Preguntas y Respuestas Sobre Ps

1. ¿Qué es la indefensión aprendida? Los seres humanos podemos comportarnos de manera que, aunque no lo parezca en un pr

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1. ¿Qué es la indefensión aprendida? Los seres humanos podemos comportarnos de manera que, aunque no lo parezca en un principio, evitemos tener que afrontar la realidad. La indefensión aprendida tiene lugar cuando una persona se vuelve pasiva ante situaciones adversas y no reacciona para salir de esa situación compleja que le causa dolor, sino que se queda inmóvil. Artículo relacionado: “La indefensión aprendida: ahondando en la psicología de la víctima” https://psicologiaymente.com/psicologia/indefension-aprendida 2. ¿Quién era Lev Vigotsky? Vigotsky es uno de los personajes clave en la Psicología de la educación, y fue autor de la Teoría Sociocultural, que pone énfasis en la influencia del entorno sociocultural en el

desarrollo

de

los

más

pequeños

y

de

las

personas

en

general.

https://psicologiaymente.com/desarrollo/teoria-sociocultural-lev-vygotsky 3. ¿Qué es la Psicología humanista? Existen muchas corrientes dentro de la Psicología. Una de las más conocidas es la Psicología humanista, que pone énfasis en la experiencia del ser humano y en su desarrollo personal. https://psicologiaymente.com/psicologia/psicologia-humanista Artículo relacionado: “Psicología Humanista: historia, teoría y principios básicos”

4. ¿Qué son las terapias de tercera generación? Los problemas psicológicos pueden tratarse de distintas maneras. Si durante muchos años se ha empleado la Terapia Cognitivo Conductual como modelo psicoterapéutico

dominante, en los últimos tiempos han surgido nuevas formas de psicoterapia que se engloban dentro de las terapias de tercera generación. Estos tipos de terapia psicológica ponen énfasis en la aceptación y cómo el paciente se relaciona con el problema. Artículo

relacionado: “¿Qué

son

las

terapias

de

tercera

generación?”

https://psicologiaymente.com/clinica/terapias-tercera-generacion

5. ¿Qué tipos trastornos de ansiedad existen? Los trastornos de ansiedad son los más comunes, y dentro de éstos existen diferentes tipo. Las fobias, el trastorno de pánico o el trastorno obsesivo compulsivo son algunos ejemplos.¨ FIN DE LA 5 ME QUEDE Artículo relacionado: “Tipos de Trastornos de Ansiedad y sus características” 6. ¿Quién era Jean Piaget? Piaget es una de las figuras claves de la Psicología de la educación, pues aportó mucho al conocimiento sobre el desarrollo cognitivo de los niños. En su teoría se explica desde una visión constructivista. Artículo relacionado: “La Teoría del Aprendizaje de Jean Piaget” 7. ¿Qué es la Inteligencia emocional? La Inteligencia emocional es uno de los paradigmas más importantes de la Psicología en la actualidad. Pues la correcta gestión de las emociones por parte de una persona influye positivamente en su bienestar.

Artículo relacionado: “¿Qué es la Inteligencia Emocional? Descubriendo la importancia de las emociones” 8. ¿Quién es Daniel Goleman? La Inteligencia emocional de la que hablamos en la pregunta anterior, es un término que hizo popular Daniel Goleman. Artículo relacionado: “Daniel Goleman: biografía del autor de la Inteligencia Emocional” 9. ¿Cómo se clasifican los trastornos psicológicos? Los trastornos psicológicos pueden variar en cuanto a su gravedad, y se clasifican de diferentes maneras. Artículo relacionado: “Los 18 tipos de enfermedades mentales” 10. ¿Qué características debe cumplir un buen psicólogo? Los psicólogos pueden ejercer en ámbitos muy variados: escuela, clínica, trabajo, deporte, etc. Ahora bien, para realizar bien su trabajo, deben cumplir una serie de competencias. Artículo relacionado: “10 características esenciales de un buen psicólogo” 11. ¿Qué es el Psicoanálisis? Otra de las grandes corrientes de la Psicología es el Psicoanálisis, que ha influido notablemente al desarrollo de esta disciplina. Artículo relacionado: “Los 9 tipos de Psicoanálisis (teorías y autores principales)”

12. ¿Quién es Abraham Maslow y cuál es su teoría más conocida? Abraham Maslow es una de las figuras claves de la Psicología Humanista. Una de sus principales teorías es la de la Pirámide de las Jerarquías de las Necesidades Humanas. Artículo relacionado: “Abraham Maslow: biografía de este famoso psicólogo humanista” 13. ¿Cuáles son las principales diferencias entre un hombre y una mujer? Existen una serie de diferencias entre los hombres y las mujeres a nivel de cromosomas, impulso sexual, hormonas, etc. Artículo relacionado: “Las 7 grandes diferencias entre hombre y mujer” 14. ¿Qué son las Inteligencias Múltiples? Esta teoría nació en contraposición a la inteligencia unitaria. Artículo relacionado: “La Teoría de las Inteligencias Múltiples de Gardner” 15. ¿Qué es el condicionamiento clásico? Es un tipo de aprendizaje asociativo también llamado aprendizaje estímulo-respuesta. Artículo relacionado: “El condicionamiento clásico y sus experimentos más importantes” 16. ¿Qué es el condicionamiento instrumental? Como el anterior, pertenece al conductismo, y tiene que ver con el aprendizaje por refuerzo.

Artículo

relacionado: “Condicionamiento

operante:

conceptos

y

técnicas

principales” 17. ¿Cómo podemos aumentar la autoestima? Nuestros hábitos y nuestra forma de pensar puede ayudarnos a subir la autoestima. Artículo relacionado: “10 claves para aumentar tu autoestima en 30 días” 18. ¿Quién fue Sigmund Freud? Uno de los psicólogos más famosos de la historia y máximo exponente del psicoanálisis. Artículo relacionado: “Sigmund Freud: vida y obra del célebre psicoanalista” 19. ¿Qué es la Teoría del Desarrollo Psicosocial de Erikson? Después de la teoría de Freud, surgió la teoría de Erikson. Artículo relacionado: “La Teoría del Desarrollo Psicosocial de Erikson” 20. ¿Quién es Albert Bandura? Albert Bandura es un teórico que habló, entre otras cosas, de cómo las personas desarrollamos la confianza en nosotros mismos. Artículo relacionado: “Albert Bandura, galardonado con la Medalla Nacional de la Ciencia” 21. Cuál es el papel de la Psicología en emergencias y desastres? La Psicología se aplica en muchos campos. Uno de ellos es el de las emergencias y desastres.

Artículo relacionado: “El papel de la Psicología en emergencias y desastres” 22. ¿Qué es el “estado de flow”? Un término de la psicología positiva que hace referencia al estado en el que nos encontramos cuando hacemos lo que realmente nos gusta. Artículo relacionado: “Estado de Flow (o Estado de Flujo): cómo llevar tu rendimiento al máximo” 23. ¿Cuáles son los beneficios de la terapia psicológica? La psicoterapia aporta una serie de beneficios: enseña herramientas para gestionar conflictos, ayuda a cambiar creencias limitantes, empodera frente a la vida, entre muchas otras ventajas. Artículo relacionado: “Los 8 beneficios de acudir a terapia psicológica” 24. ¿Quién era John Watson? Es el personaje que hizo popular el Condicionamiento Clásico en los años 20. Artículo relacionado: “John B. Watson: vida y obra del psicólogo conductista” 25. ¿Qué es la Terapia Cognitivo Conductual? Es un tipo de psicoterapia muy popular en la actualidad, que cuenta con técnicas cognitivas y técnicas de modificación de la conducta. Artículo relacionado: “Terapia Cognitivo Conductual: ¿qué es y en qué principios se basa?” 26. ¿Qué es el Mindfulness? ¿Cuáles son sus beneficios para la salud mental?

El Mindfulness es una práctica milenaria que se emplea hoy en día en el mundo de la Psicología para ayudar a las personas a mejorar su bienestar. Artículo relacionado: “¿Qué es el Mindfulness? Las 7 respuestas a tus preguntas” 27. ¿Quién era B.F. Skinner? Uno de los teóricos conductistas más importantes, que, además, ayudó a desarrollar el método científico en el mundo de la Psicología. Artículo relacionado: “B. F. Skinner: vida y obra de un conductista radical” 28. ¿En qué se diferencian las teorías de Jean Piaget y Lev Vigotsky? Jean Piaget y Lev Vigotsky son dos psicólogos que han ayudado notablemente al desarrollo de la Psicología de la educación. Artículo relacionado: “Piaget vs Vygotsky: similitudes y diferencias entre sus teorías” 29. ¿Cuáles son los beneficios psicológicos de practicar ejercicio? El ejercicio físico no solamente es positivo para nuestro cuerpo, sino también para nuestra mente. Artículo relacionado: “Los 10 beneficios psicológicos de practicar ejercicio físico” 30. ¿Quién es Howard Gardner? Uno de los grandes personajes de la Psicología y la Educación de los últimos años. Propuso la Teoría de las Inteligencias Múltiples. Artículo relacionado: “La Teoría de las Inteligencias Múltiples de Gardner”

31. Qué es la disonancia cognitiva? Esta teoría fue propuesta por Leo Festinger y explica el autoengaño al que podemos someternos los seres humanos. Artículo relacionado: “Disonancia cognitiva: la teoría que explica el autoengaño” 32. ¿Cuáles son los experimentos más perturbadores de la historia de la Psicología? A lo largo de la historia de la Psicología, se han realizado algunos experimentos poco éticos. Artículo relacionado: "Los 10 experimentos psicológicos más perturbadores de la historia" 33. ¿Cuáles son los psicólogos más importantes y famosos de la historia? Son muchos los personajes célebres que han aportado valioso conocimiento a la ciencia de la conducta. Artículo relacionado: “Los 10 psicólogos más importantes y famosos de la historia” 34. ¿Qué tipos de amor existen? El amor es una de las experiencias más gratificantes que podemos experimentar los seres humanos. Algunos teóricos han argumentado que existen diferentes tipos de amor. Artículo relacionado: “Los 4 tipos de amor: ¿qué clases distintas de amor existen?” 35. ¿Es la Psicología una ciencia? Un asunto que crea controversia es si la Psicología es una ciencia.

Artículo relacionado: “¿Es la Psicología una ciencia?”

P1. El ‘síndrome postvacacional’, ¿existe, o es una invención?. R1. Se podría decir que eso es una ‘pregunta-trampa’, pues la respuesta es NO (en parte), y SÍ (en parte): NO existe como tal patología definida en los manuales de trastornos al uso, hasta el momento. Es más, un término ‘noticiable’ y llamativo, que emplea una palabra de moda (‘síndrome’). Síndrome es un conjunto de síntomas y signos que se presentan a la vez en la misma persona (como ocurre en un cuadro gripal: malestar general, dolor de cabeza, quizás náuseas, fiebre, etc). Ante cualquier cambio las personas reaccionamos con la típica respuesta de estrés, que es más o menos importante según cada situación y persona. Tanto el comienzo como el final de las vacaciones suponen unos cambios a los que nuestro organismo y nuestra mente se tienen que adaptar. Estamos preparados de sobra para ese proceso; pero los efectos pueden ser notorios en algunas personas especialmente sensibles (los niños pequeños, por ejemplo, están especialmente irritables esos días antes y después de las vacaciones, quizás duerman peor, coman mal ...: son síntomas típicos del estrés). Volver arriba

P2. Hace 100 años no había síndrome postvacacional, ¿por qué lo inventan ahora? R2. Hace 100 años no había vacaciones, y ni siquiera se usaba la palabra ‘estrés’. Somos una especie animal muy adaptativa, y nos hemos adaptado muy bien a las mejores condiciones de vida; hace 100 años la necesidad de sobrevivir, literalmente, de encontrar cada día algo que comer, era tan intensa que apagaba cualquier otra. Un símil nos puede servir: hace 100 muchas personas andaban descalzas fuera de las casas; hoy en día nuestra piel se ha acostumbrado a los zapatos, volviéndose más sensible, y una sola piedrecilla ya nos molesta. Con otras situaciones vitales (como las vacaciones) nos ha pasado algo parecido. Volver arriba

P3. No estoy loco y no necesito ningún psicólogo. R3. Yo he ayudado a muchas personas durante muchos años, y ninguna ‘estaba loca’. Si bien las personas catalogadas como ‘locos’ pueden necesitar ayuda psicológica y psiquiátrica, muchas otras situaciones en nuestra vida pueden aconsejar también que se busque ayuda, sea de amigos, de familiares, o de expertos. Los psicólogos son especialistas en ayudar a las personas, la inmensa mayoría personas normales con problemas normales. Sí es cierto que ir al psicólogo conllevaba hasta hace poco cierta estigmatización social, pero cada vez va siendo menor pues nuestra sociedad está viendo como algo muy normal y saludable acudir al psicólogo. Eso es algo de lo que podría hablar con el psicólogo.

Piense que incluso en la corriente de psicoterapia psicoanalítica se exige a los profesionales que acudan a su vez de forma regular a otro psicoterapeuta. Volver arriba

P4. ¿Qué medicamentos puede recetar un psicólogo? R4. Actualmente en España, ninguno. En otros países como EE.UU. los psicólogos que consiguen la cualificación farmacológica necesaria son autorizados a recetar; pero en España la formación que recibe actualmente un licenciado en psicología o un especialista en psicología clínica no les habilita para prescribir tratamientos psicofarmacológicos. Si necesitara medicación se la tendría que recetar el médico correspondiente (que puede ser el de familia, el psiquiatra, el neurólogo, ...). Esta práctica (la interconsulta) es muy habitual, cada día más, donde médicos y psicólogos trabajan en equipo en beneficio del paciente. Volver arriba

P5. ¿Cuánto cuesta la consulta de un psicólogo? R5. La relación entre un paciente y su psicólogo privado es de prestación de servicios, tipo mercantil, por ello cualquier acuerdo mutuo al que lleguen será bueno. Los honorarios son libres, igual que la decisión del paciente de aceptarlos o no. En cualquier caso los Colegios Profesionales de Psicología suelen publicar unos honorarios orientativos; en el 2010 y en la provincia de Tenerife, según esas orientaciones una sesión clínica podría rondar los 70 euros. Volver arriba

P6. ¿Cuánto tiempo puede durar una terapia? R6. Depende de muchos factores, y es muy difícil de determinar a priori en un caso concreto. En general se suelen ver efectos a las 12 sesiones (tres meses a una sesión semanal).

P7. ¿Con qué frecuencia debo ir a cada sesión de una terapia clínica? R7. Para que los efectos sean progresivos y la terapia efectiva, el mínimo usual es de al menos una sesión a la semana. Algunos tratamientos pueden necesitar una frecuencia mayor (de dos a tres sesiones semanales). Para determinados casos de mera consulta o de apoyo puede ser suficiente una sesión cada 15 días o cada mes, pero esta frecuencia puede dificultar la consecución de efectos terapéuticos. Volver arriba

P8. ¿Es necesario seguir un tratamiento psicológico si ya recibo medicación? ¿y viceversa? R8. En cada caso concreto el profesional recomendará la opción más beneficiosa para el paciente. En cualquier caso, la evidencia científica disponible asegura que los mayores éxitos se consiguen combinando ambas opciones: la psicoterapia y la farmacología. De hecho, en algunos trastornos como la depresión diagnosticada o ante la presencia de

síntomas psicóticos, la medicación es imprescindible (y repito, en combinación con la psicoterapia). Volver arriba

P9. ¿Puede un psicólogo tratar a familiares o amigos? R9. Mi experiencia y la de otros colegas indica que el psicólogo no debe de tratar ni a familiares ni a amigos. Otra cosa es que pueda dar algún consejo u orientación puntual de tipo personal basándose en sus conocimientos. Volver arriba

P10.- ¿Los psicólogos pueden saber cómo es una persona con solo verla, por ejemplo, mientras toman un café? R10.- Aunque cualquier persona posee la suficiente capacidad perceptiva e intuitiva para hacerse con primeras impresiones que puedan ser certeras, el psicólogo no tiene ningún tipo de ‘scanner’ que le permita ‘adivinar’ el estado mental de una persona, aunque su experiencia profesional le hace desarrollar habilidades para detectar ciertos detalles especiales en las personas, de la misma forma que un arquitecto detecta otros detalles en los edificios. El trabajo del psicólogo se basa en la aplicación de unas técnicas metódicas, rigurosas y científicamente probadas, y normalmente necesita tiempo para obtener y verificar sus conclusiones, siguiendo muchas veces una metodología científico-experimental. Volver arriba

P11.- ¿A un psicólogo se le puede engañar? R11.- Por supuesto que sí. El trabajo terapéutico se basa en un contrato de honradez por ambas partes, partiendo del supuesto de que el paciente quiere superar su problema y que se pone en manos del profesional para que le ayude. Cuando una persona tiene la intención de engañar es muy difícil que incluso un psicólogo lo detecte de forma inmediata, aunque quizás capte ciertas contradicciones; si dispusiera de tiempo precisamente cotejaría esas contradicciones. Otra cosa es que inicialmente el paciente sienta reparos para contar determinadas cosas (lo que es comprensible). A medida que el profesional facilita que se construya la confianza se irán desvelando esos ‘secretos’. Que ocurra ésto no es nada raro. Volver arriba

P12.- ¿Los psicólogos también tienen problemas? R12.- Como cualquier persona. Los psicólogos no son una especie rara venida de Marte, y sufren y disfrutan como el resto de los mortales. Si vale el símil, es como preguntar si un médico puede enfermar.

Siguiendo el símil, es cierto que cada profesional puede intentar aplicar en mayor o menor medida sus conocimientos y habilidades a su propia vida; ello no invalida la aplicación precisa de sus técnicas sobre otros (de la misma forma que un cirujano cardiovascular que fuma puede seguir siendo un excelente cirujano).

P13.- Pienso que me puede dar vergüenza hablar de algunas cosas con otra persona, aunque sea psicólogo R13.- Eso es perfectamente comprensible. En principio el paciente no tiene por qué contar nada que no quiera, aún sabiendo que el psicólogo está obligado a mantener el secreto profesional. Está claro que cuanto más sepa el profesional mejor podrá ayudar, pero siempre prevalece el derecho del paciente a preservar su intimidad. No obstante, si bien estas resistencias son muy normales al comienzo de toda terapia, a lo largo de las sesiones el profesional facilitará los desbloqueos y el aumento de la confianza del paciente, ayudando a expresar cosas que pudieran dar dolor, miedo, vergüenza, o incluso que pudieran haber quedado olvidadas. Volver arriba

P14.- Empiezo a tener problemas con mi pareja, ¿funciona la terapia de parejas? R14.- Ese es el mejor momento para decidirse por una terapia de pareja: cuando empiezan los problemas. Lo usual es que las parejas acudan cuando la relación está ya tan deteriorada que realmente resulta muy complejo recuperar aquella situación ideal inicial de la pareja.

Hay que tener en cuenta varias cosas: a) No hay soluciones milagrosas; la terapia suele exigir de ambas partes un compromiso serio de trabajo. b) Ambas partes suelen hacer ‘culpable’ de los problemas a la otra. Esta atribución es una de las primeras que hay que desmontar. La pareja es cosa de dos (los problemas también...). c) El trabajo iría sobre parcelas concretas de la relación que se hubieran estropeado o que haya que mejorar, y en clarificar los sentimientos. Normalmente los problemas de comunicación están en la base; otros pueden ser las relaciones sexuales, el reparto de tareas domésticas, el uso del poder y la dominación, los criterios de educación de los hijos, la existencia de infidelidades, la rutina y el hastío, la anulación de alguno de los miembros, ... d) La terapia buscará que el resultado final sea el mejor para los dos, y así sea vivido, ya sea el mantenimiento de la pareja o su disolución (resultado que se irá aclarando durante la terapia). Volver arriba

P15.- Realmente no tengo ningún problema, pero me gustaría conocerme mejor R15.- Creo que es una opción totalmente legítima que es elegida por bastantes personas, tanto en el campo personal como el profesional. La psicología positiva, y otras aportaciones de la psicología como pueden ser las psicoanalíticas, las humanistas, incluso las cognitivo-conductuales, pueden ayudarle en su objetivo.

El

‘coaching’,

o

‘apoyo

personal’,

que

se

desarrolla

tanto

en

el

campo

profesional/empresarial como en el personal es una de esas posibilidades. Volver arriba

P16.- ¿Un psicólogo o psicóloga puede tener relaciones sexuales con su paciente? R16.- Un psicólogo o psicóloga debe mantener una relación profesional con sus pacientes, incluyendo ciertos componentes éticos y obligaciones legales recogidos en el Código Deontológico (incluso tiempo después de que dejen de ser ‘sus pacientes’). Algunas corrientes terapéuticas aconsejan mantener una estricta y rigurosa separación entre los campos social y profesional, evitando cualquier solape entre los amigos/acompañantes y los pacientes; como ejemplos podemos citar la conveniencia de rechazar regalos de sus pacientes o invitaciones a fiestas. El psicólogo o la psicóloga debe preservar escrupulosamente con el mayor respeto el marco terapéutico y a su paciente, y por supuesto, evitar cualquier tipo de relación sexual INCLUSO aunque fuera sugerida o solicitada por el/la paciente. Si el/la profesional que le atiende se extralimita, sepa que puede denunciar esa situación tanto en el ámbito penal como ante la Comisión Deontológica del Colegio Oficial de Psicólogos

¿Es lo mismo psicólogo y psicoterapeuta? Preguntas de Psicología: Un psicólogo es un profesional licenciado en psicología (formación universitaria y titulación de grado superior), que complementa su formación

mediante cursos o másteres. Para ser psicoterapeuta no existe un diploma reconocido, cualquiera persona podría serlo, adquiriendo una formación mediante cursos no reglados. ¿Cómo elijo un psicólogo? Preguntas de Psicología: En primer lugar debe elegir un profesional que le ofrezca garantías en cuanto a su formación y el nivel de actualización de la misma. Puede solicitar información en asociaciones científicas – Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés (SEAS) -, en el Colegio Oficial de Psicólogos de su ciudad, o también preguntando a sus familiares y conocidos. Es importante informarse sobre el tipo de profesional que es -psicólogo o psicoterapeuta, psicólogo o psiquiatra-, el tipo de terapia que aplica -cognitivo-conductual, psicoanálisis, terapia humanista, terapia gestáltica, etc.-, y conocer la eficacia demostrada de estos tipos de terapias. Cuando contacte con un psicólogo tiene el derecho a recoger información específica sobre su formación, experiencia, orientación, metodología, honorarios, etc., y a formularle preguntas que faciliten su decisión: ¿Está especializado en el tipo de problema que tengo?. ¿Qué experiencia tiene en este tipo de problemas?. ¿Qué tipos de tratamientos utiliza?. ¿Se ha comprobado su eficacia para solucionar mi problema?. ¿Cómo vamos a trabajar durante las sesiones?. Etc. Esta información puede solicitarla por teléfono u obtenerla en nuestra web.

En Área Humana también puede solicitar una entrevista personal para consultarnos aquello que considere, y conocer al psicólogo que atendería su caso. La duración de esta entrevista es de unos 20 minutos. Debe sentirse a gusto y motivado con el profesional que le atenderá, porque a su lado va a realizar un gran esfuerzo, y la colaboración será esencial. ¿Es lo mismo psicólogo y psiquiatra? Preguntas de Psicología: El psiquiatra es un médico, con la especialidad de psiquiatría y, excepto que haya adquirido otra formación específica en Psicología, la cual no se imparte en su carrera, tratará el malestar psíquico desde el aspecto biológico, usando fármacos para el tratamiento de los problemas mentales. Un psicólogo es un profesional que estudia las emociones y el comportamiento humano, con el objetivo de que la persona consiga un adecuado equilibrio personal, familiar y social. El psicólogo puede especializarse en diferentes ámbitos: psicólogo de recursos humanos, psicólogo social, psicólogo educativo, psicólogo clínico, psicólogo forense, etc. En el ámbito clínico el psicólogo estudia y trata los pensamientos, comportamientos y emociones mediante técnicas cognitivas y conductuales eficaces. Se centra en los aspectos psicológicos sin excluir en su tratamiento los aspectos orgánicos (aunque no puede recetar fármacos), para mejorar la salud física y emocional de las personas. El psicólogo y el psiquiatra con frecuencia trabajan juntos para lograr la mejor y más rápida solución a los problemas del paciente.

¿Cuánto tiempo dura el tratamiento psicológico? Preguntas de Psicología: Hoy en día, como resultado de las investigaciones, los tratamientos son cada vez más eficaces. Algunos de los problemas más comunes que antes se resolvían en más de un año, ahora pueden resolverse en varios meses. El número de sesiones de un tratamiento psicológico está determinado por el tipo de problema, la motivación y la implicación del paciente, y el rigor en el seguimiento de las pautas que da el profesional. Para conseguir buenos resultados es fundamental, la preparación y el conocimiento de los psicólogos en las nuevas técnicas, las últimas investigaciones, y su aplicación a los tratamientos. Por parte del paciente, su implicación en el proceso hace que se consigan los objetivos en un tiempo más reducido. ¿Cubre mi seguro las sesiones del tratamiento psicológico? Preguntas de Psicología: Los seguros médicos privados pueden reembolsar parte del importe de las sesiones de psicología de centros privados de psicología como el nuestro. También muchos seguros escolares ofrecen cobertura de un determinado números de sesiones de tratamiento psicológico. Seguros Médicos Esta opción en tu seguro te puede ayudar a pagar parte del coste de las consultas de psicología en nuestro Centro Área Humana. Algunos seguros médicos tienen una cláusula llamada de reembolso, que dependiendo del tipo y condiciones del seguro, os cubren entre un 80% y un 100% del precio de las sesiones de tratamiento psicológico.

Para poder obtener este beneficio de reembolso es necesario: Tener en vuestro seguro la cláusula de reembolso. Solicitar a un psiquiatra o médico de su seguro un informe, en el que se prescriba el tratamiento psicológico. Presentar al seguro médico las facturas que queremos que nos reembolsen. Estas facturas de las sesiones a las que habéis acudido, nos las tenéis que solicitar en la secretaría de Área Humana, indicando que son para este fin. Os recomendamos que sea cual sea la póliza que tengáis, os pongáis en contacto con vuestro agente de seguros, y solicitéis información sobre este servicio. Seguro Escolar Para saber si vuestro seguro escolar os cubre parte del coste de las sesiones de psicología: Debéis informaros en vuestro Centro Escolar de cómo tenéis que hacerlo. Nos tenéis que solicitar en nuestra secretaría las facturas para poderlas presentar en vuestro centro, en el formato que os indiquen. ¿Qué diferencia hay entre estar triste y tener depresión? Preguntas de Psicología: La tristeza es una emoción, y como todas las emociones, están presentes en nosotros de una forma natural ya que tienen una función adaptativa. Es normal sentirse triste ante muchas situaciones cotidianas, como discutir con un amigo, perder una oportunidad de ascenso, perder a un ser querido o una separación. La tristeza, nos da un tiempo para adaptarnos a esa nueva situación. Cuando la tristeza es

muy intensa, dura mucho tiempo y empieza a afectar a nuestro día a día, sería conveniente acudir a un psicólogo para que valore si esta emoción comienza a convertirse en un trastorno. Ante un trastorno como puede ser la depresión no hay que asustarse, hay tratamientos eficaces para vencerla. Para ello es importante no demorar la consulta con un especialista. ¿Qué debo tener en cuenta para tomar correctamente antidepresivos? Preguntas de Psicología: Es importante tener en cuenta al menos los siguiente consejos: No se debe cambiar la pauta de medicación ni dejar de tomar los antidepresivos hasta que se lo indique su médico. Las dosis que debe tomar, y las hora en que debe hacerlo han sido establecidas concretamente para su caso. No aumente la dosis de la medicación por su cuenta, pensando que acelerará la mejoría. Tampoco la disminuya si se empieza a encontrar mejor. Los antidepresivos le pueden producir algunas molestias durante los primeros días (sequedad de boca, náuseas, sensación de mareo, somnolencia, estreñimiento, etc.). Estos síntomas no quiere decir que el medicamento le esté sentando mal, y tampoco disminuye

el

efecto

beneficioso

que

tiene.

Estos efectos secundarios irán

desapareciendo. El efecto del fármaco lo notará pasados unos días, por lo que debemos tener paciencia y no dejarlos de tomar precipitadamente. A partir de unos 10-15 días irán apareciendo síntomas de mejoría.

Mientras esté en tratamiento no debe beber alcohol ni otras drogas. La mezcla de alcohol y/o drogas con la medicación suele generar efectos indeseables. No suprima el tratamiento si por cualquier razón debe añadir alguna otra medicación, y aunque son compatible con antibióticos, aspirinas u otros medicamentos, siempre debe consultarlo con su médico. Cuando se toma antidepresivos y ya nos sentimos bien, hay que recordar que hay que seguir tomando la medicación por el tiempo que el médico considere oportuno (varios meses). No debe seguir la pauta que le den a otra persona que conoces, aunque sea el mismo principio activo o incluso la misma marca, el tratamiento es específico para cada persona. ¿Puedo tomar alcohol si estoy tomando antidepresivos o ansiolíticos? Preguntas de Psicología: Los psicofármacos son medicamentos que actúan sobre el Sistema Nervioso Central (SNC), excitándolo o inhibiéndolo. Son el tratamiento farmacológico de elección para los trastornos emocionales. De este modo, cualquier droga (cannabis, alcohol, tabaco, etc.) puede interactuar de forma significativa con ellos, ya que actúa también sobre el SNC. Antes de tomar un psicofármaco, así como cualquier otro medicamento, siempre se recomienda leer el prospecto acerca de las interacciones, la posología, las contraindicaciones y algunos de los efectos adversos. El alcohol es un depresor de la actividad del SNC por lo que si además, estamos tomando bajo prescripción facultativa, algún otro depresor (por ejemplo un ansiolítico), el efecto

del mismo se verá potenciado, aumentando sus efectos y provocando una alta interferencia en las actividades diarias (por ejemplo, aumento del cansancio, de la somnolencia, etc.). En general se produce un aumento de los efectos sedativos cuando se combina el alcohol con estos fármacos. Siempre debes consultarlo con tu médico. ¿Cómo funciona un antidepresivo? Preguntas de Psicología: La depresión y algunos estados emocionales se caracterizan fisiológicamente por bajos niveles de serotonina en nuestro cerebro. Los antidepresivos antiguos producían efectos adversos con frecuencia, sin embargo, los nuevos antidepresivos son en general muy bien tolerados y presentan un perfil de efectos secundarios mucho más favorable. Entre los más utilizados destacan los ISRS (Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina), los tricíclicos y los duales (estos dos últimos modulan varios neurotransmisores a la vez, fundamentalmente serotonina, noradrenalina y dopamina) Entre neurona y neurona existe un espacio en el que, de forma normal, son volcados muchos neurotransmisores (NT). Cuando una neurona quiere activar a otra, vuelca en el espacio ese NT y éste se adhiere a la siguiente. Normalmente, queda parte de ese NT en el espacio y la segunda neurona se puede volver a activar con ese “resto” de moléculas. Para que esto no ocurra y se reduzca el gasto de cada neurona, disponemos de un “mecanismo de recaptación”. Una proteína recoge (recapta) ese NT sobrante y lo vuelve a guardar en la neurona inicial. Este proceso provoca que se limpie el espacio y no se excite la segunda neurona de forma innecesaria. Los ISRS impiden que se recapte

el NT restante y así hay siempre molécula de sobra (en este caso Serotonina) para la siguiente neurona y así sucesivamente. ¿Hay antidepresivos específicos para cada problema? Preguntas de Psicología: Existe una amplio espectro farmacológico en el momento actual. En función de los síntomas que presente cada paciente, el psiquiatra escogerá el psicofármaco más adecuado y ajustará las dosis de forma específica. Los antidepresivos son utilizados con buena respuesta en cuadros ansiosos y depresivos, aunque las indicaciones son amplias y engloban otros trastornos como el trastorno obsesivo compulsivo o la impulsividad explosiva. ¿Son eficaces los fármacos para tratar la depresión? Preguntas de Psicología: Actualmente casi todas las depresiones se curan de forma eficaz. El tratamiento más eficaz para este trastorno emocional es la combinación de psicofármacos y terapia cognitivo-conductual. Los fármacos para tratar la depresión son altamente eficaces para la reducción y/o eliminación de síntomas principales. Sin embargo, el tratamiento más eficaz requiere de la combinación de técnicas cognitivo-conductuales y de fármacos antidepresivos. Si en el marco de la depresión, no modificamos nuestra forma errónea de pensar, así como nuestros comportamientos, cuando retiremos los fármacos, no habremos eliminado el problema por el cual aparecieron los principales síntomas. ¿Cuándo debo dejar de tomar la medicación?

Preguntas de Psicología: El tratamiento farmacológico de los trastornos emocionales es sintomatológico y no etiopatogénico. Es decir, los medicamentos administrados disminuyen síntomas (nerviosismo, angustia, tristeza, etc.) pero no curan la causa del trastorno. Es por ello, que la retirada de los fármacos, que en su día equilibraron los sistemas de neurotransmisión, se debe hacer de forma pautada por el mismo especialista que los introdujo. Ya que si se hace de forma voluntaria, y sin criterio de un experto, los síntomas pueden volver a aparecer, o podemos padecer algún malestar innecesario. ¿Qué es un psicólogo forense? Preguntas de Psicología: El Psicólogo Forense es un profesional de la Psicología, con una formación especializada para dotar al proceso judicial, de unos principios, técnicas e instrumentos psicológicos, que permitan la valoración objetiva de la conducta humana. Como experto asesor en los procesos legales, colabora con abogados y jueces, y su capacitación en clínica y diagnóstico, le permite emitir un juicio objetivo y profesional, acerca del estado mental de las personas implicadas, de alguna manera, en un proceso legal. ¿Puede un psicólogo clínico elaborar un informe pericial? Preguntas de Psicología: Un psicólogo clínico tiene la capacitación para intervenir en las fases de evaluación, análisis y diagnóstico, pero los procesos judiciales requieren de una especialista en psicología forense, que además es experto en el lenguaje que se utiliza en los procedimientos legales, así como en la exposición de argumentos, pruebas y conclusiones. ¿Necesito un psicólogo forense en mi proceso de separación?

Preguntas de Psicología: En un proceso de separación y divorcio, el psicólogo asesora en temas relativos a la capacidad de los progenitores para mantener una guarda y custodia, o en los regímenes de visitas más adecuados para la correcta adaptación de los hijos. Los psicólogos forenses intervienen en los procesos de separación y divorcio elaborando informes periciales, para analizar la situación familiar y asesorar en el proceso judicial. El abogado será la persona más adecuada para valorar si es necesario un informe pericial. En su informe pericial, el psicólogo forense atiende siempre, como máxima prioridad, el bien e interés del menor. ¿En qué casos se pide un informe pericial? Preguntas de Psicología: En todos los casos en los que se necesite analizar el estado mental de una persona, cuando este afecta a la valoración de unos hechos en un proceso judicial. En el ámbito de la familia, un informe pericial puede asesorar sobre las medidas más adecuadas en el régimen de visitas, o la capacidad para obtener o mantener la guarda y custodia de los menores.

¿CUAL ES LA MEJOR TERAPIA PARA MI?" En la medida de lo posible recomendamos la terapia presencial, ya que el contacto directo con el psicólogo o psicóloga tiene muchas más ventajas, sobre todo en cuanto a

lo que se refiere a la comunicación no verbal, no presente por ejemplo con la psicología online. Dadas las diferentes necesidades de cada persona, queremos adaptarnos ofreciendo diversos

servicios

de

psicología,

tales

como terapia

online, terapia

a

domicilio y acompañamiento terapéutico.

"¿TODO LO QUE HABLEMOS EN TERAPIA ES CONFIDENCIAL?" Por supuesto, tal y como recoge la Ley de Protección de Datos Personales (LPD) guardaremos total confidencialidad con todo lo que se refiere a la información personal del paciente así como de cualquier dato referente a la terapia

"MI PAREJA Y YO TENEMOS UN PROBLEMA ¿DEBEMOS IR LOS DOS A CONSULTA?" En la medida que sea posible, sería recomendable que ambos pudieseis acudir a consulta, ya que de esta manera, se pueden obtener resultados más favorables. Es frecuente encontrarnos con diferentes motivos que impiden que ambos miembros de la pareja deseen asistir o tengan el mismo grado de motivación, pero de cualquier manera, la terapia se adaptará a cada caso concreto y sin duda se lograrán mejoras.

PUEDO INICIAR UN TRATAMIENTO SEXOLÓGICO SI NO TENGO PAREJA?

¡Claro que sí! No importa que en este momento de tu vida no tengas pareja, ya que podremos evaluar tu caso y elaborar la mejor alternativa de tratamiento. En el campo de la sexología disponemos de gran variedad de estrategias que nos permiten trabajar y adaptarnos a todo tipo de circunstancias personales, proporcionándonos las herramientas para poder ayudarte en aquello que desees mejorar.

¿Por qué ir a un psicólogo… … si yo no estoy “loco”? Ya que no podemos ser expertos en cualquier área o actividad profesional, buscaremos un especialista en fiscalidad para ayudarnos con nuestra Declaración de la Renta, un mecánico para solucionar una avería en nuestro vehículo, un abogado para defendernos en un pleito, etc. Sin embargo, encontramos múltiples “razones” para no acudir a un experto cuando los problemas que se nos plantean son de tipo personal, laboral, emocional o vital. Quizás, detrás de esta actitud, se esconde el pensamiento erróneo de que debemos ser capaces de superar por nosotros mismos estas dificultades, y si no lo somos, se ve comprometida nuestra autoestima, aunque paradójicamente, la mayoría llamará a un fontanero para que le solucione el simple goteo de un grifo y no se sentirá incapaz por ello. Hoy en día acudir al psicólogo es algo normal,

muchos estudios muestran como en las últimas décadas se ha incrementado notablemente la demanda de atención psicológica.

En cuanto a la definición de “locura”, es algo que ha cambiado a lo largo de la historia y las culturas, y en la actualidad hay una gran disputa intelectual entre los distintos expertos sobre qué es, cómo se define, qué la origina y cómo afrontar la patología psicológica y la salud mental. Desde la asesoría psicológica, no nos dirigimos al tratamiento de patologías, ni al etiquetamiento diagnóstico, pretendemos fomentar el cambio que el consultante necesita, promoviendo la superación de problemas y dificultades, que son vividas como causa de una mala calidad de vida, como por ejemplo manejar eficientemente la ansiedad y el estrés, superar miedos, aprender a manejar situaciones

conflictivas,

superar

pérdidas,

conseguir

objetivos

personales

y

profesionales, superar crisis vitales, etc. “Sólo existe un remedio porque sólo hay una enfermedad. La de que no vivimos lo que somos, no vivimos la realidad inmensa que somos”. A. Blay.

¿Cómo va a poder ayudarme un psicólogo con un problema tan personal y único? Cuando se acude a un psicólogo por primera vez, es probable que nos sorprenda su forma de trabajar, que poco o nada tiene que ver con la imagen social que se ha creado de esta especialidad, formada por lo que aparece en películas, series y libros. Desde luego, uno no sabrá si le pueden servir de ayuda hasta que no lo pruebe, pero salvando las expectativas que puedan existir sobre soluciones mágicas e inmediatas, las intervenciones psicológicas se basan en conocimientos y técnicas con una amplia base científica, también filosófica y humanista; en los conocimientos acumulados en las últimas décadas sobre el funcionamiento de la conducta humana, en el conocimiento de cómo nuestro sistema nervioso procesa todo tipo de información, se ha profundizado en el conocimiento fisiológico de nuestro cerebro y las interrelaciones entre el sistema nervioso, el endocrino y el inmunológico; pero también, en las tradiciones culturales, filosóficas y religiosas milenarias, que aportan un conocimiento coherente con la ciencia y la comprensión moderna del ser humano. De todo esto, se obtienen herramientas de intervención cada vez más depuradas y eficaces.

Lo mejor será informarse, consultar, indagar un poco sobre las formas de trabajo y especialidades concretas de los distintos profesionales, y solicitar una consulta inicial en la que se debe dar a conocer la forma de trabajo del profesional y valorar la sintonía y fluidez de relación que nos produce, y que será básica para una intervención eficiente.

¿Cómo voy a confiar mis “secretos” a un extraño? La norma es sentir cierto recelo ante los extraños, y entrar en intimidad con un desconocido nos puede producir aprensión; son el mismo tipo de recelos que podemos tener ante un médico, un abogado o un asesor fiscal cuando solicitamos sus servicios. Pero al igual que en estos casos, un profesional deberá conocer la información confidencial pertinente, para poder ejercer su labor con la mayor precisión posible. Los psicólogos han de regir sus intervenciones en base al Código Deontológico del Psicólogo, que asume que la ética es una parte esencial de la profesión del psicólogo, y entre otras normas, destaca la obligación de respetar una estricta confidencialidad entre psicólogo y cliente; además de mantener toda la relación dentro de unos parámetros estrictamente profesionales, orientados a ayudar a encontrar soluciones y servir de guía y apoyo, para la consecución de los cambios orientados a los fines propuestos en la intervención.

Una intervención completa, que se alarga en el tiempo es muy cara, no me lo podré permitir. Lo fundamental es planteárselo en terminología económica de coste/oportunidad, es decir, si no doy una solución a este problema, que me bloquea, que está dificultando mi vida, mis relaciones, mi trabajo, mi disfrute vital, ¿qué estoy perdiendo y qué estoy dejando de ganar? Podemos perder relaciones importantes en nuestra vida: pareja, amigos, familiares, compañeros de trabajo; podemos perder nuestro trabajo, oportunidades de ascenso, profesionales, de cambio de profesión; y sobre todo, podemos perdernos a nosotros mismos por el camino y vivir una vida que no es la nuestra, sin permitirnos explorar todo nuestro potencial, sintiéndonos en el fondo infelices. La duración de un proceso de intervención depende en gran medida de lo que se demande, del trabajo e interés que se pone en promover el cambio, y en ocasiones, una consulta puede ser puntual y no llegar a más de dos o tres sesiones.

Las tarifas de las sesiones no son prohibitivas, menos si se comparan con los beneficios que se pueden obtener, y muchos de los profesionales estamos abiertos a flexibilizar nuestros honorarios, en función de la situación económica del consultante.

https://robertocolom.wordpress.com/2009/01/25/50-preguntas-para-el-psicologo-2/

¿Puede un psicólogo ayudar a alguien que no quiere ser ayudado? No, no hay ninguna razón para que con los psicólogos suceda algo diferente a lo que ocurre con los médicos. A la consulta de un psicólogo –de ser posible competente—puede acudir un cliente porque, en las últimas semanas, ha notado que se ponía demasiado nervioso ante el menor imprevisto. Lo primero que hará el psicólogo es preguntarle en qué situaciones ha experimentado esa sintomatología y en qué consistía exactamente. El psicólogo, igual que el médico, necesita información para poder establecer un determinado diagnóstico.

Hacer el diagnóstico consiste en traducir lo que el cliente dice con sus palabras –no hay más remedio—a un lenguaje propio de la ciencia en la que se respalda el profesional de la conducta humana.

Si el cliente aporta información parcial –algo usual—el psicólogo intentará completar las lagunas que permitan ver el panorama en su conjunto. Una vez se disponga de las principales piezas, se llegará a un determinado diagnóstico, imprescindible para preparar la intervención destinada a lograr que el cliente vuelva a su anterior condición, es decir, que deje de sentir demasiado nerviosismo ante situaciones inesperadas. Sobre el diagnóstico de los psicólogos existe un escepticismo que ahora es popular. Pondré dos ejemplos. El primero proviene de un programa de la televisión autónoma vasca, en el que se hacen algunos paralelismos entre la jerga psicológica y el lenguaje cotidiano: -. Síndrome post-vacacional, es decir, “tener ganas de tocarse los huevos”. -. Iñaki, nuestro hijo es hiperactivo, esto es, “Iñaki, nuestro hijo es un cabrón desobediente”. -. Sufro un episodio de ansiedad, o lo que es lo mismo, “estoy cagao de miedo”. -. Tengo trastorno de personalidad, es decir, “estoy como una puta cabra”. -. Tengo un leve retraso cognitivo, esto es, “soy tonto del culo”. Este es uno de los diálogos del programa de la ETB: -. Madre: “Jon, recoge tu habitación que parece una pocilga, eres un guarro”. -.

Hijo:

“No

es

eso

ama,

es

que

tengo

el

síndrome

de

Diógenes”.

-. Madre: “Uy! hijo, perdona. Yo echándote la bronca y resulta que estás enfermo. Ala, vete al sofá a ver la tele que ya te recojo yo la habitación”. El segundo ejemplo está extraído de la novela de Rodrigo Muñoz Avia (Psiquiatras, Psicólogos y Otros Enfermos). Comienza así:

“Hola. Me llamo Rodrigo. Antes de ir al psiquiatra yo era una persona feliz. Ahora soy disléxico, obsesivo, depresivo y tengo diemo a la muerte, o sea, miedo. En el psiquiatra he aprendido que la palabra felicidad es una convención que carece de sentido. He aprendido que el hecho de volver a ser feliz algún día no solo es imposible, sino completamente imposible. Ahora me pregunto más cosas de las que me gustaría”. Hacia el final de la novela se puede leer: “he conocido a por lo menos diez psiquiatras y psicólogos, y también a varios psicópatas, naturópatas, acupuntores, hipnotizadores, masajistas, dietistas, homeópatas y curanderos, y por eso creo que tengo experiencia suficiente para hablar del asunto. Mi opinión en que los psiquiatras y los psicólogos, aparte de no saber en qué se distinguen entre sí, están muy enfermos y ésa es la única razón de todos los problemas que causan”. Igual que sucede en Medicina, en la Psicología hay profesionales excelentes, sensatos y lamentables. En la actualidad, los ciudadanos están cada vez más acostumbrados a pedir una segunda o una tercera opinión antes de tomar alguna decisión sobre su salud. Han aprendido que no todos los médicos son igual de competentes y algo similar debería aplicarse al caso de la Psicología. Un buen profesional de la Psicología puede ayudar a una persona que vaya a su consulta, siempre y cuando éste último quiera cambiar la situación que le hace no poder llevar su vida como él desea. De hecho, bajo esta circunstancia, a menudo basta con que la persona puede hablar libremente con el psicólogo. A esto se le llama remisión espontánea y funciona a las mil maravillas en varios casos.

El diagnóstico que hace un buen psicólogo está sujeto a cambios con el avance del tratamiento, por lo que no debe considerarse algo cerrado o definitivo. Es posible que se diagnostique un trastorno de ansiedad, pero el nombre es lo de menos. Lo que importa es cómo se concretan los síntomas de ese trastorno en el cliente que, en concreto, se encuentra sentado en el despacho del psicólogo. El psicólogo debería reconocer que cada persona es un mundo y hacérselo saber a su cliente. A mi juicio, debería ir incluso más lejos, confesándole que la intervención o el tratamiento no logrará cambiar su modo de ser. La gente posee una naturaleza y la psicoterapia nunca conseguirá cambiarla. Hasta se podría plantear si es legítimo intentar hacerlo. Lo que el psicólogo debería manifestarle a su cliente es que él puede ayudarle a que su modo de ser no le impida llevar una vida satisfactoria, siempre y cuando las condiciones de su entorno lo permitan. Con una frecuencia que debería atenuarse, el psicólogo promete cosas que no puede llegar a cumplir. Y quizá eso esté detrás de la cultura pop cuyos ejemplos vimos anteriormente. No cabe duda de que al psicólogo le encantaría cumplir esas promesas. Él quisiera poder hacerlo, honradamente, pero el hecho es que no puede, y posiblemente, tampoco deba. En resumen, un buen profesional de la Psicología puede ayudar a una persona que acuda a su consulta, pero (a) la persona debe participar activamente en el proceso, ser parte responsable y (b) el psicólogo debe aprender a ser realista sobre sus posibilidades de ayuda.

Qué nivel de credibilidad científica tiene la Psicología? ¿En qué se distingue un psicólogo de un psiquiatra? ¿Qué hacen normalmente los psicólogos? ¿Cómo se puede saber si un psicólogo es un buen profesional? Realmente aquí hay varias preguntas, aunque quizá posean un poderoso factor común: ¿qué es realmente la Psicología? Durante años los propios psicólogos se han preguntado por su propio estatus como ciencia, al menos en España. Recuerdo que, cuando era estudiante, mis profesores estaban obsesionados por demostrarnos a quienes estábamos sentados en los pupitres que la Psicología era una ciencia como las demás. Era, por tanto, fácil coquetear con la idea

de

que

los

docentes albergaban

un

cierto

complejo

de

inferioridad.

Afortunadamente, en la actualidad los psicólogos no tenemos esta percepción, aunque quizá la sociedad tenga una idea especial sobre la profesión del psicólogo.

Los psicólogos, y es importante dejar clara esta idea, no se dedican solamente, o incluso principalmente, a la psicoterapia. Hay muchos campos a los que se aplican los conocimientos atesorados por la Psicología científica. Aunque los estudiantes se matriculen preferentemente por su interés aplicado a la clínica, el abanico de posibilidades profesionales que se abre ante ellos es extraordinario. La ciencia de la Psicología se aplica en la actualidad a la organización de los recursos humanos de una empresa, a la formación –tanto escolar como profesional—a la ciencia de los ordenadores, al marketing, al estudio del cerebro, a la asistencia sanitaria en general, al análisis estadístico de las tendencias conductuales de grupos de personas identificados por características demográficas como el sexo o la etnia, al estudio de la conducta delictiva, a los cambios que se producen con el envejecimiento, y un larguísimo etcétera.

Desde esta perspectiva, las diferencias entre un psicólogo y un psiquiatra resultan evidentes. El único tipo de psicólogo que se puede comparar cabalmente con un psiquiatra es el psicólogo clínico. Ambos se orientan al diagnóstico y tratamiento de personas con alguna clase de desadaptación social, como la ansiedad, el estrés, la depresión, el autismo, la discapacidad intelectual o la esquizofrenia. Poseen, por tanto, un objetivo compartido: diagnosticar e intervenir. El psiquiatra generalmente considera que el origen del problema clínico es orgánico, mientras que el psicólogo no parte de esta premisa –puede o no ser el caso. Una clara diferencia entre ambos es que únicamente el psiquiatra, debido a su formación médica, está acreditado para recetar sustancias que puedan incidir en el equilibrio orgánico del paciente. El psicólogo no puede hacerlo. Cuando una persona se siente mal, la primera decisión a la que debe hacer frente es si acude a un psicólogo clínico o a un psiquiatra. Esta decisión se encuentra fuertemente relacionada con la de cómo se puede saber si un psicólogo es un buen profesional. Aunque sea incómodo tener que responder vagamente, si la premisa es la honestidad, entonces no queda más remedio que declarar que no existe una receta para ayudar a esa persona a tomar una decisión. Es imposible saber, de entrada, que señas identifican a un buen profesional. Ni siquiera las presuntas referencias de éxitos previos resultan clarificadoras o, desde luego, definitivas. Es de sobra conocido en el mundo médico que el mismo profesional se ha enfrentado a casos supuestamente similares con resultados dispares. El Dr. House es una creación televisiva, ni más, ni menos.

Puede ser tentador pensar que un psicólogo con una dilatada experiencia es preferible a un psicólogo recién licenciado. Pero es una tentación que puede llevarnos a profundos y delicados desencantos. Quizá la principal característica que distingue a un buen profesional de alguien que lo es menos, es su seriedad, rigor y sinceridad. Un psicólogo que, de entrada, haga creer a su cliente que la terapia será capaz de cambiar su personalidad para siempre jamás, será, casi con total seguridad, un profesional que no es sincero. Por tanto, mi recomendación es mantenerse al tanto en las primera sesiones sobre cuál es la visión que caracteriza al psicólogo que se sienta al otro lado de la mesa. Si se sospecha que ese psicólogo no respeta la personalidad de su cliente, entonces puede ser una estrategia eficiente alejarse rápidamente de su consulta. Un buen profesional le hará saber a su cliente que la terapia le ayudará, en el mejor de los casos, a que su personalidad sea lo menos disruptiva posible, a que sus hábitos desadaptados interfieran menos en su vida cotidiana. El Dr. House es una creación televisiva, pero está en lo correcto cuando declara, cansinamente, que la gente no cambia. Cuando el cliente –y, para el caso, el psicólogo—toma conciencia de este hecho, la situación fluye con mayor naturalidad, y, en consecuencia, las probabilidades de éxito aumentan.

¿Tenéis los psicólogos un “sexto sentido”? El sexto sentido lo tuvo Bruce Willis en el largometraje de M Night Shyamalan. Willis era algo parecido a un psicólogo del mas allá, mientras que nosotros lo somos del mas acá. Ojala tuviéramos ese sentido extra, pero fuera de la ficción, la realidad es que no tenemos

más que lo que nos dicta el conocimiento que poseemos sobre la conducta humana y la experiencia acumulada desde que nos licenciamos. Afortunadamente, para hacer lo que debemos no son necesarios más que los sentidos conocidos que la ciencia, no la ficción, ha constado que poseemos casi todos los seres humanos. Esta es una pregunta bastante interesante, ya que, a menudo, denota que la gente piensa que somos capaces de leerles la mente y penetrar en sus más escondidos pensamientos. Sin embargo, la verdad es que pueden estar tranquilos: se trata de un mito, que, además, curiosamente, nosotros no hemos alimentado. El contraste de esta percepción proviene de quienes suponen que su mente es tan compleja que ningún psicólogo será capaz de desentrañarla. Esta visión es por lo menos divertida. Realmente ninguno de nosotros es tan complicado como para que sea necesario usar un sexto sentido. Como solía decir el gran psicólogo, Hans Eysenck, es más fácil que un autobús llegue tarde porque el motor se ha estropeado, que porque el conductor se haya detenido a recoger margaritas en el campo. Con esta analogía quería dar a entender que nuestra conducta es realmente bastante predecible. Y si lo que vamos a hacer se puede predecir, es porque no somos tan espontáneos, ricos en detalles y geniales como a veces parece que nos gusta pensar. Miramos fijamente a alguien cuando queremos intimidarle o cuando estamos enamorados. Nos burlamos de quien tenemos delante si sabemos que tenemos las de ganar en caso de que se produzca alguna clase de conflicto. Nos humillamos si tenemos algo que perder y ese algo nos resulta crucial. Mentimos para alcanzar algo deseable o

para evitarle un sufrimiento innecesario a alguien que nos importa. Ayudamos a alguien más débil que nosotros llegado el caso, pero competimos con quien puede arrebatarnos algo que deseamos. Los psicólogos no somos Bruce Willis. Pero tampoco nos resulta necesario. Basta con conocer a la persona que tenemos delante, intercambiar algunas frases, observar su mirada, encontrar incongruencias en las cosas que dice y en sus gestos, para llegar a una evaluación relativamente razonable de cómo es esa persona. Puede intentar ocultarnos aquello que más le interesa mantener en la reserva, pero no tardaremos en darnos cuenta. Pero, ante todo, hay que recordar y tener presente que el psicólogo juega con ventaja: ni debe ni puede sentirse comprometido a ayudar a alguien que no desea ser ayudado. Por tanto, que el cliente tenga éxito al ocultar información relevante, únicamente va en detrimento suyo. Si alguien acude al médico escupiendo sangre, pero en realidad es sangre ficticia, sangre de pega que se expulsa en presencia del profesional para ponerle a prueba, no se podrá culpar a este último si presume que el paciente puede tener una ulcera de estómago. Si una mujer acude al psicólogo diciendo que su pareja la acosa verbalmente, pero realmente se trata de una información falsa, no se podrá acusar al psicólogo de suponer que se encuentra ante un caso de maltrato doméstico. El psicólogo ni tiene ni necesita un sexto sentido, sino gente honesta que diga lo que piensa y lo que le sucede. Esa es la información realmente necesaria para que el profesional pueda comenzar a hacer su trabajo. Cómo se obtiene información de un paciente?

En esencia, la información de un paciente se obtiene preguntando. Sería una excelente posibilidad usar una estrategia más directa y menos sujeta a errores. De hecho, hoy en día eso es cada vez más verosímil. Con la llegada de los iPods y demás gadgets, se podría pensar en configurar un “reality show” del paciente. No sería necesario que nos dijera nada, sino que, simplemente, observaríamos qué hace. Sin embargo, a día de hoy, los datos necesarios para la tarea del psicólogo se “descargan” a través de preguntas. Esas preguntas pueden ser directas o indirectas. El cliente puede sentarse en la consulta del psicólogo y responder. Pero también, de modo complementario, puede cumplimentar un cuestionario estándar, diseñado previamente para recabar una ingente cantidad de datos que pueden compararse con las respuestas típicas de un grupo representativo de personas equivalentes a quien se encuentra en ese momento en la consulta –por cierto, a esto se le denomina test psicológico. Cuando el paciente o cliente acude a la consulta del psicólogo, lo hace porque supone que tiene alguna clase de problema. Generalmente ese problema está bastante mal definido: no tiene ganas de hacer nada, la gente le rehúye, no rinde en el trabajo, le cuesta levantarse por las mañanas, se aburre, su latido cardiaco está subido de tono, no consigue

atraer

a

una

pareja

estable

y

así

sucesivamente.

El primer paso es delimitar el problema a raíz del cual el cliente viene a consulta, de modo que se pueda certificar que, realmente, se trata de un problema que puede ser atacado con la artillería psicológica disponible. Esta precaución es bastante relevante, ya que, en principio, es perfectamente posible que ni siquiera se trate de un problema psicológico, aunque el cliente esté convencido de que lo es.

Si se pasa ese primer filtro, entonces comienza la fase de transformar el problema que el paciente dice padecer en la terminología propia de la psicología. Es decir, se trata de establecer el diagnóstico en sentido estricto. El cliente puede tener una depresión leve, un trastorno esquizotípico, abulia, ansiedad generalizada, alexitimia o un trastorno antisocial de la personalidad. El proceso de transformación es crucial, ya que eso permitirá orientar el tratamiento más apropiado a cada caso. Pero, sin que nos desviemos del objetivo, es precisamente el diagnóstico a lo que se refiere esta pregunta 4. La información necesaria para que el diagnóstico sea preciso debe ser lo más exhaustiva posible, de modo que usualmente no se ha de recurrir únicamente a la que el propio cliente aporta. Puede ser necesario citar en la consulta a personas allegadas para comprobar algunos aspectos que al psicólogo le puedan llamar la atención, o, simplemente, debido a que requiere cotejar algunos de los datos que se han ido recabando. Desde esta perspectiva, el proceso de diagnóstico debería parecerse bastante a una investigación policial. El culpable, es decir, el problema psicológico que el cliente cree tener, es presuntamente inocente hasta que se demuestra lo contrario. Los datos que se vayan registrando deben ir orientados no a confirmar las sospechas, sino a intentar demostrar que las evidencias exculpan al acusado. Esto puede parecer un poco extraño, especialmente si se tiene en cuenta la extendida idea de que el psicólogo tiene las ideas muy claras y enseguida ve la situación. No es verdad. Ya que el diagnóstico va a determinar el posterior tratamiento, es esencial que su carácter sea sólido. Y esto se puede lograr con mayor probabilidad si los elementos en contra se han descartado.

En un juicio, el abogado y el fiscal hacen su trabajo. El segundo busca pruebas que inculpen al acusado, mientras que el primero hace todo lo posible por hallar las que demuestren su inocencia. El psicólogo debe simular una especie de “esquizofrenia profesional” para jugar ambos papeles. Y, en su defecto, cuando esto no sea posible, debe ponerse del lado del abogado. Si fracasa, entonces el fiscal habrá ganado y se podrá llegar a la conclusión de que, en efecto, el cliente sufre, por ejemplo, una depresión unipolar.

Cuáles son los problemas psicológicos más frecuentes? ¿Cuánto tiempo se tarda en solucionar un problema psicológico? ¿Qué tipos de terapia psicológica existen? Tenemos aquí tres preguntas enormes, así que el único modo de sobrevivir es ser lo más breves posible. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) más de 1.500 millones de personas padecen algún tipo de trastorno mental, es decir, hay más enfermos mentales que enfermos de cáncer o con problemas cardiovasculares. De entre los males de la humanidad, los psicológicos son los más extendidos, y de esta gran cantidad de personas con trastornos mentales, sólo el 1% reciben tratamiento psicológico. Según la OMS, 740 millones de personas padecen trastornos del ánimo o de ansiedad, 250 millones sufren trastornos de la personalidad, 60 millones tienen discapacidad

intelectual o retraso mental, 45 millones padecen esquizofrenia y 25 millones sufren demencia. La Unión Europea destina un 20% del gasto sanitario a las enfermedades relacionadas con el sistema nervioso, pero sólo el 5% del dinero destinado a investigación se dirige hacia este tipo de enfermedades. Por tanto, será muy complicado avanzar en la comprensión científica de las llamadas enfermedades mentales o trastornos psicológicos. Sin investigación la práctica no avanza y los pacientes no mejoran.

Las predicciones para el año 2020 señalan un aumento de la mortalidad por cardiopatía isquémica, depresión, accidentes cerebro-vasculares, enfermedades pulmonares, sida y cáncer de pulmón. Asimismo, se estima que disminuirán las muertes por infecciones respiratorias, diarreicas, malaria, sarampión, anemia y malnutrición. No existe un criterio para saber cuánto se tardará en resolver un problema psicológico. Existen cientos de estudios sobre la eficacia de la terapia psicológica y el tiempo es un criterio que se considera relevante. Tratar una fobia a las serpientes o conseguir que un niño de diez años de edad deje de mojar la cama, puede suponer un tiempo relativamente corto (semanas), mientras que enfrentarse a un trastorno depresivo o de ansiedad puede conllevar duros y largos meses de trabajo. Un resultado llamativo de un estudio masivo que hizo la revista Consumer Report hace algunos años, produjo un interesante resultado que promueve una destacable reflexión en la sociedad actual: los clientes más satisfechos de las terapias psicológicas son quienes no ven limitadas sus posibilidades de acudir al terapeuta. En una palabra, las

terapias rápidas no son del agrado de los clientes, y, posiblemente, tampoco resultan eficientes. Los trastornos se pueden categorizar, entre otras posibilidades, en psicóticos (esquizofrenia y depresión), neuróticos (fobias, pánico, obsesiones y compulsiones), de la personalidad (p.e. psicopatía) y de la infancia. No es razonable comparar los tiempos necesarios para abordar estas distintas clases de trastornos. Finalmente, las terapias se pueden dividir en tratamientos físicos y psicológicos. Los primeros corresponden a la quimioterapia, la terapia electro-convulsiva o la psico-cirugía. La quimioterapia no es otra cosa que el uso de fármacos para tratar los trastornos más frecuentes. Medicamentos famosos son el Prozac o el Valium. La terapia electroconvulsiva ha pasado bastantes años desacreditada, pero en la actualidad no se descarta completamente en algunos casos. La psico-cirugía supone realizar una operación para aislar el foco físico de un determinado trastorno, como la epilepsia. Dentro de los tratamiento psicológicos se pueden identificar las terapias conductuales (modificación de conducta, desensibilización sistemática, inundación, etc.), cognitivas (racional-emotiva, entrenamiento en autoinstrucciones, constructos personales, etc.), humanistas (terapia centrada en el cliente), de acción (análisis transaccional, psicodrama), existenciales (comunidad terapéutica) y psicodinámicas (psicoanálisis). Existe un debate acalorado sobre cuáles de estas terapias son, de hecho, más eficientes, pero las evidencias no resultan sólidas en ningún sentido. Según las evidencias disponibles, prácticamente todas estas terapias poseen efectos positivos y la principal razón reside en un efecto inespecífico que comparten todas ellas.

¿Qué es un test? ¿Se

cura

a

las

personas

con

los

tests?

Se suele escuchar que hay dos cosas que los legos conocen de la Psicología: el psicoanálisis, inventado por Sigmund Freud y publicitado hasta la saciedad por la primera época cinematográfica de Woody Allen, y los tests psicológicos a los que se enfrentan periódicamente millones de personas, por ejemplo, en la escuela o en un proceso de selección de personal. Aunque puede parecer difícil definir qué es un test psicológico, realmente no lo es. Un test está compuesto por una serie de preguntas, por lo que, al menos en principio, sería equivalente a una entrevista. El psicólogo requiere información para poder hacer su trabajo y se puede recabar de diversas maneras. Un test psicológico es una de ellas. La diferencia entre una entrevista y un test psicológico, como estrategia de obtener información, reside en que un test está estandarizado, lo que significa que usando un mismo test psicológico distintos profesionales se aseguran de recoger información estrictamente comparable en distintos casos. Una entrevista es algo más dinámico, en el sentido de que se produce un intercambio entre el psicólogo y el cliente o paciente. Desde

esta

perspectiva,

un

test

es

más

impersonal.

Cuando usa un test, el psicólogo explica detalladamente las condiciones para responder y lo hace exactamente igual para todo el mundo, algo necesario cuando se trata de un

proceso estandarizado. Una vez el cliente o paciente dice haber comprendido el modo apropiado de responder a las preguntas del test, se termina la interacción con el psicólogo. Cuando se entrega el test cumplimentado, se aplican una serie de criterios para corregir las respuestas. Estas respuestas también se analizan “fríamente”, es decir, los criterios se aplican independientemente de la persona que lo ha cumplimentado. Es igual que sea alto o bajo, guapo o feo, simpático o antipático. El psicólogo analizará las respuestas expresadas en el test y de ahí tratará de llegar a un veredicto o diagnóstico, teniendo en cuenta la experiencia acumulada al usar ese test en otros casos similares. Supongamos que el test valora la estabilidad emocional del cliente. En el proceso de valoración de sus respuestas, el psicólogo considerará el sexo y la edad de quien respondió, por ejemplo. El siguiente paso será comparar la puntuación alcanzada en el test por ese cliente con el grupo con el que “debe” compararse apropiadamente. La experiencia en el uso del test le dirá al psicólogo cuál es el modo estandarizado de materializar este delicado proceso. Lo expresado hasta ahora deja claro un mensaje: aunque sea un dispositivo estandarizado, únicamente un psicólogo formado puede usar un test psicológico, en igual medida que solamente un doctor en medicina puede prescribir un medicamento. A menudo, el uso de un test psicológico concreto puede suponer meses, e incluso años, de formación y práctica. Teniendo en cuenta que en el mercado existen cientos de tests, es lógico pensar que incluso no cualquier psicólogo puede usar cualquier test. Ocasionalmente, no obstante, se producen situaciones, que los medios de comunicación se apresuran a documentar, en las que se ha producido el uso inapropiado de un test.

Curiosamente, cuando esto sucede, no se suele culpar al psicólogo, al profesional, sino al propio test psicológico. Esto se acompaña de una agresividad sin cuartel hacia este tipo de dispositivos de medición psicológica. Hay gente reacia a aceptar que se trata de un excelente modo de valorar la conducta humana. Algunos psicólogos pensamos que quienes declaran esas reticencias usan ese tipo de argumentos para que el trabajo del psicólogo se convierta en algo subjetivo, en una actividad que pueda ser perfectamente discutible por cualquiera. Mientras que se admite que un termómetro puede valorar neutralmente si se tiene o no se tiene fiebre, se rechaza asertivamente la idea de que un test psicológico pueda valorar objetivamente el nivel de estabilidad emocional. Sin embargo, la diferencia es bastante menos evidente de lo que puede parecer en principio. Tanto el termómetro como el test fueron diseñados y sirven para medir. Y también para que el resultado de la medición no dependa de que el profesional sea “seducido” por el cliente. Si alguien tiene fiebre, el termómetro lo revelará, independientemente de que quien está siendo evaluado sea más o menos carismático, por ejemplo. Si alguien es emocionalmente inestable, el test lo revelará, sin que importe que el evaluado pretenda ser sólido como una roca ante la adversidad. En resumen, un test psicológico permite medir la conducta humana con exquisita precisión cuando se usa apropiadamente. Y, como parece lógico pensar, un test “no cura” a la gente, no sirve en sí mismo para llevar a cabo ningún tratamiento, ninguna intervención psicológica. A lo máximo que puede aspirar es a contribuir al proceso de diagnóstico previo a cualquier intervención. ¿Pueden cambiar las personas?

¿Podemos

modificar

nuestras

conductas

más

arraigadas?

No es habitual que use referencias científicas concretas en esta serie de respuestas, pero, para el caso que ahora nos ocupa, es relevante, así que haré una excepción. Efran, Greene y Gordon publicaron en 1998 un estudio titulado “Lecciones de la nueva genética”. En contra de lo que suele suponerse, gratuitamente, estos autores observaron que los clientes sometidos a psicoterapia se relajaban cuando se les informaba de que su personalidad era algo real y una parte innata de sí mismos, no un mal hábito que hubieran adquirido durante su vida. Paradójicamente, quitarle la carga patológica a las inclinaciones básicas de la gente y permitirles ser como son, se convirtió en una excelente garantía de que su autoestima y su eficacia personal experimentasen una mejora. En una palabra, decirles que, por ejemplo, eran naturalmente tímidos, ayudaba a que pudieran superar su timidez. Lejos de ser una sentencia, tomar conciencia de que la propia personalidad es algo innato se convierte en un tónico para el cambio. En esencia, las personas no cambian. Somos como somos. Algunos más inteligentes o menos cautos que la mayor parte de la gente. Es evidente que cuando tenemos tres años de edad somos menos inteligentes que cuando llegamos a la edad adulta. Está claro que nuestro nivel de cautela puede depender, hasta cierto grado, de la situación en la que nos encontremos. Sin embargo, ser más inteligentes hará más probable que, en general, nuestras decisiones sean más acertadas que equivocadas. Ser especialmente cautos supondrá que seamos cuidadosos al tomar riesgos en la mayor parte de los casos.

Eso no significa que no tomemos decisiones estúpidas en determinados casos o que ocasionalmente seamos arriesgados. Pero nuestras tendencias naturales estarán por encima de las presiones de la situación, siempre que no seamos obligados a actuar de una determinada manera. Por supuesto, esas situaciones existen y ahí nuestro modo de ser claramente será menos relevante. Existen cientos de estudios en Psicología que demuestran que nuestra personalidad resulta extraordinariamente estable. Si en la guardería somos más cautos que nuestros compañeros de correrías, seguiremos siendo más cautos que nuestros convecinos en la residencia de ancianos. Si en la guardería somos más brillantes intelectualmente que nuestros amigos, en la residencia de ancianos seguiremos siendo más inteligentes. Con excepciones, que duda cabe, pero la tendencia, en general, será esa. Este hecho está detrás de que los psicólogos seamos capaces de predecir la conducta humana con una significativa exactitud. Conociendo la personalidad de un grupo de niños, incluso a los pocos meses de edad, se puede hacer un pronóstico bastante apropiado de cuál será su personalidad en su vida adulta. Naturalmente, esto demuestra claramente que, en esencia, nuestra personalidad es la misma, viaja con nosotros desde la cuna a la tumba. De hecho, esa personalidad somos nosotros. La consecuencia es que resulta complejo cambiar nuestras conductas más arraigadas. De hecho, es cuestionable que sea terapéutico intentar modificar nuestra personalidad. Aceptemos que somos como somos, y trabajemos, llegado el caso, para intentar moldear algunas de las conductas que nos hacen sufrir, perturban a la gente con la que convivimos, o simplemente nos disgustan, sea cual sea la razón. Asumamos que nuestra personalidad es la que es, y si se presenta la ocasión, cambiemos algunos detalles.

Sabemos que esto es posible. La psicología ha demostrado que existe un tipo de personalidad que hace a la persona vulnerable a padecer trastornos coronarios. Sin embargo, también sabemos que es posible modificar ciertas conductas que ayudan a la persona a cambiar su estrategia de afrontamiento a las situaciones que atentan contra su salud física. Seguirán siendo vulnerables debido a su personalidad innata, pero el modo en el que se enfrentarán a ese tipo de situaciones podrá manejarse mediante consignas psicoterapéuticas. Un ejemplo rotundo de qué significa. Cuando tenemos el antojo, presuntamente caprichoso, de tomarnos unas galletas a la hora de la merienda, podemos no ser conscientes de ello, pero, en realidad, estamos elevando nuestro nivel de serotonina en el cerebro. La serotonina nos hace sentirnos mejor. En una palabra, se puede modificar una función biológica, simplemente decidiendo comernos unas galletas.

¿Por qué tanta gente necesita apoyo psicológico? Esta es una pregunta realmente interesante. Los legos que la propusieron dieron por sentado que, en efecto, en la actualidad hay mucha gente que necesita lo que ellos decidieron llamar “apoyo psicológico”. Mi sensación es que esa percepción puede derivar, quizá, de su propia experiencia personal. Cuando uno se encuentra rodeado de personas que han tenido un accidente de tráfico, tiende a pensar que ha existido un incremento en el número de siniestros. Cuando nuestros compañeros de trabajo son fieles seguidores de un determinado programa de televisión, tendemos a pensar que su “share” es enorme. Si, en época de

crisis económica, nuestros vecinos parecen seguir disfrutando de una envidiable calidad de vida, aceptaremos que, realmente, los medios de comunicación son alarmistas y que, por tanto, la sangre no llegará al río. En el mismo sentido, si varias personas de nuestro círculo de amistades han coqueteado con la idea de acudir al psicólogo, posiblemente supondremos que la gente cada vez esta “peor de la chaveta”. Sin embargo, como es de sobra reconocido, las experiencias personales son, como su nombre indica, “personales”. Lo que sucede a nuestro alrededor, en el entorno que solemos frecuentar, no tiene por qué ser aplicable al resto de la humanidad. De hecho, eso es lo que suele ocurrir porque, queramos o no, vivimos en guetos. Reconociendo que es francamente complicado obtener datos fiables sobre esta pregunta, mi opinión, que es a lo que me veo obligado a recurrir, es que puede estar ocurriendo algo similar a lo que sabemos que ha pasado con el incremento, presunto, en el fallecimiento por cáncer de pulmón o por demencia senil. ¿Es que la gente no se moría antes por cáncer de pulmón? ¿Es que no fallecían porque su cerebro degenerase? Naturalmente que si. Lo que sucedía es que no se diagnosticaba o, simplemente, la esperanza de vida era bastante menor que en la actualidad. En el caso de la necesidad de apoyo psicológico puede estar ocurriendo algo similar. Cuando, hace años, alguien se encontraba psicológicamente mal, ni siquiera se planteaba acudir a la consulta de un psicólogo. Entre otras razones porque, o no existía

esa figura profesional, o eran demasiado escasos, o solamente eran accesibles para los ciudadanos acomodados que habían oído hablar de un tal Sigmund Freud. Si, por supuesto, existían los psiquiatras y los centros de reclusión para personas con problemas realmente graves, como la depresión mayor o la esquizofrenia paranoide. Pero esta pregunta no se refiere a esta población, sino a la gente que, aunque puede seguir llevando una vida más o menos normal, declara necesitar “apoyo psicológico”. Ese apoyo no implica que se pueda plantear, ni lejanamente, su internamiento en ningún centro de salud mental. Se trata de casos de personas que no se encuentran a pleno rendimiento psicológico, que no se sienten satisfechos, que no obtienen placer de las relaciones humanas cuando antes disfrutaban de ellas, que viven problemas de pareja de un tiempo a esta parte, que conviven con un adolescente conflictivo que antes era un niño modelo o que presentan un estado de ánimo con tendencias depresivas tras el fallecimiento de un ser querido. Antes, ese tipo de problemas eran gestionados charlando con los allegados, acudiendo al párroco o, simplemente, se producía una remisión espontánea (el tiempo lo cura todo). Ahora que la figura del psicólogo está en la mente de una gran parte de la ciudadanía, ese mismo tipo de persona se plantea recurrir a un profesional con el que compartir lo que le está sucediendo y que le dificulta llevar la vida que le gustaría. Y hace bien, por cierto. Hace bien porque el apoyo psicológico ayudará a esa persona a superar su situación. Es mejor acudir que no acudir al psicólogo cuando uno no se encuentra a sí mismo, psicológicamente hablando. Quizá no sepamos muy bien por qué, como comentamos en

alguna pregunta previa, pero el hecho es que existe un efecto positivo de la psicoterapia. Quizá no se haya incrementado el número de gente que necesita apoyo psicológico, pero la que lo necesite que no dude demasiado en utilizar los servicios de este tipo de profesional. Y si es bueno, tanto mejor.

¿Cómo se puede solucionar la falta de motivación? ¿Cómo se puede solucionar la falta de autoestima? Cuando las cosas no van como esperamos, recurrir a la falta de motivación, o, para el caso, de autoestima, resulta bastante frecuente y socorrido. Si nuestra hija nos presenta una cartilla de notas francamente lamentable al llegar al bachillerato, cuando en secundaria obligatoria tuvo un rendimiento excelente, razonaremos que ha perdido la motivación o que el cambio de contexto ha logrado erosionar su nivel de autoestima. Si nos cuesta levantarnos por la mañana de lunes a viernes para ir a ganarnos el pan, deduciremos, o incluso algunos nos dirán, que no estamos motivados. Si no consigo atraer a la pareja que deseo fervorosamente, hasta llegar a caer en una demencia transitoria, entonces escribiré en mi diario que tengo la autoestima por los suelos. Sin embargo, es, en principio, perfectamente posible que la capacidad intelectual de nuestra hija fuera adecuada para el nivel de exigencia en enseñanza secundaria obligatoria, pero no lo suficientemente alta como para tener éxito en el bachillerato. Pudiera suceder que mis problemas para levantarme se produjeran durante la semana, pero, ¡OH sorpresa! no en el fin de semana. Finalmente, se puede pensar que la pareja a la que deseo conquistar no está por la labor, simplemente porque no le atraigo.

En realidad, esta cuestión se puede reformular de un modo que puede ayudarnos a responder de modo asertivo. ¿No logramos hacer algo porque no estamos motivados o no llegamos al nivel apropiado de autoestima, o, por el contrario, no estamos motivados o carecemos de autoestima en aquellas cosas que realmente no somos capaces de hacer? El mejor modo de sentirnos motivados a hacer algo es saber que somos buenos haciéndolo. La mejor estrategia para disfrutar de una autoestima envidiable es embarcarnos en actividades que sabemos podemos hacer con eficiencia. Si nuestra hija, por la razón que sea, no está capacitada para cursar con éxito los estudios de bachillerato, entonces quizá sería una buena estrategia orientarla hacia otros horizontes, como alguna clase de módulo profesional –y, tal y como están las cosas, hasta le podría ir bastante mejor que empeñándose en hacer algo que realmente no quiere hacer. Si el trabajo que tenemos nos da de comer, pero realmente no nos interesa, una vez más por la razón que sea –generalmente porque no se corresponde con nuestra vocación—quizá haríamos bien en buscar alguna ocupación profesional que se ajustara, en la medida de lo posible, a aquello para lo que estamos especialmente habilitados. Si la pareja a la que perseguimos compulsivamente no nos corresponde, sería excelente dejar de persistir en actitud tan autodestructiva y consultar menús sentimentales alternativos. A menudo, cuando alguien acude al psicólogo arguyendo que no está motivado o que su autoestima se encuentra en el subsuelo, recibe recomendaciones que ignoran la dirección real de los sucesos comentada anteriormente: lo que haces bien te motiva, mientras que lo que haces mal te desmotiva. No lo haces bien o mal porque estés

más o menos motivado, sino que estás motivado porque lo haces bien y desmotivado porque lo haces mal. En consecuencia, la mejor estrategia psicoterapéutica consistiría en encontrar actividades que el cliente pueda hacer bien, en las que pueda tener éxito según aquello para lo que está especialmente habilitado. Ese sería el mejor revulsivo contra su carencia de motivación o su deplorable autoestima. Como es natural, esta argumentación se aplica a casos que no son realmente patológicos. En determinadas circunstancias, la falta de motivación o la carencia de autoestima, puede ser consecuencia de un trastorno psicopatológico, el que, a su vez, puede obedecer a alguna clase de desequilibrio orgánico. Una depresión, lógicamente, producirá inapetencia vital y todo lo que eso conlleva. Un trastorno de ansiedad concurrirá con el rechazo activo de las situaciones o personas que resultan ansiógenas. Pero, salvo en estos casos extremos, lo que en términos generales entendemos por ausencia de motivación o de autoestima se puede arreglar desplazando las actividades que no somos capaces de hacer eficientemente, por aquellas en las que somos realmente buenos. Y son estas las que nos hacen disfrutar. Disfrutar es el mejor estimulante de la motivación y el mayor acicate de la autoestima.

¿Se

puede

mejorar

el

modo

de

relacionarse

con

los

demás?

Si pudiera responder a esta pregunta en el espacio del que dispongo, seguramente me retiraría a un paraíso caribeño después de haber recabado cuantiosas ganancias como

consecuencia de las donaciones voluntarias de quienes se hubieran detenido a leer la respuesta. Esta es, sin resquicio para la duda, una de las principales preocupaciones actuales de la gente, al menos en los llamados países desarrollados –si es que esta denominación tiene algún sentido interesante. En Internet, en la televisión o en la prensa escrita, existe una sobredosis de espacios destinados a los contactos, tanto personales como grupales. Existen agencias, patrocinadas por psicólogos –hice una prueba y resulta más que chocante—que valoran la compatibilidad entre los miembros que desean contactar y relacionarse con otras personas. Hasta los propios interesados deciden ser redundantes y se anuncian por su propia cuenta (y riesgo). Veamos algunos ejemplos: -. Soy un chico casado de 24 años. Quizás haya quien no lo entienda, pero no puedo dejar a mi pareja en la situación actual. Aun así necesito algo para romper la monotonía, algo que haga soportable el día a día. Busco mujer casada para amistad y lo que surja. Yo guapo, alto, nivel universitario, discreto, buen conversador. Animo, ¡contáctame! Comentario: ¿Qué significa que el día a día es insoportable? Qué curioso que busque mujer para amistad y “para lo que surja”. Dice que es inteligente. Sabe de lo que habla. -. Hola me llamo Mónica y tengo 23 años. Soy de Gran Canaria y busco chicas que también sean de aquí y tengan más o menos mi edad para amistad, salir de fiesta, al cine,

a

dar

Comentario: Claramente esta chica se siente sola.

una

vuelta.

-. ¿Necesitas hablar de lo que sea? ¿Desahogarte con alguien? Estamos a tu entera disposición para lo que quieras. Llámanos y prueba…quedaras satisfecho…te sentirás mejor (803******) Comentario: Estos señores del 803 conocen que existe una masa crítica de personas que realmente necesitan ‘desahogarse’. Y saben de publicidad: el objetivo es que pruebe y que, por descontado, al hacerlo quedará satisfecho. -. Hacer amigos es muy fácil en este chat ya que es diferente a los demás. Muchos han conocido a sus seres amados en este Chat. No te lo pierdas [www.lugarlat***.com/chat] Comentario: Juegan con la presunta realidad de que hacer amigos es difícil. Será fácil usando su servicio. ¿Por qué? Porque ellos son diferentes. Mucho se ha hablado del aislamiento creciente de la gente en la sociedad actual. Sin embargo, sigue siendo un tema de acalorado debate. Se decía, por ejemplo, que Internet recluiría a la gente en sus hogares. Sin embargo, está demostrado que, usando ese medio, se han ampliado las redes sociales (Facebook, etc.). Quizá el nivel de contacto no sea equivalente al, llamémosle así, clásico, pero el hecho es que esa gente se relaciona. Cuando una persona en concreto presenta problemas para relacionarse con los demás, generalmente los presentará independientemente del contexto. Es indiferente que se trate de un contacto en directo o usando alguna clase de tecnología. ¿Por qué? Porque, en la mayoría de los casos, esos problemas de relación se deben a la personalidad del individuo en cuestión. Si es introvertido y tímido, lo será vaya donde vaya. Puede simular

no serlo, pero si, de hecho, lo es, tarde o temprano su tendencia a actuar tímidamente se revelará. Puede pensarse que, por tanto, únicamente los tímidos e introvertidos presentarán, ocasionalmente, problemas de relación con los demás. Nada más lejos de la realidad. El polo opuesto también es igualmente delicado. Un individuo extraordinariamente extravertido y asertivo no lo tendrá demasiado fácil para relacionarse. Alguien que es incapaz de controlar sus impulsos, que actúa antes de pensar y que intenta explicarse después, seguramente verá que los demás le rehúyen, más pronto que tarde. ¿Está entonces la clave en el equilibrio? Sería una respuesta fácil a la pregunta, pero no se correspondería con la respuesta correcta. Por lo que a las relaciones se refiere, es indudablemente mejor no ser demasiado tímido, ni demasiado asertivo. Pero eso es solo una parte de la ecuación. Dicen que dos no se enfadan si uno no quiere, pero todos sabemos que eso es falso. En contraste, si que parece claro que aunque uno desee relacionarse con determinadas personas, si éstas no quieren, entonces no habrá nada que hacer. Y, sencillamente, nada se puede hacer para que lo deseen. De hecho, hasta sería contraproducente llegado el caso. La magia de las relaciones está, precisamente, en que es algo que difícilmente se puede planear fríamente. Sucede o no sucede. Entre personas tímidas o asertivas. A mi juicio, el problema reside en hay personas que se obsesionan con esta cuestión. Y mi recomendación es: relájese y disfrute. Si desea relacionarse, haga algo, muévase, sabiendo que no siempre sucederá lo que había previsto. La vida es un jardín de

senderos que se bifurcan, como declaró aquel genial escritor argentino que nunca llegó a escribir una novela.

¿Qué es la inteligencia emocional? La inteligencia emocional (IE) es un tipo de inteligencia social que consiste en la aptitud para controlar las emociones propias y las de los demás, discriminar entre ellas y emplear esa información para guiar nuestro pensamiento y nuestras acciones. Esto es lo que dicen los expertos que es la IE. Vayamos por partes: -. Un tipo de inteligencia social, es decir, una ‘capacidad humana’ destinada a gobernar las relaciones sociales. -. Una aptitud para controlar las emociones propias y las de los demás, esto es, una capacidad humana basada en el ‘control’. Si nos irritamos cuando pensamos que alguien nos está provocando, nuestra IE debería ayudarnos a no parecerlo si la situación lo exige. Si alguien se irrita, nuestra IE debería asistirnos para ayudarle a sosegarse y evitar un conflicto no deseado. -. Una aptitud para discriminar las distintas emociones. Dicen que la línea entre el amor y el odio es delgada, pero nuestra IE debería ayudarnos a no confundirlas, por muy sutil que

sea

su

separación.

-. Una aptitud para usar la información emocional al guiar nuestro pensamiento y

nuestras acciones. Si, por ejemplo, resulta conveniente comportarse calurosamente, nuestra IE debería promover el uso de esa emoción para actuar consecuentemente. Quien convirtió en tremendamente popular la IE fue el mitad psicólogo, mitad periodista, Daniel Goleman. Millones de personas leyeron su libro (Inteligencia emocional) con una pasión acrítica sorprendente. Un ejemplo no demasiado feliz de lo que Goleman pretendió mostrar a sus ansiosos lectores. En esencia, el mensaje de este autor fue que es sustancialmente más importante para nuestras vidas saber gestionar las emociones que casi cualquier otra cosa. Un ciudadano con una inteligencia bruta extraordinaria puede ser infeliz porque su parte emocional es un desastre. Y, alguien que solo posea una inteligencia bruta normalita será extraordinariamente feliz si sabe canalizar su mundo emocional. Moraleja: no te preocupes si no eres demasiado inteligente, ya que (a) puedes aprender a parecerlo o (b) ni siquiera es importante en tu vida. Durante bastante tiempo ha imperado la moda de la IE. En las empresas se han impartido cursos –carísimos, conviene saberlo—para educar la IE de los empleados y directivos. En las escuelas, los educadores y orientadores han buscado maneras de promover la IE de los alumnos. Hasta se ha explorado cómo la IE puede interactuar con determinados trastornos físicos y psicológicos. De la noche a la mañana, nadie dudaba de que lo importante para ser feliz era aplicar inteligencia a las emociones, impregnar de emoción las cosas que hacemos, pero hacerlo inteligentemente. Todo esto es, claro está, un poco raro. ¿Cómo se puede gestionar inteligentemente algo –esté o no esté ese algo vinculado a los factores emocionales—si no se es

suficientemente inteligente?Mi sospecha fue, y sigue siendo, que el mensaje de Goleman estuvo y está destinado a una minoría de la población, a una elite que, de por sí, ya posee la suficiente inteligencia bruta como para preocuparse por canalizarla hacia el mundo emocional. Si, como es sabido, el 50% de la población se sitúa por debajo de la media en cualquier rasgo físico o psicológico –estatura, belleza, simpatía, estabilidad o capacidad intelectual son algunos ejemplos—y únicamente el 20% de la población, siendo generosos, lee regularmente libros, entonces debemos concluir que solo 2 de cada 10 personas se plantearán hacer algo con respecto a sus emociones. Esas dos personas son una elite y a ellos se dirige Goleman. El resto de la población, es decir, 8 de cada 10 personas –una abrumadora mayoría, se mire como se mire—seguirá presa de sus emociones –basta abrir un periódico al azar para concordar con esta declaración. No solamente no será capaz de ‘controlar las emociones propias y las de los demás, de discriminar entre ellas y de emplear esa información para guiar su pensamiento y sus acciones’ sino que será una presa fácil de su cerebro primitivo. Si se piensa fríamente, las acciones exigidas para comportarse emocionalmente de modo inteligente suponen un gran control. Y ese control está reservado a unos pocos. Muy pocos. Y, lo que es quizá todavía peor, pasarse de vueltas puede aniquilar una parte relevante de lo que nos hace humanos y convertirnos, sin darnos cuenta, en Sony, el personaje del largometraje “Yo Robot”. Si no saben de lo que estoy hablando, no se la pierdan.

¿A qué se debe que mis dos hijos sean tan diferentes? ¿Son tan importantes las experiencias que te ocurren cuando eres niño?

Hay dos poblaciones humanas viviendo en el mismo planeta: quienes han leído algún libro sobre educación y los que viven sin leer esa clase de obras. Únicamente los primeros se sorprenderán con la respuesta a esta pregunta: sus hijos son diferentes, o lo serán cuando los tenga, porque son diferentes. ¿A qué parece una respuesta con truco? Bueno, pues no hay ninguno, sino que es así como la naturaleza quiso que fuese. No es que la naturaleza tenga intenciones en el sentido humano del término, pero las cosas funcionan así en el mundo natural, del que nosotros formamos parte. Quienes han leído libros sobre educación aceptan, quizá aquejados de una cierta prepotencia alimentada por los autores de esos tratados, que pueden modelar a sus hijos si se esfuerzan lo suficiente, resaltando las virtudes y desestimando los defectos. Si mi hijo viene a este mundo sin nada en su cabecita, entonces es posible escribir en ella los códigos y recetas que le convertirán en el retoño que siempre soñé tener. Eso es lo que piensan, por supuesto antes de que nazca su segundo hijo. Aunque incluso con el primero empiezan a sospechar que las cosas no son tan sencillas, se mantienen en suspenso hasta la llegada del segundogénito. Ahí la situación se precipita por una escarpada colina empujada por un camión de gran tonelaje –ese camión se llama ‘naturaleza humana’. La mosca que zumbaba detrás de la oreja, se convierte en un abejorro imposible de ignorar: ¿será que esos libros no estaban en lo correcto? ¿Será que estos locos bajitos son distintos? ¿Será que las recetas que aplico no producen el mismo resultado porque los ingredientes no son de la misma pasta?

Si los que se limitan a vivir y no se distraen leyendo tratados sobre educación pudiesen escuchar estas preguntas, no pararían de reírse. Y si tuviesen oportunidad se situarían en el lugar que ocupa el abejorro para espetarles a esos ingenuos progenitores: ¡ellos viven su vida y tú la tuya! ¡Tú eres tú y ellos son ellos! ¿Pero en que no te das cuenta, alma de cántaro, que ellos estarán contigo solo un pequeña parte de sus vidas, y que, por tanto, deben seguir las consignas de aquellos con los que van a tener que convivir realmente? Y, como habrán adivinado, esos otros son sus amigos y colegas. Los padres no son ni sus amigos ni sus colegas. Les querrán más o menos, pero lo que tienen claro es que la vida de sus padres no es la suya. El hogar de sus padres no será el hogar que ellos formarán. Ellos no han elegido a sus padres, pero, en la medida de lo posible, elegirán a sus amigos y colegas. Eso produce una diferencia crucial en la ecuación de la vida. El hecho de que mi padre fuera autoritario conmigo sólo me hará autoritario si compartimos los genes que están detrás de esa faceta psicológica. No seré autoritario porque viviese en una familia así. Seguramente mi hermano, habiendo vivido en el mismo hogar, será, en su vida adulta, un bohemio anarquista. Basta con que se haya librado de esos genes que yo sí comparto con mi padre. La ciencia ha revelado que la semejanza entre padres e hijos no se debe a que los primeros hayan criado a los segundos, sino a que son parientes. Ese parentesco puede ser mayor o menor, dependiendo de algo tan relativamente caprichoso como el barajado genético. Si me parezco más a mi padre que mi hermano en determinadas facetas psicológicas, como el autoritarismo, eso se deberá a que yo soy ‘más pariente’ de mi padre que mi hermano. Seguramente él se parecerá más a mi madre. O no.

¿Hay parentesco genético entre un padre y su hijo adoptivo? Por supuesto que no. Estudiando familias adoptivas, los científicos han demostrado que, a pesar de que los primeros crían a los segundos desde el momento de su nacimiento –igual que ocurre en las familias convencionales—la semejanza psicológica es la esperable en dos personas cualesquiera que no sean parientes. De hecho, ese hijo adoptivo tenderá a parecerse más a su padre biológico –con el que, por cierto, nunca ha convivido—que a su padre adoptivo –con el que tuvo contacto desde que nació. Existe un fuerte mecanismo de defensa que la naturaleza ha previsto –si se me permite hablar así: sería un mal negocio que mi personalidad estuviera a expensas de lo que unos padres, que no he elegido, decidieran hacer en un momento determinado de sus vidas conmigo. Mi naturaleza, como ser humano, debe protegerse de las inclemencias del entorno. Por eso lo que me ocurre cuando soy niño es mucho menos relevante de lo que pensamos. Es fácil pensar que soy agresivo porque es lo que viví en mi familia. Que soy tímido porque mi padre me intimidaba. Que soy depresivo porque mi madre era una mujer triste. Pero no es así. Si soy agresivo, tímido o una persona triste, será por mi naturaleza, no por lo que mis padres hicieron o dejaron de hacer cuando yo era un niño. Esta es, por descontado, la norma general. Sin embargo, existen excepciones que me veo en la obligación de mencionar. En familias especialmente abusivas se pueden llegar a producir episodios que se prolonguen en el tiempo y que puedan llegar a marcar la vida de una persona. Que duda cabe. Pero el hecho de que esto suceda en determinados casos no permite que se pueda aplicar al resto de los mortales. Para la mayoría de la gente, la respuesta general a esta pregunta es la que vale.

En resumen: por lo que se refiere a sus hijos, limítese a darles el amor del que sea capaz, disfrute con ellos y deje de obsesionarse con la idea de que hay recetas generales que sirven para criarles como a usted le gustaría. No es verdad. Y no lo es porque ellos deben ir creando su propio camino, algo que hacen sin dudar demasiado (dependiendo de su naturaleza).

¿Se

puede

pegar

a

un

niño?

-. Manolito, deja tranquilo al señor. No lo duden, ese señor soy yo. El tal Manolito me escudriña con su mirada desde una distancia prudencial. Comienzo a asustarme. La mamá continúa leyendo el ‘Hola’ como si tal cosa. Manolito se aproxima situando su excavadora CARTERPILAR sobre mi zapato. Oigo un ruido extraño que, según parece, brota de los pulmones de Manolito. -. ¿Quieres venir, Manolito? –pregunta la progenitora del aludido sin levantar la vista de la revista. Noto la presión de las ruedas de la CARTERPILAR en mi muslo. Evito mirar a Manolito, pero busco desesperadamente la mirada de su madre.

El que comienzo a calificar de diabólico juguete sigue haciéndose con mi anatomía, alcanzando rápidamente mis partes pudendas. No me atrevo a abrir la boca. El registro de onomatopeyas, por parte de Manolito, aumenta. La presión también. La madre ya no está leyendo, sino que habla con la enfermera de recepción, lo que hace que Manolito, que está al quite, se envalentone descaradamente, cebándose conmigo. La excavadora trepana mi cuello. -. ¡¡¡¡Señora!!! Grito a voz en cuello con el que todavía no está masacrado por la CARTERPILAR. Viene rápidamente hacia mí. -.

No

grite

así

que

mi

Manolito

es

muy

sensible.

Me demudo. Juro no volver al dentista sin una armadura medieval, por si acaso.

Niños como Manolito son el resultado de años y años en los que el principal ‘mantra’ educativo fue evitar ponerle la mano encima a tu retoño, pasara lo que pasase. Después de una larga historia en la que los progenitores se servían indiscriminadamente

del castigo físico para educar a sus hijos, llegó la moda en la que lo suyo era razonar con ellos, con el ánimo de hacerles entender lo que está bien y lo que no está tan bien. ¿Razonar con Manolito? Pues si, eso decían algunos educadores de moda. No cabe duda de que esa historia está plagada de barbaridades. El uso del castigo físico porque si es tanto una auténtica estupidez como el refugio del padre que no sabe qué hacer. Usar el castigo físico como método exclusivo para educar a un niño es inadmisible. De eso no hay duda. Sin embargo, conviene considerar que (a) el castigo físico y un azote a tiempo son dos conceptos bastante diferentes y (b) el azote a tiempo puede ser necesario para determinados niños en ciertas circunstancias. Es decir, olvídese de las reglas. No existen. Todo depende de cómo sea su niño, así que aprenda a conocerle.

Si tuviera que usarse algún criterio para responder a esta pregunta, algo claramente deseable si deseamos ser pragmáticos, estaría basado en que el azote a tiempo debe aplicarse, cuando es pertinente, antes de que el niño alcance su adolescencia. Llegado ese momento, jamás debería usarse el azote o cualquier método disciplinar equivalente. Pero hasta ese momento la disciplina basada en la posibilidad, que el niño conozca, de recibir un azote (cuando otros métodos no funcionan) puede ser especialmente indicado. Hay niños que se educan casi por sí mismos. Basta una mirada del padre o de la madre para que sepa que eso que está a punto de hacer no está bien. Y reacciona en consecuencia. Hay otros niños que, en cambio, interpretan esa mirada como un reto a la

autoridad. Si, así es, hay niños que son más rebeldes, y que únicamente reaccionarán ante un eventual azote. No hay, en principio, nada que diga que está contraindicado usar el azote, como un método de castigar las conductas inapropiadas del niño. Dicen que una imagen vale más que mil palabras. En el caso de la disciplina, de la socialización del niño, ocasionalmente un

azote

ejerce

las

funciones

de

la

imagen.

Como declaró un psicólogo al que admiro (Hans J. Eysenck) los humanos nos socializamos, aprendemos a vivir en colectividad, por miedo al castigo. Dejamos de hacer conductas que deseamos hacer porque tenemos miedo de un probable castigo. En los adultos puede valer imaginar el castigo, pero, en el caso de los niños, la inmediatez de ese castigo es fundamental. Una conducta inapropiada debe ir acompañada de un castigo inmediato. Y si, ese castigo puede ser un azote en el culo.

¿Por qué no me obedecen mis hijos Tus hijos pueden no obedecerte básicamente por dos razones. La primera es que se trata de un chaval especialmente ‘rebelde’. La segunda proviene de una falta de autoridad por tu parte y cómo sea tu niño no es demasiado importante.

Vayamos con el primer caso. Por puras razones naturales, es decir, por el hecho de que no hay dos individuos genéticamente iguales, los niños nacen con distintas predisposiciones innatas. Desde los más sumisos hasta los más rebeldes, pasando por quienes se encuentren a caballo entre ambos extremos, aquellos que no son ni especialmente sumisos ni rebeldes. Los padres que tengan más de un niño estarán de acuerdo con esta declaración. Saben que sus hijos no son iguales. Tanto los realmente rebeldes como los auténticamente sumisos son una proporción menor frente a los chavales que se sitúan alrededor de la zona media. Pero ahí están, son una realidad con la que debemos vivir. Y puestos a vivir con ella, mejor estar preparados.

El niño rebelde presenta una tendencia genética a desobedecer, por lo que es natural que ignoren las consignas disciplinares de los padres o de los profesores. Quieren hacer lo que les venga en gana en cada momento. Si desean el juguete de su hermano, lo cogerán sin más, por mucho que eso suponga un conflicto. Es más, hasta desearán que se produzca tal conflicto, cogiendo el juguete aunque no les interese lo más mínimo, con tal de provocar un enfrentamiento con la autoridad competente, que en ese caso serán los padres. Si el profesor pide silencio al tratar de explicar la lección del día, él disfrutará de desobedecer a quien en ese momento reclama paz y tranquilidad. Mientras que el niño sumiso se educa prácticamente por sí mismo, el rebelde requiere una enorme dedicación. Una dedicación que debe estar basada en la consistencia. Un chaval rebelde es un candidato ideal a convertirse, en su vida adulta, en lo que los psicólogos denominan ‘personalidad antisocial’. Salvo que el proceso de socialización haya sido dirigido con exquisito cuidado. Mi recomendación es consultar con un

profesional, quien, si es competente en su trabajo, ofrecerá a los padres unas guías maestras para que ese proceso de socialización se pueda materializar apropiadamente. Cuando todavía es niño. Luego será tarde. Tales guías se construirán sobre el hecho de que los padres poseen la autoridad, una autoridad que deben ejercer sin contemplaciones. La duda de los padres promoverá los desaguisados del chaval, que irán en aumento conforme se demoran las medidas paliativas. Es evidente que hay cosas que están bien y las hay que están menos bien. Las reglas del juego deben estar claras y deben aplicarse sin excepciones, generalmente. Se debe castigar las acciones que el niño haga y que hayan sido tipificadas como de indeseables. Y, al mismo tiempo, debe apoyarse aquello que haga dentro de las normas estipuladas. Aún en el peor de los casos, los padres serán capaces de encontrarlas y usarlas a su favor. No importa que el chaval proteste de las más creativas maneras. Lo hará, especialmente si es intelectualmente brillante. Pero si él lo es, los padres también. Así que deben usar su cabeza para no dejarse seducir por las triquiñuelas emocionales que el niño usará a discreción para lograr su objetivo, que es, obviamente, salirse con la suya. No es tan complejo como pudiera parecer, darse cuenta de cuáles son los puntos fuertes y débiles de nuestros hijos. Todos tienen ambos, como los tenemos los que ya dejamos de ser hijos hace tiempo. Usemos los puntos débiles para el castigo y los fuertes para estructurar el proceso de convertirle en un adulto sensato. La línea que separa al adulto conflictivo del que no lo es puede ser delgada, pero existe. Y deberemos encontrarla, porque es nuestro trabajo como padres.

El segundo tipo de razón por la que no os obedecen vuestros hijos está realmente relacionada con la primera, pero es mucho más sencillo resolver la situación. En este caso, el chaval no es naturalmente proclive a la rebeldía, pero se aprovecha de una ausencia de normas para hacer lo que le apetece, independientemente de que pueda saber que no está bien (y lo sabrá). Basta con que los padres cambien de actitud y se hagan con unas normas que hagan cumplir, para que veamos cómo nuestro retoño vuelve al redil del acatamiento de las normas. Pero, también en este caso, dudar es negativo. Se puede dudar, claro, pero en privado. Si alguien quiere entretenerse en averiguar de qué estoy hablando leyendo una novela de intriga, le recomiendo el thriller de Ken Follet, “El Tercer Gemelo”. Ahí encontrará un ejemplo perfecto de qué significa convertir en un adulto responsable a alguien que, de modo natural, presenta un temperamento y un carácter especialmente adecuado para terminar siendo una personalidad antisocial. No en vano el autor británico se hizo con los servicios de algunos psicólogos famosos en el campo de la personalidad, entre ellos mi admirado David Lykken, quien llegó, poco antes de morir, a proponer una ley, en su estado natal, Minnesota. Esta ley estaba destinada a conceder una licencia de paternidad, al estilo de las usuales para poseer armas o conducir un vehículo. Si consideramos necesaria una licencia de armas o un permiso de conducir, ¿no será también importante licenciarse para ser padre? se preguntaba el psicólogo norteamericano. Desde luego es un interesante tema de debate, ¿verdad? Influye el divorcio en los niños de una familia?

No cabe duda de que ésta pregunta es intrigante. Recuerden que ‘todas’ las preguntas que se están respondiendo en este blog fueron formuladas, libremente, por personas de muy distinta procedencia geográfica, sexo o nivel de estudios. Tal y como está planteada, puede parecer una pregunta difícil de responder, pero en realidad no lo es. Lo que late en la pregunta es si, por ejemplo, el hecho de que unos padres decidan divorciarse, producirá secuelas imborrables en los retoños. Es decir, si lo que nos ocurre cuando somos niños, marca, en alguna medida, nuestra personalidad adulta. Transformada de este modo, legítimo, y habiendo leído algunas de las respuestas previas, estamos en disposición de aventurar cuál será la respuesta: no, nada de eso, el ‘hecho’ de que unos padres se divorcien no influirá en los niños de esa familia, a medio y largo plazo. El último matiz es relevante, por supuesto. Es natural que alrededor del suceso, en el antes, el durante y el después, se produzcan conflictos, lógicos en una situación de por sí problemática. Los roces que tendrán lugar entre los miembros de la pareja repercutirán, claramente, en la dinámica familiar, y, por tanto, también en los niños de esa familia. Incluso pudiera suceder que su comportamiento en el colegio cambiase, dejando de interesarse por las materias escolares, peleándose con los compañeros de clase, o recluyéndose en sí mismo para evitar las preguntas de sus amigos. En medio de la tormenta, por suave que sea, hay que sacar el paraguas para evitar mojarse. Si hay viento racheado, ni siquiera el paraguas impedirá terminar empapado. Pero, como dice la experiencia, quien se moja termina por secarse, tarde o temprano.

Eso es lo que sucede con los niños de una familia en la que se produce un divorcio. Durante un tiempo lo pasan francamente mal. Ven cómo su mundo, el que conocían hasta ese momento, en el que creían sentirse cómodos, se desmorona. Pero, al cabo del tiempo, las piezas se encajan de nuevo, se reconstruye la escena de su propia vida y mira hacia delante. Esta es la norma general de lo que sucede en la mayor parte de los casos en los que los niños viven el divorcio de sus padres. Pero, como siempre, hay excepciones. Un ejemplo servirá para aclararlo. Los científicos sociales han encontrado, y se trata de un resultado sólido, que los hijos de padres divorciados presentan una mayor probabilidad de divorciarse, a su vez, que los hijos de padres no divorciados. Es decir, que si tus padres se divorcian, tú tienes más boletos para divorciarte en tu vida adulta, cuando hayas formado tu propia familia. Conclusión: experimentar en tu infancia un episodio de divorcio, te hace proclive a los conflictos familiares que pueden terminar en una separación. Pero, en este blog, estamos acostumbrándonos, casi sin darnos cuenta, a razonar de un modo alternativo al establecido, erróneamente, en bastantes círculos de los llamados de ‘auto-ayuda’. Esa conclusión, simplemente, no se sostiene de ninguna manera. ¿Recuerdan cuando dijimos, en otra ocasión, que padres e hijos, además de compartir el mismo hogar, son parientes, genéticamente hablando? Si es así, si lo recuerdan, entonces ya tienen en su mano la explicación de por qué aquella conclusión está equivocada.

Padres e hijos se parecen, en su personalidad, por el hecho de ser parientes. Los padres con mayores índices de inestabilidad emocional –un factor clásico de la personalidad humana—son quienes presentan una mayor probabilidad de generar los conflictos que suelen ocurrir antes de la decisión de cortar una relación sentimental. Y, no es ninguna sorpresa, la inestabilidad emocional es una característica de personalidad que se hereda. En mayor o menor grado, más en algunos hijos que en otros, pero así es. Pues bien, cuando se controla ese parentesco genético, resulta que el hecho de que el niño haya vivido o no el divorcio de sus padres, no se relaciona con el hecho de que, en su vida adulta, también termine, a su vez, viviendo un episodio de divorcio. ¿Y cómo se controla ese parentesco genético? También lo sabemos: se puede hacer, por ejemplo, comparando familias convencionales y familias adoptivas. En las familias adoptivas, los niños que han vivido el divorcio de sus padres y los que no, presentan, en su vida adulta, exactamente la misma probabilidad de divorciarse a su vez. Si no hay parentesco genético, desaparece la mayor probabilidad de divorciarse señalada anteriormente. En resumen: cuando el divorcio influye en los niños de la familia, lo hace temporalmente, salvo que ese niño comparta con sus padres las características de personalidad que son precursoras de los conflictos que acaban en ruptura. Hay personas más y menos vulnerables a los conflictos. Y eso no depende, generalmente, de lo que se haya vivido en el seno de la familia, sino de la propia personalidad que los padres transmiten a sus hijos a través de los genes.

Por qué no somos iguales todas las personas?

¿En qué medida depende de los genes nuestro modo de ser? Los legos pensarán sobre esta pregunta en dos fases. Primero, se preguntarán por qué nos lo cuestionamos. Segundo, se dirán que la respuesta es obvia. Sin embargo, los profesionales de la Psicología, especialmente entre un significativo segmento de quienes se dedican a enseñar a los futuros psicólogos, suelen omitir este hecho incuestionable de la naturaleza. Ahora que estamos celebrando el segundo centenario del nacimiento de Charles Darwinresulta especialmente apropiado rescatar una de las ideas básicas de su famosa teoría de la evolución para responder esta pregunta. Los seres vivos evolucionan, cambian, se adaptan a las condiciones de un entorno que no para de cambiar también. Pero, y esto es importante, no pueden aventurar cómo irán cambiando las condiciones con las que se encontrarán sus futuras generaciones. ¿Qué hacen, entonces, para prevenir una eventual extinción a resultas de fracasar en el proceso de adaptarse al entorno? La idea es tan sencilla como genial: no hagas dos individuos iguales dentro de tu especie. Por el contrario, crea variedad –dentro de un orden, claro—de modo que algunos se adapten mejor que otros ahora, pero que, llegado el caso, puedan adaptarse a futuras condiciones a las que se adaptarán peor quienes ahora lo hacen estupendamente y mejor quienes ahora se adaptan algo peor. Así mejorarás las posibilidades de que tu especie, como grupo, sobreviva en un futuro. En resumen, la naturaleza es sabia, como suele decirse. Y esa sabiduría la lleva a crear individuos únicos, distintos entre sí, dentro de cada especie animal. Los seres humanos

están incluidos en esta categoría general. Algunos individuos de la especie humana son más simpáticos, atrevidos o inteligentes que otros. Hablar de simpatía, atrevimiento o inteligencia es interesante, pero quizá sea más relevante comprender que es lo que está detrás de esas diferencias de simpatía, atrevimiento o inteligencia. Y lo que está detrás es el mecanismo natural de la selección natural. Vayamos ahora con la segunda parte de la pregunta. Si dejamos a un lado la simpatía, el atrevimiento o la inteligencia, que son, que duda cabe, factores psicológicos, y usamos el ejemplo de la belleza, la estatura o el color de los ojos, la respuesta cae por su peso: mi cultura no me hace más guapo, más alto o con ojos azules. Mi belleza, estatura o color de ojos depende de los genes que mis padres han tenido la amabilidad de cederme, eso si, al azar. Una combinación aleatoria de los genes de mi padre y de mi madre prepara la receta para cocinar mi cuerpo, incluyendo mi belleza, mi estatura o el color de mis

ojos.

Pero, ¿y en el caso de la simpatía, el atrevimiento o la inteligencia? Si fuera un lego, un ciudadano que se dedica a la arquitectura, conduce un autobús o es periodista –bueno, quizá deberíamos hacer una excepción con los periodistas—en lugar de ser psicólogo, diría, sin que me temblase demasiado el pulso, que en este caso la lógica es similar. Soy más o menos simpático dependiendo de la ‘suerte’ que haya tenido en la combinación de genes que heredé de mis progenitores. Ahora bien, si es así, ¿está todo el bacalao cortado cuando llego a este mundo alumbrado, generalmente con dolor, por mi madre? ¿Soy como soy y no hay nada más de lo que hablar? ¿No puedo ser menos tímido si me lo propongo? ¿No puedo mejorar

mi inteligencia hasta equipararme al vecino al que siempre envidié por su perspicacia? ¿No puedo ser más atrevido de lo que soy? Me temo que la ciencia nos dice, al menos por ahora, que no, que no puedo ser menos tímido, más inteligente o más atrevido de lo que soy ahora. Ciertamente puedo tratar de parecer todas esas cosas, pero seguiré siendo, realmente, igual de tímido, inteligente o atrevido. Los psicólogos, si son competentes, me pueden echar un cable para desarrollar determinadas habilidades que me permitan actuar de modo menos tímido si de eso dependen cosas que me importan en mi vida. Mi conducta puede llegar a parecer menos tímida, pero mi timidez siempre viajará conmigo, no podré librarme de ella. Para bien o para mal, o mejor todavía, tanto para bien como para mal, soy como soy. Y eso depende, esencialmente, de mis genes. En el barajado genético de las cartas con las que juegan mis padres, me habrán tocado cartas mejores y peores. Aprendamos a sacar provecho de las primeras y a minimizar el efecto las segundas en nuestras vidas. Esta es, a mi juicio –un juicio con el que algunos de mis colegas no comulgarán –una aproximación inteligente a nuestras vidas.

Por

Porque

qué

nos

necesitamos

consideramos,

sentirnos

y

somos,

reconocidos?

‘individuos’

únicos.

En alguna respuesta previa nos hemos servido de este carácter singular de los individuos

de la especie humana –y, en realidad, de cualquier especie animal—por lo que ahora no debe sorprender esta contundente respuesta. En el medio social, de mayor o menor tamaño, en el que vivimos, resulta absolutamente crucial que los demás sepan quiénes somos, que nos reconozcan. Nos esforzamos por destacar nuestras virtudes y hacemos lo posible por ocultar los defectos. En cualquier grupo humano se establece una jerarquía, en la que unos están por encima de otros. Es cruel, quizá, pero la cosa funciona así. Situarse más arriba suele rendir beneficios. Estar en la parte baja conlleva desventajas. Existen tres mecanismos muy básicos que ayudan a comprender la respuesta a esta pregunta. Quienes los ha puesto encima de la mesa, para que los demás podamos deleitarnos con el guiso, ha sido Judith Harris, una interesante psicóloga de razonamiento directo y pluma afilada. El individuo vive en sociedad. Cada uno de nosotros nos esforzamos por encontrar un hueco, deseable, en la red social. Un lugar que sea ideal para las particulares características de cada cual. Ello exige saber (a) con quién relacionarse, (b) a qué grupo afiliarse y (c) cómo ‘engañar’ a los demás para que destaquen nuestras virtudes e ignoren nuestros defectos. Puesto que cada uno de nosotros es único, algunos tienen más éxito que otros al (a) conocer a cada una de las personas que pueden influir en sus vidas, (b) calcular cuáles son los grupos que más les convienen y (c) destacar sus virtudes y ocultar sus defectos para

mejorar

su

posición

social.

Los humanos estamos naturalmente dotados para almacenar una ingente cantidad de información sobre los demás. ‘Sobre los demás’ significa sobre cada una de las personas con las que nos relacionamos, directa o indirectamente. ‘Indirectamente’ implica que mi cerebro difícilmente puede evitar recordar la vida de Risto Mejide si, distraídamente, me quedé un rato delante del televisor mientras un periodista –cuyo nombre también recuerdo, maldita sea—le hacía una entrevista sobre su vida. Abrimos un archivo en nuestro cerebro para cada persona. Repito, ‘para cada persona’. También tenemos una inclinación natural a considerarnos parte de, e identificarnos con, un determinado grupo. De pequeños podemos ser parte del grupo de los gamberros de la clase. De mayores, de un club de ayuda humanitaria a niños de Guatemala. Podemos ser pro o anti Obama. Es igual. Lo importante es ser parte de algún grupo. Eso nos da identidad, nuestros iguales, los colegas, nos reconocen como parte de ellos. Finalmente, y aquí reside la clave de la respuesta a esta pregunta, una vez somos asimilados por un determinado grupo humano, nos damos cuenta de que no todos los miembros de ese grupo juegan el mismo papel. Existe una distribución con una reglas que pueden no ser totalmente explícitas, pero que son, desde luego, muy reales. En el grupo de los gamberros, yo puedo ser el líder o un admirador del líder. En el primer caso tendré más éxito con las chicas que en el segundo. En el primer caso seré feliz. En el segundo, no tanto. En el club de ayuda humanitaria, puedo ser el que trabaja sobre el terreno o en la oficina. Esos papeles no tendrán la misma repercusión en lo que los demás pensarán sobre mi. Si soy pro Obama y resido en California, magnífico. Pero si vivo en Texas, puedo tener encuentros, indeseables para mi integridad, con descendientes de Búfalo Bill.

En cualquier grupo humano existe una división de papeles. Algunos son mejores que otros, algunos me hacen la vida más fácil, otros más complicada. Cuando decimos que necesitamos sentirnos reconocidos, lo hacemos en un sentido literal. Queremos que nuestra posición, dentro de la estructura social que caracteriza a un grupo de personas, sea la mejor posible. El problema es que la posición que logremos se encontrará marcada, en gran medida, por nuestra propia naturaleza como individuos únicos. Tenderemos a unirnos a los gamberros porque el tipo de cosas que hace ese grupo resulta coherente con lo que, en general, pensamos o sentimos, quizá de modo no consciente, que debe hacerse en el colegio. Pero resulta que no soy lo suficientemente agresivo, así que me toca el papel de admirar al jefe de la pandilla. La ONG de ayuda humanitaria a niños de Guatemala nos seduce con sus consignas porque poseemos, en general, una tendencia natural a ayudar a los desamparados. Pero, vaya, me desmayo cuando veo sufrir a los demás, así que me veo abocado a la central en Madrid. Soy pro Obama porque me disgustan, hasta la nausea, los sistemas políticos que destilan un tufillo fascista inquietante. Pero la mayor empresa de computación, ocupación en la que soy particularmente bueno, me ofreció un contrato, que no pude rechazar, en Dallas.

¿Tiene la gente diferentes modos de expresar sus sentimientos? Si, no cabe duda. Casi todos amamos y odiamos, estamos contentos o tristes, nos preocupamos o nos desentendemos. Sin embargo, amamos y odiamos de distintas maneras, nos alegramos

o nos entristecemos por diversos motivos, algunas cosas preocupan a unos pero no a otros. La esencia de la respuesta a esta pregunta reside, por tanto, en por qué poseemos esos diferentes modos de expresar nuestros sentimientos. Puesto que es un hecho que esas diferencias existen, y dado que puede que no siempre estemos satisfechos con el resultado, conviene saber a qué se debe que nosotros, en particular, expresemos nuestros sentimientos de una determinada manera. Es posible que tendamos a enamorarnos con extremada facilidad, que el mínimo conflicto nos entristezca o que nos preocupemos demasiado por cosas que realmente no lo merecen. Ser enamoradizos puede hacernos sufrir innecesariamente y no saber ponderar objetivamente las situaciones que nos rodean puede conducirnos a episodios de

depresión

o

ansiedad.

Si, a pesar de disfrutar de una relación de pareja que, bajo cualquier prisma, se puede considerar excelente, vamos por la vida pensando lo bien que estaríamos compartiendo nuestras vidas con otras personas, sufriremos. Acabaremos por no disfrutar de lo que tenemos y nos lamentaremos por aquello de lo que creemos carecer. Si, aunque separamos que los conflictos deben existir en el mundo real, vivimos con la sensación de que la mayor parte de esas situaciones se pueden y deben evitar, y nos cargamos con buena parte de la responsabilidad, seremos desgraciados. Estas y otras situaciones son las que terminan por llevar a las personas a la consulta del psicólogo. Puede creer entender que las cosas no son como él piensa que deben ser y

que, por tanto, actúa irracionalmente. Pero, de hecho, no se ve capaz de cambiar las cosas: sigue enamorándose con facilidad, se entristece ante el mínimo conflicto y se preocupa por lo que sucede ahora o puede llegar a pasar en un futuro. Así que decide acudir al psicólogo. Piensa que quizá ese profesional pueda echarle un cable y ayudarle a darle la vuelta a su manera de actuar, con la que no está satisfecho. Sin embargo, el psicólogo hará lo posible, ya que es su trabajo, por saber quién está llamando a su puerta. Las personas que se enamoran con facilidad comparten unas determinadas características psicológicas. Quienes se preocupan por todo, también. Y lo mismo ocurre con los que se entristecen con extraordinaria facilidad. En la consulta, el cliente descubrirá, rápidamente, que sus sentimientos provienen de sus emociones. Y se le explicará, también, que las emociones son una parte muy antigua de nuestra constitución. ‘Antigua’ en el sentido literal del término. En nuestros cerebros existe todo un entramado de neuronas que se encarga de las señales emocionales. Ese entramado capta el mundo que nos rodea y suscita reacciones emocionales que bombardean nuestra parte racional. Esa parte racional reside en un entramado diferente de neuronas, bastante menos antiguo. Uno de sus cometidos principales es darle sentido a las situaciones que nos rodean. Pero eso exige algo llamado ‘control’. Se debe disponer de la suficiente capacidad para poner en cuarentena la información del mundo con la que nos acosa el cerebro primitivo, el cerebro emocional, y valorar con calma, echando mano del cerebro racional, lo que realmente está sucediendo. Es en este proceso en el que se revelan nuestras diferencias, donde reside la respuesta a la pregunta de por qué expresamos de modo distintos nuestros sentimientos.

Es comprensible que nos ‘enganchemos’ a alguien con el que conectamos, con el que nos sentimos muy bien, que nos hace disfrutar de las más pequeñas cosas. Sin embargo, los mecanismos de control del cerebro racional nos ayudan a valorar ‘fríamente’ la coyuntura. Ocurre, sencillamente, que algunas personas fracasan al poner en marcha esos mecanismos de control. Terminan enganchados, sufriendo ellos mismos y haciendo sufrir a quienes se encuentran implicados. La expresión de sentimientos que rodeará a esta escena será, qué duda cabe, muy diferente a la resultante de disponer de esa capacidad de control. Otros mundos son posibles, pero, por ahora, vivimos en este. Por qué tenemos cambios de humor? Seguramente no recordarán al entrañable ‘invertido’, de la serie televisiva ‘La escoba espacial’. En esta serie, una galería de personajes realmente frikies nos hicieron reír a mandíbula batiente a quienes nos situábamos delante del televisor por aquellas épocas en las que solo teníamos dos canales. El objetivo de la nave, que recorría la Vía Láctea, residía en limpiar la basura del espacio. El ‘invertido’ se caracterizaba por tener tantos genes masculinos como femeninos, de modo que presentaba reacciones opuestas dentro de un margen temporal contado en segundos. Cuando un grupo de fornidos guerreros del espacio intentaba invadir su nave, experimentaba una subida de testosterona y les declaraba la guerra a muerte. Sin embargo, al tomar conciencia de su atractivo, comenzaba a coquetear con ellos. Se mire como se mire, se trata de un sustancial y abrupto cambio de humor.

Los humanos, en general, no actuamos como el ‘invertido’. Somos más o menos alegres, activos o cautos. Dentro de un rango posible de situaciones, tendemos a expresar un determinado humor o estado de ánimo. Sin embargo, experimentamos cambios en ese estado de ánimo. Algo que generalmente nos parece divertido, un determinado día nos resulta horriblemente aburrido. Llega una ocasión en la que alguien que nos cae realmente bien, nos parece insoportable. Una película que habitualmente hemos disfrutado, nos parece ‘noña’ cuando la visionamos en el vuelo de regreso a casa desde un lugar paradisiaco de Jamaica. Esos cambios son, digámoslo sin tapujos, normales. Las causas que pueden estar de esos cambios son muy variadas: dormimos mal, comimos a deshora, nos peleamos con alguien que nos provocó, ingerimos una bebida energética, deglutimos un complejo vitamínico y se nos fue la mano con la dosis o, simplemente, nuestros niveles hormonales experimentaron un cambio temporal que logró afectar nuestra percepción de una misma realidad. Generalmente basta con considerarlos una excepción para que las aguas vuelvan a su cauce al día siguiente. No deberíamos darles mayor importancia. Y si, durante el episodio, tuvimos la mala suerte de agredir verbalmente a alguien, sería una buena estrategia pedirle disculpas sin más. Con suerte, serán aceptadas. No obstante, puede llegar a suceder que ese cambio se mantenga en el tiempo. Durante el ciclo de la vida, nuestros sistemas hormonales van cambiando. El ejemplo más paradigmático se refiere a las mujeres, como grupo. La llegada de la menarquia produce un torrente hormonal que promueve un cambio existencial en la chica. La menopausia

aquieta ese río de hormonas, produciendo también determinados efectos, bastante conocidos. Sin embargo, tanto en una fase de la vida como en la otra, los cambios difieren de persona a persona de modo notable. Los chicos tampoco se libran, aunque se le presta una menor atención al fenómeno. La pubertad genera cambios que se traducen en la conducta que despliegan. El descenso general en el nivel de testosterona a medida que se hacen mayores, no les convierte en ‘invertidos’, pero también produce consecuencias en su conducta. En resumen, en nuestro organismo tiene lugar todo un festival basado en el trasiego de sustancias químicas. Esos cambios pueden tener un origen tanto interno como externo y producen determinadas sensaciones físicas. Dado que es en parte su trabajo, nuestro cerebro se aplica en interpretar, en darle sentido, a esas sensaciones. Cuando nos encontramos con una persona que generalmente nos ha parecido simpática, y de repente nos resulta irritable, seguramente el cambio pueda atribuirse a incrementos o reducciones temporales en nuestros niveles hormonales. Si lo dejáramos correr, si tuviésemos la habilidad de poner entre paréntesis esa sensación puntual, casi con seguridad la próxima vez esa misma persona volvería a resultarnos simpática. Sin embargo, a menudo parece que somos poseídos por la sensación, montamos en cólera, le decimos un par de frescas y damos al traste con una bonita amistad. Quizá debiéramos invertir un poco más de nuestro preciado tiempo en comprender que nuestro cuerpo tiene, por decirlo de un modo gráfico, vida propia. Esa vida forma parte de nosotros, pero no somos estrictamente ‘nosotros’. Olvidarnos de este hecho puede producir un sufrimiento innecesario, tanto a nosotros como a las personas que nos importan.

¿Por qué se puede llegar a tener una depresión? Si en alguna ocasión tuvieron la oportunidad de visitar un Hospital psiquiátrico comprenderán qué significa ‘tener una depresión’. No es difícil encontrarse con personas que parecen atraídas de modo especial por la gravedad terrestre. Su cuerpo y sus facciones reflejan su situación de desesperanza. El pronóstico de recuperación de estas personas no es halagüeño. Si no han recorrido un Hospital Psiquiátrico, quizá hayan tenido alguna amistad que, temporalmente, se ha encontrado deprimido. En esta categoría identificamos dos clases de personas: aquellas en las que es fácil encontrar un motivo, al menos aparentemente, y quienes no sabrían decir por qué se encuentran en ese estado. En cuanto a la primera clase, la persona ha podido vivir recientemente la muerte trágica de una ser querido, se ha podido ver privado de un trabajo que llevaba realizando durante 25 años o, “simplemente”, ha tomado conciencia de la brevedad de la vida. La segunda clase es más compleja. La persona, de repente, se encuentra inapetente, sin ganas de hacer las mismas cosas que antes disfrutaba y que le incitaban a moverse, a saltar de la cama y no dejar para mañana lo que sabía que podía hacer hoy. Sin embargo, un día le pesa la manta y decide quedarse durmiendo hasta la hora de comer. No le da más importancia, por supuesto, pero al día siguiente le vuelve a pasar algo parecido. Comienza a preguntarse qué demonios le ocurre y busca respuestas de un modo desesperado. No para de darle vueltas y más vueltas, rumia algunas ideas y, como es natural, termina por encontrar al culpable. Necesita algo o alguien al que

responsabilizar de su situación. O puede que no. Es posible que decida que él es el único causante de lo que le sucede. Se repliega en sí mismo y no desea tener más noticias del mundo. Cuando alguien contrae una depresión a consecuencia de una situación que, lógicamente, puede producir ese tipo de sensaciones de desamparo, desgana y tristeza, el pronóstico es generalmente positivo. Bien con la ayuda del terapeuta, bien con el paso del tiempo, o uniendo ambos factores, la muerte de un ser querido termina encajándose, se busca y encuentra un nuevo trabajo, o se decide que la vida es breve, y que, precisamente por eso, no hay que perder el tiempo. Sin embargo, cuando no existe un referente concreto en el que anclar el episodio depresivo, las cosas se ponen cuesta arriba. Es altamente probable que exista una causa orgánica. Algo se ha desestabilizado, se oyó un click. En tales casos, la medicación puede ayudar a predisponer a la persona a encajar la ayuda del terapeuta o incluso de sus familiares y amigos. Esa misma medicación puede también contribuir a evitar sucesos desgraciadamente vinculados a la depresión, como es el caso del suicidio. La mención del suicidio nos lleva al siguiente peldaño de la respuesta a esta pregunta. Entre las personas depresivas existe una tasa de intentos de suicidio de alrededor del 50%. Sin embargo, cuando a la depresión se une alguna clase de trastorno de personalidad, esa tasa supera el 90%. Además, prácticamente 6 de cada diez personas se recuperan de su depresión cuando ingieren antidepresivos. Sin embargo, cuando existe un trastorno de personalidad asociado a la depresión, solamente se recuperan dos de cada diez.

La depresión no es siempre una viajera solitaria. El terapeuta debe considerar seriamente la presencia de síntomas en el cliente que despierten la sospecha de que existen otros factores vinculados a la depresión. La situación cambia notablemente en tales casos. ¿Existe alguna manera de prevenir la depresión? La verdad es que no. Es un hecho que hay personas que son más vulnerables que otras a sufrir el azote de la depresión. Verse privado inesperadamente de un ser querido no se encaja de igual modo. Hay quienes se hunden sin remisión, están aquellos que lo pasan mal una temporada, pero terminan remontando, y también podemos encontrar a quienes su duelo no logra traspasar la puerta de salida del crematorio. Esta prevención es incluso más remota en los casos en los que no existe una causa evidente u objetiva. Con la depresión ocurre como con la presunción de inocencia. Hasta que las pruebas no son absolutamente evidentes, no se puede, ni se debe, condenar al acusado. En tanto no se experimenta los primeros síntomas de la depresión, no sabremos que estamos cayendo en ese estado. En tal caso, cuanto antes busquemos el apoyo de un profesional, tanto mejor. Negar que el cielo está nublado y dejar el paraguas en casa, aumentará la probabilidad de que terminemos griposos. ¿Por qué mentimos? Porque debemos hacerlo. La sinceridad puede, y de hecho es, en determinados casos, peor que la mentira. Peor en el peor sentido de la palabra. Hay cosas que deseamos hacer y otras que no. Hay cosas que deseamos no haber hecho, pero que hicimos. Hay cosas que no queremos hacer en un futuro. Las razones

pueden ser variopintas, pero, casi con seguridad, todas esas coyunturas se nos han presentado en algún u otro momento de nuestras vidas –si somos sinceros. Nos invitan a una fiesta a la que sabemos asistirá una persona a la que no soportamos. El anfitrión es un buen amigo nuestro, pero también del aludido. ¿Qué hacemos? Podemos decirle que no iremos porque va él, sabiendo que es amigo suyo, o bien simplemente le decimos que ya teníamos otro compromiso para esas mismas fechas. Nuestra hija nos presenta a su novio, de la que está profundamente enamorada. Tras dos o tres sobremesas en su compañía llegamos a la conclusión de que esa relación no tiene futuro. ¿Qué hacemos? ¿Le espetamos que debería plantearse dejarlo ahora que todavía está a tiempo o mantenemos un escrupuloso silencio para que sea ella quien lo descubra por si sola, logrando evitar, además, que busque no encontrarse a solas con nosotros para eludir el sermón paterno? Además, ¿quién nos dice que no estamos equivocados en nuestra valoración? El problema de la sinceridad y la mentira en las parejas resulta endémico. Cuántas veces hemos oído eso de que en las parejas la sinceridad está por encima de todo lo demás. Que si no somos sinceros, ¿dónde queda la confianza que debe teñir toda relación que se precie? Hay parejas que se vanaglorian de “contárselo todo”, de no tener secretos para con el otro. Podríamos preguntarnos por qué debería ser motivo de vanagloria, pero corramos un velo, tupido o no, por ahora. El psicólogo que esto escribe no puede estar más en desacuerdo con esta actitud de sinceridad absoluta. Esa actitud es ideal para asesinar sin escrúpulos el misterio que debe rodear cualquier relación de pareja, si es que se quiere que tenga futuro. O, lo que

quizá sea todavía peor, es la actitud esperable en quien dice que es sincero pero que, en realidad, miente más que habla. La gente miente y lo hace porque es necesario. Ser mentiroso es algo extraordinariamente natural. Es saludable. Añade sal a nuestro viaje por la vida, por esa ruta que transcurre desde la cuna a la tumba. Es un ingrediente más. Hasta se podría aventurar que mentir protege a nuestras neuronas de la degeneración. Decir la verdad no supone esfuerzo mental. Mentir, a veces, exige una auténtica sofisticación mental, necesaria para preservar la verosimilitud del relato, de modo que la mentira parezca verdad –esta es la esencia de la mentira, naturalmente. Mentimos por necesidad, porque amamos, porque odiamos o por diversión. Los motivos pueden ser muy diferentes, pero mentimos, de eso no cabe duda, sobre eso no mentimos. Todos y cada uno de nosotros. Si existiese una asociación similar a alcohólicos anónimos para acoger a quienes mienten, estaría compuesta por los más de 6 mil millones de habitantes del planeta tierra. No me cansaré de repetirlo: quienes declaran que siempre son sinceros, mienten. La mentira es tan natural que hasta otros animales pueden hacerlo. Recuerdo el caso de la mona Sara. El psicólogo que trabajó con este simio, colocaba un plátano –deseable— de modo tal que Sara pudiese alcanzarlo sacando la mano de la jaula, pero siempre que él no estuviese delante. ¿Qué inventó Sara para poder hacerse con la deseada recompensa? Corría hacia el otro lado de la jaula y le hacía señas al psicólogo para que acudiese a esa zona, lejos del plátano. Con una serie de ceremoniosas gesticulaciones hacía todo

lo posible para llamar la atención del humano, pretendiendo que en ese lugar había algo que no podía perderse. En cuanto lograba su objetivo y el experimentador llegaba donde se había desplazado la mona, ésta salía disparada hacia el trofeo. Mentía para lograr su objetivo. Igual que hacemos los humanos. Si puede hacerse evitando daños colaterales, tanto mejor. Desgraciadamente no siempre es posible.

¿De dónde viene la envidia? Del mismo lugar del que provienen los demás ‘pecados capitales’ –lujuria, gula, avaricia, pereza, ira y soberbia—es decir, del interior del ser humano. Todos nosotros albergamos deseos. Muchos. Seguramente demasiados. Cuando los demás pueden satisfacerlos y nosotros no, las sensaciones son escasamente reconfortantes. Si mi vecino se compra un BMW, es posible que empiece a sentir una leve punzada en la boca del estómago. De repente me parecerá una persona menos simpática que días atrás y, como por arte de magia, se me despertarán las ganas de cambiar de coche. De hecho, no desearé cualquier coche, sino, precisamente, un BMW –y, si puede ser, un modelo más deseable que el suyo. Pero no solamente se tiene envidia de los objetos materiales. Se puede envidiar, y de hecho se envidia, la compañía y amistad de determinadas personas, así como las

virtudes más sobresalientes de la gente que nos rodea –su inteligencia, su carisma o su éxito en la búsqueda de una pareja, por poner algunos ejemplos. La envidia es muy mala compañera de viaje. De hecho es una de las tendencias que más daño ha hecho –y sigue haciendo—al género humano. Por envidia se ha humillado, maltratado, murmurado y matado. En cierto modo es engañoso hablar de envidia, igual que lo es hablar de los demás pecados capitales, en abstracto. La realidad nos dice, si queremos mirarla de frente, que lo que hay es personas más y menos envidiosas. Cuidado, esto no significa que haya personas envidiosas y personas que no lo son. Todos podemos ser caracterizados por un cierto grado de envidia. Lo que sucede es que una gran parte de nosotros convivimos de modo más o menos razonable con aquello que envidiamos de los demás. Procuramos gestionar inteligentemente esas sensaciones, precisamente porque nos damos cuenta de lo destructivas que son. Procuramos no significa que siempre tengamos éxito. Sin embargo, hay personas que, simple y llanamente, no pueden superar esa sensación y persiguen, a cualquier precio, sea como sea, aquello que creen podrá atenuar su malestar. Mentirán, manipularán –si su capacidad se lo permite—provocarán o crearán conflictos para alcanzar la meta que se han marcado. Desgraciadamente, aunque sepan que su deseo no tiene fin, actuarán como si no lo supieran. Una vez logrado el objetivo, buscarán y encontrarán otro objeto de deseo. Y comenzará de nuevo la perversa cadena. Cadena en sentido estricto: eslabón tras eslabón, esa clase de personas será presa de sus propias tendencias. Nunca estarán satisfechas. Nunca.

El origen de esa envidia está, como dije antes, en el interior. Y la prueba es que, realmente, la persona envidiosa está habilitada para perseguir las más variadas metas. No envidia objetos o personas. Su envidia es general. Le caracteriza una adicción a las sensaciones de envidia, en igual medida que el jugador va de casino en casino haciéndose sufrir a sí mismo y a sus allegados. El jugador sabe que perderá. Pero, de vez en cuando, gana. Eso es suficiente para que deje a un lado su razón y sea presa de su pasión. El envidioso es adicto a las reconfortantes sensaciones que le invaden cuando logra el objeto de su deseo. Pero no duran demasiado. De ahí que deba plantearse entrar en un nuevo ciclo, que busque añadir otro eslabón en una cadena que nunca termina de ser suficientemente larga para él (o ella). En igual medida que el jugador o el alcohólico, el envidioso es un adicto. Pero, en este caso, un adicto a conseguir lo que los demás poseen o lo que los demás son. No puede darse cuenta de que cada cual es cada cual, con sus virtudes y sus defectos. Que disfrutar de la vida debe hacerse valorando lo que se es y sacando partido a lo que se tiene. Mejorar lo que se es e incrementar las posesiones puede ayudarnos a vivir mejor. Pero, en última instancia, vivir mejor supone disfrutar de las pequeñas cosas que hacen que el paso por este mundo, lejos de ser un valle de lágrimas, sea una experiencia plena. Hopkins se lo confesó a Pitt en ‘¿Conoces a Joe Black?’: “es difícil dejar esto”. Y por ‘esto’ se refería al cariño de sus seres queridos. Nada ni nadie puede comprar eso mediante ninguna moneda conocida, ni real ni virtual.

¿Por qué existen los celos? Porque somos seres dotados de emociones. Tenemos la capacidad de razonar, con mayor o menor éxito, pero también somos bombardeados por una buena cantidad de emociones. Somos capaces de controlar algunas de ellas, pero otras se nos resisten y somos presa de su influencia sobre nuestra vida social. Por eso se dice, por ejemplo, que el amor se contrae, igual que sucede con la gripe. Algunos científicos sostienen que el cerebro humano evolucionó cuando se vio en la tesitura de desarrollar sociedades complejas. Por eso, ocasionalmente, se puede escuchar que somos seres sociales, que no podríamos vivir aislados del resto de nuestros iguales. Quizá sea cierto, pero también pudiera ser apropiado afirmar que somos ‘individuos’ egoístas que nos vemos obligados a vivir en sociedad para satisfacer nuestras necesidades. Puede parecer un matiz, pero quizá adoptar una u otra visión tenga sus consecuencias psicológicas. Supongamos que no somos seres sociales por gusto, si no que lo somos por necesidad. Si vivimos dentro de redes sociales para que los demás puedan responder con facilidad a nuestras necesidades egoístas, entonces los celos son una consecuencia natural, lógica.

Si tengo un hermano, competirá conmigo por los recursos que nuestros padres ponen a nuestro alcance. Los recursos son limitados –salvo que el destino nos haya situado dentro de la familia Botín. Si mi hermano se gana el afecto especial de mi madre, sentiré celos. Abel (mi hermano) se habrá ganado el odio de Caín (yo) y el móvil serán los celos que me corroen porque mi madre le quiere más a él, y, por tanto, estará en mejor disposición para poseer más recursos que yo. Él se llevará la mejor parte del pastel, pero yo

buscaré

venganza.

Pero, claro, seguramente al leer esta pregunta se habrá pensando en los celos que un marido tiene de su mujer –o al revés—no en Caín y Abel. Por defecto damos por sentado que los celos se refieren a las celotipias de pareja, así que tendré que pronunciarme sobre el asunto si no quiero decepcionar en este post. Vamos con ello. Hay parejas y parejas. La variedad es enorme, difícil de medir, pero difícil no es imposible. Existen tanto varones como mujeres que son tan posesivos que son incapaces de permitir que él o ella hagan nada sin su presencia. Algunos varones no tienen ningún problema en que su mujer quede para comer con unas amigas, pero no le hace ninguna gracia que esa misma comida sea con un antiguo amigo de adolescencia. Hay mujeres que se interesan, sospechosamente, por la red social de sus maridos en el trabajo. Algunos hombres olfatean a hurtadillas las prendas de sus mujeres cuando regresan de sus empresas, buscando compulsivamente indicios de la presencia en ellas de fragancias masculinas. Hasta cierto punto este tipo de comportamientos no pasan de ser anecdóticos. Incluso pueden resultar graciosos en un momento determinado. Sin embargo, existen extremos

peligrosos que pueden desembocar en los trágicos sucesos que conocemos, generalmente a través de los medios de comunicación. En los últimos años somos bombardeados con noticias relacionadas con la llamada violencia doméstica. Varios son los casos que parecen estar estimulados por la presencia de celotipias, por personas posesivas que no son capaces de soportar que sus parejas hayan reconstruido sus vidas y se encuentren conviviendo con otras mujeres o con otros hombres. Incluso se da el caso de hombres que asesinan brutalmente a sus exparejas y que, posteriormente, se quitan la vida. Se mire como se mire, esto no tiene ninguna explicación racional. O, mejor dicho, precisamente porque siguen siendo seres racionales, esas personas cometen esos actos de extrema violencia al ser presa de sus emociones más básicas, pero, una vez toman conciencia de lo que han hecho, su razón les

impide

seguir

viviendo.

¿Se puede prevenir ese tipo de actos? Personalmente soy pesimista y ojala me equivoque. Nada me gustaría más que abrir el periódico y leer que los científicos –o para el caso, quien sea—han encontrado un modo de controlar las celotipias que están detrás de ese tipo de asesinatos. Los celos tienen la capacidad de hacer perder la razón, siquiera temporalmente, a determinadas personas. Y aunque sepamos quiénes son más susceptibles a esos episodios, es un grave dilema moral saber cuál es el modo más ético de lograr controlar su futura conducta. ¿Alguien recuerda la película ‘Minority Report’?

¿Por qué hay personas adictas a las drogas o al juego? Es

un

hecho

constatado

que

determinadas

personas

pueden

consumir racionalmente drogas. Piénsese, por ejemplo, en quien puede fumarse cinco cigarrillos diarios y en aquel que, una vez enciende su primer cigarrillo al saltar de la cama, entra en un ciclo de consumo compulsivo que le lleva a vaciar dos paquetes de cigarrillos diarios. Ninguna de esas dos personas, según sus declaraciones, podría prescindir de sus cigarrillos, de modo que, según la definición oficial, ambos serían adictos. Pero, ¿no son casos realmente diferentes? El sentido común nos dice que si. Las autoridades competentes usan los medios de comunicación para subrayarnos que no, que realmente son iguales. La ciencia está de acuerdo, sin que sirva de precedente, con el sentido común. Sánchez Dragó es un abanderado del consumo inteligente de drogas. Públicamente ha declarado, siempre que ha tenido oportunidad, que las drogas en sí no son algo nocivo, como demuestra el devenir de la historia de la humanidad. Las tribus han sido, y según dicen siguen siendo en algunos lugares del planeta, consumidoras de sustancias psicotrópicas. Las drogas han formado parte de nuestra cultura, desde siempre. Ahora siguen siendo parte de ella, pero con unas connotaciones negativas, dadas las secuelas que conllevan, de sobra conocidas. Por un lado, el tráfico de drogas sigue estando penado por la ley. Por otro, el consumo de esas sustancias es un negocio verdaderamente lucrativo. ¿Qué sucedería si, de la noche a la mañana, se legalizase la comercialización de la cocaína o la marihuana?

No es difícil predecir la rueda de acontecimientos. Se acabaría el negocio. Los crímenes vinculados al tráfico de drogas desaparecerían. El atractivo que sienten por lo prohibido los adolescentes se perdería. Las cultura paralela que rodea al consumo de drogas dejaría de tener sentido, salvando, por cierto, muchas vidas malogradas por el consumo de sustancias no controladas sanitariamente. Estas serían solo algunas de las consecuencias de legalizar el tráfico y consumo de drogas. Entonces, ¿por qué no se cambia la actual coyuntura? Es una pregunta que no puedo responder en este post. No me corresponde. Con el juego pasa algo similar, al menos conceptualmente. Arruina vidas a diario. Por exceso o por defecto. Por exceso, el jugador que va al casino y pierde, sufre y hace sufrir a los demás. Por defecto, quien juega semana tras semana a la loto, cifra sus esperanzas de mejorar su vida en que Dios reparta suerte. Pero a la mayor parte no le toca nunca nada. Las personas adictas a las drogas o al juego poseen el componente común de la adicción. Realmente esta pregunta originalmente eran dos preguntas. Pero, intencionadamente, las vinculé en una sola porque poseen un sustrato compartido. Quien es adicto a las drogas, al juego o a cualquier otra cosa que se nos pueda ocurrir, posee, desgraciadamente,

una

personalidad

vulnerable.

‘Desgraciadamente’ significa que, en la lotería genética, le han tocado determinadas recetas. Si unimos esas recetas a los ingredientes, lo que tenemos es un plato explosivo. Naturalmente, los ‘ingredientes’ son, en este caso, las circunstancias con las que se encuentra en la vida. Una persona vulnerable a la adicción a las drogas no se convertirá

en drogadicto si no tiene la oportunidad de probar ese tipo de sustancias. Si no existiera el cupón de la ONCE, no estaríamos hablando de adicción al juego. Entonces, ¿son las drogas, o, para el caso, la ONCE, culpables de estas adicciones? Responder a esta pregunta parece absurdo y realmente lo es. Sin embargo, a veces se transmiten socialmente mensajes que parecen responder positivamente. Por ejemplo: pongamos el tabaco o el alcohol a un precio prohibitivo y la gente dejará de consumir. Prohibamos la venta a menores para que no se enganchen. La experiencia nos dice que cuando alguien desea algo termina consiguiéndolo, siempre que sea posible. Es posible que el menor persuada a su colega mayor de edad para que le surta de vodka o le compre un paquete de fortuna. Es posible que el mayor deje de comer, como solía hacerlo, para poder comprarse sus cigarrillos o tomarse un whiskey. Si deseamos enfrentarnos con éxito al problema de la adicción, sería mejor, a mi juicio, naturalmente discutible, buscar modos alternativos a los que se están empleando en la actualidad. No funcionan porque ignoran la naturaleza humana.

¿Qué está detrás de la conducta supersticiosa? Primero de todo conviene definir ‘conducta supersticiosa’. Este tipo de conducta se basa en la idea de que algo que hagamos repercutirá en un determinado resultado, deseado o indeseado. Por ejemplo, cuando Rafa Nadal se coloca la cinta del pelo, se sube el pantalón, golpea la pelota contra el suelo seis veces –ni una más, ni una menos—y mira al cielo, antes de

sacar, espera que esa cadena de conductas le permita ganar el punto sin moverse del sitio. Eso ocurre en determinadas ocasiones, y aunque no tenga absolutamente ninguna relación con el hecho de ganar el punto, él piensa que así es. Cuando se nos cae el bote de la sal y tiramos un puñado por detrás de la espalda, tratamos de evitar un brote de mala suerte en nuestras vidas. Cuando tocamos madera, exactamente lo mismo. Si vemos una escalera en medio de la acera por la que íbamos a pasar, cruzamos enfrente para evitar una situación que, Dios sabe por qué, nos traerá un torrente de desgracias. El día 31 de diciembre ponemos a prueba nuestro gaznate deglutiendo cruelmente doce uvas. Simultáneamente, nos vestimos con unos calzones rojos comprador en una tienda de baratijas traídas de Shangai–habría que vernos. Cuando los psicólogos estudian a los ratones de laboratorio, observan esta clase de conducta supersticiosa. Un experimento típico consiste en condicionar al ratón para que presione una determinada palanca si quiere obtener la comida deseada. Si, por alguna razón, el ratón restregó su espalda por la pared lateral antes de presionar la palanca y lograr la comida, se condicionará a llevar a cabo exactamente la misma secuencia a partir de ese momento. Invariablemente se restregará la espalda antes de presionar la palanca, a pesar de que esa conducta previa no tiene objetivamente ninguna relación con la obtención de la comida. Este simple mecanismo que se acaba de describir para el ratón funciona en el caso de los humanos, por muy prosaico que pueda resultar. El poder de la conducta supersticiosa es tan extraordinario que los humanos, además, somos capaces de adquirir conductas supersticiosas simplemente viendo a nuestros semejantes o, todavía más interesante,

cuando alguien nos cuenta que hizo tal y tal cosa y luego ocurrió X. Naturalmente, X es algo que perseguimos. La conducta supersticiosa no ocurre solo para obtener algo, sino también para evitarlo. El ratón que antes deseaba su comida, ahora puede desarrollar una conducta supersticiosa para evitar un ruido molesto en su jaula, provocado por el malvado psicólogo. El ruido finaliza cuando presiona la palanca, pero si antes de presionar la palanca dio una vuelta sobre sí mismo, persistirá en esa conducta cuando aparezca el ruido y salga disparado hacia la palanca para terminar con semejante tortura acústica. A pesar de que el ruido le molesta, y mucho, parará a medio camino para dar una vuelta sobre sí mismo. ¿Estoy tratando de decir que somos, más o menos, como los ratones de laboratorio, cuando desplegamos nuestro rico abanico de conductas supersticiosas? Si, así es. Los científicos estudian a los ratones de laboratorio para tratar de comprender algunas de las enfermedades que aquejan a la humanidad, como, por ejemplo, el cáncer o el Alzheimer. ¿Por qué debería ser distinto en el caso de la conducta humana?

Entonces, si somos ratones supersticiosos, ¿se puede ‘corregir’ ese tipo de conducta? En el caso del ratón es posible, ya que nos encontramos en una situación que controla el psicólogo en todos sus pormenores. Puede, dicho brevemente, manipular las condiciones de la jaula para que deje de restregar su espalda contra la pared o de dar vueltas sobre sí mismo antes de llegar a la palanca. Basta con cambiar las condiciones de la situación. El experimentador podría, por ejemplo, mantener el ruido si el ratón da

una vuelta sobre sí mismo antes de presionar la palanca. Llegado el momento del ciclo de condicionamiento, el ratón se dirigirá directamente hacia la palanca. Sin embargo, en la vida de los humanos las cosas son algo más complicadas. Aunque sepamos que tirar la sal no tendrá consecuencias reales sobre lo bien o lo mal que nos vaya a ir, seguimos haciéndolo ‘por si acaso’. Total, ¿qué nos cuesta arrojar un puñado de sal al vacío? Por ahora la sal es barata. El problema es que, en ocasiones, la conducta supersticiosa puede presagiar males mayores. El trastorno obsesivo-compulsivo es, ni más ni menos, un peligroso derivado. Y si no que se lo pregunten a Jack Nicholson…

¿Hay gente con buena y mala suerte? Aunque resulte un tanto desagradable decirlo, si, la verdad es que hay gente que tiene más suerte que otra. No sabemos si las diferencias en el nivel de suerte que separan a unas personas de otras se distribuyen igual que otras facetas humanas, tales como la estatura, la timidez o la capacidad intelectual. Sería un excelente objeto de estudio –que yo sepa ese estudio no existe–. Si así fuera, entonces habría muy poca gente con mucha o muy poca suerte, mientras que el resto de la población tendría, generalmente, unas dosis de suerte equilibradas, pero no idénticas. Hay algunos dichos populares que se refieren a la suerte. Se dice que algunos nacen con estrella, mientras que otros nacen estrellados. También se escucha, y perdón por la expresión, que hay gente que tiene ‘una flor en el culo’. Este tipo de suerte se podría calificar dentro de la categoría ‘suerte constitucional’. Mediante este término se quiere

indicar que hay gente que tiene suerte y gente que no la tiene por motivos desconocidos, quizá una suerte promovida por alguna clase de gracia divina o por algún tipo de providencia. Sin embargo, existe otra categoría que suponemos no tiene relación con la persona en sí. Esta segunda clase de suerte es, pensamos, azarosa. Un golpe de suerte puede cambiarte la vida. Creemos que estos golpes de suerte son independientes de quién sea concretamente el beneficiario. Puesto que se trata de caprichos del destino, no importa el individuo sino las circunstancias que, como por arte de magia, se ponen de su lado en esa concreta ocasión de su vida. Tales golpes de suerte pueden cambiarnos la vida, pero su efecto puede ser, en principio, tanto para bien como para mal. Ganar grandes sumas de dinero en alguna clase de sorteo puede permitirnos cambiar de vida sustancialmente. Pero no está escrito, en ninguna parte, que ese cambio sea necesariamente positivo. Solemos pensar, un tanto ingenuamente, esa es la verdad, que disponer de millones de euros nos permitirá materializar todos aquellos sueños que siempre tuvimos. Sin embargo, la vida está repleta de ejemplos de que esa presunción no se cumple rigurosamente: más a menudo de lo que creemos, quien tuvo suerte económica en un momento puntual termina por arruinar su vida, una vida que podía ser sencilla, pero era más o menos satisfactoria, una vida en la que se había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas. Aún a sabiendas de que esa clase de suerte circunstancial puede hundirnos en un abismo del que resultará difícil salir, hacemos todo lo posible para ser agraciados. En la pregunta anterior discutíamos sobre la conducta supersticiosa. Naturalmente, existe una interesante conexión con el problema de la suerte. Hacemos muchas cosas absurdas

para atraer a la buena suerte y evitar el lado negativo: tocamos madera, arrojamos monedas en los estanques más inverosímiles, compramos un boleto de la lotería en los lugares en los que previamente ha caído el gordo aunque eso nos suponga recorrer cientos de kilómetros, o rodeamos cuidadosamente a un gato negro que se nos ha cruzado en medio de la acera. Mediante ese tipo de conductas nos retratamos: tener suerte es algo que nos atrae poderosamente, que nos seduce hasta extremos difíciles de medir. En cambio, ser gafe, es decir, tener mala suerte sistemática, es de lo peor que le puede pasar a un ser humano en la civilización que conocemos. Los presuntos gafes son casi peor que los gatos negros: huimos de ellos como si fuera a contagiarnos el peor de los virus. ¿Se trata de un miedo ancestral? Quién sabe, pero, por descontado, es una reacción prácticamente unánime, en la que apenas hay diferencias culturales. Nos gusta rodearnos de gente con estrella. Acariciamos la idea, íntima, de que estando cerca de ellos, obtendremos, tarde o temprano, alguna clase de beneficio. Evitamos, si podemos, convivir con gente estrellada. Igual que en el caso anterior, evitamos así, o eso creemos, compartir su mala suerte. A pesar de que haya gente con buena o mala suerte, no es psicológicamente conveniente, ni saludable, organizar nuestras vidas según la racha por la que suponemos estar pasando o por la que desearíamos estar pasando. Seguramente esas vidas deberían vivirse procurando combinar, sabiamente, nuestras propias virtudes y defectos para sacar lo mejor que llevamos dentro y aplacar aquello que preferimos que no influya en lo que nos sucede. Naturalmente, esta estrategia, psicológicamente más saludable, no garantiza nada, pero invita a llevar una vida más honesta, más integra. Una vida de

la que, al final, podamos sentirnos orgullosos por lo que nosotros hicimos o dejamos de hacer.

¿Pueden llegar a interferir las fantasías sexuales con la vida sexual? Hace unos días estuve en el Centro de Convenciones de Los Ángeles. Se celebró, durante tres días, la llamada ‘Erotica LA’, una especie de feria del sexo. Así, de entrada, uno se espera encontrar ejemplares prácticamente perfectos de Homo Sapiens, esculpidos y recién salidos de la ITV. Y, en efecto, una parte significativa de los actores y actrices que deleitan, a un público no precisamente escaso, con sus correrías pornográficas, poseen unos envidiables físicos. Las llamadas diosas y dioses del sexo cuidan su cuerpo con esmero y los resultados son visibles. Sin embargo, experimenté una tremenda sorpresa al comprobar que también estaba presente en la feria una galería de profesionales del sexo no precisamente agraciados por la madre naturaleza: con un sobrepeso preocupante, con facciones rocambolescas o, sencillamente, con cuerpos que nunca se podría imaginar que habían sido retocados por ninguna clase de bisturí. Ahorro los detalles. Además de los personajes de carne y hueso que poblaban la exposición, interactiva –en el sentido de que los asistentes podían hacerse fotos y charlar con los protagonistas, no se malinterprete la frase—también era posible encontrar los artilugios más chocantes diseñadas por una mente humana y construida en alguna clase de factoría, generalmente de México o China, para ‘jugar al sexo’. Algunos ejemplos: penes con extravagantes morfologías y grados de velocidad de vibración para casi cualquier gusto, anillos que

vaya usted a saber para qué perverso cometido fueron concebidos, preservativos de sabores –papaya, mango (muy apropiado, por cierto) o mojito (si, la famosa bebida cubana), DVDs con cualquier combinación imaginable de chicos, chicas y especímenes no humanos, vaginas artificiales de renombradas actrices porno y… Voy a detenerme aquí.

El

listado

ocuparía

el

resto

de

este

post.

Realmente no puede ver nada que alguien interesado no pueda encontrar, hoy en día, en la red de redes. Pasaron aquellos días en los que era imprescindible visitar –eso si, ocultándose dentro de una enorme gabardina y calzándose unas gafas de sol que, desgraciadamente, impedían ver nada dentro del lóbrego local—una sex shop para poder hacerse con los más excitantes artilugios o largometrajes. Ahora es tan sencillo como hacer un casi anónimo click con el ratón del ordenador, para que se pueda recibir en el domicilio particular, días después, y de modo absolutamente discreto, el producto en el que se está interesado. El mercado del sexo es realmente impresionante. Existe una desbordante oferta porque hay una extraordinaria demanda. Y esa demanda proviene de los ciudadanos que puedes encontrarte comprando unas pechugas de pollo en el supermercado, dando un paseo con un bebé por el parque o haciendo hikking en el GR de moda. Gente, en una palabra, corriente, que posee curiosidad por la experimentación en el campo de las relaciones sexuales. Puede que algunos piensen que se trata de bichos raros. Nada de eso. Los expertos en sexología no se cansan de trasmitirnos el mensaje de que el sexo debe vivirse de modo abierto, divertido y sin complejos de culpabilidad. Siempre que, claro está, no se

sobrepasen determinados límites. Unos límites que resulta bastante complejo establecer. Pero que deben existir, a mi juicio. Hay parejas, sea cual sea su naturaleza, que disfrutan de lo que podríamos llamar un sexo ‘estándar’, mientras que otras buscan, sistemáticamente, nuevas formas de hacer sexo. Entre ambos extremos existe todo un abanico de posibilidades y cada cual debe encontrar el lugar en el que se siente más cómodo. Aunque, por supuesto, nada impide sentirse a gusto en distintos lugares en diferentes momentos. Y ahora un consejo de psicólogo, que, por supuesto, puede ignorarse con la pertinente elegancia que a cada cual le de a entender su propio sentido común: dejemos de sobrevalorar el sexo. En la actualidad existe tal abundancia de estimulación vinculada al sexo, que corremos un cierto riesgo de que pierda parte de su encanto, su halo de misterio. El sexo, como las demás actividades que ponemos en práctica los seres humanos, debe practicarse con la mayor sabiduría de la que seamos capaces.

Las fantasías sexuales pueden contribuir a unas relaciones sexuales ricas y satisfactorias. Pero cuando la fantasía se hace necesaria para practicar sexo, quizá algo no va demasiado bien. Es entonces cuando esas fantasías pueden llegar interferir con una vida sexual sana, saludable. Pero mientras eso no suceda, nadie debería preocuparse, sentirse avergonzado o preguntarse si será una excepción.

¿Cuáles son los problemas sexuales más frecuentes? En una ocasión en la que estuve involucrado en un programa de televisión, pasé un momento divertido departiendo con un componente de la productora que acudía diariamente a la agencia con camisetas que llevaban impresos provocadores textos. El que ahora quiero resaltar decía: “¿por qué los hombres son tan rápidos?”. No tuve el valor de hacerlo, pero pensé hacerme fabricar una camiseta de réplica que dijese: “¿por qué las mujeres son tan lentas?”. Bromas aparte (y en este caso hay demasiadas) el calificativo de ‘problema sexual’ resulta delicado. En un post de este mismo blog, dedicado al estudio científico del orgasmo femenino, se comentaba un dato que ejemplifica por qué: “las disfunciones sexuales femeninas son tan comunes que actualmente no se consideran un trastorno”. En consecuencia, ‘problema’ no es igual a ‘trastorno’. Las situaciones que producen los problemas sexuales más frecuentes se encuentran vinculadas a (1) la falta de apetito sexual y el retraso en el orgasmo, (2) las dificultades de erección y el vaginismo, y (3) la eyaculación precoz. Vayamos por partes, avisando de que la siguiente presentación da por hecho que no existe algún problema de origen orgánico, en cuyo caso el médico, y no el psicólogo, debería asistir al interesado.

La falta de apetito sexual puede poseer un carácter crónico o no. Además, puede producirse en presencia de la pareja habitual únicamente o no. La falta de apetito puede combinarse con un rechazo al contacto con los genitales de la pareja, sea estable o no. La persona puede mostrar una elevada ansiedad ante la mera posibilidad de que se

produzca el contacto genital. Este rechazo puede tener muchas causas: algún trauma previo (abuso, violación), fuertes creencias religiosas, o una orientación incongruente con el verdadero deseo sexual. El retraso en el orgasmo, que se produce fundamentalmente en mujeres, puede resultar de una mezcla entre actitudes negativas hacia el sexo y una predisposición biológica común con otros miembros del reino animal. Los problemas de erección corresponden a los conocidos ‘gatillazos’. Si suceden de tarde en tarde no poseen ninguna relevancia, pero si ocurren con relativa frecuencia, pueden generar una serie de acontecimientos encadenados que, llegado el caso, se convertirán en un verdadero problema para llevar una vida sexual saludable: ansiedad, rechazo del sexo o ideas obsesivas. El vaginismo consiste en contracciones involuntarias que cierran la cavidad vaginal e impiden el acto sexual. Igual que en el caso del rechazo al sexo, su origen puede estar en experiencias previas de carácter traumático. Finalmente, la eyaculación precoz consiste en una extraordinaria facilidad para llegar al orgasmo, naturalmente en el caso del varón. Basta una mínima estimulación para que se produzca la eyaculación, sin que se pueda controlar de ninguna manera. La clave del problema está en que el varón carece de control sobre sus sensaciones, una vez comienza el contacto sexual. Estos problemas sexuales generan sufrimiento en las personas implicadas. No solamente en quien los padece, sino en las respectivas parejas. Vivimos en un contexto en el que el sexo se encuentra presente sistemáticamente. Los chistes, chascarrillos, comentarios

o

cotilleos

relacionados

con

el

extraordinariamente creativos y generalmente crueles.

sexo

resultan

incontables,

Es muy fácil que un varón tenga una vida estupenda, pero que llegue a sentirse la persona más desgraciada de la tierra si experimenta, durante una época, problemas para mantener una erección o no es capaz de controlar razonablemente su eyaculación. Una mujer que no se vea gimiendo como Kathleen Turner en ‘Fuego en el Cuerpo’ cuando se pone manos a la obra con su pareja, puede fácilmente llegar a pensar que es una alienígena. La siguiente declaración es arriesgada, pero creo que se encuentra más cerca de la verdad que las demás posiciones posibles: los problemas sexuales más frecuentes no suelen ser individuales, sino de pareja. Si alguien experimenta vaginismo, ‘gatillazos’ o inapetencia sexual, debería hablar con su pareja para acudir a la consulta de un especialista en busca de consejo. Superar ese tipo de situaciones es cosa de dos. Y, sobre todo lo demás, debería evitar construir teorías personales sobre lo que le está sucediendo. La mejor manera de salir del bucle es evitar entrar en él.

¿Por

qué

se

cometen

crímenes?

Nos ‘fascinan’ los crímenes y los medios de comunicación, así como la industria del entretenimiento, obtienen suculentos dividendos de esa atracción fatal. A pesar de que sabemos que la publicidad, vinculada a los crímenes, resulta negativa, ni nosotros podemos resistirnos a conocer los detalles, ni los medios están dispuestos a dejarnos con la duda.

Una persona anónima saltará a la fama, de la noche a la mañana, por el hecho de coger su escopeta de caza, colarse en un colegio y emprenderla a tiros en el comedor. Los medios se encargarán de estudiar a fondo, y poner a disposición de un público entregado, todos los detalles relacionados con la vida del asesino. Un deleznable personaje como Aníbal Lecter adquiere un tinte de sofisticación hasta el punto de llegar a ser admirado por los lectores de Thomas Harris o por quienes asisten a la sala de cine para ver el producto de la dirección de Jonathan Demme. Es un asesino, comete crímenes execrables, pero pensamos que es especial. La verdad es que cometer un crimen no tiene nada de especial, y mucho menos ser un criminal. Es algo que carece por completo de glamour y es abiertamente reprobable. Es un acto violento que termina con la vida de una o varias personas, y, por tanto, debería ser rechazado, sin tapujos, desde la más elemental de las moralidades. Claro que un jurado condenará a quien comete un crimen, pero lo sorprendente es que el público puede llegar a sentir fascinación por quien está detrás de ese acto. Hay precedentes, no estoy hablando de supuestos, pero no les daré espacio en este post. En esencia, los crímenes se cometen impulsiva o premeditadamente. Naturalmente, los especialistas distinguen entre un enorme número de crímenes, así como de criminales, pero me atrevería a reducirlos a estas dos categorías. Dos colegas comienzan a discutir por una tontería, como quién pagó la última ronda en el bar, la situación se calienta, uno de ellos coge una botella y golpea al otro hasta romperle el cráneo. La investigación del caso revela que el finado se acostaba con la mujer del agresor. ¿Es un crimen premeditado o impulsivo? El agresor se encontraba

bajo los efectos del alcohol, y, por tanto, en una situación atenuante. Si se añade el episodio de adulterio, ¿qué conclusiones podríamos sacar? ¿Debería ser condenado? Un individuo de mediana edad, natural de Cáceres, es detenido como el presunto asesino de doce chicas en cinco comunidades autónomas: Cantabria, Cataluña, Andalucía, Madrid y Extremadura. Las pruebas son contundentes y es condenado. Es un asesino en serie. La investigación revela que sus crímenes fueron cuidadosamente planificados. De hecho, la ausencia de pistas en los primeros casos dificultó extraordinariamente la investigación, y solamente la casualidad permitió localizar al criminal. Ambos tipos de casos comparten el hecho de que alguien muere a consecuencia de una agresión. Es un crimen. Pero las motivaciones y el modus operandi son bastante diferentes. Comprender ambos tipos de casos puede exigir distintas líneas de razonamiento. Los criminólogos se esfuerzan por encontrar las claves que permitan evitar que se produzcan esa clase de sucesos, pero el éxito, por ahora, es limitado. Personalmente soy pesimista sobre las posibilidades de comprender, y mucho menos de prevenir, los crímenes. Nos han acompañado durante toda nuestra historia sobre el planeta y seguirán con nosotros hasta que nos extingamos. Salvo que nos convirtamos en una sociedad totalitaria en la que la mínima sospecha de proclividad al crimen permita encerrar al potencial asesino. Pero, ¿quién desea una sociedad así? Nadie sensato que guste de la libertad, por mucho temor que pueda sentir ante la posibilidad de que haya asesinos sueltos acechándonos por las calles. Ese es un precio que debemos pagar en pro de la máxima de que nadie

es culpable hasta que se demuestra lo contrario. Podemos sospechar que nuestro vecino terminará por asesinar a su pareja, pero ¿apoyaríamos la política de encerrarle por si acaso? Si, como supongo y espero, no estamos dispuestos a eso, aceptemos el hecho de que se cometerán crímenes- Por diversos motivos, pero se seguirán produciendo. Y, admitiendo ese hecho, quizá aprendamos a dejar de ‘admirar’ esa clase de actos. Quién sabe, hasta es posible que ese cambio de actitud reduzca su número.

¿Por

qué

existen

los

fundamentalismos?

Pasados casi ocho años del trágico suceso, estoy seguro de que nadie ha olvidado el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. Y aunque buena parte de nosotros todavía no estábamos en este mundo (han transcurrido 64 años) al menos recordamos haber estudiado en el colegio el lanzamiento, sobre Hiroshima y Nagasaki, de unas aterradoras bombas atómicas. En Nueva York fallecieron alrededor de 3.000 personas. En Hiroshima y Nagasaki más de 200.000. En ambos episodios, las víctimas fueron civiles.

Se le ha dado muchas vueltas al atentado contra las Torres Gemelas desde 2001. Los ciudadanos de toda clase y condición se han devanado los sesos para comprender cómo es posible que un grupo de personas pueda decidir fríamente inmolarse de esa manera,

para terminar con la vida de tan elevado número de personas inocentes, en pro de unos ideales que no somos capaces de comprender. No sé si ha ocurrido algo similar con el caso de las bombas atómicas lanzadas sobre dos ciudades de Japón. Quiero suponer que si. Al poco tiempo de comenzar a escuchar alguna de las entrevistas grabadas a Bin Laden, notamos como un sudor frío nos recorre el espinazo. Jamás eleva el tono de voz, pero el mensaje es meridiano: “nos estamos defendiendo del acoso permanente de Occidente a

nuestra

gente”.

Supongo

que

algo

similar

dirían

públicamente Roosevelt y Truman para justificar la masacre que promovió su gobierno –y subrayo ‘gobierno’—en Asia. Técnicamente se conoce como ‘fundamentalismo’ a una corriente religiosa que se basa en la interpretación literal de un texto ‘fundamental’ como autoridad máxima. Se asocia al llamado ‘fanatismo’. Por tanto, en alguna medida, el fundamentalismo se basa en un rechazo a la secularización de la vida moderna. Solemos olvidarnos de que el origen del ‘fundamentalismo’, a comienzos del siglo XX, se produce en los Estados Unidos dentro de las comunidades cristianas protestantes que buscaban un retorno a las posturas fundacionales, o fundamentales, del cristianismo. Sin embargo, en la actualidad reservamos ese término para el mundo musulmán, al que consideramos, generalizando, como el reverso tenebroso de Occidente, un mundo que nos acecha y al que debemos controlar, como sea, para poder vivir con seguridad y preservar nuestro modus vivendi. Pensamos que los musulmanes se guían por el Corán y que ese libro sagrado les impulsa a atacarnos sin piedad.

Es evidente, no obstante, que sean los protestantes del comienzo del siglo XX o los musulmanes del XXI, la mayor parte de los miembros de esas comunidades serían incapaces de matar para perseguir sus ideales, salvo que alguien les obligara, como sucede en los conflictos bélicos, por ejemplo. Mentalmente encadenamos fundamentalismo a fanatismo y de ahí pasamos a la comisión de crímenes atroces para la humanidad. Pero, que yo sepa, muy pocos, de los más de seis mil millones de habitantes del planeta Tierra, serían capaces de matar a alguien fríamente, aunque fuera apretando un botón a una distancia prudencial que fomentara la despersonalización del hecho. Detrás de un acto como el de las Torres Gemelas o del episodio del Enola Gay, existen, invariablemente, personalidades especiales. Y ‘especiales’ en el peor sentido del término. Teniendo en cuenta los hechos conocidos sobre Mohammed Atta, ¿diríamos que los musulmanes, en general, son, potencialmente, unos asesinos? Sabiendo cómo era la personalidad de Roosevelt, ¿estaríamos en disposición de declarar que los norteamericanos, en general, son unos criminales? No creo que respondiésemos afirmativamente a estas preguntas. Los individuos pueden llegar a cometer actos atroces, qué duda cabe, pero generalmente evitan hacerlo siempre que se pueda encontrar una solución menos destructiva. O, también, cuando no pende sobre ellos una amenaza de muerte por dejar de cumplir con las obligaciones patrióticas, o algo similar. Los fundamentalismos existen porque hay personas particulares interesadas en alguna clase de beneficio. Y esos fundamentalismos inciden en personalidades susceptibles, en

ciudadanos mentalmente cegados o en personas que se ven obligadas a apretar un gatillo o un botón para salvaguardar su propia vida.

¿Qué

hace

a

un

terrorista?

Se dice que las motivaciones que se pueden encontrar detrás de alguien que comete actos calificados de terroristas poseen, esencialmente, un carácter político o religioso. En nuestro país, la organización terrorista ETA actúa, presuntamente, movida por factores políticos. Persigue que el país vasco sea independiente del estado español, y también del francés. En una ocasión escuché una entrevista con un ex militante de ETA. A mi juicio, dos de sus declaraciones merecen ser traídas a colación. La primera era que la independencia que persigue ETA únicamente se puede conseguir por la fuerza, a través de la lucha armada. La segunda que, en su opinión, la existencia de ETA dejó de tener

sentido

con

la

llegada

de

la

democracia.

El terrorismo por motivaciones supuestamente religiosas más de actualidad es el vinculado al Islam. Las llamadas organizaciones radicales, como, por ejemplo, Al Qaeda, cometen masacres regularmente sobre los llamados intereses occidentales. Los atentados de Atocha son un cruel ejemplo del modo de actuación de este tipo de grupos basados en la generación de terror en la población. Una diferencia, que puede llamar la atención, entre ETA y Al Qaeda, es que, habitualmente, la primera avisa del atentado que se llevará a efecto –salvo que se trate

de un objetivo militar—mientras que la segunda omite cualquier clase de señal que pueda prevenir a la población de la tragedia. Y una pregunta que podríamos albergar, legítimamente es: ¿por qué algunos vascos optan por la lucha armada, mientras una abrumadora mayoría se decanta por el uso de estrictos mecanismos políticos de negociación? ¿por qué algunos musulmanes se vinculan a grupos como Al Qaeda, mientras la inmensa mayoría sigue un curso pacífico en sus vidas, tal y como dicta el Corán? Durante años residí en una provincia próxima a Euskadi. Vivía en una localidad a la que acudían millares de vascos a pasar sus vacaciones de verano e incluso los fines de semana. Tuve, y sigo teniendo, buenos amigos vascos. Me contaban historias que, de alguna manera, se articulaban para intentar comprender –sin justificar—por qué algunos optaban por el derramamiento de sangre. Desgranaban detalladas historias familiares relacionadas con un descarnado pasado durante la época franquista. Entre los musulmanes abundan también esta clase de historias personales. ¿Qué sentido tiene la vida para un palestino que pierde a su familia a consecuencia de un bombardeo israelí? ¿No se convierte para él el deseo de venganza en una motivación especialmente poderosa? ¿No estará dispuesto a entregar su vida para reunirse con sus seres queridos en el paraíso de Alá? La respuesta a la pregunta de qué hace a un terrorista es, como se ve, realmente compleja. Las ramificaciones son extraordinarias, y, por tanto, es imposible que exista una clave concreta, aunque sea duro admitirlo.

Intentar comprender el fenómeno terrorista, como pretenden algunos pensadores, es razonable. Sin embargo, personalmente tengo serias dudas sobre la posibilidad de éxito en esa empresa. De cuando en cuando, determinadas organizaciones terroristas, y las personas que se encuentran detrás, optan por abandonar las armas. Pero nunca termina de estar realmente claro por qué. El caso del IRA resulta paradigmático. Tras unas delicadas, y no bien glosadas, negociaciones con el gobierno de Londres, esa organización decidió dejar de derramar sangre. ¿Qué se debería hacer para que un grupo como Al Qaeda optase, también, por vías menos destructivas para intentar alcanzar sus objetivos?

Nunca será legítimo matar por motivos políticos o religiosos, salvo, naturalmente, en defensa propia. A menudo, las organizaciones terroristas, conociendo esta salvedad, se amparan en ella para justificar sus acciones y recoger el apoyo de algunos ciudadanos. La confusión que se genera mediante esta estrategia resulta meridiana en determinados casos. Pero no deberíamos dejarnos cegar por lo que puede llegar a parecer razonable. En la medida en que existan otras vías, y en la actualidad así es, cometer crímenes políticos o religiosos debería formar parte de un pasado que sería mejor enterrar y olvidar a la mayor brevedad. La civilización que deseamos para el siglo XXI nos los exige.

¿Qué hay detrás de las respuestas en masa? Hay una disciplina de la Psicología que se ha encargado de estudiar expresamente –y ha monopolizado—el fenómeno de la respuesta en masa, es decir, el hecho de que, bajo

determinadas circunstancias, un grupo masivo de personas actúan como si fuera un solo individuo. Se trata de la Psicología social. Se dice que se trata de un fenómeno sociológico. En la famosa película de Steven Spielberg, ‘Encuentros en la tercera fase’, se produce un típico fenómeno de respuesta en masa: un numeroso grupo de personas acude, desde distintos Estados, a un lugar remoto de los Estados Unidos (El Monte del Diablo) impulsados por algo que no saben explicar. El hecho se revela especialmente poderoso en el protagonista, Richard Dreyfus, pero cientos de personas sienten una llamada similar. Traigo a colación esta referencia cinematográfica porque en la película participó el cineasta francés Francois Truffaut y, en una de sus intervenciones en el film, declara, expresamente, que lo que está sucediendo es un ‘fenómeno sociológico’. Otro ejemplo, esta vez doméstico, se puede encontrar en la famosa obra ‘Fuenteovejuna’ de Lope de Vega. El autor presenta la rebelión de un pueblo, unido ante la tiranía y la injusticia, representada por el Comendador. Éste pretende hacer valer su derecho (de pernada) y yacer con Laurencia (enamorada de Frondoso). El pueblo, unido, se toma la justicia por su mano y luego apela a los reyes para que avalen su acción criminal. La unidad del pueblo es la base de su triunfo. No hay ningún vecino que, aun bajo tortura, señale al autor directo de las muertes que se producen durante la rebelión. Ante la pregunta del juez se responde: ‘¿Quién mató al Comendador? Fuenteovejuna, Señor ¿Quién es Fuenteovejuna? Todos a una, Señor’.

Los reyes restablecen el orden reconociendo la justicia del proceder del pueblo de Fuenteovejuna. Se contrapone el amor cristiano de Frondoso por Laurencia y el deseo lascivo del Comendador. El triunfo ante la injusticia y el respaldo del poder finalizan en alabanzas a los reyes y gritos contra la tiranía, representada por el Comendador. Se podrían seguir poniendo ejemplos, pero es suficiente con estos dos, de épocas y zonas geográficas bastante diferentes. Quiero resaltar su elemento común: la unión de un grupo, más o menos numeroso, de personas, que actúan como un solo individuo. En algunos casos, esta clase de reacción puede producir un final digamos que positivo o feliz. Sin embargo, en otros puede promover determinados intereses no especialmente transparentes y loables. De un tiempo a esta parte se discute, en determinados foros, sobre el uso ilegítimo de una emoción para ejercer una manipulación masiva sobre la población, es decir, para producir respuestas en masa dirigidas. Y, por cierto, una respuesta en masa puede ser no hacer nada en determinadas circunstancias. La emoción de la que estamos hablando es el miedo. Cuando, sistemáticamente, los responsables de ciertos medios de comunicación informan de la desaparición de niños en extrañas circunstancias, y dejan caer que le puede suceder a cualquiera, la reacción lógica y previsible de los padres es ‘atar en corto’ a sus hijos. Ya no se les permite salir a jugar con sus amigos a la calle, por ejemplo, si no es bajo la estricta supervisión de algún adulto. Ante la posibilidad de controlar todas las acciones de sus retoños usando la más avanzada tecnología (implantes de chips GPS, etc.) esos padres, que en otras circunstancias se habrían negado en redondo, se lo pensarán. Todo sea por reducir el temor a que les pueda pasar algo.

La información de los medios provocará una respuesta en masa en los padres. El mecanismo se basa en apelar a una emoción básica y proponer una respuesta eficiente al problema generado. Las respuestas en masa no se producirán en caso contrario. La razón, que se supone nos distancia del reino animal, para bien, nunca permitiría que tuviéramos una reacción como los protagonistas de la película de Spielberg o la de los habitantes de Fuenteovejuna. Sin embargo, una vez se logra despertar a la emoción, ésta toma el control de la situación y actúa desconectando las partes más sofisticadas y evolucionadas de nuestro cerebro. La respuesta en masa puede ser un fenómeno sociológico, pero existe porque la emoción, que albergamos cada uno de nosotros individualmente, logra anular a nuestra razón. Hay quiénes son muy conscientes de este hecho y lo usan en su beneficio. Los demás deberíamos, quizá, estar alerta y encontrar medios para combatir ese mecanismo. Sería psicológicamente muy saludable. ¿Qué empuja a un hincha de fútbol a hacer animaladas? Los equipos calientan motores ahora para el comienzo de la liga en breve. Quienes cuentan con mayor presupuesto incluso recorren mundo aprovechando la coyuntura. Algunos de sus fans viajan con ellos. Tanto los logros como las desventuras de esos equipos de futbol son compartidos por sus seguidores. Generalmente en uno y otro caso no sucede nada socialmente reseñable, salvo que comparten grupalmente las alegrías y las penurias, dentro y fuera del campo.

En un estadio pueden congregarse decenas de miles de personas. El estado de ánimo es, a menudo, contagioso y en espectáculos como el que ofrece el fútbol extraordinariamente pegadizo. Sin embargo, las cosas se mantienen bajo control la mayor parte de las veces. Y no porque haya alguien que regule la situación, sino porque esa situación se regula a sí misma. Sin embargo, de cuando en cuando se producen situaciones grotescas. Un grupo de personas prende fuego a una bandera, se arrojan objetos contundentes al árbitro o a alguno de los contendientes, o alguien sale desnudo en pos de la estrella de turno. La última situación no deja de ser algo anecdótico e incluso gracioso. Las dos primeras carecen de sentido en una situación deportiva. No en vano la competición deportiva constituye, supuestamente, un modo civilizado de canalizar una contienda entre grupos de personas. Mientras que antaño la tribu A acosaba a la tribu B con algún objetivo más o menos evidente, desde un tiempo a esta parte se ha optado porque el Barcelona juegue contra el Madrid, poniendo sobre el césped el orgullo territorial. En un encuentro como ese no está en juego el esférico, sino algo más, mucho más. Al menos eso creen algunos individuos. Y son precisamente esos quienes promueven las situaciones que se califican de ‘animaladas’ en el título genérico de esta pregunta. Por supuesto que son perfectamente capaces de discriminar un evento deportivo de una contienda territorial, pero deciden no hacerlo. Es difuso cuál es el mecanismo que subyace a ese proceso de toma de decisiones, pero se pueden hacer suposiciones razonables.

¿Es el alcohol? Posiblemente sea uno de los factores en juego. Los hinchas beben para

prepararse para lo que está por venir y eso facilita una perseguida desinhibición. Dependiendo de cómo transcurran los acontecimientos en el césped, se comenzará con palabras subidas de tono y se seguirá con palabras mayores. No obstante, muchas otras personas presentes en el estadio también beben alcohol y no por ello emulan a la, digámoslo así, facción agresiva del grupo. Disfrutan y eso es todo. O sufren. El culpable no puede ser el nivel de alcohol en sangre. Hay algo más. Debe haber algún ingrediente añadido al explosivo cóctel. Algunos profesionales de la conducta dirían, como es natural, que el espíritu de grupo se transforma en sentimiento tribal y saca lo peor que hay en cada uno de los miembros de ese grupo. Pero, ¿por qué no también en los demás que están presentes en el campo? Ellos también son un grupo, y, sin embargo, sufren, se divierten, o ambas cosas, en la misma tarde, sin mostrar conductas agresivas que produzcan alguna clase de perjuicio en los demás. Quienes hacen esas ‘animaladas’, de todos conocidas, son personalidades predispuestas, principalmente por motivos naturales. Y por ‘motivos naturales’ quiero decir que son personas que ‘necesitan’ exteriorizar esa clase de conductas agresivas. Realmente que lo hagan en un estadio de futbol es algo coyuntural, una excusa como otra

cualquiera

para

expresarse,

para

desgracia

de

los

demás.

Ocasionalmente hemos podido leer en algún medio de comunicación que los responsables de los equipos de futbol promueven la presencia de estas personalidades en el campo. Lo dudo. ¿Por qué debería estar interesado Laporta en que un grupo de

hinchas del Barcelona haga arder una bandera española? Si, el presidente del equipo culé es nacionalista, pero no idiota, y, a mi juicio, es, además, un individuo civilizado. Como para algunas de las circunstancias que se han discutido en otras preguntas, soy escéptico respecto a la posibilidad real de terminar con esta clase de ‘animaladas’. Lo mejor que podemos hacer es identificar a esta clase de individuos e impedir su entrada al campo. Pero, cuidado, identificarlos por los hechos, no por presunciones más o menos razonables.

¿Qué es un psicópata? ¿Somos malos por naturaleza? Aquí tenemos dos preguntas, pero están relacionadas. ¿Recuerdan el largometraje ‘Asesinato en 8 mm’? El tema principal giraba alrededor de las lamentablemente famosas ‘snuff movies’, es decir, películas domésticas en las que, supuestamente, se graba la tortura o muerte real de una persona. Su precio únicamente puede ser costeado por millonarios y la principal razón por la que encargan su rodaje, primero, y las compran, después, es ‘porque pueden hacerlo’. Esa es una de las tesis principales de la película. La segunda suele pasar desapercibida, pero nos ayudará a elaborar la respuesta a esta pregunta. Cuando el protagonista, Nicolas Cage, logra capturar a quien, físicamente, tortura y asesina a las chicas desaparecidas en extrañas circunstancias, para usarlas como involuntarias protagonistas de las salvajes películas domésticas, es el asesino mismo quien hace la pregunta esencial y aporta su respuesta: “mato porque me gusta”.

Un psicópata es un tipo de personalidad que se caracteriza por poseer un temperamento que le hace resistente a las sensaciones de miedo que los demás albergamos en determinadas circunstancias. Algo que a nosotros no asusta –en el supuesto caso de que no seamos psicópatas—a él no. De hecho incluso puede resultarle estimulante, atractivo. Visto desde esta perspectiva, y suponiendo que olvidamos momentáneamente las innumerables producciones cinematográficas que se dedican a esta clase de personas, un psicópata no tiene por qué dedicarse a matar a nadie. Es más, incluso podría ser un héroe admirado durante siglos. Un gran guerrero es, muy posiblemente, un psicópata. El bombero que se mete, sin dudarlo, en un edificio en llamas a punto de derribarse para salvar a un grupo de personas que se han quedado atrapadas, es, también, un psicópata, alguien capaz de controlar las sensaciones de miedo que inevitablemente despiertan esa clase de situaciones en la mayor parte de nosotros. El problema es que ese tipo de temperamento posee, digámoslo así, un reverso tenebroso. A menudo evitamos realizar acciones punibles por miedo a las consecuencias. El psicópata carece de ese temor. Las circunstancias pueden llevarle a convertirse

en

un

asesino

en

serie.

Pero ¿cuáles

son

esas

circunstancias? Francamente, no lo sabemos, aunque una explicación verosímil puede pasar por una crianza negligente por parte de sus cuidadores. Aprende que, amenazando a sus compañeros, puede conseguir lo que desea. Los apetitos se incrementan con el paso del tiempo y si para lograr su objetivo se requiere hacer cosas que los demás apenas se plantean, ellos no dudan en ponerlas en práctica. Si el crimen

le permite satisfacer esos deseos, entonces entrará en un círculo del que ya nunca saldrá. Las pistas que poseemos son consistentes con la declaración de que esa clase de temperamento es innato, está en los genes. Se nace con las cualidades para convertirse en un psicópata, igual que se nace con la disposición a militar en asociaciones promotoras de la paz y la no violencia. Aceptamos lo segundo con relativa facilidad, pero nos resistimos a hacer lo propio con lo primero. Sin embargo, igual que sucede con otros factores psicológicos, el hecho de que haya una poderosa influencia genética no significa que tenga que materializarse necesariamente. O, mejor dicho, no implica que el individuo vaya a convertirse en un torturador o un violador múltiple en un futuro. Cuando eso sucede podemos estar seguros de que algo que los psicólogos denominamos ‘proceso de socialización’ ha fracasado. Quienes son responsables de educar apropiadamente a ese niño (o niña), de ayudar a que se convierta en un adulto socializado, han fallado. Y lo peor es que lo habrán hecho sin saberlo, inconscientemente. Creyendo que lo mejor era dejar expresarse libremente al niño, realmente le han hecho un flaco favor, a él primero, y a los demás después. Evitando poner límites y dejando de ejercer la autoridad que les corresponde, los adultos encargados de educar a ese niño habrán propiciado la creación de una personalidad cruel.

Entonces, ¿serán esos adultos los últimos responsables de que tengamos que convivir con asesinos sanguinarios? ¿habría que encerrarles también a ellos como cómplices de los sucesos que sus retoños cometen en su vida adulta?

¿Nos influye mucho la sociedad? ¿En qué medida influye la educación sobre cómo eres? ¿Influye la TV en nuestra conducta? ¿Verdad que parece una pregunta complicadísima de responder? Pero, a lo mejor, no es para tanto… Existen bastantes leyendas urbanas sobre la influencia de la sociedad en el individuo o sobre el hecho de que la educación nos convierte en lo que somos, y no digamos ya sobre el efecto que poseen los medios de comunicación y la televisión en particular. Desde el niño que vio Superman se lanzó en picado desde un ático, hasta el adolescente que, después de visionar Kill Bill, sale a la calle con una espada samurai y la emprende a sablazos con quienes tuvieron la mala suerte de interponerse en su camino. En ambos casos, el diagnóstico es meridiano, al menos para algunos. Sin embargo, puede que hallar la respuesta más verosímil requiera dar algún rodeo. Antes de aceptar lo que aparentemente es válido, podríamos preguntamos por qué absolutamente ninguna de las millones de las personas que vieron Superman decidió arrojarse desde un último piso cubierto con una capa roja. Si el efecto del largometraje

fuera tan arrollador como se quiere dar a entender, no tendrían que llamarnos humanos sino lemmings. Nadie sensato, o que no tenga interés en vender periódicos o hacerse con el ‘share’ de la parrilla televisiva, suscribiría la declaración de que Superman es el responsable de que el niño se suicidará de manera tan trágica o de que Quentin Tarantino promovió que el ‘teenager’ albaceteño cometiera asesinatos atroces. La pregunta sobre si la sociedad nos influye mucho puede encontrar una respuesta rápida considerando en qué medida nos influyen las personas que se encuentran más cerca de nosotros, nuestros allegados. En una palabra, ¿en qué medida nos influye la convivencia con los miembros de nuestra familia? Por lo que sabemos, la respuesta es de poco a nada. Por lo tanto, si un intenso y prolongado contacto apenas influye en cómo somos a la larga o en las que cosas que hacemos o dejamos de hacer, ¿cómo es posible que nos influyan personas a las que no conocemos de nada o con las que jamás tuvimos ni tendremos ninguna relación personal? Quizá se podría argumentar que determinadas estrellas del espectáculo ejercen una poderosa influencia en los jóvenes. De acuerdo. Pero solamente en algunos jóvenes y durante un cierto tiempo. Si esa influencia es únicamente sobre un cierto sector y, en la mayor parte de los casos, se disipa con el tiempo, entonces a lo mejor se trata, generalmente,

de

una

influencia

irrelevante

a

efectos

prácticos.

Con la educación pasa algo parecido. Las autoridades no paran de ofrecer cursos, o producir panfletos informativos, destinados a que los chavales no fumen o conduzcan con prudencia y sobrios. Sin embargo, ya sabemos cuál es el destino de ambas acciones:

algunos jóvenes son sensibles a esos mensajes, una buena mayoría atiende sin demasiado entusiasmo y los demás se toman como un reto hacer justo lo contrario. Quizá sea una buena estrategia aceptar algo que determinados publicistas hace tiempo que usan discrecionalmente: el mundo es como una enorme cafetería en la que se ofrece un extraordinario abanico de opciones. Hay gente a la que le gusta el café con leche, pero algunos le ponen azúcar y otros no, sacarina sólida o líquida, poco o mucho café, leche fría o caliente. ¿De qué depende esta variedad de gustos? Quién sabe, pero el hecho es que existen –y eso limitándonos al café con leche. Para complicar las cosas, durante una época puede gustarnos el café con leche, pero, de la noche a la mañana, abominamos del blanco elemento y nos damos al café solo. ¿Por qué? Enigma. En resumen, la sociedad, la educación o la televisión influyen de modo diferente sobre cada uno de nosotros. Por tanto, se trata de una ‘influencia’ relativa. El término y su significado son inapropiados. Más bien podría decirse que la sociedad, la educación o la televisión ponen a nuestra disposición un menú. Y somos nosotros, según nuestras particulares inclinaciones, quiénes confeccionamos el banquete que deglutiremos durante un periodo de nuestra vida. Pero quizá no en el siguiente.

¿Por qué algunas personas nos caen mal nada mas conocerlas?

Para qué engañarnos, a todos nos ha pasado algo así. Nos presentan a alguien, o ni siquiera es preciso que se produzca ese suceso, y sentimos un rechazo inexplicable hacia él o ella. Se dice que no hay química, que algo falla en la conexión. Incluso se ha podido dar el caso de que hayamos sido nosotros los receptores de tamaña mala cantidad de vibraciones –por tanto, no solamente es cuestión de química, sino también de física. Hay gente que conecta nada más conocerse y personas que, hagan lo que hagan, no logran el perseguido y deseable vínculo. Nada me gustaría más que poder ofrecer una respuesta clara y contundente a algo que claramente nos preocupa a muchos de nosotros. A nadie le gusta, digámoslo así, caer mal a los demás. Y, con frecuencia, también nos desagrada que determinadas personas nos den dentera. Es desagradable, para qué negarlo. Lo interesante del fenómeno es que, cuando eso sucede, tratamos por todos los medios de encontrar una explicación. “Es un coñazo”, “Tiene una mirada torva”, “Le huele el aliento”, “Es de Sabadell”, “Dobla la rodilla de un modo inquietante”. El argumento es irrelevante. Lo importante es que siempre acabamos encontrando una explicación. Pero ¿existe tal explicación? Es posible que le huela el aliento o que sea de Sabadell. Pero ¿es eso suficiente para explicar este fenómeno prácticamente universal? ¿Bastan ese tipo de factores para que nos caiga mal una persona nada más conocerla? Me inclino a pensar, y reconozco que no tengo más remedio que especular y echar mano de mi sentido común psicológico ahora, que la explicación de por qué alguien nos cae mal nada más conocerle es la misma que la razón por la que nos cae bien.

Simple y llanamente, los humanos liberamos sustancias químicas constantemente. ¿Les suenan las famosas feromonas? Pues son solamente un ejemplo. Secretamos feromonas “diseñadas” por la evolución para provocar una reacción en quienes nos rodean. Constituyen un medio de comunicación no consciente que se transmite por el aire, como las ondas de radio, por poner una analogía que comprendemos estupendamente. Los mensajes que transmiten sustancias como las feromonas pueden generar una especie de campo de intersección entre las personas que se acaban de conocer. Los mamíferos marcan el límite de sus territorios con feromonas segregadas por determinadas glándulas. Los olores que se producen se detectan a gran distancia influyendo ostensiblemente en su conducta. Estamos acostumbrados a ver el efecto de esta clase de olores en los perros. Miramos con condescendencia y nos creemos inmunes, pero estamos en un error. Bastante grave, por cierto. Nosotros también estamos dentro de ese círculo. El mercado de feromonas es fascinante en el mundo sexual. Es fácil encontrar perfumes que juegan con esa clase de sustancias diabólicas para prometer paraísos eróticos a sus poseedores. Hay sustancias para ellas y para ellos. Y, según se dice, funcionan más o menos razonablemente. El impulso sensorial de la feromona se dirige con prestancia y asertivamente hacia una estructura cerebral denominada hipotálamo, situada, por cierto, en nuestro cerebro primitivo. Nos presentan a una persona y nos gusta. Las feromonas están jugando con nosotros, sin que seamos conscientes.

Pero también puede disgustarnos, exactamente por el mismo tipo de factor. Por alguna razón, nuestras químicas no coinciden y sentimos alguna clase de amenaza que nos lleva a experimentar un profundo rechazo. Nuestro cerebro primitivo ha decidido que nos cae mal. Y ahora le llega el turno al cerebro más evolucionado, a la corteza cerebral, especializada en buscar y encontrar justificaciones para casi cualquier cosa. Elaboramos y elaboramos hasta que encontramos la paz espiritual tras haber dado con la razón que subyace a esa emoción. Así es el homo sapiens.

¿Por qué hay gente más inteligente que otra? ¿Se puede mejorar la inteligencia? Hay gente más y menos inteligente no porque los primeros se esfuercen más que los segundos en el colegio o porque sus padres hayan puesto un mayor empeño en su educación. Tampoco porque estén acostumbrados a leer mucho, debido a que resuelven crucigramas o a causa de la enorme cantidad de horas que dedican a jugar con la Nintendo. Es indiscutible que los chavales más inteligentes lo hacen mejor en el colegio, leen mucho o se enfrentan a complicados retos que resuelven con pasmosa elegancia. Sin embargo, eso no les hace más inteligentes, sino que ya lo son de entrada. Un familiar y doloroso ejemplo, cuando menos para algunos padres, es el relacionado con los hábitos de lectura de sus retoños. Leer amplia el vocabulario de los niños y facilita, de este modo, su acceso al necesario conocimiento sobre el mundo. Sin embargo, los mismos padres practicando las mismas estrategias para incitar la lectura en sus dos vástagos, se encuentran con que uno de ellos acepta la invitación a las

primeras de cambio mientras que el segundo prefiere jugar con mecanos y rechaza, incluso agresivamente, abrir un libro, por muy entretenido que pueda ser. ¿A qué se debe esta diferencia? Muy sencillo: los dos chavales son distintos de entrada, poseen diferentes inclinaciones y talentos. Si usamos la terminología más apropiada para esta pregunta, deberíamos decir que las capacidades intelectuales de los dos niños están desigualmente distribuidas. El primero siente una atracción prácticamente espontánea hacia la lectura, porque sus capacidades intelectuales relacionadas con el lenguaje le facilitan la tarea, la convierten en algo agradable. El segundo posee, en cambio, unas capacidades intelectuales vinculadas a la esfera viso-espacial, lo que le permite disfrutar de la manipulación de objetos. Los padres ni pueden, ni, a mi juicio, deberían luchar contra esas tendencias naturales. Muy al contrario, deberían esforzarse por conocerlas y procurar adaptarse a ellas para facilitar el desarrollo intelectual de sus niños. Se aprende más y mejor disfrutando que sufriendo. Pero, cuidado, si alguien es bueno con el lenguaje y se centra en eso, entonces descuidará las demás esferas de la inteligencia. Vale que disfrute especialmente de ese campo, pero los demás no deberían caer en el más profundo de los olvidos. El desarrollo requiere disciplina. Igual que en el caso del ejercicio físico, podemos odiar las flexiones y adorar el deporte aeróbico, pero sabemos que la tabla debe estar equilibrada para alcanzar la meta, por lo que procuramos trabajar en ese sentido. Con la inteligencia sucede algo similar. A menudo los científicos declaran que no sabemos cómo mejorar la inteligencia. Y, hasta cierto punto, tienen razón. Sin embargo, es posible que la estrategia de aproximación al problema de la mejora de la inteligencia no haya sido del todo apropiada. Cuando

acudimos regularmente al gimnasio percibimos con claridad cómo mejora nuestro estado de forma. Sin embargo, cuando abandonamos ese saludable hábito, al poco tiempo notamos un declive que solamente recuperaremos al regresar a los viejos hábitos de un ejercicio regular. Los programas que se han aplicado hasta ahora destinados a mejorar la inteligencia han sido temporales, a lo sumo dos años. Los efectos positivos son notorios, pero, como en el caso del gimnasio, poco después de dar por finalizado el programa se aprecia un declive que equipara al grupo al que se ha estimulado al que cabría esperar en un grupo de control en el que no se hizo nada. ¿Qué pasaría si la estimulación se prolongara en el tiempo? Mi predicción es que el efecto beneficioso perduraría. Por eso comienza a haber un número creciente de científicos que sostienen que, en su terminología, la educación debe prolongarse durante toda la vida. No basta con graduarse en el instituto y echarse a dormir. Hay gente más inteligente que otra por la suerte que haya tenido. Si sus padres son muy inteligentes, entonces es bastante probable –y probable no es seguro—que él también lo sea, debido a que son parientes. Si sus padres son menos inteligentes, entonces será probable que él también se sitúe a un nivel parecido. Nosotros no elegimos a nuestros padres, y, por tanto, nuestra capacidad intelectual depende de la suerte que hayamos tenido,

depende

de

un

capricho

del

destino.

A partir de ahí, lo que suceda durante nuestras vidas moverá algo hacia abajo o hacia arriba nuestra capacidad intelectual, pero no cabe esperar cambios especialmente reseñables. Al menos por ahora. Por eso, hasta que podamos superar esa situación –y

no me cabe duda de que lo lograremos—convendría que fuésemos realistas y actuásemos en consecuencia, sea en el colegio, en los hogares o en las ocupaciones, por poner solamente algunos ejemplos.

¿Cómo puedo mejorar en mis estudios? ¿Es esta una pregunta únicamente para escolares de primaria, secundaria y universidad? En gran medida así es, pero no reduciremos la respuesta a esa población. Nos referiremos a cualquier persona que, por la razón que sea, debe estudiar, debe adquirir una serie de conocimientos hincando los codos, como suele decirse. Y, actualmente,

no

solamente

deben

hacerlo

los

chavales

jóvenes.

En el mundo de la empresa la gente debe formarse casi constantemente. Hace algunos años se aprendía a desarrollar una actividad y ahí terminaba la cosa. Ahora no es así. Actualmente hay que reciclarse con relativa frecuencia y eso requiere estudiar, de una u otra manera. ¿Les suenan los seminarios o cursos de formación? ¿O el aprendizaje de una segunda lengua para promocionarse? Recuerdo una anécdota de un familiar de edad que solía contarme cómo fueron sus comienzos en la universidad. Hablaba, con admiración, de un profesor de matemáticas, cuyo nombre omitiré. El curso duraba nueve meses, pero dedicaron el primer trimestre al problema de cómo estudiar matemáticas. Eso les permitió disfrutar plenamente de los siguientes seis meses y nadie, absolutamente nadie, consideró que esa primera parte del curso fue una pérdida de tiempo.

Ahora se ha puesto de moda eso de ‘enseñar competencias’. Reconozco que dediqué algunos meses a intentar comprender cuál es la lógica que está detrás de esa, en principio, buena idea. Pero tras golpearme repetidamente con el mismo muro, destilé una negativa valoración. El concepto de competencia es demasiado ambiguo para que se pueda sacar algo claro de esa moda. Será pasajera. También han irrumpido con fuerza en el mundo del estudio las llamadas nuevas tecnologías –que ya van dejando de ser tan nuevas. Recientemente se publicaban en la prensa los resultados de un estudio masivo en el que se decía haber probado que quienes estudian a distancia usando ese tipo de tecnologías y combinan esa actividad con alguna clase en directo, obtienen mejores resultados que quienes únicamente van a clases

regulares.

Desconozco

los

detalles,

pero

desconfío.

Para bien o para mal he tenido bastantes oportunidades para pensar en problemas relacionados con los estudios y mis conclusiones no son especialmente positivas. Es un fenómeno natural el hecho de que la mitad de la población se sitúa por debajo de la media en algo que podríamos llamar ‘aptitud educativa’, o, lo que es lo mismo, en capacidad para aprender estudiando. Por lo tanto, una de cada dos personas que tratan de estudiar lo tiene francamente difícil, se use el método que se use –incluso nuevas tecnologías—para obtener un beneficio persistente. La otra mitad de la población posee una aptitud educativa que puede permitirle obtener un beneficio de lo que estudia, pero, dentro de ese rango, existe también una extraordinaria variabilidad. Algunos aprenden con facilidad, mientras que otros deben

esforzarse, y mucho. Unos pueden aprender casi por su cuenta, mientras que otros requieren bastante apoyo, ayuda y supervisión. No es demasiado conocido pero, durante años, se han buscado métodos educativos encaminados a enfrentarse a esta variabilidad, de modo que se pudiera obtener el mayor beneficio posible a pesar de todo. Es decir, algunos psicólogos, desencantados de lo que podríamos llamar ‘romanticismo educativo’—la idea de que todo el mundo puede aprender lo que desee si se esfuerza lo suficiente—han procurado averiguar cuál es el método de enseñanza que incrementa el beneficio que pueden sacar las personas de sus estudios. Ese esfuerzo titánico ha producido algunos resultados interesantes, pero no revolucionarios. No se puede evitar el fenómeno natural antes señalado –del que, por cierto, nadie es culpable—pero se puede intentar reducir su impacto. Por ejemplo, se ha podido comprobar que quienes poseen una menor aptitud educativa obtienen un mayor beneficio de sus estudios cuando se les dirige atentamente en el proceso de adquirir conocimientos, de aprender. Por contrario, aquellos que disfrutan de una mayor aptitud educativa lo hacen mejor cuando se les permite tomar sus propias decisiones, ir más a su aire, por decirlo de alguna manera–lo que no supone negligencia, cuidado. En consecuencia, la manera más efectiva de mejorar en los estudios, de promover el aprendizaje, es conocer nuestras propias limitaciones –y también nuestras virtudes, por supuesto—procurando rodearnos de un ambiente educativo que se acople, lo mejor posible, a ellas. La autonomía no es positiva para todo el mundo, como tampoco lo es una estrecha supervisión. Huyamos de las recetas educativas, siempre que sea posible. No funcionan.

Por qué se nos olvidan las cosas? ¿Nos inventamos los recuerdos? Quizá en 1900 no fuese preciso recordar demasiadas cosas. En pleno siglo XXI es absolutamente vital, para nuestra salud mental, saber olvidar y hacerlo sin contemplaciones.

Se

nos

olvidan

algunas

cosas

porque

debe

ser

así.

No son pocas las personas que acuden al psicólogo –o que preguntan a algún amigo que, además, es psicólogo—alegando enormes e insalvables problemas de memoria. Dicen que, de un tiempo a esta parte, no recuerdan cosas que antes rescataban con facilidad de su almacén de memoria: dónde pusieron las llaves, dónde se situaba el Vaticano con respecto al Coliseo o si han leído la segunda parte del capítulo doce de la novela a la que se encuentran enganchados –tranquilos, no es de Dan Brown. Esta clase de olvidos no revisten la menor importancia. Sin embargo, la población de personas mayores está creciendo rápidamente. La media de edad es cada vez más elevada, lo que produce una manifestación creciente de deterioros. Uno de los principales dramas de quienes comienzan a padecer, a edad avanzada, alguna clase de demencia, es la pérdida de sus recuerdos. En gran medida, uno es lo que recuerda que es. Cuando eso falla, la identidad se difumina produciendo un extraordinario dolor psicológico. Es natural, por tanto, que a la gente le preocupe olvidarse de sus cosas. Es perfectamente consciente de que, sin los recuerdos, su mundo se vendría abajo. No

poder recordar la primera vez que nos besaron, el saludable aspecto de nuestra hija al nacer o el día en el que recibimos el reconocimiento por nuestra trayectoria laboral, se convertiría en una auténtica pesadilla. Tendríamos la certeza de que nuestro paso por este mundo habría sido un sin sentido. Es fácil caer en el error de pensar que recordar es algo que sucede o no sucede, es decir, podemos estar tentados a suponer, incorrectamente, que olvidar o recordar obedece a mecanismos en los que somos pasivos. Nada de eso. Recordar, y, por tanto, también

olvidar,

es

un

proceso

activo.

Nosotros

contamos.

Antes dijimos que olvidar es necesario para no terminar inundados de información. No poder dejar de memorizar y recordar es, quizá, una pesadilla aún más intensa que la de olvidarse de determinadas cosas. Es apropiado, ahora, recordar un fragmento de un famoso relato del gran Jorge Luis Borges, ‘Funes el memorioso’: “más recuerdos tengo yo sólo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”. Para que podamos ser eficientes, nuestros recuerdos deben estar organizados. Si intentamos encontrar un libro en una biblioteca desorganizada, tendremos muchos más problemas que si nos hemos tomado la molestia de buscar y encontrar alguna clase de orden que, llegado el momento, podamos usar para ir directos al grano. De hecho, en el primer caso puede darse la circunstancia de que (a) extraviemos el preciado texto o (b) pensemos que lo poseemos pero que, en realidad, nunca haya formado parte de

nuestros fondos. Esta segunda posibilidad nos conecta con el fascinante mundo de la invención de los recuerdos. Nuestro cerebro es un órgano especializado en encontrar sentido, sea como sea, a las más variadas situaciones y circunstancias. Por lo tanto, con tal de encajar las piezas, hará lo posible para convencernos de que algo que nunca existió realmente tuvo lugar. Si ese recuerdo inventado contribuye a darle sentido a una historia, el cerebro nos hará creer

que

fue

real

haciendo

uso

de

las

más

sofisticadas

artimañas.

La experiencia nos demuestra que olvidamos y que recordamos en falso. Ambos fenómenos están relacionados con el hecho de que el modo en el que está montado nuestro sistema de memoria es realmente peculiar. No es, desde luego, como una biblioteca. Nunca encontraremos un libro en nuestra biblioteca mental, sencillamente porque ese libro no existe. Cuando recordamos, construimos el texto que compone los volúmenes de nuestra vida pasada. A día de hoy no sabemos cómo se lleva a cabo exactamente este proceso, pero estamos casi seguros de que es así. De ahí que no sea difícil comprender por qué se pueden inventar determinados trazos de la historia. La mejor estrategia para no olvidar y para recordar los hechos es practicar. Algunos piensan que recordar la filmografía de un director, los ingredientes de la comida tailandesa o los ríos de Canadá, por simple diversión, es estúpido. Háganme caso: no lo es. Por el contrario, es muy inteligente…

¿Se puede analizar los sueños? Está es, casi con seguridad, una de las preguntas que más interesa a quienes carecen de conocimientos sobre la Psicología de la actualidad. Salvo dentro del círculo, generalmente no académico, del psicoanálisis, los psicólogos de hoy en día no están en absoluto interesados en el mundo de los llamados ‘sueños’. El intelectual que hizo saltar a la fama, en el mundo entero, el problema de los sueños y su significado, fue el médico vienés Sigmund Freud. No es difícil que mucha gente sea capaz de recordar incluso su aspecto físico, puesto que ha sido motivo recurrente en varios frentes culturales. En nuestro país, por ejemplo, el genial Salvador Dalí se inspiró en sus ideas para crear una parte de su obra. Otro gran artista, Woody Allen, estuvo obsesionado, durante bastantes largometrajes de su dilatada trayectoria, con las malas pasadas que nos juega el inconsciente, del que Freud nos hizo tomar conciencia. En resumidas cuentas, lo que el doctor austriaco propuso es que nuestra vida consciente se encarga de que el océano del inconsciente nos resulte desconocido, hasta el punto de ignorar su existencia. Queremos desear determinadas cosas, pero si, por ejemplo, son culturalmente reprobables, entonces activaremos mecanismos de represión que aplacarán el impulso, quedando ese deseo relegado en lo más profundo del inconsciente. Pero la represión no posee la misma fuerza cuando dormimos. En ese estado, la conciencia no puede controlar la vertiginosa actividad que tiene lugar por debajo de la superficie. Los sueños son un medio a través del que se revela los contenidos de esa parte

de

nuestra

mente,

de

lo

que

está

más

allá

de

lo

evidente.

Deseamos acostarnos con la mujer de nuestro vecino –y que conste que es solamente un ejemplo—pero sabemos que eso no es legítimo, así que el deseo se reprime. No obstante, esa represión no vale para que dejemos de desear meternos en la cama con ella. Conscientemente hasta podemos llegar a convencernos, sin darnos cuenta, de que, en realidad, ni siquiera nos gusta. Pero cuando caemos presa de Morfeo, la cosa cambia y viajamos con ella a una cabaña sobre un mar azulado en Bora Bora. La situación es ideal para consumar un acto memorable, pero, sin saber muy bien por qué, nos despertamos repentinamente y a los pocos minutos hemos olvidado qué estábamos soñando. La conciencia ha vuelto a tomar las riendas de nuestra vida y las aguas –menos azules que en la Polinesia—vuelven a su cauce. Al menos esta es la versión oficial de Freud y los psicoanalistas. Pero hace tiempo que los científicos discrepan de esta manera de ver a los sueños. No cabe duda de que soñamos. Algunos recuerdan mejor que otros su contenido, pero todos nosotros soñamos. Sin embargo, que lo que se sueña posea algún significado real y que, por tanto, se pueda interpretar, es algo francamente dudoso. Quizá, al cabo del tiempo, debamos darles la razón a los psicoanalistas, pero, hoy por hoy, la mayor parte de la comunidad científica se decanta por pensar que los sueños son, simplemente, imágenes y escenas, por muy elaboradas que estás puedan parecer, producidas espontáneamente por nuestro cerebro en ese periodo de descanso para el resto del organismo. Pero ¿cómo es posible que la explicación de los sueños sea algo tan simple cuando, ante un jurado, llegaríamos a declarar, por lo más sagrado, que las cosas que soñamos son verdaderamente elaboradas? Si fuésemos francos deberíamos admitir que es complicado separar lo que realmente soñamos de lo que creemos haber soñado.

Admitiremos que cuando soñamos no poseemos conciencia, y, por lo tanto, deberemos aceptar que, en el periodo de transición que hay entre que estamos dormidos y nos despertamos, podemos haber unido, estratégicamente, las piezas e imágenes dispersas que produjo nuestro cerebro, para encontrar coherencia donde, en realidad, no la hay. De ahí que a bastantes de nuestros sueños no le encontremos ni pies ni cabeza con relativa frecuencia. Personalmente no soy partidario de darle más vueltas al asunto. Por muy fascinante que pueda resultar una conversación con alguien que dice ser capaz de interpretar nuestros sueños, e incluso que existan vínculos entre ciertos símbolos y un significado muy concreto (p.e. volar se asocia al sexo) me inclino hacia la ciencia establecida. Reconociendo que podamos estar en un error, las pruebas de que los sueños posean algún significado que se pueda interpretar no son concluyentes. Hasta el gran Pedro Calderón de la Barca concuerda con esta valoración: Yo

sueño

que

destas y

prisiones soñé

más

que

es

la

¿Qué

es

la

una

que

en

otro me

vida? vida?

sombra, el toda

y los sueños, sueños son.

la

bien vida

estado vi.

Un

frenesí.

Una

ilusión,

una

mayor

aquí cargado,

lisonjero

¿Qué

y

estoy

ficción, es es

pequeño: sueño,

Y él no fue científico…

¿Se puede adivinar cómo eres a partir de la forma de tu escritura? No, no se puede. Siento ser categórico, pero las pruebas son concluyentes. Hace tiempo, posiblemente dos o tres años, iba conduciendo por una carretera tranquila, regresando a mi domicilio tras una dura jornada laboral, cuando, accidentalmente, conecté el aparato de radio de mi vehículo. Sintonicé una de mis emisoras favoritas por dos razones: (1) no hay publicidad y (2) se basa en una información lo más cruda posible, sin adornos ni sesudas opiniones, generalmente tendenciosas. Pero, para mi sorpresa, a los pocos minutos, en una sección dedicada a la Psicología, pude escuchar una serie concatenada de declaraciones sobre la grafología y su relación con la mente y la conducta humana. Generalmente la grafología se define como una técnica proyectiva destinada a analizar la escritura de un individuo. Su objetivo es describir su personalidad y su carácter, llegando incluso a referirse a su equilibrio mental y fisiológico, sus emociones, su inteligencia y su vocación profesional. Vayamos por partes. Es una técnica proyectiva porque se presupone que la forma en la que una persona escriba, ‘proyecta’ características esenciales sobre su mente. El profesional de la grafología se encuentra supuestamente preparado para extraer la información relevante de la forma de las palabras escritas por la persona, para poder establecer un diagnóstico

sin ningún pudor, sin tan siquiera preguntarle absolutamente nada. Ese diagnóstico incluye nada menos que su personalidad o su inteligencia. A la Psicología científica le ha costado bastante tiempo y mucho esfuerzo encontrar modos objetivos de evaluar la inteligencia de una persona y, con respecto a la personalidad, todavía no se ha logrado a completa satisfacción. Para medir la inteligencia de una persona se usan sofisticados dispositivos que requieren un entrenamiento bastante exhaustivo del profesional. La aplicación de tales instrumentos es compleja y el método para obtener las puntuaciones que luego se usarán para hacer una interpretación también requiere bastante pericia y entrenamiento. ¿Por qué decimos que se puede medir ‘objetivamente’ la inteligencia de una persona? Muy sencillo: porque dos o más profesionales llegarán a similares conclusiones cuando evalúen, independientemente, a la misma persona. En pocas palabras, podríamos fiarnos del resultado alcanzado en esa evaluación. En el caso de la personalidad sucede algo parecido, siempre que el profesional use un instrumento estandarizado. Si la grafología fuese un instrumento de cuyos resultados pudiéramos ‘fiarnos’, entonces debería suceder algo similar a lo que acabamos de decir con respecto a la evaluación que se puede hacer con los instrumentos de medición con los que cuenta, en la actualidad, la Psicología científica para el caso de la inteligencia o la personalidad. ¿Es así? No, no es así. Si presentamos una página repleta de letras escritas por una misma persona a tres grafólogos distintos, las conclusiones que extraiga cada uno de ellos sobre esa misma persona serán bastante diferentes. Por lo tanto, no parece sensato fiarse de

lo

que

se

pueda

decir

a

partir

de

la

forma

en

la

que

escribimos.

Esto, que no tendría porque dejar de ser una anécdota sin mayor trascendencia, puede poseer, sin embargo, importantes repercusiones sobre la vida de algunas personas. Y voy a poner solamente un ejemplo, en pos de la brevedad. ¿Les parecería razonable, o, mejor dicho, justo, que se decidiese qué candidato a un trabajo está mejor preparado a partir de la forma en la que escribe? Y no me refiero a si usa un lenguaje más o menos sofisticado, sino, literalmente, a la ‘forma en la que escribe’. Pues bien, en el programa de radio al que me refería al principio, se despachaban a gusto glosando las excelencias de la grafología para algo tan serio para la vida de las personas como la selección de personal. Si alguien puede decidir, a partir de esa información tan arbitraria, quién será contratado y quién no, entonces es que la sociedad todavía no está madura y sigue ignorando, desgraciadamente, una de las contribuciones más importantes de la Psicología científica a la justicia y la imparcialidad en esa clase de procesos, dolorosos, pero especialmente cruciales para las personas implicadas.

¿Por

qué

hago

cosas

que

realmente

no

quiero

hacer?

Hay muchas razones que pueden estar detrás, por lo que realmente serían necesarias

varias respuestas para esta pregunta. Por otro lado, quizá haya que subrayar la palabra ‘realmente’ dada su relevancia en este contexto. Puede parecer que algunas personas tienen las cosas meridianamente claras, apenas tienen dudas sobre lo que deben o desean hacer y lo que no. Esta clase de individuos se corresponden con quienes consideramos seguros de sí mismos o similar. Nos provocan admiración. Sin embargo, a menudo la experiencia nos dicta que aquello que hacemos o dejamos de hacer suele resultar de un proceso de toma de decisiones en el casi nunca se han considerado todas las posibles variantes relevantes. Y esto vale también para quienes actúan como si lo hubieran hecho. Puesto que hay factores que se han dejado a un lado al adoptar una determinada decisión antes de actuar, es natural que, poco después, dudemos sobre si habremos hecho lo correcto o no. Para complicar todavía más la coyuntura, al proceso racional de llegar a una decisión debe añadírsele el ingrediente emocional. En un momento determinado de nuestras vidas podemos encontrarnos experimentando una sensación de ‘bajón’, como suele decirse coloquialmente. O, en palabras algo más técnicas, nuestro estado de ánimo se corresponde con la tristeza y la desesperanza. Una misma situación bajo determinado estado de ánimo será interpretada, posiblemente, de modo distinto a si ese estado fuese otro. Un ejemplo bastante típico es la decisión de dejar una relación sentimental.

Una mujer decide expresarle a su pareja el deseo de abandonar la relación en la que llevan envueltos varios años. Tienen un encuentro en un terreno neutral –el restaurante en el que se conocieron, por ejemplo—y ella le explica, con lujo de detalles, las razones que están detrás de su decisión. Dolorosamente la pareja acepta la situación, aunque, racionalmente le cuesta comprender los motivos puestos encima de la mesa. Sin embargo, pasado algún tiempo esa misma mujer decide telefonear a su expareja para, con la más peregrina de las excusas, encontrarse, una vez más, en aquel famoso restaurante, cuando menos en su propia historia personal. Durante la cena cede a la tentación de tantearle sobre su vida actual, si sigue en su trabajo, si le va bien, y, yendo al grano, si ha rehecho su vida sentimental. Descubre que la respuesta a la pregunta que realmente le interesaba es positiva. Su expareja ha encontrado a otra mujer, con la que convive y con la que ha encontrado la felicidad que también vivió con ella. ¿Qué pasó? Es difícil de decir, pero, desde luego, es fácil concluir que se trata de un ejemplo clásico de arrepentimiento. Hizo algo que, realmente, no quería hacer. ¿Por qué llegó a colocarse en esa situación de riesgo? ¿Por qué no esperó un poco de tiempo antes de pedirle a su pareja que aceptase la ruptura de su relación? Desde luego no es seguro, pero, probablemente, darse un poco más de tiempo hubiera permitido valorar las cosas bajo diferentes estados de ánimo, y, por tanto, más objetivamente. Las emociones nublan nuestro juicio, lo que viene a significar que impiden que adoptemos las decisiones menos perjudiciales para nuestras vidas. Cuantos más factores se encuentren implicados, peores compañeras de viaje son las emociones y los

sentimientos. Y la causa detrás de este hecho es fácil de ver: las emociones obligan a simplificar, porque ese es su modo de actuar. La razón es compleja, y, además, bastante imperfecta. En consecuencia, mi recomendación, como psicólogo, para quienes se encuentren ante la duda de qué hacer en una determinada situación que consideren importante en sus vidas, es darse tiempo. Una decisión más sabia solamente será posible cuando pasemos los elementos relevantes de la situación por el matiz de distintos estados emocionales. Si seguimos pensando y sintiendo lo mismo cuando estamos tristes y alegres, entonces seguramente la decisión que adoptemos será la correcta, al menos para nosotros.

¿Existe

la

crisis

de

los

40?

Naturalmente que existe. Puede que no se produzca exactamente a los 40, pero tampoco la pubertad llama a la puerta exactamente a los 11 años de edad en los adolescentes. Existe un rango que puede oscilar algo arriba o abajo, dependiendo del propio proceso madurativo de cada persona, pero existir, existe. La vida de las personas pasa por distintos ciclos, algo que es de sobra conocido. Nacemos, somos criados por nuestros padres, vamos al colegio, luego al instituto y quizá a la universidad. Durante este periodo ganamos independencia, con lo que a cada año que pasa se nos va exigiendo, en mayor grado, que tomemos nuestras propias decisiones. Es un proceso inexorable. Y también duro.

Mientras residimos en el seno familiar, otros, generalmente nuestro padres, adoptan muchas decisiones por nosotros. Pero al llegar la pubertad se produce en nuestro interior una revolución hormonal que genera cambios físicos, y también, por supuesto, psicológicos. La naturaleza nos apremia para que busquemos nuestra propia identidad, lo que suele acarrear conflictos, de variado calado, a nuestro alrededor. Pasado ese periodo, el torrente se va calmando, aunque todavía percibimos una corriente de cierta fuerza. Seguimos formándonos, si vamos a la universidad, o buscamos un lugar en el que ganarnos el pan, un trabajo, vaya. En cualquiera de los dos casos,

vamos

encontrando

nuestro

espacio

personal

en

este

mundo.

Con el tiempo, quizá, formamos nuestra propia familia, o simplemente, un hogar, que puede ser unipersonal o no. Es un momento en el apenas pensamos en el inevitable final y seguimos viéndonos más próximos a la juventud que a la madurez. Tenemos la sensación de ser inmunes a muchas de las cosas que preocupan a los mayores. No van con nosotros. Sin embargo, el reloj, lo miremos o no, marca las horas, los días, los meses y los años. Como por arte de magia alcanzamos lo que, en promedio, se podría considerar el ecuador de nuestras vidas. Ese momento, por pura cronología, se sitúa alrededor de los 40 años de edad. Desde ese pináculo podemos mirar hacia atrás, por supuesto, pero el comienzo de nuestra andadura se vislumbra de modo más difuso, mientras que la segunda parte se ve ahora mucho más clara que poco antes. Es como su hubiéramos escalado una montaña, ahora estuviéramos en la cima y supiéramos que solo nos resta descender por el otro lado.

Sentir un cierto pánico al darnos cuenta de que una vez comencemos el descenso ya no podremos ver el otro lado, es algo lógico y normal. Algunas personas aceptan sin más ese hecho natural. Otras se limitan a tolerarla con mayor o menor elegancia. Las demás lo llevan francamente mal y se muestran inconsolables, al menos durante un cierto tiempo.

Esa

es

la

crisis

de

los

40,

precisamente.

Quienes se resisten a aceptar la realidad de que han comenzado a descender la montaña, por el otro lado, pueden llegar a tomar decisiones drásticas en sus vidas con el ánimo de engañarse, de no ver lo que resulta inevitable –omitiré los ejemplos que son mundialmente famosos, es decir, universales. Absolutamente todos tenemos que hacer el mismo camino, por muy personalizado que éste pueda ser. No hay más remedio y cuanto más tiempo se tarde en aceptarlo, menos disfrutaremos de esa nueva visión, de esa segunda parte de nuestras vidas, que puede seguir siendo deliciosa, aunque seguramente diferente. Por debajo del hecho asociado al barniz psicológico de la crisis de los 40 se encuentran también, igual que en la pubertad, determinados cambios hormonales. En el caso de las mujeres se aproxima la menopausia y en el de los varones, a pesar de que durante tiempo se había creído que nada cambiaba en ellos con respecto a esta cuestión, también se producen alteraciones, a menudo sustanciales. Todas las fases de nuestras vidas son preciosas, valen su peso en oro, al menos para cada uno de nosotros, por lo que sería sabio aprender a disfrutar de ellas, en lugar de atormentarse pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor y que, lo que está por

venir, nunca superará a eso que fue. No es verdad. Regodeémonos en esa ruta descendente porque las vistas son estupendas y, por pura gravedad, debemos esforzarnos menos al caminar. ¿De qué depende la felicidad? Hace unos meses leí un trabajo en el que se comparaba a un elevado número de países en una serie de factores socioeconómicos. Algunos países son más ricos que otros, la calidad educativa de la que disfrutan sus ciudadanos es mayor, su renta media es más alta, el acceso a los medios de comunicación es más flexible y así sucesivamente. Generalmente esta serie de indicadores suele resumirse en un número que denota el llamado ‘desarrollo humano’. Los países pueden ordenarse según este número. Entre las naciones con mayor desarrollo humano se encuentran Noruega, Islandia, Australia, Irlanda, Suecia, Canadá, Japón, Estados Unidos, Suiza, Holanda, Finlandia, Luxemburgo, Bélgica, Austria, Dinamarca, Francia, Italia, Reino Unido y España. Ahora bien, una pregunta relevante, que precisamente ahora viene al caso, es si ese desarrollo humano se asocia a una mayor felicidad en los ciudadanos de ese país con respecto a aquellas naciones en las que el desarrollo es menor. Por lo que yo sé la respuesta es negativa, es decir, no existe un patrón consistente según el cual a mayor desarrollo

humano

más

alto

el

grado

de

felicidad.

Hasta cierto punto, la sabiduría popular, a menudo erróneamente menospreciada por determinados intelectuales, recoge este hecho mediante el dicho de que ‘el dinero no hace la felicidad’. De hecho, con más frecuencia de la que podemos pensar, el dinero

convierte a algunos individuos en seres profundamente desgraciados e infelices. ¿En cuántas ocasiones nos han llegado noticias de familias rotas a consecuencia de las fricciones producidas por el reparto de una herencia? En consecuencia, no sería difícil concluir que una cosa es el desarrollo humano y la serie de factores sociales que contribuyen a él, y otra, bastante diferente, la felicidad con la que pasamos por la vida. Entonces, ¿de qué depende esta felicidad perseguida por todos y cada uno de nosotros con un entusiasmo que raya en la obsesión? Depende de una quimera. Se supone que seremos capaces de identificar las sensaciones que acompañan a la felicidad, pero ¿cómo es eso posible? A menudo se define la felicidad como una sensación interna de satisfacción y alegría. Si eso fuera cierto, entonces estaríamos hablando de algo transitorio, esporádico. Ocasionalmente podemos estar satisfechos con algo que hemos hecho o nos ha sucedido, y también podemos estar alegres por diversos motivos, más o menos trascendentales. Pero será algo

necesariamente

temporal.

No somos felices,

sino

que estamos felices.

La felicidad es un estado, no una condición. No hay personas felices e infelices, sino individuos que puede experimentar sensaciones que serían calificadas, de modo subjetivo, es decir, de manera personal y posiblemente intransferible (como el bono bus) de ‘felicidad’. Eso si, la felicidad, así entendida, no es algo que proviene únicamente de las circunstancias, más o menos azarosas, con las que nos vamos topando. Nada de eso. Existe, también, un componente constitucional, es decir, hay personas que son más proclives que otras a sentirse ‘felices’ ante similares coyunturas. Hay personas más

positivas que otras, individuos que tienden a ser menos exigentes, a quienes les basta la mínima satisfacción en sus vidas para sentirse alegres, y, por tanto, felices. También minimizan, con facilidad, los sinsabores, superando, rápidamente, los estados de ánimo que luchan contra la satisfacción que precede a la alegría. ¿Existe alguna fórmula para aproximarse con mayor frecuencia al estado de felicidad? Es decir, ¿de qué depende la felicidad? Primero, depende de uno mismo. Si se es muy exigente, difícilmente se vivirán estados de felicidad, por la sencilla razón de que nunca estaremos satisfechos. Segundo, depende de la suerte. Desgraciadamente no podemos elegir todas las situaciones que tienen el poder de modificar nuestro estado de ánimo, aunque algo se puede hacer para despistar aquellas circunstancias que sospechamos pueden influirnos negativamente. Evitar es sabio. Y, tercero, aunque tampoco resulta fácil, deberíamos procurar alejarnos de las personas que ven la vida a través de un cristal oscuro. Convendría que tuviéramos presente que las emociones son como la gripe, es decir, se contagian. Rodearnos de personas que nunca están satisfechas con nada, nos hará un flaco favor. La felicidad, en última instancia, depende de lo que cada uno considere que esa sensación debe producir en nosotros. Encontrar satisfacción, con frecuencia, es relativamente sencillo si no se es demasiado exigente. A fin de cuentas, la vida es una comedia.

¿Por qué se siente vergüenza?

Algunos no la sienten, ese es un hecho conocido (“eres un sinvergüenza” o “tienes más cara que espalda” son algunos ejemplos de declaraciones populares que lo reconocen) pero una buena parte de los habitantes del mundo civilizado experimentan, de vez en cuando, los síntomas calificados como ‘vergüenza’. Imaginemos que estamos cenando con nuestra pareja, su padre y su abuelo, en un restaurante de la zona centro de la capital de España. Son personas con las que nos sentimos como en casa. Estamos distendidos y charlamos por los codos. Narramos, con detalle, las peripecias de nuestro reciente viaje a Tailandia. Pero, de repente, se nos acerca un camarero y nos susurra al oído que hemos ganado un bono para comer gratuitamente, una vez al mes, durante los próximos tres años, siempre que aceptemos una pequeña condición. Resulta que el requisito para hacerse con el premio es leer, ante los presentes en el restaurante, un poema de Quevedo. Además, nuestra actuación estelar será grabada y retransmitida posteriormente por Telemadrid. Pedimos un poco de tiempo para decidir y se nos concede graciosamente. La elocuencia que tuvimos hasta ese momento en presencia de los comensales, conocidos, decae peligrosamente. Nos hablan, pero no escuchamos. Nuestro corazón – si, ese dichoso órgano que parece tener vida propia—comienza palpitar dos tercios por encima de lo habitual y percibimos un intenso calor en las mejillas –preguntándonos por qué demonios habrán bajado el aire acondicionado. Buscamos el vaso para beber agua, o lo que se tercie, pero se nos resbala por el sudor que estamos produciendo con tal intensidad que llegamos a preguntarnos si reside en nuestro interior el mismísimo lago Victoria. Nuestro ánimo se encuentra profundamente turbado y presentamos los

síntomas habituales. Nos asalta, despiadadamente, una vergüenza atroz. Nos vemos incapaces de ponernos delante de ese público cautivo a proclamar aquello de que “ayer se fue; mañana no ha llegado; hoy se está yendo sin parar un punto: soy un fue, y un será, y un es cansado”. Y eso a pesar de que la recompensa nos seduce muy, pero que muy poderosamente –glotón eres y en glotón te convertirás. Por supuesto, esta es una clase de vergüenza, pero hay otras. Podemos, también, sentir vergüenza por cosas que hicimos en el pasado. A menudo basta que nos recuerden situaciones embarazosas en las que estuvimos implicados, para que se puedan reproducir, incluso, los síntomas físicos que la acompañaron: “¿te acuerdas de cuando llamaste ‘mamá’ a Rodrigo?” Así dicho no parece especialmente relevante, claro, pero resulta que el tal Rodrigo era el cura que celebró la misa el día de tu boda. Cuando te preguntó “¿quieres a Rocío como tu legítima esposa?” tu respondiste “si, mamá”. Como es bastante predecible, la iglesia se inundó con la carcajada unánime de los 250 invitados al evento, tu deseaste tele-trasportarte de modo inmediato a una galaxia muy, muy lejana, el párroco quería unirse a ti en tu viaje inter-estelar para poder reír a gusto y el maxilar inferior de tu futura esposa reposaba inerte en el suelo mientras las damas de compañía intentaban, en vano, devolverlo a su lugar habitual. Es natural que haya algunas personas más vergonzosas que otras. Si hubieras tenido más ‘espíritu deportivo’, entonces seguramente te habrías unido a los presentes en la ceremonia, en lugar de reabsorberte como un caracol.

¿Por qué fuimos incapaces de lanzarnos al ruedo y leer el dichoso poema de Don Francisco, o para el caso, de reírnos de nuestra mala pata nada menos que el día más feliz de nuestras vidas –según dicen? Porque ‘somos’ vergonzosos, lo que significa que nuestro ánimo se turba, con facilidad, ante las inclemencias sociales. Esta clase de alteración se encuentra bastante relacionada con una característica de personalidad que compartimos con algunos miembros del reino animal. ¿Cuál? Los psicólogos solemos denominarla ‘neuroticismo’ o, en palabras menos malsonantes, ‘inestabilidad emocional”. Por lo que sabemos hasta ahora, las diferencias que nos separan en esa inestabilidad emocional se encuentran fuertemente ancladas en nuestra biología. Nuestros sistemas nerviosos poseen características generales similares, pero el modo en el que se materializa en cada uno de nosotros varía. Y esas variaciones están detrás de que yo me ponga como un tomate cuando me encuentro en situaciones que considero perturbadoras, mientras que mi amigo Carrasco las considera un estimulante reto. Nada que una buena dosis de diazepam no pueda combatir, al menos temporalmente.

¿Por qué hay homosexuales? Si las mujeres son de Venus y los varones de Marte, entonces ¿por qué no plantearse que

los

homosexuales

son

los

únicos

terrícolas

genuinos?

La respuesta a esta pregunta es: hay homosexuales porque hay heterosexuales. Quizá parezca salirse por la tangente, pero no. Prácticamente cualquier característica humana, incluyendo la sexualidad en general, y el deseo sexual en particular, no se expresa igual

en distintas personas. Hay individuos con una sexualidad muy activa y otros que pueden pasar por prolongados periodos de abstinencia sin pensar necesariamente en el suicidio. Están aquellos que cada vez que vislumbran en lontananza una falda o un pantalón tiemblan de la emoción imaginando las cosas inenarrables que se podrían hacer si las circunstancias resultasen propicias. Otros no reparan en si lo que acaba de cruzarse en su camino es chico o chica. Biológicamente no cabe duda de que un varón es un varón y una mujer es una mujer. Al menos según los signos externos al uso. Generalmente un pene pertenece a un varón y una vagina a una mujer. Sin embargo, los signos externos no siempre se corresponden con el interior. Un individuo puede tener un pene, ciertamente, pero sus sensaciones internas pueden no corresponderse con lo que cabe esperar de alguien que posee ese dispositivo. Tales sensaciones pueden orientar su deseo sexual –y también, por supuesto, los sentimientos afectivos asociados—hacia otros individuos que también poseen un pene. El mismo argumento se aplica, por pura lógica, al caso de la vagina. Está claro que lo más frecuente es que los individuos con pene se sientan atraídos por aquellos que poseen una vagina, y estos últimos por los primeros. Pero que sea lo más frecuente no significa que sea la única opción sexual válida, o respetable, o natural, o lo que sea que se nos pueda ocurrir como calificativo. Algo menos frecuente es, simplemente, menos frecuente, no inválido o antinatural. La demagogia está a la orden del día en estos menesteres, por lo que nuestra única defensa es usar la sesera, y, si se tercia, también la ciencia. Y, hablando de ciencia, no puedo resistirme a relatar, brevemente, el caso de David Reimer.

David perdió su pene por una circuncisión mal hecha. Se daba la circunstancia de que David tenía un hermano gemelo, que conservó su pene. Un doctor, cuyo nombre omitiré porque no merece que se le recuerde, se hizo cargo del caso para ganar fama demostrando al mundo que David podía ser educado –ignorando la genética y la biología—como una mujer, mientras su gemelo seguía su curso ‘natural’ como varón. El doctor pensaba demostrar que los roles sexuales son un producto social ajeno a la biología. Una vez más el mantra de que somos arcilla, y de que, por tanto, se nos puede moldear con facilidad mediante la ingeniería social apropiada. David fue operado para transformarse en mujer. Los padres le criaron como una niña y nunca le contaron la verdad. El doctor se hizo escandalosamente famoso a nivel mundial, cerrando el caso de David con un veredicto aplastante favorable a su visión exclusivamente social sobre los roles sexuales. Sin embargo, algunos años después alguien contacto con David, que en ese momento se llamaba Brenda. Tenía 14 años y vivía con su familia. Ese alguien pudo comprobar que Brenda era desgraciada, usaba un lenguaje corporal masculino y tenía una voz grave. Bastantes años después, Mike Diamond, un científico, contactó con Brenda, que ahora volvía a llamarse David. En esta ocasión Diamond se encontró con un hombre felizmente casado y con hijos adoptados. Pudo conversar con alguien que había soportado una niñez confusa y desgraciada, a consecuencia de su constante enfrentamiento con quienes le obligaban a comportarse como una niña. Ni que decir tiene que el doctor de ingrato recuerdo jamás se disculpó por su error.

Más a menudo de lo que pensamos la cultura no influye sobre la naturaleza humana, sino que la primera es un reflejo de la segunda. Los homosexuales han existido siempre. El hecho incuestionable de que se encuentre presente en los distintos momentos de la historia del homo sapiens sobre la faz de la tierra, y de que haya atravesado distantes fronteras, es consistente con la declaración de que es un fenómeno natural. Se habla de tolerancia o intolerancia hacia la homosexualidad, pero es una disyuntiva ridícula. ¿Tiene sentido plantearse si deberíamos tolerar la existencia de la belleza, del dolor o del firmamento?

¿Es cierto que solo usamos una parte de nuestro cerebro? ¿Cómo sabemos qué parte del cerebro se encarga de las distintas cosas? No, no es cierto que usemos solamente una parte de nuestro cerebro. Nos servimos todo el pastel para realizar la más trivial de las acciones. Los neurocientíficos han comprobado este hecho en repetidas ocasiones. Imagine que le reclutan para un experimento. Llega usted al laboratorio y le sientan cómodamente en una silla. Le colocan una especie de casco futurista en su cabeza y le informan de que ese dispositivo –para usted casi diabólico—permitirá recoger la actividad de su cerebro mientras hace lo que seguidamente se le explicará. Al frente hay una pantalla de ordenador y a su lado, encima de la mesa, un aparato con dos teclas, A y B. Lo que se le pedirá es que presione, tan rápido como pueda, la tecla A si en la pantalla aparece una luz verde. Por el contrario, debe presionar la tecla B si la luz que se presenta es roja.

¿A qué parece una tarea fácil? Y realmente lo es. No se preocupe, no hay truco. Pues bien, aunque esa decisión tan sencilla se puede tomar en cuestión de milisegundos, es decir, tardará menos de un segundo en apretar el botón A o el B, su cerebro se irá iluminando por partes, desde las zonas posteriores a las anteriores: ve la luz y se iluminan las regiones posteriores del cerebro. Luego evalúa si es verde o roja y recuerda qué debía hacer en ambos casos. Ahora se iluminan las zonas temporales y parietales. Finalmente, decide pulsar el botón A o el B, momento en el que se iluminan las zonas más frontales de su cerebro. Por tanto, para hacer algo tan elemental como decidir si una luz es roja o verde, el cerebro al completo se pone alerta y reacciona, algo que se puede registrar mediante un escáner similar a los que se usan regularmente en los hospitales de todo el mundo para hacer algo ahora tan conocido como una resonancia. Por tanto, si esas regiones occipitales, temporales, parietales y frontales se activan cuando debemos decidir entre apretar un botón A o un botón B, ¿no será todavía más ‘dramática’ la situación cuando nos enfrentemos a decisiones sustancialmente más complejas? De hecho, la vida es algo más que decidir si una luz es verde o roja. La vieja idea de que solamente usamos un minúscula parte de nuestro cerebro y de que, por tanto, es como un continente sin explorar a la espera de que aprendamos a extraerle un increíble potencial, es simplemente absurda. No, nuestro cerebro es un órgano maravilloso, al que todavía no comprendemos bien, pero eso no significa que no se use al completo.

En la actualidad hay un esfuerzo intenso, por parte de muchos equipos de investigación, a lo largo y ancho del planeta, destinado a conocer cómo funciona ese órgano. Aunque los científicos debamos reconocer que el camino es todavía largo, se van dando pequeños

pasos

para

el

hombre,

pero

grandes

para

la

humanidad.

Hasta no hace demasiado tiempo debíamos confiar en evidencias indirectas derivadas de los estudios de los psicólogos, o en el análisis del cerebro de personas que habían fallecido y que, generosamente, donaron sus cerebros para promover el avance de la ciencia. Ahora no es necesario. En la actualidad, y desde algunos años, los científicos somos capaces de explorar el cerebro de las personas cuando llevan a cabo las más variadas actividades. No solamente pulsar uno de dos botones, sino muchas otras cosas que nos están permitiendo ir encontrando las pistas que, tarde o temprano, permitirán resolver el rompecabezas. La exploración del cerebro es una empresa fascinante. Quizá mayor que la de conocer el cosmos. Puede que todavía más relevante que la búsqueda de nuestra identidad a través de la comprensión de nuestra herencia genética. En el cerebro confluye la influencia que ejercen nuestros genes, por supuesto, pero también la de las experiencias vitales por las que pasamos. El cerebro es el lugar natural de encuentro de ambos factores y donde se preparan las recetas que los humanos cocinamos en el mundo.

El esfuerzo dirigido a investigar el cerebro humano constituye un viaje alucinante en el que, realmente, llegaremos, como decía el viejo aforismo griego, a

conocernos a nosotros mismos. Es este, a mi juicio, un viaje en el que no deberíamos reparar en gastos.

¿Se puede mejorar el modo de relacionarse con los demás? (Segunda Parte) ¿Qué significa relacionarse con los demás? No es igual hacerlo con personas familiares para nosotros que con desconocidos. Dejaremos a un lado la segunda posibilidad para centrarnos en la primera. En nuestra vida cotidiana interactuamos con nuestros padres, los amigos o los compañeros, sea de estudios o en el trabajo. Ninguna de las tres posibilidades conlleva desconocimiento. En el caso de los progenitores es evidente que nuestra relación es eterna. Nos dieron la vida, vieron cómo llegamos a este mundo y contribuyeron, muy significativamente, a nuestro desarrollo como personas. Son, de hecho, un pedazo relevante de nuestra identidad, queramos o no. A diferencia de nuestros padres y hermanos, somos nosotros quienes elegimos a los amigos. Solemos hacerlo a partir de los compañeros del colegio o de los colegas en el trabajo. Este proceso de elección resulta fascinante, y, a día de hoy, sigue existiendo un acalorado debate entre los científicos sobre los criterios que operan en tales circunstancias. También esa clase de relaciones contribuye a darnos una identidad. Hay distintas oportunidades de elección de amigos. Algunos de los candidatos a ser nominados en nuestro particular concurso, nos atraen, aunque no sepamos concretar las

razones. Otros no. Se podría suponer que ese proceso se encuentra gobernado por su parecido con nosotros. Pero a menudo se observa lo contrario: elegimos a quien nos complementa. Si somos más bien reservados, elegimos a alguien expansivo. Si somos agresivos, optamos por quien es sosegado y puede contribuir a aplacarnos. No parece existir un criterio claro a partir del que se produce esa clase de elecciones. Igual que seleccionamos determinados restaurantes para cenar y evitamos otros, nos acercamos a algunas personas y nos alejamos de otras. Esa aproximación puede o no fructificar en una amistad, pero parece claro que una u otra acción debe obedecer a alguna clase de regularidad. Se podría pensar que buscamos personas con las que podamos disfrutar de unas satisfactorias relaciones, sea lo que sea eso. Y así suele ser, al menos al principio. Pero puede darse el caso de que esa interacción se degrade con el paso del tiempo, que empeore. De ahí nuestro interés por mejorarla. Sin embargo, igual que sucede al comienzo de una relación potencial, que puede o no prosperar, nuestro empeño por mejorar una amistad de varios años de duración puede chocar con un muro. El individuo objeto de nuestro esfuerzo ha podido añadir otro ladrillo a ese muro, como cantaba Roger Waters, convirtiéndole en infranqueable. Igual que es complicado que haya una pelea si uno de los contendientes no lo desea, una relación no puede

continuar

si

una

de

las

partes

decide

no

colaborar.

Aún sabiendo esto, hay quienes buscan, desesperadamente, una explicación al cambio. No se explican cómo se ha podido llegar a esa situación. Rumian y rumian sin lograr

hincarle el diente a nada sólido. Hasta pueden llegar a pensar que es por culpa suya que algo que era maravilloso se ha ido al traste. Cuando esto sucede, tenemos un problema susceptible de ser consultado con un psicólogo. Ese profesional, posiblemente, nos ayudará a ver que las cosas empiezan y terminan. La relaciones también. Nos dirá que lo que fue, puede carecer de continuidad. Aprenderemos que hay que encajar las situaciones, y que, cuando algo se tuerce, es posible

que

no

pueda

volver

a

enderezarse.

Una relación fallida se puede llegar a convertir en algo tormentoso para determinadas personas. No merece la pena. En lugar de empeñarnos en derribar el muro, sería más saludable salir en busca de otras puertas. Quién sabe, la vida es una caja de sorpresas. Coger otro bombón de la caja (gracias Forrest) o incluso arriesgarse a abrir otra, puede depararnos una satisfactoria y novedosa explosión en la boca. Mejorar una relación no depende solo de nosotros. Pensar lo contrario no es saludable. Desde luego se puede y se debe intentar. Pero obsesionarse se aproxima a una patología que se puede prevenir si se desvía la mirada.

¿Por

qué

no

se

enseña

Psicología

en

las

escuelas?

No lo sé, la verdad. Se enseñan muchas cosas, pero no Psicología. Los chavales aprenden a usar su idioma, correctamente, en la asignatura de lengua española, y un segundo idioma –ahora inglés—en lengua extranjera. Razonan a través

del lenguaje universal de las matemáticas. Conocen su medio en materias como ciencias naturales. Hacen deporte en gimnasia. No sé muy bien qué se enseña en ciencias sociales y no es desidia por mi parte. Los responsables del Ministerio de Educación trabajan en los llamados diseños curriculares, y, personalmente, me consta que hacen un verdadero esfuerzo para que el resultado sea coherente y relevante para la formación de nuestros chicos. Eso si, se olvidan, a menudo, de que el mejor de los guiones puede naufragar por unos actores que no están a la altura o por un director que está pensando en otra cosa en pleno rodaje.

El caso es que, salvo como asignatura optativa en enseñanza secundaria, y solamente en algunos centros, no existe una materia de Psicología en las escuelas. Los responsables del diseño educativo se olvidaron de la declaración de Jorge Luis Borges, sabia para algunos de sus lectores, sobre un planeta imaginario: “No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina:

la

Las

otras

están

Psicología. subordinadas

a

ella.

He dicho que los hombres de este planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio, si no de modo sucesivo en el tiempo” Es difícil encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta de por qué se enseña a hablar o calcular, la estructura de la célula, los planetas del sistema solar, los ríos del continente americano o la diferencia entre la ilustración y el renacimiento, pero se ignora la

conducta

y

la

mente

humanas.

Hablamos, calculamos y podemos comprender lo que los demás han descubierto sobre el cuerpo humano o el cosmos precisamente porque, para bien o para mal, poseemos una mente. Sería lógico suponer que un loable y necesario objetivo de la educación pasaría por explicarles a los chavales qué sabe en la actualidad la psicología sobre la conducta de los seres humanos. Todavía más importante, constituiría una empresa fascinante ayudar a los alumnos a entender cómo se puede llegar a conocer algo sólido sobre por qué hacemos las cosas que hacemos. En el mundo actual, recién estrenado el siglo XXI, sería conveniente aceptar que el homo sapiens se ha acostumbrado a ver el mundo a través del cristal de la ciencia. Mi colega y amigo, James Flynn (el científico que hizo popular el descubrimiento de que las nuevas generaciones son más inteligentes que las anteriores) usa un ejemplo que ahora adaptaré. Si le preguntásemos a un ciudadano, elegido al azar, qué diría sobre un león y una cebra, la respuesta sería sustancialmente diferente si lo hiciésemos mediado el siglo XX o en la actualidad. Hace 60 años seguramente nos diría que el primero caza a la segunda, pero ahora la respuesta sería que ambos son mamíferos. Comprender que está detrás de este cambio apoya, todavía más si cabe, la relevancia de que los alumnos, que aprenden muchas cosas en el colegio, también puedan dedicar tiempo a ponderar y valorar su instrumento más preciado, su mente. Ahora están preparados para ello. Saber, por ejemplo, que la gente posee una personalidad, y que, por tanto, no hay dos personas iguales, ayudaría a los chavales a entender por qué hay gente generosa, egoísta, agresiva, nerviosa o sosegada. Conocer cómo memorizamos o cómo usamos

lo que sabemos, podría contribuir a orientar su propio proceso de adquisición de conocimientos. Darse cuenta de que hay personas más capaces que otras, por motivos puramente naturales, le ayudaría a sopesar sus propias aspiraciones. Ahora se valora mucho

el

pensamiento

crítico,

pero

es

difícil

debatir

si

no

se

razona.

Personalmente no invertiría demasiado esfuerzo en convencer a las autoridades educativas de la relevancia de enseñar Psicología en el colegio. Pero opino que debería implantarse a petición popular. Seguramente sea la única estrategia que tenga algún viso de éxito a medio plazo.

e¿Puede la Psicología contribuir a mejorar nuestra sociedad? Psi, claro que Psi puede contribuir a mejorar nuestra sociedad. Al menos eso es lo que honestamente creo. De hecho, puede facilitar un cambio de perspectiva sobre lo que significa ‘mejorar la sociedad’. Aunque suponga pecar de una cierta simplicidad, pienso que, desde finales del siglo diecinueve, los movimientos intelectuales que han debatido sobre el cambio y la mejora social han presentado una inclinación peculiar, un sesgo de carácter sociológico. Se supone que es una verdad evidente, un hecho que no requiere ninguna demostración. Si queremos mejorar la sociedad, confiemos en la sociología, y, estirándonos un poco, en la Psicología social. Por descontado, la política también es una indiscutible protagonista, invitada o no, de los anhelados cambios sociales. Pero no hablaré aquí de

ella (sacia que, campaña tras campaña, los partidos prometan un cambio y que ya no sorprenda que nadie hable de conservar determinadas tradiciones, de las cosas que sabemos que son buenas, bellas y verdaderas). A mi juicio, el error fundamental de la visión sociológica es su olvido de que el cambio que preconiza implica a millones de ‘objetos con mente’ –así denominó al homo sapiens el gran psicólogo español Ángel Rivière. Resulta que la psicología hace tiempo que descubrió que no hay dos mentes iguales. Cierto, algunas pueden parecerse muchísimo, pero ninguna es idéntica a las demás. Por tanto, suponer que una consigna sociológica ejercerá similar efecto en distintos objetos con mente es, siendo bien pensado, ingenuo. Si fuésemos mal pensados, algo que no deseamos, diríamos que esa visión huele a totalitarismo, sea de derechas o de izquierdas. La reciente historia del siglo XX es consistente con lo que se acaba de decir. Es igual que discutamos sobre Hitler, Mussolini, Lenin o Mao. El factor es común. Y ese factor está vinculado al supuesto de que no hay una naturaleza humana, o de que, si existe, se puede ignorar. Por fortuna, esa misma historia se ha encargado de demostrar, por los hechos, que ese factor común es menos común de lo que se piensa. De ahí la necesidad de promover cambios y más cambios, a ver si esta vez se tiene más éxito. El totalitarismo es demasiado tentador para algunos, de ahí que sea revisado, una y otra vez, con una persistencia obsesiva. Pero esa perspectiva exige aplastar, literalmente, la identidad individual, de la que se encarga, precisamente, la psicología. Si la historia nos enseña que ese intento está abocado al fracaso, puede merecer la pena que ahora nos abramos a otras posibilidades. La psicología, al menos alguna de sus perspectivas, puede ayudar en este proceso.

Si aceptamos realmente, en lugar de asentir simplemente con un movimiento de cabeza, que las personas poseen una identidad irrepetible, entonces el sistema social en el que se pueda pensar debe considerar ese hecho como punto de partida. Nadie debería intentar aplastar mi identidad, basada en el hecho de que puedo sentirme catalán, varón y socialista. Nadie debería ignorar que puedo tener un talento especial para las matemáticas. Nadie debería tratar de que me sintiese atraído por aquello que me repugna

moralmente.

La tentación irresistible que sienten los sistemas totalitarios (y sus sociedades asociadas, como cierto periodismo y determinados sistemas propagandísticos) por dictar lo que está bien y lo que está mal, o lo que se puede y no se puede pensar, es aberrante para una visión

psicológica

de

la

sociedad.

La psicología puede ayudarnos a que comprendamos que hay personas buenas y malas, que la moralidad no está igualmente distribuida en la población, que detrás de alguien que dice que está preocupadísimo por el bienestar común hay un egoísta consumado, que un individuo puede usar un micrófono para recabar fondos para los niños del tercer mundo e irse seguidamente a gastar 500 euros en una opípara cena para celebrarlo, o que un líder político busca satisfacer a sus presuntos votantes para preservarse en el poder en lugar de actuar como sabe que debería. La gente quiere un cambio. Y lo seguirá deseando hasta que, como sociedad, no seamos capaces de aceptar que esa gente existe realmente, que son de carne y hueso, y que son, literalmente, ‘individuos’. La sociedad está compuesta por grupos humanos, pero, a

fin de cuentas, los grupos están formados por individuos. Suponer que esos grupos y la sociedad poseen su propia dinámica, sus propias reglas, puede ser suponer demasiado. Ir a la raíz de la sociedad para promover un cambio cabal conlleva, necesariamente, mirarle a los ojos a los individuos. Ahí reside nuestra humanidad. Ellos son el reflejo del alma. Un alma que quizá no poseamos, pero imaginar que mora en nosotros puede contribuir a revestirnos de una moralidad que la sociedad actual parece haber perdido.