Pensar-Historicamente- Reflexiones y Recuerdos.pdf

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R li l: L liX IO N liS Y R liC U liR D O S

Critica

P en sa r HISTÓRICAMENTE

FIERRE VILAR

P en sa r HISTÓRICAMENTE

R eflexiones

y recuerdos

Edición preparada y anotada por ROSA CONGOST

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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribu­ ción de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Cubierta: Joan Batallé Ilustración de la cubierta: Proclamación de la Segunda República. Manifestación de júbilo en la Rambla de Barcelona. Dibujo de Tínez (Fototeca Index). © 1997: Pierre Vilar, París © 1997 de esta edición para España y América: CRÍTICA (Grijalbo Mondadori, S. A.), Aragó, 385, 08013 Barcelona ISBN: 84-7423-851-X Depósito legal: B. 36.628-1997 Impreso en España 1997. — HUROPE, S. L., Lima, 3 bis, 08030 Barcelona

INTRODUCCION La estructura de este libro requiere una explicación previa, que el lector querrá perdonarme. A finales de la década de los ochenta, cuando el pro­ yecto de una Europa política empezaba a adquirir forma, cinco editores europeos decidieron encargar, a diversos autores, la realización de peque­ ños libros de ensayo —que tenían que ser publicados en las cinco lenguas europeas más habladas— capaces de iluminar aquel proyecto.1Acepté este pequeño reto y propuse un título que pareció demasiado largo a los editores (y lo entendí), pero que reflejaba de manera bastante clara la necesidad de comprender bien, desde el primer momento, el sentido del vocabulario. No hace falta añadir que me preocupaba, y mucho, el tema de la traducción. Cuando se tratan problemas que giran en tomo a conceptos, es necesario preguntarse, de entrada, qué palabras en una lengua corresponden a otras palabras en una lengua vecina. Propuse, pues, este título: País, pueblo, pa­ tria, nación, estado, imperio, potencia... ¿qué vocabulario para Europa?12 Naturalmente, hubiera podido añadir aún etnia y raza, desde un punto de vista antropológico, o federación y confederación, desde un punto de vista más propiamente político. Y, para mayor facilidad, comunidad, sin indicar 1. Se trata de la colección «La construcción de Europa», dirigida por Jacques Le Goff. Las editoriales que participan son Éditions du Seuil (Francia), Crítica (España), Laterza (Italia), Basil Blackwell (Gran Bretaña) y C. H. Beck (Alemania). Hasta ahora los títulos aparecidos en la edi­ ción castellana de Crítica sorí: Michel Mollat du Jourdin, Europa y el mar (1993); Leonardo Benévolo, La ciudad europea (1993); Massimo Montanari, El hambre y la abundancia (1993); Ulrich Im Hof, La Europa de la Ilustración (1993); Josep Fontana, Europa ante el espejo (1994) ; Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta (1994); Wemer Rósener, Los campe­ sinos en la historia europea (1995); Charles Tilly, Las revoluciones europeas, 1492-1992 (1995) ; Hagen Schulze, Estado y nación en Europa (1997); Aaron Gurevich, Los orígenes del individualismo europeo (1997) y Peter Brown, El primer milenio de la cristiandad occidental (1997). 2. El título fue propuesto, naturalmente, en francés: Pays, peuple, patrie, nation, état, em­ pire, puissance... quel vocabulaire pour une Europe? A pesar de la similitud de las palabras en francés y en castellano, que ha hecho muy fácil esta traducción, a lo largo del texto se pondrán en evidencia algunas diferencias de significado.

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de qué tipo. Esta abundancia de términos ya es bastante significativa, y el peligro mayor es el uso indistinto de unos y otros. Había previsto, para el pequeño ensayo prometido, diversos tipos de re­ flexión. Escribí el primer capítulo, que concebí y organicé alrededor de un título: «Lo común y lo sagrado». Su objetivo no era demostrar ni probar —para ello habría necesitado mucho más espacio—, pero sí sugerir la idea de una cierta continuidad histórica entre la noción primitiva de «comunidad sacralizada» —pensemos en el hecho del tótem— y las formas más espec­ taculares de algunos hechos colectivos recientes. Por ejemplo, cuando el papa Juan Pablo II besa el suelo de una comunidad extranjera, sin pre­ guntarse —y a veces equivocándose— si se trata de una comunidad políti­ ca, o de una comunidad psicológica constituida de otra forma por la histo­ ria; en definitiva, sin plantearse el problema que nosotros proponemos como tema de estudio. Pero la misma Iglesia católica, al elegir a un papa polaco, ¿no había legitimado nuestra problemática? Ofrezco, pues, en este texto sobre «lo común y lo sagrado», no un estudio profundo, sino, así lo espero, un pequeño ensayo sugerente. Pero un proyecto de libro, como cualquier otro proyecto, puede topar con la suerte. En 1991 un grave trastorno de salud interrumpió, no mis re­ flexiones, pero sí la posibilidad de orientarlas del modo previsto. La pérdi­ da definitiva de visión me impidió leer libros y documentos —que me habría convenido leer— y escribir. Más tarde, la amistad, la dedicación y la pro­ funda comprensión de Rosa Congost, me han permitido exponer libremente, ante un «micro», algunos de los problemas que yo tenía previsto tratar en mi librito y, a la vez, responder a algunas preguntas que a lo largo de mi carrera y de mi obra de historiador me han suscitado curiosidad. Este ejerci­ cio, que constituye la parte más extensa de este libro, se parece bastante a lo que Pierre Nora un día denominó «egohistoria»? No se trata de vislumbrar el perfil y el destino de un historiador a la luz de su obra. Es raro que un his­ toriador merezca tal atención y, en mi caso concreto, la idea de que alguien pueda interesarse por mi persona me hace reír o llorar, según el humor del momento. Por el contrario, el hecho de preguntarse por qué tal historiador se decidió a ocuparse de un determinado tipo de problemas, y a plantearlos de una determinada manera, me parece interesante. Y si estas preguntas el historiador se las hace a sí mismo y sobre sí mismo, las respuestas pasan a formar parte del «dossier» de los problemas estudiados por él. Decidí, pues, reflexionar en voz alta sobre algunas cuestiones que me han sido planteadas —y que yo mismo me he planteado— a lo largo de mi vida. No3 3. Pierre Nora, Essais d ’égo-histoire, Gallimard, París, 1987. Este libro recoge pequeños artículos de los historiadores Maurice Agulhon, Pierre Chaunu, Georges Duby, Raoul Girardet, Jacques Le Goff, Michelle Perrot y René Rémond.

INTRODUCCIÓN

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pretendo haber respondido siempre con precisión y exactitud —soy dema­ siado viejo—, pero sentiría mucho que alguien dudara de la sinceridad de mis palabras. Advertido el lector de la peculiar estructura de este libro, en el que un primer capítulo consagrado a reflexiones generales —prefiero no decir teó­ ricas, pues en ciencias humanas este adjetivo es siempre pretencioso— va seguido por el dictado de unos recuerdos personales, entenderá que quiera referirme, en esta introducción, al segundo capítulo de la obra interrumpida, que había de titularse «Comunidad e identidad».4,5Rosa y yo, de común acuerdo, juzgamos que las siete páginas que yo había escrito eran demasia­ do incompletas, y poco explícitas, para que su publicación resultara útil. Pero no me parece inútil señalar, aquí y sin ninguna pretensión de profun­ dizar en ellos, algunos de los temas allí tratados, ya que se refieren a problemáticas constantemente presentes en nuestro tiempo: la recepción de los inmigrantes en los países desarrollados, las relaciones entre el fúndamentalismo religioso y las identidades nacionales, el fracaso, en grados diversos, de las experiencias socialistas en el seno de las repúblicas del Este. En 1991 me preguntaba si, en el tratamiento de estos problemas, somos capaces de eliminar y de escapar de las confusiones en el uso de los térmi­ nos, del vocabulario. Es evidente, en todo caso, que es necesario esforzarse en este sentido. Podemos ver el ejemplo de una palabra que nos resulta de lo más familiar, la palabra «extranjero»: ¿qué pretendemos indicar con esta palabra cuando la utilizamos para referimos a otros?, y ¿qué percibimos cuando son otros los que nos la aplican a nosotros? La palabra, por la sim­ ple presencia del prefijo «ex», evoca una no aceptación, un rechazo de la fraternidad. Estoy pensando en una canción española, presente en una se­ lección de canciones populares, No me llames extranjero. En mis reflexio­ nes escritas en 1991 tenía muy presentes dos libros, entonces de reciente publicación, de dos autores, ambos búlgaros de origen, pero residentes en Francia, y convertidos en figuras intelectuales de primer orden: Julia Kristeva y Tzvetan Todorov.5 La primera analizaba su caso personal, el segundo planteaba el problema en términos más históricos, si bien se trataba en ambos casos de analizar el contenido de la palabra «extranjero». Sin em­ bargo, estos dos autores no constituían el tipo ordinario de extranjero, ya que se trataba de dos intelectuales universalmente reconocidos. Precisamen4. El libro previsto tenía que tener cuatro partes (sin tener en cuenta la pequeña Introducción y las Conclusiones): I: «Lo común y lo sagrado»; II: «Comunidad e identidad»; III: «Comuni­ dades y sociedades»; y IV (seguramente la más larga): «Comunidades-sociedades: la evolución histórica». 5. Julia Kristeva, Extranjeros para nosotros mismos, Plaza & Janés, Barcelona, 1991, y Tzvetan Todorov, Nosotros y los otros, Siglo XXI, México, D.F., 1991.

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te por esta razón, no puedo evitar plantearme este tipo de reflexión: el caso de un profesor extranjero de gran prestigio que, mientras está dictando una lección en el Collége de France, nota en el rostro de uno de sus oyentes un esbozo de sonrisa irónica motivada por un pequeño fallo en la pronuncia­ ción del francés, ¿hasta qué punto puede ser asimilable al del infeliz basu­ rero, negro y africano, que experimenta un estremecimiento ante la sonrisa o el comentario despectivo de una portera —perdón, de una responsable de inmueble— que se siente parisiense a pesar de haber nacido entre Lisboa y Oporto? Estos choques son tan desiguales, en su nivel y en su naturaleza, que quisiera poder sonreír a la manera de un Offenbach, pero ¿no se hallan presentes en los orígenes mismos de todos los nacionalpopulismos? También en los de aquel nacionalpopulismo que, hacia 1930, preparó tan bien en el arte de la guerra a un metalúrgico de la cuenca del Ruhr o a un bebedor de cerveza bávaro. El drama es que un Klaus Barbie acabara convirtiéndose en un especialista de la tortura. De hecho, todos los fenómenos coloniales se hallan repletos de reacciones de la misma naturaleza. Entre superioridades afirmadas e inferioridades sentidas, el recurso a la violencia es un recurso fácil. Y puede entablarse un complejo juego de compensaciones entre la inferioridad sentida en el campo social, económico y cultural, y la sed de su­ perioridad que pueden despertar las pertenencias raciales o nacionales. Los límites en los cuales un hombre se siente horsain —este era el autén­ tico nombre francés para decir extranjero— han variado a lo largo de la historia. Citaré, en su momento, el curioso libro de un eclesiástico norman­ do que se sintió siempre horsain en su parroquia, a pesar de no haber tenido ningún problema en el desempeño de su misión, por el simple hecho de que su madre no había nacido en ella. Y también recordaré que pays, mucho an­ tes de que significara nación, y de un modo muy parecido al término inglés country, tenía un significado mucho más conciso, bien estudiado en Francia, similar al que tiene la palabra «comarca» en Cataluña. Que las nociones de país, nación y patria han variado en el tiempo es evidente, pero la eviden­ cia no facilita siempre la comprensión de los fenómenos, sino más bien al contrario. En la primera parte del libro desarrollo una idea: durante demasiado tiempo los historiadores y sociólogos se han limitado a plantear los proble­ mas de las colectividades en términos de conciencia. Conciencia de nación, en el caso de los filósofos alemanes y en el de los historiadores franceses; en España, es el caso de un Capmany. Conciencia de clase, en toda la literatura marxista. Estas dos tradiciones han ocultado demasiado a menudo la revo­ lución intelectual que representó, en los años finales del siglo xixy de inicios del xx, la introducción en el análisis psicológico de un concepto como el de inconsciente, el superyó, la compensación. Pienso que la sociología y la psi-

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cología se han desarrollado sin comprenderse demasiado bien entre sí. Freud, leyendo a Durkheim, comprendió bien lo que podía representar un «tabú», lo socialmente prohibido, pero seguramente no valoró suficientemente la im­ portancia del «tótem», es decir, de la identificación con el grupo, y de su sacralización. También señalo el extraño encuentro, en 1921, entre la curio­ sidad de un Freud, la mediocridad de un Le Bon y la acumulación de odios en un Hitler. En la segunda parte de este libro, reservada a mis recuerdos personales, se verá la importancia que tuvo para mí, a comienzos de los años treinta, mi encuentro en Barcelona con Oliver Brachfeld, un joven intelectual húngaro apasionado por la psicología individual de Alfred Adler, el discípulo de Freud, que había desarrollado una original disidencia alrededor de la no­ ción, hoy demasiado vulgarizada, de «complejo de inferioridad». Sin embar­ go, en aquellos mismos años, en la gran crisis que preparaba los aconteci­ mientos de 1939-1940, este mismo psicoanálisis adleriano sugirió otro tipo de tentaciones en ciertos espíritus. La lucha de clases, exasperada por la crisis, ¿podía ser atenuada y compensada mediante el complejo de superio­ ridad nacional? Aquí podría hallarse una interpretación optimista para los fenómenos nacionalsocialistas. Esta fue la actitud del sociólogo belga Henri de Man, quien percibió, aunque un poco tarde, los peligros de esta interpre­ tación. Un ir y venir parecido puede verse en Jules Romains. Pero el soció­ logo francés Marcel Déat se comprometió hasta el crimen, en el curso de los años cuarenta, con el nacionalsocialismo. Todo esto se halla hoy bastante ignorado, o al menos olvidado, mientras reaparecen, ante nuestros ojos, en algunos casos precisos, fenómenos com­ pensatorios de determinadas humillaciones sociales, que toman la forma de exaltaciones fundamentalistas religiosas o nacionales. Algunas biografías de jóvenes terroristas, como la del joven musulmán Jaled Khelkal en Francia, son muy ilustrativas. Y convendría estudiar —una estudiante de mis semina­ rios lo hizo para el caso de Argelia— la utilización de una expresión como «ces gens-lá» [esa gente] como signo de desprecio compensatorio hacia los vecinos de piso o de autobús, juzgados a menudo a partir de su vestimenta y de su lenguaje. Pero estas observaciones, ¿pueden ser formuladas en térmi­ nos científicos?, ¿pueden ser representadas mediante ecuaciones o curvas? Sabemos ya que las ecuaciones y las curvas de aquello que llamamos la ciencia económica son constantemente desmentidas por la imbricación de lo económico con lo político y lo social. A lo largo de mi vida he confiado plenamente —y no me arrepiento por ello— en una ciencia histórica que fun­ da su reflexión sobre la trilogía economía, sociedad y civilización, pero una mejor comprensión de la historia no nos ha proporcionado, hasta ahora, los instrumentos necesarios para preverla, y mucho menos para dominarla. En cuanto a mi destino personal, me parece que es un fiel reflejo de la __



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existencia y de la fuerza de los fenómenos que acabo de enumerar. Mis pri­ meros ocho años, entre 1906 y 1914} los viví impregnado del fuerte comple­ jo de inferioridad francés desarrollado desde el día de la derrota de 1871. Mi entrada en la adolescencia y mi primera iniciación a los grandes textos clásicos, en 1916 y 1917, coincidieron con dos hechos históricos de gran magnitud: la batalla de Verdún, y la Revolución rusa. Verdún grabó para siempre en la mente de mi generación una imagen de masacre, el horror de la guerra. La Revolución rusa significó una primera esperanza, la posibili­ dad de la confraternizadon, el ejemplo de los marineros del mar Negro. Después, durante los años treinta, asistimos a un singular contraste. En el mundo capitalista más desarrollado, la dialéctica entre productividad y em­ pleo conducía a este mundo absurdo que supieron recrear Charlie Chaplin en Tiempos modernos y René Clair en ¡Viva la libertad! Durante este tiem­ po, la inmensa Unión Soviética pudo desarrollar, según sus planes quinque­ nales, una economía racional, planificada. No es extraño que muchos espí­ ritus de Occidente se sintieran tentados por el «planismo». Hubo muchos proyectos de «plan» en Francia entre 1930 y la guerra. Sé muy bien que en 1996 y 1997 el pensamiento único vuelve a ser «laissez faire, laissez passer». Pero la caída del muro de Berlín no ha consegui­ do ciertamente racionalizar el mundo. Ni en Bosnia, ni en Ruanda, ni en las «favelas» de Río de Janeiro, ni en los barrios de Los Angeles. No obstante, el hombre ha ido a la Luna y ha sido capaz de desintegrar el átomo, hechos ambos que hace cien años eran sinónimos de locura y de irracionalidad. Nuestro tiempo parece ciertamente caracterizado por este abismo que sepa­ ra las posibilidades de las ciencias físicas y las capacidades de las cien­ cias humanas. El fracaso de las revoluciones no es lo más decepcionante en este análisis. Me gusta recordar, como hace Josep Fontana, que en 1815 los jóvenes que habían vivido con entusiasmo la Revolución francesa podían creerla enterrada. Hoy los principios de aquella revolución significan la úl­ tima palabra en cuanto a las capacidades humanas. Es necesario reconocer que, en materia de ciencias humanas, y sobre todo en materia de ciencias políticas, nos hallamos en un estado parecido al de la medicina en tiempos de Moliere. Coexistían entonces todo tipo de mé­ dicos. Los había que eran muy buenos observadores, y algunos curaban bas­ tante bien; sus prácticas podían ser más o menos honestas, pero todos igno­ raban la existencia de microbios y los principios de la genética. ¿Hemos de desesperamos ante este retraso de las capacidades del hombre para conocer­ se a sí mismo y para saber organizarse en sociedad? Encuentro cierto con­ suelo en un terreno científico —que en cierto modo también es histórico— en el que aprecio, a pesar de hallarme informado de forma muy incompleta, cierta convergencia en este sentido. Las ciencias que estudian el pasado más lejano, ciencias naturales más que ciencias humanas, nos dicen que la vida *

INTRODUCCIÓN

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apareció en la Tierra hace más de tres mil millones de años, y que los pri­ meros indicios de inteligencia humana datan de entre dos y cuatro millones de años. El hombre neolítico se convierte casi en nuestro contemporáneo. El cristianismo tiene dos mil años, la Revolución francesa tiene doscientos, y yo soy más viejo que la Revolución rusa. No resisto la tentación de concluir a la manera de Jules Romains: el hombre, aun sintiéndose el fin de un pro­ ceso evolutivo, y ya no hijo primogénito de un dios, no deja por ello de enal­ tecerse menos.

NOTA A ESTA EDICION Este libro empezó a gestarse a principios de 1994. Fue entonces cuando, estimulado por una propuesta del editor Eliseu Climent, Pierre Vilar, que desde el verano de 1991 padecía graves problemas de visión, consideró la po­ sibilidad de «dictar» un libro. El 3 de mayo de 1994 —la fecha coincidía con la de su ochenta y ocho cumpleaños— en París, discutimos, por primera vez, acerca de su contenido. El 18 de junio Pierre Vilar me entregó la casete que incluía las «Conclusiones». Se trataba de la séptima casete que había graba­ do —y me había entregado— en el corto espacio de un mes y medio. No todas las páginas del presente libro corresponden a aquellas grabacio­ nes. En la entrevista del 3 de mayo decidimos que la primera parte del libro la constituirían unas cuarenta páginas que Vilar había escrito poco antes del verano de 1991. Estas páginas correspondían —como explica él mismo en la Introducción— al primer capítulo de un libro que había quedado definiti­ vamente interrumpido. El texto de las grabaciones corresponde a la segunda parte —la más extensa— en la que Vilar ordena cronológicamente algunos recuerdos de su vida. Cada capítulo de esta segunda parte empieza con el planteamiento de una pregunta. No descubro ningún secreto si revelo sus orígenes, ya que las preguntas fueron publicadas hace ya bastantes años, en 1982. Pero el texto probablemente no sea conocido por la mayoría de los lectores. Se trata de una carta que Pierre Vilar envió a Frangís George, el organizador de un congreso celebrado en París sobre el estalinismo francés, que fue publicada junto a las actas.1 En ella Vilar lamentaba el tono que había marcado el coloquio, en parte porque él era casi el único de los asis­ tentes de una cierta edad que había intentado examinar «desde fuera» el fe­ nómeno —el resto eran ex militantes del partido comunista que intentaban ante todo justificarse y dejar clara su salida—, pero también porque los his­ toriadores más jóvenes parecían especialmente desorientados en su intento de repensar, como historiadores, los problemas históricos. _

1. p. 313.

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Natacha Dioujeva y Frangís George, Staline á París , Editions Ramsay, París, 1982,

NOTA A ESTA EDICIÓN

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En aquella carta, Vilar expresaba que su participación en el coloquio sólo habría podido resultar interesante —con vistas a entender el fenómeno del comunismo— si hubiera dispuesto del tiempo suficiente para analizar con profundidad seis puntos: 1. Mi toma de conciencia, en una adolescencia absolutamente aislada de toda influencia revolucionaria, de «aquel gran resplandor» del Este. 2. Mi presencia y mis reacciones en un lugar y en un tiempo casi mitifi­ cados hoy: la École Nórmale de Sartre, Nizan, Aron, Friedmann, etc., donde era muy grato realizar mi aprendizaje de historiador al lado de Jean Bruhat, pero sin sentirme en absoluto atraído por Georges Cogniot. 3. Mi experiencia española de los años 1930-1936, ocasión única de ver nacer y perecer una «democracia» bien intencionada en una brutal lucha de clases, drama que se sitúa en relación continua con mis preocupaciones de his­ toriador, es decir, con el marxismo propiamente dicho. 4. La visión clara, en vísperas de 1939, de lo que había de ser el gran con­ flicto, visión que no me planteaba dudas en la interpretación de Munich, del pacto germano-soviético, y de la dróle de guerre. 5. Una guerra y un cautiverio, las lecciones de los cuales no me harían rectificar los análisis precedentes. 6. Un «día después» de la victoria en el que los comunistas franceses (y sin duda el mismo Stalin) vivieron un momento de euforia ilusorio, que ha­ bría de endurecer su reacción obsidional cuando se vieron de nuevo —yo no había dejado de preverlo— en el mundo hostil de la guerra fría. Las cinco primeras preguntas sirvieron de guión a las grabaciones de Pierre Vilar. Inmediatamente después de habérselas leído —en realidad, ya que las había escrito él, de habérselas recordado— , Pierre Vilar vio claro el camino para reordenar sus recuerdos —«las únicas fuentes de las que dispongo en mis circunstancias», afirmó— de forma que le sirviesen para continuar las reflexiones iniciadas en el proyecto inacabado. Este libro es el resultado de la determinación con que decidió emprender este camino. El lector podrá juzgar, en su momento, hasta qué punto podrían servir de resu­ men de las conclusiones de este libro las palabras que Pierre Vilar había es­ crito en 1991, pensando en las conclusiones del proyecto primitivo. Conclusiones (lo más modestas y prudentes posible): pensar Europa es difícil, precisamente a causa de un pasado en el que las nociones de p a tr ia , n ación , im perio , p o te n c ia , fu erza s arm adas , defen sa , am enazas , son raramen­ te explicitadas de forma convincente. Cf. discurso político, periodístico y len­ guaje cotidiano. La reflexión histórica propuesta no tiene otra ambición que la de ayudar a no utilizar determinada palabra en determinado sentido.

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El título, Pensar históricamente, resume y subraya el carácter unitario del libro. La fórmula —que Vilar había desarrollado en una conferencia pronun­ ciada en el verano de 1987—2 define una manera de analizar los problemas históricos, que es también —la segunda parte constituye una buena prueba de ello— una manera de recordar. No obstante, era imposible unificar los aspectos formales del libro. Pierre Vilar me ha pedido que insista en ello y advierta al lector de las sorpresas que su lectura pueda depararle. La primera parte es una reflexión escrita por el mismo Pierre Vilar: las cursivas y los entrecomillados son suyos. Para algunos lectores constituirá la parte más interesante del libro, pero otros —Vilar piensa sobre todo en el lector afi­ cionado a las memorias de lectura fácil— tal vez la hallen excesivamente densa y difícil. La segunda parte consiste en la transcripción de un relato oral. El estilo es, por esta razón, más coloquial. He procurado respetarlo en la traducción. Si añadimos a este hecho las características de su contenido —la narración de vivencias propias— es fácil adivinar que su lectura resulta­ rá más llana —para algunos, tal vez demasiado, piensa Vilar— y, sin duda al­ guna, más asequible. De acuerdo con Pierre Vilar, he incorporado a pie de página algunas notas —a veces se trata de la reproducción de textos del propio Vilar, otras de aclaraciones sobre algunos nombres o algunas referencias— que pueden servir, pensamos, de complemento. Se incluyen también tres «Notas adicio­ nales», más largas, que elaboré al hilo de las reflexiones de Pierre Vilar. La lista de las personas que me han ayudado en la edición de este libro es muy larga, pero hay cuatro nombres que me veo obligada a citar: Josep Fontana, Joan-Lluís Marfany, y de una manera muy especial, Jean y Sylvia Vilar. En la edición castellana, he contado también con la colaboración de Ricard García Orallo. R o sa C o ng o st

2. «Penser historiquement», conferencia pronunciada en la clausura de los cursos de verano de la Fundación Sánchez Albornoz (Ávila) el 30 de julio de 1987. Ha sido publicada en castellano en P. Vilar, Pensar la historia, México, 1992, pp. 20-52, y en catalán en P. Vilar, Reflexions d'un historiador, Universitat de Valencia, Valencia, 1992, pp. 121-145.

Primera parte LO COMÚN Y LO SAGRADO

INTRODUCCIÓN: UN ITIN ERA RIO 1

Mi vida cubre aproximadamente mi siglo. Tenía ocho años en 1914, treinta y tres en 1939, treinta y nueve cuando salí de mi cautiverio, cincuenta y cuatro cuando vi a mi hijo, de uniforme, partir hacia una Argelia en guerra. ¿Quién combate contra quiénl No pocas veces, siempre con angustia, me he hecho esta pregunta. En 1927, para un pequeño trabajo de joven geógrafo, visité Cataluña, y allí encontré (en el sentido más fuerte del término, porque nada ni nadie me había preparado para ello) una población entera que, de arriba abajo, en to­ das sus jerarquías sociales, se afirmaba nación frente al estado que la regía. Ante este fenómeno, que me sorprendió, me hice, a partir de 1930, observa­ dor e historiador. Y en 193á, ante mis ojos^ estalló una guerra que ha sido llamada «civil» porque españoles se enfrentaron a españoles, pero en la que alemanes e italianos bombardeaban a catalanes y-vascovjiuentras^Qlnntarios de setenta nacionalidades arriesgaban sus vidas^ unos en nombre de una «solidaridad de clase»7 otros por «amor a la libertad». ¿Quién combatt contra quiénl Menos implicado personalmente que en otras guerras, la pregunta no provocaba en mí menor curiosidad ni menor ansiedad. En 1962 publiqué los resultados de mi larga meditación sobre aquello que podría llamarse, a la manera de los whigs ingleses de 1714, el caso de los catalanes. La acogida que tuvo este trabajo me parece llena de sentido. En Cataluña, significó la adquisición y la confirmación de numerosas amistades. En Francia, si bien fueron destacados y valorados muchos de sus aspectos, la obra interesó menos como forma de tratar un problema nacional; Femand Braudel, en una reseña muy afectuosa, atribuyó mi interés por Cataluña a mis orígenes.12 Lo hizo comparándome con Henri Pirenne y Lucien Febvre, cosa 1. Esta introducción estaba pensada y escrita como introducción al libro País, pueblo, patria, nación, estado, imperio, potencia... ¿qué vocabulario para Europa?, del cual, como Pierre Vilar explica en la introducción, «Lo común y lo sagrado» tenía que constituir el primer capítulo. 2. Femand Braudel, «La Catalogne, plus l ’Espagne, de Pierre Vilar. Note critique», Anua­ les d ’Histoire Économique et Sociale, abril-junio de 1968, pp. 375-389.

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que me complació, y no pude enfadarme. Pero ¡yo no soy catalán! El caso no me había seducido por pertenencia [appartenance\, sino más bien, al contra­ rio, por extranjería [étrangeté]. En realidad, en estos primeros años sesenta, Femand Braudel se interesaba sobre todo por los mares y por los océanos, por los centros y por las periferias. No obstante, después de haber, también él, atravesado su siglo, nos dejó una Identité de la France3como testamento. Al­ gún sentido deben de tener estos cruces de itinerarios. Para ayudar a com­ prenderlo, tendré que hablar de mí. Discretamente, pero advirtiéndolo. Nada hay más irritante, en el tema que aquí se trata, que la exposición objetiva que se alimenta, inconscientemente, de prejuicios seculares. En la introducción metodológica a mi obra de 1962, no dudé en acusar a los historiadores de haber favorecido, mediante el uso de un vocabulario tra­ dicional muy poco meditado, la confusión que asimila hipócritamente, en el seno de las Naciones Unidas, la India a Islandia y Mayotte a los Estados Unidos de América del Norte. Y acusaba a los sociólogos de haber contri­ buido muy poco a disipar esta confusión. Cité un pequeño tratado de socio­ logía política (Davy, 1950)345que pasaba, entre sus páginas 175 y 176, de la noción de potlatch al discurso de Renán ¿Qué es una nación?5 Constaté también que una definición de la personalidad de base individual (Kardiner)6 dejaba muy poco lugar para los fenómenos de pertenencia, para las relacio­ nes entre el individuo y los grupos que lo engloban y que lo modelan. Un cuarto de siglo más tarde, no estoy demasiado seguro de que se hayan realizado progresos decisivos, en la práctica del historiador, en cuanto al uso apropiado de términos como nación y estado. Por el contrario, la reflexión psicosociológica sobre la pertenencia, la extranjería, la identidad, el imagi­ nario, la sacralización y los símbolos ha causado, en los últimos tiempos, un auténtico maremoto bibliográfico. Ante la marea, la prudencia aconsejaría un cierto reflujo. Estoy pensando en Pierre Nora, quien, en el acto de presentación de la obra colectiva que él había impulsado, y que concierne a Francia,7 nos transmitió, a los que allí estábamos presentes, su preocupación y su interés por examinar el hecho

3. Femand Braudel, L'ldentité de la France. 1. Espace et histoire. 2. Les hommes et les choses, Flammarion, París, 1986. 4. George Davy, Elements de sociologie. 1. Sociologie politique, J. Vrin, París, 1950. 5. Emest Renán, Qu'est-ce qu'une nation, París, 1889. Hay diversas traducciones al caste­ llano: Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1957, y Alianza, Madrid, 1987. 6. Abraham Kardiner, The Individual and his Society. The Psychodynamics of Primitive Social Organization , 1939. En la versión castellana (El individuo y su sociedad. La psicodinámica de la organización social primitiva, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1945) se habla de la estructura de la «personalidad básica del individuo». 7. Pierre Nora, dir., Les lieux de mémoire. I. La République. II. La Nation, Gallimard, Pa­ rís, 1986.

LO COMÚN Y LO SAGRADO

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nación como historiador; «es decir —precisó—, sin dejarse influir demasia­ do por Durkheim, Freud o Marx». Allí mismo mostré mi desacuerdo. Desatender las lecciones de la etnolo­ gía, de la psicosociología y del análisis interno de las sociedades (y de sus contradicciones), significaría prepararse mal para comprender (o criticar) el contenido de las palabras que conforman —porque están allí— el discurso histórico. Y es evidente que toda consideración general sobre este contenido que evite situarlo en el tiempo es aún más peligrosa. El anacronismo en el uso de las palabras: Luden Febvre siempre había denunciado ese pecado mayor. _ Intentaré evitar tanto el culto al caso concreto como a la lógica de las for­ mas. Un tratado intentaría combinar ambas facetas, pero exigiría gruesos vo­ lúmenes. Un ensayo no tiene otra ambición que la de multiplicar los ángulos de las tomas de posición. Este es, a la vez, el defecto y el mérito de los cor­ tometrajes.

I.

En

v ís p e r a s d e

1914:

¿dónde

s e s it ú a l a r e f e r e n c ia

A LO SAGRADO?

1. La tendencia a la laicización de los poderes: el caso extremo de Francia Un rasgo cultural común a toda Europa occidental, pero particularmente acentuado en Francia desde los inicios de los tiempos modernos, es la refe­ rencia constante a la Antigüedad clásica. En mi infancia, en mis dos pri­ meros años de enseñanza secundaria francesa, los programas de historia se hallaban enteramente consagrados al antiguo Oriente, a Grecia, a Roma. Era difícil que no nos transmitieran una impresión clara de unos lazos muy estrechos, desde un lejano pasado, entre el hecho político y el hecho reli­ gioso. El faraón era rey y Dios a la vez. El monoteísmo hebreo hacía que el destino y la suerte de un «pueblo» dependieran de la alianza con Dios, o del hecho de haberjido objeto de su elección. Laciudad griega, inventora de la democracia, también dependía de la protección de divinidades tute­ lares. Roma, nacida de una anécdota agreste y sagrada, había confiado final­ mente un inmenso imperio a un césar divinizado. En todas partes, también entre los bárbaros, las castas teocráticas desempeñaban un papel importante. Algunas veces, aunque más raramente, eran evocados tiempos más lejanos o lugares más exóticos, pero también allí podíamos observar la presencia de lo sagrado. A poco de ser descubiertas, las representaciones rupestres ya se in­ terpretaron como cargadas de intenciones mágicas. Y como el saber infantil en etnología tenía como fuente principal El último de los mohicanos, cono-

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ciamos las palabras tótem y tabú (eso no quiere decir que las comprendié­ ramos). Y ¿qué pasaba cuando se evocaban los tiempos y los lugares más cercanos a nosotros? La Edad Media nos mostraba pugnas entre religiones (reconquistas y cruzadas) y los reyes que encabezaban las feudalidades \féodalités] regionales lo hacían en nombre de un «derecho divino» a veces cons­ truido, a menudo exaltado, siempre admitido, por los representantes de las iglesias. Se nos dirá que la educación clásica —e incluso la simple iniciación his­ tórica elemental— no llegaba a todas las capas de la sociedad. Pero la cultura popular puede beber de otras fuentes. Alda, Norma, Lakmé han contribuido más al prestigio de las sacerdotisas antiguas, primitivas o lejanas, que los ma­ nuales escolares. Y la industria cinematográfica produjo en 1912 su primer peplum. Estas miradas infantiles, embelesadas, a través del tiempo y del espacio, sobre las viejas relaciones entre el hombre y lo sagrado, ¿qué papel podían desempeñar, en aquellas mismas fechas, en la constitución de las imágenes políticas más extendidas? Una investigación sobre el tema a escala europea sería bien recibida. No sobre el pensamiento o los pensamientos inspirados por el hecho nación —la investigación ya se ha hecho, como veremos en su momento— , sino sobre lo que aún podían representar, en la esfera de lo sa­ grado, las monarquías inglesa, alemana, austríaca, rusa. Esos cuatro nombres bastan para sugerir muchos matices distintos. Y en todas partes, no obs­ tante, había progresado y progresaba la preferencia por una designación democrática de los poderes reales. En Francia, después de cuarenta años de República, parecía del todo asumido que 1789 y 1793 habían condenado definitivamente la noción de derecho divino. Si en la escuela pública se alu­ día al rito de la consagración de Reims, se hacía asimilando la naturaleza de este acto a la recogida de muérdago por los sacerdotes galos. La misma Igle­ sia se había resignado al «Domine salvam fac rem publicam» —pensando en el estado, pero ¿quién sabía suficiente latín para no entender república?— En mi Midi languedociano, las pasiones realistas, que en algunos pueblos se habían mantenido vivas durante mucho tiempo, ya tan sólo provocaban son­ risas. La laicización de los poderes públicos parecía una conquista definitiva de la Razón. La gente creía de buena gana haber entrado (¡qué ilusión!) en la «era positiva» de Auguste Comte. Mi última escuela primaria llevaba este nombre. Y es oportuno citar aquí (creo) dos hechos de sociedad que dema­ siado a menudo olvidamos asociar a este tiempo de triunfo oficial de la Razón sobre el oscurantismo: 1) El hecho colonial se hallaba en aquellos años muy presente, en la es­ cuela, en el ejército, en la prensa, en las relaciones cotidianas y familiares (¿quién no tenía algún pariente, algún amigo, en las colonias?), y ¿con qué

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derecho los franceses (y los ingleses debían pensar lo mismo) habían impues­ to su presencia en tantos pueblos lejanos, si no hubieran representado, frente a ellos, un estadio más avanzado de la evolución humana? De la grandeza de determinada religión asiática, de los valores del islam, de las lógicas del pensamiento salvaje, que algunos especialistas saboreaban, el gran público no sabía nada. La colonización generalizada parecía expresar, y verificar, la su­ perioridad de la modernidad de entonces (porque cada tiempo tiene la suya) sobre las supervivencias de lo irracional. 2) Otro hecho de sociedad, que tres cuartos de siglo de evolución han convertido en algo todavía más extraño hoy, se halla muy presente en mis re­ cuerdos de infancia, y viene confirmado por muchos testimonios y algunos estudios. Entre 1900 y 1914, si bien la práctica católica era común en Fran­ cia, se podía constatar, en muchas regiones y círculos sociales, que los hom­ bres, inmediatamente después de su primera comunión, desaparecían de la iglesia; la religión parecía así, casi por ley natural, cosa de mujeres y de niños. También significaba convención social: los hombres reencontraban el camino de la iglesia en los bautismos, los matrimonios y los entierros; y a menudo lo hacían para complacer a sus madres o a sus esposas (es el «complejo de Clotilde», según Gastón Bonheur).8 Lo importante, para nues­ tro propósito, es que a esta supuesta división de actitudes mentales entre se­ xos, correspondían otras divisiones, jurídicamente muy claras: las mujeres no votaban, y no llevaban armas. Por un lado, la razón y la fuerza. Por otro, la vieja canción evocada por Jaurés,9 sin desprecio, aunque con un punto de condescendencia. Ya he dicho que estos recuerdos tenían que ver con Francia, y en espe­ cial con algunas de sus regiones y con algunos de sus círculos sociales. Pero se trataba de medios influyentes, de masas mayoritarias. 8. Gastón Bonheur, Qui a cassé le vase de Soissons? Lálbum de famille de tous les frangais, Robert Laffont, París, 1963. Bonheur recrea la manera como era explicada en la escue­ la la conversión del rey Clodoveo al cristianismo y su posterior bautismo en Reims, hecho que era considerado — y lo es todavía, como se ha podido comprobar en la conmemoración de sus mil quinientos años— como una especie de acto fundacional de Francia. En los libros escolares se explicaba que el rey, que intentaba contentar a la cristiana Clotilde, no había podido recuperar el vase de Soissons, que formaba parte del botín tomado por los francos de la iglesia de Reims, ya que un franco había preferido romperlo antes que devolverlo. Bonheur explica que, cuando el maestro preguntaba «¿Quién rompió el vaso de Soissons?», siempre había un niño dispuesto a responder: «Yo no, señor». 9. Referencia a un célebre discurso de Jaurés en la Cámara de Diputados, «L’universalité du mouvement socialiste», pronunciado en 1893. Después de haber hecho referencia a las leyes que habían significado la implantación de un sistema escolar laico y gratuito, dijo: «Vous avez interrompu la vielle chanson qu’endormait la misére et la misére s’est réveillée avec cris» [Habéis interrumpido la vieja canción que adormecía a la miseria, y la miseria se ha despertado a gritos].

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Fuera de Francia, estos hechos de mentalidad, por razones históricas, no podían ser los mismos. Pero es fácil observar algunas convergencias. Quiero apuntar que la obra de Tónnies Comunidad y sociedad10 obtuvo en la Alema­ nia de 1912 una audiencia que las décadas precedentes le habían denegado; pero a Tónnies le gustaba citar a Auguste Comte, y cuando, en su libro, se esfuerza en distinguir entre los diversos aspectos (individuales, sociales, etc.) del hecho religioso, descubrimos esta frase: «La fe es esencialmente una característica de las masas y de las clases inferiores; es más fuerte entre los niños y las mujeres».11 Y podríamos considerar un auténtico homenaje a esta fe popular el Gott mit uns de los cinturones militares alemanes, en cualquiera de sus dos interpretaciones posibles: afirmación orgullosa y tranquilizadora, o esperanza y plegaria. Pero hemos de reconocer que la expresión de Tónnies es bastante despectiva para estas formas de lo popular. En los estados anglosa­ jones, y protestantes, el juramento sobre la Biblia, en ciertas circunstancias, recuerda aún los lazos entre vida pública y religión oficial. Pero en América Latina (Brasil, México) existen pequeñas iglesias positivistas, comtistas. Y el libre pensamiento crea solidaridades internacionales: en 1909, la ejecución en España de Francesc Ferrer i Guardia, por su influencia ideológica en una insurrección popular (de hecho, por haber sido fundador de una escuela mo­ derna, digamos laica), despertó una emoción de ámbito universal, que muchos españoles vivieron con rabia, como una condena del oscurantismo que aún reinaba entre ellos. Así pues, los viejos lazos entre creencia y poder, ¿se habían roto?, ¿ha­ bían pasado, en estos primeros años del siglo xx, a la categoría de los vesti­ gios, de las supervivencias? Así lo creían algunos hombres sinceros, que no supieron discernir que, en el campo sociológico, la parte de lo sagrado no había sido borrada, sino transferida. Alguna cosa exigía todavía un amor sagrado. Era la patria. 2. «Vamour sacré de la Patrie» No era un hecho fortuito —y observaremos, más adelante, qué vías his­ tóricas lo habían producido— que el estado en el cual había sido proclama­ do con mayor énfasis y eficacia el principio de la laicidad de los poderes tu­ viera un himno nacional que hablaba de la exigencia de amor sagrado. El10 10. Ferdinand Tónnies, Gemeinschaft und Gesellschafí, 1887. En francés el libro ha sido traducido por Communauté et société. Son las palabras que Vilar utiliza en el texto original. El hecho de que en castellano el título de la obra de Tónnies haya sido traducido por Comunidad y asociación es comentado en la nota adicional número 1 (véase p. 208). 11. Ferdinand Tónnies, Comunidad y asociación , Ediciones Península, Barcelona, 1978, p. 261.

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francés ya no pide God save the King o Boie tsara krany,12 pero se exige a sí mismo dedicar a una madre-patria un amor no únicamente filial, sino sagra­ do. En la tradición de los maestros laicos —y es algo que también he vuelto a comprobar con ocasión del bicentenario de 1789— la estrofa esencial de La Marsellesa, la que enciende el fervor de los niños y de las grandes cantantes, es la estrofa (iba a decir el salmo) «Amour sacré de la Patrie...». Al contrario, casi nadie (lo constato a menudo) sabe el texto de la estrofa «Fra^ais, en guerriers magnanimes portez ou retenez vos coups» [Franceses, como gue­ rreros magnánimos dad o retened vuestros golpes], que constituye una autén­ tica llamada a la confratemización revolucionaria. Esa especie de selección natural en la suerte de un himno transformado en un lugar de memoria me­ recería estudiarse. Para las cuestiones aquí tratadas, concedo menos importancia a un himno oficial que a las quince o veinte canciones que canturreo aún de vez en cuan­ do, al evocar la época en que las cantaba mañana y tarde, en 1912, junto a mis jóvenes compañeros de seis a ocho años, entre dos lecciones de lectura, de es­ critura, de cálculo o de moral. Sus letras hablaban de soldados, de banderas, de fronteras, de batallas. Esta formación de espíritus por las escuelas de la Re­ pública es un fenómeno histórico que hoy día ha sido muy estudiado.13 Pero quisiera insistir sobre algunos problemas de vocabulario particularmente típi­ cos de una sacralización. Una de estas canciones de mi infancia decía: «Oü t’en vas-tu soldat de France, tout équipé, prét au combat?» [¿Adonde vas, soldado de Francia, tan equipado, preparado para combatir?]. No se ocultaba a este «soldadito», en 1912, que iba a combatir en una guerra colonial: «Crains le soleil, la nuit, la fiévre, l’homme embusqué dans les taillis...» [Teme al sol, a la noche, a la fiebre, al hombre escondido entre los arbustos]. Pero, al «adonde vas», seguía esta respuesta: «C’est comme il plait á la Patrie. Je n’ai qu’á suivre les tambours...» [Hago lo que complace a la Patria. Sólo tengo que seguir a los tambores]. Extraña recomendación de obediencia pasiva a un «placer» que ya no era el del rey, sino el de una entidad personalizada. Desde Michelet, «Francia es una persona», a la que debemos amar y por quien, quizás, debe­ remos morir. La canción termina: «J’aimerais bien revoir la France, mais: bravement mourir est beau» [Me gustaría mucho volver a ver Francia, pero es bello morir con valentía]. 12. «Dios salve al zar.» Himno oficial del Imperio ruso. 13. Véase, por ejemplo, el libro colectivo (bajo la dirección de Mona Ozouf), L'Ecole, l ’Église et la République, 1871-1914 , Cana, París, 1982, y más recientemente, el libro de Yves Déloye, École et citoyenneté. L ’individualisme républicain de Jules Ferry á Vichy: Controverses, Presses de la Donation Nationale des Sciences Politiques, París, 1994. Sobre el tema concreto de la educación en los años de la primera guerra mundial, véase Stéphane Audoin-Rouzeau, La guerre des enfants, 1914-1918. Essai d ’histoire culturelle, Armand Colin, París, 1993.

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Hay sacralización, porque hay exigencia de sacrificio. Una exigencia ob­ sesiva en el cancionero escolar, y en las «páginas escogidas», literarias, que lo acompañaban. En ellas se moría «por la patria» (no únicamente en Fran­ cia, los ejemplos subrayaban que se trataba de un deber universal). Y morir así era «digno de envidia». La expresión merecería un estudio, una estima­ ción cuantitativa de su uso. Una especie de himno la consagró: «Mourir pour la patrie, c’est le sort le plus beau, le plus digne d’envie» [Morir por la patria, es el destino más glorioso, el más digno de envidia]. El Chant du Départ de­ cía: «De Bara, de Viala, le sort nous fait envie» [De Bara, de Viala, el desti­ no nos produce envidia]. Y Bara, un héroe casi niño, merecía estar en un panteón escolar: «Ó noble enfant digne d’envie ... soit notre exemple pour mourir» [Oh noble niño digno de envidia ... sé nuestro ejemplo para morir]. Hugo engrandecía el hecho: «Ceux qui pieusement sont morts pour la pa­ trie / on droit qu’á leur cercueil la foule vienne et prie...» [Aquellos que han muerto piadosamente por la patria / merecen que la multitud visite su tumba para rezar]. Y a menudo olvidamos (como olvidamos las circunstancias de La Marsellesa) que el poema de Hugo se refería a los insurgentes de 1830, y que Bara había caído en la Vendée; es decir, que «morir por la patria» podía significar «morir por una cierta idea que uno puede hacerse de la patria». El «digno de envidia» trae a mi memoria un recuerdo más emotivo. Mis estudios primarios (1912-1916), que empezaron en años de paz, finalizaron en medio del gran drama de la guerra. En 1915-1916, tuve por maestro a un hombre de una calidad excepcional,14 a quien quería y admiraba; un día, nos leyó el poema de Hugo: «lis glissent dans le champ fúnebre et solitaire» [Ellos se deslizan por el campo fúnebre y solitario], que, después de una atroz descripción de un campo de batalla, termina: «Ó morts pour mon pays, je suis votre envieux» [Oh muertos por mi país, os envidio]. En ese momen­ to, al maestro se le quebró la voz, y abandonó el aula llorando; su hijo había muerto en las primeras batallas de 1914. Había sido un normalien brillante, historiador. Su primera investigación había tratado, me había dicho su padre, sobre la batalla de Bouvines, de la cual se estaba celebrando el séptimo cen­ tenario, en 1914, ¡precisamente! Este puñado de recuerdos, por su coherencia, podría alimentar nuevas re­ flexiones sobre «la identidad de Francia». Pero, desde 1919-1920, mi reacción de adolescente ante la absurda masacre me llevó a rebelarme brutalmente con­ tra la educación «patriótica» que había recibido. Y la misma reacción carac­ terizó (es un fenómeno que hoy ha sido bien estudiado) a mi «generación intelectual».15Dorgelés, Barbusse, Duhamel, Remarque, Glásser, Renn: leyén14 . Se llamaba Eugéne Reverdy. 15. Jean-Fran90is Sirinelli, Génération intellectuelle. Khágneux et normaliens dans l ’entre-deux guerres, Fayard, París, 1988.

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dolos, ¿cómo no habíamos de encontrar en el «digne d’envíe» de nuestros re­ cuerdos escolares un sabor amargo, a la vez trágico e irrisorio? Y «Charlot soldado» capturando en sueños al káiser desmitificaba de otro modo nuestra imaginería de la guerra. Pero en nuestros juicios históricos sobre el aconteci­ miento, nuestros análisis eran muy parcos. La historiografía dominante nos llevaba a buscar «las responsabilidades de la guerra» en el juego de los políti­ cos, en las intrigas de los diplomáticos, en la venalidad de los periodistas y en la ambición de los estados mayores. Los «nacionalismos» sólo adquirían, ante nuestros ojos, el estatus de «ideologías». No juzgábamos los intereses «impe­ rialistas» según Hobson, Hilferding o Lenin, pero citábamos, porque era de Anatole France, esta afirmación simplista: «on croit morir pour la patrie, on meurt pour les industriéis» [la gente cree morir por la patria, pero muere por los industriales]. Esta condena, que puede tener una explicación sentimental, pero que des­ de el punto de vista intelectual tiene un fundamento muy mediocre, del episo­ dio bélico vivido por nuestros padres, conocería su apogeo entre 1925 y 1929, en el corto episodio de «prosperidad» mundial y europea que hizo que el mundo creyera, momentáneamente, en el «espíritu de Locamo» y que nos sin­ tiéramos escépticos ante la necesidad de una nueva ley sobre la organización militar (la «ley Paul-Boncour»).16 Los años treinta nos obligarían a ver de un modo radicalmente distinto las «relaciones internacionales». O, más exac­ tamente, a ver de otro modo la historia. No es una casualidad que fueran los años 1929-1939 los que vieran nacer una nueva epistemología entre los histo­ riadores franceses. Henri Berr y Luden Febvre la habían anunciado; Marc Bloch produjo entonces sus mejores obras; Emest Labrousse se unió al grupo. Pero si todos ellos tuvieron eco, y si fueron tan comprendidos cuando defen­ dían la historia «total», fue porque la historia que entonces vivíamos no se hacía (o, al menos, no se hacía únicamente) en los consejos de administración, ni en los gabinetes ministeriales, ni en los estados mayores militares ni en los salones de las embajadas. ¿Podían ser calificados de «ideológicos» los en­ frentamientos entre la expansión japonesa y la Revolución china, o el miedo obsesivo de las clases acomodadas europeas ante la consolidación de la Revo­ lución soviética? Sobre todo, la «imputación a lo político» de las miserias sur­ gidas en la crisis económica creaba en todas partes una inestabilidad de los poderes, y la imputación al extranjero por los vencidos y los insatisfechos 16. Por «espíritu de Locamo» se entiende el ambiente favorable a la cooperación intelectual franco-alemana que se vivió en los años posteriores a los acuerdos de Locamo (que ratificaban las fronteras establecidas en el tratado de Versalles). La ley Paul-Boncour, o ley para la organización general de la nación en tiempo de guerra, fue presentada y votada en el Parlamento francés en marzo de 1927. Los artículos referentes a la libertad de expresión intelectual fueron objeto de contestación en los ambientes de la École Nórmale, tal como se explica en el capítulo 2 de la segunda parte de este libro.

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de 1918-1919 transformaba los viejos «nacionalismos» en reacciones colectivas pasionales, capaces de resucitar, a escala de millones de hombres, el juego de las «causalidades diabólicas», el mismo que había inspirado los «pogromos».17 Se produjeron entonces unos raros efectos especulares entre actualidad e «historia». La obra erudita de Kantorowicz sobre Federico II, inventor, en el siglo xm, de un aparato cargado de símbolos y de mitos, fue objeto del inter­ cambio de comentarios llenos de admiración entre Mussolini y Hitler. ¡Pero Kantorowicz tuvo que exiliarse! Siempre he considerado significativo que, en otro momento de su carrera, ese gran medievalista hubiera consagrado un estudio (¡demasiado corto!) a la evolución histórica de las palabras «pro pa­ tria morí».18 En cierto sentido, consigue desmitificarlas, ya que sitúa su ori­ gen en la lengua del estado del imperio bizantino y es muy dudoso que este imperio constituyera el marco de una «patria». Pero lo que interesa para nuestro propósito es el punto de partida de la reflexión de Kantorowicz: él constata que en 1914, con ocasión de la invasión de Bélgica por el ejército alemán, un cardenal belga, en un texto de carácter pastoral, había afirmado que cuando un soldado moría por su patria había asegurado la salvación de su alma. Otro teólogo había protestado: ni los mártires de la fe habían disfru­ tado de semejante prerrogativa; la Iglesia siempre se había mostrado más exi­ gente. Pero a nosotros nos basta que el «pro patria mori» haya podido parecer a un obispo cualificado, durante un instante, garantía de salvación, para con­ siderar la amplitud de aquello que hemos llamado «sacralización de la patria». Y vuelven a afluir mis recuerdos de infancia; porque durante mi niñez (e in­ cluso antes de ir a la escuela) frecuenté la iglesia: guardo en mi memoria tan­ tos cánticos religiosos como canciones escolares. Cantaba, entre dos estrofas del «Magnificat» (esta era la costumbre): «Vierge notre Espérance, étends sur nous ton bras, Sauve, sauve la France, Ne l’abandonne pas» [Virgen Es­ peranza nuestra, / extiende tu brazo sobre nosotros, / salva, salva a Francia, / no la abandones], y también: «Reine de France, priez pour nous, Notre espé­ rance, Venez et sauvez nous» [Reina de Francia, rogad por nosotros, esperanza nuestra, venid y salvadnos], y todavía: «O Marie, ó Mére chérie, Garde au coeur des Fran$ais la foi des anciens jours —entends haut du Ciel A

17. Vilar toma prestado el concepto «causalidades diabólicas» de Léon Poliakov, que en 1981 escribió el primer volumen de La causalité diabolique, Calmann-Lévy, París, 1981 (hay traducción cast.: La causalidad diabólica. Ensayo sobre el origen de las persecuciones, Muchnik Editores, Barcelona, 1982). 18. Emst H. Kantorowicz, Mourir pour la patrie et autres textes, PUF, París, 1984. El ar­ tículo se publicó por primera vez en American Historical Review, 56 (1951), pp. 472-492. Apa­ reció una nueva versión del trabajo en el libro The King's Two Bodies, Princeton University Press, 1957, traducido al castellano como Los dos cuerpos del rey, Alianza, Madrid, 1985. Alain Bourreau ha seguido la historia y las vicisitudes intelectuales del historiador en Histoires d'un historien. Kantorowicz, Gallimard, París, 1990.

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ce cri de la Patrie: Catholique et fran^aise toujours» [Oh María, oh Madre amada, / guarda en el corazón de los franceses la fe de los tiempos antiguos / escucha en el cielo este grito de la Patria: católica y francesa siempre]. Así, Francia, la «sembradora» de ideas con la cabeza cubierta por el gorro frigio en la imaginería republicana, se convertía también en una persona cuando era encomendada a la Virgen protectora. Dos «ideologías» se oponían, pero compartían un mismo tipo de demagogia patriótica. Debemos precisar: no se difundían falsas propagandas, ni se abusaba de la mística gesticulante. Esto ocurrirá más tarde. Se trataba más bien de una especie de impregnación, de una lección de moral cotidiana: amarás a tu patria como amas a papá y a mamá; hay que ser buen soldado, hoy en el cuartel, mañana quizás en la gue­ rra, como en la iglesia hay que ser buen cristiano, y en la escuela alumno aplicado. La moral infantil impregna más que constriñe. El sacrificio por la sociedad se sugiere como una eventualidad «normal»; el premio consiste en la gloria. Jules Romains, en Verdun,19 planteó muy bien el problema que hemos percibido, y que fue, en sus diversos grados de conciencia, el de su generación: la contradicción entre un pensamiento político que se pro­ clama racional, y una exigencia de sacrificio demasiado desprovista de ra­ cionalidad: Hacía ya bastantes años que se había anunciado a los hombres que la so­ ciedad había renunciado a ejercer sobre ellos un poder mágico, que ellos tenían derechos absolutos, y que ya sólo podría exigírseles cosas razonables desde el punto de vista individual. Ahora bien, parece poco razonable, desde el punto de vista individual, que un hombre pueda perder su vida, es decir, todo, para de­ fender la parte a menudo bastante pequeña que le corresponde en los intereses colectivos ... Pero el miedo que tiene a la sociedad es más fuerte que el miedo a los obuses ... No se trata de un miedo físico, sino místico ... El hombre está hecho de una manera que en él un miedo físico es siempre menos fuerte que un miedo místico. Escrito en el curso de los años treinta, este texto puede parecer un juicio a posteriori. Pero Jules Romains, nacido en 1886, había vivido intensamente la preguerra de 1900-1914. A los veinte años, había desempeñado un papel nada despreciable, como veremos más adelante, en la «coyuntura mental» de aquellos tiempos. Esta coyuntura, como la de los años 1929-1939, expresa una conciencia confusa del drama que se prepara. En Francia se traduce en la exaltación de un Péguy, en la inquietud de un Jaurés (también cuando se aferra a la esperanza). En todo el mundo, en diversos grados, se extiende la pre19. Verdun es el título de una de las novelas de Jules Romains que forma parte de la exten­ sa obra Les hommes de bonne volonté, y que hace referencia a la dramática y larga batalla vivida en la primera guerra mundial. La nota adicional número 4 se refiere a Jules Romains (p. 220).

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ocupación por los hechos «nacionales», «coloniales», la mayoría de las veces para juzgarlos políticamente, en sus orígenes y en sus consecuencias. Pero al­ gunos espíritus, conmovidos por el declive de las religiones tradicionales en las sociedades más «evolucionadas», se preguntan si no hay nuevas maneras de «buscar a Dios».

II.

D

u r k h e im : u n a r e v o l u c ió n c o p e r n ic a n a e n l a c ie n c ia s o c ia l ;

LA INVERSIÓN DE LAS RELACIONES ENTRE LO COMÚN Y LO SAGRADO

Ante la evidencia de los estrechos lazos que unen hecho religioso y vida social, el hábito de atribuir a «la idea» el poder de conformar lo real hizo creer, y decir, durante siglos: la religión forma, la sociedad viene después. Pero he aquí que, siguiendo a la vez las lecciones de su tiempo y las de su disciplina, el etnólogo Émile Durkheim propuso invertir los términos: la reli­ gión, ¿no podría ser precisamente la expresión, la creación misma de la so­ ciedad? No es este el momento para meditar sobre los orígenes, los precedentes y el destino ulterior de esta visión de las cosas, y de las discusiones que ha sus­ citado. Pero me gustaría poder establecer los lazos que unen esta revolución del pensamiento, por un lado al pensamiento sociológico y, por el otro, al tiempo histórico en el que surgió. Porque me parece que con ello podremos contribuir a esclarecer las definiciones que nos interesan («pueblos», «pa­ trias», «naciones», etc.). No porque Durkheim las abordase directamente, sino porque su problemática no le resultaba extraña. Durkheim es, ante todo, un positivista de su tiempo, que admite que existen leyes naturales a las que es imposible no obedecer. Pero sabe que la aplicación de este esquema a las sociedades choca con algunos hábitos: Sólo un pequeño número de inteligencias está firmemente convencido de la idea de que las sociedades están sometidas a leyes necesarias y constituyen un reino natural.20 Este vocabulario —los «reinos»— podría parecer anticuado en los tiem­ pos en que Durkheim lo utiliza para sus propuestas innovadoras, pero expre­ sa con claridad la voluntad de especificidad de la «sociología». De hecho, la auténtica innovación se halla en la relación que propone es­ tablecer entre lo común y lo sagrado, entre la conciencia colectiva del grupo y su sacralización. Citemos las fórmulas más significativas: ✓

20. Emile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa , Alianza Editorial, Madrid, 1993, pp. 67-68.

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Es indudable que una sociedad posee todo aquello que se precisa para despertar en los espíritus, por la mera acción que se ejerce sobre ellos, la sen­ sación de lo divino, pues ella es para sus miembros lo que un dios para sus fieles.21 Las representaciones religiosas son representaciones colectivas que expre­ san realidades colectivas.22 Y todavía este otro párrafo, que responde a los interrogantes que había­ mos encontrado en el Verdun de Romains, sobre el misterio de la aceptación del sacrificio: Por eso, cuando, incluso en nuestro fuero interno, intentamos liberamos de estas nociones fundamentales, sentimos que no somos completamente libres de hacerlo, que hay algo que se nos resiste, en nosotros y fuera de nosotros ... como la sociedad también está representada en nosotros, se opone, desde nues­ tro propio interior, a estas veleidades revolucionarias.23 El uso de esta palabra —«revolucionarias»— sugiere que Durkheim no pretendía, aquí, referirse al rechazo de las simples obligaciones de la moral corriente («rebeldes» hubiera sido suficiente), sino plantear la hipótesis de una negación más global, más política, de las exigencias de la sociedad. Pu­ blicado en 1912, este texto analiza con antelación el fenómeno que a menu­ do ha intrigado a los historiadores sobre los acontecimientos del mes de agosto de 1914: ¿cómo se volatilizó, cómo se redujo a la nada, la espera­ da resistencia a aceptar la guerra? El carnet B, que preveía, en Francia, en caso de movilización, el arresto de un buen número de «revolucionarios», posiblemente fue tirado a la papelera.24 Podemos decir que Durkheim lo había previsto. Ello tiene su importancia. Pero esta «sociedad hipostasiada y transfigurada», capaz de imponerse a las conciencias individuales, deja de ser una abstracción cuando se decreta una «movilización general». Adquiere entonces un cuerpo concreto, territorialmente localizado, jurídicamente defi­ nido. «El francés» que se alza contra «el alemán», «el alemán» que se alza contra «el francés». Es una formación social estructurada la que se impone y obliga a los individuos, y estamos tratando de encontrar un nombre ade­ cuado para denominarla. El aparato capaz de imponerse al individuo tiene uno: el estado. 21. Ibid., p. 342. 22. Ibid., p. 41. 23. Ibid., p. 53. 24. El tema del carnet B ha sido tratado por Jean-Jacques Becker, Le Carnet B. Les Pouvoirs Publics et l'Antimilitarisme avant la guerre de 1914, Éditions Klincksieck, París, 1973. La lista del carnet B había estado constituida por unos 2.500 nombres.

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Es el estado el que «moviliza», el que da a cada uno de sus administra­ dos [ressortissants] en edad militar la orden de «reunirse con su cuerpo», y el que, si no es obedecido, lo hará buscar por el «gendarme» de su pueblo. Del mismo modo que, si otro de los administrados muere por la patria, el es­ tado irá, «con delicadeza», a avisar a sus allegados. Porque uno no muere «por el estado», sino «por la patria». ¿Es «el miedo al gendarme» el factor determinante? El soldado de Erich María Remarque que, exhausto y desen­ cantado, exclama: «¡Si fuésemos héroes estaríamos en casa!», se engaña, ya que una rebeldía individual no puede tener éxito, y una revuelta colectiva triunfante exigiría otros deberes, y otros enrolamientos. Conseguir «volver a casa» de una forma individual supone cometer un fraude, y, en consecuen­ cia, tener mala conciencia. Volvamos a Durkheim, y a aquello que él llama «una clase particular de necesidad moral» impuesta por la sociedad al indi­ viduo. A partir de sus referencias etnológicas, Durkheim ve en esta necesi­ dad lazos religiosos. Pero al mismo tiempo nos pone en guardia contra todo «comparativismo» simplificador. La monogamia de las tribus australianas, nos dice, tiene muy poco que ver con el Código Civil. Y es aquí cuando llama «historia» —hecho que nos interesa particularmente—, a la ciencia que convendría crear: «hay que observar la historia, hay que fundar toda una ciencia, ciencia compleja...».25 Este llamamiento, en 1912, empezaba a comprenderse; no lo será del todo hasta 1929, con Luden Febvre y Marc Bloch. En el esfuerzo que se autoimpone Durkheim para no pasar demasiado rápidamente del tótem a los símbolos nacionales (como más tarde Davy pasará del potlatch a Emest Renán), algunos malentendidos resultan especialmente esclarecedores e ilustrativos. Tomemos, por ejemplo, uno de los términos cuyo contenido nos inte­ resa de un modo especial: la palabra «nación». Durkheim no la utiliza en sus comparaciones con los grupos primitivos; es demasiado consciente de la distancia que les separa. Pero en determinados momentos, como sin darse cuenta (lo que es más significativo), se sirve de palabras derivadas, que sólo pueden ser entendidas por aquel lector que tenga una conciencia clara de lo que implica el radical «nación». Así, para indicar que la magia no es una religión, Durkheim nos dice que se apoya tanto sobre dioses extranjeros como sobre dioses nacionales. Esto significa dar a «nación» un valor suprahistórico. Lo mismo sucede cuando esboza una crítica del concepto de «antropología», que percibe como una búsqueda de lo universal, «más allá de las diferencias nacionales e históricas». «Nacional», aquí, parece referir­ se a cualquier tipo de agrupamiento. Y es el lenguaje de lo cotidiano. Pero ¿cotidiano desde cuándo? 25. Émile Durkheim, op. cit., p. 55.

LO COMÚN Y LO SAGRADO

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La atención del historiador de hoy se siente atraída, cada vez más, por los hechos de «mentalidad». Nos interesamos por el papel desempeñado, también en la vida moderna, por los «símbolos». En Les lieux de mémoire, hay un capí­ tulo legítimamente consagrado a la bandera, donde se trata sobre lo que repre­ senta, todavía, para los franceses.26 Durkheim parece saberlo bien cuando, para hacer comprender al lector lo que era un «tótem», escribe: «El tótem es la bandera del clan».27 Aquí, la explicación, a través de la comparación, apela a la experiencia de nuestro presente. Pero unas líneas después Durk­ heim nos dice que «el clan no tiene base territorial»;28 ello dificultará la com­ paración con la bandera. Durkheim cita entonces a otro etnólogo, que ha preferido, para hacer comprender el sentido del «tótem», evocar «los blaso­ nes heráldicos» ¡en las «naciones civilizadas»! Al leer «blasones» —y todo el léxico de los «emblemas»— el historiador pensará sobre todo en las dis­ putas dinásticas que desmembraron, en los siglos xvi y xvn, un Occidente europeo aún muy poco «nacional» y muy desigualmente «civilizado». Así pues, si los historiadores corren a menudo el riesgo de utilizar incorrecta­ mente el lenguaje de los etnólogos, estos no les van a la zaga. Un último ejemplo. Hay palabras que son tan familiares que su uso no parece comprometer ninguna concepción particular de grupo. Estoy pensan­ do en «país» y en «pueblo». Durkheim no utiliza la primera, que no evoca nada referente a lo social. Pero no puede evitar escribir «pueblo»:

Además de hombres, la sociedad consagra cosas, y sobre todo ideas. Basta con que una creencia sea unánimemente compartida por unp u e b lo para que, por las razones expuestas más arriba, quede prohibido ya tocarla, es decir, negarla o incluso ponerla en duda. Ahora bien, la prohibición de la crítica es como cual­ quier otra prohibición, y prueba que nos encontramos ante algo sagrado. Inclu­ so hoy, por grande que sea la libertad que nos concedemos recíprocamente, un hombre que negase totalmente el progreso, que ultrajara el ideal moderno con el que están comprometidas las sociedades modernas, parecería un sacrilego. Hay al menos un principio que hasta los p u e b lo s más adictos al libre examen tienden a colocar por encima de toda réplica y a considerar como intangible: el propio principio del libre examen . 2 9

Estas frases de 1912 dejan hoy un sabor amargo. Tres cuartos de siglo nos han enseñado que las «sociedades modernas» no se encontraban al abri­ go de nuevas recaídas en la irracionalidad. Tendemos, sobre todo, a distin­ 26. «Les trois couleurs», por Raoul Girardet, en Pierre Nora, dir., Les lieux de mémoire. /. La République, Gallimard, París, 1986. 27. Emile Durkheim, op. cit., p. 363. 28. Ibid., p. 382. 29. Ibid., p. 353. La cursiva es de Vilar. El texto francés habla de «peuples épris de libre examen». /

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PENSAR HISTÓRICAMENTE

guir mejor entre las «sacralizaciones» propiamente dichas y las simples «ideo­ logías dominantes», que a menudo son «hegemonías de estado» o, en los tiempos actuales, efecto de la era de la comunicación; pero la expresión de Durkheim «los pueblos adictos al...» (al progreso, al ideal, a la libertad, etc.) suena demasiado a palabrería, a pura retórica. Cuando un texto de 1912 dice «los pueblos...», sabemos muy bien que es lo que entendía el gran público: Inglaterra, Francia, Alemania, Austria, Ru­ sia... Pero estas palabras abarcaban realidades bien distintas, estructuras complejas, socialmente contradictorias, étnicamente abigarradas. Utilizando este vocabulario, Durkheim se inscribía en un mundo de creencias. Segura­ mente lo hubiera reconocido, puesto que esbozó una teoría al respecto. Durk­ heim expresaba una «coyuntura mental» a la que uno se siente tentado de dar su nombre.

III.

La

coyuntura

¿ C o n v ie n e

D u r k h e im . U n a

preguerra.

d iv in iz a r l o u n á n i m e ?

El testimonio más significativo que autoriza a hablar de una «coyuntura Durkheim» es el de Jules Romains, en el prefacio que escribió, en 1925, para la reedición de su libro de poemas La vie unánime,™ que había publicado por primera vez, a sus veintidós años, en 1908. Es sorprendente observar que este libro, hoy casi olvidado, una obra de juventud no demasiado lograda, infe­ rior a otros libros de poemas de Jules Romains que tratan sobre nuestro tema de estudio (Europe, L'homme blanc...), fue recibido en 1908 con interés, como manifiesto importante de una escuela poética naciente. Sin duda eso también forma parte de la «coyuntura mental» de estos primeros años del siglo. Se esperaba «alguna cosa», y los críticos relacionaron las disposicio­ nes «unanimistas» con las proposiciones de Émile Durkheim; uno de ellos llegó a ver en La vie unánime «el loable esfuerzo de un joven espíritu para revestir de lirismo la enseñanza de sus profesores», ya que Jules Romains era normalien y Durkheim un pontífice universitario. Retrospectivamente vejado con esta calificación —no buscada— de «notable», Romains, en 1925, res­ pondió, sin ocultar sus pretensiones pero con humor, que Polyeucte, Phédre y Tartufe no habían sido escritas a partir de los apuntes tomados en las cla­ ses de Descartes y, sobre todo, que La vie unánime había sido enteramente escrita antes de que el autor hubiera leído una sola palabra de Durkheim. Ro­ mains confiesa haber sentido por la sociología una aversión espontánea, y sólo reconoce como maestros, de Homero a Hugo, a los poetas. Su encuen-30 30. Jules Romains, La vie unánime, Gallimard, París, 1925. El prefacio se ha reproducido en las nuevas reediciones (incluso las más recientes) que Gallimard ha hecho del libro.

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tro con Durkheim había sido inconsciente, y es esto lo que define la «coyun­ tura» de su tiempo. Romains reprocha a los críticos no haber sabido percibir, en La vie unánime, «a un niño estremecido por la religión, que había enfer­ mado por la religión, a un hombre joven sacudido por el ejército, que había enfermado por el ejército».31 He aquí, para nosotros, el testigo de esta sociedad que convertía la reli­ gión en un atributo de la infancia, y la condición de soldado en un signo de virilidad. Entre los «unánimes» (lugares y momentos en los que puede surgir el alma colectiva) el poema evoca la iglesia, en un momento de exaltación fugitiva, y el cuartel, en su pesada continuidad. Entrevemos la nostalgia de lo divino: «¡Qué felices seríamos si tuviéra­ mos un dios!». Pero no uno de esos dioses abstractos «que jamás han ha­ blado desde la montaña, y que no mueren después de haber llorado ... Ay, ¡esos dioses ya no volverán!».32 El grupo consumido, envejecido, de la misa de los domingos sabe que ya no es «el más grande de los seres unánimes». Entre el humo del incienso y el tañido de las campanas, el «unánime» crea­ do por el fervor de los votos de cada uno, «sueña en voz alta que Dios es él».33 El cuartel es grávido, mórbido, desgraciado, ávido de morir para devolver al individuo su libertad y su alegría cotidiana. Pero es el estado (la palabra ha sido escrita) el que ordena su continuidad y supervivencia, y «lo llena de juventud nueva cada año».34

Después, una mañana, la guerra. El cuartel, que no sabe nada, no sabrá nada. Se le dirá que salga de sus muros

31. «Comme n’ont-ils pas sentí que l’auteur de la Vie Unánime avait été un enfant bouleversé par la religión, rendu malade par la religión, et plus tard un jeune homme bouleversé, rendu malade par l’armée» (Jules Romains, op. cit., p. 15). 32. Son versos extraídos del poema «Je cherche»: «Comme on serait contení si Con avait un dieu!». Los otros versos han sido extraídos de la última estrofa del mismo poema: «Hélas\ des dieux pareils, il n'en passera plus\ / lis ont peur de montrer leur costume trop simple / Et d’entailer sur quelque tesson leurs pieds ñus. / Mais les autres, les dieux abstraits qu’on n’a pas vus, / Ceux que le souffle á peine chaud de la raison / Mit comme une buée aux vitres du destín, / Les dieux abstraits qui s’evaporent en divin, / Les dieux qui n'ont jamais parlé sur la montagne, / Et qui ne sont pas morts aprés avoir pleuré, / lis peuvent exister, nos coeurs n’en veulent point». 33. Vilar cita dos versos del largo poema «L’Église». El primero corresponde a este frag­ mento: «Autrefois, / Dans la ville, C'était lui le plus grand des étres unánimes, / Et toute la cité se transfusait en lui. / Mais maintenant elles ont surgí, les usines, / Les jeunes usines!». El se­ gundo verso citado corresponde al verso final del poema: «Le groupe si vieux, si petit, / Qui séche, qui ne vit plus guére, / Reve tout haut que Dieu, c'est lui». 34. «L'État ordonne qu'elle y reste, qu'elle y dure. / Chaqué jour il lui passe un peu de nourriture, / Et l ’emplit de jeunesse neuve chaqué année», del poema «La cáseme».

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PENSAR HISTÓRICAMENTE

Y más tarde, no mucho más tarde, • • •

saldrá, y será asesinado por los cañones 35

Según estos versos, el cuartel tiene conciencia. Se sabe, se siente «fecun­ do de miles de muertes futuras en su vientre».36 Este verso, en el «poema del vigésimo año» de un «joven sacudido por el ejército, que había enfermado por el ejército», indica la presciencia, casi la presencia, del «futuro 1914» en los espíritus de los primeros años del siglo. Citaremos, en el momento ade­ cuado, a Jaurés y a Péguy. Aquí, en nuestra búsqueda de la definición de lo «común» y de la intervención de lo «sagrado», el encuentro entre el «cons­ cripto» Romains y el sexagenario Durkheim, gran autoridad moral en la III República francesa, próximo a publicar (lo hará en 1912) Las formas ele­ mentales de la vida religiosa, me parece lleno de sentido. Dos conclusiones que Durkheim cree poder extraer de su reflexión científica podrían servir de exergo a la intuición «unanimista» de Romains:

Por lo que concierne a los hechos sociales, todavía tenemos una mentali­ dad de primitivos . 3 7

Un dios no es sólo una autoridad de la que dependemos; también es una fuerza sobre la que se apoya nuestra fuerza . 3 8

Aplicado a los años 1905-1920 y 1930-1945, el contenido de estas frases es inquietante. Algunas masas humanas se enfrentaron, y fueron divinizadas como grupos solidarios para darse más fuerza. Y los millares de muertos de los que la cáseme se sentía embarazada se convirtieron en millones. La naturaleza de estos grupos solidarios continúa siendo oscura. Durk­ heim habla de «la sociedad», Romains de «lo unánime». Como si no se atre­ vieran a escribir (si lo hacen es de un modo inconsciente) «patria», «nación» o «potencia». ¿No tendrían miedo de reconocer que no encontraban diferencias 35. «Puis, un matin, la guerre. / La cáseme, qui ne sait ríen, / Ne saura ríen. On lui dirá / De se glisser hors de ses murs / [De marcher, de suivre une me, / Et de monter dans un train noir.] / Et plus tard, pas beaucoup plus tard, / [Ne sachant pas oú les wagons / L’auront menée; / Ne sachant rien de tout, sinon / Qu’il faut tuer; / S’aplatissant, faisant des bonds. / Et voulant vivre alors d’un désir forcené, / Dans la boue et dans la fumée, / Saignant, rageant, ratatinée,] / Elle ira, et sera tuée / Par les canons». 36. La traducción se resiente aquí del hecho de que a la palabra cáseme en francés no le corresponda en castellano otra palabra de género femenino. Estos son los tres versos finales de «La cáseme»: «Elle est feconde. Elle a de quoi créer, portant, / Comme un ovaire lourd qui pal­ pite et qui s’enfile, / Des morís futures par milliers aprés son ventre». 37. Emile Durkheim, op. cit., p. 68. 38. Ibid., p. 346.

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de naturaleza entre un enfrentamiento entre dos tribus primitivas y un en­ frentamiento Francia-Alemania o Rusia-Austria? Durkheim se tranquiliza cuando admite algo que para los europeos de su tiempo debía ser percibido como una evidencia: la existencia de «sociedades modernas», «naciones civilizadas», «pueblos adictos al libre examen». El joven Romains lanzaba fórmulas más inquietantes: Queremos libremente que nos esclavicen, tener un dios vale más que tener la libertad. Nuestras almas, que tanto tiempo han tardado en ser esculpidas, y que adornos suntuosos enriquecen, las lanzamos, sin una lágrima, al precipicio de la ciudad.39 Y todavía: «Quiero ahogarme lanzándome a los hombres».40 Perdura, a pesar de todo, una nostalgia —aunque abstracta y lejana— de lo universal: «Será necesario que un día seamos la humanidad».41 Romains, entre los años 1920 y 1930, conseguirá hacer vivir a los peque­ ños grupos (copains, calles de París, manifestaciones), cantará y exaltará a las grandes ciudades (París, Londres, Génova, Niza), satirizará —de un modo divertido, pero feroz— cómo puede ser construido, sobre una idea fija im­ puesta, un totalitarismo provinciano (Knock), querrá apasionadamente una Europa (tendremos que continuar hablando sobre él, pues, en este libro), se interrogará sobre el destino del «hombre blanco»; en los límites del racismo, rehusará traspasarlos, y el intelectual «occidental» volverá a Victor Hugo («Oh República universal») y al ideal republicano de su infancia («La escue­ la es nueva en el flanco de la montaña...»).42 Es el itinerario incierto, entre 1906 y 1934, de muchos «hombres de buena voluntad».43 Depositaron mu­ 39. «Nous voulons librement que Ton nous asservisse, / Avoir un dieu vaut plus qu’avoir la liberté, / Nos ames qu’on a mis tant de jours á sculpter, / Et que des omements somptueux enrichissent, / Nous les jetons, sans une larme, au précipice / De la cité». Versos extraídos del poema «Nous». 40. «Je veux bien me noyer en me jetant aux hommes...». 41. «II faudra qu’un jour on soit Lhumanité». Es el último verso del poema «Si Ton avait un dieu», del grupo de doce poemas que aparecen bajo el título «Pendant une guerre» en La vie unánime. 42. Referencia a los versos finales del poema «Hymne» que concluye la recopilación L ’homme blanc publicada en 1937. El poema comienza: «L’école est neuve au flanc de la montagne». Y esta es la estrofa final: «Instituteur, c ’est toi, maítre d’école, / Que 1’homme blanc charge de son dessein; / Et ton soldat, ton calme fantassin, / C'est lui, ó république universelle». 43. Todo el párrafo está lleno de referencias a las obras de Jules Romains: la novela Les Copains (1913), los libros de poemas Europe (1916) y L ’homme blanc (1937), la obra de teatro Knock ou le triomphe de la médecine (1927), y la extensa obra — veintisiete novelas— Les hom­ mes de bonne volonté (1932-1946).

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PENSAR HISTÓRICAMENTE

chas esperanzas, y sufrieron por ello, en una definición clara de las comuni­ dades de las que dependían, y que (pero ¿por qué mecanismos?) dependían de ellos. Esta fue su gran dificultad, y ello constituye la justificación de este ensayo. Y también la conveniencia de señalar aún algunos puntos oscuros en la formación del pensamiento sociológico. «

IV.

C o n f u s io n e s

e n l o s o r íg e n e s d e u n a s o c io l o g ía d e g r u p o s .

«PSYCHOLOGIE DES FOULES» Y «VÓLKERPSYCHOLOGIE»

Hemos visto que Jules Romains, reflexionando sobre los orígenes de su poema La vieunánime (1908), rechazó la idea de la más mínima influencia ✓ del pensamiento de Emile Durkheim; veía en los sociólogos a una especie de demonios,

Creo recordar haber enviado un ejemplar de L a v ie u n á n im e al doctor Gustave Le Bon, de quien había evitado leer una sola línea. Tan sólo el título P s y c h o lo g ie d e s f o u le s me producía escalofríos. Vemos así que en 1908, en el horizonte de la sociología naciente, Gustave Le Bon era más «indiscutible» que Émile Durkheim. Durante muchos años esto me sorprendió. A lo largo de mi formación universitaria, oír decir de un texto, de un libro: «es de Le Bon», y sonaba en mis oídos como una condena definitiva, sin posibilidad alguna de perdón.44 Sin embargo, en los años ochenta, por razones no muy difíciles de descu­ brir, Le Bon ha reaparecido en la historia del pensamiento del siglo xx, y lo ha hecho en posición de faro avanzado. No debemos pasar por alto este hecho. Porque las imágenes fijadas por los sociólogos vulgares no importan menos al historiador que las construcciones de los sabios. Sobre las relaciones entre lo «común» y lo «sagrado», entre las estructuras internas de las sociedades y la solidaridad de los grupos observables en el espacio, ¿qué sugería Le Bon?, y ¿quién le escuchaba? En Francia, hacia 1981, fecha de un giro político que aterrorizó a más de un alma ingenua, pudo parecer juicioso resucitar a Le Bon. Otto Klineberg, en el prefacio de una reedición de Psychologie des foules, pensó que era con­ veniente prevenir al lector: iba a encontrar en el libro una «mística racial» (es más amable que «racista»), algunas «anécdotas», una etnología «un poco simplista», e incluso dos fórmulas que hoy ya no forman parte de los «lu­ 44. Gustave Le Bon (1841-1931). Médico de formación, ¿us libros sobre etnología y psico­ logía conocieron un gran éxito en todo el mundo. He intentado situar su importancia en Cataluña y en España en la nota adicional número 2. La reflexión de Romains se encuentra en el Prefacio de la edición de La vie unánime de 1925.

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gares comunes» y, por lo tanto, ya no pueden ser aceptadas: Le Bon hace «de la intolerancia y del fanatismo el resultado lógico de los sentimientos religio­ sos», lo que no le impide experimentar inquietud ante la escuela republicana, porque «la educación actual recluta muchos discípulos para las peores for­ mas del socialismo». «Esta opinión ... es discutible», piensa Klineberg. Digamos más bien que un lenguaje como este ayuda a fechar un texto y a situar un hombre. Leá­ moslo, no «con espíritu crítico», sino simplemente como historiadores.4546 Todo «librito» muy leído afirma y condensa lo que piensan, temen, desean y esperan determinadas capas de la sociedad, determinadas categorías de inte­ lectuales. En 1895, entre la Comuna —un gran temor— y el proceso Dreyfus —una gran división—, Psychologie des foules resulta un gran texto. Como documento. ¿Sentó las bases de una sociología útil para nuestra problemáti­ ca? Es necesario que nos lo preguntemos. Serge Moscovici, en 1981, en un voluminoso libro, L ’Age des foules* con­ virtió a Le Bon en «el Maquiavelo de la sociedad de masas», lo que plantea un primer problema: «foule» y «masse», ¿pueden confundirse estos dos concep­ tos?47 Pero podemos seguir a Moscovici cuando opone el eco universal del bestseller de Le Bon al «silencio» (de hecho, al desprecio) que caracterizó, sobre todo en Francia, la acogida de Le Bon por parte de la naciente ciencia socioló­ gica. Moscovici nos propone cuatro razones para explicar este «silencio»: A

1) La «mediocre calidad» de sus libros: «observaciones pobres», «desenca­ denamiento de prejuicios y de odio contra aquello que, en otras partes, fascina». Y la verdad es que queriendo inspirar «el miedo de las multitudes», juzgán­ dolas manipulables, se está sugiriendo la esperanza, y el sueño, de manejarlas. 2) Le Bon, dice Moscovici, fue un burgués liberal; por esta razón, el mundo ha preferido a «los Weber, los Durkheim, los Parsons, los Skinner...», inventores de un saber «más cosmético y, para decirlo todo, más ideológico». Ciertamente, toda sociedad puede segregar a la vez varias ideologías. ¿Es una razón suficiente para igualar Le Bon a Weber? 3) Los políticos y los medios de comunicación no han dejado de aplicar «las recetas y los trucos» del doctor Le Bon, pero no conviene decirlo. ¿Inven­ tó una teoría de la comunicación? Horkheimer y Adorno quizás lo presintieron. 45. Gustave Le Bon, Psychologie des foules, PUF, París, 1981. En el prólogo, Klineberg dice «hay que leer el libro con espíritu crítico». En la edición castellana Psicología de las masas (Ediciones Morata, Madrid, 1983), Florencio Jiménez Burillo, en el prólogo, acaba precisamen­ te recogiendo estas palabras de Klineberg. 46. Serge Moscovici, L'Age des foules. Un traité historique de psychologie des masses, Fayard, París, 1981. Traducido al castellano como La era de las multitudes. Un tratado histórico de psicología de las masas, FCE, México, 1985. 47. En el texto, traduciremos siempre foule por «multitud» y masse por «masa». A

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4) Hitler y Mussolini se arrogaron formalmente el pensamiento de Le Bon, y esto habría hecho que las referencias a su obra hubieran dejado de ser oportunas. Es este último punto, naturalmente, el que más interesa al historiador. Pero Le Bon no había sido el único que había evocado la fascinación de los líderes sobre las multitudes. Sobre todo, no había dicho, o lo había dicho mal, qué tipo de comunidades mitificadas serían invocadas por esta fascina­ ción. Había publicado, en 1894, un año antes de Psychologie des foules, otro libro también muy leído, Les lois psychologiques de l 'évolution des peuples, donde planteaba el problema de las razas. Pero Le Bon no es Gobineau.48 No teoriza; vulgariza. Se interesa por las «razas» por causa de las colonias: hay mestizajes buenos y mestizajes malos. Pensando en Europa, aunque ya había quien se interrogaba, entre 1890 y 1910, sobre la diferencia entre «naciones» y «etnias», Le Bon, a propósito de los enfrentamientos entre «estados», de incidentes en el auge de las «potencias», evoca los trastornos y la crispación de las multitudes, los contrastes entre comportamientos colectivos: un fra­ caso colonial («importante», dice) en Jartum, en 1885, no comportó la dimi­ sión del gabinete británico, mientras que el fracaso («insignificante», dice) de Langson, en Tonkin, resultó fatal para el ministerio francés. Y es que «las multitudes son, en todas partes, femeninas, pero las más femeninas son las latinas». Otro ejemplo: la «terrible guerra» de 1870 «surgió inmediatamente» tras «la explosión de cólera» francesa al conocerse la noticia del «telegrama de Ems». Recordemos que Bismarck lo había despachado para excitar «al toro galo». ¡Muy «femenino» y muy «latino»! Este era el nivel de los lenguajes del siglo pasado. Michelet, haciendo de Francia «una persona» y jugando con el doble sentido de la palabra «pueblo», resultaba más grave y magnánimo, pero no era mejor analista. ¿Cuándo exigiría alguien una aproximación menos superficial a la naturaleza de los grupos, a las características de sus compor­ tamientos? En este terreno, Le Bon ¿había tenido «el talento de los descubri­ mientos pero no el genio de explotarlos?».49 Sus banalidades solemnes, por la misma reacción que provocan, señalan con claridad la necesidad de tres ám­ bitos de estudio: será necesario fundar una psicología diferenciada de los di­ ferentes grupos; será conveniente introducir la noción de «inconsciente», ya que el racionalismo del siglo xix ha razonado demasiado en términos de «conciencia» («conciencia nacional» o «conciencia de clase»); no puede elu­ dirse la dimensión religiosa de los fenómenos. 48. Arthur Gobineau, conde de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas hu­ manas (1853-1855). 49. La frase es de Serge Moscovici, op. cit., p. 94.

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Hacia una sociología diferenciada de los grupos humanos. En 1895, Le Bon, «liberal-conservador» (como se decía entonces en España), traducía el miedo que sentía hacia la calle, hacia lo numeroso, hacia lo anónimo, agrupando bajo el nombre de «foules» las más dispares categorías de los grupos humanos: tribunales, foules electorales, asambleas parlamentarias, sindicatos, las emociones de la calle, que expresaban «el alma de una raza». La sociología insiste hoy sobre la especificidad de cada tipo de agrupación, minúsculo, multitudinario, efímero, duradero, ocasional, institucional: cada uno tiene sus características, si no sus propias leyes. Por otro lado, para Le Bon, la «era de las multitudes» era su tiempo. Como si no hubieran existido revueltas de esclavos y juegos de circo, migraciones-invasiones, cruzadas, peregrinaciones, grandes peurs, pogromos, así como fiestas y carnavales, procesiones, «sociabilidades» de todo tipo. Desde hace medio siglo, los his­ toriadores han dado lecciones a los sociólogos. En relación a las tempo­ ralidades sobre todo: instantaneidad de los pánicos, tiempos cortos de los rumores que se extienden, tiempos medios de la prosperidad y de las crisis, tiempos largos de la mentalidad y de las religiones. ¿Qué tipo de tiempo conviene a la observación de los grupos humanos sobre los diversos territo­ rios? El interés durante tanto tiempo exclusivo de la historiografía por los poderes, las batallas y los tratados, hace que tendamos a ver cómo combaten y se reconcilian, a través del tiempo, grupos que, aparentemente, están mejor definidos si tienen un nombre. «Francia», «Alemania», «España», ¿quién no cree saber de qué se trata, sea cual sea el instante rememorado? Para los si­ glos en los que es difícil ver «estados», se suele esquivar el problema (hasta Seignobos) escribiendo «pueblos». Sólo Lucien Febvre se atrevió a afirmar que «el mayor problema» que se plantea al historiador no es otro, ante las grandes «naciones» modernas, que el de su existencia y el de su naturaleza. No ha sido demasiado comprendido. De ahí la dificultad de nuestra empre­ sa. Y su justificación. La aparición del inconsciente. En la terminología de Le Bon, la palabra «inconsciente» aparece con frecuencia. Hoy la palabra tiene un sentido muy preciso en el ejercicio del psicoanálisis, y un sentido a menudo muy vago en el uso cotidiano. Ahora bien, Psychologie des foules (1895) es casi contemporá­ nea de lo se que se ha denominado «el nacimiento del psicoanálisis». Esta cir­ cunstancia, ¿es suficiente para relacionar dos fenómenos de características, y de futuro, tan distintos? No nos atreveríamos a hacerlo si el mismo Freud, tar­ díamente, pero de forma clara, no hubiera planteado el problema: en 1921 pu­ blicó Massenpsychologie und Ichanalyse que, en Viena, revelaría Le Bon a Adolfo Hitler. No queremos dar una importancia excesiva al suceso (el nazismo tiene otras dimensiones, otros orígenes), pero el encuentro es muy sugestivo. Convertir al doctor Freud en el mejor discípulo del doctor Le Bon es es­ candaloso e inexacto; Freud, ciertamente, cita largos párrafos de Le Bon, « « i# »

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suficientes para «revelarlo» a un lector perseguidor de sus fantasmas. Pero se crítica a Le Bon en las citas, y se le relega, en la parte constructiva del opúsculo, a la categoría de simple divulgador, que utiliza la palabra «in­ consciente» sin la precisión del concepto psicoanalítico. Sólo falta decir que Freud, en 1921 (como ya lo había hecho en 1912 y 1915), se preguntó si no hubiera sido conveniente, después de haber privile­ giado, en el análisis del «yo», los contactos familiares inmediatos, intentar penetrar en la esfera de las pertenencias más amplias. Y, aquí, su posición vacila: ¿se trataría de estudiar los tipos de grupos capaces de dejar huella en un individuo (la multitud de un día, los contactos cotidianos, las asambleas ocasionales o regulares...) o más bien, las pertenencias involuntarias más o menos coactivas (religiones, lenguas, estatus jurídicos, clases sociales even­ tualmente «conscientes y organizadas»...)? Pero no podemos decir, como han dicho sus traductores franceses, que Freud no había distinguido entre «foule» y «masse», cuando había escrito:

solange sich keine Bindungen in ihr nicht hergestellt haben, hátte aber das Zugestandnis zu machen dass in e in e r b e lie b ig e n M e n sc h e n m e n g e sehh le ic h t d ie T endenz zu r B ildu n g E in e b lo s s e M e n sc h e n m e n g e n och k ein e M a s s e ist,

e in e r p s y c h o lo g is c h e n M a s se h e r v o r tr itt

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La distinción es neta. Pero si se traduce el final de la frase por «dans la premié re multitude d ’hommes venue, la tendance áformer une foule psychologique apparaít»,51 se elimina el matiz introducido por Freud, y se enfatizan los efectos de la extraña transferencia que había empezado en 1912, cuando Psychologie des foules había sido traducida al alemán con el título Psychologie der Massen. En 1912 una transferencia de este tipo, incluso —o sobre todo— si era involuntaria, no era inocente. Pero invierte el sentido de «la operación Le Bon». Denomino así el golpe mediático exitoso (que no hay que confundir con «éxito científico») que representó Psychologie des foules. La diana fue una burguesía francesa conservadora y racionalista, que se asustaba ante eventua­ les manifestaciones irracionales producidas en el seno de las democracias: la crispación en las asambleas, las manifestaciones en la calle. «Communards», «septembristas», exaltaciones «femeninas» del «chovinismo», papel de los 50. La cursiva es de Vilar. En la edición castellana del libro de Freud, Psicología de las masas (Alianza, Madrid, 1969) este párrafo ha sido traducido: « ... una simple reunión de hom­ bres no constituye una masa, mientras no se den en ella los lazos antes mencionados, si bien ten­ dríamos que confesar, al mismo tiempo, que en toda reunión del hombre surge muy fácilmente la tendencia a la formación de una masa psicológica » (p. 38). 51. He reproducido la traducción francesa tal como la cita Vilar. Los problemas de las tra­ ducciones de Le Bon y Freud son objeto de comentario en la nota adicional número 2.

LO COMÚN Y LO SAGRADO

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«meneurs»: las evocaciones son inquietantes, el vocabulario, peyorativo. Pero si se traduce