Muerte Y Duelo: Consideraciones Generales

MUERTE Y DUELO: CONSIDERACIONES GENERALES Jorge A. Grau Abalo Margarita Chacón Roger En Cuidados Paliativos es axial la

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MUERTE Y DUELO: CONSIDERACIONES GENERALES Jorge A. Grau Abalo Margarita Chacón Roger En Cuidados Paliativos es axial la consideración de la muerte como un hecho inevitable, trascendente, final y doloroso, pero que debe tener su momento y no posponerse inútil y cruelmente. La prolongación del sufrimiento y la agonía es contraria al trato humano del enfermo terminal; tampoco se corresponden los Cuidados Paliativos con la eutanasia, entendida ésta como la acción deliberada, llevada a cabo por el médico, para poner fin a la vida del paciente, abrumado por el sufrimiento insoportable que le acarrea su enfermedad incurable. Precisamente la meta de los Cuidados Paliativos es eliminar a disminuir al máximo ese sufrimiento, de tal manera que la situación sea soportada por el propio paciente y la familia. Cuando esto se logra, difícilmente un enfermo solicitará un final compasivo. La muerte es un evento psicosocial y no sólo el cese de las funciones biológicas, y requiere preparación que va haciendo poco a poco el paciente y también la familia (duelo anticipatorio), ayudados por el equipo de Cuidados Paliativos. Es una experiencia universal, que cada quien concibe y enfrenta de manera muy individual, asociada su historia personal y familiar, a las experiencias anteriores en relación a la muerte, a sus creencias religiosas, a la filosofía que ha regido su vida, a su origen étnico y cultural, a su personalidad específica. Trabajar con un enfermo moribundo exige abandonar esquemas preestablecidos y colocarse en una posición de apertura y neutralidad hasta donde ello es posible, tomando en consideración el curso de la enfermedad de ese paciente, su historia personal, su conjunto de creencias relativas a la muerte; implica, además, conocer y trabajar con lo que el paciente ofrece y no con lo que se supone que debía ofrecer. La atención en los momentos finales de la vida debe involucrar requerimientos particulares. Hay pacientes con un nivel intelectual superior que se preparan de una manera muy vívida para la muerte a partir de una valoración y una síntesis que hacen de su experiencia vital, la relación terapéutica con ellos es muy densa afectivamente, pero a la vez muy enriquecedora; otros mueren con desesperación y necesitan diferentes estrategias de manejo. En todos los casos hay preparación espiritual, entendiéndose aquí espiritualidad no como sinónimo de religiosidad. Tampoco puede olvidarse que el componente religioso en la atención y apoyo a pacientes y familiares es fuerte y vigente, y hay que concebir e integrar el papel mitigador del sufrimiento de este apoyo y la búsqueda, en la religión, por algunos de ellos, de su sentido del morir. Cuando paciente y familia lo reclaman, la participación ocasional o sistemática de un asistente espiritual (sacerdote, presbítero, ministro de cualquier religión) se incorpora a la atención integral. Es frecuente en el ámbito latinoamericano, y por ende, en nuestro país, que el compromiso de los cuidados finales sea compartido por una extensa red de familiares y allegados, lo que los convierte en agentes de intervención y poderosos sujetos de influencia en el enfermo. El equipo de profesionales debe estar al tanto de esta

particularidad para que no se pierda la relativa unidad y coherencia del tratamiento, y centrar sus esfuerzos de educación y preparación en uno o varios familiares o personas cercanas al paciente, física y emocionalmente, que son los llamados cuidadores primarios y que participan directamente en sus cuidados habituales. La familia, y hasta los amigos y vecinos, se convierten en fuente dadora de cuidados, pero al mismo tiempo, en elemento receptor de los cuidados de protección que debe brindar el equipo, por lo que habrá que mantener, con cautela y sistematicidad, una educación mantenida en relación a los cuidados a brindar al enfermo y a los eventos que irán sucediéndose paulatinamente, entre ellos, el acercamiento al final y la agonía. Por otra parte, quien proporciona cuidados paliativos (equipo terapéutico o los familiares coterapeutas) debe protegerse del peligro que implica la identificación excesiva o las expectativas omnipotentes e inalcanzables de aliviar todo sufrimiento. Es el paciente quien morirá y a él le corresponde experimentar su propia muerte, el dolor que pueda tolerar, la paz y conformidad que pueda alcanzar, la plenitud de vivencia que le sea posible lograr. Esto exige, por tanto, que se mantengan expectativas realistas. No existe fórmula alguna que resuelva el problema de la muerte, por lo que no existirá tampoco una forma única de enfrentar la muerte de cada individuo. Antes de la pérdida final, el paciente y su familia experimentan “micro-muertes” de orden físico, emocional, económico, espiritual, con diferentes cargas afectivas para los pacientes y sus allegados. Poner en orden el caos emocional que se puede experimentar, requiere que el proveedor de Cuidados Paliativos sea a la vez, consultor, asesor, confidente y terapeuta que propende favorecer el cambio. De aquí que la intervención preparatoria para la muerte exhiba algunas características esenciales: a) Las metas de la intervención son diferentes, más breves y pequeñas y no centradas en la concientización profunda de los problemas, b) Las reglas son también diferentes, suponen relación o contrato flexible, no rígido, c) La intervención puede, incluso, no ser psicoterapia como tal, y disponer de herramientas usuales e inusuales, d) El foco es la intervención benéfica, activa y con implicaciones emocionales, de modo que se perciba interés y preocupación personal; lo importante no es lo que el terapeuta hable, sino -simplemente- que esté allí, presente, escuchando o acompañando al moribundo, que él perciba que lo comprendemos y nos preocupamos por lo que nos dice, lo que nos quiere decir o lo que no nos llega a decir, e) No siempre puede llegarse a la muerte sin complejos y con los problemas neuróticos resueltos, f) Es el paciente moribundo quien establece el ritmo y decide en gran medida el curso y los tópicos de las entrevistas.

En la preparación para la muerte hay que recordar siempre que existen una serie de miedos en el proceso del vivir/morir que no siempre son identificados por el paciente, y a los cuales hay que ponerles “apellido”, para poder aconsejar y trabajar con el enfermo su resolución. En este proceso, la negación siempre estará presente, y a veces, es deseable y psicológicamente saludable. Al atravesar por todas las etapas o estadíos descritos por Kübler-Ross (la famosa tanatóloga que dedicó su vida a la atención de los moribundos), cada quien lo hace de manera diferente. Pero siempre podrán reaparecer las negaciones, los mecanismos evasivos. Como decía Kübler-Ross: “Nadie puede mirar de frente al sol durante todo el tiempo” y esto es válido no solo para el paciente y la familia, sino también para los miembros del equipo de atención. La relación terapéutica que se crea con el moribundo es y debe ser de equipo, no centrada en una persona determinada. Otro factor importante que debe ser considerado es que los sobrevivientes son víctimas del sufrimiento y frecuentemente, de un largo y traumático proceso. Si no son apoyados, pueden convertirse eventualmente en pacientes, porque los estresores de pérdida impactan mucho sobre la inmunocompetencia; en consecuencia, el trabajo de preparación para la muerte incluye el manejo del duelo anticipatorio, antes de la muerte del familiar enfermo, y debe extenderse más allá del fallecimiento del paciente. En este proceso de duelo hay que involucrar a los niños, según su edad cronológica y su madurez intelectual y emocional, ellos no deben quedar rezagados. La preparación para la muerte del paciente (búsqueda de la llamada “muerte sana”) y la atención al duelo de la familia, entrañan riesgos para los profesionales, pues constituye una tarea que engendra un desafío incomparable e involucra la confrontación previa con la propia mortalidad, una comprensión amplia y flexible del duelo y de la experiencia del paciente que está muriendo, una capacidad empática y una singular sintonía afectiva, una especial habilidad para darle un sentido al sufrimiento y de encontrar un significado a la experiencia del morir; exige también una creatividad desusada en la búsqueda de abordajes alternativos y de escuchar y responder adecuadamente, una acertada crítica de las propias limitaciones (como profesional y como persona) y gran tolerancia a la frustración. Por último, requiere habilidades para asumir el sufrimiento del paciente con respeto, pero desde una perspectiva realista y saludablemente distanciada. Indudablemente, los terapeutas de enfermos moribundos enfrentan un importante reto, al tener que disponer de una sólida formación personal, sensibilidad humana, devoción para tolerar el contacto estrecho con la muerte, el sufrimiento, la incertidumbre, la impotencia, y, naturalmente, un fuerte entrenamiento y preparación especial. Tales terapeutas tienen que disponer de mecanismos de soporte propios y estar siempre alertas a cualquier señal de sobrecarga para la adopción de las medidas adecuadas en el equipo. Este trabajo representa alta vulnerabilidad emocional, por lo que se sugiere disponer de sistemas de apoyo efectivos, especialmente en lo que se refiere a la tranquilidad y el orden familiar propio, y alternar el trabajo con otras poblaciones de pacientes. El derecho a morir en el hogar (la mayor parte de los pacientes lo prefiere así), rodeado del calor de esa atmósfera brindado por los rostros y cosas familiares, es una costumbre que debe ser reconquistada y ampliamente promovida, por lo que cada día

más se proyectan programas de atención domiciliaria al paciente terminal. Morir en casa, que significa pasar los últimos momentos de la vida en el propio terreno, no sólo brinda un sentimiento de seguridad al moribundo, sino que contribuye a rodear el hecho de morir del mejor entorno humano, lo que no puede encontrarse en el hospital tradicional, donde a pesar de los cuidados técnicos se muere más sólo. Este derecho implica disponer de aquellas medidas imprescindibles requeridas para satisfacer las múltiples necesidades del enfermo en el propio hogar. Nos referimos aquí a las medidas fundamentales (equipos capacitados y entrenados, apoyo familiar, medicamentos esenciales disponibles en la atención domiciliaria) y no a aspectos muy puntuales, que raramente podrán encontrarse en la casa y que también escasamente se utilizan en los Cuidados Paliativos. Morir en casa no es morir rodeado de confort dado por procedimientos técnicos, extrapolados de la atención habitual (sueros, oxígeno, etc.), sino en el entorno familiar y donde los profesionales del equipo de atención primaria, debidamente preparados, con la comunicación, el apoyo y la preservación de los aspectos éticos elementales, más unos pocos medicamentos (especialmente analgésicos), ayudan a que esa situación transcurra lo más llevaderamente posible. Naturalmente, esta atención también tiene límites: la incontrolabilidad de algunas situaciones clínicas, especialmente cuando no ha llegado aún la muerte esperada del paciente, provocada por la insuficiencia de algunos recursos en el hogar; la fatiga de batalla que experimenta la familia cuando se ha sobrecargado por el estado de cosas (la llamada “crisis de claudicación familiar”), o el propio deseo del paciente de morir en otro ambiente diferente, cuando aún no se ha convencido de que ese debe ser el lugar. Son estos los criterios básicos que justifican su ingreso transitorio en una sala hospitalaria, que permita la continuidad de los cuidados y que disponga de equipos debidamente preparados para ese objetivo, estas son las Unidades de Cuidados Paliativos. La agonía es la fase más dura y delicada de todo el proceso de la enfermedad, pues significa que está muy próximo ese acontecimiento inevitable y doloroso para todos que es la muerte. Se reconoce por una pérdida de la actividad y funciones del paciente: aumenta el tiempo de sueño, disminuye la actividad intestinal, deja de orinar, aparece descoordinación temporoespacial, cambia la coloración de piel, etc. En esta fase debemos proporcionar cuidados al paciente para que el proceso en el que pasa de la vida a la muerte suceda de la forma más serena posible con dignidad y sin sufrimiento. Mientras tanto, la familia va a percibir un sentimiento de impotencia muy intenso pues no puede evitar la muerte y tiene que esperar la llegada de la misma sin hacer lo que habitualmente se está acostumbrado: luchar hasta el final con todos los medios disponibles para mantener la vida aún a expensas de la dignidad del paciente. Por lo tanto, los cuidados que debemos proporcionar al enfermo son: - Cuidados físicos: •

Evitar los cambios posturales frecuentes que afecten la comodidad del paciente

• Proporcionar los cuidados de confort necesarios: aseo del paciente, ventilación de la habitación, posición de la cama, etc. • Administración de medicación exclusivamente necesaria para el control de síntomas, utilizando preferentemente la vía subcutánea. No es necesaria la sueroterapia ni el sondaje nasogástrico. - Cuidados psicológicos: • Proporcionar el máximo soporte posible mediante reconfortante, cariño y respuesta sincera a sus preguntas.

nuestra

presencia

• Facilitar e incluso, a veces, servir de intermediario para que el paciente se pueda despedir de sus familiares y amigos. - Cuidados espirituales: •

Facilitar, si el paciente lo pide, la presencia de un sacerdote o ministro religioso

• Si el paciente está inconsciente, recordar a los familiares la posibilidad de cumplir con sus obligaciones (creencias religiosas). • Facilitar, en caso de que el paciente esté ingresado, los rituales según la religión que profese. Los principales consejos para los últimos días de la vida pueden resumirse como: No hablar acerca del enfermo cuando duerme, ni si está inconsciente Dejemos de decirle: “Te vas a poner bien”, “mejorarás”… Reconozcamos su muerte inminente como realidad: su tristeza como natural, válida y no culpable, ayudémosle a explorar sus angustias Mantengámonos disponibles para cuando nos necesite, respetar al mismo tiempo su soledad necesaria Aportémosle toda la comodidad posible para su cuerpo Estar con actitud abierta, sincera, cariñosa, escuchando “Autorizar” al enfermo a que pueda partir, y a los familiares a desasirse de él, para que puedan tener aceptación tranquila No hacer promesas que no puedan cumplirse prontamente Acompañémoslo con las personas más queridas Interesémonos en sus necesidades espirituales y religiosas Los cuidados que se dispensarán a la familia son los siguientes:

Apoyo psicológico respondiendo a todas las dudas como puedan ser: ¿cómo sabré que ha muerto?, ¿ocurrirá de forma tranquila o se agitará?, ¿qué debo hacer una vez que haya fallecido?, etc. Explicarles los cuidados que deben proporcionar al paciente. Detectar a familiares con riesgo de desarrollar un duelo patológico para su posterior control. Explicar que nos pueden llamar para aclarar las dudas que puedan surgir una vez que nos hayamos ido. Una vez que haya fallecido el paciente, nos debemos poner en contacto con la familia para expresarles nuestro sentimiento por la pérdida de su familiar, reforzarles positivamente su labor en el cuidado que prestaron al paciente evitando así sentimientos de culpabilidad, expresarles el significado de la ayuda que le hemos prestado y trasmitiéndoles que nos tienen a su disposición para lo que necesiten. El contacto se hará por medio de una carta, del teléfono y, en la medida de lo posible, con una visita a la familia (asistencia domiciliaria). El duelo es el proceso desencadenado por la pérdida de un ser querido. Tiene varias fases: a) entumecimiento o protesta, caracterizada por angustia, miedo e ira, b) anhelo y búsqueda de la figura perdida, caracterizada por la preocupación por la persona perdida, inquietud física, llanto e ira, c) desorganización y desesperación, caracterizada por desasogiego y falta de objetivos, aumento de las preocupaciones somáticas y reiterados recuerdos, y, d) reorganización, con el establecimiento de nuevos patrones, objetos y objetivos, el pesar cede (ya no se recuerda al familiar perdido con tanto dolor, aunque siempre se le recordará) y en su lugar surgen recuerdos apreciados. Las manifestaciones del duelo pueden ser muy variadas: físicas (anorexia, pérdida de peso, disminución del interés sexual, aumento de enfermedades), psicológicas (ansiedad, tristeza, dificultades en la atención y concentración, apatía y desinterés), y sociales (rechazo a los demás, tendencia al aislamiento, hiperactividad social). Hay varios tipos de duelo: el duelo anticipado (preparación previa a la muerte del paciente) ayuda a tomar conciencia de cuanto está sucediendo, a liberar los propios estados de ánimo y a programar el tiempo en vista de la inevitable muerte; el duelo retardado, que se manifiesta en aquellas personas que parecen mantener el control de la situación sin dar signos aparentes de sufrimiento; el duelo crónico, donde el superviviente es absorbido por constantes recuerdos y es incapaz de reinsertarse en la sociedad, y el duelo patológico, en que la persona se ve superada por la gravedad de la pérdida y los equilibrios físicos y psíquicos se rompen. Cómo controlar mejor el duelo? No hay fórmulas cerradas. El duelo debe ser vivenciado, tiene que transcurrir en todas sus etapas para que dé paso a una fase de

recuperación de la normalidad en la cotidiana existencia, no debe “congelarse” con psicofármacos, sino permitir que fluya espontáneamente, facilitando y no reprimiendo la expresión emocional, permitiendo el recuerdo con los objetos o situaciones que estén asociadas al ser querido, apoyando afectivamente con la mayor autenticidad. Las “curas geográficas” o viajes, cambios bruscos de domicilio, ayudas de vecinos al recoger los objetos del fallecido, el regreso inmediato al trabajo, no son las mejores recomendaciones para que el duelo transcurra normalmente y se convierta, a la larga, en un proceso revitalizador y hasta enriquecedor. ¿Cuándo se puede considerar superado el duelo? Hay dos signos concretos: a) la capacidad de recordar y de hablar de la persona perdida sin llorar ni desconcertarse, y, b) la capacidad de establecer nuevas relaciones y de aceptar los retos de la vida. Complicaciones del duelo: a todas las edades, las personas en duelo experimentan un mayor riesgo de muerte que las personas casadas del mismo sexo y edad; el incremento de riesgo es mayor para hombres que para mujeres y, para ambos sexos, el incremento es mayor en los de menor edad. El duelo, en consecuencia, es una reacción natural ante la pérdida de un ser querido, de intensidad y duración proporcional a la dimensión y significado de la pérdida, que no requiere del uso de psicofármacos. Por otra parte, no resultaría legítimo privar a una persona de la oportunidad de experimentar un proceso que puede tener un efecto enriquecedor, y que fomenta la maduración.