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Linda Nochlin1 “El Oriente imaginario”2 Después de todo, ¿qué es más europeo que ser corrompido por el Oriente? Richard

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Linda Nochlin1 “El Oriente imaginario”2 Después de todo, ¿qué es más europeo que ser corrompido por el Oriente? Richard Howard

¿Qué explica la reciente avalancha de exposiciones revisionistas o expansionistas de arte del siglo XIX como The Age of Revolution, The Second Empire, The Realist Tradition, Northern Light, Women Artists, varias muestras de arte académico, etc.? ¿Es el simple redescubrimiento de obras de arte obviadas u olvidadas? ¿Se trata de una reevaluación del material, de la creación de un canon nuevo y menos cargado de juicios de valor? Preguntas de este tipo plantean —uno sospecha que más o menos inintencionalmente— Orientalism: The Near East in French Painting, 1800-1880, exhibición de 1982, y su catálogo.3 La exposición orientalista nos hace preguntarnos en particular si junto a las preguntas “normales” de la historia del arte acerca de este material hay otras que deberían ser efectuadas. El organizador de la muestra, Donald Rosenthal, sugiere que, en efecto, hay aquí importantes cuestiones en juego, pero que, de manera deliberada, en breve dejará de afrontarlas. “La característica unificadora del orientalismo del siglo XIX es su afán de realismo documental”, declara en la introducción al catálogo, y luego continúa sosteniendo, muy correctamente, que “el florecimiento de la pintura orientalista… estuvo estrechamente asociado con el apogeo de la expansión colonialista europea durante el siglo XIX.” De hecho, tras referir la definición crítica de orientalismo en la literatura occidental propuesta por Edward Saïd “como un modo de definir la presunta inferioridad cultural del Oriente islámico… parte del vasto mecanismo de control del colonialismo, diseñado para justificar y perpetuar la dominación europea”, Rosenthal rechaza inmediatamente este análisis en su propio trabajo. “La pintura orientalista francesa será discutida en relación a su calidad estética y su interés histórico, y no se intentará efectuar una reevaluación de sus usos políticos.”4 En otras palabras, negocios histórico-artísticos, como siempre. Habiendo planteado los dos asuntos cruciales que son la dominación política y la ideología, Rosenthal los deja caer como papas calientes. Pero seguramente la mayoría de las pinturas en la muestra —de hecho, la noción-clave misma de orientalismo— no pueden ser afrontadas sin un análisis crítico de la particular estructura de poder en la que estos trabajos nacieron. Por ejemplo, el grado de realismo (o falta de él) en las imágenes orientalistas de individuos difícilmente puede ser discutida sin algún intento por clarificar de cuál realidad estamos hablando. ¿Qué debemos hacer, por ejemplo, con El encantador de serpientes de Jean-Léon Gérôme, pintado a fines de la década de 1860 (hoy en el Clark Art Intitute, Willimastown, Massachussetts)? Seguramente puede ser más provechoso considerarlo como un documento visual de la ideología colonialista decimonónica, una destilación icónica de la noción occidental de lo oriental expresada en el lenguaje de un posible naturalismo transparente. (¡No sorprende

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Linda Nochlin (n. Linda Weinberg, Brooklyn, New York City, 30.01.1931). B.A. en Filosofía (Vassar College, 1951), M.A. en Inglés (Columbia University, 1952), Ph.D. en Historia del Arte (Institute of Fine Arts, New York University, 1963). Trabajó en los departamentos de Historia del Arte de la Yale University, el Graduate Center de la City University of New York, el Vassar College y el Institute of Fine Arts, donde enseñó hasta su retiro en 2013. Su labor se ha enfocado en asuntos vinculados al feminismo —“Why Have There Been no Great Women Artists?”, publicado en el número de enero de 1971 de ARTnEws, es considerado un trabajo pionero—, así como sobre el realismo del siglo XIX —Realism (New York: Penguin, 1971)—, y en especial en la obra de Gustave Courbet —Courbet (New York: Thames & Hudson, 2007)— [nota nuestra]. 2 “The Imaginary Orient”. Art in America (New York). May 1983, p. 118-131, 187-191 [nota nuestra]. 3 Organizada por Donald A. Rosenthal, la exposición tuvo lugar en la Memorial Art Gallery de la University of Rochester (27.08-17.10, 1982) y en el Neuberger Museum, State University of New York, Purchase (14.10-23.12, 1982). Fue acompañada por un librocatálogo preparado por Rosenthal. Este artículo se basa en una conferencia presentada en Purchase cuando la muestra estuvo montada allí. 4 Donald A. Rosenthal. Orientalism: The Near East in French Painting 1800-1880 (Rochester, 1982), p. 8-9, itálicas agregadas.

que Saïd la haya utilizado como cubierta de su estudio crítico del fenómeno del Orientalismo!)5 Sin embargo, el título no cuenta, de hecho, la totalidad de la historia; la pintura, en verdad, se llamaría El encantador de serpientes y su público, lo que claramente nos indica que miremos tanto al intérprete como al público como partes de un mismo espectáculo. No estamos invitados a identificarnos con el público, como sí tan a menudo lo estamos en trabajos impresionistas de este período, trabajos como los Café Concerts de Manet o de Degas, por ejemplo, localizados en París. Los observadores acurrucados contra el muro azulejado intensamente detallado en el fondo de la pintura de Gérôme, no son resueltamente ajenos como lo es el acto al que miran con una tan infantil y extática concentración. Nuestra mirada está destinada a incluir tanto el espectáculo como sus espectadores, objetos de delectación en lo pintoresco.

Jean-Léon Gérôme, Snake Charmer, fines de la década de 1860, Williamstown, Massachussetts, Sterling & Francine Clark Art Institute

Claramente, este pueblo negro y marrón está mistificado, tal como nosotros lo estamos. De hecho, la sensación que define la pintura es el misterio, creado a partir de un recurso pictórico específico. Se nos permite sólo una seductora vista dorsal del niño que sostiene la serpiente. Se nos niega una vista frontal absoluta, que revelaría sin ambages tanto su sexo como la totalidad de su peligrosa actuación. Y el misterio, insistente y de signo sexual, implantado en el centro de esta pintura insinúa otro más general: el misterio mismo del Oriente, un lugar común dentro de la ideología orientalista. A pesar, o quizá a causa, de la insistente riqueza del régimen visual que ofrece Gérôme —los atractivos manifiestos de las rosadas nalgas y los marcados muslos del joven protagonista; las arrugas del venerable encantador de serpientes a su derecha; las variadas delicias ofrecidas por la pintoresca multitud y las superficies seductoramente elaboradas de los azulejos, alfombra y canasta turcos auténticos que sirven como décor— nos atrapan ciertas ausencias en la pintura. Estas ausencias son tan notorias que, una vez que somos conscientes de ellas, comienzan a funcionar como presencias, de hecho, como signos de un cierto tipo de privación conceptual.

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Los alcances ofrecidos por el Orientalismo de Saïd (New York, 1978) son centrales para los argumentos desarrollados en este estudio. No obstante, el libro de Saïd no trata en absoluto las artes visuales.

Una ausencia es la ausencia de historia. El tiempo permanece detenido en la pintura de Gérôme, como sucede con toda imagen calificada de “pintoresca”, incluso en las propias representaciones francesas decimonónicas de campesinos. Gérôme sugiere que este mundo oriental es un mundo sin cambio, un mundo de costumbres y rituales eternos, atemporales, intacto por los procesos históricos que fueron “afligiendo” o “mejorando” si no, en todo caso, alterando drásticamente las sociedades occidentales de entonces. No obstante, esos fueron de hecho años de violentos y notorios cambios también en el Cercano Oriente, cambios operados primariamente por el poder occidental —tecnológico, militar, económico, cultural— y especialmente por la presencia francesa misma que Gérôme tan escrupulosamente evita. En el mismo tiempo y lugar en que la imagen de Gérôme fue pintada, a fines de la década de 1860 en Constantinopla, el gobierno de Napoleón III estaba adquiriendo un activo interés (como lo tuvieron los gobiernos de Rusia, Austria y Gran Bretaña) en los esfuerzos del gobierno otomano por reformarse y modernizarse. “Era necesario cambiar los hábitos musulmanes, destruir el añejo fanatismo que era un obstáculo para la fusión de razas y para crear un estado laico moderno”, declaraba el historiador francés Édouard Driault en La Question d’Orient (1898). “Era necesario transformar… la educación tanto de conquistadores e individuos, e inculcar en ambos el desconocido espíritu de tolerancia —una noble tarea, digna del gran renombre de Francia”, continuaba. En 1863 se fundó el Banco Otomano, con el interés mayoritario en manos francesas. En 1867 el gobierno francés invitó al sultán a visitar París y le recomendó un sistema de educación pública laica y la asunción de grandes trabajos públicos y sistemas de comunicación. En 1868, bajo la dirección conjunta del Ministerio Turco de Asuntos Externos y del embajador francés, se abrió el Liceo de Galata-Serai, una gran escuela secundaria abierta a otomanos de toda raza y credo, donde europeos enseñaban a más de seiscientos muchachos la lengua francesa, “un símbolo”, mantenía Driault, “de la acción de Francia, aplicándose ella misma a instruir los pueblos de Oriente con su propio lenguaje en los elementos de la civilización occidental”. En el mismo año, una compañía constituida primordialmente por capitales privados franceses recibió la concesión de los ferrocarriles que conectaban las actuales Estambul y Salónica con el ferrocarril existente en el Danubio Medio.6 La ausencia de un sentido de historia, la ausencia de cambio temporal, está íntimamente ligada en la pintura de Gérôme a otra sorprendente ausencia en ella: la de la presencia reveladora de occidentales. Nunca hay ningún europeo en las vistas “pintorescas” de Oriente similares a ésta. De hecho, podría decirse que una de las características definitorias de la pintura orientalista es su dependencia, para su misma existencia, de una presencia que es siempre una ausencia: la presencia occidental, colonial o turística. El hombre blanco, el occidental, por supuesto siempre está implícito en las pinturas orientalistas como Encantador de Serpientes: es necesariamente la mirada controladora, la mirada que trae el mundo oriental a la existencia, la mirada para la cual, en definitiva, está destinado. Y esto nos lleva aún a otra ausencia. Parte de la estrategia de un pintor orientalista como Gérôme es hacerle olvidar a sus espectadores que allí haya en absoluto “creación” alguna, convencerlos que trabajos como éstos son simplemente “reflejos”, científicos en su exactitud, de una realidad oriental preexistente. Gérôme era considerado en su época desalentadoramente objetivo y científico, y fue comparado a este respecto con los novelistas realistas. Como declaró un crítico estadounidense en 1873: Gérôme tiene la reputación de ser uno de los más estudiosos y conscientemente precisos pintores de nuestro tiempo. En un cierto sentido podría ser llamado “erudito”. El cree tan firmemente como Charles Reade en la obligación por parte del artista de decir la verdad, incluso en asuntos menores en relación al período y a la locación de una obra que pretende ser de asunto histórico. Se dice que Balzac ha realizado un viaje de varios cientos de millas con el propósito de verificar ciertos hechos 6

Driault, p. 187 et seqq., citado en George E. Kirk, A short History of the Middle East (New York, 1964), p. 85-86.

aparentemente insignificantes en relación a una localidad descripta en una de sus novelas. De Gérôme se alega que nunca pinta una imagen sin los más pacientes y exhaustivos estudios preliminares de cada asunto concerniente a su tema. En los accesorios de la indumentaria, el mobiliario, etc., su objetivo es, invariablemente, alcanzar el máximo posible de exactitud. Es este tratamiento, al que algunos declaran un exceso, lo que ha provocado que se hable de él como un “imaginero científico”.7

Las estrategias de mistificación “realista” (o quizás “pseudo-realista”, “autenticista” o “naturalista” serían mejores términos) van codo a codo con aquellas de las mistificaciones orientalistas. Por lo tanto, otra ausencia que constituye una significativa presencia en la pintura: la ausencia —es decir, la apariencia de ausencia— del arte. Como ha señalado Leo Bersani en el artículo sobre realismo y el miedo al deseo, “La ‘seriedad’ del arte realista está basada en la ausencia de cualquier recordatorio del hecho de que verdaderamente se trata de una cuestión artística”8. Ningún otro artista ha erradicado tan inexorablemente toda pincelada del plano pictórico como Gérôme, negándonos cualquier pista de que la obra de arte es una superficie literalmente plana. Si comparamos una pintura como Calle en Argelia de Gérôme, con su prototipo, la Calle en Mequínez de Delacroix, vemos inmediatamente que Gérôme, en el interés “naturalidad”, de inocente transparencia orientalista, va mucho más lejos que Delacroix, suplantando los datos pintorescos para el observador occidental y velando el hecho de que la imagen consiste en pintura sobre una tela. Un artista “naturalista” o “autenticista” como Gérôme intenta hacernos olvidar que su arte es en verdad arte, tanto ocultando la evidencia de su toque como simultáneamente insistiendo en una plétora de detalles verosimilizadores, especialmente aquellos que podrían ser llamados innecesarios. Estos incluyen no meramente los “patrones de azulejería turca cuidadosamente ejecutados” que Richard Ettinghausen señalaba en su catálogo de Gérôme de 1972; no meramente las interpretaciones del artista de inscripciones arábigas que, como sostiene Ettinghausen, “pueden ser fácilmente leídas” 9; incluso la “restauración posterior” sobre el trabajo de azulejería que, funcionando a primera vista de un modo similar al barómetro sobre el piano en la descripción del salón de Mme. Aubain en “Un cœur simple” de Flaubert, crea lo que Roland Barthes ha llamado “el efecto de real” (l’effect de réel).10 Tales detalles, supuestamente presentes para denotar directamente lo real, en verdad están allí simplemente para significar su presencia en el trabajo como un todo. Como señala Barthes, la mayor función de detalles gratuitos y precisos como éstos es anunciar “somos lo real”. Hay significantes de la categoría de lo real para dar credibilidad al “realismo” de la obra como un todo, para autentificar el campo visual total como un reflejo simple, no artificioso, de, en este caso, una supuesta realidad oriental. De hecho, si miramos de nuevo, podremos ver que las restauraciones objetivamente descriptas en los azulejos tienen además otra función: una de carácter moralizante que adquiere sentido dentro del aparentemente objetivo contexto de la escena como un todo. La arquitectura descuidadamente mal reparada funciona, en el arte orientalista del siglo XIX, como un lugar común en tanto comentario acerca de la corrupción de la sociedad islámica contemporánea. Kenneth Bendiner ha coleccionado impactantes ejemplos de este recurso, tanto en pinturas como en escritos de artistas de siglo XIX. Por ejemplo, el pintor británico David Roberts, documentando sus Holy Land y Egypt and Nubia, escribía desde El Cairo en 1838 acerca de “espléndidas ciudades, en un tiempo repletas de una ocupada población y embellecidas con… edificios, la maravilla del mundo, ahora desiertas y solitarias, o reducidas por la mala administración y la barbarie del credo musulmán a un estado tan salvaje como el de las fieras que los rodean.” En otra ocasión, explicando la existencia de ciertas ruinas en sus alrededores, 7

J. F.B., “Gérôme, the Painter”. The California Art Gallery 1-4 (1873); 51-52. Estoy agradecida a William Gerdts por llamar mi atención sobre este material. 8 Leo Bersani. “Le Réalisme et la peur du désir”, en Littérature et reálité, ed. G. Genette y T. Todorov (Paris, 1982), p. 59. 9 Richard Ettinghausen en JeanñLéon Gerôme (1824-1904), catálogo de exposición, Dayton Art Institute, 1972, p. 18. Edward Saïd me ha señalado en una conversación que la mayor parte de los llamados escritos acerca de la pared de fondo del Encantador de Serpientes son, de hecho, ilegibles. 10 Roland Barthes. “L’Effect de réel” en Littérature et réalité, p. 81-90.

declaraba que El Cairo “posee, pienso, más gente ociosa que cualquier otra ciudad de su magnitud en el mundo”. 11 El vicio de la ociosidad fue frecuentemente comentado en el siglo XIX por los viajeros occidentales en referencia a los países islámicos, respecto de lo cual podemos observar aún otra impactante ausencia en los anales del arte orientalista: la ausencia de escenas de trabajo e industria, a pesar del hecho de que muchos observadores occidentales han comentado las largas horas que los fellahin12 egipcios estaban doblados sobre sus labores, y el incesante trabajo de las mujeres egipcias dedicadas a los campos y a las labores domésticas.13 Cuando la pintura de Gérôme es vista en este contexto de supuestos ociosidad y descuido, lo que primero aparecería como un hecho arquitectónico objetivamente descripto resulta ser architecture moralisée. La lección es sutil, quizá, pero aun eminentemente disponible, dado un contexto de lugares comunes: estas gentes —perezosas, holgazanas, infantiles, si son de color— han dejado que sus propios tesoros culturales se hundan en la decadencia. Hay una clara alusión aquí, disfrazada con el lenguaje del reporte objetivo, no meramente al misterio del Oriente sino a la insolencia bárbara de los pueblos musulmanes, quienes muy literalmente encantan serpientes mientras Constantinopla cae en ruinas. A lo que estoy tratando de llegar, por supuesto, es a la obvia verdad de que en esta pintura Gérôme no está reflejando una realidad disponible sino, como todos los artistas hacen, está produciendo significados. Si parezco abundar en el aspecto de los detalles autentificantes es porque no sólo los contemporáneos de Gérôme sino también muchos de los actuales reanimadores revisionistas de Gérôme y de la pintura orientalista en general insisten tan fuertemente en la objetividad y credibilidad de las vistas de Gérôme del Cercano Oriente, acudiendo a esta suerte de detalles como evidencia de sus afirmaciones. El hecho de que Gérôme y otros “realistas” orientalistas utilizasen documentación fotográfica es invocado a menudo para sostener argumentos referidos a la objetividad de las obras en cuestión. De hecho, Gérôme parece haber utilizado fotografías para muchos de sus detalles arquitectónicos, y tanto los críticos de su tiempo como los del nuestro comparan su obra con la fotografía. Pero, desde ya, hay fotografía y fotografía. La fotografía misma es duramente inmune a los halagos del orientalismo, e incluso una visión presumiblemente inocente o neutral de la arquitectura puede ser ideológica.

Fotografía turística “oficial” de la Bab Mansour

Una fotografía de la Bab Mansour en Mequínez, en tanto versión turística comercialmente producida, “orientaliza” el tema, produciendo la imagen que al turista le gustaría recordar: pintoresca, relativamente atemporal, la puerta misma fotografiada desde un ángulo teatral, enfatizada también por contrastes escénicos de luz y sombra y, haciéndola más 11

Cit. por Kenneth Bendiner, “The Portrayal of the MIddle East in British Painting 1835-1860”. Disertación doctoral. Columbia University, 1979, p. 110-111. Bendiner cita muchas otras instancias, así como ha reunido representaciones visuales del tema. 12 Fellah (en árabe, pl. fellahin) es el apelativo dado en el Medio Oriente y el Norte de África a quien utiliza el arado, esto es, al granjero o agricultor [nota nuestra]. 13 Véase, v.g., Bayle St. John, Village Life in Egypt, originalmente publicado en 1852, repr. 1973, I, p. 13, 36 y passim.

pintoresca aún, perfilada a la izquierda sobre un fondo de nubes flotantes. Variación plástica, valores arquitectónicos y superficie colorida, todo se pone en juego en la toma profesional; al mismo tiempo, toda evidencia de contemporaneidad y contradicción —esto es, de que Mequínez es una ciudad tan moderna como tradicional, repleta de turistas y comerciantes de Oriente y Occidente; de que se utilizan tanto automóviles y autobuses como burros y caballos— es suprimida por la fotografía “oficial”. Una foto realizada por una aficionada, a pesar de los automóviles y autobuses y el oleaje de gravas de un solado vacío, subordina lo pintoresco y hace de la puerta misma algo plano e incoherente. En esta instantánea el orientalismo está reducido a la presencia de unas pocas almenas cansinas a la derecha. Pero esta imagen es simplemente el mal ejemplo del libro Cómo tomar buenas fotografías en sus viajes, que enseña a la novicia el modo de aproximar su experiencia de la realidad visual a la versión oficial.

Bab Mansour en Mequínez, foto de Linda Nochlin

Pero, por supuesto, hay orientalismo y orientalismo. Si para pintores como Gérôme el Cercano Oriente existió como un lugar efectivo a ser mistificado con efectos de realidad, para otros artistas existió como un proyecto de la imaginación, un espacio de fantasía o como pantalla sobre la que poderosos deseos —eróticos, sádicos, o ambos— podían ser impunemente proyectados. El Cercano Oriente escenificado por La muerte de Sardanápalo de Delacroix (creada, es importante enfatizar, antes del viaje del propio artista al norte de África en 1832) no funciona como campo para la exploración etnográfica. Es más bien un escenario para la puesta en acto, desde una distancia adecuada, de pasiones prohibidas: las propias fantasías del artista (¿es necesario decirlo?) tanto como aquellas del condenado monarca del Cercano Oriente.

Eugène Delacroix, La mort de Sardanapale, 1827-8, Paris, Louvre

Delacroix evidentemente hizo su “tarea orientalista para el hogar” antes de realizar esta pintura, probablemente leyendo descripciones en Heródoto y Diodoro de Sicilia acerca de la corrupción oriental antigua, y sumergiéndose en pasajes de Quinto Curcio sobre las orgías babilónicas, examinando uno o dos frescos etruscos, quizá incluso mirando algunas miniaturas hindúes.14 Pero es obvio que la sed de exactitud fue un ardiente impulso principal tras la creación de esta obra. En esta versión del orientalismo —romántico, si se quiere, y creado cuarenta años antes que de Gérôme— la cuestión no es el problema del poder del hombre occidental sobre el Cercano Oriente sino más bien, creo yo, el poder del francés contemporáneo sobre la mujer, un poder controlado y mediado por la ideología de lo erótico de la época de Delacroix. “En los sueños comienzan las responsabilidades”, dijo alguna vez un poeta. Quizás. Ciertamente, estamos en terreno firme afirmando que en el poder comienzan los sueños: sueños de poder aún mayor (en este caso, fantasías del poder ilimitado de los hombres para disfrutar de los cuerpos de mujeres destruyéndolos). Sería absurdo reducir la compleja pintura de Delacroix a una mera proyección pictórica de las fantasías sádicas del artista bajo el atuendo del orientalismo. De hecho es totalmente irrelevante tener en mente que la vívida turbulencia de la narrativa de Delacroix —la historia del antiguo gobernante asirio Sardanápalo, quien, tras saber de su muerte incipiente, destruyó todas sus preciosas posesiones, incluidas sus mujeres, para luego arrojarse a las llamas con ellas— se sostiene en la más mundana creencia, compartida por los hombres de la clase y la época de Delacroix, de que ellos estaban naturalmente “autorizados” a operar sobre los cuerpos de ciertas mujeres. Si los hombres eran artistas como Delacroix, estaba asumido que tenían más o menos acceso ilimitado a los cuerpos de las mujeres que trabajaban para ellos como modelos. En otras palabras, las fantasías privadas de Delacroix no existían en un vacío sino en un particular contexto social que garantizaba tanto el permiso como el establecimiento de los límites de ciertos tipos de conducta. En este contexto, la puesta orientalizante de la pintura de Delacroix tanto significa un estado extremo de intensidad física como formaliza aquel estado a través de varias convenciones de la representación. Pero si bien esto permite mucho, no lo permite todo. Es difícil, por ejemplo, imaginar un cuadro representando la Muerte de Cleopatra, en el que voluptuosos esclavos desnudos estén siendo asesinados por servidoras, pintado por una artista de este período. 15 Al mismo tiempo que enfatiza los aspectos sexualmente provocativos de su tema, Delacroix intentó desactivar a través de una variedad de maneras su abierta expresión pictórica de la dominación total de la mujer por parte del hombre. Distancia sus miedos y deseos dejándolos explotar en un contexto orientalizado y filtrándolos a través de un prototipo a lo Byron. Pero al mismo tiempo, el motivo de un grupo de bellas mujeres desnudas pasadas por la espada no está tomado de versiones antiguas de la historia de Sardanápalo, aunque la lascivia de los soberanos orientales fue lugar común de muchos de tales relatos. 16 No fue invención de Byron sino, significativamente, del mismo Delacroix.17 El artista participa en la carnicería ubicando en el rojo corazón sangrante de su pintura un yo subrogado: el Sardanápalo yacente en su lecho. Pero Sardanápalo, en pose de filósofo, se

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La mejor discusión general de la Muerte de Sardanápalo de Delacroix es Delacroix: The Death of Sardanapalus de Jack Spector, Art in Context Series (New York, 1974). Este estudio trata la relación de la obra con la psicosexualidad de Delacroix, así como enclava la pintura en el contexto de sus fuentes literarias y visuales. Las notas al pie contienen referencias a literatura adicional acerca de la pintura. Para otros descubrimientos acerca del uso de Delacroix de fuentes orientales, véase D. Rosenthal, “A Mughal Portrait Copied by Delacroix”. Burlington Magazine CXIX (1977): 505-6, y Lee Johnson, “Towards Delacroix´s Oriental Sources”. Burlington Magazine CXX (1978): 144-51. 15 Cleopatra probando venenos en sus sirvientes de Cabanel (1887) me ha sido sugerido por varios historiadores del arte (varones) como próximo a la cuestión. Pero por supuesto el escenario es enteramente diferente en la pintura de Cabanel. Primeramente, las víctimas masculinas no son los objetos sexuales de la pintura: su destructora femenina lo es. Y en segundo lugar, la pintura está, como la de Delacroix, realizada por un hombre, no por una mujer: nuevamente, es un producto de la fantasía masculina, y su frisson sexual depende de la mirada masculina dirigida hacia un objeto femenino, tal como sucede en la pintura de Delacroix. 16 Para un sugestivo y rico análisis de este mito en los siglos XVII y XVIII v. Alain Grosrichard, Structure du Sérail: La Fiction du despotisme asiatique dnas l’occidnet classique (Paris, 1979). 17 Esto es señalado por Spector a través de su estudio, pero v. especialmente p. 69.

mantiene a distancia del sensual tumulto que lo rodea; él es un destructor-artista que en definitiva va a ser consumido en las llamas de su propia creación-destrucción. Su frescura de dandy que encara una provocación sensual del más alto orden —lo que podría llamarse su lejanía “orientalizada” y su pose convencionalizada—, de hecho, puede haber ayudado a Delacroix a justificar ante sí mismo su propio extremismo erótico, su cumplimiento del impulso sádico en la pintura. Pero no satisfizo al público contemporáneo. A pesar de la brillante hazaña de cuasi sublimación artística que aquí acontece, mayormente tanto el público como los críticos se horrorizaron por la obra cuando fue presentada al Salón de 1828. 18 El distanciamiento del héroe de la obra, sus orientalizantes estategias de distanciamiento, sus referencias a las outrées [extravagantes] costumbres de los oligarcas del Cercano Oriente muertos hace tiempo realmente no enloquecían a nadie. Aunque la crítica generalmente estaba dirigida más contra los supuestos fracasos formales de la pintura, es obvio que, describiendo este tipo de asunto con tan obvio sabor sensual, tan erótico estilo y semejante franqueza, Delacroix había llegado demasiado cerca de una abierta declaración del más explosivo, y por lo tanto más cuidadosamente reprimido, corolario de la ideología de la dominación masculina: la conexión entre la posesión sexual y el asesinato como una confirmación de gozo absoluto. La fantasía de posesión absoluta de cuerpos desnudos de mujeres —una fantasía que para los hombres de la época de Delacroix estaba parcialmente basada sobre la práctica misma en la institución de la prostitución o, más específicamente, en el caso de los artistas, sobre la disponibilidad de modelos del taller tanto para servicios profesionales como sexuales— también yace en el corazón de asuntos tan típicos de la imaginería orientalista como los diversos Mercados de Esclavos de Gérôme. Son representaciones ostensiblemente realistas de los auténticos hábitos de los pintorescos habitantes del Cercano Oriente. De hecho, Maxime Du Camp, un compañero de viajes en los caminos pintorescos del Medio Oriente, señaló de la pintura de Gérôme (o de una como ésta): “El Mercado de Esclavos de Gérôme está, de hecho, literalmente reproducido… La gente va [al mercado de esclavos] a adquirir un esclavo como aquí va al mercado… a comprar un rodaballo.”19

Jean-Léon Gérôme, The Slave Market, principos de la década de 1860, Williamstown, Massachussetts, Sterling and Francine Clark Art Institute 18 19

Para la reacción pública a esta pintura, v. Spector p. 75-85. Cit. en Fanny F. Hering, Gérôme, His Life and Work (New York, 1982), p. 117.

Obviamente, las motivaciones tras la creación de semejante erótica orientalista, y del apetito por ella, poco tiene que ver con la pura etnografía. Artistas como Gérôme podrían ofrecer el mismo tema —la exhibición de débiles mujeres desnudar a poderosos hombres vestidos— en una variedad de ropajes: el del antiguo mercado de esclavos, por ejemplo, o como el del tema de Friné ante el Tribunal20. Lo que yace tras la producción de tan populares estímulos a simultáneos relamelabios y chasquealenguas es, por supuesto, la satisfacción que la deliciosa humillación de encantadoras muchachas esclavas da al voyeur moralista. Figuradas como inocentes, atrapadas en contra de sus deseos en algún lugar lejano, su desnudez es representada más como objeto de piedad que de censura; también exhiben una insinuante tendencia a cubrir sus ojos más que sus seductores cuerpos. ¿Por qué fueron populares, y aparecían frecuentemente en los Salones de mediados del siglo XIX, las afirmaciones orientalistas de Gérôme del poder masculino sobre la desnudez femenina, en tanto el más temprano Sardanápalo de Delacroix fue recibido con indignación? Algunas respuestas a estos interrogantes tienen que ver con los diferentes contextos históricos en que se originaron estas obras, y otras con el carácter mismo de las pinturas. La fantasía de Gérôme sobre el tema de la política sexual (el Mercado de Esclavos de la colección Clark, por ejemplo) fue más exitosamente ideológica que la de Delacroix, y esa ideologización se logra precisamente a través de la estructura formal de la obra. La versión de Gérôme fue más aceptable porque sustituyó con un frío y remoto naturalismo pseudocientífico —pinceladas pequeñas, autoacalladas, y efectos espaciales “racionales” y convincentes— o, en otras palabras, un empirismo aparentemente desapasionado en relación a la autoparticipación de Delacroix, su pincelada apasionada, su subjetivamente efusiva perspectiva y sus inventivas poses coreográficas, sensualmente autoreveladoras. El estilo de Gérôme justificaba su tema —quizá no para nosotros, que somos lectores avezados,pero ciertamente para la mayor parte de los espectadores de su tiempo— al garantizar a través de una sobria objetividad la inexpugnable Otredad de los personajes de su narrativa. En efecto, está diciendo: “No piensen que yo ni ningún otro francés razonable se involucraría jamás en este tipo de cosas. Tan sólo estoy tomando nota cuidadosamente del hecho que las razas menos iluminadas permiten el comercio de mujeres desnudas (pero… ¿no es excitante?!)”. Como muchas otras obras de arte de su tiempo, la pintura orientalista de Gérôme gestionó el cuerpo ante dos supuestos ideológicos acerca del poder: uno, el del poder de los hombres sobre las mujeres; otro, el de la superioridad de los hombres blancos por sobre —y entonces, el justificable control de— las razas más oscuras, inferiores, precisamente aquellas que permiten esta suerte de lamentable comercio lascivo. O podríamos decir incluso que hay algo más complejo implicado en las estrategias de Gérôme con respecto al homme moyen sensuel: el espectador (masculino) estaba sexualmente invitado a identificarse con, a pesar de distanciarse moralmente de, sus contrapartes orientales representadas dentro del objetivamente incitante aunque racialmente repelente espacio de la pintura. El Baile de máscaras en la Ópera de Manet de 1873-1874 puede ser leído, por los propósitos de nuestro análisis, como una respuesta combativa a y una subversión de los supuestos ideológicos que controlan el Mercado de Esclavos de Gérôme. Al igual que la pintura de Gérôme, la obra de Manet (para tomar prestada una frase del crítico alemán Meier-Graefe, que lo admiró sobremanera) representa un Fleischbörse: un mercado carnal. No obstante, a diferencia de Gérôme, Manet representó el mercadeo de mujeres atractivas no en un adecuadamente distante Cercano Oriente local sino tras las galerías del teatro de ópera de la calle Le Peletier. Los compradores de carne femenina no son patanes orientales sino civilizados y reconocibles parisinos, elegantes citadinos, amigos de Manet y, en algunos casos, compañeros 20

Gérôme pintó en 1861 a Praxíteles desnudando a Friné ante el Areópago. Friné (“sapo”) era el apodo de Mnésarete (“la que conmemora la virtud”), una hetaira griega nacida en Tespias (Beocia). Afamada por su belleza, fue modelo y amante de Praxíteles. Acusada del gravísimo delito de impiedad, Praxíteles pidió a Hipérides que la defendiese; ante el fracaso de éste, como último recurso, Praxíteles desnudó a Friné ante el tribunal, argumentando que el mundo no podía verse privado de semejante belleza. El tribunal la absolvió por unanimidad [nota nuestra].

artistas a los que ha pedido que posen para él. Y la carne en cuestión no está representada au naturel, sino sazonada con los más encantadores y provocativos disfraces. A diferencia de la pintura de Gérôme, que fue acepada en el Salón de 1867, la de Manet fue rechazada en el de 1874.

Édouard Manet, Masked Ball at the Opera, 1873. Washington D.C., National Gallery of Art

Quisiera sugerir que la razón para el rechazo de Manet no fue meramente la atrevida cuasi cotidianeidad de su representación de la disponibilidad de la sexualidad femenina y el consumo masculino de ella. Tampoco, como sugirió su amigo y defensor de entonces Stéphane Mallarmé, su audacia formal: su inmediatez, su relato, su deliberada, aunque de aspecto casual, vista sesgada del espectáculo. Fue más bien el modo en que estos dos tipos de impulso subversivo fueron elaborados para intersectarse. El rechazo de Manet del mito de la transparencia estilística en una pintura que representa transacciones comerciales eróticas es precisamente lo que pone en cuestión los supuestos subyacentes que gobiernan la versión orientalista de Gérôme del mismo tema. Al obstaculizar el ininterrumpido flujo lineal del relato en los márgenes de su imagen, Manet revela con franqueza los supuestos que operan como premisas de tales narrativas. Las piernas y el torso cortados en el balconeo son una ingeniosa e irónica referencia a las verdaderas motivaciones que controlan tales reuniones de hombres de clase media alta y encantadoras mujeres del teatro: placer para los unos, provecho para las otras. Las pequeñas piernas y el torso constituyen una ingeniosa sinécdoque, una sustitución de la parte por el todo, un tropo por excelencia del realismo crítico, un tropo que indica la disponibilidad sexual de deliciosos cuerpos femeninos para compradores deseantes. Por medio de una sinécdoque similar —el medio Polichinela de la izquierda, cortado por el margen izquierdo de la tela— Manet sugiere la presencia del artista-empresario, medio adentro, medio afuera del mundo de la pintura; al mismo tiempo, afirma además el estatuto de la imagen como una obra de arte. Al mismo tiempo, por medio de una brillante estrategia realista deconstructiva, Manet nos concientiza del artificio del arte, en oposición a la solemne y

pseudocientífica negación de ella efectuada por Gérôme con su naturalismo ilusionista. Al mismo tiempo, a través de los, en apariencia, accidentalmente amputados torso y piernas femeninos, Manet trae al primer plano la naturaleza de la verdadera transacción que tiene lugar en la escena mundana que ha elegido representar. 21 A pesar de su insistencia en la exactitud como garantía de veracidad, Gérôme mismo no estaba más allá de los halagos de lo ingenioso. En sus escenas de baño como el Baño morisco, la presencia de una alberca cairota con mármol engastado de dos colores en el primer plano y un bello cuenco de bronce con incrustaciones de plata y un escudo de armas mameluco portado por una joven sirvienta sudanesa (así como los inevitables azulejos turcos) indican un deseo de exactitud etnográfica. Además, Gérôme se asegura de que veamos su sujeto desnudo como arte y como mero reportaje. Lo hace por medio de diplomáticas referencias a lo que podría llamarse la “vista trasera oriental original”: la Bañista de Valpinçon de Ingres. La linealidad abstracta de Ingres es cualificada y suavizada en la pintura de Gérôme, claramente destinada a significar la presencia de la tradición: Gérôme ha engalanado los productos de su mercado carnal con los signos de lo artístico. Su trabajo posterior a menudo revela un tipo de ansiedad o una división —lo que podría denominarse el dilema de lo kitsch— entre los esfuerzos por mantener la ficción de la pura transparencia —el denominado realismo fotográfico— y la necesidad de probar que es más que un mero transcriptor, que su trabajo es artístico.

Jean-Léon Gérôme, Moorish Bath, década de 1880, Boston, Museum of Fine Arts, obsequio de Robert Jordan de la colección de Eben D. Jordan

21

Estos aspectos son tratados con mayor detalle en “Manet’s Masked Ball at the Opera”, v. cap. 5.

La ansiedad queda exaltada cuando el asunto en cuestión es una mujer desnuda, es decir, cuando concierne a un objeto de deseo. La ansiedad de Gérôme por probar su “artisticidad” al mismo tiempo que consiente el gusto por los cuerpos naturalistas y la fantasía banal se revela de modo más obvio en sus diversas pinturas de artistas y modelos, tanto si el artista en cuestión es Pigmalión o simplemente Gérôme mismo en su estudio. En este último caso, se representa a sí mismo rodeado por testimonios de sus logros profesionales y su sensibilidad a la tradición clásica. Para Gérôme lo clásico parece ser un producto que él confecciona en su estudio objetivamente. El signo de lo artístico —a veces absorbido por, a veces en obvio conflicto con la tela de la pintura como un todo— es un sello de calidad en la obra artística, que incrementa su valor como un producto en el mercado de arte. Como contracara artística, la presencia de la sirvienta negra en las escenas de baño orientalistas de Gérôme sirven a los que podrían denominarse propósitos connotativos tanto como estrictamente etnográficos. Por supuesto estamos familiarizados con la noción de que la sirvienta negra de algún modo realza la belleza perlada de su ama blanca —una estrategia empleada en la época de Ingres, en una inclinación orientalista, hasta la de la Olympia de Manet, en la que la figura negra de la criada parece ser un indicador de desobediencia sexual. Pero en las más puras destilaciones de la escena de baño orientalista —como las de Gérôme, o El masaje de Debat-Ponsan, de 1883— la misma pasividad de la encantadora figura blanca como opuesta a la vigorosa actividad de la fea figura negra, deteriorada y nada femenina, sugiere que la pasiva belleza desnuda está siendo explícitamente preparada para el servicio en la cama del sultán. Esta escena de disponibilidad erótica está condimentada con matices aún más prohibidos, puesto que la conjunción de lo negro y lo blanco, o de los cuerpos femeninos oscuro y claro, ya desnudos o en la indumentaria de señora y sirvienta, tradicionalmente ha significado lesbianismo.22

Edouard Debat-Ponsan, Le Massage. Scène de hammam, 1883. Toulouse, Musée des Augustins

Como otros artistas de la época, Gérôme buscó instancias de lo pintoresco en las prácticas religiosas de los nativos del Medio Oriente. Esta suerte de imaginería etnográfica religiosa intentó crear una pulcra y armoniosa visión del mundo islámico como tradicional, piadoso y sin amenazas, en directa contradicción con las severas realidades de la historia. Por 22

Para una discusión de la imaginería lésbica en la pintura orientalista, v. Rosenthal, Orientalism, p. 98.

un lado, la violencia cultural y política operada sobre los pueblos islámicos de la propia colonia francesa, Argelia, a partir de leyes específicas promulgadas por la legislatura francesa en la década de 1860, había dividido las tierras comunales de las tribus nativas. Por otro, la violencia fue operada contra prácticas religiosas nativas por la Sociedad Francesa de Misioneros en Argelia, cuando, aprovechando la extensa hambruna de fines de 1867, ofrecían alimento a los infortunados huérfanos que caían bajo su poder al precio de su conversión. Finalmente, las tribus argelinas reaccionaron contra la opresión y contra la colonización francesas con violencia de inspiración religiosa; en la Guerra Santa de 1871, cien mil hombres de la tribu de Bachaga Mohammed Mokrani se rebelaron bajo la bandera del idealismo islámico. 23 Probablemente no es coincidencia que Gérôme haya evitado el norte africano francés como escenario de sus pinturas de mezquitas, eligiendo en cambio El Cairo para estos tableaux vivants religiosos, en los que los adoradores parecen rígidos, enraizados en el intrincado terreno de la tradición e inmóviles como la escrupulosamente registrada arquitectura que los rodea cual un eco de sus formas. De hecho, la disciplina informativa aquí parece ser más la taxidermia que la etnografía: estas imágenes tienen algo del sentido de especímenes embalsamados, montados en escenificaciones de irreprochable exactitud y dispuestos en vitrinas cerradas al vacío. Y como las exposiciones dispuestas tras cristales en los museos de historia natural, estas pinturas incluyen todo dentro de sus límites: todo, esto es, excepto una sensación de vida, el hálito vital de la experiencia humana compartida. ¿Cuáles son las funciones de lo pintoresco, de lo que esta suerte de etnografía religiosa es una manifestación? Obviamente, en la imaginería orientalista que tiene como tema las prácticas religiosas de los pueblos, una de sus funciones es enmascarar el conflicto con la apariencia de tranquilidad. Lo pintoresco es perseguido a través del siglo XIX como una forma de peculiar fauna silvestre elusiva, que requiere un cada vez más habilidoso rastreo en tanto la delicada presa —una especie en peligro— desaparece más y más lejos en la espesura, ya en Francia como en el Cercano Oriente. La misma sociedad que estaba involucrada en borrar las costumbres locales y las prácticas tradicionales también estaba ávida de preservarlas en forma de registros: verbales —como relatos de viaje o archivos materiales—, musicales —por la grabación de canciones folklóricas—, lingüística —como estudio de los dialectos o de cuentos folklóricos— o visuales, como las que aquí tratamos. Sin embargo, en las manifestaciones del siglo XIX seguramente la noción misma de lo pintoresco se sostenía sobre el hecho de la destrucción. Únicamente al borde de esa destrucción, en el curso de la incipiente modificación y disolución cultural, están las tradiciones, la indumentaria y los rituales religiosos de los dominados finalmente vistos como pintorescos. Reinterpretados como los preciosos remanentes de modos de vida en extinción, que vale la pena cazar y preservar, son finalmente transformados en tema de goce estético en una imaginaría en la que seres humanos exóticos están integrados dentro de un decorado presumiblemente definido y abiertamente limitado. Otra importante función, entonces, de lo pintoresco —en este caso, orientalizante— es certificar que la gente por él encapsulada, definida por su presencia, es irremediablemente diferente de, más atrasada que y culturalmente inferior a aquellos que construyen y consumen el producto pintoresco. Son irrevocablemente un “Otro”. El orientalismo, entonces, puede ser visto, bajo la égida de la más general categoría de lo pintoresco, una categoría que puede abarcar una amplia variedad de objetos visuales y estrategias ideológicas, extensibles desde la pintura de género regional hasta las fotografías de nativos sonriendo o bailando en el National Geographic. No es accidental que la procesión islámica norafricana de Gérôme y las representaciones de ceremonias católicas bretonas de Dagnon-Bouveret tengan un aire de familia. Ambas representan pueblos atrasados, oprimidos, atados a prácticas tradicionales. Estos trabajos también están unidos por estrategias estilísticas compartidas: su “efecto de realidad” y un evitar de modo estricto cualquier insinuación de

23

Claude Martin. Histoire de lÁlgerie française, 1830-1962 (Paris, 1963), p. 201.

identificación conceptual o punto de vista compartido con sus temas que, por ejemplo, podrían haber sido sugeridos por convenciones de representación alternativas. ¿Cómo evita una obra lo pintoresco? Hay, después de todo, alternativas. Ni el Entierro en Ornans de Courbet ni el Día de Dios de Gauguin caen dentro de la categoría de lo pintoresco. Courbet, para quien los “nativos” incluían a sus propios amigos y familia, tomó prestadas muchas de las convenciones de la imaginería popular, convenciones que significan la solidaridad del artista —de hecho, identidad—, con la gente campesina representada. Al mismo tiempo, amplió el formato e insistió sobre la decididamente no pintoresca inserción de indumentaria contemporánea. Por su parte, Gauguin negó lo pintoresco rechazando lo que concebía como las mentiras del ilusionismo y la ideología del progreso: recurriendo a la planitud, a la simplificación decorativa y a las referencias al arte “primitivo”, es decir, rechazando totalmente los significantes del racionalismo, el progreso y la objetividad occidentales. La relación de Delacroix con lo pintoresco es central para una comprensión de la naturaleza y los límites del orientalismo del siglo XIX. Él admiró Marruecos cuando lo vio en 1832 durante un viaje en el que acompañó la misión diplomática del Conde de Mornay, comparando a los marroquíes con senadores clásicos y registrando febrilmente en sus cuadernos cada aspecto de la vida marroquí. No obstante, supo dónde trazar la línea entre Ellos y Nosotros. Para él, Marruecos era inevitablemente pintoresco. Claramente distinguió entre su belleza visual — incluyendo el dignificado e inconsciente comportamiento de los nativos—, la que atesoraba, y su cualidad moral, la que deploraba. “Esto es un lugar”, escribió a su viejo amigo Villot desde el Tánger, “totalmente para pintores”. Los economistas y los saint-simonianos tendrían mucho que criticar aquí respecto de los derechos del hombre ante la ley, pero lo bello, aquí, abunda”24. Y distinguió con igual claridad entre el pintoresquismo de la gente y las escenificaciones de nordáfrica en general y la debilidad de la propia visión de sí mismos de los orientales en su arte. Hablando de muchos retratos y dibujos persas, subraya en las páginas de su Diario que la visión de ellos “me hace repetir lo que Voltaire dijo en algún lado: hay vastos países donde el gusto jamás ha penetrado… No hay en estos dibujos ni perspectiva ni ningún sentimiento por lo que es verdaderamente pintura… las figuras están inmóviles, las poses rígidas, etc.” 25 La violencia operada sobre los pueblos de África del Norte por el Occidente fue raramente representada por la pintura orientalista; fue de hecho negada en la pintura de etnografía religiosa. Pero la violencia de los orientales entre sí fue un tema favorecido. Castigos extraños y exóticos, horribles torturas, fuesen efectivas o potenciales, las maravillosamente espeluznantes consecuencias de ejecuciones bárbaras, todos estos temas fueron como acciones de la bolsa en el mercado del arte orientalista. Incluso un tema relativamente benigno como el representado en el Barbero Negro de Suez de Léon Bonnat puede sugerir potencial amenaza a través del contraste exagerado entre musculación y languidez, los sutiles matices de Sansón y Dalila.

Léon Bonnat, The Barber of Suez, 1876. Col. priv. 24 25

Carta del 29.02.1832, Corréspondance générale de Eugene Delacroix, A. Joubin, ed. (Paris, 1936), I, p. 316-17. Entrada del 11.03.1850, Journal de Eugène Delacroix, ed. A. Joubin (Paris, 1950), I, p. 348.

En la Ejecución sin juicio bajo los Califas de Granada de Henri Regnault, pintado en 1870, se espera que experimentemos un frisson [emoción] por identificación con la víctima o, más bien, con su cabeza seccionada, la que (cuando la pintura está colgada correctamente) queda exactamente por sobre el nivel del ojo del espectador. Estamos destinados a mirar hacia arriba al gigantesco, colorido y desapasionado verdugo como —¡estremézcanse!— debió hacerlo la víctima sólo un momento antes. Es difícil imaginar a alguien pintando una Ejecución en la guillotina bajo Napoleón III para el mismo Salón. Aunque el ajusticiamiento con la guillotina aún era un espectáculo publico bajo el Segundo Imperio y durante los comienzos de la Tercera República, no habría sido considerado un tema artístico apropiado. Porque el ajusticiamiento con la guillotina fue considerado un castigo racional, no un espectáculo irracional, parte del dominio de la ley y la razón del Occidente progresista.

Henri Regnault. Exécution sans jugement sous les rois maures de Grenade, 1870. Paris, Musée d’Orsay

Una función de pinturas orientalistas como éstas es, por supuesto, sugerir que su ley es violencia irracional; nuestra violencia, por contraste, es ley. De hecho, fue precisamente a causa de la imposición de la ley occidental “racional” por parte del gobierno de Napoleón III sobre las prácticas tradicionales del Norte de África que los integrantes de las tribus experimentaron más profundamente la violencia como fatal. Y esta violencia no fue involuntaria. Las importantes leyes referidas a la propiedad terrateniente en Argelia, impuestas por los franceses a la población nativa desde la década de 1850 hasta mediados de la década de 1870 —el acantonamiento de 1856, el Senado Consulto de 1863 y la Ley de Advertencia de 1856 de una década después— fueron concebidas como medidas que conducirían a la destrucción de las estructuras fundamentales de la economía y de la sociedad tradicional: en otras palabras, medidas vinculadas a la violencia legalmente permitida. Y ellas fueron experimentadas como tales por los nativos argelinos, que sintieron sus veloces y devastantes efectos como una decapitación salvaje de la existencia tribal tradicional, una ejecución sin juicio. Un oficial de la armada francesa, el Capitán Vaissière, en su estudio de los Ouled Rechaïch, publicado en Argelia en 1863, refiere que cuando este grupo advirtió que la ley del Senado Consulto iba a ser aplicada a su tribu, quedaron consternados, tan claramente conscientes fueron del poder destructivo que conllevaba el poder de esta medida. “Los franceses nos arrojaron a la planicie de Sbikha” declaró un anciano. “Asesinaron a nuestros varones jóvenes; nos forzaron a efectuar una contribución de guerra cuando ocuparon nuestros territorios. Todo eso no fue nada: las heridas eventualmente se curan. Pero la instauración de la propiedad privada y la autorización dada a cada individuo para vender su parcela de tierra [que fue lo que proveyó el Senado Consulto], eso significa la sentencia de muerte para la tribu, y dos décadas después de que estas medidas hayan sido puestas en marcha, los Ouled Rechaïch habrán dejado de existir.”26 No es completamente exacto afirmar que la violencia infligida por Occidente — específicamente, por los franceses en el África del Norte— jamás haya sido representada por los artistas del período, aunque, estrictamente hablando, tales representaciones caen bajo la rúbrica de “pintura de batalla” más que bajo el género orientalista. “En el origen de lo pintoresco está la guerra”, declaró Sartre en 1954 a comienzos de su análisis de la violencia colonial francesa en Situations V. Una pintura como la Captura de la Smala27 de Abd-el-Kader en Taguin, 16 de mayo de 1843 de Horace Vernet, una vasto panorama expuesto en el Salón de 1845 junto a seis páginas de descripción en el catálogo de la muestra, parece una ilustración literal de la aseveración de Sartre.28 Esta conmemoración pictórica minuciosamente detallada de la victoria de las tropas francesas del Duque d’Aumale sobre treinta mil civiles —ancianos, mujeres, niños, así como el tesoro y los rebaños del jefe nativo que por entonces se encontraba liderando la rebelión contra la dominación militar— parece bastante clara en sus implicancias políticas, y sus motivaciones bastante transparentes.

Horace Vernet. La prise de la smala d'Abd el-Kader (bataille de Taguin) par le duc d'Aumale le 16 mai 1843 Versailles, Châteaux de Versailles et de Trianon.

26

Cit. en Pierre Borudieu. The Algerians, trans A.C.M. Ross (Boston, 1962), p. 120-21. Smala es la denominación proveniente del árabe zmâla para designar una reunión de tiendas habitadas por familias y las pertenencias de un jefe de clan que lo acompañan en sus desplazamientos [nota nuestra]. 28 Para una ilustr. de esta obra, ahora en el Musée de Versailles, y un análisis suyo desde un punto de vista diferente, v. Albert Boime, “New Light on Manet’s Execution of Maximilian“, Art Quarterly XXXVI (Autumn 1973), fig. 1 y p. 177 y nota 9, p. 177. 27

Lo que es menos claro hoy es la relación de otras dos obras, también expuestas en el Salón de 1845, con la política de la violencia ejercida en esa época en el norte de África. El Salón de 1845 fue el Salón inmediatamente siguiente a la crucial Batalla de Isly —el clímax de la acción francesa contra las fuerzas rebeldes argelinas lideradas por Abd-el-Kader y su aliado, Abd-elRahman, Sultán de Marruecos. Tras la destrucción de su smala o campamento, en Taguin —el mismo episodio representado por Horace Vernet—, Abd-el-Kader fue perseguido en su país y se refugió en Marruecos. Allí ganó el apoyo del Sultán Abd-el-Rahman, el mismo sultán que Delacroix había esbozado y cuya recepción había descrito tan minuciosamente cuando visitó Mequínez con el Conde de Mornay en una misión diplomática amistosa más de una década antes. Originalmente, Delacroix había planeado conmemorar el evento principal de la misión de Mornay incluyendo, en una posición preminente, miembros de la delegación francesa en la recepción del sultán. Aunque existe como boceto, esta versión de la pintura nunca fue llevada a su concreción, porque el evento que se supone habría de conmemorar —el tratado cuidadosamente elaborado de Mornay con el sultán— fracasó en su propósito de conducir a la deseada distensión con Marruecos. La pintura proyectada por Delacroix ya no sería apropiada o políticamente diplomática. Cuando el derrotado Abd-el-Kader buscó refugio en lo del Sultán de Marruecos tras la derrota de Isly, los asuntos marroquíes abruptamente viraron hacia lo peor. La flota francesa, con asistencia inglesa, española y estadounidense, bombardeó Tánger y Mogador, y Abd-el-Rahman fue forzado a expulsar de su país al líder argelino. El derrotado sultán de Marruecos se vio obligado entonces a negociar un nuevo tratado, que fue por lejos más ventajoso para los franceses. Al devenir los asuntos marroquíes eventos de opinión pública, L’Illustration pidió a Delacroix contribuir con algunos dibujos de África del Norte para sus relatos del nuevo tratado e paz y su contexto, y él cumplió con la solicitud. Es claro, entonces, por qué Delacroix retomó el tema nuevamente para su pintura monumental en 1845, pero bajo una nueva forma con implicancias diferentes, basadas en una nueva realidad política. En la versión final (actualmente en el Musée des Augustins, Toulouse), lo representado es un oponente derrotado. Está dignificado, rodeado de su entorno, pero un entorno que incluye líderes derrotados de la batalla contra los franceses y como tales constituyen un recordatorio del valor francés. En Moulay-Abd-el-Rahman, Sultán de Marruecos, dejando su palacio en Mequínez, rodeado por su guardia y sus principales oficiales, como fue titulado en el catálogo del Salón de 1845, ya no hay cuestión alguna de mixtura de la presencia francesa con la marroquí.29

Eugène Delacroix. Moulay-Abd-el-Rahman, Sultán de Marruecos, dejando su palacio en Mequínez, rodeado por su guardia y sus principales oficiales, 1845. Tolouse, Musée des Augustins 29

Para un relato extremadamente completo del génesis de esta pintura, las varias versiones del tema y las circunstancias pictóricas de su nacimiento, v. Elie Lambert, Histoire d’un tableau: “L’Abd el Rahman. Sultan de Maroc” de Delacroix, Institut des Hautes Etudes Marocaines, N° 14 (Paris 1953), p. 249-58. Lee Johnson, en “Delacroix’s Road to the Sultan of Morocco”, Apollo CXV (March 1982): 186-89, demuestra convincentemente que la puerta de la que emerge el sultán en la pintura de 1845 no es, como usualmente se piensa, la Bab Mansour, el acceso principal a Mequínez, sino más bien un versión libre de la Bab Berdaine, que no figuró en la ocasión ceremonial.

En el mismo Salón apareció una pintura que es siempre comparada con el Sultán de Marruecos de Delacroix: el Retrato (ecuestre) del Califa Ali-Ben Hamet (o Ahmed) seguido por su escolta, de Théodore Chassériau. De hecho, Enel catálogo Rochester de orientalismo, la pintura de Chassériau es descripta como “inevitablemente recordando el retrato de Delacroix”, auqnue más “detallado y retratístico”30. Pero la imagen de Chassériau es en verdad una muy diferente, que sirve radicalmente a u propósito diferente. Es en verdad un retrato encomendado de un jefe argelino amistoso para con los franceses quien, junto con su entorno, era brindado y agasajado en París por las autoridades francesas de entonces.31

Théodore Chassériau. Le Khalife de Constantine Ali Ben Hamet, chef des Harakas, suivi de son escorte, 1845. Versailles, Châteaux de Versailles et de Trianon

Ali-Ben Ahmed, en breve, a diferencia del no cooperativo y derrotado Abd-el-Rahman, fue un líder que triunfó como marioneta de los franceses. La relación entre las dos obras, entonces, es mucho más concreta que muchos vagos lazos creados por su similitud compositiva —en verdad, son muy diferentes en su estructura— o la ofuscadora categoría “paraguas” del orientalismo. Porque hay una concreta relación de oposición o antagonismo, político e ideológico, que es aquí la cuestión. De hecho, si consideramos todas las otras representaciones de temas norafricanos en el Salón de 1845 —y fueron bastante pocos— meramente como ejemplos de orientalismo, de mod inevitable perderemos su significancia como documentos políticos en una época de intervención militar particularmente activa en el norte de África. En 30

Rosenthal, Orientalism, p. 57-58. Para información acerca del retrato de Chassériau y su tema, v. Léonce Bénédite. Théodore Chassériau, sa vie et son oeuvre (Paris, 1932) I, p 234 ff., y Marc Sandoz. Théodore Chasseriau, 1891-1856 (Paris, 1974), p. 101. 31

otras palabras, en el caso de la imaginería directamente referida a asuntos políticos, diplomáticos y militares en el inspirador territorio del orientalismo, la noción misma de “orientalismo” en las artes visuales es simplemente una categoría de ofuscación, que enmascara importantes distinciones bajo la rúbrica de lo pintoresco, sostenido por la ilusión de lo real. ¿Cómo deberíamos tratar este arte? Los historiadores del arte son, en su mayor parte, reacios a proceder sino de modo celebratorio. Si Gérôme ostensiblemente vulgariza y “naturaliza” un motivo de Delacroix, debe ser justificado en términos de sus divergentes motivos estilísticos, su mayor sensación de exactitud o sus afinidades con el “control tonal y sentido de los valores de un Terborch o un Pieter de Hooch” 32. En otras palabras, debe ser asimilado al canon. Los historiadores del arte que, por el otro lado, desean mantener el canon tal como es —es decir, que afirman que la historia del arte como disciplina debería preocuparse sólo por las más grandes obras maestras creadas por grandes artistas— simplemente dicen que orientalistas como Gérôme —es decir, la vasta mayoría de aquellos que producen obras orientalistas en el siglo XIX (o mismo aquellos que alguna vez llegaron a participar en el Salón)— simplemente no son un objeto de estudio de valor. Desde la perspectiva de tales historiadores del arte, los artistas que no pueden ser incluidos en la categoría del gran arte debería ser ignorados como si nunca hubiesen existido. Aún me parece que ambas posiciones —por un lado, la que ve la exclusión del arte académico del siglo XIX de los recintos sagrados como resultado de las maquinaciones de algunos comerciantes de arte o de una camarilla de vanguardia, y por otro, la que ve el deseo de incluirlo como una conspiración revisionista para debilitar la cualidad de gran arte en tanto categoría— están equivocadas. Una y otra están basadas en la noción de historia del arte como disciplina positiva más que crítica. Obras como las de Gérôme, y la de otros orientalistas de su índole, son valiosas e objeto de investigación bien apreciable no porque comparten los valores estéticos del gran arte desde un nivel ligeramente menor, sino porque como imaginería visual anticipan y predicen las cualidades incipientes de la cultura de masas. Como tales, sus estrategias de ocultamiento las conducen admirablemente hacia las metodologías críticas, las técnicas deconstructivas hoy empleadas por los mejores historiadores del cine, por sociólogos de la imaginería publicitaria o por analistas de la propaganda visual, más que por aquellos de la corriente principal de la historia del arte. Como un territorio visual novel a ser investigado por académicos armados de conciencia histórica y política y de sofisticación analítica, el orientalismo —o, más bien, su deconstrucción— ofrece un desafío a los historiadores del arte, tal como muchas otras áreas de nuestra disciplina similarmente ofuscadas. 33

32

Gerald Ackerman, cit. en Rosenthal, Orientalism, p. 80. V. tb. Ackerman, The Life and Work of Jean-Léon Gérôme (London y New York: Sotheby’s, 1986), p. 52-53. 33 Trad. realizada como material bibliográfico para la cátedra de Historia de las Artes Plásticas V (siglo XIX), Departamento de Artes, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires (Marcelo Giménez, 2017).