Peter Singer, El Discreto Encanto Del Utilitarista

PETER SINGER: EL DISCRETO ENCANTO DEL UTILITARISTA PABLO DE LORA Corría el año 1984. Uno de los movimientos estadounide

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PETER SINGER: EL DISCRETO ENCANTO DEL UTILITARISTA PABLO DE LORA

Corría el año 1984. Uno de los movimientos estadounidenses de liberación animal más radicales, el ALF (Animal Liberation Front), decidió, en el marco de una campaña de hostigamiento a los científicos que experimentan con animales, enviar un simulacro de paquete-bomba a dos investigadores del Centro Regional de Investigación de Primates de California. El envoltorio contenía el libro de Peter Singer

Liberación Animal1. Poco tiempo después, en un artículo publicado en 1985 en el Times Higher Education Supplement2, Singer denunciaba esas prácticas y otras similares llevadas a cabo por el ALF y el ARM (Animal Rights Militia). Lo hacía en los siguientes términos:

El movimiento de liberación animal debe también contribuir a evitar la espiral viciosa de violencia. Los activistas de la liberación animal deben colocarse irrevocablemente en contra del uso de la violencia, incluso cuando sus adversarios la utilizan contra ellos. Por violencia quiero decir cualquier acción que cause daño físico directo a cualquier ser humano o animal, e iría más allá para incluir actos que causen daño psicológico como miedo o terror. Es fácil creer que porque algunos experimentadores hacen sufrir a los animales, es correcto hacerles sufrir a ellos. Esta actitud es equivocada. Podemos estar convencidos de que alguien que abusa de los animales es totalmente cruel e insensible, pero nos rebajamos a su nivel y nos colocamos en la senda equivocada si le dañamos o le amenazamos con hacerlo.

La anécdota refleja un hecho que el propio Singer no deja de reconocer en varios de los trabajos que se reúnen en este libro recientemente editado por Taurus3: la enorme influencia que la obra de Singer, y en particular Liberación animal, de la que se incluyen tres capítulos, ha ejercido sobre el movimiento en defensa de los animales y entre el público en general. 1

Vid., Keith Tester, Animals and Society. The humanity of animal rights, Routledge, London-New York, 1991, pp. 187-188. 2 "Animal Rights and Wrongs", en el número 647 de 29 de marzo de 1985. 3 Una vida ética. Escritos, Madrid, 2002. En lo que sigue, las meras referencias a páginas se entenderán hechas a este libro.

Varios factores pueden haber contribuido a ese éxito. Seguramente Singer llegó en el momento oportuno. Parecía que la gente, afirma refiriéndose a la acogida de

Liberación animal, había "[e]stado esperando a que sus sentimientos sobre el maltrato a los animales fueran respaldados por una filosofía coherente" (p. 341). No es que no se hubieran publicado, antes que el suyo, otros libros que describían y denunciaban la inmoralidad de nuestra explotación de los animales, pero ni Ruth Harrison (Animal

Machines, 1964) ni los que contribuyeron al volumen Animals, Men and Morals editado por Roslind y Stanely Godlovitch en 1971, tenían la destreza para cultivar el estilo con el que el filósofo australiano ha sabido hacerse accesible al gran público4. Muchos profesores de filosofía moral y política en las facultades de Filosofía y Derecho en España sabemos bien de esa seducción que Singer ejerce, en este caso, entre nuestros estudiantes. Algunos podemos relatar, incluso, el hecho insólito de que más de uno de esos alumnos, tras haber leído, por exigencias del curso, "Hambre, riqueza y moralidad" o "¿Qué hay de malo en matar?" o "En lugar de la vieja ética", nos ha pedido la referencia completa del libro ¡para comprarlo! Es verdad, con todo, que Singer también provoca enfurecimientos extremos. Sus tesis con respecto al aborto, el infanticidio y la eutanasia le han granjeado enemigos dispuestos a callarle a toda costa, como relata en el capítulo "Ser silenciado en Alemania" y en la entrevista con la que se cierra la compilación, o a quemar sus libros, como pedía el anónimo lector que pintarrajeó uno de los ejemplares de Ética práctica depositados en la biblioteca de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid. En cambio otros, como los hostigadores del Animal Liberation Front, han utilizado su obra como 'explosivo ficticio' en la confianza de que, tras el susto inicial y una vez leída, el investigador destinatario atisbe la perversión moral en la que se halla inmerso. En los trabajos de Singer hay lugar para la reflexión teórica profunda, pero también para la traducción práctica de las conclusiones alcanzadas en ese nivel. Ese trasvase puede llegar incluso hasta el punto de recomendar una receta vegetariana o indicar el teléfono donde llamar para hacer donativos al tercer mundo. Ello aleja a Singer de lo que se estila en otros ámbitos universitarios, sin ir más lejos el español, donde no está bien visto que los académicos se dirijan a un auditorio que trasciende 4

Por supuesto que en la historia del pensamiento occidental encontramos antecedentes más remotos de quienes se ocuparon de denunciar el maltrato a los animales no humanos: desde la temprana apuesta por el vegetarianismo del filósofo neoplatónico Porfirio (Sobre la abstinencia), hasta la ampliación del principio de igualdad moral para alcanzar a los animales, tal y como propuso Jeremy Bentham en el capítulo XVII de su Introduction to the Principles of Morals and Legislation publicado en 1789. En otras tradiciones culturales como es el caso de algunas sectas hindúes, esa inclusión de los animales como

las fronteras de su tribu de especialistas, y menos aún que lo haga de esa manera tan fresca. En el mundo anglosajón, en cambio, es muy frecuente tratar de hacer llegar los avances en la disciplina propia a quienes simplemente albergan un interés general por el conocimiento, utilizando para ello recursos y registros como los que emplea Singer. Muchos sabrán qué se cuece en el mundo de la biología evolutiva por los numerosos y muy fascinantes libros de Stephen Jay Gould, Lynn Margulis o Richard Dawkins, o en el campo de la física teórica por Steven Weinberg o Stephen Hawking, o en el de las ciencias cognitivas por Daniel Dennett, o por la obra de Roger Penrose si su interés son las matemáticas. Pero es que, además, para el caso de la ética, esa, la de acceder al público en general, no sólo resulta una posibilidad abierta y encomiable sino un cometido ineludible del filósofo moral. Al menos así lo entiende Singer, aunque tal misión no es, frente a lo que podría pensarse inicialmente, la de la predica o la moralización. La pregunta es entonces inmediata: ¿en qué consiste por tanto la divulgación de la ética? Volvamos momentáneamente la mirada a los orígenes de la reflexión moral en Occidente, a ese grupo de maestros de la virtud o areté, los llamados sofistas, que se esforzaban en hacer de sus discípulos buenos (esto es, eficaces) ciudadanos atenienses, individuos que conocieran lo que en ese entorno era tenido por justo o bueno y que estuvieran adiestrados en el manejo de la retórica y la oratoria para defender su posición en el ágora. Pues bien, la virtud, el cómo vivir bien, era, en la visión sofista, un asunto local, algo propio de cada lugar5. El filósofo, sin embargo, no se limita a dar cuenta de cómo efectivamente se piensa la 'vida buena' en unas coordenadas espacio-temporales determinadas, sino que da un paso más y se pregunta, como hizo Sócrates, qué es la justicia o la piedad tratando de encontrar un concepto universal que supere así las estrechas miras relativistas de los Gorgias, Protágoras, Pródico, y demás sofistas. Muchos siglos después, como describe Singer, la ética ha estado dominada por el estudio de otra clase de objeto. Podríamos decir que durante buena parte del siglo pasado la preocupación central de muchos filósofos morales se ha elevado un peldaño en relación a la indagación socrática. "Lo que la filosofía moral se pregunta -afirmó el filósofo Alfred Julius Ayer- no es si una determinada acción es justa o injusta, sino qué miembros de la comunidad moral (al menos para ser merecedores de cierta protección y respeto) no constituye la excepción sino la regla. 5 Véanse, por todos, Carlos García Gual, "Los sofistas y Sócrates", en Historia de la ética (Vol. I), Victoria Camps (ed.), Crítica, Barcelona, 1988, pp. 35-79, p. 38 y Alisdair MacIntyre, Historia de la ética, Paidós, Barcelona, 1994, p. 24 (1ªed., 1971, traducción de Roberto Juan Walton del original A Short History of Ethics, The MacMillan Company, Nueva York, 1966).

es lo que va encerrado cuando se dice que es justa o cuando se dice que es injusta"6. La filosofía moral no es ética, en el sentido sofista, ni tampoco búsqueda de verdad moral alguna que trascienda todo tiempo y todo lugar, sino que, prosigue Ayer, "[l]a teoría se desarrolla enteramente a nivel de análisis; es un intento de demostrar qué es lo que están haciendo los hombres cuando hacen juicios morales, no es una serie de sugerencias respecto a cuáles son los juicios morales que deben hacer. Y esto es verdad de toda filosofía moral, tal como yo la entiendo. Todas las teorías morales... son neutras en lo que se refiere a la conducta real. Para hablar técnicamente, pertenecen al terreno de la meta-ética, no a la ética propiamente dicha"7. Aunque la filosofía moral, al modo en que Ayer la entendía, no es hoy tan dominante, el reto que éste nos planteaba permanece incólume: entre la moralización de catequesis y la indagación metaética: ¿hay espacio para la ética práctica? La trayectoria de Singer demuestra que sí, y que esa tarea se puede desempeñar, además, de manera socrática, esto es, tratando al tiempo de responder a la gran pregunta sobre la justicia. Al hacerlo, como él mismo relata, Singer ha abrazado una concepción particularmente controvertida, pero al tiempo poderosamente atrayente, sobre aquella: el utilitarismo. ¿Qué se encierra tras esta palabra tan gastada? De acuerdo con el estudio de Geoffrey Scarre, el término "utilitarismo" se debe al filósofo inglés Jeremy Bentham quien lo utiliza por primera vez en una carta en 17818. Con todo, algunos de los mimbres con los que se urde esa visión moral, concretamente, la idea de que las buenas acciones humanas son las que se encaminan al

logro

de

la

felicidad,

se

remontan

hasta

el

epicureísmo

griego.

Pero

independientemente de cuáles sean sus raíces históricas, hemos de preguntarnos en qué consiste ese utilitarismo que Singer ha abanderado, y al tiempo intentar consignar las razones de sus atractivos y flaquezas. A esa misión se dirigen estas páginas en un intento de arrojar mayor luz sobre el marco teórico en el que se Singer ha encajado sus respuestas a dilemas éticos tales como la eutanasia, el aborto, la consideración moral de los animales y del medio ambiente, la persecución del propio interés y nuestros deberes de ayuda a los demás, temas todos ellos que componen el núcleo de estos "escritos de una vida ética". Del utilitarismo se dice que está compuesto por dos ingredientes básicos: el consecuencialismo y el agregativismo. Para explicar qué se quiere decir con estos 6

Alred Julius Ayer, "Sobre el análisis de los juicios morales", en Ensayos filosóficos, Ariel, Barcelona, 1979, pp. 211-226, pp. 214-215 (traducción de Francisco Béjar del original Philosophical Essays, The MacMillan Press, Londres, 1954). 7 Ibíd., pp. 223-224.

rasgos, tomemos el episodio del envío del propio libro de Singer como amenazante paquete-bomba. El interrogante al que se supone ha de responderse desde la ética es: ¿está justificado? Volvamos la vista de nuevo a algunas fuentes clásicas de la ética occidental. En el Evangelio de Mateo (22: 39) se narra cómo Jesús es inquirido acerca de cuál es el mandamiento mayor de la ley, la síntesis o máxima que compila el resto de reglas morales. Son dos los mandamientos, contesta Jesús. Por un lado, la obligación de amar a Dios, y, por otro, la de amar al prójimo como a uno mismo, fórmula que figura recogida en el Antiguo Testamento (Levítico: 19, 18) y que no es sino una versión de la denominada Regla de Oro, enunciada por primera vez por el rabino Hillel9. Así que, como insiste Singer en varios capítulos, la humanidad cuenta con una forma de responder a la pregunta sobre las buenas acciones, un patrón por otro lado presente en tradiciones tan alejadas entre sí como la judeo-cristiana, confuciana e hindú. Singer asume la Regla de Oro de manera explícita, aunque no porque ella sea la palabra del Dios del Antiguo o Viejo Testamento, sino porque, como trató de mostrar su mentor oxoniense (Richard Marvin Hare) la máxima deriva de la idea misma de moralidad. Veámoslo. Podemos afirmar, en primer lugar, que una acción debe ser realizada si se quiere lograr algún fin: "si quiere usted hacer que el ordenador funcione debe...". Este sentido del 'deber' es puramente técnico, no moral. El 'debe' moral parece ser en cambio el resultado de la adopción de un cierto punto de vista: aquel en el que nos despojamos de nuestras condiciones particulares para pensarnos como el individuo que también otros son. Entonces, como diría Kant, vemos a la humanidad representada en todos los demás, así como en nosotros mismos, y actuamos tratando a todos y cada uno de sus miembros como un fin en sí y no como un medio o instrumento para el logro de alguna meta ulterior10. Por ello, y como el mismo Singer afirma en el escrito que dirige al Times Higher

Education Supplement, la acción del Animal Liberation Front es condenable: a nadie, ni siquiera a los que remiten el paquete-bomba, nos gustaría ser víctima/destinatario del

8

Utilitarianism, London & New York, Routledge, 1996, p. 4. De acuerdo con el relato de José Gómez Caffarena, la formulación de Hillel fue la siguiente: "No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. En esto consiste toda la Torah, lo demás es sólo explicación"; vid., "El cristianismo y la filosofía moral cristiana", en Historia de la Ética (Vol. I), Victoria Camps (ed.), Crítica, Barcelona, 1988, pp. 282-344. 10 Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Ariel, Barcelona, 1996 (edición bilingüe y estudio preliminar de José Mardomingo), pp. 173, 189. 9

mismo. Desde la atalaya universal que constituye el punto de vista moral emergería entonces una prohibición de no realizar actos como aquel, y, si se llevan a cabo, una condena moral como la que Singer practica. Ahora bien, ¿es esa la razón por la que no está justificado lo que hicieron los miembros del ALF? En realidad, en el planteamiento de Singer esa no es la única razón. Tanto en la entrevista con la que se cierra el libro, como en el capítulo "Liberación animal: una visión personal", Singer alude a las nefastas consecuencias que, para la causa de la defensa de los animales, tienen esos actos de intimidación, o, alternativamente, a las buenos efectos que genera, para los animales que se pretende defender, un compromiso irrevocable (sic) con la no violencia. Ahora bien, vista así la censura, ésta empieza a desdibujarse como reproche estrictamente moral. Si se concluye que no deben mandarse cartas-bomba ficticias porque se mina el prestigio del movimiento de liberación animal, resulta que se está manejando un imperativo técnico o hipotético, no un deber moral. La acción obligatoria (no hostigar) es meramente el medio adecuado para el logro de un fin (el éxito de la causa de la defensa de los animales). Si resultase que la amenaza sí beneficiaría en algún sentido a esa causa, realizarla no sólo no sería condenable, sino que debería llevarse a cabo, y esta no es una mera conjetura que sólo con forceps podríamos entresacar de la declaración de condena de Singer. En el artículo "Instrumentos para la investigación", al preguntarse cuándo es legítimo experimentar con animales, afirma que responder "Nunca" es demasiado tosco. Una contestación así es la que sí daría en cambio quien toma a la ética como un conjunto de mandamientos o imperativos frente a los que no caben excepciones. A la concepción que mantiene algo parecido a eso se la suele denominar 'deontologismo', y es frente al deontologismo contra el que se alza la voz alternativa del consecuencialista Singer. Dejémosle que él mismo se exprese: "Torturar a un ser humano casi siempre es erróneo pero no es absolutamente erróneo. Si la tortura fuera el único modo en el que podríamos descubrir la localización de una bomba nuclear escondida en un sótano de Nueva York y programada para estallar en una hora, entonces la tortura sería justificable" (pp. 75-76). En síntesis, para el consecuencialista lo único que tiene valor intrínseco es lo que pase, los estados de cosas, no lo que hagamos, nuestras acciones, que serían concebidas sólo como medios instrumentalmente adecuados, en su caso, para que se dé el mejor escenario posible. Por eso es por lo que nuestra "hoja de servicios moral" es intachable no sólo cuando evitamos hacer cosas que dañan a los demás (esto es, cuando cumplimos obligaciones negativas o abstenciones), sino también cuando

hacemos aquello que está a nuestro alcance para que no se produzcan situaciones de sufrimiento. En resumen, somos responsables de lo que hacemos y también de lo que dejamos de hacer. De esta perspectiva emergen dos consecuencias prácticas inmediatas en dos ámbitos bien distintos. En primer lugar, los ciudadanos de los países ricos somos causantes de los males de los que viven en el Tercer Mundo cuando, pudiendo hacerlo, no dedicamos muchos más recursos para paliar sus padecimientos11. En segundo término, resulta hipócrita, cuando no cruel, no admitir que alguien nos pueda ayudar activamente a poner fin a nuestra vida cuando ese es nuestro deseo, y sí en cambio permitir, bajo la justificación de que no se tiene la intención de matar de manera directa, que no se empleen todas las terapias y artificios necesarios para prolongar la vida de quién ya no podrá vivir una existencia digna12. Singer apunta que el consecuencialismo, la determinación de la corrección de las acciones a partir de sus consecuencias, es algo que puede ser un desideratum de la Regla de Oro, esto es, de la adopción del punto de vista moral. En sus propias palabras: "[s]i usted dice: "Si estuviera en esa posición, no me gustaría que me lo hicieran", está, de hecho, comprobando las consecuencias del acto. Usted no mira si resulta o no conforme con una regla" (p. 367). Esta consideración parece tan razonable

que

resulta

que,

de

manera

trivialmente

cierta,

todos

somos

consecuencialistas y, por tanto, el deontologismo sería una posición no sólo insensata sino absurdamente hueca, pues, en definitiva, las reglas deben establecerse para obligar o prohibir la realización de comportamientos que supongan algo, en terminos de beneficio o perjuicio, para los individuos. Sobre las llamadas acciones moralmente irrelevantes (atarnos los cordones de los zapatos, por poner uno entre muchos ejemplos) no puede haber cabalmente reglas que promulgar o cumplir, y la ética nada tiene que decir. Sin embargo, esta primera interpretación de las cosas resulta apresurada. Debe haber más en el deontologismo o en el consecuencialismo que justifique una pugna entre ambas concepciones tan ancestral como profunda. Eso que hay de más en el deontologismo, aquello frente a lo que realmente se opone el consecuencialismo, es precisamente la tesis según la cual en ocasiones es obligatorio hacer o dejar de hacer

cosas independientemente de las (presuntas) mejores consecuencias que pudieran darse actuando u omitiendo. El propio ejemplo de la tortura que emplea Singer nos 11

En ese sentido véanse los capítulos: "Hambre, riqueza y moralidad" y "La solución de Singer a la pobreza en el mundo". 12 Vid., "La justificación de la eutanasia voluntaria", "En el lugar de la vieja ética" y "¿Se encuentra en fase terminal la ética de la santidad de la vida?".

puede servir para ilustrar esta tesis. Frente a lo que Singer afirma, el deontologista diría: no está justificado torturar aunque haciéndolo salvemos más vidas que si nos abstenemos de hacerlo. Uno podría mantener esta posición deontológica por dos tipos de razones. La primera de ellas se apoyaría en una crítica interna al proyecto consecuencialista. ¿Disponemos de alguna vara de medir los beneficios y perjuicios de nuestras conductas? ¿Cómo sopesar las que pueden ser muy distintas consecuencias que traen causa de los cursos de acción que sigamos? Tomemos el caso que en la obra de Singer es prototípico: la defensa del bienestar animal. No hay razones, nos dice, para que no contemos el sufrimiento que provocamos a los animales no humanos. Muchos de ellos cuentan con capacidades iguales o superiores a las de muchos seres humanos, y si de ordinario tenemos en cuenta los perjuicios que pudiéramos causar a estos últimos, sea cual sea su capacidad para sentir o para ser autoconscientes, y no en cambio los males generados a los animales no humanos, actuamos vulnerando el principio moral de la igual consideración de intereses, principio que surge del compromiso con la Regla de Oro. Atribuir mayor peso a los intereses de los seres humanos sólo por el hecho de que pertenecen a nuestra especie es una forma de discriminación, el especieísmo, tan reprobable como en su momento lo fue el sexismo o racismo. Así pues, para no ser especieístas, hemos de calibrar si nuestro deseo, por ejemplo, de comer carne, supera a los intereses de no sufrir de los terneros, cerdos, y demás animales que utilizamos para alimentarnos. Si el balance es negativo (los intereses de aquellos de seguir viviendo no son superados por el placer que obtenemos al comérnoslos), hay una obligación moral de convertirnos al vegetarianismo. Pero la pregunta es inmediata: ¿se ha hecho realmente ese cálculo costes-beneficios del que se sigue el deber moral de renunciar al consumo de carne? ¿Se pueden comparar los beneficios obtenidos por los millones de cerdos por seguir viviendo, con los de millones de consumidores, así como los de todos los seres humanos cuya vida depende de la industria ganadera? ¿Tenemos alguna forma de medir cuánto prefiere comer carne un entusiasta de la misma, para compararlo con lo mucho que pensamos ha de desear no ser estabulada una vaca? En definitiva: ¿es viable el consecuencialismo? Estas dudas genuinas han hecho que Singer, como tantos otros utilitaristas, apuesten por una versión menos exigente del utilitarismo. Frente al llamado 'utilitarismo del acto', que nos obliga a practicar el tipo de balance comentado entre placeres y daños cada vez que tenemos que actuar, Singer propone que nos guiemos por un modo de actuación que supone cumplir con reglas o principios que "[d]urante

siglos, ha tendido generalmente a producir las mejores consecuencias" (p. 165) en circunstancias semejantes a las que afrontamos en una ocasión particular. Se trata del denominado 'utilitarismo de la regla'13, una versión del utilitarismo que, para los más puristas, supone, sencillamente, abandonar del todo la propia nave utilitarista. La razón es sencilla: si ante una coyuntura particular podemos saber que seguir esa regla no genera en ese supuesto las mejores consecuencias, o bien dejamos de seguirla, con lo que ya no somos más utilitaristas de la regla (sino que seguimos asumiendo el utilitarismo del acto), o bien no cejamos en obedecerla, renunciando entonces al ingrediente consecuencialista del utilitarismo14. La segunda vía para abrazar el deontologismo surge de alterar lo que se sigue de la adopción del punto de vista moral. El utilitarista extrae de esta perspectiva la maximización de la felicidad, o placer o bienestar agregado; nuestras acciones, nos dice, deben tender a incrementar el placer de todos los seres sintientes en la mayor medida posible, porque así se respeta la imparcialidad en la igual consideración de intereses. Sin embargo, esta forma de traducir la Regla de Oro o punto de vista moral choca con algunas intuiciones muy comunes y, por otro lado, no es la única lectura posible. En cuanto a lo primero, se ha destacado que nuestro criterio de corrección moral no puede ser tan descarnado como nos pide el utilitarista. Todos, se afirma, contamos con ciertas prerrogativas que bloquean una neutralidad tan estricta como la de contar a cada uno de los afectados por igual para así decidir qué hacer. Singer mismo es consciente de ello y asume que la imparcialidad cede, por ejemplo, frente a lazos afectivos tan fuertes como los paterno-filiales: si puedo salvar veinte niños de un incendio o a mi hija que se encuentra en un aula distinta, no parece reprochable que decida en favor de mi hija en perjuicio de los otros veinte (p. 309). La interpretación utilitarista de la Regla de Oro que implica que las acciones moralmente correctas son aquellas que maximizan el bienestar agregado, introduce el segundo componente que, junto con el consecuencialismo, dota al utilitarismo de sus señas de identidad básicas. El rasgo al que me refiero es el agregativismo. Para el utilitarista la prioridad es aumentar la cantidad de placer o felicidad sin importar cómo el mismo quede distribuido15. Ello hace, como han señalado los detractores del

13

Richard B. Brandt, Morality, Utilitarianism, and Rights, Cambridge University Press, New York, 1992, pp. 119-120. 14 J.J.C. Smart, "An outline of a system of utilitarian ethics", en Utilitarianism. For and Against, J.J.C. Smart & Bernard Williams, Cambridge University Press, London-New York-Melbourne, 1973, pp. 3-74, pp. 10-12. 15 R. M. Hare, "A Utilitarian approach", en A Companion to Bioethics, Helga Kuhse and Peter Singer (eds.), Blackwell, Oxford, 1998, pp. 80-85, pp. 82-83.

utilitarismo, y el propio Singer, que el utilitarista no se tome en serio a los individuos, pues estos son vistos como meros depósitos de experiencias placenteras. De esta manera el célebre dictum igualitario de Bentham (que todo el mundo cuente como uno y nadie más que por uno16) no se traduce en la igual distribución de bienes entre las

personas, sino en la imparcial consideración de éstas como lugar de localización de bienes a ser sumados17. Los placeres o perjuicios de un individuo concreto suman o restan lo mismo en la caja común de bienestar o sufrimiento, y en eso consistiría la igualdad moral. El punto de vista moral utilitarista traduciría la imparcialidad como

impersonalidad: los individuos quedamos difuminados, reducidos a continentes, y por eso se afirma, mediante una fórmula feliz que se ha convertido casi en un lema de la filosofía política, que el utilitarismo no respeta la distinción o 'separabilidad' entre las personas18. Desde esa perspectiva, el utilitarista siempre ha tenido enormes dificultades para dar cuenta de una intuición moral tan común como la de la inmoralidad del asesinato. La razón es que, a partir del componente agregativista del utilitarismo, podemos eliminar personas siempre y cuando mantengamos al menos estable el nivel de bienestar en el mundo, lo cual se logra aportando un 'nuevo contenedor' de placer. Es la denominada "tesis de la reemplazabilidad"19. Tal y como explica Singer en el capítulo "¿Qué hay de malo en matar?", el utilitarista dispondría de dos posibles vías para justificar la condena del asesinato. Podría, en primer lugar, recurrir a los efectos indirectos de una conducta que se generalizara. Si así ocurriera, esto es, si cundiera la práctica de asesinar, el utilitarista habría de computar el gran sufrimiento y ansiedad que causaría a los individuos el saber que viven en una sociedad donde el asesinato 'indoloro' de inocentes está permitido siempre que haya 'reemplazo'. La segunda vía supone tener en cuenta la frustración de placer que genera una vida truncada 'antes de tiempo' (presuponiendo que lo que quedaba por vivir hubiera proporcionado más bienestar que dolor).

16

En John Stuart Mill, "Utilitarianism", en Utilitarianism, On Liberty, Considerations on Representative Government, H. B. Acton (ed.), Everyman's Library, London-Vermont, 1992 (1ª ed., 1910), p. 64 (hay traducción al español de Esperanza Guisán, El utilitarismo, Alianza, Madrid, 1984). 17 Alan Gewirth, "Can Utilitarianism Justify Any Moral Rights?", Ethics, Economics and the Law. Nomos XXIV, J. Roland Pennock y John W. Chapman (eds), New York University Press, New York-London, 1982, pp. 158-193, p. 167. 18 John Rawls, A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1971, p. 27; J. L. Mackie, "Rights, Utility, and Universalization" en Utility and Rights, R. G. Frey (ed.), Basil Blackwell, Oxford, 1985, pp. 86-104, p. 92, y más recientemente, T. M. Scanlon, What We Owe to Each Other, Harvard University Press, Cambridge (Mass.)-London, 1998, p. 230. 19 R. G. Frey, "Introduction: Utilitarianism and Persons", en Utility and Rights, R. G. Frey (ed.), Basil Blackwell, Oxford, 1985, pp. 3-19, pp. 6-8.

Pero, como el propio Singer ha apuntado, ninguna de las dos posibilidades resultan convincentes. En primer lugar, el fundamento de la condena del asesinato se basa en que la población llegue a saber que no se castiga el asesinato indoloro de inocentes. Pues bien, cámbiese esa circunstancia y la justificación del reproche desaparece: practíquense clandestinamente esos pulcros asesinatos que no causan sufrimiento en la víctima. En segundo lugar, si se condena el asesinato por la pérdida de placer asociada, también ha de condenarse la práctica de no tener hijos si hay una perspectiva razonable de que el futuro ser será feliz. La consecuencia es inmediatamente obvia: el utilitarismo obligaría a tener el mayor número posible de hijos, es decir, recomendaría una población mundial incrementada hasta límites casi insostenibles20. Para salvar este escollo, Singer ha apostado por una versión del utilitarismo diferente a la clásica: la que él denomina "utilitarismo de la preferencia". La idea básica es que el valor de los seres no radica sólo en su capacidad de sufrir o experimentar placer, sino en la capacidad de tener preferencias sobre su futuro, esto es, en la habilidad para proyectarse en el tiempo y desear seguir vivos. Una vez tenemos esto en cuenta, el utilitarismo de la preferencia queda descrito, en los propios términos de Singer, del siguiente modo:

De acuerdo con el utilitarismo de la preferencia, una acción contraria a la preferencia de cualquier ser es errónea salvo que sea contrapesada por preferencias contrarias. Matar a una persona que prefiere seguir viviendo es,

ceteris paribus, erróneo. Que las víctimas no permanezcan después la acción para lamentar el hecho de que sus preferencias han sido desconsideradas, es irrelevante. El mal se ha hecho cuando la preferencia se ha truncado (p. 166).

¿Resulta certero el intento de Singer? Para que lo fuera, su variante del utilitarismo tiene que sortear la tesis de la reemplazabilidad, pues sobre ésta pendía la imposibilidad que encuentra el utilitarista clásico para condenar el sacrificio de inocentes. Y lo cierto es que abrazar el utilitarismo de la preferencia no nos evita la reemplazabilidad en la medida en que sustituyamos seres con preferencias por seres que tendrán igualmente preferencias al menos tan valiosas como las de los sustituidos. Así se ha encargado de señalarlo crudamente, entre otros, R. G. Frey: si lo que importa 20

Singer, "Animals and the Value of Life", en Matters of Life and Death. New Introductory Essays in Moral Philosophy, Tom Regan (ed.), McGraw-Hill, 1993 (1ªed., 1980), pp. 280-321, pp. 297-298, 307.

no es la persona sino sus deseos, y lo que se debe hacer es maximizar la satisfacción de preferencias, hay que considerar, por ejemplo, las preferencias de los nazis frente a las de los judíos que querían seguir viviendo21. La única alternativa entonces consiste en afirmar que el valor de la preferencia de seguir viviendo que tuviera cada individuo es inconmensurable. Pero ello supone renunciar al rasgo agregativo del utilitarismo y reconocer la justificación moral de distribuir entre los individuos ciertos bienes básicos (su vida, para empezar, pero también algunos otros recursos como su integridad física, un nivel mínimo de libertad, etc.) que una vez otorgados no pueden ser ya objeto de transacción utilitarista. El propio Singer, bien reluctante a hablar de 'derechos', ha sido perfectamente consciente de ello, y ha afirmado, refiriéndose al utilitarismo de la preferencia que: "[c]omúnmente sentimos que la prohibición del asesinato es más absoluta que lo que implica este tipo de cálculo utilitario. La vida de una persona, se dice frecuentemente, es algo a lo que él o ella tiene derecho, y los derechos no han de ser objeto de transacción con las preferencias o placeres de los demás"22. Una concepción moral basada en los derechos, por tanto, interpreta de manera bien distinta a como lo hace el utilitarismo lo que se pudiera seguir de la adopción del punto de vista universal que la Regla de Oro lleva aparejado. Desde esa atalaya, también puede defenderse que lo más racional y moralmente adecuado es la distribución de ciertos derechos básicos entre aquellos seres que cuentan con la capacidad de verse afectados por las acciones de los demás. Ello haría posible que algunos animales no humanos fueran beneficiarios de ciertos derechos. La concepción moral basada en los derechos podría por tanto ir de la mano de Singer en esa batalla que nadie como él ha liderado, aunque lo haría apoyándose sobre premisas y consideraciones extrañas al utilitarismo. De hecho así ha ocurrido ya. Singer, junto con la socióloga italiana Paola Cavalieri, ha promovido una Declaración de Derechos de los Grandes Simios (chimpancés, orangutanes, bonobos y gorilas) que tal vez algún día, como soñaba Bentham, llegue a tener reconocimiento jurídico en algún país. Cuando eso ocurra, el derecho de esos animales, primos hermanos nuestros, a no ser torturados, por ejemplo, no podrá ser vulnerado porque nos interese desde el punto de vista del bienestar agregado. Es en esas circunstancias cuando comprobamos la fuerza

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R. G. Frey, op. cit., p. 13 e igualmente H. L. A. Hart, "Death and Utility", New York Review of Books, Vol. 27, n°8, 1980, pp. 25-32, pp. 29-30. 22 Singer, "Animals and the Value of Life", en Matters of Life and Death. New Introductory Essays in Moral Philosophy, Tom Regan (ed.), McGraw-Hill, 1993 (1ªed., 1980), pp. 280-321, p. 298.

de los derechos, y cómo, frente a ellos, palidece el atractivo inicial que despliega el utilitarismo. Así y todo, su llama no queda del todo extinguida. En este punto del debate, muchos utilitaristas, incluido Singer, pueden llegar a conceder la importancia de manejarnos con el lenguaje de los derechos y, para nuestra vida cotidiana, con la concepción deontológica de la moral. Ello, sin embargo, no hace que en el nivel reflexivo dejemos de pensar como consecuencialistas, esto es, aferrados a la idea de que debemos procurar actuar de forma tal que, en balance, se logren las mejores consecuencias. Se acoge de este modo una distinción que propuso Hare23, y que también ha defendido su discípulo Singer, entre los niveles intuitivo y crítico de la ética24. Y es que, se nos dice, la propia ética de los derechos que emerge del deontologismo

se

encuentra

necesitada

de

dar

entrada

a

ese

elemento

consecuencialista que situamos en el nivel crítico, cuando resulta que, como es más frecuente de lo deseable, los derechos o los grandes principios entran en conflicto. De manera abstracta yo puedo asumir como un principio moralmente irrenunciable el de que hay que cumplir las promesas. De la misma forma, cabe que llegue a abrazar un principio distinto, no incompatible en primera instancia con aquel, como el de que se debe ayudar a los demás cuando ello no requiere por mi parte el sacrificio de bienes importantes. Piénsese, con todo, en una situación en la que ambos principios colisionan recíprocamente (he prometido acudir a una cita y resulta que en el camino me topo con un accidentado). De nada sirve decir que ambos tienen el mismo peso y que el conflicto es irresoluble. El conflicto, en la práctica, ha de resolverse y, en ese supuesto, parece que alguna suerte de consideración consecuencialista se hace inevitable. Algo parecido podría ocurrir con los derechos básicos que igualmente, como bien sabemos, pueden entrar en conflicto. ¿Bajo qué criterio, sino es el de lograr un mayor bienestar agregado, se resuelve? -nos pregunta el utilitarista. En este punto, para no ceder del todo frente a los continuos embrujos del utilitarismo, la respuesta parece consistir en una interpretación de las mejores consecuencias también basada en los derechos. De esa forma, se admite la importancia de tener en cuenta qué consecuencias se siguen de la decisión, siempre y cuando las mismas sean medidas igualmente en función de cuántos derechos de otros resultan satisfechos. En síntesis, en caso de conflicto entre derechos de valor semejante, de lo que se trataría es de resolverlo procurando salvaguardar el mayor 23

R. M. Hare, Moral Thinking, Clarendon Press, Oxford, 1981.

número posible de ellos25. De esa forma quedarían conjugadas dos intuiciones morales que parecen básicas e irrenunciables: la idea de que hay ciertos bienes de los individuos que no son susceptibles de trueque, aunque así se incremente la cantidad agregada de ese bien, y, por otro lado, la creencia en que, de alguna manera, no nos es indiferente qué ocurra si son varios los que se disputan el disfrute del bien pero no todos ellos pueden igualmente ser beneficiarios. A partir de ahí, con esa urdimbre en la forma de una teoría de la justicia, comienza la tarea comprometida de la ética práctica, la que ha abordado Singer con tanta capacidad de seducción a lo largo de una vida que aún habrá de deparar muchos más escritos y acciones consecuentes.

Pablo de Lora Profesor asociado de Filosofía del Derecho Universidad Autónoma de Madrid

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Como muchos autores han señalado, la propuesta de Hare no dista mucho del utilitarismo de la regla que anteriormente fue descrito. 25 Amartya Sen, "Rights and Agency", Philosophy and Public Affairs, Vol. 11, 1982, pp. 3-39, pp. 5-6, 13. A un sistema moral en el que la satisfacción o frustración de derechos resulta incorporada en la evaluación de estados de cosas, y a continuación, a partir de éstos, se actúa, Sen lo denomina un sistema basado en los derechos como objetivos; ibíd., p. 15.