MULTIVOCALIDAD HISTORICA

MULTIVOCALIDAD HISTORICA: HACIA UNA CARTOGRAFIA POSTCOLONIAL DE LA ARQUEOLOGIA Cristóbal Gnecco Departamento de Antropol

Views 69 Downloads 0 File size 368KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

MULTIVOCALIDAD HISTORICA: HACIA UNA CARTOGRAFIA POSTCOLONIAL DE LA ARQUEOLOGIA Cristóbal Gnecco Departamento de Antropología Universidad del Cauca 1998

Para Isabel

PREFACIO Este es un libro sobre la legitimación y la deslegitimación del poder de una disciplina Occidental1 , la arqueología; este no es un estudio disciplinario de la arqueología sino de sus efectos de poder en el mundo contemporáneo. Este libro se inscribe en una tradición académica creciente que realiza una crítica antropológica de la hegemonía Occidental y que no se limita a señalar que la hegemonía no es monolítica y que genera resistencia sino que indaga sobre las formas alteradas de relación y sobre los territorios de conflicto que esa hegemonía produce (cf. Asad 1991). El pasado es un artefacto cultural con muchas versiones, apenas una de las cuáles es la que producen los arqueólogos. En los últimos tiempos otras versiones, otras voces históricas, han reclamado y encontrado crecientes espacios de legitimidad. A la existencia simultánea de esas voces la llamaré multivocalidad histórica. La proliferación de otras historias no cumple el papel de politizar la práctica arqueológica, un temor casi visceral de los puristas científicos, tanto como poner al desnudo las relaciones de poder en virtud de las cuales una visión de la historia establece su predominio sobre las demás. Ante esta situación, que pone en entredicho la hegemonía disfrutada por la arqueología por casi dos siglos, es necesario construir una mirada postcolonial de la disciplina en la cual las posturas hegemónicas que la han caracterizado se relativizen y se legitimen las otras voces históricas que han surgido y aquellas que eventualmente pueden surgir, dentro de nuestra propia tradición cultural o por fuera de ella. Aunque el término postcolonial resulta problemático (cf. Mignolo 1996) para describir esta situación me parece más adecuado para el tipo de teorización del que este libro forma parte que otros términos como anticolonial, contramoderno o transmoderno. El término postmoderno, como indicaré, no supone ningún tipo de crítica cultural sino la racionalización exacerbada de la modernidad y, por lo tanto, no lo usaré como sinónimo de postcolonial sino más bien como su antítesis conceptual. De hecho, la producción teórica postcolonial tiene su origen no tanto en el fin de los regimenes coloniales como en la insubordinación política que enfrenta el proyecto globalizador postmoderno. Las prácticas coloniales (dominación, expoliación, hegemonismo, exclusión) no terminaron con la independencia formal de las últimas colonias hace unas pocas décadas sino que continúan con el proceso de globalización del mundo. El nuevo orden colonial es un orden ausente. Los discursos postcoloniales construyen un espacio de resistencia crítica y, aunque comparto la idea de que suponen un cambio en el lugar de enunciación (un desplazamiento de la enunciación teórica por fuera de sus lugares tradicionales de producción), no creo que este tipo de reflexión esté exclusivamente vinculada a las experiencias coloniales del Tercer Mundo. Como mostraré a lo largo de este trabajo la reflexión postcolonial sobre la arqueología tiene un origen descentrado que puede ubicarse tanto en los requerimientos performativos de la postmodernidad como en la crítica Occidental de la ciencia y en la insubordinación generalizada de sistemas de producción histórica. La ubicación del locus de teorización postcolonial, sin embargo, es un asunto de la mayor importancia sobre el que volveré más adelante. En cualquier caso, comparto la idea de Taussig (1993:x) de que una antropología postcolonial es no sólo posible sino necesaria en tanto de cuenta de 1

El uso del concepto Occidente no supone un referente geográfico sino cultural. Occidente es una forma de sociedad, con orígenes en la Europa capitalista del siglo XVIII, que resulta de la combinación de la racionalidad ilustrada, la economía de mercado, la producción industrial, la democracia y la retórica de los derechos humanos (véase Godelier 1995).

la dialéctica de la civilización y el salvajismo instaurada en las prácticas contemporáneas, es decir, de las relaciones de hegemonismo y exclusión que caracterizan el tiempo en el cual vivimos. Este libro nace de dos preocupaciones: por un lado, me interesa saber qué sucede con una disciplina Occidental, la arqueología, en el contexto postmoderno; por otro, quiero entender cuál puede ser el papel de la arqueología en un país pluricultural y multivocal como Colombia, sobre todo en la situación, parcialmente realizada y parcialmente latente, de insubordinación de otros saberes históricos. Aunque la reflexión que intento es de índole general e indaga sobre la situación de la disciplina a nivel mundial está guiada por mi praxis específica en el contexto colombiano. De hecho, las referencias que hago en este libro a la situación colombiana muestran que, a pesar de la generalidad de la discusión, los casos locales tienen matices bien diferenciados. Colombia, en este libro, no es un ejemplo de la generalidad sino un lugar para examinar las formas particulares — locales— que adopta la multivocalidad histórica. Parafraseando a Appadurai (1996:11), las ansiedades de este libro son locales, a pesar de que lo local ha sido redefinido en el contexto transnacional —postnacional— contemporáneo. Así, la mayor dificultad que he encontrado en este trabajo es la tensión entre lo global y lo local. Colombia es apenas un sitio en el cual la crisis contemporánea de la arqueología y sus posibles salidas se escenifica en toda la particularidad y singularidad de sus actores. No es el mejor lugar, ni el peor, sino uno más de muchos, no ya posibles sino reales. Por lo demás, la variedad de los saberes históricos en Colombia no está suficientemente tratada en este libro, pero puedo excusarme diciendo que ese no su propósito último. En este libro haré una exploración de la economía política de la arqueología, es decir, de las relaciones de poder inscritas en los procesos de producción, circulación y consumo del conocimiento arqueológico; en otras palabras, intentaré una reflexión contextual de la arqueología, una suerte de concepción "ecológica" que permita entender la práctica disciplinaria como producción social y que permita examinarla en su contexto actual y no como una disciplina aislada de la realidad social en el sentido positivista 2. Una reflexión de esta naturaleza debe hacerse en un marco doble: por un lado, el intento postmoderno de globalización; y, por el otro, la respuesta contra-cultural a la postmodernidad que acentúa las diferencias a través de la insubordinación. El orden de la argumentación pretende que cada capítulo sea una unidad independiente, pero espero que su lectura completa pueda armar una totalidad que de cuenta de las dos preocupaciones que acabo de mencionar. El primer capítulo hace un diagnóstico y aventura un pronóstico sobre la situación de la ciencia a fines del milenio; el segundo muestra la forma como fue contruída y deconstruída la arqueología científica; el tercero hace un esbozo de algunas de las varias voces históricas en el contexto colombiano contemporáneo; finalmente, el cuarto capítulo intenta encontrar respuestas a la pregunta central de este trabajo, es decir, el papel que tiene por jugar la arqueología en un contexto insubordinado y postmoderno. Aunque el relativismo3 cultural ha sido, desde el particularismo histórico (cf. Boas 2

El término "positivismo," que será usado extensamente en este ensayo, es un concepto amplio que cobija concepciones tan diversas como el positivismo de Comte, el positivismo crítico alemán y el positivismo lógico del Círculo de Viena (cf. Moulines 1984). Ante estas diversas acepciones trataré de precisar su sentido en las ocasiones en que sea necesario. 3 En este trabajo considero el "relativismo" como una posición epistemológica y política que afirma que los saberes son inconmensurables en tanto están situados en tiempos y espacios

1982:243-311, 626-638), una de las piedras angulares del pensamiento antropológico y una de las prácticas más rutinarias de formación disciplinaria, resulta paradójico que los arqueólogos, junto con la inmensa mayoría de antropólogos, no se pregunten sobre la legitimidad de un discurso, el suyo, que frecuentemente excluye los discursos de otros, no importa que pretenda entenderlos. En la base de esta exclusión está la construcción de un mundo, el nuestro, que paulatinamente ha ido incorporando y modelando a los demás en virtud de su capacidad de dominación política, de la eficiencia de sus aparatos cognitivos y de sus modelos culturales. Este patente hegemonismo, sostenido de manera irreflexiva por casi todas las disciplinas Occidentales —incluyendo, por supuesto, a la arqueología—, debería ser una preocupación central de todas las disciplinas sociales en Colombia y debería llevarlas a preguntarse por su praxis en el doble contexto de la globalización postmoderna y de la insubordinación de saberes. Pero no veo que esto suceda en el país con la profundidad necesaria, aunque hay algunas excepciones. Por ejemplo, los historiadores colombianos han hecho eco, desde hace unos años, a la idea de que la empresa histórica debe ser multivocal y se han preocupado por entender la relación entre su práctica disciplinaria y el tipo de concepción histórica practicada por los colectivos sociales investigados (e.g., Barona 1995). Curiosamente, esto no sucede --por lo menos no suficientemente-- en la antropología colombiana, a pesar de que la tensión entre antropología como ciencia y antropología como empresa interpretativa desgarra la historia de la disciplina en el mundo en las tres últimas décadas. Debo anotar, sin embargo, que dos especificidades sub-disciplinarias de la antropología social han empezado a reconocer esta realidad, la antropología médica y la antropología jurídica. Espero, entonces, que esta obra será de interés para una audiencia amplia, no sólo para arqueólogos. Un trabajo de esta clase, en el que hay que saltar sobre los abismos que separan tantas y tan variadas disciplinas, cae en el riesgo de terminar pareciéndose a una casa de citas. Entiendo las casas de citas como un recurso intertextual. Para Susan Sontag la literatura entraña una idea de pluralidad, de multiplicidad, de promiscuidad intelectual. Pienso lo mismo de este libro, cuya génesis es un pequeño artículo que publiqué hace dos años (Gnecco 1996), en el que buena parte de las ideas desarrolladas aquí están expuestas en estado embrionario y, en ocasiones, equivocado. Muchas lecturas, reflexiones y conversaciones median entre ese artículo y este libro. Tengo la ilusión de que este trabajo sea más completo, más argumentado, más explosivo, menos ingenuo. Aún así, estoy seguro de que este es un ensayo provisional. Este tema es demasiado complejo, demasiado amplio y suficientemente inédito como para que sea agotado en una obra de esta clase. Sin embargo, he intentado fijar de la manera más precisa y documentada posible una serie de ideas que pienso necesario discutir más profundamente. Al fin y al cabo, el tema de la multivocalidad es central para el afianzamiento de los saberes insubordinados y, así resulte paradójico, para la praxis de la antropología y de otras varias disciplinas. Sobre la naturaleza transitoria y provisional de este libro pienso lo mismo que pensaba Foucault (1991:128) de una de sus obras: "De ahí la idea de este libro-programa, especie de queso gruyere, con agujeros que fueran habitables. No he querido decir ‘esto es lo que pienso,’ ya que todavía no estoy muy seguro de lo avanzado. Pero he querido ver si eso podía ser dicho y hasta dónde podía ser dicho ...". Este libro, entonces, es un libro abierto. La intertextualidad nos obliga a determinados; por lo tanto, la verdad no es absoluta, transhistórica ni transcultural. El relativismo presupone la multiplicidad, la proliferación.

renegar de cualquier pretensión por producir una obra cerrada y definitiva. Cuatro espacios académicos resultaron básicos para la concepción y escritura de este libro: dos seminarios de "Arqueología y multivocalidad histórica", que ofrecí en la Universidad del Cauca en 1996 y en la Universidad de los Andes en 1998; el foro "Versiones del pasado: el papel de la arqueología en los procesos de construcción histórica de las minorías étnicas", que organicé en Popayán en octubre de 1996; y el simposio "Versiones del pasado: arqueología colombiana y polifonía histórica", que organicé junto con Emilio Piazzini en el VIII Congreso de Antropología en Bogotá en 1997. En esos espacios me dí cuenta de que las preocupaciones expuestas en este libro son compartidas por muchas otras personas. Es más, confirmé lo que ya sospechaba: que la arqueología debe reflexionar críticamente sobre su papel contemporáneo si no quiere perder toda legitimidad en su producción de conocimiento sobre el pasado. La generosidad de quienes leen pacientemente los manuscritos y se toman el tiempo para comentarlos siempre produce mejores resultados. Tuve la suerte de circular el manuscrito de este libro entre varias personas que fueron suficientemente críticas y atentas como para señalarme caminos menos pedregosos y avenidas sin explorar. Gracias a Myriam Espinosa, Luis Escobar, Carl Langebaek, Pedro Posada, Gonzalo Buenahora, Luis Guillermo Vasco, Marta Zambrano, Jairo Tocancipá, Juana Schlenker, Herinaldy Gómez y Guido Barona. Aunque quizás lo sospechen, estoy seguro que nunca sabrán la verdadera dimensión de sus agudas observaciones. Hace poco, mientras trabajaba en la parte final de este libro, leí un ensayo de Gabriel Zaid (1996) sobre los libros. Aparte de observaciones que me alegran, como la obstinación de los libros en sobrevivir en la era del computador y la televisión y como el sorpresivo aumento en su producción y consumo, el ensayo de Zaid trae esta cita del Eclesiastés: "Componer muchos libros es nunca acabar, y estudiar demasiado daña la salud. Basta de palabras. Todo está escrito." Espero que no todo esté escrito sobre este tema y que este texto pueda ofrecer algunos necesarios espacios de reflexión. Espero, en todo caso, que la dedicatoria que hago de este libro a mi hija pueda alegrarla algún día, en tanto esta obra contribuya a la construcción de un país más justo y más tolerante de la diversidad.

INDICE Página

Prefacio .................................................... i Introducción ................................................ 1 La construcción de la arqueología: de la hegemonía científica al pluralismo cognitivo ..................... 3 Objetivismo (dominación), relativismo (resistencia) .......................................... 9 Capítulo I: La ciencia a fines del milenio ................... 12 Capítulo II: La tensión de la arqueología contemporánea: de la construcción a la deconstrucción científica ........... 18 El programa de construcción científica de la disciplina. ...................................... 18 La deconstrucción científica de la disciplina .......... 24 Capítulo III: De la hegemonía al reconocimiento: multivocalidad histórica en Colombia ....................... 32 Panorama de las voces históricas en Colombia ........... 32 El encuentro de distintas voces históricas: un espacio inédito ..................................... 40 ¿Una nueva hegemonía? .............................. 42 La recolonización de los saberes insubordinados .................................... 42 La apropiación del discurso hegemónico ............ 46 Bases para un encuentro postcolonial .............. 47 Capítulo IV: Hacia una arqueología postcolonial.............. 52 El camino al relativismo: de la mimesis a la alteridad ......................................... 52 Economía política de la arqueología .................... 55 Hacia una cartografía postcolonial de la arqueología ............................................ 60 El futuro de la arqueología ............................ 68 Referencias ................................................. 73

8 INTRODUCCION La brutal expansion de Occidente por todo el mundo ha demostrado con creces que el tiempo no es un recurso natural sino un recurso político. Si la expansión Occidental ha requerido de una geopolítica para la colonización espacial del planeta, también ha demandado una cronopolítica que de cuenta de su historia direccional: la historia del progreso, del desarrollo, de la civilización. Sobre esa cronopolítica se ha edificado la dominación de un sistema de producción histórica --el Occidental-sobre los demás. El discurso temporal usado por Occidente para localizar el tiempo de los demás es un discurso distanciado que ha producido tiempos e historias marginados de, y colonizados por, el tiempo y por la historia occidentales. Este discurso "alocrónico" ha tipologizado la temporalidad y ha creado categorías --como salvaje, primitivo, tribal, mítico-- que no son el resultado de la antropología sino su punto de partida (cf. Fabian 1983). El discurso alocrónico ha contribuído, de esta manera, a la reproducción de un colonialismo ausente, sin necesidad de dominación física directa pero más vasto, más terrible y más efectivo que los viejos regimenes coloniales. La arqueología es parte del aparato cognitivo de Occidente y una de las expresiones refinadas de su pensamiento temporal. Pero, muy a su pesar, el sistema de producción temporal de Occidente co-existe con otros. Quizás la diferencia más notoria entre el tiempo Occidental y el tiempo no Occiental es que el primero es un tiempo secularizado (en el que la creencia en la divinidad se reemplaza por la creencia en el progreso), generalizado y universalizado. El tiempo Occidental es una herramienta de dominación política y el tiempo que construye la arqueología es el tiempo de Occidente, no el tiempo de los otros. Sin embargo, en una época cuando la arqueología ha alcanzado una etapa de crítica auto-reflexiva no es posible sustraerse a preguntas cruciales. Estas preguntas ya no se limitan a reflexiones realizadas exclusivamente al interior de la práctica disciplinaria sino que involucran el estatuto mismo de la disciplina en el marco de otros saberes y en el marco de los contextos sociales de su producción; tienen que ver, en suma, con lo que llamaré economía política de la arqueología. En este sentido, la pregunta más importante que debemos hacernos es sobre el papel de la arqueología en el contexto contemporáneo, doblemente postmoderno e insubordinado. En este libro parto del supuesto de que la postmodernidad 4 es una condición (Lyotard 1994), un proyecto cultural globalizador que expresa la lógica de la fase 5 multinacional del capitalismo (Jameson 1984). El programa globalizador de la postmodernidad es aún más totalizante que el de la modernidad que le precedió, en tanto 4

Sobre la postmodernidad no existe consenso alguno (cf. Eagleton 1997; Callinicos 1998) y no todo el mundo está seguro de su existencia. Para algunos (e.g., Habermas 1989; Appadurai 1996) el proyecto moderno aún no concluye y prefieren ver la situación actual como la continuidad de los desarrollos que produjeron la profunda ruptura, desde el siglo pasado, entre tradición y modernidad. 5 Lash y Urry (1987) creen que la situación actual del capitalismo es "desorganizada" en tanto compleja y descentrada y en tanto expresión de las relaciones heterogéneas y disyuntivas entre economía, cultura y política (Appadurai 1996). Sin embargo, esta consideración no contradice el hecho de que desde hace ya unas décadas el capital ha reemplazado a los Estados-nacionales en el control de los flujos de individuos, bienes e información.

9 busca diseminar sus modelos culturales incluso en aquellos enclaves pre-capitalistas que antes habían sido ignorados, como la mente y la naturaleza (Jameson 1984:87). Pero la globalización no se ha traducido, necesariamente, en homogenización cultural. La globalización en el mundo contemporáneo no es la historia de la homogenización cultural por dos razones: por un lado, el homogenismo es enfrentado --resistido-- de manera efectiva por movimientos contra-culturales que afirman la diferencia; por otro lado, lo global es traducido, comentado, anexado a prácticas locales que le otorgan a los fenómenos culturales especificidades bien diferenciadas (cf. Appadurai 1996). Es más, la anexión de lo global por lo local incluye, de manera prominente, ironía y selectividad. La domesticación local de lo global ha creado, en opinión de Appadurai (1996:10), una suerte de "globalización vernácula" más que una concesión automática a las fuerzas de la homogenización. El resultado real de estos dos fenómenos, resistencia y domesticación, es que a pesar de la globalización postmoderna existe una gran heterogeneidad cultural. Si los referentes globales de la postmodernidad circulan ampliamente en y a través de los espacios locales, es en estos últimos donde ocurre su conversión en prácticas específicas. Tanto para Harvey (1990) como para Jameson (1984) la postmodernidad es el resultado de la crisis económica del capitalismo en la década del 70 en los países desarrollados --debido a la recesión interna y a la creciente competencia de economías emergentes, sobre todo--, que estratégicamente optaron por desmontar políticas de beneficio y subsidio social, reducir costos de producción y aumentar el consumo. Estos dos últimos propósitos se lograron mediante la puesta en marcha del neo-liberalismo a escala mundial y la consecuente desaparición del proteccionismo económico, el reemplazo del control y de la regulación estatal en la esfera socio-económica por el control y la regulación dictadas por la oferta y la demanda, y la popularización subliminal del consumo inmediato, derrochador. En términos culturales la característica más notoria de la postmodernidad es la falta de profundidad y su reemplazo por la superficialidad, y la pérdida de referentes (véase Jameson 1984:60-62). De hecho, la postmodernidad ha logrado la mercantilización, a través del fetichismo, de todo tipo de significados, aún de aquellos que guardaban una inextricable relación con un referente preciso 6. El proyecto postmoderno descansa en la fragmentación, en la abolición de las totalidades, en la abolición de los referentes. La postmodernidad es el universo de los signos desprendidos --separados-- de sus significados sociales. Y esta es una gran paradoja, puesto que persigue la globalización de los referentes culturales a través de la fragmentación. Además, también resulta paradójico que simultáneamente unifique la experiencia del tiempo suprimiendo los planos temporales. El tiempo postmoderno es un tiempo sincrónico --es decir, detenido-- y nuestra experiencia es más espacial más que temporal (Jameson 1984:64); aún así, la aldea global es un lugar sin sentido de lugar. O, mejor, es un lugar postmoderno. Aunque la postmodernidad es la lógica dominante de fines de milenio co-existe con otras lógicas con características muy diferentes que oponen estrategias contra6

Esta es, como tantas otras, una característica de la modernidad que la postmodernidad simplemente ha exacerbado. En este caso preciso, el de la mercantilización, uno no puede dejar de acordarse de las advertencias de Benjamin (1969) sobre los usos mercantiles que el capitalismo de las primeras décadas del siglo XX hacía de todo cuanto tocaba, incluso del arte.

10 culturales (emergentes, insubordinadas) que los colectivos sociales movilizan para hacer frente a la globalización y a la pérdida de sentido. La historia reciente se puede resumir en la lucha entre la globalización y la insubordinación de la diferencia. La construcción de la arqueología: de la hegemonía científica al pluralismo cognitivo Desde el siglo pasado el avance colonial de Occidente le delegó a la antropología, una disciplina entonces embrionaria, el papel de tratar con las diferencias culturales --lo que se conoce como alteridad. Aunque los usos coloniales de la antropología fueron claramente instrumentales el hecho es que la disciplina se fue distanciando paulatinamente de su función como herramienta colonial y comenzó a construir su especificidad disciplinaria sobre el entendimiento y la preservación de la alteridad, abandonando su actitud hegemónica para reconocer el pluralismo cultural7. Ante estas consideraciones resulta necesario preguntarse por qué una de sus sub-disciplinas, la arqueología, ha construído su agenda programática desde la década de 1960 desde una perspectiva científica que ha excluído y negado otras formas de conocimiento histórico; es decir, por qué, en su afán de convertirse en ciencia ha avasallado la diferencia y se ha auto-erigido como la única forma de conocimiento capaz de establecer la "verdad" sobre los acontecimientos del pasado. La tradición Occidental, sobre todo desde el siglo XIX, ha construído espacios de exclusión que le han permitido demarcar como singular, como necesaria y como inevitable la forma de conocer que ha ido pacientemente construyendo, la ciencia 8, y oponerla a otras formas de conocer; en el proceso de demarcación y de construcción de fronteras se han levantado actitudes hegemónicas y muy claras relaciones de poder que han sostenido el discurso colonial, pasado y contemporáneo. Comte (1995), por ejemplo, fue categórico al afirmar en el siglo XIX que todo desarrollo humano depende, en última instancia, del desarrollo científico, por lo que la historia de la ciencia resume la historia de la especie. Es ya célebre el esquema evolucionista que sugirió para el conocimiento, su "ley de la evolución intelectual de la humanidad o ley de los tres estados" (Comte 1995:17-34). El conocimiento habría pasado por tres estados sucesivos y jerárquicos: teológico, metafísico y positivo; el último, que tanto ayudó a racionalizar, estaría caracterizado por el predominio de la ciencia. No es gratuito que al estado positivo lo 7

Esta afirmación debe ser cualificada, en tanto buena parte de la praxis disciplinaria continuó siendo colonialista hasta hace unas tres décadas y en algunos casos lo es aún todavía. Sin embargo, la reflexión iniciada desde los años 70 sobre la relación antropología/colonialismo (e.g., Asad, ed., 1973; Leclerq 1973) ha creado un nivel de conciencia en el que la emancipación no sólo ha sido programática sino parcialmente realizada. 8 El valor epistémico, moral, político y económico del aparato cognitivo de Occidente ha sido tradicionalmente medido por el éxito de la sociedad que lo ha engendrado, a través de un cuestionable argumento que legitima la hegemonía de Occidente: "... únicamente esta clase de sociedad puede mantener vivos a tantos habitantes como ha llegado a tener la humanidad en crecimiento y, por lo tanto, evitar una lucha realmente feroz por la supervivencia; ella sóla puede mantenernos los niveles de vida a que nos hemos acostumbrado; dicha sociedad, en mayor medida que sus predecesoras, favorece probablemente una organización social liberal y tolerante" (Gellner 1983:195).

11 llamara también "real" (Comte 1995:27); los otros, por exclusión, serían estados "irreales". No es difícil extender el argumento para afirmar que sólo Occidente con su espíritu positivo tendría algún sentido de realidad. Es posible ver la influencia de las ideas de Comte en el discurso etnológico que dominó las ciencias sociales hasta las primeras décadas del siglo; con todas sus connotaciones racistas y coloniales este discurso consideró al "alma primitiva" incapaz de llegar a niveles de pensamiento tan abstracto como el científico. Esta es una postura que empezó con los evolucionistas, para quienes la ciencia, característica de la civilización, mostraría a los pueblos primitivos la equivocada irracionalidad de sus creencias mágicas y míticas. Lévy-Bruhl (1974) y Frazer (1993) introdujeron un orden jerárquico en los sistemas de conocimiento: para el primero la mentalidad primitiva es incapaz de pensamiento racional puesto que despliega una superstición prelógica, mientras que para Frazer, usando un típico esquema evolucionista, la magia corresponde a las culturas inferiores, mientras la ciencia y la religión corresponden a las culturas superiores. Este discurso, que Feyerabend (1985:87) llamó visión "ptolomeica de la etnología," colocó al "pensamiento primitivo" en una posición inferior y subordinada con respecto al que se consideró el pensamiento abstracto por antonomasia, la ciencia; el pensamiento primitivo fue considerado como una suerte de abstracción inicial mal desarrollada y fue colocado al principio de una escala de la condición humana que empezaría con la asbtracción elemental, la primitiva, y terminaría con la abstracción total, la científica (véase un ejemplo de esta postura en Cassirer 1970). El hegemonismo evolucionista es el punto de partida de la antropología, no su resultado (Fabian 1983:104), puesto que adoptar un punto de vista sobre las relaciones entre las sociedades --entre nosotros y la alteridad-- es también un acto político. Aunque con antecedentes menos conocidos es a Malinowski a quien corresponde el honor de introducir una postura anti-colonial en la diferenciación de los sistemas de conocimiento: en una obra célebre (Malinowski 1985) sugirió que la magia, la ciencia y la religión co-existen en todas las culturas, irrespectivamente de su nivel de desarrollo, y que, por lo tanto, la ciencia no es patrimonio exclusivo de Occidente ni es posible establecer un esquema evolucionista de los sistemas de conocimiento. Esta idea fue desarrollada más tarde por Levi-Strauss (1966), quien indicó que el pensamiento primitivo no es ciencia subdesarrollada sino un sistema de conocimiento tan abstracto como la ciencia y coexistente con ella; Lévi-Strauss no mostró al pensamiento primitivo y al pensamiento Occidental como representando los extremos de un continuum sino como formas diferentes de acercarse al mismo objetivo: conocer. A pesar de este proceso de descolonización de la práctica disciplinaria es un hecho que el estudio antropológico clásico de la ciencia y de otros sistemas cognitivos -sobre todo de la magia y de la religión-- estableció límites entre ellos y, al hacerlo, posibilitó la emergencia de relaciones de poder, cuando no legitimó las que ya existían: la ciencia fue vista como la forma sublime de pensamiento abstracto, la marca por excelencia de la civilización. Es decir, la antropología contribuyó con el establecimiento de 9 bordes de exclusión a la subordinación de la diferencia (cf. Nader 1996). La antropología "patrulla, por así decirlo, las fronteras de la cultura Occidental" (Fabian 1983:117). Aunque algunos antropólogos, como Malinowski y Levi-Strauss, adoptaron posturas anti9

Sobre la exclusión como forma de control véase Foucault (1972:216-219).

12 evolucionistas, es incuestionable que la antropología ha contribuído a la demarcación de la empresa científica y a establecer las fronteras en las que Occidente ha fundado su hegemonía cognitiva: ¿Qué es lo que tienen las fronteras que las hace importantes para las relaciones de poder? Un estilo favorecido por contrastes incluye algunas cosas, excluye otras, y crea jerarquías privilegiando un forma de conocimiento sobre otra ... Las fronteras son disputables y, como cualquier científico sabe, la ciencia no es una verdad revelada ni inambigua --la ciencia de hoy puede ser la pseudociencia de mañana ... las batallas de las fronteras sobre lo que debe ser incluído y lo que debe ser excluído son generalmente arbitrarias, rara vez neutrales, y siempre poderosas (Nader 1996:2-4).

Los espacios de exclusión todavía existen y forman parte de la lógica expansionista del proyecto contemporáneo de Occidente, un fenómeno que se ha venido a conocer en los últimos años como globalización, y cuya expresión cultural es el postmodernismo. Gellner (1985:2-3) ha mostrado cómo el debate central de la filosofía moderna puede resumirse en la confrontación entre quienes creen (desde la Ilustración, pasando por los evolucionistas y terminando con la mayoría de los científicos contemporáneos) que la razón y la ciencia (nuestra razón y nuestra ciencia) son universales y entre quienes creen, como los Románticos del siglo XVIII y buena parte de los antropólogos contemporáneos, que la presunción de que nuestra razón y nuestra ciencia son la norma 10 de toda la humanidad es vana e injusta. Aunque este debate no es exclusivo de la antropología ha sido ésta, en su condición de disciplina "comisionada" por Occidente para tratar con la alteridad, la que más ha investigado la diferencia entre los distintos sistemas de conocimiento. La antropología ha sido instrumental para que Occidente y su ciencia excluyan a otras formas de conocimiento. En esta perspectiva debe verse la pretensión de la arqueología por convertirse en ciencia, lo que no ha comportado un propósito epistemológico socialmente neutral puesto que realmente ha comportado, simultáneamente, una postura política ya que el establecimiento de la frontera entre lo que es científico y lo que no lo es presupone la exclusión y crea espacios hegemónicos para el ejercicio del poder. La praxis de la arqueología científica se ha convertido en un ejercicio hegemónico que hace juego al proyecto globalizador de Occidente.11 La expansión de la ciencia a nivel mundial se ha hecho en el marco de la brutal expansión capitalista de fines de milenio, proceso fundado en los principios Occidentales (capitalistas, liberales) de la libre empresa, la democracia y la tolerancia. Como ha dicho Feyerabend (1985:59-66): ... la ciencia ya no es sólo una institución más, sino que se ha convertido en parte de la estructura fundamental de la democracia, del mismo modo que en otra época la iglesia constituyó una parte de la estructura básica de la sociedad. Y así, actualmente, 10

Véase una defensa documentada y vehemente de esta última postura en Feyerabend (1985, 1995a). 11 Hay que reconocer, sin embargo, que Occidente no es el único que ha establecido principios hegemónicos y homogenizantes en el uso de la historia; por ejemplo, Naipaul (1997) ha mostrado que también lo han hecho los regimenes islámicos al negar, sistemáticamente, cualquier rastro histórico anterior a la conversión al Islam y al imponer una historia pan-Islámica que elimina las diferencias. El caso más claro es el de Pakistán, que desde su constitución como nación Islámica ha tratado de eliminar de la memoria histórica las ruinas pre-islámicas del valle del Hindus, algunas veces ignorándolas y otras proponiendo, incluso, su destrucción.

13 mientras que el Estado y la iglesia están cuidadosamente separados, estado y ciencia trabajan en estrecha colaboración ... Los intelectuales liberales están por la democracia y la libertad ... Los intelectuales liberales son también racionalistas. Están plenamente convencidos de que sólo los procedimientos inherentes al racionalismo Occidental son idóneos para estructurar una democracia. Y, puesto que el racionalismo y la ciencia son hoy prácticamente indistinguibles, de ahí se sigue que los liberales construyen la democracia especialmente sobre una concepción del mundo racional-científica ... Del mismo modo , dan por supuesto que la ciencia es la mejor (y quizás la única) manera de alcanzar la verdad y/o el conocimiento de los hechos. De ahí que den por sentado, sin demasiada discusión, que su propia ideología (a) implica los fines que todo individuo debe perseguir, y (b) contiene las informaciones adecuadas para alcanzar esos fines.

De la misma manera, los arqueólogos científicos están convencidos de que sólo a través de la arqueología se alcanzará una "verdad" transcultural y transhistórica sobre el pasado. Por ello han esparcido la verdad de su fe en el marco de los principios democráticos del liberalismo: sólo la verdad de la arqueología ayudará a disipar el oscurantismo sobre el pasado. Desde esta perspectiva, el oscurantismo habría sido erigido y sostenido por todas las formas de conocimiento histórico que no sean científicas (desde el mito hasta la llamada pseudo-ciencia). Sin embargo, en los últimos años se empiezan a escuchar voces disidentes que reclaman que si la legitimidad disciplinaria de la arqueología descansa en el entendimiento y en la defensa de la diferencia entonces debemos reflexionar críticamente sobre su relación con otras formas de conocimiento histórico y reconocer el pluralismo de voces históricas. La existencia de este nuevo escenario se debe a que el ataque a la hegemonía Occidental —ataque que se ha realizado desde una gran variedad de frentes, incluyendo la auto-reflexión de muchas disciplinas Occidentales— ha abierto espacios para que otras formas de conocimiento tengan voz y presencia; este hecho ha sido llamado "la insurrección de los saberes sometidos" y ha sido posible por la eliminación de la "tiranía de los discursos globalizantes, con su jerarquía y todos los privilegios, de la vanguardia teórica" (Foucault 1992:22). Por ello la reflexión contemporánea de la arqueología debe hacerse en el doble contexto de la globalización postmoderna y de la respuesta contra-cultural a la postmodernidad que acentúa las diferencias a través de la insubordinación. Es justamente este último contexto en el que ha ocurrido el surgimiento de otras voces históricas que han buscado y, muchas veces, encontrado espacios de legitimación que han puesto en cuestión el carácter absolutista de la arqueología. En la arqueología contemporánea dos posturas, básicamente antitéticas, se juegan la piel en la arena de la lucha paradigmática: el procesualismo, que sostiene que el pasado es conocible por medios objetivos y que las conclusiones que se hagan sobre él deben ser evaluadas desde los criterios de legitimación de la ciencia; y el postprocesualismo, que sostiene que el conocimiento sobre el pasado no puede ser objetivo y que el monopolio que la ciencia pretende tener sobre este es cuestionable. Para los procesualistas las posturas relativistas que se aventuran por fuera del conocimiento controlado por la ciencia son caminatas peligrosas sobre el filo de la navaja (Watson y Fotiadis 1990); para los postprocesualistas las posturas procesualistas no son nada más que fundamentalismo científico (Shanks y Tilley 1987a:5). El conocimiento sobre el pasado se produce en contextos sociales específicos, afirmación que desnuda el

14 carácter histórico del conocimiento y cuestiona la "naturalización" universalista del conocimiento Occidental. En este sentido, el conocimiento científico es solamente una forma de construir el pasado, tan socialmente producida como cualquier otra; por tanto, no puede ser asumida como la más correcta, válida o legítima. Tampoco puede ser asumida como transhistórica ni transcultural porque es el resultado concreto de relaciones sociales concretas históricamente determinadas. El conocimiento se produce en colectivos sociales y en contextos históricos específicos, y en ellos se usa, se modifica y se manipula. Los criterios de verdad se establecen en el interior de cada sistema de conocimiento. En este sentido, la reflexión crítica que el postprocesualismo introdujo en la arqueología hace menos de dos décadas ha conducido a que las producciones de los arqueólogos hayan empezado a ser concebidas como producciones sociales y hayan dejado de ser, como siempre se quizo que fueran, formulaciones objetivas independientes del tejido social. Así, la arqueología empieza a verse como un modo de producción y las producciones de los arqueólogos como parte de la producción social del pasado, una producción que afecta, de alguna manera, tarde o temprano, tangencial o directamente, a los colectivos sociales. La historia de la arqueología es generosa, por ejemplo, en los usos deliberados que grupos de interés (entre estados o al interior de ellos) han hecho del conocimiento producido por los arqueólogos (cf. Trigger 1989a; Kohl y Fawcett, eds., 1995). Porque a pesar de que la arqueología "se presta bien para la malinterpretación intencional [y es] particularmente vulnerable a la manipulación porque depende tan frecuentemente de un mínimo de datos y un máximo de interpretación" (Arnold 1996:565, citando a Klejn 1971:8) es un hecho incuestionable que su ejercicio hegemónico ha estado basado en una concepción objetivista del conocimiento. Objetivismo (dominación), relativismo (resistencia) La deconstrucción contra-cultural de la ciencia y de su hegemonía ha centrado sus esfuerzos en el ataque a la concepción absolutista del conocimiento 12, cuyas bases filosóficas han sido provistas por el positivismo. La insubordinación de los saberes ha consagrado el pluralismo cognitivo, es decir, la existencia simultánea y legítima de distintas formas de saber; el pluralismo presupone que conceptos como "verdad" y "objetividad" no son inherentes a aquello que se busca entender sino que sólo tienen significación contextual. Pero, desde luego, el pluralismo resulta espinoso para el hegemonismo científico y para el proyecto globalizador. Así, ante el pluralismo sólo aparecen dos opciones: el objetivismo, que lo rechaza, o el relativismo, que lo acepta sin restricciones. Para el objetivismo el pluralismo no es posible porque socava su principio básico, esto es, la existencia de un marco de referencia universal y ahistórico al que se debe apelar para establecer la legitimidad del conocimiento. Para el relativismo, en cambio, ese marco de referencia no es universal sino contextual e histórico; por lo tanto, la 12

Aunque Bernstein (1983:12) ha dicho que el absolutismo científico ya no existe, puesto que fue reemplazado por lo que llama "falibilismo" —el reconocimiento de que el conocimiento generado por la ciencia no es absoluto sino falible— lo cierto es que la ciencia sigue siendo, en buena medida y en muchos campos disciplinarios, absolutista en su relación con otros saberes.

15 legitimidad del conocimiento sólo es concebible si se la refiere a esquemas conceptuales específicos. Mientras que el objetivismo considera que el relativismo es caótico e irresponsable, el relativismo afirma que el objetivismo supone siempre algún tipo de etnocentrismo que reclama para sí una universalidad injustificada. Debo anotar, sin embargo, la dicotomía objetivismo/relativismo ha sido puesta en cuestión en los últimos años13 con el argumento de que en vez de ser una dicotomía engendrada dialécticamente ofrece como única posibilidad dos opciones que han parasitado una premisa equivocada que Bernstein (1983:16-20) llamó "ansiedad cartesiana", esto es, el temor a que toda propuesta de conocimiento que se aventure por fuera de la razón, por fuera de un marco de referencia universal y transhistórico, nos precipita en el caos y la locura. Pero como Gadamer (1992) indicó, la razón también es histórica y contextual y deriva su poder de tradiciones culturales específicas; la razón no es universal ni transcultural. Así, la ansiedad cartesiana es infundada y la oposición entre objetivismo y relativismo deja de tener sentido (Bernstein 1983). Ante la disolución de la dicotomía objetivismo/relativismo se ha propuesto la hermeneútica (Bernstein 1983; Gadamer 1992; véase Habermas 1982 para una crítica a esta propuesta), que ofrece una noción enteramente distinta de conocimiento y verdad al oponerse a las pretensiones universalistas y reduccionistas de la ciencia. La hermeneútica aparece como la posibilidad de superar el hegemonismo de la epistemología (Rorty 1979), considerada tradicionalmente por la filosofía como la base sobre la cual erigirse como el juez último de todo conocimiento. Aunque en el último capítulo indicaré —siguiendo al postprocesualismo— que la hermeneútica es una de las salidas a la tensión contemporánea en arqueología, no creo que por sí sola garantice el pluralismo cognitivo (véanse Shanks y Hodder 1994 para una opinión contraria); creo que la única alternativa filosófica que garantiza la existencia y el florecimiento del pluralismo histórico --esto es, de la diferencia, de la alteridad-- es el relativismo. Este libro reflexiona sobre los espacios en los que se puede construir una nueva cartografía sobre el pasado, es decir, un nuevo mapa cognitivo (sensu Jameson 1984:8992; véase Walsh 1994) que permita la relocalización de los sujetos frente al pasado, uno de los referentes que la postmodernidad ha abolido; se trata, entonces, de un "mapeo cognitivo, una cultura política pedagógica que busca dotar al sujeto individual con un nuevo sentido intensificado de su lugar en el sistema global" (Jameson 1984:92). Puesto que la condición postmoderna crea una nueva lógica cultural el nuevo mapa no puede ser mimético sino enteramente original. Y será, por necesidad, un mapa político porque presupone el enfrentamiento con la lógica dominante. Porque a pesar de que el postmodernismo es la lógica cultural dominante en el mundo contemporáneo sería una profunda derrota suponer que ha cancelado toda forma de resistencia y neutralizado la posibilidad de insubordinación. La insubordinación histórica frente al totalitarismo postmoderno es perfectamente posible a través del análisis del poder en arqueología, de su economía política, y de sus relaciones, reales e imaginadas (es decir, actuales y posibles), con otras formas de producción de conocimiento sobre el pasado. La única legitimidad posible para la arqueología en el doble contexto de la postmodernidad y de la insubordinación es el reconocimiento definitivo de que su producción es una producción social que puede ofrecer respuestas contra-culturales al proyecto globalizador de Occidente. 13

Incluso en arqueología, e.g., Shanks y Hodder (1994).

16 CAPITULO I: LA CIENCIA A FINES DEL MILENIO La ciencia ha sido tradicionalmente considerada como el sistema cognitivo más poderoso de Occidente, sobre todo desde que la ecuación entre razón y conocimiento permitió a la burguesía hacerse al control político en casi todos los rincones del planeta, es decir, desde que el saber de la ciencia se fundió con el poder del orden burgués. El argumento más frecuente a favor de la hegemonía de la visión científica y en contra de los sistemas que esa hegemonía excluye es de la mejor cepa darwinista: la ciencia ha sobrevivido, se ha expandido y tiene el monopolio del conocimiento porque está evolutivamente mejor dotada que otros saberes para explicar y entender. Sin embargo, en los últimos tiempos la consideración contextual de la ciencia ha abierto el camino a varias posibilidades: (a) la ciencia es la forma específica y singular de conocer de Occidente, mejor y superior a las demás (esta es la postura del positivismo y buena parte de los científicos y de los filósofos de la ciencia); (b) la ciencia no es patrimonio de Occidente, puesto que ese sistema cognitivo existe en todo tipo de sociedad (esta es la postura de Malinowski, Levi-Strauss y, en general, de la llamada "etnociencia"); (c) la ciencia es singular a Occidente pero es apenas una entre muchas formas de conocer igualmente legítimas (esta es la postura relativista; cf. Feyerabend 1995a:59-69); y (d) la ciencia no es una forma singular de conocer, ni existe un método científico, como suponía el positivismo. Estas varias posibilidades, que ponen en cuestión la legitimidad, la singularidad y la hegemonía de la ciencia, desnudan la crisis en la cual se encuentra, una crisis que es más aparente que real, como mostraré más adelante; o, mejor, una crisis que resulta adecuada para su expansión. El problema sobre la deslegitimación del discurso científico debe analizarse en tres terrenos distintos pero complementarios: por un lado, desde las disciplinas sociales se ha cuestionado si el comportamiento humano es reductible a la clase de conocimiento transhistórico que postula la ciencia; este cuestionamiento es tanto humanista como epistemológico. Por el otro, se ha cuestionado la integridad ético-política del conocimiento científico. El cuestionamiento epistemológico es poderoso. Feyerabend (1985, 93-105) ha mostrado que la ciencia no tiene un método, que el conocimiento científico no se alcanza por métodos especiales y que, más bien, recurre a una ecléctica mezcla de todo lo posible: "Si no hay ningún método científico, si en la ciencia puede aparecer cualquier forma de razón, está claro que ya no se puede considerar por más tiempo que la ciencia implica una forma especial de racionalidad" (Feyerabend 1985:105). La crítica humanista también se resume bien en esta frase de Feyerabend (1995a:70): "El mundo en el que vivimos es demasiado complejo para ser comprendido por teorías que obedecen a principios (generales) epistemológicos." El cuestionamiento humanista a la ciencia, sobre todo a la implementación de los métodos de las ciencias naturales en las disciplinas sociales, está basado en el hecho de que la ciencia plantea la reductibilidad del comportamiento humano a explicaciones generales; en otras palabras, aunque acepta que los fenómenos humanos no son iguales a los fenómenos naturales, los trata de igual manera. Esta reductibilidad es impensable para la crítica humanista, para la que los fenómenos humanos son únicos, singulares y, por lo tanto, irreductibles a principios generales. Mas aún, este sentido humanista está en el origen de la división de las ciencias entre humanas (del espíritu) y naturales (de la naturaleza), división que tiene origen en el siglo XVIII, simplemente porque sus sujetos de estudio fueron considerados

17 como enteramente distintos (cf. Cassirer 1970; Collingwood 1978; Dupré 1993; Mardones 1994). Es más, para la crítica humanista la unidad de la ciencia es una forma de cientifismo totalitarista. Dilthey (1994) estableció una distinción tajante entre ciencias humanas y ciencias naturales con el argumento de que en estas últimas los objetos de estudio se clasifican objetivamente, se buscan relaciones entre ellos y se establecen leyes que los expliquen; en cambio, las ciencias humanas estudian eventos particulares en su propio contexto, por lo que resulta inadecuado limitarse simplemente a establecer relaciones entre ellos. Esta crítica humanista, además, se ha realizado desde fuera de Occidente, señalando la falta de sensibilidad que la ciencia demuestra en su concepción de la humanidad y de la naturaleza. El argumento más fuerte en contra de la ciencia es político: la práctica de la ciencia ha sido hegemónica y excluyente; el discurso científico se ha deslegitimado por su asociación con prácticas políticas hegemónicas y totalitarias. Feyerabend (1985:60-61) ha mostrado cómo la función liberadora inicial de la ciencia, desde la Ilustración, dio pronto paso a su uso tiránico y dogmático: En aquel tiempo [siglos XVII a XIX] la ciencia era un poder liberador, no porque hubiera encontrado la verdad o el método correcto (aunque sus defensores pensaran que este era el motivo) sino porque ponía un límite al influjo de otras ideologías y con ello dejaba al individuo espacio para pensar ... Nada en la ciencia ni en ninguna otra ideología hacen de ellas de por sí algo liberador. Las ideologías pueden degenerar y convertirse en religiones dogmáticas. Este proceso de degeneración comienza en el instante mismo en el cual tienen éxito; se convierten en dogmas en cuanto la oposición queda anulada; su triunfo es, a la vez, el comienzo de su decadencia.

Como Foucault (1992:23) escribió la insubordinación contra la ciencia no es "tanto contra los contenidos, los métodos y los conceptos de una ciencia sino contra los efectos de poder centralizadores dados a las instituciones y al funcionamiento de un discurso científico organizado dentro de una sociedad como la nuestra." Además, la expansión de la ciencia —junto con la propuesta que hicieron los positivistas a principios del siglo para resolver la división de las ciencias a través de su unificación (cf. Neurath 1965)— ha sido vista como el reflejo del empeño capitalista por homogenizar las formas de conocer: la Occidentalización del mundo sólo podría ser alcanzada cuando sus modelos culturales — la cabeza de playa para la expansión política y económica— reemplacen los modelos culturales no Occidentales. En este sentido, dos conceptos centrales a la expansión de la ciencia, verdad y control, han sido duramente cuestionados desde una perspectiva éticopolítica porque han sido impuestos en el marco de un proyecto hegemónico y globalizador —aunque este no es, desde luego, un proyecto exclusivo del capitalismo— y porque atentan contra la diferencia. La verdad tiene para Occidente un significado muy específico y se relaciona, directamente, con el propósito racionalista que domina el orden burgués desde la Ilustración: la "verdad" es el encuentro de lo que existe detrás de lo oculto. Como ha mostrado Gadamer (1992:53-54) el concepto griego de verdad, aletheia, significa desocultación. Desocultación: sueño de la razón liberadora, sueño de Occidente.14 Esta 14

Este es, justamente, el metarrelato liberador y emancipador de la ciencia a que se refirió Lyotard (1994:63-71).

18 significación de la verdad pretendió universalizarse por su asociación con el proyecto globalizador. La "verdad" de Occidente/ciencia se difundió (y, en muchas ocasiones, se impuso) por medio del vehículo al que está unida, esto es, el vehículo del capitalismo y de los principios liberales de la libertad, de la democracia y de la tolerancia. Por esa razón la difusión de la "verdad" de Occidente adoptó la forma de una cruzada moderna, una cruzada liberadora. La pretendida universalidad de la verdad Occidental oculta su naturaleza contingente. Curiosa paradoja: la verdad, que para Occidente es desocultación, termina en realidad ocultando su propia naturaleza. En opinión de Foucault (1980:131) son cinco las características de la economía política de la verdad en Occidente: (a) está centrada en el discurso científico y las instituciones que lo producen; (b) está sujeta a incitaciones políticas y económicas constantes; (c) es objeto de difusión y consumo; (d) es producida y transmitida bajo el control de unos pocos aparatos políticos y económicos; (e) es objeto de un debate político y de una confrontación social. Son precisamente estas últimas las que han señalado, de manera notoria desde finales del siglo pasado, que a pesar de las pretensiones universalistas de Occidente la verdad es histórica y cultural; por lo tanto, no es transhistórica, ni es transcultural, ni es transdiscursiva. La verdad constituye y, simultáneamente, está constituída por los desarrollos históricos; por eso su significación se modifica de un período a otro. La verdad está determinada por el contexto cultural en el que existe. La verdad es contigente a tiempo, espacio y cultura. Si esto es así, entonces hay que aceptar que existen muchas verdades, no una. Pero negar la universalidad de la verdad no presupone su negación. Así como se ha cuestionado que la ciencia tenga una "verdad" que trata de defender y legitimar debe reconocerse que los mitos, por ejemplo, también tienen una "verdad" históricamente legitimada que se trata de defender a toda costa. El problema no es, entonces, el hecho de que exista la "verdad" —que, de hecho, existe y que es cultural e histórica— sino el hecho de que trate de ser impuesta transculturalmente. Lo que atenta contra la alteridad, entonces, es el ejercicio hegemónico de la verdad y no su existencia misma, puesto que esta es inevitable (Foucault 1980:131). La verdad no es abstracta, ni fija, ni inmanente; tampoco yace en alguna parte. Es consensual y tiene su propia temporalidad y su propia historicidad. La verdad se construye históricamente y produce efectos de poder concretos. La verdad es poder y el ejercicio del poder es político. En este sentido, ciencia y ética/política se deben a una simetría con origen claramente Occidental (Foucault 1980:131; Lyotard 1994:23). El establecimiento de la "verdad" supone, simultáneamente, el establecimiento de lo que no es verdadero, de lo falso. La puesta en funcionamiento de esta oposición es un claro proceso de exclusión y de control, tanto de lo que se encuentra por dentro como de lo que se encuentra por fuera del territorio de la "verdad." La verdad se produce y reproduce a través de los discursos (Foucault 1980:93). El discurso de verdad de Occidente --lo que White Deer (1997) ha llamado, no sin cierto desdén, el "imperativo científico"-- está basado en la idea, firmemente enraizada en Occidente desde los presocráticos (cf. Feyerabend 1985:151), de que tiene que haber una adecuación entre lo ideacional y lo fenoménico. Así, una de las características más notorias de la ciencia es el establecimiento de la "validez" del conocimiento a través de procedimientos de verificación. A pesar de las distintas concepciones que manejan los científicos y los filósofos sobre la verificación (cf. Lakatos 1970), existe una buena dósis de consenso sobre el hecho de que un procedimiento indescartable es el de la correspondencia

19 empírica. Ese consenso se llama Positivismo y está basado en la separación dicotómica entre la teoría y la realidad, entre el investigador y lo investigado. Para Occidente la verificación del conocimiento generado por su aparato cognitivo ha constituído el principal requisito de legitimidad --aunque esta situación ha cambiado en la postmodernidad-- y diferencia lo que es admisible de lo que no es admisible; en otras palabras, las limitaciones al saber operan como filtros a la autoridad del discurso (Lyotard 1994:40), establecen mecanismos de control. De esta manera, uno de los efectos de la verdad es el "control" sobre lo que se produce. A través del ejercicio de la verdad se ejerce un control totalizante que involucra todas las esferas humanas, incluso aquellas que desbordan los límites estrictos del conocimiento. Aunque el concepto "control" es polisémico es forzoso reconocer que buena parte de esa polisemia está colonizada por la ciencia: control en tanto la ciencia ha exaltado la razón y la capacidad que el ser humano ha tenido de controlar la naturaleza y progresar; control porque la ciencia somete a procedimientos rigurosos, sistemáticos (controlados) todo su proceso de conocimiento; y, finalmente, control porque la ciencia controla todas las formas de conocimiento al erigirse como la medida última del conocer. De hecho, para Occidente ciertos saberes no son legítimos porque no son admisibles, porque el conocimiento que producen no se adecúa a los estandares establecidos por la ciencia. Y es allí, entonces, en el entramado inextricable entre saber, poder y verdad, en donde el ejercicio hegemónico y excluyente de Occidente ha encontrado su mejor cobijo. Porque la existencia de la verdad presupone la existencia del error, de la equivocación, de la falsedad. Occidente ha demostrado con creces, aunque en este dogmatismo no está nada sólo, que su adherencia a la verdad (su verdad) presupone la equivocación de todas las posiciones distintas. Es más, no sólo muchas sociedades creen que otras sociedades que no comparten su visión del mundo están abiertamente equivocadas sino que consideran lo mismo de su propio pasado (cf. Gellner 1985:85). Sin embargo, cada forma de conocer establece límites a lo que produce y establece, entonces, sus propias formas de legitimidad. La forma de legitimidad postmoderna es la performatividad (Lyotard 1994), que equivale a la legitimación del conocimiento por su utilidad y que pone en crisis los metarrelatos tradicionales de legitimación científica: (a) el de emancipación, según el cual la ciencia es el más efectivo instrumento de liberación que los colectivos humanos tienen para enfrentar el oscurantismo totalitario; obedeciendo a este metarrelato los estados tomaron directamente a su cargo la formación del pueblo bajo el nombre de nación y su conducción por la vía del progreso; (b) el especulativo, según el cual la búsqueda de causas verdaderas en la ciencia coincide con la persecución de fines justos en la vida moral y política. En esos metarrelatos "no se justifica la investigación y la difusión de conocimientos por un principio de uso. No se piensa en absoluto que la ciencia deba servir a los intereses del estado y/o de la sociedad civil" 15 (Lyotard 1994:67). Pero en la 15

Antes del advenimiento del post-modernismo, época que valora la eficiencia y utilidad del conocimiento (venga de donde venga) por encima de todas las cosas, la actividad científica podía darse el lujo de resultar "inútil." Einstein, identificado más que ninguna otra persona en el imaginario popular como el representante más caracterizado del científico --con preocupaciones políticas y éticas, además--, escribió lo siguiente, años después de haber formulado su célebre teoría:

20 performatividad sí se valora el principio de uso, de manera tal que el instrumentalismo surje como la única medida de legitimación del conocimiento. La performatividad relativiza, aparentemente, el saber, puesto que el único criterio que se utiliza para medir qué tan legítimo resulta el conocimiento es su eficacia, su utilidad. La performatividad postmoderna es un instrumentalismo del capital. Así, la "aparente" crisis postmoderna de la ciencia no es, en realidad, una crisis de la ciencia como forma de saber sino la crisis de sus formas de legitimación tradicionales.16 Lo cierto es que la ciencia como saber --es decir, como parte del conjunto del saber--, y el saber como mercancia, son parte fundamental de la expansión capitalista de la era postmoderna. Bajo esas circunstancias la ciencia postmoderna no está en crisis sino en expansión, aunque lo esté bajo el principio de que hay que ser operativos o desaparecer: "En la edad postindustrial y postmoderna la ciencia conservará y, sin duda, reforzará más aún su importancia en la batería de las capacidades productivas de los estados-naciones" (Lyotard 1994:17).

"El científico halla su recompensa en lo que Henri Poincaré llama el gozo de la comprensión, y no en las posibilidades de aplicación a las que puede conducir cualquier descubrimiento" (Einstein 1973:13). 16 "La "crisis" del saber científico, cuyos signos se multiplican desde fines del siglo XIX, no proviene de una proliferación fortuita de las ciencias que en sí misma sería el efecto del progreso de las técnicas y de la expansión del capitalismo. Procede de la erosión interna del principio de legitimidad del saber" (Lyotard 1994:75).

21 CAPITULO II: LA TENSION DE LA ARQUEOLOGIA CONTEMPORANEA: DE LA CONSTRUCCION A LA DECONSTRUCCION CIENTIFICA

La arqueología contemporánea se encuentra desde hace por lo menos dos décadas en una profunda tensión; por un lado, el paradigma reinante, el procesualismo, propuso desde hace más de treinta años una agenda programática centrada en la conversión de la arqueología en ciencia; la heterodoxia actual, llamada colectivamente postprocesualismo, ha cuestionado muchos de los presupuestos del procesualismo y ha propuesto una agenda en la que la deconstrucción científica de la arqueología es prominente. El programa de construcción científica de la disciplina La historia disciplinaria de la arqueología se remonta al surgimiento político de burguesías nacionales en varios países europeos, sobre todo anglosajones (Trigger 1989a). Esa arqueología, que nació bajo los principios teóricos del evolucionismo social y rápidamente contribuyó a la síntesis de este con el evolucionismo biológico, no duró mucho tiempo. A principios de este siglo fue reemplazada por una arqueología particularista preocupada por la construcción de secuencias culturales locales y regionales; en suma, interesada solamente en lo que se conoce como construcción de historias culturales, empresa básicamente descriptiva y organizativa. Como reacción a este tipo de arqueología, conocida como histórico-cultural (Trigger 1989a:148-206), surgió en la década del 60 el procesualismo17 (véase un buen resumen de la diferencia entre estos dos paradigmas en Flannery 1967). La mayor diferencia radica en que mientras los arqueólogos históricoculturales operaron con unos criterios disciplinarios laxos en los que no existía una clara definición sobre la mecánica de la producción de conocimiento, los arqueólogos procesualistas propugnaron por la construcción de una disciplina férreamente basada en los principios de la ciencia tal y como fueron entendidos por el positivismo lógico, en tanto aceptó sin discusión la supuesta separación entre los contextos de descubrimiento y de justificación18 y en tanto aspiró a la producción de conocimiento objetivo, ajeno a la 17

Como cualquier paradigma que busca reproducirse a pesar de las crisis, el procesualismo que conocemos ahora es muy distinto del procesualismo dogmático de los primeros años. Aunque al final de este libro mostraré algunas de las mutaciones paradigmáticas que ha sufrido, su caracterización como paradigma responsable de la construcción científica de la arqueología descansa, sobre todo, en las formulaciones iniciales de las décadas del 60 y 70. 18 Esta distinción está basada en el principio de que a la ciencia no debe interesarle cómo se descubren las hipótesis que guían la investigación --el contexto de descubrimiento-- sino cómo se ponen a prueba y se justifican las conclusiones alcanzadas --el contexto de justificación (cf. Hempel 1965:5-6). Esta distinción, que pretende acercar al conocimiento a una suerte de objetividad aséptica, fue recogida en algunos de los textos programáticos procesualistas más influyentes (e.g., Watson et al. 1974:32-33; véase Kelley y Hanen 1988:40-44). Binford (1968:17), por ejemplo, escribió: "... una vez que se ha hecho una proposición --no importa por qué medios haya sido alcanzada-- la próxima tarea es deducir una serie de hipótesis probables que, si son verificadas contra datos empíricos independientes, tenderían a verificar la proposición". La obra de Kuhn (1970; véase también Feyerabend 1984:90-91) es el mejor

22 subjetividad del investigador19. En la pretensión procesualista de convertir a la arqueología en una ciencia jugó un papel central lo que Popper (1965:34) llamó "criterio de demarcación", que en un sentido amplio puede entenderse como la determinación de lo que es científico y de lo que no es científico. En esa dirección, los procesualistas otorgaron a la epistemología --entendida como la base sobre la que se edifica el conocimiento científico-- un papel crucial en la definición disciplinaria de la arqueología. La epistemología positivista proveyó los mecanisos de control que surgieron, simultáneamente, junto con el nuevo discurso instaurado por el procesualismo. Aunque en opinión de Gándara (1982:140-144) los arqueólogos procesualistas nunca establecieron un criterio de demarcación coherente, lo cierto es que sí establecieron criterios de demarcación amplios: nomológico vs ideográfico, deductivo vs inductivo, ideacional vs empirista. Los criterios de demarcación procesualistas se basaron en el principio hegemónico del uniformismo epistemológico. Como ha dicho Rorty (1979:315), "el deseo de una teoría del conocimiento es un deseo por limitar --un deseo de encontrar fundamentos a los que uno se puede asir, marcos por fuera de los cuales uno no debe perderse, objetos que se imponen a sí mismos, representaciones que no pueden ser discutidas." Este uniformismo epistemológico fue fundado en la naturalización del tiempo, que mostró no sólo como posible sino como inevitable considerar que el pasado era uno sólo y que la única forma de acercarse a él era a través del conocimiento científico. La construcción científica de la arqueología descansa en un principio básico, característico de la ciencia desde que se hiciera explícito a finales del siglo XVIII: la aceptación de la reversibilidad del tiempo y, por lo tanto, de la existencia de procesos uniformes en la configuración del comportamiento humano. El uniformismo es un principio que postula que los procesos y mecanismos observados en el presente son los mismos que estuvieron en actividad en el pasado, de manera tal que las relaciones de causa y efecto que se obtienen en el presente son la base para inferir las relaciones de causa y efecto en operación en el pasado (cf. Binford 1981; Gould y Watson 1982). El "uniformismo" es, en realidad, un "naturalismo" que descansa en los siguientes presupuestos: (a) los seres humanos son entidades básicamente físicas y biológicas; (b) las ciencias forman una unidad, de manera tal que los principios relevantes para la formulación y evaluación de las declaraciones son isomórficas; (c) las ciencias naturales son el modelo de procedimiento de las ciencias sociales; (d) el conocimiento más cierto es matemático y determinista (cf. Shanks y Tilley 1987b:34). El uniformismo condujo a la arqueología a rechazar el tipo de conocimiento producido por las ciencias sociales, sobre todo por la historia, y a abrazar el tipo de conocimiento producido por las ciencias naturales (véase Watson et al. 1984:27-36): elevar lo general sobre lo particular y, a través de ese procedimiento, construir (descubrir) regularidades transculturales y transhistóricas. Al usar las ciencias naturales como modelo, las disciplinas sociales fueron consideradas por la arqueología como una ejemplo de cómo la filosofía de la ciencia post-positivista abandonó y rechazó la distinción entre estos dos contextos artificiales. 19 Debe ser claro, sin embargo, que el procesualismo no suscribió otros preceptos positivistas extremos, como la separación entre teoría y datos (e.g., Fritz y Plog 1970:57; Watson et al. 1974:44; Binford 1989:57)

23 empresa distinta --no científica, ideográfica, descriptiva-- o fueron consideradas científicas sólo en tanto derivaran hacia el modelo de las ciencias naturales, precisamente lo que estaba haciendo la arqueología. Spaulding (1968:34) fue lapidario en este sentido: El asunto que es directamente relevante es si existen dos clases de explicación sobre la forma como funciona el mundo -las explicaciones históricas ... y las explicaciones científicas ... La visión que yo encuentro convincente es atractivamente simple: hay una sóla clase de explicación seria, la nomológica o de leyes cobertoras.

Esta polarización no fue considerada por el positivismo como la exacerbación de la división de las ciencias (separadas desde hace más de dos siglos) sino como su unificación a través de la implementación de una agenda empirista y materialista.20 El reduccionismo hegemónico del uniformismo procesualista se estableció, antes que nada, en el seno mismo de los saberes Occidentales; ante este hecho no resulta difícil imaginar el tipo de hegemonismo que se ejerció con saberes situados por fuera de nuestra tradición cognitiva. En su uso fundacional de la epistemología al procesualismo le resulto crucial discutir la forma como se genera y se legitima el conocimiento científico sobre el pasado. No solamente se previlegió el método nomológico-deductivo de Hempel (1965) sino que se estableció la forma excluyente como las conclusiones de los arqueólogos serían puestas a prueba y, eventualmente, aceptadas o rechazadas; ya no se aceptaría el criterio de autoridad sino la prueba construída en un riguroso y replicable proceso de comprobación. En este sentido, la construcción disciplinaria de los límites de la verdad jugó un papel fundamental. El sentido de "explicación" en arqueología quedó reducido, en la perspectiva hempeliana, al cubrimiento de los fenómenos por leyes (Binford 1972:21; Levine 1973:389). Aunque autores como Watson et al. (1974:43) escribieron que la arqueología "no espera alcanzar la certeza absoluta, pero considera como más probables aquellas hipótesis que están mejor confirmadas en un momento dado," y aunque a veces se adoptaron posturas francamente convencionalistas 21, es claro que la "verdad" sobre el pasado que el procesualismo instauró fue definida desde los procedimientos de la ciencia tal y como eran concebidos por el positivismo lógico. Los arqueólogos establecieron desde su programa de saber científico claras relaciones de poder al abrogarse el derecho de decidir qué era aceptable y qué era inaceptable sobre el pasado. Aunque puede arguirse que la pretensión de la arqueología por ser científica data de los tiempos de la arqueología histórico-cultural (Trigger 1989a), es evidente que esa pretensión estuvo ligada siempre a una agenda empirista e inductiva: la arqueología se volvería científica en tanto mejorara sus procedimientos de campo y sus métodos clasificatorios (cf. Dunnell 1992:77-79). Salvo los intentos serios de unos pocos 20

Véase, por ejemplo, la propuesta "fisicalista" de Neurath (1965), uno de los positivistas lógicos del Círculo de Viena. 21 "... aún cuando se pruebe que una explicación no es trivial, tautológica, circular, redundante o estadísticamente accidental, siempre es "convencional" - relativa al estado del conocimiento contemporáneo, una visión paradigmática particular y una posición metafísica dada" (Clarke 1973:16).

24 arqueólogos de la primera mitad del siglo (sobre todo de los años 40) en Inglaterra y Estados Unidos por construir una agenda científica en arqueología —Dixon (1913), Wissler (1917), Steward y Setzler (1938), Bennett (1943), Willey y Phillips (1958), Clark (1967), Taylor (1983)—, muy influídos por las ideas de la antropología funcionalista, es el procesualismo el que realmente se dedica a esa tarea de una manera explícita, prioritaria y reflexiva. El procesualismo concibió a la ciencia como un sistema de conocimiento con tres características fundamentales: (a) uso de la teoría para explicar fenómenos; (b) uso de estandares empíricos para evaluar la validez de las conclusiones alcanzadas en el proceso de conocer; (c) incorporación sistemática del conocimiento obtenido en el cuerpo de conocimiento ya existente (véase Dunnell 1971, 1992). Pero más allá de estas consideraciones el único tema común en todas las concepciones de ciencia en arqueología ha sido el carácter nomológico y verificacionista de toda empresa científica. Desde Kluckhohn (1940), pasando por Taylor (1983), hasta Willey y Phillips (1958), la petición siempre fue la misma: la arqueología debería abandonar su estrecha perspectiva descriptiva e ideográfica y debería dedicarse a establecer regularidades y leyes generales sobre el comportamiento humano; es decir, debía volverse explicativa. Acogiendo estas ideas, el procesualismo propuso que la arqueología debería no solamente ordenar y describir sino también explicar los fenómenos del pasado (cf. Binford 1968; Fritz y Plog 1970; Watson et al. 1974). Sólo de esta manera podría convertirse en científica y contribuir a la generación de conocimiento. Además, el procesualismo heredó de White, el principal teórico del materialismo cultural, la idea de convertir a la arqueología en una disciplina científica a través del reconocimiento de la existencia de una realidad independiente y empíricamente conocible: "El mundo externo existe en sus propios términos y eso incluye las propiedades del registro arqueológico. Es la existencia del mundo exterior, independientemente del carácter de nuestra herramientas cognitivas, lo que hace posible el trabajo de la ciencia" (Binford 1989:67). White (1975:132, 154) rechazó las concepciones "mentalistas" de la cultura y fue taxativo al indicar que la única posibilidad de hacer antropología científica radicaba en la definición de unidades de investigaci ón empíricamente observables, para lo cual acuñó su famosa definición de la cultura como un medio extrasomático de adaptación. En la misma guisa, el procesualismo rechazó la dimensión simbólica del registro arqueológico, en tanto consideró que tratar de estudiar las ideas sería un simple ejercicio de "paleopsicología" (Binford 1965:198, 1981:23). Además, al considerar a la cultura como un medio extrasomático de adaptación, White y el procesualismo (cf. Binford 1962) hicieron un rechazo metodológico de los individuos. Acusado de ignorar al individo, de desconocer que "son las personas, no la cultura, las que hacen las cosas", White (1975:147-148) rotuló a sus acusadores como pseudorealistas: "Por supuesto que la cultura no existe ni podría existir independientemente de las personas ... Pero si de un modo realista (en la realidad) cultura e individuos aparecen como inseparables, desde un punto de vista lógico (científico) ambos pueden ser desconectados." Los primeros años de debate filosófico en el seno del procesualismo no incorporaron la variedad positivista sino que se limitaron, con muy pocas excepciones, a usar, sin discusión, las ideas de Hempel. No hubo discusión filosófica sino uso (abuso) filosófico. La importancia indebida acordada por el procesualismo al positivismo lógico, ignorando posturas contemporáneas en filosofía de la ciencia que superaban su

25 radicalismo empirista (véase Kelley y Hanen 1988), produjo resultados dogmáticos. El más serio de todos fue el uso de las prescripciones epistemológicas positivistas en la búsqueda y encuentro del método de la arqueología. Ese método estaba basado, fundamentalmente, en la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación, distinción que prometía a los arqueólogos el acceso irrestricto al paraíso soñado: la producción de conocimiento objetivo. Pero si se pretendió lograr un conocimiento objetivo sobre el pasado a través de la conversión de la arqueología en ciencia, el procesualismo corrigió, parcialmente, esta postura en la década del 80 (cf. Meltzer 1979; Binford 1981; Binford y Sabloff 1982) con la discusión de las ideas de Kuhn (1970)22; como resultado se adoptó un objetivismo moderado (e.g., Binford 1989) 23, conciente no tanto de los contextos sociales de producción de conocimiento sobre el pasado como de la diferencia entre hechos y datos, i.e., de la imposiblidad de separar teoría y datos: "Los arqueólogos estudian datos contemporáneos, datos generados por ellos en el acto de observar el registro arqueológico... Describiendo esta situación de manera clara, todos los datos arqueológicos son generados por nosotros en nuestros propios términos" (Binford 1989:57). Pero la discusión de las ideas de Kuhn se hizo desde la mirada científica del procesualismo: se aceptó la idea de paradigma pero no la forma como Kuhn concebió su cambio (Binford y Sabloff 1982:139). De esta manera la "racionalidad" de la empresa científica en arqueología quedaba, aparentemente, a salvo. Además, aunque para Renfrew (1989:38) los datos no pueden ser objetivos puesto que su formulación no es independiente de la actividad humana, y aunque para Binford (1989:56) la objetividad "significa que las reglas para la observación se hacen explícitas, de tal manera que otro observador que use las mismas reglas verá el mismo hecho," es incuestionable que el criterio de objetividad sigue siendo en el procesualismo un criterio hegemónico en tanto científico y excluyente. En suma, el procesualismo construyó la arqueología científica en un marco filosófico básicamente positivista y de manera hegemónica. En el texto más difundido del procesualismo de los años 70 (Watson et al. 1974), por ejemplo, se advierte que quien no practique lo que en ese libro se llama "arqueología explícitamente científica" no está produciendo conocimiento alguno sobre el pasado. Así quedó expresado y consagrado el control académico de los arqueólogos científicos sobre el pasado. El énfasis en la empresa científica alejó al procesualismo de la posibilidad de considerar la práctica disciplinaria desde una perspectiva de economía política y le hizo perder a los arqueólogos la dimensión social de su producción. Esto es entendible --aunque, obviamente, no justificable-- si se considera que una de las más importantes y nocivas influencias del positivismo en el procesualismo fue la pretensión de producir conocimiento 22

En realidad, las primeras menciones que el procesualismo hace de Kuhn, sin profundizar en su idea de paradigma y en su rechazo implícito a la división entre el contexto de descubrimiento y el de justificación, se encuentran en Fritz y Plog (1970), en un artículo de Binford (1972) y en varios artículos del libro sobre modelos editado por Clarke (1972). Sin embargo, las ideas de Kuhn sólo fueron discutidas con algún detenimiento por el procesualismo una década después. 23 "Las cosas se complican cuando reconocemos que no podemos obtener un conocimiento directo de las propiedades esenciales del mundo. Nuestra cognición no es ni directa ni objetiva, sino que puede ser indirecta y subjetiva con relación a nuestras creencias sobre el mundo (i.e., nuestro paradigma)" (Binford 1981:24).

26 objetivo, libre de valores y de intervenciones subjetivas. Así, en la perspectiva de la multivocalidad histórica la pregunta crucial no es cómo se volvió científica la arqueología sino por qué lo hizo. La respuesta señala en una dirección hegemónica. Como ha dicho Foucault (1992:23-24): ...¿no sería necesario interrogarse sobre la ambición de poder que comporta la pretensión de ser una ciencia? Las preguntas a hacer serían, entonces, muy diferentes. Por ejemplo: ¿qué tipos de saber queréis descalificar cuando preguntáis si es una ciencia?; ¿qué sujetos hablantes, pensantes, qué sujetos de experiencia y de saber queréis reducir a un estatuto de minoría cuando decís: Yo, que hago este discurso, hago un discurso científico y soy un científico?; ¿qué vanguardia teórico-política queréis entronizar para separarla de todas las formas circulantes y discontinuas de saber?

La deconstrucción científica de la disciplina La deconstrucción de la perspectiva científica y hegemónica de la arqueología se ha hecho desde el interior de la disciplina, pero ha tenido orígenes diversos. Algunos cuestionamientos fueron disciplinarios, como las "anomalías empíricas" puestas al descubierto por investigaciones etnográficas (e.g., Hodder 1982a), que permitieron ver (a) que la cultura material jugaba un papel activo en la configuración de la cultura y que los sentidos que se le atribuían eran histórica y situacionalmente definidos; y (b) que los individuos son agentes sociales que usan la cultura de acuerdo a sus necesidades e intereses y que, por lo tanto, no pueden ser escondidos detrás de abstracciones, como los "sistemas", por razones simplemente metodológicas (cf. Hodder 1986:1-17). Otros argumentos en contra de la arqueología científica fueron proporcionados por la antropología estructural, simbólica y marxista, la teoría de la acción social y la historia "idealista." Además, el cuestionamiento también tuvo orígenes externos. Por un lado, la presión performativa del postmodernismo que exige que el conocimiento, en tanto mercancía, sea útil y eficaz; en esa perspectiva, la arqueología difícilmente cumpliría con niveles mínimos de performatividad tal y como estaba realizando su práctica disciplinaria. Por otro lado, la insubordinación y legitimación de distintas voces históricas ha enfrentado el poder de la arqueología de manera efectiva, en ocasiones logrando reconocimientos jurídicos que ponen en cuestión principios básicos que los arqueólogos creían incontestables (cf. Hubert 1994). Ese es el caso en Estados Unidos de la ley conocida como NAGPRA (Native American Graves Protection and Repatriation Act), en efecto desde 1990, que ha otorgado a las comunidades indígenas el derecho a decidir el destino de los enterramientos de sus ancestros, entrando en colisión con las exhibiciones y depósitos académicos de esqueletos y de parafernalia funeraria indígena (Ferguson 1996; Downer 1997; Tsosie 1997). Aunque muchos arqueólogos simplemente concibieron NAGPRA como un acto por el cual estaban obligados a devolver los restos indígenas que tenían consigo (en laboratorios y museos), en realidad se trata de una clara inversión de las relaciones de poder sobre el pasado (Zimmerman 1994): ahora las comunidades indígenas norteamericanas tienen la capacidad de controlar y decidir quién puede tener, estudiar y, eventualmente, exhibir los restos --biológicos y culturales-- de sus antepasados, mientras que los arqueólogos deben aceptar que ya no tienen el control total que antes tenían sobre el registro arqueológico. En torno a la puesta en cuestión del procesualismo desde el interior de la disciplina

27 se agruparon varias propuestas que han venido a ser conocidas colectivamente como postprocesualismo24 . El prefijo "post" no indica solamente una posición temporal sino también una comunalidad de intereses académicos en medio de varias diferencias (véanse opiniones contrarias en Earle y Preucel 1987:509; Dunnell 1992:76; Renfrew 1994:3-4). El postprocesualismo pretende ser una alternativa al procesualismo y para hacerlo ha realizado un escrutinio muy crítico del paradigma reinante, sobre todo basado en un programa deconstructivo de sus pretensiones científicas. Esa deconstrucción empezó por identificar por qué razón el procesualismo pretendió volver científica a la arqueología. Una identificación se hizo desde un análisis de los fenómenos sociales a nivel global, i.e., atribuyendo los desarrollos disciplinarios en arqueología a las condiciones socio-político-económicas contemporáneas. Por ejemplo, Trigger (1989a) supuso que el deseo del procesualismo por volver científica la arqueología reflejaba la primacía mundial de los Estados Unidos después de la guerra. Así, el argumento más fuerte del postprocesualismo en contra de la unificación de las ciencias por el naturalismo no es filosófico sino político: la unificación de las ciencias es el espejo del sueño globalizador de Occidente. La crítica política contra el procesualismo, en tanto empresa científica, no ha sido caritativa. Tanto para Hodder (1984:68) como para Shanks y Tilley (1987b:31) el proyecto científico en arqueología no puede entenderse por fuera de estrategias de dominación social. Se ha llegado a sugerir, incluso, que puesto que la ciencia es un instrumento de dominación, los arqueólogos científicos deben ser vistos como agentes de la hegemonía imperial (Miller y Tilley 1984). Pero la crítica política más balanceada que se le ha hecho a la arqueología científica es que ha estado ligada a regímenes de explotación que los arqueólogos han apoyado o tolerado 25, ya sea con su connivencia tácita (lo que yo llamaría hegemonismo por convicción) o con el tradicional desinterés que han demostrado por los usos políticos de su discurso (lo que yo llamaría hegemonismo por omisión). Este desinterés, que de ninguna manera libra a los arqueólogos de su hegemonismo, es una irresponsabilidad fruto de una anacrónica agenda positivista que pretende lograr conocimiento objetivo desligado de valores e intereses, y que ha llevado a que los arqueólogos ignoren la economía política de la arqueología. La agenda científica de la arqueología ha eludido responsabilidades políticas y ha demostrado una falta total de conciencia sobre los contexos de producción, circulación y consumo del conocimiento sobre el pasado. A pesar de que el procesualismo contemporáneo se diferencia mucho del procesualismo dogmático de hace dos y tres décadas, la inmensa mayoría de los arqueólogos siguen desinteresados por la función del presente sobre el pasado. Ese desinterés surge de las dos principales 26 dicotomías positivistas instauradas en la disciplina por el procesualismo : la separación 24

El post-procesualismo agrupa posturas muy disímiles (arqueología estructuralista, marxista, crítica, contextual), algunas contradictorias. La diversidad post-procesualista puede verse en Hodder (1985, 1986), Shennan (1986), Patterson (1989) y Watson y Fotiadis (1990). 25 "Ahora se reconoce que los arqueólogos, tanto en estos países [de Norte América] como en Europa, han jugado un papel significativo en denigrar de los pueblos nativos al hacer posible su desplazamiento y subyugación. Este comportamiento dio forma, de manera importante, a la teoría y a la práctica en arqueología" (Trigger 1990:778; véase Trigger 1989a). 26 El post-procesualismo ha criticado duramente las dicotomías procesualistas: presente/pasado, norma/evento, materialismo/idealismo, sistema/estructura,

28 entre presente y pasado y entre teoría y práctica. Además de esta crítica política ha habido rechazos metafísicos y epistemológicos al empleo de la ciencia en arqueología. Para O'Meara (1997) las pretensiones de la ciencia están viciadas desde el principio, puesto que en el mundo no existe el orden que esta pretende. Esta postura contrasta con la del procesualismo. Clarke (1978:466), por ejemplo, anotó que la búsqueda de un orden no sólo era necesaria para la ciencia sino consustancial a la naturaleza humana; más aún, en su opinión (Clarke 1978:468) los datos que los arqueólogos utilizan ya tienen un orden "natural" introducido por las actividades deliberadas de la seres humanos. Para Hodder (1986:16) no puede haber un conocimiento seguro sobre el pasado como el que pretende la arqueología científica, puesto que el carácter mismo de los datos arqueológicos milita contra su tratamiento científico. En primer lugar, se trata de un registro fragmentario distanciado de los contextos dinámicos en los que fue producido; en segundo lugar, puesto que la única posibilidad de volver al pasado es a través de la interpretación del registro, debe reconocerse que está compuesto de elementos polisémicos sin significado auto-evidente (Hodder 1992). El postprocesualismo re-instauró en la disciplina la dicotomía naturaleza-sociedad --superada por el procesualismo a través de su reduccionismo naturalista--, volviendo lo social irreductible al tipo de estudio que realizan las ciencias naturales, en tanto los fenómenos culturales no pueden ser entendidos sino solamente en sus propios términos y, por lo tanto, no pueden ser reducidos al tipo de explicación nomotética de la agenda científica. Al privilegiar la búsqueda de regularidades transtemporales y transculturales el funcionalismo procesualista fue incapaz de explicar la variabilidad cultural y los contextos en los que ocurre la especificidad situacional de los fenómenos culturales. Los principios uniformistas no pueden dar cuenta de los eventos culturales si estos son únicos, irrepetibles y situacionales. Más aún, si se postula que no existe un significado transhistórico y transcultural de la cultura material debe asumirse que los significados son históricos, contingentes (e.g., Hodder 1982a). La crítica postprocesualista al reduccionismo naturalista del procesualismo está fundada, en buena parte, en el rechazo a la epistemología y en la crítica humanista a la ciencia (véase Dupré 1993). Así como el procesualismo pretendió desde su perspectiva científica hempeliana "explicar" el pasado, el postprocesualismo pretende "interpretarlo" en una perspectiva hermeneútica 27, que supone, simultáneamente, el rechazo de la concepción fundacional de la epistemología. Para el postprocesualismo la arqueología no es explicativa sino interpretativa (e.g., Shanks y Tilley 1987b:103-115; Hodder 1989, 1991a; Tilley, ed., 1993; Hodder et al. 1995): no puede haber una sóla explicación del sociedad/individuo, general/particular y sujeto/objeto (cf. Hodder 1985, 1986; Shanks y Tilley 1987a). Shanks y Tilley (1987a:24) han mostrado cómo una parte de las dicotomías procesualistas es siempre considerada como segura y la otra como peligrosa, sospechosa: la primera estaría constituída por pasado, práctica, objeto, sustancia, realidad; la otra por presente, teoría, sujeto, representación, retórica. 27 La relación de la arqueología postprocesualista con la hermeneútica ha sido explorada en muchos textos por varios autores. Algunos de los más ilustrativos son Hodder (1986, 1991a); Moore (1990); Silverman (1990); Peebles (1991); Shanks (1992); Tilley (1993); Shanks y Hodder (1994).

29 pasado sino una baraja de interpretaciones (cf. Knapp 1996:129). La hermeneútica, que pretende ser una alternativa a la epistemología, ha sido vista como la posibilidad de comprender (interpretar) la alteridad en sus propios términos, sin recurrir a un discurso homogeneizante (e.g., Vattimo 1991:149). El postprocesualismo se ha acercado a la hermeneútica como antídoto contra la homogenización cognitiva y como protección de la alteridad. Además, para los postprocesualistas el "texto" inscrito en el registro arqueológico hace que el arqueólogo se enfrente, para usar las palabras de Geertz (1989:368), "a un problema, no de mecánica social sino de semántica social." Así, la interpretación "no produce estabilidad ni encierros ... La interpretación, en vez de encerrar, abre o descubre, creando discontinuidad, diferencia ... En vez de un pasado cuyo significado es transparente para la razón iluminada ... nosotros enfatizamos el acto de la interpretación" (Shanks y Tilley 1987a:26). Por otra parte, la crítica humanista del postprocesualismo es evidente en Hodder (1986:30): "Mientras uno diga que puede predecir ideas, pensamiento y cognición desde la base económica usando una ley cobertora, y que la base económica puede ser percibida y medida objetivamente, no hay dificultad. Pero tan pronto uno dice esto la falta de humanismo es aparente" (Hodder 1986:30). O, más explícitamente, cuando rechaza la búsqueda de leyes generales como una tarea propia de la arqueología: "Discutir la humanidad en términos de leyes generales es, finalmente, negar a la gente su libertad" (Hodder 1986:102). Desde esta concepción la ciencia sería incapaz, por homogenizante (en tanto nomotética), de dar cuenta de la vastedad y la singularidad de los fenómenos humanos. De hecho, el concepto de cultura adoptado por los postprocesualistas es antitético a la concepción de White que usó el procesualismo, en tanto considera la cultura como un conjunto negociado y negociable de prácticas situacionales, históricamente determinado, y a los individuos como agentes sociales; de esta manera el postprocesualismo reinstaura la dimensión individual en el centro del análisis arqueológico, dimensión que, como ya indiqué, había sido negada por el procesualismo. Como ha dicho Hodder (1985:23), "la ideología complaciente de un pasado sin tiempo en el que el hombre, animal pasivo y eficiente, es controlado por leyes que no puede usurpar debe ser, por lo menos, criticado y puede ser, espero, reemplazado por [la concepción] del individuo que crea su mundo activa y significativamente." El postprocesualismo rechazó la empresa científica al rechazar el acento positivista del procesualismo, sobre todo la presunción de poder obtener conocimiento 28 objetivo liberado de valores y preconcepciones; el temor a la subjetividad ; la creencia en la simetría entre explicación y predicción; y la negativa a considerar aspectos ideacionales no observables empíricamente (cf. Earle y Preucel 1987; véanse opiniones contrarias en Hodder 1986:16, 1987:517). El rechazo postprocesual a la ciencia supone el rechazo de los procedimientos positivistas de verificación del conocimiento. Puesto que para el postprocesualismo no hay independencia de teoría y datos, no puede haber correspondencia empírica y, por lo tanto, la verificación no es posible. Pretender que la 28

"La mayoría de la teoría en arqueología actúa hoy como una farmacopea. El propósito es evitar la subjetividad, la patología ... El método se propone la expulsión de la subjetividad, cuya ausencia garantiza, supuestamente, la seguridad epistemológica ... El método provee la seguridad psicológica de que nos hemos eliminado a nosotros mismos en el presente para poder retornar al pasado" (Shanks y Tilley 1987a:8).

30 teoría pueda ponerse a prueba con los datos es suponer su independencia; y puesto que esta no existe, la prueba de la teoría con datos que son teóricos resulta tautológica (Hodder 1986:37-41). De esta observación se sigue que para el postprocesualismo la objetividad no es posible, ni siquiera la objetividad mitigada del procesualismo contemporáneo. Hodder (1992:131) ha dicho que no hay una base externa y objetiva para decir que una teoría es mejor que otra, no importa que sea internamente coherente, que esté bien argumentada y que esté de acuerdo con los datos. O, lo que es lo mismo, "si yo acepto cualquier prueba de mi teoría como válida o relevante depende de mi teoría (o paradigma)" (Hodder 1984:66; véase también Hodder 1982b:11, 1985:13). Aunque una de las características fundamentales de la propuesta postprocesualista es la consideración del carácter flotante de los significados (e.g., Shanks y Tilley 1987a:26) --una idea que acerca al postprocesualismo a la lógica postmoderna, como indicaré más adelante--, ello no quiere decir que no haya intentado interpretar los significados del pasado; de hecho, ha acogido el principio hermeneútico de que la interpretación no es sólo posible sino que está limitada por la materialidad del texto que se interpreta. La escuela antropológica con la que el postprocesualismo ha demostrado tener más cercanía es la antropología interpretativa, también nutrida por la hermenéutica. Geertz (1989), por ejemplo, no concibe al antropólogo como un científico que busca explicar algún fenómeno en particular sino como un interprete intercultural que sólo pretende hacer inteligible una experiencia humana distinta a la suya. Para Geertz (1989:28), como para los postprocesualistas, los textos —la producción de los arqueólogos— son ficciones, en el sentido de que son construcciones, artefactos hechos, formados (la significación exacta de fictio). Pero, sin duda, el logro más significatico de la propuesta postprocesualista es lograr la desnaturalización del tiempo (del pasado) que el procesualismo había naturalizado desde su plataforma científica. Ahora el tiempo se ve como una construcción cultural, de manera tal que no puede existir un referente natural que permita aprehenderlo. Así, es claro que la paciente y bien documentada deconstrucción científica de la arqueología por el postprocesualismo, tanto desde una perspectiva ético-política como filosófica, ha servido para abrir espacios a la multivocalidad histórica en tanto explora, al interior de la propia definición disciplinaria, alternativas distintas a la explicación científica y a su tradicional hegemonismo excluyente (e.g., Hodder 1986, 1991a, 1991b, 1992; Leone 1986; Leone et al. 1987; Shanks y Tilley 1987a; Tilley, ed., 1990, 1993; Tilley 1991; Shanks 1992; Hodder et al. 1995). De hecho, en muchos sentidos el rechazo a buena parte de la agenda procesualista por parte de los postprocesualistas tiene que ver con el rechazo contemporáneo al proyecto absolutista de la ciencia en las disciplinas sociales y nos permite entender, desde la historia disciplinaria de la arqueología, que la hegemonía de Occidente ha sido enfrentada por la insubordinación generalizada de los saberes, que de esta manera han logrado adquirir niveles de reconocimiento insospechados hace unos pocos años.

31 CAPITULO III: DE LA HEGEMONIA AL RECONOCIMIENTO: MULTIVOCALIDAD HISTORICA EN COLOMBIA

Las estructuras de dominación a nivel mundial han negado tradicionalmente las formas de conocimiento histórico no Occidentales al diferenciarlas de la historia (historia vs mito; historia vs tradición); al establecer la supremacía de lo escrito sobre lo oral; de lo cronológico y lineal sobre lo "estático" y circular; de lo temporal sobre lo atemporal; de lo que sucedió sobre lo que debió haber sucedido; en suma, al establecer la supremacía de las "sociedades con historia" sobre las "sociedades sin historia" (cf. Rappaport 1990:12). Esta antropología del tiempo supune una política del tiempo (Fabian 1983). La tipologización del tiempo implica el distanciamiento temporal necesario para crear los objetos discursivos de la antropología y para crear condiciones de dominación a través de la colonización de los otros tiempos por el tiempo de Occidente, asumido como el referente temporal único y posible. Pero la situación evidentemente está cambiando. A pesar de la hegemonía científica en estos tiempos cruciales de fines de milenio varios sistemas de producción del pasado se enfrentan (algunos apenas surgiendo y otros re-configurándose) en condiciones crecientes de legitimidad; somos testigos por doquier de una insurrección general de formas de conocer el pasado que fueron tradicionalmente negadas y excluídas. Aunque esto sucede a nivel mundial, en algunas partes con mayor profundidad que en otras, Colombia resulta ilustrativa por la variedad y la fortaleza de los distintos actores históricos. En cualquier caso, el ejemplo colombiano sobre el que ahora me ocuparé no es un microcosmos mimético de la situación mundial (una posibilidad que pasaría por alto las particularidades de la tensión entre lo global y lo local) sino un locus más en el que la crisis de la arqueología y la insubordinación histórica se juegan en toda su especificidad. Panorama de las voces históricas en Colombia La Constitución colombiana de 1991 consagró lo que en la práctica era un hecho innegable que ya había producido consecuencias en todos los órdenes: el pluralismo cultural. Si este hecho puede ser más visible en esferas como la económica y la política, también tiene consecuencias en el orden de las concepciones históricas. En este sentido, quiero mostrar muy esquemáticamente la situación actual en el país de cuatro voces históricas distintas y contemporáneas: la voz de la arqueología y tres voces de minorías étnicas, Paeces y Yanaconas, ambos de los Andes suroccidentales, y Cubeos, de la 29 Amazonía; estas tres voces han sido escogidas de entre varias posibilidades por la firmeza de sus proyectos de construcción y/o revitalización histórica, y por las consecuencias políticas que esos proyectos han tenido. Los Paez viven, en su mayor parte, en Tierradentro, una zona montañosa y quebrada entre Cauca y Huila. En 1971 los Paez contribuyeron a formar el Consejo Regional Indigena del Cauca (CRIC), una poderosa organización de base amplia cuya 29

También se han embarcado en proyectos históricos los Pasto, Awa, Wayúu, U'Wa, Kamtsá, las comunidades afro-colombianas del Pacífico y de San Andrés, y un variado etcétera.

32 plataforma política incluye, entre otras cosas, la defensa de la historia indígena (CRIC 1983:5), que está básicamente encapsulada en los mitos y en la geografía sagrada. Esta clase de historia ha probado ser crucial en la solución de problemas de tierras, disputas políticas y herencias, y en el fortalecimiento y creación de la identidad comunal, fundamental para enfrentar a los grupos hegemónicos (Rappaport 1990). El discurso histórico Paez, básico en los procesos de legitimación e insubordinación étnica, es situacionalmente invocado, esto es, reconstruído: Las cadenas de transmisión de la visión histórica Paez permiten dibujar una continuidad moral entre los habitantes precolombinos de Tierradentro y la población contemporánea que vive allí ... Si son o no el mismo grupo que combatió a los españoles en 1572 es inmaterial: lo que importa es que perciben ese lazo como existente, y han elaborado su ideología para legitimarlo (Rappaport 1990:18).

La historia Paez es una memoria política dinámica que se ajusta, constantemente, a los requerimientos situacionales contemporáneos; es una tradición inventada sin referentes empíricos distintos de aquellos que la encapsulan en ciertos momentos --es decir, con referentes empíricos históricamente situados--, pero que no requiere para su legitimidad del tipo de validación que el proyecto científico de Occidente exige a sus producciones y, desde su postura hegemónica, a las de los demás. Esta historia moral, políticamente movilizada, también ha sido desplegada por la comunidad de Piramirí, que vive en el caño Cuduyarí en la región amazónica, y que pertenece al grupo Cubeo. Este grupo empezó hace unos años un proyecto de (re)construcción histórica con claros propósitos políticos, como vehículo de fortalecimiento identitario (en tanto identidad construída desde referentes temporales): ... tomamos nuestra experiencia para transformar, mediante el reforzamiento y validación de nuestra cultura, la imagen ante el "blanco" y nuestra capacidad de decidir en la historia ... Para esto es importantísimo validar la historia de nuestros abuelos porque enseña la posición que tenemos en el mundo ... junto con los viejos se ha empezado a investigar la historia para lograr en nuestros jóvenes y niños una verdadera valoración de nuestra cultura; que ella y sus tradiciones son tan importantes como cualquier otra cultura en el mundo ... concientes de que nuestra historia es tan buena como las otras vamos a valorar la vida en la comunidad y por lo tanto la familia, ya que los jóvenes, hombres y mujeres, no se amañan en el hogar por creer en una "civilización blanca" única y buena (Comunidad de Piramirí 1989:43-46).

También existen en Colombia historias alternativas construídas alrededor de una buena dósis de etnogénesis contemporánea. Ese es el caso del proceso histórico en el que están embarcados unos 20.000 Yanaconas que viven en el Macizo Colombiano, en el Departamento del Cauca. Hasta mediados de los 80 los Yanaconas eran campesinos sin identidad étnica, luchando por sobrevivir en un antiguo territorio indígena colonizado desde el siglo XVI y desarticulado por más de un siglo. En 1985, en medio de un agudo conflicto territorial y de una marcada disminución de la calidad de vida por su situación de marginalidad, varios líderes comunitarios empezaron a reflexionar sobre los medios necesarios para obtener legitimidad política, autonomía y unidad regional; aunque los habitantes del Macizo se reconocían vagamente como indígenas, todavía faltaba crear una más clara identidad étnica. El elemento clave apareció cuando se sugirió que la construcción de identidad podía girar alrededor de la "Yanaconidad," esto es, una

33 identificación étnica con los Yanas, grupos nativos de los Andes Centrales y del Ecuador que los primeros conquistadores españoles trajeron al sur de Colombia como porteadores. La idea fue rápidamente adoptada por la base --aunque no sin sobresaltos y desaveniencias--, gracias a su difusión a través de talleres, seminarios y encuentros amplios, y estuvo destinada a crear y diseminar un sentido de pertenencia étnica basada en la construcción y reconstrucción de referentes culturales (cf. Zambrano 1993). En ese sentido la educación jugó un papel fundamental, y su propósito explícito fue "yanaconizar a los yanaconas; es decir, la formación en armonia con los valores y las aspiraciones de las comunidades" (Comunidad Yanacona 1996:38). Así, mientras algunas prácticas culturales como el trabajo comunitario y el simbolismo de la agricultura del maíz fueron adoptadas como parte de la Yanaconidad, reconstruyéndolas allí donde se habían debilitado o perdido, otros aspectos tuvieron que ser trabajados prácticamente desde el principio. Ese fue el caso de la historia. De hecho, aunque el pensamiento mítico había casi desaparecido del Macizo, se establecieron conexiones con otras tradiciones culturales más firmes de los Andes suroccidentales en términos de referentes históricos y medios discursivos. En este sentido, la tarea principal fue la homogenización de las diferencias históricas al interior del territorio, un proceso que todavía no ha concluído. Por ejemplo, en un trabajo colectivo (Comunidad Yanacona 1996) se pueden encontrar declaraciones de este tipo: "La historia es un proceso de identificación. La historia Yanacona que debemos hacer es identificarnos de nuevo con aquello que es nuestro"; y "... [debemos] unificar criterios históricos para el pueblo Yanacona ... Se requiere un taller para unificar la historia Yanacona". Mientras ocurre toda esta insubordinación histórica (como movilización situacional de historias existentes o de historias recien construídas) que cada vez encuentra más espacios de legitimación, la arqueología ha seguido un camino estrechamente relacionado con diferentes proyectos de construcción nacional desde mediados del siglo pasado, proyectos que han supuesto --aunque por distintos caminos-- la exclusión de todas las historias distintas de aquella ajustada a sus requerimientos discursivos. En el país no ha habido un proyecto nacional sino varios (cf. Pineda 1984; Melo 1989), que han recorrido, alternativamente, el camino de la dominancia de un núcleo étnico sobre los demás (el hispanismo, la superioridad de la élite "blanca") o el camino del homogenismo atemporal (el mestizaje). Con uno de esos proyectos nacionales, el de la burguesía liberal de la década del 30 y 40 de este siglo, se relaciona la institucionalización de la arqueología en el país. Ese proyecto pensó una nación unitaria, homogénea, mestiza, que atrajera hacia sí a la gran diversidad accidentalmente incorporada dentro del territorio de la república. El proyecto liberal hizo posible la institucionalización de la disciplina como formación discursiva que participó en el proceso de construcción nacional a través de la racionalización de la alteridad, a través de la constitución de ese "otro" histórico que resultó y resulta tan problemático para el proyecto nacional. En 1941 el presidente liberal Eduardo Santos ofreció al antropólogo francés en el exilio Paul Rivet apoyo oficial para realizar investigaciones antropológicas en Colombia; Rivet aceptó la oferta, y los primeros arqueólogos colombianos fueron entrenados bajo su sombra en el Instituto Etnológico Nacional, fundado ese mismo año. Aunque la agenda política del Instituto fue abiertamente democrática y pluralista, el tratamiento antropológico de la alteridad --que entonces estaba casi que exclusivamente circunscrita a lo indígena-fue aséptico y centrado en el pasado: la alteridad prehispánica fue cuidadosamente

34 separada de la alteridad contemporánea. Este maniqueismo condujo a una oposición predecible: la construcción de una tradición indígena presente/ausente en el proyecto nacional (véase Lorenzo 1981:197). El ejemplo rescatable de la alteridad y rápidamente incorporado al sentir nacional fue el único pueblo "civilizado" encontrado por los españoles en el mapa del país en el siglo XVI, los muiscas 30. La significación de "pueblo civilizado" era clara: estratificado, con varios niveles de tomas de decisiones, con discriminaciones institucionales, con religión, ejército, tributo. Es decir, un pueblo sólo diferente en grado, pero no en clase, a las sociedades europeas de la misma época. Uricoechea (1984) afirmaba en la segunda mitad del siglo pasado que la nacionalidad colombiana estaba asentada en las "naciones" que poblaron la región andina, excluyendo a los "nómadas bárbaros" de las selvas tropicales. La arqueología racionalizó la concepción esquizofrénica de la alteridad (es decir, la dicotomía pasado/presente) a través de dos objetos discursivos: el difusionismo y el catastrofismo. El difusionismo escribe la historia sin tiempo de pueblos sin historia (Fabian 1983:18) en virtud de su tratamiento de las comparaciones en términos espaciales y direccionales. Y en el caso de la arqueología colombiana la direccionalidad de las explicaciones difusionistas tuvo su origen en los centros de las "grandes culturas" americanas. Puesto que la determinación del "origen" es un asunto político más que disciplinario, las explicaciones difusionistas desde los Andes Centrales y desde Mesoamérica tuvieron el propósito de valorizar las poblaciones indígenas colombianas en tanto pudieran ser ligadas a estados civilizados de otras partes 31 (Pineda 1984:202-203). Cuervo (1920:127-128), por ejemplo, señaló que los "los grupos civilizadores que vinieron a constituir la nación chibcha eran originarios del Mediodía; quizás de la región del lago Titicaca". Uricoechea (1984:35-38) fue un poco más lejos y, siguiendo a Paravey, sugirió que los Muiscas tenían origen japonés: Bochica puede ser una palabra compuesta de Fo y Chekia, nombre del célebre fundador del budismo, religión antigua de la China, que luego pasó al Japón, adonde aún existe, según Tsingh, juntamente con el culto de los astros, pues Fo se pronuncia en el Japón Bo y aún Bouppo, y el apellido Chekia, Chaka, donde se ve la semejanza entre Bochica y Bochaka.

Aunque podría arguirse con alguna inocencia que esta reivindicación de la civilización prehispánica es la primera percepción no-racista de la alteridad, es claro que contribuyó de manera decisiva a la producción y a la reproducción de dos categorías opuestas, civilizado y salvaje, que aún sobreviven en el discurso del estado colombiano. En cualquier caso, el interés en la civilización prehispánica, articulado con el proyecto civilizador del sentido unitario de nación, explica el énfasis desmedido que los arqueólogos colombianos pusieron por años por la monumentalidad. Es muy ilustrativo que la dimensión alegórica del discurso de la arqueología colombiana alude a la aniquilación y a la desaparición: los sujetos arqueológicos -pueblos, culturas, incluso tiestos-- no cambian sino que desaparecen. La desaparición de 30

Los "civilizados" Taironas sólo surgen de las selvas de la Sierra en este siglo. La difusión cultural de centros civilizados acompañada por conquista y movimientos de población es, además, un esquema explicativo basado en las experiencias imperialistas del siglo XIX (Shanks y Hodder 1994:25). 31

35 los pueblos prehispánicos implícita en las explicaciones catastrofistas --invasiones, migraciones, aniquilaciones-- presupone su desintegración definitiva en el tiempo y en el espacio y su salvación en el texto (sensu Clifford 1986:112). Pero se trata de una salvación puramente retórica --aunque a veces es también estética-- pero no de una salvación social o política. Este catastrofismo ha estado muchas veces ligado a una declaración lastimera sobre todas las maravillas que se perdieron en el proceso. Los pueblos indígenas prehispánicos con mayores "logros" culturales --metalurgia, estatuaria, grandes obras de infraestructura-- fueron eliminados con las explicaciones catastrofistas y reemplazados por pueblos mucho "más atrasados" (es decir, más fáciles de expoliar que sus antecesores "cultos"), aquellos que encontraron la colonia y la república sobre el mapa de Colombia. El coleccionista de precolombinos Manuel Vélez (citado por Londoño 1989:20) en una carta escrita a Boussingault en la primera mitad del siglo XIX expresó muy bien lo que sería la racionalidad catastrofista al referirse a la espectacularidad de ciertos restos arqueológicos del altiplano: "He llegado a convencerme que estos países han sido habitados por pueblos más antiguos y más civilizados que los que encontraron los españoles en tiempos de la conquista". Un viajero alemán del siglo pasado, Stubel (1994:69), dijo lo mismo en una carta fechada en 1869 al referirse a las estatuas agustinianas: El material que fue utilizado aquí por los indígenas es una lava dura en extremo. El manejo de este material, que sólo era posible con herramientas muy perfeccionadas, prueba que los españoles no hubieran sido capaces de conquistar esta parte de América si el pueblo escultor hubiera vivido aún. Esta época artística está, en todo caso, a cientos, si no a miles de años atrás.

A los indígenas contemporáneos, con los que se competía por tierras y recursos y a los que se explotaba de una manera salvaje, no podía legitimarséles estableciendo la continuidad histórica con los escultores, tan "perfeccionados" y tan "civilizados", tan dignos de hacer parte del proyecto nacional como sus descendientes vivos de quedar al margen. A estos últimos había que mostrarlos como producto de rupturas poblacionales. El catastrofismo, sobre todo las explicaciones que involucran reemplazo poblacional, son racistas y coloniales (en tanto racionalizadores de la expoliación y de la usurpación), como en el caso de dos grupos indígenas del suroccidente colombiano, los Paeces --Pijaos que les habían quitado sus tierras a los "escultores" del Alto Magdalena-y los Guambianos --Yanaconas que habían desplazado a los "verdaderos" habitantes de la zona, los "civilizados" Pubenenzes. A los indígenas contemporáneos se les negó el derecho de relación histórica con las sociedades "civilizadas" que les precedieron puesto que sus obras (estatuas, hipogeos) fueron consideradas muy avanzadas y, por lo tanto, incompatibles con los "salvajes" y "primitivos" que enfrentaban y exterminaban. En esa racionalidad se sugirió que los indígenas no podían ser propietarios de las tierras porque sólo recientemente las habían usurpado. La memoria oficial, de la mano de la arqueología, condenó al olvido la historia indígena. Como ha dicho un intelectual nativo: "Los blancos bloquean nuestro camino hacia el futuro al bloquear nuestro camino al pasado" (Wankar 1981:279, citado por Rappaport 1990:1). La arqueología colombiana ha sido claramente hegemónica al negar otras voces históricas y al reclamar para sí el único derecho a la verdad sobre el pasado, como si la

36 verdad no fuese situacional y dependiente del contexto. En ese sentido, es incuestionable que la relación entre poder y conocimiento sobre el pasado permeó por años la arqueología colombiana y el discurso histórico se vició de posturas abiertamente racistas y clasistas. Los arqueólogos han ignorado el contexto social de su producción histórica y, por tanto, la economía política de su praxis. No es coincidencia que la producción de los arqueólogos, que normalmente circula en espacio académicos estrechos, sólo sea entendida por otros arqueólogos. De hecho, aunque la arqueología pretende ser la manera de estudiar el pasado --la más poderosa, legítima, válida, exacta-- es paradójico que su circuito de producción, circulación y consumo sea tan absolutamente restringido y pequeño. Dado que en Colombia la manipulación estatal del conocimiento arqueológico ha sido mínima --si es que acaso alguna vez ha existido-- en comparación con lo sucedido en otros países (vanse numerosas referencias en este sentido en Trigger 1989a; Politis, ed., 1992; Kohl y Fawcett, eds., 1995), la arqueología colombiana es un buen ejemplo de una arqueología para arqueólogos. Por eso algunos arqueólogos --desafortunadamente aún muy pocos-- se han preocupado últimamente por socializar su producción a través de cartillas, medios (televisión, periódicos, revistas), conferencias abiertas, talleres y currículos escolares, y por vincular a la comunidad de manera dinámica en sus investigaciones (e.g., Reyes 1989; Rodríguez 1992; López y Reyes 1994). En cambio, las redes de circulación y consumo de la concepción histórica indígena encapsulada en los mitos --tradicionalmente tipologizados como ficciones y despreciados como no históricos- son mucho más amplias que las de la misma arqueología. Esas visiones se producen, circulan y se consumen entre comunidades enteras, en ocasiones de varios miles de personas. Aparte de la dimensión de las redes de circulación y consumo existe una diferencia abismal entre los distintos saberes históricos que existen en el mapa del país, y se relaciona con la percepción de la historia por los colectivos sociales. Mientras la percepción histórica colectiva en Occidente es meramente anecdótica (últimamente mediada por la mercantilización), tal y como es fácil ver en los currículos y los textos escolares, en muchas sociedades nativas (sobre todo aquellas con existencia identitaria con profundidad temporal) la percepción de la historia es orgánica. Esta observación de Reichel-Dolmatoff (1997:19) sobre los Tukano de la amazonia es muy ilustrativa al respecto: En el curso de estas ocasiones ceremoniales, cuando el universo y todos sus componentes se renuevan, hay una meta que adquiere importancia capital: la reafirmación de los vínculos con las generaciones pasadas y venideras, junto con la expresión de inquietud por el futuro bienestar de la sociedad. El énfasis ritual recae en la unidad del grupo social, en la continuidad, en los estrechos lazos de identidad que unen a la sociedad con el pasado y constituyen el fundamente del futuro.

Esto no quiere decir, sin embargo, que el papel acordado a la historia y a la memoria sean fundamentalmente distintos en un caso y en otro, puesto que la historia siempre supone tradiciones inventadas (sensu Hobsbawm y Ranger 1983). La tradición se inventa, incluso la Occidental, en el sentido de que es selectiva, intencionada, moral. Para que una tradición sea reconocida se requiere que desde el presente se le otorgue un sentido y un valor, y ambos son juicios que construyen la tradición desde el presente. Pero a pesar de que la historia Occidental comparte con otros saberes históricos un

37 papel de fundamental importancia en la sociedad, sobre todo en la dimensión de sus usos políticos, es la historia Occidental la que ha sido impuesta --mejor, ha tratado de ser impuesta-- a las demás. Esa imposición homogenista, construída sobre todo desde la unificación linguística y educativa, ha sido enfrentada, también, como resistencia o como domesticación. En ambos casos, el resultado ha sido el mismo: en la Colombia de hoy co-existen y, en ocasiones, se enfrentan varias voces históricas, muchas con discursos no-Occidentales. Algunas han encontrado grandes espacios de legitimación, como la historia Paez, cuya revitalización histórica ha jugado un papel determinante en reivindicaciones territoriales, políticas, jurídicas. En Colombia el discurso histórico Occidental ha ido pasando poco a poco, generalmente forzado por las circunstancias, de la hegemonía al reconocimiento; no es difícil predecir que este último será cada vez más acuciante y necesario, aunque no se requiere ser demasiado perspicaz para entender que el saber hegemónico tratará, por muchos medios, de evitar que ocurra. Aún así, la hegemonía no puede ignorar el hecho de que, siguiendo el camino trazado en otras partes del mundo, las minorías colombianas -no solamente étnicas-- cada vez exigen y encuentran mayores espacios de legitimidad, incluído el derecho a tomar decisiones fundamentales sobre su propio pasado. Los indígenas de la Sierra Nevada, por ejemplo, suscribieron hace unos años una declaración (Comunidad de la Sierra Nevada 1987) en la que anuncian al gobierno que debe evitar "que se nos trate como elementos de investigaciones ... por eso pedimos que el gobierno (sic) establezca una ley donde se prohiba el ingreso de turistas de cualquier clase, así sea con fines investigativos". Algo que está por venir es la exigencia de las minorías de ser consultadas en asuntos relacionados con su historia; algo de esto ya sucede en Colombia, porque el trabajo de campo de los arqueólogos en zonas controladas por autoridades locales no estatales, sobre todo indígenas, requiere de procesos de conciliación y de consulta. Pero aún no existe en Colombia nada parecido al NAGPRA o a los derechos reclamados y adquiridos por los aborígenes australianos sobre su historia (Murray 1993) y, si existe, es apenas en marcos locales sin impacto amplio. Todavía las instituciones Occidentales en nuestro país, como los museos y las universidades, deciden qué hacer con los restos biológicos y culturales de los ancestros de las minorías y todavía no se vislumbran políticas de concertación al respecto. El encuentro de distintas voces históricas: un espacio inédito La multivocalidad histórica supone el encuentro, en condiciones crecientes de igualdad, de saberes sobre el pasado distintos e inconmensurables. En realidad se trata de un encuentro que nunca antes había sucedido, puesto que ya no se trata del escenario tan común de la voz hegemónica de la ciencia silenciando otras voces sino del encuentro de muchas voces. La retórica del encuentro puede asumir muchas formas: diálogo, enfrentamiento, reconocimiento. El encuentro puede llegar a producir un nuevo orden, realmente postcolonial, o puede reproducir, mutándolo, el orden existente. En cualquier caso, el encuentro multivocal debe partir del hecho de que muchos saberes históricos están encapsulados en estructuras discursivas distintas de la Occidental, lo que comporta una imposibilidad dialógica entre ellos. De hecho, las estructuras del discurso científico y de muchos discursos no-científicos son antitéticas. El discurso científico exige la exclusividad de un lenguaje; es un componente indirecto de lo social y da lugar a

38 profesiones e instituciones; prescribe claramente la posición del enunciador y del receptor; la validez del referente se establece por medio de pruebas de suficiencia empírica. En cambio, muchos discurso no científicos admiten pluralidades de lenguajes; son un componentes directos e inmediatos de lo social, por lo que pertenecen a toda la sociedad y no a unos pocos individuos; las posiciones narrativas no son exclusivas; la validez del referente no requiere de pruebas sino de la sanción social (véase Lyotard 1994:43-56). Los discursos contienen "obstáculos", elementos estructurales que los hacen casi ininteligibles para otros discursos; su eliminación, sin embargo, sólo logra eliminar el contenido mismo del discurso. Sin embargo, la necesidad de muchos grupos subordinados con formas de conocimiento histórico no Occidentales por oponer su versión de la historia a la versión del grupo dominante, generalmente lesiva de su tradición y de su integridad cultural, ha llevado a que muchas veces su historia adopte el discurso Occidental. Este proceso ha sido llamado por Salomon (1982) "crónicas de lo imposible," cuyo resultado es el silencio: Como siempre, los derrotados no son capaces de hacerse entender. Hablan, necesariamente, en parte a través de ideas y mitos que no les son propios, y en parte a través de ideas y mitos que son tan suyos como para ser transmitidos en un vehículo extranjero. Contrario a la clase de escritura que se genera dentro de una tradición cultural, la escritura de los derrotados trata de hablar a través de dos sistemas de pensamiento cualitativamente diferentes al mismo tiempo... Esta literatura, por lo tanto, pertenece a una clase propia, diferente del mito y de la historia, y de hecho opuesta a ambos ... Sólo los escritores vencidos hacen de la insolubilidad su residencia (Salomon 1982:32-33).

Puesto que el encuentro multivocal es un encuentro inédito, es sólo un ejercicio de imaginación prospectiva sugerir escenarios posibles, de los que quiero examinar tres, dos de ellos ya no tan posibles porque se encuentran en plena ocurrencia: el surgimiento de una nueva hegemonía, la recolonización de los saberes insubordinados y la apropiación del discurso hegemónico. Una vez examinadas esas posibilidades quiero reflexionar sobre algunas de las bases sobre las que se puede construir un espacio legítimamente postcolonial para el encuentro de la multivocalidad histórica. ¿Una nueva hegemonía? La legitimidad adquirida --y por adquirir-- por voces históricas distintas de la voz hegemónica Occidental ha logrado en varios países un amplio espacio de negociación. Mientras la insubordinación de múltiples saberes históricos ha cuestionado el absolutismo del saber hegemónico y ha logrado, no sin dificultades, un paulatino reconocimiento, lo cierto es que las nuevas condiciones pueden reproducir, aunque transformado, el viejo orden colonial al establecer nuevas condiciones para el ejercicio de poderes hegemónicos. Por ejemplo, los grupos indígenas pueden reclamar y obtener el control sobre su pasado, un pasado en el que los arqueólogos también están interesados, aunque por razones distintas. Ese control podría significar que los intereses históricos de la arqueología estarían sujetos a las decisiones de las minorías. Una situación de esta clase, en la que la lucha por el control del pasado jugaría un papel protagónico, llevaría al

39 enfrentamiento de las distintas significaciones de conceptos tan centrales como el de "identidad" y "nación"; llevaría a preguntar y cuestionar, por ejemplo, si los grupos indígenas que viven en el actual territorio de Colombia son indígenas primero y después colombianos o viceversa. Esta pregunta, por supuesto, tendría respuestas distintas, dependiendo de los actores y de las circunstancias. Resulta paradójico que la arqueología puede no sólo perder su estatuto hegemónico sino pasar a ser sujeto de las prácticas hegemónicas de otros. Aunque esta sería una buena lección histórica para la soberbia absolutista de la arqueología, supondría que el encuentro de las distintas voces históricas no es un encuentro postcolonial sino una reproducción del mismo orden hegemónico que la multivocalidad busca poner en cuestión. Una de las formas como se puede evitar una eventual nueva hegemonía es a través del reconocimiento mutuo de los distintos intereses y concepciones sobre el pasado. Este reconocimiento supone una buena dósis de lucha, de negociación y de consulta constante, quizás caso por caso. En este sentido bien vale la pena mencionar que el temor que tuvieron los arqueólogos australianos y norteamericanos con las leyes que otorgaron buena parte del control sobre el "registro arqueológico" a los grupos nativos ha resultado siendo, en términos generales, totalmente infundado (cf. Ferguson 1996; Murray 1993; Downer 1997). La recolonización de los saberes insubordinados Son muchas las estrategias que el saber hegemónico puede desplegar para impedir la insubordinación de los saberes sometidos, desde la negación hasta la neutralización. Esta última se logra de manera más efectiva a través de la recolonización y es, quizás, la forma más oculta y más poderosa de cancelar la insubordinación. Cuando el saber hegemónico no niega ni ignora los saberes insubordinados afirma que aquello que tienen de legítimo, aceptable o racional puede ser asimilado, traducido o reducido a los cánones del dicurso científico. De hecho, siempre está latente la posibilidad de que el saber hegemónico recolonice los saberes insubordinados: Y, después de todo, a partir del momento cuando se ponen en evidencia fragmentos de genealogías y se hace valer o se ponen en circulación los elementos de saber que se trataron de desempolvar, ¿no corren acaso el peligro (estos fragmentos, estos elementos) de ser recodificados, recolonizados? De hecho, los discursos unitarios, que antes los han descalificado y después --cuando reaparecieron-- los ignoraron, están probablemente dispuestos a anexionárselos, a retomarlos en sus propios discursos y a "hacerlos actuar" en sus efectos de saber y poder(Foucault 1992:25).

En estos últimos tiempos se ha vuelto frecuente la afirmación de que es posible un "diálogo" de saberes sobre el pasado; es decir, la conciliación de saberes distintos, en vez de su oposición y de la imposición hegemónica de uno sobre otro 32 . Esta pretensión tiene, aparentemente, visos postcoloniales y presupone que de ese "diálogo" saldrá una voz distinta, mestiza, más fuerte, más tolerante. Aunque es evidente que los arqueólogos intentan, cada vez con mayor frecuencia, tomar en cuenta el punto de vista nativo sobre el 32

Veánse varios artículos al respecto en Schmidt y Patterson, eds., 1995; Biolsi y Zimmerman, eds., 1997; Swidler et al.. eds., 1997.

40 pasado, no estoy tan seguro de que lo hayan hecho para aceptar que existen formas de acercarse al pasado distintas de la concepción Occidental del tiempo que supone la arqueología, sino para lograr, a través de la conciliación, la homogenización de los saberes; y este es un mecanismo postmoderno de neutralización de la diferencia. En vez de permitir la insubordinación y el afianzamiento de la alteridad surge la retórica de la conciliación: diálogo en vez de confrontación; homogenización en vez de diferencia. Uno de los sentidos del "diálogo" propugnado por la arqueología puede resultar neutralizando los saberes no Occidentales sobre el pasado. Un buen ejemplo en este sentido, que bien vale la pena tener en cuenta, es el intento de incorporación de la antropología feminista en la antropología contemporánea: "El intento de incorporar los entendimientos feministas en una ciencia mejorada de la antropología o en una nueva retórica de diálogo es visto como un nuevo acto de violencia. La antropología feminista está tratando de cambiar el discurso, no de mejorar un paradigma" (Rabinow 1986:255). El rechazo a esta asimilación ha sido la respuesta obvia al intento de neutralización del feminismo en antropología (e.g., Strathern 1987). Resulta muy ilustrativo que la arqueología norteamericana, siempre tan hegemónica, siempre tan académica, se encuentre ahora en una posición conciliadora, propugnando abiertamente por el diálogo con la concepción nativa del pasado, sobre todo después que eventos como el NAGPRA han alterado las anteriores relaciones de poder; resulta también paradójico que algunos grupos indígenas norteamericanos -sometidos y ultrajados por años por los "hallazgos" de los arqueólogos-- hayan aceptado la conciliación y hablen ahora de lo mucho que pueden aprender sobre el pasado discursos tan opuestos como la arqueología científica y el mito si son tolerantes, atentos y amplios. Esta postura resulta impensable en quienes atacaron, hasta hace poco, a los arqueólogos por su asociación histórica con regimenes coloniales hegemónicos y racistas (cf. Trigger 1980, 1990) y por la soberbia que despliegan al creer que sólo ellos "tienen las credenciales para definir y explicar a los indígenas americanos y que su palabra debe ser considerada como definitiva y concluyente" (Deloria 1992:595-596). De manera sorprendente, la idea de que la concepción científica del pasado se puede beneficiar de las visiones no Occidentales y viceversa ha hecho carrera y significaría una suerte de colaboración que pondría fin a tantos años de negación y de ejercicio hegemónico (e.g., Swidler et al., eds., 1997). Este supuesto cooperativo lleva consigo la aceptación tácita de que para los indígenas la arqueología científica tiene niveles de "historicidad" mítica o, lo que es lo mismo, que para los arqueólogos el mito puede llegar a ser científicamente "correcto". Pero, en realidad, resulta irrelevante si los mitos son "correctos" o no desde un punto de vista científico; en la misma guisa, resulta irrelevante si la arqueología es "correcta" o no desde un punto de vista mítico. Pretender encontrar "verdades" históricas en los mitos supone la recolonización de un saber no Occidental y resulta en el sometimiento de un saber histórico no científico a través de su reconversión en códigos discursivos Occidentales sobre el pasado. Esta recolonización es una nueva tipologización, en tanto el mito aparece como "histórico" sólo sí contiene verdades que los arqueólogos ya conocen o pueden llegar a conocer. Pretender que los mitos sean útiles para la arqueología porque pueden contener "verdades" históricas no es más que la simple utilización de un discurso ancestral, pero jamás un diálogo. En el mejor de los casos el uso arqueológico de los mitos es un ejercicio puramente académico. ¿Qué tan crucial puede resultar para un grupo indígena que un académico Occidental le diga que

41 sus mitos contienen elementos empíricamente comprobables y que, por lo tanto, son parcialmente ciertos, históricamente verdaderos? Me temo que la única posibilidad de que este "descubrimiento" resultase crucial para los indígenas sería bajo el supuesto de que los grupos a quienes va dirigido compartieran nociones Occidentales de historicidad, de verdad, de empirismo: se requeriría que la audiencia tuviera esquemas conceptuales Occidentales; se requeriría que la audiencia no fuera indígena. El caso más ilustrativo en este sentido en Colombia es el trabajo de Osborn (1985) entre los U'wa. Osborn propuso "identificar la residencia de diferentes grupos U'wa y encontrar sus sitios arqueológicos" (Osborn 1985:18); para ello usó parte de un mito, el "vuelo de las tijeretas". Tras pacientes análisis, consultas con viejos chamanes y visitas de campo concluyó, entre otras cosas, que el mito se refiere a lugares "reales," es decir, a sitios arqueológicos claramente identificables: el mito U'wa tiene, de acuerdo con su interpretación, niveles de historicidad. Pero, ¿historicidad para quién? Ciertamente no para los indígenas sino para los arqueólogos, quienes encuentran útil el mito para localizar sitios arqueológicos. A este ejercicio difícilmente puede llamársele "diálogo" de saberes; más bien, su relativa popularidad actual responde al intento de superar el adaptacionismo funcionalista de la arqueología científica, siguiendo una vieja idea de Vogt (1956:181; citado por Brady 1997:602), quien propuso que las creencias y los valores culturales pueden afectar los patrones de asentamiento, por encima de consideraciones de orden ecológico o económico. Es decir, la mayoría de los arqueólogos han recurrido al mito no para entenderlo en sus propios términos sino para determinar su historicidad (en el sentido Occidental, por supuesto) y la utilidad que le pueda prestar a la arqueología. Aunque, en realidad, el encuentro multivocal puede considerarse benéfico para las voces históricas que se reconocen mutuamente, me parece claro que la historia no Occidental resulta más "útil" para la historia Occidental que viceversa; en ese sentido, algunos grupos indígenas han llamado la atención sobre el hecho de que los arqueólogos lo único que han hecho con su historia tradicional es explotarla y "excavarla" en busca de datos que sirven sus propósitos, de manera análoga a como han excavado la evidencia física de sus ancestros. Pero los discursos son, tal y como están construídos, circuitos cerrados de producción, circulación y consumo; esta multiplicación de circuitos cerrados no tendría problema en un espacio infinito en el que no se tocaran. Pero esta es una utopía irrealizable en el marco del proyecto globalizador de la postmodernidad. En la postmodernidad, más que en ninguna otra época de la historia humana, los circuitos se tocan, se penetran y se repelen. En este escenario la inconmensurabilidad de los discursos da paso a negaciones de hecho, a imposiciones de un discurso sobre otro. Un buen ejemplo en este sentido puede verse en la imposición del discurso jurídico del estado sobre los grupos subordinados que tienen su propio sistema legal-moral cuando algún miembro de esos grupos realiza comportamientos tipificados por el estado como delictivos. Algunos estados, como el colombiano, han aceptado que mientras ese comportamiento ocurra al interior de su propio grupo --contra sus instituciones o individuos-- el infractor sea juzgado o sancionado por el sistema legal-moral del grupo y no por el sistema jurídico nacional; cuando el comportamiento delictivo ocurre por fuera de su grupo, el estado impone su juzgamiento por su sistema jurídico. Al igual que en el problema que estamos analizando, en el espacio de lo jurídico el asunto es simple: mientras los círculos de producción, circulación y consumo de lo jurídico no se toquen, el estado no se inmiscuye; cuando se tocan, el estado impone su sistema a costa de la

42 exclusión del sistema del grupo subordinado. En este escenario el "diálogo" es una ficción, un recurso Occidental de neutralización. En cambio, una respuesta contra-cultural legítima a la postmodernidad es la preservación de la diferencia y la construcción de un mundo posible en la que ella subsista como la base de toda relación humana. La apropiación del discurso hegemónico Aunque resulte paradójico es un hecho que en plena postmodernidad; en esta época fragmentada, sin sentido, superficial, de consumo rápido; en esta época en la cual los planos temporales se funden en un presente inmediato la arqueología es usada de manera cada vez más creciente en el mundo por grupos subordinados para legitimar su estatuto político y su existencia histórica (cf. Layton, ed., 1989). A pesar de que muchos de esos grupos no comparten la tradición histórica Occidental y a pesar de que no están dispuestos a abandonar sus propias tradiciones, han realizado la apropiación del discurso histórico Occidental para obtener espacios de legitimación con las mismas armas de poder y autoridad histórica que tiene el grupo dominante, espacios que sería imposible obtener a través de la ilusoria imposición de su propio discurso histórico. Por ejemplo, la Comunidad de Piramirí (1989:46) escribió al respecto: Creemos que la investigación ayuda, orienta y recupera críticamente a nuestra cultura. El hecho de ser indígena no nos aisla de técnicas y ciencias, un aspecto en el cual la cultura Occidental tiene mucho por ayudar, pero siempre y cuando sea apropiado por las comunidades ndígenas.

Rappaport (1994), por su parte, ha mostrado cómo las comunidades campesinas de Cumbal, en Nariño, construyeron en las dos últimas décadas su identidad indígena a partir de la apropiación y recodificación del discurso legal colonial. Pero en este asunto de la apropiación del discurso histórico hegemónico por parte de los grupos subordinados no hay un ejemplo más significativo que el de los Guambianos, un grupo indígena que habita en las tierras altas de la Cordillera Central, en el Departamento del Cauca. En el proceso de reconstrucción y revitalización étnica emprendido en la década del 70 los Guambianos consideraron prioritario fortalecer su identidad histórica, no solamente hacia adentro sino también hacia afuera (Dagua et al. 1998). Es decir, además de revitalizar una tradición histórica desestructurada por siglos de dominación encontraron necesario oponerse a la historia oficial que les negaba su territorio al considerarlos como recién llegados, como árboles sin raíces. Además de enfrentar su propia historia a la historia oficial se apropiaron de formas Occidentales de producción histórica: arqueología y etnohistoria. La estrategia fue apropiar esos discursos para producir un conocimiento dotado de autoridad y poder ante el grupo dominante, en este caso el estado nacional: Frente a la palabra del blanco ellos requieren que la arqueología, también palabra de blanco y, por lo tanto, también autoridad y poder, muestre con argumentos de blanco su continuidad en estas tierras desde antes de Colón ... A la arqueología corresponde restablecer, con sus secuencias y sus fechas, la profundidad temporal necesaria para enfrentar los argumentos de los blancos (Vasco 1992:180-184).

Los Guambianos encontraron que los hallazgos hechos por la arqueología les resultaban muy útiles para sus propósitos de fortalecimiento étnico y de legitimación ante el estado.

43 De hecho, las investigaciones arqueológicas en Guambía encontraron evidencias de ocupación por más de 2000 años y aunque "los arqueólogos se resistieron a afirmar que estas huellas ... fueran de guambianos", estos "no dudaron un instante" (Vasco 1997:120). De la misma manera, los Yanaconas del Macizo Colombiano también han recurrido a la apropiación, aunque lo han hecho de manera muy incidental a su proceso de etnogénesis: "Los Yanaconas, herederos de pueblos y culturas, desde tiempos inmemoriales habitamos en este lugar. Dan fe de ello los vestigios arqueológicos ..." (Comunidad Yanacona 1996:27). Bases para un encuentro postcolonial Aunque la principal característica del mundo contemporáneo es el esfuerzo de la semejanza y de la diferencia por parasitarse mutuamente, lo que se refleja en la tensión constante entre lo global y lo local, entre la homogenización y la heterogeneidad, lo cierto es que esta situación ha hecho posible "la expansión de muchos horizontes de esperanza y fantasía," para usar la afortunada frase de Appadurai (1996:43). Uno de esos horizontes es el encuentro postcolonial de la multivocalidad histórica, cuyo locus es inédito y cuya condición básica para hacerse efectivo debe generar un simple consenso: la aceptación de la diversidad de tradiciones históricas. Al encuentro no pueden llegar concepciones históricas en distinto grado de desarrollo, como quisiera una concepción evolucionista, sino simplemente concepciones distintas. Esa aceptación supone que las perspectivas totalizantes no son bienvenidas al encuentro puesto que impiden producir una reflexión sobre la praxis, necesaria para entender que los sistemas de producción de conocimiento sobre el pasado (y no sólo la arqueología) son parte constitutiva central del sujeto histórico. El encuentro multivocal no ha existido nunca antes debido a la tradicional imposición hegemónica de la voz Occidental sobre las demás, de manera que lo que suceda de ahora en adelante producirá relaciones que nunca antes han ocurrido. Dos de las posibilidades que acabo de examinar, el surgimiento de una nueva hegemonía y la recolonización de las voces insubordinadas, condenan el encuentro desde el principio y lo que podría llegar a ser una verdadera experiencia postcolonial, una efectiva acción contracultural a la globalización postmoderna, terminaría siendo una mimesis neocolonial. Así, es claro que el encuentro postcolonial debe ser ocupado por la reflexión y la negociación y debe ocurrir a partir de una serie de bases claras. Para empezar, hay que aceptar que las voces que llegan al encuentro son voces históricas en tanto están interesadas en la ocurrencia y en el desenvolvimiento temporal de los eventos humanos. Aunque quizás nunca lleguen a entenderse, a pesar de la antropología, por lo menos pueden comunicarse. Lo que arruinaría el encuentro multivocal es la tipologización; esto ya fue advertido por Rappaport (1990:14), quien señaló que quienes disocian las historias alternativas de la historia Occidental porque no se adecúan a sus estandares ni a su discurso, no las explican (entienden, interpretan) sino que simplemente las clasifican. Y al clasificarlas establecen estandares que la práctica hegemónica parasita. Por lo tanto, los saberes que participen en el encuentro deben reconocerse como históricos, como distintos y como inconmensurables. Un encuentro postcolonial legitimo debe relativizar la competencia narrativa y la retórica establecida. La arqueología colombiana comparte con buena parte de la

44 arqueología mundial no post-procesualista un exclusivismo y un hegemonismo retórico fundado, en buena parte, en la tradición escrita de Occidente, que condena (muchas veces ignorándolo) lo oral al establecer los límites entre la legitimidad linguística (escritura y sujeción a canones retóricos estrictos) y la ilegitimidad linguística (oralidad y flexibilidad retórica). El hegemonismo retórico crea condiciones de dominación atentatorias para el encuentro postcolonial. Las bases para ese encuentro deben incluir el pluralismo retórico. Los conceptos que los distintos saberes traigan al encuentro deben adquirir la conciencia de que no son universales sino contingentes, es decir, histórica y culturalmente situados. No debemos olvidar que el "tiempo", por ejemplo, es un artefacto cultural como cualquier otro. Además, varios conceptos que la arqueología ha usado sin mayor reflexión --como identidad, continuidad, discontinuidad-- son problemáticos para las historias no Occidentales; es más, conceptos Occidentales como "prehistoria" resultan abiertamente lesivos, en tanto tipologizantes y hegemónicos (cf. Condori 1989). La relativización conceptual (es decir, el entendimiento contingente de los conceptos) resulta prioritaria, como lo es también el reconocimiento de los deberes y derechos de todos los saberes. No basta con que los saberes se usen unos a otros en una espiral interminable de utilitarismo. No basta con que los saberes históricos no-Occidentales hayan reconocido en muchas partes que la arqueología, a pesar de su hegemonismo, les ha prestado servicios inestimables en asuntos como la legitimidad en las disputas de tierras y en la protección de su patrimonio histórico. No basta con que la arqueología haya reconocido que los mitos son útiles y pueden seguir siendo útiles para sus interpretaciones. El encuentro no se puede reducir a la burda y simple utilización de los saberes. White Deer (1997) ha analizado el encuentro entre la ciencia y el saber histórico de las comunidades indígenas americanas y ha sugerido que lo que llama la "espiritualidad" indígena debe respetar el objetivismo del "imperativo científico" y sus puntos de vista, y viceversa. Este respeto requiere de condiciones que lo permitan: las bases para un encuentro postcolonial no pueden ser impuestas sino negociadas. Las distintas voces históricas pueden encontrarse y comunicarse --sobre todo en cuestiones prácticas como la toma de decisiones sobre aspectos tan variados como el acceso a los referentes del pasado y su circulación-- pero sabiendo que el homogenismo es un fantasma presente. Sin embargo, no estoy sugiriendo que el encuentro multivocal será el encuentro de voces primordiales que llegan con todo su esencialismo intacto desde la profundidad de los tiempos. Aunque la diferencia es, de hecho, el valor distintivo del encuentro postcolonial y la resistencia a la asimilación (homogenización) la forma como puede realizarse, Rabinow (1986:258) ha advertido sobre la "esencialización" de la diferencia, un hecho que ignora el espacio de encuentros constantes que es el mundo contemporáneo y que ignora que el enfrentamiento cultural que supone el encuentro multivocal implica diferencias no ya taxonómicas en el sentido clásico de la antropología sino interactivas, imaginadas, construídas situacionalmente; por eso la invención (que los antropólogos llaman etnogénesis), como en el caso Yanacona, juega un papel tan fundamental en la proliferación de voces históricas porque provee los mecanismos de representación histórica necesarios para que muchos colectivos sociales accedan al encuentro multivocal. Pero no sólo la etnogénesis Yanacona es un ejemplo de diferencia imaginada. Todos los casos colombianos examinados despliegan en toda su intensidad el uso de la imaginación histórica (desde la diferencia) como un campo para la acción: la memoria

45 (memoria hacia el futuro) juega un papel determinante como actriz principal de nuevos proyectos sociales. La memoria se convierte en deseo; la memoria es deseo (sensu Appadurai 1996). La movilización consciente y deliberada de las diferencias atraviesa el encuentro multivocal. Por eso, la reificación de las diferencias es un camino ciego, tan ciego como el universalismo hegemónico de la ciencia. El encuentro multivocal debe dar cuenta, por lo tanto, del impacto cultural del hegemonismo Occidental y de su proyecto globalizador; debe dar cuenta, por ejemplo, de los usos políticos de la historia Occidental (incluída la arqueología) en la construcción de comunidades imaginadas extra-locales, como la nación. Así, no estamos hablando de historias esenciales sino de historias modificadas, penetradas, historias cuyo desarrollo no es pensable por fuera del impacto del encuentro con Occidente. Los sistemas históricos insubordinados contemporáneos deben su existencia, justamente, a la insubordinación, al enfrentamiento a la visión histórica dominante, a la movilización creativa e imaginativa de las diferencias. Las distintas tradiciones históricas, tal y como las conocemos hoy en día, fueron constituídas a través del contacto con la modernidad y la postmodernidad en el contexto de la colonización (Rowlands 1994:137). Ante estas consideraciones es claro que el territorio de la multivocalidad, un territorio postcolonial, puede re-estructurar el mundo social de una manera que apenas empezamos a entender, cuando no a imaginar. Por ejemplo, las bases postcoloniales del encuentro multivocal deben resaltar las diferencias (consideradas en toda su situacionalidad), pero también posibilitar su reconocimiento y simultaneidad temporal, un requisito que Fabian (1983) consideró inaplazable para superar el discurso colonial de la antropología, porque la ausencia del otro en nuestro tiempo ha sido el modo de su presencia en nuestro discurso --como objeto y como víctima. Una forma de superar el alocronismo es el presentismo (la contemporaneidad), el reconocimiento de que todas las sociedades humanas tienen "la misma edad" (Fabian 1983:159), aunque se trate de "edades" situacionales, no de "edades" esenciales. El presentismo, sin embargo, no implica una identidad temporal, i.e., la construcción de un tiempo único que equivaldría a un tiempo de apropiación. La contemporaneidad del encuentro multivocal supone el enfrentamiento de tiempos divergentes aunque situados en un momento de tiempo compartido, un tiempo que permita la comunicación. Desde una perspectiva esencialista de la diferencia podría esperarse que un encuentro multivocal realmente postcolonial sólo permita dos resultados: comunicación y, si acaso, entendimiento entre diversos saberes históricos. Pero el locus del encuentro multivocal es un escenario dinámico y creativo, no un escenario estático. En el locus del encuentro la imaginación histórica se re-creará constantemente y las distintas historias serán enfrentadas, resistidas, domesticadas, anexadas, apropiadas. El enfrentamiento de la diferencia, de Occidente y la alteridad, no es el enfrentamiento de historias esenciales sino de historias situacionales, de historias construídas, de historias cuya integridad será negociada en el encuentro. Si una concepción esencialista de la alteridad resulta inadecuada --por poco realista-- en el encuentro multivocal, hay que preguntarse si la alteridad resiste la penetración entre distintas voces históricas. En este sentido, y como ya señalé, la "fusión" de voces históricas tan distintas como la mítica y la científica es una herramienta homogenista que atenta contra la diferencia, excepto en la perspectiva del sincretismo etnogenésico, a través del cual pueden crearse voces distintas que se sumen al encuentro multivocal.

46 Finalmente, es necesario preguntarse si el encuentro multivocal no es, acaso, otra más de las estrategias hegemónicas de Occidente. Al fin y al cabo, Occidente es el que propone el encuentro. Como dijo Foucault (1972:217), incluso cuando el requisito del encuentro "consiste en oir este discurso finalmente liberado, este procedimiento todavía ocurre en el contexto de un hiato entre quien escucha y quien habla". En este sentido, no debemos olvidar nunca que la alteridad es, como dijo Taussig (1993:130), una relación, no una cosa en sí misma, y ha sido tradicionalmente una relación colonial activamente mediada. Así, el encuentro multivocal sólo es posible, como afirmó Rabinow (1986:239) sobre la antropología, "dentro de contextos formados y limitados por relaciones históricas, culturales y políticas" pero jamás dentro de contextos que afirmen la existencia de universales culturales de ninguna clase.

47 CAPITULO IV: HACIA UNA ARQUEOLOGIA POSTCOLONIAL El proyecto globalizador de la postmodernidad es hegemónico y atenta contra la alteridad. Por eso, como ha dicho Jameson (1984:55), toda posición sobre el postmodernismo en la cultura es también una postura política; en el mismo sentido, una posición sobre la arqueología científica, objetivista y homogenizante, es una postura política que supone la construcción de una nueva cartografía, una cartografía postcolonial que resitúe puntos de referencia con relación al pasado. Vista desde esta perspectiva la multivocalidad histórica es una respuesta al globalismo postmoderno, una insubordinación que ofrece elementos para construir una cartografía postcolonial en la que podamos situar a la arqueología como una forma más, pero apenas como una forma más, de entender el pasado. El camino al relativismo: de la mimesis a la alteridad La alternativa al objetivismo, sobre el que el sistema cognitivo de Occidente ha basado su hegemonía, es el relativismo. Sin embargo, hay que reconocer que el relativismo es la propuesta filosófica más atacada --pero también la menos entendida-- de Occidente, tanto dentro como fuera de la academia (cf. Laudan 1990). Para Gellner (1985:83), uno de los antropólogos antirrelativistas más caracterizados de los últimos tiempos, el relativismo es un fantasma que ronda el pensamiento, pero contra el cual existe el remedio de los universales humanos. Lo mismo pensaba Popper (1966), para quien el relativismo había abierto las puertas del irracionalismo y el fanatismo y era el principal enemigo de su "sociedad abierta". Pero Geertz (1995) ha mostrado que el relativismo es atacado en antropología porque va en contra de las miradas totalizantes (naturalistas y racionalistas) que no comparten la idea de la singularidad del otro, sino que privilegian la idea de la igualdad de la especie. Occidente ha regulado o exorcizado la alteridad a través del llamado a una humanidad común y a una esencia suprahistórica, dentro de cuyos confines pueden estar situados todos los fenómenos humanos, por diferentes que sean. La antropología universalista sataniza al relativismo como nihilista, subjetivista, incoherente, irresponsable e insensible. Pero lo cierto es que el relativismo ha realizado una crítica cultural de Occidente desde su interior. Al fin y al cabo, lo que el relativismo como crítica cultural pretende es la construcción de un locus político para la alteridad, una alternativa a la mimesis. Aunque por distintas razones, la llamada antropología militante (e.g., ScheperHughes 1995) también ha rechazado el relativismo cultural porque "objetiviza" a los sujetos, situando a los antropólogos por fuera de la realidad que pretenden interpretar e impidiéndoles tomar posiciones éticas (esto es, políticas) frente a ciertas situaciones sociales de los colectivos que se investigan. Fabian (1983) ha dicho que el relativismo, al crear "jardínes culturales" autocontenidos y encapsulados en su propia "irrealidad," ha traicionado su carácter insurgente al continuar el discurso alocrónico de la disciplina, permitiendo que el tiempo de Occidente colonice, y no sólo por medios clasificatorios, los tiempos de la alteridad, impidiendo un verdadero encuentro contemporáneo. Por otra parte, Hodder (1991a) ha recogido el llamado de alerta que hicieron hace algunos años varias antropólogas feministas (e.g., Strathern 1987; Mascia-Lees et al. 1989), notando que el relativismo puede llegar a ser una estrategia postmoderna para neutralizar la insurbordinación en tanto deslegitima todos los saberes, incluyendo aquellos saberes que

48 buscan espacios de legitimación. La condición postmoderna permite que los sistemas cognitivos de Occidente parezcan ser puestos en cuestión cuando en realidad son cada vez más fortalecidos. Desde esta perspectiva el relativismo postmoderno sería una estrategia de neutralización y, por lo tanto, no conduciría a la defensa de la alteridad; en ese escenario la insubordinación no se cancela por el enfrentamiento entre saberes sino por la desactivación de los saberes. Feyerabend (1995b:164) ya había advertido sobre la posibilidad de que Occidente neutralizara la insubordinación a través del relativismo postmoderno: [El] pluralismo... fue alguna vez llamado irracional y fue expulsado de la sociedad decente. Ahora se ha puesto de moda. Esta moda no volvió al pluralismo mejor o más humano; lo hizo trivial y, en las manos de sus más sabidos defensores, escolástico. La gente, especialmente los intelectuales, parecen incapaces de contentarse con un poco más de libertad, un poco más de felicidad, un poco más de luz. Al percibir una ventaja pequeña la agarran, la circunscriben, la inmovilizan, y de esta manera preparan una Nueva Era de ignorancia, oscuridad y esclavitud.

Así, el relativismo puede llegar a ser una forma de silenciar la insubordinación y no una salida político-filosófica a los tradicionales abusos hegemónicos de la ciencia. Ya que el relativismo puede no ser una respuesta contra-cultural a la postmodernidad sino uno de sus resultados ha sido enfrentado vigorosamente por quienes creen que un mundo relativizado en el campo del conocimiento no favorece a las voces insubordinadas sino a la voz dominante; ese enfrentamiento se ha realizado desde el fortalecimiento de modelos mensurables, como la ciencia, basados en la construcción de universales. Pero este es, de cualquier manera, un retorno a la hegemonía, de modo que uno termina preguntándose si apelar a universales para defender la alteridad de los embates relativistas del postmodernismo no es otra trampa del orden hegemónico. Por lo demás, los temores antirrelativistas que identifican al relativismo con el caos, el cinismo, el nihilismo y la impotencia cognitiva tienen en realidad que ver con el neutralizador relativismo postmoderno pero no con lo que podríamos llamar un relativismo postcolonial. Sin embargo, aunque la persistencia misma del relativismo dentro de la antropología está amenazada la defensa de la alteridad no es posible por fuera de él, ni siquiera desde la hermeneútica. De hecho, para el relativismo la ciencia es apenas uno más de los sistemas de conocimiento, un sistema que, en virtud de la objetividad y del progreso, ha sometido a sus creadores a su servicio y ha negado la validez y la legitimidad de otros sistemas de conocimiento. El famoso y generalmente caricaturizado dictum de Feyerabend (1984) en conocimiento "todo vale" 33 establece el principio de inconmesurabilidad de los sistemas de conocimiento; esto quiere decir, simplemente, que no puede haber medida alguna para el conocimiento y que los criterios absolutos de verdad desaparecen, puesto que son impensables en el universo de lo inconmensurable. El postprocesualismo ha opuesto al positivismo procesualista un escepticismo 33

Aunque Feyerabend (1984:148) escribió que su dictum era solamente una broma en realidad la esencia de su filosofía anarquista gira en torno de esa postura (véase Feyerabend 1985:9-16). En otro lugar (Feyerabend 1995a:84) escribió sobre el "todo vale": "Mi intención no es sustituir un conjunto de reglas generales por otro conjunto; por el contrario, mi intención es convencer al lector de que todas las metodologías, incluidas las más obvias, tienen sus límites."

49 relativista que considera imposible producir conocimiento objetivo, puesto que estima que el entendimiento del pasado nunca podrá separarse de los intereses, prejuicios y estereotipos de los arqueólogos (cf. Trigger 1989b; véanse varios artículos en este sentido en Miller y Tilley, eds., 1984; Spriggs, ed., 1984). Esta postura socava la legitimidad de la hegemonía científica al instituir el criterio de inconmensurabilidad de los sistemas de conocimiento (e.g., Tilley 1991). Además, si consideramos el registro arqueológico como texto polisémico (cf. Hodder 1986:122-124; Tilley, ed., 1990; Tilley 1991) el relativismo es inevitable puesto que no hay una sóla forma correcta de leer un texto que no tiene ningún significado por fuera de su lectura (Hodder 1989:69). Sin embargo, desde una perspectiva hermeneútica existen límites a la interpretación, y los límites son impuestos por el mismo texto. Pero fijar los sentidos a través de los contextos (es decir, limitar la interpretación) es, para Hodder (1989:70), un acto de poder. De esta manera, la única forma como la producción sobre el pasado no involucre ningún nivel de poder sería evitando, a toda costa, fijar los significados de la interpretación. Es decir, rechazando cualquier intento de obtener interpretaciones (o explicaciones) fijas y excluyentes, como hace la ciencia, y adoptando una postura relativista. El procesualismo --y la arqueología científica que ha construído-- ha optado por la mimesis, puesto que exige reproducir (imitando) un mismo y único modelo cognitivo basado en las prescripciones metodológicas del fundamentalismo epistemológico, mientras que el postprocesualismo ha optado por la alteridad, puesto que su exigencia es relativista. No se puede apostar por la alteridad si el programa disciplinario establece principios de verdad absolutos y efectos de poder que excluyen otras formas de conocimiento histórico. Buena parte de la plataforma mimética del procesualismo descansa en la deliberada ignorancia de los contextos sociales en los cuales se produce el conocimiento sobre el pasado, es decir, de su economía política. Economía política de la arqueología Una de las contribuciones más importantes del debate contemporáneo en arqueología ha sido llamar la atención sobre la economía política de la disciplina34. Esta consideración resulta fundamental para entender el papel de la arqueología en el contexto contemporáneo. Aunque puede argumentarse, con algún fundamento, que los arqueólogos han sido concientes desde hace muchos años de que el discurso sobre el pasado producido por la arqueología está mediado socialmente (e.g., Clark 1970), no puede negarse que esta conciencia fue tímida y miedosa. Me parece incuestionable que el procesualismo poca atención ha prestado --y no creo que la situación cambie en el futuro-- a la economía política de la arqueología. Por ejemplo, el reciente propósito procesualista por investigar la ideología (e.g., Renfrew 1994) no se hace desde una perspectiva reflexiva --es decir, investigando, simultáneamente, la ideología de la cultura que se investiga y la ideología involucrada en la producción de conocimiento del pasado-34

En un trabajo reciente Shanks y McGuire (1996:83-85) han usado este concepto para referirse a la forma en que la práctica arqueológica está siendo paulatinamente determinada por la estructura socio-político-económica general. En este libro, en cambio, el término se refiere, como ya señalé, al estudio de las relaciones de poder inscritas en los procesos de producción, circulación y consumo del conocimiento sobre el pasado.

50 sino, simplemente, desde la visión funcionalista (e.g., Earle y Preucel 1987:512). En cambio, el postprocesualismo abrazó abiertamente una postura crítica: la arqueología no produce interpretaciones libres de valores; toda práctica arqueológica es práctica política (Shanks y Tilley 1987b:109). Como ha dicho Rappaport (1990:15-18), "la historia es una cuestión de poder en el presente, y no de una reflexión distanciada sobre el pasado. Puede servir para mantener el poder o puede ser un vehículo para dotar de poder ... el locus de la memoria histórica no es el pasado sino el presente y el futuro." Parafraseando a Fabian (1983:165), las teorías arqueológicas sobre el pasado son nuestra praxis, la forma como producimos y reproducimos la alteridad histórica para nuestra propia sociedad. Una de las consecuencias de la vinculación inextricable entre arqueología y política es la manipulación del discurso arqueológico por grupos de interés (cf. Trigger 1989a; Gathercole y Lowenthal, eds., 1994; Kohl y Fawcett, eds., 1995; Preucel y Hodder, eds., 1996:517-598). Así, la pregunta crucial en una economía política de la arqueología es a quién pertenece y a quién sirve el pasado. La respuesta debería ser clara: el pasado pertenece a quien lo escribe y lo construye, porque el pasado sólo existe en tanto "versión" y no como entidad natural. En otras palabras, el pasado es de quien lo produce y controla su circulación y su uso; y los usos del pasado son, generalmente, políticos. Incluso podríamos decir, siguiendo a Rowlands (1994:136), que el pasado como pertenencia significa la propiedad de lo que constituye unidad en un sentido escogido de lugar; y el proyecto de identidad es un proyecto interactivo y contingente. Pero en realidad el asunto no es tan simple, porque los "derechos" sobre el pasado reclamados por sectores específicos bloquean el acceso al pasado por parte de otros sectores. Y el reclamo de derechos se hace en el marco de construcciones sociales, como el estado nacional y la identidad étnica de las minorías, que muchas veces son antitéticas. Murray (1993), por ejemplo, ha mostrado cómo la pregunta "a quién pertenece el pasado," en este caso pre-colonial, ha sido respondida en Australia de manera muy problemática e interesada, primero desde el estado (el pasado pertenece a la nación); después por los aborígenes (el pasado pertenece sólamente a nosotros); y de nuevo por el estado (el pasado bien puede pertenecer a los aborígenes, pero ya que estos forman parte del estado nacional, entonces el pasado es de todos). Cohen (1994) acuñó el concepto "lugares de producción histórica" para analizar dónde y para quién se produce la historia: la producción de conocimiento sobre el pasado tiene lugar en un tiempo y lugar específicos, en medio de relaciones de poder. En el mismo sentido, el postprocesualismo (e.g., Shanks y Tilley 1987a, 1987b) ha argumentado que el conocimiento del pasado se produce en contextos sociales específicos. El conocimiento científico es sólo una forma más de conocimiento sobre el pasado, tan socialmente producida como cualquier otra. Esta concepción socio-histórica desnaturaliza la producción de la ciencia y obliga a pensar que no puede ser considerada como más exacta, válida o legítima que otros tipos de conocimiento. Estas posiciones tienen su origen en la concepción marxista sobre los contextos sociales de producción de conocimiento (cf. Leone 1991) que cuestionó la objetividad y la neutralidad científica (excepto la marxista!!). Para el marxismo las teorías científicas reflejan los intereses de la clase hegemónica y, especialmente, los intereses del capital. Así, teoría e ideología serían inseparables y la producción de conocimiento comportaría la reproducción del orden social. Este callejón sin salida, que condenaba al propio marxismo a ser una forma de

51 ideología más, fue abordado por la teoría crítica (cf. Held 1980): aunque el conocimiento es socialmente producido y socialmente mediado, su conversión en herramienta ideológica puede neutralizarse a través del ejercicio de una conciencia crítica y vigilante sobre lo que se produce, sobre cómo circula y sobre quién lo consume. No obstante, no todos los arqueólogos creen que la vigilancia crítica cumpla cabalmente los requisitos para lograr la "desideologización" 35. Esta metacrítica es una herencia hermeneútica: tanto para Gadamer (1981:50) como para Ricoeur (1981:237 y siguientes) la crítica ideológica forma parte del mismo proceso social que critica; por lo tanto, no es posible distanciarse de la ideología para analizarla, puesto que un discurso no-ideológico sobre la ideología se encontraría con la imposibilidad de alcanzar una realidad social antes de representarla. Todo conocimiento sobre nuestro lugar en una sociedad, en una clase o en una tradición cultural, está necesariamente precedido por un sentido de pertenencia del que no podemos escapar enteramente. Sin embargo, Ricoeur (1981) creyó posible que a pesar de ese sentido de pertenencia una reflexión sobre nuestro lugar en el mundo puede alcanzar una "relativa autonomía." Esta autonomía se distancia notablemente de los postulados de la teoría crítica puesto que pone en cuestión el concepto mismo de ideología. En ese sentido, Foucault (1980:117) anotó que detrás del concepto de ideología "hay una suerte de nostalgia por una forma cuasi-transparente de conocimiento, libre de todo error e ilusión". De esta manera, la ideología estaría localizada al otro extremo de la epistemología y su remoción --la tarea del marxismo en la lucha de clases y de la teoría crítica en la filosofía contemporánea-- permitiría llegar al conocimiento fundacional que la epistemología siempre ha buscado (Rorty 1979). Es obvio, entonces, que una crítica de la epistemología como la que pretende el postprocesualismo con su acercamiento a la hermeneútica rechaza, simultáneamente, el concepto de ideología como una forma de representación que cumple la función exclusiva de enmascarar la realidad. Sin olvidar la crítica de la ideología hecha por la hermeneútica y por Foucault es necesario anotar que la llamada arqueología crítica (e.g. Leone 1973, 1982; Leone et al. 1987; Potter 1994) busca lograr un distanciamiento entre nosotros y nuestra tradición para entender que somos seres históricamente constituídos y no autómatas capaces de producir conocimiento objetivo. Aunque es cierto que el distanciamiento crítico puede llegar a ser una inocente figura retórica que gira para siempre en el campo de gravedad de la situacionalidad histórica36 , como la luz en los agujeros negros, es necesario reconocer que es una alternativa sobre la cual puede edificarse una crítica contra-cultural al proyecto globalizador de Occidente. Trigger (1990:785) ha señalado que uno de los deberes de la arqueología contemporánea es cultivar "una conciencia de los elementos subjetivos que influencian su pensamiento". Para Leone (1982:751) el ejercicio de la conciencia reflexiva y crítica permite entender que nuestra propia praxis como arqueólogos puede hacer parte del proceso de reproducción de ordenes sociales que, de otra manera, no estaríamos dispuestos a reproducir. La reflexión crítica reconoce la necesidad de situar la producción de los arqueólogos en su propio contexto y explorar esa 35

cf. Gathercole (1984); Shanks y Tilley (1987a, 1987b). Este es el caso de la arqueología crítica, que busca producir "un conocimiento más confiable del pasado al explorar los contextos sociales y políticos de su producción" (Leone et al. 1987:285), pero que no escapa a la trampa de su propia naturaleza contingente. 36

52 contextualidad críticamente: ... la arqueología se debe someter a sí misma y lo que busca entender a la crítica, a la auto-reflexión sobre el significado y la relevancia contemporánea del proyecto arqueológico ... [esta crítica] implica un rechazo de la finalidad, un rechazo de la existencia de una ortodoxia final que se dirige ciegamente hacia un pasado inalterado. La arqueología es, fundamentalmente, una discusión crítica contemporánea sobre el pasado (o el presente) que no tiene un final lógico. La arqueología es histórica y la historia no tiene final (Shanks y Tilley 1987b:245).

Surge, entonces, una profunda diferencia entre una arqueología creada con una conciencia crítica, y una que no reconoce la necesidad de ser críticos ni de entender que el conocimiento es socialmente producido. Este último tipo de arqueología se enmarca en lo que Marx y Engels (1973) llamaron "historia vulgar", es decir, una arqueología escrita sin conciencia de que el conocimiento se produce, circula y se consume en un contexto socio-político específico37; para Marx y Engels la "historia vulgar" contribuye a reproducir el presente al naturalizarlo, extendiéndolo al pasado. Debe ser claro, sin embargo, que la noción de producción social del conocimiento no es solamente aplicable a Occidente y a la ciencia. También debe verse en la producción de conocimiento de los grupos subordinados y admitir que en los espacios subordinados también existen grupos de interés. Al producir formas de conocimiento que circulan y se consumen en colectivos sociales específicos en momentos históricos específicos se está edificando un circuito cerrado con una lógica, una verdad y una forma de legitimidad propia. Por otra parte, una reflexión sobre la arqueología en términos de economía política revela un hecho elemental y aparentemente paradójico: el pasado es real (en tanto construcción cultural) y no está muerto ni desaparecido, a pesar de que no tiene existencia natural. El pasado se convierte en una parte activa del presente por medio de los sistemas de conocimiento que lo producen. Esta reflexión fue hecha hace varias décadas por Benjamin (1969:261-262), para quien la historia es el sujeto de una estructura cuyo sitio no es el tiempo homogéneo y vacío sino el tiempo llenado por el presente. Y aunque resulta claro que la construcción del pasado en el presente puede y, a veces, suele ser un espacio abierto para el ejercicio del poder hegemónico, lo cierto es que una arqueología crítica y reflexiva, conciente y respetuosa de la existencia de otros espacios de producción y consumo de versiones sobre el pasado, estará necesariamente involucrada en erodar las relaciones de poder establecidas. En Colombia ya ha empezado una reflexión, aún embrionaria, sobre los contextos de circulación y consumo del conocimiento arqueológico, aunque aún está por realizarse la reflexión sobre el contexto de su producción. Reyes (1989), por ejemplo, se ha preocupado por reflexionar sobre la forma como un trabajo arqueológico puntual en el Magdalena Medio puede articularse con los currículos escolares, mientras que López y Reyes (1994) han mostrado cómo los arqueólogos pueden desarrollar vínculos con la comunidad en el proceso de investigación, de tal manera que la gente termina interesándose por los resultados producidos, en este caso apropiándolos a través de la creación de un museo local. Estos trabajos muestran que el proceso de producción, 37

Véase en Handsman (1980) la distinción entre "historia vulgar" e historia crítica auto-reflexiva en arqueología.

53 circulación y consumo de conocimiento sobre el pasado no tiene por qué ser controlado por una tecnocracia de académicos, como los arqueólogos, que le estipulan a un colectivo ingenuo y despolitizado cómo y cuándo debe ser consumido ese producto. Los discursos sobre el pasado también pueden ser apropiados por los colectivos sociales. Rodríguez (1992), por su parte, escribió un texto basado en investigaciones arqueológicas para ser usado en los currículos escolares de los colegios del Valle del Cauca. Así, se nota un deseo conciente por ampliar los tradicionalmente estrechos circuitos de circulación y consumo del conocimiento que producen los arqueólogos. Esta experiencia es ciertamente nueva en Colombia, pero tiene una larga trayectoria en otros países. En Estados Unidos, por ejemplo, desde hace años se han llevado a cabo programas expresamente dedicados a la ampliación de la circulación y el consumo del conocimiento arqueológico (e.g., Higgins y Selig 1981; Smith y McManamon 1991). Clifford (1986:13) ha señalado que una característica fundamental de la antropología contemporánea es la especificación del discurso: "¿Quién habla?; ¿quién escribe?; ¿cuándo y dónde?; ¿con quién o a quién?; ¿bajo qué limitantes institucionales e históricas?." Esta preocupación sobre las condiciones de producción de la antropología resultan pertinentes en cualquier discusión de la economía política de la arqueología y exige analizar la forma como los arqueólogos emiten su producción, tanto de manera escrita como oral, es decir, tanto en publicaciones como en conferencias. Este tipo de análisis ha sido evitado y prohibido por el positivismo reinante en arqueología, puesto que pone en peligro sus fundamentos más preciados: la objetividad, la existencia independiente del pasado y la consideración del arqueólogo --y del texto que produce-como un medio neutral a través del cual el presente recupera la integridad del pasado, que llega a nosotros con todo su brillo y libre de las contaminaciones de cualquier contingencia. Este análisis supone un riesgo para el positivismo porque pone en cuestion su "naturalización" de la disciplina, su intención de hacer aparecer a la arqueología como una entidad natural, ahistórica, eterna, sin origen ni fin, libre de contingencias, aséptica. Buena parte de los arqueólogos asumen el texto como un intermediario neutro a través del cual el pasado llega a los receptores en su integridad; en esta concepción el texto es marginal al proceso de producción, circulación y consumo del conocimiento arqueológico. En cambio, las discusiones contemporáneas en antropología han relocalizado el texto en una posición central, otorgándole un papel fundamental en los procesos de construccion cultural que realiza la disciplina y mostrando cómo la producción textual traduce la experiencia en un objeto narrativo. En los textos arqueológicos el pasado no llega a los receptores a través del texto sino que el pasado está en el texto; el pasado reside en el texto y es el resultado de un proceso de construcción históricamente situado del que el texto es parte esencial. Parafraseando a Rabinow (1986), los textos --y todo lo que contienen, desde la retórica hasta la "evidencia"-- son hechos sociales. Aún la inspección casual de las publicaciones arqueológicas en el país revela que los arqueólogos colombianos han asumido que sus textos representan el pasado (cuando no asumen, aún más sorprendentemente, que lo presentan) y que lo representan de una manera objetiva; la arqueología colombiana pretende ser una arqueología realista. Pero representación y presentación son recursos miméticos. La arqueología tiene prohibida la mimesis porque el pasado ya no existe y, por lo tanto, no se puede imitar, repetir, recuperar tal y como fue; sólo se puede construir como versión. Tyler (1992) ha mostrado cómo la concepción del texto antropológico como

54 "representación" de la realidad supone un acto de poder: la representación despliega un poder sobre las apariencias, significa la capacidad de volver presente lo que está ausente. El representador --el emisor de la representación, el emisor del texto que representa-- está dotado del poder de revelar. Ese artificio de revelación del texto es la base fundacional de la significación Occidental de "verdad", el propósito racionalista que domina el orden burgués desde la Ilustración: la "verdad" es el encuentro de lo que existe detrás de lo oculto, el sueño de los textos en la arqueología colombiana. Las metáforas que los arqueólogos emplean usando la significación del espejo --reflejo, claridad, iluminación-- desnudan la concepción de la arqueología como una disciplina que revela/devela (Lucas 1995) y del pasado como un fenómeno que existe de manera íntegra y que sólo está esperando ser descubierto (desocultado/develado); el significado del pasado, con toda su estabilidad esencial, pacientemente aguarda a que el arqueólogo lo extraiga --con su repertorio tecnológico de extracción aséptica-- de su lugar de reposo. Sobre el poder de "revelación" de la disciplina se ha construído buena parte de las prácticas hegemónicas de los arqueólogos, su irreflexiva convicción de que sólo su magia reveladora les permite decir la verdad sobre el pasado y, simultáneamente, que cualquier otra práctica condenará al pasado a permanecer en la oscuridad para siempre. Pero el texto debe ser visto, más bien, como una construcción (no como un reflejo) y la disciplina como una práctica que construye el pasado (a partir de su materialidad), es decir, como un medio de producción social. La producción textual arqueológica es transformativa, de manera que no puede ser considerada un medio de expresión neutro. La producción textual en arqueología implica un proceso por el cual el objeto es transformado en lenguaje (Carman 1995), de manera tal que la "objetividad" del objeto, su "naturalidad" en el texto, aparece en toda su dimensión de ficción positiva. El objeto arqueológico existe en el texto y no puede escapar a su carácter narrativo ni a los procesos --históricos, contingentes, mediados-- de su producción textual. El objeto arqueológico es, inescapablemente, un objeto discursivo (Tilley 1990:142). Hacia una cartografía postcolonial de la arqueología A la lógica cultural postmoderna se oponen propuestas contra-culturales, entre las que destaca la construcción de una nueva cartografía que permita relocalizarnos en el espacio-tiempo sin sentido y sin referente de la postmodernidad, sobre todo en lo que respecta a la recuperación del pasado. El fenómeno político más claro en tiempos postmodernos es el resurgimiento y construcción de identidades locales, incluyendo la proliferación de las reivindicaciones de los derechos de las minorías. El afianzamiento de las propuestas contra-culturales es una necesidad inaplazable para la alteridad, porque el postmodernismo deslegitima constantemente el accionar de la insubordinación a través de la pérdida de autonomía de los individuos, de la fragmentación y del imperio de los sentidos flotantes. Además, la dispersión y la falta de sentido de la postmodernidad militan en contra de la memoria como deseo. Hodder (1992:278-280) ha sido lapidario: ... un pasado fragmentario deconstruye las conexiones históricas y le quita poder a aquellos grupos que tratan de usar el pasado para fortalecer sus estrategias sociales. Produce un cultura universal en la que nuestras historias no significan nada, excepto como nostalgia, que es usualmente conservadora en tanto no ayuda a aceptar el presente.

55 Buena parte de la lógica postmoderna se edifica sobre la disolución de la historicidad del pasado y su reemplazo por el simulacro (Jameson 1984:64-66). Pero esto no significa que la postmodernidad haya ignorado el pasado; por el contrario, ha puesto un inusitado interés en él, pero solamente en tanto mercancía, apelando a la nostalgia y vaciándolo de su esencia histórica. Como ha señalado Appadurai (1996:3), se trata de una nostalgia sin memoria, de una mirada "retrospectiva" a un mundo que nunca existió ni fue vivido por nadie. La mercantilización postmoderna ha alcanzado a la arqueología, no sólo por el auge del mercado de "antiguedades" sino por el de los museos y la industria del pasado, como los grandes "parques de diversión" edificados sobre la "evidencia" de sitios arqueológicos (Walsh 1990). Shanks y McGuire (1996) han mostrado cómo la arqueología contemporánea se distancia cada vez más del modelo medieval "eclesiástico" basado en una comunidad de intelectuales --i.e., aprendizaje lento y gradual bajo la vigilancia de un maestro; obtención de credenciales para la práctica de la disciplina; control individual de todas las etapas de producción de conocimiento-- y se acerca cada vez más al modelo de producción mercantil --i.e., entrenamiento rápido y masificado; producción de conocimiento parcelado y estandarizado, controlado y ensamblado por administradores y no por los individuos que lo producen. El mejor ejemplo de este fenómeno postmoderno es el auge de la arqueología de rescate y de las industrias basadas en la explotación del patrimonio histórico (cf. Shanks 1992). Pero a pesar del intento postmoderno por mercantilizar el pasado, neutralizando de esta forma su carácter de referente temporal, constantemente emerge por doquier un renovado interés por la historia y por su sentido, por la movilización de la diferencia. Las alternativas históricas contra-culturales las construyen los nuevos (o renovados) movimientos identitarios (étnicos, nacionales, supranacionales), los académicos y todos aquellos grupos de interés que se han propuesto la recuperación de referentes temporales, una búsqueda aguas arriba del sin-sentido histórico de la postmodernidad. Sin embargo, es necesario reconocer que muchas de las propuestas contraculturales hechas desde la arqueología contemporánea pueden llegar a ser abiertamente postmodernas y llegar a neutralizar los efectos de insubordinación. De hecho, la relación entre arqueología postprocesualista y postmodernidad es compleja. Para algunos postprocesualistas la ecuación que algunos han establecido entre postprocesualismo y postmodernismo (e.g., Bintliff 1991, 1993) es equivocada (Thomas y Tilley 1992:106-107; véase Knapp 1996). Evidentemente, el distanciamiento del postmodernismo por parte de los postprocesualistas tiene que ver con el temor de ser catalogados como instrumentos reaccionarios del capitalismo tardío en vez de ser vistos, como quisieran, como miembros progresistas de la izquierda crítica (cf. Hodder 1986:163). Sin embargo, es claro que los postprocesualistas comparten con el postmodernismo la pérdida de optimismo frente a la acumulación de conocimiento basado en el ejercicio de la razón y frente a la fijeza de los significados (cf. Bintliff 1991:276; Thomas y Tilley 1992:107). Hodder (1989:65-66) estableció cuatro puntos de encuentro entre postprocesualismo y postmodernismo: (a) la desilusión con la ciencia y el progreso; (b) la crítica a la alienación y el cinismo del modernismo; (c) la elusividad y ambiguedad de los significados; y (d) la conciencia de la forma como los grupos de interés manipulan los discursos en su provecho. Además, Hodder (1992:275-280) encontró varias razones que convierten a la arqueología en pasto fácil de posturas postmodernas: (a) el carácter fragmentario y polisémico del registro

56 arqueológico; (b) la materialidad del registro crea la ilusión de que un viaje en el tiempo, en una perspectiva de consumo turístico, es factible; (c) la materialidad del registro facilita su consumo, de manera tal que el pasado puede venderse como una mercancía más; y (d) la materialidad y accesibilidad del registro permite su popularización, en notorio contraste con el consumo elitista de la historia. Aunque para Bintliff (1993) no queda ninguna duda de que el postprocesualismo es un fenómeno postmoderno, lo cierto es que la base de su propuesta es de crítica cultural, de alternativa a la postmodernidad, de defensa de la alteridad. Si aceptamos que los seres humanos son irreductibles en su diversidad y que cada colectivo humano dotado de un sistema cognitivo distinto crea un pasado distinto, entonces debemos aceptar la pluralidad de visiones históricas, de verdades, de mundos. Pero puesto que el estatuto de legitimidad de la arqueología a fines de milenio es un tema en construcción, una polémica en proceso, y puesto que el encuentro postcolonial de la multivocalidad histórica es un fenómeno inédito, un libro de esta naturaleza no puede (no debe) hacer nada distinto de proponer una suerte de ejercicio terapeútico que nos libere de la ilusión de que la arqueología puede y debe ser el saber fundacional de cualquier intento por entender (explicar, interpretar, representar) el pasado; que nos libere de la ilusión de que la arqueología es la única forma de saber que garantiza el acceso a la 38 verdad sobre el pasado en virtud de sus efectos de poder . Así, lo primero que hay que reconocer es que la herencia más palpable de la discusión contemporánea en arqueología es haber llamado la atención sobre la naturaleza social de la producción del conocimiento arqueológico y sobre la multivocalidad histórica. Los arqueólogos pueden tomar por dos caminos: suscribir a la propuesta hegemónica objetivista que excluye las voces históricas que no sean científicas, o suscribir a la propuesta relativista que reconoce y defiende la multivocalidad. Adherir al primer camino no requiere mayor discusión, aparte de que presupone una postura colonial evidentemente postmoderna atentatoria contra la supervivencia de la alteridad. Adherir al segundo implica discutir muy cuidadosamente el significado del relativismo, un concepto complejo que ha generado temores infundados (Geertz 1995; pero véanse Trigger 1989b y Kohl 1993 para una opinión contraria), y saber si realmente se trata de una estrategia postmoderna para debilitar a la insubordinación o de una necesidad en la preservación de la alteridad. En este sentido, es claro que si aceptamos el relativismo --es decir, si aceptamos que todos los saberes históricos tienen la misma legitimidad--, entonces habría que aceptar como igualmente legítimo al mito, una aceptación que los arqueólogos probablemente estarían dispuestos a hacer sin mucho traumatismo, y como igualmente legítimas las interpretaciones afrocentristas de Van Sertima y fascistas de Von Daniken (cf. HaslipViera et al. 1997), aceptación sobre la que no habría tanto consenso. Entonces, ¿dónde trazamos la línea que limita las interpretaciones "aceptables" y las "no aceptables"? Este dilema político está en la raíz del rechazo del relativismo por parte de arqueólogos que, como Anthony (1995) y Trigger (1995), consideran necesario disponer de un único referente empírico y de un sólo standard de evaluación desde los cuales puedan 39 rechazarse interpretaciones políticas tendenciosas . Sin embargo, así se trate de una defensa política en contra del racismo y del fascismo el trazado de una línea termina con 38 39

Este ejercicio terapéutico fue sugerido para la filosofía por Rorty (1979). Véanse varios trabajos en este sentido en Kohl y Fawcett, eds. (1995).

57 el relativismo o, en el mejor de los casos, lo limita y nos regresa, de alguna manera, a la condición hegemónica que otorga a los arqueólogos el derecho a decidir cuál versión de la historia es mejor que otra. Porque, en verdad, la diferencia entre el creacionismo de Von Daniken y la etnogénesis de los Yanaconas es que el primero es un proyecto fascista y el segundo una forma de legitimación de un grupo subordinado, pero ambos son construcciones culturales del pasado. Así que el lápiz con el que habría que trazar la raya que divide las versiones legítimas de las no legítimas es esencialmente político, y pondría en cuestión, incluso, la evaluación instrumentalista de las ideas. Shanks y Hodder (1994), en cambio, han sugerido que la materialidad del pasado ofrece pruebas de resistencia a sus distintas interpretaciones y, por tanto, obliga a la negociación situacional de su significado. Sobre la base de esa materialidad la crítica histórica podría poner al descubierto proyectos históricos totalitarios, especialmente porque estos siempre reclaman un universalismo injustificado. Esta afirmación implica que la materialidad del pasado es la garantía última de la multivocalidad. Pero este no es solamente un camino expedito a una nueva hegemonía (sin importar las "buenas" razones que la animen) sino que la materialidad del pasado es un asunto que, probablemente, sólo interesa a los arqueólogos, a la historia de Occidente. Me parece, en cambio, que la ascendencia de la materialidad del pasado --si es que llega a tener alguna por fuera de contextos muy específicos-- debe ser puramente situacional y debe ser desplegada en coyunturas concretas, con resultados semejantes a la forma como lo global es domesticado por lo local. La resolución del conflicto entre voces históricas pasa necesariamente por la negociación --en el sentido de Giddens (1979)--, de manera tal que sus fortalezas y sus debilidades puedan ser juzgadas y evaluadas por los colectivos sociales en los cuales ocurre. En este sentido, la materialidad del pasado no es (no puede ser) una condición del encuentro multivocal. Además, no existe una concepción universal de la materialidad del pasado. Es tan material el pasado "inscrito" en la geografía sagrada indígena como la materialidad del registro arqueológico o como la materialidad del texto en una perspectiva hermeneútica. La universalidad de la materialidad del pasado sólo sería aceptable si existiese un sólo pasado; pero puesto que el pasado es un artefacto cultural y no una entidad natural esa universalidad queda condenada. Además, la escogencia entre alternativas históricas --si acaso es necesario realizarla, como en situaciones en las cuales el enfrentamiento de las distintas alternativas suponga consecuencias prácticas en arenas tan complejas como el absolutismo político-no puede ser dejada en manos de unos pocos "expertos," puesto que significaría un retorno abierto a la hegemonía, al poder arbitrador y taumatúrgico de unos cuantos individuos. El caso de los historiadores afro-americanos de Surinam discutido por Price (citado por Clifford 1986:8) es un buen ejemplo del relativismo situacional con el cual el saber de los expertos es recibido en muchas sociedades, un buen ejemplo para la nuestra: "Es aceptado que diferentes historiadores Saramaka tienen versiones diferentes y corresponde a quien escucha ensamblar para sí mismo las piezas de un evento que, por el momento, acepta". Mignolo (1995:20-21) habló de epistemología performativa para señalar que el criterio para validar una interpretación por encima de otra en una perspectiva relativista no puede descansar en la correspondencia sino en la performatividad, es decir, en la función de la representación y no en su precisión. La arqueología postcolonial no puede silenciar otras voces históricas ni colocarse por encima de ellas, ni reclamar la exclusividad de acceso al pasado. La única forma

58 como se puede establecer que el pasado no le pertenece a nadie en particular, evitando toda clase de hegemonismos, es a través de una constante negociación entre las partes interesadas, partiendo de la base de su mutuo reconocimiento. Y este es, en verdad, uno de los varios asuntos problemáticos que surgen de la propuesta relativista, asuntos que tienen que ser cuidadosamente pensados y negociados si no queremos reproducir el mismo orden hegemónico que buscamos atacar. En este sentido, es fundamental señalar que la propuesta relativista es una propuesta Occidental contra-cultural (excepto en la perspectiva del relativismo postmoderno) y vale la pena preguntarse si el relativismo será aceptado por todos los sistemas de producción histórica, es decir, si el relativismo funcionará desde Occidente hacia los saberes no Occidentales y también desde estos hacia Occidente; si florecerá entre sistemas de conocimiento sobre el pasado y, simultáneamente, dentro de ellos. El relativismo es un concepto tan Occidental como democracia, tolerancia, autonomía y derechos humanos (cf. Coates et al. 1966; Horton 1993); en otras palabras, el relativismo no es universal e imponerlo sería un nuevo acto hegemónico. Si los estados nacionales siguen existiendo, el relativismo histórico puede ser uno de los constituyentes básicos de sus retóricas postcoloniales, siempre y cuando no sea impuesto transculturalmente. El sistema de los "millet" del imperio Otomano puede ser un buen ejemplo en esta dirección; como ha indicado Kymlicka (1996:215-216), ese sistema reconocía a todas las religiones del imperio, fueran o no minorías (musulmanes, cristianos y judíos, sobre todo), autonomía para auto-gobernarse, constituyendo un "millet", y permitiendo la imposición de leyes religiosas específicas dentro de ellos, sin importar si fuesen restrictivas. Es decir, el imperio era tolerante y permitía la autonomía de cada millet (en nuestro caso, relativismo entre formas de conocimiento histórico), pero al interior de cada uno de ellos podía no haber tolerancia ni autonomía (en nuestro caso, restricción del relativismo al interior de sistemas específicos). Algo de este modelo existe actualmente en el aparato legal de muchos estados nacionales pluriculturales, incluyendo Colombia. Un caso reciente que ejemplifica esta situación es la jurisprudencia de la Corte Constitucional sobre la presencia de un pastor evangélico entre los Arhuacos de la Sierra Nevada. El pastor, que había logrado convertir a su fe a un número importante de indígenas, fue expulsado por decisión de los Mamos con el argumento de que su labor proselistista atentaba contra la cohesión social y sus creencias ancestrales. La Corte determinó, ante la tutela interpuesta por el pastor para que le fuese garantizado su derecho constitucional al proselitismo religioso, que la decisión sobre este asunto debe ser tomada por las autoridades indígenas; es decir, tácitamente apoyó la decisión de los Mamos. De esta manera, la Corte se alejó de un mandato constitucional nacional --la libertad religiosa, tanto en términos de profesión como de proselitismo-- y dejó en manos de las autoridades locales una decisión que contraviene ese mandato. La reflexión postcolonial de la arqueología hará posible una "igualdad de tradiciones" históricas. Este es, como dijo Feyerabend (1995a:84), un modelo político. ¿Quién puede hablar y quién debe permanecer callado? Debemos desterrar la idea del "arqueólogo inquisidor", el que sabe lo que es cierto y extirpa lo que es falso. Se trata, en suma, de hacer una defensa vehemente por la multivocalidad, por la proliferación de voces históricas. Obviamente, se ha dicho que la proliferación desestabiliza en cuanto atenta contra la homogeneidad, pero lo mismo se ha aducido en contra del multiculturalismo (Eller 1997), es decir, que la valoración simultánea de muchas formas culturales va en detrimento del proyecto homogenizador de algunos proyectos nacionales.

59 Y esto en realidad es así, pero esta debe ser solamente una preocupación de formas de identidad, como la nacional, que atentan contra la diferencia. Además, el temor a la proliferación es, en buena parte, infundado, porque "la proliferación produce crisis sólo si las alternativas elegidas se oponen una a otra más de lo debido ... no hay necesidad de combinar la proliferación con una guerra de todos contra todos" (Feyerabend 1984:151). Pero hay que reconocer que el belicismo en el escenario de la proliferación es potencialmente posible y puede ser ocasionado, como señalé, por el surgimiento de una nueva hegemonía o por los intentos de recolonización por parte del saber hegemónico. Así, no creo que la "occidentalización" del mundo sea inevitable, como opinan algunos (cf. Gellner 1985:83-100), ni muchos menos que haya concluído (cf. Vattimo 1991:151-152). El proyecto de construcción de una cartografía postcolonial de la arqueología es un proyecto que pone en cuestión el ejercicio hegemónico de la verdad. La producción de conocimiento sobre el pasado, científica o no, es una forma de discurso. Y los discursos no son verdaderos o falsos en sí mismos, sino que producen su propia verdad o falsedad (Foucault 1980:118). En este sentido Feyerabend (1985:66) fue concluyente: "una sociedad libre puede existir sin una verdad y sin una moral comunes." La verdad no es ni puede ser patrimonio de la ciencia; la verdad sobre el pasado debe relativizarse. En una perspectiva relativista los sistemas de conocimiento sobre el pasado (sean estos Occidentales o no) deben ser sometidos a una lectura tautegórica y no alegórica (sensu Bourdieu 1991:164), es decir, a una lectura que los refiera a sí mismos y no a algo situado por fuera de ellos. En este sentido resulta relevante preguntarse cuál es el papel del arqueólogo como un intelectual consciente, crítico y auto-reflexivo que produce conocimiento social sobre el pasado. En palabras de Foucault (1980:133): El problema esencial para el intelectual no es criticar el contenido ideológico supuestamente ligado a la ciencia, ni asegurar que su práctica científica esté acompañada por una ideología correcta, sino asegurar la posibilidad de constituir una nueva política de la verdad. El problema no es cambiar la conciencia de la gente --o lo que está en sus cabezas-- sino el régimen político, económico e institucional de la producción de la verdad. No se trata de emancipar la verdad de todos los sistemas de poder (lo que sería una quimera, puesto que la verdad es poder) sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía social, económica y cultural dentro de las cuales opera actualmente.

El futuro de la arqueología ... usted está entregado todavía al viejo sueño de los intelectuales: hay que tener una concepción del mundo, un sistema; mientras que lo que a mí me interesa es crear las condiciones necesarias para que pueda vivir y florecer toda concepción, todo sistema, toda tradición. Estas condiciones, que todavía no existen, son las que nosotros tenemos que hacer realidad (Feyerabend 1985:149).

Las consideraciones que he examinado hasta este momento ponen en cuestión la práctica tradicional de la arqueología y amenazan su existencia. Pero la tradición académica de la arqueología es suficientemente fuerte como para esperar que siga existiendo, aunque estoy convencido de que su existencia sólo podrá ser legitimada por su praxis postcolonial. A pesar de que resulta perfectamente posible que la arqueología

60 se cancele a sí misma debido a su tensión contemporánea 40, es decir, que deje de ser una forma de conocimiento viable y legítima, no creo que esto vaya a suceder si la disciplina es suficientemente atenta, crítica y reflexiva, puesto que la práctica absolutista de la ciencia está condenada en arqueología por su tradicional asociación con usos hegemónicos. Aún así, una de las características de la disciplina (tanto en su versión científica como en su versión hermeneútica) es el reconocimiento de una suerte de "materialidad" del pasado que impone límites a la explicación o a la interpretaci ón. Para la hermenéutica la interpretación es limitada, aunque jamás definitiva --lo que supondría una contradicción, puesto que la interpretación es algo que siempre está en marcha, que no concluye nunca (Gadamer 1981:75). Los límites a la interpretación son impuestos por la "realidad" de aquello que se interpreta (cf. Gadamer 1992:328). En la misma guisa, Ricouer (1981:175-176) dijo que aunque la interpretación es un proceso abierto, esto no significa que todas las interpretaciones son válidas o que no haya forma de juzgar cuál de todas las interpretaciones es la más plausible a través de un proceso de argumentación y debate: ... los procedimientos de validación tienen más afinidad con la lógica de la probabilidad que con la lógica de la verificación empírica ... se puede decir que una construcción [interpretación] es más probable que otra pero no que es más verdadera (Ricoeur 1981:175).

Para Trigger (1989b:788) la arqueología contemporánea requiere no sólo una atenta vigilancia a la subjetividad sino un "compromiso limitado, y cuidadosamente matizado, con el empirismo," o lo que Hodder (1992:279) ha llamado "la materialidad del pasado arqueológico" (véanse argumentos en esa misma dirección en Kelley y Hanen 1988; Wylie 1989, 1993; Hodder 1991b). Incluso, la arqueología contemporánea puede seguir optando por una metafísica para la que existe un sólo pasado, así hayan varias versiones sobre él, y desde la que se reconoce que el pasado sobrevive, codificado, en una condición fenoménica que impone límites a lo que se diga (construya) sobre él. En cualquier caso, el estatuto de cientificidad de la arqueología no puede ser una preocupación puramente disciplinaria; es necesario reflexionar contextualmente --es decir, políticamente-- sobre si la arqueología es (debe ser) científica o no y, sobre todo, sobre la significación y los alcances del proyecto científico. Abandonado, por lo menos en apariencia, el ya anacrónico dogmatismo positivista en arqueología, quedan abiertos muchos caminos, sobre todo el señalado por la hermeneútica y sus conceptos de entendimiento e interpretación; de hecho, la hermenéuica, que rechaza la explicación y la reemplaza por la interpretación (que no es fija, que siempre está en marcha y que no espera encontrar respuestas absolutas), ha sido considerada en las últimas décadas como una alternativa viable al absolutismo científico (cf. Ricoeur 1981; Vattimo 1991; Gadamer 1992). Como han dicho Shanks y Hodder (1994:28) enfatizar el carácter interpretativo de la arqueología priva a los arqueólogos de una autoridad que descansa en su acceso restringido a la ciencia, a la verdad abstracta y absoluta y a la objetividad del pasado. Pero también existen opciones alternativas dentro del propio proyecto científico -como el realismo y la teoría crítica (cf. Held 1980; Kelley y Hanen 1988; Salmon 1989)-que están siendo exploradas. En este sentido, una posibilidad es que la arqueología del 40

Ese es el temor expresado, por ejemplo, por Yoffee y Sherratt (1993).

61 futuro retenga algo de su actual núcleo disciplinario, rechazando el positivismo y conservando una "objetividad" mitigada y reflexiva sobre las condiciones de producción del conocimiento. No debe olvidarse, sin embargo, que la "objetividad mitigada" no es una propuesta deconstructiva de la ciencia sino un intento por revitalizarla. Las discusiones sobre la "materialidad" del pasado (nuestra marca de fábrica disciplinaria, nuestra especificidad en tanto saber temporal) serán una preocupación que no puede ser exportada al encuentro multivocal, en el que la consideración de la materialidad del pasado es irrelevante, innecesaria y prohibida. Pero lo que debe ser claro es que la pretendida separación entre preocupaciones puramente epistemológicas (que por conveniencia llamaré disciplinarias) y preocupaciones políticas (que llamaré extradisciplinarias) es insostenible. La historia de la arqueología ha demostrado que no se puede ser positivista en asuntos disciplinarios y, simultáneamente, relativista en asuntos políticos. La escogencia de una opción disciplinaria comporta una escogencia política; es más, la propuesta hermeneútica, que rechaza las pretensiones fundacionales de la epistemología, contribuye a invalidar cualquier intento de diferenciar la producción de conocimiento de sus consecuencias en el orden social. El proceso de definición y negociación de la naturaleza de la arqueología reproduce una de las posibilidades del encuentro multivocal, en tanto también se corre el riesgo de que el saber hegemónico (el procesualismo) recolonice o trate de recolonizar al saber insubordinado (el postprocesualismo) a través de su apropiación. Por ejemplo, la "aceptación" procesualista, puramente retórica, de que el individuo debe recuperar su papel esencial como agente social y como preocupación legítima de la investigación arqueológica ha sido usada para neutralizar el más importante postulado postprocesual. Algunos procesualistas han llegado a decir, incluso, que la arqueología contemporánea debe retener su núcleo procesual añadiéndole unas cuantas preocupaciones postprocesualistas, como la investigación de la acción individual y la ideología (e.g., Earle y Preucel 1987) y de aspectos cognitivos y simbólicos (e.g., Renfrew y Zubrow, eds., 1994); como el reconocimiento de que la cultura material es una fuerza activa en la construcción y transformación de la cultura (Renfrew 1994:10); y como el redescubrimiento de la historia (e.g., Kohl 1993). Renfrew (1994:3) ha sugerido que, lejos de proclamar la muerte del procesualismo, la disciplina es testigo de la aparición de un procesualismo mutado, la arqueología cognitiva. Más aún, Bintliff (1993:99) piensa que "podemos y debemos complementar nuestros discursos y no podemos esperar que se desplacen permanentemente"; en su opinión, de la fusión de procesualismo y postprocesualismo saldrá un discurso unificado, una "arqueología como ciencia humana". El sospechoso tono de conciliación desplegado por los procesualistas obliga a pensar en la recolonizadora propuesta "dialógica" entre arqueólogos e indígenas. ¿Qué está detrás de la conciliación?: ¿la manifestación del triunfo procesualista sobre un postprocesualismo incapaz de derrotarlo o el final de la heterodoxia postprocesualista, que empieza a reconocer sus propios límites? Una cartografía postcolonial de la arqueología requiere una ruptura disciplinaria profunda y el pluralismo interpretativo aparece como una de las opciones más consecuentes para la arqueología postcolonial. Como dijo Rabinow (1986:241) "debemos pluralizar y diversificar nuestras propuestas: un movimiento básico contra la hegemonía económica o filosófica es la diversificación de los centros de resistencia." Para muchos arqueólogos, sobre todo procesualistas, la arqueología debe seguir

62 siendo científica41, mientras que una creciente minoría no está tan convencida de las bondades del programa de la ciencia, sobre todo porque cualquier postura científica implica la búsqueda fundacional de una forma de conocimiento que presupone la exclusión de las demás. Pero aunque el procesualismo, con buena parte de su herencia positivista, todavía domina la práctica disciplinaria, no podemos ignorar que esa discusión será fundamental para continuar siendo hegemónicos o no. Además, debe ser claro que aceptar postulados relativistas no implica sugerir, simultáneamente, el abandono de la arqueología. La arqueología forma parte de nuestra tradición intelectual y puede seguir existiendo, pero posibilitando --como ha posibilitado el postprocesualismo-el análisis de su economía política y el pluralismo histórico. La defensa arqueológica de la alteridad sólo es posible si ponemos en cuestión la superioridad de la ciencia, si hacemos un análisis ecológico de su práctica. El debate de la arqueología contemporánea ha permitido la construcción de un saludable doble sujeto de investigación: el pasado y el presente. Además de investigar lo que sucedió en el pasado, la propia práctica disciplinaria se ha convertido en sujeto de investigación. Este doble proyecto se mira en la propuesta de Giddens (citado por Shanks y Tilley 1987b:107) sobre la "doble hermeneútica" de las disciplinas sociales: El científico social estudia un mundo, el mundo social, que está constituído como significativo por aquellos que lo producen y reproducen en sus actividades -sujetos humanos. Describir el comportamiento humano en una forma válida es, en principio, ser capaz de participar en las formas de vida que constituyen, y están constituídas por, ese comportamiento. Esa ya es una tarea hermeneútica. Pero la ciencia social es, en sí misma, una "forma de vida" con sus propios conceptos técnicos. Entonces, la hermeneútica entra en las ciencias sociales en dos niveles relacionados.

Así, el arqueólogo no sólo debe interpretar un mundo ajeno de significados --el pasado-sino también los significados de su propio mundo con sus prácticas, procedimientos, supuestos, habilidades, instituciones. La praxis postcolonial de la arqueología demanda que hagamos una paráfrasis del lema que se atribuye a los dadaistas: para ser arqueólogo es necesario ser también anti-arqueólogo (o, mejor, meta-arqueólogo). Esto quiere decir que debemos poner en cuestión el estatuto mismo de nuestra disciplina, su legitimidad y su ejercicio hegemónico. De esa forma, con un ejercicio meta-arqueológico que ponga en cuestión nuestra propia práctica podremos acercarnos a la construcción de un discurso postcolonial. Las formas de conocimiento no científico sobre el pasado deben ser legitimadas y no silenciadas. Así como el racionalismo de Occidente ha permitido (aunque por distintas razones) que muchas formas de conocimiento distintas de la ciencia co-existan en su seno, como el arte, debemos crear espacios para que otras tradiciones se expresen, crezcan si lo requieren, y sobrevivan en un espacio pluralista. Así, creo posible lograr una nueva significación del conocimiento sobre el pasado, una resignificación del referente temporal que evite el instrumentalismo y la mercantilización postmoderna y que "resacralice" la íntima relación que los seres humanos pueden tener 41

"Si la arqueología continúa su curso humanístico creo que será reducida a una empresa académica arcana, siguiendo una trayectoria similar a la de la filología en el siglo pasado. Por otro lado, si tiene éxito en su lucha de más de un siglo por volverse científica promete ser una disciplina robusta y excitante" (Dunnell 1989:67).

63 con la historia. Si la arqueología contemporánea logra reemplazar definitivamente interpretación por explicación, hermeneútica por epistemología, significación por validación, pensamiento rizomático por pensamiento arbóreo (sensu Tilley 1993; Shanks y Hodder 1994), pluralismo por hegemonismo, se abre la esperanza de que la arqueología no esté, como no debe estar, indisolublemente ligada a las prácticas coloniales de Occidente. Las observaciones y reflexiones de la antropología sobre la alteridad desde el siglo pasado han servido para poner en cuestión el hegemonismo Occidental (aunque parte de su praxis también haya contribuído a su sostenimiento) y pueden continuar creando condiciones que no reproduzcan el orden colonial sino que construyan un orden postcolonial. Me parece que la reflexión sobre la multivocalidad histórica es una de esas condiciones.

64 REFERENCIAS Anthony, David W. 1995 Nazi and eco-feminist prehistories: ideology and empiricism in IndoEuropean archaeology. En Nationalism, politics and the practice of archaeology, editado por Philip L. Kohl y Clare Fawcett, pp 82-96. Cambridge University Press, Cambridge. Appadurai, Arjun 1996 Modernity at large. Cultural dimensions of globalization. University of Minnesota Press, Minneapolis. Arnold, Bettina 1996 The past as propaganda: totalitarian archaeology in Nazi Germany. En Contemporary archaeology in theory, editado por Ian Hodder y Robert Preucel, pp 549-569. Blackwell, Oxford. Asad, Talal 1991 From the history of colonial anthropology to the anthropology of western hegemony. En Colonial situations: essays on the contextualization of ethnographic knowledge, editado por George Stocking, pp 314-324. University of Wisconsin Press, Madison. Asad, Talal (Editor) 1973 Anthropology and the colonial Encounter. Ithaca Press, Londres. Barona, Guido 1995 Una mirada problemática en torno de la etnohistoria en Colombia. En Memorias del I Seminario Internacional de Etnohistoria del Norte del Ecuador y Sur de Colombia, editado por Guido Barona y Francisco Zuluaga, pp 65-82. Universidad del Valle, Cali. Benjamin, Walter 1969 Illuminations. Schocken, Nueva York. Bennet, John W. 1943 Recent developments in the functional interpretation of archaeological data. American Antiquity 9:208-219. Bernstein, Richard J. 1983 Beyond objectivism and relativism. Blackwell, Oxford. Binford, Lewis 1962 Archaeology as anthropology. American Antiquity 28:217-225. 1965 Archaeological systematics and the study of culture process. American Antiquity 31:203-210. 1968 Archaeological perspectives. En New perspectives in archaeology, editado por Sally R. Binford y Lewis R. Binford, pp 5-32. Aldine, Chicago. 1972 Contemporary model building: paradigms and the current state of palaeolithic research. En Models in archaeology, editado por David L. Clarke, pp 109-166. Methuen, Londres. 1981 Middle-range research and the role of actualistic studies. En Bones: ancient men and modern myths, de Lewis R. Binford, pp 21-30. Academic Press, Nueva York. 1989 Data, relativism, and archaeological science. En Debating archaeology, de

65 Lewis R. Binford, pp 55-68. Academic Pres, San Diego. Binford, Lewis R. y Jeremy A. Sabloff 1982 Paradigms, systematics, and archaeology. Journal of Anthropological Research 38:137-153. Bintliff, John L. 1991 Post-modernism, rhetoric and scholasticism at TAG: the current state of British archaeological theory. Antiquity 65:274-278. 1993 Why Indiana Jones is smarter than the post-processualists. Norwegian Archaeological Review 26:91-100. Biolsi, T. y L.J. Zimmerman (Editores) 1997 Indians and anthropologists: Vine Deloria Jr. and the critique of anthropology. University of Arizona Press, Tucson. Boas, Franz 1982 Race, language, and culture. University of Chicago Press, Chicago. Bourdieu, Pierre 1991 Language and symbolic power. Harvard University Press, Cambridge. Brady, James E. 1997 Settlement configuration and cosmology. American Anthropologist 99:602618. Callinicos, Alex 1998 Contra el postmodernismo. Ancora, Bogotá. Carman, John 1995 Interpretation, writing and presenting the past. En Interpreting archaeology: finding meaning in the past, editado por I. Hodder, M. Shanks, A. Alexandri, V. Buchli, J. Carman, J. Last y G. Lucas, pp 95-99. Routledge, Londres. Cassirer, Ernest 1970 An essay on man: an introduction to a philosophy of human culture. Yale University Press, New Haven. Clark, Graham 1967 Archaeology and society. Barnes and Noble, Nueva York. 1970 Aspects of prehistory. University of California Press, Berkeley. Clarke, David L. 1973 Archeology: the loss of innocence. Antiquity 47:6-18. 1978 Analytical archaeology. Methuen, Londres. Clarke, D.L. (Editor) 1972 Models in archaeology. Methuen, Londres. Clifford, James 1986 Introduction: partial truths. En Writing culture: the poetics and politics of ethnography, editado por James Clifford y George E. Marcus, pp 1-26. University of California Press, Berkeley. Coates, W.H., H.V. White y J.S. Schapiro 1966 The emergence of liberal humanism. McGraw-Hill, Nueva York. Cohen, David W. 1994 The combing of history. University of Chicago Press, Chicago. Collingwood, R.G. 1978 The idea of history. Oxford University Press, Oxford.

66 Comte, Augusto 1995 Discurso sobre el espíritu positivo. Altaya, Barcelona. Comunidad de la Sierra Nevada 1987 Declaración de Gaira. Manuscrito sin publicar. Comunidad de Piramirí 1989 Nuestra historia es tan buena como las otras. Arqueología 10:42-47. Comunidad Yanacona 1996 Yanacanay. En busca del Camino Real. ICAN, Bogotá. Condori, Carlos 1989 History and prehistory in Bolivia: what about the indians? En Conflict in the archaeology of living traditions, editado por Robert Layton, pp 46-59. Unwin Hyman, Londres. Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) 1983 Cómo nos organizamos. Consejo Regional Indígena del Cauca, Popayán. Cuervo, Carlos 1920 Estudios arqueológicos y etnográficos. Editorial América, Madrid. Dagua, Avelino, Misael Aranda y Luis Guillermo Vasco 1998 Guambianos. Hijos del aroiris y del agua. Cerec, Bogotá. Deloria, Vine 1992 Indians, archaeologist, and the future. American Antiquity 57:595-598. Dilthey, Wilhelm 1994 Teoría de las concepciones del mundo. Altaya, Barcelona. Dixon, R.B. 1913 Some aspects of North American archaeology. American Anthropologist 15:549-566. Downer, Allan S. 1997 Archaeologists-native American relations. En Native Americans and archaeologists: stepping stones to common ground, editado por Nina Swidler et al., pp 23-34. AltaMira Press, Thousand Oaks. Dunnell, Robert C. 1971 Systematics in prehistory. Free Press, Nueva York. 1989 Hope for an endangered science. Archaeology 63-67. 1992 Is a scientific archaeology possible? En Metaarchaeology, editado por L. Embree, pp 75-97. Kluwer, Dordrecht. Dupré, J. 1993 The disorder of things: metaphysical foundations of the disunity of science. Harvard University Press, Cambridge. Eagleton, Terry 1997 Las ilusiones del posmodernismo. Paidós, Buenos Aires. Earle, Tim K. y Robert W. Preucel 1987 Processual archaeology and the radical critique. Current Anthropology 28:501-538. Einstein, Albert 1973 The quotable Einstein. Princeton University Press, Princeton. Eller, James D. 1997 Anti-anti-multiculturalism. American Anthropologist 99:249-256.

67 Fabian, Johannes 1983 Time and the other. Columbia University Press, Nueva York. Ferguson, T.J. 1996 Native Americans and the practice of archaeology. Annual Review of Anthropology 25:63-79. Feyerabend, Paul 1984 Contra el método: esquema de una teoría asnarquista del conocimiento. Hyspamerica, Buenos Aires. 1985 Por qué no Platón? Tecnos, Madrid. 1995a Adios a la razón. Altaya, Barcelona. 1995b Killing time. University of Chicago Press, Chicago. Fischer, Michael 1986 Ethnicity and the post-modern arts of memory. En Writing cultures: the poetics and politics of ethnography, editado por James Clifford and George Marcus, pp ¿??. University of California Press, Berkeley. Flannery, Kent V. 1967 Culture history v. cultural process: a debate in American archaeology. Scientific American 217:119-122. Foucault, Michel 1972 The archaeology of knowledge and the discourse on language. Pantheon, Nueva York. 1980 Power/knowledge: selected interviews and other writings. Pantheon, Nueva York. 1991 Saber y verdad. Ediciones de La Piqueta, Madrid. 1992 Genealogía del racismo. Ediciones de La Piqueta, Madrid. Frazer, James George 1993 La rama dorada. Fondo de Cultura Económica, Bogotá. Fritz, John M. y Fred T. Plog 1970 The nature of archaeological explanation. American Antiquity 35:405-412. Gadamer, Hans Georg 1981 La razón en la época de la ciencia. Alfa, Buenos Aires. 1992 Verdad y método, Volúmen 2. Sígueme, Salamanca. Gándara, Manuel 1982 La vieja "nueva arqueología" (segunda parte). En Teorías, métodos y técnicas en Arqueología, pp 134-148. Instituto Panamericano de Geografía e Historia, México. Gathercole, Peter 1984 A consideration of ideology. En Marxist perspectives in archaeology, editado por Matthew Spriggs, pp 149-154. Cambridge University Press, Cambridge. Gathercole, Peter y David Lowenthal (Editores) 1994 The politics of the past. Routledge, Londres. Geertz, Clifford 1989 La interpretación de las culturas. Gedisa, Barcelona. 1995 Contra el antirrelativismo. Revista de Occidente 169:71-103. Gellner, Ernest

68 1983

Tractatus sociologico-philosophicus. En Cultura, identidad y política, de Ernest Gellner, pp 178-196. Gedisa, Barcelona. 1985 Relativism and the social sciences. Cambridge University Press, Cambridge. Giddens, Anthony 1979 Central problems in social theory. MacMillan, Londres. Gnecco, Cristóbal 1996 Ciencia y multivocalidad: el peligro del dogmatismo relativista. Revista Universidad del Cauca 1:48-55. Godelier, Maurice 1995 Está la antropología social indisolublemente atada al Occidente, su tierra natal? Revista Internacional de Ciencias Sociales 143:161-179. Gould, Richard A. y Patty J. Watson 1982 A dialogue in the meaning and use of analogy in ethnoarchaeological reasoning. Journal of Anthropological Archaeology 1:355-381. Habermas, Jürgen 1982 Conocimiento e interés. Taurus, Madrid. 1989 El discurso filosófico de la modernidad. Taurus, Madrid. Handsman, Russell G. 1980 Studying myth and history in modern America: perspectives for the past from the continent. Reviews in Anthropology 7:255-268. Harvey, David 1990 The condition of postmodernity: an inquire into the origins of cultural change. Blackwell, Oxford. Haslip-Viera, G., B. Ortiz y W. Barbour 1997 Robbing native American cultures: Van Sertima's afrocentricity and the Olmecs. Current Anthropology 38:419-441. Held, David 1980 Introduction to critical theory. University of California Press, Berkeley. Hempel, Carl G. 1965 Aspects of scientific explanation. En Aspects of scientific explanation and other essays in the philosophy of science, de Carl G. Hempel, pp 331-496. Free Press, Nueva York. Higgins, P.J. y Ruth O. Selig 1981 Teaching anthropology to students and teachers: reaching a wider audience. University of Georgia Press, Athens. Hobsbawm, Erick y Terence Ranger (Editores) 1983 The invention of tradition. Cambridge University Press, Cambridge. Hodder, Ian 1982a Theoretical archaeology: a reactionary view. En Symbolic and structural archaeology, editado por Ian Hodder, pp 1-16. Cambridge University Press, Cambridge. 1982b Symbols in action: ethnoarchaeological studies of material culture. Cambridge University Press, Cambridge. 1984 History vs. science. Reseña de los libros En Busca del Pasado de L.R. Binford y La Identidad del Hombre de J.G. Clark. Scottish Archaeological

69 Review 3:66-68. Postprocessual archaeology. En Advances in archaeological method and Theory, volumen 8, editado por Michael B. Schiffer, pp 1-26. Academic Press, Orlando. 1986 Reading the past. Cambridge University Press, Cambridge. 1987 Comentario al artículo "Processual archaeology and the radical critique" de T.K. Earle y R.W. Preucel. Current Anthropology 28:516-517. 1989 Post-modernism, post-structuralism and post-processual archaeology. En The meanings of things: material culture and symbolic expressions, editado por Ian Hodder, pp 64-78. Unwin Hyman, Londres. 1991a Interpretive archaeology and its role. American Antiquity 56:7-18. 1991b Postprocessual archaeology and the current debate. En Processual and postprocessual archaeologies, editado por Robert W. Preucel, pp 30-41. Center for Archaeological Investigations, Occasional Paper N. 10, Southern Illinois University, Carbondale. 1992 Theory and practice in archaeology. Routledge, Londres. Hodder, Ian, Michael Shanks, Alexandra Alexandri, Victor Buchli, John Carman, Jonathan Last y Gavin Lucas (Editores) 1995 Interpreting archaeology. Routledge, Londres. Horton, J. 1993 Liberalism, multiculturalism and toleration. En Liberalism, multiculturalism and toleration, editado por J. Horton, pp 1-17. St. Martin's Press, Nueva York. Hubert, Jane 1994 A proper place for the dead: a critical review of the "reburial" issue. En Conflict in the archaeology of living traditions, editado por Robert Layton, pp 131-166. Routledge, Londres. Jameson, Frederick 1984 Postmodernism, or the cultural logic of late capitalism. New Left Review 146:53-92. Kelley, Jane H. y Marsha P. Hanen 1988 Archaeology and the methodology of science. University of New Mexico Press, Albuquerque. Kluckhohn, Clyde 1940 The conceptual structure in Middle American studies. En The Maya and their neighbors, editado por C.L. Hay, pp 41-51. Appleton, Nueva York. Knapp, A. Bernard 1996 Archaeology without gravity: postmodernism and the past. Journal of Archaeological Method and Theory 3:127-158. Kohl, Philip L. 1993 Limits to a post-processual archaeology (or, The dangers of a new scholasticism). In Archaeological theory: who sets the agenda?, edited by Norman Yoffee and Andrew Sherratt, pp 13-20. Cambridge University Press, Cambridge. Kohl, Philip L. y Clare Fawcett (Editores) 1995 Nationalism, politics and the practice of archaeology. Cambridge University 1985

70 Press, Cambridge. Kuhn, Thomas S. 1970 The structure of scientific revolutions. University of Chicago Press, Chicago. Kymlicka, Will 1996 Ciudadanía multicultural: una teoría liberal de los derechos de las minorías. Paidós, Barcelona. Lakatos, Imre 1970 Falsification and the methodology of scientific research programmes. En Criticism and the growth of knowledge, editado por Imre Lakatos y A. Musgrave, pp 91-196. Cambridge University Press, Cambridge. Lash, Scott y John Urry 1987 The end of organized capitalism. University of Wisconsin Press, Madison. Laudan, Larry 1990 Science and relativism: some key controversies in the philosophy of science. University of Chicago Press, Chicago. Layton, Robert (Editor) 1989 Conflict in the archaeology of living traditions. Unwin Hyman, Londres. Leclercq, Gerard 1973 Antropología y colonialismo. Alberto Corazón, Madrid. Leone, Mark .P. 1973 Archaeology as the science of technology: Mormon town plans and fences. En Research and theory in current archaeology, editado por Charles L. Redman, pp 125-150. Wiley, Nueva York. 1982 Some opinions about recovering mind. American Antiquity 47:742-760. 1986 Symbolic, structural, and critical archaeology. En American archaeology: past and future, editado por David J. Meltzer, Don D. Fowler y Jeremy A. Sabloff, pp 415-438. Smithsonian, Washington. 1991 Materialist theory and the formation of questions in archaeology. En Processual and postprocessual archaeologies, editado por Robert W. Preucel, pp 235-241. Center for Archaeological Investigations, Occasional Paper N. 10, Southern Illinois University, Carbondale. Leone, Mark P., Parker B. Potter y Paul A. Shackel 1987 Toward a critical archaeology. Current Anthropology 28:283-302. Levine, M.E. 1973 On explanation in archaeology: a rebuttal to Fritz and Plog. American Antiquity 38:387-395. Lévi-Strauss, Claude 1966 The savage mind. University of Chicago Press, Chicago. Levy-Bruhl, Lucien 1974 El alma primitiva. Península, Barcelona. Londoño, Santiago 1989 Precursores de la arqueología colombiana en el siglo XIX. En Museo del Oro: 50 años, pp 15-41. Banco de la República, Bogotá. López, Carlos y Margarita Reyes 1994 The role of archaeology in marginalized areas of social conflict: research in

71 the Middle Magdalena region, Colombia. En The presented past: heritage, museums, and education, editado por Peter G. Stone y Bryan L. Molyneaux, pp 137-147. Routledge, Londres. Lorenzo, José Luis 1981 Archaeology south of the Río Grande. World Archaeology 13:190-208. Lucas, Gavin 1995 Interpretation in contemporary archaeology: some philosophical issues. En Interpreting archaeology: finding meaning in the past, editado por I. Hodder, M. Shanks, A. Alexandri, V. Buchli, J. Carman, J. Last y G. Lucas, pp 37-44. Routledge, Londres. Lyotard, Jean F. 1985 Histoire universelle et différences culturelles. Critique 41:559-568. 1994 La condición postmoderna. Cátedra, Madrid. Malinowski, Bronislaw 1985 Magia, ciencia y religión. Planeta-Agostini, Bogotá. Mardones, J.M. 1994 Filosofía de las ciencias humanas y sociales. Anthropos, Barcelona. Marx, Karl y Frederich Engels 1973 Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialista e idealista (capítulo I de la Ideología Alemana). En C. Marx y F. Engels: obras escogidas, pp 11-81. Editorial Progreso, Moscú. Mascia-Lees, F., P. Sharpe y C.B. Cohen 1989 The postmodernits turn in anthropology. Signs 15:7-33. Melo, Jorge O. 1989 Etnia, región y nación: el fluctuante discurso de la identidad (notas para un debate). En Memorias del V Congreso de Antropología en Colombia, pp 27-48. ICFES, Bogotá. Meltzer, David J. 1979 Paradigms and the nature of change in American archaeology. American Antiquity 44:644-657. Mignolo, Walter 1995 The darker side of the Renaisance. University of Michigan Press, Ann Arbor. 1996 Herencias coloniales y teorías postcoloniales. En Cultura y Tercer Mundo 1. Cambios en el saber académico, editado por B. Gonzáles, pp 99-136. Nueva Sociedad, Caracas. Miller, Daniel y Christopher Tilley (Editores) 1984 Ideology, power and prehistory. Cambridge University Press, Cambridge. Miller, Daniel y Christopher Tilley 1984 Ideology, power and prehistory: an introduction. En Ideology, power and prehistory, editado por Daniel Miller y Christopher Tilley, pp 1-16. Cambridge University Press, Cambridge. Moore, Henrietta 1990 Paul Ricoeur: action, meaning and text. En Reading material culture, editado por Christopher Tilley, pp 85-120. Blackwell, Oxford. Moulines, C. Ulises

72 1984

La génesis del positivismo en su contexto científico. En Exploraciones metacientíficas, de C. Ulises Moulines, pp 305-323. Alianza Editorial, Madrid.

Murray, Tim 1993 Communication and the importance of disciplinary communities: who owns the past? En Archaeological theory: who sets the agenda?, editado por Norman Yoffee y Andrew Sherratt, pp 105-116. Cambridge University Press, Cambridge. Nader, Laura 1996 Anthropological inquiry into boundaries, power, and knowledge. En Naked science, editado por Laura Nader, pp 1-25. Routledge, Londres. Naipaul, V.S. 1997 Nuestra civilización universal. El Malpensante 7:10-21. Neurath, Otto 1965 Sociología en fisicalismo. En El positivismo lógico, editado por A.J. Ayer, pp 287-322. Fondo de Cultura Económica, México. O'Meara, Tim 1997 Causation and the struggle for a science of culture. Current Anthropology 38:399-418. Osborn, Anne 1985 El vuelo de las tijeretas. FIAN, Bogotá. Patterson, Thomas Carl 1989 History and the post-processual archaeologies. Man 24:555-565. Peebles, Christopher S. 1991 Annalistes, hermeneutics and positivists: squaring circles or dissolving problems. En The Annales school and archaeology, editado por John Bintliff, pp 108-124. Leicester University Press, Leicester. Pineda, Roberto 1984 La reivindicación del indio en el pensamiento social colombiano (18501950). En Un siglo de investigación social: antropología en Colombia, editado por Jaime Arocha y Nina de Friedemann, pp 197-251. Etno, Bogotá. Politis, Gustavo (Editor) 1992 Arqueología en América Latina hoy. Fondo de Promoción de la Cultura, Bogotá. Popper, Karl R. 1965 The logic of scientific discovery. Harper, Nueva York. 1966 The open society and its enemies. Routledge & Kegan Paul, Londres. Potter, Parker .B. 1994 Public archaeology in Annapolis. Smithsonian Institution Press, Washington. Preucel, Robert W. e Ian Hodder (Editores) 1996 Contemporary archaeology in theory: a reader. Blackwell, Oxford. Rabinow, Paul 1986 Representations are social facts: modernity and post-modernity in anthropology. En Writing culture: the poetics and politics of ethnography,

73 editado por James Clifford y George E. Marcus, pp 234-261. University of California Press, Berkeley. Rappaport, Joanne 1990 The politics of memory: native historical interpretation in the Colombian Andes. Cambridge University Press, Cambridge. 1994 Cumbe reborn: an Andean ethnography of history. University of Chicago Press, Chicago. Reichel-Dolmatoff, Gerardo 1997 Cosmología como análisis ecológico: una perspectiva desde la selva pluvial. En Chamanes de la selva Ppuvial: ensayos sobre los indios Tukano del noroeste amazónico, de Gerardo Reichel-Dolmatoff, pp 7-20. Themis, Devon. Renfrew, Colin 1989 Comments on "Archaeology into the 90s". Norwegian Archaeological Review 22:33-41. 1994 Towards a cognitive archaeology. En The ancient mind: elements of cognitive archaeology, editado por Colin Renfrew y Ezra B. Zubrow, pp 312. Cambridge University Press, Cambridge. Renfrew, Colin y Ezra B. Zubrow (Editores) 1994 The ancient mind: elements of cognitive archaeology. Cambridge University Press, Cambridge. Reyes, Margarita 1989 Historia prehispánica y educación: el caso de Cimitarra y Curití. Arqueología 10:69-72. Ricoeur, Paul 1981 Hermeneutics and the human sciences. Cambridge University Press, Cambridge. Rodríguez, Carlos Armando 1992 Tras las huellas del hombre prehispánico y su cultura en el valle del Cauca. INCIVA, Cali. Rorty, Richard 1979 Philosophy and the mirror of nature. Princeton University Press, Princeton. 1992 Cosmopolitanism without emancipation: a response to Lyotard. En Modernity and identity, editado por S. Lash y J. Friedman, pp 59-72. Blackwell, Oxford. Rowlands, Michael 1994 The politics of identity in archaeology. En Social construction of the past. Representation as power, editado por George C. Bond y Angela Gilliam, pp 129-143. Routledge, Londres. Salmon, Wesley C. 1989 Four decades of scientific explanation. University of Minnesota Press, Minneapolis. Salomon, Frank 1982 Chronicles of the impossible: notes on three peruvian indigenous historians. En From oral to written expressions, editado por Rolena Adorno, pp 9-40. New York State University, Latin American Series No. 4, Syracuse.

74 Scheper-Hughes, Nancy 1995 The primacy of the ethical: propositions for a militant anthropology. Current Anthropology 36:409-420. Schmidt, Peter R. y Thomas C. Patterson (Editores) 1995 Making alternative histories: the practice of archaeology and history in non-western settings. School of American Research Press, Santa Fe. Shanks, Michael 1992 Experiencing the past: on the character of archaeology. Routledge, Londres. Shanks, Michael e Ian Hodder 1994 Processual, postprocessual and interpretive archaeologies. En Interpreting archaeology: finding meaning in the past, editado por Ian Hodder, Michael Shanks, Alexandra Alexandri, Victor Buchli, Joe Carman, Jonathan Last y Gavin Lucas, pp 3-29. Routledge, Londres. Shanks, Michael y Randall H. McGuire 1996 The craft of archaeology. American Antiquity 61:75-88. Shanks, Michael y Christopher Tilley 1987a Social theory and archaeology. University of New Mexico Press, Albuquerque. 1987b Re-constructing archaeology: theory and practice. Cambridge University Press, Cambridge. Shennan, Stephen 1986 Towards a critical archaeology? Proceedings of the Prehistoric Society 52:327-338. Silverman, E.K. 1990 Clifford Geertz: towards a more "thick" understanding. En Reading material culture, editado por Christopher Tilley, pp 121-159. Blackwell, Oxford. Smith, K.C. y F.P. McManamon 1991 Archaeology and education: the classroom and beyond. National Park Service, Washington. Spaulding, Albert C. 1968 Explanation in archaeology. En New perspectives in archaeology, editado por Sally R. Binford y Lewis R. Binford, pp 33-39. Aldine, Chicago. Spriggs, Matthew (Editor) 1984 Marxist perspectives in archaeology. Cambridge University Press, Cambridge. Steward, Julian H. y F.M. Setzler 1938 Function and configuration in archaeology. American Antiquity 1:4-10. Strathern, Marilyn 1987 An awkward relationship: the case of feminism in anthropology. Signs 12:276-292. Stubel, Alphons 1994 Cartas de Alphons Stubel: Colombia. Boletín Cultural y Bibliográfico 35:2978. Swidler, N., K.E. Dongoske, R. Anyon y A.S. Downer (Editores) 1997 Native Americans and archaeologists: stepping stones to common ground.

75 AltaMira Press, Thousand Oaks. Taussig, Michael 1993 Mimesis and alterity. Routledge, Londres. Taylor, Walter W. 1983 A study of archeology. Center for Archaeological Investigations, Southern Illinois University, Carbondale. Thomas, Julian y Christopher Tilley 1992 TAG and "post-modernism": a reply to John Bintliff. Antiquity 66:106-114. Tilley, Christopher 1991 Material culture and text: the art of ambiguity. Routledge, Londres. 1993 Interpretation and a poetics of the past. En Interpretative archaeology, editado por Christopher Tilley, pp 1-27. Berg, Londres. Tilley, Christopher (Editor) 1990 Reading material culture. Blackwell, Oxford. 1993 Interpretative archaeology. Berg, Londres. Trigger, Bruce 1980 Archaeology and the image of the American indian. American Antiquity 45:662-676. 1989a A history of archaeological thought. Cambridge University Press, Cambridge. 1989b Hyperrelativism, responsibility and the social sciences. Canadian Review of Sociology and Anthropology 26(5):776-797. 1990 The 1990s: North American archaeology with a human face? Antiquity 64:778-787. 1995 Romanticism, nationalism, and archaeology. En Nationalism, politics and the practice of archaeology, editado por Philip L. Kohl y Clare Fawcett, pp 263-279. Cambridge University Press, Cambridge. Tsosie, R. 1997 Indigenous rights and archaeology. En Native Americans and archaeologists: stepping stones to common ground, editado por N. Swidler et al., pp 64-76. AltaMira Press, Thousand Oaks. Tyler, Stephen A. 1992 La etnografía posmoderna: de documento de lo oculto a documento oculto. En El surgimiento de la antropología posmoderna, editado por Carlos Reynoso, pp 297-313. Gedisa, Barcelona. Uricoechea, Ezequiel 1984 Memoria sobre las antiguedades Neo-Granadinas. Banco Popular, Bogotá. Vasco, Luis Guillermo 1992 Arqueología e identidad: el caso Guambiano. En Arqueología en América Latina hoy, editado por Gustavo Politis, pp 176-191. Fondo de Promoción de la Cultura, Bogotá. 1997 Para los guambianos, la historia es vida. Boletín de Antropología 28:115127. Vattimo, Gianni 1991 Hermeneutics and anthropology. En The end of modernity: nihilism and

76 hermeneutics in postmodern culture, de Gianni Vattimo, pp 145-163. Johns Hopkins University Press, Baltimore. Walsh, Kevin 1990 The post-modern threat to the past. En Archaeology after structuralism, editado por Ian Bapty y Tim Yates, pp 278-293. Routledge, Londres. 1994 A sense of place: a role for cognitive mapping in the postmodern world? En Interpreting archaeology: finding meaning in the past, editado por I. Hodder, M.Shanks, A. Alexandri, V. Buchli, J. Carman, J. Last y G. Lucas, pp 131-138. Routledge, Londres. Watson, Patty J. y Michael Fotiadis 1990 The razor's edge: symbolic-structuralist archeology and the expansion of archeological inference. American Anthropologist 92:613-629. Watson, Patty J., Steven A. LeBlanc y Charles L. Redman 1974 El método científico en arqueología. Alianza Editorial, Madrid. 1984 Archeological explanation: the scientific method in archeology. Columbia University Press, Nueva York. White Deer, Gary 1997 Return of the sacred: spirituality and the scientific imperative. En Native Americans and archaeologists: stepping stones to common ground, editado por Nina Swidler et al., pp 37-43. AltaMira Press, Thousand Oaks. White, Leslie A. 1975 El concepto de cultura. En El concepto de cultura: textos fundamentales, editado por Joel S. Kahn, pp 129-155. Anagrama, Barcelona. Willey, Gordon R. y Phillip Phillips 1958 Method and theory in American archaeology. University of Chicago Press, Chicago. Wissler, Carl 1917 The new archaeology. American Museum Journal 17:100-101. Wylie, Alison 1989 Matters of fact and matters of interest. En Archaeological approaches to cultural identity, editado por Stephen Shennan, pp 94-109. Routledge, Londres. 1993 A proliferation of new archaeologies: "Beyond objectivism and relativism." En Archaeological theory: who sets the agenda?, editado por Norman Yoffee y Andrew Sherratt 20-26. Cambridge University Press, Cambridge. Yoffee, Norman y Andrew Sherratt 1993 Introduction: the sources of archaeological theory. En Archaeological theory: who sets the agenda?, editado por Norman Yoffee y Andrew Sherratt, pp 19. Cambridge University Press, Cambridge. Zaid, Gabriel 1996 Los demasiados libros. El Malpensante 1:11-14. Zambrano, Carlos Vladimir (Editor) 1993 Hombres de páramo y montaña. Los yanaconas del Macizo Colombiano. ICAN, Bogotá. Zimmerman, Larry J. 1994 Human bones as symbols of power: aboriginal American belief systems

77 toward bones and "grave-robbing" archaeologist. En Conflict in the archaeology of living traditions, editado por Robert Layton, pp 211-216. Routledge, Londres.