Moral MORAL FUNDAMENTAL V

TRATADO DE MORAL FUNDAMENTAL 1. NOCIONES GENERALES 1.1 DEFINICIÓN DE TEOLOGÍA MORAL. 1.2 LA MORAL COMO CIENCIA DE L

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TRATADO DE MORAL FUNDAMENTAL 1.

NOCIONES GENERALES

1.1

DEFINICIÓN DE TEOLOGÍA MORAL.

1.2

LA MORAL COMO CIENCIA DE LA FELICIDAD.

1.3 1.3.1 1.3.2 1.3.3 1.3.4

FUENTES DE TEOLOGÍA MORAL. La Sagrada Escritura. La Tradición Cristiana. El Magisterio de la Iglesia. Otras fuentes subsidiarias.

1.4 1.4.1 1.4.2 1.4.3 1.4.4

FALSAS CONCEPCIONES SOBRE LA MORAL. Moral de actitudes. Moral de situación. La “Nueva Moral”. Moral consecuencialista.

2.

LOS ACTOS HUMANOS

2.1        DEFINICIÓN DEL ACTO HUMANO. 2.2

DIVISIÓN DEL ACTO HUMANO.

2.3 ELEMENTOS DEL ACTO HUMANO. 2.3.1 La advertencia. 2.3.2 El consentimiento. 2.4

EL ACTO VOLUNTARIO INDIRECTO.

2.5 OBSTÁCULOS AL ACTO HUMANO. 2.5.1 Obstáculos por parte del conocimiento: la ignorancia. - Noción de ignorancia. - División de la ignorancia. - Principios morales sobre la ignorancia. - Deber de conocer la Ley Moral. 2.5.2 Obstáculos por parte de la voluntad - El miedo. - Las pasiones. - La violencia. - Los hábitos. 2.6 LA MORALIDAD DEL ACTO HUMANO. 2.6.1 El objeto. 2.6.2 Las circunstancias. - Noción. - Influjo de las circunstancias en la moralidad. 2.6.3 La finalidad. 2.6.4 Determinación de la moralidad del acto humano. 2.6.5 La ilicitud de obrar sólo por placer.

1

2.7

LA RECTA COMPRENSIÓN DE LA LIBERTAD.

3.

LA LEY MORAL

3.1 EXISTENCIA DE LA LEY MORAL. 3.1.1 Definición y naturaleza de la ley moral. 3.1.2 La ley moral es exclusiva de la criatura racional. 3.2

DEFINICIÓN Y DIVISIÓN DE LA LEY.

3.3 LA LEY ETERNA. 3.3.1 Definición de la ley eterna. 3.3.2 Propiedades de la ley eterna. 3.4 3.4.1 3.4.2 3.4.3

LA LEY NATURAL. Contenido de la ley natural. Propiedades de la ley natural. Universalidad. Inmutabilidad. No admite dispensa. Evidencia. Ignorancia de la ley natural.

3.5           LA LEY DIVINO-POSITIVA. 3.6           LAS LEYES HUMANAS. 4. LA CONCIENCIA 4.1 4.2 4.2.1 4.2.2 4.2.3

NATURALEZA DE LA CONCIENCIA. REGLAS FUNDAMENTALES DE LA CONCIENCIA. No es lícito actuar en contra de la propia conciencia. Actuar con duda es pecado. Obligación de formar la conciencia.

4.3 DIVISIÓN DE LA CONCIENCIA. 4.3.1 Conciencia verdadera y errónea. 4.3.2 Conciencia recta y falsa. - Relajada. - Estrecha. - Escrupulosa. - Perpleja. 4.3.3 Conciencia cierta y dudosa. 4.4           FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA. 5.

EL PECADO

5.1 5.1.1 5.1.2 -

NATURALEZA DEL PECADO. El doble elemento de todo pecado. El alejamiento de Dios. La conversión a las criaturas. Distinción de los pecados. Distinción teológica.

2

- Distinción específica. - Distinción numérica. 5.1.3 La especie moral ínfima. 5.2 CLASIFICACIÓN DEL PECADO. 5.2.1 Original. Personal. 5.2.2 Habitual. Actual. 5.2.3 Interno. Externo. 5.2.4 Formal. Material. 5.2.5 De comisión. De omisión. 5.2.6 Mortal. Venial. 5.3 5.3.1 5.3.2 5.3.3 -

PECADO MORTAL. Definición de pecado mortal. El pecado mortal en relación a Dios y en relación al hombre. Condiciones para que haya pecado mortal. Materia grave. Plena advertencia. Perfecto consentimiento.

5.4 5.4.1 5.4.2 5.4.3

EL PECADO VENIAL. Definición y naturaleza del pecado venial. Condiciones para que haya pecado venial. Efectos del pecado venial.

5.5

PECADOS ESPECIALES.

5.6

LAS IMPERFECCIONES.

5.7

CAUSAS DEL PECADO.

5.8

LAS TENTACIONES.

5.9           LA OCASIÓN DE PECADO. 6.

LOS MANDAMIENTOS DE LA LEY DE DIOS

6.1

LOS MANDAMIENTOS: CAMINOS PARA CONOCER A DIOS.

6.2

REVELACIÓN DEL DECÁLOGO.

6.3 6.4

DEBER DE CUMPLIR EL DECÁLOGO. ENUNCIADO Y SÍNTESIS DE LOS MANDAMIENTOS.

7.

PRIMER MANDAMIENTO: AMARAS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

7.1 LA FE. 7.1.1 Definición y naturaleza.

3

7.1.2 Deberes que impone la fe. A. Deber de conocerla. B. Deber de confesarla. C. Deber de preservarla. 7.1.3 Pecados contra la fe. A. Infidelidad. B. Apostasía. C. Herejía. D. Dudas contra la fe. E. Por no confesarla exteriormente. F. Por exponerla a peligro. 7.2 7.2.1 7.2.2 7.2.3

LA ESPERANZA. Definición y naturaleza de la esperanza. Necesidad de la esperanza. Pecados contra la esperanza. A. La desesperación. B. La presunción C. La desconfianza.

7.3 LA CARIDAD. 7.3.1 Definiciones y excelencia de la caridad. 7.3.2 El amor a Dios. A. Naturaleza del amor de Dios. B. Pecados contra el amor a Dios. - Odio a Dios. - Pereza espiritual. - Amor desordenado a las criaturas. 7.3.3 El amor al prójimo. A. Naturaleza del amor al prójimo. B. Las obras de misericordia. - La corrección fraterna. - El apostolado. - Pecados contrarios al amor al prójimo. a) El odio. b) La maldición. c) La envidia. d) El escándalo. e) La cooperación al mal. f) Otros pecados. 7.4 LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN. 7.4.1 Definición. 7.4.2 El culto. A. Culto interno y externo. B. Culto de latría, de dulía y de hiperdulía. 7.4.3 Pecados contra la virtud de la religión. A. La superstición. 1- Culto debido a Dios. 1.a. Culto vano o inapropiado.

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1.b. Culto falso. 2- Culto indebido a las criaturas. 2.a. Idolatría. 2.b. Adivinación. 2.c. Espiritismo. 2.d. Magia. 2.e. Vana observancia. 3. Origen y gravedad de la superstición. B. La irreligiosidad. 1. La impiedad. 2. La tentación a Dios. 3. El sacrilegio. 7.4.4.La Simonía. 8. SEGUNDO MANDAMIENTO: NO JURAR SU NOMBRE EN VANO. 8.1Deberes que impone este mandamiento. 8.1.1 Honrar el nombre de Dios y todo lo que a El se refiere. 8.1.2 Respetar todo lo consagrado a Dios. 8.1.3 El juramento. 8.1.4 El voto. 8.2

PECADOS OPUESTOS.

8.2.1 Pronunciar con ligereza o sin necesidad el nombre de Dios. 8.2.2 Blasfemar. 8.2.3 Juramento falso, injusto o innecesario. 8.2.4 Incumplimiento del voto. 9. TERCER MANDAMIENTO: SANTIFICARAS LAS FIESTAS 9.1 EL PRECEPTO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. 9.2 EL PRECEPTO EN EL NUEVO TESTAMENTO. 9.3 FORMAS DE CUMPLIR EL TERCER MANDAMIENTO. 9.3.1 Adorar y dar culto a Dios asistiendo a Misa. 9.3.2 El deber del descanso.

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9.4 PECADOS OPUESTOS. 10. CUARTO MANDAMIENTO: HONRAR PADRE Y MADRE 10.1 FUNDAMENTOS DE LA AUTORIDAD.   10.2 DEBERES DE LOS HIJOS PARA CON LOS PADRES 10.2.1 Obligaciones. 10.2.2

Pecados por exceso en el amor a los padres.

10.3 DEBERES DE LOS PADRES PARA CON LOS HIJOS. 10.3.1 Deberes en general 10.3.2 Deberes en relación con la vida cristiana de los hijos. 10.3.3 Pecados por exceso.   10.4 OTROS DEBERES QUE IMPONE ESTE MANDAMIENTO. 10.4.1

La piedad con la patria.

10.4.2

Deberes de piedad con las personas de servicio.

11. QUINTO MANDAMIENTO: NO MATARÁS 11.1 LA VIDA DON DE DIOS   11.2 DEBERES Y PROHIBICIONES DEL QUINTO MANDAMIENTO. 11.2.1 A. B. C. D. E. F. G. H. 11.2.2 A. B.

Transmisión y conservación de la vida. El valor sagrado de la vida humana. La mentalidad anti-vida. La esterilización. La anticoncepción. El aborto. Manipulaciones gen‚ticas. La fecundación artificial. La eutanasia. Deberes en relación con la propia vida. Desarrollo de las capacidades personales. Amor y respeto al propio cuerpo. 1. El suicidio.

6

2. Mutilación. 3. Pecados contra la sobriedad. 4. Drogas. 11.2.3 A.

Deberes relacionados con la vida de los demás. Respeto a la vida ajena. - El homicidio.

 

B.

Casos en los que es permitido dar muerte. - La legítima defensa. - La pena de muerte. - La guerra.

C.

Respeto a la convivencia.

  12. SEXTO Y NOVENO MANDAMIENTO NO CEMETERÁS NI CONSENTIRÁS PENSAMIENTOS IMPUROS 12.1 EL PLAN DE DIOS.   12.2 LA VIRTUD DE LA SANTA PUREZA. 1.2.2.1 Razones para vivir la pureza. A. Razones naturales. B. Razones de la revelación. C. Razones sobrenaturales. 12.2.2

Virtud positiva.

12.2.3 Universalidad y excelencia de la virtud. 12.2.4

Medios para conservarla.

12.2.5 La lucha contra la tentación.   12.3 LAS OFENSAS A LA CASTIDAD. 12.3.1 Definiciones y valoraciones morales. 12.3.2 12.3.3

Gravedad de los pecados contra la castidad. Sus causas.

7

12.3.4 Sus consecuencias.   12.4 ALGO MÁS SOBRE EL NOVENO MANDAMIENTO.   12.5 ALGUNAS CUESTIONES CONCRETAS. 12.5.1   12.5.2

Relaciones pre-matrimoniales. Homosexualidad.

12.5.3 Anticoncepción.   12.6 LA EDUCACIÓN SEXUAL. 12.6.1

Necesidad de impartir la educación sexual.

12.6.2

Documentos del Magisterio de la Iglesia.

12.6.3

Forma en la que se ha de impartir.

12.6.4 12.6.5

La información sexual indiscriminada. Un caso especial: la televisión.

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Seminario Mayor de Barranquilla “Beato Juan XXIII” Sinodal de Moral

1. NOCIONES GENERALES. 1.1 DEFINICION DE TEOLOGIA MORAL   La teología moral es aquella parte de la teología que estudia los actos humanos, considerándolos en orden a su fin sobrenatural, por lo tanto ésta ciencia ayuda al hombre a guiar sus actos hacía el bien sobrenatural, por eso es una ciencia eminentemente práctica. Analizando la definición de Teología Moral, encontramos los siguientes elementos: La teología moral es parte de la teología 1 porque, como explica Santo Tomás de Aquino (.), se ocupa del movimiento de la criatura racional hacia Dios, siendo precisamente la Teología la ciencia que se dedica al estudio y conocimiento de Dios.

 

Que trata de los actos humanos, es decir, de aquellos actos que el hombre ejecuta con conocimiento y con libre voluntad y, por tanto, son los únicos a los que puede darse una valoración moral. De esta manera se excluyen otro tipo de actos: Los que, aunque hechos por el hombre, son puramente naturales y en los que no se da control voluntario alguno: ej., la digestión o la respiración. Los que se realizan sin pleno conocimiento: ej., aquellos realizados por un demente, o la omisión de algo por un olvido inculpable. Los que se realizan sin plena voluntad: ej., una acción realizada bajo el influjo de una violencia irresistible. En orden al fin sobrenatural. Esos actos humanos no son considerados en su mera esencia o constitutivo interno (lo que es propio de la psicología), ni en orden a una moralidad puramente humana o natural (lo que corresponde a la ética o filosofía moral), sino en orden a su moralidad sobrenatural: es decir, en cuanto acercan o alejan al hombre de la consecución del fin sobrenatural eterno.

  1.2. FUENTES DE TEOLOGIA MORAL   Las fuentes de la moral son todas las realidades en las que se basa esta ciencia, y de las que obtiene su fundamento. Tal fundamento es, como dijimos, la Inteligencia y la Voluntad divinas, manifestadas en:   1.2.1 La Sagrada Escritura   Que por ser la misma Palabra de Dios, es la primera y principal fuente de la moral cristiana. Como dice San Agustín2, la Sagrada Escritura no es otra cosa que una serie de cartas enviadas por Dios a los hombres para exhortarnos a vivir sanamente. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Dios estableció prescripciones de orden moral, para que el hombre conociera con 1 2

cfr. S.Th., I, q. 2, prol In Ps. 90; PL 37, 1159

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certeza y sin error las normas de su conducta. No conviene olvidar, sin embargo, que muchos preceptos del Antiguo Testamento, meramente ceremoniales y jurídicos, fueron abrogados en el Nuevo Testamento, permaneciendo, en cambio, los preceptos morales que tienen su fundamento en la misma naturaleza humana. Incluso en el Nuevo Testamento hay también algunas prescripciones que tuvieron una finalidad puramente circunstancial y temporal, y que no obligan ya: p. ej., la abstención de comer carne de animales ahogados3. De lo anterior se sigue que la recta interpretación de la Sagrada Escritura no ha de dejarse como quieren los protestantes a la libre subjetividad de cada uno, sino que exige el concurso de las demás fuentes, de modo especial del juicio infalible del Magisterio de la Iglesia.   1.2.2. La Tradición Cristiana   Es una de las fuentes complementaria de la Sagrada Escritura. Como es sabido, no todas las verdades reveladas por Dios están contenidas en la Biblia, muchas de ellas fueron reveladas oralmente por el mismo Cristo o por medio de los Apóstoles, inspirados por el Espíritu Santo, y han llegado hasta nosotros transmitidas por la Tradición. La Tradición se manifiesta de modos distintos, y es infalible sólo cuando está  reconocida y sancionada por el Magisterio de la Iglesia. Los principales cauces a través de los cuales nos llega la Tradición son:   Los Santos Padres: conjunto de escritores de los primeros siglos de la Iglesia, que por su antigüedad, su doctrina, la santidad de la vida y la aprobación de la Iglesia merecen ser considerados como auténticos testigos de la Revelación de Cristo. En materia de fe y costumbres, no es lícito rechazar la enseñanza moralmente unánime de los Padres sobre una verdad. Entre ellos destacan los llamados cuatro Padres orientales: San Atanasio, San Basilio, San Gregorio Nacianzeno y San Juan Crisóstomo; y los cuatro Padres latinos: San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín y San Gregorio Magno. Los Teólogos: autores posteriores a la época patrística que se dedican al estudio científico y sistemático de las verdades relacionadas con la fe y las costumbres. Sobre todos ellos destaca Santo Tomás de Aquino (12251274), declarado Doctor común y universal, y cuya doctrina la Iglesia ha hecho propia, prescribiéndola como base para la enseñanza de la filosofía y de la teología4. La misma vida de la Iglesia, desde sus inicios, a través de la liturgia y del sentir del pueblo cristiano.   1.2.3. El Magisterio de la Iglesia   Que por expresa disposición de Cristo custodia e interpreta legítimamente la Revelación divina, y tiene plena autoridad para imponer leyes a los hombres, 3 4

cfr. Hechos 15, 29 cfr. Dz. 2191-2192

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con la misma fuerza que si vinieran directamente de Dios. Esta autoridad la tiene no sólo en el orden privado e individual, sino también en el público y social, interpretando el derecho natural y el derecho divino positivo, y dando su juicio definitivo e infalible en materia de fe y costumbres. Recientemente lo ha recordado el episcopado latinoamericano, cuando dice que en el Magisterio de la Iglesia encontramos la instancia de decisión y de interpretación auténtica y fiel de la doctrina de fe y de la ley moral5.   La infalibilidad del Magisterio eclesiástico no se da sólo en cuestión de fe, sino también en cuestiones de moral y, dentro de ésta, no exclusivamente en los principios generales, sino que llega hasta las normas particulares y concretas. Aclaramos lo anterior ante el error de quienes afirman que las normas concretas de la ley moral natural no pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio de la Iglesia y, por tanto, es posible disentir de sus enseñanzas cuando hay motivos justos. Sostienen estos autores que el Magisterio sólo puede enseñar de modo infalible las normas morales reveladas por Dios explícitamente como de valor permanente, o las derivadas inmediatamente de ellas. El Concilio Vaticano II enseña, por el contrario, que el objeto posible de la enseñanza infalible de la Iglesia no es sólo lo que se contiene en la Revelación explícita o implícitamente, sino también todo lo necesario para custodiar y exponer fielmente el depósito revelado. Así fue explicado oficialmente por la Comisión Teológica del Concilio en relación al n. 25 de la Const. Lumen Pentium.   Es indudable que hay algunas normas morales concretas contenidas en la Sagrada Escritura y en la Tradición como permanentes y universales (especialmente el Decálogo), que el Magisterio de la Iglesia puede enseñar de modo infalible6. “Existen normas morales que tienen un preciso contenido, inmutable e incondicionado: por ejemplo, la norma que prohíbe la contracepción, o la que prohíbe la supresión directa de la vida de la persona inocente. Sólo podría negar que existan normas que tienen tal valor, quien negase que exista una verdad de la persona, una naturaleza inmutable del hombre, fundada en último término en la Sabiduría creadora que es la medida de toda realidad”7. La no aceptación práctica de esas normas o de esa enseñanza por parte de un elevado número de fieles, no puede aducirse para contradecir el Magisterio moral de la Iglesia. Cabe, además, recordar que aunque las enseñanzas del Magisterio acerca de la fe y de las costumbres no sean propuestas como infalibles, se les debe prestar un asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad (CIC, c. 752). 1.2.4.  

Otras Fuentes Subsidiarias

5

III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Puebla, n. 374 cfr. CIC, c. 749 7 Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional de Teología Moral, 10-IV-1986, n. 4 6

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Puede hablarse también de otras fuentes, entre las que ocupa un lugar preeminente la razón natural, que puede y debe prestar gran servicio a la teología moral, destacando la maravillosa armonía entre las normas de la moral sobrenatural contenidas en la divina Revelación, y las que propugna el orden ético puramente natural. La Iglesia enseña que la Revelación y la razón nunca pueden contradecirse y que la razón ha de prestar valiosa ayuda en la inteligencia de los misterios de la fe (cfr. Catecismo nn. 156-159; 153.155). En este quehacer racional destacan los filósofos paganos (Sócrates, Platón, Aristóteles, Séneca, etc.) que, careciendo de las luces de la fe, construyeron admirables sistemas‚ éticos que apenas necesitan otra reforma que su traslado y elevación al orden sobrenatural.   1.3. FALSAS CONCEPCIONES SOBRE LA MORAL Buscando la concepción recta de la ciencia moral, resulta útil señalar desviaciones indicativas de excesos en sentidos diversos. Sería un error pensar, por ejemplo, que el mensaje que Cristo nos trajo es el cambio de sentido de la moralidad, haciéndonos pasar del legalismo de la Ley Antigua a la disposición interior que es lo importante en la época evangélica. La moralidad no estaría, por tanto, en un orden moral objetivo, sino en la interior disposición del hombre ante Dios. De esta concepción errónea surgen tanto en el orden especulativo como en el práctico las corrientes conocidas como moral de actitudes, moral de situación, la “nueva moral”, etc.   1.3.1. Moral de Actitudes   Esta desviación señala que “lo importante es la actitud que habitualmente el hombre mantiene ante Dios, y no sus actos aislados”. Para los autores que la postulan, lo realmente necesario es que el hombre adopte una opción fundamental de compromiso de fe y de amor por Dios. “Los actos singulares no tienen relevancia, y no hay ya distinción entre pecado mortal y pecado venial. El cristianismo no es una moral, sino una doctrina de salvación”. Por tanto, “si la opción fundamental es por Cristo, no se ha de dar importancia a las obras concretas que se realicen”. Es verdad que Dios quiere ante todo la opción por El, la intención recta, pero quiere, además, las buenas obras. El error base de esta doctrina es olvidar que la libertad del hombre es la libertad limitada de una criatura herida por el pecado original y que, además, se encuentra inmersa en el tiempo y en el espacio. Por eso, realmente no se decide por Dios en un sólo acto y opción como los ángeles, sino a lo largo de toda la vida, con muchos actos que van enderezando su voluntad hacia el Señor, de manera que su decisión de amarlo y de servirlo debe ser mantenida mediante una continua fidelidad. Es, por tanto, posible, que el hombre cometa pecados mortales no sólo porque directamente se opone a Dios, sino también por debilidad. Juan Pablo II desautoriza expresamente este planteamiento cuando aclara: se deber  evitar reducir el pecado mortal a un acto de opción fundamental

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como hoy se suele decir contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre, sabiendo y queriendo elige, por cualquier razón, algo gravemente desordenado 8.

  1.3.2. Moral de Situación   “La bondad o malicia de la acción no viene dada por una ley universal e inmutable, sino que se determina por la situación en que el individuo se halle”. Del estado anímico o circunstancial se quiere hacer depender la moralidad de la acción. Se cae en este error con expresiones como `para ti, ahora, esto no es pecado', siendo aquello que se pretende justificar un precepto inmutable de la ley de Dios que no admite dispensa en ninguna circunstancia. Contra esta desviación, la doctrina católica enseña desde siempre que la primera razón de la moralidad viene dada por la acción misma; que hay acciones intrínsecamente graves e ilícitas, al margen de situaciones límite de cualquier tipo. Aún más, puede haber circunstancias en las que el hombre tenga obligación de sacrificarlo todo, incluso la propia vida, por salvar el alma.   Recordando la enseñanza del Concilio de Trento (ses. VI, cap. XV) el Papa Juan Pablo II sale al paso de este error: existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave (Id., n. 18). Así, siendo consecuentes con esta clara doctrina, diremos que nunca es lícito abortar, perjurar, blasfemar, etc., sean cuales fueren las circunstancias alrededor del individuo.   1.3.3. La Nueva Moral   Algunos autores consideran que la moral tiene como fin “la realización del hombre” y parecen olvidar o no tener en cuenta que tal realización sólo es posible en la plena y libre identificación de su voluntad, por amor, con la Voluntad divina. Para ellos el hombre sólo existiría en su desarrollo histórico, esto es, en evolución continua. Por eso niegan la ley natural -es decir, objetiva-, a la que califican de moral cerrada, y le contraponen una moral abierta que depende de la psicología, la sociología, la biología, etc. Por consiguiente, esta nueva moral ha de fabricar sus normas concretas según las circunstancias de lugar y de tiempo: si un precepto impide, en un caso concreto, la felicidad del hombre, y su incumplimiento no produce daño a nadie, prescindir de esa norma no sólo no sería  pecado, sino un acto virtuoso. Esto sucedería, ej., con algunos pecados contra el sexto y noveno mandamientos; en concreto, es ésta la argumentación que aducen los defensores de la homosexualidad.   Este tipo de planteamientos niegan en su raíz la naturaleza humana, pues no son capaces de encontrarle una esencia inmutable, creada por Dios con características propias desde el primer hombre hasta el último. Por eso afirman 8

Exhortación Apostólica Reconciliación y Penitencia, 2-XII-84, n. 17

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que la ley natural es variable, porque la naturaleza del hombre es histórica y, en consecuencia, mudable. Al error anterior se añade otro: la consideración de las normas morales como obstáculos que impiden al hombre el ejercicio de la libertad, cuando en realidad sucede lo contrario: esas normas son los medios que el Creador ha dado para que fácilmente y sin error alcance el hombre el fin para el que fue creado, y por eso son una manifestación más del inmenso amor de Dios.   1.3.4. Moral Consecuencialista   Es una postura moral que afirma que: “la bondad o maldad de los actos depende de las consecuencias que de ellos se sigan”. En esta concepción del obrar ético no se asigna valor a la acción en sí misma, sino a sus resultados. Si la derivación final de una o muchas acciones ilícitas es buena, tal bondad final justifica, para los consecuencialitas, toda la posible ilicitud anterior. La moral consecuencialista no considera la realidad de actos intrínsecamente malos, es decir, aquellos que por sí y en sí, independientemente de sus efectos posteriores, son contrarios al desarrollo en plenitud de la naturaleza humana. En definitiva, defiende el falso principio de que “el fin justifica los medios”. Esta postura se ha dado en llamar “moral o ética del mercado”, ya que sus principales planteamientos se centran en lograr los mayores beneficios en la economía del mercado. Por ejemplo, si una publicidad inmoral alcanza enormes niveles de incidencia en el público consumidor, no habría nada que objetarle, ya que los beneficios que reporta son óptimos. Veamos las razones por las cuales es inaceptable el consecuencialismo ético: El hombre ha de saber que actúa bien o mal al comienzo de su acción, y no al final, cuando ésta ya fue realizada y es irremediable. Las consecuencias se dan al término de la acción y, en el mejor de los casos, podemos saber a posteriori, a partir de ellas, si la acción fue buena o no. Pero este conocimiento se da cuando menos interesa saberlo: ser  útil sólo como experiencia para una actuación futura, pero no para el momento en que se emite el juicio. La bondad o maldad de una acción basada sólo en sus futuras consecuencias no puede constituirse en criterio de moralidad ya que en toda acción voluntaria y libre las consecuencias no ocurren infaliblemente: se suponen como meras hipótesis que pueden darse o no. Una ciencia de la moral no puede sustentarse en solas posibilidades. Las consecuencias que resultan de una acción están necesariamente integradas dentro de la totalidad de ocurrencias del universo entero. Una consecuencia ser  a su vez causa de una nueva consecuencia, y ésta a su vez de otra, y así sucesivamente. El hombre cargaría sobre sí la responsabilidad de todo el universo; no sólo de su  ámbito económico y político, sino del universo entero, lo cual no puede hacer válidamente, ya que no es Dios. Para que el hombre se aventurase a cargar con tal peso requeriría al menos dos condiciones: que el número de consecuencias fuese finito, y que todas las consecuencias fuesen conocidas. Cualquier hombre sabe que ello es imposible, y que quien lo ha intentado se ha visto conducido al fracaso, ej.,

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en la pretendida ilusión de gobernar todo a base de un totalitarismo centralista.

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Seminario Regional Juan XXIII Moral Fundamental 2001 Los Actos Humanos

2. LOS ACTOS HUMANOS 2.1 DEFINICION DEL ACTO HUMANO   Los actos humanos son aquellos que proceden de la voluntad deliberada del hombre; es decir, los que realiza con conocimiento y libre voluntad (cfr. S.Th., I-II, q.1, a.1,c.) En ellos interviene primero el entendimiento, porque no se puede querer o desear lo que no se conoce: con el entendimiento el hombre advierte el objeto y delibera si puede y debe tender a él, o no. Una vez conocido el objeto, la voluntad se inclina hacia El porque lo desea, o se aparta de él, rechazándolo. Sólo en este caso cuando intervienen entendimiento y voluntad el hombre es dueño de sus actos, y por tanto, plenamente responsable de ellos. Y sólo en los actos humanos puede darse valoración moral. No todos los actos que realiza el hombre son propiamente humanos, ya que como hemos señalado antes, pueden ser también:   - Meramente Naturales: los que proceden de las potencias vegetativas y sensitivas, sobre las que el hombre no tiene control voluntario alguno, y son comunes con los animales: ej., la nutrición, circulación de la sangre, respiración, la percepción visual o auditiva, el sentir dolor o placer, etc.;   - Actos del Hombre: los que proceden del hombre, pero faltando ya la advertencia (locos, niños pequeños, distracción total), ya la voluntariedad (por coacción física, p. ej.), ya ambas (ej., en el que duerme).   2.2 DIVISION DEL ACTO HUMANO   Por su relación con la moralidad, el acto humano puede ser:    BUENO O LÍCITO, si está  conforme con la ley moral (ej., el dar limosna);  MALO O ILÍCITO, si le es contrario (ej., mentir);  INDIFERENTE, cuando ni le es contrario ni conforme (ej., el caminar; cfr.2.6.1).   Aunque ésta es la división más importante, interesa señalar también que, en razón de las facultades que lo perfeccionan, el acto puede ser:   Interno: el realizado a través de las facultades internas del hombre, entendimiento, memoria, imaginación..., ej., el recuerdo de una acción pasada, o el deseo de algo futuro; - Externo: cuando intervienen también los órganos y sentidos del cuerpo (ej., comer o leer).  

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Seminario Regional Juan XXIII Moral Fundamental 2001 Los Actos Humanos

2.3         ELEMENTOS DEL ACTO HUMANO LA ADVERTENCIA Y EL CONSENTIMIENTO   Ya hemos dicho que el acto humano exige la intervención de las potencias racionales, inteligencia y voluntad, que determinan sus elementos constitutivos: la advertencia en la inteligencia y el consentimiento en la voluntad.   2.3.1 La Advertencia   Por la advertencia el hombre percibe la acción que va a realizar, o que ya está  realizando. Esta advertencia puede ser plena o semiplena, según se advierta la acción con toda perfección o sólo imperfectamente (ej., estando semidormido). Obviamente, todo acto humano requiere necesariamente de esa advertencia, de tal modo que un hombre que actúa a tal punto distraído que no advierte de ninguna manera lo que hace, no realizaría un acto humano. No basta, sin embargo, que el acto sea advertido para que pueda ser imputado moralmente: en este caso es necesaria, además, la advertencia de la relación que tiene el acto con la moralidad (ej., el que advierte que está  comiendo carne, pero no se da cuenta que es vigilia, realiza un acto humano que, sin embargo, no es imputable moralmente).   La advertencia, pues, ha de ser doble: -

Advertencia del acto en sí Advertencia de la moralidad del acto.

  2.3.2 EL CONSENTIMIENTO   Lleva al hombre a querer realizar ese acto previamente conocido, buscando con ello un fin. Como señala Santo Tomás (S. Th, I-II, q. 6, a. 1), acto voluntario o consentido es “el que procede de un principio intrínseco con conocimiento del fin”. Ese acto voluntario –consentido- puede ser perfecto o imperfecto -según se realice con pleno o semipleno consentimiento- y directo o indirecto. Por la importancia que tiene en la práctica, estudiaremos con más detenimiento lo que se entiende por acto voluntario indirecto y directo.   2.4 EL ACTO VOLUNTARIO INDIRECTO   El acto voluntario indirecto se da cuando al realizar una acción, además del efecto que se persigue de modo directo con ella, se sigue otro efecto adicional, que no se pretende sino sólo se tolera por venir unido al primero (ej., el militar que bombardea una ciudad enemiga, a sabiendas de que morirán muchos inocentes: quiere directamente destruir al enemigo -voluntario directo-, y tolera la muerte de inocentes -voluntario indirecto-). Es un acto, por tanto, del que se sigue un efecto bueno y otro malo, y por eso se le llama también

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voluntario de doble efecto. Es importante percatarse de que no es un acto hecho con doble fin (ej., robar al rico para darle al pobre), sino un acto del que se siguen dos efectos: doble efecto, no doble fin. 'Robín Hood' o 'Chucho el Roto' realizan acciones con doble fin: el fin inmediato es robar al rico: el fin mediato es darle ese dinero a los pobres. No es una acción de doble efecto, sino una acción con un fin propio y un fin ulterior.   Hay casos en que es lícito realizar acciones en que, junto a un efecto bueno se seguirá  otro malo. Para que sea lícito realizar una acción de la que se siguen dos efectos, bueno uno (voluntario directo) y malo el otro (voluntario indirecto), es necesario que se reúnan determinadas condiciones:   - Que la acción sea buena en sí misma, o al menos indiferente. Así, nunca es lícito realizar acciones malas (ej., mentir, jurar en falso, etc.), aunque con ellas se alcanzaran óptimos efectos, ya que el fin nunca justifica los medios, y por tanto no se puede hacer el mal para obtener un bien.   Para saber si la acción es buena o indiferente habrá que atender, como se vera  más adelante, a su objeto, fin y circunstancias.   -

-

 

 

Que el efecto inmediato o primero que se produce sea el bueno, y el malo sea sólo su consecuencia necesaria. Es un principio que se deriva del anterior: es necesario que el buen efecto derive directamente de la acción, y no del efecto malo (ej., no sería lícito que por salvar la fama de una muchacha se procurara el aborto, pues el efecto primero es el aborto; no sería lícito matar a un inocente para después llegar hasta donde está  el culpable, porque el efecto primero es la muerte del inocente).   Que uno se proponga el fin bueno, es decir, el resultado del efecto bueno, y no el malo, que solamente se tolera.   Si se intentara el fin malo, aunque fuera a través del bueno, la acción sería inmoral, por la perversidad de la intención. El fin malo sólo se tolera, por ser imposible separarlo del bueno, con disgusto o desagrado. Ni siquiera es lícito intentar los dos efectos, sino únicamente el bueno, permitiendo el malo solamente por su absoluta inseparabilidad del primero (ej., el empleado que amenazado de muerte da el dinero a los asaltantes, ha de tener como fin salvar su vida, y no que le roben al patrón). Aun teniendo los dos fines a la vez, el acto sería inmoral.   Que haya un motivo proporcionado para permitir el efecto malo.

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Porque el efecto malo -aunque vaya junto con el bueno y se le permita sólo de modo indirecto- es siempre materialmente malo, y el pecado material -en el que no existe voluntariedad de pecar- no se puede permitir sin causa proporcionada.   No sería lícito, por ejemplo, que para conseguir un pequeño arsenal de municiones del ejército enemigo haya que arrasar a todo un pueblo: el motivo no es proporcionado al efecto malo.   OBSTACULOS AL ACTO HUMANO

2.5   Se trata ahora de analizar algunos factores que afectan a los actos humanos, ya impidiendo el debido conocimiento de la acción, ya la libre elección de la voluntad; es decir, las causas que de alguna manera pueden modificar el acto humano en cuanto a su voluntariedad o a su advertencia y, por tanto, en relación con su moralidad. Algunas de esas causas afectan al elemento cognoscitivo del acto humano (la advertencia), y otras al elemento volitivo (el consentimiento). Estos obstáculos pueden incluso llegar a hacer que un “acto humano” pase a ser tan sólo “acto del hombre” (ver 2.1).   2.5.1 Obstáculos por parte del conocimiento; la Ignorancia   Por ignorancia se entiende falta de conocimiento de una obligación. En Teología Moral suele definirse como la falta de la debida ciencia moral en un sujeto capaz; es decir, la ausencia de un conocimiento moral que se podría y debería tener. De este modo podemos distinguirla de:   - La Nesciencia, o falta de conocimientos no obligatorios ( Ej., de la medicina en quienes no son médicos); - La Inadvertencia, o falta de atención actual a una cosa que se conoce habitualmente; - El Olvido, o privación –actual o habitual- de un conocimiento que se tuvo anteriormente. - El Error, o juicio equivocado sobre la verdad de una cosa.   La ignorancia puede ser vencible o invencible. Ignorancia vencible: es aquella que se podría y debería superar, si se pudiera un esfuerzo razonable (p. Ej., consultando, estudiando, pensando, etc.). Se subdivide en:   - Simplemente vencible; si se puso algún esfuerzo para vencerla, pero insuficiente e incompleto. -

Crasa o supina; si no se hizo nada o casi nada por salir de ella y, por tanto, nace de un grave descuido en aprender las principales verdades de la fe y la moral, o los deberes propios del estado y oficio.

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Afectada; cuando no se quiere hacer nada para superarla con objeto de pecar con mayor libertad; es, pues, una ignorancia plenamente voluntaria.   Ignorancia invencible; es aquella que no puede ser superada por el sujeto que la padece, ya sea porque de ninguna manera la advierte( Ej., el aborigen que no advierte la ilicitud de la venganza), o bien porque ha intentado en vano de salir de ella (preguntando o estudiando). En ocasiones puede equipararse a la ignorancia invencible el olvido o la inadvertencia (Ej., el que come carne en el día de vigilia sin saberlo, de manera que no la comería si supiera). La ignorancia invencible se da sobre todo en gente ruda e incivil. En una persona con preparación humana y escolar, la ignorancia en materia de fe y moral es casi siempre vencible.   Los Principios morales sobre la ignorancia son: -

La ignorancia invencible quita toda responsabilidad ante Dios, ya que es involuntaria y por tanto inculpable ante quien conoce el fondo de nuestros corazones (Ej., no peca el niño pequeño que sin saber hace una cosa mala). Es fácil entender este principio moral si se considera el adagio escolástico nihil volitum nisi praecognitum (“ nada es deseado si antes no es conocido” Ver Dz. 1292). La ignorancia vencible es siempre culpable, en mayor o menor grado según la negligencia en averiguar la verdad. Así, es mayor la responsabilidad de una mala acción realizada con ignorancia crasa, que con simplemente vencible. Consecuentemente, puede ser pecado mortal si nace de descuidos graves. La ignorancia afectada, lejos de disminuir la responsabilidad, la aumenta, por la mayor malicia que supone.   En cuanto al Deber de conocer la Ley Moral, como ya quedó señalado, la ignorancia puede a veces eximir de culpa y, en consecuencia, de responsabilidad moral. Sin embargo, es conveniente añadir que existe el deber de conocer la ley moral, para ir adecuando a ella nuestras acciones. Ese conocimiento no debe limitarse a una determinada‚ poca de la vida la niñez o la juventud, sino que ha de desarrollarse a lo largo de toda la existencia humana, haciendo una especial referencia al trabajo que cada uno desarrolla en la sociedad. De aquí se deriva el concepto de moral profesional, como una aplicación de los principios morales generales a las circunstancias concretas de un ambiente determinado. Por lo tanto, el deber de salir de la ignorancia adquiere especial obligatoriedad en todo lo que se refiere al campo profesional y a los deberes de estado de cada persona.   2.5.2 Obstáculos por parte de la Voluntad   Los obstáculos que dificultan la libre elección de la voluntad son: el miedo, las pasiones, la violencia y los hábitos.  

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- El Miedo. Es una vacilación del  ánimo ante un mal presente o futuro que nos amenaza, y que influye en la voluntad del que actúa. En general, el miedo -aunque sea grande- no destruye el acto voluntario, a menos que su intensidad haga perder el uso de razón. El miedo no es razón suficiente para cometer un acto malo, aunque el motivo sea considerable: salvar la propia vida, o la fama, etc. Sería ilícito, por ejemplo, renegar de la fe por miedo al castigo o a la muerte, o emplear medios anticonceptivos por temor a consecuencias graves en la salud ante un nuevo embarazo, etc. Por el contrario, si a pesar del miedo el sujeto realiza la acción buena, es mayor el valor moral de esa acción. A lo largo de la historia de la Iglesia se han dado incontables casos de personas con un natural más bien tímido y poco audaz que han superado el miedo para cumplir la voluntad de Dios. Es el caso, por ejemplo, de José de Arimatea que, siendo discípulo oculto de Cristo “por temor a los judíos” (Jn. 19, 38), sabe vencerse y dar la cara cuando otros huyen: reclama “audacter”, audazmente (Mc. 15, 43) de Pilato el cuerpo muerto del Señor. A veces, sin embargo, el miedo puede excusar del cumplimiento de leyes positivas (es decir, de leyes puramente eclesiásticas) que mandan practicar un acto bueno, si causan gran incomodidad, porque en estos casos se sobreentiende que el legislador no tiene intención de obligar. Sería el caso, ej., de la esposa que para evitar un grave conflicto familiar deja de ayunar o de ir a Misa. Es una aplicación del principio que dice que las leyes positivas no obligan con grave incomodidad. Nótese que se trata sólo de leyes positivas o meramente eclesiásticas. El cumplimiento de la ley divina ej., amar a Dios sobre todas las cosasobliga siempre, aun a costa de la propia vida ej., los santos martirizados por negarse a incensar a los ídolos).

 

 

 

Las Pasiones Designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o no obrar. Son componentes naturales del psiquismo humano, constituyen el lugar de paso entre la vida sensible y la vida del espíritu. Ejemplos de pasiones son el amor y el odio, el deseo y el temor, la alegría, la tristeza y la ira.   Las pasiones son en sí mismas indiferentes, pero se convierten en buenas o malas según el objeto al que tiendan. Por eso, deben ser dirigidas por la razón y regidas por la voluntad, para que no conduzcan al mal. ej., la ira es santa si lleva a defender los bienes de Dios (es la ira de Jesucristo cuando expulsa a los vendedores del templo: cfr. Mc. 11, 1519); el odio agrada a Dios si es odio al pecado; el placer es bueno si est  regido por la recta razón. Si los objetos a que tienden las pasiones son malos, nos apartan del fin último: odio al prójimo, ira por motivos egoístas, placer desordenado, etc.

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Si las pasiones se producen antes de que se realice la acción e influyen en ella, disminuyen la libertad por el ofuscamiento que suponen para la razón; incluso en arrebatos muy violentos, pueden llegar a destruir esa libertad (ej., el padre que llevado por la ira golpea mortalmente a su hijo pequeño). Si se producen como consecuencia de la acción y son directamente provocadas, aumentan la voluntariedad (ej., el que recuerda las ofensas recibidas para aumentar la ira y el deseo de venganza). Cuando surge un movimiento pasional que nos inclina al mal, la voluntad puede actuar de dos formas: negativamente, no aceptándolo ni rechazándolo; positivamente, aceptándolo o rechazándolo con un acto formal.  

 

 

Para luchar eficazmente contra las pasiones desordenadas no basta una resistencia negativa, puesto que supone quedar expuesto al peligro de consentir en ellas. Es necesario rechazarlas formalmente llevando el  ánimo a otra cosa: es el medio más fácil y seguro, sobre todo para combatir los movimientos de sensualidad y de ira. El naturalismo es la falsa doctrina que invita a no poner ninguna traba a las pasiones humanas, bajo pretextos pseudo-psicológicos (dar origen a traumas, ej.). Cae en el error base de olvidar que el hombre tiene, como consecuencia del pecado original, las pasiones desordenadas y proclives al pecado. La recta razón, como potencia superior, iluminada y fortalecida por la gracia, ha de someter y regir esos movimientos en el hombre.   La Violencia. Es el impulso de un factor exterior que nos lleva a actuar en contra de nuestra voluntad. Ese factor exterior puede ser físico (golpes, etc.) o moral (promesas, halagos, ruegos insistentes e inoportunos, etc.), que da lugar a la violencia física o moral. La violencia física absoluta -que se da cuando la persona violentada ha opuesto toda la resistencia posible, sin poder vencerla- destruye la voluntariedad, con tal de que se resista interiormente para no consentir el mal.   La violencia moral nunca destruye la voluntariedad pues bajo ella el hombre permanece en todo momento dueño de su libertad.   La violencia física relativa disminuye la voluntariedad, en proporción a la resistencia que se opuso.

 

Los Hábitos. Muy relacionados con el consentimiento están los hábitos o costumbres contraídas por la repetición de actos, y que se definen como firme y constante tendencia a actuar de una determinada forma. Esos hábitos pueden ser buenos y en ese caso los llamamos virtudes o malos: estos últimos constituyen los vicios.

 

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El hábito de pecar -un vicio arraigado- disminuye la responsabilidad si hay esfuerzo por combatirlo, pero no de otra manera, ya que quien no lucha por desarraigar un hábito malo contraído voluntariamente se hace responsable no sólo de los actos que comete con advertencia, sino también de los inadvertidos: cuando no se combate la causa, al querer la causa se quiere el efecto.   Por el contrario, quien lucha contra sus vicios es responsable de los pecados que comete con advertencia, pero no de los que comete inadvertidamente, porque ya no hay voluntario en causa.

  2.6 LA MORALIDAD DEL ACTO HUMANO   El acto humano no es una estructura simple, sino integrada por elementos diversos. ¿En cuáles de ellos estriba la moralidad de la acción? La pregunta anterior, clave para el estudio de la ciencia moral, se responde diciendo que, en el juicio sobre la bondad o maldad de un acto, es preciso considerar: El objeto del acto en sí mismo, Las circunstancias que lo rodean, La finalidad que el sujeto se propone con ese acto. Para dictaminar la moralidad de cualquier acción, hay que reflexionar antes sobre estos tres aspectos.

  2.6.1 El Objeto   El objeto constituye el dato fundamental: es la acción misma del sujeto, pero tomada bajo su consideración moral.   Nótese que el objeto no es el acto sin más, sino que es el acto de acuerdo a su calificativo moral. Un mismo acto físico puede tener objetos muy diversos, como se aprecia en los ejemplos siguientes:   ACTO OBJETOS DIVERSOS   Matar - asesinato - defensa propia - aborto - pena de muerte   Hablar - mentir - rezar - insultar - adular - bendecir - difamar - jurar

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- blasfemar  

La moralidad de un acto depende principalmente del objeto: si el objeto es malo, el acto ser  necesariamente malo; si el objeto es bueno, el acto ser  bueno si lo son las circunstancias y la finalidad. Por ejemplo, nunca es lícito blasfemar, perjurar, calumniar, etc., por más que las circunstancias o la finalidad sean muy buenas. Si el objeto del acto no tiene en sí mismo moralidad alguna (ej., pasear), la recibe de la finalidad que se intente (ej., para descansar y conservar la salud), o de las circunstancias que lo acompañan (ej., con una mala compañía). La Teología Moral enseña que, aun cuando pueden darse objetos morales indiferentes en sí mismos ni buenos ni malos, sin embargo, en la práctica no existen acciones indiferentes (su calificativo moral procede en este caso del fin o de las circunstancias). De ahí que en concreto toda acción o es buena o es mala.

  2.6.2 Las Circunstancias   Las circunstancias (circum-stare = hallarse alrededor) son diversos factores o modificaciones que afectan al acto humano. Se pueden considerar en concreto las siguientes (cfr. S. Th. I-II, q. 7, a. 3): Quién realiza la acción (p. ej., peca más gravemente quien teniendo autoridad da mal ejemplo); Las consecuencias o efectos que se siguen de la acción (un leve descuido del médico puede ocasionar la muerte del paciente); Qué cosa: designa la cualidad de un objeto (ej., el robo de una cosa sagrada) o su cantidad (ej., el monto de lo robado); Dónde: el lugar donde se realiza la acción (ej., un pecado cometido en público es más grave, por el escándalo que supone); Con qué medios se realizó la acción (ej., si hubo fraude o engaño, o si se utilizó la violencia); El modo como se realizó el acto (ej., rezar con atención o distraídamente, castigar a los hijos con exceso de crueldad); Cuándo se realizó la acción, ya que en ocasiones el tiempo influye en la moralidad (ej., comer carne en día de vigilia).   Por otra parte es necesario habla del Influjo de las circunstancias en la moralidad   Hay circunstancias que atenúan la moralidad del acto, circunstancias que la agravan y, finalmente, circunstancias que añaden otras connotaciones morales a ese acto. Por ejemplo, actuar a impulso de una pasión puede -según los casos- atenuar o agravar la culpabilidad. Insultar es siempre malo: pero insultar a un semejante es mucho menos grave que insultar a una persona enferma.

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Es claro que en el examen de los actos morales sólo deben tenerse en cuenta aquellas circunstancias que posean un influjo moral. Así, p. ej., en el caso del robo, da lo mismo que haya sido en martes o en jueves, etc.   Circunstancias que añaden connotación moral al pecado, haciendo que en un solo acto se cometan dos o m s pecados específicamente distintos (ej., el que roba un cáliz bendecido comete dos pecados: hurto y sacrilegio). La circunstancia que añade nueva connotación moral es la circunstancia “qué cosa”, en este caso la cualidad del cáliz, que estaba consagrado (de robo se muda en robo y en sacrilegio). Circunstancias que cambian la especie teológica del pecado haciendo que un pecado pase de mortal a venial o al contrario (ej., el monto de lo robado indica si un pecado es venial o mortal). Circunstancias que agravan o disminuyen el pecado sin cambiar su especie (ej., es más grave dar mal ejemplo a los niños que a los adultos; es menos grave la ofensa que procede de un brote repentino de ira al hacer deporte, etc.).   2.6.3 La Finalidad   La finalidad es la intención que tiene el hombre al realizar un acto, y puede coincidir o no con el objeto de la acción. No coincide, ej., cuando camino por el campo (objeto) para recuperar la salud (fin). Si coincide, en cambio, en aquel que se emborracha (objeto) con el deseo de emborracharse (fin).   En relación a la moralidad, el fin del que actúa puede influir de modos diversos: - Si el fin es bueno, agrega al acto bueno una nueva bondad (ej., oír Misa -objeto bueno- en reparación por los pecados -fin bueno-) Si el fin es malo, vicia por completo la bondad de un acto (ej., ir a Misa -objeto bueno- sólo para criticar a los asistentes -fin malo-); Cuando el acto es de suyo indiferente el fin lo convierte en bueno o en malo (ej., pasear frente al banco -objeto indiferente- para preparar el próximo robo -fin malo-); Si el fin es malo, agrega una nueva malicia a un acto de suyo malo (ej., robar -objeto malo- para después embriagarse -fin malo-); El fin bueno del que actúa nunca puede convertir en buena una acción de suyo mala. Dice San Pablo: no deben hacerse cosas malas para que resulten bienes (cfr. Rom. 8,3); (p ej., no se puede jurar en falso -objeto malo- para salvar a un inocente -fin bueno-, o dar muerte a alguien para liberarlo de sus dolores, o robar al rico para dar a los pobres, etc.).   2.6.4 Determinación de la moralidad del acto humano.  

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El principio básico para juzgar la moralidad es el siguiente:   Para que una acción sea buena, es necesario que lo sean sus tres elementos: objeto bueno, fin bueno y circunstancias buenas; para que el acto sea malo, basta que lo sea cualquiera de sus elementos (“bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu”: el bien nace de la rectitud total; el mal nace de un sólo defecto; S. Th., I-II, q. 18, a. 4, ad. 3). La razón es clara: estos tres elementos forman una unidad indisoluble en el acto humano, y aunque uno solo de ellos sea contrario a la ley divina, si la voluntad obra a pesar de esta oposición, el acto es moralmente malo.   2.6.5 La Ilicitud de obrar solo por placer   La ilicitud de obrar sólo por placer es un principio moral que tiene en la vida práctica muchas consecuencias. Las premisas son las siguientes:   Dios ha querido que algunas acciones vayan acompañadas por el placer, dada la importancia para la conservación del individuo o de la especie. Por eso mismo, el placer no tiene en sí razón de fin, sino que es sólo un medio que facilita la práctica de esos actos: “Delectatio est propter operationem et non et converso” (La delectación es para la operación y no al contrario: C.G., 3, c. 26). Poner el deleite como fin de un acto implica trastocar el orden de las cosas señalado por Dios, y esa acción queda corrompida más o menos gravemente. Por ello, nunca es lícito obrar solamente por placer (ej., comer y beber por el solo placer es pecado; igualmente realizar el acto conyugal exclusivamente por el deleite que lo acompaña; cfr. Dz. 1158 y 1159). Se puede actuar con placer, pero no siendo el deleite la realidad pretendida en sí misma (ej., es lícito el placer conyugal en orden a los fines del matrimonio, pero no cuando se busca como única finalidad. Lo mismo puede decirse de aquel que busca divertirse por divertirse). Para que los actos tengan rectitud es siempre bueno referirlos a Dios, fin último del hombre, al menos de manera implícita: “Ya comáis ya bebáis, hacedlo por la gloria de Dios” (I Cor. 10, 31). Si se excluye en algún acto la intención de agradar a Dios, sería pecaminoso, aunque esta exclusión de la voluntad de agradar a Dios hace el acto pecaminoso si se efectúa de modo directo, no si se omite por inadvertencia.   2.7 LA RECTA COMPRENSION DE LA LIBERTAD   Una de las notas propias de la persona -entre todos los seres visibles que habitan la tierra sólo el hombre es persona- es la libertad. Con ella, el hombre escapa del reino de la necesidad y es capaz de amar y lograr méritos. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos: sólo en la libertad el hombre es “padre” de sus actos.

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En ocasiones puede considerarse la libertad como la capacidad de hacer lo que se quiera sin norma ni freno. Eso sería una especie de corrupción de la libertad, como el tumor cancerígeno lo es en un cuerpo. La libertad verdadera tiene un sentido y una orientación: La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar por sí mismo acciones deliberadas(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1731). La libertad es posterior a la inteligencia y a la voluntad, radica en ellas, es decir, en el ser espiritual del hombre. Por tanto, la libertad ha de obedecer al modo de ser propio del hombre, siendo en el una fuerza de crecimiento y maduración en la verdad y la bondad. En otras palabras, alcanza su perfección cuando se ordena a Dios.   “Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y, por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1732). A la libertad que engrandece se llama libertad de calidad. Esa libertad engrandece al hombre, por ser sequi naturam, es decir, en conformidad con la naturaleza, que no debemos entender como una inclinación de orden biológico, pues concierne principalmente a la naturaleza racional, caracterizada por la apertura a la Verdad y al Bien y a la comunicación con los demás hombres. En otras palabras, la libertad de calidad es posterior a la razón, se apoya en ella y de ella extrae sus principios. Exactamente al revés del concepto erróneo de libertad como libertad de indiferencia, en que la libertad está  antes de la razón, y puede ir impunemente contra ella. Es la libertad que no está  sujeta a norma ni a freno, aquella que postula la autonomía de la indeterminación. Un libertinaje ilusorio e inabarcable, pero destructivo del hombre y su felicidad.  

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3. LA LEY MORAL   3.1 EXISTENCIA DE LA LEY MORAL   Ha quedado dicho que un acto determinado es bueno o es malo si su objeto, su finalidad y sus circunstancias son buenos o malos. De ordinario, sin embargo, viene de inmediato a la cabeza la pregunta: buenos o malos, ¿en relación a qué?; ¿cuál es la norma o el criterio para señalar la bondad o la malicia de un acto? Y con la pregunta, surge también la respuesta: la ley moral, que es la que regula y mide los actos humanos en orden a su fin último.   En este capítulo y en el siguiente estudiaremos cómo la rectitud de un acto nos viene dada por dos elementos: uno exterior al hombre, que es la ley, y otro interior, que es la conciencia; de esta manera, la bondad o la malicia ser  la conformidad o disconformidad de un acto con la ley y con la conciencia.   La conformidad o disconformidad de un acto con la ley moral constituye la bondad o la malicia material; y en relación a la conciencia, la bondad o la malicia formal. De acuerdo con esto, un acto puede ser:     Materialmente y formalmente bueno: cuando hay conformidad con la ley y la conciencia (p. ej., cuando ayudo al prójimo ley de la caridad teniendo en la conciencia la certeza de estar actuando bien); Material y formalmente malo: cuando hay disconformidad con la ley y la conciencia (p. ej., si odio a alguien oposición a la ley de la caridad sabiendo en conciencia que est  mal); Materialmente bueno y formalmente malo: cuando uno cree mala una acción que la ley no prohibe (p. ej., comer carne los lunes); Materialmente malo y formalmente bueno: cuando uno cree buena una acción prohibida por la ley (p. ej., robar para dar limosna).   Vamos ahora a tratar, con detenimiento, de esas dos normas la ley y la conciencia, sin las cuales no cabría siquiera hablar de moral.   3.1.1 Definición y naturaleza de la ley moral   Por ley moral se entiende el conjunto de preceptos que Dios ha promulgado para que, con su cumplimiento, la criatura racional alcance su fin último sobrenatural. Analizando la definición, encontramos los siguientes elementos: -

La ley moral es un conjunto de preceptos. No es tan sólo una actitud o una gen‚rica decisión de actuar de acuerdo a la opción de preferir a Cristo, sino de cumplir en la practica preceptos concretos, si bien derivados del precepto fundamental del amor a Dios.

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-

-

Ha sido promulgada por Dios. La ley moral es dada al hombre por una autoridad distinta de él mismo; no es el hombre creador de la ley moral sino que ésta es objetiva, y su autor es Dios. El objeto propio de la ley moral es mostrar al hombre el camino para lograr su fin sobrenatural eterno. No pretende indicar metas temporales o finalidades terrenas.

Una vez aclarada la definición, podemos anotar los siguientes consideraciones: Es obvio que sólo puede existir un código de moralidad objetivo. (cfr. Documento de Puebla, n. 335), porque de lo contrario cada hombre podría decidir o cambiar, a su gusto y capricho, que es bueno o es malo y, consecuentemente, nada en realidad sería bueno ni malo. Podrían los hombres realizar impunemente cualquier acto que les viniera en gana. Esto, como es lógico, acabaría con la vida social y convertiría al individuo en un pequeño tirano que dicta su propia ley. Si, como algunos pretenden, la ley moral es algo cambiante, que varía con los tiempos, que depende de las diversas circunstancias de cada, época, que resulta de un acuerdo entre los hombres, cualquier acto inmoral que fuera considerado así en conformidad con las costumbres de una época determinada se consideraría lícito. Según este relativismo, los actos serían buenos cuando se les considerara como buenos, y al revés. No podemos olvidar, sin embargo, que hay acciones que siempre y en todas partes han sido consideradas malas por la mayoría (p. ej., matar al inocente; robar lo ajeno), lo que quiere decir que no son sino aplicaciones concretas de unos principios generales que no es posible eludir: haz el bien y evita el mal; no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Principios que estén en la base y son el origen de toda moralidad. Y son anteriores al consenso de los hombres, es decir, proceden de una norma previa que Dios ha inscrito en el interior de cada individuo.   Con las solas fuerzas de su razón -y los testimonios en este sentido podrían multiplicarse- el hombre comprueba también que el origen de esa ley moral está  en Dios, autor de la naturaleza y que, a la vez, es accesible a su razón. Así se explican esas palabras de Platón (cfr. Las Leyes, 716 c.) contra los sofistas que defendían que la ética y la ley dependen de la simple conveniencia de los hombres: Dios es para nosotros, principalmente, la medida de todas las cosas, mucho más de lo que sea, como dicen, el hombre El hecho fáctico de que algunos o muchos hombres -en una u otra-‚ época no actúen así, no quiere decir que la moral carezca de regla, de norma o ley objetiva:  

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-         Porque la mayor parte de los que actúan así saben que están actuando mal;   -          Porque podría darse el caso de individuos o grupos moralmente degenerados.   3.1.2   La ley moral es exclusiva de la criatura racional   El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir de Dios una ley. “Animal dotado de razón, capaz de comprender y discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón, en la sumisión al que le ha entregado todo”. (Tertuliano, Marc 2, 4).   La ley moral no aparece en el mundo físico inanimado, pues está  completamente sometido a la necesidad física y en él no hay libertad; La ley moral tampoco se encuentra en el mundo animal irracional, por que los animales no son ni buenos ni malos: actúan naturalmente por instintos; La ley moral se descubre solamente en la criatura racional, al contemplarla dotada de inteligencia y voluntad libre. Por la ley moral sabe que no todo lo que se puede físicamente hacer, se debe hacer.   La ley moral tiene en Cristo su plenitud y su unidad, ya que Jesucristo es en persona el camino de la salvación. Además, Jesucristo es el fin de toda ley, porque El es a quien la cumple la justicia de Dios, la gracia y la bienaventuranza. Las expresiones de la ley moral son diversas, y todas están coordinadas entre sí:   - La ley eterna, fuente en Dios de todas las leyes, - La ley natural, - La ley revelada o divino-positiva y, finalmente, - Las leyes humanas (civiles y eclesiásticas).   Antes de estudiar cada una de las expresiones de la ley moral, trataremos brevemente de conceptos generales sobre la ley.   3.2 DEFINICION Y DIVISION DE LA LEY   La ley, dice Santo Tomás de Aquino (S. Th. I-II, q. 90, a. 4) en una definición clásica, es la ordenación de la razón dirigida al bien común, promulgada por quien tiene autoridad. Desglosando, encontramos como elementos:   Ordenación (establecimiento de un orden de medios conducentes a un fin), De la razón (no fruto del capricho), Dirigida al bien común (no al particular), Promulgada (para que tenga fuerza obligatoria), Por quien tiene autoridad (no por cualquiera).

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  Para que la ley obligue a los hombres debe reunir algunas condiciones; en concreto debe ser:  

Posible, física y moralmente, para el común de los súbditos; Honesta, sin oposición alguna a las normas superiores; en último término, concordando con la ley divina; Útil, para el bien común, aunque perjudique a algunos particulares; Justa, conforme a la justicia conmutativa y distributiva (sobre estos conceptos, ver 13.5); Promulgada, debe llegar a conocimiento de todos y cada uno de los súbditos.   La división que más nos interesa de la ley, viene dada por el autor que la promulga:

Si el autor es Dios se llama ley divina y puede ser:  Eterna (se encuentra en la mente de Dios)  Natural (ley divina impresa en el corazón de los hombres)  Positiva (ley divina contenida en la Revelación) Si el autor es el hombre, la ley es humana y puede ser:  Eclesiástica  Civil A continuación nos detendremos con más detalle en cada tipo de ley.   3.3 LA LEY ETERNA   Contemplando las cosas creadas observamos que siguen unas leyes naturales: la tierra da vueltas alrededor del sol, las plantas dan flores en primavera, el hombre siente remordimientos cuando ha hecho algo mal, etc. Este ordenamiento a leyes naturales no se da por casualidad, sino que está  perfectamente pensado por la Sabiduría Divina. Dios ha ordenado todas las cosas de modo que cada una cumpla su fin: los minerales, las plantas, los animales y el hombre. Como ese orden está  pensado y proyectado por Dios desde toda la eternidad, se llama ley eterna.   3.3.1 Definición de la ley eterna   La ley eterna es definida por San Agustín (Contra Faustum 27, 27: PL 42, 418) como “la razón y voluntad divinas que mandan observar y prohiben alterar el orden natural”; y por Santo Tomás (S. Th. I-II, q. 93, a. 1) como “el plan de la divina sabiduría que dirige todas las acciones y movimientos de las criaturas en orden al bien común de todo el universo”.

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“Eterna”, porque es anterior a la creación; porque es una ordenación normativa que hace la inteligencia divina para el recto ser y obrar de todo lo que existe. Cuando explica su definición, Santo Tomás de Aquino dice que así como en la mente del pintor preexiste el boceto que luego plasmar  en el lienzo, así en el entendimiento divino preexiste desde toda la eternidad el plan que dirigir  todas las acciones y los movimientos de sus criaturas hasta el fin del mundo; este plan es la ley eterna.   Es razonable pensar que Dios dirige a sus criaturas a un fin y que, además, las guía de un modo acorde a su propia naturaleza. Así, los seres inanimados son dirigidos por leyes físicas con necesidad básica e ineludible; los animales irracionales por las leyes del instinto con necesidad también básica e ineludible; el hombre por la intimidación de una norma que, brillando en su razón y plegando su voluntad, lo conduce por la vía que le es propia.   3.3.2 Propiedades de la ley eterna   Las principales propiedades de la ley eterna son: Es inmutable, y lo es por su identificación con el entendimiento y la voluntad de Dios, aunque su conocimiento sea mudable en el hombre porque no la conoce totalmente y en sí misma como Dios y los bienaventurados en el cielo, sino por cierta participación en las cosas creadas; Es la norma suprema de toda moralidad y, consecuentemente, todas las demás leyes lo ser n en cuanto la reflejan con fidelidad; es decir, ninguna otra ley puede ser justa ni racional si no está  en conformidad con la ley eterna; Es universal, pues todas las criaturas le están sujetas: unas de manera puramente instintiva, en cuanto que est n determinadas por su misma naturaleza a actuar de determinado modo; y otras, las criaturas libres, por un sometimiento voluntario.

  3.4 LA LEY NATURAL   Se entiende por ley natural la misma ley eterna en cuanto se refiere a las criaturas racionales. Los minerales, las plantas y los animales obedecen siempre a la ley de Dios, ya que están guiados por leyes físicas y biológicas. Pero al hombre, Dios le ha dado la inteligencia para conocer su ley, que descubre dentro de sí mismo. A esa ley grabada por Dios en el corazón del hombre, la llamamos ley natural, y obliga a todos los hombres de todos los tiempos.

Por eso dice Santo Tomás de Aquino que la ley natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la criatura racional (cfr. S. Th., I-II, q. 91, a. 2). Al crear al hombre, Dios dota su naturaleza de una ordenación concreta

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que le posibilite conseguir el fin para el cual fue creado. Por ejemplo, igual que hay unas normas de funcionamiento en la fabricación de un refrigerador para conseguir que enfríe, así Dios imprime en toda naturaleza humana las normas con las que ha de proceder para alcanzar su fin último.   Por lo tanto, por el sólo hecho de nacer, el hombre es súbdito de esta ley, aunque las heridas del pecado puedan oscurecer su conocimiento (ej., pueblos atrasados que permiten la poligamia, los sacrificios humanos, etc.). En su Epístola a los Romanos habla San Pablo con toda claridad de la ley natural: En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley (se refiere a la ley mosaica, que les fue entregada sólo a los judíos), practican por naturaleza lo que manda la ley, son para sí mismos ley y muestran que la realidad de la ley está  escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con los juicios contrapuestos que los acusan o los excusan (Rom. 2,14-15; ver también Rom. 1, 20 ss.).   3.4.1 Contenido de la ley natural   Bajo el ámbito de la ley natural cae todo lo que es necesario para conservar el orden natural de las cosas establecido por Dios, y que puede ser conocido por la razón natural, independientemente de toda ley positiva. En otras palabras, la ley natural abarca todas aquellas normas de moralidad tan claras y elementales que todos los hombres pueden conocer con su sola razón. Sin embargo, a pesar de su simplicidad, podemos distinguir en la ley natural tres grados o categorías de preceptos:   Preceptos primarios y universalísimos, cuya ignorancia es imposible a cualquier hombre con uso de razón. Se han expresado de diversas formas: “no hagas al otro lo que no quieras para ti” “da a cada quien lo suyo”, “vive conforme a la recta razón”, “cumple siempre tu deber”, “observa el orden del ser”, etc., pero pueden todos ellos reducirse a uno solo: Haz el bien y evita el mal (cfr. S.Th. I-II, q. 94, a. 2); Principios secundarios o conclusiones próximas, que fluyen directa y claramente de los primeros principios y pueden ser conocidos por cualquier hombre casi sin esfuerzo o raciocinio. A este grado pertenecen todos los preceptos del decálogo; Conclusiones remotas, que se deducen de los principios primarios y secundarios luego de un raciocinio m s elaborado (p. ej., la indisolubilidad del matrimonio, la ilicitud de la venganza, etc.).   3.4.2 Propiedades de la ley natural   La ley natural tiene unas características que la distinguen claramente de otras leyes:   Universalidad: quiere decir que la ley natural tiene vigencia en todo el mundo y para todas las gentes.

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Esta característica se explica diciendo que la naturaleza humana es esencialmente la misma en cualquier hombre; las variaciones étnicas, regionales, etc., son sólo accidentales. Por eso, las leyes de su naturaleza son también comunes.   Lo anterior no impide que algunos hombres no la cumplan, y esas transgresiones no perjudican la vigencia de la ley. Inmutabilidad: es característica de la ley natural que no cambie con los tiempos ni con las condiciones históricas o culturales. La razón es clara: la naturaleza humana no cambia en su esencia con el paso de los años. El evolucionismo ético postula que la moralidad está  sujeta a un cambio constante, que alcanza también a sus fundamentos. No tiene en cuenta que la ley natural obra siempre según el orden del ser y que, como el hombre y la naturaleza sólo cambian de modo accidental, las variaciones en la moral son también accidentales. No admite dispensa: indica que ningún legislador humano puede dispensar de la observancia de la ley natural, pues es propio de la ley poder ser dispensada sólo por el legislador, que en este caso es Dios. Esta característica se explica considerando que al ser Dios legislador sapientísimo, su ley alcanza a prever todas las eventualidades: cualquiera que sea la situación límite en que el hombre se encuentra, debe cumplir la ley natural.   Las aparentes excepciones de la ley que establece la moral en los casos de homicidio (ver 11.2.3.b) y hurto (ver 13.3.1.c) no son dispensas de la ley natural, sino auténticas interpretaciones que responden a la verdadera idea de la ley y no a su expresión más o menos acertada en preceptos escritos. La breve fórmula “no matarás” (o “no hurtarás”) no expresa, por la conveniencia de su brevedad, el contenido total del mandato que más bien se debería expresar: “no cometerás un homicidio (o un robo) injusto”.   Cuando una legislación humana establece una norma o permite determinadas conductas que contradicen la ley natural, emana sólo apariencia de ley y no hay obligación de seguirla, sino m s bien de rechazarla o de oponerse a ella (p. ej., una legislación que aprobara el aborto).

 

Evidencia: todos los hombres conocen la ley natural con sólo tener uso de razón, y su promulgación coincide con la adquisición de ese uso. Contra la evidencia parece que existen ciertas costumbres contrarias a la ley natural (p. ej., en pueblos de cultura inferior), pero eso lo único que significa es que la evidencia de la razón puede ser obscurecida por el pecado y las pasiones.

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  3.4.3 Ignorancia de la ley natural   Es imposible la ignorancia de los primeros principios en el hombre dotado de uso de razón. Podría equivocarse al apreciar lo que es bueno o lo que es malo, pero no puede menos de saber que lo bueno ha de hacerse y lo malo evitarse.   Los principios secundarios o conclusiones próximas, que constituyen en gran parte los preceptos del decálogo, pueden ser ignorados al menos durante algún tiempo. Aunque se deducen fácilmente con un simple raciocinio, el ambiente, la ignorancia, los vicios, etc., pueden inducir a que se desconozcan algunas consecuencias inmediatas de los primeros principios de la ley natural (p. ej., la malicia de los actos meramente internos, de la misma mentira oficiosa para evitarse algún disgusto, del perjurio para salvar la vida o la fama, del aborto para salvar a la madre, de la masturbación, etc.). Sin embargo, esta ignorancia no puede prolongarse mucho tiempo sin que el hombre sospeche -por sí mismo- o por otros la malicia de sus actos.   Las conclusiones remotas, que suponen un razonamiento lento y difícil, pueden ser ignoradas de buena fe, incluso por largo tiempo, sobre todo entre la gente inculta (p. ej., la malicia de la sospecha temeraria, o de la omisión de los deberes cívicos, etc.).   3.5 LA LEY DIVINO-POSITIVA   Es la ley que procediendo de la libre voluntad de Dios legislador, es comunicada al hombre por medio de una revelación divina. Su conveniencia se pone de manifiesto al considerar dos cosas:   Todos los hombres tienen la ley natural impresa en sus corazones, de manera que pueden conocer con la razón sus principios m s básicos. Sin embargo, el pecado original y los pecados personales con frecuencia oscurecen su conocimiento, por lo que Dios ha querido revelarnos su Voluntad, de modo que todos los hombres pudieran conocer lo que debían hacer para agradarle con mayor facilidad, con firme certeza y sin ningún error.

 

Así, Dios no se contentó con grabar su ley en la naturaleza humana, sino que además la manifestó al hombre claramente: en el Monte Sinaí, cuando ya el pueblo elegido había salido de Egipto, Dios reveló a Moisés los diez mandamientos (ver cap. 6). Los mandamientos nos señalan de manera cierta y segura el camino de la felicidad en esta vida y la otra. En ellos nos dice Dios lo que es bueno y lo que es malo, lo que es verdadero y lo que es falso, lo que le agrada y lo que le desagrada. El hombre está  destinado a un fin sobrenatural, y para dirigirse a él debe cumplir también -con ayuda de la gracia- otros preceptos, además de los naturales. Por eso Jesucristo llevó a la perfección la ley que Dios dictó a

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Moisés en el Sinaí, al ponerse a Sí mismo como modelo y camino para alcanzar ese fin al que nos llama. Esa perfección que Cristo ha traído a la tierra se contiene sobre todo en el mandamiento nuevo del amor: en primer lugar, el amor a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas; y en segundo término, el amor a los demás como El nos ha amado.    

Vemos, por tanto, que de hecho Dios nos ha revelado leyes en tres periodos de la historia: A los Patriarcas, desde Adán hasta Moisés; Al pueblo elegido, con aquellas leyes recogidas en algunos libros del Antiguo Testamento; En el Nuevo Testamento, que contiene la ley evangélica.

 

Algunas leyes positivas de los dos primeros periodos fueron después abolidas por el mismo Dios ya que eran meramente circunstanciales, mientras que la ley evangélica es definitiva, y aunque fue dada inmediatamente para los cristianos, incumbe de modo cierto a todos los hombres.

Por ejemplo, las leyes judiciales y ceremoniales dadas a los israelitas durante su éxodo nómada por el desierto eran prescripciones para ese pueblo en esas circunstancias. El precepto de la caridad enseñado por Jesucristo, sin embargo, es para todo hombre de todo lugar y época.   3.6 LAS LEYES HUMANAS   Son, como ya quedó dicho, las dictadas por la legítima autoridad -ya eclesiástica, ya civil-, en el orden al bien común.   Que la legítima autoridad tenga verdadera potestad dentro de su específica competencia para dar leyes que obliguen, no es posible ponerlo en duda: surge la misma naturaleza de la sociedad humana, que exige la dirección y el control de algunas leyes (cfr. Rom. 13, 1ss.; Hechos 5, 29).   De suyo, pues, es obligatoria ante Dios toda ley humana legítima y justa; es decir, toda ley que:

   

Se ordene al bien común; Sea promulgada por la legítima autoridad y dentro de sus atribuciones; Sea buena en sí misma y en sus circunstancias; Se imponga a los súbditos obligados a ella en las debidas proporciones.

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Sin embargo, cuando la ley es injusta porque fallen algunas de estas condiciones, no obliga, y en ocasiones puede ser incluso obligatorio desobedecerla abiertamente.

 

La ley injusta, al no tener la rectitud necesaria y esencial a toda ley, ya no es ley, porque contradice al bien divino. Es necesario, pues, distinguir entre legalidad y legitimidad. No es suficiente que una norma sea dictada dentro del legal establecido y por las autoridades competentes para que deba ser obedecida: es preciso que se acomode de una manera estricta a los principios de la ley natural y de la ley divino-positiva. Aquellas condiciones garantizan su legalidad formal, pero esta última es la que proporciona la legitimidad intrínseca. Por tanto, si una ley civil se opone manifiestamente a la ley natural, o a la ley divino-positiva, o a la ley eclesiástica, no obliga, siendo en cambio obligatorio desobedecerla por tratarse de una ley injusta, que atenta al bien común.

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4. LA CONCIENCIA   La conciencia es una realidad de experiencia: todos los hombres juzgan, al actuar, si lo que hacen está  bien o mal. Este conocimiento intelectual de nuestros propios actos es la conciencia. Es innegable que la inteligencia humana tiene un conocimiento de lo que con toda propiedad puede llamarse los primeros principios del actuar: hay que hacer el bien y evitar el mal, no podemos hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros. Iluminada por esos principios de la ley natural ecos de la voz de Dios, la inteligencia (o, propiamente, la conciencia), juzga sobre los actos concretos; el acto de la conciencia es, por tanto, el juicio en que esos principios primeros o los deducidos de ellos se aplican a las acciones concretas. Un ejemplo: se me presenta la oportunidad de asistir a un espectáculo inconveniente; si‚ que hay un precepto divino que manda la pureza del alma; la conciencia juzga y habla interiormente: no debes ir porque eso es contrario a un principio divino. La conciencia no es una potencia más unida a la inteligencia y a la voluntad. Se puede decir que es la misma inteligencia cuando juzga la moralidad de una acción. La base de ese juicio son los principios morales innatos a la naturaleza humana, ya mencionados al hablar del contenido de la ley natural (ver 3.4).   4.1 NATURALEZA DE LA CONCIENCIA   Desde el punto de vista psicológico, la conciencia es el conocimiento íntimo que el hombre tiene de sí mismo y de sus actos. En moral, en cambio, la conciencia es la misma inteligencia que hace un juicio práctico sobre la bondad o maldad de un acto:   Juicio: porque por la conciencia juzgamos acerca de la moralidad de nuestros actos; Práctico: porque aplica en la práctica es decir, en cada caso particular y concreto lo que la ley dice; Sobre la moralidad de un acto: es lo que la distingue de la conciencia psicológica; lo que le es propio es juzgar si una acción es buena, mala o indiferente.   Este juicio de la conciencia es la norma próxima e inmediata – subjetiva- de nuestras acciones, porque ninguna norma objetiva -la ley- puede ser regla de un acto si no es a través de la aplicación que cada sujeto haga de ella al actuar. El acto de la conciencia -juicio práctico- sobre la moralidad de una acción puede intervenir de una doble forma:   Antes de la acción nos hace ver su naturaleza moral y, en consecuencia, la permite, la ordena o la prohíbe. Actúa -aunque de modo espontáneo e inmediato- a modo de un silogismo, ej.: La mentira es ilícita (principio de la ley natural), lo que vas a responder es mentira (aplicación del principio al

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acto concreto), luego, no puedes responder así (juicio de la conciencia propiamente dicha); después de la acción el juicio de la conciencia aprueba el acto bueno llenándonos de tranquilidad, o lo reprueba, si fue malo, con el remordimiento. Por eso señala San Agustín (cfr. De Gen. 12, 34: PL 34, 482) que la alegría de la buena conciencia es como un anticipado paraíso. Conviene aclarar que cuando la conciencia actúa después de la acción no influye en su moralidad, y si se diera el caso de que sólo después de realizado un acto el hombre se diera cuenta de su inmoralidad, no habría cometido pecado formal, a menos que hubiera habido ignorancia culpable. Sería una acción materialmente mala, pero no imputable.   4.2 REGLAS FUNDAMENTALES DE LA CONCIENCIA   Antes de analizar los diversos tipos de conciencia que pueden darse en el hombre, señalaremos brevemente las reglas generales por las que hay que regirse:   4.2.1 No es lícito actuar en contra de la propia conciencia   Ya que es eco de la voz de Dios y, como hemos dicho, es la norma próxima de la moralidad de nuestros actos. Actuar en contra de lo que dicta la conciencia es, en realidad, actuar en contra de uno mismo, de las convicciones más profundas, y de los primeros principios del actuar moral. Y ¿qué pasa, podemos preguntarnos, con la conciencia errónea? Es decir, la conciencia que equivocadamente cree que un acto bueno es malo o que un acto malo es bueno. Siendo consecuentes con la regla que acabamos de dar, diremos que hay obligación de seguirla, siempre que se trate de una ignorancia que el sujeto no puede superar, porque ni siquiera se da cuenta de que está  en la ignorancia. Podemos aclarar esta idea con algunos ejemplos: Como consecuencia de una educación deficiente, alguien puede pensar que tomar bebidas alcohólicas aun moderadamente es ilícito. Si en una fiesta le ofrecen una copa y piensa que beberla es malo, al hacerlo comete pecado, porque actuó en contra de lo que le dictaba la conciencia (el acto ser  materialmente bueno, formalmente malo). También puede suceder lo contrario: por mala formación inculpable, pienso que tengo obligación de mentir para ayudar a una persona; en ese caso estoy obligado a mentir y peco si no lo hago, aunque ese acto sea en sí mismo malo (materialmente malo; formalmente bueno, si la ignorancia era invencible). Es preciso señalar, sin embargo, que estos casos aunque puedan darse a veces no son corrientes. Lo ordinario es que la conciencia errónea está basada en un error superable y, por tanto, la conciencia misma obliga a salir de él, poniendo la diligencia razonable que ponen las personas en los asuntos importantes.  

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4.2.2 Actuar con duda es pecado   Por lo que es necesario salir antes de la duda. De otro modo, el sujeto se expone a cometer voluntariamente un pecado. Ver al respecto el inciso 4.3.3, in fine.   4.2.3 Obligación de formar la conciencia   Ya que si la conciencia se equivoca al juzgar los actos por descuidos voluntarios y culpables, el agente es responsable de ese error (cfr. Lc. 11, 34-35). De la formación de la conciencia se trata en el inciso 4.4. Es oportuno insistir en que la conciencia no crea la norma moral, sólo la aplica. P. ej., caería en el error -llamado subjetivismo moral- el que dijera: para mí no es malo blasfemar; como sería igualmente ridícula la postura de quien pensara que por opiniones personales se puede cambiar la naturaleza de un metal, o que los  ácidos se comporten como sales. Tan sólo se trata de aplicar, al caso concreto, normas objetivas.   4.3 DIVISION DE LA CONCIENCIA   Buscando la mejor comprensión de los estados de la conciencia que pueden presentarse, los teólogos han establecido tres divisiones fundamentales:   Por razón del objeto Verdadera: juzga la acción en conformidad con los principios objetivos de la moralidad Errónea: juzga la acción en desacuerdo con ellos   Por razón del modo de juzgar Recta: juzga con fundamento y prudencia Falsa: juzga sin base ni prudencia. Puede ser: - Relajada - Estrecha - Escrupulosa - Perpleja  

Por razón de la firmeza del juicio Cierta: juzga sin temor de errar Dudosa: juzga con temor de errar o ni siquiera se atreve a juzgar.

  4.3.1 Conciencia verdadera y errónea

Como es bien sabido, la verdad es la adecuación del entendimiento a la realidad de las cosas. Cuando esa adecuación falta, se produce el error. Por consecuencia, la conciencia verdadera ser  aquella que juzga en conformidad

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con los principios objetivos de la moral, aplicados concretamente al acto, y la conciencia errónea ser  la que juzga en desacuerdo con la verdad objetiva de las cosas. Actuaría con conciencia verdadera (juzga de acuerdo a la ley moral) el que dice, por ejemplo: “ya que cometí un pecado mortal, no debo comulgar”, “las faltas de respeto hacia tus padres contrarían un precepto divino”. Serían afirmaciones procedentes de conciencia errónea las siguientes: “Por ser madre soltera le es lícito abortar”. “Como tiene dificultades cuando se embaraza, puede tomar píldoras anticonceptivas”. Como se ve, en los últimos casos, hay disconformidad entre lo que preceptúa la ley moral y lo que señala el juicio de la conciencia.   La conciencia errónea puede serlo vencible o invenciblemente; en el primer caso la conciencia juzga mal por descuido o negligencia en informarse, y en el segundo no es posible dejar el error porque no se conoce, o porque se hizo lo posible por salir de él sin conseguirlo. Nótese que esta consideración de la conciencia es idéntica a aquella sobre la ignorancia vencible o invencible pues la conciencia, al fin y al cabo, es un acto de la inteligencia, la cual puede estar afectada por el obstáculo de la ignorancia.   Tres principios que se deducen de lo anterior son:   Es necesario actuar siempre con conciencia verdadera, ya que la rectitud de nuestros actos consiste en su conformidad con la ley moral. De aquí surge la obligación -de la que hablaremos más detenidamente después- de emplear todos los medios posibles para llegar a adquirir una conciencia verdadera: conocimiento de las leyes morales, petición de consejo, oración a Dios pidiendo luces, remoción de los impedimentos que afectan a la serenidad del juicio, etc. No es pecado actuar con una conciencia invenciblemente errónea porque, como ya se explicó, la conciencia es la norma próxima del actuar y, en ese caso, no se está  en el error culpablemente. No se olvide, sin embargo, que aquí estamos hablando de error invencible, o porque no vino al entendimiento del que actúa, ni siquiera confusamente, la menor duda sobre la bondad del acto; o porque, aunque tuvo duda, hizo todo lo que pudo para salir de ella sin conseguirlo. Es posible, por ejemplo, que el campesino sin instrucción religiosa ni acceso a ella ignore invenciblemente alguno o algunos de los preceptos de la Iglesia (ver cap. 15). En el caso de un universitario o de un profesionista católico, esa ignorancia sería vencible de alguna forma.   Es pecado actuar con conciencia venciblemente errónea, puesto que en este caso hay culpabilidad personal. En la práctica se puede saber que el error era vencible si de algún modo se adivinó la ilicitud del acto, o si la conciencia indicaba que era necesario preguntar, o si no se quiso consultar para evitar complicaciones, etc.   4.3.2 Conciencia recta y falsa  

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La conciencia es recta cuando juzga de la bondad o malicia de un acto con fundamento y prudencia, a diferencia de la falsa, que juzga con ligereza y sin fundamento serio. No debe confundirse la conciencia recta con la verdadera. Un sujeto actúa con conciencia recta cuando ha puesto empeño en actuar, independientemente de que acierte (conciencia verdadera) o se equivoque (conciencia errónea). Se puede juzgar con rectitud aunque inculpablemente se esté en el error. Es decir, es compatible un juicio recto hecho con ponderación, estudio, etc. con el error invencible. Para ilustrar lo anterior con un ejemplo, sería el caso del adulto recién bautizado y aun sin completa instrucción que, después de cavilar concluye que es obligación confesarse siempre antes de comulgar, aunque sólo tenga pecados veniales: juzga con aplomo considerando que los pecados veniales son incompatibles con la recepción del sacramento, aunque su juicio es erróneo invenciblemente, al menos de modo actual. Es claro que no puede darse conciencia recta en la conciencia venciblemente errónea, pues faltó ponderación, que es uno de los constitutivos del juicio recto.   La conciencia falsa puede ser:   Conciencia relajada. Es la que, por superficialidad y sin razones serias, niega o disminuye el pecado donde lo hay. En la práctica es fácil que los hombres lleguen a ese estado tan lamentable de conciencia que indica una gran falta de fe y de amor, y una culpable ceguera ante la realidad y gravedad del pecado. Son diversas las causas que conducen al alma a esa laxitud: la sensualidad en sus múltiples aspectos, el ambiente frívolo y superficial, el apegamiento a las cosas materiales, el descuido de la piedad personal, la falta de humildad para levantarse cuanto antes después de una caída, etc. Para salir de ella habrá que remover sus causas, procurar una sólida instrucción religiosa y fomentar el temor de Dios por medio de la oración y la frecuencia de sacramentos. Conciencia estrecha. Es la que con cierta facilidad y sin razones serias ve o aumenta el pecado donde no lo hay. Es necesario combatirla porque puede llevar a cometer pecados graves donde no existen, y conducir al escrúpulo. Para ello es conveniente la formación y el pedir consejo a quien nos puede ayudar a tener un criterio más recto sobre los propios actos. No debe confundirse con la conciencia delicada, que teme hasta las faltas más pequeñas y procura evadirlas, pero sin ver pecado donde evidentemente no lo hay. Conciencia escrupulosa. Es una exageración de la conciencia estrecha que, sin motivo, llega a ver pecado en todo o casi todo lo que hace. Esta conciencia se manifiesta en una continua inquietud por el temor de pecar en todo, principalmente en materia de pureza, y en la duda asidua sobre la validez de las confesiones pasadas, con la consecuente obstinación en repetir la acusación de los pecados en las siguientes; en el temor permanente de que el confesor no entienda la situación interior del alma y, por tanto, el deseo de repetir una y otra vez las mismas explicaciones, generalmente largas y minuciosas; en terquedad en los puntos de vista

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propios ante los consejos del confesor, etc. El escrupuloso debe actuar contra sus escrúpulos ya que no son sino un vano temor, que no tiene fundamentos y, sobre todo, esforzarse seriamente por obedecer al confesor, ya que el escrúpulo es una enfermedad de la conciencia que impide un recto juicio.  

Conciencia perpleja. Es la que ve pecado tanto en el hacer una cosa como en el no hacerla; p. ej., el enfermero que piensa que peca si va a Misa dejando solo al enfermo, y peca también por no ir a Misa. Quien tiene ese tipo de conciencia debe formarse y consultar para ir saliendo de ella; cuando no le es posible hacerlo ante un acto concreto, debe escoger lo que le parezca menos mal, y si ambas cosas le parecen malas, no peca al elegir alguna.

  4.3.3 Concierta cierta y dudosa   La conciencia cierta es la que juzga de la bondad o malicia de un acto con firmeza y sin temor de errar. Hay obligación de actuar de esa manera porque de lo contrario nos exponemos a ofender a Dios. No es necesaria la certeza absoluta, que excluya toda duda; basta la certeza moral, que excluye la duda prudente y con fundamento. ej., si tengo hepatitis, tengo certeza absoluta de que la Misa no me obliga; si tengo una gripa que me obligue a estar en cama o recluido en mi domicilio, puedo tener certeza moral de estar dispensado hasta que me restablezca. La conciencia dudosa, en cambio, es la que no sabe qué pensar sobre la moralidad de un acto; su vacilación le impide emitir un juicio. Propiamente hablando no es verdadera conciencia porque se abstiene de emitir un juicio, que es el acto esencial de la conciencia; es más bien un estado de la mente. La duda puede ser:   Negativa: cuando se apoya en motivos nimios y poco serios; Positiva: cuando sí hay razones serias para dudar, pero no suficientes para quitar el temor a equivocarse.   Los principios morales sobre la conciencia dudosa son:   Las dudas negativas deben despreciarse, porque de lo contrario se haría imposible la tranquilidad interior, llenándose continuamente el alma de inquietud (ej., si valió la Misa porque estuve muy atrás, si es válida la confesión porque me absolvieron muy rápido, etc.). No es lícito actuar con duda positiva, pues se aceptaría la posibilidad de pecar. En este caso, por tanto, caben dos soluciones: Elegir la parte más segura, que es la favorable a la ley, no haciendo entonces falta ninguna consulta para salir de la duda, ya que así se excluye la posibilidad de pecar (si dudo positivamente si hoy obliga la Misa, y no puedo salir de la duda, debo ir a Misa. Es el aforismo popular que señala ante la duda, genuflexión). Y por otro lado llegar a una certeza práctica por el estudio diligente del asunto, la consulta a quienes más saben, etc.

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  4.4 FORMACION DE LA CONCIENCIA   Como la conciencia aplica la norma objetiva la ley moral a las circunstancias y a los casos particulares, se deduce con facilidad la obligación indeclinable que tiene el hombre de formar su propia conciencia. La conciencia es susceptible de un mejoramiento continuo, que est  en proporción al progreso de la inteligencia: si ésta puede progresar en el conocimiento de la verdad, también pueden ser m s rectos los juicios morales que realice. Además, este juicio moral que realiza la inteligencia necesariamente se tiene que adecuar al progresivo desarrollo del acto humano, lo que hace que la conciencia se vaya formando también de esa misma manera progresiva: Comienza con la niñez, al despertar el uso de razón; tiene especial importancia en la juventud, cuando crece el subjetivismo y falta el justo sentido de la realidad; Debe continuar en la madurez, cuando el hombre afirma sus responsabilidades ante Dios, ante sí mismo y ante los demás. Por otra parte, la experiencia muestra que no todos los hombres tienen igual disposición para el juicio recto, influyendo en esto también circunstancias puramente naturales enfermedad mental, ignorancia, perjuicios, hábitos, etc. y sobrenaturales: la inclinación al pecado que ocasionan en el alma el pecado original y los pecados personales. Es necesario, por tanto, que el hombre se vaya haciendo capaz de emitir juicios morales verdaderos y ciertos: es decir, ha de adquirir, mediante la formación una conciencia verdadera y cierta. No es lo mismo estar seguro de algo (conciencia cierta) que acertar o dar en el clavo (conciencia verdadera). Quizá  nosotros mismos hemos tenido la experiencia de hacer algo con la seguridad de estar en lo cierto, y haber comprobado después nuestro error. En otras ocasiones, en cambio, además de estar totalmente convencidos de algo, acertamos, damos en el clavo; en el primer caso, cuando estamos seguros, hay conciencia cierta seguridad subjetiva aunque luego se compruebe que no tenemos razón y no había, por tanto, conciencia verdadera sino errónea. Para tener conciencia verdadera y cierta necesitamos la formación: un conocimiento cabal y profundo de la ley seguridad objetiva, que nos permite luego aplicarla correctamente seguridad subjetiva. La actitud de fundar la conducta sólo en el criterio personal, pensar que para actuar bien basta el estar seguro de que mi actuación es buena, es de hecho ponerse en el lugar de Dios, que es el único que no se equivoca nunca. Por eso, la necesidad de formarnos ser  tanto más imperativa cuanto más nos percatemos de que sin una conciencia verdadera no es posible la rectitud en la vida misma y, en consecuencia, alcanzar nuestro fin último. A esto se dirige precisamente la formación de la conciencia, que no es otra cosa que una

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sencilla y humilde apertura a la verdad, un ir poniendo los medios para que libremente podamos alcanzar nuestra felicidad eterna. Sin tratar de ser exhaustivos, ni de explicar cada uno de ellos, sí podemos señalar algunos de los medios que nos ayudan a formar la conciencia:  

 

Estudio de la ley moral, considerándola no como carga pesada sino como camino que conduce a Dios; Hábito cada día más firme de reflexionar antes de actuar; Deseo serio de buscar a Dios a través de la oración y de los sacramentos, pidiéndole los dones sobrenaturales que iluminan la inteligencia y fortalecen la voluntad; Plena sinceridad ante nosotros mismos, ante Dios y ante quienes dirigen nuestra alma; Petición de ayuda y de consejo a quienes tienen virtud y conocimiento, gracia de Dios para impulsar a los demás.

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5. EL PECADO 5.1 NATURALEZA DEL PECADO   El pecado dice San Agustín, es “toda palabra, acto o deseo contra la ley de Dios” (cfr. Contra Faustum I, 22 c. 27: PL 42, 418). O bien, según la definición clásica, pecado es:   La transgresión: es decir violación o desobediencia; Voluntaria: porque se trata no sólo de un acto puramente material, sino de una acción formal, advertida y consentida; De la ley divina: o sea, de cualquier ley obligatoria, ya que todas reciben su fuerza de la ley eterna.   Si la transgresión afecta una ley moral grave, se produce el pecado mortal; si a una leve, el pecado venial. En el primer caso -como veremos más detenidamente- hay un verdadero alejamiento de Dios; en el segundo, sólo una desviación del camino que nos conduce a El. Cuando el hombre peca gravemente se pierde para sí mismo y para Dios: se encuentra sin sentido y sin dirección en la vida, pues el pecado desorienta esencialmente en relación al fin sobrenatural eterno. El pecado es, por tanto, la mayor tragedia que puede acontecer al hombre: en pocos momentos ha negado a Dios y se ha negado también a sí mismo. Su vida honrada, su vocación, las promesas del bautismo, las esperanzas que Dios depositó en él, su pasado, su futuro, su felicidad temporal y eterna, todo se ha perdido por un capricho pasajero. 5.1.1 El doble elemento de todo pecado   Al hablar del pecado, todos los autores están de acuerdo en señalar que son dos los elementos que entran en su constitutivo interno: el alejamiento de Dios y la conversión a las criaturas. Veremos cada uno por separado.   El alejamiento de Dios Es su elemento formal y, propiamente hablando, no se da sino en el pecado mortal, que es el único en el que se realiza en toda su integridad la noción de pecado. Al transgredir el precepto divino, el pecador percibe que se separa de Dios y, sin embargo, realiza la acción pecaminosa. No importa que no tenga la intención directa de ofender a Dios, pues basta que el pecador se de cuenta de que su acción es incompatible con la amistad divina y, a pesar de ello, la realice voluntariamente, incluso con pena y disgusto de ofender a Dios. En todo pecado mortal hay una verdadera ofensa a Dios, por múltiples razones:  

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Porque es el supremo legislador, que tiene derecho a imponernos el recto orden de la razón mediante su ley divina, que el pecador quebranta advertida y voluntariamente; Porque es el último fin del hombre y éste, al pecar, se adhiere a una criatura en la que de algún modo pone su fin; Porque es el bien sumo e infinito, que se ve rechazado por un bien creado y perecedero elegido por el pecador; Porque es gobernador, de cuyo supremo dominio se intenta sustraer el hombre, bienhechor que ve despreciados sus dones divinos, y juez al que el hombre no teme a pesar de saber que no puede escapar de El. La conversión a las criaturas Como se deduce de lo ya dicho, en todo pecado hay también el goce ilícito de un ser creado, contra la ley o mandato de Dios. Casi siempre es esto precisamente lo que busca el hombre al pecar, más que pretender directamente ofender a Dios: deslumbrado por la momentánea felicidad que le ofrece el pecado, lo toma como un verdadero bien, como algo que le conviene, sin admitir que se trata sólo de un bien aparente que, apenas gustado, dejar  en su alma la amargura del remordimiento y de la decepción.

 

Como ya habíamos dicho, en la inmensa mayoría de los casos el pecado resulta originado por este segundo elemento. Los pecados motivados directamente por el primer elemento -el odio o aversión a Dios- se denomina pecados satánicos.

  Además del desorden que implican estos dos constitutivos internos -rechazo de Dios, mal uso de un ser creado-, hay que decir también que el pecado conlleva otros desórdenes:   Una lesión a la razón natural: todo pecado es una verdadera estupidez (vera stultitia, dice Santo Tomás de Aquino: cfr. S. Th. I-II, q. 71, a. 2) cometido contra la recta razón, pues por el gozo de un bien finito se incurre en la pérdida de un bien infinito. Una lesión al orden social: la inclinación al mal, que permanece después del pecado original y se agrava con los pecados actuales, ejerce su influjo en las mismas estructuras sociales, que en cierto modo están marcadas por el pecado del hombre. Los pecados de los hombres son causa de situaciones objetivamente injustas, de carácter social, político, económico, cultural, etc. En este sentido puede hablarse con razón de pecado social, que algunos llaman estructural: todo pecado tiene siempre una dimensión social, pues la libertad de todo ser humano posee por sí misma una orientación social (cfr. Exh ap. post-sinodal Reconciliación y Penitencia de Juan Pablo II, n. 16); Una lesión al cuerpo Místico de Cristo: asimismo, todo pecado repercute en la Iglesia, pues se desarrolla en el misterio de la comunión de los santos:

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Se puede hablar de una `comunión del pecado', por el que un alma que se abaja, abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente al que lo comete (ibidem).

  5.1.2 Distinción de los pecados   Nos interesa conocer en los pecados tres distinciones fundamentales: la teológica, la específica y la numérica.   Distinción teológica: es la que existe entre el pecado mortal y el venial. De esta distinción se hablar  con detenimiento más adelante. Distinción específica: es la que existe entre pecados de diversa especie o naturaleza. Es una distinción necesaria por el precepto divino de confesar los pecados graves en su especie ínfima (ver 5.1.3). Son específicamente distintos:   1) los pecados que se oponen a diversas virtudes: ej., la gula, que se opone a la templanza, y el robo, que se opone a la justicia;   2) los pecados que se oponen a la misma virtud por exceso o por defecto: ej., la presunción (exceso desordenado de la esperanza) y la desesperación (falta de esperanza); o la soberbia (falta de humildad) y la pusilanimidad (falsa humildad);   3) los pecados que se oponen a diversos objetos de una misma virtud: la justicia, ej., comprende cuatro bienes diferentes -la vida, la fama, el honor y la propiedad- que originan cuatro pecados diversos: el homicidio, la murmuración, la injuria y el robo;   4) los pecados que quebrantan leyes o preceptos dados por motivos diversos: ej., quien omite la asistencia a una Misa que debe oír por ser domingo y por cumplir una penitencia.   Distinción numérica: es la que existe entre los diversos actos pecaminosos cometidos.   5.1.3 La especie moral ínfima   Interesa tratar este inciso ya que para la confesión sacramental es preciso declarar los pecados según su especie moral ínfima (cfr. CIC, c. 988); es decir, que el pecado ha de ser expresado de forma tal que no admita inferiores subdivisiones en especies distintas. Así, no se puede decir tan sólo: me acuso de un pecado contra la caridad, o de un pecado de lujuria; hay que especificar si fue de pensamiento, deseo, palabra, de tal obra, etc., añadiendo las circunstancias que puedan modificar su especie.

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  En el caso de los pecados mortales, ha de decirse siempre, además, el número de veces que se cometió. Si esto resulta muy difícil porque no es fácil recordar, porque hace muchos años de la última confesión, etc., ha de decirse un número aproximado (alrededor de 2 veces al mes durante tres años, p. ej.).

  5.2 CLASIFICACION DEL PECADO   El pecado puede clasificarse según el siguiente esquema:   5.2.1 Original  

(el pecado de Adán y Eva, que se trasmite a todos los hombres por generación)

Personal (el pecado que comete el propio individuo)

5.2.2 Habitual

(es la mancha que deja en el alma el pecado actual. Se llama también “estado de pecado”)

 

(cada transgresión de la ley divina)

Actual

5.2.3 Interno

(si se realiza sólo en la mente o en el corazón, p. ej., odiar)

 

(si se realiza exteriormente, con palabras o hechos)

Externo

5.2.4 Formal

(cuando se comete a sabiendas de que se quebranta la ley o, en otras palabras, si se actúa en contra de la conciencia)

 

Material

(cuando se quebranta la ley involuntariamente, es decir, la conciencia es recta pero errónea. Es el caso de actuar por ignorancia invencible)

5.2.5

De (acción positiva contra un precepto: e. ej., el homicidio) comisión

 

De omisión

(ausencia de un acto positivamente imperado: p. ej., no oír Misa en día festivo)

5.2.6 Mortal

Esta última clasificación es la que más nos interesa porque

 

en un caso, el del pecado mortal, al destruirse la gracia hay un alejamiento total de Dios que de no rectificarse, supone el perderlo eternamente. Por lo tanto, está en juego la consecución o la pérdida del fin último para el que hemos sido creados.

Venial

5.3 EL PECADO MORTAL   Definición de pecado mortal   “Es la transgresión deliberada y voluntaria de la ley moral en materia grave”. El pecado mortal implica la muerte del alma porque destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. Para vivir espiritualmente, el hombre debe permanecer en comunión 41

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con el supremo principio de vida, que es Dios, en cuanto es el último fin de todo su ser y obrar. Ahora bien, el pecado es un desorden perpetrado por el hombre contra ese principio vital. Y cuando por medio del pecado el alma comete una acción desordenada que llega hasta la separación del fin último Dios al que est  unida por la caridad, entonces se da el pecado mortal (Exh. Ap. 'Reconciliación y Penitencia', n. 17, del 2-XII-84).   5.3.2 El pecado mortal en relación con Dios y con relación al hombre.   En relación a Dios el pecado mortal supone:   Gravísima injusticia contra su supremo dominio al sustraerse de su ley; Desprecio de la amistad divina, manifestando enorme ingratitud para quien nos ha colmado de tantos y tan excelentes beneficios; Renovación de la causa de la muerte de Cristo; Violación del cuerpo del cristiano como templo del Espíritu Santo.   Por todo ello, teniendo en cuenta la distancia infinita entre el Creador y la criatura, el pecado mortal encierra una maldad en cierto modo infinita. Además, como el orden moral tiene carácter eterno ley eterna, destino eterno del hombre, su negación consciente rebasa el tiempo y llega hasta la eternidad.   Con relación al hombre, el pecado mortal supone la negación del primer y más fundamental valor ontológico: la dependencia de Dios. La consecuencia primera ser  la aversión habitual de Dios, de la que se siguen:   La pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Con ello se pierden las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo y la presencia de inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma. Son famosas las siguientes palabras del Papa San León: “Reconoce, cristiano, tu dignidad, y hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a tu antigua vileza” (Sermo I in Nativitate Domini, 3; PL 54, 193). La pérdida de los méritos adquiridos durante la vida. El oscurecimiento de la inteligencia que la misma ceguedad de la culpa lleva consigo (vera stultitia). “El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta. Hiere la naturaleza del hombre” (Catecismo, n. 1849). La pérdida del derecho a la gloria eterna. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno (Catecismo, n. 1861). El papa Benedicto XII expone este efecto con las siguientes palabras: “Definimos además que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de la muerte descienden al infierno” (Dz. 531; cfr. también Mt. 25, Mc. 9, 42; Apoc. 14, 11; S. Th. I-II, q. 87, a. 3); El pecado atenta también contra la solidaridad humana, ya que el pecador no sólo se perjudica a sí mismo sino que, en virtud del dogma de la

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Comunión de los Santos, daña además a la Iglesia y aun a la totalidad de los hombres. El reato de pena y esclavitud de Satanás; de hijo de Dios el hombre pasa a ser enemigo de Dios. El concilio de Trento (ses. 14, cap. 5) señala que “todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de la ira y enemigos de Dios”.   Aunque el pecador no quiera el alejamiento de Dios, sabe muy bien que independientemente de sus deseos subjetivos, el orden moral objetivo establecido por Dios prohíbe o manda esta acción, castigando con la pena eterna el hacerla u omitirla y, a pesar de saber todo eso, la realiza o la omite. Por un instante de gozo, fugaz y pasajero, acepta quedarse sin su fin sobrenatural eterno. Teniendo en cuenta la distancia infinita entre el Creador y el hombre, como ya quedó dicho, el pecado mortal encierra una maldad en cierto modo infinita que nos permite llamarlo “mysterium iniquitatis”, es la inexplicable maldad de la criatura que se alza, por soberbia, contra Dios (Escriv  de Balaguer, J., “Es Cristo que pasa”, Ed. MiNos, n. 95).   5.3.3 Condiciones para que haya pecado mortal   Para que haya pecado mortal se requiere que la acción reúna tres condiciones: materia grave (factor objetivo), plena advertencia y perfecto consentimiento (factores subjetivos). - Materia grave   No todos los pecados son igualmente graves, puesto que caben distintos grados de desorden objetivo en los actos malos, así como distintos grados de maldad subjetiva al cometerlos. Para que se de el pecado mortal se requiere materia grave, en sí misma (porque el objeto de aquel acto es en sí mismo grave, p. ej., el aborto) o en sus circunstancias (p. ej., por el escándalo que puede causar).

 

Para reconocer si la materia es grave, habrá que decir que todo aquello que sea incompatible con el amor a Dios supone materia grave (es claro, por ejemplo, que la blasfemia o la idolatría no admiten consorcio alguno con el amor a Dios). La seguridad de tal incompatibilidad viene dada por las mismas fuentes de la Teología Moral (cfr. 1.3), en concreto: Las enseñanzas de la Sagrada Escritura: en muchos textos se habla de pecados que excluyen del Reino de los Cielos (cfr. ej., Mt. 5, 22; o bien I Cor. 6, 9-10: no os engañáis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los blasfemos, ni los rapaces, poseerán el reino de Dios). Las enseñanzas de la Iglesia que, por ser depositaria e intérprete de la Revelación divina y de la ley natural, dictamina con su Magisterio la licitud o

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ilicitud de acciones concretas (ej., condenas de errores morales: cfr. Dz. 1151-1216, Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre Etica Sexual, 29-XII-1975, etc.). Las razones teológicas, con las que se ponderan los motivos que hacen considerar las acciones como graves desórdenes. Así, los teólogos y doctores de la Iglesia suelen dividir los pecados en dos categorías especiales: Los que de suyo siempre son mortales (llamados también intrínsecamente mortales o pecados mortales ex toto genere suo); es decir, no admiten parvedad de materia y no pueden ser leves sino por falta de plena advertencia o perfecto consentimiento ( ej., la blasfemia, la idolatría, la lujuria, etc.). Lo anterior fue vuelto a explicar recientemente por el Papa Juan Pablo II: “algunos pecados, por razón de su materia, son intrínsecamente graves y mortales. Es decir, existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave” (Exh. Ap. Reconciliación y penitencia, n. 17, 2-XII-1984).   Los que no siempre son mortales (llamados pecados graves, ex genere suo), ya que aunque se refieran a materia gravemente prohibida (ej., el hurto), admiten parvedad de materia, de modo que si sólo hay materia leve no pasan de pecado venial ( ej., robar una cosa insignificante). - Plena advertencia   Ya al hablar de los actos humanos vimos lo referente a la advertencia y al consentimiento, por lo que aquí diremos sólo algunas cosas prácticas. En primer lugar, que la advertencia se refiere a dos cosas:   Advertencia del acto mismo: es necesario darse cuenta de lo que se esté  haciendo (p. ej., no advierte totalmente la acción el que está  semidormido); Advertencia de la malicia del acto: es necesario advertir aunque sea confusamente que se está  haciendo un pecado, un acto malo ( ej., el que come car- ne en vigilia, pero ignora absolutamente que lo es, advierte la acción comer carne, pero no su ilicitud).

 

Cabe también decir que la advertencia moral no comienza sino cuando el hombre se da cuenta de la malicia del acto: mientras no se advierta esta malicia no hay pecado. Sin embargo, también es preciso señalar que para que haya pecado no es necesario advertir que se está  ofendiendo a Dios; basta darse cuenta aunque sea confusamente que se realiza un acto malo. - Perfecto consentimiento  

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Como el consentimiento sigue naturalmente a la advertencia, resulta claro que sólo es posible hablar de consentimiento pleno cuando ha habido plena advertencia del acto. Si no hubo advertencia plena del acto o de su malicia, puede también decirse que falla el perfecto consentimiento para la realización de ese acto o para su imputabilidad moral. Es importante distinguir entre `sentir' una tentación y `consentirla'. En el primer caso se trata de un fenómeno puramente sensitivo de la parte animal del hombre, mientras en el segundo es ya un acto plenamente humano, pues supone la intervención positiva de la voluntad. No es siempre fácil saber si hubo consentimiento pleno. En el caso de duda sirve fijarse en lo que pasa ordinariamente: quien ordinariamente consiente debe juzgar que consintió, y al contrario. Igualmente es importante recordar que es ilícito proceder con duda: debe salirse de ella antes de actuar. No debe confundirse el consentimiento semi-pleno o la falta de consentimiento con una acción voluntaria que alguien realiza bajo coacción física o moral superable. Por ejemplo, aquel que, amenazado de muerte, inciensa un ídolo, hace un acto perfectamente consentido: ha aceptado positivamente en su voluntad el ser idólatra, aunque lo hiciera bajo coacción.

  5.4 EL PECADO VENIAL   5.4.1 Definición y naturaleza del pecado venial   “Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento” (Catecismo, n. 1862). Venial viene de la palabra venia, que significa perdón, y alude al más fácil perdón de este tipo de faltas: se remiten no exclusivamente en el fuero sacramental sino también por otros medios.

El pecado venial difiere sustancialmente del mortal, ya que no implica el elemento esencial del pecado mortal que es, como quedó explicado (cfr. 5.3.1), la aversión a Dios. En el pecado venial se da sólo el segundo elemento, una cierta conversión a las criaturas compatible con la amistad divina. De acuerdo a la enseñanza de Santo Tomás, el pecado venial es un desorden en las cosas, un mal empleo de las fuerzas para caminar hacia Dios, pero en el que se conserva la ordenación fundamental al último fin: los pecados que incurren en desorden respecto a las cosas que orientan al fin, pero que conservan su orden al fin último, son m s reparables y se llaman veniales (S. Th., I-II, q. 88, a. 1). El Papa Juan Pablo II explica: “...cada vez que la acción desordenada permanece en los límites de la separación de Dios, entonces el pecado es venial. Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni por lo tanto, de la bienaventuranza eterna” (Exhort. Apost. Reconciliación y Penitencia, n. 17, 2-XII-1984).

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Para clarificar estos conceptos suele ponerse el ejemplo del que emprende un viaje con el objeto de llegar a un determinado lugar. El pecado mortal equivaldría al hecho de que ese viajero de pronto se pusiera de espaldas y comenzara a caminar en sentido contrario, alejándose así cada vez más de la meta buscada. En cambio, quien comete un pecado venial es como el viajero que simplemente hace una desviación, un pequeño rodeo, pero sin perder la orientación fundamental hacia el punto donde se dirige. 5.4.2 Condiciones para que haya pecado venial   Un pecado puede ser venial por dos razones:   Porque la materia es leve (ej., una mentira jocosa, falta de aprovechamiento del tiempo en los estudios -que no tienen consecuencias graves en los exámenes-, una pequeña desobediencia a los padres, etc.); Porque siendo la materia grave, la advertencia o el consentimiento no han sido perfectos (p. ej., los pensamientos impuros semi-consentidos, una ofensa en un partido de futbol por apasionamiento, etc.).

 

Conviene tener en cuenta también que el pecado venial objetivamente considerado puede hacerse subjetivamente mortal por las siguientes causas:   Por conciencia errónea (ej., si se cree que una mentira leve es pecado grave, y se dice, se peca gravemente); Por un fin gravemente malo (ej., si se dice una pequeña mentira deseando cometer, gracias a ella, un hurto grave); Por acumulación de materia (ej., cuando se roba 10 más 10 más 10...); Por el grave detrimento que se siga del pecado venial:

a) de daños materiales (ej., el médico que por un descuido leve ocasiona la muerte del paciente);   b) de peligro de pecado mortal (ej., el que por curiosidad acude a un espectáculo sospechando que ser  para él ocasión de pecado);   c) por peligro de escándalo (ej., el que inventa aventuras que llevan a otros a cometer pecados).  5.4.3 Efectos del Pecado venial   “El pecado venial, debilita la caridad, entraña un afecto desordenado a bienes creados, impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral, merece penas temporales, el pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal.  

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No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. No priva de la gracia santificante, de la amistad de Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna” (Catecismo, n. 1863). “El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos pequeños objetos hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión...” (S. Agustín, Es. Jo. 1, 6).   5.5 PECADOS ESPECIALES   Algunos pecados especiales se agrupan bajo los siguientes nombres:   Pecados contra el Espíritu Santo “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá  perdón nunca, antes bien será  reo de pecado eterno” (Mc. 3, 29; cfr. Mt. 12, 32; Lc. 12, 10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna (Catecismo, n. 1864). Entre estos pecados se incluyen la presunción de salvarse sin méritos, la desesperación, la impugnación de la verdad cristiana conocida, la obstinación en el pecado y la impenitencia final.   Pecados que claman al cielo,

 

Porque su influencia nefanda en el orden social pide venganza de lo alto. Suelen recibir esta denominación el homicidio, la homosexualidad, la opresión de los débiles, la retención de salario a los obreros. -

Pecados capitales,

Llamados así porque los demás suelen proceder de ellos como de su cabeza u origen. Clásicamente se citan la soberbia o vanagloria, la envidia, la avaricia, la ira, la lujuria, la gula y la pereza.   5.6 LAS IMPERFECCIONES   Se trata de transgresiones voluntarias no ya de los preceptos obligatorios de la ley, sino de lo que es un simple consejo o conveniencia para la salvación. Es un rechazo voluntario de las gracias actuales que Dios nos va dando para que en cada momento hagamos lo que es de su agrado. Es no decir a Dios siempre

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que sí. Conviene considerar que, al ser Dios infinito, nada escapa a su querer, ni aun las cosas que nosotros podríamos considerar intranscendentes (p. ej., ir el domingo a este lado o al otro, decir o callar un comentario, etc.). Nada le es indiferente; en su Sabiduría infinita ha determinado hasta en sus últimos detalles lo que es de su agrado en cada momento de nuestra vida. Del primer precepto del Decálogo (cfr. Deut. 6, 4-9; Mt. 22, 37-38), confirmado por las palabras del Señor en el Sermón de la Montaña sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto (Mt. 5, 48; ver también I Cor. 1, 2; Gal. 4, 6-7) se sigue la obligación de todos los hombres de tender a la santidad y, por tanto, de luchar continuamente para evitar la imperfección en todos los  ámbitos de las virtudes.   5.7 CAUSAS DEL PECADO   En realidad siempre la causa universal de todo pecado es el egoísmo o amor desordenado de sí mismo (cfr. S. Th., I-II, q. 84, a. 2).   Amar a alguien es desearle algún bien, pero por el pecado desea el hombre para sí mismo, desordenadamente, un bien sensible incompatible con el bien racional. Que el amor desordenado a sí mismo y a las cosas materiales es la raíz de todo pecado queda frecuentemente de manifiesto en la Sagrada Escritura (cfr. Prov. 1, 19; Eclo. 10, 9; Jue. 5, 10; 10, 4; I Sam. 25, 20; II Sam. 17, 23; I Re. 2, 40; Mt. 10, 25; etc.). Junto a la causa universal de todo pecado, podemos distinguir otras, tanto internas como externas:   Las causas internas son las heridas que el pecado original dejó en la naturaleza humana:   La herida en el entendimiento: la ignorancia que nos hace desconocer la ley moral y su importancia; La herida en el apetito concupiscible: la concupiscencia o rebelión de nuestra parte más baja, la carne, contra el espíritu; La herida en el apetito irascible: la debilidad o dificultad en alcanzar el bien arduo, que sucumbe ante la fuerza de la tentación y es aumentada por los malos hábitos; La herida en la voluntad: la malicia que busca intencionadamente el pecado, o se deja llevar por él sin oponer resistencia.   Las causas externas son:   El demonio, cuyo oficio propio es tentar o atraer a los hombres al mal induciéndolos a pecar. “Sed sobrios y estad en vela, porque vuestro enemigo el diablo anda girando como león rugiente alrededor de vosotros en busca de presa que devorar” (I Pe. 5, 8; cfr. también Sant. 4, 7);

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Las criaturas que, por el desorden que dejó en el alma el pecado original, en vez de conducirnos a Dios en ocasiones nos alejan de El. Pueden ser causa del pecado ya sea como ocasión de escándalo (ver 7.3.3.d), bien cooperando al mal del prójimo (ver 7.3.3.e).

  5.8 LAS TENTACIONES

Por tentación se entiende toda aquella sugestión interior que, procediendo de causas tanto internas como externas, incita al hombre a pecar. Las tentaciones actúan en el hombre de tres maneras:   Engañando al entendimiento con falsas ilusiones, haciéndole ver, p. ej., la muerte como muy lejana, la salvación muy fácil, a Dios más compasivo que justiciero, etc.; Debilitando a la voluntad, haciéndola floja a base de caer en la comodidad, en la negligencia, etc.; Instigando a los sentidos internos, principalmente la imaginación, con pensamientos de sensualidad, de soberbia, de odio, etc.   Las tentaciones son pecado no cuando las sentimos, sino sólo cuando voluntariamente las consentimos (Catecismo, nn. 1264, 1426, 2515). Es importante comprender con claridad que la tentación sólo puede incitar a pecar, pero nunca obliga a la voluntad, que permanece siempre dueña de su libre albedrío. Ninguna fuerza interna o externa puede obligar al hombre a pecar. Por tanto, siempre podemos vencer las tentaciones, ya que ninguna de ellas es superior a nuestras fuerzas: Fiel es Dios que no permitir  que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará  sacar provecho (I Cor. 10, 13). Dios no quiere nuestras tentaciones, pero las permite, ya para humillarnos, haciéndonos ver la necesidad que tenemos de su gracia, ya para fortalecernos con la lucha, ya para que adquiramos m‚ritos para el cielo. Los medios para vencer las tentaciones están siempre al alcance de la mano:   Los medios sobrenaturales, que son los más importantes: la oración, la frecuencia de sacramentos y la devoción a la Santísima Virgen; La mortificación de nuestros sentidos, que fortalece la voluntad para que pueda resistir en el momento de la tentación; Evitar la ociosidad, pues la tentación parece que espera el primer momento de ocio para insinuarse; Huir de las ocasiones de pecado, dado que nunca es lícito exponerse voluntariamente a peligro próximo de pecar: supondría conceder poca importancia a la probable ofensa a Dios y tiene, por tanto, razón de verdadero pecado. No tengas la cobardía de ser `valiente': ¡huye! (Camino, n. 132).   5.9 LA OCASION DE PECADO  

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Por ocasión de pecado se entiende toda aquella situación en la que el hombre se encuentra en peligro de caer en pecado. Se distingue de la tentación al ser una realidad externa que se presenta como motivo de pecado. La tentación, en cambio, es sólo una sugestión interior. La ocasión de pecado puede ser:   Próxima: si el peligro de pecar es muy grande y la comisión del pecado casi segura; Remota: si el peligro de pecar no es grande; Voluntaria: si el hombre la busca libremente; Necesaria: cuando es física o moralmente inevitable.   Los principios morales en relación a la ocasión de pecado son:   La ocasión próxima voluntaria de pecar gravemente, es gravemente pecaminosa. Existe, por tanto, el deber absoluto de evitar ese tipo de ocasiones, al grado de exigirse como condición previa indispensable para recibir la absolución sacramental, pues no manifestaría sincero arrepentimiento el que no se aparte de la ocasión próxima voluntaria; p. ej., no podría impartirse la absolución al que no quisiera deshacerse de las revistas obscenas que le suponen ocasión de pecar (cfr. Mt. 5, 29 ss.; 18, 8; Dz. 1211-1213). En la ocasión próxima necesaria, el hombre debe emplear todos los medios a su alcance para alejar en lo posible la ocasión de pecar y restarle influencia. En otras palabras, debe convertir la ocasión próxima en remota. Es imposible al hombre evitar todas las ocasiones remotas de pecar, especialmente en relación al pecado venial, tanto por la fragilidad de su naturaleza como por los peligros externos. Debe, sin embargo, aumentar por ello su confianza en Dios y acudir con m s frecuencia a los medios sobrenaturales, evitando igualmente la excesiva inquietud.

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6. LOS MANDAMIENTOS    6.1 LOS MANDAMIENTOS: CAMINO PARA CONOCER LA VOLUNTAD DE DIOS   El hombre tiene un fin para el que ha sido creado por Dios: darle gloria amándolo y obedeciéndolo en la tierra, para después ser feliz con El en el Cielo. La razón de nuestra existencia es dar gloria a Dios. ¨Y cómo daremos gloria a Dios? Cumpliendo en todo momento su voluntad: la voluntad divina nos encamina a nuestro fin y, como seres libres que somos, debemos asumirla con deseos de amar y obedecer a nuestro Creador y Señor.

 

La voluntad de Dios se cumple primariamente en la observancia de los mandamientos que son el camino para salvarse. El que los cumple, se salva; el que no los cumple, se condena. Son, por tanto, el compendio de lo que Dios desea que hagamos. Cuenta el Evangelio que un muchacho se acercó a Jesús y le preguntó Maestro, ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?. El Señor le respondió: Si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos (Mt. 19-17). De esta manera tan clara Jesucristo le indicó y nos indica también a nosotros cuál es el camino para ir al Cielo.

  6.2 REVELACION DEL DECALOGO   Todos los hombres tenemos la ley natural grabada en el corazón, de forma con cierta facilidad podemos conocer sus principios fundamentales. embargo, el pecado original y los pecados personales posteriores oscurecido el entendimiento de tal forma que a veces es difícil conocer principios.

 

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Por esta razón, para que con mayor facilidad, con firme certeza y sin ningún error todos los hombres pudieran conocer lo que debían hacer para salvarse, Dios reveló su voluntad dándonos los diez mandamientos. En el Monte Sinaí, 1500 años antes de Cristo, después de que el pueblo elegido salió de Egipto, Dios entregó a Moisés el Decálogo, dándole los diez mandamientos esculpidos en dos tablas de piedra para que nunca se olvidaran de cumplirlos (cfr. Ex., 19-20).   La ley que Dios dictó a Moisés en el Sinaí fue llevada a la perfección por Jesucristo, que se ha puesto a Sí mismo como modelo y camino para alcanzar la vida eterna (cfr. Jn. 14, 6). Esta perfección se revela como veremos más adelante en el mandamiento nuevo del amor: amor a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas, y amor a los demás como a nosotros mismos.

  6.3 DEBER DE CUMPLIR EL DECALOGO

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  “Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves” (Catecismo, n. 2067).   Los diez mandamientos son “básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos. Los diez mandamientos est n grabados en el corazón del ser humano” (Id.).   “La obediencia a los diez mandamientos implica también obligaciones cuya materia es, en sí misma, leve” (Catecismo, n. 2068).   “Así, la injuria de palabra est  prohibida por el quinto mandamiento, pero sólo podría ser una falta grave en razón de las circunstancias o de la intención del que la profiere” (Id.).   Pero para poder cumplirlos, es preciso antes conocerlos bien. Esos diez mandamientos de la ley de Dios son una prueba de su amor y de su misericordia: son como las señales indicadoras que nos muestran el modo de obrar rectamente y nos advierten de los peligros. Está en nuestro poder vivirlos con la gracia de Dios, que siempre concede a quien la pide debidamente. Si a algunos les resulta muy difícil su cumplimiento es porque abandonan la oración, la frecuencia de sacramentos y los demás medios que Dios nos ha dejado. Por eso dijo San Agustín: Dios no manda imposibles: te avisa que cumplas lo que puedas, y pidas lo que no puedas, y El te dar  la gracia para que puedas (De nat. et gratia, c. 43, 50: PL 44, 271).

  6.4 ENUNCIADO Y SINTESIS DE LOS MANDAMIENTOS   Los mandamientos de la Ley de Dios son diez (por eso se llama decálogo, de diez palabras o leyes). Su enunciado, de modo resumido es:   1° Amarás a Dios sobre todas las cosas. 2° No tomar s el nombre de Dios en vano. 3° Santificar s las fiestas. 4° Honrarás a tu padre y a tu madre. 5° No matarás. 6° No cometerás actos impuros. 7° No hurtarás. 8° No levantarás falso testimonio ni mentirás. 9° No consentirás pensamientos ni deseos impuros. 10° No desearás los bienes ajenos.   Los tres primeros mandamientos hacen referencia al honor a Dios y los otros siete al provecho del prójimo. De ahí que los diez mandamientos

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puedan sintetizarse en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. El amor, por tanto, es la perfección de toda ley. Por ello el Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las `diez palabras' remite a cada una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es transgredir todos los otros (Catecismo, n. 2069). Por último, es importante señalar que cada mandamiento encierra dos partes: una positiva, o sea lo que manda; y la otra, negativa, lo que prohíbe.

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7. PRIMER MANDAMIENTO: AMARAS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS   Narra el Evangelio que un Doctor de la Ley se acercó a Jesús con la intención de tentarlo: Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento de la Ley? La respuesta del Señor, conocida por todos, fue: “Amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento” (Mt. 22, 36-38). Además de ser el primer precepto divino, este mandamiento de alguna manera los incluye a todos: cualquier transgresión a la ley de Dios viene precedida por la carencia de amor a El. El mandato de amar a Dios sobre todas las cosas conlleva la necesidad de vivir las virtudes de la fe, la esperanza, la caridad y la virtud de la religión:   - la fe, porque para amar a Dios antes hay que creer en El; - la esperanza, porque el amor exige la confianza en sus bondades;

 

- la caridad, por ser el objeto propio del mandamiento;   - la religión, en cuanto que es la virtud que regula las relaciones del hombre con Dios. Los pecados contra las cuatro virtudes antes mencionadas constituyen el ámbito de prohibiciones del primer mandamiento.

 

- La especie moral ínfima de los pecados contra este precepto se trata al estudiar cada virtud.

  7.1 LA FE

7.1.1 Definición y Naturaleza de la fe   La fe es la virtud sobrenatural por la que creemos ser verdadero todo lo que Dios ha revelado. Puesto que las realidades sobrenaturales exceden la capacidad natural de la mente humana, es preciso que Dios infunda en la inteligencia una gracia particular para que el hombre sea capaz de asentir a su mensaje: esa gracia es la virtud de la fe. El modo habitual por el que se produce la primera infusión de la virtud sobrenatural de la fe es el bautismo.   La fe es requisito fundamental para alcanzar la salvación: el que creyere y fuere bautizado se salvará, y el que no creyere se condenará  (Mc. 16, 16; cfr. también Jn. 3, 18; Dz. 799 y 1793; CIC, c. 748 & 1).

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No es difícil advertir la necesidad absoluta de la fe para alcanzar la vida eterna: resulta imposible una unión íntima con Dios eso es la vida eterna si no se da antes por la fe un primer contacto, una unión inicial.   La fe es un conocimiento intelectual de las verdades reveladas por Dios pero que, sin embargo, se ha de plasmar después en actos concretos que la manifiesten: se ha de hacer vida. Así como el que carece de fe no se salva, tampoco se salva el que, teniendo fe, no la manifiesta con obras: “como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así también es muerta la fe sin obras” (Sant. 2, 26).   7.1.2 Deberes que impone la fe La virtud de la fe que Dios nos ha dado, impone al hombre fundamentalmente tres deberes: el deber de conocerla, el de confesarla y el de preservarla de cualquier peligro.   A. El deber de conocer la fe   Todos los hombres, de acuerdo con cada uno a su propio estado y condición, han de esforzarse por conocer las principales verdades de la fe. El apóstol San Juan nos dice expresamente “que es voluntad de Dios que creamos en el nombre de su hijo Jesucristo” (I Jn. 2, 23); y la Iglesia declara ese deber gravísimo (cfr. CIC, cc. 773, 774 & 2, Catecismo, n. 2087). Las verdades de la fe que a todo cristiano es necesario conocer, son:   1) los dogmas fundamentales, contenidos en el Credo; 2) lo que es necesario practicar para salvarse: los Mandamientos de Dios y de la Iglesia; 3) lo que el hombre debe pedir a Dios: el Padrenuestro; 4) los medios necesarios para recibir la gracia: los Sacramentos.   Como es lógico, las personas con formación intelectual tienen mayor obligación de conocer la fe que los más ignorantes; y los padres o patrones tienen el deber de enseñarla a sus hijos o empleados (cfr. 10.3.2 y 10.4.2).   B. El deber de confesar la fe   La virtud de la fe impone el deber de confesarla, y esto de una triple manera:   1) manifestándola con palabras o gestos; La manifestación con palabras de la fe se da, por ejemplo, cuando recitamos el Credo, pues ahí estamos haciendo una confesión explícita de nuestra fe en las verdades fundamentales que Dios nos ha revelado.

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Al asistir a la Santa Misa, manifestamos la fe cuando nos persignamos, nos arrodillamos en la consagración, etc.; todos esos actos están impulsados por la fe: sin ella resultarían incomprensibles y ridículos. 2) a través de las obras de la vida cristiana; Pero la confesión de nuestra fe ha de manifestarse también en las obras, en una vida cada vez más reciamente cristiana: ha de haber una coherencia entre la doctrina -lo que creemos- y la vida -lo que hacemos. La experiencia nos muestra que muchos hombres, por no practicar las obras que la fe prescribe, terminan por perderla, o al menos vivir como si no la tuvieran, cumpliéndose así aquellas palabras de la Sagrada Escritura: la fe sin obras es muerta (Sant. 2, 20).   En determinadas circunstancias puede ser lícito ocultar o disimular la fe, con tal de que eso no equivalga a una negación; p. ej., un sacerdote podría viajar disfrazado en época de persecución.   Sin embargo, lo ordinario ser  la manifestación de nuestra fe en nuestra vida diaria, cotidiana, en nuestras palabras; y si llega a ser necesario, la confesión clara y explícita, aun a costa de la propia vida. Nunca es lícito negar la fe. 3) por la práctica del apostolado. Ser consciente del gran don recibido de la fe que lleva a querer que otros participen de él también plenamente, y esta acción propagadora se conoce como apostolado, catequesis o evangelización (ver 7.3.3).    

 

 

C. El deber de preservar la fe Siendo la fe un don tan grande, es obligatorio evitar todo lo que pueda ponerla en peligro, por ejemplo, ciertas lecturas o amistades, práctica de otras religiones, descuido del conocimiento de su verdad, etc. Y, al mismo tiempo, defenderla por medio del estudio y la formación, pidiendo consejo, etc. El deber de preservarla lleva a fortalecerla: la fe puede y debe crecer en nosotros hasta llegar a ser intensísima, como la que tuvieron los santos que vivían de ella: el justo vive de la fe (Rom. 1, 17). Nada más útil e importante para la vida cristiana que el ejercicio diario e intenso de nuestra fe, hasta que lleguemos a poseerla de tal modo viva y ardiente que sea el principio de todos nuestros actos y nos haga comenzar en la tierra, de alguna manera, la vida eterna que nos espera en el cielo. Los cristianos no deberíamos tomar ninguna decisión, si no es movidos e impulsados por la fe. Por otra parte, es frecuente que la transgresión continua de la ley de Dios produzca en el pecador un enfrentamiento psicológico que le lleve a optar

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por una de estas dos soluciones: o el abandono del pecado, o el rechazo de las verdades de la fe, con el objeto de justificar su comportamiento inmoral. Por eso los cristianos -que reciben infusamente la fe sobrenatural en el sacramento del bautismo- cuando afirman tener problemas de fe, generalmente lo que tienen es problemas de conducta: “Ha seguido el camino de la impureza, con todo su cuerpo..., y con toda su alma. -Su fe se ha ido desdibujando... aunque bien le consta que no es problema de fe” (Mons. J. Escrivá  de Balaguer, Surco, n. 837).

  7.1.3 Pecados Contra la fe   Se puede pecar contra la fe por infidelidad, apostasía, herejía, aceptando dudas contra la fe, por no confesarla y por exponerla a peligros.   A. Infidelidad: es la carencia culpable de la fe, ya sea total (ateísmo) o parcial (falta de fe). A esa carencia culpable se llega: por negligencia en la propia instrucción religiosa; por rechazar o despreciar positivamente la fe después de haber recibido suficientemente la instrucción; por haber cometido alguno de los otros pecados específicamente contrarios a la virtud de la fe.   Este pecado es de los más grandes que se pueden cometer y muy peligroso, porque supone el rechazo del principio y fundamento de la salvación eterna: la fe es el comienzo, fundamento y raíz de la justificación, señala el Concilio de Trento (cfr. Dz. 801). No caen en este pecado los no cristianos que inculpablemente no han tenido noticia de la verdadera religión (cfr. Dz. 1068).   B. Apostasía: es el abandono total de la fe cristiana recibida en el bautismo; p. ej., los católicos que cambian de religión o los que, sin cambiar formalmente, se han apartado completamente de la fe católica cayendo en el racionalismo, el panteísmo, el marxismo, la masonería, etc. Es un gravísimo pecado que conlleva la pena de excomunión (cfr. CIC, c. 1364). Nunca puede haber un motivo justo para abandonar la verdadera fe revelada: el que lo hace incurre, por tanto, en pecado personal.   C. Herejía: es el error voluntario y pertinaz contra alguna verdad de fe. En realidad toda herejía, aunque sea parcial, coincide con la apostasía porque, rechazada una verdad cualquiera de la fe, se está  rechazando su motivo formal, que es la autoridad de Dios que revela. La negación de una verdad religiosa no siempre es herejía; para eso es necesario:   1) que la verdad haya sido definida como dogma de fe, por que de otro modo no hay herejía, aunque haya evidentemente un pecado contra la fe;  2) que se niegue con persistencia, es decir, sabiendo que se va contra las enseñanzas de la Iglesia.  

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La herejía es un pecado gravísimo que no admite parvedad de materia: supone una injuria contra Dios y la Iglesia, así como el desprecio de su autoridad. Conlleva la pena eclesiástica de excomunión (cfr. CIC, c. 1364). La Iglesia, que es Madre, protege a los fieles denunciando las principales herejías y errores; así lo ha hecho a lo largo de los veinte siglos de existencia sobre la tierra. Recordamos algunas de las condenas recientes: En 1950, p. ej., el Papa Pío XII condena en su Encíclica “Humani generis” una serie de errores entre los que se cuentan el evolucionismo panteísta, el poligenismo, el materialismo histórico y dialéctico, el inmanentismo, el existencialismo, el modernismo, el relativismo dogmático, etc. (cfr. Dz. 2305 y ss.). El mismo Papa condenó la llamada “moral nueva” o “de situación”, que rechaza las normas de moralidad objetivas y universales (cfr. AAS 44 (1952), pp. 270-278 y 413-419). Anteriormente la Iglesia había condenado la masonería y otras sectas anticatólicas (cfr. AAS 16, 430; 17, 44). De modo particular y repetidas veces ha condenado el socialismo marxista (cfr. AAS 29 (1937), 65-106; AAS 50 (1958), 601-614; AAS 56 (1964), 651-653; Dz. 1851, 1857, etc.). El Papa San Pío X condenó una serie de herejías agrupadas bajo la común denominación de “modernismo” (cfr. Dz. 2001-2065 a.). Más recientemente el Magisterio ha advertido las desviaciones que implican ciertas formas de teología de la liberación tan en boga en América Latina (cfr. Instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe del 6-VIII-84). La Iglesia en épocas pasadas condenó con vigor una herejía que se manifestaba en una acción de tipo práctico: la cremación de cadáveres. La verdad de fe que se impugnaba era la resurrección de los cuerpos luego del juicio final: reduciendo el cadáver a cenizas, los herejes pretendían negar ese dogma, pensando que así quedaba más patente la imposibilidad de que alguien resucitara con su propio cuerpo. Por ese motivo la Iglesia prohibía en el pasado la cremación. Con la nueva legislación “la Iglesia aconseja que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no se prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana” (CIC, c. 1176 & 3).   D. Dudas contra la fe. A lo largo de nuestra vida podrán presentarse sobre todo debido a la ignorancia dudas contra la fe, ya que el hombre ha de creer lo que no ve ni comprende, y que muchas veces va contra los datos de los sentidos: ej., que el pan consagrado es real y verdaderamente el Cuerpo de Cristo. Si estas dudas se rechazan con firmeza, por sumisión del entendimiento a Dios, haciendo actos explícitos de fe (por ejemplo, rezando un Credo), no son pecado y pueden ser fuente de méritos para la vida eterna. El pecado se da al admitir positivamente la duda de fe. Para combatir las dudas de fe hay que procurar:

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Acudir con prontitud al motivo de nuestra fe, recordando que creemos no por lo que veamos o comprendamos, sino porque confiamos en Dios que ha revelado; instruirnos por medio de lecturas adecuadas y por la petición de consejo a personas competentes, por la asistencia a medios de formación, etc.; Si son insistentes y molestas, habrá que despreciarlas poniendo la mente en otra cosa, y repitiendo actos explícitos de fe.

La llamada duda metódica, que consiste en el examen científico de una dificultad presentada contra la fe, es lícita con la debida prudencia. El ánimo de consultar y estudiar a fondo las cuestiones, por parte de los especialistas que tienen la debida preparación, facilita el camino para un sólido y profundo conocimiento de la fe. E. Pecados por no manifestar exteriormente la fe. Pecan de esta manera los que ocultan su fe disimuladamente, lo que equivale a su negación. Es cierto, como ya dijimos, que se puede ocultar la fe cuando no urge el deber de confesarla, y de su confesión no se va a seguir ningún provecho. Sin embargo, hay obligación de confesar la fe con la conducta diaria a veces de modo expreso si es necesario, y el no hacerlo es pecado.

 

Aquí cabe hablar del respeto humano, que consiste en la vergüenza de manifestar exteriormente la fe por miedo de la burla de los demás. Evidentemente supone cobardía ya que el hombre de carácter no tiene miedo a manifestar sus convicciones cuando es necesario y una débil fe, que hace más caso a los hombres que a Dios. No confesar la fe puede ser pecado mortal cuando: 1) lleva a omitir preceptos graves (ej., el temor a decir a los amigos con quienes se pasa el fin de semana que es domingo y desea ir a Misa);   2) va acompañado de desprecio a la religión y puede causar escándalo (ej., secundar las bromas o los ataques contra las cosas de Dios).

 

El temor a manifestar nuestra fe se ver  superado si tenemos muy presentes las palabras de Jesús cuando dice: “A quien me confesare delante de los hombres yo también lo confesaré delante de mi Padre; mas el que me negare delante de los hombres, yo lo negaré delante de mi Padre celestial” (Mt. 10, 32). F. Pecados por exponer a peligros la fe: con la actitud imprudente de no evitar todo lo que pueda hacerle daño a la fe. Esos peligros pueden ser varios:   Trato sin las debidas cautelas con quienes propaguen ideas o doctrinas contrarias a la fe católica. Dentro de la jerarquía de bienes que un hombre posee, el don de la fe es el que antecede a los demás. Cualquier otro

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interés -afectivo, familiar, económico, de influencia, etc-. ha de supeditarse al bien superior de la fe. Existe, por tanto, la obligación de evitar el trato con aquellas personas que pueden poner en peligro el don de la fe; por ejemplo, activistas del marxismo, ministros de otros credos, propagandistas del protestantismo, etc.

 

El indiferentismo religioso (“es lo mismo una religión que otra, e incluso ninguna”) tan frecuente hoy en día en determinados ambientes, ocasiona que la fe se vaya debilitando paulatinamente, y puede llegar el momento en que se pierda por completo. Lectura de libros contrarios a la fe, que van dejando en nuestro interior un ambiente insano de duda y prevención. Los libros, alimento de la inteligencia, son siempre sembradores de ideas, y así como los libros sanos dejan ideas buenas, los perniciosos depositan una mala semilla que luego va ahondando y creciendo en el alma.

 

Los libros actúan en nuestro interior como el alimento en el cuerpo: insensiblemente y sin que lo podamos impedir, los alimentos que ingerimos se transforman en nuestra carne y en nuestra sangre. Así, de modo insensible, como por ósmosis, las ideas leídas se transforman en alimento de nuestra mente y van determinando nuestro modo de pensar y de juzgar los acontecimientos y las cosas.   Algunos libros están prohibidos por el derecho natural; otros puede prohibirlos la Iglesia, en ejercicio de su autoridad pastoral. Anteriormente existía el Indice -como se llamaba al Index librorum prohibitorum-, un compendio elaborado por la Santa Sede en el que se recogían algunas de las obras m s perniciosas para la fe y la moral.   La lectura de esos libros llevaba implícita una censura eclesiástica que desapareció al ser abrogado el Indice, pero queda vigente la prohibición, por ley natural, de leer esos libros, ya que suponen un peligro de la fe del lector (cfr. AAS 58 (1966), 455). Hay, por tanto, obligación de consultar antes de leer, cuando los libros hacen relación a la fe o a las costumbres, para evitar poner en peligro la fe o cuestionar la moral. Sobre las ediciones de la Sagrada Escritura, en vista del peligro de interpretaciones subjetivas o heterodoxas, la Iglesia indica que “sólo pueden publicarse si han sido aprobadas por la Sede Apostólica o por la Conferencia Episcopal” (CIC, c. 825 & 1), con las notas aclaratorias necesarias y suficientes. Hay obligación, por tanto, de asegurar la ortodoxia de las ediciones de la Biblia -ya sea completa, ya del Nuevo Testamento, ya de los Evangeliosque se utilicen, analizando si tienen las debidas aprobaciones o consultando en caso de duda.

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Análogamente a las lecturas, podría suponer peligro para la fe la indoctrinación de errores procedentes de algún otro medio: programas de radio o T.V., películas, teatro, conferencias, etc. Asistencia a escuelas anticatólicas o acatólicas: es éste otro peligro de perversión de la fe, como lo muestra la experiencia. Sólo se tolera como un mal menor, con el consiguiente deber de los padres de procurar la educación de los hijos en la fe cristiana (cfr. CIC, c. 798). Negligencia en la formación religiosa, pues la ignorancia en materia de fe hace que ésta sea cada vez más débil e ineficaz. Como ya Vimos (cfr. 7.1.2.a), existe el deber de conocer -de modo proporcionado a las capacidades personales- las verdades de fe.

7.2 LA ESPERANZA   7.2.1 Definición y Naturaleza de la Esperanza   La esperanza es la virtud sobrenatural -infundida por Dios en el alma en el momento del bautismo- por la que tenemos firme confianza en que Dios nos dará por los méritos de Jesucristo, la gracia que necesitamos en esta tierra para alcanzar el cielo. Un patente ejemplo de la esperanza es la actitud de Job ante las múltiples desgracias que sufrió; en un mismo día sus bienes y sus rebaños fueron consumidos por el fuego o robados por los ladrones; sus siervos asesinados y sus hijos sepultados por las ruinas de una casa; él mismo cubierto de llagas desde la planta de los pies hasta la cabeza. En medio de tanta desgracia, sin embargo, no dejaba de decir a quienes se compadecían de él: creo que mi Redentor vive, y que yo he de resucitar de la tierra en el último día, y en mi carne ver‚ a mi Dios (Job 19, 25-26).   El hombre que vive confiado en Dios, sabe que la gracia divina le permite hacer obras meritorias, y que con esas obras merece la gloria alcanzando de Dios la perseverancia. Es decir, sabe que Dios ha prometido el cielo a los que guardan sus mandamientos, y que El mismo ayuda a los que se esfuerzan en cumplirlos. Por eso la esperanza se basa fundamentalmente en la bondad y poder infinitos de Dios, y en la fidelidad a sus promesas; secundariamente, en los infinitos méritos de Jesucristo, que alcanzó nuestra salvación con su muerte, y en la intercesión de la Santísima Virgen María y de los santos. De ahí que el sentido de la fe nos lleve a poner la esperanza en la Santísima Virgen María, a quien al rezar la Salve invocamos con el dulce nombre de spes nostra, esperanza nuestra, ya que confiamos firmemente que, en su condición

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de Madre nuestra, de Corredentora y Medianera de todas las gracias, nos alcanzar  de Dios la perseverancia final y la vida eterna.   7.2.2 Necesidad de la Esperanza   La virtud de la esperanza es tan necesaria como la virtud de la fe para conseguir la salvación: aquel que no confía llegar a término abandona los medios que lo conducen a él. Por eso en la vida terrena que es un caminar hacia el cielo, debemos cuidar y fomentar esta virtud. San Pablo dice que por medio de nuestra esperanza seremos salvados, y también: “no os entristezcáis del modo que suelen hacerlo los demás hombres que no tienen la esperanza” (I Tes. 4, 13). Es consolador para el cristiano recordar que Jesús, al saber la muerte de Lázaro se dirige a Betania, la aldea donde vivía éste con sus hermanas. Marta sale a recibirlo y le dice: “Señor, si hubieses estado aquí no hubiera muerto mi hermano; aunque estoy persuadida de que ahora mismo te conceder  Dios cualquier cosa que le pidas”. Jesús le contesta: “Tu hermano resucitar, a lo que responde Marta: bien s‚ que resucitar  en la resurrección en el último día. Y es entonces cuando el Señor pronuncia esas palabras que son un sustento para nuestra esperanza: Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque hubiera muerto, vivir ; y todo aquel que vive y cree en mí no morir  para siempre (Jn. 11, 21-26).   La esperanza, sin embargo, no excluye un temor de Dios saludable, ya que el hombre sabe que puede ser voluntariamente infiel a la gracia y comprometer su salvación eterna. Se puede decir que Dios desea que un temor bueno acompañe a una firme esperanza; por eso Santo Tomás, al hablar de los dones del Espíritu Santo, no duda en adjudicar la esperanza al don de temor de Dios (cfr. S. Th., IIII, q. 19). Si examinamos la proporción que puede darse entre la esperanza y el temor, es posible decir:   a) esperanza sin temor es presunción, b) esperanza con temor filial es esperanza real, c) esperanza con temor exagerado es desconfianza, d) temor sin esperanza es desesperación.   Lo que al hombre se le pide es que, a pesar de sus muchos pecados, confíe en el Señor, y recurra con constancia a la oración y a los sacramentos, esforzándose por luchar contra sus defectos. No debe olvidarse que Dios es misericordioso porque el hombre es miserable, ya que la misericordia no puede existir donde no hay miseria que socorrer.   7.2.3 Pecados contra la Esperanza   Hay tres maneras de pecar contra la esperanza: por desesperación, por presunción y por desconfianza.

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  A. La desesperación, consiste en juzgar que Dios ya no nos perdonar  los pecados y no nos dar  la gracia y los medios necesarios para alcanzar la salvación. Es el pecado de Caín al decir Mi iniquidad es demasiado grande para que obtenga el perdón (Gen. 4, 13); y también el pecado de Judas que, al ahorcarse, deja ver que no confía en obtener el perdón de Dios (cfr. Mt. 27, 3-6).  

 

La desesperación es pecado gravísimo porque equivale a negar la fidelidad de Dios a sus promesas y su infinita misericordia, y porque muy fácilmente puede conducir a todo exceso, aun al suicidio. Son muchos y muy expresivos los textos de la Sagrada Escritura que nos animan a confiar en Dios, a pesar de nuestros pecados; p. ej.: cuantas veces el hombre se arrepintiere de sus faltas, no me acordar‚ de sus iniquidades. ¿Qué quiero sino que el hombre se salve y viva? (Ez. 18, 21-24). Recordaremos también el perdón concedido a San Pedro (cfr. Lc. 22, 5562) y a la mujer pecadora (cfr. Lc. 7, 36-50) después de sus faltas, o la par bola del hijo pródigo (cfr. Lc. 15, 11-32) y el Buen Pastor (cfr. Lc. 15, 1-7), y veremos que tenemos motivos m s que suficientes para no desesperar a la bondad y misericordia divinas. Santo Tomás afirma que la desesperación procede ordinariamente de dos pecados capitales:   1)      de la lujuria y los demás deleites corporales de ahí el peligro de apegamiento a los bienes materiales, que hunden al hombre cada vez más en el barro de la tierra, produciendo en su alma el fastidio de las cosas espirituales y ultraterrenas “qué aburrido”; 2)      de la pereza o acedia, que abate fuertemente el espíritu y le quita las fuerzas para continuar la lucha contra los enemigos de la salvación, empujándole, por lo mismo, a desesperar por conseguirla. B. La presunción, es un exceso de confianza que nos hace esperar la vida eterna sin emplear los medios previstos por Dios; es decir, sin la gracia ni las buenas obras. Su causa principal es el orgullo. Las diversas formas de pecar por presunción son:   1) los que esperan salvarse por sus propias fuerzas, sin auxilio de la gracia, como los pelagianos; 2) los que esperan salvarse por la sola fe, sin hacer buenas obras, como los luteranos; 3) los que dejan la conversión para el momento de la muerte, a fin de seguir pecando; 4) los que pecan libremente por la facilidad con que Dios perdona; 5) los que se exponen con demasiada facilidad a las ocasiones de pecar, presumiendo poder resistir a la tentación.   La presunción, que es una confianza sin fundamento, y por tanto excesiva y falsa, es un pecado grave porque es un abuso de la misericordia divina y un

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desprecio de su justicia. La Sagrada Escritura la condena severamente: No digáis: la misericordia de Dios es grande, porque tan pronta como su misericordia est  su ira; y con ésta tiene los ojos fijos en el pecador (Eclo. 5, 6). C. La desconfianza, es el caso de quien, sin perder por completo la esperanza en Dios, no confía suficientemente en su misericordia y fidelidad. La desconfianza se origina por los obstáculos y dificultades en la práctica de la virtud, que llevan a caer frecuentemente en el pecado. También se puede originar por el cansancio en lucha contra las tentaciones. Se olvida el alma que es Dios con su Omnipotencia infinita quien salva, por graves y frecuentes que sean las acechanzas del demonio. Cuando la desconfianza tiene por causa el no dudar de la misericordia divina, sino los muchos pecados cometidos, tiene cierta justificación. Pero si es excesiva y no encuentra contrapeso en la bondad de Dios, lleva necesariamente a pecar contra la esperanza.

    7.3 LA CARIDAD   7.3.1 Definiciones y excelencia de la Caridad   La caridad es la virtud sobrenatural infusa por la que amamos a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Tiene, por tanto, un doble objeto, Dios y el prójimo, aunque un solo motivo, porque amamos a Dios por sí mismo y al prójimo por amor a Dios.   La caridad es la más excelente de todas las virtudes, y esto por tres razones:   1) Por su misma bondad intrínseca, pues es la que más directamente nos une a Dios. Santo Tomás explica que la fe nos une a Dios `mentaliter', por un acto de aprehensión del alma, y que la caridad, en cambio, nos une a El `corporaliter', haciéndonos parte de Dios mismo, dándonos su misma vida (cfr. S. Th., III, q. 69, a. 5, ad. 1).   2) Porque es necesario que sea la caridad la que dirija y ordene a Dios todas las demás virtudes, que sin ellas estarían como muertas e informes. “La caridad es la forma, el fundamento, la raíz y la madre de todas las demás virtudes” (S. Th., II-II, q. 24, a. 8). “Ni el don de lenguas, ni el don de la fe, ni otro alguno dan vida si falta el amor. Por más que a un cadáver se le vista de oro y de piedras preciosas, cadáver sigue” (S. Tomás de Aquino, “Sobre la caridad”, en Escritos de Catequesis, Ed. Palabra, Madrid, 1979). Una virtud aislada de la caridad no agrada a Dios. Por ejemplo, sería el caso de aquel que tuviera la virtud de la diligencia pero que la usara para su vanagloria o sólo para beneficios materiales; o el caso de quien fuera cortés y atento pero para fines perversos, etc.

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  3) Porque no termina con la vida terrena, ya que el amor no pasa, no tiene nunca fin, puesto que constituye el contenido esencial de la vida eterna. Santo Tomás señala atinadamente (S. Th., I-II, q. 114, a. 4) que aquí la caridad es ya un comienzo de la vida eterna, y la vida eterna consistir  en un acto ininterrumpido de la caridad. Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad, pero de las tres, la caridad es la más excelente de todas (I Cor. 13, 13; cfr. también 13, 8).

  7.3.2 El Amor a Dios   A. Naturaleza del amor a Dios   En la Sagrada Escritura Nuestro Señor Jesucristo afirma de manera clara y terminante que el primero y mayor de todos los mandamientos es el de la caridad para con Dios: “Amarás al Señor tu Dios: con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt. 22, 37-38; cfr. también Deut. 6, 4-9 que ayuda a darse cuenta de la importancia que tiene este precepto desde siempre e I Cor. 13, 1ss., Mc. 12, 29ss., Lc. 10, 27, etc.). Las razones por las que el hombre debe amar a Dios sobre todas las cosas son:   1) Porque Dios es el Sumo Bien, infinitamente perfecto, bueno y amable. Como el objeto del amor es el bien, y Dios es el Sumo Bien, Dios es el objeto máximo del amor. 2) Porque El nos lo manda, y recompensa este amor con un premio eterno e infinito. 3) Por los múltiples beneficios que nos otorga, y que hacen decir a San Agustín: “Si antes vacilábamos en amarle, ya no vacilaremos ahora en devolverle amor por amor”.   Ese sumo amor que Dios pide al hombre, lo puede ser de tres modos:   1) apreciativamente sumo, cuando el entendimiento comprende que Dios es el mayor bien, y la voluntad lo acepta así; 2) sensiblemente sumo, cuando nuestro corazón así lo siente; 3) efectivamente sumo, cuando se lo demostramos con nuestras acciones.

 

Es necesario que el amor a Dios sea apreciativa y efectivamente sumo, aunque no es necesario que lo sea sensiblemente, por que las realidades físicas pueden afectar más fuertemente nuestra sensibilidad que las espirituales, y así p. ej., podemos sentir m s dolor sensible por la muerte de un ser querido que por un pecado mortal.   B. Pecados contra el amor a Dios “Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios”.

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La indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción previniente y niega su fuerza, La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y devolverle amor por amor, La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad, La acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino, El odio a Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflinge penas (Catecismo, n. 2094).   7.3.3 El Amor al Prójimo.   A. Naturaleza del amor al prójimo   El amor al prójimo es una virtud sobrenatural que nos lleva a buscar el bien de nuestros semejantes, por amor a Dios. No es, por tanto, un afecto puramente natural, sino que procede de la gracia sobrenatural. Por ser sobrenatural, el amor al prójimo hace que nos demos cuenta de que todos los hombres somos hijos de Dios: sois todos hermanos, porque no tenéis más que un solo Padre que est  en los cielos (Mt. 23, 8-9); y por tanto, miembros de Cristo: nosotros, aunque muchos, no somos sino un solo cuerpo con Cristo, y somos miembros unos de otros (Rom. 12, 5). Nuestro amor a los demás debe reunir cuatro características. Ha de ser: Sobrenatural; pues, como ya dijimos, no amamos a otro porque sea éste o aquél, sino por amor a Dios, porque todo prójimo es hijo suyo (cfr. S. Th., IIII, q. 103, a. 3); Universal: debemos amar a todos los hombres sin excepción; es ésta la característica propia y distintiva del discípulo de Cristo (cfr. Jn. 13, 35); Ordenado: ha de amarse más al que, por diversos motivos, está  más cercano a nosotros; ej., ha de amarse más a la esposa que a la hermana, más a los hijos que a los amigos, etc.; o bien al que está  en más grave necesidad material o espiritual, p. ej., el hijo enfermo necesita más amor que los demás; Ha de ser no sólo externo sino también interno, procurando evitar toda aversión o malquerencia hacia nadie.   Como norma de nuestro amor a los demás, Cristo nos pide que actuemos con los otros como quisiéramos que ellos actuaran con nosotros (cfr. Mt. 7, 12). De aquí procede la ausencia de motivos interesados en la caridad cristiana, y también la negatividad de grupos cerrados sean del tipo que sean, de clases o nacionalismos, que miran a intereses sectarios. Por eso la caridad cristiana debe extenderse incluso a nuestros enemigos, siguiendo en esto el ejemplo de Cristo, que en la Cruz pide a su padre perdón por quienes lo han mandado matar (cfr. Lc. 23, 34). Señalaba San Gregorio Magno: “se os ha enseñado que fue dicho: amar s a tu prójimo y odiarás a

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tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os maltratan y persiguen... Como nos hace ver el evangelio, hay una cosa decisiva que pone a prueba la caridad: amar a aquél mismo que nos es contrario” (Hom. 2 sobre los evang.).  

B. Las obras de misericordia   El amor al prójimo es eficaz cuando lleva a practicar las obras de misericordia: sólo es verdadera la caridad si se traduce en realidades concretas. De tal modo es necesario ponerlas en práctica, que Nuestro Señor Jesucristo hace depender de ellas la sentencia de salvación o de condenación eterna: cfr. Mt. 25, 34-43.   Aun cuando todo lo que se hace por el prójimo a impulsos de la caridad es una obra de misericordia, el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2447) señala las siguientes a modo de ejemplo:  

OBRAS DE MISERICORDIA OBRAS DE MISERICORDIA ESPIRITUALES CORPORALES Intruir al que no sabe Dar de comer al hambriento Aconsejar al que busca un consejo Dar techo al que no lo tiene Consolar a los tristes Vestir al desnudo Confortar a los decaídos Visitar a los enfermos Perdonar las injurias de los demás Enterrar a los muertos Sufrir con paciencia Visitar a los encarcelados   Entre los actos de amor al prójimo, los de orden m s elevado son los que hacen referencia a la caridad espiritual. Por eso, sin dejar de dar el debido peso a las obras de caridad materiales, el cristiano ha de practicar con esfuerzo, especialmente las espirituales, sobre todo la corrección fraterna, el apostolado y la oración por todos los hombres. Nos detendremos a continuación en las dos primeras.   a) La corrección fraterna   Es la advertencia hecha a otro, para que se abstenga de algo ilícito o perjudicial. Supone una obligación de caridad, fundamentada: el derecho natural si tenemos el deber de ayudar al prójimo en sus necesidades corporales, con más razón la tendremos en sus necesidades espirituales; en el derecho divino, pues está  mandada por Dios: Si tu hermano peca, ve y corrígele a solas... (Mt. 18, 15). La gravedad de este deber es proporcional a la gravedad de la falta que haya que corregirse, y a la posibilidad de apartar al prójimo de su pecado. El que estuviere moralmente seguro de poder apartar al prójimo de una falta grave con la corrección fraterna y la omitiera por cobardía, por vergüenza, por miedo a la reacción del otro, etc., cometería pecado mortal.

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  Hay que procurar salvar la fama del corregido, haciendo en privado la advertencia -cara a cara, con lealtad-, sin caer en indirectas o ironías que son ineficaces. Si se tiene duda de la oportunidad o del modo de hacerla, es conveniente consultar con personas de criterio.  

b) El apostolado   La expresión `apostolado' designa la obligación de todo bautizado de promover la práctica de la vida cristiana. Ha de notarse que se trata de una obligación, de un verdadero deber, y no de un consejo más o menos recomendable. El fundamento teológico de esta obligación se encuentra en la participación de todos los fieles en el sacerdocio de Cristo, que el sacramento del bautismo imprime en el alma del cristiano (cfr. I Pe. 2, 9; Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium; Decr. Apostolicam actuositatem, etc.) y que la capacita para colaborar con Jesucristo en la redención del mundo. Por eso dice el Concilio Vaticano II que “la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado” (Decr. Apostolicam actuositatem, n. 3). Por esta razón, su abstención voluntaria y absoluta daría lugar a un verdadero pecado de omisión contra la caridad fraterna. El apostolado no se exige a todos en el mismo grado, sino que ha de ser realizado de acuerdo a los personales dones que cada uno recibe de Dios. Por ello, mientras más formación cristiana se reciba en la familia, en la escuela, etc., y mientras mayores sean las gracias que Dios da a las almas, mayor también es la obligación del apostolado. Todo cristiano tiene el deber de practicarlo, al menos, en el propio ambiente: la familia, la escuela, la oficina, con los amigos, en las diversiones, etc.   Además de ser una exigencia del amor al prójimo, es una exigencia del amor a Dios: es imposible amar a Dios sin querer y procurar que todos lo amen y glorifiquen. “Vos estis lux mundi” (Mt. 5, 14)... “vosotros sois la luz del mundo” dijo Jesús a sus seguidores. Hemos de infundir en el  ánimo de los cristianos más tímidos el necesario valor para pelear contra la tiranía del respeto humano, de las modas y ambientes, o de las persecuciones legales... Hacen falta hoy en día cristianos decididos, que no tengan temor de hablar y de comportarse según sus firmes convicciones... Así reformaron los santos las costumbres de sus tiempos. Así van constituyendo grupos consistentes de cristianos que saben vivir y hacer respetar sus prácticas religiosas, y que arrastran en pos de sí a los que antes vacilaban. No cabe, por tanto, ningún tipo de compromiso con lo que se opone a Dios, ni ceder en lo que no es posible ceder para congraciarnos con alguien.   C. Pecados contrarios al amor al prójimo

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  Además de los pecados de omisión -p. ej., el no cumplir las obras de misericordia que podamos hacer-, se puede quebrantar la caridad hacia los demás con pecados de odio, maldición, envidia, escándalo y cooperación al mal.   a) El odio, que consiste en desear el mal al prójimo o porque es nuestro enemigo -odio de enemistad- o porque nos es antipático -odio de aversión.

 

En este sentido, la antipatía natural que podemos sentir hacia una persona no es pecado sino cuando es voluntaria o nos dejamos llevar por ella, ya que equivale a la aversión. Lo que va en detrimento de la verdadera caridad no es sentir simpatías o antipatías, sino mostrarlas externamente haciendo acepción de personas. El odio es de suyo pecado mortal –“el que aborrece a su hermano es un homicida” (I Jn. 3, 15)-, aunque admite parvedad de materia. b) La maldición es toda palabra nacida del odio o de la ira, que expresa el deseo de un mal para nuestro prójimo. Es de suyo pecado grave, aunque excusa de él la imperfección del acto o la parvedad de materia. Su malicia depende del odio con que se diga, de la advertencia al hacerlo y de la persona a quien se maldiga.   c) La envidia “es el disgusto o tristeza ante el bien del prójimo” (S. Th., IIII, q. 36, a. 1), considerado como mal propio, porque se piensa que disminuye la propia excelencia, felicidad, bienestar o prestigio. La caridad, por el contrario, se alegra del bien de los demás y une las almas, mientras que la envidia entristece y con frecuencia corrompe la amistad.

 

La envidia nace generalmente de la soberbia (cfr. S. Th., II-II, q. 36, a. 4, ad. 1), dándose sobre todo en aquellos que desean desordenadamente un honor, ansiosos de consideraciones y alabanzas. Suele darse entre personas de la misma condición social, intelectual, etc.; pocas veces entre los de condición muy desigual (cfr. S. Th., II-II, q. 36, a. 1, ad. 2 y ad. 3).   Es un pecado capital porque es origen de muchos otros: el odio, la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso para los demás, el resentimiento, etc. Sentir envidia es síntoma de que el hombre necesita ejercitarse en el desprendimiento de los bienes materiales y de la necesidad de crecer en humildad. Además de ejercitarse en estas dos virtudes, para luchar contra la envidia es conveniente realizar obras de caridad con las mismas personas a las que se envidia. d) El escándalo es toda acción, palabra u omisión que se convierte para el prójimo en ocasión de pecar; p. ej. incitar al robo, mostrar revistas o películas pornográficas, fomentar odio entre dos personas, etc. Por ser causa de condenación para las almas (a aquel que hace que otro peque puede resultarle imposible convertirlo), el escándalo es pecado gravísimo

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según lo manifiestan las palabras mismas del Señor: “Quien escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que se le suspendiera al cuello una piedra de molino y fuese arrojado al mar. Ay del mundo por los escándalos! Porque forzoso es que vengan escándalos, pero ay del hombre por quien el escándalo viene!” (Mt. 18, 6-8). El escándalo es: -

Directo: si se realiza con la expresa intención de hacer pecar a otro. Se llama también escándalo diabólico; Indirecto: si se produce sin mala intención, pero a pesar de eso arrastra a los demás al pecado.

  Es muy importante tener en cuenta que siempre hay obligación en conciencia de reparar el escándalo. Si el escándalo fue público, hay que repararlo públicamente, ya sea por escrito, ya ante testigos. Si fue privado, habrá que tratar de impedir que la persona escandalizada cometa el pecado.

 

Además, en lo posible hay que reparar los malos efectos que produjo el escándalo (desdiciendo la calumnia, retirando las revistas, cambiando de vida, dando buen ejemplo, etc.). La gravedad del escándalo depende de las diversas circunstancias: la materia del pecado, el grado de influencia que tiene quien escandaliza, la publicidad que se le dé, etc. Actualmente las formas m s frecuentes de escándalo se encuentran en la difusión de pornografía, en las campañas antinatalistas, en la corrupción propiciada por funcionarios públicos, en la difusión de ideas anticristianas o inmorales en los medios de comunicación social-películas, televisión, revistas, etc-., en las modas, etc. e) La cooperación al mal es la participación en el acto malo realizado por otra persona; puede ser:   - Formal: cuando se concurre a la mala acción y a la mala intención; - Material: cuando sólo se ayuda a la mala acción, sin intención de hacer el mal.

 

Se distingue del escándalo porque en éste no se concurre al pecado del prójimo, sino se induce a él. En la cooperación al mal, el sujeto ya está  decidido a cometer el pecado; en el escándalo se induce a la caída del prójimo que no estaba todavía decidido a pecar. ej., coopera al mal en el aborto el fabricante de productos abortivos; es ocasión de escándalo para la madre aquel que la convenció que abortara. Nunca es lícita la cooperación formal, porque es equivalente a la aprobación del mal. La cooperación material es de suyo ilícita, aunque pueda haber casos en que sea permitida, si se cumplen las reglas del voluntario indirecto (ver 2.4). ej., sería lícita la cooperación al mal que prestaría la secretaria

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del médico al hacer la receta solicitando anticonceptivos: su cooperación es sólo material, y perder el empleo supondría una causa grave para hacerlo. f) Otros pecados: la contienda altercado violento con palabras, la riña, la guerra injusta y la sedición (bandas de fascinerosos, hechos de vandalismo, etc.).

  7.4 LA VIRTUD DE LA RELIGION   7.4.1 Definición   La religión es la virtud que nos lleva a dar a Dios el culto debido como Creador y Ser Supremo. Dios es para el hombre el único Señor. Lo ha creado y lo cuida constantemente con su Providencia: la existencia, y cuanto es o posee, lo ha recibido de El. En consecuencia, el hombre tiene con Dios unos lazos y obligaciones que configuran la virtud de la religión.   7.4.2 El Culto   Esos lazos y obligaciones que mencionamos arriba se concretan primariamente en la adoración y alabanza a Dios, y es lo que se conoce como culto.   A. Cultos interno y externo   A la virtud de la religión pertenecen principalmente los actos internos del alma, por los que manifestamos nuestra sumisión a Dios, y que se llama culto interno. El culto interno se rinde a Dios con las facultades del entendimiento y la voluntad, y constituye el fundamento de la virtud de la religión, pues los que adoran a Dios deben adorarlo en espíritu y en verdad (Jn. 4, 24). En otras palabras, sería inútil e hipócrita el culto externo si no fuera precedido por el interno: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está  lejos de mí” (Mt. 15, 8). Entre los principales actos de culto interno están:   1) La Devoción, que es la prontitud y generosidad ante todo lo referente al servicio de Dios;   2) La Oración, que es levantar el corazón a Dios para adorarlo, darle gracias, implorar perdón y pedir lo que necesitamos. Pero no basta el culto interno: se precisan también actos externos de adoración: participar en la Santa Misa, arrodillarse ante el Sagrario, asistir con piedad a las ceremonias litúrgicas... Este culto externo es necesario también porque: Dios es Creador no sólo del alma sino también del cuerpo, y con ambos debe el hombre reverenciarlo; Está  en la naturaleza del hombre manifestar por actos externos sus sentimientos internos. El culto interno, sin el externo, decae y languidece; por exigir la naturaleza humana a -un tiempo material- y espiritual la necesidad de rendir culto externo, la Iglesia condenó como herética la proposición de Miguel de Molinos (1628-1696)

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que consideraba imperfecto e indigno de Dios todo rito sensible de alabanza, queriendo reducirlo a lo interno y espiritual (cfr. Dz. 1250).   B. Cultos de latría, de dulía y de hiperdulía

  El culto en sentido estricto se le tributa sólo a Dios por su excelencia infinita, aunque podemos también tributarlo indirectamente a los santos, en virtud de la estrecha unidad que tienen con Dios. Es por eso que el culto puede ser:   1) De latría o adoración: es el que se rinde únicamente a Dios en reconocimiento de su excelencia y de su dominio supremo sobre todas las criaturas. Con este tipo de culto se honra a la Sagrada Eucaristía;   2) De dulía o veneración: es el que se tributa a los santos, en reconocimiento de su vida de entrega y unión a Dios. Este culto es consecuencia inmediata del dogma de la comunión de los santos. En efecto, si nos podemos comunicar con los bienaventurados del cielo, ¿por qué no honrarlos?; ¿por qué no invocar su patrocinio? Si es lícito encomendarnos a las oraciones de los fieles vivos (“orad unos por los otros para que os salváis”, Sant. 5, 16); ¿por qué no lo ha de ser encomendarnos a los santos, que son amigos de Dios y El mismo ha glorificado? Se ve, pues, que la condenación de este culto que hacen los protestantes no está  de acuerdo con el dogma de la comunión de los santos ni con la Sagrada Escritura;   3) de hiperdulía o especial veneración: es el que se rinde a María Santísima, reconociendo así su dignidad de Madre de Dios. Por ser criatura, no se le puede rendir culto de adoración; pero por ser la más excelente de todas las criaturas por encima de todos los  ángeles y santos se le rinde culto de especial veneración. El fundamento clave para entender el culto eminente tributado a María Santísima es el hecho de haber engendrado al Verbo Eterno, Jesucristo Nuestro Señor, y ser por ello verdaderamente Madre de Dios. La legislación eclesiástica señala que con el fin de promover la santificación del pueblo de Dios, la Iglesia recomienda a la peculiar y filial veneración de los fieles a la Bienaventurada siempre Virgen María, Madre de Dios, a quien Cristo constituyó Madre de todos los hombres (CIC, c. 1186). Por eso los cristianos reverenciamos las imágenes de la Virgen, de los  ángeles y los santos, y conservamos con veneración las reliquias de estos últimos. Honrando las imágenes y reliquias honramos a quienes representan o de quienes son. Los protestantes atacan el culto a María y a los santos afirmando que Cristo es el único mediador y, por tanto, no hay necesidad de otros mediadores: Uno es Dios, y uno es el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo (I Tim. 2, 5). La palabra mediador, sin embargo, tiene dos sentidos: significa redentor, y en este sentido, sólo se aplica a Jesucristo que nos redimió ofreciendo al Padre sus

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propios méritos; y significa también intercesor, y en este sentido la Santísima Virgen y los Santos son intercesores, ya que ruegan a Dios por los hombres.   7.4.3 Pecados contra la virtud de la Religión   Los pecados específicos contra esta virtud son de dos clases: por exceso (la superstición) y por defecto (la irreligiosidad). Parecería un contrasentido pecar `por exceso' contra la virtud de la religión, como si el hombre pudiera excederse en el culto a Dios. En realidad, más que un exceso propiamente dicho, se trata de una deformación cualitativa, es decir, del pecado que se comete cuando se ofrece un culto divino a quien no se debe, o a quien se debe, pero de modo impropio (S. Th. II-II, q. 92, a. 1).   A. La superstición   De acuerdo a lo que acabamos de decir, la superstición adopta dos modalidades:   1) El culto indebido a Dios; 2) El culto a un falso dios, o lo que es igual, el culto a las criaturas.   1. El culto indebido a Dios   De dos maneras puede ofenderse a Dios con un culto indebido:   1.a. Culto vano o inapropiado: consiste en la adulteración del verdadero culto por introducción de elementos extraños, realizándose ceremonias absurdas, extrañas o ridículas que desdicen del decoro y dignidad del culto a Dios. “Si las cosas que se hacen (en el culto) no se ordenan de suyo a la gloria de Dios, ni elevan nuestra mente a El, ni sirven para moderar los apetitos de la carne, o si contrarían las instituciones de Dios y de la Iglesia... todos estos actos han de considerarse como superfluos y supersticiosos” (S. Th. II-II, q. 93, a. 2).   Por ello la Iglesia siempre ha velado por la digna celebración del culto, y el cumplimiento de esas normas obliga sub gravi. De ahí que cuando un ministro -bajo pretexto de `espontaneidad', `acercamiento a la comunidad', o cualquier otro-, varía estas normas, actúa arbitraria e ilícitamente (cfr. CIC, c. 838).   1.b. Culto falso, que consiste en simular el verdadero culto a Dios, buscando inducir a engaño. Es culto falso, por ejemplo, el que haría quien pretendiera celebrar Misa sin ser sacerdote, el que propague falsas revelaciones o milagros, el que ponga a la veneración reliquias falsas, etc.   2. El culto indebido a las criaturas  

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Se cae en este pecado con toda actividad que directa o indirectamente intenta divinizar alguna criatura, de la que se pretenden conocimientos y bienes que sólo Dios puede conceder. Puede adoptar las formas de idolatría, adivinación, espiritismo, magia, vana observancia y otras. Muy variadas expresiones adquieren los elementos extraños que se introducen en el culto al Dios verdadero: desde el empleo de aspectos culturales prehispánicos en el culto católico, hasta la inclusión de prácticas ridículas (p. ej., las `cadenas' de cartas que supuestamente hay obligación de enviar) en la devoción a los santos.  

 

2.a. Idolatría: consiste en tributar directamente culto de adoración a una criatura. Es un pecado gravísimo que Dios condena severamente en la Sagrada Escritura (cfr. Ex. 22, 20), porque se considera inexcusable (cfr. Sab. 13, 8), es decir, nunca est  permitido, ni siquiera para evitar la muerte, adorar a dioses falsos. “La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. `No podéis servir a Dios y al dinero', dice Jesús (Mt. 6, 24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a `la Bestia' (cfr. Ap. 1314), negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina” (Catecismo, n. 2113). 2.b. Adivinación: Dios puede revelar el porvenir a sus profetas o a otros santos. Sin embargo, la actitud cristiana justa consiste en entregarse con confianza en las manos de la providencia en lo que se refiere al futuro y en abandonar toda curiosidad malsana al respecto (Catecismo, n. 2115).

 

Por ello, todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone `desvelan' el porvenir (cfr. Dt. 18, 10; Jr. 29, 8). La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a `mediums' encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios (Id, n. 2116). 2.c. Espiritismo: es el arte de comunicarse con los espíritus, o mejor, por lo dicho antes, con los demonios o los condenados. El espiritismo es gravemente pecaminoso por la intención de penetrar en los enigmas de la

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vida y de la muerte de manera arbitraria: resulta temerario pretender entrar en esos  ámbitos, que sólo a Dios están sujetos, por un afán de curiosidad morbosa.

 

El Santo Oficio (decreto del 24-IV-1917: cfr. Dz. 2182) prohibió toda participación en sesiones espiritistas, incluso la mera presencia y la simple escucha. Por iguales razones, es ilícita la participación en el juego llamado `ouija', que pretende obtener respuestas de los espíritus o fuerzas ocultas. 2.d. En relación a la magia, es blanca cuando se funda en la habilidad del prestidigitador y en la ilusión o la ignorancia del que observa. Es negra o diabólica, o bien simplemente brujería, cuando un poder oculto permite al mago obtener efectos superiores a la eficiencia de los medios realmente usados. Este poder oculto proviene ordinariamente del demonio, y en tal comunicación se encuentra el elemento pecaminoso de la magia negra. En lo referente a la magia blanca no puede asignarse ninguna reprobación moral.

 

   

2.e. Con el nombre de vana observancia se conoce aquella forma de superstición que atribuye a señales, cosas o animales, fuerzas favorables o nocivas, más allá  de su eficiencia propia. En este inciso se sitúan multitud de supersticiones m s o menos frecuentes: uso de amuletos, miedo a ciertos números, días, animales, etc. 3. Origen y gravedad de la superstición La superstición proviene de un falso sentimiento religioso y abunda en personas ignorantes o irreligiosas. La mayoría de los incrédulos son supersticiosos: por no creer en Dios creen en las mayores necedades. La gravedad de la superstición se mide por la mayor o menor invocación al demonio. Cuando hay invocación explícita del demonio, el pecado es gravísimo. Si es implícita por ejemplo, en el que inconscientemente lo relaciona con fuerzas ocultas el pecado también es mortal.

De algún modo puede haber invocación implícita al demonio en las películas, obras teatrales, etc., que imprudentemente hacen aparecer intervenciones sat nicas, para infundir terror, manifestar prodigios, etc. Hay invocación explícita, al parecer, en las letras de las canciones de ciertos grupos musicales modernos. En ambos casos visuales o auditivos existe la obligación de no tomar parte como espectador o escucha.   B. La irreligiosidad   La irreligiosidad incluye todos los pecados que se cometen por defecto contra la virtud de la religión. Son los siguientes:  

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1. La impiedad o falta de religiosidad. Admite una amplia gama de actitudes: desde la indiferencia o tibieza para los actos de culto a Dios, hasta la calumnia, desprecio o ataques a la religión.   2. La tentación a Dios: en sentido propio es pretender con palabras o con hechos poner a prueba alguno de los atributos divinos (p. ej., decir: si Dios existe, que me caiga un rayo). En sentido impropio, se tienta a Dios exponiéndose a peligros sin necesidad ni precauciones, confiando temerariamente en la ayuda divina.   3. El sacrilegio, que es tratar indignamente las personas, objetos o lugares consagrados a Dios. Ejemplos de sacrilegios: en relación con las personas, el que atente contra la vida del Romano Pontífice; en relación con las cosas, robar un cáliz bendecido; con respecto a los lugares, matar dentro de una Iglesia. El trato indigno de la Eucaristía, o el retener las especies consagradas con perversa finalidad, adem s de sacrilegio implica pena de excomunión (cfr. CIC, c. 1367).  

 

4. La simonía o voluntad deliberada de comprar con dinero una cosa espiritual. Ejemplos de simonías: pagar por la absolución de un pecado, vender más caro un cáliz bendecido que uno sin bendecir, la promesa de rezar a cambio de dinero, etc. Su nombre viene de Simón el Mago, que pretendió comprar a los apóstoles el poder de hacer milagros (cfr. Hechos 8, 18). La malicia de este pecado puede considerarse en un doble aspecto: Por la injuriosa equiparación de los bienes espirituales con los materiales; Por ser ilegítima la usurpación que de los bienes hacen los ministros, derivándolos a su provecho temporal en lugar de orientarlos al aprovechamiento espiritual de las almas. Es importante distinguir el pecado de simonía del estipendio que se da por la celebración de la Misa, pues no se paga la Misa sino una remuneración al sacerdote por su trabajo y para su sustento.

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Seminario Regional Juan XXIII Moral Fundamental 2001 Segundo Mandamiento: No jurarás el nombre de Dios en vano

8. SEGUNDO MANDAMIENTO: NO JURARAS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO   8.1 DEBERES QUE IMPONE ESTE MANDAMIENTO   El segundo mandamiento de la ley de Dios se cumple honrando el nombre de Dios (y todo lo que a El haga referencia). Estudiaremos a continuación el cumplimiento de cada uno de estos deberes.   8.1.1 Honrar el nombre de Dios y todo lo que al él se refiere   Dios es santo, y su nombre lo es porque el nombre representa a la persona: hay una relación íntima entre la persona y su nombre, como la hay entre el país, su gobierno y el embajador que lo representa. Cuando se honra o menosprecia a un embajador, se honra o menosprecia al país que representa. Igualmente, cuando nombramos a Dios, no debemos pensar simplemente en unas letras, sino en el mismo Dios, Uno y Trino. Por eso hemos de santificar su nombre y pronunciarlo con gran respeto y reverencia. San Pablo, ej., afirma que al pronunciar el nombre de Jesús se dobla toda rodilla en la tierra, en el cielo y en los infiernos (cfr. Fil. 2, 10); los milagros m s grandes se han hecho en nombre de Jesús: En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda (Hechos 3, 1-7); los  ángeles y los santos en el cielo alaban continuamente el nombre de Dios, proclamando: Santo, Santo, Santo; nosotros mismos pedimos en el Padrenuestro: Santificado sea tu nombre y hemos de esforzarnos para que el nombre de Dios sea glorificado en toda la tierra. Mutatis mutandis, ha de ser honrado el nombre de la Santísima Virgen María, de San José, de los ángeles y de los santos.   8.1.2 Respetar todo lo consagrado a Dios   Hemos de respetar lo que está  consagrado a Dios, es decir, aquellas cosas, personas o lugares que han sido dedicados a El por designación pública de la Iglesia:   Son lugares sagrados las iglesias y los cementerios; en ellos ha de observarse un comportamiento respetuoso y digno; Son cosas sagradas el altar, el cáliz, la patena, el copón y otros objetos dedicados al culto; Son personas sagradas los ministros de Dios los sacerdotes y los religiosos, que merecen respeto por lo que representan, y de quienes nunca se debe hablar mal.   8.1.3 El Juramento   El juramento es otra manera de honrar el nombre de Dios, ya que es poner a Dios como testigo de la verdad de lo que se dice o de la sinceridad de lo que se promete. A veces es necesario que quien hace una declaración sobre lo que ha

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hecho, visto u oído, haya de reforzarla con un testimonio especial. En ocasiones muy importantes, sobre todo ante un tribunal, se puede invocar a Dios como testigo de la verdad de lo que se dice o promete: eso es hacer un juramento. Fuera de estos casos no se debe jurar nunca, y hay que procurar que la convivencia humana se establezca con base en la veracidad y honradez. Cristo dijo: “Sea, pues, vuestro modo de hablar sí, sí, o no, no. Lo que exceda de esto, viene del Maligno” (Mt. 5, 37). Hay diversos modos de jurar:   a) invocando a Dios expresamente, ej., juro por Dios, por la Sangre de Cristo, etc.; b) invocando el nombre de la Virgen o de algún santo; c) nombrando alguna criatura en la que resplandezcan diversas perfecciones: ej., jurar por el Cielo, por la Iglesia, por la Cruz, etc.; d) jurando sin hablar, poniendo la mano sobre los Evangelios, el Crucifijo, el altar, etc.   El juramento bien hecho es no sólo lícito, sino honroso a Dios, porque al hacerlo declaramos implícitamente que es infinitamente sabio, todopoderoso y justo. Para que esté‚ bien hecho se requiere:   Jurar con verdad: afirmar sólo lo que es verdad y prometer sólo lo que se tiene intención de cumplir; Jurar con justicia: afirmar o prometer sólo lo que está  permitido y no es pecaminoso; Jurar con necesidad: sólo cuando es realmente importante que se nos crea, o cuando lo exige la autoridad eclesiástica o civil.   8.1.4 El Voto   Otra manera de honrar el nombre de Dios es el voto, que es la promesa hecha a Dios de una cosa buena que no impide otra mejor, con intención de obligarse. Para que realmente se trate de un voto requiere: Por parte del que lo hace, que la promesa hacha a Dios sea:   Formal: el compromiso de cumplirlo se hace expresamente, considerando que hacemos un voto ante Dios, y no un mero propósito; Deliberada: no fruto de una ocurrencia repentina; Libre: de coacción física o moral;   Por otra parte de la cosa prometida, Que sea razonable Posible Buena Mejor que su contraria.

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Sería en sí mismo inválido hacer voto de algo malo (ej., de no perdonar una injuria), o hacer voto de algo cuya realidad opuesta sea preferible (por ejemplo, hacer voto de ir a una peregrinación cuando el hecho de no ir resuelve una grave necesidad ajena).   Puede hacer votos quien tenga uso de razón y suficiente conocimiento de la cosa que promete, y una vez hecho lícitamente hay obligación grave de cumplirlo: Si hiciste algún voto a Dios, no tardes en cumplirlo porque a Dios le desagrada la promesa necia e infiel. Es mucho mejor no hacer voto que después de hacerlo no cumplirlo (Eccli. 5, 3-4).   En la Sagrada Escritura se relata el voto imprudente que hizo Jefté, Juez de Israel: “Si entregas en mis manos a los hijos de Amón, te ofrecer‚ en sacrificio al primero que salga a recibirme cuando regrese victorioso”. Al volver Jefté y salir a su encuentro, antes que nadie su hija única, razgó sus vestiduras y comprendió su imprudencia (cfr. Jueces 11, 30-40).   En general, es mejor acostumbrarse a hacer propósitos que nos ayuden a mejorar, sin necesidad de votos ni promesas, a no ser que Dios así nos lo pida. Si alguna vez se requiere hacer una promesa a Dios, es prudente preguntar antes al confesor para asegurarnos de que sea oportuna.   8.2 PECADOS OPUESTOS   Son pecados contra este mandamiento:   8.2.1 Pronunciar con ligereza o sin necesidad el nombre de Dios   “El segundo mandamiento prohíbe abusar del nombre de Dios, es decir, todo uso inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen María y de todos los santos” (Catecismo, n. 2146). Este empleo vano del nombre de Dios es pecado (cfr. Eclo. 23, 9-11), en general venial, porque no afecta grandemente el honor de Dios. Conviene evitar el mezclar con frecuencia en las conversaciones los nombres de Dios, de la Virgen o de los santos, para evitar de esta manera irreverencias.   8.2.2 Blasfemar   La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios -interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios (Catecismo, n. 2148). “La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte” (Id.).  

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Siempre que haya plena advertencia y deliberada voluntad, la blasfemia es pecado grave, que no admite parvedad de materia. Supone una subversión total del orden moral, el cual culmina en el honor de Dios, y la blasfemia intenta presuntuosamente deshonrar a la divinidad. Se comprender  la gravedad de este pecado al considerar los castigos que Dios infligía al blasfemo. En el Levítico (cfr. 24,10-16) se lee que en una riña, el hijo de una mujer israelita blasfemó contra el santo nombre de Dios. Moisés le puso al culpable en una obscura prisión y entretanto preguntó al Señor qué debía hacer. La respuesta de Yahvé fue la siguiente: “Saca de la cárcel al impío blasfemo; y todos los que escucharon el insulto contra Mí, levanten la mano sobre él para protestar contra su delito y después sea apedreado por todo el pueblo”. La lapidación era el suplicio decretado por Dios contra los blasfemos.   8.2.3 Juramento Falso, injusto o innecesario   Son los tres casos en que el juramento es pecado, porque falta alguna de las condiciones para su licitud: La Verdad: siempre hay grave irreverencia en poner a Dios como testigo de una mentira. En esto precisamente consiste el perjurio, que es pecado gravísimo que acarrea el castigo de Dios (cfr. Zac. 5, 3-8,17; Eclo. 23,14); La justicia: es grave ofensa utilizar el nombre de Dios al jurar algo que no es lícito, ej. la venganza o el robo. Si el juramento tiene por objeto algo gravemente malo, el pecado es mortal; La necesidad: no se puede jurar sin prudencia, sin moderación, o por cosas de poca importancia sin cometer un pecado venial que podría ser mortal, si hubiera escándalo o peligro de perjurio. El juramento que hizo Herodes a Salomé fue vano o innecesario (cfr. Mc. 6, 1726). Jurar por hábito ante cualquier tontería es un vicio que se ha de procurar desterrar, aunque de ordinario no pase de pecado venial.   8.2.4 Incumplimiento del Voto   Es pecado grave o leve, según los casos, pues es faltar a una promesa hecha a Dios.

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Seminario Regional Juan XXIII Moral Fundamental 2001 Tercer Mandamiento: Santificaras las Fiestas

9. TERCER MANDAMIENTO: SANTIFICARAS LAS FIESTAS   9.1 EL PRECEPTO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO   Relata el libro del Éxodo (20, 9-10) lo que Yahvé preceptuó a Moisés y a su pueblo sobre los mandamientos: “Seis días trabajarás tus trabajos , pero el día séptimo Señor, tu Dios... Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó... Ningún trabajo servil harás en él, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tus bestias de carga, ni el extranjero que habita dentro de tus puertas.   Los israelitas descansaban el sábado -que era el día litúrgico por excelencia-, día en el que el pueblo -libre de cualquier otra ocupación o trabajo- se dedicaba exclusivamente al culto de Dios. Por el simple enunciado del precepto, tal como se lee en el Éxodo, se advierte el rigor y seriedad con que la Antigua Ley lo prescribía. Algunas veces, sin embargo, los judíos lo interpretaron de un modo demasiado material y a la letra, como el mismo Jesús se lo reprocha (cfr. Lc. 13, 14-16).   9.2 EL PRECEPTO EN EL NUEVO TESTAMENTO   La ley evangélica, manteniendo el precepto del Decálogo, suaviza su interpretación práctica (cfr. S. Th., II-II, q. 122, a. 4, ad. 4) y lo traslada al domingo: la celebración del domingo cumple la prescripción moral, inscrita en el corazón del hombre, de dar a Dios un culto exterior, visible, público y regular (Catecismo, n. 2176). Ya que Jesús resucitó entre los muertos “el primer día de la semana (esto es, el domingo, ya que para los judíos el sábado era el día séptimo), ese día para los cristianos vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el día del Señor (`He kyriak'e h`emera', `dies dominica'), el `domingo'” (Id., n. 2174).   9.3 FORMA DE CUMPLIR EL TERCER MANDAMIENTO   Este precepto se cumple:   1) Participando en la Santa Misa en Domingo y fiestas de precepto. 2) Absteniéndose de realizar en esos días actos que impidan el culto a Dios o el debido descanso. Este tercer precepto del Decálogo es:   a) de derecho natural: el hombre por exigencia de su misma naturaleza, debe dedicar algún tiempo al culto divino; b) de derecho divino-positivo: el Señor ha concretado la dedicación de un día a la semana (cfr. Ex. 20, 9-10);

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c) de derecho eclesiástico: la Iglesia ha determinado los días y el modo de honrar a Dios. La nueva formulación canónica de este precepto dice: El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa; y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impiden dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor, o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo (CIC, c. 1247).

  9.3.1 Adorar y dar culto a Dios asistiendo a misa   Además del sábado, los judíos celebraban otras fiestas a lo largo del año, de las que la más solemne era la Pascua.

Los cristianos también celebramos, además del Domingo, otras fiestas en las que conmemoramos los principales misterios de la vida de Jesús Navidad, Epifanía, Presentación en el templo, Sagrado Corazón, Corpus Christi, etc., de la Santísima Virgen Inmaculada Concepción, Visitación, Asunción a los cielos, etc., y de los santos: San José, San Pedro y San Pablo, San Juan Bautista, los Apóstoles, etc.   Es la Iglesia quien determina cuales de esas fiestas son de precepto o de guardar; es decir, las que debemos santificar como si fuera domingo. En los domingos y en estos días de fiesta, lo primero que la Iglesia nos pide para que sean realmente días santos es la asistencia a la Santa Misa. Es verdad que todos los días deben vivirse santamente pero en éstos de manera especial quiere el Señor que lo adoremos, que le demos culto con la Santa Misa, que es el acto más grande de adoración y de culto que podemos ofrecer a Dios en la tierra. Nosotros también, al igual que los primeros cristianos, nos reunimos alrededor del altar y del sacerdote que es siempre representante de Jesucristo para celebrar el santo sacrificio de la Misa.  

Más adelante, al tratar de los mandamientos de la Iglesia, hablaremos con extensión del modo de cumplir adecuada y fructíferamente esa obligación de oír Misa los domingos y días de fiesta.

  9.3.2 El Deber del Descanso.   Así como Dios `cesó el día séptimo de toda la tarea que había hecho' (Gen. 2, 2), así también la vida humana sigue un ritmo de trabajo y de descanso. La institución del día del Señor contribuye a que todos disfruten del tiempo de descanso y de solaz suficiente que les permita cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa (Catecismo, n. 2184). Por otro lado, hay que recordar que “el domingo está  tradicionalmente consagrado por la piedad cristiana a obras buenas y a servicios humildes para

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con los enfermos, débiles y ancianos. Los cristianos deben santificar también el domingo dedicando a su familia el tiempo y los cuidados difíciles de prestar los otros días de la semana. El domingo es un tiempo de reflexión, de silencio, de cultura y de meditación, que favorecen el crecimiento de la vida interior y cristiana” (Id., n. 2186). El descanso no consiste en no hacer nada nos aburriríamos y además el ocio es madre de todos los vicios, sino en cambiar nuestras actividades ordinarias por otras. Santo Tomás de Aquino, al hablar de la virtud de la eutrapelia (cfr. S. Th. II-II, q. 168, a. 2) hace un análisis del descanso en el que nos proporciona los principios de la teología de las diversiones. Es necesario afirma el descanso corporal y también el descanso espiritual, pero evitando tres inconvenientes:   1) Recrearse en cosas torpes o nocivas;   2) Perder del todo la seriedad del alma: es decir, si la recta razón no lleva la pauta en todo el obrar;   3) Hacer algo que desdiga de la persona, lugar, tiempo u otras circunstancias.   9.4 PECADOS OPUESTOS   Se peca contra este mandamiento realizando ciertos trabajos que impiden el culto a Dios. En términos generales, hoy la prohibición de trabajar los días de fiesta es m s gen‚rica que en el pasado no se prohíben ya los trabajos llamados serviles, como antes, limitándose la Iglesia a prescribir la asistencia a la Santa Misa y el descanso. Lo importante es que, efectivamente, todos tengamos el tiempo necesario para atender mejor el culto divino y a la salvación de nuestra alma. El descanso, como hemos dicho, es necesario para restaurar las fuerzas, para que el trabajo sea m s eficaz y, sobre todo, para poder servir mejor a Dios y a los demás. El descanso, pues, no es un fin, sino un medio. Para que sea merecido presupone trabajo; es decir, el empleo habitual y serio de la vida. Será por tanto, desagradable a Dios y causa de incumplimiento del propio fin personal, la asignación de excesivo tiempo a las actividades de descanso. Las necesidades familiares o de gran utilidad social constituyen excusas legítimas respecto al precepto del descanso dominical (Catecismo, n. 2185).

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Seminario Regional Juan XXIII Moral Fundamental 2001 Cuarto Mandamiento: Honrarás a tu padre y a tu madre

10.      CUARTO MANDAMIENTO: HONRARAS A TU PADRE Y A TU MADRE   Después de estudiar los tres primeros mandamientos, que abarcan nuestros deberes con Dios, vamos a considerar los siete restantes que miran al prójimo, empezando con el cuarto que comprende los deberes de los inferiores con los superiores, y los deberes de quienes de algún modo tienen autoridad con los que están bajo su jurisdicción. Este mandamiento comprende, por tanto, no sólo los deberes de los hijos con sus padres, y de los inferiores con los superiores, sino también los de los padres hacia los hijos y de los superiores hacia los inferiores. En este mandamiento estudiaremos:   1) El fundamento de la autoridad. 2) Los deberes de los hijos con los padres. 3) Los deberes de los padres con los hijos. 4) Los deberes con las personas de la familia, con la Iglesia y con la sociedad civil. 5) Los deberes con las personas de servicio.   Todas esas obligaciones constituyen una virtud, la piedad que, como explica Santo Tomás (cfr. S. Th., II, q. 101, a. 3), es el hábito sobrenatural que inclina a tributar a los padres, a la patria y a todos los que se relacionan con ellos, el honor y el servicio debidos.   10.1 FUNDAMENTOS DE LA AUTORIDAD   El hombre está  destinado por Dios a vivir en sociedad, y donde varios viven juntos es necesario que exista un orden; orden que supone que haya quien mande y quien obedezca. Al que manda se le llama autoridad: en la vida familiar, son los padres; en la vida civil los gobernantes; en la Iglesia, la jerarquía eclesiástica.   La autoridad es necesaria y sin ella no habría sociedad. Toda autoridad legítima viene de Dios, pues siendo Dios el Creador y Soberano Señor del universo, sólo a El corresponde gobernar a los hombres. Dios, sin embargo, no quiere hacer uso directamente de este derecho para mandar a los hombres en su vida diaria, por eso se sirve de ellos mismos: delega en algunos su autoridad y les confiere el poder de mandar a los demás; Los primeros en los que Dios delega su autoridad son los padres; pero también se encuentran investidos de poder todos los que, en la vida civil o eclesiástica, son legítimos gobernantes. Por eso nos dice con claridad san Pablo que toda persona está  sujeta a las autoridades superiores, porque no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha establecido las que hay en el mundo Por lo cual, quien desobedece a las autoridades, a la ordenación o voluntad de Dios desobedece (Rom. 13, 1-2). Cabe aclarar que lo anterior no significa que tal o cual

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gobernante sea enviado o representante de Dios, sino que lo divino es la autoridad que ostenta, pues esa potestad que ejerce es de ley natural.   10.2 DEBERES DE LOS HIJOS PARA CON LOS PADRES   En este apartado estudiaremos las obligaciones de los hijos para con sus padres. También estudiaremos cómo en este precepto se puede faltar `por exceso', es decir, el amor desordenado a los padres.   10.2.1 Obligaciones Las obligaciones de los hijos con sus padres pueden sintetizarse en el amor, el respeto, la obediencia y la ayuda en sus necesidades. Las razones por las que existe un deber especial de los hijos hacia los padres son muy claras: 11) de los padres recibieron la vida y muchos otros beneficios; 2) los padres, por ser la primera autoridad, representan a Dios, y han sido encargados por El de educar a los hijos, ayudándolos a conseguir su salvación.   A. Amor   El primer deber de un hijo con sus padres es amarlos, con un amor que se demuestre con obras. Los hijos deben amar a sus padres con un amor que ha de ser tanto interno como externo, es decir, no ha de limitarse a los hechos sino que ha de proceder de lo profundo del corazón. Vendido como esclavo por sus hermanos, José estuvo cautivo en Egipto hasta que el Faraón lo elevó a la dignidad de primer ministro del reino. Su anciano padre, Jacob, creíale muerto cuando le notificaron que su hijo vivía muy honrado y había salvado a Egipto del hambre que asoló a la región. Salió Jacob de tierra de Can n y fue a Egipto donde estaba su hijo. Premió José a su padre con la tierra de Gesén, y Jacob, a la hora de su muerte, bendijo a su hijo. José gobernó a Egipto durante 80 años, y fue la salvación de su familia y de su pueblo (cfr. Gen. 42-48).  

Como en el caso de José, el amor a los padres puede y debe crecer cada día a través de pequeños detalles: el saludo por la mañana y al final del día, al salir o llegar de la casa, informarlos de nuestras actividades, contarles con confianza nuestras dificultades, conocer sus gustos y aficiones para complacerlos, y evitar todo lo que les desagrada o entristece. Otros detalles importantes se reflejan en las ayudas domésticas, prestando pequeños servicios, no aumentando por desorden en lo personal el trabajo del hogar, etc. No cumplen los hijos con esta obligación primordial:  

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1) Por falta de amor interno: si les tienen odio o los menosprecian interiormente, si les desean males (ej., la muerte, para vivir más libremente o recibir la herencia), si se regocijan en sus adversidades, etc.   2) Por falta de amor externo: si los tratan con dureza, si provocan su indignación o su ira, si les niegan el saludo o la palabra, si los tratan con indiferencia, si no los honran con su comportamiento (al no estudiar o trabajar lo debido, al entregarse a vicios o pecados), etc Es necesario sobre todo amar a los padres sobrenaturalmente, es decir, deseando para ellos, antes que nada, los bienes eternos, la salvación de su alma. Los hijos tendrán, pues, obligación de rezar por sus padres, de procurarles los últimos sacramentos, de aplicarles los sufragios debidos, etc. No es infrecuente que haya hijos que reciban m s formación cristiana que sus padres, ya que‚ estos no tuvieron en su vida iguales oportunidades. En la medida de su edad y posibilidades, tienen obligación de ayudarlos en su acercamiento a Dios.    

B. Respeto El respeto a los padres se muestra en la sincera veneración, cuando se habla con ellos y de ellos con reverencia. Sería una falta de respeto despreciarlos, gritarles u ofenderlos de cualquier modo, o avergonzarse de ellos. Dice el Eclesiástico (3, 9): “con obras, con palabras y con toda paciencia honra a tu padre, para que venga sobre ti la bendición”. Y el Deuteronomio (5, 16): “honra a tu padre y a tu madre; maldito sea quien no respete a su padre y a su madre”.

Ejemplo de respeto filial fue el de Salomón, que al principio de su reinado lleno de esplendor, cuando fue a verlo su madre Betsabeé, “el rey se levantó de su trono, le salió al encuentro, le hizo profunda reverencia y sentóse en su trono; fue puesto un trono para la madre del rey, que se sentó a su derecha” (III Re. 2, 19).   Respetar a los padres es tratarlos con estima y con atención, demostrando nuestro cariño con hechos. No basta un respeto meramente exterior, sino que es necesario que nuestros sentimientos interiores concuerden con nuestras palabras y acciones. Si advirtiéramos que nuestros padres tienen algún defecto o rareza -particularmente cuando son mayores-, o que no hacen lo que deben, debemos rezar, comprenderlos y disculparlos, ocultando sus defectos y tratando de ayudarlos a superarlos, sin que jamás salga de nuestros labios una palabra de crítica.   No respeta a sus padres el hijo que:   1) habla mal de ellos o los desprecia;

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2) les echa en cara sus defectos; 3) les dirige palabras altaneras, o bien los injuria o se burla de ellos; 4) los trata con palabras y acciones tales que les haría parecer como iguales suyos, por la desfachatez o vulgaridad de las expresiones; 5) no les da las muestras usuales de cortesía.    

 

 

C. Obediencia Mientras permanezcan bajo la patria potestad, los hijos están obligados a obedecer a sus padres en todo lo que éstos puedan lícitamente mandarles. Así lo enseña explícitamente San Pablo: “hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es grato al Señor” (Col. 3, 20). Todo lo que los Evangelios nos cuentan de la actitud de Jesús con sus padres puede resumirse en estas palabras: “les estaba sujeto” (Lc. 2, 51); basta, además, recorrerlos con calma para darnos cuenta de la gran abundancia de ejemplos y de enseñanzas que, acerca de la obediencia, nos da el señor en la circuncisión, en la presentación en el templo, en la huída a Egipto, en el viaje a Jerusalén..., constante sumisión de Nuestro Señor a su Padre Eterno y a sus padres de la tierra. La obediencia debida a los padres obliga a cumplir sus órdenes, especialmente en lo referente al cuidado de la propia salvación, y a la organización y orden de la casa. Hay que obedecerlos con prontitud y diligencia, siempre que no sea pecado lo que mandan. La obediencia exige esfuerzo por que es mucho más fácil ser “rebelde”, haciendo continuamente el propio capricho. Para obedecer hace falta tener un corazón bueno y vencer el egoísmo.   Pecan contra la obediencia debida a los padres: 1) quienes rechazan formalmente una indicación justa, simplemente por provenir de la autoridad paterna; 2) los que desobedecen en las cosas referentes al buen gobierno de la casa; 3) quienes se exponen a cometer pecados graves por no seguir sus órdenes; 4) el que desprecia sus mandatos, cuando prescriben la obediencia a las leyes de Dios.   Hay, sin embargo, dos casos, en los que los hijos pueden sin pecar desobedecer a sus padres:   1) cuando mandan cosas contrarias a la Ley de Dios: p. ej., mentir, omitir la Misa del domingo, asistir a un espectáculo inmoral, etc.; 2) en relación a la elección de estado, ya sea oponiéndose al que recta y lícitamente quieran tomar, o ya sea obligándolos a elegir uno determinado. Todos pueden disponer de su vida como les plazca.

 

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D. Ayuda en las necesidades  

 

   

Así como en los años de la infancia los hijos no pueden valerse sin ayuda de sus padres, puede ocurrir que en los días de su ancianidad no puedan los padres valerse por sí mismos sin ayuda de sus hijos. En estos casos, es de justicia que los hijos los socorran en todo lo que hayan menester. Esta ayuda lleva a atenderlos con solicitud en sus necesidades espirituales y materiales, y pecaría contra este deber quien: 1) los abandone, obligándolos a ejercer un oficio indigno de su condición social; 2) no los atienda en sus enfermedades, no trate de consolarlos en sus aflicciones, o los abandone en la soledad (ej., internándolos en un asilo y olvidándose de ellos); 3) no les procure los auxilios espirituales en sus enfermedades, ni se preocupen de que reciban a tiempo los últimos sacramentos. Dios no puede sino maldecir a los hijos que no se preocupan de sus padres. “cuán infame es el que a su padre desampara, y cómo es maldito de Dios aquel que exaspera a su madre” (Eclo. 3, 18); “quien hiera a su padre o a su madre, muera sin remedio; el que maldijere a su padre o a su madre, sea sin remisión castigado de muerte” (Ex. 21, 15-17). Tristes ejemplos confirman que Dios castiga a los hijos que no quieren a sus padres: Cam, hijo de Noé, se burló de su padre; éste lo maldijo y su maldición recayó sobre toda su descendencia (cfr. Gen. 9, 20-27); Absalón se sublevó contra su padre David; en la batalla el infortunado hijo perdió la vida cuando huía vergonzosamente de las tropas enemigas, comandadas por su propio padre (cfr. II Re. 18).

  10.2.2 Pecados por exceso en el amor a los padres   Cabe pecar contra la piedad familiar no sólo por defecto (falta de amor, respeto, obediencia y ayuda), sino también por exceso, con un desordenado amor a los padres y parientes, que lleve a dejar incumplidos deberes m s importantes. Santo Tomás de Aquino nos hace notar (cfr. S. Th., II-II, q. 101, a. 4) que la piedad con los padres no consiste en honrarlos más que a Dios y, por tanto, si nos impide cumplir nuestros deberes relacionados con Dios no sería verdadero acto de piedad. Por ejemplo, pecaría por amor desordenado aquel que no llevara a efecto la vocación divina que Dios le señala, por apego excesivo a sus padres. Lo mismo puede decirse de quien por amor desordenado a sus padres descuida sus deberes de estado (ej., el marido o la mujer que va con exceso a la casa paterna, anteponiéndola a la suya propia; el estudiante que por falta de fortaleza no resuelve por sí mismo sus problemas, sino que se refugia en sus padres, etc.). Podría

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decirse que, en estos casos, se padece del vicio llamado vulgarmente `familitis'.

  10.3 DEBERES DE LOS PADRES PARA CON LOS HIJOS   10.3.1 Deberes en General   Con respecto a los padres, su deber “no se reduce a la sola procreación de los hijos, sino que debe extenderse también a su educación moral y a su formación espiritual” (Catecismo, 2221). En efecto, “los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son normales”. (Id., n. 2223). “El papel de los padres en la educación tiene tanto peso que cuando falta, difícilmente puede suplirse”. Por ello, “el derecho y el deber de la educación son para los padres primordiales e inalienables” (Id., 2221).   10.3.2 Deberes en relación con la vida cristiana de los hijos   Los padres no se han de limitar a cuidar de las necesidades materiales de los hijos, sino sobre todo han de darles una sólida formación humana y cristiana. Para conseguirlo, además de rezar por ellos, deben poner los medios eficaces: el ejemplo propio, los buenos consejos, elección de escuelas apropiadas, vigilar discretamente las compañías, etc.   El deber de los padres se inicia con la obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas (CIC, c. 867 & 1), y se continúa, como quedó dicho, con la enseñanza de la fe y de la moral cristianas. Cuando la mente infantil comienza a abrirse, surge el deber de hablarles de Dios, especialmente de su bondad, su providencia amorosa y de la obediencia que le debemos. Y en cuanto comienzan a hablar, hay que enseñarles a rezar, mucho antes que tengan edad de ir a la escuela. Actúan con desidia aquellos padres que pretenden delegar absolutamente en la escuela o en la parroquia la formación cristiana de sus hijos. Corresponde a ellos la obligación fundamental de proporcionar esta formación: “vuestro primer deber y vuestro mayor privilegio como padres es el trasmitir a vuestros hijos la fe que vosotros recibísteis de vuestros padres. El hogar debería ser la primera escuela de oración”. (Juan Pablo II, Homilía, 1-X-1979). En virtud de este deber, el episcopado latinoamericano no ha dudado en afirmar que la familia cristiana ha de ser el primer centro de evangelización (Documento de Puebla, n. 617).  

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Veremos a continuación dos aspectos de los deberes de los padres: el ejemplo y la elección de estado   A. El valor del ejemplo Vale la pena detenernos especialmente en el deber que tienen los padres de no dar a sus hijos ningún mal ejemplo y sí, en cambio, de dar ejemplo de virtud, con- vencidos de que, especialmente en los niños, el ejemplo es más eficaz que las palabras. Cuiden de modo especial dar buen ejemplo con su conducta moral, la templanza en la comida y en la bebida, la prudencia y delicadeza en el trato con los de la casa, el trabajo e intenso aprovechamiento del tiempo, y la práctica de las normas de piedad.

Las virtudes que los padres desean ver en sus hijos -diligencia, fortaleza, laboriosidad, etc.- han de exigirlas yendo ellos mismos por delante. En un ambiente muelle y de excesos de bienes materiales los hijos no pueden sino resultar carentes de virtudes humanas. La mejor escuela católica no puede suplir nunca el daño que causa un hogar laxo.   B. La elección de estado   Otro importante deber de los padres es el relacionado con la elección del estado de vida por parte de los hijos. Las decisiones que determinan el rumbo de una vida ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo. Esto no quiere decir que no haga falta, de ordinario, acudir al consejo de otras personas. Una parte de la prudencia consiste precisamente en pedir consejo, para después actuar con responsabilidad. Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, para que tomen las decisiones que los van a hacer felices; unas veces los ayudarán con su consejo personal; otras, animándolos a acudir a personas competentes.   Sin embargo, la intervención de los padres no ha de quitar la libertad de elección del estado de vida a sus hijos, ya que es un derecho personal inalienable. Señalaba al respecto Mons. Escrivá  de Balaguer “los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse en sus hijos -de instruirlos según sus propias preferencias- han de respetar las inclinaciones y las aptitudes de cada uno” (Conversaciones, n. 104). Después de los consejos y las consideraciones oportunas, “han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y servir a Dios”. (Ibid.).  

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Estos criterios se han de aplicar especialmente cuando los hijos toman la decisión de emplearse en el servicio de la Iglesia y de las almas. En estos casos, la actitud de los padres ha de ser todavía m s respetuosa. Además, en las familias cristianas, la vocación de entrega total a Dios arraiga como consecuencia del ambiente sobrenatural de esa familia, y siempre se ha recibido con alegría y con agradecimiento, no como una renuncia. No deben olvidar los padres que los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza, de modo que “Los padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús (cfr. Mt. 16, 25): `El que ama a su padre o a su madre m s que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí' (Mt. 10, 37) (Catecismo, n. 2232).

  10.3.3 Pecados por Exceso   Rara vez pecan los padres contra el amor debido a sus hijos por despego y odio interior; es m s frecuente que pequen por exceso de cariño ´-amor desordenado, no subordinado al amor de Dios- que representa grave peligro para el armónico desarrollo de la personalidad del hijo.

Los mimos excesivos, la falta de autoridad y la abundancia de medios materiales vuelven egoístas a los hijos, enervan su vigor natural y los hace incapaces para afrontar y superar las dificultades que ofrece la vida.     10.4 OTROS DEBERES QUE IMPONE ESTE MANDAMIENTO   Dentro de este mandamiento se incluyen, además de los padres, otras personas a las que se debe obediencia, amor y respeto de forma especial:   1) los hermanos: es de particular importancia entre hermanos esforzarse en las virtudes de la convivencia, evitando enojos, discusiones, envidias; el egoísmo en una palabra;   2) familiares y amigos: el amor y respeto a la familia alcanza de modo particular a los abuelos, tíos, primos y a los amigos;   3) los maestros: que en la escuela hacen las veces de padres; por consiguiente, los alumnos les deben el respeto, cariño, docilidad y agradecimiento que tributarían a sus padres si éstos se encargan totalmente de su instrucción. Pecan contra este precepto los discípulos que desobedecen, se dejan llevar por la pereza, murmuran o calumnian a sus maestros, o se manifiestan irrespetuosos;  

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4) los pastores de la Iglesia: porque somos hijos de la Iglesia, tenemos la obligación de amar a los que la gobiernan, rezar por ellos y obedecer sus indicaciones. Además la lealtad nos pide no murmurar nunca;   5) la patria y las autoridades civiles: como toda autoridad viene de Dios, debemos amar y servir a la patria, nuestra madre común, respetar y obedecer a las autoridades civiles, y cumplir las leyes, siempre que sean justas. Nos fijaremos especialmente en este deber, y en el que se origina para con las personas que se encuentran al servicio del hogar.   10.4.1 La Piedad con la Patria   La persona humana por su misma naturaleza tiene necesidad de la vida social. En el terreno puramente humano, nada puede hacer el hombre sin la comunidad en la que vive: De la familia recibió la existencia; De la patria, la tradición y la cultura, el ambiente que hace posible su realización plena.    A. Virtud del patriotismo     Cada individuo debe mucho a la sociedad y, en concreto, a su propia patria. De ahí que la misma naturaleza de las cosas le exige vivir el patriotismo. El patriotismo es la virtud que lleva a buscar el bien de la comunidad nacional, a través del ejercicio de los deberes y derechos cívicos. “En el amor a la patria y en el fiel cumplimiento de los deberes civiles, siéntanse obligados los católicos a promover el verdadero bien común, y hagan pesar de esa forma su opinión para que el poder civil se ejerza justamente y para que las leyes respondan a los principios morales” (Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 14). Esta virtud implica:  

 

1) el respeto a la autoridad competente y la obligación a sus mandatos legítimos; 2) el amor de predilección hacia la propia tierra; 3) el respeto a la memoria de los hombres beneméritos de la patria; 4) la participación en la medida de las posibilidades en la vida ciudadana, a través de las personales aportaciones y cumpliendo los deberes cívicos.   B. Pecados contra el patriotismo La piedad con la patria puede ser transgredida:   1) Por exceso, con el nacionalismo exagerado.“El Magisterio de la Iglesia enseña que los ciudadanos deben cultivar la piedad hacia la patria con magnanimidad y fidelidad, pero sin estrechez de espíritu; es decir, de tal

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manera que también tienda siempre su ánimo al bien de toda la familia humana, que est  unida por vínculos diversos entre razas, pueblos y naciones” (Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, n. 75).   Hay, en efecto, vínculos m s fuertes que los nacionales, con ser éstos tan nobles. Incluso en el orden natural, la unidad del género humano, la igualdad entre las naciones, la ayuda a los necesitados de cualquier raza, clase o condición, son motivos que llevan a considerar los acontecimientos de la vida del mundo por encima de los intereses particulares del propio país.   Se pecaría por exceso de nacionalismo al negar la igualdad jurídica de todas las naciones; con el egoísmo económico en perjuicio de los demás pueblos; con la deificación de la patria, etc. El nacionalismo, cuando se identifica con la deificación de la raza, se llama racismo.   2) Por defecto se puede pecar: Con el incumplimiento de los deberes que implica esta virtud; con traiciones al propio país; con el pecado llamado `cosmopolismo', que incluye las difamaciones o críticas a la propia patria, el no reconocimiento de los bienes nacionales (el así llamado `malinchismo'), el internacionalismo económico (ubi bene, ibi patria, -donde están los bienes, ahí está  la patria-), y el internacionalismo comunista.   C. Derechos políticos y deberes cívicos: 1) El hombre, unido a otros hombres en una comunidad social, debe ser en ella un miembro activo, corresponsable con los demás del bien común. Esto supone, en primer lugar, que cada hombre es ante el Estado sujeto de derechos naturales que le corresponden por ser miembro de la comunidad. Aunque no todos estos derechos son políticos, aquí hablaremos fundamentalmente de éstos.

 

El derecho político más general es el que tiene todo ciudadano de participar activamente en la vida de la comunidad; de él se derivan diversas manifestaciones: -

libertad para expresar la propia opinión sobre la vida política; derecho de reunión y asociación con fines políticos o sociales; derecho a participar, mediante elecciones, en el gobierno del país; derecho a ser escuchados por los gobernantes, etc.

  Otros derechos políticos, de los que no se puede privar arbitrariamente a ningún hombre, son: El derecho a la nacionalidad; El derecho a circular libremente dentro y fuera del país, y a elegir lugar de residencia; El derecho a la protección del Estado y, en caso de delito, a ser oído por una autoridad judicial con garantías de imparcialidad, a la defensa y a no recibir tratos crueles, inhumanos o degradantes;

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El derecho a la elección de estado, a la libertad de las conciencias, a la libertad religiosa, a la propiedad, la enseñanza, etc. Todos estos derechos políticos, sin embargo, no son absolutos: están limitados por los derechos de los demás, la moral y el orden públicos (cfr. Decl. Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II, n. 7). 2) El ciudadano es corresponsable del bien común y, por tanto, tiene también un conjunto de deberes cívicos de los que el m s básico es el cumplimiento de las leyes. Es ésta una obligación primordial de la justicia legal, porque las leyes marcan el orden en las relaciones sociales y la parte que a cada uno le corresponde en la obtención del bien común. Otros deberes que el hombre tiene, cuando lo exige el bien común y según lo marcado por las leyes o costumbres legítimas son: Dar prestaciones personales (ej., defender a la patria en caso de agresión externa) y contribuir a los gastos del Estado mediante el pago de impuestos (el fraude fiscal es contrario a la ley natural y, por tanto, pecado. Ver 13.3.1.D.); Participar activamente en la vida pública (p. ej., votando o accediendo a las funciones públicas), sobretodo cuando no hacerlo puede ocasionar daños al bien común.

 

 

3) Cuando la autoridad es ilegítima en su origen (se habla entonces de usurpación y usurpador) no existe la obligación de acatar y respetar el poder constituido. A veces el bien común, sin embargo, obliga a obedecer sus disposiciones cuando no son moralmente ilícitas o injustas, en la medida en que lo exijan la seguridad y el orden públicos.   Cuando el poder es legítimo en su origen pero ejercido ilegalmente (mandatos injustos o moralmente ilícitos) la norma es clara: debe obedecerse a Dios antes que a los hombres (cfr. Hechos 5, 29). Además, en la medida en que sea posible habrá  que buscar medios legales para evitar y rechazar esos actos o situaciones ilícitos.   4) Teniendo en cuenta que el principio fundamental que debe regular las relaciones políticas es el de la paz social, el recurso a la violencia debe ser rechazado ordinariamente. Sin embargo, en el caso de una autoridad ilegítima en su origen, o que ejerce injusta y abusivamente el poder en notables proporciones, caben la resistencia activa, el pronunciamiento y la revolución, porque el pueblo tiene derecho a la legítima defensa (cfr. el Decr. Dignitatis humanae, n. 11 y la Const. Gaudium et spes, n. 74). - Resistencia activa: empleo de medidas de fuerza contra el gobierno; ej. mítines, manifestaciones, ocupaciones, huelgas, enfrentamientos con la fuerza pública, etc.

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“La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá  recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de ‚xito; 5) si es posible prever razonablemente soluciones mejores” (Catecismo, n. 2243). - Pronunciamiento: rebelión o golpe de fuerza llevado a cabo por los militares. No basta, sin embargo, que sea manifestación de la voluntad de un grupo militar movido por causas razonables: ha de ser el único camino para acabar con una situación muy grave de opresión al pueblo.   - Revolución: derrocamiento violento por parte del pueblo de un gobierno injusto e ilegítimo; ser  lícita en caso de extrema necesidad, cuando hay razonables perspectivas de éxito y debida proporción entre los beneficios que se van a obtener y los males que la rebelión provoca. No se trata, pues, de la revolución postulada por los liberales, que sostienen que el pueblo puede, arbitrariamente, derrocar por la fuerza a un sistema de gobierno; Ni del recurso a la revolución sostenido y generalizado por los sistemas ideológicos marxistas, que la consideran como medio necesario para el cambio político. En estos casos la revolución es inmoral porque la paz es parte del bien común, y los medios normales para el progreso, la reforma y el cambio político y social son los pacíficos.

  10.4.2 Deberes de Piedad con las personas de servicio   En sentido lato, el cuarto mandamiento abarca los deberes y derechos de las personas de servicio que suelen ser, dentro de muchas familias, un elemento integrante:   a) sus deberes se reducen a la ejecución fiel de su contrato de trabajo y al respeto hacia los dueños del hogar; b) sus derechos van más allá  que los de un simple empleado, pues su convivencia con la familia, a la que ayuda con su trabajo y de la que cuidan sus menesteres m s fatigosos, hacen que deban ser considerados como personas de la familia.   En consecuencia:   a) les corresponde con todo rigor un salario justo; b) pero no basta el salario, ni aunque sea abundante.   Los dueños del hogar han de preocuparse por su bienestar, su descanso, la seguridad de su futuro, la posibilidad de facilitarles medios para que realicen estudios, de que consigan la elección de estado a que se inclinan y,

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principalmente, de que reciban la necesaria formación y los auxilios convenientes para su vida espiritual. Buen ejemplo nos da el centurión que tenía un siervo enfermo y fue a ver a Jesús para pedirle su curación: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y mi siervo quedará  curado” (Mt. 8, 8). Yahvé señala en el libro del Eclesiástico: “no trates mal al siervo que trabaja con fidelidad, ni al jornalero que por ti consume su vida. Al siervo juicioso malo como a tu misma alma; no le niegues la libertad, ni lo despidas dejándolo en la miseria” (Eclo. 7, 22-23).   Por lo anterior, pecan contra un deber especial de piedad, quienes no se preocupan de la moralidad de los empleados a su servicio, no los aconsejan con rectitud, no los animan en sus deberes cristianos o, peor aún, si les hacen difícil o imposible su cumplimiento y les dan mal ejemplo. Gravemente pecan si con su conducta y con sus palabras constituyen para sus almas ocasión de perversión y de ofensa a Dios.

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11. QUINTO MANDAMIENTO: NO MATARAS   11.1 LA VIDA, DON DE DIOS   11.1.1 La vida es un bien   Son miles de millones las personas que todos los años celebran el día de su cumpleaños y, como se celebran sólo las realidades buenas y positivas, de este hecho aparentemente banal hay que concluir que el nacimiento es un bien. La vida comenzada con la concepción llega a su inicio más pleno con el nacimiento. La vida es un bien, y el más alto en el orden natural. Es posible que haya quienes alguna vez consideren como un mal, como una desgracia, el haber nacido, pero esto no es más que, o un sentimiento pasajero, o un síntoma de enfermedad, o una consecuencia de la injusticia de los demás. En condiciones normales, que son las ordinarias, la vida es considerada por todos como un bien, un gran bien: si no hubiéramos vivido habríamos permanecido en la nada, en la m s absoluta ausencia de realidad; si se piensa un poco más, advertimos que, además, la vida es un don, un regalo; nadie se da la vida a sí mismo: esta verdad elemental no es, por eso, menos profunda. Nuestra vida es un don que hemos recibido.   11.1.2 Solo Dios es dueño y Señor de la Vida   Sólo Dios da la vida; sólo Dios puede tomarla. En efecto, la vida y la salud son dones gratuitos de Dios, bienes que no nos pertenecen: sólo Dios es dueño absoluto y, por eso, no podemos disponer de ellos a nuestro antojo. En el Génesis se relata un episodio triste y doloroso: la historia de Caín y Abel (cfr. 4, 1-16). Ambos hermanos ofrecían sacrificios, pero Caín ofrecía lo peor, mientras Abel ofrecía a Dios los mejores corderos de su rebaño. Por eso el sacrificio de Caín no subía al cielo y el de su hermano era agradable a Dios. Caín sintió envidia de su hermano, lo invitó a pasear por el campo, y con una quijada de burro lo mató. Dios le echó en cara su delito y maldijo a Caín por haber matado a su hermano; la sangre de Abel gritó venganza ante Dios y Caín fue condenado a andar errante durante el resto de su vida, con el alma llena de remordimientos.   11.2 DEBERES Y PROHIBICIONES DEL QUINTO MANDAMIENTO   El quinto mandamiento prescribe conservar y defender la integridad de la vida humana propia y ajena. Prohíbe todo cuanto atenta a la integridad corporal

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personal o del prójimo. Para profundizar en este mandamiento dividiremos nuestro estudio en tres apartados:   1) Transmisión y conservación de la vida 2) Deberes relacionados con la vida propia 3) Deberes relacionados con la vida de los demás.   11.2.1 TRANSMISION Y CONSERVACION DE LA VIDA   Al ser el hombre instrumento de Dios en la altísima dignidad de transmitir y conservar la vida, está  sujeto a las leyes que el creador promulgó para ese fin. Estudiaremos aquí los pecados que atentan contra esa ordenación moral, y que pueden agruparse en seis apartados:   - Esterilización - Anticoncepción - Aborto procurado - Manipulaciones genéticas - Fecundación artificial - Eutanasia.   La práctica de acciones directamente atentatorias contra la transmisión de la vida es quizá el error moral más difundido y grave de la sociedad moderna. Por eso, antes de estudiar cada uno de los pecados expuestos arriba, nos detendremos en lo que la Revelación y el Magisterio de la Iglesia enseñan sobre la transmisión de la vida, dividiendo nuestros estudios en dos apartados:   - El valor sagrado de la vida humana - La mentalidad anti-vida   A. El valor sagrado de la vida humana   En la primera página del Génesis, bajo un ropaje en apariencia ingenuo se narran verdaderos acontecimientos históricos: la creación del universo y del hombre. Dios modela una porción de arcilla, sopla, y le infunde un espíritu inmortal; la materia se anima de un modo nuevo, superior: nace la primera criatura humana, hecha a imagen y semejanza del Creador (cfr. Gen. 2, 7; 1, 26-27): la materia ha recibido una sustancia de orden esencialmente superior: el alma espiritual e inmortal. El hombre no es un producto de la evolución de la materia, aunque la materia sea uno de sus componentes; goza de un alma espiritual, irreductible a lo corpóreo. De acuerdo con la Revelación divina y con la buena filosofía, “la fe católica nos obliga a afirmar que las almas son creadas inmediatamente por Dios” (Pío XII, Enc. Humani generis, AAS 58 (1966) 654). Por ello toda vida humana “ha de considerarse por todos como

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algo sagrado, ya que desde su mismo origen exige la acción creadora de Dios” (Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra, 15-V-1961).   La vida humana, bien y don, se transmite sólo de un modo: por la unión sexual del hombre y la mujer. Ninguna otra acción corporal o espiritual lo consigue. Como sólo con los ojos se puede ver, sólo con los órganos sexuales se consigue fecundar una nueva vida.  

 

En la transmisión de la vida, pues, los padres, con su unión, desempeñan el papel de cooperadores libres de la Providencia, contribuyendo a la concepción del cuerpo. Pero el alma que vivifica al hombre, es creada inmediatamente de la nada por Dios en el instante de la concepción del cuerpo. De lo anterior se sigue que los padres no dan el alma al nuevo ser, sino tan sólo el cuerpo. Por lo cual, Dios es el primero y principal Autor y Señor de la vida; el hombre no es m s que su administrador, y debe cuidar por eso de su propia vida y de la de los demás. Los padres intervienen en un milagro portentoso. Lo dice Santo Tomás de Aquino: “es más milagro el crear almas, aunque esto maraville menos, que iluminar a un ciego; sin embargo, como éste es más raro, se tiene por más admirable (S. TOMAS DE AQUINO, Los cuatro opuestos, 7). No debemos pasar por alto esta observación. San Agustín queda incluso más maravillado ante el hecho de la formación de un nuevo hombre que ante la resurrección de un muerto. Cuando Dios resucita un muerto, recompone huesos y cenizas; sin embargo -dice este Doctor de la Iglesia“tú antes de llegar a ser hombre no eras ni cenizas ni huesos; y sin embargo has sido hecho, no siendo antes absolutamente nada” (S. AGUSTIN, Sermo 127, 11, 15; ML 38, 713).

 

 

Ciertamente, la maternidad –y la paternidad- son siempre un gran acontecimiento, el más grande que puede acontecer en el orden natural (no hablamos ahora del orden sobrenatural de la gracia). Los hijos son el amor que se hace vida, vida personal, subsistente y libre, y por ello, imagen de Dios. Engendrar hijos es participar en el poder creador de Dios, para dar lugar a nuevas imágenes suyas, que son, cada una, como un espejo en el que Dios puede mirarse y contemplarse, y descubrir gozoso alguno de los rasgos propios de su divina fisonomía. San Agustín nos ofrece otra sugerencia bellísima: Cuando alguno de vosotros besa a un niño, en virtud de la religión debe descubrir las manos de Dios que lo acaban de formar, pues es una obra aún reciente de Dios, al cual, de algún modo besamos, ya que lo hacemos con lo que El ha hecho (S. AGUSTIN, Contra duas e. Pelag., L. IV, 8, 23, ML 44, 625D). B. La mentalidad anti-vida

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  Con la pérdida del sentido cristiano de la vida se ha oscurecido la magnitud del hecho formidable de traer al mundo un nuevo ser humano. Muchos de nuestros contemporáneos han caído en el nihilismo, es decir en la negación, teórica o práctica, del valor trascendente de la vida humana. Porque en el fondo, se piensa la vida como reducida a una existencia efímera, puramente material, más allá  de la cual no habría nada (nihil). La vida personal se angosta de tal manera que ya no cabe m s que el yo y lo que me place. El amor necesariamente naufraga. El amor entre marido y mujer ha dejado de ser el amor hermoso a los ojos de Dios y apasionante a los ojos de los humanos, porque se reduce a un lazo de mero placer sensible o se limita a ofrecer un intercambio de seguridades materiales. Ya no se entiende lo de la Sagrada Escritura: “Don de Yahvé son los hijos; es merced suya el fruto de tu vientre” (Ps. 127). Ya no se comprenden las palabras de Jesucristo: “La mujer que ha dado a luz está  gozosa, por la alegría que tiene de haber traído al mundo un hombre” (Jn. 16, 21).   En rigor, las actitudes hostiles a la natalidad son inhumanas, y, por supuesto, absolutamente extrañas al cristianismo. Se necesita haber perdido de vista lo que el hombre es y el sentido de la vida, para caer en esa suerte de nihilismo que prefiere la nada al ser; o en el hedonismo, que desprecia los bienes eternos por mantener, a toda costa, algunas comodidades provisionales. Por eso, es preciso recordar que el problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna (Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 7).  

Los cristianos sabemos que cuando Dios dijo “Creced y multiplicaos y llenad la tierra” (Gen. 28), pretendía una finalidad ulterior: llenar el Cielo. La criatura humana, a diferencia de los animales, tiene una “razón especial para multiplicarse: completar el número de los elegidos” (S. Th. I, q. 72, a. 1, ad. 4; cfr. Pío XI, Enc. Casti connubii, nn. 6 y 7). La responsabilidad de los padres es, pues, gravísima y gozosa a un tiempo. Un hombre más, o un hombre menos, importa mucho; vale más que mil universos puesto que éstos acaban por desvanecerse y un hombre, en cambio, no muere jamás: sólo muere su cuerpo que, al cabo, resucitar  en el último día. Y, principalmente, un hombre sólo, exclusivamente uno, vale toda la Sangre de Cristo. C. La esterilización

 

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Se llama esterilización a la intervención quirúrgica que suprime, en el hombre o en la mujer, la capacidad de procrear. Suele distinguirse entre esterilización:  

 

1. terapéutica: la irremediablemente exigida por la salud o la supervivencia del hombre; 2. directa: la que por su misma naturaleza tiene como fin único hacer imposible la generación de una vida. La esterilización terapéutica, que viene exigida para salvar la vida o conservar la salud, es lícita en bien del todo la vida si se dan las condiciones siguientes (nótese que es una aplicación práctica del llamado 'voluntario indirecto'; ver 2.4):

 

 

1) que la enfermedad sea grave, de modo que se justifique el mal grave que supone la esterilización; 2) que la esterilización sea el único remedio para recobrar la salud o conservar la vida; 3) que la intención sea la de curar y no la de esterilizar. La esterilización es sólo un remedio inevitable, no directamente querido. La esterilización directa es pecado, puesto que va contra el uso natural de la capacidad sexual, que es la procreación. El método de esterilización de la mujer más comúnmente empleado en la actualidad es la salpingoclasia, usualmente llamado “ligadura de trompas”, que es siempre gravemente ilícito.

   

 

Nunca son justificables razones de escasez de medios materiales, excesivo número de hijos, incapacidad de educarlos adecuadamente, cansancio, e incluso peligro de la vida ante nuevos embarazos, para que una mujer acepte que se le efectúe esta operación: repetimos que, según la moral católica, es siempre gravemente ilícita. D. La anticoncepción En la llamada anticoncepción cae cualquier modificación introducida en el acto sexual natural, con objeto de impedir la fecundación. Los procedimientos pueden ser varios: La esterilización, de la que ya hablamos; La interrupción del acto sexual (onanismo); La utilización de dispositivos mecánicos, tanto por parte del hombre (preservativos) como de la mujer; Aunque estos dispositivos suelen impedir la fecundación, en muchos casos, porque impiden que el óvulo ya fecundado se implante en el útero, deben ser considerados abortivos (es el caso del llamado dispositivo intrauterino, o diu); La utilización de productos farmacológicos, como las píldoras: algunos de esos productos son anovulatorios, es decir, inhiben la ovulación impidiendo

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la fecundación; otros son claramente abortivos, porque actúan después de la concepción, impidiendo la implantación del óvulo fecundado. La mayoría de los productos farmacológicos en la actualidad son abortivos.    

d.1 La enseñanza de la Sagrada Escritura La doctrina de la Iglesia ha sido siempre muy clara en este punto. Encuentra su fundamento no sólo en la naturaleza, sino también en la Sagrada Escritura, comenzando por el primero de sus libros: el Génesis. Onán -personaje de triste memoria que ha dado su nombre al pecado de onanismo-, usaba de su mujer evitando la descendencia. Se advierte que el pecado es muy antiguo. Pues bien, “era malo a los ojos de Yahvé lo que hacía Onán, y lo mató también a él” (Gen. 38,10). Dios lo mató, porque lo que hacía era un crimen a sus ojos. Ahora ya no actúa enviando castigos sobre la vida perecedera, pero la advertencia de Dios sigue resonando y mira, sobre todo, a la vida eterna. Otro testimonio de la gravedad de este pecado lo hallamos en el libro de Tobías (cfr. Tob. 6,14; 7, 9).

 

   

Que el uso del matrimonio es para la procreación lo enseña repetidamente el Nuevo Testamento: San Agustín comenta así un texto de San Pablo: el matrimonio, evidentemente, fue instituido en orden a la procreación de los hijos, según atestigua el apóstol: `quiero –dice- que las jóvenes se casen'. Y como si alguien le preguntara para qué, añade inmediatamente: `para que tengan hijos', para que sean madres de familia' (SAN AGUSTIN, De bono coniug, 24). d.2 Doctrina de la Iglesia Por pertenecer al depósito de la fe, esta doctrina no ha variado ni puede variar en la Iglesia. He aquí algunos textos:

“Cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido su propia natural virtud procreativa, va contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de un grave delito” (Pío XI, Enc. Casti connubii, n. 21); “es gravísimo el pecado de los que, unidos en matrimonio, o impiden la concepción o promueven el aborto” (CAT. ROMANO, II, 7,13); es intrínsecamente deshonesta toda acción que, o en previsión del acto conyugal o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación (Enc. Humanae Vitae, n. 7). Otros muchos textos podrían citarse, principalmente de la Encíclica Humanae Vitae de Paulo VI, de la Exhortación Apostólica Familiaris consortio de Juan Pablo II, y de otros múltiples documentos de este último Papa.   d.3 Razones teológicas  

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En relación con las prácticas anticonceptivas, Santo Tomás de Aquino hacía notar que después del pecado de homicidio, que destruye la naturaleza humana ya formada, tal género de pecado parece seguirle, por impedir la generación de ella (C.G., III, 122).

 

Podría agudizarse aún más la cuestión: el homicida mata el cuerpo, mas no el alma que puede ir a gozar de la visión de Dios; el que evita el hijo, cegando las fuentes de la vida, corta las manos de Dios e impide que llegue a la vida una persona que podría gozar eternamente de una felicidad inmensa. Vale la pena reflexionar sobre ello, y atender, cuando se nos afirma que cegar las fuentes de la vida es un `crimen horrendo': trocar “el uso conforme a la ley natural por el que es contra la naturaleza” es “un crimen nefasto en sí mismo, pero más recriminable aún en la vida matrimonial” porque “la dignidad del vínculo conyugal radica en la casta y legítima facultad de procrear y en el cumplimiento honesto de los deberes mutuos con ese fin relacionados” (SAN AGUSTIN, De bono coniug, XI, 12).

d.4 El porqué de la malicia de la anticoncepción   La gravedad de las prácticas anticonceptivas estriba principalmente en la desconexión que producen entre el acto sexual y la finalidad natural que le es propia. La “ordenación intrínseca” de las “facultades generadoras en cuanto tales” es “originar la vida” como se dice en la Encíclica Humanae Vitae, núm. 13. Pretender negar el argumento anterior sería como tratar de tapar el sol con un dedo; el hecho es de una claridad deslumbrante. Si, además, tenemos en cuenta que la vida que origina es humana, entonces ese acto participa del carácter sagrado de la misma vida humana que contiene. De ahí que la distorsión de la finalidad de las facultades generadoras sea la quiebra de algo de un enorme valor y si es responsable una grave alteración de la naturaleza, una grave ofensa a Dios, Autor de la naturaleza y, a fin de cuentas, un grave pecado.   d.5 El uso del matrimonio en los periodos infecundos de la mujer   Cada matrimonio habrá  de responder ante Dios de cómo ha facilitado la obra creadora: tendrá  que dar cuenta del empeño puesto u omitido para que se cumplan los designios divinos. En esto estriba la verdadera `paternidad responsable'. Como hemos repetido, Dios tiene dispuesto por su Providencia el número de almas que han de informar los cuerpos concebidos en el matrimonio; almas que están destinadas a un fin imperecedero, es decir, `serán' por toda la eternidad. El hombre, sin embargo, puede usurpar el poder de dar vida o no darla; el hombre suplanta a Dios, aunque muchas veces no se atreva a proclamarlo.  

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Con su infinita sabiduría, Dios dispuso que no de todo acto conyugal se siguiera una nueva vida. La decisión de utilizar del matrimonio sólo en los periodos infecundos de la mujer no contradice la función propia de las cosas -no atenta al orden natural- y, por tanto, es el único medio lícito para evitar la procreación dentro del matrimonio.

 

Cualquier otro medio sería puro y simple onanismo (aquel pecado que, como hemos visto, mereció la muerte de Onán). La perfección técnica no cambia la naturaleza moral de los actos. Un acto técnicamente más perfecto más fácil, más cómodo no es moralmente más perfecto. Y si el acto era malo, malo seguirá  siendo por mucha perfección técnica química, mecánica que lo acompañe. Ahora bien, la Enc. Humanae Vitae dice textualmente que si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y regular así la natalidad (n. 14). Al afirmar la licitud de lo anterior, el Magisterio no dice que siempre sea lícito hacerlo: subraya que los motivos de esta decisión han de ser `serios'. En documentos análogos utiliza expresiones del tenor siguiente: “casos de fuerza mayor” (Pío XII, AAS, 43 (1951), p. 846); “motivos morales suficientes y seguros” (Ib., p. 867); “motivo grave, motivos serios, razones graves personales o derivadas de circunstancias externas” (Ib., p. 867); “inconvenientes notables” (Ib., p. 846).

Por ello, la educación a la castidad de los cónyuges no ha de limitarse a la instrucción sobre el modo de determinar los periodos fértiles, sino que ésta ha de impartirse dentro del cuerpo doctrinal de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad. Repetimos que ese recurso es lícito sólo por graves y justas causas: la Iglesia jamás aprueba la decisión de los cónyuges sobre el número de hijos que sea fruto de un mero proyecto egoísta, aunque el método adoptado sea el natural. No debe darse, dice Juan Pablo II, “la información sobre los métodos naturales sin que vaya acompañada de una adecuada formación de las conciencias” (Discurso, 14-III-88). En resumen, sólo excepcionalmente, por graves motivos y con medios que no se opongan a la ley moral, sería lícito evitar una familia numerosa. También es preciso tener en cuenta que para que la práctica de la continencia periódica sea lícita, la gravedad de los motivos ha de ser mayor o menor según se pretenda evitar definitivamente un nuevo nacimiento, o sólo distanciarlo del anterior:   a) por ejemplo, en el caso de una madre que ha quedado debilitada por el nacimiento del último hijo, y trata de reponerse, podría seguir esa práctica durante unos pocos meses, porque no puede decirse que esta actitud atente contra el fin del matrimonio;

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b) en cambio, para seguirla durante un largo periodo o indefinidamente, se necesitan motivos más graves de salud (física o psíquica), económicos (imposibilidad o grave dificultad de sostener más hijos), o sociales (falta de espacio mínimo en la vivienda para evitar una grave promiscuidad, imposibilidad de atender a un recién nacido por verdadera y grave necesidad de que la madre trabaje fuera de casa, etc.).  

Importa recordar, además, que lo `natural' es que los matrimonios reciban con generosidad los hijos que Dios les envíe, y que si se presentan circunstancias graves que aconsejan los medios naturales de evitar un nuevo hijo, esas circunstancias se reciban con dolor y con el  ánimo de poner los medios para que desaparezcan los obstáculos. De lo contrario habría falta de rectitud de intención, es decir, el  ánimo de no aceptar la Voluntad de Dios. Y nunca habrá  que olvidar lo que se subraya en el Conc. Vat. II: “Entre los cónyuges que cumplen la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente” (Gaudium et spes, n. 50). Dios asiste, ciertamente, de un modo muy especial a las familias numerosas, que ven siempre compensado su esfuerzo con una alegría honda y duradera.

Además, en la consideración objetiva de la Iglesia est  presente la familia numerosa; ahí germinan y crecen las vocaciones de entrega a Dios. Ciertamente, se trata de un problema que aflige a la Iglesia, pues cuando el egoísmo de los padres limita indebidamente los nacimientos, se agotan proporcionalmente también las fuentes de vida espiritual superior y faltan inevitablemente vocaciones: “donde resulta normal que la vida se acoja como un don de Dios, es más fácil que resuene la voz de Dios y que ésta sea oída con generosidad” (Juan Pablo II, Discurso, 15-V-79).   d.6 Conclusión   Todo lo anterior podría dar la impresión de juicios morales demasiado tajantes, pero esa es la verdad de las cosas aunque el consenso de la mayoría -teórica o prácticamente- siga otros lineamientos. En definitiva, por tanto, hay que afirmar que en sí la anticoncepción es intrínsecamente un atentado al fin natural del acto conyugal y, por tanto, al contrariar la ley natural, supone un pecado grave que no admite dispensa bajo ninguna consideración.   E. El aborto   1. Noción e ilicitud  

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El tema del aborto provocado no presenta, a nivel del derecho natural, especiales dificultades. En realidad, su incuestionable ilicitud es un corolario del deber de respetar la vida y del derecho a la vida de todo ser humano también el del no nacido, sin otros problemas, acaso, que razonar algunos casos límites, por otra parte hoy prácticamente superados o en vías de solución por los avances médicos. Sin embargo, es un tema que, por lo menos en muchos países, es tratado ampliamente a nivel de opinión pública. Los argumentos utilizados en favor del aborto obedecen a múltiples motivaciones, pero a excepción de casos límites no son científicos, porque no se trata de discusiones científicas, sino de intentos de influir en la opinión pública.   Por aborto se entiende la expulsión del seno materno, casual o intencionada, de un feto no viable. Por tratarse de un feto no viable, lo esencial del aborto es la muerte del feto, antes o después de su expulsión. El aborto puede ser:   1.a. Espontáneo (casual o natural), cuando las causas que lo provocan no dependen de la voluntad de los hombres. Es un acto involuntario y, por tanto, ni siquiera se plantea el problema de su licitud o ilicitud. 1.b Procurado (intencionado, artificial o voluntario), cuando está  causado por la intervención del hombre.   El aborto procurado puede ser:    

a) directo, cuando se busca la muerte del feto y su expulsión del seno materno. A su vez puede ser: provocado como fin, cuando lo que se desea es deshacerse del feto;   provocado como medio para conseguir otro fin, ej., la salud de la madre. Es el llamado aborto terapéutico;

 

 

b) indirecto: el que se causa como efecto secundario e inevitable -previsto, pero no querido, sólo permitido- de una acción que es en sí misma buena. P. ej., para curar a la madre de alguna enfermedad grave, se le administran fármacos que pueden tener como efecto secundario la muerte del feto.   2. Principios morales sobre el aborto 1) Para resolver cualquier problema que plantee la moralidad de un aborto, hay que dejar claro que es preciso respetar los derechos del niño antes de nacer (derecho a la vida y a la salvación del alma), como persona humana que es.  

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Por lo anterior, cualquier acción directamente occisiva del feto vivo es pecado gravísimo que no puede justificarse jamás. La razón es clara: se trata de matar a un ser humano completamente inocente, cometiéndose un asesinato con vergonzosos agravantes, tanto de tipo natural (abuso de fuerza e inmensa cobardía, por tratarse de un ser indefenso; además de la aberración que supone que la propia madre mate a su hijo), como de tipo sobrenatural (el feto muere sin bautismo).  

2) Queda claro, pues, que todo aborto directo, también el terapéutico, es ilícito, porque su objeto directo es la muerte de un ser vivo. A veces se entiende menos la ilicitud del aborto terapéutico, pero es preciso decir que el fin bueno (salvar la vida de la madre) no justifica el acto malo (la muerte provocada del feto). Hay que tener en cuenta también que el aparente conflicto de deberes la vida de la madre o la del hijo, se resuelve recordando que el deber es procurar la vida de los dos con medios lícitos adecuados. Por otra parte, casi siempre se puede evitar el llamado aborto terapéutico con una asistencia prenatal adecuada, y con todos los medios de que dispone actualmente la medicina.

Con frecuencia, también entre personas con alguna formación, se confunde el aborto terapéutico con operaciones quirúrgicas en las que hay, en todo caso, un aborto indirecto, cuando no la simple remoción de un feto no viable o ya muerto. De ahí la importancia de distinguir entre el aborto directo siempre ilícito y el aborto indirecto que, con las debidas condiciones estudiadas de acuerdo con las reglas del voluntario indirecto (ver. 2.4), es lícito.   El Santo Padre Juan Pablo II ha hablado muchas veces con gran claridad sobre la ilicitud del aborto; p. ej., en Irlanda:   El aborto, como declara el Concilio Vaticano, es un `crimen abominable' (Gaudium a spes, n. 51). Atacar una vida que todavía no ha visto la luz en cualquier momento de su concepción es minar la totalidad del orden moral, auténtico guardián del bienestar humano. La defensa de la absoluta inviolabilidad de vida todavía no nacida forma parte de los derechos y de la dignidad humanos (Homilía en Limerick, 1-X-1979).   La mentalidad pro-abortista, una vez difundida, tiene consecuencias de todo tipo en la vida social. La principal es ésta: la vida humana ya no puede concebirse como un valor absoluto, sino como algo que depende de la voluntad de otro hombre que se encuentra en una situación ventajosa. Esta justificación del homicidio aunque no se pretenda en cuanto tal constituye una transmutación del principio fundamental de la moral: no se tiene ya en cuenta que el hombre no crea la ley moral, sino que sólo la descubre. La moral ya no se presenta como una exigencia de la verdadera naturaleza humana, sino como un acuerdo precario, provisional y simplemente histórico.

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  La Iglesia, en consideración de la gravedad criminal del aborto, castiga con la pena de excomunión no sólo a la madre y al médico, sino a toda persona que sin su ayuda no se hubiera realizado el delito (p. ej., anestesista, enfermera, el que facilite el dinero, etc.; cfr. CIC, c. 1398 y 1329; ver también Dz. 1184-1185; 1890 a-c). “Con esto la Iglesia no pretende restringir el  ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad” (Catecismo, n. 2272).    

 

F. Manipulaciones genéticas La Iglesia, preocupada por los diversos problemas morales que van planteando los rápidos avances de las investigaciones biomédicas en el terreno de la procreación, propone los criterios para la valoración moral de éstas cuestiones a través de la Instrucción Donum vitae de la S.C. para la Doctrina de la Fe, publicada el 22-II-1987. La Instrucción empieza por recordar que las ciencias y las técnicas no son moralmente indiferentes: exigen el incondicionado respeto a los criterios de moralidad, el servicio a la persona humana y su bien verdadero e integral de acuerdo al plan de Dios. A continuación aborda tres cuestiones de especial importancia:   1) El respeto al embrión. Aunque ningún dato experimental es de por sí suficiente para detectar la existencia del alma espiritual, los conocimientos científicos sí permiten discernir racionalmente una presencia personal desde el primer momento de la vida humana: ese ser humano, por tanto, ha de ser respetado y tratado como persona desde el primer instante de su existencia, reconociéndosele todos los derechos de la persona. - De acuerdo con este principio, se determinarán las respuestas a los diversos problemas morales planteados. El diagnóstico prenatal y las intervenciones sobre el embrión nunca serán lícitos si se contempla la posibilidad de provocar un aborto, o se expone al embrión a riesgos despropor-cionados. - Otras formas de manipulación genética (los proyectos de fecundación entre gametos humanos y animales; gestación de embriones humanos en útero de animales o en úteros artificiales, “la fisión gemelar” -es decir, promover la duplicación de un cigoto-; la clonación, la partenogénesis, o cualquier intento de obtener un ser humano sin conexión con la sexualidad), son inmorales, pues se oponen a la dignidad de la unión conyugal y de la procreación, y atentan gravemente al respeto del ser humano, a su integridad y a su identidad.

 

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2) La procreación artificial. En la Instrucción se habla extensamente de la fecundación in vitro con transferencia de embriones (FIVET) y de la inseminación artificial. De ambas cosas se hablar  más adelante (cfr. G).  

3) Las relaciones entre la moral y la ley civil. Recuerda la Instrucción a las autoridades políticas, la obligación que tienen de “prohibir explícitamente que los seres humanos, aunque están en el estado embrional, sean tratados como objetos de experimentación, mutilados o destruidos”. Además, como la ley protege la institución familiar, nunca deberá  “legalizar la donación de gametos entre personas que no están legítimamente unidas en matrimonio”. La legislación deberá  prohibir, además, en virtud de la ayuda debida a la familia, los bancos de embriones, la inseminación post mortem y la maternidad sustitutiva.

 

G. La fecundación artificial   La fecundación artificial -desde hace tiempo practicada en los animales- se define por comparación con la fecundación natural, ya que en aquélla la unión del óvulo con el espermatozoide se da por una manipulación del semen. Para comprender su ilicitud en el hombre hay que recordar que la única forma lícita de unión sexual es dentro del matrimonio, y también que, en el matrimonio, la procreación ha de ser el resultado de actos naturales.   1. Fecundación artificial heteróloga. “Es moralmente ilícita la fecundación de una mujer casada con el esperma de un donador distinto de su marido, así como la fecundación con el esperma del marido de un óvulo no procedente de su esposa. Es moralmente injustificable, además, la fecundación artificial de una mujer no casada, soltera o viuda, sea quien sea el donador” (Instr. Donum vitae II, 2). El criterio moral negativo de la Iglesia se apoya en los siguientes argumentos:   1) Este tipo de fecundación se opone de modo directo a un principio básico de la ley de Dios: toda vida humana ha de ser procreada sólo en el matrimonio válido (Pío XII, Discurso 12-XI-1958). Otro modo de actuar constituye una violación al compromiso recíproco de los esposos, y atenta contra la unidad del matrimonio, produciéndose un verdadero concubinato o adulterio. 2) A su vez, el hijo tiene derecho a ser concebido llevado en las entrañas traído al mundo y educado en el matrimonio: sólo a través de la referencia conocida y segura a sus padres pueden los hijos descubrir la propia identidad y alcanzar la madurez humana (Instr. Donum vitae II, 1).   2. Fecundación artificial homóloga. La doctrina católica enseña que es moralmente ilícito intentar una procreación que no sea fruto de la unión específicamente conyugal, aun cuando se trate del semen del esposo. Ya el Papa Paulo VI enseñó que el hombre no puede romper por propia iniciativa

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la inseparable conexión que Dios estableció entre el significado unitivo y el significado procreador del acto conyugal (cfr. Enc. Humanae vitae, n. 12). El acto conyugal, como muchos otros en el organismo humano, es bivalente: al aspecto unitivo está  inseparablemente unido el procreativo. Para clarificación de conceptos, obsérvese el proceso de respiración: a la función de oxigenar est  inseparablemente unida la de oler. O el proceso alimenticio: deglutir alimentos conlleva necesariamente una bivalencia: nutrir y degustar los manjares. En las leyes inscritas por Dios en la humana naturaleza, es asimismo obvia la bivalencia del acto conyugal. Así, pues, cualquier intervención técnica que sustituya al acto conyugal no tiene justificación ética, por mucho que a los esposos los mueva el deseo, laudable, de tener un hijo que no pueden procrear naturalmente. Está, como hemos dicho, el plan de Dios sobre la unión existente entre los dos significados del acto conyugal (unitivo y procreativo) y, junto a él, la unidad del ser humano y la dignidad de su origen. Lo contrario sería confiar el inicio de la vida a la manipulación de terceras personas: se instauraría un dominio sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Además de la consideración anterior, debe tenerse en cuenta que la sexualidad humana se distingue de la sexualidad animal en que no sólo se ordena a la vida, sino también al amor. La unión sexual en el hombre es la expresión de una previa unión afectiva y espiritual, por la que el hombre y la mujer se entregan mutuamente de modo total, exclusivo y definitivo. La inseparabilidad de esos dos aspectos pertenece a la ley natural y al orden moral revelado por Dios: “En el acto conyugal no es lícito separar artificialmente el significado unitivo del significado procreador, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza juntamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través del otro” (Juan Pablo II, Alocución 22-VIII-88). En cualquier tipo de fecundación artificial el acto que origina la vida humana no es el acto del amor conyugal. No procede de la unión psicológica y espiritual de las dos personas sino que depende de los operadores técnicos. El niño que va a nacer ha de ser respetado y reconocido como igual en dignidad personal a aquellos que le dan la vida, ya que ha de ser fruto de la auténtica donación de los padres y no producto de la tecnología científica, objeto de producción y adquisición, sujeto al control de calidad, a la utilización o al rechazo.  

3) Fecundación humana in vitro (es decir, realizar la unión del elemento masculino con el femenino en el laboratorio, implantándolo luego en el útero de la mujer) tiene aun mayor malicia ya que no sólo se realiza sino que continúa fuera del seno materno. En este caso los riesgos que corre la persona humana así concebida antes de que llegue a anidarse en el claustro materno son particularmente

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graves; además de que se establece una separación entre el aspecto unitivo y procreativo del amor conyugal.

 

“La misma razón humana insinúa... que es poco conveniente hacer `experimentos' con personas humanas”, señala la Enc. Familiaris consortio (n. 80); Juan Pablo II ha utilizado incluso palabras más duras: “condeno del modo más explícito y formal las manipulaciones experimentales del embrión humano, porque el ser humano -desde su concepción hasta la muertenunca puede ser instrumentalizado para ningún fin” (Discurso al Congreso de la Pontificia Academia de las Ciencias, 23-X-1982). Añade gravedad moral a este método el hecho de que en el proceso de alcanzar la gestación de un niño, en rigor se desechan varios óvulos fecundados, que normalmente o se dejan morir o se utilizan para experimentación. De entre los varios que se fecundan, se escoge el más viable y se desechan los más débiles, utilizándose niños vivos en experimentaciones, además de que terminan por morir sin bautismo. Esto sucede con varios niños en cada experimento: Por ejemplo, en el Congreso Internacional de Helsinki (mayo de 1984) fueron presentadas las cifras con los resultados logrados por 58 equipos médicos de todo el mundo. En un conjunto de 9.641 tratamientos realizados se transfirió al menos un embrión a 7.733 mujeres. De estos transfers, muchos de ellos múltiples, sólo llegaron a nacer 590 niños. El porcentaje fue de un 7.6% y la pérdida de embriones elevadísima.

 

   

 

En el caso de los padres que no tienen posibilidad física de tener un hijo, el deseo de engendrarlo artificialmente no constituye un derecho que pueda justificar tales riesgos. De nuevo hay que recordar el principio ético fundamental de que el fin no justifica los medios, y menos unos fines antinaturales. H. La eutanasia ¿Es moral abreviar la vida de los enfermos graves y desahuciados? ¿Es moral acelerar el final de esos pacientes o, en general, de los ancianos y de las personas que ya no son productivas para la sociedad? ¿Es moral dar muerte a enfermos incurables, que están aquejados de gravísimos dolores? Son preguntas que se plantean con cierta frecuencia, aunque los casos no sean tan corrientes como a veces parece. La analgesia o disminución del dolor es completamente lícita y ética, no sólo en el caso de los moribundos, sino también en aquellos que tienen una enfermedad pasajera. En algunos casos la atenuación del dolor puede llevar a la pérdida de la conciencia porque el enfermo queda en un estado inconsciente en que ya no sufre. Para que sea lícita o moral esta supresión de la conciencia debe

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quererla el enfermo, y debe ser el resultado indirecto del tratamiento terapéutico; normalmente esto es siempre posible.

 

Antes de dar los sedantes que hacen perder la conciencia, es muy importante administrar al enfermo los auxilios espirituales necesarios que permitan prever su salvación, considerando que ese estado puede ser irreversible. Asimismo, si tiene asuntos pendientes en referencia a sucesión hereditaria deber  hacer testamento, para evitar conflictos familiares posteriores a su muerte.   La eutanasia, en cambio, que busca causar directamente la muerte (sin dolor), a un enfermo incurable, a un minusválido o a un viejo, no es lícita jamás, cualesquiera que sean las razones que se aduzcan. La eutanasia, inventada por la piedad pagana, no es otra cosa que un asesinato encubierto, que reprueba la moral cristiana. la eutanasia o la muerte por piedad... es un grave mal moral...; tal muerte es incompatible con el respeto a la dignidad humana y la veneración a la vida (Discurso de Juan Pablo II a los obispos de Estados Unidos, 5-X-1979). Pueden distinguirse diversos tipos de eutanasia:   positiva: quitar la vida mediante una intervención médica, de ordinario administrando un fármaco; negativa: omisión de los medios ordinarios para mantener en vida al enfermo; eugenésica: la que tiene por objeto eliminar de la sociedad a las personas con una vida `sin valor'.

 

Cualquiera que sea el modo de practicarla es un acto inmoral aun con el consentimiento del enfermo, porque, como ya hemos dicho, Dios es el único dueño de la vida y de la muerte. Ningún motivo .y menos una falsa compasión. la puede justificar. No hay que confundir, sin embargo, la eutanasia con la omisión de medios médicos extraordinarios para prolongar la vida de un enfermo con un proceso patológico irreversible. Por medios médicos extraordinarios se entienden aquellas acciones de excesiva complejidad y costo que no logran la curación del enfermo, sino sólo prolongan un poco más de tiempo los días de su vida. Esta omisión no es eutanasia y es lícita, porque puede considerarse que el enfermo está  ya clínicamente muerto. Sin embargo, estos casos límites dan origen a menudo a grandes problemas morales, sobre todo por dos hechos que hay que tener en cuenta:   1) la resistencia de los parientes del enfermo a que se omitan los medios extraordinarios que lo mantienen artificialmente en vida;   2) la falta de una total evidencia científica sobre la reversibilidad o irreversibilidad de algunos procesos patológicos. Se han dado casos en

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que los parientes han insistido en que se siguieran aplicando esos medios extraordinarios y, al final, se ha producido la reversibilidad y la curación.  

La eutanasia aparece como algo `razonable' en las sociedades que, por influencia del materialismo, entienden la vida humana sólo en términos de placer. Con esta mentalidad se llega poco a poco a establecer qué‚ vidas tienen valor y cuáles otras pueden ser suprimidas. Un mínimo sentido de humanidad permite ver que lo anterior no es progreso, sino regresión, marcha atrás. Los defensores de la eutanasia olvidan que cada vida es única e irrepetible, y que cualquier vida tiene todo el valor posible. Si hubiese una sola vida que no fuese `importante', ninguna sería importante.

  11.2.2 DEBERES EN RELACION CON LA PROPIA VIDA   Siendo el hombre tan sólo receptor -y no autor- de su propia vida, tiene obligación de responder en justicia de ese beneficio recibido. En concreto, debe no sólo conservar su existencia, sino también desarrollar las capacidades personales que con ella recibió.   Se estudiar  en este apartado:   a) El desarrollo de las capacidades personales. El amor y el respeto al propio cuerpo, que comprende el estudio de los siguientes pecados:   1) por exceso, el amor desordenado al propio cuerpo, 2) el suicidio, 3) la mutilación, 4) la embriaguez, 5) el uso de drogas.   A. Desarrollo de las capacidades personales   De acuerdo a los designios providenciales y en diverso grado, Dios ha dado a cada hombre talentos y facultades, tanto naturales como sobrenaturales. En el plano natural, la inteligencia que el individuo ha de desarrollar adquiriendo los conocimientos debidos y la voluntad, que le lleva a fortalecerse hasta alcanzar el señorío y dominio sobre sí mismo, de forma que logre una personalidad capaz de afrontar grandes empresas. Para ello, es necesario luchar seriamente contra la pereza, que es el pecado que se opone a que los talentos fructifiquen, impidiendo al hombre el cumplimiento de su fin. De aquí que no vencer de modo habitual esta inclinación lleva a dejar en potencia las capacidades recibidas, incumpliendo

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el proyecto de vida que Dios asignó a cada persona. Y es por eso que, en sí misma, la pereza puede ser razón suficiente para constituir pecado grave.   En el caso de los estudiantes no hay que olvidar que el estudio es su deber principal, y que el quebrantamiento puede llegar incluso a ser pecado mortal. “Oras, te mortificas, trabajas en mil cosas de apostolado...,- pero no estudias. -No sirves entonces si no cambias. El estudio, la formación profesional que sea, es obligación grave entre nosotros” (Camino, n. 334; cfr. también el n. 337).  

   

 

 

Los estudiantes deben esforzarse por realizar con perfección sobrenatural y humana sus estudios y, en general, la tarea de su formación profesional, viviendo el orden, el aprovechamiento del tiempo, la constancia y las demás virtudes; desempeñando su trabajo con la mayor perfección posible y alcanzar así un alto grado de prestigio. B. Amor y respeto al propio cuerpo. - “La vida y la salud física son bienes preciosos confiados por Dios. Debemos cuidar de ellos racionalmente teniendo en cuenta las necesidades de los demás y el bien común” (Catecismo, n. 2288). Ahora bien, aun cuando “la moral exige respeto de la vida corporal, no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto al cuerpo, sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo” (Id., n. 2289). Además del culto al cuerpo, se opone a este deber el suicidio, la mutilación, la embriaguez y la drogadicción.   1) El suicidio consiste en la destrucción de la propia vida.

 

 

 

“Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. El sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado” (Catecismo, n. 2280). El suicidio puede ser:   a) directo, resultante de una acción que busca esa finalidad (ej. dándose un tiro). Es siempre pecado gravísimo, pues no sólo se atenta contra un derecho divino -Dios es el dueño de la vida-, sino que muy posiblemente, con ese acto, el suicida precipita su alma en la eterna condenación;

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b) indirecto, resultante no de la directa acción occisiva contra uno mismo, sino de ponerse en situación voluntaria e imprudente, que puede ocasionar la pérdida de la vida (ej., manejar imprudentemente el automóvil; ciertos actos acrobáticos; prácticas arriesgadas de montañismo, etc.). El suicidio indirecto puede ser lícito en los casos en que exista causa grave (ej., el cuidado del enfermo contagioso de enfermedad mortal). Para determinar la licitud se aplican las reglas del voluntario indirecto (ver 2.4).  

 

 

 

 

Se ha escrito -y está  comprobado estadísticamente- que las sociedades en las que los hombres tienen un profundo sentido de la religiosidad están mucho menos expuestas al suicidio. Aunque el sentido de la vida puede tener otras motivaciones, la difusión del concepto materialista de la existencia humana crea un ambiente propicio para el suicidio, pues al difundirse como ideal humano el hombre con éxito, que siempre triunfa, el que tiene suficientes medios económicos y puede dar cumplimiento a todas sus apetencias, etc., la frustración en estos campos puede provocar la idea de que no vale la pena vivir. En cambio, cuando la vida no se limita a simples horizontes materiales y entran en ella las realidades espirituales, la persona encuentra siempre el sentido a su existencia. La razón es que el materialismo está  estrechamente unido al egoísmo: se quiere tener para poder gozar. Los bienes espirituales, por el contrario, nos hacen salir fuera de nosotros mismos, para dar a los demás lo mejor que tenemos. Este sentido de donación se conecta con el don de la vida, cuyo autor es Dios: una existencia auténticamente religiosa -no rutinaria y costumbrista, sino nacida de la firme convicción- encuentra siempre el sentido de la vida, su inmenso valor. Sin embargo, “no se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que sólo El conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida” (Catecismo, 2283). 2) Mutilación. Es ilícita a no ser que exista una causa grave. La razón de su ilicitud es semejante a la que prohíbe el suicidio, ya que el hombre no puede disponer de sus miembros corporales sino para los usos determinados por Dios a través de la propia naturaleza. Sin embargo, como las partes son para el todo, es lícito mutilar algún miembro cuando lo exige la vida de todo el cuerpo (p. ej., una amputación por gangrena, tumor, etc.; cfr. Dz. 2348); no es lícito sino grave pecado, como ya hemos dicho (cfr. 11.2.1.c), la esterilización del hombre o de la mujer para evitar la procreación (cfr. Dz. 2283). 3) Pecados contra la sobriedad. La sobriedad es la virtud que tiene por objeto moderar, de acuerdo con la recta razón iluminada por la fe, el uso de

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la comida y de la bebida. Nos detendremos en el estudio de la embriaguez y la gula.

   

 

Los principios morales sobre la embriaguez son los siguientes:   a) cuando se da una privación total del uso de la razón, la embriaguez es perfecta, y constituye pecado grave; b) si la privación de la razón es parcial, recibe el nombre de imperfecta. Signos de embriaguez perfecta son: 1) hacer cosas completamente desacostumbradas 2) no discernir entre lo bueno y lo malo 3) no recordar lo que se dijo o se hizo en tal estado, etc. La razón teológica de la malicia de este vicio radica en el desorden esencial que se produce al subvertir las leyes de la naturaleza humana impuestas por Dios:   a) se priva el hombre del uso de su razón -facultad superior con que ejerce el control de sí mismo- por un puro placer y sin necesidad alguna;   b) en el plano natural, el desorden moral tiene su paralelo en la postura frecuentemente repugnante ofrecida por quien se emborracha; y las demás graves consecuencias a que este vicio puede dar origen: epilepsia alcohólica, alcoholismo crónico, alucinamientos agudos, delirium tremens, paranoia alcohólica, etc.   Dos últimas consideraciones:  a) los actos pecaminosos cometidos durante el estado de embriaguez -ej., blasfemias, deshonestidades, muertes, revelación de secretos, etc.- se imputan al borracho, que los pudo prever con anterioridad, al menos confusamente;

 

b) pecan gravemente también aquéllos que, pudiendo impedir la embriaguez de otro, no lo hacen, o quien influye directamente en ella: ej., aconsejándola, festejándola, proporcionando más bebidas alcohólicas al medio borracho, etc.   Acerca de la gula (cfr. S. Th., II-II, q. 148, a. 2 y 3), la Teología Moral enseña lo siguiente: Haciendo abstracción de sus efectos, es en sí misma pecado venial, pues el exceso en una cosa lícita como es el empleo de la comida y la bebida por sí misma no es sino pecado venial.

Accidentalmente puede llegar a ser mortal, ej., si causa daño a la salud, si incapacita para cumplir los deberes, si causa escándalo, etc.

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  4) Drogas. Se llama droga a cualquier sustancia que ejerce un determinado efecto sobre el organismo. La droga no es más que un fármaco, y como tal, la mayoría de las drogas son conocidas desde hace mucho tiempo y empleadas para dos fines:   1) aliviar un dolor o curar una enfermedad, 2) producir sensaciones distintas de las habituales.   Incluso las drogas que se utilizan como fármacos, tranquilizantes, estimulantes, etc., pueden ser dañinas para el organismo, porque dejan en el psiquismo huellas de su acción y pueden crear una dependencia física o psíquica; de ahí que deben utilizarse con prudencia y bajo prescripción médica. Cuando la droga se toma con el único fin de producir sensaciones fuera de lo ordinario, no hay finalidad alguna que la justifique. Bajo esta consideración la ilicitud es clara: implica un arbitrario y arriesgado peligro, pues el uso de las drogas va creando una personalidad patológica, aunque sus efectos físicos no sean a veces perceptibles a corto plazo.  

Se ha hecho con frecuencia la división entre drogas blandas -marihuanas, hachís, en sus diversas modalidades -y drogas duras- heroína, cocaína, morfina, etc. En contra de lo que a veces se afirma, no existe una secuencia obligada entre las drogas blandas y las duras desde el punto de vista físico; sin embargo, la dependencia psíquica que crean las drogas blandas favorece la iniciación en las duras. La adicción a las drogas duras es prácticamente irreversible, salvo con un tratamiento difícil que incluye un cambio de entorno social y cultural.

 

 

El uso de las drogas duras equivale a una mutilación, y de hecho lo es desde el punto de vista psíquico. Es, sin ninguna justificación, un atentado contra la propia vida. Por otra parte, cada drogádicto se convierte fácilmente en difusor de la droga, causando así una injusticia a los demás. También suele el uso de la droga ser ocasión para cometer determinados crímenes, por la urgente y angustiosa necesidad de conseguir dinero para seguir drogándose. El uso de drogas blandas es ilícito, ya que supone en muchos casos un profundo egoísmo: buscar sensaciones o experiencias sin otro objeto que la satisfacción personal. Esa ilicitud se agrava si se tiene en cuenta que la droga blanda es, como dijimos antes, el camino natural y corriente para la iniciación en la droga dura. Representa, por tanto, ponerse, en ocasión próxima de pecado que es, como vimos (5.7.2), en sí mismo ya un pecado. Su uso bajo control médico, para fines terapéuticos, es lícito, pero aun en estos casos se prevé un tratamiento adecuado para evitar la drogadicción.

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  El principio moral que señala la malicia en el uso de las drogas establece que su gravedad va en proporción directa a los perjuicios fisiológicos y psicológicos que causa la droga empleada. En este sentido vale la pena señalar que las drogas blandas usadas por un periodo largo o corto, pero en gran cantidad producen deformaciones genéticas en las células masculinas o femeninas que influyen negativamente en la transmisión de la vida, causando el nacimiento de hijos con el síndrome de Down, deformaciones psíquicas u orgánicas, etc. Con esto, el pecado adquirirá  doble malicia: contra la integridad corporal propia y contra la justicia debida a la futura prole y al cónyuge inocente.   11.2.3 DEBERES RELACIONADOS CON LA VIDA DE LOS DEMAS   Con este apartado se estudia:   A. El respeto a la vida ajena y su pecado: el homicidio. B. Los casos en que es permitido dar la muerte. C. El respeto a la convivencia y su incumplimiento: odio, envidia, peleas, venganzas, etc.   A. Respeto a la vida ajena   La misma razón que obliga a respetar la propia vida, exige el respeto de la vida ajena: cada hombre es criatura de Dios, de quien recibe la vida, y sólo El es su dueño.   Por eso el homicidio, que consiste en producir la muerte a una persona, es pecado grave cuando es:   Voluntario: si el acto occisivo es directamente pretendido por el sujeto. Puede ser también por omisión, al no evitarse una muerte teniendo la posibilidad de hacerlo.   Injusto: es decir, cuando no procede por orden de la legítima autoridad, o en legítima defensa, o en caso de guerra, como se explicar  después.   El homicidio involuntario sobreviene cuando se produce la muerte de una persona por descuido o imprudencia (ej., el médico negligente e inepto; imprudencia en el manejo de armas, etc.). Su gravedad es menor que la del homicidio voluntario, y se mide por el grado de negligencia o imprudencia. El homicidio es un pecado gravísimo, pues causa a la víctima un daño irreparable. En la Sagrada Escritura es uno de los pecados que Dios abomina y condena m s severamente (cfr. Ex. 21,12), Además, el homicidio voluntario e injusto conlleva la obligación de compensar a los deudos de los daños que se sigan; por derecho natural estaría obligado el homicida a

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pasarles el sueldo que recibía el difunto, tratándose de una familia pobre que lo necesita para su sustento. El homicidio involuntario conlleva también la obligación de compensar daños, en la medida de la culpabilidad.

   

Aquí podemos considerar el pecado -que puede llegar a ser grave- que supone manejar imprudentemente el automóvil, y la obligación de compensar los daños que por esta causa se hayan producido: es homicidio involuntario con buena dosi- en la mayoría de los casos- de culpabilidad. B. Casos en que es permitido dar muerte Como la vida humana es un bien muy importante y fundamental, no es lícito destruirla arbitrariamente, ni exponerla a graves peligros imprudentemente; pero como tampoco es el bien supremo, puede a veces ser sacrificada a cambio de otros bienes superiores. Por ello, la formulación del quinto mandamiento podría expresarse de este modo: “no causarás la muerte de un hombre de manera ilegal, arbitraria y contraria a la sociedad”. De ahí que se den algunos casos en que esté  permitido matar a otra persona, y son:   a) La legítima defensa. b) La pena de muerte. c) La guerra justa.   a) La legítima defensa. Dios mismo ha concedido al hombre el derecho de que, al ser atacado injustamente, si se encontrara en la alternativa de escoger entre la vida propia o la vida del atacante, pueda matar en defensa de ese bien que se le quiere arrebatar. Las condiciones que se requieren para hacer uso del derecho de legítima defensa son:   1) que se trate de una agresión injusta: nunca es lícito tomar la vida de un inocente para salvar la propia. ej., si naufrago con otro y sólo hay alimento para una persona, no puedo matarlo para salvar mi vida. Tampoco puede matarse directamente al niño en gestación para salvar la vida de la madre. En ambos casos, las víctimas potenciales son inocentes;

 

2) que el agredido injustamente no se proponga la muerte del agresor, sino la defensa propia, ya que de otra manera estarían actuando por odio o por venganza;   3) que no pueda salvar su vida de otro modo: si lo puede conseguir por ruegos o amenazas, o bien golpeando o hiriendo al agresor, debe utilizar esos medios; de lo contrario se traspasarían los límites de la legítima defensa;  

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4) que no acuda a la fuerza sino al verse agredido; de todos modos, si la agresión fuera cierta e inevitable, es lícito matar al injusto agresor antes que se realice el ataque, según la opinión más probable. Uno no puede adelantarse a atacar a un hombre sospechoso, por tanto, a menos que sea evidente su intención de atacar y se corra el riesgo de perder la vida en caso de no defenderse.   b) La pena de muerte. La pena de muerte ha sido practicada en casi todas las sociedades que han existido en la historia; incluso durante mucho tiempo ha sido la pena por excelencia: en primer lugar, por pensarse que con ella se eliminaba definitivamente el problema de la peligrosidad del delincuente; en segundo lugar, porque el privar sólo de la libertad en establecimientos organizados para eso cárceles, tiene una historia relativamente corta.   El cristianismo, sin oponerse a esta pena, consiguió que se hiciera menos frecuente y se practicase con menos ostentación y crueldad. Desde el siglo XVIII empieza a plantearse la duda sobre su legitimidad, y en el siglo XIX aparece ya, muy claramente, la tendencia abolicionista, consiguiendo que se limitara el número de casos en los que se aplicaba la pena de muerte. De hecho, algunas de las modernas constituciones la han abolido; y otros países, aunque la mantienen `de iure', la han suprimido de hecho. Cabe aclarar, sin embargo, que se mantiene en casi todos los nuevos estados africanos, en los países  árabes, en muchos países asiáticos, en la Unión Soviética y en otros países comunistas. Puede decirse que de aproximadamente 160 estados independientes que existen hoy en día, sólo una veintena han abolido en su ordenamiento jurídico la pena capital. Son numerosos los argumentos a favor de la pena de muerte:   1) Así como existe la legítima defensa, la pena de muerte es la legítima defensa de toda la sociedad ante los criminales especialmente peligrosos, crueles e incorregibles;   2) tiene una especial fuerza intimidadora, que impide que se cometan los delitos más graves, y por tanto tiene un alto grado de ejemplaridad;   3) es un justo castigo retributivo; algunos crímenes perpetrados con premeditación, alevosía y sin factores atenuantes, se merecen la muerte;   4) sin ella los criminales incorregibles seguirían cometiendo crímenes, pues gracias a los indultos, amnistías, etc., la cadena perpetua se da en muy pocos casos..   También hay muchos argumentos en su contra:   1) es una forma de crueldad y supone convertir al Estado en verdugo;

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  2) impide corregir los errores judiciales, que no son tan infrecuentes como a veces se piensa;   3) no tiene ningún valor de ejemplaridad, como lo prueba el hecho de que en los países donde ha sido abolida no se ha notado una disminución en aquellos delitos antes castigados con la muerte;   4) impide cualquier posibilidad de regeneración del delincuente; no es pena medicinal sino vindicativa;   5) facilita el perfeccionamiento de las cárceles, tanto para la corrección del condenado como para la aplicación si el caso lo requiere de la totalidad de la pena. Los argumentos en favor o en contra de la pena de muerte siguen proliferando, aunque hemos recogido los más importantes. Independientemente de ellos, en determinados casos es lícito aplicarla, si se cumplen dos condiciones:

 

1)     cuando se trata de crímenes gravísimos y claramente especificados por la ley; 2) que esos crímenes sean evidentemente probados. Quizá , como un dato más, convenga decir que la sensibilidad abolicionista de la pena de muerte, hoy tan difundida, coincide con la falta de sensibilidad ante otro caso de violencia, de pena de muerte aplicada a un inocente, sin garantías procesales: el aborto. No es éste un argumento a favor de la pena de muerte, es sencillamente un elemento de reflexión.

 

c) La guerra. Con este nombre se entiende un enfrentamiento violento de grupos humanos, que supone siempre una amenaza de muerte efectiva.

“A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libere de la antigua servidumbre de la guerra. Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras” (Catecismo, nn. 2307 y 2308).   ¿Es lícito recurrir a la guerra? La Iglesia enseña que una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá  negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa (Catecismo, n. 2308). La guerra lícita sería, socialmente, el paralelo del derecho individual a la legítima defensa. Sin embargo, “la gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:    

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Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto. Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces. Que se reúnan las condiciones serias de éxito. Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.

Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la `guerra justa'” (Catecismo, n. 2309).   C. Respeto a la convivencia   El quinto mandamiento prohíbe no sólo matar, sino todo lo que va en contra de la integridad de la vida ajena: heridas, peleas, venganzas, buscar o no impedir el sufrimiento de los demás, etc. Además de acciones directamente atentatorias de la integridad física se peca de omisión contra este precepto al no impedir hechos violentos, permanecer indiferente ante necesidades vitales del prójimo, no auxiliar en caso de siniestros, etc.   Cabe aquí hablar del respeto a la intimidad y a la vida privada, que todos los hombres tenemos el deber moral de proteger, ya que se trata de proteger derechos fundamentales, naturales, del individuo: la sociedad es para la persona y no al revés; por eso es necesario respetar la vida privada de todos; además, la existencia de la vida privada es una garantía contra el abuso de poder por parte del Estado: el deber de respetar la intimidad de todos los ciudadanos, sin excepción alguna, se convierte en una garantía de la libertad general de la sociedad.   Los principales aspectos de la vida privada que debemos proteger, porque dan origen a derechos, son:   derecho al nombre, como expresión de lo que el hombre es como sujeto de atribución de sus diferentes acciones; no es lícito usar el nombre ajeno sin consentimiento del interesado;   derecho a la propia imagen, no es lícito obtener fotografías, imágenes, etc. de una persona, sin su consentimiento, cuando desarrolla una actividad privada;   derecho al secreto de la correspondencia, jurídicamente están reguladas algunas excepciones a este derecho, pero, en general, es inmoral leer cartas, escuchar conversaciones, leer apuntes personales, etc., de otras personas;  

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deber de guardar el secreto profesional, que es, antes que nada, un servicio a la persona que acude a otro (médico, abogado, etc.) en busca de consejo;   deber de guardar los secretos que protegen el ejercicio del trabajo, en las operaciones mercantiles, el secreto bancario, el secreto de fabricación, etc.;   como aquí en muchos casos se trata de actividades públicas, con influencia en los derechos de terceros y en el bien común, se explica que en la legislación de numerosos países estén reguladas las excepciones a estos secretos.   Como se puede ver, el respeto a la convivencia es amplísimo: se trata de un derecho natural de la persona, al que el derecho positivo debe dar las debidas garantías. Estamos ante un caso concreto en el que cabe un gran progreso en la profundización práctica de los derechos humanos.

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12. SEXTO Y NOVENO MANDAMIENTOS: NO COMETERAS ACTOS IMPUROS; NO CONSENTIRAS PENSAMIENTOS NI DESEOS IMPUROS  12.1 EL PLAN DE DIOS   Para el cristianismo, la diferencia de sexos está  incluida en el plan de Dios desde el momento mismo de la creación del hombre: “Y creó Dios al hombre a imagen suya,... y los creó varón y hembra” (Gen. 1, 26-28). Ya desde ese momento inicial dio Dios a nuestros primeros padres el precepto de poblar la tierra: sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra (Id.). Entre los dos sexos hay, pues, mutua correlación, el sentido de una tarea y una responsabilidad para la transmisión de la vida en el pleno cumplimiento del amor. El fin de la sexualidad, por expreso querer divino, se ve como la superación de la simple esfera individual, pues tiende a la propagación de la especie, a comunicar el gran don de la vida. De aquí que el sentido cristiano de la sexualidad se entienda como una donación -al otro cónyuge y a la nueva vida-, que trasciende los órdenes biológico y psicológico, afectando al núcleo íntimo de la persona humana (cfr. Exh. Ap. Familiaris Consortio, n. 11). Para facilitar el cumplimiento de esta obligación, Dios asoció un placer al acto generativo. De otra suerte podría haber peligrado la propagación de la especie humana sobre la tierra. El pecado original, con las heridas que produjo en la naturaleza humana, altera el orden natural: ese apetito o placer se desordena, y la razón no domina del todo la rectitud de las pasiones. La vida cristiana es una lucha: porque nuestras facultades inferiores se inclinan con fuerza hacia el placer, mientras que las superiores tienden hacia el bien honesto. Pero entre ambos suele haber conflicto: lo que nos agrada, lo que es o nos parece ser útil, no es siempre bueno moralmente. Ser  necesario que la razón, para imponer el orden, reprima las tendencias contrarias y las venza: ésta es la lucha del espíritu contra la carne, de la voluntad contra la pasión. Dios ha puesto dos mandamientos para ayudarnos a orientar el instinto sexual: el sexto -`no cometerás actos impuros', -que engloba todos los pecados externos en esta materia, y el noveno `no consentirás pensamientos ni deseos impuros'-, que abarca todo pecado interno de impureza. En virtud del precepto divino, y por razón del fin propio de las cosas, el uso natural de la sexualidad está  reservado exclusivamente al matrimonio: “¿no habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra?, y dijo: por esto dejar  el hombre al padre y a la madre y se unir  a su mujer, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne” (Mt. 19, 4-6). Por lo tanto: el hacer uso de ese poder generativo fuera de los cauces por El marcados el matrimonio es un pecado contra alguno de estos mandamientos.   12.2 LA VIRTUD DE LA SANTA PUREZA  

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Dios dio a nuestros primeros padres, y en ellos a los demás hombres, el precepto de multiplicarse y poblar la tierra. Como hemos dicho, para facilitar el cumplimiento de esta obligación, asoció un placer al acto generativo. Por lo anterior, buscar el placer por sí mismo, olvidando el papel providencial que Dios confía al hombre, o buscarlo fuera de las condiciones establecidas por El, es ir contra el plan divino, es ofender a Dios, es un pecado grave: El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión (Catecismo, n. 2351).   La pureza es, precisamente, la virtud que nos hace respetar el orden establecido por Dios en el uso del placer que acompaña a la propagación de la vida. O bien, si se quiere una definición formal, es la virtud moral que regula rectamente toda voluntaria expresión de placer sexual dentro del matrimonio, y la excluye totalmente fuera del estado matrimonial. Conviene detenerse a pensar en esta última definición: con la recta comprensión de los conceptos que encierra se solucionan y explican todos los cuestionamientos sobre el tema.   12.2.1 RAZONES PARA VIVIR LA PUREZA   Son muchas las razones que pueden darse por las que todo hombre ha de vivir la castidad:   A. Razones naturales   El placer venéreo es sólo estímulo y aliciente para el acto de la generación, dada su necesidad imprescindible para la propagación del género humano; de otra suerte, sería difícil la conservación de la especie. Es por tanto un placer cuya única y exclusiva razón de ser es el bien de la especie, no del individuo, y utilizarlo en provecho propio es subvertir el orden natural de las cosas.   El Catecismo de la Iglesia Católica explica que la virtud de la pureza o castidad significa la integración de la sexualidad en la persona, invitando así a evitar una visión mutilada de la persona humana a su sola sexualidad. La sexualidad rectamente entendida no pertenece sólo al mundo corporal y biológico, sino que es inseparable de la persona toda. Otra forma de actuar manifestaría un reduccionismo de la persona, considerándola como “objeto de uso”. Cuando no se entiende a la persona como un todo en sí misma, sino que se le reduce a alguno de sus aspectos (en este caso su cuerpo, en el sentido del posible placer sexual que reporte), se produce una visión utilitarista de la persona, incompatible con su dignidad.   B. Razones de la revelación  

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Esa ley natural ha sido incontables veces positivamente prescrita por Dios: Ex. 20, 14; Prov. 6, 32; Mt. 5, 28; 19,10ss.; Col. 3, 5; Gal. 5, 19; I Tes. 4, 3-4; Ef. 5, 5; I Cor. 6, 9-10; Heb. 13, 4; etc.   C. Razones sobrenaturales   Al haber sido elevado a la dignidad de hijo de Dios, el hombre participa -en su cuerpo y en su alma- de los bienes divinos. Gracias al bautismo, nuestro cuerpo es “templo del Espíritu Santo, que está  en nosotros y hemos recibido de Dios” (I Cor. 6, 19). Como templo de Dios, debe servir para darle culto a El y no a la carne. Ha sido injertado en el Cuerpo Místico de Cristo y destinado a resucitar con El. Por eso, los pecados contra la castidad no son sólo pecados contra el propio cuerpo, sino también contra “los miembros de Cristo”, y tienen el carácter de una horrible profanación. “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Voy a tomar yo los miembros de Cristo, para hacerlos miembros de una meretriz? ¨O no sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo?”(I Cor. 6, 15-20).   12.2.2 Virtud Positiva   Es importante considerar que la pureza es eminentemente positiva: no supone un cúmulo de negaciones (“no veas”, “no pienses”, “no hagas”), sino una verdadera afirmación del amor, que es explicable desde dos órdenes:   a) en el plano natural, la castidad consiste en realzar el valor de la persona frente a los valores del sexo. Por ello, no es una virtud negativa (una serie de “no”), sino al contrario: un rotundo “sí” ( -“yo te veo a ti como persona, como ser espiritual”- ) al que, inseparablemente, vienen unidos los “no” (“no quiero verte como cosa, como objeto para obtener placer”). El desarrollo insuficiente de la castidad se manifiesta en una tardanza en afirmar el valor de la persona, dejando la supremacía a los valores del sexo que, al apoderarse de la voluntad, deforman la actitud respecto a la persona del sexo opuesto.

 

Ello exige un esfuerzo interior y espiritual considerable porque la afirmación del valor de la persona no puede ser más que fruto del espíritu. Lejos de ser negativo y destructor, este esfuerzo es positivo y creador: no se trata de destruir los valores del cuerpo y del sexo, sino de realizar una integración duradera y permanente; los valores del cuerpo y del sexo como inseparables del valor de la persona. Por eso, la castidad verdadera no conduce al menosprecio del cuerpo ni a la minusvaloración del matrimonio y de la vida sexual. Considerarla como una virtud negativa es el resultado de una falsa concepción originada, precisamente, de la impureza. Pues la falta de dominio de la concupiscencia -el lujurioso que todo lo sacrifica a su pasión- no puede ya sino verla como algo que la coarta y limita su irrefrenable deseo de placer;

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b) en el plano sobrenatural, es la afirmación del hombre que se sabe llamado a participar del mismo amor de Dios, y que su corazón no se sacia sino con la posesión de ese bien infinito. Si en ese esfuerzo pone sus mejores energías, la pureza le resultar  fácilmente asequible; de otro modo, al permitir que el amor propio y las satisfacciones egoístas invadan ámbitos de su corazón, hallar  que éste no se satisface, despertándose en él un deseo cada vez mayor de los bienes finitos, dentro de los cuales con particular fuerza se presentar n los relativos al placer sexual. Por ello, el mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas supone el primero y más fundamental apoyo en la práctica de esta virtud.

  12.2.3 Universalidad y excelencia de la virtud   Todos estamos llamados a vivir la castidad o pureza: “Todos los fieles de Cristo son llamados a una vida casta según su estado de vida particular. En el momento de su Bautismo, el cristiano se compromete a dirigir su afectividad en la castidad” (Catecismo, n. 2348).   Ahora bien, “las personas casadas son llamadas a vivir la castidad conyugal; las otras practican la castidad en la continencia” (Id., 2349). Por ello, todo aquel que no está‚ unido en legítimo matrimonio, debe vivir estos mandamientos con la abstención de todo placer sexual. Esto vale también para los novios: “los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad” (Id., 2350).   Nuestro Señor Jesucristo confirma y perfecciona la obligación de la castidad externa e interna en el Sermón de la Montaña (Mt. 5, 31ss.), y señala la virginidad como superior al estado matrimonial (Mt. 19, 10-12). La Iglesia definió como verdad de fe que la virginidad es superior al matrimonio (Concilio de Trento; cfr. Dz. 980). Permaneciendo en el celibato, el hombre puede donar a Dios un corazón indiviso, según el modelo de su Hijo, Jesucristo, que le dio a su Padre el amor exclusivo y total de su corazón. Es entonces cuando el hombre conquista la cumbre suprema, el vértice del testimonio cristiano: “Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre... la virginidad testimonia que el reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor” (Juan Pablo II, Enc. Familiaris consortio, n. 16).   12.2.4 Medios para Conservarla   Para conseguir ese dominio que Dios nos pide sobre las tendencias desordenadas, hay necesidad de poner los medios: unos, los más importantes, sobrenaturales, y otros naturales.

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A. Los medios sobrenaturales   a) Confesión y comunión frecuentes: purifican el alma y la fortalecen contra las tentaciones al infundir o aumentar la gracia santificante, y la castidad es “un don de Dios, una gracia” (Catecismo, n. 2345). La confesión frecuente es una ocasión para vencer la soberbia, además de que otorga las gracias sacramentales que nos ayudan en la lucha. El contacto de nuestro cuerpo con el Santísimo Cuerpo de Nuestro Señor, es una magnífica ayuda para aplacar la concupiscencia.   b) Oración frecuente: sin el auxilio divino el hombre no puede con sus propias fuerzas resistir a los embates del demonio; “desde que comprendí -decía el sabio Salomón- que no podría ser casto si Dios no me lo otorgaba, acudí a El y se lo supliqué, y pedí desde el fondo de mi corazón” (Sab. 8, 21). Cristo Nuestro Señor hablando de la impureza dice: esta casta de demonios no se lanza sino mediante la oración y el ayuno (Mt. 17, 21); y en otro pasaje del Evangelio leemos: “velad y orad para que no caigáis en la tentación” (Mt. 26, 41). Lo recuerda también aquel punto de Camino: La santa pureza la da Dios cuando se pide con humildad (n. 118); o aquel otro: “`Domine' ¡Señor!-, `si vis, potes me mundare' -si quieres, puedes curarme-. ¡Qué hermosa oración para que la digas muchas veces con la fe del leprosito cuando te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos!- No tardarás en sentir la respuesta del Maestro: `volo, mundare!' -quiero, ¡sé limpio!” (Camino, n. 142).   c) Devoción a la Santísima Virgen, que es Madre nuestra y modelo inmaculado de esta virtud; a Ella, Mater pulchrae dilectiónis -la Madre del amor hermoso- hemos de acudir llenos de confianza. “Ama a la Señora. Y ella te obtendrá  gracia abundante para vencer en esta lucha cotidiana. -Y no servirán de nada al maldito esas cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón.- `Serviam'!” (Camino, n. 493).   d) Mortificación, con la que procuramos avalar las peticiones que le hacemos a Dios. Mortificación corporal y de los sentidos: “Al cuerpo hay que darle un poco menos de lo justo. Si no, hace traición” (Camino, n. 196). “Di a tu cuerpo: prefiero tener un esclavo a serlo tuyo” (ibid., n. 214).   B. Los medios naturales ayudan a vivir la pureza, pues ésta “implica un aprendizaje del dominio de sí... la alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace un desgraciado” (Catecismo, n. 2339). Esos medios son:  

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a) guarda de la vista, pues los pensamientos se nutren de lo que se ha visto; los ojos son las ventanas del alma. Por tanto, hacia todo aquello que es directamente excitativo del placer carnal escenas pornográficas, desnudos eróticos, etc., existe la obligación de retirar la vista por la ocasión próxima voluntaria de pecado mortal. Aquel a quien una imagen no directamente obscena por ejemplo, contemplar una joven que va por la calle, le produce excitación, tiene también el deber de guardar la vista, pues en ese caso es igualmente ocasión de pecado;   b) sobriedad en la comida y en la bebida: “La gula es la vanguardia de la impureza” (Camino, n. 126);   c) cuidado del pudor, que puede definirse diciendo que es la aplicación de la virtud de la prudencia a las cosas que se refieren a la intimidad o, en otras palabras, la prudencia de la castidad. Es el hábito que “advierte el peligro inminente, impide exponerse a él e impone la fuga en determinadas ocasiones. El pudor no gusta de palabras torpes y vulgares, y detesta toda conducta inmodesta, aun la más leve; evita con todo cuidado la familiaridad sospechosa con personas de otro sexo, porque llena plenamente el alma de un profundo respeto hacia el cuerpo que es miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo” (PIO XII, Enc. Sacra Virginitas, n. 28);   d) evitar la ociosidad, llamada con justa razón la madre de todos los vicios; siempre ha de haber algo en qué ocupar el espíritu o ejercitar el cuerpo;  

e) huir de las ocasiones: “No tengas la cobardía de ser `valiente': ¡huye!” (Camino, n. 132);   f) dirección espiritual llena de sinceridad; siempre es necesaria la ayuda de un prudente director de conciencia, pero m s aún en las épocas de especial dificultad;   g) deporte, que forma virtudes especialmente aptas para resistir al capricho;   h) modestia en el vestir, en el aseo diario, etc.

  12.2.5 La lucha contra la Tentación   Los pensamientos involuntarios contra la pureza no son pecado de suyo, sino tentaciones o incentivos del pecado. Proceden de nuestras malas inclinaciones, de la sugestión del demonio, que intenta a toda costa alejarnos de Dios, o del ambiente que nos rodea, que frecuentemente es un incentivo de la concupiscencia. Enseña Santo Tomás (S. Th., I, q. 114, a. 3) que no todas las tentaciones que vienen sobre nosotros son obra del demonio: basta con nuestra

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concupiscencia, excitada por hábitos pasados y por imprudencias presentes, para dar razón de muchas de ellas. Así pues, no debe sorprendernos que vengan tentaciones, pero hay que ser fuertes para rechazarlas prontamente. Si resistimos a la tentación, crecemos en amor a Dios y en la virtud de la fortaleza. Si no luchamos por rechazar esos pensamientos -acudiendo a Dios, pensando en otras cosas, etc.- sino que nos entretenemos con ellos, son pecado mortal. Además sabemos que la fuerza para vencerlas nos viene de Dios, que siempre nos da su gracia. Cuando tengamos duda de si una cosa es pecado de impureza o no es, hay que preguntar a las personas competentes.   12.3 LAS OFENSAS A LA CASTIDAD   12.3.1 DEFINICIONES Y VALORACIONES MORALES Empleando como referencia los números 2351 a 2356 del Catecismo de la Iglesia Católica, definimos a continuación lo que se entiende por lujuria, masturbación, fornicación, pornografía, prostitución y violación, señalando el porqué de su ilicitud moral.   La lujuria es un deseo o goce desordenado del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión (n. 2351).

 

 

Por masturbación se ha de entender la excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo. Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado (n. 2352). Una práctica deliberada de la masturbación es indicio de falta de dominio de sí, básicamente en la educación del amor: una vida centrada en el egoísmo no raramente desemboca en este hábito desordenado. El remedio se encuentra al margen de los casos patológicos en la causa que lo origina: al ser la masturbación el replegarse sobre sí mismo, su solución ha de buscarse en la apertura a los otros; a Dios, al mundo y a los propios deberes. “La fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente ordenada al bien de los esposos, así como a la generación y educación de los hijos. Además, es un escándalo grave cuando hay de por medio corrupción de menores (n. 2353). La pornografía consiste en dar a conocer actos sexuales reales o simulados, puesto que quedan fuera de la intimidad de los protagonistas, exhibiéndolos ante terceras personas de manera deliberada. Ofende la castidad porque desnaturaliza la finalidad del acto sexual. Atenta gravemente a la dignidad de quienes se dedican a ella (actores, comerciantes, público), pues cada uno viene a ser para otro objeto de placer rudimentario y de una ganancia ilícita. Introduce a unos y a otros en

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la ilusión de un mundo ficticio. Es una falta grave. Las autoridades civiles deben impedir la producción y la distribución de material pornográfico” (n. 2354).  

 

“La prostitución atenta contra la dignidad de la persona que se prostituye, puesto que queda reducida al placer venéreo que se saca de ella. El que paga peca gravemente contra sí mismo: quebranta la castidad a la que lo comprometió su bautismo y mancha su cuerpo, templo del Espíritu Santo (cfr. I Cor. 6, 15 a 20). Es siempre gravemente pecaminoso dedicarse a la prostitución, pero la miseria, el chantaje, y la presión social pueden atenuar la imputabilidad de la falta (n. 2355). “La violación es forzar o agredir con violencia la intimidad sexual de una persona. Atenta contra la justicia y la caridad. La violación lesiona profundamente el derecho de cada uno al respeto, a la libertad, a la integridad física o moral. Produce un daño grave que puede marcar a la víctima para toda la vida. Es siempre un acto intrínsecamente malo” (n. 2356).

  12.3.2 Gravedad de los pecados contra la Castidad   El principio fundamental es que el placer sexual directamente buscado fuera del legítimo matrimonio, es siempre pecado mortal y no admite parvedad de materia. No admite parvedad de materia (incluso la lujuria no consumada interna, como ej., un mal pensamiento: cfr. Mt. 5, 28) quiere decir que, por insignificante que sea el acto desordenado, es siempre materia grave. Sólo puede darse el pecado venial por falta de suficiente advertencia o de pleno consentimiento. Los textos de la Sagrada Escritura que así lo muestran son muy numerosos:   Ex. 20, 14: “No adulterarás”;   Mt. 5, 8: “Bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios”;   I Cor. 6, 9-10: “No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los sodomitas... poseerán el reino de Dios”;   Mt. 5, 28: “Todo aquel que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”.   Otros textos: I Tes. 4, 3; Rom. 12, 1-2; I Cor. 5, 1; 6, 20; Apoc. 21, 8.   Es muy clara la razón por la cual no existe materia leve en las faltas de impureza: el poder de procrear es el más sagrado de los dones físicos dados al hombre, aquel más directamente ligado con Dios. Este carácter sagrado hace que su transgresión tenga mayor malicia: Dios se empeña en que su plan para la creación de nuevas vidas humanas no se degrade a

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instrumento de placer y excitación perversos. La única ocasión en la que un pecado contra la castidad puede ser pecado venial es cuando falta plena deliberación o pleno consentimiento. La materia nunca es necesario analizarla, porque ya hemos dicho que es siempre grave; en cambio, lo que sí puede cambiar son la advertencia y el consentimiento. Si se comete un acto impuro mientras se duerme, o en un estado de semiconciencia, no puede haber pecado mortal, porque falta la plena advertencia. Si nos asalta un pensamiento impuro, en contra de nuestros deseos, -y por tanto luchamos por rechazarlo- no puede haber pecado mortal, porque falta el perfecto consentimiento. Por el contrario, un simple pensamiento que, luego de advertido, se mantiene voluntariamente, es pecado mortal. Por tanto, cada vez que se incurra en un acto o venga un pensamiento impuro, tenemos sólo que preguntarnos: ¿lo hice con plena advertencia? Sí o no. ¿Hubo perfecto consentimiento? Sí o no. Si resulta afirmativo en ambos casos, hay pecado mortal; si se luchó eficazmente por evitar la tentación, no hay falta grave.   12.3.3 Sus causas   Las causas del pecado pueden ser interiores y exteriores. Entre las causas interiores están:   la falta de moderación en el comer y en el beber, y en general toda falta de mortificación; el aburguesamiento, que debilita la voluntad; la ociosidad, que es fuente y origen de muchos vicios; el orgullo, que lleva a buscar egoístamente las propias satisfacciones; la falta de oración y de trato con Dios.   Entre las causas exteriores pueden enumerarse las siguientes: asistencia a espectáculos cine, TV, teatro obscenos o que despiertan la concupiscencia, malas compañías, bailes impropios, asistencia a ciertas playas o piscinas, modas, familiaridades indebidas con personas del otro sexo, etc.   Estas causas exteriores se llaman también ocasiones de pecado, y si habitualmente conducen a la comisión de una falta grave, por sí mismas constituyen pecado grave. Es obligación, como ya se ha dicho (cfr. 5.8), tener la valentía de huir de dichas ocasiones.   Hay pues obligación grave de evitar todo aquello que en sí mismo o por debilidad nuestra resulta directa y gravemente provocativo: ciertos programas de TV, películas con escenas eróticas, etc. Es necesario percatarse que los productores de esas imágenes buscan precisamente excitar con ellas el placer del público, como medio añadido para aumentar sus ingresos. Transcribimos a continuación algunos párrafos de un moralista contemporáneo, que pueden ser orientativos, en lo relativo a este precepto en relación con el noviazgo. Se trata del tema de los besos y abrazos:

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  “a) Constituyen pecado mortal cuando se intenta con ellos excitar directamente el deleite venéreo...;   b) Pueden ser pecados mortales, con mucha facilidad, los besos pasionales entre novios -aunque no se intente el placer deshonesto-, sobre todo si son en la boca y se prolongan por algún tiempo; pues es casi imposible que no representen un peligro próximo y notable de movimientos carnales en sí mismo o en la otra persona. Cuando menos, constituyen una falta grandísima de caridad para con la otra persona, por el gran peligro de pecar a que se le expone. Es increíble que estas cosas puedan hacerse en nombre del amor. Hasta tal punto les ciega la pasión, que no les deja ver que ese acto de pasión sensual, lejos de constituir un acto verdadero y auténtico amor -que consiste en desear o hacer el bien a quienes se quiere-, constituye en realidad un acto de egoísmo grandísimo, puesto que no vacila en satisfacer la propia sensualidad aun a costa de causarle un gran daño moral al otro.   Dígase de igual manera lo mismo de los tocamientos, miradas, etc.  

c) Un beso rápido, suave y cariñoso dado a otra persona en testimonio de afecto, con buena intención, sin escándalo para nadie, sin peligro o muy remoto de excitar la propia o ajena sensualidad, no puede prohibirse en nombre de la moral cristiana.   d) Lo que acabamos de decir puede aplicarse, en la debida proporción, a los abrazos y otras manifestaciones de afecto (A. Royo Marín, Teología Moral para Seglares, p. 458). V‚ase lo que añade el P. Prümmer al respecto: Oscula vero indecentia, que scil. fiunt in partes minus honestas aut inhonestas, aut cum insertione linguae in os alterius (osculum columbinum), sunt ordinarie graviter illicita propter periculum illicitae delectationes venereae (Manual Theologiae Moralis, II, p. 535).

  12.3.4 SUS CONSECUENCIAS   Las consecuencias que se derivan de no vivir la virtud de la pureza son muchas: nosotros, siguiendo a Santo Tomás (S. Th., II-II, q. 153, a. 5), enumeraremos algunas:   1) Enemistad con Dios y, consecuentemente, peligro serio para la salvación del alma. Por eso señala San Alfonso María de Ligorio que “la impureza es la puerta más ancha del infierno. De cien condenados adultos, noventa y nueve caen en él por este vicio, o al menos con él”.   Bien manifiestas son las obras de la carne, las cuales son fornicación, impureza, lascivia..., de las cuales os prevengo, como ya os tengo dicho, que los que tales cosas hacen no conseguir n el reino de Dios (Gal. 5, 19ss.).

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2) Ciega y entorpece el entendimiento para lo espiritual porque, como señala San Pablo, el hombre animal no puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios (I Cor. 2, 14). “La lujuria -enseña santo Tomás de Aquino- nos impide pensar en lo eterno; torna pesada la piedad y la lleva al hastío de Dios: quien no reprime los placeres carnales no se preocupa por adquirir los espirituales, sino que siente fastidio por ellos” (S. Th., II-II, q. 153, a. 5, c.).

 

  3) Produce un tedio profundo por la vida, al ver que los deleites en los que se cifró la felicidad acaban por defraudar y torturan.   4) Arrastra a toda clase de pecados y desgracias, ya que el lujurioso todo lo sacrifica a la pasión, incluso al grado de arruinar la familia y poner en peligro la estabilidad de los hijos.   5) Ocasiona desgaste mental y físico, pudiendo acarrear graves y vergonzosas enfermedades. 6) Produce una falta de carácter y personalidad, intranquilidad y falta de alegría.

 

 

“...precisamente entre los castos se cuentan los hombres m s íntegros, por todos los aspectos. Y entre los lujuriosos dominan los tímidos, egoístas, falsarios y crueles, que son características de poca virilidad” (Camino, n. 124). Por el contrario, la pureza nos lleva a un amor de Dios cada vez más profundo, humanamente templa el carácter, y hace crecer la reciedumbre, la paz interior y la alegría sobrenatural.

    12.4 ALGO MAS SOBRE EL NOVENO MANDAMIENTO   El noveno mandamiento ordena vivir la pureza en el interior del corazón, y prohíbe todo pecado interno contra esta virtud: pensamientos y deseos impuros. El enunciado del Decálogo (cfr. Ex. 20, 17) lo prescribe diciendo: “no desearás la mujer de tu prójimo”. La pureza interior que se nos manda con este precepto va más allá  de lo puramente sexual, ya que prescribe también el orden en los afectos del corazón, y puede faltarse a este mandamiento si no se tiene el cuidado de evitar apegamientos a cosas o personas enamoramientos que no resultan conformes a la recta razón.  

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Es importante considerar que el amor verdadero viene con el sacrificio y la entrega, después de mucho tiempo de haberse probado, y es el que busca el bien de la persona amada.   El amor repentino -los enamoramientos juveniles- no son de ordinario sino amores egoístas: se quiere a una persona, es verdad, pero sólo por los beneficios -reales o imaginativos- que se piensa se recibirán de ella: presencia agradable, comprensión, sentirse amado, compañía y consuelo, etc.    

Se precisa, por tanto, una educación de la afectividad, que lleve a una verdadera madurez en los afectos, y que se base en: 1) poner sobre todo el amor en Dios y en las cosas que a El se refieren, 2) ejercitarnos en la humildad, buscando no lo que halaga a la vanidad sino lo que resulta provechoso en servicio de los demás, empezando por la propia familia, 3) buscar la ayuda de la dirección espiritual, siendo muy sinceros al manifestar la presencia de afectos desordenados.

 

 

Citamos a continuación las ideas que un moralista contemporáneo expresa sobre la forma en que se concreta el noveno mandamiento:   “No te enamorarás de quien no debes”.   “No te enamorarás de tal modo y con tal falta de control, que ese amor te lleve a ofender a Dios, porque te obceque y te impida reaccionar como cristiano (como cristiana)”.   “No te enamorarás de ningún hombre (de ninguna mujer) si el Señor te ha pedido el corazón entero”.   “No te enamorarás de quien todavía es joven o tiene más belleza, cuando quien Dios ha puesto a tu lado en el matrimonio ha dejado atrás la lozanía de la mocedad o se ha marchitado”.   “No te enamorarás sólo de la apariencia, porque el hombre (o la mujer) no son sólo cuerpo”.   “No te enamorarás de los frutos de tu fantasía”. “No te enamorarás del protagonista de la última película que has visto, de la última novela que has leído, del último serial radiofónico que has escuchado”.   “No te enamorarás de la primera persona que te trate con educación, comprensión y delicadeza”.  

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“No coquetearás con los maridos de tus amigas (no serás un dechado de galantería con las amigas de tu mujer, y un erizo con ella)”.   “Probarás la calidad de tu amor con la piedra de toque del sacrificio; no olvidar s que el amor está  en dar y no en recibir”.   “Por último, tendrás siempre presente que el cariño bueno ensancha el corazón, acerca a Dios, se extiende a todos; si algún cariño no hace eso, es malo” (Soria, J.L, El noveno mandamiento, MiNos, Máxico).   12.5 ALGUNAS CUESTIONES CONCRETAS   Entre los documentos recientes del Magisterio de la Iglesia sobre la persona humana y la sexualidad, destaca la Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunos aspectos de Etica Sexual (llamada también Declaración Persona Humana), del 29 de diciembre de 1975. En ella no se pretende tratar de forma integral el extenso tema de la ética sexual, aunque sí recuerda sus principios fundamentales y habla de algunas cuestiones más controvertidas hoy en día. A continuación trataremos algunas de ellas.   12.5.1 RELACIONES PREMATRIMONIALES   Un principio base de la ética es que el uso de la función sexual logra su verdadero sentido y su rectitud moral sólo en el matrimonio legítimo. Esto basta para dejar clara la inmoralidad de las relaciones sexuales fuera del matrimonio, es decir, son siempre grave pecado mortal, inexcusable bajo ninguna circunstancia. Sin embargo, no faltan hoy en día quienes consideran que es distinto el caso de las relaciones sexuales entre quienes piensan seriamente unirse luego para toda la vida en matrimonio.   Las razones que se dan para justificar ese comportamiento pueden ser diversas: obstáculos insuperables para el matrimonio a largo o corto plazo, necesidad de conservar el amor, deseo de conocerse mejor, también en el aspecto físico, etc.   La Iglesia nos hace ver que esa opinión se opone a la doctrina cristiana que mantiene en el cuadro del matrimonio todo acto genital humano.   “La unión carnal no puede ser legítima sino cuando se ha establecido una definitiva comunidad de vida entre un hombre y una mujer... Las relaciones sexuales prematrimoniales excluyen las más de las veces la prole, y lo que se presenta como un amor conyugal no podrá  desplegarse, como debería indefectiblemente, en un amor maternal y paternal o, si eventualmente se despliega, lo hará  con detrimento de los hijos, que se verán privados de la convivencia estable en la que puedan desarrollarse como conviene y encontrar el camino y los medios

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necesarios para integrarse en la sociedad” (cfr. n. 7 de la citada Declaración de la Santa Sede). Además, son múltiples y de sentido común las razones humanas que desaconsejan este modo de actuar. Piénsese, por ejemplo, en el alto porcentaje de madres solteras en los países subdesarrollados, en los abortos provocados que se siguen de este tipo de relaciones, en la dificultad de la mujer para lograr un buen matrimonio luego de perdida la integridad, etc.

  12.5.2 HOMOSEXUALIDAD   También este punto de la Declaración recoge algunos de los argumentos más o menos difundidos que, amparándose en observaciones psicológicas sobre todo, intentan excusar las relaciones entre personas del mismo sexo.   Distingue el documento citado entre la homosexualidad que proviene de una educación falsa, de la falta de una normal evolución sexual, de un hábito contraído, de malos ejemplos, etc., que es una homosexualidad transitoria y no incurable, y la homosexualidad que se tiene por una especie de instinto innato o constitución patológica, que ordinariamente se tiene por incurable.   La Declaración se refiere casi exclusivamente a estos casos de homosexualidad innata, generalmente muy raros; y al negar su justificación moral rechaza, con mayor razón, la homosexualidad adquirida.   “Indudablemente esas personas homosexuales deben ser acogidas en la acción pastoral con comprensión, y deben ser sostenidas en la esperanza de superar sus dificultades personales y su inadaptación social. También su culpabilidad debe ser juzgada con prudencia. Pero no se puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación moral a estos actos, por considerarlos conformes a la condición de esas personas. Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos privados de su regla esencial e indispensable” (n. 8).   Por lo anterior, estos tipos de relaciones son siempre pecado grave.   No obstante la claridad de esta enseñanza, en los últimos años se han acrecentado las tentativas de justificación de la homosexualidad. Por esta razón, la S.C. para la Doctrina de la Fe ha visto conveniente enviar a los obispos con fecha 1-X-1986 una Carta sobre los cuidados pastorales de las personas homosexuales, recordando la doctrina de la Declaración de 1975. Entre otros aspectos, se manifiesta en la carta la preocupación por ayudar espiritualmente a esas personas, pero recordando que quienes se comportan homosexualmente actúan inmoralmente y, por tanto, nunca se pueden legitimar sus actos: su esfuerzo, iluminado y sostenido por la gracia

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de Dios, les permitir  evitar la actividad homosexual (...) Las personas homosexuales están llamadas, como los otros cristianos, a vivir la castidad (n. 11).  

Por otra parte, la idea de la inevitabilidad de la condición homosexual aparece hoy en día como carente de fundamento. Al contrario, van surgiendo nuevas e interesantes perspectivas sobre la posibilidad de una completa curación. En el caso de los católicos, además, el recurso a los sacramentos, especialmente la Confesión, ofrece una ayuda especial (cfr. p. ej., el libro publicado por Gerard J. M. van der Aardweg, uno de los más calificados expertos de la materia a nivel científico: On the origins and treatment of homosexuality: a psichoanalytic reinterpretation, New York, 1986).

  12.5.3 ANTICONCEPCION   Por ser un pecado que atenta tanto contra el 6o. como contra el 5o. mandamientos -se opone al fin natural del matrimonio y es atentatorio a la trasmisión de la vida- se incluyó en el capítulo precedente: ver inciso 11.2.1.D.     12.6 LA EDUCACION SEXUAL   12.6.1 NECESIDAD DE IMPARTIR LA EDUCACION SEXUAL   El materialismo práctico de la sociedad moderna defiende una especie de culto al sexo, que incita a los jóvenes a `realizarse', dando rienda suelta al instinto sexual en manifestaciones individuales o con pareja, reduciendo la sexualidad -que es donación, apertura a la vida- a la esfera del placer egoísta.   Esta degradación radical de algo sagrado -pues la sexualidad es participación del poder creador de Dios- ha sido tema constante en la enseñanza de S.S. Juan Pablo II, al indicar que la cultura moderna banaliza en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta (Exh. Ap. Familiaris consortio, n. 37).   Dicha forma de entender el sexo la difunden con frecuencia medios de comunicación, profesores, intelectuales, etc., que usan un lenguaje destinado única-mente a estimular el instinto, innovando manifestaciones sexuales desconectadas con el sentimiento y el espíritu, con el don de sí, con la apertura a los otros, a la vida y a Dios.   Por eso es preciso oponer a esa acción -verdaderamente deformadora y corruptora del hombre en su totalidad- una verdadera educación centrada en el concepto cristiano de la sexualidad.   12.6.2 DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

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  Las ideas que vamos a exponer son las que repetidamente ha puesto de manifiesto el Magisterio de la Iglesia, principalmente en el Concilio Vaticano II (Declaración Gravissimum educationis y la Const. Ap. Gaudium et spes), la Declaración Persona Humana (29-XII-1975), la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II Familiaris consortio (22-XI-1981) y el reciente documento de la Sagrada Congregación para la Educación Católica Orientaciones educativas sobre el amor humano (1-XI-1983).   12.6.3 FORMA EN LA QUE SE HA DE IMPARTIR   Todo lo que sea necesario para que el niño o el joven se den cuenta del valor y del objeto preciso de la sexualidad humana, desde el mismo inicio del uso de razón, ha de ser tema de iniciación o revelación, pero con las siguientes salvedades:   1) Ha de ser paulatina, de forma que, por una parte, d‚ elementos suficientes para que el niño o el joven puedan precaverse contra los asaltos de la sexualidad, en función de su edad y de las circunstancias concretas que lo rodean y, por otra, no multiplique ni agrave estos asaltos a consecuencia de un conocimiento prematuro que lleve la natural curiosidad más allá  de lo conveniente;   dice al respecto un autor espiritual que esa educación ha de darse a los hijos “de un modo gradual, acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su natural curiosidad” (Conversaciones con Mons. Escrivá  de Balaguer, n. 100).   2) Ha de ser explicada de modo recto y sobrenatural, evitando rodear de malicia esta materia, haciendo ver que forma parte del plan providente de Dios y, por tanto, no sólo es en sí misma buena y noble, sino que tiene una dignidad altísima pues hace a los padres partícipes del poder creador de Dios. 3) Ha de ser explicada por los padres, adelantándose al posible peligro que supone recibir deformados estos conceptos, a través de personas perversas o corrompidas (cfr. S.C. para la Educ. Católica: Orientaciones..., n. 107; Exh. Ap. Familiaris consortio, n. 37).   S.S. el Papa Pío XII hace esta explícita recomendación a los padres de familia:   “Las revelaciones sobre las misteriosas y admirables leyes de la vida, recibidas oportunamente de vuestros labios de padres cristianos, con la debida proporción y con todas las cautelas obligadas, serán escuchadas con una reverencia mezclada de gratitud e iluminarán sus almas con mucho menor peligro que si las aprendiesen al azar, en turbias reuniones, en conversaciones clandestinas, en la escuela de compañeros poco de fiar y ya demasiado versados, o por medio de ocultas lecturas...

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Vuestras palabras, si son ponderadas y discretas, podrán convertirse en salvaguardia y aviso frente a las tentaciones...” (Discurso, 26-X-1941, n. 10).   Son momentos oportunos para conversar sobre el tema y educar gradual y personalmente a cada hijo, por ejemplo, el desarrollo del niño en el seno de la madre, la llegada de un nuevo hijo, la maduración del sexo en la pubertad, la atracción de los adolescentes hacia amigos y conocidos de distinto sexo, el noviazgo de algún hermano, la boda de amigos o familiares, etc. Estas condiciones las recordó recientemente el Episcopado Latinoamericano diciendo que “la educación sexual debe ser oportuna”, de modo que lleve a “descubrir la belleza del amor y el valor humano del sexo” (Documento de Puebla, n. 606).

 

4) Ha de dirigirse no sólo a educar la mente sino también a educar la voluntad, de modo que el joven consiga la firmeza de carácter y el dominio sobre las inclinaciones desordenadas de la concupiscencia.

  12.6.4 LA INFORMACION SEXUAL INDISCRIMINADA   Ciertas corrientes pedagógicas propugnadoras de una irrestricta educación sexual, achacan a la Iglesia el supuesto error de mantener a la niñez y a la juventud en una ignorancia del problema sexual. La Iglesia no prohíbe la formación -tomando las cautelas ya indicadas-, y señala la falsía de la información sexual impartida indiscriminadamente, sin consideraciones de edad.   “La Iglesia se opone firmemente a un sistema de información sexual separado de los principios morales y tan frecuentemente difundido, el cual no sería más que una introducción a la experiencia del placer y un estímulo que lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los años de la inocencia” (Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris consortio, n. 37).   Por lo anterior, al educador que vaya a actuar de acuerdo con la familia en la educación sexual de los hijos se le debe pedir, además de recto juicio, principios morales cristianos, sentido de responsabilidad, competencia profesional y maduración afectiva. Se puede afirmar sin temor a equivocarnos, que las escuelas estatales y no pocas privadas, son incapaces de dar una educación sexual que tenga los requisitos indispensables para no perjudicar a los alumnos en su desarrollo psicofísico. Los padres, por tanto, deberán actuar en consecuencia.   12.6.5 UN CASO ESPECIAL: LA TELEVISION  

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Una responsabilidad igual tienen los padres respecto al contenido de los programas de televisión. Está  demostrada la gran influencia (“arrolladora” dice el Papa Juan Pablo II) y el poder de sugestión que la TV tiene sobre los telespectadores, especialmente si son menores. Poder que afecta a todos los campos pero especialmente al afectivo, con la consiguiente deformación si el tema del amor es tratado de manera simplemente materialista.   La experiencia de cada día puede aportar datos de las muchas ocasiones que, actualmente, se dan en los programas de televisión de tratar asuntos de sexualidad de forma soez e inmoral.   Aunque no excluye en este campo la responsabilidad pública y de los mismos profesionales que no respetan la intimidad del hogar, serán los padres quienes deberán defender la salud moral (y mental) de sus hijos por todos los medios posibles.   Está en primer lugar la protesta ante quien corresponda, por toda programación que se juzgue inadecuada. Hay cauces establecidos para ello y podrían abrirse otros nuevos que hicieran más eficaz el control sobre el contenido de lo que se da por la pequeña pantalla, especialmente en horarios con mayor audiencia juvenil e infantil.   También es preciso que los padres preparen a sus hijos para saber usar moderadamente la televisión. Es conveniente que se acostumbren a dedicar su tiempo libre a otros entretenimientos fuera de la televisión que siempre resultan más formativos (deportes, aficiones, lecturas, etc.).   Si en una familia se establece el hábito de ver sólo aquellos espacios televisivos que se han previamente seleccionado por su calidad, resultar  fácil que los hijos incorporen esa norma a su futura conducta. 13. SEPTIMO MANDAMIENTO: NO HURTARAS   13.1 Dios nos ha dado las cosas para que las usemos.   13.2 El valor de la propiedad privada.   13.3 Pecados contra el séptimo mandamiento.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 13.3 13.3.1 Robo.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 13.3.1 A. Tipos de robo. a) Simple hurto. b) Rapiña. c) Fraude. d) Usura. e) Despojo. f) Plagio.

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B. Principios morales sobre el robo. C. Causas excusantes del robo. a) Extrema necesidad. b) La oculta compensación. D. Los fraudes al fisco. 13.3.2

Injusta detención.

13.3.3 Daño injusto.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 13.3.3   13.4 La restitución.   13.4.1 Circunstancias de la restitución. 13.4.2 Causas excusantes de la restitución.   13.5 La doctrina social de la Iglesia.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 13.5 13.5.1

Definición y documentos del Magisterio.

13.5.2

El porqué de la injerencia de las Iglesias en lo temporal.

13.5.3

Obligación.

13.5.4

Otras consideraciones.

13.5.5 Algunos postulados concretos de la Doctrina Social Cristiana.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 13.5.5   13.1 DIOS NOS HA DADO LAS COSAS PARA QUE LAS USEMOS   El séptimo mandamiento ordena hacer buen uso de los bienes terrenos, y prohíbe todo lo que atente a la justicia en relación a esos bienes.   Cuando aquel muchacho se acercó a Jesús preguntando qué debía hacer para ir al Cielo, el Señor le respondió: “cumple los mandamientos”. Y al señalar a continuación que ya lo hacía desde niño, Jesús le dijo: “una cosa te falta: ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el Cielo: después ven y sígueme “(Mc. 10, 21). Al oír estas palabras el muchacho se entristeció porque era muy rico y no quería abandonar sus bienes; al marcharse, Cristo advierte a los discípulos lo difícil “que es que los ricos entren en el reino de los cielos”.   Al leer esta escena evangélica hemos de aprovechar para examinar nuestra propia vida: ¿estamos apegados a los bienes que tenemos?,

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¿cuidamos y respetamos las cosas de los demás?, ¿hacemos uso indebidamente de lo que no es nuestro?, ¿nos preocupamos de modo práctico de aquellos que tienen menos que nosotros?

 

 

  Todo lo que se refiere al ordenado uso de los bienes terrenos, Dios lo ha preceptuado en este mandamiento. Las ideas principales para la comprensión de este mandamiento son:   1) Dios ha creado todas las cosas, y las entregó a nuestros primeros padres y luego a todos los hombres, para que las utilicemos en nuestro servicio. Al usarlas, sin embargo, no hemos de olvidar que Dios es el dueño y señor de todo, mientras que nosotros sólo somos sus administradores. De acuerdo con esta disposición divina, pueden los hombres poseer legítimamente algunos bienes, que le son necesarios para mantener la vida y para sentirse m s seguros y libres: es el derecho -que es derecho natural- a la propiedad privada (cfr. Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 71; Documento de Puebla, nn. 542, 1271). 2) El hombre, en consecuencia, en relación con sus propios bienes, debe comportarse sabiendo que las cosas de la tierra son para su servicio y utilidad, pero teniendo presente que esos bienes no son en sí mismos fines, sino sólo medios para que el hombre cumpla su destino sobrenatural eterno. Han de estar, pues, supeditados y orientados a los bienes verdaderamente importantes, que son los del alma.   3) En relación a los bienes ajenos, no debe olvidarse que cuando una persona posee legítimamente unos bienes, son suyos y no se le pueden quitar injustamente contra su voluntad.

 

 

Si se desea usar algo, ha de pedirse a su dueño, y cuidarlo para que no se estropee, devolviéndolo lo antes posible.   Lo mismo ha de decirse de las cosas públicas, que hemos de cuidar y respetar, pues no pueden estropearse por negligencia de los ciudadanos.   Se añade el calificativo de injusto puesto que hay casos en que se pueden quitar bienes legítimos de una persona contra su voluntad de manera justa, por ejemplo, a un deudor que no paga su deuda pueden los tribunales embargarle bienes suficientes para saldar el débito, independientemente de su voluntad. Es el mismo caso de los impuestos, que el Estado obliga a pagar a los ciudadanos para cubrir los gastos públicos. 4) Pero no se trata sólo de no robar: además de hacer buen uso de nuestros bienes, Jesucristo quiere que los compartamos con quienes tienen necesidad. En este sentido, el campo de aplicación de este concepto es grande:

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  Todo bien particular tiene, en frase de Juan Pablo II, una hipoteca social, es decir, que una parte de su uso y usufructo ha de destinarse al bien común (ver Documento de Puebla, n. 975);   a los más urgidos económicamente, hay obligación de ayudarlos con limosna y, en la medida de nuestras posibilidades, haciéndoles más amable la vida;   además, tenemos obligación de colaborar en las necesidades de la Iglesia.   13.2 EL VALOR DE LA PROPIEDAD PRIVADA   No han sido pocos los ataques que, en la actualidad, ha sufrido el derecho a la propiedad privada por parte de doctrinas marxistas y socialistas de diverso origen. Hemos mencionado que la propiedad privada es un derecho natural, de los más fundamentales de la persona; trataremos ahora de abundar en estos conceptos. Propiedad es la facultad de dominio que tiene el hombre sobre los bienes materiales. La propiedad puede ser:   a) común: de todos los individuos que componen la sociedad. b) particular: la de algunos individuos. A su vez se divide en:   pública: perteneciente a un sujeto de derecho público, p. ej., el municipio.   privada: perteneciente a una persona privada.   Justificar la propiedad común o la propiedad particular pública no ofrece, de ordinario, especial dificultad. En el primer caso se trata de bienes que están al servicio de la comunidad, y en el segundo, de bienes pertenecientes a la entidad pública, de la que hay que pensar que está al servicio de todos.   Como esto último, sin embargo, no es evidente por sí mismo, hay necesidad de un estricto control jurídico.   En relación a la propiedad privada, siempre ha habido, junto a su innegable realidad, una constante crítica. En la actualidad, p. ej., el comunismo y algunas corrientes sociales dan, como solución a los problemas sociales, la abolición de la propiedad privada de los bienes de producción, así como un control social en la distribución de los bienes que cada uno puede disfrutar legítimamente. A continuación expondremos argumentos que justifican la propiedad privada.   Debemos afirmar, en primer lugar que la razón, una vez que llega al conocimiento de Dios como creador de la naturaleza, con relativa facilidad

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puede concluir que todos los bienes, por disposición divina, son para todos los hombres: los bienes de la tierra pertenecen primariamente a la humanidad. Este derecho se denomina primario o radical.   El derecho a la propiedad privada es un derecho natural, pero secundario, subordinado al destino universal de los bienes para todos los hombres. Aristóteles y otros filósofos afirmaron ya que la posesión de los bienes es algo natural al hombre.

 

 

Desde el punto de vista moral, pueden darse varios argumentos que ayuden a comprender mejor la naturaleza de la propiedad privada:   a) el trabajo es la primera manifestación del dominio sobre las cosas, y el medio ordinario para adquirir el derecho de propiedad sobre bienes concretos, de manera que puedan cubrirse las propias necesidades espirituales y corporales, y promover el progreso y el bienestar de la sociedad entera;   b) la ley natural no da al hombre el derecho a una posesión determinada: nadie es, de modo natural, dueño de `este bien';   c) la propiedad privada, también por ley natural, es una garantía de la libertad personal;   d) pertenece, por tanto, a la ley natural, respetar la propiedad pública o privada, y ejercitarla conforme a la naturaleza de cada cosa;   e) la propiedad privada no es un derecho absoluto, sino relativo, porque est ordenada al bien de la comunidad; por eso, cuando existan razones graves, de carácter social, la propiedad privada puede ser limitada;   f) las grandes acumulaciones de propiedad privada -o de propiedad particular pública- suponen un poder sobre muchas personas y, en este sentido, pueden poner en peligro la libertad personal y la estabilidad social; es de justicia, por eso, que la ley evite el monopolio público o privado;   g) la propiedad privada no debe ser la única forma de poseer; es justo que existan también formas de propiedad común, sobre todo cuando así lo exige el bien de la comunidad y no sea atacada con ello la legítima propiedad privada;   h) es injusta una distribución de la propiedad privada que origine que a un gran número de personas les resulte difícil obtener lo suficiente para llevar una vida digna.

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De todo esto se puede deducir que un principio básico para juzgar éticamente la situación de la propiedad en una sociedad determinada, es que la propiedad es para la libertad y la seguridad personal. Por eso se daría una injusta distribución de los bienes: a) si la propiedad privada queda en tan pocas manos que deja a la mayoría de la población en una situación de inseguridad y dependencia;   b) si el Estado -único propietario, o al menos determinante absoluto en la participación económica- puede servirse de ese poder para suprimir o limitar otros derechos humanos.

 

Por otra parte es sabido que, en la mayoría de las sociedades, los hombres han obtenido más producto social de los bienes considerados propios que de los bienes comunes.

  13.3 PECADOS CONTRA EL SEPTIMO MANDAMIENTO   El término injusticia se refiere en sentido amplio a la violación del derecho que todo hombre tiene a cuatro clases de bienes: la vida, la fama, el honor y los bienes de fortuna. En sentido más estricto suele aplicarse de modo particular a los bienes de fortuna.   De la vida tratamos ya en el quinto mandamiento, y de la fama y el honor trataremos en el octavo mandamiento. Aquí lo haremos de los bienes de fortuna.   El séptimo mandamiento prohibe tomar o retener injustamente el bien ajeno, o causar perjuicio en él. Ahora vamos a estudiar los diversos pecados que se cometen contra los bienes del prójimo, para detenernos enseguida en la obligación que esos pecados imponen en quien los comete: la restitución, que se prescribe cuando se viola un derecho estricto.   13.3.1 ROBO   El robo consiste en apoderarse de una cosa ajena, contra la voluntad razonable del dueño.   Se dice “contra la voluntad razonable del dueño”, porque si esa voluntad es irrazonable no sería pecado; p. ej., la esposa puede sustraer de la cartera del marido el dinero para la manutención de la familia, si éste se niega a dárselo. En este caso la voluntad del marido es irrazonable.   A. Tipos de robo  

El robo puede cometerse de diferentes maneras:

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a) Simple hurto: es el robo cometido ocultamente, y por ello se produce sin inferir violencia al dueño. b) Rapiña: es el robo cometido violentamente, ante el dueño que se opone, p. ej., amenazándolo con una pistola. Además del pecado de robo, se lesiona también la caridad con el prójimo. c) Fraude: es obtener ilícitamente un bien ajeno a través de engaños o maquinaciones. Se puede cometer de muchas maneras: ejecutando mal un trabajo, vendiendo mercancía mala como si fuera buena aprovechando la ignorancia del comprador, vendiendo a un precio excesivo, engañando en los contratos, no cumpliendo las especificaciones en una obra de construcción, engañando en el peso de la balanza, falsificando documentos, etc. El pecado de fraude es uno de los más frecuentes en la actualidad, y desgraciadamente son muchos los que lo pasan por alto con ligereza.

 

 

 

d) Usura: es exigir por un préstamo un interés excesivo, aprovechando la gran necesidad del deudor. e) Despojo: es el robo de bienes inmuebles: casas, terrenos, etc. f) Plagio: es el robo de derechos o bienes intangibles; por ejemplo, señalar como propias obras literarias ajenas.   B. Principios morales sobre el robo   a) El robo es de suyo pecado grave contra la justicia, pero admite parvedad de materia. Se prueba la parvedad de materia porque es evidente que quien roba una cosa de poco valor no quebranta gravemente el derecho ajeno, ni la caridad (cfr. S. Th., II-II, q. 59, a. 4; q. 66, a. 6). b) Para atender a la gravedad del robo, es decir, para ver si el pecado es venial o mortal, hay que considerar:

 

 

1) El objeto en sí mismo. La magnitud del bien hurtado es la primera realidad a considerar sobre la gravedad de la acción. Si la magnitud es considerable aunque se le robe a una persona que no resienta la pérdida es ya pecado mortal.   2) La necesidad que el dueño tenga de la cosa robada. Así, una cantidad pequeña robada a un pobre puede ser pecado grave; lo mismo si se roba una cosa de mucho aprecio afectivo, p. ej., un recuerdo de familia o que cause a la víctima un daño grave, p. ej., robar una aguja que es indispensable a la costurera para su trabajo. c) El que comete varios robos pequeños distanciados, con intención de llegar a robar una cantidad grande, incurre en el pecado grave desde la

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primera vez que roba. Esto se explica porque desde el inicio tiene intención de cometer un pecado grave; si, p. ej., el cajero de un banco se propone robar N$ 1,000.00. sustrayendo cada día N$ 100.00 para no hacerse notar, el primer día que toma esa cantidad comete pecado grave. d) La acumulación de materia (una suma de robos pequeños) llega a constituir un pecado mortal.

 

 

 

 

C. Causas excusantes del robo   Bajo ciertas condiciones, puede ser lícito tomar los bienes ajenos. Esto no quiere decir que existan excepciones a la Ley de Dios pues, como hemos dicho (cfr. 3.4.2.c), por ser ésta perfecta, prevé todas las eventualidades. Lo que en realidad sucede es que la formulación completa de este precepto podría ser: “no tomarás injustamente los bienes ajenos”.   Los casos en que es lícito tomar los bienes ajenos son:   a) La extrema necesidad. Para aquel que se halle en una necesidad extrema p. ej., en peligro de perder la vida o de que le sobrevenga un gravísimo mal es lícito y hasta obligatorio tomar los bienes ajenos necesarios para liberarse de ella;   p. ej., es lícito al que se está muriendo de hambre tomar lo necesario para recuperar las fuerzas. También es lícito tomar lo ajeno para librarse no ya de una necesidad propia, sino de otro; p. ej., el padre puede sustraer una cantidad tal que le permita obtener los remedios necesarios para salvar la vida de su hijo enfermo. Estas acciones pueden llevarse a cabo siempre y cuando no se ponga al prójimo en la misma necesidad que uno padece. Además, una vez que ha pasado la necesidad extrema, y el deudor est en condiciones, ha de buscar el modo de restituir el daño causado. El principio general en que se basa esta causa excusante del robo es que “en caso de extrema necesidad, el derecho primordial a la vida está por encima del derecho de propiedad”. b) La oculta compensación. La compensación oculta consiste en pagarse uno mismo lo que se nos debe, sin consentimiento del deudor. Es, por tanto, el acto por el cual el acreedor toma ocultamente lo que se le debe. Este tipo de compensación es de suyo ilícita, aunque puede llegar a ser lícita si se cumplen algunas condiciones: 1) que la deuda sea verdadera -y no sólo probable- y de estricta justicia; es decir que el derecho propio sea moralmente cierto;

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  2) que el pago no se pueda obtener de otro modo sin grave molestia; p. ej., por la vía legal, pues en toda sociedad organizada nadie puede tomarse justicia por su mano;   3) , ni a terceras personas; En la práctica, es muy difícil juzgar por sí mismo los casos de licitud en la compensación oculta, ya que fácilmente se cae en apreciaciones subjetivas.

 

   

P. ej., está dicho en el Magisterio de la Iglesia (cfr. Dz. 1187) que no es lícito a los empleados del hogar quitar ocultamente a sus patrones para compensar su trabajo, que juzgan superior al sueldo que se les da. La oculta compensación, por los peligros y abusos a que se puede prestar, rarísima vez debe ejecutarse, lo mejor es consultar al confesor previamente, y en general debe desaconsejarse. D. Los fraudes al fisco En este inciso haremos breve mención de las obligaciones del ciudadano o la empresa relativas a la contribución fiscal, y del caso, no infrecuente, de la imposición de cargas desproporcionadas por parte de la legislación tributaria.   La cuestión de la defraudación al fisco es un tema muy actual, no sólo en nuestro país sino en muchos otros. El problema es complejo y envuelve un círculo vicioso: la Administración exagera los líquidos imponibles para compensarse del fraude; los contribuyentes falsifican sus declaraciones para defenderse del fisco. Además, no raramente la recaudación no es destinada al menos en su totalidad para los fines propios del Estado.   Por las complejidades que presenta el caso, hemos de guiarnos con base en los siguientes principios generales:

 

a) La autoridad legítima tiene perfecto derecho a imponer a los ciudadanos los tributos que realmente necesita para atender a los gastos públicos y promover el bien común. b) Las leyes que determinan impuestos justos obligan en conciencia, o sea bajo pecado ante Dios. c) La infracción de las leyes que determinan los impuestos y tributos justos quebranta la justicia legal, en algunos casos la justicia conmutativa, e impone, por consiguiente, la obligación en conciencia de restituir. d) Si los tributos que fijara la autoridad pública fueran manifiestamente abusivos, en la parte que excedieran de lo justo no obligarían en conciencia ni inducirían el deber de restituir. e) Tampoco obligan en conciencia aquellas contribuciones que, en todo o en parte, no son destinadas a la atención de los gastos públicos o a la promoción del bien común.

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  A partir de las reglas anteriores podrían formularse dictámenes morales para los casos específicos. Sin embargo, y como regla general para cualquier decisión análoga, es conveniente no limitarse a juzgar según el propio criterio, sino consultar con un sacerdote docto y piadoso.   13.3.2 INJUSTA DETENCION   Consiste en conservar o retener, sin un motivo legítimo, lo que es de otro. Retienen injustamente el bien del prójimo:   a) los que se niegan a pagar sus deudas: p. ej., los patrones que retrasan el salario a los obreros; b) los que no devuelven lo que se les ha confiado; c) los que engañan en las cuentas; p. ej., falsificar monedas, no devolver el dinero de más que dieron en el cambio; estafar a quien le confió la administración de sus bienes, etc.; d) los que guardan la cosa perdida sin buscar al dueño.   En este pecado incurren muchos en la práctica; p. ej., los que con gastos excesivos se imposibilitan para pagar sus deudas; los comerciantes que provocan quiebras ficticias para declararse insolventes; etc.   13.3.3 DAÑO INJUSTO   Hay un daño injusto siempre que, por malicia o por culpable negligencia, se provoca un daño al prójimo en su persona o en sus bienes. Cometen, por tanto, daño injusto:   a) los que causan grave perjuicio al prójimo en sus bienes, destruyéndolos o deteriorándolos; b) los que por habladurías hacen que la persona pierda el empleo, o la fama, o el crédito, etc.; c) los que descuidan las obligaciones de la justicia anexas a su cargo, p. ej., los abogados que por descuido dejan perder un pleito, los médicos que por ineptos comprometen la vida o la salud de los pacientes, etc.   13.4 LA RESTITUCION   Restituir es la reparación de la injusticia causada, y puede comprender tanto la devolución de la cosa injustamente robada como la reparación o compensación del daño injustamente causado.   “Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: `Si en algo defraudé a alguien, le devolver‚ el cuádruplo' (Lc. 19, 8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituir o devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario

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hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o que se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto” (Catecismo, n. 2412).   Por tanto, todo el que tiene algo que no le pertenece, o que ha causado un daño injusto, debe restituir. La obligación de hacerlo, en el caso de materia grave, es absolutamente necesaria para obtener el perdón de los pecados.  

 

La Sagrada Escritura lo afirma expresamente: “si el impío hiciere penitencia y restituye lo robado tendr la vida verdadera” (Ez. 33, 1415). Otros textos análogos son: Ex. 22, 3; Lc. 19, 8-9. La razón nos lleva también a afirmar la obligación de restituir:   1) el derecho natural manda a dar a cada uno lo suyo; 2) sin restitución todo derecho podría ser injustamente violado.

  13.4.1 CIRCUNSTANCIAS DE LA RESTITUCION   a) Quién: en general, est obligado a restituir el que injustamente posee el bien de otro o le ha causado un daño.   Si el daño ha sido causado por varias personas de común acuerdo y todas contribuyeron por igual, todas están por igual obligadas a restituir, y cada una tiene obligación de restituir su parte del daño;   si el perjuicio ha sido procurado por varios, de común acuerdo pero con desigual colaboración, cada uno debe restituir proporcionalmente a la intervención que tuvo en el asunto.   b) A quién: es evidente que la restitución debe ser hecha a la persona cuyos derechos fueron lesionados.   Si ya murió, debe restituirse a los herederos;   si no se conoce el verdadero dueño, o si es moralmente imposible hacerle llegar lo que se le debe, entonces se emplear en buenas obras o dándolo de limosna.   c) Cuándo: lo más pronto posible, sobre todo si retrasando se sigue causando daño al prójimo.   d) Cómo: no es necesario que la restitución se haga públicamente o por sí mismo, o a sabiendas del dueño verdadero; se puede hacer por otra persona a título que sea.  

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Aplicaciones prácticas:   a) quien no puede restituir actualmente debe tener la intención de hacerlo cuanto antes, y procurar ponerse en la posibilidad de restituir, trabajando y evitando todo gasto inútil; b) el que no pudiendo restituir no lo hace, no peca, pero el que pudiendo no lo hace es indigno de la absolución en el sacramento de la penitencia; c) el modo de restituir ha de ser tal que repare de manera equivalente la justicia quebrantada; es decir, con la debida igualdad.   13.4.2 CAUSAS EXCUSANTES DE LA RESTITUCION   Las causas que eximen de la obligación de restituir son tres:   a) la imposibilidad física, p. ej., la pobreza extrema; b) la imposibilidad moral; p. ej., si el deudor hubiere de sufrir un daño mucho mayor, como perder la vida o la fama; c) la condonación del acreedor: si expresamente perdona la deuda.   13.5 LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA   13.5.1 DEFINICION Y DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO   Se llama doctrina social de la Iglesia al conjunto de enseñanzas del Magisterio eclesiástico que aplican las verdades reveladas y la moral cristiana al orden social.   Es la aplicación del Evangelio a las realidades sociales, con el objeto de mostrar a los hombres el plan de Dios sobre las realidades seculares, de manera que la ciudad terrena sea construida según los designios divinos.   Las enseñanzas del Magisterio se recogen principalmente en las Encíclicas Rerum novarum (León XIII, 15-V-1891); Quadragesimo anno (Pío XI, 15-V1931); Mater et Magistra (Juan XXIII, 15-V-1963); Populorum progressio (Paulo VI, 26-III-1967); Laborem exercens (Juan Pablo II, 14-IX-1981); Sollicitudo rei sociali (Juan Pablo II, 30-XII-1987); así como la carta Octogesima adveniens de Paulo VI (15-V-1971) y la Constitución Pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II.   13.5.2 EL PORQUE DE LA INJERENCIA DE LA IGLESIA EN LO TEMPORAL   Con respecto a las relaciones entre la fe cristiana y el desarrollo de las realidades temporales, es necesario distinguir dos planos:   a) Por un lado, Dios ha querido que el hombre, haciendo uso de su inteligencia y su voluntad, disponga de las realidades terrenas: “Dios creó

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al hombre y lo dejó en manos de su libre albedrío. Dióle, además, sus mandamientos y sus preceptos” (Eclo. 15, 14-16). Este aspecto del plan de Dios es lo que el Concilio Vaticano II llama la autonomía de las realidades terrenas (Const. Gaudium et spes, n. 36) o autonomía de lo temporal .   No significa esta autonomía de lo temporal como una zona vacía de plan divino; lo que en esta esfera cumple el plan divino es precisamente la iniciativa humana, el libre juego de opciones y opiniones.

  b) Por otra parte, el hombre ha recibido de Dios sus mandamientos y preceptos; es decir, la ley natural. En lo temporal, junto a una esfera de autonomía, hay también una ley de Dios que el hombre debe cumplir: la ley moral. Por tanto, el hombre tiene autonomía en lo temporal sólo en lo que no entra en el campo moral, que es un ámbito amplio. La doctrina social de la Iglesia enseña las bases morales del orden de las realidades temporales.  

 

Teniendo los fieles cristianos, por designio de Dios, que santificar las realidades temporales (cfr. Const. Lumen gentium, n. 30), deben cumplir el plan divino, que ha de llevarlos a infundir la verdad y la ley moral en la sociedad civil, y a defender su justa autonomía. La misión de la Iglesia es de orden sobrenatural y no se mezcla en las legítimas opciones temporales ni defiende programas políticos determinados; pero al mismo tiempo la Iglesia tiene pleno derecho, que es un deber, de enseñar la dimensión moral del orden secular, tanto en lo social, como en lo político y económico; de igual modo, le corresponde el juicio moral sobre las cuestiones temporales, y formar la conciencia de los hombres en su acción temporal.   Es por eso que la Iglesia en este terreno se limita a dar los elementos que debe tener un sistema social para ser justo. No dice qué sistema social debe seguirse, sino lo que debe reunir para poder considerarlo justo.

  13.5.3 OBLIGACION   La doctrina social de la Iglesia es parte integrante de la concepción cristiana de la vida y se basa en la Revelación y en la ley natural; está contenida fundamentalmente en las enseñanzas de los Sumos Pontífices y en otros documentos del Magisterio eclesiástico. Por ser aplicación de la verdad y de la moral cristianas a las distintas situaciones históricas del mundo secular, esa doctrina obliga a los fieles de igual modo que el resto de los actos magisteriales.   13.5.4 OTRAS CONSIDERACIONES  

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A la vez, para interpretar y aplicar correctamente la doctrina social de la Iglesia, debe conocerse la situación histórica concreta, que se enjuicia sin trasladar indebidamente esos juicios a situaciones históricas distintas.   A situaciones y realidades idénticas corresponde un juicio idéntico; a situaciones parcialmente distintas corresponde un juicio sólo parcialmente igual, aunque tengan una misma denominación (p. ej ., la moneda tuvo antes sólo valor de cambio; luego tuvo y tiene valor de capital, lo cual se relaciona con la licitud del interés en los préstamos).   La doctrina social de la Iglesia debe ser conocida y difundida por todos los fieles, los cuales han de esforzarse por orientar los problemas sociales en conformidad con ella.   Ha de formar parte de la educación de los jóvenes, a los que debe instruirse y educarse según sus preceptos.   La enseñanza del Magisterio no agota todas las cuestiones morales que plantea una recta ordenación cristiana de la sociedad civil; ni tampoco han de esperar los hombres para actuar a que el Magisterio les dé de antemano la solución moral. Mientras no haya enseñanza oficial de la Iglesia, corresponde a la conciencia bien formada de los hombres discernir lo que está de acuerdo y lo que no lo está con la moral cristiana; por esto, tienen obligación de estudiar y formarse según sus capacidades y su puesto en la sociedad.   13.5.5 ALGUNOS POSTULADOS CONCRETOS DE LA DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA   Dentro de la extensa variedad de enseñanzas del Magisterio sobre la cuestión social, mencionamos, a nivel orientativo, algunas de las más importantes:   a) La dignidad humana. Todo hombre, en cuanto ser espiritual, es creado a imagen y semejanza de Dios y destinado a un fin trascendente. Por estos motivos, posee una dignidad natural superior al resto de los seres físicos, que ha de ser respetada y defendida. Y por esos mismos motivos, debe afirmarse que existe una igualdad natural entre todos los hombres.   b) El fin del Estado y la sociedad es el hombre, y no al revés. El Estado se justifica precisamente por estar al servicio de la persona humana: en sí mismo no fundamenta su razón de ser. Pretender que el individuo y la colectividad tengan como fin el Estado mismo supone trastocamiento de órdenes e incomprensión de la dignidad del hombre concreto.   Del mismo modo, y en consideración a la importancia cada vez mayor que adquiere la empresa en la vida moderna, “todo sistema según el

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cual las relaciones sociales deben estar determinadas enteramente por los factores económicos, resulta contrario a la naturaleza de la persona y de sus actos” (Catecismo, n. 2423), y por ello, la Iglesia “ha rechazado en la práctica del `capitalismo' el individualismo y la primacía absoluta de la ley del mercado sobre el trabajo humano” (Id., n. 2425), pues “toda práctica que reduce a las personas a no ser más que medios con vistas al lucro esclaviza al hombre, conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo. `No podéis servir a Dios y al dinero'” (Mt. 6, 24; Lc. 16, 13)(Id., n. 2424).  

 

c) El Estado ha de pretender el bien `común'. Lo anterior significa que ha de gobernar para todos, no para un grupo y ni siquiera para las mayorías. Por contrapartida, todos los ciudadanos han de contribuir al bien común, cada uno de acuerdo a su capacidad. Para ello, deben gozar de un ámbito de libertad, tutelando el Estado los derechos fundamentales de la persona.   d) La familia es la célula básica de la sociedad, que el Estado debe proteger y respetar. La familia es la comunidad más natural y necesaria, pues tiene su origen en Dios. Es el elemento esencial de la sociedad humana, y anterior al Estado. Posee derechos fundamentales e inalienables: el derecho a la subsistencia y a la vida propias, el derecho al cumplimiento de su propia misión (procreación y educación de los hijos), el derecho a la protección y ayuda.   e) Derecho al trabajo. Es deber del Estado buscar la factibilidad de la puesta en práctica del derecho de todo hombre a trabajar, no sólo por ser un medio para sostenerse y mejorar socialmente, sino por estar íntimamente ligado a la dignidad del hombre, como expresión y medio requerido por Dios para su perfeccionamiento.   f) Dignidad del trabajo humano. La utilidad o valor del producto del trabajo humano no debe ser medido sólo por su realidad objetiva, es decir, por lo mucho o poco que en sí mismo valga: ha de considerarse también que, detrás de aquel producto, está una persona humana con toda su dignidad que lo ha realizado. Así lo explica S.S. Juan Pablo II: “suponiendo que algunos trabajos de los hombres puedan tener un valor objetivo más o menos grande, sin embargo queremos poner en evidencia que cada uno de ellos se mide sobre todo con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo, o sea de la persona, del hombre que lo realiza... de hecho, en cualquier trabajo realizado por el hombre -aunque fuera el trabajo más corriente, más monótono en la escala común de valorar, e incluso el que más margina- permanece siempre el hombre mismo”(Enc. Laborem exercens, n. 6).

 

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g) La educación y la sociedad. Existe el derecho universal a recibir educación, como medio de perfeccionamiento personal y contribución al bien común. La responsabilidad básica de la educación de los hijos corresponde a los padres y no al Estado: éste tiene sólo una función subsidiaria de promoción y protección. Es gravemente atentatorio a los derechos de la persona el monopolio estatal en esta materia.   h) El auténtico desarrollo humano. El verdadero desarrollo de los hombres y de los pueblos no es un proceso rectilíneo de avance económico, sino que se mide y se orienta según la realidad y la vocación del hombre visto globalmente, es decir, según su propio parámetro interior.  

 

En la Encíclica Sollicitudo rei sociali dice Juan Pablo II: “Debería ser altamente instructiva una constatación desconcertante de este periodo más reciente: junto a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos con una especie de superdesarrollo, igualmente inaceptable porque, como el primero, es contrario al bien y a la felicidad auténtica. En efecto, este superdesarrollo, consistente en la excesiva disponibilidad de bienes materiales para algunas clases sociales, fácilmente hace al hombre esclavo de la pasión y del goce inmediato”(n. 28)... Así pues, “el desarrollo no puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión indiscriminada de las cosas creadas y de los productos de la industria humana, sino más bien en subordinar la pasión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su vocación a la inmortalidad”. (n. 29). i) Deberes concretos del Estado. Son, entre otros, favorecer el progreso económico y social, tutelar la moral, mantener una política de justicia y previsión social, defender la propiedad privada, ayudar a la Iglesia y darle libertad, defender la libertad personal y de los diversos grupos y clases sociales, etc.   j) Además, la Iglesia se ha pronunciado repetidamente por: la protección de los pobres, por asegurar los derechos del trabajador, el salario justo, la vivienda que permita libertad en el número de hijos conjurando el peligro de la promiscuidad, los derechos de la mujer, la igualdad de ésta con el hombre, los derechos de las minorías étnicas y culturales, la solidaridad internacional, la armonía entre los pueblos para conseguir la paz, la necesidad de las sociedades intermedias y la libertad de asociación, y otros múltiples aspectos que miran al bien común y al desarrollo de la persona en libertad y justicia

14. OCTAVO MANDAMIENTO: NO LEVANTARAS FALSO TESTIMONIO NI MENTIRAS  

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14.1 La veracidad. 14.1.1 14.1.2

Nociones. La

mentira.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/

-

14.1.2 A. B.

C.

Principios morales sobre la mentira. División. a) Mentira jocosa. b) Mentira oficiosa c) Mentira dañosa. Gravedad.

14.1.3 Pecados afines a la mentira. A. Simulación. B. Hipocresía. C. Adulación D. Locuacidad.  

 

14.1.4 A. B.

La lícita ocultación de la verdad. La licitud de ocultar la verdad. La restricción mental.

14.1.5 A. B. C.

El secreto. Definición y división del secreto. Obligaciones respecto al secreto. Sociedades secretas.

14.1.6 La fidelidad 14.2 La fama.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 14.2 14.2.1

Cuidar y defender la buena fama.

14.2.2 Pecados contra la buena fama demás.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 14.2.2 A. Pecados de pensamiento. a) La sospecha temeraria. b) El juicio temerario. B. Pecados de palabra. a) La detracción. b) La susurración. c) El falso testimonio. 14.3 El honor. 14.3.1

de

los

Naturaleza.

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14.3.2 Pecados contra el honor prójimo.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 14.3.2 A. La injuria o contumelia. B. La burla.

del

14.4 Cooperación a estos pecados.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 14.4     14.1 LA VERACIDAD   El octavo mandamiento prescribe los deberes relativos a: 1) la veracidad, 2) el honor y 3) la fama del prójimo. Prohíbe la mentira y todo lo que atente a la fama y al honor del prójimo.   Se relata en el Evangelio que, en el juicio del Señor ante el Sanedrín, los judíos presentaron falsos testigos que lo acusaban de muchas cosas para condenarlo. Ante aquellos testimonios falsos y contradictorios, Jesús permanecía en silencio. Sólo habló cuando el Sumo Sacerdote le preguntó: “¿eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?” (Mc. 14, 61). Cristo confesó la verdad, aunque la verdad le acarreó tantos sufrimientos y ultrajes, hasta la muerte.   El octavo mandamiento: “no levantarás falso testimonio ni mentirás”, es muy necesario, sobre todo cuando las relaciones entre los hombres se ven enturbiadas por tantas mentiras, calumnias, difamaciones y falsos testimonios. A todo esto el cristiano ha de oponer el amor a la verdad y el respeto a la buena fama de los demás.   14.1.1 NOCIONES   Enseña Santo Tomás que la verdad es algo divino pues Dios -que es en Sí mismo LA VERDAD- hace que este atributo sea participado en el orden creatural.   Jesús dijo: “Yo soy la verdad” (Jn. 14, 6). Con esto quiere enseñarnos que no sólo anuncia la verdad, sino que la posee en la totalidad de su plenitud. Por el contrario, el demonio es “el padre de la mentira” (Jn. 8, 44), pues en sí mismo niega a Dios y todo en su actuación tiende a oscurecer o apartar de la verdad.   Por eso Jesucristo enseña: “se vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no. Lo que excede de esto, viene del Maligno” (Mt. 5, 37).   Entre los bienes que posee el hombre se encuentra la capacidad de expresar y comunicar los pensamientos y afectos a través de las palabras. Para usar rectamente de esta capacidad, ordenándola a nuestro fin, los

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hombres debemos vencer dos tendencias que son consecuencia de las heridas causadas por el pecado original: 1) la dificultad para discernir lo verdadero de lo falso; 2) la inclinación a ocultar o deformar la verdad.   El emplear bien la palabra es para todos un deber de justicia: todo hombre posee el derecho a no ser engañado y, en razón de la dignidad humana, el derecho al honor y a la buena fama. Existe una virtud que precisamente tienen por objeto todo esto: la veracidad que es, como dice Santo Tomás, “la virtud que nos inclina a decir siempre y a manifestarnos al exterior tal como somos interiormente” (S. Th., II-II, q. 109, a. 1); o bien, la adecuación entre lo que se piensa y lo que se dice o hace.   La falta de esa adecuación en las palabras se llama mentira; en los gestos exteriores simulación; en todo el comportamiento hipocresía.

 

 

 

 

 

La necesidad de la veracidad es muy clara:   a) Las palabras no tienen otra finalidad natural que manifestar el pensamiento interior: son la expresión externa de la idea. Por ello, si se utilizan para manifestar lo contrario de lo que interiormente se piensa, queda violentado el orden natural de las cosas impuesto por Dios, lo cual es esencialmente malo. La maldad intrínseca de la falta de veracidad se entiende fácilmente: el que miente, simula o se comporta hipócritamente, actúa de forma directa y consciente, contra lo que sabe que es verdadero o bueno. Es decir, actúa voluntariamente en contra de su conciencia. b) La veracidad es necesaria para la vida social: la convivencia no sería posible si los hombres no se fiaran entre sí. Considerar lícita la mentira, aunque sólo fuera dentro de ciertas limitaciones, encerraría un enorme peligro para el bien común: la legitimación de la falsedad oral, que se extendería cada vez más, acabaría por destruir toda confianza entre los hombres en el  ámbito material, intelectual y religioso. La convivencia no es posible sin la confianza, sin la seguridad de que no todos no engañen: es posible que algunos mientan sobre todo;   es posible que muchos mientan sobre algo;   pero una sociedad en la que todos mientan sobre todo no se sostendría.

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Por lo anterior, el principio fundamental respecto a la verdad es que nunca es permitido quebrantarla directamente. A continuación trataremos de la mentira y vicios afines, de la lícita ocultación de la verdad, y de la obligación de guardar el secreto.

  14.1.2 LA MENTIRA   La mentira es una palabra o signo por el que se da a entender algo distinto de lo que se piensa, con intención de engañar (cfr. S. Th., II-II q. 110).   Dos elementos integran la definición de mentira: la inadecuación entre lo pensado y lo exteriorizado, y la intención de engañar.   Nótese que la mentira no es la de falta de adecuación entre la palabra y lo real -eso es el error- sino entre la palabra y lo pensado por el mismo sujeto.   A. Principios morales sobre la mentira   1. El principio fundamental es que jamás es lícito mentir. La razón de este principio es clara: la mentira es mala intrínsecamente, es decir, no es mala sólo porque est‚ prohibida (por ejemplo, comer carne en vigilia), sino por su misma naturaleza. De ahí que toda mentira, por pequeña que sea, quebranta el orden natural de las cosas querido por Dios.   La Sagrada Escritura la prohíbe terminantemente: “aléjate de toda mentira”(Ex. 23, 7);   Nuestro Señor Jesucristo llama al diablo “padre de la mentira” (Jn. 8, 44);   el Magisterio de la Iglesia reprueba severamente a los que mienten por diversión, y a los que lo hacen por interés y utilidad (Catecismo Romano, III, cap. IX, n. 23).   2. La malicia de la mentira no consiste tanto en la falsedad de las palabras como en el desacuerdo entre las palabras –signo- y el pensamiento -lo significado.   Por eso, si digo lo que pienso, aunque esto sea objetivamente falso, digo un error o falsedad, pero no una mentira (p. ej., quien tuviera la convicción de que el mundo es plano, no mentiría al decirlo, sino que tan sólo afirmaría una falsedad).   En cambio, si digo lo que creo que es falso -aunque sea una cosa verdadera-, no digo una falsedad, sino una mentira (si alguien afirma que un billete de lotería está  premiado con objeto de estafar, y resulta

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que sí estaba premiado, dijo una mentira: hubo inadecuación entre su pensamiento y su palabra). 3. Para que haya mentira no hace falta que los demás resulten efectivamente engañados por lo que decimos o hacemos. Hay mentira también cuando los demás se dan cuenta de que esa persona está  diciendo lo contrario de lo que piensa.

 

   

   

   

Como ya dijimos, la mentira propiamente dicha es intrínsecamente mala y no se justifica bajo ningún pretexto; por eso no es lícito mentir ni siquiera para obtener bienes para terceros.   Esta conclusión, que puede parecer excesivamente rígida, ha de verse a la luz de lo que se dirá  posteriormente sobre la legítima ocultación de la verdad. 4. La gravedad de la mentira ha de considerarse no sólo en sí misma, sino por los daños que puede causar. La mentira puede destruir bienes considerables, como la amistad, la armonía conyugal o la confianza de los padres.   Además, ocasiona daños sobre la misma persona, pues si se miente, después, aunque el mentiroso diga la verdad, ya no se le cree. B. División La mentira puede ser: a) Mentira jocosa, es decir, hecha simplemente por divertir, sin ofender a nadie. En esos casos se trata generalmente de una broma como. p. ej., las falsedades que el 28 de diciembre día de los Santos Inocentes se suelen decir entre amigos; b) Mentira oficiosa es la que tiende a favorecer a una persona, una comunidad o una ideología. Los ejemplos de estas mentiras son numerosos; p. ej., los números inflados en las encuestas, determinados a influir en la opinión pública; c) Mentira dañosa es la mentira calumniosa, la mentira que va directamente a dañar la imagen de alguien. C. Gravedad La mentira jocosa y la mentira oficiosa no suelen pasar de pecado venial; la dañosa puede constituir pecado mortal, por lesionar la caridad. Es también pecado mortal mentir en cuestiones de fe. Cuando la mentira jocosa es tal que quienes la oyen o leen entienden la broma y la interpretan en el sentido que el bromista ha querido dar a su gesto o a su palabra, no son en realidad mentiras y no tienen malicia moral. Sí hay mentira, en cambio, cuando los oyentes no pueden percibir el

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sentido jocoso de la expresión y se atienen al sentido material de las palabras.

  14.1.3 PECADOS AFINES A LA MENTIRA   Como ya habíamos señalado, hay algunos otros pecados cercanos a la mentira; p. ej.:   A) Simulación: es la mentira que se verifica no con palabras sino con hechos; p. ej., miente el hijo que ante la vigilancia de su padre simula estudiar; el obrero que simula trabajar para no ser reprendido por el jefe, etc. B) Hipocresía: es aparentar externamente lo que no se es en realidad, para ganarse la estimación de los demás; C) Adulación: consiste en exagerar los elogios al prójimo para obtener algún provecho; D) Locuacidad: es hablar con ligereza, con peligro de apreciaciones inexactas o injustas. Por otro lado, la locuacidad fácilmente degenera en difamación o calumnia. Generalmente se trata de pecados graves cuando se proponen un fin gravemente pecaminoso, y son pecados leves en caso contrario.   14.1.4 LA LICITA OCULTACION DE LA VERDAD   A. La licitud de ocultar la verdad   Hemos dicho que nunca, bajo ninguna circunstancia, es lícito mentir.   Pero esto no quiere decir que el hombre esté obligado a decir siempre la verdad: a veces, porque quien pregunta no tiene derecho a saber todo, y en ocasiones, porque es obligatorio guardar el secreto.   Hay que considerar, en efecto, que en la vida se dan situaciones en las que no es prudente ni justo decir lo que se piensa. En esos casos es lícito ocultar la verdad, siempre que no se mienta. Afirma Santo Tomás que es lícito recurrir a un cierto disimulo para ocultar prudentemente la verdad (S. Th., II-II, q. 110, a. 3, ad. 4).   Todo hombre tiene derecho a mantener reservados aquellos aspectos sobre todo de su vida privada cuyo conocimiento no serviría para nada al bien común y, en cambio, podría dañar legítimos intereses personales, familiares o de terceras personas.   Se trata, sin embargo, de un derecho que, en general, no puede considerarse absoluto y, por tanto puede haber razón suficiente para que un hombre tenga la obligación moral de dar a conocer también esos aspectos reservados.  

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El prójimo tienen derecho a que se le hable con la verdad, pero no tiene derecho salvo en esos casos excepcionales a que le sea revelado lo que puede ser materia de legítima reserva. En esos casos, no es faltar a la verdad callarse o contestar que no hay nada que decir.   B. La restricción mental   Una manera de ocultar la verdad es la restricción mental, que consiste en pronunciar una frase que tomada como suena es falsa; pero que tiene un sentido verdadero, oculto, en la mente del que habla. Si no hay ningún rastro o indicio donde pueda descubrirse la verdad, se llama restricción puramente mental; si, por el contrario, queda alguna rendija por donde pueda vislumbrarse la verdad, se llama restricción latamente mental. Sobre la moralidad de la restricción mental pueden darse dos principios:   1) La restricción puramente mental nunca es lícita.  

 

 

La razón es porque siendo del todo imposible descubrir el sentido verdadero -que permanece totalmente oculto-, equivale a una simple y pura mentira. P. ej., las expresiones como: “he visto Roma” (en fotografía); “no he hecho tal cosa” (hace dos años); “no robé la pluma” (con la mano izquierda), son simplemente mentiras. Si fuera lícito este modo de hablar, siempre y en todas partes se podría mentir impunemente;   “De que se pueda en ocasiones ocultar la verdad, no se debe concluir que sea lícito mentir” (San Agustín, Catena Aurea, vol. I, p. 425).

  2) La restricción latamente mental es ilícita sin causa justa, pero puede ser lícita con causa justa y proporcionada.   La razón es que no son mentiras propiamente dichas, ya que el verdadero sentido puede ser descubierto por el prójimo. P. ej., la llamada telefónica a la que se contesta “no está”, entendiéndose “para usted” y concretamente en este momento. Hay que usarla con causa justa y proporcionada, como librarse de un peligro o de una molestia, pero nunca es lícito cuando equivale a negar la fe. Dentro de este apartado se incluye lo que en lenguaje corriente son modos comunes de expresarse, aunque no sean verdaderos. P. ej., el vendedor que afirma que su producto es el mejor del mundo, etc.; son palabras que a nadie inducen a error si no es por impericia o simplicidad.

 

En general hay que desaconsejar el uso de la restricción mental, pues es fácil perder la proporción de las cosas y caer en verdaderas mentiras.

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  Para juzgar su licitud habría que aplicar las reglas del acto voluntario indirecto.  

En definitiva, manteniendo firmemente el carácter intrínsecamente malo de la mentira, la Moral Cristiana recomienda una discreción lúcida y activa, orientada y dirigida por la virtud de la prudencia, lejos tanto de todo compromiso así como de toda ingenuidad inconveniente.

  14.1.5 EL SECRETO   Con todo lo anterior se relaciona el tema del secreto, que es un caso concreto de ocultación de la verdad. La bondad moral del secreto se demuestra por la obligación que tienen de guardarlo aquellos a los que se les ha confiado.   Es el caso, p. ej., del secreto profesional.   A. Definición y división del secreto   El secreto es todo aquello que, por su misma naturaleza o por compromiso, exige la obligación de mantenerlo oculto. Puede ser: a) natural: cuando deriva de la naturaleza misma del asunto; p. ej., el que conoce una falta grave del prójimo, los secretos de familia, etc.; b) prometido: cuando después de conocer algo se hace la promesa de no revelarlo. Corresponde al deber de fidelidad; c) confiado: cuando antes de conocer algo se promete no contarlo.   B. Obligaciones respecto al secreto   Las obligaciones con respecto al secreto son las siguientes:   1) No es lícito sin causa justa, averiguar secretos ajenos, p. ej., es pecado abrir cartas ajenas, registrar muebles, escuchar ocultamente, presionar a alguien para que nos cuente algo, etc.   Cuando haya razones graves, no sólo es lícito sino incluso obligatorio, averiguar secretos ajenos. Pero los medios que para ello se utilicen deben ser, como es obvio, siempre lícitos (sin mentir, sin maltratar, etc.).   2) El secreto natural obliga por estricta justicia, gravemente en materia grave y levemente en materia leve.   P. ej., peca el empleado que revela los secretos de la industria en la que presta sus servicios, el que propaga defectos ocultos del prójimo, etc.  

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3) El secreto prometido obliga no por justicia sino sólo por fidelidad, y su divulgación generalmente no pasa de pecado leve, a no ser que se perjudique a alguien. 4) El secreto confiado obliga más estrictamente que el secreto natural, de suyo gravemente, a no ser por la insignificancia de la materia.  

 

 

Bajo la obligación de guardar este secreto se encuentran todos aquellos que conocen algo en razón de su ejercicio profesional: el médico, el abogado, el hombre de Estado y -con mayor rigidez que ninguno- el sacerdote en el fuero sacramental. La obligación de guardar un secreto desaparece:   1) cuando el hecho ha llegado a ser público; 2) cuando legítimamente se presupone la autorización del que nos lo confió; p. ej., para librarlo de un mal grave; 3) cuando se trata de evitar un daño grave a la sociedad, pues el bien común est  por encima del particular.   C. Sociedades secretas Como corolario a este apartado, trataremos el caso de los grupos, sectas o asociaciones, formados con distintos fines, que utilizan el secreto y el misterio para desarrollar mejor sus actividades y conseguir sus objetivos.

 

 

Desde una perspectiva moral, se entiende por sociedad secreta aquella sociedad que no es conocida por quien tiene el derecho de conocerla, es decir, que priva a la autoridad o a la sociedad en su conjunto, del conocimiento al que tienen derecho. No lo es, en cambio, aquella que informa debidamente de sus actividades, fines, etc., aunque a la vez se defienda de intromisiones indebidas. Característica fundamental de las sociedades secretas, además del secreto y del misterio, es el empleo de ritos de iniciación más o menos aparatosos solemnes y complejos, que suelen incluir un juramento, expresión de lazos de unión fuertemente anudados bajo una fórmula juramental. Este juramento de secreto y de ayuda mutuos es uno de los principales atractivos que impulsan a hacerse miembro de una sociedad secreta. Otra de las motivaciones es la creencia de que, al pertenecer a una sociedad secreta, se obtiene un poder protector o de acción.

 

  El Magisterio de la Iglesia precisó que por sociedades secretas habrán de entenderse aquellas que “exigen de sus miembros un secreto total, que a nadie debe manifestarse, y les piden una obediencia omnímoda a jefes ocultos, corroborada mediante juramento” (Dz. 1861). Tales asociaciones están prohibidas a los fieles bajo pecado grave.

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  La Santa Sede, expresamente, prohíbe la pertenencia a la masonería (cfr. Dz. 1859; AAS 73 (1981), 230-241; AAS 76 (1984), 300; etc.), por considerarla como sociedad secreta tipo, que atenta contra la religión y es subversiva hacia el poder legítimo de la sociedad civil. Caerían también bajo la denominación de sociedad secreta el movimiento racista y protestante Ku-Klux-Klan, movimientos terroristas independientes como el Mau-mau en Kenia, los Tupamaros en Uruguay, el IRA en el Ulster, etc.   14.1.6 LA FIDELIDAD   La fidelidad es la virtud moral que inclina a la voluntad a cumplir las promesas hechas (cfr. S. Th., II-II, q. 110, a. 3).   Al igual que la veracidad, es una virtud indispensable en la vida social sobre ella descansa el matrimonio, el cumplimiento de los contratos, las actuaciones en la vida pública, etc.   La fidelidad es un compromiso que se contrae con otro, que compromete la conciencia, porque el no cumplimiento de lo prometido puede acarrear un daño, incluso grave, al prójimo que se comporta confiado en la palabra recibida.   Un caso particularmente importante de fidelidad a Dios es el referente a la propia vocación y las obligaciones que comporta, ya que de la eficaz respuesta a la llamada divina dependan multitud de bienes para la Iglesia y para las almas.   La infidelidad en materia grave y, sobre todo, cuando está  de por medio un contrato, es un forma de mentira, además de una injusticia.   14.2 LA FAMA   14.2.1 CUIDAR Y DEFENDER LA BUENA FAMA   Por fama se entiende la buena o mala opinión que se tiene de una persona. Todo hombre, en virtud de su dignidad natural de ser racional, creado a imagen y semejanza de Dios, tiene derecho a su buen nombre. Los obispos de América Latina han enseñado recientemente que todo hombre y toda mujer, por más insignificantes que parezcan, tienen en sí una nobleza inviolable que ellos mismos y los demás deben respetar y hacer respetar sin condiciones: que toda vida humana merece por sí misma, en cualquier circunstancia, su dignificación (...). A reivindicar tal dignidad nos mueve la revelación contenida en el mensaje y en la persona misma de Jesucristo (III Conf. del CELAM, Documento de Puebla, nn. 316 y 317).  

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Durante el juicio ante el Sanedrín, un siervo del sumo sacerdote dio una bofetada a Jesús, que respondía a una pregunta de Caifás; y el Señor se defendió: si hablé‚ mal, muéstrame en qué, y si bien ¿por qué me pegas? (Jn. 18, 23). Jesús nos dio ejemplo de cómo hay que defender la buena fama cuando nos atacan injustamente.   La difamación del prójimo constituye un pecado contra la justicia estricta, que obliga a restituir.

  14.2.2 PECADOS CONTRA LA BUENA FAMA DE LOS DEMAS   Se puede atentar contra la buena fama del prójimo:   sospecha temeraria - con el pensamiento: juicio temerario   detracción (murmuración, calumnia) - con la palabra susurración falso testimonio   A. Pecados de pensamiento   a) La sospecha temeraria consiste en dudar interiormente, sin fundamento suficiente, sobre las buenas intenciones de los demás, inclinándose a tener como cierto un pecado del prójimo.   Si alguien inesperadamente, realiza una buena acción y pienso “me parece que trata de engañar”, cometo el pecado de sospecha temeraria.   b) El juicio temerario es el asentimiento firme de la mente sobre el pecado o las malas intenciones del prójimo, sin tener motivo suficiente.   Si alguien hace un acto de generosidad y me digo “ahí está  ése, haciéndose el bueno”, pero realizando un juicio temerario.   El juicio afirma como cierto el pecado ajeno; la sospecha lo supone como probable;   ambos son “temerarios” porque carecen de fundamento suficiente; cuando hay motivos, dejan de serlo, y no se imputan como pecados (p. ej., si veo alguien robar no peco de temeridad al juzgarlo ladrón);  

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en los dos casos se trata de pecados sólo de pensamiento, porque si llegan a revelarse sin causa justa a otra persona, el pecado es de especie distinta.    

   

 

 

 

Las causas de estos pecados son: la precipitación, que lleva a juzgar sin examinar antes las cosas;   la malicia del corazón, inclinado a juzgar fácilmente mal de los demás;   el orgullo, que busca en las debilidades ajenas un modo de sobresalir. Los principios morales son: 1) El juicio temerario es de suyo pecado mortal contra la justicia, pero admite parvedad de materia. Con él se comete una grave injuria al prójimo, que tiene derecho a conservar su buena fama, aun en el fuero interno, mientras no demuestre con sus obras públicas lo contrario. Nuestro Señor Jesucristo nos dice expresamente: “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados” (Lc. 6, 37). Las más duras palabras que salieron de su boca fueron precisamente para aquellos que se erigían en jueces de los demás: los fariseos. De aquí la importancia de evitar todo tipo de críticas interiores. De especial importancia es el no formular juicios de personas e instituciones que merezcan respeto, particularmente de la Iglesia, de los propios padres, de los superiores, etc.   2) La sospecha temeraria es ordinariamente pecado venial, porque no es un acto firme, ni despoja propiamente al prójimo de su fama. Su malicia moral depende: de la proporción entre los motivos reales conocidos para sospechar, y la firmeza de la adhesión moral;   de la magnitud del mal que se achaca al prójimo.

  En general, debemos abstenernos de juzgar la intención de los actos ajenos, que sólo Dios conoce. Y cuando por motivos legítimos tengamos que juzgar, nuestra opinión debe ser prudente, caritativa y limitada a los actos externos.   B. Pecados de palabra   a) La detracción es la difamación injusta del prójimo, que se puede realizar mediante la murmuración y la calumnia.

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Ha de ser injusta, de modo que no habrá  detracción si la fama sufre menoscabo injustamente; p. ej., actúa justamente quien dice haber visto a tal ladrón que acaba de robar. La detracción puede adoptar las formas de murmuración o de calumnia.   - La murmuración consiste en criticar y revelar sin justo motivo los defectos o pecados ocultos de los demás.

 

 

Cuando la falta es pública, este hecho le quita a quien la cometió el derecho a conservar la fama; derecho que tienen, sin embargo, mientras su pecado permanezca oculto.   Sin embargo, aun cuando la falta sea pública, si no existe justo motivo tampoco hay razón para la crítica, pues la fama ya de suyo deteriorada se menoscabaría todavía más. P. ej., aun cuando sea patente la corrupción o la ineptitud de ciertas personas, no se ha de criticar por el solo hecho de hacerlo, pues se carece de motivo justo. - La calumnia consiste en imputar a los demás defectos o pecados que no tienen o han cometido. También se puede cometer este pecado exagerando notablemente los defectos verdaderos de nuestro prójimo.

 

 

La detracción es de suyo pecado grave, pero admite parvedad de materia. La razón es la ya dicha: el hombre tiene derecho estricto a su fama y, sin una causa justa, no se le puede quitar. La gravedad del pecado de detracción se mide por: la importancia de lo divulgado.   el daño causado, no sólo en la reputación del prójimo, sino también porque le cause grave contrariedad y tristeza;   la condición del murmurador, una persona con autoridad, p. ej., causa más daño al murmurar que otra ligera y charlatana;   la condición del difamado, porque no es igual decir que un compañero es un mentiroso, que decirlo del profesor.   El que injustamente lesiona la fama del prójimo, tiene obligación de repararla cuanto antes, y ha de reparar igualmente los daños que por esa difamación hayan venido.  

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El fundamento de esta reparación es común al de todas las lesiones de la justicia: hay obligación de restituir al prójimo lo que le pertenece y le fue arrebatado injustamente.   El modo de reparar es variado:   Si se trata de una calumnia, no hay otra solución que desdecirse de ella, aunque esta confesión le quite buena fama al calumniador. Si se calumnió por escrito, hay que restituir de la misma forma; p. ej., una noticia calumniosa en el periódico se repara poniendo una aclaración, al menos de igual tamaño y en páginas equivalentes a las que se puso la calumnia.   Si se trata de una simple murmuración, el murmurador no puede retractarse de sus palabras, pues son verdaderas, pero tiene obligación de devolver la fama del mejor modo posible; p. ej., alabando alguna virtud del difamado.  

   

 

b) La susurración consiste en referir a una persona los conceptos desfavorables que otra expresó sobre ella, para fomentar la discordia entre las dos. Puede referirse también a grupos de personas; p. ej., una familia contra otra. Es un pecado grave contra la caridad, aunque admite parvedad de materia. El pecado es tanto mayor cuanto m s íntima y necesaria es la amistad o unión que liga a esas dos personas: así, es pecado muy grave sembrar la discordia entre esposos, entre los padres y los hijos, etc.; por el contrario, no es pecado, sino más bien un acto de caridad, tratar de disolver una mala amistad, un concubinato, etc.   c) El falso testimonio consiste en atestiguar delante de los jueces una cosa falsa. Supone un triple pecado, porque en realidad es:   1) una mentira que contiene dos agravantes: 2) perjurio: por la violación de un juramento, e 3) injusticia: por el daño injusto que se irroga al prójimo declarando contra él.

 

El falso testimonio en juicio es pecado grave y, como toda injusticia, conlleva la obligación de reparar los daños que de ella se sigan.

  14.3 EL HONOR   14.3.1 NATURALEZA

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  Todo hombre, en virtud de su dignidad natural de ser racional creado a imagen y semejanza de Dios, tiene derecho al aprecio de sus semejantes. El honor es precisamente el testimonio exterior de la estima que se tiene a los demás hombres.   14.3.2 PECADOS CONTRA EL HONOR DEL PROJIMO   Este derecho de toda persona al respeto de su honor se quebranta con los pecados siguientes: A. La injuria o contumelia, que es un insulto sin justicia hecho en presencia del ofendido, ya con palabras, ya con actos.   Su gravedad se mide:   1) por la dignidad del ofendido, y 2) por el grado de ofensa y malicia que tiene la injuria.   Se distingue de la detracción porque ésta atenta a la fama del prójimo ausente, y la contumelia al honor del prójimo presente. El ofensor est  obligado a reparar el daño causado públicamente si la falta fue pública, y de acuerdo con la dignidad del ofendido. Cesa esa obligación de reparar:   1) por perdón del injuriado, o bien, 2) por venganza que éste se tomó, o 3) por pena impuesta en juicio.   B. La burla es un modo de echar en cara al prójimo sus defectos para avergonzarlo ante los demás.   Es necesario refrenar con esmero la lengua porque es un mal difícil de reprimir y llena de veneno mortal; es pequeña pero de tremendo alcance (Sant. 3, 5).   El burlón no trata de injuriar a los demás, sino de ponerlos en ridículo, por lo que es un pecado menos grave que la detracción o la contumelia. Sin embargo, puede agravarse por:   1) el mayor desprecio o humillación que pueda entrañar; 2) el objeto de la burla: cosas sagradas, instituciones de la Iglesia, los padres o superiores, etc.   14.4 COOPERACION A ESTOS PECADOS   No sólo se falta al octavo mandamiento con la palabra y la mente, sino que también hay pecado de oído. Escuchar con gusto la calumnia y la difamación, aunque no se pronuncie ninguna palabra, fomenta la difusión de murmuraciones maliciosas: se coopera al pecado ajeno.

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  Si nuestro placer al escuchar se debe a mera curiosidad, la falta es leve. Pero si nuestra atención est  motivada por odio a la persona difamada, el pecado podría llegar a ser mortal.

 

 

El deber, al escuchar que la fama de alguien es atacada en nuestra presencia, es cortar la conversación, o, por lo menos, mostrar con nuestra actitud que aquel tema no nos interesa.

15.          

Cooperan a la difamación, aunque en distinto grado, el que induce a otro a murmurar; el superior que no impide la murmuración sobre el súbdito; cualquiera que, aun desagradándole el pecado de detracción, por temor, negligencia o verguenza, no rechazara al calumniador. DECIMO MANDAMIENTO: NO DESEARAS LOS BIENES AJENOS 15.1 Desprendimiento de los bienes materiales. 15.2 La liberalidad.

15.3 Pecados opuestos: la avaricia y la prodigalidad.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ - 15.3 15.3.1 La avaricia. 15.3.2 La prodigalidad.http://www.encuentra.com/creo/moralcr/ 12.3.2

  15.1 DESPRENDIMIENTO DE LOS BIENES MATERIALES   Así como el séptimo mandamiento nos prohíbe los actos exteriores contrarios a los bienes del prójimo, el décimo mandamiento prohíbe los actos internos, es decir, el deseo de quitar a otros sus bienes, de adquirirlos por medios injustos, o de usar de ellos de modo contrario a la recta razón, en otras palabras, prohibe el deseo desordenado de adquirir o gozar de bienes materiales. La razón de este mandamiento es muy clara y profunda: el corazón del hombre ha de estar libre de todo tipo de ataduras pues sólo así es capaz de amar a Dios con la plenitud que El ha ordenado (cfr. Deut. 6, 4ss.).   Jesús muestra repetidas veces el motivo de fondo para vivir este precepto: " donde está tu tesoro, ahí está tu corazón- (Mt. 6, 2 1 ), de suerte que " no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero" (Mt. 6,24).   Este es el sentido que tiene para el cristiano la virtud de la pobreza: no queremos tener nada, porque queremos tenerlo todo, queremos a Dios, y Dios, que no se satisface compartiendo, nos manda desterrar de nuestro corazón todo lo que de cualquier forma estorbe a su amor.

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  Conviene tener presente que, en sí mismos, los bienes materiales son buenos -son un bien en sentido filosófico y proceden de las manos de Dios-. Pero su razón consiste en ser medios para obtener la propia prifección humana y espiritual, no son fines en sí mismos.  

 

 

Por eso, quedarse en ellos como en un fin es un desorden que nos aleja de Dios: éste es siempre uno de los elementos de todo pecado, que tiene en su raíz la conversión a las criaturas;   todos tenemos ese peligro real de trastocar los fines, porque el apegamiento a los medios materiales nos puede hacer olvidar nuestro fin último. Los más beneficiados con bienes de fortuna tienen mayor peligro de apegarse a ellos, también mayor responsabilidad ante Dios de hacerlos rendir: han de comunicar al prójimo con generosa esplendidez y obligada caridad una parte importante de esos bienes. Así lo explica Santo Tomás de Aquino: "en el uso de las riquezas no debe tener el hombre las cosas externas como propias, sino como comunes; de tal suerte que fácilmente las comunique a otros cuando lo necesiten... Verdad es que a nadie se manda socorrer a otros con lo que para sí o para los suyos necesita.... pero satisfecha la necesidad y el decoro, deber nuestro es, de lo que sobra, socorrer a los indigentes" (S. Th., 11-11, q. 32, a. 6).   "Si vuestro oro y plata se han enmohecido (p. ej., por la carencia de obras buenas), la herrumbre de esos materiales dará testimonio de vosotros, y devorará vuestras carnes como fuego" (Sant. 5,3).   Cfr. también otros muchos textos de la Sagrada Escritura donde se nos habla de lo mismo: Lc. 12, 15, 21; Mt. 5, 3; Rom. 13, 9; Sant. 2, 1-5.

 

 

El cristiano, y más en una época de acendrado materialismo como la actual, ha de luchar por evitar el aburguesamiento. Es mal tiene multitud de detalles prácticos, que llevan al hombre a una vida encallada en las comodidades, a las ansias de satisfacciones personales, a la huida de todo lo que supone abnegación y vencimiento propio, olvidándose de Dios y de los demás. Se trata de conseguir el señorío sobre los bienes de la tierra: no crearse necesidades, estar por encima de los bienes externos, que son los de menor valor, etc.   "El cristiano puede estar contento aun en el estado de pobreza, si considera que la mayor felicidad es la conciencia pura y tranquila, que nuestra verdadera patria es el cielo, que Jesucristo se hizo pobre por

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nuestro amor y ha prometido un premio especial a los que sufren con resignación la pobreza" (Catecismo de San Pío X, n. 470).

  Los padres deben procurar los bienes convenientes para asegurar un buen porvenir a sus hijos, pero cuidando de no hacerlos vivir en un ambiente muelle, de posibilidades en exceso y dinero en abundancia, pues esto termina por arruinar el carácter y la formación de los hijos.    

Además, como son bienes que los hijos no han ganado personalmente, es fácil que no tengan de ellos el aprecio justo y los derrochen. Este mandamiento se cumple viviendo la virtud de la liberalidad, y se transgrede con los pecados de avaricia y prodigalidad.

  15.2 LA LIBERALIDAD   La liberalidad es la virtud que regula el amor a las cosas materiales, y dispone a emplearlas según el querer de Dios.   Incluye, pues, dos aspectos:   a) moderar el amor a las cosas materiales (contra la avaricia), b) emplear los bienes según el querer de Dios (contra la prodigalidad).   La liberalidad es virtud social muy estimable, que protege tanto contra la codicia nociva a los intereses de la comunidad, como contra el lujo fastuoso que, sin utilidad y con perjuicios, aumenta los contrastes irritantes y mantiene desniveles injustos.   En la Encíclica Rerum novarum (n. 16), el Papa León XIII expresó así el principio rector acerca de los bienes terrenos:   "Sobre el uso de las riquezas hay una doctrina excelente y de gran importancia: que se debe distinguir entre la justa posesión del dinero y del empleo justo del mismo (...) Es lícito que el hombre posea cosas propias y, además, es necesario. Mas si se pregunta qué uso se debe hacer de esos bienes, la Iglesia sin titubear responde: el hombre no debe considerar las cosas externas como propias, sino como comunes, es decir, de tal suerte que las comunique fácilmente con otros en las necesidades de éstos ( ... ). Todo el que ha recibido abundantes bienes los ha recibido para perfección propia y al mismo tiempo para que, como ministro de la Providencia divina, los emplee en beneficio de los demás".   Cuarenta años después, el Papa Pío XI puntualizaba: "Tampoco quedan en absoluto al arbitrio del hombre los réditos libres, es decir, aquellos que no le son necesarios para el sostenimiento decoroso y conveniente de su vida; sino que, por el contrario, tanto la Sagrada Escritura como los Santos Padres de la Iglesia evidencian el precepto

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gravísimo de practicar la limosna, la beneficencia y la caridad" (Enc. Quadragesinio anno, n. 50). Y Juan Pablo II, en 1987, lo volvió a recordar:   "Sobre cada bien particular grava una hipoteca social, es decir, posee como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes" (Enc. Sollicitudo rei sociali, n. 42).

 

   

"Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo:   'A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda' (Mt. 5,42). Gratis lo recibisteis, dadlo gratis' (Mt. 10, 8). -Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cfr. Mt. 25, 31-36)" (Catecismo, 2443). "El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta... S. Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: 'No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos' (Laz. 1, 6)... 'Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia' (S. Gregorio Magno, past 3, 2 l)" (Catecismo, nn. 2445 y 2446).

  15.3 PECADOS OPUESTOS: LA AVARICIA Y LA PRODIGALIDAD   15.3.1 LA AVARICIA   La avaricia consiste en el deseo desordenado de los bienes materiales. Es uno de los pecados llamados capitales, ya que de él, como de su fuente o cabeza, brotan otros muchos.   Por ser ocasión de otros pecados, S. Pablo llega a decir que "la raíz de todos los males es el dinero" (I Tim. 6, 10).   De la avaricia se derivan, p. ej.:   a) la dureza de corazón con los más necesitados, perdiéndose la sensibilidad para las desgracias del prójimo; b) la atención desordenada y el apegamiento a los bienes externos, que impiden la quietud y sosiego para el cuidado del alma;

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c) la violencia, el fraude, el engaño y la traición, para conseguir lo que se desea con ansia. d) la envidia, que manifiesta tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo. Fue el pecado de Judas: su apegamiento al dinero constituyó el inicio del camino que lo llevó a traicionar a Jesucristo (cfr. Jn. 12, 4- 6; ver también S. Th., II-II q. 118, a. 8). Aunque no sea la avaricia el pecado más grave que se puede cometer, sí es de los más vergonzosos y degradantes, puesto que subordina al hombre no ya a cosas que son superiores a él, o al menos a su nivel racional -la ciencia, el arte, etc.-, sino que lo esclaviza a lo que está por debajo de él: los bienes materiales. S. Francisco de Sales llama 'locura' a este pecado pues " nos hace esclavos de lo que ha sido creado para servimos" (Introducción a la vida devota, IV, 10). La avaricia puede adoptar variadas formas:   a) la tacañería, que lleva a escatimar los gastos razonables o hacerlos a regañadientes; b) la codicia, que trata de acumular más y más riquezas, por motivos egoístas y sin confianza en la Providencia,

   

la codicia está en contra de la recomendación expresa de Jesucristo, recogida en Mt. 6, 25- 34. La moralidad sobre el pecado de la avaricia puede expresarse así:   a) Cuando el amor al dinero y a las cosas exteriores llega a preferirse al amor de Dios, de modo que por las cosas materiales se subordine el amor y el servicio a Dios y a los demás, o se atente de alguna manera contra el prójimo, la avaricia es pecado mortal.

 

 

La avaricia oscurece notablemente la visión espiritual y trascendente de la vida pues "la seducción de las riquezas ahoga la palabra de Dios, que queda sin fruto" (Mt. 13, 22), llegando a ser una especie de idolatría (cfr. Col. 3, 5). b) Cuando, en cambio, ese afecto desordenado no llega a ser tal que supedite las cosas de Dios, la avaricia es sólo pecado venial.

  15.3.2 LA PRODIGALIDAD   La prodigalidad es el vicio que lleva al abuso en la disposición del dinero, gastándolo de manera inconsiderada y desmesuradamente.

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  No es el empleo recto y generoso que se da en los actos de liberalidad, sino es el uso indebido que el pródigo hace del dinero, motivado por sus apetencias, su comodidad, su afán de lujo o presunción.   En la Enc. Sollicitudo rei sociali el Papa Juan Pablo II explica cómo el " superdesarrollo", es decir, la excesiva disponibilidad de bienes materiales, fácilmente conduce a la prodigalidad. "Es la llamada civilización del consumo o consumismo, que comporta tantos "desechos" o "basuras". Un objeto poseído, y ya superado por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre" (n. 28).  

 

 

El pródigo no tiene en cuenta que, respecto de Dios, no es dueño de su fortuna, sino el administrador, y aun en el supuesto de haber cumplido todos sus deberes de caridad y justicia, no puede proceder a su antojo, sino que debe atender al destino primordial de los bienes terrenos. Y " los bienes terrenos están, en su origen, destinados a todos. El derecho a la propiedad es válido y necesario, pero no anula el valor de tal principio" (Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei sociali, n. 42). En este sentido, los Santos Padres hacen un observación de gran interés: la Sabiduría de Dios ha dispuesto que, en cada época de la historia de la humanidad, el progreso haga posible que los recursos sean los suficientes y necesarios para el sostenimiento decoroso y conveniente de todos y cada uno de los hombres que en esa época integran la sociedad humana. De tal manera que la acaparación de gran cantidad de bienes para uso y disfrute de una sola persona, sea una injusticia. Lo resumen diciendo: "lo que a ti te sobra, pertenece a otro' .... .. El pan que tú guardas pertenece al hambriento. La ropa que tienes en tus cofres, al desnudo. El calzado que se pudre en tu casa, al descalzo. El dinero que atesoras, al necesitado" (SAN BASILIO, Homilía sexta contra la riqueza, PG 31, 277). La prodigalidad priva de las ventajas que los bienes terrenos debieran procurar tanto al pródigo mismo (con ellos podría tener méritos ante Dios), como a la sociedad (que mediante el empleo de lo malgastado hubiera podido multiplicar el rendimiento del trabajo, aumentar la producción, etc). Perjudica también a los allegados del pródigo, que tarde o temprano sufren las consecuencias de su despilfarro. Pero sobre todo llega a lesionar al bien común, por el incumplimiento grave de los deberes de caridad y de justicia social, por resultar odiosa a la sociedad en general, causando irritación, acentuando aún más las enormes diferencias entre los sociales, etc. En conclusión, el juicio moral hacia el pródigo puede ser -por la cuantía del dispendio o las necesidades apremiantes del prójimo- particularmente severo, ya que conlleva un verdadero daño a terceros o al bien común en general.

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16. LOS MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA 16.1 Jesucristo fundó la Iglesia para salvarnos. 16.2 Jesucristo dio a la Iglesia el poder de promulgar leyes. 16. LOS MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA   Todos estamos convencidos de la importancia que tiene la observancia de las leyes. En el deporte, p. ej., si no se guarda el reglamento y se hacen trampas, no se puede jugar. Lógicamente, más grave todavía es no respetar aquellas leyes que, de no cumplirse, provocan daños, a veces serios, a los demás, como son p. ej., las leyes de tráfico.  

De todas ellas, la ley más importante, y por tanto la más necesaria en su cumplimiento, es la ley de Dios, expresada en los diez Mandamientos, porque, como señaló Cristo a aquel muchacho que se le acercó para pedir un consejo: si quieres entrar en la Vida, cumple los mandamientos (Mt. 19, 17). Para facilitarnos el cumplimiento de la ley de Dios, la Iglesia ha determinado algunas obligaciones del cristiano, que se conocen como Mandamientos de la Iglesia. Cristo le dio autoridad para gobernar a los fieles, y su solicitud de Madre le impulsa a señalar m s concretamente cuál es la voluntad de Dios, ayudándonos a conseguir el Cielo. Esa es, en definitiva, la misión de la Iglesia.

  16.1 JESUCRISTO FUNDO LA IGLESIA PARA SALVARNOS   Jesucristo vino a la tierra para redimirnos y darnos la vida divina. Con objeto de continuar en la tierra, hasta el fin de los tiempos, su tarea redentora y conducir a todos los hombres a la salvación, fundó la Iglesia. Jesucristo, aunque pudo salvarnos de modo exclusivamente interno e individual, prefirió crear una sociedad visible que fuera depositaria de sus enseñanzas y de los medios de salvación con que quiso dotar a los hombres. Convenía a la naturaleza humana a un tiempo material y espiritual que la salvación llegara a través de una sociedad visible: así recibimos los dones espirituales por medio de las realidades visibles, al modo de nuestra composición material y espiritual.  

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Para eso eligió el Señor a San Pedro y a los demás Apóstoles: para que gobernaran la Iglesia y transmitieran los poderes a sus sucesores, el Papa y los Obispos. Estos poderes son: a) enseñar con autoridad la doctrina de Jesucristo. b) santificar con los sacramentos y los otros medios. c) gobernar mediante leyes que obligan en conciencia. La Iglesia tiene un doble fin en la tierra: a) un fin último: la gloria de Dios. b) un fin próximo: la salvación de las almas. 16.2 JESUCRISTO DIO A LA IGLESIA EL PODER DE PROMULGAR LEYES Cristo concedió efectivamente a su Iglesia el poder de gobernar, y envió a los Apóstoles y a sus sucesores por todo el mundo para que predicaran el Evangelio, bautizaran y enseñaran a guardar todo lo que El había mandado: “el que a vosotros oye, a mí me oye” (Lc. 10, 16); “como me envió mi Padre, así os envió yo a vosotros” (Jn. 20, 21). En virtud de esta autoridad, la Iglesia puede dictar leyes y normas. La Iglesia tiene el derecho y la obligación de fijar a los fieles todas las prescripciones que considere oportunas, por un doble motivo:

 

1) por haber recibido de Cristo el mandato de conducir a los hombres a la vida eterna, siendo depositaria e intérprete de la revelación divina. Al imponer los preceptos, la Iglesia pretende asegurar mejor el cumplimiento de los mandatos de Dios y las enseñanzas del Evangelio; 2) por la misión que Dios le confió, la Iglesia, como sociedad perfecta, ha menester prescribir las normas precisas para la consecución de su tarea. Así pues, al imponer sus leyes, la Iglesia no pretende sino asegurar mejor el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de los consejos que el Señor nos da a través del Evangelio. De hecho, las leyes de la Iglesia lo que hacen generalmente es determinar el tiempo y el modo de cumplirlos. De lo anterior se desprenden dos consideraciones: 1) Los mandamientos de la Iglesia son una muestra de cariño porque, al dictar estas normas, busca únicamente ayudar a cumplir las obligaciones del cristiano.

 

La Iglesia sabe que a veces cuesta seguir la voluntad de Dios, y por eso determina el modo de cumplirla, buscando garantizar convenientemente el camino de nuestra salvación.

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2) Al incumplir uno de estos mandamientos de la Iglesia, no sólo no se cumple una ley meramente eclesiástica, sino que se quebranta un ley divina concretada en esa ley eclesiástica. De ahí que quebrantar uno de esos mandamientos en materia grave, es siempre pecado mortal (cfr. Cat. Mayor de S. Pío X, n. 474).  

Por ejemplo, dejar de cumplir el mandamiento de la Iglesia que ordena comulgar al menos una vez al año supone indiferencia con Jesucristo, y por tanto carencia de amor: este incumplimiento es en realidad señal de haber ya quebrantado al menos en este aspecto el primer mandamiento de la ley de Dios que prescribe amarlo sobre todas las cosas. Entre los mandamientos de la ley divina y los mandamientos de la Iglesia hay, sin embargo, algunas diferencias: a) los mandamientos de la ley de Dios obligan a todos los hombres, puesto que Dios mismo los dejó grabados en su conciencia; los de la Iglesia obligan sólo a quienes forman parte de ella; b) los mandamientos divinos son inmutables, pues están basados en la naturaleza humana, que no cambia; las leyes eclesiásticas pueden cambiar; c) los mandamientos de la ley de Dios no pueden ser dispensados; los de la Iglesia dejan de obligar por grave incómodo o por dispensa de la autoridad eclesiástica. Los mandamientos de la Iglesia son muchos -en realidad lo son todas las prescripciones del Código de Derecho Canónico-, pero aquí vamos a estudiar los cinco principales que afectan a todos los fieles (vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2042 y 2043).

1° Oír misa entera los domingos y fiestas de precepto (can. 1247). 2° Confesar los pecados graves al menos una vez al año (can. 989). 3° Recibir la Eucaristía al menos una vez al año, por Pascua (can. 920). 4° Ayunar cuando lo manda la Iglesia (can. 1251). 5° Socorrer a la Iglesia en sus necesidades (can. 222). 17. PRIMER MANDAMIENTO: OIR MISA ENTERA LOS DOMINGOS Y FIESTAS DE PRECEPTO   17.1 Modo de cumplirlo.   A. Día previsto. B. Presencia corporal. C. Integridad. D. Atención exterior. E. Devoción.   17.2 Causas que dispensan de la Misa.   A. Imposibilidad física.

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B. Grave necesidad privada o pública. C. Grave daño.

  17. PRIMER MANDAMIENTO: OIR MISA ENTERA LOS DOMINGOS Y FIESTAS DE PRECEPTO   La obligación que tenemos de emplear parte de nuestro tiempo para consagrarlo al culto de Dios, es una ley escrita en el corazón, por lo que la conoceríamos aun cuando Dios no nos hubiera dado el precepto en el Monte Sinaí. Para ayudarnos a cumplir esa ley natural, Dios se reservó para El un día a la semana, el sábado, que después la Iglesia cambió al domingo.   “El domingo y las demás fiestas de precepto -nos señala el canon 1247 del CIC- los fieles tienen obligación de participar en la Misa”.   a) La razón de este precepto eclesiástico tiene su claro fundamento, como ya señalamos, en el derecho divino: es de ley natural rendir culto a Dios, y la Santa Misa es el acto fundamental del culto católico.   b) A la Iglesia le ha parecido oportuno concretar el tercer mandamiento del decálogo del modo arriba indicado, y en el cumplimiento de ese precepto encuentran los cristianos no sólo un deber, sino sobre todo un inmenso privilegio y honor:   Conviene, pues, venerables hermanos, que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y mayor dignidad consiste en la participación en el sacrificio eucarístico (Pío XII, Enc. Mediator Dei, n. 22).   c) Queda manifiesta la sublime dignidad de la Misa si consideramos detenidamente las palabras con que el CIC la define:   “El sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección del Señor, en el cual perpetúa a lo largo de los siglos el Sacrificio de la Cruz, es el culmen y la fuente de todo el culto y de toda la vida cristiana” (c. 897).   Para santificar los domingos y otros días festivos, tributamos a Dios el culto de adoración más digno de El.   Ya los primeros cristianos entendieron que el culto más apropiado para esos días era la Misa, y la Iglesia no necesitaba obligarlos a asistir al Santo Sacrificio, puesto que ya ellos lo consideraban la realidad más importante de su vida.   Pero cuando por efecto del arrianismo y de las invasiones de los bárbaros se perdió ese espíritu primitivo, la Iglesia se vio obligada, en el siglo V, a decretar el precepto de la asistencia a Misa.  

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Este mandamiento obliga -bajo pecado mortal- a todos los fieles que tienen uso de razón y han cumplido los siete años. De ésta manera la Iglesia determina y facilita el cumplimiento del tercer mandamiento de la ley de Dios. Además pedagógicamente enseña la importancia de la Misa para que asistamos con más frecuencia.   17.1 MODO DE CUMPLIRLO   A. Día previsto. Este precepto hay que cumplirlo precisamente el día que está mandado, pasado el cual cesa de obligar. Y así, el que dejó de oír Misa ese día, aunque sea culpablemente, no está obligado a ir al día siguiente, ni cumple con el precepto por ir otro día.   Sin embargo, como es sabido, actualmente este precepto puede vivirse asistiendo a la Misa vespertina del sábado o del día anterior a la fiesta (cfr. Instr. Eucharisticum Mysterium, n. 28; CIC, c. 1248).   Además de todos los domingos del año, son días de precepto en la República Mexicana:   1) 12 de diciembre: Solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe 2) 25 de diciembre: Natividad de Nuestro Señor Jesucristo 3) 1 de enero: Maternidad Divina de María. 4) La Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor (Corpus Christi), el jueves posterior a la Solemnidad de la Santísima Trinidad.   B. Presencia corporal. La asistencia a la Santa Misa debe ser real, es decir, el fiel ha de hallarse en el interior de la Iglesia o, si no le es posible entrar, estar unido a quienes están dentro.   Por tanto, no cumple el precepto el que sigue la Misa por radio o televisión, ni el que permanece tan alejado del grupo que no se le puede considerar como formando parte de los asistentes.   No se requiere sin embargo estar estrictamente dentro del recinto del templo; basta que forme parte de los que asisten a Misa -aunque sea en la misa calle, si la iglesia está abarrotada- y puede seguirlos, de algún modo, por el sonido de la campanilla o las actitudes de los demás, etc.   C. Integridad. Por este término se designa la obligación de asistir a la Misa entera, lo que significa que, supuesta la intención recta, no debe omitirse una parte notable para cumplir el precepto. Se omite una parte notable si no se asiste a la llamada `parte sacrificial' de la Misa, es decir, que al menos se ha de estar presente del ofertorio a la comunión del sacerdote.   El que ha omitido una parte notable de la Misa debe oír Misa entera, o, al menos, suplir lo que le falte en otra Misa posterior. Es lícito oír dos

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medias Misas, sucesivas no simultáneas, con tal de que la Consagración y la Comunión pertenezcan a la misma (cfr. Dz. 1203). D. Atención exterior. Para comprender este requisito, antes hemos de señalar que la atención a la Misa puede ser:

 

 

 

exterior: consiste en evitar acciones incompatibles con la Misa a la que se asiste: p. ej., leer un libro que no tenga relación con el Santo Sacrificio, platicar con un amigo, contemplar las vidrieras, dormirse, etc.;   interior: consiste en advertir el Sacrificio al que se asiste y darse cuenta de sus partes diversas.   El que asista materialmente a Misa guardando al menos atención y compostura externa (es decir, con atención exterior) -aunque con la mente est‚ en otra cosa (falta de atención interior)-, cumple lo esencial del precepto para no incurrir en falta grave   No cumplir , sin embargo, la finalidad intentada por la Iglesia en orden a dar culto a Dios mediante la participación en el Santo Sacrificio de la Misa, ya que se busca “que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada” (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Conciliu, n. 48). E. Devoción. Para obtener buen fruto de la Misa debemos no sólo atender a ella, sino asistir con espíritu de fe y sentimientos de piedad. Basta que pensemos que la Misa es la renovación del Sacrificio de la Cruz, para darnos cuenta que no puede haber nada más divino y digno de nuestro esfuerzo, ni más útil para conseguir el aumento de la gracia. Los medios más aconsejados para asistir a Misa con devoción son:   1) unir nuestra intención a las intenciones con que Jesucristo se ofrece en ella; 2) seguir al sacerdote en las diversas partes del Sacrificio, p. ej., a través de un adecuado devocionario o Misal; 3) recitar en voz alta todas aquellas oraciones en las que debamos intervenir; 4) pedir ayuda a la Santísima Virgen, que asistió a Cristo al pie de la Cruz, pues es el mismo Sacrificio.

 

Resulta evidente que mientras más nos empapemos del espíritu e intenciones de Cristo al inmolarse en el altar, y mientras más nos unamos a su Sacrificio, tanto más fruto sacaremos de él.

 

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17.2 CAUSAS QUE DISPENSAN DE LA MISA   En general, las circunstancias que pueden dispensar de asistir a Misa son: la imposibilidad física, una grave necesidad privada o pública y el grave daño que se pueda seguir para sí mismo o para el prójimo.   A. Imposibilidad física: si se está enfermo, p. ej., y no puede razonablemente levantarse para asistir a Misa; los débiles y convalecientes están dispensados si les supone un grave inconveniente; el que vive muy lejos de la Iglesia y emprender el viaje le produce serios problemas (no puede determinarse la distancia, pues depende de los medios de transporte con los que se cuente).   B. Grave necesidad privada o pública: puede igualmente dispensarnos de asistir a Misa. Los que cuidan enfermos o niños muy pequeños, p. ej., los que están obligados a trabajos urgentes y no pueden hacerse reemplazar. Los trabajadores podrán estar dispensados de asistir a Misa, pero deben hacer lo posible por modificar su situación.   C. Grave daño: si por asistir a Misa se sigue un grave daño, para sí mismo o para el prójimo, existe razón suficiente para faltar a ella. La razón la hemos explicado antes (cfr. 2.4.2): en leyes puramente eclesiásticas, el legislador no tiene intención de obligar si de ahí se sigue un grave incómodo. Las reglas generales dadas arriba no resultan siempre fácilmente aplicables por la multitud de situaciones que pueden darse en la vida ordinaria (por ejemplo, si hay razón suficiente para faltar ante una enfermedad leve, ante un viaje largo, etc.). En estos casos de duda hay que tratar de salir de ellas consultando, haciendo oración, etc. 17. PRIMER MANDAMIENTO: OIR MISA ENTERA LOS DOMINGOS Y FIESTAS DE PRECEPTO   17.1 Modo de cumplirlo.   A. Día previsto. B. Presencia corporal. C. Integridad. D. Atención exterior. E. Devoción.   17.2 Causas que dispensan de la Misa.   A. Imposibilidad física. B. Grave necesidad privada o pública. C. Grave daño.  

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17. PRIMER MANDAMIENTO: OIR MISA ENTERA LOS DOMINGOS Y FIESTAS DE PRECEPTO   La obligación que tenemos de emplear parte de nuestro tiempo para consagrarlo al culto de Dios, es una ley escrita en el corazón, por lo que la conoceríamos aun cuando Dios no nos hubiera dado el precepto en el Monte Sinaí. Para ayudarnos a cumplir esa ley natural, Dios se reservó para El un día a la semana, el sábado, que después la Iglesia cambió al domingo.   “El domingo y las demás fiestas de precepto -nos señala el canon 1247 del CIC- los fieles tienen obligación de participar en la Misa”.   a) La razón de este precepto eclesiástico tiene su claro fundamento, como ya señalamos, en el derecho divino: es de ley natural rendir culto a Dios, y la Santa Misa es el acto fundamental del culto católico.   b) A la Iglesia le ha parecido oportuno concretar el tercer mandamiento del decálogo del modo arriba indicado, y en el cumplimiento de ese precepto encuentran los cristianos no sólo un deber, sino sobre todo un inmenso privilegio y honor:   Conviene, pues, venerables hermanos, que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y mayor dignidad consiste en la participación en el sacrificio eucarístico (Pío XII, Enc. Mediator Dei, n. 22).   c) Queda manifiesta la sublime dignidad de la Misa si consideramos detenidamente las palabras con que el CIC la define:   “El sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección del Señor, en el cual perpetúa a lo largo de los siglos el Sacrificio de la Cruz, es el culmen y la fuente de todo el culto y de toda la vida cristiana” (c. 897).   Para santificar los domingos y otros días festivos, tributamos a Dios el culto de adoración más digno de El.   Ya los primeros cristianos entendieron que el culto más apropiado para esos días era la Misa, y la Iglesia no necesitaba obligarlos a asistir al Santo Sacrificio, puesto que ya ellos lo consideraban la realidad más importante de su vida.   Pero cuando por efecto del arrianismo y de las invasiones de los bárbaros se perdió ese espíritu primitivo, la Iglesia se vio obligada, en el siglo V, a decretar el precepto de la asistencia a Misa.   Este mandamiento obliga -bajo pecado mortal- a todos los fieles que tienen uso de razón y han cumplido los siete años. De ésta manera la Iglesia determina y facilita el cumplimiento del tercer mandamiento de la ley de

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Dios. Además pedagógicamente enseña la importancia de la Misa para que asistamos con más frecuencia.

  17.1 MODO DE CUMPLIRLO   A. Día previsto. Este precepto hay que cumplirlo precisamente el día que está mandado, pasado el cual cesa de obligar. Y así, el que dejó de oír Misa ese día, aunque sea culpablemente, no está obligado a ir al día siguiente, ni cumple con el precepto por ir otro día.   Sin embargo, como es sabido, actualmente este precepto puede vivirse asistiendo a la Misa vespertina del sábado o del día anterior a la fiesta (cfr. Instr. Eucharisticum Mysterium, n. 28; CIC, c. 1248).   Además de todos los domingos del año, son días de precepto en la República Mexicana:   1) 12 de diciembre: Solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe 2) 25 de diciembre: Natividad de Nuestro Señor Jesucristo 3) 1 de enero: Maternidad Divina de María. 4) La Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor (Corpus Christi), el jueves posterior a la Solemnidad de la Santísima Trinidad.   B. Presencia corporal. La asistencia a la Santa Misa debe ser real, es decir, el fiel ha de hallarse en el interior de la Iglesia o, si no le es posible entrar, estar unido a quienes están dentro.   Por tanto, no cumple el precepto el que sigue la Misa por radio o televisión, ni el que permanece tan alejado del grupo que no se le puede considerar como formando parte de los asistentes.   No se requiere sin embargo estar estrictamente dentro del recinto del templo; basta que forme parte de los que asisten a Misa -aunque sea en la misa calle, si la iglesia está abarrotada- y puede seguirlos, de algún modo, por el sonido de la campanilla o las actitudes de los demás, etc.   C. Integridad. Por este término se designa la obligación de asistir a la Misa entera, lo que significa que, supuesta la intención recta, no debe omitirse una parte notable para cumplir el precepto. Se omite una parte notable si no se asiste a la llamada `parte sacrificial' de la Misa, es decir, que al menos se ha de estar presente del ofertorio a la comunión del sacerdote.   El que ha omitido una parte notable de la Misa debe oír Misa entera, o, al menos, suplir lo que le falte en otra Misa posterior. Es lícito oír dos medias Misas, sucesivas no simultáneas, con tal de que la Consagración y la Comunión pertenezcan a la misma (cfr. Dz. 1203).  

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D. Atención exterior. Para comprender este requisito, antes hemos de señalar que la atención a la Misa puede ser: exterior: consiste en evitar acciones incompatibles con la Misa a la que se asiste: p. ej., leer un libro que no tenga relación con el Santo Sacrificio, platicar con un amigo, contemplar las vidrieras, dormirse, etc.;   interior: consiste en advertir el Sacrificio al que se asiste y darse cuenta de sus partes diversas.

  El que asista materialmente a Misa guardando al menos atención y compostura externa (es decir, con atención exterior) -aunque con la mente est‚ en otra cosa (falta de atención interior)-, cumple lo esencial del precepto para no incurrir en falta grave   No cumplir , sin embargo, la finalidad intentada por la Iglesia en orden a dar culto a Dios mediante la participación en el Santo Sacrificio de la Misa, ya que se busca “que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada” (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Conciliu, n. 48).  

 

 

E. Devoción. Para obtener buen fruto de la Misa debemos no sólo atender a ella, sino asistir con espíritu de fe y sentimientos de piedad. Basta que pensemos que la Misa es la renovación del Sacrificio de la Cruz, para darnos cuenta que no puede haber nada más divino y digno de nuestro esfuerzo, ni más útil para conseguir el aumento de la gracia. Los medios más aconsejados para asistir a Misa con devoción son:   1) unir nuestra intención a las intenciones con que Jesucristo se ofrece en ella; 2) seguir al sacerdote en las diversas partes del Sacrificio, p. ej., a través de un adecuado devocionario o Misal; 3) recitar en voz alta todas aquellas oraciones en las que debamos intervenir; 4) pedir ayuda a la Santísima Virgen, que asistió a Cristo al pie de la Cruz, pues es el mismo Sacrificio. Resulta evidente que mientras más nos empapemos del espíritu e intenciones de Cristo al inmolarse en el altar, y mientras más nos unamos a su Sacrificio, tanto más fruto sacaremos de él.

  17.2 CAUSAS QUE DISPENSAN DE LA MISA  

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En general, las circunstancias que pueden dispensar de asistir a Misa son: la imposibilidad física, una grave necesidad privada o pública y el grave daño que se pueda seguir para sí mismo o para el prójimo.   A. Imposibilidad física: si se está enfermo, p. ej., y no puede razonablemente levantarse para asistir a Misa; los débiles y convalecientes están dispensados si les supone un grave inconveniente; el que vive muy lejos de la Iglesia y emprender el viaje le produce serios problemas (no puede determinarse la distancia, pues depende de los medios de transporte con los que se cuente).   B. Grave necesidad privada o pública: puede igualmente dispensarnos de asistir a Misa. Los que cuidan enfermos o niños muy pequeños, p. ej., los que están obligados a trabajos urgentes y no pueden hacerse reemplazar. Los trabajadores podrán estar dispensados de asistir a Misa, pero deben hacer lo posible por modificar su situación.   C. Grave daño: si por asistir a Misa se sigue un grave daño, para sí mismo o para el prójimo, existe razón suficiente para faltar a ella. La razón la hemos explicado antes (cfr. 2.4.2): en leyes puramente eclesiásticas, el legislador no tiene intención de obligar si de ahí se sigue un grave incómodo. Las reglas generales dadas arriba no resultan siempre fácilmente aplicables por la multitud de situaciones que pueden darse en la vida ordinaria (por ejemplo, si hay razón suficiente para faltar ante una enfermedad leve, ante un viaje largo, etc.). En estos casos de duda hay que tratar de salir de ellas consultando, haciendo oración, etc. 18.      SEGUNDO MANDAMIENTO: CONFESAR LOS PECADOS MORTALES AL MENOS UNA VEZ AL AÑO   18.1 Razón del precepto.   18.2 Cumplimiento del precepto.   A. Edad. B. Tiempo en que se ha de cumplir. C. Otras consideraciones. D. Advertencia.   18.3 La confesión frecuente o por devoción.   18. SEGUNDO MANDAMIENTO: CONFESAR LOS PECADOS MORTALES AL MENOS UNA VEZ AL AÑO  

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El cristiano, liberado del pecado por el Bautismo, al estar dotado de libertad, puede volver a pecar y de hecho peca, de forma que su vida se convierte de algún modo en un recomenzar muchas veces, ya que necesita constantemente convertirse a Dios, con el que ha roto sus relaciones por el pecado mortal, o ha hecho que se enfriaran por el pecado venial. De aquí que la solicitud de la Iglesia por los pecadores se manifiesta principalmente en su interés porque se reconcilien con Dios, y preceptúa desde antiguo este mandamiento. Busca así animar al pecador para que obtenga con frecuencia el perdón de Dios.  

Lo ha recordado el Papa Paulo VI, calificando el precepto anual de la confesión como uno de los más graves de la Iglesia “... (el deber anual de confesarnos) es deber de acercarnos sinceros y personalmente al sacramento de la penitencia, acusando los propios pecados con humilde y sincero arrepentimiento y con propósito de enmienda... Es éste uno de los preceptos más graves de la Iglesia: un precepto en todo su rigor; una ley difícil, pero muy saludable, sabia y liberadora” (Alocución, 23-III1977).   Nótese que el Papa señala la necesidad de la confesión personal para el cumplimiento del precepto; también menciona las condiciones de contrición y propósito de enmienda, indispensables para la confesión válida.

  18.1 RAZON DEL PRECEPTO   ¿Cuál es la razón por la que la Iglesia ordena que el fiel se confiese por lo menos anualmente? ¿No es gravar más la conciencia del pecador haciendo que, por cada año transcurrido, se incrementen en uno sus pecados mortales?   Sin embargo, al observar las cosas detenidamente, encontraremos el motivo: aquel que ha pecado gravemente manifestaría poco aprecio por la gracia santificante si en un tiempo prudencial que la Iglesia benévolamente determinó en un año, no busca la reconciliación con Dios. Por tanto, pecaría gravemente por el hecho de ser remiso en la búsqueda de la liberación del pecado.   De lo anterior se sigue que este precepto es una de tantas concreciones del mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas: fallaría en el amor que es unión, comunicación aquel que voluntariamente permanezca largo tiempo desunido del objeto de su amor.   En virtud de la importancia de los motivos antes expuestos, ya desde antiguo (IV Concilio de Letrán, año de 1215), la Iglesia estableció el deber de la confesión anual de los pecados mortales.   18.2 CUMPLIMIENTO DEL PRECEPTO  

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A. Edad   Como alrededor de los siete años comienza el uso de la razón, y se pueden cometer ya pecados mortales, la Iglesia señala la necesidad de acercarse al sacramento de la penitencia a partir de esa edad, por lo menos una vez al año: todo fiel que haya llegado al uso de razón est  obligado a confesar fielmente sus pecados graves, al menos una vez al año (CIC, c. 989).   Es un precepto que obliga a todos los que han llegado al uso de razón, independientemente de si tienen o no siete años puede ser incluso antes, pues llegado al uso de razón el niño es consciente de hacer una cosa mala, y entonces debe arrepentirse y confesarse de ella. De acuerdo a la doctrina enseñada por S. Pío X (cfr. Decr. Quam singulari, I), la Iglesia ha vuelto a indicar que los niños reciban desde esa temprana edad el sacramento de la penitencia (cfr. AAS 64(1972) 173-176; AAS 65(1973) 410), saliendo al paso de falsas teorías que niegan que los niños a esta edad puedan pecar y necesiten de este sacramento. Estas teorías puestas en práctica privarían a los niños de la gracia sacramental para luchar contra el pecado, produciéndoles graves daños. B. Tiempo en que se ha de cumplir   La esencia de este mandamiento es la confesión de los pecados mortales, abriendo al cristiano, separado de Dios por el pecado, la posibilidad de reanudar la vida de la gracia y la participación de la vida divina en su alma, de acuerdo a las siguientes consideraciones:

 

1) Una vez al año: en el mandamiento se prescribe, en primer lugar, la confesión anual de los pecados mortales. El precepto obliga gravemente, y no cesa la obligación de confesarse aun cuando haya pasado el año; en ese caso hay obligación de hacerlo cuanto antes.   2) Periodo: la Iglesia no ha determinado el tiempo de la confesión anual; pero es costumbre verificarla en el tiempo de cuaresma, ya por ser tiempo de especial contrición, ya porque alrededor de él obliga el precepto de la comunión anual.     C. Otras consideraciones   1) Como la confesión ha de estar bien hecha, no cumple con el mandamiento quien realiza una confesión sacrílega.   2) Teóricamente, este precepto no obligaría al fiel que, al cabo de un año, no tuviera ningún pecado mortal que confesar, pues los pecados veniales se perdonan también por otros medios.  

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Sin embargo, parece difícil que eso suceda con aquél que no busca de modo habitual el auxilio de la confesión frecuente para vencer en la lucha contra el pecado.

 

  3) Sobre las normas relativas a las absoluciones generales, vid CIC, cc. 961-3.   D. Advertencia   Este precepto se sitúa al margen de la necesidad de la confesión para recibir los sacramentos que exigen el estado de gracia, pues determina una obligación más primaria ante Dios, que es la de reconciliarnos con El. Recordamos que también hay obligación grave de confesarse:   En peligro de muerte: todo cristiano est  obligado en el momento de su muerte a disponer su alma para que se presente ante Dios para ser juzgado. Si en este momento tuviera pecados mortales, está  obligado a confesarlos y, pudiendo hacerlo, no le bastaría el acto de contrición.   Quien no pueda confesarse en caso de peligro de muerte, debe moverse a un acto de contrición perfecta, con propósito de confesarse en la primera oportunidad. 2) Si se va a recibir alguno de los sacramentos de vivos (Confirmación, Unción de Enfermos, Orden Sacerdotal, Matrimonio y Eucaristía). Quien tuviera conciencia de estar en pecado mortal debe antes confesarse: no basta hacer un acto de contrición.

 

Es particularmente grave recibir la Eucaristía en pecado mortal, pues supone recibir indignamente el mismo Cuerpo y la misma Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Lo ha vuelto a recordar la legislación eclesiástica: Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor, sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que ocurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y en este caso, tenga presente que está  obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes (CIC, c. 916).

  18.3 LA CONFESION FRECUENTE O POR DEVOCION   La Iglesia, al decir que al menos una vez al año se debe recibir el sacramento de la confesión, manifiesta su deseo de que los fieles se acerquen a él con más asiduidad.   La confesión frecuente es un medio necesario para que el pecador venza el pecado; no sólo es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de los pecados graves cometidos después del bautismo, sino

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que es además muy útil para la perseverancia en el bien. Resulta muy difícil que viva alejado de culpa grave quien rara vez se confiesa. En este sentido, cabe también recordar que aquel que no hubiese cometido pecados mortales, no estaría, en rigor de ley, obligado a confesarse, ya que los pe- cados veniales se perdonan también por otros caminos, en especial por la recepción devota de la Eucaristía. Sin embargo, la Iglesia recomienda la confesión frecuente de los pecados, aunque no se tengan pecados mortales:   “Para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo” (Pío XII, Enc. Mystici Corporis, AAS 35, 1943, p. 234).   El mismo Papa se lamentaba de errores que desaconsejan la confesión frecuente: “ciertas opiniones que algunos propagan sobre la frecuente confesión de los pecados son enteramente ajenas al Espíritu de Jesucristo, y de su inmaculada Esposa, y realmente funestas para la vida espiritual” (Enc. Mediator Dei, AAS 39, 1947, p. 585).

 

 

 

No debe olvidarse, en efecto, que los pecados veniales, recta y provechosamente y lejos de toda presunción, pueden decirse en confesión (Conc. de Trento: DZ. 899), ya que aunque no es necesario confesarlos para que el sacramento sea válido, y pueden ser también perdonados por otros medios, no ha de caerse en las falsas opiniones de los que aseguran que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la Esposa de Cristo hace cada día, con sus hijos unidos a ella en el Señor, por medio de los sacerdotes, cuando están para ascender al altar de Dios (Pío XII, Enc. Mystici Corporis: AAS 35, 1943, p. 235). La confesión frecuente es una recomendación sancionada por el Código de Derecho Canónico para los sacerdotes, para los religiosos y para los seminaristas (cfr. CIC, can. 276, 5°; 246 & 4); El Concilio Vaticano II nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad, y para alcanzar esa plenitud de vida cristiana hay que recibir con frecuencia los sacramentos: “es de suma importancia que los fieles... reciban con la mayor frecuencia posible aquellos sacramentos que han sido instituidos para alimentar la vida cristiana” (Const. Sacrosanctum Concilium, n. 59);

 

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por eso está  prohibido taxativamente disuadir a los fieles de la práctica de la confesión frecuente: “por lo que se refiere a la confesión frecuente o de devoción, los sacerdotes no osen disuadir de ella a los fieles” (Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam, 16-VI-1972: AAS 64, 1972, p. 514).  

 

Es claro que si no sólo no se fomenta, sino que de algún modo esa confesión frecuente se dificulta, el sacramento quedar  reservado a los casos de estricta necesidad, para la remisión de los pecados mortales, con el consiguientes y grave riesgo de difamación:

“absolutamente se ha de evitar que la confesión individual se reserve sólo para los pecados graves; pues esto privaría a los fieles del mejor fruto de la confesión y dañaría la fama de aquellos que individualmente se acercan a este Sacramento” (Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem..., p. 514). 19. TERCER MANDAMIENTO: COMULGAR UNA VEZ AL AÑO, POR PASCUA   19.1 Razón y características de este precepto.   19.2 Disposiciones para el cumplimiento del precepto.   19.3 Otros puntos de interés.   19.3.1 La primera comunión. 19.3.2 La comunión frecuente. 19.3.3 La comunión bajo las dos especies. 19.3.4 El viático.   19.1 RAZON Y CARACTERISTICAS DE ESTE PRECEPTO   Comprender en toda su profundidad el misterio de la Eucaristía es imposible para una inteligencia creada. Sin embargo, iluminada por la fe, puede percibir la gran importancia que -en sí mismo y en orden a la salvacióntiene este augusto Sacramento. En virtud de su infinito valor per se y de su importancia, la Iglesia señala el precepto de comulgar al menos anualmente.   Su valor intrínseco estriba en el dogma de la Presencia real: en la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Los otros sacramentos, la liturgia, la predicación y toda la acción apostólica y misionera de la Iglesia miran a la Eucaristía como su vértice y culmen.  

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Que sea necesario para la vida eterna se desprende de las mismas palabras del Señor: en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitar‚ en el último día.(Jn. 6, 53-54).  

 

Por todo lo anterior es lógico que la Iglesia promulgue este tercer mandamiento, pues supondría indiferencia ante el Cuerpo y la Sangre del Señor -y tendría por ello razón de pecado- el caso de quien no se acercara, al menos una vez al año, a recibirlo. Así pues, incumplir este precepto lleva consigo la comisión de pecado mortal.

  19.2 DISPOSICIONES PARA EL CUMPLIMIENTO DEL PRECEPTO   La legislación señala que “todo fiel después de la primera comunión, est  obligado a comulgar por lo menos una vez al año. Este precepto debe cumplirse durante el tiempo pascual, a no ser que por causa justa se cumpla en tiempo ordinario dentro del año”. (CIC, c. 920). Señalamos considerandos de interés:   1) Es obvio, en primer lugar, que este precepto sólo se cumple si se comulga en estado de gracia. Quien se encuentra en pecado mortal no puede comulgar sin haberse confesado antes, porque cometería un sacrilegio: no basta la contrición, por muy arrepentido que se considere el sujeto.   El Concilio de Trento enseña que “nadie, con conciencia de pecado mortal, por más contrito que est‚ se acerque a la Sagrada Eucaristía sin haber hecho una confesión sacramental”.(Dz.880).   Explícitamente lo dice San Pablo: “por tanto examínese a sí mismo el hombre; y de esta suerte coma de aquel pan y beba de aquel cáliz. Porque quien lo come y bebe indignamente, se come y bebe su propia condenación, no haciendo el debido discernimiento del Cuerpo del Señor. De aquí es que hay entre vosotros muchos enfermos y sin fuerzas, y muchos que mueren” (I Cor. 11, 28-30).   2) La comunión anual debe hacerse durante el tiempo de pascua, es decir, del domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés. Sin embargo, haciendo uso de la facultad otorgada por el Código de Derecho Canónico (cfr. c. 920), en algunos lugares se ha ampliado el tiempo hábil para cumplir este deber.   La Conferencia Episcopal de México determinó alargar el tiempo en que puede cumplirse el precepto: desde el 2 de febrero hasta la fiesta de la Santísima Virgen del Carmen (16 de julio).

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  3) Por parte del cuerpo se requiere, por precepto, el ayuno eucarístico. La disciplina actual sobre el ayuno eucarístico es la siguiente (cfr. CIC, c. 919):  

 

 

 

a) El ayuno -abstención de cualquier alimento y bebida- ha de ser desde una hora antes de la comunión. b) El agua y las medicinas no rompen el ayuno. c) Los enfermos o personas de edad avanzada pueden comulgar aunque hayan tomado algo en la hora inmediatamente anterior a la comunión. d) En el caso anterior se encuentran también las personas que cuidan a los enfermos o a los ancianos. Como es lógico, la reverencia que debemos al Santísimo Sacramento se debe manifestar especialmente al recibir la comunión, y por eso se hacen necesarias otras disposiciones:   1) La mejor preparación para comulgar es la asistencia a la Santa Misa, y por eso en el Código de Derecho Canónico (c. 918) se aconseja a los fieles que procuren recibir la sagrada comunión dentro de la Santa Misa; sin embargo, aclara también que cuando alguien pide la comunión con causa justa, se le debe administrar fuera de la celebración eucarística.   Esa causa justa es, según la interpretación de los canonistas, la simple satisfacción de la devoción de comulgar diariamente, de tal manera que, cuando se solicita en el lugar y en el momento adecuado, cualquier fiel tiene el derecho de que se le dé la comunión.   2) La adoración debida al Cuerpo de Cristo tiene también otras manifestaciones externas; por eso, aunque esté  permitido comulgar de pie, es más acorde a la dignidad del Sacramento comulgar de rodillas (cfr. Instrucción Eucharisticum mysterium, 25-V-1967, n. 34, b). 3) Por el mismo motivo de reverencia y adoración, el modo tradicional de comulgar ha sido, durante muchos siglos, recibiendo la Sagrada Hostia directamente en la lengua, porque es el modo más apto de evitar cualquier peligro de profanación o irreverencia (cfr. Instrucción Memoriale Domini, 29-V-1969: AAS 61 (1969) p. 545). Por indulto de la Santa Sede, hay lugares donde el Obispo puede autorizar que se comulgue recibiendo la Hostia en la mano. En este caso, para distribuir así la comunión ha de evitarse cualquier peligro de irreverencia hacia el Santísimo Sacramento, y el que se pueda introducir algún error sobre la Presencia real y permanente del Señor en la Eucaristía (cfr. Instr. Inmensae caritatis, 29-I-1973; AAS 65, (1973), p. 270; Notificación de la S.C. para el Culto divino, 3-IV-1985);   se indica también que “el fiel que ha recibido la Eucaristía en su mano, la llevará  a la boca, antes de regresar a su lugar, retirándose lo

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suficiente para dejar paso al que sigue, permaneciendo siempre de cara al altar” (Notificación..., n. 3);   además, hay que garantizar eficazmente que no caigan o se dispersen fragmentos de las especies eucarísticas y que las manos estén convenientemente limpias (cfr. Instr. Memoriale Domini, p. 547; Notificación..., n. 6);   por último, está  indicado que “no se obligará  a los fieles a adaptar la práctica de la comunión en la mano dejando a cada persona la necesaria libertad para comulgar en la mano o en la boca” (Notificación..., n. 7).   19.3 OTROS PUNTOS DE INTERES   19.3.1 LA PRIMERA COMUNION   La Iglesia hace un llamado a los padres o a los que hacen sus veces –e igualmente a los párrocos- para que procuren que todos los niños, al llegar al uso de razón, se preparen y, previa confesión, hagan cuanto antes la primera comunión (cfr. CIC c. 914).   Lógicamente, una vez que el niño tiene uso de razón, la falta de la debida preparación sólo podrá ser imputada a los padres, padrinos o parientes.     19.3.2 LA COMUNION FRECUENTE   La Iglesia ha recomendado vivamente a todos los fieles -sobre todo en los últimos años- la práctica de la comunión frecuente e incluso diaria.   San Pío X enseñaba que "Jesucristo y su Iglesia desean que todos los fieles cristianos se acerquen diariamente al Sagrado convite, principalmente para que unidos con Dios por medio del sacramento, en él tomen fuerzas para refrenar las pasiones, purificarse de las culpas leves cotidianas, e impedir los pecados graves a que está expuesta la debilidad humana" (Decreto Sancta Tridentina Synodus, 20-X-1905).   Actualmente la Iglesia permite recibir una segunda vez el mismo día la Eucaristía, siempre que esta segunda ocasión sea dentro dé la Santa Misa en la que participa, puesto que las razones que lo justifican están precisamente en las circunstancias que caracterizan esa celebración (cfr. CIC, c. 917, y la respuesta de la Pontificia Comisión para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico del 11 -VII- 1984, indicando que sólo se puede comulgar una segunda vez al día, y no más veces).   La única excepción a esta norma es el peligro de muerte, en el que se puede comulgar otra vez fuera de la celebración eucarística.

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  Para la comunión frecuente y aun diaria no se requiere otra cosa que las disposiciones de precepto (estado de gracia y ayuno eucarístico), y la rectitud de intención, de modo que se haga para agradar a Dios y no por fines humanos o por rutina.   19.3.3 LA COMUNION BAJO LAS DOS ESPECIES   La comunión bajo las dos especies sólo es necesaria para el sacerdote que celebra la Santa Misa.   Lo anterior es verdad de fe, definida en le Conc. de Trento (sesión XXI, can. 1: Dz. 934).   El sacerdote celebrante debe comulgar bajo ambas especies, ya que debe haber hecho la doble consagración para que se realice la inmolación incruenta del Sacrificio de la Misa, y este sacramento debe consumirse, sumiéndole como alimento del alma.   La Iglesia por causas justas introdujo la costumbre de distribuir la comunión a los fieles sólo bajo la especie de pan, y condenó los ataques de los husitas y de los protestantes contra esta costumbre (cfr. Dz. 934-5).   La fe nos dice que bajo cada una de las especies consagradas se contiene Jesucristo entero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y al comulgar bajo una especie nadie queda defraudado de ningún efecto del sacramento.   Además, al dar a los fieles la comunión con el vino, hay el peligro de que se derrame algo de Sangre, lo que supondría una injuria a tan gran misterio.   En algunos casos determinados, la Iglesia ha concedido la facultad de distribuir a los fieles en la Misa la comunión bajo ambas especies.   Estos casos están expresamente enumerados en el n. 242 de la Institutio Generalis Missalis Romani. En el n. 240 de este mismo documento se señala que, cuando se da la comunión bajo ambas especies, hay obligación de garantizar que los fieles conocen bien, sin peligro de error, la doctrina de la Iglesia sobre este tema, y que no hay riesgo de falta de reverencia al Santísimo Sacramento.   19.3.4 EL VIATICO   La comunión se llama viático cuando se recibe en peligro de muerte.  

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La palabra viático significa `provisión' para el viaje, y en efecto, la comunión del enfermo en peligro de muerte es ayuda para el gran viaje de la eternidad.   La Iglesia, llena de amor por todas las almas, establece que “se debe administrar el Viático a los fieles que, por cualquier motivo, se hallan en peligro de muerte” (CIC, c. 921). 20. CUARTO MANDAMIENTO: HACER PENITENCIA CUANDO LO MANDA LA IGLESIA   20.1 Razón de este precepto.   20.2 La ley eclesiástica sobre la penitencia.   20.3 Forma concreta de vivir el precepto.   20.1 RAZON DE ESTE PRECEPTO   Nuestro Señor Jesucristo enseñó que hacer obras de penitencia es condición indispensable para entrar en el Reino de los Cielos: Yo os digo que si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis (Lc. 13, 3).   Repetidamente se recuerda en la Sagrada Escritura la necesidad de hacer obras de mortificación y renuncia: Cfr. Mt. 4, 2; 9, 15; 17, 21; Lc. 3, 3; 13, 15; 24, 47; Hechos 2, 38; 13, 2; 14, 23; II Cor. 4, ss; 11, 27; etc.   Las razones teológicas con que Santo Tomás explica por qué es necesario hacer penitencia para conseguir la vida eterna son (cfr. S. Th., II-II, q. 147, a. 1):   1) porque con la penitencia la mente, desprendiéndose de lo terreno, se eleva con más facilidad a las cosas del cielo; 2) porque la penitencia es un eficaz remedio para reprimir la concupiscencia y vencer los apetitos desordenados; 3) porque con la penitencia se consigue la reparación de los pecados propios y ajenos; 4) porque las obras de penitencia son fuente de méritos ante Dios.   Hacer penitencia, sin embargo, implica al hombre la renuncia de tendencias y apetitos. Le supone negarse a sí mismo y representa para él una obligación costosa: por eso la Iglesia se encarga de recordar este deber, señalando un mínimo de pequeñas mortificaciones en las comidas que deben ser cumplidas ciertos días del año.   20.2 LA LEY ECLESIASTICA SOBRE LA PENITENCIA  

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Buscando la concepción amplia de este deber, la nueva legislación canónica -además de establecer preceptos concretos- se propone de algún modo recordar a todos los cristianos las ideas fundamentales que sirven para aumentar el afán de purificación, a través de la penitencia (cfr. CIC, c. 1249): 1) en primer lugar, recuerda que todos los fieles, por ley divina, tienen obligación de hacer obras de penitencia; 2) la razón de que se señalen días y tiempos penitenciales para toda la Iglesia es manifestar la unidad de los cristianos, dejando claro que no sólo esos días se debe hacer penitencia; 3) hay diversos modos, en esos días penitenciales, de vivir el espíritu de mortificación; 4) de entre esos modos de hacer penitencia, sobresalen el ayuno y la abstinencia, que se imponen como obligatorios en algunos días y para algunas personas.   El ayuno consiste en hacer sólo una comida al día, aunque se permita tomar un poco de alimento por la mañana y por la noche.   La abstinencia y -también llamada vigilia- consiste en abstenerse de comer carne.   Por tanto, queda claro que más que la imposición de otro precepto, la Iglesia considera oportuno recordar a través de esta ley la necesidad de mantener el espíritu de mortificación y de renuncia, que tiene su fundamento en la ley divina. hacer penitencia es imprescindible para conseguir el Reino de los cielos.   20.3 FORMA CONCRETA DE VIVIR EL PRECEPTO   Los días y tiempos con carácter penitencial para toda la Iglesia son: todos los viernes del año (días penitenciales) y el tiempo de cuaresma (tiempo penitencial) (cfr. CIC, c. 1250). Es necesario recordar que la noción de días y tiempos penitenciales es más amplia que la de días de ayuno y de abstinencia;   todos esos días y ese tiempo que se señalan en el CIC hay obligación especial de hacer obras de penitencia -por ejemplo, mortificaciones voluntarias-, o piedad -oraciones especiales-, o misericordia -limosna, visitar enfermos, etc.-. Es decir, que no en todos ellos esa obligación se concreta en el ayuno y la abstinencia;   en general, la obligación de observar los días y tiempos penitenciales es grave.   Entre los días penitenciales hay dos especialmente importantes: Miércoles de Ceniza y Viernes Santo. Estos dos días existe la obligación de vivir el ayuno y la abstinencia (cfr. CIC, c. 1251).  

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Los otros días penitenciales -todos los viernes del año- hay obligación de guardar la abstinencia. Las Conferencias Episcopales en cada país pueden sustituir la abstinencia de carne que obliga todos los viernes del año, por alguna otra mortificación o buena obra. Esto es lo que ha sucedido en nuestro país donde tanto la abstinencia de carne como el ayuno, sólo obliga el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. En todos los demás viernes del año la abstinencia puede suplirse por otra penitencia, o por obras especiales de caridad u oración.

   

 

En concreto, el cuarto mandamiento de la Iglesia se cumple: a) viviendo el ayuno y la abstinencia el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo; b) viviendo la abstinencia todos los viernes del año, o bien, en nuestro país, supliéndola por una obra especial de caridad, de oración o de sacrificio; c) viviendo durante la Cuaresma obras especiales de caridad, oración o sacrificio.

El ayuno obliga de los 18 a los 59 años, y puede haber algunas causas que dispensen de él: 1) la imposibilidad: p. ej., los enfermos, los convalecientes, las personas muy débiles o carentes de recursos económicos, etc.; 2) el trabajo, para quienes se ocupan en labores físicas que causan gran fatiga corporal y necesitan de alimento.   La abstinencia obliga desde los 14 años 21. QUINTO MANDAMIENTO: SOCORRER A LA IGLESIA EN SUS NECESIDADES   21.1 Razón de este precepto.   21.2 Forma como se concreta este precepto.   21.1 RAZON DE ESTE PRECEPTO   La Iglesia, al ser Madre y preocuparse de las necesidades espirituales y materiales de sus hijos, reclama de ellos oraciones, sacrificios y limosnas.   Con éstas puede ayudar a los más necesitados: los poderes, las misiones, los seminarios, etc.  

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Además, la ayuda material que los cristianos tienen obligación de prestar a la Iglesia sirve también para el digno sustento de los ministros y para atender al esplendor del culto: edificios, vasos sagrados, ornamentos, etc.

 

  Por las razones expuestas, es lógico que la Iglesia pida a sus hijos algunas contribuciones, e indica que: “los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras apostólicas y de caridad y el conveniente sustento de los ministros” (CIC, c. 222 & 1). La obligación de ayudar económicamente a la Iglesia deriva del hecho de que ‚sta, aunque es divina por razón de su origen y de su finalidad, se compone de elementos humanos y tiene necesidad de recursos para cumplir su altísimo fin;

 

el mismo Cristo dijo a su discípulos: “el que trabaja tiene derecho a la recompensa” (Lc. 10, 7), y San Pablo: Dios ha ordenado que los que predican el Evangelio, vivan del Evangelio (I Cor. 9, 14).

  21.2 FORMA COMO SE CONCRETA ESTE PRECEPTO   En épocas pasadas este deber se concretaba en la entrega de diezmos -la décima parte- o las primicias -las primeras recolecciones- de los frutos de la tierra y de los animales. Actualmente se ha dispuesto de manera distinta, variando las indicaciones de región en región:   así, para el sostenimiento del culto y del clero en la arquidiócesis de México, la indicación se concreta en aportar el equivalente de un día de trabajo al año;   los que tienen ingresos iguales o menores que el salario mínimo, no están obligados a hacer ninguna aportación.   conviene notar que este precepto no se cumple con la entrega de limosnas eventuales, sino que ha de hacerse una aportación especial cuya finalidad sea el cumplimiento de este precepto.   Ayudar a la Iglesia obliga en conciencia y en justicia, porque de otra manera no puede atender a los gastos que demanda la dignidad del culto debido a Dios. Esta obligación urge sobre todo en los países en que el Estado no otorga subvenciones a la Iglesia.

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