Musicos y sus padecimientos - Laventman G., Jaime.pdf

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encontrarán breves ensayos sobre la vida de diversos músicos, donde describe cómo sus obras se entrelazaron con las enfermedades que los atacaron y que en ciertos casos llegó a establecer una amalgama entre ambas, lo que otorga una nueva perspectiva a sus historias de vida. En las notas de cada pieza musical va inscrita la vida de quien la escribe. Los compositores que aquí se presentan se vieron expuestos a distintos padecimientos, algunos de los cuales interfirieron en su obra y otros simplemente representaron el mal al que irremediablemente todo ser humano ha de enfrentarse. El médico y melómano Jaime Laventman pretende conquistar al lector al compartir, con el amor al arte musical y su trascendencia a través de varios siglos, información que puede ayudar a comprender a sus creadores. Sus ensayos pretenden ser una llave para adentrarse al arte de la composición, una provocación para que, quienes los lean, deseen explorar el maravilloso mundo de la música clásica.

músicos y sus padecimientos

Bienvenidos al mundo mágico de la música. En estas páginas

La

literatura

Jaime Laventman G.

músicos

músicos padecimientos

y sus

Jaime Laventman G.

músicos padecimientos y sus

músicos padecimientos y sus

Jaime Laventman G.

MÉXICO•2016

780.92087 L399m Laventman G., Jaime Músicos y sus padecimientos / Jaime Laventman G. -- 1ª ed. -- Ciudad de México : Miguel Ángel Porrúa, 2016 400 p. : il. ; 14×21 cm. -- (Serie El Pirul. Varia Literaria) ISBN 978-607-524-040-4 1. Músicos -- Biografía. 2. Músicos -- Enfermedades

Primera edición, mayo del año 2016 © 2016 Jaime Laventman G © 2016 Por características tipográficas y de diseño editorial Miguel Ángel Porrúa, librero-editor Derechos reservados conforme a la ley

ISBN 978-607-524-040-4

Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de gemaporrúa, en términos de lo así previsto por la Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso, por los tratados internacionales aplicables. IMPRESO EN MÉXICO libro

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80

gramos

w w w. m a p o r r u a . c o m . m x Amargura 4, San Ángel, Álvaro Obregón, 01000 Ciudad de México

Introducción

La música como arte, o como expresión interna del hombre, ha sido engalanada durante los últimos siglos por la obra de compositores e intérpretes que han logrado transmitir sus sen­ timientos con sus composiciones. Escucharlos supone un banquete para el oído y un manjar para el alma. Por medio de estos sencillos textos he tratado de situar a cada uno de ellos en su contexto existencial, y mostrar sus más íntimos pensamientos asociados a su creatividad. Como seres humanos, estuvieron expuestos a múltiples fac­ tores que en cierta forma modificaron su proceso de creación. He querido presentar algunos de estos acontecimientos para comprender mejor el deseo de cada uno de ellos y el logro per­ sonal al que ascendieron. Las enfermedades o quizá las situaciones que en su día afectaron su salud aparecen como causas determinantes en la productividad de estos músicos. No obstante, lejos de inten­ tar establecer una asociación específica entre la música y las enfermedades, se cuestiona la relación que los padecimientos pudieron haber tenido en su producción artística. –

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La intención es despertar en el lector el interés por escu­ char con detenimiento la música que cada uno de ellos produ­ jo y engalanar así el conjunto factorial que nos convierte en verdaderos melómanos. Ahora bien, sería una labor demasiado extensa investigar a todos los músicos que de una u otra forma han trascendido el paso de la historia. Por eso he escogido a aquellos que por su importancia en el desarrollo de nuevos sonidos o por el tipo de enfermedad que padecieron, pudieran ser de interés. La llamada música occidental que conocemos en la actua­ lidad comprende varios siglos. Sin embargo, y sin ser éste un intento enciclopédico, he limitado el tiempo a los últimos 400 años, sin abarcar épocas previas, principalmente porque se desconoce gran parte de la vida y los pesares de los composi­ tores de entonces. Tampoco quise escribir una obra biográfica más. De ma­ nera diferente, con estos breves textos, traté de mostrar el pensamiento y la realidad que a cada artista le tocó vivir. Espero despertar con este libro el deseo de conocer me­ jor a estos músicos y sus obras, y que al escucharlos, el enten­ dimiento musical e histórico, convierta la tarea en un gozo espiritual. Jaime Laventman G. [Huixquilucan, México, octubre de 2015]

Isaac Albéniz (1860-1909)

Nacido en 1860 en Camprodón, provincia de Ge­ rona, Cataluña, Isaac Albéniz mostró desde muy temprana edad ser un virtuoso de la música. En su natal España, el entonces rey Alfonso XII le otorgó una beca para que estudiara en el Conservatorio de Bruselas, donde recibió un pri­ mer premio de piano. A su regreso en 1885 se estableció en Madrid, donde sus obras fueron publicadas y acogidas con gran beneplácito por la crítica. Su reputación era cada día más grande, y deci­ dió entonces trasladarse a Londres, lugar que alter­ nó con viajes a París, y creó lazos con la comunidad musical. En 1900 regresó nuevamente a España, y cinco años más tarde estrenó “Iberia”, pieza considerada como su obra maestra. Albéniz murió en Cambo-les-Bains, en los Piri­ neos franceses, en 1909.

Isaac Albéniz (1860-1909)

Sabía que su Concierto para piano y orquesta no se podía com­ parar muy favorablemente con el de otros músicos románticos o nacionalistas. A él mismo le costaba trabajo situarse dentro de una escuela establecida, por lo cual se percibía, y con razón, como un individualista, un virtuoso original que había logra­ do crear un sonido particular, sin ningún tipo de influencias ajenas. Pero de que su tono era español, no cabía la menor duda. Había en él inspiración de Navarra y de Asturias, y por supues­ to también de Granada, la misma Granada que años después vería morir al gran Federico, el poeta García Lorca, y de una Cataluña independiente y rebelde, pero que pese a todo, aún se conservaba dentro de la unión nacional. Sus manos se deslizaban sobre el teclado del piano arran­ cándole a cada sonido cantos y melodías que eran la España pura, y nada más. Las llanuras y los montes, los ríos y los puer­ tos de Iberia… Todos ellos representados con autenticidad. Contaba con 48 años de edad y en su eterno romanticismo vivía al estilo morisco, sin separarse jamás de un buen habano –

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que envenenaba el ambiente, pero que también perfumaba su inspiración. No se sentía bien, sin embargo. Había ganado demasiado peso sin saber por qué sus to­ billos se mostraban hinchados de tal forma, que un simple pa­ so representaba un inusitado esfuerzo. Por ello permanecía sentado todo el tiempo, lo que dificul­ taba aún más su respiración. Un color pajizo afectaba su sem­ blante, al tiempo que los frecuentes dolores de cabeza lo hacían preguntarse atinadamente si aquello era producto de su eleva­ da tensión arterial, o si acaso sería otro el origen de su malestar. Tras el examen de orina, el médico le dio a entender que sus riñones habían comenzado a fallar; que el filtro maravilloso de los mismos se había estancado y no funcionaba con la celeridad anterior, a lo que el galeno llamó la Enfermedad de Bright. Se volvió a sentar al piano y en su desesperación y eterna desazón provocada por el constante malestar, desquitó sus úl­ timas fuerzas forjando nuevos tonos y maravillosas melodías. Salieron la Evocación y El puerto, la Almería y Triana, El polo y el Lavapiés y tantas otras que era imposible registrarlas. Isaac Albéniz, la voz misma de España, acababa de com­ poner su suite para piano Iberia, evocando en ella con tintes magistrales el colorido y la fuerza de su tierra nativa. El malestar se acrecentó y finalmente lo hundió en un coma irreversible, que lo mandó al viaje del no retorno. No se pudo llevar consigo las suites Iberia, Navarra ni sus Danzas españolas. Eso para nuestro deleite lo dejó en la Tierra, entre los mortales que aún lo recordamos y volvemos a emocionarnos cada vez que lo escuchamos.

Daniel Auber (1782-1871)

Nacido en Normandía en 1782, Daniel Auber com­ puso aproximadamente 70 obras para escena, entre ópera, ballet y música religiosa, Su abuelo era pintor del rey Luis XVI, y su pa­ dre tenía un negocio de grabado de láminas, oficio que el propio Auber aprendió desde que era niño. Pero la música lo llamó y su lanzamiento co­ menzó a raíz de que representara una ópera cómica entre un grupo de aficionados. Fue Luigi Cherubini quien lo descubrió, y lo ayudó y orientó especial­ mente en cuestiones de puesta en escena. La muda de Portici, su obra cumbre, tuvo más de 500 representaciones, pero quizá su mayor im­ portancia radica en que este compositor sentó las bases para lo que más tarde sería la gran ópera francesa. Auber murió en París en 1871.

Daniel Auber (1782-1871 )

Todo sucedió cierto día en que el viejo se estaba retorciendo­ de dolor recostado en su cama, anunciando su inminente muerte. Los últimos meses los había dedicado a la compo­ sición de música de cámara, una vez que la flama de la ins­ piración operística parecía haberse esfumado. Era conocido por haber compuesto más de 40 óperas, y la mayoría de ellas habían obtenido un éxito sin precedentes. Pero hoy, tendido en su lecho de muerte, a una edad avan­ zada y atacado por una neurastenia agotante y una cistitis repetitiva, que probablemente presagiaba algún cáncer oculto, el hombre recordaba sus buenos tiempos y lo invadían las me­ lodías exitosas de antaño. En medio de su agonía y del penetrante dolor, la orques­ ta comenzó a interpretar su famosa obertura. Anunciaba con ella las melodías de exquisita formación y su inverosímil trama, que en adelante cambiaría por completo el rumbo de la ópera para convertirse en el modelo de las grandes óperas aún por venir, con un desenlace más ajustado a la realidad de fines del siglo xix. Una visión trágica, reflejo de la situación que el mundo vivía en esos tiempos. –

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Recordaba cómo, años atrás, en su dueto con Pietro so­ bre el amor sagrado a la patria, se desencadenaría algo que jamás se había escuchado con anterioridad en el mundo del arte… Esto sucedía en Bélgica, cuando el país estaba aún uni­ do en una alianza con Holanda. La música desató tal furia y coraje, que la chusma, contagiada por el mensaje, asaltó la cancillería exigiendo la libertad y la independencia de su patria. Y así, de aquella ópera de armonías sencillas pero de mú­ sica ardiente, sobrevino el grito que desataría la lucha hasta lograr la independencia de Bélgica. Daniel Auber moría. Tiempo atrás, Bélgica había olvidado el papel que su músi­ ca había tenido en el ánimo de sus habitantes, aunque quizá sí recordaba cómo la heroína de la ópera no había logrado emitir con su canto una sola palabra. Después de todo era muda. Sí. La muda de Portici se acercó al lecho de muerte de Au­ ber, y por primera vez en su vida bailó y habló con el maestro en la lengua que sólo la música puede hacerlo. Resulta extraño el poder que ciertas notas unidas en una canción son capaces de lograr. Incluso ante el silencio de la palabra, la música logra expresarse en su tan particular len­ guaje de los sonidos. No sé si en Bélgica se considera a Auber como un “casi padre” de su independencia. Sólo estoy seguro de que en esa nueva dimensión a la que nos lleva la muerte, La muda y su compositor dialogan abiertamente y repiten las melodías que los llevaron a la fama. Después de todo, como Auber mismo dijera, en el infinito, La muda ya puede hablar… Aunque para ser honestos… siem­ pre lo hizo.

G e o r g e F. H ä n d e l (1685-1759)

Compositor considerado inglés, de origen alemán, George F. Händel marcó toda una era en la música inglesa. Nació en 1685. A raíz del éxito en Londres de su obra Rinaldo, decidió marchar a aquel país, en el que entre otras cosas, le fue encargada la creación del Royal Aca­ demy of Music. Poco después, Händel se convirtió en súbdito inglés bajo la protección del rey Jorge II, y se abocó a componer oratorios. Como Bach, Händel murió totalmente ciego en 1759, tras haber dirigido El Mesías, la obra coral por excelencia de la música sacra.

Johann Sebastian Bach (1685-1750)

Organista y compositor alemán del Barroco, Jo­ hann Sebastian Bach nació en 1685 en el seno de una de las familias de músicos más extraordinarias de la historia. Su reputación en prácticamente toda Europa como organista le valió el sobrenombre de Príncipe del Teclado. Su extensa obra es considerada como la cum­ bre de la música barroca, y una de las más destaca­ das del pensamiento universal musical. Bach murió ciego en la ciudad de Lepzig, en 1750.

G e o r g e F. H ä n d e l (1685-1759)

Johann Sebastian Bach (1685-1750)

El primero sufría los embates propios de los invidentes. Poco a poco, la luz de las velas fue castigando su visión hasta hundirlo en las tinieblas. Ya no era capaz de tocar el órgano en su amada iglesia en Leipzig; tampoco lograba distinguir a sus hijos, músi­ cos y como él, provenientes de una gran tradición familiar. Para el segundo, la operación constituyó un rotundo fracaso. No solamente seguía sin poder ver, sino que habían aparecido dolores que lo torturaban y abatían su inspiración. Con profunda fe, suplicaba a los ángeles que le mandaran el alivio que requería para apaciguar sus malestares. Seguía viviendo en Inglaterra, ya sin el apetito que le caracterizaba y sin usar las pelucas de antaño. Ni siquiera podía darse el lujo de fumar un puro. No había lágrimas en sus ojos, secos de toda visión, pero con el enérgico deseo de seguir viviendo. Los dos nacieron en la Europa dominada por el idioma alemán. Ambos serían considerados los músicos más geniales de esa generación. Como coincidencia, llegaron al mundo el mismo año, como para que siempre fueran recordados juntos. Y como coincidencia también, ambos murieron ciegos. –

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Brillantes intérpretes de diversos instrumentos. Religio­ sos, cada uno en su propio estilo. Uno viviría en la pobreza que da la entrega total sin la remuneración adecuada, mien­ tras que el otro pasaría su vida en medio de la opulencia de quien es reconocido en un país adoptivo por su genialidad. Uno sería enterrado en una modesta tumba en las afueras de su ciudad y el otro en la mismísima Abadía de Westminster, honor reservado para los grandes hombres de la Gran Bretaña, y no para un extranjero como él. Uno dejaría su estampa en hermosas composiciones para el clavicordio, el órgano y cada instrumento de cuerda, para ala­ bar al Creador en hermosas cantatas. Perfecto en su música de aparente poca emotividad, con un cálculo matemático en ella, sellado con la divinidad de quien ha logrado conquistar la armonía sin dificultad alguna. El otro, artífice de los conciertos grossos, de música mara­ villosa que acompañaba en sus paseos y celebraciones al pro­ pio rey, y de los oratorios más hermosos a los que el hombre puede aspirar a componer. Ambos hombres geniales, separados solamente por el Ca­ nal de la Mancha, padecieron de ceguera en su visión, mas no en su inspiración. Cada uno de ellos se debatió en las tinieblas escuchando su música con la cual escalaron hasta la cúspide imaginada. Ahora, a más de 300 años del nacimiento de los dos, un mundo tan ciego como ellos se sigue debatiendo en guerras inútiles y costosas. Ellos vivieron la ceguera que provocan las

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cataratas de la edad y nosotros vivimos la ceguera que produ­ cen las cataratas de nuestra necedad. George Frederic Händel y Johann Sebastian Bach lograron elevar la música mundana al mundo celestial. Nosotros, en cambio, vivimos en medio de una ceguera de valores, que ellos poseían en exceso: una lección de humildad, para muchas generaciones que aún los recuerdan con cariño.

Béla Bartók (1881-1945)

El nombre más importante que ha dado al mundo la música húngara a lo largo de su historia, es sin duda el de Béla Bartók, nacido en 1881. Aun cuando sus primeros intentos musicales estuvieron orientados hacia la interpretación, muy pronto mostró sus dotes de compositor. Entre sus principales méritos están asimismo sus investigaciones musicales acerca del folklore de su país, y de otros sitios, mismas que recopiló en una admirable obra de 12 volúmenes. Después de la Segunda Guerra Mundial buscó refugio en Estados Unidos. Sin embargo, pasó serias dificultades económicas, aunadas a una precaria sa­ lud que lo llevó a la tumba en 1945.

Béla Bartók (1881-1945)

La ciudad lo apabullaba. Y no eran solamente sus enormes edificios, sino las aglomeraciones, el ruido infernal y la terrible deshumanización en la que habían caído sus habitantes. Esto último era lo que más le molestaba. Se sentía extraño, indeseable en aquellas tierras, si bien no dejaba de agradecer al gobierno del nuevo país la oportu­ nidad de haberle permitido inmigrar y salvar su vida, cuando había tenido que huir de su amada Hungría, hundida en una guerra que destrozaba sus palacios, dejando que el nazismo y sus horrores mataran a sus habitantes. Aquella mañana se sentía más débil que de costumbre. Al cepillar sus dientes, sus encías habían sangrado de forma alarmante. Le dolían los huesos y seguía inapetente. Parecía que bajaba de peso día a día. Su abdomen estaba hinchado y le dolía con la misma intensidad el lado derecho que el iz­ quierdo. Tenía cardenales en toda la piel y podía percibir las tumoraciones bajo las axilas y en las ingles. Recordaba el río Danubio atravesando su añorada Buda­ pest. Su música formaba ya parte del repertorio mundial, y sus –

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técnicas pianísticas estaban destinadas a sustituir las de Czerny o incluso las del propio Bach… Pero su Mandarín Milagroso no lo ayudaba, y por las noches la angustia lo hacía verter lágrimas de desesperación. Vivía recluido en un hotel en pleno centro de Manhattan. Nadie lo visitaba en aquel fatídico 1945, año de la victoria de los ejércitos aliados sobre el Eje. Y mientras tanto, él moría poco a poco de una enfermedad incurable llamada leucemia. Se debatía entre los amargos dolores producidos por la hinchazón de sus articulaciones y el abandono total en que se encontraba. Se sentía como una de las mujeres de Barba Azul, destinadas a morir en el engaño. Y así Béla Bartók dejaba el mundo sin ser una novedad en la oscuridad de su cuarto de hotel barato, en la ciudad de Nueva York. Pero su obra logró trascender, a pesar de sus disonancias como se le calificara en su día. Y es que trascendió la obra del compositor, la que lo man­ tiene en el pedestal de la eternidad, y no la representación de su efímera vida sobre la Tierra.

L u d w ig

va n

Beethoven

(1770-1827)

Nacido en Bonn, Alemania en 1770, y proveniente de una familia de situación económica modesta, pe­ ro de rica tradición musical, Ludwig van Beethoven es considerado como el principal precursor de la transición del Clasicismo al Romanticismo. Su enseñanza musical, como la sordera que lo aquejó durante toda su vida, se presentaron a muy temprana edad, y sin embargo esto último no fue obstáculo para el maestro. Su vasta obra incluye sonatas de cámara, cuar­ tetos de cuerda, tríos, sonatas para violín y piano, vocal, ópera, conciertos y sinfonías… La parte única de su repertorio está conforma­ da sin duda alguna por sus nueve sinfonías. La “Oda a la alegría”, el poema de Schiller al que Beethoven decidió poner música e incluirlo en su Novena Sinfonía, fue elegida en 1985 como el Himno de la Unión Europea. Beethoven murió en Viena en 1827.

L u d w ig

va n

Beethoven

(1770-1827)

Terminó de escribir la carta. En ella, este complicado hombre le agradecía humildemente a un pueblo lejano, el inglés, los favores otorgados… Les prometía una nueva sinfonía y de ser posible otra ópera, mejor aún que la que había escrito con tanta dificultad en los últimos años. Sin embargo, les ocultó muchas cosas, como el dolor constante en su voluminoso y distendido abdomen cuyo crecimiento lo desfiguraba por completo. Sus piernas, tam­ bién hinchadas, lo sostenían con mucha dificultad. Comer o beber se habían convertido en una tarea titánica, y la sola presencia de algún alimento lo hundía en una incontrolable náusea. Tosía frecuentemente y le dolían los pulmones. No escu­ chaba al mundo que lo rodeaba y lentamente se había ido su­ mergiendo en un universo tan personal, que nadie tenia en­ trada al mismo. La música se paseaba por los senderos de su mente con la misma dificultad de antaño por encontrar una melodía simple y sencilla. Pero la gente lo veneraba, a pesar de su mal genio. Su sobrino, en cambio, seguía burlándose de –

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él y malgastando el poco patrimonio de ambos. Nadie quería acompañarlo en su soledad. Le temían… y al mismo tiempo lo respetaban. Cerró el sobre y se sentó por unos momentos a descan­ sar… entonces comenzó a soñar… logró ver algunas notas que saltaban libremente por el pentagrama tejiendo entre ellas complicadas variaciones. Escuchaba con claridad los acordes de sus sonatas, de sus tríos y sinfonías. Pensaba si acaso la misa compuesta días atrás lo acompañaría en su muerte; pero sos­ pechaba que sería la marcha fúnebre de su Tercera Sinfonía la que sería interpretada mientras su cuerpo era enterrado… Una y otra vez volvía a ver a su amada Leonora y cantaba el pastoreo de una vida en el campo con plenas libertades. Sus últimos cuartetos resonaban con una fuerza descomunal. En ellos estaba impresa la lucha emprendida contra la adversi­ dad. Se preguntaba si Miguel Ángel hubiera podido ser escul­ tor o Rafael pintar esos lienzos, de haber sido ciegos… ¿Por qué entonces el Creador lo había castigado a él, que era mú­ sico, privándolo del sentido del oído?… En medio del silencio espectral en que vivía, la música lo acompañaba resonando fiel en lo más profundo de su conciencia, libre de toda influen­ cia exterior. Beethoven sabía que agonizaba. Que sus días estaban contados y que finalmente se reuniría con el Señor y podría hacerle todas las preguntas para las cuales no había hallado jamás respuesta alguna sobre la faz de la Tierra. Tenía una cirrosis hepática avanzada, complicada con una neumonía que lo mantenía postrado en cama, prácticamente alucinando… 30 | J a i m e L av e n t m a n G.

Quizá padecía lupus eritematoso, pero esta enfermedad, aún no se conocía… Entrada la noche del último día de su vida, creyó recupe­ rar el oído. Volvió a escuchar los versos de la Oda a la alegría que en su día escribiera Schiller, compartiendo entre ambos los ideales de una libertad verdadera… Al morir, Beethoven dejó de sufrir. El suyo no era un su­ frimiento físico. Era más bien un dolor en el alma, en lo más profundo de su creatividad. Y sin embargo, ¡vaya paradoja!, precisamente el ser sordo lo hizo grande, pues aun en medio del silencio que le rodeaba, pudo encontrar las notas que durante tantas generaciones nos han alegrado la vida a todos nosotros.

Vincenzo Bel l ini (1801-1835)

Nacido en 1801 en Catania, Italia, Vincenzo Bellini aprendió música desde que era aún muy pequeño, bajo la instrucción de su padre y de su abuelo. Con­ siderado por todos como un niño con una mente brillante, se cuenta que al año y medio de edad can­ taba al estilo de Valentino Foravanti, un virtuoso del bel canto italiano, y también se dice que compu­ so su primera pieza musical a los seis años. Más tarde siguió sus estudios en el Colegio de San Sebastián, en Nápoles, en donde aprendió ar­ monía, contrapunto y composición. Entre su repertorio más conocido está la ópera Norma, que permite a la soprano principal del re­ pertorio interpretar uno de los grandes momentos del género. Fue Maria Callas, quien en el siglo

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llevó a escena magistralmente el papel de Norma, la sacerdotisa de los druidas. Bellini murió en Francia en 1835.

Vincenzo Bel l ini (1801-1835)

Llevaba el pañuelo discretamente oculto en la palma de la mano izquierda, para que en caso de necesidad pudiera aca­ llar algún acceso de tos, y ocultar con vergüenza las gotas de sangre que lo teñían, manchando la impecable blancura de la tela. Porque sentado con el aspecto enfermizo que otorga la palidez cercana a la muerte, no cesaba de expectorar o de sen­ tir un dolor que le atravesaba los pulmones, semejante a una espada vengadora. La fiebre sólo aparecía ocasionalmente, como lo hacen al­ gunos invitados, pero al marcharse lo dejaba desfallecido por horas, minando aún más la infortunada salud del compositor. Contaba sólo con 33 años y sin saberlo su destino había sido ya sellado para siempre. La fama lo perseguía agradeciendo su trabajo, humilde pero evocador: melodías sencillas sin compli­ caciones, que eran la atracción del público europeo. Dominaba el bel canto y lo había llevado a expresiones dramáticas jamás logradas. Las sopranos que interpretaban sus armonías se delei­ taban con los papeles asignados y daban aún más de sí, al sentir vibrar la emoción que el músico les transmitía a través de sus –

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óperas. Ya fuera La sonámbula o Los puritanos, ellas se exigían más en cada interpretación. Tosía, sin embargo, cada vez con mayor frecuencia hasta entrar en un agotamiento físico total y sentir cómo la savia de la vida se le escapaba poco a poco. Es posible que intuyera la presencia de la muerte. La enfermedad lo acosaba, y pese a sus deseos, él no mejoraba. El bacilo producía enormes caver­ nas en sus pulmones que poco a poco lo mataban sin conside­ ración alguna. Se parecía a su Norma. Ambos muriendo a tan tempranas edades. Una en la hoguera mortal y el otro en la enfermedad de la pobreza, que era la tuberculosis. Sólo había compuesto nueve óperas y su nombre sería re­ cordado en los siglos por venir. Pero Vincenzo Bellini sabía que la vida podía ser injusta. Aún vibraban en su corazón muchas más óperas que él pudo haber llevado a los escenarios, si la enfermedad se lo hubiera permitido. Sin embargo, sabía también que el destino final no era más que el alargar o acortar lo inevitable. La Norma y La sonámbula quedaban como muestra de su genialidad… El bacilo finalmente ganó la batalla.

Alban Berg (1885-1935)

Nacido en Viena en 1885, Alban Berg perteneció a la llamada Segunda Escuela de Viena, y sus obras están estrechamente relacionadas con la estética expresionista. Virtuoso, comenzó a cultivar la música desde los 15 años, cuando compuso su primera lieder. Y si bien perteneció a la élite cultural austriaca, los últimos años de su vida los pasó muy mal: en 1934, cuando iba a estrenar su nueva ópera Lieder der Lulu, tuvo un serio enfrentamiento con Erich Kleiber, quien se encargaría de dirigir la puesta en escena; a raíz de ello, este último prohibió que la música de Berg se interpretara en Alemania. Decepcionado, el compositor siguió trabajando en su querida ópera, pero no logró verla terminada pues murió un año después del incidente, en 1935.

Alban Berg (1885-1935)

De pie, la pierna derecha ligeramente cruzada sobre la iz­ quierda, y Berg se inclina un poco hacia el lado de la pierna cruzada. Su cuerpo entero se sostiene en el brazo derecho. La cabeza se recarga con soltura sobre el brazo y el pelo libre, sin acomodo, invade su frente. Un cuadro de múltiples colores se divisa detrás, y su figura, domina con la mirada extraviada y penetrante. Así lo pintó Schönberg, quien entre otras cosas fuera su maestro, y quien también supo captar en un instante, la geniali­ dad del alumno. Eran tiempos benignos, cuando algunas de sus primeras composiciones —cuartetos y piezas líricas— se inter­ pretaban ante un público que a pesar de que no lograba com­ prenderlas bien a bien, tampoco las rechazaba por completo. Provocaban en el espectador una fascinación difícil de ex­ plicar. Seguramente pensaron que el sistema melódico no du­ raría demasiado, y que sus desviaciones, algún día finalmente volverían a la normalidad… la atonalidad, el dodecafonismo, todo ello estrechamente vinculado a la estética expresionista, tan moderna… –

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Y sin embargo, luego vendría la catástrofe total. Años en­ teros dedicados a una sola obra. Toda su energía depositada en la urna de la inspiración de la cual brotaría el soldado po­ bre, ejemplo de una especie que nacía para buscar precipita­ damente la muerte. Un grito de desesperación y de protesta. Un nuevo idioma para expresarlo en sonidos disonantes que, sin embargo, años después de su muerte, finalmente habrían de triunfar. Recordaba a Wozzeck en su música fuerte y dominante. En aquellas escenas que resultaban más propias de algún cé­ lebre dramaturgo que de una ópera. Nadie parecía haberla entendido. Arnold Schönberg —su querido maestro— y Antón —a quien había conocido en años de serias dificultades econó­ micas— la reconocían como una verdadera obra de arte. Un grito de aprobación el de ambos, entre un público que, desa­ costumbrado a las armonías heterodoxas, rechazaba tanto a la obra como a su protagonista, pero por encima de ellos, ese público ignoraba por completo al compositor. Tenía ya cerca de 50 años y se sentía enfermo. Sabía que la fiebre lo acosaba, resultado de un resfrío sin aparente im­ portancia, ¿o quizá era causa de la herida mal cuidada?… se había cortado. Lo cierto es que temblaba y los dientes le castañeaban en tal forma, que tenía que detenerse la mandíbula con las manos para no asustar a sus vecinos. El frío lo invadió, aun cuando la temperatura exterior era agradable y el sol filtraba sus cálidos rayos a través de 40 | J a i m e L av e n t m a n G.

los cristales. Sus manos estaban prácticamente congeladas y las uñas se habían teñido de un horrible color violáceo. Los calosfríos recorrían su cuerpo y la fiebre iba en aumento. Nadie cuidaba de él en aquellos tan difíciles años, previos a la gran guerra del 39. Yacía en su lecho de muerte, fallecien­ do de septicemia. Alucinaba y veía a mucha gente que se aba­ lanzaba sobre su cuerpo, criticando su pésimo gusto musical… Cada uno de ellos era un Wozzeck, su primera y más célebre ópera, y no les agradaba la obra del músico. Sabía además, para su infortunio, que su última ópera ha­ bía quedado inconclusa. Berg, que había compuesto muy po­ cas obras, y dejaba la mejor de ellas sin terminar… El ángel de la muerte se anticipó a Lulu y la obra sería terminada después de su partida por otros compositores. Alban Berg escribió una ópera basada en un personaje sin gracia y sin interés, y en ello triunfó. Lulu, una prostituta, fue su última creación. Un grito de protesta ante el mundo vil y desquiciado que lo rodeaba…

Hector Berlioz (1803-1869)

Amigo de Alexandre Dumas, de Víctor Hugo y de Balzac, así como de otros grandes de las letras, el compositor francés Hector Berlioz llegó al mundo en 1803. Fiel representante del Romanticismo, su músi­ ca fue en su día innovadora, y por lo mismo, poco comprendida por sus compatriotas, en buena medi­ da porque incluyó en la orquesta sinfónica cuatro grupos de metales antifonales. Destacan en su obra, entre otras, la Sinfonía fantástica y su Réquiem. El 8 de marzo de 1869 Berlioz moría en París, y sus restos fueron enterrados en el cementerio de Montmartre.

Hector Berlioz (1803-1869)

Sentado frente al espejo que reflejaba su figura, y contem­ plando al mismo tiempo su propia vida, Berlioz trataba de encontrar la esencia de su actuación a través de su existencia. La imagen era nítida, y sin embargo un dolor penetrante, imperecedero, que le agobiaba hacía ya varios años nublaba su visión, mientras el opio curaba su molestia y enturbiaba su entendimiento, hundiéndolo en el mismo infierno que en su día ilustrara Dante. Su primera esposa, muerta años atrás, había dejado el mundo cuando el amor entre ambos hacía ya tiempo que ha­ bía dejado de existir. A su segunda mujer, a quien amaba con desesperación, unos meses antes y de manera inesperada tam­ bién la había sorprendido la muerte. El hondo dolor en su alma era tan agudo que en ocasiones ni él mismo entendía cómo seguía vivo. Pero la muerte rondaba por todos los rincones de su vida; sus amigos también se habían adelantado. ¿Por qué él no podía morir ya y reunirse con todos ellos? ¿Qué lo ataba a la Tierra? ¿Y su música…? –

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Berlioz era un romántico, pero solamente Wagner, a quien no consideraba su amigo, había afirmado que su música era original. En cambio sus compatriotas se burlaban de él, de su música y de las innovaciones que introdujo en su orquestación. Pero, ¡ironías de la vida!, al paso del tiempo y sin que des­ de su fría tumba lo supiera, el éxito de sus composiciones mu­ sicales se volvieron una leyenda viviente. En su cabeza vibraba aún con la misma fuerza que el día de su estreno la sinfonía fúnebre y triunfal. ¡Sí!, Lelio se había convertido ya en una leyenda. Su Romeo y Julieta se comentaba entre los círculos intelectuales… Pero Los troyanos, su gran ópera descansaba en el rincón del olvido; y Paganini, para quien Berlioz había compuesto otra obra musical para viola y orquesta no la pudo tocar jamás. Más tarde, sin embargo, otros la llevarían a la merecida fama. Los médicos no adivinaban cuál era el mal. Sus remedios resultaban peores que la enfermedad y aun que el sufrimiento físico. La noche cayó lenta y los maravillosos acordes de las can­ ciones que había compuesto lo arrullaban en su malestar, ese mismo malestar que acabaría con su vida en las siguientes horas. Su único hijo —se acababa de enterar— había fallecido recientemente víctima de la fiebre amarilla en las lejanas y exó­ ticas tierras de Cuba. Sólo quedaban él y su Sinfonía fantástica para el final, una sinfonía que hablaba del amor en forma pura, en el más riguroso de los toques románticos del siglo xix. Al final, su propio Réquiem lo acompañaría a la tumba. 46 | J a i m e L av e n t m a n G.

Hector Berlioz aspiró por última vez el dulce aroma que le proporcionaba el opio, y finalmente dejó de sentir dolor. Sus ojos se cerraron, al tiempo que su corazón dejaba de latir, y su mente encontró por fin el descanso necesario a una vida llena de dolor y dificultades. Años después, la Francia burlona de su obra se humilló ante el genio, y lo declaró “Hijo predilecto” de la patria. Esto debió de haberle dado mucho gusto a Berlioz, y segura­ mente no por haber triunfado, sino por saberse aceptado por su propio pueblo.

Leonard Bernstein (1918-1990)

Nacido en Lawrence, Massachussets en 1918, Leonard Bernstein fue el primer director de orques­ ta estadounidense que alcanzó el éxito y la fama internacionales. Muy joven comenzó a estudiar piano en la Es­ cuela Garrison y en el Boston Latin School. Entre otras, dirigió a la Orquesta Filarmónica de Nueva York y a María Callas en la Scala de Milán. Después de la Segunda Guerra Mundial, su carrera musical lo llevó a la fama internacional; hacia los años sesenta del siglo xx ofreció para un canal de televisión de su país, una serie a la que llamó Conciertos para jóvenes. Bernstein compuso sinfonías y óperas, pero su mayor éxito lo obtuvo con sus obras musicales para el teatro. Murió en 1990.

Leonard Bernstein (1918-1990)

Nadie podía opacar su figura cuando erguido en el podio to­ maba la batuta y dirigía un concierto sinfónico o una ópera. Sin embargo, el camino había sido espinoso y lleno de obs­ táculos. Primero, el largo aprendizaje con su querido maestro Sergio Koussevitzky, una mano férrea que supo reconocer el ta­ lento de su alumno y lo pulió hasta dejarlo listo para mejores empresas. Y un buen día, el gran Bruno Walter, el director de orquesta de origen alemán que había optado por fijar su residen­ cia en Estados Unidos, enfermó antes de un concierto y en ese momento fue incapaz de dirigir a la Filarmónica de Nueva York. Bernstein resultó ser el sustituto inmediato, y en ese des­ liz que la suerte otorga muy pocas veces en la vida llegó a la fama, sin duda la misma que tenía predestinada con mucha anticipación. Pianista de gran virtuosismo, nativo de un país que es en sí mismo la mezcla de todos los países del mundo, judío orgullo­ so de sus tradiciones que habría de reafirmar en sus grandes obras sinfónicas, como Jeremías y Kaddish, el genial director fue adorado por todos cuantos lo conocían y envidiado por los –

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mismos, quienes veían en él tantos dones que incluso llegaron a hablar de su presencia diabólica. Entre sus múltiples habilidades logró componer piezas sen­ cillas y otras de mayor complejidad. Cooperó asimismo con el teatro de Broadway y al entregar su célebre West Side Story, una obra musical probablemente inspirada en el amor imposible entre Romeo y Julieta, que reflejaba la problemática entre dos pan­ dillas de la ciudad, se elevó para siempre a la perfección teatral. La propia orquesta que dirigiera la memorable noche que Walter enfermó, le ofreció el cargo de director. Era el más joven y el primer músico nacido en su país que era reconocido para ocupar el puesto. Llevó a la orquesta a la cumbre en sus presentaciones y grabaciones y entre sus logros dio a conocer la obra sinfónica de Mahler para transportarla del olvido en el que estaba a la fama actual. Los años transcurrieron; llegó a recibir halagos incluso del propio presidente de su país, y fue declarado hijo pródigo de todo pueblo sobre la Tierra. Al paso del tiempo, la cabellera encanecía y las manos se tornaban rugosas. Súbitamente tuvo que reconocer que el mí­ nimo esfuerzo lo agotaba y le cortaba la respiración, hundién­ dolo en una atroz disnea que casi le reventaba el corazón. Lo diagnosticaron como enfisema y él, desatendiendo a sus médi­ cos, continuó con su vida activa sin cejar ni un solo segundo. Una mañana, a sus males se agregó un dolor en el costa­ do y en los días subsecuentes la pérdida de peso hizo su fatal aparición. Finalmente se supo. Tenía un cáncer de pulmón que habría de matarlo en corto tiempo. 52 | J a i m e L av e n t m a n G.

Leonard Bernstein ya no podrá besar a la esposa del pre­ sidente, ni dirigir sus conciertos educativos a la juventud es­ tadounidense y del mundo. Y nosotros tampoco podremos regocijarnos al verlo dirigir su Candide o su West Side Story. Se extraña su fuerza interpretativa, sus enseñanzas en Tan­ glewood y su música pegajosa. Lenny ha muerto. Y desde hace tiempo… se le recuerda con cariño.

George Bizet (1838-1875)

Músico del Romanticismo, George Bizet nació en París, en 1838. Procedente de una familia de músicos, resultó ser un niño prodigio, y cuando tenía apenas nueve años ingresó al Conservatorio de París. Más tarde, obtuvo el Premio de Roma, que consistía en una beca y marchó a la capital italia­ na en donde permaneció tres años. Fue ahí donde desarrolló su talento y compuso sus mejores obras. Aparte de este periodo de residencia en Roma, Bizet vivió en París durante toda su vida, y ahí se abocó de lleno a la composición. Su obra cumbre es sin lugar a dudas su ópera

Carmen, escrita en 1875 y basada en una novela de Prosper Merimée, su compatriota. Bizet no tuvo ocasión de disfrutar del éxito de

Carmen, pues unos meses después de su estreno en 1875 murió en París.

George Bizet (1838-1875)

Había compuesto una sinfonía, antes de cumplir los 20 años de edad, aun cuando sabía bien que la misma estaba predesti­ nada a permanecer en el olvido. No supo que algún día esa obra renacería para nuevos combates, como un moderno Juan Cristóbal. Soñaba despierto. Había compuesto también algunas ópe­ ras, una de las cuales, él suponía, incluía las más hermosas melodías creadas por compositor alguno. Y a pesar de ello iba de fracaso en fracaso, hundiéndose en la incertidumbre de saberse un buen músico que tenía que nadar a contracorriente para conquistar al mundo… Hacía tiempo que se lamentaba de dolores y malestares, sin poder localizarlos en un sitio en particular. Ni siquiera lograba describir bien su dolencia. Simplemente se quejaba de punzadas que le atravesaban el pecho y ocasionalmente se acompañaban de un dolor constante en el brazo izquierdo. Sentía entonces que se le cortaba la respiración y que lo acometían palpitaciones irregulares que únicamente lograban aumentar su angustia. Después de todo, sólo contaba con 36 años y a esa edad —trataba de convencerse a sí mismo— nada podía sucederle. –

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En especial, porque preparaba para el mundo una nueva obra que dejaría callados a todos, con sus melodías fáciles y su complicada armonía. Un canto trágico y melodioso a la vez. Arias de incomparable sutileza, con una orquestación que se­ ría la envidia de los italianos. En ella habría amor al estilo más afrancesado y un toque español de tragedia inminente que tiñe con sangre los ruedos de Sevilla. ***** El invierno había llegado a París y él descansaba admirando el paisaje. Habían pasado tres meses desde el estreno de su nueva ópera, y una vez más, el fracaso había sido su fiel compañero. Nadie logró entender la música, el drama, la orquestación…Y sus dolores arreciaban a cada momento. Hasta que en el úl­ timo segundo se abrió ante él la imagen del futuro, con un éxito de sus obras tal que era imposible medir con la fuerza del humano, y su vida se extinguió en lo que ha dado en llamarse muerte súbita. George Bizet supo de alguna manera que su obra alcanzaría el éxito. Supo asimismo que las arias de don José y Escamillo serían cantadas en todo el mundo. Y supo siempre que Carmen sería algún día la ópera más famosa de todas las más de 40 mil óperas que se han compuesto a lo largo de los tiempos. Bizet le explicaba a Carmen que la dolencia de su brazo iz­ quierdo y de su corazón no significaban nada nuevo. El corazón a él le había fallado siempre en vida, ante el fracaso inmediato de su obra y la ilusión del éxito al morir. Carmen ha triunfado y Bizet también…Y de los problemas del corazón… bueno, ni quién se acuerde, ni a quién le intere­ sen ya más…

Ernst Bloch (1885-1959)

Nacido en 1885, Ernst Bloch, compositor suizo-es­ tadounidense basó la mayor parte de sus obras en la música judía. Estudió violín y composición musical, y tras su carrera en Europa como maestro y director de or­ questa, se estableció en Estados Unidos, el sitio que escogió para vivir hasta el final de su vida. En 1942 fue galardonado con la medalla de oro de la Academia Americana de las Artes y las Le­ tras; cabe mencionar que él fue el primer músico que obtuvo tal distinción. Bloch murió en 1959 en Portland, Oregon, muy lejos de su tierra natal.

Ernst Bloch (1885-1959)

Qué alejado se sentía de sus verdaderos orígenes mientras caminaba por las calles de Portland, en el estado de Oregon. Había nacido en Suiza, y para completar su educación había viajado por diversos países del continente europeo. El refugio que ahora había encontrado en el noroeste de Esta­ dos Unidos finalmente daba albergue a su cansado y marchito cuerpo, mas no a su cultura y arraigado judaísmo. Hacía poco que su médico le había diagnosticado cáncer. —¿Dónde? —se atrevió a preguntar ingenuamente. —Qué importa —le contestó el galeno, desprovisto de un poco de humanismo. Y con su respuesta dejó en la más absoluta de las penum­ bras al compositor, que día a día intentaba debatirse en una batalla que de antemano sabía perdida. La sinfonía Israel, compuesta algunos años atrás, le había otorgado la fama que al paso del tiempo aumentaría cada vez más, al margen de nuevas y ambiciosas obras musicales. Las amaba a todas por igual, aun cuando sólo unas cuantas de ellas le habían dado la fama; y sin embargo, otras le habían valido la satisfacción de haber cumplido la obra impuesta por su creatividad. –

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Sus tres poemas de estirpe judía esbozaban la genialidad un tanto posromántica influida por Mahler y Debussy. Pero en el Bal Shem se había reencontrado con la liturgia y el fer­ vor religioso de su gente. La vida del santificado inspiró en él acordes de magnificencia elevándolo a la verdadera categoría de compositor. Eran la conjunción perfecta del jasidismo y la música, in­ tentando expresar la alegría que rebosaba ante el mensaje ha­ cia el Creador. Con su obra sacra, Avodat Akodesh, los cantos litúrgicos extraídos de las melodías coreadas en las sinagogas, encontraron una nueva belleza bajo su atinada inspiración. Le dolía el cuerpo, aunque no lograba identificar el sitio con exactitud. Era una dolencia sin fronteras preestablecidas. En las últimas semanas había perdido peso, y había envejeci­ do considerablemente. Se anticipaba el final; lo sabía bien, a pesar de la lucha que tenía entablada contra la enfermedad. El cáncer se expandía con sus enormes tentáculos y lo hundía en un profundo sueño, en el cual el violoncelo interpretaba magistralmente su Schelomo. Ernst Bloch sabía que su vida llegaba a la última etapa. Su existencia, caracterizada por la huida y el menosprecio hacia este genial músico judío desaparecería y quedaría como tes­ timonio su música, universalmente aceptada. Tenía 78 años. Había sobrevivido y estaba listo para emprender el viaje al eterno Edén que con tanta sutileza él mismo describiera en sus obras sinfónicas. El camino desde Suiza hasta Portland fue difícil. Pero aho­ ra las señales estaban claramente definidas. Bloch sonreía y sabía algo que sus enemigos desconocían. El secreto estaba en su música, aun cuando hoy en día, el mundo entero aún trata de descifrarlo…

L u igi B o c c h e r i n i (1743-1805)

Nacido en Luca, provincia italiana, en 1743 en el seno de una familia de artistas, Luigi Boccherini aprendió a tocar chelo a los 13 años de edad. Su padre lo envió a Roma a estudiar con el maes­ tro Constanzi, célebre compositor de óperas y de mú­ sica sacra de la época. Boccherini mostró su talento musical durante muchos años en la corte imperial austriaca, y des­ pués de ello se trasladó a París, donde su fama cre­ ció considerablemente. De ahí pasó a Madrid, bajo la protección del infante Luis Antonio de Borbón, hermano del rey Carlos III, quien a la muerte de Luis Antonio dejó al músico sin su renta. A raíz de ello, Luciano Bonaparte le otorgó una exigua pensión con la que a duras penas sobre­ vivió sus últimos días. Finalmente, en 1805 murió en la capital espa­ ñola, y fue enterrado en el panteón de la iglesia de San Justo. En 1927, sus restos fueron trasladados hasta Luca, donde desde entonces descansa al lado de sus hijos.

L u igi B o c c h e r i n i (1743-1805)

Las callejuelas de Madrid nunca le habían parecido hermo­ sas, y mucho menos ahora. Vivía en una pocilga sin poder es­ capar a su destino. Las calles rebosaban con los desperdicios propios de cada casa habitación. Un fétido olor impregnaba su cerebro, lo que dificultaba su concentración al intentar escri­ bir alguna nueva obra. Llevaba varios días hundido en la desesperación de no te­ ner un sitio para vivir, y peor aún, algo con qué satisfacer el hambre. Sentía cólicos que lo doblaban, recordándole cuán frágil es el hombre cuando las necesidades más precarias no pueden ser satisfechas. Los días de gloria habían quedado atrás, cuando sus cuarte­ tos de cuerda y sobre todo sus quintetos acaparaban la atención de una Europa en plena ebullición, a raíz de la coronación de Napoleón Bonaparte. Había estado en la corte vienesa, en París, y ahora le toca­ ba vivir en Madrid, siempre al amparo y a la buena disposición de algún mecenas que apoyara su talento musical. El público y la crítica habían alabado hasta el cansancio sus quintetos, –

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tan novedosos por la inclusión de la flauta o el oboe, tan dife­ rentes a los tradicionales instrumentos de cuerda. Pero sobre todo, fascinaba a sus oyentes cuando la guitarra acompañaba al conjunto, ese instrumento tan hermoso en su dulce y apaci­ guado tono, que resultaba para España más preciado aún que el oro para la corte del emperador. Sus misas, réquiem y otras tantas piezas sacras se escucha­ ban con frecuencia y el hombre gozaba de la estima de sus con­ temporáneos. Incluso Haydn y Mozart hablaron a su debido tiem­po en buenos términos de su obra y el mismísimo Beethoven en sus años mozos llegó a escucharlo en persona. Pero un soberano muere, y en la corte el nuevo rey no siem­ pre renueva el contrato de sus músicos. Entonces comienza el peregrinaje en un mundo que exige la perfección, sin saber compensar a aquel cuyo genio la otorga. Un Bonaparte se había apiadado de él y le entregaba una pequeña pensión que a duras penas servía para sobrevivir con estrechez. Ahora tenía 61 años de edad, su salud decaía y él lo sabía. La memoria ya no era la de antes y sus piernas lo desplazaban a un ritmo desacelerado. Su cuerpo era frágil y con los ayunos forzados por su precaria economía más bien parecía un cadáver viviente, sin ninguna ilu­ sión por su propia existencia. Esa mañana pulsó su amado violín, sacando del mismo hermosas melodías que le apasionaban. Amaba el canto es­ pañol, y se sentía unido a la gente de su península. La mano flaqueaba como si las escasas fuerzas que aún podía reunir se hubieran esfumado. Alzó la vista y sintió una vez más un vér­ tigo que lo postró en plena calle. El cólico en el abdomen le 66 | J a i m e L av e n t m a n G.

recordó la flaqueza del ser humano y la sensación de hambre le dejó un enorme vacío en el cuerpo y en el alma. Se recostó en el arenoso suelo de Madrid y con el sol calentando su cuerpo, lo entregó junto con su alma al Creador. Alguien que al pasar lo reconoció preguntó ingenuamente… —¿De qué habrá muerto Boccherini?… La dolorosa verdad es que murió de hambre y de pobreza. Y lamentablemente su fin fue la forma en que el mundo agra­ deció al músico sus esfuerzos…

A l e x a n d e r P. B o r o d i n (1833-1887)

Nacido en San Petersburgo, Rusia, en 1833, Alexan­ der Borodin, distinguido químico, es también un re­ conocido compositor ruso. Hacia 1869 comenzó a escribir su ópera Príncipe Igor, la obra maestra que dejara inconclusa cuando a sus 54 años lo sorprendió la muerte. Korsakov, fiel amigo e integrante del Grupo de los Cinco, al que también pertenecía Alexander, se dio a la tarea de completarla. Los restos de Borodin descansan en el cemen­ terio de Tijuin del Monasterio Alexander Nevsky, en San Petersburgo.

A l e x a n d e r P. B o r o d i n (1833-1887)

Alexander P. Borodin es recordado como uno de los grandes músicos nacionalistas rusos. Médico y químico de profesión y especialista en aldehídos, lo que tras un buen número de publicaciones se tradujo en una fama bien merecida, Borodin era un hombre enfermo que jamás logró pronosticar el origen de su malestar. Sus achaques iban desde una ligera jaqueca hasta la pre­ sencia de angustiantes arritmias, que literalmente le provoca­ ban un brinco en el corazón. Borodin era aún muy joven cuando compuso su primera sinfonía, y sin embargo, sus rasgos de genialidad le dieron la entrada al célebre Grupo de los Cinco, nacionalistas de su pa­ tria. No obstante, fue su Segunda Sinfonía y un cuarteto para cuerdas los que finalmente constituyeron la fama que dura­ ría largo tiempo, y que Franz Liszt logró que trascendiera las fronteras rusas al llevarla años después a Alemania. Tanto su ópera Príncipe Igor, como su Tercera Sinfonía —como sucedió con Edgard Elgar tiempo después— queda­ rían inconclusas, y nada pudo revertir esa mala suerte. –

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Aquella noche de 1887 asistió a un baile que resultó fatí­ dico en su corta y productiva vida. Quizá presentía que algo estaba por suceder. En medio del sudor que provocaba la an­ gustia de no sentirse bien, de pronto creyó ver bailando a los personajes de Príncipe Igor, su querida ópera, la composición que tras su muerte lo acabaría de llevar a la fama. Como el nacionalista que había mostrado ser, la fuente de inspiración de Borodin al escribir su ópera la encontró en El cantar de las huestes de Igor, una legendaria epopeya rusa que data del siglo xii. Ya en aquel baile parecía que mientras los personajes gira­ ban se acercaban a él y le susurraban secretos que ni él mismo creía conocer. Todos le preguntaban acerca de su extrema pa­ lidez y su mal semblante. Al filo de la medianoche creyó ver venir hacia él a Igor Suys­ tolavich, príncipe de Seversk, y protagonista del melodrama. Durante algunos minutos ambos discutieron acerca del fu­ turo que tendría la ópera rusa: de la fastuosidad de Glinka, nada menos que el fundador de la escuela de música nacionalista del país; pero también recordaron otras óperas, como las de Rim­ sky, con esa excelente orquestación que sería la envidia de sus contemporáneos. Y sobre todos, ellos lo sabían, en medio del repertorio ruso estaban las obras maestras de Mussorgsky. De pronto, el príncipe Igor preguntó a Borodin, qué era lo que menos le gustaba de su gran ópera… El maestro se quedó pensativo y no pudo contestar. Sabía muy bien qué era lo que más le gustaba, pero en verdad en su trabajo no había nada que le disgustara. 72 | J a i m e L av e n t m a n G.

Súbitamente, en medio del baile comenzó a sentir que se le salía el corazón. Una nueva arritmia lo acosaba, pero esta vez resultó tan violenta y maligna que lo tiró al suelo y le cortó la vida entre la algarabía de la música no rusa que tanto detes­ taba, y que en ese momento amenizaba el baile. El príncipe Igor recordaba las danzas polovtzianas de la grandiosa ópera y supuso que algo tenían que ver con que su amo hubiera muerto a la mitad de un baile. Sea como fuera, la obra del compositor es eterna, a dife­ rencia del músico…

Johannes Brahms (1833-1897)

Nacido en Hamburgo en 1833, Johannes Brahms fue un pianista y compositor perteneciente al pleno Romanticismo. Desde muy temprana edad se reveló como un gran pianista adelantado, por lo que contribuyó a los ingresos familiares con el dinero que ganaba im­ partiendo clases y tocando el piano en restaurantes y bares. Su música combina lo mejor de los estilos clá­ sico y romántico. A diferencia de sus contemporáneos, Brahms rechazó el uso de nuevos efectos armónicos, así como los cromatismos, los que solamente utilizaba para destacar los matices estructurales internos de la obra. Murió en Viena en 1897.

Johannes Brahms (1833-1897)

Europa entera vivía aún en pleno Romanticismo. Las obras de Goethe se discutían y la novedosa música de un grupo de entusiastas parecía imponerse sobre las demás. Un nuevo y poderoso movimiento había surgido con la figura de Richard Wagner. Para contrarrestar esa fuerza e ideología, nacería otro com­ positor que provocaría arduas batallas en las salas de concierto. Y Johannes, que se desplazaba siempre con lentitud, se dirigía una vez más a su fonda favorita a beber un poco de café, a charlar con los amigos y a discutir cosas banales con ellos. Habían quedado rezagados los triunfos, las grandes pie­ zas sinfónicas y su alma se refugiaba en la música de cámara, mucho más íntima y delicada, mediante la cual con la sencillez en algunos instrumentos lograba transmitir su mensaje. Joachim, su viejo amigo, alejado de él hacía tantos años, volvía ahora a su lado. Su promesa de permanecer soltero y de no componer una ópera, seguían siendo una realidad. Caminaba sobre las aceras de su querida Viena; eran los últimos años del siglo xix, sin saber que a la llegada del –

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siguiente, su ciudad eventualmente perdería su hegemonía cultural y aun su identidad. Se aproximaba el final de un im­ perio. Recordaba aquel día en que siendo aún muy joven, fue recibido en casa de Schumann a quien le mostró sus primeros esbozos de composición, y con los que obtuvo la aprobación total del maestro. Mientras este último quedaba fascinado por el joven, éste a su vez se enamoraba perdidamente de Clara, la esposa de Schumann. Un amor platónico, que sólo logró vencer la muerte. Y precisamente ese día regresaba de la tumba de su amada. Aquella que lo había apoyado siempre sin condiciones, y que también lo animó a convertirse en el compositor que ahora era. La extrañaba, y su corazón latía con ritmo irregular, como un último aguijón de amor que se clavaba dentro de él. La náusea lo invadía las 24 horas del día. Su malestar era ya incontenible y pudo notar cómo su abdomen de por sí vo­ luminoso, cada vez crecía más. Tenía escozor en el cuerpo y la orina se había teñido del mismo color que el aromático café que disfrutaba cada mañana. Estaba preocupado. Pensaba visitar al gran Billroth, su amigo de siempre, para averiguar qué sucedía. El apetito desapareció y el asco aumentó, y la piel fue ad­ quiriendo un color diferente, cada vez más de enfermo, como él mismo decía. Es ictericia, le explicaron sus médicos, y con ello borraron la esperanza de poder vivir. A menos de un año de que Clara falleciera, llevándose a la tumba el amor no correspondido a Brahms, éste la seguía al más allá, fiel a sus ideas, a su modo de vida, a su soltería empedernida y a su música de tonos clásicos que cerraría para 78 | J a i m e L av e n t m a n G.

siempre el capítulo de la monarquía en Austria y de las melo­ días que lo acompañaban. Brahms fallecía a causa de un mal hepático, sin que se sepa a ciencia cierta la causa o el origen del mismo. Pero lo que sí sabemos bien, es que Johannes murió de tristeza al ver que su amada ya no estaría más con él y que él no podría estar más sin ella…

Enrico Caruso (1873-1921)

Nacido en Nápoles en 1873, Caruso ha sido uno de los tenores italianos más famosos de la historia de la ópera y el cantante más popular de los últimos años del siglo xix. Caruso fue uno de los pioneros de la música grabada. En 1902 apareció su primer disco, Vesti la giubba, del que vendió un millón de copias. Entre su repertorio se encuentran más de 60 óperas y 500 canciones, que interpretó en diver­ sos sitios de fama internacional, como la Scala de Milán, el Teatro Colón de Buenos Aires, el Covent Garden de Londres… algunas de ellas dirigidas por Toscanini. Caruso murió en su ciudad natal en 1921.

Enrico Caruso (1873-1921)

Los recuerdos desagradables de aquella velada aún estaban grabados en su memoria. Jamás se había interrumpido una ópera en el Metropolitano, a excepción de aquella noche. Él insistía en que sólo estaba cansado, sin un malestar ma­ yor. No aceptaba que la sangre que escupía, fuera el resulta­ do del trabajo excesivo, del inclemente esfuerzo al que había sometido a sus cuerdas vocales. No le importaba lo que los médicos le confirmaran en el diagnóstico; él, en el fondo, sabía que estaban equivocados. ¿Quién sino él mismo para conocer la portentosa caja vocal con la que había sido dotado?, y supo también que la sangre que brotaba, provenía de lo más pro­ fundo de su tórax, el sitio exacto en el que el aire y el diafrag­ ma compiten para emitir el canto. Y así, sin que nadie lo sospechara en ese momento, y me­ nos aún él mismo, jamás volvería a cantar en aquel escenario. Su carrera como tenor se truncaba, mientras el miedo al fra­ caso impedía un retorno eventual. Su hermosa Nápoles quedaba muy lejos, así como los aires cálidos de un cercano Mediterráneo. Los triunfos se habían –

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llevado a cabo sin interrupción y había llegado a ser recono­ cido como el tenor más prolífico en la historia de la música, y el primero en dejar grabada su hermosa voz para la eternidad. Días de gloria y de estima por un público que le reverenciaba aún ahora que su voz había madurado y tenía un toque ligera­ mente más grave. La fiebre le acometía por momentos y sentía cómo hervía la sangre en su pecho. Por segundos le llegó a faltar el aire…, a él, tenor lírico y dramático, lo que anunció irremedia­ble­ mente el final de su carrera. Tenía dolor al inspirar y sospe­ chaba una pleuresía, aunque los médicos le habían diagnosti­ cado otras enfermedades. Ahora, el calor y el rubor ascendían por su cuerpo produciéndole calosfríos tanto en la piel como en el espíritu. El papel de Eleazar exigía demasiado de un tenor. Y sin embargo le fascinaba. Halevy había escrito aquellas arias, pen­ sando en él, y él no estaba dispuesto a defraudar a nadie. Ad­ miraba las exigencias que el papel de Raquel demandaban a la soprano. Ambos morían envueltos en llamas en el trágico final de la obra, tan trágica como la injusticia en el hombre que no puede valorar el papel de la vida sobre el de la muerte. Enrico Caruso, a unos días de su muerte por una neumo­ nía y pleuresía no diagnosticadas a tiempo, se preparaba para el último papel de su carrera operística: el de Eleazar, el padre de Raquel… Hombre de múltiples anécdotas, artífice de la caricatura que sólo incrementaba su fama, sentía un terrible cansancio al final de su vida operística… 8 4 | J a i m e L av e n t m a n G.

Me pregunto si Caruso sabía que Eleazar representaría su último papel… Debo pensar que lo sospechaba. ¿Al regresar a su amada Italia iría silbando las arias que tanto amaba de cada una de las óperas que lo lanzaran a la fama? Caruso, el hombre de la voz aterciopelada era víctima de una bacteria que acabó de tajo con su portentosa caja vocal… Y después de eso… qué nos queda por decir…

Pa b l o C a s a l s (1876-1973)

Reconocido como el mejor violonchelista de todos los tiempos, Pablo Casals nació en Tarragona, Es­ paña, en 1876. Casals fue asimismo director de orquesta y com­ positor, y rescató algunas suites para violonchelo de Johann Sebastian Bach, que eran poco conocidas. Además de músico destacó por su defensa por la paz, de tal forma que incluso fue nominado para recibir el Premio Nobel, aunque no lo logró. Exiliado en Puerto Rico, al morir en 1973 fue enterrado ahí, pero en 1979 sus restos fueron tras­ ladados al cementerio de Vendrell, en Tarragona. En el centro de Vendrell, hoy en día es posible visitar la Fundación Casals.

Pa b l o C a s a l s (1876-1973)

Por primera vez en su vida se sintió enfermo. Y al decir enfermo, quería darse a entender él mismo, se trataba de algo de extrema gravedad, inesperado y quizá fatal. Y no es que el recio carácter del mediterráneo hubiera oscurecido su visión. Se daba cuenta de que algo le estaba ocurriendo, y entonces supo que iba a morir. Aquella era una sensación única, a la que pudo aún resistirse sin aceptarla ple­ namente. Quería escoger el momento oportuno para dejar este mundo. Recordó entonces a sus grandes amigos y compañeros y se sintió más solo que nunca, al saber que no podría interpretar más música de cámara en compañía de Thibaud y su mara­ villoso violín, o de Cortot y su romanticismo al piano. La pipa permanecía apagada sobre el escritorio de caoba y el violonchelo, abandonado en un rincón de la pieza, esperaba ser acariciado una vez más por las manos del maestro. Añoraba el aire húmedo y cálido que exhalaba el Medi­ terráneo sobre su tierra, aquel terruño que extrañaba a más no poder, en especial cuando recordaba aquellas informales –

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tertulias en las tabernas del pueblo, acompañado de hombres sencillos, trabajadores del campo y de la montaña. Al estallar la nefasta Guerra Civil y los republicanos fue­ ran derrotados, el maestro salió del país y juró que nunca más volvería a poner un pie en España; y nunca falló a tan fatal designio. Catalán por excelencia como su amigo Picasso, Casals lle­ no de una sensibilidad que brotaba como un fruto mágico en esa región del mundo, se sacudió la pereza y a sus jóvenes 96 años de edad, volvió como por arte de magia a su chelo. Lo tocó con la maestría de siempre y su Bach llenó súbita­ mente la estancia. Había un nuevo ritmo en la interpretación, adquirido después de tantos años de experiencia. Casals sentía la muerte sobre su cuerpo y suponía que estaba gravemente enfermo. Y pensaba también en cuán irónica era la situación. El viejo, que era él, iba a morir precisamente por viejo… De este artista tenemos la suerte de poder escuchar sus interpretaciones, mismas que dejara grabadas durante varias décadas. De una juventud fogosa a una vejez placentera, algo jamás cambió: la calidad de su sonido y la veracidad de su interpretación… Y eso, él lo sabía de antemano.

Ernest Chausson (1855-1899)

Ernest Chausson nació en París, en 1855. Influido principalmente por César Franck y Ri­ chard Wagner, entre su obra relativamente corta des­ taca su Poème para violín y orquesta, compuesto hacia 1896. Chausson estudió música en el Conservatorio de París y más tarde fungió como secretario de la Societé Nationale de Musique, en Francia. Murió en Lima, cerca de Mantes, en 1899.

Ernest Chausson (1855-1899)

Era feliz cuando podía correr por los campos, mientras soña­ ba si podría alcanzar una velocidad tal, que desafiando a Dios mismo, lograra romper las barreras del estancamiento. Tenía 44 años y vivía el último año del siglo xix. Pronto un nuevo milenio daría comienzo, y su música empezaba a dominar en Francia. Se le comparaba con César Franck, con Jules Massenet y hasta con el mismísimo demonio de Debussy. Sus obras eran interpretadas con frecuencia y sus óperas, si bien no lograron conquistar al público, sí ejercieron sobre él mismo cierta fascinación. Ese día montó en su bicicleta y se lanzó por las veredas de los bosques que rodeaban París, y lo hizo a una velocidad que parecía contradecir las propias leyes de la naturaleza. Iba soñando, como era su costumbre. Las melodías se fu­ sionaban en su mente al tiempo que las coreaba a todo pul­ món, tomando a la campiña misma como el escenario de la ópera de París. Tarareaba las notas de su sinfonía, y del poema para violín que lo inmortalizaría…



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Pero sobre todo, y lo más importante, es que era feliz. Nuevos planes revoloteaban en su mente a la misma velocidad que el endemoniado aparato en el que iba montado. No vio la pared… No pudo frenar y en esa vorágine fue lanzado a la aventura que nos enfrenta con la batalla más te­ mible: la de muerte. Su cabeza se estrelló contra la muralla, y en ese mismo instante perdió el conocimiento y la vida. Y me pregunto si Ernest Chausson, el músico de vanguardia, montado en su bicicleta fue acaso la primera víctima de un accidente en un vehículo de propulsión. Su probable hema­ toma intraparenquimatoso, sólo representó con la velocidad con que lo mató, el adiós a un siglo de tranquilidad y la mala bienvenida, a un nuevo mundo motorizado y de múltiples traumatismos cráneoencefálicos. Quizá podríamos decir que Chausson fue una víctima de la civilización, y que en su prisa por encontrar la velocidad adecua­ da a su inquietud, murió a una edad temprana en que la mayoría de la gente apenas comienza a frenar sus propios impulsos…

F r é d é r i c C h o pi n (1810-1849)

Considerado como el más grande compositor po­ laco de todos los tiempos, Frédéric Chopin, nacido en 1810, es también uno de los pianistas más impor­ tantes de la historia. Sin duda han sido su perfecta técnica y su refi­ namiento estilístico lo que le valieron un lugar per­ durable en el terreno de la música. La mayor parte de su obra fue escrita para piano solo, aun cuando llegó a componer algunas piezas de cámara y vocal. Exiliado en París, Chopin murió en octubre de 1849 a los 39 años de edad.

F r é d é r i c C h o pi n (1810-1849)

Caminaba con lentitud. Bordeaba las márgenes del Sena y los puentes que lo cruzaban. Levantó la vista, y una vez más se maravilló al observar la majestuosidad de Notre Dame, en la pequeña isla de la cité. Este pueblo —pensó añorando la patria abandonada hacía ya tantos años— al tiempo que conserva su fervor patriótico sabe cómo embellecer sus ciudades. Soñaba con su hermosa Polonia, su pueblo natal con sus campesinos, sus vastas planicies y frondosos bosques, mientras en su mente bullían una y otra las piezas musicales, todas ellas con una fuerza descomunal, originales e inspiradas en su patria. Esa mañana se sentía aún más enfermo que otros días. Tenía fiebre, y la molesta tos no lo dejaba tranquilo un instante. Con cada esfuerzo, su pañuelo se manchaba con gotas de sangre, como quien da su vida en ofrenda para defender a su país. Sufría de intensos dolores de cabeza y le dolían los pulmones. Sus labios se habían teñido de púrpura y su corazón se aceleraba como si intentara escabullirse de su pecho. Acababa de regresar de Mallorca con un enorme peso en el alma, su doble fracaso: haber perdido para siempre a la –

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mujer amada, a su adorada Aurore, y la inspiración para com­ poner música. Lo animaba un poco el que Liszt lo llamara el genio más original del piano del siglo xix… Cómo adoraba tocar esa mú­ sica de virajes cortos, de una sensibilidad enfermiza y de un patriotismo baratero… Sabía que agonizaba lentamente, consumido por una avan­ zada tuberculosis, y que no había cura para su mal. Sabía tam­ bién que muy pronto moriría como un extranjero, en tierras extrañas y alejado de su querida Polonia. Estaría solo, sin ella y sin los músicos. Ya no habría más es­ tudios, preludios, mazurcas, valses… ni sus adoradas polonesas. ***** Han transcurrido muchos años desde su muerte, y hoy Polo­ nia vive libre y sin ataduras. Y me pregunto constantemente si Frédéric habrá logrado su meta. Y cuando interrogo a los que me rodean, para que me definan ¿qué es Polonia?, una señora avanzada en años se voltea y cuidando sus palabras antes de hablar me pregunta… —Señor… ¿habla usted de Polonia? Pero ha olvidado el apellido. ¿Sabe? —me dijo. —A mi país lo conocemos como Polonia… la de Chopin. Sin ese apellido, Polonia es solamente una imagen más, aislada en el continente: Chopin le dio su carisma, su prestancia y sobre todo, su identidad. Y así es como Chopin, el polaco exiliado por razones in­ comprensibles, seguramente ahora sabe que no fue él quien adoptó a Polonia en su lucha. Fue Polonia quien lo adoptó a él para la eternidad.

Claude Debussy (1862-1918)

Nacido en Francia en 1862, Claude Debussy logró romper en sus composiciones con la forma clásicoromántica que imperaba en su tiempo, para descu­ brir un lenguaje musical nuevo y abierto a diferen­ tes posibilidades. Si bien el modelo musical propuesto por De­ bussy encuentra su más claro antecedente en el pasado musical inmediato, en sí mismo establece una clara alternativa con lo anterior, al tiempo que reviste una importancia especial, pese a que en su día este gran músico fuera incomprendido por el público que asistía a escuchar sus composiciones. Claude Debussy murió en París en agosto de 1918.

Claude Debussy (1862-1918)

Podía pasar horas enteras viendo cómo las nubes se desplazaban libremente en el horizonte. Navegaba en un mar embravecido cuyo oleaje se mecía en interminables cascadas que parecían marcar un ritmo continuo. La naturaleza, en toda su magnificen­ cia, lo hacía sentir realmente humilde ante su fuerza. Y él trataría de plasmar todas esas sensaciones en un lenguaje musical impre­ sionista, tal como Monet lo había hecho con sus colores. El turno era ahora de la música y debía vencer su propia mortalidad para lanzarlo a la vorágine del buen vivir. Trataría de lograr con su nuevo idioma musical la conjun­ ción eterna del amor entre un hombre y una mujer; en la voz de Peleas y de Melisanda proclamaría el nuevo sonido con la es­ peranza de que el mundo estuviera preparado para absorberlo. Y sin embargo la ópera fracasó en un principio, con lo que se cerró para siempre la veta de la cual aún se podía haber ex­ traído valioso material; se cerró ante la frustración del genio, que no fue comprendido en su debido momento. Y se preguntaba una y otra vez, ¿cuál era la razón por la que entre las artes, la música parecía ser siempre la última –

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en ser comprendida cuando se le sometía a novedosos expe­ rimentos y a traspasar nuevas fronteras? ¿Es acaso el oído del hombre tan torpe —se cuestionaba hasta la tortura— que frente a la vista, siempre ha de ir a la retaguardia?… Y día con día su dolor se acrecentaba. El apetito de antaño había quedado en el olvido, lo mismo para las viandas que para las mujeres. Sus ojos soñadores, habían perdido la chispa­ y en su lugar habían aparecido dos enormes ojeras que los rodeaban, otorgándole un aspecto verdaderamente patético. Sus manos se movían sin un ápice de coordinación, y su mente estaba perdida en un mundo de drogas, que al aliviar su dolor físico lo hundían en lo más desalmado que podía per­ turbar al ser humano: la total apatía. El cáncer avanzaba y Debussy retrocedía. Las melodías de su única ópera no lograban emocionarlo. Las nubes y nocturnos de sus poemas sinfónicos se perdían en el mundo de la indife­ rencia. Lo que más le aquejaba, sin embargo, era el no poder asimilar al mar dentro de él, como siempre lo había podido hacer… y pese a que la orquesta afinaba perfectamente y repe­ tía las notas musicales, la espuma y la fuerza del océano embra­ vecido no lograban despertar sentimiento alguno en su dolor. Finalmente, Claude Debussy moría en 1918, casi al térmi­ no de la gran guerra, con su amor a Francia intacto y una vez más pasando totalmente desapercibido. Desde el día que escuché por primera vez el poema sinfó­ nico El mar, sus tonalidades quedaron plasmadas para siempre en mi oído, y no en mi vista.

G a e ta n o D o n i z e t t i (1797-1848)

Nacido en 1797 en Bérgamo, Italia, Gaetano Do­ nizetti pasó a la posteridad principalmente por su vasta obra operística. Proveniente de una familia humilde y sin ningún tipo de tradición musical, comenzó a tomar clases con Johann Simon Mayr, párroco de la iglesia prin­ cipal de Bérgamo y conocido compositor de óperas. Poco después, su mentor obtuvo para él una beca para estudiar artes de fuga y contrapunto, y entonces pudo mostrar su enorme talento. Cuando escribió su cuarta ópera, impresionó a Domenico Barbaia, un administrador de teatros que le ofreció un contrato para componer en Nápoles. Los viajes por Italia y Francia siguieron, y si bien Donizetti logró escribir sus 75 óperas en tan sólo 12 años, la fama le llegó hasta que se estrenaron las más conocidas: Ana Bolena, Don Pasquale y Lucía de Lammermoor, sin duda alguna la más famosa de todas. Donizetti murió en 1848 en Bérgamo, su ciudad natal.

G a e ta n o D o n i z e t t i (1797-1848)

Pasaba horas y horas, una tras otra en la contemplación inútil de las paredes de su celda. No es que fuera un criminal, y sin embargo sus cuatro muros ostentaban gruesas ventanas sella­ das por fuertes barrotes, lo que daba un aspecto lúgubre al si­ tio. Sus ojos en constante movimiento hurgaban alguna salida, al son de una música que existía solamente en su mente. Visiones escalofriantes, con escenarios de gran hermosura y complejidad lo acosaban constantemente. Daba órdenes a viva voz, mientras dirigía una orquesta inexistente de músicos invisibles y melodías ausentes. La sífilis contraída años atrás, cuando tantas mujeres derra­ maran sobre él el elixir del amor, estaba ahora en su apogeo. Había tenido más de una favorita… cualquiera de ellas pudo haberlo contagiado. Y ahora su cerebro era presa de la infec­ ción y el hombre estaba convertido en un franco demente, en un loco, como todos lo llamaban… Dentro de su mundo, las mujeres que lanzara al escena­ rio parecían volver a él. María Estuardo en su propia deses­ peración, o la hermosa Lucía que aparecía gritando su acto –

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de la locura como un ensayo trágico para la escena final que ahora tocaba vivir al compositor. Recordaba sus óperas y por momentos realidad y fantasía se unían sin saber dónde comen­ zaba una y terminaba la otra. Fue entonces cuando Gaetano Donizetti retomó la hoja con el pentagrama y del fondo de su creatividad extrajo delica­ damente nuevos cantos y también nuevas entonaciones. Movía los brazos sin parar, dirigiendo a músicos y cantantes que sólo existían en su ferviente imaginación. Él, cuya fecundidad era interminable, ahora sucumbía lentamente a los efectos de una infección maléfica. Su voz gritaba las incoherencias por encima de los barrotes de su celda, trascendiendo las fronteras del mani­ comio que lo escuchaba. Él, cuya escena más recordada era la locura misma de su personaje, moría contagiado por la misma… Ironías de un compositor de óperas…

Jacqueline

du

(1945-1987)

Pré

Nacida en 1945 en Oxford, Inglaterra, Jacqueline du Pré ha sido considerada como una gran concer­ tista de violonchelo, instrumento que su madre Iris le enseñó a tocar a los cuatro años de edad. Al poco tiempo fue a estudiar música a Londres; a los 10 años ganó un concurso musical, y a los 12 ofreció su primer concierto en la bbc de Londres. Poste­ riormente viajó por París para estudiar con Paul Tortelier; se trasladó también a Rusia, donde tuvo como maestro a Rostropovich, y finalmente fue a Suiza, en donde tomó clases de violonchelo con Pablo Casals. En 1965 interpretó el Concierto para chelo de Edward Elgar junto con la Orquesta Sinfónica de Londres, bajo la dirección de John Barbirolli, y para su interpretación utilizó un Stradivarius de 1712. En 1976, los méritos de su trabajo musical le valieron la condecoración de la Orden del Imperio Británico. Jacqueline du Pré murió en Londres en 1987 a los 42 años de edad.

Jacqueline

du

Pré

(1945-1987)

Todos la recordaban como la joven lozana, cuyos cabellos roji­ zos se desplazaban libremente al compás de la música que surgía de su hermoso violonchelo. Sonreía en un éxtasis desconocido para el ser común y corriente que es incapaz de asimilar las notas de los grandes maestros de la forma en que ella lo lograba. No tuvo infancia, tampoco adolescencia; y sin embargo, dejó de ser niña muy tarde. Su figura de mujer y su sexualidad se transmitían íntegras a un público que la idolatraba, al ver que era capaz de arrancarle notas de amor a su instrumento con una fuerza descomunal. Su adorado Elgar aún vibra en las grabaciones que dejara y su tono, su propio sonido, se distinguía fino y totalmente ajeno al de sus contemporáneos. Ese día su mirada era más triste que de costumbre. Por momentos había visto doble y su lengua parecía arrastrarse penosamente al tratar de expresar alguna idea. Sensaciones y extrañas descargas recorrían su cuerpo de la cabeza a los pies. Se debilitaba día con día y por momentos ni siquiera podía con­ trolar el flujo de sus propias necesidades. Pero lo peor que –

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podía sucederle ya estaba con ella. Había comenzado a perder la coordinación de sus prolongados y finos dedos; los sentía muer­ tos y entumidos, tal como se los había descrito a sus médicos. No podía apreciar más el vibrar de las cuerdas, y con ello, el chelo desafinaba y era colocado lejos de ella, en un rincón, como un recuerdo más junto a los trofeos y las fotos de sus admiradores. Sólo le quedaban las llamadas telefónicas de su esposo. Esclerosis múltiple, fue el nombre que los médicos final­ mente dieron a su enfermedad, sumiéndola en un mundo des­ conocido, lleno de dudas, dolor y desesperanza. Ya no podría ser acompañada al piano por Barenboim, tampoco estaría Perl­ man a su lado para tocar el violín. Ella simplemente pasaría los días escuchando sus propias grabaciones, para que un día, en la flor de la vida, a sus 42 años, su corazón dejara de latir, al tiempo que las cuerdas de su chelo hacían lo mismo, ambos unidos en una batalla desigual, en la que ella mostrara una entereza y madurez poco caracte­ rísticas de sus primeros años. Jaqueline du Pré moría en Londres, bajo la neblina de una ciudad fría, en el apogeo de su propia fama como intérprete. ¿Será posible que en el infinito desconocido el sentido de la vibración regrese a su alma y el Señor pueda deleitarse con su música en las esferas celestiales?

E d wa r d E l g a r (1857-1934)

Compositor británico nacido en 1857, Edward El­ gar se distinguió por sus oratorios, música de cámara, sinfonías y conciertos instrumentales. Hijo de un próspero comerciante de música, su padre era también pianista. Elgar comenzó su carrera musical dando clases de piano y violín, y fue nombrado maestro de mú­ sica real. A los 42 años de edad estrenó en Londres su primer trabajo orquestal, y ello lo situó como el compositor británico más prominente de su tiempo. Elgar es bien conocido por marchas como Pompa y circunstancia, la cual obtuvo un éxito fenomenal en Estados Unidos. Al final de su vida dejó inconclusa otra ópera, a la que había bautizado como La señora española. Edward Elgar murió en 1934.

E d wa r d E l g a r (1857-1934)

Llevaba mucho tiempo sintiéndose desplazado por el mismo público que alguna vez lo había idolatrado. Es cierto que esta­ ba envejeciendo, pero más que eso, se sentía abatido, cansado y con la inspiración en el olvido, como la misma juventud. Sentimientos nuevos que le costaba trabajo aceptar, y que sin embargo, resultaban irremediables. Sabía que el mundo no le pertenecía y sólo confiaba que su música perdurara en el futuro. No hacía mucho que la bbc le había propuesto que escribiera su tercera sinfonía. Pero ellos desconocían la triste verdad. Aquella que él había comenzado a comprender tiempo atrás, cuando por más esfuerzos que hacía las notas musicales no pasaban de ser un simple esbozo; algo casi infantil que no acertaba a ordenar para llevar a un final adecuado. No quería que su público se enterara. En un tiempo había sido considerado el digno represen­ tante musical de su pueblo, el que con notas de gran pompa llevara la música inglesa a lo largo del siglo xx, y más allá del mismo. Llegarían otros compositores, sí, pero ninguno gozaría –

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del cariño que su gente le manifestaba. Esto mismo resultaba un terrible enigma que él no tenía intenciones de descifrar. Y aquello que todos desconocían, incluyendo su propia persona, es que una enfermedad mortal lo acechaba de tiem­ po atrás para cortarle no sólo la inspiración, sino también el coraje de seguir adelante. El apetito se había esfumado y los paseos por la hermosa campiña inglesa eran solamente un re­ cuerdo en su mente, la cual por cierto, día tras día olvidaba más de lo que podía recordar. Pasaba largos días y noches enteras en vela, tratando de resolver los problemas armónicos de su sinfonía, la cual even­ tualmente quedaría inconclusa. Pero a diferencia de lo que ocurrió con la de Schubert, la suya no constaría siquiera de dos movimientos bien estructurados. Sentía que defraudaba a quienes en su momento habían puesto su fe en él. Se pre­ guntaba si tendría el tiempo y la capacidad suficientes para acometer la tarea impuesta, y para ambos interrogantes la res­ puesta irremediable parecía ser un rotundo no. Como buen conocedor de la capacidad humana, sabía que subir al acan­ tilado más elevado sólo obligaba a que la caída del sitio fuera más rápida y dolorosa. El cáncer lo consumía lentamente. El pueblo inglés, cuya paciencia era mundialmente respetada, esperaba que Sir Ed­ ward Elgar volviera a tomar la pluma mágica y escribiera notas equiparables a esas obras anteriores que habían sido juzgadas como absolutamente magníficas. En ellos no había dudas. El maestro recibía diariamente notas de aliento para no ceder en la lucha. 11 4 | J a i m e L av e n t m a n G.

Elgar fallecería antes de que su amada Inglaterra se viera involucrada en la Segunda Guerra Mundial. Ese dolor le fue evitado. Su país le brindaría los honores respectivos a su jerar­ quía musical. La tercera sinfonía quedó en proyecto, pero sus obras anteriores, de espíritu netamente británico, lo coloca­ ron en la lista de inmortales de su patria. Al final, Elgar ganó la última batalla, la de la inmortalidad de su música.

Manuel

de

Fa l l a

(1876-1946)

Nacido en Cádiz, al sur de España, en 1876, Manuel de Falla junto con Isaac Albéniz y Enrique Grana­ dos está entre los músicos más importantes de la primera mitad del siglo xx español. Proveniente de una familia de músicos por par­ te de madre, Falla aprendió a distinguir los acordes musicales a los nueve años, pero su vocación se de­ finió cuando asistió a un concierto de Edvard Grieg. Entonces los sonidos de la música lo transportaron definitivamente al que en adelante sería su mundo. Muy pronto, sus raíces andaluzas lo llevarían a sentir un profundo amor por el flamenco, y desde luego también por el cante jondo. Pero como a mu­ chos de sus compatriotas, la Guerra Civil lo obligó al exilio y optó por refugiarse en Argentina, pese a que el propio Franco le pidió que volviera a España. Su obra quedó inconclusa, así como también el regreso a su tierra, aun cuando sus restos sí volvie­ ron, para ser enterrados, previo permiso del papa Pío XII, en la cripta de la catedral de su ciudad natal.

Manuel

de

Fa l l a

(1876-1946)

Sabía que no terminaría de componer La Atlántida, mas no por ello cejaba en su empeño. Las palpitaciones le acometían con el mismo crescendo en que su música vibraba, y aceleraba el tablado de los bailaores… Lejos de la patria que lo había vis­ to nacer, vivía refugiado en la pampa del país amistoso, soñan­ do con tiempos mejores que por ahora simplemente formaban parte de sus recuerdos. Sus alumnos lo animaban a que siguiera adelante, sin po­ der comprender que cuando uno se aleja del terruño que le vio nacer la vida se empequeñece y el horizonte se viste de sombras. La vida es breve, se repetía a sí mismo al tiempo que ajustaba su sombrero y lo dejaba cabalgar libremente so­ bre su cabeza. Las danzas de la primera patria reverberaban en su inconsciente y así seguirían hasta el último momento de vida. Caminaba por las calles de su adoptada patria, su queri­ da Córdoba, pero la Córdoba argentina, aquella que se en­ contraba incrustada dentro de las nuevas tierras descubiertas por Colón. Una Córdoba alejada del Guadalquivir y del Ebro, –

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como la de España. Manuel era un hombre enamorado de la vida y de las mujeres. Pero sobre todo, dedicado a la danza. La vorágine en las pisadas de las bailarinas contrastaba con su corazón herido por la metralla que es la vejez, y por el inconsolable sentimiento de añoranza. Era un nostálgico y deseaba rescatar su juventud, como un moderno Fausto del si­ glo xx. Estaba dispuesto a vender su alma al Diablo si con ello pudiera regresar a los tiempos que precedieron a la terrible Guerra Civil que azotó su país. Y en medio de su intranquilidad, las arritmias habían rea­ parecido hasta hacerlo perder el sentido; lo golpeaban con la misma fuerza que lo hacía su tierra adoptiva. Quiero imaginar que en ese momento una hermosa mujer lo levantó del suelo, limpió sus ropas con esmero y con cuida­ do alisó su cabello. Su falda de grandes holanes se mecía libre al aire. Y él, al verse joven una vez más, sintió que sus piernas volvían a obedecerle y la sensación de opresión en su pecho desaparecía como por arte de magia… Manuel de Falla formaba parte del amor brujo, la esencia del baile sinfónico. El duende lo envolvía perseverantemente. Y la gente comentaba lo extraño que resultaba que precisa­ mente a él, una falla en su corazón lo hubiera matado. Esas son las indiscreciones de la vida.

J o h n Fi e l d (1782-1837)

Nacido en Dublín en 1782, John Field fue un com­ positor y pianista que se dio a conocer principal­ mente por ser el primer creador de nocturnos. Sus primeros estudios musicales se deben a su abuelo paterno, del mismo nombre, quien era un afamado violinista, y esa misma profesión la ejercía también su padre. Al paso del tiempo su familia se trasladó a Lon­ dres, donde recibió clases de piano y sus interpre­ taciones le valieron la crítica favorable de Joseph Haydn. Field escribió un total de siete conciertos, y el primero de ellos lo presentó cuando tenía tan sólo 17 años. Su primer conjunto de sonatas las compuso para Muzio Clementi, también compositor y cons­ tructor de pianos, y cuando este último se trasladó a Rusia, Field lo acompañó y consolidó su propia carrera como concertista en San Petersburgo. Pos­ teriormente se fue a vivir a Moscú, donde murió en 1837.

J o h n Fi e l d (1782-1837)

Uno se pregunta si habrá extrañado su nativa Irlanda. Si fue capaz de recordar sus radiantes momentos de infancia en Dublín. Excelso pianista desde los nueve años de edad, al paso del tiempo iría incrementando su fama. Incluso Chopin había asistido a uno de sus conciertos en París, más interesado por las composiciones musicales del irlandés que por su talento para interpretarlas al piano. Fue el primero en llamar a algu­ nas de sus obras nocturnos, modulación que el propio Chopin expandiría en el futuro. La fortuna sin embargo lo había llevado tras Clementi, su querido maestro. Juntos fueron a parar primero a San Petersbur­ go en la Rusia zarista, para finalmente establecerse en Moscú, adonde pasaría el resto de su vida. Hoy se paseaba majestuoso por las avenidas de la impo­ nente ciudad que rodea el Kremlin, soportando el intenso frío de uno más de los crudos inviernos de aquellas zonas, que en su día llegaran incluso a derrotar al otrora poderoso ejército de Napoleón. –

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Sus sonatas y sus siete conciertos para piano formaban ya parte de su acervo musical y ahora estaba absorto componien­ do las pequeñas joyas pianísticas que le darían la fama eterna. Música delicada sin lo portentoso de Liszt o el nacionalismo de Chopin; música inspirada en las noches de su amada Irlanda. Estaba preocupado. Había comenzado a perder peso en forma por demás alarmante y su apetito se había esfumado. Una impresionante pereza intestinal lo había invadido y no importaban los remedios que usara: no lograba vencerla. Al examinarlo, su médico había notado un “crecimiento” que no supo como calificar. Después vendrían los cólicos y los sangra­ dos, hasta postrarlo en cama con crueles dolores… Días antes, de pie, en alguno de los puentes que atravesa­ ban el río Moskva, sentía que el frío lo partía en dos y su frágil cuerpo se mecía al compás del viento que soplaba caprichosa­ mente. Intuía que muy pronto moriría. El cáncer rectal había crecido en tal forma, que le había ocasionado una obstrucción total y fatal… John Field miró en las gélidas aguas que en su mente re­ flejaban su querida Dublín, de calles estrechas, con casas de techo de dos aguas, amontonadas una encima de la otra. Re­ cordó en ese momento sus pequeñas piezas para el piano… Escuchaba la música en la oscuridad. En su soplo final de vida supo que su música había triunfado. John Field, el irlandés, moría en la congelada Rusia, alejado del calor de su patria. Sólo sus nocturnos se escaparon de la ignominia total…

George Gershwin (1898-1937)

Nacido en Brooklyn, Nueva York, George Gershwin, cuyo verdadero nombre era Jacob Gershovitz fue un célebre compositor de música clásica y popular. Gershwin fue el primer maestro que logró emitir una voz inequívocamente autóctona en su natal Esta­ dos Unidos, donde tradicionalmente y hasta el final de la Primera Guerra Mundial, la música había de­ pendido de las modas y tendencias de los europeos. Pero su genio musical fue más lejos, y Gershwin logró conquistar el éxito más allá de las fronteras de su patria, entre otras cosas, por la habilidad que tuvo al lograr sintetizar elementos provenientes de la tradición clásica con notas de jazz. George Gershwin murió en Beverly Hills, Cali­ fornia, en 1937.

George Gershwin (1898-1937)

Las llamadas no cesaban. El teléfono sonaba de día y de noche, y las mujeres declaraban su amor incondicional a este célebre virtuoso de solamente 39 años de edad. Tocaba el piano y componía obras sencillas. También se había aventurado con poemas sinfónicos e incluso había escri­ to una ópera de melodías modernas, con un toque jazzístico, integrando el folklore de su pueblo que constituía en sí mismo una mezcla de todas las culturas sobre la tierra. Pero sus jaquecas arreciaban. Le impedían concentrarse, y los analgésicos ya no le ayudaban ni siquiera un poco. No que­ ría asustar a su hermano Ira con sus padecimientos, y menos aún relatarle las constantes fallas de memoria que lo acosa­ ban. Era suficiente con que él mismo las notara. Eran producto —se decía a sí mismo tratando de convencerse— del exceso de trabajo. Pronto cederían. Ese día estaba preocupado, pues por la noche interpreta­ ría al piano, como solista, su propio Concierto en Fa. Esperaba recobrar la confianza en sí mismo mientras sus manos se des­ lizaran sobre el teclado. Los aplausos fueron generosos. Se sentó con seguridad, con la seguridad que lo caracterizaba, apoyado en su juven­ –

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tud y experiencia y con un guiño de ojo le dio a entender al director que estaba listo. Tocó sin problema los dos primeros movimientos, como remembranza de sus mejores triunfos pa­ sados. Al iniciar el tercer movimiento, su devenir se definió en el instante en que su mente no registró las notas que debía se­ guir, y en ese trastabilleo advertido por todos y por él mismo, agudizó la interrogante… —¿Qué me sucede? —se preguntó una y otra vez Gershwin, y con mucha dificultad logró finalizar el concierto. Los médicos tuvieron la última palabra. Hubo llamadas de aliento de sus admiradoras y de sus amigos. Y la noche que entró en estado de coma ya nadie fue capaz de despertarlo. Se multiplicaron las llamadas para que con sus maravillo­ sas manos el doctor Dandy lograra extirparle el tumor cere­ bral que le había sido diagnosticado. Pero Dandy estaba ausente y no fue posible traerlo a tiempo, a pesar de que el propio presidente de Estados Unidos mandó una flota de la Marina para regresarlo de un crucero. Entró al quirófano, y ya no salió con vida. El tumor maligno lo mató terminando también con su Rapsodia en azul… Mientras yacía en la sala de operaciones y la anestesia lo mantenía con vida, llegaron Porgy y Bess. Se sentaron a su lado queriendo donar cada uno su cerebro para que George volviera a componer su hermosa música. Pero Gershwin agra­ deciendo el magnífico gesto, les explicaba que aquello no era posible. —Yo les di la vida les decía —y no puedo quitárselas. Si bien Porgy y Bess arrojaron lo maligno al cesto del ol­ vido, sólo pudieron ofrecerle a George la vida eterna y dejar que su música le hablara a las generaciones que aquel día aún estaban por venir.

Louis Gottschalk (1829-1869)

Nacido en Nueva Orleans en 1829, Louis Gotts­ chalk llegó a una ciudad en la que entonces se hablaba en francés, con mayor predominio que el inglés. Su talento se manifestó desde muy temprana edad, por lo que a los 13 años sus padres lo enviaron a París a que estudiara; no obstante su dominio del francés, los prejuicios de los parisinos en torno a los estadounidenses no le permitieron siquiera partici­ par en una audición para ingresar al Conservatorio. Estudió entonces con maestros particulares, su talento afloró y en 1849 se consolido su gloria como pianista y compositor. Se distinguió especialmente por su maravillosa rapidez en el toque de las octavas, por sus agudos adornos y por sus repeticiones de notas extraordi­ nariamente rápidas. Gottschalk murió en Brasil en 1869, donde pasó los últimos años de su vida.

Louis Gottschalk (1829-1869)

Rondaba apenas los 40 años, y la gente comentaba que se veía tan viejo como Matusalén. La vorágine de su vida ahora se expandía y abarcaba el Pan de Azúcar y la bahía de Río, con sus mujeres criollas de exuberante belleza. Amaba la vida con intensidad, como si quisiera quemar etapas con la misma velocidad con la que se transporta la luz. Parecía que la existencia soñada iba siempre delante de él. Era ya considerado un pianista de renombre y se decía que sus manos se desplazaban por el teclado con la misma fuerza y vigor que las del propio Liszt. La mezcla de sangres que le dieron vida parecieron forjar su carácter explosivo y su espíritu indomable. De ascendencia judía sefardita, llevaba impreso en sus genes el amor por los pasodo­ bles de las tardes de toros de lidia y la sutil melodía del canto de las sinagogas. Era capaz de mezclar lo criollo con lo más rítmico del canto de la raza de color y los fundía atinadamente en una música que rebosaba de alegría y de pegajosas melodías. Pasaba de lo sutil en alguna de sus tarantellas, al naciona­ lismo casi enfermizo de su sinfonía La unión. Pero sus ritmos –

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eran tropicales, y su ópera de escenas campestres se desarro­ llaba en la hermosa Cuba, así como las melodías de origen portugués y brasileño, en donde su genio parecía dominar por completo a la melodía y la armonía. Viajero incansable, parecía llevar la música y sus ritmos en la alforja de su mente y de su ser. Sabía cómo exprimir su esencia en cada momento, sin descansar, en una actividad fe­ bril que podría postrar a otro en el cansancio mundano que a él al parecer jamás le afectaba. La noche de los trópicos moldeó su semblante y le dejó saber cómo había desperdiciado su propia vida en aras del placer y la lujuria. Mas esto parecía serle indiferente y consi­ deraba que lo vivido, vivido estaba, y ante esa verdad lo demás resultaba superfluo. Toda la música que alguna vez brotara del genio de este compositor de origen estadounidense pare­ cía fundirse en el instante en que recordaba sus andanzas y sus logros. Por primera vez en una vida de desenfreno Louis Gottschalk se sintió cansado y cerró los ojos ante su destino y su futuro. La música resonó con fuerza en la bahía de Río de Janeiro. Las mulatas bailaban con atrevimiento frente a sus ojos, con­ torneando sus figuras al ritmo de melodías compuestas por él. Supo que el devenir de su vida se enfrentaba a su persona. La Guerra Civil que asolaba a su país había finalizado y la escla­ vitud había sido abolida. La carta llegó a sus manos. En ella le informaban del co­ barde asesinato del presidente Abraham Lincoln. Y fue enton­ ces, cuando en un arrebato de patriotismo escribió la música 132 | J a i m e L av e n t m a n G.

que le colocó entre los hijos predilectos de su nación. Dejó para siempre en el olvido la vida de desgaste emocional que llevaba y se dispuso a componer todo aquello que lo volvería inmortal. Ahora yace enterrado en el suelo de su querida Nueva Orleans, la ciudad que mejor fundía la esencia latina y el des­ enfreno africano mezclándose en la hermosa combinación de sonidos que finalmente él lograría fusionar en su obra musical. Y así, como ocurrió a su querido presidente que cumplió con la tarea asignada, él también apaciguó sus errores, y en sus melodías se ganó el corazón del pueblo. Louis Gottschalk murió después del deterioro que trae con­ sigo una vida desenfrenada. Si Liszt se refugió en la religión, Gottschalk lo hizo en el patriotismo…Y ambos cumplieron.

Charles Gounod (1818-1893)

Uno de los más prolíficos compositores franceses y autor de óperas y música sacra, Charles Gounod, llegó al mundo en 1818. Su música influyó a Bizet y a Saint-Säens, en­ tre otros, y se le reconoce como autor del Himno al Vaticano. Quizá lo más importante de este célebre com­ positor es que, en su día, supo contrarrestar la ava­ salladora influencia wagneriana, presente en la mayor parte de sus contemporáneos, para mostrar nuevas tendencias musicales.

Charles Gounod (1818-1893)

Del infierno surgió imponente la figura. El gesto de malicia se reflejaba en la cara, mientras los ojos despedían luminosas estelas que parecían tener poder para fulminar lo que había a su paso con una mirada. Reía burlonamente sabiendo de ante­ mano que tenía la fuerza y determinación que al otro le faltaba. Se vanagloriaba puesto que él, Mefistófeles, era amo y se­ ñor de la insignificante figurilla humana bautizada como Fausto. En un futuro no demasiado lejano le pertenecería por completo. En cuerpo y alma. Por ahora, los deseos del hombre tenían que ser concedidos: juventud y el amor incondicional de hermosas mujeres… Todo. Y sin embargo, sabía que al final el hombre perdería y el alma de este pecador sería suya por el resto de la eternidad. Pero la voluntad del Creador se interpone. El celestial canto de los ángeles anuncia la redención al arrepentido Fausto, y al final, el engañado resulta ser el propio Diablo. La obra inmortal de Shakespeare, el amor entre Romeo y Julieta, dos adolescentes que lograron unirse en el abrazo de la muerte, fue su otra gran obra… Su pluma magistral lograría dar –

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vida a esos personajes encerrados en las páginas de las grandes obras… Ahora cantaban y expresaban con arte sus desventuras… Yacía en cama después de haber sufrido un ataque maldi­ to que lo lanzara de bruces a la total inconsciencia. Una he­ morragia cerebral y Charles Gounod, el cantor de las obras clásicas supo que iba a morir… Se preguntaba si un coro de ángeles se adelantaría al juicio eterno y su alma sería redimida, tal como le había ocurrido a Fausto. Al día siguiente, una multitud en París acompañó a Gounod en su viaje final. Si el hombre fuera un ser inmortal podría seguir componiendo obras magistrales durante toda una eternidad… La vida es corta y la creación de cada artista es efímera… El arte de la ópera se sublima para mostrar en la tragicomedia de una escena lo endeble que suele ser la vida misma…

Enrique Granados (1867-1916)

Nacido en Lérida, provincia de Cataluña, en 1867, Enrique Granados es considerado uno de los músi­ cos nacionales españoles. Muy joven ganó un primer premio de interpre­ tación con la Sonata en sol menor de Schumann, y en 1887 se mudó a París, en donde consolidó su amistad con Albéniz, Fauré, Debussy y algunos otros músicos. A su regreso a Barcelona en 1889, cuando con­ taba tan sólo con 22 años, comenzó a interpretar sus propias obras, lo que le valió ir cobrando una fama cada vez mayor. Más tarde, estrenó en Madrid su ópera María del Carmen, y la reina María Cristina lo distinguió con la Cruz de Carlos III. Fue en 1900 cuando Granados fundó en Barce­ lona la Sociedad de Conciertos Clásicos y la Acade­ mia Granados. Una pieza fundamental en su obra para piano es la suite Goyescas, inspirada en las pinturas de Francisco de Goya y Lucientes, que cinco años des­ pués de haberse estrenado fue adaptada y transfor­ mada en ópera. Ese mismo año se presentó en el Metropolitan de Nueva York. Viajó también a Washington y tuvo ocasión de ofrecer un recital en la Casa Blanca, an­ te el presidente Wilson. Granados murió en 1916 en el Canal de la Mancha.

Enrique Granados (1867-1916)

Sólo tenía 49 años. Había cierta magia en él que lo envolvía para que nadie lograra igualar su música para piano: piezas cortas perfectamente esbozadas y representativas de su pue­ blo y de su gente. No había compuesto demasiadas partituras, y sin embargo se hablaba de él como de un genio. Sus ideas eran ciertamen­ te revolucionarias dentro de la composición de principios del siglo xx. Contemporáneo de los neorrománticos, se alejaba de ellos al hundirse en un romanticismo y nacionalismo propios del momento que le tocó vivir. De pie, en la cubierta del barco, aquella tarde de 1916 sentía que el mar embravecido lo subyugaba. Soñaba quizá en transportar esa admiración a un pentagrama y expresarlo en nuevas y originales melodías. Mientras su mente divagaba su cuaderno se llenaba de aquellas notas. Sus obras, alabadas entre otros por Albéniz, eran de una tex­ tura muy española. Sus Goyescas, homenaje perpetuo a la figura del pintor español, bullían con melodías encantadoras. Sus dan­ zas formaban ya parte del repertorio de muchos pianistas más. –

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Aquella tarde, Enrique Granados soñaba con el espacio infinito que nos sitúa en el seno mismo del universo. El cielo contrastaba en su inmensidad con el océano de superficies tur­ bulentas y profundidades de increíble tranquilidad. Su mirada atenta logró divisar en un instante su futuro. A lo lejos, saliendo de las profundidades del mar, un ojo maligno apareció llevando consigo una estela de muerte. Tomó de la mano a su esposa y la apretó fuertemente contra su pecho co­ mo quien anticipa algo irremediable. El periscopio despareció bajo las aguas y un cometa comenzó a acercarse a babor a una velocidad endemoniada. No pudo siquiera gritar. El torpedo estalló bajo ambos en un segundo y con ello llevó a la pareja de enamorados al fondo mismo del mar, donde el silencio se­ pulcral los envolvió para siempre. Pero él, que aparentemente se logró salvar, al notar la au­ sencia de su querida Amparo se lanzó al mar en busca de ella, para morir juntos en un encuentro en la eternidad. Muertos por una más de las guerras inútiles que han aso­ lado a la humanidad.

E d wa r d G r i e g (1843-1907)

Pianista y compositor noruego nacido en 1843, Ed­ ward Grieg destacó principalmente por sus obras así como por su música complementaria, encargada por Henrik Ibsen para su drama Peer Gynt. Grieg creció en un ambiente musical. Su ma­ dre fue su primera profesora de piano, y conoció de cerca al legendario violinista noruego Ole Bull, amigo de la familia. Y fue precisamente Bull quien descubrió su ta­ lento y convenció a sus padres de que lo enviaran a estudiar al Conservatorio de Leipzig. Grieg ofreció su primer concierto en Bergen, su ciudad natal y en 1863 fue a Copenhague, Dina­ marca, donde permaneció tres años. Fue director musical de la Orquesta Filarmónica de Bergen de 1880 a 1882. Actualmente es considerado como un compo­ sitor nacionalista, inspirado en danzas y canciones populares noruegas. Edward Grieg murió en 1907.

E d wa r d G r i e g (1843-1907)

Nina cantaba sus canciones mientras él la acompañaba en el pia­ no. Eran una combinación perfecta de intérpretes, así como de marido y mujer. Había más que un amor que los unía: la música. Reposaba en su sillón favorito gozando del paisaje nórdico, allá en Trodhaugen, cerca de Bergen. Era famoso y querido, in­ cluso fuera de su país. El mismo Liszt al conocerlo lo felicitó por su reciente Sonata para piano y posteriormente le pidió una copia de la partitura de su Concierto en Fa para piano y orquesta. Se dice que el maestro húngaro tocó el concierto sin una sola falla cuando lo leyó por primera vez. Pero Liszt no lo ha­ bía hecho para presumir. La obra verdaderamente le había fascinado, de la misma manera en que había logrado hechizar a cada persona en el mundo, más aún sabiendo que su compo­ sitor provenía de un país prácticamente desconocido, situado cerca del círculo ártico, rodeado de fiordos y paisajes que lo dejan a uno sin aliento. Recordaba cómo de joven había padecido una pleuresía de la que realmente nunca se recuperó totalmente. Su salud minada desde aquellos tiempos parecía agravarse en momen­ tos específicos. Ahora, y a pesar de los pronósticos nefastos –

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de sus médicos, acababa de cumplir 64 años de edad. Sabía que no era un ejemplo vivo de salud, como se lo anunciaban sus frecuentes taquicardias y arritmias. Sufría de una severa angina de pecho que por momentos truncaba su respiración y le producía un agudo dolor que cada vez predestinaba más cercana su muerte. Este día en particular había sido malo, y los dolores eran cada vez más frecuentes. Deseaba no prestar­ les atención y dedicarse a vivir más relajado. Nina seguía cantando sus canciones y él soñaba con aquellas otras obras que le dieran fama. Su Holberg, pero sobre todo su música incidental a Peer Gynt, la obra de Ibsen. Interpretaba pie­ zas líricas, cuya sencillez lograba cautivar al mundo entero. Súbitamente, el dolor del pecho arreció y fue en aumento dificultando su respiración… No supo que había caído al suelo. Se levantó acompañado de seres que no conocía, y al voltear instintivamente se vio de nuevo en el suelo, y a lado, su Nina tratando de revivirlo. Fue entonces cuando el poeta musical de Noruega, el que la describiera en sus hermosas canciones, comprendió que ha­ bía muerto. Qué extraño le pareció este nuevo mundo al que se acababa de incorporar. Primero todo dolor había desapa­ recido, y sin embargo lo inundaba la tristeza. Una profunda tristeza, al darse cuenta de que no tuvo tiempo siquiera de despedirse de su amada… Y se preguntaba… ¿quién la acompañaría ahora al piano, cuando cantara las canciones? Grieg moría víctima de un infarto agudo del miocardio, una enfermedad lógica en un corazón enfermo. ¡Qué paradoja!… Su querida Noruega siempre pensó que lo mejor de Grieg era su corazón. Bueno… ese corazón al que el pueblo se refería sigue vivo… Fue sólo el músculo el que murió.

R o d o l f o H a l ff t e r (1900-1987)

Autodidacta musical, Rodolfo Halffter formó parte del círculo de intelectuales de Madrid de los años treinta del siglo xx, y fue asimismo miembro activo del círculo de compositores llamado Grupo de los Ocho. En este periodo de su vida compuso sus obras más importantes y trabajó como crítico musical en el diario madrileño La Voz, y como secretario de música del Ministerio de Propaganda del Gobierno Republicano. Por este último cargo, tras la Guerra Civil española tuvo que exiliarse en México y el Grupo de los Ocho desapareció. Ya en el país obtuvo una plaza como profesor en el Conservatorio Nacional de Música y fue direc­ tor de las Ediciones Mexicanas de Música. Halffter siguió componiendo, y el estilo de los Ocho perma­ neció en sus obras. Si bien pudo regresar a España en diversas oca­ siones, murió en México en 1987.

R o d o l f o H a l ff t e r (1900-1987)

No era justo que, de todos los males, le hubiera tocado el de no poderse expresar verbalmente. En aquellos días en que esta­ ba internado en el hospital y su salud había sido diagnosticada como muy delicada, con el lado derecho paralizado, sin lograr entender lo que le decían los demás ni poder expresar deseo alguno, la desesperación había logrado dibujarse en su sem­ blante, en su cara, y aun en su bondadosa expresión… No volvería a hablar ni a tocar el piano; tampoco podría expresar ningún deseo. Su mente se refugiaría para siempre en el mutismo que provoca un infarto cerebral acompañado de una severa afasia…Ya no podría dirigir más su novedosa música, fundida en el amor y el recuerdo de su gloriosa España, inmersa en un sistema republicano que al ser derrotado, lo había obligado a emprender el viaje del no retorno en busca de tierras más acogedoras y cálidas. México lo había recibido con los brazos abiertos y él corres­ pondió a ese amor, entregando su sabiduría musical y sus conocimientos a los jóvenes directores de orquesta, a los com­ positores e intérpretes que en su día habían sido sus alumnos. –

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De apellido famoso en la música como lo fuera la familia Bach, toda su vida la dedicó a su único amor: la melodía y las infinitas posibilidades que encierra para encontrar un sonido propio y original. Y lo había logrado, cuando aquel infame coágulo se estancó en su arteria vital, la de la vida, porque es la que encierra también la magia del habla, la que otorga a todo ser humano el poder de la palabra y la posibilidad de expresar la inteligencia. Y lo enclaustró para siempre, bajo un candado tan maligno que no pudo encontrar una tortura ma­ yor que la que estaba sufriendo. Los ojos, sin embargo, conservaban el brillo y la chispa vivaz y alerta. La mano izquierda se deslizaba sobre el teclado, como acariciándolo, y sin embargo era ya incapaz de extraer del piano sonido alguno que cumpliera con sus deseos. Así es como a Rodolfo Halffter un poco de mala suerte lo dejó mudo. A él, en quien la sangre española se fundía en la genialidad de una nueva música. A él, a quien el don de la palabra siempre lo acompañó para ayudar a sus alumnos. Un intruso vascular lo dejó mudo en la voz, mas no en el en­ tusiasmo. Su música, escrita en el pentagrama eterno de la historia, sigue expresando los sentimientos del compositor, y es que a Halffter, ningún coágulo lo habría de dejar mudo para siempre…

J o s e ph H ay d n (1732-1809)

Nacido en Viena, en 1732, Joseph Haydn es uno de los máximos exponentes del periodo clasicista. Padre de la sinfonía y padre del cuarteto de cuerdas, comenzó su carrera como integrante de los Niños Cantores de la Catedral de San Esteban, en Viena. Tras la Revolución Francesa, se trasladó a In­ glaterra en donde aumentó su fama como composi­ tor, y también sus ingresos económicos. Fue ahí donde compuso su célebre Sinfonía de Londres. Más tarde regresó a su tierra natal, y escribió el oratorio La creación. Joseph Haydn murió a los 77 años, mientras Viena era atacada por Napoleón.

J o s e ph H ay d n (1732-1809)

El fin estaba cada vez más cercano. Los pies terriblemente hinchados, con aquel escozor que en ocasiones se convertía en una verdadera pesadilla. Le dolían las articulaciones y sentía las rodillas frías y entumidas, sin fuerza alguna para sostener la fragilidad de su cuerpo. Sus dedos se habían deformado y con dificultad les orde­ naba que tocaran el hapsicordio, e interpretaran las notas del Himno nacional de su querida patria, obra además de su pro­ pia inspiración. Los ejércitos de Napoleón se acercaban a Viena y él presentía que su muerte también llegaría pronto. Ignoraba que el imponente general corso había dado la orden de que se respetara su hogar y su persona. “Un pequeño músico de la corte”, lo calificaban sus contem­ poráneos. Y sin embargo, dos de sus discípulos lo recordarían con eterna amistad el resto de sus vidas: Mozart y Beethoven. Y cuando el dolor arreciaba y Joseph no hallaba consuelo, evocaba sus viajes a las célebres aguas termales cercanas al Rhin, que parecían aliviar un poco sus males. Al paso del tiempo, sus abundantes obras sinfónicas lo ha­ rían merecedor del título de “Padre de la sinfonía”, a pesar –

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de que este género no fuera de su invención. Él simplemente perfeccionó la idea y la llevó hasta fronteras impensables por músico alguno de su generación. Melodías de fácil tonada y engañosa simplicidad. Toda su obra era la confirmación absoluta de la forma de la sonata; y sus múltiples cuartetos y conciertos para diversos instrumentos, así como algunas óperas que también compuso, representaban la cumbre de la música en el siglo xviii, lo que desaparecería junto con su muerte. La vista comenzó a fallarle. Muy pronto, también empezó a delirar. Escuchó a una orquesta que interpretaba sus compo­ siciones; frente a él, de pie, estaba un Mozart muy joven que le sonreía amablemente. Un hombre de aspecto tosco, más ma­ duro y con un extraño aparato al oído se esforzaba en escuchar la interpretación. No supo qué decir… ¿Acaso se trataba de un Beethoven, ya con problemas de sordera? Pero se guardaría de hacer comentario alguno, pues conocía muy bien el temperamento de su discípulo. Por un momento reconoció la obra. Era su Oratorio, y también logró oír algunos acordes de La creación… ¿Qué era todo aquello? Incluso llegó a ver ángeles que descendían de las alturas… Joseph Haydn, llamado también Papá Haydn, acababa de morir. Y yo me pregunto, ¿qué sucedió con él, el músico de la corte, después de morir?… Y una y otra vez me respondo a mí mismo que Haydn sola­ mente se alejó de la corte terrenal para incorporarse a la corte celestial de manera permanente…

A r t h u r H o n e gg e r (1892-1955)

Nacido en Havre, en 1892, Arthur Honneger perte­ neció al Grupo de los Seis, y sin embargo sus traba­ jos muestran una clara influencia romántica, lejos de reaccionar contra este movimiento artístico co­ mo lo hiciera el resto de quienes conformaron su grupo. A pesar de que Honneger nació en Francia, siem­ pre tuvo la nacionalidad suiza, por lo que se le consi­ dera como tal. Estudió armonía y violín en París, y fue un com­ positor prolífico durante los años de entreguerras. Escribió varias óperas y en 1927 musicalizó la pe­ lícula Napoleón de Abel Gance. Su obra más connotada es Pacific 231, que imi­ ta el sonido de una locomotora de vapor. Arthur Honneger murió en París, en 1955. En 2002 se inauguró en su ciudad natal el nue­ vo conservatorio, que lleva su nombre.

A r t h u r H o n e gg e r (1892-1955)

La vida dejó de sonreír a este hombre tempranamente, como anticipando un final ritual a su existencia. Las composiciones que lo llevaran a la fama permanecían activas dentro del re­ pertorio del siglo xx, al que él mismo pertenecía en cuerpo y alma. Música de vanguardia, de extraños sonidos como si hu­ biera arañado un instrumento medieval y lo arrastrara consi­ go hasta la actualidad. Aquella Juana de Arco en la hoguera se consumía lentamente, como su Francia ultrajada en plena época de oro. Era francés de nacimiento, y también lo era por haber adoptado su cultura. Pasó a ser parte inherente del en­ granaje musical del magnífico Grupo de los Seis. Llevaba ocho años viviendo una vida de franca desespera­ ción en la que el sólo hecho de respirar y abrir los ojos cada mañana suponía un enorme sacrificio. No había en él el más mínimo deseo de vivir, por lo que grandes periodos de su vida transcurrían en la angustia, y esa sensación lo llevaba una y otra vez a la ansiedad de no poder vencer la inercia de ese ne­ gativo sentimiento. Se esfumó el interés y con él la inspiración. –

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Y en medio de ese vacío, la vida se tornó una eterna pesadilla que no cedía ni de día ni de noche. Sus contemporáneos la bautizaron como depresión. Era —le decían— la enfermedad del siglo. Sin la ayuda de la mo­ derna farmacopea, se había resignado a sobrevivir en su mundo. El psicoanálisis con hipnosis, que de tanta ayuda fuera en su día para Rachmaninoff, resultó ser un fracaso para él. Su depresión involutiva estaba atravesada en su inconsciente sin que fuerza humana alguna fuera capaz de devolverlo a una salud mental adecuada. Huía de los temas que lo habían hecho tan famoso y se había refugiado en el misticismo de la religión, así como en la eterna búsqueda de la verdad en el Creador. Su sinfonía litúr­ gica y sus oratorios anticipaban ya mucho de su razonamiento, aun antes de la enfermedad que lo acosaba. Al paso del tiempo, Arthur Honegger sería vencido por su propia depresión. En el lamento y la lágrima incontrolable perdió la batalla de la vida misma. Y cuando el jinete apocalíptico llegó por él, Honegger lo debe haber recibido con los brazos abiertos y la buenaventura de saber que por fin se acercaría a Dios. La muerte finalmente curó al músico de la depresión cuando el hombre se vio incapaz de aliviarlo. El ilógico siglo xx de guerras, sin valores éticos o morales, y con sus grandes avances tecnológicos acabó con lo humano del artista. Su música, triste y de intensa meditación, es la herencia lógica que nos legó.

Charles Ives (1874-1954)

Compositor de música clásica nacido en 1874 en Nueva Inglaterra, Estados Unidos, pese a que ha­ bía alcanzado una cierta fama internacional, Char­ les Ives fue prácticamente ignorado dentro de su país. Hoy por hoy, aun cuando no ha sido del todo valorado, se le reconoce como un maestro que su­ po componer melodías con tonalidades netamente estadounidenses. Educado en la Universidad de Yale, sus com­ posiciones proyectan formas académicas del siglo xix y principios del xx. Su amplia colección de

canciones recoge la moda europea previa a los años de la Primera Guerra Mundial, con dos característi­ cas modernistas: bitonalidad y pantonalidad. Charles Ives murió en Estados Unidos en 1954.

Charles Ives (1874-1954)

Era ya un hombre cansado, cuando cercano a los 80 años se paseaba majestuoso por las concurridas avenidas de Nueva York. Le molestaban las aglomeraciones, así como la gente que paseaba por las calles, siempre indiferente ante la na­ turaleza. Él, que amaba el campo y había nacido en Nueva Inglaterra, con el estigma de su futuro ya predestinado. Su vida entera transcurriría alrededor de los estados de su amada Unión Americana, a la que había dignificado con su música compuesta hacía más de 50 años. Caminaba lentamente y recordaba las innumerables hojas de pentagramas escritas aquellos años por su mano firme. Y sin em­ bargo, esa misma mano ahora temblaba causándole un profundo malestar emocional. Seguía pensando cómo un mundo ávido de música, había tardado medio siglo en estrenar la mayoría de sus obras. Y ¡qué ironía más grande!, ahora lo llamaban… genio. Un individuo —decían— adelantado a su época, que ha­ bía incursionado en el mundo de la música tonal, atonal y polifónica por delante de muchos de sus más célebres con­ temporáneos. Nadie entendía cómo había ocurrido esto en un –

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hombre que vivía aislado del mundo musical, en un ermitaño proveniente de Nueva Inglaterra, pero sobre todo, en un hom­ bre que con su trabajo como vendedor de seguros de vida había almacenado a edad temprana una considerable fortuna. Sus Tres lugares en Nueva Inglaterra y su Pregunta sin contestación fueron piezas que, una vez valoradas por el público que tardó tanto en comprenderlo, lograrían llenar las salas de concierto. Sus cuatro sinfonías, sonatas y cuartetos, de una vi­ talidad y originalidad sin paralelo en el siglo xx, se escuchaban cada vez con mayor insistencia en un mundo musical que al parecer siempre iba rezagado con el resto de las artes. Sus piernas se desplazaban lentamente y sentía que cami­ naba sobre algodones, sin pisar con firmeza el suelo. Pequeñas hormigas parecían haber construido su hogar dentro de sus pies sin dejarle un minuto de descanso. La vista y los riñones también se habían deteriorado, y su corazón, afectado por la arterioscle­ rosis, hacía tiempo que había comenzado a fallar. Y a todo ese conjunto orquestal de síntomas que formaban una temible obra sinfónica, lo habían bautizado como Diabetes Mellitus. Resulta­ ba así que la dulzura que los críticos, que decían faltaba en su música, la llevaba de sobra en la sangre y en el cuerpo. Pasaba de casualidad frente a Carnegie Hall, y cansado como estaba, pidió permiso para descansar un momento en las afueras de la sala de concierto, mientras su fino oído se percató de que alguna orquesta estaba en ese momento inter­ pretando su segunda sinfonía. La había compuesto en 1902 y sin embargo sólo había sido estrenada casi 50 años después. Y ahora la volvía a escuchar. ¡Vaya! 162 | J a i m e L av e n t m a n G.

Llegó el final del último movimiento con su arenga pa­ triótica, y al terminar, un público al que no podía ver aplaudió en forma tan estruendosa, que Charles Ives con humildad se levantó y abandonó aquella sala a la que no volvió jamás. Esa misma tarde, sentado en su sillón favorito en su casa, soñó durante horas enteras con su amado Connecticut, con sus ríos y su nieve. Con sus árboles de hojas multicolores, que aparecían formando extraordinarias figuras en el otoño mági­ co de su memoria. Supo que la muerte estaba próxima, y en un último gesto escribió su último deseo: que sus manuscritos musicales, la mayoría anteriores a la Primera Guerra Mundial, fueran a dar a la Biblioteca de la Universidad de Yale, para que pudieran ser revisados por todo aquel que estuviera inte­ resado en su grandiosa obra musical. Charles Ives nació en el siglo xix, y a diferencia de sus contemporáneos, escribió música que se adelantó tanto a su época, que aun ahora, a más de 40 años de su muerte, no es del todo aceptada. A él, a diferencia de Mahler, aún no le ha llegado el momento en que sus composiciones sean reconoci­ das mundialmente. Con modestia, como siempre se mostró, Ives sigue espe­ rando, con la certeza de que a la larga habrá de triunfar.

Leos Janácek (1854-1928)

De origen checo, Leos Janácek estudió música en el Conservatorio de Berlín; al regresar a su país se desempeñó como organista en Brno, y posterior­ mente fue profesor en el Conservatorio de Praga. La producción más importante de Janácek es tar­ día: encontró su estilo personal a los 50 años, con la ópera Jenufa (1904), y a partir de ese momento compuso obras en diversos géneros. También tie­ ne recopilaciones de canciones populares eslavas, y música para coros. En la actualidad, Janácek es considerado como uno de los grandes renovadores de la ópera del siglo xx. Muchos consideran que es el compositor checo más importante de principios de ese mismo siglo.

Leos Janácek (1854-1928)

Acababa de revisar cuidadosamente la partitura de su última ópera y si bien ésta era mucho más breve que otras, la consi­ deraba fiel ejemplo de su innovación musical en la orquesta y el canto. Su amada Praga, con sus casas de hermosos techos color la­ drillo y sus calles, todas ellas serpenteadas y estrechas, eran tan familiares como hacía 75 años, cuando había llegado al mundo. Era un hombre feliz y pleno, que en la búsqueda de un idioma personal en la música, había dado a Checoslovaquia un gran maestro para el siglo xx. No eran los tonos de Dvorak o de Smetana. En Janácek todo resultaba diferente. Una or­ questación poderosa y de toque personalista, siempre recono­ cible en cada una de sus obras. Rememoraba los tiempos del 1 de octubre de 1905 des­ critos en las trágicas notas de su inmortal Sonata para piano. Su misa Glagolítica era ya estandarte del folklore de su pue­ blo, y aquel breve poema alusivo a Taras Bulba se escuchaba constantemente en las más importantes salas de concierto del mundo. –

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Esa mañana la fiebre aumentó. Tenía una molestia en el costado que se extendía cada vez que respiraba, dificultando por momentos incluso su hablar. Tosía y su malestar era aún mayor. Estaba agotado, como un minero que regresa de las profundidades de la mina. Finalmente sus tormentos lo postraron en cama. No podía siquiera voltearse de un lado al otro. Tenía dolores en varias articulaciones que además estaban inflamadas. Sudaba copio­ samente y sus pequeños ojos permanecían enrojecidos e irri­ tados. La boca seca, el apetito ausente. La neumonía lo hizo que delirara. En su amada Bohemia veía desfilar a los personajes de sus óperas. Quería que le inyectaran la vida que él mismo les había dado. Iluso aquel que tiene que reconocer que él dio la inmortalidad con su propia mortalidad. Leos Janácek entró en el letargo final que es el camino de la muerte, vencido por una neumonía en una época en que los antibióticos aún no existían. Checoslovaquia perdía al tenor de sus cánticos y al maestro de las orquestas. Por suerte, la música queda aún viva, en ausencia de quien le diera tal figura y forma.

Scott Joplin (1868-1917)

Nacido en el estado de Texas, Estados Unidos, en 1868, el compositor y pianista Scott Joplin es con­ siderado como el maestro del ragtime clásico, un género musical típicamente estadounidense, en cu­ yas raíces aparecen elementos de marcha, así como ciertas raíces africanas y toques jazzísticos. Joplin saltó a la fama definitiva después de que en 1899 publicara su pieza Maple Leaf Rag, con lo que dio forma al ragtime clásico. Sin embargo, nun­ ca grabó audios, por lo que su legado son las parti­ turas que escribió y publicó. En 1916, víctima de la sífilis ingresó al hospi­ tal estatal de Manhattan, en donde murió al año siguiente.

Scott Joplin (1868-1917)

Poco tiempo atrás había muerto Mahler. Corría el fatídico año de 1911 y en un desliz impropio para su edad, este hombre se contagió de un mal cuyo nombre en esos años era preferible callar. Primero notó las pústulas en su miembro, pero repen­ tinamente las vio desaparecer sin prestarles mayor atención. Han pasado seis años desde entonces. El mundo entero es­ tá viviendo en plena Primera Guerra Mundial, y la música mili­ tar ha sustituido en el gusto americano al rag, cuyo ritmo veloz y contagioso ha preferido mantener en el olvido. Y es que, si bien la guerra trajo consigo la desesperanza, los nuevos ritmos dejaban sentir cierta exaltación de los valores nacionales. Su única ópera, Treemonisha, fue estrenada con poco éxito a pesar del que él imaginó que tendría y mucho. Era como si los cañones de agosto hubieran reventado a toda Europa, y más aún, como si hubieran acabado con toda la civilización. Se paseaba por los barrios donde la gente de su mismo co­ lor podía vivir. Al andar les cantaba sus canciones y los hacía bailar con sus ritmos. Ahí se encontraba siempre en familia.



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Pero, día con día notaba cómo las cosas del presente se iban borrando y posteriormente, las de un pasado remoto también comenzaron a desaparecer en la neblina temible que todo lo oculta. Era verdad. Estaba perdiendo la memoria y ver a sus amigos alejarse de él le provocaba un gran malestar. Lo co­ menzaron a calificar de loco, de demente… —¿Cómo era posible —pensaba —que dijeran semejan­ tes cosas?… Padecía severos dolores de cabeza y por momentos, unas terribles descargas de un inclemente sufrimiento en la laringe y el estómago lo lastimaban. Comenzó a tener convulsiones y no pudo volver a caminar… —Es sífilis y es demencia —le auguraron médicos y amigos. Ya no podría volver a componer piezas de rag. No habría óperas, ni parodias semejantes a una opereta. No habría más can­ ciones y menos aún, mujeres. A la edad de 48 años, Scott J­ oplin era un viejo sifilítico. La muerte le acechaba y en su demencia luética las alucinaciones confundieron aún más ­­su mente. Así, sin más, una satisfacción instantánea le produjo una infamia de seis años de persistencia. En esa época, tiempos de guerra, Joplin sucumbió sin presentar resistencia. Pero la suya era una batalla perdida de antemano…

D i n u L ipat t i (1917-1950)

Considerado como uno de los pianistas más exqui­ sitos del siglo xx, Dinu Lipatti nació en Bucarest, en 1917, en el seno de una familia con clara herencia musical: su padre era violinista y su madre pianista. Varios premios galardonaron su corta trayectoria musical pues murió muy joven, víctima de una cruel enfermedad. Sin embargo, participó en el Concurso Internacional de Piano de Viena en 1934, y después de ello viajó a París, en donde fue alumno de Nadia Boulanger. Ya de regreso a su país, con los aconteci­ mientos de la Segunda Guerra Mundial y el avance de los nazis en Europa, Lipatti tuvo que marchar a Ginebra, donde comenzó a impartir clases de piano. Tres meses antes de morir en 1950, ofreció su último recital en Besanzón. Sus restos descansan en el cementerio de Chêne-Bourg, de Ginebra.

Josep Carreras (1946-)

Nacido en Barcelona en 1946, Josep Carreras —en castellano José— cantó a los ocho años para la ra­ dio española La donna é mobile, y tres años más tar­ de interpretó el papel del narrador en El retablo del Maese Pedro, la ópera compuesta por su compatrio­ ta Manuel de Falla. Ya en 1970 debutó en Barcelo­ na como Ismael en Nabuco. Fue entonces cuando Montserrat Caballé, la diva del bel canto lo invitó a acompañarla en Lucrecia Borgia, lo que representó para él su primer éxito formal. En la cumbre de su carrera le fue diagnosticada una severa leucemia, pero tras someterse a duros tratamientos y a un trasplante de médula, logró so­ brevivir. A partir de entonces su lucha contra la en­ fermedad lo ha llevado, entre otras cosas, a crear la Fundación Josep Carreras contra la leucemia, que ayuda a la investigación y la cura de la enfermedad en pacientes en diversas partes del mundo. En 1991 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. En 2008 celebró sus 50 años como artista.

Itzhak Perlman (1945-)

Nacido en Tel Aviv, Palestina, en 1945, Itzhak Perl­ man ha sido considerado como uno de los mejores violinistas de la segunda mitad del siglo xx. A los cuatro años de edad fue víctima de la po­ liomielitis, y de ahí su necesidad de usar muletas para caminar. Perlman suele tocar el violín sentado. Sus estudios musicales los realizó en la Academia de Música de Tel Aviv, y en 1958 se trasladó a Esta­ dos Unidos. Ese mismo año se presentó por pri­ mera vez en el programa televisivo de Ed Sullivan, un célebre conductor que mantuvo vivo el interés de la audiencia estadounidense de 1948 a 1971. En 1963, Perlman debutó como solista en el Carnegie Hall, y un año más tarde ganó la Leventritt Competition, a raíz de lo cual su brillante carrera comenzó a destellar.

L e o n Fl e i s h e r (1928-)

Nacido en San Francisco, en 1928, Leon Fleisher mostró sus dotes musicales desde que era un niño, y en 1952 recibió en Bélgica el Premio Reina Eliza­ beth, que lo lanzó definitivamente a la fama. Pero su brillante carrera quedó interrumpida por una parálisis de la mano derecha. Con todo, Fleisher desafió a la adversidad y triunfó como in­ térprete excepcional en conciertos para la mano iz­ quierda, como el de Ravel y el de Prokófiev, además de que ha destacado como director de orquesta. Hombre tenaz, Fleisher luchó contra su mal, y poco a poco ha logrado ejercitar de nuevo la mano enferma para retornar a la vida gloriosa.

D i n u L ipat t i

Josep Carreras

(1917-1950)

(1946-)

Itzhak Perlman

L e o n Fl e i s h e r

(1945-)

(1928-)

Uno de ellos discutía con otro. El primero estaba vivo. El segundo no. El del canto maravilloso con la textura de tenor vivía. El de las manos delicadas y el atinado toque pianístico había muerto tiempo atrás. Y sin embargo, entre ellos habla­ ban de sus enfermedades y de cómo el destino había reserva­ do a cada uno una sorpresa. Ambos tuvieron fiebre, dolores e hinchazón en las articulaciones, sangrados en las encías y cardenales que de pronto aparecían caprichosamente en cual­ quier parte del cuerpo. El que no vivía recordaba bien a Nadia Boulanger, su excel­ sa maestra; también a Enesco, el compatriota que le tendiera la mano cuando tanto lo necesitó en aquel momento clave de su carrera. Se había convertido en la figura pianística del momento y además solía interpretar composiciones que auguraban origi­ nalidad en un futuro cercano. Al paso del tiempo, sus ejecucio­ nes de Chopin se volvieron legendarias. Era un intérprete de los clásicos y de los modernos. Pero su tiempo se vio acortado sin poder desenvolverse a plenitud y mostrar al mundo su verdade­ ra capacidad. La leucemia lo mató en la flor de la vida. –

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El que vivía, recordaba sus tiempos de juventud en una España dominada por la figura de Franco. Su voz privilegia­ da no era comparable a otras, y en especial su manera de interpretar las zarzuelas y algunas óperas francesas se consi­ deraba inigualable. Un buen día comenzó a grabar La judía, la obra maestra de Halevy, cuando la leucemia cortó su carrera y por poco termina con su vida. Manos amigas aparecieron por doquier, se apoderaron de su cuerpo enfermo, lo inter­ naron y le quemaron la médula ósea para tiempo después trasplantarle una nueva, que le dio también una nueva vida… ¿Y la voz?, se preguntaba un mundo atónito… Años después, ya recuperado, terminó de grabar la ópera. Su voz entonces se hizo más profunda, pero su timbre logró conservar la be­ lleza de antaño. Frente a ellos estaba sentado otro hombre, cuyas muletas descansaban sobre la alfombra. Éste a su vez discutía ávida­ mente con otro personaje, cuya mano derecha parecía mover­ se menos que la izquierda. El de los aparatos ortopédicos se lamentaba que la vacuna contra la poliomielitis hubiera llegado tan tarde para él, pero también aceptaba que la falta de movimiento de sus piernas se había visto recompensada por la introspección de su mente y la perfección de sus brazos, aprendiendo como pocos a tocar el violín. Quería ser como Heifetz a quien admiraba e ido­ latraba reconociendo en el sonido del maestro el éxtasis del tono en un violín. Y sin embargo le obsesionaba el recuerdo de aquellas terribles fiebres y el inexorable dolor en las piernas, seguido 182 | J a i m e L av e n t m a n G.

de la oscuridad total, cuando una mañana despertó y supo que estaban muertas: jamás volvería a caminar. ¿Resignarse y no luchar? Decidió que ese era el camino de la derrota y no le gustaba. Tomó el frágil instrumento entre sus manos fuertes y con delicadeza, poco a poco extrajo de él las más bellas melo­ días y tonos, como si el que tocara fuera un ángel. El que movía un poco su mano derecha escuchaba a su in­ terlocutor y pensaba en lo difícil que debió haber sido para el otro luchar contra los efectos de la poliomielitis. Él en cambio, había llegado a la gloria y se había convertido de la noche a la mañana en el pianista más aclamado en la tierra, aplaudido en las mejores salas de concierto, mimado por los grandes di­ rectores de orquesta… Una mañana sin embargo, al despertar notó que no sentía la mano derecha. Entonces comenzó un largo peregrinar por las salas de espera de afamados médicos, y cuando finalmente los especialistas lograron descubrir que su mal obedecía a una distonía que afectaba a su muñeca de­ recha, el pianista había perdido para siempre la sensibilidad y parte de la fuerza de esa mano… entonces quiso morir. A pesar de todo, comenzó una nueva faceta en su vida. Dirigió conciertos y un buen día regresó a la sala de grabaciones para dejar en disco las mejores interpretaciones de las piezas y con­ ciertos escritos para la mano izquierda, aquella que tenía más cerca del corazón… Los cuatro músicos se sentaron en esa velada única y espe­ cial, tejida en medio de un sueño de una noche de verano. Y Dinu Lipatti se alegraba de que Josep Carreras siguiera vivo, aunque él ya estaba muerto. Y León Fleisher con su mano Músicos

y sus padecimientos

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izquierda le mostraba a Itzhak Perlman que a pesar de la fata­ lidad, aún era un buen músico e intérprete. El humo se disipó y una penumbra se dejó venir convir­ tiendo la escena en un espectro que nunca ocurrió. Los cuatro, cada uno en su tan particular mundo, sabían que aquella re­ unión había ocurrido en realidad, y que en la música siempre han compartido sus vidas, así como sus sueños y esperanzas…

Fr a n z L i s z t (1811-1886)

Pianista y compositor húngaro, Franz Liszt nació en 1811. Creador del poema sinfónico, forma típica del Romanticismo y de la moderna técnica de inter­ pretación pianística, Liszt comenzó su formación musical a los seis años de edad. Inventor del recital de piano tal como ahora lo conocemos, desarrolló también su virtuosismo co­ mo director de orquesta. Franz Liszt murió en Bayreuth durante el festi­ val anual de Wagner, quien había muerto tres años atrás.

Fr a n z L i s z t (1811-1886)

Todo París se rendía ante él. Era el indiscutible rey sin ningu­ na sombra que opacara su fama y virtuosismo. Sus manos se deslizaban sobre el instrumento, acallando al público expec­ tante al tiempo que hermosas melodías brotaban libremente de su inspiración. Amado por las mujeres, por reyes y emperadores, fue tam­ bién amigo de Paganini, Berlioz y Chopin. Inventor del poema sinfónico; maestro en el teclado pianístico y a su vez, un naciona­ lista como pocos, a pesar de vivir alejado del suelo natal, Franz Liszt le abrió las puertas a Wagner, y éste le contestó robándose a su hija Cósima para siempre, cuando la arrebató del hogar fami­ liar para convertirla en su amante y tiempo después en su esposa. Por su parte, Liszt entabló una lucha interna entre la lu­ juria y su propia redención. Buscaba a ambas como el poeta que encuentra las palabras que componen un hermoso soneto. Se debatía entre el pecado abominable e imploraba después el perdón de la Iglesia. Solía vestir las ropas más extravagantes, que al final de su vida sustituyó por la humilde túnica de los monjes franciscanos. –

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Pero hoy ha retornado a Bayreuth a escuchar nuevamente la música de Wagner. Su hija Cósima cuida de él, pues su salud se ha ido deteriorando. Los años le pesan y la fiebre aparece cada vez con mayor frecuencia. Ayer era un simple resfriado y hoy le cuesta trabajo respirar. Tiene un agudo dolor en la espalda que aumenta o disminuye con cada inspiración de aire. Tose y produce flemas de colores desagradables… en una pa­ labra, siente que la vida se le escapa de entre las manos. Manda llamar a su hija. La quiere al lado de su lecho, pero ella está ocupada con los preparativos del concierto; olvida al pa­ dre y deja que se hunda en el delirio, el mismo que finalmente junto a sus rapsodias y conciertos, lo lleva al mundo de la muerte. El hábito le pesa y la cabellera, en otro tiempo negra y abundante, ahora es escasa, de una blancura pareja que cae al­ borotada sobre su frente y se confunde con las gotas de sudor que perlan su tez cianótica. Franz Liszt sueña con su Hungría de paisajes que quitan el aliento, de compositores de música diabólica. Frente a él se desplaza el teclado de su piano, como si le sonriera abier­ tamente. Sin embargo, los amigos ya no están a su lado y sólo queda el recuerdo de haber sido el más grande virtuoso del siglo, fama que ahora resulta superflua e innecesaria. Lo que más desea es oxígeno. No sabe si es la neumonía la que lo ahoga, o son los pecados de toda una vida que lo aprisionan. De gran intérprete en el piano ha pasado a ser monje de la Iglesia. Busca el perdón sabiendo que le será concedido. De­ sea expiar aún en vida lo que el Eterno habrá de condonarle. Muere en la eterna búsqueda de su Dios y sabe que lo ha logrado. La neumonía sólo fue el camino final de su epopeya.

J e a n B a p t i s t e L u l ly (1632-1687)

Nacido en Florencia en 1632, Jean Baptiste Lully, cuyo verdadero nombre era Giovanni Battista Lully, viajó a Francia cuando acababa de cumplir los 11 años, y con 20 de edad entró al servicio del rey Luis XIV para ejercer como violinista y como bailarín de ballet. Pronto se abocó a dirigir las orquestas reales y en 1662 fue nombrado director musical de la fami­ lia real. A Lully se deben diversas mejoras que impuso en la ópera francesa, así como en los ballets, en los cuales introdujo danzas más rápidas que las que so­ lían interpretarse. En lo que respecta a su estilo, hay que decir que supo asimilarse a la perfección al gusto de los franceses, a tal grado que llegó a influir en toda la vida musical de la época del llamado Rey Sol. Pero su estilo musical no se quedó solamente entre los franceses, sino que se impuso en práctica­ mente toda Europa. Lully murió en París en 1687.

J e a n B a p t i s t e L u l ly (1632-1687)

Añoraba como siempre las sinuosas calles de su natal Floren­ cia. Entre sus recuerdos flotaba fiel el aroma de sus encinos, al tiempo que podía vislumbrar los hermosos edificios que ador­ naban la ciudad. Corría el año de 1687, y Jean Baptiste —o Giovanni Battista, como le llamaban sus congéneres— se paseaba majestuosamente por las amplias avenidas parisinas y su corazón se regocijaba al saberse el músico favorito de la corte de Luis XIV. Su música se desplazaba por todos los rincones del Louvre, al tiempo que la fama como violinista se igualaba solamente a la de director de orquesta. El propio rey bailaba con destre­ za y buen gusto la música de los ballets reales. Por esos días preparaba la ejecución de un Te Deum en honor del monarca. Sus pasos, sin acelerarlos, lo conducían con firmeza al palacio. Recordaba con cariño las óperas que tanta fama le habían dado, cada una con su overtura, una parte hasta entonces des­ conocida en el género. Su alegría sin embargo no era completa. El pie derecho le dolía demasiado. Era el mismo que se había golpeado durante un ensayo del Te Deum con el bastón que le –

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servía de batuta. No había prestado demasiada atención al inci­ dente, pero poco a poco la pequeña herida fue mostrando una severa inflamación, la que para su asombro y sorpresa se com­ plicó con un enrojecimiento y entumecimiento del empeine. Y ese día en particular, dedujo que por debajo de todo aquello había pus. Su médico le había prescrito remedios lo­ cales que sin embargo no aliviaban su malestar. La lesión de pronto se había tornado en un color negruzco, y grandes tro­ zos de la piel iban desapareciendo. Asomaba el hueso por debajo, y un persistente hilo rojizo se extendía por toda la pierna hasta llegar a la ingle. El dolor era demasiado intenso y el hedor que despedía, francamente insoportable. ¿Qué hacer? La fiebre, que hasta entonces había estado ausente, lo envolvió aquel día en su túnica de frío y su­ doración, hasta que logró postrarlo en cama y quitarle la vida. Jean Baptiste Lully, el maestro del Rey Sol, moría de gan­ grena a la edad de 54 años, víctima del golpe que el mismo se propinara en el pie. Pobre Lully. Seguramente algunos habrán dicho: “Ha muerto de gajes del oficio”. Pero… ¿si le hubieran amputado la pierna a tiempo? …¡No sé!, eso, ya es parte de la historia.

E d wa r d M a c D o w e l l (1860-1908)

Nacido en Nueva York, en 1860, Edward Mac­ Dowell, uno de los fundadores de la Academia Norteamericana de Artes y Letras, fue también el músico estadounidense más representativo del si­ glo xix. Compositor y pianista realizó sus estudios mu­ sicales en París, donde fue compañero de Debussy. De regreso a su país impartió clases en la Uni­ versidad de Columbia. Influido por el Romanticismo, MacDowell com­ puso diversos poemas sinfónicos, así como música de cámara y fue autor de una importante producción pianística. Edward A. MacDowell murió en 1908.

E d wa r d M a c D o w e l l (1860-1908)

Cuatro años habían transcurrido en los cuales, debido a las dificultades insalvables entre la universidad y él, finalmente presentó su renuncia con carácter de irrevocable, lo que irre­ mediablemente ponía fin a las nuevas ideas y a los sensaciona­ les planes que se había trazado. Bordeaba el río Hudson, al tiempo que su mente divagaba y se perdía entre los nombres de los condados de su amada ciudad. Olvidaba todo. El mundo anterior, lleno de alegría y vitalidad, se hundía de repente en un colapso total, en una despiadada lucha por sobrevivir. La Suite India aún reverberaba fresca y lozana en su mente. Pero la Sonata Heroica, su favorita, ahora se sentía lejana; por más esfuerzos que hacía no lograba recordar su argumento, menos aún su forma. Como niño prodigio que era, al crecer se convirtió en un compositor de cierto renombre. Y si bien no se hablaba de él en términos meramente halagadores, algunas de sus obras lo harían patente en futuras generaciones. Su música sin embargo le dio un lugar de honor a su patria, entre otros países del orbe. –

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De la noche a la mañana su segundo concierto para piano lo convirtió en héroe. Se hablaba de él y de su música con verdadera aceptación de ambos. Los virtuosos de la época lo incorporaron a su repertorio habitual. Pero los años pasaron y la derrota sufrida ante la institu­ ción universitaria encaneció prematuramente al compositor. Su esposa se preocupaba al notar día a día cambios alarmantes en su comportamiento. Olvidaba los nombres de las cosas y no sabía ya cómo ves­ tirse; tampoco lograba recordar cómo abotonar su camisa. Sin saber bien a bien cómo, Edward se había vuelto anti­ social y no guardaba regla alguna de comportamiento frente a la gente. Dejó de tocar el piano y se contentaba con sólo verlo. Reía de todo. Se revolcaba en el suelo y comía llevando los alimentos a su boca con las manos… Su actitud semejaba a la de un niño. Incluso llegó a hablar como tal y poco a poco, en medio de la oscuridad en la que cada día se adentraba más, regresó a su infancia y se encontró a sí mismo en una situación que no dejaba ya lugar a dudas: se trataba de una enfermedad seria e incurable. Las aguas tranquilas del Hudson le atraían. Miraba hacia la otra orilla perteneciente a Nueva Jersey y añoraba poder volver a pisar su territorio. Edward MacDowell pasó de ser un niño prodigio a un in­ fantilismo enfermizo y atroz, sin ningún tipo de madurez. Su mente pareció buscar refugio en el vientre materno y regresó a su niñez en todas sus actitudes.

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¿Qué fue lo que realmente sucedió? ¿Era acaso aquella una expresión de demencia?… O quizá simplemente se trataba de un retroceso emocio­ nal. Imagino que volvió a ser feliz… Los niños por regla general, lo son, ¿pero acaso él lo fue también?

G u s tav M a h l e r (1860-1911)

Nacido en 1860 en Bohemia, Gustav Mahler presa­ gió en su obra prácticamente todas las contradiccio­ nes que definirían el posterior desarrollo del arte musical del siglo xx. Su modernidad fue poco comprendida por el público, y su música sólo empezó a ser revalorada después de la Segunda Guerra Mundial. Al principio de su carrera se vio obligado a trabajar como director en teatros de ópera poco importantes. Poco después, renunció a la religión judía para obtener el puesto de director de la Ópera de la Corte de Viena, y años más tarde marchó a Estados Unidos. Tras su estancia en aquel país regresó a Viena en 1911, en donde al poco tiempo falleció.

G u s tav M a h l e r (1860-1911)

El enorme trasatlántico se desplazaba al ritmo del oleaje, en apariencia bastante tranquilo, mientras nubes de formas ca­ prichosas se dibujaban en el firmamento. Todo lo observaba con detenimiento. Él que era el más grande de los amantes de la naturaleza, lograba extraer del paisaje destellos armónicos que se fundían en su música engalanando al Creador. Todo en él se movía a pasos vertiginosos que se fundían en melodías, al parecer siempre interrumpidas por algún instrumento travieso, como tratando de dar coherencia a su incontrolable neurosis. Iba a su cita con la muerte y lo sabía. Su amada orquesta y el mundo de la ópera de Nueva York eran un recuerdo cada vez más lejano en su memoria, así como la eterna hostilidad hacia su persona por parte del público estadounidense. Y no obstante, regresaba a una Europa encendida por las disputas entre sus imperios, en plena anarquía y fuera de con­ trol. Pero lo hacía por el amor a sus pueblos y a su gente, que desbordados aplaudirían la interpretación de su Octava Sinfo­ nía durante más de 30 minutos. –

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Ahora, acababa de terminar su Novena sinfonía, y el desti­ no lo marcaba para que fuera la última como sucediera ante­ riormente a Beethoven, Schubert y Bruckner. El nueve —pen­ saba— no era un número agraciado. ¿Que pasaría con las seis canciones de su último ciclo? Sabía muy bien que no podría escucharlas en vida. Su corazón fallaba. Tenía un soplo —le habían dicho los médicos— y había algunas fallas en una de las válvulas cardíacas. Pero eso no era lo peor. Sus uñas parecían levantarse de su lecho normal, para aparecer pintadas de un extraño color violáceo. Sufría de enfriamientos en varias partes del cuerpo, así como de una fiebre continua, maligna, que lo hundía en la deses­peración. En una palabra, se sentía mortalmente enfermo, cuando su talento y su inspiración apenas habían llegado a la cúspide de su genialidad. La válvula —le habían informado— estaba infectada. Una endocarditis bacteriana subaguda. Un calificativo que no sig­ nificaba nada nuevo en la vida de Gustav Mahler, a quien la muerte lo rondaba desde muy temprana edad. La podía ver oculta entre los matorrales de sus amados bosques de Bohemia, o en el tempestuoso cielo que se encum­ braba sobre la ciudad de Viena. La miraba también en el mar embravecido, en el océano que ya no vería más. Olvidaba los poemas que habían acompañado a sus mejores canciones y se dirigía a su cita final. Murió en Viena, cuando sus médicos se dieron cuenta de que su corazón había dejado de latir. Pero, ¿saben algo amigos míos? 202 | J a i m e L av e n t m a n G.

El corazón le había fallado siempre a Mahler. Frente a su público y a su judaísmo, al que renunció para ser aceptado en una sociedad discriminante. Frente a su joven mujer, a la que amaba entrañablemente y quien lo engañaba, tal como él hiciera con un mundo que no comprendía su música y era incapaz de asimilar las nuevas armonías que se escuchaban en sus obras. A Mahler le falló el músculo y las válvulas del corazón. Su otro corazón, le había fallado ya tantas veces, que cuando finalmente se enfrentó con la muerte, no experimentó dolor…

María Malibrán (1808-1836)

De padres españoles, María Malibrán, cuyo nom­ bre completo era María Felicia García Sitches, na­ ció en París, en 1808 y desde muy joven adoptó el apellido de su primer esposo Eugene Malibrán. El padre de María era un conocido tenor, y tan­ to su madre como sus dos hermanos y su hermana menor fueron también cantantes. En medio de un tortuoso matrimonio, alcanzó una enorme fama como intérprete de ópera y triunfó plenamente en París: en cada puesta en escena, su maravillosa voz iba acompañada de un extraordinario talento para la actuación. Todo ello la convirtió en símbolo de las juventudes románticas parisinas. Más tarde se trasladó a Londres, donde inter­ pretó diversos papeles operísticos, y llegó a cantar en la catedral de Gloucester y en el Festival de Chester. Después de viajar por varios países euro­ peos, finalmente llegó a Manchester con su segundo esposo, en donde murió en 1836 a los 28 años de edad.

María Malibrán (1808-1836)

La caída del caballo fue terrible. Durante unos minutos la mente quedó en blanco, como si una amnesia total la hubie­ ra atacado. El dolor comparado al original, sin embargo, era muy diferente. Primero era una molestia solamente en la zona golpeada y ahora era más difuso, como un volcán a punto de estallar en lo más profundo de su cerebro. Cada vez que se in­ corporaba, extraños zumbidos comenzaban a invadir sus oídos y por segundos el mundo se borraba por completo. Todo se volvía negro y entonces presentía que estaba a punto de des­ mayarse. Aquella noche notó una mancha púrpura y punzante en su costado, y un dolor semejante a una puñalada cada vez que respiraba profundo. No sabía si finalmente había quedado embarazada o no; su última menstruación había llegado abun­ dante y a destiempo. Por la noche logró conciliar el sueño como si se hubiera establecido una tregua entre ella y sus supuestos achaques. A sus 28 años, soñaba cómo Rossini le suplicaba que cantara los papeles que había compuesto para su hermosa voz de mezzo­ soprano. Le habló de la Cenicienta y del Viaje a Reims sin que –

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ella lograra entender del todo si el viejo músico la alababa, o simplemente se estaba burlando de ella. Su fama era enorme y había atravesado incluso las fron­ teras de Europa. Su solo nombre era reverenciado por cada amante del bel canto y se sospechaba que difícilmente alguien pudiera llegar a igualar su tono, su fraseo y la potencia de su voz. Y hoy, días después de la caída del animal, aún se dolía de sus molestias que parecían incrementarse en vez de ir dis­ minuyendo. Por un instante sacudió su mente: la sola idea de morir y la desesperación pareció apoderarse de ella. Su sangre española se le fue a la cabeza y rápidamente entabló un duelo por sobrevivir. —No —decía— no ahora que por fin he encontrado el verdadero amor, tras un desastroso matrimonio que al termi­ narse me devolvió la vida. María Malibrán se levantó de su lecho, adolorida por un probable bazo lacerado y un tremendo hematoma que crecía en su cabeza. Se irguió gallarda y hermosa como era y comen­ zó a cantar las arias del maestro Rossini, hasta que en una nota alta, su cerebro estalló y murió cuando la vida apenas le comenzaba a dar alegrías. Su amante la encontró recostada y sonriente, como si la existencia se le hubiera escapado en un trance de verdadera felicidad. No cabe duda… los héroes y las heroínas, siempre mueren jóvenes.

Fe l i x M e n d e l s s o h n (1809-1847)

Pianista, director de orquesta y compositor, Felix Mendelssohn nació en Hamburgo, Alemania, en 1809. Músico por excelencia del Romanticismo, mos­ tró ser un niño prodigio al tocar el piano con singu­ lar maestría y componer un cuarteto para piano a los 13 años, así como la obertura para la puesta en escena del Sueño de una noche de verano de Shakes­ peare a los 17. Mendelssohn escribió cinco sinfonías, dos con­ ciertos para piano, un concierto para violín, así co­ mo música de cámara y dos grandes oratorios. Murió en la ciudad de Leipzig en noviembre de 1847.

Fe l i x M e n d e l s s o h n (1809-1847)

Fanny tocaba el piano. Él, la observaba melosamente, sin ma­ licia alguna en su corazón. Mientras contemplaba a la adorada hermana, reconocía sus dotes musicales. Pensaba que de no haber nacido mujer, Fanny habría po­ dido adquirir tanta fama como él en la composición. Pero la historia era diferente y simplemente se deleitaba escuchando la interpretación que la joven ejecutaba. Ambos solían jugar caprichosamente a la composición musical. Si bien, él la aventajaba en cuanto a la facilidad y riqueza de las melodías, ella lo igualaba en la inspiración y el manejo del ritmo. Ella lo adoraba. Veía en él la culminación del encumbramiento en la música. No se podía aspirar a llegar más lejos. Su Nocturno, su Concierto para violín y las delicadas piezas para piano no sólo eran ejemplos de una perfecta es­ tructura, sino que exigían del intérprete mucho más que un pequeño esfuerzo. Pero el destino, que suele ser tan implacable como impre­ decible, se llevó a esa mujer prematuramente, y a él lo hundió en la más profunda de las depresiones. –

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Aquella tarde que paseaba por los jardines de Leipzig, pa­ recía distinguir su existencia en medio de la bruma. Su padre, un filántropo, le había dado todo, incluido el bautismo para que fuera aceptado cabalmente en Alemania. Nieto del tercer gran Moisés del pueblo judío, ahora re­ cordaba sus triunfos adolescentes, cuando ensayó sus prime­ ros esbozos sinfónicos. Muy pronto vendría la revelación del genio, cuando un hada madrina sopló en su alma un hálito divino, y a los 17 años logró componer la obertura para la mú­ sica de una obra de Shakespeare. Tuvieron que transcurrir muchos años más para que com­ pletara ese ciclo, y al hacerlo logró una igualdad tal en la exce­ lencia de sus composiciones, que nadie pudo siquiera sugerir que había pasado tanto tiempo. Amigo de muchos, ya que Chopin y Liszt lo querían, y Pa­ ganini y Berlioz halagaban una y otra vez su música, su cora­ zón antes alegre, ahora sufría la tristeza de su devenir… Durante unos segundos una sensación de alejamiento y de extrañeza se apoderó de su alma; ocurrió un tiempo, mínimo, en el que fue incapaz de expresar con palabras lo que el cere­ bro intentaba transmitirle. Los ataques eran cada vez más frecuentes, además de que venían acompañados de terribles dolores de cabeza y palpita­ ciones: tenían un sello que olía a muerte En otras ocasiones ya le había sucedido, la visión de un ojo se perdía durante unos segundos para después regresar a la normalidad, como si nada hubiera pasado; o quizá una mano se volvía torpe, le estorbaba. 212 | J a i m e L av e n t m a n G.

Compuso su Elías, escogiendo a este profeta que tanto le atraía. Después de todo, era el encargado de recibir al Me­ sías… Una gran contradicción en alguien bautizado, y que al parecer, desde entonces dudara de sus propios valores. El mundo musical aún se asombraba de la entereza que había mostrado al desenterrar del olvido la pieza litúrgica más hermosa y perfecta en su concepción jamás escrita. Ante la oposición de todos, en Leipzig, en la ciudad de Bach, reestre­ naría su gran obra, La pasión según San Mateo, elevando con ello la música occidental al punto más alto de la creación. A los 37 años, Félix Mendelssohn era ya un anciano, o por lo menos se comportaba como si lo fuera, en especial cuando se quejaba una y otra vez de los achaques que padecía. No po­ demos saber si sufría de alguna enfermedad en las válvulas del corazón, o en el árbol arterial que se encargaba de nutrir su cerebro. Lo cierto es que experimentaba, cada vez con mayor frecuencia, eventos isquémicos transitorios. Súbitamente debió haber sentido una punzada tan intensa, que enseguida adivinó su inmediato final. La suerte estaba echada. Mendelssohn, moría rodeado de aquellos seres fantasio­ sos del Sueño de una noche de verano que acababan de llegar para acompañarlo hasta el final…

Darius Milhaud (1892-1974)

La obra musical de Darius Milhaud, nacido en 1892 en Aix-en-Provence, Francia, muestra un peculiar estilo al combinar varias tonalidades simultáneas, al tiempo que se vale de patrones rítmicos, propios del jazz. A los siete años comenzó a estudiar violín con Leo Bruguier, y en 1909 ingresó al Conservatorio de París. Un año después compuso su primera Sonata para violín y piano. En 1916 el diplomático y poeta Paul Claudel fue nombrado embajador de Francia en Brasil, y Milhaud viajó con él como su secretario. En esos años escribió Scaramouche, su célebre suite para saxofón y orquesta. De regreso a Francia entabló amistad con Erik Satie, y en 1940 viajó a Es­ tados Unidos, en donde permaneció siete años. En aquel país tuvo como alumno, entre otros a Dave Brubeck; se trasladó después a Israel, en donde com­ puso su ópera David, y finalmente regresó a Francia. En 1974 Milhaud moría en Ginebra, Suiza, dejan­ do al mundo un legado de más de 400 composiciones.

Darius Milhaud (1892-1974)

Le molestaba sobremanera no poder levantarse de su silla de ruedas. Ésta se había convertido en su eterna acompañante, como en otras épocas lo habían sido Cocteau, Picasso, Bra­ que, Poulenc o Honneger. Tenía 82 años y vivía en Ginebra. Su corazón se debatía entre la hermosa Francia que lo había visto nacer, y el exótico Brasil en el que viviera durante varios años, cumpliendo una labor diplomática. Y es que las expresi­ vas tonalidades brasileñas, de entonaciones exóticas, le habían obsequiado buena parte de su inspiración. En su propia músi­ ca había politonalidad, como la impregnada en las suites para piano Recuerdos desde Brasil. Añoraba también la influencia jazzística del Harlem que aún vibraba en su interior. De ahí provenía su creación del mundo. Ya no era capaz de escribir. Sus manos estaban totalmente deformadas, y un dolor continuo lo consumía ante el más míni­ mo movimiento que tratara de hacer con su columna vertebral. A pesar de que era ya 1974, nadie había logrado proporcionarle un alivio permanente para su artritis reumatoidea, enfermedad que acarreaba consigo desde la juventud… El propio Copland, –

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el entrañable Aaron Copland, que en tantas y tantas ocasiones se había fotografiado a su lado permanecía erguido y recargado sobre la silla de ruedas que sostenía a su amigo. Darius formaba ya parte legendaria del Grupo de los Seis y los directores de orquesta contemporáneos gustaban de interpretar su música, aunque había quien se preguntaba si aquello era en verdad música sinfónica o clásica. Sus óperas por lo general eran juzgadas como decadentes, o tal vez resul­ taban demasiado innovadoras. Y es que su música parecía una cadenza de ritmos acelerados que bullían e invitaban a bailar a todos, excepto a él, que se contentaba con sonreír. Darius Milhaud veía al mundo envuelto en un vaivén de ritmos tropicales, mientras su cuerpo permanecía estático en el marco de la inflamación de sus articulaciones, y ello lo hacía hun­ dirse profundamente en una depresión crónica. A los 82 años, sentado en aquel vejestorio que parecía un castigo, soñaba con los bosques de París y las selvas del Amazonas. Y ese día dejaron de dolerle las articulaciones, logró levantarse de su silla, dar pa­ sos sin dificultad y bailar con la música de su inspiración. Fue entonces cuando en el proceso premortuorio supo que sus ritmos perdurarían y que su dolor moriría junto con él. Y fue entonces también cuando dio la bienvenida a la muerte; al fin y al cabo, en ese momento ya no era un huésped indeseable.

W o l fg a n g A m a d e u s M o z a r t (1756-1791)

Nacido en 1756 en la hermosa ciudad de Salzburgo, entonces perteneciente al Sacro Imperio Romano Germánico, Wolfgang Amadeus Mozart pasó a la historia como uno de los más grandes genios musi­ cales de todos los tiempos. Excelente pianista, organista, violinista y direc­ tor, sus composiciones musicales ocupan un sitio privilegiado en prácticamente todos los géneros: operísticos, de cámara y religiosos. Su perfección musical fue insuperable, y dentro de su producción, la calidad igualó prácticamente a la cantidad. Mozart murió en diciembre de 1791 en la ciu­ dad de Viena, entonces Archiducado de Austria.

W o l fg a n g A m a d e u s M o z a r t (1756-1791)

Yacía en su cama casi inconsciente. Algunos amigos reunidos a su alrededor interpretaban su última gran composición, un réquiem, escrito por él, que pronto habría de fallecer. Los médicos no pudieron ayudar. Le habían hecho múlti­ ples sangrías que sólo conseguían agotar aún más el debilitado cuerpo del genio. Promovieron remedios inútiles, dietas sin lógica alguna, descansos que le congestionaron los pulmones y masajes que lo único que lograron fue desarticularle los adoloridos huesos. De pronto la orina se le estanca y los pies se le van hinchando, como si el líquido vital del cuerpo se rehusara a aban­donarlo y se refugiara en cualquier parte de él. Las noches ya no son más las de Fígaro. Su buen humor ha cambiado. Ya no se siente más Don Govanni. Pero en su lecho de muerte aún es capaz de reconocer cualquier sonido y puede hacer malabarismos con las notas que siguen asombrando al mundo entero. En Salzburgo, una flauta encantada mantiene viva su ins­ piración, sin ceder ante la inminente y cercana muerte. Sus –

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últimas sinfonías, conciertos y óperas, laten en sus sienes mientras los médicos continúan con sus diagnósticos equivo­ cados y matan al pobre con su iatrogenia. —Es fiebre reumática —dicen algunos. —No —dicen otros— en realidad es uremia… —Falso —gritan otros más—. Debe ser una tuberculosis mal cuidada… ***** En verdad, es agotamiento. Es haber exprimido la inspiración hasta dejar seca la planta, cuyo fruto tenía tanto sabor. Treinta y seis años de edad y más de 600 obras, perfectas en su concepción, ritmo y cadenza, acompañadas de melodías irresistibles. Es por ello que a este compositor retornarán siempre los que saben de música. Al amigo Mozart lo enterraron en una fosa común, caren­ te de señal y de epitafio. Pero aquellos que aman la música saben que la verdadera tumba del compositor se encuentra en sus propios corazones, henchidos de felicidad por ese don. Con Wolfgang Amadeus Mozart, se cierra un capítulo mu­ sical, que aún nos sorprende y entretiene. Entre todos los vir­ tuosos, a él debemos agradecer ese don, con el cual creó la música para los propios ángeles.

Modést Mussorgsky (1839-1881)

Nacido en Rusia en 1839, Modést Mussorgsky po­ seía un prometedor talento musical, que lo convir­ tió en uno de los más prominentes compositores rusos. Y sin embargo no dio todo lo que debió haber dado, puesto que su adicción lo hizo que dejara inconclusos algunos trabajos, al tiempo que acabó prematuramente su vida. Su música, de fuerte carácter nacionalista, re­ curre en ocasiones al folclore popular, en especial las partituras de sus óperas en las que presenta cua­ dros de la vida campesina de su país. Sus dos obras más conocidas en el mundo oc­ cidental son Cuadros de una exposición y la ópera Boris Gudonov. Mussorgski murió a los 42 años, víctima de alcoholismo.

Modést Mussorgsky (1839-1881)

No podía dejar la bebida. No era en absoluto asunto fácil, aun cuando se lo había prometido a sí mismo en incontables oca­ siones; y sin embargo, su fuerza de voluntad no parecía ayudar. Pero un día finalmente lo logró. Le quedaba su indomable fortaleza como un aliciente en su vida, aunque a los 41 años de edad asemejaba a un viejo atacado por alguna misteriosa enfermedad. Por las noches, sentado frente a su mesa, cerraba los ojos como no queriendo prestarle atención a la botella de vodka que cerca de él parecía llamarlo. Levantaba la vista y en las desnudas paredes de un yeso blanquecino como la misma virginidad, comenzaban a dibu­ jarse miles de figuras que parecían poseer vida propia. Dan­ zaban al compás de su música, y se transfiguraban de duen­ des magnificentes en monstruos terroríficos que lo sacudían en su desesperación. En vano los trataba de ahuyentar agi­ tando sus manos. Los veía como cuadros expuestos en una galería que se mecían al ritmo de una música contagiosa. Por momentos advertía a Boris, de pie frente a él y entonando las arias de esa ópera que tanto amaba. Se identificaba con –

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él en la escena de la locura. Ambos compartían, por un lado, la fantasía; y por el otro, la triste realidad. El vicio lo acobar­ daba y le impedía continuar componiendo. Rusia misma lo envolvía en su manto gélido, como un licor barato, capaz de embotar sus sentidos. Y finalmente llegó la fatídica noche. La promesa de no beber seguía firme. Habían pasado ya varios días en que se mantenía alejado del deseo de mojar sus labios en algún licor. Pero tampoco podía comer. Sin duda alguna, días de desespe­ ración y angustia. Comenzó en forma súbita… Primero, una visión desagra­ dable. Y sin embargo, inmediatamente supo que aquello que veía ya no formaba parte de la realidad. En las siguientes ho­ ras las imágenes fueron aumentando, y la duda entre lo real y lo ficticio se esfumó. Ahora todo parecía verdadero. Y entonces sufrió su primera convulsión. Esta vez no hubo aviso, como había sucedido en otras anteriores. Cayó en un letargo mortal del que no volvería a despertar. A esta crisis le siguieron otras muchas, que se presentaban cada vez con ma­ yor fuerza e intensidad, hasta que en el hospital dejaría de res­ pirar y de vivir, en aquello que todos dieron en llamar delirium tremens… Pobre Mussorgsky, tan fuerte por fuera y tan débil por dentro. Vivió un mundo de fantasías que finalmente se mez­ claron con su realidad… pero ni su Boris ni sus Cuadros de una exposición pudieron anticipar su triste final. Al final, logró vencer el vicio de la bebida, y con ello pagó su deuda de mortal. Sólo su música logró la inmortalidad.

Carl August Nielsen (1865-1931)

Nacido en 1865, en Sortelumg, un pequeño pueblo danés, Carl August Nielsen es sin duda alguna el com­ positor más famoso de Dinamarca. Proveniente de una familia de extracción real­ mente humilde, no obstante, Nielsen logró estudiar violín y piano, y aprendió a tocar otros instrumen­ tos de viento gracias a que trabajó en una banda militar de su provincia natal. Posteriormente se trasladó a Copenhague en donde estudió composición, y a partir de ahí comen­ zó su carrera como compositor, aun cuando en sus inicios no fue del todo afortunada. En 1894 estrenó su primera sinfonía, la cual prácticamente pasó desapercibida; y sin embargo, dos años más tarde, esa misma obra estrenada en Berlín obtuvo el éxito total. Su fama se extendió a partir de entonces, y fue en 1905 cuando encontró un editor para el resto de sus composiciones. En 1916 comenzó a impartir clases en el Con­ servatorio Real Danés de Copenhague, en donde permaneció hasta su muerte, el 3 de octubre de 1931.

Carl August Nielsen (1865-1931)

A sus 75 años de edad, el hombre se sentía verdaderamen­ te agotado y destinado a sobrevivir solamente unos días más, como una suerte de regalo. Años atrás había sufrido ya un infarto del miocardio que no sólo debilitó al músculo que bombea la sangre y nos otorga la vida, sino también a otros órganos que dependen del buen funcionamiento del corazón. Sorpresivamente, sin embargo, la mente seguía alerta y con planes preestablecidos para un futuro incierto, en caso de poder vencer los nefastos augurios de sus médicos. Eran los albores del siglo xx, apenas rozando los años treinta y con el recuerdo aún vivo de una guerra maléfica que había finalizado sólo una docena de años atrás, se vislumbra­ ba ya una nueva conflagración que por fortuna, no ya le tocó vivir. Su país, de pequeñas proporciones pero con un importan­ te aporte histórico, había dado al mundo un célebre filósofo y un idioma imposible. El sentido de libertad era absoluto y reinaba en sus ciuda­ des una camaradería asombrosa. Y él a su vez, era considerado –

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como el músico más sobresaliente de Dinamarca y su nombre sería inscrito en los anales históricos de su patria en letras de oro. Su sinfonía basada en los cuatro temperamentos formaba ya parte de la idiosincrasia de sus ciudadanos. En forma expan­ siva había desarrollado nuevas ideas polifónicas que lograron traspasar las endebles fronteras de su ciudad, y encontraran apoyo y comprensión en muchos otros sitios. Y sin embargo llevaba ya mucho tiempo sintiéndose ago­ tado. Las secuelas del antiguo infarto no sólo no habían desapa­ recido del todo, sino que al paso del tiempo parecían aumentar. Padecía con frecuencia nuevos síntomas, a su vez tan variados y entretenidos que podían mantener alerta a sus médicos, tal como lo hacía su música con el público que la escuchaba. Sus óperas no habían sido muy exitosas, pero sus obras de música de cámara sí se calificaron de correctas, para dejar el vocablo de sorprendentes a sus seis sinfonías que hablaban el idioma natal de su patria y de su gente. Dinamarca no se ufanaba de sus hijos predilectos, pero sa­ bía otorgarles un lugar adecuado. A los 75 años de edad no se esperaban nuevas sorpresas de Carl Nielsen y tampoco las ha­ bría. Había logrado vencer una existencia llena de obstáculos, algunos de ellos casi invencibles, y ahora disfrutaba la cosecha de una vida plenamente dedicada a hacer lo que mejor sabía: hablar en el idioma musical. No era un nacionalista en el sentido de Grieg o de Enesco. Su música, en cambio, además de novedosa, llevaba impreg­ nados carácter y fuerza, no asociables a ninguna escuela en 230 | J a i m e L av e n t m a n G.

particular: eran producto de la genialidad, de la propia inspi­ ración de Nielsen. Agobiado por las enfermedades y las cicatrices que cada una de ellas le dejaba, un día aciago para él y para su país, no logró despertar del sueño mortal y se hundió en la metamor­ fosis que nos da la inmortalidad. El mundo lloraría su pérdida en el lamento sincero de quien ha perdido a un amigo. Su pueblo le otorgó un sitio de honor; y él, anteriormente se lo había dado ya a su patria.

J a c q u e s O ff e n b a c h (1819-1880)

Compositor y violonchelista alemán, Jacques Offen­ bach nació en Colonia, en 1819. Su padre fue un reconocido encuadernador, profesor de música y compositor. En 1833 se trasladó a París para estudiar con Luigi Cherubiri en el conservatorio de la Ciudad Luz. Creador de la opereta moderna y de la comedia musical, Offenbach ha sido uno de los composito­ res más importantes de la música popular europea del siglo

xix,

y sin duda alguna ésta fue su mayor

aportación. Su obra más ambiciosa fue la ópera Los cuentos de Hoffmann, misma que quedó inconclusa cuando murió en París, en 1880.

J a c q u e s O ff e n b a c h (1819-1880)

Un alemán que triunfa en París. Si él mismo lo hubiera leído en algún periódico años atrás, habría pensado que se trataba de una mentira. Culturas tan poco afines no podían mezclarse; tampoco podían forjar entre ambas algún tipo de unión que perdurara, y menos aún una música que sonara típicamente francesa, sin exagerar, hasta la médula de los huesos. La bella Helena y la música sin complicaciones del Orfeo en los infiernos, era silbada por todo parisino que se preciaba de amar el baile o escuchar una buena opereta. Por algo, el mismísimo Rossini lo había bautizado como “el Mozart de los Campos Elíseos”, sin intentar con ello infringir una ofensa, sino más bien un reconocimiento. El hombre componía con la misma facilidad que en su día lo hiciera el niño de Salzburgo, y de su pluma brotaban, como cascadas de agua, piezas de gran colorido e incuestionable va­ lor musical. Y aunque parezca trivial, le molestaba ser reco­ nocido como un músico mediocre y solamente un empresario audaz…



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Por las noches lo envolvían incontables pesadillas. Él, un judío convertido por conveniencia a un catolicismo que no le interesaba en lo más mínimo. ¡Qué absurdo! No lograba ale­ jar las miradas de odio de sus compañeros que lo juzgaban, no por su capacidad creadora sino por sus creencias. La gota, enfermedad dolorosa, le acompañaba como quien porta una medalla honorífica porque, en sus años de existencia y en su obra, ha personificado la buena vida y la lujuria en todo su esplendor. Los lentes cabalgaban aristocráticamente sobre su promi­ nente nariz, sin mejorar en nada su apariencia mundana. Era en sí mismo la representación misma del burgués acomodado, en una sociedad de clases que requería de figurines para sos­ tener la imagen de falsedad, basada en la riqueza económica y en la posición que la misma podía comprar. Sin embargo, no podía permanecer recostado más de unos cuantos minutos sin que le faltara el aire que abundaba en esa ciudad de hermosos edificios y monumentos. Querer despla­ zarse suponía toda una aventura que le indicaba cuán frágil puede llegar a ser el hombre ante una enfermedad. Sufría de gota y de una severa insuficiencia cardiaca. Tenía que descan­ sar la mayor parte del tiempo, y sin embargo se había impues­ to una tarea que parecía imposible. Los cuentos no serían fáciles de componer y sospecha­ ba que su única ópera seria quedaría inconclusa, sin darle la oportunidad de expresar su genialidad. Pero Jacques Offenbach no era fácil de vencer. Puso a cantar a sus personajes, y entre todos fueron escribiendo poco a poco la 236 | J a i m e L av e n t m a n G.

obra maestra del compositor. Los Cuentos de Hoffman se volvie­ ron una realidad cuando la muerte lo acechó anunciándole un final temprano. Seis meses después de que el compositor falleciera, se es­ trenó su obra maestra y a nadie sorprendió el éxito que la mis­ ma alcanzara. Quizá Offenbach logró imaginar que esto sucedería. Lás­ tima que no vivió lo suficiente para atestiguarlo.

I g n a c y Pa d e r e w s k i (1860-1941)

Pianista, compositor, diplomático y político polaco nacido en 1860, desde que contaba con unos cuan­ tos meses de nacido Ignacy Paderewski fue educado por unos familiares lejanos, debido a la prematura muerte de su madre. Sin embargo, cuidaron bien de darle una ade­ cuada formación, y estudió en los conservatorios de Varsovia, Berlín y Viena, para debutar en esta última ciudad. Después de ello se trasladó a París, lo que le valió fama de mejor pianista de su tiempo, después de Lizst. Entre 1910 y 1920 luchó por la independencia de su país y dio giras de conciertos, con lo que fi­ nanció su lucha. Su discurso público de 1918 en Polonia trajo consigo el levantamiento militar contra Alemania. Ya en la Polonia independiente, Paderewski fue nombrado Primer Ministro de su país y Ministro de Asuntos Exteriores. Murió en 1941.

I g n a c y Pa d e r e w s k i (1860-1941)

El mundo vivía el segundo año de la Segunda Guerra Mun­ dial. El suelo de la patria que lo había visto nacer había sido mancillado y pisoteado sin clemencia. Todo en aras de exter­ minarse unos a otros. La prensa mundial comentaba lo sucedi­ do en este pequeño pueblo europeo, anticipando que le sería muy difícil renacer de sus propias cenizas. ¡El Primer Ministro de Polonia… ha muerto! La noticia es­ cueta, sin adornos superfluos que la contaminaran, fue lanzada al mundo y aquel pueblo que lloraba la pérdida de hombres, mujeres y niños, se tomó un minuto de su tiempo y con lágrimas en los ojos lloró también la pérdida del héroe y del músico. Durante medio siglo sus manos habían destrozado las cuerdas de los pianos más resistentes, cuyos sonidos lograron hipnotizar a un mundo amante de la música. Sus dedos emi­ tían un sonido nuevo que ninguna grabación era capaz de reproducir con fidelidad. Su melena leonina, erizada sin que mano alguna la domara, era el sello inconfundible de este pia­ nista y compositor polaco. Chopin era la voz del pueblo, pero él era el intérprete de su maravillosa música. Nadie dudaba –

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de su calidad artística, y cuando Polonia entera se enfrentó a la catástrofe de una guerra sin piedad, fue nombrado Primer Ministro en el exilio, por lo que algunos lo calificaron de ho­ norario, aunque de ello poco tenía. La suya fue una vida plena en su desarrollo, sin reproches y con absoluta dedicación a mejorar la interpretación al piano, con un dominio total sobre las dificultades propias del mismo. Logró derribar todas las murallas y convertirse en el fuelle que daría un respiro de orgullo no reprimido a su pueblo, tanto en tiempos de gloria como de infortunio. Sudaba con la ferocidad con la que arremetía las teclas del piano, logrando arrancarle incluso sonidos ocultos. Un tempe­ ramento congruente, que los afortunados que lo escucharon en persona recuerdan fielmente. Ahora sabía que estaba muriendo. Tosía sin cesar, y el dolor en el costado iba en crescendo, a pesar de los medicamentos recetados. La sulfa, que quizá hubiera salvado su vida, era el arma con la que sus enemigos sanaban a sus soldados y la penicilina aún no se conocía. Poco a poco, la neumonía lo fue consumiendo hasta hundirlo en un profundo coma que precede al viaje del no retorno. Ignacy Paderewski, el pianista y compositor amado por un mundo que gozaba del arte de la música acababa de fallecer, y su patria había quedado súbitamente desprovista de una directriz. El pueblo polaco, en medio del más grande sufrimiento experimentado en su turbulenta historia, no logró expresar sus sentimientos en forma adecuada… Las fuerzas no alcanzaban más que para decirse unos a otros… ¡Dios mío! ¡El primer ministro Paderewski, ha muerto!…

N i c c o l ò Pa g a n i n i (1782-1840)

Considerado entre los más connotados violinistas de su tiempo, Niccolò Paganini nació en Génova, en 1782. Sus técnicas de staccato y pizzicato resultaron realmente novedosas, y su perfecta entonación así como su don del oído absoluto hicieron de él uno de los más célebres virtuosos de todos los tiempos. Empezó a estudiar música a los cinco años de edad y apareció en público cuando acababa de cumplir los nueve. Cuatro años más tarde, Paganini realizaba una gira por diversas ciudades de la re­ gión lombarda. Para 1801 había ya compuesto más de 20 piezas musicales en las que combinaba la guitarra con otros instrumentos. Fue director musical en la corte de Maria Anna Elisa Bacchiocchi, hermana de Napo­ león, y cuando abandonó el cargo comenzó a viajar por diversos países europeos, en todos con inusita­ do éxito y admiración por parte de la crítica y de sus contemporáneos. Paganini murió en Niza, en 1840. Seis años an­ tes había renunciado a las giras.

N i c c o l ò Pa g a n i n i (1782-1840)

Los hombres lo miraban con cautela y las mujeres, fascinadas, ocultaban sus deseos bajando discretamente la vista, sin dejar de observar por el rabillo del ojo. Se creía sin duda que era el mismo diablo y aunque él no se preocupaba por ello, de alguna forma también se deleitaba con la idea. Había publicado una carta en la que desmentía aquella locura; pero sus seguidores, fascinados con la leyenda, habían hecho caso omiso de la misma. Para ellos, él seguía siendo el Mefistófles de la música. Desde hacía ya varios meses se sentía desfallecer. Tenía continuas fiebres y una terrible sensación de ahogo le estran­ gulaba las cuerdas vocales y lo dejaba prácticamente mudo. Varios ganglios en su cuello secretaban un material blanque­ cino, caseoso, que hacía huir a la gente de su lado y a él tener que cubrirse no las pústulas, sino la vergüenza. Perdía peso, y su cuerpo antes ágil y erguido, ahora se notaba enjuto y encor­ vado. Sus largos dedos, de una fineza casi feminoide, seguían acariciando las cuerdas de su instrumento, arrancándole ca­ prichos insospechados que nadie podría igualar en los tiempos por venir. –

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Los amigos escaseaban. Berlioz le escribía ocasionalmen­ te alguna nota, siempre agradeciendo que el maestro hubiera interferido a su favor. ¿Cómo olvidar aquel día en que lo oyó por primera vez?… A petición del propio Niccolò, compuso una obra para que él la interpretara en su viola: Haroldo en Italia. Pero esto último nunca llegó a suceder. La tuberculosis laríngea acabaría primero con él, evitando que el genio volvie­ ra a interpretar o a componer alguna otra pieza. En sus últimos días, Paganini tomó su Stradivarius y lo colocó una vez más bajo su mejilla. Olvidó el dolor y le arrancó al instru­ mento poco a poco, miles de notas que se perderían en el infinito. Al morir, dice la leyenda que la tierra dejó de girar. Por un segundo, se abrieron sus entrañas y de ellas brotó el mismísi­ mo Mefistófeles. Se hablaron de frente: diablo a diablo para ver cuál de los dos ganaba. El primero se irguió y se transfor­ mó súbitamente en la figura más abominable que el hombre jamás hubiera visto. Y Paganini, ni siquiera se inmutó. Siguió tocando el violín con tal perfección que finalmente supo que había ganado la primera batalla. Pero la guerra la había perdido. Niccolò moría, y se dice que el Señor, conmovido por su música, lo arrebató para sus dominios. Fue así como Mefistófeles sufrió su segunda derrota.

Á n g e l a P e r a lta (1845-1883)

Nacida en la Ciudad de México, en 1845, Ángela Peralta ha sido una de las más célebres cantantes de ópera que ha tenido el país. Desde los seis años mostró sus dotes artísticas y cuando acababa de cumplir los quince se estrenó en el mundo de la ópera Trovador, de Giusseppe Verdi, e interpretó a Leonora. Fue tal su éxito, que viajó a Europa en donde permaneció cinco años perfeccionando su arte. Fue en 1865 cuando su prestigio se consolidó después de su actuación en la Scala de Milán. Asimismo, Ángela llegó a componer algunas canciones. Además de su éxito como cantante, el mérito de Peralta fue haber traído a México canciones euro­ peas, y haber llevado a Europa canciones mexicanas. Murió en 1883.

Á n g e l a P e r a lta (1845-1883)

Era una hermosa mañana. Día patrio para México. Aquel 15 de septiembre, frente al Presidente de la República, don Ma­ nuel González, cantó por última vez en la Ciudad de México, la misma que 37 años antes la viera nacer. Mujer hermosa, porque la voz que eleva a los confines del cielo convierte en ninfa a toda buena cantante. Voz de sopra­ no que se señoreó por los grandes teatros del mundo, inter­ pretando a Donnizetti, Rossini, Meyerbeer, Bellini o Bizet. Sus Aídas se recuerdan con pasión y la única desgracia es que Edison llegara tarde al encuentro con esta mujer privile­ giada. Los cilindros de cera, que guardan para siempre el tim­ bre de Caruso, no se habían inventado aún para poder ahora regocijarnos con la voz de Ángela. Hacía varios días que no se sentía bien. Estaba enferma. Había sido advertida de que la costa cosechaba enfermedades mortales, y desatendiendo el consejo bien intencionado, se di­ rigió a Mazatlán, el bello puerto con sus playas de arena suave y su mar de azul celeste que lucha con el azul del cielo para dejar ver al espectador cuál de los dos es más hermoso. –

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Una fiebre la atacó de manera violenta, causándole tales calosfríos y sudores que ni la más difícil de sus representacio­ nes operísticas habían logrado arrancarle en su corta vida. Su piel de pronto se tiñó de un color azafranesco y los vómitos habían comenzado horas antes, frente a la aturdida mirada de sus amigos y familiares, a quienes el médico no infundió la menor de las esperanzas. En medio de su delirio, soñaba con volver a subir a La Scala de Milán, e interpretar con su enérgica voz de ruiseñor el papel de la esclava negra en Nabucco, la gran ópera de Verdi. De pronto se vio a sí misma convertida en Aída, y recluida en la mazmorra con olor a tumba; a pesar de que quería gritar, solamente lograba afianzarse más a su amado Radamés. Lo comparaba con su marido, a quien jamás amó y de quien vivió siempre separada. Como el “Ruiseñor Mexicano”, la bautizaron aquellos que veían en Ángela la cumbre de una voz de soprano magistral­ mente manejada, tal como exigía el bel canto. Meses antes ha­ bía inaugurado el teatro que ahora lleva su nombre, en la ciu­ dad de San Miguel Allende, allá en el estado de Guanajuato. Y una mañana en que el sol debe haber calentado poco, Ángela Peralta sucumbió, víctima de la fiebre amarilla. Cuando sus restos fueron depositados en la Rotonda de los Hombres Ilustres de la Ciudad de México, no faltó algún admirador que se preguntara… —¿Pues qué mosquito habrá picado a este “ruiseñor”, que fue capaz de callar su voz para siempre?…

S e r g é i P r o k ó fi e v (1891-1953)

De padre ingeniero agrónomo y de madre pianista, Sergéi Prokófiev nació en 1891 en el actual pueblo de Donetsk, Ucrania. Desde muy temprana edad mostró sus dotes musicales y cuando a los 11 años comenzó a estudi­ tar formalmente música, ya había escrito sus prime­ ras composiciones. Muy pronto también sentó las bases de lo que más tarde sería su muy particular estilo musical. De sus primeras obras, puede decirse que le dieron fama como músico nacionalista ruso. Más tarde realizó diversas giras por el Viejo Continen­ te y se presentó como pianista, interpretando sus propias composiciones, ya con su sello tan personal. Durante los años que vivió fuera de su país es­ cribió varias piezas para Sergéi Diághilev, su com­ patriota y empresario de los ballets rusos. En 1936 regresó a Rusia y siguió componiendo con el mismo lenguaje musical e integridad. De esta época son Pedro y el lobo, su extraordinario cuento para niños escrito para narrador y orquesta, y su ópera Guerra y paz. Prokófiev murió en Moscú en 1953, poco después de que habían comenzado los ensayos para su ballet La flor de piedra, puesto en escena al año siguiente.

S e r g é i P r o k ó fi e v (1891-1953)

Pertenecía a esa escuela única y específica que otorga el pro­ pio talento. Y si bien ciertas influencias foráneas se percibían en sus composiciones, todos concordaban afirmando que era un artista original y alguien que daba a la música occidental un nuevo brillo. Él sin embargo sólo dedicaba su tiempo y su energía al amor de su vida, el único que conocía: componer música. Ha­ bía pasado innumerables pruebas y todas las había superado, emergiendo siempre victorioso de ellas. Sus conciertos para piano, que exigían un virtuosismo extra, tanto por parte del so­ lista como de la orquesta, no ocultaban su gusto endemoniado por exhibir las más difíciles combinaciones armónicas. Y en esa vida entregada sin miramientos al arte, siempre tuvo que vencer los obstáculos interpuestos por un gobierno totalitario y absurdo que manejaba su país. Había nacido en la época en que los emperadores regían la política, había a su vez sobrevivido una revolución y ahora se sentía alejado de todo aquello por el proletariado. Su música era constan­ temente atacada y calificada de antipatriótica y degenerada, –

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como si en algún lugar del firmamento estuviera escrito que él tenía que componer siguiendo una pauta predeterminada por un campesino sin educación, y peor aún, sin el menor sen­ tido de la autocrítica. Odiaba a este dirigente que lo había ido reduciendo a una minúscula partícula dentro del sistema po­ lítico del país. Tan insignificante parecía ser su contribución que prefirió el exilio voluntario a tener que someterse a los designios de un asesino, cuya mano castigaba a la inteligencia y perdonaba el crimen. Se sentía un viejo a los 61 años de edad. Después de un largo tiempo había regresado a su patria, que ingrata lo acogió fríamente, sin demostración alguna de cariño. Seguía siendo un extraño entre su gente, cuando el resto del mundo lo ala­ baba sin reservas. Sus cefaleas parecían aumentar durante los momentos en que los recuerdos afloraban a su mente. Se había salvado del Gulag, y como muchas de las figuras que él mismo había creado, o les había dado vida y sentido, ahora se refugiaba en el si­ lencio. Le agradecía en su interior a Horowitz o a Richter las maravillosas interpretaciones de sus sonatas para piano y se regocijaba escuchando a Heifetz interpretar alguno de sus conciertos para violín. Pero la presión arterial ascendía; las arterias sentían que iban a estallar y su corazón parecía desan­ grarse en la afrenta. Sergéi Prokófiev se debatía entre el amor que profesaba a su pueblo y a su gente, y el odio que tenía por su dirigente. Su dolor de cabeza súbitamente se incrementó y por un ins­ tante supo que el final se acercaba. No tuvo tiempo siquiera 25 4 | J a i m e L av e n t m a n G.

de sentarse a escribir un epitafio, o de tocarse a sí mismo una marcha fúnebre, al estilo de Beethoven o Chopin. En el mismo instante en que presintió que iba a morir dejó de existir. Se fue del mundo sin llegar a saber que por casualidad ese mismo día fallecía también Stalin, su mortal enemigo. Qué terrible coincidencia ver morir a ambos contrincantes el mismo día. Fallece el villano cuya trayectoria se perderá en el infinito de su maldad, y muere el héroe en la más oscura de las mazmorras y en un eterno silencio. El pueblo, ignorante, llorará a su villano ese día y escupirá sobre su recuerdo desde entonces. Pero derra­ mará lágrimas tardías por el compositor que le otorgó el placer del sonido.

Giacomo Puccini (1858-1924)

Nacido en 1858, Giacomo Puccini, el compositor de ópera más grande de fines del siglo xix y comienzos del xx, estuvo alejado de los principios de la ópera verista, la tendencia imperante los últimos años del siglo xix, inspirada en el Naturalismo francés. Puccini pensó siempre en su público, de ahí la profundidad psicológica de sus personajes y la va­ riedad de los mismos. Ese fue su gran mérito, y el que lo llevó a asimi­ lar y sintetizar con gran destreza lenguajes y cultu­ ras musicales diferentes. Puccini murió el 29 de noviembre de 1924, de­ jando solamente esbozado el final de Turandot.

Giacomo Puccini (1858-1924)

Las lágrimas brotaban de sus ojos mientras escuchaba a la soprano interpretar las arias que él mismo había escrito. Era un maestro de óperas y había logrado entregar a la mujer el sitio que en su día Verdi designara a tenores, bajos y barítonos. De aquellas maravillosas gargantas femeninas bro­ taba un caudal interminable de armoniosas notas musicales; los sonidos más hermosos que el hombre pudiera escuchar. Drama vivo y parte esencial del alma latina, del pueblo italiano. Él era el rey; lo sabía bien. Y sin embargo, no podía comunicarse con nadie. Su laringe se había cerrado como un cruel castigo a quien hacía vibrar las cuerdas vocales de los mejores cantantes, mientras él perma­ necía mudo. Ningún sonido claro lograba salir de sus cuerdas vocales. Unas cuantas semanas atrás, los médicos le habían pronosticado que poco a poco el cáncer de laringe terminaría con su vida. Permanecía la mayor parte del tiempo bajo el efecto de sedantes para amortiguar el agudo dolor que lo atormentaba. Soñaba con su Tosca lanzándose al vacío en busca de su amado –

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ya muerto para encontrarlo en la eternidad. Moría con cada uno de sus personajes. ***** Sentado a su lado, Arturo Toscanini revisaba la partitura de lo que sería una nueva ópera, y emocionado, casi temblaba; un hombre de carácter fuerte y sombrío como él dejaba ver sus emociones, al tiempo que se preguntaba si la terrible enfer­ medad del maestro le permitiría terminar y escuchar la obra… Llegó el día del estreno. La sala repleta y el público ex­ pectante aguardaban con verdadera emoción lo que estaba por suceder. Tras bambalinas, los cantantes iban de un lado a otro nerviosos, afinando sus voces para lograr la mejor de las representaciones. La soprano se estremecía. Llevaría en sus espaldas toda la historia operística del maestro, y su voz estaba a punto de resonar y de elevarse en el abismo del triunfo, o de caer en el fracaso. Pero deseaba triunfar… Rosa Raiza estaba a punto de interpretar a Turandot. La mujer fría, seca, despiadada, llora­ ba tras el telón para poder ser digna representante de la gran heroína de la ópera. La obra comenzó y todos se esforzaron al máximo, y Tu­ randot se encumbró a alturas jamás conquistadas con ante­ rioridad. A la mitad del último acto, tras una impresionante escena trágica y de dolor, la batuta en manos de Toscanini cayó súbitamente. La orquesta se detuvo cortando la ópera de tajo… 260 | J a i m e L av e n t m a n G.

El director volteó a ver al público en aquella sala repleta, y fijó sus ojos miopes en alguna fila donde logró ver sentado el espíritu de Puccini…Y entonces se dirigió al público… —En este preciso momento de la ópera —explicó —la mano del maestro dejó de escribir y la muerte se lo llevó… Desde su nueva morada, Puccini —debemos creerlo— escuchó con claridad las palabras. Supo que Turandot, su nue­ va heroína, había triunfado… Poco después, basado en los bo­ cetos que el propio compositor dejara, la ópera fue terminada y reestrenada con éxito. Y al reestreno el maestro Puccini tampoco pudo asistir… pero seguramente también supo de su éxito.

S e r g é i R a c h m a n i n o ff (1873-1943)

Nacido en Rusia, en 1873, y destacado entre los úl­ timos grandes compositores de la música académi­ ca europea, Sergéi Rachmaninoff, fue a la vez uno de los pianistas más influyentes del siglo xx. A los nueve años comenzó sus estudios mu­ sicales en el Conservatorio de San Petersburgo, y cuando su fama logró trascender en su país, fue nombrado director de orquesta del Teatro Bolshoi de Moscú. Sin embargo, Rachmaninoff habría de abando­ nar su patria tras la Revolución de 1917, para tras­ ladarse a París primero, y después a Suiza. Finalmente eligió Estados Unidos, patria que adoptó hasta los últimos días de su vida, cuando murió en 1943.

S e r g é i R a c h m a n i n o ff (1873-1943)

La comida había perdido su sabor. El vino ya no era más una alegría y se podía decir que lo único que anhelaba era poder recostarse en su cama y quedarse dormido, alejado del mundo y de la gente. No tenía fuerzas. Sentía que le había caído encima un peso, hundiéndolo en las profundidades cercanas a la muerte. Dejó de sonreír. Ya no quería ver a nadie. Solamente unos años atrás había sido considerado un niño prodigio. Su nombre se pronunciaba con respeto en la Acade­ mia de Música, donde con sus maravillosas manos había logra­ do conquistar a sus maestros y compañeros. En aquel entonces mostraba sus primeros esbozos en la composición. Lo llamaban el más grande pianista que el siglo xx vería. Lo comparaban con Liszt, con el mismísimo Anton Rubinstein y decían también que él estaba muy por encima de otros pianistas. Pero su deseo más preciado no era ser un virtuoso de algún instrumento, sino un buen compositor. Y ahora, recostado en el diván y con la mirada triste, recordaba el fracaso de su obra más reciente, de su primera y por ahora única sinfonía, que había –

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sido destrozada por los críticos y desechada por un público que, como él mismo decía, no estaba aún preparado para escuchar semejantes armonías. El doctor Nikolai Dahl estaba sentado detrás de Rachma­ ninoff, atento a lo que éste le decía. Le había diagnosticado una severa depresión a esta joven promesa de la música sinfónica. Deseaba ayudarlo y para ello hacía un verdadero esfuerzo. Aquella era la última sesión y Rachmaninoff finalmente se levantó del sofá, como impulsado por un deseo desconocido de volver a intentarlo… Sonreía y el tiempo no le alcanzaba para escribir en su cua­ derno pautado las melodías que afluían como torrentes en su imaginación. Será —se decía a sí mismo— un concierto magnífico con el que borraré para siempre la mala impresión que dejó mi sinfonía. No será excesivamente romántico, pero tampoco se acercará a las nuevas tendencias distónicas, tan frecuentes en las salas de concierto. A medida que las palabras fluían, su rostro se contorsio­ naba con una nueva e inspiradora confianza. La depresión ha­ bía quedado atrás. Y así, Rachmaninoff compuso su segundo concierto para piano, el Opus 18, y guardó las depresiones en el armario del olvido. Como era un hombre generoso, pensaba en cómo agrade­ cer al doctor Dahl, su psiquiatra, la valiosa ayuda que le había brindado durante aquellos largos meses… Se supo que el día del estreno el propio compositor inter­ pretaría la parte del piano. El público, como anticipando una 266 | J a i m e L av e n t m a n G.

buena nueva, esperaba con ansiedad. Al terminar, los oyen­ tes emocionados inmediatamente reconocieron el valor de la obra. Rachmaninoff había vuelto a la senda del triunfo y ésta, ya jamás lo abandonó. Tomó la decisión antes del concierto: dedicarlo al doctor Dahl. Y desde entonces, nadie en la historia de la psiquiatría ha sido galardonado de mejor manera por aliviar una severa depresión nerviosa.

M a u r i c e R av e l (1875-1937)

Nacido en 1875 en Ciboure Labort, una localidad perteneciente al País Vasco francés, Maurice Ravel ha sido considerado por la crítica como un músico de audaz estilo vanguardista, con clara influencia de las más importantes corrientes que definieron a este movimiento. Maestro de la orquestación, Ravel cultivó por encima de todo la perfección formal en su música. Realizó sus primeros estudios en el Conservatorio de París, y mostró desde sus primeras composicio­ nes un espíritu musical muy independiente. Tras la muerte de Debussy en 1918, Ravel fue laureado como el más grande músico francés de entonces. Después de varios éxitos y algunos fra­ casos, en 1927 comenzó a trabajar en su Bolero, su obra más conocida, inspirada en una antigua dan­ za andaluza, un auténtico ejercicio de virtuosismo orquestal. Diez años más tarde, el 28 de diciembre de 1937, Maurice Ravel moría en París. Con su muerte desparecía el último representante de una genera­ ción de músicos que habían renovado las formas sin tener por ello que renunciar al clasicismo.

M a u r i c e R av e l (1875-1937)

Las playas de la Costa Azul habían perdido el encanto ori­ ginal para él. La arena entorpecía aún más sus movimien­ tos y la marcha se volvía una batalla difícil y pesada. No lograba coordinar las órdenes de la mente con la ejecución de las mismas, y sus pies comenzaban a llevarlo por rumbos misteriosos. Había dejado de sonreír. La vida misma, que había sido un sortilegio de encantos, sin previo aviso se había transformado en una severa depresión que se adueñaba de su ser, drenándo­ le hasta la más pequeña huella de energía. Meditaba y soñaba con que pronto volvería la inspiración, y entonces nuevos val­ ses y espectaculares danzas brotarían de su interior e inunda­ rían las salas de concierto. Se preguntaba si aquel fatídico accidente automovilístico tendría algo que ver. Día con día las molestias se acumulaban y las lágrimas fluían como el torrente de una cascada sin agotar su caudal. Por momentos —y esto era lo que más le preocu­ paba— su mente divagaba por rumbos desconocidos, y al pare­ cer su memoria se esfumaba. –

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Las piezas fantasmagóricas escritas para el piano, sus con­ ciertos y sus óperas, formaban ya parte de un pasado que se derretía junto con la civilización. Se sentía pobre de espíritu y sin deseo alguno de componer. Parecía un cuadro fiel, re­ flejo de la depresión que se abatía sobre el incipiente —y no obstante ya cansado— siglo xx. Un buen día notó que su me­ moria se había perdido por completo; y no sólo eso, sino que también le costaba trabajo escribir lo que ya había compuesto. —Maestro —lo acosaban sus alumnos —¿recuerda su pieza, aquella, la más maravillosa de todas, en la que la pareja parece girar en un frenesí que anuncia el cambio de un siglo a otro? Y las preguntas seguían: ¿recordaba la monotonía inve­ rosímil de la danza que lo lanzara a la fama eterna? ¿Acaso se acordaba del concierto que había compuesto para su ami­ go pianista, el que perdiera el brazo derecho en la Primera Guerra?… Había perdido la facultad de escribir la maravillosa mú­ sica que sin embargo seguía clara en su mente. Como aque­ llos desventurados que han perdido el habla y no son capaces de expresarse. Una tragedia para ellos, un final infeliz para el compositor… Pero Maurice Ravel tampoco podía recordar demasiado esos días. Finalmente tomó una decisión. Los médicos sugirieron una operación en el cerebro tan dañado, para tratar de reponer el hálito de vida que se estaba perdiendo. Y él accedió. Diez días después de su encuentro con el bisturí que puede marcar el destino, Ravel moría sin haber recobrado jamás la con­ ciencia. Su lúcida mente que con tanta fuerza había brillado en 272 | J a i m e L av e n t m a n G.

otros tiempos era ahora incapaz de componer un nuevo Bolero, que hiciera bailar al mundo, en lugar de verlo combatir en los campos de Europa una más de sus infaustas conflagraciones. Si bien Ravel dejó de bailar muchos años antes de su muerte, su música perdura en la historia del ser humano, música ma­ ravillosa que regaló a sus conciudadanos como instándolos a danzar y a dejar de matarse unos a otros…

S i lv e s t r e R e v u e lta s (1899-1940)

Nacido en 1899, en Santiago Papasquiaro, Durango, el compositor mexicano Silvestre Revueltas destacó también como violinista y director de orquesta. Sus estudios musicales los realizó en el Conser­ vatorio Nacional de Música de la capital mexicana y posteriormente viajó a Austin, Texas, para conti­ nuar con su formación. En 1922 fue invitado por Carlos Chávez, otro virtuoso de la música mexicana, para encargarse de la dirección de la Orquesta Sinfónica de México, puesto que ocupó hasta 1935. Entre la obra de Revueltas destaca la música que escribió para algunas películas, entre ellas Redes, pieza maestra del cine mexicano, así como su música de cámara y algunas canciones. Quizá lo más cono­ cido de su repertorio es Sensemayá, escrita en 1938 e inspirada en el poema del mismo nombre del cubano Nicolás Guillén. Silvestre Revueltas murió en la Ciudad de México, en 1940.

S i lv e s t r e R e v u e lta s (1899-1940)

La mirada ausente y los pensamientos muertos. La mano sin firmeza y los movimientos en general denotaban una torpeza que asustaba. El aliento delator de aquel que trata de ahogar la pena interna en un mar de alcohol. Aún no cumplía los 40 años de edad y su nombre comenzaba a dar frutos en las obras compuestas, sobre todo para un conjunto sinfónico. Era de noche. Crepúsculo de espectros y brujas; noche de temores y angustias que bordaban a su alrededor un manto de enorme tristeza que serviría de mortaja a su cuerpo y su alma cuando éstos fallecieran. Noche de mayas como él la llamó, de ensueño y fascinación por el pueblo que tanto amó y al que dedicó sus mejores y más originales composiciones. Al poe­ ta García Lorca, de corazón inmenso y asesinado años atrás, brindó su obra como inmortal homenaje. Las danzas al ritmo vertiginoso del Sensemayá y sus cuartetos de cuerda, piezas to­ das ellas de original emotividad, estremecían a su pueblo. No era un nacionalista en el estricto sentido de la palabra, y sin embargo expresaba en su música originalidad, muchas veces extraída de piezas autóctonas. –

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Pertenecía a una familia de abolengo, con valores que tras­ cendían del plano corriente a la invención y la creatividad. Pero hoy le faltaba el aire y tenía la frente bañada en sudor. Se enfrentaba a una infección que lentamente destruía sus pulmones y lo mantenía en un delirio mortal. Recordaba la isla de Janitzio y la pieza con la cual la inmortalizó. El ritmo contagioso de sus escasas composiciones le acompañaba, al tiempo que la bebida envolvía su cuerpo y su alma, alejándolo del terror terrenal de tener que seguir sufriendo y viviendo. En su sangre, a su vez mezcla de muchas etnias, se entrelaza­ ban las corrientes que lo empujaban a encontrar la felicidad y la burla perenne a la propia muerte. La tos bañó súbitamente su blanco pañuelo y la respiración se tornó más dificultosa. Los estertores que anteceden a la muerte finalmente hicieron su aparición. Silvestre Revueltas sabía que iba a morir ese mismo día, en los inicios de una terrible guerra mundial que, por suerte, a él no le tocaría ya vivir. Las redes de su destino se conjuraron para evitarle más penas y lo hundieron en el coma magnánimo en el que el dolor desaparece y la vida, sin siquiera sentirlo, se escapa a latitudes más cálidas y acogedoras. Su violín permanecía en silencio, abandonado en algún rincón. La orquesta que lo adoraba también callaba, como si el luto respetuoso se hubiera impuesto. El cantor del pueblo de México, el que supo encontrar la fusión entre los ritmos nacionalistas y darles un toque personal y original, moría víc­ tima de una bacteria oportunista que finalmente desencadenó una neumonía fatal. Pero el pueblo sabía que Revueltas, en su 278 | J a i m e L av e n t m a n G.

llorar y sufrir cotidiano, había muerto mucho tiempo atrás, al permitir que el licor que embrutece los sentidos agotara la veta de su inspiración musical. Moría como resultado de la tristeza y el infortunio que se asienta ocasionalmente en cada ser hu­ mano, sin una causa o un origen certero. Sus restos reposan en la Rotonda de las Personas Ilustres, pero su alma se encuentra dispersa por el valle del Anáhuac, por Janitzio, por las redes que lanzó con amor para su patria. Él simplemente se encerró en la noche de los mayas, la del no retorno… la de la muerte.

J o a q u í n R o d r ig o (1901-1999)

Nacido en 1901, en Aranjuez, municipio de la co­ munidad de Madrid, Joaquín Rodrigo comenzó sus estudios musicales a los ocho años. Aprendió solfeo, violín y piano, así como armo­ nía y composición. A los 16 años ingresó al Con­ servatorio de Valencia, y en 1923 se estrenó como compositor, con Juglares, su primera obra, misma que fue premiada en la capital española. Rodrigo estudió cinco años con Paul Dukas en París, y posteriormente ingresó al Conservatorio de París de la Sorbona. En 1940 compuso el Concierto de Aranjuez, su obra cumbre para guitarra y orquesta. Joaquín Rodrigo murió en Madrid, en 1999.

J o a q u í n R o d r ig o (1901-1999)

Podía distinguir entre las diferentes fragancias de la región de Andalucía y nombrar con exactitud cada una de ellas. El fresco aroma de la sierra nevada no se confundía con el seco olor proveniente de las tierras de Castilla y Aragón. Su mente viajaba por los parajes más hermosos de España, llenándolo de deseos de crear y de llevar las notas a un penta­ grama. El oleaje en la bahía de Vizcaya le atraía, de la misma forma que el viento que le susurraba en Cataluña, también los bailables como la jota aragonesa y el cante jondo arraigado entre los gitanos, ya plenamente identificados con la península Ibérica. Pero sobre todos los paisajes, estaba la música de su queri­ do pueblo. Música de profundo colorido y ardientes expresio­ nes. Y con el toque maestro tomaba prestado de cada una de ellas una nota o una insinuación melódica y las transformaba en exquisitas obras dominadas por el instrumento que adora­ ba y que era parte esencial de su pueblo, como lo eran también la herencia mora y judía. La guitarra era la voz y los ojos, y con sus cuerdas vibrando saltaba al mundo del expresionismo, mezclado todo ello con –

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un toque de color nacionalista y adaptado perfectamente al mundo actual. Era un hombre gentil, enfrascado en la lucha por sobrevi­ vir en un mundo de sombras y eterna oscuridad. Los olores de su entrañable Aranjuez vibraban sutilmente, mezclándose con los sonidos de Málaga. No se quejaba. Había aceptado el reto impuesto por el destino y hasta podía decirse que agradecía al Señor el que le hubiera quitado el sentido de la vista. Es cierto que no veía, no distinguía los colores vibrantes de una Granada enclaustrada entre los picos nevados de la región, y tampoco podría jamás diferenciar las singulares calle­ juelas de Sevilla. Era ciego, y su ceguera había irrumpido en su vida desde los tres años de edad. El recuerdo de lo que representaba ver se había esfumado al paso del tiempo, pero lo suplía ampliamente la imaginación que aventajaba a la rea­ lidad en emotividad y en meticulosa observación de aquello que es imposible distinguir a la luz del día. Rodrigo gozó de una vida larga y prolífica. Fue un hispano universal cuya guitarra cantaba por igual al hombre educado como al lego, mostrándoles lo hermoso que puede llegar a ser el universo. Una noche, Joaquín Rodrigo se acostó tarde como era su costumbre y dejó que las melodías de su propia inspiración lo llevaran hasta el sueño profundo. En él, Rodrigo podía ver de la misma manera que lo hacemos todos nosotros. En el mundo de los sueños, los ciegos no existen. Y era feliz. Vivía su destino creativo entre las sombras y una vida fascinante en la luminosidad de la imaginación que es más nítida que la realidad. Y esa fue la dicotomía de la vida que le tocó experimentar…

Artur Rubinstein (1887-1982)

Nacido en Polonia, en 1887, Artur Rubinstein fue un pianista de gran talla que comenzó sus estudios musicales a los tres años de edad, y mostró un enor­ me talento al ofrecer su primer concierto a los seis. Más tarde marchó a Berlín y en 1900 se pre­ sentó ante el público. Siguieron conciertos en Ale­ mania y Polonia, y en 1904 debutó en París. Poste­ riormente tuvo una serie de presentaciones en el Carnegie Hall de Manhattan, en la zona más sofis­ ticada de Nueva York. Volvió a su país en donde pasó varios años, y después realizó diversas giras por todo el Viejo Continente. Rubinstein tuvo que abandonar Europa por motivos políticos para trasladarse a Estados Uni­ dos, aunque finalmente pudo regresar, para morir en Ginebra, en 1982.

Artur Rubinstein (1887-1982)

Acababa de celebrar sus primeros 95 años de vida en plena sa­ lud física y mental. Un prodigio —decían todos— y él simple­ mente sonreía… no quería compartir esas ideas. Tomó su cigarro y lo colocó en el borde de sus labios, sin­ tiendo el escozor del tabaco al tiempo que lo encendía. Aspi­ ró en repetidas ocasiones con la satisfacción de paladear el aroma que se esparcía por su cuerpo. Colocó el cigarrillo en el borde del cenicero que descansaba sobre el piano, y con cuidado levantó la tapa del mismo, para antes que nada, sim­ plemente regocijarse con la blancura de las teclas. Se sirvió una copa de vino —el francés era su preferido— de color rojo como su propia sangre, que en él hervía recor­ dando una vida llena de satisfacciones; éxitos que nunca termi­ naban y reconocimientos en cada país del mundo por los que había pasado… ¡Ah!, y las mujeres de aspecto hermoso que aún ahora se rendían a sus pies y le reverenciaban como a un mago del te­ clado, sin que pudieran comprender que el único que merecie­ ra semejante distinción había muerto ya hacía muchos años. –

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El recuerdo de Liszt y de su amado Chopin lograron fi­ nalmente inundar sus ojos de lágrimas, lágrimas traicioneras, unos segundos antes de que con sus manos maravillosas atacara el teclado para hacer sonar algún vals del compositor polaco. Su memoria, siempre extraordinaria, lo transportaba por el pentagrama del recuerdo, sin tener que acudir a la partitura impresa. Era feliz, y en realidad siempre lo había sido. De toque magistral, si bien una que otra nota se escapaba por acá o por allá de repente, con sus interpretaciones afirmaba que el én­ fasis en la emotividad es capaz de superar la exigencia técnica. Ello constituía parte de su fama y él lo sabía bien. Una felicidad absoluta, como cuando impartía clases magistrales en París, Londres o Jerusalem. Siempre estaba rodeado de gente más joven que él, de promesas musicales, algunas de las cuales triunfarían y otras fracasarían, sin elevarse a las alturas alcan­ zadas por él, en sus más de 70 años como pianista. Sonreía con benevolencia agradeciendo cada instante de su larga vida. Sus manos seguían arrancando las más exquisi­ tas tonalidades al piano, y no tenía ningún malestar, a pesar de lo avanzado de su edad. Interpretó las obras de Brahms con la dulzura que sólo él lograba imponerle. Entre movimiento y movimiento de la Sonata no. 3, bebía un trago de vino y aspiraba un poco el humo de su cigarrillo. Al otro día, alguien encontró el cadáver de Artur Rubins­ tein reposando tranquilamente en su cama. Sus facciones de­ notaban absoluta alegría, y no había impreso en su rostro ni 288 | J a i m e L av e n t m a n G.

un ápice de mueca que expresara sufrimiento. A un lado, en el buró, había una copa con coñac. No dudo que el médico que acudió a certificar la muerte haya puesto como causa de la misma un infarto al miocardio o quizá un ataque cerebral. Yo que nunca le conocí y sólo supe de su muerte a través de un comunicado en el periódico, sé muy bien de qué murió Rubinstein: falleció de inmensa alegría… Así es. Murió sin tristeza, sin enfermedad alguna y simple­ mente en su última aparición se despidió de la vida cumpliendo de esta forma con los designios del Creador…

Arnold Schönberg (1874-1951)

Nacido en Viena, en 1874, Arnold Schönberg ha si­ do considerado, al lado de Stravisnky y de Bártok, como uno de los grandes músicos de la primera mi­ tad del siglo xx. Schönberg representa una de las figuras clave en lo que respecta a la evolución de la música aca­ démica occidental. Fundó la Segunda Escuela de Viena y ha sido reconocido como uno de los primeros compositores en adentrarse a lo que se conoce como composición atonal, y en especial por haber creado la técnica del dodecafonismo, basada en series de 12 notas, con lo que abrió las puertas al posterior desarrollo del se­ rialismo de la segunda mitad del siglo xx. Asimismo, entre 1906 y 1913 Arnold Schönberg se dedicó a la pintura. Fue amigo, entre otros, de Vasili Kandinski y sus cuadros participaron en más de 10 exposiciones.

Arnold Schönberg (1874-1951)

Los números atraían su atención hasta el punto de convertirse en el único interés de su vida. Primero le había fascinado el número 12, y sin duda esa misma fascinación lo llevó a encon­ trar una nueva técnica armónica, basada precisamente en ese número de dígitos. De su natal Viena era ya muy poco lo que recordaba. Con­ tra todo pronóstico, había sobrevivido a las dos guerras más costosas en vidas humanas que han ocurrido en la historia, y en sus pinturas se reflejaba claramente esa angustia que arras­ traba por los acontecimientos vividos. En su Superviviente de Varsovia mostró su judaísmo latente, lo mismo que en varios salmos que al dotarlos de música hizo renacer del olvido. Había nacido judío y había dejado de serlo por autocon­ vicción, para poder formar parte del mundo gentil que do­ minaba la música. Así lo había hecho también Mahler, su mentor. Fue maestro de música en Berlín, y en 1933 recibió un amargo telegrama, en el que se le hacía una “invitación” para –

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que abandonara el cargo. Meses atrás, los nacionalsocialistas habían usurpado el poder y obligaron a este gran hombre a emprender el exilio involuntario. Y así llegó a París, en donde por motus propio volvió a la senda del judaísmo para nunca más abandonarla. Y en medio de todo ello, el sistema dodecafonista se presentaba ante un mundo incrédulo. Sus alumnos lleva­ rían las teorías en su música, para convertirlas en el escudo de sus composiciones, como una muestra de aceptación al maestro. Ahora era el número 13 el que como una obsesión domi­ naba el pensamiento de Schönberg. Pero sin saber por qué, le temía. Estaba convencido que no viviría más de 76 años, cifra que al sumar sus partes por separado, 7 y 6, daban 13. Y así, el hombre que le diera vida a Moisés y a Aarón, el de La noche transfigurada, entró en una severa depresión, que lo condujo semanas más tarde a la muerte. El periódico local anunció así su muerte: Hoy, 13 de julio de 1951, 13 minutos antes de la media­ noche, el maestro Arnold Schönberg falleció a la edad de 76 años. ¿De qué murió el inventor del dodecafonismo? ¿De una severa depresión? ¿De edad avanzada? No…Yo creo que murió de miedo. Si bien el número 12 le dio la fama, el 13 no logró destruir su obra. En otras palabras, Arnold Schönberg murió al haber adivinado el día y el año de su muerte. Y eso debe de ser lo mismo que morir de miedo…

Fr a n z S c h u b e r t (1797-1828)

Uno de los precursores del Romanticismo, y gran compositor del lieder, el antecedente de la canción moderna, Franz Schubert nació en 1797, en Viena. Si bien su música fue valorada en un círculo muy restringido, sus últimas sonatas para piano, así como sus cuartetos de cuerda y sus dos últimas sinfonías —equiparables a las de su admirado Beethoven— comenzaron a difundirse después de su muerte. La crítica lo consideró entonces como uno de los gran­ des compositores de todos los tiempos. Sus obras, algunas inéditas y otras que sólo se ha­ bían interpretado en privado, fueron también alabadas por otros músicos como Schumann y Mendelssohn. Muy joven, y aún sin haber concluido muchas de sus obras, Schubert murió en 1828.

Fr a n z S c h u b e r t (1797-1828)

Se acicalaba con emoción casi adolescente para su primer concierto. Quería verse bien ante el público, mientras sus ojos miopes se perdían intentando enfocar su futuro. Sus amigos, que lo idolatraban, le demandaban que des­ cansara de la misma manera en que años atrás lo habían im­ pulsado a que escribiera una canción tras otra. Había transcurrido sólo un año desde la muerte de Beetho­ ven, su admirado Ludwig, a quien consideraba el músico más grande de su época. Aún recordaba con detalle el día del entierro del maestro; él mismo había desfilado detrás de su ataúd, como tantos otros fieles compañeros que habían acompañado al ge­ nial compositor alemán camino a su eterna morada. Y aun cuando sabía de antemano que jamás conocería la respuesta de semejante interrogante, se preguntaba una y otra vez si el gran Ludwig habría tenido la oportunidad de revisar su Sinfonía en Do Mayor. Caminaba hacia el teatro al tiempo que tarareaba las más hermosas melodías de su último ciclo de canciones. Las sonatas y el quinteto para piano las había terminado mucho tiempo atrás. –

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El concierto de aquella noche representó un gran éxito en su vida. Llegó a su casa soñando con un futuro promisorio y lleno de alegrías. Pero semanas después, de su frágil cuerpo víctima de va­ rias enfermedades, entre ellas la sífilis, surgió como un dragón embravecido un cólico que intentó partirle el organismo en mil pedazos. La fiebre iba en aumento y reconocía que haber bebido agua contaminada le estaba causando una severa enfermedad. Su excremento era una masa de sangre y moco, y le asustaba tanto como el trágico anuncio de su muerte en las próximas horas. Terminaría su vida en forma callada. Aterrado, optó por buscar compañía y logró penosamente llegar a casa de su her­ mano, para caer en cama y nunca más levantarse de ella. Y en su delirio, mientras la fiebre tifoidea lo consumía lentamente, Franz Schubert le expresaba su amor a la bella molinera, la misma que lo había inspirado a componer uno de sus más bellos ciclos de lieder. Y en su delirio también, la veía como un vagabundo que cruza el camino adecuado de su existencia una sola vez. Su vida terminó a los 31 años de edad, cuando la veta aún podía haber dado mucho más, y sin embargo, la muerte se ha­ bía llevado una vida de amor al canto, a la sencillez en la mú­ sica con una facilidad envidiable para las melodías. Pero a diferencia de lo que muchos pensarán en el futuro, la suya no es una obra inconclusa, como aquella sinfonía que escribiera en sólo dos movimientos… más bien es una obra corta porque la inspiración divina no dio para más.

Robert Schumann (1810-1856)

Compositor alemán del Romanticismo, y uno de los más afamados músicos de la primera mitad del si­ glo xix, Robert Schumann reflejó, tanto en su obra como en su vida personal, la naturaleza del hombre romántico: pasión, drama y tragedia. Desde sus años adolescentes, Schumann mos­ tró sus dotes como compositor, escribiendo obras para piano, pero también para orquesta de cámara y sinfonías. Sus trastornos emocionales, acompañados de severas crisis nerviosas, culminaron en 1854 cuando se­ arrojó al río Rhin, y fue internado en una clínica cercana a Bonn, para morir finalmente en 1856.

Robert Schumann (1810-1856)

El señor Weick no le simpatizaba en absoluto… La noche anterior había sido de apesadumbrado sufrimien­ to al sólo pensar que al día siguiente debía tocar algunas piezas al piano frente a él. Sabía lo estricto que era con sus alumnos y cuán crueles podían ser sus críticas y comentarios. Su técnica era depurada aunque, sospechaba, le echaría en cara su roman­ ticismo y esa extrema sensibilidad que no podía modificar. El destino le había fijado un rumbo a seguir, el mismo por el que transitaba con paso firme y seguro. No permitió distrac­ ción alguna hasta el instante en que, sentado frente al piano en casa de su maestro, notó que alguien más estaba cerca, es­ cuchando atentamente… Aquella era una aparición y su hermosura lo confundió por un instante en que no pudo siquiera parpadear, al tiempo que su corazón se aceleraba. En los años siguientes siempre recordaría con agrado aquel instante como el momento más sublime de su existencia. Pero ahora los años de felicidad habían quedado rezaga­ dos. La batalla ante el piano tratando de extraerle un nuevo –

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lenguaje, formaba ya parte de la historia que él mismo escri­ biría. Reconocía que ya no podía tocar más, y atormentado se llenaba de angustia, de un descomunal terror interno… Las composiciones que en otra época fluían con facilidad se ha­ bían vuelto dificultosas, llenas de penurias y peligros que era incapaz de afrontar… Se levantó de su asiento fijando la vista al infinito. Sus ojos permanecían estáticos, sin ver nada… No divisaban el río frente a él, ni las aguas azules que se mecían con el tenue soplo de la brisa veraniega. Tampoco lo­ graba ver las nubes grises que formaban un techo anunciando una tormenta próxima, y no distinguía que la noche ya estaba a su lado. Y sin embargo, miraba fijamente con aquella zona de su pensamiento que no parece humana, y que poco a poco se difumina en medio de la locura de cada uno. Caminó hacia el agua con la mente en blanco y los ojos ciegos en el devenir de su propia existencia…Y así, Robert Schumann se encontró con su destino. Siguió caminando has­ ta perderse bajo el manto de aguas poco amistosas para ser rescatado por su amada Clara. Aún había en su cuerpo un pe­ queño aliento, y sin embargo tuvo que ser internado en un manicomio: su vida espiritual se había ahogado sin remedio. Clara Weick se atormentaría los años siguientes preguntán­ dose en qué momento su amado había perdido la razón. ¿Quizá habría sido cuando inutilizó un dedo de su mano, tratando con ello en vano de mejorar su digitalización en el piano? ¿O acaso fue cuando el Sr. Weick les prohibió casarse, bajo la amenaza que posteriormente cumplió de desheredarla? ¿O tal vez ocurrió 302 | J a i m e L av e n t m a n G.

cuando Robert se sentaba horas enteras frente a un pentagrama, sin lograr moldear en él siquiera una nota musical? Ya en el manicomio, Schumann, privado de su lógica y de la chispa de vivir, al menos tuvo la bendición de no volver a ver al odiado Sr. Weick… A Clara no creo que la haya olvidado, por más grave que haya sido su locura.

Alexander Scriabin (1872-1915)

Nacido en Rusia, en 1872, Alexander Scriabin des­ tacó por haber sido un virtuoso del piano y la com­ posición musical. Desde muy temprana edad fue alumno de pia­ no de Nikolai Zverev, quien había ganado fama de gran maestro, entre otras cosas, por haber tenido como alumno al gran Rachmaninov. Poco después, Scriabin ingresó al Conservato­ rio de Moscú, y a pesar de que tenía las manos real­ mente pequeñas, se convirtió en un gran pianista. En lo que respecta a su trabajo como composi­ tor, el músico ruso estuvo influido por la teoría del Superhombre, atribuida a Nietzsche. Un poco antes de morir, diseñó un trabajo musical sobre el Armagedón, con la intención de presentarlo en el Himalaya. A esta pieza musical la llamó Mysterium, pero la muerte lo sorprendió en 1915, antes de que pudiera terminarla.

Alexander Scriabin (1872-1915)

Tras una larga ausencia, a los 43 años de edad regresó a su patria, en parte convencido por los amigos y admiradores, pero también a recoger el fruto de una larga cosecha, que ahora lo redimiría ante su gente. El bigote aristocrático parecía anunciar el fin de los zares y de una larga época de varios siglos, si bien él no llegaría a vivirla. Hacía tiempo que había abandonado a su mujer. Su nuevo amor era la filosofía pura, por medio de la cual trataba de comprender su entorno, su mundo, y de unir todo ello bajo un concepto universalista de paz eterna. Su obra sinfónica se consideraba demasiado avanzada para la época, y las tonalidades de las mismas, definitivamente no eran del agrado de la mayoría. Pero sus ideas de encontrar una unidad en el universo que impulsara a la humanidad hacia un nuevo periodo de hermandad entre los seres humanos, se com­ prendía aún menos. Por momentos, Scriabin se creía el propio Mesías redi­ miendo a un mundo castigado por los errores y pecados de sus hijos. Y pensaba también que a través de su música fundida en un divino poema lograría llevar el mensaje de unificación –

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hasta el éxtasis, borrando toda duda que se antepusiera a su misión. Días atrás, el molesto furúnculo que había brotado en su labio comenzaba a aumentar de tamaño, mostrando francos signos de inflamación y de una latente infección. En vano in­ tentó reventarlo; quizá con ello creía dejar escapar la muerte que comenzaba a rondar por su cuerpo, pero sus esfuerzos fueron vanos, y en lugar de ello, una fiebre pertinaz se instaló en su organismo para ya no abandonarlo jamás. De pronto se vio envuelto en el delirio de una infección sin control. Soñaba con sus obras musicales, con el amor que desea­ ba otorgar a la humanidad. Se suscitó finalmente la septicemia, hija natural de una infección no controlada, y con implacable habilidad, en un instante se llevó consigo a este pseudomesías. De figura y mirada aristocrática, Alexander Scriabin trazó una música llena de misticismo que había de ser interpretada en los tiempos por venir. Mostraba en ella el canto de una abominable desesperación, de quien conoce la maldad del ser humano y sabe que ésta es incapaz de congeniar con la bondad divina, quizá porque está fuera de nuestro alcance. Scriabin se elevó a alturas que él mismo dibujara, dejando que un simple furúnculo le cortara la vena de la inspiración. Pero, ¿en realidad se habría llegado a sentir un Mesías?… Solo sé que el pianista de renombre, el compositor de san­ gre rusa, indujo los cambios que su pueblo vería al paso del tiempo. Los conceptos filosóficos que trató de transmitir al mundo hoy están en el olvido. Nadie los recuerda y a nadie le interesan. Sólo perdura su mensaje musical.

D m i t r i S h o s ta k o v i c h (1906-1975)

Nacido en San Petersburgo, en 1906, tras un pe­ riodo inicial de vanguardismo musical en prácti­ camente toda Europa, el estilo de Shostakovich derivó hacia un romanticismo musical tardío, que supo combinar a la perfección con la música rusa tradicional. Shostakovich logró crear un modo muy perso­ nal que evolucionó en algunas de sus obras hacia la atonalidad; es decir, al uso de contrastes agudos y elementos un tanto extravagantes, con un compo­ nente rítmico muy acentuado. Murió en 1975, y en la actualidad es considera­ do como uno de los compositores más destacados del siglo xx.

D m i t r i S h o s ta k o v i c h (1906-1975)

Hacía tiempo que la fama ganada con su primera sinfonía se había olvidado. Aunque su inspiración producía cada vez más y mejor música, el reconocimiento no parecía llegar. Las au­ toridades de su país se negaban a aceptar que él componía la música que su mente le ordenaba. Se había convertido en la voz de vanguardia en el ámbito musical del siglo xx, y sin embargo todas sus obras se sublimaban y mejoraban a la anterior, pero muy frecuentemente alguna genialidad aparecía. Había intentado todas las variantes y posibles matices que la diversidad en la música ortodoxa podía ofrecer. Preludios y sonatas para piano, cuartetos, óperas, sinfonías, cantatas… y en cada una de ellas, una gota de su sangre se regaba en su contienda contra un gobierno totalitario que tenía controlado a su pueblo. Era un genio, pero un genio supeditado al control draconiano de mentalidades sin sentimientos, que dictaban sin clemencia las directrices a seguir a cada artista de su país. Sus ojos miopes, buscaban afanosamente la nota adecua­ da para integrarla al pentagrama. Su presión arterial, siempre errática en su control, subía sin consideraciones para permane­ –

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cer en esas peligrosas alturas que dañan la inspiración creativa del músico y de todo artista. El corazón se encontraba agotado; el desgaste físico y mental era muy grande, y comenzaba a fallar ocasionalmente, augurando un final estremecedor. Sería rápido en su aparición e injusto en su tiempo. Desde lo más profundo del canto del bosque recordaba, ahora a varios años de distancia, las batallas que se habían li­ brado en el suelo patrio, y a las que su dirigente se atrevió a nombrar como “guerra patriótica”. Millones de seres morirían y no precisamente bajo la metralla del enemigo, sino como con­ secuencia del hambre y las enfermedades, a su vez resultado de la incredulidad del ser humano. En su sinfonía Leningrado, en el canto repetitivo de sus percusiones y el crescendo que estorba a la memoria, Dmitri Shostakovich escribía con sangre la saga de su ciudad y de sus habitantes. Años después vería borradas de los escenarios sus mejores composiciones, entre ellas sus óperas, mismas que habían sido calificadas con la más absoluta de las ignorancias como “música de degenerados”. Así, Lady Macbeth, la que vivía en la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, representaba una crítica al sistema fatí­ dico impuesto sin piedad a un pueblo. Se luchaba abiertamente contra un dirigente que todo lo quería abarcar. Y un buen día Dmitri se acercó a Yevtushenko, el gran poeta, y le prometió es­ cribir la música para uno de sus poemas. Al hacerlo, reconoció por primera vez cómo su querido ejército había masacrado a una población indefensa.

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Babi Yar con su amargo llanto y el recuerdo de la sangre vertida inútilmente, sólo logró que el cerco oficial que lo es­ trangulaba ciñera aún más el nudo a su alrededor, cortándole la inspiración. Pero lo afectaba otra enfermedad aún más maligna, que poco a poco lo iba paralizando, como una poliomielitis pro­ gresiva a la que nada ni nadie podía parar. Esa esclerosis late­ ral amiotrófica eventualmente lo mataría. Una mañana en que el tirano llevaba años de muerto, Shostakovich supo que iba a morir. El corazón perdía fuerza y no fue posible encontrar en todo el mundo una medicina que curara sus heridas. No era el músculo el que fallaba, ni tam­ poco las arterias que lo irrigaban. Su corazón lloraba lágrimas mortales por aquellos a quienes no pudo defender. Los cadá­ veres en las calles de Leningrado, la inmensa fosa de muertos en Babi Yar y los héroes anónimos asesinados durante las guerras y las continuas purgas del régimen. Supo entonces que su patria eventualmente se redimiría, y así, la voz musical del siglo cerró sus ojos y expiró en la tierra convulsionada en la cual le había tocado nacer y morir. Shostakovich definió el devenir de su pueblo antes que el suyo propio.

Jean Sibelius (1865-1957)

Nacido en 1865, en Tavastehgus, Finlandia, Jean Sibelius soñó con ser un virtuoso del violín desde muy niño. Y sin embargo fue hasta 1892 cuando pudo demostrar que, más que eso, él era un gran compositor, en especial de canciones, obras corales y piezas para piano. Pero su fama la debe en buena medida a la com­ posición de poemas sinfónicos. Amante de la naturaleza, solía llevar su violín con él al bosque, sitio en el que a menudo se inspi­ raba; en ocasiones tomaba alguna embarcación para navegar por el río, y ahí también se ponía a tocar. El lenguaje musical de Sibelius es inconfundi­ ble y universal, puesto que trasciende el gran amor que este compositor sintió siempre por su país. Jean Sibelius murió en 1957.

Jean Sibelius (1865-1957)

Contaba con 44 años de edad y era considerado el compositor del siglo. Sus obras se interpretaban más que las de cualquier otro artista vivo, y sus admiradores aumentaban de una forma increíble. Ese día se encaminó al hospital; tenía que someterse a una operación para erradicar el cáncer de garganta que tanto le aquejaba. Sentía que la vida se le escapaba y que ya formaba parte del mundo de los desaparecidos. La angustia en el alma era cada vez más grande; y crecía al mismo ritmo que su males­ tar. Una mañana amaneció con la sensación de ser aún muy joven para morir, sabía bien que todavía podía ofrecer mucho al mundo de la composición, y en ese momento una profunda depresión se asentó en su corazón para no abandonarlo jamás. Su temor a morir por el crecimiento desbordado de las células malignas lo consumía… Y fueron su patria, su joven nación, y su gente que tanto lo idolatraba, las que lo apoyaron incondicionalmente duran­ te ese trance. Le dieron —entre muchas otras cosas— una –

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pensión vitalicia para que pudiera seguir siendo su músico y su compositor. Gustaba del buen vino y de hermosas mujeres, que sim­ plemente se rendían ante su presencia sin que él tuviera que esforzarse demasiado para ello. Y aquel cáncer fue extirpado y el hombre regresó a su hogar. Le quedaban 20 años de maravillosa inspiración y trabajo constante. Sus poemas sinfónicos endulzarían lo agreste en la vida de sus conciudadanos, y éstos lo llamarían desde entonces su héroe. La mañana era apacible. Acababa de cumplir 91 años de edad. En los últimos 25, su inspiración se truncó y no volvió a componer una sola nota musical. Sin embargo, su país le se­ guía otorgando los honores reservados a la realeza. Ese día, en forma súbita lo invadió un fuerte dolor de cabeza, y sin poder siquiera expresar un último adiós se sumió en la inconciencia que antecede a la muerte. Una hemorragia cerebral finalmente lo llevó a la tumba, callando para siempre sus temores de una muerte prematura. Jean Sibelius engañó durante cerca de 50 años a la muerte. La confundió en tal forma, que le fue concedida una vida extra. Finalmente, como todo ser mortal, sucumbió ante ella pero en forma gallarda, sin sufrimiento, casi con alegría. Sibelius no murió a los 91 años. A los 44, volvió a nacer, y simplemente disfrutó la vida durante 47 años más. La muerte misma, al verlo definitivamente en su descanso final debió ha­ ber sonreído, reconociendo que en una ocasión fue derrotada por un ser humano. A la larga, Sibelius fue el triunfador. La muerte, llegada a su tiempo correcto, era ahora su consuelo y no mostró lucha alguna frente a ella.

B e d r i c h S m e ta n a (1824-1884)

Nacido en la actual República Checa, en 1824, Bedrich Smetana comenzó desde muy niño sus estudios de piano y violín. Muy joven viajó a Praga para continuar con su formación como compositor y posteriormente tra­ bajó con el conde Leopold Thun. Después de que sus primeras obras fueran pu­ blicadas, Smetana fundó una escuela de música que financió el compositor Franz Liszt. Comprometido con el movimiento nacionalista checo, él fue el primero que utilizó elementos del folklore checo en sus composiciones. En 1865 se trasladó a vivir a Gutemburgo, en donde ejerció como profesor y director de orquesta, y también como músico de cámara. A su regreso de Praga, en 1863, fundó otra es­ cuela con el propósito de promocionar la música de su país. Su obra influyó notablemente en dos grandes maestros: Antonin Dvorák y Leoš Janárek.

B e d r i c h S m e ta n a (1824-1884)

Se deslizaba con torpeza y lentitud de un sitio a otro, sin pres­ tar atención a lo que le rodeaba. Al fin y al cabo, un asilo re­ sultaba idéntico a otro: paredes frías, personas desinteresadas, médicos en cuerpo, mas no en alma. Dejó de escuchar el trino de los pájaros, el susurro del viento, e incluso el canto monta­ ñés que tanto le gustaba. La alegría estaba ausente de su vida y no era la novia per­ dida la culpable, sino la sordera profunda que lo había alejado por completo del mundo de los vivos, lanzándolo a la irremediable soledad que otorga el silencio. Sabía que el maestro de Bonn había superado éste déficit auditivo. Pero él no era Beethoven, y tampoco poseía su fortaleza. Aislado, sus días transcurrían en un mundo de visiones que le infundían terror. Su ciclo de composiciones Mi patria estaba sumergido en el fango del olvido, enmarañado dentro de una mente enferma como la suya, que no era ya capaz de recordar siquiera su propio nombre. Ya no volvería a remojar sus pies en el caudaloso río de sus años de infancia ni a re­ crearse en los poemas sinfónicos dedicados a su tierra natal. –

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Este gran nacionalista se pudría en el asilo de los enfermos de la mente, enajenado en su propia locura que en él no era sino cordura, y en los demás demencia. En un momento de aislamiento total, su mente lo trasladó hasta las cauces del Moldavia. Smetana se acercó a la orilla, lanzó los zapatos lejos de sí, y dejó que las aguas cristalinas lavaran los pecados de su vida, como el Santo Padre lo hacía cada viernes santo, al lavar los pies de sus feligreses. El silencio de la sordera era tan profundo, que causaba dolor. No escuchó los pasos de los corceles que conducían la carroza de la muerte, que llegaba por él para que la abordara. Tuvo que ser la muerte misma, quien golpeando levemente su hombro le dejara saber que el momento final de su vida había llegado. En el asilo, nadie comprendía por qué el bueno de Smetana gritaba como el loco que siempre se rehusó a ser. Nadie prestó atención cuando desapareció su alma, montó en la carroza misma de su destino final y se alejó por un paraje que rodeaba al Moldavia… Ese fue sin duda alguna, el último deseo del compositor.

J o h a n n S t r a u s s ( pa d r e ) (1804-1849)

Nacido en Viena, en 1804, Johann Strauss padre fue conocido principalmente por sus valses. Muy joven aprendió el oficio de encuadernador y realizó sus primeros estudios musicales con Jo­ hann Polischansky. Muy pronto también, obtuvo un puesto en la orquesta local de su ciudad natal para participar en un cuarteto de cuerdas, el Cuarteto Lanner, que interpretaba valses vieneses y danzas rústicas alemanas. Más tarde logró formar su propia orquesta de cuerdas. Y quizá uno de sus mayores éxitos fue el haber adaptado melodías populares para el gusto de la época. Strauss murió en su ciudad natal, en 1849.

J o h a n n S t r a u s s ( pa d r e ) (1804-1849)

¡Qué gran honor!… Brahms, el músico más connotado de toda Viena expresa abiertamente la fascinación que siente por sus obras y también por las de su hijo, a quien consideró su amigo. Y sin embargo, fueron tiempos de gloria que durarían muy poco. Las orquestas que él mismo había fundado y dirigido, in­ terpretaban su música en los salones de baile vieneses, y even­ tualmente, en los salones de todo el mundo. El nuevo baile arrastraba multitudes convirtiendo a Viena en el ombligo del universo. Llevaba varios días, sin embargo, en que su salud se mer­ maba. Sudaba copiosamente y un persistente dolor en la gar­ ganta lo atormentaba, haciendo que ingerir cualquier alimento, líquido o sólido, le produjera tal sufrimiento que pensaba en la muerte como única solución. Esa mañana notó cómo su epidermis, como un perfecto guante, se había desprendido de su mano. Una persistente tos lo agobiaba y la fiebre iba en ascenso. Tenía poco más de 40 años y sin embargo sentía que la vida se le escapaba entre las manos. –

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Estaba solo. Había abandonado a su desprendida esposa para huir con Emilia, una mujer de pésima reputación, quien al verlo tan enfermo simplemente lo abandonó. Le dolía profundamente el abismo que separaba sus grandes logros musicales y los enormes fracasos en su vida personal. Su hijo, cuyo genio armonioso superaría al maes­ tro, lo despreciaba y aunque parecía que una vez más por fin se habían reconciliado, los rencores acumulados eran ya demasiados. De pronto entró en el estertor final de su agonía. Escuchó a una orquesta interpretar sus obras y por un momento, en la alucinación de la muerte, creyó ver al hijo que se acercaba para darle un abrazo. Así es como Johann Strauss padre, en la antesala de la muerte, hubiera dado todo porque su vida hubiera sido diferente. La Marcha a Radetzky aún retumba en las salas de con­ cierto mientras el público la palmea con ritmo perfecto. Esa Austria a la que él se entregó, lo recuerda interpretando sus obras con frecuencia. Me resulta paradójico y extraño que a Johann Strauss pa­ dre lo matara una enfermedad de niños, la fiebre escarlatina, cuando él mismo quiso deshacerse de su propio hijo, aquel cuya obra finalmente opacaría la suya. Uno… el gran creador del vals vienés… El otro, el hijo, fue simplemente el Rey del Vals.

Rich a rd St r auss (1864-1949)

Hijo de Franz Strauss, un cornista de la corte de Munich, Richard se mostró desde muy pequeño co­ mo un niño prodigio. Compuso tres poemas sinfónicos de tema he­ roico; entre sus obras, las que más han trascendido para el gran público: Así habló Zarathustra, Don Quijote y Una vida de héroe. A finales del siglo xix se dedicó a escribir ópe­ ras y en 1905 puso en escena Salomé, basada en el drama de Oscar Wilde, pero la reacción del público fue tan feroz que tuvieron que cancelarse las pre­ sentaciones posteriores. Sin embargo la ópera fue exitosa en otras par­ tes del mundo y llegó a darle a Strauss los ingresos suficientes para financiarse una casa en GarmischPartenkirchen. Su música orquestal fue menos abundante. Destaca su Metamorphosen para 24 instrumentos de cuerda, inspirada en la marcha fúnebre de la Tercera sinfonía de Beethoven. Strauss murió en 1949.

Rich a rd St r auss (1864-1949)

Le pesaban la edad y los años. Los acontecimientos que había vivido últimamente lo hundían, al tiempo que lo amenazaban con arrebatarle la fama que tanto le había costado conquistar. Errores de viejo, diría el mundo por nombrarlos de alguna manera, desechando con ello un veredicto de culpabilidad o de inocencia. La sentencia, sin embargo, envolvía irremedia­ blemente el menosprecio por haberse prestado a ser un arle­ quín, un fantoche ante un partido político, en lugar de haber desafiado, con la fama que entonces gozaba, los actos cometi­ dos ante la injusticia y de haber defendido sus puntos de vista. Quizá el motivo que lo llevó a actuar así fue el miedo ante la posible pérdida de su libertad. Sólo el tiempo emitiría la última opinión: inscribiría su nom­ bre en el libro de la memoria humana o tacharía su presencia para siempre. Y sin embargo había cambiado el sentido de la ópera en el siglo xx; pero a diferencia de sus grandiosas heroínas, se había prestado tontamente a los juegos de un gobierno totalitario. Su Electra se habría levantado de la tumba para defender su –

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honor, mientras que él, desechando su libre albedrío, fue inca­ paz de defender sus ideales, que no eran ni por asomo los de aquellos asesinos en el poder. Su pecho hervía, como si dentro del mismo se cocinara algún exquisito manjar y no el brebaje que lo acercaba a la muerte. Las violentas sacudidas, acompañadas de un ritmo desi­ gual, eran muy molestas para un músico, en quien el ritmo era vital e inviolable. Le faltaba el aire y un dolor sordo se había asentado en su cuerpo invadiendo su brazo izquierdo, y ascen­ día por el cuello hasta embotar sus sentidos. No entendía lo que estaba sucediendo, pero dedujo que fuera lo que fuera, no se trataba de nada bueno. Creyó que la tristeza que envolvía su corazón era la única culpable de su malestar, cuando en forma brusca, un dolor de una intensidad extrema entintó sus labios de morado y le quitó el color de la vida. Un infarto del miocardio era lo que en ese instante martillaba el cuerpo de Richard Strauss. Las heroínas de sus obras se acercaron presurosas, tra­ tando de calmar su dolor y de aliviar su angustia. La vida del héroe llegaba a su fin y los pecados cometidos por la vejez que tanto lo abrumaba, le serían perdonados, mas nunca olvidados. Aquellos a quienes ayudó en vida como Hoffmansthal y Zweig, no entendían lo que había sucedido con él. En su cora­ zón supieron perdonarlo. Así el hombre mortal, presa de sus pasiones moría, y el alma, que es inmortal, sería recordada por las buenas obras del músico.

P i o t r I l l i c h Tc h a i k o w s k y (1840-1893)

Nacido en Rusia, en 1840, Tchaikowsky es uno de los compositores musicales más importantes del siglo xix. Hacia 1875 su carrera musical ya estaba prácti­ camente consolidada y 10 años más tarde, su fama trascendía Rusia para llegar al resto de Europa y finalmente a Estados Unidos. A raíz de su debut como director de orquesta se le declaró como el más grande compositor ruso. Tchaikowsky inauguró el Auditorio del Carne­ gie Hall de Nueva York; fue miembro distinguido de la Academia Francesa de la Música y recibió el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Cambridge. Murió en San Petersburgo, en 1893.

P i o t r I l l i c h Tc h a i k o w s k y (1840-1893)

La tarde era calurosa y se antojaba una bebida refrescante. Su mente divagaba una vez más, saltando con la facilidad que le caracterizaba, de una melodía a otra. Cada una de ellas ha­ bía sido escrita con claridad en su pequeño cuaderno pautado. Su humor pasaba sin previo aviso de la tristeza a la melancolía, pero aquello no le resultaba extraño; desde que era niño aque­ llo formaba parte de su estado habitual. Recordaba su fracasado matrimonio y con frecuencia se atormentaba pensando que jamás debió haberse llevado a cabo, por lo menos con alguien como él, de sensibilidad enfermiza, de tendencias poco ortodoxas, y aunado a ello, con depresiones siempre a punto de aflorar. La relación con su amiga benefactora era ya parte de la historia. Ahora, los años comenzaban a pesarle. Sus ballets eran interpretados en todas las salas de arte del mundo occidental, y sus óperas eran representadas y recibidas cada vez con mayor entusiasmo por un público que apreciaba su fuerza, no siempre nacionalista. El resto de su música formaba ya parte de la historia de Rusia, su lugar de residencia. –

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Su genio no se cuestionaba, y su sola presencia provoca­ ba el aplauso espontáneo y unánime de todos. Sin embargo, Tchaikowsky sonreía poco. Su humor parecía ir acorde al sub­ título de su última sinfonía, en donde las palabras melancolía, tragedia y patetismo se mezclaban indistintamente. En San Petersburgo había estallado una epidemia. El cóle­ ra causaba entre los habitantes más temores que la propia idea de ir al infierno al morir. Se había advertido a la población que no bebiera agua del manantial: podía estar contaminada. Entonces, ¿por qué la bebió sin oír el consejo de sus ami­ gos? ¿Fue acaso un acto de inocencia de su parte? ¿O quizá querría matarse? El músico tenía problemas con la autoridad, ¿fue por ello que escogió ese camino tan poco decoroso? ¿Sabía que la enfermedad le causaría un insoportable do­ lor de cabeza, acompañado de escalofríos, fiebre alta y una diarrea incontenible, seguida de terribles dolores musculares? Pero Tchaikowsky era un hombre con buen sentido del hu­ mor. Quiero pensar que quizá imaginó a la gente decir: “El bueno de Piotr siempre tan tranquilo y melancólico, murió de un ataque de cólera”. Valga la mala comparación y la broma en representación de la música que por sí sola conquistó al mundo. Ahora sabemos que el bueno de Piotr probablemente fue obligado a beber el agua contaminada, a contraer el cólera y a que el mundo no lo llamara suicidio… Al parecer un desliz inoportuno fue la causa de ello. Y al elegir este camino, salvó para siempre su reputación de músico. Si no fue así y Tchaikowsky simplemente cometió un desliz sin escuchar consejos, que la historia nos juzgue. Al menos su música logró ganar la batalla.

A r t u r o To s c a n i n i (1867-1957)

Nacido en Parma, ciudad italiana, en 1867, Arturo Toscanini es considerado como el director de orquesta más grande de su tiempo. Tras sus estudios en el Conservatorio de Parma y una gira por Sudamérica, en 1898 fue nombrado director residente de la Scala de Milán, para pasar después por el Metropolitan Opera House y dirigir la Orquesta Filarmónica de Nueva York. Ya en Estados Unidos, en su honor se fundó la Orquesta Sinfónica de la nbc, en la que actuó regu­ larmente en la Radio Nacional de aquel país y se convirtió en el primer director de orquesta estrella de los modernos medios de comunicación. Toscanini muró en enero de 1957.

A r t u r o To s c a n i n i (1867-1957)

Era el mejor de todos… y lo sabía. Una férrea personalidad, unida a una lengua ponzoñosa que de la misma manera podía alabar la labor de un músico, que hundirlo para siempre por su falta de profesionalismo. No criticaba el talento, ya que, estaba convencido, se tra­ taba de un regalo de los dioses que con un trabajo tesonero podía mejorar. Pero no estaba en su carácter el perdonar la astenia, la falta de coraje y de dedicación en una profesión co­ mo la música, en la que frecuentemente el corazón ordena por encima del cerebro, aunque éste nunca debe perder el control necesario. Miope severísimo desde pequeño, solía memorizar cada partitura de principio a fin, asombrando con ello a propios y extraños. En su larga y productiva carrera musical conoció a Verdi y le tocó en suerte estrenar varias obras de Puccini, el perfecto sucesor de aquél. Al tratar de huir de los horrores del fascismo, abandonó la hermosa y soleada Italia para refugiarse en la enorme urbe de –

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hierro que era Nueva York: la gran manzana con sus emisoras de radio que difundían la vida musical estadounidense. Y en el nuevo país de concreto y altos edificios y rascacielos, donde se pensaba brillaba el oro y la plata para cualquier inmigrante, le fue entregada en bandeja de oro una orquesta sinfónica, con la cual trascendió a las alturas mismas de la perfección musical. Arturo era un director de orquestas sinfónicas, pero no era cualquier director. Durante los 90 años de su vida, con más de 70 de ellos en plena actividad, creó nuevas interpretaciones a la música de Wagner y de Beethoven, con ritmos acelerados y mucho más ortodoxos que sus contemporáneos. Dirigía la música alemana con el profundo amor que sen­ tía por sus compositores y el odio por sus políticos. Huyó de Mussolini, a quien consideraba un títere que un mundo sin valores movía a su antojo y al cual él no podía pertenecer. Abandonó su querida Scala en Milán, cuando ésta se rindió a los pies del tirano. Entonces dejó amigos, conocidos y se llevó en el corazón impregnado el recuerdo de las grandes voces que lucieron en aquella sala de ópera. Y un buen día, cuando estaba al frente de una orquesta le vino un titubeo instantáneo que sin embargo no pasó desaper­ cibido. La mano, firme en otros tiempos, se movía con torpeza y el ritmo se desquebraja sin cohesión, sin continuidad. Por unos segundos Arturo Toscanini se perdió, en ese instante úni­ co de la vida en que ésta se convierte en un frágil eslabón que la une con la muerte. Las palabras no acudieron a su mente y tampoco logró expresarse. La música comenzó a sonarle lejana, impropia. 338 | J a i m e L av e n t m a n G.

Toscanini acaba de tener un evento isquémico cerebral transitorio y en ese instante supo que la muerte lo acechaba; el cansancio de vivir comenzó a invadirlo. En la penumbra de su inconciencia logró recordar con ca­ riño cuando Huberman, el gran violinista, un judío sin tierra y sin libertad, se acercó a proponerle que digiera el primer concierto de la orquesta sinfónica de Palestina. Y Toscanini, hombre de amplio corazón y de valores éticos muy por encima de la norma general de su época, accedió. Y en 1936, cuando las amenazas de Hitler confundían al mundo y asustaban al pueblo judío, dirigió la obertura de Oberón, de Weber, con la Orquesta de Palestina, con lo que le anunciaba a un mundo incrédulo que algún día no lejano, Israel, como el ave fénix, habría de renacer de sus propias ce­ nizas y surgir a la vida. Toscanini sufrió aquel primer desliz dirigiendo a su or­ questa y poco después perdió la vida. Por su honradez, se le recuerda con cariño. Con ello ganó la fama que tanto merecía.

G i u s e pp e V e r d i (1813-1901)

Nacido en La Roncole, provincia italiana en 1813, Giuseppe Verdi es el compositor italiano de ópera por excelencia del siglo xix. Las piezas que conforman su trilogía popular ro­ mántica, Rigoletto, La Traviata e Il Trovatore, son de sobra conocidas por los amantes del género. En su momento, las óperas de Verdi sirvieron para exaltar el carácter nacionalista que requería en aquellos años una nación como Italia; tal es el caso del coro de los esclavos que aparecen en Nabucco, entre de las más conocidas en su país natal, y que en­ tre otras cosas le valió el triunfo definitivo en Milán. Su estilo personal lo llevó a presionar a empre­ sarios y libretistas de su época a que arriesgaran más con sus puestas en escena, muchos de los cua­ les siguieron al maestro, sin duda sabiendo que el éxito estaba al alcance de la mano. Verdi murió en Milán, en enero de 1901.

G i u s e pp e V e r d i (1813-1901)

Reposaba en su lecho de muerte. Unos días antes, en forma súbita y sin aviso, como un aguijón que se clava sintió un dolor de cabeza e inmediatamente notó que no podía mover una mitad de su cuerpo. Tuvo severas náuseas y vómito. Un letargo cayó pesadamente sobre su ser y sin mayores detalles, entró en estado de coma. La mente febril, encerrada en ese cuerpo moribundo, no cesaba en su actividad. La hemorragia cerebral lo paralizó en todo menos en su pensamiento. Los párpados permanecían cerrados y sin embargo él veía con claridad. Creyó por un instante estar ante un escenario de ópera, iluminado profu­ samente, en el que los cantantes se esforzaban por emitir el tono adecuado a cada una de sus arias. Y todos parecían estar cantando para él. Y entonces sus dolores desaparecieron y el temor a la muerte pareció esfumarse en un segundo. A su oído se acercó aquel jorobado con la pena a cuestas de una hija mancillada y muerta. Le cantó su dolor y su pesadum­ bre. Segundos después apareció Violeta, quejándose de una tu­ berculosis maligna y llorando por la ausencia de su amado. Un –

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trovador a lo lejos entonaba melodías que podían hacer que el mismo diablo derramara una lágrima… Otelo llegó a su lado cautelosamente y al tiempo que lloraba la pérdida de su amada se debatía en el dolor ante el suicidio inminente. Falstaff, el vie­ jo sinvergüenza, le guiñaba un ojo desde lejos. Mientras tanto, vio a Lady Macbeth, que le contaba en melodías arre­batadoras cómo se había liberado de su esposo… el mismo Atila se pre­ sentó, inconfundible en su altanería y su canto bélico. Ernani y don Carlos, lo miraban fijamente a los ojos y cantaban al maes­ tro en sus últimos minutos de vida, sin que la molesta Inquisi­ ción se enterara. Se escuchaban a lo lejos los cánticos de las vís­ peras sicilianas, al tiempo que Luisa Miller, con su voz dulce le narraba los sucesos de su vida. Juana de Arco le explicaba que ni las llamas de su lecho mortal podían acallar el grito de alegría de haber vuelto a vivir en un escenario. Nabucco y el coro de los Israelitas, le recordaban que alguna vez, él mismo había sido el Rey indiscutible de Italia. Verdi, aun con los ojos cerrados sabía que alguien faltaba. Parecía que casi todos los personajes de sus óperas cantaban sus alegrías y tragedias, pero ella… no estaba presente. Súbitamente todos desaparecieron como si hubieran ya cum­ plido con su deber. Y Verdi sintió inmediatamente el frío de la muerte. A lo lejos logró divisar la figura de Radamés. Pero no venía sólo… ella venía con él. Ahora, los tres podrían entonar el canto mortal de la gran ópera, y transportarse a la vida eterna, los tres… y él, acompañado de aquellos fervientes enamorados… Un Radamés valiente y una hermosa Aída, libre al fin co­ mo el propio Verdi, de los amarres de una vida de esclavitud.

A n t o n i o V i va l d i (1678-1741)

Nacido en Venecia, en 1678, Antonio Vivaldi com­ puso 770 obras: 477 conciertos y 46 óperas, y combinó su carrera musical con el sacerdocio. Antonio Lucio Vivaldi es especialmente cono­ cido por ser el autor de Las cuatro estaciones. Sin embargo, no todos los músicos se mostraron tan entusiasmados con sus obras, lo que en más de una ocasión le provocó un tremendo malestar. Vivaldi murió en Viena, en 1741, y tras su muerte cayó en el olvido. Fue tan grande el desconocimiento que su país tuvo con él, que ni siquiera aparece en los libros de música de la época. En el siglo xx volvió a surgir el interés por su obra, que fue difundida, editada y grabada muchas veces, a partir de manuscritos originales del compositor.

A n t o n i o V i va l d i (1678-1741)

En la dulce primavera de su vida estudió música con verda­ dero gusto y amor. La destreza natural que mostraba facilitó el arduo camino, saltando obstáculos y allanando el panorama. Ya fuera el violín o algún otro instrumento, su mente joven y ávida de conocimiento, aprendía la técnica con facilidad. Esa naturalidad se extendería eventualmente a otros ins­ trumentos de cuerda, incluyendo la guitarra y las mandoli­ nas… Todo aquello que despertaba algún sentimiento era rápi­ damente asimilado por su inigualable genio, y posteriormente desarrollado en magníficas armonías. El cabello rojizo y una nariz prominente, le daban por momentos aspecto de diablo, nombre con el que por cierto, mucha gente rápidamente lo asoció. Tal era su destreza en el manejo de esos instrumentos. Esto sin embargo, fue sólo una etapa de su vida, y no la piedra angular de ella. En el tempestuoso verano de su existencia se vio lleno de alegría y de misticismo; una difícil combinación entre lo pri­ mitivo y salvaje del ser humano y la introspección sacerdo­ tal. Y se decidió en forma segura e inteligente a seguir ambos –

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impulsos. Músico entregado a su Creador, logró combinar en un perfecto platillo la armonía polifónica con la inspiración celestial. Y ambas en impecable conjunción serían la base de su futura actividad, de su pensamiento y de su obra. Un sacerdote devoto a sus feligreses y dedicado a predicar el bien sin mirar realmente a quién. Pero un músico, en sus momentos de soledad, que al crear sus composiciones podía combinar en un solo instante la alegría de estar vivo y la en­ trega a su Creador. Hacía bailar lo mismo a los ángeles que al demonio, y pocos, muy pocos en realidad sabían a cuál de ellos tocaba mover los pies bajo el efecto de su música. Poco a poco la inspiración fue llenando el pentagrama, hasta que elevó su pequeña orquesta al sitial envidiado por otros compositores. Se debatía valiente y con bravura en el diálogo musical em­ prendido con Dios. En el otoño de su existencia aún gozaba de la fama que con tantas dificultades había adquirido. Se movilizaba de ciudad en ciudad sin lograr establecerse en ninguna. Seguía los preceptos adoptados por su entrega religiosa y vivía una pobreza extrema de cuerpo, que contrastaba con la inmensa riqueza del espíritu. Pero los años habrían de marcar con dureza su paso por la vida y si bien aún lograba pulsar un violín y obtener de él hermosos sonidos, sus dedos, ágiles en otra época, ya no corrían a la velo­ cidad de antaño. Sin embargo, las misas que oficiaba y la música que componía mantenían su espíritu en alto. Su apetito había disminuido y su estómago, delicado, resentía cualquier alimento que no fuera lo más sencillo de digerir. Y en medio de aquello, sus conciertos para toda clase 3 48 | J a i m e L av e n t m a n G.

de instrumentos brotaban con tal facilidad de su pluma fértil, que más parecían obra divina que humana. El pelo color fuego había dejado de impresionar a sus feligreses. Al llegar el invierno de su existencia, sobrevino también a su fin el ciclo de las estaciones. Ahora era viejo y había dejado de tocar los instrumentos que antes dominaba. Era un hombre errante, que transitaba de un sitio a otro. Finalmente encontró su residencia en Viena, la ciudad rodeada de enormes murallas. Un cáncer en algún lugar de su organismo le iba minando las fuerzas y poco a poco le arrebataba la vida. Primero lo de­ bilitó y le alejó el apetito. Después lo hundió en una terrible depresión, que juntamente con la pobreza extrema en que vi­ vía logró arrancarle la existencia y el pan de la boca. Antonio Vivaldi moría víctima de un tumor maligno, ago­ biado por la tristeza de no poder componer más, ni tocar algún instrumento. Y este sacerdote y músico, de figura endiablada, fallecía en la más absoluta de las pobrezas mundanas, puesto que la riqueza que su espíritu almacenó nunca se perdió, aun cuando tampoco logró suplir las necesidades del cuerpo.

R i c h a r d Wa g n e r (1813-1883)

Compositor, director de orquesta, poeta y teórico musical, Richard Wagner nació en 1813, en Leipzig, entonces reino de Sajonia. Wagner pasó a la posteridad principalmente por sus óperas, de las que se ocupaba de escribir también el libreto y de diseñar la escenografía. Sus creaciones musicales destacan por su textura contrapuntística y su elaborado uso de leitmotiv, características ambas muy apreciadas en toda composición armoniosa. Quizá uno de sus mayores aciertos fue el haber transformado el pensamiento musical de su tiempo, mediante la idea que él mismo tenía del arte teatral, puesto que logró escenificar sus óperas tal como las imaginaba. Murió en Venecia, en 1883, cuando ésta perte­ necía aún al imperio austrohúngaro.

R i c h a r d Wa g n e r (1813-1883)

Sentado en una buhardilla, observaba con detenimiento el vai­ vén de las aguas de aquella tempestuosa mañana. Las construc­ ciones se veían frágiles ante el ímpetu de las olas, y toda Venecia parecía destinada a luchar, una vez más, para prevenir desastro­ sas inundaciones. Recordaba aquella travesía que hiciera años atrás, cuando una tempestad casi hizo naufragar su endeble em­ barcación. De ahí surgiría la fuerza indómita de un buque que hace su aparición fantasmagórica, y logra vencer todo lo que hay a su lado, a excepción del amor eterno de una pareja. Soñaba con las melodías de Walter, y también con las de Hans Sachs, con las que los maestros cantaban en Alemania y vencían toda resistencia. Y sin embargo se sentía enfermo. Sabía que su corazón, an­ tes de hierro, ahora poco a poco se desmoronaba dando avisos a cada instante, ya fuera acelerando el pulso o hinchando sus tobillos y dificultándole la respiración, que por momentos se vol­ vía estertorosa. Cada uno de los personajes de su imaginación parecía esti­ mularlo a seguir luchando por la sobrevivencia, Tannhausser o –

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Sigfrido. Pero serían Tristán e Isolda en su interludio amoroso los que desterrarían para siempre de su corazón tanto odio acumulado y tanta vanidad almacenada. Su tetratlogía era más que el refugio y la búsqueda de su propio Valhalla. Wagner desfallecía lejos de su amada Alema­ nia y de Bayreuth. Su ciclo de vida estaba por terminar. Por un momento, un gallardo jinete se acercó a él monta­ do en un hermoso cisne. Su plumaje era tan blanco que moles­ taba a la vista. Era como si estuviera preparado a redimirlo de todos sus pecados. Lohengrin habló largo rato con él y ambos revisaron una vida de éxitos y de penurias. Un carácter indó­ mito, y por momentos demasiado creído en sí mismo, pero con una visión musical que cambiaría totalmente la esencia armónica en los años por venir. En el último momento, antes de que la vida se le escapara en medio de su insuficiencia cardiaca, Wagner supo que se en­ filaba hacia su propio devenir y como uno más de sus persona­ jes, cayó en escena y el telón lo cubrió para siempre.

L e o n a r d Wa r r e n (1911-1960)

Barítono estadounidense nacido en 1911, Leonard Warren perteneció a una generación posterior a la de los Ruffo, e influido por Giussepe de Luca, tuvo el mérito añadido a su talento de cantar tan bien como ellos, aun sin ser italiano. Y es que este virtuoso del bel canto absorbió a la perfección las enseñanzas de la escuela clásica italiana: canto claroscuro de contrastes y matices dinámicos, entre los que logró destacar los más glo­ riosos medios tonos de su voz. Esto último quedó patente en sus interpretacio­ nes de Aída y Otelo. Leonard Warren murió en 1960.

L e o n a r d Wa r r e n (1911-1960)

Recordaba con nostalgia los días que habían pasado, aquellos en que por primera vez interpretara el papel de Paolo en la excelsa ópera Simón Bocanegra del gran Verdi. Pensaba si el haberse estrenado con el maestro, significaba que podría des­ pedirse de igual forma. Mientras tanto, cantó los papeles más importantes de un sinnúmero de óperas que requerían de la voz fuerte y timbrada de un barítono. Sobre todo le cantó a Gilda con un amor paterno jamás superado cuando apareció como Rigoletto, el jorobado que dio el nombre a la obra. Había interpretado con su vibrante voz a un insuperado Amonastro junto a Aída, y a un terrible Yago, que odioso aconsejaba con malicia a su amigo Otelo. Su actuación en Gioconda era aún comentada en el neo­ yorquino Metropolitan. Y sobre todos ellos, su tenebroso Scarpia, aquel que terminara con Mario y en su lujuria con la propia Tosca, la ópera del mismo nombre. Haría del papel de Tonio, una leyenda interpretativa en Payasos, la composición de su contemporáneo Leoncavallo.



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Dominaba varios idiomas, y poseía una voz de rango tan amplio que podía cubrir las partes del barítono e incursionar en las del tenor. Un perfeccionista y un verdadero virtuoso en el arte, que exigía lo mismo a sus cointérpretes, lo que en no pocas oca­ siones le valió la enemistad de sus colegas. A los 48 años de edad se le consideraba el barítono más completo del continente americano, reconocido incluso en las salas de ópera de Moscú. Las cefaleas que ocasionalmente lo asolaban comenzaron a preocuparlo, por lo que se prometió ir a ver a un médico y averiguar qué le sucedía. Las severas punzadas habían logrado cortar el aire de tajo en una de sus arias más exigentes. Hoy actuaría una vez más en el Metropolitan Opera House. Mientras se vestía, recordaba con nostalgia la noche de su es­treno con el Simón Bocanegra. Esta vez cantaría una de las obras cumbres de Verdi: La forza del destino. El Met lo recibió con una estruendosa ovación. La cefalea no había desaparecido por completo; aún estaba latente en su cerebro. A la mitad de la ópera, en un aria en que don Carlo se ele­ va por encima de la misma orquesta, un malicioso aneurisma que ya no soportó más las tensiones a las que día con día se exponía, estalló en plena representación inundando de sangre el cerebro de Leonard Warren al tiempo que lo llevaba en su destino final a la muerte. Warren entró al mundo de la ópera cantando a Verdi y se des­ pidió del mismo, volviendo a interpretar al gran maestro italiano. La muerte en escena esta vez fue definitiva, aunque no for­ maba parte del guión impuesto por un buen dramaturgo.

Carl Maria

von

(1786-1826)

Weber

Proveniente de una familia de músicos, Carl Maria von Weber nació en 1786, en Eutin, una pequeña ciudad situada en la actual Alemania, y aunque aprendió a caminar cuando ya había cumplido los cuatro años, antes de ello sabía ya tocar el piano. El padre de Carl Maria era un militar que gusta­ ba de tocar el violín, y su madre había cantado en pú­ blico. Cuatro de sus primas eran cantantes de ópera, y una de ellas, Constanza, fue la esposa de Mozart. En 1798, Michael Haydn, el hermano de Joseph, le dio clases de música en Salzburgo, una ciudad con gran tradición musical en la que la familia von Weber se había instalado poco tiempo atrás. Ahí compuso y publicó su primera obra musi­ cal, y se inspiró para escribir muchas de sus piezas. Entre sus composiciones más conocidas están sus tres óperas, Euryanthe, Der Freischütz y Oberon, consideradas verdaderas obras maestras. Von Weber había recibido el encargo de com­ poner Oberon en inglés, y después de hacerlo, en 1826 se trasladó a Londres para presenciar su estreno. Fue precisamente ahí donde, al poco tiempo, lo sor­ prendió la muerte.

Carl Maria

von

Weber

(1786-1826)

Las fuerzas lo abandonaban. La respiración se tornaba cada vez más dificultosa y sus piernas, siempre débiles, no logra­ ban mantenerlo más en pie. Dirigía la orquesta con la misma vitalidad y vigor de su juventud, pero se sentía muy cansado. Los músicos que lo amaban lo sabían. A medida que el tiempo transcurría, Carl Maria se consumía cada vez más, y él, como sus amigos, se daba cuenta de ello. Dirigía con presteza y los cornos engrandecían la voz por encima de la orquesta para dar pie a la aparición de los caza­ dores y su endiablado canto. Y en tanto que la mano izquierda se elevaba ordenando a los músicos las entradas y salidas, su diestra marcaba el tiempo, y con ello el nacionalismo alemán adquiría vida y un lugar en el mundo, si bien en esos años Ale­ mania como país propiamente aún no existía. Adoraba ciertos instrumentos de la orquesta y para ellos había escrito innumerables conciertos, en los cuales su toque de genialidad se esparcía en una entrega total. Se sentía como Puck en su amor puro por Oberon y por Tatiana. Era un cazador furtivo que ganaría no sólo el trofeo –

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tan codiciado, sino también la mano de la hermosa doncella, sellando con su amor el romanticismo más puro de la época… Pero hoy la ópera parecía alargarse y por encima de las voces lograba escuchar su propia respiración, cada vez más agitada. Había amanecido con fiebre, y la tos que en otros tiempos era controlable, aun cuando teñía de rojo los pañue­ los que le daba su mujer cada mañana, la noche anterior no había querido abandonarlo ni por un segundo. Carl Maria von Weber se apagaba lentamente, luchando sin cuartel contra una tuberculosis pulmonar que finalmente acabaría por arrancarlo de este mundo. Deseaba imponer su nueva música a un público demandante e incrédulo, y que sin embargo lo apoyaba incondicionalmente. A la mitad de aquella representación se dio cuenta de que algo estaba fuera de lugar. Pese a que la música seguía sonan­ do acorde a la partitura y los cantantes se esforzaban por no equivocar las notas escritas, súbitamente una penumbra emer­ gió de en medio del escenario. El cazador furtivo se despren­ dió de la escena y se le acercó, y aunque él no dejaba de dirigir su obra, no cabía en su asombro. —Maestro —le dijo— vámonos de cacería. Lucharemos y venceremos vuestra enfermedad. Habrá armonía total para que usted siga viviendo. La tos aumentó y sin embargo la ópera seguía sin que na­ die notara algo diferente. Von Weber se sorprendía viendo que el cantante parecía estar en dos sitios a la vez: a su lado y en el escenario. Decidió dejar la batuta y bajó del podio como quien se ha resignado a su destino. Salió airoso, y en compañía de su 362 | J a i m e L av e n t m a n G.

amigo el cazador se dirigió al bosque que celosamente guar­ daba la pieza final para ambos, que no era otra cosa sino la vida misma… Von Weber volteó por última vez y se vio a sí mismo di­ rigiendo la ópera, que al llegar a su final fue recibida con el aplauso unánime del público. –¡Dios mío! se dijo a sí mismo…Ya no veo al cazador …Se ha esfumado… ¿Será posible que haya muerto?…

Anton

von

Webern

(1883-1945)

Compositor austriaco y miembro de la Segunda Es­ cuela de Viena, Anton von Webern nació en 1883. Alumno apasionado y admirador de Arnold Schönberg, su maestro, Von Webern estudió tam­ bién con Guido Adler. Cuando en 1938 el Partido Nazi invadió Aus­ tria, tuvo serias dificultades para ejercer su profe­ sión y optó entonces por trabajar como editor en la Universal Edition, en donde, no obstante, logró publicar su música. Finalmente Von Webern abandonó Viena para refugiarse en Salzburgo, donde murió en 1945.

Anton

von

Webern

(1883-1945)

La Segunda Guerra Mundial acababa de finalizar. Europa se encontraba hundida en el llanto de su propia destrucción. Nadie había logrado salvarse del paso apocalíptico del jinete maléfico, menos aún de la guerra y de la misma muerte. Anton contaba con 61 años de edad cuando, cansado del lustro de total deshumanización, buscó refugio en las afueras de Salzburgo. Días antes paseaba por las calles de la hermo­ sa ciudad de Mozart, tratando de encontrar alguna semejanza entre la obra del genio y la suya propia. Había escrito poco, es cierto, y sin embargo de sus obras se hablaba mucho. Re­ presentaban el cambio más importante en la concepción mu­ sical, de acuerdo con los cánones marcados por Schönberg, su maestro. Se sentía viejo y cansado. De su natal Viena recordaba con desagrado las cruces gamadas colgando de los balcones de las regias mansiones. Era la Viena de los valses de Strauss, de la neurosis de Mahler, de la élite de escritores que se habían marchado para no volver. Caminaba por terrenos que le augu­ raban desengaños en el futuro cercano. No había tiempo para –

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la música; menos aún para comprender la tonalidad dodeca­ fónica. Austria se había convertido en una nación ocupada por las tropas del ejército estadounidense y existía un toque de queda. Aventurarse por sus calles de noche era tonto y ni si­ quiera un iluso o un soñador lo habría intentado… ¡Alto!… gritó alguien en plena oscuridad, y en una lengua que desconocía. ¡Alto, o disparo!, debieron haber sido las últi­ mas palabras que Anton von Webern escucharía en su vida. Palabras dichas en un idioma incomprensible, como comen­ tario triste a su propia música cuyo moderno lenguaje había pas­ mado al mundo. ¡Vaya paradoja!… Había muerto el amo inventor de un nuevo lenguaje musical, por no entender la lengua de un simple soldado. La bala lo mató instantáneamente, sin juicio previo, no pudo despedirse y probablemente tampoco sintió dolor. Sólo quedó su música. Él, muerto en nombre de una civi­ lización decadente, de la misma manera en que muchos llega­ ron a juzgar su música.

Kurt Weill (1900-1950)

Compositor alemán nacido en 1900, Kurt Weill mos­ tró desde muy temprana edad su inigualable talento musical. Estudió en el Conservatorio de Berlín y escribió su Primera sinfonía, con absoluto estilo ex­ presionista, la moda que por entonces imperaba en Berlín. Weill obtuvo el éxito definitivo con La ópera de tres centavos, escrita en colaboración del dramatur­ go y compatriota suyo, Bertolt Brecht. Pero la música de Weill no era del gusto de los nazis, quienes provocaban alborotos y organizaban boicots durante sus representaciones. Esto último obligó al maestro a abandonar Ale­ mania en 1933 y a establecerse en París. Weill traba­ jaba en una versión musical de Huckleberry Finn, la célebre novela de Mark Twain, cuando murió en 1950, en Nueva York, tras haber cumplido los 50 años.

Kurt Weill (1900-1950)

Los años seguían pasando y su amor no cedía, ni cambiaba en lo absoluto. La miraba y la amaba de la misma manera como la primera ocasión en que escuchara su voz, anticipando que algún día escribiría algo apropiado para ella. Lotte lo veía desde lejos y aun cuando ella correspondía a ese inmenso amor, lo hacía con un toque de la frialdad carac­ terística de su linaje. La respiración se agitó una vez más. El simple recuerdo de las incontables molestias de su vida pasada le provocaban una feroz taquicardia y una falta de aire muy notoria. Sus tobillos se hinchaban y sus uñas se tornaban violáceas, lo que Lotte odiaba, pues en ello adivinaba el final prematuro de su amado. Extrañaba los años vividos en Berlín. Recordaba con es­ pecial cariño a Busoni por encima del resto de sus maestros. Pero sobre todas las cosas, añoraba las noches que junto con Bertolt, su añorado dramaturgo, convivía alegremente; él, la fuente más clara de su inspiración musical. A pesar de sus ascensos y terribles caídas, Mahagonny había ya cobrado fama como la sátira que Bertolt y Kurt describieran. Las óperas habían ido ganando terreno en el gusto europeo y –

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muchas veces eran incluso solicitadas, aun cuando esto último resultaba un tanto extraño. Un buen día, ambos decidieron re­ escribir una antigua ópera en la que aparecían múltiples perso­ najes provenientes de lo más bajo de la esfera social, como una viva crítica a la sociedad alemana que se desmoronaba lenta­ mente perdiendo su rumbo y directriz. Por tres centavos —se burlaban— cambiarían para siempre la música del siglo xx. Ya para entonces estaba reservado un papel para Lotte. Desde el día del estreno, el triunfo fue espectacular. Un nuevo gobierno ascendió al poder y el maestro y su dramaturgo fueron inmediatamente rechazados. Por un lado, la música de su inspiración resultaba decadente, tan decaden­ te como lo era la ciudad de Mahagonny, o como lo eran los personajes de la Ópera de los tres peniques. Por el otro, y más fuerte aún, se objetaba el judaísmo del músico, asunto imper­ donable en la existencia del Tercer Reich. A los 50 años, Kurt Weill era un hombre ya muy enfermo. Su memoria había sido borrada durante una guerra y un exilio desastrosos. Su amor a Lotte Lenya lo enfermaba y lo hundía en una depresión física y moral. Su amigo Bertolt ya no estaba con él, y su judaísmo que no lo satisfacía del todo, era lo único que lo sostenía en la vida. Por la noche le suplicó a Lotte que le cantara algunas me­ lodías de su Ópera de los tres peniques. Ella se situó a un lado del piano mientras Kurt, el perfecto acompañante, comenzaba a tocar… Las composiciones se fueron esparciendo una detrás de otra hasta que Lotte se percató de que cantaba sola. El piano había enmudecido. Al voltear vio a su Kurt relajado por primera vez en su vida, y supo sin la menor duda, que acababa de fallecer. Y con ello, finalmente, se esfumaron sus preocupaciones.

Hugo Wolf (1860-1903)

Nacido en 1860, en Windischgraz, hoy en día Es­ lovenia, Hugo Wolf es considerado un compositor austriaco, dado que la última parte de su vida vivió en Viena. En su trabajo musical fue brillante en el lieder, término con el que en la historia de la música clásica se asigna a las canciones de los países germánicos, y que fueron escritas para interpretarse acompaña­ das del piano. Asimismo, Wolf compuso entre otras obras su Serenata italiana y la ópera Der Corregidor, inspi­ rada en El sombrero de tres picos, la pieza teatral del español Pedro Antonio de Alarcón, la misma que por aquellos años también iluminara a otro es­ pañol, Manuel de Falla, para escribir su ópera del mismo nombre. Hugo Wolf murió en Viena, Austria, en 1903.

Hugo Wolf (1860-1903)

Se preguntaba la razón de sus recientes fallas de memoria y no encontraba respuesta. Había sido un rebelde desde sus años de escuela, cuando la crítica mordaz de su parte, en con­ tra de maestros y condiscípulos, se convirtió en la comidilla de todos. Un gran genio, lo proclamaban en forma unánime; un gran desperdicio, perdido en una batalla por tratar de apaci­ guar su irascible temperamento. Sabía que en una época remota la sífilis lo había infec­ tado, lo que sucedía con frecuencia por esos años. Por ello no le prestó demasiada atención, pues entre otras cosas, esta enfermedad aún no se asociaba con el grave deterioro mental que solía acarrear. Por tanto, nadie pensaba que la melancolía y los exabruptos a los que se veía sometido constantemente tuvieran algo que ver con aquel desliz adolescente. Las visiones, el delirio de persecución y al cabo de algún tiempo las espantosas alucinaciones eran signos claros de una demencia precoz. Sus lieder habían transformado por comple­ to la escuela musical alemana uniéndose a la labor previamen­ te realizada por Schubert, Brahms y Mahler. Sus cancioneros –

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español e italiano le habrían dado la fama a cualquiera, pero a él, como a muchos de sus colegas, la gloria le llegó después de su muerte. Su primer internamiento en un manicomio formaba ya par­ te de su cruel historia. Una vez libre, emprendió la difícil tarea de componer una nueva obra, una que le otorgara la fama a la que se sentía merecedor. De este esfuerzo casi sobrehumano surgiría la ópera Der Corregidor. Pero el fracaso de la misma, en sí un largo lieder, no logró más que aumentar la irrealidad dentro de su mente hundiéndolo en la creencia de que estaba sano y salvo, cuando la paresia general minaba su organismo y lo lanzaba a la vorágine de su destino. Llevaba ya mucho tiempo de nuevo en el manicomio, y sin embargo decidió intentar una segunda ópera y no un extenso grupo de lieder como había hecho en la anterior. Se trataba de una nueva pieza que llamaría Manuel Venegas. Pero fuerzas incontrolables se anteponen ante el simple mortal sin importar su genio o creatividad. Y así, Hugo Wolf comenzó a experimentar una espantosa desesperación cuando las notas en su mente sencillamente no lograron introducirse en el pentagrama. Confundía la vida y la muerte, sin saber cuál de las dos lo dominaba a él, y a cuál de ellas dominaba él. Odiaba a sus contemporáneos, incluido el mismísimo Wagner, de quien en un tiempo no muy lejano había sido ferviente seguidor, al grado de tomar partido incondicional por el maestro en las disputas entre wagnerianos y brahmsianos. Pero para Wolf, odiar significaba solamente una extensión del mal producido por el treponema pálido en su organismo. 376 | J a i m e L av e n t m a n G.

Los rasgos patológicos de su personalidad, nacidos con él, sim­ plemente se habían magnificado a raíz de la mortal infección. Una noche en que el cielo estaba más despejado y las es­ trellas podían visualizarse con claridad, Wolf vio en su locura descender de las alturas a los personajes de sus óperas, llenos de la salud y de la alegría que él no gozaba. Pero al bajar a la Tierra recordaron haber sido menospreciados por el público, por lo que no saludaron al autor de sus vidas e incluso llegaron a burlarse de él. Hugo sonrió ante la afrenta. No era la pri­ mera vez que aquello sucedía… pero sí sería la última. Estaba seguro de ello. Deseó con toda el alma que sus personajes desaparecieran del mundo de los justos y fueran sustituidos por los lieder, la evocación de su inspiración más cuerda… Y así es como éste hombre de carácter difícil y tempera­ mento imposible, guardó su acto de mayor lucidez para la an­ tesala de la muerte: vio que en el futuro habría de triunfar. Pero… ¿qué importaba ya eso en un hombre cuya mente divagaba sin rumbo desde tantos años atrás?

Índice

Introducción.. . . . . . .................................................................................... 5 Isaac Albéniz (1860-1909)..................................................................... 7 Daniel Auber (1782-1871)................................................................. 11 George F. Händel (1685-1759). ........................................................ 15 Johann Sebastian Bach (1685-1750)................................................. 17 Béla Bartók (1881-1945). .................................................................. 23 Ludwig van Beethoven (1770-1827)................................................. 27 Vincenzo Bellini (1801-1835)............................................................ 33 Alban Berg (1885-1935)..................................................................... 37 Hector Berlioz (1803-1869). ............................................................ 43 Leonard Bernstein (1918-1990)........................................................ 49 George Bizet (1838-1875). ................................................................ 55 Ernst Bloch (1885-1959). .................................................................. 59 Luigi Boccherini (1743-1805)............................................................ 63 Alexander P. Borodin (1833-1887). ................................................. 69 Johannes Brahms (1833-1897)........................................................... 75 Enrico Caruso (1873-1921)............................................................... 81 Pablo Casals (1876-1973). ................................................................. 87 Ernest Chausson (1855-1899). .......................................................... 91 Frédéric Chopin (1810-1849). ........................................................... 95 Claude Debussy (1862-1918)............................................................. 99

Gaetano Donizetti (1797-1848)...................................................... 103 Jacqueline du Pré (1945-1987). ...................................................... 107 Edward Elgar (1857-1934).............................................................. 111 Manuel de Falla (1876-1946)......................................................... 117 John Field (1782-1837)..................................................................... 121 George Gershwin (1898-1937)........................................................ 125 Louis Gottschalk (1829-1869)........................................................ 129 Charles Gounod (1818-1893).......................................................... 135 Enrique Granados (1867-1916). ..................................................... 139 Edward Grieg (1843-1907).............................................................. 143 Rodolfo Halffter (1900-1987). ..................................................... 147 Joseph Haydn (1732-1809)................................................................ 151 Arthur Honegger (1892-1955)....................................................... 155 Charles Ives (1874-1954)................................................................. 159 Leos Janácek (1854-1928). ............................................................... 165 Scott Joplin (1868-1917).................................................................. 169 Dinu Lipatti (1917-1950)................................................................... 173 Josep Carreras (1946-)..................................................................... 175 Itzhak Perlman (1945-).................................................................... 177 Leon Fleisher (1928-)....................................................................... 179 Franz Liszt (1811-1886)................................................................... 185 Jean Baptiste Lully (1632-1687)..................................................... 189 Edward MacDowell (1860-1908)................................................... 193 Gustav Mahler (1860-1911)............................................................ 199 María Malibrán (1808-1836). ......................................................... 205 Felix Mendelssohn (1809-1847)...................................................... 209 Darius Milhaud (1892-1974)........................................................... 215 Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791)..................................... 219 Modést Mussorgsky (1839-1881).................................................... 223 Carl August Nielsen (1865-1931).................................................. 227

Jacques Offenbach (1819-1880)...................................................... 233 Ignacy Paderewski (1860-1941). ..................................................... 239 Niccolò Paganini (1782-1840)......................................................... 243 Ángela Peralta (1845-1883)............................................................ 247 Sergéi Prokófiev (1891-1953)......................................................... 251 Giacomo Puccini (1858-1924). ......................................................... 257 Sergéi Rachmaninoff (1873-1943).................................................. 263 Maurice Ravel (1875-1937)............................................................. 269 Silvestre Revueltas (1899-1940).................................................... 275 Joaquín Rodrigo (1901-1999).......................................................... 281 Artur Rubinstein (1887-1982). ....................................................... 285 Arnold Schönberg (1874-1951)...................................................... 291 Franz Schubert (1797-1828)............................................................ 295 Robert Schumann (1810-1856)........................................................ 299 Alexander Scriabin (1872-1915). ................................................... 305 Dmitri Shostakovich (1906-1975)................................................... 309 Jean Sibelius (1865-1957)................................................................. 315 Bedrich Smetana (1824-1884).......................................................... 319 Johann Strauss (padre) (1804-1849). ............................................. 323 Richard Strauss (1864-1949). ......................................................... 327 Piotr Illich Tchaikowsky (1840-1893)........................................... 331 Arturo Toscanini (1867-1957). ....................................................... 335 Giuseppe Verdi (1813-1901)............................................................. 341 Antonio Vivaldi (1678-1741)........................................................... 345 Richard Wagner (1813-1883). ........................................................ 351 Leonard Warren (1911-1960)......................................................... 355 Carl Maria von Weber (1786-1826).............................................. 359 Anton von Webern (1883-1945)...................................................... 365 Kurt Weill (1900-1950). .................................................................. 369 Hugo Wolf (1860-1903)................................................................... 373

Músicos y sus padecimientos se terminó en la Ciudad de México durante el mes de mayo del año 2016. La edición impresa sobre papel de fabricación ecológica con bulk a 80 gramos, estuvo al cuidado de la oficina litotipográfica de la casa editora.

ISBN 978-607-524-040-4

encontrarán breves ensayos sobre la vida de diversos músicos, donde describe cómo sus obras se entrelazaron con las enfermedades que los atacaron y que en ciertos casos llegó a establecer una amalgama entre ambas, lo que otorga una nueva perspectiva a sus historias de vida. En las notas de cada pieza musical va inscrita la vida de quien la escribe. Los compositores que aquí se presentan se vieron expuestos a distintos padecimientos, algunos de los cuales interfirieron en su obra y otros simplemente representaron el mal al que irremediablemente todo ser humano ha de enfrentarse. El médico y melómano Jaime Laventman pretende conquistar al lector al compartir, con el amor al arte musical y su trascendencia a través de varios siglos, información que puede ayudar a comprender a sus creadores. Sus ensayos pretenden ser una llave para adentrarse al arte de la composición, una provocación para que, quienes los lean, deseen explorar el maravilloso mundo de la música clásica.

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