Perfil de La Conducta Antisocial

TITULO: PERFIL DE CONDUCTA ANTISOCIAL. AUTORES: Gregorio Gómez-Jarabo García* y Miguel Ángel Alcázar Córcoles* * * Titu

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TITULO: PERFIL DE CONDUCTA ANTISOCIAL.

AUTORES: Gregorio Gómez-Jarabo García* y Miguel Ángel Alcázar Córcoles* * * Titular de la Cátedra Fundación Cultural Fórum Filatélico de Psicobiología y Discapacidad. Profesor titular del Departamento de Psicología Biológica y de la Salud de la Facultad de Psicología de la U.A.M. Director del Máster en Valoración de las Discapacidades. ** Psicólogo del Equipo Técnico de la Fiscalía y del Juzgado de Menores de Toledo. Investigador de la Cátedra Fundación Cultural Fórum Filatélico de Psicobiología y Discapacidad. Departamento de Psicología Biológica y de la Salud. Facultad de Piscología. U.A.M.

Correspondencia: Gregorio Gómez- Jarabo García Despacho 12, Depto. Psicología Biológica y de la Salud. Facultad de Psicología, U.A.M. Cantoblanco 28049 MADRID. Fax: 397 44 44 E-mail: [email protected]

PERFIL DE CONDUCTA ANTISOCIAL

1. INTRODUCCIÓN Es axiomático interpretar la conducta antisocial por la magnitud y cualidad de sus consecuencias que se sitúan sobre la conducta agresiva y violenta. En nuestra opinión no hay diferencia conductual a la hora de interpretar la agresión y la violencia en la sociedad actual, sin embargo, creemos que en su concepción deberemos distinguirlas y diferenciarlas de acuerdo con criterios de su valor adaptativo y de su significado biológico. El término violencia se aplicaría a formas de agresión en la que el valor adaptativo se ha perdido, y que puede reflejar una disfunción de los mecanismos neurales relacionados con la expresión y control de la conducta agresiva (Mas, 1994). En el presente trabajo nos proponemos establecer un recorrido psicobiológico, psicológico y social para tratar de analizar el perfil y los rasgos de personalidad que caracterizan al psicópata y al maltratador doméstico como la subpoblación para identificar el actual y moderno término de “sociópata”.

2. ASPECTOS PSICOBIOLÓGICOS Los niños y adolescentes hiperactivos y agresivos responden normalmente a las medicaciones estimulantes con una clara reducción de las actitudes de lucha, desafío e impulsividad (Allen, 1975). En condiciones potenciales de expresar conducta violenta en situaciones hipocinéticas que están soportadas por una dificultad de mantener el nivel óptimo de actividad cortical; la aplicación de estimulantes reduce la conflictividad, la impulsividad y en última instancia la violencia. Precisamente por ser el vehículo de mejora en los niveles de actividad cortical apoyando y sobre todo regulando los sustratos subcorticales de integración nerviosa, que nuevamente retroalimentan la corteza mejorando su estabilidad y posibilitando los procesos cognitivos de entre los que destacan la atención, memoria, el juicio, etc. y que reducen la actitud agresiva, beligerante y la expresión violenta. En concreto, aunque la d-anfetamina y la l-anfetamina tienen diferente grado de actividad que hace que su eliminación esté en concordancia con la intensidad de la irritabilidad y nerviosismo de los sujetos hipercinéticos (Arnold, 1973), son igualmente eficaces para calmar la conducta agresiva y antisocial de estos mismos sujetos. El hallazgo más común en sujetos con historia de conducta violenta o impulsiva, incluido el homicidio, es el de niveles significativamente bajos del principal metabolito de la serotonina, el ácido 5-hidroxi-indolacético (HIAA) (Brown, 1979; Linnolila, 1983; Lidberg, 1985; Roy, 1988; Virkkunen, 1989), lo que reflejaría una actividad disminuida de los sistemas serotoninérgicos centrales. En algunos de estos estudios la disminución del metabolito de la

serotonina se ha encontrado, además, correlacionada cuantitativamente con indicadores psicométricos de agresividad. Asimismo, en alcohólicos con síndrome de abstinencia también se observa un descenso de los niveles de HIAA en el líquido cefalorraquídeo (LCR) (Ballenger, 1979; Banki, 1984). Del análisis de las características conductuales de los sujetos con niveles bajos de HIAA en el LCR, se ha propuesto que este metabolito podría representar más un marcador de impulsividad que de violencia (Linnolila, 1983; Virkkunen, 1989). Según esta hipótesis, la disminución de actividad serotoninérgica se acompañaría de un déficit del control de impulsos, lo que se traduciría en una mayor probabilidad de comportamientos violentos. Es posible que ante el mantenimiento de la actividad neurotransmisora, con la disminución ó déficit de serotonina se produzca desestabilización de la corteza de integración cerebral y en la propia actividad de la corteza que caracteriza una mayor participación entre otros de las catecolaminas determinando una clara conducta impulsiva y agitada en estos sujetos. Esto a su vez, está de acuerdo con datos provenientes de la experimentación animal, diversas investigaciones en las que se provoca depleción encefálica de serotonina durante un período de días tras el tratamiento con p-clorofenilalanina (PCPA), que inhibe selectivamente la triptófano-hidroxilasa y, por tanto, la síntesis de serotonina. La consecuente depleción, en los ensayos de laboratorio, ofrece una mayor actividad motora, agitación y alteración de los ritmos circadianos. Por otra parte la consistencia de diferencias sexuales en el comportamiento agresivo a través de especies y culturas, indica la posibilidad de una base hormonal de la agresión. Como los niveles de testosterona del sexo masculino son diez veces más altos que los del femenino, los investigadores han centrado su atención en el papel de los andrógenos en la expresión de la conducta agresiva. Pues bien, si la testosterona, que es responsable de otros caracteres sexuales secundarios, pudiera dar cuenta de la mayor agresividad de los varones; entonces altos niveles de testosterona deberían relacionarse con altos niveles de conducta agresiva. En todos los estudios revisados (Gómez-Jarabo, 1999) no se desprende ninguna evidencia clara sobre la relación directa entre niveles altos de testosterona e incremento del comportamiento agresivo. Esto lleva a pensar que la relación entre hormonas y agresión no sea directa, esto es, que la testosterona puede influir sobre otras variables y estas a su vez ser las que influyan sobre la conducta agresiva. Puede ser que algunas características de la personalidad o disposiciones personales puedan mediar entre las hormonas y la agresión. La dificultad de detectar estas relaciones mediadas es la que provocaría esta confusión e inconsistencias de los resultados de las investigaciones revisadas. En varias especies de primates no humanos se han encontrado correlaciones significativas entre los niveles de dominancia, agresión y testosterona, especialmente durante los períodos de formación de grupos sociales nuevos,

cuando se están estableciendo jerarquías sociales entre individuos, que se desconocían con anterioridad. El hallazgo más común es que los niveles de testosterona, que suelen ser similares en todos los animales antes de la interacción social, se elevan espectacularmente en los vencedores de las peleas y disminuyen en los perdedores. En esta línea podemos situar las fuertes relaciones encontradas entre los andrógenos y conductas relacionadas con la agresión. Así, algunas investigaciones encuentran que la testosterona está relacionada con ciertas características de la personalidad como dominancia, asertividad o ciertos comportamientos que podemos llamar de búsquedas de sensaciones (Christiansen, 1987; Daitzman, 1980, Ehrenkranz, 1974, Meyer-Bahlburg, 1981; Asberg et al., 1987). Entonces entenderíamos la conducta agresiva como consecuencia del nivel de búsqueda de sensaciones o asertividad del individuo. Muy recientemente, se ha encontrado mayores niveles de agresividad física, verbal, indirecta y reactiva en los hombres. Asimismo, conforme avanza la edad disminuyen los niveles de agresividad física (Andreu, 2000). Schalling (Asberg et al., 1987) administró una variedad de escalas de personalidad y autoinformes a delincuentes adolescentes. Encontró que el nivel de testosterona estaba significativamente correlacionado con autoinformes de agresión verbal, preferencia por deportes, sociabilidad, extroversión y no conformidad. Concluye que el delincuente adolescente con alto nivel de testosterona es alguien sociable, asertivo y seguro de sí mismo. Y que no está dispuesto a seguir las normas convencionales de comportamiento (no conformidad). De esta forma los altos niveles de testosterona influirían directamente sobre características de la personalidad que a su vez influirían en el comportamiento agresivo. Desde otro nivel de análisis, la corteza cerebral juega un relevante papel en la expresión de la conducta agresiva y violenta. Sabemos que lesiones en la corteza frontal hacen que los individuos respondan agresivamente a estímulos triviales que en sujetos sin lesión no provocan ninguna respuesta agresiva (Weiger, 1988). Estos individuos suelen responder con agresión impulsiva y con síntomas de gran irritabilidad (Heinrichs, 1989). Spellacy (1978) lleva a cabo un estudio neuropsicológico que sugiere una relación entre la violencia impulsiva y el funcionamiento cortical. Pensando que si el bajo control impulsivo es debido a alguna alteración cerebral, entonces los sujetos agresivos debido a falta de control de sus impulsos, tendrían que presentar también un bajo rendimiento en tests cognitivos, motores y de habilidad perceptiva. En consecuencia, si esto fuera así, la medida de las funciones cerebrales debería ser mejor predictor de violencia que las medidas de personalidad (ej. medidas del MMPI). En este estudio administró pruebas de inteligencia, aptitud verbal, percepción auditiva, memoria y organización visual, a un grupo de 80 reclusos, 40 de ellos violentos y otros 40 no violentos. Encontrando que el grupo de reclusos no violentos tenían un mejor rendimiento que los

violentos en las pruebas cognitivas, de lenguaje, perceptivas y en las habilidades psicomotoras, lo que indicaría alteraciones en las funciones cerebrales en los sujetos violentos. Por otro lado, desde hace tiempo, a través de distintas investigaciones se está acumulando un nutrido cuerpo de evidencias que sugieren que las diferencias de personalidad individuales en extraversión están asociadas a diferencias en los procesos cognitivos básicos: memoria (Bone, 1971; M.W. Eysenck, 1974; McLaughilin, 1968), detección de señales (Harkins & Green, 1975), y vigilancia (Bakan, 1959). En la psicología criminológica se ha formulado con frecuencia que las conductas antisociales están impulsadas por la necesidad de buscar estimulaciones internas y novedosas que proporcionen emociones fuertes e inusuales. Anteriormente nos hemos referido a planteamientos sustentados en la hipoactivación autonómica y en la hipoactivación cortical: por lo que una persona así caracterizada tiende a un déficit crónico de estimulación endógenea, lo cual implicaría la necesidad de compensación a través de la captura de elementos exógenos potencialmente activadores y estimulantes. La expresión “hambre estimular” es muy informativa respecto a esta característica peculiar. Pero es que, además, si esta necesidad se combina con la ausencia de mecanismos adecuados de autorrestricción (impulsividad) y con una relativa incapacidad para proyectar las recompensas futuras con el fin de modular la conducta actual, nos encontramos ante un panorama plenamente coherente y de una gran potencia hermenéutica para la comprensión de muchas conductas antisociales y/o delictivas (Sobral, 1998).

3. EL PAPEL DE LOS RASGOS INDIVIDUALES 3.1. La inteligencia. Hace mucho que se sabe que los delincuentes, en especial los reincidentes, tienden a tener un CI (cociente intelectual) ligeramente inferior a los no delincuentes de la población general. Durante mucho tiempo se dio por supuesto (sin comprobación) que los delincuentes tendían a tener un CI inferior porque a menudo procedían de hogares socialmente desfavorecidos. Ahora está claro que no es así, numerosos estudios han demostrado que el CI (inferior) va asociado con la delincuencia incluso después de tener en cuenta el medio social, mientras que lo contrario no es cierto. Lo mismo se aplica al ámbito de las asociaciones entre CI y perturbaciones de la conducta. Se puede deducir sin temor a equivocarse que la asociación con el CI no está en función de la clase social (Rutter, 2000). Además, se ha visto que el bajo CI va asociado con la conducta antisocial incluso después de tener en cuenta el nivel de logro escolar (Maguin, 1996). Por otra parte, los efectos del CI sobre la delincuencia están estrechamente relacionados con la hiperactividad y con los problemas de la atención (Stevenson, 1993).

3.2. Temperamento y rasgos de la personalidad. Numerosos estudios han puesto de manifiesto que los delincuentes reincidentes difieren de los no delincuentes en sus rasgos de personalidad (Zuckerman, 1994). Uno de los rasgos que más se asocian con la conducta antisocial es la impulsividad en la conducta (hacer cosas sin planificarlas o pensarlas) (White, 1994). Otro de los rasgos de la personalidad que se ha asociado fuertemente con la conducta antisocial en jóvenes es la agresividad. Se podría pensar que la agresividad es el rasgo de conducta que tiene más probabilidad de ser predictivo de conducta antisocial, aunque solo sea porque gran parte de la actividad delictiva -incluso la que no supone delitos violentos- tiene un componente agresivo. Magnusson (1988) encontró que la agresividad se relacionaba con la delincuencia solamente cuando formaba parte de una constelación de problemas de comportamiento, sugiriendo así que era necesario considerar la conducta en términos de patrones generales y no solo de unos supuestos rasgos aislados.

3.3 Las relaciones deficientes con el grupo de relación. Numerosos estudios han puesto de manifiesto sustanciales asociaciones entre unas relaciones deficientes con los iguales y la agresividad; además, algunos estudios longitudinales han demostrado que las relaciones deficientes con las personas de la misma edad en la niñez temprana y media predicen inadaptación social (incluyendo delincuencia) en la niñez tardía y en la adolescencia (Coie, 1997). La combinación de rechazo y agresividad tiene especiales probabilidades de ir seguida de una escalada de conducta antisocial. De todos los rasgos de conducta que predisponen a la conducta antisocial, la hiperactividad o falta de atención es la que posee la asociación más vigorosa (Hinshaw, 1993). Se plantea que los individuos agresivos tienen un estilo distorsionado de procesamiento de la información social, estilo que se caracteriza, entre otros rasgos por una tendencia a atribuir equivocadamente una intención hostil a un acercamiento social neutral o ambiguo y una tendencia a fijarse en estímulos sociales agresivos en detrimento de los no agresivos (Coie, 1997).

3.4. Las drogas y el alcohol. La conducta antisocial a edad más temprana incrementa el riesgo de problemas con el alcohol o las drogas a una edad más tardía y viceversa. Normalmente la conducta antisocial comienza habitualmente varios años (con frecuencia muchos) antes que el consumo de drogas y la culminación de la conducta antisocial tengan lugar. La mayoría de los consumidores de

drogas que participan en actos delictivos comenzaron sus actividades antisociales antes de tomar drogas por primera vez. El papel del alcohol es un tanto diferente en un aspecto clave. A través de sus efectos directos en cuanto a causar desinhibición (Ito, 1996), el alcohol va asociado a una serie de delitos de conducta desordenada y con infracciones de tráfico. El uso de alcohol es también un factor presente en algunos delitos violentos. Incluso con alcohol, sin embargo, algunos de los efectos se derivan tanto del estilo de vida impulsivo, inquieto y agresivo de los bebedores en exceso como de las consecuencias químicas del alcohol. No obstante, si se considera en términos de población, el alcohol es un factor de riesgo de conducta antisocial más importante que otras drogas (porque se consume en exceso con más frecuencia). Los datos epidemiológicos indican que el alcoholismo y los problemas de drogas son los trastornos psicopatológicos más marcadamente asociados con la delincuencia.

3.5. La psicopatía. En 1941, Checkley presentó el concepto de “psicopatía”. Con él se refería a una carencia de receptividad socioemocional normal, que tenía como consecuencia un patrón de anomalía social caracterizado por rasgos como falta de remordimiento, ausencia de relaciones estrechas, egocentrismo y una pobreza afectiva general. Las investigaciones acumuladas desde entonces (Christian, 1997) sugieren que el distanciamiento emocional puede constituir un rasgo diferenciador significativo en la infancia, así como en la vida adulta. Este distanciamiento no conduce necesariamente al delito, pero, cuando lo hace, es al parecer especialmente probable que el delito se caracterice por la presencia de agresión, de violencia, de armas y por una falta de interés por el bienestar de la víctima. La asociación con trastornos mentales puede ser una combinación explosiva en la manifestación de la conducta antisocial y violenta, es normalmente peligroso la asociación psicopática con las desviaciones sexuales. No obstante también, hay un pequeño grupo de delitos que siguen al inicio de la psicosis en la vida adulta y en los cuales los actos antisociales parecen tener su origen en procesos mentales anormales como percepciones distorsionadas, un razonamiento defectuoso y una modulación afectiva perturbada (Marzuk, 1996). Sin embargo, es importante apreciar que la asociación es modesta; representa una mínima proporción de delitos y la gran mayoría de los individuos que padecen psicosis o esquizofrenia no son ni antisociales ni violentos. Si consideramos las relaciones entre violencia y psicosis, podemos decir que no son estadísticamente significativas respecto a la población normal (Terradillos y Barcia Falorio, 1994), como se muestra en un reciente artículo de Bouso, J. C. y Gómez-Jarabo, G. (1997). Linn (1992) corrobora estos resultados para los procesos de crisis, según él, la conducta violenta es rara en los pacientes psiquiátricos y el temor de muchos médicos que se enfrentan a las situaciones de crisis en psicóticos es, la mayoría de las veces, irracional.

Una postura de abierto respeto por el paciente violento y unas expectativas de confianza y preocupación por su bienestar son fundamentales de cara a la intervención. En el fondo, no se trata de otra cosa más que de evitar la formulación de una profecía autocumplida acerca del comportamiento del paciente. Pedreira et al. (1991) diferencian un cuadro de agitación psicomotriz distinto para sujetos psicóticos y no psicóticos, recalcando también el tópico inexacto de relacionar la agresividad con la psicosis. La agitación psicótica en proceso de crisis tiene las siguientes características: el paciente está intranquilo y actúa impulsivamente; no entiende qué ocurre a su alrededor ya que ha perdido contacto con la realidad; puede sufrir delirios y/o alucinaciones con frecuencia de naturaleza persecutoria; en casos severos, puede existir desorientación temporo-espacial y confusión. No obstante, mirando la historia de la enfermedad mental y de las instituciones que han tratado a los enfermos mentales, estamos de acuerdo con la afirmación de Bouso, J. C. (1997): “La historia de la locura ha sido la historia de la exclusión y de la violencia institucional”.

4. TRASTORNO ANTISOCIAL DE LA PERSONALIDAD El término psicopatía es sustituido en el DSM-III-R (1987) por el trastorno antisocial de la personalidad, que acentúa los rasgos antisociales de este trastorno. El rasgo de asocialidad se constituye, por tanto, en un componente central y sirve para diferenciar a las personas aquejadas de este trastorno del resto de los delincuentes, que al menos poseen una cultura (delictiva) con la que se pueden identificar y que son capaces de funcionar adecuadamente, dentro de su grupo, manifestando lealtad, sentimientos de culpa y afecto (Garrido, 1993). Este trastorno es a menudo extraordinariamente incapacitante porque los primeros síntomas que aparecen en la niñez interfieren con el rendimiento educativo y dificultan la profesionalización ulterior. Después de los 30 años, la conducta antisocial más flagrante puede disminuir, sobre todo la promiscuidad sexual, las peleas y la delincuencia. Si bien, pueden madurar con el paso de los años, son objeto de tantas complicaciones biográficas (instituciones psiquiátricas, encarcelamiento, aislamiento familiar y social) que es difícil hablar de normalización de su personalidad en la vida adulta (Valdés, 1991). Los

rasgos

nucleares

del

trastorno

antisocial

de

la personalidad

son

los

comportamientos impulsivos, sin reparar en las consecuencias negativas de las conductas, la ausencia de responsabilidades personales y sociales, con déficits en la solución de problemas, y la pobreza sentimental, sin sentimientos de amor y culpabilidad. Como consecuencia de todo ello, estas personas carecen del mínimo equipamiento cognitivo y afectivo necesario para asumir los valores y normas morales aceptados socialmente. El abuso de alcohol o de otras sustancias adictivas, que facilita la expresión de la conducta antisocial, está presente en más del 60 por 100 de los pacientes aquejados de un trastorno antisocial de la personalidad (Lewis, 1991).

En Estados Unidos la tasa de prevalencia es del 3 por 100 en varones y del 1 por 100 en mujeres. Esta mayor preponderancia en el sexo masculino se explica por diferencias hormonales y por la disonancia cognitiva entre ser femenina y adoptar comportamientos violentos. Un perfil descriptivo global del trastorno antisocial de la personalidad figura en la tabla 4.1. Tabla 4.1. Trastorno antisocial de la personalidad Dimensiones

Comportamientos

Global

Impulsivo e imprudente, con gusto por el riesgo e insensible al castigo. Incapaz de aprovechar las enseñanzas de la experiencia pasada.

Relación interpersonal

Provocador, con menosprecio por los demás y con un rechazo de la compasión social y de los valores humanitarios.

Estilo cognitivo

Personalista, con una tendencia a traducir las conductas de los demás en términos de las propias necesidades.

Expresión afectiva

Hostil y fácilmente excitable. Vengativo y sin sentimientos de culpa. Inmaduro emocionalmente.

Autopercepción

Competitivo, independiente y dominador sobre los demás.

Este trastorno está sobrerrepresentado en la población de clase baja, en parte por las carencias sociales y económicas, que dificultan un desarrollo de la personalidad equilibrado, y en parte por el ambiente empobrecido de educación que se da al crecer los hijos con padres que, frecuentemente, están aquejados de este mismo trastorno. El nivel intelectual tiende a ser bajo y es un resultado, al menos en parte, de los déficits de estimulación (sensorial, motriz, de espacio físico, entre otros) que son característicos de la pertenencia a una clase social baja. La evaluación del trastorno antisocial de la personalidad se puede llevar a cabo empleando distintas técnicas y metodologías. No obstante, recomendamos los instrumentos que se recogen en la Tabla 4.2. para la evaluación de la conducta antisocial en la infancia. A su vez, advertimos que estos instrumentos han de ser aplicados rigurosamente, para la correcta evaluación, por un psicólogo profesional. Tabla 4.2. Evaluación de las conductas antisociales en la infancia Instrumentos EPQ-J "Cuestionario de Personalidad”

Autores Eysenck y Eysenck 1975 (TEA, 1978)

A-D Seisdedos, 1988 “Cuestionario de (TEA, 1988) conductas Antisociales/ Delictivas”

Edad 8-15 años

Factores medidos Inestabilidad emocional. Dureza. Tendencia a la conducta antisocial. Extraversión.

>8 años

Escala antisocial. Escala delictiva.

4.1. La personalidad del psicópata Cleckley (1976) definió la psicopatía como una combinación de rasgos de personalidad y conducta, estableciendo 16 criterios hoy ya clásicos (ver Tabla 4.3).

Tabla 4.3. Rasgos de personalidad del psicópata. 1. Inexistencia de alucinaciones o de otras manifestaciones de pensamiento irracional.

2. Mentiras e insinceridad.

3. Ausencia de nerviosismo manifestaciones neuróticas.

4. Pérdida específica de intuición.

5. Encanto externo inteligencia.

y

7. Egocentrismo patológico incapacidad de amar.

o

de

notable

e

6. Incapacidad para seguir cualquier plan de vida. 8. Conducta antisocial remordimiento. de

sin

suicidio

aparente

9. Gran pobreza de reacciones afectivas básicas.

10. Amenazas cumplidas.

11. Sexualidad impersonal, trivial y poco integrada.

12. Razonamiento insuficiente o falta de capacidad para aprender de la experiencia vivida.

13. Falta de sentimientos de culpa y vergüenza.

14. Irresponsabilidad interpersonales.

15. Indigno de confianza.

16. Comportamiento fantástico y abuso del alcohol.

en

las

raramente

relaciones

4.2. Naturaleza del psicópata Es un trastorno de la personalidad definido por una serie de características interpersonales afectivas y de estilo de vida. Entre los rasgos más devastadores de este trastorno está la cruel indiferencia hacia los derechos de los demás y la propensión a comportamientos depredadores y violentos. Se debe tener presente que la agresión y la violencia no son constructos unívocos sino que adoptan muchas formas e implican muchos niveles de complejidad interpersonal y social; dependiendo de múltiples interacciones biopsicosocial. Teniendo todo esto presente afirmamos que la violencia del psicópata se ejerce de manera instrumental, depredadora (Gómez-Jarabo, 1999) y a sangre fría (características que dependen más de la naturaleza del sujeto que los factores ambientales y sociales). Esto se podría expresar con la famosa frase “la mayoría de los criminales no son psicópatas, sin embargo, la mayoría de los psicópatas sí son criminales”.

En nuestra opinión el psicópata es el candidato mejor situado para desarrollar una carrera para el crimen o una carrera para la violencia ya que por desgracia al que denominamos criminal de carrera o violento de carrera se muestra ligado a algún tipo de alteración y/o carencia estructural y/o funcional de los grandes sistemas de regulación el sistema nervioso y el sistema endocrino. Los principales inhibidores (factores de protección) de la violencia y la conducta antisocial como la empatía, los vínculos emocionales, la culpabilidad, y el miedo al castigo son inexistentes y no aparecen en el psicópata. Los psicópatas son el 1% de la población y sin embargo, el 25% de los reclusos. El psicópata vería a los demás como medios para sus propios fines por los que los usan de forma instrumental y directa sin importarles la violencia que tengan que emplear para ello, por lo tanto, para sí mismos la violencia empleada no tendría color emocional siendo su reacción al daño y al sufrimiento la indiferencia. Todo lo hasta aquí expuesto nos hace hablar de criminales de carrera y de carrera para el crimen, de forma y manera que al referirnos a criminales de carrera daríamos cuenta de las dimensiones más personales del crimen: biología, genética y personalidad. Mientras que la carrera para el crimen daría cuenta de las dimensiones más sociales: familia, grupo de iguales, escuela, barrio, sociedad. Empleando esta terminología los psicópatas serían el prototipo de criminales de carrera porque en su caso, para explicar su criminalidad pesarían mucho más los factores más personales frente a los sociales. Dicho de otro modo, ante una personalidad psicópata los factores sociales darían un contexto donde expresar el crimen pero sería muy difícil que impidieran que tal personalidad psicópata actuara criminalmente. Esto es, los factores sociales matizarían y cualificarían la naturaleza de la conducta crirminal pero no podrían impedir la esencia de lo criminal del comportamiento.

4.3. Aspectos Neurobiológicos. El propio Hare (1985) ha creado un instrumento de evaluación de la psicopatía, el “Psychopathic Checklist”, basado en estos criterios, que ha probado ser de gran utilidad en la identificación de sujetos psicópatas. El psicópata tiene pocos escrúpulos a la hora de utilizar la violencia para conseguir sus objetivos y es que tienen una clara incapacidad emocional. Hay emociones que sólo conocen a través de las palabras, de la lectura y de la imaginación inmadura. Kiehl (1999) hizo un experimento en el que hacía memorizar una lista de palabras neutras y emocionales, después esta lista se incluía en una más amplia y se les pedía a los sujetos que identificaran las que provenían de la primera lista. Los no psicópatas exhibían

mayor activación que los psicópatas durante el procesamiento de palabras con contenido emocional en varias regiones límbicas (amígdala, íntimamente implicada en la asociación y el cíngulo que está íntimamente implicado en le procesamiento emocional y en la atención). Las conexiones de estas áreas con el cortex frontal ventromedial son evidentes, determinando una hipofunción del mismo, por lo que debemos entender la incapacidad manifiesta de experimentar emociones profundas. Smith, Hare, Kiehl y Hiddle (1999) diseñan una tarea en la que hay que pulsar un botón cuando en una serie de letras aparece la X y después pulsar el botón en una serie de letras cualquiera sin X (inhibición). La inhibición de la respuesta en los no psicópatas estaba asociada a incrementos bilaterales de la activación frontal dorsolateral, sin embargo, en los psicópatas no hubo incrementos discernible de la actividad cortical durante la inhibición. Si esto ocurría en un test simple es fácil imaginar lo que debe ocurrir en tareas más exigentes y más parecidas a la vida real, donde el contexto para la inhibición de comportamientos potencialmente dañinos para uno mismo o para los demás está muy cargado de emoción. Resultando todo ello en un comportamiento desinhibido, con una integración cognitivo-emocional pobre y una falta de comunicación cortico - subcortical, por lo que se podría pensar que no existiría una conciencia que pueda inhibir los comportamientos. Hoy podemos mirar en los cerebros de los asesinos mediante técnicas de neuroimagen. Se puede objetivar un diagnóstico clásico psicométrico o un dato neurológico (Raine). La primera consideración es que la violencia estaba relacionada con el mal funcionamiento de las regiones frontales o temporales (Bennon, 1997 y Damasio, 1994). Se ha empezado a considerar la importante participación subcortical en la generación de la agresión y la violencia, sustancia gris periacueductal ( SGPA), amígdala, hipocampo e hipotálamo (Grisolía, 1997). Desde este punto de partida en el análisis del psicópata y se ha podido comprobar que los lóbulos temporales y los lóbulos frontales de los agresores violentos presentan algunas deficiencias funcionales y estructurales: las deficiencias temporales en agresiones sexuales y las deficiencias frontales en agresiones violentas (depredadoras). Por tanto, la disfunción frontal puede predisponer al comportamiento violento y psicopático (Raine), tanto que se puede decir que las deficiencias prefrontales son características de los asesinos. En un estudio donde se hizo Tomografía por Emisión de Positrones (TEP) a 41 asesinos declarados inocentes por enajenación mental presentaban una baja actividad prefrontal. Se encontró que la activación en la corteza occipital era semejante, en síntesis, se puede decir que una actividad prefrontal reducida, significa la pérdida de la inhibición o control de las estructuras subcorticales, particularmente estructuras límbicas, como la amígdala. Una actividad prefrontal reducida facilita comportamientos arriesgados, irresponsables, trasgresores de las normas, que son la antesala de la violencia.

En el plano de la personalidad se correspondería con un sujeto inmaduro, impulsivo, con pérdida de autocontrol, falta de tacto, con dificultades de juicio y autocontrol. En el plano social estaría caracterizado por pérdida de flexibilidad intelectual y de las habilidades para resolver problemas, deterioro de las habilidades sociales necesarias para plantear soluciones no agresivas a los conflictos. Mientras que en le plano cognitivo son un claro ejemplo de dificultad de aprender, mejorar y administrar la vida diaria predisponiéndose al conflicto y la violencia. Por otra parte, la circunvolución angular del cíngulo tiene una funcionalidad reducida en los asesinos, es probable que esto tenga relación con las deficiencias en aprendizaje encontradas en delincuentes violentos. La actividad del cuerpo calloso también es menor en asesinos lo que supone una menor capacidad de control del hemisferio izquierdo con el derecho y que haya una mayor facilidad en la expresión de las emociones negativas, de alguna manera, es como si ambos hemisferios estuvieran desconectados. También se encuentra una tasa de actividad menor en la amígdala, hipocampo y tálamo del hemisferio izquierdo en asesinos y una mayor actividad en el hemisferio derecho. La conexión entre la amígdala y el hipocampo tiene una clara consecuencia antisocial y de inoportunidad sin una clara consideración de lo que es o no relevante con igual carga emocional que se proyecta al lóbulo prefrontal a través del tálamo, lo que también relaciona un mal reconocimiento de los estímulos afectivos y socialmente significativos, carencia de miedo e incapacidad de aprender de la experiencia. Estas deficiencias también han caracterizado a los esquizofrénicos y depresivos. Sin embargo, solamente en el asesino se han encadenado todas ellas. Raine distingue entre el asesino depredador y el asesino afectivo, el primero sería el asesino a sangre fría, calculador e instrumental, planificador y sin afecto, mientras que el afectivo sería el asesino a sangre caliente, apasionado, sin regulación ni control cerebral. Los estudios de Raine nos llevan a encontrar que la hipofunción del lóbulo frontal y otras estructuras aparece claramente en el asesino afectivo mientras que en el asesino depredador el funcionamiento del lóbulo prefrontal es semejante al grupo control, es decir, que tienen un funcionamiento teóricamente capaz de regular sus impulsos agresivos. Puede que sea esta desconexión o esta desestabilización córtico-subcortical el desencadenante de comportamientos violentos con las consecuencias más letales e incomprensibles.

4.4. Aspectos emocionales. Los psicópatas no pueden procesar los profundos significados semánticos y afectivos del lenguaje,

por lo que describen el asesinato de una manera desapasionada y casi

esquemática: “no hubo dolor, herida limpia, etc.” son expresiones típicas cuando describen los crímenes.

Por lo tanto su perfil emocional se definiría por, falta de sentimientos de culpa, ausencia de vínculos afectivos íntimos, no le detienen imperativos morales, ni de lealtad, temeridad y comportamiento irresponsable (Patrick). Patrick presenta imágenes agradables, desagradables y neutras, encontrando que en los calificados como psicópatas (mediante el PCL de Hare) no había incremento de sobresalto ante imágenes desagradables y sí en las que tenían puntuaciones bajas o medias. En los psicópatas había una inhibición del parpadeo, tanto en imágenes agradables como desagradables, frente a las neutras luego, habría una debilidad en los psicópatas para generar actos defensivos ante estímulos aversivos, ó dicho de otra forma hay una inhibición del sobresalto en los psicópatas. Se puede decir que el desapego emocional está relacionado con un umbral más elevado para la respuesta defensiva. Williamson (1991) diseña una tarea en la que los sujetos deben pulsar un botón cuando un conjunto de letras forme una palabra. Los resultados con no criminales indican que las respuestas a palabras tanto positivas como negativas son más rápidas y acertadas que ante las palabras neutras. Los potenciales evocados tanto en los componentes tempranos como tardíos son mayores en respuesta a palabras con carga afectiva que a las neutras. Se argumenta que los componentes tempranos aumentan la amplitud por la mayor concentración en el procesamiento de la palabra con contenido emocional y la mayor amplitud del potencial evocado tardío se debe a un mayor procesamiento elaborado de la palabra emocional. Se encontró que los criminales no psicópatas respondían igual que los controles no criminales, los psicópatas no ofrecían diferencias en los potenciales evocados (en adelante PE) entre palabra neutra y emocional. Los componentes tempranos del ERP eran pequeños y breves por lo que se puede deducir que hay un procesamiento muy subcortical. Las emociones son importantes para entender la agresión y la violencia porque representan la fuerza motivacional del comportamiento. Actualmente se considera que la emoción es bidimensional con un sistema aversivo que regula las reacciones defensivas y otro apetitivo que se encarga de las conductas de aproximación (Prag, 1987 y Lang 1995). De acuerdo con Lang y con Patrick los psicópatas tienen un umbral más elevado para la transición de la orientación a la defensa que los individuos de la población general. La experiencia emocional de un psicópata no es un asunto fácil (Meloy, 1988) se plantea las dos siguientes interrogantes: ¿cuál es su capacidad biológica para sentir emoción?, y ¿cómo percibe el psicópata sus propios estados emocionales? Para contestar a la primera pregunta, Meloy utiliza la analogía de los estados reptilianos. Su fundamento es que los mamíferos, a través del sistema límbico tienen la capacidad de relacionarse entre sí de manera significativa, “emotiva”, haciendo de la vida afectiva consciente un aspecto singular en sus pautas de crianza e interacción diarias. Los reptiles, a diferencia de los mamíferos, no cuentan con un sistema parecido, estando ausente

de su cerebro la respuesta emotiva hacia sus crías, así como la conducta de acumular para hacer frente a periodos de escasez y la conducta social. Estos tres aspectos son bien característicos de los mamíferos. En primer lugar, el almacenar implica la capacidad de proyectar en el futuro, y anticipar consecuencias aversivas. El psicópata anticipa de forma deficiente las situaciones aversivas, como ha enseñado la biología. En segundo lugar, el impulso paterno de los mamíferos ausente en la mayoría de los reptiles, nos recuerda esta ausencia de cuidado hacia la prole, típico de los psicópatas, así como la historia de abuso en muchas de sus biografías. Finalmente, los psicópatas “comparten con los reptiles la incapacidad para socializar de un modo afectivo y genuinamente expresivo”, mantienen las relaciones en la prevención exclusivamente del ataque y contraataque; con una absoluta falta de empatía y de vínculos significativos en aquellos sujetos. Según Meloy una de las emociones más importantes en el psicópata es la cólera que sería expresión de una agresión afectiva, en contraste con la agresividad depredadora, ambos tipos de agresión tienen bases biológicas (estructuras neuroanatómicas y neurotransmisoras) diferentes. La agresión afectiva es el resultado de percibir estímulos amenazantes, e implica una gran activación autonómica acompañada con posturas y rituales de defensa y abundancia de vocalización. Por el contrario, la agresión depredadora se dirige en las especies subhumanas a la destrucción de la presa, implica una mínima actividad autonómica y vocal, y escasos rituales de conducta. Esta agresión es característica de los psicópatas, tanto en un estado poco elaborado como en forma de plan premeditado. Pues bien, Meloy considera que la cólera suele traducirse en episodios de descontrol, en los que la cólera sentida por el individuo suele emplearse defensivamente para manipular al interlocutor. Por otra parte, la agresión depredadora suele ser realizada de modo disociado de la realidad, un proceso cognitivo denominado compartimentalización. Por ejemplo, Albert De Salvo, el estrangulador de Boston, explicaba lo que hizo después de estrangular, y violar, una vez muerta, a su duodécima víctima. “Llegué a casa, cené, me lavé, jugué con los niños hasta las 8 de la tarde, les acosté y luego me senté a ver un rato la televisión. Estaban dando las noticias sobre la chica, y yo sabía que no era yo, no quería creerlo. Es tan difícil explicarlo, sabía que era yo quien lo había hecho, pero no el porqué. No estaba excitado, no pensaba sobre ello, simplemente me sentaba a cenar, y no volví a pensar más sobre el asunto” . El psicópata es incapaz de sentir enojo de forma empática, su fracaso en la internalización de actitudes y valores convencionales le hace insensible ante el dolor de los demás, y le facilita el burlar toda inhibición cuando siente el impulso de atacar.

En resumen, Meloy describe una emocionabilidad condicionada por sustratos biológicos infrahumanos, en el caso de los psicópatas. El desarrollo de esta experiencia emocional se hace mediante un planteamiento psicoanalítico del desarrollo, en el que un carácter narcisista permite la expresión de instintos que no han sido adecuadamente elaborados por el yo consciente y socializado. Al revés, “el yo” del individuo -grandioso, narcisista- no hace sino potenciar pautas de conducta y deseos que son impedidos por una biología “reptiliana”, incapaz de posibilitar una socialización prosocial.

4.5. Aspectos socioculturales. Raine (1998) estudia las influencias del ambiente familiar entre el cerebro y la violencia. Para ello divide los hogares de los asesinos en hogares buenos y malos. Los primeros se caracterizarían

por

la

normalidad

psicosocial

mientras

que

los

segundos

estarían

condicionados por, maltrato físico, abuso sexual, abandono infantil, hogares rotos, consumos de alcohol y otras drogas. De esta manera se comprueba la necesaria participación psicosocial en la violencia y la definición del psicópata o sociópata como un constructo inmerso en un contexto de relación y aprendizaje influenciado por el ambiente en el que se desenvuelve. En 1997 McCord elabora su teoría del constructo donde se establece que la motivación surge cuando a los niños se les enseña a justificar sus acciones mediante razones, es decir, que los motivos no requieren la existencia de deseos o apetencias. En síntesis, nosotros creemos porque existen argumentos convincentes, incluso cuando lo que creemos no nos gustaría creerlo y las razones facilitadoras conducen a las acciones sin tener en cuenta los deseos. El grado de razones que hacen posible la justificación del uso de la violencia varía y depende del aprendizaje y en función del tiempo.

5. PERFIL PSICOLÓGICO DEL MALTRATADOR DOMÉSTICO El agresor es alguien que mantiene o ha mantenido una relación afectiva de pareja con la víctima. La primera gran característica de los autores de estos hechos es que no existe ningún dato específico ni típico en la personalidad de los agresores. Se trata de un grupo heterogéneo en el que no existe un tipo único, apareciendo como elemento común el hecho de mantener o haber mantenido una relación sentimental con la víctima. Siendo el factor de riesgo más importante el haber sido testigo o víctima de violencia por parte de los padres durante la infancia o adolescencia. No obstante lo anterior, las investigaciones han mostrado la existencia de ciertas características que suelen compartir los agresores. La experiencia de exposición a la violencia

en la infancia se ha identificado como una variable relacionada con las conductas agresivas en el hogar. Los trastornos de personalidad se han identificado con mayor frecuencia que otro tipo de psicopatologías en la población de maltratadores (Roy, 1977; Bland y Orn, 1986; Dinwiddie, 1992). El trastorno de personalidad antisocial y la depresión mayor tienen una tasa de prevalencia mayor entre los maltratadores respecto a los que no maltratan, pero no otro tipo de trastornos psicopatológicos (por ejemplo, otros trastornos del estado de ánimo, esquizofrenia, etc.) (Swanson, Holzaer, Ganju y Jono, 1990). También, la relación entre el alcohol y el maltrato doméstico está ampliamente documentada en la mayoría de los estudios. Sin embargo, no está tan clara la idea de que la mayoría de los maltratadores se encuentren bajo la influencia del alcohol cuando golpean a sus esposas. En algunos estudios se ha observado esta circunstancia en un porcentaje que oscila entre el 60% y el 85% de los casos (Gelles, 1972; Roberts, 1988), pero en otros sólo se ha identificado en un porcentaje inferior al 25% de la muestra (Hoatling y Sugarman, 1989). La incidencia de maltrato doméstico entre los consumidores de droga es más bajo (del 13 al 30%) que entre los consumidores de alcohol (del 50 al 70%). Es conveniente tener en cuenta, sin embargo, que no existen apenas estudios que relacionen la violencia en el hogar y el consumo de drogas o el efecto combinado de la droga y el alcohol. Los resultados de los que se dispone apuntan, por una parte, a que el maltrato es más grave cuando el maltratador está bajo los efectos de la droga o de la droga y el alcohol y, por otra, a que las sustancias que se consumen con mayor frecuencia entre los maltratadores son la marihuana, la cocaína, las anfetaminas y la metanfetamina (“speed”) (Roberts, 1988). Por tanto, el abuso de alcohol no se puede considerar como causa necesaria o suficiente a la hora de explicar la presencia de conductas violentas en el maltratador, aunque su presencia sea un indicador de incremento en la probabilidad de maltrato, y si de hecho se da el maltrato, será causa del incremento en violencia y repetición de ese maltrato. Las características del agresor son los elementos que más condicionan la violencia. A pesar de que en la mayoría de los casos el agresor es una persona que no se puede encuadrar dentro del grupo de las psicopatías o trastornos de la personalidad ni como enfermo mental, es importante conocer que en algunos casos el agresor puede padecer algún tipo de trastorno mental, aunque sería una mínima proporción del total de los casos y bajo ningún supuesto puede interpretarse como un justificante, ya que no existe ninguna enfermedad que justifique la violencia a la mujer de forma específica. Las alteraciones que pueden suponer una agresividad más acentuada se pueden encuadrar en los siguientes grupos: -

Trastornos de la personalidad. Trastornos de la personalidad paranoide, antisocial, límite y pasivo-agresivo.

-

Enfermedades

mentales.

Enfermedad

mental

orgánica,

traumatismos

craneoencefálicos, epilepsia, demencia. Psicosis funcionales, esquizofrenia, psicosis paranoide, psicosis maniaco-depresiva. En todos estos casos debe llegarse a la conclusión de agresividad patológica por medio del diagnóstico del proceso o enfermedad en la que se enraíza y de la que surge la conducta violenta, sin que esta justifique la anormalidad clínica del sujeto, y siempre considerando que pueden existir características de diferentes tipos de agresores en un mismo individuo.

6. CONCLUSIONES 1. El hallazgo más común en sujetos con historia de conducta violenta es el de niveles significativamente bajos del principal metabolito de la serotonina. 2. La consistencia de diferencias sexuales en el comportamiento agresivo a través de especies y culturas, indica la posibilidad de una base hormonal de la agresión. Sin embargo, en todos los estudios revisados no se desprende ninguna evidencia clara sobre la relación directa entre niveles altos de testosterona e incremento del comportamiento agresivo. Esto lleva a pensar que la relación entre hormonas y agresión no sea directa. 3. La corteza cerebral juega un relevante papel en la expresión de la conducta agresiva o violenta. Numerosos estudios muestran que lesiones en la corteza frontal hacen que los individuos respondan agresivamente a estímulos triviales que en sujetos sin lesión no provocan ninguna respuesta agresiva. 4. Las estructuras subcorticales, y en especial las estructuras límbicas juegan un papel trascendental en la definición de la carga emocional y la inoportunidad de expresar un comportamiento violento. 5. Tendencias muy generales (impulsividad, extraversión, búsqueda de sensaciones) pueden conformar una personalidad con alta probabilidad de mostrar conductas antisociales en un entorno favorable para dicha expresión. 7. BIBLIOGRAFÍA -

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