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U N IV ERSID A D N A C IO N A L DE QUILM ES Rector Ing. Julio M . V illar Vicerrector Lic. Ernesto Villanueva

Gianfranco Poggi 3 0 1 5

El desarrollo del estado moderno Una introducción sociológica

Traducción: Horacio Pons

UNIVERSIDAD N ACIO N AL DE QU ILM ES

P ^ 3 lT e j.3 Intersecciones Colección dirigida por Carlos Altamirano

Diseño de portada: Sebastián Kladniew

Título original: The Development of the modem State. A Sociological Introduction

© Stanford University Press. 1978 © Universidad Nacional de Quilmes. 1997 Roque Sáenz Peña 180, Bernal (1876) Buenos Aires ISBN: 987-9173-09--0 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

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Agradecimientos

Estoy agradecido a mis colegas Tom Bum s, Tony G iddens, D avid Holloway, M ichael M a n n , Pierangelo Schiera y H arrison W h ite por sus com entarios y críticas de versiones previas de secciones de este libro. D ebo u n agradecim iento especial al profesor Janos Bak del Departa-m entó de H istoria de la U niversidad de British C o lu m b ia por intentar salvarm e de los peores errores en los capítulos 2 y 3; si en m i ignorancia frustré en algunos aspectos ese intento, le pido disculpas. E n el frente dom éstico, estoy u na vez mJfe muy en deuda con m i es­ posa Pat y nuestra h ija M aria por la invalorable ayuda que prestaron a m i trabajo en este libro.

Prefacio............................ .................................................. . I.

Introducción: la tarea de gobernar........................................ ' La política como distribución. La política como nosotros contra el otro. Contraposición de los dos puntos de vista. Conciliación de los dos puntos de vista. La teoría de la dife­ renciación institucional

II. El sistema feudal de gobierno...............................................

13 21

41

El ascenso del feudalismo. La naturaleza de la relación feudal. Tendencias en el sistema. El legado político del sistema feudal III. El Ständestaat..................................................................

67

El surgimiento de las ciudades. Stand, Stande y Ständestaat. El dualismo como principio estructural. Los grupos compo^ nentes. El legado político del Ständestaat IV. El sistema absolutista de gobierno..................................... ..

Las ciudades y la declinación del Ständestaat. El elemento feudal y la declinación del Ständestaat El gobernante y su

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corte: Francia. Nuevos aspectos del gobierno. El gobernante y su burocracia: Prusia. La emergencia de la sociedad civil. El desafío político de la sociedad civil V. El estado constitucional del siglo XIX.................................... La soberanía y el sistema de estados. La unidad del estado. La “modernidad” del estado. Legitimidad legal racional. Garantías constitucionales. Rasgos significativos del proce­ so político. Tipos significativos de cuestiones políticas VI. Escodo y sociedad bajo el liberalismo y después........................ La presión de los intereses colectivos. Desarrollos capitalis­ tas: efectos sobre el sistema ocupacional. Desarrollos capita­ listas: efectos sobre el sistema de producción. La búsqueda de legitimidad. Presiones internas en favor de la expansión de la autoridad. Consecuencias de las presiones del estado y la sociedad índice analítico y de nombres............................................

Prefacio

Desde no hace mucho, los sociólogos de los países occidentales han comenzado a preocuparse cada vez más por diversos problemas funda­ mentalmente relacionados con noción de estado. Uno de ellos es el de identificar los.xasgos estructumks-del^¿.tadQ, y el alcance y signifi­ cación de sus variaciones a lo largo del tiempo y de país en país. Otro es el de entender las causas, modalidades y efectos de la participación aparentemente cada vez más creciente del estado en todo tipo de asuntos societales. Un tercer problema es el de evaluar las causas y efectos de las políticas estatales, sus relaciones con otros complejos institucionales y con diversas fuerzas y agencias internacionales. Hasta hace muy poco, dichos temas eran generalmente considera­ dos ajenos, o a lo sumo periféricos, al dominio de la sociología. Esto fue así al menos por tres razones.1 Primero, la sociología había surgi­ do en sociedades en que se daba generalizadamente por supuesta una distinción institucional entre el ámbito “político” y el propiamente “social”; al elegir este último como su área de interés, la sociología, en sustancia, decidió ignorar el reino político, que desde luego se centraba en torno del estado. Segundo, en sociedades como los Estados Unidos y Gran Bretaña, en las que el estado y la sociedad civil no se

1 Véase mi artículo de reseña “Political Sociology”, Cambridge Review, 9 (1973), pp. 33-37.

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distinguían tan explícitamente, los sociólogos habían definido en gran medida su misión como la de la exploración de los aspectos más humildes, espontáneos, terrenales -a menudo ocultos y desagradables- de la vida social. Su interés radicaba en las fuerzas y procesos latentes en oposición a los manifiestos, los dispositivos informales en oposición a los formales, las instituciones “naturales” en contraste con las “planificadas”, la parte oculta en contraste con la parte ofi­ cial y conspicua de la sociedad. Dichos intereses necesariamente apartaban su atención de un complejo institucional tan visible y ofi­ cial como el estado. Por último, en la mayoría de los países occiden­ tales la sociología tenía que luchar por su aceptación como disciplina académica contra disciplinas tan establecidas y respetadas como la fi­ losofía política, el derecho constitucional y las ciencias políticas. Cuando se trataba de definir dominios, el estado, que ocupaba un lu­ gar tan central en estas otras materias, estaba “fuera de los límites” de la sociología. Dado este contexto, la sociología no puede extraer de su propia tradición todos los elementos que necesita para abordar el problema del estado. De los más grandes sociólogos, sólo Max Weber hizo de los fenómenos políticos, y señaladamente del estado, un tema central de su obra. Sin embargo, no vivió lo suficiente para escribir su “sociolo­ gía del estado”; sus escritos sobre la materia son mayormente artículos o borradores; y la mayoría de los sociólogos, por más que sea erróneo, consideran la tipología de la dominación legítima como su principal contribución al estudio sociológico de la política.2 Otro gran sociólogo con fuertes e importantes puntos de vista so­ bre el estado fue por supuesto Karl Marx; y debemos gran parte de la actual bibliografía sobre la materia (tanto en sociología como en

2 Véanse A. Giddens, Politics and Sociology in the Thought of Max Weber (Londres, 1972) [Política y sociología en Max Weber, Madrid, Alianza], y D. Bentham, Max We­ ber and the Theory of Modem Politics (Londres, 1974).

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otras ciencias sociales) a estudiosos que buscan primordialmente en él su inspiración.3 Aunque en varios puntos apela a las intuiciones marxistas, hay que señalar enfáticamente que este libro no se imagi­ na como una contribución a esa literatura. Por un lado, los textos de Marx (y Engels) que abordan directamente fenómenos políticos, y el estado en particular, no son tantos y con frecuencia se ocupan de cuestiones específicas y muy contingentes; prefiero dejar el cotejo y el comentario de dichos textos a los marxistólogos expertos,4 Por otra parte, el esfuerzo actual por hacer que la “crítica [marxista] de la economía política” se aplique a las políticas de los estados occidenta­ les contemporáneos, por más valioso que sea, es de ayuda limitada para los sociólogos que buscan ante todo una manera de entender la naturaleza y los orígenes del estado. En gran medida, Marx y Engels dieron por sentados tales proble­ mas; y lo mismo hicieron y hacen la mayoría de sus seguidores. Su interés no son los rasgos institucionales del estado o los procesos po­ líticos per se, sino la manera en que el poder estatal afecta, si lo hace, la lucha de clases, la acumulación y expansión del capital y las lu­ chas por el mercado mundial. Tales cuestiones bien pueden tener más peso que las que nos interesan en este libro. Pero estas últimas me parecen significativas no sólo en vista de la tarea de construir una sociología del estado, sino también de la de elaborar una crítica radical, que “baje del pedestal” los usos que se dan hoy al estado. Después de todo, supongo, el primer deber de un iconoclasta es co­ nocer sus iconos.

3 Para una revisión de algunas obras actuales 'sobre el estado inspiradas en Marx, véase J. Esser, Einführung in die materialistische Staatstheorie {Francfort, 1975). Ofrecí una descripción muy sucinta de los puntos de vista del propio Marx sobre el estado en Images of Society: Essays on the Sociological Theories ofTocqueville, Marx, and Dürk­ heim (Stanford, Calif., 1972), pp. 139-143. 4Véase, por ejemplo, K. Marx y F. Engels, Staatstheorie: Materialen zur Rekonstruk­ tion der marxistischen Staatstheorie {Francfort, 1974).

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La tendencia de los marxistas a discutir las estmcturas políticas só­ lo desde la perspectiva (por más iluminadora que sea en sí misma) de la “crítica de la economía política”, ha tenido algunas desafortunadas consecuencias pragmáticas para los movimientos políticos que recu­ rren a Marx como su principal inspiración. Pero aun si dejamos éstas a un lado, los sociólogos que pretendan remediar la tradicional falta de interés de su disciplina por el estado no deberían procurar ayuda exclusiva o primordialmente en la tradición marxista. ¿Dónde, enton­ ces, deben buscarla? Hay varias alternativas, de las cuales este libro explora sólo una. Decidí discutir las fases principales del desarrollo del estado mo­ derno hasta el siglo XIX, después de lo cual consideré sumariamen­ te algunos cambios posteriores en su relación con la sociedad. Mi enfoque se concentra exclusivamente en la evolución de los diáPOSÍti\La^jllsn[|\^Ín.tnaJ.&ívin.ter|^i9op. cit., vol. 1, p. 252.

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mentos, dietas, cuerpos de los distintos estados [órdenes] y otros orga­ nismos característicos de fines de la Edad Media- fueron las más sig­ nificativas de esas estructuras. Desde luego, no abarcaban sólo a las ciudades; a decir verdad, en esas instituciones el clero y el elemento feudal tenían precedencia sobre ellas. Pero gradualmente el mismo elemento feudal adquirió una identidad corporativa a través y a los efectos de su participación en estas estructuras; y en la medida en que así sucedió, las propias relaciones de los feudatarios con los gobernan­ tes comenzaron a diferir de la típica relación feudal del vasallo con el señor, o del señor con el suzerano (como lo veremos más adelante). Y esta diferencia transmite en gran parte el impacto destructivo que el ascenso de las ciudades tuvo sobre el sistema feudal de gobierno.

Stand, Stände y Ständestaat La entrada de las ciudades en la política, la modificación del equili­ brio de poder entre el gobernante territorial y los feudatarios en favor del primero, y el cambio en los términos y estructuras de la participa­ ción del elemento feudal en el sistema más amplio de gobierno mar­ caron el ascenso del Ständestaat. En mi opinión, éste fue un sistema de gobierno distintivo, novedoso e históricamente único.81“ Analicemos su constitución.

8 Aunque además del Occidente medieval hubo otras civilizaciones donde tam­ bién se produjeron fenómenos políticos que puede tener sentido calificar como “feu­ dales" (véase, por ejemplo, R. Boutruche, op. dt., vol. 1, libro 2, y la bibliografía), no parece haber habido ningún sistema paralelo al Ständestaat. Véase M. Weber, The

Protestant Ethic and the Spirit o f Capitalism (Londres, 1931), p. 16 [La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Buenos Aires, Hyspamérica, 1988]. Paia una discusión de es­ ta tesis, véanse R. Myers, “The Parliaments of Europe and the Age of the Estates”, art. cit., pp. 11 y siguientes; y D. G. Gerhardt, “Regionalismus und Ständeswesen als ein Grundthema europäischer Geschichte”, en su Alte und neue Welt in vergleichender Geschichtsbetrachtung (Gotinga, 1962), cap. 1.

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Para comenzar, el término Stand, como su equivalente inglés aproxi­ mado, “estáte” [estado u orden, en el sentido en que se habla, por ejem­ plo, del Tercer Estado (T.)], tiene un significado sociológico que indica un tipo específico de unidad de estratificación, como se manifiesta en el siguiente enunciado de T. H. Marshall: “Un estado puede definirse co­ mo un grupo de personas que tienen el mismo estatus, en el sentido en que usan la palabra los abogados. En este aspecto, un estatus es una po­ sición a la cual se asocian un conjunto de derechos y deberes, privile­ gios y obligaciones, capacidades e incapacidades legales, que son públicamente reconocidos y pueden ser definidos e impuestos por la au­ toridad pública y en muchos casos por los tribunales”.9 Ahora bien, un grupo de este tipo posee necesariamente cierta importancia política, ya que el hecho de que disfrute de algunas ventajas o padezca de algu­ nas desventajas ha sido públicamente reconocido. Dentro del contex­ to histórico de mi planteamiento, esta significación política se veía realzada por el hecho de que los estados no tenían tanto derecho a re­ clamar de un poder exterior una garantía perentoria y, en caso de ser necesario, coercitiva de su posición socioeconómica distintiva (mo­ nopolio de oficios, pautas exclusivas de consumo, etcétera) como a autorizarse a sí mismos a dictar e imponer normas concernientes a los derechos y obligaciones de su* propios miembros, y prohibir o reparar la usurpación por extraños de sus ventajas específicas. Sin embargo, estas implicaciones políticas no eran directamente significativas para el sistema más general de gobierno, el Ständestaat en desarrollo. Este no entrañaba la existencia de “estados” en el senti­ do arriba mencionado, sino el funcionamiento de “Estados”, Stände, cuerpos constituidos con la finalidad específica de confrontar con el gobernante y cooperar con él. Se consideraba que estos cuerpos eran capaces de una alquimia política particular, por la cual las prerrogati­

9

T . H. Marshall, “The Nature and Determinants of Social Status”, en su Cíass,

Citi&ensfiip and Social Development (Garden City, NJ, 1965), p. 193.

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vas políticas menores de cada uno de los estados integrantes se fusionaban y transformaban en derechos más importantes y prerrogativas más amplias. Al reunirse en cuerpos constituidos, los Stände se pre­ sentaban ante el gobernante territorial como preparados para asociar' se con él en los aspectos del gobierno que se entend ían como característicamente públicos y generales. Esto es lo que convierte al Ständestaat en un sistema distintivo de gobierno, no la mezcla de grupos corporativos, cada uno de ellos facultado a ejercer la autoridad, dentro de su propia esfera, sobre sus propios miembros y ocasional­ mente sobre terceros. Después de todo, dichos grupos simplemente eran paralelos y complementaban a los potentes individuales que ya ejercían esas facultades bajo la dispensa feudal. En el Ständestaat, los individuos y grupos poderosos se reunían con cierta frecuencia, perso­ nalmente o mediante delegados, en asambleas de diversa constitu­ ción, en las que trataban con el gobernante o sus agentes, hacían oír sus protestas, reafirmaban sus derechos, planteaban sus consejos, esta' blecían los términos de su colaboración con aquél y asumían su parte en la responsabilidad de gobernar. El Ständestaat característico tenía varias de dichas asambleas, que diferían en sus límites (siempre eran translocales pero a menudo pro­ vinciales o regionales más que territoriales), en la frecuencia con que se reunían, en las formas de sus deliberaciones y en las prerrogativas específicas que reclamaban.10 Por otra parte, un Ständestaat también podía incluir cuerpos constituidos que, propiamente hablando, no eran asambleas, pero que poseían una existencia más continua que las asambleas ständisch* y funcionaban de manera diferente de éstas. Di­

10

Para un admirable tratamiento general y tipológico de las variantes más impor­

tantes, véase O. Hintze, “Typologie der ständischen Verfassungen des Abendlandes”, en su Feudaizsmus-Kapitalismus, op. dt., pp. 48-67. A. Marongiu, Medieval Parliaments (Londres, 1968), es una excelente investigación. * Empleo el alemán ständisc/i, dado que el inglés carece de un adjetivo comparable para la palabra “Estado”.

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chos cuerpos estaban menos directamente relacionados con uno o más estados como sus grupos constituyentes; entre los ejemplos se cuentan las universidades, las grandes fundaciones religiosas, y en Francia y los territorios adyacentes los Parlaments, esto es, cuerpos ju­ diciales instruidos y semiprofesionales. Tomemos como ejemplo de un Ständestaat maduro el dispositivo gubernativo del Franco Condado en la primera parte del siglo XVI. En esa época, el Franco Condado era una provincia del Sacro Imperio Romano, y por lo tanto estaba bajo la autoridad del emperador Habsburgo Carlos V. Este era un príncipe ausente, sin embargo, y goberna­ ba a través de representantes personales; por otra parte, permitió al Condado conservar sus estructuras ständisch de gobierno mucho des­ pués de que sus equivalentes en las provincias francesas hubieran de­ jado en gran medida de funcionar. En el ejercicio del gobierno sobre el Condado, el representante del emperador y el pequeño cuerpo de bons personnages que lo rodeaban se encontraban enfrentados y aso­ ciados con dos centros de poder independientes y ständisch: un Parlement y los Estados. El primero realizaba largas sesiones regulares en Dole. Tenía alrede­ dor de 25 miembros, la mayoría de los cuales tenía formación jurídica, dado que su función primordial era servir como corte de apelaciones. En el siglo XVI, sin embargo, su competencia se había extendido hasta incluir la supervisión regular de otros cuerpos judiciales menores; y había reclamado con éxito prerrogativas adicionales, de una naturale­ za administrativa más evidente. Por ejemplo, el Parlement había esta­ blecido su derecho a solicitar informes de los agentes del gobernante, enviar a sus miembros a verificar asuntos de interés público relaciona­ dos con el territorio, y ordenar acciones urgentes en esa materia. C o­ mo resultado, todo se exponía ante los consejeros que formaban el Parlement: cues­ tiones de seguridad general, delictivas, de herejía; los diversos aspec­ tos de la vida rural; las regulaciones de pasturas, caza y pesca, y de los

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bosques, prados y viñedos; el con tro l sobre los oficios; el m an teni­ m iento de caminos, puentes y [la navegación de los] ríos; la revisión de los impuestos; el m antenim iento de una moneda uniforme; la vigi­ lancia de ferias y mercados; la exportación de sal, hierro, vino y trigo; y los precios de las comidas en las posadas.

Sobre todas estas cuestiones, “el Parlement decidía todo, por sí solo, como soberano”. Constituía “un gobernador colectivo, fuerte en sus tradiciones, en el favor del príncipe y en su inmortalidad”.11 Los Estados del Condado tenían tres cámaras: del clero, la nobleza y las ciudades. Los miembros de los dos primeros Estados estaban au­ torizados a tomar parte personalmente en las sesiones de sus cámaras; la tercera se componía principalmente de los alcaldes y altos funcio­ narios de las ciudades, jueces incluidos. “Las tres cámaras deliberan separadamente, toman sus propias resoluciones internas por el voto mayoritario y se relacionan entre sí mediante delegados. Sus derechos son los mismos.”12 Las principales prerrogativas de los Estados eran fi­ nancieras. Aunque considerables, los ingresos que el gobernante ex­ traía de sus propios dominios en el Franco Condado no bastaban para remunerar a sus representantes y agentes y financiar la exoneración de sus propias tareas de gobierno. Como el Condado se enorgullecía de no estar sometido a impuestos regulares, los representantes del go­ bernante tenían que solicitar a los Estados que complementaran esos ingresos mediante la concesión periódica de un “subsidio no obligato­ rio” {dongratuit). Con el paso de los años, los Estados aprendieron a hacer un uso ex­ celente de esta prerrogativa. Aunque no se sentían verdaderamente libras para rechazar la solicitud del gobernante, al aceptarla por lo co­ mún se reservaban el derecho de hacer los arreglos necesarios para su

11 L. Febvre, Philippe II et la Franche-Comté (2a edición, París, 1970), pp. 47 y si­ guientes. (La primera edición de este libro se publicó en 1912.)

n lbid.

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cobro: el monto a recaudarse y los medios para reunirlo; la proporción de la carga entre las tres jurisdicciones del Condado; y el.mecanismo para considerar las objeciones. Para supervisar todas estas cuestiones nombraban una comisión integrada por nueve de sus miembros, responsable de toda la operación. Por otra parte, “como decidían el im­ puesto y controlaban su exacción, los Estados, poco a poco y como cosa corriente, llegaron a ejercer una supervisión sobre su gasto”.13 En cada sesión, presentaban al gobernante sus reclamos, que esperaban serían tratados como manifestaciones de las necesidades y demandas del territorio, y por lo tanto como directivas para la acción adminis­ trativa del gobernante. Para contrarrestar las restricciones resultantes a su libertad de ac­ ción, éste, a través de su poder de convocar a los Estados, intentaba hacer que sus sesiones fueran más breves y menos frecuentes, y hacía que voceros influyentes les dirigieran la palabra en su nombre. Tam­ bién el Parlement se oponía a las pretensiones de los Estados cuando consideraba que usurpaban sus propias prerrogativas.

El dualismo como principio estructural Para simplificar el argumento, consideraré en esta sección sólo los Esta­ dos como asociados del gobernante en el mando, y dejaré a un lado cuerpos relativamente especializados como los Parlements. Como hemos visto, los Estados eran asambleas, reuniones de elementos individual o corporativamente poderosos. ¿Cómo diferían entonces, desde un punto de vista constitucional, de las asambleas del período feudal en las que se reunían los feudatarios para ofrecer su consejo a su señor?14 Al margen

13 Ibid. 14 Sobre la relación entre las asambleas feudales y standisc/i, y los casos interme­ dios, véase T . N. Bisson, Assembiies and Representation in Languedoc m the Thirteenth

Century (Princeton,

NJ,

1964).

del hecho de que los Estados también incluían al clero y las ciudades, había tres diferencias principales. Primero, una reunión de los barones feudales era en general una cuestión más ad hoc que una sesión de los Estados; en tanto los primeros actuaban con competencias y procedi­ mientos de decisión en su mayor parte vagamente determinados por la costumbre, los últimos funcionaban por lo común con detalladas reglas escritas, que disponían cómo debían realizarse las deliberaciones den­ tro de cada cámara, cómo había que hacerlas conocer “a través de las cámaras” y cómo tenían que fusionarse en las decisiones colectivas de los Estados y comunicarse al gobernante. Segundo, en una reunión de barones la dilatada red de vínculos que conectaba a un señor y sus vasallos, en varios grados, estaba, por así decirlo, “tirada hacia adentro” y concentrada; sin embargo, esto no alteraba su naturaleza esencial de complejo elaborado de conexio­ nes personales entre individuos poderosos. En principio, una asamblea feudal seguía siendo una reunión de personas que eran individual­ mente potentes y que, para emplear una vez más la expresión de Theo­ dor Mayer, constituían en conjunto “el estado como una asociación de personas”. Los cuerpos constituidos ständisch, por su parte, tenían una referencia territorial más o menos explícita; eran, como se indicó antes, reuniones de los Estados de un territorio -y a fuera provincia, pays, condado, principado, país, Land o reino- entendido como una unidad con límites físicos identificables.15* Tercero, una reunión feudal típica servía no tanto para enfrentar al gobernante con sus barones como para concentrar a éstos en torno de

15 O. Brunner, en uno de los muchos escritos en que desarrolla este punto de vista - “Die Freiheitsrechte in der aitständischen Gesellschaft”, en Aus Verfassungs'und Landsgeschichte: Festschrift Theodor M ayer (Thorbecke, 1954), vol. 1, pp. 290 y si­ guientes-, se refiere específicamente al argumento conceptual de Theodor Mayer que cité en el capítulo anterior. El argumento considera el estado feudal como “una aso­ ciación de personas” y al estado moderno maduro como una asociación “institucional-territorial”. Véase nota 10 al capítulo 2.

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r~

él, puesto que tendían a verlo más como un señor supremo o suzerano, y por lo tanto un primus inter pares, que como el ocupante presen­ te de un cargo distintivamente público. La asamblea característica de los Estados, en cambio, se plantaba frente al gobernante, representaba ante él al territorio. Implícitamente, esa asamblea de los Estados reco­ nocía y afirmaba la peculiaridad de la posición del gobernante frente al territorio que aquéllos encarnaban. Estos tres aspectos que distinguen los cuerpos ständisch con respecto a las reuniones feudales caracterizan al Ständestaat en su conjunto, da­ do que aquéllos eran el componente más distintivo del nuevo sistema de gobierno. En síntesis, entonces, el Ständestaat difería del sistema feudal esencialmente en el hecho de tener un funcionamiento más institucionalizado, tener una referencia territorial explícita y ser dualista, da­ do que enfrentaba al gobernante con los Stände y asociaba los dos elementos en el gobierno como centros de poder diferenciados. Esta última noción - e l “dualismo” del Ständestaat- ha sido muy destacada en la literatura desde su formulación en el siglo XIX por el gran jurista alemán Otto von Gierke. La idea sugiere que el gober­ nante territorial y los Stände constituyen conjuntamente la organiza­ ción política, pero como centros de poder separados y recíprocamente reconocidos. Ambos la conforman a través de su acuerdo mutuo;16 pero aun durante la vigencia del acuerdo siguen siendo distintos, ya que cada uno ejerce poderes propios, en lo que difieren de los “órga­ nos” del estado moderno maduro y “unitario” (véase el capítulo 5). Que los Stände abordan problemas de gobierno como socios, como poseedores autosustentables de derechos y facultades, no como de­ pendientes sumisos; es evidente en la lectura del siguiente pasaje, en el cual el cronista de los Estados Generales franceses de 1357 da a co­

16

El historiador suizo W. Náf ha reunido y editado numerosos documentos histó­

ricos que contienen “pactos de gobierno”; para uná síntesis de sus descubrimientos, véase su ensayo citado en la nota 1.

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nocer el discurso de Robert Le Coq, obispo de Laon y principal vocero de los.Estados para la “reforma”: D ijo que últim am ente ei Rey y el reino habían sido pobrem ente go­ bernados, de donde muchos males habían surgido tanto para el reino com o para sus habitantes, en particular por las m odificaciones en la moneda y por las recaudaciones de impuestos, así com o por la m ala adm inistración y gobierno de los dineros que el Rey había recibido del pueblo; de esos dineros a menudo se habían dado sumas conside­ rables a quienes no lo m erecían. Y todas estas cosas, dijo el obispo, se habían hecho con el con sejo del canciller y otros, así com o de otros más que en el pasado h ab ían influido sobre el Rey. E l obispo dijo ade­ más que el pueblo ya no podía tolerar tales cosas; y co n este fin h a ­ bían deliberado en c o n ju n to y decidido que los funcionarios abajo mencionados [...] deben ser despojados a perpetuidad de todos los car­ gos reales. [...] ítem, el mismo obispo solicitó tam bién que ios funcio­ n ario s d el re in o de F r a n c ia fu eran suspend id os y se n o m b raran reformadores, a ser designados por los tres Estados; dichos reformado­ res deberán tener con o cim ien to de todo lo que decidan exigir de los antedichos funcionarios.17

El éxito de esta iniciativa constitucional de los Estados Generales sólo fue temporario. Pero incluso documentos muy posteriores de este y otros cuerpos, tanto de Francia como de otras partes, dan testimonio de la insistencia de los Stände en su papel de poderes independientes. Ai mismo tiempo, hay que subrayar que los Stände y el gobernante se reunían como las dos mitades de un único sistema de gobierno. Juntos generaban, por decirlo así, un solo “campo de autoridad” atravesado por un proceso político unitario que tenía sus polos en ambos. Eviden­ temente, para que fuera compatible con y conducente a dicha unidad, el dualismo del Ständestaat tenía que traslucirse en dispositivos institu-

17 Tomado de M. Pacaut, Les Structures politiques de l'occident médiéval, op. cit., pp. 391 y siguientes.

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dónales mucho más sofisticados y complejos que los característicos del sistema feudal. En esta medida, el dualismo exponía y era moderado por otra característica antes mencionada, el alto grado de institucional lización del nuevo sistema. Más adelante volveremos a esto.18 Concentrémonos por el momento en la relación entre el dualismo del Stcindestaat (en el sentido de Gierke) y su otra característica arriba señalada, su territorialidad. Los Estados tenían una facultad de supervi­ sión en oposición al gobernante, como he dicho, en cuanto representaban al territorio ante él; o bien lo reconocían y complementaban específicamente en su condición de gobernante territorial, o bien le recordaban el papel que le correspondía.19 Según Carsten, esta última función fue particularmente significativa en el ascenso al poder de los Estados en Alemania. A fines de la Edad Media, los numerosos gober­ nantes de las regiones alemanas se embarcaron en políticas dinástico patrimoniales que condujeron a que sus tierras fueran vendidas, divi­ didas, hipotecadas o invadidas, con ruinosos efectos para sus súbditos. En varios territorios alemanes los Estados se reunieron por primera vez y comenzaron a actuar a fin de oponerse y moderar dichas políti­ cas. Se veían a sí mismos como encamación del “pueblo del territo­ rio”, y en este carácter podían fortalecer considerablem ente la pretensión a la autoridad de una dinastía contra otra. Además, podían usar este poder, y lo usaron, para afirmar la unidad de cada territorio y tomar parte en su gobierno.20

10 Sobre este y otros aspectos del Ständestaat como un paso en el desarrollo del estado moderno, véanse dos artículos de P. Schiera, “Società per ceti” y “Stato moderno”, en N. Bobbio y N. Matteucci (comps.), Dizionario di politica (Turin, 1976), pp. 961

y

siguientes

y

1006

y

siguientes [Diccionario de política, M éxico, Siglo

XXI,

1984/1988], 19 Véase P, Schiera, “L’introduzione delle ‘Akzise’ in Prussia e i suoi riflessi nella dottrina contemporanea”, Annali della Fondazione italiana per la storia amministrativa, 2 (1965), p. 287. 20 F. L Carsten, Princes and Parliaments in Germany, op. cit., pp. 425

y

siguientes.

Pero el hecho de que en una diversidad de circunstancias los Stän­ de se presentaran, tanto en Alemania como en otras partes, como en­ carnación o representación del “pueblo” o el “territorio” o de ambos, y que en este carácter confrontaran y cooperaran con el gobernante, no debe ocultar un significado diferente del “dualismo”. El Ständes­ taat, como el sistema feudal antes que éí y el sistema absolutista des­ pués, también era dualista en el sentido más amplio de excluir a la gran mayoría de la población de cualquier posición de importancia política. En la medida en que reclamaban y ejercían un derecho ex­ clusivo a conducir conjuntamente la empresa del gobierno, tanto el gobernante territorial como los Estados constituían el mismo polo de este dualismo más amplio. La fragmentación aparente de la soberanía entre una serie de sujetos individuales y colectivos de gobierno en el Ständestaat; las a menudo tensas relaciones entre los Estados y el prín­ cipe; los diferentes paquetes de derechos y privilegios, incluidos los del gobierno y autogobierno, que podían reclamar los diferentes gru­ pos: todas estas cosas no deben cegarnos al hecho de que todo el siste­ ma descansaba económica y políticamente sobre la espalda de una mayoría oprimida y sin voz. Los Estados “representaban” los intereses del pueblo y el territorio sólo en la medida en que podían identificar esos intereses como propios, como los de una minoría privilegiada. Los meliores terrae se veían a sí mismos como si fueran el territorio. No obstante, cuando se reunían en los Estados no se representaban sino a sí mismos; proclamaban e insistían en sus propios derechos. Desde luego, debido a que sus medios de vida se basaban en última instancia en las fatigas del populacho, los meliores comprobaron a me­ nudo que era de su propio interés protestar e intervenir en nombre del pueblo: protegerlo de las incursiones y pillajes de señores enemistados entre sí, de las depredaciones de tropas mercenarias acantonadas en el campo, de los estragos de la “peste, el hambre y la guerra”, de la codi­ cia de eclesiásticos inescrupulosos y de la fijación de impuestos extorsivos por los gobernantes. Además, había otros lazos, morales, entre esta o aquella minoría privilegiada y la parte del populacho que en cierto

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modo “incorporaba”. Pero, políticamente hablando, la gran mayoría de la población no aparecía como constituyente o participante del sis­ tema de gobierno, sino meramente como el objeto de éste. En este aspecto, entonces, el “dualismo” significaba que el populacho -en su mayor parte aún asentado en la tierra en una diversidad de esta­ tus subalternos, y encerrado dentro de relaciones exigentes y abarcativas de dependencia con respecto a sus “mejores”- dependía de la actividad política de esos “mejores” para salvaguardar sus intereses. Y éstos podían proclamarse y defenderse en ténninos verdaderamente políticos -es de­ cir, diferentes de las insurrecciones efímeras, los disturbios urbanos, el abandono de las aldeas, etcétera- sólo en la medida en que coincidieran con los de uno u otro de los Stände privilegiados, que tratarían entonces de afirmarlos a través del cuerpo constituido correspondiente.

Los grupos componentes Hemos examinado dos elementos del dualismo distintivo del sistema del Ständestaat, las relaciones entre los Stände y el gobernante, y entre los gobernantes unidos y los gobernados. Para dar aún mayor peso al término “dualismo”, podría señalarse que cada uno de los dos compo­ nentes clave del sistema de los Estados, el elemento feudal y el ele­ mento urbano, se consagraba a gobernar “dualmente“: ejercían la autoridad dentro del estrecho ámbito de su propia autonomía (el go­ bierno y la explotación del feudo “inmune”; el gobierno interno de la ciudad “con carta”), y también sobre una unidad territorial más am­ plia a través de los Estados. El proceso político en el Ständestaat giraba en gran medida en tomo de cuestiones sobre las cuales los elementos feudal y urbano estaban en desacuerdo, y en los que cada uno de ellos estaba embarcado con el otro y con el gobernante en una lucha de poder vital y tripartita. En esta sección analizaré esta lucha exclusivamente mediante la caracteri­ zación de sus principales actores. Comencemos con el gobernante.

Al volver a la noción de Gierke sobre el dualismo del Ständestaat, deberíamos señalar que las dos partes, Stände y gobernante, no estaban én el mismo plano. Como en la relación feudal, había entre las partes del “pacto de gobierno” ständisch suficiente proximidad para hacer que éste fuera moralmente obligatorio y mutuamente honroso. Pero tam­ bién como en la relación feudal, había entre ellos una asimetría que fa­ vorecía al gobernante. Además, en este contexto la superioridad de éste no era de naturaleza feudal, la de un señor principal o suzerano, si­ no distintivamente pública, territorial y real. Desde luego, en la posi­ ción del gobernante persistían legados conspicuos del feudalismo. Típicamente, aún era el seigneur de grandes dominios, sobre los cuales se basaba en la mayor medida posible para sostener su casa y financiar sus políticas. Y, como hemos visto en el caso de las tierras alemanas, algunas dinastías reinantes todavía asociaban una significación exten­ samente patrimonial a todos los territorios que gobernaban, y no sólo a sus dominios señoriales. En líneas generales, sin embargo, el gober­ nante actuó cada vez más, y los Stände así lo consideraron,. como el poseedor del título no feudal y público de rey, príncipe o duque. Co­ mo tal estaba por encima de los Estados, aunque éstos eran sus asocia­ dos en el gobierno. “El príncipe era gobernante antes del pacto, sin el pacto.”21 Los individuos o cuerpos poderosos aún podían relacionarse con él en términos feudales; pero los Stände por fuerza se dirigían a él en términos que lo reconocían como soberano, como la encarnación de una majestad y un derecho más elevados y exigentes. Los Estados ofrecían corporativamente al gobernante así considerado tanto su res­ paldo como su resistencia. Como este último fenómeno - la resistencia de los Estados- se des­ taca con frecuencia en los análisis de su papel,22 debería quedar claro, en primer lugar, que la resistencia en cuestión era legítima (implica­

21 Näf, op. cit., p. 112. 22 Para una síntesis de esas discusiones, véase Carsten, op. cit., cap. 6.

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ba, como lo señalé antes, la “insistencia [de los Estados] en sus derechos”) y, segundo, que muy a menudo los Estados surgieron debido a la iniciativa del mismo gobernante en busca de apoyo financiero. Puesto que cuando los ingresos de sus dominios señoriales resultaban insuficientes para cumplir sus compromisos y financiar sus empresas -e n especial las militares-, se dirigía a los elementos feudales y las ciudades y los urgía para que se constituyeran en asambleas de los Estados a fin de que, con su consentimiento, pudiera tener acceso a re­ cursos económ icos a los que de otra forma no tendría derecho legítimo. Los Estados, desde luego, negociaban su consentimiento a cambio del derecho a dirigir las mismas operaciones fiscales concomí' tantes. A veces, como en el caso del Franco Condado, incluso recla­ maban el control sobre el gasto del producido resultante. Pero éste era para el gobernante un precio a pagar necesario y no exorbitante; des­ pués de todo, los Stande manejaban sus instrumentos administrativos sin ningún costo para él. Esta conexión entre las necesidades del gobernante y el ascenso de los Estados se prueba a veces a contrario con la “extinción” de éstos tras el advenimiento del gobierno absolutista. En Prusia, en especial, el paso clave en la marcha del gobernante hacia el absolutismo fue la creación (con el consentimiento inicial de los Estados) de un nuevo impuesto, la excisa, tasa urbana a los bienes de consumo; la adminis­ tración de este tributo se colocó no en manos de los Estados sino de un aparato bajo el control personal del gobernante, y los ingresos re­ sultantes se destinaron principalmente al establecimiento y manuten­ ción de su ejército permanente. Tras haber pasado por alto a los Estados tanto en la apropiación de un flujo fiscal como en su destino para un uso militar, el gobernante estuvo cada vez más en condiciones de prescindir de su apoyo e ignorar su resistencia.23

23

Este caso prusiano se relata de una manera muy instructiva en P. Schiera, “L’in-

troduzione delle ‘Akzise’ in Prussia...”, art cit.

Tal vez valga la pena explicitar en este momento que en el planteo previo “el,gobernante” no puede considerarse de manera realista ex­ clusivamente como la persona física del jefe supremo de una dinastía reinante. Puesto que en el entorno inmediato del gobernante así en­ tendido, compartiendo completamente sus intereses y buscando la afirmación de éstos, se encontraba no sólo su familia extensa sino tam­ bién una amplia casa de conocidos y dependientes que no eran parien­ tes suyos pero que a veces se transfonnaban en sus íntimos aliados, confiables y muy bien retribuidos. Progresivamente, esta casa pasó a ser el centro de un nuevo cuerpo aún más grande de personal político administrativo, cuyos miembros, aunque de posición elevada y gene­ rosamente recompensados, mantenían todos una relación de mayor dependencia y sumisión con respecto al gobernante de lo que nunca sucedió con el vasallaje feudal.24 Dentro de este cuerpo de personal es posible distinguir tres catego­ rías (que a veces se superponen): clérigos, abogados con educación universitaria y nobles en busca de ascender en la corte. Todos servían al gobernante como sus designados y delegados personales más que como poseedores independientes de prerrogativas jurisdiccionales. Llevaban títulos que a menudo revelaban el humilde origen doméstico de las funciones que ahora comenzaban a dignificarse y a ser respeta­ bles. Eran mantenidos directamente con los fondos del gobernante o indirectamente con los ingresos asociados a sus títulos u otros disposi­ tivos patrimoniales, a menudo formalizados en términos feudales. Eran los servidores del gobernante en la tarea de gobernar: sus envia­ dos en el extranjero, las cabezas de sus unidades administrativas emer­ gentes, los miembros de sus consejos más íntimos, sus defensores ante los Stände, los jueces en sus tribunales y los conductores de sus ejérci­

24 El componente administrativo patrimonial-burocrático del Ständestaat es desta­ cado en O. Brunner, “Feudalism: T h e History o f a C oncept”, en F. Cheyette (comp.), Lords/iip and Community in Medieval Europe, op. cit., pp. 51-53.

r tos. Con su ayuda, el gobernante podía llevar a cabo la misión dinámica característica del naciente estado moderno: la conquista de la soberanía tanto externamente (frente al emperador, el papa u otros gobernantes con pretensiones a su territorio) como internamente (frente a los magnates feudales y, cada vez más, los Stótnde). Si nos volvemos hacia el elemento feudal, observamos claramente una división dentro de las múltiples facultades de gobierno que ejercía. Por un lado, en el nivel local los feudatarios individuales siguie­ ron ejerciendo la mayoría de sus poderes jurisdiccionales tradicionales sobre la población rural. Pero estos poderes eran valorados cada vez más por la contribución que hacían al bienestar económico de los li­ najes feudales individuales, al mantenimiento de su posición social elevada; en suma, a los intereses “privados” de estos rentistas nobles. Por otro lado, en un nivel más alto, translocal, la participación en los cuerpos standisch. se había convertido en el modo principal de activi­ dad política para el elemento feudal, así como lo era para otros grupos privilegiados. Aquí los feudatarios actuaban como una entidad corpo­ rativa, confiriendo derechos a individuos (o, mejor, linajes) en su ca­ rácter de miembros de tales cuerpos, no como particuliers poderosos por sí solos. En este sentido, podemos decir que el elemento feudal había aprendido la lección de las ciudades en el ejercicio corporativo del poder político. Los feudatarios más ambiciosos, sin embargo, te­ nían otro camino hacia el poder (y a menudo hacia la riqueza): po­ dían entrar al círculo de consejeros y compañeros íntimos que la mayoría de los gobernantes construían en tomo de sí mismos, y a cu­ yos miembros seleccionaban a menudo entre los magnates feudales. También en el caso de las ciudades podemos ver una división entre los niveles local y translocal de actividad política. Si bien en principio en ninguno de ellos se conferían facultades dé gobierno a los individuos como tales (a menos que incluyamos entre esas facultades las de natura­ leza patriarcal ejercidas por los jefes de familia sobre los hogares urba­ nos), y aunque incluso localmente los individuos ejercían el gobierno como poseedores de cargos colectivos, algunos de éstos fueron monopo-

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L.

lizados desde el comienzo por fuertes subgrupos corporativos (oficios o comercio económicamente dominantes), y otros empezaban a ser ab­ sorbidos por los patrimonios de linajes urbanos acaudalados. Similares tendencias “oligárquicas” y “plutocráticas” pueden detectarse en el ni­ vel translocal con referencia a la cuestión de quién debía representar a las ciudades en las asambleas de los Estados. Dentro de las ciudades in­ dividualmente consideradas, estas tendencias se vieron interrumpidas de vez en cuando por vuelcos hacia gobiernos de amplia base popular. Es digno de señalarse que las constituciones políticas urbanas pro­ porcionaron un ámbito para la experimentación con nuevos dispositi­ vos políticos, administrativos y legales que progresivamente penetraron en el contexto más general del gobierno. En particular, el tamaño cre­ ciente de las ciudades y el hecho de que grupos sociales distintivamente urbanos se entregaran primordialmente a empresas económicas, como lo mencioné antes, condujeron a la formación de cuerpos representati­ vos electos que “gobernaron” con frecuencia mediante la promulgación de estatutos, una innovación trascendental. Complementarios de estos cuerpos, y formalmente dependientes de ellos, llegaron a establecerse roles políticos específicos con competencias diferenciadas y exigencias para su desempeño; se los concibió como separados de la persona de sus ocupantes designados o electos, a quienes se encargaba la atención constante de los asuntos políticos. Además, fue en el nivel de la políti­ ca urbana donde se presentaron en gran número personas seculares ins­ truidas y abogados de formación universitaria para servir como un nuevo tipo de personal político administrativo.25*

15 Véase, por ejemplo, L. Martines, Lawyers and Statecraft in Renaissance Florence (Princeton,

n j,

1963), aunque se refiere a un caso atípico, dado que en el período que

consideramos aquí Florencia fue una ciudad estado. Adviértase, sin embargo, que muchos de los instrumentos político-administrativos característicos de las organiza­ ciones políticas urbanas no fueron desarrollados por primera vez por y para ellas, sino por y para los cuerpos eclesiásticos, y especialmente monásticos. Véase E. Schmitt, Repräsentation und Revolution (Munich, 1969), p. 37.

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Ya he destacado que en el Ständestaat la gran mayoría de la pobla­ ción aparecía puramente como objeto del gobierno. No obstante, ha­ cia el fin al del período feudal las p oblacion es rurales habían experimentado en diversos lugares con los medios de generar solidari­ dades políticamente efectivas entre iguales sin poder. Las poblaciones urbanas, como lo hemos visto, dieron más adelante un buen uso, un uso “agresivo” a sus resultados; pero en el campo sus metas habían si­ do mayormente defensivas; la iniciativa y el liderazgo provenían esen­ cialmente del clero y las principales consecuencias fueron “ligas” temporarias concebidas para proteger la paz rural contra su ruptura por los barones feudales. Aunque estos experimentos rurales fueron un componente importante en la transición del sistema feudal al sis­ tema ständisch de gobierno,26 una vez establecido este último la signi­ ficación política de tales iniciativas entre la población rural pasó a ser marginal. En el nivel local existían aún comunidades rurales que re­ clamaban derechos distintivos para sus miembros; pero los órganos de esas comunidades funcionaban en su mayor parte de manera intermi­ tente, y se esperaba que limitaran sus actividades a proclamar sus que­ jas por violaciones a sus derechos ante el gobernante o los cuerpos ständisch pertinentes, quienes proporcionarían un remedio contra se­ ñores prevaricadores o ciudades usurpadoras. La situación de los estra­ tos urbanos más bajos, que, incapaces de monopolizar destrezas o herramientas, no podían encontrar lugar en el sistema interno de es­ tados de la ciudad, era en cierto sentido peor, porque ni siquiera po­ dían apelar a antiguas costumbres en defensa de sus intereses, como lo hacía a menudo el populacho rural.

26

Este aspecto fue resaltado en H. Spangenberg, Vom Lehnstaat zum Ständestaat

(Aalen, 1964), cap. 6. (La primera edición de este libro se publicó en 1912.)

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El legado político del Ständestaat Hemos visto que los elementos constituyentes del Ständestaat estaban preponderantemente interesados en cuestiones de privilegios y.derechos: derechos del gobernante contra los de los Stände, y a la inversa; o los derechos respectivos de cada estado frente a los otros. En este as­ pecto hubo una continuidad esencial entre el Ständestaat y el sistema feudal de gobierno. Por ejemplo, vale la pena señalar que a menudo se denominó como “libertades” a los derechos diferenciados de los esta­ dos, un concepto cuyo significado básico tenía mucho que ver con la noción antigua de “inmunidad”.27 Pero también hubo importantes di­ ferencias entre los dos sistemas. La reparación a la fuerza de los derechos violados por parte de quienes los afirmaban (“autodefensa”) se hizo menos frecuente bajo el sistema del Ständestaat, dado que el gobernante, que a menudo actua­ ba en respuesta a protestas contra la inclinación mutua de los feuda­ tarios a expoliar y masacrar a los dependientes de sus rivales como una manera de afirmar sus propios derechos impugnados, llegó a obs­ taculizar la autodefensa con condiciones y restricciones y se mostró dispuesto y capaz de descargar su propia ira sobre cualquiera de los transgresores. En varios territorios, los gobernantes establecieron tam­ bién sistemas de tribunales para impartir justicia sobre la base de su propio nuevo derecho “ilustrado”. Así, tanto el ejercicio normal como la reafirmación ocasional de derechos (aun derechos de gobierno) se hicieron menos rudimenta­ rios, menos abiertamente coercitivos y amenazantes de la seguridad del orden, más letrados y legalistas. Gran parte de la tarea política im­ plicaba ahora aceptar y dar consejos antes de dar y promulgar órde­ nes; consultar a las partes interesadas, los documentos oficiales y las

27 Véase K. V. Räumer, “Absolute Staat, korporative Libertät, persönliche Freiheit”, pp. 173 y siguientes de la compilación hecha por H. H. Hofmann y citada en la nota 1.

autoridades calificadas; y tomar decisiones, o proclamar objeciones o reservas a ellas, con fundamentos expresos. En estas muy novedosas modalidades del proceso político (a menudo brutalmente interrumpí' das por la agresión, la usurpación o la represión francas) podemos ver prefigurado el temperamento predominantemente discursivo y siste­ mático de los procesos políticos internos del estado moderno. Por úl­ timo, como gran parte de la controversia sobre los derechos giraba ahora no en tomo de las relaciones feudales sino de las prerrogativas “públicas” respectivas del gobernante y los Stánde, discurría cada vez más en el lenguaje del derecho ilustrado, romano y canónico, más que en el del derecho “bárbaro” consuetudinario y la tradición jurídica popular. Una vez más, esto contribuyó a “civilizar” el proceso político en el sentido recién señalado. Las antedichas indicaciones conciernen a las modalidades, las for­ mas del proceso político. Su contenido fue principalmente generado, por un lado, por la relación gobernante-Stande, y por el otro por las relaciones transversales entre el gobernante territorial, el elemento feudal y los grupos de base urbana. Como lo indiqué repetidamente, los tres compartían una supremacía irrebatible y políticamente no problemática sobre la masa de la población; pero sus intereses, las ba­ ses culturales y económicas del poder social de cada grupo, diferían lo suficiente para generar sostenidos conflictos entre ellos. Los alinea­ mientos de las partes variaban de acuerdo con las cuestiones. Por ejemplo, una vez estabilizadas las relaciones de las ciudades con las economías rurales circundantes, los estados urbanos llegaron a com­ partir la resistencia del elemento feudal a las políticas del gobernante orientadas a difundir uniformemente su control sobre todo el territo­ rio; juntos, ciudadanos y feudatarios procuraron defender tradiciones y autonomías locales o regionales. Al mismo tiempo, las preocupacio­ nes de estatus distintivas y la fisonomía cultural de los feudatarios y las dinastías reinantes como componentes de una clase noble terrate­ niente los unieron en uña oposición común a ios avances económicos y de estatus de los grupos urbanos.

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Pese a una diversidad de alineamientos entrecruzados entre los tres protagonistas, hubo una tendencia generalizada a que los grupos urba­ nos, una vez conquistada una posición legítima dentro del sistema de gobierno, apoyaran la campaña del gobernante territorial por restrin­ gir la importancia política del elemento feudal. Lo hicieron prestán­ dole su respaldo financiero y m ilitar y, cada vez más, aportando hombres a su creciente aparato administrativo. Esta tendencia básica intéractúa de diversos modos (1 ) con otras tendencias, particular­ mente el rechazo de los gobernantes de la subordinación efectiva al emperador o el papa, y a veces al rey, y (2) con el cambiante equili­ brio militar y diplomático entre los gobernantes territoriales. Bockenfórde proporcionó una útil síntesis de las consecuencias más significativas para la historia occidental de los múltiples conflic­ tos y adaptaciones que resultaron de esta interacción.28 En Francia, una dinastía territorial reinante centralizó progresivamente el poder y debilitó políticamente a los Estados, construyendo un aparato de go­ bierno cada vez más efectivo alrededor del monarca. En Inglaterra, una monarquía que había comenzado con una posición muy fuerte en los siglos XII y XIII se topó con una oposición cada vez más vigorosa de los Estados. Al fin, después de la caída de los Estuardo, el impulso centralizador continuó, pero con el Parlamento como su foco. En Alemania, la centralización fue llevada a cabo en niveles comparati­ vamente bajos por gobernantes territoriales que se opusieron con éxi­ to a los intentos de fuerzas de mayor nivel de hacer del Imperio mismo un estado. En la mayoría de las regiones alemanas, el fracaso de la centralización de alto nivel significó el retraso en todos los nive­ les del establecimiento de fuertes estructuras político-administrativas de gobierno. La principal excepción fue Prusia.

28

E.-W, Bockenforde, “La pace di Westphalia e il diritto d’alleanza dei ceti de-

ll’lmpero”, en E. Roteili y P. Schiera (comps.), Lo stato moderno, voi. 3 (Bolonia, 1974), p. 339.

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A los efectos de nuestro tratamiento tipológico, las consecuencias francesas y prusianas (tardías) son más significativas que las inglesas, porque encarnan mejor el sistema absolutista de gobierno, el tema de nuestro próximo capítulo.

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Capítulo

IV

El sistema absolutista de gobierno

En el capítulo anterior, sugerí que el ascenso de las ciudades en el O c­ cidente medieval diferenció pronunciadamente el contexto social, económico y cultural del Ständestaat emergente con respecto al del precedente sistema feudal de gobierno. No parece haber habido un cambio contextual igualmente dramático que se asociara de manera . significativa a la transición al sistema absolutista de gobierno entre los siglos XVII y XVIII en países como Francia, España, Prusia y Austria. En lugar de ello, creo que este “cambio de tipo” se relaciona mejor con un nuevo conjunto de demandas y oportunidades específicamen­ te políticas que confrontan los sistemas existentes de gobierno. Desde esta perspectiva, la dinámica causante del cambio actuó no tanto dentro de cada estado aisladamente considerado como dentro del sis- f C . tema de estados. El fortalecimiento de la autoridad territorial y la ab-.„ ¿ sorción de territorios más pequeños y débiles por otros más grandes y más fuertes -procesos que se habían producido a lo largo de la evolu­ ción histórica del Ständestaat- condujeron a la formación de un nú­ mero relativamente pequeño de estados mutuamente independientes, cada uno de los cuales se definía como soberano y libraba con los de­ más una lucha de poder inherentemente abierta, competitiva y preña­ da de riesgos. Este patrón extremadamente novedoso de relaciones entre entida­ des políticas más grandes (que se analizará con más detalle en el pró­ ximo capítulo) atribuyó una importancia considerable a la aptitud de

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un estado para ajustar su ordenamiento político interno y estructurar la autoridad a fin de hacerla más unitaria, constante, calculable y efectiva. Si un estado dado pretendía sostener o mejorar su posición frente a otros, un centro en su interior tendría que monopolizar cada vez más el gobierno sobre su territorio y ejercerlo con la menor me­ diación e intervención posibles de otros centros al margen de su con­ trol. Cada estado tendría también que perfeccionar las herramientas de gobierno para transmitir pronta, uniforme y confiablemente la vo­ luntad del centro a todo el territorio, y movilizar de acuerdo con lo exigido los recursos correspondientes de la sociedad. Así, las nuevas tensiones, amenazas y desafíos que cada estado soberano generó y confrontó externamente se incrementaron y favorecieron la tenden­ cia del gobernante territorial a reunir todos los poderes de gobierno -un a tendencia ya visible y significativa dentro del Ständestaat~ hasta dar origen internamente a un sistema gubernativo cualitativamente diferente.1 Por otro lado, si bien todavía ponemos de relieve los deter­ minantes políticos de este fenómeno, podemos ordenar al revés las re­ laciones entre sus aspectos internos y externos: es posible considerar como primum mobile la tendencia del gobernante hacia un gobierno más efectivo y exclusivo, y ver la postura mutuamente desafiante y autocentrada de cada uno los estados con respecto a los demás como el resultado y no la causa de esa tendencia.2 Cualquiera sea la elección que hagamos entre estas dos interpreta­ ciones, también deberíamos señalar que el desarrollo del gobierno abso­ lutista se vio favorecido por otros fenómenos políticos internos, que tal vez lo hicieron inevitable; un ejemplo es la necesidad de refrenar las confrontaciones belicosas que se produjeron entre facciones político-re­

1 J. Vicens Vives, “La struttura amministrativa statale nei secoli XVI e XVIi”, en E. Roteili y P. Schiera, Lo stato moderno, op. cit., voi. 1, pp. 226 y siguientes.

2

Para esta línea de interpretación, véase, por ejemplo, B. de Jouvenel, On Power

(Boston, 1962) [El poder, Madrid, Editora Nacional, 1974].

ligiosas dentro de un único territorio como secuelas de la Reforma. De hecho, un erudito italiano ha situado el fin del Ständestaat francés airededor de 1614'1615 y rastreó su causa hasta el impacto provocado por el asesinato de Enrique IV por un fanático religioso en 1610.3 Por últi­ mo, la comercialización acelerada de la economía, resultado tanto de la dinámica interna del sistema productivo urbano (que ahora avanzaba irresistiblemente hacia el establecimiento del modo capitalista de producción) como de los metales preciosos que afluían a Europa desde ultramar, también desempeñó un papel significativo en la transición al absolutismo. Sin embargo, mi principal interés en este capítulo no es adentrarme en las complejas cuestiones causales sino describir simple­ mente la desaparición del Ständestaat y caracterizar el nuevo sistema ab­ solutista de gobierno, al que en gran medida se considera como la primera encarnación madura del estado moderno.

Las ciudades y la declinación del Ständestaat En 1629, el cardenal Richelieu escribió lo siguiente en una síntesis de las principales directivas de la política real que dirigía a su señor, Luis XIII: “Reducir y restringir los cuerpos que, debido a sus pretensiones a j la soberanía, siempre se oponen al bien del reino. Asegurar que vues- i tra majestad sea absolutamente obedecida por grandes y pequeños”.4 / El blanco al que apuntaba era sobre todo la nobleza más elevada, y su-‘ perar su resistencia exigió varias décadas de una política determinada e inflexible. Pero el carácter despiadadamente dinámico de esa políti­ ca queda señalado por el hecho de que entre sus objetivos posteriores ■ se encontraban cuerpos -com o el Parlamento de París, compuesto en

3 A. Negri, “Problemi di storia dello Stato moderno: Francia, 1610-1650”, Rivista critica di storia della filosofía, 22 (1967), pp. 195 y .siguientes. 4 Citado en W. F. Church, The Impact o f Absolutism on F ranee (Nueva York, 1969), p. 30.

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gran medida por elementos burgueses ennoblecidos- que antes habían sostenido vigorosamente al poder real contra la nobleza feudal. No sólo la nobleza vio progresivamente confiscadas sus facultades de go­ bierno por el avance del absolutismo. Pero el choque abierto entre el monarca y los Estados es sólo la parte más visible y dramática de la historia. Mi intención es argumen­ tar que la resistencia de los Estados también resultó debilitada, y en gran medida, desde adentro, y que las tendencias sociales y económi­ cas los privaron de la voluntad y la capacidad de desempeñar un papel político independiente, ya fuera como opositores al poder real o como sus socios. Por razones principalmente internas a sus grupos constitu­ yentes, los niveles superiores, públicos y verdaderamente políticos de las prerrogativas jurisdiccionales de los Estados habían dejado de ac­ tuar efectivamente antes de que éstas fueran derogadas. Observemos cómo sucedió esto, comenzando'con el elemento urbano. Como lo señalé antes, los intereses que habían llevado a los grupos urbanos a buscar la autonomía política y participar en los cuerpos constituidos ständisch no habían sido específicamente políticos, expre­ sión de una vocación inherente de gobierno, sino más bien comercia­ les y productivos, en procurá de una garantía política. La intención predominante de los esfuerzos políticos originales de las ciudades ha­ bía tenido dos aspectos: por un lado, obtener un reconocimiento for­ mal de su articulación interna en grupos privilegiados y corporativos; y por el otro, construir con el gobernante y el elemento feudal, me­ diante los Estados, marcos más amplios para la puesta en vigor de la ley y el mantenimiento del orden conducentes a la seguridad y el pro­ greso de sus empresas comerciales» Ambos objetivos habían sido alcanzados. Pero el gobernante territo­ rial había desempeñado un papel cada vez más preponderante en asegu­ rar el segundo aspecto a través del uh de un aparato fiscal, militar y administrativo exclusivamente dependiente de él (aunque a menudo dotado con personal de extracción burguesa). No obstante, los grupos urbanos dominantes se sintieron satisfechos con este hecho. A decir

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verdad, consideraban que lo mejor era contar con ulteriores ampliacio­ nes y elaboraciones de las facultades gubernativas c[el soberano como respuesta a las perturbaciones residuales de la “ley y el orden” que aho­ ra, debido a que se había negado al elemento feudal el derecho a em­ barcarse en disputas y guerras privadas, se originaban en otros desafíos a la soberanía del gobernante, en la forma de la disidencia religiosa y los conflictos interestatales. En lo que se refería a dichos grupos, el gober­ nante podía asegurar la construcción y el mantenimiento de marcos ca­ da vez más grandes, uniformes y abarcadores de todo el territorio para la regulación y el sostén de las actividades económicas urbanas de una manera que ningún otro cuerpo - n i siquiera los organismos standisch, con sus bases preponderantemente regionales- podía emular. También desde el punto de vista del sistema emergente de derecho internacional estaba el gobernante en una posición única para proteger y promover el interés creciente de los grupos más acaudalados de las ciudades en la expansión de los mercados extranjeros, la explotación de los recursos de ultramar o la prevención de la competencia foránea.5 De tal modo, más que a ejercer su fuerza política (y militar), las ciudades estaban dispuestas a renunciar a la mayor parte de los pode­ res de los cuerpos constituidos regionales o territoriales.6* Al respecto, algunos grupos urbanos crecientemente importantes ya no estaban ni siquiera interesados en mantener la autonomía interna de las ciuda­ des. Después de todo, la regulación corporativa de la producción y el comercio de los oficios no había seguido el ritmo de los cambios en la tecnología material y social de producción y se interponía en el cami-

5 Véase I. Wallerstein, The Modern World System (Nueva York, 1974), cap. 3 [El sistema mundial moderno, Madrid, Siglo XXl].

6 Aunque en general las ciudades italianas son atípicas, el ejemplo de Lucca, según lo examina M. Berengo, Nobtli e mercanti nella Lucca del Cinquecento (Turín, 1965), es muy instructivo y no especialmente atípico. Incidentalmente, el “vigor mi­ litar” de las ciudades había sido fatalmente debilitado por el desarrollo de la artillería, que hizo obsoletas las formas menos sofisticadas de fortificación urbana.

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no de los elementos urbanos deseosos de usar su riqueza como capital y hacer que rindiera beneficios utilizándola para comprar fuerza de . trabajo como una mercancía. Las oportunidades de este tipo distraían a algunos ciudadanos de las preocupaciones políticas, y oscurecían sus intereses como miembros de la ciudad o de determinadas corporacio­ nes al mismo tiempo que hacían que tuvieran mayor conciencia de sus intereses puramente individuales como propietarios de capital. Pa­ ra estas personas, tanto la política interna de la ciudad como su parti­ cipación activa en el sistema de gobierno más general se convertían cada vez más en una molestia; de nuevo, al menos en la medida en que la ley y el orden se preservaran de otra manera. El gobernante territorial estaba efectivamente dispuesto a preser­ varlos, y a regular y sostener antiguas y nuevas empresas productivas y comerciales. En su aspecto interno, el fundamento del mercantilismo, la política económica característica de los regímenes absolutistas, consistía principalmente en reducir la autonomía de los órganos de regulación económica de asiento local, ya fuera suprimiéndolos o, más a menudo, integrándolos a un sistema estatal uniforme que era más sofisticado técnicamente, estaba menos atado a la tradición y se supervisaba con mayor eficacia que esos órganos locales.7 Por ejem­ plo, aunque la mayoría de los gremios y agrupaciones de oficios siguie­ ron en funcionamiento, lo hicieron como órganos de control que actuaban de acuerdo con elaboradas normas, dictadas ahora por el so|berano. En Francia, edictos de Francisco II y Carlos IX, de 1560 y N^jt. 1563, respectivamente, eliminaron los tribunales independientes de r 1 los mercaderes y traspasaron su jurisdicción al sistema judicial estatal; ^ pero los antiguos miembros de los tribunales suprimidos fueron toma­ dos como asesores de los del estado. Las ordenanzas promulgadas por los reyes franceses para regular las relaciones comerciales a menudo deducían gran parte de su contenido de estatutos y costumbres que

7 G. N. Clark, The Seventeentk C entury (Londres, 1927), p. 21.

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mercaderes y comerciantes habían elaborado antes para su propio uso y aplicado de manera autónoma,8 La vitalidad y autonomía (y credibilidad, como cabría decir hoy) de las instituciones políticas urbanas disminuyeron aún más a consecuen­ cia de ásperas rivalidades internas en torno de determinados derechos y privilegios jurisdiccionales. Ahora era posible que un individuo o una familia obtuviera del gobernante un derecho exclusivo y hereditario a esta o aquella parte de las prerrogativas colectivas de la ciudad, a esta o aquella exención fiscal o privilegio honorífico; como lo señalé en el ca­ pítulo anterior, esto significaba que los derechos urbanos distintivos es­ taban perdiendo su naturaleza corporativa y pasaban a ser absorbidos por los patrimonios de linajes “patricios” individuales. Pero esto perver­ tía su naturaleza; impedía su ejercicio como parte de un sistema político autónomo y abierto; y sobre todo provocaba disensiones que paraliza­ ban el cuerpo político de la ciudad, y a veces incluso los cuerpos consti­ tuidos translocales en los que estaban representadas las ciudades. Expresiones visibles de la pérdida de finalidad y fortaleza políticas por parte del elemento urbano fueron la competencia por el ennoble­ cimiento dentro de la burguesía (en Francia esto condujo al estableci­ miento de una noblesse de robe, que se distanció odiosamente del elemento urbano plebeyo sin ser aceptada nunca como su par por la noblesse d’épée feudal); el remedo de los modales feudales por los bur­ gueses más acaudalados; y el trazado de más y más líneas notorias (y también esta vez odiosas) de demarcación de estatus entre grupos ad­ yacentes dentro de la población de la ciudad. Los contrastes económi­ cos de clase desempeñaron un papel cada vez más importante -s i bien tal vez menos evidente- en el mismo proceso.9

8 F. Galgano, "La categoría storica del diritto commerciale”, en G. Tarello (comp.),

Materiali per una storia della cultura jurídica, vol 6 (Bolonia, 1976), pp. 48 y siguientes. 9 Esta breve relación de la pérdida de vigor político del elemento urbano se inspi­ ra en gran medida en L’Anden Régime, de Tocqueville (Oxford, 1904) [El Antiguo Régimen}! la Revolución, Madrid, Alianza, 1993].

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El elemento feudal y la declinación del Ständestaat

En lo que

se refiere al elemento feudal, su posición económica se de­ terioró extremadamente en el período en consideración, debido a la comercialización creciente de la economía. Por ejemplo, el influjo de ■los metales preciosos devaluó la moneda y con ello disminuyó en tér­ minos reales los ingresos monetarios de los grupos terratenientes, que con frecuencia eran fijos. Y el código de honor de la nobleza (a veces respaldado por la sanción formal de la pérdida de estatus noble) les impidió a menudo que aprovecharan plenamente las oportunidades de obtener ganancias abiertas por la comercialización.10 Esto debilitó al elemento feudal frente al monarca y la burguesía. Los burgueses más ricos, en particular en Francia, aprovecharon la práctica real de vender ciertos cargos y ofrecieron más que los nobles por ellos, con lo que se apropiaron en forma exclusiva de los beneficios generalmente lucrativos que traían aparejados. Frente a los ostentosos gastos de los burgueses más ricos, a la nobleza le resultó cada vez más difícil mante­ ner su estilo de vida distintivamente opulento, ocioso y honorable. Naturalmente, esto no contribuyó al entendimiento y la cooperación política entre los grupos privilegiados más antiguos y más recientes. La vida en la corte del monarca llegó a ser vista como un modo de que la nobleza feudal pusiera de relieve su carácter distintivo, y por lo demás a veces podía resultar en ganancias económicas. Pero en su mayor par­ te era ruinosamente costoso y colocaba a la nobleza en una posición de dependencia con respecto al soberano, como lo veremos; también condujo al aumento de las rivalidades entre los mismos cortesanos. Otro problema fue que el elemento feudal había perdido en gran me­ dida su importancia militar, y con ello una de sus tareas políticas origi­ nales. Desde luego, hacía tiempo que la efectividad militar de la hueste feudal propiamente dicha -una pequeña élite de guerreros montados y

10 Véase D. Bitton, The French Nobüity in Crisis 1560-1640 (Stanford, Calif., 1969).

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con pesadas armaduras- había llegado a su fin. Pero durante algunos si­ glos la nobleza había conservado otro tipo de funciones militares. Como parte de su educación general, el noble recibía entrenamiento para conducir al combate, en nombre del gobernante, pequeñas tropas de sus propios dependientes. Por lo común, éstos eran apresuradamente re­ clutados para expediciones relativamente cortas, y libraban un tipo de operaciones bélicas poco sofisticadas y rudimentarias, con armas ele­ mentales de su propiedad o suministradas por su conductor noble. En el nuevo contexto de la política interestatal, sin embargo, avances trascendentes en la tecnología material y social de la guerra habían hecho imperativo que los estados que pretendían sobrevivir y prosperar mantuvieran un ejército permanente y, en los casos perti­ nentes, una flota de guerra, ambos financiados, equipados y dotados de oficiales por iniciativa del gobernante.11 Este nuevo hecho de la vida política tuvo varias implicaciones importantes: una fue que la ascendencia y educación aristocráticas ya no calificaban por sí mismas a un individuo como conductor militar competente y confiable; una se­ gunda, que en su nueva forma la guerra ya no fue fácilmente compati­ ble con el mantenimiento de un estilo de vida noble; la tercera, que dejó de estar al alcance de los recursos de un noble medio equipar personalmente una unidad militar de la clase que ahora se requería; y la cuarta, que se deduce de la anterior, que el noble que quería seguir desempeñando tareas militares tenía que hacerlo en nuevos términos, los del gobernante.12 S i consideramos además que el sistema tribunalicio expandido y ■ profesionalizado del gobernante había hecho que las facultades judi-

n Véase M. Howard, War m European History (Oxford, 1976), capítulos 2-4 [La guerra en ía historia europea, México, Fondo de Cultura Económica, 1983). 12 Hubo otras implicaciones significativas de naturaleza fiscal, como ya lo señalé en un capítulo anterior. Véanse N. Elias, Über den Prozess der Zivilisation, op. cit., vol. 2, pp. 279 y siguientes; y A. Rüstow, Ortsbestimmung der Gegenwart, op. cit., vol. 1, pp. 239 y siguientes.

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dales del elemento feudal fueran menos importantes incluso en el plano local, resulta claro que la nobleza simplemente no podía haber mantenido su influencia política anterior, ya fuera a través de cuerpos ständisch o por los poderes señoriales. Aun localmente, los derechos tradicionales de autoridad de los feudatarios perdieron progresivamente casi toda su significación económica y de estatus. Con la avari­ ciosa puesta en vigor de todos los derechos de que aun disfrutaban, los grupos terratenientes siguieron librando sus acciones de retaguardia contra el poder usurpador de los intereses móviles, comerciales y mo­ netarios, y trataron de preservar su modo distintivo y ocioso de exis­ tencia y sus prerrogativas sociales. Para el elemento feudal hubo otra manera de asociarse con las em­ presas políticas del gobernante: nobles individuales podían unirse a la corte de éste y procurar entrar en sus consejos más íntimos. Pero te­ nían que hacerlo en el terreno del gobernante y también esta vez de acuerdo con sus términos, no según los antiguos del ejercicio de los derechos y deberes corporativos tradicionales de ayuda y asesoramiento. Era inevitable que cualquier intento renovado que hiciera el ele­ mento feudal por desempeñar un papel político serio a través de los viejos cuerpos ständisch se considerara un desafío al poder real y se lo tratara de manera consecuente.13

El gobernante y su corte: Francia He sugerido algunas poderosas tendencias a largo plazo que socavaron los poderes de los Estados, tanto de resistencia efectiva a la hegemonía creciente del gobernante como de’intervención positiva en la tarea de

13 Clark, op. cit., pp. 86 y siguientes. Para los ejemplos de Prusia y Austria, véase H. O, Meissner, “Das Regierungs- und Behördensystem Maria Theresas und der preussische Staat”, en H. H. Hofmann (comp.), Die Entstehung des modernen souverä­ nen Staates, op. cit., pp. 210 y siguientes.

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gobernar; por otra parte, señalé que la mayoría de estas tendencias ya estaban en marcha durante el apogeo del Ständestaat. Si a ellas, que no eran obra directa del monarca, les agregamos las propias políticas de és­ te, que preveían específicamente alcanzar el mismo fin -en Francia, por ejemplo, la exclusión deliberada de príncipes de la sangre de la tenen­ cia de gobernaciones militares-, podemos ver de qué manera elimina­ ron en conjunto el dualismo característico del Ständestaat (en el sentido de Gierke). En el estado absolutista, el proceso político ya no está es­ tructurado primordialmente por la tensión y colaboración legítimas y continuas entre dos centros de autoridad independientes, el gobernante y los Stände; se desarrolla sólo alrededor y a partir del primero. En la mayoría de los casos los cuerpos constituidos scändisc/t no se su­ primieron formalmente: los Estados Generales franceses, por ejemplo, simplemente no fueron convocados entre 1614 y 1789. Muchos cuer­ pos siguieron “representando” los paquetes diferenciados de derechos e inmunidades de sus grupos constituyentes mucho después de que hubie­ ran dejado de cumplir un papel político efectivo.14 Pero, lo repito, los derechos e inmunidades que reclamaban implicaban cada vez menos poderes públicos de gobierno, excepto algunos insignificantes (en parti­ cular exenciones fiscales) que beneficiaban a los individuos que disfru­ taban de ellos exclusivamente como componentes de patrimonios, como puntos en las partidas de menosprecio y envidia mutua que juga­ ban unos con otros. Pero el poder que los Stände habían perdido era el de gobernar: la aptitud de iniciar acciones colectivas, participar en la determinación de la política pública y supervisar su ejecución, asistir a las necesidades de la sociedad más general y dar forma a su futuro. El gobierno estaba ahora exclusivamente en las manos del monarca, que había hecho suyas todas las prerrogativas públicas efectivas (en oposición a las formales). Para ejercerlo, en primer lugar tuvo que au­ 14

Véase el lugar ocupado por las instituciones ständisch en la investigación sobre

las estructuras constitucionales europeas prerevolucionarias en R. R. Palmer, The Age o f the Democratic Revolution (Princeton, NJ, 1959), vol. 1.

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mentar su propia prominencia, magnificar y proyectar la majestad de sus poderes con el engrandecimiento de su corte, e intensificar su en­ canto. La corte del gobernante absoluto ya no era el sector más elevado de su casa, un círculo de parientes, colaboradores íntimos y dependien­ tes favorecidos. Era un amplio mundo, artificialmente construido y re­ gulado y altamente distintivo que se manifestaba ante quienes no pertenecían a él (y ante los extranjeros) como una encumbrada altipla­ nicie, un escenario elevado en el centro del cual estaba el gobernante en una posición de superioridad irrebatible. Para comenzar, su persona era constantemente exhibida en el fulgor del mundo “público” condensado y realzado que encarnaba la corte. Consideremos este fenómeno en la corte francesa del siglo XVíI, que es la que mejor lo ejemplifica. El rey de Francia era en su integridad, sin reservas, un personaje “público”. Su madre lo daba a luz en público, y desde ese momento su existencia, hasta en sus momentos más triviales, se .representaba ante los ojos de asistentes que eran poseedores de cargos dignificados. Comía en público, se iba a la cama en público, se despertaba, era vestido y acicalado en pú­ blico, orinaba y defecaba en público. No se bañaba mucho en público; pero en ese entonces tampoco lo hacía en privado. No tengo pruebas de que copulara en público; pero estaba bastante cerca de hacerlo, si se consideran las circunstancias en que se esperaba que desflorara a su au­ gusta desposada. Cuando moría (en público), su cuerpo era urgente y chapuceramente cortado en público, y sus partes amputadas ceremo­ niosamente distribuidas entre los personajes más elevados que lo ha­ bían asistido a lo largo de su existencia mortal.15*

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A esta manera de entender la posición del monarca podría oponerse, desde luego,

el famoso dicho ‘Tétat, c’est moi”, atribuido a Luis XIV y a menudo interpretado como la afirmación de una identificación estrecha entre el estado y la persona física del go­ bernante individual. A juzgar por recientes escritos sobre la cuestión, sin embargo, parece que puede concluirse lo siguiente: probablemente, Luis XIV nunca lo dijo; si lo dijo, no pretendía que se entendiera de ese modo; y si pretendía que se entendiera de ese modo, entonces no sabía de qué estaba hablando. Véanse F. Hartung, “L’état,

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La corte que lo rodeaba estaba, de tal modo, constituida para mag­ nificar y exhibir esa existencia. Era un mundo visible de privilegio. Sus ámbitos físicos; los modales y atuendos de los cortesanos; su ruti­ na altamente simbólica, ritualizada y dispendiosa: todo transmitía una imagen de esplendor, gracia, lujo y ocio. La “encumbrada altiplani­ cie”, como la he llamado, estaba cuidadosamente terraplenada, y se elevaba hasta la figura del gobernante a través de múltiples gradacio­ nes-gradaciones en los títulos de los cortesanos, en su proximidad al monarca, en la frecuencia y naturalidad de su acceso a él, en sus pre­ cedencias ceremoniales y en las señales de estatus codificadas en sus vestimentas y posturas.16 Adviértase que este contexto artificial, con tantas características que realzaban el sentido del estatus de los cortesanos, forzosamente los hacía mutuamente envidiosos, desconfiados y hostiles. Facilitaba la emergencia de camarillas, intrigas y alineamientos furtivos y cam­ biantes de asociados que recelaban unos de otros; prosperaba en el chisme y el espionaje. Así, las inquietudes de los cortesanos (que a menudo no tenían otra opción que concurrir a la corte) pasaron a concentrarse en cuestiones cuyos resultados podían a lo sumo tener consecuencias para la posición de este o aquel individuo, pero que no podían cambiar su condición compartida de aislamiento, dependen­ cia e impotencia doradas.17

c ’est moi”, en su Staatsbildende Kräfte der Neuzeit (Berlin, 1961), pp. 93 y siguientes; y E. Schmitt, Repräsentation und Revolution, op. dt., pp. 67 y siguientes. 16 Véase la sobresaliente reconstrucción sociológica del ámbito cortesano y de su significación política en N. Elias, Die höfische Gesellschaft (Neuwied, 1969) [La sode-

dad cortesana, México, Fondo de Cultura Económica, 1982], 17 Como fuente de primera mano referente a la corte absolutista francesa, sigue siendo inigualado el duque de Saint-Simon; véase L. Norton (comp. y trad.), The Histórica! Memories o f the Duc de Saint'Simon (Londres, 1970-1973), 3 volúmenes len español hay selecciones traducidas y anotadas por Consuelo Berges: Memorias, Barce­ lona, Bruguera, 1983, y Retratos proustianos de cortesanas, Barcelona, Tusquets, 1985].

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Al construir, y mantener una corte semejante, el gobernante absoluto se aseguraba contra los intentos serios del elemento feudal por recuperar sus derechos corporativos de gobierno.18 Al mismo tiempo, en cierto modo lo compensaba por la pérdida con su exaltación por encima de la sociedad circundante y el ofrecimiento individual a los cortesanos de la posibilidad de ascenso o la esperanza de asegurarse una pensión o una sinecura. Además, al rodearse de la nobleza en la corte, el gobernante reafirmaba el hecho de que aún compartía, como un primws inter pares, su posición cultural, jerárquica y económica dis­ tintiva, aunque no, por supuesto, la política. El soberano, entonces, gobernaba desde su corte más que a través de ella. La corte constituía el aspecto expresivo de su gobierno, por decir­ lo así, pero esto tenía que complementarse con un aspecto instrumen­ ta l De allí que en intersección con la corte (más que enteramente envuelto por ella) hubiera otro ámbito, que se situaba en una relación más directa y material con la empresa de gobernar y funcionaba como el medio del poder personal del gobernante (al menos en el caso de Luis XIV). Este ámbito comprendía unos pocos consejos gubernativos, cada uno con un pequeño número de miembros, pero conectados con una gran cantidad de agentes y ejecutores por vínculos que, en última instancia, eran instituidos y activados por la orden personal del go­ bernante. Tal como los utilizó Luis XIV, los consejos asistían al monar­ ca en la formación de las decisiones de éste, y eran responsables ante él de su puesta en práctica. Los miembros eran personalmente designados por el soberano y actuaban como sus servidores, aunque a menudo eran de origen noble. En esta etapa, los poderes discrecionales que los servidores del gobernante tenían que ejercer necesariamente a fin de mantener en funcionamiento la maquinaria administrativa y liberar

10

Siguiendo a N. Elias en La sociedad cortesana, W. Lepenies analiza con gran pe­

netración algunas consecuencias psicológicas de la posición restringida de los nobles cortesanos en su Melancholie und Gesellschaft (Francfort, 1972).

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al monarca de las decisiones cotidianas les eran asignados por la pro­ pia orden de éste, y no eran establecidos y controlados por la ley.19 Este sistema de consejos superpuestos culminaba en un pequeño número de ministros que llevaban diversos títulos, y no en uno solo que, al “representar” al sistema ante el gobernante, pudiera ser media­ dor del control de éste sobre él. En su base, el sistema se ramificaba hasta incluir una multitud de agentes menores, desde los oficiales del ejército y la armada permanentes hasta quienes disponían y supervisa­ ban las obras públicas y los intendentes encargados de inspeccionar todas las actividades gubernamentales y administrativas en una locali­ dad dada. Los roles de estos agentes, por más diferentes que fueran sus títulos y competencias, se modelaban sobre el del commissartus. Este era un cargo de origen militar, cuyas características define Hintze de la siguiente manera, a fin de destacar su diferencia con respecto a los cargos standisc/i y patrimoniales: Sin un derecho establecido en su puesto; sin lazos con las fuerzas loca­ les de resistencia; sin el obstáculo de concepciones anticuadas del de­ recho y de una conducta oficial consagrada por el tiempo; sólo un instrumento de la voluntad más alta, de la nueva idea del estado; comprometido sin reservas con el príncipe, comisionado por éste y dependiente de éste; ya no un officier sino un fonctiomaire, el Commissarius representa un nuevo tipo de servidor del estado, de confor­ midad con el espíritu de la razón absolutista de estado.20 La mayoría de las personas que ocupaban estos puestos inferiores eran de origen burgués o de la pequeña nobleza, y muchas eran abogados de

19 Sobre el instrumento prototípico para seleccionar, conferir autoridad y contro­ lar este tipo de funcionariato, véase O. Hintze, “Der Commissarius und seine ges­ chichtliche Bedeutung für die allgemeine Verwaltungsgeschichte”, en su Staat und

Verfassung {2* edición, Gotinga, 1962), pp. 264 y siguientes. 20 Ibid., p. 275.

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formación universitaria. Se esforzaban por desempeñar su función de una manera que “compensara” un nacimiento humilde y/ó aumentara un patrimonio familiar insuficiente. Por lo común, esto los impulsaba a actuar con gran celo, y con frecuencia a sentir una intensa animosidad contra quienes poseían prerrogativas jurisdiccionales tradicionales, ständisch o feudales, ya porque eran miembros de cuerpos de estados, ya porque ellos o sus ancestros habían comprado los cargos a la corona.

Nuevos aspectos del gobierno Los dos componentes de la transición al absolutismo hasta ahora con­ siderados -la declinante capacidad de iniciativa y resistencia de los Stände y la ofensiva del gobernante- deben relacionarse con las nece­ sidades y oportunidades para la acción política surgidas del cambiante ambiente societal, que respectivamente debilitaban la influencia de los Stände e incrementaban la del soberano. Tengo en mente, prime­ ro, la necesidad de nuevas formas de acción política cuya novedad misma “cercenó” a los Estados. Por ejemplo, las nuevas exigencias mi­ litares de la política europea de la fuerza (cada vez más centrada en la conquista y explotación de tierras en ultramar), además de reducir la significación de las habilidades tradicionales de conducción del ele­ mento feudal, hicieron necesario obtener acceso a nuevas fuentes de riqueza que las recaudaciones y los tributos tradicionales no podían cubrir adecuadamente. Ya hemos visto de qué manera el gobernante prusiano, con la introducción de las excisas urbanas, estableció una nueva base tributaria para su aparato militar y administrativo y la apartó del control de los Estados. También tengo en mente la deman­ da de una regulación uniforme y que abarcara todo el territorio en di­ versas materias. Por ejemplo, entre 1665 y 1690 Luis XIV promulgó ordenanzas y códigos que reglamentaron uniformemente para toda Francia cuestiones tales como los procedimientos tribunalicios civiles y penales, el manejo de bosques y ríos, los barcos y la navegación, y la

trata de esclavos negros. También en Prusia se elaboró un inmenso cuerpo de normas legales de alcance territorial en nombre del gober­ nante, en la forma de estatutos policiales. Habría sido imposible, en ambos casos, llevar a cabo tales empresas mediante procedimientos “dualistamente” negociados y ständisch de creación de normas. Adviértase, empero, que la promulgación de dicha legislación por el gobernante afectaba no sólo los intereses y actividades específicas en cuestión sino el significado mismo de la ley. En el Ständestaat, “la ley” eran en esencia los paquetes característicos de derechos y privile­ gios tradicionalmente reclamados por los estados y sus cuerpos consti­ tuyentes, así com o por el g ob ern an te; ex istía en la form a de autorizaciones legales diferenciadas, generalmente de antiguo origen, y en principio estaba dentro de las facultades corporativas de sus be­ neficiarios sostenerlas, en caso necesario por la fuerza. Esa ley podía ser modificada por los Stände cuando suscribían o renovaban pactos con el gobernante, o mediante deliberaciones compartidas y ajustes mutuos entre aquéllos y el soberano, o entre Stände individuales. Pero en principio no podía modificarse por la voluntad exclusiva de ningu­ na de las partes, dado que, ante todo, no se la consideraba como un producto de la voluntad unilateral. Como lo hemos señalado, los de­ rechos y obligaciones de este o aquel individuo o cuerpo eran la cues­ tión típica del proceso político del Ständestaat. Pero en su integridad, ese proceso consideraba la ley como un marco, como un conjunto de elementos dados, aunque se los impugnara en su significación precisa. Se estimaba que la validez de la ley descansaba en última instancia en la agencia sobrehumana de la Deidad, que funcionaba mediante la lenta sedimentación de la costumbre y las nociones negociadas de los legítimos poseedores de las facultades de gobernar.21

21

Véase O. Brunner, “Vom Gottesgnadentum 2um monarchischen Prinzip”, en

H. Hofmann (comp.), op. cit., pp. 115 y siguientes.

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En este contexto, la idea de que el gobernante podía, por cualquier acto de su voluntad soberana, producir una nueva ley y hacerla poner en vigor por su sistema tribunalicio cada vez más abarcativo y efectivo, fue completamente revolucionaria. Transformó la ley de un marco del gobierno en un instrumento para éste. Por otra parte, como dicha ley estaba concebida para aplicarse uniformemente en todo el territorio, los Stände provinciales y regionales perdieron la capacidad de adaptarla a las condiciones locales. Mediante esa nueva ley, el gobernante se dirigió cada vez más clara y precisamente a toda la población del terri­ torio. Disciplinó las relaciones en términos crecientemente generales y abstractos, aplicables “donde y cuando fuere”. Al expresar su voluntad soberana en la forma de la ley, el gobernante concebía a los Estados (a lo sumo) como una audiencia privilegiada a cuyos integrantes indivi­ duales podía eximirse graciosamente de los efectos desagradables (en especial los fiscales) de las nuevas normas. Pero los Stände ya no esta­ ban en condiciones de modificar o interponerse seriamente en su vo­ luntad, y de proteger de ésta al conjunto de la sociedad. Este nuevo enfoque de la ley y sus relaciones con el gobierno parece aún más significativo a la luz de dos hechos. Primero, paralelamente al aumento de la legislación promulgada por el gobernante y puesta en vigor por sus tribunales se produjo el vasto fenómeno de la “recepción del derecho romano”, por la cual los principios y normas legales del Corpus juris civilis de Justiniano adquirieron validez en varios territo­ rios.22 Aunque no del todo coincidente con el ascenso del absolutismo ni geográfica ni cronológicamente, este acontecimiento estaba muy en consonancia con el espíritu del sistema absolutista de gobierno23 (y

22 El mejor tratamiento de la “recepción”, si bien centrado en el caso alemán, es F. Wieacker, Privatrecktsgeschichte der Neuzeit (2a edición, Gotinga, 1967), parte 2 [Historia del derecho privado en la Edad Moderna, Madrid, Aguilar, 1957], 23 Véase el famoso (aunque a veces discutido) juicio de Tocqueville sobre las ten­ dencias autoritarias intrínsecas del derecho romano en su primera nota a VAnden Regime, op. cit., pp. 229-231.

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con el progreso de la comercialización y el individualismo en las esfe­ ras socioeconómica y cultural). Con la “recepción”, llegó a regularse una enorme y diversa gama de relaciones sociales, de maneras que a menudo diferían ampliamente de las de la “buena vieja ley”, con fre­ cuencia de origen germánico y feudal, que en ocasiones había sido elaborada y modificada por corporaciones urbanas.24 Segundo, aun­ que los gobernantes se colocaron cada vez más en el papel de fuentes del derecho, ya fuera directa o indirectamente por referencia al dere­ cho romano, no se consideraron atados por éste. Uno de los significa­ dos originales de la noción misma de “absolutismo” es que el propio gobernante es legibus solutus: el derecho, al ser un producto de su po­ der soberano, no puede obligarlo o poner límites a ese poder. El gobernante tiene ahora en el derecho un instrumento flexible, indefinidamente extensible y modificable para articular y sancionar su voluntad. Como resultado, su poder deja de concebirse como una colección de distintos derechos y prerrogativas, como había sido bajo el Ständestaat, y pasa a ser en cambio más unitario y abstracto, más po­ tencial, por decirlo así. Como tal, comienza a apartarse conceptualmente de la persona física del gobernante; podríamos expresarlo de otro modo y decir que subsume al gobernante dentro de sí mismo, irradiando su propia energía a través de él. Esta es parte de la significa­ ción de la corte de Luis XIV, en la que, aunque la figura del rey se exaltaba hasta proporciones sobrehumanas y difundía una luz de in­ tensidad no terrenal ( “íe Roi soleil"), representaba un proyecto, una entidad, un poder mucho más grande que el monarca mismo.

El gobernante y su burocracia: Prusia En la fase en que se encontraba en el siglo XVIII el sistema absolutista de gobierno, cuyos- mejores representantes son en Prusia Federico

24 Véase Galgano, “La categoría storica...”, art. cit.

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üp

Guillermo I (1713-1740) y Federico el Grande (1740-1786), la corte perdió gran parte de la importancia política que tenía en la Francia de Luis XIV. En Prusia, la función de proyectar la superioridad del poder estatal sobre el propio “rey físico” pasó al aparato militar y adminis­ trativo. Como ya lo dije, Luis XIV había reinado desde una corte en­ cumbrada y resplandeciente de la cual él era el pináculo, con la asistencia de unos pocos y pequeños consejos de asesores y ministros personales. Federico Guillermo I y su sucesor reinaron a través y en el centro de un cuerpo mucho más grande y más elaboradamente cons­ truido y reglamentado de órganos públicos consagrados a actividades administrativas que eran más continuas, sistemáticas, abarcativas, vi­ sibles y efectivas que cualquier cosa que Luis XIV hubiera imaginado. Un componente esencial de esta evolución fue un nuevo cuerpo de derecho -e l “derecho público”- específicamente referido a la construc­ ción y funcionamiento del sistema administrativo.25 Los miembros del sistema no actuaban inmediatamente ante un encargo del gobernante, ni como ejecutores directos de sus órdenes personales, sino más bien con la guía y control de un cuerpo de normas promulgadas que articu­ laban el poder del estado (unitariamente concebido) en una serie de funciones, cada una de las cuales se confiaba a un órgano, esto es, un conjunto de cargos coordinados habilitados para tomar y poner en vi­ gor decisiones perentorias. Cada órgano poseía competencias delimita­ das con precisión, normas mediante las cuales evaluar su ejercicio, y facultades formales y materiales para su funcionamiento. Los individuos que formaban el personal de dichos órganos eran funcionarios ( Beamte) debidamente designados para los cargos de ca­ da uno de ellos y supuestamente capacitados y probados en su desern-

25 Véanse H, Rosenberg, Bureaucracy, Aristocracy and Autocracy (Cambridge, Mass., 1958); H. Jacoby, The Bureaucratization of the World (Berkeley, Calif., 1974), cap. 2 [La burocratización del mundo: una contribución a la historia del problema, Buenos Aires, Siglo xxi, 1972].

peño. No poseían derechos de propiedad sobre sus puestos y no podían tener pretensiones a ningún ingreso que pudiera incrementarse como resultado de su trabajo; se los remuneraba, en cambio, con los fondos centrales de acuerdo con una escala fija. La ley regulaba los poderes más elevados de mando, supervisión y disciplina a los que estaban sujetos los funcionarios. Excepto en el nivel más alto, en que se tomaban decisiones característicamente “políticas” sobre cuestiones concernientes a la seguridad interna y externa del estado o los rumbos más generales de su política, todas las decisiones individuales debían alcanzarse a través del razonamiento jurídico, con la aplicación de disposiciones legales generales a circunstancias cuidadosamente com­ probadas y documentadas. Por otra parte, todas esas actividades eran asentadas por escrito y registradas en expedientes. De tal modo, se pretendía que el estado funcionara como el instru­ mento de sus propias leyes promulgadas, lo que hacía que sus activida­ des fueran sistematizadas, coordinadas, predecibles, maquinales e impersonales. Se preservaba, sin embargo, el principio de que la ley no obliga al poder soberano que la produce. El “derecho público”, en­ tonces, era un conjunto de dispositivos internos del sistema, y como tal regulaba el funcionamiento de los cargos inferiores frente a los su­ periores; pero no confería derechos accionables a sujetos individuales en su carácter privado. Podía mantenerse un sistema semijudicial para verificar el impacto de las actividades de la administración sobre los legítimos intereses privados pero, una vez más, en ese caso se trataría en gran medida de un dispositivo interno que no autorizaría a los in­ dividuos privados, en su condición de ajenos al sistema, a obstaculizar o frustrar las decisiones administrativas. En esencia, entonces, en el “modelo prusiano” el estado trascendía a la persona física de su cabeza a través de la despersonalización y ob­ jetivación de su poder. El derecho público configuraba el estado como una entidad artificial y organizativa que funcionaba por conducto de individuos que, en principio, eran intercambiables y de los que se es­ peraba que en sus actividades oficiales emplearan sus aptitudes com­

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probadas con una lealtad obsequiosa hacia el estado y un compromiso con sus intereses. Schiera resume de la siguiente manera el proceso de construcción de la administración que culmina con Federico el Grande: El príncipe se las arregló para reemplazar el sistema administrativo ständisch por uno propio, basado en funcionarios que dependían direc­ tamente de él, le eran fieles y ocupaban cargos de origen comisarial. Aunque ligados personalmente al príncipe, los funcionarios consti­ tuían al mismo tiempo una entidad unificada, dotada de una dinámi­ ca interna propia, que no descansaba íntegramente sobre la persona del mismo príncipe. Siempre era éste quien coordinaba las activida­ des de las diversas ramas de la administración; pero ésta funcionaba por sus propios medios, gracias a su estructura organizativa. Había un lazo entre la administración y el príncipe: un estrecho lazo, en rigor de verdad; pero sus efectos se filtraban, por así decirlo, a través del concepto ahora central de “salus publica”, o bien común. Formalmen­ te, la relación con el príncipe seguía siendo personal, pero la persona misma de éste había comenzado a tener importancia principalmente en la medida en que se lo consideraba el primer servidor del estado.26 Mientras Luis XIV había reinado rodeado de nobles cortesanos empe­ ñados en una ostentación de estatus (ostentación que implicaba la exaltación del estatus del rey), Federico el Grande reinó como el prij^mero de un vasto número de funcionarios. Muchos de éstos eran no­ bles pero, una vez más, sólo mantenían su posición privilegiada con la aceptación de los nuevos términos: los del gobernante. Tanto en Fran­ cia como en Prusia la resistencia de los Stände disminuyó tan franca­ mente bajo el absolutismo que ya no pudo decirse que el proceso político giraba en tomo de la asignación de facultades de gobierno dentro del estado. Todas las facultades importantes se concentraron en las manos del soberano, y las cuestiones políticas primordiales pasaron 26 P. Schiera, “L’introduzione delle ‘Akzise* in Prussia...”, art. cit., p. 294.

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a ser las referidas a cómo aumentar (en términos absolutos más que re­ lativos) su poder y cómo usar ese mayor poder interna y externamente. Entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, ambas cuestiones, significativamente, encontraron una nueva solución en un tipo nove* doso de sistema de gobierno, que por un lado continuaba las principales tendencias en la con stitu ción y organización del estado, ya evidentes bajo el absolutismo (aunque de una manera modificada y selectiva), pero por el otro cambiaba (mucho más considerablemen­ te) las relaciones entre éste y la sociedad en su conjunto. Ahora debemos señalar brevemente las tendencias y contradicciones inherentes a esas relaciones bajo el absolutismo.

La emergencia de ¡a sociedad civil Como hemos visto, el gobernante absolutista había hecho suyas las facultades de gobierno que bajo el Ständestaat estaban dispersas entre varios individuos y cuerpos privilegiados. Había concentrado esas facultades, junto con las de antiguos orígenes reales, en un aparato unitario para el establecim iento y ejecu ción de políticas estatales, organizado como una maquinaria cada vez más eficaz para ejercer por sí sola todos los aspectos del gobierno, y que funcionaba en nombre y en pro de los intereses de la soberanía. También vimos que, como consecuencia, los individuos y cuerpos privilegiados se habían convertido, con más y más exclusividad, en po­ seedores de facultades privadas legalmente concedidas, los procuradores privilegiados de intereses privados. Pero en el pasado, las prerrogativas políticas de los Stände habían sido el pegamento que mantenía unidos a sus componentes: Stand con Stand y familia con familia dentro de cada Stand. Así, cuando esas prerrogativas políticas fueron efectivamente confiscadas por el gobernante, los Stände comenzaron a “despegarse”.27

21 Una vez más, esta perspectiva se inspira primordialmente en TocqueviUe.

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Por otro lado, las instituciones del estado (en primer lugar particu­ larmente el sistema tribunalicio, luego el ministerial y administrati­ vo) se habían hecho cada vez más públicas: es decir, oficiales, muy características y relativamente visibles. Los códigos y estatutos del es­ tado, desde luego, tenían que promulgarse y publicarse oficialmente, imprimirse en la lengua vulgar y difundirse con amplitud. En varios países, la adopción de uniformes tanto para los funcionarios militares como para los funcionarios civiles del estado significó el mismo énfa­ sis en la distintividad y unidad del aparato estatal. De tal modo, el estado, por así decirlo, se había alejado del conjun­ to de la sociedad y ascendido a un nivel propio, en el que se concen­ traban el personal y las funciones específicamente políticas. Al mismo tiempo, tenía capacidad para afectar con su acción a toda la sociedad. Ésta, desde las cumbres del nivel estatal, parecía estar poblada exclu­ sivamente por una multitud de particuliers, de individuos privados (aunque a veces privilegiados). El estado se dirigía a ellos en su carác­ ter de súbditos, contribuyentes, potenciales reclutas del ejército, etcé­ tera; pero no los consideraba calificados para tomar parte activa en su propia tarea. Contemplaba la sociedad civil exclusivamente como un objeto idóneo para ser gobernado. Y en rigor de verdad, uno de los intereses primordiales del gobierno absolutista fue precisamente la regulación y promoción autoritarias de las inquietudes privadas de los individuos, principalmente las econó­ micas. En el siglo XVII, como hemos visto, este interés llevó al estado a adoptar, uniformar y modificar según fuera necesario las reglas que en los siglos anteriores los gremios y otros cuerpos corporativos urbanos habían impuesto autónoma y localmente a las actividades comerciales y productivas: reglas que fijaban precios y normas para las mercaderías, especificaban procesos productivos, regulaban la capacitación de los aprendices, controlaban la competencia y la innovación. Otros aspec­ tos del mercantilismo -y en particular la preocupación por un saldo comercial positivo y la constitución de reservas en metales precio­ sos- sugieren que tal vez no debería considerárselo como exclusiva y

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ni siquiera principalmente interesado en la promoción del bienestar económico del país (o de la burguesía). Antes bien, se fomentaba la ac­ tividad económica (1) para mantener a la población ocupada, pacífica y despreocupada de las empresas políticas, y (2) para generar la riqueza imponible necesaria para solventar tanto los aspectos antieconómicos del sistema de gobierno (en lo fundamental, su corte a menudo desas­ trosamente dispendiosa) como sus cada vez más costosas empresas in­ ternacionales. En el siglo XVIII, este último objetivo de la política absolutista se tenía aún más persistente e imperiosamente en consideración que en el siglo XVII. En esa época, sin embargo, las políticas mercantilistas propiamente dichas habían sido en gran medida abandonadas, en fa­ vor de las que constituyeron la política económica del así llamado “despotismo ilustrado”.28 Estas últimas políticas, empero, marcaron y a menudo promovieron sin saberlo el inicio de un cambio notable en la configuración interna y la significación política de la sociedad civil. A largo plazo, dicho cambio transformaría el sistema de gobierno al dar realidad a la exigencia de la sociedad civil en pos de un papel ac­ tivo y decisivo en el proceso político. Encaremos ahora la cuestión de identificar los grupos sociales cuyos “intereses ideales y materiales” distintivos los condujeron a articular esa exigencia.

El desafio político de la sociedad civil Durante el período histórico del absolutismo, un sector cada vez más importante de la burguesía europea -los empresarios capitalistas- había redefinido su identidad como la de una clase, y ya no la de un estado. Es­ te fenómeno, un aspecto intrínseco del avance del modo capitalista de

28

Véanse F. Hartung, “Aufgeklärter Absolutismus”, en H. Hofmann (comp.), op.

dt., pp. 149 y siguientes; y J. Gagliardo, Eníig/itened Despottsm (Londres, 1967).

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producción, había sido de vez en cuando favorecido y acelerado por las políticas públicas. Como iba a tener consecuencias políticas decisivas, es necesario que lo caractericemos brevemente aquí. U na clase es una unidad colectiva más abstracta, impersonal y dis­ tintivamente translocal que un estado. Sus límites visibles no los fijan un estilo de vida o un modo específico de actividad, sino la posesión o la exclusión de los recursos del mercado que dan a sus propietarios derecho a la apropiación de una parte desproporcionada del producto social, parte que, como consecuencia, puede acumularse y volver a desplegarse en el mercado. En el caso de los grupos que estamos con­ siderando, el recurso en cuestión es el capital, de propiedad privada. La unidad de una clase, a diferencia de la de un estado, no es man­ tenida por órganos internos de autoridad que preservan los derechos tradicionales, particulares y comunes, de la colectividad e imponen la disciplina a sus integrantes individuales. Una clase presupone y admi­ te la competencia por la ventaja entre sus componentes, todos los cuales son individuos privados y con intereses propios. Sin embargo, se presume que esa competencia se autoequilibra; con ello, limita y legitima la ventaja de un integrante dado sobre otros. Además, la competencia dentro de una clase está limitada por el reconocimiento de ciertos intereses compartidos por todos los miembros frente a cla­ ses antagónicas en el mercado. Así, las necesidades políticas de una clase que posee recursos críti­ cos del mercado son diferentes de las de un estado. Una clase semejan­ te no precisa que se le confieran directamente poderes de gobierno, dado que el ejercicio de éste desde su interior daría ventajas arbitra­ rias (y por lo tanto ilegítimas) a algunos competidores sobre otros e interferiría tanto en la supuesta capacidad del mercado para el autoequilibrio como en el proceso de acumulación. Por otro lado, dicha clase no puede prescindir por completo del gobierno: le es necesaria cierta capacidad de acción para ejercerlo, a fin de salvaguardar el fun­ cionamiento autónomo del mercado y garantizar la apropiación co­ lectiva de la clase de sus recursos característicos (y su reparto para el

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control privado de los individuos) contra cualquier ataque por parte de una clase antagónica; también necesita esa capacidad de acción para ejercer el gobierno desde un centro unitario estructuralmente al margen y por encima de todas las clases en una esfera propia, distinti­ va, “pública” y soberana. Ahora bien, el sistema absolutista constituía precisamente esa con­ centración distintiva, “pública” y soberana de facultades de gobierno, y de ahí que fuera un medio político idóneo para la transformación en clase de una parte de la burguesía. Sin embargo, el énfasis absolutista sobre la intervención intencional en cuestiones de negocios, sobre los monopolios, las restricciones a la competencia y la dirección del co­ mercio interfería en la autonomía y fluidez del mercado; y éste es el lugar donde una clase modera sus contrastes internos mediante la competencia y mantiene su ventaja colectiva con la acumulación y utilización de los recursos de los que se ha adueñado.29* Por lo común se sostiene que el interés de la burguesía como clase en la autonomía del mercado la condujo a plantear un desafío político radical al absolutismo. Sin embargo, una noción semejante es sin duda demasiado simplista. Podría argumentarse que, cualesquiera fueran los efectos negativos de la “interferencia en el mercado” del absolutismo

29 R. Kühnl, Due forme di dominio borghese: liberalismo e fascismo (traducción italia­ na de Formen hürgerlicher Herrschaft, vol. 1; Milán, 1973), pp. 25 y siguientes, sostie­ ne, desde un punto de vista marxista, que el absolutismo favoreció el desarrollo del capitalismo; pero admite que algunas políticas absolutistas eran ampliamente discre­ pantes con exigencias y valores de clase particulares de la burguesía. Para una inter­ pretación sofisticada de un punto de vista alternativo, que también apela al marxismo pero destaca las conexiones entre el absolutismo y los intereses de la no­ bleza como clase y estado, véase P. Anderson, Lineages ofthe Absolutist State, op, cit., caps. 1-2. Aparentemente, desde un punto de vista marxista se puede sostener o bien que la monarquía “trabajó para” la burguesía, o bien que "trabajó para” la nobleza; lo que por una u otra razón parece fuera de la cuestión es qué puede haber “trabajado para” sí misma, lo que desde luego no incluye sólo al monarca y su dinastía sino tam­ bién a todo el aparato de gobierno que lo rodeaba.

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sobre los intereses de la clase en cuestión, es probable que se viesen ampliamente compensados por políticas internas y externas en favor de la acumulación y la preservación del control privado sobre la mayor parte del capital de yna nación. Además, las exigencias políticas bur­ guesas, corrientemente resumidas en.la expresión “laisseZ'färe, laissezpasser", de hecho no se planteaban tanto contra el sistema absolutista como dirigidas a él, que en su última fase hizo los mayores esfuerzos por darles cabida. Esas demandas podían ser ampliamente satisfechas al mismo tiempo que se mantenía a toda la sociedad civil, incluida su cíase económicamente en ascenso, como un “objeto idóneo para ser go­ bernado” (como lo expresamos antes). En una fecha tan tardía como el fin del siglo XIX, el caso de Alemania muestra que una burguesía po­ día extraer la mayoría de los beneficios de la industrialización capita­ lista sin reclamar agresivamente sus propios derechos de nacimiento. Es necesario que evaluemos factores adicionales para explicar por qué la mayoría de las burguesías nacionales sí plantearon un franco desafío a sus respectivos anciens régimes. En mi opinión, dichas bur­ guesías fueron políticamente radicalizadas y “dinamizadas” por algu­ nos de sus miembros que no pertenecían a los grupos empresariales que hasta ahora hemos considerado (aunque a veces se superponían con ellos). Estos componentes estaban consagrados particularmente a búsquedas intelectuales, literarias y artísticas, y habían desarrollado una identidad social distintiva, la de un público, o más bien, al princi­ pio, la de una diversidad de “públicos”.30 Habían realizado sus activi­ dades de manera creciente en ámbitos y medios característicos (desde sociedades científicas, salones literarios, logias masónicas31 y cafés

30 A partir de aquí, me apoyo abundantemente en J. Habermas, Strukturwandel der Öffentlichkeit (5a edición, Neuwied, 1971) [Historia y crítica de la opinión pública, Méxi­ co, Ediciones G. Gilli, 1986]. 31 R. Koselleck, Kritik und Krise. Ein Beitrag zur Pathogenese der bürgerlichen Welt (Friburgo, 1959), es particularmente iluminador sobre el papel cumplido por la francmaso­ nería internacional que, en cierto sentido, era a la vez una institución secreta y pública.

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hasta editoriales y la prensa diaria y periódica) que eran públicos en el sentido de ser accesibles a todos los interesados, o al menos a aquellos que poseían las calificaciones adecuadas y objetivamente comproba­ bles, como instrucción, competencia técnica, información pertinente, elocuencia persuasiva, imaginación creativa y capacidad para el juicio crítico. Por otra parte, se permitía que todos los participantes contri­ buyeran al proceso abierto y relativamente irrestricto de discusión, que pretendía producir una “opinión pública” ampliamente sostenida y críticamente establecida sobre cualquier tema dado.32 En una etapa temprana del desarrollo de tales públicos, sus tópicos habían sido sobre todo científicos, literarios y filosóficos; sus plantea­ mientos se habían limitado a áreas como la evolución del gusto, la conquista y difusión del conocimiento sobre fenómenos naturales y los refinamientos de la sensibilidad moral tanto en los participantes directos como, a través de ellos, en un público instruido más amplio* Cuando no se vieron obstaculizados por la censura y la represión, sin embargo, los temas cambiaron progresivamente hasta transformarse en cuestiones característicamente políticas: las virtudes y los vicios cí­ vicos típicos de “la nación”; los caminos y los medios para promover su bienestar; la mejora de la legislación; las relaciones entre la iglesia y el estado; la conducción de los asuntos extranjeros. De esta manera, ciertos grupos sociales -predominantemente bur­ gueses, aunque a veces mezclados con elementos de la nobleza y el clero bajo- se presentaron gradualmente como una audiencia califica­ da para criticar el propio funcionamiento del estado. Procuraban, por decirlo así, complementar la “esfera pública” construida desde arriba con un “ámbito público” formado por miembros individuales de la so­ ciedad civil que trascendían sus intereses privados, elaboraban una

32

Con respecto a la medida en que, particularmente en Francia, “la burguesía se

politiza antes de tener un papel político que desempeñar”, véase G. Durand, États et

institutions: XVf-XVIII* siècles (Paris, 1969), pp. 291 y siguientes.

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/

“opinión pública” sobre asuntos de estado y la aplicaban a las activi­ dades de los órganos estatales. Ahora bien, cualquier intento de institucionalizar la crítica y la controversia, y de asignar a ambas un papel en la conducción de las acciones del estado, planteaba al sistema absolutista un desafío más di­ recto que la exigencia de “clase” de que debía respetar la capacidad de autorregulación del mercado. U n “público razonante” podía conducir a la sociedad civil a la ruptura con la posición pasiva y sometida en la cual procuraba confinarla el poder oficial. El público razonante no sólo se atrevía a abrir el debate sobre cuestiones que esos poderes siempre habían.tratado como arcana imperii sino que amenazaba extenderlo a círculos sociales cada vez más amplios a fin de aumentar su apoyo. Más amenazador que esos desafíos en gran medida potenciales, sin embargo, era el ataque burgués contra la noción de privilegio, de de­ rechos adscriptos y particulares asociados a determinados rangos. Esto golpeaba directamente la política absolutista de compensar a los esta­ dos tradicionales por sus pérdidas políticas con el mantenimiento de sus ventajas de estatus y el apuntalamiento de su posición económica. El compromiso de grandes sectores de la opinión burguesa con la ilus­ tración secular -c o n su racionalismo agresivo, su antitradicionalismo y su énfasis en la emancipación- amenazaba la “alianza del trono y el altar” típica de muchos estados absolutistas. Los formadores de opi­ nión que sugerían que los intereses nacionales^* y el bienestar público debían guiar las políticas exteriores e internas eran un estorbo para

33

A lo largo del libro, deliberadamente presté poca atención al concepto de “na­

ción” y a su considerable conexión histórica con el de “estado”. Un argumento en fa­ vor de la separación de los análisis de estos dos conceptos, y de los procesos históricos concomitantes, ha sido presentado recientemente por C. Tilly en su introducción a C. Tilly (comp.), The Forrmtion of National States m Western Europe {Princeton, NJ, 1975). Para una discusión introductoria sobre la “nación” y el “nacionalismo” véase E. Lemberg, Nati'onaíismus (Reinbek, 1964), en especial vol. 1, sección 2.

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monarcas residualmente atados a intereses dinásticos y aún rodeados por la absurdamente dispendiosa pompa de sus cortes. Por otro lado, algunos aspectos del desarrollo de la “opinión públi­ ca sobre asuntos públicos” eran compatibles con las políticas absolu­ tistas y constituían respaldos ideológicos a ellas. La existencia misma de un ámbito público era en sumo grado la consecuencia de la políti­ ca del estado absolutista de pasar por alto a los Stände y encarar direc­ tam ente a la generalidad de sus súbditos m ediante sus leyes, su sistema fiscal, su administración uniforme y abarcativa, su creciente apelación al patriotismo. El público burgués tampoco reclamó para sí mismo facultades de gobierno independientes, autosostenidas y autoimpuestas, como lo habían hecho los Stände. Reconocía las preten­ siones de soberanía del gobernante y la distintividad de la empresa de gobernar. Se apresuraba a apoyar su compromiso declarado con la grandeza nacional y la promoción del bienestar del pueblo. Conside­ raba problemas importantes de la agenda del gobernante -desde la re­ forma legislativa hasta la promoción de la industria- y les aplicaba recursos de sentido, competencia e interés, así como una capacidad para el juicio informado y crítico que al propio soberano le interesaba movilizar y aprovechar. Además, entre los miembros del público bur­ gués y el personal del aparato del gobernante había una creciente se­ mejanza de antecedentes sociales, inquietudes morales e intelectuales, instrucción y calificaciones académicas. Tales convergencias de intereses y aspiraciones entre la burguesía como público y el estado absolutista sugieren que la primera no plan­ teó necesariamente un desafío cabal al segundo. Tampoco lo hizo, sos­ tuve antes, la burguesía como clase. Sin embargo, era inevitable que esta última juzgara atractiva la perspectiva de un sistema de gobierno de nueva concepción que institucionalizara y colocara en su mismo centro una nueva noción del “público” como un ámbito abierto a los miembros individuales de la sociedad civil, sensible a sus puntos de vista e intereses, y que funcionara mediante la confrontación abierta de opiniones.

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En esta nueva concepción, el ámbito público no sólo supervisaría críticamente las actividades del estado sino que las iniciaría, dirigiría y controlaría. Su legitimidad para hacerlo provendría de su representa-

ción de las opiniones prevalecientes en la sociedad civil, que por la misma razón se transformaría en el constituyente del sistema de gobier­ no más que en su mero objeto. El ámbito público -una vez conforma­ do com o una asam blea electa situada en el centro mismo del estado- serviría a ese constituyente y daría impulso al estado en su nombre mediante la configuración como leyes generales y abstractas de las orientaciones de opinión prevalecientes sobre cuestiones dadas, según se reflejaran en la formación de mayorías y minorías entre los representantes electos. Como la clase burguesa era la fuerza dominante dentro de la socie­ dad civil, la representación reflejaría ese predominio al inclinarse en favor de las opiniones “ilustradas” y “responsables”. Esto se haría a través del funcionamiento objetivo de los mecanismos de representa­ ción, y en particular a través de las calificaciones imparcialmente exi­ gidas de electo res y rep resen tan tes, no co n la atrib u ció n de prerrogativas políticas a miembros individuales de ninguna clase, lo que los despojaría de su calidad esencial como individuos privados. Por ser generales y abstractas, las leyes promulgadas por la asam­ blea respetarían y salvaguardarían la autonomía y capacidad de auto­ rregulación del mercado, y al mismo tiempo defenderían las ventajas mercantiles de la clase propietaria del capital, pero, una vez más, sin singularizarla como políticamente privilegiada. Otras leyes habilita­ rían a los órganos del estado (de nuevo abstracta y generalmente) pa­ ra llevar a cabo actos individuales de gobierno. Esta visión de un nuevo diseño constitucional del estado, que pro­ yectaba en gran medida los reclamos y las aspiraciones distintivas de la burguesía como público, fue lo que en mi opinión “dinamizó” polí­ ticamente a la burguesía como clase y generó la creciente tensión en­ tre ambos sectores burgueses y el anden régime del absolutismo tardío. Los acontecimientos históricos a través de los cuales se resolvió esta

tensión -principalmente mediante la realización de la concepción an­ tes mencionada- son demasiado variados y complejos para ser reseña­ dos aquí. No obstante, vale la pena citar dos de sus dimensiones: primero, la importancia de las ideas de nacionalidad y soberanía na­ cional; y segundo, la medida en que el proletariado emergente, pese a su antagonismo inherente con la clase burguesa, se descubrió luchan­ do en nombre de la concepción política de la burguesía. En muchos países occidentales el progreso del nuevo sistema de go­ bierno fue marcado por revoluciones políticas; pero esto no debería conducirnos a sobreestimar la “ruptura” entre el sistema absolutista y el que lo siguió (tema del próximo capítulo). Como lo estableció Toequeville en su estudio de la más grande de esas revoluciones, había numerosos y significativos elementos de continuidad entre los siste­ mas políticos prerrevolucionario y posrevolucionario. Dos eran las razones principales de esa continuidad, una externa y la otra interna. Por un lado, la importancia de las relaciones de poder entre estados no sólo persistió sino que se vio realzada por las ideas de nacionalidad y la “riña” europea por los mercados y recursos de otras partes del mundo. Por el otro, estaba la creciente complejidad de la misma sociedad civil, y la intensidad en aumento de sus conflictos de clase. Por ambos motivos, a la clase burguesa le interesaba mantener e incluso fortalecer el potencial estatal para la conducción social, la de­ fensa de las fronteras nacionales y la moderación o represión del con­ flicto, aspectos del gobierno que a lo largo de los siglos se habían incorporado al aparato del estado. Había que lograr que ese aparato fuera susceptible de control por el ámbito público institucionalizado, y no desmantelarlo, debilitarlo o perjudicarlo seriamente en su aptitud para ejercer la autoridad sobre la sociedad. Por las mismas razones, la burguesía, al exponer y realizar su programa político, tenía que preve­ nirse contra las potenciales implicaciones democrático populistas de ideas tales como la soberanía popular o la igualdad de ciudadanía.

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Capitulo V El estado constitucional del siglo XIX

Hasta ahora, nuestra argumentación ha extraído la mayor parte de su guía conceptual y respaldo empírico de los escritos de historiadores de las instituciones políticas. En este capítulo, en cambio, me basaré so­ bre todo en bibliografía del campo del derecho constitucional Aun­ que estas dos tradiciones del saber -la histórica y la jurídica- a veces se superponen, es posible que el lector perciba un cambio de énfasis, que justificaré de la siguiente manera. Ya señalé que a través, de todo el desarrollo del argumento legal del estado moderno, la apelación a nociones de justicia y la legitimidad de'los propios derechos constituyeron un componente distintivo y significativo (aunque rara vez decisivo) del proceso político. En los sistemas de gobierno feudal y ständisch, dicho argumento asumió prin­ cipalmente la forma de la afirmación y- la confrontación con respecto a derechos diferenciados; vale decir, cada parte exponía determinadas pretensiones, basadas en la tradición, a prerrogativas e inmunidades específicas. Este tipo de argumentación no se prestaba con facilidad al modo altamente abstracto y formal de discurso jurídico que se hizo posible cuando comenzó a considerarse que el derecho estaba primor­ dialmente constituido no por derechos diferenciados sino por manda­ tos generales y abstractos, cuya validez se derivaba simplemente de la voluntad expresa del soberano, y cuyo efecto consistió en formar un

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sistema de normas unitario, lógicamente homogéneo y coherente y sin lagunas.1 Esta última concepción del derecho -y a presente en la “recepción” del derecho romano, las codificaciones absolutistas y el “derecho públi­ co” burocrático- triunfó a fines del siglo XVIII y en el XIX. Sobre la base de esta noción, las universidades continentales elaboraron un nuevo cuerpo de pensamiento jurídico que tenía al derecho constitucional y administrativo como sus principales componentes y al estado como su referente fundamental. En sus mejores productos, esta forma de pensa­ miento jurídico constituye un nuevo y sofisticado tipo de “discurso so­ bre el gobierno”, caracterizado por un impulso hacia la sistematización de su tópico y por una inclinación al análisis conceptual sostenido. En las manos de algunos de sus partidarios, este enfoque del estudio del gobierno a menudo alcanza niveles de abstracción sofisticada que a lo sumo lo hacen irrelevante para nuestros presentes intereses, y en el peor de los casos decididamente engañoso y mistificador. A mi jui­ cio, sin embargo, estos excesos no hacen que el enfoque sea menos merecedor de una atención selectiva y crítica dentro de un tratamien­ to sociológico. Por consiguiente, este capítulo, que esboza los rasgos institucionales generales del estado constitucional del siglo XIX (algu­ nos de los cuales ya eran evidentes en sistemas de gobierno anterio­ res), recurrirá liberalmente a formulaciones propuestas por legistas constitucionalistas y ocasionalmente pondrá de relieve consideracio­ nes sociológicamente pertinentes que éstos tienden a ignorar. Más consideraciones semejantes se introducirán en el capítulo siguiente, que plantea la cuestión de la relación entre el estado y la sociedad. En términos generales, la argumentación se expresará en un alto nivel de abstracción, e ignorará las diferencias considerables en las es­ tructuras constitucionales de, digamos, la Gran Bretaña decimonóni­ ca y la Alemania de fines de ese siglo, a fin de destacar los rasgos que 1

Pura un sofisticado tratamiento contemporáneo del sistema legal moderno, véase

R, M. Unger, laui in Modarrt Sodety {Nueva York, 1976), cap. 2.

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tenían en común entre sí y con la mayoría de los restantes estados oc­ cidentales.

La soberanía y el sistema de estados Comencemos señalando algunos aspectos importantes del sistema de estados tal como había evolucionado en el siglo XIX. Antes que nada, todo estado existe ante la presencia y la competencia de otros estados como él. Juntos, conforman un sistema fundamentalmente diferente de un imperio antiguo, con sus componentes heterocefálicos y semisoberanos atados a un centro imperial por relaciones de subordinación. El sistema de estados modernos está constituido por unidades soberanas coordenadas y yuxtapuestas. Los estados individuales no son los órganos del sistema, porque no son postulados y autorizados por éste; no extraen sus facultades gubernativas del sistema de estados, sino que las poseen más bien en igualdad de condiciones y en su carácter de autoestablecidas. Los estados no presuponen el sistema, lo generan. Cualquiera sea el ordenamiento existente en las relaciones entre tales unidades, no resul­ ta de una sujeción compartida a un poder que esté por encima de ellas sino de la observancia concurrente y voluntaria de ciertas reglas de con­ ducta mutua en la búsqueda que cada estado emprende de sus propios intereses. Si por “orden” damos a entender la existencia de uniformida­ des de conducta generadas por el cumplimiento de normas obligatorias establecidas mediante directivas y legítimamente impuestas por una fuente y centro dominante y ordenador, entonces no puede decirse que exista ningún orden dentro de este sistema de estados. Puesto que aquí el universo político está intrínseca e irremediablemente “abierto en la cima”: es altamente contingente e inherentemente peligroso.2

2 Véase el artículo de 1957 de H. Jahrreiss, “Die Souveränität des Staates. Ein Wortmehrere Begriffe-viele Missverständnisse”, en H. Hofmann (comp.), Die Entstehung des

modernen souveränen Staates, op. dt., pp. 35 y siguientes {en especial pp. 37-41).

Dentro del sistema de estados, entonces, cada estado es una unidad que se origina y autoriza a sí misma y funciona exclusivamente en la búsqueda de sus propios intereses. Pero la definición de éstos se modifi­ ca constantemente en respuesta a cambios en el medio demográfico, militar, económico y político interno y externo; esto, a su vez, implica que el equilibrio del sistema es precario y necesita continuos reajustes, los cuales, como lo indiqué, no pueden ser efectuados por la operación de normas obligatorias, dado que, estrictamente hablando, entre los es­ tados tales normas no existen. Esta configuración de las relaciones en­ tre grandes entidades políticas -que, como lo vimos en el capítulo I, es central para la concepción de la política elaborada por Schm itt- es his­ tóricamente exclusiva del Occidente posmedieval. Antes, cada área de alta cultura había estado dominada por un imperio que en lo esencial se consideraba solo en el mundo conocido, y que trataba a cada gran enti­ dad política dentro de su propia área como una subordinada.3 Como lo expresó un autor, “en la cumbre de su grandeza, el Imperio Romano compartía el mundo con otros tres igualmente poderosos, y podría de­ cirse que igualmente importantes: el han, el kushana y el parto”.4 En el Occidente posclásico, tanto la Iglesia cristiana como el Sacro Imperio Romano habían tratado, juntos o separados, de funcionar co­ mo el centro de un marco jerárquico e imperial de esa naturaleza. Pero a causa o a pesar de sus amplias semejanzas y dependencia mutua, lle­ garon a un estancamiento que se contó entre los motivos de la emer­ gencia de un nuevo patrón, drásticamente diferente, de relaciones entre estados cada vez más autónomos.5 Este patrón fue consagrado 3 Véase el artículo de 1902 de O. Hintze, “The Formation of States and Constitu­ cional Development”, en F. Gilbert (comp. y trad.), The Historicd Essays o f Otto Hintze (Nueva York, 1975), pp. 158 y siguientes (en especial pp. 164-167). 4 J. Kenyon, en su reseña de M ankind and Mother Earth: A Narrative History of the

World, de A. Toynbee, en The Observer, 11 de julio de 1976, p. 23. 5 El papel de las relaciones entre el imperio y el papado en el surgimiento del sis­ tema de estados modernos es particularmente destacado por H. Mitteis en The State

in the Middle Ages...,op. cit.

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por la Paz de Westfalia (1648), piedra angular del sistema moderno de relaciones internacionales. En palabras de Leo Gross, la Paz resultó en un nuevo sistema caracterizado por la coexistencia de una multiplici­ dad de estados, cada uno de ellos soberano dentro de su propio terri­ torio, iguales entre sí y libres de cualquier autoridad terrenal externa. La idea de una autoridad u organización por encima de los estados so­ beranos ya no existe. [...] Este nuevo.sistema se basa en el derecho internacional y el equilibrio de poder -un derecho y un poder que actúan entre los estados más que por encima de ellos-. [...] La idea de una comunidad internacional se convierte prácticamente en una fra­ se vacía, y el derecho internacional llega a depender de la voluntad de estados interesados en la preservación y expansión de su poder.6 La extensión de este sistema más allá de su núcleo europeo hasta cu­ brir todo el planeta ha sido un proceso profundamente contradictorio. Por un lado, políticamente hizo del mundo un único oikoumene;7 por el otro, lo fragmentó en muchos estados, a menudo fisiparos, cada uno de los cuales reclama una autoridad soberana definitiva sobre un seg­ mento del globo. En el siglo XIX, sin embargo, este proceso distaba de haberse completado. A través de diversos dispositivos coloniales e “imperiales” (y adviértase el significado extremadamente novedoso del término “imperial”), el “concierto de las naciones” se difundía a tierras distantes de su núcleo; pero no era todavía coextenso con el planeta, y económica, cultural e ideológicamente era menos heterogéneo de lo que habría de ser en el siglo siguiente. Dentro de este contexto, la no­

6 L. Gross, "The Peace of Westphalia: 1648-1948”, en R. A. Falk y W. F. Hanrieder (comps.), International law and Organization: An Introductory Reader (Filadelfia, 1969), pp. 53-54. 7 Los componentes económicos de este fenómeno han sido notablemente explica­ dos por 1. Wallerstein en The Modem World System; Capitalist Agriculture and the Ori­ gins o f the European World Economy in the 16th Century (San Francisco, 1974).

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ción abstracta y esencialmente ficticia.de la igualdad de todos los estados en su soberanía tenía una credibilidad considerable. Después de to­ do, como lo demostraron Cavour y Bismarck, aun estados más débiles y periféricos podían mejorar de manera drástica su fortaleza y posición mediante astutas y audaces acciones diplomáticas y militares. El sistema de estados era intrínsecamente dinámico debido a la persistente tensión entre, por un lado, el carácter absoluto de las nociones de soberanía y raison d’état (que articulaban y legitimaban el esfuerzo de cada estado por su engrandecimiento) y, por el otro, la presencia continua e ineludible de otros estados que restringían esa “voluntad de soberanía”. Una y otra vez, cada estado chocaba con lí­ mites a su soberanía en la forma de estados' rivales que se empeñaban en satisfacer sus propios intereses autodefinidos. De allí que en este sistema toda adaptación fuera condicional, toda alianza temporaria y toda pretensión sólo imponible, en última instancia, por la coerción -llegado el caso, en el campo de batalla-. Bajo capas cada vez más gruesas de justificaciones especulativas y elaboración jurídica, la no­ ción de soberanía se redujo en esencia a las meras realidades de hecho, como lo reconoció el derecho internacional en el “principio de la efectividad”: vale decir, se consideraba que los límites a la soberanía de un estado eran los límites a su aptitud de hacer valer una pretensión particular. Por ejemplo, no tenía sentido que un estado reclamara la soberanía sobre un territorio que no podía controlar efectivamente ni impedir que fuera controlado por otros.8 “La fuerza da derechos” es una formulación menos chocantemente cruda que sorprendentemente sucinta de tal estado de cosas. La ines­ tabilidad Inherente del sistema de estados se vio agravada por la cre­ ciente elaboración, en la Europa decimonónica, de dos criterios a menudo contradictorios con que se podían plantear pretensiones de soberanía (ya fuera a los organismos de derecho internacional, a los

ü H lnttt, "T h i Formucion oí Stacei...", nrc. cit.

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aliados potenciales o a la “opinión mundial”). Uno era el principio de “nacionalidad”, mediante el cual un estado afirmaría que poblaciones sometidas en ese momento a un estado vecino eran de igual “nacio­ nalidad” que las del propio demandante, por lo que tenían que unirse a éstas en un solo sistema de gobierno. El otro era el clamor por las “fronteras naturales”, límites físicos que proporcionarían al estado una defensa militar factible y una idea de integridad y plenitud. Ambas nociones podían proponerse o rechazarse según pareciera convenien­ te en circunstancias particulares, y no era infrecuente que un estado hiciera en un caso demandas sobre la base de la “nacionalidad” mien­ tras rechazaba la apelación del estado rival a las “fronteras naturales”, y en otro (y tal vez contemporáneo) hiciera exactamente lo opuesto: emplear las “fronteras naturales” como base para una demanda en contra de argumentos de “nacionalidad”.9 Durante el siglo XIX, cientos de disputas territoriales, incidentes di­ plomáticos, choques coloniales y conflictos armados limitados, regio­ nales o de otro tipo, dieron testimonio de las tensiones incorporadas a la estructura del sistema de estados. Fue entonces un logro considera­ ble, que necesita alguna explicación, el hecho de que antes de 1914 las naciones occidentales conocieran “cien años de paz”,10 esto es, la ausencia de una guerra generalizada europea o mundial. Aquí sólo pueden señalarse unos pocos aspectos de la explicación aludida. Pri­ mero, la hostilidad entre los miembros del “concierto de las naciones” europeas encontró expresión principalmente en otras partes del mun­ do, que estaban siendo colonizadas o explotadas de otra manera. Se­ gundo, las experiencias de las guerras revolucionarias y napoleónicas de 1792-1815 habían demostrado tanto la naturaleza desastrosamente sangrienta y costosa de las operaciones bélicas modernas, sostenidas y

9 Véase E. Lemberg, Nationalismus, op. cit., vol. 1, pp. 102 y siguientes. 10 K. Polanyí, Origins of Our Time: The Great Transfomation (Londres, 1945),. cap. 1 [La gran transformación, Madrid, Endymion, 1989].

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en gran escala, como la amenazante relación entre la guerra y la revo­ lución social. Tercero, eran los intereses de las burguesías nacionales los que determinaban cada vez más las políticas de los estados en el si­ glo XIX, y los orientaban ante todo a la promoción de la industria, el comercio y la expansión colonial más que a la guerra. Por último, des­ de la Paz de Westfalia se habían elaborado sofisticados dispositivos di­ plom áticos y sem ijudiciales para evitar, moderar y resolver los conflictos interestatales. No obstante, la enormidad del colapso del sistema de estados en 1914 revela la magnitud, multiplicidad y aspereza de las tensiones que había generado y permitido acumularse. En particular, la competencia entre secciones nacionales de la burguesía occidental por los recursos de zonas no estatales, semiestatales o pseudoestatales del mundo había dejado de constituir una válvula de escape para el sistema de estados y pasado a ser, en realidad, la fuente de sus tensiones y desequilibrios más agudos.11 En síntesis, la soberanía de los estados occidentales, originalmente conquistada a expensas del imperio y el papado, se estableció gradual­ mente hasta el punto de poder decirse no tanto que en el siglo XIX esos estados vivían dentro de un mundo intrínsecamente abierto, lle­ no de riesgos y cargado de tensiones como que ellos mismos lo consti­ tuían. Varios instrumentos confirieron cierto ordenamiento a ese mundo: la conducción de una diplomacia constante, muy profesiona­ lizada y en gran medida secreta; el lanzamiento deliberado de “campa­ ñas de opinión” por parte de un estado para ejercer presión sobre otro; la provisión institucionalizada de la mediación y el arbitraje de terceros; y finalmente, la amenaza o el desencadenamiento de la gue­ rra. Cada estado se esforzaba por usar estos u otros instrumentos en

11

W. Mommsen reconstruyó el papel cumplido por estos fenómenos en la evolu­

ción del pensamiento político de Max Weber en Max Weber und die deutsche Politik

1890-1920 (2a edición, Tubinga, 1974).

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defensa de su soberanía, porque ninguno podría sobrevivir mucho a menos que estuviera preparado para defender cualquier derecho que afirmara poseer.

La unidad del estado Hasta ahora hemos observado algunas implicaciones de la soberanía que son extemas a un sistema dado de gobierno, esto es, que afectan las relaciones de un estado con otros. Pero una de las características del estado del siglo XIX es que cada uno actúa en su propio territorio como la única y exclusiva fuente de todos los poderes y prerrogativas de gobierno. Esta conquista de la. soberanía unitaria interna (en algu­ nos lugares alcanzada bajo el absolutismo), después de siglos de evolu­ ción en esta dirección, es una característica destacada del estado constitucional del siglo XIX. Para emplear la terminología de David Easton, todas las actividades sociales que implican directamente la “asignación autoritaria de valor” en el nivel de la sociedad son desem­ peñadas por un único centro de decisión - e l estado mismo-, sin im­ portar cuán internamente diferenciadas y extensamente ramificadas puedan ser. Ningún individuo o cuerpo colectivo puede desempeñar tareas gubernativas excepto como órgano, agente o delegado del esta­ do; y éste asigna y determina por sí solo la extensión de esas activida­ des de acuerdo con sus propias normas, respaldadas por sus propias sanciones. Los estados pueden tener constituciones internas muy dife­ rentes -pueden, por ejemplo, considerar o no a la ciudadanía como su constituyente último y el asiento de la soberanía; pueden convertir a la cabeza del estado en un primer mandatario o en un figurón- pero, independientemente de las variaciones, ningún estado del siglo XIX está constituido y funciona “dualistamente”, en el sentido que da Gierke al término, como ocurría en el caso del Ständestaat con su contraposición característica de rex et regnum, cada uno de los cuales poseía poderes de gobierno distintivos e independientes. Los estados

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modernos maduros son intrínsecamente “monistas”, y representan en esto un retorno a la tradición romana, según la cual el poder del prin­ ceps se derivaba de la voluntad del populus.12 La construcción jurídica continental del estado como una persona es una manera característi­ camente sofisticada de expresar este principio. Observemos otras expresiones más prosaicas del mismo, todas ca­ racterísticas, en mayor o menor medida, del estado decimonónico. Hay unidad territorial del estado, que llega a estar limitado lo más po­ sible por una frontera geográfica continua que puede defenderse mili­ tarmente. Hay una sola moneda y un sistema fiscal unificado. En general, hay una sola lengua “nacional”. (A menudo, ésta se superpo­ ne artificialmente a una diversidad de lenguas y dialectos locales, que a veces son duramente suprimidos pero con mayor frecuencia desarrai­ gados lentamente mediante un sistema expansivo de educación públi­ ca que emplea la lengua nacional.) Por último, hay un sistema legal unificado que sólo permite que las tradiciones jurídicas alternativas conserven su validez en áreas periféricas y con objetivos limitados. Algunos estados occidentales alcanzaron estas metas progresivamen­ te durante algunos siglos. En el siglo XIX, todos los estados procuraban obtenerlas autoconsciente y explícitamente, a menudo en relación con ideas de nacionalidad. Desde luego, esta tendencia hacia la unidad en­ contró resistencias, que a veces tuvieron éxito: las excepciones más sig­ nificativas al principio de unidad fueron los estados federales; pero aun en ellos el principio se encarnaba en una constitución federal y un gobierno federal, encargado (como mínimo) de la conducción de las relaciones exteriores. En otros casos, la resistencia logró a lo sumo desacelerar la marcha hacia la unidad. El reclutamiento local de anti­ guas unidades militares, por ejem plo, dio paso a un sistema de conscripción que destinaba a los reclutas dentro del territorio estatal de una forma tal que se encontraban estacionados en localidades que

12 G, Jelllnek, All^smeínc Stfwcjííhre (3" edición, Berlín, 1928), pp. 319 y siguientes.

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a menudo no sentían como partes integrantes de su país.13* Los dialec­ tos y las lenguas minoritarias retrocedieron ante los crecientes sistemas de educación pública, que celebraban las virtudes y los logros de mo­ narcas y estadistas que con frecuencia no sólo eran desconocidos sino literalmente extranjeros para los alumnos. Los proceres y notables loca­ les que querían preservar su posición en la comunidad como hombres de juicio e influencia tenían que aprender nuevos y desconcertantes juegos políticos, explorar nuevos caminos de acceso a diferentes centros de poder y actuar de acuerdo con normas desconocidas. Más significativas que las resistencias y adaptaciones al impulso unificador de los estados decimonónicos son tal vez dos de sus contra­ dicciones internas. Primero, pese a sofisticados mecanismos legales de delegación, designación y responsabilidad utilizados para conectar el centro de poder del estado unitario con su crecientemente ramificado aparato administrativo y hacer que sus órganos respondan a instruc­ ciones centrales, hay en acción dentro del sistema poderosas contra­ tendencias que hacen que algunos de sus sectores sean cada vez más autónomos. Diferentes ministerios dentro del mismo gobierno cen­ tral, por ejemplo, tienen o desarrollan diferentes estilos administrati­ vos, clientelas, tradiciones políticas e inclinaciones en la selección y capacitación de su personal. Así, se crean entre ellos rivalidades y di­ ferencias políticas que hacen difícil la coordinación. El ejército, la po­ licía, el servicio diplomático y a veces los cuerpos judiciales superiores sostienen líneas y tradiciones de acción política sustancialmente au­ tónomas, con el resultado de que en algunos casos cada uno actúa co­

13 Véase, por ejemplo, G. Rochat, “L’esercito e il fascismo”, en G. Quazza (comp.), Fascismo e società italiana {Turín, 1973), pp. 89 y siguientes (en especial pp. 93-94). Este modelo de conscripción a veces tenía desventajas desde un punto de vista mili­ tar, dado que privaba a los nuevos conscriptos del sentimiento de solidaridad y nocio­ nes compartidas característico de las antiguas unidades regionales. Por otro lado, si una unidad debía emplearse para reprimir la agitación civil, a menudo convenía que fuera étnica y culturalmente diferente del lugar en que operaba.

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mo “un estado dentro del estado”, como el poseedor de facto de pre­ rrogativas políticas autónomas. Segundo, la naturaleza del capitalismo como un sistema de poder entre clases también afecta, de maneras menos visibles pero no menos sustanciales, la noción de unidad del poder estatal. Esta noción, partícularmente en la tradición jacobina, implicaba que en el estado mo­ derno las relaciones “verticales”, centradas en el poder y activadas por él, sólo podían existir entre el estado mismo y los individuos privados; se suponía que todas las relaciones entre estos últimos eran “horizonta­ les”, contractuales y libres del poder. Pero la posesión de capital es un medio legal y políticamente protegido para la creación y reproducción de relaciones de dominación de facto entre individuos pertenecientes a di­ ferentes clases. La contradicción es evidente: un estado que pretende ser la fuente de todas las relaciones de poder actúa de hecho como el garante de unas que no se originan en sí mismo y que no controla, las engendradas por la institución del control privado del capital.14

La “modernidad” del estado Pese a toda su complejidad estructural y la vastedad y continuidad de sus operaciones, el estado moderno -com o cualquier otro complejo institucional- se resuelve en última instancia en procesos sociales modelados por ciertas reglas. Por lo tanto, puede obtenerse cierta comprensión conceptual de su naturaleza -e n contraste con la de otros sistemas de gobierno en gran escala- si se indaga qué tienen de distintivo sus modelos. El perfil institucional del estado moderno lo-

H H. Heller, Swatsififire (3a edición, Leiden, 1963), pp. 109 y siguientes [Teoría del estado, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992]. Este importante libro fue publicado por primera vez en 1934 en una edición póstuma e incompleta. El autor había muerto el año anterior, poco después de dejar Alemania. Sobre Heller, véase W . Schluchter, Entscheidmgfür den sozialen Rechtsstaat (Colonia, 1968).

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grado de esta forma hace hincapié, en términos generales, en su “mo­ dernidad”, dado que sus patrones parecen ser los productos de un pro­ ceso avanzado y sofisticado de diferenciación social. Para comenzar, el estado moderno aparece como un complejo ins­ titucional artificial y planeado, y no como un desarrollo espontáneo por acrecentamiento. Es un marco deliberadamente construido. Co­ mo lo sugirieron los capítulos anteriores, el desarrollo de estados par­ ticu lares - n o im porta cuán prolongado y d iferente en ritm os, secuencias y etapas concretas según los distintos lugares- en líneas ge­ nerales confirma con claridad nuestra imagen contemporánea de 'construcciónEstatal, con sus connotaciones de esfuerzo deliberado y conformidad consciente con un plan. Conceptualmente hablando, el estado de fines del siglo XVIII y el siglo XIX, en particular, con frecuen­ cia debe su existencia a un acto de voluntad y deliberación (colecti­ vas), a veces encarnado en sanciones constitucionales explícitas. Pero aun en los siglos anteriores la formación de diversos estados occiden­ tales parece imputable a algo que los académicos alemanes -incluso los de mentalidad menos fantasiosa, como Hermann H eller- gustan llamar Wille zum Staat, la voluntad de dar origen a un estado.15 En otras palabras, el estado moderno no es otorgado como regalo a un pueblo por parte de Dios, su propio Geist o fuerzas históricas ciegas; es una realidad “construida”. Sin embargo, una vez “construido” un estado actúa constantemente con referencia a alguna idea de un fin o función para los cuales es ins­ trumental. No es una invención sólo en el sentido de que detrás de él se encuentra una acción deliberada, por decirlo así, en el proceso de su emergencia; por delante también hay una tarea compleja aunque dis­ tintiva que constituye la justificación de su existencia y la razón de su funcionamiento. Ahora bien, esta imputación de un fundamento teleológico al estado es polémica, aunque sólo sea porque, si se la usa

15 Heller, Scaatslelire, op. cit., p. 203.

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para definirlo, se deduce que un estado deja de serlo en la medida en que no dirige de hecho su actividad hacia su objetivo particular. Así, pues, a menudo se sugiere que la definición de un “estado moderno” debería referirse no a algún conjunto finito de fines que éste podría tener, sino únicamente a sus rasgos estructurales (entre los cuales la mayor parte de las veces se ha considerado como el más distintivo el monopolio de la violencia legítima).16 De manera alternativa, en oca­ siones se señala que, de hecho, el estado posee, por su misma natura­ leza, un teios, pero que éste es completamente interno a él y consiste exclusivamente en la expansión continua de su propio poder. Sin embargo, lo que buscamos aquí no es definir el estado, sino simplemente caracterizar los patrones institucionales que gobiernan su funcionamiento; en este aspecto, parece plausible convenir con Heller en que su “función” es “la organización y activación autóno­ mas del proceso social en el territorio del estado, fundadas en la nece­ sidad histórica de alcanzar algún modus vivendi entre los intereses contrapuestos que actúan en un sector dado del planeta”.17 Adviérta­ se que este enunciado deja abierta la cuestión de cuáles, entre los “in­ tereses contrapuestos”, son o pueden ser sistemáticamente favorecidos por el “modus vivendi” que sustenta el estado. Otra característica de éste, íntimamente conectada con su naturale­ za “planeada” y teleológica, es su “especificidad funcional”: vale decir, el estado no pretende ni intenta abarcar la totalidad de la existencia social. Ésta se contempla (y se atiende, de acuerdo con el argumento funcional antes mencionado) desde un punto de vista específico, con referencia a algunos de sus aspectos distintivos, abstractos y diferen­ ciados. El estado presupone y complementa una realidad social múlti­ ple (que comprende, por ejemplo, la posición social, las filiaciones religiosas y los recursos económicos de los individuos) que bajo dispo­

16 M. Weber, Economy and Society, op, ctt,, vol. 1, p. 65. 17 Heller, Staacsítí/ire, op. cíe., p, 204.

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sitivos previos afectaba y era afectada directa e inmediatamente por las actividades de gobierno; ahora, sin embargo, un conjunto de fil­ tros de importancia, normas de mediación y codificaciones y decodificaciones cierra el paso a esos efectos mutuos directos.18 El estado ya no se identifica, como en la politeia griega, directamen­ te con la sociedad en su conjunto. El compromiso de los ciudadanos con el bienestar y la seguridad de aquél ya no es impulsado por la leal­ tad personal a un jefe. Los puestos que conllevan responsabilidades y facultades políticas específicas ya no se asignan directamente en razón de la riqueza, el rango o la posición religiosa. Las actividades cada vez más vastas y costosas del estado se financian con una reserva distinti­ vamente pública de riqueza, reserva que vuelve a abastecerse median­ te la recaudación impersonal de impuestos sobre los ingresos y los gastos de los ciudadanos, y no con la exacción de donaciones, la ven­ ta de cargos o la participación en las utilidades de las empresas milita­ res o coloniales del estado, o m ediante el recurso a su riqueza privada.19 El estado, como lo veremos más adelante, establece el mar­ co para que sus ciudadanos procuren satisfacer los más diversos intere­ ses privados.20 Sus exigencias a los individuos pueden ser gravosas (a menudo incluido el servicio militar en guerras devastadoras); pero, una vez más, se dirige a los individuos en su carácter diferenciado y abstracto de ciudadanos. Como lo sugiere este último aspecto, hay un tono distintivamente universalista en la relación del estado con su ciudadanía. Esta misma se adquiere principalmente en virtud del nacimiento de un individuo den­ tro del territorio del estado; en principio, es una condición igual y no particularista. Las leyes, que como veremos son el lenguaje mediante el cual el estado se dirige a los ciudadanos, son típicamente directivas gene­

18 N. Luhmann, Macht (Stuttgart, 1975), p. 103. 19 La significación de los impuestos como el principal medio de financiar las acti­ vidades del estado fue destacada por Hegel en el par. 299 de su Fibsofía del derecho. 20 E. Durkheim, Professional Ethics and Civic Moráis (Londres, 1957), p. 81.

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rales que no tienen en cuenta las condiciones individuales al margen de las que ellas mismas establecen abstractamente como pertinentes. Finalmente, el estado está internamente estructurado como una or­ ganización formal y compleja. Está compuesto por órganos -esto es, ámbitos interdependientes y nunca completamente autónomos para decidir, controlar y ejecutar las políticas- cuyas esferas de competen­ cia, recursos y modalidades de funcionamiento son determinadas des­ de afuera por otros órganos de rango superior (hasta que se llega a uno que carga con la autoridad definitiva). Cada órgano, a su vez, está constituido como un conjunto de cargos diferenciados y complemen­ tarios, en su mayor parte jerárquicamente dispuestos. La ocupación de estos cargos se reglamenta mediante criterios universalistas que a su vez asignan a quienes los ocupan poderes y responsabilidades no apropiables, impersonales y “públicas”. La competencia por el poder políti­ co y su ejercicio en una sociedad constituida como un estado moderno implica típicamente la búsqueda y dotación de “cargos” y el ejercicio de influencia sobre su funcionamiento. (Adviértase que, por su natura­ leza misma, es muy difícil que la “influencia” se distribuya y aplique de acuerdo con términos universalistas.) Por lo común, los cargos funcio­ nan por referencia a criterios de decisión y normas de ejecución públi­ camente sancionadas, y no se basan en justificaciones ad hoc. Én suma, el estado se concibe y se pretende que opere como una máquina cuyas partes encajan con precisión, una máquina impulsada por energía y dirigida por información que mana de un único centro al servicio de una pluralidad de tareas coordinadas. Esta imagen ma­ quinista es más plausible cuando se aplica al aparato administrativo del estado que a otras partes del sistema de gobierno. No obstante, la trillada imagen de los “controles y equilibrios” aplicada a la división de poderes entre todos los órganos constitucionales de mayor jerar­ quía es igualmente mecánica. El estado no es sólo un artificio: es un artificio complejo y sofisticado, constituido por numerosas partes di­ minutas, cada una de las cuales, al funcionar, suministra recursos o pone restricciones al funcionamiento de otra.

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Hasta ahora, podríamos sintetizar la argumentación de esta sección con la sugerencia de que, si se le aplica la dicotomía Gemeinschaft/Gesellschaft de Tonnies, el estado moderno parece, estar en gran medida en su extremo Gesellschaft.21* No obstante, esta obvia (si no muy útil) caracterización plantea algunas objeciones, jcuya importancia podría resumirse diciendo que en él hay algo gemeinschaftlichl Para comenzar, ¿cuán plausible es la noción de que el estado se “ha­ ce” o se “construye”? ¿Quiénes se encargarían de “hacerlo” o “cons­ truirlo”? La respuesta podría ser “una sociedad nacional”, es decir, una población geográfica, lingüística, étnica y culturalmente distintiva que busca una garantía política y la expresión de ese carácter distintivo. No obstante, hay muchos casos en los que no puede mostrarse que esa entidad haya existido antes y ni siquiera en la época de sus presuntas actividades de construcción del estado. Por ejemplo, el absolutismo francés “hizo” la nación francesa al menos en la misma medida que la nación francesa “hizo” el estado moderno francés.

21

Ferdinand Tonnies formuló esta dicotomía en su obra más importante, Ge-

meinschaft und Gesellschaft { I a edición, 1887) [Comunidad y asociación, Barcelona, Ediciones 62], como una ayuda conceptual para la categorización de formas básicas de vínculo social. Para una versión inglesa, véase S. Loomis (trad. y comp.), Community and Assodation (East Lansing, Mich., 1957). Entre las Gemeinsckaften prototípicas se cuentan las comunidades de parentesco, un grupo de amigos de toda la vida, la aldea medieval (idealizada) -agrupamientos espontáneos y duraderos que abarcan to­ da la individualidad de sus miembros y contemplan una pluralidad abierta de intere­ ses com partidos-. Entre las Gesellschaften prototípicas están las sociedades comerciales y las organizaciones “formales” de gran escala -agrupamientos creados ar­ tificialmente, con finalidades específicas y que sólo afectan segmentos diferenciados de la existencia de sus miembros-. Véase la “Note on Gemeinschaft and Gesellschaft” en T. Parsons, The Structure o f Social Action {Nueva York, 1937), pp. 686-696 [La es­

tructura de la acción social, Barcelona, Labor]. La mayor parte de las caracterizaciones sociológicas del estado moderno hechas por Simmel son compatibles con mis propias afirmaciones sobre su “modernidad”. Véase por ejemplo G. Simmel, Philosophie des

Geldes {6a edición, Berlín, 1958), pp. 526-527 [Filosofía del dinero, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977].

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Por otra parte, los procesos históricos concretos conducentes a la emergencia de un estado han sido característicamente prolongados, tentativos y tortuosos, y exhibieron amplias discrepancias entre las promesas y los resultados. Aspectos o fases similares de estos procesos recibieron de los participantes, en diferentes circunstancias, justifica­ ciones e interpretaciones extremadamente diferentes: aquí una apelación a los intereses dinásticos, allá a la integridad nacional, más allá a la necesidad de crear mercados más grandes. Todo esto hace dudosa la imagen de “construcción del estado”, la noción de que los sucesos his­ tóricos involucrados actualizaron un propósito consciente, un desig­ nio explícito. De manera más significativa, tanto los procesos por los cuales surge el estado como el ser profundo de éste a menudo evocan en los inte­ grantes individuales resonancias emocionales, honduras de compromiso y participación que son más gemeinschaftlich que gesellschaftlich. De vez en cuando, parecen implicar un rechazo del razonamiento instrumen­ tal, utilitario y “maquinista”; una búsqueda de la autotrascendencia; la entrega a una identidad elevada, espiritual y supraindividual. Aun Hermann Heller -para ser alemán, un erudito inusualmente pragmáti­ c o - argumenta que “por su voluntad o de otra manera, el individuo se encuentra implicado en el estado en niveles vitalmente significativos de todo su ser. [...] La organización estatal llega hondo a la existencia personal del hombre, forma su ser”.22 Y Max Weber, cuya obra La polí­ tica como vocación transmite bien (a menudo para consternación de sus lectores de mentalidad liberal) lo fascinosum et tremendum, los aspectos titánicos y demoníacos de la experiencia política, llega al extremo de atribuir a las entidades políticas más grandes, incluido desde luego el estado moderno, una aptitud que sólo comparten con la religión: otor­ gar significado a la muerte. La muerte del guerrero en el campo de ba­ talla, sugiere Weber, está santificada, es una consumación que vibra

22 Heller, Staatslehre, pp. 250-251.

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con elevados sentimientos.23 ¿Acaso el estado decimonónico no apeló con demasiada frecuencia y demasiado éxito a tales motivos para en­ viar a jóvenes bien dispuestos a morir (y a matar) ? El punto de vista de que el estado es gesellschaftlich por ser “funcionalmente específico”, el producto de un proceso de diferenciación que en definitiva concentra todas las actividades estatales en sólo un aspecto o dimensión de la vida social, tampoco puede concillarse con facilidad con algunas implicaciones de la noción de soberanía insidiosamente elaborada por Cari Schmitt. Si se considera que el estado se dedica al interés social capital y último (preservar la existencia e integridad mis­ mas de la colectividad), y si en la búsqueda de ese interés puede inclu­ so enviar a sus ciudadanos a una muerte prematura y dolorosa, con seguridad hay algo condicional, para no decir ficticio, en su “especifi­ cidad funcional”. ¿No está el destino total de la colectividad constitui­ do como estado, y con ello la totalidad de los intereses de sus miembros, directamente afectados por las demandas y azares de aquél? Por otra parte, la relación del estado moderno con su ciudadanía bien puede parecer universalista, pero, ¿qué pasa con el particularis­ mo irreductible que se deriva del hecho de que el mundo está total­ mente conformado por estados soberanos, cada uno de los cuales discrimina pronunciadamente entre sus propios ciudadanos y todos los otros seres humanos y obliga a los primeros a mantener un lazo fe­ rozmente exclusivo y exigente con él? Por último, la concepción del estado como una máquina no es más que una variante de la perspecti­ va anglosajona tradicional que lo considera como un mero “mecanis­ mo de conveniencia”, es decir, una realidad gesellschaftlich. ¿Qué ocurre, empero, con la concepción continental del estado como “una entidad”, como El Estado? Hay poco de gesellschaftlich en ella.

23 M. Weber, “Religious Rejections of the World and Their Directions”, en H. H. Gerth y C. W. Mills (trad, y comp.), From Max Weber: Essays in Sociology (Nueva York, 1958), pp. 323 y siguientes (en especial pp. 333-340).

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No veo razones para extraer de estas objeciones la conclusión de que después de todo el estado es una Gemeinschaft Tal vez, todo lo que hacen es enfatizar las limitaciones inherentes de la dicotomía de Tónnies, en particular cuando se la aplica a formas sociales más gran­ des. Quizás sea posible sacar una conclusión alternativa de algo que Weber escribió en 1916: “Cuando se dice que el estado es la cosa más elevada y capital del mundo, se dice algo completamente correcto una vez que se lo entiende con propiedad. Puesto que el estado es la organización del poder más alta de la tierra, tiene poder sobre la vida y la muerte. [...] Cometemos un error, sin embargo, cuando hablamos sólo, de él y no de la nación”. 24 Este párrafo sugiere que el estado es indudablemente gesellschafrfich, y que la mejor forma de tomar los as­ pectos que parecen refutar esta caracterización es considerarlos referi­ dos no al estado como tal sino a una realidad más amplia (ya se quiera o no seguir a Weber al designarla como “la nación”). En este argu­ mento, el estado es una máquina deliberadamente construida y fun­ cionalmente específica, pero que apela a y moviliza sentimientos y emociones más profundos y exigentes en la medida en que atiende a una realidad más incluyente y menos artificial

Legitimidad legal racional Como sistema de gobierno, el estado confronta el problema de la legi­ timidad. Vale decir, quiere que los ciudadanos acaten su autoridad no por la inercia de una rutina no razonada o el cálculo utilitario de una ventaja personal, sino a partir de la convicción de que la obediencia es correcta. Con este fin, cada sistema de gobierno debe presentar no­ ciones que, una vez compartidas por los ciudadanos, confieran a sus directivas una calidad de obligación moral Como lo expone Weber,

Citado por Mommsen en Max Weber und die deutsche Politik. ,.,op. cit., p. 216.

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en dichas nociones se distinguen tres tipos básicos, que caracterizan respectivamente la legitimidad tradicional, la carismática y la legal racional Sólo la última es apropiada para el estado moderno. En este tipo, a las directivas individuales se asocia una pretensión a la obe­ diencia con motivaciones morales, en virtud del hecho -comprobable mediante el razonamiento jurídico- dé que aquéllas se emiten de con­ formidad con normas generales válidas. A su vez, la validez de éstas se basa en que se han elaborado de acuerdo con reglas de procedimiento incorporadas a la constitución del estado.25 Así, el ideal moral que en última instancia legitima al estado mo­ derno es la domesticación del poder a través de la despersonalización de su ejercicio. Cuando el poder se engendra y regula mediante leyes generales, la posibilidad de que se ejerza arbitrariamente se minimiza; consecuentemente minimizado está el elemento de sometimiento personal en las relaciones de los individuos en general con quienes ejercen las facultades de gobierno, dado que éstos sólo lo hacen como ocupantes de puestos determinados y legalmente controlados. En el fondo, en sus relaciones políticas los individuos no se obedecen unos a otros sino al derecho. La relación del estado moderno con el derecho es particularmente estrecha. Ya no se lo concibe como un montaje de reglas jurídicas consuetudinarias, desarrolladas desde tiempos inmemoriales, o como prerrogativas e inmunidades tradicionales sostenidas corporativa­ mente; tampoco como la expresión de principios de justicia que se basan en la voluntad de Dios o los dictados de la “Naturaleza” a los cuales se espera que el estado simplemente preste la sanción de sus poderes de promulgación. El derecho moderno es, en cambio, un cuerpo de leyes en vigor; es derecho positivo, dispuesto, conformado y validado por el estado mismo en el ejercicio de su soberanía, princi-

25 Sobre los supuestos e implicaciones de este tipo de legitimidad, véase N. Luhmann, Legitimation durch Verfahren (2a edición, Neuwied, 1975).

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pálmente a través de decisiones públicas, documentadas y en general recientes.26 De hecho, de acuerdo con algunas interpretaciones decimonónicas (y de principios del siglo xx), hay una relación de casi identidad entre el estado y su derecho. Las áreas Ubres de éste sólo se permiten en unas pocas actividades estatales, particularmente en referencia a intereses estrictamente políticos (seguridad externa, el mantenimiento del orden público) o a consideraciones estrechamente prácticas y no normativas de necesidad o conveniencia en la administración; pero estas mismas áreas deben ser especificadas y circunscriptas por la ley. En cualquier caso, dentro del sistema de gobierno el derecho es el modo estándar de expresión del estado, su lenguaje mismo, el medio esencial de su actividad. Se puede visualizar al estado como un con­ junto legalmente dispuesto de órganos para la creación, aplicación y promulgación de leyes. La teoría y la práctica legal continental consideran que este último aspecto de la relación del estado con el derecho está encarnado en la primera mitad de la división convencional del derecho estatal entre derecho público y privado (aunque todo derecho es derecho estatal). Como lo sugerí en la sección anterior, el estado está constituido y funciona como una organización formal; dentro de él, los individuos y sus decisiones representan y actualizan las competencias y facultades de órganos y cargos. Pero para que así suceda, normas generales deben establecer y regular dichas competencias y facultades y las operaciones que las expresan. La preocupación constante del estado por la coordinación y dirección de sus propios actos requiere una vez más la formulación y promulgación de reglas generales que definan normas para esos actos, expongan las consideraciones pertinentes, etcétera. Como resultado de este proceso indispensable de elaboración de re­ glas, prescripción de directivas, establecimiento de criterios y dictado

26 Véase N. Luhmann, Rec/itsso^oíogie (Reinbek, 1972), vol. 2, pp. 207 y siguientes.

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de orientaciones para la acción, se da origen a un vasto cuerpo de dere­ cho público: “El derecho es técnicamente (no siempre politicamente) la forma más acabada de dominación, dado que de manera caracterís­ tica y a largo plazo hace posible la más precisa y efectiva orientación y ordenamiento de' la actividad política, y el cálculo y la imputación más seguros de la conducta que constituye y actualiza el poder del es­ tado”.27 La otra mitad de la división, el derecho privado, no da directivas para el funcionamiento de los órganos estatales sino que, más bien, fi­ ja marcos para la actividad autónoma de individuos que procuran sa­ tisfacer sus propios intereses privados. En la medida en que los individuos consideran beneficioso entablar relaciones recíprocas, el estado, a través de la legislación, proporciona los medios con los cua­ les, en caso necesario, aquéllos pueden garantizar el interés en cues­ tión con el recurso al aparato judicial y de ejecución de las leyes del estado. Al tomar esas disposiciones, el estado determina (en general, y a primera vista con imparcialidad) qué clases de intereses son dig­ nos de su apoyo. Establece las condiciones en que puede procurarse la satisfacción de esos intereses -por ejemplo, el grado de madurez men­ tal y conciencia requerido para que el individuo pueda comprometer sus recursos, las normas de buena fe que deben observarse en las tran­ sacciones y las formalidades exigidas para que éstas sean valederas- y las consecuencias que se derivarán de las transacciones implicadas en esa búsqueda. Por otra parte, el estado fija los deberes y las prerrogati­ vas que se siguen de la propiedad de bienes y otros derechos, o de condiciones como la de esposo, heredero o tutor. En la medida en que cumplen las condiciones fijadas en términos generales por esas leyes, se dice que los individuos tienen derechos, deberes y obligaciones: pueden producir o deben someterse a determi­ nadas modificaciones en sus relaciones mutuas. Las reglas antes indi­

27 Heiler, Stcwtsie/ire, op. cit., p. 242.

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cadas, y otras que las complementan, expresan evidentemente la au­ toridad del estado frente a sus ciudadanos; pero están concebidas para apoyar y controlar la búsqueda individual de la propia ventaja al ha­ cer precisas y predecibles las relaciones con otros individuos y por lo tanto transparente, calculable y no coercitiva la interacción de “cola­ boradores antagónicos”.

Garantías constitucionales La inspiración predominantemente liberal y antiautoritaria del estado constitucional del siglo XIX se revela en dos instrumentos superpues­ tos que son característicos de su derecho público. En primer lugar, como todo derecho positivo es modificable, existe el peligro de que la nueva legislación destruya derechos establecidos o perturbe a sus poseedores en su pacífico e irrestricto goce de ellos. Pa­ ra evitarlo, algunos principios legales sustantivos se mantienen en una posición legal especial y más elevada, como normas “constitucio­ nales”; se niega validez a las leyes que los violan o limitan, o sólo se las reconoce como válidas si en su creación se cumplen requisitos de procedimiento particularmente exigentes. En segundo lugar, los ciudadanos gozan de derechos en la esfera pú­ blica del mismo modo que en la privada (una vez más, principalmen­ te a través de normas constitu cionales). Los órganos estatales, incluidos en algunos casos los legislativos, tienen directamente prohi­ bido inmiscuirse en esos derechos. Por otra parte, como veremos en­ seguida, algunos de éstos permiten a los ciudadanos individuales que cumplen los requisitos de elegibilidad controlar y tomar parte en la creación de decisiones públicas, en particular la sanción de leyes (a través de elecciones y legislaturas representativas) y procedimientos judiciales (mediante la institución del jurado). De esta manera, el ciudadano individual queda “conectado” a las operaciones del estado, de una manera sin embargo mediada; con esto se pretende otorgarle

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una garantía tanto de sus derechos contra el abuso como de sus inte­ reses legítimos contra la inobservancia de los órganos públicos. Habermas clasifica del siguiente modo los derechos que las consti­ tuciones del siglo XIX y normas similares atribuyen más frecuentemen­ te al individuo: derechos correspondientes a la esfera de lo que llama “el público raciocinante” (libertad de expresión, opinión, reunión, asociación) y a las prerrogativas políticas de individuos privados (de­ rechos electorales, derechos de petición, etcétera); derechos que constituyen el estatus de un individuo como una persona libre (invio­ labilidad de su residencia, su correspondencia, etcétera; prohibición de las transacciones que disponen de la libertad personal); y derechos referentes a las transacciones de poseedores de propiedad privada en la esfera de la sociedad civil (igualdad ante la ley, libertad con respec­ to al control, protección de la propiedad privada, protección de los derechos de herencia, etcétera).28 Ahora bien, estos derechos tenían implicaciones más positivas que la en cierto modo negativa de limitar el poder del estado a la elabora­ ción de leyes.29* Esta última significación surgía de la intención de comprometerlo legalmente con sus propias leyes, algo muy diferente de y no fácilmente de conformidad con el aspecto antes señalado de que el

28 j. Habermas, Strukturwandel der Öffentlichkeit, op. cit., p. 105. 29 Me concentro aquí en un aspecto funcional de los derechos públicos de la ciu­ dadanía, la defensa contra los peligros inherentes en la abierta y creciente regulación estatal de los asuntos sociales. Pero debería tenerse presente que esa regulación fue en gran medida una respuesta a la veloz erosión de las normas existentes, principalmente consuetudinarias y locales, para conducirse cotidianamente frente al cambio socioe­ conómico y cultural. Por consiguiente, sólo un mecanismo supralocal y racional para la toma de decisiones publicas podía llenar el vacío “anómico” resultante mediante la elaboración de nuevos marcos abstractos y flexibles de regulación, que luego pondría en vigor. Desde esta perspectiva, los derechos públicos de los ciudadanos aparecen no como barreras contra el abuso estatal de sus facultades regulatorias sino como instru­ mentos vitales de retroalimentación para activar y encauzar el ejercicio de esas facul­ tades en nombre de la sociedad civil y sus componentes dominantes.

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derecho era el lenguaje mismo del estado, el principal medio de su funcionamiento. Puesto que esa noción entrañaba que el estado pu­ diera “hablar” o producir absolutamente cualquier derecho; y lo peli­ groso desde el punto de vista liberal era precisamente esa mutabilidad intrínseca del derecho. Pero poner límites legalmente válidos al derecho positivo era lógi­ camente imposible. 'La constitución podía “obligar” a la legislación normal, y esta última establecer salvaguardas de los derechos (públicos y privados) de los ciudadanos; pero la constitución misma, por más elevada que fuera, era un elemento de legislación positiva, y como tal inherentemente modificable cualesquiera fuesen las restricciones. Para enfrentar este dilema, los teóricos jurídicos usaron varios artificios, por ejemplo ideas extraídas de la noción de derecho natural (como la exis­ tencia de derechos del hombre anteriores a y por encima de los del ciu­ dadano), o interpretaciones de la elaboración constitucional que recordaban la teoría del contrato social, Pero estos intentos de solu­ ción se contraponían al temperamento predominantemente secular e interesado en el progreso de la época, que en el “positivismo legal” ha­ bía celebrado una victoria sobre las teorías del derecho natural y el contrato social Además, estas últimas tenían implicaciones igualita­ rias que las hacían un arma de uso inconveniente para la burguesía. En última instancia, hasta un pensador tan vigoroso y lúcido como Georg Jellinek (estrechamente asociado a Max Weber en Heidelberg a fines del siglo XIX, y un destacado teórico del derecho público) se li­ mitó a declarar su firme convicción -aunque no con argumentos sa­ tisfactorios- de que el estado estaba en realidad limitado por y a su propio derecho y tenía que respetar ciertos derechos del ciudadano.30 En los párrafos siguientes, he subrayado los lugares en que la debilidad de su razonamiento me parece particularmente evidente. 30

Véase C. Roehrssen, “II díritto pubbllco verso la ‘teoría generale’. Georg Jeito-

nek”, en G. Tarello (comp.), M ateriali per una storia della cultura giuridica, op. cit., vol.

6, pp. 291 y siguientes.

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El derecho penal no da simplemente instrucciones al juez; el derecho tributario no da simplemente instrucciones al inspector impositivo. Entrañan una seguridad dada a los sujetos en el sentido de que esas le­ yes se respetarán. Todas las normas crean una expectativa de que, a menos que exista una razón legal válida para su suspensión, serán cumpli­ das [por los funcionarios públicos]. [...] Sin esa seguridad, el individuo no podría calcular sus propios actos y sus consecuencias. [...] Cuando crea el derecho, el estado se obliga frente a los sujetos a aplicarlo e imponerlo. Las personalidades (ya sean individuos o grupos) que actúan den­ tro del estado poseen derechos que les son propios, no a discreción del estado soberano ni como una concesión de éste, y tampoco como sus delegados. Poseen sus derechos porque, como personas, se las consi­ dera portadoras de derechos, una calidad cuya eliminación está comple­ tamente al margen del verdadero poder del estado.31 Como muestra esta última frase, la garantía definitiva del respeto del estado por los derechos del individuo, como no puede ser ni jurídica (si debe evitarse el razonamiento circular) ni metafísica (dado que tienen que descartarse el derecho natural y construcciones similares), debe ser sociológica; de allí la referencia al “verdadero poder” del estado. No hay nada de malo en ello, salvo que la de Jellinek es una sociología muy pobre: de hecho, está íntegramente dentro del “verdadero poder” del estado tratar a los individuos de otra forma que como portadores de derechos. Esto era notorio en los sistemas de gobierno anteriores al si­ glo XIX, de los cuales Jellinek sabía mucho. No obstante, pasó por alto esa evidencia, presuntamente porque no consideraba esos sistemas co­ mo estados “propiamente dichos”. Parece haber percibido (aunque no pudo sostenerlo satisfactoriamente) que el estado, en cierto modo por su naturaleza misma y tal como había llegado a una realización plena a fines del siglo XVIII y el siglo XIX, era incapaz de hacer ciertas cosas.

31 Jellinek, Aiígemeine Staatsíe/ire, op. cit., p. 372.

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Volvamos ahora brevemente al problema de la legitimidad, con el cual comenzamos esta sección. Cuando se refiere a la tipología de la legitimidad de Weber, Cari Schmitt sostiene que el énfasis del estado moderno (y Weber) en la legalidad -es decir, en la observancia de nor­ mas de procedimiento expresas para la formación y ejecución de las decisiones estatales- no encarna tanto un tipo distintivo de legitimi­ dad (como creía el mismo Weber) sino que prescinde de la legitimi­ dad propiamente dicha, la suplanta.32 De acuerdo con Schm itt, la idea misma de legitimidad se refiere a cierta idea de bondad moral, a cierto ideal sustantivo intrínsecamente válido y dominante que de al­ gún modo transmite validez a las directivas individuales a las que se considera sus reflejos; en tanto que las normas de procedimiento que supuestamente validan las directivas en la “legitimidad legal racional” son puramente formales y no poseen ni pueden transmitir ninguna rectitud intrínseca, y por lo tanto ninguna auténtica legitimidad, a di­ rectivas fundadas en última instancia en ellas. (Podría aducirse que el mismo Weber aceptó esto cuando distinguió entre racionalidad legal formal y material, y consideró que sólo la primera era característica de los sistemas legales modernos.) Hay que admitir que la argumentación de Schm itt tiene cierta fuerza. No obstante, me parece que dentro de la cultura occidental, en todo caso, el principio de la despersonalización del poder -que se­ gún sugerí está implicado en la noción weberiana de la legitimidad le­ gal racional- posee efectivamente una significación moral distintiva, y por ello es una verdadera, aunque quizás débil, fuerza legitimadora. Lo mismo ocurre con la noción, encamada en la característica prefe­ rencia liberal por las decisiones colectivas surgidas de la confronta­ ción pública de opiniones en un debate abierto, de que en la medida de lo posible el derecho debería ser el producto de la ratio (razón) más

32

C. Schmitt, Legalität und Legitimität (Munich, 1932) [Legahdad y legitimidad, Ma­

drid, Aguilar, 1971].

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que de la voluntas (voluntad). Esto implica una concepción moral dis­ tintiva según la cual, en palabras de Hegel, se hace que la validez del derecho se base “ya no en la fuerza, ni primordialmente en los usos y costumbres, sino en las intuiciones y los argumentos”.33

Rasgos significativos del proceso político En las primeras fases del desarrollo del estado moderno, como hemos visto, el tema primordial del proceso político interno fue la cinchada entre centros de poder autónomos (individuales o corporativos, secu­ lares o eclesiásticos) con respecto a la extensión y seguridad de sus respectivas prerrogativas e inmunidades jurisdiccionales. A raíz de los logros del absolutismo, el estado decimonónico parece haber zanjado esta cuestión política con la institucionalización del principio que antes llamamos “unidad” o “soberanía interna”. Ahora, el problema político principal pasa a ser el contenido y dirección de los poderes de gobierno monopolizados por el estado, en especial en lo que se refiere a la distribución del producto nacional y el control de los medios de su producción. En la sección siguiente dividiré esa cuestión en una serie de partes integrantes; aquí, sin embargo, quiero señalar algunos rasgos generales del proceso político interno en el es­ tado del siglo XIX. “Civilidad”. El gobierno siempre implica el control sobre los medios de coerción. En comparación con otros sistemas de gobierno, el esta­ do del siglo XIX construye este aspecto mediante el fortalecimiento de su monopolio de la coerción legítima y haciéndola técnicamente más sofisticada y formidable. Sin embargo, también la diferencia y la sepa­ ra de otros aspectos del proceso político interno, lo que da como re­ sultado que éste se vuelva más “civil”.

33 Citado por Habermas en Strukturwandel der Öffentlichkeit, op. cit., p. 144.

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Dentro del cada vez más vasto y ramificado aparato estatal, sólo dos sectores del poder ejecutivo -lo s militares y la policía- siguen estando directamente encargados de la coerción, Pero las decisiones clave acerca de su organización y financiamiento y sobre el despliegue de su poderío se confieren a otros órganos (legislativo, ejecuti­ vo). De tal modo, la coerción legítima se convierte en un aspecto del gobierno menos difuso, penetrante y visible y más controlado y especializado. (Para el caso, en la vida social en general puede observarse una reducción similar de la preponderancia de la coerción. El modo capitalista de producción, en particular, no implica su uso directo.) Otra manifestación de la “civilidad” es la adopción generalizada, en todo el sistema de estados con centro en Europa, de formas más humanas de procesamiento y castigo penal. Por otra parte, en condi­ ciones normales, las formas violentas de expresión política se hacen menos frecuentes. A ejemplo de Inglaterra, muchos estados institu­ cionalizan la oposición a la conducción política actual o a las políti­ cas vigentes, y hacen que la ocupación de muchos puestos políticos sea objeto de una competencia regulada y pacífica. Los “derechos pú­ blicos” antes analizados hacen posible el disenso organizado, y la eli­ minación constitucional de ciertas cuestiones de la arena política -e n particular las religiosas, que en el pasado habían sido muy incendia­ rias- reduce el alcance y la intensidad de ese disenso. Los órganos legislativos, que normalmente actúan como el asiento visible de la soberanía del estado, funcionan en esencia como “ámbi­ tos discursivos” con reglas elaboradas y formales para ordenar el deba­ te; participan en ellos cada vez más miembros de las clases profesional y empresaria, en iu mayoría hombres de disposiciones pacíficas. Tanto aquí como aún más en los órganos administrativos, quienes negocian los asunto« cotidianos del estado son en su mayor parte hombres con capacitación en el derecho. Así, esos asuntos son encarados en gene­ ral de una manera sobria y discursiva; el estado se maneja cada vez más sobre la base de Juicios prácticos y un razonamiento sofisticado y

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capacitado, y cada vez menos sobre la base de la fuerza, la pompa ce­ remonial y el despliegue bélico. En contraposición a esta civilidad interna, hay que recordar que las guerras libradas entre los estados se vuelven más y más masivas y san­ grientas; por otra parte, su desencadenamiento despierta y expresa, en círculos cada vez más amplios de la población, pasiones de una feroci­ dad inusual y alarmante. Además, en las dependencias coloniales que constituyen una parte integrante del sistema productivo de muchos es­ tados occidentales, la coerción sistemática y brutal desempeña un papel abierto y directo, no sólo para mantener sometidas a las poblaciones nativas sino para explotarlas económicamente. Por último, interna­ mente los estados a veces despliegan abierta y duramente su potencial de coerción, en particular cuando la disidencia política o la resistencia a la explotación de estratos subalternos parecen amenazar la distribu­ ción interna del poder político y económico. En tales circunstancias, a menudo se viola incluso la distinción entre las fuerzas militares y poli­ ciales; se convoca al ejército para romper huelgas, sofocar disturbios y a veces encargarse de la vigilancia de regiones enteras.34 Multiplicidad de focos. Aunque unitariamente constituido, el estado decimonónico también se articula en muchos órganos y cargos, con variadas competencias e intereses. De tal modo, el proceso político se diferencia consecuentemente; pasa a concentrarse en una serie de ór­ ganos, capas de regulaciones, cuestiones, cuerpos organizados de opi­ nión y conjuntos de intereses colectivos. Los numerosos nudos y empalmes de la estructura del sistema ofrecen muchos puntos de en­ trada al proceso. Con la esperanza de ejercer influencia sobre la formulación de los rumbos de acción, sectores progresivamente más amplios de la pobla­ ción comienzan a participar en el proceso político; y su creciente par­ ticip ació n , a su vez, genera muchos alineam ientos, a menudo

34 Véase, por ejemplo, Rochat, “L’esercito e il fascismo”, art. cit.

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superpuestos. Por ejemplo, el conjunto de intereses, perspectivas y personas que compiten por el poder y la influencia en el nivel nacio­ nal generalmente difiere de los que lo hacen en los niveles regional o municipal. Los alineamientos de opinión en tomo de cuestiones de política exterior con frecuencia atraviesan los centrados en las políti­ cas fiscal, de bienestar social o educativa. Apertura. Hemos visto que en las primeras etapas del desarrollo del estado era típico que individuos y cuerpos proclamaran sus pretensio­ nes tradicionales a tomar parte en el proceso político, y que articularan sus demandas principalmente mediante la apelación a privilegios con­ sagrados por el tiempo. Así, sus luchas, por más persistentes y ásperas que fueran, se llevaban adelante con el supuesto de que había existido en el pasado y podía restablecerse en el presente una condición de equilibrio entre los diversos privilegios y pretensiones. Ningún supuesto de esa naturaleza se aplica al estado decimonóni­ co. Aquí la empresa política se negocia (continua y públicamente) por referencia no a prerrogativas tradicionales, diferenciadas y autó­ nomamente sostenidas de las partes, sino al potencial abierto del po­ der unitario del estado, una entidad cabalm ente secular capaz en principio de una elaboración, definición y expansión indefinidas. C o­ mo también hemos visto, el derecho positivo, el lenguaje mismo del estado, es intrínsecamente modificable y puede orientar y autorizar una variedad indefinida de actos de gobierno. Consecuentemente, el proceso político comenzó a orientarse hacia objetivos abstractos y siempre lejanos: fuera la promoción del poder del estado en el concierto de las naciones, el bienestar del pueblo o la bús­ queda individual de la felicidad. En nombre de estos objetivos (según se definen y ajustan mutuamente a través de la competencia política), es legítimo hacer cambios en cuálquier momento en el equilibrio de los intereses individuales y colectivos. Aun si se deja a un lado el carácter dinámico de la sociedad a la que complementa, un sistema político tal siempre debe generar, por necesidad, nuevos temas para el interés público y la acción perento-

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ría. Por consiguiente, tiende a exigir para su funcionamiento recursos siempre nuevos, y nuevas facultades e instrumentos de gobierno a aplicar a sus fines abiertos.

Controversia. Lo que acabo de llamar apertura no es una peculiari­ dad del estado decimonónico; como lo muestra el Anden Régime de Tocqueville, ya era claramente evidente en la Francia de fines del ab­ solutismo, con su urgencia constante por ampliar los límites de la ac­ ción estatal, para regular aspectos y áreas siempre más nuevos de la actividad social. Sin embargo, el uancien régimeMera semidespótico. No existía un foro constituido para la discusión y el control públicos dé la acción estatal, que recibía todos sus impulsos desde arriba. El es­ tado del siglo XIX, por otro lado, se construye de una forma que no só­ lo permite sino que exige el debate público, la confrontación de opiniones. El conflicto, aunque limitado; la controversia, aunque re­ gulada: éstos son los rasgos no incidentales sino esenciales para el fun­ cionamiento del sistema político.35 La centralidad de las instituciones representativas. Muchas de ías ca­ racterísticas ya analizadas -por ejemplo la importancia clave del dere­ cho y el papel de la controversia en su form ació n - encuentran expresión en la posición central de las instituciones representativas en el proceso político del siglo XIX. Naturalmente, lo que llamo “centrali­ dad” es una cuestión de grado, y por lo tanto de conflicto. El parla­ mento, desde luego, es más central para un sistema parlamentario de gobierno que para un sistema presidencial o uno donde la confianza personal de un monarca, y no la composición política de la legislatura, decide quién encabezará el ejecutivo. No obstante, es necesariamente en el parlamento (no importa cómo esté organizado) donde se crean las leyes; por otra parte, representa el ámbito público por excelencia, no meramente como un foro para la discusión sino como la sede de vitales procesos de toma de decisiones. 35

C. Schmitt, “Die Prinzipien des Parlamentarismus”, en K. Kluxen (comp.), Par-

lamentarismus (Colonia, 1967), pp. 41-53.

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El parlamento debe mediar entre la “variedad” de las opiniones in­ dividuales (a cada una de las cuales los “derechos públicos” aseguran alguna expresión) y la necesidad de directivas unívocas y generales para resolver y reducir su diversidad. Para hacerlo, el parlamento no puede funcionar simplemente como un reflejo condensado de la dis­ tribución de la opinión éntre el público; también debe simplificar esa distribución, concentrarla en determinadas cuestiones y generar ali­ neamientos, mayorías y oposiciones. A l mismo tiempo, debe “aco­ plar” y “desacoplar” la sociedad y el estado: la primera como el lugar donde los individuos privados se forman y expresan libremente pun­ tos de vista y preferencias, el segundo como una máquina para formu­ lar y ejecutar directivas obligatorias. Con este fin, se considera que cada miembro del parlamento está provisto de un mandato abierto que no surge de los votantes indivi­ duales y ni siquiera de todo su distrito electoral, sino del público polí­ ticam en te sign ificativo en general. Se espera que se una a un alineamiento relativamente estable de colegas de similar opinión, y se da por sentado que con este objetivo tendrá que restar importancia a algunas de sus perspectivas personales y atribuirla a otras que el ali­ neamiento sostiene en común. Con el mismo fin, la mayoría de los parlamentos tienen una duración fija o en todo caso relativamente larga con una composición dada, con el objeto de permitir que los miembros se distancien de los movimientos demasiado fluidos de la opinión entre el público en general y que o bien los “encabecen” o bien “se rezaguen” con respecto a ellos. Este espectro de opiniones y voluntades políticas representadas por el parlamento es necesaria­ mente más estrecho que el existente entre el electorado; lo reducen

más los compromisos y alianzas, y sobre todo la tendencia a que las controversias dentro de él se concentren en la formación de una mayoría, en el contraste entre los “oficialistas” y los “opositores”. De todas estas maneras el parlamento adquiere autonomía frente al público en general, y mantiene o procura obtener la primacía con res­ aún

pecto al ejecutivo. El parlamento es central para el sistema porque no

transmite simplemente los impulsos políticos que se originan en otras partes; produce impulsos políticos con el procesamiento de las orienta­ ciones del electorado al que representa. También es central en el he­ cho de que, al com entar y criticar los actos del gobierno y los desarrollos sociales en curso, retroalimenta con información al electo­ rado y con ello aumenta la conciencia de la gente sobre las cuestiones públicas, así como las decisiones que éstas dejan abiertas y las cargas y oportunidades que implican. Por último, es central porque y en la me­ dida en que forma y selecciona líderes, individuos capaces de formular problemas, proyectar soluciones, proclamar y formar la opinión públi­ ca y asumir responsabilidades,36

Tipos significativos de cuestiones políticas Sólo intentaré aquí la clasificación superficial de los tipos más signifi­ cativos de cuestiones que se presentan más frecuente y materialmente en el estado decimonónico. Cuestiones constitucionales. Entre éstas, encontramos la de si lá cabe­ za del estado debe ser un presidente electo o un monarca hereditario, y cuáles deben ser sus poderes específicos. También están presentes las cuestiones de la distribución de poderes entre los órganos legislativos, ejecutivos y judiciales, y la asignación de tareas y recursos a los orga­ nismos administrativos centrales y locales. Por último, encontramos una diversidad de temas referentes a las relaciones entre el estado y la(s) iglesia(s), la posición constitucional del ejército y la extensión de los derechos políticos. Cuestiones de política exterior. Entre estas cuestiones, el debate de la “pequeña Inglaterra contra la gran Inglaterra” es la más agudamente 36

Una vez más, esta importancia potencial del parlamento es una preocupación

central del pensamiento político de Max Weber, como lo muestra Mommsen en Max Weber und die deutsche Politik. ,,

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perfilada y ejemplar, ya que implica problemas de alianzas, aranceles, armamentos y ritmos y direcciones de la expansión colonial Estas son, en rigor de verdad, las cuestiones centrales del sistema de estados del siglo XIX, y provocan su desastroso colapso en 1914. La "cuestión social”. En el siglo XIX, esta expresión designaba un conjunto de problemas surgidos de la comercialización e industrializa­ ción de las economías nacionales. Concernía a fenómenos tan dispa­ res com o la presión demográfica; la proletarización de las capas subalternas; las epidemias urbanas; la criminalidad; la indigencia; los accidentes industriales; la descristianización masiva; el crecimiento del sindicalismo organizado y el socialismo; el analfabetismo; el ‘‘vi­ cio” en la forma de prostitución, delincuencia juvenil, ilegitimidad, alcoholismo, etcétera; el desarraigo social y la subversión política; y las huelgas y la desocupación. De ningún modo se aceptaba universalmente que todas esas cues­ tiones (y ni siquiera una de ellas, según algunas corrientes de opi­ nión) fueran políticas, en el sentido de que para su solución debían aplicarse acciones estatales distintas de las meramente policiales. Pe­ ro, como veremos en el capítulo siguiente, varios de estos problemas quedaron progresivamente encerrados en el proceso político, en gran medida por (1) la concesión de derechos políticos a grupos que espera­ ban que el estado se ocupara de tales cuestiones, (2) el surgimiento re­ sultante de la noción de derechos “sociales” de ciudadanía, y (3) el hecho de que el estado se atribuyera alguna responsabilidad en el mejo­ ramiento de los fenómenos en cuestión. Pero las decisiones implicadas en esta prolongada evolución se discutieron áspera y ampliamente. Dentro de la compleja historia de las relaciones entre el liberalismo, la democracia y el socialismo en el siglo XIX, muchas cosas giraron en tomo de ellas.

Cuestiones de administración económica. La acción estatal concer­ niente a la “cuestión social” tal vez pueda considerarse como el aspec­ to más dram ático y visible del papel que desem peñó en la últim a parte del siglo XIX en el sostenimiento y promoción del capitalismo y

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la distribución del producto nacional entre varios intereses pretendientes. Otro conjunto de temas menos conspicuos, referidos esencialmente al mismo problema, podría clasificarse como “cuestiones de administración económica”. La razón por la cual estos temas (y la acción estatal concomitante)

fueron menos conspicuos es doble. Primero, a través de la mayor parte del siglo XIX, en la mayoría de los estados la acción pública sobre estas materias consistió en gran medida en la construcción y administración de marcos legales, fiscales, monetarios y financieros para el fun­ cio n a m ie n to autónom o y au torregu lad o de los m ecanism os distributivos constituidos por los mercados de tierras, trabajo y capi­ t a l Segundo, el estado cumplió un papel positivo, pero una vez más relativamente no obstructivo, en la acumulación y reproducción de capital y en la moderación de los desequilibrios económicos que el sistema del mercado no podía controlar adecuadamente. Este segundo tipo de acción implicó cosas tan diversas como la concesión de tierras a las empresas ferroviarias; la flotación y el servicio de la deuda nacio­ nal; la erección de barreras arancelarias; el otorgamiento de patentes y prerrogativas corporativas a las compañías; el financiamiento públi­ co de grandes emprendimientos industriales; la represión, contención o regulación de los sindicatos y las negociaciones colectivas; y el res­ paldo diplomático, militar y financiero, abierto o encubierto, a las empresas coloniales. Podría aducirse que los cuatro tipos de cuestiones que hemos anali­ zado en esta sección representan para el estado decimonónico el lega­ do de diferentes fases de su desarrollo histórico. En cierto sentido, las cuestiones constitucionales proyectan en el marco unitario del estado del siglo XIX las disputas sobre la asignación de poderes independien­ tes de gobierno que hemos visto librarse muy activamente bajo los sis­ temas de gobierno feudal y ständisch . Las cuestiones de política exterior giran en tomo de las implicaciones que tenía para el estado decimonónico el sistema de estados consagrado originalmente por la Paz de Westfalia. Y podemos ver las cuestiones que llamé de adminis-

tración económ ica com o el legado del m ercantilism o absolutista, aunque modificado y disfrazado por la teoría y la práctica liberales prevalecientes en el siglo XIX.

Sin embargo, los problemas que constituyen la “cuestión social” son casi totalm ente nuevos en su multiplicidad, imposibilidad de abordaje y significación política. De hecho, en gran medida son colocados en la agenda del estado por obra del modo capitalista de pro­ ducción, cuando ingresa en su fase industrial avanzada; con ello, reflejan la influencia siempre creciente de ese modo de producción sobre la totalidad de la vida social durante el siglo XIX. En realidad, puede considerarse que el predominio del modo capitalista de pro­ ducción dicta en gran medida la forma en que se formulan todos los otros tipos de cuestiones, al mismo tiempo que limita su espectro de soluciones posibles. Los problemas de administración económica, en todo caso en los estados donde el capitalismo alcanzó su fase indus­ trial relativamente pronto, tenían que confrontarse dentro del marco establecido por las instituciones de la empresa privada y el mercado, y por la lógica de la acumulación capitalista; estos elementos ex­ cluían necesariamente el énfasis mercantilista en los metales precio­ sos, la empresa estatal y la regulación autoritaria de las actividades . comerciales. La naturaleza privada de los intereses económicos domi­ nantes y su aparente relación no coercitiva con los subalternos, fijó límites a las luchas constitucionales; éstas, como lo he indicado, se desarrollaron por consiguiente como una competencia por el acceso a y la influencia sobre los órganos del poder estatal (unitario), y no asumieron la forma de pretensiones abiertas a la apropiación de prerrogativas políticas. Por último, las tensiones interestatales se mode­ ran hasta cierto punto, y se agudizan más allá de él, al concentrarse en la competencia, entre centros metropolitanos de acumulación de capital, por los mercados y recursos de zonas no estatales o pseudoes-

tatales del mundo. Pero si es cierto, como he sugerido, que el modo dominante de producción configuró en alto grado la agenda misma de la acción es-

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