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Metáforas y modelos científicos

Héctor A. Palma

Metáforas y modelos científicos El lenguaje en la enseñanza de las ciencias

libros del

Zorzal

Héctor Palma Metáforas y modelos científicos. El lenguaje en la enseñanza de la ciencia - 1a ed. - Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2008. 128 pp.; 20x13 cms (Formación docente. Ciencias naturales; 5) ISBN 978-987-599-105-7 1. Formación docente 2. Ciencias I. Título CDD 507

© Libros del Zorzal, 2008 Printed in Argentina Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a:

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Índice

Introducción.........................................................................9 Capítulo 1 Metáforas y modelos científicos......................................13 Capítulo 2 Metáforas en la ciencia....................................................33 Capítulo 3 Lenguaje y enseñanza de las ciencias................................69 Bibliografía sugerida . .......................................................111

Introducción

Luego de terminar de escribir este breve trabajo, y mientras buscaba una buena manera de comenzar una introducción, recordé algo que había pensado la primera vez que me explicaron la estructura del átomo en la escuela. Apenas vi el dibujo que la profesora hizo en el pizarrón se me ocurrió que era muy similar al sistema solar y rápidamente, comencé a especular sobre la posibilidad de que el Universo fuera una especie de juego de muñecas rusas en el cual cada nivel de organización incluyera otro similar pero más pequeño. En aquel momento no lo pensé en estos términos sino mucho más intuitivamente y, obviamente, esa idea no marcó ningún punto de inflexión en mi vida, dado que a esa edad yo estaba preocupado por otras cosas mucho más íntimas y mundanas como los partidos de fútbol del Club Atlético Vélez Sarsfield y la chica de la otra cuadra. Pero, pensándolo desde hoy, fui en aquel momento beneficiario y víctima a la vez del uso más elemental de las metáforas en la enseñanza: me sirvió para comprender algo relacionándolo con otra cosa conocida. Pero, al mismo tiempo, la metáfora, debido a su carácter un tanto vago y provocativo, se extendió demasiado. Además, ocurrió una tercera cosa en ese momento: la metáfora dejó de serlo y se convirtió en una forma de comprender, explicar y sobre todo configurar el mundo. De esta última cualidad de las metáforas tratará este libro. Hablar de metáforas en ciencia conlleva siempre una cuota de desconfianza, sobre todo porque se trata de un recurso más cercano –eso parece– a la literatura y al lenguaje común donde las metáforas tienen funciones estéticas y/o retóricas. Sirven para

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embellecer el lenguaje y/o para sugerir algo o persuadir al interlocutor. Sin embargo, paralelamente, puede constatarse que los científicos usaron, y usan todo el tiempo, una enorme cantidad de metáforas. Por ello, es legítimo preguntarse, ¿tienen esas metáforas tan sólo funciones retóricas, estéticas y/o heurísticas, es decir, de sugerencia, embellecimiento o inspiración para nuevos descubrimientos?1 También en la enseñanza de la ciencia se utilizan metáforas continuamente. ¿Tienen allí sólo una función didáctica, un valor meramente instrumental como herramienta de aprendizaje? Es indudable que las metáforas sí tienen cualidades estéticas y retóricas, así como también tienen claramente funciones heurísticas y didácticas. Sin embargo, se comete un error al creer que las metáforas sólo tienen esas funciones. Yo creo, por el contrario, que tienen además –y redoblando la apuesta diría que primordialmente– un valor cognoscitivo por sí mismas. En efecto, en numerosas ocasiones el científico describe y explica la realidad a través de metáforas; en el nivel de la enseñanza, los docentes hablan acerca de la ciencia a través de metáforas, pero también los estudiantes articulan y construyen su conocimiento acerca de la ciencia a través de esas metáforas. Los objetivos de este breve trabajo son: en primer lugar señalar algunas cuestiones que subyacen al uso de metáforas en el nivel de la enseñanza y el aprendizaje, pero que surgen de las características y usos de las metáforas en general y en el nivel de la producción misma del conocimiento por parte de los científicos, en particular. Por ello, la secuencia expositiva comenzará por el problema de la metáfora en general, en el Capítulo 1, luego seguirán algunas consideraciones sobre la metáfora en la ciencia y una exposición sumaria de los distintos tipos de metáforas científicas en el Capítulo 2 y, finalmente, en el Capítulo 3, se desarrollarán otras consideraciones sobre el problema del lenguaje que atañen a las metáforas en particular, a la enseñanza de las ciencias en general, y esbozaré He desarrollado ampliamente el problema del uso de metáforas en la ciencia en Palma (2005). 1 

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lo que considero una serie de mitos acerca de la enseñanza de las ciencias, de la epistemología y del problema educativo en general, no con la soberbia de intentar resolverlos todos de una vez y en un breve escrito como este, sino tan sólo para sentar algunas bases sobre las cuales discutir algunos de los problemas.

CAPÍTULO 1

METÁFORAS Y MODELOS CIENTÍFICOS

–¡Metáforas! –¿Qué son esas cosas? El poeta puso una mano sobre el hombro del muchacho. –Para aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir una cosa comparándola con otra. A. Skarmeta, Ardiente paciencia

1. Ciencia y metáforas 1.1 El punto de vista tradicional Con facilidad puede constatarse que a lo largo de la historia de la ciencia –y también en la actualidad– los científicos utilizan metáforas todo el tiempo: han sostenido que el universo es un organismo, que es una máquina, o bien que es un libro escrito en caracteres matemáticos; que la humanidad o una civilización se desarrolla o muere; que las leyes de la economía o la sociología son equivalentes a las de la física newtoniana; que entre las empresas comerciales, las innovaciones tecnológicas, o aun entre los

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pueblos y culturas hay un mecanismo de selección de tipo darwiniano; que el mercado se autorregula a través de la mano invisible; que la evolución de las especies puede exponerse a través del árbol de la vida; que la mente humana es como una computadora o bien que una computadora es como una mente; que la ontogenia humana repite o reproduce la filogenia o, por el contrario, que la filogenia repite la ontogenia, que en los genes hay un código que el organismo decodifica para funcionar, un código que los científicos están aprendiendo a leer también; e infinidad de otras metáforas. Muchas veces ni siquiera se reconoce el carácter metafórico de estas expresiones tan habituales. En otras ocasiones, y en defensa del privilegio epistémico de la ciencia, suele señalarse que expresiones como las precedentes son meras formas de hablar, un lenguaje figurado o desviado que cumpliría funciones didácticas o heurísticas, pero que no expresaría la verdadera explicación, que la ciencia posee, pero que es inaccesible para los no especialistas. Este modo de plantear las cosas tiene su origen en que, tradicionalmente, las metáforas han cargado con un estigma: al mismo tiempo que son profusamente utilizadas en todo tipo de lenguaje, constituirían un obstáculo para cualquier comprensión racional de la realidad. Habría en principio dos tipos de lenguajes que delimitarían respectivamente dos funciones, consideradas tradicionalmente como incompatibles: por un lado un lenguaje literal que permitiría producir y transmitir información y conocimiento, y por otro lado un lenguaje desviado, sesgado, indirecto, constituido por analogías, y ese tipo particular de analogías que son las metáforas cuya función sería meramente estética o retórica.2 El primero permanece asociado a la descripción y explicación de lo real, el segundo a la zona nebulosa y misteriosa de la intuición y la creatividad sin rigor ni límites. Por ello la relación entre metáforas y conocimiento ha sido, según la concepción tradicional, muy clara: la metáfora carecería de toda relevancia y valor cognoscitivo y su función sería fundamentalmente estética y/o retórica. 2 

Lo mismo ocurriría con otro tipo de construcciones como la ironía o la hipérbole.

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Esta concepción fue recogida con beneplácito por toda la epistemología estándar, basada en el esfuerzo por depurar, y en lo posible formalizar al máximo, el lenguaje científico como medio para lograr objetividad y neutralidad. De todos modos, la epistemología estándar reconocerá, aunque como una función externa a la ciencia, el valor heurístico de la metáfora, es decir, como fuente de inspiración creativa para los científicos. La distinción ya clásica entre contextos de justificación y descubrimiento,3 hace referencia, en buena medida, a este problema: mientras la justificación de las teorías requeriría de controles metodológicos rigurosos, el descubrimiento sería una tarea no sometida a ninguna regla racional rigurosa y allí la metáfora podría cumplir un papel. Resulta llamativo, en los últimos tiempos, el renovado interés por el problema de la metáfora que se manifiesta en la enorme cantidad de estudios publicados, que van mas allá del análisis y establecimiento de taxonomías acerca de los usos literarios de la metáfora, y se dirigen hacia consideraciones sobre su papel en el conocimiento humano. Sin embargo, los nuevos estudios provenientes de la filosofía del lenguaje, la retórica de la ciencia y los estudios posmodernistas (y relativistas) sobre la ciencia no escapan básicamente del planteo tradicional: • Para la concepción tradicional las ciencias solamente emplearían recursos cognoscitivos representacionales y transmisores de información y por ello desechan todo uso de metáforas y analogías a la hora de justificar el conocimiento científico.

Desde el punto de vista tradicional el contexto de descubrimiento incluye las condiciones sociales, culturales, políticas, incluso psicológicas, en medio de las cuales los científicos desarrollan su trabajo. El contexto de justificación implica controles metodológicos y empíricos rigurosos y racionales, y por tanto referidos a la verdad científica, que son (o en todo caso deberían ser) independientes de las condiciones del contexto de descubrimiento. Uno de los tópicos de las discusiones epistemológicas del siglo XX se refieren a la disolución de las barreras claras entre ambos contextos (cf. Palma y Wolovelsky, 2001). 3 

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• Buena parte de los nuevos estudios –seguramente como resultado del fracaso de los intentos de la epistemología estándar por depurar el lenguaje y reducirlo a lenguaje empírico– han comenzado a considerar a la ciencia como un lenguaje más, con características similares de referencialidad difusa y por ende se admite con toda libertad el empleo de recursos retóricos y estilísticos que apunten meramente a convencer y lograr consenso. Como decíamos, ambas perspectivas se basan en el mismo supuesto: la negación del valor cognoscitivo/epistémico de las metáforas. En efecto, la perspectiva deudora de la tradición epistemológica estándar, pretende defender la especificidad de la ciencia sobre la base de un lenguaje formalizado y depurado en el cual algunos de sus enunciados tienen una referencia empírica directa sin mediación alguna, lenguaje con valor epistémico en contraposición de lenguaje metafórico. El punto de vista opuesto, asociado a posiciones relativistas posmodernas, pretende que la práctica científica, a través de su lenguaje, construye su objeto y no difiere, más allá de algunos rituales académicos, cuestiones estilísticas y reglas metodológicas protocolizadas, de otros lenguajes no referenciales. La utilización de metáforas (y otros recursos retóricos y estéticos) en el lenguaje científico sería, para ellos, la prueba de que no hay en él ningún privilegio epistémico. Es decir, rescatan el valor de las metáforas a costa de considerar el lenguaje científico en los mismos términos que el lenguaje literario, o bien como una práctica que no difiere, en lo sustancial, de otras prácticas humanas con resultados discursivos.

1.2 Las metáforas en la ciencia y en la enseñanza Creo que las dos posiciones precedentes están equivocadas y en este breve trabajo, en cambio, sostendré: 1. El lenguaje (de la enseñanza) de las ciencias es esencialmente metafórico, pero esas metáforas dicen algo por sí mismas y no

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como traducción de un lenguaje literal original. Se trata de una intraducibilidad de las metáforas que no es circunstancial sino constitutiva, es decir que en ningún caso se trataría de una (eventualmente mala o buena) traducción de un lenguaje científico privilegiado neutro y literal que está ahí, disponible para el que lo entienda. 2. Si bien las metáforas pueden cumplir (y de hecho a menudo lo hacen) funciones didácticas, heurísticas –y también estéticas–, ellas cumplen primordialmente un papel cognoscitivo y epistémico fundamental. Esto ocurre tanto en la producción de conocimiento por parte de los científicos así como también en los procesos de apropiación de conocimiento que realizan los estudiantes. 3. Como consecuencia de los dos puntos anteriores queda claro el carácter fundacional e inevitable del uso de metáforas. Por lo tanto, no tiene ningún sentido elaborar una especie de denuncia o advertencia sobre los supuestos peligros o riesgos del lenguaje metafórico. Más bien, se trata de analizar la naturaleza y función de las metáforas para comprender el tipo de compromisos conceptuales, intelectuales y epistemológicos que se asumen cuando se las enuncia y aprovechar sus potencialidades. Si bien lo que ocurre en la producción de conocimiento por parte de la comunidad científica es muy diferente de lo que ocurre en la enseñanza de las ciencias, en una enorme cantidad de aspectos las afirmaciones precedentes valen para los dos ámbitos. Veamos primero, entonces, qué ocurre cuando se enuncia una metáfora.

2. ¿Qué es una metáfora? Para responder a la pregunta del título puede ser útil emplear, como esquema básico, las dos grandes líneas de respuestas que

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a lo largo de la historia se han dado –los enfoques semánticos y pragmáticos–,4 no tanto para elegir uno entre ellos, sino más bien para caracterizar a la metáfora según criterios complementarios, porque explicar qué es una metáfora implica reconocer que algo ocurre con el significado de los términos y expresiones, pero también que ello ocurre en un contexto determinado que a su vez es modificado por la metáfora. Veamos brevemente ambos enfoques.

2.1 Teorías sobre la metáfora: los enfoques semántico y pragmático Básicamente, el punto de vista semántico sostiene que el juego metafórico surge porque algo ocurre con el significado de los términos y/o expresiones intervinientes. La definición ya clásica de Aristóteles inaugura la concepción semántica y toda una tradición en el tratamiento del problema de la metáfora definiéndola como: “[...] la transposición de un nombre a cosa distinta de la que tal nombre significa [...]” (Aristóteles 1990: 1457b). Así, la naturaleza de la metáfora se resuelve en torno a la relación entre el lenguaje literal y el lenguaje metafórico entre los cuales se realiza esa transposición. M. Black (1962) distinguió, para dar cuenta de esta relación, por un lado el enfoque sustitutivo (susbtitution view), con su variante el enfoque comparativo (comparison view) y, por otro lado su propia propuesta, el enfoque interactivo (interaction view). Según el enfoque sustitutivo la expresión metafórica funcionaría como un sustituto de una expresión literal. En suma, lo mismo que dice la metáfora podría expresarse de modo literal y comprenderla sería como descifrar un código o hacer una traducción. Siempre, según este punto de vista, podría hacerse La interpretación semántica se remonta al mismísimo Aristóteles, por lo que sabemos el primero que analizó sistemáticamente la metáfora, e incluye autores modernos como I. A. Richards (1936), P. Ricœur (1975), M. Black (1962), o N. Goodman (1968) entre otros. La interpretación pragmática incluye autores como D. Davidson (1984 y 1991), A. Martinich (1991), o J. Searle (1991), entre otros. 4 

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una paráfrasis literal. En el enfoque comparativo, un caso especial del sustitutivo, la expresión metafórica tendría un significado que procede, por cierta transformación, de su significado literal normal. La metáfora sería una forma de lenguaje figurado (como la ironía o la hipérbole) cuya función es la analogía o semejanza, y en tal sentido la expresión metafórica tendría un significado semejante o análogo a su equivalente literal. Sin embargo, sostiene Black acertadamente, cuando se construye una metáfora, más que una comparación o sustitución, se ponen en actividad simultánea –en interacción– dos ámbitos que habitualmente no lo están. La primera característica que podemos extraer entonces, es que la potencia de la metáfora procede más bien de su carácter un tanto impreciso y, parecería más apropiado y esclarecedor decir que la metáfora crea la semejanza más que dar cuenta de una semejanza preexistente. Ahora bien, el punto de vista semántico tiene dificultades para explicar por qué puede suceder que una expresión lingüística sea interpretada literalmente en un contexto y metafóricamente en otro o por qué algunas metáforas tienen éxito. Esto ha llevado a pensar que se trata de una cuestión atendible desde la pragmática del lenguaje, es decir, en la que se distingue entre el significado lingüístico, determinado por el sistema de la lengua (las reglas de la gramática y la semántica), y el significado comunicativo, determinado por el contexto en que los hablantes usan la lengua según reglas que les permiten entenderse y regido según ciertos principios, a veces no demasiado rigurosos, que regulan la interacción comunicativa racional. Según el punto de vista pragmático esos elementos provenientes del contexto, determinan o influyen decisivamente tanto en la producción así como también en la comprensión de las acciones lingüísticas. El significado que adquieren las palabras en el uso metafórico por parte de un hablante requiere, por parte del auditorio, de la captación de las intenciones de ese hablante al utilizar las expresiones. J. Searle (1991) por ejemplo, sobre la base de un principio general que permite a la

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audiencia comprender lo que el hablante quiere decir, que es algo más, o algo diferente, de lo que sus palabras dicen, desarrolla los medios o estrategias particulares que emplea el hablante/oyente para producir/interpretar las expresiones metafóricas. Sin embargo, la concepción de Searle supone, más allá de romper con los enfoques puramente semánticos, una tesis tradicional: cualquier expresión puede tener, además del significado literal, un significado metafórico. Puede sostenerse, con Lakoff y Johnson (1980), que dicho punto de vista concluye favoreciendo, de otro modo, la antigua primacía del lenguaje literal por sobre el figurativo, ya que los procedimientos postulados por Searle, basados ambos en la formulación “busca primero lo literal, y –sólo como última instancia, en caso de haber fallado– busca lo metafórico”, reforzarían el supuesto de que el lenguaje metafórico es desviado y secundario con respecto al lenguaje literal. Como quiera que sea, podemos extraer, como segunda característica, que para que la metáfora funcione como tal es necesario un contexto propicio. Sin embargo, creo que no es necesario suponer que hay una dualidad significativa de las expresiones metafóricas. Propongo anular la distinción entre lenguaje literal/lenguaje metafórico y, por tanto, considerar que la metáfora significa sólo lo que significan las palabras usadas para expresarlas literalmente y nada más.5 Esto es así porque el significado sólo tiene un papel dentro de los límites bastante estrechos (aunque cambiantes) de la conducta lingüística regular y predictible, los límites que demarcan (temporalmente) el uso literal del lenguaje. El proceso de comprender una metáfora es el mismo tipo de actividad que se pone en juego para cualquier otra expresión lingüística, que requiere un acto de construcción creativa de lo que el significado literal de la expresión metafórica es y lo que el hablante cree sobre el mundo. Hacer una metáfora, como hablar en general, es una empresa creativa.

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Esta tesis está tomada de Davidson (1984).

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Este punto de vista no sólo apunta a dar cuenta de un problema lingüístico, sino que también deriva en una cuestión cognoscitiva que conviene tener presente. Davidson se opone a la idea según la cual la metáfora puede cumplir una función significativa y comunicativa de modo peculiar y secreto.6 Hago mías sus palabras: El error fundamental que me propongo atacar es la idea de que una metáfora posee, además de su sentido o significado literal, otro sentido o significado. Esta idea es común a muchos de quienes han escrito acerca de la metáfora. [...]Aparece en escritos que sostienen que puede obtenerse una paráfrasis literal de una metáfora, pero también la comparten quienes sostienen que típicamente no puede hallarse dicha paráfrasis literal. Muchos ponen el acento en la percepción especial que puede inspirar la metáfora e insisten que el lenguaje ordinario, en su funcionamiento usual, no produce tal percepción. Pero también este punto de vista ve a la metáfora como una forma de comunicación paralela a la comunicación ordinaria; la metáfora conduce a verdades o falsedades acerca del mundo de manera muy parecida a como lo hace el lenguaje común, aunque el mensaje puede ser considerado más exótico, profundo o artificiosamente ataviado (Davidson [1984] 1991: 245).7

El problema, en todo caso, no es que la metáfora sugiera o provoque de un modo indirecto cierta captación de su objeto, su potencia psicológica en suma, sino considerar que ella resulte un instrumento de conocimiento insustituible. No se trata de que haya un significado en la metáfora con relación al objeto, sino que este significado sea verdadero, y verdadero de un modo que sólo la metáfora puede aportar. Esta idea nos servirá en este contexto para poder analizar el discurso metafórico de la ciencia del mismo Ricœur (1975), por ejemplo, desde una concepción semántica, defiende la existencia de cierta capacidad o cualidad misteriosa de la metáfora, de suministrar “un conocimiento profundo verdadero de la realidad”. 7  En las referencias bibliográficas se señala el año de la edición original entre corchetes. 6 

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modo que cualquier otro lenguaje, pero también puede ser aplicada para desmitificar una serie de pseudosaberes y misticismos varios que han proliferado en los últimos años bajo la forma de autoayudas, medicinas alternativas, sectas, etcétera, que con un lenguaje oscuro, confuso, alegórico y/o metafórico pretenden decir algo sin decir absolutamente nada, aunque lo más grave es que pueden ganar las voluntades de los incautos. Pero volvamos a nuestro tema. La idea de Davidson es muy interesante e incluso propongo, aunque no se la comparta, que se la acepte como una apuesta programática y metodológica, a saber: considerar las metáforas utilizadas en ciencia como si tuvieran un significado propio y no derivado y, si bien puede reconocerse su génesis metafórica, es posible analizarlas en función de su significado actual. Evidentemente esta propuesta vale solamente para las metáforas utilizadas en ciencia y, si bien puede aplicarse también a la literatura, en este caso sería francamente absurdo. Ahora bien, podemos a modo de resumen tratar de dar cuenta del tipo de procesos que se ponen en juego aquí y ahora cuando se plantea una metáfora, es decir, caracterizar la naturaleza del discurso metafórico, tomando buena parte de lo que ya he señalado: • De acuerdo con las posiciones semánticas considero que las metáforas producen nuevos significados, sea cual fuere el mecanismo psicológico por el cual lo hacen. La imposibilidad de dar una paráfrasis literal de las mismas, su intraducibilidad en suma, es el principal argumento en favor de ello (luego volveremos sobre este punto). • El ítem anterior nos deja directamente –aunque más no sea como un supuesto metodológico– en el punto de vista de Davidson: no hay tal cosa como un lenguaje literal y otro metafórico que deriva de aquel, sino dos lenguajes en sí mismos. Como consecuencia de ello debe aceptarse –insisto, incluso como supuesto metodológico– que la metáfora no posee nin-

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guna ventaja –ni desventaja– epistémica respecto del llamado lenguaje literal y, sobre todo que ella puede arreglárselas en soledad con su referencia y por tanto ser verdadera o falsa en las mismas circunstancias y condiciones que el lenguaje en general. Obviamente también considero que la metáfora no constituye ningún caso especial de captación del mundo. • Con respecto a las concepciones pragmáticas, considero que resulta indispensable para que haya una metáfora que se den condiciones adecuadas de contexto. La naturaleza de la metáfora, descripta hasta aquí, puede caracterizarse utilizando el concepto de bisociación,8 que se refiere a la intersección de dos planos asociativos o universos de discurso que ordinariamente se consideran separados y, a veces, hasta incompatibles. Hasta el momento en que alguien –independientemente de cuáles sean los procesos psicológicos o neurológicos que intervengan– hace converger ambos universos o planos produciendo un resultado novedoso e inesperado, no empleado hasta ese momento, ambos planos asociativos constituían mundos separados y no asociables, funcionando según una lógica propia y constituidos por elementos que sólo se producen en ese plano. Cuando alguien ofrece otro plano asociativo establece una convergencia inédita que produce un cambio igualmente inédito en la percepción de los hechos, y la lógica habitual, de acuerdo con la cual se consideraban los hechos dentro de una esfera, resulta invadida por la lógica de la otra esfera. Procesos de este tipo son moneda corriente en la ciencia, en la cual, en un momento determinado, los hechos salen del marco en que ordinariamente se percibían y comienzan a organizarse y pensarse según una nueva lógica produciendo resultados nuevos y sorprendentes. Es importante destacar –y esto ocurre tanto en la producción de conocimiento científico así como también en la enseñanza de la ciencia utilizando He tomado el concepto de bisociación de Koestler (1964) aunque él hace un uso más amplio que se extiende, además, a los contextos de lo cómico y lo artístico. 8 

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metáforas– que este tipo de procedimientos no se refiere tan solo a un cambio de perspectiva sobre el mismo hecho o grupo de hechos al modo en que las distintas disciplinas abordan objetos complejos, sino que la nueva mirada, producto de la transferencia metafórica –bisociación–, puede también producir una reorganización de lo conocido, e, incluso puede, literalmente, inaugurar o introducir nuevos hechos pertinentes y relevantes. Según una terminología epistemológica puede decirse que modifica en un sentido, a veces fundacional y no necesariamente acumulativo, la base empírica, es decir, el conjunto de los hechos relevantes.

2.2 La metáfora a lo largo de su propia historia: la literalización Debe avanzarse un poco más y abordar el problema siguiente que atañe a las metáforas en general pero, en particular, a las metáforas utilizadas por la ciencia. Algunas metáforas, sobre todo las grandes metáforas literarias, siguen siendo metáforas aunque pase el tiempo, y en eso consiste, precisamente, su valor; otras, especialmente aquellas que se hunden en el origen mismo de las expresiones o el lenguaje,9 pierden ese carácter y se literalizan de algún modo. En general, con las metáforas utilizadas en ciencia pasa algo parecido a esto último, y se literalizan. Por eso, resulta importante analizar algunas categorías que den cuenta de la dinámica de las metáforas a lo largo del tiempo. El concepto de bisociación, sin embargo, muestra hasta ahora una caracterización adecuada, pero tan sólo del costado sincrónico del proceso, que requiere ser completado con un abordaje diacrónico, ya que las metáforas tienen éxito y mueren rápidamente como tales, literalizándose. Lo que se inicia como una bisociación entre ámbitos Por citar sólo algunos ejemplos: “Atacó los puntos débiles de mi argumento” (una discusión en términos bélicos), “me levantó el ánimo” o “caí en una depresión” (arriba es bueno, abajo es malo), “sus ideas han fructificado” (las ideas son como plantas), etc. 9 

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ajenos, a partir del éxito, rápidamente acaba siendo una explicación literal del ámbito adoptivo al cual fue extrapolada en un principio. Esta ubicación de la metáfora en el transcurrir temporal obliga a tomar en cuenta su inestabilidad y al mismo tiempo su potencia. Otros ya han tratado este problema de modos diversos. Turbayne, por ejemplo, señala: Hay tres etapas principales en la vida de la metáfora. Al principio el empleo de una palabra es simplemente inadecuado. Ello sucede porque le asigna a una cosa un nombre que pertenece a otra [...] A este respecto, las grandes metáforas no son mejores ni peores que los comunes errores de nominación [...] Pero puesto que semejante afirmación y negación producen la requerida dualidad de sentido, la metáfora eficaz rápidamente entra en la segunda etapa de su vida; el que una vez fuera nombre inapropiado se convierte en metáfora. Alcanza su momento de triunfo [...] El momento en que la metáfora es inapropiada y el momento de su triunfo son breves comparados con el periodo infinitamente largo, en que la metáfora es aceptada como lugar común. Las dos últimas etapas a veces son consideradas como transición de una metáfora ‘viva’ a una ‘moribunda’ o ‘muerta’ (Turbayne [1962] 1974: 38).

Está claro que la supervivencia de las metáforas en general es un asunto diacrónico y justamente atender al proceso temporal permite concebir la trayectoria de las metáforas como un proceso de bisociación sincrónica seguido de una literalización diacrónica. Este proceso es importante porque explica por qué las metáforas –y aquí ya solo interesan las metáforas de la ciencia– acaban perdiendo su condición inicial, y los sujetos que las utilizan olvidan, por así decir, que se está en presencia de una metáfora. La metáfora comienza a ser utilizada como una descripción del mundo y esto les ocurre tanto a los científicos como a los estudiantes no científicos. Probablemente, porque la metáfora no es un sustituto de algo que está más allá y sólo se está en presencia de ella, sus derivaciones teóricas

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y sus consecuencias útiles y productivas para efectuar predicciones y abordar nuevos problemas. Antes de proseguir vale la pena señalar una cuestión que atañe a la duplicidad de lenguajes. Puede hablarse de dos lenguajes, uno literal y otro metafórico, en el momento de la bisociación –momento del análisis sincrónico–. Luego, en el análisis diacrónico puede hablarse también de dos lenguajes, pero solo en el sentido en que ellos son independientes entre sí y ninguno de los dos lenguajes es subsidiario del otro. En suma, si bien puede defenderse una dualidad de lenguajes en el momento en que opera la transferencia metafórica, tal dualidad resulta irrelevante cuando esta operación culmina. Una vez operada la transferencia de un ámbito a otro, la eliminación de la distinción lenguaje literal/ metafórico hace que se disuelva el problema de la metáfora en el del lenguaje en general. Si se ha de considerar la relevancia cognoscitiva de las metáforas, el lenguaje que aparecía como subsidiario tiene que arreglárselas en soledad con su referencia, y resulta para este caso irrelevante el origen –desviado, figurado, sesgado– de tal lenguaje. En esta nueva consideración, las metáforas han de enfrentar el problema de la verdad, la referencia y el significado, del mismo modo que un supuesto, y ahora ya no privilegiado, lenguaje literal. Esto supone parámetros de análisis distintos de los que empleará el crítico literario, que analiza las metáforas como novedosas, triviales, reiterativas o exóticas, pero no como verdaderas o falsas en un sentido relevante. Obviamente es un despropósito pedirle al crítico literario y al lector de literatura que haga lo mismo. Por ello, como herramienta de análisis de la ciencia propongo utilizar el concepto de metáfora epistémica (en adelante: ME) que puede caracterizarse como sigue: en el uso epistémico de las metáforas, una expresión (término, grupo de términos o sistema de enunciados) y las prácticas con ella asociadas, habituales y corrientes en un ámbito de discurso determinado sociohistóricamente, sustituye o viene a agregarse (modificándola) con aspiraciones cognoscitivo-epistémicas, a otra

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expresión (término, grupo de términos o sistema de enunciados) y las prácticas con ella asociadas en otro ámbito de discurso determinado sociohistóricamente; este proceso se desarrolla en dos etapas, a saber: bisociación sincrónica/literalización diacrónica.

3. Modelos científicos [...] el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisficieron, y los Colegios de Cartógrafos levantaron un mapa del imperio que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y de los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos. J. L. Borges, “Del rigor de la ciencia”

Se hace necesario resolver una cuestión importante que permanece latente desde el inicio de este trabajo: ¿qué diferencias –y, en todo caso, semejanzas– hay entre las metáforas y los modelos científicos? La palabra “modelo” se utiliza en varios sentidos. Me limitaré a describir brevemente algunos modelos entendidos como representante de,10 que son los más fácilmente asimilables a las metáforas. Hay otra utilización de “modelo”, que no encaja fácilmente en mi asimilación de “modelo” y “metáfora”, y que consiste en considerarlo como una interpretación que hace verdaderos todos los axiomas de un sistema axiomático: “un modelo de una teoría puede ser definido como una realización posible en la cual todas las sentencias válidas de una teoría son satisfechas y una realización posible de una teoría es una entidad de la correspondiente estructura de la teoría de conjuntos” (Suppes 1969: 252). En este sentido de modelo matemático en el cual modelo es lo representado, 10 

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Obviamente, existen muy diversos modos de representar, de relacionar representación y representado en suma, que se expresan en los distintos tipos de modelo. Pero, además, también para la producción o adopción de un modelo debe señalarse la existencia de un tercer elemento que produzca el enlace entre representación y representado, que produzca, en suma, la bisociación. El tratamiento literario de las metáforas soluciona la cuestión apelando a una instancia más o menos inasible como la creatividad y, de hecho, en algún sentido puede suponerse lo mismo para el caso de los modelos científicos. Sin embargo, el enlace para el caso de los modelos parece requerir la explicitación de reglas mucho más precisas. Veamos algunos casos. En primer lugar, entre los modelos se encuentran los llamados modelos a escala, que son simulacros de objetos materiales, ya reales como imaginarios, que conservan las proporciones relativas del original: maquetas de edificios o puentes, aviones para pruebas en túneles de viento, entre otros. En segundo lugar, se encuentran los modelos analógicos, muy abundantes en la historia de la ciencia. E. Rutherford y N. Bohr tomaron el sistema solar como modelo para representar el átomo, considerando que la estructura de éste es análoga a la de aquél. C. Maxwell desarrolló la representación del campo eléctrico sobre la base de las propiedades de un fluido incompresible imaginario (éter). C. Huygens elaboró su teoría ondulatoria de la luz con ayuda de sugerencias derivadas de la concepción del sonido como fenómeno ondulatorio; sistemas mecánicos que dan cuenta de fenómenos eléctricos, magnéticos u ópticos, o bien, en el caso del átomo, extrapolan lo que ocurre en algunos sistemas macroscópicos a los sistemas microscópicos, o se basan en campos de disciplinas más desarrollados. Una forma particular de este tipo de modelos ocurre en biología, cuando ciertos organismos son seleccionados como modelos, sobre la base el camino recorrido por la modelización es inverso al que se analizará en este trabajo como proceso de asignación metafórica de significados nuevos o extensión de significados, por lo cual será preferible dejarlos de lado.

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de la comodidad para la investigación y manipulación y son investigados intensivamente, con la esperanza de generalizar los resultados para otros organismos. En la investigación biomédica, se usan frecuentemente ratones, perros y monos como modelos para estudiar los efectos de drogas en los seres humanos. Buena parte de la investigación genética se hace utilizando moscas y algunos tipos de bacterias. En física, se usan modelos mecánicos de los procesos naturales, como por ejemplo un sistema de bolas de billar en movimiento aleatorio se puede tomar como modelo para el estudio de los gases. Esta relación modelística no implica que las bolas de billar sean como partículas de gas en todos los respectos, simplemente que las moléculas de gas son análogas a las bolas de billar. Bajo el modelo, algunas propiedades de las bolas de billar se deben adscribir a las moléculas de gas, esto es, el movimiento e impacto –lo que Hesse (1966) llama analogía positiva–, mientras que otras propiedades de las bolas de billar como el color o la dureza (la analogía negativa), no tienen su análogo en las moléculas. Según Hesse, también hay analogías neutrales, usadas cuando no se sabe si las propiedades son compartidas y que permiten hacer nuevas predicciones. La epistemología estándar reconoce en los modelos ciertas funciones, como por ejemplo las de comprender un dominio de fenómenos a partir de otro en principio más accesible y conocido que el primero; pueden tener también una función didáctica y además una función heurística, ya que a través de ellas se llegaría a la formulación de hipótesis sugeridas por las analogías; pero queda absolutamente claro que no se les reconoce poder explicativo ni probatorio. Como a las metáforas, se les reconoce solo utilidad en el contexto de descubrimiento para la búsqueda de nuevos principios explicativos11 (Hempel 1966: 44). Sin embargo, creo Sin embargo hay un mapa de discusiones bastante complejo en torno al papel que cumplirían en el análisis de las teorías: algunos (como Carnap [1928]) consideran que son elementos de los cuales se puede prescindir totalmente en las ciencias empíricas y, por más que puedan cumplir alguna función, no cuentan para el análisis de 11 

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que no hay ningún impedimento conceptual para concebir los modelos científicos que hemos descripto, del mismo modo en que lo hace Black, como verdaderas metáforas y rescatar el papel positivo y productivo: los modelos no son deshonrosas suplencias de las fórmulas matemáticas. [...] Para muchos el uso de modelos en la ciencia se viene pareciendo al de la metáfora [...] El modelo funciona como un tipo más general de metáfora. No hay duda de que cierta semejanza entre el empleo de un modelo y el de la metáfora (acaso deberíamos decir: de una metáfora sostenida y sistemática) y la crucial cuestión acerca de la autonomía de los modelos tiene su paralelo en una antigua discusión sobre la traducibilidad de las metáforas (los que ven el modelo como una simple muleta se parecen a quienes consideran la metáfora como mero ornamento o decoración). [...] el pensamiento metafórico es un modo peculiar de lograr una penetración intelectual, que no ha de interpretarse como un sustituto ornamental del pensamiento llano Cosas muy parecidas pueden decirse de los modelos en la investigación científica. Si se invocase el modelo después de haber llevado a cabo la tarea de formulación abstracta, sería, en el mejor de los casos, algo que facilita la exposición; pero los modelos memorables de la ciencia son ‘instrumentos especulativos’ [...]. El uso de un modelo determinado puede no consistir en otra cosa que una descripción forzada y artificial de un dominio suficientemente conocido ya de otra forma; pero puede ayudarnos también a advertir cosas que de otro modo pasaríamos por alto, y a desplazar la importancia relativa concedida a los detalles: brevemente, a ver nuevas vinculaciones (Black [1962] 1966: 232) las teorías; otros (como por ejemplo Ángel [1961] y Braithwaite [1959]) creen que los modelos, dado que cumplen un papel (no imprescindible) deben ser tomados en cuenta en el análisis de las teorías; también hay quienes (como Hesse [1966], Harré [1970], o Black [1962]) piensan que son componentes relevantes y por lo tanto imprescindibles para el análisis de las teorías. Esta última posición es compartida por la denominada “concepción semántica (o modelo teórico) de las teorías” (entre muchos otros Suppes [1969], Suppe [1989], Stegmüller [1973], Moulines [1982]).

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En el capítulo siguiente desarrollaré algunos ejemplos de metáforas utilizadas en ciencia para, en el último capítulo, volver sobre el problema del lenguaje en general y de las metáforas en particular en la enseñanza de las ciencias.

Capítulo 2

Metáforas en la ciencia

[...] la verdad, una vez hallada, sería sencilla, además de bella. J. Watson, La doble hélice

La cantidad de ME que pueden detectarse a lo largo de la historia es verdaderamente inabarcable. Pero además, y como es de suponer, las ME no son módulos estándar, identificables clara e inmediatamente, sino que adquieren variadas formas, niveles y alcances y también reconocen distintas génesis y procedencias. Por lo tanto resulta muy difícil establecer clasificaciones o taxonomías exhaustivas. Entonces, tan sólo a modo de primera aproximación tentativa y provisoria, señalaré algunas formas principales o típicas según las cuales se producen –entre áreas del conocimiento– interacciones como apropiaciones, extrapolaciones o transferencias metafóricas de conceptos, simples ideas, o teorías completas o parciales.

1. Las grandes metáforas En primer lugar, las metáforas muy generales, muchas veces son verdaderos supuestos metafísicos sobre la naturaleza o la sociedad,

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y son aplicadas a las distintas disciplinas o áreas de conocimiento. Hacen lo que todas las metáforas, es decir, operan en la configuración de la experiencia disponible en un momento dado, de modo tal que constituyen el elemento primordial que posibilita la producción de conocimiento. Ellas delimitan el campo de lo posible cognoscitivamente (Jacob 1981), pero tienen la propiedad de estructurar u organizar campos completos y muy extensos del conocimiento sobre la realidad. Casos típicos pueden ser el finalismo, de raigambre aristotélica, basado en el concepto de physis griega y que predominó en muchos sentidos hasta el siglo XVII, el mecanicismo que surge en el siglo XVII y el evolucionismo del siglo XIX. Quizá no sea demasiado aventurado pensar que estas metáforas muy amplias, que han atravesado todo el conocimiento de sus épocas y han perdurado durante siglos, tengan su origen en las principales y más simples fuentes de inspiración de la experiencia humana cotidiana. El primer ejemplo se origina en lo viviente en general o en algunas de sus funciones o características, muchas veces en versiones estrictamente antropomorfizadas. El segundo, por su parte, se origina en una creación humana: las máquinas, y se extiende tanto al mundo de lo viviente como al de lo no viviente. El tercer ejemplo tiene su origen en la convicción del carácter progresivo de la historia humana.

1.1. La physis El concepto griego de physis es un caso de metáfora básica proveniente del mundo de lo viviente que resulta fundamental para entender la cultura griega y ha constituido el modo básico de entender la naturaleza por lo menos hasta el siglo XVII. El concepto de physis se encuentra profundamente imbricado en el pensamiento griego, pero aquí nos detendremos fundamentalmente en la versión aristotélica, quien en su Metafísica, ubica los tres primeros significados de physis en términos de crecimiento o generación: “la generación de objetos que crecen”, “el primer

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componente del que crece un objeto en fase de crecimiento” y “la fuente de la que el movimiento empieza primero en cada cosa natural y que pertenece a esa cosa en cuanto tal cosa”. Este punto de vista, entonces, concibe al ser haciéndose al estilo de cómo se hace un ser vivo. Las nociones de materia y forma por un lado, y potencia y acto por otro, y las denominadas cuatro causas de la metafísica aristotélica se encuentran en línea con este punto de vista. La causa material es la sustancia en bruto y sin desarrollar del ente que experimenta el desarrollo; la causa formal es el esquema del desarrollo revelado desde el principio al fin; la causa eficiente o causa motriz es el mecanismo mediante el cual se mantiene en marcha el proceso de desarrollo; y por último y tal vez la más importante, la causa final, aquella que hace que cada ente, si no interfiere nada, se desarrollará tal cual está previsto en su propia naturaleza. Por ello, uno de los rasgos claves para entender la concepción del mundo aristotélica, es su carácter teleológico, además de su visión jerarquizada del cosmos. Este último aspecto implica que así como hay objetos superiores y más perfectos (los objetos celestes), y objetos inferiores (los objetos del mundo sublunar), el conjunto de lo viviente conforma un ordenamiento de lo menos perfecto hasta lo más perfecto –el hombre– y aun en las sociedades humanas habrá hombres mejores que ocuparán, por su propia naturaleza, un lugar de privilegio y hombres inferiores que se ubicarán en los estratos inferiores: el rey nace rey y el esclavo nace esclavo. El otro aspecto, el carácter teleológico del cosmos, implica que todos los objetos del mismo, desde los hombres hasta las piedras, tienden no solo a ocupar el lugar que les corresponde según la jerarquía natural, sino también a cumplir con la finalidad que les es propia y esencial. Cada cosa contiene en potencia la capacidad de desarrollar sus características esenciales, es decir, aquellas que le hacen ser lo que es y no otra cosa, y la puesta en acto de esas potencialidades es el desarrollo de su finalidad esencial. El concepto de physis, entonces implica conceptos como origen, crecimiento y cambio cíclico, en los cuales resulta claro que

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se trata de una metáfora proveniente del conocimiento que los griegos tenían de lo que estaba más a la mano, sobre todo, según Nisbet (1968) del mundo vegetal. En el fondo, por detrás del modelo teleológico, parece esconderse un pensamiento de origen animista, que aunque no asimilable a otros modelos animistas primitivos, sí es deudor de la mentalidad griega. Los griegos permanecieron muy vinculados al cosmos como consecuencia de considerarlo un organismo viviente un cuerpo que puede ser comprendido y aprehendido en su totalidad. Los griegos poseían un profundo sentido de conciencia, que se caracterizaba por un enfoque biológico hacia el mundo de la materia. El principio teleológico es esencialmente biológico y antropomórfico, de forma que la primera base para la concepción del orden en el universo fue hallada en el sistema del mundo de los seres vivientes (Sambursky 1990: 34).

Los dos caracteres básicos señalados dirigen toda la filosofía aristotélica atravesada por el concepto de physis, una verdadera cosmología en la cual la totalidad de los entes del cosmos cobran sentido. Ella trata de alzarse, entonces, no sólo como una explicación física, sino que también pretende establecer los fundamentos filosóficos, metafísicos, últimos de toda realidad. Cada perspectiva de abordaje de la realidad –física, astronómica y biológica, pero también política, ética y metafísica– cobra sentido en función de la explicación en conjunto de la totalidad. Es muy interesante ver de qué modo todo el cosmos es comprendido según la jerarquía y la teleología. Comencemos con la astronomía y la física aristotélicas que pueden dar cuenta de manera relativamente adecuada de las observaciones astronómicas conocidas en la Grecia antigua y de la experiencia cotidiana. El Universo estaba dividido en dos zonas o sectores claramente diferenciados, tanto cualitativa como cuantitativamente: el mundo sublunar (es decir la Tierra que ocupa el centro, más el espacio que va entre ésta y la Luna) y el mundo supralunar, es decir el

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espacio que incluye la Luna y todo lo que se encuentra más lejos: el Sol, los planetas y las estrellas. El mundo sublunar es el mundo de lo que cambia constantemente: en él hay nacimiento, decadencia y muerte; los seres vivos así como las sociedades y las culturas, nacen, se desarrollan y mueren. En cuanto a la composición de los objetos de este mundo sublunar, Aristóteles seguirá la teoría de los cuatro elementos, según la cual todos los objetos, por más complejos que sean, estarían formados por diferentes combinaciones de cuatro elementos básicos: aire, tierra, fuego y agua. La tierra es naturalmente pesada y el fuego liviano, mientras que el agua y el aire ocupan posiciones intermedias. De tal modo que las diferencias en el peso de los objetos obedecen a la proporción en que intervienen los distintos elementos en la formación de cada cuerpo. Esta teoría, en lo fundamental, se mantuvo por casi veinte siglos. Al mismo tiempo, como decíamos, todos los objetos tienden a ocupar su lugar natural, es decir, aquel lugar que les corresponde por su propia constitución y finalidad. Así, por ejemplo, los objetos pesados tienden a ocupar su lugar natural que es abajo, mientras que a los objetos livianos (como por ejemplo el fuego) les corresponden los lugares más altos. Por eso puede observarse que el fuego y lo caliente sube en el aire y el aire en el agua, así como la tierra en el agua se hunde. El movimiento natural en la Tierra y sus alrededores (el mundo sublunar) se desarrolla, entonces, en el sentido de una línea que pasa por el centro de la tierra y en la dirección que su mayor o menor peso determine. Los movimientos de los objetos tales como arrojar una piedra hacia arriba o hacia adelante, son considerados por Aristóteles como violentos o antinaturales, es decir contrarios a la naturaleza de los cuerpos. Tales movimientos tienen lugar sólo cuando alguna fuerza actúa para iniciarlos o para mantener el cuerpo en un movimiento o posición antinatural. Es necesario aclarar que este concepto de movimiento resulta extraño para una mentalidad moderna, ya que el mismo no corresponde a un mero cambio posicional; el movimiento de los objetos en el

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mundo aristotélico obedece al cumplimiento de la naturaleza que le es inherente a cada uno de ellos. La teoría aristotélica de materia y forma como constitutivas de toda realidad que se despliega en el tiempo a través de un interminable pasaje de la potencia al acto subyace a la idea de los “lugares naturales”. El mundo supralunar tiene características completamente diferentes. Los cuerpos celestes, incluida la Luna, no se componen de ninguno de los “cuatro elementos”, sino de un “quinto elemento” o “éter”, y su movimiento natural es circular alrededor de la Tierra. Estos cuerpos, además, son esferas perfectas, y así como en el mundo sublunar todo está sujeto a cambio y corrupción, en los cielos nada cambia, más allá del movimiento circular descripto. Este modelo astronómico, conocido como aristotélicoptolemaico perduró, más allá de algunos cambios no sustanciales, durante veinte siglos.12 Pero, así como hay lugares naturales para todos los entes del universo, también los hay para los hombres. Cada uno de ellos ocupa el suyo en una estructura social que no es artificial, en el sentido de que no es una creación voluntaria de los humanos, sino que responde al movimiento y conformación natural de lo real, de la physis, aunque sí sean diversos los tipos de organización existentes. La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido, que el ser dotado de razón y de previsión mande Este sistema, producto de siglos de modificaciones y retoques, parece haber tenido su origen en el astrónomo Eudoxo. Fue mejorado inicialmente por Callipus y recibió otros cambios de Aristóteles. Los objetos del espacio se hallaban insertos en unas “esferas concéntricas”. Cada planeta, el Sol y la Luna se encontraban fijos en los ecuadores de distintas esferas que giran alrededor de sus ejes. Mientras cada esfera gira, los extremos del eje de rotación están fijos a otra esfera que también rota, pero con distinto periodo y alrededor de un eje cuya orientación difiere de la correspondiente al eje de la esfera interior. Algunos planetas podían tener hasta cuatro esferas, cada una incluida dentro de la siguiente, resultando de esa combinación una gran variedad de movimientos. Para un análisis detallado de las distintas variantes y astrónomos, puede consultarse Ordóñez y Rioja (1999) y Kuhn (1957). 12 

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como dueño, así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del señor y el del esclavo se confunden. La naturaleza ha fijado, por consiguiente, la condición especial de la mujer y la del esclavo. [...] En la naturaleza un ser no tiene más que un solo destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando sirven, no para muchos, sino para uno solo. Los bárbaros, la mujer y el esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la naturaleza no ha creado entre ellos un ser destinado a mandar, y realmente no cabe entre los mismos otra unión que la de esclavo con esclava (Aristóteles, Política).

La realización de la finalidad esencial del zoón politikón consistirá, básicamente, en conformar sociedades: Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento, se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo, o de una familia. Puede añadirse, que este destino y este fin de los seres es para los mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismo es a la vez un fin y una felicidad. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar, es ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana (Aristóteles, Política).

Para los griegos en general y para Aristóteles en especial, resulta inconcebible un hombre en estado de aislamiento, un hombre no social. Para todo el mundo griego la sociedad no resulta lo opuesto de lo individual o privado, sino muy por el contrario, el individuo libre sólo puede realizar su esencia en la medida en que participe de lo público, es decir de la vida y conducción de la polis. Por ello, el estado político antes que antitético u opuesto a los intereses individuales, es más bien su realización y su finalidad,

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de modo que entre aquella sociedad originaria y primitiva, y la sociedad última y perfecta –el Estado o polis– hay, más que oposición o ruptura, una relación de continuidad o progresión. El Estado no es más que el desarrollo de etapas necesarias a través de una serie de pasos intermedios. Por el mismo hecho de que el paso de la familia a la polis se produce por un desarrollo gradual y continuo, y no por una ruptura, la conformación de los distintos estadios de desarrollo no aparece como resultado de un acto de voluntad racional, sino que tiene lugar por efecto de causas naturales, es decir, a través de la actuación de causas objetivas. En este marco el principio de la legitimación de la sociedad política no es el consentimiento o contrato (como será en los modernos), sino el estado de necesidad o, en términos más sencillos, la misma naturaleza social del hombre. En el ámbito de lo viviente se revela con más evidencia según Aristóteles –y como no podía ser de otra manera– el carácter finalista y jerárquico del Universo. Se trata, a diferencia de los cuerpos de los seres no vivientes, de cuerpos cuyas partes se hallan conformadas y coordinadas entre sí de tal modo que el movimiento de cada una de ellas se dirige a un fin dado y todas cooperan en la consecución de un fin superior, en el que consiste la naturaleza propia de ese cuerpo. Los elementos naturales existen en la conformación de los tejidos. Éstos existen en vista a la formación de órganos y estos últimos en vista de las funciones vitales que deben cumplir en la unidad del organismo. Todo lo cual conforma un organismo viviente en potencia que se pone en acto a través del principio sustancial del alma. Y a través de los tres tipos de almas se establece la jerarquía de lo viviente: la vida vegetativa propia de las plantas, capaz de cumplir las funciones de nutrición y generación, la vida sensitiva, que en los animales se agrega a la vegetativa, y que les permite experimentar sensaciones de placer y dolor y, finalmente la vida intelectiva que en el hombre viene a agregarse a las dos anteriores y que permite el acceso al conocimiento.

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Hay una jerarquía entre los distintos órdenes y cierta continuidad, aunque ésta no debe entenderse en un sentido evolucionista. La ruina de la impronta teleológica aristotélica se acentúa con el advenimiento de la modernidad y, sobre todo, con la expansión del modelo mecanicista en el siglo XVII, aunque habría que esperar aún algunos siglos más para la erradicación casi general de la teleología del mundo de lo viviente. Éste será uno de los tópicos de la revolución darwiniana de mediados del siglo XIX.

1.2 El mecanicismo Los viejos ruidos ya no sirven para hablar... S. Rodríguez

Uno de los rasgos fundamentales de la Revolución Científica13 del siglo XVII, ha sido comenzar a pensar el Universo en términos Por “Revolución Científica” se entiende, en sentido histórico, el período de renovación del saber ocurrido entre los siglos XVI y XVIII, aunque en un sentido más estricto puede decirse que se desarrolla básicamente en el siglo XVII. Se inicia con la publicación de la obra de N. Copérnico, De revolutionibus orbium coelestium, en 1543, y de A. Vesalio, De fabrica corporis humani, del mismo año, y culmina con los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de Newton, en 1687. Los historiadores supusieron que la nueva manera de hacer ciencia era absolutamente distinta, y aun contrapuesta a la de la Edad Media, pese a la existencia de algunos indicios renovadores en la ciencia medieval, sobre todo en la Universidad de Oxford. P. Duhem sostuvo, en Le système du monde: histoire des doctrines cosmologiques de Platon à Copernic, que muchos de los conceptos de mecánica y física, que se creían aportes originales y revolucionarios de la ciencia moderna, no eran más que la lenta y gradual maduración de conceptos que tuvieron su origen en escuelas medievales. En esta opinión le siguen autores como A. C. Crombie (1952), M. Clagett (1959) y otros. A. Koyré (1939) por el contrario, dio a la revolución científica el carácter de una verdadera mutación, la más importante ocurrida desde el pensamiento cosmológico griego; y consistió principalmente en la aplicación de la matemática al estudio de la naturaleza. De la misma opinión con respecto al carácter innovador y revolucionario de la ciencia moderna son, entre otros, A. R. Hall (1954), I. B. Cohen (1960, 1985), G. Holton (1973), R. Westfall (1971). Shapin (2000) cuestiona la versión tradicional o estándar y se opone a la idea de que hubo una Revolución Científica entendida como cambio radical, coherente y homogéneo de la historia cultural. 13 

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mecanicistas, es decir, según la metáfora de la máquina. Se trata de una metáfora radical, porque constituye no sólo un modo de entender la física de los cuerpos –la mecánica moderna–,14 sino una verdadera filosofía, es decir, una concepción del mundo en su conjunto.15 Concebir de modo mecanicista a la naturaleza implica negar la existencia de ciertas características como la acción a distancia, la iniciación espontánea del movimiento, la intervención de agentes causales incorpóreos y las causas finales. Todo ello tiene que ver con la necesidad absoluta de purificar la materia de toda suerte de almas, espíritus o cualquier otro tipo de agentes inmateriales. Veamos con algo de detalle, entonces, qué implica sostener un punto de vista mecanicista. En primer lugar, el movimiento nunca se inicia espontáneamente, pues los objetos carecen de todo principio interno de actividad. El origen del movimiento es siempre externo. No es poEl término mecánica es de origen griego y solía estar ligado al arte. Por arte mecánica se entendía el arte o la técnica que proporciona el modo de construir y usar ingenios, artificios mecánicos o máquinas. Dichas máquinas eran capaces de ejecutar ciertas operaciones que sustituyen a las que espontáneamente realiza la Naturaleza, aprovechando o incrementando la acción de una fuerza. Un ejemplo clásico es el de la palanca. Las artes mecánicas (a diferencia de las artes liberales, entre las que se incluyen la matemática y la astronomía) suponían siempre una forma de intervención o manipulación de la Naturaleza por parte del hombre. De ahí que a lo natural (esto es, a lo que se produce por las solas fuerzas de la Naturaleza sin mezcla de artificio) se contrapusiera lo artificial o hecho por el arte (en el sentido de técnica) del hombre. Artífice es el que realiza una obra mecánica o artefacto. Es por ello que Aristóteles ha denominado mecánica al tratamiento de los movimientos violentos, en oposición a los movimientos naturales, de los que se ocupa la física. “Movimiento violento” se produce cuando un cuerpo se ve forzado a hacer algo diferente a lo que tiende por naturaleza, como por ejemplo que una piedra ascienda, y una manera de violentar la naturaleza de los cuerpos es emplear instrumentos mecánicos o máquinas, de modo que ya desde la antigüedad la mecánica guarda relación con el movimiento. Tras la desaparición de la distinción aristotélica entre movimientos naturales y violentos se pasará a describir el estudio de los movimientos de los cuerpos en general y sin más adjetivos. 15  No obstante el mecanicismo ha generado varias versiones (Boido [1996], Ordóñez y Rioja [1991]). 14 

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testad de la materia generar movimiento (ni tampoco destruirlo, tal como afirmara un principio de conservación de la cantidad de movimiento). La ley de inercia consagrará esta idea al plantear que todo cambio de estado de un cuerpo se debe a una fuerza extrínseca al cuerpo. Todo movimiento tiene así, como causa inmediata, uno anterior en otro cuerpo, comunicado por impulso. En segundo lugar, la transmisión del movimiento de unas partes a otras se realiza siempre por contacto o choque y nunca a distancia. Es decir, una parte empuja a otra, que a su vez empuja a otra, y así sucesivamente. En consecuencia, las influencias astrales de los astrólogos, las atracciones magnéticas, las simpatías y antipatías de neoplatónicos, herméticos y alquimistas, y demás tipos de acción a distancia han de ser rechazados. Cuando se trata de estudiar el comportamiento de los cuerpos, la idea de producción de movimiento por supuestas entidades espirituales que se hallan presentes en ellos mismos (en forma de almas u otras semejantes) es enteramente rechazable. La única forma inteligible de acción física es el impulso. El principio supremo que gobierna los intercambios de movimiento (mejor sería decir cantidad de movimiento) establece que nada actúa allí donde no está. Se dispone, en suma, de un ser artificial desprovisto de toda suerte de elementos animistas y finalistas que, sin embargo, es capaz de ejecutar ciertos movimientos. En tercer lugar, ninguna máquina se mueve para alcanzar ciertos fines, de modo que el mundo de lo mecánico está presidido por una causalidad ciega desprovista de propósito alguno. Así, en un reloj, las agujas no avanzan para dar las horas; la finalidad está en quien lo diseña y no en el mecanismo. En el reloj, el movimiento de descenso de un peso, previamente elevado a cierta altura, se transmite a unas ruedas dentadas que a su vez lo comunican a las manecillas. El acontecer se reduce a una serie causal sucesiva según la cual, cada hecho está determinado por los anteriores y determina los siguientes en una cadena ininterrumpida de causas

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y efectos. No corresponde pues, en este contexto, hablar de intención, finalidad, designio o providencia. Como se ve, la nueva metáfora básica restringe fuertemente el campo de lo posible y, sobre todo, delimita claramente el campo de lo imposible, de aquello que ya es desechado porque no puede ser pensado en términos de racionalidad de la época. Sin embargo, como ya señaláramos, la potencia de la metáfora radica en parte, en su vaguedad y, de hecho, a partir de la metáfora básica, deberemos hacer varias precisiones. En primer lugar la metáfora de la máquina es consistente con distintas versiones filosóficas. En segundo lugar, el mecanicismo, en tanto metáfora básica, y aunque marca el inicio de una nueva física, no se reduce tan solo a eso y es aplicado a múltiples áreas del conocimiento y la cultura. Veamos esto con algo de detalle. El mecanicismo adopta una modalidad materialista y determinista en la filosofía de Th. Hobbes (1588-1679), mientras R. Descartes (1596-1650) ofrece también un modelo acabado de mecanicismo, pero no adhiere al materialismo ya que sostiene la irreductible diferencia entre la sustancia pensante, no sometida a las leyes de la mecánica, y la sustancia extensa, totalmente regida por éstas. La realidad física, para Descartes, puede y debe explicarse a partir de la mecánica, lo mismo que los animales a los que considera como meros autómatas, como simples máquinas. En el caso de los humanos, a la máquina del cuerpo se agrega la sustancia pensante. Una versión materialista de este punto de vista, es decir, negando la especificidad de la sustancia pensante como distinta de la materia, será sustentada por La Mettrie (1709-1751), con su teoría del hombre-máquina. La mayoría de los filósofos y científicos de los siglos XVII y XVIII adoptaron tesis mecanicistas como reacción contra la escolástica, contra el animismo y las concepciones mágicas de muchos filósofos del Renacimiento. En cambio, el idealismo alemán y el romanticismo del siglo XIX favorecieron una visión opuesta y organicista de la vida, el hombre y la sociedad. La imagen mecanicista del mundo

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se apoyaba fundamentalmente en el principio de causalidad por el que se consideraban regidos todos los fenómenos que describe la física clásica. Pero el problema del determinismo mecanicista que ponía en entredicho la libertad humana, junto con los desarrollos de la biología y de otras ramas de la física difícilmente reducibles a la mecánica newtoniana, condujeron a considerar que toda máquina pertenece inevitablemente al mundo inorgánico y, por tanto, toda analogía con los seres vivos era ficticia. Así, la filosofía romántica, en nombre de la humanidad, de la libertad y de la vida, menospreciaba la máquina y el mecanicismo. El mecanicismo del siglo XVII no necesariamente es ateo pero, en todo caso, contribuye a afianzar ese proceso cultural amplio que se dio en Occidente, denominado “secularización”.16 Para el objetivo de la ciencia, el recurso a Dios es prescindible: el funcionamiento del mundo, se piense lo que se pensare sobre Dios, puede explicarse en términos mecánicos y causales. Es muy claro al respecto lo que dice R. Boyle (1627-1691): de todas estas cosas [las partes del universo] será difícil dar una explicación satisfactoria si no se reconoce a un autor inteligente u ordenador de las cosas [ pero, al mismo tiempo] [...] suponiendo que el mundo haya sido creado y que es continuamente conservado por el poder y la sabiduría de Dios; y suponiendo el concurso general de Dios para mantener las leyes que ha establecido, los fenómenos que me esfuerzo en explicar pueden resolverse mecánicamente, esto es, por las propiedades mecánicas de la materia sin recurrir al odio que la naturaleza tiene por el vacío, a las formas sustanciales o a otras criaturas incorpóreas. Y por esto, si he mostrado que los fenómenos que he tratado de explicar se explican por el movimiento, tamaño, gravedad, forma Uno de los rasgos definitorios de la modernidad, en contraposición con el mundo medieval, es el amplio proceso de secularización, que implica como característica general la diferenciación entre lo sagrado y lo profano. El mundo moderno es profano, no sólo porque el mundo comienza a ser explicable sin recurrir a dios ni al conocimiento revelado a través de las escrituras sagradas, sino también en cuanto a la organización del Estado como una estructura independiente de la Iglesia. 16 

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y otras propiedades mecánicas [...], he hecho lo que pretendía hacer (citado en Burtt [1925] 1960: 195).

La gran potencia, como decíamos más arriba, de estas metáforas básicas, se hace patente en la extensión de su utilización en los distintos campos del saber y la cultura. Dado que sería imposible exponer exhaustivamente en un espacio tan reducido como éste a los distintos autores, así como el intrincado recorrido de la metáfora mecanicista, sea por su interrelación con otras metáforas, sea por el ir y venir de unas áreas a otras, sólo señalaré a modo de ejemplo algunos casos. El espíritu mecanicista (y matemático) atravesaba los nuevos desarrollos excediendo los límites de la astronomía y la física hacia las investigaciones sobre lo viviente. Los trabajos de Vesalio (1514-1564) en el Renacimiento comenzaron a mostrar algunas falencias de la tradición galénica y, posteriormente, el descubrimiento de W. Harvey (1578-1657) de la circulación de la sangre17 fue posible por, a la vez que congruente con, el espíritu matemático y el uso de un modelo mecanicista de lo viviente. La tradición galénica consideraba en el aparato circulatorio cierta supremacía del hígado como productor de toda la sangre que constantemente usaban los órganos del resto del cuerpo. Sin embargo, Harvey utilizó mediciones directas de la capacidad del corazón en hombres, perros y ovejas, que multiplicadas por la frecuencia cardíaca le dieron cantidades totalmente incompatibles con la teoría de Galeno de la producción continua de sangre. Harvey encontró que “el jugo contenido en el alimento que había estado comiendo” simplemente no sería suficiente al hígado para suministrar “la abundancia de sangre que pasaba a través” del corazón. Y por eso, escribió, “comencé a pensar si la sangre no Si bien puede decirse que Harvey no demostró objetivamente la realidad de la circulación sanguínea, ya que en su tiempo se desconocía la existencia de capilares periféricos, sus observaciones hicieron casi inevitable tal existencia, confirmada por M. Malpighio en 1661. 17 

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podría tener una clase de movimiento, como si fuera un círculo [...] y mucho tiempo después encontré que era verdad”. Así supongamos que en el hombre se arrojan, con cada pulsación del corazón, media onza o tres dracmas [...] que no pueden volver al corazón debido al impedimento de las válvulas. El corazón en media hora da más de mil pulsaciones; [...] Multiplicando por esta cifra los dracmas se verá que en una media hora pasan del corazón a las arterias tres mil dracmas [...] siempre una cantidad [de sangre] mayor de la que puede hallarse en todo el cuerpo [...] resulta manifiesto que el corazón transmite continuamente, mediante su pulsación, más sangre de la que puede suministrar el alimento ingerido o de la que las venas contienen a la vez (W. Harvey, De Motu Cordis, cap. IX).

La concepción de Harvey de la circulación de la sangre fue un tremendo avance en las ciencias de la vida. Mostró que el corazón con sus válvulas actúa como una bomba de agua, forzando a la sangre a fluir en un circuito continuo a través del cuerpo del animal y de los humanos. Fue ésta una ruptura directa con la doctrina de Galeno, que había dominado el pensamiento médico y biológico durante quince siglos, creyendo que el hígado era el órgano que continuamente manufactura sangre para enviarla a través del cuerpo y ser consumida por las diferentes partes en sus funciones vitales. Pero Harvey cambió la primacía fisiológica de los órganos del hígado por el corazón, cuya función, dijo, era en gran medida mecánica, obligando a la sangre a salir a través de las arterias y a volver por las venas. Transcribo una reflexión de F. Jacob a propósito del descubrimiento de Harvey, que se puede aplicar al uso de (nuevas) metáforas en general: Se suele decir que Harvey ha contribuido a la instauración del mecanicismo en el mundo viviente al mostrar la analogía del corazón con una bomba y la de la circulación con un sistema hidráulico. Pero se invierte así el orden de los factores. En realidad, es porque el corazón funciona como una bomba que es accesible al estudio.

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Es porque la circulación se analiza en términos de volúmenes, de flujo, de velocidad, que Harvey puede hacer con la sangre experiencias similares a las que realiza Galileo con las piedras. Ya que el mismo Harvey, cuando se plantea el problema de la generación que no tiene relación con esta forma de mecanicismo, no puede sacar ninguna conclusión (Jacob [1970] 1977: 43).

Th. Hobbes, por su parte, apuntó a producir una ciencia de la política o de la sociedad basada en la nueva ciencia del movimiento, conceptos de la mecánica, y la nueva fisiología. Emplea la metáfora del cuerpo político, pero la misma no se sustenta sobre la base de pensar que el Estado es esencialmente un cuerpo animado en el sentido en que lo son los seres vivientes naturales, según la visión tradicional, sino que tal analogía aparece mediada por la noción de máquina, y entonces se trata más bien de un cuerpo artificial. No es que se elimine la metáfora organicista, sino que los organismos ahora son máquinas; lo que ha cambiado es la concepción con respecto a los animales, dado que ahora son autómatas que funcionan de acuerdo con leyes físicas. La naturaleza, arte por el que Dios ha hecho y gobierna el mundo, es imitada por el arte del hombre, como en tantas otras cosas, en que éste puede fabricar un animal artificial. Si la vida no es sino un movimiento de miembros cuyo principio está radicado en alguna parte principal interna a ellos, ¿no podremos también decir que todos los autómatas (máquinas que se mueven a sí mismas mediante muelles y ruedas, como sucede con un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es el corazón sino un muelle? ¿Qué son los nervios sino cuerdas? ¿Qué son las articulaciones sino ruedas que dan movimiento a todo el cuerpo, tal y como fue concebido por el artífice? Pero el arte va aún más lejos, llegando a imitar esa obra racional y máxima de la naturaleza; el hombre. Pues es mediante el arte como se crea ese gran Leviatán que llamamos República o Estado, en latín civitas, y que no es otra cosa que un hombre artificial (Hobbes [1651] 1995: 13).

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La modernidad inaugura un nuevo concepto de libertad: la libertad “negativa”. Libertad entendida como ausencia de obstáculos o impedimentos sobre la base de un concepto mecanicista de la sociedad. Un punto interesante, y que muestra, además de la gran influencia de estos modelos científicos en todas las áreas del saber, el intrincado recorrido de las metáforas en la construcción y justificación del conocimiento, puede surgir de la comparación entre algunos aspectos del modelo hobbesiano de Estado y el análisis que hace J. Harrington (1611-1677), quien, por la misma época, desarrolla una anatomía política basada en los trabajos de Harvey, pero realizando una analogía mucho más biológica que mecánica, al establecer homologías entre las partes biológicas y el funcionamiento de las instituciones del Estado y su noción de equilibrio en la sociedad.

1.3 El evolucionismo Otro gran marco de comprensión propio del siglo XIX fue el evolucionismo, ligado a la premisa del progreso, estigma de la modernidad que en el siglo XIX cobra una fuerza inusitada y omnipresente y que incluye también, aunque con vínculos complejos, la idea de evolución biológica. Autores clásicos como G. W. Hegel (1770-1831), A. Comte (1798-1857) y K. Marx (1818-1883), por señalar a los más importantes, se expresan inequívocamente en un sentido evolucionista general. No obstante, probablemente ningún nombre esté más asociado que el de H. Spencer (1820-1903) a la utilización del evolucionismo en el siglo XIX como modelo explicativo de las diversas áreas del comportamiento de las sociedades. La base de la teoría sociológica de Spencer es la evolución en sentido metafísico, pero también y paralelamente formuló una teoría secundaria que representó un papel importante en su sistema de ideas: la analogía orgánica, es decir, la identificación, para ciertos fines, de la sociedad con un organismo biológico. Existían para Spencer profundas y diversas analogías entre los organismos biológicos y sociales.

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Primero, tanto la sociedad como los organismos se diferencian de la materia inorgánica por un crecimiento visible durante la mayor parte de su existencia. Segundo, así como las sociedades y los organismos crecen de tamaño, también aumentan en complejidad y estructura. Aquí tenía presente Spencer no tanto la comparación del desarrollo de una sociedad con el crecimiento de un organismo individual sino la afinidad del desarrollo social con la supuesta sucesión evolutiva de la vida orgánica. Los organismos primitivos son simples, mientras que los organismos superiores son muy complejos. Tercero, en las sociedades y en los organismos la diferenciación progresiva de estructura va acompañada de una diferenciación progresiva de funciones. Cuarto, la evolución crea para las sociedades y para los organismos diferencias de estructura y de función que se hacen posibles unas a otras. Quinto, así como un organismo vivo puede ser considerado como una nación de unidades que viven individualmente, una nación de seres humanos puede ser considerada como un organismo. Spencer siguió esta línea peculiar de razonamiento hasta llegar a una nueva analogía: en los organismos y en la sociedad puede ser destruida la vida del agregado o conjunto, pero las unidades seguirán viviendo durante algún tiempo por lo menos. Puede decirse que Spencer ha sido un apóstol de la evolución con progreso aunque a lo largo de su obra puedan detectarse afirmaciones algo ambiguas o directamente contrarias a esta idea. Probablemente el espíritu de la época ha prevalecido e incluso el mismo Ch. Darwin (1808-1882) que hace un esfuerzo por anular la idea de progreso en el mundo de lo viviente expresa cierta ambigüedad para el caso de la especie humana. La idea dominante, entonces, en la obra de Spencer es que a través de los tiempos ha habido realmente evolución social y que la misma se ha dirigido de lo uniforme a lo multiforme, es decir, mediante formas progresivas. El evolucionismo constituyó un clima de ideas que influyó no solamente en las teorías estrictamente sociológicas, es decir, en los estudios de la estructura y funcionamiento de la sociedad

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contemporánea, sino también en los estudios de las culturas pasadas y sobre todo en la relación contemporánea entre las distintas culturas. El antropólogo L. W. Morgan (1818-1881) formuló una teoría de la evolución social que subrayaba la importancia de los factores tecnológicos en la sociedad y sus cambios. Morgan creía en la existencia de etapas evolutivas definidas por las que han de pasar los hombres en todas las culturas. Sostenía que la humanidad había pasado por periodos análogos porque las necesidades humanas en circunstancias análogas han sido las mismas, así como el funcionamiento de la mente es uniforme a través de las diferentes sociedades humanas. Ha tenido cierta influencia su periodización del avance cultural en tres etapas: salvajismo, barbarie y civilización. La idea de evolución aplicada a la dinámica social tiene las siguientes características: • Identificación de las etapas o periodos que se postulan a priori como indicadores de esa misma evolución. • El cambio obedece a leyes naturales y, en ese sentido es inmanente. • El cambio es direccional y se da en una secuencia determinada, aunque, obviamente, ninguno de los autores evolucionistas establece plazos para esos cambios. Por esto mismo, el cambio es continuo. • Debe notarse que la teoría de la evolución biológica no cumpliría con la primera característica –salvo en una mirada retrospectiva– ni con la tercera y de allí una notoria diferencia con la evolución en lo social. El llamado darwinismo social representa un caso especial del uso de metáforas en ciencia. Es controvertida la filiación de este concepto, ya que no resulta del todo cierto desde el punto de vista histórico que la teoría de la evolución biológica haya sido extrapolada lineal o automáticamente hacia las ciencias sociales como parece sugerir la denominación darwinismo social. El pro-

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ceso más bien parece ser el de una interrelación muy profunda sobre un telón de fondo cultural, generalizada y marcadamente evolucionista, al que la teoría biológica viene a prestar un apoyo extra e importante; pero el evolucionismo en lo social no se apoya al modo de una copia sobre su original biológico. Los autores catalogados como darwinistas sociales, en general, veían los conflictos entre los grupos raciales, nacionales y sociales en términos biológicos, naturalizando la guerra, en una versión caprichosa y gladiatoria de la darwiniana lucha por la vida. Si bien es cierto que el éxito de El origen de las especies, en 1859, otorgó un espaldarazo naturalista extra al evolucionismo, existe una interdependencia entre biología y ciencia social, más que una determinación lineal desde la biología. Huelga señalar que casi todas las obras importantes que sostuvieron la evolución social habían aparecido antes de 1859, tales como las de Hegel, Comte, Marx y los primeros trabajos de Spencer. Incluso las que aparecieron contemporánea o inmediatamente después de El origen de las especies contienen una elaboración anterior no deudora directa de la teoría de Darwin. De hecho, mientras que la teoría darwiniana de la evolución sufría cierto descrédito hacia las últimas décadas del siglo XIX, no ocurría lo mismo con el evolucionismo en otras áreas. Por eso, parece más adecuado analizar la teoría darwiniana de la evolución como metáfora en la próxima sección.

2. Las teorías científicas como metáforas También se utilizan cuerpos teóricos completos –o casi completos– originales de un ámbito científico particular que se exportan o extrapolan como metáforas a otros ámbitos. El tráfico metafórico de teorías de unas áreas hacia otras ha sido una constante en los últimos siglos. Puede decirse que la mayoría de las metáforas provienen de la física –principalmente la de I. Newton

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(1642-1727)– y de las ciencias biológicas y biomédicas. En general, mientras que por una parte la física matemática tenía una profunda influencia sobre la economía, los modelos provenientes de las ciencias biológicas, tales como por ejemplo la teoría celular y la teoría de la evolución, resultaron sumamente influyentes en el área de las teorías de la morfología social y la conducta. De cualquier manera, y este es un punto importante para los estudios sobre la ciencia, la relación entre el ámbito original proveedor de metáforas, casi nunca es lineal y en un solo sentido, sino que debería decirse, con más propiedad, que se produce una interacción compleja entre sectores del conocimiento. Mencionaremos sólo unos pocos ejemplos de ambas líneas.

2.1 La física newtoniana como metáfora Hay una transferencia metafórica muy fuerte entre mecánica racional y economía marginalista, cuya asociación no se agota en la transferencia y asimilación de significados y fórmulas más o menos felices, sino que opera también una verdadera transferencia de sistemas de valores epistémicos y aun otros de reconocimiento social. Es importante recalcar que la imitación de las ciencias naturales por las ciencias sociales lleva consigo una validación y legitimación de los valores, métodos y estilos de investigación. En el campo de circulación de los discursos científicos las analogías o metáforas toman fuerza del encanto y la seguridad de un saber consolidado y venerado. Esto ha sido así desde hace por lo menos tres siglos y, en algunos ámbitos aún hoy se sigue discutiendo sobre la relación entre ciencias naturales y ciencias sociales, pero sobre todo en la primacía metodológica –y en algunos casos ontológica– de las primeras sobre las segundas; incluso se discute acerca de la cientificidad de las ciencias sociales. Las posiciones son variadas: • El modelo de cientificidad debe provenir de las ciencias naturales, sobre todo de la física, no sólo por los éxitos logrados,

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sino porque el universo no sería más que lo que ocurre entre las partículas que lo componen. Las ciencias sociales deberían imitar esos criterios y estándares. • Por otro lado, están los que creen que las ciencias sociales responden a otras formas de cientificidad y por lo tanto no sólo construyen sus discursos de otro modo, sino que los construyen con criterios de legitimación distintos. Estos a su vez se dividen entre los que creen que es un problema de maduración, es decir transitorio, y, los que creen que la índole misma del objeto estudiado y las formas de hacerlo impiden la comparación. Se trata de una discusión que, en muchas ocasiones, bajo una aparente disputa conceptual, filosófica o metodológica, implica intereses políticos, académicos o sencillamente económicos. Lo cierto es que, aún hoy, en el imaginario social y aun en buena parte de la comunidad científica la creencia en la superioridad de las ciencias naturales es moneda corriente. Veamos algunos casos históricos de metáforas provenientes de la física. En 1713 G. Berkeley (1685-1753), intentó desarrollar una ciencia social basada en la ley de la gravitación de Newton (Principia, libro II, proposición VII) que establece que la fuerza de la gravedad entre dos cuerpos es directamente proporcional al producto de las masas de los cuerpos e inversamente proporcional al cuadrado de las distancias entre ellos. Berkeley sostuvo, en esta misma línea, que el funcionamiento de la sociedad es análogo al de los cuerpos y que hay un “principio de atracción” en los “espíritus o mentes de los hombres”. Esta especie de fuerza de gravitación social tiende a juntar a los hombres en comunidades, clubes, familias, círculos de amistades y todo tipo de sociedades. Del mismo modo en que en los cuerpos físicos de igual masa “la atracción es más fuerte entre aquellos que se encuentran más cerca”, así también con respecto a las “mentes de los hombres” –ceteris paribus– la “atracción es más fuerte [...] entre aquellos que están

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más cerca”. A mediados del siglo XIX el economista americano H. Ch. Carey (1793-1879), por su parte, sostuvo que la sociedad está regida por leyes similares a las de la física, proponiendo un principio general de la gravitación social: El hombre tiende necesariamente a gravitar hacia sus semejantes [y su corolario] “cuanto más grande es el número de hombres que están juntos en un espacio dado, más grande es la fuerza de atracción allí ejercida (citado en Cohen 1995: 17).

Por la misma época (alrededor de1860) el economista suizo L. Walras (1834-1910) intentó establecer una suerte de ley newtoniana de la economía. En un trabajo titulado “La aplicación de las matemáticas a la economía política” sostuvo que “el precio de las cosas está en razón inversa a la cantidad ofertada y en razón directa a la cantidad demandada”. Pretendía que esta ley que intenta establecer una relación funcional entre las entidades económicas, cumpliera en la teoría del mercado, el mismo papel central que la ley de Newton cumple en la física. A principios del siglo XIX Ch. Fourier (1772-1837) pretendió haber descubierto un equivalente de la ley de la gravitación, que aplicó a la naturaleza humana y la conducta social. Llegó a equiparar su descubrimiento con el de Newton, y se jactó de que su “cálculo de atracción” era parte de su descubrimiento de “las leyes del movimiento universal ignoradas por Newton”. W. Pareto (1848-1923) estaba convencido de que el equilibrio de un sistema económico ofrece fuertes similitudes con el equilibrio de un sistema mecánico y firme en su convicción de que un análisis de un sistema mecánico ofrece la máxima ayuda para dar “una clara idea del equilibrio en un sistema económico”, construyó una tabla (ver tabla 1) para “aquellos quienes no han estudiado mecánica pura” y que necesitarán ayuda en la comprensión del argumento. En esa tabla ubicó en columnas paralelas algunos importantes conceptos y principios de la mecánica física y su contraparte en la economía, previniendo, de cualquier modo,

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que en una tabulación tal de las analogías existentes entre los fenómenos de la mecánica y los fenómenos sociales las “analogías no prueban nada: ellas simplemente sirven para elucidar ciertos conceptos que deben entonces ser sometidos a los criterios y la experiencia”.

Tabla nº 1: Analogías de Pareto Fenómenos mecánicos

Fenómenos sociales

Dado un cierto número de cuerpos materiales, las relaciones de equilibrio y movimiento entre ellos son estudiadas, cualquier otra propiedad es excluida de la consideración. Esto nos da una disciplina llamada mecánica.

Dada una sociedad, las relaciones creadas entre los seres humanos por la producción y el intercambio de bienes son estudiadas, cualquier otra propiedad es excluida de la consideración. Esto nos da una disciplina llamada economía política.

Esta ciencia de la mecánica es divisible, a su vez, en otras dos: 1. El estudio de los puntos materiales y conexiones invariables (inextensibles) llevan a la formulación de una ciencia pura, la mecánica racional pura, que realiza un estudio abstracto del equilibrio de fuerzas y movimiento. Su parte más sencilla es la ciencia del equilibrio. El principio de D’Alembert permite que la dinámica sea reducida a un problema de estática.

Esta ciencia de la economía política es divisible, a su vez, en otras dos: 1. El estudio del homo economicus, el hombre considerado únicamente en el contexto de las fuerzas económicas, lleva a la formulación de la economía política pura, que realiza un estudio abstracto de las manifestaciones de ofemilidad.* La única parte que estamos comenzando a comprender claramente es la que trata con el equilibrio. Un principio similar al de D’Alembert es aplicable a los sistemas económicos; pero el estado de nuestro conocimiento sobre este punto es aún imperfecto. No obstante, la teoría de las crisis económicas provee un ejemplo de estudio de la dinámica económica.

*  La palabra “ofemilidad” es un neologismo utilizado por Pareto y otros economistas, derivado del término griego que denota satisfacción. Se refiere a la satisfacción obtenida por un individuo con el disfrute de un determinado bien.

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2. La mecánica pura es seguida por la mecánica aplicada la cual se aproxima un poco más cercanamente a la realidad en su consideración de los cuerpos elásticos, conexiones variables, fricción, etcétera. Los cuerpos reales tienen propiedades distintas de las de la mecánica. La física estudia las propiedades de la luz, la electricidad y el calor. La química estudia otras propiedades. La termodinámica, la termoquímica y ciencias similares conciernen específicamente a ciertas categorías de propiedades. Estas ciencias juntas constituyen las ciencias físico-químicas.

2. La economía política pura es seguida por la economía política aplicada, la cual no se refiere exclusivamente al homo economicus, sino que también considera otros estados humanos que se aproximan más al hombre real. Los hombres desarrollan características que son objeto de estudio para ciencias especiales, tales como las ciencias de la ley, la religión, la ética, el desarrollo intelectual, la estética, la organización social y otras. Algunas de estas ciencias están en un estado avanzado; otras son extremadamente lentas. Tomándolas en conjunto constituyen las ciencias sociales.

No existen cuerpos reales con propiedades mecánicas puras. Se comete exactamente el mismo error tanto si se supone que en los fenómenos concretos existen únicamente fuerzas mecánicas –excluyendo por ejemplo fuerzas químicas- como si se imagina que un fenómeno concreto puede ser inmune a las leyes de la mecánica pura.

No existen hombres reales gobernados solamente por motivos de la economía pura. Se comete exactamente el mismo error tanto si se supone que en un fenómeno concreto existen únicamente motivos económicos –excluyendo por ejemplo fuerzas morales- como si se imagina que un fenómeno concreto puede ser inmune a las leyes de la economía política pura.

La diferencia entre la teoría y la práctica reside precisamente en que la práctica tiene que tomar en cuenta una masa de detalles con los cuales la teoría no trata. La relativa importancia de los fenómenos primarios o secundarios variará de acuerdo a si el punto de vista es el de la ciencia o de una operación práctica. Hay, de tanto en tanto, intentos de hacer una síntesis de todos los fenómenos. Por ejemplo se sostuvo que todos los fenómenos pueden ser atribuidos a: La atracción de átomos. El intento se hizo para reducir y para unificar todas las fuerzas físicas y químicas.

La utilidad, de la cual la ofemilidad es sólo un tipo. El intento se hizo para encontrar la explicación de todos los fenómenos en evolución.

Fuente: Pareto, W., On the Economics Phenomenon; tomado de Cohen (1995).

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Un caso extremo de las analogías entre la economía y la mecánica racional se encuentra en Mathematical Investigations into the Theory of value and Prices de I. Fisher (1926). En el mismo estilo de Pareto, Fisher (Ver Tabla 2) también construyó una tabla similar de analogías entre la mecánica física y la economía, pero su lista de semejanzas no se limita a la inclusión de pares de conceptos –tales como partículas e individuos; energía y utilidad, etcétera– sino que se extiende a la inclusión de principios generales.

Tabla nº 2: Analogías de Fisher Mecánica

Economía

Una partícula

Un individuo

Espacio

Commodity

Fuerza

Utilidad marginal o costo

Trabajo

Costo

Energía

Utilidad

Trabajo o energía = fuerza x espacio.

Utilidad = utilidad marginal x commodity.

Fuerza es una magnitud vectorial.

Utilidad marginal es una magnitud vectorial.

La suma de las fuerzas es una suma vectorial.

La suma de las utilidades marginales es una suma vectorial.

Trabajo y energía son magnitudes escalares.

Costo y utilidad son magnitudes escalares.

El equilibrio estará donde la energía neta (energía menos trabajo) es máxima; o el equilibrio estará donde el impulso y las fuerzas de resistencia a lo largo de cada eje sean iguales.

El equilibrio estará donde la ganancia (utilidad menos pérdida) es máxima; o el equilibrio estará donde la utilidad marginal y el costo marginal a lo largo de cada eje sea igual.

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Si la energía total es sustraída del trabajo total, en lugar de hacerlo al revés, la diferencia es “potencial” y es mínima.

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Si la utilidad total es sustraída del costo total, en lugar de hacerlo al revés, la diferencia puede ser denominada “pérdida” y es mínima.

Fuente: Fisher, I., Mathematical Investigations into the Theory of Value and Prices; tomado de Cohen (1995).

2.2 Las metáforas biológicas Las ciencias biológicas (y biomédicas) son las otras grandes proveedoras de metáforas aprovechables para explicar distintas áreas o perspectivas del mundo en general. Las metáforas biológicas que son utilizadas con relación a las sociedades humanas forman parte, principalmente, de teorías referidas a la constitución y funcionamiento de esas sociedades y de las conductas humanas. Las metáforas específicamente evolucionistas por su parte –muchas veces en conjunción con el organicismo– básicamente intentan responder a las preguntas por el origen, pautas y características del cambio social. Las ciencias sociales actuales muestran un desdén generalizado, cuando no verdadera vergüenza, por la sociología organicista, sin embargo, su influencia ha sido fortísima y, lejos de constituir meras formas de hablar propias de la época o, en los casos más extremos, anticiencia, ella ha constituido una genuina y generalizada ciencia social. No sólo ha tomado conceptos de las ciencias biológicas para describir la sociedad, sino que también ha echado mano de algunos de los conceptos y principios desarrollados en la ciencia médica. Autores como A. Comte, P. Lilienfeld (1829-1303), W. Schaffle, R. Worms, y otros utilizaron los conceptos médicos de normal y patológico,18 sosteniendo como principio que los estados sociales normales y patológicos no se deberían considerar tipos esencialmente diferentes, sino estados extremos de un tipo sim18 

Un excelente análisis de estos conceptos puede verse en Canguilhem (1966).

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ple de condición. De hecho, no hay gran diferencia entre tomar conceptos del psicoanálisis para el análisis sociológico por un lado y tomar la patología médica de Virchow y buscar análogos sociales de la teoría de los gérmenes de la enfermedad. Para los sociólogos organicistas parece una conclusión analógica obvia de la medicina que los males o enfermedades sociales son causados por individuos enfermizos, tal como R. Virchow enseñó que los desórdenes médicos se podrían reducir a la condición patológica en las células individuales. Aunque provenientes de contextos y ámbitos disciplinares diferentes, puede señalarse que ya en el siglo XVIII, hubo una fuerte corriente de pensamiento que ligaba la salud individual o la felicidad a la salud de la sociedad, y que en el siglo XIX y primeras décadas del XX se ha operado un fuerte proceso de medicalización de las relaciones y estatus sociales de los individuos. En realidad, la medicina siempre ha ejercido un poder normalizador o de control social –básicamente por los conceptos de salud y enfermedad, normal y patológico– estableciendo un orden normativo rival de la religión y el derecho, que ha venido incrementándose desde la modernidad con la conquista de un auténtico estatuto científico, profesional y político. El auge de la bioética en las últimas décadas tiene como uno de sus elementos potenciadores la reacción contra el llamado modelo médico hegemónico de la segunda mitad del siglo XX. Fue muy común durante el siglo XIX analizar la sociedad en términos organicistas, es decir, utilizando las categorías y conceptos que eran comunes para analizar los organismos. Como es de esperar, había desde someras comparaciones hasta burdas asimilaciones. La teoría celular ha tenido gran repercusión en la teoría social porque el concepto de organismo natural como sistema organizado de células vivas proveyó una nueva fundamentación científica hacia una concepción organicista de la sociedad; la relación todo-parte observada en los seres vivos proveía de una buena metáfora para lo social, ya que las células parecen asemejarse a los miembros individuales de la sociedad humana en la medida en

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que cada célula tiene una vida propia, además de constituir un grupo mayor cuando están juntas. Asimismo, las células de los seres vivientes se organizan según el principio de la división fisiológica del trabajo, dado que cada tipo de célula tiene una estructura especialmente adaptada para su función dentro del organismo. Este principio se convirtió en central para el pensamiento biológico de Milne Edwards y otros, y de ellos pasó a través de diversas mediaciones a teóricos de la sociedad como Durkheim, quien lo utilizó en su tesis doctoral. Por otro lado, las células se agrupan en unidades funcionales mayores –tejidos y órganos– tal como los individuos humanos están organizados en distintos tipos de unidades sociales. Aun la distribución o circulación de alimentos y la descarga de productos de desecho se podría ver analógicamente en los cuerpos naturales compuestos de células y en los cuerpos sociales compuestos de humanos. La significación de la teoría celular para la ciencia de la sociedad fue reforzada por los descubrimientos embriológicos de K. E. von Baer (1792-1876) y sus sucesores. El reconocimiento de los estados de desarrollo del embrión por división celular desde una única célula, y la subsecuente elaboración de órganos y tejidos, sugirió una secuencia similar de la organización social, a partir de una única madre (que podría pensarse como la célula original) y la subsecuente multiplicación, acompañada por la agrupación de individuos (similar a la agrupación de células), formando unidades familiares, luego tribus, y eventualmente países. Lo viviente implica desarrollo y éste incluye tanto el desarrollo de los individuos (fenómeno reconocido desde la Antigüedad) como –teoría de la evolución mediante– el desarrollo de la especie y aun de las relaciones de ésta con especies emparentadas en el árbol de la vida. El desarrollo de los individuos es denominado “ontogenético”, mientras que el del segundo tipo se llama “filogenético”. Una metáfora muy influyente y generalizada de la biología de los últimos dos siglos es la que surge de sostener que la ontogenia repite la filogenia. Como ya se ha señalado, durante el siglo XIX el

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concepto de evolución dominó el pensamiento humano y la teoría darwiniana proporcionó una herramienta teórica formidable para avalar tales criterios. Entre las muchas derivaciones de la misma aparece la reinstalación por parte del zoólogo alemán E. Haeckel (1834-1919) de una vieja idea predarwiniana: la ontogenia recapitula la filogenia. Es decir que los individuos a lo largo de su desarrollo (ontogenia) atraviesan una serie de estadios que corresponden, en el orden correcto, a las diferentes formas adultas de sus antepasados. En suma, cada individuo recorre en forma acelerada la escala de su propio árbol de familia (filogenia) hasta sus antepasados más remotos,19 que teoría de la evolución mediante, se remonta a otras especies hundidas en el tiempo profundo de la vida en el planeta. Probablemente, la forma que más repercusión social ha tenido de la idea de la recapitulación es la antropología criminal desarrollada por el médico y criminalista italiano Cesare Lombroso (1835-1909), a partir de la publicación, en 1876 de L’uomo delinquente. Lombroso elaboró su teoría del criminal nato, no sólo como una vaga afirmación del carácter hereditario del crimen –opinión bastante generalizada en la época–, sino como una verdadera teoría evolucionista basada en datos antropométricos, sosteniendo que los criminales son tipos atávicos que perduran en los seres humanos. Según Lombroso, en la herencia humana yacen aletargados gérmenes procedentes de un pasado ancestral. En algunos individuos desafortunados, aquel pasado vuelve a la vida. Esas personas se ven impulsadas por su constitución innata a comportarse como lo harían un mono o un salvaje normales, pero en nuestra sociedad su conducta se considera criminal. Afortunadamente, sostiene Lombroso, podemos identificar a los criminales natos porque su carácter simiesco se traduce en determinados signos anatómicos. Su atavismo es tanto físico como mental, pero los signos físicos, o “estigmas” son decisivos. La conducta criminal Esta idea gozaba de una gran difusión. Otra versión aparece en la explicación que ofrece S. Freud del origen del complejo de Edipo en un episodio del pasado de la especie. 19 

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también puede aparecer en hombres normales, pero se reconoce al “criminal nato” por su anatomía. Freud, por otra parte, maestro de la metáfora en toda su obra, establece también, aunque en otro contexto y con otros objetivos, una relación en la cual la ontogenia repite la filogenia. Con referencia al tabú del incesto señala Freud: Para poder vivir unidos en paz, los hermanos victoriosos renunciaron a las mujeres, a las mismas por las cuales habían muerto al padre, y aceptaron someterse a la exogamia. El poder del padre estaba destruido; la familia se organizó de acuerdo con el sistema matriarcal. La actitud afectiva ambivalente de los hijos hacia el padre se mantuvo en vigencia durante toda la evolución posterior. En lugar del padre se erigió determinado animal como tótem, aceptándolo como antecesor colectivo y como genio tutelar; nadie podía dañarlo o matarlo; pero una vez al año toda la comunidad masculina se reunía en un banquete, en el que el tótem, hasta entonces reverenciado, era despedazado y comido en común. A nadie se le permitía abstenerse de este banquete, que representaba la repetición solemne del parricidio, origen del orden social, de las leyes morales y de la religión. [...]. Los elementos esenciales de este proceso se repiten en la evolución abreviada del individuo humano (resaltado mío). También aquí es la autoridad parental, especialmente la del todopoderoso padre con su amenazante poder punitivo, la que induce al niño a las renuncias instintuales, la que establece qué le está permitido y qué vedado. Lo que en el niño se llama “bueno” o “malo” se llamará más tarde, una vez que la sociedad y el súper-yo hayan ocupado el lugar de los padres el bien o el mal, virtud o pecado; pero no por ello habrá dejado de ser lo que antes era: renuncia a los instintos bajo la presión de la autoridad que sustituye al padre y que lo continúa (Freud 1968: 245 y ss.).

La aparición en 1859 de On the Origin of Species by Means of Natural Selection or the Preservation of Favored Races in the Struggle for Life (El origen de las especies), una de las dos más grandes obras de Ch. Darwin, marcó el punto culminante de una revolución cien-

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tífica fundamental, pero también de una revolución cultural, seguramente la más importante producida de la mano de una teoría científica. En efecto, la teoría de la “descendencia con modificación” como la llamó Darwin inicialmente, marcó una revolución en lo que hoy llamamos ciencias biológicas bajo cualquiera de los criterios epistemológicos e historiográficos corrientes (cf. Kuhn [1962/69], Cohen [1985]) y marcó el desarrollo de la disciplina hasta nuestros días. Es casi un lugar común el título del artículo de Th. Dobzhansky: “Nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución” (1973: 125). Pero no sólo fue una revolución científica circunscripta al ámbito de la biología. El modelo darwiniano de la selección natural pasó inmediatamente a prestar un apoyo extra y a ser una instancia de legitimación para el evolucionismo en general –aunque en ocasiones se trató de versiones bastante sesgadas y forzadas del darwinismo, como la utilización de “supervivencia del más fuerte” en lugar de “supervivencia del más apto” en áreas como la sociología y la antropología; ya he señalado la utilización que hace Lombroso de la teoría darwiniana a partir del concepto de atavismo; y a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, se constituyó en una ME en áreas en principio ajenas a la biología como la economía, la ética, la psicología, la medicina, la sociobiología y hasta la epistemología misma. En efecto, la selección natural, es decir, el mecanismo que incluye básicamente el surgimiento de elementos novedosos, un mecanismo de selección de los mismos y la supervivencia solamente de algunos, fue utilizada para explicar el cambio. Pero no hay que pensar que el uso de metáforas es un recurso del pasado. En la actualidad se encuentra plenamente vigente una serie de metáforas sumamente potentes relacionadas con la biología y con los estudios sobre la mente. Las explicaciones acerca de la herencia se han convertido, a través del uso de metáforas lingüísticas y de teoría de la información, en afirmaciones en las

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que aparecen conceptos tales como “información”, “mensajes” y “código”. F. Jacob (1977) sostiene: Estos mensajes sólo son de hecho un solo escrito [...] por la combinatoria de cuatro radicales químicos. Estas cuatro unidades se repiten por millones a lo largo de la fibra cromosómica: se combinan y permutan infinitamente como las letras de un alfabeto a lo largo de un texto del mismo modo que una frase constituye un segmento del texto, un gen corresponde a un segmento de la fibra nucleica (Jacob [1970] 1977: 23).

La idea básica prevaleciente en la biología actual es que el desarrollo de organismos complejos depende de la existencia de información genética que al nivel de los genes puede copiarse mediante una especie de plantilla. Pero lo que se transmite de una generación a la otra es una lista de instrucciones para construir al individuo y el organismo se convierte en la realización de un programa prescrito por la herencia, y que haya distintas clases de seres depende de distintas instrucciones escritas en los mismos tipos de caracteres. Maynard Smith se pregunta y responde: ¿Debemos pensar en un gen (es decir, una molécula de ADN) como una estructura que se replica, o bien como una información que se copia o se traduce? En los organismos actuales un gen es ambas cosas. Por un lado hace de plantilla en la replicación génica, de modo que a partir de un único modelo se hacen copias idénticas. Si esto fuera todo, la molécula de ADN sería simplemente una estructura que se replica. Pero los genes también especifican los tipos de proteínas que una célula puede producir (Maynard Smith y Szathmary [1999] 2001: 27).

Fox Keller (1995) rastrea la relación entre genes y mensajes y sostiene que hasta mediados del siglo XX prevaleció la analogía con la tecnología del telégrafo, la cual fue desplazada, hacia esa fecha, por la tecnología de la computadora, pero siempre bajo la lógica de la información.

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Una variante de la metáfora es la que insiste en ver a la mente como una computadora o también, y como contraparte, a la computadora como una mente. Se establece según la analogía mente/ cerebro = software/hardware. Los desarrollos en inteligencia artificial se basan en esta metáfora. En general no plantean que el comportamiento del cerebro se desarrolla según algoritmos deterministas sino con algoritmos que incluyen elementos estocásticos, con lo cual se salvan los aspectos que, al menos fenoménicamente, aparecen como creativos o no provenientes de antecedentes identificables con facilidad.

3. Las metáforas del lenguaje corriente en la ciencia Un uso algo más restringido de metáforas surge de una infinidad de casos al interior mismo de los cuerpos teóricos de disciplinas particulares. Se trata no ya de metáforas que se obtienen de la exportación de teorías y/o conceptos provenientes de disciplinas consolidadas hacia otras, sino simplemente de analogías y metáforas obtenidas del conocimiento común o del imaginario cultural. Sus objetivos son un tanto más modestos desde el punto de vista estrictamente teórico que los señalados hasta aquí, aunque no por ello menos efectivos. Se trata, en muchos casos, de metáforas no ocultas, es decir, de metáforas que cumplen con el papel que tradicionalmente se les ha asignado: retórico, didáctico, estilístico. Dado que su carácter queda inmediatamente patentizado, su uso queda legitimado al tiempo que no ocasiona menoscabo alguno al resto del texto, considerado no-metafórico para una epistemología estándar. La lista de metáforas usadas por los científicos podría ser casi interminable: el árbol de la vida, la lucha por la supervivencia (aunque ésta también fue interpretada literalmente y fue el propio Darwin quien tuvo que explicar que hacía un uso metafórico), la enorme cantidad de metáforas usadas por Freud, la mano invisible, el mercado en economía, entre otras.

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En el capítulo siguiente haré algunos señalamientos sobre el cuarto grupo de metáforas, que incluye las que se usan en la enseñanza y en la formación de científicos. Evidentemente, muchas de las metáforas utilizadas en la enseñanza son las mismas que producen los científicos, y muchas otras tienen un uso eminentemente didáctico. Pero el uso de metáforas en la enseñanza conforma un caso muy especial en dos sentidos: por un lado, y reforzando la concepción tradicional, porque habitualmente se tiene cierta indulgencia en estos casos para con la metáfora por considerar que los no especialistas no tienen otra manera de abordar la ciencia; por otro lado, no pocos han señalado el papel fundamental que tienen en la educación de científicos y la divulgación especializada, es decir, en la formación académica y profesional. En ambos casos, diferentes en muchos otros respectos, el uso de metáforas corrientes y establecidas contribuye a construir y a reforzar imágenes culturales sobre el mundo y la ciencia. De hecho es necesario destacar una vez más, que en oposición a la imagen tradicional de la ciencia, no sólo no es éste el único uso relevante y pertinente de metáforas como meras estrategias instrumentales de aprendizaje, sino que además este nivel resulta fundamental en la constitución de marcos teóricos y conceptuales sustantivos. Insistamos entonces, con lo dicho al principio: el lenguaje (de la enseñanza) de las ciencias es esencialmente metafórico, pero esas metáforas dicen algo por sí mismas y no como traducción de un lenguaje literal original. Se trata de una intraducibilidad de las metáforas que no es circunstancial sino constitutiva, es decir, que en ningún caso se trataría de una (eventualmente mala o buena) traducción de un lenguaje científico privilegiado neutro y literal que está ahí, disponible para el que lo entienda. Si bien las metáforas pueden cumplir, y de hecho a menudo lo hacen, funciones didácticas, heurísticas y también estéticas, ellas cumplen primordialmente un papel cognoscitivo y epistémico fundamental. Esto ocurre tanto en la producción de conocimiento por parte de los científicos, así

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como también en los procesos de apropiación de conocimiento que realizan los estudiantes. Como consecuencia de los dos puntos anteriores queda claro el carácter fundacional e inevitable del uso de metáforas. Por lo tanto, no tiene ningún sentido elaborar una especie de denuncia o advertencia sobre los supuestos peligros o riesgos del lenguaje metafórico. Más bien, se trata de analizar la naturaleza y función de las metáforas para comprender el tipo de compromisos conceptuales, intelectuales y epistemológicos que se asumen cuando se las enuncia y aprovechar adecuadamente sus potencialidades. Es un hecho que hacemos metáforas. Y que no sólo hacemos muchas metáforas, sino que, probablemente, el desarrollo mismo de nuestro lenguaje sea de naturaleza metafórica. Por ello, y aunque es justo reconocer que la literatura también ha generado buenas metáforas a lo largo de los siglos, el hecho de que se las haya apropiado y monopolizado, quizá deba ser revisado. Después de todo, las metáforas de la ciencia no son menos bellas, y probablemente, incluso sean más ricas y potentes.

Capítulo 3

Lenguaje y enseñanza de las ciencias

1. El problema del lenguaje Hasta ahora me he ocupado principalmente de las metáforas mostrando su ubicuidad en la ciencia y proponiendo una manera conceptualmente distinta de considerarlas, que implica no sólo un cambio en su estatus y en las precauciones y advertencias sobre su uso, sino que también puede servir, eventualmente, para aprovechar mejor su potencialidad. El carácter intraducible de la metáfora la convierte en un privilegiado caso testigo de una problemática más amplia que atañe al lenguaje científico, pero sobre todo a la posibilidad misma y los alcances de enseñar ciencias: la ciencia enseñada no es una traducción de la ciencia que producen los científicos sino que se trata de otro discurso diferente que habla acerca de la ciencia. De modo tal que el análisis de la metáfora adquiere una doble importancia: por un lado resulta una forma inevitable de hablar acerca de la ciencia; por el otro, analizarlas a fondo, lejos de ser sólo un sutil juego intelectual, implica repensarlas como recurso de primer orden si se las aprovecha explícitamente (y, sobre todo, obliga a un replanteo de algunos aspectos cruciales acerca de la enseñanza de las ciencias). Es necesario ahora, si se trata de defender la idea según la cual la metáfora tiene una insustituible importancia cognoscitiva y pedagógica por sí misma, justificar,

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cuando menos, por qué la metáfora no es una traducción o una paráfrasis de un lenguaje literal. Veamos. Comencemos con una breve digresión. Si uno quisiera buscar un hilo conductor o una idea fuerza en el desarrollo de las discusiones epistemológicas a lo largo del siglo XX, indudablemente lo encontraría en el problema del lenguaje, pero sobre todo en la relación entre lenguaje y conocimiento o lenguaje y realidad. Tradicionalmente, la filosofía no había, en el fondo, cuestionado la posibilidad de lograr una adecuada relación entre sujeto y objeto (S⇒O) para producir conocimiento. En todo caso, el conocimiento verdadero era el resultado de que esa relación se diera correctamente y las diferencias de criterio pasaban, antes bien, por identificar el tipo de función de la racionalidad humana que fuera más adecuada (la contemplación de las ideas en Platón, la razón en los racionalistas, los sentidos en los empiristas o una conjunción de ambas funciones en autores como Kant, por citar sólo algunos ejemplos) y las condiciones de esa adecuación. La modernidad, atravesada por la crisis que significó el derrumbe de casi todas las teorías antiguas en el siglo XVII, agregó también una exigencia metodológica “para conducir bien la razón” y que no se volvieran a cometer los errores del pasado. Se esperaba enunciar una serie de pasos y reglas con el fin de arribar al conocimiento verdadero acerca del mundo, en la medida en que la racionalidad humana se condujera según los pasos correctos del método. El más conocido quizá sea el Discurso del método de R. Descartes –que no casualmente se publicó originalmente como la primera parte introductoria de la ya olvidada física cartesiana–, pero muchos otros autores en el siglo XVII –y aún después– abordaron ese problema. Hacia fines del siglo XIX y principios del XX, luego de inéditos desarrollos de las ciencias naturales, y también de las ciencias sociales como la sociología, la antropología, la lingüística pero sobre todo de la lógica matemática, la filosofía adoptó en Europa lo que dio en llamarse el giro lingüístico, una de cuyas consecuencias

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fue que la relación S⇒O ya dejó de ser concebida como directa, y, en cambio, comienza a aparecer mediada por el lenguaje. El esquema sería entonces: S⇒Lenguaje⇒O. Esto, que valía para todo conocimiento en general y obviamente para ese lenguaje particular que es el científico, corría el eje de las discusiones hacia otros problemas nuevos: en primer lugar, a clarificar el tipo de relación que puede establecerse ya no tanto entre sujeto (que pone en juego determinadas facultades cognitivas) y objeto, sino entre lenguaje y realidad –sobre todo a partir de la posibilidad de lograr una mayor o menor transparencia del lenguaje– y, como correlato del primero, al problema de la representación que los sujetos humanos pueden hacerse de la realidad a través de la mediación del lenguaje. La respuesta inicial de los autores que abrevaron principalmente en el empirismo lógico y otros autores que adherían a sus ideas básicas, bajo la fuerte influencia del llamado primer Wittgenstein (1921) fue optimista (también un tanto ingenua y, finalmente, fracasada): es posible lograr un lenguaje científico que refleje de manera transparente la realidad a condición de que sea lo suficientemente depurado y formalizado, de modo que exprese de manera inequívoca la descripción de porciones de la realidad. Un lenguaje del que pueda surgir un sistema total de conceptos que conformen la ciencia unificada. Sin embargo, al comenzar a poner el acento no tanto en el costado semántico del problema sino en las cuestiones pragmáticas del lenguaje, muchos empiezan a considerar que el lenguaje jamás podrá ser depurado y formalizado en el sentido requerido, sino que más bien organiza o configura –las posiciones más fuertes afirmarán sin reparos que construye– la realidad. El lenguaje que permite el acceso racional a la realidad, al mismo tiempo, moldea, en alguna medida variable, este acceso. El tratamiento de la metáfora que he propuesto en el primer capítulo va en este mismo sentido tanto porque atiende a las dimensiones semánticas y pragmáticas del lenguaje así como también porque configura nuestro acceso a la realidad. Esta configuración implica ordenamiento (en todo caso reordenamiento),

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clasificaciones y taxonomías de la realidad, y en la medida en que sólo es posible conocer –y comunicar obviamente– a través del lenguaje, éste le imprime su marca. Siguiendo con la metáfora, diremos que se trata de la tesis según la cual el lenguaje es como un vidrio traslúcido, que permite captar lo que hay del otro lado pero dándole su propio formato. Podemos aún jugar un poco más con la metáfora. Algunos señalan que esta posición sostiene la opacidad del lenguaje (en oposición a la transparencia). Sin embargo se trataría, a mi juicio, de una metáfora que valora negativamente la no transparencia, una condición intrínseca del lenguaje. El vidrio traslúcido en cambio permite conocer lo que hay del otro lado, aunque requiere de ajustes y esfuerzos extra. Podrían señalarse una enorme cantidad de ejemplos en los cuales el lenguaje organiza, delimita y configura la realidad. Pensemos en la diferencia entre las denominaciones “Estado de bienestar” y “Estado benefactor”. ¿Se refieren a lo mismo o a procesos diferentes? En principio parecerían referirse a lo mismo: un complejo proceso económico político que se inicia a partir de la crisis del orden económico occidental de las primeras décadas del siglo XX y que resulta en la intervención del Estado –a través de legislación protectora y otros mecanismos redistributivos– para suavizar las fuertes distorsiones que un mercado sin regulación provocaba. Indudablemente ambas denominaciones se refieren al mismo proceso. Sin embargo, cuando se habla de “Estado de bienestar” se indica que el Estado viene a restaurar por su potestad, cuando menos en parte, un orden medianamente justo que se había perdido, mientras que cuando se habla de “Estado benefactor” se hace referencia a un Estado que reparte beneficencia, es decir, algo que no corresponde por derecho propio, sino por piedad o por humanidad. Y no se trata de una diferencia ociosa, porque también son sumamente diferentes las propuestas políticas que surgen de denominarlo de una u otra manera. En la década de 1990, momento en el que se destruía el Estado y todos los mecanismos de control público, es prácticamente imposible encontrar discurso

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oral o escrito que use la expresión “Estado de bienestar” y, por el contrario, es común encontrar la otra denominación. Otro ejemplo: a través de los esfuerzos de los grupos más conservadores y fundamentalistas, militantes contra la despenalización del aborto, es muy común escuchar –y en alguna medida han conseguido instalar– la denominación “proabortistas”, cuando en verdad la demanda de buena parte de la sociedad civil –laica o no– es despenalizar el aborto y no promoverlo. Es interesante notar que incluso aquellos que, aparentemente, quieren mantener en los medios masivos una posición prescindente o meramente informativa, utilicen la expresión “proabortistas”. También el uso entre esos mismos grupos, de expresiones ambiguas, o directamente eufemismos, tales como “defensa de la vida” van en el mismo sentido. Asimismo, son ejemplos muy claros del modo en que el lenguaje configura y delimita la realidad, constituyan o no en sentido estricto metáforas, las palabras y conceptos que instalan los medios masivos en la agenda de discusión de las comunidades. Cuando se hacen encuestas, sea con un abanico de respuestas predeterminadas, sea con posibilidad de respuestas abiertas, el tipo, alcance, calidad y contenido de las preguntas induce fuertemente la respuesta porque elegir las preguntas conlleva un grupo de respuestas posibles y no otras. Últimamente, cuando en los noticiarios se aborda algún suceso delictivo –exacerbado o acallado, dicho sea de paso, según necesidades del momento– inmediatamente surge la pregunta por la inseguridad y los locutores, periodistas y autoridades hablan de inseguridad se les pregunta a los vecinos sobre las condiciones de seguridad en el barrio, por ejemplo. Cuando se instala que el problema principal es la inseguridad, ésta comienza a ser causa en lugar de consecuencia y el reclamo es, obviamente, por mayor seguridad y las medidas que se toman, entonces, no solucionan el problema ni coyunturalmente ni a mediano plazo. La realidad pasa a clasificarse en términos de seguridad/inseguridad. A tal punto el lenguaje configura la percepción de la realidad que la inseguridad cambia de estatus ontológico y deja de ser el resul-

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tado de la evaluación de una serie de sucesos repetidos y, entonces, ya no se producen robos, asaltos u homicidios, sino “hechos de inseguridad”. De cualquier manera conviene insistir una vez más sobre las falsas opciones extremas: ni el lenguaje puede ser puro y formalizado como para perder toda vinculación con las prácticas sociales concretas o resabios antropomórficos o incluso biológicos, ni, por otro lado, es algo que construya la realidad en el sentido que muchos relativistas posmodernos en epistemología y ciencias sociales gustan suponer. Se trata de una cuestión más compleja y, quizá por ello mismo más interesante, que no vamos a resolver aquí y probablemente no tenga una solución satisfactoria en el sentido de definitiva y clara. Seguramente se trata de una tensión intrínseca a la producción misma del conocimiento. Recordemos y volvamos a nuestro problema central: las metáforas son intraducibles en un sentido pleno y por ello, cuando se las usa, no vienen a suplantar otro lenguaje equivalente pero más complejo, sino que el mero uso taxonomiza y configura el conocimiento transmitido de un modo peculiar y único. La intraducibilidad es una peculiaridad de los lenguajes en general y las secciones que siguen tratarán sobre ello a través de algunos ejemplos primero, y luego a través de la tesis de la indeterminación de la traducción, tesis que también servirá para explicar el estatus del lenguaje utilizado en la enseñanza de las ciencias. En el fondo, de lo que se trata es de mostrar que ni las metáforas científicas ni el lenguaje de la ciencia enseñada, son traducciones de un lenguaje literal que hablarían los científicos.

2. Inconmensurabilidad o la búsqueda inútil de otra piedra Roseta El 15 de julio de 1799, en el pueblo egipcio de Rashid (llamado Roseta –o Rosetta– por los franceses) el capitán francés

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Bouchard Pierre, en ocasión de que las tropas de Napoleón Bonaparte se encontraban peleando contra las de Gran Bretaña en Egipto, encontró un trozo de basalto negro que pasó a llamarse piedra de Roseta.20 En esa piedra se encontraba escrito el texto de un decreto de Ptolomeo V en tres formas de escritura: jeroglífica, demótica y griego uncial (es decir, escrita con letras mayúsculas). Sobre la base de comparar las formas de escritura desconocidas –la de los jeroglíficos–, con las otras conocidas, elaborando una serie de hipótesis y desarrollando un trabajo de gran complejidad, Jean-François Champollion, conocido como Champollion el joven (1790-1832), pudo descifrar finalmente la escritura jeroglífica. A pesar de la enorme dificultad práctica del trabajo realizado por Champollion, conceptualmente el problema no ofrece dificultad alguna: mientras haya una lengua conocida –o una lengua franca– siempre parece posible hacer la traducción. Pues bien, entre ciencia y ciencia enseñada, así como entre lenguaje literal/lenguaje metafórico no hay piedra Roseta. Como decíamos, el problema dista mucho de ser meramente abstracto, y algo parecido, aunque en otro contexto, tuvo que enfrentar Carl Sagan cuando la NASA quiso incluir en la sonda espacial Pioneer 10 una placa con un mensaje para un eventual encuentro con una civilización extraterrestre. La anécdota refiere a un intento más simbólico y propagandístico que de búsqueda real, pero las dificultades que enfrentaron quienes debían diseñar la placa muestran algunas cuestiones básicas relacionadas con nuestro tema: la dificultad para hallar un mensaje que pueda ser entendido por alguien que no tiene prácticamente ningún conocimiento –en este caso extremo ni siquiera el lenguaje básico– en común con el que lo emite.

Como es habitual con muchísimas otras riquezas arqueológicas, la piedra de Rosetta, se encuentra en este momento en el Museo Británico (Londres). 20 

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Así la describía C. Sagan: Se trata de una plancha de 15 x 23 cm, de aluminio y oro anodizado, sujeta a los puntales que soportan la antena del Pioneer 10. El índice de desgaste que se puede esperar en el espacio interestelar es suficientemente pequeño como para que este mensaje pueda permanecer intacto durante centenares de millones de años [...]. El mensaje intenta comunicar con los locales, manifestar época y algo sobre los constructores de la nave espacial. Está escrito en el único lenguaje que compartimos con los destinatarios: la ciencia.21 En la parte superior izquierda aparece una representación esquemática de la transición entre giros de electrones de protones paralelos y antiparalelos del átomo de hidrógeno neutro. Bajo esta representación está el número binario 1. Tales transiciones de hidrógeno están acompañadas por una emisión de un fotón en radiofrecuencia de una longitud de onda de aproximadamente 21 

El subrayado me pertenece.

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21 cm y una frecuencia de unos 1.420 megahertzios. Así hay una distancia característica y un tiempo característico asociados a la transición. Puesto que el hidrógeno es el átomo más abundante en la Galaxia, y como la física es igual en toda la Galaxia, creemos que una civilización avanzada no tendrá dificultad alguna en comprender esta parte del mensaje. Pero, como comprobación, en el margen derecho aparece el número binario 8 (1------) entre dos marcas, indicando la altura de la nave espacial Pioneer 10, representada tras el hombre y la mujer. Una civilización que reciba la placa sin duda también recibirá la nave espacial, y podrá determinar que la distancia indicada es evidentemente cercana a ocho veces 21 cm, confirmando así que el símbolo de la parte superior izquierda representa la transición del hidrógeno. Figuran más números binarios en el dibujo radial que abarca la parte principal del diagrama en el centro izquierdo. Estos números, si estuvieran escritos en el sistema decimal, estarían formados por diez dígitos. Deben representar distancias o tiempos. Si son distancias, entonces serán de un orden varias veces 1011 cm, o unas cuantas docenas de veces la distancia que hay entre la Tierra y la Luna. Es muy probable que nosotros les considerásemos útiles para la comunicación. A causa del movimiento de los objetos dentro del sistema solar, tales distancias varían de manera continua y compleja. Sin embargo, los correspondientes tiempos están en el orden 1/10 segundos a 1 segundo. Éstos son los períodos característicos de los pulsares, fuentes naturales de emisión radiocósmica; los pulsares son estrellas neutrónicas que giran rápidamente, producidas en catastróficas explosiones estelares. Creemos que una civilización científicamente sofisticada no tendrá dificultad alguna en comprender el dibujo radial, así como las posiciones y períodos de 14 pulsares con respecto al sistema solar de lanzamiento. Pero los pulsares son relojes cósmicos que se gastan, por así decirlo, bajo índices bien conocidos. Los que reciban el mensaje deberán preguntarse a sí mismos no sólo dónde fue siempre posible ver 14 pulsares dispuestos en posición tan relativa, sino también cuándo fue posible verlos. Las respuestas son: únicamente desde un volumen muy pequeño de la Vía Láctea y en un solo año

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en toda la historia de la galaxia. Dentro de los límites de ese pequeño volumen hay, quizá, mil estrellas, solamente una de ellas ha de tener el orden de planetas con distancias relativas tal como se indica en el fondo del diafragma. Asimismo se muestran los tamaños aproximados de los planetas y los anillos de Saturno; por supuesto, de forma esquemática. Por otra parte, en el diafragma se muestra una representación esquemática de la trayectoria inicial de la nave espacial lanzada desde la Tierra, como también su paso junto a Júpiter. Así, el mensaje especifica una estrella en aproximadamente doscientos cincuenta mil millones, y un año (1970) en aproximadamente diez mil millones de años. Hasta este punto, el contenido del mensaje debe ser suficientemente claro para una civilización extraterrestre avanzada, que sin duda tendrá que examinar también a todo el Pioneer 10. Probablemente, el mensaje es mucho menos claro para el hombre de la calle, si esta calle se halla en la Tierra. (Sin embargo, las comunidades científicas de la Tierra no han experimentando ninguna dificultad para descifrar el mensaje). Podemos asegurar que el caso se presenta al revés en cuanto se refiere a las presentaciones de los seres humanos que aparecen en la derecha. Los seres extraterrestres, que son el producto de cinco mil millones de años o más de evolución biológica independiente, puede que no se parezcan en absoluto a los humanos, ni tampoco sea igual todo cuanto se refiera a las convenciones sobre perspectivas y dibujo que existen aquí. En consecuencia, es muy probable que la parte más misteriosa del mensaje la constituyan los seres humanos (Sagan [1973] 1986: 27 y ss.).

Carl Sagan es consciente del problema que genera la comprensión del lenguaje utilizado en la placa aunque, según creo, manifiesta un optimismo algo exagerado sobre la universalidad del lenguaje científico, y sobre la posibilidad de una comprensión cabal, sobre todo porque los dibujos de la placa no hacen más que reproducir la representación que un grupo de humanos (los científicos) tiene de algunos problemas físicos del Universo. Subyace a la solución de Sagan el presupuesto de que hay una

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lingua franca, consistente en una ciencia que representa fielmente el mundo, no solo en el lenguaje articulado, sino incluso en su representación gráfica. Sagan cree que la placa haría las veces de Piedra Rosetta. La cuestión es inquietante y, evidentemente si algunos integrantes de una civilización extraterrestre más o menos desarrollada encontraran finalmente la placa harían un enorme esfuerzo por entenderla. Sin embargo, la traducción del mensaje no se haría, seguramente, a través de lo que Sagan llama “la ciencia” sino a través de un trabajoso proceso de ajuste y de ensayo y error y, muy probablemente, el mensaje guardaría para sus receptores misterios insondables. ¿Qué sería ese círculo con otro pequeño círculo en el centro que para nosotros no es más que una metáfora con la que representamos el átomo de hidrógeno? ¿Qué serían esas raras figuras (hombre y mujer), que en el mejor de los casos parecen dos especies diferentes, y cuyo dibujo no hace más que configurarse a partir de la posición y funcionamiento de nuestros órganos visuales y lo que vemos desde nuestra posición erguida? ¿Qué serían esas raras inscripciones que representan, para nosotros, proporciones en una línea? Estos y otros interrogantes parecidos presuponen todavía una civilización similar a la nuestra. Pero además, ¿por qué diríamos que otra civilización posee ciencia? Difícilmente sea porque sus teorías se parecen a las nuestras. De hecho, sin necesidad de ir tan lejos, las teorías de nuestros hermanos cercanos los griegos, se parecen muy poco a las teorías de Newton, Darwin y menos a las nuestras. Pero lo que aun es más problemático es que sus objetivos y propósitos se parezcan a los nuestros. ¿Perseguirán ellos también objetivos tales como la descripción, la explicación, la predicción y el control de la naturaleza igual que nosotros y llamarán a eso “ciencia”? Quizá la semejanza con nuestro modo de hacer ciencia sea tan solo superficial. ¿Por qué habrían de desarrollar su ciencia tal como nosotros pensamos nuestra ciencia moderna según objetivos como la descripción, la explicación, la predicción y el control de la naturaleza y la sociedad? Quizá, después de todo, expresar un mensaje comprensible

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a una civilización extraterrestre sea un problema sin solución. La propuesta de Sagan presupone que se trata tan solo de un problema, difícil pero al fin solucionable, de traducción de un lenguaje humano a otro extraterrestre. Pero el problema de la representación que nos hacemos del mundo y que luego organizamos según nuestro lenguaje articulado seguramente está en relación directa con el aparato cognitivo que tenemos los humanos, producto de la evolución particular que la especie ha tenido. El problema del lenguaje y el conocimiento que con él se expresa, probablemente radique menos en el mundo conocido y más en la actividad humana de producir conocimiento. Dicho más claramente: no es extraño suponer que las langostas y las amebas viven en mundos de langostas y amebas y las representaciones que pudieran tener acerca del mundo serán muy diferentes de las de los humanos. Mucho más si se trata de civilizaciones que quizá hasta tengan una composición química básica distinta. La existencia misma de los humanos es un fenómeno altamente improbable en la naturaleza, resultado de centenas de millones de años de evolución, así como también el complejo sistema cognitivo que poseen. De modo tal que parece casi imposible que otros procesos evolutivos hayan dado como resultado aparatos cognitivos similares y aun compatibles. La senda evolutiva que va de la inteligencia a la ciencia tampoco es automática. Pensemos que sólo tenemos ciencia –tal como la entendemos en la actualidad– en los últimos cuatro o cinco siglos, y, si se considera alguna acepción mucho más general de ciencia (como conocimiento racional acerca del mundo) podemos extenderla a cuatro o cinco mil años. ¿Cómo se explica esta aparición tan tardía, si no hay diferencia biológica entre nosotros y los Homo sapiens sapiens de hace 100.000 años, y hay muy poca diferencia con nuestros primos de hace millones de años? Los paleontólogos se ven en serios problemas para explicar, en términos puramente biológicos, este cambio cualitativo. Por ahora podemos decir, intuitivamente quizás, que las condiciones económicas, la organi-

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zación social y cultural deben estar ajustadas adecuadamente para que pueda darse el paso de la inteligencia a la ciencia. Quizá una adecuada medida de lo difícil (o imposible) que sería una comunicación con extraterrestres la tengamos al considerar lo difícil que es entenderse entre culturas humanas que biológicamente no difieren en nada y culturalmente en casi nada. Aunque por suerte nuestros estudiantes y nuestros docentes no son extraterrestres y comparten muchas cosas, al menos el contexto y el lenguaje, lo cual parece simplificar bastante las cosas, el problema subsiste en alguna medida significativa. Transcribiré a continuación una anécdota relatada por Ernesto Sabato en Uno y el Universo para ilustrar la cuestión: Divulgación Alguien me pide una explicación de la teoría de Einstein. Con mucho entusiasmo le hablo de tensores y geodésicas tetradimensionales. –No he entendido una sola palabra –me dice– estupefacto. Reflexiono unos instantes y luego, con menos entusiasmo, le doy una explicación menos técnica, conservando algunas geodésicas pero haciendo intervenir aviadores y disparos de revólver. –Ya entiendo casi todo –me dice mi amigo con bastante alegría–. Pero hay algo que todavía no entiendo: esas geodésicas, esas coordenadas... Deprimido, me sumo en una larga concentración mental y termino por abandonar para siempre las geodésicas y las coordenadas; con verdadera ferocidad, me dedico exclusivamente a aviadores que fuman mientras viajan a la velocidad de la luz, jefes de estación que disparan un revólver con la mano derecha y verifican tiempos con un cronómetro que tienen en la mano izquierda, trenes, campanas y gusanos de cuatro dimensiones. –¡Ahora sí, ahora entiendo la relatividad! –exclama mi amigo con alegría.

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–Sí –le respondo amargamente–, pero ahora no es más la relatividad.

¿Qué nos está señalando esta anécdota sobre la teoría de uno de los científicos más conocidos?, ¿qué lectura haríamos?, ¿qué lectura harían los estudiantes? Probablemente que la teoría de la relatividad es muy “difícil”; la lectura folclórica del genio de Einstein; que la ciencia, en determinados niveles es un saber para iniciados; quizá que Sabato no es un buen profesor de física. Pero, más allá de estas respuestas cotidianas muy probables a preguntas posibles, esta anécdota junto con los otros dos ejemplos precedentes nos enfrentan directamente con el mismo problema –el de la indeterminación de la traducción– aunque pueden ofrecerse, evidentemente, soluciones parciales dispares: la piedra de Roseta permitió comprender los jeroglíficos egipcios y fue un gran éxito de la arqueología y la egiptología en particular; el episodio de la placa lanzada al espacio no sabemos en realidad qué desenlace tendrá pero, presumiblemente y en el mejor de los casos, indicará a los receptores que alguien envió algo que no se entiende; y finalmente la anécdota contada por Sabato refiere a una especie de paradoja fundacional de la enseñanza de la ciencia (en adelante: EC). Esto también atañe en alguna medida a la comunicación pública de la ciencia y la tecnología (en adelante: CPCT).22 Se trata de una actividad que en algún sentido relativo no se puede llevar a cabo y, al mismo tiempo, es algo que debe llevarse a cabo. Es imposible en el sentido de que lo que se transmite, tanto en la EC como en la

Se ha discutido mucho sobre la forma de denominar la transmisión a través de canales no formales y no curriculares de contenidos científicos a través principalmente de medios masivos aunque también hay otras formas. La denominación más conocida es “divulgación científica” pero conlleva cierto carácter peyorativo de los receptores y cierta actitud paternalista de los “divulgadores”. Por eso, aunque no carece de objeciones posibles, se ha preferido “comunicación pública de la ciencia y la tecnología”. Últimamente se usa “alfabetización científica” pero también se trata de una metáfora poco feliz. 22 

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CPCT,23 no es la ciencia que producen los científicos, pero aun así debe llevarse a cabo porque resulta fundamental para vivir en el mundo actual. Ahora bien, esto no significa que la ciencia sea una actividad y un saber vedados a las personas comunes, sino que lo que se pone en evidencia es la necesidad de redefinir teóricamente el sentido de la EC. Adelantaré mi propuesta de un nuevo encuadre del problema, y más adelante volveré sobre ello. La cuestión de la traducibilidad (en todo caso de la intraducibilidad) entre lenguajes no sólo arroja una luz diferente sobre el problema de la metáfora, sino también reclama una reevaluación del problema de la relación entre el lenguaje propiamente dicho de la ciencia (el de los especialistas, de los que están en la frontera de la investigación y están produciendo conocimiento nuevo) y el lenguaje utilizado en la EC para no científicos. Veamos ahora la fundamentación filosófica de lo que vengo sosteniendo. Uno de los tópicos acerca de las metáforas, que va en detrimento de las posiciones comparativas y en apoyo de los que sostienen que hay algo nuevo en ellas, consiste en señalar la imposibilidad de establecer una paráfrasis literal. En efecto, si no hay posibilidad de traducción o paráfrasis literal, entonces, la metáfora dice algo nuevo. Mi intención es mostrar que el lenguaje metafórico es irreductible –intraducible– al lenguaje literal, de modo que enseñar a través de metáforas es introducir un lenguaje nuevo con todas las limitaciones y potencialidades de cualquier lenguaje y, de un modo más general, que el lenguaje de la ciencia enseñada no es la traducción simplificada del lenguaje científico correspondiente, sino un lenguaje que habla sobre la ciencia. Desarrollaré para ello, brevemente, la tesis de W. V. O. Quine (1960) sobre la indeterminación de la traducción que si bien está referida a la relación entre dos idiomas, puede aplicarse igualmenMucho de lo que se dice en las páginas que siguen también atañe a la CPCT, pero como el objetivo de este trabajo no es analizar las diferencias y semejanzas entre EC y CPCT, señalarlo todo el tiempo entorpece la lectura dejaré de hacerlo y sólo me referiré a la EC. 23 

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te para tratar las dos cuestiones señaladas sobre relaciones entre lenguajes. Quine sostiene que siempre es posible redactar una serie de manuales de traducción diversos e incompatibles entre sí. Aun permaneciendo fiel a las disposiciones expresivas individuales de los interlocutores, cada manual recortaría un universo de comunicación finito, sin suministrar los instrumentos para una traducción universal. Quine, partidario del holismo semántico especialmente en epistemología, distingue, para iniciar su argumentación entre los tipos de frases posibles, aquellas que denomina frases ocasionales: expresiones como “Esto es un conejo”, no exigen más que el consentimiento o la aprobación de un hablante y, en suma tienen sentido aún tomadas aisladamente. Puede pensarse que, en estas condiciones, una teoría empirista de significación-estímulo podría definir la sinonimia entre expresiones de lenguas diferentes sobre una base totalmente realista y conductual. Sin embargo, Quine niega que esto sea posible. Parte de una situación de traducción radical, en la cual un lingüista se encuentra ante una lengua desconocida que debe aprender mediante un método directo, observando lo que dicen los indígenas, sin poseer un diccionario previo y ninguna otra evidencia de su conducta habitual. Suponiendo que el lingüista en cuestión observara cierta concomitancia entre el paso de conejos y la emisión por parte de los indígenas de la expresión gavagai; el lingüista puede fabricar la hipótesis de que gavagai significa “conejo”. Para verificar su hipótesis, presenta a un informador la expresión gavagai como pregunta, cuando ambos están en presencia de conejo, y señalándole el animal con el dedo. Si el indígena consiente, ¿puede concluir que ha hallado la traducción correcta? Quine sostiene que no, porque el indígena daría exactamente la misma respuesta si gavagai significase parte no separable del conejo o bien segmento temporal de conejo o bien animal que viene del bosque o bien comida posible para hoy por ejemplo, de modo tal que la traducción está indeterminada porque muchas hipótesis son compatibles con los datos conduc-

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tuales24. No hay un verdadero criterio de sinonimia para igualar gavagai y “conejo”, así como tampoco hay medios experimentales para distinguir, en el aprendizaje de los indígenas de la forma de aplicar una expresión, lo que surgiría exclusivamente del aprendizaje lingüístico y lo que tendría su fuente en los elementos. Pero no hay que pensar que la indeterminación de la traducción es sólo una variación sobre algunos conceptos, sino que para Quine conejo, parte no separable de un conejo, segmento temporal de conejo o las otras, no son tan solo expresiones lingüísticas que poseen significaciones diferentes, sino que son cosas diferentes.25 Desde luego, un lingüista no se quedará en la indeterminación y puede ir más adelante en lo que Quine denomina hipótesis de análisis, construyendo paso a paso un manual de traducción. El lingüista procede identificando poco a poco los elementos de la lengua indígena con nuestros procedimientos de individuación (el plural, artículo, por ejemplo). Ciertamente tiene razón y no existe otra forma de proceder y, a la larga, los lingüistas terminan siempre construyendo buenos manuales de traducción, es decir, buenas herramientas lingüísticas. Se podría entonces pensar que las hipótesis de análisis terminan por eliminar la indeterminación de la traducción. Ciertamente, ocurre así en la práctica, pero Quine niega que esto modifique en absoluto el principio de fondo, en la medida en que la interpretación de la lengua indígena se hace tomando decisiones desde la propia lengua, de modo tal que no se hace más que proyectar una lengua (y en este caso particular una cultura) sobre otra. Se pueden tener proyecciones mejores o peores pero, según este punto de vista, no puede haber criterios Mientras estoy terminando de corregir los borradores de este libro mi pequeño hijo Giuliano me proporciona otro claro ejemplo: aprendió a decir “quema” cuando tocó una taza caliente. Sin embargo, a los pocos días volvió a decir “quema” cuando tocó un vaso con agua muy fría. “Quema” para él no significa, por ahora, “caliente” sino “a temperatura diferente del ambiente”. 25  Huelga señalar las consecuencias epistemológicas que esta argumentación posee en la medida que lo que se trata es de la inescrutabilidad de la referencia: la simple observación no sirve para distinguir entre dos o más interpretaciones posibles. 24 

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no lingüísticos para dilucidar la cuestión. Si los hubiera, ello significaría que se podrían decidir en forma empírica y absoluta entre muchas hipótesis de análisis incompatibles. Pero no se dispone de un principio de demarcación que permita distinguir lo que surge del lenguaje propio o de las propias hipótesis analíticas y lo que surge de la propia realidad. Siempre se puede hacer que dos hipótesis lógicamente incompatibles entre sí, sean las dos perfectamente compatibles con el comportamiento observable. Evidentemente, ante la argumentación de Quine, es posible poner el acento –pesimista– en la imposibilidad radical, así como también hacerlo –en la versión optimista– en las hipótesis de análisis que, finalmente, resolverían más o menos satisfactoriamente el problema. Sin embargo, me interesa rescatar los dos pasos de la fructífera argumentación de Quine –la indeterminación de la traducción y la posibilidad de establecer hipótesis de análisis que aporten una comprensión progresiva de la nueva expresión– por igual y en forma simultánea, por dos razones: en primer lugar porque pueden ser aplicados tanto a la comprensión de las metáforas, como también al problema de la relación entre otros dos lenguajes implicados en la enseñanza: el lenguaje científico propiamente dicho y el lenguaje utilizado para la EC; y en segundo lugar porque permiten intuir los mecanismos y procesos que se desarrollan al formular, captar y asimilar una metáfora. En ambos casos, puede considerarse la existencia de dos lenguajes entre los cuales es posible establecer una comprensión progresiva que puede ser bastante adecuada pero que siempre deja un residuo intraducible. La tesis de Quine encuadra el problema en términos muy interesantes: por un lado expresa las limitaciones fundacionales e insalvables de la traducción, y por otro marca las únicas posibilidades de superar parcialmente esas limitaciones, lo cual a su vez revela las potencialidades educativas del diálogo, real o imaginario, con las metáforas utilizadas y sus posibles consecuencias, tratamiento de contraejemplos y límites de la metáfora (cuando parece desajustada o lleva a consecuencias no deseables original-

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mente, etcétera). Por decirlo en una fórmula apretada y simple: no se trata de evitar el uso de metáforas, ya que eso es imposible, sino, en todo caso, aprovechar adecuadamente su potencialidad y, sobre todo comprender su estatus cognoscitivo y su alcance. Como quiera que sea, el planteo no es radicalmente novedoso. No son pocos los autores que han señalado el papel cognoscitivo de las metáforas en la ciencia. Entre los epistemólogos más conocidos se encuentra Th. Kuhn, quien ya a partir de su texto más famoso (La estructura de las revoluciones científicas, de 1962/69), subrayaba el papel de la percepción de similitudes o parecidos de familia en la iniciación del científico, tanto bajo un paradigma único y hegemónico, así como también en los momentos de cambios revolucionarios. Decía Kuhn: Un aspecto central de cualquier revolución es, entonces, aquello que cambia la similaridad de las relaciones. Objetos que anteriormente estuvieron agrupados en el mismo conjunto son después agrupados en otros diferentes, y viceversa (Kuhn 1962: 267).

En escritos posteriores, Kuhn (1979) otorgaría a las metáforas un papel central tanto en la introducción de nuevos términos en el vocabulario de la ciencia así como también en la introducción de las nuevas generaciones de científicos en los conocimientos ya establecidos, en suma, de la enseñanza de ciencia para científicos. La metáfora constituiría también un medio que posibilitaría que una comunidad de hablantes (comunidad científica para el caso) se refiriera en forma regular y coordinada a un determinado fenómeno o sustancia. Considera la metáfora como una versión de nivel más alto del proceso por el cual la ostensión –señalamiento– interviene en el establecimiento de la referencia de los términos de clase natural.26 Los procesos de bautismo (dubbing) de esas famiLos términos de clase natural, en este caso refieren a la estructura esencial (no nominal) de esas clases, de cómo el término “agua”, por ejemplo refiere de manera no contextual a la sustancia definida como H2O y, en este sentido la metáfora es considerada como un modo no definicional de fijación de la referencia que se adecua 26 

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lias naturales serían metafóricos en un nivel elemental, por cuanto en ellos se da una yuxtaposición o interacción. Sobre la base de estos procesos nuestro lenguaje se liga al mundo. Una vez que la interacción entre ejemplares ha puesto de relieve ciertos rasgos y ha fijado ostensivamente la referencia de un término de familia natural, el mundo queda para nosotros recortado de una manera determinada, que consideramos natural. La metáfora sugiere un cambio de las categorizaciones que nos resultan naturales por el uso y así, el cambio de teorías, para Kuhn, siempre va acompañado de cambios en algunas de las metáforas relevantes y en las partes correspondientes de la red de similaridades a través de las cuales los términos se adhieren al mundo. Pero estas alteraciones no son puramente formales o puramente lingüísticas sino más bien “sustantivas o cognitivas” (Kuhn 1979: 416), puesto que se producen como una respuesta a presiones generadas por la observación o el experimento y dan como resultado modos más efectivos de tratar con algunos aspectos de los fenómenos naturales. Los significados de los términos de familias naturales no constituyen listas de propiedades compartidas únicamente por los miembros de dicha familia, sino antes bien un conjunto abierto de parecidos de familia, o similitudes percibidas entre algunos aspectos de los complejos implicativos asociados a los dominios puestos en interacción. El significado surge de la yuxtaposición ostensiva de situaciones ejemplares en situaciones de entrenamiento, en que el mostrar y nombrar el objeto va acompañado generalmente de ciertas acciones con el objeto. A partir del bautismo de ejemplares prototípicos, se produce una extensión metafórica de la referencia a otros objetos del mundo que presentan “parecidos de familia” con los prototipos. Este tipo de proceso de aprendizaje se extiende también al aprendizaje del lenguaje y categorías científicas. Con posterioridad, el uso naturaliza las similitudes y diferencias, al punto de hacernos supoespecialmente bien a la introducción de términos que se refieren a clases cuyas esencias reales consisten en propiedades relacionales complejas, más que a propiedades internas constituyentes.

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ner de manera natural una especie de “pegamento metafísico” entre el lenguaje y el mundo, y hacernos olvidar que nuestras categorías surgieron –en parte– de la interacción entre ciertos ejemplares, y que otras interacciones habrían hecho surgir otras similitudes. Pero los significados no son fijos, no están adheridos a las cosas desde una eternidad sin tiempo, ni están dados de una vez y para siempre a partir de un bautismo originario; sino que en ocasiones, en virtud de un proceso de renombramiento o rebaustismo (redubbing) pueden ligarse al mundo de otra manera. Los procesos revolucionarios, como las metáforas novedosas, transgreden los usos corrientes, generando un léxico localmente diferente y este nuevo léxico abre nuevas posibilidades que no podrían haberse estipulado por el uso del léxico anterior (Kuhn 1990). Las metáforas, entonces, pueden conducirnos a una recategorización del mundo al crear similitudes de un nuevo tipo y hacer surgir nuevos significados. Allí reside el valor cognitivo de la metáfora: nos recuerda que el mundo podría haber sido recortado de otra manera,27 y de hecho históricamente lo ha sido, según nos muestran algunos historiadores de la ciencia. La metáfora puede también abrir nuevos mundos y promover el desarrollo de la ciencia. Si la naturaleza tiene “articulaciones” que los términos de familias naturales tratan de localizar, entonces la metáfora nos recuerda que otro lenguaje podría haber localizado articulaciones diferentes, haber recortado el mundo de otra manera (Kuhn 1979). Vale la pena recordar lo que ya señaláramos antes: que una de las particularidades de la metáfora, y lo que le da una gran potencia, es su carácter en cierta medida vago y abierto. La utilización de figuras, modelos o explicaciones propias de un ámbito, en otro ámbito ajeno en principio, incluye el solapamiento parcial –y obviamente el desajuste parcial también– de las características, funciones y elementos que se comparan. Turbayne (1962) realiza el interesante ejercicio de analizar cómo la metáfora mecanicista del siglo XVII podría suplantarse –obviamente con las consecuencias del caso– por una metáfora lingüística. 27 

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Esto que ocurre con la metáfora en general, no es diferente de lo que ocurre, según Kuhn, en la ciencia, y, agrego yo, tampoco es muy diferente de lo que ocurre cuando se enseña ciencia a estudiantes no científicos. Pueden cambiar, y de hecho cambian, los contenidos, pero los mecanismos de adquisición, legitimación, transformación y derivaciones del conocimiento adquirido a través de metáforas son similares. Sin embargo, en la enseñanza de la ciencia aparecen otros mitos, la mayoría de ellos asociados también a la cuestión del lenguaje. Veamos.

3. Mitos acerca de la ciencia Enseñar ciencia se apoya, de manera explícita o no, en una concepción epistemológica definida que marca la selección de temas, la forma de presentarlos, el tipo de discurso utilizado, las especulaciones acerca de las posibilidades futuras del conocimiento científico, las vinculaciones con el contexto histórico, social y con el desarrollo tecnológico, y, en lo que aquí nos interesa, también con el estatus otorgado a las metáforas y modelos. En efecto, si, por ejemplo, se concibe a la metáfora como un recurso meramente estético o heurístico, o se confía en que es posible lograr una traducción del lenguaje científico para que sea enseñado –la mayoría de las veces a través de metáforas, dicho sea de paso– resultan perfectamente compatibles con ciertos supuestos epistemológicos. El problema con estos supuestos, sin embargo, no es que estén allí operando –después de todo siempre los hay–, sino que lo hagan de manera acrítica, ingenua o dogmática y se conviertan en una especie de mitología, como suele ocurrir. A continuación detallaré algunos de los principales mitos circulantes, separándolos en distintas categorías. Sin embargo, muchos de ellos suelen ir en conjuntos variados: algunos son causa de otros, mientras que otros se relacionan de modos diversos.

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3.1 Los mitos fundantes en la enseñanza de la epistemología El primer gran mito, general y abarcativo, es que existe un campo de saberes legítimo y fundado que podría llamarse “epistemología” en general y que podría dar cuenta adecuadamente del fenómeno que llamamos ciencia, en sus aspectos relevantes. Los nombres de las asignaturas como Epistemología o Filosofía de la Ciencia (así, en singular) son consecuencia de ello. Algunos esfuerzos por romper con esta unidad, por lo menos en los aspectos formales y administrativos de las currículas, no tienen, sin embargo, mejores resultados. Así, la denominación aparentemente díscola “Epistemología de las Ciencias Sociales” pretende separar un subconjunto de dudosa autonomía y homogeneidad y resulta tan artificial como el esfuerzo por creer que la ciencia es una. Esta distinción termina siendo, más bien, una suerte de reacción gremial ante el avasallamiento intolerante y hegemónico de las epistemologías estándar basadas principalmente en la física. Ello supondría, en primer lugar, que existe otro subconjunto que deberíamos llamar epistemología de las ciencias naturales. La verdad es que se trata, como decíamos, de agrupamientos bastante artificiales, teniendo en cuenta que existen tantas diferencias epistemológicas de base entre, por ejemplo, la biología evolucionista y la física como entre la historia y la psicología o la economía. Seguramente el mito de la unidad de la epistemología se sustenta en –o habría que decir más bien que deriva de– otro gran mito: el de la ciencia unificada y su brazo instrumental, la unidad metodológica que veremos luego. Quizá las consecuencias teóricas y conceptuales negativas más palpables resultan no tanto para los científicos profesionales sino en la enseñanza. En efecto, la epistemología, lejos de cumplir con una función propedéutica en los planes de las distintas carreras, cae en un paulatino ensimismamiento disciplinar hasta terminar generando un discurso hueco sin referente en su objeto pretendido, la ciencia. Basta recorrer los programas de epis-

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temología (o nombres afines como Introducción al Pensamiento Científico, Filosofía de las Ciencias, etcétera): en muchos casos se trata de programas que incluyen una lógica descontextualizada, parcializada e inútil, seguida de algunas precisiones metodológicas formales; en otros casos –como reacción a esos mitos– se trata de un amontonamiento de rezongos posmodernos con escasa o nula vinculación con el pensamiento científico. Se trata de una agenda de temas establecida hace varias décadas por quienes (con no pocos méritos) han delimitado el área de estudios, pero que se repite acríticamente según una agenda desactualizada.

3.2 Los mitos tradicionales sobre la ciencia Hay una mitología epistemológica estándar o tradicional que acumula de manera más o menos consistente y más o menos arbitrariamente, una serie de apreciaciones sobre la ciencia y la tecnología que derivan principalmente, aunque no únicamente, del análisis del lenguaje científico y que trataré de describir. El mito mayor consiste en creer que la ciencia está constituida meramente por un conjunto de enunciados (organizados en una estructura deductiva) y que utiliza un lenguaje neutro, descriptivo y meramente informativo. Se concibe el lenguaje científico, básicamente, como lenguaje transparente. Es natural que en este contexto la metáfora sea tolerada, a lo sumo, como un expediente heurístico o didáctico. Asimismo, existen otros mitos, que si bien no derivan necesariamente del principal, sí están –por lo general– asociados a éste. Dentro de estos lineamientos generales, la ciencia es concebida tan solo como un producto, el discurso científico, que es, obviamente, el resultado de un proceso histórico, pero un proceso que resulta, después de todo, irrelevante epistemológicamente. La literatura epistemológica caracterizó esta diferencia (proceso-producto) utilizando las categorías de contexto de descubrimientocontexto de justificación. Al primero corresponderían las condi-

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ciones sociales, culturales, económicas, y hasta psicológicas, que enmarcan o acompañan la producción de conocimiento científico. Al segundo los criterios de legitimación y aceptabilidad de ese nuevo conocimiento según los criterios instrumentales y racionales reconocidos por la comunidad científica. La forma estándar de la distinción entre contextos condujo, también, a la delimitación de incumbencias disciplinares. Mientras concernía a la historia, la sociología o la psicología analizar el contexto de descubrimiento, la epistemología respondía por el contexto de justificación, autoinstalándose como guardiana de la pureza de la ciencia28. Asimismo, la ciencia es concebida como el resultado de procedimientos algorítmicos. Básicamente se sostiene que la ciencia es el resultado de aplicar el método científico. Es cierto que buena parte del trabajo científico está perfectamente protocolizado, pero la parte más interesante de la ciencia, la parte creativa, la que produce conocimiento nuevo, no parece estar atada, por definición, a los métodos y reglas conocidas. En suma, si bien hay métodos para trabajar, no hay métodos para descubrir y, mucho menos, para romper con lo establecido. Habitualmente este mito va asociado a otros dos. En primer lugar el de la unidad metodológica, que a su vez presupone la unidad de la ciencia: se sostiene que hay sólo un método científico que debe ser adecuado a todas las disciplinas y la cientificidad se mide en términos de rigurosidad con relación a ese método. Huelga decir que éste es un problema de los epistemólogos, los divulgadores y los que escriben libros de texto, pero no es un problema genuino para los científicos. La enseñanza de la epistemología no es ajena a este mito bajo la forma de la creencia en que existe un campo de saberes legítimo y fundado que podría llamarse “epistemología” en general y que podría dar cuenta adecuadamente del fenómeno que llamamos “ciencia”. Los nombres de las asignaturas tales como Epistemología o Filosofía de la Ciencia son consecuencia de ello. Lo mismo 28 

Véase nota 3 en este volumen.

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que la denominación aparentemente díscola “Epistemología de las Ciencias Sociales” que pretende separar un subconjunto de dudosa autonomía y homogeneidad, pero se trata más bien de una suerte de reacción gremial ante el avasallamiento intolerante y hegemónico de las epistemologías estándar basadas principalmente en la física. Ello supondría, en primer lugar, que existe otro subconjunto que deberíamos llamar “epistemología de las ciencias naturales”. La verdad es que se trata de agrupamientos algo artificiales, teniendo en cuenta que existen tantas diferencias epistemológicas de base entre, por ejemplo, la biología evolucionista y la física, como entre la historia y la psicología o la economía. Este punto de vista presupone que hay problemas y soluciones generales para las especificidades de todas las ciencias. En segundo lugar, se deberían explicar los éxitos científicos a partir de la correcta y estricta utilización del método y los supuestos retrasos o lentificación en el progreso de las ciencias –habitualmente los errores– por la influencia perniciosa de la sociedad prejuiciosa y refractaria a los cambios. De este modo los éxitos se explicarían como éxitos de la racionalidad científica correctamente utilizada y los errores como un corrimiento de esa racionalidad. Buena parte de la sociología y la historia de la ciencia se construyó sobre este mito, asociado a veces a otros mitos menores como el de los “genios” siempre “iluminados”, aunque a veces “incomprendidos”. Es natural que, consistentemente con los puntos anteriores, el abordaje de la ciencia sea aproblemático y, sobre todo, ahistórico. La ciencia no es vista, en lo fundamental, como un proceso histórico, sino tan sólo como un producto actual. Las limitaciones del conocimiento actual son presentadas como problemas técnicos de mayor o menor complejidad cuya resolución es sólo cuestión de tiempo, lo cual implica una confianza tecnocrática algo desmedida. En general en los manuales o textos utilizados (no solamente en EC, sino también en la formación de científicos profesionales), cuando aparecen episodios de la historia de la disciplina, lo hacen de modo fragmentado, en general anecdótico y centrado en las

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curiosidades; el tono de la presentación incluye en ocasiones una paternal condescendencia con esos pobres antiguos que no sabían nada; consideran la ciencia como un cúmulo de aportes de algunos genios aislados e incomprendidos; o ven la presentación de los procesos científicos del pasado como episodios incompletos que aportan a la ciencia que tenemos hoy en un desenvolvimiento lineal y acumulativo. El desarrollo científico se concibe como la acumulación de aportes a través de los tiempos y dichos aportes sólo son mencionados y valorados en la medida en que contribuyeron a la ciencia tal como la tenemos hoy. Lo demás será desechado como desvaríos, prejuicios, errores o mera ignorancia.29 Algunos mitos se trasladan desde la ciencia a la tecnología. Es bastante común, así, que el mito de la neutralidad valorativa de la ciencia se traslade también a la tecnología. Así como a partir de concebir la ciencia de modo neutral y por tanto desvinculada de cualquiera de sus consecuencias prácticas, se atribuyen las consecuencias negativas a las aplicaciones tecnológicas, en un segundo paso, también se atribuye neutralidad a los objetos tecnológicos y las consecuencias negativas se atribuyen, o bien a los excesos cometidos por los usuarios, o bien a las decisiones políticas sobre su implementación. Otro mito en el cual se confunden ciencia y tecnología es el del desarrollo constante y acelerado, que se apoya en una metáfora deportiva: la ruptura constante de las marcas anteriores, esto es, de los límites establecidos. Los cambios de diseño y las decisiones de mercado con relación a los aparatos con los que convivimos a diario generan la fantasía de que en la ciencia hay novedades importantes todos los días y, lo que es más riesgoso, que esas novedades son siempre beneficiosas y no podemos sustraernos a ellas, tan solo adaptarnos a los cambios. Cabe preguntarse, sin embargo, ¿cada cuánto ocurre una revolución científica? o, más apropiadamente ¿cuánto hace que no ocurre una verdadera revolución científica? Sobre el problema de la historia de la ciencia en relación con la epistemología y con la enseñanza véase especialmente Hurtado de Mendoza y Drewes (2003). 29 

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La biología evolucionista (con cambios menores) tiene ciento cincuenta años, la mecánica relativista cien años, la mecánica cuántica algo más, si alguien quiere ver una revolución científica en la biología molecular hay que pensar en más de cincuenta años, los principales programas de investigación en psicología tienen más de cien años, la teoría de la tectónica de placas alrededor de cincuenta años. Quizá las neurociencias constituyan un campo de mayor efervescencia. El mayor problema de esto, en el campo de la educación, es que se instale la fantasía de la actualización constante y se pierda de vista lo importante, porque la ciencia suele ser mucho más conservadora en sus desarrollos y los grandes cambios se dan muy de tanto en tanto. Sobre los mitos descriptos debe señalarse, en primer lugar, que en todos los casos se trata de afirmaciones que, en general, no son falsas, sino que su carácter mitológico les sobreviene por ser verdades a medias que se instalan como si fuera todo lo que hay que decir al respecto y entonces dicen más por lo que callan que por lo que dicen efectivamente; en segundo lugar, que si bien se trata de mitos circulantes en mayor o menor medida, en rigor de verdad no configuran una expresión monolítica y adecuadamente articulada; porque, en tercer lugar, en la práctica varios de estos mitos se entremezclan con algunas intuiciones más o menos vagas, mucho de sentido común y escasa o nula reflexión epistemológica. Estos dos últimos aspectos son los que hacen más difícil su remoción. Pero quizá lo más grave e importante sea que la mitología tradicional descripta (que hoy ya nadie defiende en tanto sus claras deficiencias conceptuales han sido profusamente criticadas a lo largo de décadas), da lugar, por oposición, a los contramitos correspondientes que reflotan posturas románticas, posmodernismos, relativismos, irracionalismos varios y fundamentalismos religiosos. Así, una mitología es reemplazada parcial o totalmente, o bien complementada por otra igual o peor de signo contrario.

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3.3 Los contramitos tradicionales El primer gran contramito consista, probablemente, en creer que hay un adversario intelectual o académico que defiende aún, y en conjunto, los mitos descriptos en la sección anterior. La consecuencia más negativa de ello, tal vez sea la formulación de una serie de críticas descontextualizadas y desproporcionadas que no se sabe bien a quién van dirigidas. El segundo gran contramito consistente en señalar como defectos o aspectos negativos de la ciencia lo que en realidad son apreciaciones epistemológicas. En suma, confunden ciencia con epistemología y acusan a la ciencia de lo que es un mito epistemológico. Sobre este error construyen un error semejante pero de signo contrario. A la ciencia neutral, objetiva, resultado de la correcta y algorítmica utilización del método correspondiente, oponen una ciencia como mero ejercicio del poder, subjetiva y resultado de meras negociaciones. En ocasiones, esta contramitología suele concebir la historia y las actividades humanas de un modo patológicamente conspirativo. En efecto, a la idea de la ciencia como aislada del contexto oponen el contramito de la ciencia como una actividad corporativa, como tantas otras, sin especificidad alguna. A la idea metafísica de verdad de la epistemología tradicional contraponen una ciencia que construye sus verdades por mero consenso y retóricamente. Quizá lo más lamentable de estas manifestaciones lo constituya, como decíamos, el hecho de que, a veces, se disfrazan de reflexión epistemológica alternativa y se expresan a través de la implementación de programas académicos en algunas cátedras de las universidades o instituciones de formación docente. Por suerte la ciencia resulta mucho más interesante y humana que lo que señalan los mitos y mucho más especial que lo que indican los contramitos. Sobre ello volveré en las páginas finales, pero por ahora quisiera hacer mías las palabras de F. Jacob para alertar sobre la compleja situación en la reflexión sobre la ciencia:

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El siglo XVII tuvo la sabiduría de considerar la razón como una herramienta necesaria para tratar los asuntos humanos. El Siglo de las Luces y el siglo XIX tuvieron la locura de pensar que no sólo era necesaria, sino suficiente, para resolver todos los problemas. En la actualidad, todavía sería una mayor demostración de locura decidir, como quieren algunos, que con el pretexto de que la razón no es suficiente, tampoco es necesaria (Jacob [1981] 1982: 132).

El tercer contramito consiste en evaluar la ciencia a través de sus consecuencias más dañinas, principalmente por los problemas de contaminación y cambio climático. Sobre todo es una postura defendida por grupos “verdes” o ecologistas que acusan a toda la modernidad de ser la culpable de los desastres en la medida en que se desarrolla. En el fondo se trata del mismo argumento ingenuo, pero de signo opuesto, utilizado por quienes ven en la ciencia un conjunto irreprochable de bondades y beneficios. En los medios de comunicación suele tratarse este apocalipsis climático según una suerte de reedición de la versión protocristiana de la salida del paraíso, y así es presentado como el resultado de la acción del hombre, lo que en verdad es el resultado del desarrollo exacerbado del capitalismo en su versión consumista. También es bastante corriente el contramito de considerar como un rasgo negativo lo mejor de la ciencia, es decir su carácter conjetural, y por tanto su potente capacidad correctiva. Una variante de esta forma de ver las cosas es la antiambientalista, aquellos a quienes les resulta útil decir que dado que el conocimiento científico es conjetural y no garantiza el logro de la verdad, no se puede deducir cuál será la evolución del medio ambiente y específicamente del efecto invernadero y, por lo tanto, apoyar su tesis de que no hay que hacer nada sobre la contaminación y seguir como hasta ahora. Habitualmente es el punto de vista de las empresas a la hora de defender sus intereses: fue el argumento que utilizaron las tabacaleras en ocasión de los juicios que les iniciaron afectados de cáncer de pulmón por el

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tabaco: no hay prueba, definitiva, decían, de que el tabaco produzca cáncer. Otra variante, últimamente, es la proliferación, de pseudosaberes, magias y astrologías varias, medicinas alternativas en una mezcolanza con filosofías ramplonas, new age, ufología y otros, en los medios masivos de comunicación, sin solución de continuidad con algunos escasos contenidos científicos serios. Esta especie de borgeana biblioteca de Babel borra cualquier frontera entre investigación y posibilidades ciertas de la ciencia y la tecnología, con el resto. La agresiva campaña de los grupos fundamentalistas cristianos, sobre todo en EE.UU. y en menor medida en Europa, intentando promover nuevamente el creacionismo –ahora en la versión que llaman del “diseño inteligente”–, como una alternativa a la teoría de la evolución biológica, constituye otro ejemplo del rebrote de estas manifestaciones (cuando señalan que la teoría de la evolución es “sólo” una teoría, asimilando “teoría” a mera especulación). Curiosamente la alternativa de estos grupos es el fundamentalismo más dogmático. Si bien no hay publicaciones científicas serias que publiquen artículos en esta línea, la gran difusión que tienen en los medios masivos le dan una dimensión preocupante. También es muy común ver en los noticiarios de televisión la presentación de notas sobre fechas religiosas en las cuales las largas filas o las convocatorias multitudinarias –cuyo número generalmente se exagera a niveles absurdos– son mostradas siempre como algo positivo en sí mismo. Desde la suave adhesión de algunos hasta los irracionalismos místicos más patológicos (salvo en el caso de las sectas donde sí son censurados, pero no por su contenido irracional sino por ser un negocio o por someter a sus integrantes a ciertos mecanismos y rituales), los actos de fe –incluso los de la fe más ramplona y animista– son mostrados como hechos positivos sin más.

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3.4 Los mitos y contramitos en la enseñanza de la ciencia Como no podía ser de otra manera mitos y contramitos generan, en mayor o menor medida, otra cantidad de mitos asociados a la enseñanza de las ciencias. El más importante, creo, consiste en creer que la enseñanza de la ciencia sin más contribuye a formar y despertar lo que se suele denominar “pensamiento crítico”. Hoy en día ninguna planificación, diseño curricular ni proyecto educativo en general que se precie, care­ce de objetivos que hagan mención explícita al “desarrollo del pensamien­to crítico”. Ya Kuhn ha mostrado, no sin cierto aire de provocación, que la formación misma de los científicos (lo que él llama “educación dogmática”) se parece mucho a la formación religiosa. En efecto, los científicos son formados en la defensa del paradigma (Kuhn 1962) después “matriz disciplinar” (posdata a Kuhn 1962 escrita en 1969) y eso los habilita para conocerlo a la perfección, y eventualmente asistir a su crisis y abandono. Pero si bien en determinadas condiciones pueden estar dispuestos a cambiar sus teorías, en general operan en el sentido contrario. Esta versión conservadora de la comunidad científica que ofrece Kuhn, viene a contraponerse a una variante del mito ya señalado más arriba de la revolución permanente en ciencia. No parece haber ninguna buena razón para creer, entonces, que el mero hecho de transmitir algunos contenidos con alguna vinculación a la ciencia conllevarían consigo, merced a una suerte de empatía que finalmente no es tal, el despertar del pensamiento crítico en los estudiantes. En la medida en que se sostenga la ilusión de que el pensamiento crítico es algo ya realizado y cumplido per se en la transmisión de contenidos científicos, seguramente se estará ocultando una forma de dogmatismo de nuevo cuño. Enseñar ciencia como se hace habitualmente no promueve el pensamiento crítico, es más, yo diría que no hay enseñanza más dogmática que la de la ciencia. Ello no tiene nada de malo en sí mismo, después de todo siempre se ha hecho así, pero se corre un riesgo consistente en pensar que estamos formando

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individuos críticos y quedar con la conciencia tranquila. Lograr que los estudiantes manejen con cierta facilidad las reglas y principios más elementales de la lógica y lleguen a realizar una lectura comprensiva de textos es un logro enorme, pero está todavía muy lejos de, lo que yo creo, es el pensamiento crítico. Es evidente que, para ser consistente con los mitos descriptos, usar metáforas constituirá un recurso o bien censurable o bien tolerable pero, en cualquier caso sólo provisorio, parcial, y que debe realizarse bajo una atenta vigilancia. Los que creen en estos mitos también suelen creer que el problema de la EC es una cuestión que se resuelve principalmente a través del diseño de los instrumentos adecuados, básicamente recursos didácticos, porque el lenguaje de la enseñanza debe ser la mejor traducción posible del lenguaje científico a otro lenguaje comprensible por no iniciados. En este punto las discusiones acerca de la metáfora y la didáctica se entrecruzan. Aquí tampoco se trata de una cuestión abstracta o meramente teórica: la mayoría de las discusiones y las publicaciones sobre educación están destinadas, en mayor o menor medida, a resolver estos problemas prácticos. Se trata, sin duda, de problemas y preocupaciones legítimas, pero sólo son problemas menores que merced a la insistencia y al tratamiento generalizado parecen ser problemas centrales. En los trabajos dirigidos a esclarecer el uso de metáforas en la EC suele haber, en ocasiones, cierto recelo en usar la palabra metáfora y, en su lugar se habla de modelos y en ocasiones de razonamiento analógico o de analogías. Sin embargo, se trata, simplemente, de metáforas. Asimismo, el tratamiento que se le da a las metáforas (modelos y analogías), no difiere del papel que se le ha asignado tradicionalmente en la filosofía y la epistemología y por ello siempre aparece asociado a la didáctica. Siempre se interpreta a modelos y metáforas desde el punto de vista de la traducción. Señalaré sólo algunos a modo de ejemplo. Para algunos (Font Moll y otros, 2003) las metáforas sirven para interpretar un campo de experiencias en función de otro campo conocido creando puentes conceptuales e isomorfismos. Algo simi-

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lar sostiene Galagovsky (2001): la metáfora serviría para transferir o transponer lo semejante del análogo (lo familiar y conocido) al tópico (lo desconocido y abstracto). Señala además que al establecer una analogía se aprende no solo sobre el tópico sino también sobre el análogo ya que aparecería una nueva perspectiva, la del tópico. Giordan y Vecchi (1988) alertan sobre la utilización de modelos gráficos cuando son simplificaciones burdas de los modelos científicos y por lo tanto resultan ilegibles e incomprensibles para los estudiantes. Es decir, alertan sobre la mala traducción. El concepto de “transposición didáctica”, tan de moda por estos tiempos, hace referencia, justamente, a la idea de traducción. Chevallard (1997), la define como el trabajo realizado por el cual “un contenido de saber que ha sido designado como saber a enseñar, sufre a partir de entonces un conjunto de transformaciones adaptativas que lo harán apto para ocupar un lugar entre los objetos de enseñanza”. En este proceso de adaptaciones sucesivas de los saberes, el conocimiento erudito se transforma en conocimiento a enseñar y éste en conocimiento enseñado. Con ella, comúnmente se hace referencia a los procesos de selección, organización y adaptación de los contenidos disciplinares, en tanto que, para llegar a ser contenidos de enseñanza escolar, necesitarían de los procesos mencionados. Lemke (1997), en uno de los libros más citados referidos al problema del lenguaje en las clases de ciencias, sostiene que es necesario enseñarles a los estudiantes los modos aceptados de organización de la descripción científica, la argumentación y la escritura. Cada uno de estos modos o “patrones” combina diversas formas de estructura retórica que se encuentran en una gran variedad de dominios –por ejemplo: los silogismos, las analogías, las definiciones– de una forma que es característica de la ciencia como disciplina especializada. Desde la perspectiva de este autor: La labor de la educación científica es, mínimamente, la de enseñar a los alumnos cómo usar el lenguaje según patrones semánti-

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cos de la ciencia en forma flexible y para sus propios propósitos. Esto significa por lo menos enseñarles a “hablar ciencia” en clase, en los exámenes, al llegar a la solución de un problema (en voz alta o en privado), al escribir o al hablar sobre asuntos relacionados con la ciencia (Lemke 1997: 113).

Cuando aprendemos a hablar ciencia, los recursos gramaticales siguen siendo esencialmente familiares, mientras que los patrones temáticos son nuevos y desconocidos para nosotros. “Es mucho más difícil dominar un patrón temático nuevo, especialmente aquel que se refiere a una asignatura con la cual se ha tenido una experiencia muy pobre, y éste es el caso de la ciencia para muchos alumnos” (Lemke 1997: 172). Evidentemente lo que señala Lemke es una parte del trabajo que hay que realizar con los estudiantes. Pero lo que dice es trivial, pues se trata sólo de la parte más elemental y básica de la enseñanza de cualquier campo de saber, es decir, la jerga técnica y los estilos de exposición. Es como afirmar que el objetivo de la escuela es enseñar las letras. La propuesta no difiere en casi nada de las propuestas más o menos tradicionales de enseñanza acrítica de la ciencia, porque parece aspirar solamente a formar una suerte de científicos aficionados que imitan superficialmente tan solo una parte del quehacer científico, sin comprender las vinculaciones con la historia y la sociedad. Si esto es todo lo que hay que decir y hacer, se trata de una tarea imposible, inútil y además contraproducente.

4. Algunos mitos educativos Para finalizar, quiero señalar muy brevemente algunas cuestiones que, creo, resultan una base mínima sobre la cual discutir el problema de la enseñanza de la ciencia. En los últimos años ha habido una avalancha de publicaciones, capacitaciones, modificaciones curriculares y otras acciones, ten-

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dientes entre otras cosas a mejorar la formación científica de los estudiantes. Sin embargo, el panorama que surge de la indagación acerca de la comprensión y conocimiento de ciencias que tiene la población en general, resulta francamente desolador. En efecto cualquiera de las estadísticas tomadas, ya sea por las agencias nacionales de ciencia y tecnología, las que se tomaron a partir de las programas de divulgación científica, así como también los relevamientos más o menos corrientes –formales e informales– que se hacen sobre los estudiantes que llegan a la universidad, muestran que hay un desconocimiento bastante alarmante de nociones muy básicas. Se trata de un problema bastante generalizado al cual, en países como la Argentina, se agrega el proceso de degradación cultural en general y de la escuela en particular. Sin embargo, se da una situación paradójica, o difícil de explicar, en la medida en que nunca hubo tantos recursos humanos y tecnológicos puestos en juego en la EC y la CPCT. Veamos. Los que dirigen o promueven programas de CPCT reclaman apoyo y fondos, sobre todo de las agencias públicas, y juran que si los apoyan, mejorará la situación, en realidad, en la mayoría de los casos sólo promueven festivales de inventos y descubrimientos y recuentos de noticias, como si los tiempos y criterios de la ciencia fueran los mismos que los tiempos y criterios de los medios masivos.30 Para colmo la CPCT resulta un área de disputa entre científicos con vocación de escritores (y veleidades, producto en general de los premios recibidos) y periodistas inquietos, pero aun no ha podido constituirse como un área académica con agenda e incumbencias legítimas y propias. Asimismo, a lo largo de varios años hemos conocido una avalancha de especialistas portadores de una parafernalia de innumerables tecnologías –electrónicas, cognitivas, sociales, etcétera– para mejorar la educación de nuestros estudiantes, que lo único que han conseguido es consolidar sus nichos académicos 30 

He desarrollado un análisis crítico más detallado de la CPCT en Palma (2004).

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consistentes, principalmente, en cargos de consultores, carreras, cursos de capacitación –en muchos casos asociados a prebendas de los sindicatos docentes legitimadas por un sistema perverso de puntajes aplicado en los concursos públicos– cursitos y cursillitos. La lógica misma de la existencia de estas instancias es la de la capacitación –o a veces actualización– que consiste en atribuir las deficiencias a la carencia por parte de los docentes de los instrumentos adecuados o de conocer lo último en su disciplina. El fracaso descomunal que se viene vislumbrando lo explican siempre con el mismo argumento: no se ha hecho lo suficiente, hay que profundizar lo hecho. Las autoridades, instituciones y los mismos docentes asumen esta lógica y desfilan incesantemente por instancias de adiestramiento tecnocrático de estrategias para el aula. En esta especie de industria de la capacitación se viene asistiendo, en los últimos años, a un desfile de cuentapropistas nacionales de la educación, y en muchos casos extranjeros, a quienes se les pagan viajes e invitaciones para discurrir sobre obviedades o experimentos fracasados en otros lugares. En muchos casos se trata de los mismos que contribuyeron a la destrucción de la estructura educativa del estado de bienestar en los años 90, luego se repartieron sus escombros haciendo negocios privados con ellos y ahora se reciclan. Dicho todo esto, debo aceptar que los esfuerzos en lograr que los estudiantes aprendan ciencia son loables y necesarios. Sin embargo creo que hay dos objeciones básicas. La primera es que toman la parte por el todo y pretenden que al desarrollar instrumentos necesarios –pero claramente insuficientes– están solucionando el problema de fondo. La segunda, causa de la primera, es que están conceptualmente equivocados porque creen que el problema es lograr la traducción adecuada, y todo se resolvería, según este punto de vista, en el hallazgo de los instrumentos para lograrla. Hay una variante tecnocrática no menor que asocia en primer lugar el mito de pensar que la solución a los problemas vendrá en buena medida del uso creciente de recursos audiovisuales como

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la computadora y la Internet con, en segundo lugar, el mito de la aceleración diaria del desarrollo científico y, en tercer lugar, con el mito de la ciencia como mero conjunto de información. En este contexto, los que planean y discuten las continuas reformas educativas hacen hincapié en la necesidad de mejorar la educación científica y tecnológica, pero discuten sobre la organización administrativa, la selección de contenidos, presupuesto y salarios, tecnologías e instrumentos a emplear. Todas ellas son discusiones perfectamente legítimas y necesarias, pero nunca discuten sobre la formación de base de los docentes. Es evidente que si se pone el acento en la capacitación y actualización se deja de lado lo fundamental que es la formación. El problema educativo es sumamente complejo y polifacético, de modo tal que no admite recetas o respuestas únicas, pero sí estoy seguro de que ninguna mejora es posible en enseñanza de las ciencias si no se pone el acento en la formación. El problema más importante no sólo no se aborda, como tampoco se hizo en la reforma de la educación argentina de los 90, sino que se tiende a certificar títulos cada vez con mayor liviandad y menores exigencias. Se trata de una situación algo paradójica, dado que por otro lado se pone el acento en que los tiempos que corren se caracterizan por el valor inédito del conocimiento, se habla ya de “la sociedad del conocimiento”; de hecho el mercado laboral y académico exige titulaciones más altas y especializaciones crecientes. No avanzaré sobre las razones de tal ausencia ni sobre las estrategias prácticas para solucionarlo, pero cerraré este trabajo esbozando algunos lineamientos muy básicos para cualquier modificación en la formación de los docentes que mejore la enseñanza de las ciencias: considerar la enseñanza de la ciencia como un problema metacientífico, es decir, como parte de los estudios sobre la ciencia y la tecnología. Quizá considerar la cuestión desde este punto de vista permita abandonar algunas pretensiones imposibles con relación a la enseñanza de las ciencias, redimensionar los

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contenidos y, además, ubicar los esfuerzos didácticos en su justa dimensión de importancia y redirigirlos hacia objetivos posibles. En primer lugar, ¿qué es un discurso metacientífico? Podemos decir que la ciencia constituye, en tanto producto considerado lingüísticamente, un discurso de primer orden, es decir, que tiene por objeto al mundo y dice algo acerca de él. Obviamente no es una caracterización exenta de problemas y, de hecho, los debates de los últimos cien años en la reflexión sobre la ciencia lo demuestran: ¿cómo lo dice?, ¿cuál es la relación de nuestros enunciados científicos con ese mundo al que se refiere?, ¿qué es la verdad? ¿Qué estatus ontológico tienen las leyes científicas y/o las grandes teorías?, y muchas otras preguntas más que quedan sin contestar de manera unívoca. Sin embargo, caracterizar el lenguaje científico como un lenguaje-objeto, sirve para diferenciarlo de los discursos de segundo orden o metacientíficos; aquellos que dicen algo acerca de la ciencia, es decir, que su objeto de análisis y discusión es el fenómeno de la ciencia bajo sus múltiples perspectivas. La EC es un discurso metacientífico, una construcción a partir de la ciencia; no es ciencia (mal o bien traducida), sino que dice algo acerca de la ciencia y lo hace de un modo particular y propio. A estas alturas, puede decirse que el discurso a enseñar es el resultado (o debería serlo en todo caso) de la perspectivas interdisciplinarias que surgen de los estudios sobre las ciencias. ¿Qué son entonces los estudios sobre la ciencia? El resultado de décadas de debate es un panorama interdisciplinar sumamente complejo y rico en torno a la ciencia que ha dado en llamarse estudios sobre la ciencia y la tecnología, e incluye: • La historia de la ciencia, ya no como irrelevante depósito de anécdotas, sino como insumo indispensable para lograr la contextualización que permita entender la ciencia actual. Es un hecho conocido que en prácticamente ninguna de las carreras de formación de científicos ni de los profesorados de ciencias

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aparece la historia de la ciencia, ni siquiera la historia de la propia disciplina, como contenido relevante. • Los abordajes sociológicos. No sólo la sociología de la ciencia tradicional que se ocupa del análisis de esa comunidad especial que es la comunidad científica (sus interrelaciones, vínculos, rituales, modos de establecer jerarquías y premios, etcétera), sino también las nuevas sociologías del conocimiento científico que analizan, además, cómo esos individuos y comunidades producen y legitiman su producto específico. Se ocupan, en suma, de los modos de producir y legitimar la verdad científica en relación con las prácticas que le dan origen. Una variante de estos modos de abordaje es la antropología de laboratorio que, con herramientas propias de la antropología, estudia las prácticas y vínculos al interior de esas comunidades que son los laboratorios de ciencias. • La retórica de la ciencia, que analiza el resultado escrito del trabajo de los científicos con las herramientas propias de cualquier análisis del discurso porque una de sus funciones es la de lograr consenso. En sus versiones más extremas considera que la ciencia no es más que un discurso persuasivo como el discurso literario o el político y que su objetivo es ganar el consenso entre los pares; en sus versiones más suaves constituye un gran aporte para el análisis del discurso científico. • La psicología de la ciencia, que intenta dar cuenta de los procesos mentales por los cuales un científico produce en un momento determinado algo novedoso. • Los estudios sobre política científica e innovación tecnológica; desde hace muchas décadas, no se pueden entender los caminos de la investigación científica si no es en el contexto de las políticas que en tal sentido llevan adelante los países y en la interrelación con la producción tecnológica.

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• Las llamadas epistemologías naturalizadas, que basadas en los estudios científicos –psicológicos, sociológicos e históricos– esperan dar cuenta de la verdad científica; ya no se trata de las epistemologías prescriptivas o normativas tradicionales, sino que apuntan a dar cuenta del conocimiento humano como cualquier otro fenómeno natural y, por lo tanto, la ciencia misma debería ser el instrumento adecuado para su abordaje. Las epistemologías naturalizadas rechazan supuestos tales como la existencia de fundamentos últimos para nuestras creencias acerca del mundo y rechazan también la búsqueda de criterios absolutos de conocimiento o de justificación, que puedan ser especificados y validados a priori. En suma, si se quiere comprender qué es la ciencia se debe estudiar la ciencia en su acontecer concreto. • La filosofía de la ciencia ya no aspira meramente a la reconstrucción racional de las teorías en tanto sistemas de enunciados ni a constituirse como una filosofía general de la ciencia, sino que la tarea actual se desarrolla a través de las filosofías especiales de la ciencia que se ocupan de los problemas que surgen de las investigaciones científicas de áreas específicas, pero a los que la ciencia no puede dar respuesta (filosofía de la biología, de la física, de las ciencias sociales, de la matemática, de la economía, etcétera). • La filosofía de la tecnología, un área que si bien ha tenido representantes desde la antigüedad, como el mismo Aristóteles, fundamentalmente en el último siglo se ha desarrollado con gran potencia, sobre todo debido a la enorme y creciente injerencia que la tecnología comenzó a tener en la vida de las personas y en el desarrollo de las sociedades. Esta proliferación de perspectivas –con sus naturales contradicciones y complementariedades– no es más que el reflejo de la complejidad del objeto de estudio. Como se ve, la ciencia es multifacética en grado sumo, tanto como resultado de su génesis mul-

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ticausada, así como también porque genera una enorme y variada cantidad de consecuencias para la vida humana. Todas las perspectivas que confluyen en los estudios sobre la ciencia son completamente legítimas a condición de que se tomen, justamente como eso, como perspectivas complementarias de un fenómeno complejo. Articular en la enseñanza de la ciencia un discurso que las incluya no es nada fácil, pero es condición necesaria para enseñar ciencia de otro modo, y vale la pena intentarlo.

Bibliografía sugerida

La cantidad de bibliografía acerca de las metáforas en general y de las metáforas y modelos en ciencia es prácticamente inabarcable. Sin embargo, para quien esté interesado en profundizar los temas que aquí solo se han esbozado sugeriré algunos textos particularmente importantes que han sido traducidos y editados en español. • Para un desarrollo extenso y detallado del problema de las metáforas en la ciencia, puede consultarse: Palma (2005). • Textos que abordan la historia de la ciencia, o bien explícitamente a través del análisis de las metáforas o bien aportando elementos para este enfoque: Achard, P. y otros (1977); Agustí (1994); Basalla (1988); Burtt (1925); Canguilhem (1966); Fox Keller (1995); Jacob (1970); Kuhn (2002); Locke (1992); Mazlish (1993); Nisbet (1976); Preta (ed.) (1992); Shapin (2000); Timasheff (1955); Turbayne (1962). • Acerca del problema de la metáfora desde el punto de vista filosófico, puede consultarse: Black (1962); de Bustos (edit.) (2001); Davidson (1984); Lakoff y Johnson (1980); Parente (2002); Quine (1969); Sevilla Fernández y Barrios Casares (eds.) (2000). • Bibliografía básica sobre epistemología: Lakatos, I. y Musgrave, A. (eds.) (1970); Suppe, F., (1974).

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