Operativo Corazon Re Partido

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© 2009, María Fernanda Heredia © De esta edición: 2013, Santillana S. A. Av. Eloy Alfaro N33-347 y Av. 6 de Diciembre Teléfono: 244 6656 Quito, Ecuador Av. Miguel H. Alcívar y José Alavedra Tama, manzana 201, no 14, Kennedy Norte Teléfono: 228 8012 Guayaquil, Ecuador www.librosalfaguarajuvenil.com/ec Alfaguara es un sello editorial de Santillana. Éstas son sus sedes: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, España, Estados Unidos, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Perú, Portugal, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela. Primera edición en Caja de Letras Ecuador: Julio 2010 Primera edición en Alfaguara Ecuador: Mayo 2013 Editora: Annamari de Piérola Ilustraciones: XX Diagramación: María Isabel Vásconez ISBN: XX Impreso en Ecuador por XX Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso escrito previo de la editorial.

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Operativo Corazón Partido María Fernanda Heredia Ilustraciones de Santiago

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González

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Para Alonso y Marcela, que me enseñaron el valor de la amistad.

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Yo quería que aquel 14 de febrero Jazmín recibie-

ra el regalo más lindo del mundo. Para juntar el dinero necesario tuve que trabajar por las tardes como un esclavo: barrí y trapeé el piso del chifa Chin Chun. Lavé todos los taxis de la cooperativa de transportes Jota Jota que tiene su central a una cuadra de mi casa. Arranqué todos los hierbajos que habían crecido en el jardín de la señorita García, y eso no es poca cosa, porque ese jardín alcanza para una lavandería, una pequeña huerta, una cancha de voleibol y un bosque tan grande que en cualquier momento podría ser declarado reserva natural. En mi barrio dicen que, de no ser por el bigote y por el tamaño de sus pies talla 42, la señorita García podría ser considerada la soltera más deseada en la ciudad. Pero además de todos esos trabajos sacrificados, cuidé a mis hermanas toda una tarde (con cambio

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de pañal incluido) y me comprometí a bañar al perro San Bernardo de la familia Jarrín, al que cariñosamente llamaban el Morsa. Este último trabajo fue un verdadero atentado contra mi integridad física, ya que el Morsa era muy «juguetón» y le encantaba jugar al muertito. Pero, claro, el muertito era yo, y él era la mole que me aplastaba en el piso hasta dejarme sin aire. Logré bañarlo por primera vez en su vida, y yo me quedé con olor a perro mojado durante un largo mes. Todas estas experiencias laborales solo tenían un objetivo: juntar el dinero necesario para comprarle a Jazmín Espinosa el regalo más lindo y romántico el 14 de febrero. Cuando coloqué sobre la mesa los cinco billetes más gordos que había logrado ahorrar en mi vida, me sentí orgullosísimo. Los conté, los enrollé y luego los envolví con una banda elástica. No quería que se me extraviaran. Y cuando aún disfrutaba de mi felicidad, sin darme cuenta, apareció a toda carrera Chulpi, mi perro, y de un bocado se tragó los billetes. Luego, el muy desgraciado, ladró contento y movió la cola.

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Jazmín

Jaimito Rodrigo Espinosa, con ese nombre tan

angelical, era un tirano. Medía un metro quince, pero atemorizaba a todo el barrio como si fuera un gigantón de dos veinte. Recuerdo con claridad que, cuando todavía no había aprendido a leer y escribir, ya era el rey del grafiti callejero. Era el último hijo varón luego de cuatro hijas mujeres, en una familia de padre machista que nunca perdió la esperanza de tener un sucesor que llevara su nombre y apellido. Para diferenciarlos al padre se lo conocía como Jaime a secas, y al hijo como Jaimito Rodrigo. Era un consentido insoportable y su mamá se derretía de amor ante el único hijo varón. Todos los diminutivos estaban presentes a la hora de referirse a él, y se pronunciaban con los labios apretados, haciendo con ellos un pico, para que palabras como

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«chiquito, reycito y preciosito» tuvieran toda la cuota indispensable de cursilería maternal. A nadie, jamás, podría ocurrírsele llamar al niño Jaime, o Rodrigo… ¡eso nunca! De llegar el caso podría correr sangre. Los padres lo habían inscrito en el Registro Civil con el primer nombre en diminutivo y exigían que se respetara su decisión. A la tía Loli, maestra de la guardería, la corrieron del trabajo porque tuvo la osadía de llamarlo Jaimito, cuando la obligación impuesta por los padres era que al referirse a él se lo hiciera con sus dos nombres, y de corrido para que sonara de un solo golpe: Jaimitorrodrigo. La familia había desarrollado un floreciente negocio (¡literal!), a través de una próspera floristería creativamente bautizada como El Palacio de las Flores. El padre era un corpulento señor, ex boxeador peso pesado, que luego de morderle una oreja a un árbitro fue expulsado de la federación de box. La madre de la familia Espinosa era una señora pequeñita que hablaba, enredadamente, sin parar. Ni siquiera se detenía para tomar aire. Una vez que ella comenzaba, podía estar siete meses sin pausa; por eso, todos en el barrio la conocían como La Enredadera. Recuerdo que una vez acompañé a mi mamá a comprar un pequeño ramo que yo llevaría a mi

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profesora, la señorita Ana Lucía Escobar, en el día del maestro. Cuando llegamos a la floristería, La Enredadera se dispuso a preparar el ramo y, mientras tanto, halagó a mi mamá diciéndole que el vestido azul que llevaba era muy bonito. —Gracias —respondió mamá—, lo tenía guardado desde hace muchos años y ahora ha vuelto a ponerse de moda. Entonces La Enredadera comenzó con su blablá: —Sí, tiene razón, las cosas vuelven a ponerse de moda. Yo tenía un lindo pantalón anaranjado que me regaló mi tía Esther que, por cierto, murió hace tres años con un problema del pulmón porque el marido fumaba mucho, casi una cajetilla al día; es que él era muy nervioso porque trabajó 40 años como controlador aéreo, porque le gustaban mucho los aviones, él no tenía miedo como yo, que cada vez que me subo me pongo a temblar y rezo una oración a San Antonio, que es mi santo preferido, porque todos en mi familia hemos sido muy devotos, desde que mi mamá le pidió que le hiciera el milagro de que mi hermana Judy consiguiera marido, porque mi hermana no era muy simpática y jamás había tenido un novio, es que ella era muy tímida y se había dedicado a los estudios, por eso se graduó de licenciada en Educación, con las mejores notas, y pudo conseguir un buen trabajo en el Mi-

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nisterio de Cultura y gana un muy buen sueldo, por eso acaba de comprarse un departamento en la playa que ha decorado con unos muebles preciosos, de esos que están a la moda, con colores vivos, los de la sala son anaranjados, como un lindo pantalón que me regaló mi tía Esther, que, por cierto, murió hace tres años con un problema del pulmón porque el marido fumaba mucho… Entonces, en ese momento, cuando mamá y yo sentimos que nuestras cabezas estaban a punto de explotar, mamá puso un billete sobre el mesón, recogió el pequeño ramo y salimos corriendo con la disculpa de «Lo siento, nos tenemos que ir, el niño se atrasa al colegio». Margarita, Rosa, Violeta y Jazmín (todas con nombres muy floridos) eran las hermanas mayores de Jaimitorrodrigo, la mayor tenía 15 y la menor 12, todas ellas eran muy tímidas y absolutamente sometidas ante la tiranía del pequeño monstruo de diez años.

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Mi amigo Edú

Jazmín me gustó desde siempre. Era la chica más linda del barrio, aunque según mi amigo Edú, mi punto de vista no era muy preciso. Él, que siempre fue muy radical, solía decirme: —No es bonita, Juan, admítelo. Jazmín te parece linda, ¡porque no tiene competencia!, porque la estás comparando con otras vecinas, y el nuestro es un barrio de feas. —¡No es cierto! —¡Cómo que no! ¿Por qué crees que desde hace diez años somos el único barrio en la ciudad que no presenta candidata a Reina de la Primavera? —Es verdad… —¡Claro que es verdad, Juan! Nuestro barrio solo ha presentado candidatos para el interbarrial de Corra con el huevo en la cuchara. —Y siempre hemos ganado, somos invictos desde 1995.

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—¡Vaya, qué honor! Ya podemos enviar nuestro equipo ganador a las Olimpiadas. A decir verdad, nuestro barrio no se caracterizaba por ser el semillero de las futuras reinas de belleza, pero aun así a mí me parecía que Jazmín era linda. Edú, que se creía un experto en mujeres, había diseñado un parámetro de medición de la belleza femenina y, según sus exigencias, había colocado a Jazmín en la categoría «Discretamente agradable, con un “no sé qué” que llama la atención si se la mira de perfil, entre la una y media, y las dos de la tarde». Y ese era, precisamente, el horario en el que yo podía verla cuando junto a sus tres simpáticas hermanas y su único e insoportable hermano regresaba del colegio. Edú y yo nos encaramábamos con puntualidad sobre el tabique que dividía nuestras casas para desde allí ver pasar a las «florecitas», como llamaban en el barrio a Margarita, Rosa, Violeta y Jazmín. Inevitablemente, también teníamos que ver pasar al insoportable Jaimitorrodrigo, que acompañaba y «cuidaba» a sus hermanas. —Apostemos que Jazmín me mira —decía yo segurísimo. —Dale, cuánto apostamos —respondía Edú. —Cien dólares. —¡Hecho!

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Y Jazmín pasaba, mirando de frente, ignorándonos como si Edú y yo fuéramos un par de hormigas pigmeas. Entonces Edú sacaba de su bolsillo una vieja libreta de las Tortugas Ninja, en la que apuntaba mis deudas: —Con esto ya me debes… siete mil seiscientos dólares, Juan, si continúas con tu éxito con las mujeres dentro de poco podré comprarme mi propio auto. Edú y yo éramos amigos desde siempre e íbamos al mismo colegio, aunque a diferentes grados. Él tenía 13, un año más que yo, y habíamos sido vecinos desde que nuestras familias habían comprado las casas #25 y #26 del barrio Sauces del Este. En el barrio había de todo menos sauces. Años atrás la junta de vecinos había tomado la «sabia» decisión de eliminar el parque central y todos sus árboles, para convertir ese espacio en una gran cancha de fútbol con graderíos. Lo que antes había sido un bosque verde se convirtió entonces en un rectángulo de tierra seca donde, además de celebrar los campeonatos interbarriales, nuestro equipo de Corra con el huevo en la cuchara entrenaba todos los jueves. Cuando nos anunciaron que nos quedaríamos sin bosque, Edú y yo teníamos nueve y ocho años, y quisimos oponernos al proyecto, porque no queríamos que nos dejaran sin sauces. En unas

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vacaciones habíamos logrado construir una precaria vivienda secreta en las ramas de uno de los sauces más altos, vivienda a la que pomposamente llamábamos The Ninja’s Club, porque ambos éramos admiradores de las Tortugas Ninja y con esos personajes compartíamos el gusto por la pizza y el propósito de salvar al mundo de sus malhechores. Pero nuestras intenciones ecológicas de evitar la desaparición de nuestro bosque de sauces fueron ignoradas cuando vimos a nuestros padres emocionados y divertidos vistiendo sus camisetas, con la identificación Meneíto S. C., con las que participarían en la gran inauguración de la cancha del barrio. Si no contábamos ni con el apoyo de nuestras familias, no podríamos llegar demasiado lejos en los planes. Nuestros padres eran futbolistas de corazón… pero solo de corazón, porque de piernas y barriga más se asemejaban a los luchadores de sumo. Edú no tenía hermanos o, mejor dicho, sí los tenía, pero ya no vivían en la casa de la familia. Eran dos hermanos grandes, como de veinticinco años o algo así y ya estaban casados. Edú vivía solo con su padre. Yo tenía dos hermanas pequeñitas, Laura y Lucía, las gemelas más lloronas de la historia de la humanidad. No eran malas, no eran monstruosas, no eran inquietas… simplemente lloraban y llora-

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ban y lloraban y lloraban como si no tuvieran otra cosa que hacer en la vida. La única manera de que se callaran la descubrimos por pura casualidad un sábado en que mamá las paseaba, a cada una en un brazo, mientras ellas lloraban sin consuelo. En esa caminata por toda la casa, mamá pasó por la sala donde mi papá y yo veíamos la televisión. En ese preciso momento papá cambió de canal y apareció en la pantalla la figura del presidente de la República en una de sus habituales cadenas nacionales. Al verlo, Laura abrió los ojos como hipnotizada y Lucía cerró la boca como si un ratón se le hubiera tragado la lengua. El milagro había ocurrido. Papá volvió al canal en el que estaban pasando un partido de fútbol y mis hermanas retomaron el llanto. —¡Cambia! —suplicamos mamá y yo. Y para nuestra sorpresa el efecto se repitió. Cuando el presidente hablaba, todo el país se ponía a temblar… pero en mi casa se respiraba paz y tranquilidad. Afortunadamente para nosotros al presidente le encantaba salir en la tele. A veces, cuando mis hermanas se ponían particularmente pesadas con su llanto interminable y todos estábamos a punto de enloquecer, yo escuchaba a mi papá decir: —¡Por Dios! Que el presidente se compadezca de nosotros. ¡Necesitamos al presidente!

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En ese momento mi mamá comenzaba a cambiar los canales a toda velocidad para ver si en alguno de ellos lo pillaba en una de sus cadenas o en un noticiero. Cualquiera que llegara a mi casa podría pensar que éramos unos locos fanáticos adoradores de la figura de nuestro primer mandatario, pero no era así. Las habitaciones de los bebés normalmente están decoradas con colores pasteles, con figuras de ositos y pajaritos, con patitos amarillos que nadan en un lago celeste. Pero la habitación de mis hermanas parecía la central del partido político del presidente. Había afiches que forraban las paredes, portarretratos y banderas.

Mi mamá tuvo que comprar, tras mucho esfuerzo, la colección completa, en video, con todos los discursos del presidente. Así, cada vez que mis

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hermanas se despertaban de madrugada teníamos una solución eficaz. Edú, que siempre estaba pensando en negocios, me dijo un día: —Deberíamos llevar a tus hermanas a un programa de televisión… sería una muy buena propaganda para el Gobierno y de seguro lograríamos un contrato para publicidad. —¡Estás loco! Mis papás nunca me lo permitirían. —No tienen por qué enterarse…

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Microtirano

Jaimitorrodrigo Espinosa era conocidísimo en el

barrio. Al ser el consentido de la casa, el único varón, el menor, el «reycito de mi corazón» (como le decía La Enredadera), toda la familia giraba en torno a sus caprichos. Y sus caprichos podían pasar desde «Quiero un caramelo» hasta «Quiero que me regalen una cebra por mi cumpleaños». Precisamente, cuando años atrás cumplió siete y pidió tan extraño animal como regalo, el señor Espinosa se vio en problemas. Intentó negociar con un circo que en ese momento pasaba por la ciudad, pero no tuvo éxito. Ofreció una suma de dinero extraordinaria al zoológico para que le vendieran una cebra, pero la respuesta fue negativa, el zoológico no vendía sus animales y, además, nunca había tenido una cebra. Jaimitorrodrigo había amenazado con berrinche monumental, fiebre convulsiva y huida intempestiva del hogar, si no se cumplía rigurosa-

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mente con su petición. Margarita, la hermana mayor, buscaba día y noche en Internet una cebra que estuviera de venta. Las otras hermanas colocaban carteles en los postes de toda la ciudad con un mensaje clarísimo: Compro cebra, pago lo que me pidan. Interesados comunicarse al 244 5669. La Enredadera rezaba y ofrecía flores a todos los santos para que le cumplieran el milagro. Pese a todos los esfuerzos la cebra no aparecía. Todo el barrio estaba en la expectativa de lo que ocurriría el día del cumpleaños de Jaimitorrodrigo. En aquel entonces yo tenía nueve años y hacía la cuenta regresiva de los días que faltaban para saber en qué terminaría este dilema. Una noche, recibí la llamada urgente de Edú. Con el palo de una escoba golpeó el cristal de la ventana de mi cuarto que quedaba junto a la del suyo, y me dijo: —Baja, tengo una misión megaimportantísima para ti. —¡Pero son las once de la noche! —Ya sé. Pero dije claramente que es megaimportantísima y nos puede cambiar la vida. Bajé por la tubería de agua, apoyando mis pies en las rejas de las ventanas y me encontré con él. —¿Tienes dinero? —me preguntó sin rodeos. —¿Para qué? —¿Tienes o no tienes?

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—Un poco. ¿Para qué? —¡Preguntón! Necesitamos comprar algo importante que nos sacará de pobres. —¿Quieres hablar claro, Edú? Entonces me contó su plan: —El señor Espinosa está dispuesto a pagar lo que sea a quien le consiga una cebra, lo sabes, ¿no? Pues bueno, creo que los llamados a resolver su problema ¡somos nosotros! —¿Nosotros? ¡Estás loco! ¿Y de dónde nos vamos a sacar una cebra? —Mira, he revisado en Internet y es prácticamente imposible comprar una cebra. No te la venden ni en el mercado negro. Pero estos días he logrado contactar a un señor que nos venderá un burro. —¿Un burro? —Sí, está un poco viejo, sordo y cojo, pero para nuestro plan puede funcionar. He pensado que si logramos disfrazar al burro de cebra, se lo podremos vender al señor Espinosa a un precio muy jugoso. —¿Pero cómo vamos a disfrazar al burro? —¡Lo vamos a pintar! Invertiremos $ 50 en el burro y $ 25 en una pintura barata que me han recomendado. No me mires así, que yo también soy ecológico, ya consulté y me dijeron que esa pintura no es tóxica y no le hará daño al animal. —Pero todo el mundo se va a dar cuenta de que es un burro pintado y no una cebra.

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—Es posible… pero Espinosa no tiene otra alternativa si quiere cumplir con el capricho de su retoñito insoportable. Luego de unos minutos de darle vuelta al tema, me pareció que Edú no estaba tan equivocado. Él había llevado unas cuantas fotos de cebras y burros que había encontrado en libros y en Internet, y la verdad es que eran muy parecidos. Además, no parecía tan difícil pintar líneas negras y blancas. Entre los ahorros de Edú y los míos logramos juntar el dinero necesario. Conseguimos las brochas sin problema con el conserje del colegio, que nos regaló unas que estaban viejas pero aún servían. Dos días después, Edú llegó a su casa por la noche, con un burro sordo, cojo y con cuatro tarros de pintura. Nuestro plan lucía infalible, ¡por fin saldríamos de pobres!

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La cebra

Edú y yo tardamos cuatro horas en pintar al bu-

rro. Afortunadamente logramos mantenerlo en calma gracias a que descubrimos su afición al dulce: el burro-cebra devoró 17 barras de chocolate con maní mientras nosotros creábamos nuestra obra maestra. Eso hizo que nos saliéramos ligeramente del presupuesto. A las tres de la mañana, sin que nuestros padres se enteraran del plan que llevábamos adelante, dejamos al burro en el patio trasero de la casa de Edú, amarrado a una columna junto a la lavandería. Mi casa no servía para esos efectos, porque a mi perro Chulpi le encantaba ser el único habitante del patio. A la mañana siguiente, a las seis en punto, cuando la calle todavía lucía desierta sacamos al burro y lo condujimos a la casa de los Espinosa. Para que el «producto» luciera más atractivo le colocamos una cinta roja en el cuello con un enor-

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me y llamativo lazo. Oportunamente, Edú se había comunicado con el padre del microtirano para ofrecerle lo que tanto estaba buscando. El precio que habían pactado era buenísimo… ¡más de tres veces lo que habíamos invertido! —Pero Edú, ¿qué pasará si el señor Espinosa descubre lo que hemos hecho? No está bien engañar a las personas. Y menos cuando la persona de la que estamos hablando fue boxeador de peso pesado. —Al señor Espinosa no lo vamos a engañar, no te preocupes, yo le he dicho claramente que lo que le ofrezco es «un animal que es familiar cercano de la cebra y de gran parecido con ella». Con esa confesión me tranquilicé un poco, pero solo un poco, mis manos transpiraban y una corazonada me decía que las cosas podrían salir mal. —Tengo un pálpito, Edú, como si algo en el ambiente me anunciara que vamos a meternos en problemas. —No le hagas caso a ese pálpito cobarde… ¿qué es lo peor que nos podría pasar? ¡Que Espinosa no nos compre el burro! Y si eso ocurre, pues mala pata, hicimos un mal negocio y ¡ya está! Pero nada peor que eso nos podrá ocurrir, te aseguro que ese señor no se colocará los guantes de box ni llamará a la policía. Relájate, Juan. No iremos presos por esto.

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—Bueno, sí, en eso tienes razón. El burro caminaba lentamente con su paso cojo, comiendo la última barra de chocolate que nos quedaba. Al llegar a nuestro destino golpeamos tres veces la puerta, obedeciendo al código secreto que el señor Espinosa le había dado a Edú. Él abrió la puerta, se quedó mirando al animal con los ojos abiertos como dos globos y luego dijo: —¡Pero qué &%”*#&#€ es esto! —Lo que le ofrecí, señor: un animal que es familiar cercano de la cebra y de gran parecido con ella. —¡Pero esto es un burro pintado! —Me permito hacer una pequeña corrección, señor, este es un burro pintado exquisitamente, con muy buen gusto y de acuerdo con las tendencias internacionales de la moda que marcan el blanco y el negro como los colores in de este otoño —respondió Edú, con una solvencia que me dejó pasmado. —¡Pero lo que mi hijo quiere es una cebra! ¡Por quién me estás tomando! ¿Acaso piensas que soy un idiota? —dijo el señor Espinosa con una furia tal que llegué a pensar que en cualquier momento sacaría su puño ganador para golpearnos a Edú, al burro y a mí. Para mi sorpresa Edú no perdía la calma y seguía con su marketing personal:

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—No, señor, yo sé que estoy ante un exitoso empresario, gran padre de familia y un hombre de gran visión. Por eso sé que en breve se dará cuenta de que este cuadrúpedo que le hemos traído mi socio y yo es un ejemplar único en el planeta. Le aseguramos que en todo el mundo no existe un animal como este. Efectivamente no es una cebra, pero usted, inteligente como es, sabrá reconocer que se le parece mucho. Y, además, el precio que le estamos pidiendo por esta cebra es apenas la centésima parte de lo que le costaría el animal en su hábitat natural, o sea África, y a eso se deberían sumar los costosísimos gastos por transporte aéreo, seguro, impuestos y documentación necesaria. Como usted verá… ¡esta cebra es única y es una ganga! Espinosa dio vuelta alrededor del animal mirándolo con desgano. Pero el discurso de Edú, evidentemente, lo había hecho reflexionar. —Hay algo más, señor, y es que si no me equivoco hoy es… sí, precisamente hoy es el cumpleaños de ese niño magnífico que es su querido hijo. El plazo para adquirir el regalo ha terminado. —Te doy diez dólares por él —dijo Espinosa resignado. —Ciento cincuenta es el precio de promoción, señor Espinosa. —Veinte dólares es mi última oferta.

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—Por ser para usted, que me ha caído tan bien, se lo dejaré en 120 y no se hable más. —¡Cincuenta dólares y ni uno más! —Lo siento... Nos tendremos que llevar a la cebra. —¡Pues llévatela ya y deja de quitarme el tiempo! Edú agarró la cuerda con la que tirábamos al burro e hizo el ademán de moverlo. Entonces, recordé que yo había invertido algo de dinero en el proyecto, y no estaba dispuesto a perderlo. —Perdóneme, señor Espinosa —interrumpí temeroso—, voy a hablar a solas con mi socio, aquí en la acera del frente y en seguida le daré nuestra oferta final. Tomé a Edú del brazo y casi a empujones lo conduje hacia aquel lugar. —¡¿Qué estás haciendo?! ¿Cómo que nos llevamos el burro? ¿Has pensado dónde lo vamos a poner? En mi casa ya tenemos un perro, Chulpi, que vale por veinte. ¿Cómo harás para llegar a tu casa y decirle a tu papá, que es un ogro, que has decidido que en lugar de tener un perrito o un gatito… ¡vas a tener un burro rayado! Además, vamos a perder el dinero que hemos invertido, véndele el animal en lo que te pague y no hagas más problemas. —Escúchame bien —dijo Edú sin perder la calma—, lo único que quiero que hagas es lo si-

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guiente: regresaremos al frente y me dejarás que yo hable, tú cierra la boca y cuando te dé la señal pégale un tirón de la cola al burro. —¡¿Qué?! —Que le des un tirón de la cola al burro. —¿Para qué? Se va a enfurecer y me va a dar una patada. —Pues aléjate de sus patas, pero haz lo que te digo. Obedecí porque Edú siempre demostraba la seguridad de quien sabe lo que está haciendo. Cruzamos la calle y él dijo: —Hemos decidido con mi socio que nos ha dado mucho gusto verlo, señor Espinosa, pero como no llegamos a un acuerdo económico, nos retiramos con nuestro producto exclusivo. Hasta luego. En ese preciso momento, a la señal de Edú le di un tirón fuerte a la cola del burro y este se puso a dar brincos mientras rebuznaba escandalosamente. Con tanto ruido todos los vecinos del barrio se despertaron… y entre ellos el microtirano cumpleañero. Súbitamente apareció en la puerta de su casa y miró al animal con una sonrisa que se desbordaba de su rostro. —¡Mi cebra! ¡Mi cebra! —gritaba emocionado, mientras las lágrimas se derramaban por sus ojos de niño insoportable.

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Ante eso, el señor Espinosa no tuvo opción. Sacó de su bolsillo 120 dólares y se los entregó a Edú. Dividimos el dinero a la mitad y nos detuvimos en la tienda del barrio para celebrar con unas recién preparadas salchipapas con salsa de tomate y mayonesa el éxito de nuestro primer negocio. Cuando regresábamos a nuestras casas me atreví a preguntarle: —¿Qué harás con tu dinero? —Guardarlo. Necesito juntar más. Mucho, mucho más. —¿Para qué? —Lo necesito, Juan, eso es todo…

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El corazón partido

Logré bajar mi deuda con Edú un día a inicios de

diciembre. Aquella tarde, como siempre, a la una y quince estábamos sentados desafiando los dos metros de altura de la pared que dividía nuestras casas, esperando que por ahí pasara una chica linda para deleitar nuestros corazones preadolescentes que ya comenzaban a dar señales de algún sobresalto. Edú tenía razón… en nuestro barrio las chicas lindas estaban en peligro de extinción. Él siempre guardaba una fotografía de una modelo gringa, rubia, despampanante y curvilínea en su billetera y me aconsejaba que yo hiciera lo mismo. —¿Para qué? —le preguntaba yo—, a esa gringa no la vamos a conocer ni en sueños. —No se trata de eso, Juan, no seas tonto. A esta rubia yo la utilizo para no perder el gusto. Ella me ayuda porque se ha convertido en mi sistema de medición.

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—No entiendo. —Mira… si estamos condenados a vivir en un barrio como este, en que la más linda tiene tres ojos, es muy posible que tarde o temprano comencemos a perder el buen gusto. ¡Eso pasa, Juan! Al principio las feas te parecen feas y punto. Pero luego, casi sin darte cuenta, te comienzan a parecer simpáticas. Días después ya te atreves a decir «no es linda pero tiene un no sé qué». Y de ahí en adelante todo lo que ocurre es peligrosísimo, porque estás a punto de permitir que tu corazón se acelere cuando ves pasar a la chica bigotona de la esquina. La calle lucía su decoración especial por Navidad, en aquella época todos los vecinos invertían en los adornos más coloridos y luminosos. Cuando Edú y yo estábamos sentados entre los dos renos navideños que mi mamá había colocado muy orgullosa sobre el tabique, vimos que doblaban la esquina las hermanitas Espinosa junto al microtirano. Jazmín venía unos pasos más atrás de los otros, algo distraída, como si su cabeza estuviera en otro lugar. —Apostemos cien dólares que me mira —propuse sin que mis esperanzas decayeran. —Pronto tendrás que vender tu casa para pagarme, Juan, ¿por qué no te resignas a que nunca, nunca, volteará a mirarte?

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—No solo que no me resigno, sino que doblo la apuesta, ¡doscientos! —¡Hecho! Conté mentalmente los pasos que alejaban a Jazmín del lugar en el que yo me encontraba y crucé mis dedos como lo había hecho mil veces antes. Los hermanos pasaron charlando entre ellos. Luego pasó Jazmín distraída, jugando con un cordón de cuero que llevaba en el cuello, mirando a ninguna parte y, aunque yo decidí hacer uso de la estrategia de la tos para llamar su atención, ella me ignoró. Cuando Edú sacó su libreta para actualizar mi cuenta, yo suspiré resignado, levanté mis hombros y mis manos, y luego le dije: —Bueno, no me mires así… otra vez será. Y en ese momento, como por obra de un milagro, Jazmín dio unos pasos acelerados de vuelta, miró al piso como si se le hubiera extraviado algo, luego se detuvo frente a mí, levantó la mirada y nos dijo: —Hola, ¿han visto un colgante en forma de corazón? Creo que se me ha caído en el camino. Ella se tocaba el cordón de cuero negro que llevaba atado al cuello, del que pendían unos colgantes pequeños de distintas formas y colores. Yo no quería perder la oportunidad de mi vida, así es que tan pronto terminó de hacer su pregunta, yo me lancé desde lo más alto de la pared, sin medir

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las consecuencias, y caí de rodillas y con el tobillo doblado, junto a ella. Me dolió hasta el alma, sentí que veía estrellas. —¿Estás bien? —preguntó Jazmín dulcemente preocupada. —Sí, todo bien —respondí mientras me sacudía el polvo del pantalón y apretaba mis ojos para que no se me desparramaran las lágrimas—, no me dolió nada, estoy bien, no te preocupes. En realidad estaba a punto de desmayarme del dolor, sentía que mi tobillo se había partido en mil pedazos, tenía ganas de lanzarme al piso y decir todas las palabrotas que son útiles y necesarias en situación de caída: «Aaaayy, ¡€%*!*#&! Aaaay, ¡€%*!*#&!». Pero no estaba dispuesto a dar señales de fragilidad ante ella. —¿Qué es lo que se te ha perdido? —Es un colgante de plástico translúcido, rojo, en forma de corazón. Es como estos... —y me mostró otros tres en forma de estrella, nube y flor. Dimos vueltas y vueltas por todas partes, Edú se sumó a la búsqueda, pero todo esfuerzo fue vano. El corazón se había perdido. —Quizá se te cayó en la otra cuadra. —No lo creo. El autobús nos dejó en esa esquina y estoy segura de que lo tenía cuando bajé. Diez minutos después nos dimos por vencidos y escuchamos el grito del microtirano que decía:

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—¡Jazmín! ¡Ven acá este momento! Ella se puso pálida, nos agradeció por la ayuda y, antes de que desapareciera a toda carrera, alcancé a gritar: —Eh, por si acaso, yo me llamo Juan y mi amigo Edú. —Ah, bien, gracias —dijo ella y sonrió con tanta dulzura que yo quedé hipnotizado. La vi doblar la esquina y a su hermano tomarla del brazo bruscamente, y solo entonces pude sentarme en la acera, sacarme el zapato y mirar mi tobillo que para ese rato ya estaba tan hinchado que parecía el tobillo de un elefante. —Bueno —dijo Edú—, al menos has logrado bajar tu deuda a nueve mil trescientos dólares, ¡felicitaciones, galán! ¡Jazmín te miró! Edú me ayudó a incorporarme y logré avanzar dando brincos torpes hasta la puerta de mi casa, al abrirla, di un salto que provocó un ruidito: crac. —¡¿Mi tobillo?! —pregunté sorprendido. —No. El corazón de Jazmín —contestó Edú, mientras recogía el corazón de plástico partido en dos.

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Operativo pegamento

Ese corazón partido en dos pedazos era mi único

pretexto cierto para acercarme a Jazmín. Ella había demostrado tanto interés en recuperarlo que en un momento pensé que, al devolvérselo (reparado, claro está), yo me convertiría en algo así como su héroe o su ídolo. —Ten cuidado —dijo Edú cuando escuchó mis intenciones— que te podría salir el tiro por la culata. —¿Por qué lo dices? —Porque le devolverás el corazón roto, ¿sabes la señal que envías con eso? Lo único que no quiere una chica es que le rompan el corazón. —Ya, pero se lo devolveré reconstruido. Y ella no se enterará de que fui yo, torpemente, quien rompió su corazón con un pisotón. Se sentirá feliz, ya lo vas a ver. —Sí claro, se sentirá feliz, pero lo que tú quieres es que se enamore de ti.

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—Bueno, estoy consciente de que eso no pasará de inmediato, pero podría ser el inicio de algo, ¿no crees? —No creo que resulte tan fácil. Pero allá tú… Esa misma tarde salí a la ferretería y compré un pegamento de aquellos que vienen en un tubo y que prometen pegar hasta matrimonios rotos. Llegué a casa, tomé las dos piezas del corazón que, afortunadamente, encajaban a la perfección y me dispuse a abrir el tubo de pegamento mágico. La tapa de rosca se resistió un poco. Apreté. Siguió sin girar. Apreté más… y apreté tanto que explotó. Su contenido, el suficiente para pegar un toro a la lámpara colgante de la sala, se desparramó por mis dedos, cejas, cabello, camisa y pantalón. Asustado me agarré la cabeza y lo único que conseguí fue que mis dedos se quedaran pegados a mis cejas. Cuando digo pegados, quiero decir, absoluta, dolorosa, vergonzosa e irremediablemente pegados por los siglos de los siglos amén. En ese momento hice lo que cualquier hombre valiente y seguro de sí mismo haría… llamé a gritos a mi mamá: —Mamáaaaa, ven, por favor, mamáaaa… Con mis gritos Laura y Lucía se despertaron y comenzaron a llorar. Mamá entró preocupada a mi cuarto y se dio cuenta del desastre. Como toda buena madre procedió a ayudarme de inmediato, no sin antes pronunciar en volumen alto todos los

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insultos que comienzan con «tonto» y terminan con «ay, Señor, qué he hecho yo para merecer un hijo tan bruto como este». La ropa estaba perdida sin solución, las manchas de pegamento la habían arruinado. Mi cabello lucía como si alguien me hubiera escupido. Y los dedos estaban totalmente pegados a las cejas… con lo cual mi mamá tuvo que asumir una dolorosa decisión: —¡Prefiero que te quedes sin cejas! Y procedió a cortármelas, ¡quedé con un centímetro de cejas a cada lado! Tenía el gesto de niño extraviado un domingo en el estadio. Los restos de pegamento quedaron esparcidos por todo mi escritorio, con un palillo de dientes logré recuperar una pequeñísima cantidad, la suficiente para pegar las dos partes del corazón de Jazmín. Quedó casi perfecto. Una línea sutil era aún visible, pero yo estaba seguro de que ella sabría entenderlo. Al día siguiente pasé por casa de Edú para decirle que iría a devolver el corazón. Él levantó los hombros, me prestó una de sus gorras para que disimulara mi ausencia de cejas y solo preguntó: —¿Estás seguro de lo que estás haciendo? —Segurísimo. Jazmín se pondrá feliz. Y si eso ocurre… comenzarán a sonar los violines románticos del primer amor. Este será mi primer 14 de febrero acompañado, ¿quieres apostar?

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Adelito

Prometo que nunca supe la verdad. Cuando me

enteré de todo, ya era demasiado tarde. Transcurrieron tres años desde el incidente del burro pintado cuando lo supe todo. El propio microtirano me lo contó. Tan pronto Jaimitorrodrigo había recibido su cebra como regalo de cumpleaños la había bautizado con el nombre Adelita. Le pareció que el nombre le caía como anillo al dedo. La abrazó, la acarició y decidió que presumiría de su regalo exclusivo por todo el barrio. Quería que todos lo miraran con envidia. ¡Nadie tenía una mascota como esa! Cuando caminaba con Adelita cerca de la cancha de fútbol, unos chicos que participaban en un interbarrial, lo miraron y le dijeron burlones: —¡Lindo burro con código de barras! —¡Ja, envidiosos! No es un burro, hoy es mi cumpleaños y mi papá me compró esa linda

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cebra traída exclusivamente de África, y se llamaba Adelita. —Tonto… ¡es un burro! —le habían respondido todos entre risas. Pero Jaimitorrodrigo había insistido durante un rato en que era una cebra y que nadie, nadie más en todo el país tendría una mascota como esa en su casa. Cansado de tantas burlas él había dado media vuelta con su cebra para marcharse del lugar. Pero dos de los chicos se le habían acercado para decirle: —Bueno, al menos deberías dejar de llamar a este animal Adelita… ¿ya has visto lo que tiene debajo? Ante la insistencia, Jaimitorrodrigo se agachó y miró sorprendido, muy, muy sorprendido, que lo que Adelita tenía debajo era una enorme evidencia de que se trataba de una cebra macho. Avergonzado intentó marcharse entre las risas de todos, pero Adelito (que fue el nuevo nombre que le puso) se portó terco y no quiso moverse. —¡Muévete, Adelito, muévete! —gritaba el dueño y la mascota no obedecía. —Es que los burros son muy testarudos —le dijo alguien que pasaba por ahí crispando aún más su ánimo. —¡No es un burro, es una cebra y me quedaré a su lado hasta que decida moverse!

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Y así lo hizo… se sentó junto a Adelito hasta que este cambiara de opinión. Al rato sintió que del cielo le caía una gota de agua tan grande que le mojó toda la cabeza y, en menos de cinco minutos, se desató un aguacero tan feroz que todos los que estaban en la cancha tuvieron que guarecerse en un apartado de las gradas que tenía techo. Adelo seguía sin moverse, ¡como burro en aguacero! Y para sorpresa de Jaimitorrodrigo, en medio de la torrencial lluvia, se dio cuenta de que las líneas blancas y negras de su cebra se escurrían y se entremezclaban. Poco a poco las líneas dejaban de ser rasgos firmes en el pelaje de su mascota, y todo el animal comenzaba a lucir un color marrón-gris, muy parecido al color de los burros. Un charco de agua sucia apareció al pie de Adelo. Los chicos desde las gradas se reían de Jaimitorrodrigo. ¡Más de veinte carcajadas! En cues-

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tión de diez minutos, la «cebra» pasó de ser un animal exótico, llegado en exclusiva desde África, a un burro cojo, viejo y sordo que tenía nombre de tía abuela. Sumido en una vergüenza horrible, volvió a su casa y decidió reservar este recuerdo hasta cuando un día pudiera cobrar venganza con los responsables.

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Operativo corazón partido

A las tres de la tarde caminé rumbo a la casa de

los Espinosa, repasando el discurso que había preparado. Le diría a Jazmín que había encontrado su corazón roto en el único lugar que no habíamos buscado y que me había tomado el trabajo de arreglarlo, porque intuía lo mucho que significaba para ella. Luego la invitaría a comer una hamburguesa en el Snack Bar Burger Sauces’s y allí comenzaría todo... Había practicado varios temas de conversación, porque no sabía de qué le gustaría a Jazmín que habláramos. El primero era sobre deportes: ¿Y tú qué deporte practicas, Jazmín? ¿Ah sí? Qué bien, me parece buenísimo… Yo juego fútbol, tenis, voley,

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practico natación, ciclismo, kickboxing y, cuando me queda algo de tiempo, capoeira. Pero si ella prefería que habláramos de música: Bueno, a mí me gusta el rock clásico, pero también le entro al reguetón, a la tecnocumbia, al perreo, al pop, al hip hop y de vez en cuando a la folclórica y a las rancheras. Y si tímidamente esperaba que habláramos de lo que habla todo el mundo: del clima, también estaba preparado: A mí me gusta el calor, pero también me gusta el frío, aunque el clima templado es el mejor, y la lluvia es muy bonita, aunque los rayos me ponen un poco nervioso, y el viento es buenísimo, pero creo que la nieve debe ser lo máximo… Al llegar toqué la puerta y Jaimitorrodrigo me abrió. En dos segundos me di cuenta de su arrogancia. Se creía el dueño del mundo. —¿Quién eres y qué quieres? —me preguntó con poca gracia. —Soy Juan Ruiz y necesito ver a tu… —¿Juan Ruiz? —interrumpió afinando la vista y con gesto de intriga—, tu nombre me suena. —Bueno, sí, es probable —respondí yo intentando parecer simpático—, yo vivo en este mismo barrio. En la casa #25. Somos casi vecinos, además, mi mamá suele comprar flores en la florist…

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—Ahhh, —dijo él con sonrisa apretada—, ya sé quién eres. Si no me equivoco, tú eres amigo de un tal Edú. —Sí, exactamente, pero yo venía porque quería ver a tu hermana Jazmín. —¿A Jazmín? ¿Y puedo saber para qué? —Claro —respondí temeroso—, es que tengo algo que decirle... ¿está en casa? —Sí, pero… —en ese momento cruzó el umbral de la puerta hacia afuera, la cerró y en voz bajita, como si fuéramos dos amigos cómplices continuó hablándome—. Está un poco ocupada, ¿sabes? Además, mis papás me han pedido que, como siempre, cuide a mis hermanas hasta cuando ellos regresen del trabajo. ¿Puedo ayudarte en algo? —Bueno, sí, muchas gracias, pero creo que no puedes ayudarme. Prefiero esperar a que ella esté más libre y entonces regresaré. ¿Crees que a las seis esté bien? —¿Sabes, Juan? Solo porque soy buena gente te voy a ayudar —me dio una palmada fuerte en la espalda—. Aquello que querías decirle a mi hermana Jazmín… ¡dímelo a mí y yo se lo contaré! ¿Qué te parece? —Pues no lo sé... —Te voy a dejar que lo pienses, pero te anticipo que nadie, nadie se acerca a ellas si yo no lo permito.

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—¿Nadie? —¡Nadie! Por eso sería buenísimo que me cayeras bien y que hicieras algún mérito para ganarte mi confianza, ¿no lo crees? Me quedé pensativo y asustado por un momento, la seguridad y el tono de voz de Jaimitorrodrigo atemorizaban. Y estaba claro que solo podría acceder a Jazmín si él me lo permitía. —Sí, claro, te entiendo. Metí mi mano en el bolsillo del pantalón y sentí la bolsita de tela en la que llevaba el corazón de Jazmín. No sabía qué hacer. —Bueno, entonces te pido de favor que le digas a tu hermana que tengo su corazón. Ella entenderá. Me gustaría mucho que me llamara por teléfono, en este papel apuntaré mi número. Dile que me llame a cualquier hora, estaré esperando su llamada, ¿de acuerdo? Jaimitorrodrigo tomó el papel, sonrió y dijo: —Con mucho gusto le daré tu mensaje. Adiós Juan, y salúdame a tu amigo… ¿cómo se llama? —Edú. —Sí, eso, salúdame a Edú, por favor. Camino a casa me sentí preocupado, no había podido cumplir mi misión aunque, en principio, me había parecido que llevarla adelante sería tarea sencilla. Y lo peor de todo es que no estaba seguro de haberle caído bien a ese villano.

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Tuve una de mis corazonadas… di media vuelta, regresé hasta la casa de los Espinosa y sobre la acera encontré roto y arrugado el papel en el que yo había apuntado mi número telefónico.

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Plan cine

Pasé por casa de Edú, porque quería comentarle

lo que había ocurrido, pero no lo encontré. Su papá me dijo que seguro estaría en las cabinas telefónicas del barrio. Caminé las tres cuadras que me separaban de ese lugar, sin dejar de pensar qué rayos tendría que hacer para librarme de ese Jaimitorrodrigo desgraciado. —¿Qué haces aquí? —le pregunté al verlo salir del locutorio. —Vine a hablar con mi mamá. En España ahora son las diez de la noche y ella ya ha llegado de su trabajo. —¿Hablaste? ¿Todo bien? —Sí, todo igual que siempre. ¿Y tú qué? —Necesito conversar contigo. —Si es muy largo y complicado lo que me quieres decir, ahora no tengo tiempo. Tengo que ir

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al chifa, porque le ofrecí al chino que le ayudaría a barrer el restaurante. —¡¿Y por qué haces eso?! —¡Porque me pagará! Si quieres ganar algo de dinero, él necesita alguien que le ayude a lavar los platos. —No, gracias, lavar los platos del chifa es un plan buenísimo para la tarde, el sueño de todo adolescente, pero lastimosamente no tengo tiempo. Tengo que ir a mi casa, a ver al presidente en la tele para que mis hermanas no lloren… mamá irá al médico a las cinco y tengo que quedarme con ellas. —¡Ese sí que es el sueño de todo adolescente! Cuidar a dos bebés, con cambio de pañal incluido. ¡Guácala! Pero cuéntame, qué querías decirme. Camino al chifa le relaté lo sucedido con pelos y señales. Siempre había confiado en el punto de vista de Edú. Aunque él era un tipo raro, me parecía que tenía la capacidad para mirar ciertas cosas que estaban más allá de las que yo podía ver. Él movía su cabeza mientras me escuchaba, pero no decía ni una sola palabra. Caminamos una cuadra completa, sin que él hiciera el mínimo gesto. —¡Ya, Edú! Dime algo, me estás matando de los nervios.

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—Lo veo muy complicado, Juan, ese chico tiene poder y lo sabe. Te ha enviado un mensaje muy claro. Creo que tendrás que ingeniártelas para caerle bien a ese mocoso insoportable, de lo contrario, no podrás llegar nunca a Jazmín. —¿Y qué hago? —No sé, hazle un regalo, invítale a un helado, juega con él, quítale las pulgas a su perro… ¡qué sé yo! Tienes que conocerlo un poco más para saber qué le haría sentirse halagado. —Pero también queda la opción de que le hable directamente a Jazmín la próxima vez que la veamos pasar al regreso del colegio. ¿No lo crees? —¡Claro! Pero conociendo al microtirano, esa será la primera y la última vez que hables con ella. Ya viste cuando ella se quedó con nosotros buscando el corazón y él la llamó de un grito. Las hermanas obedecen al tirano, Juan, y él tiene el poder. Insisto en que deberías buscar la manera de caerle bien. La idea me pareció buena, aunque eso dilataba mis posibilidades de llegar a Jazmín con su corazón partido y reconstruido. Esa tarde, mientras cuidaba a mis hermanas, se me ocurrió el primer plan… ¡lo invitaría al cine! Acababan de estrenar la última película de monstruos y ogros, con animaciones en 3D y todo el mundo hablaba de ella.

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No lo dudé ni un segundo, aunque estábamos en época prenavideña, y toda la gente andaba en los centros comerciales, comprando regalitos; yo pensé que la invitación al cine sería un puntazo a favor en mi relación de conveniencia con Jaimitorrodrigo. ¡Quién creyera! Estaba comenzando a gastar mis ahorros en Jaimitorrodrigo, en lugar de hacerlo con su hermana, la linda Jazmín. Al día siguiente, al salir del colegio, pasé por Cineplus y compré dos boletos para Monstruos vs. Ogros. De inmediato corrí a casa de los Espinosa y, sentado en la acera, encontré a mi invitado. —Hola, Jaimitorrodrigo. ¿Cómo estás? Él me miró con seriedad y entonces me dijo: —¿Quieres caerme bien, verdad? —Claro. —Bueno, en ese caso el primer consejo que te doy es que dejes de tratarme de tú. No me gustan esas confianzas. A partir de hoy, dirígete a mí hablándome de usted. ¿Te parece? Sentí que me tragaba un kilo de clavos, pero sabía que ese canalla me estaba probando. Así es que, sin borrar la sonrisa de mis labios, continué: —¡Ningún problema! Estoy aquí porque no he recibido la llamada de su hermana Jazmín y me he quedado un poco preocupado. Usted le entregó el papel con mi número telefónico, ¿verdad?

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—¡Claro! Pero ella tendrá sus motivos para no llamar. Yo no insistiré. —De acuerdo. Pero estoy aquí por otro motivo, y es que tengo dos entradas para la película de monstruos y ogros que acaban de estrenar. Dicen que está buenísima, que tiene unos efectos especiales alucinantes. Yo iré esta tarde a las cuatro, ¿le gustaría venir, Jaimitorrodrigo? Él sonrió y, evidentemente, se sorprendió ante mi invitación. —¿En serio? Le he estado pidiendo a mi papá que me lleve pero no ha podido, porque está muy ocupado. Déjame que le pida permiso y nos vamos ya mismo. Sacó su celular del bolsillo y llamó al padre: —Hola, pa, ¿cómo estás? Te llamo porque un amigo me invita al cine, a ver la película de la que te hablé… Sí… Esa… Mi amigo se llama Juan, vive en el barrio… Ajá… Ajá… Ajá… Sí. Estaré de regreso antes de las seis. Gracias. Chao. Me emocionó cuando lo escuché pronunciar la palabra «amigo» en dos oportunidades. Ese era un buen augurio para mi plan de acercamiento a Jazmín. —¡Listo! ¡Vamos al cine! En el camino fuimos hablando de las opiniones que habíamos escuchado sobre la película y sobre los efectos especiales. Sobre la sangre y vísce-

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ras que supuestamente explosionaban a lo largo de toda la trama. Estábamos muy emocionados. Yo llevaba en mi bolsillo las dos entradas y algo de dinero por si me agarraba un atacazo de hambre en medio de la película. Cuando llegamos a Cineplus, nos pusimos en la cola y Jaimitorrodrigo me dijo: —Tengo hambre, supongo que trajiste dinero para comprar algo de comer, ¿no? —Bueno, sí, claro, ¿qué quiere comer? Yo supuse que querría lo básico: un gran vaso de Coca-cola y una bolsa de canguil, pero mis expectativas eran imprecisas… —Quiero un hot dog, unos nachos, una porción de pizza con jamón y queso, unas papas con guacamole, dos barras de chocolate con maní, una bolsa grande de canchita y una Coca-cola megagigante. Cuando regresé con el pedido completo él me preguntó: —¿Y tú? ¿No vas a comer nada, Juan? —No, gracias, es que el almuerzo en mi casa estuvo un poco pesado, ¿sabe?, y no tengo apetito. ¡Y claro que me moría del hambre! Pero con todo lo que él había pedido, se me acabaron los ahorros, y eso que, afortunadamente, no se dio cuenta de que el vaso de gaseosa y el tamaño de la canchita no eran los más grandes, sino los medianos.

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La película estuvo buenísima, aunque yo no pude concentrarme porque, cada vez que Jaimitorrodrigo terminaba alguna de sus suculentas comidas, me echaba a mí la basura para que a él no le estorbara. Servilletas, platos de cartón, bolsas de plástico y papeles arrugados no me dejaban sentarme y sentirme en paz. Yo habría querido ser un monstruo cibernético como los del cine, para poder lanzarle un rayo láser que lo pulverizara en dos segundos, pero para darme ánimos repetía mentalmente mi frase de estímulo: «Todo sea por ganar el corazón de Jazmín… Todo sea por ganar el corazón de Jazmín…». Volvimos hasta su casa y creí que, ya que me había portado como un santo, podría hacer uso de los beneficios que merecía y le dije: —Bien, Jaimitorrodrigo, ya estamos de vuelta. Espero que le haya gustado la película. —Sí, estuvo buena. —Tengo un poco de sed, ¿podría darme algo de beber? Él me miró con ojos burlones y dijo: —¿Quieres agua, Juan? —Sí, si no es molestia. Él sonrió con malicia, caminó unos cuantos pasos y sorprendentemente tomó la manguera del patio y me dijo: —No es ninguna molestia, toma toda el agua que quieras.

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Abrió la llave y dirigió el potente chorro de agua hacia donde yo me encontraba, sin llegar a mojarme. Yo sentía salpicar las gotas en mis zapatos. Evidentemente, su gesto amenazador tenía un significado: no quería que yo entrara a su casa y me estaba demostrando que aún yo no era digno de su confianza. —Es un poco tarde, creo que me tengo que ir, tengo muchas tareas para mañana. Nuevamente voy a insistir, Jaimitorrodrigo, he traído otro papel para que por favor se lo entsregue a Jazmín. Aquí está apuntado mi número de teléfono y mi dirección electrónica. Tengo su corazón y es importante que ella lo sepa. Él miró el papel y lo guardó en su bolsillo. —No te preocupes, yo se lo daré. Y, por cierto, he visto que en el centro comercial han abierto un local de maquinitas… me encantaría pasar una tarde jugando. Si quieres «caerme bien», ya tienes una pista. Adiós, Juan. Él se quedó en la puerta de su casa mirando cómo yo me alejaba por la calle. De vez en cuando volteaba y constataba que él seguía ahí, sin moverse. Al llegar a la esquina, me escondí detrás de un auto y desde allí logré espiarlo. El muy desgraciado sacó el papel del bolsillo, lo rompió y lo tiró al piso. Otra vez.

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Operativo mamá

—No tengo otra alternativa, Edú, voy a tener

que seguir cumpliendo con todas las exigencias del microtirano o, de lo contrario, no podré llegar a Jazmín. Está claro que ella y sus tres hermanas no pueden mover un dedo si Jaimitorrodrigo no lo autoriza. Edú me escuchaba mientras hacía unas extrañas cuentas en su libreta de las Tortugas Ninja, pero en ciertos momentos parecía que mi tema de conversación le importaba un rábano, porque movía su cabeza como si no encontrara la fórmula adecuada para sacar el resultado. —¿Me estás oyendo o estás más interesado en tu tarea de matemáticas? —Te estoy escuchando y no estoy haciendo ninguna tarea. —Pero es que te veo ahí, garabateando en esa libreta mientras te estoy contando el tema más trascendental de mi vida.

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—Es que me doy cuenta de que necesito trabajar más, Juan, necesito algún trabajo adicional. Lo del chino está bien pero no es suficiente. —He visto que en la farmacia están buscando personas que ayuden a empacar regalos, en temporada de Navidad surgen muchas necesidades. —¡Gracias por el dato, Juan! —¿Por qué necesitas dinero, Edú? Te lo he preguntado varias veces y no me has querido responder. ¿Tienes problemas en tu casa? ¿Tu papá no te da lo que necesitas? —No es eso, mi papá hace lo que puede. Aunque a veces pienso que se gasta el dinero que él gana y el que nos envía mi mamá en cosas que… mejor no quiero hablar de eso. —Yo sé en qué… lo he visto, Edú. Y te he visto a ti cuando llega de madrugada ayudándolo a entrar. —Sí, sé que me has visto. A veces siento un poco de vergüenza, pero… no quiero hablar de eso. Yo estoy juntando dinero para otra cosa. —¿Para qué? —Es un secreto. Nadie lo sabe. —Cuéntame, los amigos nos guardamos los secretos, ¿no? Edú sonrió, volvió a mirar en su libreta y me dijo:

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—No puedes decírselo a nadie. Estoy reuniendo dinero para comprar un boleto de avión. —¿Te vas de viaje? —No. Yo no puedo viajar, porque soy menor y porque no tengo visa. El boleto es para mi mamá… para que ella pueda venir de vacaciones por mi cumpleaños. —¡El 28 de febrero! —Sí, exactamente. Ella no sabe de mi plan, pero es que han pasado cuatro años desde la última vez que vino. Se quedó callado durante unos segundos, mirando al piso, y luego añadió: —Cuatro años es demasiado tiempo sin ver a una mamá. La extraño mucho. Sé que tiene problemas de dinero, por eso he querido juntarlo yo, ¿me entiendes? —¡Claro! Y me parece genial. ¿Te falta mucho? —El boleto cuesta dos mil, y ya casi llego a la mitad. Por eso necesito trabajar mucho, Juan. Mucho, mucho, mucho. Yo hago lo que sea para ver a mi mamá. Edú me llevó a su cuarto y sacó de una caja un viejo juguete: un carro de policía a pilas. —¿Y esto? —pregunté intrigado. —Es aquí donde guardo mi tesoro, solo tú lo sabes.

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Abrió la tapa del compartimento donde se colocaban las seis pilas gordas y de ahí sacó un fajo de billetes envuelto con una banda elástica. —¡Nunca he visto tanto dinero! —dije sorprendido. —¡Yo tampoco! Lo estoy reuniendo desde hace más de un año. Pero ya solo me queda algo más de dos meses para juntar la diferencia. Es muy poco tiempo… —¡Lo vas a lograr, Edú! Estoy seguro de que lo conseguirás. Él volvió a guardar su tesoro en el lugar secreto y luego seguimos hablando de mi problema con el microtirano. —Quiere que lo invite a jugar maquinitas toda la tarde. ¿Sabes lo que me costará eso? —Sí. Te costará un ojo de la cara y un pedazo de la nariz. Pero quizá con eso le caerás bien. Yo te aconsejaría que hicieras el último intento. Decidí acoger la sugerencia de Edú, aunque mis ahorros iban de mal en peor. Lo que me quedaba en reserva solo me alcanzaría para una tarde de maquinitas… pero si con eso no lograba ganarme la simpatía de Jaimitorrodrigo, tendría que agarrar la escoba y ponerme a barrer el restaurante del chino. Dos días después, en medio de los villancicos que ametrallaban los tímpanos de todos los visitantes del centro comercial, el microtirano y yo

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entrábamos a la recién inaugurada sala de diversiones Ludo Machines. Intenté sugerirle que buscáramos las opciones más económicas, pero ¡qué va! Apuntó a los juegos más costosos. Tuve que cargar y recargar su tarjeta magnética hasta que, afortunadamente, el reloj jugó a mi favor y las dos horas de permiso que su papá le había concedido se terminaron. Regresamos a su casa caminando y, luego de haber cumplido con mi misión, volví a atacar el punto que me importaba: —Jaimitorrodrigo… su hermana Jazmín no me ha llamado ni me ha escrito. ¿Está usted seguro de que ella ha marcado bien el número telefónico que le apunté en el papel? —Quizá no quiere llamarte, Juan. Las mujeres son así. —¡O quizá no ha recibido el papel! —¿Qué insinúas? —Nada, simplemente pienso que el papel puede haberse extraviado en el camino… con tantas cosas que usted tiene en su cabeza, con tantas ocupaciones, con tantos papeles que de seguro guarda en el bolsillo. Es posible que una confusión de papeles sea la responsable de todo. Jaimitorrodrigo metió sus manos en los bolsillos, y de ellos sacó papeles de caramelos, chicles, servilletas, etc.

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—Sí… pensándolo bien, es posible que se haya traspapelado. Tienes que ser paciente, Juan, cualquier día de estos ese papel llegará a manos de Jazmín y, si ella quiere, te llamará o te escribirá. Pero hasta que eso ocurra, ¿te has fijado en la nueva camiseta de la selección del país? Está muy linda y acaban de sacarla a la venta. Yo no he podido comprármela todavía y… me encantaría. Te dejo la pista, Juan, que tengas una buena noche.

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El plan B

Sentados sobre el tabique, Edú y yo veíamos pa-

sar cada tarde a Jazmín, a sus hermanas y a su vigilante. El microtirano me saludaba con un leve movimiento de cabeza, como si quisiera dejar claro que aún no me había ganado su simpatía. A Edú lo miraba con odio y desprecio, pero mi amigo solo le devolvía una sonrisa, con lo cual imagino que su rabia aumentaba. —¿Le comprarás la camiseta? —me preguntó Edú. —Ya se la compré la semana anterior, le pedí a mi papá que me adelante la mesada y se la di. —¿Y? —¡Nada! Jazmín no ha recibido ni mis mensajes ni mis papelitos con dirección y teléfono. Está visto que el microtirano no dará su brazo a torcer. —¿Y qué vas a hacer?

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—No lo sé, Edú, no tengo ni idea. Ya me ha dicho que hay una bicicleta que le gusta mucho. —¡No pensarás…! —¡No! ¡No tengo dinero! ¡No puedo comprarle una bicicleta de 800 dólares! Creo que es momento de pensar en un plan B. Toda esa tarde y las siguientes tardes del mes de diciembre Edú y yo nos pasamos pensando en el plan para llegar a Jazmín, sin tener que pasar por el pesado y costosísimo peaje de su hermano Jaimitorrodrigo. Diciembre resultó un mes muy productivo. No solo en cuanto al trabajo creativo… sino al trabajo físico. Aprovechando algunos días de vacaciones del colegio, Edú y yo entramos a trabajar en la farmacia como empacadores de regalos. Nos volvimos expertos en empaques: aprendimos el tipo sobre, el de pliegue formal, el llamado «solapas juguetonas» y el «pícaro para enamorados» que tenía un doblez especial en forma de corazón. Cuando salíamos de ahí pasábamos por donde el chino y, mientras Edú lavaba la vajilla, yo barría y fregaba el piso del local. Terminábamos exhaustos, pero nuestra economía iba en aumento. Edú necesitaba dinero para pagar el boleto de su mamá y traerla de vacaciones desde España y yo necesitaba dinero para cumplir con una parte del plan B que, juntos, habíamos diseñado con detalle.

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Este plan era sencillo pero contundente. Tengo que reconocer que una buena parte de la estrategia la elaboró, a sangre fría, Edú, y se resumía de la siguiente manera: engañaríamos al microtirano. ¡Sí, lo engañaríamos! Durante el mes de enero, Jaimitorrodrigo continuaría exigiéndome que gastara todo mi dinero en sus caprichos. Yo trataría de complacerlo en pequeñas cosas y le daría largas al tema de la bicicleta. Lo invitaría al fútbol, al certamen interbarrial de Corra con el huevo en la cuchara, a las maquinitas… Con eso, Jaimitorrodrigo estaría fuera de casa todas las tardes. Entre tanto, Edú, mi querido amigo Edú, se convertiría en mi emisario, en mi mensajero de confianza con Jazmín. Aprovechando que Jaimitorrodrigo estaría conmigo de tres a cinco, Jazmín recibiría todos mis mensajes a través de Edú. Era un plan sencillísimo, infalible ¡y barato! Los primeros días de enero llegué a casa de los Espinosa y logré que el microtirano me acompañara. Lo invité a un espectáculo de magia que se presentaría en el Teatro de la Ciudad en una función especial para niños de hasta 12 años. La entrada me había salido regalada, porque el espectáculo estaba auspiciado por el Ministerio de la Niñez. Tan pronto Jaimitorrodrigo y yo nos alejamos del lugar, Edú llegó a casa de los Espinosa,

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tocó el timbre y, para su buena suerte, quien abrió la puerta fue Jazmín. —Hola, ¿te acuerdas de mí? —Sí, claro, tú eres… —Edú. —¡Ajá! El amigo de Juan, ¿verdad? Edú extendió su mano y le entregó una bolsita de tela. Ella la miró sorprendida y dijo: —¿Y esto qué es? Ambos se sentaron en el escalón de entrada, Jazmín abrió la bolsita y descubrió emocionada su colgante en forma de corazón rojo translúcido que ya, para entonces, lo había dado por perdido. Según lo que Edú me dijo después, esta fue la historia que él le contó: —Mira, Jazmín, Juan ha intentado acercarse a ti por todos los medios, pero tu hermano no se lo ha permitido. —Sí, claro, lo entiendo, es que mi papá… —Sí, lo sabemos. Pero déjame que te cuente. Cuando aquella tarde te fuiste, Juan y yo nos quedamos unos minutos más buscando tu colgante. Abrimos la puerta de su casa y ahí estaba, roto, fisurado, pero ahí estaba. Juan lo reparó para ti, con mucho cuidado, fíjate que tiene apenas una señal casi invisible. Ha intentado entregártelo de mil maneras, pero, como te digo, no le ha resultado nada fácil. Así es que, aprovechando que tu hermano no

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está, Juan me ha pedido que te lo entregue, pero, además, me ha enviado para ti esta nota. Por favor, no le digas a Jaimitorrodrigo que he venido. A las ocho de la noche, cuando regresé de la función de magia, di un escobazo a la ventana de Edú… ¡no podía más de la curiosidad! —¿La viste? ¿Qué te dijo? ¿Vio el corazón? ¿Le gustó? ¿Le entregaste la nota? ¿Le dijiste que me llamo Juan y que soy buena gente? ¿Le brillaron los ojos? —¡Ya! ¡Cállate y déjame que te cuente! —La vi, estuve con ella, se lo conté todo. —Pero, pero, pero… ¿y el corazón? —¡Quedaste como un héroe, Juan! Le conté que encontraste el corazón partido y que lo reconstruiste para ella, para que se sintiera feliz, porque intuías que ese corazón era importante para ella. —¡¿Y?! —Se acordaba perfectamente de tu nombre. —¡Se acordaba de mi nombre! No me mientas, por favor, Edú, esto es de vital importancia para mi futuro. —No te estoy mintiendo y respira con calma que, si sigues así, te va a dar un infarto. Le entregué el corazón, lo recibió muy emocionada, le dije que no podías acercarte a ella por culpa del Kilo de abono.

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—¿Kilo de abono? —Sí, es el nuevo apodo que he inventado para el microtirano. Si todas las hermanas tienen nombre de flores, el papá es dueño de una floristería, el apellido de todos es «Espinosa» y a la madre la conocen como «La Enredadera», Jaimitorrodrigo debería tener un nombre acorde con el negocio: «¡Kilo de abono!» —Está bueno, pero sigue. —Bueno, eso fue todo, ella parecía contenta con la nota que le escribiste. Por cierto, ¿qué decía? —Ya sabes, Edú, cosas románticas, no recuerdo bien pero decía algo como: «Mi corazón también estaba partido, pero desde que vi el brillo de tus ojos… ya no está partido». —No suena muy romántico. —Bueno, no sé, pero decía algo así. El Plan B comenzó a funcionar a la perfección. Mientras yo engañaba al microtirano, Edú me ayudaba a remover las emociones de Jazmín para que se enamorara de mí. Luego de la nota que le envié, ella me escribió su respuesta al correo electrónico. Era una respuesta muy escueta, pero dulce como ella: Querido Juan: Muchas gracias. Mi corazón está otra vez conmigo.

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Me has hecho muy feliz. Tu amiga, Jazmín

Por las tardes, cuando volvía del colegio junto a sus hermanas y al Kilo de abono, discretamente sonreía al pasar y nuestras miradas se encontraban por un segundo. Edú iba reduciendo mi deuda en la libreta de las Tortugas Ninja. Y yo sentía que el corazón se me quería salir del pecho.

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Loco de amor

Luego del resultado del primer encuentro entre

Edú y Jazmín, enloquecí. Nunca había estado tan cerca de una felicidad parecida a la de las películas románticas. Lo usual en las historias de amor que he podido conocer de cerca es que uno de los dos esté enamorado hasta lo más profundo de la glándula pituitaria... y al otro no se le mueva ni un pelo. Pero en mi caso todo indicaba que Jazmín y yo estábamos en perfecta sintonía y eso me había transformado en un tipo con sobredosis de cursilería. Me pasaba suspirando todo el día. De tanto hacerlo, en una ocasión me tragué una mosca, pero como estaba tan enamorado, la mosca me supo a caramelo de miel. Un amigo del colegio me contó que su hermano mayor sabía hacer tatuajes. Sin dudarlo, fui a su casa y le pedí que me hiciera uno. Como no tenía dinero, le ofrecí sacar a pasear a su perro

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durante un mes y él accedió. El diseño que le planteé era muy sencillo: un corazón que en el interior tuviera el nombre Jazmín. Tardó cerca de dos horas en hacer su trabajo. El tatuaje me dolió en el alma, pero estaba dispuesto a soportar cualquier tortura. El lugar elegido fue el brazo, en lo que algún día, cuando yo dejara de ser un flaco sin gracia, se convertiría en un músculo demoledor. Pensé que, si me dedicaba a hacer ejercicios y levantar pesas, el pequeño corazón tatuado se convertiría en un corazón gigantesco y poderoso. El hermano de mi amigo conversaba sin parar mientras trabajaba, confesó que su especialidad era realizar tatuajes con dibujos en lugar de letras, pero que en todo caso me aseguraba un buen trabajo. Las paredes de su cuarto estaban llenas de imágenes que le servían de modelo: calaveras, el Che, mujeres desnudas, ángeles, demonios, mariposas, montañas, etc. —Me dijiste que tu novia se llama... —Jazmín. —Jazmín, muy bien, cuéntame un poco de ella. Durante una hora y media, le conté todo lo que sabía de la linda Jazmín y él, que debía tener 16 o 17 años, me aconsejaba porque decía que tenía gran experiencia con chicas.

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—¿Has pensado que en el futuro podrías enamorarte de otra chica y que el tatuaje te durará por el resto de la vida? —No. Eso no pasará. Estoy seguro de que nunca me enamoraré de nadie más. Al rato concluyó su trabajo, justo en el momento que su hermano, mi compañero de clase, entró a la habitación. —Bueno, creo que está listo. —¿Puedo ver? —dijo mi amigo y de inmediato se puso verde. —¿Pasa algo? —pregunté pensando que su actitud se debía a lo sorprendido que se encontraba ante un corazón que, aunque no lo había visto todavía, imaginaba impresionante. —Bueno, es que... —¡Es que qué! —Es que mi hermano es disléxico y confunde algunas letras. Me acerqué al espejo y, aunque lo miré todo al revés, me di cuenta de que en el centro de un impresionante corazón aparecía el nombre: GASNIN. Me puse furioso, tanto que si hubiera podido me habría encantado tatuarle en la nariz la palabra IDIOTA. Edú se rió de mí durante diecisiete minutos sin parar.

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—¡GASNIN! Y ahora, ¿qué vas a hacer? —No lo sé, por lo pronto, no volveré a usar nada que tenga manga corta. —Podrías decirle que así se escribe su nombre en arameo y que quiere decir: Flor de GAS de la diosa NIN. —¿Flor de gas? ¡Eso suena asqueroso! —Bueno, si tienes un mejor plan, aplícalo. Y el único plan que tenía era conquistar y enamorar a Jazmín hasta que se derritiera de amor por mí. A partir de entonces, comencé a enviarle con Edú un regalo o un mensaje cada tarde. Soñaba con poder juntar el dinero necesario para que ella recibiera flores, bombones, tarjetas musicales, osos de peluche, gatos de peluche, perros de peluche, ratones de peluche y… todos los animales de peluche que existieran en las jugueterías. No importaba si era una araña o una cucaracha de peluche, siempre y cuando transmitiera amor... puro amor. No tenía dinero para comprar todo eso, pero poco a poco lo iría consiguiendo... el chino dueño del chifa, los taxistas de la cooperativa Jota Jota, la señorita García y su jardín de cinco hectáreas, y el perro enorme de la familia Jarrín se habían convertido en la solución para mis necesidades económicas. Por suerte también existían opciones menos costosas e incluso gratuitas para demostrarle mi

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amor a Jazmín. Por ejemplo: en el colmo del enamoramiento, le dediqué una pequeña serenata de música romántica en un programa de radio. Edú se encargó de avisarle que a las cuatro en punto tendría que sintonizar 89.3 FM porque habría una sorpresa para ella. Con la voz pegajosa del locutor se escuchó lo siguiente: «Y esta tarrrrrrrde estamos complaciendo a esos corazones enamorados con la mejor música rrrrrrrromántica, y para el primer mensaje contamos con este temita llamado “Amor bilingüe”, dedicado de Juan, Juan, Juan, Juanito, Juano Banano, para la linda Jazmín, que dice así: “Eres linda, muy beautiful, además, agradable y nice, y yo me siento happy cuando estoy with you, yes, yes, sí, sí, cuando estoy with you”. Según Edú me convertí en el enamorado más insoportable, cursi, irresistible, tedioso bilingüe y pesado del mundo y sus alrededores. Y yo estaba totalmente de acuerdo con su opinión. Pero, para sentirme mejor, recordé que un día escuché a mi abuela decir que solo hay una manera de enamorarse: con locura. Jazmín continuaba respondiendo con dulzura a mis mensajes y aunque le resultaba difícil llamarme, porque su hermano se lo impedía, siempre le decía a Edú que esperaba que pronto pudiéramos superar el «pequeño» inconveniente que

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teníamos para vernos frente a frente. El 14 de febrero era mi plazo máximo, había decidido que llegaría a Jazmín, para pedirle que fuera mi novia, precisamente en el día del amor y la amistad. Tenía dos semanas para juntar el dinero necesario para comprarle un regalo lindo... inolvidable. Por otro lado, mi relación con el microtirano seguía en el mismo punto del inicio. Solo un pequeño avance me animaba a seguir insistiendo, Jaimitorrodrigo ya me había autorizado para que lo tratara de tú. Pero una corazonada me decía que él no me permitiría, en un plazo corto, que yo me acercara a su hermana. Su dominio sobre «las cuatro florecitas» era total. Además, en repetidas ocasiones me había «recordado» lo de la bicicleta que tanto le gustaba. Yo le daba largas diciéndole que estaba esperando que mi abuelo me enviara mi regalo de Navidad, que estaba un poco retrasado, pero que siempre era una buena cantidad de dinero para que yo me comprara lo que quisiera. Una tarde lo invité a las eliminatorias del Concurso nacional de mascotas que se realizaría en la cancha del barrio. Me dijo que el tema no le interesaba demasiado. Yo traté de convencerlo, porque esa tarde, esa precisa tarde, Edú le llevaría a Jazmín un regalo especial: un enorme (cuando digo enorme quiero decir monumental, gigantesco e im-

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presionante) globo en forma de corazón con una flecha que lo dividía en dos y que decía «Sin ti tengo el corazón partido». Tan grande era el globo, que la vendedora me dijo que necesitaría un día entero para inflarlo. En un principio Edú quiso hacerse el loco, dijo que él no quería hacer papelones, que no quería verse caminando por la avenida con un globo del tamaño de una nave espacial. Afortunadamente, logré convencerlo prometiéndole que en esa semana lavaría los platos por él en el chifa y le daría el pago completo. Jaimitorrodrigo dijo que no estaba seguro de querer acompañarme y yo comencé a sufrir. —¡Tienes que venir! ¡No te lo puedes perder! —No quiero ir. Es que los perros no me gustan, Juan. Yo prefiero los reptiles como los caimanes, los lagartos y los cocodrilos asesinos. También ciertos peces como las pirañas y los tiburones. Tuve que prometerle que le compraría una triple hamburguesa con triple queso y triple tocino, para que me acompañara. Fuimos a la cancha del barrio y la verdad es que el concurso canino estuvo triple aburrido. El globo inmenso sería entregado, puntualmente, a las cinco. La vendedora se lo dejaría a Edú en su casa para que él se lo llevara a Jazmín. Yo le había pedido que llevara una cámara fotográfica para que capturara su rostro sorprendido y feliz.

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A las cuatro y cincuenta, cuando Jaimitorrodrigo ya había devorado su triple hamburguesa se levantó del graderío y, sin más, me dijo «me voy, esto está insoportablemente aburrido». —¡No te puedes ir! —Claro que puedo. —Solo espera media hora más, ya viene la mejor parte. —No me quedo ni por diez hamburguesas más. Estoy harto. Se levantó y, aunque yo quise detenerlo, no lo conseguí, echó a correr como si lo siguiera un furioso perro Boxer. Lo perseguí angustiado por cuatro cuadras y, al doblar la última esquina, lo vi parado frente a Jazmín que, ante a la puerta de su casa sostenía el gigantesco globo en forma de corazón con la leyenda «Sin ti tengo el corazón partido» y que Edú acababa de entregarle.

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El perdón

Edú no dio muestras de susto ni de sorpresa. Se

quedó parado como si nada. Cuando el microtirano se acercó a su hermana, que sí lucía aterrorizada, miró con detenimiento el globo y la frase impresa. Luego se inclinó y arrancó del jardín una rama de un rosal sembrado en la entrada. Levantó la vara seca y las espinas tocaron el inmenso globo rojo platinado que en breves segundos se desinfló y quedó convertido en un enorme corazón arrugado y sin vida. Miró a Jazmín y solo dijo: —¡Adentro! Ya verás cuando llegue mi papá. Edú lo interrumpió: —Ella no tiene la culpa. Yo solo vine a entregarle un regalo, nada más... No la acuses. Jaimitorrodrigo me miró con odio y rápidamente construyó en su cabeza la historia. Al ver a Edú entregándole un regalo a Jazmín, él

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imaginó que yo lo había estado distrayendo durante todas las tardes para que mi amigo pudiera acercarse a su hermana sin problemas. ¡Él pensó que Edú estaba enamorado de Jazmín! —Me engañaste —me dijo con furia—, todo era un plan para que este miserable se viera a escondidas con mi hermana. —No, espera, yo te explicaré... —¡No quiero que me expliques nada! Quiero que los dos desaparezcan de mi vista antes de que los convierta en picadillo. ¡Y no se les ocurra volver a pisar esta calle ni mirar a mis hermanas, porque tendrán que vérselas conmigo, con mi papá y con mis cinco tíos karatekas! Jaimitorrodrigo mostraba su puño en alto mientras vociferaba y yo cruzaba los dedos para que Edú no quisiera resolverlo todo a trompadas. La amenaza fue clarísima, desde un rincón de la ventana Jazmín miraba discretamente, y con ojos tristes, todo lo que ocurría. Edú y yo volvimos a casa con emociones encontradas. Él se quedó con las ganas de darle su merecido al microtirano, y yo con el temor de que todo eso significara el fin de mis planes con Jazmín. —Tenemos que hacer algo, Edú, yo no puedo quedarme con los brazos cruzados. —Ya hicimos lo que podíamos hacer, pero si ese Kilo de abono tiene el poder para impedir que

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su hermana pueda verte... tendrás que olvidarte de ella. —¿Estás loco? ¿Olvidarme de Jazmín? Hoy es 1 de febrero, faltan menos de dos semanas para el día del amor y la amistad. ¡Tengo que intentarlo nuevamente! Tengo que encontrar la manera de acercarme a Jazmín. —¿Y cómo se supone que vas a superar la cerca eléctrica, los cocodrilos asesinos, el dragón de la puerta y el insoportable hermano menor? —No lo sé, Edú, pero tiene que existir una manera. Durante dos días estuve rompiéndome la cabeza para encontrar una salida. Mientras seguía trabajando las tardes lavando los taxis de la cooperativa Jota Jota, pensaba en la manera de recuperar la confianza de Jaimitorrodrigo. Estaba convencido de que sin su venia no podría, jamás, acercarme a Jazmín. El cuarto día hice acopio de valentía y fui a casa de los Espinosa. El microtirano jugaba tenis contra la pared frontal de su casa. —¿Qué haces aquí? —preguntó sin siquiera mirarme—, creo que fui muy claro cuando te dije que no quería verte ni las pestañas por aquí, basura. —Bueno, mira, yo quería hablar contigo porque...

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—Con usted —recalcó para dejarme saber que la confianza estaba rota. —Sí, claro, quería hablar con usted para aclarar lo que ocurrió. —Pues a mí no me da la gana de aclarar nada. —He venido a disculparme, Jaimitorrodrigo. Él se detuvo, agarró la pelota amarilla, me miró y continuó escuchando: —Le pido disculpas porque lo que ocurrió hace tres días fue un malentendido. Yo le pedí a Edú, usted sabe que él es mi mejor amigo, que trajera el regalo para Jazmín. Me ganó la impaciencia, usted no me daba señales de querer ayudarme en un plazo corto y quise buscar una manera de acercarme a su hermana. Me equivoqué. Fue todo mi culpa. Me quedé sorprendido al descubrir que el microtirano me miraba con ojos amables. Escuchaba mis disculpas con gesto tranquilo. —¿Te has dado cuenta de que te saltaste las reglas? —me preguntó con tono casi sacerdotal. —Sí. —Bueno, estoy dispuesto a perdonarte, pero para eso necesito que cumplas con dos condiciones. La primera te la diré ahora... quiero, necesito, ¡exijo!, que vengas con tu amigo Edú y ambos me pidan disculpas. No me importa si uno es más culpable que otro, quiero que vengan los dos. —¡Claro! ¿Puede ser hoy mismo?

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—Preferiría que fuera mañana. Ahora no estoy de ánimo, además, dentro de un momento, tendré que ir con mi mamá al dentista. Los espero a las cuatro en punto, estaré en el cuarto de la bodega, ahí, en el patio trasero. Salí feliz de mi reunión de reconciliación con Jaimitorrodrigo. Parecía que todo volvería a su cauce sin mayores contratiempos. Corrí al chifa donde Edú estaba terminando de lavar los platos y lo encontré listo para salir. —¿Cómo te fue? —me preguntó interesado. —¡Súper!, casi me ha perdonado, creo que vuelvo otra vez al plan de conquista a Jazmín. ¡Ya es 4 de febrero, me quedan solo diez días! —¿Y qué tuviste que hacer para que te perdonara? ¿Te obligó a besarle los zapatos? ¿A lavarte los dientes con el cepillo de su perro? —No. Solo me pidió que mañana tú y yo vayamos a pedirle disculpas. —¡¿Qué?! ¡Yo no tengo por qué rayos pedirle disculpas a ese saco de abono! —Ya lo sé, ya lo sé, Edú, pero lo harás por mí, por favor, por favor... —Estás loco, Juan, estás llevando demasiado lejos esta historia. ¿Puedes explicarme por qué tengo que ir a pedirle disculpas a un niño mal educado de un metro veinte, que es, además, abusivo, impertinente, grosero y patán?

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—Porque es el hermano de la chica que me gusta y porque, si el caso se diera, al revés... yo lo haría por ti. —¡Me estás manipulando, Juan! —No. Te estoy pidiendo de favor que me ayudes. Al día siguiente, a las cuatro en punto, Edú (con cara de pocos amigos) y yo (con cara de «me gané la lotería») llegamos a casa de los Espinosa. Jaimitorrodrigo me dijo que nos estaría esperando en la bodega, un cuarto estrecho con un altillo, en el que los Espinosa guardaban algunos materiales para su negocio de flores. Tocamos la puerta y, desde adentro, él nos invitó a pasar. Cuando entramos lo encontramos apilando unos bloques de esponja verde, que servían para realizar los diseños florales. El cuarto estaba lleno de cajas, baldes plásticos, cuerdas, mangueras y regaderas. —Siéntense, por favor —dijo con tono educado—, he traído galletas y jugo de naranja. Dos sillas estaban perfectamente dispuestas en el centro del cuarto. Edú y yo estábamos impresionados con la gentileza del tirano. Tomamos asiento y, para romper el hielo, yo tomé la palabra: —Bueno, Jaimitorrodrigo, estamos aquí porque mi amigo Edú y yo queremos pedirle dis-

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culpas por lo que ocurrió días atrás. Lamentamos mucho si le ocasionamos un mal momento. —Gracias, Juan, les agradezco por venir, he escuchado tus palabras... ahora quiero oír a tu amigo. Edú suspiró molesto y desconfiado, hubo un silencio de diez segundos que a mí me pareció una eternidad. Le di un codazo y logré que reaccionara. Entre dientes atinó a decir: —Bueno yo también me disculpo. Y punto. El microtirano lo miró, sonrió irónicamente, esperó unos segundos y para nuestra sorpresa dijo: —Y punto no, Edú. Nada de eso. Ustedes me deben una disculpa mayor. ¿Recuerdas cuando hace tres años ustedes le vendieron a mi papá una cebra? Edú y yo nos quedamos mudos, sin atinar qué hacer ni qué decir. Jaimitorrodrigo procedió a contarnos, de manera resumida, lo que esa cebra provocó en el barrio cuando él, orgulloso, la sacó a pasear. Todas las risas y las burlas que se ganó. El rótulo de tonto que la gente, imaginariamente, colgó en su frente. Nos contó, además, cuando descubrió, gracias a una desagradable evidencia, que Adelita no era hembra, sino un macho muy impresionante... y cuando gracias a un terrible aguacero su cebra se despintó. —¡Se despintó! Las franjas blancas y negras se escurrieron en un charco gris. Todos en el barrio

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se burlaron de mí al verme regresar a casa con un burro viejo y cojo. ¡Y yo que estaba feliz pensando que era una cebra! Hizo una pausa, mientras Edú y yo, avergonzados, no sabíamos qué decir. De vez en cuando a Edú se le escapaba una discreta risita, y yo le metía un codo en el costado para que se controlara. —Pero bueno, están aquí y me han venido a pedir disculpas —agregó Jaimitorrodrigo—, este es un día que he esperado desde hace tres años. ¡Muchas gracias por venir! En una fracción de segundo, inesperadamente, tiró de una cuerda y dos baldes de pintura, blanca y negra, que estratégicamente colgaban del techo, se voltearon sobre nosotros.

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Quedamos bañados de cabeza a pies en pintura, como aquel burro en medio del aguacero. —¡Están perdonados! —dijo él en medio de una carcajada—, ahora ya se pueden ir. Rápidamente desapareció colándose por una ventana pequeña de la bodega, mientras Edú y yo no tuvimos otra alternativa que salir, a las cuatro y treinta, cuando las calles estaban llenas de gente, a caminar por el barrio como dos cebras despintadas.

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La segunda condición

A nueve días del 14 de febrero, yo sentía que el universo entero confabulaba en contra de mí. Las cosas no podían ir peor. Edú me había dicho que, si decidía continuar con mi plan de conquista a Jazmín Espinosa, no contara con él. Mi perro Chulpi se había comido las ganancias de dos semanas de trabajo. Y para que el panorama fuera más sombrío aún, Jaimitorrodrigo me había llamado por teléfono a casa para informarme la segunda condición, gracias a la cual me perdonaría: —Quiero la bicicleta en una semana. —Pero es muy poco tiempo... no puedo juntar el dinero... —Bueno, por si te sirve la información, te cuento que Miguel Arcos, el chico que vive en la casa #7, me ha pedido permiso para visitar a Jazmín... y estoy pensando en la respuesta que le daré. Miguel Arcos era un grandote, rubio, que tenía 15 años y ojos azules. Color de ojos que en

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mi barrio provocaba conmoción. Allí todos éramos morenitos, de ojos cafés y cabello negro, por lo tanto, el único rubio se convertía en algo así como un camarón en medio de un arroz con concha. Su imagen provocaba los suspiros de todas las chicas. Él se las daba de galán, además, porque su papá le prestaba el auto para que se paseara por el barrio. Yo ni siquiera tenía bicicleta y mi papá solo me permitía que me acercara a su auto para que se lo limpiara cuando algún pájaro con malestares estomacales había dejado su huella. Me machacaba la cabeza intentando hallar una salida para mi problema. Jazmín me había demostrado que estaba interesada en mí, pero si aparecía en escena el pintón de Miguel Arcos con el moderno auto de su papá y ese par de ojos azules, yo tenía todas, todas las de perder. Me quedaba una semana para conseguir el dinero para comprar la bicicleta. Pedirle un préstamo a mi papá era imposible; él siempre andaba con los bolsillos más pelados que los míos. Vender alguno de mis bienes tampoco era una buena idea: mi posesión más costosa era Chulpi, un perro mitad Salchicha, mitad Pastor Alemán. Pedir a mi mamá que me anticipara el dinero que ella me daba cada semana, para comprar cosas en el bar del colegio, tampoco sonaba bien: para

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juntar los 800 dólares yo habría tenido que pedirle a mi mamá que me adelantara ¡80 semanas! Al día siguiente decidí ir a casa de Jaimitorrodrigo y suplicarle un nuevo plazo. Fui dispuesto a plantearle que quizá en seis meses yo podría... En eso estaba cuando al llegar vi el auto azul de Miguel Arcos. Él y el microtirano escuchaban música a todo volumen desde el interior. Caminé furioso dispuesto a hacer respetar mis derechos y cuando llegué di dos golpes en la ventana del auto que estaba semiabierta. Jaimitorrodrigo me saludó con una sonrisa hipócrita: —Necesito hablar con usted. Él bajó del auto y me preguntó qué quería. —Un nuevo plazo, no puedo juntar el dinero para la bicicleta en una semana. Necesito cuatro... o cinco meses más. Soltó una carcajada de inmediato; se puso serio, como un militar, y me dijo: —¡Olvídalo! Y ahora vete, que mi amigo Mike me va a enseñar a manejar su auto. Sí, eso era lo único que me faltaba para que mi vida fuera un desastre total. El tal Miguel (Mike para sus amigos) tenía pinta de galán y un auto... ante eso yo no tenía posibilidades de ganar. A cualquier persona normal le puede resultar difícil conquistar a una chica linda, pero a mí me había tocado la horrible misión de conquistar

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al insoportable hermano de la chica más linda del mundo. ¡Qué suertudo! Ante tanta mala suerte, veía a Jazmín alejarse de mí sin que yo pudiera hacer nada por retenerla. Nada.

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La decisión

Cuando el plazo concluyó supe, por Edú, que

Miguel y Jazmín habían estado en el cine y en una heladería del centro comercial. Al escucharlo me sentí extraño, como si en lugar de sangre corriera vinagre por mis venas. Sentí picazón en los ojos y una presión inusual en mi garganta. Quería llorar de rabia, de tristeza, de frustración, de decepción, de angustia... de amor. Quería llorar, pero me daba vergüenza. «Si yo tuviera un auto», me decía, «si yo tuviera el dinero necesario para esa bicicleta». Eran las cuatro de la tarde, Edú acababa de salir rumbo al chifa y al despedirnos me había dicho: —Olvídate de ella, Juan, tú no puedes comprar una historia de amor. Me quedé solo, sentado sobre el tabique que separaba nuestras casas pensando en mil cosas, maldiciendo la pobreza y tragando lágrimas.

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En un momento extraño, impulsado por no sé qué fuerza, me levanté, escalé la reja de hierro, empujé la ventana de la habitación de Edú, aprovechando que no había nadie en su casa, y entré. Sin dudarlo, me acerqué al viejo carro de policía, abrí el compartimento de las pilas y saqué el rollo de billetes que Edú había guardado allí. Con las manos temblorosas y el corazón latiendo a mil por hora, extraje 800 dólares exactos. Y después huí.

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El corazón partido

No quería pensar. No quería pensar. No quería

ser consciente de lo que había hecho. Salí corriendo y tomé un taxi que me llevó hasta la tienda en la que había visto la bicicleta. Entré, señalé la que exhibían en el escaparate y dije «Quiero esa». Cuando el vendedor constató que tenía el dinero, no dudó en entregármela e incluso me ayudó a conseguir un taxi amplio que me llevara de vuelta a casa. Todo fue muy rápido. No quería pensar. No quería pensar. A las siete de la noche llegué a casa y silenciosamente llevé la bicicleta a la pequeña bodega que teníamos en el patio de atrás. Ya era tarde para entregársela al hermano de Jazmín. Curiosamente, ya no fui capaz de volver a pronunciar el nombre de ese sujeto. Mi boca se rehusaba a hacerlo. Mi cuerpo entero lo rechazaba. Mi mamá me esperaba preocupada, nunca había llegado tan tarde a casa, tuve que mentirle, inventar una excusa tonta.

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Subí a mi cuarto mientras escuchaba llorar a mis hermanas. El presidente se había retrasado en su informe al pueblo por televisión. Antes de las ocho, me cepillé los dientes, me puse pijama y me metí en la cama. Ni siquiera revisé mi agenda para saber si tenía tareas para el día siguiente. —¡Baja a cenar! —gritó mamá. —No tengo hambre —respondí. Y era verdad. Sentía que el estómago me ardía. No quería probar bocado. Me senté abrazando mis rodillas. Sentía escalofrío. Mi cabeza estaba en mil lugares. De pronto un golpe en la ventana me volvió a la realidad. Al rato vi a Edú, totalmente descompuesto, entrar apartando las cortinas. Me levanté de un salto. No estaba preparado para enfrentarlo y sentí terror. Me miró y algo debió leer en mis ojos, porque no hizo ninguna pregunta. Todo estaba claro. Se aproximó a mí tenso, con los ojos encharcados de lágrimas y con su mentón temblando de dolor. Me tomó del pijama, por el pecho, arrugándola con su mano y, cuando me tuvo frente a frente, vi que dos lágrimas enormes se desbordaron de sus ojos. Nunca olvidaré esa mirada de odio, de decepción.

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Impulsó su puño y, con toda la fuerza de su vida, me dio una trompada que me lanzó al piso. No dijo nada, con el borde de la manga se secó las lágrimas, dio media vuelta y se fue. Aquella fue la primera vez que sentí un dolor tan intenso en el alma. Fue como si ese golpe me hubiera dejado el corazón partido.

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El 13 de febrero

Al día siguiente, todo el mundo me preguntó

por qué tenía el ojo morado. A papá y mamá les dije que me habían dado un codazo, sin querer, en medio de una práctica de fútbol en el colegio. A mis compañeros de clase, les dije que una de mis hermanas me había dado un cabezazo mientras jugábamos en casa. Era 13 de febrero y las tiendas estaban llenas de corazones rojos. Todo el mundo se preparaba para celebrar el Día del amor y la amistad. En la floristería El Palacio de las Flores, se trabajaba a toda máquina para poder elaborar todos los ramos de flores que se entregarían por la ocasión. Al volver del colegio, por la tarde, entré a la bodega y miré la bicicleta. Era amarilla y yo la odiaba. La saqué y la empujé por la calle rumbo a casa de Jazmín. Edú nunca apareció, afortunadamente.

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Mientras avanzaba no podía evitar pensar en lo que había hecho. Había traicionado la confianza de mi mejor amigo. No importaba que yo pretendiera devolverle el dinero tan pronto pudiera reunirlo... ¡Yo le había robado! ¡Le había robado la ilusión de volver a ver a su mamá! Y todo por culpa de un canalla... Que no era más canalla que yo. Llegué a casa de Jazmín, toqué el timbre y Jaimitorrodrigo salió. Al ver lo que yo llevaba, se quedó boquiabierto. No salía del asombro. —¡Juan! ¡Ahora sí somos amigos! ¡Pasaste la prueba! Se acercó y me abrazó mientras me agradecía por el regalo. Yo no podía pronunciar ni una palabra. Me había quedado pasmado, furioso y decepcionado de mí. Jaimitorrodrigo acariciaba cada pieza de la bicicleta amarilla como un pirata que acaba de encontrar un tesoro. Al cabo de unos segundos reaccioné, no podía caer tan bajo. Aparté al microtirano, tomé la bicicleta por el manubrio y solo atiné a decir: —¡Aléjate! ¡Esta bicicleta nunca será tuya! —¡¿Qué dices?! Di media vuelta y salí a toda carrera, empujando la bici, mientras Jaimitorrodrigo me gritaba cinco insultos por segundo: «¡Maldito gusano, mi-

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serable, cobarde, pobretón, no sabes con quién te has metido! ¡La vas a pagar muy caro!» Al llegar a la esquina, tomé un taxi en cuyo maletero cabía la bici. Me dirigí a la tienda donde la había comprado, dispuesto a resarcir todos mis errores. Al llegar le dije al vendedor: —Vengo a devolver la bicicleta. Necesito que me regrese mi dinero. El vendedor me miró con desprecio y me preguntó: —Supongo que tienes la factura, ¿no? —No me dieron factura. —Eso es imposible, siempre entregamos factura. En cualquier caso, si no la tienes, no podemos devolverte tu dinero. —¡Pero yo la compré aquí! ¡Usted mismo me la vendió! Me recuerda, ¿verdad? —¡Niño, no insistas! Yo no me acuerdo de ti. Tengo cientos de clientes cada día. Sin factura será mejor que te largues. Lo tomé del brazo, desesperado, y le supliqué: —Por favor, señor, usted sabe que no me entregó la factura, necesito el dinero de vuelta, no quiero ni puedo quedarme con la bicicleta, entiéndame. El hombre me miró, permaneció en silencio durante unos segundos y entonces me hizo la siguiente propuesta:

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—Puedo ayudarte de una manera. Como no tienes factura, podría comprarte la bicicleta. —¿De verdad? —Sí, te doy doscientos dólares por ella. —¿Doscientos? ¡Pero me costó ochocientos! —Tómalo o déjalo. Y ya no me molestes más. Al cabo de unos minutos, salí de la tienda con doscientos dólares en el bolsillo y con la certeza de que todo, ¡todo lo hacía siempre mal!

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14 de febrero

Desperté ese Día del amor y la amistad con mu-

cha rabia, convencido de que debería existir un día especial para quienes no tenemos un amor y, además, hemos perdido al mejor amigo. Sería una buenísima idea inventar un día especial para los amargados, con promociones especiales para los tristes y descuentos para los aburridos. Ya me imagino a la gente deseándose por las calles «¡Feliz día del desamor!». «¡Que tengas un feliz día del mal genio!». Cuando volví del colegio entré a mi casa, hacía días que Edú y yo nos evitábamos y la pared de nuestros encuentros lucía abandonada. Me aproximé a la ventana, era la una y media y vi pasar a las cuatro florecitas: Margarita, Rosa Violeta y Jazmín, junto al microtirano, todos amontonados en el auto de Miguel que, aparentemente, se había convertido en el chofer de la familia.

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Jazmín lucía feliz, ni de casualidad volteó a mirar a mi casa. Me había olvidado con la misma rapidez que se había enamorado del galán del barrio. Imaginé que mi amigo Edú estaría trabajando en el chifa o en cualquier otro lugar para sumar algo a sus ahorros, de seguro no se habría dado por vencido y continuaría reuniendo el dinero para cumplir con su misión. Vi a mi mamá caminando por la casa, preparando la comida para mis hermanas, arreglando su ropa y la mía, revisando que no faltara nada en la despensa... y no pude evitar sentirme un canalla. Esa mamá en casa era lo que Edú había soñado por años y yo le había robado su sueño. Encendí la televisión porque no quería pensar más. A las tres comenzó un programa de concursos que siempre me pareció horrible. Se llamaba Tardes entre panas y tenía un animador gordo y sudoroso, y una animadora gorda y ajustada. Ambos bailaban mientras hablaban a la cámara como si estuvieran en una fiesta. Con sus voces estridentes alentaban a la gente que había acudido, en vivo, a mirar el espectáculo, para que aplaudieran como si estuvieran presenciando el show más alucinante: —Hoy es el Día del amor y la amistad, mi querida Yeseña, y tenemos una tarde llena de sorpresas para nuestros amigos televidentes.

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—Así es Yónatan. —Y tenemos muchos premios para los corazones enamorados, desde fundas de fideo, hasta jabón para lavar la ropa y dejarla de un blanco reluciente. —Así es Yónatan. —Pero el premio más importante, como cada viernes, será de mil dólares, sí, mil dólares para quien traiga a nuestro set un caso real de «Aunque usted no lo crea». —Así es Yónatan. —Recordemos, querida Yeseña, que la semana anterior el ganador fue el señor Rómulo Varas que nos trajo una vaca que baila reguetón. Invitamos a los televidentes a que participen en nuestro concurso auspiciado por Licor Mi Compadre, con el que siempre pasas bien. —Así es Yónatan... En ese momento mamá entró a la sala y me dijo que tenía una cita con el médico. «Volveré antes de las seis y media, por favor, cuida a tus hermanas; por si lloran, te dejo el video del presidente sobre la mesa». Me dio un beso en la frente y salió. Seguí viendo el programa y a sus gordos animadores invitar al público: —Si usted tiene seis dedos en cada pie, si su abuelita cumplió 127 años, si usted puede silbar

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con las orejas... ¡No espere más! Venga al set de Tardes entre panas y llévese mil dólares de premio. Mil dólares era una cantidad nada despreciable, que a cualquiera podría salvarle de un apuro. A cualquiera como por ejemplo... yo. Media hora después y sin imaginar lo que pasaría más tarde con mi vida, yo entraba a las instalaciones del canal 11, con mis hermanas Laura y Lucía, una en cada brazo. —¿Qué hacen sus hermanas? —me preguntó el productor. —Lloran —respondí. —¡Váyase de aquí! Todos los niños lloran. —Sí, pero Laura y Lucía solo dejan de llorar si miran al presidente. Cinco minutos después entrábamos al set del programa, donde nos esperaban Yónatan y Yeseña. Ellos presentaron nuestro caso y me pidieron que lo comprobara ante cámaras. —Laura y Lucía, lloren por favor —pedí a mis hermanas. —Y ellas estaban tan alucinadas con las luces y la gente, que se quedaron pasmadas. —¡Lloren! Nada. —¡Lloren, por favooooor! Nada.

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Yónatan y Yeseña me hicieron una señal para que me retirara del set. Pero yo no estaba dispuesto a salir de ahí sin mi premio. Pedí que en la pantalla auxiliar pasaran el video del presidente que yo había llevado, y mis hermanas, instantáneamente se voltearon para mrarlo y se quedaron hipnotizadas. —Apaguen la imagen —pedí y de inmediato mis hermanas comenzaron a llorar, ¡había funcionado! Hicieron el ejercicio cuatro o cinco veces, entre las risas y los aplausos del público y, finalmente, el jurado decidió otorgarnos el premio. ¡Yo estaba feliz! En lo único que podía pensar era en darle ese dinero a mi amigo Edú... ¡en pagar mi deuda!

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Al llegar a casa, antes de las seis y media, me sorprendió encontrar una multitud alrededor. Eran los vecinos que habían visto el programa y que querían felicitarnos. Todos deseaban constatar, de primera mano, que mis hermanas efectivamente dejaban de llorar ante la imagen del presidente. —Gracias, gracias, gracias por todo, pero ahora deben irse, por favor —suplicaba yo pensando en el problema que se me podía armar. Mamá estaba a punto de regresar y papá también, y yo estaba seguro de que me colgarían de los pulgares si se enteraban de que había llevado a mis hermanas a un programa de concursos. No todo terminó ahí, yo seguía atolondrado con tanta gente alrededor y de pronto apareció en escena un auto grande, de vidrios negros, con luces y sirena, y del interior salieron dos señores vestidos de negro que me entregaron una invitación de la Presidencia de la República. Querían que mis hermanas, mis papás y yo asistiéramos a un almuerzo con el presidente. La gente del barrio estaba enloquecida... yo aterrorizado. De pronto vi llegar a mis padres, asustados por el tumulto. —¡¿Qué está pasando aquí?! ¿Se quema la casa? ¿Nos robaron?

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—No, vecina —dijo La Enredadera, que quién sabe en qué momento apareció por el lugar—, lo que pasa es que sus hijos son famosos. ¡Salieron en la tele! —¡Y van a ir a la casa presidencial! —dijo otra—. ¡Van a comer con el presidente! —¡Y ganaron mucho dinero en el programa Tardes entre panas —añadió alguien más. Mis hermanas lloraban sin parar. Y yo estaba a punto de hacer lo mismo.

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19 de febrero

Sí. A partir del concurso, mis hermanas se volvie-

ron famosas. En una de las propagandas de televisión del presidente, aparecían ellas mirándolo perplejas como si se tratara de un extraterrestre. A papá y a mamá no les quedó más alternativa que perdonarme y aceptar su fama por todo el barrio, pero al día siguiente de toda esta locura, papá me dijo: —Juan… ¿y el dinero que recibiste como premio? Yo me quedé frío, no sabía qué responder. Estaba claro que ellos no me dejarían en paz hasta que devolviera el dinero o hasta que contara toda la verdad sobre en qué lo usaría. No pude decirles que yo había «tomado prestado» un dinero de la caja fuerte de Edú. Solo pude confesar el motivo por el que mi amigo estaba juntando el dinero. Cuando lo supieron ambos se miraron, en silencio, y mamá me dijo:

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—Está bien. Haz lo que tengas que hacer con ese dinero. La comida en la casa del presidente no estuvo tan buena o quizá yo no la pude disfrutar, porque papá me obligó a ponerme una corbata que me estrangulaba poco a poco. Además, me prohibió que comiera la pierna de pollo con la mano, como a mí me gusta, así es que tuve que apartarla del plato y comerme solo las zanahorias y las papas fritas. El presidente apenas estuvo con nosotros lo que tardó en tomar una sopa horrible de color verde. Mis papás casi no pudieron hablar con él, porque su teléfono celular sonó mil veces y la secretaria se lo pasaba siempre para que contestara. Luego se levantó, entró un fotógrafo, nos sacó una foto en la que todos debíamos salir sonrientes como si la comida hubiera estado deliciosa. Después el presidente salió del comedor rodeado por su secretaria y varios señores que le sonreían mucho y que a todo lo que él decía le respondían «Sí, señor presidente; claro, señor presidente». Días después decidí abordar a Edú, me colé por la ventana de su cuarto por la noche, como lo hacíamos desde que éramos niños pequeños, y lo esperé sentado en el piso hasta que llegara de su trabajo como lavaplatos.

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Cuando entró y descubrió que yo estaba ahí se quedó sorprendido, no sabía si echarme a patadas o pedirme amablemente que saliera de su casa y que no regresara hasta que se acabara el hambre en el mundo. Antes de que tomara cualquiera de las dos decisiones, agarré fuerza y le dije: —He venido a pedirte perdón, Edú. Lo que hice fue horrible. —No quiero hablar contigo. —Lo siento, vas a tener que escucharme, porque no me iré hasta que sepas para qué he venido. Entonces le conté todo mi drama: la compra de la bicicleta, la presencia de ese insoportable con cara de príncipe azul llamado Miguel Arcos, la cara del microtirano cuando le dije que no le daría la bici, la devolución y los doscientos dólares que pude recuperar del abusivo vendedor. —Nunca en mi vida me había sentido tan mal, Edú. Te fallé y eso es algo que aún no me puedo perdonar. Quería, de una vez por todas, llegar a Jazmín, y la bicicleta para el microtirano parecía ser la única alternativa para conseguirlo. Por favor, intenta comprenderme... Edú no decía nada. Miraba al techo. —Pero bueno... si te hace sentir mejor, te cuento que Jazmín está saliendo con Miguel. Vendí en 200 una bicicleta que me costó 800. ¡Pero he conseguido el dinero que te debo... y algo más!

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Le conté en detalle lo de mis hermanas y el concurso en la televisión y no pudo sino sonreír ante la anécdota. Finalmente, saqué los billetes que llevaba en el bolsillo, en total sumaban 1 200 dólares. —Son tuyos, Edú, para que vuelvas a ver a tu mamá. Extendió su mano y tomó el dinero sutilmente. Con voz ronca únicamente respondió. —Gracias, Juan. —¿Somos amigos otra vez? ¿Puedes confiar de nuevo en mí?

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Edú se quedó en silencio sin responder a ninguna de mis dos preguntas. Solo me miró sin que sus ojos expresaran nada. Ante eso no me quedó más que retirarme. A veces el silencio es también una forma de responder. Aparté las cortinas y salí por la ventana con mucha tristeza... con el corazón partido. Perder un amigo duele mucho más que perder una casi novia.

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La reconstrucción

Edú no volvió a encaramarse en la pared durante

mucho tiempo. Yo seguí haciéndolo, religiosamente, más por costumbre que por interés. Una tarde lo vi salir por la calle junto a su mamá. Cuando me miró solo levantó la mano para saludar. Yo hice lo mismo, y me alegró mucho saber que había logrado su sueño. Durante un tiempo, el auto de Miguel Arcos continuó transportando a las florecitas Espinosa y al Kilo de abono desde la parada del autobús hasta su casa... ¡Se creían lo máximo! Jazmín no me miraba ni por curiosidad, me olvidó a la velocidad de un estornudo. El microtirano, por el contrario, no perdía la ocasión para clavarme sus ojos y su sonrisa burlona cada día. Algo dentro de mí se inflamaba y me provocaba dolor de estómago cada vez que lo veía. A mi tatuaje le encontré una muy buena salida. Luego de darle mil vueltas al nombre GASNIN, vol-

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ví a casa de mi compañero y le pedí a su hermano que hiciera una pequeña corrección. Él sacó sus instrumentos y me aseguré de escribir en un papel lo que yo quería que él trasladara a mi brazo: —Vas a poner antes del nombre GASNIN la palabra TORTU. Y al final vas a poner JA. Con esa instrucción clara, después de media hora, salí de su casa con un tatuaje muy vistoso en el que se veía un corazón y en su interior la frase TORTUGAS·NINJA… ¡mis ídolos! La separación entre las dos palabras se resolvió con un pequeño puntito. ¡Quedó perfecto! Una tarde me sorprendí cuando encontré a Edú sentado en el borde de la pared de su casa. —¿Vienes? —me preguntó— ¡Como en los viejos tiempos! Me senté junto a él sin decir ni una palabra. Así permanecimos más de cinco minutos hasta que vimos aproximarse por la calle a una nueva vecina. —¿La has visto? —le pregunté para romper el hielo. —Sí… está linda, ¿no? Él sacó su sistema de medición, la foto de la gringa que llevaba en la billetera, y la comparó. —No es Miss Universo, pero está simpática. Mejor que cualquiera de las habitantes de este barrio.

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—Apostemos que me mira —le dije emocionado. —Dale, cuánto... —Cien. —¡Hecho! La nueva vecina pasó... y sorprendentemente miró a Edú y le sonrió. Los dos nos quedamos mudos. Ante la emoción de mi amigo que se había puesto como un tomate, yo me lancé desde la pared (afortunadamente caí bien) y sin esperar más tiempo pegué un grito: —¡Hola! ¿Tú eres nueva en el barrio, no? —Sí. —¿Te puedo hacer una pregunta? —Claro. —¿Tienes hermanos? —Sí —respondió ella—, uno mayor y dos menores. —¡¿Tres hermanos?! Bueno, felicitaciones… adiós. Volteé a mirar a Edú y ambos nos quedamos pensativos, en silencio. —Ya lo oíste, tiene tres hermanos. Seguramente en ese instante pasó por su cabeza, como por la mía, la imagen de un Jaimitorrodrigo multiplicado por tres, ¡por tres! Él volvió a sacar la foto de la gringa y dijo:

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—Bueno, pensándolo bien no es tan linda, ¿no te parece? —Tienes razón, Edú. Es fea. —Muy fea. Tiene la nariz muy pequeña. —¡Y los ojos demasiado verdes! —Y el cabello demasiado claro. —¡Mejor olvidémonos de ella! —Hecho. Y a partir de ese día, encaramados en la pared, Edú y yo decidimos recoger los pedazos de una amistad que se había partido, y reconstruirla para siempre.

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Índice

Jazmín.........................................................................11 Mi amigo Edú...........................................................15 Microtirano...............................................................22 La cebra......................................................................26 El corazón partido...................................................33 Operativo pegamento.............................................39 Adelito........................................................................42 Operativo corazón partido....................................46 Plan cine.....................................................................51 Operativo mamá.......................................................59 El plan B.....................................................................65 Loco de amor............................................................72 El perdón...................................................................80 La segunda condición.............................................89 La decisión.................................................................93 El corazón partido...................................................95 El 13 de febrero........................................................98 14 de febrero.......................................................... 102 19 de febrero.......................................................... 109 La reconstrucción................................................. 114

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