. —Admite que no quieres que me levante de la cama… Se echó a reír, dulcemente, al escuchar mi ocurrencia. Supe que permanecía con la sonrisa anclada en sus labios por cómo de distinta sonaba su voz: —Si por mí fuera… —Si tú no quieres y yo no quiero, ¿por qué deberíamos? —Porque tenemos un avión que coger, mein Schatz. —O podemos quedarnos a vivir aquí, de okupas. —¿Desde cuándo tienes ideas tan románticas? —Le dijo la sartén al cazo —bufé, terminando por colocarme boca arriba sobre la cama—. Nueva York, hotel magnífico, foto conjunta en lo alto del Empire State… Le dediqué una silenciosa mirada con los ojos entrecerrados. —Soy un tipo detallista. —Y yo una romántica empedernida. —Venga ya, si hasta hace unos días ni siquiera sabías qué era estar enamorada —se cachondeó, haciéndome unas leves cosquillas. —¡Oh! ¿Qué tendrá eso que ver? —Repliqué a mi turno, intentando zafarme de sus manos—. Las películas americanas me han tocado la fibra sensible desde que era una cría. Por no hablar de la

literatura juvenil, dramática y romántica que leíamos Iris y yo en el instituto… Devorábamos los libros, tiradas en el pasillo, bebiendo toneladas de Coca-Cola y comiendo regaliz rojo. Él me contemplaba con cariño, mucho más despierto que yo, con una sonrisa que parecía no estar dispuesta a disminuir. —Cabe decir, no obstante, que a veces, y sólo a veces, la vida real parece superar la que otros escriben. —¿Dices, con eso, que he superado tus expectativas literarias y peliculeras? —Se echó a reír, tomando posición sobre mi cuerpo. —Me gusta atentar contra tu ego pero, sí, es un hecho. Admito, con lo que acabo de decir, que has superado dichas expectativas —contesté, apretando los labios. Su rostro se inclinó sobre el mío y, sin mayor dilación, juntó su boca contra la mía para dedicarme una serie de cortos pero deliciosos besos. —Voy a recordar por un momento la edad que tengo y voy a tirar de ti —dijo contra mis labios —. Es hora de levantarse, señorita Lacroix. Hemos de coger un avión y volver a casa. En nuestra línea, en sintonía a esos días que acabábamos de pasar alejados de la vida que solíamos llevar con tanta convicción y conformismo, nos duchamos, vestimos y terminamos de preparar nuestras maletas para disfrutar de un café, metidos en el taxi de camino al aeropuerto con bastante tiempo de antelación. El tráfico en aquella ciudad era uno de los motivos por los que, bajo gran dosis de realismo, no iba a ser capaz de asentar mi vida en ella por mucho que él fuese a hacerlo y por mucho que quisiese acompañarle en la aventura. Era suficiente con sentirme afortunada por pisar un lugar que jamás habría visitado de no ser por él y que seguramente no volvería a ver si no era para estar con él. A fin de cuentas, me quedaban muchísimas e incontables cosas que visitar pese a mi poco interés en ello. Lukas era como ese espacio, ese lugar que proyectaba imágenes de un pasado, lejano o más próximo, que concedía, a su vez, el sentimiento más puro de tranquilidad, de paz, de protección. Era ese lugar entre sábanas que construía de pequeña, encerrada en mi habitación, para ocultarme de los monstruos que intentaban acabar conmigo mediante incesantes cosquillas en los pies. Era la cama que me acogía después de un duro día de instituto en el que cualquier pequeño problema parecía ser el avance del fin del mundo. Era verle y saber que, bajo cualquier circunstancia, no había nada que pudiese ser suficientemente aterrador como para impedirme pensar, una vez más, lo maravilloso que era sentirme entre sus brazos y creer, irracionalmente, que entre ellos todo era posible, que nada podría herirme o estropear la burbuja en la que me había encerrado. Era olerle y concederle la oportunidad de tener mi estabilidad emocional en sus manos, como un don y una maldición que bailan y se abrazan aun sabiendo lo poco convencional que resulta el contacto. Porque tener la habilidad de alegrarme el corazón o, por lo contrario, hundirlo en un abismo de insoportable pero, seguramente, momentáneo sufrimiento, no podía ser más que un maldito don. Una virtud que es defecto y un defecto que es virtud, siempre dependiendo del prisma y de cómo se utilice. —Si sigues mirándome así, me levantaré y te robaré un beso. Dejó el periódico de lado, sentado todavía cerca de la mesa que ocupábamos en el bar del aeropuerto, a la espera de la llamada de nuestro vuelo. —¿Mirándote así cómo? —De ese modo —contestó, sonriente. —¿Y de qué modo es ese? —Sólo tú lo sabes. —Debes hacerte una idea…

Se incorporó de la silla y, tal y como su advertencia había avecinado, se aproximó hasta mí y se inclinó para llegar a mi altura, todavía sentada en la silla de enfrente, hasta tomar mi rostro con sus manos y beber, literalmente, de mis labios. Succionándolos con ganas, atrapándolos entre los suyos y profundizando, por un fugaz momento, en mi boca e invitándome, de ese modo, a entrar en la suya. Sólo pude retomar la respiración cuando disminuyó la fuerza con la que presionaba mi boca. —Eres deliciosa. —Debo gustarte mucho —dije. Él sonrió, a pocos centímetros de mi rostro, pasando su pulgar derecho por mis labios como si limpiase los restos de saliva que, desafortunadamente para él, yo me había adjudicado relamiéndolos delicadamente. Aun así, él solía hacer eso. Solía acariciar mis labios con su pulgar tras cada profundo y pasional beso. Y a mí, personalmente, me encantaba que lo hiciese. —Sí, me gustas mucho. —Desde hace un poco más de lo que admites… —¿Qué quieres decir? —Sé lo de Bruno —le anuncié, apoyando las manos sobre el dorso de las suyas que, todavía, reposaban contra mis mejillas. Se inclinó un poco más para besar mi frente y, en lugar de volver a su sitio, tomó asiento en la silla de al lado. —¿Lo sabes? —Norman me lo contó. —¿Y cómo lo sabe él? —Preguntó, reflexivo. —Lo supo por su chica. Ella conoce a algunos de la empresa. —Ya veo. —No era necesario que lo hicieses, lo sabes, ¿no? —Mentiría si dijese que sólo lo hice porque me gustabas. —¿Tuviste problemas con él? —No, en absoluto —negó, cruzando las piernas y dejando caer las manos sobre sus muslos, entrelazadas entre sí—. Había oído rumores de su proceso de selección para la empresa. —Y, a todas estas, ¿qué hacías tú allí? —Estaba en la planta de informática —respondió—. Habían instalado un nuevo programa de arquitectura en 3D y querían que le echase un vistazo. Asentí con la cabeza. —Y porque me acostaba con la jefa de Bruno. Aquella información no pude preverla y supe que mi reacción facial no era más que una cuarta parte de la sorpresa que, en realidad, acababa de llevarme. —Vaya, no lo sabía… —Evidentemente —dijo, divertido—. De todos modos, lo de Bruno no fue nada del otro mundo, créeme. Conseguirá trabajo en cualquier otro sitio. No le he estropeado la carrera, ni he utilizado mis contactos para dificultarle la vida laboral. —¿Ella te hizo el favor? —¿De despedirle? Asentí nuevamente con la cabeza. —Sí —contestó—. Ella tampoco estaba demasiado contenta con las quejas que solía recibir por él. Por no hablar de lo mucho que les habría costado las demandas en su contra. —Bruno y yo manteníamos una relación consensuada —hablé, a mi turno—. Al principio éramos

buenos amigos. Cuando las prácticas no fueron bien, me consiguió un puesto en la empresa y, hasta ese momento, todo iba bien. Poco a poco, quise despegarme de él. Empecé a ver que sentía un irracional odio hacia Norman y hacia cualquier persona, hombre o mujer, que me robaba un par de horas. Horas que, por supuesto, debían ser para él. Empezó a advertirme que era preferible que no le cabrease si no quería perder el empleo. Y, como comprenderás, quería mantener mi trabajo, así que me distancié un poco de las personas con las que solía rodearme. —Menos Norman. —A Norman no me lo quitaría de encima ni con un remolque —bromeé, poniendo los ojos en blanco y sonriendo, brevemente, recordando a mi querido amigo—. Él no sabe nada de Bruno. Cree que las cosas no han funcionado y que mi despido, en cierto modo, ha tenido algo que ver. Vaya, desconoce que Bruno me despidió porque decidí ponerle fin a unas estúpidas advertencias. —¿Él es quien te ha hecho ser tan insegura? —¿Quién, Bruno? —Negué con la cabeza, poniendo una fugaz mueca de disconformidad—. Bruno me fastidió un tiempo y, sí, le esquivo todo lo que puedo y más. Preferiría que no volviese a ponerme una mano encima. Sólo de recordar que tuve que ceder, muchas veces, aun sin apetecerme, porque temía que fuese a despedirme… —Por eso te preocupaba lo nuestro —farfulló, con convencimiento pese a haber caído en ello mucho antes de la conversación que ahí manteníamos. —Había vivido eso hacía muy poco. No se trata de compararos, sé que no hay color entre vosotros…, pero, no sé, era muy reciente y la oportunidad de un empleo ligada a que nos magreábamos… —Lo entiendo. —Esa es la historia. —Intuyo que terminó mal. —Bueno, creo que impediste que terminara peor. —Cuando nos encontramos en la empresa de Anne… —Sí —asentí. Ambos escuchamos, en ese preciso instante, cómo una voz se hacía resonar por toda la terminal, avisando del embarque de nuestro vuelo que tendría lugar en aquel momento. Él se levantó primero y le seguí, poco después, para encaminarme, a su lado, hasta la puerta de embarque en la que una inmensa cola se alineaba frente a nosotros. Nos unimos a la multitud, junto a nuestras maletas de mano y noté cómo su mano se colocaba sobre mi espalda para dedicarme, suavemente, unas continuas y extensas caricias. —¿Qué alegaste? Mi pregunta le desconcertó. Era como si hubiese desconectado completamente de la conversación que habíamos estado manteniendo hacía pocos minutos. —Para Anne, para el despido de Bruno —esclarecí. —Oh —expresó—. Le dije que había entrado una chica en mi trabajo que me había contado sobre su mala experiencia con su trabajador y… —¿Le mentiste? —Le advertí que eso podía traerle muy mala reputación —me respondió, tras la interrupción—. Sé que no me lo contaste, lo noté y deduje que Bruno había sido un capullo. Sólo necesité remontarme a los rumores que había escuchado. —¿Y te acostaste con ella? Ladeó delicadamente el gesto, como de forma automática, dedicándome una prudente mueca.

—¿Esperas de mí que te cuente todas las relaciones sexuales que he tenido hasta que llegaste a mi vida? —Enarcó una ceja, sonriendo muy brevemente—. Lo digo porque, Elsa, te saco veinticinco años y mi vida ha sido, hasta ahora, extensa en ese sentido. —Me refiero en ese momento. Sé que te acostabas con ella. Al menos lo sé desde hace unos minutos en los que me lo has contado pero te estoy preguntando si, en el momento en que le contaste todo eso, estando yo en tu empresa, te acostaste con ella. —Sí. Se encogió delicadamente de hombros, intentando entender qué había de relevante en ello. No pude evitar preguntarme lo mismo pero, aun así, por algún motivo, la información me molestaba. —¿Te quedas más tranquila si te digo que desde la primera vez que nos acostamos no lo he hecho con nadie más? Noté cómo su mano dejaba de acariciar mi espalda para colocarse sobre un extremo de mi cadera. Me abrazó y estrechó contra él, a la espera de una respuesta por mi parte. —Dime, ¿te deja eso más tranquila? Acomodé mi mejilla contra su cuello, dejándome abrazar y respiré profundamente antes de asentir con la cabeza. No es que me dejase más o menos tranquila. Era consciente de que, en esos veinticinco años que nos distanciaban, él había hecho muchísimas más cosas que yo. Sin ir muy lejos, había vivido etapas y situaciones que a mí, todavía, me quedaban lejos: casarse, tener un hijo, meterse en una hipoteca… Era evidente, pues, que en ese tiempo, contando desde su adolescencia, hubiese tenido contacto con numerosas mujeres. Antes y después de Esther, claro. Ni le juzgaba, ni pensaba hacerlo, pero eso no arrastraba mi desafortunada sensación de haber querido ser, en algo, su primera. Y puede que a ese sentimiento contribuyese que él, contra todo pronóstico, había sido mi primero en varias cosas. Pude controlar mis emociones durante el despegue pero, cediendo al nerviosismo y a lo consciente que era de lo poco que nos quedaba, me encerré en el lavabo para llorar todo lo que mi cuerpo pedía en ese momento, dejándole a él en el asiento, con el portátil, respondiendo a un par de e-mails. Sequé mis lágrimas y me eché un vistazo a través del espejo, mordisqueándome los labios y tomando una serie de respiraciones que me ayudarían a relajarme. Iba a ser positiva porque los pensamientos positivos atraían emociones positivas. Iba a ser positiva porque, al quererle, me debía obligar a mí misma a sentir felicidad por los planes que iban a acontecer en su vida, llevándole un poco más lejos en el camino y el sector que había escogido hacía tanto tiempo. Iba a sentirme orgullosa y feliz por lo que habíamos vivido y por haber descubierto uno de los sentimientos más bellos de su mano. Podía ser que fuese una ironía del destino, del mismo mundo, el haberme llevado a sentir, por primerísima vez, algo de tal magnitud con alguien que no era más que un improbable. Y usaba el término improbable porque la imposibilidad, visto lo visto, no existía. Sólo tenía que recordar en qué ciudad había estado hacía pocas horas, con quién y cómo, para convencerme de que no había algo imposible. Eso, sin embargo, no evitaba que fuese improbable. —¿Te encuentras bien? —Estupendamente —le contesté, tomando asiento a su lado. —Deberías intentar dormir un poco. —Sí… —Pronto estaremos en casa. No pude evitar pensar que sí, que estaríamos en mi casa, pues la suya, más pronto que tarde, sería aquella ciudad que acabábamos de abandonar. No obstante, decidí dedicarle una sonrisa y asentir con la cabeza.

—Gracias por estos días. —No han terminado —dijo, formal—. Te dije que podríamos seguir con ello en casa, un poco más, hasta que tuviese que marchar. —Lo sé, lo sé… pero no quería perder la oportunidad de agradecerte Nueva York. —Gracias a ti por acompañarme. Sonrió a su turno y se ladeó hacia mí para besar mis labios. Caí rendida al sueño que me había escoltado desde que abandonamos el hotel y desperté unas horas después debido a un brusco movimiento del avión. Con el corazón agitado, abrí los ojos para controlar que todo estuviese en orden y, tras ello, volvió a producirse una brusca sacudida. Automáticamente, mi mano vagó en busca de la de él para agarrarla con fuerza. —Tranquila —masculló, cansado—. Todo está bien. Estamos descendiendo un poco y, con el tiempo que hay, el frío y los cambios de temperatura, es normal que haya turbulencias —condujo mi mano hasta sus labios, con la ayuda de la suya propia y besó la piel del dorso con ternura—. Relájate. Habrá acabado antes de que quieras darte cuenta. Como dijo, esa horrorosa sensación desapareció al no volverse a producir ningún movimiento similar, por lo que, nuevamente, acomodada en el asiento y con la tranquilidad de que él permanecía despierto, caí nuevamente en el mundo de los sueños, agotada. Desperté, unas horas más tarde, arrepintiéndome del descanso, sabiendo que el jet lag me seguiría a todas partes durante los primeros días. Aquel pensamiento logró ponerme de mal humor por lo que me deshice del cinturón de seguridad y, aprovechando que Lukas se había rendido, por fin, al cansancio, empecé a caminar por el avión para ejercitar las piernas y que la sangre circulase libremente por ellas. N: Estoy en el aeropuerto, impaciente por verte. Sonreí por el mensaje, a pocos metros del cuarto de baño. E: Creo que cada vez queda menos. ¿Me has echado de menos? N: A ti sí. A hacer la colada de tu ropa interior… no. E: Voy a necesitar terapia cuando llegue, lo sabes, ¿verdad? N: Rezo porque toque una sesión de índole sexual… E: ¿Betta ha decidido tenerte a pan y agua? N: No, ni mucho menos… Vale, un poco. Sigue molesta pero se le pasará. E: Lo último que voy a querer es tener sexo, créeme. N: Ni tampoco necesitarás terapia. Eres joven y todo irá bien. Nos vemos en menos de lo que canta un gallo. ¡Por fin! Volví a mi asiento por petición de una de las azafatas y logré ver cómo el rostro de Lukas, a pocos metros, se iluminaba al verme. Me senté a su lado y agradecí que entrelazase sus dedos con los míos. El aterrizaje estaba próximo… y no me apetecía lo más mínimo, y no sólo porque no me gustase, sino por lo que significaba. —Es genial no haber facturado. Conocer ciertos lugares emblemáticos, ser testigo de cómo recibía una de las mejores noticias de su carrera, participar en su felicidad durante aquella fabulosa estancia, haberle conocido más en muchos y más amplios registros, haberme mostrado tal y como era, sin dedicarle ni un solo

pensamiento a nuestra edad, la diferencia entre nosotros o quiénes habíamos sido, desde el principio, en la vida del otro… eso sí había sido genial. Esas cosas terminaban formando una historia de cuatro días que rememorar, noche tras noche. Es lo que ambos esperábamos de aquel viaje, de lo nuestro. Esperábamos no tener que imaginar cómo hubiese sido, cómo hubiera estado. Esperábamos, simplemente, recordar cómo había sido, cómo habíamos estado, el uno sobre el otro; el uno con el otro. En pocas palabras, recordarnos para poder seguir pensándonos. El aeropuerto estaba igual de concurrido que de costumbre y, aun sabiendo que en aquel lugar debíamos ser más cautelosos, menos cariñosos de lo que habíamos sido en todo el viaje, ninguno de los dos pudo evitar hacerse cosquillas, dedicarse miradas o, lo que más me encantaba, robarnos espontáneos besos. —Supongo que Norman ha venido a buscarte. —Sí, lo ha hecho. Debe estar por ahí. —¿Quieres que mi coche os lleve a casa? —No, seguramente haya venido con el suyo —le respondí. —Maldita sea, no quiero soltar tu mano. Reí y presioné mis labios sintiendo el rubor expandirse por mis pómulos. Sus dedos, entrelazados con los míos, ejercieron fuerza y observé cómo suspiraba profundamente, acercándonos a las puertas automáticas para exponernos a todas las personas que esperaban, en la mayoría de los casos, a sus más allegados. —Tú ríete, pero, a mi edad, sentirme como un quinceañero con las hormonas exaltadas y excitadas, a todas horas, sin saber siquiera cómo voy a enfrentarme a mi cotidianidad, no es divertido. —Haces que lo sea —repliqué, dedicándole un guiño. —Dame un beso. —¿Eso quieres? —Venga, señorita, no te hagas de rogar. —Hm… —Küß' mich endlich. —¿Qué se supone que…? —Que me beses ya, eso he dicho. Tiró de mi chaqueta para aproximarme y atrapó mis labios con su boca, deleitándose con ellos y deleitándome a mí con la maestría que siempre terminaba por mostrarme con sus besos. Le costaba separarse tanto como a mí pero, finalmente, ambos descendimos los rostros hasta que nuestras frentes se unieron momentáneamente. Después, empezamos a caminar, con una sonrisa de oreja a oreja, sin podernos quitar los ojos de encima, pues era lo único que podíamos hacer ante el público del aeropuerto, en silencio, mientras sosteníamos nuestras maletas de mano. Perdí de vista su rostro durante un segundo pues sus ojos terminaron desviándose hacia la extensión de la zona por la que caminábamos y cuando se detuvo, con una mueca bien contraria a la felicidad que nos seguía en los últimos minutos, necesité buscar el motivo del cambio de humor. Me quedé helada cuando vi cómo Iris se dirigía a nosotros con una mueca completamente descompuesta, enrojecida y casi como si estuviese al borde de un ataque de nervios. Al principio no quise preocuparme en exceso. No era más que la pupila, por así decirlo, del señor Schäfer por lo que a él se le ocurriría cualquier buena excusa para nuestro viaje común. Sin embargo, viendo cómo, tras Iris, a unos pocos metros, se encontraba Norman negando suavemente con la cabeza, casi advirtiéndome, sentí que el aire se colapsaba en mis bronquios.

Se detuvo frente a nosotros y, sin mediar palabra, alzó su mano para dedicarme una fuerte y meditada bofetada. Tal fue la fuerza ejercida que mi rostro, estimulado por el bofetón, terminó ladeado hacia Lukas, quien parecía completamente alucinado. —¡Iris! Tomó el bíceps de su hija con fuerza, sin creerlo. —¿Se puede saber que…? —¿¡A esto te dedicas tras el divorcio!? Sentía tanta vergüenza que me veía incapaz de soportar la idea de que me encontraba en un aeropuerto, de vuelta de un descanso de ensueño con el hombre que tanto me gustaba, observada por mil ojos desconocidos, acabada de ser golpeada por la que, en su día, había sido mi mejor amiga, mi cómplice. —Salgamos fuera —pronunció Lukas, solemne. —¡Esto debe ser una broma! ¡No puedo creer que tengas una aventura con una amiga mía, alguien a quien conociste cuando no era más que una niña! ¡¿Es que estás enfermo, papá?! Intenté dar un paso para abandonar la discusión padre e hija que iba a llevarse a cabo entre todas aquellas personas, ajenas a sus vidas, quienes no podían hacer más que preguntarse qué diablos estaba pasando. —¿¡Y tú dónde crees que vas!? Iris paró mis pasos. —¿¡Te parece normal tirarte a mi padre!? —Iris, ya está bien… Lukas volvió a intentar controlarla pero fue en vano. Su hija estaba desatada y lo comprendía. Ambos lo comprendíamos. —¡No, no está bien! —Se apartó del contacto de su padre y, tras mirarme con severo odio, se dirigió a él—. Todo el tiempo creyendo que eras víctima de cómo mamá se sentía traicionada por tu amor por el trabajo. ¡Todo el tiempo creyendo que estaba siendo demasiado severa contigo! Y yo como una estúpida creyendo que estabas pasándolo mal… ¡y mira! ¡Disfrutando de un viaje de ensueño a Nueva York con una chica que podría ser tu hija! ¡Que podría ser yo, por favor! —Por favor, baja la voz —le pidió. —¿¡Intentas sentirte más joven o de qué narices se trata!? —Iris. —¡Contéstame! Lukas permaneció serio, pensando, seguramente, el modo de acabar con aquella situación que estaba llamando demasiado la atención. —O contéstame tú, Elsa —dijo, de pronto. —Yo… —¿Tú, qué? Intenté pronunciar más de una palabra pero, incapaz, empecé a sentir cómo las lágrimas se acumulaban en mis ojos, avergonzada y sintiéndome completamente ridiculizada frente a personas que no conocía y que tampoco me conocían a mí. —Si es por su dinero, creo que puedes ir finalizando esta tontería —me advirtió, con un cabreo monumental mientras su padre se pronunciaba para exigirle, de nuevo, que cesase con aquello—. Puede que la idea de un hombre mayor, divorciado y con pasta te atraiga, pero, tía, podrías haber buscado otro que no fuese mi padre. ¡Mi propio padre! ¡Has estado montándote a mi propio padre! ¡Por Dios santo…! ¡Yo salí de ahí, ¿sabes?!

—Se acabó. Lukas tiró de su brazo hasta conseguir arrastrarla mientras ella proseguía bramando un montón de cosas que… tenían sentido. —¡Suéltame! Iris se deshizo de la mano de su padre y, pese a que ninguno de los dos detuvo sus pasos, ella prosiguió, escandalosa. Él no se pronunció y, pronto, dejándome allí, completamente desamparada, desaparecieron de mi campo de visión mientras Norman, quien se había aproximado a mí, me rodeaba con sus brazos, acompañándome hasta abandonar el lugar de mi vergüenza.

Capítulo treinta “All of these lines across my face Tell you the story of who I am So many stories of where I've been And how I got to where I am But these stories don't mean anything When you've got no one to tell them to It's true... I was made for you I climbed across the mountain tops Swam all across the ocean blue I crossed all the lines and I broke all the rules But baby I broke them all for you Because even when I was flat broke You made me feel like a million bucks You do and I was made for you”. Norman me tendió la taza de té y se dejó caer a mi lado, sobre el sofá, sin mencionar ni una sola palabra. Había estado llorando en silencio durante todo el camino y, en ese momento, escuchando música en el sofá junto a él, no me quedaban lágrimas. Ni siquiera podía llorar la tristeza que me inundaba pero agradecía haberme podido deshacer, al menos, del bochorno y la humillación. Tomó mi mano y tiró de mi brazo para que éste pudiese reposar sobre sus descansados muslos. Tiró de la tela de mi camiseta y descubrió mi antebrazo para empezar a dedicarme, con mimo, cosquillas con la yema de sus dedos. Cerré los ojos y respiré profundamente. Dejé caer mi cuerpo hacia él, descansando la cabeza sobre uno de sus hombros. —¿Por qué me siento tan horriblemente mal? Él ladeó su cabeza hasta conseguir colocar la barbilla por encima de mi testa y, tras depositar un cálido beso sobre mi cabello, respiró profundamente: —Porque esa pija se ha esmerado en soltar veneno por la boca —contestó, en un suspiro—. Pero, como te acostumbro a decir, ante lenguas como esa… ni caso. Son como las serpientes de la cabeza de Medusa. Más vale que no les prestes ni un mínimo de atención —murmuró. Permanecí con los ojos cerrados durante prolongados minutos mientras Norman, sin cesar, proseguía acariciando la fina piel de mi antebrazo, intentando proporcionarme una serenidad que, a decir verdad, encontraba, desde hacía un corto periodo de tiempo, entre los brazos de Lukas. Sin embargo, no buscaba desmerecer el cariño que Norman me profesaba, intentando, de cualquier modo, apaciguar mi silencioso y humillante sufrimiento. Sólo Lukas conseguiría aplacar mi amargura, ese sentimiento de rechazo hacia mí misma por verme reflejada en unas palabras que… —¿Te apetece que pidamos unas pizzas? —No tengo mucha hambre —le respondí. —Pero tienes que comer, Elsa. —Tengo las tripas revueltas. —Llego a saber lo que esa bruja…

—Tranquilo —le corté, acariciando su hombro con mi mejilla, en un suave movimiento. —No puedo ni imaginarme cómo ha debido ser pero, créeme, si yo hubiese sido Lukas… le hubiese dado con el dorso de la mano. Dicen que una hostia a tiempo… —bufó. No dije nada, quedándome en la misma postura y disfrutando de cómo, en efecto, aquellas caricias lograban, por poco que fuese, mitigar el desasosiego que me sofocaba. —Voy a llamarle. —¿Qué? —Declaró, sorprendido—. No, no, no —impidió que me moviese, con seriedad—. ¿Estás tonta? —¿Por qué? —Él debe ser quien te llame. —No digas idioteces. —Venga, Elsa, seguramente esté lidiando con una hija que está desesperada por echarle cosas en cara a su padre. ¿Acaso no viste la de espuma que echaba por la boca? ¡Joder! Pero si hasta parecía a punto de convertirse en uno de esos zombis de The Walking Dead. —Necesito saber cómo se siente, cómo… —Y es posible que él quiera saber cómo te sientes tú pero, ¿acaso ves que te haya llamado? —¿Qué intentas decirme? —Te digo que seas paciente, que esperes —manifestó, prudentemente, manteniendo una seria expresión—. Deja que se ocupe de la loca de su hija. —Este no era el modo en que creí que terminaríamos. No imaginé que nuestra vuelta fuese a ser tan… —¿Surrealista? —Brusca —dije, terminando mi frase. —La tía tiene tela —siguió. Quedé a su lado, todavía con el brazo tendido sobre sus muslos, sintiendo unas leves caricias, cada vez con menos cosquilleo. —¿Cómo ha sabido que…? —Negué con la cabeza, desconcertada—. Las únicas personas que conocen mi historia con el señor Schäfer... sois tú y su mejor amigo, Kenneth. —¿Crees que se le puede haber ido la lengua? —Es un cabeza loca, está claro, pero no, no me cuadraría. —Sabes que de mi boca no ha salido nada. —No has pasado siquiera por mi cabeza en ese sentido. —¿Entonces? Ladeé mi rostro hacia él. —Betta no sabe nada, ¿verdad? —Sabe que le conoces pero no tiene ni idea de que te lo… Se silenció a sí mismo, frunciendo el entrecejo. —Betta no ha sido —masculló—. Desconoce tu historia con él, Elsa. Sólo sabe que trabajáis juntos. Me dejé caer contra el respaldo del sofá, subiendo los pies a éste y llevándome los dedos a la boca. No solía morderme las uñas pero, con el nerviosismo que llevaba encima, empecé a mordisquear las pieles que las rodeaban. Norman golpeó mi brazo para impedírmelo. —Estate quieta —dijo. —No puedo, necesito saber cómo diantres se ha enterado de que me acuesto con su padre.

—Ni que eso fuese relevante… —No lo es, lo sé, pero me supera haber estado expuesta por cualquier persona y no saberlo — repliqué. —Sea como sea, ha salido a la luz y por el escándalo que ha montado la tipa en pleno aeropuerto, así, como quien no quiere la cosa, es probable que, siendo él relativamente conocido en vuestro mundo, se acabé extendiendo un poquito —debió ver mi cara de pánico por lo que, rápido, añadió:— ¡O no! No tiene por qué, total, en el aeropuerto hay muchas personas comunes, normales, que no se dedican a la arquitectura, ni al periodismo… —Voy a destrozar su carrera… —¿Qué? —Igor tiene razón, voy a destrozar su carrera. —¿Quién? —Cuando sepan lo que tenemos, o teníamos, lo que sea, dejarán de tener en consideración su profesionalidad, no le mirarán del mismo modo, ya no será… —¿Se puede saber de qué hablas? —Norman interrumpió mi lamento, desconcertado—. ¿Quién leches es Igor? —Lukas tiene una reputación que se va a pique por mi culpa. —Sabes, Elsa, creo que Lukas es suficiente mayorcito como para saber dónde se ha metido. Se supone que, a su edad, cuando tú vas, él ya ha ido y vuelto, así que creo que, en mayor o menor medida, sabía que esto podía ocurrir. ¿O se pensaba que lo vuestro pasaría sin mayor trascendencia? —Se levantó para aproximarse al reproductor de música y detener la canción de Brandi Carlile, The Story, para quedarse allí y cruzar los brazos a la altura de su plano vientre—. La arpía de su hija no es más que un daño colateral que, evidentemente, ibais a sufrir. ¿O creías tú que la chica no iba a poner el grito en el cielo al enterarse? Le miré en silencio, desde el sofá, hundiéndome cada vez un poco más. —Nunca pensé que se enteraría. —Eso hubiese sido lo ideal. —¿Qué voy a hacer, Norman? Él desvió la mirada al suelo, echándole un vistazo a su calzado mientras fruncía los labios en una mueca pensativa. —Lo que planeabas hacer, supongo —contestó, encogiéndose delicadamente de hombros, en un gesto completamente desinteresado—. Seguir con tu vida. Francamente, aquello sonaba como el peor propósito del mundo y era mi última intención en aquel momento. Dejé que las horas pasaran, quedándome encogida sobre el sofá, bajo una manta que Norman había colocado sobre mi cuerpo. Había tenido que marcharse a trabajar, a regañadientes pues lo último que le apetecía era cubrir el puesto de un compañero y abandonarme en casa cuando hacía tan poco que había vuelto de Nueva York. Y la impaciencia, aprovechándose de la ausencia del único que vigilaría todos y cada uno de mis movimientos, estaba escalando por mi garganta, provocando un incesante meneo en mis extremidades. No podía soportarlo. Necesitaba saber cómo estaba. E: Schön está preocupada por su Schatz… Pensé que quizá, por alguna razón emocional y para nada racional, un mensaje que entreviese

parte del cariño que le profesaba y que él correspondía podía calmar cualquiera de los estados anímicos posibles tras lo ocurrido. E: Norman está trabajando. Podemos vernos, si quieres. El nerviosismo de mis pies proseguía contra el suelo. Permanecí sentada sobre el sofá, con la manta tras mi espalda, mordisqueando, ahora, las delicadas pieles de mi labio inferior. No sabía si era el corazón o el estómago pero uno de los dos órganos dio un vuelco al comprobar que, tras unos largos minutos en los la espera me parecía eterna, aparecía en línea. Mis mensajes habían sido recibidos e incluso leídos. No obstante, por el momento, ninguna respuesta llegó a mi teléfono. Uno de los primeros pensamientos en azotar mi mente fue que, seguramente, todavía estaría intentando lidiar con Iris, quien, si no recordaba mal, solía ser insistente cuando quería discutir. De hecho, cuando algo se le metía entre ceja y ceja… era imposible desviar su atención de ello. Era casi obsesivo por su parte. Sin embargo, podía percibir, extrañamente, que algo no iba del todo bien. No podía saber con certeza qué era, ni por qué tenía esa sensación más allá de lo que acababa de ocurrir con Iris, pero notaba, en mis tripas, en aquel nerviosismo que me invadía, que algo iba mal. Desde la aparición del señor Schäfer en mi vida, era como si nada hubiese cambiado pero, a la vez, todo fuese diferente. Era la misma, mi personalidad no había variado. Sólo mi percepción de las cosas había aumentado, dejando un espacio en mi interior para ese magnífico sentimiento que sabía, e intuía, iba a herirme más que otra cosa. Pero… era como si estuviese dispuesta a enfrentarme a ello. Tenía la sensación de que todo yacía en mis manos, que podía con todo lo que viniese, bueno o malo, porque me sentía, y reconocía que podía sonar estúpido, como si nada pudiese acabar conmigo. Poderosa, sin miedo pero al mismo tiempo aterrorizada, florecía en mí un aspecto de personalidad que podía haber estado latente durante demasiado tiempo. Y era el momento de prosperar. El frío de Nueva York no era comparable con el de la ciudad. Sentía calor bajo aquellas gruesas capas de ropa que, tras la ducha, protegían mi cuerpo del invierno, por no hablar de cómo de rápido estaba caminando para llegar, cuanto antes, al apartamento de Lukas. Había pensado en la posibilidad de encontrarme con Iris, pero si seguía concibiendo aquella idea… me veía siendo capaz de dar media vuelta y tumbarme, nuevamente, sobre el sofá. Y no era lo que quería, ni mucho menos lo que pretendía. Necesitaba hablar con Lukas, saber qué pensaba, cómo se sentía, qué había ocurrido en ese transcurso de tiempo en el que no había estado presente entre él y su hija y, por mucho que odiase suponerlo, necesitaba que arrojase luz sobre el futuro que nos involucraba a ambos. —¿Se puede saber dónde te has metido? Supe que no debía haber aceptado la llamada de Norman desde el minuto número uno, pero, como todo el mundo, pecaba de idiota impulsiva. —Ve a casa, Elsa, no seas tonta. —Sólo voy a hablar con él. —¿No bastaba una llamada? —Ni siquiera responde a mis mensajes —le contesté, esquivando a un grupo de personas paradas en medio de la acera—. ¿Quién te dice que vaya a responder a una llamada? —¿Has pensado que quizá no quiere hablar? Puede que necesite estar solo. —¿Y tú crees que debo dejarle solo? —Creo que te estás precipitando y empieza a convertirse en una costumbre.

—Después de estos cuatro días en los que he estado únicamente con él, en una ciudad que desconozco y que no es mi hogar, sintiendo que con él esos dos aspectos no importaban… —Quedé a las puertas del edificio, ligeramente ahogada por los rápidos pasos con los que me había dirigido hasta allí desde la parada de metro, intentando recuperar el aire—. ¿Cómo voy a esperar después de lo que he vivido con él? —Le pregunté, sin necesitar respuesta. —Que lo que sientes no te nuble la razón, Elsa. —Necesito saber qué va a ser de nosotros. —No te engañes a ti misma… Apreté los labios fuertemente al escuchar su susurrante réplica. —Elsa, no lo hagas… —Quiero saberlo… —insistí. —Nena, pero si ya lo sabes… Retiré el auricular de mi oreja y guardé el teléfono en el bolsillo de la chaqueta, tomando una buena bocanada de aire antes de cruzar las puertas principales del edificio. Dejé la noche a mis espaldas, dibujando mi mejor sonrisa para el portero, quien, reconociéndome, correspondió. —¿Puede avis…? —No, venga, pasa, pasa —se apoyó sobre el mostrador, sonriente—. Seguro que le viene bien una sorpresa. Ha vuelto de su viaje de negocios bastante decaído —comentó, sin darle más vueltas. No estaba segura que fuese a ser una agradable sorpresa pero confiaba en que, más allá del escándalo provocado por Iris, lo que sentía por mí siguiese vivo, tan presente como para ilusionarse, aunque no lo demostrase, con sólo verme. El trayecto en ascensor se hizo breve, fugaz y pude apreciar el cosquilleo en el interior de mi estómago. Oí el tintineo de las puertas automáticas abrirse y me encontré en aquel recibidor exterior, observando, a poca distancia, la entrada del apartamento cerrada. Tuve que aproximarme, deslizando los pies pues el nerviosismo había calado realmente en mis piernas, para llamar suavemente. Conseguí escuchar ruido en el interior del apartamento, no muy lejos de allí, como una melodía a lo lejos y unos pasos acercándose cada vez más. Cerré los ojos fuertemente y me dije a mí misma que todo saldría bien, que todo debía salir bien. ¿Cómo podía salir mal después de todo lo que habíamos compartido en tan poco tiempo? ¿Cómo podía ser algo tan horrible si era tan… increíble? Abrió la puerta con un rápido movimiento y se quedó mudo, apoyado contra ésta. Dejó caer su cabeza, de forma ladeada, sobre la superficie y me observó, silente. En completo y absoluto silencio mientras su rostro me impedía adivinar su estado. Sólo era consciente, y testigo visual, de lo agotado que parecía estar. Era como si incluso sus arrugas hubiesen sufrido el peso de la situación. —No respondías a los mensajes. —Dos mensajes, Elsa. Han sido dos mensajes —puntualizó, hablándome como si hubiésemos estado durante un buen rato discutiendo—. Dos mensajes y te presentas en mi casa, sin avisar, sin llamar antes. Ni que hubiese estado ignorándote todo el día. No hace ni doce horas que estábamos juntos, no es para tanto. ¿Qué harás cuando me marche a Nueva York, presentarte allí también cuando no pueda responder a tu mensaje de buenas noches? En cualquier otra circunstancia, me hubiese gustado responderle con el mismo poco afecto, recordándole lo bonito que había sido todo y la poca culpa que tenía de lo que estaba sucediendo. Pero, en parte, era mentira, pues sí residía culpa en mí. Era culpable de haberme entregado a la atracción en un primer momento, dejándome llevar por el azul de sus ojos, aquellas atractivas arrugas de expresión y el sensual hoyuelo en la barbilla. Era culpable de haberme abierto a él, en tantos sentidos que era siquiera incapaz de recordar qué no habíamos tratado sobre mí.

Probablemente también era culpable de haberme enamorado como una estúpida de alguien como él, pero, ¿y qué iba a hacer? ¿No era él más culpable todavía? ¿Acaso no era culpable de haber sucumbido a la electricidad entre nosotros, de haberse abierto a mí y haberse interesado por cosas mías? ¿No era él el culpable de haberme enamorado? Si yo ni siquiera había pasado por algo similar hasta que él re-apareció en mi vida y estaba claro que de no ser por él ¡nada hubiese pasado! Respiré profundamente y acallé mis pensamientos. —¿Puedo pasar? —No creo que sea una buena idea —contestó, fugaz. —¿Quieres, entonces, que lo discutamos aquí? Mi propósito habría sido utilizar el término “hablar” en lugar de “discutir” pero, a juzgar por cómo me había respondido, por cómo se dirigía a mí, no íbamos a tener tal placer. —¿El qué? —Vale, Lukas, me hago cargo de que has estado discutiendo con tu hija y no es el mejor momento, pero, al contrario de lo que piensas, quizá sí sea una buena idea que esté aquí y hablemos. —Vete a casa, Elsa. Intentó cerrar la puerta pero, para su sorpresa —y la mía—, mis manos impidieron tal movimiento. —¿Estás echándome? Sus ojos se perdieron en los míos un instante y, como si cayese en la cuenta de algo, empezó a pestañear hasta desviar la vista hacia otra parte que no fuese yo. —De verdad, vete a casa… —No hasta que hablemos. Puso los ojos en blanco y bufó: —Ich kann es nicht mehr ertragen… Se separó de la puerta y dejó la apertura de ésta, alejándose de la entrada y dirigiéndose hasta el salón. Cerré la puerta tras mi cuerpo y seguí sus pasos, deshaciéndome de la chaqueta hasta dejarla sobre el respaldo de una de las sillas. Miré a mi alrededor un momento y comprobé que su maleta seguía a un lado del sofá que ocupaba, con todo en su sitio, salvo aquella botella de whisky que permanecía sobre la mesita de café junto a un vaso medio lleno. Sentado, alargó la mano hasta recuperar su cajetilla de tabaco. Se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió, dándole una primera y prolongada calada antes de echar el humo a un lado y destinar su cándido azul hasta mí. Si los ojos azules tendían a ser fríos, los de Lukas, hasta ese preciso momento en el que nos encontrábamos, siempre me habían proporcionado una preciada calidez. —Sé breve, por favor. —¿Que sea breve? —Inquirí, sin entender—. ¿Es que sólo vas a quedarte ahí y escuchar mis lamentos sin pronunciarte? —Eres tú quien ha venido a hablar. —Porque eres tú quien ha preferido alejarse e ignorar. —Una decisión que no has respetado demasiado —me recordó, con una satírica sonrisa. —¿Así eres cuando las cosas se te escapan de las manos? ¿Te comportas como un capullo, completamente apático? ¿Te es más fácil hacerte el indiferente y soltar frasecitas en alemán que sabes, de sobras, que no entiendo? —No puedo más —masculló. —¿Qué?

—Eso quería decir mi frasecita en alemán. —¿No puedes más de qué? —¿Quieres una copa? —No, quiero que me respondas —farfullé, a mi turno—. ¿Qué ha pasado con Iris? Le echó un vistazo al humo que se dispersaba en el ambiente, volviendo a moverse para tomar la copa y llevarla hasta sus labios, disfrutando del sabor. No estaba ebrio, ni siquiera se encontraba a medio camino de estarlo. Si estaba tomando esa copa era porque le apetecía, porque necesitaría ese pequeño gusto. —Su nombre siempre me hace pensar en la canción de los Goo Goo Dolls versionada por Ronan Keating—musitó. —¿Qué? —¿Sabías que al principio, a pocos meses antes de nacer, Esther pensó en llamarla Corie? — Sonrió, sin ganas, acomodándose nuevamente sobre el sofá—. Estaba obsesionada con esa película de Robert Redford, Descalzos por el parque y estuvimos a punto de ponérselo pero finalmente no lo hicimos—se encogió de hombros, colocando los pies sobre la mesita que se encontraba frente a él—. No lo hicimos como muchas otras cosas en las que no estábamos de acuerdo. Iris era el único nombre en el que coincidíamos y ella ha seguido siendo lo único en lo que hemos estado de acuerdo. No dije nada. Entendía que Lukas exponía aquello sin mayor pretensión que evitar la verdadera cuestión entre nosotros. —¿Cómo llamarías a tu hija? El movimiento espontáneo de mis cejas delató mi desconcierto. —¿Qué? —¿Cómo llamarías a tu hija? Volvió a beber del whisky, mirándome en silencio. —No es algo que me haya planteado. —Porque te queda tiempo para ello. —Supongo que sí —encogí delicadamente el rostro—. Pero, ¿a qué viene semejante pregunta? —¿Has pensado que lo que me ha surgido en Nueva York es lo mejor que nos puede haber pasado? —Dejó el vaso sobre la mesita, incorporándose con energía del sofá y tirando la amontonada ceniza en el cenicero—. Es como si la casualidad nos quisiera librar de un destino más que jodido —dijo—. Sé que no es casualidad, sé que he trabajado duro para conseguir que esa renovación recaiga en mis manos pero, ¿no te parece que es como si nos hubiesen evitado tomar una tardía y dolorosa decisión? —No entiendo qué es lo que estás intentando decir. —Lo alargásemos el tiempo que lo alargásemos, estábamos destinados a encontrarnos, gustarnos y decirnos adiós. —Pero… —No podemos envejecer juntos, Elsa —bisbiseó—. Estoy a años luz de ti en ese sentido. No vamos a crecer juntos, descubriendo cómo la vida nos acoge, nos marchita y nos ilusiona. Seré un vejestorio cuando tú llegues a la flor de la edad adulta —bufó, pasándose una mano por el cortísimo cabello, caminando hacia una de las ventanas de la sala—. Mírame… Rehúyo del matrimonio y de todo lo que tenga que ver con ello mientras tú desvarías y sueñas con poder casarte en la Catedral de San Patricio de Nueva York —sonrió con dolorosa ironía—. Si un día quisieras tener hijos… —puso los ojos en blanco, ladeando el cuerpo hacia mí, mirándome—. Dime, ¿qué crees que pasaría si un día quisieras tener hijos? ¿Los tendrías con un tipo que podría, realmente, ser el abuelo? —Le volvió

a dedicar una mirada a la ventana antes de dejar escapar un suspiro y dirigirse hacia mí—. No seas tonta y no pierdas el tiempo. Dedícate a crecer en el sector que te apasiona, enamórate hasta las entrañas, forma una familia y descubre todas las etapas, no te saltes ni una. —Dijiste que lo disfrutaríamos hasta el final… Escuché una tenue y sarcástica, pero dolorosa, carcajada. Sorbió por la nariz, automáticamente, y se pasó el dorso de la mano por los labios. —Déjame hacerlo —susurré. —Se ha terminado, Elsa. —No sé qué es lo que ha dicho Iris pero… —¿Qué crees? —Me cortó, con los hombros caídos—. ¿Qué crees que puede haberme dicho que no sea cierto? —Sostuvo mis manos entre las suyas y me miró directo a los ojos, siendo capaz de apreciar la humedad de estos—. No soporto ser el que te haga daño. Dije que dolería y que pasaría. Sé que ahora no lo ves de ese modo, pero, te lo prometo, pasará. Dejará de doler. Es lo fascinante de ser joven, de tener tanto por delante, que lo que hoy parece el fin del mundo no es más que una lección más para el futuro —inclinó su rostro para besar los dorsos—. No debería haber permitido esto desde un principio pero no pude impedírmelo. Me gustas mucho, muchísimo. Me encanta cómo eres, cómo te esfuerzas, cómo te implicas y lo muy exasperantemente intensa que puedes llegar a ser. Creí que ibas a ser un capricho, y vaya si lo has sido… Un capricho que, como aveciné, me saldría especialmente caro. Retiré mis manos de entre las suyas. —No hace falta ser adivino para saber eso. —Sé que esto te enfada… —Me enfada que no mantengas tu palabra. —¿Cómo? —Me enfada que no me permitas disfrutarte hasta realmente no poder, hasta el final de nuestras posibilidades. —Este es el final de nuestras posibi… —No, este es el final porque tu hija te ha dicho una infinidad de cosas que no deberían pesar tanto. —Y aquí, mei… —se mordió la lengua—. Y aquí, Elsa, se comprueba que existe un abismo entre nosotros —retomó. —Ese mismo que negabas en el taxi de Nueva York, ¿no? —Lo que mi hija diga sí tiene un peso. Es algo que descubrirás cuando seas madre. Pasamos de ser esclavos de nuestros padres a ser esclavos de nuestros hijos. —Así que te ha dicho que eres un vejestorio, que soy muy joven para ti, que ahora te toca vivir la etapa de un viejo que ya ha pasado por todas las etapas que le tocaban y, por ende, tras las decisiones que ha tomado, como un divorcio, por ejemplo, tiene prohibido rehacer su vida con quien le apetezca. —Tengo prohibido rehacer mi vida con una niña. —Niña… —pronuncié, sintiéndome absolutamente vejada. —Es lo que eres, Elsa, en comparación conmigo. Usa el término que creas más conveniente pero eso no cambia que, desgraciadamente, lo nuestro no es más que una locura, la cual hemos suficientemente disfrutado. —¡Habla por ti! ¿¡Qué clase de persona lleva otra a Nueva York, le hace pasar cuatro días de ensueño y vuelve a casa con argumentos como los tuyos!? ¡Sabías que todo eso pasaría! ¿¡Acaso no eres tan adulto!? ¿¡No has vivido suficiente como para augurar que esto no era más que una pérdida

de tiempo!? —¿Crees que a mí no me duele? —¿¡A ti!? ¡A ti qué te va a doler! ¡Debes estar desesperado por volver a la vida que tenías! ¡Vamos! ¡Si no te iba nada mal desde que surgieron los papeles del divorcio! Se mantuvo callado, permitiéndome excederme. —No puedes herirme, Elsa —murmuró—. No puedo sentir más decepción de la que ya siento. —Eres un hipócrita… —Si me conocieses mejor, sabrías que… —Si te conociese mejor, no me hubiese enamorado de ti. Fuese lo que fuese lo que pretendía decirme sobre él, quedó callado y no intentó siquiera retomar su frase tras escucharme, tras ser bastamente interrumpido por cómo el dolor se expresaba de entre mis labios. —Lamento que haya sido una experiencia tan desastrosa. —Y tienes razón —mascullé, tomando mi chaqueta con brusquedad—. Lo que hoy nos parece el fin del mundo, a mi edad, no es más que una lección para el futuro que nos aguarda. Me di la vuelta sin mirar atrás, caminando deprisa hasta la puerta del apartamento que, tras mi violenta salida, vibró.

Capítulo treintaiuno Desnuda en el interior de la bañera, bajo unas lágrimas que me impedían ver más que mi borrosa silueta, bramé mientras intentaba, con la gruesa esponja, eliminar todo rastro que pudiese quedar de él sobre mi cuerpo. Frotaba tan intensamente que, pese al primer contacto, era incapaz de sentir que aquello estuviese desgastando mi delicada piel. El chorro de agua caliente seguía cayendo sobre mi espalda y me concentré especialmente en friccionar la esponja sobre mis manos, la parte de mi cuerpo que, hacía escasa hora y media, había estado en contacto con él. Y entre el vapor que se había originado en el cuarto de baño, me escuchaba gimotear, sintiéndome con dificultad para respirar con total libertad, notando el adormilamiento de la fina piel ubicada en el dorso de mis manos. —¡Elsa! Norman se acuclilló frente a la bañera y tomó la esponja para arrebatármela, quejándose por el calor de la estancia y lo hirviendo que resultaba estar el agua. —Quiero arrancarme la piel… —Sí, claro, ¿y por qué no te arrancas los ojos también? Cerró el grifo del agua bruscamente y se incorporó para alejarse de la bañera unos segundos. Tras ello, volvió con una enorme toalla blanca entre sus manos. —Sal de ahí o te cocerás como en Un pueblo llamado Dante’s Peak. Permanecí sentada, apretando mis párpados para deshacerme de las lágrimas y apreciar, entonces, el enrojecimiento de mis manos, notando el evidente temblor de éstas. La toalla se enrolló alrededor de mi cuerpo y Norman, con iniciativa, colocó las manos bajo mis axilas y me elevó, incorporándome y, rodeando mi cuerpo con sus brazos, caímos en el suelo. En realidad, él lo hizo, quedando sentado y yo sobre él, sobre sus muslos, todavía arropada por sus extremidades. —No creo que vaya a ser capaz de soportarlo. —¿Respirar aquí dentro? Todo un reto —bufó, haciendo aspavientos con la mano. —He sido una ingenua —bisbiseé a mi turno, contra su cuello—. He creído que lo tenía todo claro, que sabía que no ocurriría porque nunca antes había ocurrido y, cuando pasa, cuando desgraciadamente pasa porque tiene que pasar, voy y me engaño a mí misma creyendo ser capaz de dejarlo, de dejarle ir. Y voy a tener que dejarle ir… Porque si hay algo cierto en todo lo que me ha dicho es que se ha ganado, él solo, conseguir ese trabajo que le aportará mucho más éxito. Pero sigo queriendo que me deje porque tenga que dejarme, no porque crea que eso es lo correcto o porque se lo diga Iris —sorbí fuertemente por la nariz, llorando todavía más por verme en tal penosa situación —. Con todo lo que hemos vivido, con todo lo supuestamente prohibido que hemos hecho, ¿qué tiene de malo un poco más? —Ahora mismo tienes que pensar que hay algo positivo en todo esto, en cómo ha sucedido — ladeó su rostro para besar mi frente con cariño—. Te quiero, Elsa, pero los dos sabemos que lo tuyo con el señor Schäfer no ha sido más que una aventura. Sé que ahora estás dolida, estás sufriendo lo que todos tememos cuando estamos enamorados, pero, de verdad, esto es lo mejor que te ha podido pasar. Eres fantástica —masculló, con los labios pegados a mi frente—. Y sé cómo te ha mirado él durante ese tiempo en Nueva York. Pese a no estar presente, sé qué es lo que ha visto en ti en esos días. Y te lo prometo, Elsa… te prometo que me encantaría decirte que fueses tras él, que mandases a la mierda la agonía que nos persigue cuando nos arrancan esa parte de sentimiento maravilloso del mundo yupi, pero no puedo. Eso sería exponerte a un cincuenta por ciento, o más, de daño y, como

amigo tuyo, mi misión es… Ladeé el rostro hasta encontrarme con sus labios y, sin dedicarle ni un solo pensamiento más, establecí el contacto con una intensa presión sobre su boca. —No, no… Rompió con el beso, girando el rostro bruscamente hacia el lado contrario a mí. —No, Elsa… Dejó de rodearme con los brazos y, quieto, esperó a que me levantara para poder hacerlo él. —Lo siento —susurré. —Sé cómo te sientes —dijo, apoyándose contra el lavabo—. De verdad… Puede que tú no hayas pasado nunca por esto pero para mí no es nada nuevo. Parte de lo que sientes lo he estado viviendo durante muchos de los meses en los que he vivido contigo. Y me ha costado mucho aprender a imponer nuestra particular amistad a lo que llegué a sentir por ti como para que ahora, en tu dolor, busques consuelo en mí —susurró—. Llega a ocurrir esto hace diez meses y, eh, te lo juro, palabra de salido, me hubiese aprovechado muy sexualmente. De hecho, me siento hasta orgulloso porque no veo la necesidad de… —Se interrumpió, mirándome—. Tienes unos labios que deberían estar prohibidos, ¡pero ya lo sabes! Están prohibidos, sí, para mí lo están —añadió, hablándose a sí mismo. Norman era para comérselo y no podía creerme que hubiese sido capaz de aprovecharme, por un momento, de lo que sabía que sentía por mí, de lo que sabía que provocaba en él. —Lo siento mucho —volví a disculparme—. Siento vergüenza de cómo he tenido en cuenta tu atracción por mí para desfogarme y quitarme de encima el… —Si es que dejaría que usaras cualquier cosa en mi contra, tú lo sabes, pero quiero creer en lo que decías, en que podíamos funcionar como mejores amigos. Y aunque tu labio inferior y yo vayamos a tener problemas de comunicación, porque, créeme, los vamos a tener hasta que seas vieja y se te estropee la boca, quiero mantenerte en mi vida para siempre. —Y yo a ti, Norman. —Y este es el mejor modo, ¿verdad? —Verdad —asentí. Rodeé su cintura con los brazos y le estreché fuertemente mientras él, en su línea, correspondía: —Ponte ropa, por favor, no me lo pongas más difícil… —De verdad, ¿has ido a ver a algún especialista? —¿Para mi desviamiento? —Negó con la cabeza—. A algunas les gusta… ¡Lástima que a ti no te haya cautivado todavía! Esa noche, dormí aferrada a su espalda, tras haber llorado una última tanda mientras veíamos la película Los puentes de Madison. Sólo era capaz de vislumbrar mi dolor, una chispeante llama ardiendo en lo más profundo de mis entrañas que conseguía fulminar y derretir todo los órganos a su alrededor, preguntándome si de verdad, en algún momento, todo pasaría. Empezaba a entrever las primeras palabras de la lección en la que Lukas se convertiría con el paso del tiempo y leerlas era quizá más doloroso que conocer la realidad de éstas. Se repetían en mi cabeza, una y otra vez, tomando fuerza para impedirme avanzar con tanta facilidad. Escuchaba en mi mente cómo aquella lección se fundaba, estableciéndose sobre los cimientos de un doloroso estado que, no hacía mucho, me había parecido el sentimiento más bonito del universo. Y lo que más me preocupaba era el precio que iba a tener que pagar por haber sido parte de la existencia humana, con toda aquella emotividad volviéndome tan vulnerable como una muñeca de trapo. Aun podía recordar el modo en que sus labios susurraban el apelativo cariñoso que me había

adjudicado en su idioma nativo. Si cerraba fuertemente los ojos y me concentraba, escuchaba e incluso sentía la calidez de su voz contra mi oreja. Si me aferraba a ello, vislumbraba en la oscuridad de mis pupilas el movimiento de sus labios al hacerlo, al darme los buenos días en aquella cama del hotel en Nueva York. Apreciaba y contemplaba el ligero movimiento de sus comisuras, fiel reflejo de la felicidad que le proporcionaba el despertar a mi lado, el tenerme junto a él. Porque Iris podía ganar puntos en su argumentación, podía ser su hija y alegar preocuparse por él, podía ser cierto que había un abismo entre su edad y la mía, pero, definitivamente, ambos sabíamos cuán felices habíamos sido en aquel colchón y bajo el edredón. Y eso no era todo. Podía, perfectamente, recordar cómo sus ojos profundizaban en los míos, cómo nuestras pieles lloriqueaban por un mínimo contacto… Las huellas de su esencia recorrían cada milímetro de mi piel. No importaba cuánto pensaba en él o cuánto me esforzaba para no hacerlo, estaba en mí, en cada recoveco de mi cuerpo. En cada exhalación, suspiro o movimiento, forzándome a ser consciente de lo muy mío que había sido y de lo muy suya que había sido yo para él. Olvidando quién era, a qué nos dedicábamos, cuándo nuestros caminos se unieron por primera vez. Obviando qué vidas llevábamos y qué vidas nos esperaban a la vuelta. Sí… Estaba claro que Nueva York había sido nuestra particular y pequeña eternidad. —No, mamá, te aseguro que no estoy enferma. Sostuve el teléfono móvil contra mi oreja con la ayuda del hombro mientras terminaba de preparar el caldo de pollo que Norman había dejado casi listo para mí. —Ya te lo he dicho —puse los ojos en blanco—. Estoy en casa porque estoy con jet-lag y porque he dormido fatal. Además, tomar caldo de pollo no significa siempre estar enfermo. Mis bronquios están bien, te lo prometo. —Hace mucho frío estos días… —Para ti siempre hay un momento del día en el que hace frío. —No, en verano me quejo del calor —contestó—. ¿Cómo ha estado el viaje, has aprendido mucho? —Supongo que sí. —¿Y no has cogido frío en Nueva York? —Mamá, que no… —¿Y cómo está tu queridísimo señor Schäfer? —¿Por qué queridísimo? —Entrecerré los ojos y aspiré el aroma del caldo caliente. —Porque te conozco, cariño. —Pues de queridísimo, ahora mismo, tiene poco, pero no quiero hablar de ello, mamá. —Entiendo… —No estoy hecha para tener relaciones románticas. —No digas tonterías. —Christopher tenía razón —suspiré—. No puedo aspirar a tener algo que me supera con creces… —Elsa, no seas estúpida —me reprendió—. ¿Cómo puedes decir algo así de ti misma? ¿Y cómo puedes siquiera hacerle caso al idiota ese de pelos raros? —El asunto con Lukas ha sido un completo fiasco, mamá. —No iba a ser fácil, cariño, son circunstancias delicadas… —En las películas basta con que las personas se quieran. —Nunca basta con quererse simplemente —murmuró—, pero ayuda muchísimo. Si con Lukas no ha funcionado, funcionará con otra persona, cariño. El amor de tu vida no tiene por qué haberse

cruzado contigo todavía. —Empiezo a creer que lo del “amor de mi vida” no es más que una invención de la literatura y las películas. —En realidad, no. El único problema es que se le ha dado una definición bien distinta a la que realmente tiene… Algunas personas, cariño, no descubren ni la mitad de sentimientos que otras y viven porque la existencia se basa en ser consciente, estar y respirar. Otras personas sienten, intensamente, más emociones de las que son habituales, pasando de no vivir nada a vivirlo todo completamente. —Mamá, no sé si quiero sentir todo tan intensamente… —Si pudiésemos escoger, creo que, tras ver lo opuesto, pedirías sentir todo de ese modo. —¿Por qué? —Porque se disfruta más. —También se sufre el doble. —O el triple —comentó, sin preocupación—, pero, ¿acaso lo bueno no es, también, doblemente bueno? Apreté los labios con una enternecida sonrisa al tiempo que mis ojos se nublaban de humedad. —¿Cómo lo supiste? —Le pregunté, apartando el caldo del fuego. —¿El qué? —Lo del señor Schäfer. —Simplemente lo supe. —Sí, sí, eres mi madre, lo sé, pero, ¿cómo? —Por cómo te miraba. Se delató solo. Aquello provocó una punzada en mi pecho. —Tu padre también se dio cuenta. —Ay, no… —Tranquila, a él lo tengo controlado —bromeó—. Sin embargo, por ahora, mantengamos a tus hermanos fuera de esto. —Sí… —Mejor. —Te quiero, mamá. —Te quiero, cariño. Sentada en el sofá, disfruté de mi bol de caldo de pollo caliente mientras, arropada con la manta, me tragaba una vieja película del oeste en la que ni siquiera salía Clint Eastwood por lo que, bajo mi punto de vista, perdía completo interés. Estuve tentada a escribirle un mensaje a Lukas. No sabía si él había ido a trabajar y si Ronnie le había informado de que yo, dado mi estado, no aparecería por la empresa. La verdad es que no sabía muy bien cómo iba a suceder todo cuando se fuese a Nueva York. No tenía ni idea de qué iba a ser de mí en Baumeister y me preguntaba si iba a poder soportar la idea de trabajar en una empresa que, fuese como fuese, me recordaba a él. Necesitaba saber de él… Quería saber si una parte de él creía que nuestra última conversación había sido innecesaria, si no prefería desechar ese encuentro y centrarnos en revivir y recordar lo completos que nos sentíamos en la ciudad neoyorquina. Tenía ganas de decirle que, por mi parte, estaba dispuesta a retirar todas y cada una de las palabras que le había dedicado, centrándome, únicamente, en recordarle lo absurdamente precioso que era haber caído por él. Me apetecía recordarle la primera vez en la que,

nervioso, tocó mi cuerpo y se rindió al desespero de nuestras pieles. Ansiaba recordar ese momento y repetirlo, sabiendo que seríamos víctimas de nosotros mismos. Buscaba tener la oportunidad de demostrarle cuán poco me importaban unas cifras establecidas por un nacimiento y un documento de identidad. Estaba incluso dispuesta a darle la razón respecto al matrimonio si con ello, simplemente, podía entablar un organizado debate con él. Me bastaba, la verdad, con verle mirarme con aquella devoción. Pediría, no obstante, los mismos besos que conseguían arrancarme la respiración. Los mismos que le hacían acariciar mis labios con la yema de su pulgar… —Vístete. Alcé mis ojos llorosos hacia Norman, quien acababa de volver de su turno. —¿Qué? —Vamos a salir. —Ah, no. —Ah, sí —dijo, tajante—. No pienso ver cómo inundas nuestro loft porque ese maldito alemán y la psicópata arpía de su hija se hayan cruzado en tu vida. —Es un buen modo de definirlo, sí… —Venga, Elsa, vístete. Nos vamos a tomar una cerveza. —Mañana tendré que ir a trabajar… —Mañana será otro día. —Estoy con jet-lag. —Y yo con una contractura muscular —replicó, fugaz. —¿No haré que cambies de opinión? —Puedes seguir intentándolo pero, no, no vas a conseguirlo. —Es muy reciente, Norman, no vas a hacer qu… —Levanta ese precioso culo que tienes del sofá, mójate la cara, píntate los morros, vístete y nos vamos —zanjó. Realmente, Norman estaba tirando de mí hasta el local. Le había estado escuchando quejarse de uno de sus compañeros quien, aparentemente, no hacía más que ralentizar el trabajo en cocina, para después, como quien no quería, tratarme sus problemas de pareja con Betta, quien todavía no superaba el tipo de amistad que nos unía. En aquel momento lo entendía. Con la de emociones que me envolvían respecto a Lukas, podía entender a Betta y su rechazo hacia mí y la peculiar barra extraña amistad que compartíamos Norman y yo. Ese último pensamiento hizo que soltase su mano. —¿Qué pasa? Me miró a las puertas del local. —Esto es una discoteca —dije, y el vaho salió de entre mis labios. —Sí, lo es. Sabes cómo funciona, ¿no? Entras, pides una copa, te meneas y te lo pasas bien. Esbozó una enorme sonrisa y elevó las cejas. —¿Y bien? —Una discoteca. —Ni que tuvieses ochenta y cuatro años, amiga. —Saldremos a las mil… —Y puede que incluso nos acostemos con alguien —anunció, con felicidad—. A ver, por separado, claro, no sé si sería capaz de tener un trío contigo. Si fuese otra mujer… —Empezó a desvariar solo y se echó a reír al verme cruzarme de brazos—. Venga, vamos.

Nada más entrar empecé a agobiarme. Había una cantidad de gente que parecía insoportable la simple idea de querer permanecer allí durante más de cinco minutos. Un lugar en el que, pese a las tempranas horas de la noche, ya se podía oler parte del sudor que se había extendido por el ambiente. Dejamos las chaquetas y pertenencias antes de dirigirnos a la barra donde, mucho antes de tomar una cerveza, Norman pidió dos chupitos de ginebra. —¿Ginebra? Me negué en rotundo. —¡Venga! A la una, a la dos y a la… —¡Ginebra no! —Sé valiente. Han pasado muchos años desde la fiesta de final de curso. —¡Sigo sintiendo los retortijones de la resaca! —¡Has de superarlo! —Insistió, tendiéndome el vasito. —Lo vomitaré… —No, lo mantendrás en tu estómago. Con sólo oler el alcohol fruncí la nariz. Era casi superior a mí. —A riesgo de poder parecer un amigo de mierda, ¿qué te hace pensar que Lukas no se está montando una orgía en su casa? Le miré, casi escandalizada. —Piénsalo. Piensa que se está tirando a cualquier tiparraca de su edad y bébete la ginebra. Te juro que de ese modo… no te va a sentar ni una pizca mal. Fruncí el entrecejo. —Una cincuentona de ojos claros, rubia como él… Acerqué el vasito a mis labios y aguanté la respiración para que el aroma no le recordase a mi estómago la mala pasada vivida hacía unos años. Tragué deprisa y abrí la boca en busca de cualquier otro líquido que pudiese calmar el sabor y, por supuesto, la sensación de absoluto ardor. La cerveza calmó la irritación y, antes de poder sentirme mínimamente orgullosa, Norman tiró de mi mano: —¡Nuestra canción! “Girls who are boys Who likes Boys to be Girls Who do Boys like they’re Girls Who do Girls like they’re Boys Always should be someone you really love” En efecto, Girls & Boys de Blur era nuestra canción. Pero no por el significado o porque Blur fuese uno de nuestros grupos preferidos, —que tampoco nos desagradaba—, sino porque formaba parte de una noche histórica en la que comprendimos quién éramos para la vida del otro. Y todo eso hasta aquel momento en el que, con su cerveza en mano, me hacía bailar para olvidar cómo me sentía, cómo de fracasada había llegado a sentirme en el curso de unas simples veinticuatro horas. A excepción de mi padre y mi hermano, Norman iba a ser, quizá, el único hombre que me quisiese sin condiciones, sin cuestionárselo, sin pararse a centrar su atención en unos números o un convencionalismo establecido por una sociedad que cada día me parecía más y más hipócrita. Estaba claro que él, precisamente, era todo lo opuesto al protocolo que la colectividad seguía. Sí…

Y le adoraba… Y le apreciaba… Y me encantaba vivir con él… Y me apasionaba que estuviese tan pendiente de mi bienestar…Y sabía que yo haría lo mismo por él… —salvo por la obsesión sexual que, muchas veces, padecía—. Y era mi mejor amigo, mi otra mitad. Pero estaba completa y absurdamente enamorada de Lukas. Y quería a mein Schatz conmigo, costase lo que costase.

Capítulo treintaidós El primer día de mi vuelta al trabajo, en la empresa, tuve la oportunidad de descubrir que Lukas había tomado una decisión respecto a mí más allá de la que podía ser evidente tras nuestro encuentro en su apartamento. Nuestros ojos, pese a encontrarnos en el mismo piso del edificio, ocupándonos de nuestras respectivas tareas, sólo se cruzaron una vez, rechazando toda posibilidad de contacto visual posterior. Él reorganizaba parte de la plantilla, preparándola para su inminente marcha mientras que yo me quedaba a manos de Ronnie y unos números que, cada vez más, me sacaban de mis casillas. Había sido insoportable elevar el rostro, percibir su presencia y sentir tal inmenso rechazo por parte del cándido tono de sus ojos que empezaba a dejar de mitigar mis inseguridades. Pues, era un hecho… sus ojos ya no causaban el mismo efecto. El segundo día, Ronnie había decidido dejar de lado los presupuestos para introducirme en el programa informático de construcción en 3D. Para mi carrera era algo que esperaba con prudente fascinación, habiendo oído hablar de ello y habiendo visto, en gran medida, qué era y de qué se trataba. Sin embargo, escuchar la voz de Lukas a lo lejos, con aquel deje que, como bien me advirtió en un momento dado, terminaría encantándome, me impedía gozar de lo emocionante que era prosperar en el sector. Una vez más, en aquella ocasión, nuestros ojos se cruzaron porque resultamos estar en el mismo campo de visión del otro. La calidez de sus ojos, nada más entrar en contacto con los míos, desaparecía. A lo largo del tercer día, conocí a unas nuevas chicas que pasarían a formar parte del equipo Baumeister. Una de ellas estaba de prácticas y había estudiado en la misma universidad que yo. La otra, mucho menos interesada, parecía obsesionada con los enormes brazos de Ronnie. Hechas las presentaciones, se nos presentó un proyecto que se llevaría a cabo para verano y nos pusimos a comentar, y a practicar, sobre los presupuestos. En mi búsqueda de cafeína, propia en aquellos días en los que no dormía apenas cuatro horas seguidas, reconocí los trapos que, a veces, Lukas utilizaba como vestimenta. Sonreí porque me gustaba burlarme de ello pero me entristeció no poder comentarle cuán tirado parecía, en ocasiones, con esas prendas. Y sólo me habría burlado para decirle, acto seguido, lo increíblemente bien que, al fin y al cabo, le sentaba todo. No obstante, él parecía estar demasiado ocupado con el programa en 3D que utilizaba desde el escritorio de una de las de recepción, quien no dudaba en aumentar el sonido de su risa cuando cualquiera pasaba cerca de ellos. Aquel día, Lukas no cruzó su mirada conmigo y, por lo que pude ver, permaneció serio todo el tiempo. Salvo para dedicarle alguna que otra sonrisa a la chica. El cuarto día fue un calvario. Coincidimos en el ascensor por la mañana y, pese a dedicarnos los buenos días, más para los demás que para nosotros mismos, cada uno se encontraba en una esquina, intentando tener el mínimo contacto físico. Aquello fue algo que, inesperadamente, aumentó el desasosiego que me invadía sólo de pensar que nunca más, —y cada vez lo tenía más claro—, íbamos a poder dedicarnos una sonrisa llena de adoración. Y yo le adoraba. Le adoraba tanto que me era incluso doloroso pensar en mi deseo de odiarle. Por la noche, Norman decidió arrebatarme el teléfono móvil para evitar que, como una loca bajo síndrome de abstinencia, le escribiese, desesperada, con el objetivo de romper con aquella distancia que habíamos empezado a imponer. Cinco días habían pasado desde nuestra vuelta a la ciudad, aunque realmente eran seis. El primer día no había acudido al trabajo y, aun así, no lo contaba como parte de mi vida. Había pasado el día en casa, bebiendo caldo de pollo, hablando con mi madre, viendo la televisión y siendo arrastrada, más tarde, por un mejor amigo con problemas de fidelidad y, por qué no, de adicción sexual. Una

noche que, como muchas otras en las que la ginebra había estado demasiado presente, prefería olvidar hasta acabar ignorando el día completo. Cinco días habían pasado desde nuestra vuelta al trabajo, pues. Y en aquella ocasión, me armé de valor para dirigirme a él y únicamente a él. Bastó con un “Buenos días, Lukas” para no recibir contestación alguna. Tosió una respuesta pero ésta, a mis oídos y a los de cualquiera, fue bastante más global que personal. Ni una mirada, ni una mueca… Lloré gran parte de la noche y sentí que, por momentos, algo superior a mi pasión por él crecía. Creí que no aguantaría al sexto día, donde la lluvia, la tormenta y el viento sacudieron la ciudad del mismo modo que todos y cada uno de mis pensamientos. Evitó el ascensor, evitó la sala en la que solía compartirse café, evitó la zona de presupuestos en la que, evidentemente, sabía que me encontraba... En definitiva, evitó cualquier circunstancia que tuviese que ver conmigo. El rechazo era de tal magnitud que creí que no lo soportaría, que mucho antes de volver a casa me quebraría, reventaría y suplicaría por un salto en el tiempo, al pasado, a aquellos cuatro hermosos días en Nueva York. No importaba cuánto me esforzase en dedicarme a otras cosas, en seguir trabajando para los que eran verdaderos arquitectos en la empresa, podía oler la esencia de Lukas a mi alrededor. Del mismo modo en que se encontraba en cada recoveco de mi piel, también yacía en todas las zonas por las que me movía. El séptimo día se avecinaba y, para mí, tras aquella horrorosa semana, era el momento de marcar un antes y un después. De tomar las riendas y hacer algo. —¿Renuncias? El señor Baumeister me miró sin entender. Tampoco le debió parecer interesante pues, disculpándose, eso sí, atendió a una llamada entrante por medio de aquel aparato que decoraba su oreja. Esperé a que terminase mientras jugaba con las llaves entre mis manos. —Perdona, querida, ¿dices que renuncias? —Sí. —¿Por qué motivo? ¿El contrato no es de tu…? —No tiene nada que ver con el contrato, señor. —Entonces no lo entiendo. Sé que Lukas se traslada a Nueva York pero, jovencita, creo que éste es tu lugar. —¿Lo cree? —Medítalo, por favor. No tomes una decisión tan precipitada. —Señor Baumeister... —fui a hablar. La mañana había sido suficientemente desastrosa para mí. Teniendo un punzante dolor de cabeza debido a las pocas horas de sueño que había conseguido acumular por la noche, viéndome horrible ante el reflejo de cualquier espejo y sintiendo que las bolsas de mis ojos cargaban con una tonelada de carbón, me veía cada dos por tres interrumpida por una llamada. En esa ocasión, el señor Baumeister se levantó y, recordándome meditar aquella decisión, abandonó su despacho para desaparecer del piso y no volver a presentarse ante mí. Le di una patada a la basura que yacía junto a su escritorio y me levanté de la silla bruscamente, tomando el pomo de la puerta y abriéndola para dirigirme hasta la zona de contabilidad. Me disculpé ante Ronnie y le pedí que me permitiese volver a casa. Al ver mi cara, no lo pensó siquiera. Las puertas del ascensor se abrieron ante mí y Lukas apareció con un montón de papeles y un maletín de cuero marrón que nunca antes había visto. Ni siquiera había alzado su rostro que, rápida, me di la vuelta para evitarle y contemplar uno de los jarrones que decoraban el piso. A pesar de ello, mis intentos no resultaron ser suficientes. —Eh, ¿qué es eso de que has pensado en renunciar…? Su voz sonaba tan rota, tan dispersa, tan distinta a como la recordaba que, por un breve instante,

me envolvió la tristeza pues parecía realmente sorprendido y, a su vez, abatido. Debía haberse cruzado con el señor Baumeister en aquel corto transcurso de tiempo en el que éste había abandonado su despacho y yo me había disculpado para con Ronnie. Pese a que, tras siete días, su voz me tuvo de destinataria, evité el contacto visual con su rostro así como el físico con la mano que intentó detener mi movimiento cuando me adentré en el ascensor. Lo que deseaba y, al mismo tiempo, ansiaba que no pasara, sucedió. Lukas entró nuevamente en el ascensor, siguiendo mis pasos e impidiéndome abandonarlo cuando, automáticamente, eso pretendía al ocupar el mismo espacio que él. —¿Quieres que lo hablemos? —¿No has tenido oportunidad de dirigirte a mí en estos días? Quiero decir, no te he preocupado lo más mínimo estos días ¿y, ahora, precisamente ahora, te importa una mierda lo que haga? —Te fuiste de casa muy dolida y, de veras, Elsa, lo entiendo. Sabes, cada uno reacciona del modo que sabe y que puede. —Puede que no pueda renunciar al trabajo, pero… —¿Por qué harías algo así? —Me interrumpió, tajante—. ¿Qué bicho te ha picado? Maldita sea, Elsa, eras tú quien se volvía loca para que una cosa no condicionara la otra… —Es mi forma de renunciar a ti. —¿Qué? —Puede que no pueda renunciar al trabajo, pero sí a ti —dije, con convicción—. Han pasado siete días, Lukas. Siete días desde que volvimos al trabajo. Ocho desde Nueva York. Y no hay ni una sola noche que pueda dormir como Dios manda. ¿Crees que voy a seguir viniendo a trabajar viendo cómo me evitas, cómo intentas, a toda costa, no tener que darme siquiera los buenos días? ¿Te crees de verdad que voy a quedarme con Ronnie sabiendo que tú no haces más que coquetear todo el tiempo con otras? —¿Eso crees que hago? —Cuando no pones cara de perro, sí. —Estás siendo todo lo infantil que no has sido en todo el tiempo que pasaste conmigo — masculló, taciturno. —Entonces supongo que estarás orgulloso de mí y de cómo vivo todas las etapas, sin saltarme ninguna, en lo propio de mi edad. —No renuncies a este trabajo, ¿me oyes? Fue a coger mi mano pero, ante mi rechazo, desistió. —Por favor, Elsa, no renuncies al trabajo —dijo, más afable—. No dejes que lo nuestro estropee tu carrera y todo lo que puedes conseguir con ella. Créeme, te arrepentirás si lo haces… Este es un error que puedes evitar cometer. —El único error que he cometido has sido tú, Lukas. —Te equivocas. El tono de su voz fue tan tajante que incluso podría haber partido una gruesa capa de hielo en el mismísimo polo norte. —¿De verdad piensas que renunciando a tu puesto de trabajo aquí cambiarás algo? No seas mema —farfulló, sin interés en cómo las puertas automáticas acababan de abrirse ante nosotros, dejándonos en la planta baja del edificio—. Vas a cometer un error mayor que el enamorarte de alguien que no te corresponde y que mucho menos te conviene si dejas el trabajo, Elsa. Quise mirarle pero sus palabras empezaron a causar un doloroso efecto en mí por lo que mis pies comenzaron a moverse para abandonar el lugar. Él, sin embargo, siguió mis pasos hasta

acompañarme al exterior. —Volverás a enamorarte, no seas estúpida. A tu edad es lo más sencillo del mundo. Cuatro tonterías, cuatro magreos, un par de promesas y ya sucumbes hasta otorgar un poder que puede acabar contigo. No es el fin del mundo, ¿recuerdas? Puede parecerlo, pero no lo es, te lo aseguro. Hay mucho más después de esto. —Alguien que no me corresponde… —¿Perdón? —Has dicho que voy a cometer un error mayor que el enamorarme de alguien que no me corresponde y que tampoco me conviene. —Sí. —¿No me correspondes? Ambos quedamos a la puerta el edificio, el uno frente al otro. —No lo hago —contestó, perdiendo la inflexibilidad que había demostrado en sus últimas réplicas. La respuesta pudo conmigo y sentí que, por unas milésimas de segundos, perdía incluso el equilibrio, notándome inestable sobre las propias plantas de mis pies. —¿Cómo podría realmente hacerlo cuando, pensándolo bien, por muy adultos que seamos, te he visto pasar de niña a adolescente? El cariño que pueda sentir por ti, Elsa, es distinto al que quieres recibir. —No… —¿No? —Estás mintiendo. —¿Y qué se supone que ganaría con ello? —No lo sé —respondí, poniéndome nerviosa, con un notable temblor en la voz—, pero sé que lo que dices no es cierto. Puede que sea tu modo de rechazar el dolor o, no sé, de rechazarme a mí, pero no puede ser cierto de ningún modo. No después de lo que hemos vivido, no después de lo que hemos descubierto. —¿Descubierto? —Apretó suavemente la mandíbula—. La única que ha descubierto algo nuevo aquí eres tú. Para mí no es más que un nuevo contacto con el sexo femenino, Elsa. —¿Estás comparándome con cualquier otra? Respiró profundamente y, con pesar, replicó: —No eres mucho más distinta que cualquier otra. —Ah, eso es muy bonito por tu parte. Me di la vuelta al reconocer la voz de Norman interfiriendo en la conversación, con un gorro de algodón negro por el que escapaban algunos mechones sobre su frente. Sus patillas se unían a una corta e incipiente barba, más cuidada como perilla. —Norman, no… —Ya veo que el veneno es un rasgo genético en la familia alemana —bufó sin escuchar mi débil advertencia—. En el caso de tu hija, mimada como ella sola, tiene un pase, pero viniendo de ti… ¿Esa es la madurez que predicas? Se unió a nosotros de un modo que casi era como si estuviese metiéndose entre los dos. Intenté frenarle tomando su brazo con mis manos, tirando de él para seguir el camino que nos llevaría a la estación y, desde allí, a casa. Pero de nada sirvió. Él era más ágil que yo y consiguió, con un hábil movimiento, deshacerse de mis manos y seguir con el que fuera su propósito en aquel momento.

Lukas, por su parte, permanecía serio, sin pronunciarse. Apenas se conocían, habiendo coincidido, únicamente, una vez. Ni siquiera en el aeropuerto habían podido dirigirse la palabra. —Digo yo que eres suficientemente listo como para saber que eso es probablemente lo último que debería salir de tu boca en relación a ella —prosiguió, ignorando mis quejas—. Ella no es menos porque no sea como tú querrías que fuese, ni mucho menos porque no tiene la edad que a ti te convendría para mantener y salvaguardar tu maldito culo, pero, créeme, tú sí eres menos por ser capaz de verte arrastrado al punto de comportarte como un verdadero hijo de… —¡Norman! —… su madre —me miró, frunciendo el entrecejo—. De su madre, ¿vale? Agarré su brazo e intenté pegar un tirón. —Vámonos, joder. —Nunca serás suficientemente bueno para ella, convéncete de eso en lugar de intentar hacerle creer que no está a tu altura. —Norman, es suficiente… Lukas seguía con los ojos puestos en Norman, quien, a mi juicio, estaba completamente ido. —Voy a contar todas las noches que pasa sin dormir para, si tengo oportunidad de volver a encontrarme contigo, desearte, a la cara, que sufras exactamente lo mismo y tu conciencia te impida descansar tranquilamente en esa vida que te espera al otro lado del charco. —¡He dicho que nos vamos! Conseguí apartarlo de la cercanía de un callado e inmóvil Lukas mientras aguantaba las ganas de echarme a llorar. Cuando creí haber conseguido distanciarles, Norman volvió hacia atrás y le señaló con un dedo: —Si buscabas que te odiase, enhorabuena, vas por buen camino. Confía en que contribuiré a ello, campeón. Le mostró el dedo corazón con una forzada sonrisa y, por fin, tras varios intentos, abandonó su posición y caminó a mi lado, impidiéndome dirigirme nuevamente hacia Lukas, hasta la estación en la que nos detuvimos para tomar un respiro. —Es un sinvergüenza, pero, eh, ahora entiendo qué es lo que tanto le pica a su hija. ¡Si están hechos a medida! De tal palo, tal astilla… ¡Qué ganas de herir de esa forma, tan gratuitamente y tan porque me da la gana y puedo! —No deberías haberte metido… —Oh, perdona por haber querido interrumpir tu absurdo intento de entender qué es lo que pasa por su cabeza de tarugo alemán. Quizá hubieses preferido que te pidiese permiso para caminar por la calle y escuchar, de casualidad, como te ninguneaba como a cualquier otra mujer que ha pasado por su cama. —¿¡Y meterte era la solución!? —¿Crees que iba a dejar que otro tipo, otro Christopher pero con más pelos en los huevos, te hiriese de tal manera? —Esto es cosa mía… —Eres mi mejor amiga. Eres lo único que tengo estable en mi vida —me recordó, ofendido por cómo había reaccionado—. Si tú flaqueas, ¿a mí qué cojones me queda? —Lo dices como si no fuese yo la que siempre flaquea… —Si te enseño a mantenerte íntegra, puede que, entonces, cuando yo flaquee, estarás completamente entera para impedirme decaer. —¿Qué es lo que voy a hacer?

Rompí a llorar en silencio, casi sin caer en la cuenta de ello. —Vas a olvidarte de él. —¿Qué? No… —Sí, Elsa —musitó, rodeándome con sus brazos—. Créeme, convencerte de que quizá, un día, todo cambie, es una pérdida de tiempo. Suceda o no, esperarlo no es más que sentenciarte… Besó mi cabeza, una y otra vez, meciéndome con sus brazos. —Confía en mí…, convencerte equivale a engañarte. He estado tiempo haciéndolo y no me ha traído más que problemas. Me distancié de su pecho y le miré, relamiéndome los labios que habían quedado húmedos por las lágrimas. —¿Qué tipo de problemas? —No es el momento —me respondió, echando un vistazo por la estación—. ¿Volvemos a casa? —Preguntó—. Sé cómo hacer que te sientas mejor. Esbozó una amplia sonrisa y, pinzando levemente su nariz, me dedicó un guiño. —Venga, llorona, vamos. Durante el viaje en tren, mi cabeza reposó sobre su hombro y su mano acarició el mío a lo largo de todo el trayecto. Mantuve los ojos cerrados todo el tiempo, recordando lo amargo que me resultaba pensar en cómo había sido engañada por una persona en la que había confiado desde el principio, sin mayores intenciones que disfrutar de esos aspectos en los que podía serme de inspiración, acabando por sentirme terriblemente atraída por su físico e irremediablemente por su esencia, su maravillosa naturaleza de maldito y atractivo embaucador. Al llegar al loft, Norman se ocupó de descalzarme y me cubrió con una manta en el sofá. Preparó dos tazones de chocolate caliente y, tras toquetear la tele, se sentó a mi lado. —Hace mucho que no lo hacemos. —¿El qué? —Ver un concierto de Metallica. —¿Vas a ponerme a James? —Inquirí, olisqueando la taza de chocolate, nombrando al cantante. —Hace años te entusiasmaba. —Sigue haciéndolo… —Pues concéntrate en ello y en lo genial que es Kirk —se inclinó para besar mi hombro, tras mencionar al guitarra. —Gracias, Norman. —No hay de qué… —Pero sé que no pones Metallica sólo por mí. —Ah, ¿qué va a ser de mí? Eres demasiado inteligente —puso los ojos en blanco, sarcástico—. ¿Puedes dejar de darle vueltas? —¿Prefieres que piense en Lukas? —Ese nombre está prohibido en esta casa —me advirtió. —¿El trabajo va bien? —Sí. Me dedicó un codazo y, con un movimiento de cabeza, señaló hacia el televisor. —¿Ha ocurrido algo con tu madre, vuelve a tener problemas de tensión? —No, mi madre está bien —suspiró—. No vas a parar… —No…

—Betta y yo hemos roto. —¿Qué? Incorporé mi cuerpo, ladeándolo hasta él. —Ocurrió hace cuatro días. —¿Por qué no…? —¿De verdad lo preguntas? —Me miró y, tras ello, desvió su atención al televisor para atender la canción Master of Puppets, que ocupaba el primer puesto en la lista del concierto—. Ha sido algo tratado entre los dos. Estoy bien, no necesito nada y, créeme, era de esperar tras el desfase en la discoteca —siseó—. Me ha perdonado muchas, Elsa… y me ha dado demasiadas oportunidades. No tengo derecho a pedirle que aguante mi poca capacidad para la fidelidad. —Es algo que no logro comprender. Ser fiel es una característica que he podido ver en ti en más de una ocasión. —Es uno de los motivos por los que agradezco que, desde el principio, te hayas resistido a mis encantos —dejó relucir una débil pero bonita sonrisa—. Sé que te hubiese perdido de ser al contrario. Porque me conozco y mi fidelidad por ti funciona porque no somos pareja, porque no nos acostamos. —Pero… —No sé hacerlo, ¿vale? —Farfulló, cortándome—. Lo he intentado pero, no sé, a menos que le ponga una soga a mis partes íntimas, contando que eso pudiese funcionar, no se me ocurre otro modo de conseguir serlo. Cogí su mano y la estreché con una de las mías. —Te he dicho que estoy bien. Una de las ventajas de mi…, lo que sea, es que no consigo llegar al punto de acabar destrozado por una ruptura —me dedicó una de esas sonrisas que tanto le caracterizaban, llena de desvergüenza, soltura y despreocupación. Me pregunté si no le restaba importancia por mi situación pero, conociéndole como lo hacía, sabía que, realmente, se sentía tranquilo y en paz consigo mismo. —Lo que me gustaría saber tocar la batería como Lars… Resopló, antes de descansar su cabeza sobre la mía, la cual reposaba contra su hombro.

Capítulo treintaitrés Norman Levitch “The wise man said just raise your hand And reach out for the spell Find the door to the promised land Just believe in yourself Hear this voice from deep inside It's the call of your heart Close your eyes and you will find The way out of the dark Here I am Will you send me an angel Here I am In the land of the morning star Here I am Will you send me an angel Here I am In the land of the morning star”. Scorpions era uno de mis grupos preferidos desde que tenía uso de razón y mi pasión se la debía a mi padre, cuyo etéreo recuerdo me envolvía en los peores y los mejores momentos a partes iguales. Era él quien me había introducido en un amplio registro musical que me hacía adorar desde lo más clásico a lo más moderno, apreciando todo el arte que podía esconderse tras unos acordes, una melodía y una letra que plasmaba todo lo que, realmente, los instrumentos ya conseguían. Aquella canción, en especial, me hacía recordar cómo de increíble había sido poder disfrutar de la luz que era en nuestras vidas, siendo el polo más positivo en el seno de la pequeña familia que conformábamos mi madre, él y yo. Y era con esa melodía que me acordaba de lo maravilloso e increíble que había sido durante aquellos cortos años de su paso por la tierra. Para ser honesto conmigo mismo, era en aquella canción que le imploraba al universo tenerlo de vuelta conmigo, a mi lado, aunque fuese para decirme que era un desastre por despreocuparme tanto de las cosas. Si él me había enseñado a encontrarle siempre el lado positivo a la vida, a todo lo que ésta nos ofrecía, yo había abusado de sus palabras para, directamente, no tomarme ni la mitad en serio. Dejé que Elsa se quedara frita en el sofá mientras Metallica se encargaba de seguir siendo la canción de cuna, de fondo y me levanté para dirigirme a la cocina, pasar las tazas bajo agua, colocarlas en el lavaplatos e ir a mear todo lo que mi vejiga ya era incapaz de soportar. Cuando entré en mi dormitorio, me senté en la cama y releí el mensaje que Betta me había enviado la noche anterior. “B: No sé si hicimos bien… Te estoy echando mucho de menos y me duele. Y es un quiero y un no puedo, pero si me dices que sí… lo dejo todo”.

Y yo no quería que dejase absolutamente nada, ni quería que me echase de menos y mucho menos que le doliese pues me hacía cargo de lo que debía ser salir con un tipo como yo. Encendí un cigarrillo, tirado sobre la cama, todavía con el álbum de Scorpions sonando suavemente. Expulsé el humo por mis labios, con el brazo izquierdo tras mi cabeza y con los ojos puestos en el techo de la habitación. Dejé de sonreír al recordar el estado en el que se encontraba Elsa, a pocos metros de mi dormitorio, culpándome momentáneamente por no haber sido capaz de enamorarla e impedir que cayese en manos de un tipo que, con descaro, había terminado por abusar de su condición y posición para acercarse a ella y, después, como si de un objeto usado se tratara, dejarla de lado como si nada, hiriéndola con palabras totalmente inapropiadas. Mi padre siempre había dicho que los hombres proveníamos de una naturaleza que nos hacía egoístas por definición y que en nuestras manos residía la oportunidad de evolucionar y convertirnos en el motivo de una simple sonrisa por parte de nuestra otra mitad. Particularmente, yo, no creía en otras mitades. Al menos no en lo que el amor refería pues, en base a mi experiencia, que a mi edad no era escasa, nunca se encajaba al cien por cien cual piezas de puzle. A su muerte, me dije a mí mismo que intentaría ser mejor hombre, mejor hijo y, por qué no, también, mejor persona. Y hasta el presente, sólo había conseguido ser mejor hijo y mejor amigo, entregándome al coste que eso suponía. Elsa me gustaba y lo hacía porque, además, estaba acostumbrado a que así fuera, a que me entrase por los ojos, a que entendiese mis bromas pese a no compartirlas, a que no me zurrase con cada obscenidad que se me ocurría. Ella había sido gran parte de mis fantasías, había sido la chica de mis sueños durante demasiadas noches y me había obligado a creer que, en el fondo, un día, despertaría y vería en mí todo lo que yo conseguía ver en ella. Al menos había sido así hasta el día en que entendí que, en mis circunstancias, incapaz de mantener una relación estable y sin líos de por medio, no iba a hacer más que dañarla. Del mismo modo en que lo acababa de hacer el tarugo alemán… Pero, ante todo, ella era mi amiga, la perla más bonita del océano. Con aquellos alucinantes labios… —¿Se puede? Asomó su rostro por la apertura de la puerta y, quedándose allí, se apoyó contra el marco y me miró. —¿Estás bien? —Necesitó preguntar. —Estupendamente. —¿Quieres acompañarme a una merienda? —Es la hora de comer —le recordé, tras echarle un vistazo al reloj de mi mesilla. —Ronnie ha preparado una merienda y me ha invitado. —¿El de cálculo? Asintió con la cabeza. —¿Y te apetece ir? —Por una parte, sí —respondió, mirándose los pies por un instante—. Por otra, preferiría quedarme en la cama, hincharme a llorar y escuchar a Bonnie Tyler hasta no poder más. —¡Guau! ¡Planazo! ¿Dónde va a parar…? Ella sonrió al percibir mi sarcasmo y me miró, expectativa. —La mejor opción es la de la cama. ¿Quién conseguiría competir contra Bonnie Tyler? Puso los ojos en blanco y me mandó a la mierda con un rápido gesto por parte de su mano. —Ve a la merienda y pásalo bien. —Sé que querías a Betta —murmuró. —Esta conversación es innecesaria, Elsa.

—Un día tendrás que dejar de restarle importancia a todo. —Ese día no va a llegar —le dije, dedicándole una enorme sonrisa seguida de un guiño—. Puede que la vida no sea una comedia en sí pero a mí también me gusta reírme del dramatismo. —Lo sé. Me incorporé sobre la cama y la observé. —Y tú te reirás de todo esto un día —añadí. —Y si no lo hago, lo harás tú por mí. —Porque no hay nada que no haría por ti. —Es recíproco —asintió, aproximándose hasta mí para besar mi mejilla y mirarme a los ojos—. Sólo que tú haces más por mí que yo por ti. —Tú hiciste más por mí que yo por ti hace unos años. —Porque me necesitabas. —Y tú me necesitas ahora. —Yo siempre te necesito —bufó. Rodeé su cuerpo con mi brazo izquierdo y estreché su pecho contra el mío, afectuosamente, unos segundos. —La verdadera amistad traza caminos en lugares donde no los creíamos posibles. Tras escucharme, se aferró fuertemente a mi cuerpo antes de soltarme y mirarme directamente a los ojos. —Si a los treinta y cinco no soy madre, ni tengo pareja con quien serlo, quiero que seas el padre de mis hijos. Me eché a reír y aparté su rostro con mi mano. —¿Eso significa que he de esperar casi diez años para que accedas a acostarte conmigo? —No, Norman, porque donarás tu semen… —¿Qué, encima sin contacto físico? —Agarré la almohada y se la tiré mientras ella se alejaba riendo—. ¡Venga ya! Eres una perra… Escuché la puerta del loft cerrarse y aproveché para tomar mi medicación y quedar sobre la cama, ligeramente traspuesto. Soñé con mi padre y nuestra última visita a Tel Aviv, su —y mía también— ciudad natal, a la que solía llevarme, cada año, para mantener contacto con unas raíces de las que no renegaba pero que, desgraciadamente, apenas visitaba desde su ausencia. Una marcha que, todavía, día tras día, me provocaba un intenso dolor acompañado de un insoportable vacío al que no conseguía acostumbrarme ni por asomo y por ello, con la magia de la memoria, me trasladaba a aquel invierno en el que juntos, una vez más, paseamos por el puerto, viéndome a mí mismo en sus ojos, escuchando la voz de mi madre insistir, por enésima vez, en lo mucho que me parecía a él. Un fuerte abrazo me ayudaba a aspirar su aroma, una esencia que, implantada en mis fosas nasales, no conseguía olvidar. Sin embargo, pese a lo mucho que me concentraba para ello, era incapaz de oírle hablar. Y aquello era algo que conseguía pesarme, mucho más de lo que me permitía. Haber olvidado el sonido de su voz, a pesar del recuerdo de la tonalidad anclada en alguna parte de mi corteza cerebral, se sumaba al insoportable dolor que me asfixiaba cuando caía en que, por mucho que hiciese, por mucho que quisiese, no volvería a escuchar su voz. Había noches en las que vendía mi alma por poder hacerlo, unos minutos, en cualquier recuerdo vivo de mi memoria, deseando poder visualizarlo como si de una película se tratara. Otras noches entendía el legado que había dejado tras su efímero paso por el mundo, sintiéndole en mí y en todas las cosas que había conseguido. Algunos días se hacían insostenibles y me ocultaba bajo unos

pensamientos que nada tenían que ver con él y otros días, más oscuros, más nostálgicos, me enfadaba con el mundo y conmigo mismo por no haber podido evitar que ocurriese. Pues pese a que hubo salido por la puerta grande, como él era, con toda aquella sabiduría que le había caracterizado desde joven, era injusto que tuviese que vérmelas con la vida sin la visión de sus preciosos ojos, con los que recordaba que me miraba sin perder la adoración que nos manteníamos mutuamente. —¿Cómo se te ocurre dejar las llav…? Jugué con sus llaves en mi mano, abriendo la puerta del loft con fuerza y una sonrisa que eliminaba todo rastro de pensamiento nostálgico. Pese a mi pretensión, al abrir la puerta, mi rostro debió descomponerse. —Ahora me vas a escuchar. La hija de Lukas me empujó para hacerme a un lado y poder, así, adentrarse en el interior de la estancia, quedando en medio de ella con el bolso colgando de su antebrazo y un gorro de lana blanca sobre su liso cabello rubio. ¿Qué diablos estaba haciendo en mi casa? —Me gustaría no pecar de histérica y evitar llamarte asquerosa sabandija pero, la verdad, aunque he intentado montarme un elaborado y elocuente discurso en la cabeza, sólo me sale decir lo muy repulsivo que me resultas —espetó, casi atragantándose por la velocidad con la que escupía todo lo que quería—. Un completo e inútil mamarracho que se cree alguien como para juzgar el comportamiento de mi padre, como si supieses lo que es pasar por un divorcio. ¡Mi padre se ha desviado un poco e intenta reconducirse, intenta enmendar el error que ha cometido! ¿Por qué le dirías nada? ¿Por qué te meterías siquiera? —Uo, uo, uo —posicioné mis manos hacia ella, intentando interrumpir su exposición—. Relájate, princesa, no vayas a atragantarte con tu propio veneno. —¡No eres nadie para decirle nada! —¿Y quién eres tú para presentarte en mi casa de este modo? —¡Soy una mujer extremadamente enfadada! —Estás lejos de ser una mujer —resoplé, alejándome de la puerta que había cerrado hacía poco menos de dos minutos—. Y estás demostrando, aunque era algo que ya sabía, que no eres más que una niña consentida a la que la jugada le ha salido medianamente bien y todavía sigue sin estar contenta. —Mi padre ha cometido un error pero puede rectificar. —¿A qué precio? —¿Cómo que a qué precio? —Sí, chica lista, ¿a qué precio va a rectificar? ¿Haciéndole daño a Elsa, fingiendo no sentir nada y arremetiendo contra ella? —Mi padre es un buen hombre. —Tu padre es un capullo —bufé, cruzándome de brazos y mirándole, expectativo—. Un capullo integral, de hecho. —¡Está intentando hacer bien las cosas! —Pero, ¿tú de verdad eres así de ingenua o te lo haces? Porque, mira, puedo entender que seas una mimada, consentida, niña de papá, lo que coño seas, pero no logro entender que, siendo todo eso, no pienses un poco en la felicidad de tu padre. Una felicidad en la que te has entrometido, sin que nadie te lo pidiese, poniendo en duda las acciones desinteresadas de dos personas adultas que se han pillado el uno por el otro como muchos otros individuos en este jodido planeta —terminé por mascullar, recogiendo una camiseta del suelo y dirigiéndome hasta la puerta de mi dormitorio,

abrirla y lanzar la prenda sobre la cama, girándome, después, nuevamente hacia ella—. No sé, ilumíname y explícame por qué diablos no dejas que tu padre, después del divorcio, que, por cierto, no implica que deba convertirse en monje y no volver a tener una maldita relación, siga con su vida, acostándose con quien quiera y queriendo a quien le dé la santa gana. El histerismo de la alemana cesó momentáneamente y sus almendrados ojos verdes me escrutaron como si intentase fulminarme con la mirada y, al mismo tiempo, buscarle un segundo sentido a mis palabras. —¿Ni siquiera vas a responderme con un insulto? —Creo que eres un subnormal —susurró. —Me han llamado cosas peores aunque admito que lo de mamarracho me ha herido un poco. —¿Siempre eres tan sarcástico? —Sí, es casi igual de frecuente que mi encanto. —Permíteme dudarlo —dejó el bolso sobre el sofá y, tras mirar a su alrededor, calmó su respiración para empezar a hablar como una persona normal (algo que agradecí)—. ¿Tú ves normal que Elsa se acueste con alguien que podría ser…? —Esbozó una mueca de asco—. ¡Es mi padre y ella era mi mejor amiga! Era una niña cuando venía a mi casa y mi padre… Por Dios santo, ¡mi padre la ha visto crecer! ¿Le reprendes porque se deshace de ella…? ¿Me reprendes porque, según tú, no pienso en la felicidad de mi padre? ¡Es justo lo contrario! ¡Pienso en ello más de lo que crees y es por eso que debe olvidarse de ella, alejarse y proseguir con una vida acorde a su edad! No entiendo cómo puedes pensar al contrario. —Entiende esto, chica lista —espeté, dando un brusco paso hacia ella—. Son dos personas adultas y tú eres una cría consentida y mimada que es incapaz de permitir que su padre avance en la vida sentimental que no termina, por mucho que así lo creas, tras un jodido divorcio. ¿Sabes cuándo termina? Cuando tus días se han agotado y todo se detiene para, en la memoria de unos, perdurar como un simple recuerdo. Volvió a quedar callada, observándome con unos ojos que, por momentos, resaltaban una felina mirada. —Debí imaginar que un esperpento como tú tendría una visión tan poco… Acababa de darme cuenta que era más hermosa de lo que recordaba haber visto en el aeropuerto. Era cierto que en aquel momento, en el loft, no había ni rastro de aquellas expresiones de arpía enrabietada consigo misma, pero, por algún motivo, destacaba su angelical rostro de ojos fieros. —…lógica y menos ordinaria —finalizó. Enarqué suavemente una ceja y desvié los ojos a sus labios. Su boca era algo más amplia que la de Elsa, pero ambas iban bien servidas de grosor. —Soy un esperpento, ¿recuerdas? —Entre muchas otras cosas. —Y tú eres toda una caja de sorpresas. —Lástima que no pueda decir lo mismo de ti. —… con respuesta para todo —me reí pese a que la situación careciese de humor. Empujé la puerta de mi dormitorio para entrar y tomar una botellita de agua que quedaba sobre la mesilla de noche. Sin vergüenza alguna, siguió mis pasos para añadir: —No sé con quién estoy más enfadada. Puede que sea Elsa, puede que sea mi padre o puede que incluso sea yo misma, pero, te lo juro, mi cabreo es monumental —admitió, alzando delicadamente sus ojos hacia el techo y empezar a analizar mi pequeña habitación. —Sí, tu veneno me ha incluso salpicado.

—Sigo creyendo que tú no deberías haberte entrometido. —Le dijo la sartén al cazo. —¡Es mi padre! —Y ella es mi mejor amiga. —Tiene una edad y, después de todo lo que ha vivido con mi madre, esto es lo último que necesita. —Y dices eso porque tienes una experiencia de la hostia y sabes perfectamente cómo lo ha vivido tu padre, ¿verdad? A veces olvido que las mujeres guapas venís con dones de esos. Aguanté la respiración y fingí no haber dicho nada extraño. Es más, si me mostraba natural, quedaría como algo natural, por lo que me mantuve a la espera de una respuesta. —No, pero sé cómo he vivido yo el divorcio —murmuró, como respuesta—. Sé cuánto ha sufrido mi madre por él y sé que él, en cierto modo, también lo ha pasado fatal. Y en parte es por eso que no quiero que se refugie en algo como que sea un… viejo verde —acarició la cómoda que quedaba a un lado de la habitación y suspiró, con pesar—. Claro que quiero que rehaga su vida pero quiero que lo haga con alguien de su edad, quiero que sea feliz. —¿Y qué te…? —¿Qué me hace pensar que no lo es? —Negó con la cabeza, volviendo a suspirar—. Sé que ahora lo es pero, ¿crees que algo como lo de ellos puede durar? —Nunca vi a Elsa de este modo. —¿De qué modo? —Enamorada —contesté. —Eso es una tontería, ¿cómo va a estar enamorada de mi padre? —No lo sé. Lo que yo me pregunto es cómo puedes pensar que iba detrás de tu padre por el dinero. —¿Y qué iba a pensar, que estaba enamorada? ¡Por favor! —No puedo creerme que hayáis sido amigas. —Y yo no puedo creerme que a ella le vaya ese rollo de acostarse con los padres de sus amigos. ¿No piensas que igual también se lo monta con el tuyo? Mi cuerpo notó la sacudida que me puso en alerta y, antes de dejarme llevar por el demonio que mantenía dentro, me mordí la lengua. —Voy a pedirte que te calmes. —¡No quiero! Pretendía encontrarme con ella, decirle a la cara todo lo que en el aeropuerto no pude decirle. —¿Ah, sí? ¿Y qué sería eso, si puede saberse? —No es asunto tuyo. —Sí, sí lo es —le respondí, cruzado de brazos. —¿Quieres saberlo? Bien —masculló, apoyada contra mi cómoda—. Le diría que me parece una fresca, una inconsciente y una aprovechada. Sé que mi padre le ofreció trabajo y, bueno, a juzgar por algunos rumores, es posible que ella se haya aprovechado, ¿no? ¿No es lo que hacen las cazafortunas? Le diría que, por mucho que su mejor amiguito le defienda, otro que tiene tela después del historial que le sigue, su condición es evidente. —Una palabra más y te saco de aquí. —Me iré cuando quiera. —No, guapa —enarqué una ceja, sin perder la cabreada sonrisa de mi boca—. Si hace falta, te doy la patada en ese trasero respingón que tienes.

—No eres capaz. —¿Quieres probarme, gatita? Pude ver que se lo pensaba dos veces. O quizá se preguntaba por qué narices había usado el término “gatita” para dirigirme a ella. Fuese como fuese, esperaba que no me lo preguntase puesto que no tenía la respuesta. —Si cree que mi padre va a terminar entregándose a sus encantos… ¡Ja! No estoy dispuesta a consentir que ninguna niñata venga a jugar con mi padre y arruinarle la reputación. —A ti te lo han dado todo mascado, ¿verdad? —Bufé con la cabeza, con una sátira sonrisa en mis labios—. Estás muy acostumbrada a salirte con la tuya y, mira, puede que eso lo consigas con tu padre, pero a mí no vas a convencerme de nada, guapa. Así que, si yo fuera tú, bajaría esos humos y dejaría de intentar marear la perdiz. Es penoso que intentes justificar tu ataque de niña pequeña consentida. Eres retorcida y, sabes, creo que incluso mala persona. Debes ser la típica tía que ha tenido a todos los tíos babeando por sus huesos y se ha encontrado, a cada momento, sola, sucia y vacía. Puede que engañes a todo el mundo con esa cara angelical, pero, princesa, a mí, especialmente a mí, me produces animadversión. En otras palabras, desde la boca de un esperpento, me das asco — me quedé a gusto y, aun así, le dediqué una amable sonrisa, sentado sobre mi cama—. ¿Algo más? Cuando quise darme cuenta, mis palabras parecían haber provocado en ella un efecto bien contrario al que pretendía causar. Percibí cómo sus ojos se entrecerraban, rasgándose todavía más y visualicé cómo atrapaba su labio inferior con los dientes para mantener el tipo. —Oye… No me gustaba hacer llorar a nadie y, donde fuese que estuviese, mi padre no debía sentirse orgulloso de mí. —Escucha… —Siento haberme presentado sin más. —Espera. Conseguí levantarme, de pronto, lo suficientemente rápido como para sujetar su brazo y detenerla. Ella no opuso resistencia salvo por el modo en que evitaba el contacto visual conmigo. —No puedo decirte que lamente lo que te he dicho —susurré—. Pienso todas y cada una de las cosas que han salido por mi boca pero admito que podría haberlas expuesto de otro modo. —Me produces muchísimo asco… —Bien, bien, eso es bueno —le dije, intentando provocar en ella una sonrisa—. Significa que es recíproco. —Les odio, ¿sabes? Desvió sus ojos hasta mí y los aprecié llenos de humedad. —Les odio muchísimo —dijo, derrumbándose.

Capítulo treintaicuatro Norman Levitch El verde de sus ojos se aclaró por la cantidad de lágrimas que intentaban, desesperadamente, brotar de entre sus largas pestañas pero ella, lejos de querer mostrarse más débil, avergonzada por la discusión que había mantenido conmigo, aunque sin querer bajarse del burro, aguantó para no seguir lloriqueando frente a un tipo que apenas conocía. Se había deshecho de su abrigo y parecía tener frío bajo las capas de ropa que llevaba. Estuve tentado a abrazarla pero, en lugar de eso, le di su espacio y me mantuve en silencio. —Supongo que tenía la esperanza de que mis padres volvieran a estar juntos —farfulló, limpiándose el rastro que la humedad había dejado en sus mejillas—. No lo sé, ¿vale? Puede que sea tan mala persona como dices, puede que sí, que me lo hayan dado todo mascado, pero, ¿qué esperas de mí? ¿Esperas que aplauda lo que hace mi padre, que lo anime a seguir haciéndolo? Echo de menos mi familia, ¿sabes qué es eso? En cierto modo, sí, lo sabía. —Mi padre ha pasado página tan fácilmente que me es inevitable odiar su conducta. Sé que mi madre ha sido siempre muy dura con él y el trabajo que le apasiona pero, ¿de verdad es tan sencillo rehacer tu vida? —Pasó el dorso de su mano por la punta de su nariz y sorbió fuertemente—. Y Elsa… Por favor, ¿qué es lo que le ha llevado a tener nada con él? ¿Qué es lo que ha visto en él? Sabiendo que es mi padre, sabiendo que se está divorciando, ¿cómo puede siquiera pensar en…? — Sintió un escalofrío o lo fingió, no pude decirlo con seguridad—. ¿Cómo no voy a odiar su conducta si es el motivo por el que, seguramente, mis padres jamás vuelvan a…? —Eso no es cierto. Mi voz sonó extraña, como si le faltase fuerza, pero fue suficiente para interrumpirla. —Elsa no es el motivo por el que tus padres no vayan a estar juntos de nuevo, Iris. Ladeó su rostro para mirarme, con los pómulos enrojecidos de estar llorando. —No sé por qué se separaron tus padres, no tengo ni idea, pero sé que Elsa no tiene nada que ver y, créeme, si por ella fuese, estoy seguro que hubiese preferido no enamorarse de tu padre. —¿Por qué lo dudo? —No lo sé —le respondí. —Sólo quería estar con mi padre, pasar tiempo con él a su vuelta de Nueva York, pero dos días antes recibí un mensaje de un amigo que trabaja de azafato de eventos en la misma ciudad y... Al principio creí que no era más que, no sé, un simple baile entre ellos. ¿Por qué habría nada más? —Se pasó la mano por la cabeza—. Pero sí había más. Imágenes en una actitud poco profesional y altamente cariñosa… —Puedo comprender que el enterarte así no te haya sentado bien, pero no puedo pensar del mismo modo que tú. —¿Por qué? ¿Es descabellado ver las cosas del mismo modo que yo? —No, es posible que no, pero, ¿no has oído nunca lo de “vive y deja vivir”? —¿Vas a utilizar frases hechas llenas de una filosofía que en la teoría queda estupendamente y en la práctica casi ni sirve de nada? —Si en la práctica no sirve de nada es porque, entonces, no tienes bien aprendida la teoría — repliqué, sentándome en el suelo con la espalda pegada a la cama.

Iris siguió de pie, con los brazos alrededor de su cuerpo como si estuviese dándose a sí misma un abrazo. —Sé que es una locura y sé que estás muy enfadada ahora mismo, pero, ¿te has parado a pensar en tu padre? Ella me miró desde su postura y yo alcé el rostro para ello. —Está hiriendo a Elsa en contra de su voluntad. Puede que a él ya le pese, de por sí, la diferencia de edad que les separa, pero si encima su hija aparece y monta tal escándalo, incidiendo en lo que puede parecer una locura de cara a la galería, es para hundirse. —Discutí con él como nunca antes había discutido —admitió, con una nueva oleada de lágrimas —. Le dije cosas horrorosas pero son cosas que pienso, son cosas que siento. —Seguro que no se lo tomó en serio, tranquila. —Le dije que no era ningún jovencito, que no podía ir haciendo ese tipo de cosas y mucho menos con las amigas de su hija. Le recordé lo que podía ocurrir si el mundo al que pertenece se enterara de su aventura, le recordé cómo de mal lo había estado pasando mi madre con todo el encanto que derrocha de forma tan natural y le culpé de ello incluso sabiendo que él no hace las cosas con maldad, que no es como lo quería pintar en ese momento. Dios, le dije cosas feísimas… —Empezó a pasarse las manos por las mejillas, completamente hundida—. Le pregunté que qué era lo que esperaba de una vida con Elsa, que eso era un disparate, que ella querría tener hijos y que no los querría tener con alguien que podría ser el abuelo. Incluso llegué a decirle que… —¿…que…? —No, tienes razón, soy… —¿Qué llegaste a decirle? —Llegué a decirle que Elsa dejaría de quererle, tarde o temprano, del mismo modo en que mi madre lo había hecho —dijo, rompiendo nuevamente a llorar. Estaba tan destrozada que no podía creerme que fuese la misma chica con la que, minutos antes, había estado discutiendo. Y entendía el peso de sus palabras. Por el modo en el que las recordaba, sabía que iba a llevarlas como una enorme cruz sobre los hombros. —Le dije que me lo debía —farfulló, con dificultad—. Le dije que me lo debía por todo lo que había sufrido con él y mi madre. —Ven aquí. Volvió a pasarse el dorso de la mano por la nariz y me miró, frunciendo delicadamente el entrecejo. Se mostró recelosa y lo comprendí, pero eso no evitó que insistiera. —Ven —repetí, tendiéndole mi mano. Dio los dos pasos que la separaban de mí y agarró mi mano, sin entender. Tiré de ella suavemente, en un delicado gesto, invitándola a sentarse a un lado de mi cuerpo para poder abrazarla. —¿Qué haces? —Te vendrá bien. Poco convencida, se sentó a mi lado derecho y tuve que apoyar mis manos alrededor de su cuerpo para ladearla y recostarla delicadamente sobre mí. —Esto es raro —murmuró. —Luego me lo agradecerás. Vislumbré una fugaz sonrisa sobre sus labios. Pasé el brazo izquierdo por encima de sus hombros y estreché su cuerpo hacia mi pecho, notando cómo su cabeza se colocaba delicadamente sobre la zona. Escuché cómo respiraba profundamente y, una vez más, rompía a llorar unos segundos. Aquello me hizo colocar mi mano derecha por detrás de

su oreja, aferrando, de ese modo, su cabeza contra mi pectoral izquierdo. Me sorprendió elevando su mano izquierda para agarrar parte de la prenda de ropa que cubría mi hombro. —Es posible que me haya precipitado y te haya llamado mala persona antes de tiempo —le dije. —¿Después de lo que te acabo de contar? —Bueno, supongo que una mala persona no mostraría remordimientos, ni lloraría sintiéndose arrepentida y avergonzada. —Va más allá de eso… Seguí abrazándola con fuerza y aspiré la extraña esencia a flores que desprendía. Aprecié que relajaba la expresión de su rostro, desapareciendo las arrugas de entre sus cejas y cesando las numerosas lágrimas que, hasta hacía poco, no habían hecho más que brotar sin parar. Prosiguió aferrada a mi prenda superior, con la cabeza apoyada sobre mi pecho y una respiración que, cada vez más, parecía tranquilizarse. A mi turno, incliné el rostro hasta apoyar parte de mi mejilla izquierda contra su frente, cerrando los ojos y permaneciendo tranquilo. Estuvimos unos minutos en aquella postura, en silencio, respirando profundamente y, por extraño que me resultase, disfrutando de la compañía del otro después de habernos estado llamando de todo. Quería romper con el abrazo, deshacerme del contacto y, como siempre, habitual en mí, restarle importancia y seguir con mi día, pues tenía cosas que hacer como, por ejemplo, preparar la cena. Sin embargo, me veía incapaz de apartar los brazos de su cuerpo y distanciar mi cara de la suya. Era como si en ese momento, por alguna cosa, sintiese la necesidad de tener un contacto físico de esa categoría con otra persona que no fuese Elsa o, evidentemente, Betta. Quería seguir abrazado a una persona que sabía que me odiaba, que pensaba cosas horribles sobre mí, del mismo modo en que yo lo hacía sobre ella, sólo para romper con una costumbre que debía empezar a dejar de ser hábito. Pues, las cosas claras —y el chocolate bien espeso—, tenía que dejar de tratar a Elsa como si fuese algo más que mi mejor amiga. —¿Puedo preguntar qué es lo que contestó tu padre? Iris abrió los ojos lentamente, como si se hubiese quedado levemente traspuesta contra mi pecho, alzando delicadamente su rostro hacia el mío. —¿A qué? —A todo lo que le dijiste. —No habló mucho —contestó, con pesadumbre—. Al principio intentaba hacerme entender que él no había pretendido nada de lo sucedido, que todo había ocurrido de forma abrupta y que él no tuvo siquiera tiempo de planteárselo. Dijo que no sabía qué era lo que había visto en Elsa porque para él también era un problema la diferencia de edad, que era algo que le concomía constantemente, pero que cuando estaba con ella… lo ignoraba porque ni se acordaba de ello —cerró los ojos, por un instante y cuando los volvió a abrir, sentí un “algo” en mis tripas. Tenía un maravilloso color verde —. Empecé a gritarle que era una locura, que ella podía ser su hija, que cómo no pensaba en el padre de Elsa, en todo eso, que cómo no era consecuente… Respondió que sabía que había sido un error pero que no se arrepentía. Puede que, sin embargo, ahora sí se arrepienta. Después de todo lo que le dije… —Creo que quiere bastante a Elsa como para arrepentirse. —Tú mismo has dicho que le ha hecho daño, arremetiendo contra ella. —Supongo que te hizo caso. —Supe cómo hacer que me hiciese caso. —Ya veo…

—Tengo ese don —masculló, poniendo los ojos en blanco—. Un don que es más un defecto que otra cosa. Sé cómo mover los hilos para hacerte replantearte hasta tu propia existencia. —¿Estás admitiendo ser manipuladora? —Un poco —asintió—. Sabía qué era lo que iba a herirle y, en pleno cabreo, fui a por ello… No me lo pensé dos veces. Lo usé para hundirle porque creía que, a la larga, todo iría mejor. —Elsa está fatal… Se distanció un poco de mí y sentí que ese era el momento de romper con aquel extraño y hasta perturbador contacto. —Te importa mucho ella. —Es mi mejor amiga. —Es más que eso… —No puede ser más que eso —murmuré—. Es todo lo que tiene que ser y soy todo lo que tengo que ser. —Tú no puedes querer que estén juntos… —No, no quiero —le respondí, con sinceridad—, pero no se trata de lo que yo quiera o deje de querer. Las cosas no siempre son en base a lo que queremos o dejamos de querer. A veces dejamos lo que queremos por lo que quieren los demás. Sonreí espontáneamente. —Vive y deja vivir —le recordé—. Sé qué es lo que quiere Elsa e intuyo qué es lo que quiere tu padre. —Es una locura… —Y si lo es, ¿por qué no les permites descarrilarse un poco? —Ah, ¿no te ha parecido suficiente? Volví a notar su tono y, esta vez, me lo tomé más seriamente. —¿Quién va a establecer cuándo es suficiente, tú? —No van a durar. —Eso no lo sabemos. —Yo no quiero que duren, Norman —espetó, con énfasis. —¿Qué he dicho sobre que las cosas no dependen de cómo tú las quieras? —Es mi padre. —Y seguirá siéndolo, se acueste con cualquiera o se acueste con Elsa. —¿Sabes lo que me produce pensar en que ella pueda convertirse en mi madrastra? —¿Sabes lo horrible que vas a sentirte durante toda la vida si interfieres en la felicidad de tu padre cuando él, por seguro, daría lo que fuese por la tuya? Mi argumento pareció suficientemente razonable como para que, por primera vez, ella no presentase réplica alguna. —Siento haberte llamado esperpento. —Ha sido extraño e inusual —le admití, viendo cómo se levantaba y, por ende, haciendo yo lo mismo—. No me lo habían llamado nunca antes. Lo de mamarracho tampoco, todo sea dicho. —Y lo de sabandija… —Tranquila. —Y lo de pobre desgraciado ha sido… —Espera, eso no me lo has llamado —dije, interrumpiéndola. —¿Ah, no? —No…

—Pues lo había pensado con fuerza —comentó, sin más, encogiéndose suavemente de hombros —. Mejor que no lo haya dicho. Era muy feo por mi parte. Pierdo los nervios cuando me pongo histérica. —Y los modales. —Me ocurre a menudo con gente como tú. —¿Como yo? —Expuse mi mejor mueca—. Muñeca, no hay nadie como yo. —Sí, hay demasiada gente como tú. —Así que, ¿no soy especial? —Espero no haberte roto el corazón. —Más quisieras tú, gatita. Los dos quedamos callados con la misma sonrisa de soberbios sinvergüenzas hasta que caímos en la cuenta, casi a la vez, del silencio que se había formado en mi dormitorio. —¡Bueno…! —Esto… Hablamos a la vez y me di la vuelta, hacia la puerta, anunciando: —Te acompaño a la salida. Se encaminó detrás de mí y esperé para abrir la puerta. Hacía frío y lo último que me apetecía era dejar que se colase el invierno por la apertura. Se abrigó y recogió su bolso del sofá para acabar junto a mí y la puerta. —Hubiese preferido que no me vieses así. —¿Así? —Inquirí. —Lloriqueando. —No tienes por qué preocuparte. —Me gustaría que quedase entre nosotros. —Por supuesto. —Así como el abrazo —bisbiseó. —Sí, claro. —Ha sido raro. —Era un simple abrazo. Abrazo a gente constantemente, porque, aunque lo hayas puesto en duda, soy un encanto y un oso amoroso, pese a que me falte gordura para ello. —¿Abrazas a todas así? —¿Qué creías, que te habías convertido en especial, con pase VIP, porque me habías llamado sabandija con tanta elegancia? Me eché a reír, burlándome de ella mientras le dedicaba un espontáneo guiño. Ella, sin tomárselo a mal, tendió su mano hacia mí y esperó que la estrechara. Dejé que mi mano se uniese a la suya y sentí que una barra bloqueaba mi respiración desde la zona abdominal. Estrechó con delicadeza y yo aproveché para dar un suave y rápido apretón por mi parte, combatiendo mi extraña sensación. —Sabes, no creí que fueses a estar tan buena. Sus cejas de elevaron y contemplé, nuevamente, el intenso verde de sus ojos. —¿Qué? —No es importante. No sé mantener la boca callada, no me lo tengas en cuenta. Ese es mi defecto. —¿Sufres brotes de honestidad? —Joder, no lo sabes tú bien. —Suerte que yo tengo un filtro que me impide sufrir tales brotes… Tiró de la puerta sin que yo lo hiciera, pasando por mi lado e inclinó la cabeza hacia un lado de la

mía, aproximando su rostro a una de mis orejas. —Sabes…, tú tampoco estás mal… Besó la línea de mi mandíbula inferior y, apartándose con una gloriosa sonrisa en los labios, me dejó ahí con cara de gilipollas, como nunca antes me habían dejado. Estuve tentado a impedirle marcharse, bastante seguro de mis posibilidades, con la intención de arrastrar su cuerpo hasta mi cama y echarle un buen polvo, que seguro que, por cómo era, salvo por la última conversación en la que se mostraba derrumbada, le hacía falta. Me apetecía, muchísimo, follármela de distintas formas, pero la imagen que más se repetía en mi cabeza era de pie, contra el armario empotrado de mi dormitorio. Podía incluso imaginar cómo de escandalosos serían sus gimoteos y el simple hecho de pensar en ello me excitaba, empezando a ponérmela dura. La niña mimada, consentida, pija y con lengua de arpía me la estaba poniendo dura con cuatro tonterías. Definitivamente sí, estaba enfermo.

Capítulo treintaicinco Nunca antes, en mi vida, había bebido una mimosa a las cinco y media de la tarde. Tampoco era una costumbre que estuviese a punto de adoptar en mi cotidianidad pero admitía que la mezcla de champagne y zumo de naranja era de mi agrado. Tras encontrarme sola, durante un corto periodo de tiempo, tomé otra copa de la cocina y observé cómo Ronnie se escandalizaba, entre risas, por el extraño piercing de la nueva, localizado a pocos centímetros de su vulva. Sonreí y me llevé la copa a los labios. Estaba satisfecha de haber decidido pasarme por ahí, convencida de que aquello me aliviaría y me recordaría la necesidad de verme rodeada de personas que podían, en cierta medida, hacerse un hueco en mi vida. Porque no todo debía reducirse a Norman, al cantante de Metallica y a mis recuerdos en Nueva York, claro. Sin embargo, bebí lo que quedaba en mi copa de un trago y me moví sigilosamente entre los invitados para recoger mis cosas con la intención de marcharme. Lukas acababa de cruzar el umbral de la puerta con Hilda, alias miss rímel, quien mostraba elegancia incluso metida en unos tejanos rotos y una camiseta de cuello vuelto blanco. Los dos se dirigieron hasta Ronnie para saludarle y, automáticamente, tras la réplica de mi amigo de contabilidad y presupuesto, dirigieron sus rostros hacia mí, provocándome un ligero sobresalto, mayormente producido en el interior de mi sistema digestivo. Tomé la chaqueta y me la puse, disculpándome por interrumpir unas conversaciones al tener que pasar entre distintas personas. Mi pretensión había sido despedirme de Ronnie, ponerle cualquier estúpida excusa que estuviese sujeta a cómo de pesadas parecían mis ojeras, pero, a pocos metros de él, Hilda me interceptó. —¡Hola! Alcé un poco la cara pues Hilda, de por sí, era una mujer alta. —Hola —respondí. —Imagino que sabrás que, ahora, con todo los cambios que van a suceder en la empresa, vamos a trabajar juntas, ¿no? —Pues no, no lo sabía. —Con todo lo de Lukas, me han ascendido —anunció, sin poder ocultar su felicidad—. Te admito que estoy muy nerviosa pero orgullosa de poder contar contigo en mi equipo. Él me ha hablado maravillas de ti —me dedicó una enternecida sonrisa—. Eres como una hija para él. Sonreí de forma automática y asentí con la cabeza. —Sí, me tiene mucho aprecio —musité. —Estoy impaciente por empezar el lunes. —Ya, normal. —Sólo quería presentarme como es debido —añadió, tendiéndome la mano—. Soy Hilda, aunque ya lo sepas. —Elsa —correspondí, estrechando su mano. —Es un nombre precioso. —Gracias. Hilda sonrió y asintió con la cabeza. —Bueno, pues, ¡disfruta de la merienda! —Gracias, igualmente. Sabía que mi rostro había cambiado completamente tras la desaparición de su esbelto cuerpo de

mi campo de visión pero, aun así, busqué a Ronnie con la mirada para poder despedirme. Al no encontrarle, después de casi diez minutos buscándolo, decidí salir a la calle para poder respirar antes de marcharme a casa. Apoyé mi espalda contra la fría pared del inmueble, con las manos ocultas en el interior de los bolsillos de la chaqueta, para cerrar los ojos y tomar una serie de respiraciones que imposibilitara las ganas de echarme a llorar como una niña. Porque eso era lo que, desde hacía días, hacía constantemente. Lloriquear, quejarme y preguntar por qué a mí, por qué con él y por qué con esa magnitud. Y por mucho que mi madre me recordara que la intensidad emocional tenía su parte negativa pero también su parte positiva, lo único a lo que me veía enfrentada era a un estúpido dolor que conseguiría, con el paso del tiempo, convertirme en una desconfiada. Pues si antes no me enamoraba porque nunca había llegado al punto necesario, ahora me obcecaría con no caer, tontamente, ante tal frágil sentimiento. Mis debilidades eran mías. Solamente mías. —¿Estás bien? Abrí los ojos y alcé el rostro hacia la voz hasta descubrir a Lukas sentado sobre la acera con un cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda, con el cuerpo ligeramente ladeado hacia mi posición. Despegué la espalda de la pared y me limité a comenzar a caminar para alejarme. —Elsa, espera —masculló, moviéndose hasta colocarse ante mí y detener mis pasos. Expulsó el humo por sus labios y reflexionó si tocarme con su mano libre de cigarrillo. —Dame una oportunidad —pidió. —¿Para qué? —Para explicar mi comportamiento. —No tienes por qué justificarte, Lukas. —Necesito hacerlo. —Quedó suficientemente claro… —Mentí —tiró el cigarrillo al suelo y volvió a tener la intención de tomar mis manos—. Lo sabes. Sabes que no pienso ni la mitad de lo que dije antes de que Norman nos interrumpiese. —Peor me lo pones… —No. —Sí, porque entonces significa que, sabiendo lo que me dolería, sabiendo que me dañaría, decidiste hacerlo. Tomaste la decisión de infringirme un daño innecesario. —No tenía alternativa. —Eso sí es mentira —mascullé, dándome la vuelta para tomar el camino contrario. —Elsa, por favor. Detuvo mis pasos, una vez más, pero, en esta ocasión, tomándome del brazo hasta colocarse, nuevamente, frente a mí. —Tomamos decisiones, Lukas, constantemente. Lo que hiciste fue sopesar qué te pesaba más y, en base a eso, tomaste una decisión al respecto. —Elsa, me voy mañana a Nueva York. —¿Qué? —Todo ha ido más rápido de lo esperado y ya están listos para mi llegada —me comunicó—. Llegaré con tiempo para conocer al equipo, descubrir mi apartamento y poco más. El lunes empezaremos con la renovación. —Entonces, buen viaje, señor Schäfer. Me di la vuelta, otra vez, en dirección contraria a él para que no fuese testigo de cómo me había

afectado la noticia de su real e inminente partida. —Te echo de menos. Apreté los ojos y, tonta de mí, paré mis pies. —Te echo muchísimo de menos —volvió a decir, terminando por colocarse a mi espalda, con las manos colocadas sobre mis cubiertos hombros—. No hay un solo momento del día en el que no piense en ti, en el que no recuerde lo mucho que me gustas, en el que no rememore, como te dije, lo que vivimos —noté su frente apoyarse contra mi cabeza y, al hablar, sentí su aliento en mi nuca—. Iris tiene razón en varias cosas pese a que su forma de decirlas no sean las correctas. Me gustaría quitarle la razón, reprenderla por pensar del modo en que lo hace, pero estaría siendo totalmente hipócrita conmigo mismo. Por no decir que estaría siendo francamente egoísta contigo, Elsa. Pero no mentí cuando dije que te quería, no mentí cuando dije que sentía lo que siento por ti, ni tampoco lo hice cuando te prometí que quería seguir disfrutando de ti hasta no poder más… Créeme que si no me pesara, si no hubiese la diferencia que hay, si no pensase en lo doloroso que puede ser en un futuro, tanto para ti como para mí, si no creyese que fracasaremos en el intento, no haría todo esto, no me despediría de ti pese a marcharme a Nueva York. Aguantaba la respiración hasta necesitar tomar oxígeno. De ese modo, evitaba echarme a llorar desesperadamente en sus brazos. —Si sólo pudieses saber cuánto me duele a mí… Escuché su lamento y noté cómo sus brazos terminaban por envolver mi cuerpo, colocados contra mi abdomen. —Si supieses cuánto estoy sufriendo, no me odiarías tanto. Apoyé mis manos contra las suyas y eché la cabeza hacia atrás, débil y con unos pensamientos demasiado negativos para lo que estaba sucediendo entre nosotros en aquel momento. Era tal el dolor de la separación que un acercamiento hería todavía más. —Natalie —susurré. Lukas no rompió el contacto, permaneciendo con sus brazos alrededor de mi cuerpo y su rostro pegado a una de mis sienes, abrazándome fuertemente, casi sin creérselo del todo. —¿Hm? —Ese es el nombre que le pondría a mi hija. Sabía que había contestado a su pregunta muchísimo más tarde, días después, pero no podía evitar que, en ese instante, gran parte de la conversación mantenida en su piso resurgiese en mi cabeza. —Es un nombre bonito. —Me encantó Natalie Wood en La carrera del siglo. —Era una mujer muy bonita. —Sí, lo era —siseé. Deshice la presión de sus brazos sobre mi vientre, dándome la vuelta para encararle y apreciar las arrugas que empeoraban con el cansancio y el sufrimiento que admitía estar viviendo. Algunas marcas de expresión a ambos lados de sus comisuras, otras sobre su frente cuando elevaba levemente los ojos y fruncía el entrecejo. Las marcadas bolsas de sus ojos provocaban la misma imagen que mis entristecidas ojeras. Seguía resultándome atractivo y cautivador a partes iguales. Proseguía provocándome aquel nerviosismo que, una vez domado, producía una extendida emoción. Conseguía, con su simple presencia, distraerme de la angustia y la intranquilidad, proporcionándome un lugar especial, único en el mundo, lleno de paz y seguridad. Un espacio mucho mejor que el que conseguía bajo las sábanas del fuerte creado en mi dormitorio siendo una cría. Una zona en la que refugiarme y

recargar mi energía. Un lugar que únicamente existía entre sus brazos. —¿Es un adiós? Apretó los labios, con una destructiva y entristecida seriedad, antes de asentir con la cabeza delicadamente, frunciendo la boca y mostrando su poca capacidad de resistencia para el desconsuelo que le envolvía al recordar nuestras circunstancias. —Ojalá no lo fuera, mein Schatz… —No puedo decirte adiós… —Pues digámonos hasta luego. —No, no puedo, tú también eres mein Schotz. Sonrió, riéndose, llevando una mano a mi mejilla para acariciarla con su dedo pulgar. —Schatz —me corrigió. —Lo que sea… —Y lo sé. Sé que lo soy pero también sé que deberías dejar espacio a que lo fuese otra persona. Es lo más indicado. —No me pidas estar sin ti cuando tú ni siquiera has averiguado el modo de estar sin mí. —Eres el error más bonito que he cometido aunque no me parezcas ninguna equivocación — susurró, acariciando la línea de mi mandíbula inferior con la yema de sus dedos y pasando la del pulgar por mis labios—. Si en alguna ocasión viajas a Nueva York, por favor, estemos como estemos, tengamos la vida que tengamos, ponte en contacto conmigo. Avísame de que estás ahí y veámonos. Estaba siendo egoísta, deseando pedirle que se quedara conmigo, que no se alejase, que no rompiese con lo nuestro, con lo que me hacía feliz y me proporcionaba una sensación que nunca antes había experimentado y a la que me había vuelto adicta. Necesitaba suplicarle más días como los de Nueva York, más despertares arropada por su fragancia, más noches envuelta en sus brazos escuchando sus más profundas respiraciones y más sonrisas, gestos o miradas que me recordaban por qué había caído rendida a él. —No hay nada que pueda decir, o hacer, ahora lo sé. —Elsa… Impacté contra sus labios con los míos, elevando los brazos hasta rodear su nuca y ejercer una atormentada presión. Nuestros pechos también colisionaron mientras su boca correspondía al contacto de la mía, de pie, en aquella acera poco transitada. A su turno, envolvió mi cuerpo con sus brazos, moviendo sus labios para ir atrapando los míos en aquel prolongado, sensual y precioso beso, estrechándome con desesperada necesidad, como si fuésemos a ser separados de forma inminente por fuerzas ajenas. —Ich liebe dich —susurré, sobre su boca. Noté el movimiento de sus labios en los míos, esbozando una preciada sonrisa, imagen que me llevaría conmigo ese día. —Ich liebe dich —dijo, a su turno, pronunciándolo mil veces mejor que yo—. Du bist die Liebe meines Lebens —añadió, mientras pasaba su dedo pulgar por mis labios, con aquella manía que me derretía. —¿Y eso qué significa? —Puede que un día te lo diga. —¿No vas a traducírmelo? —No, mein Schatz. Mejor que no. Dejó de acariciar mis labios y se separó, con lentitud.

—Dímelo —alargué la mano para coger la solapa de su abrigo negro. —Algún día… —¿Y si ese día no llega nunca? —Llegará —asintió, colocando su mano sobre la mía. —¿Y seguirá teniendo el mismo significado? —Sí… Flaqueó sólo por un momento, elevando los ojos al cielo para evitar acumular la humedad en ellos. Se pasó el dorso de la mano por éstos y bufó fuertemente. —Me voy, Elsa. —Espero que la renovación sea todo un éxito. —Gracias, schön. —¿Puedo acompañarte al aeropuerto mañana? —Elsa… —¿Me dejarías acompañarte al aeropuerto mañana? Lo pensó un momento y, tras apretar la mandíbula, respondió: —Iris me lleva… —Oh, entiendo… —Por eso me despido de ti aquí y ahora. —¿Y esta es la clase de despedida que nos merecemos? —Dista mucho de la que había imaginado, es cierto, pero, ya sabes, las cosas suceden así, sin más —farfulló, sin saber exactamente qué decir—. Se le pasará… Lamento muchísimo su comportamiento en el aeropuerto, cuando volvimos. Nunca pensé que sería capaz de reaccionar de este modo, ni que te agrediría. Bueno, ni a ti ni a nadie —musitó—. Siento que las cosas se desarrollaran de ese modo. —¿Podemos vernos después de cenar? —Pues, contando que ceno con ella sobre las siete y media, si quieres, puedo pasar sobre las nueve. —Estará Norman en casa —negué, mordisqueándome el labio inferior, pensativa. —Aparcar cerca de tu vivienda es una locura. Estaré con el coche. Puedo recogerte e ir a otra parte. —Sí, eso estaría bien. —Perfecto. —Te veo esta noche. Asintió con la cabeza y se despidió con un breve gesto por parte de la misma. Recorrí el camino de vuelta a casa con el sabor de su boca en mis labios, el olor de su esencia en mi rostro y el nerviosismo de saber que esa noche iba a ser la última.

Capítulo treintaiséis Tras observar mi reflejo en el espejo durante unos segundos, opté, finalmente, por un suave jersey blanco que me encantaba, llevando una camiseta de tirantes del mismo color debajo, junto a unos ceñidos tejanos azules y unas deportivas negras de montaña que solían proteger mis pies del frío. La hora se acercaba y necesitaba estar lista para salir cuanto antes del loft y aprovechar el máximo tiempo con él, hiciésemos lo que hiciésemos. —Algunas personas pasan por tu vida para enseñarte unas cosas, para mostrarte cosas que jamás habrías aprendido de no ser por ellas o, de lo contrario, que habrías aprendido de distinto modo — Norman era más sabio de lo que quería aparentar en ocasiones—. Me encantaría decir que creo que estás loca, que es una tontería y un sufrimiento quedar con él para despediros de lo que habéis vivido. Vamos, bajo mi humilde opinión, amiga, es sufrir tontamente. Lo mejor es dejar que suceda, de forma brusca, que ir soltándolo poco a poco… —Se encogió de hombros— pero te entiendo. Desde un prisma distinto al tuyo, entiendo que quieras disfrutar de una persona que, probablemente, jamás vuelva a tu vida. Es algo que deberíamos hacer todos, hoy en día. —Nunca antes me había gustado tanto alguien. —Eso me ofende, perdona que te diga. Le restó importancia a la atmósfera que su discurso había creado, mirándome con desaprobación. —Sabes que tú eres la excepción. —Sí… tanto que querrías que te donase mi semen en lugar de permitirme introducírtelo del modo más placentero y amoroso del mundo. Le sonreí, cogiendo la chaqueta con una mano mientras en la otra reposaba mi móvil, a la espera de una llamada o mensaje por parte de Lukas. —No vayas a olvidarte las llaves —dijo, lanzándomelas. Cogí éstas al vuelo y las guardé en el interior de mi pequeño y cómodo bolso negro. —Elsa. —Dime —murmuré, con los ojos puestos en la pantalla. —Por favor, ten cuidado. —Lo tendré. —Hablo en serio. Ahora no se trata de lo mucho que os podáis dañar sino de lo mucho que os va a doler lo inevitable. —Volveré de una pieza. —Exacto —masculló—. No me hagas ir tras el alemán. —No será necesario. —Bien, bastante tendría con su hija. Me dirigí hasta la puerta del loft, pues Lukas me había informado de que se encontraba mal estacionado fuera, cuando le escuché mencionar a Iris. —¿Eh? —No es nada, es que me cae como una patada en los huevos. —No has conocido su mejor parte. —Ah, ¿las arpías tienen de eso? —Tomó una cómoda postura contra una de las encimeras de la cocina—. Venga, lárgate. Norman no estaba satisfecho con mi decisión y comprendía que intentaba evitarme un mayor sufrimiento. Era, sin embargo, absurdo pretender detenerme cuando no imaginaba mi día a día sin el

señor Schäfer y menos teniendo en cuenta que trabajaba con él, que mantenía una relación con él y que había pasado de estar noche y día a su lado para, de pronto, sentir que me lo arrancaban bastamente. Hubiese querido arrancarme el sentimiento, deshacerme del sentimentalismo que me sofocaba cuando recordaba todo lo que él me hacía sentir sin ser siquiera consciente de ello. No podía explicarlo, no podía comprenderlo y mucho menos podía definirlo, pero, fuese lo que fuese, me ahuecaba un vacío cuando pensaba en lo lejos que estaríamos el uno del otro. Me enfermaba pensar que reharía su vida, que encontraría otra persona con quien despertar por las mañanas, a quien mostrarle Nueva York o a quien decirle lo innecesario y sobrevalorado que está el matrimonio. Ansiaba deshacerme del modo en que me afectaba visualizarle con otra mujer, en un cóctel de bienvenida en su honor, charlando, tomando una copa y bailando, con sus pieles suficientemente cerca como para que existiese una física necesidad entre ellas. Y yo que creía que aquellas cosas no eran posibles, siendo una simple invención por parte de la literatura y Hollywood… —¿Cómo ha ido la cena? Fue lo primero que le dije al tomar asiento en el lado del copiloto, cerrando la puerta del automóvil. —Sorprendentemente bien —respondió—. Hemos estado charlando, se ha comportado y me ha pedido disculpas —comentó, poniendo el coche en marcha para alejarse de mi calle—. Lo cierto es que no era algo que esperaba por parte de ella pero supongo que el hecho de irme mañana le tiene un poco chafada. —La entiendo bien… Frenó suavemente ante un semáforo rojo y aprovechó para inclinarse hacia mí. —Hola, mein Schatz —sonrió, antes de presionar su boca contra la mía. —Hola… Debí sonar patética pero dejó tan buen sabor de boca que no me importó lo más mínimo. Llevaba una sudadera negra con cremallera y capucha. Al cabo de unas milésimas de segundo, se dispuso a conducir en silencio, con la radio sonando de fondo. “So you're leaving in the morning on the early train I could say everything's alright And I could pretend and say goodbye Got your ticket Got your suitcase Got your leaving smile I could say that's the way it goes And I could pretend and you won't know That I was lying Cause I can't stop loving you No I can't stop loving you No I won't stop loving you Why should I?” Me pareció irónico que aquella canción de Phil Collins empezara a sonar pero, decidiendo adoptar una postura propia de Norman, despreocupándome y apreciando todas las cosas y las

casualidades que pudiesen brotar, alargué la mano para aumentar el volumen de la canción, llamando su atención. Dibujó una sonrisa sobre sus labios, negando con la cabeza, hasta llevar sus dedos a mi mano, estrechándola con cariño mientras se concentraba en girar el volante con la otra. —¿Adónde vamos? Aprecié que bajábamos una cuesta, introduciéndonos en un parking subterráneo, en un edificio continuo al de las oficinas de Baumeister. —Necesito parar un momento. —Vale. Detuvo el coche y, apoyando su mano derecha sobre mi asiento, ladeó su cuerpo para, concentrado, aparcar su Volkswagen Tiguan 2.0 de color negro. —Acabo de darme cuenta que soy impaciente. Le miré mientras encendía la luz del techo. —Empiezo a decaer… —añadió, riéndose mientras se deshacía de su cinturón. —Esto de aparcar en un parking subterráneo por amor al arte, es, como mínimo, extraño. —Se debe a mi impaciencia. Necesito darte algo. —¿Darme? Seguí mirándole, expectante, mientras él se incorporaba, elevando el trasero del asiento para meter la mano en su bolsillo y sacar de él una alargada cajetilla de piel negra. —Toma —dijo, tendiéndola hacia mí. —¿Y esto qué es? —Un detalle. Sostuve la cajetilla con mis dedos, sonriendo tontamente antes de abrirla delicadamente y descubrir, en ella, una preciosa pulsera. —Es de oro blanco —habló, inquieto, ayudándome a retirarla de su posición—. De ella penden distintos emblemas de la ciudad —comentó, refiriéndose a Nueva York y mostrándome los diferentes adornos—. Está la Estatua de la Libertad, un pasaporte, un barco por nuestro paseo alrededor de Manhattan, el Empire State Building, el típico taxi amarillo, un ángel que intenta simbolizar la catedral de San Patricio… —Un corazón… —musité, tomando el colgante que seguía al ángel que acababa de mencionar. —Eso ya sabes qué simboliza. —¿Y este especie de bolígrafo? —No había lápices —contestó, casi sin mover los labios—. Es un guiño a lo que nos dedicamos. —Es preciosa… Y lo era, porque era evidente y saltaba a la lista y porque tenía un significado que acababa de recordarme cuán magnífico había sido cruzarme con él y pertenecer a su vida más personal durante aquella pequeña eternidad nuestra. Alargué la mano hacia él para que la colocase alrededor de mi muñeca izquierda y, sin pensármelo demasiado, me deshice del cinturón hasta poder inclinarme hacia él y atrapar sus labios con mi devota boca, la misma que ansiaba colmar toda su piel de besos. —Mil gracias —susurré. —¿Tantas? ¿Por un detalle? —Por absolutamente todo. Por haber aparecido en mi vida en el peor de los momentos. Por hacerme sentir tan viva y, a la vez, tan destinada al olvido, que sucederá cuando me dejes —contesté, en leves bisbiseos—. Por hacerme experimentar algo tan poderosamente bonito y hacerme sentir tan

especial —añadí—. Por darme la oportunidad de disfrutarte y por disfrutarme tú como nunca nadie lo ha hecho. —Mein Schatz… —Y quisiera serlo siempre. —Lo eres y serás. —¿No vas a llamárselo a nadie más? —Te lo prometo —movió su cara hasta topar con la mía y besarme nuevamente, con afición. Disfruté del beso como tantas veces había hecho. Apreciando cómo el movimiento de mis labios se rendía al de los suyos, notando la suave electricidad expandirse por mi cuerpo para ir acumulándose, poco a poco, en distintos puntos. Aproveché el modo en que me llevó a abrir la boca para profundizar, sintiendo cómo su lengua buscaba la mía con notoria necesidad, succionando delicadamente mis labios. De forma automática, rompió el contacto para ladear el rostro hacia el lado contrario y, desde esa nueva posición, proseguir con aquella dulce y sensual veneración a mis morros. Atrapé su labio inferior con mis dientes y alcé el trasero, separándome de mi asiento para aproximarme a él. Coloqué mi rodilla sobre la zona que acababa de abandonar y, en respuesta, él tiró de su asiento para alejarlo del volante y facilitarme la meta. Conseguí colocarme sobre él y, buscando a tientas con la mano, logré recliné el respaldo para que quedase ligeramente recostado sobre su puesto. Lentamente, sentada sobre sus muslos, comprobé que sus manos ascendían por mis piernas hasta llegar a mi trasero, al que se aferró con brío mientras seguía devorando sus labios. —Mhm… Dejé escapar un suspiro al escuchar su jadeo y separé mi boca de la suya, uniendo únicamente nuestras frentes. —Vaya... —susurró. —Sí… Descendí mi mano hasta la unión de nuestros cuerpos y, alzándome brevemente, la coloqué sobre su entrepierna para ejercer una hábil y distinguida presión. Noté cómo el asiento se hundía bajo él debido a su reacción. —¿Lo has pasado mal…? —Sí… —¿No te has tocado pensando en mí…? Su pregunta me encendió un poquito, avivando lo que se estaba terminando de amontonar en mi bajo vientre. —Tenía la regla —murmuré—, no tuve oportunidad. —¿Lo hubieses hecho? —¿Tocarme pensando en ti…? —Sí —respondió, con interés en mi respuesta. —No tengas la menor duda… Acercó su rostro al mío y, con sensual lascivia, exhibió su lengua para acariciar, en un suave movimiento, mis labios. Intenté atraparla con mis dientes pero fue en vano. —Imaginarte masturbándote pensando en mí es algo que me excita una barbaridad. Te visualizo en la cama, con una sábana entremezclada con tus piernas, ligeramente separadas. Puedo ver cómo te estremeces, cómo presionas tus labios para silenciarte, encogiéndote antes de arquear parte de tu espalda —narró aquello manteniéndose firme a las caricias que acababa de empezar a conferir sobre su naciente excitación—. Y cuando me concentro en imaginar lo que sea que estés ideando en tu

cabeza mientras te proporcionas placer, sobre ese delicioso y excitado clítoris, uf… —Elevó su pelvis para presionarla contra mi mano, en un repentino movimiento—. Me gusta pensar que fantaseas con mi cuerpo dominando el tuyo, con mi polla entrando en ti, una y otra vez, arrastrándote al placer que ambos sabemos que conseguimos cuando nos unimos. Deseé que se callara, al menos por un momento en el que toda la excitación recorrió mis piernas y me hizo temblar sobre él. —De pronto me han entrado unas irremediables ganas de masturbarme —le confesé, en un susurro. Deslizó su mano entre mis piernas, colocándola sobre la entrepierna y, con la otra colocada sobre mi zona lumbar, me empujó para poder presionar sobre mi estimulada y todavía oculta vulva. La simple presión consiguió provocar una oleada de placer por mi piel. —Necesito sentirme dentro de ti —anunció, con el rostro oculto contra mi cuello—, una vez más… Aferré mis manos alrededor de su cabeza, apreciando la incipiente barba de unos días arañando la fina piel de mi garganta y suspiré con profundidad. La excitación iba en aumento. —Déjame hacer una llamada… Incliné mi espalda hacia atrás, apoyándome con cuidado sobre el volante, sintiendo el cosquilleo escalar mis piernas, las cuales, debido a la postura, empezaban a resentirse. Sin embargo, sin retirarme, tomó su teléfono móvil y marcó un número de memoria. —Necesito un favor —habló, intentando no sonar demasiado ronco, con aquella respiración ligeramente inestable—. No, no es eso —pronunció, contestando a lo que fuese que el que se encontraba al otro lado le había comentado—. Kenneth, ¿crees que puedes cederme una de tus habitaciones del hotel? —Sus ojos, azules la mayor parte del tiempo pero con poder suficiente como para tornarse verdes según su entorno, ascendieron hasta los míos. Pude atisbar cuánto deseaba que sucediese, cuánto ME deseaba—. ¿Qué? —Su mirada descendió hasta el cambio de marchas, bruscamente—. No. Kenneth, no —calló un momento, escuchando—. Ah, bien, ¿dices que ese es mi precio a pagar? Dulce amistad la nuestra. Fruncí delicadamente el entrecejo cuando vi que apartaba el teléfono móvil de su oreja y lo colocaba entre nosotros, apretando uno de los botones. —¡Elsa, guapa! Escuché la feliz voz de Kenny —quien me recordaba, en cierto modo, a Norman— resonar por el interior del automóvil. Percibí cómo Lukas ponía los ojos en blanco pero ahí seguía. —No sabes cómo me alegra que escojáis mi hotel para seguir con vuestra pequeña aventura — anunció, más feliz que una perdiz—. Puedo ofreceros distintas habitaciones, dependiendo de qué sea lo que estéis buscando. El sexo cuánto más seguro, mejor. Sea la que sea la que escojáis, me aseguraré de dejaros toneladas de preservativos, aunque, entre tú y yo, sabemos que Schäfer puede acabar tremendamente agotado con un simple polvo. Sonreí, vehemente divertida mientras Lukas mantenía el tipo y seguía sosteniendo el teléfono. —Así que, conociendo tus gustos, ya sabes, querida, si te cansas de él, siempre puedes llama… —Kenneth —se quejó Lukas, deprisa. —¿No? ¿No somos tan amigos como para compartir…? —Asegúrate de dejarnos asignada una habitación. —¿Y cómo la queréis, parejita? Rodeé la muñeca de Lukas con mis dedos, tirando de ella para acercar el teléfono a mis labios. —Me basta con que haya una cama —siseé.

—Ah, me encantas, niña, ¿tienes más como tú en tu agenda? —Kenneth, cuelgo —suspiró Lukas. Él quedó con una sonrisilla en los labios y yo me eché a reír. —Es especial —me comunicó. —Estoy acostumbrada a la gente como Kenneth. Ese tipo de comentarios no me asustan lo más mínimo. —Deberían… Alejarme de su cuerpo no fue lo más costoso de la situación. Quedarme sentada en el asiento, a la espera de llegar al hotel que Kenneth dirigía, sí lo fue. Estaba siendo un calvario y podía notar que para él ocurría similar. Se había intentado acomodar sobre la butaca de distintas formas, necesitando, además, tirar de la tela del pantalón para recolocar su miembro. Al llegar a la recepción, sin soltar mi mano, habló: —Tengo una habitación a nombre de Schäfer. —Deje que lo compruebe, señor —le respondió la joven. Dejó su codo apoyado sobre el mostrador y, ladeado, no puedo evitar mostrarme su sonrisa y cómo las arrugas se acogían al expresivo gesto. —Aquí tiene, señor Schäfer —volvió a hablar la joven, tendiéndole la llave—. Disfruten de la estancia. —Gracias. Nos dirigimos al ascensor y, lo que no ocurrió en Nueva York, ocurrió en el conocido hotel de la ciudad. Ambos empezamos a magrearnos como si la excitación no hubiese, siquiera, disminuido. Y si seguía besándome de esa forma… Ay, si seguía besándome de ese modo… Aguardé impaciente tras su espalda mientras se ocupaba de pasar la tarjeta por la ranura electrónica. No tuvo apenas tiempo de impulsar la puerta que mis manos se acomodaron sobre su pecho y empezaron a ejercer fuerza para empujarle al interior de la habitación. El portón se cerró solo a nuestras espaldas y yo seguí empujando su cuerpo hasta toparme con una de las paredes. —¿Te ocurre algo, mein Schatz? Dejó escapar su pregunta con una ladeada y pícara sonrisa. Me ocurría que era posiblemente la última vez que iba a vérmelas con él de ese modo y las partes de mí empezaban a discutir. Mi cabeza estaba en medio de mi corazón, quien votaba firmemente por hacer el amor mientras que mis partes íntimas, mucho más obcecadas en según qué aspectos, insistían en un sucio y duro polvo. Tenía la conciencia hecha un lío pues ambas opciones me gustaban. Le di un nuevo empujón, escuchando su espalda golpear la pared y, sin darle espacio, con mis manos, desabroché sus pantalones y tiré de ellos para liberar la ligera excitación bajo su ropa interior. —No me importa la cama, no me importan las comodidades. Me miró, asombrado, con los labios entreabiertos al tiempo que me deshacía de mi propia ropa. Primero el jersey, seguido de la camiseta de tirantes hasta quedar en sujetador y, automáticamente, después, los pantalones junto a la ropa interior. Mis prendas quedaron a un lado mientras que él permanecía de pie, con la camiseta negra y la sudadera del mismo color, ahora abierta pues había bajado la cremallera, así como los tejanos grises a la altura de sus rodillas. Di un paso hacia él y no lo pensé más. Agarré su mano derecha y la llevé hasta mi entrepierna, haciéndole notar toda la humedad y la excitación que me había provocado, él y sólo él, mientras la otra mía se ocupaba de centrarse en aquella excitación, la que notablemente aumentó al palparme tan

entregada. —Gott… La expresión “Dios” no pasó desapercibida para mí cuando jadeó antes de mordisquear mi oreja derecha. Empezó a masturbarme con brío, aprovechándose de la situación y me dejé llevar por cómo de maravillosamente hábiles eran sus dedos. Cuando me tuvo jadeando, pidiéndole más, se detuvo. —¿Por qué paras…? —Porque puedo explotar si no lo hago. Me hizo apreciar cómo de dura se encontraba su excitación, presionando mi mano, sobre la ropa interior, con la suya. —Con cada gemido que sale de tu boca, me pongo más… Me aproveché de ello, como él se había aprovechado de mi fogosidad. Comencé a gimotear sobre sus labios, masturbándole por encima de la ropa interior, notándole tenso. —Me encantaría sentir toda tu polla… —susurré, tras atrapar su labio inferior con los míos—. Desearía poder acogerla completamente, sin goma de por medio… Su espalda volvió a tocar la pared y profirió un ronco gemido. —Joder… —Así notarías el calor y la humedad de mi… —Hmmphff… —Apretándola… —Necesito sentirlo… —Siéntate… Deslizó su espalda por la pared hasta quedar sentado, con las piernas ligeramente flexionadas. Elevó su trasero para bajar su ropa interior y liberar su deliciosa erección mientras contemplaba cómo colocaba una rodilla a cada lado de su cuerpo, acercándome. —Espera, espera… —Alargó la mano en busca de un preservativo en alguno de los bolsillos de su pantalón. —Un poco… Ignoré que pudiese ser imprudente por nuestra parte. Sólo me dejé de llevar por el momento, por la excitación que, definitivamente, hablaba más por mí y por las ganas que tenía de sentir el calor que él emanaba desde su erección. Tomé ésta y la conduje hasta mi entrada, no sin antes deslizarla por mi humedad, ejerciendo una ligera presión sobre el clítoris. Dejé escapar un gemido y noté que sus manos se colocaban a ambos lados de mi cadera. Estaba tan excitada que incluso el hecho de que siguiese vestido conseguía calentarme. Descendí delicadamente, con lentitud, sintiendo su cálida envergadura atravesarme con cautela, aportándome un inmenso e intenso placer. Debido a la humedad con la que lo acogía, caí sobre su miembro sin mayor dificultad, sintiendo un penetrante temblor mientras sus manos se aferraban fuertemente sobre mi piel desnuda. —Hmpf… Ellas mismas me empujaban hacia abajo tras cada movimiento por mi parte. Ascendía y descendía sobre su polla, acogiéndola cada vez con más ganas, succionándola sin ser apenas consciente de ello, mientras él intentaba empujarme todavía más hacia él, queriendo, casi, completarme hasta no poder más. —Aprietas tanto… Bufó bruscamente y me impidió volver a descender, privándome de sentir cómo su extensión

seguía penetrándome, profundamente, colmándome. —Coge un preservativo... —Por un lado no quiero… —Incliné mi rostro hasta su cuello, succionando parte de éste y atrapando la piel, acto seguido, con los dientes—. Está tan dura, es tan caliente… —Elsa, por favor… Cedí ante su petición porque su forma de susurrar era suficientemente atrayente como para conseguir cualquier cosa por mi parte. Sus manos no abandonaron mi cadera, sosteniéndome mientras me deshacía del envoltorio y le entregaba el lubricado plástico. Él mismo se ocupó de colocárselo y de reconducirlo hacia mí. Para ello, elevó suavemente la pelvis hasta penetrarme con mayor fuerza que antes, consiguiendo provocarme un intenso jadeo. Aprecié el enrojecimiento a la altura de su cuello, debido al intenso calor que debía estar sacudiéndole del mismo modo que a mí. Quise llevar las riendas pero él, todavía manejando mi cuerpo desde mi propia cintura, se impuso. Despegó la espalda de la pared, unos milímetros, colocando su rostro contra mi cuello y vengándose por cómo había atrapado parte de su piel. Hizo lo mismo, tomando un buen trozo de carne entre sus dientes, jadeando contra él, mientras me invitaba a moverme sobre su polla. —¡Ahh…! Gemí sintiendo cómo sus dientes seguían presionando mi piel y por cómo de fuerte y duro entraba su pene. Con un alucinante brío teniendo en cuenta que apenas se movía debido a su postura, pero todo lo hacían sus manos, acompañándome en mis movimientos y, por momentos, aumentando y mandando sobre éstos. Pronto olvidé el ligero dolor que provocaba contra la fina piel de mi cuello, concentrándome en cómo llegaba a penetrarme, hundiéndose duramente en mí, hasta el tope, anclándome a él al tiempo que mi excitación, acumulada bruscamente, se quebraba cada vez más hasta explosionar por completo. —¡Hmm! —Mordí mis labios pero el gemido consiguió brotar de todos modos. Botaba sobre su cuerpo a medida que el orgasmo se extendía por todas mis terminaciones nerviosas, sacudiendo mi vientre y llevándome a un indescriptible placer que aumentó únicamente cuando él, en una profunda adaptación entre su polla y mi vagina, succionó la zona de mi piel que había estado mordiendo para ahogar el brusco jadeo que acompañó su orgasmo. Jadeé involuntariamente sintiendo cómo convulsionaba. —N-No aguantaba más… —se pronunció, extenuado. —Ha sido perf-… —tuve que tragar saliva sin terminar de responder—, perfecto. Su frente colisionó contra mi barbilla y me quedé disfrutando de las réplicas, tanto suyas como mías, mientras apreciaba el modo en que mi cuerpo, inteligente, deseoso y necesitado, seguía aferrándose a la dureza de su entrepierna.

Capítulo treintaisiete —¿Y no puedes negarte a ceder con esa propiedad? Cerré los ojos mientras sus labios ascendían por mi abdomen, cariñosamente, tras haber estado besando mi bajo vientre y costados durante unos buenos minutos. Sentí que dejaba caer su peso a un lado de mi cuerpo, con la mano colocada sobre el hueso de mi cadera, encontrándonos ambos completamente desnudos, aprovechando la comodidad de la cama para reponernos. —¿Entiendes ahora porque casarse es una pérdida de tiempo? —Si pudiésemos estar juntos, ¿cómo solucionaríamos eso? —¿Nuestras distintas opiniones al respecto? —Me miró y asentí con la cabeza—. Uno de los dos acabaría cediendo —dijo. —¿Y quién de los dos sería? —No lo sé. —Creo que terminaría cediendo yo misma —murmuré, llevando una mano a su cabeza para acariciarla con suavidad—. Después de tu experiencia, sería egoísta por mi parte obligarte a atarte nuevamente a alguien que, supongo, no sabes si va a estar siempre contigo. —Nunca sabes si vas a estar siempre con una persona. —Pero lo crees. En determinado momento, lo crees. —Supongo que sí. Se inclinó sobre mi cuerpo y besó mis costillas, ascendiendo hasta mi pecho para tomarlo con su mano y succionar, delicadamente, el pezón. —Cedería —volví a decir—, porque eso significaría que podríamos estar juntos a pesar de todo. Su rostro sobrevoló el mío y nos contemplamos silenciosamente durante unos segundos. Sus ojos azules, adornados con unas preciosas arrugas de expresión, desnudaron los míos mientras intentaban profundizar en ellos. —Si fuera un sueño… Sonreí al escucharle y golpeé muy suavemente su barbilla con mis nudillos, arrancándole una sonrisa que hizo que sus ojos se entrecerraran suavemente. Perdimos la sonrisa y la sintonía del momento, recobrando la sensatez y recordando que aquel instante no se repetiría. —Será mejor que te lleve a casa. —Supongo que no podemos dormir juntos… —Elsa, nada me gustaría más pero… —Lo sé —le interrumpí, acariciando su mejilla. —Eres tan increíble… que me pregunto, sinceramente, qué es lo que habrá visto una chica como tú en un tipo como yo. Le dediqué una sonrisa antes de incorporarme, arrastrando los pies por la moqueta de la habitación hasta llegar al montón de ropa que mis prendas habían provocado. Empecé a vestirme mientras él me observaba desde la cama, todavía desnudo. —Sabes, yo también me lo pregunto —dije, frunciendo los labios para no reírme—. Podría haber conquistado al cantante de Metallica y, mírame, aquí estoy, acostándome con un simple arquitecto. Entornó los ojos, mirándome con coqueto desafío, aumentando progresivamente el movimiento de su comisura izquierda. —Total, para cualquier cincuentón… mejor irme con uno tatuado, con esa cara de… mmm…

Al abrir los ojos, me encontré de pleno con una almohada voladora que fue a parar a mi cara. —¡Au! —Deja de fantasear con otro hombre. —Seguiré fantaseando contigo hasta que tenga alguna clase de oportunidad con él, lo prometo — bromeé. —Llegaré a una edad en la que dejarás de pensar en mí. —¿Eso es lo que te preocupa? —¿Aparte de no poder ser el padre de tus hijos…? Sí. —¿Hablamos de hijos y rechazamos matrimonio, señor Schäfer? —Fingí estupefacción, devolviéndole la almohada—. No deja nunca de sorprenderme. —Venid aquí tú y tu condenada manía de llamarme por mi apellido. Tiró de mi mano hasta hacerme caer sobre la cama y, tras hacerme unas cosquillas que pudieron haber acabado francamente mal, con una rodilla mía en su cara, —por ejemplo—, me envolvió con sus brazos y me abrazó con necesidad. —¿Me ves como la madre de tus hijos? —Me gustaría poder visualizarlo, sí, pero tener hijos a mi edad es una locura egoísta. Nos separarían cincuenta años y, cuando fuese un joven adulto, yo ya sería un viejo… Además, volver a pasar por todo eso, ah… No tengo el aguante de antes. —Ignorando eso, ¿es algo que harías conmigo, tener hijos? Besó mi cabeza y, a su turno, se levantó para poder vestirse. —Respóndeme. —No lo sé —contestó, con un suspiro, tras meter la cabeza por el agujero de la camiseta—. No estoy seguro de la respuesta y, además, no me apetece tratar este tema en nuestro último encuentro. No le di más bombo al asunto, esperando que terminase de colocarse la ropa para poder abandonar el hotel. No había pensado en la posibilidad de convertirme en madre. Al menos no con seriedad pues, aun sabiendo que era algo que, tarde o temprano, querría, no me había encontrado nunca en la situación sentimental idónea para planteármelo. Por no hablar de lo joven que podía ser para ello, muy a pesar de los antecedentes familiares que tenía yo o cualquier persona cuyos padres habían sido, eso, padres jóvenes. No obstante, aunque no me plantease con seriedad que algún día sería madre, pensar en ello no me agobiaba y mucho menos cuando Lukas estaba implicado. Y era una locura porque con él había descubierto qué era el amor de pareja, o al menos lo más parecido a ello, abriéndose un amplio mundo ante mí. Sin embargo, por mucho que así fuese, mis ojos sólo quedaban prendados de él, de su rechazo por el matrimonio, de su preocupación por la diferencia de edad en ciertos aspectos, de su profesionalidad, objetividad y, Dios, habilidad con muchísimas cosas… —Que sea rápido… —me pidió, volviendo a verse arrastrado por la destructiva y dolorosa seriedad, mal aparcado ante el loft. —¿Seguiremos en contacto? —Sí… —Ten un buen viaje, Lukas… —Gracias, schön. —Concédeme una última cosa. —Dime. —Sal del automóvil y abrázame. Ensanchó sus pulmones con una buena respiración, soltando el aire todo de golpe. Se deshizo del

cinturón, saliendo, acto seguido, del automóvil mientras le imitaba, poco después, para reunirme con él sobre la acera. —Aquí te pedí que me asearas —le recordé, divertida. —Es verdad… —asintió, con una leve sonrisa. —Me pusiste nerviosa. —Lo sé, lo noté desde el principio. —No lo comentaste en ningún momento. —No, pero quise largarme, ¿te acuerdas? —Sí... —Y al final me quedé. —Te quedaste —musité. Pero no volvería a quedarse… —Por favor, llámame cuando llegues a Nueva York. —Te enviaré un mensaje. —Está bien… —Elsa —dijo, cauteloso—, quiero que lo intentes. —¿Que lo intente? —Inquirí. —Seguir con tu vida, conocer a alguien, enamorarte, formar una familia y proseguir escalando puestos en Baumeister. —¿Eso pides…? —Sí —asintió, tras relamerse los labios en una lastimosa mueca—. Necesito saber que lo intentarás, que mi recuerdo no te retendrá impidiéndote descubrir todo lo que está esperándote allí afuera, mein Schatz. —¿Es importante para ti, te haría eso feliz? —Inmensamente —respondió. —Entonces, sí, lo intentaré. Aguanté la respiración para no llorar cuando sus brazos me envolvieron fuertemente. Esperé que hubiese un último apasionado beso pero sus labios apenas rozaron los míos. Era una suave caricia que se tornó fría, lejana y distante, igual que su presencia. Cerré los ojos, encogiendo los dedos de mis pies en el interior de las deportivas, escuchando cómo el motor de su automóvil se distanciaba y alejaba de allí, desencadenando, por ende, nuestra separación. Arrastré mis pies por la estancia, deshaciéndome del abrigo y preparándome un vaso de agua para recuperar todo el líquido que estaba perdiendo por estar llorando en silencio. Lo único que recorría mi cabeza eran los momentos que habíamos pasado, preguntándome qué podría haber hecho para evitar el destino que asomaba por una de las esquinas, acechando, al igual que el tiempo, nuestra pequeña y hermosa eternidad. Una pequeña eternidad que había acabado siendo efímera, fugaz e insuficiente dada la adicción que habíamos terminado por desarrollar entre nosotros. ¿Y si había fallado, y si debía haber insistido en marcharme con él? ¿Y si estábamos realmente destinados a estar juntos pero únicamente habíamos tomado las decisiones incorrectas? Porque si era eso, si nuestro presente se debía a eso, imploraba por tener una segunda oportunidad. Empujé suavemente la puerta del dormitorio de Norman y me descalcé con cuidado antes de llegar a la cama, donde apoyé una rodilla y después la otra para lograr reptar hasta él. Dormía de cara a esa pared que quedaba a un lado de su cama, como de costumbre, por lo que me tumbé a su lado y me aferré a su espalda para recibir el consuelo que siempre me entregaba, incluso

inconscientemente. Con la frente pegada a su espalda, un poco más abajo de la nuca, entre sus dos omoplatos, cesé mi silente llanto para descansar, respirar profundamente y hacerme a la idea de que tenía que seguir adelante. —¿Lo has pasado bien…? Noté que su mano se apoyaba suavemente sobre la mía, que descansaba contra su liso vientre, dedicándome unas suaves caricias. —Sí… —¿Estás bien…? Estaba completamente agotado, medio despierto. —Lo estaré. —Despiértame si no consigues dormir o si pasa cualquier cosa, ¿vale? —Sí… —Buenas noches, Elsa… —Buenas noches, Norman —respondí, moviendo los labios hasta besar su columna por encima de la camiseta con la que dormía. A la mañana siguiente, desperté sobre la cama de Norman completamente sola y sin rastro de él, habiéndome apoderado del edredón, la almohada y todo el colchón. Estuve tentada a volver a cerrar los ojos y proseguir durmiendo, estado que me permitiría no ser consciente de la nueva etapa de mi vida que, ante mis ojos, se extendía con majestuosidad, pero lo cierto es que acabe fracasando en mis intentos, incorporándome sobre las sábanas y sintiendo un molesto nudo en el estómago. Las repentinas ganas de vomitar no me sorprendieron. Me ocurría cuando debía enfrentarme a grandes cambios con los que desconocía, por el momento, sus beneficios. Hasta descubrirlos, tendía a creer que el cambio sólo iba a traerme problemas, consecuencias negativas y un generalizado malestar, porque, en definitiva, no estaba hecha a medida de los cambios. Todavía me encontraba procesando lo que había vivido de mano de él… Él. Se me hacía raro no ponerle nombre y se me hacía aún más extraño el no haberle adjudicado algún apodo cariñoso como él había hecho conmigo. Pero era posible que el pronombre “él” fuese suficiente para designar cuán especial podía llegar a ser para mí. Pues era el supervisor de mi trabajo soñado —en gran medida—; el padre de una de las amistades que me habían acompañado durante gran parte de mi vida; el arquitecto que había conseguido proyectar en mí una parte de la pasión con la que vivía su oficio; por no decir que era el arquitecto número uno, en mi lista, de todo el estado europeo; también era el hombre más atractivo que había visto con mis propios ojos, sobre todo teniendo en cuenta la edad y la distancia entre nosotros y, por si con todo eso fuese poco, era el hombre que había conseguido despertar, en mí, un sentimiento que, tras el paso del tiempo, había incluso creído que me había sido negado. Era el hombre. Simplemente él. Sin embargo, tendrían que venir otros… —Estuvo aquí. Cerré la puerta del frigorífico y le observé, con un trapo sobre su hombro y el cabello completamente despeinado, como mejor le quedaba. —¿Quién? —Le pregunté, con el cartón de leche en la mano. —La hija de Lukas. La pija con la que llegaste a juntarte en tus tiempos más mozos —contestó, llevándose una galleta salada a la boca—. Vino a por ti pero le bastó conmigo. —¿A qué te refieres? —A que tiene mucho veneno, mucho odio guardado, pero me temo que, aparte de ser una

mimada, todavía no sé realmente por parte de quién, y pese a tener un buen culo, que lo tiene, seamos realistas, se debe a que nadie le ha puesto los puntos sobre las íes —se llevó otra galleta y, masticando con sutileza, siguió—. Llegó con ganas de guerra, te lo aseguro. Si no lo escupía era capaz de atragantarse ella misma con todo lo que opinaba sobre lo vuestro. Por no hablar de lo que opinaba sobre mí —añadió, extrañamente divertido—. En definitiva, Elsa, es una cría que le hace falta una buena hostia por parte de la vida, ya está. —¿Por qué motivo se presentaría en casa? —Supongo que tenía intención de arrancarte los ojos. —También yo soy una víctima. —¿De qué, del poder sobrehumano y encantador del arquitecto? Venga, no me hagas reír. También tú eres mayorcita para tomar tus propias decisiones, que es lo que has estado haciendo hasta ahora, hasta que tu opinión y decisión no han podido variar el resultado, ni ser suficientes para alterar lo que ha ocurrido. —Puede que no, pero también sufro, y si lo hago, si me acabo sintiendo como una mierda, es porque, digo yo, que también soy víctima de todo esto. —¿Por qué nadie es consecuente con lo que hace? —Dejó escapar aquella pregunta al mundo, como si se tratarse de una duda universal, existencial—. Escucha, la chica no es más que una niña que está acostumbrada a que todo salga según lo que ella haya previsto. Darse cuenta de que no es así ha sido como una enorme aguja atravesando su burbuja híper-chachi-mega-guay. Me dijo que había tenido la esperanza de que sus padres volviesen a ser un matrimonio feliz y, bueno, comprobando que eso no sucederá, lo más fácil ha sido culpar a esa parte de la vida de su padre que le evitará, por seguro, volver a los brazos de su exmujer. En otras palabras, tú —masculló, sacando un vaso para tendérmelo, habiéndome visto con el cartón de leche desde hacía un rato—. Toma, bebe. Tomé el vaso y lo llené, llevándomelo a los labios al instante. —No pensé que fuese a decir esto pero… me da lástima. —¿Qué? —Sí, lo sé, lo sé —dijo, rápido, subiéndose a la encimera de la cocina para quedar sentado—. Es una locura porque, de verdad, creo que es una bruja aunque pueda explicar su malestar, pero, ya sabes, entiendo su deseo de volver a ver a sus padres juntos. Dejé el vaso a un lado y me acerqué a él, apoyando las manos sobre sus separadas rodillas. Norman unió sus muñecas tras mi nuca, reposando sus antebrazos sobre mis hombros y se inclinó para dejar caer su frente contra la mía. No podía imaginar el dolor con el que debía vivir y me sentía egoísta pues, en lo que a mí respectaba, estaba sufriendo por un desamor cuando, por descontado, había cosas que eran mil veces peor. —No es consciente del daño de su padre. Puede que un día lo sea y se arrepienta de todo lo que ha liado en nada pero hasta entonces, en serio, despreocúpate. Tiene motivos y para ella son completamente válidos. —No importa lo que piense Iris, Norman. Por mucho que ella haya incidido en la seguridad con la que Lukas se ha despedido de mí, soy consciente de que tenía otros planes más allá de lo que éramos. Sé que me quiere, que lo sigue haciendo mientras sobrevuela el océano, que le gusto y que seguiré gustándole un buen tiempo hasta que se acostumbre a estar sin mí, como antes de volverse a encontrar conmigo. —¿De verdad piensas de ese modo? —¿Qué alternativa tengo? —Con las manos sobre sus muslos, le dediqué un cariñoso apretón—. Tengo al mejor modelo para seguir delante de mí y no me sentiría orgullosa si me hundiese siendo

consciente de que esto no es el fin del mundo. —No, pero sé lo duro que es y sé que duele. Asentí con la cabeza, presionando los labios. —Tienes que dejar que fluya. Cuanto más lo retengas, peor será y más difícil resultará —acarició mi cabello, suavemente, entre los mechones—. Sabes, si estás satisfecha con todo lo que has hecho con él… ya es suficiente. Eso es que ha valido la pena. —Satisfecha pero, a la vez, insatisfecha. Me hubiese encantado más. —Como a todos, siempre. Somos unos avariciosos. —Pero soy positiva. —¿Ah, sí? —Porque lo positivo atrae lo positivo —susurré. —Esta es mi chica. Se inclinó un poco más hasta abrazarme fuertemente, todavía sentado sobre la encimera. —Te quiero, Norman. —También yo te quiero, Elsicuchi. Sonreí y me aferré a él, a su forma de ser, empapándome de una personalidad que me ayudaría a proseguir.

Capítulo treintaiocho La primera semana de trabajo sucedió tan deprisa que fui incapaz de acostumbrarme a seguir las órdenes de Hilda, quien, lejos de parecerse al señor Schäfer, carecía de organización e iniciativa, dos aspectos que, en la profesión, eran sumamente necesarios. Por entonces, como era de esperar, mantenía algunas conversaciones por mensajería instantánea con Lukas o, si no, conseguíamos vernos a través de las pantallas mediante la aplicación de Skype. Estaba encantado, ilusionado y motivado, y lo demostraba en cada conversación en la que hablaba de ello con la mayor de las pasiones. Se había acostumbrado a la vida neoyorquina y el mes de febrero había traído consigo un montón de nuevas emociones para él, sintiéndose satisfecho por la eficacia con la que se trabajaba en la renovación y anticipándose a unos magníficos resultados. Por mi parte, no tenía mucho que contarle. En Baumeister todo funcionaba como debía y, por suerte, Ronnie sacaba a Hilda de más de un apuro. Y lo cierto era que las cosas habían decaído un poco los primeros días sin él, pero habíamos sabido remontar sin su profesionalidad. Al fin y al cabo, debíamos acostumbrarnos a ello. Era posible que, tras su estancia en Nueva York, la cual se alargaría el tiempo que hiciese falta, Lukas no volviese a formar parte, oficialmente, de Baumeister. El mes de marzo me ofreció la oportunidad de proponer unos diseños con los que había estado trabajando desde la marcha del hombre que seguía acompañándome en sueños —cuando tenía la oportunidad de recordarlos, claro—. El señor Baumeister había organizado un especie de concurso y gran parte de la plantilla, sobre todo los que no llevaban tanto tiempo en la empresa, participaba. El premio era la oportunidad de proseguir con el proyecto. Pese a que el trabajo expresionista había encantado a mi tutor, del que todavía no sabía nada, los planos presentados en la empresa no parecían convencer a los jefazos. Lukas pareció sorprendido al enterarse pero me apresuré en restarle importancia, siendo completamente irrelevante en comparación a lo que hacía allí. —Creo que Joanne es la que ha presentado el mejor proyecto. —No lleva ni nueve meses en la empresa. —Yo llevo menos tiempo —dije, mirando a la pantalla y observándole con detenimiento. Estaba sentado sobre la cama, con la espalda apoyada en el cabezal y el portátil entre sus piernas —una flexionada y la otra completamente estirada—. Acababa de despertarme, a las cinco y media de la mañana, mientras él se preparaba para, tras nuestra conexión, acostarse, siendo allí las once y media de la noche. —¿Y tu tutor todavía no ha llamado? —Puede que no resultara ser tan bueno para sus contactos. —Tienes que trabajar más —murmuró, rascándose la barbilla. —Sí, lo sé. —Joanne no es ni la mitad de buena que tú pero seguro que ha empleado muchísimo más de su tiempo. —Es posible… —Tienes que esforzarte, Elsa, en este mundo las oportunidades se ofrecen pero no se regalan. —Hilda no es lo qu… —A Hilda que le dé el aire —me cortó, como si estuviese a punto de reprenderme—. Si crees que yo conseguí lo mío por seguir los pasos de mi superior, te equivocas. No todo proviene del trabajo en equipo. A veces tienes que brillar con luz propia. —No es tan fácil cuando lo intentas.

—Deja de buscar escusas, Elsa. Tienes la capacidad, la habilidad, la inteligencia, pero, ¿tienes las ganas? —Claro que las tengo. Permaneció callado, con el rostro fijo en la pantalla. —Hablas como si no supieses cuánto me esfuerzo… —Lo único que sé es lo que me cuentas, Elsa, y, por lo que escucho, se ha ofrecido una buena oportunidad en la empresa y te han desbancado. —Esas cosas pueden pasar… —Sí, pero deberías ser tú quien desbanque a otras personas. —Puede que hayas desperdiciado demasiada confianza en mí. Desvió el rostro de la pantalla, optando por mirar a otra parte, negando suavemente con la cabeza. —Tengo fe en lo que eres capaz de hacer —masculló. —Pues puede que no sea suficiente. —Está claro que no lo es —replicó, bruscamente. Apreté la mandíbula y esperé unos segundos. —No te conformes con cualquier cosa, Elsa. Si hay algo que puedes ser, a tu edad, es inconformista. Si quieres ser la mejor en esto, esfuérzate más. Sólo así te aproximarás a la opción de serlo. —He pasado una mala racha y… —No hay excusa que valga —me interrumpió, acercándose un poco más a la pantalla, haciéndome sentir observada—. Si quieres esto tanto como dices quererlo, te aconsejo que hagas más de lo que ya haces. No le faltaba razón. En cierto modo, me había dejado caer un poco desde su marcha. Era un efecto colateral de su ausencia, por así decirlo. Y por ello, sus palabras no me dolían por ser las que eran sino por no estar mezcladas con otras de ánimo, cariño y el amor que nos habíamos llegado a dedicar. —Debo ir a ducharme. —Sí, y yo debería dormir. —Espero que descanses. —Ten un buen día en el trabajo. —Gracias —murmuré. Me mandó un casto beso, destinado a la pantalla, con un movimiento de mano, antes de oscurecerse todo y finalizarse la llamada. Durante la semana siguiente, no tuve otras noticias de él que no fuesen breves mensajes en los que “todo va bien”, “mucho trabajo que hacer” y “espero que las cosas funcionen correctamente allí” llegaban a repetirse. El resto, no obstante, eran simples afirmaciones o negaciones a mis preguntas e interés. Aquella situación se empeoró debido a mis hormonas y la menstruación, que no me dejaba hacer otra cosa que no fuese amargarme todavía más, cayendo en la nostalgia y tristeza. Y cuando ese transcurso pasó, dejó de responder a mis mensajes, disculpándose por la cantidad de trabajo que le mantenía apartado de cualquier cosa que no fuese el teatro. Abril llegó con fuerza, tal y como también lo hicieron las lluvias que con él se imponían. Era un mes precioso que aportaba un pequeño rayo de esperanza a lo que estaba siendo mi vida en aquella etapa post—Lukas. Empezaba a acostumbrarme a ello y lo llevaba bien, siempre y cuando no me viese acorralada por los recuerdos, la traicionera memoria o la imagen que seguía ocupando una parte de la capacidad de mi teléfono móvil, claro. Exceptuando aquellos detalles sin importancia —

nótese la ironía—, el asunto iba viento en popa y la superación era algo cada vez más notorio. Algo en mi vida mejoraba… —Han pasado dos meses y unas semanas —Norman recogió la mesa, tras cenar, esbozando una bonita sonrisa de las suyas—. He vigilado que no perdieses peso, que te alimentases, que no cayeses en la tentación de escuchar a Whitney Houston hasta quedarte seca, o a Mariah Carey, lo que podría haber sido mucho peor… y debo decir que me siento orgulloso. No te he visto siquiera flaquear —se apoyó contra la encimera, mirándome—. ¿Cómo te sientes? —Bien —contesté, cruzando los brazos sobre la superficie, todavía sentada sobre el taburete, dedicándole una sonrisa—. No lo pienso demasiado pero creo que lo llevo bastante bien. —¡Bastante dice! Siempre he creído en ti pero, siendo sincero, pensé que en algún momento te hundirías. —Supongo que ha influido el que él no haga el esfuerzo de sacar tiempo para mí. —Sabes que está ocupado… —Y yo también voy a estarlo. —¿Qué quieres decir? Apreté fuertemente los labios, intentando por todos los medios ocultar la sonrisa que amenazaba con deformar mi boca. —¿A qué te refieres? —Inquirió, expectativo. —Han echado a Hilda por incompetente. —¿Qué dices? ¿Se puede echar a alguien por ese motivo? —Y a que no sabes a quién le han ofrecido el puesto de supervisor… —¡Venga ya! Su expresión me produjo la necesidad de echarme a reír. Parecía completamente alucinado, sorprendido, entusiasmado y, a la vez, completamente impresionado. —Tienes ante ti a la nueva supervisora. —¡No me lo creo! —Pues va muy pero que muy en serio. —Oh, ¡Elsa! Se alejó de la encimera para acercarse a mi cuerpo y rodearlo fuertemente con los brazos, impidiéndome casi, por momentos, respirar. Me abrazó, ilusionado, felicitándome constantemente por ello, repitiéndome cuán orgulloso estaba de mí. —¡Joder, no puedo creérmelo! —Lo sé, es una locura… —me reí. —No, no, tiene sentido. Eres buena, eres muy buena. —Eres idiota. No digas eso si ni siquiera lo sabes. —No, pero Lukas lo sabía desde el principio. Vio en ti todo lo que ahora te está llevando a avanzar en el trabajo, ¡en lo tuyo! —Sí… —Te lo mereces tanto, Elsa… —¿Lo crees? —Bueno, no tengo ni puta idea de arquitectura, pero, eh, no le dan ese puesto a cualquiera — respondió, riendo, arrancándome una carcajada. Volvió a abrazarme, dedicándome un sonoro beso a la altura del cuello. A finales de abril, comencé mi nuevo puesto de trabajo, ocupándome de un grupo de personas que, increíblemente, estaban bajo mi objetividad, mi libertad en el sector, aprendiendo de lo que yo

había hecho en su día de la mano de uno de los mejores. Alguien a quien, en parte, le debía mi puesto, mi mejoría y mi evolución. Sin embargo, aquello también era mérito mío. Había trabajado duro para ello, bajo la protección de Ronnie, quien se había convertido en uno de mis mayores aliados en la empresa. —Deberíamos salir. Norman acababa de salir de la ducha y se presentaba, ante el sofá en el que me encontraba utilizando el portátil y el programa de diseño en 3D, con una larga toalla cubriendo desde el hueso de su cadera hasta poco más abajo de las rodillas. —No hemos celebrado tu ascenso. Volví a dirigir mis ojos a la pantalla, cabreada con el poco caso que me hacía aquel programa del demonio. —Sé que tienes trabajo pero… —El ayuntamiento quiere construir un área de descanso junto al mercado —le dije, golpeando el teclado—. Y este maldito trasto se bloquea cada dos por tres. —Puede que necesites una pausa. —Lo que necesito son más horas. —Vamos, Elsa, salgamos esta noche. —¿No trabajas mañana? —Bufé, cerrando la pantalla de golpe. —Sí, pero tú no. —¿Cómo que yo no? —Es sábado… —Tengo trabajo que hacer por muy sábado que sea. —Escucha, sé que estás sometida a mucha presión pero ésta no eres tú —masculló, sin titubear—. Puede que éste sea el trabajo de tu vida pero tu vida no va a quedar sentenciada si te das un maldito respiro. —No puedo… —¿Ahora eres como él? ¿Has decidido no sacar tiempo para mí? O, lo que es peor, ¿para ti? Alcé los ojos hasta él y, de forma automática, dejé caer el portátil sobre el sofá para incorporarme y envolverle con mis brazos. —Voy a convertirme en un monstruo —suspiré. —No, en un monstruo no, pero en una adicta al trabajo, quizá. —Lo siento… —Tranquila. —Lo lamento, de veras. —Está bien —murmuró, correspondiendo al abrazo—, pero date una ducha, vístete y salgamos a tomar algo aunque sea. —Sí… —Te irá bien. —Sí —volví a decir. Me senté a escuchar cómo le iban las cosas, cayendo en la cuenta de que no le había prestado suficiente atención las últimas semanas en las que proseguía con mi superación amorosa así como con mi adaptación en el nuevo puesto que me habían otorgado. Norman seguía igual que siempre, bonito, llamativo, atrayente, con esa imperturbable personalidad, sonriente, sarcástico, pillo, sin abandonar su habitual obscenidad, asqueado con sus compañeros de trabajo pero entusiasmado con las felicitaciones que recibía por los platos que, cuando el jefe no miraba, él solo elaboraba.

—Me crucé con Betta hace tres días. —¿Qué? ¿Por qué no me lo dijiste? —Lo intenté —murmuró, con la cerveza en la mano—. Tu respuesta fue “explícamelo cuando termine de montar el dichoso espacio de hostelería” o no sé qué mierdas. —¿De verdad…? —No, es mentira. Simplemente no te lo dije. Sólo quería hacerte sentir un poquito mal por el tiempo que no has invertido en mí estos últimos días. —Serás cerdo… No me corté y le propiné una patada bajo la mesa. —¡Eso duele! —Se quejó, acariciándose la zona. —Te lo tienes bien merecido. —No, guapa, tienes que mimarme. Piensa que, si no, un día terminaré harto de ti. —Ah, ¿te cansarías de mí? Eso es muy bonito. —Tan bonito como lo que oculto entre mis piernas. —Norman —volví a darle, haciéndole reír y quejarse a partes iguales—. Eres un cerdo. —Igual de rosa que el capullo… —¡Es suficiente! —Iba a hablar de la flor… —sonrió, de lado. —No te lo crees ni tú —terminé mi copa y, automáticamente, le pregunté: —¿Qué pasó con Betta? —Pues pensé que me saludaría, escuetamente pero un triste saludo al fin y al cabo. —¿Y…? —Me giró la cara —dijo, con cierto pesar. —No me lo creo… —Sí, lo hizo. Alargué la mano hasta la suya, colocada sobre la mesa. —Fui a decirle hola, a decirle que se había adelgazado —musitó—. Bueno, eso último igual me lo hubiese ahorrado teniendo en cuenta que no lo pasaba muy bien con su físico. Da igual —suspiró, volviendo a beber—. Pensaba en preguntarle qué tal le iba todo, incluso iba a dejar caer la invitación de tomar algo… pero, ya ves, hizo como si no me hubiese visto. Y me vio, Elsa —puntualizó, antes de escucharme—. Sé que me vio. Nos vimos los dos. Estábamos el uno frente al otro, leches. —Siempre pensé que no estaba a tu altura. —¿A mi altura? —Rió, sarcástico—. Elsa, tú me quieres pero, seamos realistas, es porque no tienes que salir conmigo. No es que ella no estuviese a mi altura, es que yo no estoy a la altura de ningún tipo de relación seria. —Ojalá aparezca la mujer que te quite esa gilipollez de la cabeza. —Yo sigo diciendo que la tengo delante de mí. Sonreí, enternecida. —No, no, tú no —me dijo, rápido—. ¿Ves a la rubia que está apoyada en la barra? —Será posible… Puse los ojos en blanco y me giré, sin querer llamar demasiado la atención, hacia atrás. Sí que era una rubia guapa, sí. En esa ocasión, fui yo quien recibió la patada bajo la mesa. —Era broma. —Eres un idiota. —Lo sé —sonrió, ampliamente—. Vamos a beber, a pasarlo bien, a bailar, coño —dijo,

incorporándose—. Y vas a moverte bien, guapa, porque he visto a un moreno que no ha apartado los ojos de ti.

Capítulo treintainueve Lukas Schäfer —Eso no es lo que acordamos. En ningún momento hablamos de cambiar los colores de las paredes. Es más, se supone que partimos de la restauración del lugar, no de una modernización innecesaria. Este sitio no requiere un cambio de estilo, requiere que se refuerce, se mejore y se deje en condiciones. Creo que podemos hacerlo sin tener que pasar por un gran túnel de chapa y pintura. —Señor Schäfer, hable usted con el señor Holliday. En lo que a mí respecta, soy un simple peón en todo esto. Cumplo órdenes. —Sí, así es, cumples órdenes. Las mías. —Pero, señor… —Si Holliday tiene algún problema, que se ponga en contacto conmigo, no contigo. Puedes decírselo de mi parte. —Entendido. Quise decirle que sentía comportarme como un jefe intransigente pero no me gustaba que pusieran en duda la toma de decisiones que sucedía allí mismo por mi parte. Al fin y al cabo, me habían otorgado este proyecto porque confiaban en mí, en mis propuestas y en mis formas. Siendo así, pues, no entendía por qué motivo tenían que venir a fastidiar con unos cambios que no había solicitado y que mucho menos iba a permitir. Seguí a unos operarios para mostrarles, mediante el uso de unos planos que había diseñado mucho antes de mi mudanza a la gran ciudad, cómo creía que debían operar, valga la redundancia. No es que pretendiese decirles cómo hacer su trabajo, que era algo que no soportaba que hiciesen conmigo, pero es que mi función, entre otras cosas, era esa; mandar hacer y explicar el cómo. Al menos en lo que el resultado esperado significaba, por supuesto, ya que el verdadero cómo quedaba en sus manos. El teléfono móvil vibró en el interior de mi bolsillo, otra vez. Llevaba una mañana de locos, con mil llamadas que responder y unos mensajes que todavía debía mandar. Todo eso sin mencionar, por otra parte, cómo de desgastado empezaba a encontrarme. Llevaba cuatro noches en las que me era imposible conciliar el sueño sin pensar en qué era lo que me fallaba. No era que no supiese lo que faltaba en mi vida, pues, con la cordura que me quedaba, sabía bien qué era, pero se trataba de intentar concienciarme del irremediable e irreparable daño al que no quería sucumbir. Por no hablar, además, de la simple idea de arrastrarla a… No. Aquello no iba a ocurrir, simplemente porque no debía ocurrir. Iris había sido completamente sincera al respecto y, aunque valoraba que quisiese exponer sus fundados motivos, ya que todos y cada uno de ellos tenían un peso casi irrefutable, me dolía pensar que había sido capaz de dejarme llevar hasta el punto de convertirme en un recuerdo miserable de una etapa que acompañaría a una joven durante gran parte de su vida, aprovechándome, dada mi experiencia y evidente condición, de su poco conocimiento respecto a la vida. No quería decir con ello, sin embargo, que creyera que la madurez acompañaba la edad —algo que sabía que ella me rebatiría con suma inteligencia—. No obstante ello, estaba claro que Elsa desconocía gran parte de las emociones que, desgraciadamente, había aprendido junto a mí. “¿No te das cuenta de que tienes una edad, papá? Debería darte vergüenza ir acostándote con jovencitas que sólo quieren de ti lo evidente. ¿Te crees que va a funcionar? Ni en este mundo, ni en un

universo paralelo. Es imposible. Además, ¿qué es lo que te pasó por la cabeza para…? Siento asco sólo de pensarlo. Ni siquiera el tío Kenny hubiese hecho algo semejante. No hay vida con eso. ¡No hay posibilidad de vida con alguien que es veinticinco años menor! ¿De qué vais a hablar? ¿Cómo pensáis enfrentaros a las cosas? Ni sois iguales, ni tendréis la misma forma de ver las cosas. Y, por Dios, que ella querrá ser madre algún día… ¿De verdad quieres ser como todos esos viejos que ven cómo las que un día fueron sus mujeres, preciosas, jóvenes, divinas, se alejan, llevándose consigo a sus niños porque resultarás ser demasiado mayor para ser un padre? ¡Despierta, papá! Duele, y dolerá, pero pasará y tú lo sabes. Será por mujeres de tu quinta… ¡Y, además, siempre tendrás a mamá!”. Esther era la última persona en la que quería refugiarme. Lamentaba que mi hija no tuviese el suficiente valor para enfrentarse a la idea de que ninguno de los dos pensábamos en el otro y, en gran medida, entendía que tuviese el deseo de volver a vernos juntos. Pero, en ese aspecto, yo tenía las cosas mucho más que claras. No importaba mi historia con Elsa, ni mi historia con cualquier otra mujer que se presentara, Esther no iba a formar parte de mi vida en ningún aspecto sentimental que no fuese nuestra unión a raíz del nacimiento —y existencia— de nuestra pequeña. En su repetitiva exposición, en la cual mostraba abiertamente su opinión al respecto —la historia entre Elsa y yo—, comprendía que debía haber pensado un poco antes de verme arrastrado por las intensas ganas que me sobrecogían cuando pensaba en ella, cuando me cruzaba con su rostro o cuando escuchaba cómo se dirigía a mí. Era como si con sólo pronunciar mi nombre tuviese el poder de producirme ilusión. Porque, inevitablemente, durante todo el proceso del divorcio, mi vida sexual había mejorado —en el sentido de que había aumentado— pero no concebía ningún futuro sentimental. Y era cierto que en un inicio con ella tampoco. Sin embargo, como todo lo mágico en la vida, ocurrió sin que pudiese verlo siquiera venir. Había sido como perder la racionalidad momentáneamente y haber decidido, por ende, en cada ocasión junto a ella, perderla completamente. Y por mucho que mi hija insistiese, por mucho que intentase hacerme ver las cosas desde un prisma totalmente válido y comprensible, no conseguía arrepentirme de ello. No llegaba ese momento en el que me dijese a mí mismo: “Lukas, lo has hecho fatal. Has destruido la vida de una chiquilla, de una jovencísima mujer que tiene ante ella un sinfín de oportunidades y vivencias que tú, querido, ya has experimentado y junto a las que no puedes acompañarla. Porque no es moral, porque no es justo, porque es descabellado y una triste y endiablada locura”. Podía, no obstante, sentir pesar por haber permitido que fuese tan lejos, por no haberle puesto freno, por haber sido una figura para ella bien distinta a la que ella, en cambio, era para mí. Era evidente… fui su primer amor y, en un triste transcurso de tiempo, su primer desamor. Pero también yo tenía el corazón roto. También yo me veía en la tesitura de sufrir una distancia que, pese a saber que era necesaria por mi trabajo, me resultaba completamente dolorosa. Y no sabía explicarlo con exactitud pero mi cuerpo había sentido el cambio. Como si no pudiese ser del mismo modo, como si hubieran desactivado parte de mi personalidad. Me veía distinto, me sentía completamente decaído y lo único que hacía, desde la mañana hasta la noche, era concentrarme en tener la mente ocupada con el trabajo. Porque era pensar en ella y venirme abajo. Era pensar en Elsa y sentir que había cometido el mayor error de mi vida… marchándome y pidiéndole, por favor, que prosiguiese con su día a día sin tenerme en cuenta. Era pensar en nosotros y sentir una profunda angustia recorrerme el pecho, provocándome un brutal desasosiego que sólo lograba combatir rememorando su sonrisa, sus caricias y el modo en que me tocaba, con sus manos, con afecto. En el rostro, en el cuello, sobre el cabello, con un beso en el pecho y un mordisco en la clavícula… Extrañaba cómo me miraba. Echaba de menos aquella adoración que tenía por cualquier cosa que hiciese. Me enamoraba cómo el simple hecho de quererme le hacía mirarme de ese modo. Como si

pudiese ser su principio pero nunca, bajo ningún concepto, su fin. Y lo había sido… Odiaba admitirlo pero lo había sido. —Las butacas llegarán mañana. —Eso es una buena noticia —dije, aliviado. —Los del suelo nos han puesto unas cuantas pegas pero también hemos conseguido que accedan a presentarse la semana que viene. Algo es algo. —Sí. —Señor Schäfer, creo que hay un problema de humedades en los baños del público. —¿Cómo? —Sí, debe ser por la vieja estructura. —¿Cuándo ha ocurrido? —No estoy seguro. —Pues ya sabes a quién tienes que llamar —resoplé, apoyándome contra la pared—. ¿Es que es la renovación maldita o qué diablos pasa aquí? —Pasé la mano por mi boca, acariciando mi afeitada barbilla y fruncí el entrecejo—. ¿Me explicas porque sigues aquí parado, frente a mí? —Señor, también tenemos problemas con unas tuberías. —Himmelherrgott —bufé, ligeramente exasperado, utilizando una expresión similar al “por el amor de Dios”—. Ponte a hacer las llamadas necesarias y no perdamos más tiempo. Admitía ir deprisa, querer hacerlo, teniendo la esperanza de volver a casa, volver a lo mío, a una vida que había disfrutado menos de lo que recordaba y menos de lo que quería disfrutar. Sabía que aquello se había terminado, que mi vida ahora era Nueva York y que no podía ser egoísta o injusto, no pudiendo, por ende, complicarme la vida de esa forma. Saqué el teléfono del bolsillo de mi tejano y comprobé la ristra de mensajes, llamadas y notificaciones que se acumulaban. Muchas de las llamadas eran provenientes del jefe, del comité, de Erick pero dos de ellas eran de Elsa, lo que me hizo contemplar el reloj y fruncir delicadamente el ceño. Habían tenido lugar hacía una hora y media lo cual significaba que había intentado comunicarse conmigo a la una de la mañana hora europea. Me dije a mí mismo que, siendo las siete de la tarde, esperaría un rato más para, al volver al apartamento, ponerme en contacto con ella pero sabía que no iba a hacerlo. Lo había intentado tras la triste semana en la que me había sido imposible dirigirme a ella pero sin éxito. No era capaz. Intentaba evitar su comunicación, prefería no tener que verla a través de una pantalla, escuchar cómo seguía dirigiéndose a mí con una devoción que no merecía o contemplar lo bonita que era recién levantada, con la cara sin lavar y los pelos completamente alborotados, con aquella característica dificultad para abrir los ojos pero con las ganas de hacerlo para verme. Era observar la iluminación de su rostro al visualizarme y sentirme íntegramente perdido. Elsa podía ser la luz que combatiese la oscuridad de mis noches... pero no debía. Se trataba de un absurdo convencimiento, y era consciente de ello. Pero lo necesitaba pues nada ni nadie iba a lograr arrancarme de dentro todo lo que sentía por ella. Contesté a un par de mensajes, no sin antes tener que pronunciarme frente a alguno de los operarios respecto a la pintura. Acto seguido, cuando quise guardar el teléfono en mi bolsillo, escuché una melodía seguido de una nueva notificación: un e-mail. No… No me hagas esto… Senté mi trasero en una de las viejas butacas que pronto acabarían siendo vendidas a coleccionistas o con cualquier otro destino que me importaba más bien poco. Sostuve el teléfono

móvil con mis dos manos y empecé a respirar con más profundidad, siendo consciente, por el modo en que me pesaban los párpados, de lo serio que debía estar con el entrecejo tan arrugado, sin estar seguro de qué hacer al respecto. Ella me había enviado un e-mail, sin título y me limité a observar su nombre, en negrita, en la bandeja de entrada de la aplicación. —Devon, voy a fumar —avisé al operario principal, quien asintió con la cabeza antes de seguir con su función. Al salir del teatro por la puerta trasera que se encontraba próxima a los camerinos, terminé por permanecer en un callejón en el que yacía un enorme contenedor gris de basura, con el ruido de los incesantes e incansables coches a pocos metros de mí, donde la apertura de la calleja provenía de la acera. Me llevé el cigarrillo a los labios, todavía observando su nombre en la iluminación de mi pantalla, sin tener ni idea de qué era lo que en encontraría ahí… “No sé por qué te escribo esto pero sé que voy a arrepentirme mucho. De hacerlo y de caer tan bajo como para dirigirme a ti después de todo este tiempo en el que no te has dignado en responder a ninguno de mis simples mensajes… ¿Era tan costoso corresponder al saludo? ¿No te llevas el móvil al váter? Porque la falta de tiempo, Lukas… no es más que una justificación que, en gran parte, está basada en la más injusta de las excusas. Yo no quería dirigirme a ti… no quería escribirte, no quería ni siquiera pensarte, pero lo hago. Aunque no te escriba ya, aunque haya desistido porque entiendo, ahora, que no quieres nada más de mí, ni siquiera saber cómo me va, me dirijo a ti en sueños y te pienso más de lo que me permito admitir. Norman me mataría si supiese que estoy cayendo en la tentación, si supiese que he decidido morder la maldita manzana y escribirte para sacarme esa necesidad de encima. Pienso a menudo en cómo ha sido todo, en cómo podríamos haber evitado acabar de este modo o en cómo podríamos haber evitado sentirnos de la forma en la que lo hicimos. Me pregunto si simplemente, con toda esa cara que estás mostrando tener, mucho más extensa que tu espalda, tú piensas en mí… Pagaría por saber si me piensas, si, como yo, le echas una mirada a nuestra foto en NY antes de dormir, si te pesa algo de lo que sientes por mí del mismo modo en que a mí me pesa seguir sintiendo algo tan fuerte por ti. Y lo he intentado. Te prometo que he intentado hacer frente a esta situación pero, maldita sea, ¿por qué tienes que ser tan increíble? O no, peor, ¿por qué tienes que resultarme tan increíble? ¿Por qué no puedo conocer a otro tipo, enamorarme hasta las trancas de él y decidir guardarte en el baúl de mi memoria? ¿Por qué tengo que seguir creyendo que tu aroma me persigue? Como si no tuviese suficiente con tus ojos en mis sueños, con tu cálida piel en mi memoria… Lo he intentado, ¿sabes? Hace una hora y media me he acostado con un chico, un moreno que se había obsesionado conmigo (algo poco habitual, te lo aseguro…). Norman había insistido en que saliésemos, en que nos divirtiésemos, en celebrar mi ascenso como supervisora en Baumeister… y le he conocido (…)” Dejé de leer un momento, cerrando los ojos para expulsar el humo lentamente por la nariz y la boca. Cuando los volví a abrir, me fijé en la pared de ladrillos que se imponía ante mí e intenté calmar la intranquilidad que me había propuesto la cantidad de información que Elsa me había expuesto. Sentía una pizca de felicidad al saber que seguía pensándome, que seguía queriéndome de ese modo… Y, por Dios santo, me apasionaba la idea de que hubiese adquirido un merecidísimo ascenso. Todavía, no obstante, no sabía cómo enfrentarme a la información que, innecesaria, resultaba serme tristemente relevante. No la culpaba, ni la juzgaba, pero me dolía, hería y enervaba.

Me armé de valor y proseguí leyendo. “Se llama Philip y está de pasó por la ciudad. Es deportista, es divertido, es agradable, no es feo, tiene un buen tipo, se dedica a las finanzas, tiene tres años más que yo, es holandés y está interesado en mí para más que un simple acercamiento carnal. Sí, sé que debes estar pensando que todo eso está muy bien, que es, seguramente, un gran partido para mí. Y lo es, Lukas. La verdad es que sí que lo es. La única pega que le encuentro es que no es tú. Philip no es tú. No es el alemán que podría ser mi padre (por su edad), que me ha supervisado en el sector que, curiosamente, le apasiona como a mí, que me ha encandilado con poco más que mirarme y, diantres… Él no es tú. Él no lo es ni tampoco lo será nadie. ¿Para qué molestarme? ¿Para qué engañarme? He bebido. Sí… Puede que por eso nada de lo que escribo tenga sentido, es posible. He bebido para celebrar una noticia y una situación que me hubiese gustado compartir contigo el primero”. —Señor Schäfer. Elevé el rostro, casi molesto. —Los de fontanería podrán pasarse la semana que viene. —Menuda semanita nos espera, entonces. —En diez minutos terminaremos. —Perfecto. Nathan volvió al interior del teatro, tras haber asomado únicamente su cabeza por la puerta trasera, lo cual me permitió seguir con la lectura. “Hubiese querido que fueses la persona con la que compartir mis éxitos y múltiples fracasos. Quería que fueses la persona con la que amanecer por las mañanas y anochecer durante todas las noches que queden. Me hubiese gustado que fueses suficientemente fiel a ti mismo, a tus sentimientos y hubieses seguido manteniendo contacto conmigo, lo cual, seguro, nos habría salvado de un final tan desagradable… Porque, no sé tú pero, yo, personalmente, no concibo que, después de esto, tú y yo podamos seguir mirándonos a la cara con la misma tranquilidad, con el mismo cariño. Te quería conmigo, es cierto, pero hubiese aguantado la distancia si sólo hubieses querido compartir, conmigo, tus éxitos y múltiples fracasos. Si sólo hubieses querido, como deseo, que fuese tu persona preferida, esa con la que amanecer por las mañanas y anochecer durante todas las noches que hayan. No era necesario que te quedases o que yo fuese contigo, me bastaba con saber que podíamos seguir, pese a la distancia, porque creía, tontamente, supongo, que lo que sentía era suficientemente intenso, fuerte y valioso como para superar algo tan banal como la distancia, la cual, dicen, sólo existe para los que creen en ella. Pero no, no ha sido así. Me he acostado con Philip y me he dado cuenta de lo estúpida, ingenua e idiota que soy. Oye, ¿te molesta saberlo? ¿Te produce algo saber que me he acostado con otro tipo? ¿Te enfada pensar en cómo otro puede estar sobre mí, haciéndome gemir y llevándome al máximo…? Lukas, si te has acostado con alguien… por favor, no me lo digas.” No lo había hecho por diversos motivos: uno, no tenía especialmente ganas de acostarme con nadie, por no hablar, evidentemente, de la falta de tiempo que me complicaba la hazaña; dos, porque no había tenido la oportunidad de encontrarme con nadie que pudiese dar pie a una situación sexual; tres, porque seguía recordando nuestra última noche en el hotel de Nueva York, con ella jadeando

grabada en mi retina y cuatro, porque pensaba demasiado en ella como para poder fijarme en nada más que no fuese el trabajo, que era lo único que me mantenía alejado de su recuerdo. No me molestaba saber que había tenido sexo con otra persona aunque, en efecto, sí me producía algo. Me enfadaba y enervaba pensar en ella con otro, eso era un hecho, pero el tema de los celos era algo que no lograba comprender del todo porque no había tenido la ocasión de vivirlos. Al fin y al cabo, me sentía seguro en todas las relaciones serias que había tenido y no me consideraba una persona desconfiada. Al contrario, confiaba desde el principio. “Creo que no podría soportarlo… Y yo me he acostado con él porque creí que me lo merecía, creí que me merecía tener a alguien con quien despertar, sentirme orgullosa, feliz, querida... hasta que me di cuenta que eso no servía de nada si no ocurría con la persona indicada. Ah, no, indicada no. Tu hija dice que no eres indicado… Pues sí, oye, sí lo eres. Para mí lo eres, ¿por qué no?”. —Señor Schäfer. Alcé nuevamente el rostro, con un nuevo cigarrillo entre los labios. —Es hora de irse. —Id, me ocupo de cerrar. —¿Seguro? —Segurísimo —le aseguré. —Hasta mañana, entonces. —Hasta mañana. “¿Sabes una cosa, Lukas? Puede que tú no, cosa que has declarado, pero yo sí lo hago. Te visualizo convirtiéndote en el padre de mis hijos. No en el abuelo, no, en el padre. Tengas cincuentaiuno, cincuentaidós, cincuentaitrés… Logro verte como el padre de mis hijos por mucho que no consiga ver que podamos llegar a un acuerdo respecto al matrimonio, cosa que, finalmente, ya ves… poco importa porque eso no quita que te vea, perfectamente, siendo el padre de mis hijos…”. El corazón empezó a bombearme con fuerza. “No creo que haya nadie que pueda ocupar ese lugar en mi visualización. Definitivamente, no creo que haya nadie que pueda ser el padre de mis hijos si no lo eres tú. Puede que sea una locura, puede que así lo consideres. Supongo que debes creer que es una tontería, que se me ha ido la cabeza, pero, ¿sabes? No me importa. No me importa lo que pienses al respecto ni lo que opinen los demás. ¿Volverías para ser el padre de mis hijos? ¿Volverías para que, cuando los tuviésemos, la gente creyera que eres el abuelo y nos echásemos a reír mandando al mundo a freír espárragos porque serías el padre más atractivo, sexy, inteligente, sabio, entretenido, divertido, pícaro…? ¿Volverías para permitirme vivir contigo, ser tu cómplice, amante, amiga, aprendiz, compañera de la vida? Lukas, ¿volverías para poner en práctica aquella definición que me diste en Nueva York…? La lealtad, reciprocidad, fidelidad, complementariedad, incondicionalidad…”. Aguanté la respiración un momento y pasé el dorso de mi mano por la nariz, necesitando sorber fuertemente y tomar una buena bocanada de aire.

“A mí no me importa tu edad, ni tus circunstancias, ni que Iris sea tu hija o, por otra parte, una vieja amiga. No me importa que hayamos trabajado juntos, que tengamos que lidiar con gente como Igor —o peor—. Tampoco me importa un pito lo que vayan a decir otros que ni me conocen, ni te conocen, ni saben lo preciosos que quedamos en una maldita foto en el Empire State… No nos conocen por lo que su juicio no es más que un derecho que tienen pero que no debe perjudicarnos. Al fin y al cabo, ¿quiénes son ellos para nosotros aparte del resto del mundo ajeno a nuestra pequeña eternidad? En fin, lo he intentado. No creo que lo leas… Y si lo has hecho, gracias. Ich liebe dich, infinitamente, mein Schätz.”. Alcé el rostro y luché por que aquella lágrima no fluyese.

Capítulo cuarenta Lukas Schäfer A altas horas de mi madrugada, esperé, pacientemente impaciente, con el teléfono pegado a la oreja. —¿Sí? Cogí una profunda respiración y articulé: —Iris, tenemos que hablar.

Capítulo cuarentaiuno Floreció el mes de junio, mi mes preferido por excelencia, dando lugar a unos días en los que un agradable calor acaparaba la atención en las horas más diurnas y dando paso a un notable fresco al caer la noche, momento en el que descansaba de todo lo que se me había venido encima en el corto pero eterno transcurso de tiempo en el que me había visto privada de la presencia más significativa. Norman había intentado desintoxicarme del uso del e-mail, prohibiéndome seguir anclada al convencimiento de obtener respuesta alguna. Para él, si en aquel mes y pico Lukas no se había pronunciado, debía darme por vencida pues, estaba claro, no lo haría. Había estado todos los días, desde mi desliz, esperando encontrar un correo respondiendo al mío, profundizando en todos y cada uno de los puntos que le había abierto para replicar, rebatir y argumentar, pero, siendo coherente, habiendo pasado tanto tiempo desde mi flaqueo, no había posibilidad alguna de que eso fuese a suceder en algún momento. Y no había habido ni una sola noche en la que mis pensamientos no me hubiesen traicionado, haciéndome viajar hasta la ciudad de ensueño que me había permitido descubrirle y descubrir cuánto podía llegar a sentir por él, incluso bajo las circunstancias en las que nos encontrábamos, incluso sabiendo que, tarde o temprano, me vería viviendo el rechazo, la distancia y el inevitable curso del tiempo. Un tiempo que no me beneficiaba, que no me acompañaba y que, sin lugar a dudas, me recordaba lo que había tenido y lo que, en aquel momento, ya no tenía conmigo. Caminé hasta la empresa con un café en la mano y una simple blusa cubriendo mi cuerpo. Seguía sin estar acostumbrada a cruzar aquellos pasillos, aquellas enormes estancias, sin su presencia y no entendía cómo no me había vuelto loca todavía, estando muy a punto de ello y extrañándole como lo hacía. Si en los meses que habían pasado desde su marcha, desde su evidente ausencia en mi vida, no pasé página, ¿quién me aseguraba que, con un poco más de tiempo, lo haría? A fin de cuentas, por mucho que el tiempo curase todo, según creencias populares, había cosas que no tenían cura. La pérdida de un ser querido, en todos los sentidos de la expresión, era algo que perduraba por mucho que la intensidad no quedase estancada. —Estoy harta de proyectos a corto plazo. Joanne dejó caer unos planos sobre mi mesa, adoptando una postura casi chulesca, dejando caer su peso más en una pierna que en la otra, tras cruzar la puerta abierta de mi despacho. —¿Es que no van a ofrecernos algo digno? —Considero que todo lo que hacemos es digno. Le respondí desviando los ojos a la pantalla del ordenador. Por algún motivo, en ese instante, decidí actualizar mi correo con una esperanza que se apagaba, poco a poco, a cada nueva desilusión. —Tú mandas, lo sabes, ¿no? —Siguió. —Sí. —¿Por qué no hablas con Baumeister? —Porque tiene trabajo, como tú y como yo. De hecho, me pillas rellenando los formularios de control de calidad de la nueva galería de arte. Si quieres ayudarme, siempre puedes aportar tu granito de arena en la elaboración de la documentación de la obra o hacer un recuento de los presupuestos utilizados. —No me apetece tener que pasarme los días calculando presupuestos de demoliciones y construcciones que, o no terminan de resultar o no son nada del otro mundo. —Entonces, ¿por qué no hablas tú con Baumeister?

—Porque tú eres mi supervisora, me guste más o me guste menos. —Imagino que te gusta menos que más —siseé. —Creo que no estás dirigiendo lo suficientemente bien a este equipo. Aquello me había sentado como una soberana patada en todo el estómago pero intenté no verme influenciada por la respuesta emocional producida por su repentina crítica. —Supongo, entonces, que si tienes alguna queja, no es a mí a quien deberías extenderla. —Sólo pienso en mi futuro y en el futuro de esta empresa. —Entonces tenemos objetivos comunes. Me levanté de la silla para dirigirme a uno de los archivadores y guardar uno de los dossiers con los que había estado trabajando. Joanne, por su parte, continuó: —No creo que los tengamos —murmuró—. Llevo más tiempo que tú en esta empresa y, sabes, a diferencia de ti, entré por mi talento y fue un criterio totalmente objetivo el que me contrató. Mantuve los ojos fijos en el archivador, silente, antes de girarme con cuidado hacia ella, dejando a mis espaldas todos los archivos, la puerta abierta de mi despacho y las personas que, por momentos, cruzaban por ahí para dirigirse hasta algún otro punto de la planta. —Aprendí del mejor —farfullé, seria—. He aprendido del mejor arquitecto que ha tenido esta empresa, haya entrado por mi talento o por simples casualidades de la vida. Puede que no sepas que en esto, en lo que hacemos, el talento no lo es todo. Puede que hayas olvidado que existen otras características a tener en cuenta en este sector, como que, por ejemplo, hasta donde sabemos, somos un equipo y tu fracaso es el mío también. Si tú te equivocas, no importa cuán bien lo haya hecho yo, porque si tú la cagas… también es responsabilidad mía. —Pienso que eres demasiado joven para este puesto. —Y yo pienso que eres una bruja, pero, ya ves, no es más que una banal opinión sobre algo que no me toca a mí juzgar. —Hilda fue despedida, ¿por qué crees que tú no seguirás sus pasos? —Porque, te repito, aprendí del mejor. —Sí, pero ese mejor no está aquí para sacarte las castañas del fuego, ni va a volver para asegurar tu puesto en esta empresa. —Te confundes si crees que le necesito para permanecer en ella, Joanne. Le necesité para formarme, para aprender pequeños detalles que la carrera olvidó enseñarme, para pulir mi estilo propio y mi individualidad, la cual intento proyectar en este trabajo del mismo modo que animo a que proyectéis la vuestra. Un equipo no está conformado por una mente finalizando el trabajo de otra. Es la fusión de distintas aportaciones —espeté—. Te recomiendo, como supervisora y compañera de trabajo, que te guardes las opiniones para ti misma. Puede que hasta ahora no haya separado el compañerismo del ambiente laboral, pero no tengo problema para empezar a hacerlo si no comienzas a respetar los roles que tenemos en esta empresa. Tú tienes tu puesto, yo tengo el mío. Y creo que no cabe recordarte que el tuyo, Joanne, en gran medida, depende de mí. —Este puesto te queda grande… —De ser así te comunico que no es a ti decidirlo. Me hice a un lado y le mostré la puerta. Decidió, de forma sensata, abandonar mi pequeño despacho para marcharse sin pronunciar ni una sola palabra más, lo cual agradecí enormemente. Sentía que el puesto me quedaba grande. Sentía que no era mi sitio, que no era mi lugar, desde que él no se encontraba allí para recordarme lo mucho que tenía que aportarle a un sitio como Baumeister. Por algún extraño motivo, confiaba en su palabra. Confiaba en él cuando resaltaba mis cualidades, mis pequeños detalles individuales o cuando me aseguraba que era digna en el sector que

ambos amábamos. No aumentaba mi ego pero, indudablemente, conseguía que valorase todo lo que me obcecaba en infravalorar sobre mí. Y no era ningún secreto: Lukas depositaba una confianza en mí que me ayudaba a proseguir, a querer seguir siendo mejor, mejor y mejor. Pero, ¿de qué servía si no podía compartir con él todos y cada uno de los pasos que escalaba? ¿Qué diantres importaba mi superación profesional si no podía compartirlo con la persona que me había hecho —probablemente inconscientemente— adorar ese mundo? Si no podía acostarme en la cama, tras un día lleno de situaciones como la de Joanne, planos, proyectos y retrasos en los presupuestos, para contarle todo con detalles, enfadada, ilusionada, exaltada, molesta o feliz, ¿por qué buscar, contantemente, un éxito que, a nivel individual, para mí misma, ya había alcanzado? Era perfeccionista, me gustaba superarme a cada nuevo nivel, a cada nuevo paso al que me enfrentaba y con cada nuevo proyecto que me era otorgado por parte de Baumeister, pero me faltaba él, como guía, como compañero, como amigo, como supervisor, como amante… —¡Traigo comida mejicana para mi trabajadora preferida! Elevé los ojos, sentada en la butaca de mi escritorio. Norman aparecía ante mí con un clásico sombrero marrón sobre la cabeza, una desgastada camiseta blanca con cuello en pico y unos llamativos pantalones morados. —Es el único modo que tengo de estar seguro de que alimentas tu precioso cuerpo. —Últimamente estás demasiado animado. —O tú estás demasiado ladradora. Elevó su pie hacia atrás, empujando la puerta que, acto seguido, se cerró tras su espalda. —Es porque llevas mucho sin follar. Lo entiendo. —O porque tengo muchísimo trabajo —le dije. Se acercó hasta el escritorio y dejó caer suavemente la bolsa que contenía la comida. —Porque no todo se reduce a follar —añadí. Me crucé de brazos sobre el escritorio, mirándole. —Pues, con todo el cariño, te vendría bien. —Sí, seguro que me echarías un grandísimo polvo y se me pasaría la gilipollez, ¿verdad? —Guau, guau —imitó a un perro, poniendo los ojos en blanco, antes de coger asiento frente a la mesa. Negué con la cabeza, dejando caer la espalda hacia el respaldo de mi butaca. —Puede que tengas que madurar, Norman. Sólo piensas en sexo, en guarrerías, en gilipolleces que no te van a llevar a ninguna parte en lo sentimental. Desde lo de Betta, estás distinto. Ni siquiera intentas superar esa tontería que crees que tienes con la fidelidad. Puede que si no eres fiel es porque no te dé la santa gana serlo, porque decidas seguir siendo el mismo niño picaflor de las narices. Acomodado frente a mi escritorio, ladeó delicadamente la cabeza para escucharme, con una cómoda postura y los dedos de sus manos entrelazados sobre su bajo vientre. Serio, me observó, pacientemente, hasta percibir mi mutismo. —¿Has acabado? —Preguntó. Pestañeé, sin más, con la respiración ligeramente irregular. —¿Qué te apetece más, un burrito de pollo o uno de ternera? Colocó la bolsa sobre sus muslos y sacó varias cosas cubiertas por papel de aluminio, deslizándolas suavemente sobre la superficie y sacando unos botecillos que contenían las salsas. —Prefieres el de pollo, ¿no? —Sí. Me lo tendió, sin contacto visual mientras deshacía el papel que envolvía el suyo y se ocupaba de

condimentarlo. En silencio, recostó su espalda sobre el asiento en el que se encontraba y empezó a comer, con tranquilidad. No me apeteció darle ni un bocado al mío, pese al delicioso aroma que desprendía. Era increíblemente absurdo lo mucho que había llegado a querer a Lukas hasta tal punto de considerar que me faltaba una parte de mí misma en todos esos días en los que me seguía viendo privada de su presencia en mi vida. Él me había venerado y adorado como si no hubiese nada más que no fuese mi única presencia para después, en el curso de unas semanas, olvidar mi mísera existencia. Era absurdamente doloroso lo mucho que me había entregado a todos aquellos sentimientos sucediéndose en un rápido transcurso de tiempo, pues él no necesitó más de unos días para descubrirme un mundo que, en la actualidad, habría preferido seguir desconociendo. Muy a pesar de tener el convencimiento de haber sido testigo de cosas tan maravillosas como el modo que tenía de mirarme, la forma que tenía de despertarme, la manía que tenía de acariciar o limpiar mis labios con su pulgar, o simplemente el modo que tenía de pronunciar mi nombre con aquel maldito deje. Era dolorosamente intenso el vacío que me punzaba cuando la mente me traicionaba, enviándome a unos sueños que no eran mejores que la realidad vivida pero que me permitían seguir pensando en una historia que nos tuviese a él y a mí de protagonistas. Y era intensamente desastroso que su ausencia y su rechazo ocasionaran que mis ánimos, así como todos los pilares que formaban mi vida, decayesen. Norman tiró del respaldo de mi butaca para alejarla del hueco del escritorio, girándome para acuclillarse frente a mí. —No sé cómo te sientes porque soy de los que creen que los hombres y las mujeres viven el asunto de forma muy distinta. No puedo adivinar siquiera cómo te sientes habiendo sido la primera vez que juegas un partido como este, descubriendo que puedes pasar de ser la persona más afortunada del mundo, sintiéndote amada, a no ser más que un simple mortal que deambula como todos los demás —tomó mis manos, entrelazando sus dedos con los míos—. Intuyo que es igual de mierda que cuando te das cuenta que eres casi incapaz de aguantar más de tres meses con la misma persona, así que me hago cargo de lo mal que debes estar pasándolo. Al principio te decías que todo pasaría, que, tarde o temprano, se obraría un milagro y podrías seguir con todo lo bonito que era. Después, seguramente, te dijiste que el tiempo lo pondría todo en su sitio. Y ahora, imagino, debes estar torturándote con todas unas probabilidades que no tuvieron lugar —besó mis dedos, suavemente—. Piensa con la cabeza, Elsa. Olvídate de lo que sientes, de todo lo que te ha hecho vivir, de todo lo magnífico que te ha hecho sentir. Piensa con la cabeza y dime, ¿lo repetirías aun sabiendo lo que eso conlleva? ¿Volverías a hacer exactamente todo igual, del mismo modo, sabiendo que, después, todo terminaría en esto? Pestañeé con mis vidriosos ojos. —¿Lo harías? —Insistió. ¿Qué no haría por volver a tener a Lukas conmigo? ¿Qué no haría por despertar en la cama del hotel de Nueva York, con unos susurros en su idioma nativo y unos cálidos besos por mi cuerpo? ¿Qué no haría por contemplarle haciendo lo que más le gusta, lo que tan bien se le da hacer? ¿Qué no haría por sentirme, nuevamente, la persona más especial del mundo? —Sí. Contesté con determinación. —Lo repetiría, todo. —Pues, entonces, ¿no ha merecido todo la pena? Apreté los labios y, en un nuevo pestañeo, sentí cómo las lágrimas trazaban camino sobre mis

mejillas. —Sí… —Señoría, no tengo nada más que añadir. Escuché la suave risa escapar de entre sus labios y, levantándose, me robó un beso. —Lo siento, no he podido evitarlo —se encogió de hombros, distanciándose de la butaca—. Me he visto en la obligación de cobrarme una recompensa por haber soportado que me llamases infantil, denotando, con tus palabras, que sufro algún tipo de perturbación sexual que, entre tú y yo, tengo más que a raya. Cuando Norman abandonó el edificio, tras una hora en la que intentó hacerme comprender cómo se podía montar una exitosa cadena de hoteles, lo que había sido su sueño desde crío, volví a quedarme sola en el despacho, precipitándome a ocupar mi mente con otra cosa que no fuese el vacío que seguía haciéndose notar en el interior de mi pecho. El corazón consiguió darme un vuelco cuando, al entrar nuevamente en Internet, aparecían dos nuevos mensajes en la lista de correos. Uno de ellos era en respuesta de unos asuntos del proyecto que se estaba llevando a cabo en una nueva galería de arte de la ciudad, la cual me llevaba casi por el camino de la amargura, incluso a tan poco de terminar con ella. El otro, sin embargo, ante mi magnificente decepción, era de Baumeister. “En dos semanas me acompañarás a Nueva York para la convención que tendrá lugar en uno de los hoteles más representativos. Necesito que me adjuntes algunos documentos personales para poder proceder a llevar a trámite todo lo que necesitamos para viajar. Conozco a alguien que lo agilizará todo para tan poco tiempo. Son tres días.” Sentí que el aire dejaba de fluir libremente por mis pulmones, provocando que un sofocante calor colapsase todo tejido de mi piel. Aquello no podía ser. Era imposible que tuviese que viajar a Nueva York después de todo lo que… Presa del pánico, me levanté deprisa del asiento para salir corriendo de mi despacho, dirigiéndome al cuarto de baño. Tuve la inmediata necesidad de vomitar y me encerré en uno de los habitáculos de los servicios. Tras ello, me encontré sentada en el suelo, junto a la taza del váter, con las rodillas contra el pecho, concentrándome en respirar con cierta profundidad para evitar que el nerviosismo siguiese extendiéndose por todas mis articulaciones. No podía volver a Nueva York. No podía cruzarme con él sabiendo que, seguramente, había llegado a leer mi correo y no se había pronunciado al respecto. No podía encontrarme en aquel ambiente, en aquella ciudad que me recordaba lo estúpida que había sido, divirtiéndome con quien no debía y viviendo una experiencia que debía estar, como mínimo, prohibida. Si volvía, si ponía mis pies en la gran ciudad… no lo superaría, no avanzaría y terminaría siendo presa y víctima de un círculo vicioso al que no quería someterme. —Elsa, querida, llevo diez minutos intentando dar contigo. A mi salida de los servicios, con el pánico anclado al cuerpo pero con unas respiraciones más propias de una persona normal, me vi sorprendida por Baumeister. —En cinco minutos, quiero que te unas a nosotros para la conferencia que tendrá lugar en la sala de reuniones. —¿Conferencia?

Baumeister, en lugar de proseguir, me miró extrañado. —Elsa, ¿te encuentras bien? Pasé el dorso de mi mano por mis labios. —Sí —mentí. —Estás… —calló—. Tienes mala cara. —Me ha sentado mal la comida —volví a mentir. —¿Crees que estarás en condiciones para la conferencia? No podía abandonar mi puesto de trabajo por un ataque de pánico producido por la peor y surrealista de las noticias. —Sí, señor. —Edgar se encarga de la convención en Nueva York —me explicó, rápidamente—. Aparte, sin embargo, se encarga de una de las comunidades más extensas de arquitectos de habla inglesa. Ha pensado en que se organice una pequeña convención en Milán y he propuesto que sea mi empresa, así como mis trabajadores, quien la organice de cara a septiembre. —Entiendo. —Tu equipo es, hoy por hoy, lo mejor que tengo y sé lo mucho que te gustan las charlas sobre la arquitectura orgánica. Me dedicó un amable guiño, sonriente. —¿Ese será el tema de la convención en Milán? —El principal debate, así es. —¿Y el de Nueva York? Lo pregunté en un diminutivo susurro, perdiendo la voz al recordar que tendría que enfrentarme a un inesperado e indeseado viaje a aquella ciudad en la que él se encontraba… —Los neoyorquinos están preocupados por la sostenibilidad de la arquitectura sustentable. —¿Los yankees se preocupan por la eco-arquitectura? —Eso parece —puso los ojos en blanco—. Edgar asegura que están interesados en minimizar el impacto ambiental que tienen sus edificios sobre el medio ambiente. Sea como sea, va a ser una convención a la que asistiremos con mucho gusto aunque sea para ver hasta qué punto les apetece invertir en ello. No es que seamos una empresa que se dedique a esa modalidad, pero creo que también será interesante para nosotros. Puede que aprendamos un par de cosas para un futuro. No deja de ser una quedada masiva de arquitectos del mundo entero para exposiciones, debates y prolongadas charlas sobre ello —le restó importancia—. Pero, como debiste ver con Lukas cuando fuisteis, Nueva York abre muchísimas puertas. Los dos caminamos hasta la sala de reuniones. —Ahora, sin embargo, vamos a organizar la convención de Milán para septiembre —dijo, abriendo la puerta. Me encaminé, sigilosamente, hasta una de las butacas vacías de la alargada mesa de la sala, en la que, en ese instante, se llevaba a cabo una conversación entre distintas personas de la plantilla. Saqué el teléfono móvil para disponerme a silenciarlo, escuchando el murmullo que se creaba a mi alrededor cuando el señor Baumeister procedía a teclear sobre su portátil. Tras él, descendió una enorme pantalla blanca en la que se proyectaría la conferencia llevada a cabo mediante videollamada. E: No te vas a creer dónde me mandan en unas semanas.

N: ¿A Cancún? Por fa, por fa, llévame contigo. E: Ojalá (a las dos cosas). N: ¿Adónde, dichosa? E: A Nueva York. N: ¿Es una broma? E: Lo parece, ¿verdad? Alcé el rostro sin interés, únicamente para comprobar que Baumeister no estuviese pendiente de cómo me desahogaba mediante el uso del móvil. N: Un poco… E: No sé qué voy a hacer, Norman. No puedo irme, no puedo ir allí. N: Sí, capto tus pocas ganas pero… E: ¿…pero? N: Es trabajo, Elsa… E: Es una pesadilla. N: Puedo hacerme una idea, pero…¿recuerdas la conversación que hemos estado manteniendo en tu despacho? E: Que no me arrepienta, que sea capaz de repetirlo todo, una y otra vez, no quiere decir que crea estar dispuesta o crea ser capaz de… N: ¿De qué, de pisar una ciudad por trabajo? E: No es una ciudad cualquiera. N: Puede que debas pensar en ella de ese modo. E: Es donde le tuve. N: Razón de más para que te traiga buenos recuerdos. E: Odio tu maldito humor positivo.

N: No, odias no ser capaz de sacar eso tú sola. Siempre voy a ser tu polo positivo, y lo sabes. No sólo odiaba que fuese tan positivo, también odiaba que, a menudo, tuviese tanta razón… Dejé el móvil sobre mi vientre, con las piernas cruzadas bajo la alargada mesa, esperando con impaciencia que el sonidito de la aplicación de video-llamadas cesase. Era una repetitiva melodía que estaba acabando con mi paciencia. Pensándolo bien, sin embargo, era probable que mi impaciencia se debiera a la poca tolerancia que me definía en los últimos días. Quizá Norman tuviese razón (para variar) y necesitase desfogarme en términos más… —¡Vaya sorpresa! Alcé el rostro para contemplar a Baumeister, quien acababa de pronunciarse con extrema alegría, y lo hice antes de descubrir quien aparecía reflejado en aquella enorme pantalla, a ojos de todos los ocupantes de aquella sala de reunión. —No es nada más y nada menos que mi mejor arquitecto. Lukas esbozó una comedida y, a su vez, tímida sonrisa mientras dedicaba un generalizado saludo a la sala. —Ephram, me halagas —pronunció, seguidamente. Se le veía asombrosamente bien… A su lado, una rubia con elegantes gafas, tomaba notas y buscaba el modo de enfocar la pantalla. Acto seguido, se dirigió a nosotros, presentándose como una tal Katja. —No sabía que participarías por tu cuenta en la convención de Milán —prosiguió Baumeister, acomodado en su butaca, dándonos la espalda para encarar la enorme pantalla. Empecé a sentirme pequeña, cada vez más diminuta, siendo testigo de cómo el tiempo había cuidado de él y cómo, por lo contrario, había sido injusto conmigo. Le tenía ahí, ante mis ojos, en grandes formas, comunicándose con una naturalidad que veía inapropiada para lo que habíamos pasado. No obstante, era evidente que nos encontrábamos en nuestros respectivos puestos de trabajo por lo que no había cabida para ningún comportamiento que no fuese el más puro profesional. Le veía y contemplaba, adorándole y reprendiéndome por ello a partes iguales, sin saber si él conseguía, en una pantalla más reducida. Katja, con unos labios casi más carnosos que los míos, se aproximó a Lukas para comentarle un pasaje de un documento en cuestión, pronunciándose en alemán y, después, dejando escapar una palabrilla en inglés. Él había mantenido su rostro ladeado hacia ella, escuchando con concentración y mis tripas, indiscutiblemente, habían terminado por revolverse, obligándome a sentir una notoria incomodidad. —He estado trabajando en unos proyectos que pueden ayudarte para el discurso de bienvenida y presentación. No es nada del otro mundo pero creí que, dada mi experiencia, necesitaríais un par de cosas sobre ideas ecológicas. Sé que Baumeister nunca se ha centrado principalmente en este tipo de arquitectura, pero, aquí, los neoyorquinos, parecen empezar a tomar conciencia del impacto que tiene la edificación en los recursos naturales. ¿Por qué seguía produciendo aquel efecto en mí…? —Creo que sería prudente que nos hiciésemos con algún contrato que os permita tomar contacto con ese terreno —añadió. —No sé cómo lo haces, hijo, pero siempre das en el clavo. —Sé que en Milán habrán muchas más personas que en la convención que se está terminando de

organizar aquí, en Nueva York, pero no hemos de dejar que eso influya para lo que vamos a debatir. Sea como sea, la eco-arquitectura es parte de un futuro inminente en nuestro sector. Katja volvió a inclinarse hacia él, entre susurros. —Ah, sí —le agradeció la información en alemán antes de volver a dirigirse a los presentes—. El tema de los presupuestos es, quizá, lo que más se deba trabajar. Sabemos que es un tipo de inversión costosa pero, como en todo, debemos partir de la base de que… —¿Por qué se preocupan tanto por la arquitectura ecológica ahora? —Una de las mujeres de la mesa le interrumpió—. No sé cómo lo veis los demás, pero, en mi opinión… no es más que una pérdida de tiempo. Los americanos nunca van a pensar en invertir en beneficio de los recursos naturales cuando son los primeros que acaban con ellos. Seamos realistas, no es que sean precisamente los impulsores del cambio. —Eso es tristemente cierto —le respondió Lukas, antes de verse interrumpido por las palabras en alemán que Katja, nuevamente, le dedicaba casi en petit comité—. Sin embargo, sí invierten una gran cantidad de dinero en recursos renovables, y están dispuestos a invertir en beneficio de los recursos naturales. Estando en el momento en el que estamos, más o menos conscientes de lo que nuestro paso por esta tierra implica, degenerando gran parte de un entorno que debemos preservar, no es descabellado creer que quieran destinar su dinero en construcciones, entre otras cosas, que no alteren el ecosistema. Si no hubiese estado tan molesta, con aquellas emociones encontradas y contrariadas, hubiese caído rendida ante su exposición. Porque si había una cosa que seguía apasionándome de él, más allá de todo lo que le caracterizaba, era lo apasionado que era en lo suyo. —Entiendo, Lukas —Baumeister habló, más serio—. Mi pregunta es, sin embargo, ¿por qué no estamos tratando la convención de Milán? —Porque debía dejar claro unos puntos sobre la convención que tendrá lugar aquí, Ephram. Desgraciadamente no podré participar en ella por motivos personales. Estaré en Berlín —respondió Lukas, con mayor seriedad—. Me encantaría recibirte, a todos, de hecho, pero me será imposible. Es por ello que Edgar, que ha tenido que tratar con unos socios en Nueva Zelanda y por eso no ha podido comunicarse contigo, me ha pedido que os encamine un poco a la inminente reunión neoyorquina. —Bien, bien… Es una lástima que no vayamos a poder contar contigo allí, Lukas. Me sentí extraña. Por una parte, que no fuese a estar en la ciudad, esa misma a la que me negaba a volver aunque fuese por trabajo, era todo un alivio porque no concebía el modo de enfrentarme a él tras lo que habíamos vivido y, sobre todo, tras la desastrosa distancia y el desafortunado rechazo que había recibido por su parte. Por la otra, sin embargo, sentí que se alejaba cada vez más de mí, como si no fuese a tener la oportunidad, en ningún futuro próximo, de aferrarme a su cuerpo, aspirar su aroma y escuchar su profunda y calmada respiración, recordando lo hermoso que había sido ser la elegida para conocer y caer rendida ante su humanidad, la esencia de la que seguía tonta y profundamente enamorada. —Respecto a Milán, Ephram, tenemos tiempo. El caso es barajar los beneficios y los riesgos que supone la modalidad orgánica teniendo en cuenta el hábitat humano así como tratar las inversiones, la gestión-conservación y el medio ambiente. —Eso por sentado —Baumeister movió la mano y un par de participantes anotaron cosas en sus cuadernos—. Lo tendremos en cuenta. Esperamos poder contar contigo en ella. —Milán no me lo pierdo por nada del mundo. Prometido.

Esbozó tan bonita sonrisa que creí que me derretía. Katja volvió a interrumpir la conversación y, esta vez, se acercó demasiado, a pocos centímetros de su oreja. Tosí bruscamente, no por llamar la atención sino porque me atraganté con mi propia saliva. Ronnie, que permanecía a mi derecha, ladeó su cuerpo hacia mí para golpear suavemente mi espalda. —¿Estás bien? —Bisbiseó, con ligera preocupación. Asentí con la cabeza bruscamente y alcé los ojos a la pantalla. El señor Baumeister estaba dando por finalizada la reunión y Lukas, con una imperturbable belleza, —al menos para mí, quien, tontamente, seguía enamorada hasta las entrañas de él—, se despedía, a su turno, con una sonrisa y unos generalizados buenos deseos. Lo último que escuché por su parte fue una promesa en la que le recordaba al señor Baumeister que, esa misma semana, tendrían un contacto telefónico. Al volver a mi despacho, tras conversar con Ronnie sobre su preocupación acerca de la de cálculos que se le venían encima con las próximas convenciones, me dejé caer sobre la butaca para fijar la vista en el teléfono negro de la empresa, queriendo engañarme a mí misma. Deseaba decirme que todo había terminado, quería creer que nunca nadie volvería a utilizarme y que nunca nadie obtendría de mí aquel sentimiento, magnificente, implacable e incoherente. Pensaba en que no permitiría que nadie volviese a cautivarme de ese modo, que jamás nadie volviese a encandilarme con una simple mirada, un maldito hoyuelo y todo un sinfín de apasionantes características, pero, ¿de qué servía aquella triste exposición hacia mí misma? ¿De qué servía hacerme una promesa, decir “hasta aquí hemos llegado”, si era incapaz de deshacerme del cómo me había mirado, del cómo me había besado y del cómo me había fascinado con todas y cada una de las conversaciones que habíamos tenido? Respiré profundamente. Seguía sintiéndole sobre mi piel.

Capítulo cuarentaidós La frustración me concomía por dentro, me ponía nerviosa e incluso llegaba a desquiciarme, provocándome una serie de pensamientos que nada tenían que ver con todo lo que había llegado a pensar sobre él o sobre nosotros. Lo que debía ocurrir, ocurriría. Lo que fuese que estuviese destinado a pasar, pasaría. Y mi odio por no saber gestionarlo aumentaba por momentos. Cuando creía que disminuiría, que la pena cedería al paso del tiempo, sus labios me absorbían en sueños y bebían de la ilusión que me hacía sentirle, pues, al despertar, volvía a encontrarme en la cama completamente sola, abatida y decepcionada. Esperé. No sabía por cuánto tiempo me tocaría hacerlo, no sabía cuánto sería capaz de esperar, pero lo hice. Aferrándome a la cordura, a todos los años en los que no había sabido de él ni tenía necesidad de ello. Pero cómo habían cambiado las cosas… Incluso meses después, incluso siendo víctima de su rechazo, de su poco interés hacia mí, tenía necesidad de él. Y me bastaba con escucharle hablar de arquitectura durante cinco horas seguidas. Eran las nueve de la mañana y esperé, intranquila, nerviosa e inquieta, sobre la cama, tras haber avisado de mi retraso. —Elsa… —He calculado la diferencia horaria y sé que son las tres de la mañana pero no tienes ni idea de lo poco que me importa no permitirte seguir durmiendo cuando he estado pasando, en los últimos meses, noches que son dignas de cualquier película de miedo psicológico. Se hizo un silencio tras mi extensa respuesta y, cuando escuché la profundidad de su suspiro, sentí una agravada amargura. —Sé que estás enfadada… —Tú no sabes nada —le contesté, agobiada por la cantidad de cosas que pretendía decirle y que, en aquel instante, parecían no surgir de entre mis labios. —Entiendo que lo estés, de verdad, pero esta llamada… —¿Cuál es el problema? —Le interrumpí, no queriendo saber qué era lo que pensaba de mi impulsividad al llamarle—. Dime, ¿qué es lo que ha impedido que tuvieses una mínima de decencia y te dirigieses a mí para, al menos, apaciguar el sufrimiento que ha estado provocándome la eterna espera? ¿Te haces una idea de lo horrible que es esperar algo que tú has sabido, desde un principio, que no iba a recibir, que no me ibas a proporcionar? —Mi marcha a Nueva York… —¿Crees que eso es lo que me ha enfadado? —Volví a interrumpirle, sintiendo cómo la ira escalaba mi garganta—. Me importa una mierda tu traslado. Lo que me ha enfadado, dolido y hundido, Lukas, es tu falta de tiempo y dedicación. —He estado muy ocupado, Elsa. No se trata de una excusa. —Vamos… que no he sido suficientemente importante para ti como para que me dedicases un solo minuto de tu tiempo. —¿Y qué es lo que hubiese hecho con un minuto? —Replicó, en un prolongado suspiro—. Dime, ¿qué es lo que podría haber hecho con ese minuto? Porque para mí tampoco ha sido sencillo. ¿Crees que habría podido saciar mis ganas de ti en ese solo minuto? Porque, personalmente, creo que ninguno de los dos hubiese calmado su desazón con ese breve tiempo. —En ese minuto puede que no nos hubiésemos saciado pero podríamos habernos evitado el maldito dolor… Si sólo me hubieses dicho las cosas, si sólo me lo hubieses dejado claro, Lukas…

—Te dije de proseguir con tu vida, schön. —Porque creíste que es lo que debías hacer, pero sabes tan bien como yo que no es lo que quieres que haga. —No soy una persona egoísta. —No, pero, ¡maldita sea, estabas enamorado de mí! Y, vale, puede que no sea una enterada del tema, que esto es muy nuevo para mí, pero creo que cuando estamos en ese estado somos capaces de pedir cosas que en nuestro sano juicio moral no creeríamos justo pedir —espeté, a mi turno, con lágrimas nublándome la vista sin llegar a turbar mi extraña acritud. —No hables en pasado. —Sí, sí hablo en pasado porque, en el presente, en el aquí y ahora, todo se ha ido al garete porque te arrepentiste. —Nunca me he arrepentido —pronunció, tajante—. Jamás me he arrepentido de ti o de lo que hemos pasado. Puede que me haya preguntado el por qué o que me haya sentido francamente mal por haber sido tu primero en algo que puede ser tan fascinante como desastroso, pero nunca me he arrepentido de que ocurriese. ¿Cómo podría hacerlo? Me tienes a tus pies desde el principio, Elsa. Me rendí a ti mucho antes de que tú supieses que lo había hecho e incluso antes de que yo mismo fuese consciente de ello. —Y me dejaste ir… —¿Y qué otra cosa podía hacer? —¿De verdad lo preguntas…? —¿Arrastrarte conmigo? —Inquirió, ignorándome—. ¿Eso es lo que hubieses querido? Porque de eso sí me hubiese arrepentido. A veces, cuando quieres tanto a alguien… debes dejarlo ir. —¿Piensas seriamente de ese modo? —En mis circunstancias, Elsa, sí… —¿Y en las mías…? —No entiendo tu pregunta —habló en un susurro. —Esas son tus circunstancias, pero, ¿y las mías? —No lo sé, Elsa, ¿cuáles son esas? —Seas las que sean, me impiden desistir —murmuré. —Lo imaginaba… —Y me duele tanto que tú lo hayas hecho… —Elsa… —No, no —fui rotunda—. Siempre he tenido claro que Norman era mi ancla, que jamás me decepcionaría. Desde hace años, ha sido la única persona a la que le confiaría hasta mi vida Pero apareciste tú, aunque realmente lo que hiciste fue re-aparecer. Le diste un giro inesperado a mi vida, te hiciste un hueco en ella y conseguiste proporcionarme un sentimiento que, pese a múltiples intentos, nadie había conseguido mostrarme. Te hiciste tan esencial que, aun sometida a la oscuridad, en los días en los que me hacías especial falta, tu recuerdo era lo que me hacía proseguir. Un recuerdo de lo que habíamos sido junto a la ilusión de lo que podríamos haber sido —sentí la punzada atravesar mi pecho y dejé que fluyera—. No sólo te veía como el padre de mis hijos sino que también veía el paso del tiempo a tu lado, compartiendo… —Fruncí el entrecejo, sintiendo unas repentinas ganas de estampar el móvil contra el suelo, enrabietada y desesperada—. Lo que intento decir es que deposité en ti una confianza, una fe y unas expectativas que me han llevado a la más simple de las miserias. Nunca hubiese desistido. Nada me habría empujado a desistir contigo, pese al deseo que tenía de acabar con todo este asqueroso e innecesario sufrimiento. Supongo que, a

diferencia de ti, tú sí has sido suficientemente importante para mí como para querer darlo todo por ti, como para querer seguir luchando por lo que otros ven incoherente, impropio y poco correcto. —Elsa… —No te culpo por escuchar las sabias palabras de tu hija. —Venga, ¿quieres hacer el favor de escucharme…? —No, Lukas, porque te llamaba para que tú me escuchases a mí. Digo yo que si hubieses querido que te escuchara, me hubieses llamado tú, ¿no? —Sé cómo te sientes… —No sabes absolutamente nada. —Te conozco. —Y una mierda. —Y tú me conoces a mí. —No estoy tan segura —proseguí, contundente. —Y sé cuánto se teme a lo que se desconoce. —No te atrevas a psicoanalizarme… —Siento no haber hecho las cosas como te hubiese gustado que las hiciese —volvió a susurrar, como si de una delicada confidencia se tratara—. Si crees que eso implica que te quiera menos o que yo lo haya vivido de distinto modo… —Te codeas con ayudantes preciosas. —Elsa, por favor… —Sólo constato un hecho. —Es irrelevante —rebatió, más despierto que al inicio de nuestra conversación—. Katja no es más que, eso, una ayudante. —Intuyo que debió estar ayudándote a reducir el espacio físico entre dos cuerpos. —Elsa, por favor —volvió a decir, en un suspiro. —No, tranquilo, una se acostumbra a ver tanta mariposa aleteando alrededor del mismo capullo. —Entiendo que tu malestar tiene fases muy dispersas. —Debí imaginar cómo serían las cosas tras tu marcha. —¿Qué cosas? —Tu éxito con las mujeres. —Ya empezamos… —No, no —dije, de forma repentina—. Ni mucho menos. —Elsa, por favor, deja de comportarte como una niña. —¿Por qué, no es acaso ese el motivo por el cual no estamos juntos? —Esto no va a ninguna parte… —Tienes razón. No sé por qué motivo creí que hablar contigo me ayudaría a procesar el rechazo que he obtenido por tu parte. —Escucha… —su voz de hizo eco en mi oído—. En ningún momento he tenido intención de rechazarte. Alejarte de mi vida no entraba en mis planes, Elsa. A decir verdad —dijo, como si cayese en la cuenta de ello en aquel preciso instante—, nada que tuviese que ver contigo entraba en mis planes. Tú y las intenciones no tenéis nada que ver en esta historia pues, ciertamente, como bien sabrás y habrás podido comprobar, ni tú tuviste intención alguna conmigo, ni yo tuve ninguna contigo. Sucedió. Ninguno de los dos planeó que ocurriera. De ser así, habríamos sido unos completos insensatos teniendo en cuenta que con ello, con lo nuestro, no hemos tenido en mente todo lo que podríamos llegar a afectar a nuestro alrededor. Y sí, lo sé —habló, antes de que pudiese

interrumpirle—. Soy el primero que te ha dicho siempre que intentar contentar a todas las partes es una pérdida de tiempo. Sin embargo, no sé ser egoísta. Al menos no en unas cosas… —Quisiera dejar de pensarte, de sentirte… —A mí no me gustaría que lo hicieses. —¿De qué me sirve? —A mí me sirve. —¿Repetirías? —¿Cómo? —Inquirió, sin comprender. —¿Repetirías el encuentro en el metro, en tu apartamento? ¿Repetirías nuestros días en Nueva York? —Volví a preguntar, con la voz quebrada—. Di… ¿Lo harías? —Elsa, te repetiría. A ti, al primer beso, a la primera vez, a tu primer ataque de celos, a tu inseguridad, a tus maneras de deshacerte verbalmente de tipos como Igor, al modo en que me miras… Atrapé mi labio inferior con los dientes, dejándome caer hacia atrás sobre la cama, teniendo que ahogar el hiriente gemido que, impertinente, escalaba por mis cuerdas vocales. —Y me sirve saber que tú sientes lo mismo. Para mí es muy significativo que, después de todo, sigas pensando en mí, sigas sintiéndome tan fuerte. Que la distancia no haya arremetido contra ese sentimiento… —La decepción sí lo hace, Lukas. —No desistí contigo… —Sí, sí lo hiciste… —Elsa, me fui a Nueva York porque esos eran los planes. Me esperaba un proyecto importante al que llevaba tiempo preparándome. Y, mi vida, ambos sabíamos qué era lo que ocurriría. —Sin llamadas, sin mensajes… —También está siendo duro para mí… —Rodeado de ayudantes guapas… —Elsa, por favor… —susurró. —No has apostado ni un centavo por lo nuestro. —Creo que estás acusándome sin más… —Creo que has jugado conmigo —le contesté. —Estás siendo sumamente injusta. Me gustaría que, por un minuto, sólo un minuto, calzases mis zapatos para poder ver cuánto te equivocas —me respondió—. Acabo de decirte que te repetiría, a ti, en todas tus versiones. Incluso en tus peores. Digo que te pienso, más de lo que debería, que no puedo sacarte de mi cabeza, que cierro los ojos y en lo único en lo que me concentro es en ti. —¿Cuándo eso, cuando estás con otras? —No hay “otras”, Elsa —noté el aguante de su crispación. —Ha pasado mucho tiempo… —Más para mí que para ti, ambos lo sabemos. —… —No te lo echo en cara —musitó, con delicadeza. —Me arrepiento tantísimo… —No debes. —Me dejaste ir y… —No te dejé ir —me cortó, tajante—. Deja de tacharme como un insensible que se aprovechó de ti. Te dije que me iría. Te dije que debía ir, que debía ocuparme de ese proyecto.

—Sabía que te irías, no soy estúpida. Sólo creí que sería en distintas circunstancias. No lo sé, pensé que, quizá, tu hija no metería la mano hasta el punto de cambiar nuestra relación. —Mi hija no cambia lo que siento por ti. —Pero sí cambió tus formas conmigo. —Oh, venga, permíteme flaquear, ¿quieres? —… —Has creído tontamente que por ser el más adulto de los dos, el mayor, me estaba prohibido flaquear, venirme abajo y dudar hasta de mis propias convicciones —prosiguió—. Es posible que no tenga ni la mitad de inseguridades que tú, tampoco gran cantidad de dudas existenciales, Elsa, pero, maldita sea, antes de padre, antes de hombre y mucho antes de arquitecto, soy persona. Un ser humano que tiene total derecho a equivocarse, a cometer un error, a arrepentirse y a sufrir las consecuencias. Asimismo, también me corresponde dudar, temer y actuar de acuerdo a lo que pueda creer que es correcto en un sentido e incorrecto en otro. —Entonces, ¿crees que has… cometido un error? —Sí. Es más, no lo creo, sé que lo he hecho. —¡Ah, bueno…! —Cometí el error de desistir creyendo que era lo correcto, creyendo que con ello te haría un bien a ti y, en un futuro, un bien a mí mismo. ¿Qué debía hacer? No soy ningún irresponsable. Pienso en las cosas, pienso en el futuro, pienso en lo que nos puede deparar para ambos y… —¿Y…? —Y me asusté —masculló—. Me asustó que estuviese tan enganchado a ti, sobre todo cuando pensaba en el futuro y las expectativas que podrías tener al respecto. Casarte, formar una familia… Bien, pues me asusté. Porque creo que debes casarte, debes formar una familia, pero no sé si yo soy el indicado para ello. Por mucho que te quiera, por mucho que tú me quieras a mí… —Adiós, Lukas. —¿Qué? No, espera, no me cuelgues. —¿Tú tuviste miedo…? ¿Tú? —Vuelves a olvidar que soy una persona… —Tengo que colgar. —¿Tienes que hacerlo o quieres hacerlo? —Ambas cosas. —Te pienso todo el tiempo —murmuró. —Déjalo, no te esfuerces. —Elsa… —¿Qué? —Una vez más. —¿Para qué…? —Para calmar nuestra necesidad del otro. —No puedo… —Mein Schatz… —No me llames eso… —No hay otra persona a quien pueda llamárselo… Resoplé profundamente, con la mano libre acomodada sobre mis ojos, impidiéndome ver la luz natural en mi dormitorio y así, de paso, ocultar la humedad de éstos. —No me llamaste, no me escribiste, ¿y ahora quieres que te diga algo que ya sabes, que ya

demuestro? —Quiero escuchártelo… —Si me hubieses llamado, lo habrías oído mil veces… —¿Me quieres, Elsa? Mi silencio no formaba parte de ninguna duda. Le quería, sí. —¿Sigues ahí? —Preguntó, tras mi mutismo. —Sí… —¿Me quieres? —Sí… —Te quiero —contestó, aliviado. —Pero de nada sirve, ¿verdad? Seguirás en Nueva York, seguiré aquí y seguirá habiendo un abismo entre los dos. Seguirás creyendo que, pese a yo desearlo, pese a habértelo comunicado, no puedes ser al padre de mis hijos ni la persona que envejezca a mi lado, pues, a ojos ajenos, es lo más incorrecto del mundo —bufé—. No es incorrecto prohibirles a dos personas que sientan algo tan natural como lo que sentimos, no, es incorrecto que, precisamente, dos personas, de distintas edades, se entreguen a algo que aparece, arremete contra ti y a ver si tienes huevos de negarte a ello. —Els… —Me produce todo tipo de emociones pensar en ti. Me ilusiona, me enamora, me excita, porque, diablos, tu recuerdo me altera en ese sentido, pero, ¿sabes una cosa? También me duele. Y Norman siempre dice que lo que duele… debe marcharse. Debe fluir, debe caer hasta perderse —musité, con dificultad—. Si tú desististe incluso cuando yo no estaba dispuesta a hacerlo, ¿por qué seguir? —Porque… —Disfruta de todos los éxitos que caigan. Sé que no serán pocos y te los mereces —finalicé, cortando con la llamada. No me sentía orgullosa, no me sentía plena. Al contrario, seguía sintiendo aquel desastroso vacío en el interior de mi estómago que llegaba incluso a bloquear mi respiración. Sentía que mis pulmones no conseguían llenarse con la libertad habitual y una barra se aferraba contra mi abdomen. Sólo quería llorar, llorar y llorar. Y con ello, con todas aquellas lágrimas, pretendía, estúpidamente, deshacerme de su recuerdo. Abrí los ojos tras haberme quedado traspuesta, con la humedad empapando mi rostro, escuchando la voz de Norman, por lo bajo, al otro lado de la pared que daba a su dormitorio. Intentaba no ser escandaloso, podía notárselo pero, entre su potente voz cuando se enfurruñaba y mi agudo oído, no servía de nada. Me acerqué a la pared, continua a mi armario empotrado y apoyé la oreja con suavidad. Al no escuchar más que un triste murmullo, decidí introducirme en el armario, tirando de las perchas a un lado para apoyar la oreja contra la madera que, a su vez, ejercía también de fondo de armario en el dormitorio de Norman. —Me parece mentira que seas tan caprichosa. Abre los ojos… —se mantuvo callado y escuché cómo dejaba escapar una sarcástica carcajada—. Lo tuyo es alucinante. De verdad que sí, no sé cómo pude pensar que eras una pobre chica… No haces más que demostrar que eres similar a una Barbie sin cerebro. ¡Oh! Perdón, perdón, no era mi intención ofender tu malvado ego y afán de protagonismo —volvió a quedarse callado, seguramente escuchando la réplica de quien estuviese al otro lado del teléfono. Estaba claro que Betta no era pues… Norman jamás se hubiese dirigido a ella de ese modo—. ¿Estás intentando ser sarcástica? ¡Qué mona! No, no me parece bien, ¿cómo iba a

parecerme bien? Si sólo pudieses ser la mitad de inteligente de lo buena que estás… ¡Me conformaría! Sí, así me libraría de conversaciones como estas. Vamos, vamos… Si la decisión ya está tomada, ¿crees que tú tienes mucho que hacer al respecto? ¡Por favor! —Pareció golpear la puerta del armario de golpe, dejando escapar un gruñido—. Estás calentándome, te lo advierto. Y como Elsa me escuche… vamos a tener un problema. Y te aseguro, princesa, no me va a importar bajarte de esa torre en la que te has metido tú sola, con pajarillos y falsos mitos, agarrándote del pelo… ¡Sí, es una advertencia! Oh, joder, el universo sabe que tengo paciencia… ¡pero sacas lo peor de mí, tía! —Creí escucharle bufar y, de pronto, su voz disminuyó—. No, vamos, ahora no… No llores. Sé que te… Vale, vale, ya me callo. Hay que ver el carácter que te gastas a veces. Me montas el circo, me lías la del pulpo, me demuestras que eres una mimada, malcriada y egoísta y… ¡sí, coño, claro que te entiendo! No… En eso no. Te entiendo en lo otro —se hizo una larga pausa y estuve tentada a despegar mi oreja, sintiéndome mal por escuchar una conversación completamente ajena, pero me mantuve allí—. Estás siendo más injusta de lo que crees. Sé que tienes dudas, puedo comprenderlo, pero deberías pensar que, en cierto modo, por una vez, estás haciendo lo correcto, ¿sabes? … ¿Perdona? ¿Que qué sé yo…? ¡Lo que me faltaba! Mira, princesa, vete a tomar por culo. Igual es un cambio sexual que te viene francamente bien para expandirte horizontes y hacerte abrir un poco más los ojos. Despegué la oreja de golpe, escuchando los pasos de Norman salir de su dormitorio hasta llegar a mi puerta. Golpeó, suavemente y se introdujo, viéndome dejarme caer sobre la cama. —¿Qué haces que no estás preparándote para ir al curro? —Bueno… —He de salir —dijo, sin más. —¿Estás bien? —No lo sé —contestó, molesto y serio. —¿Necesitas hablar de ello? —No, necesito otras cosas. —¿Algo que pueda proporcionarte yo? —Aunque me gustaría, me temo que no. —Cualquier cosa… —Sí, te llamo —suspiró, jugando con el sombrero entre sus manos—. ¿Tú estás bien? —Sí, claro. —Mejor. Me mandó un beso antes de echar un último vistazo a mi dormitorio, pasando los ojos por las puertas abiertas del armario, volviéndome a mirar y dibujando una espontánea y rápida sonrisa entre sus labios. —Te veo luego. —Hasta luego —respondí, escuchando cómo la puerta se cerraba tras él.

Capítulo cuarentaitrés Intenté cerrar la maleta pero esa mañana mis manos no parecían estar dispuestas a obedecer a las simples órdenes de mi cerebro, impidiéndome actuar con toda la normalidad a la que debía estar acostumbrada a esas alturas. Era consciente que mi miedo a volar aumentaría al no estar junto a Lukas, en confortables asientos, pero no dejaba de ser un alivio que no tuviese que vérmelas con él en una ciudad que, de por sí, me negaba la oportunidad de olvidarle. Habían pasado dos semanas de la llamada y, evidentemente, él no había tenido la iluminación bendita de llamarme, escribirme o darme cualquier señal de vida que me hiciese aferrarme a la esperanza de proseguir con mi vida pero con él en ella. Al mismo tiempo, no había podido desahogarme con Norman al respecto pues parecía inmerso en un montón de cosas personales en las que, extrañamente, no me había involucrado. —Vale, lo tengo —dijo, entrando en mi dormitorio—. Son fuertes así que no abuses de ello. Si te entra el pánico, te pones la pastillita rosa bajo la lengua y… ¡a dormir se ha dicho! Cabe destacar que igual si bebes algo de ginebra aumentas el efecto —añadió, tendiéndome un blíster de pastillas. Miré su mano y, después, alcé el rostro hasta él. —¿Eres camello? —No. —¿Médico, quizá? —Pf, no —dijo, riéndose. —¿Y por qué estás dándome esto? —Porque sé lo nerviosa que estás, so idiota. Escucho los muelles de tu cama cada noche y no es que precisamente te muevas mucho durmiendo. Así que, a menos que hayas metido a casa a un tipo con el que alegrarte el cuerpo a esas horas, deduzco que estás demasiado inquieta. Dejé que mi pompis se acomodase sobre la cama. —Elsa, no puedes seguir así. —Si ya lo sé… —Las cosas no deben esperarse, deben, simplemente, suceder. Es una horrible manía esperar que algo ocurra, ilusionándote con una simple posibilidad entre muchas otras distintas. —¿Crees que no sé cuánta razón tienes? —Te vas en cuatro horas… —Él no va a estar allí y, aun así, no sé si seré capaz. —¿De trabajar? Eres mucho más que capaz. —Absolutamente todo me recuerda a él. —Pues crea nuevos recuerdos. —Joder, para ti todo es sumamente sencillo —mascullé, ligeramente molesta. —¿Sabes por qué? —Porque eres un vividor. —No, aunque eso también. Para mí todo es sumamente sencillo porque quiero que así sea, porque detesto complicarme la vida con cosas que no están en mis manos, Elsa. ¿Por qué voy a molestarme a perder paciencia, salud mental, entre otras cosas, por algo que sé que no depende de mí, que no está en mis manos? —¿Así es como ves las cosas? —Me gustaría que pudieses verlo del mismo modo.

—¿Crees que lo mío con Lukas no está en mis manos? —Creo que debes pasar página y avanzar —susurró, apoyando su mano sobre las mías—. Desgraciadamente, nadie es imprescindible en el mundo. —No estoy de acuerdo. —Yo tampoco, pero, mírame, ante la mayor pérdida de mi vida, sigo aquí, sigo con lo que sea que me venga encima, porque negarse a ello no es válido. Porque, eh, pese a todo, lo que vivimos, en toda su extensión, es precioso. Incluso el sufrimiento, que nos recuerda lo mucho que hemos sentido, lo mucho que hemos querido. Le miré, en silencio. —Cuando digo que nadie es imprescindible, me refiero a que el mundo va a seguir girando, Elsa. No se va a detener porque tú hayas querido pararte y hayas decidido no seguir adelante. —Debiste prohibirme estar con él. —¿No lo hice? —Esbozó una mueca de horror—. Mierda, ¿no lo hice? ¿Dónde tendría la cabeza? —Acto seguido, sonrió—. No pienso prohibir algo que te hace feliz. Si ser monja te hiciese feliz, Elsa, sería el primero en apoyarte a vestir los hábitos. —¿Lo dices en serio? —Sí, claro, total, sabría que nadie te tira los tejos allí. Puse los ojos en blanco y dejé caer mi cabeza sobre su hombro. —Te puedo prometer que todo va a ir bien. Su voz sonó cálida y sus labios presionaron mi cabeza. —¿Y si no? —Si no, estaré aquí a tu vuelta, nos hincharemos a helado de turrón y dejaré que me pongas la película Gigante las veces que haga falta. —Tú no sabes lo que dices… —Me arriesgaré —añadió, sonriente. A la llegada al aeropuerto, esperé reunirme con Baumeister vía mensajes en los que él me aseguraba estar llegando. Norman, por su parte, había decidido esperar conmigo, permitiéndome seguir disfrutando de su compañía que, como siempre, conseguía tranquilizarme mediante sus formas y maneras de hacerme pensar en otras cosas que no fuesen las que, indudablemente, me agobiaban. —Tengo que coger esta llamada. —Ve —respondí, mirando el móvil. Se separó de mí unos pocos metros y, como hacía dos semanas, vi que se ponía tenso, gesticulando bruscamente con los brazos y riendo de forma sarcástica, casi al borde de un ataque de ironía —que solía tener cuando se enfurruñaba—. De pronto, negó bruscamente con la cabeza e hizo el gesto de estampar el móvil contra el suelo. Sin embargo, conteniéndose, volvió a colocarlo sobre su oreja y respiró profundamente. —Me exasperas, sí, me exasperas muchísimo. Quedamos en que podrías contar conmigo cuando quisieses pero, ¿te das cuenta que eres un maldito disco rayado? Mi-mi-mi-bú-mi-mi… ¡Por el amor de Dios! —Alzó un poco la voz y se dio la vuelta para comprobar a cuantas personas nos había llegado dicha tonalidad—. Mira, quedemos esta noche, ¿vale? Escupes todo… y a ver si consigo que aprendas algunas cositas… Ya… Ya sé que quieres y, eh, eso te honra, aunque seas una… Pero, eh, ¿hola? ¿Me has…? Norman apartó el teléfono de su oreja, mirando a la pantalla, atónito. Después, guardándolo en el

interior del bolsillo de su pantalón, se encaminó hacia mí. —¿Quién era? —Le pregunté, jugando con la pulsera que decoraba mi muñeca. Aquella que Lukas me había regalado. —Una compañera de trabajo. —¿Quién? —Es nueva, no te he hablado a penas de ella. —¿Y no os lleváis bien? —Bah… A ratos —contestó, pasándose una mano por el pelo, restándole importancia—. Ten cuidado en Nueva York. Intenta relajarte, no pensar demasiado y, recuerda, ante todo… deja ir. —¿Que deje ir? ¿El qué? —Cualquier sensación negativa que te nuble la posibilidad de ser medianamente feliz. Le miré sin convencimiento. —En fin, que te quiero y que tengas un buen vuelo —musitó, besando mi frente con brío. Descubrí que Baumeister era un hombre ocupado. A penas había cruzado dos frases al reunirse conmigo que ya se encontraba enfrascado en una conversación por teléfono mientras esperábamos a embarcar en un vuelo que, largo, no iba a ser de mi agrado. Las primeras dos horas, estuvimos conversando sobre lo bueno que era para la empresa que Lukas me hubiese formado, por decirlo de algún modo. También concretamos algunos pequeños detalles a tener en cuenta para la convención, a la que llegaríamos un poco justo debido al tiempo de vuelo. Era evidente que no habíamos tenido demasiada suerte, teniendo que reunirnos el mismo día de nuestra llegada, pero, aparentemente, según el señor Baumeister, durante el primer día todo se basaba en reunirse con los demás, presentaciones y organización. Eso quería decir, pues, que la convención no se iniciaba del todo hasta el segundo día, en el que, realmente, esperaba haber podido descansar. El simple hecho de haberme visto reflejada en el espejo del baño del avión… Daba susto. —Sí, no te preocupes, todo está preparado —él siguió hablando mientras yo me divertía a hacer sudokus nivel experto, lo cual conseguía incluso que estuviese menos pendiente de su decimosexta conversación telefónica—. Ah, si tú supieras… Estoy impaciente por llegar. Después de todo el papeleo… Sí, es bueno tener siempre de quién tirar en casos como éste. Si sólo nos hubiesen avisado antes para la convención… Claro, claro. Todo se hubiese hecho como debía hacerse. Pasito a pasito, con buena letra. Acababa de meter dos nueves en la misma columna y el malhumor crecía por momentos. ¿Cómo no había visto que ya había un nueve…? —Te entiendo. Debe ser… —¡No puede ser! El señor Baumeister ladeó su rostro hacia mí, sin entender. —No, nada, que… esto solía dárseme bien —murmuré, bajando la voz a la par que le mostraba el recuadro. Me dedicó una tierna sonrisa y prosiguió con lo suyo. —Yo te aviso a la que aterrice mi vuelo. Supongo que primero pasaré por el hotel, desayunaré con mi ayudante, nos prepararemos y todo eso. Tomate un whisky a mi salud —se echó a reír por lo bajo poco antes de cortar con la llamada. Luché con todas mis fuerzas para mantenerme despierta en el interior del taxi, escuchando cómo la voz de Baumeister seguía dirigiéndose a una nueva llamada telefónica. Me preguntaba si no

llegaba a casa, tras un día de trabajo, con la garganta totalmente agotada y una afonía más que notoria… Con la sien apoyada contra el marco de la ventana, la cual yacía completamente bajada, me empapé visualmente de las abarrotadas calles de la ciudad. No nos encontrábamos lejos del hotel pero el tráfico, como de costumbre allí, era un horror. Parados en uno de los eternos semáforos, reconocí el restaurante mejicano al que me había llevado durante nuestra estancia. El simple hecho de visualizar aquello en mi memoria produjo que una inmensa sonrisa cubriese mis labios. Era inevitable asociar aquella comida a uno de los momentos más felices para él. Todavía era capaz de percibir, tantos meses más tarde, la emoción que le había recorrido al salir de aquella reunión. Estaba tan feliz… Sus rodillas rozaban las mías por debajo de la mesa, cariñosamente, con un nerviosismo habitual en dos adolescentes que se ven arrastrados por una oleada de extrañas sensaciones. Ninguno de los dos permanecía en esa etapa vital y, aun así, la ilusión de aquella noria de emociones había arremetido contra nosotros. —¿Te encuentras bien, Lacroix? El señor Baumeister interrumpió mi feliz recuerdo. —Un poco cansada. —Has dormido casi todo el vuelo. —De forma incómoda —le respondí, con una sonrisa. —Esta noche apuesto a que dormirás como un bebé. —Ah… El destino le oiga —bufé, sin cambiar la postura de mi cabeza—. Hace mucho que no duermo como un bebé. —Lo harás, ya verás. Esta convención te llenará, te motivará. —No lo dudo —le contesté, con una sonrisa. La felicidad de Lukas había sido un aliciente para mí, como todo lo que en él me producía estímulo suficiente como para sentirme bien, completa y satisfecha. Si había algo increíble que podía sacar en claro después de todo lo nuestro, era que, por primera vez en mucho tiempo, el sentimiento era puro, natural y altruista. No era estúpida y había pensado, en numerosas ocasiones, lo injusto que era tener que ignorar mi felicidad por el bien de la suya. Por otra parte, no obstante, no podía dejar de pensar que, quizá, pudiera ser, su felicidad estimulaba la mía. Aguanté la respiración cuando localicé las calles que tomamos hasta llegar a la Catedral de San Patricio, sintiendo una angustia en el pecho que me impedía pensar otra cosa que no fuese la discrepancia que, por extraño que pudiese parecer, en ese momento, me producía ternura. Su experiencia y la falta de ella por mi parte hacía que, en muchos temas, la conversación derivase a una fortuita discusión en la que terminábamos, de nuevo enfrascados en aquella etapa vital en la que el pensamiento es ajeno al mundo que te rodea, riéndonos, picándonos, pellizcándonos como si fuésemos dos estúpidos enamorados cuyo entorno había dejado de existir. La figura del Empire State me llevó a las profundas conversaciones que solíamos tener sobre arte, arquitectura, descubrimientos y viajes. Ese tipo de charlas que me permitían aprender vía él y en las que podía exponer mis dudas sin temor a sentirme patética por desconocer la respuesta. Era ese tipo de comunicación que sucedía sucesivamente, sin presión, creándose y elaborándose con la misma naturalidad con la que nuestros ojos se devoraban en silencio. —Gracias. El señor Baumeister tendió su tarjeta y esperamos pacientemente unos minutos antes de salir del taxi. El hotel era mucho más imponente que el que ya conocía de mi anterior visita a la ciudad, pero,

su simple construcción me hizo pensar en las noches en las que, tras caer rendidos, sus brazos rodeaban mi cuerpo bajo el edredón, entregándome el calor que el suyo propio desprendía. Escuchaba su respiración, minutos antes de caer en manos de Morfeo, sintiendo que se igualaba con la mía. Al envolverme con sus brazos, conseguía hacerme sentir protegida. Una protección que distaba mucho de la podía haber esperado de su parte. —Duchémonos y, después, disfrutemos de un café antes de ir. —Sí, señor Baumeister. —Lacroix, ¿estás segura de que estás bien? —Sí, señor —le contesté, ya frente a mi puerta. —No quisiera ser insistente pero te veo como decepcionada. —No, en absoluto, señor. Estoy contenta de acompañarle. La confianza que deposita en mí es… sumamente halagadora. —Has trabajado mucho desde que Lukas se fue. —Sí, lo he hecho… —Él está muy orgulloso de ti. —Eso espero. —Sí… Entre tú y yo, en todas las comunicaciones que hemos tenido por e-mail, ha expresado su admiración por ti. Por lo visto, sí tenía tiempo para comunicarse con Baumeister. —Está bien saberlo —susurré. —Sé que será una buena convención, sé que te servirá. —No lo dudo. —Te veo en media hora. ¿Es suficiente? —Sí, lo es —le dediqué una sonrisa, pasando la tarjeta electrónica por el lector. Bajo el vaho y el agua de la ducha, me pasé las manos por el cabello mojado, una y otra vez, manteniendo los ojos cerrados mientras conseguía sentir las yemas de sus dedos sobre la piel desnuda de mi cuerpo. Si me concentraba, —e incluso si no lo hacía—, podía notarle conmigo en aquella ducha, mucho más pequeña que en la que habíamos mantenido encuentros. Percibía, como recuerdo, el sabor de su piel, de sus labios, de su propia esencia… Era obsesivo, casi enfermizo, el no ser capaz de deshacerme de lo que tuviese que ver con él. Me cepillé el pelo mojado frente al espejo, vestida con un traje azul marino y una camiseta de tirantes blanca. Intenté peinarme con eficacia pero mi cabello terminó ondulándose de forma natural por la humedad. Conseguí, por otra parte, darle un poco de color a mi rostro, pálido por el poco sol que había podido adentrarse sobre mi piel, con unos toquecitos en los labios y un poco de rímel en las pestañas. Al acabar, salí de la habitación y esperé junto a la puerta del señor Baumeister, quien salió minutos más tarde. —Qué elegante, querida. —Un regalo de Navidad atrasado por parte de mi mejor amigo. —Es un tipo con gusto —bromeó, mientras nos dirigíamos al ascensor—. ¿Se dedica a la moda? —¿Norman? —Me eché a reír, espontáneamente—. No, no. Ni de lejos —dije, pensando en sus desastrosas camisetas, pantalones y etcétera—. Es cocinero. Trabaja en un hotel. —Eso debe ser estresante. —Él lo lleva bien. Se le da bien lidiar con el estrés —musité, esperando en el interior del ascensor—. Al fin y al cabo, siempre consigue lidiar conmigo. —Hablas como si fueras un caso difícil.

—Señor Baumeister, soy un caso difícil. Los dos nos reímos mientras nos encaminábamos hacia la cafetería del hotel. Nos sentamos en una mesa y, al tiempo que él cogía un periódico, me dispuse a conectar mi teléfono móvil para comunicarme con mi familia y, obviamente, con Norman. —Oh, vaya… Alcé el rostro hacia Baumeister, con curiosidad. —¿Qué pasa, señor? —Dame un momento, querida —me respondió, tras dejar el café sobre la mesa, tecleando con sus gordos pulgares la pantalla de su teléfono móvil—. Esto es un jaleo… ¡Menuda organización! —¿Qué ocurre? —Que Edgar va a conseguir verme enfadado. —¿Ha ocurrido algo con la convención? —Oh, no te preocupes, Lacroix. Esto voy a solucionarlo personalmente. Necesito, sin embargo, que me hagas un favor. —Claro, lo que sea. —Necesito que te reúnas con Benny —espetó, con seriedad, evidentemente molesto—. No voy a poder acompañarte pues he de reunirme con Edgar, urgentemente. —Claro, no hay problema —dije, intentando sonar todo lo profesional del mundo—. ¿Cómo reconoceré a Benny? —Le enviaré tu número por mensaje y se pondrá en contacto contigo. Voy a llamar a un taxi para que te lleve. —Está bien, señor. ¿Adónde? Sin despegar los ojos de la pantalla de su móvil, respondió: —A la quinta avenida con la de Madison. Pestañeé rápidamente, frunciendo levemente los labios. —No, eso debe ser un error… —¿Un error? —Inquirió, alzando delicadamente los ojos. —Eso es la Catedral de San Patricio. —Así es. —¿Por qué nos reuniríamos en un sitio como ese? —Es un lugar estratégico —contestó. —Está repleto de turistas. —La catedral, sí, la avenida Madison sólo está repleta de coches y taxis —se echó a reír, ladeando el rostro hacia mí—. ¿Te encuentras bien? —Sí… —El café te irá bien. —Voy a preferir una tila —dije, finalmente. Baumeister mantuvo una poco afectiva conversación telefónica todavía con mi presencia frente a él. Intenté que el temblor de mis manos no delatase mi nerviosismo por aproximarme a un lugar que me parecía inmensamente hermoso y que, desgraciadamente, también, me recordaba a él, a nuestras charlas, a nuestra corta y breve historia y, por supuesto, a nuestra intensidad. —De verdad, estos americanos —se quejó, bruscamente. —¿No necesita que vaya con usted…? —No, querida, necesito que te reúnas con Benny. Iremos juntos a la convención.

—Está bien. —Deberías coger un taxi o llegarás tarde. Ahora te facilito el número de Benny por mensaje — comentó, preocupado—. Cruzo los dedos. Necesito que esta convención salga bien. —Seguro que irá bien, señor Baumeister. —Avísame en cuanto te reúnas con él. —Lo haré. —Y cualquier cosa, Lacroix, no dudes en llamarme. Le dediqué un intento de sonrisa, incorporándome y pidiéndole a la santísima Trinidad que no me fallasen las piernas. Sentí mi cuerpo flaquear pero, con disimulo, logré llegar hasta la puerta de cristal del hotel en la que me esperaba un taxi. Noté un repentino frío trepar por mi columna vertebral y, por ello, terminé encogiéndome sobre los asientos de piel del automóvil. Nunca antes un viaje en taxi me había parecido un trayecto hacia el corredor de la muerte. Y sabía que nada me esperaba allí, que nadie me lapidaría, que nadie me haría recordar lo mucho que había deseado entrar en la seo, junto al hombre de mis sueños —que resultaba ser distinto al que, realmente, había soñado—, para jurar el sentimiento de amor eterno que las novelas me habían brindado. Jurarlo ante un estrado, ante una religión que, personalmente, no compartía pero, como todo, respetaba. En definitiva, jurarlo ante una divinidad que nada tenía que ver conmigo pero que, a su vez, me parecía necesaria en algunas situaciones cruciales de la humanidad. Pero no importaba que nadie fuese a lapidarme, que nadie fuese a recordarme todo eso, porque mi mente, mi estúpida mente, se bastaba pues, tras el transcurso de todo ese tiempo, seguía pensándole, recordándole como si mi cerebro se hubiese esmerado en memorizar todos y cada uno de los rasgos físicos de Lukas, todas y cada una de sus características personales e intransferibles. Si con una palabra, proveniente de cualquier lugar, de cualquier tipo de conversación, se iluminaba mi corteza cerebral para rememorar el modo en que él me hablaba, con aquel encanto, aquel deje de su idioma nativo… Tras descubrir que el taxista ya había sido pagado anticipadamente por Baumeister, bajé del automóvil e intenté, por todos los medios, no cruzar mis ojos con la imponente estructura. Pero era tan hermosa… “Soy Benny. Llegaré en media hora. He tenido problemas con la tarjeta de crédito. Lo lamento. PD. Iré vestido con una camiseta negra y unos tejanos. ¡Espero que nos encontremos!”. Resoplé profundamente, guardando el teléfono móvil en el bolsillo de la chaqueta de traje, cruzándome de brazos momentáneamente. Queriendo evitar la multitud de gente autóctona, terminé por encaminarme hasta cruzar las puertas de la catedral, decidiendo tomar asiento en uno de los primeros bancos, con el órgano a mis espaldas, en un balcón por encima de la puerta. Coloqué la mano sobre mi nuca, masajeándola con delicadeza mientras mis pies se posaban sobre el reposadero de aquellos alargados bancos —que en realidad servía para colocar las rodillas en el momento del rezo—, dirigiendo mis ojos de un extremo a otro del interior de aquel precioso lugar, ese con el que seguiría soñando por mucho que terminasen los motivos para ello. Apenas entraba luz exterior y las luces del interior daban, como en enero, un maravilloso toque bohemio, romántico, lleno de elegancia. Y allí sentada, calmando mi ansiedad, acallando mis sufridos miedos, me empapaba de belleza, atesorando aquel momento como un nuevo recuerdo en mi preciada memoria, a la que me encantaba acudir en toda clase de momentos. Entonces, sin más, lloré en silencio, uniendo mis manos entre mis muslos, observando cómo las personas paseaban por el

interior de la estancia, iluminándola con velas, haciendo fotografías de las hermosas bóvedas que se extendían por el techo de la catedral, enamorándose del arte, el estilo y la magnificencia que se podía respirar allí. No era la única que había decidido pararse, tomando asiento. Había numerosos bancos vacíos, pues la hilera de asientos era casi infinita visualmente, pero otros yacían ocupados por devotos, por personas de fe que aprovechaban su paso por ahí para comunicarse con la principal imagen de su religión. A mis rodillas, tomé entre mis manos un ejemplar de la biblia, acariciando la tapa con la mano. Me reí por lo bajo, limpiando mis lágrimas con el dorso de la mano. —Esto me pasa por no tener fe, ¿verdad? Elevé un poco los ojos, sin saber exactamente por qué. —Ya… Recoloqué el libro en su sitio, frente al banco en el que permanecía sentada y dejé que mi espalda se acomodara. Cerré los ojos un instante, queriendo aspirar la esencia a madera que, en cierta medida, desprendía el lugar. —No he dejado de quererte ni un solo segundo. Percibí que mi corazón se detenía, pegando un bote. El estómago consiguió contraerse al reconocer aquella voz, aquel magnífico deje del que no me había podido desenganchar, así como el aroma que desprendía allá donde iba. Sin darme la vuelta, con los ojos todavía fuertemente cerrados, vislumbré en la oscuridad de mis párpados su figura. Podía contemplar sus ojos, sus marcas de expresión, el hoyuelo en su barbilla, las ligeras bolsas sobre sus ojeras, su entristecida seriedad… —No he sido capaz de dejar de pensar en ti.

Capítulo cuarentaicuatro Dolía y aliviaba… Quemaba y relajaba… Su voz era… —Aunque quise hacerlo, no pude —siguió—. ¿Cómo iba a poder? Eras una tentación que se abría camino ante mí, que seguía mis pasos y aspiraba aprender del arte al que he estado dedicando toda mi vida. Escuché el crujido del banco de madera a mis espaldas. —Cuando pensé que ya era hora de sacarte de mi cabeza, descubrí que, bueno, eso podía ser sencillo, era acostumbrarme a la idea de estar sin ti, de no tocarte, de no… —se detuvo, carraspeando delicadamente—. Pero el problema no era sacarte de mi cabeza, el dilema era averiguar cómo diantres arrancarte de mí. De todo lo que significabas, de todo lo que me recordabas porque, aunque fuese durante poco tiempo, la intensidad hizo que estuvieses en todas partes pero, sobre todo, en mí. Quise girarme, verme en sus ojos, pero me quedé de piedra. —Cuando empezó todo aquí, sin ti, pensé que habría un modo de rehacer mi vida y de que tú rehicieses la tuya. Era la oportunidad de oro para que abrieses los ojos y vieses que no era el mejor partido para ti, que sin duda había muchos mejores candidatos que yo para esta vida que emprendes, paso a paso —habló en susurros, sentado en el banco de atrás del mío, con las manos apoyadas sobre el respaldo en el que seguía apoyada mi espalda—. Pensé que tendríamos una oportunidad de agarrarnos a lo vivido, pensarlo como un recuerdo bonito y proseguir con nuestra vida, incluso si tenía claro que al verte… todo afloraría, todo volvería a empujarme hacia ti, hacia tu camino — respiró con dificultad—. Me hice a la idea, Elsa, de que, aunque tú tuvieses pareja y yo también, cedería a ti, me entregaría a la necesidad de tu piel con la mía, sin importar las consecuencias. Y eso, precisamente eso —recalcó—, es lo que me hizo pensar en lo insensato que estaba siendo. Sólo buscaba un modo válido de tenerte y era, a mi juicio, a costa del sufrimiento de otras personas que, pensándolo bien, pueden no tener cabida en nuestras vidas —se quejó, en su idioma—. Lo que intento decir es que, fuese del modo que fuese, buscaba tenerte conmigo. De forma incorrecta, desleal, lo que fuera, no me importaba porque, para mí, con tenerte bastaba; con entregarme a ti, aun siendo de otra, bastaba. Agradecí estar de espaldas a él pues las lágrimas que surgían de mis ojos eran un reflejo de todo lo que sus palabras estaban haciéndome sentir. —Hice mal… Te lastimé y… Sentí el bloqueo de mi respiración cuando una de sus manos se colocó suavemente sobre uno de mis hombros. —Y me arrepiento muchísimo de haberte herido, pero has de saber que nunca fue mi intención desistir. Te pensaba —añadió—. Te pensaba y, como te he dicho, buscaba la forma de que fueses mía, aunque eso perjudicase a otros, incluso aunque eso nos perjudicase a nosotros mismos —susurró, con pesar. Incliné la cabeza hacia delante, ocultando el rostro entre las manos y aguantando la respiración mientras una oleada de desconsuelo me golpeaba. Cuando quise darme cuenta, había tomado asiento a mi lado y su brazo izquierdo me había envuelto para apretarme contra su costado. —Mein Schatz… Me encogí hasta pegar el rostro a su pectoral, ladeándome hacia la postura de su cuerpo. —Te pido que si he desistido, en contra de mi voluntad, por favor tú no lo hagas. Te pido que no

me dejes ir aun sabiendo que lo más sensato es, posiblemente, lo contrario —noté cómo su cabeza reposaba contra la mía—. Por favor, dame una segunda oportunidad. Los dedos de mis manos empezaron a moverse, saliendo del estado en el que me había visto metida por la repentina aparición de su voz y el afloro de aquellos sentimientos que sentía por mí. Rodeé su torso con mis brazos, abrazando la parte superior de su cuerpo. Él correspondió a mi abrazo, con alivio, estrechándome. —Mein Schatz… Luché por serenarme y, respirando profundamente, sorbiendo los mocos y poniéndome recta, me distancié suavemente de él, rompiendo con el abrazo. —Pero… Deslicé la manga de la chaqueta del traje por mis labios y alejé mis ojos de los suyos para no avergonzarme todavía más de mi desconsolado estado que, a su vez, se unía a un mágico desahogo. —¿Qué pasa con Nueva York? Lukas se movió para intervenir en mi campo de visión. Pese a mi insistencia, tomó mi barbilla e hizo que le mirara. Vestía con unos desgastados tejanos y una fina camiseta de manga larga azul con un poco prolongado cuello en pico. No pude evitar observar la incipiente barba de su rostro que resaltaba sus rasgos faciales. —Bueno —habló, por fin, entre susurros—, les he dicho que me ha surgido un proyecto inesperado —dijo, mirándome con aquella profundidad que era capaz de paralizarme—. Ya sabes… De esos proyectos que no puedes dejar escapar. Conseguía percibir su aroma, su personal esencia, sintiendo el calor que su cuerpo, a tan pocos centímetros de mí, lograba emanar. —¿Es que te han ofrecido un trabajo más cerca de…? Auto-silencié mis palabras al mismo tiempo que mis propios pensamientos, cayendo en la cuenta de lo que sucedía… Yo era el proyecto inesperado. Lukas esbozó una tierna sonrisa mientras su pulgar sobrevolaba mis labios para acariciarlos, lenta y pausadamente, al tiempo que proseguía observándome con intensa fascinación. —Exacto… Puede que vayas a ser, a fin de cuentas, el trabajo de mi vida. Sería posible — comentó, poniendo una mueca al hablar—, ya que tienes cierta habilidad para sacar lo mejor y, ciertamente, lo peor de mí —añadió, divertido—. Pero —enfatizó, para añadir—, creo que vas a ser una gran aventura y un gran reto para mí, vaya, y estoy seguro que para ti también voy a serlo yo. Cuando la felicidad dejó de embriagarme, cuando la emoción dejó de impedirme ser consciente de todo lo que él dejaba atrás por mí, fruncí el entrecejo, sorprendiéndole. —¿Qué? —Inquirió, preocupado. —Pero, lo de Nueva York, la renovación… —Era un proyecto sin más, Elsa. —Los dos sabemos que no lo era… E-Es… —Se ocupó él de arrastrar las últimas lágrimas restantes sobre mis mejillas—. Lukas… Es tu carrera. Es tu vida… Yo… Yo no quiero ser como… —No digas tonterías —me cortó, rápido—. No eres como Esther, no me cortas las alas, mi amor. —¿Cómo que no…? Si estás dejándolo atrás por mí… —Porque mi carrera ya está construida —contestó, sosteniendo mi rostro entre sus manos—.

Llevo más de veinte años dedicándome a esto, Elsa. Está hecho. Tengo mi nombre, tengo mi estilo, tengo mis formas y todo esto ha hecho que me haga un hueco en el mundo de la arquitectura pero ya me ha ocurrido antes y no quiero que se repita. Puede que ahora sea el momento de construir mi vida privada. Reconstruirla, al menos —añadió, con una leve sonrisa. —Pero este era EL proyecto. Era Nueva York, era expandirse por los Estados Unidos… —Sigue interesándome más el proyecto que lleva tu nombre junto a mi apellido. Enarqué suavemente mis cejas, sin entender. —¿Qué dices? —Que voy a pedirte matrimonio. —¿Qué? No controlé mi voz, acabando ésta por ser un pequeño gemido que sólo parecía haber llegado a sus oídos. Asintió con la cabeza, encogiéndose delicadamente de hombros y esbozando una indescifrable expresión. Miró a su alrededor, quizá un poco avergonzado. —Que voy a pedirte matrimonio —repitió, adelantándose a mi respuesta para meter la mano en el interior de su bolsillo trasero del pantalón y sacar, de ahí, una pequeña cajita aterciopelada violeta. Debía ser una broma… —¿Aceptarías? —¿Qué? —Volví a decir, siendo incapaz de pronunciar otra cosa que no fuese una expresión de desconcierto. —¿Te unirías a mí en matrimonio? —Pero… tú… Abrió la cajita y, ante mis ojos, relució un liso anillo de lo que parecía ser oro blanco con una piedra rectangular de amatista, arropada por dos brillantes a cada extremo. —Norman me chivó que te gustaba este tipo de piedra. —No puedes estar hablando en serio… —Lo hago —murmuró, más serio—. Si quieres que ponga una rodilla en el suelo, lo hago, pero, por favor, responde. He estado moviendo todos los hilos posibles para traerte hasta aquí, hasta la catedral que tanto te gusta, que tanto provocó en ti la vez que la descubriste, haciendo cómplice a un montón de personas… —¿Baumeister? —Sí… —¿Norman? —También —contestó, sonriendo suavemente—. Entre muchas otras personas, así que… por supuesto que estoy hablando en serio. No bromearía con esto. —Pero tú no quieres esto, Lukas… Tú no quieres volver a pasar por un matrimonio. —He pensado mucho en ello. Sé que he sido reacio, en todas nuestras conversaciones, a la idea de casarme otra vez. Pero ahora entiendo que, entre otras cosas, esto no es más que una fiel promesa. Y a mí me gusta cumplir las promesas. —Estás cediendo… —Que el primero haya fracasado no implica que el segundo vaya a seguir los mismos pasos, ¿no? —¿Quieres casarte conmigo? —Inquirí, alucinada. —En realidad, mein Schatz, te lo estoy pidiendo yo a ti. Por si no lo sabes, te falta el anillo… así que gano yo —sonrió, riéndose con un extraño nerviosismo que intentaba contrarrestar con su seria

imposición—. Estás alargando demasiado esta tortura del no saber… Desvié los ojos hasta la cajetilla y suspiré, con una estúpida sonrisa sobre el rostro. Finalmente, estiré los brazos hasta él, rodeándolo fuertemente y hundiendo mi rostro contra su cuello, el cual seguía irradiando aquel delicioso aroma, mezcla de esencia propia y fragancia personal. —Sí… Noté cómo su cuerpo expulsaba el aire, profundamente, mientras me rodeaba hasta corresponder con el abrazo. Me mantuve aferrada a él notando el bombeo del corazón a través de nuestros pechos. Se me hizo corto pese a la posible larga duración, a pesar de saber que estaba fundiéndome en semejante y prolongado abrazo, pero, como todo con él… pues siempre quería más, y más, y más… Se distanció un poco, ignorando mis lágrimas, para sacar el anillo de la cajita y deslizarlo sobre el dedo anular de mi mano izquierda, pasando el pulgar con suavidad sobre éste. —Futura señora Schäfer —sonrió. Tras admirar el anillo unos segundos, elevé el rostro: —¿Qué? —¿Qué? —Respondió él, del mismo modo. —¿Señora? ¿Te parece a ti que tengo edad para ser señora? —Vas a unirte a mí en matrimonio, eso te convierte, sí o sí, en señora, mi amor. —Y lo del apellido… —¿Qué pasa con él? —¿Te importa si mantengo el mío? —No, claro que no me importa. —Añadiré el tuyo con un guión, ¿te parece? Lukas sonrió y, acto seguido, asintió con la cabeza. —Me parece —contestó. —¿Y si nos precipitamos, y si creen que nos hemos vuelto locos de remate? —¿Pues no decías que te importaba un pito lo que la gente ajena a nuestra pequeña eternidad dijese sobre nosotros? —Leíste mi e-mail… —Más de diez veces —admitió, en un susurro. Sentí que mi labio inferior temblaba y, cuando quise ponerle fin, noté cómo su mano se ajustaba a mi mandíbula inferior. Consiguió, con un delicado gesto, elevar un poco mi rostro hacia él. Su pulgar no tardó en bendecirme con aquella deliciosa manía, arrastrándose por mis labios y acariciándolos con adoración mientras sus ojos escrutaban con los míos como si fuese capaz de ver mundo a través de ellos. Quizá, como yo hacía con los suyos, era capaz de visualizar el que nos esperaba a partir de ese momento. —¿Piensas besarme en algún momento? —Pregunté. —Estoy pensando en cómo hacerlo, en cómo poder besarte y recuperar, con ello, todo el tiempo que hemos perdido. Era tan… Sus labios rozaron los míos y, presa de la emoción, la necesidad, el lamento, el pesar y el deseo, presioné contra su boca fuertemente, ansiando aquel contacto. —Sé que no va a ser fácil —susurró, prudente—. Sé que vamos a tener que lidiar con un montón de cosas, con un montón de personas como tu familia, la mía, algunos amigos y una gran parte de la sociedad. Sé que lo vamos a pasar mal y que vamos a discutir mucho, muchísimo… —En sus labios se dibujó una pícara sonrisa—. Y también sé que vamos a reconciliarnos mucho más…

—Eres un idiota… —Pero sé que me gustaría serlo. —¿El qué? —El padre de tus hijos. Un cosquilleo brotó de mi tripa hasta extenderse por todo mi ilusionado cuerpo. —¿Lo estás diciendo en serio? —Haces que me replanteé muchísimas cosas. Consigues que vea todo desde un prisma distinto al habitual. No sé cómo haces lo que haces, pero, como dice la canción que bailamos en el coctel, me tienes maravillado… Se inclinó, despacio, rozando la punta de su nariz con la mía y, con tranquilidad, posó sus labios sobre los míos. Cerré los ojos, respirando profundamente y llenando mis pulmones con su esencia. Me sentía como en un primer beso, en un primer acercamiento, con el temblor anclado en mis rodillas y la ilusión creando mariposas en mi estómago. Desde el primer aleteo hasta el último, me sentí descubriendo, nuevamente, de su mano, lo apasionante que podía ser la vida en sus labios, en sus ojos o en aquellas arrugas que me recordaban, no sólo la diferencia de edad entre nosotros, que, al fin y al cabo, me era completamente indiferente, sino que, ante todo, él tenía a sus espaldas una serie de experiencias, de vivencias, de las que aprendería, de las que me reiría o me burlaría y de las que me veía completamente —y voluntariamente— presa. —Lukas… —Dime, mein Schätz. —Creo que he vuelto a enamorarme. —¿De la catedral? —Se echó a reír, por lo bajo, echando un rápido vistazo a sus espaldas. —No, no. De ti. He vuelto a enamorarme de ti. —Como te he dicho, nunca he dejado de quererte. —Ni yo, pero creo que acabo de descubrir algo nuevo. —¿Ah, sí? Me encantaba que entrecerrase los ojos con tal picardía… —Creo que puedes conseguir enamorarme, día tras día. —Esa es la finalidad de un buen matrimonio… —Entonces, mein Schätz, el anterior fracasó por la otra parte. —No, Elsa, fracasó porque ella no era tú —sostuvo mi rostro con sus manos, mirándome fijamente—. Du bist die Liebe meines Lebens. Reconocí la frase y tiré de su camiseta, acercándolo a mí. —Eh, tú me debes una traducción… —Si accedes a tres días más en Nueva York conmigo, recordando el mes de enero por estas calles, te diré qué significa. —Accedo. ¿Cómo iba a quedarme por la ciudad sin mi prometido? —Mi réplica le hizo sonreír. ¡Y me comía aquella sonrisa que lograba achinarle los ojos y provocar unas deliciosas arrugas de expresión! —Cómo me gusta hacerte sonreír… —Soy un tipo habitualmente serio. —No te lo crees ni tú —volví a tirar de la tela de su camiseta, todavía en aquel lateral del interior de la catedral—. Traduce, querido alemán… —¿No me has oído discutir en alemán? —No he tenido la oportunidad, no.

—Oh, la tendrás, mein Schätz… Cuando me saques de quicio, cuando quiera tirarte los papeles del matrimonio a la cara, recordándote que no son más que papeles porque lo que siento por ti no tiene que concedérnoslo nadie, cuando me exasperes o lo haga yo y tú me pongas la cabeza hecha un bombo con tu insistencia, tus formas, tu dichoso sarcasmo en momentos inoportunos… Cuando todo eso ocurra, mi amor, me oirás discutir en alemán. Y no te gustará… —Esto de casarse contigo va a ser divertido, eh… —Puedo prometerte que, otra cosa no sé pero, quererte, hacerte reír, adorarte, comprenderte, consolarte y hacerte el amor, u otras cosas que, aquí, en la casa del Señor, igual no queda tan bien decir, es algo que pienso hacer todos los días que me queden. No obstante, perdóname si grito en alemán. Sé que te pone histérica no saber lo que digo… pero es una manía que no puedo corregir. Te querré y te sacaré de quicio en el mismo idioma. Vengo así de serie. Pero sí, Elsa, va a ser divertido porque, a fin de cuentas, quiero que seas la persona con la que amanecer todas las mañanas y con la que acostarme todas las noches que me queden por delante. No me quedaban lágrimas que llorar. Era tan feliz que sólo podía navegar en el simple sonido de su voz. —Deja de enamorarme, dichoso, ya he accedido a casarme contigo y a permanecer estos tres días en la ciudad contigo, ahora cumple con tu palabra y traduce la frase que me persigue en sueños por mucho que sea incapaz de repetirla —dije, con sorna. Él sonrió, apoyando su frente contra la mía. —Du bist die Liebe meines Lebens —volvió a decir, a su turno. —Sé lo que es liebe, sé a qué se refiere die, pero… —Eres el amor de mi vida —espetó, como si de una confesión se tratase—. Por eso mi primer matrimonio fracasó, por eso intenté disfrutarte aun sabiendo lo que nos vendría encima, por eso no me acosté con nadie desde nuestra última vez… porque me he dado cuenta que eres la única con la que concibo lealtad, con la que siento adoración e incondicionalidad, con quien puedo ser altruista, con quien mostrarme tal y como soy, con confianza, naturalidad, necesidad, complementariedad, con quien tratar temas de interés o temas banales, con quien trabajar mi empeño, con quien convertirme en mejor persona y eres quien me ilusiona, día a día, Elsa. Eso es lo que significa “Du bist die Liebe meines Lebens”, mein Schätz. Cubrí su boca con la mía de forma tan abrupta que pude notar el choque de nuestros dientes. Sin embargo, eso no hizo que rompiésemos el beso, al contrario. Nuestros cuerpos, por su propio pie, decidieron abandonar el banco y colocarse el uno frente al otro mientras nuestros brazos buscaban imperativamente estrecharse. A ojos ajenos aquello podía parecer una muestra de desesperación pura pero, a decir verdad, no era más que un ejemplo de la necesidad que teníamos el uno por el otro. Sentía fascinación por él, por el modo que tenía de adorarme, por todo lo que había preparado para poder ceder y hacerlo de la forma más romántica posible, superando cualquier expectativa que mi ilusa mente hubiese podido tener. Era posible que, al contarlo, aquel momento fuese visto como una cursilada pero, bajo mi punto de vista, después de lo que había sufrido al enamorarme, por primera vez en mi vida, de la persona, quizá, menos indicada, creía ser merecedora de todas esos sentimientos aflorando para mí. Ya no me importaba si me casaba en aquella catedral. Lukas me había pedido matrimonio en ella, consiguiendo inmortalizar un precioso evento como era el compromiso en el interior de la más bonita de las catedrales. Así que encontrándome en mi catedral preferida, junto a mi hombre preferido —sin menospreciar las figuras masculinas que llevaba siempre conmigo—, abandoné las emociones negativas con las que entré y me acogí a la

felicidad que me producía haberme reunido con la persona con la que podía ser yo misma, con la que sentía libertad, incondicionalidad, complementariedad y adoración; con la que podía hablar de cualquier cosa, desde la arquitectura a los productos utilizados para la limpieza de un baño; con la que aprendería y descubriría un mundo completamente ajeno… En definitiva, con la persona con la que firmaba pasar el resto de mi historia y con la que iba a construir mi propio proyecto de vida. Pulsó el botón de llamada del ascensor y, tras adentrarnos en el espacio, se inclinó para besuquear mi cuello mientras sus brazos me rodeaban firmemente por la cintura. —Entonces, ¿Baumeister sabe lo nuestro? —Desde que volvimos de Nueva York —me respondió, despegando sus labios de la piel de mi garganta para seguir, sin embargo, dedicándome más besos—. Tras lo de Igor no pude arriesgarme y necesité tener una charla con él. —¿Y qué hay de…? Entrecerré los ojos por la repentina gustera que me producía cuando atrapaba parte de la piel con sus labios, succionándola muy delicadamente. —Lo tengo todo controlado —contestó. Las puertas automáticas se abrieron dándonos paso al alargado pasillo en el que yacía mi habitación. Caí de espaldas sobre la cama, con todo el cabello alborotado. —¿Estás seguro? —Segurísimo —admitió, tomando posición sobre mi cuerpo. Mis manos sobrevolaron su espalda y, tras cerciorarme de dedicarle mil y una caricias, todas con la finalidad de sentirle, de notar su presencia de todas las formas posibles, tomé el extremo de su camiseta para retirarla de la parte superior de su cuerpo. Desnudamos nuestros cuerpos una vez más, alternando necesidad y devoción con tranquilidad y adoración. Con las rodillas ancladas sobre el colchón, acarició mis piernas ascendiendo el movimiento de sus manos por ellas. Colocándolas tras mis rodillas, tiró de mí para deslizarme un poco más sobre el colchón, con una sencilla pero sensual sonrisa. —Llegué a creer que no volvería a tocarte de este modo. Me condenaba por las noches a recordar nuestro último encuentro en el hotel —confesó, en un susurro. —Podría haber sido nuestra última vez… —Sé que no somos responsables de lo que sentimos, pero sí somos responsables de cómo nos enfrentemos a ello, de la actitud que empleemos con esos sentimientos —se inclinó para besar mis labios, con evidente lascivia—. Soy sumamente responsable de todo esto. Lo tengo decidido. He tomado una decisión. Y tú, con tu respuesta afirmativa, mein Schatz, también lo has hecho. —Y no me arrepiento. Apoyó su frente sobre la mía momentáneamente, esbozando una amplia y feliz sonrisa. Una vez más, desnuda bajo su cuerpo, con un leve temblor a la altura de las rodillas, producido por el ansia y el anhelo de todo lo que era capaz de provocarme, busqué con mi mano el neceser que permanecía sobre la mesita de noche. Al dar con lo que buscaba, tendí, insegura, el envoltorio plateado del condón hacia él. Lukas lo cogió con los dedos, deteniendo los roces que había estado dedicándome en los últimos minutos y, tras contemplarlo seriamente, dirigió sus ojos a los míos, adentrándose en ellos como sólo él sabía hacer, optando por lanzar el preservativo por encima de su hombro, inclinándose con

una ladeada sonrisa para volver a irrumpir en mi boca con esa maestría que sus labios mostraban desde el primer beso en aquella estación de metro. FIN

Epílogo Lukas Schäfer Adormilado, me giré hacia la izquierda para dar con el calor que más me inspiraba felicidad a cualquier momento del día. Acababa de, posiblemente, tener una de las peores pesadillas de mi vida pero, pese a los sudores, el nerviosismo interior y la inquietud que mostraba sin reparo mi respiración, rocé mi pecho desnudo con la espalda de ella y me aferré a su cuerpo, pasando el brazo por su vientre —nuevamente plano—, hasta casi conseguir fusionarme con el motivo de mi nueva oportunidad en la vida. Respiré e intenté deshacerme de la angustia que me había provocado verme perseguido por una justicia que no trataba de igual modo a todo el mundo. Pese a tener la conciencia tranquila, mi subconsciente parecía estar dispuesto a ponerme frente a cualquier posibilidad, preparándome para reaccionar acorde a lo que fuese que pudiese suceder tras esos catorce meses en los que mi vida había sido, sin lugar a dudas, idílica. Y es que no me permitía pedir más que escuchar aquella profunda respiración a mi lado, por las noches e incluso las interminables mañanas en las que tenía que tirar de ella para comenzar el día y proseguir con nuestro trabajo, nuestra vocación. Fuese como fuese, me veía absorto por la satisfacción que me recorría cuando sus ojos se cruzaban con los míos o cuando su cuerpo, de todas las formas posibles —consciente e inconscientemente—, imploraba cualquier contacto con el mío. —Hm… Se removió entre mis brazos y logré colocar el izquierdo bajo la alargada almohada, logrando pasarlo por debajo de su nuca. Su trasero consiguió presionar mi pelvis en un movimiento en el que intentó buscar la más cómoda de las posturas y me deleité con el aroma que su cabello, en un simple deslizamiento para exponer la desnudez de su hombro, desprendió. Recordaba con perfección el nerviosismo que me había bloqueado cuando ella, con sus sentimientos, logró arrasar todas mis convicciones y pensamientos morales. Había pensado en numerosas ocasiones cómo habría sido acostarme con ella aunque luego, tras ello, me reprendiese hasta caer frito sobre la cama. El deseo por ella era tan intenso que lo que me hacía sentir peor acababa siendo lo que más me apetecía hacer. Y lo cierto era que tener un amigo como Kenneth no ayudaba lo más mínimo. El color de sus ojos indagaba en los míos buscando el modo de convencerme, de arrasar conmigo con todo aquello que ella quería y deseaba, sin ser consciente de lo mucho que acabaríamos implicados. Mi piel quería ceder ante la de ella y mis rodillas temblaban con la simple idea de hacerme un hueco entre sus piernas. La idea de hacerme un hueco en su vida, más tarde, conseguiría, también, alterar todas las terminaciones nerviosas de mi sistema. Habíamos discutido y ella estaba tremendamente enfadada. Por descontado, también lo estaba yo pues, por entonces, empezaba a percibir que las cosas que sentía por ella me llevarían a un precipicio. Era un suicidio para mí abandonar la postura en la que me encontraba mucho antes de ser arrasado por esa preciosa boca a la que ahora, precisamente ahora, me rendía por completo. Ella no comprendió lo dañino que podía ser. Ella no escuchó la experiencia que entre mis labios buscaba ser expuesta. Ella decidió, tras oír que mi boca hablaba, tras notar que intentaba apartarla de su objetivo, cumplir una fantasía que, aunque ambos compartíamos, sólo yo sabía que iba a perjudicarnos. Todavía recordaba cómo mi boca se vio atraída por la suya, como mi cuerpo necesitaba

imperativamente hacerse con el suyo. Y por si eso fuese poco, que para mí no lo era, no podía deshacerme del recuerdo de todo el miedo y la inseguridad que me produjo tenerla sobre mí. El terror de sentir, de percibir que podía ser un error para ella. Un tremendísimo error que podía acabar con todo lo que se abriría paso ante ella en una carrera que ambos amábamos con tanta devoción, con tanta necesidad. La misma necesidad que hacía que mis manos no pudiesen hacer otra cosa que no fuese buscar el placer que sabía podía proporcionarle. Kenneth repetía una y otra vez que no había hecho nada malo, que las cosas sucedían por diversos motivos y que, pese a mi forma de ver el asunto, ella era mayor de edad y suficientemente mayorcita para saber qué era lo que quería respecto a mí. Y aunque eso me dejó tranquilo momentáneamente, tras aquella experiencia, tras acostarnos por primera vez, siendo a la vez precioso, caliente y exquisito, me vi envuelto de una brutal necesidad de ella. Pero, aun así, pese a tal confesión, me obligué a pensar que sólo era sexo. —Hm… Volvió a removerse y mi mano se colocó sobre su vientre desnudo. Era alucinante que, tras el embarazo y el nacimiento de Enzo, ella hubiese recuperado su figura con tanta facilidad. Las estrías que ahora decoraban la parte baja de su vientre se habían convertido en una de las imágenes más hermosas para mis ojos. Me encantaba observarlas, besuquearlas e incluso, en ocasiones, agradecerles la existencia. Al fin y al cabo, ellas eran parte de uno de los eventos más magníficos de mi vida. Mi pulgar acarició la piel, suavemente. —¿Qué ocurre, mi amor? Su voz sonó suave como la seda y me alcé un poco para inclinar la cabeza sobre su cuello. —Me he desvelado —le respondí. —Deberías aprovechar que tu hijo todavía no se ha despertado. —Le debe quedar bien poco. Tendrá que comer en breve. —¿Estás bien? Terminó por colocarse boca arriba, únicamente con un sostén que le ayudaba a dormir mejor con el considerable aumento del tamaño de sus pechos. Alzó la mano y la colocó sobre mi mejilla. —Pensaba en nuestra primera vez —moví los labios hasta conseguir besar la palma de su mano. Ella sonrió enternecida, todavía con los ojos medianamente cerrados. —En el sofá… —Sí —susurré. —¿Y por qué te ha dado por pensar en ello? —Para mí fue importante. Su mano descendió por mi cuello, lentamente, hasta conseguir deslizarse por mi pecho, sobre mi esternón. —Sucumbí a unos sueños que me traían la cabeza loca desde el primer momento en el que te vi ponerte nerviosa con mi presencia. Ese nerviosismo que te hizo utilizar “asearme” en lugar de “asesorarme” y que me dio el indicio clave para saber que entraba por tus ojos de un modo bastante prohibido —hice una breve pausa y ella me instó a proseguir pellizcándome cariñosamente la piel—. ¿Qué quieres que te diga? —Repliqué, riéndome—. Cuestionaste qué ocurriría si todo fuese un sueño y me perdí. Era mi excusa perfecta. Actuar de acuerdo a lo que haría si fuese un sueño. ¿Y qué hice? Me enamoré de ti. —Pero no todo ha sido un camino de rosas…

—Ni lo va a ser, pero no voy a arrepentirme. Se hizo un silencio entre nosotros mientras que en la oscuridad de nuestra habitación, la que antes había sido simplemente mía pero que ahora compartía con el amor de mi vida, nos miramos. —Cuando estuviste embarazada de Enzo, tuve miedo. Insistías constantemente en que me arrepentiría. Te echabas a llorar y yo… no tenía ni idea de lo que hacer. No era nuevo en la paternidad y, sin embargo, contigo, era redescubrir un fenómeno completamente distinto. Te entraban unos cambios de humor que difícilmente me ayudaban a saber qué hacer, cómo tratarte y cómo poder asegurarte que, ante todo, jamás iba a arrepentirme de lo nuestro. —Fue un gran cambio. No pensé que lo sería de este modo. —No, mein Schatz, no te lo echo en cara —me apresuré a decir, inclinándome sobre su rostro—. Pasé miedo porque creí que te perdería, porque creí que tú te arrepentirías. Al fin y al cabo, mi mayor miedo es que tú abras los ojos y te des cuenta que allí fuera, mi amor, hay toda una vida que has dejado escapar por mí. —Lukas… Su mano intentó consolarme, de nuevo sobre mi mejilla pero, tomándola con la mía propia, la llevé a mis labios. —Yo ya he abierto los ojos —dijo—. He visto esa vida que dices que he dejado escapar por ti y, ¿sabes qué? Estoy satisfecha de haberlo hecho —murmuró, incorporándose suavemente para quedar a la altura de mi rostro—. Esa vida no me llena, no me llama la atención. Puede que tuviese cosas previstas para mí. Un trabajo distinto, otras personas en mi vida, viajes, menos responsabilidades pero, ¿por qué iba a aceptar todo eso si tú no estás conmigo para compartirlo? —Dejó escapar un suspiro y se aproximó a mis labios—. Parece que todavía no entiendes que me muero por tus huesos y que no hay otro lugar en este mundo en el que prefiera estar que no sean tus brazos. Intentaba hacerle entender que nunca antes, en mi vida, había amado tanto como notaba y sentía que la amaba a ella, pero sus labios, como su insistencia hacia mí en los meses previos a la vida compartida que ahora vivíamos, arremetieron contra mi boca para besarme con una pasión que no quedaba rebajada ni en nuestros peores días. Se colocó sobre mi cuerpo, empujándome hasta lograr que mi espalda quedase pegada al colchón. Sus manos presionaron mis hombros y, sin romper el contacto entre nuestras bocas, se acomodó sobre mi pelvis, desde la cual aguardaba, paciente pero muy despierta, mi excitación —la mañana y los recuerdos habían conseguido despertar todas las partes de mi cuerpo—. —Ah… Ella jadeó y mi cuerpo reaccionó al sonido. Tembló sobre mí y mis manos fueron a parar directas sobre sus redondas y desnudas nalgas. Presioné la piel con mis dedos y su lengua invadió mi boca con gustosa lascivia. Me moría por ella. Me fascinaba verla y hacerle reír. Me apasionaba verla tan entregada a mí, a nuestra familia, a nuestra profesión. Me encantaba que fuese tan sumamente inteligente, pudiendo hablar con ella de cualquier cosa, incluso pese a la edad. Me alucinaba lo deliciosa que podía ser en el terreno sexual, lo mucho que le gustaba complacerme y lo poco que le importaba pedirme las cosas en ese aspecto, sin reparo o vergüenza. Apreciaba que fuese curiosa y que buscase que yo mismo saciase dicha curiosidad. Adoraba que se enfadase conmigo, enfurruñándose sola, viniendo, a los pocos minutos, para disculparse con la mueca más angelical del mundo. Y molestarla, reprendiéndola en alemán, era una de mis tareas preferidas. —Para, para —me detuvo, alzándose y apoyando las manos sobre mi torso, para tomar impulso —. Sh —me mandó callar y permaneció en silencio unos segundos.

—El bicho despertó… —¿Lo traes a la cama? —¿No estarás incómoda? Quise beberme aquellos jadeos restantes, propios de la excitación a la que habíamos estado cediendo, pero me contuve. No supe cómo pero lo hice. —Vale, voy —dije. Ella se hizo a un lado y volvió a quedar sobre su lado de la cama mientras que me levantaba de ésta para dirigirme a la habitación continua en la que dormía Enzo. Habíamos decidido que, debido a mi adicción al tabaco, el pequeño durmiese en la habitación continua pese a su corta edad. Cuando crucé la puerta, sus llantos se hicieron más sonoros y no parecieron disminuir hasta que sus brazos, los mismos que tendían ligeramente hacia mí, se vieron sujetos por los míos. Sonreí al ver la baba que se acumulaba alrededor de sus labios, bastante parecidos a los de su madre, debido al crecimiento inminente de sus primeros dos dientes, los incisivos inferiores. —Wie geht's? Fue inevitable preguntar cómo estaba mientras lo sostenía en mis brazos, haciéndole una infinidad de carantoñas, al tiempo que volvía al dormitorio. —Listo. —Mi pequeño… Ella estiró los brazos hacia mí y acogió a Enzo entre ellos. —¿Tienes hambre? —Creo que son los dientes —murmuré, sentándome a su lado. Ambos fuimos testigos de cómo Enzo tomaba el dedo índice de ella para llevárselo a la boca. —Eso parece —me respondió, sonriente—. Es tan precioso. —Tiene mucho de ti. —Pero tiene tus ojos. —Y tu boca. —¿Tendrá tu hoyuelo? —Tiene algo así como una marca, ¿no? —Sí —contestó, ladeando suavemente el rostro hacia mí—. No me importa. En ti es algo que me vuelve loca. —Tú sí que me vuelves loco… —Y creo que seguiré volviéndote loco unos años más. —¿Unos años…? —Me reí y, desde mi postura, tumbado sobre la cama, ladeado al lado de ella, tomé el pie desnudo de Enzo para dedicarle unas cosquillas—. Creo que cuando tenga ochenta años, mi amor, y no pueda solo… moveré cielo y tierra para poder… —Un efecto secundario de esas pastillitas es la muerte súbita. —Moriré de igual modo si me quedo sin probarte… En sus labios se dibujó una sonrisa y sonreí a mi turno. —Elsa… —Dime —ella proseguía embobada mirando a nuestro pequeño quien, tras unas noches de cólicos, parecía estar más que fresco. —Ich liebe dich. Giró su rostro hacia mí, con la mirada llena de ternura: —Te amo —me contestó, en un susurro.

Hubiese querido permanecer en la cama todo el día junto a ellos pero debía trabajar. Nuestro estudio de arquitectura Schäfer-Lacroix me esperaba para un día más lleno de nuevos proyectos. El más importante, sin embargo, lo dejaba en casa mientras lo llevaba conmigo, a todas partes. Eh, espera. Tú, no dejes de leer todavía… Hay alguien que todavía tiene cosas que contar, ¿te apetece saber quién…? Sigue leyendo…

Extra Norman Levitch —No pares. Aferré mis dedos alrededor de su densísimo cabello rojizo y conseguí acomodar mi nuca contra el respaldo de aquella incómoda silla que crujía bajo el movimiento involuntario de mi cuerpo. Lo atrapé con firmeza, instándola a proseguir con esa tarea que estaba a punto de lanzarme a lo más alto. No recordaba su nombre. Probablemente sólo lo había mencionado una vez antes de traerla al loft, pero, desde aquella perspectiva, perdiéndose entre los mechones de su desastroso pelo, esos mismos que yo intentaba apartar para sacar a la luz su precioso rostro pálido, tenía cara de “Lucy”. Lucy in the sky with diamonds. Ese, aunque posiblemente no fuese su nombre, le iba que ni pintado. Al menos tenía que venir del cielo si con esos finos labios conseguía hacerme rozar el mismísimo paraíso. Dejé escapar un angustioso gemido y, conocedor de cómo funcionaba mi cuerpo, tiré de su cabello para detenerla. —Ven conmigo. Despegué el trasero del asiento y me incorporé para caminar hacia una de las paredes que daban a mi dormitorio. Caminé deslizando los pies mientras mis pantalones, junto a la ropa interior, quedaban a la altura de mis tobillos. Ella, a quien seguiría llamando Lucy mentalmente, se dejó llevar por mi mano, la cual le animó a acuclillarse con la espalda pegada a la pared. —Necesito correrme —le comuniqué. Apoyé el antebrazo derecho contra la pared, a la altura de mi frente, la cual acabaría buscando apoyo en algún momento. Mientras, por otra parte, mi mano izquierda consiguió conducir mi polla de nuevo hacia sus labios. La acogieron con tanta delicia que tuve que cerrar la mano en un puño, conteniéndome. Aquella postura tenía una finalidad. Al tiempo que mi mano izquierda, tras ocuparse de conducir mi erección a su boca, nuevamente, acarició sus labios, instándola a mantenerlos abiertos. Mi pelvis, seguidamente, se ocuparía de todo lo demás. La pared impediría que, por el ímpetu, su cuerpo se alejase y, de ese modo, también me permitía y ofrecía un enorme apoyo. Ella dejó escapar algunos guturales ruiditos mientras que sus uñas se clavaban en mis muslos. Noté que intentaba frenar un poco la celeridad de mis movimientos pero, al ver que no rechazaba el incesante meneo o la constante intrusión, proseguí hasta escuchar cómo su cabeza golpeaba muy suavemente la pared y cómo mis propios jadeos empezaban a delatarme. Acabó arañando muy suavemente la piel de mis muslos y deseé, silenciosamente, que infringiese un poco más de fuerza. Sin embargo, corriéndome en su boca, lo cual no había podido hacer por la noche, acabé abatido, de pie, con las piernas ligeramente separadas y la frente apoyada contra el antebrazo que seguía sirviéndome de refuerzo en aquella postura. Pese a quedarme unos segundos intentando recuperarme, sintiendo un evidente estado de sopor tras el sexo a primeras horas de la mañana, me agaché para retomar mis pantalones y ropa interior hasta conseguir vestirme nuevamente. Escuché sonido en la cocina e intuí que había ido a prepararse un café o un zumo. —¿Y vives solo? Su voz era ronca, casi afónica.

—Te lo dije anoche. —Hay otra habitación. —Le pertenecía a una amiga. —¿Una ex? —¿Te has zampado a un inspector de policía? —Le pregunté, con una sonrisa—. Digo, ¿no estás haciendo como muchas preguntas de pronto? —Voy a preparar café. ¿Quieres uno? —Por favor. —Tu móvil no ha dejado de vibrar. —¿Sí? Pensaba que esa vibración venía de ti… Ella ocultó una tímida sonrisa y me volví loco. ¡Lo que me gustaba que, después del sexo, todo fuesen timideces, rubores y mejillas sonrojadas! —Deberías mirarlo —prosiguió, con la cafetera en la mano—. Podría ser del trabajo. —Llevo dos días en el nuevo hotel. No creo que me den la vara tan pronto pero… sí, voy a echarle un ojo. Por si acaso. Pasé mi mano por mi despeinado cabello y me acerqué a la mesa de café que se encontraba frente al sofá para tomar el teléfono. Cuando pulsé el botón lateral, desbloqueé la pantalla con la simple presión por parte de mi dedo pulgar y contemplé las cuatro llamadas que se habían registrado por parte de Iris. Tras ellas, un histérico mensaje muy en su línea: “Sé que no estás trabajando. ¿Se puede saber qué estás haciendo? ¿Dónde estás? Necesito hablar contigo. ¡Es importante! Seguro que mucho más importante que fumarse un porro viendo a los Motorheavy o como diablos se llamen por la tele.” Motörhead, pensé antes de negar suavemente con la cabeza. —¿Es del trabajo? Giré el rostro hacia la chica y volví a negar: —Una amiga. —¿La misma que abandonó la habitación que te sobra? —Ojalá —me reí, poniendo los ojos en blanco. Me encaminé hacia la cocina mientras mis dedos tecleaban: “Queda oficialmente demostrado que no sabes vivir sin mí, caprichosa. ¿Qué es lo que quieres? Estaba con las manos en la masa… o más bien con el pan en el horno”. Sonreí orgulloso. —Debería darme una ducha —dije. —Puedes tomarte el café primero. —Me espera un día de locos. —A mí también y estoy molida… —Razón de más para darnos una ducha —insistí. —¿Juntos? —Ella negó, rápidamente, con una sonrisa. —¿Por qué no? —Norman, estoy molida es sinónimo, en parte, de estar dolida. —¿Cómo dolida? —Me duele un poco…

—¿Qué, el qué? La preocupación pasó por mi rostro porque, ante todo, ante todos mis desvaríos, me importaba que la otra persona disfrutase al menos gran parte de lo que yo disfrutaba. —Los pezones… —Las pinzas —suspiré, asintiendo—. Lo lamento. —No, no te preocupes. —Una ducha te irá bien. Prometo evitar el roce en la zona. —De verdad, estoy bien. Dejé el móvil en el bolsillo trasero de mi pantalón y me aproximé para, rodeándole la cintura con los brazos, mostrarle mi más sincera mueca de arrepentimiento. —Si quieres, puedo lamerlos y… —¿No te cansas nunca? —Lo preguntó con una carcajada. —Sí, sí me canso. Estoy hecho polvo. Quiero tumbarme en la cama, no ir a trabajar, tener un poco más de sexo, fumarme un cigarrillo y dormir hasta el día siguiente —le admití, tras besar la fina línea de su mandíbula. Llegué hasta su puntiaguda barbilla y la mordisqueé con suavidad—. Pero es difícil si estás cerca. He de admitir que eres de las pocas que se apuntan a… —¿Es necesario que lo hablemos? —Me cortó. —¿Te da vergüenza? —Claro que me da vergüenza… —Venga, si estuviste fantástica… —Para… Apoyó sus manos contra mi pecho y, con extrema timidez, ladeó el rostro para que no pudiese verla. —Te lo digo de verdad. Cualquiera me hubiese mandado a la mierda si le propongo, de buenas a primeras, un juego con pinzas. —Pero, ¿te quieres callar? Terminó por ocultar su rostro contra mi cuello y me reí, estrechándola con cariño entre mis brazos. —Voy a ir yéndome. Tengo que ir a trabajar. —Está bien —le dije—. Espero volver a verte, Lucy. —Mi nombre es Marianne. —Pero eres mi Lucy in the sky with diamonds. Ella, Marianne, esbozó una satisfecha sonrisa sobre sus labios y me dedicó un profundo y poco casto beso antes de marcharse. “¿Con el pan en el horno? ¿Ahora eres panadero? ¡He dicho que necesito hablar contigo! ¿Puedes llamarme?” Era alucinante lo ingenua que podía ser Iris. Sobre todo teniendo en cuenta que su padre era de todo menos crédulo e inocente. Al fin y al cabo, había sido muy hábil y listo con Elsa. De camino al trabajo, tras tomar el café y darme una necesitada y buena ducha en mi plena soledad, decidí ceder a la extraña pero imperativa necesidad por parte de ella y marqué su número de teléfono. Al segundo tonó, respondió: —¡Por fin, sabandija! Pensaba que habías olvidado cómo utilizar un teléfono móvil. Me detuve en un paso de peatones, frunciendo el entrecejo.

—Vas a tener que hacerme un favor —masculló. —¿Buscar al mejor neurocirujano del país? —Estoy hablando en serio, Norman… —¿Y por qué me llamas sabandija de buenas a primeras? —Lo siento, me he despertado de mal humor —se disculpó, deprisa—. He tenido una muy mala noche. —¿Y tienes que intentar fastidiarme el humor? —¿Podemos centrarnos en mi problema? Empecé a caminar para cruzar la calle, contemplando el imponente hotel en el que llevaba trabajando desde hacía nada y menos pero que me había acogido tan bien que daba gusto. —Oh, estoy tan harto del tema —le dije, deteniéndome en la acera—. ¿Por qué tenemos que seguir tratando eso? Tienes que empezar a hacerte a la idea que tus padres no van a volver a estar juntos, Iris. Te guste o no, tu padre está jodidamente encantado con hacer su vida con Elsa. ¿Puedes dejar de ser un disco rayado? —No iba a hablar de eso… —¿No? Me cuesta creerlo. —¿Por qué no intentas escucharme en vez de soltarme un discurso lleno de desprecio como acabas de hacer? —Lleno de desprecio —bufé, poniendo los ojos en blanco. —Necesito que vengas a buscarme al aeropuerto esta noche. —¿Qué? —No puedo seguir en Suiza. —¿Por qué no, qué ha pasado? —Simplemente, no puedo. Tengo los billetes y mi padre no sabe absolutamente nada —dijo, en un suspiro—. ¿Crees que podría ocupar la habitación de Elsa unos días? —¿Con Judas? —No, él no viene conmigo. —¿Qué ha pasado, Iris? —¿Qué más da…? —Volvió a suspirar, con pesar—. Dime, ¿podrás venir a buscarme y prestarme la habitación unos días? —Ahora me dejas preocupado. —Entonces, para despreocuparte, lo justo es que te ocupes de que llene sana y salva, me recojas y me permitas vivir en el loft un tiempo. —Porque decirte que vayas a casa de tu padre no, ¿no? —¿Me lo estás diciendo en serio? —Iré a buscarte —murmuré, a las puertas del hotel—. ¿A qué hora llega tu vuelo? —A las once y media. —Llegaré justo pero llegaré. —Gracias —musitó, a su turno—. Lo agradezco mucho. —Está bien, tranquila, pero querré que hablemos de ello. —Al final resulta que nos hemos hecho amigos… —Eso parece. Aunque, sabes, no me sorprende. Personalmente, yo, me considero un tipo sociable. Claro que tú… —¿Yo qué? —Replicó, rápida, cayendo en mi red. —Eres como eres.

—¡Vaya! ¿Y tú cómo crees que eres? —Te lo he dicho. Sociable y adorable —me reí. —Perdona, monada, pero tengo unos encantos que te impedirían dormir por las noches. —¿Eso es que roncas o algo? —¡Argh! —Gruñó, exasperada, ante mi risa—. Tú ríete… —Eso hago —seguí, riendo. —También yo soy una persona sociable. —Sociable no sería la palabra. —¿Y qué palabra sería? —¿Accesible? De mis labios salió una carcajada y una mujer que, parada a mi lado intentaba terminar su cigarrillo, me miró como si estuviese ante un completo psicópata. —¿Eso quiere decir lo que yo creo que quiere decir? —No sé, Iris, ¿qué crees que quiere decir? —¡Me estás liando! —Y también te estoy picando, y siempre caes. —Oye, ¿y qué has querido decir con el pan en el horno? Porque lo de las manos en la masa puedo comprenderlo, imaginar más o menos por dónde van los tiros, pero, ¿el pan en el horno? Me volví a reír y negué suavemente. —No tiene importancia —le contesté. —Para mí la tiene. No me has llamado por eso mismo. —Buena observación, pero, eh, si quieres, puedo practicar e intentar mantener una conversación telefónica al mismo tiempo sin que los gemidos —murmuré, ahora hablando más bajo— me delaten. —¿Estabas en plena…? —¿Plena…? —¿…faena sexual? —Inquirió, terminando su frase. —Estaban haciéndome una mamada. La mujer de mi lado tosió bruscamente y, tras mirarme con descaro, decidió apagar el cigarrillo y entrar en el hotel. —Ah… Entiendo. —Iris, tengo que entrar a trabajar. —Vale, pero no te olvides, ¿eh? A las once y media en el aeropuerto. —No me olvido, tranquila. —Hasta luego —dijo, cortando rápido la llamada. Le eché un vistazo a la pantalla y, sin darle mucha más importancia, me adentré en el edificio para empezar mi jornada. Próximamente en… ¿Y ahora qué, princesa? Rae Maval