Modelo Transaccional Sameroff

Un Cuarto de siglo del Modelo Transaccional: ¿Cómo han cambiado las cosas? Cambiar la mentalidad de la gente es muy difí

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Un Cuarto de siglo del Modelo Transaccional: ¿Cómo han cambiado las cosas? Cambiar la mentalidad de la gente es muy difícil. Muy poca gente cambia de opinión cuando encuentran un argumento opuesto que es sólo algo mejor que el propio. La mayoría modifica sus creencias cuando conducen a contradicciones obvias. Este fue el caso de Arnold Samerof y Michael Chandler cuando publicaron en 1975 una revisión de la investigación sobre el desarrollo del niño. El artículo, titulado “Reproductive Risk and the Continuum of Caretaking Casualty”, modificó el pensamiento de muchos científicos evolutivos en dos ámbitos, el práctico y el teórico. El artículo fue seleccionado finalmente como uno de los 20 estudios que habían revolucionado la psicología del niño (Dixon, 2002). Desde el punto de vista práctico, el artículo identificaba la contradicción existente entre la creencia de que las anormalidades tempranas del cerebro explican una gran variedad de alteraciones en la salud mental y de dificultades de aprendizaje, y la evidencia que muestra que la mayoría de los niños que tienen esas anormalidades terminan siendo niños y adultos normales. Desde el punto de vista teórico, el artículo expone la contradicción entre la creencia de que la naturaleza o la crianza predicen el desarrollo del niño y pone en evidencia que la naturaleza y la crianza son realmente inseparables. Durante la mayor parte del siglo 20, los científicos evolutivos consideraron que los problemas físicos perinatales tenían efectos enormes sobre el desarrollo cognitivo y socioemocional de los niños. Como los investigadores encontraron asociaciones entre daños cerebrales infantiles obvios y posteriores problemas cognitivos y de salud mental, comenzaron a creer que casi todos los problemas evolutivos de ese tipo eran el resultado de daños cerebrales. Como consecuencia de esta firme creencia, cuando los científicos no pudieron detectar ninguna evidencia de daño en un niño con problemas evolutivos, propusieron que debía haber un “daño cerebral mínimo” no detectable como resultado de complicaciones en el embarazo o en el nacimiento (Pasamanick & Knobloch, 1961). Si un niño tenía problemas cognitivos, sociales o emocionales, los científicos creían que debía tener algún daño cerebral. Se dejaron de considerar explicaciones alternativas sobre las causas de esos problemas evolutivos. La creencia determinista de que los problemas cerebrales conducían a problemas evolutivos se basaba en investigaciones que comparaban individuos con diferentes dificultades de aprendizaje y salud mental con personas que no tenían esos problemas. En cada estudio, el grupo de problemas evolutivos tenía un porcentaje mayor de complicaciones en el embarazo o en el parto. El problema de estas investigaciones es que eran retrospectivas. En otras palabras, los científicos identificaron niños o adultos con problemas y examinaron sus historias para averiguar si había algo que las distinguiera de las de la gente

que no tenía esos problemas. Esta estrategia es buena para identificar posibles causas pero no sirve para establecer un vínculo entre causa y efecto. Probar si una causa hipotética produce el efecto previsto requiere una investigación prospectiva. En la investigación prospectiva, los científicos empiezan su estudio con bebés dividiéndolos en grupos con y sin complicaciones. Entonces, siguen a estos niños hasta que se hacen escolares o adultos y los examinan para ver si el grupo que tuvo complicaciones en el nacimiento tiene o no más problemas de desarrollo. Algunos de estos estudios encontraron que entre los niños que vivían en la pobreza con padres de educación limitada, había diferencias entre los niños que tuvieron complicaciones al nacer y los que no (Wilson, 1985; Fawer, Besnier, Forcada, Buclin, & Calame, 1995). Sin embargo, para la sorpresa general, no se encontraron diferencias entre los grupos educados en familias mejor preparadas. El daño cerebral “indetectable” asociado a las complicaciones en el parto no podía estar produciendo problemas de aprendizaje y salud mental por sí mismo, porque, generalmente, en las familias de estatus socioeconómico alto los niños que tuvieron complicaciones en el parto y los que no las tuvieron se desarrollaban igual. Brevemente, los niños que tuvieron problemas en el nacimiento presentarían probablemente problemas evolutivos sólo si pertenecían a familias de riesgo. Este es el tipo de contradicción que puede hacer que la gente cambie de opinión. Lo que parecía ser exclusivamente un problema médico se convertía también en un problema social. Para comprender el bienestar mental del niño se debe prestar atención a sus condiciones de crianza. Esta idea se ajustaba bien al espíritu de la década de los setenta, cuando la justicia social era un tema dominante en la conciencia nacional. Un ejemplo de estos resultados procede del estudio longitudinal, ahora famoso, de Kauai en el que estudiaron durante 30 años a todos los niños que nacieron en esa isla durante un año (Werner, Bierman, & French, 1971; (Werner & Smith, 2001). El 34% de esos niños manifestaron algún problema físico, intelectual o conductual cuando tenían 10 años, pero sólo una proporción minoritaria de estos problemas se podía atribuir a dificultades perinatales. Werner y sus colegas concluyeron que había diez veces más niños que tenían problemas relacionados con entornos empobrecidos que debidos a complicaciones en el parto y en el embarazo. Esto significa que los problemas perinatales pueden no conducir a problemas evolutivos. Lo que Samerof y Chandler propusieron en 1975 fue que la creencia automática en el poder del determinismo biológico no estaba justificada. Se necesitaba una forma más compleja de pensar sobre el desarrollo. Samerof y Chandler presentaron esta perspectiva más compleja que combina la infuencia de la herencia biológica del niño y su experiencia vital en un sistema dinámico. El Modelo Transaccional del Desarrollo

La solución teórica que propusieron Samerof y Chandler (1975) al problema de naturaleza/ crianza se oponía a la idea dominante en la época (y que ahora resurge) de que uno puede separar la naturaleza y la crianza y calcular el porcentaje con el que cada uno contribuye al funcionamiento de la persona. Se considera que el nacimiento de un niño es una separación biológica que parece generar un individuo independiente que madura hasta convertirse en adulto. Esta independencia física de otros miembros de la familia conduce a la idea de que la independencia psicológica también existe. El que un niño termine o no con una buena o mala salud mental, continúa el razonamiento, depende de las semillas que existían ya en el momento del nacimiento. Como con la mayoría de las abstracciones, los científicos pueden calcular para una población media, la contribución que realizan los genes y el ambiente a la aparición de una conducta específica, pero la realidad de estos cálculos resulta sospechosa cuando difieren de unas poblaciones a otras y, específicamente, entre clases sociales distintas dentro de una misma población. Lo que la media del grupo encubre es que para cada individuo la influencia de la naturaleza y del ambiente no puede separarse. Están inexorablemente unidas. Aunque uno puede determinar el genotipo de cada individuo y las creencias que tienen los padres sobre la crianza y sus habilidades, estos cálculos son potenciales y no algo que pueda hacerse realidad. En la parte de la naturaleza, los biólogos han descubierto que los mismos genes pueden expresarse de forma diferente en cada célula en función del medio. En la parte de la crianza, los psicólogos han descubierto que los mismos padres responden de forma diferente a cada uno de sus hijos en función de su individualidad. En el modelo transaccional, el desarrollo del niño no es ni una función del niño, ni de la experiencia, sino del producto de la combinación del individuo y de su experiencia. El modelo transaccional incluye al niño en un entorno de relaciones sociales que amplificarán algunas características tempranas y minimizarán otras. Cualquier característica con la que nazca el niño, se desarrollará de forma diferente en familias distintas y con diferentes repertorios de experiencias. El modelo transaccional considera el desarrollo del niño como un producto de interacciones dinámicas continuas entre el niño y la experiencia que le proporciona su familia y su contexto social. El modelo concede el mismo énfasis a los efectos del niño y a los del entorno. La experiencia que proporciona el entorno no es independiente del niño. El niño es un gran determinante de la experiencia actual, pero el resultado evolutivo no puede describirse sistemáticamente sin analizar los efectos que el entorno tiene sobre el niño. Esto no quiere decir que algunos niños con complicaciones perinatales, especialmente los que tienen anomalías severas, no terminen teniendo discapacidades evolutivas, pero esto es algo que tampoco se puede decir de los niños que no presentan complicaciones perinatales. La investigación que Samerof y Chandler (1975) revisaron parece apoyar la idea de que los niños con alto riesgo en el nacimiento terminan teniendo problemas evolutivos posteriores no

por el daño cerebral sufrido en el nacimiento, sino por el efecto negativo que tuvieron esos niños sobre sus padres.

Las figuras 1a y 1b ilustran estas explicaciones alternativas a los problemas del desarrollo. La figura 1a muestra una explicación biológica lineal y la Figura 1b refleja el proceso transaccional alternativo. Piensen en una madre generalmente tranquila que se vuelve anormalmente ansiosa por un parto complicado. Su ansiedad durante los primeros meses de la vida del niño influye en la forma de interactuar con el niño, haciendo que se comporte de manera más incierta y menos adecuada. Como respuesta a esa inconsistencia, el niño puede desarrollar pautas irregulares de sueño y alimentación dando la apariencia de tener un temperamento difícil. Este temperamento disminuye la satisfacción de los padres, de manera que la madre dedica menos atención al niño. Si ella u otros cuidadores no interactúan activamente con el niño y, especialmente, si no le hablan, el niño puntuará bajo en las pruebas preescolares de lenguaje y será socialmente menos maduro. ¿Cuál ha sido la “causa” de los probres resultados obtenidos en el ejemplo anterior? ¿Se produjo la conducta verbal baja por un parto complicado, por la ansiedad de la madre, por el temperamento difícil del niño, o debido a que la madre evitó la interacción social y verbal? Si uno tuviera que diseñar un programa de intervención para esta familia, ¿lo dirigiría al niño, a los padres o a la relación? La causa más cercana es que la madre abandonó la interacción social, pero esta interpretación simplifica en exceso una secuencia evolutiva compleja. ¿Se dirigiría el tratamiento a eliminar el temperamento difícil del niño? ¿A cambiar la reacción de la madre? ¿O a proporcionar al niño fuentes alternativas de estimulación verbal? Cualquiera de estas opciones eliminaría la disfunción potencial en el mismo punto del sistema evolutivo.

Este ejemplo muestra que los logros evolutivos casi nunca son consecuencia sólo de las características de los padres o de las del niño. La cadena causal entre los problemas perinatales y los problemas de la infancia temprana no sólo se prolonga en el tiempo, sino que está inmersa en un contexto interpretativo. La ansiedad de la madre se basa en cómo interpreta el significado de un parto complicado y su abandono, en cómo interpreta las pautas irregulares de sueño y alimentación. Debemos comprender el marco de interpretación para poder prever o intervenir con eficacia porque las transacciones dependen de cómo los padres piensan sobre los niños y viceversa. Comprender la forma en la que los padres y los niños se influyen recíprocamente a lo largo del tiempo es el prólogo necesario de las recomendaciones de un tratamiento apropiado. Una vez revisada la complejidad de los sistemas involucrados, podemos volver a buscar los puntos centrales que deben abordar nuestras intervenciones. Probar el Modelo Transaccional El aspecto descriptivo del modelo transaccional se deriva de la investigación pionera sobre el temperamento realizada por Thomas, Chess, Birch, Hertzig, and Korn (1963) y por la interpretación de Bell (1968) de las consecuencias de esa investigación. Ambos esfuerzos se dirigían a explicar lo que Chess (1964) denomina las orientaciones psicoanalíticas de “mal de mere” y las teorías conductistas que afirman que la crianza inadecuada causa niños malos. Bell mostró que muchas de las conductas parentales no se dirigían a socializar al niño, sino que, más bien, constituían respuestas a las características y a las conductas infantiles. Thomas, Chess, and Birch (1968) diseñaron un camino evolutivo transaccional para los niños que tenían temperamentos difíciles.

Estos niños estimulaban pautas de crianza poco adaptativas que les conducían a posteriores problemas conductuales (ver Figure 1b). Cuando los padres no reaccionaban negativamente al temperamento de los niños, no se encontraba este camino hacia el problema conductual. Tomando como punto de partida estos estudios descriptivos de padres-niños, Samerof y Chandler (1975) propusieron que los procesos transaccionales eran una parte central del desarrollo. Consideraron que los niños se implicaban activamente en una organización y reorganización. Lo que permanecía constante en el desarrollo infantil no era una serie de “rasgos”, sino los procesos por los que estos rasgos se mantenían mediante la relación entre el niño y su experiencia en una variedad de contextos sociales. 25 Años del Modelo Transaccional Durante el cuarto de siglo largo transcurrido desde que Samerof y Chandler (1975) articularon por primera vez su modelo transaccional, la literatura evolutiva se ha referido a este modelo de forma generalizada. Sin embargo, con demasiada frecuencia, se utiliza para enfatizar los efectos unidireccionales que ejercen los factores ambientales de riesgo sobre el desarrollo, en lugar de destacar el juego bidireccional más complejo que se establece entre sistemas dinámicos. A pesar de ello, un cuerpo creciente de investigación en diferentes ámbitos de la psicología evolutiva ha intentado probar los modelos transaccionales y desenredar los procesos bidireccionales complejos. Puede encontrarse evidencia de los procesos transaccionales en todos los puntos del desarrollo. Uno de los procesos más tempranos es el establecimiento de una relación de apego única entre el cuidador y el niño. Los teóricos del apego (Sroufe, Carlson, Levy y Egeland, 1999) afirman que la calidad del apego tiene una gran influencia en los acontecimientos subsiguientes y que, al mismo tiempo, se encuentra íntimamente ligada a los hechos del pasado. Un principio central de la teoría del apego es que la existencia de una relación segura entre el niño y el cuidador principal establece el escenario para un desarrollo emocional saludable y para las relaciones subsiguientes fuera del contexto familiar (Bowlby, 1969; Bretherton, 1990). En la teoría del apego, los vínculos transaccionales empiezan con la conducta del cuidador que establece la calidad de la representación de la figura de apego, que, a su vez, afecta a la calidad de las interacciones sociales posteriores del niño. En una investigación del desarrollo de las relaciones de apego seguro entre madres y niños a lo largo del primer año de vida, Crockenberg (1981) encontró que los niños más irritables desarrollaban relaciones de apego inseguro como resultado de una falta de respuesta materna con una probabilidad mayor de la que es característica en los contextos que ofrecen apoyo social limitado. Crockenberg concluyó que estos resultados se comprenden mejor

desde una perspectiva transaccional por el rol que juegan los niños al elicitar las interacciones de los padres. Un ejemplo convincente del efecto que tienen las creencias y las preferencias maternas sobre el funcionamiento posterior del niño procede del estudio de las madres que prefieren a uno de sus dos gemelos, un fenómeno que puede aparecer tan pronto como a las dos semanas después del nacimiento (Minde, Corter, Goldberg, & Jefers, 1990). Estas preferencias tienden a ser estables, y, permanecieron al menos durante los cuatro años que duró el seguimiento familiar que se realizó en la investigación. El aspecto peculiar del niño que promueve la transacción varía, algunas madres prefieren el temperamento más fácil y niños más saludables, otras prefieren niños con “una voluntad más fuerte”, otras, el más enfermizo de la pareja de gemelos. Cualquiera que sea la característica del niño que motiva la preferencia materna, el gemelo preferido obtiene puntuaciones más altas en el Bayley a los 12 meses, en el Stanford-Binet a los 4 años y presenta menos problemas de conducta que sus hermanos gemelos. Este estudio enfatiza la naturaleza transaccional de los procesos de socialización mediante el análisis de la medida en que las atribuciones maternas sobre sus hijos conducen a respuestas diferentes, que afectan posteriormente al desarrollo del niño de manera que confirman y consolidan las preferencias iniciales de las madres. Gerald Patterson y sus colegas (1982, 1986) describieron vívidamente la conducta agresiva de los niños como ejemplo de los procesos transaccionales que conducen a problemas de salud mental. Patterson (1982) hipotetizó que la conducta antisocial tiene sus raíces en las interacciones familiares y en el ciclo de conductas con los que un miembro de la familia responde al otro a lo largo del tiempo. Patterson encontró “ciclos de coerción”, en los que la crianza inepta produce un niño antisocial que es rechazado por sus compañeros, tiene problemas académicos y baja autoestima. Lo que puede comenzar como una falta de un compromiso adecuado por parte del adulto en esas familias termina en agresión física. Patterson y sus colegas encontraron que los ciclos coercitivos se iniciaban con una probabilidad mayor en familias caracterizadas por la falta de habilidad de los padres, un niño con temperamento difícil y factores estresantes sociales y económicos adicionales. La naturaleza transaccional de la escalada de este círculo de retroalimentación positiva se describe mejor utilizando las propias palabras de Patterson’s (1986): “Lo que conduce a que las cosas terminen estando fuera de control puede ser un asunto relativamente simple, mientras que el propio proceso, una vez iniciado, puede constituir la madera de la que están hechas las novelas!” (p.442).

Hay una diferencia entre los estudios evolutivos descriptivos en los que la evidencia se basa en correlaciones entre las influencias y los resultados y los estudios experimentales en los que se asigna al azar a niños y a padres a grupos que reciben diferentes experiencias. Utilizando un elegante diseño Bugental y sus colegas (Bugental, Caporael y Shennum, 1980) exploraron la asociación entre la forma de responder y el autocontrol del niño, y la atribución adulta y los estilos de interacción. Los investigadores entrenaron a niños de 7 a 9 años a actuar como “confederados” que interactuarían con sus padres que tenían un sentido interno del poder con niveles bajos o altos. Se entrenó a los niños para que respondieran o no respondieran durante un juego de construcciones. Los niños entrenados a no responder afectaron solamente la conducta de los padres que pensaban que tenían un control muy limitado sobre sus vidas. Ante estos niños los adultos con bajo poder eran menos asertivos que los adultos que consideraban que ellos mismos tenían un control mayor. Ante los niños entrenados para responder, los dos grupos de adultos se comportaron igual. Bugental y Shennum (1984) concluyeron que los adultos llevaban consigo al ejercer el rol de padres una serie de creencias sobre las relaciones con los niños basadas en su historia de experiencias sociales que influye en cómo interpretan la conducta infantil, las respuestas conductuales subsiguientes y, de forma transaccional, la conducta posterior del niño. Otra aproximación experimental innovadora al estudio de las transacciones se centra en la interacción de los padres con los niños prematuros. A pesar de la evidencia de que las diferencias tempranas entre niños prematuros y niños nacidos a término desaparece con el tiempo, algunas madres continúan interactuando con sus hijos prematuros de forma diferente (Barnard, Bee y Hammond, 1984). Stern y Hildebrandt (1984) mostraron a adultos vídeos de niños etiquetados como prematuros o nacidos a término. Encontraron que las madres y sus colegas estudiantes evaluaban más negativamente a los niños etiquetados como niños prematuros que a los etiquetados como nacidos a término. Continuaron el estudio para ver si estos estereotipos y actitudes adultas hacia los niños prematuros influían en sus conductas durante las interacciones. Los investigadores presentaron a los adultos a niños no familiares etiquetados al azar como niños prematuros o nacidos a término (Stern & Hildebrandt, 1986). De nuevo, la etiqueta de prematuros desencadenaba creencias estereotipadas: los adultos evaluaron a los niños etiquetados como prematuros como más pequeños, menos monos, más delgados y menos atractivos que los etiquetados como nacidos a término. Además, tocaron menos a estos niños mal etiquetados y les dieron menos juguetes para jugar. Estos efectos sobre las actitudes adultas se extendieron a los niños durante la transacción pues los niños etiquetados como prematuros exhibieron menos emoción positiva en sus interacciones con los adultos mal informados (Stern, Karraker, Sopko, & Norman, 2000). Intervenciones Transaccionales

Aunque los datos experimentales incrementan lo que podemos aprender de los estudios descriptivos del desarrollo de diferentes grupos de niños y padres, nunca podremos comprobar completamente las hipótesis causales sobre los grupos de mayor interés porque no podemos asignar al azar a niños que tengan temperamentos diferentes o a padres competentes

o

ineptos.

Sin

embargo,

la

evidencia

existente

sobre

las

relaciones

bidireccionales, recíprocas entre niños y cuidadores proporciona una base sólida para intervenir con eficacia con el fin de mejorar las vidas de las familias que enfrentan retos procedentes de los padres o de los niños. Samerof y Chandler (1975) subrayaron la importancia de la influencia que ejercía el estatus socioeconómico sobre el desarrollo de los niños con riesgo de tener discapacidades evolutivas. Sin embargo, las intervenciones dirigidas a cambiar los determinantes principales de la clase social, es decir, la educación, la ocupación y los logros económicos de los padres, se encuentra fuera del alcance de los especialistas del desarrollo infantil. En caso contrario, se producirían cambios importantes en el clima político y económico de la nación para modificar a mejor el estatus socioeconómico de las familias de riesgo (Samerof, Seifer, Baldwin y Baldwin, 1993). Los especialistas del desarrollo dirigen la mayor parte de sus intervenciones tempranas a las interacciones que se establecen en el aquí y ahora entre los niños y sus cuidadores. La contribución teórica de Samerof

y Chandler, el modelo transaccional, es útil en el

tratamiento de los problemas de relación temprana, en particular, para identificar los objetivos y las estrategias de intervención. El principio de que la continuidad en la conducta de un individuo es un reflejo del sistema familiar proporciona un marco para ampliar el foco de la intervención a favor de los bebés y los niños pequeños. Tras examinar las debilidades y fortalezas de muchas de las dimensiones del sistema educativo familiar, el clínico puede identificar las categorías de objetivos que definen y contienen el alcance de la intervención maximizando su eficiencia. En el sistema transaccional, la conducta subsiguiente y la competencia del niño se interpretan en función de la forma de reaccionar de los padres, no en función de las características intrínsecas del niño. Con frecuencia uno ve una secuencia de tres partes en la que primero el niño estimula a sus padres mediante su apariencia o su conducta; segundo, los padres imputan algún significado a ese estímulo; y tercero, los padres reaccionan con algún tipo de cuidado (ver Figura 2). Cuando las relaciones son problemáticas, las intervenciones se deben dirigir a una de estas partes o a más de una. En algunos casos, pequeñas variaciones de la conducta infantil puede ser todo lo que se necesite para restablecer una relación padre-niño bien regulada. En otros casos, modificar la representación que los padres tienen del niño puede ser una intervención más estratégica. En la tercera categoría se encuentran los casos

que requieren mejorar la habilidad de los padres para cuidar a su hijo. Estas categorías de intervención se denominan “Las tres R” de la intervención: remedio, redefinición y reeducación (Samerof, 1987; Samerof y Fiese, 2000). Un modelo conceptual para identificar los problemas familiares debería conducir no sólo a diseñar mejores programas, sino también a generar modelos de evaluación y diseños de investigación mejores. Se ha desarrollado una gama de terapias para intervenir en los problemas de relación temprana que pueden abordar las diferentes partes del sistema transaccional (Samerof, McDonough y Rosenblum, en prensa). Se puede describir un árbol de decisión para elegir la forma más apropiada de intervención transaccional temprana (Samerof y Fiese, 1990, 2000). El clínico debe decidir en primer lugar si el remedio es apropiado o viable. Si el remedio es posible, se afirma que el niño tiene un desarrollo atípico. El foco del remedio se centra en cambiar al niño, por ejemplo, mediante alimentación suplementaria para niños mal nutridos o la medicación para niños escolares con hiperactividad. Se considera que la mayoría de las familias con esos niños necesitan intervención, pero se realiza poco esfuerzo para cambiar a los padres. Hay al menos dos ejemplos en los que no se puede lograr el remedio: cuando no hay un procedimiento disponible para modificar la condición del niño, por ejemplo, con los niños pequeñitos nacidos con bajo peso, o cuando no encontramos en el niño algo que deba modificarse. En tales casos, el clínico se centra en las respuestas de los padres a la situación infantil. Las intervenciones centradas en la redefinición se recomiendan cuando la representación que tienen los padres del niño inhibe su habilidad para responder con un cuidado apropiado. En esta situación, las relaciones mal adaptadas entre los padres y sus bebés requieren cambiar las creencias y las actitudes de los padres. El tratamiento puede consistir simplemente en mejorar su habilidad para ver lo normal en lo anormal, por ejemplo, a reconocer que los bebés prematuros, aunque tengan diferentes tamaños tienen necesidades cognitivas y sociales y pautas de desarrollo similares a las de los niños nacidos a término. En una situación más compleja, la psicoterapia puede ayudar a los padres a examinar sus sentimientos con respecto a su rol como madres o padres. La tercera “R”, reeducación, se recomienda cuando los padres aceptan al niño de modo saludable pero carecen de ciertas habilidades o conocimientos sobre su cuidado. Este suele ser el caso de las madres adolescentes. La reeducación se diseña para mejorar la habilidad de los padres para interactuar con el niño, especialmente, cuando se deben adaptar las pautas habituales de crianza como ocurre con la manipulación de los bebés de muy bajo peso o con los niños con déficits motrices que deben adoptar posturas adecuadas.

¿Cómo han cambiado las cosas? El modelo transaccional se postuló originalmente para enfatizar la relación dinámica entre el niño y el contexto a lo largo del tiempo, prestando una atención especial al desarrollo de los niños que tenían complicaciones perinatales (Samerof y Chandler, 1975). La perspectiva transaccional se ha convertido en la perspectiva central de los modelos de regulación y autorregulación que están apareciendo en la literatura evolutiva (cf. Boekaerts, Pintrich y Zeidner, 2000; Bradley, 2000). En la actualidad, consideramos que el individuo juega un papel esencial en la modificación de su experiencia social tanto mediante procesos elicitadores, como de selección; también consideramos que el individuo juega un papel principal en la modificación de su experiencia biológica, a través de sus reacciones ante el estrés y de la medicación (Cicchetti & Tucker, 1994). Estas regulaciones proporcionan una evidencia más clara de la unidad biopsicosocial del funcionamiento humano. Las reconceptualizaciones contemporáneas del temperamento han sido parte de estos avances. En lugar de considerar que el temperamento es un conjunto de rasgos inherentes al niño, los psicólogos evolutivos consideran actualmente que el temperamento constituye una serie de diferencias individuales en la forma en la que los niños regulan su experiencia (Rothbart y Bates, 1998). Esta perspectiva hace del temperamento un constructo relacional más que uno personal. Otra área que ilustra la contribución infantil en el desarrollo transaccional es el maltrato de niños que viven bajo el cuidado y supervisión del sistema de salud.

En teoría, al retirar a los niños de las situaciones de abuso, los niños deberían alcanzar resultados más positivos. Desafortunadamente, esto no parece ser una verdad universal. Algunos niños que han sido maltratados por sus familias son maltratados más tarde por otros

cuidadores incluyendo a sus padres adoptivos (Milowe, Lourie y Parrott, 1964). Parece que los niños llevan algo que introducen en sus nuevas relaciones. Los cambios que las experiencias de maltrato generan en estos niños persisten en el tiempo, influyendo sus relaciones futuras. Aunque Samerof y Chandler (1975) describieron los intercambios dinámicos recíprocos como rasgos importantes del modelo transaccional, para la mayoría de sus lectores el mensaje que transmitieron fue que el estatus socioeconómico bajo incrementaba el riesgo de tener un desarrollo con problemas (Samerof, Bartko, Baldwin, Baldwin y Seifer, 1998).

Para esta

audiencia, se amplió el foco centrado hasta entonces exclusivamente en las características del niño como explicación de los logros evolutivos, hasta incluir también el contexto social. Se ha obtenido una información cada vez mejor de los efectos negativos que tiene la pobreza en los niños (McLoyd, 1998), incluyendo a los niños con complicaciones perinatales (Infant Health and Development Program, 1990), pero centrarse exclusivamente en los factores de riesgo hace olvidar el hecho importante de que estos factores son probabilidades, no certezas. Entre cualquier grupo de niños que se enfrentan a un factor de riesgo social o, para el caso, biológico, hay alguno que se desarrollará con bastante normalidad. Frecuentemente, son la mayoría los que se desarrollan así. Los estudios sobre la capacidad de recuperación ('resiliencia') constituyen una empresa creciente (cf. Luthar, 2003), informan sobre niños que han superado la pobreza, la enfermedad mental de los padres o el maltrato. Lo que estos estudios encuentran cada vez más es que el curso de la vida de un niño en particular incluye muchas influencias que tienen el poder para cambiar las cosas para mejor o peor. Para los objetivos clínicos es importante reconocer las continuidades características de los niños, en las circunstancias ecológicas y socioeconómicas, y en las interacciones diádicas entre el niño y las figuras de crianza. Cada una de estas continuidades está más o menos abierta al cambio. Dadas estas continuidades, el clínico utiliza el análisis transaccional para descubrir las condiciones bajo las que podrían ocurrir discontinuidades positivas, en las que el cambio en uno de los miembros de la pareja, tiene la oportunidad de reorganizar la conducta en el otro, o en las que el cambio en un contexto podría reorganizar otro. Estos análisis identifican oportunidades y también establecen los límites que tienen las intervenciones para mejorar el éxito evolutivo. Bajo las circunstancias de la vida real, lo mejor que podemos hacer es describir el sistema familiar. Atribuir una causa a cualquier elemento del sistema suscita la pregunta sobre la historia de ese elemento. ¿Es el temperamento difícil en la infancia una expresión de tendencias biológicas o el resultado de la crianza previa?¿Es la ineptitud de la crianza una expresión de la insuficiencia de los padres o la reacción a la experiencia previa con el niño? A medida que el niño crece, estas influencias se van haciendo más y más difíciles de delimitar, la dirección de los efectos constituye un dilema. Smerof y Peck (2001) se sorprendieron al encontrar que los adolescentes cuyos padres habían hecho más esfuerzos

para prevenir los problemas educativos y conductuales en su juventud tenían peores resultados. Su interpretación fue que en la adolescencia, los padres sólo realizan esos esfuerzos cuando sus niños todavía tenían problemas. Los padres de los niños que iban bien se preocupaban menos. Nos hemos centrado en este artículo en las transacciones entre padres y niños, pero reconocemos que los niños y los padres están inmersos en muchos contextos ecológicos que también cambian y son modificados por los que participan en ellos. Explicar los logros evolutivos requiere atender estas fuentes múltiples de influencia tanto como a la diada padres-niño. Este tema está más claro en los estudios de intervención en los que los participantes son parte del sistema, pero es igual de cierto para todos los estudios sobre edades más avanzadas en los que las relaciones padres-niño empiezan a palidecer a medida que se incrementa la importancia de la relación con los compañeros y de la participación escolar que ocupan la mayor parte del tiempo del joven. En lo que atañe al modelo transaccional algunas cosas están claras: los niños influyen en sus entornos y los entornos influyen en los niños. Además, el contexto ambiental afecta y es afectado por ellos. Más aun, estos efectos cambian con el tiempo como respuesta a los acontecimientos normativos y no normativos. Los niños no están predeterminados fatalmente por sus características, ni tampoco protegidos, ni por las características de los cuidadores únicamente. La complejidad del sistema transaccional abre la posibilidad a diferentes posibilidades de intervención para facilitar el desarrollo saludable de los niños y de sus familias.