Michela Marzano La Muerte Como Espectaculo

Descripción completa

Views 86 Downloads 35 File size 2MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

Michela Marzano

La muerte como espectáculo La difusión de la violencia en Internet y s u s implicaciones éticas

Michela Marzano LA MUERTE COMO ESPECTÁCULO Estudio sobre la «realidad-horror» Traducción de Nuria Viver Barri

Colección dirigida por Josep Ramoneda con la colaboración de Judit Carrera

81 t u s Q uets

Título original: La mort spectacle. Enquête sur l'«horreur-réalité»

1.a edición en Tusquets Editores España: febrero de 2010 1.a edición en Tusquets Editores México: abril de 2010

O Éditions Gallimard, 2007 © de la traducción: Nuria Viver Barri, 2010 Diseño de la colección: Estudio Úbeda Reservados todos los derechos de esta edición para ©Tusquets Editores México, S.A. de C.V. Campeche 280 Int. 301 v 302 - 06100 México, D.E Tel. 5574-6379 Fax 5584-1335 www. tusquetsedi tores .com ISBN: 978-607-421-168-9 Fotocomposición: Anglofort, S.A. Impresión: Litográfica Ingramex, S.A. de C.V. Centeno 162-1 - México, D.F. Impreso en México

Queda rigurosam ente prohibida cualquier forma de repro­ ducción, distribución, comunicación pública o transform a­ ción total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.

Índice

Prólogo .......................................................

9

La «realidad-horror» ............................... La sociedad de la in d ife re n c ia ............... ¿Qué h a c e r? ................................................

17 63 95

A Jacques

Prólogo

Al estudiar el fenóm eno pornográfico, a m enudo me he topado con imágenes de vio­ lencia, tortura, violación, hum illación... La evolución rápida hacia lo hiperduro, a partir de finales de los años noventa, generalizó es­ tos espectáculos cada vez m ás crudos. Sin embargo, en la m ayoría de los casos, sólo se tratab a de escenificaciones. Escenificaciones extrem as y am biguas, es cierto, porque eso es lo propio del porno, una mezcla de ficción y de realidad. Pero estas producciones tam ­ bién tenían parte de representación cinem a­ tográfica; pertenecían al ám bito del artifi­ cio, con un guión, actores, actrices, realiza­ dores... En los años setenta, se oía decir que existían vídeos que supuestam ente represen­ taban violaciones y asesinatos muy reales de una o varias víctimas, pero no existía ningu­ 9

na prueba form al de lo que los rum ores lla­ m aban las películas snuff. No obstante, yo em pezaba a hacerm e preguntas: a p artir del m om ento en que se m uestran individuos re­ ducidos a «cosas», de los que se puede dispo­ ner a placer, ¿qué nos im pide deslizam os de la ficción a la realidad? En 2004, todo se trasto rn a. Es cuando aparecen los vídeos m acabros, realizados por grupos islamistas. Circulan libremente por In­ ternet y los ven miles de personas en Occiden­ te. M uestran la fría ejecución por degolla­ ción de cientos de prisioneros occidentales en Irak o en Afganistán. Encontré en ello una tris­ te respuesta a mis prim eras preguntas, la rea­ lidad había sustituido progresivam ente a la ficción. Las imágenes representaban torturas y asesinatos reales. Quise saber más. ¿Cuál era la am plitud del fenómeno? ¿Qué m ostraban exactam ente los vídeos? ¿Dónde se podían encontrar? ¿Quién los m iraba? Y sobre todo, ¿cómo habíam os llegado a ese extremo? Al tom ar la decisión de intentar respon­ der a estas preguntas, de comprender, no sa­ bía entonces que iba a em barcarm e en un au­ téntico viaje a las profundidades del infierno. 10

Porque esta vez ya no se trataba de reflexionar sobre esa mezcla am bigua de ficción y de rea­ lidad que pone en escena la pornografía, sino de llevar a cabo un estudio sobre la violencia real y el horror extrem o puestos al alcance de todos los usuarios potenciales de la Red. Una violencia y un h o rro r que no son el pro­ ducto de una simulación, sino que m uestran violaciones, torturas y degollaciones perfecta­ m ente auténticas. Una violencia y un horror que expresan la crueldad en estado puro. De m anera que, durante meses, dudé, aplacé, no di el paso. Después, un día, tomé la decisión. Em pecé a mirar, una vez, otra vez, una vez m ás... Cabría preguntarse por qué sentí la ne­ cesidad -o la o b lig ació n - de visionar esas imágenes, en ocasiones varias veces. Cabría tam bién observar que la voluntad de com ­ prender, por loable que sea, no está exenta de riesgos. Debo precisar, sin embargo, que el descubrim iento y el análisis de estas produc­ ciones no se deben a ninguna especie de gus­ to por el horror. Cada vez que «hacía clic» sobre un vídeo, sentía aum entar la repugnan­ cia; cada vez tenía que «forzarme»; cada vez 11

era violento... Pero tenía que saber exacta­ mente de qué iba a hablar; para no basarm e en las im presiones de los demás; para obser­ var de prim era m ano y sin interm ediarios un fenómeno cuya m agnitud, visiblemente, no deja de aum entar. A lo largo de este estudio, visioné decenas de vídeos de degollaciones. H abría podido continuar, porque en Internet se encuentran m uchos m ás. Pero había alcanzado el u m ­ bral físico y psíquico de la tolerancia. Ade­ más, el acceso a estas imágenes no siem pre es fácil; para llegar a ellas, a m enudo hay que navegar por la Red durante horas, pasar de un sitio a otro y a veces en trar en páginas web que se encuentran en el límite de la le­ galidad. Porque el sitio principal que a n ­ tes hacía fácilmente accesibles estos vídeos -O g rish .co m - se cerró definitivam ente en enero de 2006. En efecto, se dieron cuenta de que, cada día, m ás de 200.000 personas m i­ raban aquellas imágenes y de que el núm ero de visitantes superaba los 700.000 cuando se ponía en línea un nuevo vídeo. Hoy, otros sitios ofrecen los m ism os servicios, pero el acceso es m ás com plicado. Entre los sitios 12

francófonos que continúan m ostrando estas imágenes, el núm ero de visitantes varía de 6000 a 8000 al día, pero no se dispone actual­ m ente de ningún dato sobre los sitios anglófonos y árabes. Otro elem ento significativo es la m ultipli­ cación de foros de discusión alrededor de es­ tos vídeos. He visitado varias decenas de ellos. Igualm ente, en este caso, es imposible saber cuántos hay de form a precisa y cuál es el nú­ m ero exacto de visitantes. Existen pocos si­ tios que den cifras (según las escasas indica­ ciones disponibles, el núm ero de inscritos oficiales se elevaría a un centenar y el de visi­ tantes a varios miles). Más allá de la preci­ sión de los datos cuantitativos, en cualquier caso es cierto que miles de personas, sobre todo jóvenes, m iran estas imágenes, a veces repetidam ente, y lo que m uestran es literal­ m ente insoportable. ¿Cómo explicar que tanta gente quiera visio n ar estos vídeos? ¿Quieren inform arse, com o dicen a veces en los foros, o sim ple­ m ente se sienten «intrigados» por la m uerte film ada en directo? ¿Qué razones, qué pul­ siones conducen a un adolescente o a un 13

adulto a contem plar o a discutir durante ho­ ras en un chat con desconocidos acerca de estos indecibles espectáculos? ¿Qué visión del hom bre pueden tener, cuando viven en una sociedad que no deja de potenciar los dere­ chos hum anos? Además, ¿qué se puede h a­ cer? ¿Hay que perm itir que estas imágenes sean accesibles? ¿El cierre de los sitios que los cuelgan sería un beneficio para el interés general o un atentado contra la libertad de expresión? Mi propósito es justam ente in tentar es­ clarecer estas cuestiones. Pero, para hacerlo, necesito em pezar por co n tar mi «viaje» y describir las consecuencias, la principal de las cuales es anestesiar poco a poco, «neutra­ lizar», el juicio del espectador. Estas im áge­ nes extrem as que se construyen con un trasfondo de odio, odio tanto hacia uno m ism o como hacia los demás, estos vídeos que h a­ cen un espectáculo de actos de barbarie ge­ neran, en efecto, una nueva form a de barba­ rie, la de la indiferencia. Lo cual es como decir que la m uerte co­ mo espectáculo nos concierne a todos. Por­ que el fenóm eno se produce muy cerca de 14

nosotros, incluso en nuestras propias casas, donde la crueldad p en etra por el peque­ ño tragaluz del ordenador o del móvil. Des­ pués del reinado de la telerrealidad, ¿hemos entrado en el de la «realidad-horror»?

15

La «realidad-horror»

El ru m o r crecía desde hacía algunos años. Circulaba un poco por todas partes, alarm aba a unos, sorprendía a otros e im pul­ saba a algunos a lanzarse a búsquedas im ­ probables. ¿El rum or? Películas clandesti­ nas, con imágenes auténticas de malos tratos y asesinatos reales, se vendían a escondidas, en París, en Bruselas, en Londres, en Nueva York... ¿Su nom bre? Películas snuff, del ver­ bo inglés to snuff, que significa literalm ente «apagar, despabilar u n a candela, ahogar la llam a de una vela». Las películas snuff, que supuestam ente escenificaban la m uerte real de un individuo, circulaban entre un público restringido, dispuesto a pagar m ucho dinero para visionar la hum illación, el sufrim iento y la m uerte. Se realizaron diversas investigaciones po­ 17

liciales a p artir de los años setenta; fue en­ tonces cuando los periodistas em pezaron a em plear la expresión «películas snuff». E n 1975, Joseph Horm an, un sargento de la poli­ cía de Nueva York perteneciente al servicio de control del crim en organizado, habló en la prensa de la existencia de películas clandesti­ nas en rollos de ocho m ilím etros. En la m is­ m a época, el New York Post y el Daily News se hicieron eco de las investigaciones del FBI como consecuencia de los rum ores que circu­ laban entonces sobre estas cintas sulfurosas. A pesar de todos estos esfuerzos, ninguna prueba form al pudo confirm ar la existencia real de las películas snuff. Es cierto que las cintas confiscadas por la policía o por el FBI eran m uy violentas, pero siem pre se trataba de ficciones y no de vídeos que exhibían ase­ sinatos reales. Saliesen a la luz otras películas que m os­ traban violaciones y m uertes reales, realiza­ das por asesinos en serie; imágenes tom adas por los asesinos para poder «revivir» en im á­ genes, por así decir, los m om entos más inten­ sos de sus crím enes. Pero estas películas, descubiertas por la policía durante los regis­ 18

tros en los apartam entos de estos criminales y utilizadas como pruebas por la justicia, no estaban destinadas a circular y m enos toda­ vía a ser comercializadas. Sin embargo, a principios de los setenta, el im aginario del público parecía cada vez m ás sensible al ru m o r de las películas snuff. Y p ro n to la in d u stria cinem atográfica se apropiaría del fenóm eno y produciría cierto núm ero de ficciones. E n 1979, Paul Schrader realiza Hardcore, donde se aborda, por pri­ m era vez de form a explícita, el tem a de las películas snuff. Schrader, preocupado por la verosimilitud, llega al extremo de integrar en su película las im ágenes de un asesinato su­ puestam ente auténtico. Unos años m ás tar­ de, David Cronenberg recupera el tem a en Videodrome (1982). Esta vez, en u n a película que m ezcla hábilm ente realidad y ciencia fic­ ción, las imágenes de tortura y asesinato se difunden por la televisión, com o si la vio­ lencia y la m uerte p u d ieran efectivam ente convertirse en un gran espectáculo. Max, el héroe de la película, dirige una pequeña cade­ na en u n a red por cable y propone a sus te­ lespectadores secuencias chocantes. Un día, 19

tropieza por casualidad con un program a ti­ tulado «Videodrome». Sin intriga ni persona­ je, la película es una sucesión de asesinatos y torturas. Max, prim ero fascinado p o r estas imágenes, se da cuenta progresivam ente de que «Videodrome» tiene el poder de alterarle la m ente y el cuerpo. En realidad, la sociedad «Spectacular Optical», productora de «Video­ drom e», es un a organización política que utiliza las señales de vídeo para m anipular a los espectadores. Max se sum erge así en una ilusión perm anente y em pieza a creer que es­ tos cam bios físicos y psíquicos pueden con­ ducirle a vivir en una «nueva carne». Sin em ­ bargo, ¿se trata de una evolución positiva o de una pesadilla? Las escenas finales de la película son equívocas; Max se abandona a la nueva carne, y «Videodrome» se cierra con un eslogan, «¡Vive la carne nueva!», lanza­ do por nuestro héroe en el m ism o m om ento en que se dispone a suicidarse en el caos de una últim a y devastadora alucinación. Como trasfondo, una voz fem enina lo guía: «Estoy aquí para guiarte, Max. He aprendido que la m uerte no es el fin. Puedo ayudarte. Ahora debes llegar hasta el final, una transform a­ 20

ción total. No tengas miedo de dejar m orir tu cuerpo, conténtate con venir a mí, Max, ven con Nicki. ¡Mira, voy a m ostrarte lo fácil que es!». En 1996, Tesis, la película española de Alejandro Amenábar, obtiene un gran éxito. Cuenta la historia de Ángela, una estudiante m adrileña que investiga para su tesis, dedica­ da a la violencia en el medio audiovisual. En­ cuentra a otro estudiante, Bosco, un psicópa­ ta que rapta chicas jóvenes con el objetivo de torturarlas y m atarlas ante la cám ara. Fasci­ nada por la personalidad de Bosco, Ángela ter­ m inará por m irar las imágenes de tortura que aparecen en la pantalla, una m anera para el realizador de sugerir que cualquiera puede convertirse en espectador potencial de este tipo de vídeos. Después, en 1999, Joel Schum acher reali­ za Asesinato en ocho milímetros, cuya histo­ ria se desarrolla en Estados Unidos. Se inicia con el descubrim iento, por la viuda de un m i­ llonario, de una película en superocho que representa a una m uchacha, medio desnuda, golpeada y asesin ad a a navajazos por un hom bre encapuchado. La investigación de 21

un detective privado descubre al espectador que el m illonario había encargado esta pe­ lícula por el precio de un millón de dólares. El objetivo de Joel Schum acher es alertar y prevenir. «No solam ente quisiéram os no ver nunca películas de este tipo», declara des­ pués del rodaje, «sino que, en lo más profun­ do de nosotros mismos, rezam os para que no existan realm ente, porque sólo pensarlo es dem asiado horrible. Me niego a creer en la realidad de semejantes ignominias.» Pero su deseo es letra m uerta, y de la ficción y el ru ­ m or que acom pañan a las películas snuff, se pasa insensiblem ente a la realidad. En efecto, apenas un año más tarde, se asiste al nacim iento de un fenóm eno que ya no pertenece al simple ru m o r y que actual­ mente, unos diez años después, parece for­ m ar parte de nuestra vida cotidiana; se trata de vídeos de m ala calidad que m uestran m a­ los tratos, violaciones y asesinatos. ¿Películas snuff? Sí y no. Como las películas snuff, estos vídeos presentan la to rtu ra y la m uerte en directo. Pero, a diferencia de las películas snuff, no persiguen un objetivo com ercial, se film an y se difunden por Internet, donde 22

todo el m undo puede verlas una y otra vez. Los prim eros vídeos conocidos d atan de 2000. Reproducen las imágenes de malos tra ­ tos y asesinato de civiles durante los enfren­ tam ientos de Chechenia. Es el inicio de una «moda m acabra», la «realidad-horror» m ulti­ media. * El 3 de abril de 2000, el servicio de prensa del K rem lin m anda una cinta al Consejo de Europa, en Estrasburgo. Contiene una serie de secuencias grabadas en vídeo que los ru­ sos p resen tan com o crím enes chechenos. Después de una serie de estudios, que com­ paran la cinta con otra un poco m ás antigua y un poco m ás larga, se observa que los auto­ res de las torturas y los asesinatos quizá no son únicam ente chechenos. Pero m ás allá de los potenciales autores y de los objetivos es­ tratégicos que pueden explicar p o r qué la cinta llega a Estrasburgo unos días antes de la deliberación sobre el conflicto checheno en la Asamblea Parlam entaria del Consejo de Europa, el hecho sobrecogedor es el montaje 23

particular de una serie de secuencias que ex­ hiben actos de tortura. Una de ellas m ues­ tra a un individuo encapuchado que levanta un hacha y corta de un golpe la cabeza de un hom bre tendido en el suelo, con los pies y las manos atadas. Otras presentan a unos hom ­ bres abatidos de un disparo en la sien. Otra secuencia, y en prim er plano, m uestra la cara de un hom bre joven, con la cabeza pegada al suelo; un cuchillo le corta la garganta en el espacio de unos segundos; la sangre fluye del tronco m ientras la m ano del verdugo se apodera de la cabeza y la levanta ante la cám ara... A p artir de entonces, se m ultiplican los ví­ deos que m uestran en im ágenes los m alos tratos, las torturas y las ejecuciones en Chechenia. Los policías chechenos, encargados de restablecer el orden en la república rebel­ de, eran los que film aban sus crímenes con los teléfonos móviles. G rababan estos vídeos para después com partirlos y m ostrarlos a sus amigos, a sus familias y a sus jefes. La prácti­ ca podía llegar lejos. Por ejemplo, un vídeo m uestra a un grupo de hom bres que m altra­ tan a una mujer, le rapan la cabeza y le pintan 24

una cruz verde en la frente (el color del islam) porque sospechan que ha tenido relaciones íntim as con un soldado ruso ortodoxo. La m ujer recibió golpes tan fuertes que sufrió un aborto. Se puede asistir también a ejecucio­ nes sum arias y a decapitaciones. En un vídeo, se observa al líder checheno, el prim er m inis­ tro Ram zan Kadyrov, que mira, sin intervenir, a sus milicianos m ientras em pujan a varios hom bres al interior del maletero de un coche, probablem ente hasta asfixiarlos. Algunos alle­ gados de la periodista rusa Anna Politkovskaia, asesinada el 7 de octubre de 2006 en Mos­ cú, afirm an que m urió, entre otras cosas, por haberse atrevido a denunciar la existencia de estos vídeos. Como confirm a Serguéi Sokolov, ex redactor jefe de la Novaia Gazeta, el bisem anario donde escribía la periodista rusa, «cerram os los ojos ante estos espectáculos m acabros, porque, en nuestro país, la vida hum ana tiene poco valor». *

La realización y la difusión de vídeos m a­ cabros se m ultiplican y pronto cam bian de 25

naturaleza cuando los islam istas se apropian de ellos p ara convertirlos en una herram ien­ ta de propaganda. El 22 de febrero de 2002, el periodista es­ tadounidense Daniel Pearl es degollado. Se m anda una cinta de vídeo de la ejecución al consulado de Estados Unidos en Pakistán. La cadena de televisión estadounidense CBS di­ funde secuencias que m uestran al periodista justo antes de ser asesinado por sus secues­ tradores, aunque se abstiene de difundir la ejecución en la pantalla. Poco tiem po des­ pués, el vídeo integral circula por Internet. El hom bre está pálido, habla despacio, proba­ blem ente lo han drogado. Todo ocurre muy deprisa, sus declaraciones, el acta de acusa­ ción, la decapitación, la cabeza levantada como signo de trofeo. El 12 de mayo de 2004, otra secuencia de vídeo, la del asesinato de Nicholas Berg, un hom bre de negocios estadounidense de 26 años, se p resenta parcialm ente en tres grandes cadenas de televisión anglosajonas. Al día siguiente, la CIA confirm a su autenti­ cidad. Como en el caso de Daniel Pearl, el ví­ deo integral muy pronto se puede encontrar 26

en Internet. Con una duración de 5 m inutos y 37 segundos, este vídeo está com puesto por dos secuencias distintas: la presentación y después la ejecución. La cám ara se coloca prim ero sobre un soporte y después sobre el hom bro durante los dos últimos planos del asesinato. Esta vez, la degollación constituye una auténtica puesta en escena política, pues Berg aparece sentado en el suelo, vestido con un chándal naranja. El signo es terriblem en­ te elocuente, ¡se trata del atuendo de los pri­ sioneros de G uantánam o! Detrás de él, hay cinco personas encapuchadas, de pie, que es­ cuchan una larga declaración en árabe. Des­ pués, em piezan los alaridos. Sale un cuchillo. El hom bre es degollado vivo. La cabeza, como la de Daniel Pearl, se levanta, como un tro­ feo, en señal de victoria. También en este caso, varios sitios web dan acceso a estas im áge­ nes. ¿Quién las ha difundido? ¿A quién «bene­ ficia» el crimen? Continuemos. El 22 de junio de 2004, el joven surcoreano Kim Sun-Il, un traductor que trabajaba para la sociedad Gane General Training, es decapitado por terroristas ira­ quíes. D urante 3 m inutos y 45 segundos, se 27

ve desfilar lo innom brable. Kim llora y grita: «No quiero morir»; «Quiero volver a casa»; «Os lo ruego, dejadm e vivir». Los gritos se m ezclan con las lágrim as ante la im pasibili­ dad de los talibanes. La desesperación del jo ­ ven invade la escena, m ientras los verdugos leen su condena a m uerte. El tiem po pare­ ce infinito. Y el ritual m acabro se repite; el joven está tendido en el suelo, el verdugo en­ capuchado del grupo Tawhid wal Jihad (Gru­ po de la Unicidad Divina y de la Guerra San­ ta) saca un largo cuchillo, el janyar, utilizado para los sacrificios y las degollaciones. Sigue la decapitación. Y, m ientras la cabeza de la víctima se eleva en señal de victoria, los tali­ banes declaran: «Alá es grande». En este caso, la «escenificación» es, por decirlo de al­ guna m anera, menos cuidadosa, aunque Kim Sun-Il está vestido de naranja, como Nicholas Berg, com o los prisioneros de Guantánam o... El vídeo de su degollación se cuelga inm e­ diatam ente en la Red, a pesar de las prohibi­ ciones del Gobierno coreano. Un responsable del M inisterio de Inform ación y Com unica­ ción incluso advierte que cualquier usuario 28

de la Red que difunda las imágenes será san­ cionado. Pero nada consigue detener su pro­ pagación. * El 30 de diciem bre de 2006 es el día del ahorcam iento de Sadam Husein. La televi­ sión pública Al-Iraqiya difunde una secuen­ cia de u n a veintena de segundos, film ada por los servicios de com unicación del prim er m i­ nistro chiíta N ouri al-Maliki; m uestra, sin sonido, los últim os instantes del dictador, a fin de dem ostrar que el «tirano [está] bien muerto»; Sadam Husein tiene las m anos ata­ das a la espalda y la cara descubierta. Una vez más, Internet va m ucho más lejos y hace circular imágenes piratas filmadas con un te­ léfono móvil. El vídeo, que dura 2 m inutos y 43 segundos, m uestra las condiciones exactas de la ejecución. Los testigos de la escena son todos chiítas, y en el m om ento en que el dic­ tador em pieza a invocar el nom bre de Alá, los guardianes se ponen a gritar el de Moqtada al-Sadr, el jefe de una de las principales milicias chiítas iraquíes. En las imágenes, se 29

percibe prim ero la escalera que conduce a la horca, u n a instalación de m etal rojo coloca­ da varios m etros por encim a del suelo. Sa­ dam, rodeado de verdugos vestidos de civil y encapuchados, avanza sobre la tram pilla, con una cuerda gruesa al cuello. Chasquean unos cuantos flashes de cám aras fotográfi­ cas. Uno de los verdugos ajusta la cuerda y aprieta un poco más el enorm e nudo lateral. Entonces algunas personas lanzan «¡Moqta­ da, M oqtada, Moqtada!». «Vete al infierno», grita otro testigo. Sadam recita la shahada, la profesión de fe m usulm ana. Los flashes de las cám aras fotográficas destellan de nuevo. Con un ruido metálico, la tram pilla se abre antes incluso de que term ine la últim a plega­ ria. El ex dictador cae al vacío. Siguen unos segundos de confusión; las imágenes inten­ tan enfocar el cadáver que continúa balan­ ceándose. Prim er plano de la cabeza del ajus­ ticiado, colgado de la cuerda, con el cuello roto. Sadam Husein está m uerto, pero toda­ vía tiene los ojos abiertos. Gritos entre los asistentes. Un testigo invoca a «Dios el mise­ ricordioso» y reza a su vez. «El tirano ha caí­ do, maldito sea», clama otro. «Dejad que cuel­ 30

gue de la cuerda», ordena un tercer hombre. «Que siga colgado d u ran te ocho m inutos. ¡Que nadie lo descuelgue!» El presidente estadounidense George W. Bush celebra la ejecución de Sadam Husein com o una «etapa im portante» en el camino hacia la dem ocracia en Irak, «una dem ocra­ cia que puede gobernarse, ser autosuficiente y defenderse, y ser un aliado de guerra contra el terror». En cambio, Francia, Italia, Ingla­ terra, Suiza y otros m uchos países se suble­ van contra el ahorcam iento del ex dictador y estim an que nunca hay que responder a la barbarie con la barbarie... Más allá de las po­ lém icas alrededor de la pena de m uerte, la transform ación en «espectáculo» de la ejecu­ ción de Sadam H usein es lo que plantea pro­ blem as. En efecto, el vídeo integral de su ahorcam iento, todavía disponible en línea, se añade a las otras im ágenes m acabras que atraen a los internautas. En uno de los sitios en que se puede consultar, incluso se lee: «¡Fi­ nalm ente, el vídeo com pleto de la m uerte de Sadam Husein tom ado con un teléfono m ó­ vil!». Como si el hecho de m ostrar este vídeo form ara parte de u n derecho fundam ental 31

a la inform ación. ¿Inform ación o «realidadhorror»? En la línea de esta singular voluntad de «informar», el 16 de m arzo de 2007, el noti­ ciario televisado de la noche de la Rai Uno ofrece la grabación realizada por periodistas italianos del proceso sum ario al que fueron sometidos el periodista Daniele Mastrogiacomo, su chófer, Sayed Agha, y su intérprete, Adjmal N aqshbandi. Los tres hom bres es­ tán arrodillados, con u n a venda en los ojos y las m anos atadas a la espalda, y un grupo de talibanes les ap u n tan a la cabeza con sus arm as. Se han elim inado del vídeo las im á­ genes del asesinato de Sayed Agha, pero m uestra las que preceden a la degollación y después el cuerpo tendido en el suelo. Sin em bargo, el vídeo com pleto nunca será di­ fundido por Internet. Igual que el del asesi­ nato de Fabrizio Q uattrocchi. Este joven guardaespaldas había sido asesinado en 2004 y el vídeo de su ejecución se había m andado a la cadena de televisión Al-Jazeera. El Go­ bierno italiano no lo obtuvo hasta dos años más tarde. En los extractos todavía accesi­ bles hoy en Internet, el italiano está arrodi32

liado; justo antes de ser abatido, pide a sus secuestradores que le quiten el pañuelo que le cubre la cabeza: «Voy a enseñaros cómo m uere un italiano». ¿Por qué el vídeo tardó tanto tiempo en llegar a las autoridades italianas? ¿Por qué, además, los terroristas no lo difundieron de inm ediato por Internet como en los otros ca­ sos? ¿El valor del joven los incomodó? Esta hipótesis dice m ucho sobre el uso de la «realidad-horror» por parte de los grupúsculos terroristas. *

E n los sitios que propagan estos vídeos, se invoca el derecho de los ciudadanos a ser «informados». En nom bre de la libertad de inform ación, se hacen públicas im ágenes abrum adoras. Por otra parte, el acceso a la inform ación se reivindica cada vez más co­ mo un derecho, el derecho a saber, conocer, forjarse una opinión propia... Sin embargo, a pesar de la aparente facilidad con la que cada uno puede ahora tener acceso a todo tipo de imágenes, surgen nuevos problemas. 33

¿Hay que m ostrarlo todo? ¿Es realm ente in­ form ación lo que busca el que visiona estas imágenes? Uno de los vídeos m ás crudos que he po­ dido visionar en Internet es el realizado el 22 de octubre de 2004 por el grupo m usulm án iraquí Ansar al-Sunna, los «protectores de la tradición». M uestra la decapitación con un cuchillo de un hom bre iraquí que supuesta­ mente es un traidor y un espía. La ejecución se realiza aparentem ente con facilidad, como si se tratara de una escenificación hollywoodiana. El verdugo corta con rapidez la gar­ ganta del hom bre, sujetado por un acólito, y después retrocede un m om ento p ara dejar pasar los prim eros espasm os de la agonía. La víctima respira entonces ruidosam ente (con cada inspiración, el hom bre agonizante aspi­ ra su propia sangre), m ientras el verdugo lo observa con aire distante. A continuación, cuando el flujo de sangre disminuye, pero an­ tes de que el m oribundo deje de respirar, lo decapita y m uestra su cabeza ante la cám ara. El hom bre es arrastrado como un anim al des­ tinado al m atadero. Y, para abatirlo, se utili­ za la m ism a técnica que para m atar corderos. 34

Los Ansar film an sus actos y procuran que se difundan am pliam ente a fin de exten­ der el «reino del islam». Por otra parte, es el objetivo de la m ayoría de vídeos de este tipo, que representan, para los islamistas, un ele­ m ento de propaganda, lo cual explica por qué son de fácil acceso, sobre todo en los si­ tios islam istas. Los terroristas se han con­ vertido, pues, en productores de películas, en guionistas. A principios de los años noventa, sus vídeos, todavía sum arios, sólo com pren­ dían los discursos inflam ados de predicado­ res radicales, con objeto de reclutar m ilitan­ tes para la causa islamista. A m ediados de los años noventa, estos predicadores -b ajo la in­ fluencia de Osama bin Laden- em pezaron a darse cuenta del interés que estos vídeos sus­ citaban ante la opinión pública occidental. Com prendieron que poseían una nueva arm a de com unicación. Y, por lo tanto, decidieron ir m ás lejos, golpear m ás fuerte, hasta reali­ zar verdaderas películas snuff. Los vídeos de asesinatos se h an converti­ do ahora en productos eficaces, cargados de referencias m íticas de una cultura del odio y generadores de inducciones al asesinato. Son 35

imágenes que integran un decorado y un telón de fondo cuidadosam ente concebidos y que m andan m ensajes dirigidos a un auditorio bien identificado. Los vídeos más recientes traducen claram ente esta «asimilación de las reglas del arte», obedecen a una especie de guión estereotipado, casi invariable, en que las víctimas leen antes de m orir una declara­ ción, a m enudo en un dúo siniestro con sus asesinos. *

Para los autores de estas películas, los es­ pectadores potenciales de sus crímenes se di­ viden en dos grupos: el m undo m usulm án y Occidente. El objetivo es llegar igualm ente a ambos, pero provocando en el seno de cada uno u n a reacción diferente. Las im ágenes destinadas a los m usulm anes se conciben para incitarlos a actuar; son «vídeos de reclu­ tam iento» que pretenden exacerbar el odio hacia los occidentales. Las degollaciones p ú ­ blicas se han convertido en u n a herram ienta de expresión y de presión política por la teatralización de las inm olaciones hum anas. 36

Como explica el filósofo Abdelwahab Meddeb en Contre-Prêches (2006), si el rito del sa­ crificio celebra la sustitución del hom bre por el anim al, la locura terrorista es su inversión sim étrica. Nos hace descender a la barbarie pura, pues algunos islam istas llegan incluso a discutir en Internet sobre el detalle de las técnicas de degollación hasta ahora reserva­ das a las bestias para la fiesta del Aid. Existe en ello u na desnaturalización de los ritos de sacrificio analizados por René Girard en La violencia y lo sagrado (1972). El rito del sacri­ ficio se basa en dos tipos de sustituciones: en prim er lugar, una víctim a única sustituye a todos los m iem bros de la com unidad; en se­ gundo lugar, la víctim a del sacrificio (en ge­ neral un animal) sustituye a la víctim a propi­ ciatoria. Por eso, este rito hace posible una especie de catarsis, es decir, una purificación, que previene el contagio de la violencia; la víctim a es única y se trata, generalmente, de un anim al. En cambio, los sacrificios hum a­ nos perpetrados por los islam istas no hacen m ás que encadenar una escalada sin fin de la violencia m ediante la m ultiplicación sin fin de las víctimas. Porque el espectáculo de la 37

violencia a menudo tiene algo contagioso, una deriva a la que es muy difícil escapar. El m ensaje que vehiculan estos mismos vídeos destinados a Occidente es de una na­ turaleza muy distinta. Las imágenes preten­ den sobre todo invadir la conciencia de los espectadores. Se ve en ellas a seres hum anos que im ploran por su vida. El diseño carece aparentem ente de am bigüedad; se tra ta de suscitar el espanto y el m iedo de una socie­ dad considerada como rica, culpable, velei­ dosa y decadente. Sin em bargo, las reaccio­ nes del público están lejos de ser claras. Por una parte, los occidentales parecen querer volver en su provecho la propaganda islamista. Es una m anera de decir: «Mirad la barba­ rie de los islamistas», hasta el punto de pasar horas para encontrar estos vídeos, visionar­ ios, a veces incluso grabarlos y m irarlos repe­ tidam ente. Por otra parte, el horror de estas imágenes, m ás allá del estupor que provocan, da la m edida de la am plitud del fenóm eno y del peligro que representan. Incita por ello a considerar m edidas de precaución. Los sitios islam istas com o al-ansar.biz o al-ansar.net se han eclipsado. Otros, por ejemplo Ogrish.com, 38

como hem os visto, se han cerrado. No obstan­ te, estos vídeos continúan circulando libre­ m ente por la Web, a veces gracias a hackers que se los han descargado y los difunden en otros sitios, donde siguen siendo accesibles, o bien por falta de vigilancia, o bien intencio­ nadam ente, como si, en el fondo; estas im á­ genes m acabras pudieran alim entar el odio hacia los terroristas a causa de la barbarie que m uestran. Intención o negligencia, la circulación de estos vídeos en el lím ite de lo insoportable tiene com o resu ltad o in stalar progresiva­ m ente en el espectador una form a de insensi­ bilidad y de indiferencia frente al sufrim ien­ to de los demás. De m anera que el objetivo últim o se habrá alcanzado: eliminar, con la propia com plicidad de los occidentales, toda form a de civilización. *

M ientras los terroristas m ultiplicaban su sin iestra faena, los países occidentales se acostum braban poco a poco a los espectácu­ los de violencia extrem a. Es cierto que, la 39

m ayoría de las veces, se tratab a de ficciones o de videojuegos y no de violencia real. Hay que decir que algunos videojuegos y algunos sitios pornográficos integran escenas de m u­ tilación, violación y tortura. Algunos incluso llegan a presentar, al lado de películas de vio­ lación y de sadom asoquism o, vídeos islamistas de degollaciones. Por supuesto, se trata de una pequeña m inoría. Pero es justam ente en un sitio de pom o duro anglòfono donde he podido visionar la decapitación de Shosei Koda, un m ochilero japonés de 24 años (el joven había sido secuestrado y ejecutado en octubre de 2004, después de que expirase el ultim átum lanzado por el grupo de Abu Mussab al-Zarkaui al Gobierno japonés para reti­ rar sus tropas de Irak). Es como si ya no exis­ tiera diferencia entre la ficción y la realidad; una vez que se ha adquirido la costum bre de m irar imágenes de extrema violencia, ¿por qué con ten tarse con la «ficción-horror»?, ¿con un h orror de ficción? ¿Por qué no acceder al horror real? En efecto, podem os preguntar­ nos si la ficción no es el preludio, la vía de ac­ ceso, en cierta manera, a la «realidad-horror». En este sentido, hay que conceder un lu­ 40

gar especial a la serie estadounidense 24 ho­ ras. E sta ficción de Fox TV, cuya prim era di­ fusión data de 2001, alcanzó una audiencia sem anal de unos quince millones de telespec­ tadores. Cada episodio de 24 horas describe u n a jo rn a d a ago tad o ra du ran te la cual el agente de contraterrorism o Jack Bauer dis­ pone sólo de veinticuatro horas para hacer fracasar un com plot terrorista que pone en peligro a Estados Unidos. Bauer, enfrentado a una situación de am enaza terrorista, opta invariablem ente p o r rec u rrir a la to rtu ra para obligar a los sospechosos a divulgar in­ form aciones cruciales. Algunos m étodos de to rtu ra utilizados en 24 horas com prenden la utilización de drogas, el sim ulacro de ahogam iento o de electrocución. Durante las cinco prim eras tem poradas de la serie, se asistió a no m enos de sesenta y siete casos de tortura, según el Parents Televisión Council, lo cual representa m ás de un acto de tortura por epi­ sodio. D urante una entrevista en el program a estadounidense Democracy Now del 22 de febrero de 2007, Tony Lagouranis, un m ilitar estadounidense que sirvió en Irak, declaró que los interrogadores enviados a este país 41

habían copiado algunos m étodos y situacio­ nes utilizados en 24 horas: Cuando realizamos interrogatorios en Irak en 2004, nos dijeron que la Convención de Ginebra no se aplicaba allí. Entonces carecía­ mos de instrucciones que nos precisaran lo que debíamos hacer, puesto que habíamos sido formados según esta Convención. Por lo tanto, la gente tomaba prestadas las ideas de la televisión. Y entre las cosas que se copia­ ban de la tele estaban el simulacro de ahogamiento, las falsas ejecuciones, las falsas escenas de tortura [...]. Recuerdo haber visto gente mirar las series que describen la tortu­ ra, y 24 horas pudo formar parte de estas series. Pero volvamos a los hechos. En mayo de 2004, el Ejército de Estados Unidos descu­ brió unas fotos de soldados estadounidenses que m altratab an y hum illaban a detenidos iraquíes en la prisión de Abu Grhaib y las di­ fundieron p o r la cadena de televisión CBS. R ápidam ente dieron la vuelta al m undo y suscitaron la indignación general. Los acon­ 42

tecim ientos se rem ontan a noviembre y di­ ciem bre de 2003. E n las fotos, se ven prisio­ neros iraquíes desnudos sometidos a torturas con electricidad y otros tratos degradantes. Una im agen m uestra a unos hom bres obliga­ dos a sim ular actos sexuales; otra, a un hom ­ bre desnudo de pie sobre una caja, con el ros­ tro cubierto por una capucha y unos hilos eléctricos atados a los miembros; otra, a un m ilitar estadounidense que hace el signo de la victoria ante una pirám ide de cuerpos des­ nudos... Interrogado por Dan Rather, el periodista estrella de la CBS, en la emisión 60 Minutes II del 28 de abril de 2004, el general M ark Kimmitt, jefe adjunto de operaciones m ilitares de la coalición, se m ostró «aterrado»; Son nuestros compañeros, personas con las que trabajamos todos los días, nos represen­ tan, llevan el mismo uniforme que nosotros [...]. Esperamos que nuestros soldados sean bien tratados por el enemigo. Si no podemos dar ejemplo sobre la manera de tratar a las personas con dignidad y respeto, no podemos pedir que las otras naciones lo hagan.

43

Luego añadió que se tratab a «de una pe­ queña m inoría». Después le tocó el turno al sargento Chip Frederick, uno de los soldados encausados y pendiente de ser juzgado por un tribunal militar, en especial por haber m al­ tratado a los detenidos y haberles ordenado que se golpearan unos a otros. «No teníam os ningún apoyo, ninguna instrucción, y yo no dejaba de preguntar ciertas cosas a mis supe­ riores, leyes y reglas, que no llegaban», decla­ ra el soldado, al que una foto m uestra senta­ do sobre un prisionero. La reacción del presidente Bush fue p ru ­ dente. El 6 de mayo, en W ashington, en pre­ sencia del rey Abdalá II de Jordania, declaró que «lam entaba las hum illaciones sufridas por los prisioneros iraquíes y sus familias». Pero añadió: «También lam ento que las per­ sonas que m iran estas fotos no com prendan la verdadera naturaleza de América». Apa­ rentem ente, los soldados estadounidenses se dan cuenta de lo que hacen. La principal ra ­ zón que conduce a algunos de ellos a tom ar estas fotos es muy anodina. Como parecen reconocer, es «fun», divertido. Pero ¿es posi­ ble divertirse con el sufrim iento ajeno hasta 44

convertirlo en objeto de fotos y vídeos? ¿No estarem os en presencia de u n a desviación evidente de la sociedad del espectáculo y del ocio? La prueba de ello es que el oyente de una em isión de radio del muy conservador Rush Limbaugh, que escuchan millones de estadounidenses, m inim iza la n atu raleza de los actos: «Amontonar hom bres desnudos se parece a una novatada». Y Lim baugh res­ ponde: «¡Exactamente! [...] Sabe, cada día disparan sobre esta gente. Hablo de los que han pasado buenos m om entos. ¿Ha oído h a­ blar alguna vez de la descarga emocional?» (Rush Limbaugh Show, 4 de mayo de 2004.) Es cierto que los abusos com etidos en Abu G hraib no se pueden com parar con las degollaciones y las decapitaciones que los islam istas utilizan com o espectáculo. Además, los responsables han sido denunciados, juz­ gados y castigados. Pero eso no im pide que las fotos tom adas p o r los soldados estado­ unidenses en esta prisión se inscriban clara­ m ente en el nuevo uso que se hace hoy de las im ágenes, que se h a n convertido cada vez más en m ensajes para diseminar, p ara hacer circular. Antaño, fotografiar la guerra form a­ 45

ba parte del ám bito de los reporteros y de los fotógrafos profesionales; hoy los propios sol­ dados son los que hacen las fotografías, se intercam bian im ágenes entre ellos y las en­ vían p o r m ail a sus amigos al otro extremo del m undo. Su objetivo no es hacer reporta­ jes ni inform ar al público sobre la situación trágica en Irak, sino «pasar un buen rato», en nom bre del espectáculo, el nom bre de lo «fun». *

¿Es u n a casualidad que, hace unos cuatro o cinco años, haya aparecido otra «moda», el happy slapping, justificada precisam ente en nom bre de lo «fun»? E n abril de 2006, la agresión de una profesora del instituto Lavoisier de Porcheville, en Yvelines, Francia, film ada con un teléfono móvil y difundida por Internet, provocó u n a gran conmoción. Fue cuando se descubrió en Francia este fe­ nóm eno social, que en realidad surgió en In­ glaterra hacia el año 2004 y que se conoce con el nom bre de happy slapping, literalm en­ te «felices bofetadas». Consiste en caer so­ 46

bre u n a víctim a e infligirle una especie de «correctivo», m ientras un cómplice filma la escena con una cám ara o con un móvil. Co­ mo su nom bre indica, el happy slapping en prin cip io form aba p arte del ám bito de lo «fun», lo divertido. Pero rápidam ente se m os­ tró m ás bien temible. E n junio de 2005, en un barrio de Leeds, Inglaterra, una adolescente fue asesinada por varios disparos de rifle; su m uerte se filmó y se difundió por Internet. En la actualidad, se han descubierto más de doscientos casos de happy slapping en Inglaterra, que van de la simple bofetada y la paliza «recreativa» a la violación y el asesinato. En diciem bre del año 2005, en Londres, una joven inglesa de 15 años, Chelsea O’Mahoney, y sus cómplices Reece Sargeant, 21 años, Darren Case, 18 años, y el joven David Blenman, 17 años, fueron declarados culpables de la agresión a David Morley, 38 años. El guión es simple. La chica de la banda se acerca a la víctim a y hace u n a señal a sus cómplices, que em piezan a golpear a su presa h asta la m uerte, m ientras otro filma la escena. Estos nuevos «juegos» tam bién h an llega­ 47

do a Francia, donde se h an extendido con extraordinaria rapidez. E n 2007, el m inistro de Educación Nacional hablaba de un caso de happy slapping por sem ana. Con unos clics, se encuentran los vídeos de happy slapping en Internet, donde los internautas pueden m i­ rarlos repetidam ente, antes de iniciar discu­ siones -« ch ats» - en los foros. Algunas im á­ genes tien en una ap arien cia anodina: una m ujer golpeada en una parada de autobús; un niño derribado de la bicicleta; un hom bre, dorm ido en un bus, despertado por un ado­ lescente con una violenta bofetada, etcétera. Pero estas «felices bofetadas» a m enudo van más lejos que los golpes o los tortazos, hasta la puesta en escena de incendios de coches o violaciones. En Niza, en enero de 2007, una estudiante de 13 años, víctim a de una viola­ ción colectiva, descubre, abatida, que las fo­ tos de la escena, tom adas con un móvil, circu­ lan por el patio de su escuela. En abril de 2007, en Pantin (Seine-Saint-Denis), unos ado­ lescentes obligan a unos niños de 9 y 11 años a un com bate de boxeo en una plazoleta ro­ deada de tela metálica, filman la escena con un móvil y difunden las imágenes por Inter­ 48

net. El vídeo, de 1 m inuto y 28 segundos de duración, sólo está en línea unos días, después de la denuncia interpuesta por la m adre de uno de los niños. Los adolescentes, interro­ gados por la policía, declaran que, p ara ellos, sólo se tratab a de un juego, de una diversión como otra. El happy slapping es una práctica cuyo significado no está claro, al menos a prim era vista. Para empezar, consiste en una agresión corporal tradicional, cuyo objetivo es hum i­ llar y hacer vulnerable a la persona agredida. Sin em bargo, al film ar la escena, se transfor­ m a el sufrim iento de otro en una fuente de entretenim iento y diversión para com partir con otros, cada vez m ás num erosos y anóni­ mos, gracias al móvil y a Internet. Massire Touré, el joven de 20 años que filmó la agre­ sión de la profesora de Porcheville (Yvelines) en 2006, sostuvo que había actuado «sin ra ­ zón y sin motivo» y acaba de ser condenado a seis meses de prisión por «falta de asisten­ cia a u n a persona en peligro y atentado con­ tra la vida privada». ¿Cómo es posible que unos jóvenes se di­ viertan lesionando a la gente y film ando sus 49

actos? ¿Por qué se ríen ante el sufrim iento hum ano?

E n un foro de discusión de la Red, los internautas, en su m ayoría jóvenes, intercam ­ bian sus opiniones sobre los vídeos de deca­ pitación. A parentem ente, parecen ten er la costum bre de com unicarse entre sí y hablan de estas escenas com o si se tra ta ra de un tem a de conversación com o otro cualquiera. La persona que lanzó en un sitio francófono, en abril de 2007, el foro «Vídeos de decapita­ ción» parece buscar u n a respuesta a una se­ rie de preguntas que se plantea después de haber m irado la degollación de Nicholas Berg. «He visto recientem ente el vídeo de la ejecu­ ción de Nick Berg en Irak. ¿Qué?, ¿ya habéis visto un vídeo que m uestra la decapitación de un rehén? ¿Qué pensáis de eso?» Las res­ puestas llegan deprisa, diferentes, a m enudo sorprendentes, a veces inquietantes. «¡Lo evi­ to entre el entrante y el postre!», responde de inm ediato alguien, seguido por otro que, sin ningún problem a, replica: «¡Sí, en casa de un 50

amigo, he visto algo de este tipo! ¡Nos diverti­ mos mucho!». Después el tono asciende. Los inscritos a este foro son unos sesenta, con una m edia de edad de 20 años. Los visitantes, en cam bio, son m ucho más num erosos y, se­ gún las estadísticas del sitio, dos meses des­ pués ya contaban con 10.000 lectores de es­ tos intercam bios.

-E l peor vídeo que he visto es el de un solda­ do ruso que es degollado en un prim er plano (se veía la hoja del cuchillo pasar por la caró­ tida, la sangre que salpicaba y se oía al solda­ do toser al ahogarse en su propia sangre). -No comprendo que se busque este tipo de imágenes en la Red. Me ha costado mucho no verlas [...]. No tengo la intención de poner este tema sobre la mesa, pero hay que estar gravemente enfermo para hacer eso... No comprendo que se quiera ver m orir a alguien. ¿Echáis de menos las ejecuciones públicas o qué? -¡Me pregunto por qué caes en la agresividad cada vez que te encuentras frente a un com­ portamiento que no comprendes! -Q uieres que confesemos que somos unos

51

desviados y que eso nos gusta [...]. El número de personas que dism inuyen la velocidad ante un accidente de coche para «ver» es m a­ yor de lo que se cree. -H e visto un vídeo en el que le cortan la ca­ beza a un chico, pero estamos tan acostum ­ brados a ver la violencia que eso me dejó frío.

Como en otros m uchos foros, los jóvenes se hacen preguntas y adelantan hipótesis. Al­ gunos se indignan. Otros, m ás num erosos, parecen «hastiados», com o si el espectáculo de la violencia no llegara realm ente a afec­ tarlos. A veces, su discusión se vuelve muy seria y afecta a puntos fundam entales, como la posi­ ble relación entre vídeos e información. ¿Mi­ rar estas imágenes es una form a de inform ar­ se sobre el m undo, de la m ism a m anera que se leen los periódicos o se m ira la televisión? ¿Tenemos necesidad de verlo todo para com ­ prender bien? -¿Realmente hay gente lo bastante estúpida para m irar eso?

52

-Sí, ya he visto un vídeo de decapitación, no sé si era en Irak o en otro lugar. La informa­ ción en general nunca es mala. -M e parece que tenemos derecho a ejercer nuestro derecho a la información, ¿no? Dejad de tapaos la cara. ¡Tomad conciencia del mun­ do en el que vivimos! -¿Para tomar conciencia del mundo en el que vivimos hay que visionar estas atrocidades? Lee los periódicos, mira a tu alrededor, qué sé yo, hay otros métodos, ¿no? Esto me hace pensar en algo; hace algún tiempo, vi a unos chicos que estaban mirando unas imágenes muy chungas en un sitio, en especial un crá­ neo humano abierto por un disparo y con el cerebro al aire... Estuve a punto de vomitar. Y sé que este sitio (cuyo nombre no citaré porque no tengo ningunas ganas de hacerle publicidad) es famoso y muy consultado por las atrocidades que muestra. Me parece muy malsano. -¡El derecho a la información existe! Leer los periódicos está muy bien y deben ser la pri­ mera fuente de información. Pero pienso que tenemos derecho a completarla con otros ele­ mentos de información. ¡Aunque no siempre sea bueno m irar el mundo real!

53

-O bservar la violencia por la violencia, la sangre por la sangre, no tiene estrictamente ningún interés en sí mismo, excepto cultivar una especie de fascinación. Lo interesante es comprender de forma muy precisa el con­ texto de esta violencia, el político, el social, el histórico... a fin de entender cómo algunos han podido llegar a esto e intentar oponerse. En realidad, ver un vídeo sólo por verlo así, sin explicación del porqué, del cómo, de las reacciones que genera... no sé, me deja dubi­ tativo. -Sólo podemos darnos cuenta del horror de una decapitación o de una degollación cuan­ do vemos una con nuestros propios ojos. -No creo que la gente se fuerce a ver ví­ deos para «completar su información». Los que miran este tipo de vídeos sienten una fas­ cinación morbosa por las decapitaciones.

Sigue una discusión entre los que se di­ vierten com parando la calidad de las im á­ genes y los que se indignan con la com pa­ ración; algunos in tern au tas, dicen estos últimos, parecen sim plem ente olvidar que se trata de asesinatos reales, film ados y difundi­ 54

dos por Internet, y no de una ficción cinem a­ tográfica. -¡Francamente, el vídeo de Nick Berg no es tan horrible! -¿Qué quieres decir? -Me explicaré. El vídeo de Berg está muy mal filmado. -Eso no es un espectáculo, es una ejecución. ¡Alguien que muere de verdad delante de ti! ¡Es atroz! -Lo digo por comparación con otros vídeos que son mucho más sangrientos que éste. Compara y verás que la decapitación de Berg se ha filmado muy mal, el vídeo es de muy mala calidad. -Pero justamente eso que me dices es lo que me descompone. Estam os ante una ejecu­ ción, o mejor dicho, ante la masacre de un hombre en unas condiciones abominables, y a ti todo lo que se te ocurre es decirnos: «Lo habrían podido filmar mejor». No estamos juzgando la realización de una ficción de se­ rie B, se trata de la auténtica muerte de un hombre, salvajemente ejecutado, como un ani­ mal, ante los ojos del mundo, en unas condi­ ciones de tortura horrible.

55

La verdad más perturbadora de estos in­ tercam bios aparece cuando algunos intern au tas confiesan su fascinación p o r estas imágenes. Parecen presos de un verdadero placer. Y otros se contentan con divertirse. Otros confiesan su indiferencia. En todos los foros que he visitado -seis en sitios francófo­ nos y cinco en sitios anglófonos- se encuen­ tran siem pre las m ism as opiniones, aunque la m edia de edad y el núm ero de inscritos pueden variar de un sitio a otro. -He visto como unos cincuenta vídeos, y no sólo iraquíes. Cada vez, pienso en algo con­ creto; el cerebro permanece con vida durante dos minutos después de la decapitación gra­ cias al oxígeno que queda en la sangre; así que se puede decir que el tipo al que le aca­ ban de cortar la cabeza todavía está vivo, en cierta m anera. Pero de ahí a decir si está consciente o no, no sé nada. Supongo que en estos momentos, la conciencia, como los cin­ co sentidos, no es asum ida por el cerebro, que se concentra en la supervivencia. Fantás­ tico, ¿verdad? -Me gusta ver un rictus forzado dibujarse en

56

y

la cara del condenado bajo el efecto de la hoja que le estira la piel del cuello. -¡Sois asquerosos! -¡Si no podemos divertimos! -Extraña m anera de divertirse... Pero, bue­ no, antaño a la gente le gustaba asistir en fa­ milia a las ejecuciones capitales; ¡no me sor­ prende que algunos sigáis fascinados por esta morbosidad! -E n cierta época, se ejecutaba a la gente en la plaza pública y se mostraba la escena a los niños [...]. -E n la Edad Media, hacían durar las ejecu­ ciones el mayor tiempo posible e incluso con­ tinuaban torturando a los cadáveres. Es pro­ palar una idea falsa al hacer creer que hoy se están alcanzando picos de barbarie. La bar­ barie siempre ha existido. El hombre siempre ha sido capaz de lo mejor y de lo peor. -Realmente no comprendo por qué sorpren­ de tanto, en el momento actual, que ejecuten a un hombre. -Verdaderamente admiro a la gente que con­ sigue m irar eso sin que parezca afectarle de forma especial. -Tengo un amigo al que le gustan mucho las ejecuciones. He podido ver un empalamien-

57

to (hundir una estaca en el ano para que la víctima agonice e introducirla hasta que mue­ ra por ello). También he visto ejecuciones de grupos a balazos, y un negrito en un país de África al que los militares le arrancaron el brazo en la parte trasera de un pick-up. He visto un vídeo bastante conocido de degolla­ ción filmada en primer plano, seguida de deca­ pitación. Es un poco tipo «degollación de un cerdo». Como Nick Berg. Todavía tengo el vídeo en mi PC. -Es gracioso, cuando ves una degollación por primera vez, te asquea, pero sobre todo por­ que no lo conoces, no lo has visto nunca. Ahora me da lo mismo, ya no me dice gran cosa [...]. -Me parece imposible no sentir nada al m irar este tipo de imágenes. -¡Se necesita valor para m irar eso! -Aparentem ente, hay gente que m ira este tipo de secuencias como una simple distrac­ ción. -Es cierto que hago mi búsqueda diaria de de­ capitaciones en la Red (las auténticas, no las de las películas) o que las veo todos los días, e incluso que las hago todos los días [...].

58

Éste es el p an o ram a, incom pleto pero elocuente, de los m irones del horror. Están los que buscan en estos vídeos una form a de distracción; los que se m uestran más bien in­ diferentes, como si la frecuentación regular de estas imágenes los hubiera «anestesiado», y finalm ente los que proclam an su adm ira­ ción por la gente «que consigue m irar eso» sin verse afectada. *

El islam ism o radical parece haber fallado en su objetivo; no ha conseguido «aterrori­ zar» a Occidente con sus espantosos espec­ táculos. Pero ha ayudado, involuntariamente, a expandir un fenóm eno m ucho m ás inquie­ tante, el éxito creciente de las imágenes de «realidad-horror». En los sitios que dan acceso a estas im á­ genes, se «procura» prevenir al internauta: «Atención, este vídeo puede herir la sen­ sibilidad de los más jóvenes y de las almas sensibles». ¿Aviso? ¿Necesidad de protegerse? ¿Amenaza implícita? ¿Medio suplem entario, pero cam uflado, de incitación a ver? Como 59

por casualidad -si es que hay realm ente ca­ sualidades en este asunto-, la advertencia a los jóvenes y las «almas sensibles» es exacta­ mente la m ism a que advierte a los consum i­ dores a la entrada de un sitio pornográfico. Las «almas sensibles» deben abstenerse de m irar... O sea, ¿que habría, por un lado, unas mentes «sensibles», por no decir «débiles», y, por otro, unas mentes «fuertes», resistentes, capaces de m irarlo todo? Pero ¿de qué habla­ mos concretam ente? ¿No m irar imágenes de asesinatos sería un signo de debilidad? ¿Qué decir, qué pensar, de esta retórica de la sensi­ bilidad? La prim era vez que m iré uno de estos ví­ deos, sentí un intenso malestar. Porque me había atrevido a infringir un límite que yo m ism a m e había im puesto; sentada en mi butaca, acababa de asistir, trastornada, im ­ potente, al asesinato de un hom bre. Continué experim entando las m ism as sensaciones cada vez que tuve que visionar otros vídeos. Cuando escuché las plegarias y la desespera­ ción de Kim Sun-Il, sentí que la rabia crecía en mí. Después, poco a poco, me di cuenta de que es posible acostum brarse a estas im áge­ 60

nes extrem as... La costum bre, esa costum bre que perm ite aceptar lo inaceptable, que in­ cluso puede convertir a un «alma sensible» en m ás o menos insensible... Las palabras de Diderot, según el cual es m ucho m ás fácil para un pueblo civilizado volver a la barbarie que para un pueblo bár­ baro avanzar hacia la civilización, parecen encontrar aquí la confirm ación.

61

La sociedad de la indiferencia

Desde siempre, la virulencia de la m irada ha sido objeto de interrogación. Se encuentra una expresión de ello ya en la mitología grie­ ga con Medusa, cuyos ojos lanzan un fuego tan intenso que convierten en piedra a cual­ quiera que la mire. En un texto muy famoso, «La cabeza de Medusa» (1922), Freud se pre­ gunta lo que ha podido conducir a los pinto­ res y los escultores a representar tantas veces esta cabeza de m ujer decapitada y rodeada de una cabellera hecha de serpientes. Porque si bien es el símbolo de la victoria de un héroe que esgrim e su trofeo, tam bién cuenta con lo necesario para suscitar el espanto y la repug­ nancia. La respuesta es sencilla. M ediante la representación artística, el espanto y el asco son, por así decir, sublim ados. El arte posee aquí una función bien establecida, perm ite a 63

los hom bres d om inar y su b lim ar precisa­ mente sus miedos. Pero cuando hablam os de vídeos de ase­ sinatos, de violaciones o de tortura, nos en­ contram os an te varias am bigüedades. ¿De qué tipo de representación se trata? ¿Esta­ mos todavía en el m arco de u n a represen­ tación? ¿Hay en este caso u n a form a cual­ quiera de sublim ación? Por otra parte, estas preguntas no solam ente conciernen a los ví­ deos propiam ente dichos. También se refie­ ren a sus espectadores. ¿Por qué m irar estas imágenes de asesinatos? ¿No estarem os recu­ perando una práctica b árb ara antigua, la de los sacrificios hum anos organizados con fi­ nes de espectáculo? ¿Acaso los vídeos que escenifican la m uerte no corren el riesgo de producir u n a sociedad de la indiferencia, en la que nadie se preocupa por el otro? * Tanto si se trata de una pintura, una es­ cultura, u n a fotografía o un vídeo, u n a re ­ presentación es, para em pezar, el fruto de una elección. R epresentar un objeto no signi­ 64

fica ú n icam en te copiarlo o convertirlo en imagen, sino tam bién darle un valor, anim ar­ lo; es designarlo como un «objeto particular» atribuyéndole un sentido nuevo; es evocarlo, hacerlo aparecer, volverlo presente. En este m arco, las fotos de guerra realiza­ das por fotógrafos profesionales o reporteros de im agen pretenden atraer la atención so­ bre la tragedia de la guerra y los sufrim ien­ tos que genera. El autor se interroga; adopta un ángulo y una ilum inación; selecciona un tema. La foto traduce una intención que se m aterializa p o r la separación entre el punto de vista del fotógrafo y la realidad; esto per­ mite al fotógrafo dar testim onio de ciertos aspectos de la realidad y descartar otros. Es decir, las fotos de guerra sirven no solam ente para informar, sino tam bién para «consolar»; más allá de los cadáveres que m uestran, tie­ nen u n a función de purificación y contribu­ yen a un trabajo de reparación esencial para los supervivientes y, de form a más general, para los seres vivos. En sum a, cuando se pone un objeto o una realidad en imágenes, existen unas reglas que definen incluso el es­ tatuto de las representaciones. Por ejemplo, 65

el ángulo de visión elegido por el au tor de una foto delim ita sus contornos y perm ite co­ m unicar a los espectadores cierta visión del mundo. La sensibilidad del autor es lo que define el m arco y el contexto en el interior de los cuales se reproduce el objeto. También deja al espectador la libertad de m antener una distancia y de tom ar posición con res­ pecto al objeto representado: su relación con la im agen no está com pletam ente lim itada por lo que ve; su m irada puede deslizarse so­ bre ciertos detalles, retener otros, apropiarse de lo real representado, en trar en contacto con sus em ociones y su subjetividad. De m a­ nera que la cosa, como tal, desaparece y em ­ pieza a form ar parte de otra realidad, la que cada uno construye a su m anera, según su sensibilidad, sus intereses, sus deseos y sus obsesiones. Las imágenes, en otras palabras, siem pre m uestran u n a cosa que no es la cosa en sí misma; entre representación y realidad, exis­ te una distinción irreductible, aunque sólo sea porque la cosa m ostrada no está disponi­ ble ni es utilizable com o tal. Nietzsche, en sus Fragmentos postumos, dice con razón que 66

«tenemos el arte para no caernos al fondo de la verdad». O, com o explicaba Aristóteles m ucho antes que él en la Poética, hablando del teatro, la tragedia es una representación que, m ed ian te la puesta en práctica de la piedad y del espanto, hace posible la catar­ sis, es decir, la purificación de las emociones (48 b 19 y siguientes). Por eso, las escenas a las que asistía el espectador, en una tragedia, le perm itían ejercitar su m irada y despertar sus em ociones por objetos a su vez purifi­ cados; la tragedia le daba la posibilidad de encontrarse no frente a la simple visión de las cosas, sino ante el producto de la mimesis, la imitación. Esto vale tam bién para el cine. En Saló o los 120 días de Sodoma (1975), por ejemplo, Pier Paolo Pasolini lleva m uy lejos la esceni­ ficación de la violencia y de la m uerte. La historia tiene lugar hacia 1944-1945 en la re­ pública de Saló, cuando cuatro notables fas­ cistas (el Duque, el Obispo, el Presidente y el M agistrado) deciden pasar ciento veinte días en una villa para saciar todas sus fantasías. Secuestran a ocho m ujeres y ocho hom bres jóvenes, que deben doblegarse a todas sus 67

exigencias; se organizan en tres círculos: «círculo de las pasiones», «círculo de la m ier­ da» y «círculo de la sangre». En cada «círcu­ lo», una narradora cuenta historias p ara ex­ citar a los cuatro «señores», que interrum pen a m enudo el relato para poner en práctica los pasajes m ás «sugestivos» (por ejemplo, la es­ cena de la com ida a base de excrem entos para celebrar la boda del Presidente con un m uchacho vestido de recién casada). Con ello se llega a la «solución final»: tres «seño­ res» se dedican al suplicio de las víctimas, m ientras que el cuarto se lim ita a contem plar lo que hacen los demás, espectador/m irón de escenas atroces. A m enudo, las im ágenes de la película se encuentran en el límite de lo que un espectador puede soportar. Pero Pasolini no pretende dejar estupefacto a su p ú ­ blico. Siem pre contrabalancea el efecto de «fascinación horripilante» que podría resul­ tar con el avance de los artificios del relato (alternancia entre las escenas y los discur­ sos), m ediante el encuadre teatral de los pla­ nos (que realza el efecto de representación) y m ediante la propia tom a de imagen (las im á­ genes de los suplicios de la últim a parte de la 68

película, por ejemplo, están desdibujadas o distanciadas por la utilización del teleobje­ tivo). Sin em bargo, ¿qué ocurre cuando una im agen m uestra la realidad sin ninguna for­ m a de mediación, como en el caso de los ví­ deos m acabros? ¿Cómo puede el espectador contrabalancear la «fascinación» frente a la violencia y la m uerte, cuando la crueldad se expone en estado bruto? ¿Acaso no hay algo obsceno en la exposición directa, no cons­ tru id a, del sufrim iento y de la m uerte? Si bien es cierto, como señala Georges Bataille, que no hay «obscenidad» como hay «fuego» o «sangre», es asim ism o cierto que, en las im á­ genes de degollación y decapitación, el espec­ tador se enfrenta a la consternación, puesto que la realidad de las imágenes lo expone al vértigo de la crueldad m ás feroz. El que m ira no puede ni distanciar sus emociones ni es­ clarecer sus juicios; el abism o provocado por la realidad de la violencia no se ve contrarres­ tado por ningún filtro. *

69

Así pues, en los vídeos contem poráneos que sacan a escena la «realidad-horror», la crueldad se m anifiesta en su brutalidad des­ nuda, sin ningún interm ediario. Lo que se busca es un doble fracaso de la catarsis: el fracaso de la m irada, enturbiada por la vio­ lencia difusa, extrem a y confusa; y el fracaso del pensam iento por la ausencia deliberada de todo elem ento susceptible de hacer posi­ ble la sublim ación de las emociones. La crueldad saca su nom bre de la sangre d erram ad a, y su triunfo tiene lugar ju sta ­ mente ante la sangre vertida. En su prim er sentido, el acto de crueldad consiste en des­ garrar la carne y hacer fluir la sangre, es un acto despiadado. Es com parable a la violen­ cia. Pero, a diferencia justam ente de la vio­ lencia, la crueldad se m uestra como la volun­ tad de h acer el m al deliberadam ente. Por eso, Platón, en el Gorgias, y Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, explican que la crueldad depende de la b arb arie y se en cu en tra en cierta m edida excluida del orden hum ano. Y es tam bién la razón por la cual se puede avanzar la hipótesis de que existe un vínculo entre la crueldad hacia los dem ás y el olvido 70

de uno m ism o como ser hum ano; ser despia­ dado y no experim entar ninguna em patia frente al sufrim iento de un semejante signifi­ ca en uno y otro caso un desprecio por la hu­ manidad, la m ism a que se com parte con la víctima. En este contexto, se puede h acer u n a com paración rica en enseñanzas entre los que m iran con com placencia los vídeos con­ tem poráneos y los espectadores de los juegos de la antigua Roma, los del circo y la arena, esos juegos crueles de los que nos creíam os liberados desde hace dos milenios. En efecto, la lógica parece la misma. En los espectáculos de circo que se organizaban en Roma, sobre todo durante los tres prim eros siglos después de Cristo, el público asistía a com bates en los que el vencido solía ser degollado por su ad­ versario. La m uerte del perdedor constituía la sanción de los duelos que m ás entusiasm a­ ba a los espectadores; el m om ento de la de­ gollación representaba el apogeo del placer. Desde siempre, a los hom bres les gustan los espectáculos, quizá p ara apropiarse de una realidad que se les escapa. Pero hay es­ pectáculos y espectáculos. Las tragedias clá­ 71

sicas, por ejemplo, escenificaban situaciones sin salida, que provocaban en el espectador una interrogación sobre sus propios valores, o tam bién sobre el significado de su existen­ cia. Sin embargo, al apoyarse sobre la im ita­ ción y el ritual, la tragedia perm itía estable­ cer cierta distancia entre el espectáculo y el espectador. Los com bates de gladiadores, en cambio, m uy valorados en la antigua Roma, invitaban a los espectadores a participar di­ rectam ente en la acción, a em briagarse ante la sangre derram ada, a decidir la suerte del perdedor, a m ostrar su valor y su indiferencia ante el sufrim iento. La actitud valorizada en este caso era la im pasibilidad gozosa ante el rostro del gladiador m ientras expiraba -a c ti­ tud que podía ir de la fascinación, como la del em perador Cómodo, al sadism o, com o la del em perador Claudio. Incluso M arco Aurelio, conocido por su m oderación estoica, después de haber m andado acabar con un gladiador que su m ujer encontraba deseable, no vaciló en hacer bañar a la desgraciada en la sangre del m uerto y después reunirse con ella en el lecho conyugal em papado en esa m ism a sangre. 72

Los que expresaban reservas y conside­ raban las luchas de gladiadores como espec­ táculos inhum anos eran considerados como «débiles», com o hom bres, según Cicerón, que no tenían «el alm a lo bastante viril» (Tusculanas, II, 17, 41). Prevención que no deja de recordar las advertencias de los sitios ac­ tuales que difunden los vídeos de degollacio­ nes al desaconsejarlos a las «almas sensi­ bles». Por otra parte, la escenificación de la m uerte en Rom a pretendía ser intencionada­ m ente m acabra: las hojas de hierro utiliza­ das se calentaban al rojo vivo; los cadáveres a veces se abandonaban en medio de la arena para que el público los contem plara, etcé­ tera. H ubo que esperar al cristianism o p ara poner fin a estos juegos, a estas m uertes es­ pectaculares, a las luchas de gladiadores, en sum a para invertir el orden de los valores. En efecto, lo que los prim eros cristianos de­ nunciaban en estos espectáculos era ju sta ­ mente el gozo m alsano que suscitaban en el público. «La sangre deleita una libido de m ira­ das crueles», escribió san Cipriano (Ad Donatum, 7); «alim enta una voluptuosidad», dice 73

Prudencio (Contra Símaco, I, 383); genera el arrebato (furor), la crueldad (saevitia) y el im ­ pudor (impudicitia), denuncia Tertuliano (De spectaculis, 19, 1). Pero las páginas m ás pe­ netrantes nos llegan de san Agustín, cuando cuenta en las Confesiones cóm o su amigo Alipio se transform a en bestia sanguinaria. Este hom bre sereno siem pre se había negado a asistir a los juegos del circo. Un día, después de haber oído hablar tanto de estos com bates espectaculares, decidió a c u d ir a la arena. Nunca volvió a ser el mismo. Después de h a­ ber visto co rrer la sangre, «bebió tam bién por los ojos la crueldad, pues no los apartó de aquel espectáculo, antes fijó en él la vis­ ta, y em bebido en aquel furor, sin advertirlo se iba deleitando en la m aldad de la pelea y em briagándose con tan sangriento deleite» (VI, 8, 13). Para Agustín, la pasión de los espectáculos convierte a los seres hum anos en animales. Con sus aclamaciones, estim ulan a m atarse a hom bres que no tienen otro motivo para lu­ char que el deseo de com placer a un público de fanáticos. En el m ism o sentido de estas condenas, se dice en el capítulo «De la cruel­ 74

dad» de los Ensayos de Montaigne: «Cuando los rom anos se habituaron a los espectáculos en que las bestias recibían la m uerte, vieron tam bién gozosos fenecer a los m ártires y a los gladiadores. La naturaleza misma, lo recelo al menos, engendró en el hom bre cierta ten­ dencia a la inhum anidad» (II, 11). Ni siquiera el cristianism o pudo erradi­ car totalm ente esta inclinación. El espectácu­ lo de las condenas a m uerte fue uno de los rasgos del Occidente medieval. En la concep­ ción de la ejecución extendida bajo el Anti­ guo Régimen, se hacía lo posible para reunir al m ayor núm ero posible de gente. El espec­ táculo em pieza con la llegada del condenado encadenado, sostenido por los ayudantes del verdugo y escoltado por los guardias. Todas las m iradas se dirigen hacia el que va a morir. Se im agina su miedo frente a lo que le espera o, al contrario, su fuerza de carácter. Se ace­ chan sus últim as palabras. ¿Morirá como un cobarde o como un héroe? ¿M ostrará arre­ pentim iento, pedirá perdón por sus faltas al cura que lo acom paña o, al contrario, persis­ tirá en su odio a la sociedad? La Ilustración, con Beccaria, se opuso a 75

estas muertes convertidas en espectáculo, pero la Revolución francesa no seguirá el ejemplo de la Toscana, que abolió la pena de m uerte en 1787. No obstante, muchos autores france­ ses se inquietan por el éxito del espectáculo y consideran el núm ero de asistentes como un testim onio de la pasión m orbosa de la m ul­ titud. En una carta del 2 de enero de 1854, Flaubert traduce este sentim iento al relatar la ejecución de un asesino en Provins: «Para ver guillotinar a este excéntrico, el día anterior llegaron a Provins más de diez mil personas del campo. Como los albergues no eran sufi­ cientes, m uchos pasaron la noche al raso y se acostaron en la nieve. La afluencia era tan grande que se acabó el pan [...]». ¿Cómo explicar hoy el regreso del gusto por este tipo de espectáculos? ¿Se pueden ca­ lificar la fabricación, la difusión y la visión repetida de vídeos de tortura, hum illación y degollación com o un retroceso de la civiliza­ ción? Desde cierto punto de vista, se podría decir que cada época tiene los com bates de gladiadores que se merece. Pero ¿dónde es­ tán hoy los defensores de la civilización con­ tra la barbarie? ¿Dónde están los Agustín, los 76

Beccaria, los Clemenceau? ¿Cómo explicar esta indiferencia creciente ante el espectácu­ lo de la violencia m ás extrema? * Algunos pensadores contem poráneos ha­ cen apología de la indiferencia. Como el filó­ sofo Alain Cugno, que insiste en la im portan­ cia de volver la m irada ante lo que hace el otro de m anera que cada uno pueda conservar un «espacio donde respirar». De ahí el valor, para él, de la indiferencia: Sólo hay solicitud auténtica en la fundada so­ bre la indiferencia, que, en sí misma, consti­ tuye una relación muy rica, muy abierta y muy libre. [...] ¿Qué significa, en este senti­ do, ser indiferente? No verse afectado por los demás ni en un sentido, ni en otro (Etudes, 2005).

Pero ¿está establecido que «no verse afec­ tado por los demás» deja realm ente al otro «libre de respirar»? Cuando la indiferencia se eleva a la categoría de valor, la propia presen­ 77

cia del otro corre el riesgo de ser neutralizada por nuestra m irada; cada uno se vuelve hacia sí m ism o y deja al otro a su suerte; cada uno continúa su cam ino sin verse afectado p o r la presencia del otro, por su petición de ayuda. ¿Cómo construir entonces un espacio plena­ m ente hum ano, donde cada uno «aparezca» ante los dem ás como un hom bre y no sim ple­ m ente com o una «cosa»? ¿Cómo conseguirlo sin poner al otro en una situación de depen­ dencia? Esta «apología de la indiferencia» me pa­ rece una respuesta muy torpe de nuestra so­ ciedad a la desviación compasional, de la que constituye u n a apariencia engañosa, por de­ cirlo así. Hay que precisar, a este respecto, que «compasional» y «compasión» no signi­ fican lo mismo. Es un error -y por desgracia un error b astan te extendido- confundirlos. La com pasión es un sentim iento que va hacia el otro y que nos obliga m om entáneam ente a olvidarnos de nosotros mismos. La incli­ nación com pasional, en cambio, es una em o­ ción que va hacia uno m ism o e intenta em ­ bellecer, por m edio de otro, la bonita im a­ gen que uno m ism o se fabrica. Experim entar 78

r

com pasión no significa en absoluto lam entar sin m ojarse los males de otro y apiadarse in­ genuam ente, o com placientem ente, o quizá p resu n tu o sam en te, de su suerte, sino pe­ netrar en su desgracia y com partir su sufri­ m iento. La com pasión tiende a elim inar la distancia entre el que la siente y el que es ob­ jeto de ella. Lo com pasional, en cambio, no deja de in stau rar esta distancia. La prim era pone de m anifiesto una disposición moral, lo segundo u n a postura social. Lo com pasional es la propia expresión de una com pasión au­ sente, u n a especie de discurso social de la com pasión que alim enta con buenas inten­ ciones la ausencia de actos. Donde la com pasión considera al hom bre como hum ano y constituye uno de los funda­ m entos del sentim iento de justicia, la «rom­ piente com pasional» de la que hoy som os testigos tan a m enudo participa más bien de cierta delectación, de u n a especie de autoprom oción, ante el espectáculo de la desgra­ cia ajena. Y, en la m ism a lógica, contribuye a alim entar nuestro voyeurismo. En el discur­ so com pasional, hay un goce ambiguo ante la adversidad de los dem ás que im pulsa a algu­ 79

nos a disfrazarse de «socorristas im agina­ rios» para acercarse al m áxim o o para utili­ zarla con fines com erciales o políticos. Lo com pasional, en otras palabras, va de la m a­ no con la em oción fácil, lo sensacional, la com placencia gratuita; «navega» sobre todas las olas em otivas y, por ello, instrum entaliza la desdicha que le sirve, p o r así decir, de alimento. En realidad, entre la postura com pasional y la indiferencia pura y simple, la distancia no es grande. Ésta elige ignorar el mal, aqué­ lla lo m antiene para sus propios fines, sin ver­ lo verdaderam ente y sin intentar remediarlo. Entre la indiferencia y el cinismo, no hay más que un paso; perm anecer sordo ante el sufri­ miento significa en el fondo avalar la cruel­ dad que lo genera y, por lo tanto, no hacer nada para evitar el retorno de la barbarie. * Quizás el bárbaro, com o señala Claude Lévi-Strauss en su reflexión sobre el etnocentrismo, es el hom bre que piensa que la civili­ zación se detiene a las puertas de su propio 80

mundo. Por otra parte, en este sentido par­ ticular se em pleaba originalm ente la palabra «barbarie». Este uso perm itió después cons­ tru ir u n a verdadera oposición conceptual en­ tre civilización y barbarie. Todavía hoy, los diccionarios tienen tendencia a separar radi­ calm ente los dos conceptos; el térm ino «civi­ lización» rem ite al progreso, a la cultura y a la evolución; la palabra «barbarie» rem ite en cam bio a la falta de civilización, a la ausen­ cia de gusto, a la rudeza. ¿Qué decir entonces cuando la barbarie surge en el propio seno de la civilización? La vieja E uropa tiene una larga y dolorosa experiencia en esta terrible cuestión. En 1939, cuando Sim one Weil redacta sus «Reflexiones sobre la barbarie», el nazis­ mo ha em pezado su obra de destrucción en E uropa. Es entonces cuando ella propone considerar la barbarie com o un rasgo perm a­ nente y universal de la naturaleza hum ana, que puede desarrollarse m ás o menos según las circunstancias. Al m ism o tiem po, está convencida de que la utilización de la razón puede ay u d ar a los hom bres a edificar un m undo m ejor gracias al dom inio del desor­ 81

den de nuestras pulsiones. Para Simone Weil, ser o no bárbaro depende en el fondo de cada uno de nosotros. Volviendo a la enseñanza platónica, piensa que el acceso a la civiliza­ ción sólo es posible si nos sometem os a la «recta razón». Esto explica por qué, durante siglos, el esfuerzo de la civilización consistía en reducir lo m ás posible las m anifestacio­ nes de las pulsiones hum anas. Pero ¿pode­ mos realm ente «dominar» sin consecuencias estas pulsiones? ¿Qué ocurre cuando se olvi­ da que el hom bre no es únicam ente un ser razonable? Aquí es donde interviene el d escubri­ m iento hecho por el psicoanálisis de la in ­ trínseca am bigüedad de la naturaleza hum a­ na. Como explica Freud, la barbarie es un «rasgo indestructible» de lo hum ano, una tentación siem pre presente hasta en el seno de la civilización más refinada. Para el padre del psicoanálisis, todo individuo estaría incli­ nado a h u m illar al otro, a infligirle su fri­ mientos, a m atarlo. Excepto si acepta cierto grado de restricción de sus pulsiones. Las pulsiones son constitutivas del ser hum ano y nunca pueden ser elim inadas o com pleta­ 82

m ente dom inadas, a riesgo de generar for­ mas graves de neurosis, e incluso un verdade­ ro «m alestar en la civilización». Al m ism o tiempo, tam poco pueden expandirse sin lim i­ taciones. Para im pedir que la barbarie destru­ ya a la com unidad hum ana, deben ser «en­ cauzadas». Así pues, el psicoanálisis sacude la certeza ilusoria en cuanto a la bondad intrínseca de la naturaleza hum ana; reconoce y m uestra la am bivalencia del hom bre. Las m ism as cosas hum anas pueden ser buenas o malas. Jean Laplanche escribe en 1999: El hombre es a veces una bestia [...]. A menu­ do es un Leviatán cruel; y más a menudo to­ davía es ambas cosas. Pero esa referencia a la animalidad es puramente ideológica [...]. En realidad, el hombre es quien ha creado en él a ese no humano bestial.

En otras palabras, es el hom bre el que crea la barbarie, y no el anim al, como a m e­ nudo se ha creído. Por otra parte, el hom bre civilizado es el que com ete a veces lo peor. E ncontram os una adm irable ilustración de 83

esto en la película de Lars von Trier, Dogville (2003), u n a au tén tica m editación sobre la am bigüedad de las relaciones entre civiliza­ ción y barbarie. El personaje principal, Grace, desem barca en el pueblecito de Dogville, donde los habitantes, ciudadanos agradables y respetuosos de las leyes, llevan una vida tranquila. No obstante, la llegada de la her­ m osa Grace altera esta quietud. Porque ante la vulnerabilidad y el aspecto cándido de Grace, los habitantes de Dogville se vuelven progresivam ente inhum anos. Igual que Selm a en Dancer in the Dark (2000) o Bess en Rompiendo las olas (1996), Grace «sufre» el peso del m undo hasta convertirse en mártir. Inicialm ente es acogida y protegida, pero poco a poco pasa a ser detestada, desprecia­ da, explotada, encadenada, entregada cada noche a sus violadores y reducida a un esta­ do de abyección desgarrador. D urante tres horas, tom ando al espectador como testigo, Lars von Trier diseca el alm a hum ana, su maldad, su crueldad, sus debilidades y, final­ mente, su barbarie. El hom bre está dispuesto a todos los acom odos a poco que uno de los «diques psíquicos» se rompa. 84

Pero esta película no es sim plem ente una m editación sobre la pro fu n d a am bigüedad de la naturaleza hum ana. Si bien el realiza­ dor no es dem asiado tierno con la conciencia hum ana, su obra pretende ser sobre todo un llam am iento a las leyes, a las leyes hum anas y justas, las m ism as -justam ente como un di­ que- que im piden caer en la barbarie. ¿Cómo seguir siendo civilizado en nuestra sociedad regida por el im perio de la im agen y la ley del espectáculo y donde el pensam iento y la «recta razón» tienen dificultades para encon­ tra r su lugar? * En efecto, el hom bre no es solam ente un ser frágil y necesitado de amor, tam bién está poseído por una inclinación a la agresividad. Por lo tanto, representa potencialm ente una am enaza constante para los demás. De ahí la im p o rtan cia de la civilización, que asigna unos lím ites a las pulsiones de agresión de los hom bres. Pero ¿cómo considerar estos lí­ mites? Freud no da una respuesta explícita a esta 85

pregunta capital. En sus Tres ensayos sobre teoría sexual (1905), se lim ita a indicar algu­ nas pistas cuando habla de la necesidad de considerar unos diques psíquicos para «es­ tructurar» a los individuos y perm itirles en­ contrar u n a especie de equilibrio ante la vio­ lencia de sus pulsiones. E n especial, evoca tres diques: el pudor, la repugnancia y la com ­ pasión. El p u d o r perm itiría encauzar la vo­ luntad irrep rim ib le de desvelarlo todo; la repugnancia, restringir la tendencia a sobrevalorar el objeto del deseo; la com pasión se­ ría esencial p ara contener la agresividad y la crueldad. Precisam ente sobre la cruel­ dad, Freud es m uy elocuente. Explica que «la crueldad es cosa enteram ente natural en el carácter infantil; en efecto, la inhibición en virtud de la cual la pulsión de apoderam iento se detiene ante el dolor del otro, la capaci­ dad de compadecerse, se desarrollan relati­ vam ente tarde». Con esto, se sitúa en las an ­ típodas de Sade, que reconoce tam bién, en La filosofía en el tocador (1795), la presencia de la crueldad en los niños y que la convierte en una especie de ley de la naturaleza: «La crueldad», escribe Sade, «lejos de ser un vi­ 86

ció, es el prim er sentim iento que im prim e en nosotros la naturaleza; el niño rom pe su so­ najero, m uerde la teta de su nodriza y estran­ gula a su pájaro, m ucho antes de entrar en la edad de la razón». Freud, en cambio, señala la necesidad de c o n tra rre sta r esta pulsión para perm itir que el niño se vuelva hum ano y civilizado. Pero su análisis se detiene ahí, con lo que deja a los dem ás la responsabilidad de llegar m ás lejos en el desarrollo de sus intui­ ciones. Sin embargo, si no hemos progresado m ucho después, quizá sea porque m uchos de los que tendrían que haber reflexionado sobre esto se inclinan a pensar que la com ­ pasión representa algo consustancial al ser hum ano. Sólo que la com pasión no es en absoluto un dato adquirido de una vez por todas; se puede perder o no adquirirla nunca. El es­ pectáculo del mal y de la injusticia com etida contra los dem ás no es en todas partes y siem pre instintivam ente rechazado por los hom bres. La sensibilidad ante la desgracia lo es todo salvo una pasión «original». Si no se enseña a los niños las consecuencias de los actos de crueldad y el sufrim iento que pue­ 87

den causar al otro, no es posible ninguna ex­ periencia interior de la com pasión. Creerlo sería hacer gala de una certeza muy ilusoria que los hechos no confirm an. Y es que el hom bre -¿hay que recordar­ lo?- es un ser extrem adam ente complejo que aprende m ás o menos torpem ente a com po­ ner con sus defectos y sus heridas. En la in­ fancia, se enfrenta a la dependencia total de los adultos e in ten ta d o m in ar el m iedo al abandono. Incum be a los adultos ayudar a los niños a adquirir su autonom ía, sin por ello hacerles creer que la autonom ía es sinó­ nim o de independencia; crecer significa com prender que la hum anidad está hecha a la vez de confianza y dependencia, de éxitos y renuncias. Crecer es ser llevado hacia la al­ teridad, ir hacia los demás. Pero, en el movi­ m iento que nos acerca unos a otros, hay siem pre un espacio vacío, u n a distancia no recorrida, alguna cosa ausente. Aunque sólo sea porque todo encuentro se basa en cam i­ n ar hacia el otro; pero el otro nunca pue­ de conocerse o poseerse por completo. Así pues, ser hum ano significa estar dispuesto a com partir el propio espacio -el espacio del 88

cuerpo, el espacio de la palabra, el espacio de la com prensión- y apostar por que el otro acepte com partir su espacio, sin desposeer­ nos del nuestro, sin destrozarlo, sin abando­ narlo bruscam ente y dejarlo vacío. Es acep­ tar a veces el reto de hacer tocar a alguien lo que está hundido en alguna parte en los re­ pliegues de nuestro ser, lo que se encuentra en el intervalo entre el interior y el exterior, entre el yo y el no yo, y a la vez ser capaz de resp etar lo que el otro nos da para ver y tocar. Sin em bargo, es posible que un individuo crezca con la convicción de que uno se basta a sí m ism o y de que los dem ás sólo son obs­ táculos que hay que apartar, enemigos que hay que derribar. Es entonces cuando el ser hum ano se vuelve insensible y cínico, y cuan­ do el sufrim iento del otro lo puede dejar indi­ ferente. El hecho de estar constantem ente en contacto con la violencia y sus múltiples m a­ nifestaciones crea una especie de hábito; y el hábito em bota las em ociones y atenúa la có­ lera ante las injusticias a las que nos enfren­ tam os. H asta acostum brarse a la crueldad, acom odarse a ella y creer que la com pasión 89

ante el sufrim iento de los dem ás no es más que una m anifestación de debilidad. *

Cuando, en una sociedad, la crueldad se vuelve en cierta m anera «norm alizada», la propia com pasión term ina por sufrir las con­ secuencias. Y me parece que, en la a c tu a ­ lidad, estam os asistiendo a este proceso, un proceso en el que, ante los vídeos, la repug­ nancia y la com pasión dan paso de form a progresiva a la aceptación insensible o a la re­ signación de cierto público. Cuando se bus­ ca, voluntariam ente, m irar este tipo de im á­ genes, se deja de luchar contra el espectáculo al que se asiste. Uno se coloca en una posi­ ción de comodidad, fuera de las escenas crue­ les y m onstruosas de las que es espectador, como si, con la interposición de la pantalla, la realidad no fuera más que una imagen virtual. La «realidad-horror» term ina por instalarse en nuestra vida cotidiana. Ante estas imágenes de espanto, me pre­ gunto si los espectadores que las m iran re­ cuerdan todavía que el que m uere degollado 90

es un ser hum ano m uy real. Porque estos asesinatos en directo reducen a la persona a una «cosa», la cosifican. El concepto de cosificación tuvo cierto éxito en el m undo germanófono en los años veinte del siglo pasado, en que se convirtió en una especie de leitmotiv de la crítica de la sociedad y de la cultura. Después de la segunda guerra m undial, este concepto cedió el terreno y las reflexiones so­ bre la sociedad más bien se dirigieron a las deficiencias de la dem ocracia y de la justicia. Ahora bien, justam ente durante los horrores de la segunda guerra m undial la cosificación llegó a su apogeo, ya que el tratam iento ins­ trum ental de los individuos se convirtió en una práctica corriente; en los cam pos de con­ centración y de exterminio, los hom bres y las mujeres fueron tratados como objetos, como «cosas», h asta su aniquilación. B asta con pensar en el caso del nazi Franz Stangl, en­ viado en 1942 a Polonia para la construcción del cam po de Sobibór y que, entrevistado por Gitta Sereny en En aquellas tinieblas (1974), responde que, progresivam ente, es posible habituarse a la liquidación de seres hum a­ nos, sobre todo cuando se olvida que son se­ 91

res hum anos y se tratan com o un «cargamen­ to»: «Estaban tan débiles; no hacían n ad a para oponerse a lo que les llegaba, se dejaban hacer. E ran personas con las que no se tenía nada en común. Así fue com o surgió el des­ precio». El desprecio probablem ente no «na­ ció» de esta cosificación, pero ésta lo m antu­ vo, por no decir que lo acentuó. En la actualidad, en los vídeos de degolla­ ciones, se encuentra este elem ento de cosifi­ cación de la víctima, que hace posible no tan sólo su deshum anización, sino tam bién la in­ diferencia y el desprecio que se experim enta hacia ella. D eshum anización y desprecio que algunos espectadores co m p arten al m irar con indiferencia este espectáculo. La reduc­ ción del individuo a una cosa es lo que im ­ pide cu alquier com pasión. No solam ente el otro no se reconoce como un semejante, como una presencia que surge ante mí y pide ser respetado com o individuo, sino que ade­ más ya no se reconoce como un ser dotado de hum anidad. Reducido a un cuerpo desve­ lado, no puede reivindicar la consideración que hace posible que el «yo» no vaya a la de­ riva; el otro ya no es un «otro» que nos cues­ 92

tiona y nos hace dudar de nuestra visión de las cosas; ya no nos reta con su carácter «in­ destructible». *

El que está tum bado en el suelo, con los ojos vendados, esperando a ser degollado, ¿es u n hom bre? Sus verdugos, ¿son hom ­ bres? Y los que m iran estos vídeos con indife­ rencia o con placer, ¿son hombres? E n el fondo, estas im ágenes deleitan a una sociedad en la que se está a favor de los reality-shows y de la revolución digital y ya no se vive m ás que en el reflejo que se da de uno mismo. Todo puede realizarse, todo puede ver­ se. Las fronteras entre ficción y realidad son cada vez m ás borrosas; hasta el punto de que el espectador pierde la conciencia de lo real, se acostum bra a todo, tanto a la m uerte con­ vertida en espectáculo com o a la indiferencia que le sirve de cortejo.

93

¿Qué hacer?

¿Se puede ver todo? ¿Se debe m o strar todo? En un país dem ocrático, la libertad de expresión y la libertad de inform ación cons­ tituyen derechos fundam entales. Sin em bar­ go, ¿qué hay que entender por «expresión» y por «información»? E n principio, u n a infor­ m ación concierne a un hecho o un aconteci­ miento que se da a conocer a una persona o a un público después de una investigación más o menos profunda. Para describir una cosa, un acontecim iento, un hecho, se debe em pe­ zar po r prop o rcio n ar inform ación objetiva sobre ello. Es cierto que resulta difícil esca­ par a la propia subjetividad, pero los profe­ sionales de la inform ación tienen la obliga­ ción de tender a la objetividad. En cuanto a la «expresión», el térm ino se refiere a todo lo que puede ser dicho o expresado por el len­ 95

guaje, el arte, la creación. Se trata pues de un concepto m ucho m ás am plio que la inform a­ ción; se expresan opiniones, emociones, sue­ ños, obsesiones, ideas, etcétera. Pero tanto si se trata de inform ación com o de expresión, cada vez que se inform a o se expresa algo, se establece una relación con un destinatario, a veces con millones de destinatarios, que m e­ recen, com o tales, cierto respeto. Por eso, una inform ación debe ser lo m ás verídica po­ sible y u n a expresión debe evitar herir, in ­ sultar o humillar. Es decir, que la libertad de expresión y la libertad de inform ación no carecen de límites. Pero si bien los lím ites de la libertad de expresión parecen en princi­ pio evidentes, al menos en la medida en que esta libertad se detiene donde se convierte en una form a de insulto -racism o, xenofobia, hom ofobia-, los lím ites de la lib ertad de in ­ form ación parecen forzosam ente más borro­ sos. Si se adm ite que la inform ación debe evitar «engañar» voluntariam ente, ¿se es -se debe ser- libre de dejarlo ver todo? ¿La liber­ tad de inform ación se extiende hasta el voyeurismo? Éstas son las preguntas que despierta la 96

discusión de los vídeos de degollaciones. Hasta ahora, los noticiarios televisados han seleccionado extractos y han m ostrado algu­ nas imágenes, pero nunca los han pasado en­ teros. ¿O currirá lo m ism o m añana? ¿La tele­ visión va a ceder a la tentación de mostrarlo todo, como ocurre con Internet? ¿La búsque­ da de lo sensacional y de la prim icia acabará por tener la últim a palabra? Porque el éxito de la telerrealidad parece confortar la idea de que el público está ávido de imágenes y quie­ re -y p u ed e- verlo todo. La serie Loft Story, adaptada de la em isión holandesa Big Bro­ ther (1999) y difundida por el canal M6 fran­ cés por prim era vez en 2001, se convirtió en unos días en un fenóm eno social. Fue segui­ da por millones de personas y dio lugar a la creación de otras em isiones de telerrealidad como La isla de la tentación, Koh Lanta, Fac­ tor Miedo, Le Bachelor, etcétera. Cada vez, el objetivo era ir un poco m ás lejos. Al principio, en Loft Story no pasaba nada excepcional, nadie em itía opiniones grose­ ras; bastaba un gesto o un guiño fugaz para «im presionar» a la cám ara m ás cercana. Cada candidato intentaba afirm arse, im po­ 97

nerse a sus com pañeros y seducir a los espec­ tadores. Después empezó la subasta. En La isla de la tentación, se trataba de poner a prueba la estabilidad de una pareja, rodeando a los dos com ponentes de la m ism a de tentadores y tentadoras. E n Le Bachelor, un hom bre te­ nía la posibilidad de elegir a la m ujer de sus sueños entre u n a serie de chicas dispuestas a todo para conquistar sus favores. Koh Lanta establecía u n a com petencia entre los candi­ datos en islas desiertas, que supuestam ente «sobrevivían» con los «medios del lugar». Fi­ nalmente, Factor Miedo im pulsaba a los can­ didatos a vivir situaciones en las que eran «obligados» a superar sus miedos: el vacío, la velocidad, la oscuridad, el agua, los anim ales extraños... ¿Por qué no ir m ás lejos todavía? Es cierto que los candidatos que partici­ pan en los espectáculos de telerrealidad en principio están de acuerdo, m ientras que en la «realidad-horror», las víctimas de palizas, de tortura, de violación o de degollación no han pedido nada, nunca han elegido; sim plem en­ te se han encontrado, muy a pesar suyo, en el papel de actores pasivos y obligados de una tragedia real, filmados a escondidas o abier­ 98

tam ente. Pero a p artir del m om ento en que el «derecho de ver y de saber» tiende a ser sacralizado y se extiende la idea de que la gente quiere m irar la «realidad» de form a integral, incluso cuando es m acabra, ¿cómo defender el derecho de un ser hum ano a no verse pri­ vado de sí mismo, de su intim idad y sim ple­ mente de su pena? Los profesionales de la im agen no pue­ den escapar a estas preguntas; no pueden pa­ rap etarse detrás del voyeurism o im púdico de los telespectadores que «piden más». Mos­ trar el asesinato de alguien no aporta nada, sólo unos escalofríos que la desgracia pro­ porciona a los espectadores ávidos, que jue­ gan a provocarse el m iedo para sentir que están m uy vivos... Los espectadores no ob­ tendrán inform ación suplem entaria; m irar la tortura o el asesinato de alguien en directo puede desestabilizar, repugnar, dejar indife­ rente, excitar, pero en ningún caso inform ar sobre la realidad. La cuestión fundam ental es la del estatu­ to de las imágenes que se m uestran, evitando una doble tram pa: la que consiste en alim en­ tar el cinism o y la indiferencia, y la que con­ 99

siste en caer en el m ercado de lo compasional. Porque, en el fondo, los dos extrem os acaban por unirse; la exhibición emocional que consiste en instrum entalizar a las vícti­ mas reduciendo su dram a a un espectáculo generador de emociones va de la m ano con la indecencia de estos vídeos, que instrum entalizan a la vez a las víctimas y a los especta­ dores. * Cuando se habla de guerra, de to rtu ra o de ejecuciones, hay que analizar los aconte­ cimientos en todo su horror, a veces con la ayuda de im ágenes explícitas. Pero la m uer­ te reducida a un espectáculo -la «realidadho rro r» - tiene un objetivo opuesto; los ví­ deos m acabros no generan ni el análisis ni la reflexión; paralizan el pensam iento, dejan es­ tupefacto y, por lo tanto, confortan -y refuer­ zan- la indiferencia o el disfrute de los espec­ tadores. Si bien es cierto que el deber del periodista es inform ar y, por ello, en la m edi­ da de lo posible, ofrecer la verdad, no es m e­ nos cierto que no se puede ofrecer la «reali­ 100

dad» en estado bruto. Ante el horror y lo in­ soportable, uno m ism o puede caer en la bar­ barie. Y no se trata aquí de preconizar una form a cualquiera de paternalism o, sino de hacer un llam am iento a la ética de los perio­ distas. Los noticiarios televisados o los reporta­ jes pretenden inform ar a todo el m undo, y la inform ación no tiene la misión de em itir cual­ quier imagen, de decirlo todo. Algunos internautas, en sus foros, celebran la nueva libertad que les da Internet. Los medios de comunicación se pasan una semana mostrando una selección de imáge­ nes de un vídeo que ellos han visto y dicen «nosotros lo tenemos pero no podemos mos­ trarlo». Gracias a Internet, se acabó el elitismo de las oficinas de redacción, que se guar­ dan para ellos la información «no apta para el pueblo». Por otra parte, estos vídeos son fáciles de encontrar.

Solam ente que, cuando se habla de Inter­ net, se sale del ám bito de la inform ación y se entra en un m undo en el que se encuentra 101

todo y su contrario. El ám bito m ultim edia interactivo (o hiperm edia) perm ite utilizar el ordenador com o un medio de com unicación con el objetivo de comunicar, divertir o infor­ mar. Se trata, por tanto, de un tipo de presen­ tación audiovisual, pero cuyo «control», con­ trariam ente a una em isión de televisión, se deja en parte a la discreción del usuario. El ordenador se convierte así en espectáculo, y el espectador participa en ello activam ente por medio de «prótesis»: teclado, ratón, palan­ cas, guantes y otros sensores. A p artir de ahí, los intem autas se acostum bran a aceptar la violencia com o una m anera de vivir y algu­ nos ya no experim entan ninguna repugnan­ cia o repulsión al verla. M ediante la expe­ riencia continua de los vídeos bárbaros, las sensaciones de asco y de repulsión de los in­ dividuos se vuelven cada vez menos fuertes. Entonces es, como he dicho, cuando la com ­ pasión hum ana se entumece. ¿Qué hay que hacer pues con respecto a la Red? ¿Hay que prohibir que se cuelguen en ella vídeos que proyecten asesinatos o imágenes film adas con un móvil durante una agresión? En Francia, se h an tom ado m e­ 102

didas jurídicas en el m arco de la ley sobre la delincuencia, votada en m arzo de 2007. E ntre las diferentes disposiciones, algunas hacen referencia a la definición de un nuevo tipo de infracción ligada a las imágenes de violencia, como consecuencia de los sucesos relacionados con el happy slapping. El artícu­ lo 44 de la ley incluye en el Código Penal una disposición que sanciona la grabación y la di­ fusión de imágenes que m uestren infraccio­ nes que afecten a la integridad de la persona. La grabación se considera como un acto de com plicidad, lo cual significa que el autor de esta nueva infracción es punible por las m ism as sanciones que el autor de la infrac­ ción principal; la pena puede ir hasta la reclu­ sión crim inal a perpetuidad. La difusión se castiga con cinco años de cárcel y una fuerte multa. Se prevé una sola excepción, «cuando la grabación o la difusión resulten del ejerci­ cio norm al de una profesión que tenga por objeto inform ar al público o se realice con el fin de servir de prueba a la justicia».* * Actualmente, las leyes españolas no castigan la ven­ ta o difusión de este tipo de grabaciones. (N. de la T.)

103

Ahora bien, estas m edidas no dejan de crear cierto núm ero de problem as. En p ri­ m er lugar, no se ha realizado ningún análisis previo del fenómeno, en especial en cuanto a la je rarq u ía entre vídeos de denuncia, happy slapping e im ágenes de degollación. En suma, se reacciona a la violencia con la violencia de la prohibición. No se intentan com prender los vínculos entre violencia, es­ pectáculo y diversión. En segundo lugar, no se reflexiona sobre las posibles consecuen­ cias para la libertad de expresión, puesto que la ley prohíbe la difusión de imágenes de vio­ lencia aunque el autor de un vídeo no tenga vínculos con el au to r de la violencia. Lo cual representa, p o r ejemplo, condenar a quien (si no es periodista) filme actos de violencia perpetrados por la policía. Como señala con razón la organización Reporteros sin F ron­ teras: Los pasajes de este texto [ley] que supuesta­ mente se refieren al happy slapping en reali­ dad tienen un alcance mucho más amplio. Los internautas tienen ahora prohibido pu­ blicar vídeos que m uestren violencia hacia

104

alguien, aunque estos actos sean cometidos por las fuerzas de la policía. [...] Es especial­ mente lamentable que este texto instaure la prohibición de hacer circular por Internet las imágenes de eventuales exacciones cometi­ das por las fuerzas del orden.

Por o tra parte, la asociación recu erda que, en Egipto, unos blogueros han revelado recientem ente una serie de escándalos que implican a los servicios de seguridad y han dem ostrado, por m edio de vídeos filmados clandestinam ente en centros de detención, que la to rtu ra era todavía una práctica regu­ lar en este país. Ellos, y no los periodistas profesionales, son los que originaron la infor­ mación m ás fiable y m ás m olesta para el po­ der egipcio. En realidad, h ab ría que conseguir no confundir el derecho a la inform ación legíti­ m a con la horror-reality. En este punto, la ley parece caer en una generalización peligrosa. No distingue entre la libertad de inform ar y la voluntad explícita de hacer propaganda o de film ar el sufrim iento con el objetivo de di­ vertirse y pasar «un buen rato». Por lo tanto, 105

no tiene en cuenta la intención culpable del realizador de los vídeos, lo cual abre la puer­ ta a una tem ible am algam a entre inform a­ ción e instrum entalización de los medios de com unicación. Por otra parte, las imágenes de to rtu ra y asesinato producidas y difun­ didas por los islamistas, com o los vídeos de happy slapping, no com peten ni a la libertad de expresión ni a la libertad de inform ación. Así pues, h ab ría que reflexionar sobre los medios m ás apropiados de evitar que sigan siendo objeto de la codicia de espectadores cínicos o perversos. Una censura sistem ática aplicada a Inter­ net sólo puede generar consecuencias peli­ grosas; cada vez que se invoca la censura, se corre el riesgo de aten tar co n tra las p ro ­ pias bases de la dem ocracia. Basta con pen­ sar en lo que está pasando en China, donde la libertad de expresión y de inform ación aca­ ba de sufrir graves restricciones. En efecto, en su voluntad de apartar a los ciudadanos de fuentes de inform ación que consideraba «subversivas», el Gobierno com unista de Pe­ kín decidió en 2003 bloquear el acceso a los motores de búsqueda como Google o Altavis106

ta y proporcionar, para sustituirlos, un m o­ tor de búsqueda más conforme, a su modo de ver, con lo que está perm itido, o prohibi­ do, ver.

Pienso que el problem a planteado por la «realidad-horror» no puede en ningún caso resolverse recurriendo a la censura. En un país dem ocrático, no puede haber ninguna censura previa, ni control arbitrario, ni pre­ siones oficiales, ejercidas contra los partici­ pantes en procesos de com unicación o trans­ misión de contenidos. Lo que se plantea aquí es ante todo una cuestión de responsabilidad y de educación. En prim er lugar, se plantea a los profesionales de la inform ación, aunque sólo sea porque el propio acto de inform ar consiste en ayudar al público a descifrar este tipo de im ágenes y explicarle que no tien en ... ningún contenido de información; que pre­ tenden o bien alim en tar la propaganda, o bien deleitar placeres m orbosos. In fo rm ar significa, pues, sensibilizar al público hacia el problem a de la «realidadhorror» y hacerle com prender el lugar y el pa107

peí de la com pasión en el respeto a los dere­ chos hum anos. Debemos repensar y recons­ tru ir el dique que ayuda a co n trarrestar la crueldad b árb ara e im pedir que la «realidadhorror» term ine un día por com pararse con el «derecho a saber».

108

Y

D e sd e hace u n o s a ñ o s circulan en Internet víd e os que contienen e sc e n a s de una ex­ trem a violencia, en los que el espectador asiste a torturas, violaciones y degollaciones auténticas. Evolución digital de las «sn uff m ovies», o del « h y p e r-h a rd » pornográfico, e sta s grab a cio n e s del sufrim iento, de la h u ­ m illación y finalm ente la m uerte -real, no sim u la d a - de un s e r hum ano, hoy pueden s e r con te m p la d as en la Red sin ningún tipo de restricción. La filósofa

m ic h e la m a r z a n o

reflexiona en

este ensayo, ilu m ina d or a la vez que terri­ blem ente inquietante, acerca de estas m a ­ ca b ra s prácticas, y n o s insta a tratar de e n ­ tender por qué la m uerte se ha convertido ya en un espectáculo b usca do y deseado en la s pantallas del ordenador. La creciente anestesia que s u frim o s tod os ante el dolor ajeno, el odio que se advierte en tantos fo­ ro s de in te rn a u ta s y la «in d ife re n cia ante la b arb arie» que se dibuja en el Occidente contem poráneo plantean graves interrogan­ tes sob re la s c oo rd en ad a s éticas de nuestra sociedad.