Por Qué Juzgas a Tu Hermano Elías Voulgarakis

ELIAS VOULGARAKIS ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? ENSEÑANZAS DE LOS PADRES SOBRE LA CRITICA, LA MALEDICENCIA Y LA CALUMNIA

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ELIAS VOULGARAKIS ¿POR QUE JUZGAS A TU HERMANO? ENSEÑANZAS DE LOS PADRES SOBRE LA CRITICA, LA MALEDICENCIA Y LA CALUMNIA DESCLÉE DE BROUWER 1991 Este libro, es una presentación de las sentencias de antiguos Padres del Desierto sobre dos pecados muy similares entre sí y también muy difundidos la calumnia y la crítica Vivimos en una época en la que la crítica es una realidad cotidiana y aparece no sólo como algo útil, sino incluso como necesario Nuestra misma vida está orientada hacia el juicio y la crítica. en el ámbito artístico es indispensable la presencia de los críticos, la administración de la justicia se basa en el juicio cualquier tipo de examen requiere un criterio de valoración, y todas las relaciones interpersonales exigen juicio y atención Se podría objetar que el argumento de este libro no es adecuado para la época en la que vivimos. Pero el análisis que hacen los Padres y se presenta en este libro no se refiere a las cosas de este mundo, sino a la verdadera vida del hombre, a su relación con Dios.

BIBLIOTECA CATECUMENAL BREVE HISTORIA DEL CATECUMENADO, por Michel Dujarier INICIACIÓN CRISTIANA DE LOS ADULTOS, por Michel Dujarier LA ORACIÓN DEL CORAZÓN, por Francisco R. Pascual, Jacques Serr, Olivier Clémenty Placide Deseille LA IGLESIA REZA. La oración de Jesús y Scala Claustralium, por E. Behr Sigel y Guigón II LAS COMUNIDADES NEOCATECUMENALES: Discernimiento teológico, por Ricardo Blázquez LAS SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO: Los apotegmas de los Padres (Recensión de Pelagio y Juan) CATEQUESIS Y CELEBRACIONES PASCUALES, por Dionisio Borobio LAS AGUAS DEL EDÉN: El misterio de la «Mikvah», por Aryeb Kaplan EL SEÑOR ES UNO, por Divo Barsotti ASI REZABA JESÚS DE NIÑO, por Robert Aron EL CANTAR DE LOS CANTARES, por Umberto Neri DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ, por Anne Field LOS HOMBRES DEL MAESTRO, por William Barclay ESCRUTAD LAS ESCRITURAS. I Comentarios al ciclo C, por Miguel Flamarique Valerdi EL «SHABBAT», por Abraham Joshua Heschel LA VOZ DEL SINAI, por Jacob Petuchomski LA CENA DEL SEÑOR, por Lucien Deiss LA IGLESIA PRIMITIVA APOCRIFA, por B. Bagatti ALELUYA, por Umberto Neri ESCRUTAD LAS ESCRITURAS. II Reflexiones sobre el ciclo A, por Miguel Flamarique Valerdi ESCRUTAD LAS ESCRITURAS. III Reflexiones sobre el ciclo B, por Miguel Flamarique Valerdi MORAL ECLESIAL. Teología moral nueva en una Iglesia renovada, por Emiliano JiménezHernández EL CÁNTICO DEL MAR. Midrash sobre el Éxodo, por Umberto Neri ¿QUIEN SOY YO? Antropología para andar como hombre por el mundo, por Emiliano Jiménez MORAL SEXUAL, por Emiliano Jiménez SAN CIRILO DE JERUSALÉN. Catequesis LAS LITURGIAS ORIENTALES, por Irénée-Henri Dalmais

Edición original de la obra: Editorial Astir. Atenas. Traducción española: Ch. M. y J.A.S. En la portada: S. Onofre sostiene un rollo en el que está escrito: «No os llenéis sino de Cristo». Icono griego moderno. Editorial Española Desclée de Brouwer, S.A., 1991 Henao, 6 - 48009 BILBAO ISBN: 84-330-0869-2 Depósito Legal: BI-192/91 Impreso por Industrias Gráficas Garvica, S. A. - 48015-Bilbao

«No juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretas de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le corresponda.» (I Cor. 4, 5)

INDICE PRESENTACIÓN DEL EDITOR ACTUALIDAD DE LOS PADRES DEL DESIERTO INTRODUCCIÓN I. LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA 1. Qué son la maledicencia y la crítica 2. Formas de maledicencia y crítica. 3. Por qué somos impulsados a la maledicencia y la crítica 4. Las causas de la maledicencia y la crítica II. LOS PADRES COMBATEN LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA 1. Los Padres prohíben la maledicencia y la crítica 2. El ejemplo de los Padres 3. La maledicencia y la crítica son pecados 4. La crítica y la maledicencia van contra la enseñanza cristiana III. LOS PADRES EXPLICAN POR QUE LA CRITICA Y LA MALEDICENCIA SON MALES 1. El juicio humano no es cierto 2. No conocemos la historia del otro 3. El que critica y calumnia se daña a sí mismo IV. LOS PADRES ACONSEJAN ACERCA DEL COMPORTAMIENTO 1. Cuándo está permitido el juicio 2. Cómo se pueden remediar los daños producidos por la maledicencia y la calumnia 3. Cuando los demás hablan mal de nosotros CONCLUSIÓN FUENTES

PRESENTACIÓN DEL EDITOR Si es verdad, como bien dijo Benedetto Croce a principios de siglo, que nuestra civilización actual se basa en los principios fundamentales del cristianismo, también es verdad que dichos principios están muy lejos de ser vividos en plenitud por los cristianos; algunos de ellos, al contrario, se han obnubilado en la mente y en el corazón de los creyentes de forma grave y peligrosa. Su fundamento se apoya en el mandamiento único del amor, principio elemental, y al mismo tiempo completísimo, articulado en múltiples exigencias, entre las que la de «no juzgar» es una de las fundamentales. Este libro presenta el pensamiento de los Padres -y en particular el de los Padres del Desierto- sobre la crítica, la calumnia, la maledicencia y la murmuración, que cada uno de nosotros usa cotidianamente, a menudo sin darnos cuenta, con extrema ligereza y culpable arbitrio. Sobre todo entre los cristianos, se podría decir, dichas armas se usan de forma particular: convertidas en armas todavía más letales por un amor mal entendido, por una manía de ser el primero, por una especie de «competencia» con los demás hermanos en la fe. Así que las críticas, los juicios, las condenas sumarias contribuyen a alimentar grandemente el malestar y la parálisis espiritual que son las condiciones en que vive actualmente la Iglesia. A nosotros, que muchas veces eludimos encarnar el mensaje de Cristo de forma más «activa» y «viva» (como se dice), estas páginas nos demuestran cómo nos hemos alejado de El y qué apremiante se hace, por parte de todos: sabios e ignorantes, una vuelta al cristianismo de cristal y de plenitud vivido por los Padres. Muchos, con suficiencia cuando no con fastidio, ven la reaparición del pensamiento patrístico como una «recuperación» de sabor arqueológico, como si no se pudiese vivir hoy la Palabra sólo con los datos que la realidad actual nos ofrece; otros la ven, duele decirlo, como un peso esencialmente inútil, si no dañino. Hay que tener valor para decir estas cosas y decir que, en ambos casos, se trata de una

ignorancia culpable y de una ceguera espiritual. Es lógico que los Padres, y de una forma particular los Padres del Desierto (de los que el libro de Elías Voulgarakis bebe con abundancia), tengan los límites de un tiempo, un recubrimiento y una argumentación distintos de los nuestros. Pero también es verdad que, aunque sólo sea por su mayor proximidad a los años del Señor, nadie los ha superado bajo el punto de vista de su riqueza espiritual, y no sólo ésta; y que su lectura, una vez rota la corteza de lo accidental, no sólo hiere saludablemente el corazón, sino que es -y esto es lo que me urge decir aquí- impresionantemente eficaz para el que sienta la urgencia de interrogarse sobre la pregunta antigua: si el cristianismo es una fuente de evolución moral, y por tanto civil, política y práctica; o sea, un manantial de vitalidad interior, y por tanto de transformación -o mejor de «mutación»- del hombre con vistas a una liberación absoluta, no ligada al tiempo, a los tiempos y a sus condicionamientos. Personalmente (aunque mi testimonio poco puede valer) cuando leo a los Padres en estrecha relación con los Evangelios, descubro en estos últimos una originalidad total bajo el perfil de la transformación y liberación interior del hombre. Me convenzo cada vez más de que hay un orden en la línea vital del mensaje de Cristo: primero María, después Marta. Primero la conversión, el trabajo sobre uno mismo, la lucha contra los propios demonios (es decir, lo que los Padres llaman la Obra de Dios); después el testimonio, la evangelización y la acción pastoral. No diría estas cosas si en estos muchos años no hubiese tocado con mi mano cuántos beneficios, concretos, pueden nacer de la simple existencia de personas profundamente espirituales que se abandonan totalmente en las manos de Dios; y también cuántas confusiones, si no daños, de la agitación de personas dotadas de fervor apostólico sincero, pero que interiormente son frágiles cuando no inconsistentes. No escribiría estas cosas si no sufriese el derroche enorme de energías psíquicas y físicas por parte de sacerdotes, religiosos y laicos que están como en una competición contra «los otros» por compromisos sociales o humanitarios sujetos a constante evolución, cuando quizás una sonrisa, un silencio y, sobre todo, lo que constituye la

cima de la vida interior: la paz del corazón, hubiesen resultado una acción infinitamente más simple y misteriosamente más eficaz. Misterio: palabra que hoy no gusta, de la que se tiene vergüenza. Y precisamente es la palabra que distingue una fe vivida como pobreza, en la certeza de que el Amor de Dios es el que sostiene, alimenta e «insidia» la vida del hombre, de una fe vivida en el ansia de que dicho Amor sólo sea espectador de una vida cuyos protagonistas (insustituibles, indispensables) seamos nosotros. No escribiría estas cosas si no viviese la tragedia de hermanos en Cristo que viven el amor de forma muy concreta, que yo no podría precisar, pero de un modo tan ávido, tan vehemente, que les priva de aquel Espíritu que prolonga la acción más allá del tiempo y del espacio. No diría estas cosas si en mi misma Iglesia no hubiese una agitación de tensiones, una sucesión de polémicas, una serie neurótica de aperturas, cierres, fases, falsos presupuestos y tanto hablar del hombre, de la dignidad del hombre, de los derechos del hombre, que parece reticente y nimio hablar de Dios y de sus realidades. Es verdad que los más desesperados, los más destruidos, los débiles, los pequeños, buscan por otros medios las riberas donde se pueda adorar y redescubrir la propia «dignidad de no ser nada» frente a un Dios que es Bondad, Providencia y Misericordia absoluta; y de esta forma se puedan reír de sí mismos y de todo, redescubriendo y viviendo las poquísimas cosas que cuentan en esta vida tan bella y tan breve. He frecuentado demasiado los monasterios de clausura en estos años, y a nuevos monjes y eremitas, como para no saber dónde florecen, en el seno de la Iglesia, la alegría, la sonrisa y la libertad; dónde nace la vida. He encontrado muchas personas que aparentemente no eran nada, pero que tenían dentro todo y lo sabían dar a los demás. He encontrado también muchos creyentes de labios apretados, de mirada severa y de cuerpos que esquivan los abrazos. He encontrado sacerdotes codiciosos, pensadores agrios, teólogos escépticos y laicos protagonistas, como para no sospechar dónde acaba la sonrisa y languidece la vida. Y he aquí que he caído gravemente en el «juicio» del que los Padres, en las páginas

que nos siguen, nos ponen en guardia, porque es un juicio que pretende sustituir el único, insondable, misterioso juicio de Dios y, matando al hermano, contrasta con la infinita Misericordia del Padre. Puede servirme de atenuante el sufrimiento que experimento, en conexión con mi trabajo, al tener la obligación de hablar, mientras que interiormente permanecería en un silencio absoluto. Lo que sí quisiera es que el lector, perdonando mi pecado, leyese estas páginas de una forma especial y se detuviera en cada referencia y en cada episodio (hay algunos muy agradables) con esta consideración: «si yo me comportase así, el mundo comenzaría a cambiar». El avance del mundo no se debe a las manos del hombre ni, tan siquiera, a su inteligencia. Muchas civilizaciones han aparecido y desaparecido sin dejar ninguna huella. Lo que permanece y se transmite por vías secretas, insondables para nosotros, es la bondad, o el ansia de bondad. Ciertas miradas dóciles bajo el sufrimiento, sumisas en el dolor, desarmadas en la lucha, ponen en evidencia sus precedentes; no surgen de la nada: son el sedimento de generaciones. La bondad es contagiosa. Y el cristianismo -me repetía el P. Barra, uno de esos hombres que te ofrecen a Dios con su sola presencia- se transmite por contagio. No es otra cosa que el abandono total, no a la declaración de los derechos del hombre, sino a la del Amor de Dios. Por eso, si alcanzamos a ser honestos con nosotros mismos (con la honestidad que es el eco lejano de la verdad depositada en el corazón «desde el principio»), no hay más remedio que llegar a esta conclusión: uno de los grandes frenos del avance pacífico del mundo, una de las más feroces mordazas a manifestar su sonrisa, uno de los más rígidos lazos a su alegría lo constituyen la maledicencia, la crítica, la murmuración, la calumnia, el pensar mal y el maldecir. Mucho peor que los problemas económicos. «¿Por qué juzgas a tu hermano?» Mucho peor que las diferencias sociales o raciales. «¿Por qué juzgas a tu hermano?» Mucho peor que los nacionalismos. «¿Por qué juzgas a tu hermano?» Mucho peor que el instinto de satisfacerse a sí mismo. «¿Por qué juzgas a tu hermano?» Mucho peor que las guerras inevitables. «¿Por qué juzgas a tu hermano?» Estamos todavía tan lejos de la grande y única revolución verdadera: la del

corazón, la benevolencia, el perdón, la crucifixión silenciosa ... Y sin embargo, el Amor que adoramos el domingo en la Iglesia es el Amor que no ha juzgado, que ha callado ante las humillaciones, que ha callado ante las más infames acusaciones, que ha callado ante la petulante curiosidad de Pilato. Es el Amor que ha callado ante la adúltera, ante la traición de Pedro, ante la negativa del joven rico. Es el Amor que ha perdonado a los que le crucificaban y cotidianamente nos perdona a nosotros, que cotidianamente le crucificamos. Pero a este Amor ¿le amamos o no? ¿le conocemos o no? ¿le hemos entendido alguna vez? ¿le hemos creído alguna vez? Señor, abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza. No hablará de la paja en el ojo del prójimo, porque no la verá. No murmurará contra el pecador, porque es la boca de un pecador. No escupirá contra lo que Tú has bendecido; no arrojará hiel contra su hermano. No calumniará al inocente, y perdonará al culpable. Porque Tuyo sólo es el juicio y la Potencia y la Gloria por los siglos. P. G.

ACTUALIDAD DE LOS PADRES DEL DESIERTO Sinceramente hay que alegrarse y alabar a Dios al ver que en nuestros días, paralelamente al resurgimiento de los estudios de los Padres, crece también el interés

por los estudios ascéticos y monásticos. El desierto no fue solamente la universidad de los estudios teológicos, sino también el laboratorio en el que miles de almas recibieron un sabio amaestramiento, que se convirtió en el móvil de su vida. Y este conocimiento, adquirido al vivir en el desierto, fue una fuerza vital inmensa que empapó todo el mundo de entonces. En nuestra época; después de siglos de desorientación antropológica, empieza de nuevo una búsqueda de la calidad de vida perdida. Si para muchos esta búsqueda es de tipo horizontal, no faltan algunos privilegiados que prefieren la vida celestial. Muchos eligen o, mejor dicho, son elegidos por Dios para el desierto. El dardo espiritual penetra de nuevo, a través de la oración, en el misterio de la Palabra encarnada y, como una endoscopia, en los abismos de la conciencia. Hay que esperar ahora a que broten de dichas obras las riquezas que ayudarán al hombre a encontrar una calidad de vida sólo aparentemente perdida: Por todo esto se alegra el creyente moderno y alaba al Señor cuando se da cuenta del despertar monástico y ascético. Este pequeño libro, después de muchas e importantes publicaciones, puede hacernos comprender lo que nos ha de proporcionar este despertar; es una breve presentación de las sentencias de antiguos Padres sobre dos pecados muy similares entre sí y también muy difundidos: la maledicencia y la crítica. Antes de ponernos a la escucha devota, como estudiantes voluntariosos, de la sabiduría de los grandes Padres del Desierto, que han aprendido y sufrido las cosas divinas, son necesarias algunas explicaciones. Vivimos en una época en la que la crítica es una realidad cotidiana y aparece no sólo como algo útil, sino incluso como necesario. Nuestra misma vida está orientada hacia el juicio y la crítica: en el ámbito artístico es indispensable la presencia de los críticos; la administración de la justicia se basa en el juicio; cualquier tipo de examen requiere un criterio de valoración, y todas las relaciones interpersonales exigen juicio y atención. Se podría objetar que el argumento de este libro no es adecuado para la época en que vivimos o que la problemática que deriva de él puede desorientar al creyente y

hacerle incapaz de comunicarse con el prójimo y privarle del amor hacia lo nuevo. Privado de la crítica, sería incapaz de testimoniar al mundo y de ayudar a la sociedad. Afirmar que el juicio es un acto útil y necesario para la sociedad contemporánea no significa, sin embargo, justificar cada una de sus formas. La Patología del juicio es muy compleja: la meticulosidad, la maledicencia, la mentira, el falso testimonio, la calumnia, son algunos de sus síntomas clínicos. Y estos síntomas pueden multiplicarse sin ninguna dificultad. La consecuencia directa es que el juicio no es un acto independiente de la psicología de la persona, y hablar de él no es algo que pueda desorientar al creyente. Pero el análisis que hacen los Padres y se presenta en este libro no se refiere a las cosas de este mundo, sino a la verdadera vida del hombre, a su relación con Dios. En el caso de que un monje lleve el peso de alguna responsabilidad -por ejemplo, que sea un abad- se le reconoce entonces el derecho de expresar juicios y de tomar decisiones, pero este derecho no atañe a su persona, sino a su función. Macario el Egipcio (+ 300, aprox.) aconseja: «Aprended a ser dignos de la función de abad, si la revestís: ordenad o aconsejad a las diaconías 1, castigad cuando haga falta, controlad cuando sea necesario, consolad, como los apóstoles, cuando sea provechoso. Hágase todo esto para que no suceda que vuestra bondad o humildad sean causa de perdición en la relación entre el abad y los monjes en los monasterios, donde reinaría enseguida la confusión más total. Dentro de vosotros, sin embargo, consideraos los humildes servidores de vuestros hermanos. Así pues, como buenos pedagogos a los que ricos señores encargan la educación de sus hijos, cuidaos amorosamente de instruir a cada hermano en las buenas obras. Por toda esta fatiga vuestra, Dios ha prometido una gran recompensa que no os será quitada jamás». Sobre el mismo tema, Basilio el Grande (+ 330, aprox.), en su obra titulada «Reglas Detalladas», se pregunta: «¿Es grande el pecado del abad que no controla los pecados de los monjes?», y, a continuación, responde: «Como quiera que en el abad está puesta toda la confianza de los monjes, y habrá de responder por ellos, su deber es controlarlos. Sepa, pues, el abad que si un hermano peca sin que el superior 1 Los servicios (N. del T.).

le haya informado jamás sobre la Ley de Dios, o si este hermano persevera en un pecado sin saber cómo corregirse, se le pedirá entonces al abad la sangre de aquel hermano, según está escrito en la Biblia. Y si el abad no enseña la voluntad de Dios, no por ignorancia sino por propia voluntad, no importándole los pecados de los hermanos y destruyendo el orden que reina en la vida monástica, será mucho peor, entonces, el castigo para ese superior». La responsabilidad espiritual -que admite también la crítica o la condena- regula la vida del convento, allí donde cada hermano se siente en comunión con su prójimo. He aquí lo que continúa diciendo Basilio el Grande: «Todo pecado se ha de declarar al abad: o por el mismo pecador o por el que haya visto cometer el pecado, como ha ordenado el Señor, cuando no se haya podido corregir al pecador. Si la maldad se silenciase, la enfermedad no se curaría. De la misma manera que no llamamos bueno al médico que deja el mal en el cuerpo, sino al que, con dolores e incisiones, lo saca a la luz; o al que, con el vómito, vence la enfermedad; o al que, con el hallazgo del origen del mal, hace que la cura sea eficaz; de la misma manera no podemos llamar buen médico al que esconde el pecado, favoreciendo de esta forma el que el enfermo se muera». Esta responsabilidad espiritual se extiende a toda la Iglesia. Véase, a propósito de esto, el párrafo conclusivo «Cuándo está permitido el juicio» (página ). Es también fundamental el consejo de Basilio el Grande, que nos ayuda a distinguir el juicio que tiene como fin la responsabilidad espiritual del que sólo tiene como objetivo la satisfacción personal. Algunos pensamientos del gran jerarca, confiados al obispo Patrófilo, nos muestran que él mismo evitaba el juicio cuando éste no hacía falta: «Quiénes son los que se han reunido, cómo han sido ordenados sacerdotes, de qué vida precedente han llegado al poder, es algo que no me corresponde a mi. He aprendido a rezar y a no contar a otros las acciones de los hombres. Tú buscarás y aprenderás, pero si no lo llegases a alcanzar, has de saber que no podrán escapar jamás de la atención del Señor». Estas pocas citas bastan para demostrar cuánto pueden iluminar las enseñanzas de los Padres del Desierto al hombre contemporáneo y contribuir a una mejora de sus

relaciones interpersonales. Esto no quita que poner en práctica estas enseñanzas sea difícil y requiera sufrimiento y perseverancia. La causa de esto es nuestra debilidad humana pero, sobre todo, el modo inadecuado con el que han sido propuestas. El que ha recogido el material que aquí se ofrece, asume su propia culpa y pide perdón; pero se encuentra también en la misma situación del lector, principiante y aprendiz de las palabras de vida de los Padres. Quizás nos aliente en este difícil camino la convicción de que los Padres, cuando estaban con vida, ayudaron con la oración y con su misma presencia a que miles de personas encontraran la vía justa; y con mucha más razón ahora, que están cercanos a Dios, sostendrán a todos aquellos que pidan su ayuda para la más hermosa lucha que el hombre puede sostener: la de recuperar la antigua belleza espiritual. Termino esta introducción dando gracias públicamente a mi colega el profesor P. Pasko, que me ha permitido entrar en el «paraíso» de un inédito códice ascético del que está haciendo la edición crítica, y a mi amigo filólogo el profesor K. Kiriakidis, que ha tenido la bondad de leer el manuscrito para velar por el lenguaje. EL AUTOR

INTRODUCCIÓN «Los hombres han cesado de llorar por sus propios pecados y se han apropiado del juicio que pertenece al Hijo de Dios. Como si estuviesen libres de pecado, se critican mutuamente y, por este motivo, son condenados. El cielo está estupefacto y la tierra irritada. Los hombres, sin embargo, son tan insensibles que ni siquiera se avergüenzan». Así es como Máximo el Confesor (+ 662) juzgaba a su propia época. La misma observación había sido hecha un siglo antes por Doroteo de Gaza (+ 570, aprox.): «Nosotros, los miserables, criticamos cualquier cosa que oímos, vemos o suponemos, y humillamos a todos sin distinción. Y lo que es peor: no sólo no nos limitamos a hacernos daño a nosotros mismos, sino que vamos más allá y, cuando encontramos a otro hermano, nos apresuramos a ponerle al corriente de esto y aquello. De forma que, además de a nosotros mismos, hacemos mal a los otros, porque metemos el pecado en su corazón. No tememos a Aquél que dijo: “¡Ay del que da a beber a sus vecinos, añadiendo veneno hasta embriagarlos, para mirar su desnudez” (Hab 2, 15), sino que seguimos las obras del diablo sin ninguna preocupación. ¿Es que acaso el demonio tiene otro objetivo que no sea el hacer el mal y perturbar? Igualmente nosotros, con nuestra forma de actuar, nos convertimos en cómplices del diablo, no sólo para condena nuestra, sino también para la de nuestro prójimo. El que daña su alma se convierte en cómplice del demonio». Aún se podrían citar muchos otros reproches de los antiguos Padres hacia los hombres de cada época, pero sería superfluo. Todos sabemos que la crítica es una hierba mala que continuamente crece con vigor en el campo de nuestra alma. Por otra parte, el hecho de que tantos hombres antes de nosotros hayan caído en el error de la maledicencia, no puede servirnos de consolación, ya que el pecado de los otros no ha de ser excusa para nuestros errores. Quien se comportase de ese modo vería el pecado como algo positivo y no como algo nocivo. Sin embargo, creer que el pecado es realmente la causa del mal lleva a desinteresarse de lo que hacen los demás y a no pensar en poderse excusar.

La única cosa que se convierte en importante es cómo librarse del pecado. Es interesante la observación de Juan Clímaco (+ 649): «He visto a algunos caer en pecados que no se descubrirán jamás. Pero tienen la desfachatez, con una valoración aparente de sí mismos, de inmiscuirse entre los que han errado en cosas pequeñas, para contarlas después».

LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA

1. QUE SON LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA No pretendemos enumerar todos los posibles significados de estas dos palabras. Por ello no recurriremos, en este tratado, a la lengua clásica para buscar la etimología de ambos términos y tampoco se seguirá la evolución a través de los textos cristianos que van del Nuevo Testamento a los antiguos escritores eclesiásticos y los Padres de la Iglesia. Se examinarán únicamente los textos ascéticos sobre la maledicencia y la crítica. Incluso este esfuerzo no se llevará a cabo a nivel científico, dado que la finalidad de este libro es otra. Basilio el Grande, en sus Reglas Breves, responde a la pregunta: «¿Qué es la maledicencia?», y, tras explicar cuándo está permitido manifestar el pecado del hermano, afirma: «Con exclusión de estos casos, todas las veces que uno hable del otro, con el fin de difamarlo 0 burlarse de él, cae en el pecado de maledicencia, incluso cuando sea verdad lo que afirma». El Beato Antioco del Monasterio de S. Saba (+ 620) repite las mismas palabras: «En ausencia del hermano no se debe hablar mal de él para difamarlo, aunque digamos la verdad. Esto sería maledicencia». Un día preguntaron al gran Padre espiritual Barnasufio (+ 540): «Si veo a alguien cometiendo algún acto y se lo cuento a los demás sin criticar; sino sólo mencionándolo, ¿cometo maledicencia en mi mente, padre?» Y Barnasufio respondió: «Si lo que te ha movido a hablar ha sido la animosidad, la antipatía o la pasión, entonces es maledicencia. Si lo haces sin ninguna pasión, no es maledicencia y sucede para que el mal no aumente más.» Juan Clímaco, en una obra dedicada totalmente a la maledicencia, escribe entre otras cosas: «La maledicencia es fruto del odio; es como una sutil enfermedad que vegeta como una gran sanguijuela en el cuerpo del amor. La maledicencia es falso amor, desaparición de la pureza, suciedad y un peso para el corazón». Doroteo de Gaza afirma: «Una cosa es decir que uno ha hecho mal algo y otra cosa es criticar. La maledicencia es decir, por ejemplo, que uno ha mentido, se ha ofendido por algo, se ha prostituido o algo parecido. En pocas palabras, es hablar mal de una

persona revelando, con mala intención, sus pecados. La crítica es afirmar que dicha persona es mentirosa, irascible o inmoral. En estos casos se critica la disposición íntima de su alma y se juzga el comportamiento y la vida del prójimo. Actuando así se le condena como si realmente fuese culpable». La maledicencia se da cuando, movidos por motivos impuros, comunicamos a otros los errores del hermano, independientemente del hecho de que el contenido de las palabras sea verdadero o falso. La crítica, sin embargo, se produce cuando manifestamos a otros, o a nosotros mismos, un juicio de condenación, no en relación con la acción del hermano sino con respecto a su persona. Esta distinción es importante, pero no debemos olvidar que la maledicencia y la crítica se consideran pecados aunque se diferencien en base al objeto al que se refieran. Por eso se tratarán conjuntamente y se usarán a menudo como sinónimas. 2. FORMAS DE MALEDICENCIA Y CRITICA Hay distintas formas de criticar o censurar: algunas inmediatas y evidentes, otras indirectas y difícilmente observables. Las primeras son típicas de personas ignorantes y desconocedoras del mal producido, mientras que las segundas son propias de los hombres de mundo y de los cristianos, que no saben que la maledicencia y la crítica son contrarias a las enseñanzas del Evangelio. Al actuar así ofenden al prójimo, sin que aparentemente tengan esta intención. Empezaremos por el segundo tipo de crítica, el indirecto, cuyo ejemplo típico es la unión del elogio y la crítica. El Beato Talasio (siglo VII, aprox.) afirma: «Sucede a menudo que la crítica al hermano esconde la envidia enmascarada con el elogio». Y, con mayor claridad, el Beato Marco el Eremita (+ 430, aprox.), aunque parte de otro punto de vista, sostiene: «El que elogia a su prójimo y lo critica al mismo tiempo, sufre de vanidad y envidia: con los elogios se esfuerza por esconder la envidia y con la crítica se descubre a sí mismo». Máximo el Confesor va más adelante y dice al que une el elogio con la crítica, aún de forma inconsciente: «Cuando alabes habitualmente a un hermano delante de otros, estate atento a no falsear tus alabanzas, encubriendo inadvertidamente un hastío hacia

él y mezclando acusaciones inconscientes a tus palabras». Otro ejemplo de maledicencia es el que tiene como motivo el amor. Juan Clímaco dice: «He oído calumniar a algunos y los he reprendido. Para defenderse, esos malvados me han respondido que lo habían hecho impulsados por el amor y la preocupación hacia alguien. Les he contestado que es mejor dejar de amar de ese modo, para que no parezca mendaz el salmo que dice: «Haré perecer al que calumnia en secreto a su prójimo» (Sal 101, 5). El que dice que ama, que rece más bien en secreto y no critique a nadie. De esa forma su amor será agradable al Señor». Algo parecido afirma también Isaac el Sirio (siglo VII): «¿Por qué sientes odio, oh hombre, hacia el pecador? Esto no es honesto como tú crees. ¿Dónde está tu justicia, si no sientes amor? En lugar de perseguirle, ¿por qué no has llorado por él?». Otro tipo de maledicencia puede nacer de la corrección del que se ha equivocado. Tal comportamiento no ha sido aceptado jamás por los Padres, porque no han creído que un acto hecho con mala intención pudiese llevar a un buen resultado. Por el contrario, han enseñado que dicha táctica sólo puede hacer mal». Entre las Sentencias de los Padres del Desierto se encuentra el siguiente ejemplo: «En un cenobio, un hermano fue acusado de prostitución y, afligido, se dirigió al Abad Antonio. Sus hermanos, llegados más tarde, le reprendieron con el propósito de corregirle, utilizando mil observaciones, pero el monje seguía diciendo que era inocente. El Abad Pafnuzio de Kefalá, que estaba presente en aquel momento, dijo la siguiente parábola: «Una vez vi, desde la orilla de un río, a un hombre metido en el fango hasta las rodillas. Algunos, que corrieron para ayudarle, le hundieron hasta el cuello». El Abad Antonio elogió a Pafnuzio y los otros padres entendieron su error y pidieron perdón al monje que había sido calumniado, que volvió a su monasterio». 3. POR QUE SOMOS IMPULSADOS A LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA Se ha visto que hay varias formas de maledicencia y crítica porque varios son sus móviles. Entre éstos, la envidia es, a menudo, la que se considera como principal. «Los demonios intentan por todos los medios hacernos pecar y, cuando no obtienen lo que quieren, nos impulsan a criticar a los que se equivocan. Al hacer esto, infectan

nuestra resistencia a sus tentaciones. Has de saber que la maledicencia es la señal de los que guardan rencor y de los que sufren por celos: con alegría acusan y critican las enseñanzas o acciones del prójimo». Junto a esta observación, debida a Juan Clímaco, está la del Beato Nilo de Ancira (+ final del siglo IV), que dice: «Algunos, que permanecieron ignorados a pesar de su devoción, buscan la fama a través de la maldad e, impulsados por la envidia que otros les han infundido, se esfuerzan en encontrar pretextos para criticar a los que son primeros en la virtud». Además de la envidia y el odio, otras causas de maledicencia son: la superficialidad, las habladurías, la costumbre de contar chismes y la tendencia a sobrestimarse a sí mismo, que, según dicen los Padres, es imposible de reconocer a primera vista. La excesiva valoración de uno mismo se presenta de dos formas: en la mentalidad farisaica o en la pretensión de que los otros sigan al que está adelantado en la virtud. Caritone el Confesor dice con respecto a la primera actitud: «El móvil se justifica por sí mismo». Y también: «Evita, con todas tus fuerzas, juzgar a tu hermano, porque el juicio nace de un alma llena de desprecio. El que critica se comporta como un fariseo, porque se presenta como un santo para auto justificarse». Con respecto a la segunda forma de sobrestimarse, Doroteo de Gaza dice: «No somos auténticos virtuosos si tenemos la pretensión de que nuestro prójimo nos imite. Le inducimos a hacer o le acusamos de no hacer una determinada acción, en vez de desear para nosotros el cumplimiento de los mandamientos. ¡Debemos acusarnos a nosotros mismos y no a los demás!». 4. LAS CAUSAS DE LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA Buscar las causas de la maledicencia y la crítica, con independencia de los móviles que conducen a ellas, significa encontrar el motivo profundo del pecado en el hombre. Todas las causas de la maledicencia (la parcialidad y la pseudo seguridad del juicio humano, la imposibilidad de valorar objetivamente las situaciones de los demás, la

ignorancia del pensamiento de Dios) se pueden reducir a cuatro raíces profundas del mal: dos de naturaleza gnóstica y dos de carácter moral. Las primeras aluden, en otras palabras, a la concepción personal del pecado, mientras que las otras se refieren al sentimiento que impulsa al hombre a pecar. La cuarta causa de maledicencia, que está en la base del juicio de los seglares hacia los monjes, radica en la idea de que el ejercicio espiritual cambia no sólo el carácter de la persona, sino también su naturaleza. La primera causa de maledicencia parte de la concepción, típicamente gnóstica, de que toda acción lleva en sí misma la impronta del mal o del bien. Si fuese así, se podría controlar el pecado o la virtud y juzgar la moralidad del prójimo en base a su comportamiento, pero dicha concepción no es en absoluto cristiana (a pesar de que los cristianos estén convencidos de ello desde hace mucho tiempo), porque no tiene en cuenta la intención, que es el fundamento de la moralidad. Y cuando se habla de intención no se debe pensar sólo en la de aquel que es juzgado, sino también en la intención del que juzga. Según la enseñanza de los Padres, no está permitido juzgar en base a las apariencias, porque las vías de la perfección son múltiples y diversas. Dos ascetas pueden comportarse de forma totalmente diferente ante un mismo acontecimiento y seguir ambos la vía justa, por más que su profundo y común criterio se resuma en el dicho «por Dios». «Abbá Antonio evitaba la compañía de los demás hermanos y prefería la soledad y el silencio. Un contemporáneo suyo, Abbá Moisés, era, por el contrario, cordial y hospitalario. Una vez, un monje que había visitado a los dos se asombró de su comportamiento tan distinto, y sintió la necesidad de hacer algún comentario. Entonces uno de los Padres, al oírlo, oró a Dios diciendo: «¡Señor, explícame por qué el primero se aleja del mundo por Tu nombre y el segundo abraza al mundo en Tu nombre!» Y he aquí que aparecieron dos naves inmensas sobre el río: en una Abbá Antonio y el Espíritu de Dios navegaban tranquilos; en la otra estaban Abbá Moisés y los ángeles de Dios, que le nutrían de miel». Sobre este tema se expresa también Doroteo de Gaza: «Me acuerdo de que oí este

relato: una nave con cautivos a bordo hizo escala en una ciudad. Vivía en ésta una mujer piadosa que se alegró al tener noticia de la llegada de la nave, porque desde hacia tiempo deseaba adquirir una muchacha para educarla. Pensaba, en efecto, que si la educaba en base a sus propios principios no aprendería la maldad de este mundo. Subió a la embarcación y adquirió una de las dos muchachas cautivas que había. La segunda, en cambio, fue comprada por un cómico. ¡He aquí qué misteriosos son los designios de Dios! La mujer piadosa educará a aquella joven en el temor de Dios y en la práctica de las buenas obras, embebida en los ejemplos de los monjes y santificada por el perfume de los santos mandamientos divinos. De la segunda criatura, que tocó en suerte al hombre de teatro, el demonio hará su propia criatura: ¿qué otra cosa le podría enseñar un hombre de mundo, salvo perder su alma? Así como una se ha encontrado en las manos de Dios, también la otra se ha encontrado en las del diablo. ¿Cómo se puede pretender que Dios exija lo mismo de ambas? ¿Acaso sería posible? Supongamos que caen las dos en el pecado de la prostitución o en otro pecado moral: ¿podremos decir, quizás, que la culpa tiene idéntico valor para ambas? La primera ha crecido con la mirada puesta en el Juicio Universal y en el Reino de Dios; la segunda, la infeliz, jamás ha oído hablar de la bondad: por el contrario, ha crecido entre obscenidades y fechorías. ¿Cómo se puede pretender de las dos un comportamiento idéntico?». Simeón Metafrasto dice las mismas cosas en un aforisma dedicado al pecado. En la obra, donde se recogen varios escritos auténticos de Basilio el Grande o atribuidos a él, se afirma: «Los pecados de los hombres o bien son involuntarios o bien provienen de una intención malvada. Los primeros son juzgados con tolerancia, los segundos son castigados duramente. Hay algunos que pecan porque desde la infancia han sido educados de forma errada, pues han nacido de padres injustos y crecido entre obscenidades y acciones perversas. Otros, sin embargo, han tenido muchas ocasiones de progresar en la virtud, porque han sido educados con modestia o con buenos consejos de sus padres o justas enseñanzas de sus maestros. Finalmente, otros han frecuentado los Padres espirituales y han practicado el ayuno y educado su propia alma. No obstante, si uno de estos es arrastrado por el pecado ¿no es quizás justo

castigar duramente a dicho culpable? El primero será acusado de no haber utilizado justamente las ocasiones salvíficas que Dios ha sembrado en la mente de los hombres; el segundo será culpado de haber traicionado la ayuda recibida y de haber caído en una vida disoluta a causa de su negligencia». En este punto es necesario advertir al lector que, leyendo las Reglas Breves de Basilio el Grande, podría tener la impresión de que el Padre dice sobre este asunto todo lo contrario de lo que se ha afirmado en el párrafo citado. Pero no se trata de una contradicción, sino de una profundización ulterior del mismo problema. En efecto, este gran obispo escribe en dicha obra: «La crítica a una persona depende de la intención con la que se comete el pecado y del modo como lo ha hecho. ¿Es acaso el pecado de un hombre piadoso idéntico al de un hombre indiferente? La diferencia entre ambos es enorme. El hombre piadoso, precisamente por serlo, no sólo experimenta angustia, sino que lucha por dar gracias a Dios. Si ha caído, lo ha hecho por eventualidad y sin quererlo. El indiferente, en cambio, no da importancia ni a sí mismo ni a Dios y, al no ver ninguna diferencia entre el pecado y el esfuerzo de hacer el bien, es culpable de grandes faltas, como son el desprecio a Dios y el no creer en El. De tal modo que o desprecia a Dios, y por eso peca, o bien rechaza Su existencia y, aunque se crea lo contrario, se daña a sí mismo por sus intenciones malvadas». Este texto se diferencia de los precedentes en dos puntos: el hombre creyente peca parcialmente si es arrastrado por el mal, y el ateo se condena por su responsabilidad personal y no, como anteriormente, por la mala educación recibida. A propósito de las buenas acciones pensamos en lo que dice el Señor: «De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Luc 17, 10). A pesar de los progresos espirituales, cuesta trabajo comprender las palabras que San Pablo dice de sí mismo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo» (I Tim 1, 15). Precisamente él, que afirma que es el primero de los pecadores, puede decir que ha trabajado más que todos los otros apóstoles: «Por la gracia de

Dios soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (I Cor 15, 10). La segunda causa de maledicencia, en estrecha relación con la primera, es la visión «jurídica» de la moral cristiana. Esta crea la idea de que la enseñanza cristiana es algo que viene impuesto por Dios como modelo de comportamiento y no como sentido profundo de la vida. El pecado se ve entonces como violación y no como daño personal; tanto es así que se llega a la paradoja de que el creyente mira al pecado con simpatía y al pecador con celos. Para analizar el problema más a fondo, supongamos que un conocido nuestro está gravemente enfermo o ha sufrido un accidente. Si no somos malvados, es natural que experimentemos pena por él, tratemos de ayudarle y demos gracias a Dios de no estar en su lugar. ¿Por qué mostramos un comportamiento totalmente distinto cuando el mismo conocido se cubre de una mancha moral? ¿Por qué, en lugar de llorar, nos llenamos de ira y sentimos satisfacción? ¿Por qué, en lugar de ayudarle, le acusamos y, en lugar de alabar a Dios por no estar en su situación, nos sentimos orgullosos de nuestras virtudes? El motivo es evidente: en el primer caso afirmamos que el accidente ha sido verdaderamente nocivo; en el segundo caso, sin embargo, no estamos seguros del todo del daño producido por el pecado y nos comportamos como personas celosas. Estas causas de maledicencia y de crítica valen, sobre todo, para los que se inician en la vida cristiana; es decir, para las dos primeras de las tres categorías de creyentes -los esclavos, los súbditos y los hijos- presentes en la subdivisión de los Padres. La tercera causa hay que buscarla, según los Padres, en el orgullo. Entre los móviles de la maledicencia y la crítica, ya mencionados, está también el dicho farisaico «justifícate a ti mismo». Es un móvil egoísta porque separa al hombre de su semejante y le pone fuera de la sociedad en base al concepto de que el hombre es autónomo y puede existir y vivir sin la gracia de Dios. El pecado original se repite: la ruptura de la relación del hombre con Dios engendra la separación con sus semejantes. ¿Qué otra cosa sería, sino ruptura con Dios, la pretensión de vivir solos

en la virtud? Abbá Ammón (+ 396, aprox.) afirma que es odioso «considerarse a sí mismos algo o afirmar ser mejores que otros en la virtud». Sobre el mismo tema, Evagrio Póntico (+ 345, aprox.), cuya influencia sobre la espiritualidad monástica es notable, escribe: «Si el hombre, antes que nada, no se humilla, no podrá luchar. Sin la humildad, desprecia la gracia de Dios y desprecia al mismo tiempo también a su prójimo, afirmando que ha trabajado más que él». La cuarta causa de maledicencia radica en la falsa convicción de que el ejercicio ascético cambia no sólo el carácter de los monjes, sino también su naturaleza; de modo que todo pecado, incluso el más pequeño, produce una mutación natural en los monjes. Sobre este tema, un escritor anónimo dice: «Debéis estar muy atentos en vuestras relaciones con los hombres del mundo. Porque ellos no tienen experiencia del ejercicio ascético y se equivocan en el modo de criticar a los monjes. Creen que éstos, puesto que han cambiado su forma de vivir, han cambiado no sólo sus reglas sino, incluso, su misma naturaleza. Ellos no consideran a los ascetas como hombres que sufren por sus propios males y que los superan con la fuerza del alma, sino que creen que se han librado de todos los males que son propios de la naturaleza de sus cuerpos. Por tanto, como parten de una posición falsa, apenas ven a un hombre espiritual salirse de la vía justa, se transforman de admiradores fanáticos en acusadores implacables, y se lamentan de sí mismos porque le habían elogiado en el pasado. Así como la caída de un atleta arrastra a su adversario, que le sigue, así también los hombres, apenas ven caer a un asceta virtuoso se mofan de él y le lanzan las flechas de sus palabras. No piensan que también ellos, todos los días, son heridos por las flechas de mal».

II LOS PADRES COMBATEN LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA

1. LOS PADRES PROHIBEN LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA Dedicar un capítulo entero a este tema, cuando ya todo el libro contiene el pensamiento de los Padres del Desierto contra la maledicencia y la crítica, puede dar la impresión de que hemos sido injustos con el argumento. Por eso, es necesario explicar que en este capítulo examinaremos sólo las opiniones de los Padres que tratan directamente el asunto, sin pretender agotarlo. A. Los motivos de la prohibición Las prohibiciones se refieren a temas muy dispares. Acerca del ayuno, Evagrio Póntico recomienda a una monja: «Si tu hermana come, no la desprecies. No te vanaglories de tu continencia». Con el mismo espíritu, el Beato Simeón el Nuevo Teólogo (+ 949) reprende a un monje de nombre Arsenio porque criticaba a un hermano que estaba comiendo. En la Vida de este Beato, narrada por Nicetas Stethatos (+ 1090, aprox.), se lee: «Una vez el Beato fue visitado por algunos amigos. Uno de ellos tenía una enfermedad que le obligaba a comer carne de pequeños pichones. Simeón, lleno de amor, ordenó que cociesen algunos para que comiese el que tenía necesidad. Mientras el enfermo estaba comiendo, un monje de nombre Arsenio, sentado a la misma mesa, le miraba severamente. El Beato, dándose cuenta de ello, quiso enseñarle que hay que mirarse solamente a sí mismo y que nada de lo que se come puede ensuciar el alma si ésta está limpia. Quiso además demostrar a sus comensales el vértice de la humildad y dar a conocer que hay todavía hijos de Dios obedientes y verdaderos instrumentos de virtud. Se dirigió a Arsenio y le dijo: «Hermano, ¿por qué no te miras a ti mismo y comes con humildad, pendiente sólo de tu plato, en vez de observar al que come carne porque está enfermo, haciendo así fatigar a tu cerebro? ¿De verdad crees que le superas en devoción porque sólo comes verduras y semillas y no águilas, pichones o perdices? ¿No has oído que Cristo dice: No es lo que entra por la boca lo que hace daño al hombre, sino lo que sale de él; es decir, el asesinato, la envidia, el vicio, el adulterio y la codicia? ¿No eres un ser

racional, capaz de pensar con juicio? A pesar de todo, has criticado imprudentemente al que comía y has tenido pena de animales muertos, pero te has olvidado del que dijo: El que no coma, que no critique al que come. Por eso te digo que comas tú también de esos pichones. Y sabe que has pecado más con el pensamiento que si hubieses comido la carne». «A continuación» -continúa el relato- «Simeón obligó a Arsenio a comer los pichones como signo de compunción, y el monje, consciente de que la obediencia es superior al ayuno, se arrepintió y comió con lágrimas en los ojos. «Cuando Simeón comprobó la humildad y obediencia de Arsenio, le ordenó que no tragase la carne que estaba todavía masticando, sino que la escupiese». Otro ejemplo de prohibición es el que hacía Abbá Isaías (+ 488), que recomendaba no criticar a los demás, ni siquiera a los negligentes: «Si vives con humildad y te consideras indigno de todo, entonces Dios aceptará tus acciones. Pero si dices que los otros viven con negligencia, entonces todo tu esfuerzo será vano». Algo parecido es lo que afirma Niceta Stethatos: «El alma está sucia no sólo cuando está llena de pensamientos impuros y de pasiones, sino también cuando una persona se jacta de sus propias acciones, se vanagloria de sus virtudes personales y acusa a los hermanos de pereza y negligencia». La prohibición de cualquier maledicencia contra un sacerdote es tajante. Anastasio el Sinaíta (+ finales del siglo VII) escribe: «Si te cuentan acciones ilícitas de un sacerdote, tú no critiques. No pienses que es un pecador porque continúe celebrando los Santos Misterios, ni que sea indigno, ni que la gracia divina no pueda alcanzarle ...» Con respecto a la prostitución, está escrito en los «Relatos de los ancianos»:- «Un padre espiritual dijo que el que vive con sensatez no debe criticar a las prostitutas porque, si no, quebranta la Ley de la misma forma que ellas. En efecto, el que dijo no te prostituyas, también dijo no critiques». Más ampliamente, Abbá Isaías recomienda: «Si vas a un lugar para estar solo o con otros que ya están allí y ves acciones impropias de un monje, no abras la boca para criticar. Si no encuentras descanso, vete a otro lugar. Mantén tu lengua inmóvil y no

reprendas: sería la muerte». Macario el Egipcio afirma: «Los cristianos han de luchar para no criticar a nadie: ni a la prostituta que pasa delante de ellos ni a los pecadores y ni siquiera a los que se han desviado del buen camino. Al contrario, han de ver a todos con una disposición benévola y con mirada limpia. Para que este comportamiento sea natural y constante, el cristiano no debe despreciar a nadie, ni mirar al prójimo con aversión, ni hacer distinción de personas. Si ves a un ciego, considérale sano; si ves a un manco, como si no estuviese privado de habilidad. Mira al cojo como miras al hombre que camina bien, y considera al paralítico lo mismo que al que está en perfecta forma. Tener pureza de espíritu es ver a los pecadores y enfermos y sentir por ellos simpatía y misericordia». Antíoco del Monasterio de S. Saba exhorta, por último, a evitar la maledicencia incluso en relación con los más grandes pecadores: «Criticar y censurar no es asunto nuestro sino de Dios, el Gran juez, que es el único que conoce las almas y las debilidades de nuestra naturaleza. ¿Quién puede gloriarse de tener un alma pura? ¿Quién puede decir que está limpio de pecado? Así pues, no debemos condenar apresuradamente al que cae en el pecado o al que llega a la perfidia extrema». Del mismo modo que no se debe calumniar tampoco hay que criticar, incluso si se dice la verdad. El mismo Antíoco nos enseña: «No debes decir la más mínima cosa contra tu hermano ausente con intención de censurarlo, porque sería maledicencia hasta si dices la verdad». B. Los Padres nos piden que tapemos los pecados ajenos Evitar la maledicencia y la crítica también significa perdonar los pecados del prójimo. Además de no criticar al hermano que ha caído en el error hay que impedir, siempre que se pueda, que los demás se den cuenta del pecado. De esta forma se ayuda al hermano y también se ayuda a los otros, al salvarles del posible peligro de caer en el pecado de maledicencia. La misericordia de Dios no podrá olvidar al que actúe de esta forma. Cuando un monje preguntó a Abbá Pimen (+ 450, aprox.) si era necesario esconder el pecado del hermano, el santo Padre le respondió: «Cada vez que tapamos el pecado

del hermano, Dios tapa el nuestro». Y Nilo de Ancira afirma: «Es justo no revelar los pecados de nuestros hermanos y, en cuanto sea posible, procede taparlos y aconsejar y mostrar nuestra simpatía a los que yerran». Dos máximas de Isaac el Sirio sobre el mismo tema; la primera es: «Alégrate con los que se alegran y llora con los que lloran. Este es el signo de la pureza; estar enfermo con los enfermos y de luto con los pecadores, alegrarse con los que se arrepienten, llegar a ser amigo de todos los hombres, no quedarse a solas con los propios sentimientos. Participa de las desgracias ajenas, pero permanece con el cuerpo alejado de todos. No controles ni acuses a nadie por su comportamiento, aunque fuese la persona más malvada. Extiende tu túnica sobre el que ha pecado y, si no puedes cargarte con sus pecados para recibir en su lugar la vergüenza y el castigo, al menos sé paciente y no le desprecies». La segunda máxima dice: «Tapa al que ha pecado. De esa forma él recibirá ánimo y tú obtendrás la misericordia divina». 2. EL EJEMPLO DE LOS PADRES A. Los Padres no criticaban ni censuraban La primera y más válida razón contra la maledicencia y la crítica es el ejemplo de los Padres. He aquí algunas de sus sentencias y algún testimonio de sus vidas. Isaac el Sirio dice: «El hombre que vive en tranquilidad y afabilidad no quiere criticar a nadie y sólo mira sus propios pecados en cada momento de su vida. El que ama la tranquilidad y la bondad no ve la paja en el ojo ajeno ...» Macario el Egipcio va más allá: «Con el signo de la Cruz, la gracia obra del siguiente modo: da paz a todos los miembros del cuerpo y al corazón, de forma que el alma, llena de alegría, se parece a un niño y no critica ni al griego ni al hebreo ni al pecador ni al mundano. El hombre espiritual mira a los demás con ojos puros y no se alegra únicamente de todo el mundo, sino que quiere amar también a griegos y hebreos».

Análogos son los pensamientos de Evagrio Póntico que, además, hace una distinción entre el justo y el perfecto: «Los justos no maldicen a ninguno y ni siquiera desprecian. Los perfectos estiman y bendicen a todos los hombres». Y también: «Los justos distinguen entre buenos y malos y se entristecen por los segundos; los perfectos los consideran superiores a ellos mismos». Sobre este mismo tema, Niceta Stethatos observa: «Cuando uno se esfuerza por aplicar los mandamientos, siente de repente una inmensa alegría que está por encima de toda lógica. Es entonces como si dejase el peso del cuerpo y se olvidase de comer, de dormir y de todas las necesidades naturales. Cuando esto ocurre es porque Dios le ha visitado y le ha dado la vida bendita. La felicidad, que es el fruto de la humildad, tiene como trono la quietud y como objetivo final la Santa Trinidad: Dios. El que conquista esta ciudad fuerte no puede ser detenido por las cadenas de los sentidos, no ve las seducciones dé la vida, no distingue entre el piadoso y el impío. Del mismo modo que Dios hace llover y salir el sol sobre buenos y malos y sobre justos e injustos, así también extiende El sus rayos de amor para todos y lo único que le angustia es la imposibilidad de ayudar a todos como querría». Se lee también casi lo mismo en sus «Capítulos prácticos»: «El que se ha acercado a la quietud (la vida carente de pasiones) ve de una forma justa todo lo que atañe a Dios y a la naturaleza de los seres vivientes. «Cuanto más puro es, tanto más consigue pasar de la belleza de las criaturas al Creador y recibir la luz del Espíritu. Como siente amor por todos, piensa siempre que son mejores que él. Ve a todos santos y puros y puede pensar rectamente tanto de las cosas divinas como de las humanas». Muchos son los testimonios sacados de los relatos de las vidas de los Padres del Desierto. Del Beato Pimen, que entró a la vida monástica a los quince años de edad, se cuenta: «Una vez Abbá Pimen fue visitado por algunos monjes que le preguntaron: ¿Podemos zarandear a nuestros hermanos cuando se adormilan durante las celebraciones santas? El Abbá respondió: Yo, hasta ahora, cuando he visto que un hermano se dormía he puesto su cabeza sobre mis rodillas y le he hecho reposar». En otra ocasión, algunos le preguntaron: «Si vemos pecar a un hermano ¿podemos

hacérselo notar? El Abbá respondió: Cuando veo pecar a algún hermano, sigo adelante y no digo nada». El tercer episodio que se cuenta del Beato Pimen es el siguiente: «Una vez, Paisio se peleó con un hermano, hasta el punto de que se hicieron sangre en la cabeza; el Beato los vio, pero no dijo nada. Pasó también por allí Abbá Anub, vio lo que había sucedido y preguntó a Pimen la razón de su indiferencia. El Padre respondió: Son hermanos: se reconciliarán enseguida. Anub le volvió a preguntar: ¿Cómo puedes saber eso? ¿No has visto lo que han hecho y dices que se reconciliarán? Abbá Pimen respondió: Entonces es mejor que pienses que yo no estaba presente». De Abbá Pimen se cuenta también lo siguiente: «El presbítero de un monasterio de Pilusín supo que algunos monjes -unos once- iban a la ciudad, frecuentaban los baños públicos y no respetaban sus principios espirituales. Un día, durante la reunión ordinaria, les quitó las túnicas monásticas. Pero se llenó enseguida de remordimientos. Con aspecto afligido y llevando las túnicas de los monjes se dirigió al Abbá Pimen para contarle lo ocurrido. Una vez hubo oído lo que le contó, el gran asceta le preguntó: “Dime, ¿acaso no ha quedado en ti algo del hombre viejo que no hayas arrojado aún?” El presbítero tuvo que admitir: “Sí; todavía advierto en mí al hombre viejo” El Abbá respondió: “Tú también eres como esos monjes. Al tener en ti la vieja naturaleza no te has librado del pecado”. El presbítero volvió al monasterio y reunió nuevamente a los monjes: les pidió perdón, les devolvió las túnicas y les dejó irse». Un último episodio de la vida de Abbá Pimen es el siguiente: «Un monje pecó gravemente y un hermano contó su error a un eremita que vivía por allí y que nunca había salido de su celda. El eremita le aconsejó que expulsara al monje pecador, cosa que cumplió diligentemente. Sin embargo, el monje que había juzgado se llenó de desesperación, lloró y se metía en una fosa profunda. Algunos monjes que pasaban por allí a visitar al Abbá Pimen le oyeron, descendieron a la fosa y, al encontrarle llorando desesperado, le rogaron que fuese con ellos donde el Abbá. El infeliz se opuso y gritaba que iba a morir pronto a causa del pecado cometido. El Abbá, informado de todo lo sucedido, pidió a los monjes que volviesen a la fosa y

convenciesen al monje para que saliera, diciéndole que el Abbá Pimen era quien le buscaba. Cuando le trajeron, el Abbá le acogió con gran bondad y le invitó a comer con él. Mandó también que un discípulo fuese donde el eremita que había sugerido la expulsión del monje pecador, para que viniese lo más pronto posible. Aunque este eremita no había salido de su celda durante muchos años, al oír la invitación la consideró como voluntad de Dios y fue donde el Abbá Pimen. Este, al verle, le dijo: «Había una vez dos hombres y ambos tenían un muerto al que llorar, pero cada uno fue a llorar al muerto del otro”. Al oír estas palabras, el eremita, lleno de remordimiento, se acordó de lo que había hecho y dijo: “Pimen, tú estás arriba, en el cielo, y yo en la tierra”.» En los mismos «Relatos de los Ancianos» encontramos un episodio que se refiere a un asceta cuyo nombre ignoramos: «Uno de los Padres, al ver a un hombre que había pecado, lloró amargamente y dijo: “Hoy él, mañana yo”.» Se cuenta del Abbá Juan el Persa: «Vino una vez un muchacho endemoniado a un monasterio de Egipto. El monje Juan, al ver a un hermano pecar con el muchacho, no hizo ninguna observación y se dijo a sí mismo: “Si Dios, que les ha creado, les ve y no les quema, ¿quién soy yo para reprenderles?”.» He aquí otra anécdota, hasta ahora inédita, y muy instructiva, sacada del libro de Abbá Moisés: «Un hermano pecó con el pensamiento. Más tarde, durante la reunión de los monjes, y para solventar este caso, se hizo llamar a Abbá Moisés; pero él rehusó ir. Entonces el presbítero mandó a decirle: “Ven, el pueblo te espera”. El asceta tomó una cesta, la llenó de arena y se fue al lugar de la reunión. A los que se acercaban a saludarle y le preguntaban el sentido de tal gesto, él les respondió: “Mis pecados se escurren detrás de mí como arena y no los veo, ¿qué vengo a hacer aquí a criticar los pecados ajenos?” Los hermanos, al escuchar estas palabras, no reprendieron al pecador y le perdonaron». De Abbá Ammón se cuenta el siguiente hecho: «El asceta era tan bueno que no tenía en cuenta la maldad. Elegido obispo, le presentaron una muchacha soltera que estaba embarazada, y le pidieron que les impusieran a ella y al culpable las Penitencias que se merecían.

El Abbá trazó entonces el signo de la cruz sobre el vientre de la joven y ordenó que le dieran diez pares de sábanas. Cuando le preguntaran la razón de hacer aquello, respondió: “He ordenado que le diesen ese regalo porque temo que pueda morir durante el parto junto con el niño, y no tenga nada para el funeral”. Pero los que acusaban a la muchacha replicaron: “¿Por qué lo has hecho? Tienes que imponerle una penitencia”. El Abbá respondió: “¿No sois capaces de ver, hermanos míos, lo cercana que está la muerte? ¿Qué queréis que haga?” Impresionados por estas santas palabras, dejaron marchar a la muchacha.» El último relato, también inédito, está sacado de la Vida de Macario el Egipcio: «Se cuenta que Abbá Macario permaneció durante treinta años encerrado en su celda. Durante todo este tiempo, un sacerdote iba a su celda a celebrar la divina liturgia. El demonio, para molestar al asceta, aprovechó la oportunidad de visitarle por medio de un poseso que, dirigiéndose a Abbá Macario, le dijo: “El sacerdote que viene aquí es un pecador y no debes permitir más que celebre”. El Abbá le respondió: “Hijo mío, está escrito: No juzguéis y no seréis juzgados. Si el sacerdote es un pecador, Dios le perdonará. Yo, personalmente, soy más pecador que él”. Después de haber dicho esto, se puso a rezar y libró al poseído del demonio. Cuando el sacerdote volvió, fue acogido con la alegría de siempre y Dios, viendo la bondad del Abbá, le quiso animar con un signo. En el momento en que el sacerdote se acercó al altar, Abbá Macario, como él mismo contó después, vio a un ángel descender del cielo y poner la mano sobre la cabeza del celebrante, que se transformó en una columna de fuego ante las santas ofrendas. Mientras el Beato Macario estaba absorto en esta visión, oyó una voz que le dijo: “Hombre, ¿por qué te sorprendes? Si un soberano del mundo no permite que los súbditos se presenten ante él con vestidos sucios, ¡cuánto más la Divina Potencia no tolerará que los celebrantes de los santos misterios estén sucios frente a la gloria celeste! Has sido digno de contemplar esto, porque no has criticado al sacerdote”.» De Abbá Macario solía decirse: «No ve lo que ve y no oye lo que oye». B. Los Padres escondían los pecados del prójimo El párrafo precedente terminaba con un dicho sobre Macario el Egipcio. Más

adelante podemos leer: «Se dice que el Abbá Macario se había convertido en un ser divino-humano: como Dios cubre el mundo, así el Abbá cubre los defectos de los otros». Sobre Abbá Ammón se cuenta esta anécdota: «Una vez el Abbá se detuvo en un lugar para comer. Cerca de allí vivía un monje que tenía mala fama. En aquel momento llegó la mujer que tenía relaciones con aquel monje. Los habitantes del lugar, cuando supieron de estas visitas, se reunieron para expulsar al monje y pidieron al Abbá Ammón que interviniese. El monje pecador, al saber lo que iba a ocurrir, escondió a la mujer bajo un gran barril. Cuando llegó el grupo de gente con Ammón, éste se dio cuenta de la acción del monje y, por amor de Dios, ocultó el hecho: se sentó encima del barril y ordenó a la gente que buscasen a la mujer por todas partes. Naturalmente no pudieron encontrarla y el gran asceta les increpó: “¿Qué habéis hecho? ¡Dios os perdone!” Y los echó fuera. Cuando se quedó a solas con el monje, tomó su mano entre las suyas y le dijo: “Cuídate de ti mismo, hermano.” Y se fue». Merece la pena mencionar el comentario que el Beato Doroteo de Gaza hace de este episodio: «¿Habéis Visto lo que hizo Abbá Ammón cuando fueron a él para mostrarle una mujer oculta en la celda de un monje? ¿Habéis visto cuánta piedad demostró y cuánto amor tuvo aquella santa alma? Como había comprendido que la mujer estaba escondida debajo del barril, se sentó encima y ordenó a los otros que buscasen por otros lugares. Ya que no lograron encontrar a la mujer, les dijo: “¡Dios os perdone!”, y así les hizo avergonzarse y les enseñó a no juzgar jamás al prójimo. Al mismo tiempo dio una lección al monje, al decirle: “¡Cuídate de ti mismo, hermano!”, porque le hizo sentir vergüenza y piedad. La filantropía y el amor del Padre espiritual fueron las que obraron en el alma de aquel hermano». 3. LA MALEDICENCIA Y LA CRITICA SON PECADOS A. La enseñanza de los Padres La opinión de los Padres del Desierto es unánime: la maledicencia y la crítica son obras del demonio. La frase de Juan Clímaco es ejemplar: «Los demonios se

esfuerzan por todos los medios para hacernos pecar. Cuando no lo consiguen, nos obligan a criticar y así pecamos». Obras del demonio las llama también Isaac el Sirio, y el Beato Antíoco del Monasterio de S. Saba caracteriza la maledicencia como «demonio desordenado, inquieto, deseoso de habitar donde hay discordias». No existe ninguna duda sobre el hecho de que la maledicencia y la crítica ensucian el alma y provocan daños, no solamente al que critica sino también al que es criticado. El que critica peca dos veces. Esto es lo que dice al respecto el Beato Antíoco: «El que critica se hace daño a sí mismo y daña a los que le escuchan. Con la maledicencia quiere crear confusión en los otros y les hace partícipes de su propia insensatez. Al actuar así, comete un doble pecado y es responsable tanto de sí mismo como de los que creen en sus palabras». El Beato Talasio expresa las mismas ideas: «El alma del que critica tiene una lengua malvada: se hace daño a sí misma, al que le escucha y, algunas veces, a aquel que es criticado». La expresión «algunas veces» que usa el Beato, nos deja la posibilidad de pensar que no siempre se daña al que es criticado. El Beato Antíoco afirma, por ejemplo, que es útil ser criticado: «Los que nosotros criticamos se vuelven más ligeros». Otros creen firmemente que cuando se critica se hace daño al prójimo, y Juan Clímaco sostiene que «con la maledicencia no se corrige al hombre». En resumen, el problema no se puede resolver, pues pertenece al espacio secreto del alma, pero creemos que el Beato Talasio es el que ha hablado con mayor exactitud. Los autores citados han hecho decir a Doroteo de Gaza que la crítica y la maledicencia están dentro de los pecados más graves: «¿Has visto lo grave que es el pecado de criticar al prójimo? ¿Existe otro más grave? No existe otro no tolerado por Dios, como han dicho los Padres». Y más adelante: «Nada provoca la cólera de Dios ... como la crítica y la humillación del prójimo». Lo mismo repite también el Beato Antíoco del Monasterio de S. Saba, cuando

escribe: «la maledicencia es el peor de los pecados». Sobre este pecado, los Padres dicen que la culpa pesa no solamente sobre el que calumnia, sino también sobre aquél que escucha al que calumnia». El Beato Antíoco observa: «La acción más justa es la de no criticar a nadie y no escuchar con placer al que critica. De lo contrario, el que escucha se hace tan culpable como el que habla». Para Basilio el Grande «el que critica, o el que escucha al que critica y lo tolera, son dignos de excomunión». B. Consecuencias de los pecados, según los Padres La crítica y la maledicencia, en cuanto pecados, no quedan sin consecuencias; la primera es el abandono de Dios. Abbá Isaías dice que quien critica, acusa y envilece al hermano «se aparta él mismo de la misericordia que gozan los santos». Doroteo de Gaza enseña que «no hay otra cosa que desnude al hombre, y le lleve al abandono de Dios, como la crítica y la calumnia o la humillación del hermano». Otro tanto enseña Niceta Stethatos: «El abandono de Dios tiene sus causas en la vanidad, en la maledicencia hacia el prójimo y en el gloriarse de las propias virtudes». Más adelante añade que tal abandono tiene como consecuencia la caída: «No te debe extrañar a ti, que sigues una vida dura y difícil, el hecho de que, cuando te sientes abandonado de Dios, caigas en un pecado de carne, de lengua o de pensamiento. Tuyo es el pecado y en ti está la causa. Efectivamente, si no hubieses pensado sólo en ti mismo, lleno de orgullo y de crítica hacia los demás, no habrías sido abandonado al justo castigo de Dios». La crítica y la maledicencia, frutos de la caída en el pecado, son, como dicen los Padres, «muerte», «muerte del alma». Abbá Isaías decía al respecto: «En esta generación no existe nada que provoque tanto la predicción de los monjes como la crítica o la maledicencia de unos con otros». Y aquél que usa tales armas no sólo «destruye su propia alma», sino que se

convierte en un nuevo «anticristo». En tales condiciones, todo ejercicio espiritual es vano. El monje que, en el ejercicio de sus obligaciones, se acuerda de las debilidades de sus hermanos, nos dice Abbá Isaías, hace un esfuerzo «carente de frutos». Y en otra parte afirma: «El juzgar al prójimo hace inútiles las fatigas espirituales y destruye los buenos frutos del alma». Lo mismo ocurre con la penitencia, y sobre este particular afirma Abbá Isaías: «La humildad no tiene lengua para calumniar a nadie o para hablar con desprecio. El humilde no tiene ojos para observar los defectos del otro, ni oídos para escuchar lo que no es útil para el alma; ni tiene como fin contestar a nadie. No se preocupa de otra cosa más que de pensar en sus propios pecados. Es pacífico con todos los hombres, de acuerdo con los mandamientos del Señor, y no sólo por motivos de amistad humana. Incluso el que ayuna o come una vez a la semana, o practica enormes ejercicios espirituales, si actúa de forma calumniosa consigue que sus fatigas sean inútiles». 4. LA CRITICA Y LA MALEDICENCIA VAN CONTRA LA ENSEÑANZA CRISTIANA Los que caen en estos dos pecados de los que trata nuestro libro violan, según los Padres, dos capítulos importantes de la enseñanza cristiana: la teología y la eclesiología. A. Contra la teología En la base de este tema de los Padres está la enseñanza de la Iglesia, que dice que juzgar al prójimo es un acto exclusivo de Dios, que lo cumplirá en el juicio Universal (la llamada «segunda venida»), y no constituye un derecho del hombre. Cuando un hombre critica, hace algo que no le incumbe a él y ofende a Dios. Los Padres expresan esto de distintas formas. Por lo que respecta al momento en que es lícito juzgar, dicen que todo juicio está siempre fuera del tiempo oportuno. El momento justo será el juicio Universal. A

propósito de esto, el arzobispo de Alejandría, Juan el Misericordioso, afirma que «juzgar antes de tiempo es una violación de los mandamientos». Para otros, como el Beato Antíoco del Monasterio de S. Saba, «el juicio no nos corresponde a nosotros sino a Dios, el cual, como Gran Juez, conoce las almas y las escondidas pasiones de nuestra naturaleza». Y más adelante: «Nosotros, los hombres, no queremos entender, pero nos apresuramos a criticar al prójimo y le quitamos el juicio a Dios, único Juez». Substraer el juicio a Dios y hacerlo nuestro es visto por Juan Clímaco del siguiente modo: «Juzgar al prójimo es una usurpación vergonzosa de un derecho divino». Con las mismas palabras, pero con un tono todavía más severo, habla Anastasio el Sinaíta: «El que critica antes del juicio de Cristo se transforma en anticristo, porque le quita un derecho a Cristo». El Beato Doroteo nos cuenta una anécdota instructiva: «Hermanos, no existe pecado más grave que aquel que conlleva juicio y humillación del prójimo. ¿Por qué no os juzgáis a vosotros mismos y a vuestros pecados, por los que debéis rendir cuentas a Dios? ¿Por qué robáis el juicio a Dios? ¿Qué buscáis en una criatura suya? Todos deberíamos temer cuando pensamos lo que le ocurrió a un gran asceta: Supo que un hermano había caído en un pecado moral y dejó escapar una exclamación: ¡Oh, qué mal ha hecho! Más tarde, su ángel de la guarda le trajo el alma del pecador y le dijo: Mira, aquel a quien juzgaste ha muerto, ¿dónde ordenas que le lleve? ¿Al Reino de Dios o al infierno? ¿Existe algo más terrible que el peso de tal decisión? ¿Qué otra cosa significan las palabras del ángel sino: tú que te consideras juez de honestos y pecadores, dime dónde conducirías a esta pobre alma: ¿al perdón o a la condena? Lo sucedido emocionó al asceta, que transcurrió el resto de su vida en lágrimas y suspiros, pidiendo a Dios que le perdonase los pecados». Del Abbá Isaías son, por último, estas palabras: «El que critica al prójimo hace de sí mismo un dios». B. Contra la eclesiología Para iluminar este punto, meditaremos sobre algunas sentencias de los Padres que

definen a la crítica y a la maledicencia como acciones antisociales. Antes que nada, afirman que quien calumnia ignora el hecho de que todos los hombres son igualmente responsables del pecado. «No odies al pecador» -dice Isaac el Sirio-: «todos somos responsables». El Beato Nilo afirma: «Debes contristarte por tu prójimo cuando has pecado, pues al hacerlo te contristas por ti. Todos somos responsables de los pecados». «Debemos considerarnos más pecadores que los demás» -dice el Beato Juan-, «sentir como nuestro el pecado del hermano y odiar al demonio que le ha engañado». Una anécdota sacada de las «Sentencias de los Padres» cuenta: «Una vez un presbítero echó fuera del monasterio a un monje pecador. Abbá Besarión se levantó y salió junto con el culpable, diciendo: “Yo también soy pecador”.» Todos los cristianos son responsables del pecado, porque juntos constituyen una unión orgánica: el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. La ofensa a un hermano -ya sea crítica, censura, maledicencia o calumnia- es una ofensa a Cristo, a una parte del Cuerpo de Cristo. Abbá Isaías llega a decir incluso que la penitencia del que ha calumniado es vana, porque ha rechazado a una parte de Cristo. Para que se entienda, Abbá Doroteo hace la siguiente comparación: «Nosotros, queridos hermanos, debemos adquirir gran piedad y amor hacia el prójimo, cuidándonos de la tremenda maledicencia y de humillar a los demás. Debemos ayudarnos como si fuéramos miembros el uno del otro. ¿Quién es el que, si tiene una herida en el pie o en la mano, se corta ese miembro aun cuando esté en estado de putrefacción? Al contrario: se lava la herida y la limpia, le pone medicinas, rocía la llaga con agua bendita y reza a los santos para que intercedan por él; en pocas palabras: no abandona al miembro ni le repugna su mal olor, sino que hace todo lo posible por curarlo ...»

III LOS PADRES EXPLICAN POR QUE LA CRITICA Y LA MALEDICENCIA SON MALES

1. EL JUICIO HUMANO NO ES CIERTO Los Padres no se limitan a condenar los pecados de maledicencia y calumnia, sino que explican las razones y buscan las causas, subjetiva y objetivamente injustas, de dichos pecados. Esas causas son esencialmente cuatro. A. Nuestros sentidos pueden errar El ya citado Juan, que vivió con el gran asceta Barnasufio en el Monasterio de Abbá Seridú, cerca de Gaza en Palestina, en respuesta a una carta del monje Andrés le suministraba esta enseñanza: «Aseguras que los errores de tu hermano son patentes. Dime una cosa: ¿conoces realmente la verdad? A veces sucede que los errores de los que uno habla, que parten a menudo de una sospecha, se revelan después como infundados». Juan Clímaco dice: «No debes criticar aún cuando hayas visto algo con tus propios ojos. A veces ocurre que también tus ojos caen en el engaño». Una anécdota, sacada de las «Sentencias de los Padres», se refiere a este tema: «Abbá Isaías creyó ver que un hermano tomaba una calabaza llena de vino y se la escondía debajo del sobaco. Para expulsar al demonio de la crítica, le pidió que se quitase la túnica y vio que no tenía nada. Entendió entonces que no debe aceptarse todo lo que vean los ojos o escuchen los oídos. Por tanto, hay que tener mucho cuidado con pensamientos y recuerdos, porque crean mentiras que ensucian el alma. Pensar cosas que no son importantes aleja a la mente de pensar en los pecados propios y en Dios». Algo similar nos dice también el libro inédito de la vida de Abbá Pimen, en el siguiente episodio: «Le preguntaron algunos a Abbá Pimen: “Si vemos pecar a un hermano nuestro, ¿debemos hacerle alguna observación?” El santo anciano respondió: “Hasta ahora, si he tenido que ir a un lugar donde había un hermano pecador, he seguido adelante sin hacer observaciones”. Y añadió: “Habéis oído que se dijo ‘asegura solamente lo que ves con tus ojos’, pero yo os digo que debemos evitar el asegurar cualquier cosa, aún aquello que antes han tocado nuestras manos. Se

cuenta al respecto que un monje vio que un hermano pecaba con una mujer y pensó mucho cómo debía actuar. Al fin, se acercó a los dos gritándoles que se separaran, pero se dio cuenta de que delante de él sólo había espigas de trigo. Por eso os repito; aun cuando toquéis algo con vuestras manos, no hagáis ningún comentario”.» B. No conocemos la intención del otro juzgar a una persona es difícil, porque desconocemos el móvil de sus acciones. Macario el Egipcio pone este ejemplo, que es muy idóneo: «A veces algunos santos hombres de Dios van al teatro y dan la impresión, a quienes les observan, de que siguen las cosas del mundo. En realidad, hablan interiormente con Dios». Doroteo de Gaza repite a menudo que los monjes realizan actos con simplicidad de corazón; actos que, vistos por algunos, son objeto de maledicencia y provocan la perdición de las almas de los calumniadores. El Beato Juan nos cuenta: «Sucede con frecuencia que alguien que actúa con un fin bueno es mal entendido por los demás, como le ocurrió a un santo monje que, cuando pasaba delante del estadio, se detuvo y, observando que los atletas se superaban unos a otros para vencer, se dijo en su interior: ¡Mira cómo se esfuerzan voluntariamente los hombres del diablo! ¡Cuánto más nosotros, herederos del Reino de los Cielos, tendremos que luchar por el alma! Con estos pensamientos se alejó, decidido, más que nunca, a la lucha del Espíritu». Aún más adecuado a nuestro tema es el caso del Beato Vitale, tal como nos lo ha transmitido Juan el Misericordioso, arzobispo de Alejandría: «Un asceta de nombre Vitale bajó a Alejandría; de él se decía que había alcanzado la cima de la lucha espiritual. Entre sus múltiples virtudes estaba la de no querer jamás juzgar a su prójimo. Cuando llegó a la ciudad, empezó a vivir de una forma que, según muchos, era escandalosa y censurable: aunque había superado los sesenta años de edad, pasaba revista a las prostitutas de los diferentes bajos fondos. Por hacer este «trabajo» ganaba, según decía, doce óbolos al día. Con uno compraba fruta, que comía después de la puesta del sol, y el resto se lo daba cada noche a una prostituta distinta, a la que pedía que estuviese libre aquella noche. Al anochecer iba donde la

mujer y pasaba toda la noche de rodillas, en una esquina de la habitación, recitando salmos y rezando al Señor. Acabada la vigilia, hacía jurar a la mujer que no revelaría nada a nadie. Para evitar la gloria humana y poder librar a las almas del pecado, fingía diciéndose a sí mismo: ¡vamos, viejo monje, que te está esperando una! A los que le reprendían y se reían de él, les respondía: ¿Es que acaso no soy de carne yo también? ¿Es que sólo los monjes son los que tienen que alejarse de los placeres de la carne? ¿No tienen las mismas pasiones naturales que los demás hombres? Algunos le aconsejaban casarse con una de las prostitutas y abandonar el hábito monástico, para que no fuese escándalo para muchos, blasfemia contra Dios y desprecio de aquel hábito. Había quienes le decían: ¡La culpa de todos los que se escandalicen caerá sobre ti! A los que le hablaban así, respondía Vitale: Alejaos de mí y dejad de reíros de mí y de calumniarme: ¿quién os ha constituido en jueces de mis acciones? Es otro el que juzgará al universo y dará a cada uno según sus obras. Muchos, al oír las severas palabras del monje, dejaron de controlarle; otros fueron al obispo Juan el Misericordioso para presentarle sus quejas. El obispo, milagrosamente informado por Dios de la virtud del asceta Vitale, no les escuchó puesto que el monje trabajaba para una sola cosa: la salvación de las almas. Oraba por lo que le calumniaban; su obra produjo mucho fruto y fue motivo de salvación para muchos. Aquellas mujeres que le veían rezar y cantar todas las noches, empezaron una nueva vida: algunas se casaron, otras permanecieron solteras y se alejaron de sus acciones pasadas o abandonaron el mundo para entrar en la vida monástica. Mientras vivió Vitale, nadie descubrió su secreto y nadie, excepto él, fue capaz de cambiar la vida de aquellas mujeres». En la Vida del Beato Vitale contada por Juan el Misericordioso hay otros episodios, pero sólo narraremos otro: el de su muerte. «Se le encontró muerto de rodillas, tras haber entregado en oración su alma a Dios. Dejó escrito: “No juzguéis nada ni a nadie antes de que el Señor venga”. A su funeral acudieron las ex prostitutas: llevaban cirios e incienso y lloraban amargamente porque habían perdido a su maestro. Nadie le había visto jamás tocar siquiera la mano de una de estas mujeres, porque pasaba las

noches de rodillas en oración». C. Interpretamos de forma errónea el comportamiento de los demás Los hombres suelen juzgar al prójimo según sus propios puntos de vista y así ocurre que, cuanto más bajo se encuentran en la escala de las virtudes, tanto mayor es la sospecha y más graves aparecen los errores ajenos. Puesto que el mayor número de los pecados humanos se hacen ocultamente o se pueden intuir sólo a través del comportamiento externo, hacer un juicio sobre el proceder del prójimo es algo extremadamente incierto. A este propósito es interesante la observación de Nicetas Stethatos: «Cuando, debido a nuestra pereza espiritual, permitimos que los demonios susurren en nuestros oídos sospechas hacia nuestros hermanos, pero no estamos atentos al mismo tiempo a nuestros ojos, sucede entonces que estos demonios nos hacen juzgar no sólo a los hermanos, sino también a los que son perfectos en la virtud. «Si ves, por ejemplo, a un monje que es alegre y dispuesto a discutir, puedes creer que se inclina a las pasiones; si, por el contrario, le ves triste, puedes pensar que está airado y lleno de orgullo. No es el aspecto exterior lo que determina el juicio exacto. Las diferencias de carácter y comportamiento son infinitas en los hombres. El privilegio del juicio pertenece a aquellos que, después de mucha compunción, han alcanzado la pureza de los ojos y del alma. En ellos habita la luz infinita de la vida divina y se les ha dado el carisma de conocer los misterios del Reino de Dios». Algo similar nos dice Juan Clímaco, a propósito de la tendencia natural de las personas pragmáticas a juzgar a aquellas que son más teóricas: «No seas juez severo de quienes enseñan cosas importantes con la palabra, pero se muestran más débiles frente a las luchas espirituales. Muchas veces la falta de acción se equilibra por la utilidad de las palabras. No todos tenemos todo: en algunos, las palabras superan a las obras, y en otros, las obras superan a las palabras». El peligro intrínseco en el juicio que los «llegados» muestran hacia los principiantes, ya lo ha expresado Cirilo de Jerusalén (+ 315, aprox.) en sus Procatequesis: «Si ves a los fieles privados de preocupaciones no debes juzgarlos de

despreocupados: ellos saben lo que han recibido (el bautismo) y poseen la gracia». Todo lo que se ha dicho hasta ahora se puede resumir en lo expresado por Paladio de Elenúpolis (+ antes del 431), amigo y biógrafo de Juan Crisóstomo, cuando repite las palabras del apóstol Pablo: «No podemos juzgar a los padres espirituales»2. En la Vida de Juan el Misericordioso se lee: «En el tiempo en que vivía el santo, un joven de Alejandría sedujo a una joven monja y se la llevó después a Constantinopla. El patriarca Juan hizo todo lo posible para salvarlos, y un día contó su caso al clero durante una homilía. Los sacerdotes se escandalizaron y empezaron a examinar los aspectos morales: la ruina de las dos almas y el mal ejemplo dado. El santo les interrumpió, diciendo: “Hijos míos, no seáis tan precipitados en juzgar, porque tenéis el riesgo de caer en dos peligros: el primero es querer juzgar antes de que llegue el juicio Universal, con lo que transgredís, por tanto, un estricto mandamiento; el segundo os lleva a erigiros en jueces del prójimo con excesiva facilidad. Nadie os puede decir si los dos de los que habláis continúan en pecado o han cambiado de vida. En la vida de un gran santo he leído el siguiente relato: ‘Un día dos monjes llegaron a la ciudad de Tiro para llevar a cabo un servicio. Uno de ellos fue perseguido por una prostituta llamada Porfiria, que le suplicaba a voz en grito que la salvase como Cristo había hecho con la Magdalena. Sin pensarlo mucho, el monje la tomó de la mano, atravesó la ciudad ante los ojos atónitos de mucha gente y se fue de allí. Durante su peregrinación encontraron un niño abandonado y Porfiria, por filantropía, se hizo cargo de él. Pasado algún tiempo, los vecinos supieron lo del niño e hicieron objeto de sus mofas e ironías al monje y a Porfiria, divulgando por toda Tiro el rumor de que una prostituta había tenido un hijo con un monje’. “¡Veis cómo los hombres están dispuestos a creer las sospechas sobre todo cuando ellos son malos y falsos! Lo que son ellos es lo que les empuja a creer lo que afirman. Se hacen testigos de sí mismos, calumnian con facilidad a los demás, se trastornan en pensamientos y palabras malvadas, desean llevar a los demás a su maldad y creen que 2 Es una versión de I Cor 2, 15, que dice textualmente: «... el hombre de espíritu lo

juzga todo; y a él nadie puede juzgarle» (N. del T.)

así pueden escapar de que les remuerda la conciencia. “Pero volvamos a nuestro relato: ‘El monje hizo que Porfiria tomase el hábito monástico, con el nombre de Pelagia, y la metió en un monasterio donde se practicaba la hesiquia. Al final de sus días condujo a la monja Pelagia de vuelta a Tiro, seguida del niño, que ya tenía siete años. Al punto se propagó la voz de que Porfiria, junto con su marido monje, había vuelto. Un día, durante una de las visitas de los curiosos al monje, éste mandó que le trajeran un brasero encendido y, a la vista de los presentes, se volcó el contenido sobre el pecho, diciendo: `Bendito seas Tú, Señor, Tú eres mi testigo: de la misma forma que ahora el fuego no ha tocado mis vestidos, así tampoco he tocado yo a la mujer que vive conmigo desde hace tanto tiempo.’ “Los presentes, estupefactos, alabaron a Dios, que sabe glorificar abiertamente al que le sirve en lo oculto. Tras realizar este gesto, el monje murió”. «Así pues, mis queridos hijos -continuó el patriarca- os aconsejo que no os apresuréis a juzgar a los demás: sucede a menudo que vemos el pecado cometido a la luz pero no vemos después la penitencia hecha en secreto». De la Vida de Juan el Misericordioso sacamos también otro episodio, en el que se advierte que el mismo santo se equivocó al juzgar a un monje: «Por aquel tiempo vivía en Alejandría un monje que iba acompañado de una bella muchacha. Algunos hombres de Iglesia, al verlo, se escandalizaron y se dirigieron al patriarca, que creyó en sus palabras; ordenó que capturasen a los réprobos, los hizo flagelar y los encerró en celdas separadas. Pero durante la noche se le apareció en sueños un monje, que le mostró la espalda llena de llagas y le dijo: “Obispo, ¿te gustan estas heridas? Créeme: también tú has errado como hombre”. El patriarca se despertó e hizo que le llevasen ante el monje, que estaba todavía dolorido por los golpes recibidos. Al reconocer en él al monje del sueño, quiso asegurarse de la veracidad de las heridas y, tras hacerle quitar la túnica, se dio cuenta no sólo de que los miembros estaban llagados, sino también de que el monje estaba castrado, a pesar de ser muy joven. Inmediatamente el patriarca privó de los grados eclesiásticos a todos aquellos que le habían calumniado, se excusó con el monje por su comportamiento hacia él y le pidió

perdón, añadiendo, sin embargo, que lo único que no podía alabar era el hecho de que fuese por la ciudad acompañado de una mujer. Entonces el monje, con gran simplicidad, respondió: “Querido obispo, bendito sea el Señor, te diré toda la verdad sobre mi historia: mientras iba en peregrinación al santuario de los santos Ciro y Juan, me detuve en Gaza y allí fue donde encontré a esta muchacha. Ella se echó a mis pies y me pidió poder seguirme para ser cristiana, ya que era hebrea. Yo, por mi parte, temeroso de las palabras del Señor que dice que no despreciemos a los pequeños, acepté su compañía. Me ayudó a tomar esta decisión el hecho de que, dada la situación de mi cuerpo, el diablo no podía hacerme caer en la tentación. Llegados al lugar de nuestra peregrinación, dejé a la muchacha para que fuese catequizada y bautizada. Desde aquel momento, con alma pura, peregrinó junto a ella y con la mendicidad la alimento. Mi deseo es que entre en un monasterio.” «Al escuchar estas palabras, Juan el Misericordioso exclamó: “¡Oh, Señor mío, cuántos siervos tuyos permanecen ignorados!”. Ordenó que diesen cien denarios al monje, pero éste no los aceptó, diciendo que quien tiene fe no necesita dinero, mientras que, por el contrario, quien ama el dinero está vacío de fe. Dicho esto, se inclinó ante el obispo y se fue». Así pues, no se puede juzgar al prójimo de forma objetiva, porque no podemos entrar en su alma: esto sólo lo puede hacer Dios. He aquí lo que dice sobre el tema Abbá Doroteo: «¿Qué derecho tenemos de ocuparnos de nuestro prójimo? ¿Qué buscamos en los asuntos ajenos? ¿Tenemos que opinar siempre algo? Entonces, que cada uno se mire a sí mismo y a sus propias maldades. La justificación y el juicio pertenecen sólo a Dios. Únicamente El conoce la situación, la fuerza, las ocupaciones, las gracias, la capacidad de cada uno y sólo El puede juzgar cada uno de estos aspectos del hombre. Dios juzga de distinta manera al obispo y al gobernador, al pedagogo y al monje, al padre espiritual y al aprendiz, al enfermo y al sano. ¿Quién puede juzgar, mejor que Dios, estas distintas situaciones, El que lo ha creado todo, lo ha plasmado todo y lo conoce todo?». 2. NO CONOCEMOS LA HISTORIA DEL ALMA DEL OTRO

A. Dios no abandona jamás al hombre En los textos y enseñanzas de los Padres se encuentran muchos testimonios que aseguran que Dios no abandona jamás al hombre. Entre todos ellos hemos seleccionado un testimonio de los «Relatos de los Ancianos»: «Una vez el espíritu de la impureza había declarado la guerra a un monje, el cual, habiendo visto a la hija de un sacerdote pagano, la amó y se la pidió como mujer al padre. «El padre de la muchacha no consultó a su dios, sino que se dirigió al demonio al que adoraba y le dijo: “Un monje cristiano me pide que le de a mi hija como esposa: ¿debo dársela?”. El demonio respondió: “Pídele que reniegue de su Dios, del bautismo y del hábito monástico”. El monje consintió en todo, y en ese mismo momento una paloma salió de su boca y voló hacia el cielo. “El sacerdote pagano volvió al demonio y le dijo que el monje estaba de acuerdo con las tres condiciones. De todas formas, el demonio le aconsejó que no le diese a su hija por esposa, porque sentía que Dios no había abandonado al monje y todavía le estaba ayudando. El sacerdote pagano volvió a hablar con el monje y le refirió todo lo que el demonio le había dicho. Al oírlo, el monje exclamó: “¡Cuánta bondad me ha mostrado Dios! ¡He renegado de El, del bautismo y del hábito que llevo y, a pesar de todo, el buen Dios todavía me ayuda!” “Volvió al desierto y confesó a su padre espiritual la desgracia que le había ocurrido. El buen anciano le respondió: “Quédate conmigo en la gruta, ayuna durante tres semanas, comiendo sólo una vez cada dos días, y yo pediré al Señor por ti”. Y se dirigió al Altísimo, diciendo: “Señor mío. Te ruego que me concedas esta alma y que aceptes su penitencia”. Y Dios lo aceptó. »Pasada la primera semana, el monje anciano preguntó al hermano: “¿Has visto algo?” “Sí” -respondió- “He visto a la paloma en lo alto del cielo: estaba sobre mi cabeza”. “Presta mucha atención y ora a Dios sin parar”, contestó el padre espiritual. »A la siguiente semana se repitió lo mismo y, a la pregunta del monje, esta vez el pecador dijo: “He visto a la paloma venir cerca de mi cabeza”. “Ayuna y reza

todavía”, fue la respuesta. »La tercera semana el monje dijo: “He visto a la paloma posarse sobre mi cabeza y he extendido la mano para tomarla, pero ella ha entrado en mi boca”. “Dios ha aceptado tu penitencia; en el futuro, custodia tu alma”, observó el anciano. El hermano respondió: “De ahora en adelante, Abbá, estaré contigo hasta la muerte”.» B. Ignoramos la lucha del pecador Generalmente, los hombres juzgan el pecado de los demás sin conocer la lucha que precede a la caída, lucha que se presenta de forma distinta de una a otra persona. Juan Casiano (+ 360, aprox.), peregrino en Egipto y conocedor de la vida monástica por haberla practicado durante diez años, pone en boca de uno de los monjes egipcios las siguientes palabras: «Aparte de lo que hemos dicho, juzgar a los demás es peligroso por otra causa: porque ignoramos la verdadera razón que les ha impulsado hacia la vía del pecado; así pues, nos transformamos en jueces severos, caemos nosotros también en un pecado más grave y demostramos sentimientos injustos». La lucha que precede al pecado es, a veces, tan ardua, que por sí misma puede justificar al pecador. Abbá Doroteo afirma: «En verdad puede ocurrir que un hermano haga algunas acciones con tal simplicidad de corazón que agrade a Dios más que toda tu vida: tú le calumnias por resentimiento y así condenas tu alma. Supongamos que caiga en el error, ¿cómo puedes saber cuánto ha luchado antes de hacerlo? Dios puede reputar como buena obra un pecado cometido en tales condiciones: ha visto sus esfuerzos y conoce el sufrimiento que ha experimentado, tiene compasión de él y le perdona. Dios le perdona ... y tú ¿por qué te atormentas en tu corazón? ¿Sabes cuántas lágrimas ha vertido ante el Altísimo por sus pecados? Has visto el pecado, pero ignoras la penitencia». C. El pecador quizás se ha arrepentido ya y se ha salvado Supongamos que alguien pudiese comprender el pecado del hermano y pudiese juzgarlo con equidad: antes de que se lo cuente a otro, quizás el pecador se ha

arrepentido ya y ha pedido perdón a Dios. Sucede entonces lo que nos dice Abbá Doroteo: «Has visto el pecado del hermano, pero ignoras su arrepentimiento. Los santos ascetas nos enseñan que todo pecador tiene la posibilidad de salvarse». Anastasio el Sinaíta dice; «no juzgues, si quieres el perdón de Dios; tú puedes ver que alguien peca, pero no sabes cómo acabará su vida. El ladrón crucificado con Jesús era un asesino, y entró en el Reino; Judas era apóstol y discípulo del divino Maestro, pero cayó en la condena eterna. ¿Cómo puedes conocer verdaderamente las acciones de los demás? Es frecuente que hombres que parecen pecadores empedernidos estén ya sinceramente arrepentidos, sin que los demás siquiera lo sepan. Para nosotros son pecadores; para Dios, sin embargo, ya están justificados. El Beato Nilo de Ancira dice: «Ni la virtud ni la maldad son inmutables, porque la naturaleza humana es variable. Si crees que un hermano es negligente, puede convertirse y cambiar de vida, y salvarse ante Dios. Y tú, que ignoras todo esto, le humillas y calumnias mientras que él ya está salvado. Sobre la salvación del hombre pecador, al que Dios no abandona jamás, veamos lo que dice el Beato Nilo: «Si te encuentras con el más depravado de los hombres o con el más perverso de todos los malvados, no le condenes: Dios no le abandonará ni dejará que caiga prisionero del demonio». En un «Relato de los Ancianos» inédito, leemos: «Un monje preguntó a su padre espiritual: “Si un hombre cae en el pecado, ¿qué les ocurre a los que se han escandalizado?” Como respuesta, le contó este hecho: “En un monasterio egipcio vivía un diácono, notable por sus virtudes. Al mismo lugar vino a refugiarse, junto con su familia y el personal a su servicio, un oficial al que perseguía el gobernador. El diácono pecó con una de las mujeres del séquito del oficial y muchos se escandalizaron. Entonces se refugió donde el padre espiritual, le confesó el pecado cometido y le suplicó que les escondiese en una esquina de la celda. Pasó el asunto, pero, después de un cierto tiempo, el río Nilo no se desbordó como lo hacía todos los años. Durante la procesión propiciatoria, uno de los monjes tuvo una visión: el río no daría el agua benéfica hasta que el diácono escondido no volviera de nuevo con los hermanos. Cuando los monjes le sacaron de la cueva, el agua subió de nivel y se

desbordó como había hecho durante siglos. El hecho edificó a los que se habían escandalizado y les impulsó a glorificar a Dios». 3. EL QUE CRITICA Y CALUMNIA SE DAÑA A SI MISMO Estos vicios son injustificables, no sólo porque el juicio humano es inseguro y se olvida de que el pecador puede salvarse, sino también porque dañan a quienes los poseen. A. La maledicencia va contra la naturaleza humana La maledicencia y la calumnia confirman una vez más la ley del pecado: una acción malvada, hecha por interés humano, provoca un resultado opuesto al deseado. En nuestro caso, el hablar de los pecados del prójimo generalmente tiene como objeto la «protección» de la persona que habla. El hombre discreto, por el contrario, ve sus propias debilidades y no las proyecta sobre los demás. El Beato Doroteo dice: «De todas las cosas podemos sacar daño o utilidad. Tomemos el ejemplo de un hombre al que, de noche y en un lugar solitario, le observan sucesivamente tres hombres: el primero pensará que el solitario espera a alguien para prostituirse; el segundo le tomará por un ladrón, y el tercero creerá que es un desconocido a la espera de un amigo con el que ir a la iglesia cercana a rezar. Así pues, los tres han visto al mismo hombre en el mismo lugar, pero no han pensado lo mismo de él, sino que cada uno ha proyectado sobre el solitario su propia situación personal». Isaac el Sirio, a propósito de la envidia que contiene la maledicencia, anota: «El que humilla a un hermano ante los ojos de los demás, demuestra que es muy difícil que muera la envidia». El que critica provoca la vergüenza ajena, se deleita con las pasiones, osa curiosear en la conciencia ajena y se erige en juez. El Beato Antíoco del Monasterio de S. Saba dice: «Es vergonzoso estar enfermo sin remedio, tener úlceras incurables e innumerables deudas, pero, además, lo es

curiosear en los errores ajenos». El «Relato de los Ancianos» inédito citado otras veces, nos enseña: «Un monje, empujado por el demonio, fue al padre espiritual a contarle que dos hermanos vivían en el pecado. Como respuesta, el confesor le ordenó que trajese a los dos monjes. »Llegados a su presencia, les mandó que durmieran bajo la misma manta, en virtud de que “¡los hijos de Dios son santos!”. Dirigiéndose al monje engañado por el demonio, le dijo: “Tú debes encerrarte en una celda, pues dentro de ti tienes la pasión de la prostitución”.» B. El que calumnia cae en innumerables pecados El asceta Xilón escribe: «El que habla fácilmente de los pecados ajenos hará enseguida que se despierten en él las pasiones». Este principio es tan absoluto que ni siquiera los virtuosos se libran de él. Juan Clímaco comenta al respecto: «La causa más común de la caída de los principiantes es el placer; para los que se encuentran a mitad de camino es el orgullo, y para aquellos que están cerca de la perfección, la única causa de pecado es juzgar al prójimo». El pecado de los que calumnian es el mismo de los que son calumniados. Dios lo permite para que comprendan el error y vuelvan a ser prudentes. Isaac el Sirio confirma esta afirmación: «Ama a los pecadores sin imitar sus obras, pero tampoco los desprecies por sus pecados: de lo contrario, te arriesgarías tú también a caer en las mismas tentaciones». Máximo el Confesor observa: «El que cuenta a otros el pecado de un hermano, sin tener miedo de sí mismo ni del prójimo, será abandonado por Dios y caerá en el mismo pecado. Será también ridiculizado, verá la sonrisa en el rostro de los demás y sufrirá la vergüenza». Con anterioridad a los dos autores citados, San Casiano hizo decir a un asceta egipcio: «Nuestro padre espiritual nos contaba que tres veces amonestó a varios hermanos: la primera vez reprendió a algunos que, forzados por una inflamación, acudieron a un cirujano a que les quitasen las amígdalas; la segunda vez reprendió a

los que tenían una manta en su celda, y la tercera amonestó a algunos monjes que, empujados por los fieles bendecían aceite y lo distribuían. »Más tarde reconoció él mismo que había caído en los tres pecados que censuró en los demás. Se le inflamaron las amígdalas y tuvieron que quitárselas, una enfermedad le obligó a usar una manta y la insistencia de algunos peregrinos le llevó a tener que bendecir un frasco de aceite.» En las «Sentencias de los Padres» se lee: «Un monje contó al Abbá Pimen que no dejaba entrar en su celda a un hermano al que reprobaba, mientras que no ponía límite alguno a otro hermano al que admitía. El Padre le dijo: “Si haces el bien al hermano bueno, al malo has de hacerle el doble”. »En un monasterio vivía un eremita de nombre Timoteo. Un pedagogo le preguntó cómo se debía comportar con un monje pecador, y aquel le respondió que le expulsara. La tentación que sufría aquel monje se volvió de tal forma contra Timoteo que, desesperado, oró al cielo. Entonces se oyó una voz que reconvino a Timoteo y le dijo: “Sabe que te he hecho esto porque tú no has ayudado al hermano en la hora de la tentación”.» Un episodio análogo se encuentra en el «Relato de los Ancianos» inédito: «Abbá Moisés solía recomendar a los hermanos que contasen todos sus pensamientos a padres espirituales dotados de diácrisis 3(*), al entender que ésta no acompaña la edad o las canas. De hecho, muchos se han fiado sólo de la edad o de la ancianidad y han caído en el error de dirigirse a padres espirituales ricos en años, pero pobres en experiencia. »Una vez un monje fue tentado por el demonio de la impureza. Se dirigió a un padre espiritual inexperto, que le acusó de miserable e indigno de llevar el hábito monástico. Como resultado, aquel monje decidió volverse al mundo. »Dios, en su infinita providencia, hizo que aquel monje se encontrase en su camino con Abbá Apolo, quien, al verle tan turbado, le preguntó cuál era la causa. Después de insistir mucho, el monje le contó la historia, al oír las palabras del que estaba volviéndose al mundo, Abbá Apolo, como sabio doctor, le consoló y aconsejó: “No 3 Término griego que significa, a la vez, discernimiento y discreción. (N. del T.)

tienes que espantarte, hijo mío, y ni siquiera desesperarte, porque también yo, a pesar de mis canas, vivo atormentado por pensamientos maliciosos. No pierdas tu celo a causa de las ofensas sufridas y vuelve, al menos por un día, a tu celda del monasterio”. »El monje obedeció y Abbá Apolo, por su parte, se fue frente a la celda de aquel confesor inexperto y pidió a Dios que enviase las mismas tentaciones sobre aquel hombre que, en tantos años, no había aprendido nada todavía. »Terminada la oración, vio cómo un demonio lanzaba flechas contra el confesor. Este, para no sufrir, tomó el camino hacia el mundo, como había hecho su víctima. »Abbá Apolo le amonestó: “Vuelve a tu celda y de ahora en adelante date cuenta de tus debilidades: has de pensar siempre que vives como olvidado y despreciado por el demonio y que no eres digno de luchar contra él, como hacen los grandes ascetas. Una sola ofensa ha bastado para desconcertarte. El que se venía a refugiar en ti había sido tentado por el enemigo de las almas y tú, en vez de sostenerle en la lucha, le has hundido en la desesperación, olvidándote de que hay que salvar al que camina hacia la muerte y rescatar a los que están muertos. Nadie puede resistir los ataques del enemigo o apagar las pasiones naturales, pero la gracia de Dios vela por encima de las debilidades humanas”.» El pecado en que cae el que juzga no es siempre el mismo, sino que hay otros, tanto ocultos como evidentes. El escritor ascético de «Preguntas y Respuestas» (que se atribuye a Anastasio el Sinaíta) dice que una de las causas de los sueños nocturnos es también «el juzgar a otros pecadores». Isaac el Sirio nota que «quien acuse a otro delante de una reunión de hermanos agrava sus propias heridas». Por último, Abbá Isaías afirma: «Si ves que uno cae en el pecado, no te mofes de él ni le humilles, y piensa lo que vas a hacer. Si tú, hombre instruido, te burlas o calumnias al simple, también tú serás objeto de burla, maledicencia o calumnia, no sólo por parte de personas sabias e instruidas, sino también por parte de los simples, de las mujeres y de los niños. Recuerda lo que se nos ha dicho: “Lo que uno siembre, eso cosechará” (Gal 6, 7)».

C. La maledicencia turba la mente y aleja la gracia El daño que provoca el pecado de maledicencia es total: ni siquiera queda excluida la mente. Abbá Isaías observa: «La negligencia y el juicio hacia los demás turban la mente del hombre y le impiden ver la luz divina». Juan Clímaco reitera el hecho de que el pecado de maledicencia turba la mente del hombre cuando dice que nacen en él «pensamientos que son blasfemias». Con respecto al segundo aspecto, es decir, al alejamiento de la gracia divina, será suficiente mencionar el siguiente episodio: «En un monasterio vivían dos monjes tan virtuosos que tenían la capacidad de verse recíprocamente iluminados por la gracia divina. Un viernes, uno de los dos encontró a un hermano que estaba comiendo antes de la puesta del sol y le reprendió. Aquella misma tarde, durante la habitual reunión monástica, el otro monje no vio la gracia divina iluminar a su hermano y le preguntó la causa. La respuesta fue: “No creo que haya hecho nada malo, ni siquiera con el pensamiento”. Pero, preguntado de nuevo, recordó que había amonestado al monje transgresor del ayuno. Ambos decidieron rezar y ayunar durante dos semanas: al final de las mismas, la gracia retornó y dieron gracias a Dios con gran alegría».

IV LOS PADRES ACONSEJAN ACERCA DEL COMPORTAMIENTO

1. CUANDO ESTA PERMITIDO EL JUICIO Hemos visto, hasta aquí, la insistencia de los Padres del Desierto en definir la crítica, la maledicencia y la calumnia como reprobables. Pero ¿existen casos en los que sea lícito comunicar el pecado del hermano sin que sea una acción pecaminosa? Ya en el prólogo se recogen algunos ejemplos de cuándo está permitido juzgar; es más: cuándo es necesario hacerlo. En este capítulo nos ocuparemos del argumento en relación con la vida personal del hombre. Basilio el Grande, en sus «Reglas Detalladas», responde a la pregunta «¿qué significa “no juzguéis si no queréis ser juzgados”?» con estas palabras: «Cuando el Señor nos manda, por una parte, no juzgar para no ser juzgados y, por otra, juzgar con un juicio justo, nos enseña que existe una diferencia en la forma de juzgar. Sobre esta diferencia entre juicio permitido y juicio ilícito nos ha hablado muchas veces, y con gran claridad, el Apóstol Pablo: “no se pueden juzgar los asuntos que la Sagrada Escritura nos prohíbe (por ejemplo, el estar atento a ciertos alimentos impuros) o sobre las cosas que no agradan a Dios, por las que el Apóstol acusa a los que las condenan”. Esta opinión paulina está contenida en las palabras: “Pues bien, yo por mi parte corporalmente ausente, pero presente en espíritu, he juzgado ya, como si me hallara presente, al que así obró: que en nombre del Señor Jesús, reunidos vosotros y mi espíritu con el poder de Jesús, Señor nuestro, sea entregado ese individuo a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu se salve en el día del Señor” (I Cor 5, 3-5). »Si se trata de cosas personales o inciertas, caso muy frecuente, abstente del juicio, de acuerdo con lo que dice San Pablo: “Así que no juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones” (I Cor 4, 5). »Pero es necesario luchar para que se aniquilen las leyes de Dios; de lo contrario, nuestra indiferencia sería causa de condena tanto para el que permanece pasivo como para el que ha pecado. Quien juzgue, que esté en guardia para no cometer el mismo pecado de aquel a quien se juzga, pues el Señor dice: “Saca primero la viga de tu ojo,

y entonces podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7, 5).» En otro momento de su obra responde Basilio el Grande a la pregunta «¿qué es la maledicencia?» en estos términos: «Dos son los casos en los que se puede decir el mal de una persona: el primero es cuando es necesario discutir con otros, dotados de diácresis 4, la mejor forma de corregir al que ha pecado; el segundo es cuando hay que proteger a hermanos que, por su ignorancia, pueden ser confundidos por otros. El mismo San Pablo prohíbe relacionarse con los que tratan de engañar. El que no protege a los hermanos es como si se pusiera un lazo en torno al cuello. Por eso, es necesario ayudarse mutuamente, como dice San Pablo en su carta a Timoteo: “Alejandro, el herrero, me ha hecho mucho mal. El Señor le retribuirá según sus obras. Tú también guárdate de él, pues se ha opuesto tenazmente a nuestra predicación” (II Tim 4, 14-15).» Basilio el Grande, en un caso análogo, se comportó como había sugerido. Para ayudar a los que escribía, en una de sus cartas cuenta cómo se ha visto forzado a hablar mal de una persona: «El caso es muy difícil y no sabemos qué hacer frente a una persona de carácter tan inicuo y, por otra parte, no existe ya esperanza de enmienda. Cuando se le interpela, no se presenta. Si se presenta, habla echando pestes y blasfema tanto sobre su inocencia que sólo deseas alejarte de él lo antes posible. Le he visto a menudo devolver las acusaciones contra los que le denunciaban. Se podría decir que no existe sobre la tierra otro ser de naturaleza tan inicua e inclinada al mal. Vosotros decís que habéis decidido soportar su injusto comportamiento como si fuese la ira de Dios y me pedís que intervenga: pues bien, os sugiero que le alejéis de las oraciones comunes para que no os contagiéis y que interrumpáis su comunicación con el resto del clero. Si os protegéis de él de esta forma, quizás se avergüence». Como ya se ha dicho en el prólogo, al monje se le permite hablar con el abad sobre los pecados de un hermano cuando no pueda corregirlo él solo, y exclusivamente con miras al beneficio espiritual. Para resumir el pensamiento de Basilio el Grande sobre cuándo es lícito el juicio, se puede decir que está permitido juzgar cuando el monje comete acciones contrarias 4 Ver nota 3.

a la voluntad divina y el que le corrige no quiere ser culpable del mismo pecado; cuando la ayuda del pecador se discute con padres espirituales con diácresis 5, y cuando se quiere proteger a otros hermanos de los daños de una relación fortuita con el pecador y de los peligros derivados de ella. Los Padres posteriores a Basilio el Grande repiten los mismos conceptos. Abbá Barnasufio, por ejemplo, en respuesta a la pregunta de un hermano, dice: «Si cuentas algo sobre el comportamiento de un hermano y estás libre de pasiones, no te manchas con la maledicencia, sino que actúas para que no aumente el mal». La enseñanza de Máximo el Confesor es análoga: «Dos son las razones por las que puedes referir los pecados del hermano: la primera es la corrección del que ha pecado, con tal de que tú estés libre de pasiones, y la segunda es la corrección de los demás. Pero cuando tu propósito sea difamar y humillar, entonces serás abandonado de Dios». Los tres autores citados -Basilio el Grande, Máximo el Confesor y Abbá Barnasufio- nos hablan de un aspecto particular del juicio: la intención. Si no existe buena intención hasta la mejor acción se convierte en pecado, y prueba de ello es la extrema cautela que muestran los Padres al pronunciar cualquier juicio. Un último caso en el que es lícito el juicio es cuando hay que rechazar una enseñanza herética. Anastasio el Sinaíta, hablando de la costumbre de calumniar al clero que tienen algunos, dice que dicha acción es inadmisible en sí misma, a no ser que el sacerdote al que se acusa haya «errado en argumentos dogmáticos». Pero incluso en tal caso hay que tener mucho cuidado, porque el juicio sobre un error dogmático no es fácil ni todos lo pueden discernir. El que está privado de instrucción teológica, o se apresura en el juicio, se arriesga a encontrar errores donde no los hay. Algo semejante debió ocurrirle a Basilio el Grande, porque escribe en una de sus cartas: «Si el error es sobre argumentos de fe, debemos examinar con cuidado el texto que lo contiene, porque el error podría haber sido cometido por aquel que ha formulado la acusación y no por el que ha sido acusado. Se ha constatado que muchas 5 Ver nota 3

acciones buenas y justas no constan como tales a hombres malvados e injustos que sacan conclusiones falsas de su juicio erróneo. A quien tiene el paladar enfermo hasta la miel le resulta amarga, y un ojo defectuoso no ve las cosas cercanas e imagina las que están lejos». Sucede algo análogo con el significado de las palabras de un texto, cuando el lector que juzga es inferior intelectualmente al contenido del texto que se lee. Sería oportuno que el que escribe y el que lee y juzga tuvieran el mismo grado de instrucción. De la misma forma que el que desconoce la agricultura no puede juzgar cosas relativas al campo, ni el que carece de oído musical puede distinguir la justa melodía de un fragmento de música, así tampoco se puede ser juez de palabras si no se presentan los maestros y estudios realizados. Lo mismo vale para los asuntos espirituales, puesto que el que está privado de diácresis6 no puede juzgar». Procede hacer una última observación: muchas son las palabras que los Padres usan para condenar la crítica, la maledicencia y la calumnia; pocas son las que emplean para ilustrar los casos en los que es lícito juzgar y comunicar a los demás el propio juicio. Por lo tanto, es aconsejable que quienes se inician en el ejercicio espiritual eviten del todo el formular cualquier juicio. 2. COMO SE PUEDEN REMEDIAR LOS DAÑOS PRODUCIDOS POR LA MALEDICENCIA Y LA CALUMNIA Los Padres no han dejado una terapia sistemática para estos dos pecados, y ya se ha dicho que la curación de estos males, como la de otros muchos, no se logra con el conocimiento, sino con resolución y lucha. Incluso la mejor terapia, si es letra muerta, no conduce a ningún resultado. Al contrario, el conocimiento del mal sin la compasión del alma hace al hombre más duro e impasible, porque le quita el miedo a la ignorancia y la posibilidad de desesperarse. Todos los Padres proponen generalmente dos vías para vencer críticas, 6 Ver nota 3

maledicencia y calumnias: la primera es de tipo negativo y consiste en intentar evitarlas; la segunda es de tipo positivo e impulsa a actuar para vencerlas. A. La vía negativa Una primera recomendación de los Padres es, ante todo, la necesidad de alejarnos de quienes critican o juzgan con maledicencia, para protegernos a nosotros, y a ellos, de este pecado. Quien escucha al que critica demuestra que quiere participar en sus palabras y, por tanto, peca. El que practica la maledicencia habla a menudo de forma análoga al auditorio que tiene delante, como dice el Beato Antíoco: «Si escuchamos palabras contra un hermano, no acusemos al que las dice sino a nosotros que le estamos escuchando. El que usa la maledicencia se adapta a la disposición del que le escucha». Por eso, quien escucha al que critica cae en su mismo pecado. Un hermano preguntó al Beato Juan: «Si un hombre no siente inclinación a criticar, pero escucha con placer al que critica, ¿será juzgado por ello?» Y el santo monje respondió: «El que escucha con placer las críticas se mancha de maledicencia y será castigado del mismo modo». El Beato Antíoco repite el mismo concepto: «Es bueno no juzgar en absoluto y ni siquiera escuchar al que critica: el que le escucha cae en el mismo pecado porque, al oír las críticas, se vuelve hostil hacia el hermano». Isaac el Sirio concluye: «Si amas la pureza de corazón, con la que puedes contemplar al Rey del universo, no debes hablar mal de nadie ni debes escuchar al que hable mal del prójimo. Si te encuentras en medio de dos personas que empiezan a litigar, vete de allí y cierra tus oídos para no escuchar palabras de odio y para no matar tu alma». Abbá Ammón enseña acerca de estar en compañía de quienes critican: «Si alguien habla mal de un hermano en tu presencia evítalo, para que no te sucedan también a ti cosas desagradables». Máximo el Confesor dice que no hay que escuchar las palabras de los que critican aun cuando éstas sean ciertas: «No consideres amigos a los que, con sus palabras, te

provoquen tristeza y odio hacia otros hermanos, aunque digan la verdad. Debes evitarlos como si fueran serpientes venenosas. Si actúas así, los frenarás en su acción y salvarás tu alma de semejante maldad». Juan Clímaco es todavía más categórico, y ordena interrumpir al que critica: «No tienes que avergonzarte sino, al contrario: debes decirle que se calle, porque los pecados que cada uno hace cotidianamente son peores que los atribuidos a otros. Si actúas como te he aconsejado obtendrás dos cosas: salvarte a ti mismo y a tu prójimo con una única medicina». Un último caso, más bien difícil, es la crítica a un enemigo. Abbá Isaías dice: «Si tu hermano ha hecho algo malo contra ti y viene otro a contártelo, controla tu corazón para que no despunte el odio. Recuerda que, si quieres que Dios te perdone los pecados, has de evitar la venganza». La segunda parte de este texto trata de la necesidad de no ser curioso con la vida de los demás. La práctica de esta virtud, que se ve obstaculizada por nuestro carácter mediterráneo, conduce a estar despreocupados (no indiferentes) no sólo de los hermanos malos, sino también de los buenos. En las «Sentencias de los Padres» se lee que Abbá Moisés dijo a un hermano: «Si nos ocupásemos de mirar nuestros pecados, no tendríamos tiempo de mirar los de nuestro prójimo. ¿No es imprudente aquel que deja su propio muerto para ir a llorar al del vecino? El significado del dicho “muere para tu prójimo” está en mirar los propios pecados, a fin de evitar el deseo de saber si el prójimo es bueno o malo». Ocuparnos del otro nos quita un tiempo precioso para observar nuestros pecados, acción que sería muy útil para curarnos de la crítica y la maledicencia. El Beato Nilo de Ancira dice: «Quien se afana por indagar los pensamientos ajenos no ve sus propias acciones». El que no se ocupa de los demás no tiene la posibilidad de juzgar ni de condenar, y Dios le recompensa y le salva. Máximo el Confesor, profundo teólogo y maestro de nuestra Iglesia Ortodoxa, escribe en su obra «Preguntas y Respuestas» que existen cuatro posibilidades de salvación para el hombre. Una de ellas es la siguiente: «Cuando escuches que el Señor dice “no juzguéis para que no seáis juzgados”,

respeta la palabra divina y no juzgues a nadie; así, el otro tampoco será juzgado aunque sea culpable, porque has respetado el mandamiento. No dudes: Dios no olvida lo que ha prometido». Anastasio el Sinaíta repite el mismo concepto en el siguiente episodio: «Una vez un monje megalosquima7, que había vivido de forma imprudente y con pereza espiritual, enfermó gravemente. Aunque sabía que estaba próxima su muerte no tenía miedo, sino que, al contrario, la esperaba con alegría y deseo. »Uno de los venerables hermanos que le asistían en la agonía, le dijo: “No podemos comprender cómo puedes estar tan tranquilo en una hora como ésta, cuando has pasado toda tu vida en negligencia y pereza”. El otro respondió: “Es verdad, padres venerables: mi vida ha transcurrido como habéis dicho, pero los ángeles de Dios me acaban de traer el manuscrito de mis pecados y me lo han leído a partir de cuando empecé a ser monje. Me han preguntado también si me acordaba de ellos y yo les he dicho que sí. He añadido, además, que yo no había juzgado jamás a nadie ni mostrado malicia hacia alguno, pues rogué poder cumplir siempre las palabras divinas que dicen ‘no juzguéis para que no seáis juzgados’. Pues bien, hermanos queridos, apenas he dicho esto a los ángeles, ellos han roto el manuscrito de mis pecados. Ahora puedo ir hacia Cristo con gran alegría y sin ninguna preocupación’. »Mientras decía estas palabras, entregó su alma a Dios y fue objeto de las oraciones de todos». B. La vía positiva Esta vía se puede dividir en tres partes. La primera la componen las recomendaciones de los Padres acerca de la necesidad de reflexionar sobre las propias culpas, pequeñas y grandes. De los pequeños pecados, a menudo pasados por alto, se originan los grandes, como dice Abbá Doroteo: «Si escuchásemos las palabras de los Padres espirituales, difícilmente caeríamos en pecado. Si no despreciásemos los pecados pequeños, sin prestarles atención, no existirían siquiera los grandes y graves. La costumbre de menospreciar los pequeños pecados de 7 Uno de los más altos grados monásticos (N. del T.)

curiosidad conduce al pecado más grave de maledicencia, calumnia y humillación del prójimo». El Beato Nilo de Ancira afirma: «No te erijas en juez arrogante de los que se equivocan, más bien presta atención a ti mismo y a tus acciones. Si te has equivocado, debes gemir por ello; y si todo te ha ido bien, no presumas de ello. Si no te han acusado todavía, no seas soberbio para que no te cubras con el mal como si se tratara de un ornamento». Cuando el hombre está atento a sus pecados, no tiene tiempo para ver los de los demás: «Quien quiere salvarse» -sigue diciendo Abbá Doroteo- «no observa los defectos ajenos, sino que ve los suyos y avanza de esta forma en el camino de la virtud». Juan Clímaco es más claro aún: «Los que se constituyen en jueces severos de los defectos ajenos se convierten ellos mismos en objeto de pasiones semejantes, puesto que no se interesan jamás por los defectos propios. Sin embargo, quien ve sus propios defectos, desprovistos del velo del egoísmo, no tiene otra curación que la de llorar el resto de su vida y derramar tantas lágrimas como agua contiene el Jordán». También es bueno vigilar las causas de la maledicencia: oídos y ojos. Abbá Isaías nos enseña: «Si escuchas palabras de maledicencia no las retengas en tu camino de vuelta al monasterio; si proteges tus oídos, tu lengua no pecará». Es útil, asimismo, repetir la opinión de Nicetas Stethatos citada antes: «Cuando, debido a nuestra pereza espiritual, permitimos que los demonios susurren en nuestros oídos sospechas hacia nuestros hermanos, pero no estamos atentos al mismo tiempo a nuestros ojos, ocurre entonces que estos demonios nos hacen juzgar no solamente a los hermanos, sino también a los que son perfectos en la virtud». La autocrítica de estos males de los que hablamos debe ser más profunda todavía. Se llega así a la segunda parte de la vía positiva que hay que recorrer para hacer frente a la maledicencia: la humildad. Es verdad que la humildad se encuentra siempre en la base de toda virtud, pero aquí nos ocupamos de ella en relación con los pecados de los que estamos tratando. Al principio del libro se ha dicho que la principal causa de maledicencia es el

orgullo. Evagrio Póntico afirma: «Si el hombre no es humilde no puede tener éxito en el ejercicio espiritual, porque desprecia la gracia al pensar que se ha fatigado más que los demás». Abbá Isaías lo hace más patente aún: «El humilde no tiene lengua para acusar al otro de negligencia o para hablar con desprecio; no tiene ojos para ver los defectos de los demás y ni siquiera tiene oídos para escuchar cosas inútiles para el alma; no tiene nada contra nadie y sólo piensa en sus propios pecados». Y además: «Cuando estés sentado en tu celda y te vengan ganas de juzgar a alguien, piensa que tus pecados son más numerosos que los del otro; y si crees que tus acciones son buenas, debes pensar que no le han agradado a Dios». Paralelamente a la lucha por conseguir la virtud de la humildad, los Padres proponen una tercera vía positiva: el interés por el prójimo. Una posible revisión de nuestro modo erróneo de mirar a los demás sería la de observar sus virtudes y sacrificios, comparándolos después con los nuestros para alcanzar, de esta forma, compasión y beneficio espiritual. El Beato Juan, con ocasión de que algunos monjes estaban criticando a otros a los que se consideraba más avanzados en la lucha espiritual, les reprende primero y después les dice: «¿No sería preferible desear cosas buenas para nuestros hermanos, y sacar provecho de reconocer nuestra negligencia mientras ellos ejercitan la continencia?» Un paso .más en el interés por el prójimo es el de sufrir con él. El Beato Antíoco observa: «Debemos pensar sólo en lo que se nos ha ordenado: llorar por nuestros defectos, pedir a Dios que nos limpie de nuestra inmundicia y sufrir junto con nuestros hermanos y con los que creen en Cristo. Si hacemos esto, agradaremos al Señor». Nilo de Ancira lo expresa más claramente: «Si tu prójimo peca, tú debes gemir; al hacerlo gemirás por ti mismo, porque todos somos responsables del pecado». Simeón Metafrasto añade: «Cuando veas que un hermano llora de arrepentimiento por sus pecados, siente simpatía por él y llora a su lado: muchas veces sucede que los pecados del prójimo son motivo de corrección para los nuestros. El que llora con

lágrimas amargas por los pecados ajenos se cura a sí mismo de todos aquellos pecados por los que ha llorado». En la misma línea de estas recomendaciones se encuentra la siguiente anécdota de los «Relatos de los Ancianos»: «Una vez un monje se quejó a su confesor de que un hermano le impedía concentrarse espiritualmente. La respuesta fue ésta: “Resiste, hermano mío, y Dios, al ver tu paciencia, corregirá a tu hermano. La dureza no sirve para corregir, igual que un demonio no puede expulsar a otro; sólo la bondad puede dar buenos resultados: nuestro Señor corrige a los hombres con la consolación. En Tebaída había dos monjes: uno tenía pensamientos impuros y quería volver al mundo, pero el otro le suplicaba llorando que no se fuese, pues de esa forma perdería las fatigas espirituales que había hecho y la virginidad. A pesar de ello, el primero no se convencía y entonces el segundo se dirigió a un padre espiritual, que le aconsejó que se fuese con aquel al mundo. Cuando llegaron a la primera ciudad, Dios le quitó el aguijón de la carne al primero ya que el segundo se había sacrificado, y los dos volvieron sin problemas al desierto». Una última forma de interés por los demás es la oración, sobre todo por aquellos que son objeto de maledicencia. Isaac el Sirio dice: «No odies al pecador, pues todos somos responsables. Pero si quieres, por gracia divina, acercarte a él, llora por él. ¿Por qué has de odiarle? Odia más bien sus pecados, reza por él y así te parecerás a Cristo, que no despreciaba a los pecadores sino que rezaba por ellos». En un elogio de Isaac el Sirio, escrito por un autor anónimo, se lee: «Quien ama la paz del alma y la pureza de corazón no ve los errores del prójimo; no trata de corregirlos con palabras, sino que ora continuamente al Señor, con piedad y lágrimas, para que perdone los pecados de todos: los que han pecado por ignorancia y los que lo han hecho conscientemente. Todos, en efecto, grandes y pequeños, caemos en el pecado porque somos humanos». En la Vida de la Beata Teodora se lee también: «No te alegres de las caídas de tu prójimo sino que llora por ellas. Si crees que alguien vive en el mal, reza por él».

3. CUANDO LOS DEMAS HABLAN MAL DE NOSOTROS La enseñanza de los Padres del Desierto no se limita únicamente a condenar los graves pecados de maledicencia, crítica, chisme y calumnia, a explicar las razones de esta condena e informar a los cristianos sobre los distintos modos de evitarlos, sino que nos dan consejos de cómo afrontar la calumnia cuando nosotros somos objeto de ella. Se trata de consejos de carácter espiritual y no técnico, porque no enseñan una metodología «laica» para afrontar la maledicencia, sino que inducen a reflexionar sobre ella y a superarla con el exclusivo fin de progresar en la vía de la virtud. Los Padres advierten al cristiano que empieza el camino espiritual sobre la situación particular en que se encuentra. Su sensibilidad podría llevarle a sospechar, sin razón, de los demás y juzgarlos. Tal hipersensibilidad no es totalmente independiente del defecto del orgullo, que es el campo del demonio; así pues, sospechar de que los demás hablan mal de nosotros es otra tentación del enemigo del género humano. El gran Barsanufio lo expresa claramente: «Pensar que los demás hablan mal de ti es tu primera batalla como principiante». Una aclaración de lo que se siente al ser objeto de calumnia nos la ofrece Abbá Isaías cuando dice que el dolor sentido en tal ocasión es una creación del orgullo, creación «que lleva al despertar del hombre viejo y que impide la compasión. por el pecador». Y más todavía: el dolor que se siente es obra del demonio, y darle importancia es signo de orgullo y aleja al fiel del correcto ejercicio espiritual. Esto es lo que dice Abbá Isaías: «Si alguien te acusa y sufres por ello, tu dolor no es verdadero. Si dicen de ti algo que es falso y te sientes ofendido, has de saber que en tu sentimiento no hay temor de Dios. Tus reacciones demuestran que el hombre viejo vive en ti y te gobierna aún. No creas que detrás de todo esto está la cólera de los que te acusan y ni siquiera que las molestias que sufres están relacionadas con el verdadero dolor del hombre, que sólo se forma por voluntad de Dios».

Algo similar nos dice también Marcos el Eremita: «Algunos, elogiados por sus virtudes, se han vuelto tan alegres que han creído que su júbilo era algo constructivo. Otros, acusados por sus pecados, han sufrido tanto que han creído que su dolor era obra del mal». Al decir esto, los Padres indican el modo de superar positivamente la maledicencia que se dirige contra nosotros, porque ella representa sólo una pequeña parte de la suma de nuestros pecados conocida por Dios. Dice Abbá Isaías: «Si sientes que alguien te ha hecho mal, resiste de buen grado, para que no te lamentes de él con los demás, le juzgues o difames y le pongas como reo en boca de todos, diciendo después que no has hecho nada censurable. Si tienes temor del infierno, detén los males que quieres devolver a tu prójimo y dite a ti mismo: soy un miserable, porque por una parte rezo por mis pecados y Dios los perdona sin hacerlos públicos, y por otra parte, lleno de rabia contra el prójimo, no admito el perdón para él y le arrojo para pasto de bocas ajenas . »Si tu corazón es dócil y sabes protegerte de los males, vendrá sobre ti la misericordia divina; pero si tú corazón se endurece como piedra, entonces Dios te olvidará. Perdóname, hermano mío, porque yo soy pecador y tengo vergüenza de mí mismo». Con el mismo espíritu, Abbá Isaías continúa en tono epigramático: «¡Ay de aquel que, deseoso de inmundicia, exige honor como si fuese un santo». Y concluye diciendo: «Si alguien, justa o injustamente, nos reprende o habla mal de nosotros ...pero ¿qué digo?: aunque nos condujese a la muerte “como ovejas al matadero”, no debemos rebatirle para nada, sino consolarle y hablarle con humildad». Los Padres nos ayudan sabiamente en la lucha espiritual que debemos combatir contra nosotros mismos cuando somos objeto de maledicencia. El perfeccionamiento del cristiano no es obra de individuos, sino una acción que sucede dentro de la Iglesia y con la Iglesia. Por tanto, es necesario que el cristiano calumniado no se ocupe sólo de cómo superar su herida personal, sino que se esfuerce también por no ser causa de maledicencia con un comportamiento tolerante o escandaloso para los fieles, y refuerce con su actitud a los indiferentes y a los traidores a la fe.

Necesita una doble virtud para afrontar las ofensas con tolerancia y silencio. Primeramente hay que controlar las emociones, tratando de eliminar la rabia y la venganza para no añadir una herida a otra herida. Si no se es capaz de ello, mejor es encomendar todo a Dios para que El establezca la verdad. En efecto, una respuesta mal dada en vez de corregir el mal puede aumentarlo en tres dimensiones: dañando al que responde, al que recibe la respuesta y al que está escuchando. Es ejemplar lo que Basilio el Grande, como cristiano y jefe eclesiástico, enseña con palabras y obras. Una vez el obispo de Neocesarea del Mar Negro y su clero se enfrentaron con malicia contra Basilio el Grande por cuestiones disciplinarias, y él, no queriendo ningún malentendido, les escribió una carta a la que no dieron ninguna respuesta. Así pues, escribió una segunda carta que empieza así: «Ya que todos, sin excepción, os encontráis en estado de odio hacia mí y seguís fielmente a vuestro obispo en la guerra que me habéis declarado, había pensado permanecer en silencio sufriendo por el disgusto que me habéis causado. Pero como no hay que callarse ante las calumnias cuando ponen en riesgo la verdad, pues con ello se daña a los que creen, he pensado que sería justo enviaros a todos vosotros una nueva carta, aunque no haya recibido ninguna respuesta a la que os envié.» En otro momento escribe así a los monjes de una Provincia lejana: «Todas las Iglesias se han conmovido y todas las almas se han agitado porque algunos han empezado a acusar a sus hermanos. La mentira se dice sin temor y la verdad se oculta. Los que han sido acusados son condenados sin juicio; y a los que acusan se les cree sin ningún examen. Cuando he oído que, desde hace tiempo, circulan cartas contra mí, en las que se me acusa de hechos de los que estoy dispuesto a defenderme en el tribunal de la verdad, he decidido permanecer en silencio. Me basta tener al Señor como testigo contra la calumnia, porque sólo El conoce los secretos de los hombres. »Pero como muchos han interpretado mi silencio como confirmación de las acusaciones que se hacían contra mí, y no como un acto de longanimidad por mi parte, he decidido escribiros esta carta. Apelo, pues, a vuestro amor y os pido que no aceptéis como válidas las acusaciones que se hacen contra mí, porque son falsas.

Ninguna ley juzga a alguien sin primero haberlo escuchado». El gran obispo no tenía ninguna dificultad en afrontar en silencio las acusaciones que se le hacían y el único motivo que juzgaba válido para interrumpir su silencio era el de proteger a los demás de los pensamientos malignos que pudiesen nacer en ellos. Por eso les invitaba a reflexionar sobre todos los aspectos del caso en cuestión. La sumisión de Basilio el Grande ante las acusaciones, y cómo las soportaba con paciencia, es particularmente evidente en un episodio en el que quien le acusaba era una mujer herética llamada Simplicia. Puesto que las mentiras y blasfemias que esta mujer profirió contra él no fueron divulgadas, Basilio el Grande prefirió no comentarlas y escribió: «Ya que los hombres acostumbran a odiar a los mejores y amar a los peores, cierro mi boca y sofoco en el silencio la vergüenza provocada por tus blasfemias. No tomo en consideración los juicios humanos, sino que prefiero esperar al Juez del Cielo, que sabe defender de toda injusticia mejor que cualquier otra persona». CONCLUSIÓN Si se quisiera hacer un epílogo de todo lo dicho por los ilustres Padres de nuestra Iglesia sobre la crítica, el chisme, la maledicencia y la calumnia a lo largo de los siglos, se podrían citar las palabras del Beato Isidoro de Pelusio (+ finales del siglo IV): «Verdaderamente me impresiona el hecho de que nos convirtamos en jueces impasibles de los desórdenes y pecados ajenos, mientras pasamos por alto los nuestros, que tienen necesidad de un perdón mayor. «Para nuestros pecados somos ciegos, pero para los de nuestro prójimo tenemos la vista demasiado aguda. »Sucede lo contrario con nuestros éxitos: los pequeños los vemos enormes, pero los de nuestro prójimo, por grandes y maravillosos que sean, los vemos pequeños y despreciables». Simeón Metafrasto sugiere: «No seas juez parcial de ti mismo y no examines las cosas para tu interés. No des importancia a lo poco bueno que hay en ti, ni te olvides por completo de tus muchos defectos. No presumas de lo que has logrado hoy para

después menospreciar lo que has hecho mal en un pasado próximo o lejano. Cuando el presente te adule, acuérdate enseguida del pasado y así no te enorgullecerás». Estas últimas palabras podrían concluir nuestro tema y, para muchos, cuanto se ha dicho sería suficiente. Sin embargo, para otros, entre los que me incluyo también yo, aún falta algo. Falta la respuesta a una pregunta muy justificada: las cimas alcanzadas por los Padres ¿son alcanzables también por los hombres? ¿Es posible que el hombre llegue a evitar todo juicio? La pregunta no es nueva y muchos, antes que nosotros, se la han hecho. También se ha dado la respuesta y puede encontrarse en las palabras de un gran experto: Isidoro de Pelusio. En una carta al presbítero Teodosio, escribe: «Resistir, por una parte, a las blasfemias e injusticias y, por otra parte, a los que las cometen y rezar por ellos con corazón puro, es algo difícil y supera tus fuerzas. Es todavía más arduo cuando los que te dañan no quieren arrepentirse y se mofan de ti porque rezas por ellos. Si ya lo has conseguido, te elogio con todo mi corazón. »Por lo que a mí respecta (no quiero esconder mis defectos) he tratado muchas veces de rezar por mis enemigos, pero a menudo sólo he sido capaz de pronunciar unas pocas palabras. No dudo de que algunos hayan alcanzado tales niveles de valor: me alegro de ello y espero poder llegar yo también. »Pero tampoco quiero caer en el defecto, tan extendido, de encontrar mil excusas cuando una virtud parece inalcanzable. Hay algunos que dudan de poder conseguirla, porque razonan en términos humanos y todos opinan sobre el Prójimo a partir del juicio sobre sí mismos. »Hay otros que, para no ser tachados de incapaces o débiles, encuentran pretextos vergonzosos y fingen haber llegado a la meta. Por último, hay otros que evitan por completo el combate y, para no ser acusados de pereza, recurren a teorías y pretenden encontrar mil razones para rechazar la lucha del Espíritu».

FUENTES Puesto que la Bibliografía del autor se refiere a obras editadas en Grecia y difíciles de encontrar en España, nos limitamos a indicar las fuentes originales utilizadas por él: AUTOR ANÓNIMO: «Epigrama de Isaac el Sirio»; «Relatos de los Ancianos»; «Sentencias de Abbá Ammón»; «Sentencias de los Padres». ANASTASIO EL SINAITA: «Tratado sobre la Santa Virginidad». ANTIOCO DEL MONASTERIO DE S. SABA: «Máximas». BARSANUFIO Y JUAN: «Epístolas». BASILIO EL GRANDE: «Epístolas»; «Reglas Breves»; «Reglas Detalladas». CIRILO DE JERUSALÉN: «Procatequesis». DOROTEO DE GAZA: «Enseñanzas Diversas a sus Propios Discípulos»; «Epístolas». EVAGRIO PONTICO: «Espejo de Monjas»; «Los justos y los Perfectos»; «Sobre la Humillación». ISAAC EL SIRIO: «Máximas». Abbá ISAÍAS: «Máximas». ISIDORO DE PELUSIO: «Epístola a Alipio»; «Epístola a Teodosio, Presbítero». JUAN CASIANO: «Instituciones». JUAN CLIMACO: «Máximas». MACARIO EL EGIPCIO: «Homilías Espirituales»; «La Gran Carta»; «Sentencias». MARCOS EL EREMITA: «Sobre el Pensamiento»; «Sobre la Ley del Espíritu». MÁXIMO EL CONFESOR: «Capítulos de Amor»; «Preguntas y Respuestas». NICETAS STETHATOS: «Capítulos Naturales»; «Capítulos Prácticos»; «Vida de Simeón el Nuevo Teólogo». NILO DE ANCIRA: «Epístolas»; «Sentencias sobre lo Prohibido y Corruptible»; «Sobre el Monje Eulogio». PALADIO DE ELENUPOLIS: «Diálogo sobre la Vida de Juan Crisóstomo». PSEUDOANASTASIO EL SINAITA: «Preguntas y Respuestas». PSEUDOBASILIO: «El Orden Ascético». SIMEON METAFRASTO: «Januario»; «Máximas Morales»; «Septembrario»; «Vida de Juan, Arzobispo de Alejandría». TALASIO: «Sobre el Amor y la Continencia».

En esta misma BIBLIOTECA CATECUMENAL puede verse una buena colección de apotegmas: «Las Sentencias de los Padres del Desierto. Recesión de Pelagio y Juan» (1989, 2a ed.). Y sobre los Padres del Desierto y la vida monástica pueden consultarse asimismo las siguientes obras, publicadas en España: Gracia M. COLOMBAS: «El Monacato Primitivo» (B.A.C.; Madrid, 1974). Johannes QUASTEN: «Patrología» (B.A.C.; Madrid, 1978).