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SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA PROTESTANTISMOS Y MODERNIDAD LATINOAMERICANA

JEAN-PIERRE BASTIAN

Protestantismos y modernidad latinoamericana Historia de unas minorías religiosas activas en América Latina

Primera edición en francés, 1994 Primera edición en español, 1994 Primera reimpresión, 2011 Primera edición electrónica, 2013 Traducción de José Esteban Calderón Título original: Le Protestantisme en Amérique Latine. Une approche socio-historique © 1994, Éditions Labor et Fides 1, rue de Beauregard CH 1204, Ginebra ISBN 2-8309-0684-5 D. R. © 1994, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-1357-8 Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN Problemas I. PROTESTANTISMOS COLONIALES Infructuosos intentos de implantación protestante (1492-1655) La colonia de los Welser en Venezuela (1528-1546); La colonia hugonota de la bahía de Guanabara (1555-1560); Tentativa hugonota en Florida (1562-1565); El Brasil holandés (1630-1654); Corsarios y piratas protestantes ante la Inquisición

Implantación del protestantismo en las Antillas (1655-1838) II. LA HEREJÍA LUTERANA EN NUEVA ESPAÑA Lucha contra el clero erasmista Corsarios y piratas juzgados por la Inquisición La lucha contra los libros y los extranjeros La herejía luterana durante el siglo XVII El protestantismo y las Luces III. SOCIEDADES PROTESTANTES Y MODERNIDAD LIBERAL De la tolerancia religiosa a la libertad de cultos Biblias y reformas del catolicismo romano; Tratados comerciales e “iglesias de trasplante”; Inmigración y tolerancia religiosa

Sociedades de idea, anticatolicismo y liberalismo radical Un liberalismo en efervescencia; Surgimiento de las sociedades protestantes en Brasil y en México; Un fenómeno generalizado

Difusión de las sociedades protestantes Las sociedades misioneras; El misionero; La expansión geográfica de las sociedades protestantes: El caso de México; Unas geografías liberales similares; Frente a un catolicismo en movimiento; Las redes escolares protestantes; Una pedagogía liberal y protestante; Institucionalización del protestantismo

IV. DEMOCRACIA Y PANAMERICANISMO PROTESTANTE, 1916-1961 Surgimiento de una conciencia protestante latinoamericana, 1916-1929 El Congreso de Panamá, 1916; Panamericanismo y CCLA; El Congreso de Montevideo, 1925; El Congreso de La Habana, 1929

Participación activa en las luchas democráticas Actitud de los misioneros frente al imperialismo; Protestantismo y “aprismo” en Perú; Apoyo protestante a los movimientos democráticos

El protestantismo, ¿agente de norteamericanización o sector social nacionalista? Protestantismo y populismos, 1929-1949 Preocupación por los estudiantes y los jóvenes; Evangelización de los indios; Irrupción de un “protestantismo del Espíritu”; Hacia un protestantismo establecido, organizado y autónomo

Guerra Fría, crisis del liberalismo y fragmentación de los protestantismos, 1949-1961 Primera conferencia evangélica latinoamericana, 1949; Surgimiento de un protestantismo conversionista; Expansión pentecostal; Entre la persecución y la revolución

V. LA MUTACIÓN DE LOS PROTESTANTISMOS LATINOAMERICANOS, 1961-1992 Condiciones de la mutación Crecimiento exponencial y geografía religiosa Protestantismos históricos polarizados Del liberalismo a la solidaridad con los pueblos que se liberan; Obsesión por la conversión y el crecimiento numérico

Una religión popular pentecostal en expansión Pentecostalismos urbanos; Sincretismos pentecostales rurales

Estilos de autoridad y mecanismos de dominación Función política de los protestantismos y los pentecostalismos en Guatemala y Nicaragua El caso de Nicaragua; El caso de Guatemala

Protestantismos históricos, pentecostalismos y clientelismo político CONCLUSIÓN. CUESTIONAMIENTO Y CONSTRUCCIÓN DEL OBJETO DE ESTUDIO Relación con la historia Cuestionamiento y construcción de nuestro objeto de estudio Conclusión

Anexos ENSAYO DE ANÁLISIS BIBLIOGRÁFICO

De la apología a la polémica Perspectivas nuevas y críticas Un enfoque sociológico y antropológico; El recurso a la historia

BIBLIOGRAFÍAS Bibliografía general Bibliografía bibliográfica Bibliografía cartográfica Bibliografía estadística Tesis y trabajos inéditos CUADROS ESTADÍSTICOS

INTRODUCCIÓN

A finales del siglo XX, América Latina es una región en plena mutación religiosa. Por primera vez desde la época de la colonización ibérica, la Iglesia católica, al parecer, va perdiendo más y más el monopolio religioso que ejerció hasta la década de los años cincuenta. En efecto, los numerosos movimientos religiosos nuevos que han aparecido a lo largo de los últimos 40 años, han fragmentado el campo religioso. Algunos sociólogos (Martin, 1990; Stoll, 1990) pretenden ver en ello un movimiento de reforma protestante que conduce a América Latina a una modernidad religiosa que prolonga las reformas protestantes anglosajonas. Es una idea que debe considerarse con gran atención. Efectivamente, el alcance de una afirmación así nos coloca frente a los temas de una historia y de una sociología que han procurado comprender la eventual articulación entre el protestantismo y el mundo moderno (Troeltsch, Weber). A final de cuentas, ¿no sería América Latina, hoy en día, un terreno muy privilegiado para que se repita un proceso que ya tuvo lugar en los contextos europeo y norteamericano de los siglos anteriores? El presente libro busca dar respuesta a esta interrogante de actualidad, enfocándola desde la amplia perspectiva de la historia moderna de América Latina. Recurriendo a un enfoque genético del fenómeno religioso protestante en América Latina, se pueden formular preguntas sobre la efervescente realidad religiosa contemporánea. Con este fin, parte la obra de la idea de que el objetivo considerado es un fenómeno complejo, polimorfo, y que una perspectiva histórica puede llevar a la reconstrucción de su diversidad, de su continuidad y de sus resquebrajamientos. El protestantismo es, por su esencia teológica, un fenómeno plural. Las reformas protestantes llevaban consigo una pluralidad de organizaciones religiosas, de modelos eclesiológicos que, sólo con muchos distingos, permiten hablar de protestantismo desde un punto de vista genérico, aun cuando, al principio, exista un común denominador mínimo fundado en estos tres grandes principios: sola fe, sola gratia, sola scriptura. Esta diversidad y este pluralismo han constituido la fuerza de los protestantismos; pero, a la vez, ponen hoy en día de manifiesto su carácter precario (Willaime, 1992). América Latina, siempre a posteriori, ha experimentado la repercusión de las evoluciones religiosas protestantes. En efecto, los espacios sociopolíticos conquistados por las potencias coloniales ibéricas fueron brutalmente incorporados, en el siglo XVI, a la modernidad europea, cuando las reformas protestantes se propagaban en Europa. Ahora bien, al mismo tiempo en que eran “descubiertas”, las sociedades precolombinas se encontraron recubiertas por la modernidad de las reformas católicas; en primer lugar, el erasmismo y, a continuación, la Contrarreforma.

Aun cuando hayan sido contemporáneas las reformas protestantes y las conquistas hispánicas, los espacios coloniales quedaron en el campo de la recusación de la modernidad religiosa que acarreaban, entre otros factores, los protestantismos europeos. Hasta cierto punto, esto fortaleció la situación periférica de las sociedades coloniales iberoamericanas, y quizá de la América Latina contemporánea. Se trata, sin duda, de un “lejano occidente”, debido a la irreductibilidad de las herencias precolombinas, las cuales perduraron a través de los sincretismos y de las recomposiciones religiosas de los catolicismos populares. Como dice Rouquié (1987): “¿no nos hallamos frente a sociedades que, indudablemente, forman parte de Occidente, pero cuya herencia es diferente?”[1] Prolongando el análisis de este politólogo, puede preguntarse si la continua resistencia de los espacios coloniales, ya independientes, a la modernidad religiosa de las reformas protestantes no ha constituido, asimismo, un factor poderoso que contribuye a la configuración de un “lejano occidente”. Por eso resulta actualmente tentador ver en la explosión religiosa que tiene lugar en las sociedades latinoamericanas, protestantismos que acabarían por proporcionar, por fin, a esa región la oportunidad de incorporarse plenamente a la modernidad occidental. Esto es lo que nos proponemos examinar críticamente, reconstruyendo la historia de las minorías protestantes en Latinoamérica durante casi cinco siglos. Si bien es posible detectar cierta presencia protestante continua desde el siglo XVI hasta nuestros días, queda por demostrar que la explosión religiosa que estamos presenciando sea parte de la historia de las minorías protestantes latinoamericanas. Me propongo poner de manifiesto la permanencia de la cuestión protestante en una región marcada por los catolicismos de la Contrarreforma; pero no deseo escribir una historia religiosa de los protestantismos[2] que tuviera cabida en el marco de una “historia de la Iglesia en América Latina”. Otros (Prien, 1978) se han dedicado a hacerlo. Si se considera que Latinoamérica se desarrolla tomando su propio rumbo en relación con la modernidad religiosa protestante, que alcanza su máxima altura en los espacios europeos y norteamericanos en los siglos XVII y XVIII, no tendría interés para mí escribir una historia de las ideas protestantes. Efectivamente, aun cuando éstas influyan en el desarrollo de la cuestión protestante latinoamericana, no surgen desde América Latina. Prefiero dedicarme a señalar los efectos sociales de las ideas protestantes en esos países. Por eso este libro, más que una “historia del protestantismo”, es una historia de los actores y de las sociabilidades protestantes, a la manera de Meyer (1989), quien se propuso escribir una historia de los cristianos en América Latina. Al contrario de este último, mi trabajo no pretende abarcar el conjunto de las manifestaciones cristianas. Mi proyecto es más modesto, ya que su objetivo es el estudio de una minoría religiosa y su impacto social y político. La historia de las minorías protestantes latinoamericanas estriba en la historia social de la región. Incluso me parece que el estudio de las manifestaciones sociales y religiosas no conformistas y que siguen su propio rumbo, quizá suministre un terreno adecuado para considerar las cuestiones centrales de la relación entre América Latina y la modernidad. Eric Hobsbawn ha puesto de relieve en sus estudios sobre los Primitive rebels (1959) la importancia del actor social no conformista en la historia de las transformaciones sociales contemporáneas. Una minoría religiosa no conformista puede constituir un objeto de igual importancia para analizar las evoluciones globales de las sociedades latinoamericanas. Algunos sociólogos ya se han dedicado a ese análisis, por

ejemplo, Pereira de Queiroz (1968) cuando considera los movimientos mesiánicos y milenaristas. Varios historiadores se han interesado por el estudio del judaísmo en las sociedades latinoamericanas (Lewin, 1960); otros, interesados en una historia innovadora de las mentalidades, han puesto su atención en las desviaciones y rupturas de las normas reguladas por la Inquisición (Alberro, 1988). Ahora bien, fuera de la aportación fundamental de una historia de las mentalidades, las minorías sólo han sido consideradas desde un doble punto de vista, conformista o marginal. Debe recordarse que las sociabilidades protestantes en Latinoamérica no han sido ni lo uno ni lo otro, cosa que procuraré demostrar. En efecto, se trata de minorías activas, nómicas, de conformidad con la categoría ideada por Moscovici (1981), en la medida en que adoptaron “una posición distinta, contrastando u oponiéndose al sistema social global”.[3] Por ello es conveniente evaluar su capacidad para inducir y producir cambios en función de su divergencia con las normas mayoritarias. La mayoría de las formas de resistencia al control social y de rechazo a las normas ha sido estudiada como desviaciones por una historiografía latinoamericanista que, al parecer, aún no comprende la importancia de lo que entra en juego en el estudio de las minorías religiosas protestantes en una cultura y en unas sociedades moldeadas por cierto tipo de catolicismo. ¿No ha llegado el momento de interesarse en las minorías religiosas como fuente de innovación y de transformación social? Hasta ahora, fuera de los enfoques religiosos, muy pocos historiadores latinoamericanistas han tomado en serio el tema de los “protestantismos”. Como afirma Thomson (1991), “esta negligencia posiblemente se debe a la dificultad que muchos historiadores latinoamericanos tienen para aceptar que sociabilidades religiosas, influidas por ideas protestantes exógenas, puedan tener alguna importancia social y política”.[4] Como observa Schmidt, aun cuando los protestantismos hayan sido “una de las fuerzas en ascenso de la civilización latinoamericana, los historiadores latinoamericanistas, configurados por los temas hispanistas tradicionales, tienden a considerarlos como una verdadera rareza”.[5] Sin embargo, partiendo de la constatación de la inserción obligada de América Latina en el espacio cultural y político de la reforma católica, impregnada de resistencias a la modernidad, el historiador debe preguntarse si el estudio de las minorías religiosas protestantes no es, por lo contrario, de importancia capital para comprender las tensiones entre las mentalidades y las conductas heredadas, por una parte, y las modernidades políticas y económicas, por la otra, que acabaron imponiéndose sin que una reforma religiosa acompañara esas transformaciones. La consecuencia de la ausencia de una reforma religiosa moderna, caracterizada por el malogro recurrente de las reformas católicas radicales (la erasmiana en el siglo XVI, la del catolicismo liberal en el siglo XIX, la de las comunidades eclesiales de base en el siglo XX), es la permanencia del desgarramiento profundo del hombre latinoamericano contemporáneo que, viviendo en el seno de la modernidad, no tiene la impresión de pertenecer a ella (González Pedrero, 1990). El objeto minoritario protestante puede servir como una especie de revelador cuando se ataca este problema. ¿Acaso la existencia misma de minorías protestantes latinoamericanas no es manifestación de un constante anhelo por superar ese desgarramiento de las sociedades latinoamericanas?

P ROBLEMAS Hemos subrayado el carácter plural del protestantismo, e insistiendo en el estudio de sus efectos sociales en América Latina, nos proponemos estudiar las minorías protestantes. Desde muchos puntos de vista nuestro intento puede parecer arriesgado. La diversidad de contextos sociopolíticos, la pluralidad de las manifestaciones religiosas protestantes, una escasa literatura secundaria, podrían hacer que se considerase temerario un trabajo de este tipo. Ante todo, ¿es posible encontrar alguna coherencia en un objeto disperso dentro de un enorme espacio sociopolítico, cuya unidad es a veces más aparente que real? ¿Qué destino común existe entre la isla de Cuba, de población africana, mestiza y española, abierta al comercio internacional, y Bolivia, de población fundamentalmente indígena, encerrada en el espacio andino? El concepto de América Latina se formó tardíamente, en la segunda mitad del siglo XIX, para designar a una América católica e hispánica, contrapuesta a otra América protestante y anglosajona. Exceptuando cierta cultura religiosa común, es fácil constatar la diversidad geográfica, social, demográfica y lingüística de los espacios en cuestión. Algunos han hablado de “veinte Américas Latinas” (Niedergang); otros han distinguido las “Américas negras” (Bastide), las Américas indígenas y blancas. Una diversidad así debe necesariamente marcar el objeto religioso protestante, lo cual, en la medida de lo posible, ha de tenerse en cuenta. Por lo demás, a pesar de la pluralidad de las geografías físicas y humanas, se comprueba la existencia de constantes que permiten situar dentro de una misma unidad temporal espacios geográficos y sociales muy diversos. Cierto ritmo histórico ha sellado estas regiones, y les restituye un destino común: su conquista simultánea por las potencias ibéricas y una historia colonial de ritmos paralelos; movimientos de independencia política yuxtapuestos en el breve espacio de 20 años, aun cuando en algunos países el proceso se haya retardado un poco (Cuba, Puerto Rico); una herencia colonial señalada por estructuras latifundistas idénticas; pirámides sociales influidas por criterios raciales; la fuerza de la Iglesia y de actores corporativos frente al Estado emergente; tentativas comunes de reformas liberales a mediados del siglo XIX y recaídas oligárquicas a finales de ese mismo siglo; movimientos revolucionarios democráticos y avatares populistas posteriores. Este activo ritmo común permite colocar a lo largo de la historia moderna de Latinoamérica los fenómenos religiosos protestantes, y reintegrarles cierta coherencia, a pesar de los espacios diferentes en donde evolucionaron. Por otra parte, existe la inclinación a bautizar de prisa con el nombre de “protestante” a cualquier minoría religiosa que se quiera vincular con ideas provenientes de las reformas protestantes. Reconocimos ya el carácter esencialmente complejo y plural de los protestantismos. Nuestro objeto, aun cuando atraviesa la historia de América Latina, adopta formas diversas según el contexto histórico, desde quienes fueron portadores de la herejía luterana durante el periodo colonial, pasando por las sociedades de ideas del siglo XIX, hasta llegar a sociabilidades sectarias contemporáneas. Esto nos llevará a insistir en los efectos sociales de los protestantismos en su diversidad, y a formularnos preguntas sobre el objeto mismo de nuestro análisis en el contexto de acaecimientos muy recientes. Estas activas minorías nómicas, ¿acaso no se habrían convertido en minorías anómicas pasivas, es decir, en

“individuos o subgrupos definidos con referencia a la norma o a la respuesta del sistema social global, porque el grupo al que pertenecen carece de normas o de respuestas propias”?[6] Lejos de reducir nuestro objeto a una categoría teológica englobante, procuraremos mostrar la diversidad de los problemas históricos planteados y a la vez la continuidad de la “cuestión protestante”, desde la herejía luterana perseguida por la Inquisición hasta el problema de la tolerancia religiosa, desde las sociedades de ideas liberales, hasta las sectas contemporáneas y, ex contrario, hasta los nuevos movimientos religiosos. Además, todo historiador debe plantearse la cuestión relativa a las fuentes. A este respecto, nuestro estudio debe apoyarse necesariamente en una amplia bibliografía secundaria. Esa literatura con frecuencia deja mucho que desear, está mal estructurada conceptualmente, y no pocas veces es producto de los propios agentes protestantes.[7] Sin embargo, ya han surgido algunos trabajos, muy escasos, como veremos posteriormente, que suministran bases sólidas para un análisis comparado. Por lo demás, no me habría lanzado a esta aventura sin haber realizado un trabajo serio en los archivos, y obtenido resultados convincentes en el marco de mis investigaciones sobre los protestantismos mexicanos del siglo XIX. En cierta forma, es por esta labor básica (Bastian, 1983, 1988, 1989) que pude lanzarme a examinar el desarrollo de las minorías protestantes latinoamericanas. Habrá que esperar a que aparezcan nuevos estudios históricos, a escalas nacionales, para ampliar los análisis ya emprendidos. Con todo, espero haber logrado al menos dar cierta coherencia al tema, aun cuando a veces le parezca al lector que no fui más allá de la yuxtaposición de datos comparados. En gran parte, este defecto se debe a la ausencia de una historiografía sólida sobre este tema en varios países latinoamericanos. Para la organización de este libro escogí una perspectiva lineal desde la época colonial hasta nuestros días. Aún habrá que justificar una periodización que se refleja en las diversas partes del presente volumen, y que invariablemente presenta ciertos elementos arbitrarios. Los dos primeros capítulos se refieren a la época colonial caracterizada por el espacio temporal que va de las conquistas hacia las independencias. En la medida en que el primer capítulo procura ofrecer un análisis comparado del papel del fenómeno protestante en diversos espacios coloniales americanos, esta periodización no es satisfactoria, pues las colonizaciones anglosajonas y las independencias de sus colonias son posteriores a las de las sociedades coloniales ibéricas. Quise, mediante este intento que aún no pasa de embrionario, subrayar el interés del enfoque comparado de los aparatos religiosos en las sociedades coloniales americanas, dejando expresamente de lado las colonias de la Nueva Inglaterra, debido a la magnitud de los problemas relacionados con ellas. En cambio, el estudio de la evolución de la percepción del hereje luterano por los organismos inquisitoriales corresponde al corte habitual entre Colonia y ruptura posterior. Con todo, teniendo en cuenta una nueva historiografía que recalca la continuidad de la modernidad inducida por las reformas llevadas por el marqués de Pombal en Brasil y por los Barbones en las colonias españolas, habría sido posible recortar en otra forma la historia de las ideas acerca de la tolerancia religiosa vinculadas con el influjo de las Luces y con la resistencia a la modernidad liberal, desde principios del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XIX. Preferí, sin embargo, atenerme a las independencias como punto de partida del tercer capítulo, el cual trata de los lazos de los protestantismos con la modernidad liberal. Me

parece que a partir de ese momento la adopción de las constituciones republicanas marca el principio del dualismo recurrente entre el país legal (republicano) y el país real (corporativo), al que se han referido muchos autores. Esta tensión explica, en gran parte, la labor política de las minorías protestantes durante el siglo XIX, cuya acción democrática prolongué hasta la primera década del siglo XX, momento en que irrumpen las tentativas de las revoluciones democráticas. En el cuarto capítulo se intenta presentar las relaciones ambiguas de las minorías protestantes con los nacionalismos populistas, hasta los años cincuenta. El último capítulo —historia inmediata próxima a la sociología— aborda la cuestión central de la mutación de los protestantismos latinoamericanos y de sus nexos con los nuevos movimientos religiosos.

[1] Rouquié, 1978, p. 112. [2] Por ello adoptamos este título. [3] Moscovici, 1981, p. 103. [4] Thomson, 1991, p. 267. [5] Schmidt, 1992, p. 132. [6] Moscovici, 1981, p. 102. [7] Recomendamos al lector que sobre este tema consulte el ensayo bibliográfico que aparece al final del volumen.

I. PROTESTANTISMOS COLONIALES

ENTRE el final del siglo XV y el principio del XVI, en la península ibérica sobreabundaron los extranjeros ilustres. Algunos sólo iban de paso pero otros se convirtieron en residentes. Reyes y nobles buscaban en Italia latinistas —como el florentino Pedro Mártir de Anglería— que se encargaran de la educación de sus hijos. Los humanistas españoles, a su vez, se trasladaban de buena gana al extranjero para perfeccionarse. Tal fue el caso del gramático Antonio de Nebrija, quien estudió en Bolonia, en el colegio fundado por el cardenal Albornoz. Los comerciantes italianos viajaban a la península. Así, el genovés Cristóbal Colón ofreció sus servicios al rey Juan de Portugal, antes de hacer otro tanto con los reyes católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. El florentino Amerigo Vespucci —Américo Vespucio — hizo algo parecido, y no vaciló en naturalizarse castellano. La mayor parte de los impresores era oriunda de los estados alemanes, como los Cromberger, establecidos en Sevilla, los cuales fundaron posteriormente en Nueva España la primera imprenta del Nuevo Mundo. En ese contexto de apertura excepcional, en España tenía lugar un gran movimiento de inquietud religiosa y de reforma de la Iglesia que llevó a feliz término el cardenal Jiménez de Cisneros (1436-1517). Fue provincial de los franciscanos de Castilla y después arzobispo de Toledo y primado de las Españas. Patrocinó la traducción a la lengua vernácula de libros devotos latinos y de diversas partes de la Biblia. La Universidad de Alcalá difundía el espíritu del Renacimiento, procuró la educación religiosa de un pueblo analfabeto y, mediante sínodos, realizó la reforma eclesiástica. Las obras de Erasmo se publicaban y difundían por toda la península, e influyeron en las tentativas encaminadas a la reforma, mejor dicho, a la depuración de las prácticas religiosas.[1] Esta renovación condujo a una crisis religiosa personificada, por así decirlo, en los alumbrados. Estos grupos de cristianos entusiastas aparecieron a finales del siglo XV y principios del XVI; se decían inspirados directamente por Dios, de quien, afirmaban, habían recibido “luces interiores”. Pedro Ruiz de Alcaraz e Isabel de la Cruz sistematizaron en una línea mística las ideas de los alumbrados, cuyos conceptos principales eran los de “purificación”, “iluminación” y “perfección”, tres grados necesarios para conocer a Dios. En este contexto de fermentación religiosa doblemente fortalecido, en el interior del país por la reforma cisneriana y, en el exterior, por la difusión de la reforma luterana partiendo de la Dieta de Worms (1521), surgió Juan de Valdés, el gran reformador español. Valdés sostenía correspondencia con Erasmo y, aun antes que Lutero, había dicho en su Diálogo de doctrina cristiana que una “persona justificada no tiene necesidad de ejecutar obras buenas para ser

justo… porque Dios lo justificó en Cristo”.[2] Valdés, formado en la Universidad de Alcalá en plena reforma cisneriana e influido por las ideas de Erasmo, radicalizó el movimiento reformista español desarrollando una teología de la gracia, no de las obras; por esto tuvo que habérselas con el Santo Oficio desde 1529. Huyó a Italia cuando supo que en 1531 tendría que comparecer nuevamente ante la Inquisición. Por esa misma época, las obras de Lutero que, al parecer habían entrado a España, en forma limitada, de 1521 a 1531, fueron quemadas por orden del Santo Oficio. España vivía una paradoja. Precisamente cuando daba muestras de un espíritu de apertura a los humanistas de todas las latitudes, los ejércitos de Isabel de Castilla expulsaron definitivamente a los moros de España, al caer el reino de Granada, en enero de 1492. Ese mismo año, en abril, los reyes católicos publicaron el edicto de expulsión de los judíos, poniendo así fin a siglos de tolerancia religiosa. Después de una fase antijudía (1492-1520), la Inquisición española dedicó todos sus esfuerzos a perseguir el fantasma luterano (1520-1570). Impidió durante siglos la propagación de las ideas protestantes en la península y, asimismo, puso fin a la reforma humanista.[3] Entre tanto, Carlos V (1519-1556), después Felipe II (1556-1590) se convirtieron en campeones de la reforma católica o Contrarreforma, fruto del Concilio de Trento (1545-1563), y dedicaron todos sus esfuerzos a luchar en Europa contra los príncipes protestantes. Esta España paradójica llegó, a partir del 12 de octubre de 1492, a costas lejanas habitadas por pueblos hasta entonces desconocidos, a quienes se bautizó con el nombre de “indios” porque Colón estaba seguro de haber desembarcado en Asia. En los primeros tiempos, el impulso evangelizador de las órdenes mendicantes estuvo en gran parte inspirado por la reforma humanista, cisneriana y erasmista. Frente a la violencia de las primeras conquistas y a los excesos de los colonos con los pueblos autóctonos, la voz de las órdenes mendicantes, entre ellas las del dominico Bartolomé de las Casas, inspirado por el gran humanista Francisco de Vitoria, de la Universidad de Salamanca, hizo pensar en la posibilidad de una Iglesia indígena, reformista y humanista.[4] Entre tanto, a medida que se fue endureciendo el conflicto religioso en Europa y que los espacios coloniales se cerraron a las ideas de las reformas protestantes, quienes transmitían las ideas heréticas fueron sistemáticamente perseguidos en las colonias españolas y portuguesas. Por tanto, la historia de los protestantismos coloniales lleva el sello de una dinámica doble: por una parte, la de la rivalidad de las naciones protestantes con sus intentos por establecerse en el Nuevo Mundo en tierras pertenecientes al imperio español y al portugués; y por la otra, la de la condenación y expulsión, llevada a cabo por la Inquisición, de quienes diseminaban las ideas protestantes. Nuestra forma de abordar la historia de los protestantismos coloniales, embrionaria y fragmentaria, está, por consiguiente, dividida en dos partes distintas y complementarias. Al principio reuniré los diferentes intentos de implantaciones coloniales, donde el protestantismo sirvió de puntal religioso en el entorno de los imperios ibéricos. Lejos de ser una síntesis, más bien procuraré yuxtaponer sucesos separados en el tiempo y en el espacio, sometidos a las relaciones de fuerza entre intereses colonizadores rivales. Estos intentos de colonización protestante fueron efímeros durante mucho tiempo; y sólo a partir de la conquista de la isla de Jamaica por Cromwell, en 1655, surgieron protestantismos coloniales duraderos. ¿Se

diferenciaron de los catolicismos, teniendo en cuenta ante todo la lógica de la acumulación colonial, basada en la economía de las plantaciones y en la explotación de una mano de obra esclava? Ahora bien, la cuestión protestante colonial no es meramente un fenómeno exterior a los imperios ibéricos. Es también un problema de política interior. Por ello, más adelante intentaré reconstruir la evolución de la percepción de un organismo de control ideológico, la Inquisición, acerca de lo herético y de la herejía protestante. El deslizamiento progresivo de la idea de herejía protestante hacia la de tolerancia, nos permitirá observar de cerca esa lenta labor de subversión del orden colonial corporativo y católico, que desembocó en las independencias políticas a principios del siglo XIX. La conquista española y la reforma protestante fueron simultáneas y paralelas. La fase caribeña de la implantación española (1492-1519) pronto fue superada por el desplome de la confederación azteca y del imperio inca. La ciudad de México-Tenochtitlán cayó en manos de las tropas de Hernán Cortés en 1521. Cuzco, corazón del imperio inca, fue entregado al pillaje y a las depredaciones de los hombres de Francisco Pizarro en 1532. Con la derrota de esos pueblos refinadamente civilizados, España se convirtió en una gran potencia colonial, que se anexó inmensos territorios y pueblos muy importantes. Por lo demás, Portugal había llevado la delantera a lo largo del siglo XVI, en su empeño por encontrar la ruta de las Indias, contorneando África, que es lo que hizo en 1488 con la expedición de Bartolomé Díaz cuando ocupó las islas de Cabo Verde. Se informó a los reyes católicos, al regreso de Colón en marzo de 1493, de la existencia de las nuevas tierras, bautizadas por el descubridor con el nombre de “Indias”. A partir de entonces, la preocupación de la monarquía española fue asegurar la legítima posesión de esos territorios. La bula inter caetera (1493), del papa Alejandro VI, determinó la partición de las nuevas tierras entre España y Portugal mediante una línea imaginaria que pasaba a 370 leguas de las islas de Cabo Verde. En esta forma, Portugal se aseguró la posesión del futuro Brasil, adonde llegó Pedro Álvarez Cabral en 1550. Esta bula se convirtió en un verdadero título de donación del Nuevo Mundo a España y Portugal, tuvo consecuencias de dos tipos. Ante todo, vinculaba indisolublemente el derecho de conquista y el deber de evangelización. En segundo lugar, apartaba de las tierras americanas a las otras monarquías europeas. Por consiguiente, en la medida en que los espacios conquistados se revelasen ricos en plata y otras materias primas preciosas, asegurarían indirectamente el monopolio ibérico del Atlántico, de ese Atlántico de la ruta a las Indias que primero los franceses y los ingleses, y más tarde los holandeses, se esforzaron por dominar. Esta exclusividad ibérica hizo que las demás monarquías europeas procuraran tener bases en el continente americano y, posteriormente, controlar el comercio atlántico con asentamientos caribeños. A esta estrategia se debe la presencia de los protestantismos europeos en tierras americanas. En los días en que Cortés se apoderaba de la capital de la confederación azteca en 1521, Martín Lutero, ante el emperador Carlos V, en la Dieta de Worms, el 18 de abril, estableció un hito definitivo e inconmovible. La Reforma protestante seguiría adelante en la medida en que los príncipes alemanes adoptaran, junto con la confesión de Augsburgo (1530), los principios luteranos opuestos a Roma. Francia, a su vez, se encontró dividida entre el partido católico y

el partido protestante, inspirado en las ideas de Juan Calvino (1509-1564), entre otros reformadores. Inglaterra siguió los mismos pasos cuando Enrique VIII pasó en 1550 al campo de la Reforma. Luego hicieron otro tanto Escocia y los Países Bajos. Las luchas políticas, por el Atlántico, llegaron más allá del continente europeo propiamente dicho, y en 1588 Inglaterra derrotó a la “armada invencible” de los españoles. A pesar de ello, a lo largo de todo el siglo XVI resultaron infructuosos los intentos de las monarquías europeas protestantes por impulsar sus ideas en otras partes.

INFRUCTUOSOS INTENTOS DE IMPLANTACIÓN PROTESTANTE (1492-1655) Hasta la caída de la isla de Jamaica (1655) en poder de la flota de Oliverio Cromwell, esos intentos se redujeron a dos tentativas de colonización por parte de Francia y a una por parte de Holanda. Sin embargo, las ideas luteranas llegaron gracias a una concesión en las costas venezolanas que Carlos V hizo en favor de los banqueros Welser, de Augsburgo.

La colonia de los Welser en Venezuela (1528-1546) Bartolomé y Antonio Welser, banqueros de Carlos V, habían concentrado sus actividades en Augsburgo, ciudad alemana que recientemente se había declarado en favor de la reforma luterana. Tenían sucursales en toda Europa, especialmente en Sevilla y Zaragoza desde donde controlaban el comercio del azafrán. En 1526 Carlos V acababa de contraer nupcias con su prima Isabel, hija del rey Manuel I de Portugal. Con el fin de sufragar los gastos de los festejos imperiales, Carlos V tuvo que recurrir a los Welser. Éstos pidieron al emperador que les concediera ciertos derechos en Venezuela. Así, el 27 de marzo de 1528, Carlos V otorgó a los agentes alemanes de los Welser establecidos en Sevilla, Enrique Ehinger y Jerónimo Sayler, el derecho de “descubrir, colonizar y gobernar” un territorio que corresponde, a grandes rasgos, al de la Venezuela actual. Ese mismo año se traspasó el mencionado derecho a los comerciantes Ambrosio Alfinger y Jorge Ehinger. Los alemanes desembarcaron en costas americanas en 1529, y se dedicaron a la conquista de la región, en especial a buscar minas de oro, movidos por el mito de Eldorado. No hallaron el oro que esperaban, pero entre la llegada de Alfinger en 1529 y el año de 1546, en que se les retiró la concesión, los alemanes fundaron Maracaibo, entre otros centros, y se consagraron, especialmente, al tráfico de esclavos indios entre el interior, el puerto de Santa Marta y la isla de Santo Domingo, en donde los Welser también habían obtenido una concesión. La empresa se desenvolvió en un ambiente de creciente aversión mutua entre alemanes y españoles que, con el correr de los años, fue adquiriendo connotaciones religiosas. Por supuesto, hay que tomar con reservas la afirmación del historiador luterano Lars Qualber acerca de que “ya en 1532 la colonia había aceptado la fe luterana”.[5] Es posible que la cincuentena de mineros originarios de Augsburgo que participaron en la aventura hayan recibido la influencia de las polémicas y de las ideas religiosas de la reforma luterana, pero no hay ninguna prueba de que los mineros las hayan

difundido. El temor de que ello pudiera suceder lo pone de manifiesto Otte cuando dice que: “Se consideraba peligrosa para los indios la presencia de los luteranos, y por ello la Corona española prohibió —cédula 192 del año 1525— la entrada de alemanes sin licencia expresa del Consejo de Indias.”[6] Otro indicio de las sospechas que abrigaba ese mismo Consejo de Indias, encargado de la administración de los asuntos coloniales, es que, desde 1528, se había mandado al fraile dominico Antonio de Montesinos “por el buen tratamiento a los indios de estas provincias y el interés por conservarlos en nuestra santa fe católica, de manera que no se les haga ningún mal ni cosa alguna contra su voluntad”.[7] La empresa de los Welser y la presencia de mineros alemanes provenientes de una provincia ganada al luteranismo, hizo que el Consejo de Indias controlara estrictamente las expediciones y los territorios conquistados.

La colonia hugonota de la bahía de Guanabara (1555-1560) La amenaza protestante en el nuevo continente se precisó más con los intentos de colonización llevados a cabo por Francia, iniciados por Jacques Cartier en 1534, en el norte. Desde principios del siglo XVI se comerciaba en maderas brasileñas con los puertos de la Alta Normandía, de donde partían navíos cuyas tripulaciones sostenían buenas relaciones con los indios tupinamba, habitantes de la costa brasileña. En 1550, en Rouen, se dio una “fiesta brasileña” donde Enrique II y Catalina de Médicis pudieron admirar unos cincuenta de esos indios. En ese contexto de buenas relaciones con las tribus costeras de Brasil y de un control menor por parte de los portugueses, durante el reinado de Enrique II (1547-1559), hugonotes franceses, a las órdenes del almirante Nicolás Durand de Villegaignon, huyendo de las persecuciones, organizaron una expedición para fundar una colonia en Brasil. El proyecto contó con el apoyo de Calvino y, sobre todo, con el del almirante Gaspard de Coligny, jefe del partido hugonote, interesado en orientar a protestantes y católicos hacia la expansión “antártica” y, por tanto, a combatir al enemigo español. Se sucedieron dos expediciones. La primera, compuesta de tres navíos y 600 personas, entre católicos y protestantes, llegó el 11 de octubre de 1555 a la bahía de Guanabara (frente a lo que hoy es la ciudad de Río de Janeiro). Se establecieron sin dificultad en la isla de Seregipe, a la que bautizaron con el nombre de Fuerte Coligny. Fueron bien recibidos por los indios tupinambas, quienes esperaban encontrar en los franceses aliados para defenderse de la crueldad de los portugueses. En vista del éxito de la primera expedición, Villegaignon pidió refuerzos y pastores a Coligny y a Calvino. Unos y otros llegaron a principios de 1557. El testimonio excepcional de uno de los que participaron en el segundo viaje, nos hace vivir esa experiencia nada común. Se trata del relato que Jean de Léry, a su regreso, escribió con el título de Historia de un viaje a tierras del Brasil, publicado en 1578.[8] La obra describe la única “misión” protestante del siglo XVI. Este breve paréntesis, abierto en 1555, se cerró el 11 de mayo de 1560, cuando el gobernador portugués Mem de Sa (1557-1572), arrojó de la isla a los franceses y puso fin a una seria amenaza que se cernía sobre el Brasil portugués.[9] Conviene subrayar dos aspectos de aquellos sucesos. Por una parte, sus límites. Se trataba de un refugio en las fronteras de lo desconocido, en donde también surgieron las querellas

teológicas que sacudían a Francia y a toda Europa. Por la otra, el desinterés por la evangelización, pero no necesariamente por los indios (sobre los cuales Léry proporciona datos originales). La expedición obedeció a un doble propósito —político y religioso— pues se trataba de “extender al mismo tiempo el reino de Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores, y el del príncipe y soberano [de Francia] en aquel lejano país”. Predominó el interés político. La expedición permitía a Enrique II y a Coligny encontrar una solución al problema religioso interno, asegurar la presencia francesa en el Nuevo Mundo y sostener, en esta forma, la oposición a la Bula de Alejandro VI que había dividido las nuevas tierras entre España y Portugal, sin tomar en cuenta a Francia. “La isla de los franceses” no fue un centro misional, sino más bien una modalidad exótica del refugio. El Fuerte Coligny debía convertirse en una pequeña Ginebra, donde los cultos reformados podrían celebrarse con toda libertad. A ello se debió, a partir de la segunda expedición, la presencia de los pastores ginebrinos Chartier y Richier, y también la de Léry, quien posteriormente estudió teología. En cuanto llegaron comenzaron a construir una iglesia reformada, y celebraban la Eucaristía una vez que “los ministros prepararon y catequizaron a todos los que iban a participar en ella”. Asimismo, poco después, se celebraron durante los cultos “los primeros matrimonios a la manera de las iglesias reformadas”.[10] Con todo, no tardó en deteriorarse la situación. Villegaignon sólo deseaba un cambio de costumbres, pero no la negación de la autoridad católica, sobre todo en lo referente a la Eucaristía. Los hugonotes llegaron el 7 de marzo de 1557, pero la mayor parte regresó a finales de ese mismo año. Algunos que no pudieron hacerlo en esa expedición se refugiaron en tierra firme, donde los persiguió Villegaignon tras de haberles ordenado que abandonaran la fe reformada. Anteriormente, Jean du Bordel, Mathieu Vermeil, Pierre Bourdon y André Lafont habían redactado en 17 puntos la primera confesión de fe reformada del nuevo continente. Se publicó en las Actas de los Mártires, preparada por Jean Crespin, y publicada en Ginebra en 1561.[11] Villegaignon condenó a los redactores de esa confesión, quienes perecieron ahogados, sin haber siquiera intentado predicar su fe a los tupinambas. La polémica religiosa tuvo ventaja sobre cualquier otro de los proyectos, y puso fin a algo que pudo convertirse en una experiencia puritana semejante a la que más tarde llevaron a cabo los ingleses en Nueva Inglaterra. “La inconstancia y las variaciones de Villegaignon” en cuestiones religiosas fueron causa del desembarco de los hugonotes en tierras costeras habitadas por los tupinambas. Éstos, comenta Léry, “se mostraron incomparablemente más humanos”.[12] En el relato que nos dejó Léry sobre el encuentro del “hugonote con el salvaje” (Lestringant) desborda su asombro ante la naturaleza, la fauna y la flora del Nuevo Mundo. Más que una descripción es una constante yuxtaposición de la nueva realidad del otro lado del mar y de la realidad que se vivía en la Europa del siglo XVI. A diferencia de los alemanes en Venezuela y de los conquistadores españoles, Léry y los reformados no se mostraron preocupados por descubrir minas de oro, ni obsesionados por el enriquecimiento rápido. Por lo contrario, se entregaron a dar a conocer la realidad “salvaje” de la vida de los tupinambas, descubriendo, a la vez, diferencias e identidad de destino. Las diferencias aparecen en la clasificación de los nuevos

descubrimientos; la identidad reside en la constatación de que esos “seres extraños” son, en realidad, nuestros semejantes. Como subraya Michel de Certeau: después de la confusión lingüística de la isla de Coligny, ese amplio cuadro del mundo salvaje es una epifanía […] Al principio el contenido parece antinómico, pero en realidad está dividido y elaborado con el fin de convertirse, en su sector humano, en un mundo que hace justicia a la verdad ginebrina. Esa realidad la nutre los enunciados de Léry. Ya no son las cosas lo que la separa de Occidente; sino su apariencia. Esencialmente, un lenguaje extranjero. De las diferencias entonces constatadas sólo quedó una lengua que había que traducir.[13]

El relato de Léry conserva la distancia de la observación minuciosa del mundo indígena, pero procurando insistir constantemente en su proximidad. Si todo es diferente en cuanto a la forma, en cuanto a la esencia el mundo indígena es semejante. Los hugonotes pueden dar a conocer a los indios la vida eterna, y los indios pueden enseñar muchas cosas sobre la vida de los humildes mortales. Por consiguiente, Léry se aproxima a una hermenéutica del otro, como subraya De Certeau; descubre un orden por el cual da gracias a Dios entonando el salmo 104. Ese contacto con los indios se realizó sin preocupación pedagógica o catequética, en forma muy opuesta a la obsesión evangelizadora de la que, en esa misma época, daba muestras el clero regular humanista español. Para Léry, ahí radicaba sin duda la condición necesaria para un acercamiento etnológico a la sociedad indígena, como lo reconoce Lévi-Strauss.[14] Esto hace que el relato de Léry sea uno de los primeros documentos de la literatura etnológica. Al mismo tiempo, ese relato hace ver los límites de la conciencia protestante en el siglo XVI. El universo en el cual se movía no iba más allá de Europa. La motivación escatológica que actuaba en los protestantes no los llevaba a buscar la salvación a través de la conversión de todas las naciones. La salvación vendrá del corazón de la cristiandad europea. Como afirma Anne-Marie Chartier: la infidelidad de Roma a la palabra se coloca por encima de la preocupación por la salvación de las almas de los paganos; el lugar inmediato de todo el esfuerzo proselitista va de las tierras americanas al corazón mismo de la cristiandad. Ésta es la razón del retraso generalizado de la misión protestante comparada con las misiones católicas, y, en este caso en particular, de la indiferencia de Léry acerca de la conversión de los salvajes.[15]

Tentativa hugonota en Florida (1562-1565) Sin sentirse desanimado por su fracaso en la bahía de Guanabara, Coligny orientó sus esfuerzos al establecimiento de una colonia hugonota en Florida, territorio que los españoles reclamaban para sí. Con el fin de competir con la presencia española, envió en 1562 a Jean Ribault, hugonote del puerto de Dieppe, a que fundara Charlesfort. Logró hacerlo a pesar de los ataques de los indios y de la falta de víveres. Al año siguiente Ribault regresó a Dieppe a buscar refuerzos. Mientras tanto permanecieron en Florida unos treinta franceses. En 1564, Coligny ordenó al capitán hugonote René de Goulaine de Laudonnière que fuera a prestar ayuda al fuerte. El capitán fundó Fort Caroline, no lejos de Cabo Cañaveral. La vida de esta colonia protestante fue un tanto inestable, “confinada a una estrecha plataforma de islotes fortificados, sin relaciones frecuentes con los indígenas de tierra firme y a veces víctima de

sus interminables asedios”.[16] En 1565, el capitán español Pedro Menéndez de Avilés, decidido a erradicar la “herejía luterana”, destruyó, sin necesidad de muchos esfuerzos, los asentamientos franceses de Fort Caroline y Charlesfort. Laudonnière logró escapar con una treintena de sus hombres. De los otros mil, sólo 24 que se confesaron católicos salvaron la vida; los demás fueron despiadadamente degollados.[17] Este antecedente americano de la matanza de San Bartolomé, aumentó el odio a los españoles que sentían los hugonotes franceses, cuya diáspora europea avivó “la leyenda negra”, sobre todo desde el decenio que se inició en 1580, y aún más desde que apareció la “colección de viajes largos y cortos” (publicada entre 1590 y 1632) del grabador e impresor hugonote Théodore de Bry, en la cual se reunieron 21 relatos antiespañoles, casi todos escritos por protestantes. El fracaso hugonote encontró una válvula de escape en la cadena de editores y libreros pertenecientes a la diáspora hugonota que en Inglaterra, Holanda y Alemania se encarnizó en la lucha ideológica contra España.

El Brasil holandés (1630-1654) Los franceses habían fracasado en sus intentos por rivalizar con los españoles y los portugueses. Excepto en la desembocadura del San Lorenzo, en el extremo norte del continente americano, donde se habían concretado a realizar viajes de exploración, los franceses no tenían ningún asentamiento permanente. Hubo que esperar a los primeros años del siglo XVII para que, encabezada por Samuel Champlain, se iniciara la colonización francesa del valle del San Lorenzo. En el resto del continente, ni ingleses ni holandeses habían obtenido mejores resultados. Para los ingleses se sucedieron las tentativas y los fracasos a partir de la fundación de la efímera colonia de Virginia, entre 1580 y 1586. Sólo a principios del siglo XVII las minorías puritanas, el “nuevo pueblo bíblico”, lograron establecerse fuera de los confines del imperio español, en lugares” donde nadie había vivido jamás”.[18] Los holandeses, durante el siglo XVII, que señaló la decadencia del poderío marítimo español, fueron los primeros que amenazaron ese imperio, en primer lugar en las Antillas, donde desde 1632 se apoderaron de San Eustaquio y de Curaçao, y en Pernambuco, en la costa noreste de Brasil portugués, en 1624 y 1630. A finales del siglo XVI (1568), las Provincias Unidas del Norte de los Países Bajos se organizaron en república y se liberaron de la dominación española, bajo el mando del príncipe Guillermo de Orange-Nassau (1533-1584). Movida por ese mismo impulso, la nueva república adoptó el calvinismo como religión de Estado en el sínodo de Dordrecht (1619). A la vez, en esos territorios se practicaba una activa política de tolerancia que contrastaba con la anterior tradición española. Esta política convirtió rápidamente al país en refugio para los grupos religiosos perseguidos, protestantes o no. La independencia de las Provincias Unidas se realizó en un momento en que tomaba gran fuerza una economía mercantil a escala mundial. A principios del siglo XVII, los marinos holandeses, aliados con los ingleses, dominaban el mar y ampliaron sus relaciones comerciales por el mundo entero. En las Antillas, durante la tregua con España (1609-1621), alrededor de 120 navíos holandeses transportaban pieles, madera, tabaco, azúcar y sal.[19] En

1621, al reanudarse la guerra contra España, las Provincias Unidas decidieron organizar la Compañía Comercial de las Indias Occidentales para promover en el Atlántico los intereses de los mercaderes de Amsterdam. En 1623 la compañía, ya suficientemente consolidada, organizó una primera expedición a Brasil, y escogió para desembarcar la Bahía de San Salvador. Por entonces, la Bahía estuvo temporalmente en poder de los españoles, lo que proporcionó a los holandeses un pretexto para continuar la guerra contra España. El ataque contra la Bahía (1624) salió muy bien, pero un año después, ya asegurada una presencia constante, los holandeses tuvieron que dar marcha atrás. A pesar de esta situación adversa, la compañía continuó sus ataques corsarios, e incluso capturó la flota española de las Indias, en la bahía de Matanzas, Cuba, en 1628, y se apoderó del cargamento de plata que transportaba. Animados por el éxito, los accionistas de la compañía decidieron reinvertir sus utilidades en nuevas expediciones, y de nuevo pensaron en la posibilidad de establecerse en el litoral brasileño, ya no en Bahía, para aquel entonces considerablemente fortificada, sino más al norte, en Pernambuco. En 1630, sin dificultad, los holandeses se adueñaron del puerto de Recife, y después de la ciudad de Olinda, con lo cual aseguraron su hegemonía en Pernambuco durante 24 años. Su esfera de influencia llegó en 1634 hasta Paraíba y Goiana, por lo cual en 1641 controlaban siete de las 14 capitanías del Brasil portugués, aun cuando una buena parte de esa hegemonía fuese un tanto precaria y se hallase bajo el constante ataque de los portugueses. En la guerra contra España y Portugal, como afirma Schalkwijk,[20] hubo motivos de carácter religioso durante los años anteriores a la paz de Westfalia (1648), que garantizó la repartición de Europa según el principio de ejus regio cujus religio. La tradición de la reforma calvinista se convirtió en religión del Brasil holandés, en el marco de una política de tolerancia similar a la de la metrópoli en sus relaciones con el judaísmo y el catolicismo. La colonia holandesa de Pernambuco se consolidó con el advenimiento del príncipe Juan Mauricio de Nassau-Siegen, en 1637. Hacia 1640, la colonia tenía 90 000 habitantes (una tercera parte, portugueses; otra tercera parte, esclavos negros; la sexta parte, indios; la otra sexta parte, 15 mil colonos holandeses y sus aliados europeos). El príncipe de Nassau, calvinista convencido, dio su apoyo a la creación de una estructura religiosa en la colonia, tomando por modelo la iglesia reformada metropolitana. Durante 24 años de colonización holandesa, se organizaron 22 congregaciones e iglesias reformadas; las de Recife y Olinda eran las más importantes. Se fundaron algunas otras en aldeas indígenas; por ejemplo, en 1641 había tres en la región de Paraíba. En las ciudades, los templos católicos se utilizaron, transformándolos en “reformados”, según se acostumbraba en Europa. Esto ocurrió en la iglesia de Sé, en Olinda, y en la de San Pedro Guacabas, en Recife. En la predicación se empleaba el holandés, pero también el inglés y el francés, sobre todo en Recife, en beneficio de la población anglicana y hugonota. Desde la primera ocupación de Bahía, en mayo de 1624, se celebraron algunos servicios religiosos de conformidad con la tradición reformada; pero sólo a partir de 1634 surgió una verdadera organización religiosa con unos 50 pastores que en diversas épocas trabajaron en la colonia. Se creó un consistorio, organismo de gestión y decisión eclesiástica, que se adaptó al modelo de la iglesia reformada holandesa. Según Schalkwijk de 1636 a 1648 se celebraron 14 sesiones de los presbiterios y cuatro sínodos en la ciudad de Recife, centro político de la colonia.

Si bien la actividad religiosa reformada no se redujo exclusivamente a los holandeses, y a pesar de que éstos procuraron acercarse a los portugueses católicos, a los judíos, a los esclavos negros y a los indios, por la política de tolerancia religiosa que se practicaba en la colonia no se buscó una evangelización sistemática y en gran escala. Conviene recordar que en las colonias “protestantes” (inglesas, holandesas, danesas), la evangelización tenía un carácter más bien individual; se buscaba convencer mediante la persuasión (tal y como de hecho lo había recomendado por su lado fray Bartolomé de las Casas). Se orientaba al individuo hacia la fe; no se trataba de salvarlo sin que siquiera se enterase de ello, como lo habían intentado las órdenes religiosas durante los primeros tiempos de la conquista española en América. La “salvación sólo podía provenir de una acción generosa, misteriosa y gratuita del Señor, quien concede a unos la iluminación de la fe y la niega a otros”.[21] Sin duda, la colonización holandesa del Pernambuco es un caso particularmente interesante para comparar la evangelización protestante con la católica en América. Como observa Schalkwijk: durante el periodo holandés, la situación político-religiosa favoreció la formación de una teocracia cristiana reformada, la cual permitió un alto grado de libertad religiosa, de culto y de conciencia; después de la expulsión de los holandeses, se restableció la teocracia católica romana, que no permitió la libertad religiosa, y se sintió obligada a destruir la vida de quienes no estaban dispuestos a aceptar esta forma de pensar.[22]

La diferencia entre estos dos regímenes religiosos se ve muy clara en la cuestión referente al pluralismo y a la tolerancia. En cambio, no había diferencia en lo relativo a la esclavitud. Los holandeses preferían residir en las ciudades de Recife y de Olinda, porque como las grandes fincas azucareras seguían en manos de los portugueses, se dedicaron preferentemente al comercio y a las actividades artesanales. Sin embargo, como lo comenta Roger Bastide, “el Brasil portugués y el Brasil holandés no presentaban diferencias en cuanto al régimen de producción y de distribución de la riqueza. Sólo diferían en materia religiosa”. Los holandeses trajeron consigo la ética calvinista sobre la dignidad del trabajo y la santidad de la vocación. Incluso buscaban, al principio, remplazar la esclavitud con el trabajo libre. Sin embargo, como la población holandesa se concentraba en las ciudades, los holandeses “se vieron obligados por la presión de los intereses económicos, más fuertes que la moral calvinista”, a capturar de nuevo a los esclavos fugitivos, dada la gran escasez de mano de obra en los ingenios azucareros.[23] Por tanto, Roger Bastide destaca acertadamente que “la ética calvinista flotaba como una imagen descargada de todo dinamismo creador encima de una realidad que la negaba abiertamente”.[24] De ahí provino la interpretación tardía con que los pastores enfocaron esta contradicción, único medio de dejar a salvo la lógica calvinista y de explicar la derrota y la expulsión de los holandeses en 1654, como manifestación de la cólera divina ante el restablecimiento de la esclavitud: El Consejo se inclina a creer que, entre otras razones, Dios se muestra descontento porque en estas tierras no hemos sabido adoptar las medidas necesarias para que la existencia de Dios y de su Hijo Jesucristo fuese conocida por los negros. Las almas de estos pobres seres, cuyos cuerpos empleamos en servicio nuestro, debían haber sido arrancadas a la esclavitud diabólica.[25]

Corsarios y piratas protestantes ante la Inquisición Hasta mediados del siglo XVII, las potencias rivales de España y Portugal (esta última sometida al yugo español de 1580 a 1640) no lograron un asentamiento estable en las colonias ibéricas. Entre tanto no cesaron las incursiones de corsarios y piratas, los cuales amenazaban los puertos y las flotas que transportaban a la metrópoli las riquezas de las colonias. Georges Baudot[26] abrió a la investigación el campo fecundo de la mentalidad filibustera, caracterizada por su iconoclastia. Acerca de este tema sería interesante descubrir el vínculo posible y aun probable entre la identidad “luterana” de numerosos corsarios y piratas ingleses, franceses y holandeses y la negación iconoclasta del catolicismo sobre las márgenes de los imperios ibéricos. El tribunal de la Inquisición se interesó sistemáticamente en los corsarios y piratas protestantes que caían prisioneros. El Santo Oficio estuvo presente desde los principios de la colonización española, primero en Santo Domingo y después en Nueva España, en donde sus funciones pasaron a la jurisdicción de los obispos.[27] Sus tres sedes definitivas fueron Lima (1570), México (1571) y Cartagena de Indias (1610). El edicto de Cartagena condenaba como heréticas “la ley de Moisés, la secta de Mahoma, la secta de Lutero, la secta de los alumbrados y diversas herejías”. Acerca del protestantismo, su criterio era especialmente preciso: Nosotros los inquisidores, contra la herética pravedad y apostasía, en la ciudad y obispado de Cartagena… a todos los habitantes de las villas, aldeas y localidades de este nuestro distrito: [Hacednos saber] si sabéis, o habéis oído decir que alguna o algunas personas hayan dicho, tenido o creído que la falsa y dañada secta de Martín Lutero y sus secuaces es buena, o haya creído y aprobado algunas opiniones suyas, diciendo que no es necesario que se haga la confesión al sacerdote, que basta confesarse a sólo Dios, y que el Papa ni sacerdotes no tienen poder para absolver los pecados; y que en la hostia consagrada no está el verdadero cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y que no se ha de rogar a los santos, y que no ha de haber imágenes en las iglesias, y que no hay purgatorio, y que no hay necesidad de rezar por los difuntos, y que no son necesarias las obras, que basta la fe con el bautismo para salvarse, y que cualquiera puede confesar y comulgar, uno a otro, debajo de entrambas especies, pan y vino, y que el Papa no tiene poder para dar indulgencias, perdones ni bulas, y que los clérigos, frailes y monjas se pueden casar, o que hayan dicho que no ha de haber frailes ni monasterios, quitando las ceremonias de la religión o que hayan dicho que no ordenó ni instituyó Dios las religiones, y que mejor y más perfecto estado es el de los casados que el de la religión, ni el de los clérigos ni frailes, y que no hay fiestas más de los domingos, y que no es pecado comer ningún día prohibido para ello; o que hayan tenido o creído alguna o algunas otras opiniones del dicho Martín Lutero y sus secuaces, o se hayan ido fuera destos reinos a ser luteranos.[28]

Partiendo de esta definición del luteranismo, la represión del Santo Oficio apuntó en primer lugar a los corsarios y piratas que infestaban el Mar de las Antillas y las costas americanas, empeñados en romper el monopolio comercial ibérico. Con todo, fue relativamente pequeño el número de los sometidos a juicio si damos crédito a Báez Camargo, [29] quien se dedicó a averiguar el nombre de todos los condenados por herejía luterana, desde el siglo XVI hasta el XVIII, en las colonias iberoamericanas. De los 310 procesos, la mayor parte se ocupa de corsarios ingleses, franceses u holandeses cuyas naves se hundieron cerca de la costa o fueron capturadas por los españoles. Hubo un total de 27 ejecuciones; tres cuartas partes de ellas tuvieron lugar a finales del siglo XVI, cuando llegó a su apogeo la Contrarreforma. Los autos de fe más espectaculares se celebraron en la capital de la Nueva

España en 1574, 1596 y 1601, después de la captura de una parte de la flota de John Hawkins y de la de los marinos hugonotes franceses de la flota de Pierre Chuetot. Todos ellos sirvieron para inculcar en las masas sentimientos antingleses y antiprotestantes. Como lo demuestra Solange Alberro, si bien el tribunal de la Inquisición se instauró para combatir la herejía, en las colonias americanas, al contrario de lo que sucedía en la metrópoli, en los procesos ese tipo de delito fue menor, y más bien abundaron los referentes a conducta escandalosa, prácticas mágicas, delitos del orden civil.[30] Después de la derrota de la Armada Invencible en 1588, disminuyó el peligro que amenazaba a los corsarios ingleses y holandeses. En la medida en que Inglaterra y Holanda se establecieron definitivamente en las Antillas alrededor de 1620, disminuyeron en esa misma proporción y en esa misma época los procesos contra marinos acusados de haber caído en la “herejía luterana” (véase el cuadro 2). Por otra parte, es cierto que el temor que inspiraba el protestantismo continuó durante todo el régimen colonial español, como lo veremos especialmente en el caso de Nueva España.

IMPLANTACIÓN DEL PROTESTANTISMO EN LAS ANTILLAS (1655-1838) En la década de 1590, corsarios y mercaderes holandeses tomaron la iniciativa y comenzaron a interesarse en la “costa salvaje” de las Guayanas, ubicadas en una región insalubre, en la frontera de los espacios coloniales españoles y portugueses, y poco vigilada. A continuación aparecieron los franceses y los ingleses, y el Caribe se convirtió en campo de batallas ultramarinas entre europeos. Las dificultades que presentó el establecimiento en firme de agencias comerciales en el litoral de las Guayanas, quedaron compensadas por la toma de islas caribeñas, cuya defensa descuidaban cada vez más los españoles. El capitán inglés Sussex Cammock, funcionario de la Compañía de las Islas Sowers, ocupó la isla de las Bermudas en 1625. Poco después descubrió las islas de la Providencia y de Henrietta (San Andrés), que a partir de 1630, al ser fundada la Compañía de la Providencia, comenzaron a poblar colonos puritanos. En 1633, Cammock llegó al cabo Gracias a Dios y a Bluefield, en la costa de la Mosquitia, y puso en marcha un comercio muy lucrativo con los indios misquitos de la costa centroamericana. No mucho después, en 1639, otros ingleses desembarcaron en el litoral, en la desembocadura del río Belize. Entre tanto, inmigrantes ingleses, cerca de 30 000 en 1635, se fueron estableciendo en Barbados.[31] A su vez, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, en el contexto de las expediciones a las costas brasileñas, necesitaba puestos estratégicamente ubicados en las Antillas para almacenar mercancías y reparar navíos. Al cabo de varias tentativas infructuosas, logró apoderarse de la isla de Curaçao (1632) y de las islas vecinas, Aruba y Bonaire; fundó, asimismo, con fines bélicos, el puerto de Willemstadt. Mientras tanto, durante la primera mitad del siglo XVII, continuó siendo precaria la situación de los colonos ingleses, franceses y holandeses. En 1641, causó devastación en la isla de la Providencia la flota española capitaneada por Francisco Pimienta, la cual también asestó golpes duros a la Compañía de la Providencia. Las condiciones cambiaron

definitivamente a partir de 1655, cuando tomó Jamaica la expedición inglesa organizada por Oliverio Cromwell. Por esos días, el reflujo de colonos holandeses expulsados de Pernambuco por los portugueses, reforzó la población blanca, no española, de las Pequeñas Antillas. Más tarde (1690), los daneses, después de haber organizado una compañía de las Indias Occidentales (1671), se instalaron en Santo Tomás, al este de Puerto Rico. Gracias a esas venturosas colonizaciones realizadas por inmigrantes oriundos de naciones donde ya había triunfado la Reforma, surgieron en las Antillas las iglesias protestantes. En Jamaica, los colonos ingleses, apoyados por la Corona, construyeron en muy poco tiempo capillas anglicanas. Por otra parte, numerosos colonos bautistas, cuáqueros y metodistas (éstos posteriormente) huyeron de una metrópoli donde el alto clero anglicano hostigaba continuamente a los católicos y demás “disidentes”. Estos últimos no tardaron en dirigirse a las Antillas en donde establecieron y desarrollaron sus sistemas religiosos. Varios misioneros bautistas, metodistas y moravos (éstos a partir de 1754) se dedicaron a evangelizar a los esclavos negros, y hacia finales del siglo XVIII ya habían” cristianizado” a toda la población. Sin embargo, el proceso de cristianización de los esclavos fue muy lento porque la Iglesia oficial esperó hasta 1701 para fundar la “Sociedad para la Propagación del Evangelio”.[32] Un proceso similar se desarrolló en las otras posesiones inglesas en las Antillas (Bermuda, Barbados, Trinidad, Islas de Sotavento), donde ya en 1680 había 11 capillas protestantes. En cambio, antiguas posesiones españolas, como el Honduras británico, continuaron siendo en gran parte católicas. La Iglesia de los hermanos moravos, impulsados por el conde de Zizendorf, fue, de 1732 en adelante, la más dinámica en lo referente a la evangelización de los habitantes de esas regiones. A finales el siglo XVIII, 67 de sus misioneros trabajaban en varias islas caribeñas. Su expansión siguió estos pasos: Santo Tomás (1732), Surinam (1735), Guayana inglesa (1738), Mosquitia (1752), Jamaica (1754), Antigua (1756), Barbados (1765), Trinidad y Tobago (1790), Saint Kitts (1795). En 1791, en Antigua, contaban con unos siete mil adeptos entre los esclavos negros. Los moravos también se establecieron en las colonias holandesas, particularmente en Surinam. Ahí, por lo general, el protestantismo continuó siendo la religión de las clases superiores, mientras que los esclavos negros conservaron el catolicismo heredado de los españoles. En las Islas Vírgenes (Santo Tomás y Santa Cruz), posesión danesa desde 1666, los moravos también desarrollaron gran actividad a partir de 1732. Estas islas, por otra parte, sirvieron de asilo a los hugonotes franceses que salieron de la isla de Saint Kitts en 1672. En términos generales, en las posesiones inglesas y holandesas de las Antillas nunca se practicó la evangelización en gran escala, que, en cambio, sí llevaron a cabo en Nueva España desde principios del siglo XVI las órdenes mendicantes. La evangelización protestante fue más bien selectiva y, en el caso de las Antillas inglesas, sobre todo obra de las sectas puritanas y no de la Iglesia anglicana. La expedición organizada por Cromwell en 1655 que culminó en la toma de Jamaica, contaba con siete capellanes, cuya formación estuvo a cargo del teólogo puritano John Milton. El Código del Esclavo (Slave Code) definía en Jamaica (1696), con precisión, las responsabilidades de los colonos en lo referente a las prácticas religiosas de los esclavos: “todo propietario debe preocuparse por la instrucción de los esclavos en los

principios de la religión cristiana, y por facilitar su conversión esforzándose al máximo en prepararlos para el bautismo”.[33] Más de un siglo después, R. C. Dallas en su Histoire des Cimarrons (1804) describía la situación religiosa de Jamaica diciendo que era la de un organismo colonial bien establecido: En las 20 parroquias hay 18 templos o capillas. Cada parroquia tiene rector propio, quien, en vez de recibir el diezmo, se sostiene con los tributos que con este objeto pagan los habitantes a los miembros del consejo parroquial. El monto anual de los beneficios eclesiásticos va de 100 a 1 000 libras, pero las grandes propiedades de las que se beneficia la Iglesia equivalen o duplican esas sumas. La isla forma parte de la diócesis del obispo anglicano de Londres. El gobernador nombra o destituye a quienes ocupan cargos eclesiásticos, y es juez en lo concerniente a la aplicación de las leyes eclesiásticas.

Los sacerdotes anglicanos, a su vez, tenían obligación de dedicar algún tiempo cada domingo, antes o después de la celebración del culto, a la instrucción de todo negro, libre o esclavo, deseoso de ser bautizado o instruido en las doctrinas de la religión cristiana.[34]

La resistencia de los negros a la cristianización puede apreciarse en la actitud de los “cimarrones” (esclavos rebeldes fugitivos) que llegaron en 1797 a Nueva Escocia, deportados de Jamaica. Un año después de su arribo “progresaban poco en el conocimiento de la doctrina cristiana. Se había logrado que bautizaran a los niños, pero ni los matrimonios ni los funerales se celebraban según las reglas de la Iglesia anglicana”.[35] Es un hecho que la esclavitud proporcionaba grandes beneficios a la Iglesia anglicana. Como escribe Eric Williams en su estudio sobre las demandas de indemnización formuladas por los propietarios contra el gobierno, después del decreto de abolición de la esclavitud (1838): Pudo verse que hasta el clero era propietario de esclavos. Los clérigos de la isla de San Vicente tenían 208, 216 los de Tobago, 126 los de Saint Kits, 105 los de Barbados. En Jamaica, 22 clérigos, encabezados por el reverendo Henry Philipotts, señor y obispo de Exeter, eran dueños de 3 495 esclavos, por los cuales el gobierno británico los indemnizó con 62 335 libras.[36]

La Iglesia oficial no era la única estrechamente vinculada con el sistema colonial. En un principio, las sectas puritanas no se opusieron a la trata de negros, como lo demuestra Williams, basándose en los datos que obtuvo sobre 65 granjeros cuáqueros de la isla de Barbados, los cuales, en 1680, eran dueños de 3 307 acres y 1 631 esclavos. Incluso los hermanos moravos, en las Islas Vírgenes, eran propietarios de esclavos. Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII la labor evangelizadora de los metodistas adquirió características decididamente opuestas a la esclavitud. Por ello en todas las Antillas los persiguieron los dueños de plantación. Esta persecución subió de punto a medida que en la metrópoli se fortalecía la corriente antiesclavista. En Trinidad, el gobernador prohibió a los pastores metodistas que emplearan el título de “reverendo”, y los obligó a cerrar su misión. En Barbados, el 26 de octubre de 1823, los granjeros saquearon la capilla de los metodistas, a quienes acusaban de agentes de la “infame sociedad africana”, patrocinadora de la abolición de la esclavitud. En Jamaica, los bautistas, cuya labor misional iniciada por las iglesias estadunidenses en

1814 fue continuada por las inglesas en 1831, apoyaron con toda firmeza la lucha antiesclavista. El pastor William Knibb, y otros pastores bautistas, lanzaron en la metrópoli una enérgica campaña para hacer ver las condiciones en que vivían los esclavos. Estas condiciones, verdaderamente desastrosas, las describe el reverendo John Smith en la carta que, sobre el sistema esclavista en la Guayana inglesa, envió a la Sociedad Misionera de Londres en 1822: En la colonia hay 400 esclavos [para] cinco blancos en edad de portar armas. Los esclavos viven en bohíos… de donde los guardias los hacen salir a las 6 de la mañana restallando el látigo, como si se tratara de caballos o de ganado. El trabajo continúa hasta las 6 de la tarde y a menudo también durante la noche. No se respeta debidamente el descanso dominical porque se emplea a los esclavos en otro tipo de labores. Los esclavos trabajan en equipo, vigilados por un guardia negro. Como castigo se arroja al suelo, lo mismo a los hombres que a las mujeres; se les ata de pies y manos a un poste, y se les da hasta un centenar de azotes con un látigo… Frecuentemente, después de estos golpes despiadados, el esclavo permanece en un cepo durante varios días o varias semanas, para ocultar las marcas que en su espalda dejaron los latigazos. Las posesiones autorizadas para un esclavo se reducen a una cacerola de metal por familia y a una frazada por cabeza. Los niños no tienen tiempo para el aseo de los bohíos donde tienen animales domésticos, por lo cual la insalubridad es increíble. Comen legumbres y pescado salado. Naturalmente, su nivel moral es muy bajo, llega a la depravación. Pero incluso en esto se les puede comparar favorablemente con los blancos, cuyas costumbres licenciosas y sus profanaciones son abominables. [37]

La insurrección de los esclavos en Jamaica en 1831, durante la semana de Navidad, fue apoyada firmemente por los misioneros, entre ellos el pastor Knibb. Se acusó a los misioneros de haber incitado a la rebelión, y los granjeros intentaron expulsarlos de la isla. Knibb aprovechó esas circunstancias para viajar a la metrópoli, donde, en junio de 1832, redobló su campaña antiesclavista. Poco después, en agosto de 1833, el Parlamento aprobó el Acta de Emancipación, que debería entrar en vigor progresivamente durante cuatro años, a partir del 1º de agosto de 1834. Los esclavos oyeron el Acta de Emancipación como si se tratase de un texto litúrgico. Dennis relata lo siguiente, ocurrido en la isla de Antigua: El 31 de julio de 1834, los esclavos se congregaron en la histórica iglesia de Spring Gardens, en San Juan. Bennet Harvey, misionero moravo, predicó un sermón sobre este texto bíblico: “Santificaos, porque mañana el Señor realizará maravillas entre vosotros”.

Mientras el misionero predicaba sobre la santificación y la pacificación, los esclavos prefirieron realizar su propia lectura del evento, retomando una tradición bíblica consignada en el libro del Éxodo. Relata Dennis: “Un poco después de las 11 de la noche, se oyó un trueno cuya intensidad fue en aumento al aproximarse la medianoche. Los transeúntes gritaban: ‘Moisés está rompiendo las cadenas, aleluya’ ”.[38] A la arenga misionera respondió el clamor de la insurrección, controlada por el nuevo orden colonial antiesclavista. Ya se estaban importando chinos, indios y alemanes, entre otros muchos operarios encargados de desestabilizar el mercado del trabajo. Los nexos del protestantismo con el sistema colonial esclavista, no diferían de los que el catolicismo tenía con ese sistema en las Antillas españolas y en las francesas. En las colonias inglesas, holandesas y danesas, el protestantismo estuvo directamente relacionado con la expansión de la economía de plantación y sirvió de base espiritual para legitimarla,

exceptuando algunos tardíos movimientos antiesclavistas. En esta materia, la presencia protestante en las Antillas se diferenció de la de los puritanos en Nueva Inglaterra. En la misma época en que los puritanos desembarcaron en la Bahía de Massachusetts (1620), otros puritanos llegaron a las Antillas, en primer lugar a San Cristóbal (1624). Después, en 1627, a Barbados.[39] En las Antillas no hubo “experimentos santos” (holy experiments), como los de Nueva Inglaterra. El modelo puritano tropezó en las Antillas con las jerarquías sociales de un orden social apoyado en la economía de plantación. Por esto, aun cuando los esclavos negros importados por el “comercio triangular” hayan sido pronto objeto de la “labor conversionista” de las sectas puritanas, la actitud de los católicos franceses y de los protestantes ingleses en las Antillas no difiere en sus relaciones con los esclavos.[40] El tratamiento, más o menos compasivo, no dependía del factor religioso sino, más bien, de la relación numérica entre blancos y negros. Hoetink, en su estudio comparativo de las relaciones entre colonos y esclavos en Surinam y Curaçao, colonias dominadas por protestantes holandeses, pone de relieve este factor. A finales del siglo XVIII, el número de blancos y negros en Surinam era de 3 000 y 5 000, respectivamente. En Curaçao el número de blancos era más o menos igual, pero el de los esclavos era diez veces mayor que en Surinam. Estos datos, haciendo a un lado cualquier otra consideración, permiten explicar el tratamiento más severo de que eran objeto los esclavos de Surinam.[41]

Conviene asimismo observar que las misiones moravas, metodistas y bautistas crecieron durante la segunda mitad del siglo XVIII,[42] es decir, en la época de decadencia económica de las Antillas. Era precisamente el momento en que el interés británico estaba a punto de desplazarse, en primer lugar hacia Estados Unidos y la India, y, después de la independencia de los primeros, más y más hacia la segunda. Así, en Jamaica, la más importante de las islas azucareras inglesas, entre 1775 y 1791, 23% de las 775 plantaciones se vendió para saldar deudas, 12% pasó a manos de los depositarios y 7% quedó abandonado.[43]

Quizá la evangelización de los esclavos haya podido contribuir, en una u otra forma, a su emancipación con anterioridad al decreto de 1833. Los metodistas, que desde un principio se opusieron a la esclavitud[44] y los bautistas (entre ellos William Knibb), estuvieron directamente implicados en las revueltas de los negros en Jamaica (1831). Sin embargo, cabe preguntar si la oposición religiosa a la esclavitud, teniendo en cuenta su aparición tardía, no contribuyó en la política de modernización de los espacios coloniales emprendida por la metrópoli. La época de la explotación agotadora de las Indias Occidentales ya era del pasado y, como apunta Davis, “apareció un paternalismo un tanto laxo cuando bajaron los precios y cuando disminuyeron mucho los incentivos para aprovechar al máximo la producción”.[45] Con el fin de explicar el tardío interés por la liberación de los esclavos, debe recordarse que las colonias puritanas de Nueva Inglaterra basaron su enriquecimiento inicial determinante para su expansión durante el siglo XIX y para la de las misiones protestantes, en el comercio con las Indias Occidentales y en la explotación de sus recursos. Como indica Gunder Frank: la riqueza acumulada en Nueva Inglaterra se cimentó fundamentalmente en el ángulo del comercio triangular que le correspondía. Hasta mediados del siglo XVIII, el tráfico de esclavos en Nueva Inglaterra era triangular, como también lo

era el de Liverpool, pero más sencillo e incluso más simétrico. Descansaba sobre tres productos: el ron, los esclavos y la melaza. En los puertos de origen, se cargaban los navíos principal o exclusivamente con ron. En África, el ron se cambiaba por esclavos. El cargamento de negros se vendía en las Indias Occidentales, y una parte de las utilidades se invertía en la melaza, comprada, por lo general en las islas españolas y francesas, donde el precio era mejor. En el último ángulo del viaje, las naves llevaban de nuevo melaza a Nueva Inglaterra que se destilaba para obtener más ron y comprar más esclavos.[46]

Para los puritanos de Nueva Inglaterra, este tráfico formaba parte del plan divino, como lo demuestran ciertas palabras de John Adams, uno de los padres de la independencia de Estados Unidos: El comercio con las islas de las Indias Occidentales forma parte del sistema comercial norteamericano. Somos indispensables para esas islas; y ellas nos son indispensables. La posición en que el Creador nos colocó en este mundo nos permite ofrecernos mutuamente oportunidades.[47]

Cuando Estados Unidos declaró su independencia (1776), en Jamaica había “más de 200 mil esclavos repartidos en 775 plantaciones”, y “medio millón en la joven república americana”.[48] En el siglo XVII, todos los protestantes, excepto los cuáqueros, aceptaban la esclavitud. Después de haber utilizado como esclavos a los indios, los puritanos pusieron la mira en la trata de negros. Poco a poco, en el transcurso del siglo XVIII, por las razones ya indicadas, minorías constituidas por humanistas y filántropos lucharon por la abolición de la esclavitud, y clamaron contra “esta execrable infamia, escándalo de la religión”.[49] El gran despertar pietista a finales del siglo XVIII estremeció la conciencia cristiana, a la vez que los revolucionarios franceses (1792) proclamaban los derechos del hombre y la abolición de la esclavitud en las colonias (1794). En contra del régimen esclavista haitiano (1789), un movimiento revolucionario constituido por antiguos esclavos negros, encabezado por Dessalines y Toussaint-Louverture, proclamó la república en 1804. En las colonias inglesas, holandesas y danesas la emancipación fue más lenta. Entre tanto, más que el espíritu de Wesley, el movimiento revolucionario de los esclavos haitianos despertó en las Antillas la conciencia de los esclavos negros protestantes.

[1] Sobre la influencia de la Reforma en España, consúltese: Bataillon, 1950; De los Ríos, 1957; M. Crie, 1950; Nieto, 1979. [2] Citado por Nieto, op. cit., 1979, p. 515. [3] Burgos, 1983. [4] Cf. Gruzinski, 1988, p. 98, habla del “malogro de las síntesis engañosas”. [5] Lars Qualber, A History of the Christian Church, p. 415, citado por Nelson Wilton, “Bosquejo y bibliografía para una historia del protestantismo en América Latina”, en Actas conferencia de CEHILA, Barcelona, 1977, p. 179. Consúltese también Fröschle, 1979, p. 771: “Die Hauptursache war der Verdacht des Luthertums, dem sich viele der deutschen ausgesetz sahen, sowie nationale Eifersucht.” [6] Otte, 1959, p. XVI. Cf. también: Otte, 1962; Otte, 1963; Friede, 1961. [7] Otte, 1963, p. 284, cédula 116 del 22 de abril de 1528. [8] Léry, 1972. Léry, 1957. Sobre el expediente Léry, cf. especialmente De Certeau, 1975, pp. 215-248. Por último, la obra hoy por hoy definitiva de Lestringant, 1990.

[9] Léry, 1957, p. 106. Cuando Mem de Sa se retiró de la isla, llegaron algunos sobrevivientes franceses, que sólo en 1565 fueron definitivamente expulsados. Cf. Bethell (comp.), 1990, pp. 225-226. [10] Léry, 1957, p. 118. [11] Crespin, 1955, pp. 109-114 y, sobre el tema, cf. Léonard, 1958. [12] Léry, 1957, p. 131. [13] Certeau, 1975, p. 232. [14] Lévy-Strauss, 1955, p . 64. [15] Léry, 1972, presentación de Anne Marie Chartier, p. 27. [16] Lestringant, 1991, p. 138. Consúltese también Lespagnol, 1991. [17] René de Laudonnière, Histoire notable de la Floride, 1586, en Lussagne (comp.), 1958. [18] Chaunu, 1984, p. 213. [19] Braudel, 1979, t. III, pp. 196-198. Cf. también Stouts, 1988. [20] Este párrafo se basa en las excelentes investigaciones de Schalkwijk, 1986, en particular, pp. 50-216, 272 y 462. [21] Ortega y Medina, 1973, p. 314. [22] Bastide, 1973, p. 110. Según Schalkwijk, 60% de las haciendas azucareras pertenecían a portugueses, 32% a holandeses y 6% a judíos, op. cit., p. 85. Pero la Compañía de las Indias Occidentales retenía el monopolio de la exportación. [23] Bastide, op. cit., p. 110. [24] Ibid., p. 112. [25] Loc. cit., p. 112. [26] Baudot, 1985. [27] Greenleaf, 1981. [28] Toribio Medina, 1978, pp. 24-28. [29] Báez Camargo, 1960. También véase Jiménez Rueda, 1945 y 1946. [30] Alberro, 1988, pp. 172-177 y 207. Consúltese también Lea, 1980; Chinchilla, 1935. [31] Devèze, 1977, pp. 136 y ss., recalca: “la religión contaba mucho en el siglo XVII. Los promotores de la colonización apelaban al sentimiento religioso y al celo misionero de los colonos, clamando que la expansión del Evangelio era su principal objetivo”. En relación con este párrafo véase Wilson, 1975; Berky, 1953; Latourette, 1953; Schatschneider, 1974; González, 1970; Parker, 1959; Jenkins, 1923; Larsen, 1908; Pedersen, 1951; Breckel, 1975; E. Williams, 1964 y 1966; G. Williams, 1975; Smutko, 1985. [32] Ortega y Medina, 1973, p. 186. [33] Robinson, 1915, p. 392. [34] Dallas, 1980, pp. 33 y 266. [35] Ibid., p. 246. [36] Williams, Eric, 1973, p. 4. Para todo este párrafo nos basamos en ese excelente ensayo. [37] Dennis, 1899, t. II, pp. 313-314. [38] Ibid., p. 316. [39] Gunder Frank, 1979, p. 84. En 1698, 2 000 escoceses presbiterianos intentaron establecerse en el istmo de Panamá, pero lo abandonaron en 1700. Braudel, op. cit., pp. 131-132. [40] Goveïa, 1969, p. 168. [41] Hoetink, 1969, pp. 131-132. [42] Latourette, 1953, p. 1283. [43] Gunder Frank, 1979, p. 167. [44] Latourette, 1953, pp. 1019 y 1336.

[45] David, 1969, p . 73. [46] Gunder Frank, 1979, p . 181. Véase también Braudel, 1979, t. III, p. 351; Mannix y Cowley, 1962, pp. 159-160. [47] Citado por E. Williams, 1966, p. 121. [48] Gunder Frank, 1979, p. 108. [49] Citado por Bertrand, 1971, p. 193. Cf. Trabulse, 1974.

II. LA HEREJÍA LUTERANA EN NUEVA ESPAÑA

LA CONQUISTA del Nuevo Mundo se había llevado a cabo cuando se desplomaba, poco a poco, la visión del mundo heredada de la Edad Media, y contribuyó a acelerar esta tendencia. La fragmentación religiosa en Europa, a causa de la irrupción de los movimientos de reforma protestante, se situó en la continuidad de un proceso de “desencanto” del mundo iniciado en el siglo XIII.[1] Frente al desafío luterano (1517) en el norte de Europa y a las reformas calvinistas (1534) y anglicana (1550), el imperio austro-español de Carlos V y de Felipe II se erigió como símbolo de la catolicidad. España se convirtió en el bastión de un catolicismo que se cerró a los esfuerzos de las reformas cisnerianas y aceptó la herencia del Sacro Imperio romano-germánico. El pensamiento neoescolástico, simbolizado por Juan Ginés de Sepúlveda, se sustituyó por el de teólogos y juristas geniales, como Vitoria, y de humanistas apasionados, como Bartolomé de las Casas. La Contrarreforma española tomó fuerza, alimentada por la larga lucha de la reconquista de la península, que terminó con la victoria de los reyes católicos sobre el último reino moro, el de Granada, en enero de 1492. Ese mismo año, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón expulsaron de España a los judíos, con lo cual coincidieron hispanidad y catolicismo, y se puso fin a una prolongada política de tolerancia religiosa. El tribunal de la Inquisición, instaurado desde finales el siglo xv, se encargó de vigilar la ortodoxia de las prácticas y de las ideas de los “cristianos nuevos”, de origen moro o judío, y de perseguir a los reacios. A las herejías de Mahoma, de Moisés y de los alumbrados, ya existentes en España, se agregaron las “herejías” protestantes. Estas últimas no tardaron en amenazar la integridad del imperio austro-español, en la medida en que los príncipes alemanes, Enrique VII de Inglaterra y, posteriormente, los Países Bajos, aceptaron las ideas protestantes, esperando fortalecer así su autonomía frente a Roma y el Imperio. Parecía que esta amenaza también podría aparecer en los territorios recientemente conquistados. En efecto, las órdenes mendicantes (agustinos, franciscanos y dominicos) fueron portadores de un cristianismo depurado. Estaban persuadidos de que la empresa de la evangelización de los pueblos del Nuevo Mundo entraba en el contexto de la proximidad del fin de los tiempos, y de que ofrecía la posibilidad de regenerar la cristiandad al otro lado del mar, precisamente cuando se veía desgarrada en Europa. En este sentido, el cronista Juan de Torquemada escribió acerca de los “doce apóstoles” franciscanos que evangelizaron Nueva España a partir de 1524, dirigidos por Martín de Valencia: “La capa de Cristo, que un Martín hereje razgaba, otro Martín, católico y santo remendaba.”[2] Las órdenes mendicantes, imbuidas de ideas próximas al proyecto de reforma erasmiana, no se vieron libres de toda sospecha. Su apasionamiento iconoclasta las indujo a destruir los “ídolos” indios. En esto su

espíritu se asemejaba al que animó a los heraldos de la reforma calvinista. También fue objeto de censura su humanismo indigenista que los llevó a traducir la Biblia a las lenguas indígenas y a interesarse en las culturas de los indios. Las decisiones del Concilio de Trento (15451563) pronto se aplicaron en las colonias españolas, para frenar los entusiasmos del clero regular y fortalecer el control de la Corona por conducto del clero secular. El Santo Oficio, principal instrumento de la represión, presente desde los primeros días de la colonización en la actividad de los obispos, se estableció en Lima en 1570, en México en 1571 y en Cartagena de Indias en 1610. Se consideraba que las colonias no estaban libres de las amenazas heterodoxas internas o externas que desde antes se presentaron en España. Por ello, el estudio de lo que la Inquisición llamaba “la herejía luterana” en Nueva España es un tema de capital importancia, ya que permite analizar la evolución de la relación de España y de sus colonias frente a la modernidad de la reforma protestante. El establecimiento del engranaje inquisitorial reflejaba el propósito de negar el cambio que acababa de producirse en Europa o, en todo caso, de preservar de su influjo los espacios coloniales. Este proyecto entraba asimismo en el marco de la resistencia española a la expansión de las potencias europeas protestantes (Países Bajos e Inglaterra), las cuales, con la derrota de la Armada Invencible (1588), se aseguraron la hegemonía marítima en el Atlántico. En esta forma, los procedimientos inquisitoriales antiluteranos se vincularon con una política de consolidación del Imperio y de la Iglesia, posterior al Concilio de Trento. En un principio, la persecución de la herejía luterana se adaptó a la lógica tridentina; pero a partir del siglo XVIII ya no se persiguió únicamente a las ideas protestantes; lo mismo ocurrió con las ideas de modernidad religiosa (tolerancia) y política (republicanismo), que acabaron por imponerse a la Inquisición, cuya actuación disminuyó considerablemente. El combate contra las ideas de la modernidad religiosa y política abarcó también la lucha contra los libros que diseminaban esas ideas. En Nueva España, la herejía luterana se manifestó tanto por la presencia de extranjeros no católicos como por la difusión de libros obra de autores protestantes o considerados como tales. Consiguientemente, nos proponemos un doble objetivo: por una parte, los juicios contra personas vinculadas con los espacios políticos protestantes cuyas creencias pudieran considerarse heréticas; por la otra, los libros proscritos, donde se exponía una visión del mundo que prohibían España y Portugal, diferente de la que imponían en sus espacios coloniales. En la medida en que poco a poco fueron surgiendo lectores criollos de libros prohibidos, y en que se condenó por herejía a “disidentes” criollos, se puede observar un desplazamiento progresivo de la amenaza herética.

LUCHA CONTRA EL CLERO ERASMISTA En Nueva España, la actividad inquisitorial fue, primordialmente, responsabilidad de los obispos. Ésta puede colocarse, sin duda, como lo sugiere Greenleaf, “en el marco complejo de la lucha entre Cortés y sus enemigos, del enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado y de la rivalidad entre la orden dominica y la franciscana”.[3] Ahora bien, los obispos no tardaron en ajustar su proceder al de las preocupaciones donde se concentraba la atención del Santo

Oficio peninsular. En España, el periodo 1480-1520 fue esencialmente antijudaico; seguido, a continuación, de 1520 a 1550, por la corriente antiluterana. Se consideró a Lutero y a sus ideas como los principales enemigos de la sociedad española. Aun cuando fuera más real el miedo a la herejía que la misma herejía, la Inquisición se propuso extirpar toda idea no ortodoxa, incluyendo las erasmianas, toleradas durante algún tiempo.[4] Con la Inquisición en manos de los obispos de Nueva España (1536-1571) se presentaron las primeras condenas por herejía luterana. Entre 1526 y 1549, Carlos V autorizó la emigración de sus súbditos alemanes y flamencos a las colonias americanas. Es posible que un buen número de “protestantes” haya podido establecerse en Nueva España; y otro tanto podría decirse de “cristianos nuevos” de origen judío (marranos) que emigraron con la esperanza de encontrar mayor clemencia lejos de los rigores de la Inquisición peninsular. En 1537, por la bula Altitudo divini consilii, del papa Paulo III, se prohibió la entrada de los herejes a las Indias, y se requirió de las autoridades coloniales que expulsaran a los que ya se encontrasen en esas tierras. El 6 de diciembre de 1538, una cédula real ordenó la aplicación de una rigurosa política de control ideológico con estas palabras: Nuestros oficiales que residis en la ciudad de Sevilla, en la Casa de Contratación de las Indias… vos mando que de aquí adelante no consintáis ni déis lugar que ningún extranjero… destos nuestros regnos anda en la navegación de las nuestras Indias, ni les dexeis ni consintais pasar a ellas por marinero ni por otro ningún oficio. Y…, que ningún maestre ni otra persona los passe ni traiga en su nao so pena de cien mil maravedís.[5]

A pesar de dichas medidas, muchos, sin autorización, lograron llegar a las Indias, cuyo atractivo era cada vez mayor. Prueba de ello es que la elaboración de certificados falsos se convirtió, sobre todo en Sevilla, en oficio muy lucrativo. Cuando ascendió al trono Felipe II (1556), las medidas restrictivas se aplicaron con mayor rigor. Se prohibió “a los colonos de América de tener relación alguna con extranjeros de cualquier nacionalidad”.[6] Sin embargo, de manera ilegal, aumentó la emigración de extranjeros y herejes, atraídos por las riquezas de la colonia y por la posibilidad de hacer fortuna rápidamente. En este contexto, el obispo Juan de Zumárraga asumió funciones inquisitoriales extraordinarias en Nueva España el 27 de junio de 1535, y el 5 de junio del año siguiente organizó el tribunal del Santo Oficio. La lucha contra el luteranismo se abrió con el proceso de Andrés Alemán (14 de agosto de 1536), joyero moravo acusado de difundir ideas luteranas acerca de la confesión, la excomunión, las imágenes, el matrimonio de los sacerdotes, las indulgencias, la autoridad del Papa y la interpretación de la Sagrada Escritura.[7] Otros tres juicios contra “luteranos” ocuparon la atención del obispo entre 1536 y 1540. Acusados de delitos menores, Juan Nizzaro fue sometido a juicio por haber destruido un ejemplar de una bula papal, y Pedro de Sevilla Delgado por haber defendido el matrimonio de los sacerdotes. El último proceso es más interesante porque fue instruido contra un minero que llegó a Nueva España, autorizado por Carlos V, para trabajar en las minas de plata de Zultepeque, cerca de Taxco, propiedad de los banqueros Welser, de Augsburgo: Juan Banberniguen, flamenco, a quien se denunció por haber negado la existencia del purgatorio y la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Recibieron penas moderadas, que se limitaron al pago de una multa y a la abjuración pública. Es interesante observar que de los 152 procesos instruidos por la

inquisición episcopal de Zumárraga sólo cinco fueron por luteranismo, lo cual demuestra o la escasa difusión de las ideas luteranas, o la tolerancia relativa que reinaba en el contexto de la evangelización humanista predominante en la primera fase de la colonización y de la evangelización.[8] Se acusó a Zumárraga de excesos cometidos contra los indios, y en 1543 lo remplazó el visitador Francisco Tello de Sandoval, nombrado inquisidor apostólico del virreinato de la Nueva España. Durante su breve estadía, Tello de Sandoval concentró la vigilancia en la difusión, en potencia, de la herejía luterana entre los colonos españoles, particularmente entre el clero. Así, impuso castigos a Juan de Bezos y Alfonso Pérez Tamayo por haber pronunciado “blasfemias próximas a la herejía”.[9] Particularmente, siguiendo la línea tridentina, inició su lucha combatiendo las ideas erasmianas difundidas entre el clero regular. El monje francés Arnoldo de Besancio, quien residía en Zapotlán, fue condenado por sus críticas contra la venta de indulgencias. A ideas que se encuentran en el Enchiridion christiani militis de Erasmo se les aplicó la denominación genérica de “luteranas” y fueron violentamente combatidas. Los extranjeros fueron sistemáticamente objeto de la vigilancia inquisitorial, sobre todo desde la partida de Tello de Sandoval y del nombramiento (1554) del segundo arzobispo de la Nueva España, Alonso de Montúfar, sucesor de Zumárraga. Durante este nuevo periodo sobresalen dos procesos contra extranjeros. En el primero, el acusado era Robert Thomson, consejero del alcalde mayor de la corte del virreinato, Gonzalo de Cerrezo. Se acusó a Thomson de difundir ideas “luteranas” acerca de la mediación de los santos, la veneración de las imágenes y las reformas que la Iglesia anglicana había aplicado al clero. Este caso es significativo por dos conceptos: en primer lugar, hace ver el interés que el “luteranismo” suscitaba entre las élites coloniales, las cuales procuraban enterarse de lo que sucedía en la Inglaterra de Enrique VIII. En segundo lugar, sirvió de pretexto para la celebración del primer auto de fe espectacular, cuyo objeto era inculcar en la población el odio a lo extranjero y a la herejía protestante. El auto de fe de 1560, fue el primero en que la herejía luterana apareció visiblemente bajo la doble presencia de un enemigo religioso y político a la vez. El inglés Robert Thomson, lo describió en detalle: Pasados los siete meses (Augustin Boacio y yo) fuimos llevados ambos a la iglesia mayor de México, para hacer penitencia pública en un alto tablado erigido delante del altar mayor, a la vista de un gran concurso de gente que no bajara de cinco o seis mil almas, pues habían venido de más de treinta leguas para ver el dicho auto […] Porque no se había hecho antes otro, ni se había visto cosa semejante en aquella tierra, ni se sabía lo que eso quería decir por no haber oído hablar de ello hasta entonces.[10]

Junto con Thomson, el comerciante genovés Augustin Boacio, establecido en Zacatecas, fue condenado porque declaró que no existía ningún fundamento bíblico para el concepto del purgatorio. En la misma época (1562), al sur de Nueva España, en la ciudad de Trujillo, se aprehendió al marino francés Nicolás Santour, acusado de luteranismo. Esto prueba que la vigilancia inquisitorial abarcaba todo el territorio del virreinato, desde Zacatecas (al norte) hasta Honduras. El Santo Oficio fue clemente con estos extranjeros y se concretó a enviarlos a su país de origen. En cambio, Montúfar empleó máximo rigor contra el clero regular, en una época en que iban en aumento las disputas sobre cuestiones relativas a la jurisdicción en el medio indígena, en especial entre las órdenes misioneras y los obispos. Presentó como pretexto para su forma

de actuar que era preciso impedir que se reprodujera en Nueva España una situación parecida a la que provocó en Europa el monje agustino Martín Lutero. Sin duda, el clero regular de la Colonia era partidario de las ideas erasmianas, y consideraba que la evangelización de América proporcionaba ocasión para que la Iglesia se purificase. Como en España se asimilaba el erasmismo al luteranismo, “Montúfar pudo practicar una política de represión y sospecha, con el fin de debilitar al clero regular”.[11] Una de las primeras medidas consistió en prohibir libros que sostuvieran ideas erasmianas, principiando por la Doctrina cristiana, publicada, nada menos, que por el obispo Zumárraga, y los escritos del filólogo franciscano Maturino Gilberti, censurado por el obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, ante quien se presentaron quejas sobre las ideas protestantes de la Doctrina cristiana en lengua tarasca. Para luchar contra la veneración de los ídolos practicada por los indios, Gilberti enseñaba en ese libro que no se debía adorar un objeto de madera, sino “orar y adorar a Dios, nuestro Señor que está en los cielos”.[12] El 6 de abril de 1560 se prohibió la venta y el uso de esos libros. Con esos mismos fines, la represión inquisitorial cayó sobre el erudito agustino Alonso de la Veracruz, quien afirmó en su obra De Decimis (1555) que los indígenas no estaban obligados al pago del diezmo, y que los obispos no eran necesarios en el Nuevo Mundo “porque en teoría y de hecho, el rey era vicario y prelado de todos los regulares en las Indias”. Fray Alonso fue acusado y condenado por hereje luterano. En esta forma, la autoridad episcopal se ejerció, dentro del mecanismo del Santo Oficio, más para afirmar sus privilegios y debilitar al clero regular que para combatir la herejía luterana en esa región. Así se reafirmó la autoridad de los obispos, y quedó asegurado el control ideológico de las órdenes misioneras. Durante los primeros cincuenta años del régimen colonial, entre la victoria de Cortés sobre los aztecas (1521) y la creación de una sede permanente del tribunal de la Inquisición (1571) en México, el conflicto entre dos conceptos eclesiológicos (por una parte la Iglesia indiana y, por la otra, la cristiandad colonial), se convirtió en lucha entre las ideas erasmianas y las de una neoescolástica que acabó por imponerse en el seno de la Contrarreforma. La posición de Erasmo, mediador entre Roma y Lutero, pudo tolerarse al principio de la Reforma luterana, en 1521; pero en 1563, cuando terminó el Concilio de Trento, ya no se consideraba ortodoxa ni en España ni en Nueva España. El conflicto entre dominicos y agustinos en Europa (Johannes Eck versus Martín Lutero), tuvo su equivalente en las colonias españolas en las diferencias entre el clero secular y el regular. El segundo concilio provincial mexicano (1565), así como el segundo concilio provincial celebrado en Lima (1567-1568) pusieron en vigor decisiones tridentinas en los espacios coloniales. Una de las primeras consecuencias de ello fue la creación de sedes permanentes para los tribunales de la Inquisición en Lima (1570) y México (1571). Por esas mismas fechas llegaron los jesuitas, vanguardia de una reforma católica que abandonó en las colonias la vía del indigenismo y del humanismo español. En forma significativa, Felipe 11 prohibió en 1577 todos los trabajos sobre la historia y la religión de los indios, y confiscó todo lo producido sobre esos temas por los humanistas franciscanos y dominicos. Este destino tuvo, entre otras, la obra de Bernardino de Sahagún.[13] Asimismo se prohibió a los indios el acceso al sacerdocio y la libre lectura de la Biblia. La veneración de las imágenes y de los santos, el sincretismo guadalupano y el catolicismo barroco remplazaron la reforma humanista

y configuraron, durante siglos, la mentalidad y el comportamiento religiosos. La Inquisición, entre tanto, perseguía a piratas y corsarios extranjeros que infestaban el Mar de las Antillas, y que en 1568 colocaron a España e Inglaterra al borde de una declaración de guerra.

CORSARIOS Y PIRATAS JUZGADOS POR LA INQUISICIÓN En noviembre de 1571, el tribunal d el Santo Oficio remplazó la Inquisición episcopal, y su jurisdicción abarcó las audiencias México, Guatemala, Nueva Galicia y Manila. Pedro Moya de Contreras, inquisidor de Murcia, fue nombrado inquisidor general de Nueva España. Se buscaba poner en marcha la represión contra los enemigos de la fe, y de invitar al pueblo de las colonias a denunciar y perseguir “esos lobos y perros rabiosos que inficionan las almas y destruyen la viña d el Señor”.[14] A partir de entonces, la actividad de la Inquisición en Nueva España estuvo dominada por la lucha contra los corsarios “luteranos” que amenazaban costas y flotas . Era tan grande el temor a una posible penetración luterana que se buscaban herejes en todas partes, no sólo en las costas sino también tierra adentro, como dice una carta de 1575 del inquisidor de Nueva España al comisario del Santo Oficio residente en Oaxaca.[15] Incluso en España, existía la preocupación por impedir que embarcaran en navíos que partían para las colonias posibles predicadores protestantes disfrazados, como puede verse en una cédula real de 1574 dirigida al arzobispo de México: Muy Reverendo in Cristo Padre, Arzobispo de la Ciudad de México del nuestro Consejo: aquí se ha tenido aviso que en algunas partes del Delfinado y tierras del Duque de Saboya andan algunos predicadores luteranos disfrazados, y que de pronto hay uno preso en Mondovi, que es Niza, y ha confesado haber estado en Alejandría, Pavia y Venecia y otras tierras de Italia, platicando secretamente en ellas sus errores, e iba con determinación de embarcarse para las Indias, donde eran ya encaminados otros de su secta, el cual está obstinadísimo en ella y dice no llevar otro dolor si muere, sino no poder dar noticias de su religión en esas partes; y aunque se entiende vuestro celo y cuidado sea cual conviene al servicio de Dios y bien de las almas… os ruego y encargo que estéis muy vigilantes en ello, y con todo secreto y diligencia hagáis inquirir y saber si a vuestra diócesis ha llegado o está en ella alguno de falsos y dañados ministros o personas sospechosas a Nuestra Santa Fé Católica…[16]

Sin duda, sirvió de estímulo a la ofensiva antiluterana la continua llegada de corsarios a las costas caribeñas. Como apunta el Anónimo de Yucay (1571 ), los corsarios eran un peligro real porque no solamente se atreven a la mar, llega ya su desvergüenza a tanto que surgen en los puertos y entran por la tierra a dentro hartas leguas a saltear en los caminos y suben por ríos en fragatas a robar otras llenas de plata y oro a vista de las flotas . Y aun lo que peor es para el Evangelio y Señorío del rey, que hacen ya fuertes dentro de las tierras, principio de sembrar su malvada y desatinada seta en estos miserables, que a una vez y la tomarían por ser ella tan sucia y tan bestial, y ellos tener mucho deste humor.[17]

De hecho, desembarcaron tres grupos de corsarios, y la Inquisición los persiguió. En

primer lugar, la tripulación del navío del hugonote francés Pierre Bruxel, en Mérida (1560); posteriormente, la flota del corsario inglés John Hawkins, destruida frente a San Juan de Ulúa en 1568; por último, la flota de otro hugonote francés, Pierre Chuetot, bloqueada en 1570 en Yucatán. Todos los miembros de esas tripulaciones que salieron con vida comparecieron ante el tribunal de la Inquisición, en la ciudad de México. Otras flotas de corsarios se contentaron con desembarcar y devastar poblaciones, sin que nadie los interceptara. Por ejemplo, en 1579, la flota de Francis Drake, corsario inglés, llegó al puerto de Huatulco, en la costa del Pacífico, “ordenó a 40 o 50 hombres que desembarcaran, los cuales robaron y rapiñaron las campanas de las iglesias, se llevaron vasos de plata, vestimentas, galletas, gallinas, tocino, ornamentos litúrgicos, lámparas de plata y otros objetos de culto; arrestaron al párroco y a otros dos hombres”.[18] Ocho años después (1587), otros ingleses, a las órdenes de Thomas Candreny de Hembley, desembarcaron, de nuevo en Huatulco, donde incendiaron la iglesia y también casas. Durante los ocho días de su permanencia “causaron tan gran inquietud que el Santo Oficio se vio obligado a solicitar amplios y urgentes informes al comisariado de Oaxaca”.[19] Ingleses y españoles sostuvieron constantemente batallas navales para controlar las rutas comerciales en el Océano Atlántico. Por consiguiente, los ingleses eran enemigos en el terreno militar y en el religioso, a quienes se debía combatir y perseguir empleando todos los medios posibles. Cuando por cualquier motivo, marinos extranjeros tenían que permanecer en tierra, por destrucción o daño a sus naves, ésos se convertían, a los ojos de la Inquisición y de las autoridades coloniales, en potenciales agitadores religiosos y políticos. Por otra parte, esos marinos, como lo atestigua el Anónimo de Yucai, eran evidentemente anticatólicos y antiespañoles, y legitimaban sus exacciones diciendo que el rey de España es tirano y lo somos todos los españoles y procuran robar por ese mar-oceano, diciendo que somos ladrones de las Indias y que pueden quitarnos la ropa que llevamos robada. Y anda hirviendo ese golfo de ellos, y siempre se irán calificando más con la codicia de oro y plata,[20]

Esos corsarios y piratas “luteranos” que “pululaban en el golfo” eran o ingleses anglicanos o hugonotes calvinistas franceses y holandeses. Todos ellos celebraban diariamente servicios religiosos en sus naves, como lo declaró David Alexander durante su proceso dijo que viniendo en la dicha armada de Juan Haquines en la dicha nao Almirante, cada día a las 8 o 9 de la mañana… uno de los que sabian leer… tomaba un libro de aquellos de Inglaterra que cantaban en las dichas iglesias, y se ponía en la popa y mandaba el dicho almirante… que todos los que en ella venían subiesen y el que no lo hacía luego lo azotaban, y le decían que no era cristiano; y estando así todos juntos recogidos, se hincaban de rodillas y quitaban los brotes, y el que leía en aquel libro se quitaba el suyo, y estaba de pie, y otras veces de rodillas, aunque no tenía sobrepelliz como el dicho vicario, y leía en el dicho libro como ni más ni menos leía el dicho vicario y cantaban como ni más ni menos en la dicha iglesia, y habiendo acabado de hacer esto, que duraría una hora u hora y media, se levantaban y cada uno se iba a hacer su hacienda.[21]

Asimismo, antes de bajar a tierra y de emprender cualquier actividad, se incaban todos de rodillas y decían el Padre Nuestro y el Credo… y protestaban que ellos no querían sacar sangre ni matar, ni hacer mal, pero si me lo sacaren y hicieren yo me tengo que defender, que quien con cuchillo a de morir como dijo Cristo y San Pablo y con este acometían su empresa.[22]

Los corsarios y piratas protestantes estaban persuadidos de que se trataba de una guerra santa, de una cruzada contra los españoles, en cuyos navíos “tenían muchas cruces e imágenes en que creen y no en Dios” y que “españoles y católicos estaban en camino de condenación, y que ellos rogaban a Dios les convirtiese y trajese al camino en que ellos los ingleses estaban de salvación”.[23] Por tanto, la guerra comercial estaba justificada desde un punto de vista teológico por las ideas de la Reforma, y se transformaba, en la conciencia del filibustero, en una cruzada santa. A ello se debe que, cuando eran capturados, corsarios y piratas sabían que los juzgarían como enemigos políticos y religiosos a la vez. Así lo entendía el indígena Guaman Poma de Ayala, a principios del siglo XVII, con la cual reflejaba la interiorización generalizada de los valores religiosos católicos y el sentimiento de pertenencia que de ello se derivaba: verdaderamente a bien considerar y creer en esta vida todos somos de Dios y de nuestro rey católico y de su corona real… De cristiano se hace moro y luterano, enemigo de nuestro Dios y rey católico; es nunca acabar, alsarce con Dios y rey.[24]

En el contexto de las luchas comerciales, políticas y religiosas de finales del siglo XVI, deben situarse los famosos procesos que llevó a cabo el tribunal del Santo Oficio en la ciudad de México. Los primeros inculpados fueron los marinos de la flota de John Hawkins sorprendida, en 1568, en el puerto de San Juan de Ulúa, por el arribo de la flota del nuevo virrey Martín Enrique de Almanza. Dos naves —Judith y Minion— pudieron escapar con Drake y Hawkins a bordo, pero los españoles destruyeron el resto de la flota, a pesar de las negociaciones ya emprendidas. Entre los que lograron desembarcar, 104 hombres sobrevivieron a los ataques de los indios, del hambre, del paludismo y de otras enfermedades tropicales. Los encontró el gobernador Luis de Carbajal, quien los envió a la ciudad de México para librarlos a la Inquisición episcopal. Se les juzgó inmediatamente, y los compraron españoles interesados en servirse de ellos, sobre todo como “capataces de los negros e indios que trabajaban en las minas”.[25] Algunos, tratando bien a sus trabajadores, incluso lograron hacer algo de fortuna porque, como lo revelaron “solían a veces seguir trabajando para nosotros los sábados después de su tarea”. Entre tanto, en 1571, se instaló el tribunal de la Inquisición, con lo cual se puso fin a sus actividades. Se envió a los marinos a México, donde fueron juzgados como herejes luteranos. Durante los primeros años de sus actividades, la Inquisición novohispana instauró 170 procesos, la mayor parte contra corsarios “luteranos”. Los informes más detallados conciernen a los procesos de William Collins, David Alexander, William Cornelius y Miles Philips. En los expedientes los jueces acumularon gran cantidad de datos sobre la actividad religiosa anglicana calificada de “luterana”. También se juzgó como “luteranos” a los marinos de la expedición del hugonote Pierre Chuetot. Pierre Sanfoy de Saint Vigor fue trasladado de Mérida a la ciudad de México, donde se le juzgó acusado de haber insultado al Papa, de comer carne los viernes, de recitar oraciones “luteranas” y de negar la virginidad de María. Además, 32 miembros de la flota de Hawkins fueron juzgados y condenados en los autos de fe de 1574 y 1575; sólo dos fueron ahorcados y quemados. De los pertenecientes a la expedición de Chuetot, cuatro murieron como prisioneros de guerra en Yucatán, y uno fue ahorcado y

quemado en México. El auto de fe de 1574 fue el primero que celebró el nuevo régimen inquisitorial. Su solemnidad se explica por el interés de los inquisidores en generar un sentimiento antiprotestante en el seno de la población colonial. Miles Philips hizo esta buena descripción: Venida la mañana nos dieron a cada uno por desayuno una taza de vino y una rebanada de pan frita en miel y a cosa de las ocho salimos de la cárcel. Íbamos uno por separado con su sombrerito a cuestas, una soga al cuello y en la mano una gran vela de cera verde apagada; llevabamos un español a cada lado y en este orden marchamos hacia el tablado de la plaza que estaría como a un tiro de ballesta. Por todo el tránsito había gran concurso de gente, de manera que uno de los familiares de la Inquisición iba abriendo paso. Llegados al tablado subimos por un par de escaleras y encontramos asientos dispuestos para colocarnos en el orden mismo en que habíamos de ser sentenciados. Una vez sentados donde nos señalaron subieron por otro par de escaleras los Inquisidores y con ellos el Virrey y Audiencia. Cuando todos hubieron tomado asiento bajo dosel, conforme a su jerarquía y empleo, subieron al tablado muchos frailes dominicos, agustinos y franciscanos hasta el número de tresientas personas. Hizose entonces silencio solemne e inmediatamente empezaron las crueles y rigurosas sentencias.[26]

Las características teatrales del acto y la ejecución de las penas contribuyeron a infundir en el pueblo hondos sentimientos adversos a la herejía y al luteranismo. A propósito del auto de fe celebrado el año siguiente (1575), Philips consigna expresiones que se hicieron populares en la población colonial: Delante de los sentenciados iban dos pregones gritando: “Mirad a estos perros ingleses luteranos, enemigos de Dios”; y por todo el camino, algunos de los mismos inquisidores y de los familiares de aquella malvada cofradía gritaban a los verdugos: “Duro, duro a esos herejes ingleses, luteranos, enemigos de Dios.”[27]

LA LUCHA CONTRA LOS LIBROS Y LOS EXTRANJEROS Además de los marinos, los dueños de libros y los extranjeros que residían en Nueva España también fueron objeto de la vigilancia de la Inquisición. Corno la imprenta entró en plena etapa de expansión desde el principio de la colonización española de América, no es motivo de sorpresa que los comerciantes de libros siguieran los pasos a los conquistadores. Tal fue el caso de Johannes Schick, librero alemán, quien emigró en 1528 “a una lejanísima isla llamada Yucatán”.[28] La primera imprenta colonial se estableció en 1535. Ya en 1539 la familia Cromberger, libreros e impresores de origen alemán, llegados de Sevilla, se asociaron con el impresor Juan Pablos para editar posteriormente en México. En España, a partir de 1558, se aplicaron medidas muy severas a la imprenta y a la venta de libros. Arzobispos, obispos y prelados tenían derecho a controlar la producción literaria con el fin de erradicar las ideas nuevas. En la península, los autos de fe de Sevilla y Valladolid (1559), en los cuales fueron penitenciados herejes castellanos acusados de luteranismo, abrieron la puerta a medidas aún más severas. En Nueva España, un edicto de 1572 prohibió de nuevo la importación de libros contrarios a la religión católica, e insistió en que los funcionarios de la Inquisición revisaran minuciosamente los navíos que llegaran a San Juan de Ulúa. Se interrogaba a los sospechosos; se abrían cajas y baúles de aspecto dudoso “porque el estilo originario de los herejes es poner escondidos los libros entre ropas y mercaderes y embarcándolas en navíos católicos que

vienen a estas costas”.[29] Con todo, al parecer, un comerciante de nombre Alfonso Losa logró, en 1576, importar libremente biblias impresas en Francia y en Amberes.[30] Sin embargo, se restringía a tal grado la distribución de biblias que, en 1579, el comisario general de los franciscanos, así como los provinciales de los dominicos y de los agustinos, acudieron al Santo Oficio para que las restricciones impuestas a la distribución de las biblias no pusieran obstáculos, en las regiones indígenas, a la circulación de traducciones en lenguas indias utilizadas por los monjes en su predicación.[31] Tales medidas restrictivas se justificaban, a los ojos de la Inquisición, porque “cada ministro con la cortedad de lengua, variase el modo de traducir las historias evangélicas, podría causar en los tales indios confusión y serios peligros” y que “como en los mismos ministros hay muchos no muy teólogos, si a esta falta se añade la del lenguaje, fácilmente podrían, tratando la Santa Doctrina Evangélica, sembrar algún error entre gente tan flaca como por la mayor parte lo es esta”.[32] De hecho, se deseaba eliminar todas las tendencias erasmianas presentes en el clero regular, y por ello se requisaron las obras de Erasmo. Sin embargo, ciertos mercaderes continuaron introduciéndolas y, aun a finales del siglo XVI, figuraban en las bibliotecas coloniales. Por otra parte, algunos ejemplares de las obras de Erasmo fueron requisados en 1573, por ejemplo, el Copia verborum Erasmi, de Veltkirchii, porque la introducción trataba expresamente el tema de la justificación fide sola.[33] Algunos años después, en 1600, varios libros de una colección que iba a entrar a Nueva España, cuyo embarque había sido controlado en Sevilla, fueron confiscados porque se supuso que podrían difundir el luteranismo, a pesar de atacarlo. Tal fue el caso de Lugares comunes contra Lutero, obra de Johannes Eck, y De los hechos y escritos de Martín Lutero, de Johann Dobneck.[34] Además de los libros, la Inquisición vigilaba desde 1571 también a los impresores extranjeros que residían en Nueva España. Apenas instalado el tribunal, Moya de Contreras ordenó la comparecencia del impresor francés Pedro Ocharte porque había tenido un libro “que describe la grandeza, las maravillas, la misericordia del Señor… [y sostiene] que los hombres no necesitaban apelar a los santos para que intercedieran por ellos, porque los brazos del Señor están abiertos para recibir a los pecadores”.[35] Después de haber negado, sometido a la tortura, las acusaciones que se le hacían, Ocharte fue puesto en libertad el 16 de febrero de 1572. Uno de sus empleados, Juan Ortiz, fue acusado como hereje luterano por haber defendido el sistema político protestante. Ortiz tuvo que abjurar en público de sus errores durante el auto de fe de 1574 y pagar una multa de 200 pesos en oro, antes de ser exiliado. Un tercer impresor, Cornélius Adrian César, que trabajaba con la viuda de Ocharte y residía en Nueva España desde 1595, fue denunciado como luterano en 1598, y reconciliado, tras de haber manifestado su arrepentimiento, en el auto de fe de 1601. En menos de un cuarto de siglo, la Inquisición colonial había alcanzado un triple objetivo: ejercer presión sistemática sobre editores e impresores, controlar el tráfico de libros considerados heréticos o diseminadores de ideas no católicas, crear una marcada conciencia antiluterana entre la población colonial urbana. En Nueva España, el final del siglo XVI marca el apogeo de la represión contra las ideas “luteranas”, a través de la condenación de un gran número de extranjeros que residían en el

territorio colonial. Eran mineros, canteros o artesanos oriundos de Alemania o de los Países Bajos. Como sostenían relaciones entre sí, “el Santo Oficio creía que eran conspiradores y herejes peligrosos que podían hacer caer en el error a los católicos fieles”.[36] El proceso más importante fue el instituido contra Simón Santiago, calvinista alemán, tapicero que trabajaba en la ciudad de México. Después de hacerse pasar por loco durante el proceso de 1598, de hacer una descripción de las prácticas y creencias calvinistas, y de acusar de calvinismo a otros extranjeros, fue condenado y torturado por hereje, apóstata y calvinista el 13 de enero de 1601. A pesar de que el tribunal intentó cuatro veces reconciliarlo, Simón rehusó retractarse y fue ejecutado en el auto de fe del 25 de marzo de 1601. Entre marzo de 1598 y marzo de 1601, 31 luteranos y calvinistas fueron juzgados por la Inquisición y aparecieron en persona o en efigie en el gran auto de fe del 15 de marzo de 1601, símbolo del apogeo de la Contrarreforma en Nueva España. Estos procesos reforzaron los sentimientos antiextranjeros y antiprotestantes (ambos iban de la mano) en la población de la colonia. El 25 de marzo de 1601, al terminar el sermón, el secretario del Santo Oficio leyó el juramento en que los miembros del Tribunal y el pueblo reunido para presenciar el auto de fe se comprometían a perseguir y destruir por todos los medios a los enemigos de la Santa Fe.[37] Pareció que se había extirpado el protestantismo, considerado enemigo político y religioso, exógeno, y que la colonia estaba a salvo de toda idea subversiva proveniente de los corsarios, de los libros o de los extranjeros protestantes que residían clandestinamente en Nueva España.

LA HEREJÍA LUTERANA DURANTE EL SIGLO XVII De hecho, por la eficacia de la represión practicada por el Santo Oficio, las ideas protestantes se ausentaron de los espacios coloniales durante el siglo XVII. Entre los correspondientes a ese siglo sólo vale la pena mencionar algunos casos aislados. Como lo indica Alberro, las cuestiones relativas al comportamiento (blasfemia, brujería, idolatría) y de costumbres relacionadas con el judaísmo, fueron más bien motivo de preocupación para los inquisidores coloniales.[38] Entre los 22 penitenciados en el auto de fe de 1603, solamente uno fue condenado por sus ideas protestantes, un tal Pedro, marinero, originario de Flandes, condenado por primera vez en 1601 por haber guardado la secta de Calvino y creído que el Sumo Pontífice no era la cabeza de la iglesia, ni podía conceder indulgencias ni perdones, y por haber comido carne en días prohibidos, y dicho que las confesiones se habían de hacer solo a Dios, y no a los sacerdotes y que era idolatría adorar al Santísimo Sacramento porque en el no estaba Jesucristo nuestro Señor, y por haber dicho que no era pecado el estupro, ni la simple fornicación, sino solo el adulterio; y por haber tirado con terrones y costras de bizcochos a una cruz, blasfemando de ella y por haber hecho fuga e irse a la China con intento de volverse a su tierra a seguir y guardar su secta.[39]

Fue condenado a recibir 200 latigazos y a servir dos años en galeras. (La sentencia no se ejecutó, contrariamente a lo que sucedió en otros casos.)

Durante todo el siglo XVII siempre hubo extranjeros en Nueva España, no obstante las prohibiciones que pesaban sobre ellos. La explotación de las minas de plata requería de técnicos. Si bien los españoles ya habían aprendido sistemas metalúrgicos, se siguieron reclutando técnicos alemanes e italianos, así como marineros extranjeros. La mayor parte no entraba legalmente a las colonias. Por ello, con el fin de controlarlos mejor, las autoridades coloniales desde 1595 recurrieron a un procedimiento que permitía regularizar su situación, el de la “composición”, que consistía en el pago de una multa. Jonathan Israel habla de 338 extranjeros de sexo masculino que, en 1615, aprovecharon este recurso en Nueva España. Más de la mitad eran portugueses o italianos; además, había entre ellos 27 flamencos, 17 franceses y tres escoceses.[40] Sin duda, entre estos últimos había algún protestante. Sin embargo, no se pronunció una sola sentencia por herejía luterana contra esos extranjeros. Esto se explica por la evolución de las relaciones entre España e Inglaterra. En efecto, a lo largo del siglo XVII, en periodos de tregua se firmaron diversos tratados, como el de 1604, el cual garantizaba en una de sus cláusulas que los vasallos del rey Jaime que residiesen en los Países Bajos o en España no podrían ser perseguidos “por motivos de conciencia”. En 1609, las Provincias Unidas exigieron a su vez ese mismo privilegio. Sin embargo, en 1621 se reanudaron las hostilidades, y la Compañía de las Indias Holandesas volvió a atacar el comercio colonial español. En 1628 fue capturada en Matanzas, Cuba, la flota del tesoro proveniente de Nueva España. En 1637, esa misma compañía se apoderó de 14 naves mercantes españolas. Los anglo-holandeses lograron sus fines con la caída de Curaçao (1633), la ocupación del Pernambuco (1630-1654) y la toma de Jamaica por los ingleses en 1655. En Nueva España, el gobierno del marqués de Cadereita (1635-1640) sufrió inmediatamente las consecuencias. El comercio colonial se encontró en una situación difícil. Además, durante todo el siglo XVII sacudió a Nueva España una serie de conflictos entre el poder civil y el religioso, traduciéndose por conspiraciones y revueltas. En el marco de estos conflictos surgió una nueva aplicación del concepto de “luterano”. Como ya indicamos, durante el siglo XVI se utilizó ese término para denunciar y denigrar a un enemigo político extranjero; pero en el siglo XVII se comenzó a denunciar al enemigo político interno como hereje “luterano”. En el verano de 1647, el conde de Salvatierra, virrey de Nueva España, emprendió una campaña de carácter político contra el obispo de Puebla, Juan de Palafox, el cual tuvo que abandonar el palacio episcopal y refugiarse en la sierra. Esto provocó en la ciudad de Puebla disturbios que principiaron el 24 de septiembre y duraron cuatro días, durante los cuales “varios grupos de amotinados recorrieron las calles y apedrearon la casa de Agustín de Valdés y la del deán Juan de Vega; insultaron a los jesuitas, a quienes llamaron ‘perros herejes luteranos’ ”.[41] Por primera vez se aplicó con sentido peyorativo el término “luterano” al enemigo político interno. Asimismo, el término se aplicó a cualquier tipo de comportamiento religioso que se apartaba de lo establecido. Ese fue el caso de Martín de Villavicencio Salazar, “el famoso Garatuza, conocido por embustes en este reino y llamado Martín Droga y Martín Lutero”, penitenciado en el auto de fe de 1648 por su vida depravada y “ejercer funciones religiosas sin ser ordenado de ningún orden sacro”.[42] El caso más evidente de identificación del protestantismo con la subversión política

interna, se ve en el proceso de Guillén de Lampart, ejecutado en el auto de fe de 1659. Lampart, de origen irlandés, fue acusado en 1642 de haberse levantado contra el reino y de haberse proclamado soberano independiente. Su proceso duró mucho tiempo y, al fin, el 11 de octubre de 1645, se presentaron 71 acusaciones en su contra, en ninguna de las cuales se mencionaba el luteranismo. Pero, en la sentencia definitiva pronunciada el 6 de noviembre de 1659, que ponía fin a su caso y lo condenó a morir en la hoguera, se le acusó de “hereje, apóstata, sectario de las sectas y herejías de los malditos herejes Calvino, Pelagio, Huss, Wicliff y Lutero, de los alumbrados y otros heresiarcas”.[43] Otros dos condenados como herejes protestantes y ejecutados durante el mismo auto de fe fueron Sebastián Álvarez, originario de Bayona, Galicia, orfebre, ahorcado y quemado por “hereje sectario de la herejía de Lutero”, y Pedro García de Arias, originario de la provincia de Toledo, pastor de ovejas y antiguo carmelita descalzo, autor de varias obras que “encierran errores característicos de los alumbrados”, y de otras con errores “luteranos y pelagianos”.[44] También se quemó en el auto de fe de 1678 al franciscano Francisco Manuel de Quadros, originario de Nueva España, condenado por “luterano, calvinista, dogmatista [sic] y por pertenecer también a otras sectas”. [45] Si se tiene en cuenta que los otros seis procesos por acusaciones de herejía luterana instituidos entre 1610 y 1700 se refieren a extranjeros, todos ellos reconciliados, es fácil constatar el desplazamiento de lo exógeno hacia lo endógeno del objeto herético calificado de protestante. A partir de entonces, la acusación se empleó contra españoles y criollos (españoles nacidos en Nueva España) sospechosos de subversión política y religiosa. Por primera vez, desde el siglo XVI, los cuatro condenados y ejecutados por luteranismo no eran extranjeros. Por otra parte, se observa un deslizamiento progresivo del concepto de herejía: ya abarca referencias que van más allá de la mera mención de la herejía luterana o de la calvinista, e incluye otros movimientos derivados de la Reforma, lo cual demuestra el interés por vigilar muy de cerca las diferenciaciones intraprotestantes y hacer pesar sobre los condenados todas las desviaciones posibles. Esta tendencia continuó en ascenso a lo largo del siglo siguiente. También se vigiló estrechamente el comercio de libros, aun cuando, debido a los altibajos del comercio marítimo y de los problemas internos de la colonia, los habitantes de Nueva España al parecer no se mostraban especialmente interesados en la lectura de obras protestantes. La biblioteca de Pérez de Soto, examinada por el Santo Oficio a causa de la afición de su propietario por obras de astronomía y de astrología, es significativa a este respecto. Se encuentra en ello cierto interés por los místicos españoles del siglo XVI, por los trabajos exegéticos, las historias de la Iglesia y de los santos, las discusiones teológicas típicas del siglo XVII, como la doctrina sobre la Inmaculada Concepción o la eficacia de la oración, pero no por el protestantismo. En cambio sí se confiscaron obras de autores “luteranos” y “herejes” sobre astronomía como el Tractatus astrologicus de Ranzovius y las Tabulae prutenicae caelestium de Reinhold.[46] En esta forma, la Inquisición se propuso combatir no sólo la modernidad política y religiosa, también la modernidad científica.

EL PROTESTANTISMO Y LAS LUCES

Con el advenimiento de los Borbones al trono español y el apoyo a las ideas de las Luces decretado por Carlos III (1759-1788), el tribunal de la Inquisición, en Nueva España y en la península Ibérica, comenzó a disminuir progresivamente en competencia e influjo. Las reformas económicas emprendidas por los Borbones españoles abrieron las colonias americanas al comercio internacional, y facilitaron la penetración de extranjeros provenientes de Inglaterra y otros países protestantes, y también de Francia. La mayor parte de las acciones de la Inquisición contra los protestantes se verificó precisamente en momentos de inestabilidad política y de amenazas externas, durante la década que se inició en 1760, en una época de gran crecimiento económico, de tensiones internas marcadas por la expulsión de los jesuitas (1765) y de intensificación de la amenaza inglesa, tras de la caída del puerto de La Habana (1762). Por esos días fueron condenados siete soldados extranjeros que habían servido en los batallones españoles de Ultonia y de Flandes, por haberse hecho pasar por católicos. Además de estos últimos, acusados de pervertir a sus camaradas españoles, también interesaron a la Inquisición extranjeros protestantes residentes en Nueva España. En 1768 fueron sentenciados cuatro ingleses, un danés y un sueco. En ese mismo auto de fe se presentó el caso de un médico inglés residente en la ciudad de Guatemala. Nuevamente se vigilaban los actos de posibles enemigos políticos. Asimismo, en el contexto antifrancés que predominaba en las colonias, se aprehendió a cuatro súbditos franceses considerados herejes protestantes: el joven cirujano Charles Larot, radicado en Jalapa (1768); el cocinero Antoine Gilier, acusado de “luteranocalvinista” (1768); Jean Langouran, dentista originario de Burdeos, “hereje luterano” y judaizante; y Armand Méjanes, teniente del regimiento de la Corona (1794). El único español juzgado en aquellos días fue Francisco Laxe, en cuya condena figuró una nueva categoría de herejía, la del ateísmo, característica del espíritu del Siglo de las Luces, sorprendentemente vinculada con una de las primeras disidencias religiosas fruto de la Reforma. La Inquisición consideró a Laxe como “el hombre más malo que se ha visto en estos tiempos, pues llegó hasta el grado de ateísta [sic] y anabautista”.[47] Entre 1790 y 1820, al final de la era colonial, Taylor[48] registra 38 protestantes reconciliados, entre ellos 22 marinos (ingleses, daneses, holandeses), en su mayor parte prisioneros de guerra o contrabandistas. Otros seis (cinco alemanes y un inglés) eran técnicos calificados, contratados por el Ministerio de las Indias para supervisar actividades mineras. La mayor parte de estos extranjeros recibió sus condenas durante la primera década del siglo XIX, especialmente en 1807, cuando Napoleón invadió a España y se perseguía activamente a los propagandistas de las ideas republicanas y de la libertad de conciencia.[49] Por lo demás, la Inquisición ya no demostraba el celo de antes; los procesos eran lentos y, en términos generales, el avance de la ideología de las Luces en Nueva España puso un freno a la represión. La lucha contra las nuevas ideas se concentró no tanto en las personas como en los libros. Éstos llegaron en número considerablemente mayor debido al incremento de la actividad comercial. En 1707, en vista del peligro que representaba la difusión de libros heréticos, Felipe V de España (1700-1746) promulgó los “Reglamentos, mandatos y advertencias” generales del Novissimus librorum et expurgandorum Index pro catholicis hispanorum regnis[50] que mantenían en vigor las prohibiciones relativas a las biblias protestantes y la

circulación de biblias en lengua vulgar porque, “como la experiencia haya enseñado, se sigue (por la temeridad, ignorancia o malicia de los hombres) más daño que provecho”. También se prohibieron los “textos de disputas y controversias teológicas entre católicos y herejes, como Martín Lutero, Zwinglio, Calvino, Pacimontano, Schwenkfeld y otros semejantes de cualquier título” por lo cual los herejes de las reformas protestantes se añadían diversas corrientes protestantes ascéticas y pietistas de los siglos XVII y XVIII. Asimismo se amplió el alcance del término “hereje protestante”, asimilando las Luces al protestantismo. La obra de Nicolás Malebranche, De la recherche de la vérité (1735) fue condenada en 1737 por el jesuita Ignacio Cachet, de Zacatecas, por contener ideas de “Wicliff, Lutero y Jansenio”. En la década de 1730 al parecer aumentó la circulación de libros prohibidos. Así, el jesuita Juan Angles recibió en Manila una caja de libros enviada desde Nueva España. Se horrorizó al ver entre ellos Les commentaires sur toutes les épitres (1560) de Juan Calvino, el Examen in Tridentinum de Martín Kemnitz, además de las obras de “todos los más herejes principales, predicantes y jurisconsultos calvinistas”. En Manila, entre 1738 y 1740, los comisarios de la Inquisición informaron que habían recibido “709 libros heréticos en diversos idiomas de autores condenados con dos biblias en castellano, una en lengua portuguesa, cinco en lengua inglesa, dos en lengua holandesa, seis en lengua alemana y tres en lengua perciana” (sic).[51] En Nueva España la situación era muy parecida, pues el tráfico de libros hacia Manila pasaba por los puertos de Veracruz y Acapulco. Entre las obras confiscadas deben mencionarse el Lexicon juris de Juan Calvino, Point de croix, point de couronne ou Traité de la Sainte Croix (1682) de William Penn, libro cuáquero más bien piadoso que doctrinal, y la Historia de las variaciones protestantes (1757), de Bossuet.[52] Se sospechaba particularmente de los franceses, como puede verse en una carta del monje Nicolás Muñoz, residente en el puerto de Veracruz, enviada al Santo Oficio, en la ciudad de México, solicitando ayuda referente a “los libros que traen a este puerto los franceses, los cuales, a pesar de que notarialmente se les ordenó presentar una lista completa de ellos […] ninguno lo ha hecho y, además, han vendido a diversos particulares muchos de esos libros”.[53] A propósito de la introducción al país de libros franceses, el tribunal pasó de la condenación religiosa a la denunciación política, aspectos que ya se habían vinculado estrechamente en obras de La Bruyère, Fénelon, Montesquieu, Rousseau y Locke. Más aún, el edicto de 1745 puso en el Índice dos libros de Samuel von Pufendorf, uno de los principales teorizantes del derecho natural y de la naturaleza contractual del Estado, Le droit de la nature et des gens ou système général des principes les plus importants de la morale, de la jurisprudence et de la politique (1672) y Les devoirs de l’homme et du citoyen tels qu’ils lui sont prescrits par la loi naturelle. Estas dos obras las tradujo y publicó en francés (1706) Jean Barbeyrac, profesor de historia y derecho en las universidades de Lausana (Suiza) y de Groninga (Países Bajos), y autor de la introducción, en la cual subrayó la necesidad de basarse en la razón para establecer un nuevo método. Si su condenación provino de que se les consideraba “obra de autores herejes, su asunto herético, y contener muchas proposiciones impías, escandalosas y gravemente ofensivas a la veneración y autoridad de los Santos Padres y a la doctrina de la Iglesia”,[54] entonces se mezcló inextricablemente lo político con lo religioso. Por esos mismos motivos, se condenó el Dictionnaire historique et critique (1740)

de Bayle; se le consideró lleno de proposiciones “heréticas, temerarias, sediciosas”, “enaltecedor de autores herejes”, catálogo de autores “herejes protestantes, luteranos y calvinistas y de filósofos gentiles”.[55] Como atinadamente observa Pérez Marchand, el edicto del 27 de noviembre de 1756, que condenaba el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, de Rousseau, marca el surgimiento de una nueva preocupación, que señala “máximas que conducen al deísmo y al ateísmo”. Ese mismo año, El espíritu de las leyes (1749), la obra clásica de Montesquieu, también fue puesta en el Índice “por contener y aprobar todo género de herejías, apoyando al luteranismo y al calvinismo, y vilipendiando nuestra santa católica religión”.[56] La Inquisición ya asimilaba entonces el nuevo modelo político y social propuesto por los juristas y filósofos del derecho natural, fundado en la razón y en el protestantismo. Frente a la neoescolástica tomista que mantenía su yugo sobre el pensamiento colonial, el proyecto de una sociedad “igualitaria” preconizado por las Luces parecía surgir de corrientes puritanas del pacto y de la ruptura del Corpus christianum producto de las reformas protestantes. En esas condenaciones, la Inquisición, al hacer listas de autores heréticos, establecía un principio de filiación que iba de Lutero a Rousseau y Voltaire, de la Reforma a las Luces, aun cuando la ruta fuese considerablemente más compleja. Una idea propia de las Luces fue blanco especial de las preocupaciones de la Inquisición colonial; recibió el nombre de “tolerantismo”. Pérez Marchand sitúa la aparición del término en el edicto de 1747, promulgado en Madrid, y retomado en el edicto de julio de 1773.[57] Para los inquisidores la idea de tolerancia no podía existir en Nueva España, porque era ajena al catolicismo (como se afirmó al dictaminar sobre la obra del católico inglés John Pope).[58] Asimismo, al censurar Le droit public de l’Europe, del abate Mably, el dominico Pedro de Gandarias subrayó (1781) que si bien podría concebirse la tolerancia política, la tolerancia religiosa, en cambio, era imposible. Yo bien se que la tolerancia política, no estando junta con la Dogmática o Religiosa es compatible con la Profesión Católico Romana, cuando justos motivos obligan a los Soberanos a Tolerar en sus Dominios Profesores de diferentes sectas, pero jamás me persuadiré que esta la dicte el espíritu de caridad que anima la Religión Xtiana… pues es imposible que reyne harmonia entre Subditos de Religiones diferentes, por lo que los Soberanos que la permiten lo hacen a mas no poder, no por que esten persuadidos.[59]

El espíritu de tolerancia y de libertad de conciencia era ajeno a mentalidades formadas por el Estado monárquico y católico español. A pesar de las reformas estructurales y de la modernización promovida por los Barbones, el Estado continuaba apoyándose en el instrumento de la coerción ideológica, en la Iglesia que él mismo había sometido arbitrariamente con la expulsión de los jesuitas (1767). Con este objeto, el Estado colonial, si bien renovado por las reformas que introdujeron los Barbones, seguía apoyando el modelo de una sociedad conformada por la Inquisición, la cual, durante siglos, fomentó “un ambiente de delaciones que abarca la generalidad de los actos”.[60] Esta realidad hizo que Octavio Paz escribiera: No tuvimos Ilustración porque no tuvimos Reforma ni un movimiento intelectual y religioso como el jansenismo francés. La

civilización hispanoamericana es admirable por muchos conceptos, pero hace pensar en una construcción de inmensa solidez —a un tiempo convento, fortaleza y palacio— destinada a durar, no a cambiar. A la larga, esa construcción se volvió un encierro, una prisión.[61]

Desde la perspectiva que acabamos de presentar, es posible constatar que lo que el Santo Oficio infundió y remachó, con la finalidad de no permitir la entrada durante tres siglos a cualquier tipo de pensamiento que no fuese el de la escolástica neotomista, formó y modeló las mentalidades a tal grado que las ideas de la tolerancia religiosa y de la libertad de conciencia estuvieron ausentes en los proyectos emancipadores que, a principios del siglo XIX, llevaron a la independencia de las naciones latinoamericanas. Los lectores de libros prohibidos a finales del siglo XVIII, impregnados de valores católicos a pesar de que coqueteaban con las ideas de las Luces, no tuvieron más remedio que adoptar, en lo formal, el modelo político republicano y rechazar uno de sus elementos esenciales: la tolerancia religiosa y la libertad de conciencia. Clérigos como Miguel Hidalgo y José María Morelos, dirigentes de la rebelión independiente en Nueva España, apoyaron un proyecto de restauración monárquica, fundamentalmente antimoderno y conservador. Sin embargo, paradójicamente, los condenó la Inquisición. Al primero, en 1810, por “libertino, sedicioso, cismático, hereje formal, judaizante, luterano, calvinista, sospechoso de ateísmo y materialismo”; al segundo, en 1812, por haber adoptado las ideas de Hobbes, Helvecio, Voltaire y Lutero, y por deísta y materialista.[62] Eran acusaciones gratuitas, porque tanto los partidarios de la independencia como los españoles se combatían entre sí enarbolando símbolos de la catolicidad novohispana (la Virgen de Guadalupe) o del catolicismo español (Virgen de los Remedios). Después del triunfo de los criollos sobre los españoles (gachupines), el catolicismo continuó como religión de Estado, a tal punto que las opciones frente a la monarquía colonial eran crear una república clerical o seguir el camino del anticlericalismo republicano. No existía una tercera posibilidad que permitiera a la vez una reforma católica y una reforma de las mentalidades heredadas de la colonia, con el fin de desarrollar otro modelo de sociedad cuya base religiosa hubiera podido articularse a la modernidad política y económica que reivindicaban las élites favorables a la independencia. De ahí provino un dilema liberal posterior: cómo modernizar al México independiente (y también a la América Latina) siguiendo los modelos de la modernidad anglosajona y francesa, pero sin tener que adoptar el modelo religioso protestante. Partiendo de este problema central, Juan Ortega y Medina constató “la dramaticidad de nuestro liberalismo y de los hombres que lo han sustentado y sustentan. Algunos de nuestros liberales del siglo pasado percibieron que Estados Unidos al emanciparse políticamente, no se emanciparon de su tradición inglesa puritana”, la cual les sirvió de inspiración y a la cual se asimilaron. En cambio, para los liberales mexicanos y latinoamericanos “la concepción irrestricta de la libertad de conciencia para sí mismos y para el pueblo estaba más allá de todas sus posibilidades psicológicas e históricas”. Lo cual significa que el liberalismo que profesaban “careció de la base religiosa que hizo posible entre los estadunidenses la secularización de las ideas”.[63] En 1822, el primer año del imperio mexicano independiente de Agustín de Iturbide (18211824), la Inquisición puso 142 libros en el Índice.[64] Muy poco después de la caída de Iturbide, México optó por un régimen republicano que acarreó la desaparición del Santo

Oficio, pero aún hubo que esperar 35 años, es decir, hasta la Constitución liberal de 1857 y a una guerra civil que duró tres años, para poner legalmente fin a más de tres siglos de prácticas inquisitoriales, de represión religiosa ejercida contra los extranjeros y los mexicanos disidentes y de prohibición de libros considerados heréticos. En forma similar, en otros países latinoamericanos sólo a finales del siglo XIX, e incluso a principios del XX, se incorporaron a las constituciones liberales las ideas de la tolerancia religiosa y de la libertad de cultos.

[1] Cf. Weber, 1980; Chaunu, 1975. [2] Moreno Toscano, 1986, pp. 37-38. [3] Greenleaf, 1981, p. 53. [4] Bataillon, 1950. [5] Greenleaf, 1961, p. 77. [6] Ibid., p. 77. [7] Ibid., pp. 78-82. [8] Ibid., p. 14. [9] Greenleaf, 1981, p. 92. [10] García Icazbalceta, 1963, p. 19. [11] Cf. Greenleaf, 1981, pp. 126-167. [12] Archivo General de la Nación, México, Ramo Inquisición, t. 13, exps. 6 y 20; t. 72, exp. 35; t. 117, exp. 8. [13] Brading, 1991, p . 141. [14] Elliot, 1986, pp. 251-264. Citado por Greenleaf, 1981, p. 169. [15] “Carta de los Inquisidores de Nueva España al comisario del Santo Oficio en Oaxaca para que persiga a los luteranos, ciudad de México, 1575”, Catálogo del Ramo Inquisición, Archivo General de la Nación, México, 1980, núm. 42, vol. II, t. 79, exp. 31, fol. 377. [16] García, 1974, p . 29. [17] Anónimo de Yucay, Historia y Cultura, 1970, p. 97. [18] Jiménez Rueda, 1946, pp. 72-73. [19] Ibid., p. 73. [20] Anónimo de Yucay, op. cit., p. 97. [21] “Proceso contra Miles Philips, capítulos 27 y 28”, Boletín del Archivo General de la Nación, México, 1949, núm. 3, pp. 473-517, y 1949, núm. 4, pp. 617-663. “Proceso contra David Alexander”, Corsarios franceses e ingleses en la Inquisición de la Nueva España, siglo XVI, Archivo General de la Nación, México, Imprenta Universitaria, 1945, p. 251. [22] “Proceso contra Miles Philips…”, op. cit., 1949, núm. 3, pp. 473-517. [23] Ibid., p. 488. [24] Poma de Ayala, 1980, t. II, p. 517, fol. 545. [25] “Relación de Miles Philips”, García Icazbalceta, 1963, p . 118. [26] Ibid., pp. 121 y 125. [27] Ibid., pp. 126 y 127. [28] Léonard, 1979, p. 403. [29] Torre Revello, 1940, p . 105.

[30] “Pagaré de Alfonso Losa, mercader de libros, México, 22 de diciembre de 1575”, citado por Léonard, 1979, Apéndice, documento II. [31] “Documento I, Razones que adjuraron al comisario general”, en Rodríguez Contreras, 1971, p. 249. [32] “Documento II, Decreto del Santo Oficio expedido seis días antes a Rodrigo de Seguera (1579)…”, Rodríguez Contreras, 1971, p. 249. [33] Libro primero de votos de la Inquisición de México, 1573-1600, México, Archivo General de la Nación. Imprenta Universitaria, 1949, p. 1. [34] “Registro de Luis Padilla, Sevilla, 1600”, citado por Léonard, 1979, pp. 352-383. [35] Cf. Greenleaf, 1981, p. 200. [36] Ibid., pp. 203-204. [37] Citado por Cuevas, 1946, t. III, p. 156. [38] Alberro, 1988. [39] “Auto de fe del año 1603”, Boletín del Archivo General de la Nación, México, 1933, núm. 3, pp. 332-343. [40] Israel, 1981, p. 125. [41] Ibid., p . 242. [42] “Auto de fe del año 1648, Relación del tercer auto particular”, en García, 1910, pp. 158-159. [43] Báez Camargo, 1959, p. 112. [44] Ibid., pp. 66 y 77. [45] Ibid., p. 83. [46] Castanien (tesis inédita), 1951, p. 11. [47] Báez Camargo, 1959, p. 94. [48] Taylor, 1975, pp. 29-31. [49] Farris, 1968. [50] Citado por Pérez Marchand, 1945, pp. 185, 199 y 200-208. [51] Ibid., p. 57. [52] Ibid., 1945, p. 59. [53] Ibid., 1945, p. 55. [54] Ibid., 1945, p. 71. [55] Ibid., 1945, p. 71. [56] Ibid., 1945, p. 71. [57] Ibid., 1945, p. 120. [58] Ibid., 1945, p. 120. Las Misceláneas de literatura y filosofía de John Pope, traducidas del inglés, habían aparecido en La Haya en 1742, y sus Obras diversas, también traducidas, en Viena, en 1761. [59] Ibid., 1945, p. 120. [60] González Casanova, 1958, p. 150. [61] Paz, 1987, t. 1, pp. 451-452. [62] Báez Camargo, 1959, p. 108. [63] Ortega y Medina, Dos revoluciones, México y los Estados Unidos, 1976, pp. 172-173. [64] Cf. Bernstein, 1952, p. 88.

III. SOCIEDADES PROTESTANTES Y MODERNIDAD LIBERAL

DURANTE las tres primeras décadas del siglo XIX, las sociedades coloniales iberoamericanas se vieron sacudidas por las guerras de independencia. Estos movimientos se gestaban en la medida en que una creciente frustración se apoderaba de los sectores criollos de las colonias, alejados del poder por la burocracia española. La Corona desconfiaba de los criollos, a menudo seducidos por las ideas de la Revolución francesa (1789) o de la guerra de independencia estadunidense (1776) que llegaban a través de los libros. Ahora bien, no fueron esas ideas las que provocaron la caída de los imperios ibéricos, sino la invasión de España y de Portugal por los ejércitos napoleónicos en 1807. La abdicación de Carlos IV (1788-1808) en beneficio de su hijo Fernando VII (1808-1833), el cautiverio de la familia real en Bayona y la proclamación de José Bonaparte como rey de España (1808) impulsaron diversos movimientos que pusieron fin en una decena de naciones independientes al imperio español en América. Durante mucho tiempo se consideró la ruptura provocada por estos movimientos sociales como el principio de la historia contemporánea de América Latina. Cuanto vino después de las independencias sólo era consecuencia de las rupturas políticas con los poderes coloniales y de que sólo se conservaron vínculos débiles con un pasado colonial considerado como el Antiguo Régimen. Únicamente en épocas recientes la historiografía latinoamericanista[1] comenzó a modificar las perspectivas y a considerar, por encima de los epifenómenos políticos, constantes de larga duración que ubican la ruptura más bien a mediados que a principios de siglo. Una de estas constantes pertenece al orden económico: la conservación de estructuras “corporatistas” de acceso a la tierra. La otra es de carácter político: la continuidad de un régimen de patronato frente a la Iglesia católica, a través de concordatos y de la exclusividad que se concede a la Iglesia. Hubo que esperar hasta la mitad del siglo XIX para que la herencia colonial quedara política y jurídicamente abolida. Fue un proceso lento y tortuoso, caracterizado por el constante enfrentamiento de republicanos, tanto conservadores como liberales. En América, las élites españolas y criollas rechazaron la imposición del hermano del emperador como rey de España. Por tanto, se cerró el camino a la transferencia de la soberanía. Se organizaron juntas locales para que gobernaran provisionalmente. Además, en lo concerniente al imperio español en América, la forzosa separación de España cerró definitivamente el acceso a una legitimidad monárquica por encontrarse Fernando VII

prisionero en Francia. Por ello, aun cuando las juntas dudaban entre el modelo monárquico y la instauración de repúblicas independientes, poco a poco se impuso la necesidad de crear unidades políticas inéditas. Esta necesidad se injertó en la aspiración presente en el seno de las élites criollas a erigir una nueva sociedad propia, a tono con una modernidad de ruptura. Esta tendencia se acentuó a partir de 1812, en la medida en que la constitución liberal de las Cortes de Cádiz sirvió de inspiración a numerosos partidarios de la independencia. En cambio, el exilio de la familia de Braganza en tierras brasileñas contribuyó a una internacionalización de la legitimidad, y facilitó que llegara al poder el hijo mayor del rey de Portugal, Juan VI, quien se proclamó emperador de una monarquía independiente con el nombre de Pedro I, en 1821. Entre 1808, primera junta de Montevideo, y 1824, victoria de San Martín sobre el ejército colonial en Ayacucho, diversos movimientos políticos regionales fueron expulsando progresivamente a España del continente americano, donde sólo conservó sus posesiones antillanas (Cuba y Puerto Rico, hasta 1898). No obstante, la esperanza de mantener una América Latina unida dentro de un mismo destino político, a imagen de una confederación similar a la de la Unión Americana, el antiguo imperio se desmenuzó en una decena de entidades políticas que, en términos generales, reprodujeron las antiguas unidades administrativas coloniales, es decir, las audiencias. Las tentativas para crear unidades políticas regionales, como la Gran Colombia o la Federación Centroamericana, fracasaron, respectivamente, en 1830 y 1838. Más aún, los espacios nacionales, apenas creados, quedaron sometidos a conflictos entre fuerzas centrífugas (federalistas) y centrípetas (centralizadoras). Asimismo, regímenes políticos autoritarios y conservadores vinieron en lugar de las autoridades coloniales. Con el fin de mantener su hegemonía contra los liberales deseosos de una mayor apertura económica, política y religiosa, los primeros gobiernos republicanos procuraron contar con el apoyo de la Iglesia católica. Desde el principio de los movimientos que buscaban la independencia, españoles y criollos comprendieron la importancia de la actitud adoptada por la Iglesia y el clero frente a quienes ejercían el poder. Ambos campos procuraron ganar el favor de obispos y sacerdotes, y aun del Papa, cuando después de la caída de Napoleón reconquistó su libertad. Una historiografía simplista dividió en dos campos las opciones de la Iglesia: el alto clero, opuesto a la independencia, nombrado en Madrid y, por lo general, de origen peninsular; y el clero secular y regular, criollo en su mayor parte y simpatizador de la independencia. En realidad la situación era mucho más compleja, empezando por el hecho de que, en un principio, no todos los movimientos “insurrectos” tenían conciencia de lo que sobrevendría tras la ruptura con el poder colonial. En ausencia de un rey legítimo no quedaba en la América española una autoridad única y reconocida por todos, ningún guía que señalase el camino, porque tanto Fernando VII como Pío VII (1800-1823) eran prisioneros de Napoleón. En las élites americanas y en el clero no existía ni estrategia ni línea de acción unívocas. En un principio, algunos prelados aceptaron la idea de la independencia, como los de Charcas y de Venezuela. El obispo de Quito, con el fin de evitar la discordia, incluso presidió una junta rebelde.[2] Por otra parte, en Nueva España, los prelados excomulgaron a Miguel Hidalgo y a José María Morelos, ambos sacerdotes, jefes del movimiento insurgente, y a sus

seguidores. Con todo, es un hecho que, posteriormente, entre 1814 y 1820, la Iglesia y el clero no pusieron en duda la restaurada autoridad de Fernando VII. Cuando recuperó el poder, llamó a Madrid al obispo de Caracas, pero el de Quito murió en el exilio. Fernando VII logró que la Santa Sede, de un total de 42 obispos, nombrara a 28, leales a la monarquía durante los años anteriores, para ocupar esas vacantes en la diócesis americana. Así, la actitud de la jerarquía estuvo determinada por el debilitamiento o el fortalecimiento de los nexos con la metrópoli. Pío VII, a su vez, adoptó una posición relativamente neutral a partir de 1822, cuando la hegemonía española comenzó a verse seriamente amenazada, pero anteriormente se había opuesto a los movimientos que buscaban la independencia. En cuanto al clero, menos dependiente de la monarquía y de la legitimidad papal al cabo de tres siglos de Patronato, más bien se inclinaba, debido a su extracción social, a apoyar las aspiraciones políticas de las élites criollas, aun cuando hubiera no pocos españoles en el seno de las órdenes religiosas. El clero representó un papel importante en los movimientos insurgentes, en uno y otro campo, a causa de su integración a la sociedad americana. Igual que esta última, estuvo también dividido. Ahora bien, ciertos factores contribuyeron a que gran parte de los clérigos se mostrara favorable a la independencia. En efecto, la política de los Barbones deseaba sojuzgar a la Iglesia, como pudo verse particularmente en la expulsión de los jesuitas en 1767, y contribuyó a que el clero se alejara de la Corona. Más aún, la política francófila de las Cortes de Cádiz (1812), en especial el decreto que abolió la inmunidad eclesiástica, reforzó la idea de que el gobierno español se proponía destruir a la Iglesia y perseguir a la religión.[3] Esto llevó al clero a enrolarse en los ejércitos insurgentes y a defender lemas como “inmunidad o muerte”. ¿Cuál fue la actitud de los insurgentes frente al catolicismo? Aun cuando la mayor parte de la jerarquía se inclinara por España, los insurgentes no adoptaron una política anticlerical. Por lo contrario, comprendieron la importancia del catolicismo como instrumento para la movilización de las masas. En México, Agustín de Iturbide, quien en un principio combatió a los clérigos insurgentes y los envió al paredón, desde 1821 incluyó en su programa la restauración de los privilegios del clero y las tres garantías inscritas en su estandarte: “religión, unión, independencia”. Aun entre jefes militares sudamericanos como José de San Martín o Simón Bolívar, francmasones influidos por el deísmo de las Luces, no existió el menor anticlericalismo. Por ello, el general Belgrano pudo escribir a San Martín el 6 de abril de 1814: “No deje de orar a Nuestra Señora de la Merced; nómbrela generala de los ejércitos rebeldes.”[4] San Martín jamás pronunció una sola palabra contra la Iglesia; repartía escapularios a sus tropas, y ordenó a los capellanes castrenses que llevaran consigo altares portátiles. Cuando se proclamaron los estatutos provisionales de Perú en 1821, declaró al catolicismo religión del Estado, amenazó con castigos a quienes, en público o en privado, atacaran los dogmas católicos, e hizo del apoyo a la Iglesia uno de los principales deberes del Estado. A su vez, Simón Bolívar y Francisco de Miranda, ambos masones, sólo eran nominalmente católicos. Muy influido por las ideas de las Luces y de la Revolución francesa, en un principio Bolívar fue ferviente partidario de la separación entre la Iglesia y el Estado, y procuró introducir en las constituciones de Venezuela y de la Nueva Granada cláusulas que la preconizasen. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de cuán importante era para la revolución contar con el apoyo del clero, y, hábilmente,

renunció a esa separación y declaró al catolicismo religión del Estado en la Gran Colombia. Asimismo, una vez derrotado el poder colonial, y a pesar de la posición adoptada por la jerarquía española, la Iglesia salió indemne de las conmociones revolucionarias. Ahora bien, ¿qué iba a suceder en lo concerniente a las relaciones entre la Iglesia y los nuevos estados independientes? El cardenal Consalvi, secretario de Estado de la Santa Sede, pudo afirmar que la independencia de la América española fue un problema lacerante del pontificado de León XII (1823-1829). Y también lo fue para sus sucesores, Pío VIII (1829-1830) y Gregorio XVI (1831-1846). Estos pontífices se encontraron con una decena de gobiernos nuevos, a menudo provisionales, y tuvieron que hacer frente a Fernando VII, obstinadamente opuesto hasta su muerte en 1833 a que fueran reconocidos diplomáticamente. Roma se encontraba ante un dilema sin precedente, pues las jerarquías católicas iberoamericanas, según el derecho del Patronato, se nombraban en Madrid. Desprovistas de obispos españoles, las iglesias diocesanas tardaron en dirigirse a Roma. Por su parte, las nuevas repúblicas se mostraron deseosas de asumir el derecho del Patronato heredado de la España colonial. Aunque, por presión de Madrid, en la bula Etsi Iam Diu (septiembre de 1824) León XII condenó los movimientos insurgentes, en 1825, pronto emprendió de una manera pragmática la lenta reconstrucción de la Iglesia en América mediante una política que avanzaría paso a paso, nombrando algunos arzobispos y obispos, y enviando un nuncio (el futuro Pío VIII) a Río de Janeiro, cuya misión abarcaría a toda América Latina. En 1831, en la encíclica Sollicitudo Ecclesiarum Gregorio XVI fortaleció la línea ya adoptada, afirmando el derecho y el deber de tratar con todo gobierno de facto lo relativo a los intereses de la Iglesia. La muerte de Fernando VII (1833) facilitó la solución del problema político con España. En 1835 el Papa reconoció a la República de Nueva Granada; en 1836, a México, y a continuación a todos los otros nuevos gobiernos. Gregorio XVI se consagró a la restauración católica en América Latina. Amplió el sistema de la nunciatura, y reorganizó las jerarquías en México, Argentina, Chile, Uruguay y Perú. Puso fin a la situación irregular en El Salvador, creando para ello una diócesis. Estableció el primer contacto con Paraguay, nombrando obispo al hermano del jefe del Estado; asimismo reactivó las visitas episcopales ad liminae.[5] Una vez consolidadas sus estructuras, las iglesias católicas nacionales no tardaron en actuar como árbitros entre conservadores y liberales. Cuando los liberales moderados se propusieron restringir los privilegios de las corporaciones, entre ellos los de la Iglesia, los conservadores se valieron de la Iglesia para combatir a los liberales, y defendieron el origen espiritual del Patronato y de las prerrogativas eclesiásticas en lo relativo a diezmos, rentas parroquiales, privilegios jurídicos y bienes de manos muertas. La Iglesia no tardó en convertirse en uno de los factores principales en el combate entre conservadores y liberales. Rechazada por los liberales debido a sus compromisos con los conservadores, la Iglesia pronto fue rehén de estos últimos cuando se trató de la defensa del orden republicano autoritario. Para liberarse del control de los liberales y de los conservadores y conservar una verdadera autonomía frente al Estado, la Iglesia latinoamericana se hizo ultramontana. Así, al volverse a Roma, novedad extraordinaria al cabo de tres siglos de patronato ibérico, la Iglesia esperaba oponer resistencia al regalismo de los gobiernos independientes. En este sentido, el

siglo XIX ofreció a la Iglesia latinoamericana la ocasión de afirmar por primera vez su soberanía frente al Estado. En este marco de relaciones entre el Estado, conservador o liberal, y la Iglesia católica, debe comprenderse el desarrollo de las sociedades protestantes en América Latina. Frente a la hegemonía de la Iglesia en la sociedad civil y a su rechazo de la modernidad liberal, protestantismo y liberalismo quedaron estrechamente vinculados en la búsqueda de la modernidad democrática y pluralista que el liberal argentino Mariano Moreno (1778-1811) planteó en estos términos: “…si los pueblos no se educan, si no se pone el derecho al alcance de todos, si cada individuo no sabe lo que vale, lo que puede hacer y de lo que es deudor, quizá nuestro destino sea cambiar de tirano sin destruir la tiranía”.[6] El surgimiento de las sociedades protestantes estuvo directamente relacionado con el triunfo de los liberales radicalizados sobre los conservadores. Por eso comenzó tardíamente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Antes de eso, mientras se preparaba el terreno, el combate modernista en favor de la tolerancia religiosa y la libertad de cultos inspiró los debates políticos de la primera mitad del siglo.

DE LA TOLERANCIA RELIGIOSA A LA LIBERTAD DE CULTOS A principios del siglo XIX, una de las principales preocupaciones de las élites políticas latinoamericanas consistía en vincular los nacientes estados “a la marcha política del progreso”, en palabras de José María Mora (1794-1850). Mora,[7] sacerdote mexicano, era una figura típica de una primera generación de liberales deseosos de integrar los sectores sociales más amplios a las nuevas actividades productivas surgidas de los intercambios comerciales, en constante aumento, con una Europa industrial en plena expansión. La necesidad de instaurar un desarrollo político endógeno, presuponía la alfabetización y educación de los nuevos sectores que los liberales se proponían incorporar a la “cultura de la modernidad”. Con ese objeto, los estados independientes debían organizar la educación pública. Por ello, los agentes de las sociedades bíblicas británicas y estadunidenses recientemente fundadas, en 1804 y 1816, respectivamente, fueron acogidos con gran interés: a su preocupación por la difusión de la Biblia, añadían su apasionamiento por la educación popular.

Biblias y reformas del catolicismo romano Entre los numerosos propagandistas ambulantes que se dirigieron a América Latina, figura el pastor bautista escocés James Thomson (1781-1854). Se destacó por los amplios e importantes contactos políticos que fue logrando a lo largo de unos 20 años de incesantes viajes. Enviado por la Sociedad Bíblica Británica, Thomson desembarcó en Buenos Aires en agosto de 1819. Gozó inmediatamente del apoyo del presidente Bernardo Rivadavia (17801845); interesado en reformar el catolicismo mediante la difusión de la Biblia y, sobre todo, en implantar el sistema educativo que Thomson se proponía dar a conocer. En efecto, Thomson

era también representante de la Real Sociedad Lancasteriana de Londres, fundada en 1808 y rebautizada en 1813 con el nombre de Sociedad Escolar Británica y Extranjera. Esta sociedad se inspiraba en un modelo pedagógico recientemente implantado por el cuáquero Joseph Lancaster (1778-1838) en los barrios populares de Londres. Se proponía difundir los principios de la enseñanza mutua, basada en la formación de alumnos instructores, para lo cual se empleaba una disciplina rígida con base en la memorización y utilización de la Biblia como libro de lectura. La municipalidad de Buenos Aires recibió con entusiasmo a Thomson, lo nombró director general del sistema escolar y abrió escuelas públicas conforme al modelo lancasteriano. Mediante esta doble actividad, Thomson esperaba “inculcar los principios más sanos de la religión y de la moral mediante la lectura de la Sagrada Escritura”. [8]

Decidido a difundir un modelo pedagógico que, una vez iniciado, pudiera desarrollarse por sí mismo, Thomson se dirigió a Chile (1821), donde lo recibió el presidente Bernardo O’Higgins quien lo había invitado para que se encargara de un proyecto de ese tipo. Poco después viajó a Perú (1822), donde ocupó el cargo de director de educación pública durante la breve permanencia del general San Martín en el poder. Comenzó a traducir el Nuevo Testamento a la lengua quechua (1823) y a la aymara (1824), con la ayuda de Pazos Kanki, ex sacerdote convertido en ardiente liberal. A causa de la inestabilidad política, Thomson se trasladó a Ecuador (1824) y a Colombia (1825) donde fundó una “sociedad filantrópica”, de efímera existencia, en el convento bogotano de Santo Domingo, ayudado por el clero liberal y por el gobierno que presidía Francisco de Paula Santander.[9] En la primavera de 1827 llegó a México, donde lo recibió José María Luis Mora, quien durante los siguientes 20 años fue agente en México de la Sociedad Bíblica de Londres. Thomson terminó su viaje en las Antillas, españolas e inglesas, que visitó de 1830 a 1837. La obra de Thomson fue ejemplar, pero no podría calificarse de única. Muchos otros agentes siguieron sus pasos: William Morris, agente de la Sociedad Bíblica de Nueva York actuó en América Central; Fredrick Crowe, pastor bautista inglés, llegó a Guatemala en 1840; Daniel P. Kidder, agente de la Sociedad Bíblica Norteamericana, permaneció en Brasil de 1836 a 1839; Robert Red Kalley (1809-1888) médico escocés, primero permaneció en Madeire (1838) y después en Río de Janeiro (1858); Lucas Matthews, agente de la Sociedad Bíblica Británica, estuvo en Ecuador y Colombia (1828-1829); el cónsul e industrial estadunidense Isaac W. Wheelwright (1798-1873), llegó a Guayaquil en 1826; el capitán de navío Allen F. Gardiner (1794-1851) y el médico George A. Humble, ambos británicos, estuvieron en la Tierra de Fuego, Chile, en 1841, y en la Patagonia, Argentina.[10] Debido a su espíritu pionero, la hagiografía protestante ha idealizado excesivamente a esos hombres. Se les ha considerado como precursores del protestantismo latinoamericano, e incluso como sus padres fundadores. En realidad no fundaron ninguna iglesia, y lejos de consagrarse únicamente a la difusión de la Biblia intervinieron a fondo en numerosas actividades comerciales, médicas o diplomáticas. No fueron siempre “capaces de comprender el contexto histórico”, sumamente complejo, de las luchas políticas de esas tierras, como lo subraya Bruno Joffré[11] al hablar de la permanencia de Thomson en Perú. Más bien compartían el deseo de reformar el catolicismo, meta que la primera generación de liberales deseaba alcanzar cuanto antes. Teniendo esto en cuenta, la difusión de la Biblia debía servir

para ilustrar a las masas, pero no para introducir cambios políticos y sociales o para ir en busca de opciones protestantes. En la medida en que la acción de los propagandistas protestantes se mantuvo dentro de los límites de un liberalismo moderado, fue bien acogida por gobiernos liberales precarios e inestables. Por otra parte, es verdad que esos agentes vivieron sometidos a la presión y a la oposición de un clero conservador mayoritario. La Iglesia a menudo ordenó que se confiscaran o quemaran cajas enteras que contenían Biblias. La oposición católica se fortaleció con la condenación de las sociedades bíblicas que hizo la encíclica Ubi primum, del papa León XII, a las que se acusó de “corromper los Libros Santos en sus traducciones a las lenguas vernáculas”. Haciendo balance, puede afirmarse que fue limitado el efecto de las sociedades bíblicas, porque los conservadores y los liberales moderados defendían el statu quo religioso. Incluso los segundos, dispuestos a aceptar la tolerancia en el caso de extranjeros no católicos, seguían el modelo de la Constitución liberal española de Cádiz (1812), la cual declaraba que el catolicismo era incuestionablemente la religión del Estado. Como observa el historiador inglés John Linch, al referirse a los movimientos independentistas en América del Sur, la revolución, desde un principio, tendió a desconfiar del poder temporal de la Iglesia y a favorecer la libertad religiosa; […] la política eclesiástica [de O’Higgins] daba por hecho que el Estado debía proteger la religión católica como religión oficial, pero respetando la libertad de conciencia de los protestantes extranjeros.[12]

Aún así, fue muy difícil que este principio lograra imponerse. Su aceptación se debió más bien a presiones diplomáticas ejercidas durante la negociación de tratados comerciales, y a la imperiosa necesidad de afirmar una amplia política en cuestiones de migración, que a la difusión de la Biblia llevada a cabo por los agentes de las sociedades bíblicas anglosajonas. Los liberales que ocupaban el poder y el sector liberal del clero, buscaban redondear las reformas políticas y económicas mediante una reorientación de las creencias. Contra el catolicismo colonial, deseaban imponer un catolicismo bien informado que sirviera de cimiento ideológico a las nuevas naciones. En cierta forma, este liberalismo inicial prolongaba en las cuestiones religiosas “el reformismo ilustrado” de los Borbones. De ello era expresión privilegiada el estatuto exclusivo reservado a la Iglesia en las nuevas constituciones. En efecto, todas transferían el derecho de patronato, heredado de la monarquía española, a los nuevos estados, e imponían el catolicismo como única religión oficial. Esto sucedió en México desde el Plan de Iguala (21 de febrero de 1824), fundamento de la República. Asimismo, la Constitución federal centroamericana del 21 de noviembre de 1824, el Decreto Orgánico de Simón Bolívar del 27 de agosto de 1828, el Congreso constitucional peruano (1823) y el de Cúcuta para la Gran Colombia (1821), asignaron una situación parecida a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Hubo una sola excepción: la Constitución haitiana de 1805, siguiendo en este punto el artículo 10 de la Declaración de los Derechos del Hombre y de los ciudadanos, obra de los revolucionarios franceses de 1789, estableció la tolerancia religiosa. Por lo demás, otras tentativas o se frustraron o fueron efímeras, como la Ley fundamental de la provincia de San Juan (Río de la Plata) del 15 de julio de 1825, popularmente conocida como Carta de Mayo, que, en su artículo 17,

proclamaba la libertad de cultos, o el Decreto del Congreso Guatemalteco, presidido por el liberal Mariano Gálvez (2 de mayo de 1832), que garantizaba la libertad religiosa. La idea de la tolerancia religiosa progresó, sobre todo, como consecuencia de las indispensables relaciones comerciales que los países de la región deseaban establecer con naciones de mayoría protestante.

Tratados comerciales e “iglesias de trasplante” Entre los liberales que apoyaron la obra de las sociedades bíblicas en la América Latina independiente, se distinguió Vicente Rocafuerte (1783-1847), quien nació en Guayaquil, se educó en España y en Francia y apoyó decididamente los movimientos de independencia. Representó a México en Londres (1824-1829) y ocupó la Presidencia de Ecuador de 1835 a 1839. En 1823 estableció nexos firmes con la Sociedad Bíblica Americana y la Sociedad Lancasteriana en Nueva York, cuyo manual de alfabetización adaptó al español. Al año siguiente, en Londres, colaboró en la Sociedad Bíblica Británica y favoreció, mediante sus contactos diplomáticos, el envío de agentes protestantes a diversos países latinoamericanos y la traducción de libros que distribuía esa sociedad. Convencido de que el modelo religioso inglés podía ser útil a la América Latina independiente, se convirtió en ferviente defensor de la tolerancia religiosa, y escribió sobre este terna un tratado que suscitó acaloradas polémicas en México, donde se publicó en 1831. Cuando era presidente de Ecuador, trasladó a Isaac W. Wainwright de Guayaquil a Quito, para que fundara en no pocas partes del país escuelas lancasterianas.[13] Sin embargo, más que las tentativas efímeras y las controversias políticas, fueron los tratados comerciales bilaterales firmados con naciones de tradición religiosa protestante, como Inglaterra, Prusia y Estados Unidos, los que lograron imponer la tolerancia religiosa. Esos tratados incluían, a menudo al cabo de arduas y prolongadas negociaciones, una cláusula que autorizaba la celebración de cultos no católicos en beneficio de los residentes extranjeros. [14] Así, el tratado angloportugués de 1810 fue el primero que autorizó la construcción de templos protestantes para súbditos británicos residentes en territorio portugués. Partiendo de esa base jurídica, se fundaron (1819) en Río de Janeiro una capilla anglicana y un cementerio protestantes. Asimismo, el tratado de amistad y comercio entre Inglaterra y las Provincias Unidas del Río de la Plata (2 de febrero de 1825) incluyó una cláusula que concedía la libertad de cultos a los ciudadanos ingleses. Esto mismo apareció en la Constitución de Rivadavia (1826), en el artículo que estipula la tolerancia religiosa para los súbditos británicos. En Chile, por decisión personal del presidente Bernardo O’Higgins (1776-1842), para los no católicos se estableció un cementerio (1819) en el puerto de Valparaíso, y la Constitución de 1833 garantizó la libertad de cultos a los extranjeros. A pesar de ello, los primeros templos protestantes se construyeron mucho después, en 1856 y 1858. Más tarde aún, en la República Dominicana, los tratados comerciales firmados entre 1850 y 1855 con Inglaterra, Dinamarca, Francia, Holanda y Estados Unidos ofrecieron las mismas garantías a los ciudadanos de esos países.

Por otra parte, la primera versión del tratado anglo-mexicano (1825), no pudo incluir la libertad de culto para los súbditos británicos porque, en palabras del presidente Guadalupe Victoria (1786-1843), “el exigir la tolerancia religiosa no va de acuerdo con la Constitución mexicana, y una resolución en ese sentido no la aceptaría el pueblo mexicano”.[15] En la versión definitiva del tratado (1826), la libertad de culto para los extranjeros se aceptó sólo tras de haber llegado a un acuerdo asimétrico, el cual autorizaba a los ciudadanos británicos residentes en México únicamente el derecho al culto privado, pero permitía que, en Inglaterra, los mexicanos pudieran practicar libremente su religión en el templo que escogieran. Con la garantía de los tratados comerciales, y a veces con el principio de la tolerancia religiosa incluido expresamente en las constituciones, se pudieron fundar iglesias para los residentes extranjeros. Sin duda, la primera comunidad protestante fue la de los ingleses residentes en Río de Janeiro, la cual principió a reunirse en 1816 bajo la dirección de un capellán anglicano, quien erigió un templo en 1819. En esa misma capital, los alemanes construyeron un templo luterano en 1837. Un año antes, la Sociedad Misionera Metodista, de Nueva York, envió un predicador a solicitud de los residentes anglosajones en Río de Janeiro. En 1841, este predicador tuvo que abandonar la ciudad a causa de la oposición de los católicos. En Buenos Aires, los primeros cultos protestantes para extranjeros se celebraron en 1824. El primer templo anglicano abrió sus puertas en 1831; vino después uno del rito presbiteriano escocés (1833) y uno metodista estadunidense (1843). En el puerto chileno de Valparaíso, a partir de 1845, el pastor David Trumbull dedicó sus esfuerzos a marinos e inmigrantes extranjeros, exclusivamente, durante unos 20 años. El primer templo se inauguró en 1856, antes de lograr concesiones y el apoyo de los liberales radicales, con el fin de comenzar a trabajar entre la población chilena y crear la primera congregación evangélica de 1868.[16] En los demás países del continente, se fundaron congregaciones protestantes para extranjeros en las capitales y en los puertos para una población de comerciantes (Caracas, 1834; Montevideo, 1844; Lima, 1849; San José, Costa Rica, 1848). En las Antillas, españolas y francesas, se realizaron ensayos del mismo tipo dedicados a trabajadores libres (la mayoría antiguos esclavos). En Haití, los metodistas británicos iniciaron en 1836 labores misionales entre antiguos esclavos negros de habla inglesa y refugiados provenientes de las Antillas inglesas. En la República Dominicana (en Samana y Puerto Plata), desde 1834 los metodistas comenzaron a trabajar con los negros que, 10 años antes, habían huido de las plantaciones esclavistas del sur de Estados Unidos.[17] Ciertamente, el extranjero no católico podía defender el derecho a la libre expresión de sus creencias; pero su autonomía religiosa lo sometía al ostracismo y a presiones sociales, fruto de mentalidades modeladas a lo largo de varios siglos por las prácticas inquisitoriales. Especialmente a la hora de celebrar alianzas matrimoniales redoblaban las presiones. Esto le ocurrió, en 1843, al comerciante August Haas al contraer nupcias con la hija de una eminente familia del puerto de Culiacán, en el estado de Sinaloa, al noroeste de la República Mexicana. Uno de sus amigos, en sus memorias, describe en estos términos lo que entonces ocurrió: Sólo después de que Haas prometió convertirse al catolicismo consintió en el matrimonio el padre de la novia… El pobre enamorado, aun así, fue maltratado por los curas. En primer lugar, tuvo que permitir que el párroco le informara sobre sus deberes y sobre las prescripciones de la Iglesia católica; luego, con túnica de penitente, tuvo que llamar a las puertas cerradas del templo, y cuando desde el interior del recinto se preguntó quién se hallaba fuera, debía responder que un pobre

pecador que suplicaba se le concediese volver al seno de la única religión que hace posible la vida eterna y otras cosas a ese tenor. Vinieron después otras formalidades que culminaron en la obligación de abjurar de la fe de sus padres… Pasaron varias semanas antes de que se allanaran todas las dificultades y de que la familia Vega consintiera que se celebrase el matrimonio. Antes de que se llevara a cabo la ceremonia, el pobre Haas tuvo que recorrer las calles con un cirio en la mano, formando parte de una procesión solemne, y prometer que cumpliría con todos los deberes que la Iglesia prescribía a los esposos.[18]

Como afirma Glade (1969), esos comerciantes extranjeros, residentes en América Latina, constituyeron uno de los sectores clave del desarrollo de las actividades económicas iniciales a lo largo del siglo XIX. Hasta la fecha han sido poco estudiados, a pesar de haber sido tan indispensables en la formación de la América Latina moderna como los ferrocarriles o la banca. Gran parte de ellos fue de origen protestante. Reconstruir las comunidades religiosas que fundaron es una labor, aún por emprenderse, para comprender el proyecto de sociedad del cual fueron portadores y la importancia que dieron a la libertad de cultos en la modernidad económica que deseaban implantar.[19] Además de la necesidad de ampliar los intercambios y de abrir los puertos a las actividades de las compañías extranjeras, los liberales estaban persuadidos de que debía estimularse la inmigración, en especial la europea. En vista de ello, la tolerancia religiosa era también un requisito indispensable para presentar una imagen nueva de la región, más propicia, desde el punto de vista religioso, y muy a propósito para incrementar las corrientes migratorias.

Inmigración y tolerancia religiosa Una de las constantes preocupaciones de los gobiernos independientes fue favorecer la inmigración europea. Los criollos en el poder, herederos de los prejuicios coloniales sobre la pereza ingénita de los indios, desconfiaban de las masas indígenas y negras a las que consideraban ineptas para la modernidad. Según ellos, el progreso provendría del “blanqueamiento” de la raza y, por consiguiente, de fuertes corrientes migratorias europeas. Campesinos y obreros europeos, sobre todo los provenientes de países protestantes, podrían colonizar las tierras vírgenes, y hacerlas producir gracias a sus conocimientos y ética aplicada al trabajo. Esta política migratoria no logró el mismo éxito en todos los países. Intervenían muchos factores, entre ellos, la calidad de las tierras, la seriedad de las compañías encargadas de organizar la inmigración, las condiciones políticas del momento. Con todo, el éxito o fracaso de las corrientes migratorias también estuvieron relacionados, en parte, con las garantías concernientes a la tolerancia religiosa. Como observa Blancpain en sus investigaciones sobre los alemanes establecidos en Chile, “en los cuestionarios que los futuros inmigrantes enviaban a las autoridades chilenas, la religión ocupaba un lugar esencial”.[20] Para comprender la importancia de este factor religioso, resulta interesante comparar las políticas migratorias de México y de Brasil durante la primera mitad del siglo XIX. En México, como lo demuestra Bernecker,[21] a pesar de los esfuerzos frecuentemente realizados por los diplomáticos alemanes entre 1830 y 1850, para negociar el principio de la

libertad de culto en beneficio de sus conciudadanos residentes en ese país, el Congreso nunca concedió esa garantía. Ello hizo que se enfriara el interés de la mayor parte de los inmigrantes alemanes, los cuales prefirieron dirigirse a Estados Unidos. Por lo contrario, en Brasil, la constitución imperial del 25 de marzo de 1824, si bien conservaba el catolicismo como religión del Estado, concedía la libertad religiosa a los no católicos, y declaraba que no podía perseguirse a nadie por motivos religiosos. Aun cuando esas disposiciones no fuesen totalmente satisfactorias, debido a la exclusividad de que gozaba la Iglesia católica, la política religiosa moderada impulsó la inmigración alemana a los estados de Rio Grande do Sul, Santa Catarina y Paraná, a partir de 1824. Corno subraya Dreher,[22] los inmigrantes alemanes que llegaron a Rio Grande do Sul provenían de estados (Länder) de tradición tanto católica como luterana. De los 300 mil que hasta 1871 se establecieron en el sur de Brasil, algo más de la mitad eran protestantes. En la región de Porto Alegre y en la de São Leopoldo (Rio Grande do Sul), de los 5 393 colonos alemanes registrados en 1847, 3 365 eran luteranos y disponían de ocho capillas mientras los dos mil católicos tuvieron que contentarse con cuatro.[23] A la primera oleada de inmigrantes campesinos de 1824, se agregó otra en 1848, en la cual predominaban los liberales que huían de la contrarrevolución monárquica y conservadora. Campesinos o intelectuales, los inmigrantes alemanes protestantes fueron ciudadanos de segunda, doblemente marginados por su origen y por su protestantismo en la sociedad brasileña católica. Esta situación subsistió hasta 1886, cuando los luteranos alemanes de Brasil se organizaron y fundaron el sínodo luterano de Rio Grande do Sul, primera organización religiosa presidida por Wilhelm Rotermund (1843-1925), después de una infructuosa tentativa anterior en 1868.[24] Hasta esa fecha, que coincidió con el advenimiento de la república (1889) y de una nueva constitución (1891) que concedía la libertad de cultos, los protestantes alemanes vivieron social, política y religiosamente aislados. La expresión máxima de esa marginación pudo verse en la revuelta de los muckers (fanáticos), movimiento rural milenarista contra los grandes terratenientes, que surgió entre los campesinos alemanes de la región de São Leopoldo, protestantes en su mayoría, entre 1868 y 1874, pero con brotes esporádicos que continuaron hasta 1898, según se ve en los estudios realizados por Amado.[25] En un contexto de acelerada transformación económica, esos campesinos, amenazados por la anomia, aprovecharon su religión luterana para resistir a la ruptura de las relaciones rurales igualitarias, fundadas en el parentesco, ruptura agravada por el ostracismo en una sociedad brasileña de rígida estratificación social. Si bien se realizó en condiciones difíciles, la inmigración alemana fue un éxito de la política de tolerancia impuesta por el emperador Pedro I en 1824. En el caso brasileño y en el mexicano, el éxito o el fracaso de las políticas migratorias, condicionados en parte por la adopción o por el rechazo de la tolerancia religiosa tuvieron serias consecuencias. En efecto, mediante una política migratoria abierta, Brasil logró que se poblara rápidamente una región clave desde un punto de vista geopolítico, la sureña en la que Argentina tenía puestos los ojos. Por consiguiente, poblar significaba reafirmar la hegemonía brasileña sobre tierras en litigio desde el periodo colonial. Como insiste Dreher, ese factor estratégico al que se añadía el deseo de blanquear la raza, de luchar contra los indios, de dar valor a la tierra y de obtener mano de obra barata, fue uno de los motivos, necesario pero no suficiente, para impulsar la inmigración alemana. La garantía de la tolerancia religiosa fomentó los movimientos

migratorios. En México, por esa misma época, existían intereses similares para poblar rápidamente las regiones deshabitadas del norte (Texas, Nuevo México, Arizona y California), que Estados Unidos deseaba anexarse. Pero en este caso, el reiterado rechazo del principio de la tolerancia religiosa, por parte del Congreso mexicano, impuso un serio obstáculo a la inmigración, por lo cual esos territorios deshabitados pronto estuvieron sometidos a la hegemonía norteamericana. En cambio, el estado independiente de Texas (1836-1845), al romper con México, adoptó inmediatamente el principio de la libertad de culto. Esto, unido a los intereses expansionistas norteamericanos, favoreció mucho la inmigración. En esa misma época, la efímera república independiente de Yucatán (1841-1844), al sur del país, adoptó el principio de la libertad de culto, con la esperanza de fortalecer su eventual autonomía y de favorecer una corriente inmigratoria.[26] No fue México el único país donde la identificación de unidad nacional y catolicismo puso freno a la inmigración. García Jordan señala que en Perú la Iglesia católica y los sectores políticos conservadores impidieron la adopción de una legislación liberal en las cuestiones religiosas, lo cual, ante todo, tuvo por consecuencia una inmigración extremadamente restringida durante el gobierno del general Castilla (1845-1852), a pesar de diversas iniciativas ministeriales que procuraron favorecerla.[27] En Argentina, después del periodo de restauración católica y conservadora del general Manuel de Rosas, que duró de 1829 a 1852, la Constitución liberal de 1853, al defender las libertades de prensa, de expresión y de culto facilitó la instauración de una política migratoria, antes inexistente. A partir de entonces se aceleró la inmigración. Las primeras colonias modelo, la de Esperanza (provincia de Santa Fe), en 1856, y la de San José (provincia de Entre Ríos), en 1857, fueron obra de colonos suizos y alemanes, protestantes en su mayoría, que no tardaron en afiliarse al metodismo. En la vecina colonia de San Carlos (provincia de Santa Fe), fundada en 1862, los colonos protestantes organizaron una congregación en la cual tomaron parte 11 de las 111 familias censadas.[28] No obstante, a pesar de las leyes liberales, fue mínima la inmigración protestante en Argentina, como puede verse en los datos del censo de población de 1895. En esa fecha, los protestantes argentinos se concentraban en sólo cinco provincias o territorios; Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Chubut y la capital federal. Estos protestantes representaban poco más de 2% de la población extranjera de las entidades administrativas, y menos de 1% de la población total del país.[29] De hecho, la mayor parte de los inmigrantes europeos provenía de Italia y España. Sólo hubo estas excepciones: las colonias menonitas de rusos alemanes, originarios de la cuenca del Volga, que se establecieron en 1877 en Dinamarca (provincia de Entre Ríos) y en Olavarría (provincia de Buenos Aires, y la de italianos procedentes de pueblos valdenses, en el Piamonte, que se establecieron en Belgrano (entre Santa Fe y Rosario). En Tandil (provincia de Buenos Aires), un inmigrante danés estimuló la venida de sus compatriotas (18 mil entre 1860 y 1930), y fundó en 1864 una comunidad luterana. En la Patagonia, en el lejano y agreste territorio de Chubut, se establecieron inmigrantes galeses protestantes congregacionalistas, metodistas y calvinistas.[30] En la otra ribera del Río de la Plata, Uruguay desarrolló una política migratoria similar por su apertura religiosa. En 1856, colonos italianos originarios del Piamonte y pertenecientes a iglesias valdenses se establecieron en ese país. En cuanto desembarcaron en Montevideo,

los 136 primeros inmigrantes se dirigieron al departamento occidental de Florida. Esta inmigración protestante, promovida por el pastor de la legación británica, Frederick Pendelton, prosperó al serie adjudicadas nuevas tierras y al formarse una compañía colonizadora. Se crearon otras colonias. La más importante fue la Colonia Valdense, al oriente del río Rosario. Los principios fueron difíciles. La tierra uruguaya distaba mucho de parecerse a la tierra prometida soñada por muchos inmigrantes. El Echo des vallées, periódico valdense-piamontés, criticó duramente a Pendelton por no haber mencionado “ni las epidemias, ni a los indios, ni las plagas de insectos, ni la fiebre amarilla”.[31] Poco a poco se organizó la vida social y religiosa, siguiendo la tradición protestante del Piamonte italiano. Cada colonia (aldea) tuvo un pastor, una escuela y un maestro originario de los valles valdenses. Como otras organizaciones religiosas trasplantadas, las sociedades valdenses sirvieron fundamentalmente para sostener y reforzar la identidad étnica del grupo inmigrante y para diferenciarlo del resto de la sociedad civil. Las colonias valdenses tuvieron cierta expansión demográfica y, corriendo los años, se propagaron en la otra ribera del Río de la Plata, en las provincias argentinas de Entre Ríos y de Santa Fe, donde se fundaron varias congregaciones protestantes (La Pampa, Colonia Iris, 1901), y en las provincias de Córdoba, El Chaco y Santiago del Estero. En Uruguay, además de los piamonteses, algunos colonos suizos alemanes fundaron, en 1861, la Colonia Nueva Helvetia y organizaron una congregación calvinista.[32] En la región del Río de la Plata, la corriente migratoria respondió a la iniciativa estatal para estabilizar la frontera agrícola, combatir a los indios, modernizar la agricultura y diversificar la producción, aprovechando para ello los conocimientos aportados por los inmigrantes europeos. Según los liberales argentinos —cuyos más destacados representantes eran Domingo F. Sarmiento (1811-1888) y Juan Bautista Alberdi (1810-1884)— la colonización respondía a la necesidad de poner fin a la “barbarie” del mundo rural y de crear nuevos y modernos estilos de vida.[33] La tolerancia religiosa, defendida por ellos, debía permitir la difusión del protestantismo, por ser religión que, a su juicio, favorecía el progreso económico, y que algún día podría remplazar o modificar al catolicismo romano, en el cual veían un obstáculo para el desarrollo de la modernidad. En este sentido, como apunta Daniel P. Monti,[34] la generación liberal de 1837, heredera del proyecto de independencia de los “hombres de mayo”, consideraba al protestantismo como aliado en la lucha de la “civilización contra la barbarie”. Aun cuando fuese minoritario, se le consideraba elemento esencial del progreso y del orden democrático, una condición sine qua non del proceso de secularización de las ideas, que, más tarde, la política positivista del decenio de 1880 logró implantar, de manera autoritaria, a partir del gobierno del general Julio A. Roca. También en Brasil, una escuela de pensamiento liberal, representada por Aureliano Cándido Tavares Bastos (1839-1875), surgió durante los años sesenta del siglo XIX. Según Gueiros Vieira esos liberales consideraban que el progreso del país dependía de la inmigración germánica y anglosajona y, por tanto, de la difusión del protestantismo.[35] Por último, en Chile, mediante la ley de colonización de 1845, los presidentes Bulnes y Montt (1841-1861) ofrecieron a las familias liberales alemanas la posibilidad de establecerse al sur del río Bio-Bio, antigua frontera colonial con los territorios de indios araucanos no sometidos al dominio español. Los primeros contingentes de inmigrantes alemanes llegaron entre 1848 y

1875. Eran oriundos de Hesse y de Brandeburgo; pertenecían a círculos pietistas (Hernhutt) y huían de la contrarrevolución de 1848. En forma muy significativa, al desembarcar (1850) el organizador de esta primera corriente migratoria, el pietista Karl Anwandter, farmacéutico y burgomaestre de Kalau (Prusia), presentó un cuestionario al representante del gobierno chileno, en el cual cinco de los 13 puntos que causaban mayor preocupación se relacionaban con la libertad de conciencia y de culto. Como subraya Blancpain, ese cuestionario ponía de manifiesto “sin duda, preocupaciones democráticas, pero también la obsesión de los protestantes muy próximos a las Freigemeinden y Lichifreunde pietistas que iban a establecerse en un país de tradición hispánica”.[36] A partir de 1863, comenzaron a surgir congregaciones evangélicas. Se erigieron templos no sólo en la ciudad de Valdivia y sus aledaños, en particular Osorno y Puerto Montt, también en todas las aldeas protestantes alemanas donde la escuela confinaba con la capilla de la evangelische Missionsgemeinde.[37] A pesar de estos desvinculados esfuerzos de colonización protestante y de los inicios de congregaciones de residentes en los principales puertos y en las capitales, fue muy limitada la presencia protestante en América Latina, hasta finales de 1860, con la excepción del sur de Brasil. Las políticas migratorias acabaron por favorecer la inmigración católica, con el fin de preservar la naciente unidad y la identidad nacional. El pluralismo religioso, como tal, estaba reservado a los extranjeros, y antes de la Constitución colombiana de 1853 no había aparecido en ninguna legislación latinoamericana. Sólo se practicaba en el marco restringido de los tratados comerciales o de una amplia política migratoria, únicamente defendida por los más acérrimos liberales. A este respecto, es muy significativo que José María Luis Mora, perteneciente a la primera generación de liberales mexicanos, promotor en 1837 de la desamortización de los bienes de manos muertas, de la abolición de los privilegios jurídicos de las corporaciones y preconizador de la escuela laica, haya temido defender una política migratoria abierta en lo relativo a la religión. En 1847, Mora demandó que “México consagrara todos sus esfuerzos a atraer inmigrantes católicos, franceses, belgas y, en especial, españoles, para hacer contrapeso a los protestantes anglosajones”.[38] Es verdad que en la frontera norte era muy real la amenaza norteamericana, pero ¿a qué se debía esa actitud en quien era amigo del pastor James Thomson, y había aceptado sin vacilar el nombramiento de agente de la Sociedad Bíblica de Londres? Sin duda, el problema de la identidad nacional pudo más que las inclinaciones personales. En efecto, la unidad nacional no podía concebirse fuera del catolicismo, única ideología que aglutinaba los diferentes sectores sociales desde los principios de las colonizaciones ibéricas. Además, para esa primera generación de liberales influidos por el liberalismo español de la Constitución de Cádiz (1812), el dilema consistía en conciliar el catolicismo y la modernidad, con la forja de una identidad propia, a la vez latinoamericana y moderna. Esos liberales admiraban el protestantismo fuera de Latinoamérica, sobre todo en Inglaterra y Estados Unidos, como puede verse en los relatos de viajes de liberales, por ejemplo, el del mexicano Lorenzo de Zavala (1788-1836).[39] Pero, en continuidad con el pensamiento colonial, temían que la adopción o la difusión del protestantismo amenazase la identidad nacional. Se trataba de un doble problema. Por una parte, ¿cómo fomentar valores religiosos nuevos que habían hecho de Inglaterra y Estados Unidos naciones democráticas, de economía dinámica? Y, por la otra, ¿cómo modernizar las naciones latinoamericanas sin

convertirlas al norteamericanismo y al protestantismo? Esta lucha ideológica entre panamericanistas y panhispanistas, dividió, aún mucho después del siglo XIX, a las élites políticas e intelectuales latinoamericanas. En la posición panhispanista, el sacerdote católico Pablo Richard escribió recientemente que “el denominado proceso de secularización fue, en realidad, un proceso de alienación de Latinoamérica en relación con su cultura autóctona y popular”.[40] Esta observación podría parecer verdadera si no se tiene en cuenta que, precisamente durante la primera mitad del siglo XIX, existió, pero se fue cerrando gradualmente, la posibilidad de construir una alternativa católica y moderna a la vez, iluminada por la ideología del Siglo de las Luces. Las iniciativas católicas liberales europeas quedaron vencidas por las restauraciones conservadoras de 1830 y 1848. Asimismo, la corriente católica ultramontana adquirió plena fuerza durante el pontificado de Pío IX (18461878), que arrasó todas las iniciativas católicas liberales y destruyó en Latinoamérica todas las tentativas reformistas. La “romanización” de la Iglesia católica latinoamericana durante la primera mitad del siglo XIX, caracterizada por lazos privilegiados entre las iglesias nacionales y Roma, correspondió a la derrota del catolicismo liberal y a la alianza de la Iglesia con los regímenes políticos conservadores y autoritarios. El fracaso de los intentos de reforma católica liberal y el fortalecimiento del ultramontanismo aliado con fuerzas políticas conservadoras, obligaron a los liberales de la segunda generación a cambiar de táctica; asimismo los obligaron a intentar construir una modernidad secularizadora opuesta a su propia tradición religiosa. De esta confrontación entre la Iglesia católica y los liberales de la segunda generación, a mediados del siglo XIX, surgió la escisión que hizo posible el surgimiento del protestantismo como instrumento, a la vez político y religioso, de los sectores liberales radicalizados. Al mismo tiempo, el protestantismo pareció ser una eventual alternativa religiosa para un sector, muy restringido, del clero católico liberal, que no dudó en vincular su porvenir con el de las congregaciones protestantes latinoamericanas. Esto se convirtió en la única estrategia posible, porque se había cerrado la primera vía, la intentada por los liberales de la primera generación, deseosos de conciliar catolicismo y modernidad liberal. El anticatolicismo de las minorías liberales se transformaba en el terreno propicio donde el protestantismo podía echar raíces, y para que salga de los enclaves religiosos constituidos por los grupos de comerciantes e inmigrantes extranjeros.

SOCIEDADES DE IDEA, ANTICATOLICISMO Y LIBERALISMO RADICAL Los primeros gobiernos independientes abrieron el continente latinoamericano al comercio con Inglaterra. Los regímenes posteriores instauraron políticas proteccionistas, y procuraron reforzar las estructuras autoritarias favorables a los intereses políticos y económicos de los actores sociales tradicionales. La dictadura de Juan Manuel de Rosas, en Argentina (18291852), la de José Antonio López de Santa Anna, en México (1844-1854) constituyen ejemplos de esa búsqueda de una modernidad endógena, combatida por una nueva generación liberal que, opuesta a la generación independentista, interpretó su programa liberal ya no como continuidad, sino como ruptura con el reformismo colonial ilustrado, como oposición a los

regímenes conservadores. Estos nuevos liberales, cuya hegemonía política surgió a partir de los años cincuenta del siglo XIX, lucharon por imponer los instrumentos de la modernidad capitalista en sociedades profundamente marcadas por los comportamientos económicos tradicionales y por el embargo de las corporaciones. Percibieron en la Iglesia católica la clave de la bóveda ideológica de los regímenes conservadores, del comportamiento y de la mentalidad premodernos. Por ello la combatieron, junto con los otros actores corporativos. Se pusieron en venta los bienes de manos muertas, particularmente los latifundios propiedad de la Iglesia y las tierras comunales de las tribus indígenas. Se liberó la mano de obra, se prohibió la esclavitud, lo cual favoreció la formación de un sector laboral móvil, dispuesto a emigrar a nuevas fuentes de empleo creadas por la inversión extranjera en la naciente industria. La educación laica, en manos del Estado, fue una prioridad enfocada a la formación de los nuevos ciudadanos de una futura democracia burguesa. Desde el punto de vista religioso, ya no se trataba solamente de imponer el principio regalista del patronato, sino de lograr la separación de la Iglesia y del Estado, con el fin de que la primera quedase reducida exclusivamente a lo religioso, ajena a toda prerrogativa política. Este proceso de modernización política, fuertemente vinculado con el contexto de expansión internacional de capitales en busca de inversiones en un continente rico en materias primas, sobresalió en la Reforma liberal mexicana (1854-1876). En cuanto las armas los llevaron al poder, los liberales, a las órdenes del indio Benito Juárez (1806-1872) promulgaron las leyes de desamortización[41] (Leyes Juárez, 1855, y Leyes Lerdo, 1856), y escribieron una Constitución (1856-1857) que si bien defendía los grandes principios liberales intentó conservar un estatuto privilegiado al catolicismo (con la mira puesta en un consenso que todavía suponían alcanzable). La oposición irreductible de la Iglesia católica, su intromisión (de lado de los conservadores) en las acciones militares antiliberales a lo largo de más de tres años (1857-1860), llevaron a los liberales reformistas mexicanos a emprender una de las políticas anticlericales más radicales del continente americano. Así, en 1859, en plena guerra contra las fuerzas conservadoras y clericales, Juárez y sus partidarios promulgaron las Leyes de Reforma, que completaron la Constitución de 1857. Se separó la Iglesia del Estado; se secularizaron el registro civil, los cementerios y la educación; se prohibieron las manifestaciones públicas de las prácticas religiosas; se suprimieron las órdenes y congregaciones religiosas; se proclamó la libertad de cultos (1860) y se rompieron las relaciones con la Santa Sede en 1862.[42] Esta radicalización liberal y anticlerical, desde mediados del siglo XIX, presentó aspectos similares en otros países latinoamericanos. En Argentina fue relativamente moderada; los gobiernos liberales de “la organización nacional” (1852-1880) siguieron en materia de cultos los principios de la Constitución de 1853. Su artículo 14 establecía “el derecho de todos y cada uno a profesar” su religión, pero conservaba el catolicismo como religión apoyada por el gobierno federal; por consiguiente, aún no se decretaba la secularización del registro civil, de los cementerios y de las escuelas. Sin embargo, suprimió los privilegios jurídicos del clero; prohibió que los eclesiásticos formaran parte del Congreso; concedió al Estado el derecho de dar o negar su placer a la instauración de congregaciones religiosas, y muchas otras prerrogativas referentes a las relaciones Iglesia-Estado, siguiendo una tradición política

marcadamente regalista. En Colombia, en cambio, las medidas adoptadas fueron tan violentamente anticlericales como en México. El liberal José Hilario López (1798-1869), en el poder de 1849 a 1853, implantó diversas medidas anticatólicas que culminaron en la enmienda constitucional de 1853 y en la separación de la Iglesia y del Estado. Su sucesor en la presidencia, José María Obando (1853-1857) incluyó la libertad de cultos en la Constitución y adoptó una política anticlerical (clausura de conventos, venta de los bienes de la Iglesia, etc.), que continuó el general Tomás Cipriano de Mosquera, hasta su derrocamiento en 1867.[43] En Guatemala, de 1873 a 1885, el gobierno de Justo Rufino Barrios (1835-1885), en un contexto similar al de la reforma liberal mexicana, continuada por el anticlericalismo del gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada (1872-1876), se propuso secularizar la sociedad guatemalteca. Sin embargo, en la mayor parte de los países latinoamericanos o fueron efímeros o llevaron a actitudes mucho menos drásticas los triunfos liberales, caracterizados por la enérgica persecución contra la Iglesia católica, que había apoyado a los conservadores. En otros países, como Chile y Uruguay, la secularización de la sociedad civil sólo mucho después pudo llevarse a cabo, a finales del siglo XIX, y hubo que esperar al siglo XX para que se decretara la separación de la Iglesia y del Estado. En Uruguay, el régimen de Jorge Batlle y Ordóñez (1903-1907 y 1911-1915) no fue menos violento; y su sucesor remplazó en 1919 las fiestas religiosas con fiestas cívicas. En Colombia, en cambio, tuvo lugar un verdadero retorno al statu quo ante al firmarse un concordato en 1887. También Ecuador, después de una serie de gobiernos liberales moderados, cayó en un republicanismo teocéntrico (1859-1875) durante la presidencia de Gabriel García Moreno (1821-1875), quien intentó crear un modelo de modernidad católica que unificara “al pueblo en un sistema integrado, arcaico por sus raíces clericales y, a la vez, moderno por la supresión de las órdenes y de los cuerpos intermedios”,[44] en el marco del concordato de 1873 y de la consagración del país al Sagrado Corazón de Jesús. En esta forma, la América Latina de la segunda mitad del siglo XIX parecía oscilar entre dos extremos: la violenta secularización liberal de la reforma mexicana, por una parte, y el republicanismo católico autoritario y no menos violento de un García Moreno, en Ecuador, por la otra. Entre uno y otro extremo, una amplia gama de situaciones políticas y religiosas reflejaba la diversidad de las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica. En el marco del conflicto constitutivo de la modernidad latinoamericana se sitúa la llegada de las sociedades misioneras protestantes, norteamericanas y europeas. Pero antes de ellas, acompañando los procesos de radicalización o precediéndolos, numerosas sociedades religiosas y políticas, inspiradas en el liberalismo radical, surgieron a manera de núcleos de organización de las minorías liberales. A esos centros de convivialidad, de difusión de prácticas y de valores modernos, François Furet, siguiendo en ello a Augustin Cochin, los denomina “sociedades de idea”, en el contexto político anterior a la Revolución francesa.[45] También en América Latina, con el fin de construir o de anticiparse a una sociedad nueva que rompiera con la herencia colonial hispánica, las formas modernas de asociación constituyeron el crisol de la política liberal radical y, por tanto, del protestantismo latinoamericano que nació de un mismo movimiento, con anterioridad a cualquier presencia misional.[46]

Un liberalismo en efervescencia Hasta el presente, la historiografía de los protestantismos latinoamericanos ha prestado poca atención a los orígenes de las relaciones entre liberalismo radical y protestantismo. Este nexo no fue solamente fruto de una convergencia ideológica en torno de la modernidad democrática y republicana; se encuentra en el origen del movimiento asociativo que los liberales consideraron como el crisol de un nuevo pueblo latinoamericano. Ello se debe a que las sociedades protestantes, igual que las demás sociedades de idea, se proponían crear un pueblo de ciudadanos que poco a poco constituirían el pueblo político, base de una democracia representativa y de una cultura política moderna. En efecto, para estos últimos, el espíritu de asociación iría progresivamente poniendo fin al esprit de corps (expresión que solían emplear en sus escritos). A las asociaciones modernas correspondió el papel de medio de difusión de las ideas liberales en el seno de la sociedad civil, partiendo de los sectores sociales en transición (artesanos, obreros, comerciantes, empleados, pequeños propietarios rurales, etc.). Entre estas últimas deben citarse los clubes a menudo llamados “de la Reforma” en Brasil y en México; las Sociedades de la Igualdad, en Santiago de Chile (1850), y las Sociedades Democráticas, en Colombia, entre 1848 y 1854.[47] A éstas deben añadirse las nuevas sociedades de artesanos y de obreros, las cuales deseaban opciones asociativas que remplazaran las antiguas organizaciones corporativas católicas, como el gran círculo de obreros fundado en México en 1870. También renació la actividad de las sociedades masónicas. A menudo las logias surgieron en la época de las independencias, con abundante participación del clero católico en sus filas. Sin embargo, adoptaron, a mediados del siglo XIX, posiciones anticatólicas en la medida en que Roma exigió al clero liberal que las abandonase, y en respuesta a varias encíclicas condenatorias (Mirari vos, 1822; Qui pluribus y el Syllabus, 1864; Humanum genus, 1884). Asimismo, los años cincuenta del siglo XIX dieron renovadas fuerzas a la masonería con la fundación de nuevas logias-madres, como la Unión del Plata (1856), en Buenos Aires; la Aurora de Chile, en Concepción (1862). Éstas sirvieron de base política al liberalismo radical, cuyos principales dirigentes políticos provinieron de sus filas . Todas estas sociedades precedieron o acompañaron a la conquista del poder por los liberales radicales. Una vez proclamadas las respectivas constituciones, en las cuales se establecía la libertad de expresión y de culto, el movimiento asociativo creció con la creación de nuevas sociedades: sociedades mutualistas del naciente movimiento obrero; círculos espiritistas inspirados por Allan Kardec; sociedades protestantes en fin, todas esas asociaciones impulsadas, al principio, por un común liberalismo y anticatolicismo. De hecho, en el seno de estas sociedades circulaban numerosas ideas que aparecían en la nueva prensa asociativa: las ideas de la Revolución francesa, nuevamente expuestas por Lamartine en su Historia de los girondinos; las de los liberales de 1848; las de los socialistas utópicos (Fourrier, Proudhon); las ideas del liberalismo económico; las del filósofo krausista español Julián Sanz del Río (1814-1868) y las de sus epígonos, entre ellos Francisco Giner de los Ríos (1839-1915).[48] Para estos últimos, el “dogma de la democracia universal” estaba

constituido por la libertad de culto, el sufragio universal, la soberanía nacional, el derecho de asociación, el anticatolicismo (aún más que el anticlericalismo).[49] Los krausistas no se oponían solamente al positivismo, también a la corriente católica ultramontana representada en España por neotomistas como Juan Donoso Cortés (1809-1853), Jaime Balmes (1810-1848) y Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912).[50] Por otra parte, los krausistas españoles influyeron en los liberales latinoamericanos, así como los neotomistas influyeron en las corrientes conservadoras.[51] El creciente anticatolicismo, en la medida en que se agudizaba la lucha política contra los conservadores, llevó frecuentemente a los liberales a promover cismas católicos y actividades religiosas disidentes, que pronto se orientaron a las sociedades protestantes o a los círculos espiritistas, entre 1860 y 1870. Al llegar a América Latina, los enviados de las sociedades misionales protestantes se acercaron, naturalmente, al espacio político y cultural de las sociedades liberales que les eran favorables, y por las cuales a veces fueron llamados. Allí reclutaron sus mejores cuadros de los primeros tiempos, que a menudo, además de ser combativos, estaban preparados intelectualmente para los debates, a la vez religiosos y políticos . Aun en los casos en que las asociaciones liberales no constituyeron la base misma del naciente protestantismo, demostraron que en ellas encontraban su más firme apoyo. En efecto, en un medio liberal aún poco influido por el positivismo, que sólo se impuso a partir de los años ochenta y noventa del siglo XIX, se les consideró como aliadas. Contribuyeron al crecimiento de las bases liberales y, por tanto, consolidaron y reforzaron las bases políticas del liberalismo radical. Las investigaciones de Gueiros Vieira sobre los nexos entre protestantismo y francmasonería en el contexto brasileño, sacudido por la “cuestión religiosa” (1872-1875), y mis propios trabajos sobre el origen asociativo liberal de los protestantismos mexicanos, permiten generalizar la hipótesis y extenderla a todo el continente.

Surgimiento de las sociedades protestantes en Brasil y en México En lo referente a Brasil, Gueiros Vieira introdujo innovaciones al colocar en perspectiva el nexo entre protestantes y francmasones cuando sobrevino la crisis, que duró de 1872 a 1875, entre la Iglesia católica y la Corona.[52] La Iglesia, al prohibir que los eclesiásticos ingresaran a las logias, en cuyas actividades participaron desde la proclamación de la Independencia, se enfrentó a la resistencia que ofrecía la monarquía constitucional de Pedro II, que, lejos de asentir y de condenar a los sacerdotes refractarios, los apoyó y se enfrentó a la Iglesia. La activa participación de los clérigos en las logias y la influencia que ahí recibían, hicieron que cierto número de ellos fuese favorable al protestantismo después de la “cuestión religiosa” de 1872-1875. A partir de entonces, ya no extrañaba encontrar entre los primeros y principales promotores brasileños del protestantismo, a antiguos clérigos católicos pertenecientes a la fracción republicana de las logias del Gran Oriente del Valle de los Benedictinos. Estas logias, dirigidas por el liberal Joaquim Saldanha Marino (Gran Maestre de 1870 a 1883), se habían separado desde 1863 del Gran Oriente del Valle del Lavradio, monárquico y conservador. Particularmente en Río de Janeiro, las nuevas sociedades protestantes

presbiterianas y congregacionalistas establecieron nexos firmes con las logias republicanas. Entre los primeros dirigentes protestantes se encontraban los antiguos sacerdotes francmasones Francisco de Lemos, José de Canto Coutinho y José Ribeiro Franco. En São Paulo, los presbiterianos reclutaron, al producirse en 1863 el cisma francmasón republicano, a José Manuel de Conceição (1822-1873), sacerdote liberal y francmasón. La Imprensa evangélica (1884-1889), periódico fundado por los presbiterianos en Río de Janeiro, tuvo entre sus colaboradores escritores liberales y francmasones de renombre, como el poeta Antonio do Santos Neves, el periodista Julio César Ribeiro Vaughan (1845-1890), y uno de los fundadores del Partido Republicano, Miguel Vieira Ferreira (1837-1895), poco después pastor protestante. Vieira Ferreira y su hermano Luis, ambos dirigentes presbiterianos desde 1874, pertenecían al Club de la Reforma fundado en 1869, y firmaron el Manifiesto Republicano del 3 de diciembre de 1870, junto con otros simpatizantes de las logias y de los clubes republicanos, entre ellos Saldanha Marino, quienes dieron su apoyo a la difusión de las sociedades protestantes.[53] Al lado de estos intelectuales se encontraba un grupo importante de clérigos liberales que veía en el protestantismo la posibilidad de continuar el combate en pro de la secularización de la sociedad brasileña, que culminó en el advenimiento de la República en 1889. Estas afinidades electivas y colaboraciones activas no se redujeron a la región paulista o a la capital, Río de Janeiro, sino que, como lo hace ver Gueiros Vieira, también existieron en otros estados como Paraná, Pernambuco o Bahía, simultáneamente.[54] Las logias y los clubes republicanos, así como las nacientes sociedades protestantes, se oponían tanto al ultramontanismo católico como a la posición moderada y conciliadora de la monarquía liberal. Reivindicaban la separación de la Iglesia y el Estado, la secularización de la sociedad civil, la abolición de la esclavitud y un régimen republicano.[55] Una reconstrucción minuciosa de la estructura de las sociedades protestantes brasileñas de los años setenta del siglo XIX, pondría de manifiesto, sin duda, que su base social era semejante a la de las logias republicanas, pues en ambos tipos de asociación militaban liberales y republicanos, y las primeras reuniones protestantes a menudo se celebraron en templos masónicos.[56] En México, en esa misma época,[57] o sea a partir del triunfo de los liberales radicales sobre los conservadores en enero de 1861 y hasta el final del mandato presidencial de Benito Juárez en 1872, surgieron movimientos de disidencia religiosa liberal y anticatólica. Con el objeto de crear una Iglesia católica sometida al Estado liberal, Juárez ordenó a su ministro del Interior, Melchor Ocampo (1820-1861), que no escatimara esfuerzos para fomentar un cisma católico de proporciones nacionales (febrero de 1861). La intervención militar francesa (1862-1867) puso fin a una intentona que había recibido una aceptación muy limitada por una fracción ínfima del clero partidario de la Constitución. Cuando Juárez volvió al poder en 1867, una nueva intentona, con la misma finalidad, no fue recibida con mayor entusiasmo. Una Iglesia de Jesús, “católica pero no romana”, quiso llevar adelante lo que había frustrado la intervención francesa. A la vez, en un ambiente de liberalismo exacerbado por la continua oposición de la Iglesia católica a las reformas liberales, comenzaron a aparecer numerosas sociedades religiosas independientes, conforme al modelo de las logias y promovidas por los liberales, quienes a

menudo no deseaban ningún tipo de injerencia clerical, así fuese reformista, en las nuevas sociedades religiosas. Entre 1867 y 1872, unas cincuenta congregaciones religiosas no católicas se fundaron en la capital y en poblados de las cercanías, así como en el vecino Estado de México, en la región de Zacatecas, al norte; en el puerto de Veracruz, al oriente; e incluso cerca de la frontera con Estados Unidos, en la ciudad de Monterrey y sus aledaños. Era un movimiento religioso heterogéneo, la mayor parte de cuyos dirigentes eran antiguos clérigos católicos, artesanos liberales radicales u oficiales del ejército liberal que acababan de deponer las armas. Este movimiento prosperó entre los obreros de las fábricas de hilados y tejidos próximas a la capital o entre los trabajadores de las minas de Pachuca (estado de Hidalgo), y de Zacatecas. En esa misma época se fundaron los primeros círculos obreros mutualistas, a menudo inspirados en un socialismo utópico-cristiano. Lejos de ser exclusivamente de tipo urbano y obrero, el movimiento encontró eco en el medio rural, en regiones de intensa agitación política, vinculada con el efecto de la modernización y con las amenazas de expansión de las haciendas a expensas de las tierras de las comunidades de pueblos y aldeas. Así, en la región de Chalco, Estado de México, donde acababa de nacer un movimiento de rebelión agraria influido por el socialista protestante Plotino C. Rhodakanaty, las congregaciones disidentes dirigidas a menudo por ex oficiales del ejército liberal, en 1869, aparecieron en seguida prolongando la agitación. Ésta llegó al pueblo de Tizayuca, estado de Hidalgo, que desde 1870 tenía conflictos con la vecina hacienda de San Javier. En este vivero asociativo, religioso, liberal-radical, próximo a las logias, los misioneros protestantes norteamericanos, que comenzaron a llegar a partir de 1872, encontraron los primeros cuadros de las futuras sociedades presbiterianas, metodistas y congregacionalistas: antiguos sacerdotes como Agustín Palacios (1846-1889) o el liberal cubano exiliado Emilio Fuentes y Betancourt (1841-1909); o exaltados anticatólicos como el artesano Juan Amador (1817-1876), zacatecano, autor de varios folletos violentamente antipapistas; o dirigentes de movimientos agrarios como el abogado Francisco Islas, defensor de los pueblos de la región de Tizayuca, Hidalgo, activo promotor de las sociedades metodistas; o ex oficiales del ejército liberal, francmasones, como Sóstenes Juárez. Pronto se unieron a estos últimos, artesanos o dirigentes obreros, quienes encontraron en la dirección de movimientos religiosos disidentes un camino para ascender socialmente y una manera de ampliar la lucha ideológica contra los intereses, asociados entre sí, de los patrones y de la Iglesia. Un buen número de pastores de la primera generación fundó sociedades mutualistas en el marco de un movimiento obrero en formación. En forma significativa, uno de los principales intelectuales del movimiento obrero, el socialista cristiano Rodhakanaty fue, a la vez, fundador de sociedades mutualistas como “La Social”, en la ciudad de México (1872), profesor de griego en el seminario teológico de la Iglesia de Jesús, cismática, desde 1871, y defensor de las ideas religiosas protestantes en el periódico de esta sociedad religiosa, La Verdad (1878-1880). El régimen liberal de Sebastián Lerdo de Tejada (1872-1876), prolongó e incluso amplió la política anticatólica de la reforma liberal con las Leyes de Reforma de 1859 (conjunto de decretos anticatólicos y secularizadores) incorporadas a la Constitución (1873); las órdenes religiosas expulsadas del país, como las Hermanas de la Caridad y los jesuitas (1873); los

bienes del clero vendidos al mejor postor, y medidas anticlericales aplicadas con todo rigor. Es en este contexto que las sociedades protestantes creadas sólo a partir de 1872 continuaron la labor de las sociedades religiosas disidentes anteriores. Al mismo tiempo, los círculos espiritistas se desarrollaron; a partir de 1867 proliferaron las sociedades mutualistas en el seno de un proletariado de reciente formación; y las logias, con nuevos ímpetus, integraron un frente asociativo en expansión, liberal y anticatólico. Al igual que sus colegas brasileños, los intelectuales liberales mexicanos apoyaron la difusión de la disidencia religiosa, primero, y del protestantismo luego. Por ejemplo, Ignacio M. Altamirano (1834-1893), renombrado escritor y periodista liberal, de origen indio, defendió con vigor en 1871 en El Monitor Republicano las nacientes congregaciones disidentes, denunciando las persecuciones que sufrían por parte del clero y de los conservadores. Asimismo, su colega, liberal y espiritista, José María Vigil (1829-1909), encomiaba, en 1875, la difusión del protestantismo que, según él, permitiría que “terminara una crisis harto peligrosa debida a la oposición entre una sociedad retrógrada y monárquica en la Iglesia, progresista y liberal en la plaza pública”. El protestantismo, en su concepto, permitía reconciliar el liberalismo y la religión, “porque en el siglo XIX, ni el culto a Huitzilopochtli, ni el cristianismo semiarábigo de Felipe II pueden satisfacer las necesidades morales de un pueblo republicano que aspira a ocupar un lugar en la moderna civilización”.[58]

Un fenómeno generalizado Los estudios sobre los principios de los protestantismos brasileños y mexicanos, permiten establecer su origen liberal radical y sus vinculas intrínsecos con las sociedades liberales. En otras partes ocurrió lo mismo, pero sólo podemos reconstruir algunos elementos del cuadro porque casi no existen trabajos sobre el tema, exceptuando una hagiografía protestante bastante inconexa. Señalaremos solamente el caso argentino, el cubano, el colombiano y el chileno. En Argentina, el protestantismo autóctono surgió durante los gobiernos de la “construcción nacional” (1853-1880), entre otros, el de Faustino Sarmiento (1811-1888), de 1868 a 1874. Sarmiento, uno de los grandes intelectuales liberales del país, autor del ensayo Facundo (1845), acerca de lo que él denominaba “la lucha de la civilización contra la barbarie”, compartía un punto de vista similar al de sus colegas liberales mexicanos en cuanto al papel del protestantismo. Apoyó la difusión de las sociedades protestantes, estuvo presente en sus sesiones y escogió maestros de escuela en sus filas. Las primeras sociedades metodistas se fundaron en los barrios obreros de Buenos Aires, siguiendo un curso paralelo al del liberalismo y al de las primeras sociedades mutualistas.[59] También en Cuba, una de las últimas colonias españolas, intelectuales liberales como el antiguo sacerdote Fuentes y Betancourt, discípulo del krausista Francisco Giner de los Ríos en el Instituto de libre enseñanza de Madrid, y el poeta Tristán de Jesús Medina se convirtieron al metodismo. Lucharon por la independencia de la isla y la abolición de la esclavitud. Buscaron un fundamento religioso en el liberalismo,[60] inspirados en las ideas de Emilio Castelar (1832-1899), liberal, espiritista, antiesclavista y jefe del Partido Republicano español, quien influyó mucho en los liberales latinoamericanos en los años setenta del siglo XIX. Incluso en

España, en las revueltas que precedieron a la “gloriosa revolución” republicana de 1868, se aliaron protestantes, anarquistas y liberales, particularmente en Loja (Andalucía).[61] Estimulados por el advenimiento de la república en la metrópoli, los cubanos partidarios de la independencia se lanzaron a la guerra. Durante la “guerra de diez años” (1868-1878), buen número de ellos tuvo que huir de la represión de un poder colonial que sin embargo había adoptado el republicanismo. Clubes republicanos, sociedades mutualistas y congregaciones protestantes surgieron entre los refugiados liberales y los obreros cubanos de la industria del tabaco, lo mismo en Florida (Tampa y Cayo Hueso) que en Nueva York, y sirvieron de medio de difusión de las ideas independentistas, a tal grado que los liberales cubanos decidieron fundarlas también en la isla, después de la Paz de Zanjón (1878), con la que se inició una política de relativa tolerancia gracias a la Constitución liberal española de 1876. Entre los fundadores de las sociedades presbiterianas, metodistas y bautistas había oficiales de los ejércitos liberales, como el subteniente y pastor presbiteriano Evaristo Collazo. Otros pastores, entre ellos el metodista Pedro Sommeillan (en Cayo Hueso, Florida), Alberto J. Díaz, bautista, y Pedro Duarte, episcopaliano, fueron miembros activos del “partido liberal”, y para sostener la lucha en favor de la independencia colectaron fondos y transformaron sus púlpitos en tribunas liberales, como lo hace ver Marcos A. Ramos en una de las primeras publicaciones de importancia sobre el tema.[62] Duarte lo mismo fundó congregaciones episcopalianas y logias (Caballeros de la Luz), primero en Cayo Hueso, Florida, y después en Matanzas, Cuba. Estas estructuras liberales y autonomistas estaban integradas por las logias, los círculos espiritistas y las sociedades protestantes. A todas ellas las vigilaba muy de cerca la autoridad colonial española.[63] Desde el 24 de febrero de 1895, al principio de la guerra de Independencia, la mayor parte de los pastores o fueron detenidos o se incorporaron al ejército de liberación. Entre los tres principales contactos, en la isla, del dirigente e intelectual de la independencia José Martí (1853-1895) se contaba el pastor Duarte. La congregación protestante de Matanzas servía de punto de reunión clandestina del Partido Revolucionario Cubano, fundado por Martí en 1892, en Nueva York. En 1896 las autoridades coloniales arrestaron a Duarte, quien se salvó de la pena de muerte gracias a su doble nacionalidad, norteamericana y cubana. Este nexo, y la afinidad entre cierto tipo de liberalismo y las asociaciones protestantes, fueron a veces utilizados por los gobiernos liberales para reforzar las bases de su poder. Así, en Colombia, el presidente Tomás Cipriano de Mosquera deseaba que “vengan más misioneros presbiterianos” para fundar más templos y escuelas. Esto lo expresó en una carta a William McLaren, dirigente de la sociedad misional norteamericana, por intermediación de un magistrado de la Suprema Corte de Justicia, y confirmó que estaba decidido a poner a disposición de esa empresa diversas propiedades que habían pertenecido a la Iglesia católica. Asimismo, el presidente de Guatemala, José Rufino Barrios, en el poder de 1873 a 1885, propuso personalmente a los presbiterianos, con ocasión de un viaje a Nueva York, que fueran a su país para apoyar su política liberal y anticatólica.[64] En México, algunos militares, pertenecientes al triunfador “partido liberal”, invitaron a las sociedades misionales protestantes a instalarse en las zonas que tenían a su cargo. En el estado de Tabasco, por ejemplo, a petición del coronel Gregorio Méndez Magaña, en 1884, los presbiterianos enviaron pastores mexicanos, liberales y francmasones. En la sierra norte de

Puebla, desde los años setenta del siglo XIX generales liberales de extracción indígena invitaron a los metodistas y a la sociedad lancasteriana. Por último, en Chile, en 1847, los liberales radicales de Valparaíso ofrecieron el local de la imprenta de su periódico, El Mercurio, para que se celebrara el primer culto público protestante, “primer signo concreto de la simpatía táctica de los liberales y de los francmasones por el protestantismo”.[65] En Valparaíso, a partir de 1845, las actividades de David Trumbull, misionero y francmasón, coincidieron con la fundación de varias logias: la francesa (Étoile du Pacifique, 1850), la anglosajona (Bethesda, 1850) y la chilena (Unión Fraternal, 1853). También coincidieron con la agitación de los “girondinos chilenos”, quienes fundaron en Santiago el Club de la Reforma (1849) y la Sociedad de la Igualdad (1850).[66] Estos datos dispersos y los trabajos sistemáticos de que disponemos, permiten llegar a esta primera e importante conclusión sobre los orígenes del protestantismo en América Latina. A pesar de los lugares comunes repetidos a diestro y siniestro, la irrupción de las sociedades protestantes en Latinoamérica, en una época de graves confrontaciones entre el Estado liberal y la Iglesia católica, no provino de una invasión o de una conspiración de origen exógeno. Esas sociedades surgieron de un movimiento social, de la fiebre asociativa que animaba a las minorías liberales radicales y del anticatolicismo militante de estas últimas. Más aún, solicitaron su presencia los liberales en el poder, dentro de una corriente táctica que buscaba el debilitamiento de la Iglesia católica. En ambos casos, las propias demandas de los sectores liberales radicales explican la irrupción protestante y la propagación de sus sociedades. Nada de ello debe atribuirse exclusivamente a la voluntad misionera de las sociedades protestantes norteamericanas o inglesas. Fueron de tres tipos las solicitudes que se fueron presentando: en primer lugar, las de las asociaciones religiosas liberales, anteriores a la llegada de los misioneros; a continuación, las de los dirigentes políticos liberales, o de intelectuales que en esta forma pensaban conseguir aliados y reforzar un frente minoritario contra la Iglesia católica y los conservadores; por último, las de un clero católico liberal, que, no encontrando solución en una Iglesia definitivamente cerrada al liberalismo católico a partir del Syllabus (1864), y sin poder sostener los cismas católicos nacionales, vieron en el protestantismo un medio de continuar la lucha teológica y la acción reformadora. Comprender esta articulación orgánica de las sociedades protestantes y del asociacionismo radical, promotor de una política democrática y secularizante, constituye un punto de partida necesario para poder distinguir lo autóctono y lo importado en el protestantismo latinoamericano. Cuando llegaron los misioneros norteamericanos no encontraron una tierra estéril o virgen. Por lo contrario, el terreno ya había sido laborado y preparado por las minorías liberales, en busca de una respuesta religiosa que permitiera conciliar su subjetividad religiosa y su liberalismo político anticatólico. No iban a abandonar este terreno a los misioneros protestantes. Por lo contrario, procuraron aprovechar los medios que las sociedades misioneras pusieron a su disposición, con el fin de llevar adelante su lucha política y religiosa. Por eso, en cuanto al contenido, se trata más bien de un protestantismo liberal latinoamericano que poco a poco fue tomando forma, que de la reproducción de sociedades protestantes exógenas, de las cuales sólo se impuso el modelo organizativo. A final de cuentas, sucedió lo mismo que con otras sociedades de idea latinoamericana. Las logias importaron sus modelos de Inglaterra o de Estados Unidos, pero el contenido de su acción y de

su pensamiento estaba constituido por la política liberal latinoamericana. Las sociedades mutualistas también adoptaron modelos extranjeros, pero el contenido del combate era endógeno. Los círculos espiritistas reproducían la organización y los principios de Alan Kardec, pero no por eso eran simples epígonos de la sociedad espiritista internacional cuya sede estaba en París. Por consiguiente, sin hacer a un lado la aportación misional, conviene precisar sus límites y su influencia. En efecto, la mayor parte de los misioneros norteamericanos llegó con ideas y valores liberales. Su modelo organizativo ofrecía coherencia a los movimientos espontáneos y heterogéneos del liberalismo religioso latinoamericano de los primeros tiempos. Sus escuelas respondían a un auténtico anhelo de los sectores liberales en lo relativo a la educación primaria y a la superior. Ahora bien, cuando arribaron, se emprendieron negociaciones. Los cuadros religiosos liberales latinoamericanos les ofrecieron su red política y asociativa. Los misioneros, a su vez, proporcionaron medios económicos para sostener las asociaciones, una prensa combativa y escuelas. Al adoptar las formas del protestantismo anglosajón, los dirigentes protestantes latinoamericanos no renunciaron a sus principios ni a sus conceptos políticos liberales y radicales. Los símbolos liberales nacionales, siempre conservados en las prácticas de los protestantismos latinoamericanos, pueden servir para apreciar la distancia que separaba el contenido teológico del modelo importado y las prácticas de las asociaciones protestantes latinoamericanas. De manera significativa, en lugar de Lutero, Calvino o Wesley, se dio el nombre de los héroes liberales de la lucha contra la Iglesia y los conservadores a las escuelas primarias protestantes y a la par con cultos fueron ceremonias cívico-religiosas liberales que se celebraban en los templos. Junto con esas sociedades protestantes nació una religión cívico-liberal. Esto explica su dinamismo en el seno de la sociedad civil, pero también su influjo circunscrito a las minorías liberales.

DIFUSIÓN DE LAS SOCIEDADES PROTESTANTES El fenómeno asociativo liberal sirvió de base a las futuras sociedades protestantes, pero no por eso se hicieron protestantes todas las disidencias religiosas liberales. Por otra parte, a juzgar por el contexto mexicano, casi siempre a los liberales religiosos interesaron más los vínculos con las sociedades misioneras norteamericanas o inglesas que los nexos con el espiritismo, pongamos por caso. Por tanto, esta estrategia fue uno de los pocos medios de asegurar la continuidad de los movimientos religiosos disidentes, aun cuando a veces las relaciones hayan sido tensas. En Brasil, por ejemplo, Miguel Vieira Ferreira, nombrado pastor presbiteriano en 1874, fue expulsado de la Iglesia presbiteriana cinco años después porque su espiritualidad no era ajena al espiritismo.[67] Inmediatamente, en 1879, fundó una sociedad protestante independiente, la Iglesia evangélica brasileña. En México, La Iglesia de Jesús, que databa de 1867, se unió en 1879 a la sociedad misionera de la Iglesia episcopaliana norteamericana. A su vez, Agustín Palacios, ex sacerdote, intentó mantener entre 1872 y 1879 un movimiento religioso independiente de las sociedades misionales, pero acabó incorporando sus congregaciones al metodismo. Persistieron y reaparecieron las opciones

nacionalistas e independientes. En 1897 surgió una Iglesia evangélica mexicana, con el apoyo del obispo católico cismático Manuel Sánchez Camacho, separado de la Iglesia católica por negar la “existencia” de la Virgen de Guadalupe, recientemente proclamada patrona de México (1895). Con todo, las iniciativas de este tipo tuvieron una existencia efímera y un influjo limitado. La mayor parte de las sociedades religiosas liberales prefirió relacionarse con las sociedades misioneras extranjeras, en las cuales encontrarían medios económicos para continuar sus actividades, junto con útiles modelos de organización.

Las sociedades misioneras En Estados Unidos, durante la primera mitad del siglo XIX, nació un vasto movimiento asociativo en torno de cuestiones humanitarias. Se destacó una serie de sociedades misioneras protestantes creada para evangelizar la frontera oeste, y para llevar a cabo proyectos de evangelización tanto entre pueblos no cristianos como entre poblaciones totalmente católicas. En 1810, la American Board of Commisioners for Foreign Missions (interdenominacional), se fundó en Boston, Massachussets, y algunos años después se fundaron en Filadelfia (1837), la Sociedad Misionera Presbiteriana, y en Nueva York (1839), la Sociedad Misionera Metodista. Las dos últimas no se pusieron de acuerdo en lo concerniente a la esclavitud, por lo que surgieron la Sociedad Misionera Metodista del Sur, en Nashville, Tennessee (1845) y la Sociedad Misionera Presbiteriana del Sur (1861) en Richmond, Virginia. Otras sociedades misioneras, por ejemplo la bautista y la episcopaliana, aparecieron simultáneamente. En palabras del acta constitutiva de la primera sociedad misionera metodista, esas asociaciones “caritativas y religiosas fueron concebidas para difundir los beneficios de la educación y del cristianismo, para promover y sostener escuelas misioneras y misiones cristianas en Estados Unidos, en todo el continente americano y en los países extranjeros”.[68] Para los principios de los años sesenta del siglo XIX, esas sociedades lo mismo se habían establecido en Japón, que en China, África o Europa. En América Latina estaban presentes en algunas ciudades y puertos del sur del continente, particularmente en Buenos Aires, Rosario, Montevideo, Río de Janeiro y Bogotá.[69] A todas las animaba un espíritu competitivo, deseoso de llegar a vastos y fructíferos territorios. A pesar de rivalidades, fricciones tácticas y criterios opuestos sobre la esclavitud, perseguían idénticos objetivos. Ante todo, se proponían el desarrollo de sociedades religiosas que promovieran “la difusión de la Biblia, elevaran la condición moral y material de los pueblos y la educación de las masas, proporcionándoles toda clase de conocimientos útiles y provechosos, tanto humanos como divinos”.[70] Su segundo objetivo consistía en combatir el catolicismo, al que denominaban “papismo”, acusado de fomentar el retraso de los pueblos, de oponerse al progreso y de frenar la democratización de la sociedad impidiendo la educación. Los misioneros enviados por esas asociaciones a América Latina estaban persuadidos de “que la miseria y la tristísima ignorancia del pueblo, eran consecuencia de tres siglos y medio bajo la férula de la Iglesia católica romana”.[71] Más que los grandes principios teológicos, el pragmatismo ético es lo que caracterizó a

este protestantismo norteamericano, unificado por el liberalismo teológico y modelado por los movimientos “revivalistas” de principios del siglo XIX. Su misión no consistía en inculcar ritos o dogmas, sino, ante todo, un estilo de vida moral cuyos principales signos “cristianos” tangibles eran la lectura de la Biblia, la abstención del alcohol y del tabaco, el respeto al descanso dominical, la prohibición de los juegos de azar y la defensa de la monogamia. Esta ética puritana correspondía al lento proceso de formación de nuevos estratos sociales indispensable a una sociedad industrial en expansión, y debía reflejarse en la elevación del nivel de vida individual. Estos propósitos, además de las asociaciones protestantes, también los compartieron las sociedades mutualistas e incluso, posteriormente, el catolicismo social. Ahora bien, las sociedades protestantes predicaban la conversión y la regeneración moral del individuo como medio de alcanzar “una santidad intramundana” y democratizar la sociedad; [72] al contrario del catolicismo que, en América Latina, legitimaba el orden establecido equiparándolo al orden natural. Los misioneros —aún no estudiados sistemáticamente— se habían formado en las grandes escuelas teológicas y normales del norte (Harvard, Princeton y Yale), o en las del sur (Vanderbilt y Richmond), y eran portadores de un protestantismo de civilización, como lo denomina Scott Latourette. Impregnados de la doctrina del “Destino Manifiesto” y considerándose el nuevo pueblo elegido, sentíanse llamados a difundir el fundamento religioso y moral que acababa de convertir a Estados Unidos, a su juicio, en un país poderoso y regenerado. Además de predicar la conversión individual, venían a fundar obras educativas y sociales según el modelo existente en Norteamérica.[73] Convencidos de que poseían las llaves de la modernidad religiosa y económica, eran portadores de modelos asociativos democráticos, mediante la insistencia de sus sociedades religiosas (presbiterianas, metodistas, congregacionalistas, bautistas, episcopalianas, entre otras) en los regímenes eclesiásticos parlamentarios, en las asambleas, sínodos, convenciones y conferencias, que delegaban sus poderes en presidentes y obispos responsables ante sus bases. Por ello, como escribía un misionero recientemente llegado a México, estaban persuadidos de que “el protestantismo era necesario para la consolidación del régimen republicano”.[74] En ese contexto anticlerical, semejante al de las luchas políticas e ideológicas que sacudían a la Europa católica, pretendían situarse del lado del progreso y de la modernidad. Ese protestantismo, condenado por Pío IX en 1864, como primer paso hacia el agnosticismo y el socialismo, buscaba propagar en América Latina las prácticas y los valores religiosos de la modernidad liberal, a los que consideraban inseparables del progreso económico y de la consolidación del liberalismo republicano. Asimismo, el echar raíces en Latinoamérica, los misioneros y sus sociedades transmitían prácticas y valores nuevos, centrados en el individuo como actor religioso y social, lo cual coincidía con las aspiraciones liberales de los sectores sociales latinoamericanos en transición. En una región donde el actor religioso católico era colectivo y garantizaba el orden corporativo, las sociedades misioneras se colocaron necesariamente del lado de las minorías liberales radicales, intransigentes, opuestas a toda componenda con las prácticas y los valores del corporativismo religioso o político. Hasta mediados de los años sesenta del siglo XIX, había sido limitada la presencia en la región de las sociedades misioneras. La inestabilidad política, los regímenes políticos conservadores, la ausencia de garantías constitucionales les habían quitado toda posibilidad

de acción fuera de las minorías anglosajonas. Además, la guerra civil que sacudió a Estados Unidos de 1861 a 1865 contribuyó a frenar la política misionera de las iglesias norteamericanas. Fue necesario esperar a que las luchas políticas internas se resolvieran progresivamente y a que la llegada de los liberales radicales al poder se consolidara en numerosos países del sur del continente, para que las sociedades misioneras estadunidenses se expandieran continuamente durante las tres últimas décadas del siglo XIX. Su interés por América Latina era paralelo a las transformaciones económicas espectaculares que vivió la región gracias a las inversiones europeas y norteamericanas. Durante el último tercio del siglo XIX, la mayor parte de los países pasó de una autarcía basada en la economía rural al desarrollo de una agricultura comercial de exportación (café, banano, caucho, henequén, azúcar, madera). La explotación de las minas se renovó y amplió por el efecto de las nuevas tecnologías. La industria textil progresó muchísimo a medida que surgían nuevos servicios de diversos tipos (bancos, correos, telégrafos…). Todo ello fue posible debido al extraordinario desarrollo de las infraestructuras comerciales y de los transportes. En particular, el ferrocarril se convirtió en símbolo de un movimiento general de modernización dependiente de los capitales extranjeros. Las burguesías y las oligarquías que sirvieron de intermediarios salieron ganando. Las masas campesinas continuaron viviendo en la miseria. Surgió una clase obrera en la precariedad de una relativa prosperidad, marcada por las crisis económicas recurrentes del capitalismo.[75] En ese contexto económico y en el marco de las luchas políticas entre conservadores y liberales, y después entre los liberales en el poder (que gustosamente se autodenominaban liberales conservadores, como los del régimen porfirista en México, 1876-1911) y los liberales radicales, empezaron las sociedades misioneras estadunidenses. Eran unas veinte que pertenecían a las corrientes históricas del protestantismo norteamericano (bautistas, congregacionalistas, episcopalianos, discípulos de Cristo, metodistas, presbiterianos, reformados, entre otros). A estas últimas, hacia finales del siglo, se añadieron algunas sociedades que provenían del “protestantismo de santificación” (holiness movements) nacido de movimientos posteriores a la guerra civil (nazarenos, peregrinos, misiones de fe, adventistas). Su presencia fue más vigorosa en el Cono Sur (Argentina y Chile), en México, América Central y el Caribe que en la región andina. En el Caribe su aparición fue paralela a las intervenciones militares estadunidenses, precediéndolas o acompañándolas. Tal fue el caso de Cuba (seis sociedades entre 1898 y 1905), Puerto Rico (ocho sociedades entre 1890 y 1902) y Santo Domingo. En América Central sus comienzos fueron difíciles. En Guatemala, aun cuando los había llamado el presidente Justo Rufino Barrios, fracasaron los presbiterianos llegados en 1882, y los remplazaron cinco misiones de fe, de 1896 a 1908. Posteriormente regresaron los presbiterianos.[76] En la región andina, por la adopción tardía de la libertad de culto, y también en Uruguay y Paraguay, durante ese periodo contaron muy poco las sociedades misioneras: en Perú, de 1886 a 1916, una sola; en Ecuador, tres; en Colombia, una; en Venezuela, tres; en Bolivia, cuatro; en Paraguay, ninguna; en Uruguay, únicamente los metodistas. En cuanto a las sociedades misioneras europeas, casi no existieron en América Latina a finales del siglo XIX ni durante las primeras décadas del siglo XX. La conferencia misionera

mundial reunida en Edimburgo, Escocia (1910), reiteró la posición de las iglesias protestantes europeas, las cuales consideraban a América Latina como una tierra ya cristianizada, y por tanto, ajena a sus objetivos. La sociedades misioneras europeas sólo sostuvieron las actividades de las iglesias integradas por residentes extranjeros o por inmigrantes de la misma nacionalidad que las iglesias. Únicamente la Iglesia de Inglaterra fundó dos nuevas diócesis, la de las Malvinas (Falkland) en 1895, y poco después la de Argentina y América del Sur. Una sola sociedad misionera inglesa, vinculada con la corriente de los Hermanos (Brethren) no aceptó las decisiones adoptadas en Edimburgo y realizó algunas actividades en los años noventa del siglo pasado, en México y en Perú. En las colonias británicas de las Antillas, las sociedades misioneras estadunidenses superaron incluso a las inglesas en algunos casos (Guayana británica, Jamaica, Islas Vírgenes), pero en otras partes su actividad fue bastante menor. Esta geografía de las sociedades misioneras en Latinoamérica es sólo un aspecto, restringido, de la geografía protestante. Antes de entrar sistemáticamente en la geografía de la difusión del protestantismo latinoamericano, cuya dinámica fue condicionada por los espacios liberales receptivos a las ideas y a las prácticas protestantes, detengámonos unos momentos en el portador de los modelos organizativos protestantes —en el misionero.[77]

El misionero El agente propagador de los modelos protestantes en América Latina, ante todo el misionero norteamericano, hasta la fecha no ha sido estudiado de manera sistemática, exceptuando algunas biografías anecdóticas o hagiográficas o alguna obra de consulta acerca de este actor religioso, colocado en los orígenes de las sociedades protestantes.[78] Sin embargo, una historia social de este agente y del papel que ha desempeñado es indispensable para apreciar su verdadero efecto, aún sobreestimado, porque no se ha tomado en cuenta la preexistencia de movimientos asociativos religiosos liberales, con los cuales entró en contacto e incluso entabló negociaciones. Su papel específico adquiere una dimensión más próxima a la realidad, si se tiene en cuenta la geografía de las congregaciones protestantes rurales nacidas no tanto de su influencia, como de los agentes liberales latinoamericanos.[79] Por otra parte, habrá que esperar a las investigaciones globales, a niveles nacionales, sobre el conjunto de los cuadros dirigentes de las sociedades protestantes, para poder medir la relatividad de la influencia del misionero, empero importante en la transmisión de modelos organizativos importados, y en la presentación, en su país de origen, de la realidad latinoamericana. Por el momento, sólo algunas generalidades permiten considerar la figura del misionero, ante todo la del misionero estadunidense. El enviado de las sociedades misioneras que llegaba a América Latina podía ser un pastor, un médico, un enfermero, un maestro de escuela o también, a menudo, una misionera, una enfermera o una institutriz. Excepto en las escuelas para mujeres, donde las profesoras ocupaban puestos directivos, los hombres administraban las sociedades protestantes. Por lo general tenían educación universitaria cuando provenían del norte de Estados Unidos; el nivel cultural de los del sur a menudo era inferior. Podría calificarse al misionero de entusiasta de

clase media, frecuentemente proveniente de un medio rural, motivado por las campañas del evangelista Dwight L. Moody (1837-1899) y por el movimiento estudiantil cristiano dirigido por John R. Mott (1865-1955), quien se proponía “conducir el mundo a Cristo en esta misma generación”.[80] Llegaba a Latinoamérica convencido de que participaba en una cruzada cuyo objetivo se relacionaba con los cimientos de la civilización norteamericana, capitalista y cristiana, de la que él debía transmitir lo mejor. Percibía que la orientación de sus actos continuaba la lucha que acababa de librarse por la cristianización del oeste norteamericano, y que la prolongaba en un continente que también debía pasar de la barbarie a la civilización. Esta reforma, de la cual él era agente transmisor, se fundaba en la Biblia y en el Evangelio, traicionados y negados a los indios, según él, por la Iglesia católica. En palabras del misionero presbiteriano Hubert W. Brown, “en ese continente, sus enemigos eran los paganos y los papistas; los patriotas liberales sus aliados”.[81] Estos últimos, según otro misionero, habían copiado nuestras instituciones, nuestras leyes, nuestros métodos políticos, habían introducido nuestro sistema escolar e importado nuestros maestros de escuela para que trabajaran con ellos, habían estudiado todos los aspectos de nuestro tipo de vida… pero, al contrario de Estados Unidos, no poseían ni el Evangelio ni el poder moral que lo acompaña.[82]

Por ello, el misionero se consideraba depositario de la lección objetiva encarnada en los logros económicos norteamericanos, y, con optimismo, partía de este principio: “el hombre y Dios deben trabajar juntos en la construcción de un mundo decente; el hombre, con la ayuda de Dios, puede cambiar cualquier situación, por mala que sea”.[83] Además de reformador moral y religioso, el misionero llegaba a ser, porque conocía el medio, fuente de información económica y política. En sus escritos no vacilaba en establecer nexos entre las más recientes estadísticas sobre cuestiones económicas y el efecto en la región de una economía capitalista en ascenso. Estos datos siempre iban acompañados de observaciones sobre los cambios culturales que estaban teniendo lugar, sobre la receptividad en cuanto al idioma inglés y a la educación, sobre “la reacción mental que provoca la nueva industrialización”.[84] En estos análisis había también críticas sobre los grandes capitales estadunidenses, sobre “esos capitalistas que, por lo general, han puesto los ojos en las minas de oro y plata, en las plantaciones del árbol del caucho, de los naranjos, del henequén…, quienes para lograr su objetivos están dispuestos a pisotear las más elevadas virtudes” de lo mejor del pueblo norteamericano… “No son imagen del cristianismo norteamericano… muchos llevan una vida moralmente vergonzosa, y practican reglas comerciales que harían enrojecer de vergüenza a cualquiera” de nuestros compatriotas.[85] A pesar de estas ovejas sarnosas que amenazaban la moralización del proceso del desarrollo, el misionero estaba persuadido de que lograría “cristianizar”, término que empleaba a menudo, el orden económico y social latinoamericano. De ahí provenía la tercera característica de su proyecto, la que lo convertía en expositor de los fundamentos teológicos del nuevo orden social, fruto de un pacto entre Dios y los hombres. Debía ir a América Latina, como ya había ido a la frontera del oeste norteamericano, donde el protestantismo se había propuesto cristianizar las relaciones sociales. La tarea misionera por excelencia consistía en transmitir a los que consideraba sus “hermanos menores” de América Latina, la experiencia

espiritual y material de aquella frontera oeste. Se consideraba portador del “destino manifiesto”, cuyo éxito se palpaba en el “milagro norteamericano”. El Evangelio, como fundamento del destino manifiesto, también sacaría, a su juicio, a los latinoamericanos de las tinieblas del oscurantismo católico para conducirlos a las luces del progreso. Como escribía uno de los misioneros, tenían la certeza de que el “Dios que los evangelizó antes los había hecho dinámicos, les había permitido multiplicarse, los había bendecido más que a cualquier otro pueblo concediéndoles el acero, el vapor, la luz eléctrica; estaban persuadidos de que los habían enviado para que fuesen la vanguardia de la humanidad”, y de que ese mismo Dios ofrecía a los latinoamericanos “la posibilidad de aceptar el Evangelio y de recobrar sus antiguos derechos”.[86] Como reformador, informador y embajador, el misionero llamaba a la “regeneración espiritual” una región donde, según él, “hasta poco antes, no había ni Biblia, ni misiones, ni luz capaz de penetrar o perturbar ese reino de ignorancia y pecado”.[87] Por ello, debía clavar la cultura “pagana” y católica en la cruz de sus fracasos y de su oscurantismo, lo que, decíase el misionero aparecía objetivamente en el retraso económico, político e ideológico. El cristianismo protestante que proponía debía, por consiguiente, mostrarse decidido a la “conquista del mundo entero para Cristo”.[88] Esta nueva conquista espiritual, a sus ojos, acompañaba, naturalmente, a la expansión del comercio internacional, como dijo Richard S. Storrs en su discurso inaugural de la asamblea general de la American Board of Commissioners for Foreign Missions, de la cual era presidente: comercio y Evangelio han de progresar en mutua armonía, teniendo en cuenta su finalidad cósmica que abarca toda la tierra… Esto no quiere decir que nuestros misioneros salgan para cumplir ese fin, sino que vayan adonde vayan para hacer sentir sus enseñanzas, deben ver allí un camino abierto a la expansión comercial.[89]

Los trastornos provocados por la economía de mercado favorecieron la difusión del protestantismo en la medida en que suscitaban nuevos actores sociales abiertos a las ideologías exógenas. Sin embargo, no fueron los sectores económicos dirigentes los que adoptaron el protestantismo. Como lo revela el estudio a fondo de la geografía de la difusión en el caso de México, sólo los sectores sociales en etapa de transición (ni indios, ni peones de hacienda, ni oligarcas) se mostraron receptivos frente a las nuevas formas de asociación, en la medida en que ofrecían una modernidad religiosa afín a sus aspiraciones económicas y políticamente liberales.

La expansión geográfica de las sociedades protestantes: El caso de México Hasta hoy, exceptuando las investigaciones realizadas sobre los protestantismos mexicanos, las monografías sobre los protestantismos latinoamericanos no han considerado la geografía de su difusión. Sin embargo, la información disponible permitiendo medir el alcance de dispersión o de concentración de las congregaciones protestantes, a nivel nacional, sería de mucha ayuda para explicar su origen y para investigar las causas endógenas de su desarrollo.

En efecto, al cruzar las observaciones sobre la concentración regional de asociaciones protestantes, junto con las variables de tipo económico o político, es posible, como ya ocurrió en el caso del contexto mexicano, lograr un progreso cualitativo en la explicación del surgimiento del fenómeno asociativo protestante.[90] Así, considerando un segmento integrado por las congregaciones rurales y urbanas de cinco de las principales sociedades misionales norteamericanas presentes en México entre 1872 y 1910, se comprueba una progresión fruto de condiciones objetivas, no sólo de fortuitos contactos personales.[91] El movimiento protestante se implantó y desarrolló en México en regiones pioneras, esencialmente rurales, a menudo alejadas de los centros de poder regionales, con una economía agroexportadora en expansión. En esas regiones, marcadas también por una tradición política liberal radical, el protestantismo reforzó reivindicaciones que buscaban la autonomía, precisamente en el momento en que el Estado oligárquico de Porfirio Díaz instauraba un proceso centralizador que destruía las libertades locales o regionales. Entre esos espacios propicios para la difusión del protestantismo, conviene mencionar el municipio de Chalco, en el centro el país, en los confines del Estado de México, donde se mezclaban los ranchos y la naciente industria textil, al contrario del resto de ese estado, cubierto de haciendas; el municipio de Zitácuaro, en los límites del estado de Michoacán; las Huastecas, regiones montañosas alejadas de los centros políticos de los estados de Hidalgo y San Luis Potosí; la sierra norte de Puebla, tradicionalmente opuesta a la meseta controlada por la capital del mismo estado. Todas esas regiones se caracterizaban por el predominio de la pequeña propiedad y por una agricultura tropical de exportación. En el centro sur del vecino estado de Tlaxcala, las congregaciones metodistas prosperaron en el conjunto de fábricas de hilados y tejidos, instaladas en un medio rural de pequeñas y medianas propiedades. En cambio, en el norte de ese mismo estado, donde predominaban los latifundios productores de pulque (bebida alcohólica proveniente del maguey) y de trigo, y donde gran parte de la población estaba constituida por los peones que proporcionaban mano de obra semiservil, no existían las asociaciones protestantes. Concentraciones parecidas de congregaciones protestantes, se reprodujeron en el sudeste de México, particularmente al sur del estado de Veracruz y en la Chontalpa tabasqueña, regiones exportadoras de cítricos, y opositoras de los centros políticos de sus respectivos estados. Por último, en el noroeste del país hubo concentraciones de ese tipo en ambas faldas de la Sierra Madre Occidental, región de minas y de pequeñas propiedades rurales, como la del municipio de Guerrero, en el estado de Chihuahua, con tradiciones de autonomía comunal, de rebelión contra el fisco y de un liberalismo exacerbado, opositor de la capital del estado, en manos de una oligarquía de latifundistas e industriales. En el noreste, la región pionera de La Laguna, en los límites de los estados de Chihuahua y Durango, vio surgir congregaciones presbiterianas en el seno de nuevas poblaciones constituidas por antiguos soldados de los ejércitos liberales, convertidos en rancheros (pequeños propietarios) productores de algodón, gracias a la redistribución de la tierra emprendida por Benito Juárez en los años sesenta del siglo pasado. El protestantismo fue, también, un fenómeno urbano que prosperó entre los empleados de los servicios y los obreros de los barrios nuevos. Algunas villas o poblaciones nuevas

crecieron pronto, como Torreón, en Coahuila, fundada en 1883, que tuvo 15 mil habitantes al cabo de 10 años, y cinco templos protestantes. Por lo contrario, el centro-oeste del país, el Bajío de economía tradicional basada en las grandes y medianas propiedades, de firme estructura institucional católica, se mostró refractaria al protestantismo. En cada una de las regiones mencionadas, había entre 10 y 30 congregaciones protestantes, a menudo con una escuela primaria contigua al templo rústico. Estas redes asociativas y escolares tenían nexos con las congregaciones y las escuelas protestantes secundarias, normales y superiores urbanas, que frecuentemente recibían a emigrantes de las congregaciones rurales. Los hijos de los campesinos, de los jornaleros agrícolas, de los obreros de las fábricas de hilados o de las minas, frecuentaban esos institutos escolares, y llegaban así para los mejores a ser maestros de escuela o empleados en las burocracias urbanas. Esta articulación entre lo rural y lo urbano fue una característica de las estructuras protestantes, las cuales, si bien se beneficiaron de la infraestructura misionera urbana, no abandonaron la conciencia liberal, rural, anticatólica, antilatifundista y antioligárquica. Así, reconstruyendo la geografía de la difusión de las sociedades protestantes, sale a la luz un perfil específico de la composición social de los protestantismos mexicanos: se trataba de sectores sociales en transición, cuyos intereses religiosos disidentes coincidían con las reivindicaciones de autonomía regional y de una cultura política liberal, característica de los medios rurales en vías de modernización y de los nuevos sectores urbanos. Si bien estos últimos, al parecer, recibían los beneficios de la modernización económica, impulsada por un Estado oligárquico, su condición no dejaba de ser precaria, en el mejor de los casos, a merced de las crisis recurrentes de una economía dependiente de la exportación. Estos sectores sociales, atraídos por asociaciones religiosas nuevas, desarrollaron una visión crítica de un sistema político antidemocrático. Sobre todo rechazaron en nombre de un liberalismo exacerbado, la conciliación de intereses con una Iglesia católica que permitía a la oligarquía porfirista asegurar la continuidad de una dictadura, y mantenía a la mayor parte de las poblaciones rurales en condiciones de marginación económica y política. La ausencia casi total de congregaciones protestantes en zonas cubiertas por las haciendas de producción autárcica o dedicadas a los mercados regionales, así como en las comunidades indígenas o en los pueblos (aldeas tradicionales en donde la propiedad de la tierra era colectiva), no influidos por la modernización, revela la existencia de un protestantismo anticorporativo, desechado por los grandes propietarios o por los jefes naturales (caciques), porque amenazaba el poder y los derechos tradicionales. Asimismo, la presencia de las congregaciones protestantes en las proximidades de las fábricas de hilados y tejidos, de las minas o cerca de las vías férreas, debe relacionarse con la formación de una clase obrera en busca de una cultura religiosa moderna y de nexos de solidaridad asociativa, capaz de ofrecer servicios escolares y religiosos a poblaciones que emigraban constantemente de centro en centro de trabajo. Las opciones por una religión disidente también estaban relacionadas con la defensa de las autonomías regionales. En particular, la oposición desde la Independencia, entre los distritos liberales “de indios” y los centros político-administrativos en manos de los criollos (a menudo considerados “españoles” por las comunidades rurales), explica la adopción del protestantismo en Zitácuaro o del metodismo en la Sierra del norte del estado de Puebla. No

es de extrañar que, en esos casos, se hayan añadido vínculos militares a las relaciones de parentesco para facilitar la afiliación a las nuevas asociaciones. En esos distritos y en el de Chalco, las primeras congregaciones las fundaron antiguos oficiales liberales que regresaban a su tierra. A estos militares se les consideraba “indios”, contraponiéndolos a los “españoles” de los centros urbanos, aunque ya no participasen de las estructuras étnicas. Según afirmaciones del pedagogo mexicano Justo Sierra Méndez (1848-1912), Benito Juárez habría deseado que el protestantismo se extendiera en México para que los indios aprendieran a leer, en vez de pasar el tiempo encendiendo cirios. En esa misma época, algunos sectores sociales mestizos, los más dinámicos entre los salidos de remotas zonas rurales, optaron por el protestantismo, pues en él hallaron un medio para educarse y para que sus hijos se instruyeran. No fueron los misioneros extranjeros quienes difundieron el protestantismo en esas zonas rurales, sino los pastores mexicanos, quienes eran a la vez activos liberales (a menudo francmasones). Estos últimos con frecuencia aprovecharon sus contactos regionales y los nexos formados sobre todo cuando luchaban en las filas liberales, para difundir modelos asociativos protestantes, fortalecidos por las reivindicaciones liberales radicales. El protestantismo, vinculado con la modernidad liberal y con el capitalismo, parecía ser el motor del progreso en sentido democrático y educativo, opuesto tanto a las ideas positivistas como a las de los movimientos anarquistas o anarcosindicalistas de principios del siglo XX.[92] Se constituyó una cultura cívico-religiosa liberal, con raíces en la historia nacional, que se adelantó a las ideas teológicas traídas por los misioneros. Aunque la prensa protestante expuso claramente los más importantes principios del protestantismo, fueron más bien las grandes aspiraciones hacia el progreso y a la educación manifestadas por los más dinámicos de esos sectores rurales, que explican una adhesión más organizativa que intelectual. El protestantismo fue esencialmente un medio para crear, en ciertas regiones, redes asociativas, portadoras de una protesta liberal de contenido religioso y político a la vez.

Unas geografías liberales similares Los resultados obtenidos mediante el estudio minucioso de la difusión de las sociedades protestantes en México entre 1872 y 1910, podrían también observarse, en la misma época, en otros países de América Latina, en los cuales el origen de las sociedades protestantes también estuvo vinculado con la preexistencia de una cultura política liberal. Tentativas (Alba, 1991) para reconstruir la historia urbana del protestantismo en la ciudad de Buenos Aires, recalcan el origen social obrero de los que se inclinaban por las nuevas ideas religiosas. En un contexto de inmigración italiana, se encuentran, en los sectores sociales de los inmigrantes, la conjunción de una cultura política inspirada en el liberalismo de Giuseppe Garibaldi y el deseo de aprovechar los servicios educativos que los protestantes organizaban en los barrios populares.[93] Este caso de historia urbana muestra el origen social del protestantismo argentino que, acompañando a la explosión demográfica de la capital, partió del centro progresivamente “aburguesado” y saturado hacia las periferias pauperizadas. Con todo, el estudio limitado de Alba (1991) no permite reconstruir una dinámica social y política similar a la mexicana, porque no integra una comprensión de las interacciones políticas y económicas,

a niveles regionales y nacionales. En Brasil, en cambio, los datos, aún inconexos, permiten reconstruir la lógica de la expansión asociativa protestante a escala regional. Partiendo de datos relacionados con la difusión de las sociedades presbiterianas en la región de São Paulo y en la del sur del estado de Minas Gerais, Gouvea Mendonça, presenta factores económicos y sociales significativos.[94] Subraya que en ese frente pionero en plena expansión, “el progreso del protestantismo, en el marco del cultivo del café, estuvo marcado por un puntillaje de comunidades, rurales casi en su totalidad, y generalmente compuestas de núcleos familiares que se extendían por las aldeas, las comunidades rurales y las granjas en los linderos de las grandes haciendas cafeteras”. Y añade, insistiendo también en la importancia relativa del misionero: “La formación de las comunidades protestantes era ajena a la presencia de agentes oficiales de esa religión.”[95] Las observaciones de Gouvea Mendonça adquieren todo su valor cuando se adicionan a trabajos realizados anteriormente por Emile G. Léonard, en su obra pionera sobre el protestantismo brasileño.[96] Léonard, en efecto, muestra claramente que la base de este protestantismo estaba constituida por la red religiosa heterodoxa tejida por el ex sacerdote José Manuel de Conceição, durante los años anteriores a su incorporación al presbiterianismo (1863). Todas las mallas de esa red se encontraban en el estado de São Paulo: eran comunidades católicas liberales que adoptaron el presbiterianismo. Intervinieron poblaciones pioneras establecidas en la frontera del cultivo del café, como la villa de Brotas, São Paulo, fundada en 1840 por emigrantes provenientes de Minas Gerais que se convirtieron en pequeños productores de café. En las redes familiares presbiterianas abundaban patronímicos como Gouvea, Cerqueira Leite, García y Lima, de personas emparentadas con la familia fundadora de la villa y, por consiguiente, de gran influencia social. En 1874, la congregación presbiteriana de Brotas tenía unos 140 miembros activos provenientes de la cabecera del distrito y de las aldeas vecinas. Entre los miembros había pequeños propietarios (rancheros), inquilinos (“sitiantes”), jornaleros, antiguos esclavos, lo cual refleja una de las características de las sociedades de idea, es decir, la apertura social, muy notable sobre todo si se considera que la esclavitud quedó abolida en 1887. La congregación de Brotas, a partir de 1865, fue el motor de la difusión del presbiterianismo en la región.[97] A través del parentesco y de los contactos políticos y económicos desarrollados en el frente pionero del café, la influencia de los presbiterianos de Brotas se extendió hasta el sur de Minas Gerais (Borda de Mata, 1869, y Santa Ana de Sacupai), y a pueblos del estado de São Paulo como Dois Corregos (1875). Destaca Léonard la homogeneidad social (rancheros y “sitiantes”) de la población que, en esa región, vio con interés el presbiterianismo y su sistema escolar. Durante los tres últimos decenios del siglo XIX, el estado de São Paulo y el sur del de Minas Gerais fueron regiones a cuyas fazendas y ranchos, en época de bonanza cafetera, emigraron muchísimos jornaleros.[98] Es muy probable que, como en México, las congregaciones protestantes hayan sido propicias al desarrollo de la ayuda mutua proporcionando contactos para encontrar empleo y educar a los niños. A esos factores sociales se añadían las opciones y las afinidades políticas republicanas, antiesclavistas y democráticas, transmitidas por el tipo de educación que ofrecían los colegios protestantes. Los hijos de los rancheros y de los jornaleros que deseaban educación secundaria o superior pasaban a la Escuela Americana fundada en 1872 por los presbiterianos

en São Paulo. En esa escuela, en 1888, en vísperas de la proclamación de la República (1889), se demostró “gran simpatía por los republicanos y por quienes luchaban en pro de sus ideas, las cuales buscaban separar la Iglesia del Estado, liberar a los esclavos, terminar con los privilegios de la nobleza y del clero y desarrollar la educación popular, todo lo cual coincidía con la doctrina calvinista predicada por los presbiterianos”.[99] Parece, consiguientemente, que en los estados donde progresaba el protestantismo entre 1861 y 1889, también progresaba el republicanismo, particularmente en poblaciones de los estados de Río de Janeiro, São Paulo y Minas Gerais. Es interesante subrayar que el principal dirigente del movimiento republicano en el estado de São Paulo, Rui Barbosa (1849-1923), fue también asesor jurídico de la Escuela Americana, manifiestamente simpatizadora de las ideas republicanas.[100] Próximo al protestantismo, Rui Barbosa encabezaba la corriente del republicanismo brasileño denominada “Jefferson”, la cual ponía de relieve ideales de libertad política y de progreso social dentro de la supremacía del poder civil. Esta corriente se oponía a la denominada “Hamilton”, influida por el positivismo y por un liberalismo conservador.[101] Igual que los mexicanos, los protestantes brasileños simpatizaban con el liberalismo radical. Así, tanto en el caso mexicano como en el brasileño, se confirma la afinidad electiva entre los intereses regionales y el protestantismo en el marco de las luchas políticas antioligárquicas. Estos protestantismos prosperaron en regiones rurales pioneras, agroexportadoras, en el seno de poblaciones poco influidas por el catolicismo, de fuerte tradición liberal e intereses republicanos. Es muy posible que, en los demás países del subcontinente, factores similares expliquen la propagación y el efecto regional del protestantismo. En lo concerniente a Colombia, con base en la conjunta persecución contra los protestantes y los liberales durante la década de la violencia antiliberal (1948-1958), podría adelantarse que ya desde 1860 hasta 1880 coincidieron la geografía liberal y la geografía protestante. Esos años, caracterizados por los avances del liberalismo y por el desarrollo de una economía exportadora de café, fueron asimismo años en que se difundieron las sociedades protestantes. Hasta la fecha no se han estudiado estas sociedades durante el periodo correspondiente al primer liberalismo (18481867), pero no se debe al azar que, casi un siglo después, las estructuras liberales, francmasonas, protestantes y espiritistas fueran el blanco principal de la persecución antiliberal en las zonas rurales donde participaban de una geografía liberal[102] opuesta a la geografía conservadora. En el vecino Ecuador, a la oposición geográfica entre la costa y la sierra se superpuso la oposición política (liberales contra conservadores). En 1895, el general liberal “machetero” Eloy Alfaro (1842-1912), el “Anticristo”, según sus adversarios, ocupó el poder y comenzó a elaborar una nueva constitución que garantizara la libertad de conciencia. Esto favoreció cierto adelanto del protestantismo, esencialmente en la región costera del cantón de Manabi (en particular en la aldea de Montecristi de donde era originario el presidente), en la aldea vecina de Guayas, de tradición liberal, y en el puerto de Guayaquil,[103] opositor de la sierra católica y conservadora. La contribución de las asociaciones protestantes a la formación de un frente liberal, anticatólico y anticonservador, durante la segunda mitad del siglo XIX en todos los países de

América Latina, ha sido poco estudiada. Estas redes asociativas liberales fueron quizá decisivas para la integración de un “pueblo liberal”, cuyas opiniones políticas, para poder expresarse, carecían de partidos políticos modernos, aún inexistentes o proscritos por las oligarquías en el poder. Las denuncias constantes que el clero católico formulaba contra esas redes, por lo menos deberían de hacer sospechar la pertinencia del objeto asociativo para el análisis del surgimiento de la cultura religiosa y política del liberalismo republicano. Fue constante la interacción entre las diversas sociedades de idea a niveles locales. En el caso de los dirigentes protestantes, cabe subrayar que la mayor parte eran a la vez miembros de las logias o de las sociedades mutualistas; algunos, incluso, tránsfugas del espiritismo, no vacilaban en pasar de una a otra de esas asociaciones. En el marco de las investigaciones que hemos emprendido sobre los dirigentes protestantes mexicanos, y con base en un corpus constituido por unos doscientos de ellos, representantes de una generación nacida entre 1860 y 1870 y desaparecida entre 1910 y 1920, pudo verse que más de 60% eran francmasones, alrededor de 10% había tenido contacto con círculos espiritistas, y 20% habían sido fundadores o miembros de sociedades mutualistas. En los medios rurales su labor se cimentaba en un hecho sorprendente a primera vista: 7% de ellos practicaba la medicina popular. Como en la cultura religiosa rural el poder religioso quedaba confirmado por la eficacia medicinal, es natural que los pastores y los maestros de las escuelas protestantes hayan asumido sin vacilación una imagen social de su función religiosa que no correspondía, necesariamente, a la definición teológica del ministerio pastoral en el protestantismo de origen norteamericano. Esta pertenencia múltiple de los dirigentes protestantes mexicanos explica el respeto de que gozaban a nivel local, su enraizamiento regional y su participación en las luchas liberales nacionales, desde un punto de vista así religioso como político. Los conflictos políticos no se redujeron a la lucha contra los conservadores, pues también los liberales se combatieron entre sí posteriormente. A este respecto, las logias fueron espacios políticos liberales radicales; evolucionaron y, cuando los liberales ocuparon el poder, se transformaron en instrumentos privilegiados del poder oligárquico liberal, lo cual provocó frecuentes escisiones. Las logias, en efecto, nunca fueron bloques monolíticos. En cuanto a los dirigentes protestantes, la mayor parte pertenecía a logias disidentes u opuestas al control oligárquico, como sucedió en México. En el caso brasileño, ya subrayamos que los protestantes se afiliaron a las logias republicanas, pero no a las monárquicas. En Brasil, eran tan estrechos los nexos de las sociedades protestantes con la francmasonería que, a partir de 1898, un movimiento presbiteriano independiente, dirigido por el pastor Carlos Pereira, llevó a cabo una campaña de división en el seno de la Iglesia presbiteriana brasileña, a causa de una pretendida incompatibilidad entre presbiterianismo y adhesión a las logias. El movimiento desembocó en cisma (1903), lo cual también se explica tanto por las rivalidades internas entre dirigentes de una misma sociedad religiosa, como por el distanciamiento entre una francmasonería republicana dominada por los positivistas autoritarios (la triunfante corriente Hamilton) y las sociedades de ideas partidarias de un liberalismo radical (corriente Jefferson, cada vez más alejada del poder). Por otra parte, la actitud intransigente de ese dirigente cismático presbiteriano brasileño fue atípica en una región donde las sociedades de idea, por lo general, estuvieron firmemente relacionadas entre sí, debido a su compartida posición minoritaria y a su común anticatolicismo.

Los “hermanos” y las “hermanas” que integraban las estructuras asociativas liberales, formaban parte de una minoría liberal popular, culta, en medio de masas analfabetas. Representaban una especie de papel de vanguardia ideológica, opuesta a otras vanguardias del liberalismo conservador (los positivistas) y a los círculos católicos. Los miembros de las sociedades protestantes sabían leer y escribir, y habían recibido, por lo menos, educación primaria en las escuelas misioneras; otros eran autodidactos. Se mostraban apreciativos y sensibles a las prácticas y a los valores democráticos que las organizaciones protestantes inculcaban mediante sus regímenes de asociación y representación. Los sínodos presbiterianos y las conferencias generales metodistas eran laboratorios privilegiados donde se ensayaban los mecanismos políticos de las asambleas, totalmente opuestos a las prácticas y a los valores corporativos del medio político dominante o de la Iglesia católica. Esta pedagogía liberal y democrática era fundamental para la formación de los intelectuales populares protestantes, pastores y maestros de escuela, y explica el sesgo que tomó su acción en las luchas políticas democráticas. Ahora bien, antes de considerar la forma y el contenido de esta pedagogía liberal, es necesario observar la evolución del catolicismo durante ese periodo.

Frente a un catolicismo en movimiento La difusión del protestantismo durante las tres últimas décadas del siglo XIX, debe comprenderse en el marco de la evolución de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado. Cuando conquistaron el poder a mediados del siglo XIX, los liberales eran con frecuencia, en efecto, violentamente anticatólicos. Sin embargo, una vez instalados, con el fin de hacer frente a sus rivales, tanto conservadores como liberales, no vacilaron en procurar conciliar sus intereses con los de la Iglesia. Esta última, al convertirse así en árbitro de la situación política, recuperaba el espacio transitoriamente perdido en la sociedad civil. Después de los movimientos en pro de la independencia y durante la formación de los estados-naciones, la Iglesia católica volvió a desempeñar su papel privilegiado en la expresión de las identidades nacionales. Al mismo tiempo, había adoptado un endurecimiento antirregalista que rehusaba transmitir el derecho de patronato a los nuevos estados independientes. Con este fin, la Santa Sede puso en práctica una serie de medidas para fortalecer la centralización católica y el control sobre las iglesias latinoamericanas. Gregorio XVI (1831-1846) reafirmó la hegemonía romana ampliando el sistema de las nunciaturas, reactivando las visitas episcopales ad limina y elevando a cargos prelaticios a clérigos conservadores, de preferencia formados en los seminarios romanos. Su sucesor, Pío IX (18461878), en el contexto de los grandes progresos del liberalismo europeo, redobló la lucha ideológica contra la modernidad política liberal contra la que lanzó un ataque frontal. La proclamación de los dogmas de la Inmaculada Concepción (1854) y de la infalibilidad pontificia (1871), fortaleció la autoridad centralizadora del Papa. La encíclica Quanta cura y el Syllabus (1864) señalaron la culminación de esta política de defensa del concepto neotomista del orden social, de cara a lo que se había denunciado como “errores modernos”,

enumerados en una lista detallada en la cual se colocaba al protestantismo al lado de la francmasonería, el socialismo, el materialismo y el liberalismo, entre otras corrientes. Más aún, el deseo de lograr una mejor centralización y un control más eficaz del clero latinoamericano quedó claro en la creación del Colegio Pío Latinoamericano en el Vaticano (1858), que se convirtió en conducto indispensable para las futuras élites del clero latinoamericano, formadas en el espíritu ultramontano.[104] Esta evolución conservadora del catolicismo europeo y su radical oposición al liberalismo secularizador tuvo como resultado, en el seno de la Iglesia católica, la condenación de los tímidos ensayos católico-liberales, surgidos en Francia y en el resto de Europa durante la primera mitad del siglo XIX. Otro tanto sucedió en América Latina, donde se marginó al clero progresista y liberal.[105] Esto explica también, en América Latina, la adhesión al protestantismo de clérigos liberales que, como ya indicamos, constituyeron a menudo los primeros cuadros de las nuevas sociedades protestantes entre 1850 y 1880. Con el pontificado de León XIII (1878-1903), el catolicismo experimentó “un cambio en la continuidad”, como lo mostró Emile Poulat, al pasar de una guerra de posiciones a una guerra de movimientos contra el liberalismo.[106] León XIII continuó denunciando la francmasonería (Humanum genus, 1884), pero supo reorientar el catolicismo para que pasase de la defensiva a la ofensiva con la gran encíclica social Rerum novarum (1891).[107] Esta encíclica ya no combatía frontalmente la modernidad liberal; en vez de ello buscó reconquistar terreno en la sociedad civil, donde la Iglesia parecía haber perdido su lugar al lado de las masas obreras. La tarea más urgente era la cristianización del orden “democrático”, y se procuró realizarla en continuidad con la tradición católica. En vez de dejar el terreno de la sociedad civil a las asociaciones liberales, era preciso crear un catolicismo de movimiento que adopte la forma de sindicatos y de asociaciones católicos, e incluso de partidos políticos católicos. La encíclica Graves de communi (1901) puso freno a las interpretaciones más radicales de un catolicismo social combativo y de tendencia modernista. En América Latina, esta reconquista de la sociedad civil tomó la forma de la alianza con los estados oligárquicos, la cual se concretizó en la teocracia de García Moreno en Ecuador (1859-1875), el concordato colombiano de 1887 o la política mexicana de conciliación de Porfirio Díaz (1876-1911). En México, aun cuando se preservaron los principios liberales de la Constitución de 1858 y de las Leyes de Reforma, dejaron de aplicarse estrictamente, con lo cual la Iglesia tenía plena libertad de acción. Bajo la dirección de un catolicismo social combativo, nacieron círculos y sindicatos colocados bajo el patrocinio de la Virgen de Guadalupe, escuelas confesionales, cajas Raffeisen. Congresos católicos entre 1903 y 1909, procuraron resolver los problemas sociales de las grandes masas mexicanas. En 1909 nació el Círculo Católico Nacional y, dos años después, se organizó el Partido Católico Nacional (PCN). En Colombia, 1887, señaló el regreso al statu quo anterior al periodo liberal, con un catolicismo que volvía a ser religión de Estado, presente en el seno de la educación pública. Si bien se conservó la separación entre la Iglesia y el Estado, por el Concordato de 1887 la Iglesia obtuvo autonomía total, así como prerrogativas que le permitían exigir al gobierno la lucha contra las ideas adversas al catolicismo, y que no interviniese en el nombramiento de obispos y en la formación de las diócesis.[108]

En Brasil, en forma paradójica, la proclamación de la República fue bien acogida por un clero cansado del regalismo de Pedro II, quien provocó la confrontación con el Estado durante la “cuestión religiosa” (1872-1875). Con el liberalismo autoritario del positivismo republicano, la Iglesia encontró mayor libertad de acción y pudo ampliar sus actividades educativas y asociativas. El modelo doble —corporativo estatista y eclesiástico— impedía la formación de actores sociales autónomos, con lo cual fortalecía el poder de la oligarquía paulista del café.[109] En la región andina, tardíos retornos del liberalismo acabaron por imponer medidas secularizadoras y la libertad de culto en Ecuador (1895), en Bolivia (1906) y en Perú (1915), lo cual suscitó una renovación católica, con la correspondiente formación de comités de defensa católica e incluso el intento de organizar partidos católicos. En Argentina, igualmente, durante la década de 1880, los gobiernos liberales oligárquicos del general Julio Roca (18801886) y de Miguel Juárez Celman (1886-1892), lograron imponer el registro civil, el matrimonio civil y la educación laica. Estas medidas, a su vez, provocaron un renacimiento católico, en torno del Comité Nacional de Unión Católica en 1885.[110] Además, a partir de 1892, decenas de círculos obreros católicos se formaron en las grandes ciudades, con el fin de combatir las influencias anarquistas y socialistas entre los inmigrantes y de ganar a las masas obreras “para el reino social de Jesucristo”. Las clases dirigentes argentinas vieron en esos movimientos un medio de frenar las “graves amenazas sociales” de las huelgas y de los atentados anarquistas. Con ese mismo objeto, en 1902, los católicos argentinos se organizaron en partido al fundar la Liga Democrática Cristiana. En términos generales, en toda la región, impulsado por la Rerum novarum, renació un catolicismo vigoroso con la formación de nuevas órdenes religiosas de origen europeo (lasallistas, Divino Verbo, salesianos, maristas, etc.), con la expansión de sistemas escolares católicos, la creación de nuevos seminarios y diócesis, la aparición de una prensa de calidad vinculada con un catolicismo social audaz e innovador. Por último, en contra de las políticas secularizadoras de los liberales en el poder, las jerarquías católicas redoblaron sus esfuerzos por identificar nacionalidad y catolicismo, en especial mediante la consagración de sus respectivos países a una advocación mariana. Así, la Virgen de Guadalupe fue coronada patrona de México (1895), y la Virgen de Luján, de Argentina (1885). En Brasil, Nuestra Señora Aparecida fue coronada en 1904 y declarada patrona del país en 1930. La política de conciliación entre los gobiernos liberales autoritarios y la Iglesia explica, a la vez, la oposición que las sociedades protestantes encontraron en los diversos países y las dificultades que tuvieron para crecer. Pasaron por la persecución doblemente enérgica, llevada a cabo por un catolicismo en expansión y decidido a combatir a los protestantes, a los espiritistas y a los francmasones, y a no abandonar en sus manos la sociedad civil. Por su parte, los estados liberales habían apoyado la difusión de las sociedades protestantes, en el momento en que ellos tuvieron violentos conflictos con la Iglesia. Pero cuando sus sucesores, liberales, conservadores y positivistas, prefirieron la conciliación de intereses con la Iglesia católica, se sospechó que las sociedades protestantes patrocinaban un anticatolicismo ya superado, e incluso de fomentar sentimientos demasiado democráticos y aun radicales. Esas sociedades se hallaban en una situación ambigua frente al Estado liberal conservador. Las

constituciones liberales no derogaban su derecho a existir, y los poderes públicos se hallaban interesados en los modelos pedagógicos que patrocinaban los protestantes. Pero aún así, los protestantes estaban excluidos de toda participación en política, porque su liberalismo era demasiado radical. Los liberales conservadores en el poder preferían el positivismo autoritario y paternalista al protestantismo igualitario y democrático que, a la larga, podía socavar el poder oligárquico. A fin de cuentas, este último encontraba un mejor aliado en el catolicismo que, en todo caso, aceptaba un modus vivendi provechoso para ambas partes. Lejos de aceptar esta situación, las sociedades protestantes formaban minorías liberales, adictas a una pedagogía liberal y protestante a la vez, antiautoritaria y democrática.

Las redes escolares protestantes Las redes escolares fueron una de las aportaciones protestantes más dinámicas a las sociedades latinoamericanas. La pedagogía que practicaban las sociedades protestantes no se reducía a la transmisión y elaboración de métodos pedagógicos modernos. La empresa protestante en este terreno constituyó en conjunto un proyecto educativo. Por una parte, la escuela nunca estuvo disociada del templo y se construyó, por lo general, al costado de este último cuando constituía local aparte. En algunos casos, el templo se utilizaba para el culto y para la enseñanza. Además, la actividad cultural giraba en torno de la “escuela dominical”, cuya importancia en la formación de una cultura popular se reconoció en el caso del metodismo inglés, a principios del siglo XIX, en el medio obrero.[111] Por otra parte, en el proyecto escolar se vio un medio y un fin. En efecto, servía para afirmar una mayor aceptación por parte de los sectores liberales del pueblo y un reconocimiento interesado, a veces entusiasta, por parte de los gobiernos o de las autoridades políticas locales. Además, el proyecto escolar permitía difundir, fuera del recinto del templo y de la comunidad protestante, valores religiosos y políticos democráticos, así como proponer una base moral y religiosa para la futura democracia liberal. James Thomson había sido un precursor cuando difundió el sistema pedagógico lancasteriano en toda América Latina, durante la primera mitad del siglo XIX. Thomson pensó que su modelo de enseñanza se reproduciría por sí solo, visto que la particularidad de la pedagogía lancasteriana consistía en formar rápidamente instructores quienes, a su vez, enseñarían a leer y escribir. La verdad es que las escuelas públicas y las lancasterianas progresaban muy lentamente y con las restricciones propias a un ambiente de luchas encarnizadas entre liberales y conservadores. Esta situación subsistió hasta mediados del siglo XIX. Entonces se presentaron nuevos modelos pedagógicos. La llegada de los liberales radicales al poder hizo que la educación fuese gratuita y obligatoria, y que quedase en manos del Estado. En un contexto de desarrollo dependiente, el Estado liberal organizó la educación pública. Dentro de este movimiento general favorable a la educación, las sociedades protestantes, apenas nacidas, ofrecieron medios educativos que les eran propios. En la mayoría de los casos, la adhesión al protestantismo fue vista en los sectores sociales en transición como un medio para facilitar el acceso a la educación, sobre todo porque los

estados liberales no cuidaban mucho de la educación ni en el medio rural ni en el obrero. Por regla general, la educación en el ambiente urbano era mejor que en el rural, y se tenía más cuidado de la educación superior que de la primaria. Ahora bien, las sociedades presbiterianas, bautistas, congregacionalistas y metodistas dirigieron sus esfuerzos, en primer lugar, a la primaria y a la secundaria, con lo cual ayudaron a sectores sociales descuidados por el Estado. El sistema escolar protestante era excesivamente limitado, si se le compara con el de la escuela pública o con la estructura escolar católica. Los modestos presupuestos dependían, ante todo, de las generosas subvenciones de las sociedades misioneras, con las cuales se cubrían más o menos las dos terceras partes de los gastos; de lo restante se encargaban las aportaciones locales. Aun así, los sistemas escolares protestantes fueron mucho más importantes que los de otras asociaciones liberales también interesadas en promover la educación. Incluso en algunas ocasiones, sobre todo en lo relativo a las escuelas secundarias y a las superiores, las instituciones protestantes fueron tan numerosas como las católicas. Entre las escuelas privadas, sólo las protestantes podían compararse con las católicas por la importancia de sus redes. Por ejemplo en México, en 1910, las escuelas protestantes representaban 1.78% del total; las católicas, 4.8%; pero en el nivel superior, las protestantes eran las únicas que podían equipararse en número con las católicas.[112] Las escuelas primarias protestantes eran diurnas y nocturnas, rurales y urbanas. Por lo general estaban junto al templo; a veces en edificios municipales cuando los ediles eran liberales. Algunos pastores incluso ofrecieron sus servicios como maestros de escuela en las prisiones. Los pedagogos protestantes fueron pioneros en la educación preescolar, en la enseñanza técnica (escuelas industriales, de artes y oficios, agrícolas, etc.), en la musical, en la deportiva y, sobre todo, en la educación femenina. Los edificios escolares protestantes, en el nivel de primaria y secundaria, siempre llevaban el nombre de un héroe liberal latinoamericano, pero nunca, lo cual es significativo, el de algún reformador del siglo XVI. Así se daba importancia a las raíces liberales del proyecto protestante. En México, las escuelas llevaban el nombre de Benito Juárez, Melchor Ocampo, Miguel Hidalgo, o bien el de Hijas de Hidalgo o Hijas de Juárez, para diferenciarlas de las Hijas de Guadalupe, nombre acostumbrado por las escuelas católicas. Lo mismo ocurrió en el resto de América Latina; en Cuba recibieron el nombre de José Martí; en Argentina el de Domingo P. Sarmiento o de Juan Bautista Alberdi. Las sociedades metodistas figuraron entre las más dinámicas por la extensión de sus redes escolares primarias no sólo en México, también en Brasil y en Uruguay. En la ciudad de Buenos Aires, el pastor William C. Morris (1864-1932) fundó en los barrios populares y obreros, entre 1895 y 1930, un notable sistema escolar denominado Escuelas Evangélicas Argentinas. En 1910 ya había fundado 14, donde se formaban 5 600 alumnos de los barrios periféricos de Buenos Aires. Asimismo, en Montevideo, la pedagoga metodista Cecilia Guelfi, entre 1877 y 1886, organizó nueve escuelas primarias en suburbios obreros. En el medio rural mexicano, los metodistas establecieron un conjunto compacto de escuelas primarias en los estados de Tlaxcala y Puebla, en donde, en 1908, llegaron a 22 con un total de 1 387 alumnos, en una región de fábricas de hilados y tejidos y de pequeñas propiedades rurales. En el altiplano peruano y boliviano, fundamentalmente indígena, los adventistas fundaron 19

escuelas entre 1899 y 1916. 10 años después, el número de escuelas subió a 80, en las cuales estudiaban 3 892 alumnos. En el departamento andino de Puno, concurría a sus planteles 44% de la niñez y de la juventud que iba a la escuela.[113] Este éxito en el medio rural e indígena atrajo la atención y la admiración del notable indigenista Luis E. Valcárcel, en su obra Tempestad en los Andes (1927), y del intelectual anticlerical Manuel González Prada (18441918).[114] Este esfuerzo educativo, al nivel de la escuela primaria, adquirió pleno sentido en la medida en que se articulaba a las escuelas primarias superiores, secundarias, preparatorias, normales, técnicas y teológicas, ofreciendo así a los niños de los medios rurales y suburbanos oportunidades de ingresar a la educación superior. Aun cuando un gran número de los alumnos de las escuelas superiores provenía de las clases medias muy interesadas en las normas pedagógicas norteamericanas, en comparación con las escuelas estatales o con las católicas del mismo nivel, las protestantes estuvieron relativamente más abiertas a los sectores sociales en transición. A menudo ofrecían, sobre todo en las ciudades de provincia, una enseñanza de calidad superior a la impartida en las escuelas católicas o públicas.[115] Entre 1880 y 1920, en toda Latinoamérica hubo escuelas y colegios protestantes en las ciudades más importantes, fundados principalmente por metodistas, presbiterianos, bautistas, congregacionalistas y cuáqueros.[116] México, Brasil y Cuba fueron países privilegiados. En cada uno había entre 30 y 50 instituciones protestantes de educación superior, más de la mitad de las cuales era para jovencitas. Fundadas y organizadas por maestros de escuela y por misioneros normalistas norteamericanos, los mejores pedagogos latinoamericanos les proporcionaron sin dudar su colaboración: en Cuba, Medardo Vitier; en México, Ignacio M. Altamirano; en Perú, Luis Alberto Sánchez y Raúl Porras Barrenechea.[117] Asimismo, estas escuelas eran instituciones donde se formaron pedagogos de renombre y centros de difusión de los métodos educativos modernos, preconizados por misioneros normalistas norteamericanos que influyeron en el desarrollo de la enseñanza pública. Numerosos gobiernos latinoamericanos acudieron a los normalistas estadunidenses para sentar las bases de la educación pública en sus países: por ejemplo, Sarmiento en Argentina y Billinghurst en Perú. En casos excepcionales se dirigieron directamente a los normalistas misioneros. En Ecuador, el presidente Eloy Alfaro pidió en 1899 a los misioneros protestantes que fundaran escuelas normales en Quito, Guayaquil y Cuenca.[118] En México, en 1919, el gobernador socialista Salvador Alvarado contrató a la misionera presbiteriana Blanche Bonine para que se encargara de la educación femenina en el estado de Yucatán. Con todo, la influencia de los modelos pedagógicos protestantes provino, ante todo, de los maestros de escuela protestantes latinoamericanos. En Brasil, grandes colegios protestantes como el Mackenzie (presbiteriano) en São Paulo, el Instituto Granbery (metodista) en Juiz de Fora, el Instituto Gammon (presbiteriano) en Lavras (São Paulo), los gimnasios evangélicos de Bahía y de Pernambuco (bautistas), enriquecieron, según Fernando de Azevedo, “la literatura didáctica con trabajos de primer orden en su época, como las gramáticas de Julio Ribeiro y de Eduardo Carlos Pereyra, la aritmética de Trajano, las obras de Otoniel Motal y los libros de lectura de Erasmo Braga”, todos ellos maestros de escuela y pastores protestantes brasileños.[119] En México tuvo una influencia parecida el metodista Guillermo Sherwell, autor de Historia patria, publicada en 1904, destinada a las escuelas públicas del estado de Veracruz y que en 1917 la revolución

triunfante declaró libro de texto para todo el país. Otro maestro de escuela y pastor metodista, el exiliado cubano Emilio Fuentes y Betancourt (1843-1909), junto con el pedagogo suizo Heinrich Rebsamen (1857-1904), creador de la escuela normal mexicana, fundó México Intelectual (1887), la revista pedagógica más importante de aquella época. Andrés Osuna (1872-1955), maestro de escuela y pastor metodista, escribió numerosos tratados pedagógicos y dirigió la educación pública en el estado de Coahuila de 1898 a 1903, antes de ser nombrado para dirigir la educación pública de la revolución de 1916 a 1918. Le sucedió, en 1919, el maestro de escuela presbiteriano Eliseo García. Entre los pedagogos protestantes mexicanos, sobresale la figura de Moisés Sáenz (1888-1941), director de la escuela preparatoria de la ciudad de México (1916-1920), subdirector y director de educación pública (1924-1930). Sáenz difundió la pedagogía activa de su maestro en la Universidad de Columbia (Nueva York) John Dewey; fue pionero de la educación indígena y uno de los principales ideólogos del mestizaje. Poco antes de su muerte, fundó en 1940 el Instituto Indigenista Interamericano.[120] También en la región del Río de la Plata numerosos maestros de escuela protestantes representaron un papel decisivo en los principios de la educación pública. En Buenos Aires, Juan Paula Manso de Noronha (1819-1875), anglicana, inspiró la política educativa de Sarmiento a partir de 1865, difundió la educación primaria y fundó bibliotecas públicas. Exiliada en São Paulo durante el gobierno de Rosas, a causa de sus ideas liberales, fundó (1852) en esa ciudad brasileña el primer periódico “feminista” del país, O jornal das senhoras, con el objeto de “mejorar socialmente y emancipar moralmente a la mujer”. Regresó a Buenos Aires en 1859 donde dirigió una escuela mixta y fundó (1865) las conferencias pedagógicas para institutrices, dos sociedades de profesoras y una revista pedagógica (Educación Moderna, 1870). Desde 1865 hasta su muerte dirigió Anales de la Educación Común, revista fundada por Sarmiento, en la cual se exponían sistemáticamente principios de una pedagogía liberal. En Montevideo, en 1877, José Pedro Varela (1845-1879), director de educación pública, al iniciarse la reforma de la enseñanza primaria, y con base en el modelo norteamericano (1871), recurrió a la profesora metodista Cecilia Guelfi (18511886) y a su hermano, Antonio Guelfi (1851-1897) para que reorganizaran las escuelas.[121] En la región andina, los metodistas establecieron escuelas secundarias pioneras: los institutos americanos de La Paz (1907) y de Cochabamba (1914), la Escuela Americana de Callao (1891) y la de Victoria (1915), barrio pobre de Lima, el Instituto Andino de Huancayo (1920). Otro colegio, el Anglo-Peruano, fundado en Lima en 1916 por el misionero de la Iglesia libre de Escocia, John A. Mackay, se convirtió en centro de formación de la intelligentsia revolucionaria, a cuyo cuerpo docente pertenecieron Víctor Raúl Haya de la Torre y otros intelectuales simpatizadores de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) (1924).[122] A esta lista —dista mucho de ser exhaustiva— de pedagogos relacionados con las escuelas protestantes, deben agregarse los nombres de algunos prestigiosos intelectuales formados en esas instituciones para darse cuenta de la influencia que ejercieron: el escritor cubano Alejo Carpentier (1905-1980), el poeta Pablo Neruda (1904-1973), en su juventud, simpatizador activo del metodismo, y el sindicalista mexicano Vicente Lombardo Toledano pasaron por escuelas protestantes. Reconstruir, país por país, la historia de la educación

protestante y de su influencia en el desarrollo de la educación pública latinoamericana, es una tarea aún por realizar. Sin embargo, es posible afirmar que esas escuelas representaron un papel que no puede pasarse por alto en la formación de las élites democráticas populares y en la difusión de los valores antioligárquicos.[123] Para comprender ese papel, conviene detenerse a considerar el acervo pedagógico difundido por las escuelas protestantes.

Una pedagogía liberal y protestante El proyecto educativo protestante se distinguía tanto del católico como del positivista. Del primero, porque rechazaba la visión neotomista del mundo, la cual consideraba a la sociedad como un orden natural, corporativo, integral y vertical.[124] En el segundo criticaba su cientismo y su ateísmo que pretendía eliminar el problema moral, y fundar la modernidad meramente en la fuerza unificadora de la ciencia, la cual iba a permitir un progreso económico que acabaría por conducir a la democracia.[125] Mientras que el positivismo fortalecía los valores corporativos y autoritarios de una cultura política forjada a través de siglos de catolicismo, las prácticas democráticas se relegaban ad calendas graecas, cuando las masas al fin supieran leer y escribir. Al contrario del proyecto de las oligarquías y de sus pedagogos positivistas, las escuelas protestantes preconizaban una pedagogía que adoptaba en su forma los principios modernos norteamericanos, y que en su contenido provenía del pensamiento político y social de la vieja guardia liberal latinoamericana, a menudo inspirado en el liberal español Emilio Castelar y en el krausismo antipositivista. Castelar, “apóstol de la democracia y del libre examen”, y los krausistas españoles consideraban que el motor del progreso debía ser un cristianismo reformado y acrisolado.[126] Siguiendo esa misma línea, los pedagogos protestantes pensaban que, en América Latina, una reforma religiosa permitiría construir el progreso sobre el cimiento de la regeneración moral del individuo, transformado en ciudadano responsable de la futura democracia. Esta tentativa había sido condenada como “metafísica” por los pedagogos positivistas, los cuales, según la ley comtiana de los tres estados, estaban convencidos de que el estado metafísico debía ser remplazado definitivamente por el pensamiento racional y la aplicación de leyes positivas, condición única y suficiente para asegurar el progreso general. [127]

Los maestros de escuela, pastores y misioneros protestantes estaban también convencidos de que América Latina debía asimismo buscar el camino del progreso a través de las transformaciones económicas que aseguraba el capitalismo. Pero esta búsqueda del progreso económico debía cimentarse en la democracia, y ésta en el individuo-ciudadano, sujeto de una soberanía nacional por construirse y fortalecerse en las urnas. La gran importancia que la pedagogía protestante daba al individuo vinculaba la práctica de los principios transmitidos por los preconizadores anglosajones de la pedagogía activa, como John Dewey y George Coe, con la transmisión de las ideas políticas liberales, fundamento de la libertad de conciencia, y a los principios teológicos del libre examen, exaltados en un contexto antidemocrático.[128] Esto se traducía, en las enseñanzas de las escuelas protestantes, en una pedagogía del carácter, del esfuerzo, de la superación individual que debía fomentar la formación de la conciencia moral

y religiosa del alumno. Los lemas de las asociaciones de jóvenes protestantes, tales como el “Elevaos para elevar a los demás”, de la Liga Epworth de jóvenes metodistas, revelaban un proyecto de redención a la vez individual y social. “El esfuerzo cristiano”, asociación de jóvenes presbiterianos, insistía en la calidad del trabajo manual e intelectual; también estimulaba el deporte, como escuela de competencia y emulación, y la lectura de la Biblia, fundamento moral del individuo regenerado. A todo ello se añadía la exaltación de un liberalismo radical a través de la difusión de la cultura cívica. El lugar acordado al acceso a la cultura política del liberalismo radical, mediante la lectura de historias patrióticas y de los escritos de los liberales españoles, explica la convergencia posterior de pedagogos, pastores y miembros de las sociedades protestantes con los movimientos democráticos operantes de 1910 a 1930. En efecto, en las escuelas primarias, para inculcar prácticas democráticas, se hacían ejercicios didácticos orientados a la formación “de munícipes escolares”; y en las escuelas superiores se establecieron sociedades literarias, científicas y patrióticas, con asambleas y elecciones, en las cuales el alumno aprendía a votar. Al mismo tiempo, la conmemoración periódica de las grandes fechas de la historia patria liberal constituyó, sin duda, el elemento endógeno esencial de una religión a la que debe calificarse de cívica. Esta religión cívica se concentraba en la defensa de la tradición política liberal, anticatólica y democrática. Adoptó la forma de un verdadero calendario litúrgico desarrollado por los liberales y protestantes, opuesto al calendario católico. En México, por ejemplo, las escuelas, la prensa, las congregaciones protestantes celebraban el aniversario de la Constitución de 1857 (5 de febrero), el nacimiento (21 de marzo) y la muerte (18 de julio) del presidente indígena Benito Juárez, la batalla de Puebla, en la que el ejército francés fue derrotado el 5 de mayo de 1862, la Independencia del dominio español (16 de septiembre), entre otras fechas. Las conmemoraciones proporcionaban ocasión para que en las escuelas los alumnos pronunciasen discursos exaltados como lo hacían, en los templos, los pastores, quienes solían ser oradores cívicos en las plazas públicas de los pueblos, cuando las autoridades eran partidarias de un liberalismo exaltado, anticatólico y antioligárquico. El civismo liberal exaltado convertía “a la Constitución en Biblia”, y se oponía al liberalismo conservador, oficial y frío que se entendía con la Iglesia católica. Esta pedagogía liberal, característica del liberalismo popular, fue portaestandarte de una oposición política constante al régimen oligárquico de Porfirio Díaz, entre 1876 y 1911. Esto hizo que los protestantes se afiliaran al movimiento revolucionario democrático encabezado por Francisco I. Madero (noviembre de 1910-junio de 1911), en el cual los dos principales núcleos revolucionarios (Chihuahua y Tabasco) estaban bajo el mando de “generales” protestantes. Esto también explica la participación posterior de maestros de escuela y de pastores protestantes en el movimiento “constitucionalista” (1914-1920) de Venustiano Carranza. Fruto de la educación recibida en las escuelas protestantes, esos cuadros populares de la Revolución aprendieron, en las conmemoraciones cívicas, a expresarse en público. Por consiguiente, pasaron sin dificultad de las escuelas y de las congregaciones protestantes a la plaza pública, donde se convirtieron en “oradores de la Revolución”, antes de asumir responsabilidades en el aparato administrativo “constitucionalista”.

México presentó un cuadro muy bien definido en cuanto a la difusión de una pedagogía político-religiosa y la aparición de un movimiento revolucionario de transformación política y social. Por otra parte, es posible que este modelo también se haya reproducido en otros países latinoamericanos. En particular, parece que el civismo liberal fue un componente generalizado de la educación protestante. Así, en Brasil, las escuelas protestantes conmemoraban la muerte de Tiradentes, héroe de la lucha contra Portugal, y celebraban el día de la abolición de la esclavitud. Pereira Ramalho subraya que en esas escuelas, frecuentadas por hijos de republicanos y abolicionistas, “se preparaba a los alumnos a un ejercicio activo de la ciudadanía (según el concepto liberal), aun cuando esto se limitase a la escuela, pues la sociedad, dominada por una élite opuesta a esos principios, no daba esa preparación”. Así se explica, como en el caso de México, la clara presencia de alumnos del colegio presbiteriano Mackenzie en la revolución “constitucionalista” de São Paulo en 1932.[129] En otras partes también se rindió culto a los héroes liberales. En Buenos Aires, los alumnos de las escuelas evangélicas conmemoraban la muerte de Giuseppe Garibaldi y la de Bartolomé Mitre y San Martín, héroes de la Independencia; en Colombia, los colegios presbiterianos de Bogotá y Barranquilla erigieron una estatua al presidente liberal Francisco de Paula Santander;[130] en Cuba, los protestantes también conmemoraban las grandes fechas liberales que sirvieron de preparación a futuros dirigentes políticos como “Salvador Agüero, el orador más elocuente de las izquierdas cubanas anteriores a 1959, quien se inició en el arte de la oratoria, en su juventud, en los actos patrióticos celebrados en las iglesias evangélicas”. [131]

Aún está por estudiarse la correlación entre el tipo de educación recibida en las escuelas protestantes y el ejercicio político posterior de alumnos provenientes de familias liberales, en el seno de movimientos democráticos de principios del siglo XX. Esas escuelas fueron, en efecto, como también lo fueron las escuelas públicas, transmisoras de modelos pedagógicos extranjeros. Mientras que los gobiernos oligárquicos favorecían el positivismo y los modelos pedagógicos franceses o alemanes, otros gobiernos de tendencia liberal más radical y a menudo más democrática, preferían los modelos norteamericanos. Las escuelas protestantes, debido a sus nexos con las sociedades misioneras norteamericanas, por lo general fueron divulgadoras de modelos pedagógicos norteamericanos. En cambio, el criterio de la enseñanza era nacionalista y los programas escolares tenían una forma idéntica a los de las escuelas públicas. Ahora bien, la historia patria que se enseñaba en esas escuelas era la de la tradición liberal radical, y en ellas se exaltaba el civismo liberal más que en otras instituciones docentes. En este sentido, la aportación fundamental de la pedagogía protestante, practicada tanto en los templos como en las escuelas a partir de los años setenta del siglo XIX y hasta los años treinta del siglo XX, se caracterizaba porque inculcó una cultura política antiautoritaria. Esta cultura política democrática se cimentó en la conversión del individuo, signo del acceso a la responsabilidad religiosa y moral mediante el libre examen. Se aliaba al liberalismo radical y anticatólico pero no antirreligioso, antipositivista, pero sin rechazar el valor de la ciencia y de la razón para investigar el progreso. Una de sus principales aportaciones consistió en que ofrecía el acceso a la cultura política moderna a los sectores sociales en transición, participantes en esta tendencia asociativa. Es

así que se constituyó una vanguardia ideológica que se expresó en una prensa asociativa plural y, posteriormente, en la revista La Nueva Democracia (1920-1962), cuyo título reflejaba el proyecto protestante en Latinoamérica. Esta prestigiada revista, dirigida por el misionero Samuel Guy Inman (1877-1965) y el pastor congregacionalista mexicano Alberto Rembao (1895-1962), tuvo desde un principio y hasta 1933 como jefe de redacción al ex franciscano español Juan Orts González (1869-1941). Contó con la colaboración de la intelligentsia democrática latinoamericana: la chilena Gabriela Mistral (1889-1957); los peruanos Raúl Haya de la Torre (1895-1979) y Luis Alberto Sánchez (nacido en 1900); los argentinos Alfredo L. Palacios (1880-1965), José Ingenieros (1877-1925) y Manuel Ugarte; los mexicanos José Vasconcelos (1882-1959), Alfonso Reyes (1889-1959) y Manuel Gamio (1883-1960); el cubano Fernando Ortiz (1881-1969), entre otros muchos intelectuales de prestigio,[132] y sin contar intelectuales y pedagogos protestantes como el argentino Julio Navarro Monzo, el brasileño Erasmo Braga, y los mexicanos Moisés Sáenz (1888-1941) y Gonzalo Báez Camargo (1899-1983). Esta minoría protestante, deseosa de dialogar con las fuerzas vivas de una cultura política democrática, constituía un “pueblo liberal”, forjado en vanguardias religiosas en el seno de sociedades de idea constituidas por el conjunto de las congregaciones bautistas, metodistas y presbiterianas, entre otras. La característica principal de ese protestantismo era que supo desarrollar una relación dinámica con las culturas liberales nacionales. Fue capaz, gracias a esos intelectuales populares, de concebir un proyecto de reforma religiosa, intelectual y moral, y de enfocar ese proyecto a la búsqueda de cambios políticos. De manera significativa, desde los inicios de las sociedades protestantes, los pastores no produjeron ensayos teológicos sino escritos populares sobre los héroes liberales, como el pastor metodista cubano Samuel Deulofeu, amigo de Martí, quien publicó en 1904 un libro sobre la lucha por la independencia de Cuba titulado Héroes del destierro. Numerosos pastores y maestros de escuela protestantes colaboraron en la prensa liberal radical, y su producción queda por estudiarse. Se iniciaron en el periodismo en la prensa protestante, en donde participaron de la cultura de lo escrito, no sólo de la cultura oral de los discursos cívico-religiosos. Esos mismos dirigentes se esforzaron por pensar el sentido de una reforma protestante en la América Latina de principios del siglo XX. De ahí nació la fascinación que ejercía el filósofo Miguel de Unamuno (1864-1936) quien, en España, planteaba la necesidad de “una revolución religiosa para los pueblos latinos, de algo que represente lo que la Reforma representó para los pueblos germanos y anglosajones”. Como lo escribió en una carta de 1904 a William Morris, fundador de “las escuelas evangélicas argentinas” y editor del periódico protestante La Reforma, Unamuno estaba convencido de que “los pueblos de origen español tienen necesidad de ser recristianizados”, por lo cual se interesaba en el aspecto religioso de la obra que ese pedagogo protestante realizaba en Buenos Aires. Profundamente influido por la teología protestante liberal alemana (Harnack, Ritschl), Unamuno, a su vez, buscaba una vía original que condujera a la reforma religiosa. Combatía el catolicismo dogmático y jurídico, sin adherirse totalmente a la teología protestante liberal, a la que consideraba demasiado racionalista, o, también, amenazada por un agostamiento proveniente de la literalidad bíblica. Según Unamuno, el protestantismo “oscilaba entre la esclavitud de la letra y el racionalismo que volatiliza la vida de la fe”. Más bien buscaba una vía original, latina y española, que

pudiera inscribirse en la mística del catolicismo reformista de un Ignacio de Loyola, y que, a la vez, incorporase ciertas aportaciones fundamentales de la Reforma protestante del siglo XVI, en particular los principios de la sola fide y de la sola gratia.[133] En una perspectiva similar, pero convirtiendo al protestantismo en respuesta, el profesor metodista argentino Julio Navarro Monzo escribió El problema religioso en la cultura latinoamericana (1926). Más tarde, las obras del presbiteriano Moisés Sáenz, autor de México íntegro (1939) o las del congregacionalista Alberto Rembao (Discurso a la nación evangélica, 1949), también fueron expresión de esa continua búsqueda del sentido de la reforma espiritual y social en Latinoamérica. Mientras que Sáenz pensaba el mestizaje en el marco de la Revolución mexicana, Rembao buscaba el sentido de la acción de las minorías protestantes en América Latina, que él concebía como vanguardia religiosa de la modernidad democrática. Al mismo tiempo, los intelectuales protestantes vinculados con La Nueva Democracia, en particular los españoles Orts González y Federico de Onís (este último amigo de Unamuno), deseaban instaurar una modernidad protestante latinoamericana, siguiendo los cauces del pensamiento humanista español de principios del siglo XVI, esto es, dentro de la heterodoxia de Luis Vives y Miguel de Cervantes. Por otra parte, los misioneros anglosajones y liberales realizaron un intenso esfuerzo de reflexión sobre el sentido de la evangelización protestante en una cultura católica. Entre numerosos ensayos, dos escritos por John A. Mackay (1889-1983), presbiteriano escocés, constituyen un verdadero diálogo con la cultura hispánica y las actitudes políticas del continente; aparecieron con el título de The Other Spanish Christ (1932) y That Other America (1935). La importancia de Mackay radica en que expuso el pensamiento de Unamuno en los círculos intelectuales protestantes y liberales latinoamericanos. Mackay llegó a Perú en 1916, después de haber estudiado teología en Edimburgo y filosofía en Madrid. Se doctoró en filosofía en la Universidad de San Marcos, de Lima (1918), con una tesis sobre Unamuno, de quien había sido discípulo.[134] En Madrid, de 1914 a 1915, estuvo inscrito en el Centro de Estudios Históricos del Instituto Libre de Enseñanza, fundado por Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), y se alojó en la residencia para estudiantes donde pudo frecuentar a la intelligentsia krausista española, a la cual pertenecía Unamuno. Ahí conoció al peruano Luis Alberto Sánchez. Cuando llegó a Perú, sus contactos con el krausismo español y el estar inscrito en la Universidad de San Marcos le abrieron puertas entre los jóvenes intelectuales peruanos, influidos por el movimiento de reforma universitaria iniciado en Córdoba, Argentina, en 1918. Esto le permitió formar vínculos con los jóvenes intelectuales progresistas de la Universidad de San Marcos y reclutar, entre sus amigos estudiantes, profesores para el colegio anglo-peruano que fundó en 1916. Estos jóvenes encontraron en Mackay un maestro que remplazó al viejo anarquista, antipositivista y anticlerical Manuel González Prada (1848-1918), que incesantemente había condenado la trilogía “colonialismo, tradicionalismo, clericalismo”.[135] Mackay fue amigo de Víctor Raúl Haya de la Torre, entonces presidente de la Federación de Estudiantes Peruanos (1919), a la que introdujo a la lectura de la Biblia y al cristianismo social (social Gospel). También simpatizó con el joven marxista autodidacto José Carlos Mariátegui (1894-1930), quien también consideraba el problema religioso como esencial para comprender la realidad peruana, y que, sin vacilar, inscribió a su hijo mayor en el colegio anglo-peruano.[136]

Simpatizador y defensor del proyecto político del APRA, Mackay fue símbolo y expresión de un criterio y de una acción protestantes articulados a un proyecto de reforma de la sociedad. Esto lo llevó a un diálogo con la intelligentsia peruana y a participar en la fundación de la revista Mercurio Peruano (1918), dirigida por Víctor Andrés Belaúnde (1883-1966). Los contactos establecidos por Mackay, tanto en los círculos intelectuales krausistas de Madrid, como, en Lima, con el movimiento de jóvenes universitarios deseosos de reformar su sociedad, fueron decisivos cuando se fundó (1920) la gran revista protestante latinoamericana La Nueva Democracia. Esta publicación reclutó la mayor parte de sus prestigiados colaboradores, no protestantes, entre los jóvenes intelectuales demócratas vinculados con el movimiento de reforma universitaria que surgió en Córdoba, Argentina (1918), y a los que atrajo Mackay entre 1916 y 1922. Mackay participó activamente en el primer congreso de estudiantes peruanos organizado por Haya de la Torre, en Cuzco, en marzo de 1920, y colaboró en la formulación de las conclusiones sobre el problema indígena, sobre todo en lo relativo a la lucha contra el alcoholismo.[137] Además de los jóvenes intelectuales peruanos que atrajo a su colegio, Mackay se relacionó con el profesor de la Universidad de Buenos Aires y socialista argentino Alfredo L. Palacios, quien, desde 1919, era propagandista de la reforma universitaria y social en Perú y en Bolivia. Todos ellos fueron activos colaboradores de la revista protestante; La Nueva Democracia aprovechó con frecuencia los grupos intelectuales vinculados con el movimiento de las universidades populares y de reforma universitaria. Así, contó entre sus colaboradores a Germán Arciniegas, uno de los dirigentes del movimiento en Bogotá, Colombia; al socialista argentino Manuel Ugarte; a los escritores Alberto Zum Felde, uruguayo, y a Max Henríquez Ureña, dominicano, entre otros.[138] La relación privilegiada de una religión disidente y minoritaria con las culturas nacionales liberales, se forjó, consiguientemente, tanto en las escuelas protestantes, por los profesores que en ellas se formaban o que ellas reclutaban, como en las congregaciones y en los espacios políticos, en los cuales participaban los sectores sociales en transición, miembros y simpatizadores de las sociedades protestantes. Mediante esta pedagogía abierta a la cultura religiosa y política del liberalismo, dichas sociedades no fueron sectas (en el sentido sociológico del término) sino sociedades de idea, laboratorios de la sociedad democrática a la que se anticipaban.

Institucionalización del protestantismo Desde finales del primer decenio del siglo XX, el protestantismo, si bien minoritario, se hallaba firmemente establecido en América Latina. Se perfilaba como un movimiento religioso liberal opuesto al catolicismo ultramontano y también a los modelos políticos oligárquicos y positivistas. Era una minoría organizada en estructuras que se fueron desarrollando poco a poco.[139] Las conferencias metodistas anuales, los sínodos presbiterianos o luteranos, las asambleas congregacionalistas y las convenciones bautistas, la mayor parte de ellos, surgida en los últimos decenios del siglo XIX, desempeñaba un papel doble: daban forma al movimiento protestante y eran centros donde se inculcaban prácticas democráticas con

asambleas, elecciones, mesas directivas, presidentes y obispos que ejercían funciones representativas. Mucho se ha insistido en el carácter limitado del movimiento protestante, en el reducido número de sus miembros y simpatizadores, llegando a la conclusión de que fue insignificante. [140] Las estadísticas misioneras reflejan esta realidad minoritaria basándose en datos aproximados. Por ejemplo, en 1910, México tenía 14 millones de habitantes, y a la comunidad protestante pertenecían unas 100 000 personas. Ahora bien, las estadísticas adquieren otro aspecto si en vez de considerar cifras absolutas, comparativas, referentes a la población y al número de miembros de las sociedades protestantes, se compara lo que es comparable, esto es, las sociedades protestantes con otras sociedades de idea, con las logias, los círculos espiritistas, las sociedades mutualistas, los clubes liberales e incluso las asociaciones y los círculos católicos. Entonces las sociedades protestantes aparecen como una red importante del liberalismo latinoamericano. Así, en México, por ejemplo en 1892, había unas 566 congregaciones protestantes, mientras 230 logias francmasonas pertenecían a la Gran Dieta mexicana. En 1908, en el congreso espiritista nacional participaron alrededor de 50 círculos; en ese mismo año, el número de congregaciones protestantes ascendía, aproximadamente, a 700. Aun cuando los datos sean aproximados y se refieran a minorías, eran minorías activas y militantes, cuya importancia debe medirse partiendo de una comparación con otras minorías que actuaban en el seno de la sociedad civil.[141] En este sentido, las redes protestantes tienen su importancia. Debido a su carácter pluralista, las sociedades protestantes estuvieron sometidas a fuerzas centrífugas y centrípetas. Las segundas preponderaron. Entre las fuerzas centrífugas deben mencionarse algunos cismas nacionalistas marginales, como la fundación de la Iglesia presbiteriana independiente en Brasil (1903), o la de la Iglesia evangélica independiente en México (1897). Estos cismas fueron más bien producto de la lucha entre dirigentes a la que a menudo sirvió de pretexto el nacionalismo opuesto a la presencia misionera. Estos cismas, por lo general, no tuvieron éxito, y sus dirigentes acabaron reconciliándose con las sociedades de las cuales se habían separado, o apoyando el movimiento centrípeto impulsado por pastores y misioneros. De hecho, predominaron los movimientos que buscaban la unión y las tendencias favorables a la colaboración. Numerosos pastores y maestros de escuela pasaron de una asociación a otra, poniendo de manifiesto la poca importancia que se concedía a los principios teológicos, calvinistas o arminianos, frente a la tradición liberal radical que unificaba a los unos y a los otros. Por otra parte, pronto se afianzó una estrategia unitaria. Hacía falta, en efecto, defenderse de las persecuciones de los sectores sociales católicos y conservadores. También era necesario, en vista de los recursos financieros limitados, racionalizar la labor religiosa y educativa. Por último, la meta principal era dar credibilidad a un movimiento religioso que, de hecho, tenía sus raíces latinoamericanas en un mismo suelo liberal y que reivindicaba un cristianismo pragmático, ético, más que un cristianismo defensor de tradiciones teológicas u organizativas importadas. A ello se debe que, desde principios del siglo XX, organizaran convenciones nacionales reuniendo al conjunto de las sociedades protestantes. Las sociedades de escuelas dominicales y las asociaciones juveniles proporcionaron la ocasión. Esto contribuyó a dar gran cohesión nacional al movimiento, lo cual desembocó en tentativas para lograr la unión y en la búsqueda de una estrategia común

para Latinoamérica, a partir del congreso misionero de Panamá (1916). Entre tanto, un fenómeno precursor y significativo estremeció de manera abrupta estas estrategias unitarias. En efecto, entre 1902 y 1910 se presentó en Chile una nueva expresión religiosa protestante en el seno de la congregación metodista de Valparaíso. Como subraya Lalive d’Epinay, se trataba de la aparición de una mentalidad religiosa nueva, pentecostal, calificada de “antimetodista, contraria a las Escrituras e irracional” por la Conferencia anual de la Iglesia metodista (sesión de febrero de 1910). El Mercurio, periódico liberal de Santiago, en un artículo del 3 de noviembre de 1909, también condenó esas manifestaciones religiosas en las que vio un “fanatismo enfermizo”, y describió el fenómeno con estas palabras: En Valparaíso se ha producido cierto escándalo alrededor de un grupo de fanáticos… que se entregan a actos de fanática exaltación y pretenden tener visiones, hacer curaciones, y todo lo que es usual en estas enfermedades mentales. El grupo se desprendió de una iglesia metodista, cuyos jefes responsables han reprobado el movimiento, como era lógico, por ser contrario al verdadero sentimiento religioso, a la cultura, y, sobre todo, a la esencia del protestantismo. Para las reuniones siguen y especialmente se hacen unas llamadas noches de vigilia con ritos extraños, sangre de cordero, trances, expulsión de demonios, apariciones y demás paparruchas y accidentes histéricos, comunes en la gente que cae en estas exaltaciones. [142]

La condena, por parte de la Iglesia metodista y del diario liberal santiaguino, marcaron el principio de una situación tensa y de lucha entre dos expresiones del protestantismo latinoamericano que aún subsiste en nuestros días. Se trata, en efecto, de dos mentalidades, de dos culturas religiosas diferentes. La primera, forjada en las sociedades de idea al contacto del liberalismo radical, consideraba al protestantismo como un instrumento de regeneración individual y social a través de la educación, creando así la vanguardia religiosa y política que debía contribuir, a la larga, a la transformación de los pueblos. Este protestantismo de civilización se entendía a sí mismo como un movimiento de reforma religiosa, intelectual y moral, de conformidad con las normas de las reformas protestantes anteriores. Buscaba contribuir a la elaboración de una sociedad democrática y pluralista, liberal y protestante, opuesta al autoritarismo católico y a los caudillismos oligárquicos. Su proyecto religioso buscaba crear un frente religioso y cultural amplio que, partiendo de los sectores sociales en transición, llegara a alcanzar a toda la población. En cambio, el movimiento religioso cismático que surgió en Chile y que iba a extenderse a todo el continente, no se interesaba en propagar una cultura democrática ni en educar a las masas. Aparecía más bien como religión de los oprimidos; seguía los pasos de la cultura de la pobreza de las grandes ciudades latinoamericanas que describió el antropólogo Oscar Lewis. Estos sectores sociales no aceptaban a las vanguardias liberales y protestantes. Otro diario chileno de los años veinte, publicó una apreciación que reflejaba lo que opinaban esas vanguardias ideológicas, al escribir que “se le antojaba llamar aquello una ceremonia de indígenas”.[143] El pentecostalismo nacía, en efecto, como sincretismo religioso, opuesto a la cultura de las élites y a la de las vanguardias ideológicas del liberalismo popular, a manera de denuncia y sentencia contra la incapacidad de esas culturas para llegar al pueblo. Así, en vísperas de la asamblea protestante continental de Panamá (1916), comenzó a

gestarse un nuevo movimiento religioso de inspiración protestante pero de origen autóctono. Poco a poco, partiendo de una marginalidad religiosa y social, mediante un lento trabajo de difusión entre los marginados del campo y de la ciudad, este movimiento pentecostal logrará suplantar el protestantismo histórico, conformado según el modelo de las sociedades de idea. En 1916, nadie podía imaginar la fuerza del cisma iniciado en Valparaíso y que ya se había manifestado al norte, en México (1914) con la fundación, realizada por trabajadores rurales migratorios, de otra sociedad pentecostal, y en Brasil, en los suburbios obreros de São Paulo. En esa época era fácil estar de acuerdo con el juicio que expresó el escritor peruano José Carlos Mariátegui en sus Ensayos sobre la realidad peruana (1928): el protestantismo no consigue penetrar en América Latina por obra de su poder espiritual y religioso, sino de sus servicios sociales (YMCA, misiones metodistas de la sierra, etcétera). Este y otros signos indican que sus posibilidades de expansión normal se encuentran agotadas. En los pueblos latinoamericanos, le perjudica además el movimiento antiimperialista, cuyos vigías recelan de las misiones protestantes como de tácticas avanzadas del capitalismo anglosajón, británico o norteamericano.[144]

De hecho, entre 1870 y 1916, las sociedades protestantes sólo abarcaron un espacio social y geográfico muy limitado: el de las minorías liberales y el de los sectores sociales intermedios, en cuyo seno también trabajaban las demás sociedades de idea. Estos sectores sociales se habían interesado en el protestantismo tanto por la afinidad electiva que el protestantismo tenía con el liberalismo radical, como por las obras civilizadoras que las asociaciones protestantes ponían a disposición de sus miembros. Para sectores sociales cuya situación económica era precaria, el protestantismo era, en cierta manera, un medio de contar con servicios escolares y sociales de calidad, y de participar de la modernidad religiosa y política. Producto de esa pedagogía y de esa cultura asociativa, los protestantes latinoamericanos, entre 1910 y 1940, contribuyeron activamente a los cambios sociales, dentro de un cauce democrático, pero su crecimiento numérico no fue significativo. Continuaron restringidos a las minorías liberales que acogieron su movimiento asociativo y le proporcionaron su carácter endógeno. Entre tanto, al margen de los protestantismos liberales, se preparaba un fenómeno que ni Mariátegui ni los protestantismos liberales pudieron imaginar y mucho menos percibir: el pentecostalismo, una religión popular de inspiración protestante, pero fundamentalmente sincretista y efervescente, de. tradición oral, iba a suplantar al protestantismo liberal y aun a modificar las relaciones de poder en el campo religioso latinoamericano.

[1] Para nuevos enfoques sobre este periodo, véase Halperin Donghi, 1985, y Bethel (comp.), 1981, tt. V y VI. [2] O’Phelan Godoy, 1988. [3] Sobre las Cortes de Cádiz, cf. Berruezo León, 1987. Berruezo León, 1986. Halperin Donghi, 1985. [4] Citado por Prien, 1985, p. 376. [5] Sobre el papel del papado y de la Iglesia, véase Prien, 1985, pp. 357-494. [6] Citado por Marichal, 1978, p. 34.

[7] Cf. Hale, 1977, p. 118. [8] Varetto, 1934, p. 216. Sobre Thomson véase también Vareito, 1918; Amunategui, 1895. [9] Zambrano, 1990, p. 199. [10] Bruno Joffré, 1987. Alberdi, 1876. [11] Bruno Joffré, en Bastian, 1990, p. 86. [12] Linch, 1976, p. 87. [13] Rodríguez, 1980, pp. 98-100 y 239 y ss. Padilla, 1989, pp. 118 y ss. Canclini, 1982, p. 42. Rocafuerte, 1831. [14] Canclini, 1982, p. 42. [15] Citado por Bernecker, 1989, pp. 7-23. Sobre la República Dominicana, cf. Pérez Memen, 1992, pp. 308-309. [16] Canclini, 1982, pp. 43-45. Léonard, 1952, pp. 41-42. McLean, 1954. [17] Puig, 1978, asigna la primera capilla protestante a Puerto Príncipe, Haití, en 1836, y a Puerto Plata, Santo Domingo, en 1838. Pérez Memen, 1992, pp. 306-307, habla de una numerosa colonia extranjera protestante en Puerto Plata desde 1824 y 1834, con dos templos metodistas y uno bautista. [18] Riensch, 1860, p. 81. Para otros casos de “matrimonios mixtos” en el contexto argentino, véase Canclini, 1992, pp. 3639. [19] Glade, 1969, p. 230. [20] Blancpain, 1989, p. 193. [21] Bernecker, 1989. [22] Dreher, 1984, pp. 36-38. Véase también Luebke, 1987 y Roche, 1959. [23] Hunsche, 1983, pp. 32-33; Dreher, 1984, p. 38. [24] Dreher, 1984, pp. 40-41 y 89 y ss. Véase, sobre todo, Prien, 1989. [25] Amado, 1978. [26] Canclini, 1987, pp. 226-229. Bernecker, 1989. Pérez Memen, 1992, p. 311. [27] García Jordan, 1992, pp. 192 y ss. [28] Monti, 1969, pp. 142-154. Panettieri, 1986, pp. 92 y ss. [29] Villalpando, 1970, pp. 60-61. [30] Monti, 1969, pp. 154 y ss. Popp y Denning, 1977, pp. 137-187, María M. Bjerg, en Santa María et al., 1992, pp. 129143. [31] Boletín de la Sociedad Sudamericana de Historia Valdense, núm. 25, 1959, pp. 10 y 26. [32] Delmas, 1987, pp. 28 y ss. [33] Halperin, 1987, pp. 189-238. [34] Monti, 1969. [35] Gueiros Vieira, 1980, p. 372. [36] Blancpain, 1985, p. 55. [37] Blancpain, 1985, p. 142. [38] Hale, 1977, p. 118. [39] Zavala, 1834. [40] Richard, 1978, p . 73. [41] Sinkin, 1979, pp. 62-63. “Desamortización” es un término técnico que significa la abrogación definitiva de los sistemas jurídicos en que se cimentaba la inalienabilidad de los bienes patrimoniales de “manos muertas” de la Iglesia. [42] Sinkin, 1979, pp. 137-145. [43] Deas, en Bethell, 1991, pp. 188 y ss. Bushnell y Macaulay, 1989, pp. 212-222.

[44] Demélas y Saint Geours, 1986, p. 447. [45] Furet, 1980, pp. 220-221. [46] Halperin, 1987, p. 27. [47] Romero, 1987. Tovar Pinzón, en Deler, 1986, pp. 393-395. Zambrano, 1990. Bastian, 1988. [48] El krausismo español es un movimiento de pensamiento inspirado en el idealismo alemán y, en particular, en el oscuro filósofo Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832), transmitido por su discípulo el filósofo Heinrich Arhens, profesor de la Universidad de Heidelberg. Siguió sus cursos Julián Sanz del Río, quien ocupó la cátedra de filosofía en la universidad de Madrid de 1857 a 1869. Otro discípulo de Krause y alumno de Arhens, el belga Guillaume Tiberghien (1819-1901), tuvo gran influencia en América Latina porque exponía con claridad las ideas de su maestro, subrayando los aspectos conciliadores de la filosofía de Krause, a manera de acuerdo entre la filosofía idealista, los dogmas religiosos y las conclusiones de las ciencias naturales. Cf. Gil Cremades, 1981. García Cué, 1985. Prat, 1979. [49] Cf. Gil Cremades, 1981, p. 59. Rama, 1982, p. 310. [50] Rama, 1982, pp. 298 y 322. Coyné, en Donoso Cortés, 1989. [51] Rama, 1982, p. 112. [52] Gueiros Vieira, 1980, pp. 42-47. [53] Gueiros Vieira, 1980, pp. 153-155. [54] Gueiros Vieira, 1980, pp. 293 y ss. [55] Gueiros Vieira, 1980, pp. 284-285. [56] Gouvea Mendonça, en Bastian, 1990, p. 82. [57] Para una exposición amplia del caso mexicano, consúltese Bastian, 1989. [58] Vigil, en El porvenir, México, 23 de noviembre de 1875, p. 1. Vigil, en El Monitor Republicano, México, 1º de febrero de 1879, p. 1. [59] Monti, 1969, p. 117. Una placa de bronce conmemora el hecho en el templo de la primera iglesia metodista de la calle de Corrientes, en Buenos Aires. Debe también tenerse en cuenta el vínculo masónico entre Sarmiento y los protestantes. C. Weinberg, 1988, pp. 168 y 172-173. Sobre el espiritismo, consúltese: Susana Bianchi, “Los espiritistas argentinos, 1880-1910. Religión, ciencia y política”, en Santamaría et al., 1992, pp. 89-128. [60] Ramos, 1986, pp. 93-95. Sobre el krausismo español, consúltese Díaz, 1973. Sobre Castelar espiritista, cf. Susana Bianchi, en Santamaría et al., 1992, pp. 93 y 98. [61] Lida, 1972, pp. 87-98. Acerca del paralelismo del papel de las sociedades de idea en España, cf. Urbina, 1986 y 1987. [62] Ramos, 1986, pp. 107-183. [63] Ramos, 1986, pp. 146 y 147. Fernández, 1988, p. 138. Véase también Argüelles Maderos, 1991, pp. 177 y 178, sobre el papel del espiritismo en el movimiento de independencia cubano. [64] Sobre Colombia, véase Ordóñez, s. f., p . 40. Sobre Guatemala, Miller, 1976, p. 383. Sobre México, Bastian, 1989. [65] Lalive d’Epinay, 1975, p. 34. [66] Mackenna, 1989. Romero, 1978, pp. 46 y 65. Arraya, 1991, pp. 50-52. [67] Léonard, 1953, pp. 20 y ss. [68] 54th Annual Report for the Missionary Society of the Methodist Episcopal Church for the year 1873, Nueva York, 1873, pp. 10, 12 y 14. Handy, 1979, pp. 174-175. [69] 55th Annual Report for the Missionary Society of the Methodist Episcopal Church for the year 1873, Nueva York, 1874, pp. 44-45. [70] “La misión de El Faro”, en El Faro, México, 1º de enero de 1885, p. 2. [71] Craver, “La misión del protestantismo en México”, en El Abogado Cristiano Ilustrado, México, junio de 1887, p. 20. [72] “Reglas generales de la Iglesia Metodista Episcopal del sur en México”, en El Evangelista Mexicano, México, agosto de 1879, p. 29. [73] Handy, 1979, pp. 274-280.

[74] El Abogado Cristiano Ilustrado, México, mayo de 1877, p. 5. [75] Glade, 1969. Cueva, 1977. Bethell, 1989. [76] Beach, 1916. [77] Beach, 1916. Gumbs, 1986. Latourette, 1953, pp. 1282-1292. [78] Una excepción: la obra de Hopkins, 1982. [79] Basta con observar la ubicación de las estaciones misioneras para darse cuenta del contexto esencialmente urbano en el que se desenvolvía el misionero a finales del siglo XIX en América Latina. Sobre la autonomía de las congregaciones rurales en Brasil, por ejemplo, véase Gouvea Mendonça, 1984, pp. 160-161. [80] Mott, 1900. Mott, 1910. Mott, 1914. [81] Brown, 1909. [82] Wood, 1990, p. 201. [83] Williams, 1967, p. 11. [84] Por ejemplo, Butler, 1894. [85] Winton, 1913, p . 150. [86] Wood, 1900, p. 213. [87] Butler, 1892. [88] Mott, 1903, p. 227. [89] Storrs, 1900, p. 38. [90] Para lograr esto, debe considerarse un caso representativo de las diversas sociedades protestantes en un país determinado, en vez de interesarse en una sola sociedad, como lo hacen las historias confesionales. [91] Véase Bastian, 1989. [92] En México, esta orientación se tradujo en la constante participación de dirigentes protestantes en actividades políticas antioligárquicas desde mucho antes del movimiento revolucionario de 1910. Por ejemplo, en el Grupo Reformista y Constitucional, creado en 1895 por la prensa oposicionista liberal, en el Congreso Liberal de San Luis Potosí, en 1901, o en las campañas contra las reelecciones de Díaz. Cf. Bastian, 1989. [93] Alba, 1992. [94] Gouvea Mendonça, 1984, p. 161. [95] Gouvea Mendonça, 1984, pp. 128-134, 158 y 160. [96] Léonard, 1952, pp. 56-57. Consúltese también: Hahn, 1989, pp. 263 y 306. [97] Léonard, 1952, pp. 59, 60 y 100. [98] Schorer, 1985, pp. 109-112 y 121. [99] Pereira Ramalho, 1976, p. 86. [100] Pereira-Ramalho, 1976, pp. 140 y 85. Ramos, 1954, pp. 11-14. [101] Manigat, 1992, p. 63. [102] Goff, 1968. [103] Padilla, 1989, pp. 155-157 y 191 y ss. Dueñas de Anhalzer, 1991, pp. 86, 105 y 124. [104] Aubert, 1963, pp. 287 y ss. [105] Preloty Genuys, 1969, pp. 316-370. Sobre el caso del clero brasileño, cf. Prien, 1985, pp. 414-420. [106] Poulat, 1982, pp. 78 y ss. Poulat, 1977, p. 120. Beaubérot, 1987. [107] Ceballos Ramírez, 1983, pp. 3-38. [108] Castillo Cárdenas, 1968. [109] Lobo de Moura, 1985, pp. 325 y ss.

[110] Kuhl, 1982. Tomás Auza, 1966. Halperin, 1987, pp. 241-252. [111] Lacqueur, 1976. [112] Bastian, 1989. [113] Flores Galindo, en Demélas y Saint Geours, 1986, t. 2, p. 526. Amestoy, mimeografiado, Guelfio de Bersia, 1940, p. 89. [114] Klaiber, 1988, pp. 131-132. Valcárcel, 1972, pp. 85, 9-91, 12-124. González Prada, 1939, p. 118. Sobre el pastor protestante como maestro de escuela primaria, véase Bastian, 1987, pp. 91-108. Ramos, 1986, pp. 608-609 y 372. Bastian, 1989, pp. 143-171. Bruno Joffré, 1983, pp. 119 y ss. [115] Es significativo que Mariátegui haya enviado a su hijo a estudiar al colegio protestante angloperuano de Lima. Cf. Flores Galindo en Demélas y Saint Geours, 1986, t. 2, p. 555. Me parece que Bruno Joffré, que considera las escuelas misionales secundarias y superiores únicamente como agentes de norteamericanización no se fija suficientemente en el contenido de los programas ni en las escuelas primarias, ni en el hecho de que el Estado peruano también recurre a los pedagogos anglosajones. Cf. Bruno Joffré, 1986, pp. 118-127. [116] Sobre Brasil, cf. Pereira Ramalho, 1976, y Ramos, 1954. Sobre México, Bastian, 1989. Sobre Cuba, Ramos, 1986, pp. 606-607. [117] Ramos, 1986, pp. 608-609. Bruno Joffré, 1983, pp. 119 y ss. [118] Padilla, 1989, pp. 253-260. [119] Pereira Ramalho, 1976, p.152. Ramos, 1954, pp. 12-13. [120] Cf. Bastian, 1989. [121] Monti, 1969, pp. 254-259. Guelfi de Bersia, 1940, pp. 55 y 57. Rama, 1982, pp. 290-291. Amestoy, 1992, pp. 214-215. Habner, 1990. [122] Bruno Joffré, 1983, pp. 177-214 y 121. [123] Pereira Ramalho, 1976, y Ramos, 1954, subrayan el carácter ejemplar de las instituciones educativas protestantes en la educación pública brasileña. Asimismo, en México, a través de maestros de escuelas protestantes convertidos en funcionarios de gobiernos revolucionarios, los principios pedagógicos del protestantismo se tradujeron en las reformas educativas llevadas a cabo por Andrés Osuna durante el gobierno de Carranza (1915-1920) y por Moisés Sáenz durante el de Calles (1924-1928). Sobre Pablo Neruda, entrevista del autor con el obispo metodista chileno Isaías Gutiérrez Vallejos, realizada en Piriápolis, Uruguay, en noviembre de 1987. [124] Sobre el pensamiento católico, cf. Adame Goddard, 1981, y la Introducción de Coyné en Cortés, 1989. Sobre la Iglesia católica durante este periodo, véase Lynch, en Bethell, 1981, t. 8, pp. 65-123. [125] Sobre el positivismo en México, consúltese Zea, 1968. Sobre el positivismo en Brasil, cf. Lamounier, 1985. [126] Gil Cremades, 1981, pp. 49 y 70. [127] Sobre México, cf. Bastian, 1989, capítulo 4, y 1988 (2). [128] Véase Bastian, 1983, y Bruno Joffré, 1987. [129] Pereira Ramalho, 1976, pp. 88-89 y 156. [130] Moreno, 1991, p. 81. Amestoy, mimeografiado, s. f. [131] Ramos, 1986, pp. 345 y 91-198. [132] Sobre esta cuestión, cf. Carlos Mondragón, en Blancarte, 1993. A esta lista de colaboradores debe añadirse el krausista español que emigró a Nueva York, Federico de Onís, el historiador mexicano Alfonso Caso; el brasileño Gilberto Freyre; los peruanos Jorge Basadre y Víctor Andrés Belaúnde; el uruguayo Alberto Zum Felde (1889-1976) entre otros menos conocidos a nivel internacional. [133] Citado por Mariátegui, 1975, p. 172. Sobre la influencia del protestantismo liberal alemán en Unamuno, cf. Martínez Barrera, 1982; Orringer, 1985 y Moros Ruano, 1982. Citas de Unamuno en Martínez Barrera, 1982, pp. 88 y 99. Carta de Unamuno a Morris, 29 de diciembre de 1904, en La Reforma, Buenos Aires, abril de 1905, año 5, núm. 4, pp. 2405-2406. Véanse también los artículos de Orts González sobre Vives y Cervantes en La Nueva Democracia, Nueva York, junio de 1932, pp. 14-15, y julio de 1932, pp. 9-10. [134] Mackay, 1918. Para una biografía protestante de Mackay, cf. Sinclair, 1990. Para poner en perspectiva las relaciones entre Haya de la Torre y Mackay, cf. Pike, 1986, pp. 39-51.

[135] Manigat, 1991, p. 330. [136] Sinclair, 1990, p. 91. Mariátegui, 1984, t. 2, p. 524. [137] Gutiérrez Sánchez, 1989, pp. 33-34. [138] Sobre el movimiento de reforma universitaria, cf. Manigat, 1991, pp. 298-301, 409; Welter, 1969. Sobre las universidades populares, consúltese Klaiber, 1975, e Innes, 1973. [139] Por ejemplo, en Brasil, el sínodo de la Iglesia presbiteriana se organizó en 1888; en México, en 1885, tuvo lugar la Conferencia anual de la Iglesia metodista, y, en 1891, se celebró la primera convención de las escuelas dominicales y de las Ligas Epworth. [140] Según Damboriena (1962), a finales de los años de 1910, en América Latina había alrededor de 100 mil protestantes; para Prien, con base en datos proporcionados por las misiones, calcula que en Latinoamérica, incluyendo las colonias inglesas y holandesas de las Antillas, había 270 mil protestantes. Ahora bien, estas cifras no corresponden a la realidad, pues, en el caso mexicano, las estadísticas misionales hablan de unos 30 mil miembros practicantes y de 40 mil simpatizadores de 1910. En el sur de Brasil, según Dreher (1984), casi la mitad de los 300 mil alemanes eran luteranos a finales del régimen imperial (1889). [141] Para lograr esto, debe ajustarse el enfoque del fenómeno protestante, y abordarlo como “sociabilidad moderna”. Esto prácticamente no se ha hecho, exceptuando a México y a Brasil. Cf. Bastian et al., 1990. [142] Citado por Salinas, 1987, pp. 255-256. Lalive, 1986, pp. 37-43. [143] Citado por Salinas, 1987, p. 256. [144] Mariátegui, 1975, pp. 172-173.

IV. DEMOCRACIA Y PANAMERICANISMO PROTESTANTE, 1916-1961

HASTA los años diez del presente siglo, las sociedades protestantes nacionales se habían desarrollado sin seguir un plan detallado, adaptándose a los intereses religiosos de las minorías liberales. Había habido ensayos de integración y de cooperación a nivel nacional, bajo la égida de las escuelas dominicales o de las asociaciones de jóvenes, pero no había ninguna coordinación a escala continental latinoamericana. A partir de 1914, las principales sociedades misioneras que trabajaban en América Latina tomaron la iniciativa para unir esfuerzos y organizar un Comité de Cooperación para Latinoamérica (CCLA), con sede en Nueva York. A lo largo de los últimos 30 años del siglo XIX, las sociedades protestantes latinoamericanas habían nacido en el seno de minorías motivadas por el liberalismo radical; pero no habían podido liberarse de depender constantemente en lo económico de las sociedades misionales norteamericanas e inglesas. Esta dependencia no se limitó al protestantismo; era un fenómeno económico estructural condicionado por los términos del intercambio a nivel internacional. El conjunto de las economías latinoamericanas dependía de la inversión extranjera, principalmente la inglesa, la alemana y la francesa hasta finales del siglo XIX, pero después de la primera Guerra Mundial los capitales estadunidenses dominaron las inversiones en Latinoamérica, y en el sur del continente superaron a los capitales ingleses. Por lo demás, la situación económica de los sectores sociales vinculados con las asociaciones protestantes era precaria, y fluctuaba en función de las crisis cíclicas del capital. Asimismo, las infraestructuras escolares, la nómina salarial de las iglesias y la presencia de los misioneros dependían, en gran parte, de las finanzas de las iglesias protestantes norteamericanas, cuya capacidad económica había crecido regularmente. Factores que constituyeron un fenómeno global y estructural de dependencia sirvieron de pretexto para señalar a las asociaciones protestantes latinoamericanas como instrumentos privilegiados del imperialismo estadunidense. La Iglesia católica y los conservadores defendieron “la tradición hispánica y católica” de América Latina, y se unieron a la voz de ciertos sindicatos que calificaban al protestantismo de una forma del imperialismo norteamericano, elemento conquistador, amigo del capitalista y enemigo del obrero, que se ha propuesto la americanización del pueblo con sus escuelas, sus templos y sus deportes.[1]

Es verdad que las asociaciones protestantes transmitían modelos pedagógicos

anglosajones, que esas mismas asociaciones tenían nexos de amistad con las iglesias norteamericanas y que, con espíritu pionero, difundían deportes hasta entonces desconocidos en Latinoamérica (basquetbol, volibol). La “americanización”, la difusión de ciertas modas norteamericanas, fue un fenómeno generalizado, sujeto tanto a la dependencia económica como al proceso de modernización de los países y al efecto del intercambio comercial, cada vez mayor, con Estados Unidos. Este intercambio se convirtió en símbolo de una modernidad ansiada, en primer lugar, por las élites latinoamericanas que compraban bienes de consumo estadunidenses y enviaban a sus hijos a estudiar a Norteamérica. En este sentido, las acusaciones formaron parte del combate ideológico que el catolicismo sostenía contra la modernidad, y de la lucha de los sindicatos contra el imperialismo norteamericano; pero no correspondían a la actitud nacionalista de los protestantes latinoamericanos, ni tampoco a la actitud crítica de los misioneros norteamericanos frente a la política exterior de su propio país en América Latina. Las intervenciones militares norteamericanas en nombre de la Doctrina Monroe (1823), reforzadas por el Roosevelt corollary (1902), fueron muy frecuentes en América Latina desde finales del siglo XIX. En México, cuando los marines se apoderaron del puerto de Veracruz en 1914, los estudiantes de los colegios protestantes fueron entre los primeros que se unieron a la Revolución constitucionalista y se alistaron para combatir al invasor. Los pastores condenaron la invasión. Algunos misioneros decidieron ponerse del lado mexicano, y otros fueron a su país de origen para hacer campaña contra la injerencia extranjera. La amistad con las iglesias norteamericanas no era, por consiguiente, sinónimo de colaboración con el invasor. La simpatía por la “modernidad americana” no llevaba consigo una aceptación pasiva de las intervenciones militares. A esto debe añadirse que las iglesias norteamericanas se convirtieron poco a poco en conciencia crítica de su país, y redoblaron sus esfuerzos contra los “duros” de la política exterior estadunidense. En los años veinte, los gobiernos populistas remplazaron en muchos países a los regímenes oligárquicos liberales, y estimularon las manifestaciones de un ardiente nacionalismo. En este contexto político, surgieron tensiones entre los dirigentes protestantes latinoamericanos, muy influidos por las corrientes nacionalistas y democráticas en las que ellos mismos habían participado, y los misioneros estadunidenses que deseaban seguir controlando la administración de los fondos y los edificios construidos por las sociedades misioneras, en particular las escuelas, a las que se había destinado la mayor parte de las inversiones. Esta confrontación se acentuó con la crisis económica mundial de 1929, que también afectó a las sociedades misioneras y, de rechazo, facilitó el acceso de las sociedades protestantes latinoamericanas al control de los bienes raíces. Por otra parte, el nacionalismo fue la respuesta a la crisis económica por parte de los regímenes políticos que oscilaban, en América Latina, entre la dictadura y el populismo. En este proceso, el ejército y los militares asumieron un papel cada vez mayor en la conducción política, y los caudillos emplearon mecanismos corporativos para la movilización de las masas con el fin de conquistar cierta legitimidad. Las asociaciones protestantes, bajo la presión del ímpetu nacionalista y prosiguiendo con la lucha anterior contra las oligarquías, se colocaron del lado del populismo pero sintiéndose incómodas. Se sintieron tentadas a desligarse de la influencia misionera norteamericana, pero

defendiendo al panamericanismo, opuesto al panhispanismo de los conservadores y al pansocialismo de la izquierda adicta a Moscú. En este contexto, comenzaron a preguntarse sobre su identidad latinoamericana en el momento en que el liberalismo radical, que las vio nacer, se veía suplantado por el populismo y en que se sospechaba de las iglesias protestantes de servir al imperialismo estadunidense. En el terreno religioso, el crecimiento de los movimientos pentecostales, carentes de financiamiento exterior, también constituía una amenaza seria para los modelos protestantes dependientes en lo económico de las iglesias norteamericanas. Se debía, por tanto, “construir una iglesia protestante autóctona, con medios económicos propios y que se desarrollase por sí misma”.[2]

SURGIMIENTO DE UNA CONCIENCIA PROTESTANTE LATINOAMERICANA, 1916-1929 Los congresos protestantes latinoamericanos celebrados en Panamá (1916), Montevideo (1925) y La Habana (1929) facilitaron la manifestación de una conciencia protestante latinoamericana deseosa de responder a las cuestiones más acuciantes del continente. Sirvieron, asimismo, para que se procurara superar las diferencias entre las diversas denominaciones y el desorden que afectaba las fuerzas protestantes en las zonas donde estaban actuando. Al mismo tiempo, ofrecieron la oportunidad de aplicar una estrategia unitaria en países donde iba en aumento el alcance y la rapidez de las comunicaciones. Las sociedades misioneras norteamericanas tomaron la iniciativa en este esfuerzo regional. Habían participado en la Conferencia Misionera Mundial celebrada en 1910 en Edimburgo[3] donde se confirmó que, para las iglesias protestantes europeas, América Latina no constituía un campo de acción puesto que se trataba de un continente que ya era cristiano. Los estadunidenses, encabezados por John R. Mott, habían procurado, en vano, convencer a los europeos de que era urgente la evangelización de esos países. Reunidos en subgrupo, decidieron continuar por cuenta propia la obra comenzada, persuadidos de que en América Latina “millones de seres humanos no conocían verdaderamente el Evangelio”.[4] Ante todo debían organizarse racionalmente los esfuerzos teniendo en cuenta esa meta. Por ello los delegados norteamericanos decidieron convocar una conferencia similar a la de Edimburgo, pero exclusivamente para América Latina. La primera reunión preparatoria se celebró en Nueva York (1913). Se nombró un comité “encargado de los problemas relacionados con la labor en América Latina, especialmente en lo concerniente a la cooperación” entre las diversas sociedades misioneras.[5] El pastor Samuel Guy Inman (1877-1965), antiguo misionero de la Iglesia de los Discípulos de Cristo en México, muy influido por el “Evangelio social” del teólogo norteamericano Rauschenbusch, fue nombrado secretario ejecutivo del Comité de Cooperación para Latinoamérica (CCLA). Su primera actuación consistió en convocar una reunión de representantes de las sociedades misioneras en Cincinnati, Ohio, en 1914, para discutir los problemas de las asociaciones protestantes en México, entonces en plena efervescencia revolucionaria.

Las reflexiones sobre la situación mexicana sirvieron de laboratorio para lo que se iría a desarrollar en el resto de América Latina. Entre otras cosas, las sociedades misioneras decidieron racionalizar su labor y no competir entre sí en un mismo sector. Con este fin reordenaron sus actividades en México y se asignaron zonas de acción. Además, el Comité convocó una conferencia de las sociedades misioneras que trabajaban en América Latina, la cual se celebraría en la zona del canal de Panamá en 1916. La zona del canal de Panamá, protectorado estadunidense desde 1904, la escogió el Comité de Cooperación, paradójicamente, “para hacer ver a los latinoamericanos que la Conferencia invitaba a la cooperación y que no constituía un medio para imponerles ideas norteamericanas”.[6]

El Congreso de Panamá, 1916 El congreso de las sociedades misioneras que trabajaban en América Latina[7] se inauguró el 10 de febrero de 1916, con la participación de 235 delegados de 44 sociedades misioneras estadunidenses, una canadiense y una inglesa. Fue un congreso norteamericano en el que el inglés era la lengua oficial. Sólo estuvieron presentes 27 delegados latinoamericanos. Es verdad que el profesor Eduardo Monteverde, de Montevideo, Uruguay, presidió los debates, pero los dirigió el misionero presbiteriano Robert Speer. Samuel G. Inman fue nombrado secretario del congreso. Se reflexionó pragmáticamente sobre ocho temas: la estrategia a seguir, el mensaje, la educación, la literatura cristiana, la mujer en la Iglesia, las iglesias en el terreno de la acción, las misiones, la cooperación y la promoción de la unidad. Se llegó a un balance positivo de la marcha del protestantismo al cabo de más de 40 años de esfuerzo sostenido, y los delegados consideraron que la inestabilidad sociopolítica en Latinoamérica, junto con el “materialismo y el agnosticismo” de las clases dirigentes, frenaba el crecimiento de las sociedades protestantes. El congreso reafirmó su convicción acerca de que los principios regeneradores de un cristianismo personal constituyen el factor [principal] de la regeneración individual y social tan necesaria en América Latina.[8]

Por último, se insistió en la indispensable unidad de acción de las sociedades misioneras, dentro del respeto a la diversidad de sus respectivas tradiciones. La unidad de acción fue el tema central del congreso, del cual se derivaron las siguientes proposiciones: unidad en la educación, sobre todo en la formación teológica, para lo cual se crearían seminarios unidos; unión en la política editorial, particularmente en la prensa protestante a nivel nacional; unión en el terreno donde se trabaja, evitando la competencia entre las diversas asociaciones misionales y, por tanto, dividiendo racionalmente los territorios nacionales. El primer resultado del congreso de Panamá fue el nuevo impulso que se dio al movimiento protestante, el cual, a partir de entonces, aplicó una estrategia unitaria regional. Por otra parte, muy influidos por el “Evangelio social”, los dirigentes misioneros quisieron lanzar una pastoral de los pobres y de los indígenas para responder al reto “de la revolución industrial que ya se acerca a América Latina”.[9] Los congresistas también se mostraron

preocupados por la situación de la mujer y por abrirle, ineludiblemente, un espacio en la sociedad. Por último, se concedía prioridad al desarrollo de sociedades protestantes autónomas en lo económico y dirigidas por latinoamericanos. Esta última resolución contrastaba con la composición esencialmente norteamericana del congreso. Pero, aún así, el congreso, gracias a sus orientaciones, manifestó un sentimiento de identidad regional y de solidaridad con un protestantismo “ultraminoritario” en todos los países de Latinoamérica. Se deseaba, además, superar el viejo anticatolicismo del liberalismo radical, ya no concretarse “a atacar los errores y la corrupción de la Iglesia romana”, pero proclamar un “Evangelio de vida” a todos los sectores sociales, sin menospreciar las costumbres locales. No se debió al azar que el congreso se celebrara en Panamá, símbolo reciente de la hegemonía norteamericana en el continente. Los dirigentes misioneros lanzaron un proyecto más ambicioso que el que únicamente buscaba administrar lo adquirido, o renovarlo dándole una orientación social. Samuel Guy Inman, el secretario general, deseaba, en efecto, convertir al protestantismo en “el aspecto religioso del panamericanismo”.[10] Este panamericanismo era su caballo de batalla, y con él procuró corregir los excesos de la política imperialista del “Big Stick”. En cierta forma, las sociedades misioneras se transformaban en algo así como el corolario religioso de la nueva política de “buena vecindad”. Esto hizo aún más incómoda la posición de las sociedades protestantes. Dentro de Estados Unidos representaban la mala conciencia de la nación; en el exterior, aparecían estrechamente vinculadas con la política del Departamento de Estado. Todo ello deslució la imagen nacionalista de los protestantes latinoamericanos.

Panamericanismo y CCLA El Congreso de Panamá comisionó al CCLA y a Inman para que dirigieran y aseguraran el proceso de información y aplicación de las decisiones adoptadas por los dirigentes latinoamericanos, para lo cual se organizarían conferencias regionales. Ocho conferencias regionales permitieron que se establecieran siete comités de cooperación (Río de la Plata, Brasil, Chile, Perú, Cuba, Puerto Rico y México),[11] los cuales delimitaron el territorio correspondiente a cada sociedad protestante y asignaron estructuras de cooperación en la prensa, la educación y la formación teológica. Inman coordinó estos encuentros entre marzo y octubre de 1917, y visitó detenidamente un buen número de países. En su informe subrayó las nuevas relaciones de buena vecindad, a las que consideró favorables al desarrollo del protestantismo. Constató, asimismo, las limitaciones de la presencia protestante, el escaso número de sacerdotes, lo cual impedía que la Iglesia católica respondiera a las demandas de la población; y el desinterés por la religión, cada vez mayor, que se manifestaba no sólo entre las clases dirigentes sino también en el sector obrero. En cambio, se mostró muy satisfecho porque, en los círculos gubernamentales, se percibía un espíritu abierto y una nueva actitud positiva ante Estados Unidos.[12] Inman atribuía este cambio “al incremento de las relaciones comerciales”, en una época en que Estados Unidos se convertía en el principal proveedor de fondos para Latinoamérica, en

especial después del Congreso Financiero Panamericano (Washington, 1915), y sustituía a una Europa desgarrada por la guerra. Asimismo, opinaba Inman que la reorientación reciente de la política exterior norteamericana pasaba de la “agresividad patriotera (jingoísmo) a una verdadera simpatía”, lo cual contribuía a los cambios observados. Constató, además, que 2 500 jóvenes latinoamericanos estudiaban en universidades estadunidenses. Con cierto apresuramiento atribuía este interés a la influencia de los misioneros y de las escuelas protestantes, “los cuales contribuían a que América Latina y Norteamérica se comprendieran mutuamente”. Inman hizo que este mutuo entendimiento diese orientación política al CCLA. Si bien mantenía buenas relaciones con el Departamento de Estado norteamericano, el CCLA procuró defender siempre la colaboración entre los sectores progresistas latinoamericanos y norteamericanos, dentro de una línea de acción antimperialista, lo que en cierta forma constituía una tercera vía, por encima de la política oficial y la de los medios políticos más intransigentes. Se trataba de un deseo expresado en 1900 por misioneros norteamericanos, quienes deseaban que las iglesias se convirtieran en instituciones panamericanas muy influyentes. Como éstas participaban en la obra universal de la evangelización, algún día reunirían a las dos Américas en la marcha hacia el progreso moral del mundo entero.[13]

El panamericanismo protestante fue, a principios de los años veinte, un corolario de la doctrina del buen vecino. Inman no escatimó esfuerzos; dio muchas conferencias en universidades de todos los países del continente y publicó numerosos libros sobre el tema. Ahora bien, poco a poco, en la medida en que se multiplicaron las intervenciones militares norteamericanas, Inman y la revista La Nueva Democracia adoptaron una posición más crítica e incisiva frente a las acciones que abarcaba el término genérico “imperialismo norteamericano”. La revista que dirigió de 1920 a 1939, sirvió de tribuna a las ideas antimperialistas difundidas en muchos artículos firmados por los demócratas peruanos Haya de la Torre, Luis Alberto Sánchez y Jorge Basadre, o por los socialistas argentinos José Ingenieros, Alfredo L. Palacios y Manuel Ugarte.[14] De hecho, según la tipología del antiamericanismo latinoamericano aplicable al periodo 1910-1940, sugerida por Manigat, los principales colaboradores no protestantes de La Nueva Democracia compartían un “antiamericanismo ideológico con raíces en el antimperialismo político y el socialismo”.[15] A estos colaboradores se añadían aquellos que, como Max Henríquez Ureña, escritor demócrata originario de la República Dominicana, daban expresión a un antiamericanismo de circunstancias, a manera de reacción contra las intervenciones militares y las presiones económicas. El propio Inman refiere que estaba persuadido de la necesidad de un diálogo interamericano, de pueblo a pueblo: en 1914, después de haber dejado en México un ambiente colmado de sospechas, visité casi todos los países latinoamericanos donde encontré la misma desconfianza que en México. Llegué a la conclusión de que esta desconfianza constituía un problema grave para el desenvolvimiento de las influencias espirituales, comerciales e intelectuales de Estados Unidos, y que lo más recomendable era romper esa barrera.[16]

Según Inman, debían surgir embajadores espirituales… no necesariamente pastores o personas firmemente vinculadas con lo religioso, sino ministros, verdaderos hombres de buena voluntad, lo mismo hombres de negocios que agentes gubernamentales o representantes de agencias filantrópicas o misioneras.[17]

En este sentido, sobrepasaba el entusiasmo, un tanto ingenuo, de John Mott, entonces presidente del Consejo Misionero Internacional, quien exclamó en 1925, en Washington, frente al presidente Calvin Coolidge: las misiones cristianas constituyen el verdadero internacionalismo en gran escala; nuestros 20 000 misioneros son los embajadores, los intérpretes y los mediadores en lo referente a los aspectos vitales de las relaciones internacionales y raciales.[18]

Como verdadero estratega, Inman logró instaurar el diálogo entre las élites intelectuales latinoamericanas y norteamericanas, a través de su revista y de los vínculos que estableció, los cuales rebasaban el ámbito de las iglesias protestantes latinoamericanas. Por otra parte, es verdad que ciertos intelectuales hablaban con reservas de esta situación. José Vasconcelos, mexicano, ministro de Educación (1921-1924) y prestigiado escritor (La raza cósmica, 1925), en un principio se interesó en el panamericanismo de Inman y colaboró en La Nueva Democracia. Fue, además, hasta 1927, miembro del consejo de redacción. Pero en 1927 tomó una actitud de ardoroso antiprotestantismo, y denunció la llamada connivencia entre el protestantismo y la política exterior estadunidense. En el caso de Vasconcelos, esta actitud se explica, ante todo, por su ambición política, que lo convirtió en candidato “conservador” a la Presidencia de la República Mexicana (1929) y en implacable adversario del presidente Calles, quien apoyaba al protestantismo. De hecho, las relaciones que Inman y el CCLA sostuvieron con el Departamento de Estado nunca fueron apacibles. Sin esto sería difícil comprender la incesante publicación en La Nueva Democracia de artículos “antimperialistas”, escritos por dirigentes políticos e intelectuales progresistas latinoamericanos. Con sus escritos (Revolutionary America, 1933) Inman procuró que en su país se comprendieran los objetivos de la Revolución mexicana y los de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), del peruano Haya de la Torre, combatidos por los lobbies del petróleo y por los círculos económicos estadunidenses. Además, en su revista puso de manifiesto a los latinaomericanos que debía distinguirse entre el pueblo y el gobierno norteamericanos en la medida en que, en Estados Unidos, particularmente en las iglesias, se tendía a condenar toda intervención militar. Los dirigentes protestantes latinoamericanos, producto de la educación recibida en las escuelas misioneras, fueron los agentes de esta política del buen vecino espiritual. Podría citarse, entre otros casos, el del indigenista mexicano Moisés Sáenz y el del uruguayo José Navarro Monzo, a quienes constantemente atacaban los panhispanistas y los sindicatos porque los consideraban americanófilos. En el contexto de los exacerbados nacionalismos latinoamericanos de los años veinte, atizados por la constante injerencia estadunidense, quizá ligeramente disminuida por la crisis económica de 1929, llegó a tener importancia decisiva la

cuestión de la identidad latinoamericana del protestantismo. Los congresos protestantes celebrados en Montevideo (1925) y en La Habana (1929) procuraron dar respuesta a esa cuestión, en el contexto de una América Latina en crisis.

El Congreso de Montevideo, 1925 En 1925, según las estadísticas misioneras, la población protestante latinoamericana ascendía a 712 000 miembros, bautizados y comulgantes, y posiblemente al doble el número de simpatizantes.[19] El crecimiento no observó un ritmo regular, y estuvo sujeto a circunstancias especiales, como la inmigración, en Argentina, o la Revolución, en México. En términos generales, el protestantismo se “urbanizó”, y contaba con una élite de dirigentes bien preparados cuya presencia se hizo tangible con ocasión de los congresos de 1925 y de 1929. El CCLA proyectó celebrar, 10 años después del Congreso de Panamá, dos congresos, uno para el norte y otro para el sur de Latinoamérica. El primero, para los países del sur, se celebró en Montevideo del 29 de marzo al 8 de abril de 1925. El segundo, para México, iba a celebrarse en el verano de 1926, pero las tensiones entre la Iglesia católica y el Estado desembocaron en una guerra civil que duró tres años (la “Cristiada”). Por consiguiente, el contexto político no favorecía entonces la celebración del congreso, el cual al fin se llevó a cabo en La Habana en 1929. El Congreso de Montevideo,[20] organizado por Robert Speer y Samuel G. Inman, lo presidió el profesor Erasmo Braga, presbiteriano brasileño. Como sólo 45 de los 165 delegados eran latinoamericanos, destacaban la presencia y la dirección estadunidenses. Más aún, los misioneros norteamericanos ocuparon la mayor parte de las presidencias de las comisiones. Aunque el español fuera la lengua oficial, los participantes en el congreso se comunicaban en inglés. Durante las sesiones se constató el progreso numérico del protestantismo, y que, a pesar del recrudecimiento de la hostilidad católica y de la indiferencia de las élites, las condiciones sociopolíticas nunca habían sido tan favorables. Opinaban los delegados que el protestantismo no debía concretarse a las ciudades, sino difundirse también en las zonas rurales, particularmente en las andinas, y echar raíces entre las poblaciones indígenas. Se insistió en la marginación de los pueblos indios, y en la necesidad de educarlos, evangelizarlos e integrarlos a sus naciones respectivas. También se abordaron otros temas tradicionales, como educación, evangelización, relaciones entre los misioneros y pastores latinoamericanos, cooperación y unidad de acción. La irrupción de las ideas vinculadas con el “Evangelio social” y la insistencia en la labor social caracterizaron los debates del congreso, fuertemente atacado por la prensa católica. El pensamiento protestante, como siempre, se basaba en “la filiación divina, en la posición central de Cristo y la necesidad del arrepentimiento”,[21] pero había surgido también la preocupación por hacer frente a los problemas sociales y económicos, proclamando un “evangelio práctico, no dogmático”, que subrayase las aplicaciones sociales. Este “Evangelio social” debía incluir en las sociedades protestantes las “relaciones industriales, raciales, comerciales, políticas e internacionales”;[22] debía “llamar no sólo a la regeneración del individuo sino también a la de la sociedad”.[23] De ahí provino la insistencia en la evangelización de los movimientos

sociales y el interés por “el movimiento feminista” y por “el movimiento obrero organizado”. Al mismo tiempo, la presencia de una nueva generación de dirigentes protestantes latinoamericanos, bien formados y deseosos de garantizar la conducción y dirección de las instituciones protestantes, hizo que el congreso planteara el tema de la transferencia de “la autoridad y de la influencia del misionero”.[24] A partir de los años treinta, se desenvolvió un proceso progresivo e irreversible referente a la “nacionalización” de las propiedades de las sociedades misioneras. La insistencia del congreso en las cuestiones sociales provocó una reacción negativa en algunas asociaciones misioneras minoritarias, caracterizadas por un “fundamentalismo” teológico que se manifestó con virulencia en Estados Unidos, en el marco de la controversia sobre la teoría darwinista de la evolución (1925). El movimiento protestante en Latinoamérica no se vio afectado por esas tensiones, pero se sentaron las primicias de una corriente protestante fundamentalista y sin interés por las cuestiones sociales. El congreso fue blanco de ataques de la Iglesia católica, sobre todo en lo relativo al evangelio social protestante,[25] al que se consideraba instrumento del proyecto imperialista norteamericano. Estos ataques coincidieron con los lanzados por algunos sindicatos, la CROM entre otros. Esto hizo que los protestantes del norte del continente, reunidos algunos años después en La Habana, procuraran aclarar sus relaciones con el “imperialismo americano”.

El Congreso de La Habana, 1929 El congreso protestante reunido en La Habana, en junio de 1929, tuvo como tema central la “renovación religiosa de Hispanoamérica”, y constituyó un hito importante en la formación de un protestantismo latinoamericano, más maduro y consciente de su destino. Fue el primer congreso organizado y dirigido en su totalidad por protestantes latinoamericanos. Aun cuando sólo concurrieron delegados de sociedades protestantes del norte de América Latina, tuvo gran efecto en todo el protestantismo latinoamericano, en lo cual contribuyeron diversos factores, ante todo, la existencia de una nueva generación de dirigentes protestantes muy bien preparados en las escuelas tanto misioneras como públicas;[26] pero también el triunfo de la Revolución mexicana, en la cual participaron activamente los protestantes; su presencia en el seno de procesos políticos democráticos (lo cual les dio oportunidad de ejercer su responsabilidad); y, por último, el hecho de que algunos de los organizadores del congreso hubieran participado en el Concilio Misionero Mundial (Jerusalén, 1926) donde adquirieron una experiencia protestante internacional aún más amplia. La posición europea en lo referente a la “evangelización” de Latinoamérica predominó en el congreso, e incluso se puso en duda el concepto mismo de misión, pues se había debilitado mucho el optimismo de principios de siglo, según el cual bastaría una sola generación para que el cristianismo se difundiese en todos los confines de la Tierra. El movimiento misionero mundial, para hacer frente a las corrientes secularizantes, cada día más fuertes, había lanzado la famosa fórmula de William Temple: “nuestro mensaje es Jesucristo”, tema que se retomó integralmente en el congreso protestante de La Habana, en el cual se añadieron las demandas del evangelio social. Del 20 al 30 de junio de 1929, los 169

delegados reunidos en los colegios metodistas Candler y Buena Vista, de la capital cubana, abordaron cuatro temas principales: solidaridad evangélica, educación, acción social y literatura cristiana, a los cuales hicieron importantes aportaciones once conferencias magistrales, todas ellas, excepto dos, pronunciadas por latinoamericanos. La mayor parte de los delegados provenía de Cuba, México y Puerto Rico. Las iglesias de América Central, de Venezuela y de Colombia participaron con menos entusiasmo en el congreso porque, según Inman, eran muy débiles, sin nexos comunes, conservadoras, replegadas en sí mismas, incapaces de desarrollar un proyecto de cooperación coordinada.[27]

Presidió el congreso Gonzalo Báez Camargo (1899-1983), joven mexicano, periodista, maestro de escuela metodista, que combatió en las filas constitucionalistas durante la Revolución mexicana, símbolo de la nueva generación de intelectuales protestantes. De acuerdo con el informe que redactó Báez Camargo, era la oportunidad de profundizar en el sentido de las responsabilidades, de un diálogo mejor entre los dirigentes protestantes nacionales, de una mayor confianza en uno mismo, de una mayor conciencia de las necesidades, de un objetivo común y de una conciencia internacional.[28]

El principal tema de discusión fue el de la nacionalización y autofinanciamiento de las iglesias, insistiendo en los problemas sociales (indigenismo, problemas industriales y rurales), y en el sentido de la misión del protestantismo en un continente donde hacía falta “una renovación religiosa”. Por primera vez se discutieron cuestiones esenciales referentes a la identidad del protestantismo latinoamericano. Báez Camargo planteó con realismo la cuestión: ¿Es que nuestro protestantismo no se adapta al temperamento de nuestros pueblos, no satisface sus aspiraciones religiosas, no responde a sus necesidades espirituales, en una palabra, no echa raíces, no prende, no se identifica?[29]

En el congreso se constató que, a pesar de sus raíces liberales, el protestantismo continuaba siendo un elemento exógeno a la cultura latinoamericana. Por ello se subrayó la necesidad de “latinizar nuestro protestantismo”, tema en donde se reflejaba la profunda influencia del pensamiento de Unamuno en los círculos protestantes latinoamericanos. Desde principios del siglo, Unamuno buscaba el camino de una “revolución religiosa” que permita “españolizar el cristianismo” y fundar un cristianismo latino, libre de la herencia del catolicismo ortodoxo, “dogmático y pagano”, que no sea “una mera reproducción del protestantismo nórdico que no se adapta a los pueblos latinos”. Los delegados protestantes del Congreso de La Habana buscaban un mismo camino, el de una nueva reforma religiosa que sepa llegar a las mentalidades populares latinoamericanas y salga de los ghettos liberales. Se buscaba, asimismo, preparar una respuesta a una cuestión candente, la de la supuesta connivencia con el imperialismo, surgida de contextos políticos nacionalistas y de los ataques lanzados contra las iglesias protestantes. Luis Alonso, dirigente metodista cubano, subrayó un posible peligro, consistente en confundir protestantismo e imperialismo, “al notar la huella de cierta influencia norteamericana en nuestra obra, lo cual constituye un handicap político”.[30]

Al reconocer el malestar nacido de la expansión estadunidense en Latinoamérica, el conferenciante cubano recalcó la necesidad de borrar totalmente esa sospecha y, por consiguiente, la urgencia de latinizarnos plenamente, de expresar enfáticamente a nuestros pueblos que la Iglesia evangélica no se identifica, por ningún concepto, con la conducta inmoral de ciertas empresas financieras ni con las acciones del gobierno de Estados Unidos.[31]

Al condenar la política de Washington en América Latina, el protestantismo latinoamericano, fiel al liberalismo de sus orígenes, se alejaba del socialismo dogmático que provocó las violentas denuncias y las sospechas de los medios sindicales y de los intelectuales socialistas. Por ello, el documento final, se puso en guardia contra el movimiento obrero y el bolchevismo que dividen y conducen a la guerra de clases, precisamente donde conviene hablar de interdependencia y de panamericanismo.[32]

Entre los dirigentes latinoamericanos y los misioneros reinó la comprensión mutua, centrada en la condenación de la actitud del gobierno estadunidense, que se proponía gravar las importaciones de azúcar cubano, lo cual tendría repercusiones nocivas en la economía de la isla.[33] En el contexto de la nacionalización de las obras misioneras y del surgimiento de movimientos protestantes autofinanciados, Luis Alonso propuso la fundación de una “Federación Evangélica Latinoamericana”, integrada por diversos consejos nacionales, con el fin de lograr una mejor coordinación de los esfuerzos protestantes en América Latina. Se aceptó la propuesta por unanimidad y se formó un “comité continuador”, pero fue preciso esperar 20 años para que el proyecto viese la luz del día, lo cual ocurrió al celebrarse la primera conferencia evangélica latinoamericana (Buenos Aires, 1949). Por lo demás, el Congreso de La Habana reflejó la madurez política adquirida, a lo largo de las luchas democráticas en cada país por los dirigentes protestantes latinoamericanos, y marcó los hitos del desarrollo futuro de un protestantismo autónomo.

P ARTICIPACIÓN ACTIVA EN LAS LUCHAS DEMOCRÁTICAS Queda por hacer una verdadera investigación que permita apreciar el efecto de los actores protestantes latinoamericanos en los procesos políticos democráticos de la primera mitad del siglo XX. Es una tarea difícil, teniendo en cuenta que su labor se vio descalificada por los regímenes neocorporativos, los cuales daban por hecho su liberalismo radical y su eventual alianza con los intereses norteamericanos. Haciendo una comparación entre Moisés Sáenz y José Vasconcelos, ambos pedagogos, ambos relacionados con la Revolución mexicana, salta a la vista la dificultad de reconocer la aportación protestante a los procesos democráticos. Sáenz, educado en escuelas presbiterianas, normalista, discípulo de John Dewey en la Universidad de Columbia, fue subsecretario y secretario de Educación de 1924 a 1930; posteriormente, embajador en Perú, poco antes de su muerte, en 1941, fundó el Instituto Indigenista Interamericano. Escribió

numerosas obras y, ante todo, creó en México la educación secundaria e indigenista, aportación que difícilmente se le reconoce hoy en día. Con su opositor, José Vasconcelos, ocurrió lo contrario. Fue secretario de Educación de 1921 a 1924. En un principio fue revolucionario pero no tardó en transformarse, a partir de su candidatura a la Presidencia de la República (1928), en católico militante y en convencido panhispanista. Sin embargo, para la historiografía mexicana oficial, siguió siendo un símbolo del nacionalismo intelectual. En cambio a Moisés Sáenz, a causa de su protestantismo, del que nunca renegó, se le ha relegado al olvido. Ahora bien, como escribió recientemente un antropólogo, acusado muchas veces (en particular por Vasconcelos y sus discípulos) de ser agente del imperialismo yanqui, de protestante propagandista de perniciosas costumbres extranjeras, Sáenz fue, por lo contrario, uno de los más destacados representantes del nacionalismo ascendente que inspiró el movimiento armado de 1910.[34]

Sáenz formó parte de una generación de jóvenes protestantes formados en un liberalismo religioso impregnado de valores “revolucionarios”, que rompieron con una sociedad profundamente católica y corporativa. Antes de estudiar la acción de los actores protestantes latinoamericanos, y con el fin de superar la “leyenda negra” que asimila el protestantismo latinoamericano al imperialismo estadunidense, es sin duda preciso estudiar antes la actitud política asumida por los misioneros norteamericanos.

Actitud de los misioneros frente al imperialismo Aun cuando fueran extranjeros, los misioneros necesariamente tuvieron que enfrentarse a opciones políticas. Su protestantismo los oponía a la Iglesia católica y a los conservadores, y en caso de crisis política, ineludiblemente se encontraron del lado de los liberales y de los demócratas. Por otra parte, en su calidad de ciudadanos norteamericanos, no podían permanecer indiferentes a la política exterior de su país en Latinoamérica. Las posiciones que adoptaron en los contextos políticos mexicano y centroamericano sin duda revelaban una actitud crítica, que también estuvo presente en el seno del CCLA y en la revista La Nueva Democracia. Así, durante toda la fase armada del conflicto revolucionario mexicano, los misioneros defendieron la libertad para escoger del pueblo mexicano y condenaron incesantemente las amenazas intervencionistas del vecino del norte. Lo hicieron, desde 1910, tanto en los poderosos medios eclesiásticos de su país como en cartas y reiteradas solicitudes al Departamento de Estado.[35] Combatieron directamente a los grupos representantes de intereses económicos, especialmente al lobby del petróleo, que exigían la intervención norteamericana. Por ejemplo, en 1919, cuando una subcomisión senatorial, presidida por el senador Albert B. Fall, intentó justificar la intervención militar, entre los testigos en favor de la no intervención se encontraron el misionero metodista George S. Winton y el secretario del CCLA, Samuel Guy Inman, el cual escribió un libro en defensa de sus ideas.[36] Sólo una lectura atenta de la correspondencia de los misioneros podría suministrar una

idea clara de la posición que adoptaron frente a reiteradas intervenciones militares en las Antillas y en Centroamérica, entre 1920 y 1930. No fue único el caso de los misioneros que se hallaban en México. En 1927, La Nueva Democracia publicó con entusiasmo el “manifiesto de Alfredo Palacios y Manuel Ugarte a la juventud y a la clase obrera norteamericanas”, donde se “protestaba contra la peligrosa actitud de ciertos políticos y capitalistas estadunidenses”.[37] Asimismo, el Latin American Evangelist, periódico de la Misión Centroamericana —fundada (1921) en Costa Rica por Henry y Susan Strachan, misioneros pertenecientes a las corrientes pietistas, alejadas del “protestantismo de civilización” de las grandes denominaciones norteamericanas—, de 1926 a 1928 rechazó enérgicamente el “imperialismo y las intervenciones estadunidenses”. En diciembre de 1926, época de gran tensión entre el gobierno de Plutarco Elías Calles, presidente de México (1924-1928), y la administración de Calvin Coolidge (1924-1928), Susan Strachan firmó un editorial donde afirmaba que el “heroico” esfuerzo de Calles merecía las oraciones y la comprensión de todo verdadero cristiano, con el fin de que sostenga su lucha gigantesca contra dos enemigos insaciables, la Iglesia de Roma y los intereses comerciales extranjeros que, durante las últimas décadas, ocasionaron el desquiciamiento político del país.[38]

Un telegrama enviado en diciembre de 1926 por Harry Strachan y dirigentes protestantes que residían en Costa Rica al presidente Coolidge, asentaba firmemente: la opinión general de los ciudadanos norteamericanos residentes aquí es que, en América Central, un peligro comunista derivado de la influencia mexicana rotundamente no existe. La ayuda de México a Nicaragua se debe a la comprensión que a través de la historia ha existido entre los liberales. Recuerde usted que la persecución contra los misioneros protestantes sólo la han practicado los gobiernos conservadores, como el de Nicaragua el año pasado.[39]

A la intervención estadunidense en Nicaragua (principios de diciembre de 1926) el periódico citado la calificaba de desastrosa. Poco después, empleando un título evocador, “El error intervencionista en Nicaragua”, denunciaba la tregua de Tititapa (mayo de 1927), como maniobra del emisario de Coolidge, Henry L. Simpson, y el general constitucionalista Moncada, quien estaba en vía de ganar la guerra, con la ayuda de Augusto César Sandino, contra Adolfo Díaz, el usurpador impuesto por Estados Unidos el año anterior. Mientras que algunos celebraban la reconquista de la paz, otros, entre ellos Sandino, la rechazaban. Los misioneros que trabajaban en Costa Rica compartían este sentir, y recalcaban que era “inaceptable la paz impuesta por las armas a los liberales, aun cuando muchos la hubiesen firmado”.[40] Susan Strachan calificó de “farsa” la conferencia de paz. El misionero Edward H. Haymaker —buen conocedor de la región porque fue uno de los que primero llegaron a Guatemala a finales del siglo XIX—, censuró sin ambages la actitud de Kellog, el secretario de Estado: con el fin de proteger a unos cuantos norteamericanos de dudosa reputación y ganar algunas ventajas a bajo precio, ordenó que desembarcaran infantes de marina en Nicaragua, con lo cual provocó la indignación de los latinoamericanos y de los norteamericanos enemigos de la intimidación imperialista. Todos los demás intereses, sin excepción, sufrirán las consecuencias de este error monumental.[41]

Al tomar posesión el nuevo gobierno, tras de la victoria de Herbert Hoover, los misioneros esperaban un cambio en la política que se practicaba en Centroamérica. En plena campaña electoral, Hoover visitó Costa Rica (noviembre de 1928), y los misioneros llegaron a creer que las intervenciones quedarían atrás y sobrevendría una nueva actitud de comprensión y cooperación, que pondría de manifiesto la firme voluntad de establecer buenas relaciones entre los pueblos latinoamericanos y Estados Unidos, con lo cual se pondría fin a sospechas infundadas sobre tendencias imperialistas.[42]

La visión política de los misioneros que trabajaban en Costa Rica, no obstante sus reservas, era ingenua. No tomaba en cuenta el análisis de una dominación que iba más allá del empleo de la fuerza y que podría adoptar formas más sutiles envueltas en la política del “buen vecino”.[43] Sus declaraciones contra el recurso de la violencia podrían también formar parte de una hábil táctica en defensa de sus intereses. Les convenía “disociarse” totalmente de medidas políticas adoptadas “[por su gobierno] que los perjudicarían, porque se les consideraba como vanguardia de la ocupación militar norteamericana”.[44] Por otra parte, es verdad que su prensa rechazó continuamente la política estadunidense en Centroamérica, y que simpatizaba con los demócratas. Sin duda, no fue unívoca la actitud de los misioneros. Algunos, miembros de la independiente Misión Centroamericana, fundada en 1917, demostraron menor clarividencia, e incluso rechazaron las opciones más radicales de sus simpatizantes, que en aquella época estremecían a Guatemala y a El Salvador. En Guatemala adoptaron una actitud favorable al orden establecido por los regímenes liberales oligárquicos de Carlos Herrera y de José Orellana (1920-1931), y, posteriormente por el general Jorge Ubico (1931-1944).[45] Entre estos misioneros se encontraba, desde 1919, William Cameron Townsend (1897-1982), fundador (1930) del Instituto Lingüístico de Verano. Townsend se pronunció en favor de las reformas sociales y agrarias basadas en la pequeña propiedad rural y en la moralización de la vida pública. En la región de Cakchiquel fundó escuelas, un hospital y una cooperativa para el descascarillado del café. En un medio donde dominaban los latifundios,[46] a menudo se consideraban subversivas las iniciativas de ese tipo. Por otra parte, su anticomunismo radical y su temor a la violencia revolucionaria hicieron que Townsend y su colega Roy Mcnaught abandonaran a su suerte a los fieles recién convertidos al protestantismo, los cuales, en El Salvador (1932) luchaban tenazmente por la reforma agraria. Sobre este tema Townsend escribió una novela, Tolo, The Volcano’s Son, publicada por entregas en 1934, en la cual retocó la realidad social y política vivida por los pastores protestantes implicados en el movimiento indígena Pibil (enero de 1932), en la provincia salvadoreña de Oriente. El héroe, un predicador, en vez de ser ajusticiado por los grandes propietarios (como en realidad sucedió), muere asesinado por un comunista mientras intentaba convencer a sus amigos indios de que “la ignorancia y el vicio son los dos principales factores de la opresión”, y de que, por consiguiente, “necesitamos más de la instrucción que de la tierra”. Por supuesto, actitudes reformistas y espiritualistas de ese tipo, impregnadas de anticomunismo militante, apoyadas por misioneros sostenidos con fondos proporcionados por granjeros fundamentalistas del condado californiano de Orange, resultaban muy útiles a los regímenes políticos que ocupaban

el poder. En El Salvador, el ejército asesinó alrededor de 10 mil indígenas en enero de 1932, por haber intentado reivindicar su derecho a la tierra. Entre ellos, en el principal núcleo insurgente, se encontraban el pastor y los miembros de la congregación protestante de Nahuizalco, convertidos por la Misión Centroamericana. En Izalco, una aldea vecina, otros evangélicos ladinos (mestizos) dirigieron el movimiento rebelde, junto con los “sabios” Pibil. Después de la matanza, los grandes propietarios hicieron correr el rumor de que los ejemplares del Nuevo Testamento distribuidos entre los indios eran propaganda comunista y que los protestantes encabezaban el movimiento.[47] En un contexto así, el anticomunismo de los misioneros los llevó a solidarizarse más con las élites en el poder que con sectores sociales que adoptaban el protestantismo en un contexto global de reivindicaciones contra la connivencia de la Iglesia y los grandes propietarios. En la región centroamericana, las estrategias de los misioneros más pietistas parecían oscilar entre el claro rechazo de la política norteamericana y un reformismo excesivamente moderado, poco afecto a cambios sociales y políticos radicales. Es verdad que todos condenaron el “bolchevismo” como difusor del ateísmo y del anticlericalismo militante pero, en términos generales, los misioneros afiliados a las grandes denominaciones norteamericanas y al CCLA compartían las convicciones democráticas, antimperialistas y panamericanas de Inman, el secretario general, quien disoció prudentemente su panamericanismo del preconizado por el Departamento de Estado. La Revolución mexicana recibió todo su apoyo, en la medida en que numerosos protestantes se encontraron en círculos próximos al poder, en épocas relativamente moderadas, como la de 1914-1920 y la de 1924-1930. Con todo, desde la perspectiva misionera, la Revolución mexicana carecía de un fundamento ético y religioso. En cambio, las ideas de Víctor Raúl Haya de la Torre y de su movimiento revolucionario (APRA) les conquistaron el apoyo continuado de los misioneros del CCLA, particularmente de John A. Mackay.

Protestantismo y “aprismo” en Perú Mackay, durante sus años en la Universidad de San Marcos (1917-1923), formó vínculos intelectuales y políticos estrechos con los futuros dirigentes del APRA. Esto explica las relaciones que posteriormente sostuvo con ellos. La mayor parte de los miembros jóvenes del APRA dio clases en el Colegio Anglo-Peruano de la misión presbiteriana escocesa y pertenecían a la Asociación Cristiana de Jóvenes, en Lima, a la que Haya de la Torre representó en un congreso celebrado en Uruguay (1922). Existían nexos tan firmes que Haya de la Torre, al verse perseguido por la policía política, a raíz de una manifestación del frente obrero-estudiantil contra el gobierno, no vaciló en buscar refugio en la casa de Mackay (29 de mayo de 1923). La manifestación era en protesta contra la consagración de Perú al Sagrado Corazón de Jesús, y, fundamentalmente, contra la política de conciliación con la Iglesia, practicada por el gobierno oligárquico de Augusto Leguía (1919-1930). Haya de la Torre fue expulsado del país en el otoño de 1923, pero no se rompieron sus nexos con Mackay, quien lo visitó en Berlín en 1929. En la primavera de 1931, al caer Augusto Leguía, Haya de la Torre

regresó a Perú, y lanzó su candidatura a la Presidencia de la República. De nuevo fue aprehendido en octubre de 1931, después del golpe de Estado encabezado por el coronel Sánchez Cerro, a pesar de que en las elecciones triunfó el APRA. Cuando salió de la cárcel, Haya de la Torre siguió en contacto con sus amigos protestantes.[48] Según Bruno Joffré, esta afinidad con el APRA, movimiento político fundado en 1924 por Haya de la Torre después de su primer exilio en México, no se limitó a Mackay. Los editores de La Nueva Democracia abrieron sus páginas a las ideas del APRA, y no ocultaron que simpatizaban con sus dirigentes, actitud que se fortaleció durante los años treinta, cuando colaboraron abiertamente con los apristas algunos misioneros metodistas.[49]

De hecho, el Colegio Anglo-Peruano de Lima, desde principios de los años veinte, era un centro del APRA, entonces en formación, pues ahí daban clase Haya de la Torre y sus más próximos colaboradores, Luis Alberto Sánchez (1900-?) y Raúl Porras. Después de la aprehensión de Haya de la Torre en octubre de 1923, se consideró al colegio como centro de propaganda revolucionaria. El gobierno amenazó con su clausura, y se ejerció gran presión política contra Mackay, de la que logró librarse gracias a la protección de la embajada británica.[50] Es verdad que el naciente protestantismo peruano se hallaba en la encrucijada de la lucha en pro de la modernidad, dado que defendía la libertad de expresión, la libertad religiosa, la pequeña propiedad agraria, la redención del indio mediante la educación y la democracia liberal. En 1891, la aprehensión y encarcelamiento del pastor metodista uruguayo Francisco Penzotti se aprovecharon para alertar a la opinión pública nacional e internacional sobre la falta de libertad religiosa en Perú. Francmasones, liberales radicales e intelectuales progresistas, como el anarquista Manuel González Prada, organizaron debates para reclamar que el gobierno garantizara la libertad de creencias. Esta libertad al fin quedó inscrita en la Constitución de 1915, a pesar de la oposición del clero católico. Los protestantes se preocupaban asimismo por la situación de los indios, terreno en el cual, desde la última década del siglo XIX, realizaban una labor pionera las escuelas adventistas que se difundieron en la sierra. La agitación contra los latifundistas (gamonales), iba de la mano con la adopción de nuevas prácticas religiosas protestantes por minorías indígenas que encontraron en ellas un modo de liberarse de la alianza de los sacerdotes con los gamonales. El protestantismo progresaba en la sierra junto con la agitación entre los indios. De 1915 a 1923, una serie de levantamientos y de protestas contra las haciendas, y en favor del acceso a la propiedad de la tierra, estallaron en la región de Puno, en la sierra andina, al sur del país. La sensibilidad indigenista en los medios mestizos urbanos, en los cuales habían realizado labor de proselitismo los metodistas, sin duda salta a la vista en el hecho de que el principal entre los acusados de haber suscitado el levantamiento indígena de Puno, a finales de 1915, era miembro de la Iglesia metodista de Lima, el sargento primero Teodomiro Gutiérrez Cuevas. El sargento había sido subprefecto de Chucuito, en la región de Puno (1903-1904), y se le consideraba una especie de Moisés que liberaba de ancestrales servidumbres a los indígenas de esa región, en particular del trabajo no remunerado. En 1907, era subprefecto de Huancayo, desde el año anterior pertenecía a la iglesia metodista establecida en la cabecera del distrito,

y demostraba gran interés por los indios. En un informe enviado en 1907 al prefecto de Junín condenaba la triple explotación ejercida por la Iglesia, los latifundistas y los funcionarios rurales subalternos. Nombrado jefe militar de Canas en 1912, envió al presidente de la República Guillermo Billinghurst un libro donde se enumeraban las quejas de los indígenas de la región. Con ello logró captar la atención del gobierno, a tal grado que se le encargó estudiar la situación social en la sierra del sur. Al ingresar a la comunidad metodista de Lima, escribía en marzo de 1915, en el periódico metodista peruano sobre su esperanza de que el protestantismo transformara, desde un punto de vista moral, a los pueblos indígenas.[51] A finales de ese mismo año se le acusó de haber organizado el ataque a una hacienda de la zona de Puno, principio de un largo periodo de agitación que, según la tradición oral indígena, iba a terminar en la restauración del poder de los incas. Arrestado y sentenciado en la ciudad de Arequipa, logró escapar al extranjero. A partir de entonces, bajo el nombre de general Rumi Maqui (mano de piedra, en quechua), se fue convirtiendo entre los indios de Puno en un personaje de proporciones míticas, a quien la prensa acusó de instigar otros levantamientos posteriores.[52] El que un metodista militante haya sido transformado por el mesianismo indígena andino en restaurador del poderío inca, parece poner de manifiesto, a la vez, la sensibilidad indigenista de los metodistas y adventistas, y el concepto sincrético de los indios acerca de una acción liberadora de las servidumbres que pesaban sobre ellos; pero mientras los protestantes buscaban transformar al indio en ciudadano de una modernidad republicana, los quechuas deseaban retornar al tahuantinsuyo, época mítica precolonial, cuando aún no llegaban los blancos. Los indios protestantes y los pastores a menudo fueron víctimas de la opresión que ejercían los grandes propietarios. Por ejemplo, en agosto de 1920 el pastor adventista Fernando A. Sthal fue encarcelado, para lo cual se adujo como pretexto que había instigado levantamientos indígenas en la cabecera del distrito.[53] Ante la represión sangrienta que practicaban los gamonales, los indios encontraban refugio en los edificios que les ofrecían los nuevos medios educativos y religiosos protestantes. El sistema escolar adventista daba fruto en la medida en que surgían maestros de escuela indios los cuales, como Manuel Zúñiga Camacho, fueron actores clave en las luchas sociales de la región de Chucuito. En 1908, en una carta al presidente de la República, Zúñiga Camacho rechazó las acusaciones por subversión que pesaban sobre maestros de escuelas adventistas, simplemente porque habían defendido el derecho de los indígenas a negarse a trabajar gratuitamente para los latifundistas. Los protestantes comprendían la situación de los indios a quienes buscaban transformar a través de la educación y, asimismo, subvertían el viejo orden andino. En sus publicaciones condenaban enérgicamente las injusticias cometidas en el altiplano contra las comunidades indígenas.[54] En un país como Perú donde predomina la dualidad racial e ideológica, los protestantes se encontraban, necesariamente, del lado de los transformadores. Por ello no es de extrañar que hayan sido partidarios sobresalientes del aprismo, indigenista y antimperialista.[55] Sólo un estudio sistemático sobre el origen de los vínculos entre Mackay, los protestantes peruanos y el naciente aprismo permitirá algún día apreciar las funciones clave que ejerció la minoría protestante en los inicios de ese movimiento político democrático. De momento sólo es posible insistir, como lo hizo el propio Mackay, en que “en Perú, los miembros del

movimiento protestante, pastores y laicos, sentían gran entusiasmo por el APRA”. Mackay consideraba, además, “que el comprender inteligentemente al APRA era de suma importancia para el porvenir del protestantismo” en Perú.[56] ¿Cuál fue la afinidad electiva entre ese movimiento democrático, fundado por un místico, adepto del espiritismo, y el protestantismo? Para Mackay y para los protestantes peruanos, el APRA encerraba dos ventajas: en primer lugar, era realista desde un punto de vista político; rechazaba soluciones externas para los problemas nacionales; y combatía tanto el poder “feudal” de los grandes propietarios como “el imperialismo económico que controla las industrias del país”. En segundo lugar, era visto como un movimiento de gran contenido ético, que intentaba “hacer del principio del amor al prójimo el fundamento moral de la acción política”. Por consiguiente, los protestantes peruanos, junto con Mackay, consideraban en 1933 que el APRA, fruto principal de una generación de profunda conciencia social y latinoamericana, nacida en Córdoba en 1918, representaba […] la fuerza revolucionaria más constructiva de América Latina. Rechazando a la vez el fascismo y el comunismo, el APRA se propone enfrentarse a los problemas concretos de los países latinoamericanos, en particular el imperialismo económico.[57]

Esta alianza de protestantes y demócratas, característica de Perú en los años veinte y en los treinta, también se presentó en el resto de América Latina, en la medida en que la Iglesia católica se encontraba más bien del lado de las fuerzas del orden y del mantenimiento del statu quo.

Apoyo protestante a los movimientos democráticos En Brasil, el movimiento de los jóvenes militares democráticos (conocido como tenentismo), promotor de las revoluciones de 1922, 1924, 1930 y 1932 fue bien recibido por los sectores protestantes. Entre los jóvenes militares algunos eran metodistas activos, como Rufino Alves Sobrino. Las simpatías democráticas de los protestantes se confirmaron cuando más de 200 alumnos del colegio presbiteriano Mackenzie, de São Paulo, se unieron a la Revolución constitucionalista de 1932.[58] El régimen del “Estado novo” de Getulio Vargas (1930-1945), puso fin a la república oligárquica, y basó su legitimidad en una coalición heterogénea de liberales constitucionalistas, a la que pertenecían numerosos protestantes, y de nacionalistas semiautoritarios, decididos partidarios de la modernización y de la regeneración nacional. Este corporativismo populista, con un modelo de democracia restringida, no correspondió a las demandas más radicales de los sectores obreros, de donde provenía la mayor parte de los protestantes. Además éstos encontraron nuevas opciones en el Partido de los Trabajadores Brasileños (PTB), fundado en Rio Grande do Sul,[59] tema que aún no se analiza. También en Cuba se hizo sentir la presencia protestante en los procesos democráticos de los años veinte y treinta. Numerosos pastores y laicos se afiliaron a los partidos de oposición al régimen autoritario del general Gerardo Machado Morales (1925-1933). Como lo hace ver Ramos,

en el movimiento de oposición radical conocido con el nombre de ABC, así como en el Directorio Universitario, militaron numerosos evangélicos. En la Revolución de 1933 contra el régimen de Machado, participaron activamente los alumnos de los colegios protestantes, los simpatizantes del protestantismo y algunos reconocidos protestantes.[60]

Asimismo, en la ciudad de Guacámaro el pastor episcopaliano Emilio Planas dirigió el grupo llamado “juventud renovadora”, aliado al Directorio Universitario de La Habana que conspiraba contra el régimen. En las ciudades de Holguín y Banes, como en La Habana, varios alumnos de las escuelas protestantes cuáqueras participaron en las actividades revolucionarias. El director de la escuela de comercio del Colegio Metodista de La Habana, el ex pastor Justo González Carrasco, fue miembro de la célula dirigente del movimiento ABC y editor de la revista clandestina Denuncia. El subdirector de ese mismo colegio, Pedro Vasseur, remplazó como jefe del movimiento ABC a su fundador, Joaquín Martínez Sáenz, ex alumno del Colegio Metodista de La Habana. Entre los militantes destacados también figuró el abogado presbiteriano David Mestre del Río. A veces los protestantes se inclinaron bastante a la izquierda, como en el caso del pastor episcopaliano Francisco Díaz Volero, quien brindó asilo a Julio Antonio Mella (1904-1929), dirigente universitario y fundador del Partido Comunista Cubano, asesinado por la policía de Machado.[61] El gobierno surgido de la Revolución del verano de 1933 fue efímero; después de restablecer la constitución liberal de 1901, fue destituido por el golpe de Estado del sargento Fulgencio Batista, quien en una u otra forma permaneció en el poder hasta 1959. Entre tanto, los protestantes continuaron siendo una fuerza democrática que contribuyó a la caída de la dictadura de Batista, como veremos más adelante. Sin duda, los nexos entre el movimiento político antioligárquico y el protestantismo fueron más patentes en México, en el cuadro de un proceso revolucionario ejemplar, si se le compara con otros movimientos latinoamericanos.[62] Desde los años ochenta del siglo XIX, los protestantes mexicanos se afiliaron decididamente a la oposición política a la dictadura de Porfirio Díaz, quien se reeligió periódicamente de 1884 a 1910, a expensas de los principios democráticos, en cuyo nombre subió al poder, apoyado por la fuerza de las armas, en 1876. Denunciaron incansablemente en sus publicaciones la connivencia de la Iglesia católica y el Estado liberal autoritario, con la cual se traicionaban los principios democráticos del liberalismo radical, inscritos en la Constitución. Participaron, sobre todo, en la oposición política activa. Entre la cincuentena de delegados al congreso liberal celebrado en San Luis Potosí en febrero de 1901, unos diez pastores y maestros de escuela protestantes defendieron los principios liberales de la no reelección, otros muchos protestantes participaron en los clubes democráticos, fundados por minorías liberales intransigentes en toda la República, en épocas en que se redobló la represión contra los demócratas. El movimiento oposicionista obrero también encontró firmes aliados entre los metodistas, como pudo verse en el caso de los trabajadores de la industria textil, en Río Blanco, Veracruz, donde el pastor José Rumbia Guzmán (1865-1913), junto con otros miembros de la congregación metodista y dirigentes y simpatizantes anarco-sindicalistas, fundaron el Gran Círculo de Obreros Libres en 1906. Este organismo se convirtió en la punta de lanza de la gran huelga de la industria textil de enero de 1907, reprimida a sangre y fuego por el gobierno. Rumbia fue aprehendido y la congregación metodista se dispersó. De nuevo se encontraron los protestantes en la vanguardia de la campaña política de la oposición democrática dirigida por Francisco l. Madero, candidato a

la Presidencia, durante el primer semestre de 1910. Profesores y alumnos de los colegios metodistas de San Luis Potosí y Puebla expresaron activamente su simpatía por el Partido Antirreeleccionista, y numerosos profesores militaron en los clubes democráticos. Así, cuando Porfirio Díaz encarceló a Madero (julio de 1910) y parecía que todos los recursos pacíficos se habían agotado, los protestantes respondieron unánimemente al llamamiento a la insurrección que Madero señaló para el 20 de noviembre de 1910. Los dos principales núcleos revolucionarios, el municipio de Guerrero, en Chihuahua, al noroeste del país, y la Chontalpa, en Tabasco, al sudeste, donde un movimiento se sostuvo algún tiempo, entre noviembre de 1910 y abril de 1911, eran regiones donde estaba bien asentado el protestantismo. Los jefes y las familias que dirigían la insurrección eran protestantes. En San Isidro (municipio de Guerrero, Chihuahua), cuna de la Revolución de 1910, las familias Orozco y Frías se habían convertido al protestantismo en 1888, y habían vivido con el mismo entusiasmo su disidencia religiosa y su oposición a la política de conciliación de Díaz. Pascual Orozco (1882-1915), jefe del movimiento revolucionario que triunfó militarmente en mayo de 1911, era hijo del fundador de la congregación protestante del pueblo, y su familia militaba en las asociaciones protestantes y liberales radicales desde hacía un cuarto de siglo. En la Chontalpa, Ignacio Gutiérrez Gómez, muerto en combate en abril de 1911, era un comerciante y predicador local convertido al presbiterianismo a finales de los años ochenta del siglo XIX. Entre diciembre de 1910 y abril de 1911, se convirtió en general improvisado de más de un millar de combatientes; dirigió la insurrección en Tabasco, y reclutó los elementos de su tropa entre los miembros de las asociaciones presbiterianas y liberales de la región, pronunciando arengas en las que presentaba como paradigma el ejército del Israel bíblico. Posteriormente, pastores y miembros de las sociedades protestantes lucharon con las armas en la mano al lado de los constitucionalistas durante las diferentes fases de un movimiento cuya etapa preconstitucionalista se prolongó hasta 1915. Cuando el general Venustiano Carranza logró instalar un gobierno relativamente estable (1916-1920), decenas de protestantes figuraron entre los funcionarios de la Revolución triunfantes, especialmente en el ramo de la educación. Andrés Osuna Hinojosa maestro de escuela metodista, fue director de Educación Pública de 1916 a 1918. El laico presbiteriano Eliseo E. García ocupó el mismo cargo en 1919, cuando Osuna Hinojosa tomó posesión como gobernador de Tamaulipas. Algunos pastores se transformaron en “oradores de la Revolución”, y difundían ideales democráticos; otros, entre ellos numerosos misioneros, defendieron al nuevo régimen ante la opinión pública norteamericana, sobre todo cuando Venustiano Carranza intentó en 1915 que la administración de Woodrow Wilson reconociera su gobierno. El pastor presbiteriano Gregorio A. Velázquez en 1915, en Veracruz, fue director de la oficina de información y propaganda revolucionaria constitucionalista. Posteriormente ocupó diversos puestos, entre ellos el de director de varias escuelas públicas y el de jefe de redacción del periódico oficial carrancista El Pueblo, de 1918 a 1920.[63] El constitucionalismo liberal y el protestantismo iban de la mano a tal punto, que la manifiesta presencia de funcionarios protestantes de la administración de Venustiano Carranza fue objeto de repetidas denuncias. El general Álvaro Obregón, sucesor de Carranza, se encargó de terminar con esa situación imponiendo un modelo de Estado revolucionario neocorporativo. Al terminar el periodo presidencial de Obregón en 1924, y en el contexto de la confrontación violenta entre la Iglesia católica y el Estado, caracterizada por

la “cristiada” (1926-1929), los protestantes reaparecieron en los “pasillos del poder”. El general Plutarco Elías Calles, francmasón y anticlerical, los aprovechó, sobre todo en el terreno de la educación, en el cual se destacó el pedagogo presbiteriano Moisés Sáenz Garza. Aplicando lo que había aprendido en los sistemas escolares protestantes, Sáenz contribuyó a fundar el México mestizo moderno, procurando incorporar al indio a la vida nacional mediante la educación. Además, con sus escritos creó la antropología social mexicana.[64] Muchos otros pastores y maestros de escuela sirvieron al movimiento revolucionario en el terreno de la educación o contribuyendo a la reforma agraria. A este respecto, es sin duda significativo que un pastor metodista, José Trinidad Ruiz, haya sido uno de los principales redactores del famoso Plan de Ayala (noviembre de 1911), que se convirtió en la carta magna de la revolución agraria. Asimismo, el sucesor político en el movimiento agrarista dirigido por Emiliano Zapata (murió en 1919) fue otro predicador metodista, Rubén Jaramillo, quien, desde finales de los años treinta hasta su muerte en 1962, fue portavoz del agrarismo en Morelos, donde, en 1910, surgió la revolución zapatista. Las escuelas y colegios protestantes, en cierta manera, formaron intelectuales de cuño popular que se convirtieron en voceros de las reivindicaciones agrarias y en portadores de un civismo liberal radical. En Tlaxcala, por ejemplo, los secretarios de los principales jefes revolucionarios eran antiguos alumnos del seminario metodista de Puebla, en tanto que varios pastores desempeñaron labores burocráticas en la administración revolucionaria. Hasta la muerte de Carranza, en 1920, fue casi total la identificación entre la Revolución constitucionalista mexicana y el protestantismo. Continuó luego la adhesión al movimiento revolucionario pero con reservas, debido al renaciente autoritarismo y a los excesos anticlericales, sobre todo cuando el general Lázaro Cárdenas, en 1934, intentó durante algún tiempo promover una educación socialista y atea. Paradójicamente, este mismo presidente favoreció la instauración del Instituto Lingüístico de Verano (Wycliffe Summer Institute), misión religiosa norteamericana fundada por William Cameron Townsend. Townsend fue amigo de Cárdenas, de quien escribió una halagadora biografía, la cual ayudó a mejorar la imagen del cardenismo ante la opinión pública estadunidense, sobre todo después de la expropiación petrolera, decretada en 1938.[65] El caso mexicano presenta aspectos ejemplares, tanto por el éxito del movimiento revolucionario como por la importancia de la participación protestante en el movimiento armado y en algunas administraciones emanadas de la Revolución. Los protestantes ya habían empuñado las armas en defensa de los principios liberales inscritos en la Constitución de 1857 y en las Leyes de Reforma. Lucharon contra la conciliación de intereses entre el Estado oligárquico y la Iglesia católica, y en pro de una democracia liberal que pudiera cimentarse en una reforma religiosa y moral, de la cual se consideraban pioneros. El liberalismo a ultranza, del que continuaban siendo mantenedores, estaba tan alejado del neotomismo católico como del neocorporativismo de la revolución institucionalizada. Por ello, una forma de combatir o de marginar a los protestantes consistía, precisamente, en señalarlos como vanguardia de una penetración religiosa y política estadunidense. Ahora bien, ¿en qué medida lo eran o no lo eran?

EL PROTESTANTISMO, ¿AGENTE DE NORTEAMERICANIZACIÓN O SECTOR SOCIAL NACIONALISTA? Durante los años veinte y los treinta, en un contexto de violentas luchas e ideologías, se redobló la campaña católica que denunciaba a las sociedades protestantes como “agentes del imperialismo norteamericano”. Los libros de los jesuitas Regis Planchet (1928) y Augusto Crivelli (1931 y 1933) son prueba de ello. La campaña no era nada nuevo, pues desde la aparición de las sociedades protestantes se supuso en los medios católicos que pertenecían a una conspiración del liberalismo y de la francmasonería, que favorecía la eventual anexión por parte de Estados Unidos de ciertos territorios latinoamericanos. Más aún, ante las intervenciones militares estadunidenses, más frecuentes desde principios del siglo, los intelectuales católicos salieron en defensa de los valores hispánicos de América Latina. De ahí provenían sus ataques contra las sociedades protestantes y contra los regímenes populistas secularizadores. Las sociedades protestantes se convertían en chivo expiatorio favorito de un catolicismo de “neocristiandad”, porque a sus inclinaciones norteamericanas se añadía su participación activa en los movimientos democráticos y el apoyo que daban a la consiguiente secularización.[66] Conviene preguntar si los protestantes latinoamericanos fueron agentes privilegiados de la norteamericanización de los países latinos del continente. El tema amerita atención no sólo por el carácter recurrente de las acusaciones sino porque se trata de una opinión compartida por otros sectores de las sociedades latinoamericanas, en particular los sindicatos e incluso políticos de muy diversos matices que se sirvieron del argumento en provecho propio para descalificar enemigos políticos de origen protestante. Esto ocurrió, por ejemplo, durante los debates del Congreso Constituyente en enero de 1917, cuando algunos diputados radicales redoblaron sus ataques contra “los sacerdotes protestantes disfrazados que se han infiltrado en el gobierno”, y en 1929 cuando Aarón Sáenz Garza (1891-1982), candidato a presidente de México, fue descartado sin miramientos, entre otros motivos, por su origen presbiteriano. Es verdad que las escuelas y las sociedades protestantes fueron portadoras, en cuestiones relativas a la ética, de valores que rompían formas de conducirse y mentalidades tradicionales y católicas. Protestantes y nacionalistas demócratas consideraban que esas actitudes y esa mentalidad eran uno de los síntomas e incluso una de las causas del retraso económico y social de Latinoamérica. Ahora bien, los valores vinculados con la lucha contra el alcoholismo y las fiestas religiosas populares, así como la reprobación de los juegos de azar y de las corridas de toros, parecían provenir de una cultura exógena. Como subrayó Ramos en Cuba, los protestantes fueron en los años veinte ardientes partidarios de la prohibición de las bebidas alcohólicas, lo cual resultaba incomprensible para los cubanos […]; la oposición evangélica a la lotería, a los bailes nocturnos, a los juegos de azar, incluso, en ciertos casos, a las peleas de gallos, provocaba desconcierto.[67]

Por otra parte, cabe recalcar que esos valores opuestos a arraigadas actitudes mentales tradicionales, calificados de puritanos y, por consiguiente, de norteamericanos, no sólo eran defendidos por los protestantes. Otras minorías heterodoxas, como los espiritistas y los

francmasones, e incluso los socialistas, las compartían porque también rechazaban las tradiciones populares, rurales y católicas. Hasta los gobiernos, mediante las escuelas, trataban de modelar al pueblo con valores unidos a una mayor disciplina y al trabajo, entre otros recursos. Es un hecho que las escuelas protestantes contribuyeron a inculcar esos valores y a introducir nuevas prácticas deportivas de origen anglosajón, como parte de la pedagogía del esfuerzo y de la voluntad. Pero también esos valores se difundieron a su vez, en la educación pública. Dicho en otra forma, las sociedades protestantes compartieron un ímpetu social que favorecía formas de actuar y valores secularizantes, pero en la misma medida que otros agentes minoritarios de las sociedades latinoamericanas, incluyendo al Estado. Fueron la expresión religiosa de un proceso general de secularización. Sin embargo, se convirtieron en blanco principal de muchas denuncias, porque difundían valores religiosos exógenos, que sin duda podrían considerarse instrumentos de penetración norteamericana. Aún así, el que sus miembros perteneciesen a la cultura política del liberalismo radical y que participaran decididamente en los movimientos democráticos, no dejaba dudar de su nacionalismo ni de su constante búsqueda orientada a la reforma religiosa endógena. No obstante, es evidente su vinculación con las sociedades misioneras y las iglesias norteamericanas. Se respetaron celosamente los modelos de la gestión religiosa metodista, bautista y presbiteriana, y fue continua la presencia de los misioneros norteamericanos, tanto en el sistema escolar como en las estructuras eclesiásticas protestantes latinoamericanas. Aún no se cuenta con un estudio a fondo sobre el papel de los misioneros en la difusión de modos de actuar y de valores anglosajones, o sobre su influjo real en las estructuras protestantes. Por otra parte, también sería muy útil contar con un análisis sistemático de sus opciones políticas frente al expansionismo y a la política intervencionista estadunidense. Sólo es posible suministrar, como acabamos de hacerlo, algunos datos, pero sin olvidar que precisamente en los años veinte y en los treinta, en el marco de un nacionalismo latinoamericano exacerbado por las intervenciones militares del vecino del norte, los misioneros estadunidenses dejaron el control de las estructuras educacionales y eclesiásticas protestantes en manos de los dirigentes latinoamericanos. Cuatro puntos de vista, diversos pero complementarios, permiten matizar las consideraciones sobre los vínculos de las sociedades protestantes latinoamericanas con el “imperialismo norteamericano”. En primer lugar, conviene destacar la realidad del expansionismo estadunidense en Latinoamérica, sobre todo después de la primera Guerra Mundial, y la instrumentalización potencial de sociedades misioneras como heraldos del panamericanismo. Trabajos recientes permiten ver que algunos misioneros y las asociaciones que los enviaban compartían una misma interpretación del “manifest destiny” que legitimaba la expansión del modelo de modernidad norteamericano. Asimismo, en las “neocolonias” de Estados Unidos en las Antillas, particularmente en Puerto Rico y Cuba, las sociedades misioneras protestantes y sus escuelas fueron agentes de la norteamericanización, lo cual también podría decirse de la Iglesia católica en el caso de Puerto Rico, como lo hace ver Silva Gotay.[68] Es igualmente cierto que el Consejo Nacional de las Iglesias Protestantes Norteamericanas y el Comité de Cooperación para América Latina (CCLA), con Samuel G. Inman como secretario, mediante la revista La Nueva Democracia promovieron una política panamericana y protestante que se

oponía a la política panhispanista y católica. Por otra parte, dicha política panamericana y protestante se desarrolló con el objeto de apoyar la política del “buen vecino”, contra la “diplomacia del dólar” y del big stick, y para combatir abiertamente los intereses económicos y militares favorables a las intervenciones. Ya hicimos ver que los misioneros residentes en México, vinculados con el CCLA, condenaron la ocupación militar del puerto de Veracruz en 1914, y que en 1919 las amenazas de intervención en el Caribe y Centroamérica promovidas por los lobbies petroleros también despertaron las protestas de los misioneros. Un ejemplo característico de esta actitud invariable es la respuesta de los misioneros presentes en el congreso protestante de La Habana, en 1929, a la política estadunidense del boicot del azúcar, que colocaba a la economía cubana al borde de la ruina. El profesor Alva Taylor, sociólogo de la universidad metodista de Vanderbilt y representante del Consejo Nacional de las Iglesias Protestantes Norteamericanas, expuso sin ambages sus críticas: Estados Unidos ha asumido una gran responsabilidad en sus relaciones con América Latina en general y con Cuba en particular. Medidas como el nuevo impuesto a la importación del azúcar violan el espíritu fraternal que debería prevalecer […] Esto significa que 120 millones de latinoamericanos deberán pagar cerca de 50 millones de dólares, que beneficiarán a unos cuantos miles de productores de remolacha del centro-oeste del país. Sería preferible que estos últimos dedicaran sus tierras a otras siembras en vez de provocar desequilibrios internacionales […] El impuesto causa perjuicios al tenaz trabajo que otras corporaciones han procurado realizar con el fin de que mejoren las relaciones con los pueblos de América Latina. Hablando con absoluta franqueza, debo confesar que mi país se aparta del camino de la prudencia erigiendo barreras económicas. Es lamentable que en el siglo XX, cuando todo tiende a eliminar del vocabulario internacional el vocablo “aislamiento”, algunos elementos del gobierno de Washington se interesen en crear problemas que obstruyen la marcha de las naciones hacia una meta común de cooperación y comprensión mutuas.[69]

Compartiendo esta crítica, los misioneros presentes en La Habana enviaron inmediatamente una declaración al Consejo Nacional de las Iglesias, en Nueva York, demandando que reúna tanta información como sea posible y tome las medidas necesarias, teniendo en cuenta que la revisión propuesta afectará negativamente la prosperidad económica de Cuba.[70]

La posición adoptada por estos últimos no podía ser más clara, y corroboraba su constante preocupación por fortalecer el diálogo de su país con Latinoamérica y por combatir las soluciones conflictivas. En segundo lugar, conviene preguntarnos cuál ha sido la posición de los dirigentes protestantes latinoamericanos y de los miembros de las congregaciones, en su mayor parte de origen rural y de una precaria situación económica y social. A este respecto no puede abrigarse la menor duda: su posición política fue nacionalista y democrática en los años veinte y treinta, con lo cual no se interrumpieron las opciones políticas liberales radicales de los años anteriores. Los protestantes que vieron con buenos ojos el aprismo peruano, el “tenentismo” brasileño, el constitucionalismo mexicano y la Revolución cubana de 1933, deseaban hacer llegar a la sociedad civil los principios antioligárquicos y anticorporativos que se habían forjado, al entrar en contacto con el liberalismo radical, con las ideas protestantes y con los modelos eclesiológicos adoptados. Éstos, en efecto, insistían en una democracia representativa, cimentada en la autoridad de las asambleas, de las conferencias o

de las convenciones, opuesta al catolicismo de “neocristiandad” que retenía estructuras autoritarias de control religioso. El hacer propios modelos de gestión democrática, ciertamente vinculados con tradiciones religiosas protestantes norteamericanas, no implicaba la aceptación pasiva de políticas estadunidenses. Y, en efecto, los dirigentes protestantes latinoamericanos supieron distinguir entre el pueblo norteamericano y su gobierno. En tercer lugar, no puede separarse a las sociedades protestantes minoritarias de otros actores latinoamericanos que procuraban construir una “modernidad democrática”, con el fin de responder al reto de las modernizaciones autoritarias y positivistas de las repúblicas oligárquicas. Por consiguiente, los actores protestantes no se hallaban aislados, pues intervenían en un frente cuya composición se había elaborado desde la segunda mitad del siglo XIX. Este frente incluía diversas sociedades de ideología liberal y anticlerical. En los años veinte y treinta aún perduraban las mismas alianzas. Esto explica la participación de intelectuales y de políticos francmasones (Aarón Sáenz), espiritistas (Haya de la Torre), socialistas (Alfredo L. Palacios, Manuel Ugarte), católicos liberales (Gabriela Mistral, José Vasconcelos) e incluso agnósticos (Manuel Gamio, Alfonso Reyes, Luis Alberto Sánchez) en el comité de redacción de La Nueva Democracia, o que aceptaran colaborar en esa revista mensual protestante latinoamericana, publicada en español, y posteriormente difundida desde Nueva York por el CCLA.[71] La lista de colaboradores y simpatizadores de esta revista, protestante y panamericanista, es impresionante, por la calidad de sus escritores que representaban, a escala continental, el frente democrático y antimperialista. A este respecto, esas colaboraciones sólo se explican porque protestantes y demócratas de todos los matices compartían un proyecto común de reforma intelectual y moral, y porque La Nueva Democracia y los dirigentes protestantes que la editaban (Inman, González, Rembao) o que escribían en ella (Mackay, Sáenz, Braga, Navarro Monzo, etc.) conservaba una verdadera independencia frente al proyecto de panamericanismo oficial preconizado por el gobierno de Estados Unidos. En efecto, por encima de diversas opciones filosóficas y religiosas, estaba el proyecto de sociedad que los diferentes actores deseaban instaurar. Por una parte, el catolicismo de “neocristiandad” sostenía un modelo orgánico y corporativo de sociedad, que correspondía a su propia estructura de gestión autoritaria de las cuestiones religiosas. Por la otra, el ateísmo positivista había sido un elemento constitutivo del proyecto neocorporativo de modernización económica impuesto por las burguesías oligárquicas, las cuales patrocinaban un desarrollo independiente de tipo autoritario, y posponían ad calendas graecas la práctica de la democracia, cuando el pueblo supiera leer y escribir, contribuyendo así a la permanencia de las desigualdades sociales y de un modus vivendi con la Iglesia católica. En fin, se estaba perfilando un nuevo proyecto de sociedad socialista, cuyo modelo era la Unión Soviética de los años veinte. El “bolchevismo”, como entonces se le denominaba, se basaba en un ateísmo militante y en una visión autoritaria de la democracia, haciendo a un lado al individuo como actor político y social en beneficio de un mítico actor colectivo, el proletariado. Contrastando con todos estos proyectos, subsistía en Latinoamérica el viejo ideal liberal radical de sociedad democrática. Éste se centraba en un concepto “espiritualista” de la sociedad, según el cual ninguna sociedad moderna podría instaurarse si carecía de una ética

que reforzase los vínculos sociales, e hiciese del individuo “regenerado” moralmente la base de un nuevo orden social participativo y democrático. Ése era el proyecto de la vieja guardia liberal del siglo XIX (Altamirano y Vigil, en México; Alberti y Sarmiento, en Argentina; Martí, en Cuba), y se encarnaba, en cierta forma, en el aprismo peruano y en su dirigente Víctor Haya de la Torre. Los protestantes —como Mackay— veían el aprismo con verdadera simpatía, e incluso manifestaban una afinidad electiva con un movimiento revolucionario que, al contrario de la Revolución mexicana, encontraba algunas raíces en el humanismo cristiano encarnado en el gran filósofo español Miguel de Unamuno, simpatizante de la pequeña Iglesia protestante española.[72] Estos liberales esperaban que, a través de la regeneración del actor social, tendrían en jaque a los neocorporativismos de tipo religioso (católico), político (oligárquico o socialista) y sindical (caciquismo). Esta corriente buscaba el surgimiento de una nueva cultura política, nacionalista, representativa y participativa, en un continente caracterizado más por el esprit de corps que por el espíritu de asociación. Esta posición, compartida desde tiempo atrás por los protestantes, la expresó el joven periodista metodista mexicano Gonzalo Báez Camargo, quien durante los años treinta pretendió hacer el balance de “los errores y las verdades del marxismo”.[73] En esta misma línea, en un análisis comparativo de los dos principales movimientos revolucionarios latinoamericanos de la época, Mackay, en 1935, asentaba: Un aspecto interesante del APRA es que, aun siendo explícitamente marxista y con ideología mucho más radical que la del Partido Nacional Revolucionario (PNR), de México, rechaza el marxismo como dogma. Al mismo tiempo, el APRA da muestras de una pasión ética mucho mayor que la del movimiento mexicano, y considera la religión y su función en la vida humana de una manera original, del todo ausente en el PNR. Rechazando tanto el fascismo como el comunismo, los dirigentes apristas preconizan lo que denominan democracia funcional, una forma de gobierno democrático en cuyo seno los ciudadanos tendrían, a la vez, derechos económicos y políticos.[74]

Las opciones anticorporativas de los protestantes explican los constantes ataques de que fueron objeto, tanto por parte de las oligarquías en el poder como de la Iglesia católica y de algunos sindicatos. Estos últimos no vacilaban en denunciarlos como elementos invasores, amigos del capitalismo y enemigos del obrero, que se proponen americanizar al pueblo con sus escuelas, sus templos y sus actividades deportivas.[75]

El concepto protestante de la necesidad de un humanismo cristiano, fundador de una democracia liberal representativa y participativa, se expuso con gran vigor en el Discurso a la nación evangélica (1949), de Alberto Rembao.[76] En esta obra característica de la literatura protestante latinoamericana, el autor sintetizaba el proyecto de reforma religiosa protestante. En su opinión, el protestantismo intentaba formar élites populares capaces de transformar la sociedad tradicional corporativa en una nueva sociedad, regenerada desde un punto de vista religioso, moral y político. Ahora bien, el ciudadano activo y responsable debía también ser productor disciplinado, creador de riqueza distribuida equitativamente. Había que formar, de alguna manera, una nueva cultura religiosa, política y económica, opuesta a la herencia colonial de la sociedad “profunda”, en donde reinaban los actores colectivos y orgánicos. Con ese proyecto, las sociedades protestantes casi no habían progresado numéricamente. Sus

miembros se mostraban más activos que nunca en el seno de la sociedad civil; las escuelas protestantes prosperaban y atraían, por la calidad de su enseñanza, a las nuevas clases medias, populistas, antioligárquicas y anticatólicas, pero esto no significó que hubiese aumentado la militancia protestante. Las sociedades protestantes tenían dificultades para salir de la geografía liberal que las vio nacer, a pesar de que cada vez prestaban mayor atención al medio obrero[77] y de su constante preocupación por llegar a los sectores indígenas. La alianza con el populismo resultaba incómoda, y nunca condujo a donde esperaban algunos dirigentes protestantes: a salir, junto con las revoluciones democráticas, de los reductos geográficos liberales, y alcanzar, mediante una amplia reforma religiosa, a las masas marginadas. En esa manera, la reforma religiosa se habría convertido en elemento determinante de una reforma de la cultura política. La verdad es que ese proyecto de reforma global era visto con recelo, porque a la larga podría llegar a constituir una amenaza para los intereses políticos nacionalpopulistas, los cuales dominaban a las revoluciones incapaces de romper con la cultura política corporativa. A este respecto, es posible que el equiparar el protestantismo latinoamericano con una sospechosa norteamericanización, denunciada como tal, se deba al temor de un movimiento religioso que podría amenazar el statu quo populista, debido al radicalismo de su modelo eclesiológico, que ponía en duda la cultura política en la cual se cimentaba el populismo. Por otra parte, el atractivo de lo norteamericano no se reducía a los protestantes, pues muchos otros sectores sociales mostraron, durante esos años de intenso nacionalismo, un enorme afán por ofrecer medios educativos norteamericanos a sus hijos, por consumir productos de Estados Unidos y por adoptar sus valores. Así, los modelos pedagógicos protestantes tienen que ser reubicados en el contexto general del desarrollo de la educación en América Latina. Desde el siglo XIX, los mismos gobiernos invitaron a pedagogos franceses, alemanes y norteamericanos para que fundaran escuelas normales y escuelas modelo. Por consiguiente, si el sistema escolar protestante se saca de ese contexto, corre el peligro de verse caracterizado a priori “como agente de penetración ideológica estadunidense”. Un estudio de los programas escolares y del personal docente latinoamericano que trabajaba en las escuelas protestantes, revelaría, sin duda, una perspectiva pedagógica endógena y mestiza, a menudo concebida en países con grandes poblaciones indígenas partiendo de raíces indígenas vinculadas con la modernidad. Evidentemente no se debe olvidar que tanto Moisés Sáenz, padre del indigenismo mexicano, como Haya de la Torre, forjador del concepto de Indo-América, fueron profesores de colegios protestantes en los años en que se formaba su pensamiento. Esto fue posible porque en las escuelas protestantes se creaba otra cultura política, a través de un acentuado civismo que lo mismo reverenciaba a Juárez, Martí o Sarmiento, que a Lutero, Calvino o Wesley.[78] Asimismo, debe tenerse en cuenta la extracción social de los miembros de las congregaciones y de las escuelas protestantes, y sus marcadas connotaciones raciales. En la mayor parte de los países latinoamericanos eran mestizos, e incluso indios y negros. Cuando eran blancos pertenecían a los sectores subalternos de la sociedad, por ejemplo, en Chile, Argentina, centro y sur de Brasil o Cuba. Como apunta Ramos, con toda razón, en estos países algunos sectores privilegiados de la sociedad rechazaban el protestantismo porque era una religión de la gente pobre o, en el

mejor de los casos, de clase media […] En efecto, las iglesias se nutrían con miembros de origen modesto, si bien no necesariamente pertenecientes a los sectores más necesitados.[79]

Mediante una educación más igualitaria, los pedagogos protestantes esperaban romper la mentalidad tradicional y el orden social corporativo que retenía los privilegios heredados de la sociedad de castas de la época colonial. En vez de legitimar un imaginario integrador del orden natural y orgánico fundado en la diferenciación racial, los protestantes forjaban una nueva cultura política, basada en el mérito individual y en la ética de la responsabilidad. Esta cultura nueva tomaba cuerpo en las escuelas y en las congregaciones. Esto explica por qué, cuando las condiciones políticas lo permitían, algunos pedagogos protestantes se hallaron en la primera fila de los ideólogos del mestizaje, y ocuparon, temporalmente, puestos de gran responsabilidad en la educación pública de sus respectivos países. Si los maestros y los pastores protestantes rompían con las sociedades tradicionales y adoptaban modelos pedagógicos modernos y necesariamente exógenos, no era para integrarse a los modelos sociales norteamericanos. Por lo contrario, su nacionalismo y el deseo de transformar su sociedad mediante una conversión como la que ellos habían experimentado en sus congregaciones, los impulsaba a buscar medios endógenos para romper con las estructuras corporativas, las cuales, en su opinión, eran la causa de la ignorancia y de la pasividad del pueblo. En esto fueron ejemplares los métodos y la obra de Moisés Sáenz. Formado en escuelas protestantes mexicanas, nutrido por la pedagogía activa de su maestro John Dewey, intentó trasplantar lo que él había adquirido a una pedagogía de redención del indio, en donde éste ya no sería un actor colectivo marginado y oprimido dentro del modelo corporativo, sino sujeto individualizado y moderno de un “México íntegro” (México íntegro, 1939) o de un Ecuador renovado (Sobre el indio ecuatoriano y su incorporación al medio nacional, 1933). Asimismo, la Federación Evangélica de México, en un documento publicado en 1934, se consideraba orgullosamente “heredera de la tradición histórica de los indios conquistados y esclavizados, de las heroicas chusmas insurgentes de la Independencia y de los indómitos chinacos de la Reforma” (liberal). La Federación presentaba a los protestantes como vanguardia de la Revolución, por haber sido “los precursores del gran movimiento de educación campesina y de la incorporación indígena, que actualmente forma parte del programa de la Revolución”.[80] Ahora bien, la reforma que buscaban los actores protestantes era aún más profunda pues, por ser de carácter religioso, debía influir en la mentalidad popular, prisionera de una piedad católica que, en su opinión, segregaba al individuo. Con el fin de regenerar al actor social, procuraban unir la pedagogía activa de John Dewey, el humanismo cristiano inspirado en Unamuno y el evangelio social norteamericano. Insistían en el esfuerzo individual y en la formación del carácter, que consistía en “elevarse uno mismo para elevar a los demás” y, así, “rescatar a la raza”. En realidad, la adopción del protestantismo era una de las vías posibles del cambio para dichos actores sociales en etapa de transición, marginados por las élites económicas, políticas y culturales que los despreciaban por su origen social y por el color de su piel. Los movimientos democráticos en los que participaban los protestantes, los colocaron al frente de la escena política, pero su radicalismo religioso y, en última instancia, el de su cultura política, hacía que fuesen aliados estorbosos, cuyos nexos con las sociedades misioneras

protestantes convertían en chivos expiatorios a quienes sin dificultad se denunciaba como ciudadanos aliados a sospechosas causas extranjeras. En realidad, las sociedades protestantes latinoamericanas no sostenían ningún tipo de relaciones con el “imperialismo norteamericano”; más bien las sostenían con las luchas políticas y sociales internas de los países latinoamericanos. Estas minorías, al adoptar modelos asociativos y pedagógicos exógenos, buscaban instaurar una modernidad cuya base fuera el individuo liberado de los nexos y de las servidumbres de la sociedad corporativa. Desde su punto de vista, esta modernidad debía cimentarse en la identidad mestiza latinoamericana, es decir, en la transformación igualitaria de las relaciones sociales. Sólo el individuo “rescatado” por la conversión religiosa y por el reconocimiento de su soberanía en el ejercicio de la democracia representativa, pondría fin a privilegios multiseculares.

P ROTESTANTISMO Y POPULISMOS, 1929-1949 La crisis económica norteamericana de 1929 tuvo consecuencias desastrosas para los países latinoamericanos. La recesión de los países “centrales” determinó la “recesión inmediata del sector local más dinámico”, lo que a su vez se tradujo en recesión de la economía dependiente en general.[81] Marasmo económico, paros forzosos, protestas sociales fueron conjurados por gobiernos de tipo populista, los cuales procuraron estimular la participación controlada de las organizaciones obreras y campesinas en la gestión de la crisis. Los gobiernos de Lázaro Cárdenas, en México (1934-1940), o de Getulio Vargas, en Brasil (1930-1945), encarnaron esa política, cuyo corolario fue la “política del buen vecino” de Franklin D. Roosevelt. Inman situó claramente en este contexto el papel que debía desempeñar el protestantismo en países, según él, “víctimas de un mal comienzo” que presenta dos aspectos: por una parte, la herencia colonial, y, por la otra, la dominación del capital extranjero. Además, según Inman, había que saber si las fuerzas cristianas podrían mediar entre las partes y garantizar la defensa de los derechos del hombre, en pro de las masas, pospuesta desde hacía mucho tiempo, controlando la marcha arrasadora de las fuerzas económicas modernas, fatales para el alma, y la peligrosa rebelión del proletariado, mortal para el espíritu de fraternidad cristiana.[82]

Se expuso este punto de vista en la asamblea misionera mundial de Jerusalén (1928), el cual resumía la tarea asignada al protestantismo latinoamericano. Entre el capitalismo “salvaje” y el socialismo “bárbaro”, el protestantismo debía presentar una vía humanista que reinstaurase los valores cristianos deformados por el catolicismo colonial. Para los protestantes que compartían el criterio de Inman, “la crisis económica era poca cosa en comparación con la crisis moral y espiritual” por la que pasaba América Latina.[83] Las relaciones económicas no podían mejorar mientras no cambiaran las relaciones espirituales. En el seno de la crisis vivida en Latinoamérica, el protestantismo debía dedicarse, siguiendo los principios del “Evangelio social”, a reconciliar capital y trabajo, es decir, a no permitir ni que el capitalismo arrebate al obrero su participación en los beneficios de la empresa, ni que se prive al capital de lo que le pertenece.[84]

Gonzalo Báez Camargo, al abandonar la presidencia del congreso protestante de La Habana (1929), se dedicó a la lucha ideológica y publicó una serie de artículos sobre “la verdad y los errores del marxismo” (1934). Contra el odio de clases, proponía la reconciliación, “cambiando al hombre no de lo externo hacia el interno, sino imprimiéndole un movimiento inverso”. Los protestantes debían coincidir con “los marxistas exigiendo pan para el hambriento y vestido para el desnudo, y para ello, demandar la participación de todos a los beneficios sociales”, pero guardándose de “cerrar los ojos ante los aspectos y realidades de la vida que no son de orden económico”. Esta doctrina social reformista cerraba al mundo obrero las puertas del protestantismo, considerado como enemigo de la clase trabajadora y agente del imperialismo norteamericano. [85] Por ello, otros sectores atrajeron la atención de las iglesias: la juventud estudiosa y los indígenas. Entre tanto, los trabajadores anémicos que comenzaban a emigrar a las ciudades, pusieron sus ojos en el pentecostalismo.

Preocupación por los estudiantes y los jóvenes Con el fin de acercarse a la juventud, como extensión de asociaciones anglosajonas surgieron dos organizaciones protestantes. La Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA, rama masculina, y YWCA, rama femenina) que se difundieron rápidamente en el extremo meridional de Sudamérica, bajo la influencia de la sección inglesa (Buenos Aires, 1874; Río de Janeiro, 1875; Valparaíso, 1883). Posteriormente, con influencia de la sección estadunidense, se establecieron en el norte (São Paulo, 1893; México, 1904; Cuba, 1905; Puerto Rico, 1909). Centradas en actividades religiosas, culturales y deportivas y la enseñanza del inglés, dirigidas por consejos de administración independientes de las iglesias protestantes latinoamericanas, las dos ramas de la “Y” parecían ajenas a los intereses y a la identidad protestante latinoamericana, y tuvieron éxito entre jóvenes de clase media, en su mayor parte no protestantes, en busca de los símbolos del estilo de vida anglosajón. En 1940, cuando Humberto Grassi, uruguayo, fue elegido secretario de la Federación Sudamericana, contaba con unos 42 000 miembros. Otra organización de nivel regional, el Esfuerzo Cristiano, también era copia de un modelo norteamericano, tenía vínculos con las iglesias y buscaba el “desarrollo de un auténtico espíritu cristiano”. En 1931, esta sociedad reunía alrededor de 200 asociaciones, en su mayor parte poco dinámicas. Ante la falta de un movimiento activo vinculado con la juventud, la federación argentina de las asociaciones evangélicas, con la colaboración de sociedades filiales chilenas y uruguayas, propuso en 1934 la idea de una renovada institución regional. Esto tomó forma en 1941, en Lima, cuando se creó la Unión Latinoamericana de Juventudes Evangélicas (ULAJE) que adoptó como lema “un mundo nuevo con Cristo”. Con un espíritu abierto, el nuevo movimiento reflexionaba sobre la coyuntura, buscaba reunir las fuerzas protestantes, condenaba “el sistema capitalista actual cimentado en la opresión y la desigualdad económica”, urgía la “implantación de un sistema económico de cooperación”,[86] y expresaba el deseo de apoyar toda iniciativa tendente a incorporar al indio a la vida nacional. De hecho, las poblaciones indígenas eran objeto de la atención no sólo de la juventud

cristiana sino también de los gobiernos populistas, los cuales, en algunas ocasiones, no dudaron en apoyarse en las misiones protestantes independientes con el fin de poder acercarse a estos sectores marginados.

Evangelización de los indios En los años treinta se renovó el interés por las tribus indígenas, en una época en que éstas parecían hallarse al margen de la nación y de la modernidad. Algunos gobiernos, entre ellos el mexicano, habían fundado institutos indigenistas encargados de trabajar en el ambiente indígena. En 1940, en Pátzcuaro, en el corazón de Michoacán, evangelizado por el humanista Francisco Vasco de Quiroga, cuya memoria continuaba viva, se reunió el primer congreso indigenista latinoamericano, organizado por Moisés Sáenz.[87] No debe sorprender que haya sido un presbiteriano quien convirtió en realidad esa iniciativa. Desde el siglo XIX, las sociedades misioneras protestantes se habían interesado, directa o indirectamente, en los indígenas animistas de la región. Asimismo, la imagen del indio ciudadano, regenerado por el liberalismo social, encarnado en Benito Juárez, no había dejado de habitar el imaginario protestante y liberal radical. Con todo, hasta entonces los protestantes se habían dedicado sobre todo a los sectores mestizos de la población. Sólo a partir de los años veinte las sociedades misioneras y las “misiones de fe” acudieron sistemáticamente a ese campo de acción aún baldío. Obtuvieron resultados muy superiores a sus esperanzas, en un momento en que las comunidades indígenas sufrían las agresiones de la economía de mercado, la cual destruía las relaciones tradicionales de producción y de consumo, basadas en el trueque y la autarcía. Por otra parte, los gobiernos populistas ampliaron los sistemas escolares y nacionalizaron las escuelas primarias y secundarias protestantes, pero en realidad no se acercaron a las comunidades indígenas. Los protestantes encontraron en la evangelización del medio indígena una actividad pionera que les permitía canalizar un nuevo impulso caritativo, el cual podía coincidir con los proyectos nacionalistas de integración de las poblaciones indígenas marginadas. A veces incluso con apoyo gubernamental, las “misiones de fe” norteamericanas, producto de iniciativas individuales, independientes de cualquier denominación protestante, comenzaron a trabajar en el medio indígena: la “Pioneer Missionary Agency”, a partir de 1930, en la Huasteca mexicana, y la “Misión para las nuevas tribus”, en Brasil, desde 1940, y desde 1943 en Venezuela. La más famosa entre esas “misiones de fe”, el Instituto Lingüístico de Verano (Wycliffe Summer Institute), fundado en 1930 en Guatemala por William Cameron Townsend, antiguo misionero de los Discípulos de Cristo, comenzó a trabajar en México en 1934, por invitación del presidente Cárdenas. Afiliada al departamento de lingüística de la Universidad de Oklahoma, esta “misión de fe” se presentó como una organización científica encargada de estructurar las lenguas indígenas elaborando diccionarios, recogiendo narraciones tradicionales y traduciendo la Biblia a los idiomas indígenas. En realidad, el objetivo, como todo el mundo sabía, era proselitista (sin que eso haya dado lugar para las violentas polémicas que en los años setenta se suscitaron en torno del Instituto Lingüístico de Verano). Townsend contó con el apoyo de Moisés Sáenz, quien le abrió las puertas de los gobiernos de México y de Perú,

donde también se instaló el Instituto Lingüístico de Verano (ILV).[88] Partidario de una teología fundamentalista, imbuido de un anticomunismo primario que fue en aumento durante los años de la Guerra Fría, el ILV desde 1948 incrementó sus intervenciones, e incluso creó una fuerza aérea, la Jungle Aviation Company, que sirvió de apoyo logístico al aprovisionamiento de los misioneros dispersos en regiones inhospitalarias como la Amazonia peruana o la selva de Chiapas, en México, a finales de los años cincuenta, fortalecido por los acuerdos firmados con varios gobiernos, el ILV trabajaba, además de en Guatemala, México y Perú, donde lo hizo desde un principio, en Brasil, Bolivia, Ecuador y Honduras, y poco a poco fue entrando en contacto con decenas de grupos indígenas. Con las “misiones de fe”, el mundo indígena representó una de las nuevas fronteras de la acción protestante. En un momento en que la sociedad indígena se desestructuraba por el doble efecto de la economía de mercado y de las políticas gubernamentales de integración, la juventud indígena “buscó fuera, del sistema simbólico tradicional, elementos decisivos que le permitieran restablecer una armonía desesperadamente anhelada”.[89] El pentecostalismo, movimiento protestante popular de gran contenido apocalíptico, ofreció, mejor que las misiones de fe, la posibilidad de elaborar “la síntesis creadora capaz de establecer la armonía”,[90] y tanto la de ciertos grupos indígenas, como la de los campesinos emigrados, a menudo de origen indio, que iban a dar a sobrepobladas y miserables barriadas de las grandes ciudades.

Irrupción de un “protestantismo del Espíritu” Es interesante subrayar que precisamente cuando el protestantismo histórico y liberal reafirmaba “el otro Cristo español”,[91] el Cristo portador de la regeneración moral y creador de personalidades, otro protestantismo, sectario y milenarista, se difundió entre los pobres y marginados de América Latina. Nacido en Estados Unidos a principios de siglo, de una reactivación de los movimientos pietistas de santidad (holiness), el pentecostalismo pronto ganó adeptos en Chile (1909), en el noreste brasileño (1910) y en México (1914). En el primer caso, la adopción de las prácticas pentecostales provocó un cisma en el seno de la Iglesia metodista de Valparaíso. En el segundo, obreros ítaloamericanos recientemente convertidos en Chicago, llegaron al barrio italiano de São Paulo (el “Bras”), siguiendo las corrientes migratorias, en donde fundaron la “Congregación Cristiana de Brasil”, en la misma época en que dos norteamericanos de origen sueco fundaron las “Asambleas de Dios” en la región de Belem (antes de llegar en los años treinta a Recife y a varias regiones meridionales). Fue fulgurante el crecimiento de lo que llegó a ser la mayor Iglesia pentecostal de Brasil, como puede verse en los siguientes datos en números redondos: 1930, 14 mil miembros; 1950, 120 mil, y 1965, 950 mil.[92] En el tercer país, los braceros (trabajadores migratorios) trajeron del sur de Estados Unidos las nuevas innovaciones religiosas, e iniciaron en 1914 cultos pentecostales en el noroeste de México, y posteriormente, en los años veinte, en Guadalajara. [93]

Más o menos por todas partes, en la periferia de las grandes ciudades o en zonas subdesarrolladas, los pentecostales prosperaron, de acuerdo con el esquema que Miller

constató entre los indios tobas del Chaco argentino; malestar físico inicial, viaje a un centro religioso dirigido por un misionero extranjero o por un pastor local, curación por la fe y bautismo, regreso a su comunidad y establecimiento del culto (pentecostal).[94]

Los vínculos iniciales eventuales con organizaciones pentecostales extranjeras, al contrario de lo que pasó en las iglesias protestantes históricas, no implicaba una dependencia económica u organizativa. Caracterizadas por su proselitismo en los sectores marginados de la sociedad, entre los nuevos pobres del subdesarrollo dependiente, las asociaciones pentecostales desarrollaron una “religión de carácter oral”,[95] dando muestras de una gran fisiparidad, en la medida en que los modelos conductores y organizadores eran sencillos, cimentados en normas tradicionales de conducta religiosa, unidos a un jefe fundador y maestro del centro ceremonial. Con la crisis económica de los años treinta, creció aún más el movimiento pentecostal, lo cual sorprendió a los dirigentes del protestantismo histórico, quienes con dificultad lograban adeptos, a pesar de costosas inversiones en establecimientos escolares. Apenas 20 años después de sus inicios los pentecostales chilenos representaban, en 1929, la tercera parte de la comunidad protestante, calculada en unos 62 000 miembros. Para el resto de América Latina, ya en los años cuarenta, los movimientos pentecostales constituían la cuarta parte de las sociedades protestantes.[96] A la inversa del protestantismo histórico, agrupado en organismos punteros de alcance nacional o continental, las mencionadas iglesias frecuentadas por pobres y marginados daban muestras de una extremada atomización. Sin embargo, la tendencia al crecimiento rapidísimo de las sociedades religiosas pentecostales se confirmó durante los años sesenta, a tal grado que el protestantismo histórico comenzó a sentirse potencialmente desplazado por estos nuevos ocupantes del espacio religioso. Así, en Chile, en 1961, las congregaciones pentecostales, por el número de sus adeptos, estimado entre 400 mil y 800 mil, cuadruplicaban la importancia que pudieran tener las sociedades del protestantismo histórico. [97]

Como toda religión popular, las sociedades pentecostales eran religiones de movilización corporativa, cuyo crecimiento también se explica por la forma en que, sin tardanza, supieron aprovecharlas los gobiernos populistas. En México, en 1926, un campesino transformado en militar, Eusebio Joaquín González (1898-1964), al convertirse al pentecostalismo adoptó el nombre de Aarón y fundó la Iglesia de la Luz del Mundo, la cual contó con el apoyo del gobernador de Jalisco. Esta Iglesia creció, pero en los años treinta y cuarenta se dividió continuamente.[98] A su vez, el Movimiento Independiente de las Iglesias Pentecostales (MIEPI) puso en práctica un proyecto parecido, y tuvo el apoyo del gobierno del general Lázaro Cárdenas para fundar una cooperativa simultáneamente agrícola y religiosa, en Ixmiquilpan, Hidalgo, en 1936. Al parecer hubo relaciones parecidas entre dirigentes pentecostales y el gobierno populista, como en Argentina, en 1954, entre Juan Domingo Perón y el predicador pentecostal Thommy Hicks (1909-1973), en plena crisis del peronismo.[99] La aparente negativa a participar en las luchas políticas y el concepto milenarista sobre el devenir de sus sociedades, no impidieron a los dirigentes pentecostales establecer relaciones, según conviniera a sus intereses, con dirigentes políticos, lo que ya dejaba entrever lo que al

fin se produjo en gran escala durante los años ochenta. La vitalidad del movimiento pentecostal sorprendió a las sociedades protestantes históricas. No faltaron ataques contra estas nuevas iniciativas religiosas, con los cuales se rechazaba ante todo la incoherencia doctrinal y la emotividad que las caracterizaba. Al respecto, el obispo metodista argentino Sante U. Barbieri expuso claramente (1951) la diferencia entre protestantismo y pentecostalismo: el protestantismo no puede ser meramente expresión de una emoción. Ésta no ha de estar necesariamente ausente, pero no es posible vivir religiosamente dejándose conducir únicamente, a elevados niveles de entusiasmo, eliminando la voz de la razón y de la comprensión.[100]

Se trataba, en efecto, de dos culturas religiosas antagónicas; una, el protestantismo de carácter histórico, nacida del liberalismo político y religioso; la otra, el pentecostalismo, expresión de una cultura religiosa popular latinoamericana.

Hacia un protestantismo establecido, organizado y autónomo Durante la conferencia misionera internacional (Madrás, India, 1938), los 20 delegados latinoamericanos subrayaron la creciente importancia de América Latina en la vida del mundo y de las jóvenes iglesias latinoamericanas en la comunión cristiana universal.[101]

Aun cuando esta afirmación en 1938 requería matices y distingos, 10 años más tarde era reflejo de una realidad. Ante las amenazas comunistas que frenaban en Asia la expansión misionera estadunidense, América Latina apareció como un campo excepcional, hasta entonces descuidado en parte, en donde la evangelización protestante podía justificarse ante los protestantes norteamericanos, “a causa de los efectos desastrosos de una forma decadente y corrompida del cristianismo”.[102] Así se consideraba al catolicismo en los escritos de la élite intelectual misionera (Mackay, Rycroft, Howard), es decir, como una “fuerza religiosa retrógrada”, la cual explicaba el subdesarrollo de esos países.[103] Hacía falta, por tanto, analizar la situación y definir una estrategia. Se confió el estudio de las realidades sociorreligiosas a John Merle Davis, quien durante los años cuarenta produjo una serie de trabajos sobre los campos religiosos y las sociedades mexicana, jamaiquina, cubana, brasileña, uruguaya y argentina.[104] A John R. Mott, dirigente del Consejo Nacional de las Iglesias Norteamericanas, se le encargó fortalecer los contactos y realizar cinco giras para visitar, entre 1940 y 1941, las iglesias protestantes latinoamericanas. El objetivo era promover las conclusiones de la asamblea de Madrás, dar apoyo a los consejos protestantes nacionales y “fomentar la unidad de pensamiento y de acción”. Rycroft describió esa gira triunfal, en la que Mott pronunció discurso tras discurso en universidades, escuelas secundarias, clubes rotarios e iglesias, y ante banqueros, presidentes, ministros de educación y embajadores norteamericanos.[105]

Realizada muy a principios de la segunda Guerra Mundial, es posible que la gira de Mott haya formado parte de una estrategia con la que el Departamento de Estado buscaba consolidar las relaciones interamericanas. A su regreso, Mott informó al CCLA sobre la urgencia de “aumentar, sin tardanza, las fuerzas misioneras” en Latinoamérica y “de conservar el vigor de las iglesias nacionales”, pues, en su opinión, “la coyuntura política nunca había sido tan favorable para el desarrollo del protestantismo”.[106] El misionero presbiteriano Stanley Rycroft también consideraba que el protestantismo podría ser un buen aliado estratégico en la lucha contra el autoritarismo, y que, por tanto, la reforma política y la reforma religiosa debían ir de la mano. En este sentido escribía: la independencia política, obtenida hace más de un siglo, no ha otorgado libertad al pueblo. Esta libertad, que aún no se conquista, está íntimamente relacionada con la difusión del cristianismo evangélico.[107]

Hacían eco a esta convicción los escritos de Alberto Rembao, quien estimaba que los miembros de las sociedades protestantes constituían una “aristocracia moral” que luchaba por una economía mejor, por la salud y por la educación, sin olvidar la cultura y el “establecimiento progresivo de formas democráticas de gobierno”.[108] Este optimismo reflejaba la posición social de un protestantismo minoritario que había asegurado para sí un espacio religioso, político y social a través de luchas en pro de la democratización en diversos países latinoamericanos. No desprovisto de espíritu crítico, particularmente en lo relativo a las difíciles transiciones democráticas, ese protestantismo liberal aún confiaba en la solución de los problemas económicos y sociales de América Latina mediante la aplicación de medidas reformistas liberales que, a finales de la década siguiente, fueron puestas sin ambages en duda.[109]

GUERRA F RÍA, CRISIS DEL LIBERALISMO Y FRAGMENTACIÓN DE LOS PROTESTANTISMOS, 1949-1961 Hasta finales de los años cuarenta, el protestantismo latinoamericano había sido bastante homogéneo, teniendo en cuenta tanto el origen social de sus adherentes como la teología y el proyecto social que lo animaba. Como sectores sociales en transición, los protestantes esperaban poder estimular un movimiento general de reforma de sus sociedades, por la educación y por la predicación. Las sociedades pentecostales continuaban marginadas desde un punto de vista numérico, y totalmente ajenas a cualquier debate ideológico, debido al analfabetismo de sus miembros y a la formación escolar limitada de la mayor parte de sus dirigentes. En cambio, las escuelas primarias y secundarias de las denominaciones históricas habían facilitado la formación de una clase media protestante moderna, cuyos intereses políticos estuviesen vinculados con el statu quo del desarrollismo liberal. Entre tanto, el final de la segunda Guerra Mundial, marcado por los acuerdos de Yalta (1945), había preparado el camino de un mundo nuevo, dividido en dos bloques políticos e

ideológicos. Estados Unidos se mostraba preocupado por mantener libres de toda injerencia terrenos acotados dentro de su esfera de influencia en Latinoamérica. La política del “buen vecino” y la Organización de Estados Americanos (1948) se convirtieron en máquina de guerra contra el comunismo que defenderían la expansión de las inversiones estadunidenses en el continente. El incremento subsiguiente de la presencia económica norteamericana en América Latina, tuvo, a manera de complemento en el nivel religioso, una presencia misionera en aumento debida, especialmente, al cierre de la China comunista a los intereses estadunidenses (1950). Esto provocó el regreso de centenares de misioneros deseosos de participar en la defensa del “mundo libre”, quienes escogieron el campo más próximo y potencialmente amenazado, esto es, Latinoamérica. Una de las consecuencias de la Guerra Fría fue la creciente polarización del juego político en esa zona del mundo entre las fuerzas liberales, deseosas de conservar lo adquirido en las revoluciones populistas sin lograr responder al reto de la miseria en aumento, y los movimientos revolucionarios en formación que pretendían desde finales de los años cincuenta, pero sobre todo en los sesenta, ofrecer una alternativa socialista. Esta polarización también afectó a los sectores protestantes históricos que habían vinculado su porvenir con los populismos y con los movimientos liberales reformistas. Asimismo, las sociedades protestantes históricas constataron el éxito de las nuevas formas religiosas pentecostales en las masas que recientemente habían emigrado a las periferias de las grandes ciudades. La respuesta a las tensiones políticas y a cierta incapacidad para llegar a las masas, consistió en una división cada vez mayor del protestantismo histórico. Una parte se adhería al proyecto liberal de reforma religiosa y social, pero se veía sometida a las críticas de una juventud protestante mucho más radical a la cual comenzaba a seducir el socialismo. Otra parte se replegaba en un fundamentalismo teológico que disociaba religión y sociedad. Como no se podía lograr la reforma social, bastaba con asegurar la conversión y la regeneración espiritual del individuo. Para esta nueva pero creciente tendencia, la Iglesia, como organización, se convertía en finalidad de la acción protestante. Ante todo era necesario crecer evangelizando y ganando el mayor número de adeptos para la causa de la llamada “regeneración espiritual”. En los años cincuenta, el protestantismo histórico latinoamericano se escindió en dos proyectos divergentes. Una tendencia denominada “ecuménica”, vinculada con el Consejo Ecuménico de las Iglesias (CEI), fundado poco antes (1948) en Ginebra, prosiguió con el proyecto inicial. A su decreciente fuerza numérica se añadía la pérdida del efecto social de las “obras de civilización” (escuelas, hospitales, etc.), ahogadas en la masa de servicios gubernamentales cuyo financiamiento estaba asegurado. Otra tendencia fundamentalista y evangélica se lanzó al marketing religioso a la norteamericana, y se identificó con la lucha contra la amenaza comunista. Esas iglesias comenzaron a establecer nexos con el Consejo Cristiano Internacional (CCI), organizado en 1951 en Woudschoten, Países Bajos. Este protestantismo se definía por tres características típicas de su origen anglosajón: autoridad literal de la Biblia, experiencia de la conversión y práctica de la evangelización, como tres dimensiones necesarias y suficientes de la fe cristiana. Esta corriente evangélica, políticamente conservadora, encontró sus referencias teológicas fundamentalistas en el Bible belt estadunidense, rural y visceralmente anticomunista.

Una tercera expresión religiosa, el pentecostalismo, se difundía incesantemente. Protestante, por su referencia a la Biblia, fuente de inspiración literal, pero ambiguo por sus prácticas estáticas, próximas a las tradiciones shamánicas, el pentecostalismo se subdividió en numerosas organizaciones rivales. A la vez, numerosos movimientos religiosos no protestantes contribuían a modificar e incluso a transformar el mapa religioso latinoamericano. A lo anterior se añadía la creciente presencia de misioneros estadunidenses, la mayor parte proveniente de sectores “evangélicos” y fundamentalistas. En 1958, se calculaba que el número total de misioneros norteamericanos en el mundo ascendía a 20 970, y que algo más de la cuarta parte (5 431) se encontraba en América Latina. Entre estos últimos, 82% pertenecía a “misiones de fe” provenientes del protestantismo fundamentalista.[110]

Primera conferencia evangélica latinoamericana, 1949 Por iniciativa del Consejo Evangélico Nacional de México, se propuso, desde finales de la segunda Guerra Mundial, convocar una conferencia evangélica latinoamericana que pudiera repercutir en una acción común de los consejos evangélicos nacionales. En 1947, los delegados latinoamericanos a la conferencia misionera mundial celebrada en Whitby, Canadá, decidieron que la conferencia latinoamericana se celebrara en Buenos Aires, en julio de 1949. Presidida por el obispo metodista Sante U. Barbieri la “Primera conferencia evangélica latinoamericana” (CELA I) reunió a 56 delegados representantes de 15 países. Fue concebida, organizada y dirigida totalmente por dirigentes del protestantismo histórico latinoamericano, y reflejó la madurez de un movimiento en busca de su misión. Dos comisiones estudiaron temas planteados por la asamblea: “la realidad latinoamericana y la presencia de las iglesias evangélicas”, y “mensaje y misión del cristianismo evangélico en Latinoamérica”. Los delegados constataron “el bajo nivel de vida e incluso la miseria de las masas”, resultado de causas económicas, esencialmente relacionadas con el acaparamiento de la propiedad de la tierra, pero también del “poco espíritu de trabajo”. Se consideró que la situación era explosiva porque había un enorme riesgo de caer en violentos conflictos ideológicos “debido a la falta de aplicación de los principios cristianos”. Los principios que podían, a su juicio, ayudar a resolver los problemas del continente eran los que difundían las “iglesias fuertes y autónomas”, las que predicaban “una religión de eminente experiencia personal” y empleaban medios pedagógicos pioneros en sus escuelas. Éstas se habían colocado en la vanguardia de la lucha contra el analfabetismo, el alcoholismo y demás “vicios sociales”. El mensaje ofrecido por estas iglesias era bíblico y cristocéntrico, lo que se ejemplificaba en “las vidas transformadas por el poder de Cristo” y la instauración de “iglesias-organismo vivas”, orientadas al mundo obrero, a los campesinos pobres y a los indígenas, a los estudiantes y a los intelectuales. La acción social no se disociaba de la evangelización, entendida como predicación de la conversión individual. Según los delegados presentes, el protestantismo continuaba siendo la gran voz de un continente cuyos males provenían, a la vez, del catolicismo, el cual “no había logrado ofrecer un sentido cristiano de la existencia”, y de “sistemas políticos, sociales y económicos que rebajaban a la persona”. La conferencia no encontró ni razonamientos ni planes de acción que renovaran la herencia

del protestantismo liberal; tampoco abrió nuevas rutas de trabajo orientadas a los sectores sociales más pobres. En este sentido, fue una expresión del fin del proyecto protestante liberal, impotente ante las transformaciones económicas estructurales de los países latinoamericanos. Poco después, en 1956, el primer congreso de iglesias protestantes mexicanas, celebrado en Guadalajara, reconoció abiertamente la aporía del proyecto del protestantismo histórico, prisionero de una gravosa estructura educativa y hospitalaria, que frenaba la renovación en vez de impulsarla. Como en México “las secretarías de Salud y de Educación habían tomado la iniciativa en esos terrenos, convenía buscar nuevas fronteras teniendo en cuenta las necesidades humanas”. Dado que la CELA I no aportaba líneas de acción innovadoras, estas iglesias cambiaron de orientación, y desde 1960 se propusieron recimentar la acción protestante en “la afirmación de doctrinas bíblicas, en la búsqueda del despertar por el Espíritu Santo y la evangelización personal”.[111] Este repliegue fundamentalista y espiritualizante hizo que en toda América Latina cierto número de iglesias se apartara del naciente movimiento ecuménico, prisionero del proyecto liberal, unificador de las “obras de civilización” y de la labor evangelizadora. Desde entonces, por falta de otras opciones, o por facilidad, predominó el modelo de las “misiones de fe” y de un permanente activismo conversionista. Por primera vez en su historia, el protestantismo liberal descubría que se había transformado en minoritario, en el conjunto de los protestantismos latinoamericanos, y que ya no atraía a la gran mayoría de las organizaciones eclesiásticas conversionistas.

Surgimiento de un protestantismo conversionista En los años cincuenta surgió un vigoroso protestantismo de conversión, de modelo de evangelización pietista y anticomunismo primario. La Misión Latinoamericana (LAM), fundada en 1921 por Harry Strachan en Costa Rica, se convirtió en organización pionera. En 1948, con la creación de la Alianza Evangélica de Costa Rica y de la Confederación Evangélica de Colombia, la Misión Latinoamericana tomó la iniciativa en la integración de un frente protestante “evangélico”, opuesto al heredado del protestantismo liberal, vinculado desde poco con el CEI. Kenneth Strachan, hijo del fundador de la LAM e intelectual del movimiento, expuso claramente, en los años cincuenta, la posición “evangélica” de rechazo al CEI, “a causa de su liberalismo y de su camaradería sin fundamento bíblico, de su consagración a tareas y preocupaciones ajenas a las que competen a la Iglesia de Cristo. Su virtual rechazo de la Reforma protestante”, añadía, “visible en su obsequiosidad con la Iglesia católica romana, resulta aún más inquietante para nosotros”.[112] En 1948, con motivo del XXV aniversario de la fundación del Seminario Bíblico Latinoamericano de San José, Costa Rica, se celebró un congreso que no sólo reunió a los antiguos alumnos de la institución sino también a otros dirigentes evangélicos, con el fin de unir corazón y espíritu en un esfuerzo total para la evangelización del continente.[113]

Se trataba de reproducir los primeros ensayos de evangelización masiva del joven predicador norteamericano Billy Graham quien, desde el final de la segunda Guerra Mundial,

había retomado los métodos de evangelización de Dwight L. Moody, a los que añadió conciertos, películas y programas de radio. Una serie de actividades enfocadas a las masas se pusieron en práctica en Centroamérica y en el Caribe, con la participación de jóvenes predicadores latinoamericanos como Israel García, Eliseo Hernández y Juan Isaías. En 1958, la “cruzada” de Billy Graham constituyó el punto culminante de esos esfuerzos, en los que también colaboraron Strachan y la LAM. Asociados de Graham —Leighton Ford, Grady Wilson, Joe Blinco e Israel García— prepararon el terreno con métodos de acción que constituyeron la fuerza motriz del creciente movimiento evangélico fundamentalista en América Latina. Graham y su equipo visitaron siete países (Jamaica, Barbados, Trinidad, Puerto Rico, Panamá, Costa Rica y México). Fue, en palabras de un colaborador, “una extraordinaria experiencia que enseñó mucho…, con 80 mil decisiones por Cristo y la participación de un millón de personas”.[114] La evangelización masiva empleó medios audiovisuales de comunicación y técnicas de psicología clínica que dejaron atrás los métodos lentos del “protestantismo de civilización”. Esta evangelización, obsesionada por la performance, abandonaba todo diálogo con la cultura y toda pretensión de reforma social y política. Sólo el individuo y su salvación personal contaban en el marco de la consecución del incremento numérico de las congregaciones y de las iglesias protestantes. Este “evangelismo a fondo”, como lo denominaba Strachan, no pasaba de la superficie de las realidades sociales, de las cuales ya no se ocupaba. Los criterios del marketing y del éxito en el reclutamiento se convirtieron en objetivo de la acción ya que, para los evangelistas, la expansión de cualquier movimiento es consecuencia directa de la intensidad de la movilización de la totalidad de sus miembros, con el fin de lograr la difusión continua de sus creencias.[115]

El empleo de los medios modernos de comunicación en el marco de las campañas evangelizadoras, trajo consigo la reagrupación de diversos esfuerzos dispersos. La Cadena Cultural Panamericana, fundada en 1951, integró la ya famosa “Radio Voz de los Andes” (establecida en Quito, Ecuador, en 1931), la “Radio Faro del Caribe”, de San José, Costa Rica (que la LAM organizó en 1948), la MOXO de Panamá y la TONA, de la misión bautista canadiense en Bolivia. En 1959, la “cadena”, rebautizada con el nombre de Difusiones Interamericanas (DIA), reunió 75 cadenas radiofónicas evangélicas, en contacto con un millar de emisoras que transmitían programas de evangelización. Asimismo, bajo los auspicios de la LAM, se formó en 1955 la organización “Literatura Evangélica para América Latina”, y el año siguiente, a raíz de la asamblea constitutiva de Placetas, Cuba, 58 organizaciones editoras de literatura evangélica constituyeron una poderosa red “de editoras, imprentas y librerías”.[116] El comité literario del CCLA, que había establecido las empresas editoras “La Aurora”, en Buenos Aires y la “Casa Unida de Publicaciones”, en la ciudad de México, en los años veinte, siguió teniendo gran prestigio por la calidad y el nivel de sus publicaciones, pero perdió el acceso al mercado evangélico latinoamericano. En unos 10 años, la tendencia evangélica y fundamentalista había suplantado el protestantismo histórico liberal que ya no influía en las masas, y cuyo diálogo con la cultura parecía agotado. Signo de esta crisis, La Nueva Democracia no pudo sobrevivir después de la muerte de su último director, Alberto Rembao, y desapareció en 1963.

Expansión pentecostal Las sociedades pentecostales, sin los medios económicos de los cuales disponían los “evangélicos”, se difundieron rápidamente a partir de los años cincuenta. Si el movimiento “evangélico” se caracterizaba por su “norteamericanización”, los pentecostales, en cambio, se difundían, con pocas excepciones, mediante la labor de predicadores latinoamericanos,[117] de origen social humilde, semianalfabetos y autodidactos. Con su exuberancia, la espontaneidad de sus oraciones, la glosolalia, los cantos rítmicos, los gritos de exaltación religiosa y la ausencia de ornato en sus templos, el culto pentecostal parecía ser la expresión de una auténtica religiosidad popular latinoamericana, surgida en el seno de sectores sociales miserables. El papel central correspondía al pastor, el cual comenzaba por predicar al aire libre, en la calle o en una plaza pública. Este inicio, avalado por el éxito de su predicación y la formación de un grupo, servía para confirmar o no “que estaba llamado al ministerio”. El pastor cimentaba su influjo religioso no en la formación teológica o en poderosos medios de comunicación, sino en su carisma y en su capacidad de explicar desde un punto de vista religioso la miseria social del mundo circundante y de responder al mismo con actos “sobrenaturales”, en particular de carácter taumatúrgico. El crecimiento de estas iglesias desde un principio estuvo vinculado con la personalidad vigorosa de dirigentes carismáticos, cuyo modelo conductor provenía de la cultura política popular, esencialmente rural. Esta cultura, como lo indica Lalive d’Epinay, era “vertical”, se inspiraba en el “modelo de la hacienda”, o sencillamente en el poder tradicional (cacicazgo en México, coronelismo en Brasil) del medio rural. El dirigente pentecostal se convertía en una especie de patrón de una hacienda religiosa, en el “teniente de Dios”, pero a diferencia de lo que pasaría en una hacienda, “no importaba quién pudiera llegar a pastor, siempre y cuando poseyese el don”.[118] Este modelo de propagación, humilde y moderado al principio, pronto aprendió a asimilar las técnicas modernas de la comunicación, en el marco de concentraciones de masas centradas en la “curación” y la “santificación”. La campaña del pentecostal norteamericano Theodore Hick en Buenos Aires, en 1954, puso el ejemplo para el despegue de las Asambleas de Dios en Argentina. Como escribió un observador, “el espectáculo de centenares de miles de personas reunidas bajo los auspicios del evangelismo cambió la imagen que el evangélico argentino tenía de sí mismo”.[119] En Brasil, en Chile, en Venezuela y en México, campañas de ese mismo tipo colocaron a los pentecostales en la primera línea de la escena religiosa. En Brasil, en 1953, Manuel de Mello, humilde albañil originario del nordeste, predicando en las calles de São Paulo comenzó a crear lo que llegó a ser durante largo tiempo, la mayor iglesia pentecostal brasileña, la iglesia de “Brasil para Cristo”. Lo hizo consciente de que estaba rompiendo con “cultos en los que no participa el pueblo”. “Nuestra gente”, decía, quiere sentirse a gusto en nuestros templos. En mi propia iglesia permito que la gente hable de lo que quiera hasta el momento en que principian las ceremonias del culto. Hay un ambiente de mercado o de plaza pública… sobre todo durante el culto, cuando la gente participa y manifiesta su aprobación o desaprobación, mediante expresiones y palabras con las que dan gloria a Dios.[120]

Aún se desconocen los inicios de las grandes iglesias pentecostales en América Latina,

pero su éxito debe atribuirse al hecho de que rompieron con los modelos liberales de asociación (sociedades de idea) que habían impregnado el desarrollo de las sociedades protestantes históricas. Esta reformulación de la religión popular se llevó a cabo mediante la fragmentación del campo religioso en decenas de sociedades religiosas que competían entre sí, conducidas por dirigentes que eran amos y señores, según los modelos tradicionales de conducción política y social. Más adelante analizaré las consecuencias de estas prácticas en los protestantismos latinoamericanos de los años sesenta, su efecto en la sociedad y en las opciones políticas cada vez más polarizadas en el contexto de la Guerra Fría. Por lo pronto, examinaré la difícil situación de los protestantismos desde los años cuarenta hasta los cincuenta.

Entre la persecución y la revolución Durante el decenio anterior al triunfo de la Revolución castrista en Cuba (1959), los protestantismos fueron duramente reprimidos por las oligarquías terratenientes, en la medida en que crecieron en las zonas rurales y en que los dirigentes protestantes demostraron abierta simpatía por los movimientos en pro de las reformas democráticas y agrarias. En Colombia, en Guatemala e incluso en México, los dirigentes protestantes rurales fueron perseguidos. En Cuba, en cambio, vieron en la primera Revolución castrista (1953-1961) un medio de comprometerse en favor de la reforma social y política, en continuidad con sus opciones democráticas anteriores. Fue un decenio de implacable persecución de los protestantes en Colombia. Durante el gobierno neoliberal de Alfonso López Michelsen, entre 1930 y 1946, el protestantismo colombiano, en gran parte presbiteriano y bautista, hasta cierto punto había logrado difundirse, y formaba a principios de los años cincuenta, una comunidad de 100 mil militantes y simpatizadores.[121] En 1946, como consecuencia de la división de la mayoría liberal en el poder, el Partido Conservador, muy influido por la Falange Española, ganó las elecciones y comenzó a fomentar una represión sistemática que buscaba la destrucción de la oposición liberal. Entre 1946 y 1948, alrededor de 15 mil ciudadanos fueron asesinados en un clima de violencia generalizada. Sin embargo, a pesar de la represión, la oposición iba en aumento, particularmente centrada en un dirigente liberal popular, Jorge Eliecer Gaitán. Su asesinato, en una calle de Bogotá, el 9 de abril de 1948, provocó una insurrección popular de carácter anticonservador y anticatólico sin precedentes, tanto en la capital como en las principales ciudades de provincia. La reprimieron los conservadores, quienes retuvieron el poder y lograron que en 1949 uno de los suyos, Laureano Gómez, fuera elegido presidente de la República. Ése fue el principio de una implacable guerra civil entre conservadores y liberales que duró hasta 1958, y en la que murieron más de 85 mil liberales.[122] El golpe de Estado del teniente general Gustavo Rojas Pinilla en 1953, provocó una nueva ola de violencia en la que también perdieron la vida miles de liberales. La Iglesia católica fue un instrumento útil en la lucha antiliberal y en la represión de la minoría liberal que había optado por el protestantismo. La violencia antiprotestante fue parte de un movimiento general de represión del liberalismo. Según cifras oficiales, esto costó la vida de 126 protestantes, cifra ínfima en

comparación con el total de las víctimas liberales, pero para medir el alcance de la represión del protestantismo debe recordarse que el gobierno clausuró 270 escuelas protestantes, destruyó 60 templos y cometió otros actos de violencia. A lo anterior deben añadirse las incesantes presiones ejercidas en la vida diaria contra las minorías protestantes, con cantos y discursos denigrantes, amenazas, insultos, multas, irrupciones en domicilios particulares y confiscación de bienes, además de interferencias continuas en las prácticas religiosas y muchas otras violaciones de los derechos del hombre, minuciosamente registradas por Goff. [123]

En Colombia, la alianza entre protestantes y liberales databa de la época en que nació el liberalismo radical, el cual elaboró la primera constitución latinoamericana en la que había separación de la Iglesia y del Estado (1853). El retorno de los conservadores al poder, en 1886, y el concordato firmado con Roma el año siguiente, significó una lucha ideológica ininterrumpida contra el liberalismo, el cual sólo pudo resurgir en 1930, en un marco de decadencia generalizada de los regímenes oligárquicos en esa parte del mundo. El protestantismo vivió al margen de la ley entre 1887 y 1930, y se adhirió al gobierno liberal de López Michelsen (1930-1945), que le había sido favorable. De hecho, este presidente de la República solía apreciar los valores democráticos del protestantismo, como puede verse en su libro La estirpe calvinista de nuestras instituciones políticas (1947). El paréntesis liberal de López Michelsen, al parecer había suavizado las disposiciones represivas del Concordato, pero sin lograr abolirlas, pues seguía intacta la fuerza política de los conservadores. Por consiguiente, la persecución antiprotestante siguió su curso dentro de la lucha entre los promotores de una modernidad secularizada y los defensores de un orden católico y oligárquico. Los jesuitas, sobre todo en los años precedentes al retorno conservador en 1947, se dedicaron a combatir el liberalismo religioso en la Revista Javeriana, de la Universidad Católica de Bogotá, y en los escritos del padre Restrepo Uribe.[124] Los jesuitas retomaron las acusaciones contenidas en los escritos del padre Crivelli, quien desde Roma denunciaba a los protestantes como comunistas, quinta columna del imperialismo y destructores de la identidad nacional.[125] Hasta el presente, los trabajos existentes no permiten poner en perspectiva la persecución de los protestantes en Colombia, comparándola con lo ocurrido a otras minorías asociativas liberales, tales como las logias, las sociedades mutualistas y los sindicatos. Son bien conocidas las regiones donde fue más dura la persecución (Cauca, Bolívar, Antioquía, Magdalena, Valle, Santander, Cundinamarca), pero sin una sociografía de las congregaciones protestantes y de las sociedades liberales es difícil ir más allá de los martirologios. Una geografía asociativa de ese tipo permitiría, en efecto, demostrar que los protestantes no fueron sencillamente víctimas de una violencia a la vez religiosa y política, sino también actores políticos, portadores de un liberalismo militante. De hecho, se sabe que las congregaciones y las escuelas fueron, como en México, centros donde se inculcaba una cultura política liberal, desde mediados del siglo XIX, particularmente en las zonas rurales, escenario de la mayor parte de las persecuciones.[126] También en Guatemala se vio a los protestantes como simpatizadores de las ideas revolucionarias. En 1944, un triunvirato militar puso fin a la dictadura del general Jorge Ubico (1878-1946) que llevaba 14 años en el poder, e impuso un gobierno civil presidido de 1944 a

1951 por el profesor Juan José Arévalo. Su sucesor, el coronel Jacobo Arbenz fortaleció el movimiento democrático (1951-1954). Se abolió el trabajo forzado, se restablecieron las libertades civiles, se autorizaron los sindicatos y, sobre todo, se instauró un amplio programa de reforma agraria, contra los intereses de los latifundistas. El protestantismo se había difundido especialmente entre los sectores indígenas, antimestizos, de las aldeas de la etnia cakchiquel, no lejos de Antigua Guatemala, y entre los mayas, de la región de Atitlán.[127] Como lo hace ver Wasserstrom, el protestantismo había echado raíces en los sectores sociales que rehusaban el control político-religioso y económico de los caciques mestizos locales, quienes para adquirir mayor fuerza político-religiosa se servían de las ceremonias populares católicas.[128] Bajo el efecto de la economía de mercado se habían acentuado las diferencias sociales en las aldeas indígenas, hasta entonces relativamente homogéneas. Ahora bien, hasta 1944, los desacuerdos políticos sólo se habían podido expresar mediante la diferenciación religiosa, apenas tolerada. Con el movimiento de reforma democrática y agraria iniciado por Arbenz, los protestantes indios de las etnias cakchiquel y maya ya no se limitaron a denunciar el vicio y la superstición, o a abstenerse de las fiestas religiosas o a rechazar los cargos que ellas implicaban. Comenzaron a condenar el sistema agrario de los caciques y de los grandes propietarios, legitimado por las prácticas rituales del catolicismo popular.[129] En esta forma, mientras que quienes desde tiempo atrás ocupaban cargos dentro de la jerarquía de la comunidad tendían a oponerse a la reforma agraria, temiendo que se les fueran a expropiar sus tierras, los protestantes mayas se destacaron en los nuevos comités agrarios y en las agrupaciones campesinas organizados por el gobierno.

Como escribe Emery, en el seno de las comunidades rurales se consideraba a los protestantes firmes aliados del gobierno, a tal grado que apoyaron la nacionalización de las tierras ocupadas por la United Fruit Company.[130] Arbenz fue derribado en 1954 por una intervención norteamericana, cuando la jerarquía católica abiertamente convocaba a la rebelión contra su gobierno “comunista”. Entonces los protestantes guatemaltecos, como los de la insurrección pibil, en El Salvador, en 1932, fueron perseguidos pretextándose que defendían intereses “comunistas”. En la comunidad maya Pocoamán de Chinautla, los dirigentes protestantes del sindicato campesino fueron enviados a la capital para ser juzgados; y se persiguió a sus simpatizantes en las montañas, adonde habían huido, y se les encarceló.[131]

Los protestantes de San Pedro Laguna y Santiago Atitlán corrieron la misma suerte, para lo cual se invocaron los mismos pretextos. En Patzún, unos cuantos hombres que se habían atrevido a reivindicar sus derechos sobre la tierra, eran miembros de la Misión Centroamericana, y también fueron amenazados con la cárcel. Uno de los pastores protestantes de la etnia cakchiquel, Emilio Román López, trabajó activamente en favor de la reforma agraria, “pero su obra quedó destruida y sus camaradas fueron asesinados”. Román decidió entonces internarse en la selva “y dirigir un grupo cakchiquel de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR)”. Murió en combate en 1967.[132] Con la derrota del régimen progresista de Jacobo Arbenz por las fuerzas del general Castillo Armas, apoyadas por Estados Unidos, Guatemala cayó de nuevo en manos de la

oligarquía latifundista, a la que apoyaba la Iglesia católica. Entre tanto, el protestantismo continuó manifestándose en la población indígena como protesta latente, pero pronto manipulada con la intervención de campañas evangelizadoras del protestantismo fundamentalista, de corte anticomunista pero aparentemente neutral en materia de política interna. De hecho, el protestantismo fundamentalista se iba transformando en instrumento de legitimación del orden mestizo (ladino), mediante campañas en las que, al parecer, sólo intervenían los altavoces de las sociedades religiosas que competían entre sí.[133] Al contrario de lo que sucedió en Guatemala, en México sí se llevó a cabo una profunda reforma agraria, que se amplió aún más durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas (1934-1940). Los protestantes participaron activamente en la implantación de las medidas adoptadas, y en algunos casos los pastores fueron comisarios de la reforma agraria. También en esta materia, el descontento y el protestantismo parecían ir de la mano. Esto se vio claramente en el hecho de que el heredero político del gran caudillo revolucionario Emiliano Zapata, muerto en 1919, fue un predicador morelense metodista. El pastor Rubén Jaramillo, desde los años treinta, en su aldea de Tlalquitenango, en Morelos, se dedicó a la defensa de los derechos de los trabajadores cañeros, explotados por los nuevos amos “revolucionarios”. En los años cuarenta, organizó el Partido Agrarista y Obrero de Morelos (PAOM), defensor del pluralismo político, opositor del partido único de la Revolución. Fue tan grande su influjo regional que el gobierno central, durante la presidencia de Adolfo López Mateos, prefirió mandarlo asesinar, junto con su familia, en las ruinas de Xochicalco, cerca de la ciudad de México, en 1962.[134] La persecución de que fueron objeto numerosos protestantes latinoamericanos, en el contexto de la agudización de las tensiones políticas, derivadas de la Guerra Fría y de la expansión de los nacientes modelos socialistas revolucionarios, se explica por la posición que adoptaron en lo religioso y en lo social. Como disidentes religiosos, eran portadores de una protesta mucho más amplia y mucho mejor articulada: seguían siendo los herederos de la cultura política de un liberalismo radical y social a punto de desaparecer. En Cuba se manifestó aún con mayor fuerza esta alianza del protestantismo y de la Revolución, mientras retuvo su contenido liberal. En Cuba, a finales de los años cincuenta, el protestantismo había progresado considerablemente, y contaba ya con unos 260 mil adeptos en una población total de seis millones.[135] El centenar de escuelas de que disponía, algunas de renombre nacional, como La Progresiva, en Cárdenas, las escuelas internacionales en la provincia de Oriente, o la escuela Candler, de La Habana, habían dado una formación sólida a varias generaciones de estudiantes. A ello se debió que un buen número de sus antiguos alumnos ocupara puestos en la administración pública, en la educación, en los tribunales, en la agricultura o en los gobiernos municipales. Durante la presidencia de Carlos Prío Socarrás (1948-1952), la tendencia política dominante entre los protestantes consistió, según Ramos (1984), en afiliarse al partido de la oposición democrática, el Partido Ortodoxo, que denunciaba la corrupción administrativa y la de las costumbres.[136] Fue entonces cuando sobrevino el golpe de Estado de Fulgencio Batista (10 de marzo de 1952), que tomó como pretexto poner fin al “gangsterismo” y a la corrupción. La oposición al régimen militar tuvo dos formas: una electoral en la que participaron el Partido Ortodoxo, el Partido Auténtico y la Federación de

Estudiantes; otra, revolucionaria, el movimiento del 26 de julio de 1953, lanzado por un joven abogado, Fidel Castro, su hermano Raúl y Abel Santamaría, a quienes siguieron 150 jóvenes obreros, empleados, trabajadores, periodistas, estudiantes. A principios del movimiento del 26 de julio, cuando tuvo lugar el ataque al fuerte Moncada, en Santiago de Cuba, varios conocidos jóvenes protestantes participaron en la acción, entre ellos el médico Mario Muñoz (quien perdió la vida durante el ataque). Otro joven médico presbiteriano, Faustino Pérez, después de la liberación de Fidel Castro (1955) y de la internacionalización del movimiento, llegó a jefe de la propaganda. Otros se convirtieron en guerrilleros. El más conocido de estos últimos fue Frank Isaac País García (1934-1957), maestro de escuela bautista e hijo de un pastor; organizó el movimiento “Acción Revolucionaria” en la zona oriental de Cuba, y ocupó el segundo lugar del movimiento guerrillero. Murió prematuramente en combate en 1957. Fue sepultado con el mayor grado militar que concedían las fuerzas rebeldes, el de coronel. Presidió la ceremonia el pastor bautista Agustín González Seisdedos, amigo íntimo de País, y uno de los principales dirigentes en la ciudad de Santiago de la resistencia cívica contra la dictadura.[137] En La Habana, otro joven pastor presbiteriano, Raúl Fernández Ceballos, íntimo colaborador de Faustino Pérez, convirtió el anexo del templo presbiteriano de la calle de la Salud en cuartel general del movimiento clandestino del 26 de julio en la capital. Además, trabajó como mensajero. En la provincia de Matanzas, Rafael Cepeda Clemente, otro joven pastor presbiteriano, dirigió el Movimiento de Resistencia Cívica.[138] El pequeño número de nombres que hemos evocado sirve para reflejar la actitud adoptada por la gran mayoría de los protestantes en favor de la lucha por los derechos democráticos. Por consiguiente, no debe sorprender que cuando Fidel Castro y sus fuerzas entraron triunfalmente en La Habana, ciudad abierta, el 8 de enero de 1959, “un número considerable de pastores protestantes” se encontraran en la plataforma desde donde el dirigente revolucionario arengó a la multitud delirante. Un número sin precedente de protestantes desempeñó cargos en el nuevo gobierno en cuanto se constituyó. El médico Faustino Pérez fue nombrado ministro de Recuperación de Bienes Ilícitos; el ingeniero Manuel Ray Rivero, ministro de Obras Públicas; José A. Naranjo, ministro del Interior; José Aguilera Maceira, viceministro de Educación; el pastor presbiteriano Daniel Álvarez, viceministro de Bienestar Social. Otros protestantes, como Raúl Fernández Ceballos, “personaje influyente en el nuevo gobierno”, coordinaron la campaña nacional de alfabetización.[139] Por su parte, los pastores protestantes de La Habana organizaron un homenaje al comandante Raúl Castro en el Colegio Candler. Miles de protestantes se reunieron en un parque de La Habana para celebrar un acto cívico-religioso en honor de la Revolución, a principios de 1959.[140] Los protestantes apoyaron la reforma agraria (ya iniciada), la lucha contra la corrupción administrativa, la campaña de alfabetización dentro del marco de una “democracia humanista”, en la que insistió Fidel Castro durante su viaje a Washington en abril de 1959.[141] Sin embargo, cuando después del fracasado desembarco contrarrevolucionario en Playa Girón, en abril de 1961, Fidel Castro radicalizó el movimiento y le dio orientación marxistaleninista en el marco de la Guerra Fría y de un antiamericanismo exacerbado, fueron muy pocos los protestantes que continuaron apoyando a la Revolución. La política anticlerical del gobierno creció en 1961, ante la oposición activa que desde el

principio de la Revolución preconizaba la Iglesia católica. Esta política también afectó las actividades protestantes. Se cerraron las escuelas, se suspendieron los programas radiofónicos religiosos, se controló rigurosamente el envío de Biblias y de literatura religiosa, se cerraron las capillas rurales protestantes pretextando que carecían de uso (habiéndose ya exiliado muchos de sus adeptos en Estados Unidos); por último, una oficina de asuntos religiosos se encargó de reglamentar y de vigilar a las iglesias. Todas estas medidas, progresivamente adoptadas entre 1961 y 1965, obligaron a 80% de los pastores y a más de la mitad de los protestantes a abandonar la isla, rechazando el bloque marxismo y Revolución.[142] Aun cuando estas medidas se adoptaran, ante todo, contra la Iglesia católica, también violaban la libertad de culto y de acción de un protestantismo forjado por la cultura del liberalismo democrático. Los protestantes habían optado por la democracia reformista prometida por el movimiento del 26 de julio, pero no podían comprender los desafíos de una democracia socialista que combatía sus actividades religiosas. Los jóvenes revolucionarios y Fidel Castro consideraban que el liberalismo, incluso el social, no podía poner fin a la pésima situación económica de la mayoría de los cubanos. Ahora bien, adoptando una línea política comunista, perdían el apoyo de los actores autónomos de la sociedad civil, y fundaban un régimen corporativo opuesto al pluralismo democrático, en el que los protestantes y las fuerzas reformistas habían puesto grandes esperanzas. En 1961, los protestantes latinoamericanos se encontraban, en cierta forma, entre la persecución de los conservadores y una revolución que se había alejado de las fuerzas liberales reformistas. Por una parte, la América Latina, profundamente católica, y las élites oligárquicas, continuaban rechazando el protestantismo, al que acusaban de destruir la unidad orgánica de sus respectivos países. En esto había razón, porque en el transcurso del primer siglo de su desarrollo, entre 1860 y 1960, las sociedades protestantes liberales habían luchado por desechar los corporativismos y los verticalismos heredados, y se habían dedicado a los procesos de reforma religiosa, política y social. Relativamente homogéneo hasta finales de los años treinta, el protestantismo se había diferenciado durante la década siguiente. Desde entonces se dividía en tres tendencias: liberal histórica, evangélica fundamentalista y pentecostal. Era un fenómeno plural que había perdido su homogeneidad en lo referente al tipo de sociedad que se deseaba obtener. Por una parte, el protestantismo histórico, dentro del impulso de las reformas liberales, iba en pos de una democratización profunda de las sociedades latinoamericanas, en las cuales pensaba constituir la vanguardia religiosa. Por otra parte, los movimientos protestantes fundamentalistas, en el clima de la Guerra Fría, abandonaban todo proyecto de reforma social, y se contentaban con un “conversionismo” animado por un anticomunismo virulento, legitimando el statu quo político en la medida en que la solución de los problemas sociales no podía venir, según ellos, sino del cambio espiritual del individuo. Por último, los pentecostalismos, expresión de la miseria y de la protesta religiosa contra la suerte de los marginados de las sociedades “en vía de subdesarrollo”, se mostraban más bien como continuidad que como ruptura con la religión popular de las masas. Religión de expresión oral y de efervescencia que se presentaba como religiosidad de los marginados, ecléctica, desprovista de coherencia política y social. A su vez, el protestantismo histórico, que había constituido hasta entonces la punta de lanza de un movimiento de disidencia religiosa estrechamente vinculado con el liberalismo político

radical, se veía desconcertado por las nuevas polarizaciones políticas determinadas por la Guerra Fría. Estructurado por el liberalismo, y habiendo rechazado el “bolchevismo” de los años veinte y de los treinta, se negaba a apoyar las nuevas revoluciones y alternativas socialistas articuladas al bloque soviético. Los antiautoritarios protestantes latinoamericanos de finales de los años cincuenta, se oponían tanto al poder de las oligarquías como a la dictadura del proletariado, dentro de un socialismo para el cual la religión era el opio del pueblo y estaba condenada a desaparecer. La crisis de los años sesenta condujo al fortalecimiento autoritario de los regímenes políticos latinoamericanos y al debilitamiento —incluso a la desaparición— de la cultura política del liberalismo. El protestantismo histórico entraba en crisis: había perdido sus escuelas, y sólo contaba con una base social restringida, sin dinamismo demográfico; veía que los jóvenes intelectuales protestantes se dejaban seducir por los llamamientos revolucionarios de las guerrillas, mientras que la generación que había forjado un “protestantismo de civilización” cedía el lugar a un protestantismo evangélico y al pentecostalismo. Las condiciones habían alcanzado un grado de madurez adecuado para una mutación de los protestantismos latinoamericanos.

[1] Planchet, 1928, p. 180. Véase Halperin Donghi, 1977, p. 294. [2] Brown, 1909, p. 237. [3] Cf. World Missionary Conference 1910. [4] Christian work in Latin America, 1917, t. I, p. 7. [5] Ibid. [6] Ibid., p. 11. [7] Como referencia sobre este congreso, además de Christian work in Latin America, 3 tomos, debe mencionarse Braga, 1917. [8] Braga, 1917, pp. 136 y 140. [9] Christian work in Latin America, 1917, t. I, p. 283. [10] Mismo título de la obra de Braga Monteverde, 1917. Las raíces del panamericanismo nacen de la Doctrina Monroe (1823), cuyo slogan era “América para los americanos”, y de un movimiento impulsado por Bolívar, Rivadavia y O’Higgins que se formalizó en el congreso panamericano de Panamá, convocado por Bolívar en 1826. El movimiento en favor de la unidad americana se divide en dos periodos: el primero abarca las dos terceras partes del siglo XIX, cuando el movimiento se hallaba bajo la dirección hispanoamericana: Congreso Americano de Lima 1847-1848 y 1864-1865. Después del fracaso del segundo congreso panamericano de Panamá, convocado por Colombia en 1881, Estados Unidos dominó el segundo periodo, el cual comenzó con la primera conferencia panamericana en Washington, en 1889, después de la cual vinieron las de México (1901), Río de Janeiro (1906) y Buenos Aires (1910). En 1910 se inauguró el edificio de la Unión Panamericana, costeado por el banquero Andrew Carnegie. En 1915 se abrió el canal de Panamá, lo cual redobló el interés de Estados Unidos por América Latina. Se celebraron conferencias complementarias, por ejemplo, el Congreso Financiero Panamericano de 1915, en Washington, y, el año siguiente, en la misma ciudad, el segundo congreso científico. Sobre el movimiento panamericanista, consúltese Queuille, 1969. [11] Regional Conferences in Latin America, 1917. [12] Inman, 1917, p. 7. [13] Wood, 1900, p . 24. [14] Consúltese, particularmente, Inman, 1921, 1929, 1937.

[15] Manigat, 1991, p. 412. [16] Inman, 1921, p. 366. [17] Inman, 1921, p. 400. [18] Mott, 1925, p. 209. [19] Beach-Fahs, 1925. [20] Christian work in Latin America, Congreso de Montevideo, 1952, 2 tomos. Browoming, 1926. [21] Christian work…, 1952, t. I, pp. 350 y ss. [22] Ibid., p. 356. [23] Ibid., p. 357. [24] Ibid., t. II, p. 247. [25] Villegas, en Prien, 1978, pp. 918-919. Nelson, 1978, p. 26. Y en particular, Crivelli, 1931, pp. 104-107. [26] Cf. Báez Camargo, 1930. Inman, 1929. Alonso, Ponencias para el congreso evangélico de La Habana, 1929. En particular, los mexicanos Alberto Rembao, Gonzalo Báez Camargo, J. T. Ramírez; el cubano Luis Alonso; el puertorriqueño Alberto Díaz Morales; el nicaragüense Arturo Parajón. [27] Inman, 1929. [28] Báez Camargo, 1930, p. 144. [29] Ibid., p. 25. [30] Alonso, Ponencias para el…, 1929, p. 18. Acerca del pensamiento de Unamuno, véase Martínez Barrera, 1982, pp. 99 y 106-112. [31] Alonso, Ponencias para el…, 1929, p. 18. [32] Cf. las intervenciones de J. T. Ramírez, “La actitud de la Iglesia ante la comunidad”; de Gonzalo Báez Camargo, “La evangelización de las razas indígenas”. [33] Consúltese Cepeda, 1981. [34] Guerrero, 1975, p. 40. [35] Para un amplio desarrollo, véase Bastian, 1989, pp. 285-287. Castleman, 1966, pp. 156-160. La Nueva Democracia, agosto de 1927, pp. 6-8 y 31. [36] Véase Inman, 1919 y 1922. Bastian, 1983, pp. 138-141. Woods, 1964, pp. 351-370. [37] La Nueva Democracia, diciembre de 1925, p. 10; junio de 1927, pp. 3-8 y 30. [38] Latin American Evangelist, citado por Stam, 1981, pp. 52 y 53. [39] Ibid., enero de 1927, vol. VI, núm. 1, p. 4. [40] Ibid., junio de 1927, vol. VI, núm. 6, p. 13. [41] Haymaker, “Ecos from Kellog”, en Latin American Evangelist, junio de 1927, vol. VI, núm. 6, p. 14. [42] Latin American Evangelist, diciembre de 1928, vol. VII, núm. 12, p. 4. [43] Piedra (tesis inédita), 1983, pp. 208-210. [44] Latin American Evangelist, mayo de 1928, vol. VII, núm. 5, pp. 9-11. [45] Stoll, 1985, pp. 73-74. [46] Ibid., p. 71. [47] Ibid., pp. 74-79. Cf. Townsend, 1981. [48] Klaiber, 1988, p. 133. Klaiber, 1975, p. 705, Mackay, 1935, pp. 106-107. Mackay, 1989 (1ª. ed., 1952), pp. 196-197. Sobre el contexto político de Perú, véase Stein, 1980. [49] Bruno-Joffré, 1983, pp. 112-126. [50] Bruno-Joffré, 1984, pp. 33-46. Mackay, 1935, p. 113.

[51] Gutiérrez Sánchez, 1989, p. 100. [52] Sobre Rumi Maqui, como personaje político y como mito, véase Flores Galindo, en Deler y Saint Geours, 1986, t. II, pp. 530-552. Véase también Burga, en Deler y Saint Geours, 1986, t. II, pp. 470-476. [53] Burga, en Deler y Saint Geours, 1986, t. II, p. 474. [54] Gutiérrez Sánchez, 1989, p. 105. [55] Mackay, 1935, pp. 11 y 15. Mackay se expresaba, dos años antes, en términos entusiastas sobre el proyecto político de Haya de la Torre, “hombre que representa en la actualidad el ideal político de Bolívar, es decir, el de constituir en América Latina una federación de pueblos libres…; es, hoy en día, la figura más inteligente y vigorosa de la política latinoamericana…; está influido por la lectura de la Biblia y por sus amigos evangélicos”, Mackay, 1952, p. 274. [56] Ibid., pp. 11 y 115. [57] Mackay, 1952 (1ª ed., 1933), p. 198. Cf. la lectura comparada que de Mariátegui y Haya de la Torre hizo Mackay, 1952, pp. 191-197. [58] Josgrilberg, mimeografiado, s. f., p. 11. Alves Sobrinho, 1932. Pereira Ramalho, 1976, pp. 40 y 88-89. Sobre el contexto político brasileño consúltese Skidmore, 1967. [59] El antiguo gobernador del estado de Rio Grande do Sul, Leonel Brizzola, era miembro del Partido de los Trabajadores Brasileños (PTB) y frecuentaba la iglesia metodista. A los 11 años de edad lo llevaron a casa del pastor metodista Isidoro Pereira, quien residía en Carazinho, Rio Grande do Sul. Estudió en Porto Alegre, donde frecuentaba la parroquia metodista central (su nombre aparece en el registro de los miembros). Los metodistas de Rio Grande do Sul tuvieron estrechos vínculos con el PTB. Entre los colaboradores metodistas de Brizzola se encontraban los pastores Sadi Machado de Silva, director de la oficina de Desarrollo, y Decil Chávez, director del museo, y los diputados federales del PTB (laicos metodistas) Ruy Ramos y Aldo Fagundes. También es interesante notar que la esposa de Getulio Vargas, Larcy, pertenecía a la sociedad de mujeres metodistas de San Borja, Rio Grande do Sul. Declaraciones del obispo metodista Richard Canfield, de Curitibia, estado de Paraná, Brasil, al autor, en Piriápolis, Uruguay, el 18 de octubre de 1987. [60] Ramos, 1985, pp. 345-347. [61] Ibid., p. 347. [62] Bastian, 1989. [63] Bastian, 1983. [64] Sáenz, 1934 y 1936. Britton, 1972. Bastian, 1983, pp. 153-168. Guerrero, 1975. [65] Townsend, 1976. Cf. Bastian, 1983, pp. 193-194. [66] Dussel, 1974, pp. 177-201. [67] Ramos, 1985, p . 349. [68] Silva Gotay, “La Iglesia católica en el proceso político de americanización de Puerto Rico, 1898-1930”, en Cristianismo y Sociedad, 1985, núm. 86, pp. 7-14. Silva Gotay, “La Iglesia protestante como agente de americanización en Puerto Rico, 1898-1917”, separata, s. f., 33 pp.; Cepeda, 1985. [69] El Heraldo de Cuba, 25 de junio de 1929, pp. 5 y 7, citado por Cepeda, 1981, pp. 72-73. [70] Ibid., p. 73. [71] Sobre Haya de la Torre, cf. Pike, 1986. Sobre el frente de los intelectuales, véase Hale, en Bethell, 1991, t. 8, pp. 1-64. [72] Mackay, 1935, p. 103. Véase también, por ejemplo, el grupo conocido como los “arielistas”, denominación proveniente del libro del uruguayo José Enrique Rodó intitulado Ariel, donde se defiende la superioridad de los valores espirituales sobre los materiales. Esta obra sirvió de inspiración a intelectuales y políticos como García Calderón, José de la Riva Agüero y Víctor Belaúnde. Cf. Bruno-Joffré, 1984, p. 33; Krauze, 1987; Ramos, 1985, p. 338. Consúltese, sobre todo, el análisis de Mackay, 1952 (1ª ed., 1933), pp. 174-175. [73] Báez Camargo, 1934. [74] Mackay, 1935, p. 103. [75] Planchet, 1928, p. 180. [76] Rembao dirigió La Nueva Democracia a partir de 1940. [77] El vínculo entre el protestantismo y el movimiento obrero aún no se ha estudiado. Por ejemplo, en Chile, numerosos

pastores fueron también dirigentes sindicales, como Reginaldo Belmar, en la fábrica de hilados y tejidos Bellavista de Tomé (departamento de Concepción). Por su parte, el pastor Víctor Manuel Mora, antiguo trabajador de las minas de carbón de Lota, fundador de la Iglesia Metodista Wesleyana de Chile (1928), fue, asimismo, uno de los principales fundadores del Partido Socialista Chileno (1912), con Lafertte y Luis Emilio Recabarren (1876-1924), amigo suyo. Fue dirigente del Partido Socialista en la región de Lota. Debe también subrayarse que Neftalí Reyes (seudónimo: Pablo Neruda) participó en la liga de jóvenes metodistas de Temuco (departamento de Cautín) donde su padre era trabajador ferroviario. De adolescente, Pablo Neruda emigró a la capital, donde lo recibió la familia metodista Hinostrosa, también originaria de Temuco, y formó parte de la liga de jóvenes metodistas de Santiago. Por otra parte, Lucila Godoy Alcayaga (seudónimo: Gabriela Mistral), era pariente del pastor metodista Pedro Alcayaga, y, como católica liberal, colaboró en La Nueva Democracia. Declaraciones del obispo metodista chileno Isaías Gutiérrez Vallejos al autor, en Piriápolis, Uruguay, el 19 de octubre de 1987. Véase también Mackay, 1952, pp. 201-204 y Araya, 1991, pp. 70-71. [78] Cf. Klaiber, 1988, p. 133. Mackay, 1935, p. 170. Bruno Joffré, 1988. Ramos, 1986. Bastian, 1989. En Cuba, en los templos y en las escuelas protestantes se celebraba el aniversario del nacimiento de José Martí (28 de enero), y el de la liberación de los esclavos (10 de octubre) por Carlos Manuel de Céspedes en 1868. En México, el onomástico y el nacimiento de Juárez (21 de marzo, 18 de julio), la Independencia de España (16 de septiembre), la Constitución (5 de febrero), la batalla de Puebla (5 de mayo), eran fechas clave de esta religión cívica, protestante y liberal. [79] Ramos, 1985, p. 350. [80] Sáenz, 1982 (1ª ed., 1939) y el Cristiano evangélico, 1934, p. 13. [81] Cuevas, 1976, p. 166. [82] Inman, “The Christian Missions in relation to industrial problems”, en The Jerusalem meeting of the Intemational Missionary Council, 1928, vol. 5, p. 91. [83] Inman, 1933, p. 171. [84] Los escritos de Shailer Matthews se difundieron en español. En las revistas protestantes de los años veinte aparecía el tema “Cristo obrero”, por ejemplo, en el Mundo Cristiano (1919-1929), en México; y se difundía el credo social de la conferencia central metodista adoptado en Panamá en abril de 1924. Cf. La Nueva Democracia, octubre de 1924, núm. 10, p. 6. [85] Báez Camargo, 1934, pp. 27-28 y 54. La misión de la Iglesia evangélica en México…, 1938. [86] Con Cristo un mundo nuevo…, 1942. [87] Bastian, 1983, pp. 155-167. [88] Homenaje a William Cameron Townsend, 1961; Townsend, 1954. El Instituto Lingüístico de Verano, en Estudios Centroamericanos (San Salvador), núm. 354, 1978. El ILV en México, 1979. “La educación del selvático peruano, informe del ILV”, en El monolingüismo quechua y aymara y la educación en Perú, 1966. [89] Miller, 1979, p. 164. [90] Ibid., p. 165. [91] Mackay, 1952, 1ª. edición en inglés, 1933; 2ª edición, 1989. [92] Citado por Deiros, 1992, p. 755. [93] Fortuny, 1991. Sánchez, 1979, pp. 25-39. [94] Miller, 1979, p. 137. [95] Walter Hollenweger, Le livre oral, portée sociale, politique et théologique des religions orales, en Poujol y Labourie, 1979. [96] Cf. Interpretative Statistical Survey of the World Missions of the Christian Churches, 1938. [97] Cf. Deiros, 1992, p. 753. [98] Cf. Fortuny, 1991. [99] Sobre el caso argentino, cf. Saracco, 1992. Sobre el caso mexicano, véase Ibarra Belon (cf. tesis inédita), 1972. Goodman, 1972. Hollenwerger, 1976, pp. 83 y ss. [100] Barbieri, 1951, p . 133. [101] La misión mundial de la Iglesia, informe oficial del Consejo Misionero Internacional, 1939, p. 231.

[102] Citado por Damboriena, 1962, p. 28. [103] Rycroft, 1942, Howard, 1951. Mackay, 1935. [104] Por ejemplo, Merle Davis, 1942, 1943. [105] Mott, “Advanced steps for the evangelical forces in Latin America, october, 1941”, citado por Damboriena, 1962, p. 29. Véase también Wheeler, 1950, p. 215. Rycroft, 1944, p. 87. [106] Citado por Damboriena, 1962, t. I, p . 29. [107] Rycroft, 1944, p. 212. [108] Rembao, 1949, pp. 30 y 73. [109] Caso marginal y distinto fue el de la minoría luterana de origen alemán, en el sur de Brasil. Dreher (1984) hace ver que el 1 de enero de 1933 el sínodo luterano de Rio Grande do Sul dejó de ser una iglesia autónoma y se transformó en una iglesia alemana del exterior (Lutherische Kirche in Brasilien). A partir de 1933, una mayoría de los pastores se declaró nacionalsocialista y defendió una “germanidad” que, en el contexto brasileño, presentaba connotaciones racistas y reflejaba la difícil integración de los emigrantes alemanes. Una minoría entre los pastores apoyó a la iglesia confesante opuesta a Hitler. Cf. Dreher, 1984, pp. 130 y ss. [110] Sobre el movimiento evangélico durante los años cincuenta y sesenta, véase Miguez, 1971, p. 10. Deforest, 1961. Obermüller, 1957. Costas, 1975, p. 40. Para las estadísticas, cf. Read, Monterroso y Johnson, 1969, p. 47. [111] Sobre el Congreso de Buenos Aires, consúltese El Cristianismo evangélico…, 1949. Sobre el caso mexicano, véase Primer congreso de iglesias evangélicas…, 1956, p. 18. Bastian, 1981, p. 164. [112] Dayton Roberts, 1971, p. 68. [113] Dayton Roberts, 1978, p. 36. [114] Dayton Roberts, 1971, p. 83. [115] Ibid., p. 86. [116] Dayton Roberts, 1978, pp. 39 y 41, y Damboriena, 1962, pp. 45 y ss. [117] Sobre el caso chileno, véase la exposición de Lalive d’Epinay, 1968. [118] Lalive d’Epinay, 1972, p. 412. [119] Read, 1969, p. 323. Cf. también Saracco, 1992. [120] Mello, 1969, pp. 2-3. [121] Goff, 1968, pp. 2-22 y 2-23. [122] Libreros Illidge, 1969, p. 148. [123] Goff, 1968. Véase, entre otros, 12-17 y 12-41. [124] Ibid., pp. 9 y 9-37. Restrepo, 1944. [125] Crivelli, 1931 y 1933. [126] Sobre las escuelas, véase Moreno, 1991. [127] Stoll, 1985, pp. 65-71. [128] Wasserstrom, 1971, pp. 461-465 y 478. [129] Stoll, 1985, p. 84. [130] Falla, 1972, p. 38. Emery, 1970, pp. 5-53 y 5-54. Stoll, 1985, p. 8. [131] Stoll, 1985, p. 84. [132] Ibid., p. 87. [133] Ibid. [134] Sobre Jaramillo, véase Macin, 1972. [135] Ramos, 1984, pp. 395-396. [136] Ibid., p. 390.

[137] Ibid., pp. 495-496. [138] Ibid., pp. 501-503. [139] Ibid., p. 519. [140] Ibid., p. 520. [141] Vayssière, 1991, p. 143. [142] Ramos, 1984, pp. 527-529.

V. LA MUTACIÓN DE LOS PROTESTANTISMOS LATINOAMERICANOS, 1961-1992

EN UN siglo de constante desarrollo (1860-1960), el protestantismo latinoamericano pareció confirmar lo que un católico ultramontano español, Marcelino Menéndez Pelayo, asentó en su Historia de los heterodoxos españoles (1881-1883): existía una relación entre heterodoxia religiosa y revolución liberal en los países de tradición hispánica. Las minorías protestantes latinoamericanas habían participado en muchas de las mejores causas de una modernidad en busca de una reforma profunda de las sociedades tradicionales latinoamericanas. La libertad de culto y asociación, la educación popular, la supresión de la esclavitud, el indigenismo y el respeto a la democracia republicana habían sido objeto de constantes reivindicaciones. Lejos de permanecer replegados en sus templos y escuelas, los pastores y los cuadros dirigentes participaban en las mejores causas. Habían sido mensajeros de un humanismo cristiano en diálogo con su cultura. Desechando el catolicismo ultramontano y el positivismo autoritario, simpatizaron con las ideas socialistas cristianas, pero desconfiaban del socialismo dogmático que hacía a un lado al cristianismo e incluso lo combatía. A principios de los años sesenta, por consiguiente, no podían lanzarse a las aventuras revolucionarias que hacían del marxismo un dogma que legitimaba los nuevos poderes que actuaban en Cuba, junto con las guerrillas campesinas o urbanas. A su vez, el proyecto liberal democrático parecía agotado, despojado de su contenido por los populismos que no habían logrado resolver el principal problema social de Latinoamérica, la pobreza endémica y la marginación económica de vastos sectores de la población. Al mismo tiempo, los protestantes liberales se veían sobrepasados por nuevos movimientos religiosos mucho más dinámicos: por una parte, los evangélicos fundamentalistas; por la otra, los pentecostales. En vez de buscar una reforma religiosa, intelectual y moral que dialogase con la cultura latinoamericana, los nuevos protestantismos y los nuevos movimientos religiosos quedaban satisfechos con un activismo religioso conversionista. Su éxito resplandecía a tal grado que el protestantismo liberal se iba transformando en residuo, en algo marginal desde un punto de vista numérico, frente a los nuevos movimientos religiosos y a su crecimiento exponencial. ¿Qué sucedió para que un proyecto de reforma religiosa, hasta entonces vinculado con todas las grandes causas democráticas latinoamericanas, se viera reducido no sólo a una porción raquítica sino a la pérdida de todo efecto social y aun del recuerdo de su trayectoria? Para comprender la situación actual, a través de una historia inmediata, próxima a la sociología de la religión, es preciso recurrir al concepto de mutación religiosa. En palabras de

Roger Bastide, no hablaremos de mutación mientras permanezcamos dentro de una misma estructura: reservamos este término para todo cambio que se defina como paso de una estructura a otra, a manera de subversión de los “sistemas”.[1]

Ahora bien, la observación del crecimiento exponencial de los nuevos movimientos religiosos, pentecostales o no, en América Latina, nos lleva a adelantar la hipótesis de la mutación religiosa de los protestantismos e incluso la del campo religioso latinoamericano. Estas nuevas expresiones religiosas, ¿se producen continuando el protestantismo liberal o rompiendo con él? Si predominan los elementos de ruptura, ¿se les puede seguir denominando protestantes o debe ya pensarse en otras categorías? Éstas son las interrogantes que deben acompañar a la interpretación actual de los nuevos fenómenos religiosos latinoamericanos, en particular del de los pentecostalismos. Antes de entrar en el análisis de la “explosión de los protestantismos latinoamericanos” —retomando la expresión acuñada por David Martin (1990), no tanto en el sentido de crecimiento exponencial que él le atribuye, sino literalmente en el de estallido— debemos establecer las condiciones económicas, demográficas, políticas y religiosas favorables a la mutación religiosa.

CONDICIONES DE LA MUTACIÓN Aproximadamente de 1930 a 1960, América Latina experimentó un rápido proceso de industrialización y de desarrollo de los mercados internos. Sólo a partir de los años sesenta se produjo la internacionalización del mercado, a través de un desarrollo que dependía de las inversiones internacionales. Entonces, y en forma acelerada durante los siguientes 30 años, se presenció la descomposición de los sectores tradicionales de la economía de subsistencia y de trueque que había sobrevivido en las regiones periféricas de los estados-naciones. La economía de mercado y la monetarización de los intercambios, bajo el impulso de políticas estatistas, se impusieron hasta en las más alejadas zonas rurales con cambios profundos en el régimen agrario y en los modelos de acumulación. Esas regiones que habían sobrevivido durante la primera mitad del siglo, dentro del modelo de producción y de canjes basado en la reciprocidad y la redistribución del excedente, insertándose en el mercado nacional, pasaron después a modelos de acumulación y de intercambios desiguales. Cierta homogeneidad social anterior quedó remplazada por una diferenciación acelerada en regiones de “vocación” agrícola que, hasta entonces, habían vivido según el modelo tradicional de integración social, esto es, el de la comunidad rural homogénea y corporativa. A grandes rasgos, es posible constatar que el conjunto de sociedades latinoamericanas ingresó brutalmente, por así decirlo, en un modelo de desarrollo que producía desigualdades sociales más y más marcadas.[2] Alain Touraine propone a este respecto el concepto de sociedades duales, caracterizadas por una repartición asimétrica de la riqueza. Hasta finales de los años cincuenta, amplios sectores de la población podían sobrevivir en una relativa autarcía rural, pero de pronto tuvieron que enfrentarse a una economía de mercado y a un

empobrecimiento vinculado con la monetarización de los intercambios, con la concentración de la tierra en manos de los grandes propietarios, y con la baja productividad de las tierras pobres. A todo lo anterior se añadió el efecto de un crecimiento demográfico constante, debido al mejoramiento de los servicios de salud e higiene tanto en el campo como en la ciudad. A la expansión de la economía correspondió la sobrepoblación de regiones en donde el acceso a la tierra era cada vez más limitado, y en donde, por tanto, se presentaba el éxodo masivo hacia las ciudades o hacia los nuevos centros del desarrollo. Los últimos 30 años han sido de migración constante de los excedentes de la población rural hacia las que se fueron convirtiendo en “ciudades de campesinos” (Roberts, 1980), en los inmensos “cinturones de miseria” que rodean a las metrópolis latinoamericanas. América Latina pasó de 126 millones de habitantes en 1940 a 278 millones en 1970, y a 368 millones en 1990, y tendrá más de 500 millones en el año 2000. El índice anual de natalidad bajó a 2.7%, pero sigue ocupando el segundo lugar a nivel mundial, después de África. Ahora bien, en algunos países, por ejemplo Nicaragua, el índice de crecimiento demográfico es de 5.2% y en Centroamérica el promedio es de 3%. Una de las consecuencias del aumento de población y del éxodo rural fue la concentración urbana de las poblaciones nacionales. En 1950, tres cuartas partes de los latinoamericanos aún vivían en ciudades de menos de 25 mil habitantes; en 1976, la mitad y, hoy en día, la cuarta parte. En 1980, 25 ciudades latinoamericanas tenían más de un millón de habitantes. En la actualidad, México, Buenos Aires y São Paulo tienen entre 12 y 15 millones de habitantes cada una. Siguiendo esta tendencia, que está muy lejos de disminuir, las ciudades mencionadas y sus periferias tendrán más de 20 millones de habitantes cada una en el año 2000.[3] El crecimiento demográfico exponencial y las migraciones han agravado las desigualdades, resultado de una economía de mercado dinámica, en constante crecimiento, pero que produce una riqueza comercialmente mal distribuida. Esto sucede de tal manera que la mayor parte de las poblaciones latinoamericanas se encuentra en un estado de extrema pobreza, en tanto que una reducida clase media vive en una especie de precaria opulencia y una minoría es dueña de fortunas rara vez igualadas en otras partes del mundo. Para comprender estos mecanismos de acumulación y de control social, no bastan las causas económicas, y es preciso buscar argumentos en la cultura política y en la cultura religiosa, dominantes, pues están vinculadas entre sí. A pesar de las constituciones republicanas, inspiradas en modelos europeos y norteamericanos, los estilos de autoridad y los mecanismos de dominación sólo tienen una relación ficticia con la democracia liberal. Hay distancia entre el país legal y el país real. El país legal puede aplicar en apariencia normas políticas constitucionales, pero el país real está marcado por la recurrencia del autoritarismo. El autoritarismo tiene sus raíces en una constante: las mentalidades formadas por el corporativismo. Asimismo, ante el obstáculo que representa la formación de actores sociales independientes y representables, la disidencia religiosa ha ofrecido históricamente un terreno privilegiado para la elaboración de alternativas políticas. Éste fue el caso de los protestantismos liberales que, funcionando como sociedades de idea, llegaron a ser, en el seno de la sociedad civil, laboratorios donde se anticipaba la nueva cultura política democrática que esos actores sociales en transición

deseaban ver nacer en América Latina. Como se vio constantemente tuvieron que enfrentarse a las fuerzas políticas del corporativismo, las cuales renacían aun después de las derrotas infligidas a los regímenes oligárquicos por los gobiernos revolucionarios y democráticos. Se explicaban los protestantismos históricos cuando rompían con los estilos de autoridad y los mecanismos de dominación que habían heredado. Pero debe preguntarse si sucedió lo mismo con los pentecostalismos y los nuevos movimientos religiosos, en el contexto de los golpes de Estado militares que reaparecieron en 1964. El periodo que abarca de 1964 a 1990 se señala por el retorno de los regímenes militares, lo cual se debió a la incapacidad de los gobiernos populistas para mantener el orden neocorporativo amenazado por repetidas crisis económicas y por los movimientos revolucionarios marxistas que estallaban en el campo (guerrillas del Che Guevara en Bolivia, de Lucio Cabañas en México, de Camilo Torres en Colombia), y en algunas ciudades (tupamaros en Montevideo y Buenos Aires). En 1964 en Brasil, en 1971 en Bolivia, en 1973 en Chile y Uruguay, en 1975 en Perú, en 1976 en Argentina y Ecuador, regímenes militares se apoderaron del poder tras un golpe de Estado. De 1958 a 1984, como apunta Rouquié, en sólo cuatro países (Colombia, Costa Rica, México y Venezuela) hubo sucesión regular e ininterrumpida de gobernantes civiles, escogidos conforme a las normas constitucionales, aunque esto no signifique que se trate de democracias ejemplares.[4]

La Iglesia latinoamericana, a su vez, llegó al final de los años sesenta impulsada por los vientos reformadores nacidos en el Concilio Vaticano II. Esta evolución adquirió cierta amplitud a partir de la segunda Conferencia Episcopal de América Latina reunida en Medellín, Colombia, en 1968, de donde surgió una nueva pastoral caracterizada por una opción preferencial enfocada a los pobres. Esta opción se reafirmó en la tercera Conferencia Episcopal, celebrada en Puebla, México, en 1979, pero los diversos sectores eclesiásticos la interpretaron de diversas maneras. La mayoría la interpretó en el sentido tradicional, en el de una doctrina social que no ponía en duda ni el orden político ni el religioso. Una minoría, la cual había logrado imponer sus puntos de vista en Medellín, profundizó en la opción en el sentido de un movimiento de reforma católica que adoptó un rostro concreto —las comunidades eclesiales de base— y uno teórico —el de la teología de la liberación—. Este movimiento de reforma, múltiple y más o menos radical, intentó construir una “Iglesia popular”, pero fracasó en la medida en que aceptó acoplarse al paso de la Iglesia jerárquica, la cual la atacó de frente. Esta confrontación se acentuó al llegar al sumo pontificado Juan Pablo II en 1978. En 1989, el desplome del socialismo real y del marxismo en el cual se cimentaba la alternativa religiosa reformista católica, acarreó el debilitamiento considerable de estos movimientos en el interior de la Iglesia católica. Por otra parte, aun cuando ciertos obispos defendieron los derechos humanos frente a los regímenes militares, la mayor parte apoyó firmemente el nuevo orden impuesto por la fuerza de las armas. A final de cuentas, la Iglesia se fortaleció institucionalmente en una lucha contra las fuerzas centrífugas que amenazaban su integridad corporativa. Esto ocurrió en el marco de la “romanización”, esto es, de una sumisión cada vez mayor a las decisiones del Vaticano, y dentro de la tendencia a fortalecer

las relaciones entre la Iglesia y el Estado.[5] Simultáneamente, la Iglesia lograba sostener su relación privilegiada con el Estado, pero perdía parte de su influjo en la sociedad civil. El clero disminuía numéricamente y con dificultad ingresaban nuevos elementos a sus filas, cuando el crecimiento demográfico era exponencial y las sectas se multiplicaban. ¿Hace falta, entonces, atribuir la “explosión” de los pentecostalismos y de los nuevos movimientos religiosos al dinamismo de una sociedad civil que buscaba organizarse religiosamente, cuando la Iglesia católica no lograba ya, por el escaso número de vocaciones sacerdotales, atender a las masas? O bien, por lo contrario, ¿constituyen los nuevos movimientos religiosos una señal de que el pueblo deseaba una reforma religiosa, cuando las tentativas de reforma católica seguían siendo limitadas o estaban a punto de venirse abajo por el peso del control jerárquico? Antes de adelantar la idea de una reforma religiosa ya en marcha, como lo hacen algunos sociólogos (Stoll, Martin) conviene, en primer lugar, preguntar qué relaciones sostienen las nuevas sociedades religiosas nacidas entre 1960 y 1990 con el protestantismo y la cultura religiosa y política de las sociedades protestantes históricas. Son preguntas a las que procuraré responder presentando la historia reciente del protestantismo histórico y de los pentecostalismos. Para hacerlo utilizaré, en un enfoque interdisciplinario, trabajos de antropólogos y sociólogos, interesados o no en las sectas[6] protestantes latinoamericanas.

CRECIMIENTO EXPONENCIAL Y GEOGRAFÍA RELIGIOSA Todo el mundo está de acuerdo en reconocer el rápido crecimiento de las sociedades pentecostales y de otros movimientos religiosos a partir de los años sesenta. Con todo, las estadísticas disponibles sólo son aproximadas y no pasan de reflejar una tendencia general. Una base posible de datos se encuentra en los cálculos de la revista Christianity Today (1960) y en los realizados por Johnstone (1985). En 1960, el porcentaje de la población protestante apenas superaba 7% de la población total de la mayor parte de los países, exceptuando a Chile y a Haití donde la tasa era superior a 10%. Un cuarto de siglo después, más de la quinta parte de los habitantes de Chile, de Guatemala y de Puerto Rico, se declaraba “evangélica”; 17% en Brasil y Haití, y casi 10% en la mayor parte de los países de América Central. Los países que aún parecían oponer resistencia a esta oleada religiosa eran los de la región andina, de abundante población indígena, y los que ofrecían la imagen de una sociedad secularizada, como Cuba, Uruguay y Venezuela. En cifras absolutas, el caso de Brasil es el más impresionante, pues hoy en día se considera que alrededor de 30 millones, es decir 20% de un total de 150 millones de habitantes, toman parte en los nuevos movimientos protestantes y pentecostales. En Chile, entre 2.5 y 3 millones pertenecen a esos movimientos, y entre 1.5 y 2 millones en Guatemala. Incluso en un país como México que parece resistir mejor que otros al protestantismo y al pentecostalismo, a pesar de su larga línea fronteriza con Estarlos Unidos, casi 3.5 millones de personas, 4.9% de una población de más de 80 millones en 1990, se declaraban evangélicas, y

más de un millón (1.4%) afirmaban pertenecer a otros movimientos religiosos. Los protestantes distaban mucho de representar la totalidad de los no católicos, cuyo índice porcentual por primera vez sobrepasaba a 10%, visto que a la Iglesia católica, según el cómputo oficial de 1990, sólo pertenecía 89.7% de la población total. Estos datos globales adquieren otra significación cuando es posible reconstruir las distribuciones regionales de las poblaciones no católicas y precisar los aumentos. En el caso mexicano, con base en los censos nacionales de 1980 y 1990, las concentraciones de población protestante se presentan en los dos extremos del país. En el sur, en un estado fronterizo de gran población indígena, Chiapas, la tasa de los “protestantes” era de 9.5% en 1980 y de 16.3% en 1990 (cifras muy parecidas a las de Guatemala). En Tabasco, el estado vecino, algo más de 12% de su población era protestante en 1980 y 15% diez años después. Yucatán y Oaxaca registraron índices que casi duplicaban el promedio nacional (3.7% en 1980 y 4.9% en 1990). En el norte de México, la mayor parte de los estados fronterizos también registraba índices significativos de población protestante, los cuales en 1990, se acercaban a 7%. En cambio en el centro-oeste del país, tierras de antigua y densa tradición católica y con una población rural menos móvil, menos de 1% de la población se declaró evangélica en 1980, y menos de 2% en 1990, lo cual es signo de una erosión extremadamente lenta. Un caso interesante es el de la megalópolis constituida por la ciudad de México y sus periferias, la cual, en 1980, ya encerraba una quinta parte de la población del país. El índice registrado de población protestante aumentaba en las márgenes de la capital, en los espacios de población migrante recientemente establecida. El censo de 1980 nos colocaba en una geografía religiosa no católica, centrada en las márgenes rurales y suburbanas, lo cual quedó confirmado en el censo de 1990. Otro estudio sociográfico sobre cada uno de los países centroamericanos, con base en el censo de congregaciones protestantes realizado por Procades (1982), muestra concentraciones similares de población protestante en las márgenes nacionales y en las periferias de las capitales. La tasa de crecimiento comparada durante los últimos decenios, es también un buen indicador del dinamismo de estos movimientos y de su creciente influencia. Según David Stoll, desde 1960, los evangélicos duplicaron su tasa de crecimiento, en relación con la población global, en Chile, Paraguay, Venezuela, Panamá y Haití, la triplicaron en Argentina, en Nicaragua y en la República Dominicana; la cuadruplicaron en Brasil y Puerto Rico; la quintuplicaron en El Salvador, Costa Rica, Perú y Bolivia; y la septuplicaron en Guatemala.[7]

Por encima de su identificación con una geografía marginal y de su dinamismo numérico, una de las características esenciales del fenómeno es la fragmentación en docenas de pequeñas sociedades religiosas. Aun cuando algunas iglesias pentecostales, como “Brasil para Cristo”, o, en el mismo país, las Asambleas de Dios, afirmen tener más de un millón de miembros, a la mayor parte le corresponde cifras más modestas. Esta situación se ve claramente en Guatemala y en Nicaragua con, respectivamente, 106 y 72 sociedades protestantes diferentes en 1980. En Guatemala, de las 106 sociedades protestantes, 68 tenían menos de mil miembros. Por último, otra característica es el dominio absoluto de las sociedades de tipo pentecostal. Aun cuando algunas denominaciones históricas —por ejemplo, la Iglesia luterana de Brasil, con un millón de miembros— aún pueden calificarse de imponentes, se encuentran numéricamente marginadas en comparación con las iglesias pentecostales, las cuales constituyen, en general y por lo menos, las cuatro quintas partes del total de las fuerzas protestantes en la mayor parte de los países. En México, las más importantes entre las denominaciones históricas (metodista, presbiteriana y bautista) cuentan a lo sumo con 100 mil miembros cada una, o sea, menos de la décima parte de los entre cuatro y cinco millones de “protestantes” del país, que en su inmensa mayoría son pentecostales. Partiendo de estas consideraciones estadísticas, se puede comprobar que en poco más de 30 años cambió completamente el rostro del protestantismo. Hasta los años sesenta, aún era posible identificar el término “protestantismo” con las sociedades protestantes nacidas de los movimientos liberales de finales del siglo XIX, pero, hoy en día, esas sociedades protestantes “históricas” se encuentran numéricamente marginadas, si se les compara con los nuevos movimientos religiosos pentecostales, con los cuales tienen poquísimos vínculos. Por eso, en la actualidad conviene examinar lo que recubre el término “protestantismo”, antes de aplicarlo sistemáticamente a los nuevos fenómenos religiosos cuyas relaciones teológicas y organizativas con las iglesias y las tradiciones emanadas de las reformas protestantes podrían calificarse de inexistentes, aun cuando ciertos principios protestantes (por ejemplo, el sacerdocio universal) parezcan implícitamente respetados. Antes de interrogar esta realidad compleja, procuraremos analizar la evolución de los protestantismos históricos.

P ROTESTANTISMOS HISTÓRICOS POLARIZADOS A principios de los años sesenta, estaba cambiando la composición de los protestantismos. Las iglesias protestantes nacidas de movimientos asociativos liberales y las “iglesias de trasplante” se convertían en porción congrua del campo religioso y se dividían en tendencias teológicas rivales, las liberales y las fundamentalistas. Sin duda, siempre habían sido minoritarias frente a una Iglesia católica hegemónica, pero por primera vez se enfrentaban a la activa competencia de las iglesias pentecostales y de toda clase de “misiones de fe”, en su propio terreno. Una manera de responder a esta competencia en aumento consistió en el desarrollo de una corriente evangélica fundamentalista y en la instauración de campañas masivas de evangelización basadas en técnicas nuevas de psicología pastoral. Estas campañas,

en el contexto de la Guerra Fría, unieron un mensaje anticomunista al mensaje conversionista. La evolución de la Revolución cubana hacia el bloque comunista y el surgimiento de numerosas guerrillas, contribuyeron a fomentar una polarización ideológica que también afectó al campo religioso. La Iglesia católica y las iglesias protestantes se dividieron en dos sectores antagónicos. De un lado; los que coqueteaban con la revolución o buscaban opciones socialistas para los problemas del subdesarrollo y de la miseria de las masas. Del otro, los que rechazaban violentamente el comunismo ateo y combinaban anticomunismo militante y conversión del individuo como medio para redimir las sociedades latinoamericanas. Incluso las iglesias evangélicas más anticatólicas comenzaron a comprender que las polarizaciones políticas podían conducir a alianzas tácticas, con el fin de combatir la amenaza comunista. En 1961, el dirigente de una de las principales misiones de fe, la Misión Latinoamericana, habló claramente de la posibilidad de que esos acercamientos coyunturales, o al menos la polarización interna de cada sociedad religiosa, condujeran a alianzas viables: “Roma cambia, y quizá deberíamos colocarnos del lado de Roma en la lucha contra el comunismo.”[8] Desde este mismo año, y hasta 1965, 90% de los pastores cubanos se exilió, la mayor parte en Florida. Sólo unos cuantos procuraron comprender el desafío que representaba la revolución socialista para un protestantismo liberal que siempre se había preocupado por las obras sociales. Esta polarización del protestantismo cubano constituía, en cierta forma, el paradigma de lo que iba a ocurrir en el seno de los protestantismos históricos latinoamericanos entre 1960 y 1990.[9] Ante la fragmentación en aumento del campo religioso latinoamericano, en particular de los protestantismos en decenas de sociedades distintas, y ante la irrupción masiva de los pentecostalismos, las iglesias históricas intentaron reagrupar sus fuerzas. Lo hicieron en dos organizaciones punteras antagónicas en gestión desde finales de los años setenta, el Consejo Latinoamericano de las Iglesias (CLAI), y la Confraternidad Evangélica Latinoamericana (CONELA). Asimismo, desde principios de los años sesenta, la intelligentsia protestante se dividió en asociaciones rivales: el movimiento “iglesia y sociedad” y su revista Cristianismo y Sociedad (1962), y la Fraternidad Teológica y su Boletín Teológico (1968). El campo religioso del protestantismo latinoamericano permaneció homogéneo hasta los años cuarenta. Desde entonces y al principio de la Guerra Fría, se dividió entre los herederos del movimiento original que continuaban buscando nuevas aplicaciones del “Evangelio social”, y los sectores que, ante la explosión pentecostal y el “peligro comunista”, se replegaban en un fundamentalismo teológico y en un despertar pietista.[10] En 1961, dos sucesos marcaron esta polarización: la celebración de la segunda Conferencia Evangélica Latinoamericana, por el sector liberal “ecuménico” del protestantismo, y la organización del movimiento de “evangelización a fondo”, por quienes se autodefinían, empleando un término anglosajón como Evangelicals, con lo cual daban a entender que adoptaban el fundamentalismo bíblico.

Del liberalismo a la solidaridad con los pueblos que se liberan Las 42 iglesias y los 200 delegados provenientes de toda América Latina reunidos en

Huampani, Perú, a principios de agosto de 1961, representaban la continuidad del protestantismo histórico. Once consejos o federaciones nacionales, en su mayoría establecidos en los años veinte y en los treinta, apoyaron esta conferencia. Las intervenciones y las decisiones adoptadas subrayaron el cambio de orientación frente al liberalismo hereditario. La conferencia anterior (Buenos Aires, 1949) había desembocado en un “cristocentrismo abstracto”; en Huampani, en cambio, el joven teólogo metodista argentino, José Miguez Bonina, presentó un trabajo sobre las “consecuencias radicales de la Encarnación”; el joven pastor metodista uruguayo, Emilio Castro, insistió en la responsabilidad social del cristiano, y Thomas Ligget, de Puerto Rico, hizo un llamamiento para que los protestantes crearan nuevas formas de testimonio. Estas intervenciones reflejaban, sin duda alguna, las preocupaciones de aquella hora y la radicalización de las demandas sociales con el endurecimiento ideológico de la Revolución cubana. Los problemas que afectaban a Latinoamérica seguían describiéndose en forma genérica y vaga, como consecuencias del “desarrollismo”. No se presentó ninguna estrategia concreta para responder a la crisis económica y política. Por otra parte, la conferencia de Huampani obtuvo los medios de continuar una reflexión teológica y social que reuniera los esfuerzos en un sentido ecuménico, y ubicara en el sitio que le corresponde una pedagogía nueva dentro de las iglesias protestantes latinoamericanas. Todo ello desembocó en la formación de tres movimientos denominados “ecuménicos” debido a su carácter no confesional: i) Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL) debía permitir la formación de vanguardias ideológicas y teológicas; ii) la Comisión Evangélica Latinoamericana de Educación Cristiana (CELADEC) se proponía renovar el contenido de la catequesis y de la pastoral, y iii) el Movimiento por la Unidad Evangélica en América Latina (UNELAM), lanzado como comité de continuación posterior a la asamblea, buscaba reforzar las estrategias comunes del protestantismo histórico liberal. Desde 1963, UNELAM fue el principal instrumento para mantener los contactos y el desarrollo de la reflexión entre los consejos y federaciones protestantes nacionales. En 1964 se convirtió en organismo permanente de consulta y de encuentro entre las iglesias protestantes latinoamericanas abiertas al movimiento ecuménico internacional y a los problemas sociales. Entre 1970 y 1975, diversos encuentros organizados por UNELAM reflejaron la preocupación por su identidad de las iglesias vinculadas con el movimiento ecuménico. Así, en 1970, una primera conferencia procuró plantear el tema de la presencia misional estadunidense en Latinoamérica, y para ello insistió en el papel fundamental de las iglesias protestantes latinoamericanas en la definición de las estrategias pastorales, en el contexto de opresión socioeconómica en el que vivían las masas.[11] En 1972, un segundo encuentro, organizado en Paraguay, abordó al problema indígena en colaboración con la Comisión de Lucha contra el Racismo del CEI. En la misma línea de la Declaración de Barbados (1972), preparada por antropólogos opuestos a las manipulaciones religiosas en los medios indígenas, el encuentro de Asunción denunció las acciones alienantes de algunos misioneros, e hizo un llamamiento a las iglesias para que apoyaran la formación de organizaciones indígenas independientes y defendieran los derechos inalienables de los indios.[12] Un último encuentro, celebrado en Venezuela en 1974, volvió a plantear el tema relativo a la relación al misionero, pero esta vez cuestionando la interiorización del modelo y de la imagen del misionero reflejada en los

propios pastores latinoamericanos. La acción de UNELAM proyectó la evolución de consideraciones formuladas por algunas iglesias protestantes históricas, cuyo germen ya se encontraba en la Conferencia Metodista sobre la Vida y la Misión (1962) y en el Congreso Presbiteriano Latinoamericano de 1963.[13] Asimismo, la tercera Conferencia Evangélica Latinoamericana, celebrada en Buenos Aires (1969), la cual reunió 43 iglesias protestantes y grupos “ecuménicos”, puso de manifiesto el deseo de ir en busca de “nuevas fronteras de testimonio”.[14] En esa tercera conferencia se reformuló la misión del protestantismo, buscando así responder a la miseria y al hambre que se padece en Latinoamérica, apoyar las reformas agrarias y comprometerse en “el proceso de transformación social, económica y política de nuestros pueblos”. Por lo demás, no se definieron las formas de compromiso fuera de las opciones individuales. Surgieron tensiones en la comisión de la juventud sobre la forma de compromiso que debía desarrollarse. Mientras que algunos, influidos por el movimiento estudiantil de 1968, se declaraban dispuestos a llegar hasta la militancia revolucionaria, otros se contentaban con considerar que el papel de las iglesias debía limitarse a la difusión de la Biblia y a la proclamación del Evangelio como respuesta a los problemas de América Latina. Las afirmaciones políticas que parecían tornar la delantera a la evangelización tradicional, a final de cuentas no pasaron de expresión de minorías militantes, un tanto alejadas de comunidades protestantes mucho más moderadas y reservadas en lo relativo a la asimilación del mensaje religioso y de la acción política.[15] Durante los años setenta, el movimiento unitario vio ante sí la distancia creciente entre las palabras y las acciones de los dirigentes, cuando intervenían opciones políticas más o menos claras, y las reservas de numerosos pastores y grupos protestantes, debido a la confusión que de ello pudiera resultar. Además, en una época “de grave convulsión política que llevó al exilio a ciertos pastores”, y de división sobre las opciones pastorales, la oficina central de UNELAM decidió enviar una convocatoria a las iglesias protestantes miembros del movimiento, con el fin de organizar una asamblea evangélica que, a su vez, crease un Consejo Latinoamericano de las Iglesias (CLAI).[16] Esta asamblea, reunida en Oaxtepec, México, en 1978, reagrupó un número sin precedente de organizaciones protestantes ecuménicas (alrededor de 110); pero por lo general se trataba de agrupaciones de pocos miembros o aisladas, como las iglesias cubanas que hicieron acto de presencia. Emilio Castro (para entonces funcionario del CEI, en Ginebra) y el pastor pentecostal puertorriqueño Carmelo Álvarez definieron el mínimo denominador común que haría posible un movimiento unitario, es decir: “el Jesús pobre que vivió en medio de los pobres, y que manifestó que el signo de su autoridad mesiánica era la evangelización de los pobres”. En una línea casi paralela a la “opción preferente por los pobres” de los católicos progresistas, la unidad concebida por los protestantes “ecuménicos” debía ser la de “la solidaridad en el amor y la justicia, no la de la complicidad con el pecado y la injusticia”. La condenación del régimen de Anastasio Somoza, en Nicaragua, y la formación de una pastoral de consolación y de solidaridad con el pueblo de El Salvador, manifestaron que se iba en busca de un testimonio preciso. La asamblea decidió asimismo crear un Consejo Latinoamericano de Iglesias. La asamblea constitutiva de esta nueva organización puntera se celebró en Huampani, Perú, en 1982, pero significativamente sólo participaron en ella 85 iglesias latinoamericanas. En vez de ampliarse, la base del sector” ecuménico” del

protestantismo histórico latinoamericano se redujo en la medida en que la opción por la justicia y la búsqueda “de auténticas formas de democracia” fueron vistas por muchos como signos reductores de la esperanza que animaba a ese movimiento. Sin duda se encuentra ahí continuidad con una preocupación que data de los inicios del protestantismo latinoamericano. Pero aun así, los nexos de ciertos intelectuales y movimientos ecuménicos paraeclesiásticos con Cuba, por una parte, y con la teología de la liberación, por la otra, acabaron por reforzar la sospecha de algo que los sectores protestantes conservadores achacaban al movimiento ecuménico en general: confundía los reinos, es decir, asimilaba la acción religiosa y la acción política, cosa que, por otra parte, hacían unos y otros, conscientemente o no. Para comprender las tentaciones que pesaban sobre el protestantismo ecuménico, conviene analizar el papel de sus vanguardias ideológicas que se reagrupaban en el seno de los movimientos denominados “ecuménicos”, organizaciones paraeclesiásticas entre las que se destacaban como más significativas el Movimiento de Estudiantes Cristianos (MEC) e Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL). Más o menos hasta los años cuarenta, las organizaciones juveniles protestantes habían conservado un carácter confesional. Pero en 1941 se creó la Unión de Juventudes Evangélicas Latinoamericanas (ULAJE) que muy pronto dio muestras de su interés por los problemas sociales y políticos de la época: repudió la guerra y el racismo, y buscó los cimientos de la democracia en el ejercicio de las libertades y la “encarnación” del testimonio cristiano.[17] Otro movimiento no confesional se creó en 1954, el Movimiento Estudiantil Cristiano (MEC), afiliado a la Federación Universal de Asociaciones Cristianas de Estudiantes (FUACE). En un principio el MEC sólo existía en Brasil y Puerto Rico, pero 10 años después ya se había establecido en otros 12 países latinoamericanos donde desarrollaba un programa de conferencias, seminarios, publicaciones y encuentros internacionales. El MEC sirvió de punto de convergencia de jóvenes universitarios protestantes latinoamericanos (entre los que a veces hubo algunos católicos). La revista Testimonium fue la plataforma desde la cual exponían sus reflexiones en torno de los problemas del subdesarrollo pasando poco a poco de un anticomunismo y de un anticatolicismo arraigados a una posición de apertura al socialismo cubano y al movimiento renovador católico de los años sesenta. En 1961, el secretario general del movimiento, el joven pastor uruguayo Waldo Galland, propuso que entre los cristianos y los marxistas se discutieran los problemas sociales latinoamericanos y que se dialogara con los católicos.[18] Con la creación de la Comisión “Iglesia y Sociedad en América Latina” (ISAL), en 1962, algunos estudiantes y jóvenes pastores vinculados con el MEC (Julio de Santa Ana, Richard Shaull, José Miguez Bonino, Hiber Conteris, Emilio Castro y Rubem Alves, entre los mejor conocidos) encontraron en este espacio, financiado por el CEI, un medio de enfocar sus reflexiones a un compromiso social cristiano orientado de la Iglesia hacia la sociedad. Con la creación de ISAL, apoyado al principio por siete federaciones protestantes nacionales latinoamericanas, comenzó un movimiento que, en parte, constituyó el origen de la teología de la liberación, en la medida en que, durante los años sesenta y principios de los setenta, participaron activamente en ese movimiento teólogos católicos, como el brasileño Hugo Assmann. El joven misionero presbiteriano norteamericano Richard Shaull, comisionado en Colombia y en Brasil, puso en marcha el concepto de “teología de la revolución”, en el contexto de la experiencia cubana y de su repercusión en América Latina. A su vez, la

evolución de las reflexiones teológicas de los miembros de ISAL se encaminó hacia una teología más genérica —la de la liberación—, particularmente con Rubem Alves, a finales de los sesenta, cuando el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez preparaba un libro de consulta sobre estas materias que se publicó por primera vez en 1971. La convergencia de intelectuales y teólogos progresistas, protestantes y católicos, quedó de manifiesto cuando Alves y Gutiérrez, en 1969, en Ginebra, durante una reunión de la Sociedad Ecuménica para el Desarrollo de la Justicia y de la Paz (SODEPAX), estuvieron de acuerdo en que lo pertinente no era “la teología del desarrollo” para los pobres, sino, por lo contrario una teología de la liberación, categoría fundamental para enfocar de cerca la opresión a la que estaban sometidas las masas en Latinoamérica. El proyecto de ISAL, tal como se presentó en la revista Cristianismo y Sociedad hasta 1975, consistía en “elaborar una reflexión teológica vinculada con la acción en pro de la liberación, y en participar en la lucha ideológica que se llevaba a cabo en América Latina”.[19] El movimiento se radicalizó, sobre todo después de la conferencia “Iglesia y Sociedad”, reunida en Ginebra en 1966, en el contexto de los movimientos estudiantiles de 1968 y del compromiso al lado de los movimientos populares. Cuando las iglesias protestantes rechazaban el criterio radical de los jóvenes intelectuales protestantes, éstos, concibiendo su estrategia como un puente entre la Iglesia y la sociedad, se incorporaron a la lucha política revolucionaria. Particularmente en Bolivia, el grupo de ISAL “fue un centro de resistencia a la dictadura del general Barrientos (1964-1969)”; y durante el régimen progresista del general Torres, “llegó a ser una fuerza de movilización dentro de la asamblea popular (noviembre de 1970-julio de 1971), que hacía las veces de parlamento”.[20] A raíz de una conferencia celebrada en Naña, Perú, en 1971, el movimiento se orientó resueltamente hacia la “inserción militante en la lucha política”. Es verdad que el triunfo (1970) de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile, y el primer encuentro de “cristianos por el socialismo”, celebrado poco después (1971), inyectaron entusiasmo milenarista a los círculos cristianos progresistas latinoamericanos; pero, por otra parte, los de ISAL y los intelectuales radicales católicos pagaron muy caro sus opciones políticas cuando llegaron al poder regímenes militares, en la mayor parte de los países latinoamericanos, durante los años setenta. El golpe de Estado del general Augusto Pinochet, en septiembre de 1973, puso fin al movimiento cuyo secretariado tenía su sede precisamente en Chile. Al exiliarse en Europa o en Estados Unidos la mayor parte de los miembros de ISAL, la reorganización del secretariado en Costa Rica no pasó de medida ineficaz impuesta por las circunstancias. El régimen militar uruguayo cerró la casa editora “Tierra Nueva”; trasladada a Buenos Aires, la clausuraron los militares argentinos. En 1975 se disolvió ISAL, y sus miembros descubrieron el largo camino que habría de recorrerse en busca de la liberación. Ante la represión de que era víctima la mayor parte de las organizaciones de izquierda, los sobrevivientes del movimiento de nuevo pusieron los ojos en las iglesias como espacio de resistencia y reorganización, y como lugar privilegiado para la acción. Ahora bien, más que las iglesias protestantes, las comunidades eclesiales católicas de base proporcionaban una meta a las renovadas esperanzas de reforma religiosa y social. Atraídas por el diálogo cristiano-marxista y por las expectativas revolucionarias, esa generación de teólogos e intelectuales protestantes se dirigió resueltamente hacia un radicalismo cristiano de inspiración marxista, el cual identificaba la esperanza cristiana con la

revolución social. Este “marxismo de seminario” como lo apellidó el teólogo alemán Jürgen Moltmann,[21] estuvo presente sobre todo en la filial latinoamericana de la Conferencia Cristiana por la Paz, animada por algunos pastores presbiterianos cubanos que defendían los intereses soviéticos en América Latina. Por lo demás, este movimiento teológico fue más complejo y diversificado de lo que da a entender el marbete “teología de la liberación”. Por la convergencia con los teólogos católicos, los teólogos protestantes habían pasado poco a poco de la influencia de la teología dialéctica de Barth a una teología de la liberación impregnada de principios tomistas, y habían tratado de reducir la utopía cristiana a la revolución socialista. Esto llevó a romper con la herencia del protestantismo histórico latinoamericano y con el liberalismo radical que lo alimentaba. La ruptura estuvo marcada, precisamente, por el fin de la revista La Nueva Democracia y la fundación de Cristianismo y Sociedad (1962). El rompimiento de los teólogos protestantes con la herencia del liberalismo social anterior, unida a su estrecha colaboración con los teólogos católicos, les hizo perder, en parte, sus nexos con las iglesias protestantes. Poco después, durante los años ochenta, cuando los teólogos católicos se inclinaban poco a poco ante las órdenes de Roma, como sucedió con Boff en 1984 y en 1992, la especificidad protestante, ahogada en la teología católica de la liberación, desapareció del escenario teológico latinoamericano.

Obsesión por la conversión y el crecimiento numérico Mientras el protestantismo liberal se agotaba entre la pérdida de su proyecto inicial y la búsqueda de opciones progresistas, el movimiento evangélico conservador se mostraba muy dinámico. Surgieron, ante todo, las misiones de fe, empresas independientes de las grandes sociedades misioneras, que desarrollaron un modelo dinámico de propagación de sus creencias, inspirado en las campañas del evangelista Billy Graham, en Estados Unidos, después de la segunda Guerra Mundial. Surgidas de la tradición fundamentalista del despertar (awakening), características de la Norteamérica rural, la de la zona de la ortodoxia protestante (Bible belt), sus campañas de evangelización recurrían a técnicas de marketing y a los medios modernos de comunicación. Con el inicio de la Guerra Fría y la “cacería de brujas” comunistas emprendidas por el senador Joseph McCarthy, se mezclaron al mensaje bíblico las declaraciones anticomunistas de las “cruzadas de Billy Graham”,[22] en las Antillas, Centroamérica y México (1959). El rompimiento entre ese modelo de activismo religioso y la conciencia social de la fracción protestante próxima al CEI, quedó manifiesto a raíz del debate publicado en 1964 por la International Review of Mission entre Kenneth Strachan, director, en Costa Rica, de la Misión Latinoamericana, y los simpatizadores del movimiento ecuménico, entre otros el joven pastor uruguayo Emilio Castro.[23] Mientras que el primero defendía el imperativo categórico del testimonio cristiano descontextualizado, los segundos subrayaban que las masas empobrecidas exigían justicia y solidaridad. Ponían en duda el principio de la expansión como estrategia y finalidad de la acción de las iglesias. Se había consumado el rompimiento entre el protestantismo histórico de inspiración liberal reformulada y los adeptos de la renovación evangélica, cuyas acciones buscaban rivalizar sistemáticamente con los primeros.

En 1962, Strachan había propuesto una consulta latinoamericana sobre la evangelización, en Huampani, Perú, algunas semanas después de la celebrada por los simpatizadores del CEI. Cuando algunos dirigentes de la corriente evangélica insistían en el intercambio de ideas sobre la materia, Strachan celebró “una sesión de estrategia y de planificación” para lanzar campañas de evangelización en todos los países latinoamericanos. Entonces se inició el movimiento de “evangelismo a fondo”, con el cual se buscaba activar permanentemente la energía de las iglesias de los países donde iban a tener lugar las campañas. En una coyuntura política extremadamente tensa, debido a la llamada crisis cubana de los misiles (1962) y el aumento de las guerrillas en Latinoamérica las campañas de evangelización tuvieron el apoyo de los militares que ocupaban el poder en Guatemala en 1962 y en Bolivia en 1965. Una de las campañas se realizó en plena intervención militar estadunidense en la República Dominicana (1965). Además de los países mencionados, entre 1959 y 1971 se celebraron sucesivamente campañas similares en Nicaragua, Costa Rica, Honduras, Venezuela, Perú, Ecuador, Paraguay y México. Estos esfuerzos desembocaron en el primer Congreso Latinoamericano de Evangelización, celebrado en Colombia en 1969[24] al cual asistieron unos 920 delegados. El congreso fue expresión de un movimiento controlado muy de cerca por círculos evangélicos norteamericanos, los cuales habían definido el estilo de evangelización practicada en América Latina desde principios de los años sesenta. El Seminario Fuller, de Pasadena, California, era el think tank de prácticas pastorales enfocadas a la eficacia cuantitativa. El reclutamiento y la movilización permanente de nuevos miembros formaban parte de una estrategia de “crecimiento de la Iglesia”. Este mensaje fundamentalista condenaba la violencia revolucionaria y proclamaba la “revolución espiritual del individuo”. No se trataba de transformar la sociedad, sino de asegurar el crecimiento sistemático de las organizaciones eclesiales. Numerosos latinoamericanos siguieron la dirección marcada por Billy Graham y el modelo de las misiones de fe. Durante los años setenta el puertorriqueño Yiyé Ávila, los argentinos Alberto Montessi, Luis Palau y Omar Cabrera fueron los animadores de numerosas campañas celebradas en América Latina. En busca del reconocimiento político y social, los dirigentes de las campañas de evangelización no dudaron en organizar almuerzos con militares y hombres de negocios. Palau organizó en buen número de países latinoamericanos “festivales familiares”, e invitaba a “almuerzos de oración” a políticos, hombres de negocios o miembros de las fuerzas armadas, sobre todo en Paraguay, en septiembre de 1982, y en Guatemala, en noviembre de ese mismo año. En Bolivia, el Instituto Lingüístico de Verano introdujo a Palau con los generales Hugo Banzer y Juan Pereda Asbun, en el poder de 1971 a 1978. Palau dirigió una campaña en la que exhortó a los bolivianos a obedecer a sus gobiernos, según la voluntad de Dios. En 1980 renovó en Bolivia la campaña evangelizadora, con el apoyo del general Luis García Meza, cuyo gobierno estaba implicado en el tráfico de estupefacientes. Durante los años setenta y ochenta, cuando la Iglesia católica asumió una postura crítica ante los regímenes llamados de “seguridad nacional”, por ejemplo en Chile y en Brasil, y defendió el respeto a los derechos humanos en América Central, las iglesias evangélicas

crecieron rápidamente con el apoyo implícito o explícito de los regímenes militares.[25] Con el fin de contrarrestar la acción de los protestantes ecuménicos, reagrupados desde 1982 en el CLAI, la corriente evangélica organizó una estructura puntera de ese mismo tipo, en abril de 1982, en Panamá, la cual congregó 98 sociedades religiosas diferentes en la Confraternidad Evangélica Latinoamericana (CONELA). Poco después, el segundo Congreso Latinoamericano de Evangelización, reunido en noviembre de 1982, en Huampani, Perú, reafirmó una comprensión espiritualizante de los problemas de Latinoamérica. Para los 266 delegados, provenientes de 37 sociedades religiosas diferentes, “el sombrío cuadro que ofrecía la región latinoamericana era expresión del pecado que afecta radicalmente las relaciones del hombre con Dios, con su prójimo y con la creación”. Para luchar contra lo que denominaban “el reino del Anticristo”, no convenía criticar a los gobiernos empleando un lenguaje religioso, sino confrontar los valores y las actitudes que hacen posible que se domestique a nuestros pueblos mediante la propaganda. No se trataba de oponer a los mitos oficiales otros mitos seculares, sino de hacer ver el juicio de Dios sobre toda tentativa para construir sin Dios el reino de Dios.[26]

El dualismo religioso que impregnaba esas declaraciones, permitía a dichas sociedades religiosas guardar silencio ante las exacciones cometidas por los regímenes militares, los cuales pretendían defender el Occidente cristiano contra el marxismo y el comunismo. Al mismo tiempo, el informe Rockefeller (1968) y el de Santa Fe (1980), redactados por expertos estadunidenses, sobre los problemas latinoamericanos, veían a la Iglesia católica como un agente desestabilizador, y en las sectas evangélicas instrumentos para combatirla en su propio terreno, el religioso. En este sentido, los protestantes evangélicos aparecían como aliados objetivos del control moral de las mayorías empobrecidas, en el momento en que las comunidades eclesiales católicas de base florecían como espacios de solidaridad y compromiso social, y a veces político. Los regímenes militares abrían sus canales de televisión a los predicadores de “la iglesia electrónica norteamericana”. El “Club de los 700”, fundado en Virginia por el pastor Pat Robertson, se difundía en las Antillas y en Centroamérica, se oponía a la modificación del tratado del canal de Panamá, y se declaraba en favor de la venta de armas al régimen militar guatemalteco, desarrollando así un anticomunismo virulento. El Club PTL y muchos otros programas de evangelización televisiva, hábilmente copiados y adaptados por dirigentes pentecostales latinoamericanos, proliferaron en la mayor parte de los países de esa parte del mundo desde finales de los años setenta. Por ello es posible afirmar hoy en día que los sectores evangélicos, aliados a los pentecostales, como veremos más adelante, han servido de base a numerosos regímenes militares, por ejemplo, el de Chile (1973-1989), o el de Guatemala (1982-1983). La estatua al predicador evangélico erigida (1982) en un parque de Santiago de Chile, en pleno régimen militar, es símbolo del papel representado por numerosos predicadores, y del uso que se ha hecho de ese modelo pastoral centrado en el crecimiento organizativo.[27] Ese movimiento evangélico estuvo dirigido desde los años setenta por teólogos vanguardistas de formación ecléctica, reagrupados en la Fraternidad Teológica Latinoamericana, entre los cuales se destacaron el peruano Samuel Escobar y el ecuatoriano René Padilla. Se propusieron, al principio, ofrecer una “alternativa a la corriente dirigida por

el movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina”, y fundaron el Boletín Teológico (1968), en el cual predominó al comienzo un biblicismo desmedido y una teología espiritualizante. Más tarde se interesó, de súbito, en la política, cuando surgieron regímenes activamente apoyados por los evangélicos.[28] La Cruzada Estudiantil para Cristo, otra organización fundamentalista de vanguardia, se dirigió, con cierto éxito, a los jóvenes universitarios latinoamericanos. Esta filial del movimiento estadunidense “Campus Crusade for Christ”, fundado por Bill Bright, inició sus actividades en México en 1962, y luego se difundió en los demás países latinoamericanos. Portador de una evangelización enérgica y dinámica de marcado tono anticomunista, se dedicaban a la “invasión universitaria” y a la “saturación urbana” por medio de “la radio, la prensa, el cine, los folletos, los carteles, los carros de sonido, el teléfono, las entrevistas personales en la calle y las visitas domiciliarias”.[29] Este movimiento reforzó la imagen del ejecutivo de empresa entre una población estudiantil proletarizada, a la cual se le inculcó una teología pietista y una ideología derechista. Otras vanguardias evangélicas fueron combatidas a causa de sus ideas conservadoras, por ejemplo, el Instituto Wycliffe, que funcionaba en Latinoamérica desde 1930. Como subrayamos anteriormente, pretendía trabajar en la lingüística descriptiva, y unía el estudio de las lenguas indígenas a la traducción de la Biblia y a un proselitismo activo entre los indios. Penetrando con medios modernos en regiones muy apartadas, esta organización evangélica se convirtió en el chivo expiatorio favorito de los intelectuales y antropólogos marxistas de los años setenta, los cuales vieron en ese movimiento la quintaesencia del “imperialismo norteamericano”. Sin embargo, “los lingüistas de verano” habían alcanzado cierto prestigio por haber comenzado a trabajar apoyados por el general Lázaro Cárdenas quien, en México, se caracterizó por un nacionalismo y un “antimperialismo” ejemplares. Es verdad que, a menudo, por falta de formación y de cuidado las nuevas generaciones de traductores no siempre se dieron cuenta ni de las dificultades añejas a toda traducción ni de los valores que debían transmitir, pues, en su mayoría, estaban animados por el entusiasmo candoroso de un evangelismo espontáneo. Principalmente financiaban el Instituto Wycliffe donantes generosos pertenecientes a la mayoría moral de la derecha evangélica californiana, el cual se hizo portador de un mensaje anticomunista que censuraron, con razón, los antropólogos. Éstos llegaron a presionar a ciertos gobiernos, entre ellos el de México, a denunciar los contratos celebrados con esos misioneros disfrazados de lingüistas y que a veces tenían nexos con la CIA.[30] De hecho, parece que otras organizaciones evangélicas norteamericanas respondieron a las intenciones de la CIA en lo relativo a la persecución de los catolicismos latinoamericanos de la liberación en su propio terreno. Así, la organización de beneficencia Visión Mundial, que distribuía alimentos en paupérrimas zonas rurales y en los “cinturones de la miseria”, sirvió para canalizar recursos que contribuían a neutralizar la acción de los movimientos revolucionarios en las poblaciones marginadas. Todos estos movimientos han contribuido, en una u otra forma, a promover entre los dirigentes protestantes latinoamericanos, en gran parte de extracción social modesta, modelos sociales estatutarios de nivel medio. También han servido para despolitizar los movimientos religiosos comunitarios y para combatir tanto el protestantismo ecuménico como, en el lado católico, a la “Iglesia de los pobres”, en el contexto de la Guerra Fría, entre 1950 y 1990.

UNA RELIGIÓN POPULAR PENTECOSTAL EN EXPANSIÓN El campo religioso latinoamericano se transformó radicalmente en los últimos 40 años. Hubo una implosión, pues nacieron centenares de nuevos movimientos religiosos. Hasta los años cincuenta, la Iglesia católica era hegemónica, y sólo se veía amenazada por vanguardias ideológicas que se reagrupaban en las sociedades de idea, caracterizadas por un anticatolicismo y a veces por un anticlericalismo desmesurados. Los cismas católicos jamás habían prosperado en América Latina, y los movimientos mesiánicos esporádicos nunca dieron lugar a organizaciones religiosas rivales, porque se agotaban al morir sus “mesías” o porque se reintegraban al regazo de la Iglesia. En realidad, a lo largo de cuatro siglos y medio, la Iglesia católica había logrado integrar las expresiones de religiones sincretistas que convivían con los valores católicos y permanecían subordinadas al catolicismo institucional. El pedestal religioso popular no se había desquiciado, ni siquiera había sido afectado por los movimientos anticatólicos. Ahora bien, a partir de los años cincuenta, se produjo un fenómeno totalmente nuevo por su amplitud y por su efecto desestabilizador en el terreno religioso. Centenares de sociedades religiosas nuevas surgieron entre las poblaciones marginadas y analfabetas. En vez de desenvolverse vinculadas con el catolicismo dominante, rompían con él y lo combatían. Así se produjo una importante mutación religiosa: por primera vez desde el siglo XVI, vastos sectores sociales latinoamericanos escapaban del control de la Iglesia católica. Ocuparía mucho espacio enumerar esos movimientos, pero se les puede dividir en tres grandes grupos: las sectas orientalistas (Krishna, Bahai, Gran Fraternidad…), las sectas sincretistas de origen estadunidense (mormones, ciencia cristiana, cientología, dianética, new age, testigos de Jehová…), los pentecostalismos y otros mesianismos. Sólo nos detendremos en el último género de estos movimientos religiosos porque no hay bibliografía sobre los dos primeros grupos, porque los pentecostalismos, mejor conocidos que los otros, parecen dominar el campo religioso subalterno o heterodoxo, y porque tienen algunos nexos con los protestantismos.[31] Los movimientos religiosos pentecostales, como ya vimos, nacieron en América Latina a principios del siglo XX, y aparecieron, inicialmente, como una especie de excrecencia del pentecostalismo estadunidense. Ahora bien, como se desprende de los estudios que Lalive d’Epinay realizó en Chile y en Argentina desde 1966, se explican por la pérdida de los valores y de la identidad, vale decir por la anomia, de las masas rurales recientemente emigradas a las ciudades, más que por su relación con los movimientos religiosos pentecostales norteamericanos. Por la adopción de prácticas pentecostales efervescentes, los marginados de las sociedades latinoamericanas crearon una especie de contrasociedad donde se reorganizaban las relaciones de solidaridad y se reencontraba la fuerza para vivir en un contexto nuevo, el suyo. Reconstruían su sociedad tomando por modelo a la hacienda, es decir, a la sociedad rural original. En el dirigente religioso encontraban, a la vez, un jefe natural y un protector (un patrono) que aseguraba la reproducción del grupo social marginado dirigiéndolo a la integración corporativa. En esta forma, centenares de pastores-patrones facilitaron a los marginados contar con eventuales canales de integración en el seno de sociedades donde

estaban condenados a la miseria y al sufrimiento. El éxito de esos movimientos se explica, asimismo, por las respuestas que suministraban al malestar social, experimentado, ante todo, en la recurrencia de la enfermedad y de la muerte, dentro de la geografía de la miseria. De ahí la importancia de las prácticas taumatúrgicas inspiradas en el shamanismo tradicional y en los exorcismos, elemento esencial de los cultos pentecostales. A esto se añadía la glosolalia (“el poder de hablar lenguas extrañas”), especie de exaltación lingüística para sectores sociales analfabetos que no dominan los códigos de la racionalidad dominante. Por último, una expresión musical tomada de ritmos populares daba a esos movimientos religiosos un seductor elemento endógeno. Estos movimientos han proliferado no sólo en los arrabales de las grandes concentraciones urbanas, también en remotas zonas rurales, en particular en el medio indígena. Enfocaremos estos contextos, diferentes los unos de los otros, procurando destacar su especificidad social y política.

Pentecostalismos urbanos Es imposible contabilizar el universo religioso pentecostal porque se encuentra en continua expansión y efervescencia. Lo constituyen centenares de pequeñas sociedades religiosas concurrentes, unas de las cuales desaparecen al morir su fundador; otras emigran en su totalidad; mientras algunas alcanzan tal éxito que crecieron y siguen creciendo a nivel nacional e incluso internacional. Nos detendremos en cinco de estas sociedades pentecostales de origen suburbano, en cuatro países latinoamericanos, con el fin de captar su dinámica. Una de las primeras sociedades pentecostales latinoamericanas nació en barriadas de la ciudad de Guadalajara, en el centro-oeste de México. En 1926, Eusebio González (18951964), antiguo trabajador agrícola que se transformó en soldado, apenas convertido al pentecostalismo, en el norte del país, se sintió llamado a adoptar el nombre de Aarón, a restaurar la Iglesia cristiana primitiva y a formar un nuevo pueblo elegido. Al cabo de muchos años difíciles, Aarón obtuvo 14 hectáreas en paupérrimos alrededores de la ciudad en una época en que, a causa de la creciente presión demográfica, miles de campesinos de origen indígena, sin tierra y sin trabajo, empezaban a fluir hacia los centros urbanos. Fundó en estas tierras la “Hermosa Provincia de la Luz del Mundo”. Inspirándose en el Antiguo Testamento y presentándose como mesías de un nuevo pueblo elegido, bautizó las calles del barrio con el nombre de ciudades de la antigua Palestina. Aarón, de facciones marcadamente indígenas, se convirtió en cacique de una estructura piramidal, en la cual se constituyó, tomando por modelo la sociedad rural, una “gran familia del Señor”. Al morir fue sucedido por su hijo Samuel. Éste desarrolló una sociedad religiosa que se extendió por todo el país y en Centroamérica. El crecimiento fue exponencial: en 1966, 66 iglesias y 55 misiones se adhirieron a ella, principalmente en México, Costa Rica, El Salvador y Honduras, y también en tres ciudades del sur de Estados Unidos. En 1989, las estadísticas oficiales de la Iglesia de la Luz del Mundo hablaban de 11 300 congregaciones distribuidas en 22 países en América, en Europa e incluso en Oceanía. Los miembros de esta sociedad —se autodenominan aaronitas— van hoy en día en peregrinación a Guadalajara, especialmente en el aniversario de la muerte de su

fundador. Mezclando la identificación espiritual con el Israel bíblico y ciertos símbolos nacionalistas mexicanos (Juárez) y latinoamericanos (Bolívar), este movimiento mesiánico se ha universalizado, y ejerce cierta influencia en la política urbana de Guadalajara, mediante la fuerza de movilización corporativa en pro del partido en el poder.[32] Un movimiento similar, restaurador, inspirado en el Israel de la antigüedad, vio la luz en 1956, en Perú, país de marcadas diferencias sociales y de tensiones raciales. Ezequiel Ataucusi, antiguo minero y trabajador ferrocarrilero, se convirtió en pastor adventista. Tenía 38 años de edad cuando su Iglesia lo expulsó. Entonces fundó en barriadas limeñas la Asociación Evangélica de la Misión Israelita del Nuevo Pacto Universal. Como lo hace ver Granados (1988), 80% de los miembros de esta secta es citadino de origen provinciano, de rasgos marcadamente indígenas que se dedica al comercio ambulante. En 1987, los 20 mil miembros censados por el movimiento, conocidos con el nombre de “israelitas”, se repartían en 800 congregaciones, de la cuales más de 60% estaba en las ciudades perdidas alrededor de la capital. Ataucusi, quien se hacía llamar “misionero general, gran compilador bíblico, profeta y cristo de occidente”, también fundó una “ciudad santa” en Cieneguilla, en las primeras estribaciones de los Andes, próximas a Lima. Instauró allí una sociedad de estilo veterotestamentario e inca idealizado, especie de potente “contramodelo” para los miles de miembros que aún debían sobrevivir en los suburbios miserables. En esta forma impulsó un movimiento migratorio que partía de esos “cinturones” y se dirigía a los asentamientos desarrollados por los “israelitas”, mezclando al comunalismo bíblico anfitriónico tradiciones andinas de propiedad corporativa, según los tres sectores correspondientes a la producción individual, a la administración y al culto. Sistema patriarcal y piramidal, la sociedad religiosa mesiánica se distingue de la sociedad global por sus ritos y por su indumentaria, que pretende imitar la de los barbados patriarcas bíblicos de largas cabelleras. Milenarismo inca restaurador, mesianismo bíblico y tradición cristiana forman una especie de contrasociedad que se presenta como alternativa a la sociedad global, a la que califican de corrompida y decadente. En 1990, Ezequiel Ataucusi no dudó en proponer este modelo a todo Perú: creó un partido, el Frente Popular Agrícola, y se presentó como candidato a la Presidencia de la República. En los muros de paupérrimas barriadas limeñas, los “presidente Ezequiel” llegaron a ser tan numerosos como los “presidente Gonzalo”, del dirigente y algún tiempo mito de Sendero Luminoso.[33] A estos pentecostalismos restauradores, nacidos en barriadas miserables y que ofrecen una contrasociedad rural idealizada, se añaden fuertes movimientos de “parche” religioso, que asocian las prácticas taumatúrgicas a los más adelantados medios de comunicación. Por ejemplo, en Brasil, un viejo vendedor de billetes de lotería, Edir Macedo Bezerra, fundó en Río de Janeiro (1977) la Iglesia Universal del Reino de Dios. En 1990, con más de 500 mil fieles y 700 iglesias, esta secta pentecostal se había extendido ya a ocho países latinoamericanos. El “obispo Macedo” ha llenado el más grande estadio de futbol del mundo, el de Maracaná, en Río de Janeiro; ha comprado por 45 millones de dólares una de las grandes cadenas televisivas brasileñas; y ha llevado a las favelas brasileñas un mensaje de “curación y liberación”, partiendo del slogan propagandístico “dejen de sufrir”. Con la venta de toda clase de productos con virtudes curativas y que incluso transmiten la “bendición episcopal”, Macedo utiliza hábilmente los medios modernos de comunicación. Para aminorar

sus efectos, invita a los telespectadores a que coloquen sobre el televisor ropa y recipientes con agua para que los bendiga. Religión popular, mesianismo, tecnología y negocios forman parte de un modelo de sociedad religiosa cuya lógica se encuentra en la reestructuración de la religión popular sobre el cimiento de los exorcismos y de las curaciones. El “fenómeno Macedo” debe comprenderse en continuidad con el modelo desarrollado por Manuel de Mello (1929-1989), albañil que emigró del nordeste y que se convirtió en predicador laico del movimiento pentecostal de las Asambleas de Dios. Fundó, en las favelas miserables de São Paulo, la Iglesia “Brasil para Cristo” (1956). En las “tiendas divinas” que levantaba, los marginados, acostumbrados a las peregrinaciones de los catolicismos populares, obtenían milagrosas “curaciones divinas”. Utilizando la radio para transmitir música religiosa adaptada a las cadencias provinciales y a las prácticas de la “curación”, De Mello llegó a ser pastor de una audiencia de millones. Dejó al morir (1989) una de las más importantes iglesias pentecostales de Brasil, con más de un millón de fieles de los cuales era el maestro indiscutible, respetado incluso por las autoridades políticas que buscaban su apoyo en época de elecciones.[34] En las barriadas de Buenos Aires, en la vecina Argentina, el pastor Héctor Aníbal Giménez, ex drogadicto, y su mujer, ex alcohólica, fundaron en 1982 “la Iglesia Cristiana Renovada de los Milagros de Jesús”. Diez años después, la congregación contaba ya con 65 filiales y 120 mil fieles, había cruzado las fronteras de los países vecinos y había llegado hasta Miami. La iglesia madre tenía su sede en una antigua sala cinematográfica, “la iglesia del pastor Giménez”, donde se reunían diariamente entre mil y tres mil personas que asistían a los diversos actos de culto, a los shows religiosos, exorcismos y venta de objetos sagrados y de fotografías del dirigente y su mujer.[35] La celebración religiosa era un “buen espectáculo”, tal y como llamaba a los cultos la Iglesia pentecostal vinculada con el “obispo Macedo”. Se trata fundamentalmente de un espectáculo cuyo componente visual proviene de la “cultura de la pobreza”, tal como la llamó el antropólogo norteamericano Oscar Lewis. Esta cultura religiosa proviene directamente de las tradiciones religiosas del catolicismo de las cofradías, de las asociaciones de laicos encargadas del culto a algún santo o de la administración de un santuario, pero a manera de reformulación porque rompe con ciertos aspectos del catolicismo popular, aun cuando conserve la continuidad con ciertas representaciones propias del imaginario-religioso-popular. El rompimiento, sin duda, se caracteriza por la ausencia de la veneración al santo patrono y de toda referencia mariana, y por la prohibición del empleo de ciertos recursos tradicionales, entre ellos, el alcohol. Sin embargo, predomina la continuidad porque, en el culto pentecostal, el fiel y el pastor hablan con Dios y no sobre Dios. La exposición no es lógica sino mágica, ya que las palabras, por sí mismas, están dotadas de poder. La exposición es repetitiva, no busca comprender sino sentir, experimentar, teatralizar el imaginario-colectivo de la cultura de la miseria. Por ello el dirigente ocupa una posición central, en su calidad de intermediario indispensable para llevar a cabo la dramatización popular dualista de la lucha entre los espíritus de la luz y los de las tinieblas. La predicación presenta una simplicidad recurrente. Como en la religión popular, la figura de Cristo es ahistórica. El Cristo católico popular, en las acertadas palabras de Mackay, es o el Niño Dios o el crucificado sangrante e impotente. La humanidad de Cristo también se hace a un lado en el pentecostalismo, a quien transforma en mero perseguidor del demonio, en

exorcista sometido a la fuerza del espíritu de la luz. La predicación pentecostal popular se centra en la necesidad de hacer surgir las “fuerzas de la luz” mediante “prodigios y señales” que se manifiestan en la glosolalia, la taumaturgia y el shamanismo. El objetivo del sistema católico popular y el del pentecostalismo es, en este sentido, idéntico, ya que se trata de negociar con las fuerzas sobrenaturales, a las cuales el fiel promete algo a cambio de un servicio. Es la misma mentalidad de la mediación indispensable: el dirigente pentecostal remplaza al santo patrono en su función mediadora. De ahí provienen el aura sacra que rodea a todo dirigente pentecostal y el poder absoluto que refuerza los modelos caudillistas del control religioso y social. Esta dramatización religiosa, que pretende gozar de una eficacia inmediata, prospera en donde la pobreza, la injusticia, el hambre, la enfermedad y la ignorancia no son cuestiones teóricas, sino elemento integral de la vida de millones de latinoamericanos. Estos sectores populares crean, en los cinturones de miseria, unas contrasociedades y se adhieren a las campañas pentecostales, las cuales tienen el aspecto de fiestas populares con sus luces, su música, su algarabía, su comercio de artículos religiosos simbólicos. La festividad religiosa popular aparece reelaborada, reformulada, integrando medios modernos de comunicación a las formulaciones religiosas tradicionales. Este vigoroso trabajo de parche religioso ha llegado a influir en los protestantismos históricos, al crecimiento numérico algo estancado. Es así que las iglesias prebisterianas de México y de Guatemala se “pentecostalizaron” para tener una base en el medio rural y en el indígena. También en Brasil, durante los años setenta, surgieron iglesias bautistas y metodistas pentecostales, como medio de luchar contra la competencia religiosa del pentecostalismo popular. Consiguientemente, el crecimiento exponencial de los pentecostalismos nos lleva a hablar de una mutación en el campo religioso latinoamericano e incluso de una mutación del protestantismo que, habiendo perdido todo nexo con su historia, se transforma, a su vez, en religión popular. Sin embargo, antes de aquilatar, dentro de la relación con el campo político, el contenido de la mutación, abordaremos el tema de los pentecostalismos rurales, los cuales constituyen el complemento de los fenómenos urbanos.

Sincretismos pentecostales rurales Los movimientos pentecostales urbanos han llamado la atención de la prensa sensacionalista y también la de los observadores sensatos. Ahora bien, existe una dinámica doble en estas sociedades duales como lo son las latinoamericanas, cuyas zonas marginales son suburbanas y rurales a la vez. La progresión de los movimientos religiosos pentecostales entre las poblaciones rurales quizá sea menos espectacular pero ciertamente es sistemática. Esto se debe a un factor doble: por una parte, la presencia débil del clero católico en las zonas rurales remotas y la relativa autonomía de las prácticas religiosas desde la época colonial y, por la otra, la constante interacción entre esas zonas y las periferias de las “ciudades de campesinos”, ya que el proceso migratorio se manifiesta en dos direcciones, dentro de las cuales el “regreso a la aldea” forma parte de las estrategias de supervivencia.[36] Ya en los años cuarenta, el antropólogo norteamericano Robert Redfield había observado que los indios mayas presbiterianos del pueblo de Chan Kom, en Yucatán, practicaban sin

duda el rito de la lluvia.[37] Desde entonces, numerosos antropólogos han confirmado esas observaciones, y constatado que en las congregaciones pentecostales rurales indígenas e incluso en las ladinas (mestizas), las manifestaciones religiosas tradicionales se reformulan al adoptar los ritos pentecostales. Miller (1979), al estudiar la Iglesia pentecostal de los indios tobas del Chaco argentino, comprobó hasta qué punto el pentecostalismo se presentaba en continuidad con el catolicismo popular de los tobas. Los pastores eran antiguos chamanes y los ritos pentecostales eran una recomposición de prácticas anteriores, lo cual servía para fortalecer la identidad étnica amenazada por la economía de mercado y las presiones de la sociedad dominante. Asimismo, Rappaport (1984) observó que los indios colombianos adoptaban el protestantismo transmitido por los propagandistas del Instituto Wycliffe, con el fin de reforzar su autonomía cultural y política. Incluso en las poblaciones mestizas rurales de la costa atlántica nicaragüense, que durante mucho tiempo estuvieron bajo la influencia británica y que a principios del siglo XIX se convirtieron al protestantismo moravo, perduran las prácticas sincretistas, a manera de diferenciación identificante frente al resto del país, dominado por el catolicismo y la herencia española. En la zona rural y también en el medio suburbano, el pentecostalismo no atrae como portador de un proyecto moderno de reforma religiosa, política y social que combata las desigualdades. Todo lo contrario, su éxito se debe a la enorme capacidad que ha demostrado para servir de apoyo a una mescolanza religiosa sincrética que fortalece el imaginario y las formas tradicionales de dominación. Así, el 6 de junio de 1989, un antropólogo pudo hablar en Guatemala del culto pentecostal de la “Misión Cumbre”, en territorio indígena maya, en estos términos: Todos los hombres estaban sentados a la izquierda, y todas las mujeres, tocadas con un pañolón, a la derecha. Los cantos eran en latín, y todos hacían la señal de la cruz al entrar y al salir del templo. Este culto presentaba también rasgos típicamente pentecostales, como las “curaciones”, los exorcismos y otros milagros que más bien podrían provenir de los elementos místicos del catolicismo, hasta cierto punto suprimidos por las reformas católicas de los últimos 30 años, que ser continuación de fenómenos típicamente protestantes.[38]

Estos fenómenos del sincretismo religioso, al reforzar la autonomía cultural de los grupos indígenas o rurales, también encuentran su explicación en la función política que desempeñan, la cual explica, a su vez, la progresión exponencial de los pentecostalismos en el medio rural. Así, en la Sierra Norte de Puebla, Garma (1985) constató que los indios totonacas, durante los años cincuenta, adoptaron cultos pentecostales. La diferenciación religiosa correspondió a la confrontación entre indios y mestizos, dentro de una pujante economía de producción y comercialización del café. Los indios, productores explotados por mestizos que servían de intermediarios, buscaron, por medio de la autonomía religiosa, liberarse del control económico y político de los mestizos, ejercido, en buena parte, a través de las festividades católicas cíclicas. Mediante esta estrategia de independencia religiosa, los indios pudieron entablar negociaciones directas con el organismo oficial del café. Es muy probable que la apropiación de las festividades católicas tradicionales en beneficio de ciertos sectores de las poblaciones rurales, haya decidido la adopción de expresiones religiosas independientes. Más o menos hasta los años cincuenta, estas sociedades rurales habían gozado de autarcía, y casi no las afectó la economía de mercado. La diferenciación social era débil, y las festividades

católicas populares eran útiles para la redistribución de los excedentes. En efecto, a través del “potlach” (Bataille), la familia que se encargaba de los gastos de la fiesta religiosa consumía sus recursos en beneficio de la colectividad. En esta forma, la fiesta daba lugar a la reciprocidad y a la redistribución, y aseguraba el equilibrio social. Tenía una función reguladora esencial. Ahora bien, con el desarrollo de la economía de mercado y la monetarización de sus intercambios, la sociedad rural se diferenció rápidamente y los sectores enriquecidos utilizaron en provecho propio la festividad católica. El sistema de cargos que atraía a los hombres prósperos e influyentes hacia el rango codiciado de anciano, basado en el compromiso ritual y en los gastos religiosos en beneficio de la comunidad, servía ahora para crear un núcleo de poder absoluto en manos de unos cuantos caciques y de su parentela. En lugar de redistribuir el excedente, la fiesta religiosa abría la puerta a una acumulación siempre en ascenso y para beneficio de las minorías en el poder. El único medio de liberarse de esta lógica de la dominación era el rompimiento simbólico. Éste se llevó a cabo mediante la adopción del pentecostalismo o de los protestantismos rurales realizada por los sectores dominados de las poblaciones rurales. El caso de la sociedad indígena tzotzil, de San Juan Chamula, Chiapas, en México, es ejemplar a este respecto.[39] Durante los años sesenta, un segmento importante de la comunidad se convirtió al presbiterianismo y a algunos cultos de tipo pentecostal. A principios de los años setenta, una tercera parte de los 30 mil chamulas ya no era católica, es decir, se había liberado del control ritual de la fiesta católica, popular y cíclica, pero no del poder de los caciques (jefes tradicionales) de las familias del centro de la aldea, los cuales redoblaron sus exacciones contra los chamulas disidentes, pertenecientes al sector de la población que ocupaba las tierras menos buenas y que no practicaba el comercio. En 1974, los “protestantes” intentaron organizarse en contra de los “católicos”, con el fin de presentarse en las elecciones municipales. Entonces los caciques católicos recurrieron, para su propio provecho, a los argumentos de ciertos antropólogos marxistas y de ciertos sacerdotes sobre la enajenación de las sectas, expulsaron por la fuerza a los disidentes religiosos, a quienes acusaron de destruir la identidad y la solidaridad étnicas, e incluso se apoderaron de sus tierras. Refugiados en las afueras de la capital del distrito, San Cristóbal de las Casas, los chamulas “protestantes” fundaron barrios con nombres tomados de la Biblia, denunciaron la represión ejercida contra ellos, y reformularon, desde el punto de vista religioso, en los cinturones de miseria de San Cristóbal de las Casas donde se habían establecido, el sistema tradicional de autoridad con el cual acababan de romper. El obispo de la diócesis se aproximaba a la teología de la liberación, luchaba contra los caciques indios y mestizos y reprobó la actitud de las autoridades chamulas. En represalia, en 1984 los caciques chamulas expulsaron a los sacerdotes y a algunas clarisas encargados de la pastoral en el distrito, y se vincularon con el obispo de la Iglesia católica ortodoxa de Chiapas, secta fundada por un párroco cismático, tomando como patrono a San Pascual Bailón, cuyo templo se encuentra en Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas. El caso de los chamulas pone de manifiesto el pragmatismo de los indios en materia de religión: pasan de una expresión a otra según lo pida el interés de los caciques. A ello se debe que los caciques “protestantes” casi no se diferencien de los católicos en la estructura del poder que apoyan. La fragmentación religiosa, debida a la adopción de prácticas no católicas,

y los templos que a continuación se fundan, están vinculados con las estructuras familiares patrilineales que han modelado a las sociedades indígenas. La proscripción del alcohol y de los “vicios” que caracterizan a su nueva religión, junto con el rechazo de los ritos católicos, nada tienen que ver con el puritanismo anglosajón; más bien se enfocan al repudio de los instrumentos de control empleados por los caciques tradicionales. De hecho, las festividades católicas son un espacio privilegiado para el comercio del alcohol, necesario para las libaciones. En este contexto, el repudio —la “huelga”— del alcohol se convierte en acto que rechaza el monopolio comercial que ejercen los caciques, a lo que se añade la “huelga” de los cirios y de las velas cuyo comercio también se halla en manos de un monopolio. Asimismo, el rechazo de los ritos del trabajo comunitario (tequio), que algunos antropólogos consideran —y denuncian— como la mejor prueba de la alienación “protestante”, debe verse como desconocimiento del poder de caciques que utilizan en beneficio propio el trabajo colectivo. En Chiapas, el obispo “rojo” y los disidentes religiosos llevaban un mismo combate contra el orden impuesto por los caciques indígenas, apoyados por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), en el poder desde hace unos 70 años. Mientras que el obispo y “los curas de la liberación” combatían en nombre de una modernidad izquierdista, los indios “protestantes” cimentaban su combate en una estrategia de fragmentación religiosa y de reformulación endógena de su cultura. Esto explica, en general, las tensiones existentes entre las comunidades eclesiales de base y los pentecostalismos. Cada uno de estos proyectos pertenece a universos religiosos y culturales opuestos. El primero, manipulado por clérigos izquierdistas, trabaja dentro del marco de una modernidad católica que busca la reforma del catolicismo rural y la justicia social. El segundo, integrado por movimientos religiosos de resistencia basada en una labor de parche simbólico se realiza desde la cultura de la miseria y de la marginación, por los propios actores rurales. En el medio rural, ya en el marco de las luchas intraindígenas, en el de las tensiones entre indígenas y mestizos, o en el de los conflictos entre sectores mestizos, la adopción de prácticas religiosas pentecostales y/o de prácticas “protestantes”, se lleva a cabo a manera de reforzamiento de la autonomía del grupo social que en ello intervenga. Esta apropiación de prácticas religiosas exógenas se realiza selectivamente, y está ordenada a la conservación de factores tradicionales de cohesión social. Se trata, por consiguiente, no tanto de protestantismos como de catolicismos de sustitución. En América Latina, sin duda, la fragmentación acelerada del campo religioso, debida a tensiones sociales provocadas por la descomposición de la homogeneidad del mundo rural, se realiza en continuidad con la religión popular del catolicismo sin sacerdote. En este sentido, lejos de presenciar un despertar religioso de tipo pietista o protestante, como suponen Martin (1990) y Stoll (1990), se tiene enfrente una recomposición de la religión popular, a manera de resistencia y de adaptación de los sectores sociales dominados a una modernidad que se les impone, y cuyas consecuencias sociales son desastrosas para una parte considerable de la población. Este fenómeno no corresponde a un movimiento de reforma religiosa y social, sino a una labor religiosa de parche que elimina elementos disfuncionales y adopta factores exógenos que fortalecen la identidad colectiva y recomponen un imaginario religioso y político corporativo. Los protestantismos y los pentecostalismos en el medio rural multiplican los modelos autoritarios de control social al reducir los cacicazgos religiosos y, potencialmente, políticos. No son

premisa de una modernidad religiosa cuya base sería un ascetismo intramundano vinculado con la Biblia, fundador de una cultura religiosa de la modernidad. El ascetismo no es en ellos fundamentalmente un principio ético sino un principio político de rechazo al catolicismo de los caciques en el poder; la Biblia, en esos protestantismos y pentecostalismos, no es un factor de alfabetización sino un objeto de protección que sustituye a las imágenes religiosas. Con el fin de comprender esta función tradicional que realizan los nuevos fenómenos religiosos en América Latina y la mutación que ello implica para los protestantismos, conviene analizar la relación con el poder que han desarrollado estos movimientos durante los dos últimos decenios. Haremos, en primer lugar, algunas consideraciones sobre los estilos de autoridad y los mecanismos de dominación propios de América Latina; a continuación hablaremos de los casos paralelos de Guatemala y de Nicaragua; y por último enfocaremos el surgimiento político de dirigentes pentecostales y protestantes en diversos países latinoamericanos.

ESTILOS DE AUTORIDAD Y MECANISMOS DE DOMINACIÓN Los estilos de autoridad y los mecanismos de dominación se caracterizan, en América Latina, por la recurrencia del autoritarismo. Éste tiene sus raíces en la herencia colonial y es fruto de estructuras sociales inmóviles desde tiempo atrás. Ciento cincuenta años de independencia no han borrado tres siglos coloniales que sirvieron de crisol de las relaciones sociales. La estratificación social en Latinoamérica es, ante todo, una estratificación racial que se basa en un orden dominado por los blancos y amenazado por los mestizos, que, una vez en el poder, no tienen más preocupación que la de “blanquearse”, desde un punto de vista tanto racial como cultural. El carácter vertical de las relaciones sociales no es sólo la expresión de un orden social tradicional o un arcaísmo debido al efecto de las estructuras rurales de la hacienda en las mentalidades y en las conductas. Es, asimismo, fruto de dos actores institucionales beneficiarios de la herencia colonial: el Estado y la Iglesia católica. Los dos son formas más o menos oligárquicas o personalizadas de concentración del poder y de rechazo de todo impulso independiente por parte de las bases populares. Este estilo de ejercicio del poder se manifiesta también en las estructuras locales, la aldea o el barrio. Se reproduce, de arriba abajo, a través de las cadenas de reciprocidades y dependencias que estructuran las relaciones sociales verticales. El caudillismo hacia arriba, el caciquismo hacia abajo, son dos modalidades, dos tipos ideales de los mecanismos de dominación en el seno de las sociedades latinoamericanas. Como subraya Alain Rouquié, estas manifestaciones autoritarias nacen en las sociedades que presentan condiciones favorables a relaciones de patronato y a las cadenas o redes de protección. En una fórmula lapidaria resume la lógica de esa situación: “la política del don es, ante todo, una política de la escasez”, y se inscribe en “la necesidad de la intercesión”.[40] Por consiguiente, la escasez de bienes y la mediación necesaria para tener acceso a ellos constituye el mecanismo por excelencia de la dominación política. Podría preguntarse si la herencia religiosa católica no es también un elemento de análisis. ¿No hay un recurso a la

mediación, intrínseca en la teología y la práctica religiosa católica, que fortalece el imaginario corporativo, político y social? Esta constante la describió el escritor peruano Mario Vargas Llosa en estos términos: sobre el latinoamericano pesa, como una lápida, una vieja tradición que lo lleva a esperar todo de una persona, institución o mito, poderoso y superior, ante el que abdica de su responsabilidad civil. Esta vieja función dominadora la cumplieron en el pasado los bárbaros emperadores y los dioses incas, mayas o aztecas, y, más tarde, el monarca español, o la Iglesia virreinal y los caudillos carismáticos y sangrientos del siglo XIX. Hoy, quien la cumple, es el Estado. Esos estados, a quienes los humildes campesinos de los Andes llaman “el señor gobierno”, fórmula inequívocamente colonial, cuya estructura, tamaño y relación con la sociedad civil me parece ser la causa primordial de nuestro subdesarrollo económico y del desfase que existe entre él y nuestra modernización política.[41]

En América Latina, la actividad política o religiosa no depende de la opinión del actor individual, sino de los servicios obtenidos y de la protección dispensada al grupo social. Como apunta Alain Touraine, esto diferencia las prácticas políticas latinoamericanas del modelo democrático liberal. En lugar de basarse en el principio de la representación de los individuos, el sistema político de gran parte de Latinoamérica consiste en la participación y la movilización, partiendo de la comunidad local y de los actores colectivos. Por ello, comenta Touraine, el caciquismo no refuerza el aislamiento de las comunidades; por lo contrario, facilita el acceso de éstas al poder central […] Es más bien un medio de control de una población que un agente de expresión de las demandas de esta última, incapaz de manifestarse directamente, a través del canal de “representantes” elegidos.[42]

De alguna manera, existe una especie de paralelismo y de complementariedad entre la acción política y la acción religiosa que impiden las solidaridades horizontales, autónomas, y refuerzan las configuraciones verticales en beneficio de los sectores oligárquicos, siempre caracterizados por criterios raciales. Desde las independencias, a principios del siglo XIX, Estado e Iglesia compitieron por el control social. Esto explica las tensiones y los conflictos entre el uno y la otra, y también las conciliaciones, cuando las fuerzas democráticas representaron un peligro para el modelo político y religioso dominante. La consecuencia más importante de esta hegemonía es la debilidad de la sociedad civil, entendida como conjunto de actores sociales independientes y autónomos frente al Estado o a la Iglesia católica. Por tanto, ante la dificultad para formar actores sociales independientes y representables, parecería que la disidencia pentecostal y protestante pueda ofrecer un terreno muy a propósito para la elaboración de opciones políticas. Ahora bien, estas opciones provenientes de la sociedad civil, se estructuran según el modelo corporativo de control político y social. Los pentecostalismos y los protestantismos aculturados pertenecen, en efecto, a la cultura política autoritaria predominante dentro de la geografía de la miseria, de donde provienen los movimientos comunitarios pentecostales y protestantes aculturados. Por ello, como veremos después, se transforman sin dificultad en compradores de votos, en la medida en que el voto aparece como un bien canjeable, al lado de otros y contra otros bienes de menor utilidad inmediata. En este sentido, las observaciones de Touraine sobre los movimientos comunitarios que se apoyan en los pobres y los excluidos, son pertinentes en lo relativo a los pentecostalismos y

protestantismos latinoamericanos: muy a menudo, estos movimientos se preocupan menos por la construcción de un conflicto que por la integración social y política, lo cual explica su radicalismo conservador, en el cual se mezclan planteamientos verdaderamente extremistas con un proteccionismo utilitario a ultranza.[43]

A ello se debe que el gran ganador de la fragmentación del campo religioso sea el Estado corporativo, que por primera vez puede recurrir a una pluralidad de actores religiosos comunitarios, a los que puede movilizar en provecho propio, en particular cuando surgen tensiones y conflictos con la Iglesia católica. Además, esta movilización se realiza independientemente de ideologías políticas de izquierda o de derecha, como puede verse en el caso guatemalteco y en el nicaragüense.

F UNCIÓN POLÍTICA DE LOS PROTESTANTISMOS Y LOS PENTECOSTALISMOS EN GUATEMALA Y NICARAGUA En Centroamérica, la difusión del protestantismo fue, en un principio, fruto de la expansión colonial inglesa, la cual, desde finales del siglo XVII, se coligó con las poblaciones dispersas de la Moskitia, es decir, de la costa insalubre del mar Caribe. Por otra parte, sólo cuando los liberales llegaron al poder durante las dos últimas décadas del siglo XIX, surgieron las primeras congregaciones protestantes, presbiterianas en Guatemala (1882), bautistas en Nicaragua (1900). Esta región, rural y de escaso desarrollo económico, no parecía nada propicia para el protestantismo liberal. Los presbiterianos estadunidenses incluso se retiraron, temporalmente, ante las dificultades de una empresa que remitieron a una misión de fe, la Misión Centroamericana, recientemente creada (1893) por el fundamentalista Cirus Scoffield, apoyado por hombres de negocios de Dallas, Texas. Con un mensaje pietista y la interpretación literal del texto bíblico, esta sociedad pasó rápidamente de Guatemala (1894) a El Salvador y Honduras (1896), y posteriormente a Nicaragua (1900). En 1910, la Misión Centroamericana ya era la segunda sociedad protestante de la región, superada sólo por la Iglesia Morava, presente en los enclaves étnicos miskitos. Donde había fracasado el protestantismo liberal, el conservadurismo y el premilenarismo se abrían un camino seguro en el seno de una población de trabajadores agrícolas y de empleados subalternos de precaria situación económica. En 1921, La Misión Latinoamericana, fundada en Costa Rica, amplió la presencia protestante en la región; a su vez, las iglesias históricas se repartían racionalmente el trabajo, procurando evitar el hacer competencia, a partir de 1917, a los presbiterianos en Guatemala y Honduras, a los bautistas en El Salvador y Nicaragua, y a los metodistas en Costa Rica y Panamá. Igual que en otras partes de Latinoamérica, en los años cincuenta decenas de sociedades pentecostales se manifestaron en una región donde aumentaban las corrientes migratorias debido a la presión demográfica y a la ausencia de opciones a la economía rural de plantación o la economía de subsistencia. Por lo demás, podría preguntarse si la expansión de los nuevos movimientos religiosos contribuía a la formación de cuadros religiosos

autóctonos en países donde el clero católico era en su mayoría extranjero, como en Guatemala, donde en 1964 sólo 9% de los religiosos censados eran guatemaltecos, y sólo 14% de los 1 432 sacerdotes (Calder, 1976). Las cifras acerca del crecimiento de las sociedades protestantes en esos países (véase el cuadro de la página siguiente) reflejan claramente este take off o despegue de los años cincuenta que se aceleró a partir de 1965. Hoy en día, no obstante la carencia de estadísticas oficiales, los datos de Procades, instituto de pastoral protestante con base en Costa Rica, permiten afirmar que entre 10 y 20% de la población centroamericana frecuenta templos protestantes y pentecostales. Nicaragua (alrededor de 15%) y Guatemala (posiblemente más de 20%) son ciertamente los dos países donde es más fuerte la presencia de la población no católica. Por otra parte, esos porcentajes son muy semejantes a los obtenidos en México en el censo de 1980, acerca de los estados del sur: Chiapas, 9.5%; Tabasco, 12.5%, y Quintana Roo, 12%, lo cual presta credibilidad a las tendencias evaluadas por Procades.[44] En los dos países mencionados, en 1985 existía una población religiosa no católica fragmentada en un gran número de sociedades diferentes: 72 en Nicaragua y 106 en Guatemala. El hecho de que entre las 106 sociedades presentes en Guatemala 68 tuvieran menos de mil miembros refleja el carácter efervescente del fenómeno. Asimismo, el que la mitad de las sociedades presentes en Nicaragua haya surgido durante los últimos 25 años, pone de manifiesto que son muy nuevas. También es significativa la geografía de la dispersión de los templos, los cuales se concentran en las costas caribeñas en Nicaragua; en la región indígena, próxima a la frontera mexicana, en Guatemala; y en la periferia de las respectivas capitales en uno y otro país. Se trata de una geografía de la marginación y de la miseria, que corresponde a la constatada en otras partes de América Latina, por ejemplo, por Lalive d’Epinay en lo referente a los pentecostales de Chile. [45]

Si se buscara elaborar una tipología sumaria de las sociedades religiosas, enfocando una variable organizativa y una variable doctrinal, se podría reducir esas sociedades a tres grandes tipos: protestantismo “histórico” liberal (A), protestantismo de santificación (B) y pentecostalismo (C), y constatar una similitud en su composición, con predominio de los pentecostalismos y una presencia débil de los protestantismos “históricos”. La presencia dominante del protestantismo evangélico fundamentalista y del pentecostalismo milenarista no sorprende en países que, desde los años setenta, han pasado por una fuerte desestructuración de las relaciones tradicionales de producción y una proletarización creciente de las poblaciones rurales. El incremento de las guerrillas con la creación del Frente Sandinista de Liberación Nacional (1975), en Nicaragua, y del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP ), en Guatemala (1978), reflejó claramente el malestar que

impregnaba a esas sociedades; además unos desastres naturales (temblores en Managua, en 1972, y en Guatemala, en 1976), aceleraron las crisis políticas y sociales. Otra forma de respuestas a las desgracias recurrentes la ofrecieron las sectas milenaristas al interpretar los “signos de los tiempos”. Su crecimiento exponencial a finales de los años setenta, fue señal de una efervescencia religiosa frente al infortunio social. Ahora bien, cada uno de esos dos países optó, en aquel momento, por regímenes opuestos: gobierno militar defensor de la oligarquía del café, en Guatemala, en 1976; gobierno revolucionario socialista en manos del Frente Sandinista de Liberación Nacional, en Nicaragua, en 1979. Ahora bien, en cada uno de esos países, los dirigentes protestantes han adquirido una importancia política y una visibilidad social sin precedente, independientemente de las opciones políticas adoptadas por las élites en el poder. Examinemos paso a paso ambos casos, con el fin de analizar los mecanismos de participación política de esos actores religiosos.

El caso de Nicaragua En Managua, a los cuatro días del temblor del 23 de diciembre de 1972, un dirigente bautista creó un comité de emergencia para ayudar a las víctimas. Se proyectó para tres años, y se transformó en Comité Evangélico para la Ayuda al Desarrollo (CEPAD), el cual reagrupó a la mayoría de las sociedades religiosas protestantes interesadas en tener acceso a la ayuda internacional. Un grupo de pastores ingresó al CEPAD, cuya labor no se limitó a los servicios caritativos. En un clima político tenso, con la constante actividad de las guerrillas sandinistas, los dirigentes del CEPAD que lograron obtener una creciente ayuda internacional, llegaron a reunir a la mayor parte de los pastores del país en jornadas de reflexión, donde se hacían críticas mesuradas a la dictadura de Anastasio Somoza, el cual se había apoyado en la Iglesia católica para controlar la sociedad civil.[46] Con la victoria del Ejército Sandinista en julio de 1979, el CEPAD se transformó en un organismo de apoyo activo a la revolución, y canalizó los fondos de la ayuda ecuménica internacional a la campaña de alfabetización y reconstrucción. En 1982, cuando la Iglesia católica comenzó a poner cierta distancia entre ella y el régimen sandinista, después de haberlo apoyado tímidamente, el gobierno tomó conciencia de la importancia del CEPAD, el cual tenía acceso a 15% de la población. Como lo subrayó un boletín de ese puntero organismo protestante, el año de 1982, se reveló, sin la menor duda, como uno de los más fecundos para el movimiento evangélico nicaragüense. No sólo aumentó el número de sus miembros, también mejoró su organización e incrementó su participación en las tareas nacionales. Los evangélicos se dieron mejor a conocer entre el resto de la población. Sus dirigentes tuvieron mayor acceso a los medios de comunicación. Los periódicos y la radio difundieron con más amplitud las declaraciones de las organizaciones protestantes.[47]

La capacidad de movilización del CEPAD y su papel de intermediario corporativo quedaron de manifiesto ese mismo año, cuando logró reunir a los dirigentes de más de 40 sociedades protestantes, con el fin de que dialogaran con el jefe del Estado, en un encuentro en el cual fue posible dejar claro “el papel positivo que desempeñaban las iglesias evangélicas en el

proceso de reconstrucción nacional”.[48] El CEPAD desarrolló, sobre todo, vínculos estrechos con las iglesias protestantes de la costa del Atlántico, zona en rebelión contra el gobierno sandinista, procurando hacerlas más sensibles a la convergencia entre protestantismo y revolución. En reconocimiento a su labor, un dirigente del CEPAD, junto con otro dirigente protestante en muy buenos términos con el Comité, como miembros del Frente Sandinista, ingresaron a la Asamblea Nacional en noviembre de 1984.[49] En julio de 1985 se celebró una primera asamblea de protestantes integrados a organismos revolucionarios, convocada por la Comisión Evangélica de Promoción de la Responsabilidad Social (CEPRES), vinculada con el CEPAD, lo cual permitió establecer un balance positivo de la importancia de los protestantes en la revolución.[50] Los dirigentes protestantes se revelaron como hábiles intermediarios entre el poder revolucionario y sus bases.

El caso de Guatemala En Guatemala, el sismo del 4 de febrero de 1976 sirvió de catalizador para la creación de un organismo puntero de las organizaciones protestantes, el cual favorecía la cooptación de dirigentes por el gobierno militar. El nuevo consejo de la Alianza Evangélica de Guatemala adoptó públicamente una posición opuesta al CEI y al movimiento ecuménico, acusados de sembrar confusión y de intervenir en terrenos ajenos al cristianismo. Además, el consejo reiteró su respeto a las autoridades constituidas y su deseo de interceder ante Dios en su favor y de colaborar en la solución de los problemas nacionales, concernientes a la moralidad y la espiritualidad, y también a lo social y a lo económico.[51]

Esta declaración, firmada por representantes de ocho sociedades protestantes, fue considerada por el gobierno como un llamamiento al reconocimiento político en un momento en que la Iglesia católica, según se sospechaba, apoyaba, ocultamente, la oposición al régimen y la crítica directa que hacían sectores próximos a la teología de la liberación víctimas de la represión militar.[52] En un contexto de creciente tensión frente a la Iglesia y de efervescencia milenarista en numerosas sociedades protestantes, sobrevino una serie de espectaculares conversiones entre ciertos militares y ciertos sectores sociales urbanos de clase media. La más notable fue la del general Efraín Ríos Montt, quien se adhirió a la Iglesia del Verbo, filial de una organización fundamentalista californiana (Gospel Outreach) que llegó a Guatemala a raíz del temblor so pretexto de ayuda humanitaria. Otra conversión sonada fue la del ingeniero Jorge Serrano Elías, quien llegó a ser predicador laico de la Iglesia pentecostal “El Shadai”. Periodistas y cuadros urbanos medios comenzaron a frecuentar la Fraternidad Cristiana de Guatemala, movimiento simpatizador de la Iglesia del Verbo, que comenzó en 1970 a celebrar cultos en los salones de un gran hotel capitalino, en los cuales se reunían entre 800 y mil personas, provenientes de las iglesias protestantes históricas o que buscaban alejarse del catolicismo institucional. El dirigente de esta fraternidad también aprovechó los medios audiovisuales, la prensa, la radio y la televisión, para transmitir su mensaje, adaptándolo del modelo de la evangelización masiva. Esta misma persona logró que se le nombrara presidente

de la asociación de pastores evangélicos de Guatemala.[53] Cuando el 23 de marzo de 1982 la junta militar sacó al general Ríos Montt de su prematuro retiro para reinstalarlo en el poder, casi la totalidad de los dirigentes protestantes consideraron que se trataba de una decisión providencial, porque entonces preparaban la conmemoración del centenario de los inicios del protestantismo en Guatemala, en noviembre de ese mismo año. Se ensalzó a Ríos Montt como el “primer presidente evangélico” y el “ungido de Dios”, con lo cual su gobierno contó con una amplia plataforma civil. Inmediatamente hizo que ascendiera una serie de dirigentes protestantes en el escalafón del poder, en especial Francisco Bianchi (que se convirtió en secretario particular de la Presidencia), Álvaro Contreras (encargado de las relaciones públicas) y sobre todo, Jorge Serrano Elías, quien ocupó la presidencia del Consejo de Estado.[54] En septiembre de 1982, una circular firmada por uno de los pastores de la Iglesia del Verbo, hacía un llamamiento a las iglesias protestantes norteamericanas para que sostuviesen con sus aportaciones al régimen del momento, afirmaba que Nicaragua era “un modelo marxista de opresión y de odio” y llamaba a la política de Ríos Montt “alternativa de Dios para el combate en pro de la libertad”.[55] Retomando los temas premilenaristas de las misiones de fe, impregnadas de anticomunismo militante, Ríos Montt puso en práctica un tipo de comunicación dominical televisada, buscando atraer la audiencia de una cuarta parte de la población, simpatizadora de las sociedades religiosas protestantes, y de la derecha religiosa estadunidense. El primer resultado de esta política de instrumentalización del protestantismo fue la “pacificación del triángulo ixil”, en el departamento del Quiché, dominado por las guerrillas, para lo cual se contó con el apoyo caritativo protestante, y con el nombramiento de alcaldes y de comisarios militares protestantes en las “comunas estratégicas”.[56] El 8 de agosto de 1983, los militares pusieron fin a ese ensayo de lucha antinsurreccional nombrando a otro general en remplazo de Ríos Montt. Entre tanto, los protestantes habían ganado mayor visibilidad, y durante el gobierno de Ríos Montt gozaron de una especie de revancha contra la Iglesia católica. Algunos años después, uno de ellos, Jorge Serrano Elías, no dudó en presentarse por primera vez como candidato a las elecciones presidenciales de 1985, consciente de la capacidad de cooptación política adquirida en la experiencia “evangélica” del poder, durante el intermedio “protestante” de los años anteriores. En los dos casos considerados, la simultaneidad y el paralelismo de los mecanismos de movilización y de cooptación de los sectores religiosos protestantes, puestos en movimiento por regímenes antagónicos, revelan una nueva relación entre lo religioso y lo político en esa parte del mundo. Hasta entonces, los gobiernos siempre se habían visto obligados a tener en cuenta la actitud de la Iglesia católica, con la cual siempre tuvieron que llegar a un entendimiento. Por primera vez, debido a la creciente fragmentación del campo religioso, y con base en la capacidad de movilización corporativa de los dirigentes religiosos no católicos, el Estado disponía de una capacidad de maniobra sin precedente. Aun cuando, pasando el tiempo, estas experiencias perdieron fuerza, el surgimiento político de los movimientos protestantes, suficientemente generalizado en otros países latinoamericanos, permite confirmar la hipótesis de su creciente importancia política.

P ROTESTANTISMOS HISTÓRICOS, PENTECOSTALISMOS Y CLIENTELISMO POLÍTICO El criterio pentecostal sobre la vida política se resumía en una fórmula: “no te metas”. Esta actitud pragmática reflejaba la condición precaria de los nacientes movimientos religiosos, y también su aislamiento de la sociedad en general. Esta posición cambió poco a poco, a medida que crecían las iglesias pentecostales, pues el gran número de los votos de los fieles constituía un medio extremadamente eficaz para negociar con regímenes políticos en donde predominaban el clientelismo y el corporativismo. Las dictaduras militares que se impusieron a partir de 1964 en diversos países latinoamericanos, fueron propicias a la expansión del pentecostalismo en una época en que la Iglesia católica, tanto en Brasil como en Chile, mostraba a veces una actitud crítica frente a los regímenes dictatoriales, e incluso se les oponía bajo cuerda. En Brasil, desde el principio de la situación tensa con la Iglesia católica, o sea, a partir de 1968, el régimen militar buscó apoyo electoral entre los dirigentes de las grandes sociedades pentecostales, quienes fueron integrados a los cuadros de la “clientela política”, lo que produjo una legitimación sin precedente de las minorías protestantes, en su calidad de actores religiosos y políticos. Posiblemente fue en Chile, después del golpe de Estado del general Augusto Pinochet (1973), donde se instauró un nuevo tipo de relación entre el Estado y esos movimientos religiosos de reciente aparición. Consciente del potencial movilizador de los pentecostalismos presentes en 12 e incluso 15% de la población, Pinochet los cooptó y les manifestó gratitud inusitada cuando, en septiembre de 1975, asistió a un Tedéum distinto del Tedéum “ecuménico” que se celebraba desde 1971 en la catedral católica de Santiago. La idea de un Tedéum paralelo, presidido por Pinochet en la catedral metodista pentecostal del barrio de Jotabeche, fue consecuencia de la opción política de apoyo incondicional al régimen que adoptaron la mayor parte de los dirigentes pentecostales y las fracciones dominantes de la Iglesia luterana alemana, reunidas en un consejo de los pastores de Chile. Poco después del golpe de Estado, 70 dignatarios de esas iglesias dirigieron una carta abierta al presidente, donde expresaban que el golpe de Estado “fue una respuesta a sus oraciones”, y manifestaban su agradecimiento por “haberlos liberado de las garras del marxismo gracias al movimiento de las fuerzas armadas”.[57] El consejo de los pastores procuró, sin éxito, transformar a sus iglesias en “Iglesia oficial”, en remplazo de la Iglesia católica, acusada de traición al gobierno. La adulación a la persona de Pinochet, manifestada por estos sectores, pentecostales la mayor parte, duró hasta el final del régimen, mientras que una minoría protestante integrada por las fracciones dominadas de las iglesias protestantes históricas y por la Iglesia metodista, que desde un principio censuró el golpe de Estado, siguió participando en el Tedéum ecuménico y organizó, colaborando estrechamente con la Iglesia católica, la defensa de los derechos humanos constantemente violados.[58] El espacio político conquistado por los pentecostales en sus relaciones con el gobierno, puede apreciarse por el hecho de que cuando cayó el régimen militar (1990), el sucesor demócrata cristiano en la Presidencia se vio forzado a asistir al Tedéum pentecostal. El nuevo presidente quiso tornar al statu quo “ecuménico” pero se le enfrentó la tenaz resistencia de los

pentecostales, dispuestos a movilizar sus huestes electorales contra el gobierno. El surgimiento político de los pentecostales también se manifestó de manera espectacular en Brasil, en las elecciones para diputados a la asamblea constituyente encargada de redactar una nueva constitución (noviembre de 1986). Desde los principios del régimen militar (19641985), los dirigentes pentecostales y las fracciones dominantes de las iglesias protestantes históricas, en particular los presbiterianos y los bautistas, quedaron incluidos en los cuadros de la “clientela” política, con base en su capacidad de movilización y de control de votos. Después de esta larga experiencia de manipulación electoral a nivel local, los dirigentes pentecostales, reunidos en abril de 1985, decidieron participar en la campaña electoral para miembros de la asamblea constituyente. El resultado fue espectacular: triunfaron 33 diputados “evangélicos”, 17 pentecostales (13 de ellos pertenecientes a la Asamblea de Dios) y 16 “protestantes históricos” (entre ellos, ocho bautistas) afiliados a los dos principales partidos derechistas del país, con la excepción de seis miembros de la oposición.[59] Acto seguido constituyeron la “bancada evangélica”, la tercera fuerza de coalición en el seno de la asamblea, después de los dos principales partidos políticos. Los pentecostales y los protestantes evangélicos demostraban por primera vez su fuerza electoral en beneficio propio, y no sólo en calidad de intermediarios de los partidos tradicionales. Los dirigentes pentecostales reavivaron poco después la Confederación Evangélica de Brasil (CEB), fundada en 1932 por las iglesias protestantes liberales, pero moribunda desde 1964. La nueva confederación, integrada por pastores-diputados, tomó posesión en 1987, en presencia de importantes miembros del gobierno; el presidente Sarney, muy interesado en el apoyo de la “bancada evangélica” para la aprobación del mandato presidencial con duración de cinco años, les concedió, en noviembre de 1987, 108 millones de cruzados para la reorganización de la CEB y, en marzo de 1988, 20 millones adicionales para la adquisición de uniformes escolares para los “niños de las iglesias”.[60] El ascenso político de los pentecostales se confirmó en las elecciones municipales de 1988, en las que participaron masivamente. En Rio Grande do Sul, de los 70 candidatos pertenecientes a la Iglesia del Evangelio Cuadrangular, 69 eran pastores. En Minas Gerais, las Asambleas de Dios lograron unos 50 consejeros en los principales municipios. La Iglesia Universal del Reino de Dios, fundada por el “obispo” Macedo en 1977, que ya había logrado elegir un diputado para la Asamblea Constituyente de 1986, logró dos escaños en el consejo municipal de la ciudad de Río de Janeiro. La multiplicación de las candidaturas debilitó el movimiento en otros estados y grandes ciudades pero, aun así, fue intensa la movilización política de los dirigentes pentecostales y evangélicos. En 1989, en las primeras elecciones presidenciales directas desde la instauración de la dictadura militar, los pentecostales se movilizaron dentro del Partido del Movimiento Democrático de Brasil (PMDB) para apoyar a un candidato “protestante”, el ministro de Agricultura Iris Rezende. El presidente de la convención nacional de las Asambleas de Dios, se dedicó a convencer “a su grey y a toda la nación para que apoyaran al hombre utilizado por Dios para producir supercosechas” de cereales durante los tres años de su gestión. Los pentecostales celebraron cultos de acción de gracias, con lo que proporcionaron al ministro la posibilidad de preparar su candidatura, contando con el apoyo del que posteriormente podría disponer entre el 20% “protestante” de la población. A pesar de estos esfuerzos, Rezende perdió la batalla en el PMDB, el cual escogió a Fernando Collor de Mello, joven político

populista, miembro de una gran familia. Inmediatamente se constituyó el “Movimiento Evangélico pro Collor”. Integraron el movimiento dirigentes pentecostales vinculados estrechamente con la CEB. También pareció el Movimiento Evangélico Pro Lula (Ignacio da Silva) candidato a la Presidencia postulado por el Partido del Trabajo, sostenido por una minoría de pastores y de laicos, en gran parte provenientes del protestantismo “histórico”. Impregnado de discursos de tinte milenarista, al igual que los agentes católicos de la pastoral popular, fue sorprendente su paralelismo con el tipo de relación de tutelas y alianzas, de izquierda y de derecha en el poder. Ahora bien, en una elección muy apretada, es posible que la diferencia haya provenido del apoyo masivo del voto de los pentecostales por Collor de Mello.[61] Este ascenso de los actores religiosos disidentes, como “clientes” y agentes políticos que sirven de intermediarios, parece ser un factor nuevo en la política brasileña, que deberá tenerse en cuenta si estos movimientos continúan creciendo. Las elecciones legislativas de 1992, confirmaron la importancia a largo plazo de este factor, pues 29 diputados “evangélicos” fueron elegidos: 17 pentecostales (12 provenientes de las Asambleas de Dios y tres de la Iglesia Universal del Reino de Dios) y 12 pertenecientes al protestantismo evangélico (entre ellos, cinco bautistas). La toma de conciencia del papel político que pueden representar los nuevos movimientos religiosos pentecostales y el protestantismo evangélico, pasó a otros países latinoamericanos, relacionándose con la formación de partidos políticos explícita o implícitamente confesionales, dentro de una estrategia político-religiosa similar a la de la democracia cristiana católica, y rival de ella. En Colombia, a principios de los años ochenta, algunos protestantes bogotanos formaron la Alianza Nacional Patriótica, que diez años después se transformó en el Partido Cristiano Nacional. En las elecciones presidenciales no ganó su candidato, pero sí conquistó un número de votos por lo menos tres veces mayor que el obtenido por el tradicional partido demócrata-cristiano. En Argentina, los sectores pentecostales lanzaron (1991) el Movimiento Cristiano Independiente. Ese mismo año, en Nicaragua, los sectores protestantes vinculados con el CEPAD, junto con algunos ex sandinistas, crearon un Movimiento Político Cristiano, opositor del gobierno, acusado de simpatizar resueltamente con la Iglesia católica. Asimismo, los principales dirigentes pentecostales y evangélicos sentaron las bases para la formación de un gran Partido de la Justicia Nacional (PJN), que nació el 22 de enero de 1992. Presidido por un médico proveniente de la Iglesia bautista, tiene el apoyo de la sociedad pentecostal más importante del país, las Asambleas de Dios, y de la mayor parte de los sectores protestantes y pentecostales que representan ya entre 20 y 30% de la población. Partiendo de una imprecisa plataforma política conciliadora de ricos y pobres, este partido pretende “construir un Estado según la Biblia”. En El Salvador, donde la población evangélica aumenta sin cesar, estos mismos sectores religiosos se proponen participar en las elecciones presidenciales, legislativas y municipales de marzo de 1994, dentro de los partidos Movimiento de Solidaridad Nacional (MSN) y Movimiento Unidad (MU), recientemente fundados por dirigentes evangélicos. La amplitud del movimiento tendente a la formación de partidos confesionales “protestantes” en América Latina puede apreciarse en el hecho de que, en México, se han despertado también ambiciones políticas todavía patentes con base en el “clientismo” pentecostal. Una Asociación Política

Nacional “presidente Lerdo de Tejada”, nació en 1991, presidida por un abogado pentecostal. Para participar en este grupo de presión, aún bastante próximo al partido en el poder (PRI), es preciso ser miembro de un partido político nacional reconocido por la ley, ser miembro con dos años de antigüedad de una congregación o centro bíblico cristiano, y tener una recomendación de un pastor o de un director espiritual.[62]

En Venezuela, especialmente, los medios evangélicos instauraron una estructura política confesional con el fin de conquistar la Presidencia de la República. En 1987, la Organización Renovadora Auténtica (ORA) fue reconocida por el Consejo Supremo Electoral. Este partido político, del que era coordinador nacional el pastor Germán Núñez, apoyó la candidatura del ingeniero evangélico Godofredo Marín para presidente de la República. Utilizando a los simpatizadores pentecostales y protestantes, la campaña se llevó a cabo en los templos y con base en una literatura en la que se mezclaba lo político con lo religioso.[63] La fraternidad de los ministros evangélicos, seis semanas antes de las elecciones previstas para diciembre de 1988, movilizó los grupos religiosos del movimiento en torno del tema “responsabilidad política del cristiano”, en favor del candidato “protestante”. Este último quedó en cuarto lugar en un país donde la población protestante sólo representa alrededor de 3% del total, pero los mecanismos de manipulación electoral que se pusieron en juego podían servir de modelo para tentativas similares en otros contextos. En efecto, poco después procesos de ese tipo se desarrollaron en Perú y en Guatemala, en 1990 y 1991. En Perú, el triunfo inesperado del ingeniero Alberto Fujimori al derrotar al escritor Mario Vargas Llosa, a quien apoyaba la Iglesia católica, fue resultado de la habilidad con que el primero supo movilizar las huestes religiosas evangélicas en un país donde sólo representan 6% de la población, pero cuya red de congregaciones y templos cubre todo el territorio nacional. En la fundación del movimiento Cambio 90, que se transformó en el partido que llevó a Fujimori al poder, participaron dirigentes protestantes clave, entre ellos el pastor bautista Carlos García, entonces presidente de la Federación Evangélica de Perú. Cambio 90 reunió tres sectores característicos representados por el candidato a la Presidencia y por los dos candidatos a la vicepresidencia: eran profesionales relacionados con la Universidad Nacional Agrícola, de la cual Fujimori había sido rector; pequeños comerciantes pertenecientes al sector de la economía informal, cuyo dirigente era Máximo San Román; los movimientos religiosos “informales”, controlados por el pastor Carlos García. Los dirigentes protestantes tuvieron influjo decisivo al iniciarse el movimiento y durante la campaña electoral. Los estatutos de Cambio 90 se prepararon y redactaron en la casa de uno de ellos. Pastores y predicadores locales trabajaron con verdadero fervor, y reunieron un número de firmas cuatro veces superior al requerido para su registro en el Jurado Nacional Electoral. Esto transformó un movimiento de ambiciones modestas, al principio, en partido político firmemente cimentado, capaz de presentar, además de una terna presidencial y vicepresidencial, candidatos a diputados y senadores en todos los departamentos. La utilización política de las redes organizativas “evangélicas” se reflejó en el hecho de que la mitad de los candidatos de Cambio 90 provenía de sectores evangélicos. Su eficacia corporativa quedó de manifiesto con los resultados obtenidos en la segunda vuelta, en mayo de

1990. Fujimori y sus dos vicepresidentes, uno de ellos el pastor García, arrollaron, contra toda esperanza, al candidato al que los medios consideraban favorito. Además, 14 de los 34 diputados y cuatro de los 20 senadores elegidos, pertenecientes a las listas electorales de Cambio 90, eran pastores o laicos evangélicos. Estas redes religiosas minoritarias revelaron una gran capacidad para conquistar votos, como lo demuestra que, durante la primera vuelta entre los candidatos a la Presidencia se encontraba el pastor pentecostal Ezequiel Ataucusi, quien, con base en el voto cautivo de los “israelitas”, logró registrar su partido. No se equivocó el corresponsal del Washington Post al considerar las causas de esta sorpresiva marejada: Mientras que el novelista Vargas Llosa se dirigía a un público anónimo, Fujimori entraba silenciosamente en contacto con otros sectores, aprovechando el ejército gratuito de los evangélicos para difundir su mensaje aun en valles muy lejanos y en barriadas polvorientas de reciente formación. Logró una presencia transmitida de persona a persona en esas comunidades donde el efecto de Vargas Llosa fue escaso o nulo. Los voluntarios evangélicos afirman que fueron de puerta en puerta repartiendo propaganda de mano en mano, en vez de tirarla por el suelo. A los pastores evangélicos se les recomendó que se abstuvieran de hablar de política en sus templos, pero que manifestaran su apoyo a Fujimori fuera de los actos litúrgicos. [64]

No era éste el primer ensayo político de los protestantes peruanos pues, en 1980 formaron un Frente Evangélico (FE), con el fin de apoyar a sus candidatos al parlamento; y en 1985 fundaron la Asociación Movimiento de Acción Renovadora (AMAR). Ésta no tuvo éxito, a pesar de que se integró a un frente más amplio denominado Convergencia Democrática. En 1990, la crisis económica y el desencanto con los partidos tradicionales llevaron al triunfo a la nueva coalición, en la cual los protestantes sirvieron de tropas de choque electorales. En Perú, desde principios de los años ochenta los protestantes habían procurado reagruparse según el modelo católico de la Democracia Cristiana, es decir, constituyendo un partido confesional.[65] Es posible que tales iniciativas acabaran por tener éxito político sobre la base de las clientelas religiosas crecientes que movilizan. En Guatemala, donde constituyen entre 20 y 30% de la población, estas “clientelas” dieron pruebas de toda su fuerza. En enero de 1991 llevaron a la Presidencia y a la vicepresidencia de la República a los primeros candidatos protestantes elegidos democráticamente (Ríos Montt conquistó el poder a raíz de un golpe de Estado), el ingeniero Jorge Serrano Elías y el industrial Gustavo Espina Salguero.[66] Desde el principio de la campaña electoral, la presencia de candidatos “protestantes” reflejó la realidad de la fuerza electoral evangélica: Efraín Ríos Montt intentó presentarse como candidato, pero se retiró porque la Constitución prohíbe la candidatura de un ex presidente impuesto por la fuerza de las armas. Así, la transferencia de los votos “protestantes” favoreció al antiguo presidente del consejo de Estado, pentecostal convertido en 1977. Cuando por primera vez fue candidato a la Presidencia (1985), Serrano Elías sólo había conseguido 13.8% de los votos (especie de castigo por haber participado en el régimen militar). A finales de los años ochenta fue nombrado para ocupar un puesto en el Comité de Reconciliación Nacional, donde ganó cierto prestigio y logró que se entablaran negociaciones entre los militares y la guerrilla. Apoyándose en el Movimiento de Acción Social (MAS) para derrotar al candidato demócratacristiano, el periodista católico Jorge Carpio, Serrano Elías dio a su campaña un tono

evangélico y sencillo, insistiendo en la importancia de la familia, de la libre empresa con enfoque social, del respeto a la fe y a los derechos del hombre. Por otra parte, una parte de esas ideas provenía de un documento de trabajo que comenzó a circular en 1987 en los círculos “protestantes”, intitulado “Tarea política de los evangélicos, ideas para una nueva Guatemala”. También favoreció a Serrano Elías, la posición, opuesta a la democracia cristiana, que adoptó Edmundo Madrid, presidente de la Alianza Evangélica de Guatemala. Los círculos pentecostales y evangélicos sin duda pueden presentar un balance positivo sobre los años ochenta, durante los cuales aparecieron en la escena política de la mayor parte de los países centroamericanos. Con base en la cultura política “clientelista”, de tutelas y alianzas, los dirigentes “naturales” de las sociedades pentecostales y de los protestantes históricos, llegaron a asegurarse un espacio político subalterno, en calidad de intermediarios y de vendedores de votos. En la mayoría de los casos, fueron solicitados por regímenes autoritarios o por partidos políticos que tenían dificultad en encontrar elementos asociativos movilizables, insertos en el seno de la población. En otras partes, particularmente en Perú y en Guatemala, estos sectores fueron utilizados como instrumentos por actores políticos nuevos, los cuales encontraron, fuera de los canales de los partidos tradicionales, acceso a un apoyo corporativo que les aseguró un éxito político momentáneo, pues la “clientela” religiosa pentecostal permitió negociar coaliciones políticas coyunturales. Sin embargo, poco después, debido en parte a su inexperiencia en las maniobras políticas, los dirigentes pentecostales o pertenecientes al protestantismo histórico, como sucedió en Perú, quedaron rápidamente desconectados del aparato estatal. Ahora bien, los nuevos actores religiosos ya no se contentan con el papel de mediadores corporativos para las elecciones municipales, regionales o nacionales, recibiendo a cambio de los votos de sus “clientelas cautivas”, apoyo financiero o promesas burocráticas. Al parecer se está perfilando una nueva tendencia. Con base en su creciente fuerza numérica, algunos dirigentes pentecostales y protestantes históricos ya no dudan en formar partidos confesionales “evangélicos”, cuyo modelo se inspira en la democracia cristiana católica, a la que combaten. En este caso, los actores religiosos disidentes al parecer se comportan más como católicos sustitutos que como representantes de cierta cultura política protestante que disocia los dos reinos. Si esta tendencia creciera, estaríamos en vías de presenciar, en los regímenes políticos de pluralismo limitado, como los definió Guy Hermet (1973), un desplazamiento de la acción política en beneficio de los nuevos actores políticos en ciertos países, o, en otros, en beneficio de la Iglesia católica. Los pentecostalismos permiten introducir en el campo político una dinámica y un componente religiosos que compiten con el catolicismo, y que mezclan, como este último, la política y la religión. Quizá sea éste el precio del fracaso del liberalismo que quiso encerrar a la Iglesia católica en las sacristías. Es también un signo de la laicización y de la secularización restringida de las sociedades latinoamericanas, a pesar de la existencia de constituciones liberales desde hace más de un siglo en la mayor parte de los países. Al país “legal” liberal y democrático, se opone el país real, corporativo y autoritario. Las sociedades protestantes liberales también lucharon por ajustar el país real al país legal. Sin embargo, al fracaso de la modernidad liberal respondió el surgimiento de los nuevos movimientos religiosos. Éstos, con base en el mismo parámetro de control religioso y político que adopta la Iglesia católica, intentan adueñarse de una parte del poder en manos de las clases dirigentes,

dentro de una tendencia de integración y de negociación “clientelista”. En este sentido, lo religioso-heterodoxo facilita, en una coyuntura de aguda crisis económica, el desplazamiento político hacia nuevos sectores sociales. Sin embargo, no ofrece un nuevo modelo de gestión religiosa y política. En otros términos, el vasto movimiento de recomposición del campo religioso latinoamericano no parece ser portador de una reforma religiosa, intelectual y moral, sino, más bien, de un despliegue de la religión popular. Por ello, la polarización religiosa de las sociedades latinoamericanas no está en vías de llegar a una confrontación entre catolicismo y protestantismo, sino entre el catolicismo institucional y los catolicismos sustitutos. Se trata, sin duda alguna, de una mutación importante, pues, por primera vez en la historia de Latinoamérica, vastos sectores de la población se escapan al control institucional de la Iglesia católica. A su vez, los pentecostalismos y los protestantismos dominantes, exceptuando algunas minorías ecuménicas, tampoco parecen ser portadores de un proyecto de reforma religiosa y política que los convierta en agentes privilegiados de la modernidad, como lo fueron los protestantismos liberales hasta finales de los años cuarenta. Incluso se puede observar que su relación con el protestantismo es poco fructuosa, porque esos movimientos religiosos no aportan a la cultura política latinoamericana nuevos valores religiosos y políticos democráticos. Por lo contrario, parecen portadores de una religiosidad de parche y de un comportamiento político y social cuyo modelo proviene de estilos de poder autoritarios y de mecanismos de dominación corporativa, propios de sus sociedades globales. Por ello, hoy en día, el empleo del término “protestantismo” de manera que abarque esas nuevas expresiones religiosas debe analizarse y definirse.

[1] Bastide, 1970, p. 161. [2] Véase Touraine, 1988. Bourricaud, 1967. Chevalier, 1977. [3] Roberts, 1980. [4] Rouquié, 1987, p. 110. [5] Sobre este tema, véase, por ejemplo, Beozzo, 1991. Dussel, 1986. Para un análisis crítico, basado en datos empíricos, del papel de las comunidades eclesiales de base, cf. Hewitt, 1991. [6] El término “secta” se utiliza en su sentido sociológico. Véase Wilson, 1970 y 1982. [7] Stoll, 1990, pp. 8-9. [8] Dayton Roberts, 1971, p. 99. [9] Para una justificación protestante del compromiso en la revolución, véase Arce, 1965. [10] Cf. sobre esta cuestión Deiros, 1992, pp. 801-802. [11] Misioneros norteamericanos en América Latina, ¿para qué?, 1971. [12] Beaver, 1973, p. 380. [13] Vida y misión de la Iglesia Metodista, 1962. La naturaleza de la Iglesia y su misión en América Latina, 1963. [14] Deudores al mundo, III Conferencia Evangélica Latinoamericana, 1969. [15] Borrat, 1969, pp. 5-12. [16] Costas, 1976, pp. 174-175. Oaxtepec, 1978. Unidad y misión en América Latina, 1980. Cristianismo y Sociedad,

México, 1983, núm. 75, p. 59. [17] Con Cristo un nuevo mundo…, 1942. [18] Sobre los orígenes del MEC, cf. Neely, 1977. [19] Santa Ana, 1990, p. 80. [20] Ibid., p. 81. [21] Citado por Vayssière, 1991, p. 268. [22] Dayton Roberts, 1971, p. 83, y 1978. [23] Cf. International Review of Mission, abril de 1964, pp. 191-200 y 201-208; octubre de 1963, pp. 414-448 y 452-456. [24] Cf. Dayton Roberts, 1978. Rosales, 1966, p. 59. Acción en Cristo por un continente en crisis…, 1969. [25] Véase Stoll, 1990, pp. 122-123. [26] Clade II, documentos finales, 1979, p. 25. [27] Acerca de estos programas, véase Robert Craig, en Miguez Bonino, 1983, pp. 76 y ss. Assman, 1987. Bíblicas. Noticiero bíblico para América Latina, San José, 1982, núm. 24, p. 4. [28] Costas, 1975, p. 42. Padilla, 1991. [29] Cruzada estudiantil y profesional para Cristo, 1982. [30] Stoll, 1982. Dominación, ideología y ciencia social, 1979. Trujillo, 1981. [31] Por otra parte, los demás nuevos movimientos religiosos no se han estudiado. Puede exceptuarse a Hurbon, 1989. [32] Véase De la Torre, 1989. [33] Granados, 1988. Dubuis, 1992. [34] Álvarez, 1992, pp. 26-35. Deiros, 1992, p. 171. Enders, 1992. [35] Deiros, 1992, pp. 170 y 175. [36] Roberts, 1980, pp. 135, 142 y 221. [37] Redfield, 1944, p. 284, y 1952, p. 105. [38] Evans, en Garrard y Stoll, 1993. [39] Sobre los chamulas, véase Excélsior, México, 21 de octubre de 1985; 28 de marzo de 1986. El Universal, México, 5 de abril de 1992. Tejera, 1991. [40] Rouquié, 1987, p . 272. [41] Vargas Llosa, 1989, p. 15. [42] Touraine, 1988, pp. 99-100. [43] Ibid., 1988, p. 207. [44] Véase X Censo General de Población, 1980, México, SPP, 1981. Directorio de Iglesias, organizaciones y ministerios del movimiento protestante en Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Costa Rica y Belice. Procades-Indef, Costa Rica, 1978-1982, 7 vols. [45] Lalive, d’Epinay, 1968. [46] “Diez años de CEPAD”, en Noticias evangélicas. Boletín informativo del Comité evangélico Pro Ayuda al Desarrollo, 1983, núm. 7, pp. 2-7. [47] Ibidem, 1983, p. 4. [48] “Unamos esfuerzos para lograr la paz”, mensaje del comandante Daniel Ortega Saavedra a los pastores evangélicos de Nicaragua, Managua, septiembre de 1982, Managua, Cepad, 1982, 15 pp. [49] “Carta del reverendo Sixto Ulloa al doctor Gustavo A. Parajón, presidente de la junta directiva de CEPAD, Managua, 4 de agosto de 1984”, Archivo Instituto Internacional de Estudios Superiores, México. Expediente “Protestantismo en Nicaragua”. [50] Circular de la Comisión de Relaciones Internacionales de CEPRES, Managua, marzo de 1984. [51] “La nueva Junta Directiva de la Alianza Evangélica de Guatemala”, en La Nación, Guatemala, 17 de julio de 1976.

[52] Richard y Meléndez, 1982, pp. 227-234. [53] Zapata Arceyuz, 1982, pp. 168 y 172. [54] Ibid., p. 173. “Piden la renuncia de asesores de Ríos Montt”, en Unomásuno, México, 5 de julio de 1983. [55] Circular de Carlos Ramírez, International Lovelift, Eureka, California, 1º de septiembre de 1982. [56] Pixley, 1983, p. 9. [57] Mercurio, Santiago, 19 de diciembre de 1974. [58] Véase, Rápidas, Lima, noviembre de 1980, núm. 107, p. 5. Biblicos, boletín bíblico de los grupos zonales y equipos bíblicos, Santiago, año 2, núms. 12-13, septiembre-octubre de 1986, pp. 17-20. Arraya, 1990, pp. 79-82. Padilla, 1992, pp. 47-51. “Los Te deum, centro de la polémica”, en Evangelio y Sociedad, Santiago, 1991, núm. 11, octubre-diciembre, pp. 24-28. [59] Folha de São Paulo, São Paulo, 10 de julio de 1988, p. 11. [60] Ibidem, 1988, p. 11. [61] Freston, en Padilla, 1991, pp. 21-36. [62] “Evangélicos salvadoreños crearán partido”, en Excélsior, México, 24 de marzo de 1991, pp. 2 y 20. Martin, 1990, p. 260. Goodman, 1991, p. 44. “Surge partido de evangélicos”, en El Nuevo Diario, Managua, 28 de febrero de 1991. Padilla, 1992, p. 6. Campaña preelectoral: ¿y los acuerdos de paz?, en Envío, Managua, junio de 1993, pp. 22-23. Roberto Zub, “Protestantismo y política en Nicaragua”, en Amanecer, Managua, 1993, núm. 81, pp. 12-13. ¿Qué es y qué hace el grupo Lerdo?, volante publicitario, México, 1992, 2 pp. [63] Rojas, en Padilla, 1991, pp. 103-117. [64] Washington Post, 11 de abril de 1990. [65] Arroyo y Paredes, en Padilla, 1991, pp. 89-101. [66] Stoll, 1990, pp. 180-217. Martin, 1990, pp. 253-255. Pixley, 1983.

CONCLUSIÓN. CUESTIONAMIENTO Y CONSTRUCCIÓN DEL OBJETO DE ESTUDIO

El estudio de los fenómenos religiosos incluidos en el término genérico “protestantismo” en América Latina y en el Caribe, ha demostrado ser un campo de investigaciones fecundas que ha interesado a sociólogos, antropólogos e historiadores durante los últimos 30 años. El crecimiento exponencial de nuevos movimientos religiosos no católicos romanos a partir de los años cincuenta, y la amplitud de las estructuras constituidas han estimulado la investigación, pero más bien con una tendencia sensacionalista que desde un punto de vista científico. Una manifestación tan compleja y plural de lo religioso heterodoxo se ha reducido, con mucha frecuencia, a un concepto del protestantismo casi siempre carente de sentido crítico. Ahora bien, la multiplicidad de los movimientos religiosos no católicos romanos dista mucho de poder quedar reducida a los protestantismos. Además, habría que analizar la relación existente entre el empleo del término “protestantismo” con una cultura sellada por la Inquisición que modeló el inconsciente colectivo iberoamericano a lo largo de más de tres siglos, para comprender por qué un buen número de investigadores latinoamericanos considera el primer grado de la disidencia religiosa y la reduce, sin más ni más, al protestantismo. Otra actitud frecuente es la que asimila el protestantismo al de movimiento religioso nuevo y al concepto genérico de secta, rara vez estructurados desde un punto de vista sociológico y utilizados, como en el caso anterior, en el primer grado, es decir, partiendo de una cultura producto de una Inquisición que, desde el siglo XVI, ha perseguido en el continente americano a los adeptos de las “sectas de Lutero, Moisés y Mahoma”. Como el Islam nunca se ha asentado en América Latina (excepto en fechas recientes), y como el judaísmo ha sobrevivido gracias a la asimilación “marrana” (conversión ficticia y por la fuerza), el único factor religioso (fuera de las “idolatrías indígenas”) que poco a poco se ha considerado como la esencia misma de la heterodoxia es la herejía luterana y sus diferenciaciones posteriores. Parafraseando a Serge Gruzinski es posible afirmar que, en esa forma, el protestante se une a la “serie de extraviados, de fantasmas y de obsesiones que acosan al elemento imaginario de las sociedades ibéricas, junto con los judíos, los sodomitas y los brujos”.[1] La amalgama de dos términos —protestantismo y sectas— quedó reforzada, durante el siglo XIX, en el contexto del apogeo del ultramontanismo romano y de la lucha contra la modernidad liberal, cuando las “sectas protestantes” fueron denunciadas por los conservadores y por los católicos intransigentes, yendo más allá de las oposiciones de carácter político propias del siglo XIX y que han perdurado a lo largo del presente siglo. En

este sentido, no sorprende que haya surgido el empleo de esos términos a principios de los años sesenta (y que llegue a nuestros días), en la época en que se produjo la polarización ideológica y política violenta de la “Guerra Fría” (1950-1990). Se trataba nuevamente de la asimilación de los términos “protestantismo” y “secta”, pero esta vez tanto en los círculos intelectuales derechistas o izquierdistas como entre la joven generación de investigadores latinoamericanos, para quienes el dogma marxista sustituyó al dogmatismo inquisitorial. En ese clima intelectual, numerosos ensayos se dedicaron a forjar una “teoría de la conspiración” (Stoll, 1984), que no es sino una repetición de los lugares comunes de la cultura inquisitorial, presentes en el inconsciente colectivo, que denuncian a los protestantismos porque se les supone vanguardia del imperialismo norteamericano, porque se supone que están preparando la anexión de América Latina a Estados Unidos, destruyendo la identidad nacional y la unidad de los pueblos latinoamericanos, porque se ve en ellos el principal factor de la aculturación y a los predecesores de la invasión del capital estadunidense, entre otras denuncias.[2] Estos lugares comunes resultan sorprendentes, sobre todo porque desde finales de los años sesenta trabajos importantes de sociólogos (Lalive d’Epinay, 1968 y 1975; Willems, 1967) propusieron una tipología y una interpretación de los movimientos protestantes aún no superadas. En este sentido se debe imputar la proliferación de ensayos acríticos sobre este tema a la poca cultura científica de investigadores que no han asimilado la problemática teórica de la sociología de la religión, y que han sustituido el rigor científico con la pereza intelectual del marxismo o con la cultura inquisitorial católica. A pesar de este enorme handicap que sigue gravitando sobre el análisis de los fenómenos religiosos “protestantes” en Latinoamérica y en el Caribe, se ha logrado algún progreso a partir de los trabajos fundamentales de Lalive d’Epinay y de Williams, orientados en dos direcciones. En primer lugar, ciertos enfoques históricos han permitido comprender a largo plazo los protestantismos latinoamericanos. Además, algunas monografías antropológicas han restituido el carácter sincrético de las disidencias religiosas en el medio indígena, junto con su sentido político y social. Tres trabajos de conjunto sobre los protestantismos latinoamericanos se publicaron en 1990 (Bastian, Martin, Stoll), en los cuales se procuró explicar la enorme expansión religiosa protestante en América Latina durante los últimos 30 años. ¿Hará falta considerar, como yo propuse, el protestantismo en el marco de sus relaciones de larga data con los regímenes políticos y la cultura latinoamericana, y hacer notar que estas relaciones han cambiado desde los años sesenta? O, por lo contrario, ¿convendría reubicarlo en la continuidad de amplias difusiones protestantes anteriores en el contexto inglés (metodismo) y en el contexto estadunidense (pentecostalismo), a manera de prolongación latinoamericana de uno y otro, como lo hizo Martin? O bien, siguiendo a Stoll, ¿hará falta considerar que no se trata de una invasión sino de un despertar evangélico (evangelical awakening) que ofrece a los sectores populares nuevas formas de organización? Los investigadores mencionados tienen esto en común: están seguros de que el fenómeno que abordan es precisamente el protestantismo. Con todo, ninguno se formuló interrogantes sobre el objeto propiamente dicho. Por ello, en el marco de esta conclusión, me dedicaré a formular preguntas sobre nuestro objeto, partiendo de esta hipótesis: la efervescencia religiosa heterodoxa que estamos presenciando en América Latina no se ubica a manera de continuidad del protestantismo

liberal. Más bien constituye un nuevo despliegue de la “religión popular”, de los catolicismos rurales sin sacerdote. Por tanto, en vez de hablar de protestantismo convendría preguntarse si los protestantismos latinoamericanos, presentes desde hace más de un siglo, están viviendo una mutación. Ciertamente, esta mutación es la que se observa en el conjunto del campo religioso, estrepitosamente liberado por las transformaciones económicas y sociales impuestas a las sociedades latinoamericanas a partir de los años sesenta. Esta mutación es, asimismo, la de los protestantismos latinoamericanos que rompieron con su herencia liberal. En este sentido, las investigaciones llevadas a cabo recientemente invitan a formular una doble pregunta: ¿se puede seguir hablando de protestantismo al referirse a los fenómenos religiosos pentecostales presentes en el seno del campo religioso latinoamericano? Estos fenómenos, ¿continúan formando parte de una “lógica protestante”, o, por lo contrario, son milenarismos y mesianismos, similares a otras expresiones religiosas subalternas que proliferan en el marco de la destrucción de las sociedades tradicionales? Para comprender el sentido de la mutación en curso, recordaré las principales características de la herencia liberal de los protestantismos, tal y como se han podido constatar durante más de un siglo. A continuación formularé preguntas sobre los movimientos religiosos contemporáneos, a menudo incluidos globalmente en la denominación “protestantismo”, y procuraré apreciar sus diferencias y su sentido.

RELACIÓN CON LA HISTORIA La historiografía latinoamericana reciente, al subrayar la larga duración y la permanencia de ciertas mentalidades y estructuras mentales, permite observar los elementos constantes en las prácticas políticas y sociales latinoamericanas. En particular, el corporativismo que impregna todas las prácticas sociales se considera como fruto de una doble herencia prehispánica y colonial. El concepto aristotélico-tomista del orden social como orden natural, jerárquico, vertical, integral e integrado, fortaleció los valores y prácticas prehispánicas, y produjo una cultura colonial autoritaria del tipo ancien regime.[3] El orden social “natural” fue, ante todo, un orden racial, para el que la jerarquía descendente legitimaba la dominación del español sobre el indio, el negro y las castas. La preeminencia racial del blanco contra los indios se conservó prácticamente intacta después de las independencias políticas de principios del siglo XIX, cuando las élites criollas, blancas, sustituyeron al poder ibérico. Desde entonces, su dilema consistió en modernizar las sociedades latinoamericanas, pero conservando sus privilegios y el control sobre las masas indígenas y negras . En la lucha contra las fuerzas sociales centrífugas, el catolicismo demostró que era el factor esencial de cohesión de las nacionalidades aún débiles. De ahí provino el problema fundamental de la primera generación de liberales moderados: ¿cómo reconciliar el catolicismo, cada vez más ultramontano, con la modernidad liberal, sin destruir la bóveda que abarcaba las prácticas y las mentalidades corporativas, esto es, la Iglesia católica? Ante el “intransigentismo” (Poulat) católico, algunas minorías liberales radicalizadas intentaron resolver el problema imponiendo por la fuerza de las armas constituciones liberales y la secularización obligada de la mentalidad tradicional de

las masas y de las sociedades “profundas”. Este conflicto dio un carácter trágico al liberalismo latinoamericano que sólo pudo desenvolverse combatiendo la cultura religiosa católica, sin llegar a descubrir un sustituto religioso liberal que llegue a las masas. En América Latina, la modernidad liberal no pudo asentarse en una reforma religiosa que habría permitido, andando el tiempo, una mutación de las mentalidades corporativas. Quizá a ello se debe, en parte, que a continuación de los ensayos de reforma democrática surgieran los liberalismos autoritarios y oligárquicos, los populismos neocorporativos y los caudillismos de todo tipo.[4] En este marco de las relaciones conflictivas entre las estructuras mentales profundas de las sociedades latinoamericanas y la modernidad liberal y democrática, surgió desde la época colonial, pero aún con mayor fuerza en el siglo XIX, la “cuestión protestante”. Es un problema que se planteó a las élites criollas[5] desde principios del siglo XIX, a través del libre comercio y de la voluntad de poblar las colonias. Por eso la cuestión de la tolerancia religiosa y su corolario radical, la libertad de cultos, se halló en el centro de los debates políticos de las élites liberales de la primera mitad del siglo XIX.[6] Ahora bien, sólo cuando por la fuerza de las armas se pudieron imponer los grandes principios liberales, en particular el de la separación de la Iglesia y del Estado y el de la libertad de cultos, surgió un protestantismo latinoamericano. Este protestantismo no vino de fuera, como quiere cierta hagiografía protestante o como lo supone el criterio superficial de numerosos trabajos, sino del interior mismo de las minorías liberales radicales. La aportación de ciertos trabajos —Gueiros Vieira (1980), Ramos (1986) y Bastian (1989 y 1990) consiste en haber demostrado que en Brasil, en Cuba y en México proliferaron, desde los años cincuenta del siglo XIX, cismas católicos no romanos y asociaciones católicas evangélicas que tomaron como modelo a las logias francmasonas, organizadas por los liberales radicales latinoamericanos antes de que llegara ningún misionero latinoamericano. Dicho en otra forma, preexistían las estructuras religiosas disidentes, que en buena parte fueron rebautizadas como metodistas, presbiterianas, bautistas, etc., al cabo de negociaciones entre misioneros y liberales religiosos disidentes. Estas negociaciones tuvieron por objeto fortalecer las estructuras preexistentes y activar su expansión, invariablemente limitada a una geografía liberal popular, con lo cual se recuperaba el apoyo económico de los misioneros para el desarrollo de una prensa religiosa liberal radical, de escuelas y de modelos democráticos de gestión religiosa. Estas operaciones se realizaron partiendo de la cultura política liberal de los actores protestantes latinoamericanos, y se asimiló a la lucha contra la sociedad profunda, corporativa y católica. Por ello, junto con Lutero, Calvino o Wesley, los símbolos del protestantismo liberal fueron Juárez, Sarmiento o Martí, con lo cual se desenvolvió un protestantismo latinoamericano portador de valores liberales. Insistiendo en el carácter fundamentalmente endógeno de los protestantismos liberales latinoamericanos del siglo XIX (exceptuando, por supuesto, los “protestantismos de trasplante” de los inmigrantes europeos del sur del continente), se puede comprenderlos dentro de la lógica asociativa de otras sociedades de idea contemporáneas suyas.[7] En efecto, esos protestantismos participaron de una efervescencia asociativa en el interior de la sociedad civil que vio surgir otras asociaciones similares endógenas, si bien articuladas a redes asociativas exógenas: esto es, las logias, los círculos espiritistas y las sociedades mutualistas. Estas

formas nuevas de asociación atrajeron a sectores sociales en transición (obreros, pequeños terratenientes, empleados, maestros de escuela, etc.), principalmente mestizos, cuya precaria situación económica los oponía al orden social tradicional (el de la hacienda) y a las oligarquías criollas que imponían un desarrollo económico autoritario. Para los sectores sociales en transición, las asociaciones protestantes, junto con las otras sociedades de idea, sirvieron de espacio de individualización y de inculcación de prácticas y valores democráticos, en el seno de una sociedad global holística, cuyas estructuras siguieron siendo corporativas y cuyos actores sociales y políticos eran colectivos. Con sus sínodos, asambleas, conferencias generales y convenciones, las asociaciones protestantes crearon y desarrollaron contramodelos societales, y fueron verdaderos laboratorios de gestación de la modernidad, tanto a través del igualitarismo de las relaciones sociales (sociedades de hermanos) como mediante las prácticas democráticas de gestión de lo religioso, las cuales precedieron o acompañaron a reivindicaciones similares dirigidas al orden social global. De ahí provino la participación constante de los actores protestantes en las grandes luchas democráticas liberales y burguesas, antioligárquicas y antiautoritarias, durante todo un siglo, hasta finales de los años cincuenta. Como subrayamos anteriormente, los miembros de las congregaciones protestantes latinoamericanas se colocaron del lado de las fuerzas democráticas, en el seno de las luchas republicanas y antiesclavistas en Brasil (1870-1889); durante los movimientos independentistas cubanos (1868-1898); en la Revolución mexicana (1910-1920), y también en los movimientos de oposición a la dictadura de Porfirio Díaz que la precedieron (1876-1910); apoyaron a los “tenientes” brasileños de los años veinte y treinta, y al movimiento “civilista” peruano (1920-1940); se colocaron del lado de Arbenz y de la revolución agraria guatemalteca, y, desde el primer momento, en el bando de la Revolución cubana (1953-1961). Esta visión política y social de los protestantismos liberales latinoamericanos aparece tanto en la obra del misionero John A. Mackay como en la de algunos intelectuales protestantes latinoamericanos (Rembao, Báez Camargo, Navarro Monzo), o en la revista La Nueva Democracia (1920-1963), en la cual se forjó la identidad de los protestantismos como agentes de una reforma religiosa, intelectual y moral, concebida como fundamento necesario de la modernidad democrática esperada por esos actores protestantes.[8] Lo que sorprende al historiador es la cohesión y la homogeneidad, la posición política de los protestantismos hasta finales de los años cincuenta, sobre todo si se les compara con los protestantismos de los últimos 30 años, polarizados en dos sectores antagónicos de izquierda y de derecha, “progresistas” y “conservadores”. Parece que, hasta finales de los años cincuenta, el protestantismo latinoamericano surgido de la cultura política del liberalismo radical, a la que fortaleció, representó un papel de sociedad de idea, con la esperanza de propagar en el conjunto de la sociedad los ensayos realizados en los templos y en las escuelas, donde se creaba un pueblo nuevo, ultraminoritario, de ciudadanos, actores sociales representables en el seno de la esperada democracia liberal. Esta relación entre el protestantismo latinoamericano con el liberalismo radical, permite interrogar con mayor decisión a los actuales fenómenos religiosos efervescentes denominados “protestantes”. En efecto, ¿no son los pentecostalismos contemporáneos más bien fruto de la desestructuración de las sociedades latinoamericanas que expresión de continuidad de un proyecto de reforma protestante en América Latina?

También podría preguntarse si los pentecostalismos no son lo contrario del modelo de las sociedades de idea, mientras que éstas surgieron de la cultura política de las minorías liberales radicales y pusieron en duda el orden y las mentalidades corporativas, las disidencias religiosas “protestantes” contemporáneas más bien provienen de la cultura religiosa popular, católica y shamánica y no ofrecen ningún contramodelo del corporativismo; por lo contrario, lo refuerzan, lo cual explica su éxito y su propagación exponencial. Esto es lo que ahora deseo discutir.

CUESTIONAMIENTO Y CONSTRUCCIÓN DE NUESTRO OBJETO DE ESTUDIO No se puede iniciar el análisis de los protestantismos latinoamericanos actuales sin recurrir, ante todo, a los trabajos fundamentales, y hasta la fecha no superados, de Lalive d’Epinay y de Willems. Fueron los primeros en observar, partiendo del fenómeno protestante, la mutación acelerada del campo religioso latinoamericano de los años sesenta. Es verdad que hoy saltan a la vista las limitaciones de la obra de Lalive d’Epinay porque se concretó a un espacio regional (Chile y Argentina), atípico en un continente indígena, negro y mestizo, y a un objeto estrictamente protestante; con todo, planteó cuestiones esenciales. Por una parte, elaboró una tipología que sitúa los protestantismos sectarios actuales en el continuum culto-secta-iglesia, y que permanece operante con el fin de clasificar el amplio espectro de los movimientos religiosos. Por otra parte, al contrario de Willems, es el primero que percibió el proceso de aculturación de los protestantismos sectarios en prácticas y valores de la religión y de la cultura populares. En el marco de una teoría de la crisis económica y social y de la correspondiente anomia que de ahí proviene, Lalive d’Epinay percibe las sociedades protestantes de tipo sectario como contrasociedades en cuyo seno se reconstruía lo que él llama “el modelo de la hacienda”. En el interior de la sociedad religiosa sectaria, sitúa también el papel del pastor-patrón, cuyo pattern de gestión religiosa es autoritario y antidemocrático. Como los protestantismos sectarios constituyen desde finales de los años sesenta la mayoría de los protestantismos, Lalive d’Epinay destacó claramente la tendencia a la aculturación corporativa de los protestantismos, pero no precisó el rompimiento con el modelo protestante anterior (sociedad de idea) que ello implicaba. Así, abordó la cuestión de los protestantismos sectarios en el sentido de la continuidad y de la reelaboración de la cultura religiosa popular, y se preguntó si no se debería interpretar esos protestantismos a la vez “como reforma del catolicismo popular” y “como renovación interna del protestantismo”. Situó muchos de esos protestantismos sectarios dentro de “un panorama de religiones populares, al lado de los animismos, de los espiritismos, de las religiones afroamericanas, de los mesianismos, de las formas populares del catolicismo construidas en torno de los santuarios…”,[9] pero los diferenció al considerarlos como movimientos de reforma religiosa. Mientras que Willems explicaba el crecimiento de los protestantismos recurriendo a la urbanización y a la racionalización de la vida cotidiana, Lalive d’Epinay constataba la implantación tanto rural como urbana, de los protestantismos sectarios, y los colocaba dentro de la lógica de la adaptación a las mentalidades populares. De ahí proviene el análisis de su

relación con lo político, que Lalive d’Epinay definió como “desasimiento conformista”, y al que calificó de “modalidad pasiva de la función de atestación”.[10] Desde los trabajos de Lalive y de Willems, han proliferado los estudios sobre el tema, en particular los realizados por antropólogos en ciertas sociedades indígenas (Miller, 1980; Muratorio, 1981; Fajardo, 1980, entre otros). Sólo en fechas muy recientes se lograron enfoques de conjunto con base en esos estudios. Fuera de la perspectiva histórica que yo desarrollé (Bastian, 1990), otros dos enfoques globales, uno antropológico (Stoll, 1990) y el otro sociológico (Martin, 1990), procuraron captar el sentido del fenómeno. Stoll (1990), con base en observaciones realizadas en Guatemala, en Nicaragua y en Ecuador, considera que estamos frente a una expansión del protestantismo que ofrece “una forma nueva de organización y nuevas maneras de expresar la esperanza”, y que, a la vez “proporciona nuevos dirigentes a los movimientos populares”. Según este último, no es que el protestantismo se haya hecho latinoamericano, sino que América Latina ha optado por el protestantismo. En esta misma línea, Martin (1990), con base en una amplia bibliografía, constata, a su vez, lo que denomina la “explosión del protestantismo en América Latina”, proveniente de los pentecostalismos. Para Martin los pentecostalismos latinoamericanos son expresión de un continuum protestante efervescente, que abarca desde el metodismo inglés del siglo XVIII hasta el pentecostalismo norteamericano de principios del siglo XX y los pentecostalismos y protestantismos latinoamericanos de nuestros días. Para este autor, la explosión protestante en Latinoamérica es, por consiguiente, una señal tangible de la vitalidad de la cultura religiosa protestante y anglosajona, y de una aculturación progresiva de las masas latinoamericanas hacia esta última, según un paradigma recurrente de los contextos sociopolíticos inglés, estadunidense y, hoy en día, latinoamericano. Esta marea pentecostal que cubre a América Latina, es la premisa de una reforma religiosa, política y social de larga duración, orientada hacia la secularización y la racionalización del comportamiento y de los valores populares. La problemática desarrollada por Stoll y Martin, vista en conjunto, amplía y matiza, pero sin modificar ni superar los análisis de Lalive, quien ya había considerado a los pentecostalismos como portadores de una reforma de la religión popular latinoamericana. Por ello, considerando que las preguntas formuladas por Lalive d’Epinay y las conclusiones a las que con ellas se llega son fundamentales para la presente discusión, sin embargo las prolongaré y haré su crítica, dialogaré con otras interpretaciones, y expondré cuatro tesis, con el fin de estimular la discusión y de hacer progresar la problemática. a) La expansión de las sociedades pentecostales y de los nuevos movimientos religiosos no corresponde ni “a una reforma del catolicismo popular ni a una renovación interna del protestantismo” pero sí constituye una renovación de la religión popular en el sentido del parche (bricolage) que lleva consigo una aculturación de los protestantismos históricos hacia las prácticas y los valores de la cultura católica popular. Durante los años setenta, cuando estaba de moda el tema de la religión popular, varios investigadores subrayaron la autonomía relativa de las prácticas religiosas populares frente al control de la jerarquía católica, en el sentido de una yuxtaposición de prácticas articuladas pero no integradas.[11] Es posible que tanto la evolución centralizadora y vertical del catolicismo (“romanización”) como la destrucción de las relaciones sociales de producción tradicionales en el medio rural y las correlativas migraciones, hayan favorecido las

experiencias de reelaboración simbólica por parte de sectores subalternos de las sociedades latinoamericanas. En esta perspectiva interpretativa, puede resultar fecunda una hipótesis propuesta por Pierre Chaunu en 1965. Según este autor, los protestantismos populares serían más bien verdaderos catolicismos de sustitución que llenan un vacío. Por ello escribe: “este protestantismo radical, sin exigencia dogmática, enteramente sometido a la inspiración, totalmente entregado al instante de Dios, ¿no se acerca, mirando bien las cosas, al catolicismo sin sacerdote que practica una parte de las masas?”[12] En su más reciente libro, David Stoll (1990), también interpreta los movimientos protestantes latinoamericanos como una reorientación (rechanneling) “de la religiosidad popular del catolicismo”.[13] Varias monografías dedicadas al estudio de los pentecostalismos en el medio indígena, demuestran la plausibilidad de la hipótesis. Así, entre los indios tobas del Chaco argentino, Miller (1969), Wright (1983, 1984, 1988) y Santamaría (1990) han constatado la continuidad de las prácticas religiosas shamánicas y las de los pentecostales, a manera de parche (patchwork) religioso. Para Wright, la creación (1961) de la Iglesia evangélica toba unida, dirigida por una jerarquía religiosa indígena, según las normas tradicionales del poder simbólico y político, “representa un ensayo de legitimación de ciertos aspectos de la cultura, a través de un lenguaje y de una identidad reconocidos y aceptados por la sociedad global, no indígena, que discrimina sin tener en cuenta las normas autóctonas de la comunicación”.[14] Según Santamaría, se trata de una estrategia de adaptación que redefine la etnicidad a través de un culto nuevo, cristiano como la sociedad global, “pero que, a través de sus propias manifestaciones simbólicas, se sitúa en el ambiente religioso ancestral”.[15] En América Central, Samandu (1988 y 1989) comprobó esa misma continuidad al recalcar que las “creencias pentecostales hacen posible la libre expresión del mundo religioso popular habitado por demonios, espíritus, revelaciones y curaciones de origen divino […], de tal manera que los creyentes reconocen en el pentecostalismo “su” religión, con profundas raíces en la cultura popular, despreciada desde hace mucho como superstición por las clases cultas y educadas”. Esta aculturación de los pentecostalismos no es una característica que se pueda atribuir exclusivamente a ellos pues la mayor parte de las iglesias protestantes históricas, a lo largo de los últimos 30 años, se han “pentecostalizado” adoptando prácticas efervescentes, con lo cual se han asegurado una progresión numérica constante e incluso una base rural indígena. Este es el caso, por ejemplo, de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México, firmemente arraigada hoy en día entre los mayas de Yucatán y de Chiapas. Fajardo (1987) ha puesto de relieve una progresión similar del presbiterianismo entre los indios mayas ixil de la vecina Guatemala.[16] Para percibir más a fondo el proceso de aculturación, es necesario reponer las diversas expresiones de los “protestantismos” actuales en el espacio de la oferta religiosa donde, como en el caso de la aldea brasileña de Santa Rita, “ninguna oferta de servicio religioso ha logrado imponer su hegemonía, y en donde la movilidad religiosa y la pluralidad de creencias” a menudo caracterizan a las prácticas populares.[17] Es preciso hablar de una “dinámica de la interacción de las diversas religiones del pueblo”, como lo comprobó Fonseca (1991) en el marco de un estudio sobre un barrio popular de Porto Alegre, en el estado brasileño de Rio Grande do Sul. Los pentecostales eran antiguos “católicos”; y otros, entre los interlocutores de ese barrio, con los que habló Fonseca, eran antiguos pentecostales.

Dicho en otra forma, los protestantismos populares contemporáneos participan de una cultura religiosa del parche, dentro de la cual “es frecuente el paso de una iglesia a otra; los fieles de la asamblea de Dios van a menudo al terreiro de la umbanda pero con mucho menos frecuencia en una iglesia católica”.[18] Esta permanencia de rasgos de la cultura religiosa popular en el seno de los protestantismos latinoamericanos actuales ya había sido observada atinadamente por Roger Bastide en 1973 cuando escribió: lo que más llama mi atención, como etnólogo, es el proceso de aculturación del protestantismo por la cultura católica de masas: los seminaristas protestantes llevan cadenas con cruces e incluso medallas religiosas; hombres y mujeres se separan en dos grupos, uno frente al otro, los templos; las fiestas (con el pretexto de reunir fondos) representan un papel más importante que los estudios bíblicos; el “caudillismo” hispánico se conserva a través de los conflictos de diversas iglesias, reinterpretados únicamente en forma de dogmas o de diferencias litúrgicas; la indiferencia institucional conquista a las nuevas generaciones, por lo cual muchos individuos son, hoy en día, a la vez católicos y protestantes, o protestantes y espiritistas, o bien se vuelven personas ajenas a la vida de las iglesias en que fueron bautizados.[19]

La asimilación de los protestantismos latinoamericanos por la cultura religiosa y política de los milenarismos y de los mesianismos, queda ahora de manifiesto más en la continuidad que en el rompimiento con el universo religioso y cultural de las sociedades donde prosperan. Por esta razón cabe preguntar si hay motivo para emplear el término protestantismo cuando se habla de esos movimientos, o si se trata más bien de nuevos movimientos religiosos, sincréticos que se inscriben en la estrategia de una eficacia simbólica de resistencia o de adaptación a la modernidad, a través de un parche religioso producido por los sectores subalternos de las sociedades latinoamericanas. b) Los protestantismos populares y los pentecostalismos sincréticos ofrecen un espacio más eficaz de resistencia y/o de adaptación a la modernidad que los catolicismos populares. Desde hace unos 10 años, algunos investigadores han observado el crecimiento de los pentecostalismos en sociedades rurales donde los conflictos políticos relacionados con el régimen de la propiedad son violentos. Varios estudios sobre el tema ponen de manifiesto el creciente control caciquil ejercido por las élites rurales, mestizas y/o indígenas, las cuales, a través del catolicismo popular y de la gestión del sistema simbólico religioso, conservan un poder absoluto y el monopolio de la tierra, del comercio y de la estructura política de la sociedad rural.[20] Frente al carácter monolítico de las estructuras políticas, verticales y autoritarias, reforzadas por el catolicismo popular desviado de sus funciones de reciprocidad y de redistribución, los nuevos movimientos religiosos “protestantes” se han convertido en una de las únicas opciones del rompimiento. Garma (1986), en su estudio pionero sobre los protestantismos en la Sierra norte de Puebla, México, demostró que, frente a las élites mestizas que controlaban la comercialización del café y el poder político a través del catolicismo popular, los indígenas optaron, desde los años sesenta, por las prácticas religiosas “protestantes” con el objeto de estructurar un contrapoder. Los dirigentes “protestantes”, adictos a las prácticas religiosas sincréticas, representaron una renovación del liderazgo político-religioso en la región, en el sentido de que se puso en duda el poder mestizo. En el noreste de Brasil, Reyes Novaes (1985) también subrayó la participación activa de los pentecostales en las ligas campesinas de Francisco Juliao, movimiento de reivindicación y de reforma agraria de los años sesenta. En fecha más reciente, en la provincia ecuatoriana de

Chimborazo, la reforma agraria de los años ochenta estuvo acompañada de una explosión de movimientos religiosos “protestantes”, a los que varios antropólogos (Casagrande, 1978; Muratorio, 1980 y 1981; Santana, 1981 y 1983) consideran como “una revitalización étnica”, tanto de cara a los grandes terratenientes como contra una Iglesia católica que, paradójicamente, en la diócesis de Riobamba, era progresista. Contra los monopolios de la tierra y de la religión, la Asociación Indígena Evangélica del Chimborazo se convirtió, a partir de las elecciones de 1984, en un “espacio donde se pueden manifestar las reivindicaciones fundamentales de los quechuas”.[21] En el sur de la vecina Colombia, entre los indígenas páez y guambianos, Rappaport (1984) también observó que los “protestantismos fortalecían la identidad étnica al permitir actos de culto sin intermediario no indígena, y “al integrar sus nuevas creencias a los sistemas de pensamiento tradicionales, en particular los aspectos que legitiman y estructuran su actividad política orientada hacia la autodeterminación”.[22] Estos estudios específicos permiten hablar de un mecanismo de resistencia activa a través de la adopción de prácticas religiosas “protestantes” vinculadas con un “simbolismo creativo”, el cual permite reestructurar la identidad del grupo dominado en el sentido de la modificación de la relación de fuerza política con los sectores sociales hegemónicos, con la esperanza de obtener así ventajas a corto y a largo plazos. Puede igualmente preguntarse si esos protestantismos rurales e indígenas “protestatarios” encajan dentro de la larga duración de los milenarismos y de los mesianismos, sobre los cuales Pereira de Queiroz (1968) propuso una tipología donde se distinguen los movimientos restauradores de los reformistas y de los subversivos. Curry (1967 y 1970), a su vez, también había percibido el paralelismo entre el pentecostalismo y el mesianismo en el sertão brasileño. Ahora bien, los protestantismos sectarios no son únicamente portadores de un conformismo pasivo, como dice Lalive d’Epinay, sino que, sobre todo en el medio rural e indígena, son manifestaciones de una resistencia activa en los contextos de aceleración de las diferencias sociales a través de la modernización. Reflexionando incluso sobre este análisis se vería que el conformismo pasivo es uno de los aspectos de la resistencia de los sectores subalternos de la sociedad. Esta resistencia “pasiva” puede llevarse a cabo, como señala Hurbon (1988), en el marco de los nuevos movimientos religiosos del Caribe, “mediante una labor secreta del sistema de símbolos y de imágenes, con el fin de producir una cultura (caribeña) irreductible a la cultura occidental”.[23] Por un proceso de “legitimación o de rechazo de los núcleos simbólicos y de las imágenes tradicionales, el converso participa en un proceso de alejamiento de los valores dominantes”.[24] Con todo, es cierto que la principal manifestación de la resistencia y del conformismo pasivo se encuentra, como lo señala Lalive d’Epinay, en la protección que ofrece la sociedad religiosa sectaria al individuo, al encerrarlo en una contrasociedad y en una cultura religiosa subalterna. Desde nuestro punto de vista, la comprensión del conformismo pasivo debe ampliarse discutiendo su relación con la cultura política y religiosa dominante, impulsada por factores simbólicos corporativos, autoritarios y antidemocráticos que se encuentran, idénticos, en el seno de las sociedades religiosas “protestantes”. c) La cultura religiosa y política de los pentecostalismos y de los “protestantismos” latinoamericanos actuales es autoritaria y vertical.

Los estudios realizados acerca de las sociedades religiosas pentecostales, rara vez han retomado explícitamente las consideraciones de Lalive d’Epinay sobre el modelo religioso trasladado de la hacienda y sobre el pastor-patrón. Este autor intentó mostrar el carácter innovador del liderazgo protestante multiplicando las posibilidades de asumir un poder, al contrario del caso de la hacienda, pero no destacó suficientemente los elementos de continuidad debidos a las prácticas y valores reproducidos, intrínsecos a la cultura política y religiosa, tradicional y corporativa. En la actualidad, la mayor parte de las iglesias pentecostales tiene dirigentes que son jefes, propietarios, caciques y caudillos de un movimiento religioso creado por ellos mismos, y transmitido de padres a hijos siguiendo un modelo patrimonial y/o nepotista de reproducción. Éste es el caso de la gran Iglesia pentecostal Brasil para Cristo y de la Iglesia de la Luz del Mundo, en México, como ya indicamos. Asimismo subrayamos que el jefe de la sociedad pentecostal de los “Israelitas”, en Perú, se hace llamar “Gran Compilador Bíblico, Misionero General, Grande y Único Guía Espiritual, Profeta de Dios, Maestro de Maestros, Espíritu Santo y Cristo de Occidente”.[25] Este mesianismo, típico de las grandes sociedades pentecostales, reaparece en todos los escalones de la jerarquía religiosa pentecostal, comenzando desde el nivel la congregación local, donde el pastor, además de propietario del templo y del terreno en el cual consolidó su empresa religiosa iniciada a menudo en la calle, es asimismo amo absoluto. También Gutwirth (1991) constató, en el modestísimo público de las sociedades pentecostales de Porto Alegre, la aceptación pasiva de prácticas autoritarias: parece que este público busca y encuentra en los templos certezas sobrentendidas en una aprehensión del mundo a la vez muy estereotipada y muy limitada; se pliega […] sumisamente al autoritarismo de los pastores, los cuales toman a su cargo la forma de conducir su vida y la manera de pensar de los fieles. […] El milagro, y en segundo lugar el exorcismo, son elementos mayores de un sistema religioso de tendencia despótica dirigida por un líder “carismático” […], a quien, a su vez, relevan los dirigentes locales de las iglesias.

Como hace ver Wright en el caso de los pentecostales tobas, “se reconoce a los dirigentes religiosos por su ascendiente sobre los demás miembros. Este ascendiente se basa en poderes de origen sobrenatural —el contacto con la divinidad—, y también en su prestigio social y económico”.[26] Haría falta poder analizar con mayor rigor, a la manera de Kamsteeg (1990), las redes de reciprocidad y redistribución que dimanan de los dirigentes pentecostales con el fin de percibir hasta qué grado éstos operan dentro de la lógica de la cultura política y religiosa corporativa tradicional. Su función político-religiosa de captadores y vendedores de votos determina la diferencia absoluta entre su cultura política y la de los actores protestantes surgidos del liberalismo popular del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX. La aculturación de tipo autoritario también afecta a los protestantismos históricos que, además de haberse parcialmente “pentecostalizado”, han asimilado la cultura política corporativa que rompió con los modelos protestantes anteriores provenientes de la cultura política del liberalismo radical. Una tesis reciente (Carrasco, 1988), pone de manifiesto vigorosamente el proceso de “episcopalización” de los cuadros dirigentes bautistas latinoamericanos. Concluye Carrasco diciendo que las “iglesias evangélicas bautistas están dirigidas por una élite de tendencia oligárquica, que capitaliza un poder simbólico y una autoridad tradicional en función de una visibilidad institucional continua”.[27] Esta

aculturación de una de las sociedades protestantes más radicales por su modelo congregacionalista revela una realidad que afecta a la mayor parte de las sociedades protestantes históricas, exceptuando, quizá, los protestantismos de trasplante del sur del continente. Se encuentra, en cambio, el mismo modelo autoritario girando en torno de un individuo fundador y patrón en el seno de la mayor parte de los centros de estudios ecuménicos, dependientes del CEI, fundados por doquier en América Latina durante los años cincuenta y sesenta.[28] En los casos específicos de las empresas corporativas ecuménicas, la abundancia de las aportaciones económicas permite situar el control autoritario en los mecanismos de redistribución y de reciprocidad que refuerzan el poder absoluto del “patrón” ecuménico. Como aún no se ha escrito una sociología de este “ecumenismo práctico”, por ahora puede constatarse, junto con Carrasco, que “la episcopalización de las iglesias evangélicas coloca a los dirigentes en una situación de preeminencia social”, a lo cual añado que esto sucede de conformidad con las normas de la cultura política corporativa dominante. Hemos podido constatar, en el marco del análisis comparado de los protestantismos populares de Nicaragua y de Guatemala, la similitud de su comportamiento político, independientemente de las opciones políticas de derecha o de izquierda de regímenes militares regidos por mecanismos de dominación corporativa semejantes entre sí. Intentamos mostrar que el conjunto de los protestantismos de esos dos países entraba en una relación de clientela privilegiada de un Estado patrón, en el momento en que se acentuaban las tensiones entre la Iglesia católica y el Estado.[29] Bien puede ya afirmarse que el conformismo pasivo, lejos de ser únicamente un fenómeno de repliegue sobre sí mismo, constitutivo de la contrasociedad religiosa, es, de hecho, un elemento clave de la dinámica corporativa de los protestantismos contemporáneos. Estos movimientos religiosos subalternos entablan negociaciones con el Estado en la medida en que pueden esperar un fortalecimiento de su posición dentro del campo religioso, frente a la Iglesia católica detentadora del monopolio. Estas negociaciones se llevan a cabo siguiendo la misma lógica corporativa que adopta la sociedad global. Por esta razón el liderazgo pentecostal ha podido, en ciertos países del continente, afirmarse como clientela política de regímenes autoritarios, en el sentido tradicional de mediador corporativo.[30] En Brasil, tanto Alves (1985), en lo relativo a los presbiterianos, como Hoffnagel (1979) en lo concerniente a las Asambleas de Dios, han mostrado que los dirigentes protestantes animaron a sus seguidores a votar en 1974 por la dictadura militar, con el fin de lograr privilegios y empleos en la administración. Esta idea también la sostiene Rolim (1985) al observar que “los creyentes pentecostales se postularon como candidatos de un gran partido gubernamental, creyendo que este último disponía de muchísimos medios para conceder favores y para responder a las reivindicaciones”.[31] Otro especialista en el movimiento pentecostal brasileño se expresó en el mismo sentido acerca de la permanencia de las mentalidades corporativas en el seno de los pentecostalismos de la región de São Paulo, constatando que, “para los evangélicos, tener un representante en el concejo municipal significa ‘abrir un espacio’ a sus intereses específicos dentro de la administración pública, particularmente cuando se trata de concesiones de terrenos, transportes, etc”.[32] Un pentecostal de la región de Río de Janeiro sintetizó vigorosamente esta mentalidad política tradicional presente en los protestantismos latinoamericanos

contemporáneos: “votar por el candidato de los partidos del gobierno, y de preferencia por el candidato evangélico, equivale a contar con un apoyo que nos favorece”.[33] Con base en el éxito político obtenido por los dirigentes religiosos en las elecciones brasileñas (de 1986 y 1992) y en las peruanas (de 1990), se puede hoy aventurar la hipótesis de que los protestantismos y los pentecostalismos latinoamericanos ya no son portadores de una cultura religiosa y política democrática, sino que, por lo contrario, han asimilado la cultura religiosa y política autoritaria, y se desenvuelven dentro de la lógica de la negociación corporativa.[34] Esto explica, en gran parte, el surgimiento de políticos que han aprendido a utilizar las redes asociativas heterodoxas al modo clientelista, entre ellos Alberto Fujimori, en Perú (1990) y Jorge Serrano Elías, el primer presidente protestante latinoamericano elegido “democráticamente” en Guatemala, en enero de 1991. Al mismo tiempo, la capacidad negociadora de los dirigentes protestantes y su habilidad para transformar sus clientelas religiosas en clientelas políticas los impulsa en los círculos de poder, como sucedió en las elecciones peruanas en 1990. Aun cuando el desplazamiento político hacia esos sectores pueda explicarse por la coyuntura de la crisis económica de los años ochenta, la experiencia política que están adquiriendo y el crecimiento exponencial de sus clientelas, los convertirán, durante largo tiempo, en actores políticos que necesariamente habrán de tenerse en cuenta en el marco de una cultura política corporativa “de pluralismo limitado”, que no está a punto de quedar remplazada por una cultura política democrática (Hermet, 1973). d) El vínculo de los “protestantismos” latinoamericanos con los protestantismos norteamericanos está condicionado por intereses endógenos. Queda por elucidar un problema importante: el de los vínculos entre los movimientos protestantes latinoamericanos y los protestantismos internacionales. Es un terreno aún virgen, exceptuando numerosos folletos, producto de la “teoría de la conspiración”. Habría que abordar esta relación desde una perspectiva comparativa, partiendo de esta afirmación: todo el campo religioso latinoamericano se vincula con intereses religiosos internacionales, incluyendo tanto a la Iglesia católica como a los protestantismos y los nuevos movimientos religiosos. Es posible que los protestantismos populares, considerando su sincretismo y su posición subalterna en el campo religioso, se hallen menos influidos que la Iglesia católica por procesos de decisiones exógenas al campo religioso latinoamericano. Por otra parte, trabajos antropológicos recientes han destacado suficientemente el carácter sincrético de los protestantismos rurales, de manera que es posible subrayar los límites de la vinculación con los protestantismos internacionales. Pero ésta, en efecto, existe, y merece ser analizada en el marco del estudio de las burocracias urbanas de las iglesias protestantes, sobre todo del sector evangélico. Particularmente habría que estudiar el empleo selectivo de la ayuda financiera protestante internacional, y analizar las relaciones “ecuménicas”, consideradas como refuerzo de las estructuras corporativas de poder de las sociedades protestantes latinoamericanas. Igualmente habría que preguntar si los protestantismos de trasplante del “cono sur” y las sociedades protestantes herederas del proyecto liberal, reunidas dentro del CLAI, quedan fuera de esta lógica. En lo concerniente al protestantismo evangélico norteamericano Stoll (1982 y 1990) abrió un campo fecundo para la investigación abordando el análisis de las instituciones de la derecha religiosa protestante y de su apoyo a las políticas de los gobiernos estadunidenses en

Latinoamérica. Demostró Stoll rigurosamente la existencia del apoyo y de los nexos directos tanto del Instituto Lingüístico de Verano como de los predicadores de la iglesia electrónica con la CIA, en el marco de un anticomunismo primario que llevó a sostener a los regímenes militares de los años sesenta y setenta. Además, es necesario precisar que esta derecha protestante norteamericana tuvo su homólogo “izquierdista” en el Consejo Nacional de las Iglesias de Cristo, organismo que agrupaba a la mayor parte de las grandes denominaciones del establishment protestante, las cuales, a su vez, simpatizaban con los regímenes socialistas y con las aperturas democráticas. Sin duda alguna, el reciente estudio de Stoll (1990) es decisivo tanto por la minuciosidad con que reconstruye los vínculos estrechos de las derechas protestantes estadunidenes con la política del presidente Reagan en América Central, como porque señala los límites efectivos de su efecto en los protestantismos latinoamericanos. En efecto, en los tres casos estudiados (Guatemala, Nicaragua y Ecuador) constata la autonomía real de las estrategias protestantes latinoamericanas frente a las estrategias misionales.[35] Asimismo Oro (1990), en su estudio sobre el empleo de los medios de comunicación masiva por las iglesias pentecostales brasileñas, concluye que lejos de insertar y reproducir modelos de la iglesia electrónica norteamericana, re-crean por medio de la radio y de la televisión sincretismos y taumaturgias endógenas amplificados por los medios.[36] Gutwirth (1991) igualmente confirma este análisis “de un audiovisual religioso nacional que se desenvuelve apartándose del control de las normas de las confesiones protestantes establecidas”, y que incluso surge “según modalidades ciertamente ‘descarriadas’ en relación con el pentecostalismo ‘establecido’ de origen norteamericano”. Para Gutwirth, estas iglesias son una “religión popular” que subraya el exorcismo y el milagro según modalidades endógenas, las cuales hacen que “la iglesia electrónica de origen norteamericano sólo represente en Brasil un papel secundario en la ofensiva que preconizaron los informes Rockefeller y Santa Fe”. En otros términos, los organismos protestantes internacionales —también las iniciativas religiosas de misioneros independientes— están activados, en sus relaciones con los protestantismos latinoamericanos, por lógicas propias de su campo religioso de origen. Si bien es posible que pueden influir, de manera relativa y en ciertas coyunturas, en los protestantismos latinoamericanos, esta influencia siempre tiene lugar en función de la selección que realizan los dirigentes protestantes latinoamericanos buscando reforzar su autoridad religiosa tradicional y corporativa. De ahí provienen, simultáneamente, su influjo, en la medida en que esos organismos pueden reforzar el autoritarismo, y su límite, en la medida en que no han podido ni frenar ni combatir los sincretismos. Posiblemente se encuentran en la misma posición asimétrica que la Iglesia católica frente a los catolicismos populares latinoamericanos.

CONCLUSIÓN Teniendo en cuenta la evolución global de los protestantismos latinoamericanos desde la

segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días, forzosamente sorprende la mutación que han experimentado en el transcurso de los últimos 30 años. En términos generales, puede afirmarse que si los protestantismos del siglo XIX surgieron de la cultura política del liberalismo radical, democrática y promotora de una pedagogía de la voluntad individual, los protestantismos populares y los pentecostalismos actuales provienen, por lo contrario, de la cultura religiosa del catolicismo popular, corporativo y autoritario. Mientras que los primeros eran una religión de lo escrito, de la educación cívica y racional, los segundos son una religión de lo oral, semianalfabeta y efervescente. Mientras que los unos eran portadores de prácticas inculcadoras de valores democráticos liberales, los otros transmiten modelos caudillistas de control religioso y social. El peso de los protestantismos populares y sectarios es tal —como modelo en expansión— que los propios protestantismos históricos, hoy en día minoritarios, en gran parte han roto con su herencia liberal y se han aculturado a los valores corporativos adherentes a los proyectos políticos autoritarios (Alves, 1985). En este sentido, su estudio releva de una sociología de las mutaciones religiosas (Bastide, 1970). En términos generales es lícito afirmar que los protestantismos y los pentecostalismos latinoamericanos de hoy en día son sincretismos, con la posible excepción de las iglesias de trasplante y de algunos organismos nacidos de las iglesias históricas. En este sentido se asemejan a otros movimientos religiosos, y sólo deben enfocarse partiendo de una perspectiva de análisis global del papel y de las funciones de los nuevos movimientos religiosos en el seno de las sociedades latinoamericanas contemporáneas. Frente al catolicismo oficial estructurado, pertenecen a la nebulosa regida por una economía religiosa informal. Se tiene asimismo derecho a preguntar junto con Reyes Novaes, si esos protestantismos populares caracterizados por un mesianismo y un milenarismo intrínsecos “representan, de alguna manera, en una coyuntura histórica muy diferente, una redefinición histórica de los movimientos mesiánicos del siglo XIX, o de principios del siglo XX, que en la actualidad ya no son viables”.[37] Respondemos que más bien constituyen un renuevo de la religión popular en el sentido del parche, de resistencia y de elaboración de una nueva relación con la modernidad impuesta desde el exterior por las élites gobernantes latinoamericanas. En este sentido, la sociología de los pentecostalismos debería procurar abrir nuevos compartimientos interpretativos y dejar de pensar únicamente en función del sincretismo religioso sobre fenómenos que sobrepasan ampliamente esos comportamientos. Es incontestable que los indígenas “pentecostalizados” no se concretan a aproximar dos cultos, como lo haría creer un análisis “religioso” y convencional. Asocian y fundan en su práctica y en su visión de lo real varios sistemas de expresión de la identidad familiar y lugareña, de relación con el cuerpo, con la persona, con el ambiente, con la producción, con lo ancestral y con la imagen, todo lo cual amerita amplio análisis. Algunos estudios recientes van en esta dirección. Así, la tesis de Brusco (1986) sobre los nexos entre la “adopción de la religión evangélica y la modificación del machismo en Colombia” abre una ruta fecunda. Otro tanto podría decirse sobre el artículo de Mariz (1990) acerca de la incidencia de la conversión al pentecostalismo y la lucha contra el alcoholismo en los sectores populares brasileños. Sería interesante analizar si el pentecostalismo no es algo más que un sincretismo, o sea, en el seno de las culturas populares, el inicio de una nueva relación con el cuerpo y con la pareja, la imposición de un nuevo concepto del sujeto, una revolución de las técnicas de comunicación. Ciertamente es un nuevo

ángulo de investigación, el cual permitiría que una sociología cercana a la antropología adoptase medidas innovadoras, a las cuales es muy sensible Martin (1990), aun cuando bautice esas innovaciones con el nombre de protestantes. Más aún, en lugar de retomar una tipología de los movimientos mesiánicos y milenaristas, con la añadidura de los pentecostalismos rurales y urbanos, resultaría útil modificar la perspectiva haciendo a un lado el estudio de los movimientos propiamente dichos, con el fin de dar preferencia a algunas cuestiones primordiales como la flexibilidad de la tradición religiosa popular, el carácter específico de lo religioso en el mundo no occidental, los mecanismos de control y de poder en el seno de las sociedades latinoamericanas, las modalidades del sincretismo y de la occidentalización. Martin (1990) considera que “la explosión del protestantismo en América Latina” corresponde a “un diluvio de la religión evangélica del norte hacia el sur del continente americano”. Por su parte, Stoll (1990), en su más reciente libro —de título provocador— pregunta si América Latina no se halla a punto de volverse protestante. Contra quienes han creído o querido ver en los movimientos católicos de la Iglesia “popular” y de la teología de la liberación un movimiento de reforma religiosa del continente, piensa Stoll que los protestantismos sectarios constituyen, de hecho, la verdadera reforma en expansión. En primer lugar, conviene precisar que ni la Iglesia católica denominada popular ni la teología de la liberación corresponden a movimientos de reforma. Jean Meyer, en un libro reciente (1989) las ha situado atinadamente en la continuidad de los movimientos católicos intransigentes, portadores de una esperanza mesiánica y de un reino de Dios en la Tierra, al contrario de cierta reforma protestante secularizadora y portadora de modernidad liberal. Como los “cristeros” mexicanos de antaño, los sacerdotes guerrilleros de épocas recientes pensaban que catolicismo y revolución socialista correspondían a una sociedad católica revolucionaria. En segundo lugar, los nuevos movimientos religiosos —y lo mismo podría decirse de los protestantismos sectarios latinoamericanos— tienen pocos nexos con la tradición teológica de las reformas religiosas protestantes europeas, y menos aún con la de la reforma política y social liberal en América Latina. Son más bien estrategias de adaptación y de resistencia entretejidas por los sectores subalternos de las sociedades latinoamericanas, que refuerzan la autonomía de la cultura religiosa popular, autoritaria y corporativa. Antes de hablar de “reforma protestante” con la rapidez que lo hacen Stoll y Martin, convendría fijarse en la ambigüedad fundamental y constitutiva de las sociedades latinoamericanas contemporáneas. En palabras de González Pedrero (1990), se trataría de lo siguiente: ¿No será precisamente la condena que pesa sobre los hombres de nuestro tiempo… el tener que ser católicos dentro de una situación que podríamos llamar de protestantismo secularizado, la situación efectiva del mundo actual? Aquí está justamente el planteamiento de lo que le ha ocurrido al hombre latinoamericano, nacido a la vida y a la historia desde el catolicismo español —que viene de antes, que se acendra con la Contrarreforma— y que, sin embargo, tiene que comportarse social, política, económicamente hablando, dentro de una sociedad, una política y una economía que le es dada desde un protestantismo secularizado, que no es el de su origen. ¿No se explicará así el desgarramiento permanente, la doble vida, la hipocresía, ese horror que es aparentar, simular que estamos de acuerdo con la lógica de la sociedad industrial, con los valores políticos modernos y con la economía neoliberal contemporánea cuando, en realidad, no se corresponden con el mundo en el que hemos nacido y los valores en los que nos hemos formado?[38]

A partir de esta cuestión fundamental y constitutiva de una modernidad ambigua en América Latina, antes de considerar los protestantismos populares y los pentecostalismos como movimientos de reforma religiosa, debe plantearse el tema de su relación con la modernidad democrática en el continente. Ya demostramos ampliamente (Bastian, 1989 y 1990) que los protestantismos históricos fueron portadores de esa modernidad democrática, y que por ello estuvieron presentes en las grandes luchas políticas y sociales democráticas y liberales contra los sectores de la sociedad tradicional. Intentaron ser reconocidos como la cultura religiosa de la modernidad, pero no lograron ir más allá de los reductos del liberalismo radical. Por lo contrario, los protestantismos populares y los pentecostalismos actuales, en constante expansión, al parecer han asimilado la cultura política y religiosa de la represión (Alves, 1985).[39] Dentro de esta relación con la cultura religiosa y política tradicional, premoderna, debe comprenderse la mutación global de los protestantismos latinoamericanos. De protestatarios, los protestantismos pasaron a ser fundamentalmente atestatarios, siendo en cierta forma la expresión religiosa del desgarramiento del hombre latinoamericano frente a una modernidad impuesta pero no asumida. En esta línea interpretativa, incluso puede preguntarse si aún es posible hablar, como lo hace Martin (1990), de protestantismos; es decir, de movimientos de reforma religiosa, intelectual o moral. ¿No nos encontramos, más bien, ante una nueva modalidad de la cultura popular religiosa latinoamericana, en el sentido de adaptación y de refuerzo de los mecanismos tradicionales de control social? En la medida en que el “principio protestante” se encuentra fuera de los “protestantismos populares”, éstos son menos expresión de un protestantismo sui generis que conjunto de nuevos movimientos religiosos no católicos romanos, tan eclécticos y diversificados como lo era, y continúa siéndolo, la religión popular autónoma de una gran parte de las masas.[40] En fin, puede preguntarse si la diferenciación acelerada del campo religioso latinoamericano y su atomización en centenares de sociedades religiosas distintas, pero tan autoritarias las unas como las otras, se dirige hacia el fortalecimiento de la autonomía de la sociedad civil, condición de la formación de una opinión pública independiente y, por consiguiente, de prácticas democráticas. Como escribe Touraine, no pueden existir instituciones representables si no se encuentran más arriba, actores sociales representables. No puede definirse la democratización como el paso del caos a la libertad o de la masa al gobierno. Supone la organización previa de demandas sociales y la autonomía de acción de las asociaciones, de los sindicatos y de otros grupos de interés. Supone, asimismo, que se constituya un debate anterior al que se forma en las instituciones políticas y que se ubica en la opinión pública. Si ésta se halla dominada por el afrontamiento de los partidos, la democracia carece de base.[41]

Ahora bien, los protestantismos latinoamericanos del siglo XIX, en tanto que sociedades de idea, han sido precisamente el instrumento ultraminoritario de conformación de una opinión pública, a través del debate y de la reivindicación del libre arbitrio. Los “protestantismos” populares y los pentecostalismos actuales, verticales y autoritarios, son más bien el relevo del control social de una sociedad bloqueada por la tensión constitutiva entre el país real y el país legal, en su evolución hacia una modernidad liberal y democrática. Hoy en día, la transformación democrática de las sociedades latinoamericanas parece haberse detenido, como observa Touraine. Durante los años sesenta y setenta, triunfaron los regímenes militares,

y los años ochenta y noventa parecen más bien anunciar un retorno a los populismos neocorporativos que, siguiendo el ejemplo mexicano, no dudan en apoyarse en la Iglesia católica con tal de mantener su hegemonía. En 1992 y 1993 los presidentes Fujimori, en Perú, y Serrano Elías en Guatemala —ambos llegados al poder apoyándose en la movilización de las clientelas religiosas protestantes—, suspendieron los derechos democráticos en una nueva modalidad del autoritarismo denominada “autogolpe de Estado”. En ese contexto, los “protestantismos” populares y milenaristas guardaron silencio y, al parecer, fueron más bien portadores y actores de un proyecto de restauración que de un proyecto de reforma religiosa y social. Esto se debe, sin duda, como también subraya Touraine, a que las sociedades latinoamericanas “continúan siendo obstinadamente dualistas. De un lado está el mundo de la palabra, es decir, de la participación que no es sólo la de los ricos sino también de la clase media, y que alcanza a gran parte de la clase obrera. Del otro lado se halla el mundo de la sangre, el de la pobreza y de la represión”. En ese mundo dual, los pentecostalismos y los “protestantismos” populares surgen del mundo de la sangre, y no son sino un enorme esfuerzo que busca pasar al mundo de la palabra. El límite de un proyecto así se encuentra en el hecho de que se desenvuelve según la lógica del mundo de la palabra, es decir, de los modelos corporativos y autoritarios de control social, y no según el modelo de la reforma religiosa y social que preconizaron los protestantismos liberales latinoamericanos.

[1] Gruzinski, 1988, p. 163. [2] Entre numerosos ensayos obra de antiguos clérigos católicos: Valderrey, 1985. Giménez, 1988. Assman, 1987. Ejemplo de folleto ideológico de bajo nivel: Rodríguez, 1982. Sobre la teoría de la conspiración, véase Stoll, 1984. [3] Sobre el autoritarismo en las sociedades coloniales, cf. Pietschmann, 1980. Mansilla, 1989. Lafaye, 1974. [4] Sobre el autoritarismo en las sociedades latinoamericanas contemporáneas, véase Lambert y Gandolfi, 1987, pp. 94-109, 376, 576-578. Véase también Rouquié, 1987, pp. 109-127 y 217-281. Touraine, 1988, pp. 380-393. [5] Aplico el término de “criollo” a los descendientes de dos o más generaciones de españoles y portugueses, de raza blanca, nacidos en América Latina. En el Caribe, por lo contrario, el término “criollo”, se aplica al mestizo. [6] Véase, por ejemplo, Rodríguez, 1980. [7] Sobre el concepto de sociedad de idea, cf. Bastian, 1989 y 1990b. Una sociedad de idea es “una forma de socialización, cuyo principio consiste en que sus miembros deben, con el fin de conservar el papel que en ellas representan, despojarse de toda particularidad concreta y de su existencia social real. Lo contrario de todo lo que en el Ancien Regime se denominaba cuerpos, definidos por una comunidad de intereses profesionales o sociales vividos en cuanto tales. La sociedad de idea se caracteriza por el hecho de que cada uno de sus miembros solamente tiene relación con las ideas. En este sentido, esas sociedades se anticipan al funcionamiento de la democracia, pues esta última iguala a todos los individuos aplicando un derecho abstracto que basta para constituirlos como tales: la ciudadanía que contiene y define la parte de soberanía que corresponde a cada uno”. Furet, 1978, p. 220. [8] Para una interpretación general de la evolución histórica de los protestantismos latinoamericanos, cf. Bastian, 1990 y Prien, 1978. [9] Lalive d’Epinay, 1975, pp. 178-179. [10] Ibid., p. 279. [11] Pereira de Queiroz, 1986. Parker Gamucio, 1987. Kohut y Meyers, 1988. [12] Chaunu, 1965, p. 17.

[13] Stoll, 1990, pp. 112-113. Véase también Wetmeier, 1986. [14] Wright, 1988, p. 74. [15] Santamaría, 1990, p. 12. [16] Fajardo, 1987 y Stoll, 1990, pp. 85 y 86. [17] Saint Martin, 1984, p. 114. [18] Ibid., p. 114. En esta misma línea, véase Samandu, 1990. [19] Bastide, 1973, p. 146. [20] Bastian, 1985. Garma Navarro, 1987. Garrard Burnet, 1989, pp. 137-138. [21] Stoll, 1990, p. 302. Para una discusión del caso, véase Stoll, 1990, pp. 266-304. [22] Rappaport, 1984, pp. 116 y 112. [23] Pereira de Queiroz, 1968. Hurbon, 1987, p. 58. [24] Hurbon, 1987, p. 60. [25] Granados, 1988, p. 95. Ibarra Bellon, 1972. Sobre el papel autoritario del pastor, véase también Stoll, 1990, pp. 110-111. [26] Wright, 1988, p. 74. Gutwirth, 1991, p. 105. [27] Carrasco, 1988, pp. 231-232. [28] El dinero en abundancia que recibían estos centros de estudios ecuménicos, sostenidos por el CEI, permitió asentar una autoridad corporativa y establecer relaciones de reciprocidad y redistribución, para las cuales el control de los flujos financieros por el individuo fundador fue un elemento clave de la erección de su poder. Sería muy conveniente realizar un estudio de la continuidad de ese poder en centros como el Centro de Coordinación y Proyectos Ecuménicos (CECOPE) y el Centro Nacional de Comunicación Social (CENCOS), en la ciudad de México, o el Centro Antonio Valdivieso (CAV), en Managua, Nicaragua. [29] Sobre la noción de “clientelismo”, véase Rouquié, 1987, pp. 271-282. Bastian, 1986. Por otra parte, de manera interesante, Stoll logró observar, mediante un estudio de campo, la situación guatemalteca en el triángulo ixil en 1985. Notó que los indígenas protestantes se volvían hacia el régimen militar principalmente por razones de supervivencia, pues estaban amenazados de muerte, y que el crecimiento de las iglesias evangélicas no se debía al financiamiento estadunidense, sino que más bien era una consecuencia de la estrategia revolucionaria del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), poco coherente en su acción civil en el terreno. Véase Stoll, 1990, pp. 202-203. [30] Sobre el concepto de corporativismo, cf. Schmitter, 1992, pp. 24 y 59: “El corporativismo puede definirse como un sistema de representación de intereses en el cual las unidades constitutivas se hallan organizadas en un número limitado de categorías singulares… reconocidas o autorizadas por el Estado…” Schmitter distingue el corporativismo “impuesto y exclusivo” del “voluntario e inclusivo” o “social” que depende de un pasado pluralista-liberal. En América Latina predomina el primer tipo. [31] Rolim, 1985. [32] Stoll, 1982, citado por Rolim, 1985, p. 246. [33] Ibid. [34] Cf. James Brooks, “Se prevé una lucha entre las iglesias católica y evangelista”, en Excélsior, México, 29 de abril de 1990, pp. 2 y 22. Roque Félix, “Preocupan a la Iglesia los brotes racistas previos a la divisiva segunda ronda en Perú, en Excélsior, México, 12 de mayo de 1990, 2ª parte, sección A, p. 1. [35] Stoll, 1982 y 1990, pp. 86, 202-203 y 328. [36] Oro, 1990, se opone a la interpretación “conspiracionista” de Assman, 1987. Gutwirth, 1991, pp. 102, 110 y 111. [37] Reyes Novaes, citado por Saint Martin, 1984, p. 113. [38] González Pedrero, 1990, p. 23. Véase también Paz, 1959. [39] Para un desarrollo de esta idea, véase Bastian, 1990a, pp. 261-273. [40] En este sentido, el naciente movimiento pentecostal chileno fue recibido por la prensa liberal como una “ceremonia indígena”. Cf. Bastian, 1990a, pp. 153-154. Le Bot, 1987, p. 115, observa que “el pentecostalismo guatemalteco surgió, en primer lugar, en el corazón de la sociedad indígena”. [41] Touraine, 1988, p. 447.

ANEXOS

ENSAYO DE ANÁLISIS BIBLIOGRÁFICO

Sin pretender ser exhaustivo, este ensayo de análisis bibliográfico se propone dar cuenta de las principales líneas de interpretación del fenómeno religioso protestante latinoamericano, subrayando las publicaciones recientes más importantes e innovadoras.

DE LA APOLOGÍA A LA POLÉMICA Los protestantismos latinoamericanos han sido objeto de un número muy reducido de investigaciones históricas rigurosas y críticas de las fuentes utilizadas. La mayor parte de los trabajos publicados son parciales, apologéticos, marcados por cierto proselitismo y obra de los propios dirigentes. Por vía de ejemplo convendría mencionar los primeros esfuerzos de Grubb y de Báez Camargo (1936) o bien, entre los de fecha reciente, los de Nelson (1982). En esta misma línea proliferan los ensayos de historia “denominacional”, reservados a una sola organización protestante, y cuyo objetivo es reforzar la hagiografía de los dirigentes y de su obra. Sinclair (1976) llevó a cabo una encomiable compilación de esta literatura que, a manera de fuente, podrá ser útil a los historiadores. Una segunda serie de publicaciones es la de los agentes de las sociedades misionales, en las cuales se ha intentado reflexionar sobre las razones de la presencia del protestantismo en una cultura católica (Brown, 1901; Speer, 1916; Mackay, 1933; Rycrofts, 1942). Dentro de esta perspectiva, se interpreta al protestantismo como desafío a la cultura católica y como factor de progreso y de fraternidad entre los pueblos del continente americano. Prolongando estas reflexiones, el intelectual protestante mexicano Alberto Rembao (1949) escribió un “discurso a la nación evangélica”, en donde consideró al protestantismo como renovación religiosa humanista, portadora de nuevas “luces”. Los estudios encomendados a John Merles Davis por el Consejo Misionero Internacional, cuya sede estaba en Nueva York, fueron innovadores por su enfoque sociográfico y porque ensayaron un método de observación de los fenómenos protestantes latinoamericanos basado en cuestionarios. Estas publicaciones sobre el protestantismo mexicano (1941), cubano (1942), jamaiquino (1942), rioplatense (1942) y brasileño (1943) pertenecen a una labor “misiológica” no desprovista enteramente de elementos críticos en lo relativo a modalidades de inserción y de relación de los protestantismos latinoamericanos en las sociedades que los engloban. Más que una fotografía, son un flash que arroja luz sobre ciertos aspectos del

fenómeno. En cambio, una cuarta serie de publicaciones constituida por ensayos católicos sobre la “penetración y propaganda protestante”, Planchet (1928) y Crivelli (1931), redujo la presencia protestante en América Latina a invasión silenciosa y a intervención estadunidense disfrazada. Frutos de la lucha ideológica, estos escritos son tan polémicos como los del lado protestante, y seguirán gozando aún de cierta popularidad. En resumen, puede constatarse que el debate sobre la presencia del protestantismo en América Latina ha oscilado entre la apología y la polémica, y que constituye un testimonio de gran valor sobre los actores implicados y sobre lo que está en juego. Ante los hechos de 1968, y bajo la influencia de la escuela sociológica de la dependencia, algunos investigadores pertenecientes a las vanguardias protestantes latinoamericanas, vinculadas con el Consejo Ecuménico de las Iglesias fundado en 1948, intentaron abordar el protestantismo desde una perspectiva crítica. A pesar de sus referencias sociológicas, prácticamente no superaron la discusión anterior. Para estos últimos, César (1968) o Borrat (1969), el protestantismo representaba una ideología que legitimaba el imperialismo norteamericano al reforzar la dependencia económica y cultural. A partir de entonces, esta interpretación sociológica ha logrado eco favorable entre las filas donde abundan antiguos clérigos católicos romanos, convertidos en sociólogos, quienes encontraron en la denuncia de las sectas un terreno propicio para proyectar, en lenguaje sociológico, sus fantasmas (Valderrey, 1985; Assman, 1986; Giménez, 1988). Asimismo, numerosos antropólogos (García Ruiz, 1983 y 1985) han procurado ajustar cuentas con los misioneros protestantes, lo que los ha llevado, adoptando una posición reductora del complot, a hacer críticas legítimas sobre las manipulaciones de ciertas empresas misionales estadunidenses, como el Instituto de Lingüistas de Verano, entre otras. Exceptuando el excelente estudio de Stoll (1982, 1984), la mayor parte de los trabajos ha oscurecido el debate, pues emplean indiscriminadamente el término “secta” o la generaliza esquemáticamente partiendo de un caso particular.

P ERSPECTIVAS NUEVAS Y CRÍTICAS Esos mismos antropólogos sólo en muy raras ocasiones se han preguntado qué razones tienen los indios para adoptar el protestantismo y qué hacen con él una vez adoptado. Exceptuando un número de la revista América Indígena (1984), en el cual se intentó colocar en perspectiva las actividades misionales católicas y protestantes en el medio indígena, la mayor parte de los ensayos antropológicos ha cultivado la “lengua de palo” marxista y subrayado el carácter enajenante de una religión importada (Rodríguez, 1982; Trujillo, 1981). Sólo en fechas muy recientes han salido a la luz nuevos enfoques.

Un enfoque sociológico y antropológico Muchos callejones sin salida se habrían evitado si estos últimos hubieran tenido en cuenta

trabajos pioneros de dos sociólogos de la religión (Willems, 1967; Lalive d’Epinay, 1968 y 1975), los cuales señalaron el carácter plural del fenómeno y elaboraron una tipología de los protestantismos. Ya en los años sesenta, un movimiento religioso popular, de lenguaje protestante, el pentecostalismo, llamó la atención de esos sociólogos. Para Willems (1967), el pentecostalismo ofrece a los sectores sociales subalternos de las periferias urbanas brasileñas, un medio de racionalizar su vida cotidiana y una ética que facilita un relativo ascenso social frente a las sociedades rurales originarias. La organización religiosa pentecostal constituiría, en esta forma, un factor de integración a la racionalidad urbana. En cambio, según Lalive d’Epinay (1968 y 1975), en el caso de Chile y de Argentina, los pentecostalismos significan un rompimiento con la sociedad dominante a través de una “huelga” religiosa y de la instauración de una contrasociedad, la congregación pentecostal. Esta nueva sociabilidad se construye basándose en el modelo de la estructura de la hacienda, de la gran propiedad rural, donde el pastor es el nuevo patrón que ejerce su poder de acuerdo con las normas tradicionales, autoritarias. Diversas monografías, publicadas recientemente, permiten profundizar en la comprensión de las modalidades de inserción y las funciones sociales de los protestantismos en el medio rural, sobre todo en el indígena. Miller (1979), Wright (1988 y 1991) y Santamaría (1990) han mostrado que el pentecostalismo, entre los indios tobas del Chaco argentino, surgía en continuidad con la tradición religiosa shamánica, de la cual era una especie de reelaboración simbólica que permitía fortalecer la autonomía cultural y política de la sociedad indígena. Asimismo, Reyes Novaes (1985), sobre el noreste brasileño, y Garma Navarro (1986), sobre la Sierra Norte de Puebla, en México, subrayaron el nexo entre las reivindicaciones agrarias y la adopción de prácticas protestantes por sectores sociales (mestizos o indígenas) en busca de una alternativa política y social. Granados (1988) también señala los componentes endógenos de la sociedad pentecostal y mesiánica conocida, en Perú, como “Los israelitas”. La constitución de esta nueva sociedad religiosa ofrece, según Granados, una respuesta a la marginación mediante un sincretismo religioso movilizador que orienta al grupo hacia la fundación de colonias pioneras en los Andes. A su vez, Rappaport (1984), Muratorio (1980 y 1981) y Casagrande (1978) establecieron el nexo entre la difusión del pentecostalismo y la organización de una resistencia cultural y política indígena en el sur de Colombia y en el altiplano ecuatoriano, respectivamente. En especial Brusco (1986), formula preguntas innovadoras y originales sobre el efecto de las sociedades pentecostales en la evolución de la imagen del “macho”. Este conjunto de monografías antropológicas y sociológicas culminan en los trabajos de síntesis realizados, respectivamente, por el antropólogo estadunidense David Stoll (1990) y el sociólogo inglés David Martin (1990), ambos impresionados por el crecimiento exponencial de los movimientos religiosos protestantes en América Latina durante el pasado cuarto de siglo. Para uno y otro, América Latina está en vías de volverse protestante. Uno de ellos se fija más en la influencia norteamericana, y el otro en el modelo metodista (arminiano) de despertar, que explicaría el éxito de los protestantismos actuales. Interpretando los fenómenos religiosos protestantes latinoamericanos a partir de los parámetros culturales anglosajones, ninguno de los dos plantea la cuestión del origen endógeno de los protestantismos actuales, ni la de su posible continuidad con el catolicismo sin sacerdote de la religión popular

latinoamericana. Este último es, en efecto, un elemento constante en la historia de países donde el clero católico siempre ha sido insuficiente y, en gran parte, importado, y donde las masas indígenas y negras no tienen acceso al sacerdocio. Una perspectiva histórica habría permitido captar mejor la relación que los protestantismos latinoamericanos contemporáneos tienen con la cultura religiosa del catolicismo sin sacerdote, en contraposición con las sociabilidades protestantes anteriores. En efecto, al cabo de varios años, las monografías históricas sobre los protestantismos se han multiplicado, y ofrecen, por primera vez, la base monográfica para un ensayo de síntesis.

El recurso a la historia Sin duda, la historiografía de los protestantismos es la que ha progresado más al renovar los enfoques y diversificar las fuentes. Las investigaciones históricas recientes se han dedicado sobre todo a los siglos XIX y XX, pero, por otra parte, el periodo colonial, en forma derivada, permite un enfoque más coherente. En lo relativo a la historia de los protestantismos coloniales sólo citaré los trabajos más recientes. Lestringant (1982 y 1984) estudió de manera exhaustiva la experiencia colonial hugonota en Brasil y en Florida, y extendió la problemática a la de las relaciones entre el Occidente, la reforma calvinista y la alteridad americana en su gran obra El hugonote y el salvaje (1991). Sobre el Brasil holandés, Schalkwijk (1986) presenta un enfoque sistemático de las relaciones Iglesia-Estado en la colonia del Pernambuco de 1630 a 1654, y reconstruye de manera convincente ese protestantismo colonial al servicio de la expansión holandesa, caracterizada por ciertos rasgos de tolerante modernidad. Sobre Surinam y Curazao, disponemos de varias historias de las comunidades protestantes (cf. Van Bath, 1988), pero no contamos con un trabajo de síntesis sobre la historia tradicional de las misiones. Sobre la era colonial inglesa, las aportaciones importantes de Marshall, Campbell y McGowan reunidas en la obra Escravidão negra e historia da Igreja na América Latina e no Caribe, publicada por la CEHILA en 1987, subrayan las relaciones de legitimación que sostuvieron las iglesias protestantes con la sociedad esclavista del Caribe. Por último, un ensayo muy breve de Baudot (1985) sobre las mentalidades filibusteras, abre la puerta para el estudio del nexo entre las mentalidades protestantes de los corsarios y piratas y los comportamientos iconoclastas que se extendieron por los confines de los imperios ibéricos cuando se multiplicaban las incursiones, sobre todo en las costas del Pacífico (Bradley, 1989). Estas investigaciones, aún poco abundantes, ofrecen nuevas perspectivas para una historia comparada de las colonizaciones y del papel de lo religioso en las sociedades coloniales iberoamericanas y antillanas. Al mismo tiempo, la renovación de los trabajos sobre la Inquisición en el marco de la historia de las mentalidades (Alberro, 1988), permite captar mejor la marginalidad de los comportamientos “protestantes” en las sociedades coloniales ibéricas. Sobre la primera mitad del siglo XIX, una serie de artículos (Bruno Joffré, 1987; Padilla, 1987; García Jordan, 1989 y Bernecker, 1989) permiten vincular la difusión de las sociedades

bíblicas, la tolerancia y la inmigración en Perú, en Ecuador y en México, respectivamente. La obra de Rodríguez (1980) sobre Vicente Rocafuerte, una de las principales figuras políticas liberales de principios del siglo XIX, es una importante aportación a la comprensión de las relaciones entre tolerancia y liberalismo. A su vez Kuhl (1982) también vinculó la actividad misionera protestante con la lucha por la libertad de cultos en la región andina a finales del siglo XIX. Se han publicado importantes aportaciones al estudio del protestantismo de trasplante, esto es, de inmigración: Monti (1969), sobre el Río de la Plata: Dreher (1984) y Prien (1989) sobre los alemanes luteranos del sur de Brasil; indirectamente, Blancpain (1985) y Roche (1959) sobre las colonizaciones alemanas en Chile y Brasil, respectivamente; George (1975) sobre los escoceses de la Patagonia argentina y Grange (1989) sobre la colonia suiza de Leopoldina, en Brasil, estos trabajos permiten reconstituir esas microsociedades, en cuyo seno lo religioso sirvió de apoyo a la autoidentidad. Una serie de trabajos recientes se concentra en la inserción de protestantismos misioneros durante la segunda mitad del siglo XIX, como los de Mendonça (1984), Hann (1970), Díaz (1978), Kessler (1967), Rodríguez (1979), Tschuy (1977), Padilla (1989). Ahora bien, sin hacer crítica de las fuentes utilizadas, las cuales se reducen a los archivos de las sociedades misionales, estos trabajos se sitúan en una historia de las misiones que no logra construir su objeto y tomar en serio los factores endógenos, decisivos para la propagación de esas nuevas asociaciones religiosas. A este respecto, Gueiros Vieira (1980) realizó una labor pionera rompiendo con las historias tradicionales de las misiones, y mostrando los nexos entre los actores protestantes y la francmasonería, en el contexto de la “cuestión religiosa” de 1872 a 1875 en Brasil. Léonard (1964), en un estudio sobre el protestantismo brasileño y en un ensayo sobre el iluminismo (1952) presentó, ciertamente, algunas intuiciones innovadoras sobre las relaciones de las asociaciones protestantes con otras asociaciones modernas. Por lo demás, Gueiros Vieira es quien primero tuvo en cuenta la interacción entre las grandes corrientes ideológicas y políticas portadoras de un proyecto de reforma liberal y las sociabilidades protestantes, con el fin de explicar un momento crucial de la historia brasileña. Desde entonces Bastian (1988, 1989 y 1991) ha ampliado esas perspectivas en el contexto mexicano, reconstruyendo los nexos entre los protestantismos y las otras sociedades de idea en la integración de un frente liberal radical opuesto al liberalismo conservador y oligárquico, aliado al catolicismo ultramontano, explicando así la génesis de un importante actor en los inicios del movimiento revolucionario mexicano de 1910. Por su parte, Baldwin (1990), sin percibir las raíces profundamente liberales de los protestantismos mexicanos, ha ampliado el análisis del nexo entre protestantismo y gobiernos revolucionarios durante la época crucial de 1911 a 1920. Esas monografías sobre los protestantismos brasileños y mexicanos renuevan la historiografía del tema, subrayando la continuidad endógena con los fenómenos religiosos heterodoxos anteriores a la llegada de las sociedades misionales y su importancia decisiva para reconstruir el universo político e ideológico endógeno de las sociedades protestantes bajo la influencia misional. Para el Caribe, un artículo de Martínez-Fernández (1992) sobre la marginalidad

protestante en el momento de la muerte en las colonias españolas antillanas de la segunda mitad del siglo XIX, destaca el valor de la relación conflictiva entre universos religiosos antagónicos y su articulación a las opciones políticas. Sobre este mismo tema, Amestoy (1991), en cambio, procura reconstruir de manera interesante el imaginario de la muerte entre los protestantes de Río de la Plata en esa misma época, pero no logra poner su objeto en perspectiva. Sobre Puerto Rico, Silva Gotay (1983 y 1985) se esforzó por estudiar el catolicismo y el protestantismo en su relación con el colonialismo norteamericano, pero al parecer no logró reconstruir el universo liberal y protestante anterior a 1898, por lo cual no matiza las razones de la opción americanófila de los protestantismos, ni la distingue de la jerarquía católica, que aparentemente presenta una perspectiva similar. Ayala (1993) en un estudio sobre la francmasonería en Puerto Rico, sometida a la española, a principios de siglo, sí logra reconstruir el mundo de las sociabilidades liberales, sin descuidar las sociedades protestantes, y hace ver que el combate político entre católicos y liberales, anterior a los movimientos de independencia, prosiguió en el marco de la recién instaurada relación neocolonial. Estos trabajos rompen con la historia lineal de las misiones, y destacan la importancia de las estructuras liberales radicales en la formación del espacio religioso protestante en América Latina. Una serie reciente de monografías refuerza el análisis de los vínculos entre la difusión de las sociedades protestantes y la revolución política y social en América Latina: Baldwin (1990) y Bastian (1989), sobre el papel de los protestantismos en la Revolución mexicana de 1910 a 1920; Bruno Joffré (1988) sobre los nexos entre el aprismo en formación y las sociedades metodistas en Perú durante los años veinte; Ramos (1986) sobre el papel del protestantismo en la independencia cubana (1898) y en la primera Revolución castrista (19531961). Varios investigadores se han interesado en un aspecto más específico, característico de las sociedades protestantes latinoamericanas: la educación y la pedagogía. A este respecto, las escuelas protestantes constituyen el tema de la investigación original realizada por Pereira Ramalho (1976) en el contexto de la educación en Brasil, mientras para Perú, Bruno Joffré (1988) estudia el sistema educativo superior metodista. A su vez, Amestoy (1991) escribió un artículo pionero sobre las escuelas protestantes en el medio obrero de la ciudad de Buenos Aires a principios del siglo XX. Así, el historiador dispone hoy en día de un material bibliográfico satisfactorio, si bien insuficiente, para emprender un ensayo de síntesis. Durante mucho tiempo, la única visión de conjunto sobre los protestantismos latinoamericanos se encontraba en la obra de Damboriena y Dussel (1962), en el marco de las investigaciones eclesiásticas y pastorales católicas. Este ensayo buscaba ofrecer “una consideración franca y digna de confianza de la existencia del protestantismo”, dentro de una investigación que procuraba comprender las razones de la competencia religiosa protestante. Los autores insistían en el éxito del protestantismo, el cual se basaba, según ellos, en el apoyo de la organización misional estadunidense, y en el apoyo de los medios políticos liberales latinoamericanos. En cambio, ni de lejos se mencionaban las causas estructurales y endógenas, entre otras, las mutaciones económicas y el ultramontanismo católico.

En fechas más recientes, dos ensayos procuraron enfocar los protestantismos en el marco más amplio de una historia de las iglesias cristianas. El estudio más exhaustivo sobre el tema se debe a un historiador y teólogo protestante alemán, Prien (1978), el cual consagra amplio espacio a los protestantismos en el marco de una historia del cristianismo en América Latina. Utilizando una bibliografía abundante, Prien logra reconstruir una historia de los movimientos protestantes país por país, pero sin proporcionar una visión de conjunto suficientemente renovadora. En el marco de su interpretación global de un cristianismo que experimenta el estremecimiento de la secularización, no percibe la aparición de protestantismos efervescentes ni los “reencantamientos” del mundo que implica su proliferación, como negación de su tesis general de la secularización y como rompimiento con los protestantismos liberales. Meyer (1990), por su parte, al dedicarse a una historia de los cristianos en América Latina en el siglo XX, también concede amplio espacio a los protestantismos, pero basándose en Prien, y ofrece una interpretación superficial del fenómeno actual. Ni Prien ni Meyer integraron estudios sociológicos y antropológicos recientes y, menos aún, en lo concerniente al siglo XIX, las perspectivas nuevas sobre los vínculos entre protestantismo y sociedades de idea. Por cierto, ambas tentativas, procurando insertar el análisis de los protestantismos en una historia global del cristianismo, logran su objetivo, pues permiten percibir la evolución del conjunto del campo religioso, y dejar atrás una historia de la Iglesia confesional, limitada al catolicismo o al protestantismo. Sin embargo, encierran ciertos peligros, entre otros, el de reducir los protestantismos a un epifenómeno de una historia religiosa esencialmente católica. Nuestro ensayo (1990), por lo contrario, considera los protestantismos latinoamericanos como objeto de estudio específico. Es un objeto plural que merece toda la atención del investigador, para que este último logre construirlo e interrogarlo en cuanto fenómeno religioso minoritario que supera lo marginal y llega al corazón de los problemas del desarrollo de las sociedades latinoamericanas que se enfrentan, en primer lugar, con la modernidad europea y, en segundo lugar, con la estadunidense.

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CUADROS ESTADÍSTICOS