Melissa Good Un Viaje de Almas Gemelas 02 - A Di

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A distancia Melissa Good Renuncia: Bueno, en primer lugar, estos personajes, en su mayoría, pertenecen a MCA Universal y a cualquier otra persona que tenga intereses económicos en Xena, la Princesa Guerrera. En segundo lugar, aquí aparecen escenas de violencia. No excesiva y no en la primera parte, pero la hay. A fin de cuentas, se trata de Xena, no de Betty Crocker. En tercer lugar, esta historia se basa en la premisa de que trata de dos mujeres que se aman. Si esto os molesta, id a otro sitio. No hay nada gráfico, pero no digáis que no se os ha advertido. Y de todas formas, si el amor os ofende, os ofrezco mis condolencias y no dejéis de enviarme vuestra dirección de correo normal, para que pueda mandaros galletas de chocolate. Por lástima. Como información, esta historia ocurre cierto tiempo después de La búsqueda, dentro de la serie de televisión, y no mucho después de donde acaba mi anterior historia, La esencia de una guerrera. Enviad a la autora cualquier comentario que queráis. Melissa Good Título original: At a Distance. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2004

1

Era un pequeño claro, cubierto de bonita hierba verde que bajaba hasta un arroyo que gorgoteaba apaciblemente y se perdía en la brumosa distancia. Un campamento bien organizado sesteaba bajo el sol de la tarde, que también se reflejaba en la cruz de un caballo de color dorado que pastaba la hierba con bastante satisfacción. De vez en cuando, el caballo levantaba la cabeza y miraba hacia el arroyo, contemplando el prado donde dos mujeres con varas estaban enzarzadas en un duro combate. —No... no... —dijo Xena, pacientemente—. Tienes que mantener ese otro extremo al nivel de tus hombros. —Tocó el extremo inferior de la vara de Gabrielle con la suya—. Si dejas que quede por detrás de ti, para mí es fácil golpear el extremo superior así... — clac—, y desequilibrarte.

—Ay —exclamó la bardo, retrocediendo y doblando una mano—. Me ha dolido. — Respiró hondo y avanzó de nuevo, colocándose en posición con las dos manos alrededor de la vara—. Vale... ¿y esto? —Un rápido revés, para intentar atravesar las defensas de Xena contrarrestando el movimiento de la guerrera de izquierda a derecha. Casi. Gabrielle se mordisqueó el labio muy concentrada. Ah... Cambió el peso al pie izquierdo e hizo una finta, apuntando a las rodillas, pero luego hizo otro revés y envió el extremo superior de la vara hacia los hombros desprotegidos de Xena. —Mejor —dijo Xena despacio, bloqueando el ataque a las rodillas, pero dejando pasar el golpe a los hombros, que paró con la armadura del brazal, desviándolo, y luego movió su propia vara como un torbellino, estampándola contra la de Gabrielle y haciéndola saltar por los aires. —No vale —se quejó la bardo, sacudiendo las manos doloridas—. Llevas armadura. ¿Así cómo se puede competir? —Sabía que no lo preguntaba en serio—. Ya tengo suficiente desventaja. —Ya —murmuró Xena, mirando pensativa a la bardo—. Así que crees que tengo ventaja por la armadura, ¿eh? —En sus ojos azules apareció un brillo travieso. Un brillo que Gabrielle había aprendido a temer hacía ya mucho tiempo—. Vale —dijo la guerrera, que apoyó la vara en un árbol cercano y se soltó las hebillas que le sujetaban la armadura—. Vamos a averiguarlo. Oh oh. Gabrielle la miró con cierta alarma. No me gusta ese tono. La última vez que oí ese tono, me di un baño de barro inesperado. Pero guardó silencio mientras Xena se quitaba los brazales y las espinilleras y se acercaba a Argo, sacando una camisa corta de lino y una falda envolvente de sus alforjas.

—Te voy a dar incluso más ventaja —comentó Xena, mientras se cambiaba la túnica de cuero por las prendas de tela, tras lo cual se ató los extremos de la camisa por encima de las costillas, creando un atuendo bastante parecido a lo que llevaba la propia Gabrielle—. Vale. Ahora estamos iguales —terminó la guerrera, alegremente, regresando donde la bardo y recogiendo la vara—. ¿Lista? Gabrielle parpadeó y luego tragó con fuerza. —Aah... Sí. —Puso en orden sus caóticos pensamientos y colocó la vara en posición. Concéntrate, Gabrielle. Y lo intentó de verdad, pero había algo en el sol y esa camisa blanca de lino y los músculos bronceados que ahora se veían en claro relieve cuando la guerrera se movía que no paraba de distraerla—. Espera un momento. —Cerró los ojos y tomó aliento. Gabrielle, basta ya, ahora mismo. Esto es un combate. Tiene un gran palo. Es muy peligrosa. Aclárate las ideas. ¿Vale? ¿De acuerdo? Vale—. Vale. —Abrió los ojos e inmediatamente vio la preocupación en los de Xena—. No... no pasa nada. Es el sol. —Le sonrió alegremente y agarró mejor la vara—. De verdad. —Ya —respondió Xena, mirándola con una ceja enarcada—. Vamos allá —afirmó, y avanzó hacia la bardo, iniciando un complejo ataque, cuyos primeros golpes Gabrielle hasta logró parar, sin ceder terreno, pero luego empezó a retroceder, cuando los movimientos de Xena se hicieron más veloces y los golpes empezaron a quebrantar sus defensas—. A ver si me sigues ahora. —La guerrera sonrió, añadiendo fintas y giros a los ataques. —Auujj —gruñó Gabrielle, intentando por todos los medios que el arma de su adversaria no la alcanzara—. A ver si lo adivino —dijo jadeante, cayendo sobre una rodilla para esquivar un fuerte golpe—. Eres más rápida sin la armadura.

—Pues sí —confirmó Xena, penetrando las defensas de la bardo y convirtiendo lo que habría sido un golpe devastador en el costado en un ligero toque—. Ten cuidado con lo que crees que es o no es una desventaja, Gabrielle. —Cambió la dirección de la vara y dejó que rozara un lado de la cabeza de su compañera. Vio la expresión de los ojos verdes que la miraban, disminuyó la intensidad del ataque y se detuvo—. Oye... ¿estás bien? —Y a punto estuvo de no conseguir parar la vara de Gabrielle cuando se movió a una velocidad pasmosa hacia su cabeza. La atrapó con una mano con un sonoro chasquido. Notó una acometida de rabia y le arrancó la vara de la mano a la bardo con sorprendente facilidad. Respiró hondo, intentando controlar la rabia. Le he dicho que haga eso, ¿no? Que ponga a prueba mis reflejos, ¿verdad? Contrólate un poco. —Casi —reconoció, con una sonrisa forzada. Gabrielle suspiró. —Nunca es suficiente. —Le devolvió la sonrisa—. Pero he captado lo de la desventaja. —Vaya si lo he captado—. Por cierto... tienes buen... aspecto... como amazona. —Alargó una mano y tocó la tela de lino. —¿Ah, sí? —Xena se rió entre dientes—. Seguro. —Meneó la cabeza—. Las amazonas saldrían corriendo. —Miró por encima de la cabeza de Gabrielle, hacia el arroyo—. Ya es hora de atrapar algo de cenar, creo. —Le pasó su vara a la bardo y luego se encaminó hacia el arroyo, consciente de lo quieta que estaba Gabrielle detrás de ella. De los ojos que tenía clavados en la espalda. Borrándose una fugaz sonrisa de la cara, se volvió y miró a la bardo a los ojos—. ¿Vienes? La tierra a Gabrielle. ¿Hola?

—Sí. Espera que recoja esto —respondió por fin, sacudiendo la cabeza con desconcierto. Trotó hasta donde estaba sujeta Argo y guardó las varas y luego corrió de nuevo hacia el arroyo, donde Xena ya estaba con el agua hasta los muslos, la cabeza ladeada, esperando a los peces. —Lista —comentó la bardo, bien apartada del lugar donde estaba apostada su compañera. Vio que Xena se quedaba inmóvil y luego hacía un movimiento vertiginoso con un chapoteo. Ojalá yo pudiera hacer eso. Dioses. Ojalá pudiera... basta, Gabrielle. Ahora mismo. En serio. ¿Pero qué te pasa hoy? ¿Es que había setas raras entre las últimas que comimos ayer, o qué? La bardo sacudió risueña la cabeza y resopló. —Allá va —comentó Xena, girándose y lanzando su presa hacia la orilla. Una trucha de río muy grande y reluciente, de hecho—. No está mal, aunque lo diga yo misma. Gabrielle atrapó con manos expertas al pez que se debatía. Luego levantó la mirada hacia Xena, que seguía en el agua, iluminada por detrás por el sol poniente. —Una preciosidad —asintió, consciente de la sonrisa que no pudo impedir que le inundara la cara—. Voy a ocuparme de esto. —Tal que ahora mismo. Xena salió chapoteando del agua y subió por la orilla sin prisa. —Ya lo hago yo —dijo, sorprendiendo a la bardo—. El otro día me acordé de una forma de preparar el pescado que hacía mi madre. ¿Te apetece probar? —Claro —contestó Gabrielle, pasándole el pescado—. Estoy dispuesta a probar de todo. Una vez. —Esquivó el capón en broma que le lanzó la otra mano de Xena—. Bueno, a lo mejor dos veces —concedió.

—¿Ah, sí? —preguntó Xena, con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Cualquier cosa? A Gabrielle se le quedó la garganta seca. Oh oh. —Bueno, ya sabes qué quiero decir... cualquier cosa no... casi de todo... la mayor parte del tiempo... Xena, no te atrevas... ¡Oh, por Hades! —Desesperada, echó a correr. Mantente lejos del agua, Gabrielle. Mantente LEJOS del agua. Xena salió disparada tras ella y sus zancadas más largas cortaban el paso a la bardo cada vez que ésta intentaba apartarse del arroyo. Se le escapó una carcajada grave mientras perseguía a su compañera por la hierba, llevándola hábilmente cada vez más cerca del agua ondulante. Por fin, la tuvo justo donde quería. —Ayiyiyiyiyi —brotó de su garganta, paralizando a la bardo en el sitio por un instante. Lo suficiente para que Xena cambiara de dirección y se lanzara directa contra ella, envolviendo a la sorprendida mujer con los brazos sin detenerse siquiera. Tres potentes zancadas más y saltó por el aire, transportándolas a las dos por encima del borde del arroyo. —¡¡¡¡Yaaaaa!!!! —gritó Gabrielle—. Noooooooo... —Y las dos cayeron al agua y se hundieron hasta el fondo, lo cual hizo callar a la bardo eficazmente. Gabrielle sintió que el agua se cerraba por encima de su cabeza y aguantó la respiración, resistiendo el impulso de soltar aliento a causa de la corriente helada. Xena seguía sujetándola y la guerrera pegó una patada contra el fondo del arroyo, empujándolas a las dos de nuevo a la superficie.

—Uaaah —exclamó Xena, al romper la superficie del agua, y sacudió la cabeza para quitarse el pelo de los ojos, soltando a Gabrielle, que se quedó flotando a su lado—. Qué gusto. —Sonrió a la bardo, que se estaba apartando el pelo claro de la frente y la fulminaba con la mirada. —Te voy a matar —gruñó Gabrielle, escupiendo el agua que le llenaba la boca. —¿Quién te cogerá la cena entonces? —contestó Xena, con una sonrisa. —Me la cogeré yo —respondió la bardo, aún enfadada. —Ya —replicó Xena, echándole una ojeada—. Me parecía que te hacía falta refrescarte un poco. Lo siento —añadió, en voz baja, y vio que el enfado desaparecía del rostro de su compañera, sustituido por una sonrisa cohibida. —Sí. Es cierto. El sol me estaba matando —reconoció, salpicando un poco a Xena—. Así que te has librado. —En más de un sentido. Metió la cabeza en el agua y volvió a salir, pasándose las manos por el pelo para escurrírselo. Xena se rió por lo bajo, se volvió y se puso a nadar hacia la orilla opuesta con brazadas lentas. La corriente no era excesiva y el agua fría le resultó agradable al sumergirse por debajo de un tronco medio hundido y darse la vuelta para volver a cruzar el ancho del arroyo. Sus ojos contemplaron un momento lo que la rodeaba. Bonito, pensó. Y además hace un día precioso, a pesar de cómo ha empezado. Sus ojos se posaron en Gabrielle, que estaba de pie de cara al sol poniente, pasándose los dedos por el pelo claro para secárselo, y Xena notó una sonrisa que le iba invadiendo la cara. Se quedó mirando un poco más y luego, meneando ligeramente la cabeza, se lanzó de nuevo a la corriente y se puso a nadar, deteniéndose a pocos metros de la bardo.

—Hola —gruñó Gabrielle cuando Xena salió a la superficie y se puso boca arriba, colocándose las manos sobre el estómago e intentando mantenerse a flote, sin mucho éxito—. Parece que tienes un problema. —Hola tú —replicó la guerrera, renunciando a su intento de flotación—. No floto bien —reconoció encogiéndose de hombros—. Los músculos y los huesos pesan más que el agua. —Se rió ligeramente—. Y yo tengo bastante de las dos cosas. Gabrielle sonrió con sorna. —Eso he notado. —Miró a Xena con expresión risueña—. Sobre todo vestida así. — Y su compañera la miró con una ceja muy enarcada—. Oye, es cierto. A mí no me eches la culpa —exclamó, sin hacer caso de la ceja de Xena y salpicando un poco con las manos. Xena la miró con ceño sardónico. —Sí, ya... pues odio tener que decírtelo, pero es lo que tú sueles llevar, oh reina amazona. —Lanzó un puñado de agua a la bardo ahora sonriente. ¿Quiero saber qué derroteros está tomando esta conversación? Probablemente no. —Síííííí... —contestó Gabrielle, alargando la palabra—. Pero tú tienes mucho más que mostrar que yo. —Oh oh... creo que me estoy buscando un lío—. Y tienes un bronceado mucho mejor. —No me digas —respondió Xena, echándose a reír. Dejó que su mirada se posara en la bardo—. No sé yo... a mí me gusta tu bronceado. —Sintió una leve punzada de peligro, al ver el brillo repentino de los ojos de Gabrielle y la leve sonrisa que le levantó la comisura del labio. ¿Quiero iniciar esto? ¿Ahora? ¿Aquí? No es buena idea, Xena.

Volvió la cabeza y contempló el agua, fijándose de repente en un tronco medio hundido que no estaba muy lejos. Sin decir palabra, se lanzó hacia él, sumergiéndose por debajo de la parte que quedaba por encima del agua al llegar a su altura y mirando atentamente un pequeño hueco. Ahh... Eso me parecía. Cogió algo del hueco y tuvo que tirar con sus fuertes dedos. Luego cogió algo que había encima del tronco y regresó donde esperaba Gabrielle con expresión risueña pero curiosa. —Xena, ¿pero qué...? —exclamó la bardo cuando ya estaba cerca—. ¿Qué había tan interesante en ese viejo tronco? —Esto —sonrió Xena, lanzándole algo a Gabrielle, que la bardo cogió por reflejo. —¡Aauu! —gritó, con los ojos dilatados—. ¡Está vivo! —Tuvo el mérito de no lanzarle la criatura de vuelta a Xena, aunque lo pensó—. ¡Oh! —continuó, fijándose—. ¡Es un galápago! —Sonrió a Xena—. Me gustan los galápagos. —Eso he pensado —contestó Xena, sonriendo por dentro. Observó mientras Gabrielle hacía carantoñas al animalito y cosquillas en las patitas. El galápago, tras un momento de desconfianza, asomó la cabeza y le olisqueó los dedos con cautela y luego, como le gustó lo que había descubierto, sacó la cabeza del todo y se puso a explorar la palma de la mano de la bardo. —Creo que le gusto —rió Gabrielle, mirando a Xena, que se había acercado. Volvió a mirar al galápago y entonces su mirada quedó atrapada en el reflejo que veía en el agua delante de ella. Estaba de pie en un remanso bastante tranquilo y ahora el sol poniente creaba un efecto de espejo en su superficie, devolviéndole la imagen de sí misma, el galápago y Xena de pie junto a su hombro. De su luz y la oscuridad de Xena, codo con codo.

Entonces los ojos de Xena captaron también el reflejo y sus miradas se encontraron. Y se quedaron mirándose largos segundos. Luego Xena sonrió y alargó la mano hacia el sol, delante de Gabrielle. —Toma, te puedes quedar con esto también, ya que estás —dijo, en tono normal. La bardo se quedó mirando lo que tenía en la mano, antes de alargar su propia mano para cogerlo con cuidado. —Caray... ¿qué es? —dijo con un suspiro, dejando que el objeto atrapara los rayos enrojecidos del sol. —Ámbar —contestó Xena, sin darle importancia—. Se supone que da suerte. — Señaló el tronco con la cabeza—. Lo he encontrado ahí. Gabrielle se quedó mirando intensamente las profundidades del fósil y luego sonrió. —Gracias —dijo, suavemente, cerrando la mano alrededor del ámbar. Dejó que el galápago se moviera por su mano un rato y luego lo depositó con cuidado en una roca cercana. El galápago parecía decepcionado, pero se metió en el agua y se dirigió hacia la orilla, moviendo las patitas con determinación. Se quedaron flotando unos minutos más en silencio y luego Xena regresó a la orilla con largas brazadas. Llegó a la orilla y salió del agua, luego se volvió y esperó a que llegara Gabrielle. —Agarra —dijo, ofreciéndole una mano a la bardo, que la cogió sin vacilar. —Gracias —murmuró, al ser izada del arroyo—. Eso es mucho más fácil que trepar. —Una vez en la orilla, se sacudió violentamente, lanzando agua por todas partes—. Brr.

—Vamos —dijo Xena, riendo por lo bajo—. Será mejor que te quites esa ropa mojada antes de que pilles un resfriado.

La hoguera soltaba agradables chisporroteos en la creciente oscuridad, en contrapunto con el paciente roce de un pescado al ser desescamado. Xena se echó hacia atrás un momento y contempló su obra. Bien. Un hábil corte más y la gran trucha quedó partida por la mitad y dispuesta para ser cocinada. Metió dos ramas verdes entrelazadas en un recipiente de agua cercano y colocó el pescado entre ellas, atándolo todo con una rama verde mojada. —Mmm —comentó Gabrielle, apoyada tranquilamente en el hombro de la guerrera —. Seguro que está bueno. —Contempló su campamento con aprobación. Xena se las había arreglado para encontrar un sitio bonito, rodeado de grandes árboles viejos y con un hoyo de arena ya listo para hacer fuego. Hoy no había que cavar, lo cual estaba bien, porque se habían pasado el día ayudando a unos aldeanos cercanos a reconstruir sus casas saqueadas. Después de que Xena se ocupara de la gente que las había saqueado, claro está. Lo peor era que los saqueadores eran chicos del lugar que habían perdido sus hogares por el ataque fortuito de una tropa de mercenarios que había pasado por allí. Unos críos, en realidad, acostumbrados a abusar de los campesinos, y que ahora se enfrentaban a una Xena muy furiosa que tenía muy poco de campesina y estaba de pésimo humor. No fue bonito. —En seguida lo veremos —replicó Xena, colocando el pescado en dos ramas con los extremos partidos a cada lado del fuego. Luego miró por encima del hombro a la bardo,

que seguía apoyada en ella, y dio una palmadita en el suelo a su lado, que estaba cubierto con una estera de paja para sentarse—. Siéntate. Va a tardar un poco. Gabrielle obedeció, rodeándose las rodillas con los brazos y apoyando la barbilla en una de ellas. Ahora echaba de menos el calor del sol: la brisa fresca que subía desde el agua le ponía la carne de gallina en los brazos y se abrazó más a sí misma para protegerse. —Eh. —Xena la miró con ojos interrogantes. Alargó la mano y tocó el brazo de la bardo, notando la piel helada—. Gabrielle. —Un gruñido grave de advertencia. La bardo la miró parpadeando—. Ven aquí. —Xena suspiró y le pasó un brazo por los hombros, pegándola más a ella. Xena, como de costumbre, era como una especie de fuente de calor. Gabrielle se preguntaba a menudo cómo lo hacía: la mujer nunca tenía frío. Pero no se iba a quejar, oh, no. Ese calor empezó alrededor de su cuello, le fue bajando por el costado derecho y se extendió por ella como una reconfortante manta. —Mmm —suspiró agradecida, apoyando la cabeza en el oportuno hombro de Xena —. Mucho mejor. —Miró a la guerrera—. ¿Ya estás contenta? Los ojos azules capturaron los suyos y en los labios de Xena se dibujó una sonrisa. —Sí. La verdad es que sí —replicó—. Gracias por preguntar. Gabrielle notó una sonrisa que se iba apoderando de su cara y dedicó un momento a disfrutar sin más de la intensidad de la emoción que notaba que había entre las dos. Siempre la había percibido... pero ahora... ahora... dioses, era como un torrente gorgoteante que nunca cesaba. Se regodeaba en ella. Y sospechaba que Xena también lo

hacía, aunque las dos se cuidaban muy mucho de reconocerlo. Más o menos. Pero últimamente habían descubierto que se les estaba haciendo casi imposible mantener ningún tipo de distancia... y hasta habían dejado de intentar buscar excusas para el contacto físico que cada vez era más frecuente. Como ahora. No era que Xena no hubiera podido lanzarle una manta sin más, ¿no? Gabrielle sonrió por dentro. —De nada —suspiró, cerrando los ojos. Es... extraño. Es... como que las dos sabemos más o menos lo que está pasando, pero ninguna de las dos quiere decir nada al respecto. Tengo miedo... su amistad es más importante para mí que... que... que ninguna otra cosa. No quiero estropearla. Creo que ella tampoco quiere, pero... noto lo que está empezando a ocurrir en mi interior. No sé si puedo pararlo. No... no sé si quiero pararlo. Xena liberó un brazo y lo alargó con pereza hacia el fuego, para dar la vuelta al pescado. Luego devolvió el brazo a su anterior posición y apoyó la cabeza en la de la bardo, entregándose a una de esas repentinas oleadas de calidez vertiginosa que últimamente solían inundarla sin avisar. Creo que vamos a tener que hablar bien pronto, amiga mía. En su cara apareció una leve sonrisa casi invisible. Maldito seas, Jessan. Maldito seas por tener razón. No quería que la tuvieras, sabes. En mi caso no me importa, pero... no quiero que ella no tenga elección. No es justo. Maldita sea, no es justo para ella. ¿Por qué yo, precisamente? ¿Por qué ella? Debería estar en Atenas. Con alguien que pueda darle un hogar seguro, amor... no con un precio sobre su cabeza y combates sangrientos cada dos días. No quiero esto para ella. Y sin embargo... la única forma que tendría de detener lo que está pasando sería cortándome a mí misma la cabeza. Dioses, qué desastre.

—¿Un dinar por tus pensamientos? —preguntó Gabrielle, dejando que sus dedos recorrieran el antebrazo de Xena, estudiando la disposición de los finos pelos, interrumpida por una leve cicatriz, no, dos cicatrices. Líneas rectas y delgadas. Heridas de cuchillo, probablemente, pensó distraída, esperando a que Xena respondiera. —Oh, no es nada —replicó Xena. Aún... no. Pronto, pero aún no—. Sólo pensaba. — Alargó la mano y apartó el pescado del fuego, le quitó la red de ramas ahora calcinada y depositó una porción en cada uno de los dos platos que tenía ya preparados. Le pasó uno a Gabrielle—. Aquí tienes. —Gracias —replicó Gabrielle, esperando a que la guerrera se acomodara de nuevo contra un tronco cercano y uniéndose a ella—. Oye... nada mal. —Dio un bocado, sonrió y echó una mirada de reojo a Xena—. Felicitaciones a tu madre. Xena meneó la cabeza, echando el brazo por el tronco en el que estaban las dos apoyadas mientras Gabrielle se reclinaba y procedía a devorar el pescado, dejando el plato limpio, tras lo cual intentó robar en broma trocitos de lo que quedaba de la porción de Xena, lo cual le valió varias miradas con ceja enarcada incluida por parte de la guerrera. —Podría ir a coger otro pescado —dijo por fin Xena, riendo suavemente y renunciando a lo que le quedaba de pescado con una sonrisa tolerante—. Anda... toma... recuérdame que coja media docena la próxima vez. —Oye, que contar historias es un trabajo muy duro —le echó en cara Gabrielle. —Ya —contestó Xena—. Tengo que apuntar esa respuesta.

Gabrielle suspiró satisfecha, sintiendo una cálida acometida de felicidad que la invadía por todas partes. —Oye —dijo, mirando a Xena, cuyos ojos estaban clavados en el fuego, pero con expresión distante. La guerrera se sacudió un poco y luego miró a Gabrielle. —¿Mmm? Lo siento. —Soltó un leve carcajada—. Me he ido un poco. ¿Qué pasa? La bardo la miró atentamente. —Ya. ¿Y dónde te has ido? —bromeó, olvidando la pregunta que iba a hacer—. Ya van dos veces esta noche. —Se volvió a medias y miró a Xena con más atención—. ¿Qué te pasa? —Sí... tienes razón —rió Xena—. No lo sé. —Se encogió de hombros algo azorada, incapaz de dejar de sonreír—. Supongo que con toda la actividad que hemos tenido hoy, se me queda la mente... un poco en blanco. —Ya. ¿Dónde estaba? ¿Así cómo quieres estar alerta, a ver? Dioses. Con un esfuerzo, volvió a concentrarse y prestó atención a lo que estaba diciendo Gabrielle. —Va... le... —dijo la bardo despacio, echando una mirada a la guerrera—. No creía que dar una paliza a un puñado de críos y reconstruir una aldea fuese tanto esfuerzo para ti, pero... —Sonrió cuando los ojos azules se pusieron más atentos y se clavaron en los suyos—. Ah... eso está mejor. —Ahora el problema era suyo, al darse cuenta de lo mucho que le costaba concentrarse últimamente cuando tenía a Xena así de cerca. Se olvidó de lo que iba a decir, de modo que soltó una breve carcajada y se reclinó, notando el calor del brazo de Xena en la espalda. Creo que esto me gusta. Mucho.

Probablemente más de lo que debería. No paro de decirme que debo apartarme, darle espacio... pero no creo que esté funcionando. —¿Y ahora dónde te has ido tú? —le tomó el pelo Xena, tras unos minutos de silencio. Míranos. Esto es ridículo. Como un par de crías. —Pues no lo sé muy bien —contestó la bardo, ladeando la cabeza para atrapar la mirada de Xena—. Pero creo que las dos nos estamos yendo al mismo sitio. Xena se rió por lo bajo. —Creo que tienes razón —reconoció—. Debe de ser un sitio agradable —añadió la guerrera, estirándose y atizando el fuego con el extremo de un palo que tenía a mano—. Bueno... ¿qué tramarán las amazonas para haber llamado a su reina? Gabrielle aceptó afablemente el cambio de tema. Habían podido hablar... mucho más desde... bueno, daba igual... pero todavía quedaban unos temas muy dolorosos sin explorar. Gabrielle sospechaba que iban a tardar mucho tiempo en cubrirlo todo y sabía que había cosas de las que probablemente jamás hablarían. De mutuo acuerdo. —No tengo ni idea. La nota era muy críptica. —Sonrió—. La debe de haber escrito Ephiny. —Se imaginó mentalmente a la rubia y esbelta amazona muy esforzada escribiendo la misteriosa nota. Y se echó a reír. Xena resopló. —Podría ser. Lo averiguaremos dentro de unos días, supongo. —Miró a la bardo con una sonrisa repentina, luego la agarró por debajo de las rodillas con el brazo libre y se

puso en pie, riendo al oír el graznido de Gabrielle, que la agarró del brazo sorprendida. Pero qué... qué... —¡Oye! —exclamó, echándose a reír, ya calmada cuando Xena se quedó quieta un momento, mirándola—. ¡Que me puede entrar fobia a las alturas! —Le dio a Xena un manotazo en broma en el hombro—. Ay... ¡deja de alardear! Xena sofocó una risa. —No pesas tanto —contestó, demostrándolo a base de lanzar a la bardo hacia arriba y volviéndola a atrapar. —¡¡Aauu!! ¡Xena, ya basta! —rió Gabrielle—. Peso más que suficiente, gracias... ¡ahora bájame! —Oh, vale —cedió la guerrera, y se dirigió a donde habían extendido los petates, se arrodilló con cuidado y depositó a la bardo en el suyo—. De verdad que no pesas tanto —repitió, clavándole un dedo a Gabrielle en el estómago—. No tengo ni idea de dónde te metes todo lo que comes. La bardo sofocó una risa. —Ya. Entre tanto caminar, luchar, construir aldeas y seguirte por todas partes, es un milagro que no coma el doble de lo que como. —Fulminó en broma a Xena con la mirada—. Además, mira quién fue a hablar. Tú comes el doble que yo y aún no sé dónde acaba todo eso. —Sonrió con sorna y pegó un ligero puñetazo a su compañera en el estómago, viendo cómo rebotaba su puño en la musculosa superficie como si fuese una pelota de goma—. Ay.

Xena se echó a reír ligeramente, quitándose mérito, y se deslizó sobre su propio petate, apoyándose en un codo de cara a la bardo. —Eso requiere mucho mantenimiento. —Suspiró—. Casi todo se va en reparaciones, creo —comentó con humor—. Tiendo a ser bastante dura con mi cuerpo. —Dirigió una mirada a la bardo—. ¿Sabes cuánta energía hace falta para dar una paliza a una docena de gamberros? —Lo cual le salió con más seriedad de la que pretendía. La moderó con una sonrisa tardía. —Sí. —Gabrielle consiguió sonreír—. Lo sé... no debería tomarte el pelo con eso. — Sus ojos se enternecieron—. Sobre todo cuando todo ese trabajo tan duro que haces suele acabar salvándome el cuello. Xena la miró, alargó la mano y le apartó el pelo de la frente y luego dejó que su mano acariciase la cara de la bardo. —Y cada vez que es así, eso hace que cada minuto dedicado a ese duro trabajo merezca la pena —replicó, tiernamente—. Un precio que pago de buen grado. —Sonrió con aire de guasa—. Y no es un mal cuello que salvar. Me alegro de que no hable mucho, pensó Gabrielle, perdida en esa amable mirada. Porque es capaz de agarrarme el corazón entero y estrujármelo con la frase más corta. No creo que pudiera sobrevivir si fuese una charlatana. Se echó hacia delante y rodeó los dedos de Xena con los suyos. —Tendré que recordar eso la próxima vez que me estés machacando la cabeza al entrenar —dijo con ojos risueños—. ¿Verdad?

—Verdad —asintió Xena—. Hazlo. —Sonrió a su compañera y volvió a levantarse —. Voy a comprobar el perímetro. Ahora vuelvo. —Se alejó rápidamente de la luz del fuego y fue hacia donde Gabrielle sabía que estaba Argo sujeta. La bardo se quedó mirándola hasta que se desvaneció en la oscuridad y los ruidos se apagaron por la distancia y la cautela natural de Xena, luego se tumbó y se arropó con la piel del petate, colocándose las manos detrás de la cabeza mientras contemplaba las estrellas. —Hola, chica —murmuró Xena, soltando un suspiro desconcertado al tiempo que le hacía cosquillas a la yegua en el suave hocico. Notó que de nuevo se le formaba una sonrisa en la cara sin motivo alguno—. Menudo problema tengo. —Se acercó mucho a la cabeza de la yegua y le susurró en la oreja bien dispuesta—. Estoy colada. —Argo resopló y le mordisqueó la camisa—. Sí, ya lo sé. Tarde o temprano tenía que pasar, ¿no? Es que no pensaba que fuese a ser... así. —Se echó a reír sin poder evitarlo—. Bueno, vieja amiga... dicen que cuanto más grande eres, más dura es la caída. —Un resoplido por parte de la yegua y de la humana—. Pues yo soy bastante grande... y creo que me he caído con todo el equipo. —Frotó las orejas peludas que tenía junto a la cabeza—. Me alegro de que las dos os llevéis bien. —Otro suspiro y otra sacudida de cabeza—. Qué bien escuchas, Argo. Xena terminó de dar las buenas noches a Argo, acariciando a la yegua en el sensible cuello y rascándole detrás de las delicadas orejas. El caballo la olisqueó, haciéndole cosquillas en el hombro con los pelos del hocico, lo cual hizo reír a la guerrera. Entonces una ráfaga de viento pasó por encima del lomo de la yegua y llevó un levísimo ruido hasta los oídos de Xena. Concentrando los sentidos, se adentró con sigilo entre los

árboles, absorbiendo el silencio no total del bosque circundante, filtrando los ruidos que sabía que eran naturales y centrándose en los pocos que sabía que no lo eran. Se deslizó entre los árboles, sintiendo el roce húmedo de las hojas al pasar, acercándose cada vez más a lo que ahora identificaba como otra persona que avanzaba sigilosamente hacia su campamento. Unos segundos más y se colocó detrás de la persona y entonces, en los difusos claros de luna, la vio y se relajó, con una sonrisa sardónica. Una figura esbelta que se movía con hábil sigilo, pasando de una sombra a otra con la facilidad que da la práctica. La luna se reflejaba en su pelo rubio, su piel clara y su ropa de cuero de tonos naturales. Grácil y mortífera a la vez. Riendo por dentro, se mantuvo detrás de la intrusa, acercándose más al tiempo que la figura en sombras se aproximaba cada vez más al campamento. Por fin, la intrusa se detuvo justo al borde de los árboles que rodeaban su claro y miró hacia el fuego. Xena avanzó en silencio y cuando estaba a escasos centímetros, habló por fin. —Yo diría que las amazonas están fallando. —Con un tono bajo y glacial, casi al oído de la intrusa. —Eerrrjj. —Ephiny se cayó a cuatro patas, presa de un susto horrible. Se metió rodando entre los helechos y miró furiosa a Xena, que se reía suavemente—. Xena —Se pasó una mano por los rizos rubios y lanzó una mirada aviesa a la mujer más alta—. Casi me matas del susto. La guerrera sonrió y le ofreció la mano. —No he podido resistirme. Además, te estabas acercando furtivamente a mi campamento en medio de la oscuridad. ¿Qué esperabas?

Ephiny suspiró, pero se rió entre dientes y agarró la mano que se le ofrecía. —Vale... vale... —reconoció, al ponerse de pie—. Ya me he enterado. Debería haberlo sabido. —Se sacudió la ropa de cuero. —Vamos. —Xena señaló hacia la hoguera—. Nos estábamos preguntando qué quería decir ese mensaje. No nos esperábamos que fueras a venir en persona para explicárnoslo. Ephiny suspiró, pero echó a andar hacia el campamento. —Grandes problemas, Xena. Y yo no puedo resolverlos. Exigen la presencia de nuestra reina. —Mmm —comentó Xena—. ¿Qué clase de problemas? —Facciones. —Miró de reojo a la mujer alta y morena—. Ya sabes cómo somos. — Apartó una piedra de una patada—. Está mi grupo, que quiere la paz y tener buenas relaciones con nuestros vecinos de alrededor. Luego están las neutrales, a las que les da todo igual mientras tengan comida en la mesa. —Dirigió una mirada sardónica a Xena, que la guerrera le devolvió—. Y luego está el partido de la guerra. Quieren que extendamos nuestro territorio. Piensan que sin una fuerte ofensiva contra nuestros vecinos, esos vecinos van a creer que las amazonas se han ablandado y van a venir para hacerse con el botín. Xena gruñó, indicando que lo entendía. —¿Y qué tiene que ver Gabrielle con todo esto? Ephiny desvió la mirada hacia el campamento al que se acercaban.

—Yo creo... que si no empezamos a fomentar la confianza y el entendimiento con los enemigos que nos rodean, al final nos quedaremos sin guerreras y no habrá más amazonas. —Miró a Xena con aire de disculpa—. Ya sé que tú no estás de acuerdo, sin duda. Pero... —En realidad, sí que estoy de acuerdo —interrumpió Xena, con tono apacible. Ephiny se quedó callada, perdiendo el hilo. Luego sacudió la cabeza. —Bueno, el caso es que Gabrielle, además de ser la auténtica reina, también tiene un talento... único... para hacer que la gente se entienda. En paz. Yo soy guerrera, Xena. — La mujer más baja sonrió con tristeza—. Tú ya sabes lo que es eso. Y tengo un hijo centauro. Nuestros vecinos no se fían de mí por lo primero y las amazonas no se fían de mí por lo segundo. —Es cierto que Gabrielle tiene ese talento —asintió Xena—. Y es una guerrera, Ephiny. Sólo que no del tipo que estás pensando. —La morena sonrió por dentro—. Puede que tengas razón. Podría trabajar con las tres facciones para crear una nueva forma de vivir para las amazonas. Una forma de vivir basada en la paz. Ephiny asintió mostrando su acuerdo, sin ver la sombra repentina que cruzaba por el rostro de Xena. —Eso es lo que espero. —Pero... yo no puedo ayudar en esto —siguió Xena—. De hecho, si Gabrielle acepta el derecho de sucesión, tiene que hacerlo sola. Si yo estoy ahí, todo el mundo hará lo que ella quiera por temor a mí.

Ephiny se quedó callada, pensando. —Sabes, eso no se me había ocurrido. —Miró a Xena—. Pero tienes razón. —Una leve risa—. Das miedo, efectivamente. —Siguieron caminando un poco más en silencio —. Eso no le va a gustar —afirmó la amazona, con franqueza—. Creo que le gusta tenerte cerca. —En la boca de Ephiny se dibujó una sonrisa. No es que yo se lo pueda echar en cara. —A mí no me gusta —respondió Xena, tajantemente—. Pero es decisión suya. — Llegaron a la línea de árboles que quedaba fuera del círculo de luz de la fogata—. ¡Gabrielle! Mira lo que me he encontrado rondando cerca del campamento. —Empujó un poco a Ephiny para que entrara en el círculo de luz. La bardo se levantó a toda prisa del petate y se acercó trotando para saludar a Ephiny con un cariñoso abrazo. —¡Ephiny! —dijo, sorprendida—. ¿Qué te trae hasta aquí? ¿Es que no nos estábamos dando suficiente prisa? —Llevó a la amazona cerca de la hoguera, hizo que se sentara y le puso una taza de té caliente en las manos—. Toma —añadió, mirando a su alrededor para ver dónde estaba Xena, que se había sentado en su propio petate y las miraba a las dos, con la barbilla apoyada en los puños. Gabrielle sintió un escalofrío repentino, al percibir la turbación de la mirada de Xena—. ¿Qué ocurre? Y Ephiny les habló de los grupos insatisfechos de amazonas, algunas de ellas antiguas seguidoras de Velasca, otras simplemente deseosas de entrar en acción, otras ambiciosas, que estaban decididas a hacer pedazos la nación amazona, porque no tenían una sola dirigente que pudiera guiarlas y llevarlas por un camino de paz. Ya había habido escaramuzas con los centauros. Ephiny... era considerada una buena dirigente,

pero... muchas amazonas la veían como a una traidora, a causa de su hijo. Otras recordaban cómo se había puesto de parte de gente de fuera durante todo el desastre con Velasca. —Y no es que les importe que les recuerde que la persona de cuya parte me puse durante el desastre con Velasca era su reina por derecho de sucesión, no. —Ephiny suspiró, haciendo una mueca—. Todo esto es tan frustrante y ridículo, pero... —Dirigió a Gabrielle una mirada dolida—. Es que yo ya no puedo sostener las cosas. —Se levantó y se puso a dar vueltas, frotándose los brazos con las manos como si tuviera frío —. Por lo que a ellas respecta, tú tienes que estar al mando. A fin de cuentas, destruiste a una diosa. —Eso no es cierto —dijo Gabrielle furiosa, levantándose y encarándose con Ephiny, haciendo bruscos gestos de rabia—. Estaría muerta y ellas seguirían siendo unas diosas bien vivas y bien furiosas de no haber sido por Xena. —Dirigió una mirada a la silenciosa guerrera. —Ya lo sé —dijo Ephiny, con un ceño cansado—. Pero eso es lo que ellas creen. —¿Y qué se supone que tengo que hacer? —La bardo alzó las manos—. No soy guerrera, Ephiny, por si no te has enterado. —Se puso a dar vueltas al lado del fuego, con la preocupación plasmada en cada rasgo de su tenso cuerpo—. Ephiny, tú eres amazona. Si tú no puedes convencerlas... Entonces intervino Xena, por primera vez y con un tono muy amable. —Esto requiere a alguien que sepa salir de las situaciones hablando, Gabrielle. Una persona que pueda unir a la gente y hacer que trabaje por un único fin. —Hizo una

pausa y continuó—. No es el momento para que intervenga una guerrera. Es el momento de la delicadeza, el momento para que intervenga una maestra. Es tu momento. Gabrielle se quedó mirando a la morena largos segundos, luego se acercó a ella y se acuclilló para mirarla a los ojos. Intercambiaron una mirada muy intensa, tanto que Ephiny se vio obligada a mirar a otra parte, pues le entró la incómoda sensación de estar presenciando algo muy privado. —Discúlpanos un momento, Ephiny. —La voz helada de Gabrielle atravesó el campamento. —Sin problema —asintió la amazona rápidamente y se alejó del fuego, dirigiéndose sin tardanza hacia la familiar silueta de Argo. ¿Qué pasa con estas dos?, se preguntó, distraída, mientras acariciaba al caballo que pastaba apaciblemente. Nunca he conseguido entenderlas. Antes creía que Xena dejaba que la siguiera por ni me imagino qué motivos. Luego pensé que vale, que a lo mejor las dos tenían un gusto raro en materia de amistades. Entonces Xena muere y veo una faceta totalmente distinta de la dulce Gabrielle. Eso sí que fue revelador. Luego, increíblemente, vuelve a la vida. Ahora esto, y al verlas juntas, sigo sin entenderlas. No podría imaginarme dos opuestos más completos ni aunque lo intentara. —¿Tú que crees, Argo? ¿Se gustan? Argo resopló, salpicando a Ephiny de virutas de hierba, y le lanzó una mirada risueña.

—Bueno, vale... si tú lo dices. —Ephiny se rió un poco y miró hacia la hoguera por encima del lomo de la yegua. Gabrielle estaba ahora sentada al lado de la guerrera, con los hombros hundidos en una actitud que Ephiny sólo podía describir como de derrota —. La buena de Xena. Siempre puedo confiar en ella. —Argo volvió a resoplar mostrando su acuerdo—. Si te digo la verdad, Argo, preferiría que fuese Xena la que tuviera el derecho de sucesión —le murmuró al caballo—. Puede que Xena tenga razón, puede que sea el momento para que intervenga una maestra, pero, por los dioses... todo iría muuuucho más deprisa si ella pudiera llegar ahí y meterles algo de sentido común a todas estas idiotas a tortazo limpio. —Argo la empujó y estuvo a punto de hacerla caer —. Vale... vale... —Volvió a mirar hacia la hoguera. Xena tenía una mano en el hombro de Gabrielle y le estaba hablando con delicadeza. La bardo suspiró y luego asintió despacio. Con esto, la guerrera quitó la mano del hombro de Gabrielle y con dos dedos, le enjugó unas lágrimas de la cara. Ephiny se quedó mirando, alzando una ceja—. Creo que ya puedo volver —le murmuró a Argo, y rodeó a la yegua para regresar a la hoguera. —¿Qué has querido decir con eso? —preguntó Gabrielle, con tono tranquilo—. Haces que parezca que estoy sola en esto. —El corazón le latía tan deprisa que Gabrielle estaba segura de que Xena lo veía, agitándose en su cuello. Ella misma notaba las palpitaciones. Xena tomó aliento varias veces, fue a decir algo dos veces, luego se detuvo y se mordió el labio. —Gabrielle. —Por fin—. Si... y lo digo en serio, sólo si... haces esto... —Se miró las manos, las volvió y se contempló los largos dedos—. No... no puedes llevar un símbolo tan... potente... de violencia... y odio... y rabia... como yo... contigo. —Por fin levantó la

mirada, encontrándose de frente con los ojos de Gabrielle—. No si vas a llevarles la paz. —Una sonrisa tensa—. Yo no soy precisamente un símbolo de intenciones pacíficas. Tiene razón. Oh, dioses... tiene razón. No puedo predicarles la paz y la diplomacia al tiempo que las amenazo con esa clase de arma. La pregunta es: ¿quiero ir? Acepté ese derecho de sucesión. ¿Tengo elección siquiera? Sé lo que mi corazón quiere que haga... Se sentó despacio al lado de Xena y se puso la cabeza en las manos. —Sé... que tengo una responsabilidad con ellas, Xena. Pero si están empecinadas en la violencia, ¿qué posibilidad tengo yo de convencerlas de lo contrario? ¿Realmente? Xena le sonrió a los ojos. —¿Tú, precisamente tú, tienes que preguntar eso? ¿A mí? —replicó, riendo levemente—. Gabrielle. No tienes ni idea de cómo afectas a las personas, ¿verdad? —Supongo que no —murmuró la bardo. —Si hay alguien que puede hacerlo, ese alguien eres tú —contestó Xena—. Por mucho que eso... mm... —Bajó la mirada a la piel del petate, rozándola ligeramente con la punta de los dedos—. No quiero... que pienses... Oh, por Hades. Ya sabes qué quiero decir. Gabrielle asintió. Lo sabía. Y ese conocimiento encendió un pequeño foco de calor en medio del frío que la llenaba. —¿Vas a estar bien? —preguntó Xena en voz baja, al notar que la amazona regresaba hacia ellas—. Ya vuelve Ephiny. —Pasó por alto el dolor que sentía en el pecho por deferencia a la angustia evidente de Gabrielle—. Escucha —dijo con insistencia—, no

tiene que ser para siempre, Gabrielle... sólo tienes que ponerlas en orden. —Hizo una pausa—. A menos que quieras que sea para siempre. Tú eres su reina. —Lo sé —replicó Gabrielle, suspirando. Se quedó callada un momento—. Bueno. ¿Y tú que vas a hacer? ¿Vas a seguir hacia Atenas? —Intentó hablar con un tono ligero, despreocupado. Xena volvió a mirarse las manos, flexionándolas ligeramente y frotándose los dedos. —No —contestó por fin, tomando y soltando aliento antes de volver a mirar a la bardo—. No. Creo... creo que me iré... a casa. Durante una temporada. Ya sabes. Para ver a madre y eso. —Se encogió de hombros—. Luego... no sé. Supongo que lo que surja sobre la marcha. Gabrielle asintió, aceptándolo, comprendiéndolo. —Me parece que te vendrá bien —replicó—. Necesitas un descanso. Han sido dos años muy duros, ¿verdad? —Soltó una breve carcajada—. Pensé que a lo mejor aprovechabas la oportunidad para librarte de una bardo molesta... —Una sonrisa tensa, que desapareció en el momento en que alzó los ojos y se encontró con la intensa mirada de la que era objeto. —Gabrielle, tú sabes que eso no es así —contestó la guerrera, con un tono ronco que no le dejó a Gabrielle duda alguna sobre la emoción que había detrás—. Me conoces mejor que eso. —Bajó la voz—. Me conoces mejor que ninguna otra persona viva... — Hizo una pausa y luego reconoció la verdad—: O muerta, en realidad. ¿De verdad es eso lo que crees después de todo este tiempo?

¿Lo es? ¿Un pequeño resto de inseguridad, niña? Creía que ya lo había superado. Parece que no. La he herido y no se lo merece. No es culpa suya que las amazonas estén hechas un desastre. —No. —Gabrielle negó con la cabeza firmemente—. No, no es lo que creo. No es lo que cree mi corazón. No. —Levantó la mirada y vio ante ella la viva imagen del alivio —. Lo siento. Es que esto me tiene muy angustiada. —Cerró los ojos y sacudió un poco la cabeza—. No sé si puedo hacerlo, Xena. —Claro que puedes. Yo tengo fe en ti... puedes convencer a la gente de cualquier cosa —contestó Xena, poniéndole una mano delicada en la muñeca. —No —suspiró la bardo—. No es eso... Es que no... dioses. —Sacudió la cabeza, mirando a Ephiny, que se acercaba—. Es que no sé. Ya no sé. Algo me dice que... no sé. Xena asintió en silencio. —Vale... vale... Pero creo que tienes que intentarlo. Al fin y al cabo, yo estaré en casa, no muy lejos. —En casa. Ah, va a ser divertidísimo. Creo que preferiría jugármela con las amazonas. La bardo la miró y sus brumosos ojos verdes se clavaron en los claros ojos azules. —Si te llamo, ¿vendrás? ¿Sin dudarlo? Xena sonrió. —Aunque las legiones del Hades se interpusieran entre nosotras, lo haría. Nada podría detenerme.

—Probablemente no. —Gabrielle logró reír levemente. Probablemente no. Los reviviría a todos del susto. Respiró hondo y se serenó en el momento en que Ephiny se reunía con ellas, y miró a la amazona con expresión fría—. Está bien, Ephiny. Iré contigo. —La bardo se puso en pie y se sacudió la falda—. Lo voy a intentar. Pero no puedo prometerte que consiga más de lo que conseguirías tú. Ephiny asintió, lanzando una mirada rápida y agradecida hacia Xena. —No me cabe la menor duda de que lo conseguirás, Gabrielle. —Abrazó a la bardo —. Sé que puedes hacerlo. —Ya —contestó Gabrielle—. Ya veremos. —Se cruzó de brazos y bajó la mirada. Ephiny se quedó mirándola algo preocupada. —Bueno, dijiste que te gustaría volver y aprender más sobre nosotras en algún momento —probó, sondeando con cautela—. Es una buena oportunidad. —Cuando la bardo no contestó, se encogió de hombros—. Bueno, podemos viajar juntas unos días. —Mmm —replicó Xena—. Probablemente no es muy buena idea, Ephiny. Sería mejor que no parezca que has ido a pedir ayuda. —Eso es lo que me gusta de ti, Xena —dijo Ephiny riendo, tras pensárselo un momento—. Siempre ves todos los ángulos. Tienes razón... tengo que seguir siendo dirigente por derecho propio, tanto si quiero como si no. Gabrielle sonrió sin motivo aparente. —Estoy de acuerdo. Será mejor que te adelantes por la mañana... así puedes llegar y acomodarte antes de que llegue yo.

Ephiny ladeó la cabeza, percibiendo sutilmente que había una dinámica en marcha que no comprendía. Algo distinto, en la forma que tenían de relacionarse, que le hizo empezar a preguntarse cosas. —Vale... buena idea —respondió, despacio—. Iré a buscar mis trastos —añadió, saliendo de la luz del fuego y dirigiéndose a los árboles circundantes. Gabrielle, a pesar de la creciente desazón que sentía por dentro, consiguió sonreír. —Muy hábil. Xena se apoyó en las manos y contempló pensativa a la bardo. —Sí, bueno... —Una sonrisa cohibida—. Nos relacionamos un poco... distinto de la última vez que la vimos. —Se encogió levemente de hombros—. Tendrías que dar explicaciones... para evitar malentendidos, quiero decir. —Un matiz de mortificación en los claros ojos azules—. Porque me he acostumbrado de tal modo a las cosas que no sé si soy capaz ya de detenerme a tiempo y no hacerlas —murmuró pensativa. —¿Qué cosas? —preguntó Gabrielle, sentándose al lado de Xena y apoyando un codo en la rodilla de la guerrera, al tiempo que su otra mano trazaba delicadamente los contornos de los músculos que se veían claramente bajo la piel bronceada. Xena la miró enarcando una ceja con aire risueño, luego miró la mano de la bardo y luego la miró de nuevo a los ojos—. Oh. —Gabrielle se sonrojó y se irguió, poniéndose las manos en el regazo—. Ya veo a qué te refieres. —Se rió un poco—. No me había... no me... dioses, ni siquiera me había dado cuenta de que estaba haciendo eso. —Justo lo que estoy diciendo —respondió Xena, con tono risueño y afectuoso—. Por Hades, Gabrielle... tú sabes que a mí me da igual lo que piense la gente. —Y no me voy

a poner a explicarles lo de Jessan y su tema preferido de las uniones vitales a las amazonas ni a Gabrielle. Todavía—. Así que... o sea... —Tomó aliento. ¿Pero dónde voy con esta conversación?—. Bueno, pues que puedes decirle lo que quieras. —Lo haré —respondió Gabrielle, distraída—. Pero no ahora. Cuando haya arreglado algunas cosas. —Ya —asintió la guerrera—. Pues menos mal que me despierto antes del amanecer. —Dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa burlona—. Porque dado cómo te me pegas cuando duermes, no sé qué tipo de explicación podrías darle. Gabrielle le dirigió una mirada aviesa y luego se echó a reír. —No puedo evitarlo —suspiró—. Así que deja de tomarme el pelo. Xena puso los ojos en blanco y se tumbó boca arriba en su petate, colocándose las manos sobre el estómago y cruzando las piernas. —Vale, ya lo dejo —comentó, dejando que se le cerraran los ojos al oír pasos que se acercaban—. Ya viene Ephiny —añadió en voz más baja. Ephiny entró en el campamento y dejó sus cosas en el suelo al otro lado del fuego. Xena, según advirtió, parecía estar ya medio dormida, pero Gabrielle estaba sentada, con las manos entrelazadas alrededor de una rodilla, mirándola. La amazona vaciló, luego se acercó y se arrodilló al lado de la bardo, hablando en voz baja. —Escucha... siento todo esto, Gabrielle. —Miró a los brumosos ojos verdes—. Siento no poder hacerlo yo sola.

—No pasa nada —respondió Gabrielle, poniéndole una mano a Ephiny en el brazo—. Ya lo arreglaremos. —Le sonrió dándole ánimos—. Descansa un poco. Ephiny echó una ojeada a la guerrera dormida. —Mi hijo va a sentir no ver a su tía preferida —comentó, con media sonrisa. Luego se volvió y captó una expresión inesperada en los ojos que tenía delante. Una expresión de desesperación muda en esta bardo por lo general alegre y optimista. —Ni la mitad de lo que voy a sentir yo no tenerla allí —contestó Gabrielle, con sinceridad—. Esto va a ser muy duro para mí, Ephiny. No sé si... Lo haré lo mejor que pueda, eso es todo. Ephiny soltó un gruñido comprensivo. —Lo sé... siempre es muy reconfortante tenerla cerca, ¿verdad? Hace cosas imposibles como si fuese algo normal. —Se rió un poco. —Sí —contestó Gabrielle, contemplando un lujar lejano por encima del hombro de Ephiny—. Bueno, será mejor que durmamos. —Dio unas palmaditas a Ephiny en el hombro—. Venga. Ephiny asintió, se levantó y fue hasta su petate, que montó con la eficacia propia de una amazona, y se tumbó, de cara al bosque circundante. —Xena —dijo Gabrielle, por fin, después de contemplar el fuego hasta que sólo quedaron brasas ardientes. —Sí —llegó la respuesta, desde la creciente oscuridad.

—¿La vida siempre es así de complicada? —suspiró la bardo. —Sí —replicó Xena, estirando un largo brazo, agarrando bien a la bardo y tirando de ella—. Ven aquí. Gabrielle no se resistió al tirón y se acurrucó de buen grado en su lugar de costumbre, bien pegada al hombro de la guerrera, con un brazo a su alrededor. —Supongo que tengo miedo de perderme... cosas —terminó torpemente—. Alguna aventura, quiero decir. Se quedaron calladas y se miraron, con los ojos muy cerca. —Gabrielle —dijo por fin Xena despacio—, eso es lo que menos te debe preocupar. —Y por una vez, consiguió decir lo adecuado, y notó que la tensión desaparecía de la bardo. Vaya, Xena... esto se te empieza a dar bien. Y luego hubo calma, silencio y sueño.

Ephiny se despertó a la mañana siguiente nada más amanecer, parpadeando un poco por el sol bajo y mirando a su alrededor. Inmediatamente localizó a Xena, que estaba agachada junto al fuego, mezclando algo en un recipiente. —Buenas —comentó la morena guerrera, sin levantar la vista. —Mmmm. —Ephiny bostezó, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está Gabrielle? —Ha ido a lavarse —contestó Xena, levantándose y acercándose a Ephiny, a quien ofreció una pequeña taza de viaje—. ¿Té?

—Gracias —asintió la amazona, cogiendo la taza—. Creo que voy a hacer lo mismo. Lavarme, quiero decir, antes de marcharme. Xena asintió y se fue para seguir recogiendo el campamento. Tan parlanchina como siempre, pensó Ephiny, risueña. Hay cosas que nunca cambian. Se levantó, recogió bien su petate y luego se dirigió hacia el agua que oía claramente allí cerca. En el sendero, se encontró con Gabrielle, que venía en dirección opuesta, sacudiéndose el agua del pelo. No por primera vez, Ephiny pensó que la jovencita que había conocido se había convertido en una mujer preciosa. Lo cual, pensó incómoda, podría causar problemas de por sí. —Buenos días —saludó a la bardo cordialmente. Gabrielle caminó más despacio y se detuvo cuando se reunieron. —¿Has descansado bien? —preguntó amablemente, usando un paño de lino para secarse los restos de agua de los brazos. Ephiny asintió. —Por supuesto. Estamos acostumbradas a dormir poco. ¿Y tú? —Miró a Gabrielle ladeando la cabeza—. Recuerdo que tenías problemas de pesadillas la última vez que nos vimos... —Se fue callando y acabó en tono de pregunta. Muy lista, Eph. Tú vuelve a recordarle toda esa escena. Gabrielle soltó una breve carcajada. —Ah. Bueno, encontré una... solución... para eso. Ahora estoy muy bien. —Sonrió a Ephiny—. Pero gracias por preguntar. Nunca se sabe cuándo pueden volver.

—Ya —respondió Ephiny—. ¿Una infusión caliente? —preguntó, con interés—. A mí eso me ayuda a veces. —Mm —contestó Gabrielle—. No exactamente. —Se contempló las puntas de las botas—. En realidad, Xena descubrió una forma de que se me pasaran. —Sí, Eph... se la recomendaría a todo el que tuviera las agallas de intentarlo: me deja dormir abrazada a ella como un pulpo terrestre y el sonido de su corazón bajo mi oreja me hace dormir como un bebé. Sin problemas—. Funciona maravillosamente —añadió apaciblemente, mirando a Ephiny con toda inocencia. Lo único que se necesita es una Princesa Guerrera en perfecto estado. Creo que más vale que me acostumbre a volverlas a tener. Por un tiempo. Pero no para siempre. Creo que ahora eso ya lo sé. —No me digas... bueno, ya me contarás el secreto en algún momento —respondió Ephiny—. Será mejor que me ponga en marcha. —Continuó bajando por el sendero, deteniéndose para echar una mirada a la bardo que se alejaba—. Funciona maravillosamente, ¿eh? —preguntó al aire. Me pregunto si por fin han... ja. Bueno, eso resolvería uno de los problemillas que ya me estoy temiendo. Nadie en la aldea va a querer enfrentarse a Xena si se les pasa por la cabeza la idea de hacerle la corte a nuestra nueva reina. Se rió malévolamente por dentro. Cómo le va a fastidiar eso a Arella la Irresistible... cuenta con poder influir a la dulce e inocente Gabrielle. Ephiny dejó que una sonrisa le inundara la cara. Luego se encogió de hombros y se puso a lo suyo con el jabón y el agua fría del arroyo.

Se separaron no mucho después: Xena y Gabrielle siguieron una ruta que iba un poco más hacia el norte y Ephiny tomó el camino más directo de vuelta. Dejó a Gabrielle con un conjunto de ropa y adornos de las amazonas, la puso al día sobre el estado actual de

la situación en la región y le hizo una buena descripción de los distintos grupos que se iba a encontrar al entrar en el territorio de las amazonas. —Intentaré reunirme contigo en cuanto llegues —le aseguró la amazona—. O alguna de las mías... ya sabes quiénes son. Pero ten cuidado con Arella. Es la niña problemática del grupo. —Arella —repitió Gabrielle, con desconfianza—. Es esa... —Grande, algo jactanciosa, de pelo rojo brillante. Agresiva. Ésa es —confirmó Ephiny encogiéndose ligeramente de hombros—. Se cree la cosa más fantástica que ha blandido una espada en las tres últimas décadas. Es la que está causando la mayor parte de los problemas. —Ephiny suspiró—. Aunque no hay forma de pillarla. Parece de lo más dulce. Por lo menos delante de mí. —La amazona hizo una pausa—. Ten cuidado con ella, Gabrielle. Es peligrosa. Para nosotras y para ti. Intentará forzar las cosas. Xena estaba de pie al lado de Argo, con los brazos apoyados en la alta cruz de la yegua, escuchando. Tomó nota del nombre para futura referencia, pero dirigió una mirada a Ephiny. —Más vale que vigile a quién fuerza. —Un gruñido amenazador, mirando a Ephiny a los ojos, con un significado muy, muy claro. Ephiny aceptó la advertencia al pie de la letra y contestó a Xena asintiendo de forma casi imperceptible con la cabeza. Y eso añade un elemento más a la situación. La campeona de nuestra reina. Espero que Arella no sea tan estúpida de forzar un desafío... es buenísima, pero no puede compararse con Xena. Pero claro... ¿quién puede?

—Bueno, me marcho. Que tengáis buen viaje.

Llegaron al borde del territorio de las amazonas al día siguiente, y Xena llevó a Argo a un lado del camino, calculando lo que quedaba de luz diurna. —Bueno, puedes seguir esta noche y llegar allí. O podemos acampar y puedes seguir por la mañana —dictaminó por fin—. Tú eliges. Gabrielle se quedó a la sombra de Argo, abrazándose a sí misma estrechamente. —No hay una tercera posibilidad, ¿eh? —E inmediatamente lamentó haberlo dicho —. Lo siento. No quería decir eso. Xena la miró con compasión. —Sí que querías. —Suspiró apesadumbrada—. Escucha... si de verdad no quieres hacer esto... —Tengo que hacerlo —susurró la bardo. —Puedo ir allí, darles una tunda a todas y decirles que las voy a convertir en lecheras si no cortan todo este rollo —terminó la guerrera, con una sonrisa irónica—. Sabes que puedo. —Le levantó la barbilla a Gabrielle para mirarla a los ojos—. Sabes que lo haré. Gabrielle sonrió, con una sonrisa auténtica. —Lo sé. Y no sabes lo maravillosa y potente que es esa idea. Pero si voy a hacer esto, creo que tengo que hacerlo a mi manera. Xena asintió.

—Pues vamos a acampar. De todas formas la mañana es mejor para iniciar cosas. — Hizo una pausa—. Y, ¿Gabrielle? —¿Mmm? —respondió la bardo, levantando la mirada. —Son guerreras. Dejando aparte lo bien que manejas la vara, tú no lo eres, y en un desafío usan espadas. Si surge algo de eso, esta vez recuerda quién es tu campeona, ¿vale? —le recordó Xena. —¿Cómo podría olvidarlo? —dijo Gabrielle riendo y dándole un ligero puñetazo en el hombro—. Eso realmente es lo que menos me preocupa. —Sonrió mirando a Xena a los ojos—. Soy la reina de las amazonas mejor protegida de la historia. Xena asintió, ahora seria. —Asegúrate de que recuerdan quién es tu campeona —añadió suavemente, con un brillo peligroso en sus claros ojos azules—. Como alguien te ponga un dedo encima, créeme... créeme, Gabrielle, pasaré por esa aldea como... La bardo apoyó las manos sobre la parte superior del pecho de Xena, echándose hacia delante y mirándola directamente a los ojos. —Vale... vale... ya lo capto. —Sonrió—. Me aseguraré de que ellas lo captan. De verdad. —Vale —cedió Xena, y luego quitó las alforjas del ancho lomo de Argo y se dirigió hacia la línea de árboles—. Veo un sitio que podemos usar para acampar. Una cueva, en realidad. Seca, por una vez, y vacía, como ventaja adicional. Gabrielle asintió dando su aprobación. Recogió leña seca para la pequeña hoguera y preparó el

resto del campamento mientras Xena estaba fuera cazando la cena. Un conejo, supuso. Y se llevó una sorpresa total cuando Xena regresó con un pequeño ciervo sobre los hombros. —Cielos —exclamó la bardo, algo sobresaltada—. ¿Es que eso te ha saltado delante o algo así? —No —contestó Xena, dejando el ciervo en el suelo y sacando su cuchillo más afilado—. He ido a buscarlo. —Dirigió una mirada guasona a la bardo—. Recuerdo cómo es la comida de las amazonas... y quería asegurarme de que al menos llegas allí con una comida decente en el cuerpo. Gabrielle soltó una risita. —¡Xena! La guerrera se rió por lo bajo e hizo una rápida incisión en el vientre del ciervo, abriéndolo rápida y hábilmente. —Dime que no te gustaría un filete de venado. —Volvió la cabeza para mirar a Gabrielle, que sonrió—. Mmm. Ya me parecía a mí. —Reanudó su trabajo, consciente de los ojos que la miraban—. No tardaré —comentó. Y no tardó. Xena conocía bien el oficio del carnicero, como decía a menudo, aunque con una sonrisa sardónica. Le ofreció a la bardo dos grandes filetes con gesto aparatoso. —Vale, puedes ponerles lo que quieras. Gabrielle respondió con una sonrisa, se apoderó de los filetes con aire posesivo y se puso a espolvorearlos con hierbas que sacó de su bolsita.

Xena preparó una hoguera más pequeña cerca de la entrada y la cubrió con una tienda de anchas hojas verdes, disponiendo el resto de la carne de ciervo para ahumarla. Miró atrás y observó la seria atención que dedicaba Gabrielle a su tarea con una mirada de afecto risueño, luego fue donde estaba sentada la bardo y se acomodó en silencio a un lado, observando el baile y el juego de la luz del fuego sobre su rostro. Y sintió como si un puño le atenazara el corazón, ante la idea de separarse. Como la última vez. Sólo que... un minúsculo atisbo de color... esta vez sabía que Gabrielle lo estaba pasando tan mal por ello como ella. —Aaajj —exclamó Gabrielle, pocas horas después—. Estoy absolutamente atiborrada. —Miró a Xena, que estaba sentada hombro con hombro con ella—. ¿Y tú? —Mmm —asintió la guerrera—. Lo que les has puesto a esos filetes era perfecto. Se quedaron un rato contemplando el fuego, digiriendo en silencio, disfrutando simplemente del apacible chisporroteo del fuego y de la brisa fresca y suave que entraba por la boca de la cueva. Pero al cabo de un rato, Gabrielle soltó el aliento que llevaba un rato aguantando y se quedó mirando las llamas malhumorada. Lo lógico sería pensar que agradecería la oportunidad de dirigir a las amazonas, ¿no? Aquí estoy, siempre quejándome de que Xena nunca me deja hacer cosas, y ahora tengo esta gran oportunidad de liberarme y probar lo que es estar totalmente al mando. ¡Estupendo! Entonces... ¿por qué me siento tan mal? Apoyó la cabeza en las rodillas y se frotó las sienes repentinamente doloridas, esquivando la mirada preocupada de Xena. ¿Qué voy a hacer? No puedo dejarla así... por Hades. Xena cerró los ojos, meneando la cabeza, mientras su instinto casi abrumador de proteger a Gabrielle de cualquier daño luchaba con su conocimiento de que la bardo era una mujer adulta, con derecho a tomar

sus propias decisiones. A lo mejor debería ir allí y darles una soberana paliza a unas cuantas. Así me sentiría mejor. Malditas sean, con sus peleas constantes y sus facciones... juro que preferiría estar al frente de un ejército de quinientos hombres que de cinco mil amazonas. Gabrielle levantó la mirada, arrugando el entrecejo ante la intensa expresión de su amiga. ¿En qué puede estar pensando? Gabrielle sintió lástima del objeto o la persona de que se tratara. —Oye —murmuró, alargando la mano y tocando la mandíbula firmemente apretada de la guerrera—. Parece que quieres matar algo. —Lo has adivinado —gruñó Xena, controlando su genio con esfuerzo—. Muchos algos, todos ellos amazonas. —Recorrió la cueva con la mirada, advirtiendo las claras paredes de arenisca y tomando nota de dónde se encontraba para usos futuros. —Xena —la regañó la bardo con severidad—. No es culpa suya. —Sí que lo es —gruñó la guerrera—. Panda de chinches. —Escucha —respondió, con tono tranquilizador—. Estaré bien. Siento estar un poco deprimida. Es que... bueno... —Se encogió de hombros algo cohibida—. Te voy a echar de menos. Voy a echar esto de menos. —Titubeó—. Mucho. —Otra pausa—. Más que mucho. Xena ladeó la cabeza, mirándola. —Sí —reconoció—. Yo también. —Una carcajada breve—. Y, por todos los dioses, qué voy a hacer en Anfípolis es algo que no logro imaginarme. —Una risita cansada de

Gabrielle—. Sí, tú ríete. Cuando oigas historias raras de una ex señora de la guerra que se ha vuelto loca allí, ya sabrás lo que está pasando. —¡Xena! —La bardo se echó a reír sin poder remediarlo. —Sí... seguro que acabo construyendo una especie de fortificación con moras machacadas o algo así —continuó Xena, con fingida seriedad—. Los señores de la guerra aburridos son muy, muy peligrosos, Gabrielle. Gabrielle siguió riendo hasta que se le saltaron las lágrimas. —Oh... —suspiró, por fin—, qué bien me ha sentado. —Sus ojos se encontraron con los de Xena—. Gracias. Me hacía falta. —Mmm —asintió Xena—. Y hablando de eso, tú ten cuidado con esas amazonas. — Miró a Gabrielle con atención—. Me imagino que más de una querrá tenderte una emboscada y arrastrarte a su cabaña para obtener cierta influencia. Gabrielle arrugó el entrecejo. —No creerás de verdad... Xena la miró enarcando una ceja muy expresiva. —¿En serio? —preguntó la bardo, con tono de incredulidad—. Pero por qué... o sea... no creía que yo fuese muy de su gusto. —Se sonrojó de nuevo—. Creía que les iba más ese rollo guerrero. Tú, en cambio... Xena soltó un resoplido.

—Les gusta la variedad. Y saben que no les conviene arriesgarse conmigo. —Meneó las cejas con aire expresivo—. No, es una cuestión de poder. Tú lo tienes, ellas lo quieren. Así es como funciona. —En sus ojos asomó un brillo—. Escucha, Gabrielle. Está bien si... o sea, le puedes decir a cualquiera que te moleste que tendrá que vérselas conmigo y que no voy a estar de muy buen humor. —Xena, puedo librar mis propias batallas —contestó la bardo, con cierta exasperación—. No soy una niña. Xena suspiró. —Ya lo sé —respondió—. Pero vas a tener muchas cosas encima, Gabrielle. Escucha, me he pasado una vida entera ganándome una mala reputación. Deja que por una vez eso sea una ventaja para ti, ¿vale? —Sonrió con ironía—. No puede hacerte daño. Probablemente tiene razón. Lo último que quiero es tener que enfrentarme a eso, encima de todo lo demás. —Bueno... vale —asintió Gabrielle—. En eso tienes razón. —Sonrió—. Intentaré no manchar más tu reputación. Xena soltó una breve carcajada. —Créeme, oh bardo mía, cualquier cosa que le pudieras hacer a mi reputación sólo podría mejorarla. —Se levantó y recogió los restos de la cena. Luego salió fuera para ver a Argo, que levantó la cabeza cuando se acercó. Acarició el hocico que le ofrecía, frotando la sensible piel del suave morro y apartando el mechón claro de los ojos de la yegua.

—Parece que vamos a estar solas un tiempo, chica —le comentó en voz baja a la yegua. Argo la miró, impasible. Xena bajó las manos por el fuerte cuello de la yegua, colocándole distraída la crin para que cayera toda hacia un lado—. No es que no lo hayamos hecho ya, ¿verdad? —Un ligero relincho por parte de la yegua—. Justo. —El caballo levantó la cabeza y dio un empujoncito a Xena en el hombro, y la guerrera le rascó debajo de la mandíbula y apoyó la cara en la amplia mejilla de Argo—. Ésta va a ser una buena oportunidad para ella, para... que conozca una vida... distinta de la que tiene ahora, Argo. —De repente se le puso un nudo en la garganta—. Y eso es bueno. Tengo que hacérselo saber. —La yegua resopló. Ni siquiera ella me cree. Xena suspiró. ¿Por qué iba a creerme? No me creo ni yo misma—. Sí, estoy mintiendo. Lo sé... — susurró, de forma que sólo la yegua pudiera oírla. Una oreja se echó hacia atrás compasivamente. Siguió apoyada en el hombro de la yegua, hasta que la tenaza que tenía en el pecho se le aflojó un poco, luego se frotó los ojos y regresó a la boca de la cueva. Gabrielle levantó la mirada cuando entró, sonriéndole ligeramente. —Iba a enviar una partida de búsqueda —bromeó, arrodillándose encima de su petate y colocando la vara a su lado, una costumbre que había aprendido de Xena, aunque su arma era mucho menos mortífera que la espada que la guerrera siempre tenía a mano. —Estaba viendo cómo estaba Argo —explicó Xena, atizando el fuego—. Asegurándome de que tenía suficiente hierba ahí fuera. —Vale... acabemos con esto—. Gabrielle. —¿Mmm? —contestó la bardo, mirando la figura inmóvil de Xena—. ¿Qué?

Xena se levantó y fue donde estaba sentada Gabrielle. Se agachó y luego se sentó con las piernas cruzadas delante de su amiga, apoyando los brazos en las rodillas e inclinándose hacia Gabrielle. —Escucha. —Gabrielle esperó, con la cara inmóvil—. Mm... las amazonas... no son mala gente. —Una pausa—. Y tú eres su reina. —Xena le sonrió—. Serás una reina muy buena, creo... Bueno. Si descubres que te... gusta... formar parte de su sociedad... —Los ojos verdes se clavaron en los suyos—. No pienses que tienes la obligación de marcharte —dijo de carrerilla—. Si no quieres. Gabrielle estudió el rostro serio y sereno que tenía delante, descubriendo los pequeños indicios emocionales que había aprendido a interpretar con el paso del tiempo. —No soy una amazona —contestó, simplemente. —Ya lo sé —replicó Xena—. Pero... es una vida estable y cómoda. No... esto. —Se encogió de hombros, ligeramente—. Tú... tal vez sería lo mejor. —Bajó la mirada y la volvió a levantar—. Para ti. —¿Y para ti? —fue la tranquila respuesta de la bardo. Xena se encogió un poco de hombros como sin darle importancia. —¿Cómo que para mí? —contestó—. No estamos hablando de mí. Estamos hablando de ti. —¿Así que estás... sugiriendo que sería buena idea que me quedara con ellas? — preguntó Gabrielle con cuidado, leyendo la controlada quietud del rostro de Xena. La tensión agarrotada de sus hombros. El pulso acelerado en el hueco de la garganta, que le

decía a Gabrielle mucho más que todas las palabras que se le pudieran ocurrir a su amiga. —Estoy sugiriendo que tienes elección —contestó Xena, con firmeza—. Sabes que a mí no me debes nada, Gabrielle, pero aceptaste hacerte responsable de esta gente cuando aceptaste el derecho de sucesión. Ahora pueden ser tu familia. Si eso es lo que quieres. Gabrielle asintió despacio. —Las amazonas son un pueblo fascinante, Xena. —Bajó la mirada y sonrió un poco —. Y sí que me siento responsable de ellas. —Respiró hondo—. Y sí que estaba pensando en cómo sería la vida formando parte de esa sociedad. —Levantó los ojos y se encontró con la mirada paciente y preparada de Xena—. Pero... a pesar de todas sus tradiciones y de lo que son... hay una cosa que tengo que tener y que ellas no me pueden dar. Es... algo sin lo cual no puedo vivir. —Hizo una pausa, dejando escapar una leve sonrisa—. Ya no. Xena la miró a su vez. —¿El qué? —preguntó, con cautelosa curiosidad. La bardo se rió suavemente. —Tú. —Alargó la mano y tocó la rodilla de la silenciosa guerrera—. Tú eres mi familia. —Contempló la cara que tenía delante, cuyos rasgos quedaban acentuados por la luz vacilante del fuego. Por fin, Xena sonrió y meneó la cabeza.

—Me alegro de ser la de alguien. —Alzó una ceja sardónica. Pero entonces se encontró con los ojos de Gabrielle con una sinceridad tan franca que a la bardo estuvo a punto de parársele el corazón. Y alargó una mano para acariciar con delicadeza la cara de Gabrielle, sin apartar los ojos de los suyos—. Sí —contestó por fin—. Lo soy. Se sonrieron.

La mañana transcurrió sombría. Xena emprendió su habitual rutina, consistente en salir antes del amanecer y encontrar cosas para el desayuno, empezar a hacer té, atizar y arreglar el fuego, todo ello en silencio, aunque eso no era horriblemente inusual. Gabrielle descubrió que sus ojos seguían a su amiga por todo el campamento, observando a la guerrera pasar silenciosamente de una tarea a otra, mientras ella misma recogía sus cosas personales. No por primera vez, le indicó su mente. Ya he hecho esto antes. Y cada vez que lo hago, ella... me deja marchar. Me dice que siga los dictados de mi corazón. Se retira, para que yo no me sienta... obligada, y sé... que jamás me pediría que me quedara. Jamás. No si pensara que no quiero. Suspiró y miró sus cosas. Su mano se detuvo sobre una serie de camisas y en sus labios se formó una sonrisa irónica al elegir una, que metió en su zurrón. El cordero. Objetos recogidos en aldeas de media Grecia. Una pequeña caracola que había cogido justo después de que Ares le devolviera a Xena su cuerpo, allí en la playa. Sus pergaminos. Suspiró de nuevo, los guardó y luego añadió su ropa de viaje. —Bonita ropa —comentó Xena en voz baja, apareciendo a su lado y apoyando una mano en el hombro de la bardo—. ¿Estás lista? —Echó una mirada al zurrón y pasó los dedos por un borde—. El campamento está recogido.

—Sí —murmuró Gabrielle suavemente—. Vale. Estoy lista. —No, no lo estoy. Se echó el fardo al hombro y agarró su vara. E intentó no hacer caso del dolor que sentía en el pecho—. Vámonos. Xena la acompañó hasta la bifurcación del camino y luego se detuvo. Gabrielle la miró a la cara y vio los músculos de la mandíbula apretados. Las dos dirigieron la mirada por el camino hacia el territorio de las amazonas. —Bueno, supongo que es la hora —dijo la guerrera, despacio. Colocó vacilando la palma de la mano en la mejilla de la bardo—. Gabrielle... Era demasiado. Gabrielle apoyó la vara en Argo, soltó el zurrón y rodeó a su amiga con los brazos, estrechándola con toda la fuerza que pudo. Notó que Xena le devolvía el abrazo, con fuerza suficiente para hacerle expulsar el aire de los pulmones. Ninguna de las dos quería soltarse, pero lo hicieron... y se quedaron un momento la una entre los brazos flojos de la otra. —Ten cuidado —advirtió Xena. Gabrielle asintió, agachando la cabeza. —Lo tendré. —¿Me lo prometes? —preguntó Xena, cuyos ojos intensos se encontraron con su mirada sorprendida. La bardo parpadeó y luego asintió. —Te lo prometo.

—Vale —fue la respuesta. Xena contempló su cara un poco más—. Te voy a echar de menos —añadió, en voz muy baja—. Más de lo que te puedas imaginar. Gabrielle sintió que el nudo que tenía en la garganta le impedía cualquier posible respuesta y se limitó a hundir la cabeza en el pecho de Xena. Donde oyó el ruido entrecortado de su respiración. Y sintió el martilleo de su corazón. Por fin, levantó la cabeza, intercambió una última mirada y se volvió hacia el camino del bosque. No se volvió a mirar atrás hasta que llegó al borde de los árboles, y entonces vio a la paciente Argo y a quien la montaba apoyada en ella. Mirándola. Era una imagen que guardó con firmeza en la parte principal de su imaginación.

2 A un día de Anfípolis El silencio la iba a volver loca, pensaba Xena una vez cada hora, cuando animaba a su mente a pensar en algo. Cada ruido parecía aumentado: el ulular de un búho resonaba como una alarma. El roce de las ramas con el viento. El crepitar inconstante de la leña en el fuego a medida que se consumía. Se quedó mirando el fuego y le lanzó unos cuantos guijarros, luego se reclinó en la roca cerca de la que estaba sentada y echó la cabeza hacia atrás para contemplar las estrellas. Y entonces cerró los ojos por el dolor que eso le causó, por el repentino y claro recuerdo de tantas noches que había pasado trazando ociosamente dibujos en el cielo con Gabrielle. Vamos a dejar ese tema, ¿de acuerdo? Estaba a medio camino de casa. Y tenía todo eso en que pensar. ¿Pero por qué voy allí? Un resoplido burlón. ¿Por qué? Buena pregunta. ¿Para tener un sitio donde ir

mientras ella toma su decisión? Y si decide quedarse con las amazonas después de todo, ¿entonces qué? Supongo que ya lo averiguaré. La cuestión es, ¿tenía razón Jessan, allá en Cirron? Dijo que veía una conexión entre nosotras. ¿Hay de verdad una... unión... entre ella y yo? ¿O son sólo imaginaciones mías? Ilusiones que me hago... Sí, seguro. No somos como su pueblo. Sus padres. Se veía el vínculo entre ellos, el amor que asomaba a sus ojos cada vez que se miraban. Nosotras nos queremos... eso lo sé... ¿pero nos queremos así? Lo dudo. Ella es la reina amazona. No me extrañaría que quisiera seguir siéndolo... y si lo hace, pues... seguiremos adelante y olvidaremos lo que podría haber sido. El dolor al pensar eso fue mucho más fuerte de lo que se esperaba. Con un esfuerzo, soltó un largo suspiro, luego se levantó y se sacudió el polvo. Fue donde tenía la espada apoyada en un tronco y agarró la empuñadura con firmeza, desenvainando el arma. Observó la luz de la luna que corría por la larga hoja. —Creo que será mejor que haga unos ejercicios, Argo —le murmuró a la yegua, que le respondió con un relincho—. Si hago muchos, puede que hasta me canse lo suficiente para dormir. —Además, seguro que me vendrá bien. Últimamente no he estado haciendo gran cosa. Apartando de su mente el motivo de que eso fuese así, entró en un pequeño espacio despejado y se puso a atacar en silencio a sus enemigos invisibles. Estocada y parada, finta y bloqueo, y a medida que sus músculos se iban soltando y los movimientos se hacían más veloces y mortíferos, casi pudo dejarse llevar por el ejercicio. Una voltereta por encima de un espadachín invisible, con los pies recogidos para evitar su estocada hacia arriba, un giro al aterrizar y una parada, otra voltereta, esta vez girando en medio del aire para permitir que el brazo con el que blandía la espada

bajara y atacara. Aterrizaje rodando, de pie otra vez y avance, haciendo girar la espada con complejas maniobras. Durante una larga marcha de la luna por el cielo, sin cesar, hasta que por fin se quedó parada en silencio, con el pecho agitado, contemplando las hojas esparcidas por el suelo del bosque. Sí, ya me parecía a mí que tenía que empezar con esto otra vez. Algunos de estos movimientos no me costaban tanto antes. Suspirando disgustada, Xena regresó al fuego mortecino, secó distraída la empuñadura de su espada y la devolvió a la vaina de cuero que seguía apoyada en la roca. Se metió en el petate y dobló una rodilla, rodeándosela con los brazos, y se quedó mirando al vacío sin ver. Luego volvió la cabeza, cuando sus oídos captaron un leve sonido, no muy lejos de allí. Desconcertada, sus ojos se movieron por el suelo cercano y pegó un leve respingo al localizar algo pequeño que venía hacia ella. —Vaya, vaya —murmuró, tumbándose cuan larga era en el petate, lo cual la puso más cerca del origen del sonido, que era un lloriqueo apagado—. ¿Qué tenemos aquí? —Una carita oscura y peluda la miró, con ojos amarillos que no parpadeaban—. ¿De dónde has salido? —preguntó, alargando la mano con cuidado y dejando que el animal la olfateara con desconfianza—. ¿Dónde está tu mamá? —Levantó la mirada por si mamá entraba trotando en el campamento detrás de su hijito. Suspirando, se quedó mirando cuando el cachorrito, al parecer muy satisfecho con lo que había descubierto en su olor, se acercó más a ella y se sentó encima de su mano—. Oh, no. —El cachorro la miró parpadeando—. Ni hablar. Vamos a buscar a mamá. —Levantó al lobezno, tranquilizándolo con la otra mano cuando se puso a chillar alarmado—. Tranquilo... tranquilo... —Y se acercó más el lobezno, apoyándoselo en el pecho y mirándolo medio risueña, medio molesta. El animal se calmó, le olisqueó la piel, soltó un suspirito y cerró los ojos.

Lo absurdo de la situación obligó a la guerrera a soltar una carcajada sin querer. —No me lo puedo creer. —Hizo una mueca—. ¿Pero qué es lo que tengo? — Sacudiendo la cabeza, se levantó y fue al límite de la luz del fuego, deteniéndose para ladear la cabeza y escuchar atentamente. Frunció el ceño y cerró los ojos muy concentrada. Nada. Entonces... una tos. Se le heló la sangre, echó la mano hacia atrás y agarró la empuñadura de su espada por puro reflejo, sin dejar de sostener al lobezno con la otra mano. El metal rozó el cuero al desenvainar y entonces se adentró en la oscuridad circundante, con todos los sentidos alerta, con el viento de cara. Captó el leve olor de algo metálico y conocido en el aire y avanzó inexorable hacia ello. Se movía con más cautela de la que habría empleado normalmente, colocando cada pisada con una exactitud que no movía ni una hoja, no hacía crujir ni una ramita, evitando incluso el roce con los helechos plumosos al pasar, dejando que el olor a sangre fuese aumentando en sus pulmones, hasta que se detuvo fuera de un anillo de árboles y rocas y oyó los ruidos de un animal que comía allí dentro. Con infinito cuidado, alargó la mano con la que sujetaba la espada y apartó ligeramente una rama pesada, para poder ver lo que había en el claro. Unos ojos verdes se encontraron con los suyos, y con un destello de sólidos colmillos blancos y el impulso de unas patas con garras, el cazador se le echó encima, demasiado cerca para su espada, y su aliento caliente le dio de lleno en la cara. Desesperada, se dejó caer hacia atrás y pegó una patada al animal que lo lanzó por encima de su cabeza, aullando por la sorpresa. Soltó la espada y al lobezno y alzó las manos en posición de defensa mientras el felino, retorciéndose en el aire, aterrizaba sobre sus patas, agitando

la cola, y volvía a lanzarse contra ella, rajándole los brazos con sus zarpas afiladas como cuchillas. Con un esfuerzo, Xena no hizo caso del dolor abrasador cuando el animal la atacó y empujó con los brazos, agarrando al felino por la garganta sin soltarlo. El animal aterrizó encima de ella, con los colmillos a pocos centímetros de su cara, las garras clavadas en ella, pero atrapadas en su túnica de cuero, sin soltarse. Las fuertes manos de Xena apretaron con fuerza y vio los ojos desorbitados del felino, la súbita transformación de cazador en presa, al cortarle la respiración. Ahora intentó apartarse de ella, debatiéndose contra lo que lo atenazaba. —Ah, no —gruñó ella, rodando, y dejó pillado al felino en el suelo con su peso, inclinando la cabeza hasta casi tocar el hombro del felino, y siguió apretando, obligando a sus manos a cerrarse aún más, notando cómo se rompía la tráquea del animal bajo sus dedos. Por fin, quedó inmóvil debajo de ella. Con rigidez, despegó los dedos del pelaje alborotado y tragó con fuerza, al ver la sangre que resbalaba por sus brazos hasta sus manos temblorosas a causa de los largos y profundos zarpazos que le llegaban del hombro al codo. Dioses. Se sentó, apoyó los codos en las rodillas y recuperó el aliento. Un gañidito indicó que el lobezno, asustado, corría hacia ella con apagada desesperación. Lo miró, malhumorada, cuando la alcanzó y se acurrucó contra su muslo. Maldición. Con una mueca de dolor, bajó la mano y lo cogió, luego se puso en pie con esfuerzo y entró en el claro que había estado guardando el felino. Y cerró los ojos para no ver lo que allí había. Una masa de sangre y los cuerpecitos esparcidos de los hermanos y hermanas del lobezno. A un lado, yacía la madre loba, con la cabeza hacia Xena, echando sangre por un gran desgarrón que tenía en el vientre. Los

ojos amarillos, ya casi vidriosos por la muerte, miraban a la alta humana... no... miraban lo que llevaba con cuidado en la mano. Xena se acercó despacio al animal moribundo y se arrodilló, sin ver miedo en esos ojos, sólo angustia. Depositó al lobezno junto al morro de su madre y miró con cuidado la herida del animal. No. El daño era demasiado grande, aunque supiera cómo arreglarlo. Bajó la mirada y vio que la madre intentaba en vano lamer al cachorro, que le olisqueaba la boca con ansiedad. Vaciló y luego colocó los dedos en el cuello de la loba, palpando y encontrando un punto que le resultaba conocido. Apretó y vio que el cuerpo del animal se quedaba inerte, al desaparecer el dolor y las sensaciones. Los ojos amarillos se encontraron con los suyos, luego parpadearon, se quedaron vidriosos y el pecho se detuvo. Xena se mordió el labio con fuerza y posó la mirada en el desolado cachorro, que dio un último lametón al hocico ahora seco y se sentó con un grito lastimero. Echó la cabecita hacia atrás y miró a Xena con ojos desconcertados e indefensos. Ni lo pienses, Xena. Cerró los ojos para resistirse a la idea. Es la supervivencia del más fuerte, ¿recuerdas? Los animales mueren cada día. De mala gana, miró al lobezno. Éste se levantó tambaleándose y se acercó tropezando hasta ella, golpeándose el morro con su rodilla y cayendo sobre las ancas con un quejidito. Los ojos se encontraron con los suyos y sintió que le daba un vuelco el corazón. Maldición. Estoy hecha una blandengue. —Vamos —murmuró, cogiendo al animal—. Seguro que a madre le viene bien un perro guardián. —Acunó al cachorro en la mano mientras regresaba a su campamento, deteniéndose para recoger su espada por el camino y echar un último vistazo a la pantera de pelo oscuro, que seguía en la hierba. Era enorme. Podría ser yo la que estuviera ahí tirada, pensó Xena seriamente. No era mi día, supongo.

Argo le soltó un relincho de preocupación cuando entró de nuevo en el campamento, al oler la sangre que la cubría y el olor extraño de su huerfanito. Le dio unas palmadas a la yegua en el hombro y dejó que oliera al lobezno. —Tranquila, chica. Son sólo unos rasguños —murmuró la guerrera, depositando al lobezno en su petate y dejándose caer a su lado, tras lo cual tiró de su botiquín con un suspiro—. Éstas sí que van a ser unas cicatrices interesantes —le murmuró al lobezno, que la miró parpadeando—. Ay. —Se encogió de dolor. El desinfectante le escocía, pero siguió tenazmente, hasta que dejó de salir sangre y se aplicó una pasta de hierbas en las largas rajas. El lobezno le soltó un gañidito. Bajando la mirada, suspiró. —Al menos comes carne, ¿no? —preguntó, sacando un trozo de venado ahumado—. Lo siento, está hecho. —Se lo ofreció al animalito, que lo olisqueó, estornudó y luego se puso a mordisquear una esquina. Sin querer, en el rostro de Xena apareció el amago de una sonrisa. En su mente, oyó los arrullos encantados de Gabrielle al ver a este pequeñín. Y las burlas que habría sufrido por traerlo de vuelta al campamento. Y el terror que habría sentido la bardo cuando estaba luchando con la pantera. Por un momento, casi sintió el roce de una mano familiar en el hombro. Basta. No empieces con eso. Distraída, hizo rodar al lobezno. —Bueno, chiquitín —murmuró, acariciándole el suave pelaje con los dedos—. No sé qué te hizo venir hasta mí, pero creo que te puedo encontrar un buen hogar. —El cachorro gruñó y le mordisqueó el dedo con fingida ferocidad. Ella lo cogió, se tumbó en el petate y se puso al lobezno en el estómago, acariciándole la cabeza. Se dio cuenta

de lo incongruente que era la escena. Debería dejarlo aquí. Y pensó en lo que diría Gabrielle si le oyera decir eso. Y sonrió con irónica resignación. No. Eso no le gustaría nada—. Tienes suerte —le gruñó a su vez al lobezno, que ahora la miraba adormilado —. Hago esto sólo por ella, que lo sepas. Me mataría si descubriera que te he abandonado. El lobezno le estornudó encima, se acomodó, sacando la lengua curva y rosa con un bostecito, luego colocó la cabeza oscura sobre las patas y cerró los ojos. —No te voy a poner nombre —continuó, y al momento varias posibilidades le invadieron la mente cansada. Ares, por ejemplo. Mmm... no, eso es andar buscando problemas. Lo mismo que Hércules. No, no... basta. No le pongas nombre. Aunque... Echó un vistazo al animalito dormido. Con ese color sí que me recuerda un poco a Ares... Xena, BASTA. AHORA MISMO. Sacudió la cabeza y cerró los ojos con firmeza, notando el reconfortante calor del cuerpecito a través del cuero. Y rodeándolo protectoramente con las manos, se sumió en un sueño exhausto.

Justo fuera de la aldea amazona Como había prometido, Ephiny se reunió con Gabrielle en cuanto ésta cruzó la frontera y entró en el territorio de las amazonas. Hasta había conseguido oír a la amazona acercándose antes de que apareciera, por lo cual la bardo se dio a sí misma unas palmaditas mentales en la espalda. Las lecciones de Xena habían empezado a dar fruto recientemente y se notaba más al tanto de lo que ocurría a su alrededor, sin tener que pensar conscientemente en ello. Si cerraba los ojos, oía esa voz grave: "Presta atención, Gabrielle. El mundo te está hablando. Escucha".

Pero eso le trajo de nuevo un dolor sordo y perdió el hilo de lo que decía Ephiny. —Perdona... ¿qué has dicho? —dijo, poniéndole una mano en el brazo a la amazona —. No me he enterado de eso último. Ephiny se volvió y la miró, preocupada. —Gabrielle, ¿estás bien? —preguntó, bajando la voz—. Pareces preocupada. O distraída. O algo. No sé qué. La bardo se frotó la sien, esquivando la atenta mirada de Ephiny. —Sí, estoy bien —le aseguró, dándole unas palmaditas a la amazona en el brazo—. Supongo que es que estoy un poco cansada. Anoche no dormí mucho. —Dirigió una mirada al camino, donde el resto del comité de bienvenida de Ephiny se había detenido, esperando a que ellas lo alcanzaran—. Estaré bien —terminó, haciendo un esfuerzo para sonreír a la rubia con aire tranquilizador—. ¿Qué estabas diciendo de los centauros? Ephiny le lanzó una última mirada penetrante y luego suspiró. —La última vez que hablé con ellos, estaban dispuestos a por lo menos hablar de la posibilidad de tener una defensa común en la frontera. He conseguido mantener los pocos incidentes que se producen entre nosotros a un nivel tipo "ah, ya sabes cómo son la chicas y cómo son los centauros", pero empieza a flojear. Gabrielle sonrió. —Te entiendo. —Se mordisqueó el labio—. ¿Has castigado a las amazonas implicadas en esos "incidentes"?

La amazona se encogió levemente de hombros. —Hay un problema. —¿Arella? —preguntó la bardo, sabiendo ya la respuesta. Ephiny asintió. —Casi todas las mujeres implicadas son de su grupito de moda. Ella las protege, diciendo que sólo piensan en el bien de la nación. Y la gente la entiende. —Ya —murmuró Gabrielle—. No sé, Ephiny... parece que el principal problema es ella. —Avanzó unos pasos más—. ¿De verdad cree que está haciendo lo que se debe hacer? Ephiny meneó la cabeza. —¿Que si lo cree? Quién sabe. ¿Eso importa? El caso es que lo hace. La bardo dejó de caminar y se la quedó mirando. —¡Ephiny! Claro que importa. Cuando alguien hace algo, tienes que saber por qué lo hace o no encontrarás la manera de impedírselo. —Arrugó la frente—. Cuando la gente hace cosas porque de verdad cree en ellas, es muy difícil interponerse en su camino. — Su mirada se hizo distante por un segundo y luego se aclaró—. Pero a veces se puede. —En la cara de Gabrielle se formó una sonrisa que desconcertó a Ephiny—. Depende de la relación que tengas con esa persona. Ephiny la miró de reojo.

—Vale —contestó por fin, poniéndole una mano en el hombro a Gabrielle y guiándola hacia la familiar entrada—. Ahí está la aldea. Acabemos con esto.

Arella esperaba, relajada en el porche en sombra de su cabaña, a que Ephiny regresara con su, entre comillas, reina. Algunas de sus compinches estaban por ahí cerca, tomando el sol con cara de aburrimiento. Ephiny era realmente patética, fingiendo que no había ido corriendo a buscar a esta supuesta reina no amazona en cuanto se dio cuenta de que por una vez iba a tener competencia de verdad. Arella hizo un visaje con sus ojos grises, meneando la cabeza con asco. —¿Qué? —ronroneó Erika, apoyada en el poste junto al que estaba sentada—. A ver si lo adivino. ¿Ephiny? ¿La reina? ¿El tiempo? Arella sonrió con sorna. —Dos de tres, nada mal, Rika. —Sonrió a la mujer más baja—. No me puedo creer que de verdad la esté trayendo aquí. —Se estiró perezosamente, admirando el movimiento de los músculos de sus largos brazos—. Debe de estar chiflada. Erika se sentó al lado de Arella, sacudiéndose el polvo de la parte superior de sus botas con cordones. —Bueno, tal vez. —Se encogió de hombros—. Eph no es estúpida, es sólo... no sé... —¿Debilucha? —sugirió Arella, con una amplia sonrisa—. ¿Cobardica? No... alguien que da a luz a un centauro no puede ser una cobardica... eso lo retiro. —Pacifista —concluyó Erika, cruzándose de brazos—. Es que no lo entiendo.

—Yo tampoco, pero ahí llegan. —Arella señaló con la barbilla la entrada de la aldea, por donde aparecía la guardia de honor de Ephiny, seguida de la propia Ephiny y su, oh, dioses... reina por derecho de sucesión. —Bueno, al menos Eph ha conseguido que esta vez lleve la ropa adecuada. —Erika sonrió con aire burlón, dándole un codazo a Arella en las costillas. —Sí —murmuró la mujer más alta, observando a la mujer rubia rojiza que estaba al lado de Ephiny—. Y no le queda nada mal. —Esto podría ser interesante. Observó a la reina mientras cruzaba el recinto, advirtiendo el movimiento de los músculos de sus brazos y su tronco. La impresión de seguridad de sus movimientos. La forma experta con que agarraba esa vara. La mirada alerta al observar la aldea, al tiempo que escuchaba el parloteo de Ephiny. —No empieces a pensar cosas —le susurró Erika al oído—. Recuerda quién es su mejor amiga, ¿vale? No querrás enfrentarte a ella. Arella resopló. —¿Crees que tengo miedo de Xena? —Echó otra larga mirada a la reina—. No le tengo miedo. Además, la discusión más larga al amor del fuego en toda la nación es si estas dos están liadas o no. ¿Participas en las apuestas? Yo sí. Erika ladeó la cabeza morena. —Te lo digo en serio, Arella. Yo la he visto luchar, tú no. No te metas con ella, porque deja que te diga que lo puedes pasar muy mal. —Pero sabía que era una causa perdida. Ya conocía esa expresión de los ojos grises de Arella—. La cuestión no es si

están juntas o no... la cuestión es que es muy protectora cuando se trata de esa pequeñaja. —Ya, pero no está aquí. —Arella sonrió con indolencia—. Y yo sí. —Miró a Erika, meneando una ceja roja—. ¿Quién sabe? A lo mejor le apetece un poco de acción. — Ladeó la cabeza de fuego y observó a la reina, que estaba ahí parada, cruzada de brazos, mientras Ephiny señalaba la nueva plataforma de ceremonias que habían construido hacía poco. Reconstruido, se recordó a sí misma con un bufido—. Además, seguro que cuenta unas... historias estupendas. —Sonrió a Erika con aire socarrón. —Oh, dioses —suspiró Erika, haciendo una mueca—. Recuerda, cuando la caca de centauro empiece a salpicar, yo no voy a estar a tu lado. No quiero que esa mujer me arranque el pellejo. —Gallina —se burló Arella, dándole un empujón a Erika—. A lo mejor lo hago sólo para enfrentarme a ella. —Se levantó—. Venga. Voy a que me presenten a esta pequeña amazona de pacotilla. —Esperó a que Erika se uniera a ella y luego echó a andar por el recinto. Gabrielle las vio venir y le hizo un gesto a Ephiny ladeando la cabeza y enarcando una ceja. Ephiny echó un vistazo a la derecha y suspiró, miró al suelo y se cruzó de brazos. La bardo observó a las dos que se acercaban por el rabillo del ojo. Es grande, ya lo creo. Mucho músculo, pero en cierto modo no parece muy funcional, pensó. Como si sólo fuese de adorno. Así que a lo mejor ella es igual. Oyó el comentario de una voz conocida dentro de su cabeza a medida que Arella se acercaba: "Cuando la gente intente intimidarte, Gabrielle, mantente firme y sonríe. La sonrisa es lo que los pone

nerviosos". Sonrió por dentro, imaginándose el brillo de esos ojos azules y la demostración de esa sonrisa. Ah, sí... ya lo creo que los pone nerviosos. Mantuvo esa imagen presente en el momento en que Arella invadió su espacio personal, con aire amenazador. Y se apoyó indiferente en su vara, no retrocedió y dejó que su boca se curvara en una sonrisa humorística. —Perdona, creo que no nos conocemos —comentó, ofreciéndole la mano—. Soy Gabrielle. Arella tuvo que dar un paso atrás para estrecharle la mano y eso la dejó descolocada. La reacción no era en absoluto aquella a la que estaba acostumbrada. La mujer no parecía sentirse intimidada por ella en absoluto, en realidad parecía hacerle gracia. —Arella. Sí. Bueno, hola —contestó, con cautela, aceptando la mano que se le ofrecía y estrechándola con cuidado. Se quedó sorprendida por la fuerza de esa mano y al notar callos bajo los dedos. Unos ojos verdes miraron directamente a los suyos y ella fue la primera en parpadear, sobresaltada por esa mirada irresistible—. Me alegro de conocerte —logró decir—. He oído hablar mucho de ti. A Ephiny, quiero decir. —Miró a la amazona rubia, que observaba el encuentro con interés—. Me alegro de que hayas llegado. A lo mejor podemos hablar en algún momento. —Saludó a Gabrielle inclinando bruscamente la cabeza y se apartó, dirigiéndose al comedor común. Erika la siguió, volviéndose de vez en cuando para mirar a la reina y a Ephiny. —Vaya. —Erika parpadeó—. Es... —Sí —espetó Arella, con mala cara—. Más de lo que creía. Podría ser un problema.

Ephiny logró controlarse hasta que desaparecieron y entonces le dio un ataque de risa muy poco digno. —Oh... —exclamó jadeante, agarrándose al brazo de Gabrielle—. Ha sido perfecto. Has estado perfecta. —Respiró hondo—. Oh, ¿dónde has aprendido a hacer eso? Ha sido genial. Gabrielle se rió por lo bajo. —Tengo una maestra muy buena, Ephiny. —Sonrió a la amazona—. Que sabe muchísimo en materia de intimidación. —Ah. —Ephiny se echó a reír—. Claro. Cómo no. —Se creó una imagen mental de Gabrielle recibiendo lecciones de Xena sobre ese tema—. ¿Te ha enseñado la "mirada"? Gabrielle se preparó, luego adoptó una expresión intensa, agachó la cabeza, estrechando los ojos ligeramente, y miró directamente a los ojos sorprendidos de Ephiny. —¡Caray! —exclamó la amazona, boquiabierta—. ¡Lo haces perfecto! —Volvió a estallar en carcajadas—. No me puedo creer que hayas conseguido que te enseñe a hacer eso. La bardo se unió a sus risas. —La verdad es que es muy divertida, una vez la conoces —confesó, sin hacer caso de la ceja enarcada de Ephiny. Divertida. Sí. Eso también...—. Pero supongo que yo veo una faceta distinta de ella —reconoció, al notar la expresión escéptica de la amazona.

—Supongo —asintió Ephiny, sonriendo a Gabrielle con indulgencia—. Vamos a instalarte en tus aposentos, majestad. —E hizo caso omiso de la mueca, encaminándose hacia una cabaña más grande situada a cierta distancia de las demás.

Anfípolis Xena estaba tranquilamente sentada a lomos de Argo, contemplando el valle que tenía debajo. Su casa. Anfípolis. —Ha pasado tiempo, Argo —le murmuró a la yegua, que dilató los ollares para olisquear la brisa que llegaba. Miró hacia abajo y rascó al pequeño Ares... no, maldita sea. NO voy a llamarlo así... en la cabeza y se quedó mirando mientras él mordisqueaba muy contento un trozo de su faldilla de cuero. El animal había sido un consuelo inesperado, reconoció de mala gana. Le había hecho pensar en otra cosa que no fuese lo que estaba sucediendo a dos días al norte de aquí, le había dado algo en lo que concentrarse que no supusiera pensar en las posibilidades. O la falta de ellas. Levantó la mirada y divisó a una persona a caballo que salía del pueblo, y sonrió un poco al reconocer al jinete cuando se acercó un poco más y resultó ser su hermano, Toris, sobre un semental ruano de patas largas y trote desigual. Sigue montando de pena. —Vamos, Argo —le dijo a la yegua, azuzándola con las rodillas para que avanzara por el camino. Toris no la vio hasta que la tuvo casi encima. Típico. Se irguió en la silla y soltó una leve exclamación cuando Argo se puso a su nivel.

—¡Xena! —Sonrió de oreja a oreja—. Cuánto me alegro de verte. —¿Ah, sí? —dijo Xena, mirándolo de reojo—. ¿Qué ocurre? Toris frunció el ceño. —¿Es que no me puedo alegrar de verte simplemente porque eres mi hermana? Xena lo miró con las cejas enarcadas. Y esperó en silencio. Toris puso los ojos, tan azules como los de ella, en blanco y se encogió de hombros algo azorado. —Vale, está bien, me alegro de verte. Pero... —Se fijó en su silla—. ¿Qué es eso? — Se inclinó y se acercó más—. ¿Es eso lo que creo que es? —Miró a Xena con una sonrisa maliciosa—. Tienes un cachorrito. Qué monada. Xena logró de algún modo controlarse para no tirarlo del caballo de un bofetón. Pero le costó. —No —gruñó—. Tú tienes un cachorrito. —Pero no soltó al animalito—. Lo he traído para madre. Toris se echó a reír. —Sí, ya. —La miró—. Oye, tienes buen aspecto. ¿Pero qué te ha pasado en los brazos? —Se echó hacia delante para ver bien las vívidas marcas rojas—. Parece reciente. Su hermana suspiró y señaló con la barbilla a la bolita peluda.

—A la madre la mató una pantera. —Se encontró con la mirada horrorizada de Toris, con aire indiferente. Provocarlo siempre ha sido divertido. Se me había olvidado. Casi. —¿Le quitaste ese animal a una pantera? —Se tambaleó en la silla—. Xena, estás chiflada. —No he dicho que se lo quitara a una pantera —comentó Xena, viendo cómo fruncía el ceño—. No estaba cerca de la pantera para nada. —Ah —contestó Toris, aliviado—. Menos mal. Por un momento, pensé que me ibas a decir que luchaste por él con una pantera. —Se rió entre dientes—. Esas panteras de montaña son demasiado peligrosas para andar jugando con ellas. —No —dijo Xena con indiferencia—. Luché con la pantera porque se me tiró encima. —Le echó una mirada—. El cachorro simplemente tuvo suerte —continuó, fingiendo que no veía cómo se quedaba boquiabierto y que su caballo se quedaba parado en el sitio. Sus ojos soltaron un destello risueño. Se lo tenía merecido. Se volvió cuando el ruido de unos cascos al trote llegó a su altura y se hizo más lento cuando él se colocó de nuevo a su lado. —Una pantera —repitió, encogiéndose al ver las rajas que tenía en los hombros y que ya se estaban curando—. Chica, Xena. —Sacudió la cabeza—. Bueno, ¿y donde está tu amiga la bardo? Xena había ensayado la respuesta a esta pregunta. —Dirigiendo a las amazonas durante un tiempo. —Con tono despreocupado. Lo miró, sus ojos se encontraron y Xena se hizo una idea de lo que era mirar a unos ojos tan vívidos como los suyos. Es interesante. A lo mejor eso explica esa cara tan rara que

se le pone a veces a Gabrielle cuando pasamos el rato simplemente... En fin—. Están teniendo problemas con sus vecinos. Toris se quedó pensando un momento. —Bueno... ¿y por qué ella? —preguntó, desconcertado. La pequeña bardo le caía bien y tenía la ligera sospecha de que a su durísima hermana también le caía bien. Xena se encogió de hombros. —Bueno, es que es la reina por derecho de sucesión, Toris. Piensa que es responsabilidad suya intentar ayudarlas. —Volvió a encogerse de hombros—. Se toma muy en serio sus responsabilidades. —¿De verdad? —Toris se sentía intrigado. Conocía la existencia de las amazonas. La mayoría de los que vivían por esta zona la conocían—. ¿Y cómo es eso? —Una larga historia —dijo Xena, mirando al frente—. Luego te la cuento, pero será mejor que primero me digas qué está pasando, antes de que tenga que oírselo a madre. Toris aceptó el cambio de tema sin problema. —Vale. Pues, sí, últimamente las cosas se han puesto un poco difíciles por aquí. Hay dos señores de la guerra en la zona y se han dividido el territorio entre los dos. Nosotros estamos más o menos en medio y nos acosan los dos. —¿Os acosan? —preguntó Xena, en voz baja, notando que se empezaba a enfurecer.

—Sí —suspiró Toris—. Llegan, se llevan alimentos, se llevan suministros, ese tipo de cosas. O a veces sólo quieren pago en moneda, a cambio de lo cual tardan un tiempo en volver. —No miraba a Xena a los ojos—. Ya sabes a qué me refiero. Su hermana asintió. —Sé exactamente a qué te refieres. —Bueno, pues el caso —continuó él algo incómodo—, es que la cosa está dura y el negocio ha decaído. Madre está preocupada por la posada. —Volvió los ojos hacia ella —. Creo que se va a alegrar de verte. Últimamente habla mucho de ti. Xena soltó un resoplido. —Me lo imagino, dado lo que os están haciendo pasar estos señores de la guerra, cosa que era yo antes. —Cerró los ojos con asco—. A lo mejor ha sido un error venir aquí. Toris la agarró del brazo y se sorprendió al notar que ella se ponía tensa, pero luego recordó a quién estaba agarrando. —Lo siento —murmuró, pero no la soltó—. Escucha... lo único que nos ha mantenido intactos, Xena... lo único... es que esos dos señores de la guerra saben quiénes somos. Saben que yo soy tu hermano. Y que ella es tu madre. Y no quieren tocarnos. Hay tres aldeas arrasadas por el fuego al sur de aquí y otra al este. Pero nosotros no. —Sonrió un poco—. Te tienen miedo, hermana pequeña. Xena lo miró enarcando una ceja.

—¿Pequeña? —Se rió entre dientes con ironía—. Mucho ojo. O descubrirás lo pequeña que no soy. —¿Ah, sí? —Toris sonrió, alargó la mano de nuevo y la agarró de un brazo—. ¿Me estás desafiando? —Toris —gruñó Xena, bajando la mano y agarrando bien a Argo con sus largas piernas—. No estoy de humor. —Muy seria, metió al lobezno en una alforja mientras Toris intentaba hacer palanca con su brazo—. Déjalo. Toris se echó a reír encantado. —Ajá... ¡ya te tengo! —Tiró con entusiasmo del brazo, intentando hacerle perder el equilibrio—. ¡Ay! —exclamó sorprendido, al verse levantado de la silla y tirado al suelo polvoriento, tras haber perdido su asidero—. ¿Cómo haces eso? Xena meneó la cabeza mientras se ajustaba el brazal. —Nunca aprendes. —Hizo avanzar a Argo hacia la posada—. Venga, vámonos. —Y suspiró cuando él se echó a reír, volvió a montar de un salto en el ruano y la siguió. La posada estaba en el límite del pueblo y era un edificio de dos plantas con una pesada puerta de entrada que daba a una sala con asientos y al fondo tenía un mostrador de servicio que ocultaba las zonas de cocina y preparación de alimentos a los clientes. A esta hora del día, estaba vacía, aunque en los últimos tiempos la hora del día no había influido mucho en el número de clientes que frecuentaban el lugar. Una mujer fuerte de corta estatura estaba apoyada en el mostrador, contemplando la sala vacía con expresión algo lúgubre.

—Cirene, ¿crees que nos queda suficiente cebada para hacer un estofado? —le llegó la voz amable de Johan, interrumpiendo sus pensamientos. —¿Mmm? —contestó, inclinándose con rigidez para ver lo que estaba haciendo—. Ah, sí, Johan. Tenemos suficiente. Adelante. —Suspiró. Apenas. Y que hubiera más dependería de si había suficientes clientes para pagar esta olla. Se secó las manos en el delantal y volvió al mostrador, apoyando los codos en la madera gastada y contemplando, sin ver, el sol del final de la tarde que se colaba por la entrada de la posada. El negocio iba mal desde hacía mucho tiempo. Hasta la gente del pueblo se quedaba en su casa, sin querer hacer público el hecho de que tenían dinares que gastar en comida y bebida donde alguno de los soldados de los señores de la guerra pudiera verlos. Y las tropas confiscaban todo lo que podían encontrar, dejando a los aldeanos con sobras, en su mayor parte. Sobrevivían, pero ir apenas tirando ponía a la gente furiosa y alterada, y las cosas iban a peor. Ella estaba furiosa, y mucho, con los señores de la guerra y sus soldados, con la mansedumbre de los demás aldeanos, pero sólo era una mujer ya mayor y cansada. Necesitaban algo más. Fue a la ventana con una agilidad impropia de sus años y se quedó contemplando el camino y, al otro lado, el resto del pueblo. Al cabo de un momento, Johan se reunió con ella. —El estofado está en el fuego —comentó—. ¿Va a venir Toris a cenar? Cirene se encogió de hombros. —Probablemente. No suele perderse una comida. —En su boca se formó una sonrisa por un instante, al pensar en su hijo mayor. Era buen chico, realmente. Lo quería, pero aunque nunca lo decía, no paraba de mirarlo intentando ver en él el fuego de Liceus, sin

encontrarlo jamás. Y a veces, como ahora, lo miraba con la esperanza de ver algo del valor de su hermana y tampoco lo encontraba. Xena. La hermana. Su hija. Cirene meneó la cabeza con desconcierto. A veces costaba creerlo. Y aunque en otro tiempo había temido y repudiado a su fiero retoño, ahora... ahora... le había dado la sensación de que, con tiempo, podría llegar a apreciar e incluso a querer a la mujer salida de la niña salvaje que había parido. Su última despedida había sido afectuosa, y Cirene casi había llegado a estar cómoda al pensar en quién era Xena, ahora. Y se descubría deseando, cada vez con más frecuencia, tener la oportunidad de estar más cerca de ella. —Ya viene —comentó Johan—. No está solo —continuó, con la ronca voz teñida de sorpresa. Había visto dos caballos que se acercaban. Uno era el ruano de Toris, el otro un animal de color dorado con la crin y la cola de color crema. Con un jinete casi de la misma estatura que Toris y con su mismo colorido—. Por Zeus... no puede ser quien creo que es, ¿verdad? —Dioses —susurró Cirene, al verlos—. No me lo puedo creer. —Sonrió, por primera vez desde hacía mucho tiempo—. Es mi hija. —Se dirigió a la puerta, con Johan pisándole los talones—. Mira que aparecer ahora... en el momento justo en que estaba pensando en ella. Los dos hermanos detuvieron a sus caballos junto a la barandilla de la posada y desmontaron, y Xena le pasó algo a Toris antes de dirigirse a la puerta y a la figura compacta de su madre. —Madre —asintió, saludándola, y se quedó algo sorprendida cuando Cirene la rodeó con los brazos, estrechándola con fuerza. Le devolvió el abrazo y, con una leve sonrisa, levantó a la mujer más menuda por el aire—. Yo también me alegro de verte.

—¡Bájame! —rió Cirene, golpeando a Xena en la espalda—. Presumida. —Pero sonreía, y siguió sonriendo al agarrar a su hija del brazo y meterla en la posada—. Déjame que te vea. —Sus ojos recorrieron ansiosos a la alta figura y se encogió al ver las irritadas marcas de las garras—. ¿Qué has estado haciendo? —No esperó la respuesta—. ¿Dónde está Gabrielle? Toris se sentó en un banco cercano, con aire risueño. —Está dirigiendo a las amazonas. —¿En serio? —preguntaron Cirene y Johan a la vez—. ¿Cómo es eso? —Cirene miró a Toris—. ¿Y de dónde has sacado a ese lobo? Los hermanos se miraron, de esa forma en que sólo podían mirarse unos hermanos. —Creo que será mejor que nos sentemos y así sólo tendré que contarlo una vez — suspiró Xena.

Recinto de la aldea amazona, cabaña de la reina Gabrielle estaba sentada muy pensativa, mordisqueando la punta de su pluma mientras meditaba sobre lo que iba a escribir. Era su primera noche en la aldea y ya era tarde y había decidido, puesto que parecía que no podía dormir, empezar una especie de diario de sus pensamientos. Alguien llamó ligeramente al poste de su puerta y levantó la mirada de golpe. Era un poco tarde para recibir visitas.

—Adelante. —Y por alguna razón no se sorprendió al ver la alta figura de Arella recortada en el umbral. Como le había dicho a Jessan, a veces simplemente sabías cuándo la gente quería hacerte algo malo. Ahora era una de esas ocasiones. Sabía con toda certeza que Arella no era una amiga y que nunca podría serlo, porque deseaba el poder y Gabrielle lo tenía, y recordó vívidamente su conversación con Xena cuando la alta y fuerte amazona entró en su cabaña y se quedó mirándola con interés nada disimulado. —Hola —dijo Gabrielle, cerrando el pergamino encuadernado en el que estaba escribiendo y reclinándose en la silla—. Es tarde para estar levantada. —Siguió mirando a la alta pelirroja a los ojos, esperando a ver qué iba a hacer a continuación. ¿Qué haría Xena? Mantendría la calma, estaría relajada y fingiría que todo iba bien. Bien. Vale. Vamos allá. —Sí, bueno —dijo Arella, con indiferencia, sentándose en la silla que había al otro lado de la mesa de la bardo—. Estaba de patrulla y he visto que todavía tenías una antorcha encendida. Se me ha ocurrido pasarme a saludarte. —Observó críticamente a la mujer sentada detrás de la mesa—. Sabes, no es por entrar en temas personales ni nada, pero seguro que te podríamos dar una camisa de dormir que fuese de tu talla. —Maldita sea... parece una niña con eso. Ephiny debería intervenir, aunque supongo que diría que lo que se ponga la reina para dormir es asunto suyo. A lo mejor puedo hacerlo asunto mío. Sus labios se curvaron en una sonrisa—. Eres la reina. Gabrielle dejó asomar una leve sonrisa y bajó la mirada hacia la pluma manchada de tinta que estaba dando vueltas entre los dedos. La camisa era demasiado grande para ella, los hombros le llegaban a medio brazo y el largo le llegaba casi hasta las rodillas. No era una sorpresa.

—No, ésta está muy bien. Me gustan así —le aseguró a Arella con una sonrisa cordial —. Pero gracias por interesarte. La pelirroja se encogió de hombros. —Tú misma. —Miró por la habitación—. Bueno, ¿qué te parece por ahora? Esto debe de ser muy distinto a lo que estás acostumbrada. —Volvió a mirar a la bardo a la cara, impasible y reservada a la luz de la antorcha algo vacilante. Es más difícil de captar de lo que pensaba. Antes creía que Xena la tenía a su lado para reírse. Ahora no estoy tan segura. Bonitos ojos. —Bueno —dijo la bardo riendo—, no exactamente. Para empezar, paso mucho tiempo durmiendo en el suelo. —Miró las paredes—. O en posadas de pequeñas aldeas. —Sus ojos observaron a Arella—. Y, de vez en cuando, en algún que otro palacio. —Se levantó y fue a su bolsa, guardando dentro el manuscrito, consciente de los ojos que la miraban—. Bueno... ¿has descubierto algo interesante mientras explorabas? —Ah, esto y lo otro —dijo Arella despacio—. Pero debería dejar que te acuestes. — Dicho lo cual, se levantó y se estiró y luego se acercó donde estaba Gabrielle. Vamos a probar. Será divertido. Movió la manga excesivamente larga de la bardo con una mano y sonrió—. Así que te gustan grandes, ¿eh? —Capturó los ojos verdes con los suyos—. Yo soy el patrón que usan aquí para medir esas cosas. Gabrielle la miró parpadeando, con aire inocente. —Me alegro por ti. —Sonrió—. Seguro que te sientes muy especial. —Se cruzó de brazos y captó el aroma ligero y conocido que surgía de la tela y que la protegía de la

energía nerviosa que emanaba de la amazona plantada mucho más cerca de ella de lo que dictaba la cortesía. —Pues sí —contestó Arella, en voz baja, luego se echó hacia atrás y saludó a Gabrielle haciendo un gesto florido con la mano—. Majestad. —Y entonces se fue, saliendo por la puerta con perfecta precisión. Gabrielle suspiró, meneando la cabeza y riéndose un poco por dentro. Lástima que no se dé cuenta de que estoy acostumbrada a un patrón diferente. Casi ocho centímetros más alto. Soltó una risita. Y unas mil veces más... intentó encontrar una palabra para describirlo. ¿Complicado? Tal vez. ¿Complejo? Claramente. ¿Peligroso? Ah, de eso no cabe duda. —¿Gabrielle? —Ephiny asomó la cabeza por la puerta, con cara preocupada. Vio a la bardo cerca de la cama, al parecer muy pensativa, pero los ojos verdes se alzaron al instante y se encontraron con los suyos—. ¿Va todo bien? —Entró en la habitación, recorriéndola con los ojos—. He visto a Arella saliendo de aquí. —Se acercó a Gabrielle, con tono preocupado. —Todo va bien, Ephiny —suspiró la bardo—. Por favor, deja de preocuparte. Puedo arreglármelas —añadió, con cierta irritación—. Ha venido simplemente a darme las buenas noches, creo, y a... no sé... a jugar un poco conmigo. —Miró a Ephiny, que la miraba con expresión inescrutable—. Es francamente detestable —añadió, haciendo una mueca. Ephiny soltó una carcajada sofocada.

—Se cree irresistible, sabes. La llamamos Arella la Irresistible a su espalda. —Me parece que para Gabrielle no lo es. Qué palo para su ego—. Ha hecho muchas de sus... mm... conquistas de esa manera. —Frunció un poco el ceño—. Es muy insistente. Dime si empieza a molestarte en exceso. —Ladeó la cabeza y arrugó la frente—. ¿Y de dónde has sacado esa camisa? Te queda enorme. Gabrielle soltó un profundo suspiro. —Lo sé —dijo, echándose a reír—. Arella ha dicho lo mismo. —Se sentó en la cama y se abrazó a sí misma—. Si hubiera sabido que las reinas amazonas solían tener visitas a horas intempestivas, me habría vestido más adecuadamente. —Alzó las manos como rindiéndose—. Está bien, está bien, mira... la cogí por equivocación cuando estaba recogiendo mis cosas, ¿vale? Es evidente... —y agarró los hombros, estirándolos—, que es de Xena. Así que... ¿podemos pasar al siguiente tema, por favor? —Que la cogí, sí. ¿Por equivocación? Mm... sí. Ya. —Vale... vale... —Ephiny alzó las manos, riendo—. Ya me entero. —¿Me entero? Mmm... no sé yo... Se puso seria—. Pero ten cuidado con Arella, ¿vale? Escucha, somos amigas, ¿verdad? —Miró a la bardo a los ojos. —Sabes que sí —contestó Gabrielle, afectuosamente. Aunque antes creías que era la mascota de Xena. Pero ya no... —Muy bien. Sé que no quieres meter a Xena en esto —dijo Ephiny, con seriedad, alargando la mano y tocando el brazo de Gabrielle—. Pero que seas reina no va a mantener a Arella alejada de ti. —Hizo una mueca—. No le gusta aceptar un no como respuesta. —Se le puso la cara muy seria—. Así que si tienes que usar la fama de Xena para quitarte de encima a Arella, no te sientas mal por ello. No, por favor. Te he pedido

que vengas aquí porque he pensado que era importante, pero no quiero que te pase nada, de verdad. —Porque, entre otras cosas, Xena nunca me lo perdonará. Y destrozará este sitio. Lo sé—. Mira —bajó la voz—, todo el mundo sabe que Xena y tú... sois íntimas. ¿Vale? Nadie en su sano juicio va a enfurecerla, Gabrielle. —Su mirada se posó un instante en su camisa y luego volvió a su cara, mirada que la bardo captó perfectamente. Gabrielle se quedó callada un buen rato. Todo el mundo lo sabe, ¿eh? Sonrió por dentro. Por fin alzó la cabeza, asintiendo. —Gracias. Te lo agradezco, Ephiny. Mucho. —Miró al suelo pensativa—. Tienes razón. No quiero meter a Xena en esto. Ésa ha sido la razón de que no venga aquí conmigo, ¿recuerdas? —La amazona asintió—. Lo haré sólo como último recurso. Y éste no era momento para últimos recursos. —Fue a su mesa de trabajo y cogió un objeto pequeño, al que dio vueltas entre los dedos—. Además, Xena me ha dicho más o menos que haga lo mismo. —Sonrió levemente a Ephiny—. Me advirtió de que seguro que había gente como Arella. —Tenía razón. Dioses, cómo me molesta que siempre tenga razón. Ephiny tuvo que darse por satisfecha con eso. De mala gana, asintió y se volvió para marcharse. —Con eso tendrá que bastar, pues. Buenas noches. —Saludó a la bardo inclinando la cabeza y se dirigió a la puerta, la cruzó y se adentró en la noche, y estuvo a punto de chocarse con una de sus propias lugartenientes—. Ten cuidado, Granella. —Bueno... ¿qué quería la Irresistible? —preguntó la delgada morena, caminando al lado de Ephiny—. ¿Ya está probando suerte con nuestra nueva dirigente? No pierde el tiempo.

Ephiny resopló. —Sí, pero Gabrielle la ha mandado a paseo. Seguro que se ha quedado de piedra. — Dirigió una sonrisa taimada a Granella—. Sin embargo, he descubierto que nuestra reina duerme con una de las camisas viejas de Xena, así que a lo mejor conviene que hagas correr la voz. A lo mejor se ahorra algún dolor de cabeza. Granella se echó a reír alegremente. —Ajá... ¿en serio? —Sus rasgos delicados se iluminaron con una sonrisa—. Aaah... qué cosa más tierna, Eph. Ephiny sonrió a su vez. —Sí, ¿verdad? Creo que en el fondo sigo siendo una romántica. Su lugarteniente enarcó una ceja. —Creo que sí, pero nunca pensé que Xena lo fuese. —Ladeó la cabeza con aire pensativo—. ¿Estás segura de que no se trata de un caso grave de culto a la heroína? Ephiny se lo pensó mientras se dirigían a su cabaña. —Antes estaba convencida de que lo era. Ahora... —Sacudió la cabeza rizada—. Ahí hay algo, Gran. Algo muy profundo. No sé exactamente cómo de profundo, pero si yo fuese Arella, te aseguro que no querría descubrirlo. —Bueno, no eres Arella. Y no veas cómo me alegro —dijo Granella, con un bufido —. ¿Te apetece un poco de vino caliente con especias? Empieza a hacer fresco por las

noches. —Meneó una ceja invitándola—. Venga, deja que te hagamos la pelota por una vez. Ephiny sonrió, alzando las manos con gesto resignado. —Está bien... por qué no. De todas formas, quiero oír los últimos cotilleos de las exploradoras. Vamos.

Anfípolis, por la mañana temprano Xena abrió un ojo azul con cautela, parpadeando un poco en la penumbra previa al amanecer. Observó su entorno y se relajó, estirando las largas extremidades y bostezando un poco. Las paredes del establo apenas se veían y la única luz real entraba por la ventana de cristal opaco que atravesaba el pajar en el que estaba cómodamente acurrucada. Un crujido le llamó la atención, bajó la mirada y vio la bolita peluda que tenía instalada en el pliegue del brazo. Genial. Simplemente genial. Con toda la gente que hay y decide encariñarse conmigo. El lobezno había seguido a Xena por toda la posada la noche antes, causando muchas risas a su costa. Había intentado no hacer caso ni de una cosa ni de la otra, pero por fin acabó cogiendo al animal y llevándolo en la mano, bien consciente de las sonrisas divertidas de su familia y de los aldeanos curiosos. —Estás echando a perder mi imagen —le murmuró al lobezno dormido, que abrió los ojos amarillos y la miró parpadeando, luego estiró la cabecita por encima de su brazo y bostezó, soltando ruiditos satisfechos. Apareció una lengüecita rosa que le lamió la parte interna del codo—. ¡Oye! —bufó la guerrera, mordiéndose el labio—. Que me haces

cosquillas. —Se tapó la boca con la mano y echó una mirada rápida por todo el granero. Luego acercó los labios a la orejita del lobezno—. Como le cuentes esto a alguien, te convierto en bufanda de piel. —Fulminó al cachorro con la mirada—. ¿Te enteras? Los ojos amarillos la miraron muy solemnes. Luego la lengua rosa le lamió el borde de la nariz y el lobezno se pegó más a ella. Xena meneó la cabeza entre disgustada y risueña. —Sé que lo voy a lamentar —dijo sin dirigirse a nadie en concreto—. Si Gabrielle llega a ver esto, no me dejará olvidarlo jamás. —Si llega. Eso hizo que sus pensamientos se volvieran serios. Apoyó la cabeza en el brazo estirado, acariciando el cuerpecito con la otra mano—. Me pregunto qué estará haciendo ahora, Ares —le susurró melancólica al lobo medio dormido. Miró hacia la ventana—. Seguro que está durmiendo —concluyó con una leve sonrisa. La discusión con madre había sido de lo más espectacular, pensó, colocándose boca arriba y contemplando el techo, que no quedaba muy lejos de su cabeza. Ella había querido pagar por una habitación, al ver las alacenas vacías de la cocina de la posada y porque tenía los dinares. Madre... se había negado, diciendo que no iba a permitir que la gente dijera que se estaba aprovechando de su propia familia. Mira que es terca, pensó Xena, con humor. Pero claro, yo también. El dinero fue rechazado, de modo que Xena rechazó la habitación, diciendo que prefería alojarse con Argo. En realidad, pensó, eso era cierto. El pajar había sido uno de sus escondrijos preferidos de la infancia. Levantó la mano y rozó con los dedos una viga gastada de madera, trazando las líneas profundamente grabadas en ella. Su nombre. El de Liceus también. Se echaban allí, inventándose historias en las que de mayores iban a ser

grandes guerreros. Y un día, cuando Xena encontró parte de un cuchillo olvidado en un campo no muy lejano, grabaron sus nombres en la viga. Tragó con dificultad y luego volvió a mirar por la ventana. Ya es hora de que me gane el sustento, pensó sardónicamente. Madre no quiere aceptar dinero. Está bien... pero seguro que acepta carne para la cazuela. En su boca se fue formando una sonrisa. Y eso sí que lo puedo hacer. Además de arreglar algunas cosas de este sitio, dioses, que no se han hecho desde hace años. Sí... creo que ya va siendo hora de que sude un poco por la vieja posada. Bien sabe Hades que madre lleva años haciéndolo. Rodó hacia un lado y se dejó caer desde el pajar, aterrizando limpiamente no muy lejos de donde estaba sesteando Argo, sobresaltando a la yegua. —Lo siento, chica —se disculpó, dándole una palmada—. Tú quédate aquí y relájate. —Hurgó en sus alforjas y sacó algo de ropa—. Creo que vamos a dejar la armadura durante unos días, Argo... no tiene sentido alarmar a la gente del pueblo más de lo necesario. Poco después, se deslizó por la puerta del granero y se dirigió a la lejana línea de árboles corriendo despacio, con un arco y una aljaba. Bonita mañana, pensó, al acercarse al principio del bosque. A ver qué encontramos, ¿mmm? Se detuvo, aspirando la brisa fresca y captando en ella un leve indicio de un olor conocido. Vaya, eso sí que le vendría bien a la despensa de la posada. Se adentró más entre los árboles, notando el rocío que le cubría la piel y el aire húmedo de la mañana que le empapaba la túnica de lino de color verde oscuro que se había puesto. El olor se hizo algo más fuerte y ella cambió ligeramente de dirección, agachándose para pasar por debajo de ramas caídas y evitando con cuidado los

montones de hojas húmedas donde un cazador desprevenido podía resbalar. Por fin, sus oídos confirmaron el olor, al captar el ruido inconfundible de un animal que pastaba con paciencia el áspero follaje del bosque. Ahh... Se movió más despacio y avanzó paso a paso hasta que pudo apartar la última hilera de frondas plumosas y ver a su presa. Precioso. Un ciervo, de más de metro y medio hasta la cruz. Incluso una vez limpiado, le iba a costar transportarlo, se recordó a sí misma, y luego sonrió. Bueno, he dicho que me vendría bien el ejercicio. Creo que esto es un poco más de lo que tenía planeado, pero... El ciervo no era consciente de que lo estaban acechando y siguió pastando la hierba mientras ella colocaba las plumas de una larga flecha en la cuerda del arco. Deteniéndose un momento para centrarse, alzó el arco y apuntó a la yugular del animal. Despacio, echó el brazo derecho hacia atrás, tirando suavemente de la flecha al mismo tiempo, hasta que obtuvo la extensión completa, y aguantó, volviendo a comprobar el blanco. Sin el más mínimo indicio de sonido al disparar, la flecha dio en el blanco, clavándose en el ciervo cuando estaba masticando y haciéndole hincar las rodillas con un chorro explosivo de sangre. Mmm. No está mal, teniendo en cuenta el tiempo que hace que no cazaba con arco , pensó, algo sorprendida. Normalmente uso la ballesta y con conejos. O le lanzo algún pez a Gabrielle. Sonrió levemente al pensarlo, luego entró en el claro y se dejó caer sobre una rodilla junto al ciervo jadeante. Un toque y una brusca sacudida acabaron con su agonía y Xena se puso a trabajar, preparando la presa para poder llevársela. Desangró al animal y le quitó las vísceras, tirándoselas a los carroñeros que se acercaban, luego le quitó la cabeza y le ató las patas. Creo que esta vez es posible que haya intentado abarcar más de lo que puedo, pensó la guerrera, midiendo la carga con escepticismo. Bueno. Cuanto antes empiece, antes

terminaré. Limpió el cuchillo y ató el arco encima del cadáver para quitarlo de en medio. Luego respiró hondo y, agarrando las patas atadas, se echó el cuerpo sobre los hombros, colocándolo lo mejor posible. Jo, chica, se burló mentalmente de sí misma. Cómo voy a lamentar todas esas largas veladas vagueando junto al fuego cuando debería haber estado ejercitándome. Ya lo creo. Ponte en marcha, Xena, antes de que se te caiga todo esto. A veces, pensó, cuando ya casi estaba en el pueblo, no sé si de verdad soy así de fuerte o es que soy demasiado terca para reconocer que no puedo hacer algo. Deteniéndose un minuto para recuperar el aliento, se colocó mejor la carga, ignorando el dolor ardiente que tenía en los hombros y concentrándose con decisión en la luz de la mañana temprana que bañaba el tejado de la posada, donde un rizo de humo subía desde el hueco de la chimenea. Ya no falta mucho, pensó sonriendo por dentro, al acercarse a la puerta y oír el murmullo de voces del interior. —Lo de anoche nos puede haber salvado, Johan —afirmó Cirene, meneando la cabeza con asombro—. Al menos durante un tiempo. Ahora, si consigo provisiones frescas, a lo mejor podemos darle la vuelta a esto. —Suspirando, contempló las alacenas vacías—. Creo que será mejor que vaya a comprar. Tal vez consiga algo de carne en salazón. Puedes volver a hacer esos bocadillos. —Seguro que esto es mejor —dijo una voz grave y risueña desde la puerta, sorprendiéndolos a los dos—. Cuidado —advirtió Xena, al tiempo que se quitaba la carga de los hombros y la dejaba caer sobre la larga mesa baja situada al fondo de la cocina.

—¡Xena! —exclamó Cirene pasmada. Alargó una mano sin dar crédito y tocó la piel del cadáver—. ¿Qué... cómo...? La mujer más alta dio unas palmaditas a su carga y sonrió. —No quieres dinero. —Se encogió de hombros—. He salido y he encontrado otra cosa que sí puedes aceptar. —Sacudiéndose la túnica, se volvió y se dirigió a la puerta, sin esperar la respuesta de Cirene. Al cerrar la puerta tras ella, se apoyó en la pared un momento, para quitarse una contractura dolorosa de la espalda. Caray. Me alegro de no tener que hacer eso todos los días. En su cara se formó una sonrisa socarrona. La cara de Cirene había valido la pena con creces. —¡Eh! —exclamó Toris, al doblar la esquina y verla—. ¿Qué haces levantada tan temprano? —Echó a andar a su lado cuando ella emprendió la marcha hacia el riachuelo, situado por encima del pueblo. —He salido a buscar el desayuno —contestó Xena, con indiferencia—. Y siempre me levanto tan temprano. —Lo miró—. Voy a nadar. ¿Te apetece? Toris la miró de reojo. —Brrr... Tan temprano no, gracias. —Le tocó la manga de la túnica—. ¿Sangre? —Desayuno —contestó la guerrera, indicando la cocina con la cabeza. —Ah. ¿Has conseguido un par de conejos? —Su hermano le dio unas palmaditas en el hombro—. Eso está muy bien. —Sí —contestó Xena, con un brillo en los ojos que Gabrielle habría reconocido al instante—. Y muy raros. Nunca había visto una cosa así.

—Bueno. —Toris carraspeó—. Será mejor que vaya a comprobar. Yo me conozco todas las especies que hay por aquí. Ya te diré de qué clase son. —Se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a la puerta de la posada. Xena se rió por lo bajo y reemprendió la marcha hacia el riachuelo. —Cirene —dijo Johan, maravillado—. Dime, en serio. ¿Pero qué le dabas de comer cuando era pequeña? —Rodeó el cadáver del ciervo y movió una pezuña, meneando la cabeza. Cirene se cruzó de brazos. —Bueno, bebía mucha leche —murmuró, riéndose un poco—. Pero aparte de eso... ¿te das cuenta del tamaño que tiene esto? Vamos a tener carne para dos semanas. —Bajó la cabeza y sonrió—. Bribona. ¿Has visto cómo le brillaban los ojos? Johan le dirigió una mirada indulgente. —Como los de su madre cuando le cuela una a alguien —bromeó, esquivando el leve manotazo—. No es para nada como me esperaba, Cirene. —No —dijo la posadera, con rostro pensativo—. Nunca lo es.

Aldea amazona: sala del consejo —Disculpa —repitió Gabrielle, cortésmente—. ¿Me explicas otra vez por qué atacar a los centauros nos ayudará a obtener estabilidad en la región? Eso no lo he entendido muy bien. —La bardo juntó las manos sobre la mesa y ladeó la cabeza rubia con sincero interés. A su lado, Ephiny mantenía una expresión solemne, tomando notas de vez en

cuando en el pergamino que tenía delante. Ahora levantó la mirada e intercambió un movimiento de ceja con Solari, que estaba sentada hacia la mitad de la sala. Solari respondió con un bostezo y salió en silencio de la estancia, dirigiéndose al comedor. —He dicho —enunció Arella con claridad y cierta irritación en el tono—, que mientras nos disputemos una frontera, no hay forma de que podamos extender con seguridad los terrenos de caza hacia el norte. —Miró frustrada a la reina. ¿Pero cómo puede ser tan dura de mollera esta mujer? —Ah —asintió Gabrielle—. Ya veo. Bueno, sabes, me gustaría enviar primero un equipo de negociaciones a los centauros. Llegar a un acuerdo para compartir la frontera con ellos me parece mucho menos problemático que salir directamente a luchar con ellos. ¿No crees? —Sonrió a Arella, devolviéndole a la alta pelirroja una mirada directa. Al cabo de un momento, se volvió hacia Ephiny—. ¿Tienes a alguien que pueda dirigir a un grupo que vaya allí? —Mmm. —Ephiny se puso a pensar, frunciendo los labios—. Sí, tengo a alguien. — Hizo un gesto con la barbilla a Granella, que estaba apoyada en el poste de la pared del fondo—. Reúne a un grupo pequeño, de seis o siete, para partir mañana al amanecer. — La delgada amazona asintió y salió de la estancia—. Muy bien, con esto damos por concluidos todos los temas de esta mañana. —Ephiny se echó hacia atrás y estiró el cuello para quitarse una contractura. La cosa iba bien, mejor de lo que esperaba, en realidad, incluso con la persistente oposición de Arella. Levantó la vista cuando Solari volvió a entrar, avanzó ágilmente hasta la mesa del consejo y depositó en la mesa una jarra de té frío junto con varios vasos. Ephiny le sonrió—. Gracias —murmuró, eligiendo un vaso y llenándolo hasta la mitad—. Toma —dijo, ofreciéndole el vaso a

Gabrielle—. Pasarme toda la mañana hablando me da sed. Ni me imagino cómo estarás tú. Gabrielle aceptó el vaso y se reclinó en la silla, observando la sala mientras tomaba un trago de la bebida fría. La tensión de la sala le estaba dando dolor de hombros, aunque estaban progresando. No hizo ni caso de la mirada claramente descontenta de Arella y en cambio se puso a mirar por la ventana. Las expresiones de la estancia iban de la esperanza al escepticismo, pasando por la franca oposición, pero una cosa que todas tenían en común era que estaban centradas en ella. Saber esto, saber que todas contaban con ella para que resolviera sus problemas hacía que la bardo se sintiera muy aislada. Pensó que ni siquiera Ephiny lo entendería porque, por supuesto, era amazona. Yo no lo soy. Y creen que tengo una cura mágica para todos sus problemas. Esto no era infrecuente porque, a fin de cuentas, ¿no era eso lo que Xena y ella hacían todo el tiempo? Pero... normalmente no era ella el centro de atención. Da miedo. No sé si me gusta. Y de repente, al verse al otro lado, supo muy bien lo que soportaba Xena, casi a diario. Dioses... ¿cómo lo hace? La bardo se quedó ensimismada un momento, reflexionando. Era cierto: cada vez que se encontraban con un problema, las esperanzas y expectativas de todo el mundo caían sobre un par de hombros sin duda anchos, pero muy humanos. Si cerraba los ojos, se podía imaginar la cara de Xena, esa pequeña arruga en el entrecejo, la expresión concentrada, la forma sutil en que erguía el cuerpo y respiraba hondo, mientras tomaba nota de las circunstancias, ahondaba en sus conocimientos y experiencia e intentaba dar con una respuesta. Y cuando las cosas se ponen mal, ¿dónde acudo yo primero? ¿Cuánta presión puede soportar una sola persona? Dioses... nunca lo había pensado. ¿Cuántas veces le he dicho que cuento con ella para hallar una respuesta a una

pregunta que no tiene respuesta? Y... lo hace. Nunca delega la responsabilidad en otros. Y aun cuando me doy cuenta de ello y sé que ésta es tarea mía... y responsabilidad mía, no suya... así y todo... así y todo desearía que estuviera aquí. Ojalá pudiera abrir los ojos y verla apoyada en la puerta, haciendo una mueca a las amazonas y echándome esa mirada. —Gabrielle. —La voz baja de Ephiny interrumpió sus reflexiones. Abrió los ojos y se encontró con la mirada preocupada de la amazona—. ¿Estás bien? —siguió Ephiny, poniéndole una mano con delicadeza en la rodilla—. Tienes una cara rarísima. —No, estoy bien. —Gabrielle sonrió con ironía—. Sólo estaba pensando. —Le guiñó un ojo a Ephiny—. Para eso me has contratado, ¿no? —Bebió otro sorbo de té e intentó fingir una despreocupación que en realidad no sentía—. Bueno, ¿qué es lo siguiente? Ephiny apoyó un codo en la mesa y echó una larga mirada a la bardo. —Pues el almuerzo, en realidad —reconoció, riendo entre dientes—. Y el consejo de ancianas desea hablar contigo justo después. —Se encogió de hombros—. Y después de eso, ¿qué tal si soltamos tensión con un poco de entrenamiento? Gabrielle asintió afablemente. —Vale, me parece estupendo. —Se levantó y empezó a rodear la mesa, pero se tuvo que echar a un lado cuando Arella intentó cortarle el paso—. Disculpa. —Sonrió a Arella—. Sin rencores, ¿verdad? —Dejó que sus ojos se encontraran con los irritados ojos grises de Arella. —Ninguno —contestó Arella, arrastrando la palabra—. Pero creo que a ti y a mí nos vendría bien charlar de ciertos temas. —Se cruzó de brazos con aire indiferente—.

¿Tendrías tiempo, como a la hora de la cena, para hablar? —dijo, con un tono de voz deliberadamente ligero y nada amenazador. Vamos, reinita. A lo mejor encontramos terreno común. Habla conmigo. La mente de Gabrielle se aceleró, aunque mantuvo una expresión cortésmente pensativa. ¿Debería? A lo mejor se puede razonar con ella después de todo... podría intentarlo. —Claro —contestó, sonriendo un poco más—. Eso estaría bien. —Pues hasta esta noche —respondió Arella y la saludó con una leve inclinación de cabeza antes de volverse y salir de la sala del consejo, en cuya puerta se reunió con dos de sus compinches más íntimas. Ahora viene Ephiny y dice: No me parece buena idea, Gabrielle, auguró la bardo por dentro. —No me parece buena idea —dijo Ephiny, echándole a Gabrielle una mirada de advertencia, sorprendida al ver la repentina sonrisa reprimida que por un intante se dibujó en la cara de la reina—. Creo que estás jugando con fuego. —¿En qué estará pensando? Seguro que se da cuenta de lo que Arella se trae entre manos... —Ephiny, por favor, relájate —contestó Gabrielle, con cierta irritación—. En primer lugar, puedo cuidar de mí misma. En segundo lugar, a lo mejor tiene alguna idea buena... ¿cómo voy a saberlo si no la escucho? En tercer lugar —y aquí bajó la voz y acercó la cabeza a Ephiny—, no soy tan inocente como crees. Meneando la cabeza, condujo a Ephiny hasta la puerta y hacia el comedor.

—Venga. Tengo hambre. —Pero en realidad no la tenía. Qué raro... tengo hambre y no la tengo, o la tengo, pero... Dioses, Gabrielle, ve a comerte ese almuerzo. Que era bastante soso y más bien consistente en cereales estofados. No estaba mal, pero no era muy interesante. Pero Gabrielle se lo fue comiendo, ya que no tenía elección. Bueno, podría ir al río y coger un pez, supongo. Sí, ya. Y causar una impresión estupenda. Pero la reunión con las ancianas fue interesante y Gabrielle disfrutó de la oportunidad de poder hablar con algunas de las amazonas jubiladas, cuyos recuerdos se remontaban a mucho antes de que ella naciera. Las ancianas le gustaban y tenía la sensación de que ella también les gustaba. Al salir, iba sonriendo, y vio a Ephiny y a Eponin hablando cerca del campo de entrenamiento. Ah, sí. Entrenamiento con varas. Casi se me había olvidado. Saludándolas con un gesto cordial, cambió de dirección y fue a su alojamiento, para recoger su vara y dejar las notas de la reunión. Ephiny cruzó el recinto y se reunió con ella en la puerta. —Hola —la saludó la amazona escuetamente—. ¿Vienes a coger tu vara? —Sí —replicó Gabrielle, dejando las notas y cogiendo la lisa madera, que encajó en su mano con una sensación de familiaridad que siempre la sorprendía un poco. Nunca pensé que me acostumbraría a llevar esto. Supongo que uno se puede habituar a cualquier cosa. —¿Has estado practicando? —preguntó Ephiny, mirándola risueña—. Eponin no te lo va a poner fácil. —Miró a la bardo, advirtiendo la expresión casi traviesa de sus brumosos ojos verdes, notando la mayor musculatura que tenía en los brazos y los hombros. Oh, seguro que sí... y menuda compañera de entrenamiento tiene—. ¿Mmm? —insistió, con una sonrisa.

Gabrielle dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa. —Oh, un poco —le aseguró a la amazona alegremente—. Ya sabes, aquí y allá. A veces hasta la uso de verdad. —Levantó la vara e hizo un gesto a Ephiny para que fuera delante de ella—. Vamos, sé que Eponin detesta que la hagan esperar. —Cruzaron el recinto hasta donde esperaba Eponin, apoyada tranquilamente en su propia vara. Había algunas otras amazonas por allí, pero Gabrielle era consciente de su atención e interés. Bueno... así que se trata de dar el espectáculo, ¿eh? Notó una descarga de expectación rara vez sentida en la boca del estómago. Su eficacia con la vara era algo que estaba adquiriendo para mantenerse con vida y para... dioses... impedir que Xena tuviera que volverse loca de preocupación por ella en una lucha, pero no se regodeaba en el combate como lo hacía Xena y ni siquiera comprendía de dónde salía esa emoción. Pero estaba mejorando: Xena se lo había dicho, y aunque la guerrera la mimaba en muchas cosas, con esto... con esto... Xena no mentiría ni exageraría. No cuando le podía ir la vida en ello, cosa que Xena se tomaba absolutamente en serio. —Hola, Eponin. —Sonrió al alcanzar a la amazona de más edad—. Gracias por dedicar un poco de tu tiempo a entrenar conmigo. Como en los viejos tiempos. Eponin la miró atentamente. —Espero que te hayas mantenido al día, majestad. —Dejó asomar una leve sonrisa —. ¿Empezamos? —Señaló hacia una zona despejada y echó un vistazo alrededor para asegurarse de que no había nadie demasiado cerca.

Se encararon y Eponin no perdió el tiempo, sino que se le echó encima y atacó sus defensas con varios golpes de prueba. Que ella paró, notando que su cuerpo adquiría un ritmo conocido al responder a los ataques con ensayada facilidad. El golpe de la vara de Eponin contra la suya le resultaba... ligero, advirtió sorprendida, y carecía del escozor al que estaba acostumbrada. Probó a avanzar un poco y realizó una parada doble que a menudo usaba contra Xena con escasos resultados. El rostro de Eponin era el vivo retrato de la sorpresa cuando su vara salió volando de sus manos, y Ephiny ni se molestó en disimular su asombro desconcertado. ¡Toma! ¡Chúpate ésa! Gabrielle esperó a que Eponin recogiera su arma y entonces, algo molesta por el asombro de las amazonas ante su competencia, se lanzó al ataque, descargando golpes con tensa satisfacción. Ahora Eponin también se puso seria y la amazona empezó a esforzarse mucho más con sus golpes, intentando por todos los medios atravesar las defensas de la bardo y desarmarla. Gabrielle no estaba por la labor. A mí me vas a tratar con condescendencia, ¿verdad? Me vas a tratar como a una niña ignorante, ¿verdad? Vale... pues toma. Clac. Ah, y Xena también me ha enseñado esto. Clac. A la amazona se le vio la rabia en la cara. Uuuy, eso te tiene que haber dolido. Gabrielle sonrió. Eponin redobló sus esfuerzos y empezó a respirar con un poquito de dificultad. Arremetió con decisión contra el cuerpo de Gabrielle, descargando la vara contra la de la bardo con una fuerza descomunal. Pero Gabrielle descubrió que sus bloqueos resistían, pues sus músculos estaban acostumbrados a soportar una fuerza mucho mayor, y empujó a la amazona hacia atrás, haciendo que perdiera el equilibrio y dejándola abierta a un ataque de revés, una de sus maniobras preferidas. La vara de Eponin volvió a salir por los aires y esta vez, Gabrielle rodeó su propia arma con el brazo y se apoyó en ella, sintiéndose muy ufana y

satisfecha. Por el rabillo del ojo, vio que había varias docenas de amazonas observando, congregadas en círculo a su alrededor. Bien. Que me tomen en serio. No soy una guerrera, pero desde luego que no soy la cría torpe que era la última vez que estuve en este campo de entrenamiento. —Te felicito, majestad —dijo Eponin, fríamente, respirando aún con dificultad—. Parece que, efectivamente, has estado entrenando. Gabrielle se encogió de hombros con aire indiferente. —Gracias. Sí que la uso mucho, sabes. Nos metemos en líos... todo el tiempo. —Se encogió de hombros—. Y tengo una compañera de entrenamiento muy buena. —Al decir esto, su cara se iluminó con una sonrisa imposible de controlar—. Aunque ella sólo luche a medias y yo acabe tirada en el suelo la mayor parte del tiempo. Eponin asintió. —Tendría que haberlo recordado. Pero no creía que Xena perdiera el tiempo con una vara. —Sus ojos se posaron en Ephiny, que se encogió de hombros. Gabrielle ladeó la cabeza, extrañada. —Tenéis un concepto muy raro de ella, ¿sabes? Es una persona como cualquiera... es divertida y afectuosa y... una buena maestra. —Hizo una pausa y sonrió—. Y una buena amiga —terminó, en voz baja—. Y utiliza cualquier cosa que tenga a mano como arma. Créeme. —Se rió suavemente y luego bajó la vara hasta el costado—. ¿Terminamos? Ephiny combatió con ella, luego Solari y por fin Granella, que sonrió y le pidió a Gabrielle que le enseñara ese ataque de revés. Las amazonas la trataban ahora un poco

distinto, lo cual a Gabrielle le hacía cierta gracia. Me traen aquí porque soy una pacificadora. Y no me respetan hasta que les doy una paliza. Aquí hay algo que no encaja. Pero se había divertido, y era un alivio descargar parte de la tensión que se le había ido acumulando durante todo el día. Se estiró mientras Ephiny y ella regresaban a su cabaña caminando la una al lado de la otra. —Caray... cómo se me han quitado los nudos —le dijo, medio riendo, a la amazona. Ephiny le echó una mirada. —No me cabe duda. —Pegó un ligero codazo a la bardo—. Desde luego, te has divertido a nuestra costa. —Se rió un poco—. ¿Por qué no me dijiste que eras así de buena? Me siento como una idiota. —Bueno... —Gabrielle dudó y luego abrió las manos—. Es que me cuesta juzgarlo, Ephiny... te olvidas de con quién tengo que medirme. —Notó esa sonrisa que le salía cuando pensaba en Xena. Últimamente, no puedo evitarlo. Ephiny agachó la cabeza asintiendo. —Vale... tienes razón —reconoció, preguntándose si Gabrielle sabía cómo se le iluminaba la cara cada vez que hablaba de su compañera guerrera—. Ha hecho un trabajo estupendo contigo. —Más de lo que te imaginas, no sólo con esa vara, bárdica amiga mía. —Ya es hora de que me lave y me prepare para la cena —murmuró la bardo—. Lo sé... lo sé... tendré cuidado. —Miró a Ephiny—. Deséame suerte. Ephiny suspiró.

—Está bien. Pero voy a apostar a alguien ahí fuera, no muy lejos. Por los dioses, Gabrielle, grita si necesitas algo. —Tocó a Gabrielle en el brazo como despedida y se dirigió a su propio alojamiento. Gabrielle meneó la cabeza y entró en la cabaña, colocando la vara con cuidado en un lugar seguro cerca de su mesa de trabajo, tras lo cual se quitó la ropa de cuero. Se envolvió en una toalla de lino y fue a la zona de baños, que estaba bastante vacía a esta hora de la tarde. El sol tardío se colaba perezoso por las celosías de las ventanas y salpicaba de cuadrados polvorientos y distorsionados el suelo cubierto de esteras, mientras Gabrielle se apoderaba de una bañera y la llenaba de agua calentada en la chimenea siempre encendida. El fondo de la sala de baños daba a la forja de la herrería y siempre había pensado que era una forma muy eficaz de ahorrar calor. Con un gemido, se metió en el agua, haciendo una mueca de dolor al notar un tirón en un músculo del hombro. Dioses, qué dolor, pensó quejumbrosa. Si... Xena estuviera aquí, le podría rogar que me diera un masaje. Siempre sabe dónde me duele exactamente. Y tiene unas manos tan estupendas y tan calientes... Suspiró. Gabrielle, no pienses en eso. Tú has decidido hacer esto, así que hazte a la idea. Malhumorada, terminó de lavarse y vació la bañera, se envolvió en la toalla de lino y regresó cansinamente a su alojamiento. ¿Qué Hades me pasa? Aquí estoy, al mando de una nación completa de personas, y cuando debería estar pensando qué hacer para solucionar sus problemas, acabo pensando en... Se detuvo ante su mesa de trabajo y cogió el trozo de ámbar que había dejado allí. Y sonrió, dejando caer los hombros en un gesto humorístico de derrota. Acabo pensando en estar enamorada. Porque lo estoy. Y es como... estar debajo de una cascada, en una soleada mañana de primavera, de lo bien que me siento... Por un momento, se permitió

continuar con esa idea, arrebujándose más en la toalla de lino, notando que se le formaba una enorme sonrisa de incredulidad. Entonces se echó a reír y se vistió, y ya estaba calmada y lista cuando se oyó un golpe en el poste de la entrada y se presentó Arella. —¿Me estás diciendo —dijo Arella más tarde, sirviéndole una segunda copa de vino, después de cenar—, que siempre hay una solución pacífica para cualquier problema? Gabrielle se encogió de hombros. —Me gustaría decir que sí, pero... llevo dos años viajando con Xena... —Dirigió una mirada a su invitada y no tocó la copa de vino. Ah, no... ya he aprendido la lección, gracias. Mi límite es una—. A veces, no tienes elección. Pero me gustaría pensar que podemos trabajar con las situaciones para que siempre tengamos elección. —Su tono era tranquilo y razonable. —Pero aceptas que a veces la violencia es inevitable —insistió Arella, inclinándose sobre la mesa, sabiendo ya que Gabrielle no iba a retroceder ante ella. —Inevitable, sí. Deseable, no —contestó la bardo, apoyándose en un codo y mirando a Arella. —Deseable —repitió Arella, recorriendo a su compañera de cena con la mirada—. Eso depende. —Sus ojos grises acariciaron la clavícula expuesta de la mujer que tenía delante y se detuvieron en el collar que soltaba destellos a la luz de las velas—. Qué bonito —murmuró, alargando la mano y tocando la piedra de color verde mar con un dedo.

Gabrielle logró no estremecerse con el contacto y mantener la voz tranquila e indiferente. —Gracias. Arella ladeó la cabeza roja y miró a los ojos que tenía delante. —Hace juego con tus ojos, majestad. —Enarcó una ceja—. Debe de haber sido difícil de encontrar. Es un color inusual. La bardo sintió que el corazón se le aceleraba alarmado. Esto era más agresivo de lo que se había esperado... ¿debía llamar a la guardia? ¿Y quedar como una tonta? Se le ocurrió una cosa, que le curvó los labios con una sonrisa algo pesarosa. —Eso me dicen —contestó, echando una mirada apacible a Arella—. Pero Xena se las arregló. Me sorprendió con él no hace mucho. —Bajó la mirada hasta la mesa y se echó a reír ligeramente. De nuevo un vistazo a Arella, cuya expresión era ahora bastante más reservada. Vale, Xena. Le debo una a tu reputación. Ya haremos cuentas—. Pero creo que deberíamos pensar en la violencia como una segunda opción, sobre todo con los centauros. Son vecinos... ¿no te parece mejor si podemos estar en paz con ellos? Arella se echó hacia atrás en la silla y apoyó la barbilla en la mano. —No lo sé, Gabrielle. —Sí lo sé, pero tú no me oyes—. Tenemos una larga historia de enfrentamientos con ellos. ¿Cómo podrían fiarse de nosotras? —Se encogió de hombros—. Somos demasiado distintos para ser aliados. Gabrielle la sorprendió al echarse a reír.

—Ah, eso no es cierto en absoluto. Te sorprendería lo mucho que tenemos todos en común, en el fondo. Hace poco nos fuimos de una ciudad donde los habitantes han encontrado unos nuevos aliados en una raza de seres que son medio hombres, medio leones, que viven ahí cerca. —Disfrutó con la cara de incredulidad de la amazona—. Es cierto... yo estuve allí... lo vi. Los conozco. —Se levantó y se estiró, haciendo una mueca al forzar el hombro—. De modo que todo es posible. Pero esto no lo vamos a decidir esta noche. Aunque —la bardo miró a Arella, con seriedad—, sí que aprecio tu punto de vista. Arella también se levantó y asintió en silencio. —Tendremos que seguir hablándolo —dijo, suavemente, capturando los ojos de Gabrielle con los suyos. Y descubrió una inesperada compasión en ellos—. Buenas noches —terminó, y se volvió para marcharse. Gabrielle rodeó la mesa y la acompañó hasta la puerta, poniéndole una mano en el hombro con delicadeza cuando llegaron al umbral. Notó un ligero respingo al entrar en contacto. —Gracias por cenar conmigo —dijo, alegremente—. Que pases buena noche. La alta amazona se detuvo y la miró, con expresión pensativa en su rostro preocupado. —Tú también, Gabrielle. —Y sonrió. Y la rozó al pasar por la puerta, aprovechando el contacto al máximo. Suspirando, la bardo volvió a su mesa de trabajo y sacó su diario, tras lo cual pasó varios minutos escribiendo absorta. Bueno, esta noche he tenido una visita de la Enemiga, Xena. Piensa que la única manera de hacer las cosas es con violencia.

Nosotras no sabemos nada sobre eso, ¿verdad? Justo. Es... muy intensa. Y creo que quiere algo de mí... algo que sé que no le puedo dar. No sé qué hacer al respecto. He intentado seguir tu consejo y ahuyentarla, pero creo que le da igual. Eso me da miedo. A ver qué pasa. Oye, hoy habrías estado orgullosa de mí: les di una paliza a unas cuantas amazonas durante el entrenamiento con varas. Ojalá lo hubieras visto. Sí, ojalá. Es una tontería, lo sé. Sólo llevo aquí dos días. Pero una pequeña parte de mí no para de preguntarse qué estás haciendo y dónde estás y resulta que echo de menos simplemente tenerte cerca. Espero que estés bien y que no te estés metiendo en muchos líos. Por fin, terminó y cerró el diario, se puso la que ahora era su camisa preferida y se metió en la cama. Y se quedó mirando las vigas de madera que sujetaban el techo. Y pensó en lo que podría estar haciendo Xena, a tres días de viaje de aquí, bajo las mismas estrellas, oyendo el mismo viento racheado ahí fuera. Se echó a reír ligeramente. Dormir, probablemente, seguro que eso era lo que estaba haciendo. Sacudiendo la cabeza, Gabrielle hizo lo mismo.

Anfípolis: varios días después —Menuda diferencia ha supuesto tenerte aquí. —Toris había bajado la voz, que sólo llegaba a sus oídos—. Nos ha cambiado la vida, Xena. No sé qué habríamos hecho si no hubieras venido. Xena se apoyó en la pared y bebió un buen sorbo de la copa que sujetaba con ambas manos.

—Habríais encontrado una forma, Toris. Además, lo único que he hecho es cazar un poco y arreglar unas mesas. —Pero sí que contempló la sala y se quedó sorprendida al ver la cantidad de clientes que entraban tranquilamente para almorzar. Ahora había tres mesas nuevas, obra suya, junto con la contribución de Toris, que eran unas cuantas sillas. Nada mal, para una cascada ex señora de la guerra. Sonrió por dentro, al recordar la cara de sorpresa de su madre y su hermano cuando montó su taller fuera del granero, aunque por qué pensaban que los soldados eran incapaces de hacer tareas domésticas, para ella era un misterio. —Xena —dijo Toris, alargando la mano y tocándole el brazo, contento al ver que no se encogía. —¿Mmm? —contestó la guerrera, mirándolo con una ceja enarcada. —Tú sabes... —Vaciló y luego continuó de carrerilla—. Bueno, lo que quiero decir es que ésta es tu casa. No tienes que... o sea... bueno, que éste es tu sitio, si quieres. —Se quedó callado y observó su cara a la espera de una reacción. —¿Te ha mandado madre con el mensaje? —respondió su hermana, pero con una sonrisa que quitaba hierro al comentario—. Es una bonita idea, Toris, y no creas que no lo aprecio. Lo agradezco. —Miró un momento a la mesa y luego a él de nuevo—. Más de lo que crees. Pero no puedo correr ese riesgo. —Se echó hacia atrás y colocó una pierna doblada, enfundada en una bota, encima del banco, apoyando el brazo en la rodilla—. No puedo exponeros a madre y a ti a las cosas con las que tengo que vivir. Cirene apareció detrás de ellos y se sentó al lado de Xena, acercándole un plato que llevaba lleno de empanadillas.

—Toma —dijo, señalando el plato y mirando a Xena con guasa—. Sé que te gustan. —Y no hizo el menor caso de la mirada de exasperación risueña que le lanzó su hija. Llevaba días usando pequeños trucos como éste para pinchar y penetrar la gruesa armadura emocional de Xena y estaba empezando a surtir efecto. La guerrera se había relajado notablemente en su presencia y empezaba a dar muestras de un humor sardónico y un vivo ingenio que Cirene hacía mucho tiempo que sospechaba que rondaban por debajo de todo ese bronce y cuero—. Vamos, vamos. Xena se rió entre dientes y meneó la cabeza. —Madre, eres peligrosa. —Sí, bueno, de alguna parte te tenía que venir, querida —contestó Cirene, dándole una palmadita en el brazo, contenta cuando los dos hermanos se echaron a reír. Cuánto tiempo hacía, pensó, pasando la mirada de un hijo a otro. Xena había cambiado la armadura por una túnica azul de tejido tosco de lino y, sin armas, casi dejaba que Cirene olvidase lo que era y, al verla sentada al lado de su hermano, viéndolos a los dos empujándose en broma y peleándose por las empanadillas, tuvo la sensación de que el tiempo volvía atrás. Una sensación agridulce, que se desvaneció al tiempo que daba gracias a los dioses por tener, al menos, este momento para reunir a parte de su familia tristemente destrozada. —¡Xena, estate quieta! —exclamó Toris, agachándose al tiempo que su sonriente hermana lograba meterle un puñado de migas por la camisa—. ¡Aaaj! —Se estremeció y se sacó la camisa de los pantalones, tirando las migas de empanadilla al suelo. El lobezno Ares gruñó al instante, olisqueó la ofrenda, sacó la lengüecita rosa y recogió una miga, que masticó con entusiasmo.

—Vamos, niños —dijo Cirene riendo, regodeándose en las palabras. Los dos se volvieron hacia ella y casi se le paró el corazón al ver las dos caras parecidas, con un par de sonrisas traviesas e idénticos ojos azules que la miraban a su vez—. Si no os portáis bien, esta noche os quedáis sin postre —amenazó. Dioses, ojalá pudiera durar. Sé que no es posible. Pero... —Ésa sí que es una amenaza —dijo Xena con guasa, echándose hacia atrás y sacudiéndose las manos. Cogió su copa y echó un buen trago, cerrando los ojos y respirando hondo. Ese ofrecimiento de Toris... me ha pillado desprevenida. Paseó la vista por el interior de la posada, por el rostro de su hermano, hasta detenerse por fin en el de Cirene. Hay una parte de mí que lo desea tanto... Creía que nunca me sentaría a esta mesa, ni escucharía sus voces, ni sentiría la caricia de mi madre... otra vez... una sola vez. Cerré de un portazo la puerta de este lugar... pensé que la tenía cerrada a cal y canto hasta que apareció Gabrielle. En contra de su voluntad, en sus labios se formó una sonrisa. Y fíjate cómo atravesó todas las puertas cerradas como si ni siquiera existiesen. ¿Cómo he dejado que ocurriera eso? Ahora, tengo la posibilidad de volver a casa. La realidad se posó sobre sus hombros. Y no puedo. —Xena. —Cirene le tocó el brazo. —¿Sí? —contestó ella, ladeando la cabeza morena para mirar a su madre. Cirene juntó los dedos, colocándoselos delante de los labios. —Yo... no sé qué planes tienes. —Titubeó—. Pero quiero que sepas que me gusta mucho tenerte aquí. —Sus ojos se encontraron con los azules de un rostro impasible que tenía ante ella—. Y espero que te plantees darnos la oportunidad de pasar un tiempo contigo.

La guerrera desvió la mirada y dejó caer la barbilla sobre las manos entrelazadas. —Escucha —dijo, por fin—. Yo... la idea de poder volver a formar parte de esta familia... es algo que jamás pensé que tendría la oportunidad de hacer. —Se contempló las manos—. Y... es algo que me apetece mucho. —Los miró y vio sus ojos clavados en su cara—. Pero no puedo correr el riesgo de hacer eso. —Se encogió de hombros—. Hay mucha gente ahí fuera a la que le encantaría poder hacerme daño a mí o a la gente que quiero. —Pero Xena —objetó Toris—, vamos a seguir siendo tu familia. Eso no puede cambiar, tanto si estás aquí como si no. —No exactamente, Toris —contestó su hermana en voz baja—. Si yo no estoy, puede que aparezca algún que otro oportunista que se haya enterado por casualidad de que estamos emparentados. Si estoy aquí... —Soltó una carcajada sarcástica—. Sería un coto de caza abierto a las visitas de cualquier señor de la guerra rencoroso y cualquier aspirante a guerrero con ansia de hacerse famoso. Vosotros no queréis eso. Yo no quiero eso. —Suspiró—. Sin embargo, sí que tengo que quedarme por lo menos una temporada, hasta que esté segura de que las amazonas se han tranquilizado. Cirene se echó hacia delante al oír eso, interesada. —¿Por qué? ¿Es que no crees que tu amiga sea capaz de manejarlas? —Gabrielle le caía bien y tenía la sospecha de que la bardo había sido una influencia muy buena para su salvaje retoño. De hecho, un instinto materno le decía que los sentimientos de su hija por Gabrielle eran bastante más profundos de lo que había estado dispuesta a reconocer. Hasta ahora.

—Gabrielle se las arregla muy bien —contestó Xena, tajante—. Pero hay ciertos miembros de la nación amazona que no están de acuerdo con seguir un camino pacífico. Y existe la posibilidad de que una de ellas o alguna más quieran desafiarla para arrebatarle el mando. —Hizo una pausa, reflexionando—. Se trata de un desafío a muerte —añadió, observando sus rostros horrorizados. —Entonces... ¿Gabrielle tiene que luchar con alguien a muerte? —preguntó Toris, con los ojos desorbitados—. Eso es una locura. Ella habla, no lucha. Xena sonrió. —Bueno, en realidad hace un poco de las dos cosas. Pero no, ella no tiene que hacerlo. La reina puede nombrar a una campeona que luche por ella en el desafío. Cirene por fin lo comprendió. Miró a su hija a los ojos y sonrió. —Y tú eres su campeona. —No era una pregunta. Vio un leve rubor que subía por el cuello de Xena y se rió por dentro. —Sí —fue lo único que dijo la guerrera. Entre otras cosas, intervino su mente tomándole el pelo. Vio esa expresión en los ojos de su madre y se encontró pillada entre la mortificación y la exasperación. Cuesta ocultarle las cosas. Bueno... a mí también. Supongo que de casta le viene al galgo. Dejó que en sus labios bailara una sonrisa al devolverle la mirada a su madre, encogiéndose ligeramente de hombros y asintiendo. Los ojos de Cirene se dilataron y le devolvió la sonrisa, con comprensión evidente. La mujer estaba a punto de hablar cuando un ruido los sobresaltó a todos y desvió su atención hacia la puerta.

Toris soltó una maldición cuando tres hombres con media armadura entraron en la sala, mirando a su alrededor. —Yo me ocupo —murmuró tensamente, levantándose de la silla y acercándose a ellos. —Hombres de Bregaris —dijo Cirene en voz baja—. El señor de la guerra del sur. Seguro que han venido en busca de tributo. —Miró a Xena y parpadeó. El rostro de su hija se había quedado gélido e impasible, con los ojos clavados en los tres soldados. Idiotas, pensó Xena, sintiendo que sus instintos se despertaban y que la sangre le empezaba a hervir en la venas cuando los dos primeros hombres acorralaron a su hermano, mientras el tercero, una mole inmensa y silenciosa, vigilaba. Bajó la rodilla para plantar los dos pies con firmeza en el suelo y aferró el borde de la mesa con la mano, apartando el banco de en medio con silenciosa eficacia. Echó una rápida mirada a Cirene, que la observaba con evidente fascinación, y le sonrió levemente y con ironía. El soldado número uno tenía ahora a Toris agarrado por la pechera de la camisa y medio subido al mostrador de servicio. Vale... ya basta, pensó Xena seriamente, al tiempo que se ponía en pie y cruzaba la taberna. Cirene se echó hacia atrás y se quedó mirando, mientras Xena avanzaba, con un poder controlado en cada movimiento, doblando un poco las manos al acercarse a los soldados y a Toris. Sin poderlo remediar, sintió una chispa de orgullo en el corazón, no por la violencia que sospechaba que estaba a punto de desatarse, sino al ver a su hija dispuesta a arriesgarse para defender a otra persona.

Cuando Toris empezaba a tener problemas para respirar, vio una mano morena que se posaba en el hombro del que lo atormentaba. El hombre levantó la mirada, irritado, y pegó un ligero respingo cuando sus ojos encontraron a su lado a una versión ligeramente más baja y femenina del hombre que tenía agarrado. —Hola —dijo Xena despacio, con tono grave y profundo—. Creo que será mejor que sueltes a mi hermano. —Dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa. E hizo acopio de la sensación de amenaza nerviosa que podía proyectar cuando lo necesitaba—. Ahora. El hombre dejó caer a Toris y se volvió hacia ella. —¿En serio? ¿Quieres ocupar tú su lugar? —Su rostro era feo, con una cicatriz que se lo cruzaba de la oreja al pómulo y una barba rala que intentaba taparla. —Claro —contestó Xena y descargó el puño con una súbita explosión de fuerza, alcanzándolo debajo de la mandíbula, levantándolo por el aire y derribándolo como una piedra delante de ella. Dejó al segundo fuera de combate con un codazo rápido y brutal. Paró al tercero, el inmenso, con la bota cuando se le echó encima, observando su rostro pasmado cuando ella flexionó los músculos del muslo y lo estampó contra la puerta. Intentó levantarse y ella lo dejó sin sentido de una patada, luego se volvió y le estiró la camisa a Toris, acicalándolo con risueña indulgencia—. ¿Ya estás mejor? —preguntó, quitándole unas últimas motas del hombro. —Eres... asombrosa. —Toris se echó a reír por el alivio. Miró a los tres hombres tendidos meneando la cabeza—. No van a estar muy contentos cuando se despierten. Xena se encogió de hombros.

—No, pero podemos enviarlos de vuelta con un mensaje. Conozco a Bregaris. Es un cobarde, y cuando se vea desafiado, se retirará y buscará presas más fáciles. —Regresó a la mesa, donde Cirene seguía esperando. Sentándose de nuevo, cogió una de las empanadillas que quedaban y la mordió, echando un vistazo a su madre. Oh... oye... cómo me gustan... su mente se rió de ella. Y a Gabrielle le encantarían. Sonrió—. Bueno. ¿Te ha gustado el espectáculo? Cirene carraspeó. —Siempre me gusta ver cómo trabaja un experto —dijo con humor—. Desde luego, no has perdido el tiempo. —Fingió que no veía a Xena engullir otra empanadilla—. Y hablando de eso, ¿te importa que te pregunte dónde vas por las noches? Xena enarcó una ceja, pero se encogió de hombros. —Al bosque. Hay un claro, lo bastante grande para que pueda ejercitarme con la espada sin asustar a los vecinos —contestó, sonriendo a Cirene con ironía—. Para mantener eso hace falta entrenar mucho. —Dirigió una sonrisa guasona a su madre—. Además, tengo que hacer algo para bajar todas estas empanadillas. —Y para librarme del exceso de energía. Y para agotarme de tal manera que no tenga que quedarme echada en la cama... pensando. Cirene asintió ligeramente. —Eso me parecía. Esta mañana te vi cuando volvías y llevabas la espada. —Y parecías muy cansada, pero eso no lo vamos a comentar—. No deberías hacer tanto esfuerzo. —Observó a la figura más alta sentada a su lado y sintió una fuerte oleada de cariño materno que no sentía por esta mujer desde hacía mucho tiempo—. Bueno, tengo

que ir a ver si ya han empezado con la cena. —Suspiró, se levantó y rodeó a Xena para dirigirse a la cocina. Al pasar por detrás, puso las manos sobre los hombros de su hija e inclinándose hacia delante, rozó con los labios la cabeza morena. Siguió adelante sin decir nada, consciente de los ojos azules que la siguieron hasta que desapareció de su vista tras la puerta de la cocina. Xena salió tras indicarles a Toris y algunos de sus amigos más fornidos cómo debían atar a los soldados a sus caballos. Escribió una notita y la firmó, para que la pusieran en el supuesto líder del grupito, y luego los dejó con la tarea. Un gruñido grave le llamó la atención y bajó la mirada hasta donde estaba el lobezno, que la seguía muy esforzado, mordisqueándole la bota. Dioses. Suspiró, bajó la mano y cogió al animal. El pequeño Ares traspasó sus ejercicios de dentición a su dedo y soltó otro profundo gruñido. —Qué miedo me das —informó Xena al lobezno. —Arruu —respondió el cachorro, mirándola sin dejar de parpadear con sus ojos amarillos. —Sí —contestó Xena, echando un rápido vistazo a su alrededor para ver si había alguien mirando—. Vamos. Es la hora de tu siesta. —Se llevó al animal al interior del establo y levantando la mano, lo dejó en el pajar, donde se puso cómodo de inmediato. Tras un momento de duda, ella también subió, saltó por encima del cuerpecito oscuro y se relajó boca arriba, con las manos recogidas detrás de la cabeza. Ares aprovechó para arrimarse bien a ella, olisqueándole el costado todo contento. —Ares, vale ya. —Suspiró, haciendo una mueca. El lobezno le chilló—. Oh, está bien —cedió, levantándolo y colocándoselo sobre las costillas, donde se acurrucó feliz, mirándola con parpadeantes ojos soñolientos llenos de adoración. Ella se echó a reír

suavemente y luego se quedó mirando las vigas de madera. Recordó la sensación de las manos de su madre en los hombros y ese beso ligero que no había sentido desde que era muy pequeña. A lo mejor es posible... su mente dio vueltas a la idea. A lo mejor. Sus pensamientos pasaron a Gabrielle y al agujero cada vez más hondo que sentía en su interior donde echaba de menos la presencia de la bardo. ¿Que la echo de menos? Más bien que la necesito. Cerró los ojos y pensó un poco en eso. ¿Y cuándo ha ocurrido esto? En fin, no puedo fingir que no es cierto. Ése era el eco que intentaba acallar con el ruido del metal todas las noches, el tirón que le atenazaba el corazón en el pecho en momentos inesperados. Y cada vez era peor. Supongo que nos hemos acostumbrado a tenernos cerca la una a la otra. Dos años es mucho tiempo para pasarlo con una sola persona, día y noche, y no acabar teniendo... ¿el qué, una dependencia de ella? ¿Se trata de eso? Tal vez. Tomó aliento con fuerza y lo soltó. Si Gabrielle estaba destinada a quedarse con las amazonas, a lo mejor ella probaba a quedarse aquí. Para convertirse en la protectora del pueblo, como debería haber hecho desde el principio. Para volver a unirse a su familia. Podría hacerlo... no estar ahí fuera luchando con todo el mundo todo el tiempo. Hacer tal vez una visita a las amazonas de vez en cuando. Sí. Parpadeando, vio que las profundas marcas de la madera que tenía encima de la cabeza se ponían borrosas y luego se aclaraban. —Liceus, lo siento —susurró, alargando la mano para tocar su nombre—. Podría haberte traído de vuelta, sabes. —Se mordió el labio—. Pero el precio era algo que no podía pagar... y creo que tú tampoco habrías querido que te comprara a cambio de eso. —Suspiró y bajó la mano para acariciar a Ares, que enredó una pata delantera entre sus

dedos y los sujetó. Luego, relajada por la cálida luz del sol y el cachorro dormido, Xena dejó que se le cerraran los ojos. Sólo unos minutos, le aseguró su mente. Cuando abrió los ojos, un rápido vistazo a la ventana le dijo que había sido mucho más que unos minutos. Sorprendida, sacudió la cabeza para despejársela y luego dejó que su cuerpo se volviera a relajar cuando se dio cuenta de dónde estaba y de lo que había pasado. Dioses... ¿cuándo fue la última vez que me permití hacer eso? Ares abrió los ojos al sentir que se movía y suspiró, olisqueándola soñoliento. Bueno... una risa mental. Anoche me entusiasmé mucho con esos saltos de espaldas. Hacer eso hasta el amanecer seguramente no fue una idea inteligentísima. Pero ese nuevo lo tengo ya controlado. Bostezando, estiró su largo cuerpo, flexionando los músculos que todavía tenía un poco entumecidos por el ejercicio de la noche anterior. El cachorro se estiró también, imitando su bostezo y alargando las patas delanteras y traseras con una versión tamaño lobezno de su estiramiento. Desprevenida, Xena se echó a reír y luego se incorporó, haciendo rodar al cachorro a la paja que había delante de su petate. —Vamos, tenemos que cortar leña, Ares —comentó, y se agarró al borde del pajar y se dejó caer al suelo, tras lo cual cogió al lobezno y un hacha con una mano, se pasó los dedos de la otra por el pelo alborotado y se dirigió a la puerta, donde estuvo a punto de chocarse con Cirene—. Hola —dijo, parándose en seco. Cirene le quitó al lobezno, al que rascó las orejas con afecto. —Quería ver dónde te habías metido. —Sonrió a Xena—. Tienes al pueblo sobre ascuas, que lo sepas. —Se dio la vuelta y caminó a su lado hasta el montón de leña y se quedó mirando mientras la guerrera levantaba un gran leño y lo partía con golpes lentos.

—¿Ah, sí? —contestó Xena, riendo suavemente—. ¿Y eso es bueno o malo? Cirene frunció los labios, pero consiguió no sonreír. —Muy bueno. —Miró a su hija—. Estás haciendo mucho por el negocio, así que te debo mi agradecimiento. Xena levantó la vista y le clavó una mirada muy seria. —No me debes nada —dijo, cogiendo otro leño y colocándolo sobre el tocón—. Ya era hora de que hiciera algo bueno por este sitio. —En su cara apareció una sonrisa desganada—. Además... es un cambio agradable. La mujer mayor se rió suavemente. —Cielo, puedes venir aquí a cambiar de ritmo siempre que quieras. —Le dio una palmadita a Xena en el hombro y regresó a la posada, volviéndose para dejar a Ares en el suelo—. Toma, aquí tienes a tu sombra. —Sí —dijo Xena, mirando al lobezno, que estornudó y corrió hasta ella—. La verdad es que no sé por qué. —Ares se acurrucó pegado a su bota, sacando la lengua y jadeando. —Ruu —comentó. Cirene sonrió al ver la cara de Xena. —Bueno, querida... los animales son muy perspicaces. Y siempre les has gustado. Xena hizo una mueca.

—Oh, sí. —Suspiró y siguió partiendo leña. —Ruu —afirmó Ares, tirándole de la bota. —Tú calla —gruñó Xena, echándole una mirada. —Grr —gruñó él a su vez.

Otra noche de lleno completo en la taberna, pensó Xena con sorna. Y se había corrido la voz sobre la visita de los soldados del señor de la guerra... y sobre cómo se habían ido. Lo sabía por las miradas de reojo de las que era objeto, que habían sido evidentes desde la primera noche, pero que habían ido cediendo a medida que los aldeanos se acostumbraban a su presencia. Dos de los comerciantes hasta se habían acercado a hablar con ella, lo cual era todo un progreso por su parte, y una de las chicas del pueblo se había parado para charlar con ella cuando se dirigía de la mesa del fondo al mostrador de servicio. Ahora mismo, Toris estaba hablando con un grupo de sus compinches, más o menos de la misma edad, planeando... algo. Xena no se fiaba de ese... algo... que planeaba Toris. Tenía la vehemente sospecha de que ella iba a acabar formando parte de lo que fuese ese algo. Suspirando, se recostó en la silla y tomó un sorbito cauteloso de una copa alta de la potente cerveza de su madre. Había aprendido la lección de la cerveza la primera noche, cuando sólo porque tenía una constitución fuerte como una roca consiguió no desplomarse borracha delante de todo el mundo. Aunque en realidad, ¿quién lo habría notado, teniendo en cuenta que todo el mundo se estaba desplomando? Sonrió socarrona. Y tomó nota para advertir a Gabrielle sobre la bebida, porque era

espumosa y dulce, y a la bardo seguro que le encantaría. En su cara se dibujó una sonrisa melancólica. —Oye, Toris —susurró Beltran—. ¿Estás seguro? O sea, no se va a enfadar, ¿verdad? —Echó un vistazo nervioso a la imponente hermana de su amigo. —Qué va —dijo Toris, con un gesto negativo—. Está de buen humor. Tellar enarcó una ceja. —¿Cómo lo sabes? —Idiota —contestó Toris, dándole un manotazo—. Soy su hermano. —Escucha... ¿por qué no nos enseñas tú? —dijo Beltran en voz baja, clavándole un dedo—. Dijiste que antes eras guerrero. Toris puso los ojos en blanco. —No seas tonto. Sí, sabía sujetar una espada. Sí, era capaz de pegarle un puñetazo a alguien. Sí, sé montar a caballo. Eso no me convierte en guerrero. Ella es la mejor que existe. ¿De quién preferirías aprender? Los dos se quedaron mirándolo. —No contestéis —gimió Toris—. Escuchad, no seáis tan cobardes. No es más que una persona. Miradla. Se volvieron y miraron hacia el fondo de la sala. Luego se volvieron de nuevo y miraron a Toris, que suspiró.

—Vamos. —Cruzaron la sala, dirigiéndose a la mesa del fondo donde estaba sentada Xena, que los miraba mientras se acercaban. Toris cogió una silla y les hizo un gesto a sus amigos para que hiciesen lo propio—. Hola. Xena los miró de arriba abajo y luego dejó asomar despacio una sonrisa. —Hola. —Su mirada se posó en Toris—. ¿Qué queréis? Se lo dijeron. —Esperad. Alto ahí. —Xena alzó las dos manos—. Así es como empezó todo. No. Lo siento, pero no. —Miró ceñuda a Toris—. No sé cómo se te ocurre pedirme que le enseñe a la gente de este pueblo a manejar armas. Toris resopló. Dioses... mira que es terca. Igual que madre. —Armas no, en realidad. Es sólo como defensa, Xena. Venga, si se lo has enseñado a Gabrielle, puedes enseñar a estos chicos. —La agarró del brazo—. Escucha... tú misma lo has dicho: estos señores de la guerra reaccionan ante la intimidación. Si podemos ponérselo aunque sólo sea un poquito más difícil cuando vengan a llevarse todo lo que les dé la gana, a lo mejor merece la pena. Su hermana le clavó una mirada que lo obligó a soltarle el brazo y echarse hacia atrás. Se quedó callada largo rato, mirándolos uno por uno, luego se cruzó de brazos y soltó un largo suspiro. ¿Debería hacerlo? ¿Merece la pena intentarlo siquiera? Tal vez... porque llevo aquí el tiempo suficiente para llamar la atención y eso no es bueno. ¿Se lo debo? Sí, a lo mejor sí, después de lo que le he hecho pasar a este pueblo.

—Está bien —dijo por fin—. Pero sólo vara y cuerpo a cuerpo. —Miró a Toris fijamente—. Nada de armas cortantes. Y las varas se las tienes que conseguir tú. Yo no me voy a poner a dar vueltas por el campo para buscarlas. Se miraron sorprendidos entre sí. No os esperabais que fuera a decir que sí, ¿eh? La guerrera sonrió por dentro. —Todos los días, entre la hora de comer y la cena. Sin quejas. Toris asintió. —Trato hecho —dijo, escuetamente. Los demás se limitaron a asentir. Al día siguiente había un círculo de personas allí fuera, nerviosas pero decididas. Empezó despacio, mostrándoles los movimientos básicos, y los tuvo practicando durante el resto de la tarde, encogiéndose cuando se golpeaban los unos a los otros por accidente. Bueno... ya aprenderán, se dijo pensativa. Y aprendieron, y siguieron presentándose cada día durante unas horas después de terminar su trabajo en los campos, y al final, tuvo que montar un auténtico campo de entrenamiento. Ahora que se habían acostumbrado a manejar las pesadas varas, la cosa era más interesante para Xena, porque hacía de saco de entrenamiento para sus primeros intentos de ataque. En más de una ocasión, deseó desesperadamente poder enfrentarse a la capacidad de Gabrielle. Pero era una manera de estar ocupada, y los aldeanos iban mejorando, pues eran fuertes por naturaleza y acostumbrados al trabajo duro. Al cabo de dos semanas, lo hacían... incluso bien. Ante su desconcierto y sorpresa. No eran expertos, no... no estaban en absoluto a la altura de la bardo. Pero se las arreglaban, y estaban deseosos de aprender más... aunque la idea de enfrentarse a ella

cuerpo a cuerpo seguía asustándolos. Por fin tuvo que obligar a Toris a ofrecerse como primera víctima, y menudo espectáculo montaron. Lo usó como mal ejemplo una y otra vez, hasta que él se enfadó, y cuando se enfadaba, cometía estupideces. Y una de las estupideces que hizo fue intentar agarrarla por un sitio impropio, cosa que pensó que la distraería lo suficiente para que él pudiera hacerse con la ventaja. Lo único que obtuvo por el intento fue una sonrisa y un "Los chicos tienen blancos más grandes, Toris" antes de que ella contraatacara de la misma forma. Cirene, que observaba el combate a través de los postigos cerrados de las ventanas, se volvió hacia Johan. —Creo que nunca había oído a un hombre chillar de esa manera. Johan se encogió como reflejo. —Me parece que más vale que vayas a impedir que tus hijos se maten. Cirene atisbó de nuevo. —Oh... bueno, estoy segura de que Xena no le hará daño. En exceso. —Se encogió al ver cómo se lanzaban el uno contra el otro y caían al suelo con un sonoro golpe—. Espero. Y no se lo había hecho, pensó Xena mientras se relajaba esa noche mucho más tarde en un baño caliente. En exceso. Pero la sesión había seguido adelante sin problemas después de aquello y los aldeanos parecían tenerle menos miedo. Algunos incluso empezaban a practicar pequeños movimientos en los campos durante los descansos... meneó la cabeza algo risueña. Dejó que el agua caliente la relajara, se estiró y apoyó la

cabeza en la pared de la bañera. A Gabrielle le gustaban los baños calientes, pensó. Sobre todo cuando se ponían a salpicarse, como niñas. Lo echo de menos. Sonrió con ironía. Siempre estoy mucho más alegre con ella que con cualquier otra persona. Mucho menos seria. Je. Al día siguiente hubo una prueba inesperada, cuando un grupo de soldados de Bregaris, una partida de caza, llegó a caballo buscando problemas. Los encontraron, y más de lo que se esperaban, cuando los aldeanos, hasta entonces sumisos, se plantaron ante ellos, armados con sólidas varas y cara de pocos amigos. No tardaron mucho, y Xena se limitó a observar desde la ventana de la posada, aunque con las armas a mano por si acaso. Esa noche lo celebraron y brindaron más de una vez por Xena, que se sentía muy incómoda, pero se aguantó, porque estaban orgullosos de sí mismos y, en realidad, ella también estaba muy orgullosa de ellos.

3

Aldea amazona: sala del consejo Ephiny miraba atenta el rostro de Gabrielle mientras la exploradora presentaba su informe. Los claros ojos verdes de la reina no revelaban su reacción ante la noticia y tampoco la postura de su cuerpo, que ya había dado muestras de tensión desde que se había sentado a la mesa del consejo. —De modo que, resumiendo, los puestos fronterizos informan de que los rumores parecen ser ciertos —terminó la exploradora, mirando a Ephiny—. Se está organizando una especie de ejército en Anfípolis o alrededores y ya ha habido escaramuzas con dos de los señores de la guerra de la zona.

—¿Quién ha ganado? —preguntó Gabrielle, con tono apagado. —Los señores de la guerra no —contestó la exploradora, con una sonrisa tensa. —Entonces no cabe duda de quién es responsable, creo. —Ephiny soltó una carcajada forzada, mirando a la reina con inquietud. No me gusta esa expresión. Pero, por otro lado, lleva varios días sin gustarme. Le pasa algo. Gabrielle asintió y se miró las manos. El peso de la responsabilidad le caía como una losa sobre los hombros e hizo una mueca interna. ¿Pero qué se trae Xena entre manos? —Me cuesta mucho creer que Xena esté organizando un ejército. Lo más probable es que les esté dando algunas indicaciones para que aprendan a defenderse —dijo, echándose hacia atrás con una sonrisa—. Algo comentó de que se iba a aburrir. Arella estrechó los ojos y se levantó. —No es un riesgo que podamos correr, Gabrielle, y lo sabes. A pesar de lo que haya hecho por nosotras, tener un gran ejército tan cerca es un peligro. —Miró a su alrededor, percibiendo el apoyo a sus puntos de vista. Xena era una aliada en la que, en el mejor de los casos, se confiaba con inquietud, y a más de una amazona le daba miedo toda esa historia de que había regresado de la muerte. Por no hablar de su conocida relación con Ares—. No puedes garantizar que no haya vuelto a sus viejas costumbres. ¿Que no puedo?, pensó la bardo. —Oh, creo que sí que puedo garantizarlo. —Se rió levemente—. La conozco mejor que vosotras.

—¿Estás dispuesta a jugarte la vida por ello? —contraatacó Arella, sintiendo una creciente excitación. Por fin, un tema en el que podía desautorizar a esta reina sorprendentemente dura. Habían pasado cuatro largas semanas y hasta ahora había perdido todos sus enfrentamientos, tanto personales como políticos. Y cuando intentaba odiar a Gabrielle por ello, descubría, muy irritada, que no podía. Gabrielle sonrió, esta vez con una sonrisa de verdad. —Arella, lo he hecho. Tantas veces que he perdido la cuenta. —Dudó—. Pero comprendo que os preocupe. —Levantó la mirada—. ¿Ephiny? —La amazona se echó hacia delante—. Te voy a mandar como... —su boca hizo una mueca humorística—, enviada a este nuevo ejército. Quiero que hagas un tratado con ellos, para la defensa mutua del territorio. —Se esforzó mucho y consiguió no sonreír. Ephiny asintió. —Muy bien —dijo, despacio, alargando las palabras—. Si eso es lo que quieres. — Respiró hondo. Supongo que quiere que compruebe las cosas. Aunque parece muy segura... Arella carraspeó. Esta vez no, ojos verdes. —Una idea excelente, pero creo que, para proteger a Ephiny, tenemos que enviar a alguien que la acompañe. —Detrás de ella, notó que Erika se movía y sonrió por dentro —. Mi mejor ballestera, Erika, será una buena escolta. Ephiny y Gabrielle intercambiaron una mirada. No hay forma de rechazar de buenas maneras ese ofrecimiento, pensó la bardo. Y supongo que no vendrá mal que la oposición tenga la oportunidad de ver la verdad en persona.

—Vale —asintió—. Al amanecer, pues. —Se acercó una hoja de pergamino y cogió una pluma—. Voy a redactar el tratado. —Y una nota, de tipo privado. Para poder soltar parte de lo que llevo metido en el pecho y que lo lea alguien en quien sé que puedo confiar. Que confía en mí. Su habitual paseo de después de cenar hasta el lago la llevó a sentarse en un saliente rocoso, contemplando sin ver el agua que se agitaba y apoyando la cabeza en la fría piedra. Habían sido cuatro semanas productivas, pensó, pues habían firmado un tratado con los centauros, un acuerdo comercial con tres aldeas del sur y un plan conjunto de defensa con las dos comunidades granjeras del este. Las aldeas estaban dispuestas a cambiar suministros y alimentos por objetos de artesanía y los servicios de protección de las amazonas. Nada mal, realmente. Tenía todo el derecho de sentirse muy satisfecha y bastante orgullosa de sí misma. Pero la presión constante la estaba afectando. Suspiró. Notaba su falta de paciencia en la tensión que le causaba tales dolores de espalda y cuello por las noches que casi no podía tumbarse. En las dudas constantes sobre las motivaciones de todo el mundo. Y en la constante necesidad de mantenerse en guardia para defenderse de las palabras y el contacto físico de Arella. Y no es que yo no sea una persona tocona, se dijo ceñuda. Al fin y al cabo, apenas consigo quitarle las manos de encima a... Una pausa y luego una sonrisa bobalicona sin remedio. Bueno, eso era distinto. Pero Arella le daba... puaj. Repelús. Ephiny sabía que le pasaba algo. Había intentado interrogarla con delicadeza, pero Gabrielle se había resistido a confiar en ella, pues sabía que Ephiny ya se sentía bastante culpable por haberla traído aquí. Y sabía que si Ephiny supiera lo mal que se sentía, la amazona decidiría que su deber era hacer algo. Y sólo había una cosa que pudiera

ayudarla. Una persona, y eso echaría a perder mucho de lo que estaba intentando hacer. Gimió y dejó caer la cabeza hacia delante, tratando de aliviar parte de la tensión que tenía en el cuello. Le entró un anhelo repentino y desesperado de sentir un par de manos fuertes y conocidas tocándola ahí y que, con un pequeño masaje experto, le darían alivio. Tras recrearse un momento en su desdicha, respiró hondo y se echó hacia atrás, irguiendo los hombros. Puedo hacerlo. No me gustará, pero puedo hacerlo. Me pregunto si alguna de ellas sabe lo que daría yo por ser la que fuera a comprobar el nuevo ejército de Anfípolis. Se echó a reír sin poder evitarlo. Salvo que creo que... si lo hiciera... no volvería nunca más. ¿Creo? NO... lo sé. Por eso en realidad no le he enviado noticias... y no le he confesado a Ephiny por qué no puedo dormir por la noche... porque si llegara a la aldea, le bastaría con echarme un vistazo y me montaría en Argo y saldría al galope. Y yo me iría con ella... sin mirar atrás. Y... Suspiró. Eso no estaría bien. En estos momentos. Pero no puedo hacer esto para siempre. Me está matando. Un ruido a la espalda le puso de punta los pelos de la nuca, al reconocer las pisadas. Oh, genial. —Hola, Arella —dijo, sin volverse. Otra razón por la que no puedo llamar a Xena. El descuartizamiento de una hermana amazona al amanecer en la plaza central de la aldea echaría a perder de verdad algunas de las negociaciones. Se volvió y vio a la alta pelirroja que bajaba despacio por la orilla y se detuvo al llegar a la roca de Gabrielle, apoyándose en ella con aire de ufana familiaridad. —Ah, mi reina —dijo, con tono de guasa—. Me alegro de que hayas aceptado mi ofrecimiento de enviar a Erika también a Anfípolis. Espero que no haya ningún

problema que requiera de sus servicios. —Sonrió a la bardo, que se rodeó la rodilla con un brazo y siguió escuchando en silencio—. Mira, sé que crees saber mejor que nadie lo que está pasando, pero he estado indagando... y sabes que no sería algo inaudito que tu amiga estuviera organizando otro ejército. Ya lo ha hecho en otras ocasiones. Gabrielle suspiró con fastidio. —Arella, de ese tema no vamos a hablar. —Dejó asomar parte de su rabia en la mirada—. No voy a justificar, ni ante ti ni ante nadie, mi fe en mi mejor amiga. Tendrás que verlo por ti misma. —¿Y si te equivocas? —contestó Arella suavemente, poniéndole una mano en el hombro a la mujer más menuda y atrapando sus ojos con los suyos—. ¿Qué pasará entonces? ¿Nos quedamos sentadas esperando un ataque, basándonos en tu... fe? —Su tono dejaba muy claro en qué pensaba que se basaba esa fe. Gabrielle se puso rígida y notó una profunda ira que rara vez dejaba aflorar y que intentaba salir a su tranquila superficie. Se mordió el labio hasta que se le pasaron las ganas de abofetear a la alta amazona y luego tomó aliento. —Pues en ese caso... no tendréis nada de que preocuparos. —Se quedó asombrada de lo tranquila que parecía—. Porque ya no seré la reina de las amazonas. Arella se sobresaltó y se echó hacia atrás de golpe, pues no se esperaba esa respuesta. —¿Abdicarías? —preguntó, sin poder creérselo. La bardo se levantó ágilmente y se acercó a ella.

—Sí. —Disfrutó con la expresión confusa que inundó el bello rostro de Arella. Porque si ocurriera eso, ya no podría fiarme de mi propio juicio. Y ellas tampoco—. Pero sé que tengo razón. —Creo que tu juicio está un poco... nublado —respondió Arella, pero parecía insegura—. Pero supongo que ya lo veremos. —Quitó la mano del hombro de la bardo y retrocedió, sonriéndole ligeramente, y luego se dio la vuelta y echó a andar por el sendero que llevaba a la aldea. Dioses, gimió Gabrielle por dentro. No voy a poder aguantar mucho más. Uno de estos días, voy a perder los nervios y a hacer algo que sé que lamentaré, porque está muy claro que me puede dar una soberana paliza. Y se supone que yo soy la no violenta. Bueno, Xena... acabo de entender de una forma muy íntima esa expresión que se te pone, ya sabes, los ojos entornados, el labio desdeñoso, cuando te mueres por pegarle un mamporro a alguien y no puedes. Y me avergüenzo totalmente de mí misma por desear desesperadamente verte soltando uno de esos superpuñetazos directos desde el hombro que se te dan tan bien. Qué vergüenza. Sí. Qué bardo tan mala. Pero qué bardo tan mala. De repente, le entró la risa floja al pensarlo y sintió cierto alivio. Y se volvió al oír que se acercaba una persona más. Ah. Ephiny. Cómo no. La amazona se acercó con cautela, enarcando una ceja. —Estás plantada en medio de la orilla... carcajeándote. ¿Me debería preocupar? — preguntó, con una sonrisa dubitativa. Gabrielle hizo un gesto negativo con la cabeza. —No... sólo estaba haciendo una visualización terapéutica.

—¿Eh? —soltó Ephiny. —Me estaba imaginando a Xena tirando a Arella a un montón de excrementos de centauro —explicó la bardo con otras palabras. —¡Ah! —exclamó Ephiny y luego se echó a reír—. Eso no es muy propio de una reina. —No —contestó la bardo—. Pero me divierte. —Se volvió para echar a andar hacia la aldea, esperando a que Ephiny se pusiera a su lado—. Te la acabas de perder. Ephiny se volvió y alargó la mano para que Gabrielle dejase de caminar. —Oye... ¿está empezando a pasarse contigo? Porque si es así... —¿Qué harás? —contestó la bardo, ahora seria—. ¿El qué, Ephiny? ¿Pegarle? Puede contigo, o con casi todo el mundo. Bueno, con la gente que hay aquí. —No quiso dejar de mirar a la amazona a los ojos hasta que Ephiny suspiró—. ¿Te crees que no lo he pensado? ¿Sabes cuánto me cuesta aguantarlo cuando sé que con sólo...? —Se calló—. Da igual. Puedo mantenerla a raya. Tú ve a averiguar qué está pasando en Anfípolis. — Se dio la vuelta y siguió caminando por el sendero. Ephiny irguió los hombros y la alcanzó. —Vale... vale... pero es muy duro de ver. Eso debo decírtelo, amiga mía. —El enfado hizo que le temblara la voz—. No me gusta sentirme impotente, Gabrielle, no me gusta nada. Y... me preocupo, sabes. Gabrielle la miró de reojo.

—Lo sé. Y te lo agradezco, Ephiny. Tranquila... me he enfrentado a cosas peores. En realidad no ha hecho nada, es sólo esa... uuf... —¿Actitud? —sugirió Ephiny, sabiendo de qué hablaba—. Sí. —Sí —asintió Gabrielle—. Esa actitud de no quepo en mi propia falda de lo sexy que soy. A Ephiny le dio un ataque de risa. Al cabo de un momento, la bardo se echó a reír con ella. —Oh... lo siento... —jadeó la amazona, apoyándose en un árbol—. Es que me ha hecho una gracia... —Tomó aliento, todavía riendo—. Me alegro de que seas inmune. Estaba... —se encogió de hombros algo azorada—, un poco preocupada por eso. Sé que no has tenido mucha... mm... experiencia. Gabrielle se ruborizó. —Ephiny —murmuró—. No me había dado cuenta hasta ahora de lo inocente que te parecía. —Miró a su alrededor—. ¿Qué voy a decirle, que su "atractivo" no es nada comparado con lo que estoy acostumbrada a ver? Ahora le tocó a Ephiny sonrojarse. —No paras de sorprenderme —confesó—. Y tú sabes que no me gusta nada meterme en tus asuntos personales. —Mmm —asintió la bardo—. Bueno, tengo que redactar ese tratado. Ven a recogerlo dentro de unas horas, ¿quieres?

¿Y qué voy a escribir?, pensó Gabrielle mientras se instalaba ante su mesa de trabajo, pluma en ristre. Estuvo pensando largo rato, luego asintió un poco para sí misma y se puso a escribir. Durante mucho tiempo, el único ruido que se oyó en la cabaña fue el roce de su pluma sobre el pergamino. Primero, el tratado. Luego, una misiva más larga, con pausas para pensar entre palabra y palabra. Por fin, se echó hacia atrás y repasó su trabajo. Satisfecha, echó arena sobre la tinta para secarla, sopló para apartarla del pergamino y lo dobló cuidadosamente, añadiendo un sello de cera. Querida Xena: (decía) Lamento enviar a Ephiny con esta tontería de tratado, pero tu reputación se está desorbitando y corren rumores de que te has lanzado a conquistar el mundo. Otra vez. Por favor, trátala bien e intenta no pegar a la persona que viaja con ella, que es una de las compinches de Arella y ha ido para asegurarse de que Ephiny cuenta la verdad sobre lo que está ocurriendo. Espero que estés bien y no construyendo fortificaciones de moras. Les he dicho a las amazonas que seguramente estabas intentando enseñar a tu gente a defenderse, como te he visto enseñar a otros. Como me has enseñado a mí. Pero cuesta convencerlas. Supongo que no te conocen como yo. Lo siento por ellas. Me había prometido a mí misma que no iba a escribir nada cursi en esta nota, porque sé que detestas ese tipo de cosas, pero la tentación de decirte que te echo de menos más que a nada en el mundo es demasiado grande. Las amazonas me tratan bien y estamos avanzando, pero no pasa un día sin que desee tenerte aquí. A veces sólo quiero oír tu voz o que me levantes esa ceja. Qué cursilada, ¿verdad? Lo siento.

Bueno, suponiendo que para entonces hayas terminado de conquistar el mundo, durante la próxima luna llena se va a celebrar aquí una fiesta y he pensado que si no estás haciendo nada más, a lo mejor podrías pasarte. Es la fiesta de la cosecha de otoño en honor de Dionisos y tengo la curiosa sensación de que me va a hacer falta una campeona. Bueno... ésa es una forma cortés de decirte que te necesito, ¿verdad? Porque es cierto. Cuídate. G La bardo suspiró y se reclinó en la silla, sintiendo que se le había quitado un peso de los hombros. Para cuando llegase la fiesta, seguramente ya lo tendría casi todo arreglado y si no... bueno, daba igual. Distraída, se dio cuenta de que ni siquiera se planteaba cuál iba a ser la respuesta a esta nota. ¿Desde cuándo estoy tan segura? Frunció el ceño. Es decir, es posible que esté muy feliz donde está ahora y que no aparezca. Pero su corazón se rió de ella, y por mucho que intentara sentir aprensión, lo único que conseguía sentir era una oleada borboteante de alegre expectación. Ephiny la encontró medio dormida encima de la mesa cuando se pasó por allí una hora después, para recoger sus encargos. —Hola —dijo suavemente, para no asustarla. —Oh —respondió Gabrielle, un poco atontada, frotándose los ojos y parpadeando al mirar a la amazona—. Lo siento. —Sonrió cohibida—. Me he quedado un poco

traspuesta. —Le alargó el paquete sellado—. Toma, he terminado el tratado. Es un poco corto, pero no creo que necesites más. Ephiny se adelantó y cogió el paquete, que se metió en la faltriquera. —¿Por qué no duermes un poco? Pareces agotada —afirmó, mirando compasiva a la bardo. Pero más relajada de lo que la he visto en cuatro semanas. ¿Qué habrá en este paquete? —Sí. Buena idea —contestó Gabrielle, tapándose un bostezo—. Que tengas buen viaje. Intenta no matar a Erika y... —su cara se iluminó con una sonrisa—, saluda de mi parte a la conquistadora del mundo, ¿quieres? Ephiny se echó a reír suavemente. —Está bien, lo haré. ¿Algún mensaje? —Llevas uno ahí dentro. —Gabrielle indicó la faltriquera con la cabeza—. Pero gracias por preguntar. Ephiny gruñó. —Muy bien. Buenas noches, y nos veremos dentro de una semana más o menos. — Bueno... así que eso es lo que llevo, ¿eh? Se rió por dentro mientras se adentraba en la noche. Venga ya, Ephiny... pero que romanticona estás hecha. Vio a Erika, que cambió de dirección para acercarse a ella, y se quitó la sonrisa de la cara. —Erika —saludó a la mujer—. Salimos al amanecer.

—Ya lo sé —contestó la amazona morena con frialdad—. Y detesto llegar tarde. No te preocupes, que ahí estaré, bien preparada. —Miró risueña a Ephiny—. ¿A que lo vamos a pasar bien? Al menos no tendrás que preocuparte por la comida durante el viaje. —Tiró de la cuerda de su ballesta para recalcar la idea y luego se alejó. —Aauuj —gruñó Ephiny, desde el fondo de la garganta—. ¿Pero que he hecho yo para merecer esto? —No sé —dijo Granella riendo y rodeándola con un brazo—. A lo mejor, si tienes suerte, Erika fastidia a Xena cuando lleguéis a Anfípolis y tu viaje de vuelta resulta más agradable. Siguieron caminando un rato y luego Ephiny se echó a reír. —Qué idea más buena. —Le echó el brazo a Granella por los hombros y la estrechó —. Gracias... pensaré en eso cuando tenga que pasar tres días en el camino con ella. —Tú no crees en realidad que estén formando un ejército, ¿verdad? —preguntó Granella, con curiosidad. —Qué va. —Ephiny se encogió de hombros—. Creo que Gabrielle ha dado en el clavo. Pero me alegraré de ver a ese viejo caballo de guerra... a lo mejor consigo enterarme de qué mosca le ha picado a nuestra reina. Granella soltó una risotada. —Si la llamas viejo caballo de guerra a la cara, ya lo creo que te vas a enterar, Ephiny... y a acabar de cabeza en una pila de estiércol, lo más probable. Las dos se echaron a reír y se dirigieron hacia la hoguera de las exploradoras.

Anfípolis, tres días después —Aquí está el cruce —dijo Ephiny, señalando hacia delante—. A partir de aquí no queda mucho camino. —Siguió adelante, sin esperar respuesta. Habían sido tres días muy largos. Erika caminaba sin esfuerzo a su lado, en silencio. Miró hacia delante y vio el primer cercado de unos campos que indicaba que se estaban acercando a una aldea, y suspiró aliviada por dentro. Viajar con Ephiny había sido desquiciante, porque ninguna de las dos se fiaba de la otra, y llevaba tres días sin apenas pegar ojo. Tampoco su compañera de viaje. La conversación se había limitado a comentar el camino, el tiempo y el estado general de las tierras que iban pasando, y eso era todo. Erika estaba deseando llegar a Anfípolis, tanto si había ejército como si no, sólo por tener a alguien más con quien hablar. Y estaba segura de que Ephiny sentía lo mismo. Los campos que iban pasando estaban bien cuidados y empezaron a ver a aldeanos que trabajaban en ellos. De vez en cuando, uno levantaba la cabeza y las observaba al pasar, pero no se percibía una clara hostilidad, sólo moderada curiosidad. —Parece todo muy tranquilo —reconoció Erika. —Mmm —murmuró Ephiny y luego volvió rápidamente la cabeza de nuevo hacia los campos—. Tal vez, pero fíjate bien. Se están pasando la voz de que llegamos. —Y entonces vio la serie de varas de aspecto inocente que había alrededor de los trabajadores y se fijó en un chiquillo medio dormido encima del muro que daba al camino, cuyos ojos medio cerrados las iban siguiendo. Empezó a sentir un cosquilleo por la espalda.

Erika se acercó más a ella por puro reflejo. Ahora que Ephiny se lo había indicado, se fijó en las pequeñas y sutiles señales de un estado de alerta poco común entre los trabajadores de los campos y los aldeanos que pasaban. Pero no veía armaduras, ni armas ocultas con astucia. Ni fortificaciones. Desconcertada, miró a Ephiny, en cuyo rostro se reflejaba la misma confusión. —Bueno, ahora me siento mejor —comentó con humor—. Tú tampoco sabes qué está pasando. Siguieron adelante, hacia el pueblo mismo, donde los viandantes inclinaron cortésmente la cabeza al verlas e incluso algunos, que al parecer las reconocían como lo que eran, las saludaron alegremente. —Bueno, en cualquier caso, no odian a las amazonas —murmuró Ephiny—. Ahí hay una posada. Vamos a ver si averiguamos dónde podemos encontrar a Xena. —Dirigió sus pasos hacia la puerta y la abrió, asomándose al interior. —Hola —se oyó una voz dentro, llamándoles la atención. Ephiny entró y parpadeó un poco en la penumbra al entrar desde el soleado patio. Era una posada bien amueblada, con mesas sólidas y bien hechas y aspecto próspero. Se fijó en el hombre que estaba detrás del mostrador de servicio y se estremeció un poco por la sensación surrealista de familiaridad que le provocó. ¿Quién? ¿Qué...? Entonces cayó en la cuenta de que eran los ojos. De un fogoso azul eléctrico, como sólo los de otra persona que hubiera conocido en su vida. —Hola —repitió el hombre, saliendo de detrás del mostrador y acercándose a ellas —. Sois amazonas —dijo, recalcando lo evidente—. ¿Estáis buscando a Xena?

Ephiny y Erika se miraron. —Sí —dijo Ephiny, ladeando la cabeza rizada para mirarlo—. ¿Y tú eres...? —Toris. —Le ofreció el brazo—. Su hermano. —Ah —suspiró Ephiny—. Eso explica por qué me resultas tan conocido. —Se echó a reír—. Nunca ha mencionado... —Nunca lo hace —contestó Toris alegremente—. Pero aquí estamos. Y ella está en el patio de entrenamiento, dirigiendo unos ejercicios. Podéis salir por esa puerta de detrás si queréis. —Gracias —dijo Ephiny cordialmente, y le hizo un gesto a Erika para que fuera a la puerta por delante de ella—. Encantada de conocerte. —Seguro que volvemos a hablar —contestó Toris, con expresión risueña—. Tened cuidado cuando salgáis, a veces esas varas se vuelven un poco locas. Ephiny asintió y siguió adelante. —Caray... —le dijo a Erika por lo bajo, dejando de lado por un instante la antipatía que sentía por la mujer. —Sí —contestó Erika, con una sonrisa guasona—. Parece que el físico es de familia. Por un momento, hubo una especie de entendimiento entre las dos. Luego llegaron a la puerta y Ephiny la abrió con cuidado. Ahora se oía claramente el ruido de la madera al golpear madera. Atisbaron por el marco y se quedaron petrificadas, mirando.

El patio de entrenamiento era una zona despejada de la parte de atrás de la posada, con el suelo de tierra prensada y balas de heno colocadas estratégicamente. Xena estaba en el centro, armada con una larga vara de combate y enfrentada a diez aldeanos, hombres y mujeres, que se turnaban para atacarla, intercambiando golpes con ella. La alta guerrera llevaba una túnica blanca sin mangas sujeta con un cinturón y botas, y les explicaba con paciencia a los aldeanos lo que hacían mal o bien, dependiendo del caso, cuando se lanzaban contra ella para practicar hábilmente ataques y bloqueos. Erika y Ephiny volvieron a mirarse. —Parece que Gabrielle tenía razón —sonrió Ephiny con sorna—. A mí me parece que se trata de una clase de defensa. Erika resopló. —Tal vez —reconoció a regañadientes, aunque por dentro había estado convencida de que la reina tenía razón desde el principio. No era ésa la razón de su venida, y lo que estuviera haciendo Xena o dejando de hacer no tenía importancia en realidad. Por supuesto, Ephiny no lo sabía. Pero lo descubriría. Los labios de Erika esbozaron una sonrisa. Se volvió para observar la clase cuando Xena, echándose hacia atrás, hizo un gesto a los aldeanos para que la atacasen todos a la vez. Enarcó una ceja ante lo que veía. —Es muy buena —murmuró la amazona morena. Ephiny soltó un resoplido y puso los ojos en blanco. —Muy buena. Sí, ya. —Observó a Xena, quien, moviéndose con poderosa agilidad, consiguió desarmar a casi todos los aldeanos con una serie vertiginosa de maniobras y

luego saltó por encima de los otros tres y los derribó golpeándolos en las piernas con un ataque de revés—. ¡Ajá! Acabo de ver de dónde se ha sacado nuestra reina una de sus maniobras. —Ese ataque de revés, sí —reconoció Erika—. No está mal. Ephiny volvió a poner los ojos en blanco y miró de nuevo hacia el campo de entrenamiento, donde su mirada quedó atrapada por un par de ojos de un azul ardiente. Xena detuvo inmediatamente lo que estaba haciendo y salió corriendo hacia ellas, dando instrucciones a los aldeanos por encima del hombro. Ephiny se dio cuenta de la alarma repentina que había causado y se apresuró a hacerle una señal con la mano a la guerrera que se acercaba a todo correr, y vio que los ojos de Xena se llenaban de alivio y que sus tensos hombros se relajaban. Al cabo de un momento, se detuvo ante ellas, ofreciéndole el brazo a Ephiny, que se lo estrechó con afecto. —Hola, Ephiny. —Echó una mirada a Erika y luego miró interrogante a la amazona rubia. —Hola, Xena. Ésta es Erika. —Durante un segundo apretó más el musculoso antebrazo de Xena y vio un movimiento de respuesta en las cejas de la guerrera. —Erika —dijo Xena despacio—. ¿Qué os trae por aquí? —Soltó el brazo de Ephiny y les indicó que volvieran a entrar en la posada—. Pasad. —Les sostuvo la pesada puerta y las siguió al interior, cogiendo una jarra y unos vasos de camino hacia una mesa vacía, dejándolos en ella antes de apartar una silla y sentarse—. Servíos. La cerveza está fría, pero os aviso, es potente.

Se sirvieron unos vasos y bebieron un sorbo con cautela y luego con más entusiasmo. —Está buena —ronroneó Erika, mirando a la mujer morena por encima del borde del vaso. Ephiny asintió. —Decídselo a mi madre —comentó Xena, acomodándose en la silla con su propio vaso—. Bueno, ¿qué trae a dos amazonas hasta Anfípolis? —¿Tu madre? —preguntó Ephiny, distraída. —Sí. Gabrielle no habrá estado contando otra vez ese cuento de que me encontraron debajo de una piedra, ¿verdad? —dijo Xena con tono risueño—. Ésta es la posada de mi madre. —Miró a su alrededor—. Y supongo que a Toris ya lo habéis conocido. Ephiny se encogió de hombros. —En serio, Xena, nadie sabe mucho sobre ti, así que supongo que nunca se nos ha ocurrido pensar que pudieras tener familia en alguna parte. Te lo has tenido muy callado. La guerrera se encogió de hombros. —Es más seguro para ellos de esta forma. —Se echó hacia delante—. Todavía no me habéis dicho qué os trae por aquí. —Y les clavó a las dos una ceñuda mirada azul. —Ah... sí —empezó Ephiny—. Perdona. Toma. —Se desató la faltriquera y le pasó a Xena el paquete que le había dado Gabrielle. Vio que la guerrera lo cogía con cuidado, miraba el sello de cera y luego una breve sonrisa le curvaba los labios—. Bueno, es que corren unos rumores...

Xena la miró enarcando una ceja. —¿Rumores? —Entonces se echó a reír—. Ah... a ver si lo adivino. He salido a conquistar Grecia otra vez. —Suspiró y bebió un largo trago de cerveza—. Ya me imaginaba que iba a correr esa voz. No pensé que fuese a correr tan rápido, ni a llegar tan lejos. —Meneó la cabeza—. Y... ¿las amazonas estaban preocupadas? —En su tono se percibía a la vez irritación y mortificación. —Bueno... —Ephiny miró al suelo—. Algunas sí. Gabrielle, en cambio, sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo. —Miró a Xena—. Te conoce muy bien. —Vio el momentáneo brillo de respuesta en esos ojos azules como el hielo. —Sí, es cierto —contestó Xena, en voz baja—. Bueno... ¿y qué es esto? —Indicó el paquete. —Ah. —Ephiny sonrió—. Es un tratado de defensa mutua. Xena se echó a reír. —Lo dirás en broma. —Ephiny negó con la cabeza, sonriendo—. Oh, esto es tan propio de Gabrielle. —Rompió el sello del paquete y sacó el contenido, dejando el tratado a un lado y echando un vistazo al segundo pergamino sellado. Movió las cejas y lo dejó despacio en la mesa, luego cogió el tratado y lo leyó—. Oh... —Una carcajada —. Esperad un momento. —Se levantó y buscó pluma y tinta detrás del mostrador, volvió y mojó la punta de la pluma en el tintero. Sonrió e hizo unas anotaciones en el margen del tratado, y luego unas cuantas más. Por fin, firmó al pie con una floritura y se lo devolvió a Ephiny—. Hala. Llévatelo. Estáis protegidas. Ephiny hojeó el documento y se echó a reír a su vez.

—Muy graciosa. ¿Pero qué pone aquí? No lo entiendo... ¿qué dialecto es ése? Xena sonrió. —No te preocupes. La reina sabe leerlo. —Tomó aliento y sus ojos se posaron en la mesa, donde esperaba el segundo pergamino. Con aire indiferente, lo cogió y rompió el sello, desdobló la hoja y la leyó. Los dos primeros párrafos la hicieron sonreír y poner los ojos en blanco. Entonces llegó al tercero y su sonrisa pasó del humor a otra cosa. Lo releyó dos veces más, intentando no hacer caso de los escalofríos que le corrían por la espalda. Entonces se dio cuenta de que las dos amazonas la miraban con interés. —Bueno —dijo, doblando el pergamino—. Gabrielle dice que las cosas van bastante bien. —Las miró—. Y que debo invitaros a pasar una noche en una cama de verdad y daros una buena cena. —Gracias —asintió Ephiny, dejando en paz a la guerrera después de haber visto cómo reaccionaba su rostro normalmente inexpresivo ante la nota que estaba leyendo. Había visto cómo cambiaba esa expresión risueña y cariñosa, cómo se le dilataban los ojos, y esa sonrisa... Ephiny habría pagado una buena suma por saber qué era lo que había escrito Gabrielle para obtener esa reacción... y entonces se pegó un bofetón mental. Déjalo, Ephiny. No es asunto tuyo—. Nos vendría muy bien. El camino hasta aquí ha sido bastante duro. Y ha hecho un tiempo muy inestable. Xena asintió y se levantó, se terminó el vaso y lo puso detrás del mostrador. —Voy a decirle a Johan que estáis aquí. Ahora mismo vuelvo. —Pasó por la puerta del fondo, adentrándose en la posada. En cuanto la puerta se cerró tras ella, se desplomó

contra la pared, con las rodillas flojas de repente, y apoyó la cabeza en el travesaño, dejándose llevar por una avalancha de emoción totalmente inesperada. ¿Es así de fácil? Abrió de nuevo el pergamino y lo volvió a leer. En un solo y sencillo párrafo, la bardo había desnudado su corazón y, con sinceridad, como todo lo que hacía, había reafirmado el vínculo que las unía. Y esa última línea... Xena se dio cuenta de que debía de tener una sonrisa muy boba en la cara y se sacudió, apartándose de la pared y mirando a su alrededor. Vamos, Xena, eres demasiado mayor para comportarte de esta forma. Contrólate. Vamos, vamos... a ver esa cara de señora de la guerra dura de pelar. Eso lo sabes hacer. Venga... venga... ya te derretirás más tarde. Mucho más tarde. Tomando aliento con fuerza, irguió los hombros y fue en busca de Johan, que se mostró encantado de reservar dos habitaciones para las amazonas. —¿Estás segura... dos? —preguntó Johan, lanzándole una mirada astuta. Xena lo miró enarcando las cejas. —Johan... ¿pero qué quieres decir? —Sonrió—. Pero en este caso, sí. Estas dos no se tienen mucho aprecio. —Se echó a reír y le dio un empujón en el brazo—. Liante. —Para nada —protestó Johan, pero le sonrió. —Bueno, todo listo —dijo la guerrera, cuando pasó por la puerta y se volvió a sentar —. Habitaciones y cena, tal y como ha pedido vuestra reina. —Colocó un pie calzado con bota en el travesaño de sujeción de la mesa y se echó hacia atrás—. Madre también tiene arriba una habitación de baño, si os interesa. —Vio el brillo apreciativo de dos pares de ojos—. Adelante, disfrutad. Yo tengo que terminar unos ejercicios y luego me

reuniré con vosotras para cenar. Esto puede acabar muy... lleno, pero la gente es educada y sabrán quiénes sois. Ephiny enarcó una ceja al oír eso. —¿Y eso es bueno o malo? —preguntó, medio en broma. Xena le dirigió una mirada indulgente. —Es bueno. Madre y Toris y la mayoría de la gente del lugar conocen a Gabrielle y están familiarizados con las amazonas, con eso de que estáis tan cerca. —Muy bien —dijo Ephiny, y luego le hizo un gesto con la cabeza a Erika—. Me voy arriba. ¿Y tú? Erika dejó su vaso en la mesa, asintió, saludó a Xena inclinando la cabeza con gesto tolerablemente respetuoso y siguió a Ephiny hacia las escaleras. Xena se quedó mirándolas, luego resopló y sacudió la morena cabeza. —Amazonas —suspiró, mirando al techo—. Es el cuento de nunca acabar. —¿El qué, querida? —preguntó Cirene, acercándose a ella y mirando hacia las escaleras—. ¿Eran ésas las amazonas que me han dicho que habían venido? Xena la miró. —Sí. Cirene asintió.

—Mmm. ¿Y cómo está Gabrielle? —preguntó, observando el rostro de su hija con una leve sonrisa. Captó la chispa de ternura que apareció en sus ojos al oír el nombre. —Bien —contestó Xena, en voz baja. Y logró, de algún modo, no volver a sonreír como una estúpida—. Bueno, tengo cosas que hacer —dijo, y se levantó de la silla—. Se van a quedar a pasar la noche —añadió, rodeando a su madre para dirigirse a la puerta. Consciente de la sonrisa afectuosa que la siguió hasta fuera. Maldición... ¿tan transparente soy? A la hora de cenar, como sospechaba, había mucha gente, pero las dos amazonas parecían disfrutar de todas formas, observando a los aldeanos con risueño interés y siendo observadas a su vez. Le preguntaron y ella contó la verdad que había detrás de los rumores de la construcción de su ejército. —No ha sido para tanto —suspiró la guerrera—. Es que unos cuantos chicos vinieron y me pidieron que les enseñara algunas maniobras básicas de defensa. Ya sabéis, algo con la vara, un poco de cuerpo a cuerpo... y lo hice. —Se encogió de hombros—. Lo han aprendido... mejor de lo que yo pensaba, realmente. Y entonces, uno de los señores de la guerra de la zona decidió saquear el pueblo. —Hizo una pausa para beber un trago de cerveza—. Y se lo impedimos. —Así, sin más —sonrió Ephiny—. Con un poco de ayuda personal por tu parte, supongo. —No —fue la sorprendente respuesta—. El objetivo no era ése. Todos sabemos que sé luchar. —Sonrió con modestia—. Lo hicieron ellos solos. —Miró a su alrededor—. Y luego volvieron a hacerlo. Y así... empezó el rumor. —Otro trago. Y luego se echó hacia

atrás y contempló al gentío—. No son mala gente. —Un amago de sonrisa—. La mayoría hasta me dirige ahora la palabra. —He advertido que no llevas armadura —comentó Ephiny, reclinándose en la silla con un suspiro—. Caray... qué bueno estaba. Felicita a tu madre. Xena sonrió fugazmente. —Sí, no me pongo la armadura porque la gente se pone nerviosa al verla. —Miró a Ephiny—. La felicitaré de tu parte, por cierto. Le encanta atiborrar a la gente. — Resopló con humor—. Menudo problema tendría si no me pasara la mitad del día entrenando y la otra mitad cazando para traer comida a la mesa. —Y la mitad de la noche haciendo ejercicios. Sus platos me gustan demasiado. Ephiny sonrió. —Cosas peores podrían pasarte. —Bostezó y vio que Erika estaba también dando cabezadas soñolientas—. Pero creo que por hoy ya hemos tenido suficiente. —Se levantó, y Erika, que había hablado muy poco durante la cena, hizo lo mismo—. Gracias otra vez, Xena. Qué falta me hacía. —Sonrió a la guerrera apaciblemente. —De nada. —Xena las saludó con la cabeza y se levantó también—. Nos vemos por la mañana —añadió, rodeó la mesa y dejó que se fueran arriba. El establo estaba fresco y silencioso, y Xena dedicó un momento a aspirar los olores familiares a heno, caballo y polvo antes de entrar y cerrar la puerta tras ella. Argo le relinchó y se acercó a la yegua, mirando a su alrededor antes de sacar el pergamino y dejar que el caballo lo olisqueara con curiosidad.

—¿Lo reconoces, Argo? —La yegua relinchó—. Eso me parecía. —Se dirigió al pajar y estuvo a punto de tropezar con Ares, que salió disparado de debajo de la mesa de los arreos y le atacó la bota—. Oye, cuidado —murmuró, levantando al lobezno y poniéndoselo debajo del brazo, luego se izó con un solo brazo hasta el pajar y se tumbó en su petate. —Ruu —protestó Ares, soltándose y trepando por su brazo hasta su pecho, donde se puso a olisquear el pergamino que sostenía. Lo levantó para apartarlo de él y lo leyó de nuevo, y esta vez se dejó inundar sin más por la oleada de emoción vertiginosa y cerró despacio los ojos, regodeándose en ella. No me lo merezco. De verdad que no. Pero si está ocurriendo, pues... voy a dejar que ocurra. Estoy harta de luchar contra esto. Echó la cabeza a un lado y contempló al lobezno. —Seguro que ella también te gusta —le murmuró al animal, que la miró ladeando a su vez la cabeza—. Bueno, tengo que levantarme para ir a ejercitarme con la espada, Ares. Así que pórtate bien y duérmete, ¿vale? Se dejó caer rodando desde el pajar y se quitó la túnica, poniéndose en cambio la loriga acolchada que usaba para entrenar con la espada. Llevaba relleno en los hombros y los brazos, donde tendía a golpearse cuando practicaba saltos y volteretas por el aire, y así se ahorraba magulladuras molestas. También tenía presillas y hebillas para sujetar la vaina y era de corte alto en los lados, para permitirle practicar algunas de sus patadas más complicadas. Se ajustó las correas y se colocó la espada, luego salió por la puerta y bajó por el sendero hacia la línea de árboles, aspirando el aire frío en los pulmones, y echó a correr simplemente porque le apetecía. Dio varias volteretas a la carrera por pura diversión y llegó al claro en nada de tiempo, donde saltó varias veces sobre las puntas de los pies para colocarse bien la espada y la loriga.

Jo, qué bien me encuentro. Una larga ola restallante de felicidad cayó sobre ella. Sacó la espada y emprendió una serie velocísima de estocadas a media altura, dejando que la emoción se fuese descargando despacio a medida que se lanzaba a una serie de ataques complicados y, francamente, excesivamente historiados con la espada, en los que incluyó molinetes y lanzamientos de la espada por el aire en medio de estocadas de revés. Era muy difícil. Y disfrutaba al máximo, notando cómo los movimientos adquirían un ritmo cómodo y familiar. Dioses, qué gozada. Se sonrió, luego cambió de ritmo y emprendió una serie más normal de estocadas estándar, que fueron aumentando de velocidad hasta que la hoja se puso borrosa. Y entonces, añadió las maniobras aéreas, empezando con fáciles volteretas hacia delante y pasando poco a poco a las más complicadas, que consistían en girar en medio del aire, y luego a las que eran difíciles de verdad, los saltos mortales hacia atrás, que tenía que hacer prácticamente a ciegas, confiando en sus instintos para colocar bien la espada, el cuerpo y los pies al aterrizar. Había estado teniendo algunos problemas con esos, pero esta noche... esta noche todo fluía sin dificultad... como si todo encajara en su sitio sin esfuerzo. Se echó a reír en voz alta, dando un enorme salto mortal hacia atrás, luego botó hacia delante con una voltereta, saltó hacia arriba y giró en medio del aire estirándose casi como si volara. Por fin, se relajó tumbada boca arriba en la hierba, con los brazos completamente extendidos, contemplando las estrellas, notando el rocío que le empapaba la loriga, refrescándola, aspirando el olor de los pinos, de la hierba mojada y de la tierra húmeda. Captó un leve ruido y sus defensas regresaron plenamente alerta. Se levantó de un salto, envainó la espada y se metió entre los árboles, ocultándose de la luz de la luna. Sus sentidos percibieron un cuerpo en movimiento y avanzó hacia él, deteniéndose a la

sombra de un gran árbol para concentrarse en el bosque que tenía delante. Se le dilataron las fosas nasales, atrapando el viento caprichoso, que le trajo un leve olor, junto con el minúsculo indicio de un crujido de la hojarasca bajo un pie. Se quedó donde estaba, hasta que el intruso pasó ante su mirada inmóvil y silenciosa, y entonces puso los ojos en blanco. Ephiny. ¿Es que esta mujer nunca aprendería? Suspirando, salió de detrás del árbol y se colocó detrás de la amazona, que era evidente que seguía un rastro. Cayó en la cuenta de que era el suyo, que no se había molestado en absoluto en ocultar. Risueña, siguió a Ephiny hasta que la mujer llegó al borde del claro y se asomó, apoyando una mano en la áspera corteza del último árbol que había antes de la zona despejada. Por fin, Xena carraspeó y se cruzó de brazos cuando Ephiny, sobresaltada, se volvió en redondo. —¿Pero por qué haces eso? —exclamó la guerrera, apoyándose en un árbol cercano —. ¿Es que no puedes decir simplemente, "Oye, Xena... ¿podemos hablar?"? ¿Es que tienes que acercarte furtivamente a las personas? —Se enderezó y se acercó donde estaba la amazona, con los brazos en jarras. —Como si tú nunca lo hicieras —contestó Ephiny, riéndose un poco—. Lo siento — dijo, azorada—. Es una costumbre. Ya nos conoces. Nunca te acerques de frente si puedes hacerlo a hurtadillas. —Miró a Xena—. ¿Y tú qué haces aquí fuera? La guerrera resopló y flexionó los hombros. —Entrenar con la espada. —Señaló el claro con la cabeza—. Hay mucho espacio, sin aldeanos que se asusten. —¿Entrenar? —preguntó Ephiny, extrañada—. No sabía que tenías que hacerlo.

Xena la miró ceñuda. —Sabes, eso siempre me asombra —dijo, con cierto matiz de irritación en el tono. —¿El qué? —preguntó Ephiny, acercándose más y ladeando la cabeza, mirando algo confusa a la mujer más alta. —¿Por qué todo el mundo da por supuesto que me levanto sin más por la mañana y ya soy capaz de saltar el equivalente de mi propia estatura y atrapar flechas? —Miró quejosa a Ephiny—. ¿De verdad crees que Ares sale de detrás de un árbol, me echa unos polvitos mágicos y allá voy? Ephiny se quedó pasmada y trató de pensar en algo que contestar. —Aah... pues... mm. Es culpa tuya —replicó, cruzándose de brazos—. Haces que parezca todo tan fácil... Supongo que todo el mundo supone... o sea... no sé lo que suponen. Supongo que siempre he... oh, por Hades, Xena. No tengo ni idea de qué he estado pensando. Es que haces cosas sin más —terminó, mirando a la guerrera y levantando un poco las manos—. Haces cosas que nunca le he visto hacer a nadie más. Xena suspiró y se frotó los brazos. —¿Tienes idea de lo que he tardado en fortalecer mi cuerpo hasta el punto de poder hacer todas esas cosas? —Sonrió levemente a Ephiny—. Y hace falta un trabajo constante para mantenerlo. —Se echó a reír—. De modo que sí, Ephiny. Entreno. Incluso me doy en la cabeza de vez en cuando. Pregúntaselo a Gabrielle. Miró a la amazona, esta vez con cara seria.

—¿En qué estás pensando, Eph? No creo que hayas venido hasta aquí para verme dar saltos mortales. Ephiny se cruzó de brazos y se apoyó en el árbol. —Es Gabrielle —dijo por fin, levantando la mirada hacia los ojos ahora precavidos de Xena—. Estoy preocupada por ella. —Frunció los labios—. Está muy alterada por algo y no quiere hablar conmigo. Ni con nadie, en realidad. Xena frunció el ceño un poco consternada, debatiéndose entre la preocupación y la idea de que seguramente ella sabía muy bien cuál era el problema de la bardo. —Es que... no duerme. Y se cree que yo no lo sé. Creo que la tensión de todo este asunto está afectándola. Y Arella no ayuda nada. —No quiso mirar a Xena a los ojos—. Está... presionando mucho a Gabrielle. Y no lo hace con mucha sutileza. —Por fin levantó la mirada—. Entiéndeme, lo lleva muy bien. Tiene a Arella absolutamente frustrada. —Una leve sonrisa por parte de Xena—. Pero... se está agotando, Xena. Y me duele verla así. —Hizo una pausa—. Necesita una amiga. —¿Y tú no lo eres, Ephiny? —preguntó Xena suavemente, escrutando atentamente el rostro de la amazona con sus ojos claros. —Yo soy una de las personas que acuden a ella en busca de soluciones. —Ephiny suspiró. Entonces mordió la flecha y continuó—. Creo que la amiga que necesita está aquí, delante de mí. —Tomó aliento y miró al suelo—. Escucha... no es asunto mío, eso lo sé. Pero... Gabrielle me cae bien. Y no me gusta verla como está ahora. Necesita algo... algo que nosotras no podemos darle. —La amazona miró a un par de ojos azules inmóviles y tranquilos—. Pero creo que tú sí puedes.

Xena soltó aliento, contemplándola con cara pensativa. Cuando estaba a punto de hablar, se puso rígida de repente y alzó una mano, ladeando la cabeza para escuchar. —Ballesta —le dijo sin voz a Ephiny, que abrió mucho los ojos—. Me apunta a la espalda —susurró apenas, con todos los sentidos en alerta. —¿Quién? —susurró Ephiny a su vez, estremeciéndose. No había pánico en los ojos que la miraban, pero captó la repentina y tensa preparación de los músculos de Xena y se le erizó el pelo de la nuca. —La pregunta es, ¿cuál de las dos es el blanco? —respondió la guerrera en voz baja, y luego miró intensamente a la amazona—. Ephiny, ¿confías en mí? Ephiny se quedó largos segundos mirando a esos ojos irresistibles. Luego tomó aliento y asintió. —Sí, confío en ti. —Pues no te muevas —advirtió Xena suavemente—. Ni un centímetro, nada. — Cerró los ojos y concentró cada fibra de su ser hacia atrás, notando el temblor cuando la ballesta disparó, percibiendo el movimiento del aire cuando la flecha voló hacia ella. El tiempo se detuvo y, dejándose llevar por su instinto entrenado, cayó sobre una rodilla, se giró y atrapó la flecha al pasar zumbando junto a su hombro izquierdo y luego la segunda al pasar por encima de su cabeza. Inmovilizó los músculos, volvió la cabeza y comprobó la trayectoria de las flechas y el blanco situado a varios centímetros detrás de ella. El corazón de Ephiny. Durante un segundo, le sostuvo la mirada a Ephiny, luego soltó las flechas y se levantó, colocando el cuerpo entre los árboles y la amazona.

—Se ha ido —dijo, volviéndose para mirar a la mujer rubia—. ¿Qué está pasando aquí, Ephiny? Iban dirigidas a ti... disparadas por alguien que sabía que yo no sólo las oiría, sino que podría quitarme de en medio. Ephiny se dejó caer apoyada en el tronco hasta quedarse sentada en el suelo del bosque y apoyó la cabeza en las manos. Xena se acuclilló a su lado, preocupada. —Sabes, Xena, a veces... —murmuró por fin—. Es que no sé ni por qué me molesto. —Dejó los brazos sobre las rodillas y apoyó la cabeza en el árbol—. Ha tenido que ser Erika. La ballesta es su especialidad y es la única de los alrededores que se me ocurre, remotamente, que pueda tener un motivo. Xena frunció las cejas oscuras. —¿Erika? ¿Por qué querría matarte? Si van detrás de la máscara de la reina, lo más lógico sería matarme a mí. —La idea no parecía afectarla—. Al fin y al cabo, si quieren quitársela a Gabrielle, tienen que pasar por encima de mí para hacerlo. —Cierto. —Ephiny le sonrió con desgana—. Pero ¿y si consiguen que parezca que he venido aquí para parlamentar y tú me has matado? —Casi se echó a reír al ver la expresión de pasmo de Xena—. Bum. Ya tenemos una situación en la que Arella puede pasar por encima de prácticamente cualquier cosa para lanzar un desafío, y tú no no podrías actuar como campeona, porque... bueno, porque me habrías matado. Xena dejó asomar una sonrisa lenta, feroz e indolente que le produjo a Ephiny un escalofrío por la espalda.

—Ephiny. Si alguien la amenazara, ¿tú crees que dejaría que la ley amazona se interpusiera entre ella y yo? —Sus ojos se clavaron en los de la amazona—. Además, la ballesta no es mi estilo. Yo no te habría matado de ese modo. Ephiny respiró hondo e intentó hablar con humor. —Bueno, si Gabrielle estuviera aquí, diría que tú no me habrías matado. De ningún modo. —Tragó con dificultad—. Por cierto, gracias. Xena se puso ágilmente en pie y alargó la mano para ayudar a levantarse a la temblorosa Ephiny. —De nada —dijo, y luego añadió—: Y... Gabrielle tendría razón. Como siempre. — Sonrió a Ephiny—. Gracias. Por preocuparte por ella. Ephiny miró al suelo y luego dirigió la mirada al bosque. —Vamos a hacer una fiesta dentro de poco, Xena... —Ya lo sé. —La guerrera se rió levemente—. He recibido una invitación por escrito. —Oh. —Ephiny se sonrojó. Luego se echó a reír—. Me lo tendría que haber imaginado. ¿Irás? —Allí estaré —replicó Xena, dándole un empujón para que echara a andar hacia el pueblo—. Es una fiesta en honor de Dionisos. Alguien tiene que proteger su inocencia de vosotras, las amazonas.

Ephiny se sobresaltó y se volvió para mirar sorprendida a Xena, y luego soltó una risotada y sacudió la cabeza mientras regresaban a la posada. Pero en lugar de ir a la taberna, Xena la llevó hacia el establo. —Más seguro, creo, aunque no tan cómodo —murmuró, deslizándose por la puerta con Ephiny pisándole los talones. La cual se detuvo en seco al ver a un bullicioso lobezno que corrió frenético y tropezando por el suelo y se lanzó sobre el pie calzado con bota de Xena—. Ah, hola, Ares —dijo Xena, distraída, apartando con delicadeza al animal y avanzando hacia la mesa de los arreos. —¿Ares? —dijo Ephiny, alzando la voz atónita—. Lo dirás en broma. —Miró al lobo —. ¿De dónde...? —Una larga historia —dijo Xena, cogiendo un trozo de pergamino y sentándose con una pluma y expresión absorta—. Si Erika ha sido la persona que ha disparado esa ballesta, ¿vas a estar a salvo en el viaje de vuelta a casa? Ephiny se sentó en un cómodo montón de heno y reflexionó. —No lo sé. Xena se contempló las manos. —Bueno, puede que tenga una solución. Un... testigo, más o menos, para ti. —Se detuvo pensativa—. Tenemos a una huérfana por aquí... se llama Cait. A sus padres los mató la banda de un señor de la guerra errante. —Se echó hacia atrás y miró a Ephiny —. Se gana la vida cazando animales pequeños y vendiéndoselos a la gente del pueblo. Se le da bien... y sólo tiene doce años.

—Muy joven para estar sola —murmuró Ephiny. —Mucho —asintió Xena—. Cuando llegué aquí, me rogó que le enseñara a manejar la espada. La convencí de que probablemente no era muy buena idea. Pero... —señaló a Ephiny con la cabeza—, sería una buena amazona. —¿Y ella quiere? —preguntó Ephiny, pensándoselo—. Ya sabes que no adoptamos gente sin más sólo porque sean huérfanas o lo que sea. —Ella quiere —afirmó Xena, tajante—. De hecho, me ha pedido que la lleve a vuestra aldea. Le dije que me lo pensaría... cuando fuese. —Se echó hacia delante—. Es un riesgo, lo sé... pero es fuerte y no es una completa inocente. Ephiny asintió. —Está bien. Me la llevo. —Bien. —Xena suspiró—. Bueno, acomódate en el heno y duerme un poco. Yo tengo que escribir una nota. Ephiny sonrió. —Me parece buena idea. Las dos cosas —dijo, sonriendo al ver que había sorprendido a Xena. Luego cogió una manta de caballo que estaba libre y se acurrucó en la blanda paja, donde se quedó dormida a los pocos minutos. Xena se quedó mirándola un momento y luego se echó a reír por dentro. Luego se concentró en el pergamino que tenía delante. Oh... esto no va a ser fácil. Las palabras no son lo mío. Pero... vamos a ver...

Querida Gabrielle: (decía) Pues sí, me he lanzado a conquistar el mundo. Otra vez. Y he empezado por Anfípolis. Lo siguiente es Potedaia. Saludaré de tu parte a tu familia, puesto que estoy segura de que me recuerdan con cariño. Ha sido agradable tener a Ephiny de visita y recibir noticias de lo que está pasando allí. He conseguido no pegar a Erika, pero a lo mejor lo haces tú cuando vuelvan, porque creemos que ha intentado que Ephiny haga amistad con un par de flechas de ballesta. No hay manera de aburrirse cuando tú andas cerca, ¿eh? Madre y Toris te envían saludos y Ephiny te llevará algo de parte de madre que creo que te va a gustar mucho. El pueblo me ha sentado bien hasta ahora, dejando aparte el plan para dominar el mundo, claro. Sí, como norma general, no me gustan las cursiladas. ¿Pero no te dije una vez que tú eres la excepción a la regla? Creo que sí que te lo dije... además, yo también te echo de menos. No me perdería vuestra fiesta por nada del mundo: puedes contar conmigo. Aguanta, bardo mía. No corras riesgos y ten cuidado. Y puedes decirle a tu amiga Arella que si te pone un dedo encima, esparciré sus restos por el camino de Atenas en trozos tan pequeñitos que tendrán que usar pinzas para recogerlos. Lo digo en serio. X Bueno, pensó, artístico no es. Pero creo que la idea queda clara. Dobló el pergamino, le echó cera encima y luego se detuvo un momento, pensando. Gabrielle había sellado el suyo con un sello de amazona, por supuesto... así que me parece que

voy a tener que sacar esa cosa. Fue a las alforjas de Argo y se puso a hurgar, hasta que sacó una bolsita, de donde extrajo un anillo de sello. El suyo. De los malos tiempos, cuando las misivas marcadas con esta insignia sembraban el terror por el territorio. Lo miró pensativa, luego regresó a la mesa y aplicó el sello a la cera caliente. Ya era hora de que eso sellase algo que... No terminó la idea y sopló para apagar la vela, cogió a Ares y subió al pajar. Se tumbó y se quedó flotando en un cansancio agradable que hacía que el pajar pareciera un colchón relleno de plumas. Se puso a pensar. Esta vez no quería ni necesitaba que el sueño se lo impidiera.

Erika estaba taciturna al día siguiente. Ephiny lo advirtió con una sonrisa tensa. La amazona morena comía en silencio el excelente y gran desayuno que les sirvió Toris y evitaba mirar a Ephiny a los ojos. Ah... es muy joven, pensó Ephiny, aunque no estaba dispuesta en absoluto a usar eso como excusa para justificar un asesinato. También lo es Arella. Tal vez eso es parte del problema... Dirigió una mirada al otro lado de la sala, donde estaba sentada Xena, con los brazos apoyados en las rodillas cubiertas con botas, hablando en voz baja con una niña sentada frente a ella. Más alta de lo normal, de pelo rubio clarísimo y muy delgada, la niña llevaba un arco corto colgado del hombro y una aljaba colgada del ancho cinturón. A sus pies había un morral de viaje informe y escuchaba atentamente a la guerrera. —Cait, sabes que no tienes que ir si no quieres —dijo Xena, en voz baja—. Puedes quedarte aquí, madre ha dicho que tendrías un sitio para ti en nuestro... —aquí sonrió un poco—, hogar, si lo quieres.

Cait la miró solemnemente con sus ojos grises casi incoloros. —Quiero ir. Yo... hay cosas que quiero que aquí no puedo encontrar. —Esbozó media sonrisa—. Creo que tú lo comprendes. Xena asintió. Lo comprendía. Y lo que no le había dicho a Ephiny era que después de que sus padres murieran en el ataque, esta niña se había colado en el campamento enemigo y le había cortado el cuello al líder. Una niña peligrosa, era Cait. Una a quien ella comprendía de una forma única. —Muy bien. Ephiny te llevará al territorio de las amazonas y te buscará una familia adoptiva. Está bien, puedes confiar en ella. —Bajó la voz—. Pero en la otra no. Creemos que anoche intentó matar a Ephiny. —Es cierto —contestó Cait con cautela—. Yo la vi y la seguí cuando me pareció que se dirigía a tu sitio de siempre. Xena le sonrió, pues hacía tiempo que sabía que tenía una espectadora silenciosa. —¿Y has estado disfrutando del espectáculo? —preguntó, con tono humorístico. Cait sonrió, sin la menor vergüenza. Se había enfadado mucho con Xena cuando la guerrera se negó a enseñarle a manejar la espada, pero a lo largo de las semanas, primero le había ido cayendo bien y luego había acabado sintiendo un aprecio auténtico y entusiasta por ella. Por la única persona con la que le parecía que podía hablar con franqueza. La única persona que había conocido en su corta vida que entendía perfectamente sus motivaciones.

—Anoche estuvo mejor que nunca. —Suspiró, con los ojos iluminados—. Fue como... magia. Xena la miró, desconcertada. —Sí, el ejercicio no estuvo mal —dijo despacio—. Estaba de muy buen humor. —Ya lo noté —contestó Cait suavemente. —Sí, ¿eh? —replicó Xena, sonriendo. Se irguió—. Me gustaría que hicieras algo por mí. Cait asintió. —Lo intentaré. Xena cogió dos cosas y las empujó al otro lado de la mesa. La primera, un paquete de pergamino sellado, se la entregó a Cait. —Esto quiero que se lo des a la reina amazona. Es Gabrielle. ¿Te acuerdas de ella? Cait asintió enérgicamente. —Oh, sí. Tu amiga, la del pelo dorado rojizo. La narradora. —Sí, ésa es. —Xena dejó que una sonrisa asomase un momento a su cara por lo demás seria—. Tú dáselo, reconocerá el sello. —Cogió el otro objeto y se puso a darle vueltas entre las manos—. Esto necesito que te lo lleves y se lo des a ella también. ¿Puedes hacerlo? —Le entregó el objeto a Cait, que lo cogió con cuidado y lo examinó. Un cuchillo hábilmente forjado, del mismo molde que su larga espada, con un sello grabado en la empuñadura. Un sello igual al de la cera del pergamino. Cait lo sacó con

cuidado de la vaina de cuero y examinó la hoja bien afilada y los dos canalillos paralelos que bajaban por cada lado. Miró a Xena, con un conocimiento impropio de sus doce años, luego volvió a mirar el cuchillo y lo envainó. —Puedo hacerlo —dijo la niña, tajante y tranquila. Xena asintió y le tocó la mano, bajando la voz. —Quiero que vigiles a Ephiny, Cait. Es importante que llegue a casa. —Sus ojos azules se clavaron en los grises. Cait le sostuvo la mirada, pero se llevó el cuchillo a los labios y lo besó. —Lo haré —susurró, y dos almas fieras intercambiaron un entendimiento—. Lo prometo. —Vale, y cuando la veas —añadió Xena, echando un vistazo a las amazonas que esperaban—, dale ese cuchillo a Gabrielle. Dile que es de mi parte. Para... las emergencias. Y dale otra cosa de mi parte. Cait se levantó, pues sabía que era hora de marcharse. —¿El qué? —Ven aquí —dijo Xena y, cuando la niña se acercó, se echó hacia delante y le dio un abrazo que, tras un momento de estupor, Cait le devolvió con fuerza—. Así —dijo Xena, soltándola—. ¿Vale? Cait sonrió. —Creo que eso le va a gustar más que el cuchillo —dijo, sabiamente.

Xena se echó a reír. —Ah, creo que tienes razón. Pero dáselo de todas formas. —El cuchillo... todavía estaba dándole vueltas en la cabeza, pensando si era o no una buena idea. No esperaba que Gabrielle lo fuera a usar, no... lo que sentía la bardo sobre el derramamiento de sangre era algo de lo que Xena era poderosamente consciente. No... pero el incidente de las flechas le había causado mucha preocupación por su seguridad y había estado a punto de mandar a paseo la cautela y todo lo demás y simplemente... ir... en persona a la aldea amazona. De hecho, plantada al amanecer de cara al viento ante el establo, había sentido un tirón repentino y urgente en esa dirección y hasta dio varios pasos antes de darse cuenta y detenerse. No, Gabrielle no usaría el puñal. Pero era lo bastante prudente como para saber que si lo llevaba al cinto, eso podría, tal vez podría detener una posible amenaza. Y... el sello garantizaba que todo el que lo viera supiera con exactitud quién estaba detrás de la acosada reina amazona. Podría ir sin más... pero ha dicho que necesitaba un poco más de tiempo... y según el análisis de Ephiny, cualquier posible desafío está todavía en fase de planificación. No quiero estropearle las cosas, pero desde luego, tampoco quiero que le hagan daño. O algo peor. ¿Un poco más de tiempo, bardo mía? Está bien, pero no mucho más. Creo que no voy a esperar hasta esa fiesta para hacerte una visita, decidió severamente. Aunque... su mente se burló amablemente de ella, no es que necesites una excusa, ¿verdad? —Oh, espera... casi me olvido —murmuró Xena, apresurándose a reprimir una sonrisa—. Ahora mismo vuelvo. —Desapareció en la cocina y no tardó en encontrar a Cirene, que vigilaba una olla que hervía ligeramente. Levantó la mirada al oír los característicos pasos de su hija.

—Buenos días, querida. —Le sonrió. —Hola —contestó Xena, apoyándose en un soporte de madera—. No tendrás por aquí algunas de esas empanadillas, ¿verdad? Cirene se echó a reír. —Creo que tengo una nueva adicta —bromeó—. Todo parte de mi plan para conseguir que te quedes. Xena le sonrió con cariño. —Para mí no. Para una amiga. —Oh, por supuesto. —Cirene sofocó una carcajada y luego se detuvo y la miró—. ¡Ah... espera! ¿Para Gabrielle? —Observó el rostro de su hija con ojos pícaros. La sonrisa de Xena le contestó—. Bueno, en ese caso, te prepararé un paquete. —¿En ese caso? —preguntó Xena, enarcando una ceja. Cirene subió la mano y la agarró de la barbilla, riendo. —Bueno, ahora es parte de la familia, ¿no? Oh. Xena notó el rubor que le iba subiendo por el cuello hasta las mejillas. No tiene sentido mentir. A ella no, al menos. —Sí, supongo que sí —fue la tranquila respuesta, seguida de una ligera carcajada. Su madre sonrió y le dio una palmadita en la tripa.

—El amor te sienta bien, querida. —Fue detrás de una alacena y sacó un paño para envolver, le dio tiempo a Xena para que se serenara y luego salió de nuevo con un paquete muy bien envuelto—. Aquí tienes. —Gracias —contestó la guerrera, con una pequeña sonrisa—. Sé que serán apreciadas. Cirene la despidió con un gesto. —Hala, vete. Tengo que ocuparme del estofado. —Esperó hasta oír que se cerraba la puerta y luego se echó a reír para sí misma. Si hace un mes alguien me hubiera dicho que iba a pasar una cosa así, lo habría echado a escobazos por la puerta. Y ahora mira: el negocio va mejor que nunca y el pueblo está... renovado, con una confianza que emana directamente de ella. Creo que por fin ha pagado esa deuda. Al menos a mí me la ha pagado. Creo que la quiero otra vez. No, sé que la quiero. —Muy bien —dijo Xena, regresando a la mesa y llevando a Cait hasta las amazonas —. ¿Todo el mundo listo? —Cait, que ya había hecho desaparecer el cuchillo guardándolo, sonrió con timidez a las dos mujeres—. Ésta es Cait y quiere ir con vosotras. Cait, éstas son Ephiny y Erika y son amazonas. —Le entregó un paquete a Ephiny, con una sonrisa—. Dale esto a su majestad, por favor. Con los saludos de mi madre. —Hola, Cait. —Ephiny sonrió afectuosamente—. ¿Estás preparada? —Erika se limitó a saludar a la niña inclinando la cabeza. —Todo listo —dijo Cait, levantando su morral.

Ephiny le dio una palmadita a la niña en el hombro y la llevó hacia la puerta. Se volvió al abrirla y miró a Xena, que estaba de pie, cruzada de brazos, observando. —Cuídate —dijo, saludándola con la cabeza. —Nos veremos —contestó Xena, enarcando una ceja y guiñando apenas un ojo. Vio alivio seguido de comprensión en el rostro de la amazona rubia.

Aldea amazona: por la noche, dos días después Gabrielle apoyó la cabeza en las manos, respirando hondo para intentar calmarse. La escena de hoy en la sala del consejo la había asustado más de lo que estaba dispuesta a admitir, aunque se había mantenido firme y había hecho valer su punto de vista. Una vez más. ¿Pero cuánto tiempo iba a poder seguir haciendo esto? Primero, los rumores de una invasión de su territorio por parte de los centauros. Resultaron ser falsos. Luego llegó la noticia de que había bandidos de la aldea vecina arrasando los campos. También resultó ser falsa. En cada ocasión, la paz había prevalecido. La calma había prevalecido. La otra mañana, tuvo la seguridad de que Arella la iba a desafiar, en el comedor mismo a la hora del desayuno. Le costó controlar el ataque de miedo puro e irracional. Pero lo hizo. Ahora, llegaba la noticia de que Ephiny regresaba con Erika y una niña desconocida. —¿Gabrielle? —se oyó la suave voz de Granella en la puerta. Levantó la mirada y vio a la delgada amazona mirándola con cierta preocupación—. Ephiny ha llegado a la puerta. He pensado que querrías saberlo.

—Gracias —dijo la bardo, respirando hondo y apartándose de la mesa de trabajo. Cruzando la habitación, se detuvo en la puerta, vio a la rubia de inmediato y se quedó mirando mientras Erika se alejaba rumbo a la zona de Arella con la cara muy larga. Se animó, al darse cuenta de que eso sólo quería decir una cosa, aunque no había tenido la menor duda. Ephiny la vio y echó a andar hacia ella, haciéndole un gesto al tercer miembro de su grupo para que fuera con ella. ¿Pero quién...?, pensó la bardo. Le resultaba vagamente conocida, pero Gabrielle tardó un poco en recordar de qué... aunque se le fue aclarando la memoria a medida que se acercaban, y de repente se acordó. ¿Eh? —¡Gabrielle! —la llamó Ephiny, con aire cansado, pero aliviado—. Tenías toda la razón. —Sus labios se curvaron en una sonrisa, comparable a la que lucía la reina—. Y te traigo un tratado firmado por la conquistadora del mundo. Gabrielle fue hacia ellas, notando que se le quitaba parte de la tensión. —Seguro que puso los ojos en blanco cuando lo vio —dijo la bardo riendo y luego miró a la niña—. Hola, Cait... cuánto tiempo. Los ojos de la niña se iluminaron al ver que se acordaba de ella y sonrió a Gabrielle con timidez. Gabrielle le devolvió la sonrisa y las hizo pasar a las dos a su cabaña. Está más alta, pero sigue pareciendo un fantasma. —Parece que aquí Cait quiere formar parte de nuestra gran familia, Gabrielle —dijo Ephiny con tono de guasa—. Viene recomendada por Xena. —Bueno, ésa es recomendación suficiente para mí —replicó la reina, guiñándole el ojo a Cait.

—Tengo unas cosas para ti —dijo Cait, acercándose un poco. —¿Ah, sí? —preguntó Gabrielle, un poco desconcertada—. ¿Cómo qué? Le ofreció el pergamino primero. —Esto. Gabrielle lo cogió, miró el sello y sonrió relajadamente. —Ya veo quién lo envía. —Se echó a reír. Empezó a sentir un calorcillo en la boca del estómago. Cait también sonrió. —Sí. Y esto... dijo que te dijera que era en caso de emergencias. —La niña sacó un objeto largo de su morral y se lo entregó solemnemente. La bardo alargó la mano despacio y lo cogió, examinándolo con los ojos, y tocó suavemente el sello de la empuñadura. Sus ojos se posaron en Ephiny, advirtiendo las ojeras de agotamiento que tenía la rubia amazona bajo los ojos y su mirada preocupada. —Gracias. —En caso de emergencias... ¿qué puede haber pasado para que Xena se asuste hasta el punto de enviarme esto? Cait esperó. —Una cosa más —dijo, suavemente. Gabrielle volvió a prestar atención a la niña. —Muy bien, ¿qué es? —preguntó, obligándose a hablar con tono paciente y alegre.

—Esto. —Y la niña se adelantó y abrazó a la sorprendida bardo, intentando estrujarla con todas sus fuerzas. Con toda la fuerza que sabía que habría deseado la guerrera que se había quedado atrás. Porque a esta amiga suya parecía hacerle mucha falta. Gabrielle tomó aliento temblorosamente y abrazó a su vez a la niña. —Gracias, Cait —dijo y soltó a la niña, revolviéndole el pelo—. Eso ha sido lo mejor. Cait dejó asomar media sonrisa. —Ya le dije yo que ibas a decir eso —dijo. —Bueno, Cait, vamos a instalarte. —Ephiny suspiró y miró hacia la puerta, aliviada al ver allí a Granella, que esperaba—. Gran, ¿puedes...? —Claro. —La exploradora puso la mano con delicadeza en el hombro de Cait—. Vamos, Cait... seguro que tienes hambre. —Intercambió un saludo con Ephiny y se llevó a la niña. Gabrielle se las quedó mirando mientras se iban, luego se volvió hacia Ephiny y le tiró del brazo. —Siéntate antes de que te caigas. ¿Qué está pasando? —preguntó, secamente, apoyándose en el borde de la mesa de trabajo—. ¿Qué ha ocurrido para que reciba esto... —levantó el cuchillo—, de mi por lo general sensata, aunque superprotectora mejor amiga? Ephiny se lo contó.

—De modo que creemos, y ahora Cait lo confirma, que Erika intentaba conseguir que Xena no pudiera ser tu campeona. Yo sólo era una... oportuna excusa. —Le lanzó a la reina una mirada sardónica—. Sin embargo, tu campeona se apresuró a decirme que la ley amazona no se le iba a aplicar a ella como alguien le hiciera algo a su Gabrielle. — La amazona sonrió por dentro al ver el rápido sonrojo que cubrió las claras facciones de Gabrielle—. Y, por cierto, te envía esto. —Le pasó a Gabrielle el paquete envuelto—. Dijo que con los saludos de su madre. Gabrielle cogió el paquete con curiosidad y lo desenvolvió, y en su cara apareció una sonrisa inesperada. —Qué bien me conoce —dijo, riendo suavemente, y mostró las empanadillas. Olían maravillosamente y las probó de inmediato, enarcando las cejas con placer—. Oh, caray... ¡están fantásticas! —Le ofreció una a Ephiny, que reprimió una sonrisa y aceptó, masticando pensativa—. Bueno... ¿y cómo van las cosas por allí? —preguntó la bardo, con aire indiferente. Ephiny le sonrió con intención. —Bien, creo... se ha ganado a todo Anfípolis, por cierto. Y... ah, sí, no sé cómo, pero se ha encontrado un cachorro de lobo que la sigue por todas partes. Gabrielle soltó una risita. —¿¿¿Un cachorro??? Lo que daría por verlo. —Oh... qué cierto es eso. Tal que ahora mismo. —Sí, no me contó la historia, pero es una monada. Lo llama Ares —dijo la amazona con tono de guasa, viendo cómo el humor de la reina mejoraba considerablemente—. Y

anoche me levanté para colocar bien mi colchón de paja y la pillé durmiendo con él acurrucado en el pliegue del brazo, los dos bien pegaditos. Era una cosa tiernísima. Pero si le dices que lo he visto, seguro que nos mata a las dos. —Por la sonrisa encantada de Gabrielle valía la pena correr ese riesgo. —Ni una palabra, te lo prometo —dijo la reina riendo—. Detesta que la gente consiga ver lo que hay debajo de esa fachada de guerrera despiadada que se pone. —Salvo tú. —A Ephiny se le escaparon las palabras antes de poder detenerlas, y aguantó la respiración, esperando la regañina. Gabrielle se la quedó mirando un momento, luego sonrió y se encogió ligeramente de hombros. —Salvo yo —asintió alegremente—. Pero me costó mucho tiempo y esfuerzo. — Hizo una pausa—. Aunque no me importó. Ephiny se echó a reír. —Seguro. —Y continuó con su informe—. Y aunque tiene unas cicatrices muy recientes en los brazos que se parecen mucho a las marcas de una pantera y que tampoco me explicó, por lo demás tiene un aspecto estupendo. Creo que esta estancia con su familia le ha venido bien. —Observó que la reina absorbía todo como una esponja. Gabrielle asintió. —Gracias, me alegro de oír eso. Tampoco es que estuviera preocupada... ya conoces a Xena. Es capaz de encontrar soluciones para prácticamente cualquier situación.

Ephiny sonrió y asintió. —Eso es cierto. Es única. La bardo sonrió a su vez y asintió. —Entre otras cosas. —Cogió el pergamino y rompió el sello, leyendo el contenido con curiosidad. Luego lo volvió a leer y esta vez en su cara se fue formando una lenta sonrisa. El tratado llevaba algunas enmiendas en puntos muy divertidos y se le había añadido un artículo para la protección de Potedaia por unos pocos dinares más. Y la conclusión... escrita en un dialecto que la guerrera sabía perfectamente que sólo ella podría leer. Y luego dice que no le gustan las cursiladas. Tocó las palabras con la punta de un dedo. Una risita, fuera de lugar dada la gravedad de la situación, brotó a la superficie—. Lo siento. Es que aquí ha puesto una cosa muy graciosa. —Dirigió una mirada a Ephiny, que observaba su cara con aire risueño y cansado. Y luego pasó al segundo pergamino, que la hizo estallar en carcajadas—. Oh... muy bueno. —Le leyó el último párrafo a Ephiny, que sacó fuerzas de flaqueza para reírse también—. Ojalá... Ephiny levantó la mirada cuando la bardo se quedó callada. La reina daba vueltas al pergamino entre las manos. —Gabrielle... —dijo, vacilando. —Sí. —Los ojos verdes levantaron la mirada y parpadearon—. En cualquier caso, me alegro de que hayas vuelto sana y salva. —Logró sonreír con aire tranquilizador—. ¿Por qué no te vas a dormir? Pareces agotada. La amazona se levantó con un esfuerzo.

—Lo estoy. —Suspiró—. Cuesta dormir con un ojo abierto, aunque... —dijo pensativa—, me daba cuenta de que la pequeña Cait me vigilaba estrechamente. — Sonrió a la bardo con aire taimado—. Creo que cierta amiga superprotectora tuya le debió de dar instrucciones en privado. Gabrielle lo pensó un momento y luego se echó a reír suavemente. —A Xena no le gusta dejar las cosas al azar. —Y ojalá que en estos momentos pudiera sentir sus brazos superprotectores a mi alrededor—. Así que no me sorprendería. —Buenas noches —suspiró Ephiny y agitó un poco la mano—. Y trata de dormir un poco tú también, ¿vale? —La fulminó en broma con la mirada y se marchó, meneando la cabeza. —Sí, claro —murmuró la bardo, sentándose en la cama y mirando el pergamino que seguía aferrando con una mano. Lo leyó varias veces, con labios risueños al imaginar las palabras, entonación incluida, pronunciadas por Xena. Sobre todo el último párrafo, porque oía en su mente la bajada de tono deliberada y ese leve gruñido que lo acompañaría. Dos semanas más hasta la luna llena. No sé si lo voy a conseguir. Se tumbó boca arriba en la cama y se quedó mirando el techo malhumorada. Estoy cansada. Estoy cansadísima y exasperadísima y lo único que quiero... dioses. Cerró los ojos y concentró hasta la última gota de ese deseo en su objeto, empleando toda su energía para enviarlo. Xena... sé que no me puedes oír. Sé que sólo los muertos pueden oír nuestros pensamientos. Pero no sé qué otra cosa hacer, así que voy a hacer como que me oyes. Por favor. Te necesito.

Y entonces, inquieta, se quedó dormida y se despertó sólo cuando se vio atrapada en el peor de sus sueños, la vieja y conocida pesadilla en que Xena moría, llevándose la mitad de su alma consigo y dejando el vacío detrás, y entonces se vio lanzada al mundo de la vigilia, donde el presente y el pasado se fundían y ella no sabía si se trataba de un sueño. Se sentó de golpe en la cama, con el corazón desbocado, mirando a su alrededor con aprensión. Hasta que el crujido de un pergamino le hizo posar la mirada en la hoja que aferraba en el puño. Hasta que sus ojos leyeron las palabras y le hicieron recordar que esto era el ahora y que Xena estaba bien viva y que ella estaba aquí para ayudar a poner en orden a las amazonas, no porque no tuviera otra opción. —Oh, dioses —dijo en voz alta, esperando a que se le calmara el corazón. Vale... vale... respira hondo... Vamos, Gabrielle, sólo era un sueño, ya no eres una cría. Estremecida, se levantó, fue hasta la jarra que tenía encima de su mesa de trabajo, se sirvió un vaso de agua y se lo bebió con largos tragos. Luego, con cuidado, con precisión, dejó el vaso, se desplomó en la silla y se puso la cabeza en las manos. Oh, bueno... de todas formas, ya casi está amaneciendo, pensó su cerebro medio aturdido. Supongo que un buen chapuzón en agua fría no me hará ningún daño.

Anfípolis: esa misma noche —Xena —la llamó Cirene, suavemente, y luego alargó la mano para tocar la de su hija. La guerrera se había parado a medio masticar y estaba sentada en silencio, con expresión absorta. —¿Mmm? —Xena pegó un respingo y sacudió un poco la cabeza para despejársela —. Mm. Perdón. —Dejó el tenedor y se echó hacia atrás un momento, respirando

hondo. ¿Pero qué ha sido eso? Dioses.... creo que de verdad me pasa algo. Llevo toda la noche igual. Cirene se acercó más a ella. —¿Qué te ocurre? —susurró, y en su tono se percibía ahora la preocupación—. Es la segunda vez esta noche que te me vas. —No... no lo sé —confesó Xena, meneando la cabeza despacio—. Es que no paro de tener la sensación de que hay algo que va mal en alguna parte. —¿Es Gabrielle? —preguntó Cirene, frotando el dorso de la mano de Xena con el pulgar. La guerrera ni se molestó en intentar disimular. —No lo sé —contestó, mirando al frente, donde Toris volvía a la mesa con otro vaso de cerveza. Toris vio su expresión cuando llegó y se sentó rápidamente a su lado. —¿Qué ocurre? —Lanzó una mirada rápida a Cirene, que se encogió ligeramente de hombros—. ¿Qué te pasa? —Escuchad, creo que estoy cansada —dijo la guerrera, apartándose de la mesa y levantándose—. Me voy a relajar un rato. —Apretó el hombro de su madre y le dio una palmadita a Toris en la cabeza—. Que os divirtáis. —Dejó la taberna y salió al fresco aire nocturno, cargado con el denso olor a lluvia. A lo lejos, oyó el rugido del trueno y vio el veloz relámpago de los rayos en el horizonte.

Una honda bocanada de aire no le sirvió para disipar la sensación de pánico que llevaba unas horas sintiendo, una sensación sin causa aparente, pero que era absolutamente real para ella. ¿Es Gabrielle? Reconocer eso sería reconocer que Jessan estaba, con toda probabilidad, en lo cierto y que compartían una conexión que no estaba segura de comprender. ¿O era sólo su imaginación, desbocada por el incidente con Erika y la inquietud de Ephiny? Qué curioso... hasta ahora siempre me he fiado de mis instintos, pensó, apoyándose en la barandilla del porche de la taberna. Oyó que la puerta se abría detrás de ella y se volvió cuando Cirene llegó a su lado y se apoyó también en la barandilla. —¿Sigues preocupada? —preguntó Cirene, mirándola. No le hacía falta preguntarlo. Notaba la tensión que se desprendía casi de la alta figura que estaba a su lado. —No consigo quitármelo de encima —contestó la guerrera, contemplando pensativa la oscuridad—. Tengo un nudo en el estómago. —Sacudió la cabeza como para despejársela—. No es nada tangible, sólo... una especie de aprensión. Cirene se mordió el labio un momento y luego posó la mano en el brazo que tenía al lado. —Xena... a veces nuestra mente y nuestro corazón nos intentan decir cosas que en realidad no estamos preparados para escuchar. —Miró con franqueza a los ojos sorprendidos—. Y creo que deberías escuchar. Xena volvió a contemplar la noche.

—Ya lo sé —contestó por fin, en voz baja—. Es que no estoy segura de si me está diciendo algo que necesito saber o algo que simplemente quiero oír. —Meneó la cabeza y se irguió—. Pero no creo que pueda correr el riesgo de no averiguarlo. Cirene sonrió. —Vas a ir. —Sí —fue la respuesta, al tiempo que la guerrera se volvía hacia el establo apenas visible. —Ten cuidado —le aconsejó su madre, abrazándola rápidamente. Xena asintió. —Lo tendré. —Y bajó muy decidida por el sendero, cruzó la puerta y la cerró al pasar. Ahora que la decisión estaba tomada, sus movimientos se hicieron precisos y resueltos. Quitándose la túnica, cambió el lino por el cuero y se abrochó los tirantes con ágil precisión. Levantando la armadura por los hombros, metió la cabeza por ella, se colocó las placas con un leve tintineo de metal al chocar con metal y abrochó debidamente las hebillas que las sujetaban con un satisfactorio chasquido. Fue hasta Argo, echándole una manta para la silla por el lomo en cuanto alzó la cabeza, ya inquieta, pues sabía lo que significaba toda esa armadura. Sujetó la manta, luego cogió la silla del murete de la caballeriza y la colocó sobre el lomo del caballo, apretando la cincha con un tirón suave y experto. Le pasó la brida por la cabeza, metiéndole las orejas por debajo de la cabezada y pasándole el flequillo a través de las correas. Abrochó la cadenilla y le hizo morder el bocado.

—Tranquila, chica —murmuró—. Vamos. —Abrió la puerta de una patada—. Vamos, atrás. —Se apartó mientras Argo retrocedía obedientemente para salir de la caballeriza y la siguió hasta la puerta. Xena cogió sus brazales y se sentó un momento para ponerse las espinilleras, tras lo cual pegó unas patadas en el suelo con las botas para asentar la armadura protectora. Levantó la mirada cuando se abrió la puerta y su madre asomó la cabeza. —Ya casi estoy lista —dijo, levantándose y colocándose la espada envainada en los enganches de la espalda, hecho lo cual, se colgó el chakram de la cintura. —Ya lo veo —dijo Cirene un poco sin aliento—. Pareces mucho... más grande... cuando te pones todo eso —dijo, entrando en el establo, y alargó una mano para tocar la reluciente armadura. Xena se la quedó mirando, con una sonrisa afectuosa y humorística. —Como si no fuese ya lo bastante grande —comentó—. Parece que esta noche me voy a mojar, para colmo. —Colocó una alforja con provisiones sobre la cruz de la yegua, sujeta a una de las diversas argollas de la silla. —Toma —dijo Cirene, entregándole un paquete—. No creo que vayas a tener oportunidad de pararte a comer. Xena se echó a reír. —Madre —dijo, pero cogió el paquete y la abrazó rápidamente—. Gracias. Deséame suerte. —Buena suerte —dijo Cirene, obedientemente—. ¿Y me haces un favor?

Xena la miró, enarcando una ceja. —Si puedo, por supuesto. —Tráete a Gabrielle cuando vuelvas —dijo Cirene, poniéndole una mano en el brazo —. Quiero conocerla. La guerrera tomó aliento y luego lo soltó. —Muy bien. —Qué lista, Xena... como las juntes a las dos, estás muerta. Ah, en fin —. Lo haré —prometió, y sacó a Argo por la puerta, se montó con agilidad y la dirigió hacia el camino.

Aldea amazona: esa misma noche Erika entró con impaciencia en la cabaña de Arella, sobresaltando a la alta pelirroja. —Nada —soltó la morena—. Y deja que te diga una cosa, más vale que te pienses bien lo del desafío. Arella apartó la mirada del mapa que estaba estudiando y ladeó la cabeza. —En primer lugar, bienvenida —dijo, acercándose y abrazando a la mujer más baja —. En segundo lugar, merecía la pena intentarlo, no te sientas mal. —Sonrió—. Yo he hecho algunos progresos aquí, pero maldita sea, cómo se resiste esa mujer. —Arrugó el entrecejo—. Bueno, ¿qué decías del desafío? Erika se sentó de golpe, apoyando los brazos en las rodillas.

—Qué semana del Hades. El viaje de ida fue desquiciante. Esa Ephiny y sus malditos ojos. Luego llegamos y, efectivamente, nuestra reinita tenía razón. Como sospechabas. —Suspiró con cansancio. Arella fue a una mesa pequeña, sirvió un líquido rojo en un vaso alto y se lo dio a Erika, acuclillándose a su lado y dándole unas palmaditas en la rodilla. —Gracias —dijo, cogiendo el vaso, y bebió un largo trago—. Oh... qué bueno. — Apoyó la frente en el vaso durante un instante—. Bueno, a lo que iba... esa noche vi que Xena se metía en el bosque. La seguí... quería saber qué tramaba. Y por los dioses... Arella, lo que vi no era humano. No es posible que fuese capaz de hacer las cosas que la vi hacer. Arella se cansó de estar en cuclillas y se sentó delante de Erika con las piernas cruzadas. —¿A qué te refieres? —Apoyó la barbilla en la mano—. No te entiendo. Erika meneó la cabeza morena. —Se puso a hacer... no sé, ejercicios con la espada, supongo. Pero los hacía a tal velocidad que no se veía la hoja, Ari. Y luego se puso a hacerlos dando volteretas y saltos por el aire... se ponía... Mira, no lo hagas, ¿vale? Sé que eres muy buena, Ari, buena de verdad... pero ésta no es que fuese buena. Superaba cualquier cosa. Arella se mordisqueó el labio pensativa. —Podría presentar el desafío ahora... no logrará llegar a tiempo.

—No te va a valer y lo sabes. Ha nombrado a una campeona. Te obligarán a esperar —contestó Erika, apartando un mechón de pelo de los ojos de Arella. Arella suspiró. —Bueno, pues tendremos que impedir que llegue aquí. —Miró el rostro sorprendido de Erika—. Escucha, he intentado una y otra vez hacérselo entender a nuestra supuesta reina. Está absolutamente decidida a seguir su línea hasta llevarnos a la ruina completa. Cada maniobra que intento, ella la contrarresta. Cada rumor que hago correr, ella lo aplasta. Te lo juro, esa mujer es... —Meneó la cabeza—. Bueno, el caso es que ha firmado un tratado con las dos aldeas del norte, y hasta ahí podríamos llegar. Ya han empezado a construir granjas en los bosques del norte. —Se apretó las sienes—. No comprendo por qué no consigo hacerle ver lo que nos está haciendo. No entiende lo que somos, Rika. Se cree que somos granjeras o algo así. Después de vivir dos años con Xena, se podría pensar que comprende lo que es una guerrera. Supongo que no. A lo mejor piensa que también puede cambiar a Xena de esta forma. Erika masajeó suavemente el musculoso hombro que tenía al lado. —Lo sé. Pero deja que te diga que ese fuego tiene llamas muy profundas... ella no sabe con qué está jugando. —Sonrió con ironía—. En cualquier caso, me quedo esperando a que Xena termine con este espectáculo imposible de talento técnico y entonces me doy cuenta de que Ephiny también la ha seguido al bosque. Una oportunidad perfecta, pienso... de modo que me sitúo detrás de ellas. Se ponen a hablar... —Siguió narrando, consciente de la mirada apreciativa de Arella—. Porque Xena también la había oído, aunque bien saben los dioses que Ephiny no es mala rastreadora, y se había colocado detrás de ella. Y le dio un susto, qué gracia me hizo.

Así que se ponen a hablar y yo tenso la ballesta y entonces me doy cuenta de que Xena lo ha oído. Te lo juro, esa mujer tiene oído de lobo, Ari, el mecanismo de mi ballesta hace menos ruido que dos briznas de hierba al rozarse, tú lo sabes. De modo que veo que se queda muy quieta... y pienso que tenías razón... si las historias son ciertas, es capaz de esquivar mis flechas. Y disparo. Y ya lo creo que se aparta. Arella se echó hacia delante. —¿Fallaste? ¡No me lo puedo creer! —¡No! —Erika levantó las manos disgustada—. ¡La maldita va y atrapa las flechas! ¡En medio del aire! Y créeme, tardé un rato en volver a encajarme la mandíbula antes de salir corriendo de allí. —Bebió un largo trago del vino—. Ari, me da miedo. —Miró a Arella a los ojos—. De verdad. Estuve cenando con ella y no podía mirarla a los ojos más de un segundo. Es tan intensa. Arella se quedó pensativa. —Mientras siga viva, estamos atrapadas, Rika. —Se puso muy seria—. Mientras sea la campeona de Gabrielle, viviremos de acuerdo a las normas de Gabrielle. Yo no puedo vivir así. No soy granjera y, como pueblo, moriremos sin la necesidad de luchar. Tú lo sabes. Nos convertiremos en un grupo más de campesinas. ¿Tú quieres eso? Yo no. No puedo aceptarlo. He probado el sabor del combate... y no puedo renunciar a él. Así que me parece que voy a tener que hacer que mi cuerpo siga a mis creencias. —Miró al suelo—. ¿Va a venir aquí? —Eso creo —dijo Erika—. Creo que Gabrielle se lo ha pedido, en esa nota que llevaba Ephiny. —Hizo una mueca—. Y, Ari... aparte de todo lo demás... hay algo entre

ellas. Con Xena es difícil saber lo que piensa en el mejor de los casos, pero ni siquiera ella logró evitar reaccionar al leer lo que ponía en esa nota. Arella asintió. —Entonces tenemos que detenerla. En el desfiladero. Si apostamos gente suficiente, podemos pillarla desprevenida, y me da igual que sea el propio Ares en persona, no conseguirá vencernos a todas. —Levantó la mirada, clavándola en los ojos de Erika—. Se trata de mi propio destino, Rika. Y si tengo que enfrentarme a Xena, eso es lo que haré. Nuestro patrimonio es demasiado importante para perderlo. Erika asintió despacio. —Muy bien. Estoy contigo. Todas lo estamos... ninguna de nosotras quiere ser pasarse la vida escarbando la tierra. Y tampoco quiero que las hijas que pueda tener crezcan así. —Voy a convocar una reunión —dijo Arella, acariciándole la mejilla—. Tú duerme un poco. Pareces agotada. —Fue a la puerta, pensando: Una emboscada... eso funcionará. Y ella provocaría un conflicto con los centauros para desviar la atención de todo el mundo de lo que estaba ocurriendo en el desfiladero. Conociendo a Gabrielle, y empezaba a pensar que la conocía, la mujer correría a defender a los centauros. Y tal vez, sólo tal vez, ella podría usar esa traición de los intereses de las amazonas para acabar de enemistar a la terca reina con su pueblo. Siento... lástima por ella, pensó, contemplando la oscuridad del bosque. Porque no comprende lo fuerte que es esta necesidad que tenemos... no la ha experimentado. ¿Cómo lo soporta Xena, me pregunto? Es un poco triste... la pequeña Gabrielle y su moral... dispuesta a reformar a la ex señora de la guerra. Qué tonta... ¿es que no se da cuenta de que no tiene nada

que hacer? Supongo que no... porque cómo se empeña con nosotras. Bueno, pequeña Gabrielle, me temo que no vas a tener la oportunidad de reformar a tu amiga, porque no puedo dejarla vivir. Es demasiado peligrosa para nosotras. Lástima... porque sería una aliada magnífica. Mejor que tú, en cualquier caso.

En algún punto entre Anfípolis y el territorio de las amazonas, esa misma noche más tarde El único sonido que llenaba el aire era el paso regular de Argo, que avanzaba a un trote largo que devoraba distancias y casi lograba que su jinete se quedara medio dormida. Pero la mente de Xena no paraba de pensar, y la continua sensación de inquietud que tenía en el estómago la mantenía absolutamente alerta. Las palabras de Jessan no paraban de repetirse en su mente, haciéndole compañía durante las fatigosas leguas que la separaban de las montañas. Dioses... ¿y si tiene razón? La idea la reconcomía. Reconócelo. La tiene. Él ve lo que ocurre, pero tú lo sientes, sabes que lo sientes. Lo sientes desde hace ya muchísimo tiempo. Siempre sabes cuándo tiene problemas. Bajó la mano, cogió el odre de agua, bebió un buen trago y lo volvió a colocar en su sitio. Y si llego demasiado tarde? La idea le clavó una puñalada de terror en las entrañas. Maldición... está demasiado lejos. Debería haberme ido esa noche. Sabía que tendría que haberlo hecho. Esperé porque ella dijo que necesitaba más tiempo... pero mi instinto me decía que fuera. Tendría que haber escuchado. Ahora... Cerró los ojos y se agarró a la crin de Argo para sostenerse y oyó un resoplido de la veloz yegua. Si... le pasa algo porque he sido una estúpida y no he hecho caso de mis instintos tantas veces demostrados... no lograré sobrevivir. Eso también lo noto, acechando en mis entrañas. Ya lo probé una vez, en aquel templo de curación. Ella es

más fuerte que yo, en ese sentido. Me pregunto si se da cuenta. Ella se habría recuperado después de mi muerte, habría seguido adelante, habría continuado con su vida. Yo no. Las leguas pasaron a toda velocidad, hasta que llegó al recodo del camino que rodeaba las montañas y detuvo a Argo, para darle un descanso a la sudorosa yegua y pensar seriamente. Ese camino era muy largo, pero pasar por encima de las montañas era una locura. Pensó en los riscos que se alzaban por encima de ella y luego en el premio. —Vamos, Argo. Irás conmigo hasta donde puedas —le susurró a la yegua, apartándola del camino. Avanzaron entre las sombras de los árboles, siguiendo su sentido de la orientación, y pasaron ante madrigueras silenciosas en la profundidad del bosque, ante animales dormidos que se sobresaltaban al oír los cascos de Argo, y ante depredadores acechantes que, tal vez por deferencia a su olor, se apartaban de su camino. Dos arroyos, cruzados sin dificultad, y un río, que Argo cruzó a nado con resoplidos de protesta y Xena vadeó, y entonces llegaron al monte bajo, donde tenía que ir vigilando dónde pisaba Argo. El amanecer las sorprendió cuando cruzaban otro río, y Xena se detuvo para dejar descansar a la yegua cubierta de sudor. —Lo sé, chica. Lo sé. Esto es muy duro —murmuró en una oreja agitada. Empapó un paño de lino y enjugó el sudor de los flancos de Argo, dejándola pastar un rato, y abrió el paquete de su madre.

En marcha de nuevo, esta vez trotando por praderas en cuesta, a medida que se acercaban a las montañas que separaban el territorio de las amazonas. El tiempo estaba empeorando y unas nubes oscuras cubrían los picos de las montañas, y el viento, que llevaba soplando sin parar desde el amanecer, se hacía racheado cada poco y ponía nerviosa a la yegua. —Calma, Argo. Ya lo veo. —Hizo avanzar a la yegua, pues quería llegar a un lugar seguro, puesto que Argo, al menos, no podría viajar con la clase de tormenta que se estaba preparando. Pero yo sí. La sensación de angustia que tenía en el estómago había empeorado, aumentando con cada legua que avanzaba hacia las montañas. Eso, más que cualquier otra cosa, la azuzaba para seguir viajando con una urgencia que no podía rechazar. Por fin, atravesó la última pradera y ante ella se alzaron las largas y empinadas laderas y la montaña. El trueno era más fuerte y estaba más cerca y Argo se estaba poniendo nerviosa, con las orejas aplastadas hacia atrás y los ollares dilatados. —Vamos, un poquito más —la animó Xena, notando las primeras gotas de lluvia en la espalda. Rodearon un alto risco y Xena detuvo a la yegua, con aprensión. Bueno. Ahí tenía el motivo de que todo el mundo usara el camino. Ante ella se alzaba un acantilado cortado a pico, que se perdía en la distancia, hasta donde alcanzaba la vista. No había un camino para subir, ni un camino para rodearlo—. Maldición. —La sola palabra produjo ecos en las peñas, burlándose de ella. Llevó a Argo hasta el pie del acantilado y lo miró con rabia. Dar la vuelta ahora supondría perder un día de viaje. En lo alto del acantilado, según recordaba, el camino

se curvaba suavemente, pasando por el desfiladero y bajando hasta el terrritorio de las amazonas. Xena se bajó de la yegua y se acercó a la base del acantilado, mirando hacia arriba. La mayor parte de la superficie estaba cortada a pico y era lisa, sin asideros para las manos o los pies. No puedo subir por aquí. Sus ojos lo estudiaron y lo compararon con el ansia dolorosa que tenía en las entrañas. ¿O soy tan terca y tan estúpida que lo voy a intentar? ¿Bajo la lluvia? ¿En la oscuridad creciente? Cerró los ojos y probó a explorar el miedo desquiciado que la asaltaba... un miedo, se dio cuenta con repentina y sorprendente claridad, que realmente no era suyo. Que tenía un sabor conocido, que evocaba imágenes en su mente del breve período de tiempo que había pasado controlando el cuerpo de Gabrielle. Cuando luchó con Velasca. Oh, dioses... Miró hacia arriba. —Sí, soy así de estúpida. Miró a su alrededor, vio un saliente de piedra protegido y llevó a la yegua hasta allí. —Siento hacerte esto, Argo... pero no me queda más remedio. —Le quitó los arreos a la yegua y los guardó con cuidado debajo del saliente. Luego cogió las cosas esenciales que necesitaba de las alforjas y, usando una como mochila, se las cargó sobre los hombros. Por último, cogió la cara de la yegua entre las manos y la miró a los ojos, rozando con los labios la piel suave y peluda de su hocico—. Pórtate bien, Argo. Y si hago algo muy estúpido ahí arriba y no vuelvo, pues... cuídate, ¿de acuerdo? —La yegua relinchó, acariciándola con el hocico—. Sí, yo también te quiero —dijo suavemente, abrazándose a su cuello.

Fue a la pared, respiró hondo varias veces, se frotó las manos en el cuero y se puso a buscar un sitio por donde trepar.

Aldea amazona, a la mañana siguiente Ephiny se dio la vuelta en la cama, parpadeando confusa con la luz del sol que entraba a raudales en su cabaña. Maldiciendo, se incorporó de golpe y empezó a levantarse de la cama apresuradamente, molesta por haber dormido hasta tan tarde. —Ah... ah... ah... —dijo Solari, agitando un dedo—. Órdenes de la reina. A dormir. —Volvió a empujar a Ephiny a la cama con una mano fuerte—. Y no voy a discutir contigo. No veas qué genio tiene esta mañana. Ephiny suspiró y dejó caer la cabeza, sofocando un bostezo. —Vale... vale... —Sonrió—. ¿Va todo bien? Solari movió la mano de lado a lado. —Por ahora está todo tranquilo. Arella ha enviado a un gran grupo de las suyas a una larga expedición de caza, así que por ese lado todo va bien. Al menos no las vamos a tener en medio. —Sonrió a Ephiny maliciosamente—. Y parece que va a llover, así que les deseo lo mejor. Ephiny gruñó risueña, dejando que se le relajara el cuerpo en la cama. —Eso está bien —dijo distraída—. A lo mejor, por una vez tenemos un día tranquilo. —El rugido de un trueno lejano vibró en sus oídos—. Aunque pensándolo bien, a lo mejor no.

—Eso viene de la montaña —comentó Solari—. Lo siento por cualquiera que esté ahí fuera. El viento sopla cosa mala. —Vio que Ephiny volvía a cerrar los ojos—. Así me gusta. —Se rió suavemente, salió de la cabaña y se dirigió al comedor, notando que el viento le tiraba del pelo en dos direcciones distintas a la vez, por lo que parecía—. Ah, sí... —murmuró sin hablar con nadie en concreto—. Va a ser tremendo. —¿El qué? —preguntó Granella, poniéndose a su altura—. Ah, ¿el tiempo? —Se encogió de hombros—. Un buen día para quedarse durmiendo. —Le dio un codazo cómplice a Solari—. Que es lo que está haciendo Eph, supongo. —Por orden mía —se oyó la voz de Gabrielle detrás de ellas. Se volvieron para ver a la reina que subía por el sendero, con la cara algo tensa—. Buenos días, por cierto — añadió, con aire más amable. Siguieron hacia el comedor, donde la mayoría de la aldea ya estaba sentada. Gabrielle fue a ocupar su puesto habitual en la mesa principal. —Dioses, qué tensa está hoy —le dijo Solari a Granella en voz baja—. ¿Qué estará pasando? La bardo se sentó, contemplando la sala. Advirtió que faltaban amazonas e hizo un recuento mental. ¿Veinte personas para una partida de caza? Arrugó el entrecejo. Si tenían éxito, iban a tener carne suficiente para varias semanas. A lo mejor ésa era la intención de Arella... o a lo mejor pensaba que su panda se estaba desmandando un poco y se le había ocurrido que ésta era una buena manera de aliviar la tensión. A Gabrielle le gustaba la idea, que hasta le hacía tener una opinión un poco mejor de su némesis principal. Un poco. Pero no mucho, porque, cómo no, aquí llegaba para la discusión de todas las mañanas.

—Buenos días, mi reina —la saludó Arella, enarcando una ceja para indicar la silla de al lado de la bardo, que la señaló agitando levemente la mano—. Gracias. —Se sentó y le murmuró algo a la amazona que se acercó con una jarra de infusión de hierbas—. Hace mucho viento —le comentó a Gabrielle. —Cierto —contestó la bardo, intentando concentrarse en sus gachas. Sintió una súbita y abrumadora oleada de nostalgia por uno de los desayunos de cosas diversas de Xena, que, aunque eran impredecibles, siempre sabían mejor que esto—. ¿La partida de caza estará bien con este tiempo? —Más por decir algo que por auténtica curiosidad. —Claro —le aseguró Arella—. Hay refugios por todo el territorio de caza donde se pueden guarecer. —Le cogió un cuenco de gachas a una de las que servían y se echó una buena cantidad de miel—. ¿Has probado esto con el desayuno? —preguntó, ofreciéndole el tarro con una sonrisa afable. A estas alturas sabía que Gabrielle no era una persona madrugadora y que era el mejor momento para incordiarla. En plan amistoso. La bardo levantó la mirada e hizo una mueca. —Arella, he probado de todo con esta cosa y sigue sabiendo a puré de cuero. —La miró de reojo—. Pero gracias por interesarte. —Bebió un largo sorbo de infusión para ayudarse a tragar las gachas y miró por la sala—. ¿Pero de verdad hacían falta veinte personas para una partida de caza? —Dirigió una rápida mirada al rostro de Arella y notó que su mirada se llenaba de cautela. Vaya, vaya... así que ojos verdes es más observadora de lo que pensaba.

—Bueno, es que esta vez se trata de caza mayor. —¿Acaso no es cierto? Me va a encantar ofrecerte el fruto de nuestra caza, mi reina—. Y cuanta más gente sale para eso, más a salvo están. —Vamos, a ver si eso lo puedes rebatir, narradora. Gabrielle ladeó la cabeza y la miró, captando hasta la más mínima reacción con esos malditos ojos que tenía. —Vale, si tú lo dices —contestó, apaciblemente. ¿Qué se trae ahora entre manos? Una creciente sensación de inquietud hizo que la idea de seguir con las gachas le resultara imposible—. Bueno, ya he tenido bastante —dijo con tono normal, y echó la silla hacia atrás para levantarse. Arella se levantó con ella y la saludó inclinando la cabeza. —Ten cuidado con el tiempo, mi reina, se prepara una gran tormenta... no querrás que te pille. —¿Y por qué le he dicho eso? ¿Es que todavía siento algo de simpatía por esta mujer? Es posible. Lástima. Gabrielle se echó hacia delante y la miró a los ojos, sorprendiendo a la pelirroja. Los ojos verdes parecían especialmente intensos y se acercó aún más, sin dejar de sostenerle la mirada durante larguísimos segundos. Y entonces... —Gracias por preocuparte, Arella. Pero las tormentas y yo nos conocemos desde hace mucho. Hace falta algo más que eso para asustarme. —Y entonces hizo una cosa le dio miedo. Sin ningún motivo que Arella pudiera entender, la reina le sonrió directamente a los ojos. Luego se echó hacia atrás y se alejó de la mesa, y sólo entonces Arella vio el nuevo adorno que llevaba la reina. Una vaina de cuero, gastada, en la que

había un puñal estupendamente forjado, cuya empuñadura llevaba las marcas de una decena de estocadas desviadas y un sello redondo muy característico. Bueno, pensó Arella, mirando a la reina mientras ésta salía del comedor. Bueno... por fin va armada. ¿Y de dónde ha sacado esa arma tan preciosa? No es de adorno. Es un arma para matar, lo sé muy bien. Ja. Sólo puede proceder de un sitio... Me pregunto... Será mejor que mande aviso a las del desfiladero para que estén muy atentas. Y será mejor que empiece con la distracción. Se levantó una vez más de su silla y se dirigió rápidamente hacia la puerta, donde estuvo a punto de chocarse con Erika, que estaba entrando. —Cuidado —dijo, pasando a su lado. —Espera —dijo Erika, llevándola aparte—. ¿Has visto lo que lleva? —dijo en voz baja. —Sí, bonita pieza. ¿Por qué? —contestó Arella, hablando también en voz baja. —¿Sabes de quién es? —bufó la amazona morena. —Calma —la tranquilizó la pelirroja—. Sí, ya me lo he imaginado. Estaba a punto de enviar a alguien al desfiladero. ¿Quieres ir tú? —Ahora mismo —dijo Erika, saliendo por la puerta. Bueno, pensó la alta amazona. Así que te gustan las tormentas, ¿eh, Gabrielle? Pues muy bien. Te voy a dar tormenta. Cruzó la plaza central, llamando a algunas de sus preferidas con una mirada. Se fueron acercando con aire indiferente para reunirse con ella al llegar delante de su cabaña.

En el acantilado, bajo la lluvia Por lo menos dos veces cada hora, Xena estaba convencida de que había perdido por completo la cabeza. No mires abajo, no paraba de repetirse. Con mucho cuidado, soltó un asidero, buscó uno nuevo por encima y encontró apenas una grieta donde enganchar los dedos. Agarrándose bien, cambió el peso y subió la otra mano. Durante horas llenas de dolor, asidero tras asidero, había ido subiendo por la pared cortada a pico, sin incidentes en su mayor parte, pero hubo varios momentos peliagudos y un resbalón, que fue muy doloroso hasta que consiguió alargar la mano y buscar un asidero. Y tuvo suerte. Hubo dos sitios donde pudo apoyar la espalda en la pared y hacer un descanso, para beber agua y darles un respiro a sus brazos y sus manos. Terca, ¿eh? Ah, sí, como una mula. Debo de estar loca, se volvió a decir a sí misma, al tiempo que encontraba otro asidero y se izaba, apoyando el pie en una piedra situada más abajo y subiendo un poco más por la pared. De haber mirado hacia abajo, habría visto que estaba hacia la mitad, una escalada increíble, dado el viento y el tiempo que hacía y la falta de sueño. Pero no miraba hacia abajo. Lo de abajo no era importante. Lo de arriba sí. Y ahora mismo, ahí arriba había un saliente, que parecía imposible de superar. Pero en las peores situaciones, sólo tardaba un momento en dejar aflorar ese frío nerviosismo que no era suyo y, de algún modo, encontraba una manera. Voy a conseguirlo, afirmó su mente, con ferocidad. Le dije que aunque las legiones del Hades se interpusieran entre nosotras, nada me detendría. ¿Qué es una montaña de nada? Muévete, Xena, antes de que te alcance uno de esos rayos. Vio una raíz retorcida que sobresalía por encima del saliente y se quedó mirándola. A ver hasta qué punto soy

terca de verdad. Se preparó y saltó hacia delante, soltando todos los asideros a la vez y confiando tan sólo en su impulso y en la fuerza de su mano para salvarse. Y lo hizo, con cierta sorpresa por su parte, pues se agarró a la raíz y se quedó colgando, esperando a que su cuerpo dejara de balancearse para poder subir. Y así pasó a un diminuto repecho, lo cual le dio un momento de respiro. El viento se agitaba a su alrededor, azotándola con la lluvia de las nubes negras. Se quedó sentada tranquilamente, dejando que el agua punzante la reanimara. Bueno, sigamos.

Aldea amazona: mediodía —Vaya, ya te has levantado —dijo Gabrielle, cuando Ephiny entró en su cabaña, con aspecto descansado, aunque todavía un poco adormilada. —Mmm —respondió Ephiny y luego la miró—. Bueno, veo que llevas un nuevo adorno. —Señaló con la barbilla el cuchillo que llevaba la reina al cinto. —Sí —contestó la bardo, absorta en el pergamino de un tratado—. Le he dicho a todo el mundo que Xena ha descubierto que no tengo un abrepergaminos y que ésta es su forma de ocuparse de ese pequeño problema. Ephiny soltó una risotada. —¿En serio? —Sí —contestó Gabrielle, dejando asomar una sonrisa cansada—. Es un buen cuento.

Terminó de escribir unas notas en el tratado y se echó hacia atrás, con una mueca de dolor al notar lo entumecida que tenía la espalda. Eso te pasa por estar tanto tiempo sentada. ¿No es eso lo que siempre dice Xena? Dioses, detesto que siempre tenga razón. Y además, ¿ella cómo lo sabe? ¿Cuándo se está quieta más de una hora? Se rió por dentro. Me pregunto qué estará haciendo ahora. Seguro que dándoles una paliza a los pobres aldeanos indefensos con una vara. Las dos levantaron la vista al oír un estrépito repentino allí fuera.

El acantilado Esta vez, Xena tenía auténticos problemas. Tenía dos asideros decentes para las manos, pero la piedra que había estado usando como asidero para el pie se había roto bajo su peso y se había quedado colgando, sin posibilidad de sujetarse a ninguna otra cosa. Cerró los ojos, tratando de pasar por alto su respiración fatigosa, la lluvia punzante y el dolor ardiente de sus hombros. Bueno... ¿y ahora qué?, jadeó su mente. Levantó la mirada. Nada. Una pared lisa, sin grietas. A su izquierda había una fisura, pero allí tampoco había asideros seguros. Y encima de ella... apretó los dientes. Un último repecho y estaría en la cima. Bueno. ¿Aquí termina todo? Se arriesgó y miró hacia abajo, apenas capaz de distinguir la forma general del bosque de debajo, y mucho menos los árboles por separado. Oh... eso sería mortal. Sí. He llegado hasta aquí y que me ahorquen si voy a rendirme sin más y a morir aquí. Volvió a mirar hacia arriba, sacudiendo rápidamente la cabeza para quitarse el pelo mojado de los ojos, y se concentró en la fisura.

Una sola posibilidad. Una sola oportunidad para confiar en su capacidad de mover su cuerpo por el aire con precisión. Tras un día y medio de viaje ininterrumpido. Y bajo la lluvia. Y... maldita sea. Puedo hacerlo. Cerró los ojos y se centró, ahondando en su interior y haciendo acopio de sus reservas de fuerza. Y de confianza. Y era sencillo, en realidad, sólo tenía que balancear el cuerpo hacia arriba y soltarse y... Y ahí estaba, con los dos pies bien firmes en un asidero, y ahora podía descansar los brazos hechos polvo. Jo, chica. Esto lo voy a pagar con creces. Pero le daba igual, porque justo encima de ella estaba ese último repecho, y antes de poder pararse a pensar en lo que estaba haciendo, se lanzó de un salto, giró en medio del aire y ahí estaba. Así, sin más. Como si Ares hubiera salido de detrás de un árbol y le hubiera echado unos polvitos mágicos. Caray. Descansó allí unos minutos, respirando con dificultad, con el cuerpo pegado a la fría piedra, para desprenderse de parte del calor tembloroso. Luego se levantó y saltó por encima de la última roca y allí, ante ella, apareció el camino, trazando una suave curva hacia el desfiladero, que apenas distinguía a través de los árboles. Suspirando, se quedó plantada al lado del sendero y dejó que la lluvia, ahora torrencial, cayera sobre ella, quitándole el polvo de piedra y llevándose su fatiga. Entonces una oleada de miedo repentino estuvo a punto de doblarle las rodillas, y cuando pudo sostenerse sin temblar, echó a correr y se dirigió al desfiladero.

Aldea amazona —¡Centauros! —se oyó gritar desde la plaza, y tanto Ephiny como Gabrielle se levantaron de un salto y fueron a la puerta. Arella se dirigía hacia ellas, con una ballesta.

—Ha ocurrido —soltó, tirando la ballesta a sus pies—. Decidme que es un error, ahora. Tres flechas clavadas en una de nuestras exploradoras, y de esa ballesta. Ephiny la miró. Centaura, de eso no cabía duda. —A lo mejor ha sido un error —dijo con tono apagado, tenso. Arella se echó a reír. —Sí, un error nuestro, por fiarnos de ellos. Escuchad, si queréis ir a charlar con ellos, adelante. Yo voy a llevar una fuerza. Y se fue y ellas se quedaron mirándose, mientras la tropa de Arella salía corriendo, dejando atrás a un grupo de amazonas desconcertadas. —No pueden hacer eso —dijo Gabrielle indignada—. Tenemos que detenerlas. — Volvió dentro de su cabaña para recoger su vara y salió corriendo detrás de ellas, pero Ephiny la agarró. —¿Dónde te crees que vas? —gritó, deteniendo a la bardo. Aunque no le resultó tan fácil como esperaba y se vio arrastrada unos cuantos pasos—. ¡Gabrielle! La bardo se volvió en redondo. —Voy a detener a Arella. ¿Dónde te parece que voy? ¿Alguien más quiere ir? —Sus ojos verdes soltaban destellos y había un fuego en ella que Ephiny nunca había visto hasta ahora—. Suéltame —le gruñó a Ephiny. —Está bien... está bien —gritó Ephiny—. Deja que coja mis armas, por todos los dioses, Gabrielle, no puedes ir allí sola. ¡No seas loca! —Salió disparada hacia su

cabaña, lo mismo que Granella y Solari, así como algunas otras que ahora empezaron a moverse. Gabrielle no esperó. Había visto la dirección en la que avanzaba el grupo de Arella y salió tras ellas, corriendo con ligereza, sujetando la vara por delante. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que alguien la seguía y volvió la cabeza. —¡Cait! ¡Vuelve! —dijo, sorprendida. La niña rubia mantuvo la velocidad e hizo un gesto negativo con la cabeza. —No pasa nada. —No... —dijo la bardo con dureza, deteniéndose y agarrándola de los hombros—. Sólo eres una niña, Cait... esto no te corresponde. Cait alargó la mano y la tocó, mirándola a los ojos. —Te equivocas... es a ti a quien no le corresponde. —Sacó su propio cuchillo y miró a Gabrielle a los ojos, comunicando con su mirada lo que ella consideraba su auténtico ser. Y vio... no miedo, sino reconocimiento en los ojos de la bardo. Que ya había visto esa mirada. Y conocía su origen. Gabrielle respiró hondo y luego suspiró. —Vamos —dijo, en voz baja, y echó a correr de nuevo, con Cait a su lado.

El desfiladero

Xena subió corriendo por el sendero, manteniendo un paso regular y veloz al subir por la cuesta. Ante ella estaba el desfiladero y, después, era todo cuesta abajo hasta la aldea, y sabía que allí podría recuperar tiempo de verdad. Cuando acababa de entrar en el desfiladero sus sentidos se pusieron totalmente alerta y, antes de que le diera tiempo de pensar, sus reacciones bien entrenadas le habían hecho desenfundar la espada. Porque una red cayó encima de ella, y sólo por la más pura casualidad, en ese momento tenía la espada sujeta hacia arriba, y cortó la cuerda como si fuese manteca al tiempo que giraba, y la red se resbaló por sus anchos hombros. Un rápido salto y se la quitó de las piernas y entonces se encontró debajo de una docena de cuerpos y cayó al suelo. Pero en el momento en que su mano chocó con la tierra, se apelotonó bajo el peso y empujó hacia arriba, quitándose cuerpos de encima. Un dolor agudo en la espalda era un cuchillo, eso lo sabía, y alargó la mano izquierda hacia atrás, agarró un poco de tela y tiró con toda la fuerza que tenía en ese brazo. El dolor cedió y un cuerpo salió despedido por encima de su cabeza y cayó al suelo. Ahora veía a sus atacantes. Amazonas. Un fuego ardiente prendió en su interior y el siguiente movimiento fue una estocada con la espada, que alcanzó a una de ellas en el vientre y estuvo a punto de cortarla en dos. Un codazo rápido acabó con una segunda y oyó un crujido de huesos al estampar a una tercera contra un árbol de una patada. Otra estocada y un chorro de sangre y luego agarró un brazo, que retorció, y oyó un crujido cuando el hombro al que estaba unido se dislocó. Un salto y una patada y ahora sólo quedaban diez ante ella, e hizo un molinete con la espada, se echó a reír y las retó a que la atacaran. Y la lluvia se transformó en un diluvio en el momento en que se lanzó sobre ellas, que echaron a correr, y alcanzó a dos y

estampó la cabeza de una contra la de la otra con un crujido espantoso. Y entonces se quedó sola en el sendero, con el pecho jadeante y la lluvia que le corría por la espalda coloreada ahora por la sangre. Y el miedo que bullía en su interior hizo que el corazón se le desbocara aún más y echó a correr de nuevo.

Aldea de los centauros —¡Esto es un caos! —gritó Gabrielle, cuando Cait y ella entraron en la aldea doblando una esquina y la encontraron convertida en una pesadilla de lluvia racheada y centauros y amazonas enfrentados en combate. Vio a una amazona a punto de disparar una ballesta contra un centauro y saltó hacia delante, golpeando a la amazona en la espalda con su vara y tirándola al suelo. El centauro la miró, luego asintió al reconocerla y se alejó al galope. Oh, dioses... ¿qué hago aquí? Dejó de pensar y empezó a reaccionar, cuando otra amazona la atacó con ojos sanguinarios, y entonces tuvo que soltar la vara y se encontró luchando cuerpo a cuerpo con la mujer, dando gracias a los dioses por cada segundo que Xena había dedicado con toda paciencia a enseñarle a luchar. Agarró a su adversaria del brazo y se lo retorció por encima de la cabeza, tirando a la amazona al suelo con un fuerte golpe. Una menos. Cogió su vara y siguió corriendo, directa hacia otra arquera.

Aldea amazona —Ah, ni hablar, Ephiny —dijo Erika con desprecio, al tiempo que preparaba la ballesta y apuntaba a Ephiny y a su grupo, que estaban contra la pared ante una fila de ballestas—. Esta vez no. Ahora es nuestro momento. Vosotras quedaos quietas... no

tendréis que hacer nada. —Hizo un gesto con la cabeza a dos de sus subordinadas—. Atadlas. —Erika... —empezó Ephiny, pero Erika se volvió bruscamente y la golpeó en la mandíbula con la culata de su ballesta, lanzando a la mujer contra la pared. —Cállate. —Sonrió—. Llevo mucho tiempo deseando decirte eso. —Observó mientras las ataban, colgadas de un poste fuera del comedor—. Y cuando nuestra partida de "caza" regrese, podemos pedirles que os cuenten cómo ha ido la caza... — Sonrió—. Os encantará. ¿Quieres saber cuál era la presa esta vez, Ephiny? ¿Quieres? Solari hizo una mueca de desprecio. —Estás que te mueres por decírnoslo, ¿así que por qué no lo haces de una vez? — soltó—. Jamás os saldréis con la vuestra. Erika se echó a reír. —Oh, sí, ya lo creo... porque nuestra partida de caza iba buscando a una ex señora de la guerra... y ya sabéis lo que quiere decir eso... nuestra reinita no tiene campeona. —Se acercó y le clavó un dedo a Ephiny—. Y así... tendremos una nueva reina. Un sonido parecido a un silbido agudo la interrumpió. Ephiny lo oyó y su pechó se inundó de loca esperanza. Yo conozco ese sonido... Hubo un impacto por encima de su cabeza y entonces notó que sus cuerdas se soltaban y cayó de rodillas como reacción, junto con el resto de su grupo, pero levantó la mirada por encima de sus hombros y vio, a través de la cortina de lluvia e iluminada un instante por un relámpago de pesadilla, a una figura vestida con ropa oscura que se movía a toda velocidad, corriendo hacia ellas.

Erika se giró en redondo y su grupo alzó las armas, pero se le desorbitaron los ojos por el reconocimiento cuando otro relámpago iluminó el cielo y se reflejó en una espada alzada e hizo brillar un par de ojos azules como el hielo. —Vamos —gruñó Ephiny y saltó hacia delante—. Ella no tiene tiempo para ponerse a jugar con estas idiotas. A por ellas. —Y ella misma eliminó a Erika, con una patada que levantó a la morena amazona por los aires y la lanzó al creciente lago de lodo. Su grupo atacó con ganas y ella fue hasta Xena y la agarró de la armadura, deteniendo a la guerrera. —La aldea de los centauros —gritó y vio la comprensión en esos ojos desorbitados —. Yo me ocupo de esto... por todos los dioses, ¡VETE! —Empujó a Xena en la dirección adecuada y cogió una vara, lanzándose al combate con fruición.

Aldea de los centauros Gabrielle se agachó para esquivar un puñetazo mal dirigido y contraatacó con un rápido golpe de vara, luego otro y pasó a la siguiente guerrera. De repente, vio su pesadilla: un grupo de niños centauros, acorralados contra un árbol, asustados. Se le paró el corazón cuando vio lo que tenían delante. Arella, con la cara congestionada por la sed de sangre, blandía una espada de la que ya goteaba sangre de centauro. Se echó a reír y avanzó hacia ellos, disfrutando con el miedo que había en sus ojos. —No —susurró Gabrielle y echó a correr. Alcanzó a Arella en el momento en que la mujer estaba a punto de atacar con una primera estocada al mayor, que estaba

acurrucado delante de los más pequeños, con los claros ojos dilatados e incrédulos. La bardo se preparó y atacó, con un golpe corto y potente que alcanzó a Arella en las rodillas y la derribó al suelo. Aulló de rabia y se levantó de un salto, esta vez de cara a su atacante. Y se echó a reír. —Ah... así que tienes agallas, después de todo. Tenía mis dudas. —Cogió una vara y envainó la espada por el momento—. Primero, permite que te quite eso. No tengo el menor deseo de volver a caerme de culo. —Se lanzó hacia delante y estampó su vara contra la de Gabrielle, esperándose que saliera volando de las manos de la bardo. —Lo siento, Arella —murmuró la mujer más menuda—. Mi compañera habitual de entrenamiento lo sabe hacer mejor. Arella gruñó, pero luego sonrió. —Lo lamento, pequeña bardo, pero tu compañera habitual de entrenamiento estará muerta a estas alturas... porque eso es lo que perseguía mi partida de caza. —Sonrió, al ver el cambio en el rostro de Gabrielle—. Sí, eso es... ahora estás sola... así que suelta la vara, antes de que te monte en ella. ¿Era posible? Gabrielle sintió que se le revolvían las entrañas. Cualquier cosa era posible. Pero... —¿Cómo, con... veinte amazonas? —Echó los labios hacia atrás en una sonrisa—. ¿Crees que eso podría detenerla? —Se echó a reír suavemente—. No tienes ni idea. —Y atacó, descolocando la vara de Arella y alcanzándola en el hombro.

—Oh, me hago una idea muy buena —gruñó Arella, golpeando a la bardo con su vara y haciéndola retroceder. —No... no es cierto —jadeó Gabrielle, desviando ese golpe y atacando hacia delante para alcanzar a la pelirroja en la rodilla—. Eres una cobarde. No te atrevías a desafiarla, así que has buscado otra forma de conseguir lo que deseas desesperadamente. —Y lo que yo no deseo desesperadamente. Tendría gracia si no fuese tan peligroso. Un gruñido grave fue la única respuesta, y entonces la pelirroja lanzó una veloz serie de ataques, haciendo retroceder a Gabrielle hacia los niños centauros. Pero la bardo era terca y no paraba de desviar sus golpes y de contraatacar con los suyos. Pero no puedo seguir así para siempre, pensó su mente aturdida. Me estoy cansando mucho. ¿Y entonces qué? Por Hades. Arella notó que se estaba cansando y saltó hacia delante y por fin logró arrebatarle la vara de las manos. Hizo girar su arma, golpeó a la bardo en la cabeza y la derribó. Se colocó sobre ella y levantó la vara para incrustársela con saña. Y una pequeña figura se lanzó sobre ella a toda velocidad, haciéndola retroceder y tambalearse. Rugió y golpeó con el puño una pequeña cabeza rubia, estampándola contra un árbol. Gabrielle sintió que la vista se le ponía roja, mientras luchaba por levantarse, y notó la forma de Cait que caía pegada al árbol a su lado. Sacudió la cabeza para despejarse la vista y entonces deseó no haberlo hecho. Porque Arella se estaba preparando, tensando una ballesta centaura. Oh... Su mente se quedó conmocionada. Me va a matar. —Así es, ojos verdes —dijo Arella, colocando bien la flecha—. Te voy a matar, y con un arma centaura, y ya no tendremos más tratados de estos, ni paz, ni buena voluntad.

Tendremos guerra, y eso es lo que queremos, Gabrielle... ¿por qué no puedes entenderlo? —Porque la violencia no es el camino —contestó, alzándose de rodillas y haciendo un gesto a los niños centauros para que se quedasen agachados. Se acurrucaron a su alrededor, mirándola con ojos asustados—. Porque hay una forma mejor de vivir. —No —contestó Arella, alzando la ballesta—. Te equivocas. No hay una forma mejor, ni una sensación mejor que ésta. —Apuntó, esperándose las súplicas de la reina. Esperándose que se encogiera o que se agachara o que apartara la cabeza de la cruel flecha. Pero los ojos no se apartaban de los suyos, no parpadeaban, y le sostuvo la mirada mientras el dedo de Arella se tensaba sobre el gatillo y apretaba.

4

Sendero de la aldea amazona Ahora la sensación era mucho más fuerte, se dio cuenta Xena, pues estaba más cerca y el peligro era mayor... pero el hecho de que todavía sintiera algo la animaba, y siguió corriendo, a largas y potentes zancadas, por el largo sendero y subiendo por la loma hasta el punto donde los dos territorios compartían la misma frontera. Pasó ante cuerpos caídos, de centauros y amazonas, y no se detuvo. Una vez al otro lado de la loma, vio la aldea, y lo que vio estuvo a punto de pararle el corazón. Un árbol. Niños centauros y dos mujeres enfrentadas con varas. A una, la conocía. Y ese conocimiento le apretó el pecho como una tenaza. La otra se dio cuenta de que tenía que ser Arella.

Dos días de viaje, montañas, heridas de cuchillo... todo eso se hizo irrelevante. Lo que importaba ahora era la velocidad. Y echó a correr. Loma abajo y a través de las praderas abiertas que separaban las dos aldeas. Sintió que se le cortaba la respiración en el pecho y no hizo ni caso. Mantuvo las zancadas largas y sueltas, absorbiendo las irregularidas del terreno como una pelota al botar. Subió por la siguiente loma y entonces volvió a ver la aldea, y una descarga de miedo que ahora era el suyo explotó en su mente al ver a la mujer. Y la ballesta. Y el blanco. Y entonces coronó la loma y bajó por el terraplén y se acercó lo más rápido que pudo por el pequeño altozano que les impedía verla llegar. Arella apretó el gatillo y sintió el disparo del arma. Adiós, ojos verdes, saludó a la mujer que, después de todo, había decidido morir con valor. Xena vio que el dedo se ponía blanco sobre el gatillo y perdió toda la objetividad que pudiera haber tenido. Tres largas zancadas más hasta la cima del altozano y luego se lanzó por el aire. Golpeó el suelo con una fuerza demoledora y aprovechó el impulso para lanzarse de lado, para aprovechar toda la longitud posible de su largo cuerpo. Para estirarse y obligar a su mano a cerrarse alrededor de una flecha de ballesta que se movía a demasiada velocidad para que un ser humano pudiera atraparla. Y notó que sus dedos se cerraban alrededor de la madera y las plumas. A escasos centímetros de la garganta de la reina de las amazonas, que estaba de rodillas. Que exclamó al reconocerla incluso a través de la lluvia torrencial y la velocidad a la que se movía.

Rodó hasta detenerse, tratando de frenar un poco el impulso, y rebotó hacia atrás para atrapar la segunda flecha y partirla con una mano. Un salto sobre la punta de los pies y entonces se lanzó hacia delante, hacia Arella, que se esforzaba por cargar de nuevo la ballesta. Tres pasos y salió despedida por el aire, y una poderosa patada eliminó la ballesta y la segunda eliminó a Arella, estrellándose contra su esternón y tirándola de espaldas. Arella se levantó y buscó en su interior la fiebre del combate. La encontró y, con esa energía, se lanzó contra la guerrera morena y cubierta de sangre que tenía delante. Sacó el cuchillo y atacó a Xena, pero su brazo fue atrapado, sujeto y luego retorcido hacia atrás con un crujido que la hizo caer de rodillas por el dolor. Entonces la sujetaron por el cuello y un puño se estrelló contra su mandíbula, con una explosión de dolor abrasador. Luego la levantaron en volandas y la estamparon contra un árbol. Abrió los ojos y miró a los bloques de hielo que tenía delante. Xena la dejó así un minuto, para que sintiera el dolor. Para que percibiera el poder que hacía falta para sujetarla en el sitio de esta forma. Para que pensara en ello. Luego acercó la cabeza y bajó la voz hasta su registro más grave. —Tienes mucha suerte —dijo, mirando fijamente a los ojos de Arella—. Tienes suerte de que tu pequeña emboscada no me retuviera. Tienes suerte de que haya detenido esa flecha. —La empujó con más fuerza contra el árbol—. Porque si no, habría trozos tuyos esparcidos por todo este patio. —Sonrió—. ¿Me crees? Arella asintió.

—Bien —asintió Xena a su vez—. Porque si alguna vez se te pasa siquiera por la imaginación volver a hacerle daño, tendrán que recoger lo que quede de ti con una esponja. —Una pausa—. ¿Entendido? Esperó a que en sus ojos apareciera el terror. Y apareció. Arella asintió de nuevo. Xena la levantó con las dos manos y luego miró a su alrededor. Vio un gran charco de barro allí cerca y con descuido, tiró a la mujer dentro. Luego se quedó ahí parada largos segundos, dejando que la lluvia se llevara la sangre, la suciedad y el agotamiento total. Gabrielle había visto cómo la flecha salía disparada de la ballesta, mientras decía unas últimas palabras mentalmente. A sí misma. A Xena. Cuando la flecha fue atrapada en medio del aire, ni se planteó otra posibilidad sobre quién lo había hecho. Y fue como estar bajo una cálida cascada, de lo grande que fue su alivio. Entonces Cait gimió y ella se dejó caer a su lado, sujetándole la cabeza y encogiéndose al ver la raja ensangrentada que tenía en un lado de la rubia cabeza. Oyó unos pasos que se acercaban a la carrera y Solari cayó de rodillas en el barro, para examinar a la niña. —Se pondrá bien —dijo la amazona, sacando un paño de sus cosas y apretándolo sobre la herida. Levantó la mirada—. ¿Tú estás bien? La cara de Gabrielle se iluminó con una apacible sonrisa. —Ahora sí. Las dos oyeron unos pasos que se acercaban y mirando rápidamente de reojo, Solari le cogió las manos a Gabrielle. —Yo me ocupo de esto —dijo, sonriéndole ampliamente y señalando a un lado con la cabeza. La bardo le estrechó las manos a su vez.

—Gracias —susurró, y entonces se levantó y se volvió hacia Xena. Y supo que tenía una sonrisa muy boba en la cara, pero le dio igual, y echó a correr hacia sus brazos abiertos y simplemente...—. Arrrg. Xena oyó la exclamación que se le escapó a la bardo al rodearla con los brazos y estrecharla con fuerza. Y la dulzura de ese momento fue tan profunda, que le dolió. Gabrielle hundió la cara en el pecho de la guerrera, sin hacer caso del barro ni de todo lo demás por su necesidad desesperada de sentir el contacto, y notó que los brazos de Xena la estrechaban aún más fuerte, si eso era posible, y ella la estrujó y estrujó como si le fuera la vida en ello. —Eh —dijo Xena por fin, rozando con los labios la cabeza de Gabrielle—. ¿Ni siquiera me dices hola? —Un ligero matiz de guasa en el tono. Notó que la bardo tomaba aliento varias veces para hablar, pero no le salía nada. Y por fin... —Sí... —Con la voz embargada por una docena de emociones—. Te digo "hola". Te digo "gracias a los dioses que estás aquí". Te digo "nunca en toda mi vida me he alegrado más de ver a alguien". —Una pausa—. Te digo "te quiero". —Otra pausa—. ¿Me he dejado algo? Un momento de silencio por parte de Xena. Entonces... —Bueno, eso cubre más o menos todo lo que yo misma tenía que decir. —En voz baja. Ahí mismo, bajo la lluvia. Con el estallido de los truenos a su alrededor.

Notó que Gabrielle por fin aflojaba los brazos, que la bardo le soltaba la cintura y subía hasta su cuello, estrechándola de nuevo, levantando los ojos y mirando a los de Xena. Se quedaron mirándose largo rato. Xena notó lo que estaba pasando y sólo tuvo tiempo de pensar: Truenos y rayos, una lluvia del Hades, hundidas hasta las rodillas en el barro, en una aldea centaura en medio de un combate. Bueno, va a ser memorable. Y entonces correspondió a ese abrazo y agachó la cabeza para atrapar los labios de la bardo en un largo y sincero beso. Por fin tuvieron que separarse para respirar, y Gabrielle dejó caer la cabeza sobre el pecho de Xena, riendo suavemente. —Dioses, qué bien —suspiró, cerrando los ojos. —Será mejor que salgamos de la lluvia —contestó Xena, respirando hondo. —¿Qué lluvia? —respondió Gabrielle. Xena se echó a reír. —O al menos que nos libremos del público. —Sus ojos chispearon risueños. —¿Qué público? —murmuró la bardo, y entonces abrió los ojos parpadeando. Xena señaló con la cabeza hacia el centro de la aldea y la bardo miró hacia allá y se puso como un tomate, al ver todos los rostros sonrientes. —Dioses —dijo, ocultando la cara en el pecho de Xena. Notó que la guerrera se reía. Entonces ella misma decidió que hasta tenía su gracia y volvió la cabeza para mirar. Vio que Ephiny se acercaba a una ceñuda Eponin y alargaba la mano con gesto exigente. Vio que Eponin la miraba indignada y que luego se achantaba y, tras hurgar dentro de su

corpiño, sacaba una moneda y se la ponía a Ephiny en la mano. Notó que Xena se reía con más fuerza. De modo que ella también se echó a reír y ya no pudo parar. Durante mucho tiempo. Regresaron a la aldea amazona caminando despacio, por deferencia a la herida de cuchillo de Xena, que la bardo descubrió por la sangre cálida que le caía por la espalda. —Ay —dijo, mirando a la guerrera con severidad—. Tenemos que ocuparnos de eso. Xena se encogió de hombros, echándole un brazo a Gabrielle por los hombros. —Casi ni lo noto —confesó—. Me duele todo, así que eso no es más que una pequeña molestia. —Una pequeña molestia —fue la respuesta—. Ya... justo. —Y rodeó a Xena con el brazo, llevándola hacia el camino—. Vamos. —Y estuvieron caminando un ratito en silencio. —Bueno, ¿esto va a ponerte las cosas difíciles con el tratado? —preguntó Xena, echando un vistazo a las amazonas que caminaban con ellas, algunas de las cuales transportaban a compañeras caídas. —Pues no, la verdad es que no —contestó Gabrielle despacio—. Esta gente lleva luchando entre sí tanto tiempo, que ya casi lo hacen como amigos. Xena la miró. —¿Esta gente? —Sus labios esbozaron una ligera sonrisa. —Esta gente —replicó la bardo, pegándose más a ella—. Y por cierto...

—¿Sí? —Entiéndeme, no podría estar más contenta. Pero... ¿qué haces aquí? —El tono de la bardo era curioso—. ¿Ha sido una de esas cosas misteriosas de Princesa Guerrera o algo así? Xena guardó silencio, pensándose la respuesta. —Es que me entró la sensación de que tenía que estar aquí —dijo por fin despacio—. Cosas que pasan, supongo. Gabrielle arrugó el entrecejo. —La cosa no iba tan mal hace tres días... no sé... —No —interrumpió Xena—. Anteanoche. —Se quedó mirando al suelo que tenía delante, evitando la mirada curiosa de la bardo. —Espera. —Gabrielle dejó de caminar y se volvió hacia Xena, posando las manos sobre la parte superior del pecho de la guerrera—. ¿Anteanoche? Dioses... me oíste. — Sonrió muy contenta—. Caray. —Gabrielle, ¿de qué estás hablando? —preguntó Xena, poniendo las manos en los hombros de la bardo. —Ésa fue la noche en que Ephiny volvió. —La bardo sonrió—. Y... —Se calló y sacudió un poco la cabeza, bajando la mirada—. La verdad es que yo... —Se calló de nuevo. Las manos que tenía sobre los hombros se doblaron y apretaron, tirando de ella para abrazarla. Se quedó callada un momento, regodeándose en la sensación—. Necesitaba esto —dijo suavemente—. Te necesitaba muchísimo. Así que... me puse... a

hablar contigo... aunque pensaba que no podías oírme. —Volvió a levantar la mirada—. Pero me oíste, ¿verdad? —Mmmm... no tanto con palabras, no —contestó Xena, echando a andar de nuevo—. Más bien aquí. —Alargó la mano y le dio una palmadita a la bardo en el estómago—. Sólo una sensación de que algo iba mal. Gabrielle reflexionó sobre ello. —Eso hace que me sienta muy bien —dijo, con una sonrisa pícara—. Porque me meto en muchos líos. Xena se echó a reír. —Bueno, eso es cierto. —Se relajó. A lo mejor esto no es tan malo, después de todo, pensó, posando la mirada en la cabeza rubia pegada a su hombro. Sintió un cálido bienestar que le alivió el agotamiento e hizo desaparecer el viento y el mal tiempo. —Esperaunmomento. —Gabrielle levantó la cabeza y se quedó mirándola—. ¿Anteanoche? ¿Cómo has llegado...? —Encontré un atajo —la interrumpió Xena. La bardo enarcó las cejas. —¿Un atajo? Xena, conozco la zona. No hay ningún atajo entre Anfípolis y esto. Se sube por el camino y luego hay que rodear toda la montaña por culpa de ese acantilado cortado a pico que corta la montaña hasta abajo. —Se calló, pensando—. No se te ocurriría...

—Sí, se me ocurrió —confesó la guerrera, doblando el brazo libre—. Y ni te digo cómo lo voy a sentir. —Oh —murmuró Gabrielle suavemente—. Eso es... peligroso. —Levantó la mirada y observó el rostro de Xena. —Qué va. —La mujer más alta se encogió de hombros—. Pan comido. Hablando de lo cual, ¿te gustaron las empanadillas que te envió madre? —Estás cambiando de tema —la acusó la bardo, pero sonrió—. Pero sí... me gustaron mucho. ¿Podemos ir a verla? —Dejó asomar una sonrisa picaruela—. Quiero ver ese cachorrito del que he oído hablar. —Eso quieres, ¿eh? —preguntó Xena, risueña—. Bueno, pues resulta que le prometí a madre que te llevaría de vuelta, así que supongo que podemos. Gabrielle se lo pensó. —¿En serio? —Sonrió—. Genial. Si esas empanadillas son un indicio, creo que me va a gustar mucho. Xena se echó a reír y luego hizo una mueca. —Ay. No me hagas reír tanto, que me duele. —Uy... pero no digas eso, Xena... La bardo la miró preocupada. —Si lo reconoces, tenemos que llevarte dentro. —Señaló su cabaña y llevó a la guerrera hacia allí. Entraron por la puerta, contentas de salir de la lluvia constante, y Gabrielle cogió dos grandes trozos de tela y le tiró uno a Xena—. Toma... sécate —dijo,

dirigiéndose a un pequeño botiquín, pero Xena la detuvo con un gesto, al tiempo que sacaba el suyo de la mochila que todavía llevaba—. Oh, bien... siempre tienes cosas mejores en el tuyo —comentó la bardo, acercándose y cogiéndolo. —De verdad que no es para tanto —dijo Xena, soltándose la armadura de ese lado y quitándosela—. Pero escuece un montón. Gabrielle la rodeó para ver mejor y tomó aliento silbando. —Caray. Va a haber que darte puntos. —Dispuso lo que necesitaba en la mesa y le hizo un gesto a Xena para que se sentara en la silla, cosa que hizo, soltándose la correa de cuero de ese lado. —Bueno, ya lo has hecho otras veces —comentó la guerrera, echándose hacia delante cuando Gabriele se acercó más y se puso a limpiar el largo y desagradable corte. Xena cerró los ojos y esperó pacientemente mientras la mujer más menuda daba unos puntos pequeños y precisos para cerrar la herida, tras lo cual le aplicó una buena cantidad de ungüento de hierbas y la tapó con una tela de lino limpia. Por fin, notó que Gabrielle había terminado y se echó hacia atrás, advirtiendo la seriedad de su rostro. —Oye... —dijo, pasándole un brazo por la cintura—. Las he tenido peores. —Lo sé —replicó Gabrielle, suavemente, alzando una mano y acariciando la mejilla de Xena—. Pero esto ha sido por mí. —Sus ojos parecían atormentados—. Arella preparó esa emboscada porque tenía miedo de desafiarme. Por tu causa. Xena sonrió cansada y alzó la mano para cubrir la de la bardo. —A veces la reputación es un arma de doble filo, Gabrielle.

La bardo sonrió y cerró los ojos. —Eso me encanta. —¿El qué? —preguntó Xena, desconcertada. —Cuando dices mi nombre —fue la inesperada respuesta—. Venga. Creo que tengo una camisa que seguramente te estará bien. —Una sonrisa guasona—. Teniendo en cuenta que es tuya. —Cruzó la habitación, sacó la camisa y se la lanzó—. Es que... Xena atrapó la prenda con una mano y la miró risueña. —Lo sé. No pasa nada. Me di cuenta de que me faltaba y pensé... —Se encogió de hombros—. Bueno, da igual. Gracias. —Se quitó la túnica de cuero empapada y se puso la camisa con una sensación de alivio—. Mucho mejor. —Le sonrió y luego se metió en la estancia de al lado para poner a secar su ropa mojada, a la que al cabo de un momento se unió la de la bardo. —¿Has comido siquiera? —preguntó Gabrielle, tirando de ella y sentándola en el borde de la cama—. Dioses, Xena... todavía no me puedo creer que treparas por ese acantilado. —Se echó a reír ligeramente—. Ni siquiera me creo que estés aquí. —Créetelo —suspiró la guerrera, apoyándose en el cabecero y rodeándose la rodilla doblada con los brazos—. Y sí, madre me preparó un almuerzo. —Sonrió a la bardo con guasa—. Estoy bien, Gabrielle. Deja de preocuparte. La bardo fue a decir algo, pero Xena la interrumpió. —Hay una cosa que sí me gustaría.

—¿Mmm? —contestó Gabrielle, apoyada en el borde de la cama, enarcando una ceja interrogante. Xena levantó una mano, le cogió la barbilla con delicadeza y le volvió la cara hacia la luz escasa que entraba por la ventana. Se fijó en las sombras oscuras que tenía bajo los brumosos ojos verdes y en la tensión de su cara. —Quiero que te eches aquí antes de que te desplomes. —Lanzó una mirada a la bardo—. ¿Tan duro ha sido? Gabrielle, deberías... La bardo alzó una mano, tocando suavemente los labios de Xena, y luego hizo lo que se le había pedido y se acomodó en los brazos acogedores de la guerrera. —Lo sé —suspiró—. Quería hacerlo yo sola. —Levantó la mirada—. Qué tontería, ¿eh? —Se acurrucó en el calor que amenazaba con absorberla por completo. —No —contestó Xena, apartándole el pelo húmedo de la frente—. Has hecho un gran trabajo. —Oh, sí. —La bardo resopló—. Salvo la última parte, con eso de que Arella atacó a los centauros y te tendió una emboscada. —No es culpa tuya —dijo la voz tranquilizadora de Xena—. Has hecho todo lo posible por conseguirles la paz. El tratado sobrevivirá a esto... sobre todo porque la reina amazona acudió en persona y defendió a unos niños centauros. —Sonrió a Gabrielle, que la miró y reprimió una sonrisa cohibida—. Eso fue muy valiente por tu parte.

—Dice la mujer que trepó por un acantilado, luchó contra veinte amazonas, se tiró delante de un par de flechas y le zurró la badana a mi némesis principal. Todo antes de comer —respondió Gabrielle, mirándola de reojo—. Ya. Xena le puso un dedo a la bardo en la punta de la nariz. —Por ti merece la pena —dijo, encantada con la repentina dilatación de los ojos verdes que ahora estaban clavados en los suyos. —¿Sí? —susurró Gabrielle, mirándola con una emoción en los ojos que le trajo un dulce y tierno recuerdo a Xena. Y permitió que su espíritu le devolviera la mirada con la misma emoción. —Sí. —Una pausa—. Además, si no puedo hacer cosas imposibles por ti, ¿por quién puedo hacerlas? —sonrió Xena. Gabrielle sonrió a su vez y se pegó más a ella, rodeando con firmeza a la guerrera con un brazo y acomodándose con un suspiro satisfecho. Estuvieron un rato en silencio, escuchando la lluvia constante de fuera, interrumpida de vez en cuando por el rugido de algún trueno y breves destellos de relámpagos. —La verdad es que no me ha importado ocuparme de los tratados y esas cosas —dijo por fin Gabrielle, pensativa. —Mmm —contestó Xena—. ¿Qué es lo que sí te ha importado, entonces? —Sonrió con malicia—. No me digas que ha sido la comida. La bardo soltó una risita.

—Pues sí, la verdad. —Entonces se puso seria—. No. Arella me ha fastidado muchísimo. —Se movió para poder levantar la mirada y ver la cara de Xena—. La mayor parte del tiempo conseguía enfurecerme. Y luego... —Se encogió de hombros incómoda—. Estaba siempre... bueno, Xena, tú sabes que a mí no me importa que la gente me toque, ¿verdad? —Sonrió como reacción a la mirada de Xena que las recorrió a las dos y al brillo risueño de sus ojos—. Eso. Justo. Pero ella hacía que me sintiera... —Arrugó la cara—. Puajj. —Hizo una pausa—. Era molestísimo y no me gustaba. Y ahora me pregunto si era ella o es que a mí me pasa algo raro. —¿Algo raro? —preguntó Xena, mirándola con una ceja enarcada. Ah, creo que ya sé cuál es su problema. Bueno... se rió mentalmente. Sólo hay una forma de averiguarlo, supongo. —Sí. —La bardo bajó los ojos y suspiró. —Ya. —Xena se movió ligeramente y, cuando la bardo levantó la mirada, la guerrera alzó despacio una mano y acarició con los dedos el lado de la cara de Gabrielle, luego siguió delicadamente la línea de su mandíbula, bajó por el lado del cuello y le acarició la clavícula hasta detenerse justo encima de su corazón. Notó el pulso que se aceleraba bajo sus dedos. Vio que la garganta de la bardo se agitaba al tragar convulsivamente y que la respiración se le hacía irregular—. Qué va. A mí me parece que estás bien —dijo Xena con despreocupación. Creo que eso responde a la pregunta—. Pero mejor me aseguro. —Y se inclinó y la besó, y luego volvió a apoyarse relajadamente en el cabecero con una sonrisa. —Oh —soltó Gabrielle, luego bajó los ojos y hundió la cara en la camisa de Xena con una risita. Caray. Todavía notaba el hormigueo que le corría por la espalda, y por un

momento se planteó ceder a sus instintos. Pero a pesar de lo que le había dicho la guerrera para tranquilizarla, veía el dolor y el agotamiento que acechaban en esos ojos y sabía que ya habría tiempo más adelante para seguir experimentando—. Creo que tienes razón —contestó por fin, después de respirar hondo, y levantó de nuevo los ojos con una sonrisa—. Gracias. —De nada —contestó Xena, notando que se le iban cerrando los ojos, pues el esfuerzo de los dos últimos días empezaba a pasarle factura. Rodeó a la bardo con el brazo con más firmeza y dejó que el ruido constante de la lluvia y la cálida seguridad de la presencia de Gabrielle la arrullaran hasta que se durmió.

Ephiny abrió un ojo y observó su entorno. Su cabaña. Eso era bueno. Aguzó los oídos. Silencio fuera. Otra cosa buena. Miró por la ventana. Sol. Y otra cosa buena. Por ahora, el día se presentaba bien, sobre todo después de lo de ayer. Bostezando, se levantó y se echó agua en la cara, haciendo una mueca al notar la gran contusión que tenía en la mandíbula. —Eso me lo vas a pagar, Erika —murmuró, luego suspiró, se vistió y asomó la cabeza fuera. Estaba amaneciendo y todo estaba tranquilo. Los únicos ruidos que se oían eran los leves chasquidos de la hoguera de las exploradoras, el goteo intermitente del agua al caer de las hojas y los leves indicios de movimiento procedentes del comedor. Sus ojos se posaron un instante en la puerta de la cabaña de la reina y notó una sonrisa en los labios. Me alegro de conocer la respuesta a esa vieja pregunta de una vez por todas,

pensó, risueña. Pero ha faltado muy poco, pensó luego con seriedad. Fue al comedor y agitó la mano saludando a las dos cocineras al pasar por el umbral de cañas. —Ephiny —gruñó Esta, saludándola a su vez—. Por favor, dime que toda esta tontería se ha terminado del todo. La amazona rubia se encogió de hombros. —Ya sabes cómo somos, Esta. Pero creo que por ahora ha terminado. Arella va a estar mucho tiempo fuera de circulación y a lo mejor ha aprendido algo. —Aparte de que no se debe cabrear a la campeona de la reina, claro está—. ¿Tienes algo caliente? Hace frío esta mañana. —Aceptó el cuenco de cereales calientes y se sentó con él, calentándose las manos mientras lo sujetaba y aspirando el vapor. Levantó la vista cuando Menelda, la sanadora jefa, se sentó en el banco a su lado—. Buenos días — murmuró Ephiny, sofocando otro bostezo. —Buenos días —contestó Menelda, sirviéndose una taza de té caliente de una jarra que tenía a mano—. Informe de situación —dijo, bebiendo un sorbito—. Ayer perdimos a seis personas de la partida de "caza". Ephiny enarcó las cejas. Luego meneó la cabeza. —Tres más están en la enfermería y pasarán allí un tiempo. Están como si se hubieran caído por un precipicio —dijo Menelda con su típico estilo directo. No era famosa por su tacto con las enfermas—. La niña, Cait, se va a poner bien. Tenía un corte en la cabeza, pero era más bien superficial y ya está levantada y se quiere ir. —Dejó asomar una leve sonrisa. Luego desapareció—. Con Arella tenemos un grave problema. Ephiny soltó un gemido, con la boca llena de cereales. Miró a Menelda.

—Oh, vivirá —la tranquilizó Menelda—. Tiene la mandíbula rota, así que no tendremos que oírla durante un tiempo, y unas seis costillas rotas. Es como si le hubiera pegado una coz un caballo de guerra. —Así fue —murmuró Ephiny, sin dejar de masticar. Menelda le echó una mirada y luego resopló. —También tiene un hombro totalmente dislocado. El problema es que es muy musculosa y no conseguimos recolocarle el brazo. Lo hemos intentado durante toda la noche, hasta que se desmayó por el dolor. —La sanadora hizo una mueca—. Ni siquiera probando a hacerlo entre dos hemos logrado hacer palanca suficiente para colocárselo. —Ah —replicó Ephiny, pensando—. Bueno, es posible que tenga una idea para solucionarlo. —Se levantó y se pasó los dedos por el pelo—. Haré que la persona que se lo dislocó se lo vuelva a colocar. —Y se marchó del comedor, dejando boquiabierta a Menelda, que salió tras ella, farfullando.

Xena se había despertado en la quietud previa al amanecer, desorientada por un momento hasta que se le enfocó la vista y se dio cuenta de dónde estaba. Gabrielle seguía profundamente dormida bien pegada a ella, respirando despacio y con regularidad. Con cuidado, comprobó el estado de su maltratado cuerpo y se sintió cautelosamente satisfecha con la respuesta, más de lo que tenía motivos para esperar. Supongo que eso es lo que se consigue tras una noche de auténtico descanso, pensó, mirando a la bardo dormida. Todavía parece agotada. Y ha perdido peso. Deben de haberla machacado un montón. Maldita sea... pero les ha plantado cara, ¿no?

Con la quietud, se dio cuenta de que el tiempo había mejorado ahí fuera, pero hacía más frío y notaba la corriente que entraba por la ventana, lo cual la llevó a decidir quedarse donde estaba y taparlas a las dos con las mantas. Se empezó a quedar dormida de nuevo, hasta que un ruido de fuera le hizo abrir los ojos de golpe y movió la mano hacia su espada, envainada al lado de la cama. El sol acababa de salir y vio una sombra que se movía fuera de la puerta. Una cabeza rizada se asomó con cautela. Xena meneó risueña la cabeza, pero le indicó a Ephiny que pasara, haciendo un gesto de silencio con la mano. La amazona entró sin hacer ruido y se acercó a la cama, amagando una sonrisa. —¿Qué tal la espalda? —preguntó, muy bajito. —No está mal —contestó Xena—. Un par de puntos, nada grave. Ephiny asintió y luego miró a Gabrielle. —Ya veo que ella está bien. —Sonrió con picardía a la guerrera. Luego se puso seria —. La verdad es que tengo que pedirte una cosa bastante... desagradable. Xena enarcó las cejas. —¿Desagradable? —preguntó. —Pues sí —suspiró Ephiny—. Nuestras sanadoras llevan desde ayer intentando recolocarle el hombro a Arella, sin conseguirlo. No logran hacer suficiente palanca para volver a ponérselo en su sitio. —Miró a Xena. —Y quieres que lo intente yo —adivinó la guerrera, soltando un resoplido—. Tienes razón. Es desagradable.

Gabrielle abrió los ojos, parpadeando adormilada. —¿El qué? —murmuró, mirando a Xena y luego a Ephiny, y cuando se encontró con los ojos de Ephiny, sonrió—. Buenos días. Ephiny sonrió a su vez y meneó ligeramente la cabeza. —Buenos días para ti también. Xena repitió la petición. —Supongo que lo puedo intentar, pero será mejor que primero la dejéis sin sentido para que no lo sepa. —Movió la cabeza algo molesta—. Nunca lo he hecho en estas circunstancias. —Vale —asintió Ephiny—. Voy a decírselo a Menelda. —Sofocó un bostezo—. Perdón. Ya sé que aún es temprano. —Las miró a las dos maliciosamente—. Así que os voy a dejar en paz. —Meneó las cejas y se fue. Se quedaron mirando a Ephiny mientras se marchaba y luego se miraron la una a la otra. Y se echaron a reír. —Dioses —suspiró Gabrielle, riendo aún. Se incorporó sobre un codo y tiró del hombro de Xena—. Déjame ver tu espalda. —Esperó a que la guerrera se echase hacia delante, cosa que hizo, y le bajó la camisa y le quitó el vendaje que le había puesto la noche anterior. Se quedó callada un momento y luego soltó una carcajada de sorpresa—. Te curas deprisa —comentó, colocándole de nuevo el vendaje. Se puso bien la camisa y se echó hacia atrás, encogiéndose de hombros.

—Sí. Me viene bien. —Se estiró—. ¿Lo ves? No pasa nada. —Una sonrisa para la bardo, que sonrió a su vez de mala gana—. Bueno. Supongo que será mejor que vaya a ocuparme de tu amiguita, ¿eh? La cara que puso Gabrielle no era muy propia de una reina. —Si no fuese una bardo de buen corazón, te diría que lo olvidaras. —Se puso de lado y apoyó la cabeza en una mano—. ¿Vas a aplicarle el punto de presión antes de hacerlo? —Sí, probablemente. ¿Por qué? —preguntó Xena, apoyándose en un codo—. ¿No quieres que lo haga? —Enarcó las cejas. La bardo suspiró. —Sí que quiero... a sus seguidoras les vendrá bien darse cuenta de que sabes hacer otras cosas aparte de lo obvio. —Clavó un dedo en el hombro musculoso que tenía al lado. Xena resopló. —Ya. Seguro. Gabrielle se la quedó mirando, ladeando la cabeza y observándola con evidente interés. —Por cierto, parece que la estancia en casa te ha sentado bien. Estás estupenda. — Sonrió—. Lo cual no quiere decir que no suelas estarlo. Encogimiento de hombros.

—He tenido oportunidad al menos de que se me terminen de curar algunas molestias. He hecho cosas en la posada. He cazado un poco. —Una pausa—. He entrenado mucho, lo cual me hacía falta para combatir los efectos de un mes de comidas de mi madre — terminó con una risa irónica. —No parece haberte hecho ningún mal —respondió Gabrielle, con una sonrisa. —Supongo que no. —Xena hizo una pausa—. Sí, ha estado bien. Madre ha sido... estupenda, y Toris ha sido Toris. —Intercambió una sonrisa maliciosa con la bardo, luego se volvió, se levantó y le ofreció una mano a Gabrielle—. Vamos. Vendrán dentro de nada a buscarte. —Sí, sí —rezongó Gabrielle, agarrando la mano que se le ofrecía y dejándose sacar de la cama—. A lo mejor puedo desterrarlas. —Un vistazo a las cejas de Xena—. Vale, a lo mejor no. Cruzaron por el centro de la aldea y Xena le dio un empujoncito a Gabrielle cuando llegaron al comedor. —Ve a desayunar algo. Yo me ocupo de esto. No tienes por qué verlo. La bardo irguió los hombros. —Ya lo sé. Pero quiero hacerlo. Quiero comprenderla. —Se quedó pensando un momento—. Además... —una sonrisa—, ya sabes que me encanta verte trabajar. —Vale —asintió la guerrera—. Pues vamos. —Fueron juntas a la enfermería y entraron por la puerta.

El ambiente se puso tenso en cuanto las ocupantes las reconocieron, o para ser sinceros, pensó Gabrielle, en cuanto reconocieron a Xena, que se quedó parada un momento, observándolo todo y poniendo su mejor cara de "soy una amenazadora señora de la guerra". Cosa que hacía muy bien, ayudada por su armadura oscura y reluciente y su notorio armamento. La mayoría de las pacientes eran seguidoras de Arella y, al tiempo que no se atrevían a mirarla a ella a los ojos, no dejaban de vigilar con aprensión a la guerrera o de mirarse sus propias botas con interés. Xena recorrió la estancia varias veces con la mirada y luego se acercó donde estaba echada Arella, aturdida, pero consciente, con un brazo entablillado de forma rara. Erika, sentada a su lado, se levantó despacio y retrocedió cuando la guerrera estuvo más cerca. —Tranquilas —dijo Xena por fin, cuando la tensión hubo alcanzado unos niveles casi palpables—. No voy a matar a nadie. —Se plantó ante Arella y examinó las tablillas con interés. El rostro de Arella era el vivo retrato de la aprensión y tenía la frente cubierta de una fina capa de sudor. Se encogió cuando la guerrera se puso en cuclillas y tocó las tablillas con un dedo. Xena la miró—. He dicho que tranquilas. Si quisiera matarte, lo habría hecho ayer. Tomando una decisión, apoyó el peso en una rodilla y desató con cuidado las tablillas. Volvió la cabeza y miró a Arella a los ojos. —Escucha. Voy a bloquearte el dolor con un punto de presión. Luego te voy a colocar el hombro. No te resistas. Así sólo te va a doler más. ¿Vale? Arella asintió y parte del pánico desapareció de sus ojos grises. Miró a Xena parpadeando, como si la viera por primera vez.

—Muy bien —murmuró Xena, y luego apretó con dos dedos un punto situado en la unión del cuello y el hombro de Arella. A la amazona se le dilataron los ojos y se agitó un poco—. No, no te resistas —le recordó la guerrera. Luego deslizó el brazo izquierdo por debajo del de Arella y agarró el borde del camastro, para hacer palanca, y con el brazo derecho, agarró el codo de la amazona—. ¿Preparada? —avisó, mirando a la mujer. Un leve gesto de asentimiento—. Vale. —Y con un movimiento fluido y poderoso, Xena colocó el brazo dislocado en el sitio que le correspondía. La articulación entró en su sitio con un sonoro crujido, que hizo dar un ligero respingo a todo el mundo, y luego Xena soltó el brazo y se echó hacia atrás—. Bueno —le dijo a Arella, que no dejaba de mirarla—. Voy a soltar los puntos de presión y volverás a sentirlo. No te dolerá tanto, ahora que la articulación está en su sitio. ¿Vale? —Otro gesto de asentimiento—. Vale. —Volvió a presionar el punto y Arella se encogió, pero luego se relajó un poco y le hizo a Xena un leve y cauteloso gesto de asentimiento. Xena se levantó y se sacudió las manos y luego miró por la estancia, donde de repente ya no había tanta tensión. Gabrielle se puso a su lado y apoyó la cabeza en su hombro, mirando a Arella. —Parece bastante fácil —comentó la bardo, levantando la mirada hacia Xena. —Sabía desde qué ángulo se había salido —contestó Xena, dirigiéndole una mirada sardónica—. Así es más fácil saber cómo volver a encajarlo. —Una sonrisa cargada de humor negro. —Ah —respondió Gabrielle—. Sí, es lógico. —Miró a Arella a los ojos, saludándola levemente con la cabeza, y luego tiró del peto de Xena—. Vamos. Te voy a presentar el desayuno.

Xena se dejó llevar fuera de la enfermería, totalmente consciente de los ojos que las siguieron hasta fuera. Cruzaron el espacio abierto y se dirigieron al comedor, junto con varias otras amazonas, que las miraron un momento y sonrieron. Gabrielle les devolvió la sonrisa, luego se dio cuenta de por qué sonreían y se sonrojó. En fin, voy a tardar un poco en acostumbrarme, pensó. En voz alta, dijo: —Espero que te gusten las gachas. —Ya sabes que no. Y a ti tampoco —respondió Xena, mirándola con una ceja enarcada—. Gabrielle, eres la reina. ¿Por qué no pides otra cosa? —Vio que el rostro de su compañera pasaba de la irritación a la perplejidad y de ahí a la mortificación—. No lo has hecho, ¿verdad? —Una carcajada rápidamente reprimida—. Vamos. —Y entraron en el comedor, donde vieron a Granella sentada con Cait hacia la parte de delante de la gran sala. Xena llevó a la bardo hacia ellas y la empujó delicadamente para que se sentara en el banco—. Siéntate. Ella misma siguió avanzando por el comedor y se metió en la zona de preparación, sobresaltando a las dos cocineras. —Tranquilas —dijo con calma, examinando los estantes con ojo experto y seleccionando varias cosas. —¿La reina quiere su cuenco de cereales? —preguntó con cautela la cocinera llamada Esta. —No —contestó Xena, cogiendo un plato y varias cosas más—. Odia los cereales. Esta resopló.

—No ha dicho ni una palabra. —En su tono había un matiz de indignación—. No ha pedido nada de nada, no ha dicho lo que le gusta... nos ha vuelto locas sin saber qué hacer... Xena se detuvo y la miró. —Lo sé. Debería haber enviado un pergamino de instrucciones con ella. —Y sonrió fugazmente a la cocinera—. Lo siento. Es que no le gusta dar la lata. —Y desapareció, mientras las dos cocineras se miraban. —Ja —dijo Esta—. No está tan mal, esa mujer. —Su compañera soltó un gruñido evasivo. Gabrielle se sentó al lado de Cait y le sonrió. Cait le sonrió a su vez. —Hola —dijo la bardo. —Hola —respondió Cait, mirándola parpadeando—. Ayer estuviste súper. Con los centauros y todo eso. —Sonrió con entusiasmo—. Me encantó cuando tumbaste a esa grandota con tu vara. Gabrielle resopló. —Bueno, gracias... pero no sirvió de mucho. —Miró a la niña rubia—. Y gracias por interponerte cuando estaba a punto de ensartarme. —Arrugó el entrecejo—. Siento que te llevaras un golpe por eso. Cait se encogió de hombros.

—No pasa nada. La verdad es que no me dolió mucho. Pero tú fuiste muy valiente cuando te iba a disparar. Ni te moviste. —Dejó de comer y bajó la cuchara—. No la viste llegar, ¿verdad? La bardo se quedó desconcertada y luego se dio cuenta de a quién se refería Cait. —No... no podía... ¿tú sí? La niña asintió con alegre entusiasmo. —Ya lo creo. Fue genial. Bajó por el terraplén, dio en el suelo y luego salió volando de lado. —Levantó la mirada cuando apareció el objeto de la conversación y depositó un plato delante de la reina. —Toma —dijo Xena, revolviéndole el pelo a Cait—. Hola, Cait. —Y se sentó frente a Gabrielle, cogiendo del plato un trozo de queso y una rebanada de pan para sí misma. —Cait nos estaba contando tu llegada a la aldea de los centauros —comentó Granella, fijándose en cómo atacaba la bardo el contenido del plato—. Oye... que te va a dar algo. Cait se volvió hacia Xena y sonrió. —¿Me puedes enseñar a atrapar flechas? —rogó—. ¿Por favor? La guerrera la miró enarcando una ceja. —Ya veremos —gruñó—. ¿Qué tal tu cabeza? La niña se llevó una mano a la sien y luego se encogió de hombros.

—Está bien. —Volvió a dedicarse a su cuenco, comiéndose hasta los últimos restos de cereales con obediente entusiasmo. Todas levantaron la mirada cuando Ephiny entró en el comedor y se acercó a ellas, colocando ambas manos sobre la mesa e inclinándose hacia delante. —Gabrielle, el líder de los centauros quiere parlamentar. Contigo. Esta tarde. — Dirigió una mirada a Xena, que masticaba pensativa su pan—. Contigo también — añadió, haciéndole a la guerrera un pequeño gesto de disculpa. Xena puso los ojos en blanco. —Oh, genial —suspiró. —Vale —replicó Gabrielle—. Esta tarde. Y Ephiny... —La amazona la miró—. Tenemos que terminar cualquier asunto pendiente del consejo. Me gustaría marcharme mañana por la mañana. Ephiny se quedó inmóvil, mirándola. —Está bien —contestó por fin, arrastrando las palabras muy despacio. Maldición. Tendría que haberlo previsto. Pero ha hecho una cantidad imposible de cosas en el tiempo que ha pasado aquí—. Podemos hacerlo —terminó, con tono apagado, y se irguió. Gabrielle se levantó y la cogió del brazo, señalando hacia fuera con la cabeza. Salieron y se apartaron un poco del comedor, luego la bardo se detuvo y tomó aliento. —Escucha...

Ephiny alzó una mano. —No... está bien. Lo comprendo. —Ephiny, no, no lo comprendes. Déjame hablar un momento —dijo Gabrielle con calma—. He hecho lo que he podido. —Posó la mirada en sus manos y luego levantó de nuevo los ojos—. Hay una parte de las amazonas que no comprendo... que no sé cómo comprender. Mientras no lo comprenda... Mientras no consiga ver lo que ven las personas como Arella, no puedo gobernaros. Ephiny abrió la boca para hablar y la volvió a cerrar. La abrió. La cerró. La abrió. Por fin, puso la mano en el brazo de la bardo. —Escucha. Sé que lo has pasado mal. Créeme, lo sé. —Soltó el aliento que retenía—. Pero creo que te equivocas. Creo que sí que nos comprendes. Es sólo que no ves una forma de ser como nosotras... y Gabrielle, eso es muy bueno. Esa parte de Arella que no logras entender... eso es feo y violento y necesita sangre para satisfacerse... No me gustaría que lo conocieras. —Le sonrió levemente—. Y de todas formas, sigues siendo la reina. Eso no lo puedo cambiar. Ni querría. Seguiré guardándote el sitio hasta que estés lista. Gabrielle asintió despacio. —Está bien. —Sonrió tensamente—. Puede que nunca esté lista. Pero cuando lo esté, serás la primera en saberlo. —La segunda —contestó Ephiny inmediatamente, con ojos risueños. La bardo soltó una breve carcajada.

—Dioses... ¿conseguiré alguna vez que eso se olvide? —Se sonrojó—. No me puedo creer que hiciéramos eso. —Sonrió a Ephiny con malicia—. Bueno... ¿y cuánto ganaste? —Ahh... eso no se puede decir —sonrió la amazona rubia—. Por cierto, y para que conste, eres la envidia de la aldea. —Sonrió al ver que el sonrojo aumentaba—. Bueno, ¿y dónde vais? ¿A Anfípolis? Gabrielle se cruzó de brazos y trató de no hacer caso del calor que tenía en la cara. —Sí —contestó, mirando por fin a Ephiny a los ojos—. Entre otras cosas, tengo que ver a ese cachorro del que me hablaste. Pero veré si podemos volver para la fiesta. Ephiny asintió. —Eso sería estupendo. Escucha... has hecho una cantidad increíble de cosas por nosotras en un mes, eso lo sabes. Seis nuevos tratados y, lo que es yo, creo que ciertas facciones de la aldea están dispuestas a plantearse la paz como alternativa. —Y pensó con ironía: Aunque sí que creo que Xena ha tenido más que ver con eso. Les ha metido tal susto a las seguidoras de Arella que han cobrado sentido común. Tal vez. La bardo asintió. —Gracias. —Miró a su alrededor y luego hacia el comedor, donde Xena estaba ahora apoyada perezosamente, esperándola en la puerta. Se esforzó por evitar sonreír y supo que había fracasado en parte al oír la risa contenida de Ephiny. Suspirando, cerró los ojos y respiró hondo antes de volver a levantar la mirada—. Lo siento. ¿Qué decías?

—Vamos a tener que repasar las leyes sobre los centauros —respondió Ephiny, dándole un respiro a la bardo—. Aparte de eso, sólo quedan unas pocas cosas que terminar para hoy. —Le puso la mano a Gabrielle en el hombro y la acompañó de vuelta al comedor.

La sesión del consejo de esa tarde fue interesante, pensó Gabrielle. Por una vez, nadie la cuestionó. Arella no estaba allí, con sus dudas y sus silencios amenazadores y sarcásticos. No tuvo que explicarse media docena de veces, ni tuvo que justificar sus palabras, sus ideas, sus actos... y había una nueva sensación de respeto, incluso por parte de las seguidoras de Arella que sí asistieron. A lo mejor ha sido por el combate de ayer, pensó. Lo hice muy bien, al fin y al cabo. O a lo mejor ha sido por saber que al final la paz ha prevalecido. A lo mejor han aprendido algo. Qué va, rió su mente. Era la presencia de su compañera, más percibida que vista, puesto que Xena estaba sentada tan tranquila detrás de todas ellas en un banco bajo, totalmente parecida a una pantera estirada, y sus ojos azules recorrían la sala de vez en cuando, pero siempre regresaban para atrapar los de la bardo. Generalmente enarcando una ceja por lo que decía alguien. O poniendo los ojos en blanco, cuando Gabrielle tenía que explicar algo dos veces. O con un amago de sonrisa cuando hacía valer su criterio. Y con una sonrisa franca y deslumbrante cuando una de las amazonas de más edad que había estado más o menos de parte de Arella se levantó y la felicitó y dijo que, bueno, a lo mejor había otro camino. A lo mejor sí que he conseguido algo, pensó por fin, dándole vueltas cuidadosas a la idea. A lo mejor. Al terminar el consejo, se levantó y, como último punto del orden del día, devolvió el gobierno de las amazonas a Ephiny,

que la rubia aceptó con aire indiferente, como si no lo hubieran ensayado todo con antelación. Cosa que sí habían hecho. Y se quedó agradablemente sorprendida por la cantidad de amazonas que la detuvieron una vez disuelto el consejo y le expresaron su pena porque se marchaba y su agradecimiento por lo que había hecho. Incluso las últimas, tres de las secuaces de Arella, que la rodearon cuando casi todas las demás ya se habían ido. Y eso le causó una leve punzada de preocupación, hasta que por el rabillo del ojo vio un suave movimiento de cuero oscuro y se relajó con una sensación de cálida seguridad. Las miró a las tres, ladeando la cabeza con aire interrogativo, dejando que fuesen ellas las que rompieran el silencio. Consiguió no apartar la vista de ellas, no dejar que sus ojos se alzaran por encima de sus cabezas para encontrarse con la mirada atenta que se había colocado detrás de ellas en absoluto silencio. —Mm... escucha. —Erika rompió la tensa espera—. Sé que no estamos de acuerdo. —Eso es muy cierto —asintió Gabrielle, afablemente. —Sí. Bueno, da igual. Es que... —Suspiró—. Gabrielle, eso de ir tirando sin más, día a día... no hay ningún reto en eso. Creo que lo que nos da miedo es perder... bueno, parte de lo que hace que esta vida nos resulte tan atractiva. —Miró a sus dos compañeras, que asintieron, pero dejaron que siguiera haciendo de portavoz—. Ese reto es muy importante para nosotras. —¿Es que la vida misma no es un reto? —contestó la bardo—. ¿Es que tenéis que entrar en conflicto para hacerla más difícil? Una voz grave le contestó y sobresaltó a las amazonas.

—Tienen razón, Gabrielle. —Y Xena se adelantó, sin hacer caso de las miradas nerviosas de las tres, y concentró su atención en la bardo—. Cuando te acostumbras a cierto nivel de emoción en tu vida, si te lo quitan te puedes poner... —frunció los labios y asintió ligeramente—, nerviosa. —Enarcó una ceja mirando a las tres, que se miraron entre sí y luego a ella de nuevo. Y asintieron encogiéndose ligeramente de hombros—. Tiendes a hacer cosas que provoquen esa sensación de emoción, porque tu cuerpo está acostumbrado a ella. —¿Estás diciendo que la gente puede ser adicta a la violencia? —preguntó Gabrielle, con incredulidad. —Pues sí —replicó Xena y, por fin, consiguió que las tres empezaran a sonreír levemente—. Eso es difícil de romper. Tienes que encontrar algo que pueda sustituirlo. Pero... —Se encogió de hombros—. No subestimes esa necesidad. Es real. Ahora Erika sonreía abiertamente y miró a Xena asintiendo ligeramente. —Tú sí que lo comprendes. La guerrera posó la mirada en Erika. —Oh, ya lo creo. Pero si dejas que esa necesidad te controle, pierdes. —Clavó la mirada en Erika—. Tienes que encontrar una forma de canalizar esa energía hacia algo positivo. Tienes que encontrar algo que la sustituya. Erika se quedó muy pensativa. —¿Cómo qué? —preguntó, enarcando una ceja con gesto desafiante.

En los ojos de Xena apareció un brillo pícaro. Se inclinó y rodeando la oreja de Erika con una mano, le susurró algo. La amazona se echó hacia atrás sorprendida, luego la miró, lanzó una mirada a Gabrielle y se echó a reír. —Ah. Ya. —Se quedó pensativa—. Bueno... veré qué puedo hacer. —Se volvió hacia Gabrielle—. Bueno, para lo que valga, lo siento. Gabrielle asintió despacio. —Yo también, Erika. Ayer murieron seis amazonas que no tenían por qué morir. — Tenía la cara muy seria—. Le he dicho a Ephiny que sea ella quien decida cuáles van a ser los castigos por todo esto. Pero le he sugerido varias cosas. Fue una estupidez. Erika se puso seria. —Lo sé. —Miró a Xena—. Yo sabía que no debíamos hacerlo. Debería haberlo impedido. Pero no lo hice, y ahora tengo que vivir con ello. —Las saludó a las dos inclinando un poco la cabeza y luego se dio la vuelta y se marchó, seguida de sus compañeras en pensativo silencio. Xena y Gabrielle se quedaron mirándolas y luego se miraron la una a la otra. Gabrielle se acercó despacio a ella y le tiró del peto. —¿Qué le has dicho? —preguntó, con curiosidad. —Ah... cosas de guerreras —contestó Xena, con una sonrisa—. Vamos. Los centauros llegarán dentro de nada. —No lo va a dejar. Vale... bueno, se pone muy mona cuando se sonroja.

—Cosas de guerreras —repitió Gabrielle—. Ya. ¿Qué clase de cosas de guerreras? — No soltaba la armadura—. Quiero saber qué le has sugerido para sustituir a la emoción... —hizo una mueca—, de ir a la guerra. —Enamorarse —dijo Xena despacio. Con un brillo risueño en los ojos. La bardo se puso colorada como un tomate. —Oh —murmuró, y luego se echó a reír. —Ahora será mejor que superes ese sonrojo antes de que lleguen los centauros —le tomó el pelo Xena, dándole una palmadita en la mejilla. Entonces levantó la cabeza y segundos después oyeron que alguien llamaba a Xena. Fueron a la puerta y Xena asomó la cabeza fuera y vieron a una amazona que guiaba a una conocida figura dorada con una brida improvisada. —¡Argo! —suspiró la guerrera—. Ya tendría que haberme imaginado que me seguiría hasta aquí. —Salió corriendo y sonrió cuando la yegua relinchó al verla. Gabrielle se la quedó mirando desde la puerta, apoyada en el poste, y se abrazó a sí misma, para contener la sensación de calor que la llenaba como la luz del sol. Enamorarse, ha dicho, rió su mente llena de felicidad. Y si ha hecho falta un mes en el Hades con las amazonas para que me lo diga, pueden pedirme que me quede un mes con ellas siempre que quieran. Arella estaba equivocada... equivocada... equivocada... ésta es la sensación más maravillosa del mundo. Espero que lo descubra algún día. Recordó la cara de Erika. A lo mejor lo hace. Miró al otro lado de la plaza, fijándose en el movimiento de las amazonas y en las figuras distantes de los centauros que llegaban. En Xena y en su yegua, que resoplaba

inquieta. Dioses, Gabrielle. Cuánto camino has recorrido desde Potedaia, ¿verdad? Todo lo que ha pasado. Todas las cosas malas, todos los problemas y las luchas y el dolor. Y las cosas buenas, las victorias, la gente a la que hemos ayudado y, sobre todo, nuestra amistad. Me acuerdo de que una vez le pregunté si habría algo que le gustaría cambiar, después de todo eso, y dijo que... no. Y sólo ahora comprendo por qué. Todo eso nos ha llevado a este lugar, a este momento y a ser quienes somos ahora. Y si es así... yo tampoco querría cambiar nada. —Gabrielle. —La voz de Xena la sacó de su trance—. Oye, ¿estás bien? —La guerrera la miró, preocupada. —Sí, sí. Estoy bien —contestó Gabrielle, sonriéndole—. Sólo estaba pensando, nada más. —Echó un vistazo al camino que llevaba a la aldea—. Oh, ya llegan los centauros. Es la hora de la reunión, ¿no? —Se pasó los dedos por el flequillo y se colocó bien la falda—. Vamos.

—No ha estado tan mal como me esperaba —dijo más tarde Ephiny bostezando, arrellanada en la silla frente a la mesa de trabajo de Gabrielle, con una gran copa de vino especiado en la mano—. Aunque creo que tú les caes mejor que yo. —Miró parpadeando a la bardo, que estaba metiendo con eficacia sus cosas en un par de zurrones grandes. —Qué va —replicó Gabrielle, levantando la vista y sonriendo—. Tu hijo hace que tengas una conexión con ellos. No van a tener problemas contigo. —Suspiró—. Además, creo que yo los pongo nerviosos. No paraban de agitar la cola.

Una risa suave desde el banco pegado a la pared, donde estaba sentada Xena, reparando unos cordones de su armadura. —No, yo los pongo nerviosos. —Una sonrisa de humor negro—. Parece que pongo nervioso a todo el mundo. —¿En serio? —preguntó Gabrielle, dejando lo que estaba haciendo y mirándola—. Nunca lo he notado. ¿Estás segura? Me parece que ya te estás imaginando cosas otra vez, Xena. Mira que te lo tengo dicho. Ephiny la miró como si se hubiera vuelto loca y luego miró a Xena. Que había hecho una bola con unos cordones de cuero y se la tiró a la bardo. Y le dio de lleno en el pecho. —Ay —exclamó Gabrielle—. Oye... que sólo era una pregunta. —Y lanzó a su vez la bola, con puntería más que suficiente para hacer que la guerrera tuviera que agacharse para evitar que le diera en la cabeza—. ¡Oye, casi! —Ya. Que te lo has creído —se burló Xena, volviendo a su reparación. Y fingió que no veía a Gabrielle coger una bolsita, echar el brazo hacia atrás y lanzarlo hacia delante con una fuerza considerable. Y soltó la pieza de armadura en el último segundo y levantó una mano, sin mirar, y atrapó la bolsa—. A ver si lo haces mejor —comentó con aire satisfecho, lanzando de nuevo el objeto con un raudo movimiento de muñeca, pero esta vez alcanzó a Ephiny en la cabeza. —¡Eh! —chilló Ephiny—. ¡A mí no me metáis en esto! —Se levantó, sin dejar la copa, y se apartó, sonriendo.

—Gallina —se burló Gabrielle, y se lanzó en plancha a coger la bolsa. Se levantó con ella y la lanzó hacia Xena. Pero la guerrera había soltado la armadura y ahora estaba medio agachada, totalmente interesada en el juego. Atrapó la bolsa y la lanzó velozmente, obligando a Gabrielle a tirarse al suelo para esquivarla—. ¡Eh! Las dos corrieron a coger la bolsa y Xena se hizo con ella, alcanzó a la bardo en el estómago con ella y luego se agachó al tiempo que lanzaba la bola original de cordones. Ephiny escogió ese momento para retroceder, para evitar que la tirasen al suelo. Y se le enganchó la bota en una tabla del suelo y perdió el equilibrio, agitando los brazos a lo loco para no caerse. La copa de vino salió volando directa hacia Xena, que se detuvo, la vio venir, miró rápidamente atrás y luego suspiró. Y cerró los ojos. Y dejó que la copa le diera de lleno en el pecho y la empapara de vino. Todo el mundo se quedó petrificado. El silencio era ensordeceror, hasta que Xena lo rompió echándose a reír suavemente y con humor. —Buena cosecha, Eph. —Podrías haberte agachado —protestó Ephiny, entre la risa y la aprensión. Lo podría haber hecho, quería hacerlo, pero no lo ha hecho... he visto cómo tomaba la decisión. —Ah, no —dijo Xena, sacudiendo los brazos para quitarse algunas gotas—. Me agacho, la copa pasa por encima de mi cabeza y alcanza a aquí su majestad. Y no me lo perdona jamás. No, gracias. —Miró a Gabrielle, que se tapaba la boca con las manos, sofocando la risa floja—. Prefiero darme un baño de vino. —Alargó la mano, depositó una gota del líquido en la punta de la nariz de la bardo y le sonrió—. Ahora me tengo

que dar un baño de verdad. Luego vuelvo. —Salió de la habitación, meneando la cabeza. Ephiny se quedó mirándola mientras se iba y luego se volvió hacia Gabrielle, que se estaba quitando la gota de la nariz con la lengua. —Bueno —dijo, riéndose un poco. —Ya te lo dije —dijo la bardo, sentándose en la esquina de la mesa—. Es muy divertida. —Gabrielle, tú sacas esa faceta suya a la luz, porque deja que te diga que yo nunca la había visto así —dijo Ephiny, repentinamente seria—. Nunca. Y la conozco desde hace tiempo. —Se rió entre dientes—. Y nadie, nadie me va a creer cuando cuente lo que acabo de ver. —Así que supongo que se están cambiando mutuamente. ¿Dónde acabarán? Sólo Zeus lo sabe—. En cualquier caso, será mejor que te vistas para la cena. Sabes que estamos preparando una cosilla para despedirnos de nuestra reina, ¿verdad? —le tomó el pelo Ephiny, al ver que Gabrielle torcía el gesto—. Tranquila, es muy informal. Gabrielle suspiró. —¿Puedo llevar a una invitada? —preguntó, con una sonrisa sardónica. —¿Podríamos dejarla fuera? —preguntó a su vez Ephiny, con una sonrisa maliciosa —. Yo no lo voy a intentar.

El fuego estaba ya bajo en el comedor esa noche antes de que terminara el banquete y Gabrielle se echó hacia delante, con una mueca de dolor por las horas que había pasado sentada en el banco acolchado, pero sin respaldo. El menú había sido hasta decente y, por una vez, estaba atiborrada al final de una comida amazona. Ay, su cuerpo protestaba. Tengo que hacer que se pasen a las sillas con respaldo. Tengo un nudo del tamaño de un... oh. Una mano fuerte le tocó el nudo y, con un movimiento continuo, le relajó la tensión que tenía ahí. Suspiró aliviada y volvió la cabeza. —¿Cómo sabes exactamente dónde hacer eso? —Una de las muchas cosas que sé hacer —respondió Xena, terminando la tarea, pero dejando la mano en la espalda de la bardo. Ella misma había elegido un banco que estaba bastante cerca de un soporte de la pared que sobresalía y eso, junto con su largo cuerpo, permitía a la guerrera el lujo de apoyar la espalda y evitar la tortura del banco. —Supongo que eso incluye saber dónde sentarse —comentó la bardo, sonriéndole con sorna. Xena asintió, con los ojos medio cerrados. —Mmm. —Y tener un cuerpo del tamaño preciso para llegar a la pared —continuó Gabrielle. —Sí —asintió la guerrera—. Todo parte del plan. —Ya —replicó la bardo—. Debe de estar bien. —Echó una mirada al entretenimiento y sonrió—. Son muy buenas. —Otra mueca de dolor—. Ojalá... —Ven aquí —la interrumpió Xena, tirándole de la falda por detrás.

Obediente, la bardo se pasó al siguiente banco. —¿Sí? —Apóyate. —Xena se dio un golpecito en el pecho con la mano. —Oh —dijo la bardo, sonriendo—. Vale. Mucho mejor. —Se apoyó en el hombro de Xena y se relajó, al tiempo que la guerrera le pasaba un brazo por la cintura—. ¿Eso también era parte del plan? —preguntó, en broma. —Sí —contestó Xena, sin inmutarse. Luego bajó la mirada hacia Gabrielle, que se estaba riendo—. ¿Qué? —No... perdona... no es nada. Es que... —Gabrielle se encogió un poco de hombros —. Creía que no te gustaba... o sea... tú nunca... —Dejó de hablar—. Oh, olvídalo. Xena enarcó una ceja. —¿Que no me gustan las muestras de afecto en público? —preguntó—. ¿No es eso? —Pues sí —contestó la bardo, con una sonrisa de curiosidad. Xena se encogió de hombros. —Lo he superado. —Una sonrisa lobuna—. Además, después de lo de ayer, ¿qué más da? —Bajó la mirada y vio el esperado rubor. Se acomodaron para ver el entretenimiento y compartir unos vasos de vino especiado—. ¿Quieres pasarte a ver a tu familia? —preguntó Xena por fin, bebiendo un largo trago. Tengo que preguntárselo. Pero por los dioses, no les caigo bien. Y sospecho que ahora mismo les voy a caer aún peor, pensó con sorna. Oh, sí.

Gabrielle se quedó callada un rato, pensando. —Sí —dijo por fin, con tono desganado—. A lo mejor cuando nos vayamos de Anfípolis. —Suspiró—. Debería hacerles una visita para que sepan que sigo viva. Xena frunció el ceño y agachó la cabeza para verle bien la cara a Gabrielle. —Oye... oye... Gabrielle, es tu familia. —¿A qué viene eso? Sé que quería irse de Potedaia, pero siempre ha hablado bien de su madre... de Lila... Gabrielle siguió mirando al frente. —Tú eres mi familia —contestó, bebiendo a su vez un largo trago—. Ellos ni siquiera saben quién soy, Xena. Para ellos, sólo soy la hermanita que se escapó hace dos años. Xena soltó el aliento que retenía y pensó. —Mi familia se adaptó. La tuya también puede —le dijo, estrechándola un poco. Oh... qué mal se me da esto. Y soy la última persona del mundo que debería dar consejos sobre las relaciones familiares. La bardo pareció apreciar lo que había dicho, porque volvió la cabeza y miró a Xena con una sonrisa pícara. —Ah... estupendo. Entonces dejaré que hables tú con ellos. Puedes explicárselo todo. —Y soltó una risita. Y luego se rió aún más, porque Xena aprovechó que iba vestida de auténtica amazona y le hizo cosquillas en el estómago desnudo, que tenía al alcance de la mano—. Aauh... para... no puedo tener un ataque de risa floja delante de toda la aldea.

Xena se apiadó y dejó que se calmara, notando que el cuerpo de la bardo se relajaba por completo apoyado en su pecho y que sus manos rodeaban las de la guerrera, agarrándolas. Sabía que la mitad de la sala seguramente las estaba mirando y le daba exactamente igual. Tal vez era por la luz del fuego, o el vino especiado, o la repentina relajación tras los peligros sufridos. Tal vez era porque por primera vez desde hacía mucho tiempo se estaba dejando llevar por unas emociones que normalmente tenía ferozmente controladas. Va a haber problemas por esto. Lo sé. Me he abierto demasiado y sé que voy a pagar por ello. Lo sé... pero ahora ya no puedo echarme atrás. A lo mejor puedo... Cerró los ojos y apoyó la mejilla en la rubia cabeza que descansaba sobre su hombro. A lo mejor puedo tener un poco de paz, durante un tiempo. Gabrielle notó la presión y se arrimó más por instinto. Le pasa algo. Lo noto, pensó la bardo y luego examinó esa idea. Lo noto. Arrugó el entrecejo. Caray. Me pregunto... —¿Xena? —preguntó suavemente, pues no quería sobresaltar a la guerrera. —¿Mmm? —contestó su compañera, un sonido grave cuya vibración la bardo notó en la cabeza, donde la tenía apoyada en la garganta de Xena. Si me equivoco, va a pensar que estoy chiflada. Pero no importa... me paso todo el tiempo soltando toda clase de teorías, ¿no? Sí. Vale. —¿Te acuerdas de los padres de Jessan? —Sí —fue la respuesta, con tono inseguro—. Claro que me acuerdo. —Con un tono más normal.

Pero Gabrielle notó que los latidos regulares que tenía bajo la oreja aceleraban el ritmo. —Nosotras somos como ellos, ¿verdad? —Y oyó la parada repentina y luego el redoble de su corazón que le dio la respuesta antes de que la guerrera abriera la boca para hablar. —Eso cree Jessan —reconoció Xena, respirando hondo e intentando calmarse el corazón, pues sabía muy bien que Gabrielle lo oía, de lo pegadas que estaban. ¿Qué va a hacer con esto? ¿Qué va a pensar...? Dioses. ¿Y yo qué pienso? Ésa es la siguiente pregunta, ¿no? —¿Y tú qué piensas? —preguntó la bardo, levantando la mirada. Esperando pacientemente. Una bocanada de aire muy larga. —No lo sé seguro —dijo Xena despacio, pensando—. Porque no somos parte de su pueblo. —Se armó de valor y miró a los brumosos ojos verdes que la contemplaban. Y en ellos descubrió una curiosidad apacible e intensa. Y aceptación. Y se decidió—. Pero sí, creo que podríamos serlo. —Y allí estaba, en medio de una de sus peores pesadillas. Ésa en la que Gabrielle se apartaba horrorizada de lo que le parecería una condena a cadena perpetua, atada a una ex señora de la guerra medio loca, con mal genio, maldita por los dioses y odiada por todo el mundo. —Caray —exclamó la bardo, con una sonrisa profunda, plena y sincera que le iluminó los ojos como si la luz de las velas se reflejara en su rostro—. Fantástico. — Estrechó los brazos que la rodeaban con todas sus fuerzas.

Y con una palabra y una sonrisa, envió a un alma oscura de vuelta a la luz. Una vez más. —¿Fantástico? —logró decir Xena, debatiéndose con una serie de emociones distintas—. Gabrielle, me parece que no entiendes... Gabrielle suspiró llena de felicidad. —Sí que lo entiendo. Más allá del buen juicio, más allá de la muerte, más allá de la comprensión. Creo que hemos dado de lleno en las tres cosas por lo menos una vez. — Se echó a reír—. Tal vez más de una. —Se volvió a medias y miró a Xena a la cara—. Sabes que siempre he dicho que pensaba que todas las personas tenían un alma gemela, ¿verdad? —Sí. —Xena renunció a resistirse y simplemente aceptó el hecho de que a Gabrielle realmente no le importaba. La cara de la bardo se puso muy solemne. —Hace mucho tiempo... que sé cuál es la mía. —Ya está. Había sido más fácil de lo que pensaba. Por supuesto, las circunstancias habían ayudado. Ahora sólo quedaba por ver cuál iba a ser la respuesta. Humor, evasión, una palmadita en la cabeza... Era muy probable que Xena no sintiera esto con la misma profundidad que ella, pues a fin de cuentas la guerrera había hecho tantas cosas, había visto tantas cosas... seguro que pensaba que Gabrielle era una jovencita idealista, seguro que no... —Yo también —fue la respuesta absolutamente en serio. Ahí mismo, en una sala llena de amazonas parlanchinas, a la luz vacilante del fuego, con los acordes de una arpista detrás de ellas.

Gabrielle tuvo que recordarse a sí misma que debía empezar a respirar de nuevo. Oh, dioses... ¿acaba de decir lo que creo que acabo de oír? De repente sintió vértigo y parpadeó varias veces para aclararse la vista, que por algún motivo parecía tener borrosa. No me puedo creer que estemos teniendo esta conversación en medio de un banquete, pensó, más por hacer algo mientras su cuerpo recuperaba el control que por otra cosa. Entonces notó que la mano de Xena le tocaba la mejilla y la delicada presión de los dedos de la guerrera al enjugarle las lágrimas que tenía bajo los ojos. —Me alegro de haber dejado eso aclarado —susurró la bardo, que miró rápidamente hacia arriba y quedó capturada por esos ojos azules. —Yo también —respondió Xena, al tiempo que una sonrisa amenazaba con apoderarse de su cara—. Aunque podríamos haber elegido un sitio más privado para hacerlo. —Miró a su alrededor—. Como la plaza pública de Atenas. Las dos se echaron a reír. Porque era una forma de soltar una sobrecarga de emoción que amenazaba con descomponerlas a las dos. Y ya habría tiempo para eso más tarde. El banquete estaba en pleno apogeo y Gabrielle sabía que su marcha le pondría fin, de modo que se acomodó e intentó prestar atención a las músicas. Eran buenas, pero su mente estaba totalmente ocupada con otras cosas, como una risa interna que no parecía cesar y una sensación vertiginosa de bienestar que no paraba de caer sobre ella como una ola del mar. Podrían ser malabaristas cojas sin oído musical alguno y yo ni notaría la diferencia, se riñó a sí misma. Eso no es bueno para alguien que se considera bardo. Respiró hondo y, haciendo un esfuerzo, concentró su atención, enfrascándose por fin en la interpretación, y ni se enteró cuando se quedó dormida.

—Oooh —le susurró Granella a Ephiny, acercándose a ella—. Mira qué cosa más rica. —Se rió por lo bajo y le clavó un dedo a la amazona rubia en las costillas, señalando con la barbilla. Ephiny volvió la cabeza y se echó a reír involuntariamente al ver a su reina profundamente dormida acurrucada en los brazos protectores de Xena. —Por los dioses. —Movió la cabeza con cierta incredulidad—. Sí, es una ricura. Granella ladeó la cabeza morena. —La música debe de amansar a la fiera... me parece que hasta Xena se ha quedado dormida. —Enarcó una ceja y soltó una risita—. Más vale que alguien lo anote en los anales. Ephiny observó a la guerrera. —¿Eso crees? Observa. —Alargó la mano y cogió una uva del plato que tenía delante y, con un rápido movimiento de muñeca, la lanzó volando al otro lado de la sala. Fue atrapada en el aire por el movimiento perezoso de la mano de Xena y un par de penetrantes ojos azules la dejaron clavada en el sitio. Sonrió—. ¿Lo ves? La amazona morena sofocó una risotada. —Jo. —Sonrió—. Ojalá yo tuviera esa clase de reflejos. ¿Es que nunca se relaja? — Y se echó a reír cuando la guerrera examinó la uva y, mirándolas con un leve encogimiento de hombros, se la metió en la boca.

—No que yo haya notado —replicó Ephiny con una sonrisa sardónica—. Y teniendo en cuenta contra lo que se enfrenta, seguro que es lo mejor. —Arrugó el entrecejo—. Para las dos. —Mmmm —asintió Granella—. Esta vez ha faltado demasiado poco para mi gusto, Ephiny. Ya sé que no lo viste, pero yo salí corriendo detrás de ella, y vaya si corrí. Y también Solari. —Meneó la cabeza morena—. Demasiado poco. Ephiny suspiró. —Lo sé. Y créeme, estuve con el corazón en un puño durante todo el trayecto hasta allí. Casi me caigo cuando llegué y vi que todo estaba bien, porque fui yo la que le pedí que viniera, Granella. —La amazona rubia se tapó los ojos—. ¿Qué habría hecho si la flecha de Arella hubiera dado en el blanco? No he pasado tanto miedo en toda mi vida. —Levantó la mirada—. Jamás pensé que Arella fuera a hacer eso. —Sí. —La morena exploradora suspiró—. Pero está pagando el precio. Oye, ¿es cierto eso que he oído de que Xena de verdad le ha recolocado el hombro? Ephiny resopló. —Es cierto. Las sanadoras me estaban echando la bronca por habérselo pedido, pero llegó ella, ya sabes, tan amenazadora como de costumbre, con armas y todo, le dio un susto de la muerte a todo el mundo y se puso plaf plaf plaf y bum. Fin de la historia. — Se echó a reír—. Sin más. —Se echó hacia atrás y se estiró, con una mueca de dolor—. En fin, creo que ya va siendo hora de que demos por terminado este pequeño festejo... no es que no lo estemos pasando bien, pero no tardará en amanecer.

Xena vio que Ephiny y Granella se levantaban de sus asientos y se dirigían hacia ella. Posó la mirada en su compañera dormida con una sonrisa y le dio unos golpecitos en el hombro. —Eh. —Otro golpecito—. ¡Eh! —¿Mmm? —murmuró la bardo, despertándose—. ¿Qué...? Oh. —Reconoció los brazales que la rodeaban—. Hola. Mm... ¿me he quedado dormida? —Pues sí —replicó Xena, estrechándola un poco—. Y Ephiny viene hacia aquí. He pensado que preferirías salir por tu propio pie en lugar de en brazos como una niña pequeña. —¡Xena! —Gabrielle puso los ojos en blanco—. No lo habrías hecho. —Levantó la vista para fijarse en los sonrientes ojos azules—. Dioses... sí lo habrías hecho. —Se incorporó, se pasó los dedos por el pelo y se frotó los ojos—. No me puedo creer que me haya quedado dormida en medio de un banquete —murmuró, mirando azorada a Xena—. Me podrías haber despertado. Xena se echó a reír por lo bajo y le frotó la espalda. —Qué va. Tenías un aire tan apacible que me daba pena. —Levantó la mirada cuando llegó Ephiny y la saludó inclinando la cabeza—. Muy buena la uva. —¿La uva? —preguntó Gabrielle, mirándola—. ¿Qué uva? —Ephiny estaba poniendo a prueba mis reflejos —respondió Xena, con humor—. Supongo que quería saber si su reina estaba a salvo. Ephiny resopló.

—Ah, sí... eso era lo que más me podía preocupar esta noche, deja que te diga. —Se apoyó en la mesa—. Ya es hora de terminar la fiesta, majestad. —Sonrió al ver la mueca de la bardo—. Buenas noches. —Sí, sí. —Gabrielle bostezó, se levantó y se estiró—. Que paséis buena noche vosotras también. Salieron y fuera el aire era mucho más fresco y los ruidos nocturnos habían empezado a dar paso a los sonidos previos al amanecer. Xena oyó el aleteo de los pájaros que se agitaban al despertarse encima de ella, esperando a que el cielo empezara a colorearse, captó el olor del rocío y el aumento del viento suave en el que flotaban las voces apagadas de las demás asistentes al banquete que ahora se dirigían a sus propias cabañas. —¿Merece la pena siquiera que nos acostemos? —preguntó Gabrielle, sofocando un bostezo—. El sol no tardará en salir. —Se volvió a medias para mirar a Xena, que caminaba a su lado en silencio. —Mmm... —respondió Xena—. Probablemente no. —En su rostro se dibujó una sonrisa amable—. Querías partir temprano... —Se encogió de hombros—. Yo también. —Notó el apretón súbito del brazo de la bardo a su alrededor. Le pasó el brazo por los hombros como respuesta. Y recordó de repente lo que se habían dicho allí atrás. En la ruidosa sala del banquete. Entraron por la puerta en la cabaña de la reina y Gabrielle la soltó, cruzó la habitación y se puso a hacer cosas en la mesa de trabajo.

—Creo que lo tengo todo recogido —murmuró, moviendo algunos de los pergaminos por la superficie. Levantó la mirada y vio que Xena se sentaba en el banco bajo y acolchado que estaba pegado a la pared, estirando las largas piernas y cruzándolas. A la escasa luz de la antorcha, la bardo sólo veía los leves destellos de luz reflejados en su armadura. Y en sus armas, que había llevado al comedor. Y los dos puntos de luz que eran sus ojos. Por los que Gabrielle se sentía atraída como una polilla a la llama de una vela. Tomó aliento y luego terminó de recoger sus pergaminos, charlando de esto y lo otro, mientras Xena contribuía con su habitual serie de respuestas monosilábicas. No tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Por fin, terminó y, poniendo cara alegre, se acercó al banco con aire indiferente y se quedó mirando a la guerrera, que estaba cruzada de brazos y parecía totalmente relajada. Xena echó la cabeza a un lado y contempló a su compañera. Luego descruzó los brazos, pasó el derecho por el respaldo del banco y le hizo un gesto con el otro para que se sentara. —Siéntate —comentó—. Todavía falta un poco para que salga el sol. Podemos ponernos cómodas. —Gracias —dijo Gabrielle, que se sentó en el banco y se acurrucó a su lado, metiendo las piernas por debajo del cuerpo—. ¿Me vas a enseñar por dónde trepaste el acantilado? —preguntó, mirando con humor a la guerrera—. Tengo que saber cómo describirlo para la historia que estoy escribiendo. —Soltó una risita al oír el ruido ahogado que se le escapó a Xena, y se apoyó en el fuerte brazo que tenía detrás—. No pensarías que esto lo iba a dejar pasar, ¿verdad?

—Gabrielle... —gruñó Xena gravemente—. ¿Qué tal si escribes la historia sobre ti... puesto que eres tú la que ha hecho todo lo importante de verdad, eh? —Ah, claro. Salvo que las partes que a todo el mundo le encanta oír son las que tratan de ti —contestó la bardo, pegándose más a ella y clavándole un dedo en las costillas—. Las partes emocionantes. Nadie quiere oír hablar de cómo se firmó un tratado con los centauros. —Tiró juguetona de la armadura de Xena—. Pero sí que quieren oír cómo se escaló un acantilado imposible, cómo se logró correr más deprisa que las exploradoras más veloces de las amazonas... sí, no creas que no me he enterado de eso también... por Granella y las demás... de cómo se saltó por un terraplén de dos pisos de altura... me alegro de no haberlo visto... para acabar justo delante de una ballesta en el momento en que disparaba. —Sonrió, percibiendo la victoria—. Tú... eres... una... heroína —declaró con tono triunfal, desafiando a Xena a contradecirla. Xena se la quedó mirando, con una ligera sonrisa bailándole en los labios. —Gabrielle, todo eso lo hice porque tú... eres mi heroína. —Con un tono apacible y serio. Y dejó a la bardo sin ideas. Sin habla. Sin respiración. Se acabó. Había vuelto a ganar. Porque Gabrielle no tenía respuesta para eso, pues jamás se había planteado que oiría una cosa así, dadas las escasísimas probabilidades que tenía de ser una heroína. ¿Verdad? Durante largo rato, lo único que oyó fueron los sonidos nocturnos, el viento que agitaba las hojas, la llama ondeante de las antorchas. Y dos respiraciones distintas. Por fin:

—¿Alguna vez te han dicho que se te dan bien las palabras? —dijo Gabrielle, riendo por lo bajo. Xena enarcó una ceja, pero sonrió. —No. Muchas otras cosas, pero ésa nunca. —Con un brillo risueño en los ojos—. A lo mejor eres una mala influencia. —A lo mejor —asintió la bardo, suavemente. Bajó la mirada, luego la posó en el hombro de Xena y alzó una mano, para tocar las nuevas cicatrices que había allí. —¿Cómo te has hecho esto? —La miró a los ojos, cercanos y penetrantes. —Una pantera —replicó—. La noche después de que te fueras. —Se le puso la mirada distante—. Había estado... haciendo ejercicios. Volví al campamento y llegó un lobezno. —Sonrió a la bardo fugazmente—. Fui a devolvérselo a mamá y en cambio, me encontré con eso. —Oh. —Gabrielle se quedó pensando—. ¿La madre estaba muerta? —Mm —asintió la guerrera. La bardo suspiró y meneó la cabeza, inclinándose para tocar las otras cicatrices que tenía Xena en el otro hombro. —Ay. —Sí. —Xena se encogió de hombros—. Pero las he tenido peores. —Sonrió y alargó la mano para apartarle el pelo a Gabrielle de la sien y examinar el golpe que le había dado Arella con la vara el día anterior—. Eso parece estar bien. —Miró a los ojos verdes

que tan cerca estaban de los suyos. Notó que la mano de la bardo subía por su hombro y se posaba justo debajo de su mandíbula. No supo cuál de las dos empezó primero, pero eso daba igual. Al menos esta vez no tenemos una panda de centauros y amazonas mirándonos, pensó Xena, y luego dejó de pensar y en cambio se concentró en el beso. Que duró bastante, pues se tomaron su tiempo, explorándose mutuamente con un entusiasmo casi inseguro. Gabrielle paró para respirar, por fin, y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Xena. —Lo haces muy bien, ¿sabes? —murmuró en la oreja de la guerrera, que tenía oportunamente cerca. —¿Eso crees? —respondió Xena con indolencia, mirándola con una ceja enarcada. —Oh, sí —le aseguró la bardo. Luego miró por encima del hombro la luz grisácea del amanecer que perfilaba la ventana—. Maldición. La ceja de Xena subió aún más y se echó a reír por lo bajo. —La próxima vez hay que irse antes de la fiesta, ¿eh? —bromeó, bajando con un dedo por la cara de la bardo. Gabrielle respiró hondo. —Vamos a continuar esta conversación más tarde, ¿verdad? —Sus labios se curvaron en una sonrisa. Ooh... creo que esto me gusta. Mucho. Más que mucho. —Oh... —dijo Xena despacio, con los ojos brillantes—. Yo diría que has acertado. — Y se echó hacia delante para atrapar sus labios por última vez, durante largos instantes —. Uno para el camino —dijo riendo, cuando se separaron. Los ruidos de la aldea al

despertar empezaron a filtrarse a través de la niebla matutina y se quedaron ahí sentadas un ratito, abrazadas, escuchando—. Venga —dijo Xena, por fin—. Voy a preparar a Argo. Tú ve a ver si consigues algo de desayunar en el comedor. Gabrielle bostezó y asintió. —Vale. Hasta puede que me den algo comestible después del susto de muerte que les diste ayer. —Le clavó un dedo a Xena en las costillas—. Y tengo que despedirme de Ephiny y de las demás. —Una pausa—. Y de Arella. Xena asintió. —Salúdala de mi parte —replicó, con una sonrisa sardónica—. Luego vuelvo. —Y se levantó y salió a los primeros rayos del sol naciente. Gabrielle se quedó ahí un momento, mirando por la puerta abierta, medio sonriendo. Luego se miró las botas, se cruzó de brazos y sacudió la cabeza ligeramente. —Puuf... qué semanita —murmuró hablando con el aire. Vamos, Gabrielle. Muévete... ponte en marcha... mete la cabeza en agua fría. Se rió burlándose de sí misma. Aunque meter el resto del cuerpo en agua fría sería más útil en estos momentos. Caray. Carraspeó y soltó un profundo suspiro, tras lo cual terminó de recogerlo todo y se cambió el atuendo de amazona por su habitual ropa de viaje. Terminó de colocarse bien la falda y salió por la puerta rumbo al comedor, saludando alegremente a las amazonas con las que se cruzaba. Una de las cuales era Ephiny, que echó a trotar hasta alcanzarla.

—Buenos días —gruñó Ephiny, mirándola parpadeando—. O debería decir buenas noches todavía de ayer. —¡Buenos días! —contestó Gabrielle, sonriéndole—. Hace un día precioso, ¿no te parece? —Indicó el cielo cada vez más claro y sin nubes que, a medida que se levantaba la niebla, prometía un día fresco y despejado. Ephiny le lanzó una mirada aviesa. —Alto... alto... ¿desde cuándo te gustan las mañanas? ¿Tanto te alegras de marcharte? La bardo aflojó el paso y alzó una mano para protestar. —Ephiny... no... no es eso. Lo siento... es que esta mañana estoy de buen humor... en serio... —Intentó no sonreír y fracasó—. Es que estoy... —Una mirada quejosa a la amazona. —Está bien... está bien —cedió Ephiny, con un gesto para que se tranquilizara—. Ya me entero. —Suspiró—. Escucha... sé que aquí lo has pasado mal. Y que te alegras de que tu vida vuelva a... bueno, lo que tú consideras normal. —Le dirigió una mirada. Gabrielle se paró en seco y se volvió para mirar a Ephiny, ahora muy seria. —¿Qué quieres decir con eso exactamente? —preguntó, suavemente, mirando a la amazona directamente a los ojos y bajando la voz. Y Ephiny, al percibir una sensación de peligro, retrocedió. Y parpadeó.

—Mm... —farfulló—. Sólo que... ¡Por los dioses, Gabrielle! Sólo quería decir que nosotras... bueno, que yo pensaba que podíamos ofrecerte cierta estabilidad. Durante un tiempo. Debe de ser muy duro estar ahí fuera, trasladándose de un sitio a otro sin parar. —Miró inquieta a esta mujer súbitamente amenazadora a la que creía conocer. Gabrielle avanzó un paso, sin dejar de mirar a la mujer rubia con ojos gélidos. —¿Es que no crees que sé lo suficiente como para comprender las posibles elecciones que tengo a ese respecto? —preguntó, con tono grave y peligroso—. Voy donde voy porque quiero ir ahí, Ephiny. Y me quedo donde me quedo porque ahí es donde quiero estar. —Jo... ¡esa mirada funciona de verdad! —Vale. —Ephiny levantó las manos como rindiéndose—. Vale... vale... Escucha, lo siento. —Caray... tengo que hacerme a un lado... tengo que dejar de tratar a esta mujer como si fuese una niña, antes de que me arranque la cabeza—. Lo siento mucho... Gabrielle, me importa mucho lo que te pase. Lamento que me salga como si fuese... Olvídalo. La bardo se apiadó, suavizó la mirada y relajó la postura. —Lo sé. Tranquila, Ephiny. Es que me harto de que la gente piense que sigo a Xena como un perrito que no sabe lo que hace. Sí que sé lo que hago. Sé lo peligroso que es. Sé lo que podría pasar. Lo hago a pesar de todo eso, no porque no tenga elección. —Lo sé —dijo Ephiny con tono apagado—. Lo que de verdad quería decir es que siempre tendrás un hogar aquí, si lo deseas. —Hizo una pausa—. O si lo necesitas. Gabrielle sonrió.

—Eso ya lo sé —dijo, agarrando a la amazona por el hombro—. Gracias. Ephiny sonrió y la abrazó. —Cuídate, Gabrielle —dijo—. Y cuida también de ella —añadió suavemente. La bardo se rió entre dientes. —Lo intentaré. —Emprendió de nuevo la marcha—. Voy a coger algo para desayunar y luego voy a ver a Arella. ¿Quieres acompañarme? —dijo como ofrenda de paz, porque sabía que Ephiny no había pretendido enfadarla. Pero también sabía que Ephiny probablemente no volvería a cometer ese error, y la idea la llenaba de cierto orgullo melancólico. Supongo que me estoy haciendo adulta, pensó. —Claro —asintió Ephiny, y siguieron caminando.

Xena terminó de cargar las cosas en Argo y la llevó hasta la enfermería, donde había visto entrar a Gabrielle momentos antes. —Sshh... chica. Nos vamos dentro de nada —le dijo canturreando a la yegua, que apuntó una oreja atenta hacia ella. Soltó el ronzal de la yegua al llegar a la enfermería, agachó la cabeza para entrar y vio a Gabrielle y a Ephiny en el rincón donde Arella recibía tratamiento. Al pasar dentro, notó que todos los ojos se posaban en ella y se quedaban mirándola. Pero eso no era nuevo: estaba acostumbrada a ello, incluso en lugares donde no sabían quién era. Probablemente es por la estatura y el cuero, pensó, distraída. Volvió la cabeza y devolvió las miradas, que de repente encontraron otras cosas de interés. ¿Qué pasaría si entrara dando brinquitos con una flor entre los

dientes?, pensó de repente, y su boca esbozó una sonrisa sardónica. Voy a tener que probar alguna vez para ver qué cara se les pone. Gabrielle, como si percibiera su presencia... seguro que la percibe, ahora que lo pienso. Yo siempre percibo la suya... se volvió cuando se acercó y la saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa. Y miró a Arella, que la miraba a su vez con desconfianza, pero sin el miedo que había mostrado el día anterior. Tenía una tableta al lado de la mano, que había estado usando para escribir mensajes, puesto que no podía abrir la boca más de dos centímetros. Xena dobló por reflejo la mano izquierda, la que le había hecho eso en concreto. Gabrielle la miró, notando esa leve amenaza nerviosa que a menudo la envolvía como un manto cuando se encontraba en lo que ella consideraba territorio enemigo. Causaba mucho efecto, tenía que reconocer la bardo. —¿Todo listo? —preguntó, con tono normal. Vio que Xena asentía y luego retrocedía hasta la pared y se apoyaba en ella, haciéndole un leve gesto con la barbilla para que continuara con lo que estaba haciendo. Cosa que la bardo hizo, pues cogió la tableta y la leyó, alegrándose de que la atención de la estancia estuviera ahora centrada en otra persona. Gabrielle: (decía) No te voy a pedir perdón, porque he actuado de acuerdo con mis creencias y no las voy a abandonar. Pero por si te importa, me alegro de que parara las flechas.

Gabrielle respiró hondo y lo releyó varias veces, mientras pensaba una respuesta. Por fin, levantó la vista y miró de frente a esos ojos grises. Y se inclinó hacia delante, para que sólo la amazona pudiese oír lo que decía. —Arella, me importa —dijo, amablemente—. Y te perdono libremente por intentar matarme. —Vio el pasmo y la sorpresa en esos ojos—. Pero... —y bajó aún más la voz, la miró con más intensidad—, por atacarla a ella, no. Eso no te lo puedo perdonar. Seis de tus hermanas han muerto por eso. Garabateó en la tableta: ¡Las mató ella! —No. —La voz suave se mostró inflexible—. Las mataste tú. Exactamente igual que si les hubieras disparado con esa ballesta. Te dije que no tenías ni idea. Una mirada de agonía. Me lo dijiste, sí. —Sólo porque ame la paz y crea que podemos conseguir más con palabras que con armas, eso no quiere decir que no sepa lo que pueden hacer esas armas, Arella. — Gabrielle la miró, con tristeza—. Tenía la esperanza de que su reputación bastara para evitar que alguien cometiera alguna estupidez. Escribió a toda velocidad: Las reputaciones pueden ser engañosas... pueden ser falsas... pueden ser erróneas. —Esta vez no —suspiró Gabrielle. No, un garabeteo corto. Debería haber hecho caso de tu advertencia. Una pausa... siguió escribiendo. Debería haber escuchado a Erika. Ella lo sabía. Sus ojos se posaron en la pared del fondo, donde Xena esperaba, entre las sombras, y sólo se veía el pálido

brillo de sus ojos. Entonces miró de frente a Gabrielle. ¿Cómo?, escribió, haciendo una pausa para pensar en lo que quería decir. ¿Cómo la conoces a ella tan bien y no nos comprendes a nosotras? La bardo se quedó sentada en silencio un momento, pensando en cómo responder a eso. Era una buena pregunta, pensó. —Porque ella no ejerce la violencia por la violencia sin más. Ya no. Y si ella puede cambiar, tú también —dijo por fin, mirando a Arella a los ojos. ¿Por ti? Enarcó las cejas. —No. —Y Gabrielle sonrió—. Por ti. Eso sale de aquí. —Alargó la mano y le dio un golpecito a Arella en el pecho—. Pero a veces viene bien tener ayuda. —Desvió la mirada hacia donde Erika esperaba pacientemente, apoyada en la pared al lado de Ephiny. Luego volvió a mirar a Arella y dejó que una minúscula sonrisa le curvara los labios. Tal vez. Una mirada de reconocimiento a su pesar. Adiós, ojos verdes. Y en su mirada había casi, casi un indicio de afecto. Gabrielle asintió y se levantó. —Cuídate —dijo, en voz baja. Y se marchó con Ephiny y Xena a cada lado, en silencio. —¿Qué quieres hacer con ella? —preguntó Ephiny, cuando llegaron al lado de Argo. La bardo se detuvo y miró a Xena, con ojos interrogantes.

—Bueno, tienes tres posibilidades —dijo Xena, como si ella misma hubiera estado dándole vueltas al asunto. Como así era, pues sabía que la pregunta acabaría dirigida a ella—. Puedes desterrarla, puedes rebajarla a la posición de criada o puedes obligarla a trabajar como aprendiza de una amazona mayor, una de tendencias pacíficas, que podría enseñarle algo. Ahora me van a pedir que recomiende algo, predijo. —¿Qué recomendarías tú? —preguntó Gabrielle, a bocajarro. Vamos, Xena... esto me supera y tú lo sabes. Ayúdame un poco. La guerrera se mordisqueó el labio unos segundos. Con ésta, en realidad no existe una solución perfecta. Cualquiera de ellas la desquiciaría. —El destierro es peligroso. Ya tenéis bastantes grupos de renegadas por ahí a los que se podría unir. Rebajarla a criada es malgastar recursos y de todas formas, se escaparía. —Xena hizo una pausa—. De modo que en realidad sólo podéis usar la tercera opción. Pero Eph, elige a alguien con una personalidad tan fuerte como la suya. A lo mejor, si consigue su respeto, la cosa funciona. Ephiny y Gabrielle se miraron. —Jo —gimió Ephiny—. Vas a obligarme a decírselo a Eponin, ¿a que sí? —Nos tenemos que ir. —Gabrielle sonrió y le dio unas palmaditas a Argo—. Hola, Argo. Xena se rió por lo bajo y, tras agacharse ligeramente, saltó sobre la yegua dorada, que seguía sin silla. Se volvió y alargó el brazo.

—Venga. Sé que siempre has querido montar a pelo. —Adiós, Eph. —Gabrielle sonrió y la abrazó, luego se agarró al brazo de Xena y se vio izada hasta el ancho lomo de Argo—. Eeeh... —dijo, sorprendida, cuando la yegua se movió debajo de ella—. Así te resbalas mucho más. Xena puso los ojos en blanco y azuzó a la yegua para que avanzara. —Tú agárrate. —Eso no es problema —contestó la bardo, rodeándola con los brazos y agarrándose con fuerza. Saludó con la mano cuando cruzaron la plaza y salieron por la entrada de la aldea, y se echó a reír ligeramente cuando pasaron por debajo de la primera de las ramas de alrededor—. Esto podría llegar a gustarme. —Se pegó más a Xena y apoyó la cabeza en su espalda—. Recuerda que me prometiste enseñarme el acantilado. Xena suspiró. Se lo había prometido. Y a Gabrielle le iba a dar algo cuando lo viera. A lo mejor podía decir que era un acantilado más bajo...

5

Anfípolis El único ruido real era el ritmo suave de los cascos de Argo, mientras la yegua avanzaba despacio por el camino que bajaba de las montañas. Estaba cayendo el sol y no se encontraban lejos del cruce que llevaba a Anfípolis. —Oye —llamó por encima del hombro.

—¿Mmm? —contestó Gabrielle, levantando la cabeza—. No estaba dormida. —Con tono de indignación. —No he dicho que lo estuvieras —respondió Xena, disimulando una sonrisa—. Ya casi hemos llegado. —Miró a la bardo—. Y además, no me importa que te quedes dormida. Al menos me das calorcito en la espalda. —Notó que Gabrielle tomaba aliento profundamente y lo soltaba y luego volvía a colocar la cabeza entre sus omóplatos. Bueno, me da calorcito. Habían sido un par de días de viaje muy agradables, pensó Xena. El tiempo había cooperado, y cuando hizo pasar a Gabrielle junto a ese acantilado... Sonrió pesarosa. Gabrielle echó un vistazo por aquella pared, luego la miró a ella y estuvo a punto de desmayarse. Me olvidé de que detesta las alturas. Y recibió inmediatamente un sermón sobre los riesgos innecesararios, que ella interrumpió eficazmente con una sencilla afirmación de la que se sentía bastante orgullosa: —Si no lo hubiera hecho, estarías muerta. Ésa es motivación más que suficiente para mí. Y la bardo dejó de hablar y le dedicó esa mirada un poco sin aliento que a veces le echaba. Y la abrazó. Ahora, cuando los campos de Anfípolis empezaban a extenderse a su alrededor, notó una rara sensación de bienestar, que le permitió relajarse con el paso bamboleante de Argo y la hizo sonreír sin un motivo concreto. Ahora oía ruidos apagados, y se puso a jugar consigo misma para identificarlos. ¿Eso era un conejo? O uno de sus pretendidos alumnos... Ah... no, era bípedo y se deslizaba a hurtadillas por el borde del campo, manteniéndola a la vista. Con una sonrisa, escuchó para ver si oía los gritos de aves que

les había enseñado, y no se vio defraudada. La llamada significaba un viajero, de camino al pueblo. Otra que indicaba que era amiga. Y por fin, el áspero desafío del halcón que se habían empeñado en asignarle a ella, provocándole un suspiro y una mueca. Frunciendo los labios, contestó a la llamada y sonrió cuando apareció uno de los aldeanos, armado con su vara y agitando la mano para saludar. Gabrielle atisbó con interés por encima de su hombro. —Vaya... sí que les has estado enseñando —dijo, con tono de sorpresa y admiración. Sonrió al aldeano que trotaba a su lado, sujetando la vara con eficacia algo torpe. —¡Xena! —exclamó el hombre—. He enviado aviso a la posada. —Le sonrió—. Ya veo que tu misión ha sido un éxito. Xena enarcó una ceja. —¿Mi qué? —Se echó a reír—. ¿Dónde crees que he ido? —Oh —dijo el hombre, encogiéndose ligeramente de hombros—. Cirene dijo que habías ido a ayudar a una amiga. —Sonrió a Gabrielle—. He pensado que ésta era la amiga. —Hola —contestó la bardo, ofreciéndole una mano—. Soy Gabrielle. —La narradora —contestó, encantado—. ¡Estupendo! —Y le estrechó la mano, aunque hacerlo siguiendo el paso continuo de Argo era complicado como poco. Gabrielle se echó a reír.

—Sí. Ésa soy yo. ¡Y tengo unas cuantas muy buenas que contar! —replicó, dirigiéndole una mirada pícara a Xena. Estoy muerta, suspiró Xena con resignación interna. Jamás lo superaré. Les contará todas las historias sobre mí y tendré que irme a acampar en el bosque con Ares antes de que acabe. —Esto lo voy a lamentar, ¿verdad? —preguntó, devolviéndole la mirada a la bardo. Una sonrisa maliciosa por parte de su compañera. —No sé a qué te refieres, Xena. —Toda inocencia y parpadeantes ojos verdes—. Soy bardo, ¿no? Cuento historias. Lo hago todo el tiempo. —Sonrió al aldeano—. ¿A que sí? —Y tú que lo digas, narradora —asintió el aldeano con entusiasmo. Xena asintió por dentro y se volvió a medias encima de Argo, mirando a la bardo a los ojos. —¿Me haces un pequeño favor? —Mmm... puede —contestó Gabrielle, riendo entre dientes—. ¿Qué quieres? —Intenta no contar las más sanguinarias, ¿vale? —Con una mirada de súplica, auténtica. La bardo arrugó el entrecejo. —Xena, tratándose de ti, todas son sanguinarias —dijo, alzando las manos como para disculparse—. Pero intentaré quitar hierro a las peores partes —la tranquilizó, dándole una palmadita a la guerrera en el hombro—. Confía en mí.

—Ay, madre —dijo Xena, mirando de nuevo hacia delante, hacia el contorno que ya se iba viendo de la posada y el movimiento que había a su alrededor—. Parece que hay mucho ajetreo esta noche —comentó, señalando hacia delante con la cabeza. —Lo ha habido —comentó el aldeano, agarrado al estribo derecho de Argo—. Hoy han pasado por aquí unos comerciantes, por lo que todo el mundo está de buen humor. —Me alegro de oírlo —dijo Xena, en tono bajo. —Seguro que tu madre se alegra de ver que has vuelto —le dijo Gabrielle, al oído. Xena miró hacia atrás. —Se alegrará de verte a ti. —En su cara apareció una sonrisa, que la bardo no vio—. Quería conocer al nuevo miembro de la familia. Notó que la bardo pegaba un respingo. —¿Qué? —dijo atragantada, agarrando y tirando de la hombrera de Xena—. ¿Me lo repites? —Ya me has oído —replicó Xena, con calma. Amenazándome con historias, ¿eh?—. No te preocupes, te pones monísima cuando te sonrojas. —Dioses. —Gabrielle soltó una risita—. ¿Qué le has dicho? —Qué cosa más inesperada. Nunca pensé que se lo... Dioses. Bueno, es su madre. ¿Qué le diría yo a la mía? Aaaj. Corramos un tupido velo. Xena se encogió de hombros y le sonrió levemente.

—En realidad, no tuve que decirle nada. —La guerrera se rió por lo bajo—. Ella ya lo sabía. La bardo le dio vueltas a esto. Eso ya tiene más sentido. Pero se alegraba. Las familias son tan... raras. Sabía que mucha gente las veía viajando juntas y se preguntaba... pero nadie se atrevía a preguntar. Ni siquiera Ephiny se había atrevido... se había limitado a esquivar el tema como buenamente había podido. Pero la familia no. La familia preguntaría. Y si a la madre de Xena le parecía bien, eso facilitaba mucho las cosas. Sonrió. —¿Puedo llamarla mamá? —¿Por qué no se lo preguntas a ella? —dijo Xena, deteniendo a Argo delante de la posada y bajándose del alto lomo de la yegua, tras lo cual se volvió ágilmente y atrapó a Gabrielle cuando ésta hacía lo propio, evitando que resbalara y depositándola suavemente en el suelo de tierra prensada. Las dos se dieron la vuelta cuando se abrió la puerta de la posada y Cirene salió a toda prisa, muy sonriente. —¡Vaya! —exclamó—. No habéis tardado mucho. —Cruzó el patio de la posada y abrazó primero a Xena y luego a Gabrielle con entusiasmo—. Bienvenida de nuevo, Gabrielle. —Sonrió a la bardo—. Seguro que esta vez tienes una buena historia que contar. —Con una sonrisa cómplice—. Y tú... ¡por favor! —Se volvió hacia Xena—. Ve a ver a ese cachorrito tuyo... se está volviendo loco buscándote. Xena las miró meneando la cabeza.

—Voy a ocuparme de Argo en el establo. Intentad no meteros en muchos líos, ¿vale? —Ahora las tengo a las dos juntas. Estoy muerta, le aseguró su cerebro—. Vamos, Argo. —Oh... —Gabrielle se soltó del brazo con que la rodeaba Cirene—. Tengo que ver a ese cachorro. —Sonrió—. Tengo que verlo... ahora mismo vuelvo. Cirene sonrió con sorna al ver la cara de resignación que se le puso a su hija cuando la bardo se acercó y agarró la brida de Argo. Creo que lo voy a pasar muy bien los próximos días. —Muy bien, pero daos prisa. Quiero oír esta historia y os tendré la cena preparada. Fueron al establo y Xena abrió la puerta, pasando primero para hacer pasar a Argo al interior. Cuando apenas había cruzado el umbral, oyó una carrera frenética y su bota fue víctima de Ares, que no paraba de gruñir. —¡Ruu! —protestó, bailoteando sobre la paja de una pata a otra. —Que sí, que sí... —dijo Xena—. Déjame meter a Argo. Gabrielle se escurrió junto a la yegua y se paró en seco, mordiéndose el labio con una sonrisa encantada al ver la cara peluda que la miraba a su vez parpadeando. —Ooh... Xena... es riquísimo. —Soltó una risita—. ¿Por qué lo has llamado Ares? — Se agachó y observó al animalito, que respondió sentándose sobre las ancas y sacándole la lengua. —¡Ruu! —gruñó Ares, y estornudó.

Xena metió a Argo en una caballeriza y se puso a quitarle los arreos. —Xena —dijo Gabrielle, cruzándose de brazos y mirando a la guerrera. —¿Sí? —dijo, volviéndose para mirarla. —Está esperando a que le digas hola —contestó la bardo, mordiéndose el labio para no echarse a reír. Xena suspiró y miró por encima del murete de la caballeriza. Efectivamente, el lobezno la miró ladeando la cabecita, con expresión triste. —Oh... está bien. —Salió de la caballeriza y se sentó en la paja con las piernas cruzadas. Ares corrió hasta ella, subió por sus botas y trepó por la parte frontal de su túnica de cuero, agarrándose con las garritas a la superficie irregular. —¡Ruu! —gruñó triunfante, cuando ella se echó hacia atrás y él consiguió llegar a su cara, que se puso a lamer con entusiasmo—. ¡Ruu! —Echó atrás la cabeza y luego reanudó los lametones. Xena miró a Gabrielle, que estaba sentada rodeándose las rodillas con los brazos y con una mano pegada a la boca para evitar que se le escapara el ataque de risa que le estremecía el cuerpo. Notó el rubor caliente que le iba subiendo por el cuello y trató de no hacer caso mientras Ares se iba quedando agotado de tanto lamer y por fin se acomodaba sobre su pecho. El cachorro soltó un suspirito lobuno y la miró con ojos de adoración. Xena dejó escapar una sonrisa y lo acarició, rascándole detrás de las orejas, y oyó un crujido de paja cuando Gabrielle se acercó. La bardo se sentó a la izquierda de Xena y miró al lobezno y luego a la guerrera.

—Es adorable, Xena —dijo, en tono bajo. —Sí —contestó, frotando una orejita—. Es muy rico, ¿verdad? Se le pone una expresión en los ojos que me recuerda a algo. —Sonrió y miró a Gabrielle, que estaba observando al animal. —Oh. —Una sonrisa repentina—. ¿Te refieres a cuando te mira? —preguntó la bardo. —Mmm —contestó Xena, alargando un dedo y dejando que el lobezno se lo mordiera. —Yo ya la he visto —replicó Gabrielle, alargando a su vez la mano para que el cachorro se la inspeccionara. —¿Dónde? —preguntó Xena, distraída. —Cada vez que me miro en un espejo —contestó la bardo, que volvió la cabeza y miró a Xena directamente a los ojos—. ¿Lo ves? Xena observó su cara, luego pasó la mirada al lobezno y de nuevo a ella. Su boca esbozó una sonrisa y se dio cuenta de que se estaba poniendo coloradísima. Oh... tiene razón... ahora sé por qué me sonaba... La he pillado... rió Gabrielle por dentro. Pues ya era hora... en los últimos días me ha pillado ella a mí demasiadas veces. —Oye... tú también te pones monísima cuando te sonrojas —comentó la bardo con una sonrisa de burla cariñosa. Bajó la vista cuando el lobezno se puso a lamerle la

mano, dándole al parecer su aprobación—. Creo que le gusto. —Sonrió y levantó de nuevo los ojos. Xena la miró a la cara. —Tiene buen gusto —comentó, sonriendo despacio—. Venga. Será mejor que nos pongamos en marcha antes de que madre envíe una partida de búsqueda. —Se levantó y le pasó el lobezno a Gabrielle—. Toma. Presentaos mientras yo me ocupo de Argo. —Oooh... —arrulló la bardo, haciéndole cosquillas en la tripa al animal, que estaba encantado. La guerrera terminó de quitarle los arreos a la yegua y le dio un rápido masaje, comprobó el cajón del pienso y lo llenó de heno, asegurándose de que había agua en el cubo. —Ya estás, chica —murmuró, dándole al caballo una última palmadita—. Ahora, a ver si me dan a mí el pienso. —Se rió por lo bajo, salió de la caballeriza y se detuvo al ver a la bardo, acurrucada en la paja con el lobezno, jugando con él. Lo había puesto boca arriba y le frotaba el estómago con la mano, mientras Ares gruñía y agitaba las patas con entusiasmo. Luego se dio la vuelta y fue hasta ella tropezando, se lanzó sobre un mechón de pelo claro y se puso a tirar. Ella le hizo cosquillas debajo de la barbilla y él le soltó el pelo, le agarró el dedo y sacudió la cabeza con fingida ferocidad. Gabrielle se echó a reír encantada, se inclinó y le sopló al cachorro en la oreja, lo cual hizo que éste se cayera hacia atrás sobre las ancas y estornudara. Luego saltó y se puso a lamerle la cara, haciendo reír a la bardo.

Bueno... pensó Xena a regañadientes. Parece amor a primera vista. Ahora ya no me siento tan mal. —Gabrielle —dijo, con una sonrisa—. ¿Tienes hambre? La bardo levantó la vista sonriendo de oreja a oreja. —Ya te digo. Bueno, Ares... luego vuelvo —le prometió al lobezno, frotándole el hocico con la nariz, y lo volvió a depositar en la paja—. Vamos —añadió, levantándose y sacudiéndose la ropa, tras lo cual se colgó del brazo de Xena cuando salían por la puerta. —Ah, sí —comentó Xena, cuando llegaron a la puerta de la posada—. Cuidado con la cerveza. —Agarró el picaporte y tiró. —¿No es buena? —preguntó Gabrielle, sorprendida—. Yo habría pensado... —Es muy buena —replicó Xena, sonriéndole—. Y dulce y ligera, y sé que te va a encantar. Pero tres vasos casi me dejan fuera de combate cuando llegué. Así que, como he dicho, cuidado. —Ooohhhh... —dijo la bardo con tono de guasa, entrando en la posada ante el gesto que le hizo Xena con la mano—. Eso sí que me habría gustado verlo. Xena entró detrás de ella y respondió a las exclamaciones y saludos agitando la mano. —¿El qué, verme borracha? No, no te gustaría. —Posó una mano en la espalda de la bardo y la llevó hacia la mesa donde estaban sentados Cirene y Toris y donde quedaban dos asientos libres.

—No, ¿eh? —Gabrielle sonrió—. Sabes, no me imagino cómo podrías ser estando borracha. —Bien —murmuró Xena, que se sentó de espaldas a la pared y saludó a Toris inclinando la cabeza—. Buenas. Toris levantó la mirada y sonrió. —Bienvenida. —Y volvió los ojos—. Hola de nuevo, Gabrielle. Me alegro de que hayas conseguido venir. Cirene le dio unas palmaditas a la bardo en el brazo. —Bueno, ahora cuéntame qué ha pasado con pelos y señales, porque sé que no voy a conseguir que mi hija me lo cuente todo. —Sonrió a Xena, que se limitó a menear la cabeza riendo—. Se salta las partes que cree que no quiero oír. —Otra mirada a la guerrera, que alzó las manos reconociéndolo. Gabrielle frunció los labios, luego volvió la cabeza y miró a su compañera, que la miró a su vez con un leve encogimiento de cejas. Eso quiere decir: Oh, adelante, Gabrielle. Bebió un sorbito de la cerveza fría que tenía delante. Caray... ya entiendo a qué se refería... Mmmm... Y empezó el relato. La mayor parte era desde su punto de vista, por lo cual Xena no era el centro de atención, pero Cirene cayó en la cuenta de que parte de la historia había ocurrido precisamente en la posada. —Espera, querida... ¿quieres decir que las dos amazonas que estuvieron aquí intentaron matarse la una a la otra? —Intercambió una mirada horrorizada con Toris.

—No —intervino Xena, inesperadamente—. Erika intentó matar a Ephiny en el bosque, para que pareciera que lo había hecho yo y dejar sin vigor la elección de campeona de Gabrielle. —Olvidas mencionar quién se encontraba entre la ballesta de Erika y el corazón de Ephiny —dijo Gabrielle con tono de guasa, con una sonrisa burlona. —¿Es que eso importa? —suspiró Xena. —¡Xena! —La bardo se echó a reír—. Tengo que contar la historia completa, así que corta el rollo. Claro que importa. —Reanudó el relato, hablando ahora desde el punto de vista de Ephiny, tal y como se lo había oído contar a la amazona. Hasta Toris se quedó mirando a su hermana con respeto y admiración. Xena siguió bebiendo su cerveza con expresión engimática. Llegó la cena y Xena le tocó el brazo a Gabrielle y luego miró a Cirene. —Tienes que dejar que coma. —Con una mirada risueña a la bardo. Gabrielle le sonrió a su vez. —Ya casi he acabado —contestó, pero se lanzó sobre la cena de todas formas. Cirene les contó algunas de las noticias sobre la caravana de comerciantes que había pasado en ausencia de Xena y comentó que los rumores sobre el pueblo parecían estar extendiéndose. —Ha estado bien, la verdad. Algunos de los comerciantes se habían unido a la caravana para venir aquí específicamente. —Sonrió a Xena con cariño.

Terminaron de cenar, después de que Gabrielle repitiera de todo, tratando de no hacer caso de la sonrisa burlona de Xena. Cuando retiraron los platos, siguió con la historia, manteniendo incluso la atención de Xena al describir el preludio del combate en la aldea de los centauros, porque la guerrera no había oído aún esa parte. —Esta tal Arella parece muy desagradable —comentó Cirene—. Como una niña mimada que necesita unos buenos azotes. —Y no comprendió la mirada que intercambiaron su hija y la bardo, ni la risa que les entró a las dos. —Sí, eso pensé yo también —comentó Gabrielle—. Bueno, el caso es que fueron a la aldea de los centauros para vengarse de lo que pensaban que era un ataque. Unas cuantas fuimos detrás de ellas. —Tú —interrumpió Xena, con un brillo en los ojos—. Vamos, Gabrielle, tienes que contar la historia completa. —No hizo ni caso de la mirada aviesa de la bardo—. Tú fuiste allí para detenerlas. Cirene se mordió el labio para no echarse a reír. Hacían una pareja encantadora. Se preguntó si tenían idea de lo ricas que resultaban. Probablemente no. —Está bien. —Gabrielle suspiró dramáticamente—. Está bien... vale, fui yo. — Meneó la rubia cabeza—. Bueno, pues fui y traté de impedir que la gente se matara. Entonces vi a los niños... —¿Niños centauros? —preguntó Toris, con curiosidad. —Sí —contestó la bardo—. Y Arella iba derecha hacia ellos con una espada, así que... mm... —No pudo evitarlo y le empezó a subir un rubor por el cuello—. Bueno, yo tenía mi vara, así que más o menos se lo impedí. —Se encogió de hombros.

—Qué valiente —dijo Cirene, con tono apagado. Dirigió una mirada a Xena, que estaba muy tranquila. —Qué tonta —dijo Gabrielle riendo—. Porque cogió una vara y procedió a zurrarme de lo lindo. —Se calló, bajó los ojos y notó, por debajo de la mesa, la caricia tierna en la pierna. Y tomó aliento—. Y cuando me tuvo en el suelo, decidió que ya no le apetecía seguir jugando, así que cogió una ballesta centaura y allí estaba yo, de rodillas en el barro, delante de un niño centauro. Silencio en la mesa. Cirene y Toris la miraban fijamente, esperando a que continuara. Xena los observaba mientras la miraban. Y sintió que se le aceleraba el corazón, al recordar cómo había coronado esa colina cubierta de hierba y había visto la escena que estaba describiendo Gabrielle. Revivió en su mente esa repentina descarga de energía motivada por el pánico que la lanzó hacia delante con ese último salto desesperado. Toris carraspeó ligeramente. —¿Y cambió de idea? —Con tono esperanzado. —No —contestó Gabrielle con un suspiro—. Disparó. —Se encogió de hombros, empezando a sonreír—. En un segundo, ahí estaba yo, viendo cómo apretaba el gatillo de la ballesta con el dedo y pensando en unas últimas cosas. —Una pausa y los miró—. Al segundo siguiente, la flecha desapareció de delante de mi garganta y ahí estaba Xena, que atrapó la segunda y se lanzó sobre Arella. —Sus ojos se posaron en la cara de Xena y advirtió con una punzada de preocupación la tensión que había en ella. Alargó la mano, tocó ligeramente la rodilla de la guerrera y vio que los ojos azules parpadeaban y se volvían hacia los suyos y que las facciones tensas se relajaban poco a poco. A mí me dio miedo. ¿Cómo debió de ser para ella, que estaba viendo cómo ocurría? ¿Sabiendo

que ella era lo único en el mundo capaz de detenerla? ¿Qué habría pasado si no lo hubiera conseguido? La bardo sintió un escalofrío por la espalda. —¡Caray! —exclamó Toris, mirando a su hermana—. ¡Muy oportuna! —Le dio un manotazo en el hombro—. ¿Cómo es que no nos has enseñado a hacer eso? —No he tenido varios años —contestó la guerrera secamente, respirando hondo y obligándose a relajarse—. Además, no es fácil de enseñar. Es sobre todo... instinto. Cirene recuperó el aliento y se echó hacia delante, tocando la mano de Xena. —¿Y le diste una paliza, querida? Xena se echó a reír suavemente y asintió un poco. —Sí. —Oh, sí —confirmó Gabrielle, sofocando una risotada. Cogió su cerveza y bebió un trago—. Ya lo creo que se la dio. —¿Y entonces qué? —preguntó Toris, terminándose su propia copa—. ¿Seguía lloviendo? Menudo follón debía de haber. —Pues entonces aparecieron las demás amazonas —contestó Gabrielle—. Y Xena terminó con Arella, así que pudimos saludarnos y luego volvimos a la aldea amazona. —No se atrevía a mirar a Xena a la cara, pues sabía que vería un brillo pícaro en esos ojos azules que la haría sonrojarse muchísimo y perder la calma por completo—. Y sí... seguía lloviendo. —Una pausa—. Creo.

Xena se echó a reír, sorprendiendo a Cirene y a Toris, que no pensaban que la historia fuese cómica. —Me preguntaba cómo ibas a contar eso —dijo la guerrera con guasa, clavándole un dedo a Gabrielle en el brazo. Gabrielle le enseñó los dientes a su risueña compañera. —Voy a tener que hacerte daño —dijo en voz baja. Y sólo consiguió que Xena se echara a reír más fuerte—. Y entonces descubro que aquí Xena había sufrido una herida de cuchillo en una emboscada. —Y eso los sobresaltó a los dos. A Cirene se le dilataron los ojos. Los dos miraron a Xena, que parecía encontrarse muy bien. —No era más que un arañazo —dijo la guerrera quitándole importancia. —Sí, que tuve que coser. Pero da igual. —Gabrielle sonrió—. Y entonces descubro que había tardado menos de dos días en llegar a la aldea amazona desde aquí. ¿Queréis saber cómo? —dijo con ojos alegres, viendo cómo Xena hacía una mueca. —Por supuesto —afirmó Cirene, con los ojos relucientes de risa. Levantó un dedo para indicarle a la camarera que les trajera el postre. —Hay un acantilado, como a un día de aquí, si te desvías del camino principal —dijo la bardo, juntando las manos sobre la mesa y sonriendo—. ¿Lo conocéis? —Sí —dijo Toris, con tono incierto—. Hay un río que corta la roca y la pared sube y sube y divide la montaña en dos. —Pues lo escaló. —Una sonrisa satisfecha dirigida a Xena.

Dos pares de ojos se posaron en ella. —No es posible —susurró Cirene, estremecida—. Xena, ¿pero tú sabes cuánta gente ha...? —Muerto, pensó, por la insensatez de intentar escalar esa pared de piedra. Xena se echó hacia atrás en la silla y adoptó su mejor pose de señora de la guerra aburrida. Bebió un largo trago de cerveza y se encogió de hombros mirándolos a todos. —No fue para tanto —replicó, sin darle importancia—. Y casi no llovía. —Otro sorbo—. Y con eso y la oscuridad, la verdad es que no se veía el fondo, así que... —Se la quedaron mirando fijamente—. De verdad que no fue para tanto. Llegó el postre y eso los distrajo a todos. Toris carraspeó y se puso a contarle a Xena cómo iban las sesiones de entrenamiento. —Aunque se van a alegrar de volver a verte, al menos durante un tiempo. —Le sonrió—. La verdad es que yo ya no les supongo tanto esfuerzo. —Bajó la voz—. Os vais a quedar unos días, ¿verdad? Xena se quedó pensando un momento y luego asintió. —Sí. Tenemos que volver con las amazonas para la luna llena, así que nos tendréis que aguantar hasta entonces. —Le sonrió—. Pero no tendremos tiempo suficiente para lo de las flechas, me temo. Toris asintió. —Me alegro. —Bajó aún más la voz, aunque Cirene y Gabrielle estaban totalmente inmersas en una conversación al otro lado de la mesa—. Me alegro de que llegaras a

tiempo. —Le apretó la mano, pillándola por sorpresa. Por un instante, pensó que se la iba a apartar, pero luego su cara se relajó con una sonrisa y le devolvió el apretón. —Gracias —respondió—. Escucha, será mejor que cojas uno de esos pasteles ahora que todavía puedes. —Su tono era humorístico—. Fíate de mí. —Los dos así lo hicieron, y dejaron que fuera transcurriendo la velada, y luego Cirene logró convencer a Gabrielle para que contara otra historia, lo que ella llamaba la historia "completa" de cómo Gabrielle llegó a poseer el derecho de sucesión de las amazonas. Sonriendo a Xena con aire de disculpa, la bardo obedeció. Por fin, salieron del calor de la posada a una noche despejada y fría. —Brr —dijo Gabrielle, abrazándose a sí misma—. ¿Cuándo ha ocurrido esto? —Se rió suavemente—. Creo que será mejor que me ponga una camisa de verdad antes de que me congele. —Mmm —asintió Xena, pasándole un brazo por los hombros—. Ya me parecía que empezaba a hacer un poco más de frío cuando veníamos para acá. —Echó la cabeza hacia atrás y levantó la mirada—. Pero las estrellas se ven mejor. Gabrielle miró al cielo y las dos dejaron de andar y se quedaron contemplando en silencio el reluciente dosel. —Son preciosas —dijo la bardo, suavemente, y vio que Xena asentía con la cabeza y captó el brillo de las estrellas reflejado en sus ojos—. Tu madre ha dicho que la puedo llamar mamá, por cierto. —La bardo sonrió. Xena bajó los ojos para mirarla y sonrió a su vez.

—Ya. La he oído. —Levantó la mano libre y se dio unos golpecitos en la oreja, mirando a la bardo con aire de disculpa—. Tengo el oído muy agudo. —Oh —dijo Gabrielle y luego soltó una risita—. Ya debería saberlo, ¿no? —Rodeó a la guerrera con el brazo y tiró de ella—. Vamos, que me voy a congelar. El calor relativo del establo era de agradecer, pero Gabrielle se puso una de sus camisas más largas, porque seguía teniendo frío. —La cara que ha puesto tu madre cuando te has empeñado en seguir en el establo... —Se rió, frotándose los brazos. Xena resopló. —Lo tiene todo ocupado, y esas habitaciones son demasiado pequeñas. Me pongo... —Miró a su alrededor—. No sé, me agobia. —Guardó cuidadosamente su armadura, tratando de no hacer caso de los intentos de Ares de ayudarla—. Pero lo siento por ti... te debes de haber acostumbrado a dormir en una cama después de un mes. —Sonrió a la bardo. Gabrielle se encogió de hombros. —Qué va. —Se apoyó en uno de los postes del establo y se quedó mirando cuando Xena se puso en pie, cogió al lobezno y lo llevó donde estaba ella—. ¡Oh... está temblando! —exclamó la bardo, tocando el suave pelaje. —Y tú —dijo Xena, pasándole el animal—. Toma. —Esperó hasta que la bardo tuvo al cachorro en brazos, luego se los acercó a los dos y rodeó a Gabrielle con sus largos

brazos, gozando de la relajación inmediata de la bardo en cuanto sus cuerpos entraron en contacto. —Caray... —Gabrielle suspiró feliz—. Mucho mejor. ¿Pero cómo estás siempre tan caliente? Llevo tiempo queriendo preguntártelo. —Ah, yo qué sé —contestó Xena, sonriendo de medio lado—. Tengo la sangre caliente, supongo. —Y sonrió del todo, mirando a Gabrielle a los ojos—. La verdad es que nunca lo he pensado. Gabrielle se echó a reír y se pegó más a ella. —¿En serio? —Luego miró por encima del hombro de Xena—. Hablando de no pensar, ¿tienes una escalera a mano? Porque ya sé que tú puedes saltar lo suficiente como para subir a ese pajar, pero yo, desde luego, no. —Ah —comentó Xena, observando el borde del pajar, que tenía a la altura de los ojos—. Sabes, estuve comentándole a Ephiny que tengo que esforzarme mucho para mantener mis habilidades. Gabrielle ladeó la cabeza y observó el rostro de su compañera. —¿Sí? —¿Y a qué viene eso, me pregunto? —Sí —replicó Xena—. Y es importante. Mi vida... —Apartó un mechón suelto de pelo rubio de los ojos de la bardo—. Nuestras vidas a veces dependen de ello. —Eso es cierto —contestó Gabrielle, mirándola—. La mía desde luego, hace unos días.

—Mmm —asintió Xena—. Pero, sabes, a veces simplemente me alegro de hacerlo porque así puedo impresionar a mis amigos de vez en cuando. —Y soltó a la bardo, bajó las manos y se las puso en la cintura, luego la agarró con firmeza y la levantó—. No sueltes al cachorro. —Avanzó un paso y levantó a la pasmada Gabrielle por encima de su cabeza, depositándola en el suelo del pajar sin demasiado esfuerzo aparente. Retrocedió un paso y se cruzó de brazos, sonriendo muy ufana a su compañera—. Ya estás. —Vale. —Gabrielle dejó al lobezno en la paja y se inclinó hacia delante—. Me dejas impresionada. —Se echó a reír ligeramente y meneó la cabeza—. Siempre me impresionas, eso ya lo sabes. Xena se rió, luego saltó y se agarró al soporte del pajar, subiendo hasta sentarse al lado de la bardo. —Son trucos tontos de guerrera —comentó con humor, en el momento en que Ares se subió a su pierna con esfuerzo y le atacó la mano—. Ay. —Miró ceñuda al lobezno. Reprimiendo una risita, Gabrielle rodó por el suelo de madera cubierto por una gruesa alfombra de blando heno y se colocó encima de la conocida piel negra de dormir con las manos detrás de la cabeza. —Vaya —dijo, alzando un dedo y tocando las marcas de la madera—. Así que éste es uno de tus escondrijos de infancia, ¿eh? Xena se unió a ella, acunando a Ares contra su pecho. —Liceus y yo nos escondíamos aquí. —Se encogió de hombros—. Hacíamos cosas de niños, ya sabes.

Gabrielle le sonrió con cariño. —Creo que mi versión de cosas de niños probablemente es distinta de la tuya. —Se puso de lado y miró a Xena, apoyando la cabeza en la mano—. Seguro que tú eras un chicazo. La guerrera soltó una carcajada sorprendida. —Ya lo creo —asintió—. De lo que hablábamos aquí arriba en realidad era de grandes batallas y de que de mayores íbamos a ser guerreros. —Ojalá hubiera podido conocerlo —dijo la bardo, suavemente—. Ojalá las cosas hubieran salido de otra manera. —Subió una mano por el cercano brazo de Xena y apretó. Se quedó callada largo rato y luego—: ¿Xena? ¿Te puedo hacer una pregunta? Oh oh. Cuando me pregunta si me puede hacer una pregunta, se avecinan problemas. —Siempre —fue la respuesta—. Ya lo sabes. Gabrielle posó los ojos en las pieles y respiró hondo, eligiendo las palabras con cuidado. —Mm. Cuando estuvimos hablando... de... bueno, de nosotras. ¿Y de los padres de Jessan la otra noche? —Sí —dijo Xena, alargando la palabra—. Lo recuerdo. —Dijiste que Jessan pensaba... que nosotras éramos como sus padres —continuó la bardo, sin mirarla aún.

—Efectivamente —respondió Xena, con una leve mueca. La pregunta es por qué no se lo dije antes, Xena... más vale que se te ocurra una buena respuesta. —¿Por qué no me lo dijiste? ¿Pensabas que se equivocaba? —fue la pregunta, en voz muy baja. Y ahora Gabrielle levantó la mirada y en sus ojos había dolor—. ¿Querías que se equivocara? Xena lo sintió como un martillazo, hasta notó que se le encogía el cuerpo. —No. —Tragó con dificultad—. No, no pensaba que se equivocaba. —Una pausa—. Sabía que estaba en lo cierto. Lo... lo vengo notando desde hace mucho tiempo. Es que no sabía lo que era hasta que él lo describió aquella noche. Junto al fuego. —Otra pausa para elegir las palabras—. Es que no sabía... cómo te sentirías tú al saberlo. —Silencio. Gabrielle la miró intensamente. —Y yo que estaba toda preocupada porque no sabía cómo te ibas a sentir tú. Menudas dos estamos hechas. —Y una levísima sonrisa rompió la seriedad de su rostro —. Y para que conste, no podría ser más feliz. —Levantó una mano cuando Xena tomó aliento para hablar—. Espera, lo sé... es peligroso. Es una vida difícil. Debería estar en la Academia. Lo sé. —Tomó aire—. No... quiero... eso. —Rodó sobre el estómago—. No quiero una vida normal. No quiero instalarme en un buen pueblo con un buen hombre. No quiero vivir en Atenas. No quiero. Xena asintió un poco, dándose por enterada. —Muy bien. Te creo. —¿Sí? —respondió Gabrielle, parpadeando—. ¿Así, sin más? ¿Sin discusiones?

—Mmm —confirmó Xena—. Así, sin más. Después de dos años, creo que sabes en lo que te estás metiendo. Gabrielle la miró con una sonrisa. —Después de dos años, a veces todavía me sorprendes. —Mmmm... no sería bueno ser demasiado previsible —dijo la guerrera con tono de guasa, intentando parecer inocente. Fracasó, pero hizo reír a Gabrielle de todas formas —. Ah... ¿te parece gracioso? —Se quitó al dormido Ares del pecho y lo dejó en la paja y luego se incorporó sobre un codo. —Sí —dijo la bardo riendo, y levantó una mano y dejó que sus dedos bajaran despacio por la mejilla de Xena, trazando su sonrisa—. Sabes, deberías sonreír mas — susurró—. Te sienta muy bien. —Sintió un hormigueo que le subía por el brazo cuando la guerrera volvió la cabeza ligeramente y le besó la palma de la mano. Cerró los ojos cuando Xena le acarició el lado de la cara y luego fue bajando por el cuello, trazando su yugular, que ahora latía con furia bajo los dedos de la guerrera. Y entonces sintió que la levantaban y se acomodó en los brazos de Xena y experimentó esa sonrisa de una forma mucho más íntima. Pasaron así largo rato, entregadas a una lenta exploración mutua con caricias inseguras, pero que iban cobrando más confianza. Gabrielle se dejó llevar por el instinto y un sentido innato de las cosas, que, según advirtió vagamente, debía de formar parte de lo que fuera que las unía, porque había cosas que ahora simplemente sabía. Y eso estaba bien, porque no había torpeza entre

ellas, como las dos más o menos se habían esperado, y era todo muy cómodo y muy intenso, y luego aún más. Y entonces se encontró tratando de recuperar el aliento, dejando que su cuerpo se relajara en una calidez de la que le iba a costar mucho salir. Hasta Xena respiraba con dificultad y tenía el corazón acelerado, según oía claramente la bardo bajo la oreja izquierda. Pero mientras escuchaba, se fue calmando y recuperó su ritmo normal, mucho antes que el de ella. —¿Estás bien? —fue la tierna pregunta de Xena, que la bardo oyó a la vez como una vibración en la oreja y un sonido en el aire. Asintió con la cabeza, pues no tenía fuerzas para hablar, y notó que los labios de Xena le rozaban la cabeza y sintió una risa suave que la atravesaba, agitando los músculos que la bardo tenía bajo la mano. Sonriendo, se fue quedando dormida.

Como siempre, todavía estaba oscuro cuando Xena abrió los ojos de mala gana. A veces, esto de despertarse antes del amanecer está sobrevalorado, se quejó su mente distraída, al tiempo que bajaba la vista para posarla en la bardo dormida y abrazada a ella. Pero eso no... Notó una lenta sonrisa que se iba extendiendo por su cara. Jo, hacía ya tiempo... pero ha sido como si lleváramos... años haciendo esto. Qué raro. Pero qué bien. Notaba el suave calor de la respiración de Gabrielle sobre la piel donde tenía la camisa medio abierta, y se dio cuenta, algo desconcertada, de que su propia respiración seguía el mismo ritmo. Alzó una mano para acariciar el pelo claro que le caía por el

hombro. Y se llevó una sorpresa cuando los ojos verdes se abrieron parpadeando soñolientos y se alzaron para encontrarse con los suyos. —Hola —farfulló Gabrielle—. Está oscuro. —Todavía no ha amanecido —contestó Xena, riendo. —Aaajj —respondió la bardo—. Lo haces todos los días, ¿verdad? —Mmm —replicó su compañera—. Casi. —Mi respeto por ti ha subido tres puntos —confesó Gabrielle, y entonces atisbó por encima del pecho de Xena y vio a Ares profundamente dormido y echado sobre su hombro derecho—. Ooohhh... —El lobezno respondió abriendo los ojos, bostezando y estirando las patitas delanteras, y luego volvió a ponerse cómodo con un suspiro satisfecho—. Bueno. —Una mirada—. ¿Y qué es lo que sueles hacer a esta hora horrible? —Mmm... cazo, por la mañana temprano —contestó Xena—. Luego cualquier cosa que haya que hacer por aquí y entrenamiento después de comer. —Ya. —Gabrielle se lo pensó un momento—. ¿Cazas algo en concreto? Xena reflexionó. —Bueno, al principio mamá tenía la despensa tan vacía que tenía que cazar lo que pudiera, y ella servía para comer lo que yo cazaba antes del desayuno. —Se echó a reír —. El primer día volví a casa con un gran ciervo. Tendrías que haber visto la cara que puso. —Una pausa—. Luego, pasó a ser más una costumbre que otra cosa. Es un buen bosque... es mi casa... —Se encogió de hombros—. Me gusta estar ahí fuera.

—Mmm —murmuró la bardo—. Bueno, pues lo que yo creo es que, dado que te estás curando de una herida y todo eso, no deberías salir cuando hace una mañana desagradable, lluviosa y fría como ésta. —¿No me digas? —Xena sofocó una risa—. Gabrielle, sabes perfectamente que no me pasa nada. —Ah ah ah... —Gabrielle alzó una mano con pereza y agitó un dedo delante de ella —. No tiene sentido que corras riesgos. —Le sonrió dulcemente—. Vamos, Xena... ¿cuántas veces tengo la oportunidad de convencerte para que te quedes durmiendo? — Hizo una pausa—. ¿Mmm? —Con la mano derecha, se puso a frotar suavemente la tripa medio destapada de la guerrera, como lo habría hecho con el lobezno. —Mmm... tú sigue así y tu deseo se hará realidad —confesó Xena, capitulando sin mucha resistencia. —¿En serio? —La bardo sonrió encantada—. ¿Eso hace que te duermas? —No debería reconocerlo, pero... sí, de toda la vida. —Una risa grave—. Sabes, de verdad que eres una mala influencia, Gabrielle. —Ya. —Gabrielle sonrió feliz por el triunfo—. Ahora cierra los ojos. —Continuó con el ligero masaje, encantada al ver que la guerrera cerraba los ojos y su cuerpo se relajaba. Ah, en fin, pensó Xena, mientras se iba quedando dormida. Tiene razón, no lo hace a menudo, y fuera hace frío y esa maldita herida me sigue doliendo, aunque eso mejor no se lo digo.

Gabrielle esperó hasta que la respiración de Xena se hizo profunda y entonces volvió a bajar la cabeza y dejó que los latidos regulares la fueran arrullando hasta que se durmió.

Xena suspiró, aguantando las burlas sarcásticas de Toris a la mañana siguiente por haber dormido hasta tarde. —Toris, ya basta —dijo por fin, clavándole una mirada desde el otro lado de la mesa, una de sus miradas más serias. —Ooh, venga, hermanita... —se rió Toris—. ¿Demasiada cerveza anoche? —Pegó un respingo y levantó la mirada al notar una mano en el hombro—. Ah, hola, Gabrielle. —Hola —dijo la bardo, apoyándose en él—. ¿Puedo hablar un momento contigo fuera? —Mm... claro —respondió Toris, afablemente—. Vamos. —Se volvió hacia Xena—. Volveré. Xena saludó agitando una mano y meneando la cabeza. —Dioses —suspiró de nuevo, mirando quejosa a su madre—. Estás segura de que somos hermanos, ¿verdad? Toris y Gabrielle salieron y Gabrielle cerró la puerta detrás, luego se volvió y empujó suavemente a Toris contra la pared, apoyándose en la misma con un brazo. —Está bien... está bien... ¿qué ocurre? —dijo Toris riendo y cruzándose de brazos.

—Escucha —dijo la bardo, repentinamente seria—. Detesta que se burlen de ella. Toris frunció el ceño. —Oye, que soy su hermano. La conozco. Gabrielle se echó hacia delante y lo dejó clavado en el sitio con la mirada, a pesar de la diferencia de estatura. —No la conoces en absoluto —dijo, dejando escapar un poco su enfado—. Deja que te diga una cosa. La mayor parte del tiempo hace tales esfuerzos que prácticamente cualquier otra persona que conozco acabaría muerta. La mayor parte del tiempo estamos ahí fuera, en un mundo donde tenemos que luchar prácticamente todos los días, y eso nunca cesa. Nunca. La mayor parte del tiempo está tan tensa que hasta yo tengo cuidarme de no acercarme a ella por detrás sin avisar. —Se acercó un poco más—. Así que si aprovecho la oportunidad para conseguir que se relaje un par de días, hazme un favor. —Le clavó un dedo en el pecho—. No le des la lata, ¿vale? Porque esta oportunidad no la tengo muy a menudo. Toris la miró parpadeando. —Lo siento, Gabrielle —dijo por fin—. Es que es tan... no sé... parece siempre tan... invencible... como si nada le hiciera nunca daño. —Se encogió de hombros—. Lo sé... es mi hermana y por eso es tan de carne y hueso como yo, pero nunca lo parece. La bardo respiró hondo. —Lo sé. Créeme, lo sé. —Una pausa—. Hace más cosas a base de pura fuerza de voluntad que lo que podría hacer la mayoría de la gente con la fuerza de los dioses. Pero

sangra, Toris... y se hace daño tan a menudo como cualquiera. Y esa misma voluntad es lo que hace que me sea casi imposible conseguir que baje el ritmo y se relaje unos días, ahí fuera. Así que, aquí, en casa... lo voy a intentar. No me lo fastidies. Toris se mordisqueó el labio pensativo. —Está bien —asintió—. Te lo prometo. —Bien. —Gabrielle sonrió—. Y puedes darme las gracias, porque te aseguro que estabas a punto de cruzar volando la taberna. —Ah, venga ya —protestó Toris—. Ella no... Gabrielle lo miró en silencio con una ceja enarcada. —Oh —terminó flojamente—. Mm... gracias. Volvieron a entrar y Gabrielle inmediatamente se apoderó de un plato y de un asiento al lado de Xena y atacó el desayuno con entusiasmo. Xena echó un vistazo a la cara de su hermano, luego a la de la bardo y bajó la cabeza, riendo por lo bajo. —Bueno —le comentó a Gabrielle—. ¿Esto ya te gusta más? —Indicando el desayuno. La bardo asintió. —Mmmm —farfulló, con la boca llena. Se apresuró a tragar—. ¿Me llevas luego a dar una vuelta? —Miró a Xena con aire inocente—. La última vez que estuvimos aquí, no lo vi como es debido.

—Una vuelta —repitió Xena, mirándola de hito en hito—. Muy bien. La tranquila vuelta se convirtió en un paseo por el bosque, donde la bardo se empeñó en que le enseñara la zona donde había ocurrido todo cuando Ephiny estuvo allí. De modo que Xena así lo hizo, y también le enseñó el riachuelo y una roca que era estupenda para secarse. Así que, como es natural, Gabrielle se empeñó en probarla, de modo que pasaron la mañana nadando y tomando el sol, y para entonces Xena ya había captado el plan general. ¿Debería dejar que se salga con la suya con esto?, pensó, tirada en la roca con una brisa fresca que contrarrestaba el calor del sol y enredaba su pelo oscuro con el dorado rojizo de Gabrielle, pues la bardo tenía la cabeza apoyada en su hombro. Sí... ¿por qué no? Unos cuantos días de paz y tranquilidad no nos van a hacer daño a ninguna de las dos. De modo que a la mañana siguiente, ni siquiera se movió al amanecer, sino que se limitó a rodear mejor con los brazos a Gabrielle y dejó que el sol que entraba por la ventana vidriada las despertara a las dos. Y aparte de entrenar después de comer y de llevar a cabo cada una su buena dosis de tareas en la posada, le dio a la bardo plena libertad para organizar el día. Y descubrió que lo estaba pasando muy bien, y sintió un alivio interno al ver que la tensión acumulada de un mes iba desapareciendo de la cara de su compañera y que su buen carácter y su alegría volvían por sus fueros con sólido convencimiento. En la cuarta mañana después de su llegada, Xena se despertó temprano, demasiado llena de energía para seguir durmiendo, y dejó a la bardo, que también se había despertado, para que se vistiera mientras ella iba a la posada y oía unos inconfundibles ruidos matutinos procedentes de la cocina. Abrió la puerta, asomó la cabeza dentro y vio a Cirene forcejeando con una olla de hierro forjado llena de agua.

—Madre —la riñó y, pasando la mano por encima del hombro de Cirene, cogió el asa y se la quitó a la mujer mayor de las manos, la pasó por encima de su cabeza y la colocó en el fuego. Cirene la abrazó con cariño. —Tienes la habilidad de estar en el sitio adecuado en el momento adecuado —dijo riendo—. Y no creas que no lo agradezco. Xena enarcó una ceja, pero sonrió. —Hago lo que puedo. —Y generalmente lo que haces está muy, muy bien —reconoció su madre, ladeando la cabeza para observar a su hija—. Te ha dado el sol, ¿eh? —Una sonrisa rápida—. Te sienta bien. —Se le puso la cara seria—. Por cierto, quería decirte... me encanta teneros aquí a las dos. —Alargó la mano y agarró suavemente el brazo de Xena—. Me gusta muchísimo tu Gabrielle. Sabes, viene aquí por las tardes y nos entretiene a todos contando historias. —Me alegro. —Xena sonrió—. Es buena narradora. —Aunque espero que esta noche suavice un poco las historias...—. Y acumula bastantes historias. Cirene se volvió, cogió un pastelillo dulce de una bandeja y se lo ofreció. —Toma. —Cogió uno para sí misma y estuvieron un rato comiendo en silencio—. Esas historias son ciertas, ¿verdad? —preguntó, mirando directamente a los ojos azules de su hija—. Las que cuenta ella... sobre ti. Xena se apoyó en el poste y respiró hondo.

—Pues... sí. —Miró a su madre encogiéndose ligeramente de hombros—. La mayoría, aunque creo que tiende a exagerar las... —una mirada risueña—, partes más dramáticas. —¿Pero qué les ha estado contando? Cirene se volvió y se puso a echar cosas en la olla de agua, disimulando una sonrisa. —Bueno, querida... durante mucho tiempo, tuve que pensar en ti como señora de la guerra. Luego, pasé a considerarte únicamente mi hija. —Se volvió y le dio un leve manotazo en el estómago—. Ahora tengo que considerarte una heroína. Es un poco desconcertante. ¿Te das cuenta? —Oh. —Xena se sonrojó—. Bueno... a mí también me ha costado acostumbrarme — reconoció, sonriendo de mala gana—. Y sé que no soy ni por asomo tan heroica como lo pinta Gabrielle. —Mentira —interrumpió la bardo alegremente, colocando un brazo con naturalidad sobre el hombro de Xena—. No cuento algunas cosas. Si no, nadie se lo creería. — Llevaba una túnica blanca sin mangas, y el contraste que hacía con su piel recién bronceada por el sol era muy atractivo—. En serio —insistió, sonriendo a Xena con picardía. Xena resopló y cuando la bardo se preparaba para disertar sobre el tema, alargó la mano detrás de ella, cogió un pastelillo y se lo metió a Gabrielle en la boca. —Hala. Así te estarás calladita un minuto. —Oye —logró decir la bardo, con la boca llena de pastelillo. Estuvo un rato masticando y luego tragó—. Ya te daré yo —le prometió a Xena, que sonreía burlona—. Hola, mamá... estupendos los pastelillos —le dijo a Cirene, que la miró con afecto.

La mujer mayor les sonrió, meneando la cabeza. —Vosotras dos... —Es evidente que estáis hechas la una para la otra, terminó su mente en silencio. Qué chica tan encantadora es esta bardo... y la expresión de sus ojos cuando mira a mi hija... casi se me había olvidado el aspecto que tiene el amor. Ahora lo recuerdo... al ver eso. Xena se apartó del poste y meneó la cabeza. —Voy a ver qué logro encontrar para la cena. —Le revolvió el pelo a Gabrielle—. Intenta no meterte en demasiados líos, ¿vale? —¿¿¿Yo??? —La bardo soltó un resoplido—. Como si alguna vez me metiera yo en líos. Al contrario que otras personas que podría mencionar... como mmmff. —Suspiró con aire melodramático cuando Xena le metió otro pastelillo en la boca y desapareció. Y entonces miró a Cirene, que intentaba no estallar en carcajadas—. ¿Ves lo que tengo que aguantar? —Un vistazo en la dirección que había tomado la guerrera y luego volvió a mirar a Cirene. —¿A ti te gusta cazar? —preguntó Cirene, con curiosidad. —Mm —dudó Gabrielle—. Pues no. Me da mucha pena matar animales... sobre todo cuando son una monada. Como los conejos. —Sonrió—. Por otro lado, me gusta comer, como estoy segura de que habrás advertido, de modo que Xena es muy buena conmigo... ella se ocupa de la caza y prepara lo que consigue antes de traerlo. —Se terminó el pastelillo y le llevó a Cirene hasta la mesa el montón de ingredientes con los que había estado trabajando—. Así yo no tengo que ver los ojos y cosas de ésas. Cirene se echó a reír.

—Ah, ya. —Se puso a ordenar los ingredientes—. Por cierto, gracias. —Empezó a echarlos en el agua que ya hervía—. Gabrielle... —¿Mmm? —replicó la bardo, acercándose más y mirando a la mujer mayor con la rubia cabeza ladeada—. ¿Qué pasa? —Pues sabía que pasaba algo, ya que era capaz de interpretar el lenguaje corporal de la mujer casi tan bien como el de su hija. —Oímos... hace ya un tiempo... un rumor. —Cirene se concentró en los ingredientes, sin mirar a Gabrielle—. Falso, eso ya lo sabemos... pero oímos que había muerto. — Ahora miró a la bardo, para evaluar la expresión de sus ojos. Y se quedó de piedra ante lo que encontró—. Lo siento... ¿te he disgustado? Sólo me preguntaba qué podría haber hecho que circulara esa clase de... ¿Gabrielle? —Agarró a la joven por los hombros. Tomó aliento temblorosa. —No... estoy bien —logró decir, sonriendo a Cirene con lo que esperaba que fuese aire tranquilizador—. Es que me ha pillado desprevenida. —Jo, ya lo creo. Se me había olvidado lo que pueden volar los rumores por el territorio. ¿Por qué no se me ocurrió pensar que ése en concreto llegaría precisamente aquí? —Ven —le ordenó Cirene, llevándola hacia una silla—. Estás blanca como una sábana. Siéntate. —Dioses... debe de ser cierto—. Ahora, cuéntame —dijo, dándole unas palmaditas a la bardo en la mano. Y Gabrielle se lo contó, en voz baja, intentando separarse de las emociones de la historia. Salvo que cuando llegó a lo de la cabaña de las montañas y a Nicklios, se le cortó la respiración en el pecho y tuvo que parar. —Espera un momento. —Tragó con dificultad—. Tengo pesadillas sobre esta parte.

—No... no tienes por qué seguir —susurró Cirene, espantada—. Gabrielle, por favor. Esto te está haciendo daño, lo sé. Déjalo. —Tienes derecho a saberlo —dijo la bardo, con una sonrisa tensa—. Es tu hija. —Y continuó, con la parte donde bajaba de la montaña y se encontraba con Iolaus y las amazonas. Luego lo de Autólicus y el súbito e insospechado renacimiento de la esperanza, y a partir de ahí fue más fácil de contar. —Espera... ¿cómo hizo eso? —preguntó Cirene, desconcertada—. ¿Eso es posible? Gabrielle meneó la cabeza. —Encontró una forma. —Y le contó el resto, lo de Velasca y la ambrosía y, por fin, el momento en que regresó—. En realidad, eres la primera persona a la que le he contado esta historia —terminó, con tono apagado—. Es que me resulta demasiado difícil. — Hizo una pausa—. Demasiado personal. —Oh, Gabrielle —murmuró Cirene, aferrándole la mano—. Lo siento. —Igual que yo entonces. —La bardo sonrió levemente—. Fue lo peor que me ha ocurrido en la vida. —Tomó aliento y levantó la mirada, irguiendo los hombros—. Pero está en el pasado. —Miró a Cirene con compasión—. Lamento que tuvieras que enterarte de esa forma. A veces, se me olvida lo lejos y lo rápido que viajan las historias sobre ella. Oyeron pasos fuera de la puerta y Gabrielle se levantó a medias, al reconocer las características pisadas. La puerta se abrió y Xena entró con energía por el umbral, se volvió para depositar en la mesa un pequeño ciervo que llevaba en los hombros, luego se acercó a ella y le hizo fuerza en el hombro para que se sentara de nuevo.

—¿Qué pasa? —preguntó la guerrera, mirando a Cirene, y luego se concentró por completo en Gabrielle—. ¿Por qué estás mal? —Los ojos azules se clavaron intensamente en los brumosos ojos verdes. —Estoy bien —respondió la bardo, poniéndole una mano a su compañera en el hombro—. Es que tu madre me ha preguntado sobre un rumor que oyeron hace unos meses. —El temblor de la comisura de su boca le dijo a Xena a qué rumor se refería exactamente. Xena miró a su madre. —Te lo ha contado. —No era una pregunta. El gesto de asentimiento de Cirene lo confirmó—. Lo siento. Debería haber mandado un mensaje. —Tranquila —replicó Cirene—. La... la verdad es que no creí que fuese cierto. — Echó un vistazo al ciervo que estaba sobre la mesa y luego a ellas dos—. Voy a buscar mis cuchillos de carnicero. —Se levantó y salió de la estancia, aunque sabía que los cuchillos estaban justo donde solían estar, en la caja de los cuchillos. En la mesa. Y sabía que Xena también lo sabía. La guerrera dejó asomar un amago de sonrisa y luego se volvió hacia Gabrielle. —¿Estás bien? —En voz muy baja, apretando las manos frías de la bardo. Sintiendo la responsabilidad de haber causado este dolor que caía directamente sobre sus hombros. Menos mal que son anchos. Porque jamás lograré librarme de esta culpa concreta. —Sí, estoy bien. —La bardo sonrió—. En serio... es que me ha pillado por sorpresa. No sé por qué me he puesto así. —Se frotó las sienes—. Es decir, normalmente puedo

hablar de ello sin problemas. Detesto las pesadillas, pero no es que me dé un ataque de pánico por ello... Xena se levantó, se colocó detrás de la silla y se puso a masajear el cuello de Gabrielle, repentinamente dolorido, para quitarle la tensión. —La tensión te afecta directamente aquí, ¿verdad? —comentó la guerrera—. Lo he notado. Se te pone un nudo enorme aquí detrás. —Miró un momento hacia la despensa —. ¿Has comido algo aparte de esos pastelillos? —La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza—. Espera. —Xena fue y partió un trozo de pan recién hecho y una gran rodaja de queso y se los dio a su compañera—. Come. A veces los dulces con el estómago vacío tienen efectos raros. La bardo comió en silencio, mirando de reojo a Xena, que había sacado los cuchillos de carnicero de la caja de herramientas y se había puesto a trabajar con el ciervo, despellejándolo y quitándole los órganos, que tiró. —Sabes, ahora me encuentro mucho mejor —comentó, sacudiéndose las manos—. Tenías razón. Como siempre. —Y captó la sonrisa humorística dirigida a ella por encima de un hombro cubierto de tela azul. Cirene asomó la cabeza y entró muy ajetreada por la puerta cuando vio a Xena limpiando su presa. —Ah, ahí están —dijo, sin hacer caso de la sonrisa maliciosa de su hija—. Dámelos. —Apartó a Xena empujándola con la cadera, o lo intentó y rebotó—. Dioses, eres como una roca —dijo riendo, y alargó la mano para coger los cuchillos—. Vamos, dame. Xena dio la vuelta a los cuchillos y sonrió tranquilizadora a su madre.

—No pasa nada —dijo, en voz baja. Cirene asintió y posó la mano en el brazo de Xena. —Me alegro de que estés bien. —También en voz baja—. Sácala a dar un paseo o algo así. Hablaremos más tarde. Xena asintió y se volvió hacia la bardo. —¿Vamos a nadar? —preguntó, enarcando una ceja. Supongo que ahora me toca a mí jugar—. He sudado mucho persiguiendo a ese ciervo. —Vio por la sonrisita de Gabrielle que no la estaba engañando y le sonrió a su vez—. Sí, ya, ya... vamos de todas formas. —No me lo tienes que pedir dos veces. —Gabrielle sonrió, pasó despacio a su lado, clavándole un dedo en las costillas, y salió la primera por la puerta. Caminaron hasta el riachuelo y se sentaron en una de las rocas, la una al lado de la otra. Xena miró a la bardo. —¿Estás segura de que estás bien? —preguntó. —Estoy bien —contestó Gabrielle, con la mirada perdida en la orilla opuesta del riachuelo. —Mientes —respondió Xena, inclinando la cabeza y mirándola a los ojos. Gabrielle cerró los ojos y dejó caer la cabeza. —Sí. —Tomó aliento profundamente—. Lo siento. Es que me ha afectado de una forma... no sé qué me pasa.

Ahora qué... ahora qué... Maldición... —Nosotras no hablamos mucho de todo ese... asunto —replicó Xena, eligiendo con cuidado las palabras—. Sé que fue una semana muy mala para ti. —Se encogió de hombros—. Tampoco fue estupenda para mí. Gabrielle levantó la mirada y contempló su cara. —¿Por qué te rendiste? —Era la pregunta que había querido hacer desde entonces. Que necesitaba hacer. No puedo mentir sobre esto. —Gabrielle, no estaba... en el presente... cuando estaba febril por la herida de la cabeza. Estaba reviviendo un período muy malo de mi pasado... el momento preciso que, más que cualquier otra cosa, me convirtió en lo que soy. Era. Espero no seguir siendo esa persona. —Se quedó mirando fijamente al agua—. Y... Nicklios fue el que me curó, en aquella ocasión. Y el hecho de que me curara me permitió convertirme... en lo que soy. Y el hecho de que yo estuviera allí causó la muerte de una persona que era inocente y a quien yo quería mucho. —Una larga pausa—. Y pensé... con la fiebre, que si me hubiera dejado morir entonces... no habrían ocurrido muchas cosas. Como Cirra. Y todo lo que eso provocó. —Oh —respondió Gabrielle de forma casi inaudible—. Entonces nunca nos habríamos conocido. —La tensión de su voz era evidente. —No —contestó Xena—. Y no estaba segura de que eso no hubiera sido mejor para ti. Estarías a salvo en casa, Pérdicas seguiría vivo... en fin. —Una larga pausa—. No me di cuenta... hasta después, de que ya no era esa persona. Era quien soy ahora... y para

entonces, ya era demasiado tarde —continuó la guerrera, con la voz también un poco ahogada. —Entonces, ¿cómo...? —La bardo carraspeó y empezó de nuevo—. ¿Cómo pudiste... por qué...? Xena alzó por fin la cabeza y se encontró con la mirada verde brumosa que tenía delante. —Esa amiga mía que murió, M'Lila... se me apareció, donde estaba... y me dijo que no era mi hora... —Sus labios esbozaron una leve sonrisa—. Me dijo que escuchara los pensamientos de los vivos. —Ahora la sonrisa se afianzó—. Y así lo hice... ¿y a que no sabes de quién eran los pensamientos que oí? —¿Míos? —contestó en un susurro. Xena asintió. —Tuyos. —Y alargó la mano para acariciarle la mejilla a la bardo—. Hasta ese mismo momento no me había dado cuenta... bueno, el caso es que tenía que encontrar una forma. No podía dejarte... con tanto dolor no... Gabrielle, no podía. —Se encogió levemente de hombros—. Así que encontré una forma. —Efectivamente. —La bardo apoyó la cabeza en el cálido hombro de Xena—. Y todas las mañanas, cuando me despierto y te veo, te doy las gracias. —Cerró los ojos—. Porque creo que yo tampoco me di cuenta hasta ese mismo momento... y fue el peor momento de mi vida. —Abrió los ojos y se quedó contemplando el agua.

Xena vio su expresión atormentada. Maldición... ¿ahora qué puedo decirle para quitársela? Se detuvo, con una idea súbita. Bueno... puedo probar con eso... creo que todavía no lo he intentado. ¿Qué sería, un plan A o un plan B? Oh, claramente un plan B. Agachó la cabeza y miró a Gabrielle, esperando a que la bardo lo notara y la mirara a su vez. Cosa que hizo, con una expresión suavemente inquisitiva. —¿Qué? —preguntó Gabrielle. —Te quiero —contestó la guerrera. Y vio un fiero resplandor que iluminó como respuesta los intensos ojos de la bardo. Oh... caray... me parece que he acertado de lleno. La reacción de la bardo fue un abrazo estrechísimo, con tal fuerza que Xena perdió el equilibrio normalmente perfecto que tenía y fue incapaz de evitar que las dos se cayeran de la roca y se zambulleran en la ondulante agua fría del riachuelo. Tan enredadas estaban que Xena tuvo que hacer uso de su considerable fuerza para empujar desde el fondo y lograr que las dos sacaran la cabeza a la superficie, donde expulsó el agua de los pulmones a base de toser y se las arregló para sujetar a la bardo al mismo tiempo. —Jo, Gabrielle —dijo por fin resollando, tras avanzar en el agua hasta un punto donde podía hacer pie y sostener a la bardo, que seguía tosiendo—. La próxima vez, recuérdame que no haga eso cerca del agua. —Dioses —jadeó Gabrielle—. Lo siento. —Estalló en carcajadas—. No, no lo siento. —Tosió varias veces más y luego soltó un suspiro—. Caray. —Y miró a Xena, que la observaba con una sonrisa tolerante y divertida y la acunaba como a un bebé en el agua,

que a la guerrera le llegaba hasta los hombros—. Yo también te quiero. —Hizo una pausa, mientras se miraban—. Por si todavía no te habías enterado. —Las dos sonrieron. Gabrielle le echó los brazos al cuello a Xena y le bajó la cabeza para besarla y cuando se separaron, miró a la guerrera con desconfianza—. Con sangre caliente o sin ella, quiero que me expliques cómo te las arreglas para estar toda calentita en medio de un río helado. —Posó la mejilla en el brazo de Xena—. Porque lo estás. La guerrera se rió suavemente. —A lo mejor es por la compañía —dijo en broma—. Venga, vamos a quitarnos todo esto para que se seque. Extendieron sus túnicas para secarlas y pasaron el resto de la mañana nadando y luego tomando el sol al lado de sus túnicas encima de la roca, que despedía un calor agradable. —Oye... creo que voy a participar con vosotros en el entrenamiento de esta tarde — comentó Gabrielle, que estaba muy cómoda y relajada usando a la guerrera como almohada. —Muy bien —replicó Xena, abriendo un ojo y mirándola—. Cuando quieras... ya sabes que eres bienvenida. —Bostezó—. Será un placer tener por una vez a alguien bueno con quien combatir. —Hizo una pausa y abrió el otro ojo—. ¿Te estás aburriendo de contarle historias a mi madre? —Con tono esperanzado. Gabrielle sofocó una risa y le dio un manotazo a la guerrera en el muslo. —Ay. Tengo que acordarme de no hacer eso —comentó—. No... es que no quiero que los platos de tu madre me pasen factura.

—Mmm —asintió Xena—. Te entiendo. Aunque... así compensarás el mes con las amazonas. —Sonrió a Gabrielle con malicia—. No recuerdo que pudiera contarte las costillas antes de dejarte allí. —Alargó la mano y pasó la punta de los dedos por las costillas de la bardo, haciendo reír a la mujer más joven—. De todas formas, no te va a hacer daño, así que disfruta mientras puedas. Apenas nos mantenemos al día cuando estamos en el camino. —Eso es cierto —murmuró Gabrielle—. Y sí que disfruto. —Volvió el cuello y miró a Xena—. Y tú también. —Pues sí. —Xena le sonrió con indolencia—. ¿Estás lista para volver? Creo que nuestras cosas ya están secas. Y así lo hicieron, separándose cuando llegaron a la posada. Xena cogió su hacha y se puso a cortar leña metódicamente, y Gabrielle fue en busca de Cirene, para ver si podía echar una mano a la mujer mayor en cualquier tarea que estuviera haciendo. —Hola, mamá —dijo la bardo, al entrar en el almacén, y le quitó a Cirene de las manos el gran saco del que estaba tirando. —¡Oh! —exclamó Cirene—. Cielos, Gabrielle. Me has dado un susto. —Se echó a reír, pero la miró atentamente—. Parece que ya estás mucho mejor. ¿Lo has pasado bien nadando? —En sus ojos había un brillo risueño. Gabrielle le devolvió la sonrisa. —Sí. —Levantó el saco—. ¿Dónde quieres que ponga esto?

—En la mesa, querida —dijo Cirene riendo. Siguió a la bardo hasta la cocina y se quedó mirando, risueña, cuando Gabrielle eligió un cuchillo de su colección y se puso a cortar las verduras del saco—. Bueno, ayer empezaste a contarme una historia sobre un gigante. —Cierto. —Gabrielle reanudó el relato, sin fallar ni un golpe con el cuchillo. Xena entró y se unió a ellas durante el almuerzo, junto con Toris, que había estado pescando y estaba cubierto de barro. Algunos de los participantes en su clase de vara también entraron, tras haber terminado de trabajar en los campos por ese día. Toris estaba muy afanado jactándose de su pesca ante Xena, que lo escuchaba con paciente diversión. Dos de los aldeanos se sentaron en la mesa al lado de Gabrielle y le pidieron con timidez que les contara una historia concreta que habían oído en otro pueblo. —Ah, eso —dijo la bardo cuando terminó de tragar—. Bueno, la cosa fue así. —Y contó la historia entre bocado y bocado de estofado y pan. Despejaron el patio después de comer y la clase se reunió, sonriendo cuando vieron calentar no sólo a su maestra, sino también a Gabrielle. Se intercambiaron codazos cuando Xena, sonriente, se echó hacia atrás y le indicó a la bardo que la atacara, tras lo cual dieron un espectáculo al círculo de aldeanos. —Caray —le murmuró Toris a uno de sus compinches—. Es muy buena. Gabrielle notó que su cuerpo adoptaba un ritmo cómodo al volver a acostumbrarse al estilo velocísimo de Xena tras un mes de entrenamiento con las amazonas, y sintió el escozor que recordaba de su rápido ataque. Jo... casi se me había olvidado lo buena que es. La bardo tomó aliento para calmarse, recordando de nuevo quién era la persona a la

que se enfrentaba. Sabía que podía volver a atacar con todas sus fuerzas sin temor a hacer daño a su adversaria, cosa de la que tenía que estar pendiente cuando luchaba con Eponin. Lo cual le había producido una sensación muy extraña. —Sabes, cuando trabajaba con Eponin... —le comentó la bardo a Xena, que la estaba guiando a través de una serie de ataques y bloqueos—, la primera vez, me desconcertó mucho porque intentaba hacerme retroceder a base de fuerza bruta... —Ah, ¿así? —preguntó Xena, y atacó. —Mm... —Clac—. Uuf. —Clac—. Sí, así. Bueno, el caso es que intentaba hacer eso y era... como si lo hiciera una cría. Apenas lo notaba —terminó Gabrielle, absorbiendo el potente golpe y sintiendo la sacudida del impacto en los hombros—. Ay. —Un bloqueo doloroso—. Vaya... hacía tiempo que no sentía eso. —Lo siento —se disculpó Xena—. Dime si empieza a ser demasiado para ti. —En voz más baja—. No hacemos esto desde hace un mes. —No te disculpes. —Gabrielle sonrió y la atacó—. Lo echaba de menos. —Y se lanzó a plena potencia, entregándose al ataque con todo su ser, y hasta consiguió hacer retroceder a Xena unos cuantos pasos. Vio la sonrisa encantada de la guerrera, que reaccionó y contraatacó, haciendo delicados equilibrios entre ofrecerle a la bardo un buen desafío y dejarse llevar por su instinto guerrero. Avanzaron y retrocedieron, hasta que Xena notó por sus reacciones que Gabrielle se estaba cansando, y realizaron un último ataque vertiginoso, luego se apartaron y aceptaron los aplausos de la clase. Xena, con una mueca, les hizo un gesto con la mano

como para quitarle importancia, luego fue a coger un odre de agua, bebió un buen trago y fue donde Gabrielle, que estaba apoyada en su vara. —¿Estás bien? —murmuró Xena, al acercarse. —Sí —contestó la bardo, alcanzando el agua—. Estoy recuperando el aliento. — Bebió un trago del odre y se rió entre dientes—. Las amazonas no pueden compararse contigo, amiga mía. Xena resopló. —Ya. Descansa un poco mientras pongo en marcha a esta gente. —No... estoy bien —protestó la bardo. La guerrera estudió su cara y luego posó los ojos en el punto del cuello de Gabrielle donde se le veía el pulso. Enarcó una ceja. —Siéntate un poco. —Su tono era tranquilo, pero con un matiz que para Gabrielle quería decir que Xena hablaba muy en serio. —Vale —dijo. Y fue a la pared, se apoyó en ella y bebió otro poco de agua. El corazón le latía un poco más fuerte de lo que se esperaba. Esto me pasa por tirarme un mes sin mantenerme en forma. Me parece que tiene razón. Se quedó observando cuando Xena comenzó la lección, haciendo avanzar a los aldeanos primero de uno en uno y luego por parejas. Esperó unos minutos hasta que se le calmó el corazón, luego colgó el odre de agua y se acercó trotando para unirse a la clase. Xena los dividió en dos grupos, le mostró a Gabrielle lo que estaba haciendo para enseñar los movimientos básicos y luego todos se pusieron a ello.

Las cosas iban bien y la clase casi había terminado cuando la guerrera advirtió mucho movimiento a su derecha, y se dio cuenta de que Gabrielle estaba entrenando con su hermano. Despidió a su alumno con un gesto y se volvió para observar, rodeando la vara con las manos y apoyándose en ella. El carácter competitivo de Toris, comparable al suyo, estaba haciendo que la clase de ataque y bloqueo se fuera transformando en un enfrentamiento pleno con Gabrielle, quien, a juzgar por la concentración de su rostro, se había dado cuenta. Paraba sus ataques, moviéndose con una sólida seguridad que dibujó una breve sonrisa en la cara atenta de Xena. Toris se estaba poniendo colorado y se movía cada vez más a lo loco, a medida que perdía el control de lo que estaba haciendo. Intentaba imponerse a base de fuerza bruta a la menuda Gabrielle, pero ésta esquivaba sus ataques, y empezó a aprovechar los huecos que causaba su falta de control, colando varios golpes dolorosos. Él lanzó un golpe feroz contra su cabeza y ella le atrapó la vara con la suya y le hizo perder el equilibrio y retroceder, ante su incredulidad. Recuperó el equilibrio, estampó su vara contra la de ella y luego se trasladó hacia la izquierda, moviendo la parte superior de su vara hacia arriba y hacia su cuello. Inesperadamente, Gabrielle se dejó caer sobre una rodilla y, con un ataque de revés, lo alcanzó en las rodillas y lo tiró al suelo en medio de una nube de polvo. Meneando la cabeza rubia, se levantó, se quitó el polvo de las manos, cogió su vara y se encaminó hacia Xena. Toris perdió los estribos, se levantó de un salto, agarró su propia vara y la blandió trazando un arco tremendo contra la nuca de Gabrielle.

Gabrielle había mirado a Xena a los ojos al echar a andar hacia la guerrera y vio la repentina dilatación y el primer atisbo de alarma en el momento en que el cuerpo entero de Xena se puso súbitamente en movimiento. Y se dio cuenta de lo que debía de estar pasando y, reaccionando por instinto, se volvió en redondo y levantó la vara en una posición de defensa que por pura suerte paró el golpe descendente de Toris y lo desvió. Ella misma se enfureció, siguió el movimiento alzando la vara con toda la fuerza que tenía y mandó la de él por los aires, luego le estampó el extremo de la suya en el pecho y lo tiró al suelo. Y se arrodilló encima de él, dejándolo clavado en el suelo con el extremo de la vara. —Muy bien, se acabó la clase —se oyó la voz de Xena detrás de ella. Oyó el roce de pisadas mientras los demás aldeanos se marchaban. Luego silencio. Y entonces un par de manos cálidas sobre los hombros—. ¿Qué tal si vas dentro a beber un poco de agua? —Esa voz en la oreja, penetrando su compresión con su tono grave—. Tengo que charlar un poco con mi hermano. —Una pausa—. ¿Gab? Entonces tomó aliento profundamente y dejó que Xena la levantara y la apartara de Toris. Se volvió hacia ella. —Deja que me ocupe yo de esto —dijo, haciendo frente a la mirada ecuánime de Xena—. Esto es entre él y yo. Una larguísima y atenta mirada de esos ojos azules.

—Está bien —dijo Xena por fin—. Estaré dentro. —Le dio una palmadita a Gabrielle en la mejilla, se dio la vuelta y se encaminó hacia la posada. La bardo se quedó mirándola y luego se agachó al lado de Toris, que seguía en el suelo. —¿Es que te quieres suicidar? —preguntó, con un tono casi informal—. Tienes que aprender a controlar ese genio. Toris se la quedó mirando. —¿Cómo que si me quiero suicidar? —preguntó, incorporándose despacio—. No iba a... o sea... no quería... oh, por Hades. —Se frotó la cabeza—. No lo puedo evitar. Me enfado tanto que ya no sé ni lo que hago. —Toris —dijo Gabrielle, poniéndole una mano en el brazo—. Si no hubiera parado ese golpe, me habrías hecho daño. —Captó su expresión culpable—. Y seguramente muy grave. Eres muy fuerte. Él bajó la cabeza. Gabrielle le levantó la barbilla para que no le quedara más remedio que mirarla a los ojos. —Toris, ¿comprendes lo que habría pasado entonces? —Agravó la voz—. Eso no es justo para ella, Toris. No es justo. —Una pausa—. No voy a consentir que ocurra una cosa así. Tú no le vas a causar ese dolor, Toris. No vuelvas a hacer algo así nunca más. Toris la miró parpadeando.

—Lo siento, Gabrielle. Es que a veces no puedo más. Con eso de ser el peor de los tres. —Bajó la mirada—. Tengo que competir con el fantasma de Liceus y con la realidad de mi hermana, y no sé qué es peor. Y Gabrielle se sentó, en medio del polvo, le puso una mano en la rodilla y miró a esos ojos azules tan familiares que pertenecían a esta imagen de espejo defectuosa de alguien cuyo corazón conocía, y sintió compasión por él. —Lo siento, Toris. Lo siento de verdad. —Y le dio unas palmaditas reconfortantes en la pierna. —Sabes, antes odiaba a mi hermana. —Toris suspiró—. Luego pasé a sentir lástima por ella. —Miró directamente a los brumosos ojos verdes de Gabrielle—. Ahora desearía ser como ella. —Bajó los ojos—. La vida tiene su gracia. La bardo sonrió y, alzando la mano, le apartó un mechón de pelo de los ojos, sorprendiéndolo. —Encontrarás tu camino, Toris. —¿Tú crees? —preguntó, mirándola. —Sí, lo creo. —Gabrielle sonrió. Y se levantó y le ofreció la mano para ayudarlo a levantarse. Él la aceptó y se puso de pie a su lado. —Eres muy especial, lo sabes, ¿verdad? —dijo Toris, sacudiéndose el polvo de los pantalones. —Qué va. —Gabrielle se encogió de hombros—. Sólo hago lo que hago. —Se sacudió el polvo y echó a andar hacia la posada. En las sombras de la ventana, entrevió

apenas un vago movimiento, y sonrió por dentro—. Y me tienes que volver a dar las gracias. Toris miró hacia la posada y frunció el ceño, pero le sonrió de mala gana. —Sí, creo que esta vez sí. Le vi la cara antes de que te levantaras. Tú no se la viste. Menudo daño me habría hecho. Xena asintió levemente para sí misma, se apartó de la ventana y se dejó caer en una silla cercana. Levantó la mirada al oír un roce y vio a Cirene, que se sentó a su lado y le pasó una jarra empujándola por la mesa. —Toma —dijo Cirene, con tono apagado—. Me parece que te puede venir bien. La guerrera miró el contenido de la jarra y sonrió. —Esto siempre me ha gustado —reconoció, y bebió un largo trago. —Johan me preguntó qué te daba de comer cuando eras pequeña para que ahora seas tan grande y fuerte —comentó Cirene con humor—. Le dije que siempre bebías mucha leche. —Se echó a reír—. Me parece que no me creyó. La puerta de la posada se abrió y Gabrielle fue hasta su mesa y se sentó. —Bueno, todo en orden —comentó, y Xena la miró con una ceja enarcada—. En serio. —Una rápida sonrisa—. Sólo tiene un caso grave de celos de la Princesa Guerrera. Xena se echó a reír.

—Bonita defensa, por cierto. ¿Lo oíste venir? —Bebió otro largo trago de leche, observando el rostro de la bardo. Gabrielle hizo un gesto negativo con la cabeza. —No. Vi cómo empezabas a moverte. —Se echó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas, y dejó caer la cabeza—. Me voy a cambiar. Esta túnica está llena de barro. —Se levantó y tiró de la manga azul de Xena—. No todas podemos dedicar dos horas a esto sin apenas sudar, como algunas personas que podría señalar, cosa que no haré. —Le guiñó un ojo a Cirene y luego se alejó entre las mesas hasta la puerta y se marchó. Xena siguió a la bardo con la mirada hasta que desapareció y luego volvió a prestar atención a su jarra y a la mirada ecuánime de su madre. Suspiró por dentro. —Creo que te debo una disculpa —dijo, con tono apagado. Cirene se echó hacia delante y la miró atentamente. —No espero que me mandes informes de situación, Xena. Ahí fuera haces tu vida, y la mayor parte del tiempo estoy segura de que prefiero no saber lo que haces. Me moriría del miedo. —Pero esto era distinto —reconoció la guerrera, mirándola. —Esto era distinto —confirmó Cirene—. Creo que tu familia no se merecía enterarse de esto por un juglar errante. —En su voz se notaba un tono de rabia férreamente controlada. Xena se la quedó mirando largamente.

—Durante mucho tiempo, mi familia habría acogido la noticia con alegría. —Con tono tajante. Su madre tomó aliento. Y no lo negó. —Eso era cierto —contestó, observando la punzada de dolor que atravesó los ojos azules que la miraban—. Pero ahora ya no es cierto. Y creo que lo sabes. —Lo sé —fue la respuesta—. Pero durante mucho tiempo no pensé que tuviera familia. Luego... luego llegó Gabrielle. Ahora... os tengo a vosotros de nuevo. —Juntó las manos encima de la mesa y apoyó los dedos contra sus labios—. Me ha costado adaptarme. —Jugueteó distraída con la jarra y luego levantó la mirada—. Lo siento. Es que ni lo pensé. —No comentaremos que justo después estuve muy atareada enfrentándome a inmortales y diosas furiosas y dementes. No. Creo que eso la mataría del susto—. Tienes razón. No os lo merecíais. Cirene sonrió. —Disculpa aceptada. —Le dio unas palmaditas a Xena en la mano—. Espero que no haya una próxima vez, pero si la hay, por favor... Xena dejó asomar una sonrisa lenta. —Le prometí a Gabrielle que no habría una próxima vez. Su madre enarcó las cejas con una expresión conocida. —Ésa es una promesa difícil de cumplir —dijo, muy seria. ¿Cómo se le puede pedir semejante cosa a una persona que se pasa la vida luchando constantemente? Pero a lo mejor la bardo sabe perfectamente lo que hace...

Xena asintió despacio. —Más de lo que te imaginas. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Pero ésta tengo toda la intención de cumplirla. —¿Cumplir el qué? —se oyó la voz curiosa de Gabrielle, que se volvió a sentar en la silla que había dejado poco tiempo antes. —Le estaba pidiendo disculpas a madre —explicó Xena. —Ah —replicó la bardo. Cuando estaba a punto de continuar, la puerta de la posada se abrió de golpe y un acalorado aldeano entró tropezando. —Grupo de ataque, de camino —soltó, mirando a su alrededor, muy aliviado cuando vio a Xena—. A caballo, y parece que van en serio. Xena se lanzó por la puerta y corrió al establo, entró abriendo la puerta de un empujón y se catapultó por encima del cuerpo sobresaltado de Ares. Ya oía el trueno de los cascos de los caballos que se acercaban y no se detuvo a ponerse la armadura, sino que sacó la espada de la vaina, volvió a la puerta, saltando de nuevo por encima del confuso lobezno, y salió disparada hacia el camino del pueblo. Había un caos disciplinado delante de la posada, mientras su clase de vara se reunía, nerviosa, pero decidida, ocupando posiciones defensivas al mando de Toris. Los primeros jinetes entraron en tromba justo cuando Xena acababa de cruzar el espacio abierto que había delante de la posada, y ni siquiera se detuvo, sino que pisó con fuerza y saltó sobre el jinete que iba en cabeza, tirándolo del caballo al suelo, donde le

clavó un codo con fuerza en las costillas y notó que el hombre se quedaba inerte debajo de ella. Se levantó de un salto y, esquivando el ataque de una espada, devolvió la estocada con la suya y vio la sangre que salía despedida cuando hizo contacto. Agarró el brazo de un tercero y, tirando con fuerza, lo derribó de su montura, haciendo que el animal resbalara en la tierra y cayera también. A su alrededor, vio a los serios aldeanos atacando sin cesar a los asaltantes, apoyándose los unos a los otros y eliminando a bastantes de ellos. Un vistazo instintivo descubrió a Gabrielle, enfrentada a un adversario desmontado, sin grandes problemas. La bardo desarmó al hombre y luego le asestó un golpe con la vara en la cabeza, y se quedó mirando cómo se desplomaba en el suelo con expresión desconcertada. Xena volvió a prestar atención a la tarea que tenía entre manos, ahora que casi todos los atacantes estaban a pie, y se abrió paso a través de ellos como si fuesen muñecos de paja, alternando estocadas cortas con patadas brutales y algún que otro puñetazo. Y siempre, siempre mantenía a la bardo en su visión periférica, dividiendo su atención con la facilidad nacida de la larga práctica. Al poco tiempo, los atacantes se batieron en retirada, arrastrando consigo a algunos de sus heridos, pero se dejaron atrás a una veintena de camaradas muertos y varios caballos capturados. En el silencio que los siguió, todos se miraron entre sí. Y a Xena, que estaba plantada con las piernas separadas al lado de tres atacantes muertos, con la espada en ristre y roja de sangre. Y a los cuerpos inmóviles que yacían esparcidos.

Gabrielle rompió la quietud, al sacudirse el polvo de las manos y trotar hasta Xena, que ahora estaba agachada, examinando a los que habían sido sus adversarios. Vio que la guerrera tocaba una insignia cosida a la ropa de cuero de uno de ellos. Estaba tan cerca que vio la máscara oscura que caía sobre los conocidos rasgos y que indicaba que había gravísimos problemas. —¿Qué ocurre? —preguntó la bardo, arrodillándose al lado de Xena y agarrándole el brazo. —Malas noticias —gruñó Xena, echándole una rápida mirada—. Esta insignia pertenece a un auténtico cabronazo. Gabrielle respiró hondo. —Ah —comentó, y luego miró a Xena de arriba abajo—. ¿Parte de esa sangre es tuya? —Lo primero es lo primero, dijo su mente poniendo orden en el pánico. Asegúrate de que está bien y luego ella se ocupará del resto. —No me han tocado —la tranquilizó la guerrera—. Ni un roce. —Miró a la bardo ladeando la cabeza—. ¿Y tú? —Nada —dijo la bardo con desdén—. Ni se han acercado. —Se echó hacia delante —. Pero los hemos ahuyentado, ¿no? ¿Eso no está bien? Los ojos de Xena se encontraron con los suyos. Y la bardo sintió un profundo escalofrío por la espalda. —No está bien —fue la respuesta—. Yo conozco a éste. Se lo tomará como un insulto. Volverá, con fuerzas suficientes para apoderarse del pueblo.

Despacio, se levantó y se quedó contemplando la oscuridad, moviendo únicamente la mano al apretar la empuñadura de su arma manchada de sangre. —A lo mejor podemos razonar con él —sugirió Gabrielle con tono apagado—. Podemos parlamentar. —No —fue la tajante respuesta—. Esta vez no, Gabrielle. —Y Xena volvió la mirada para capturar la de la bardo—. Ni lo pienses. Gabrielle arrugó el entrecejo. —Tienes que decirme por qué no —contestó con firmeza, cogiendo a Xena del brazo y tirando de ella para llevarla al camino ahora vacío, lejos de los aldeanos que retiraban los cuerpos a su alrededor—. ¿Qué clase de persona es ésta que ni siquiera se le puede hablar? No me lo trago, Xena. Xena se volvió para mirarla, con cara inexpresiva. —Tú me has visto en mis peores momentos —contestó—. Me has visto matar gente por rabia, Gabrielle. Por rabia, por venganza, presa de la locura del combate. Me has visto, ¿no? —Sí —contestó la bardo con tono apagado. Mirándola a los ojos sin temor—. Te he visto. La guerrera asintió. —¿Alguna vez me has visto hacer daño porque me parecía divertido? Gabrielle pegó un respingo que le sacudió el cuerpo entero.

—Jamás —dijo, con la voz ronca por la intensidad—. Nunca jamás, y no digas que lo has hecho. Sé que no es cierto. —¿Lo sabes? ¿Tan segura estás? —preguntó Xena, mirándola fijamente. La bardo la agarró por la pechera de la túnica y la acercó. —Sí. Tan segura estoy. —Una pausa—. Me apostaría la vida por ello. Xena esbozó una sonrisa tierna. —Y acertarías. —Volvió a ponerse seria—. Pero este señor de la guerra, Benelen, éste hace daño por diversión, Gabrielle. Una vez vi cómo le cortaba las patas a un perro, una a una, porque le hacía gracia ver cómo intentaba arreglárselas el animal. —Oh, dioses. —Gabrielle se puso pálida. —Sí. Así que me parece que no vamos a parlamentar con él. Si te crees que voy a dejar se te acerque a media legua, olvídalo. —La guerrera suspiró—. La pregunta es, ¿qué vamos a hacer? Gabrielle se estremeció, pensando aún en el pobre perro. —Ya se te ocurrirá algo —contestó distraída, y entonces se dio cuenta de lo que había dicho y levantó la mirada, viendo la expresión conocida que indicaba que Xena estaba intentando, una vez más, ponerse a la altura de las circunstancias a pesar del pésimo panorama, porque era lo que ella esperaba—. Ya se nos ocurrirá algo —se corrigió, y obtuvo un breve destello de agradecimiento por parte de esos ojos preocupados—. Vamos —dijo, tirando un poco del brazo de Xena—. Será mejor que les digamos lo que ocurre.

Hubo una tranquila reunión con los dirigentes del pueblo, que escucharon tensamente la concisa descripción que hizo Xena de Benelen e intercambiaron gestos de asentimiento. Habían oído hablar de él. Apostó más vigías alrededor del pueblo y les dijo a todos que descansaran bien esa noche. —Veremos qué pasa por la mañana —fue su último comentario, al despedirlos—. Voy a cambiarme y lavarme —comentó Xena, al pasar junto a Gabrielle de camino a la puerta—. Pilla algo de comer mientras puedas. La bardo asintió. —¿Vas a volver? —preguntó, enarcando una ceja—. Tú también tienes que comer. — No obtuvo respuesta—. Bueno, pues cojo algo y te lo llevo. —Con una sonrisa de complicidad. Y vio el brillo involuntario de agradecimiento en sus ojos—. Hasta ahora. —La empujó hacia la puerta. Cirene levantó los ojos cuando se acercó Gabrielle, y miró a la bardo con aire tenso. —La cosa tiene mala pinta. —Muy mala —respondió Gabrielle, colocando una selección de carne y pan en una fuente. —¿Y cuál es el plan? —preguntó la mujer mayor, cogiendo varias empanadillas y dejándolas en la fuente—. ¿Qué va a hacer? Gabrielle se quedó quieta y se miró las manos. Le temblaban. Su cuerpo sabía lo que su mente no le permitía pensar conscientemente. Miró a Cirene.

—Todavía no lo sé —confesó—. Pero lo voy a descubrir. —Pero sí que lo sé... ¿no? No va a dejar que vaya yo, pero irá ella misma, ¿verdad? ¿Sola? El establo estaba muy silencioso cuando llegó, y un vistazo al interior le dijo que sus temores probablemente estaban bien fundados. Una perfecta bala de heno, cubierta de piezas de armadura colocadas con precisión. Limpias. Preparadas. Las armas al lado. Un crujido de paja le llamó la atención, y miró por la estancia oscura e iluminada con luz de farol hasta donde se veía apenas la figura de Xena, acurrucada en la paja con el lobezno Ares. —Hola —se obligó a decir con calma, y fue hasta allí y se dejó caer al lado de la guerrera, que se había cambiado la túnica de lino por la de cuero. Y cuyos claros ojos azules resultaban muy llamativos, al reflejar los brillos del farol. —Hola —respondió Xena, captando la tensión del cuerpo de la bardo—. Gracias. — Dejó de frotarle la tripa al lobezno y cogió un poco de pan y carne de la fuente, dio un bocado y se puso a masticar despacio. Le hizo un gesto—. Tú también. Gabrielle cogió un trozo de pan y se puso a jugar con él, rompió un pedacito y se lo metió en la boca sin ganas. Luego alzó los ojos para encontrarse con los de Xena. —No lo hagas —fue lo único que dijo. Los ojos de Xena parpadearon. —Me conoces bien, ¿verdad? —Medio lamentándose, medio admirada. —No tienes ni idea de cuántos son. No tienes ni idea de qué clase de guardias hay, o trampas, o... Xena, por favor. —Su voz sonaba tensa—. No.

—Podría averiguar todas esas cosas —contestó la guerrera suavemente—. ¿Estás perdiendo confianza en mí, bardo mía? —Jamás —fue la respuesta instantánea. Gabrielle apartó la fuente y se acercó más, para sentir su conexión. Sabía que Xena también la sentía—. ¿Sientes eso? —susurró—. Somos nosotras. —Tomó aliento—. Voy a tener que pasar el resto de mi vida sabiendo que eso podría desaparecer en cualquier momento. Que tú podrías desaparecer. —Alzó la mano y tocó la mandíbula de Xena. Notó los músculos apretados—. Intenta que las probabilidades me sean favorables. ¿Por favor? Xena observó su cara, memorizando su forma. El color exacto de sus ojos. El brillo acuoso de las lágrimas acumuladas que se negaba a dejar escapar. Y una vez más descubrió que el viejo lobo que llevaba dentro se hacía dócil como un cachorrillo bajo las manos sinceras de Gabrielle. —Veamos qué ocurre mañana —contestó por fin, pero sabía que era una promesa. Lo mismo que Gabrielle, que se acomodó en la paja a su lado, y se quedaron sentadas hombro con hombro, compartiendo el contenido de la fuente y la compañía mutua y haciendo feliz a Ares con cosquillas y sobras.

La mañana trajo a un mensajero de Benelen que entregó un trozo de pergamino a un anciano y se alejó deprisa del pueblo sin decir palabra. El anciano lo leyó, luego entró en la posada y se lo dio a Xena en silencio. Observó mientras ella lo leía varias veces y luego lo dejaba caer en la mesa donde estaba sentada. —En fin —suspiró—. No hay nada como ser directo.

Gabrielle cogió el pergamino y lo leyó. —Hace faltas de ortografía —comentó—. Es inculto. Xena la miró con una ceja enarcada. —Como casi todos nosotros, Gabrielle. No todos podemos ser bardos. La bardo la miró. —Tú nunca haces faltas de ortografía. —Un levísimo amago de sonrisa. —¿Y cuántos escritos míos has visto para poder determinar eso? —replicó Xena, con una sonrisa irónica. Gabrielle miró el pergamino y luego a ella. —Los suficientes para saber que tú nunca haces esa clase de falta. Incuso en distintos dialectos. —Estudió el escrito—. Aquí dice que quiere el cincuenta por ciento de todo lo que hay en el pueblo o volverá a atacar. —Ladeó la cabeza pensativa—. ¿Por qué no ataca sin más? Xena apoyó una bota en un banco cercano y se puso el brazo sobre la pierna. —Primero lo intenta por la vía fácil. Anoche perdió a una veintena de hombres. —Se encogió de hombros—. Yo habría hecho lo mismo. La bardo dio unos golpecitos con el borde del pergamino en la mesa y levantó la mirada.

—Pues entonces, a lo mejor podemos convencerlo de que no lo haga. —Y vio la expresión peligrosa que se apoderó de esos ojos azules. Se preparó para la batalla que sabía que tenía escasísimas probabilidades de ganar—. Escucha, ya sé lo que dijiste, ¿pero hay una forma mejor? Dijiste que no podemos hacerles frente. —No —replicó Xena, con tono grave y airado. —Sí —contestó Gabrielle, inclinándose sobre la mesa y mirando a su alrededor a los demás ocupantes de la posada, que se habían apartado prudentemente de ellas, al notar la tensión—. ¿Qué otra posibilidad hay, Xena? No podemos hacerles frente, ¿les vas a dar la mitad del pueblo? —No —respondió la guerrera—. Pero iré a hacer un trato con él. No voy a ponerte a ti en peligro. La bardo notó que el corazón le palpitaba con fuerza, haciendo que le palpitaran las sienes a su vez. —Ni hablar, Xena. Eso no va a funcionar. Te conoce. No va a negociar contigo, porque sabe que lo único que tiene que hacer es esperar a que te marches y luego apoderarse de lo que se le antoje. —Sus ojos soltaron un destello—. A mí no me conoce. No sabrá que no soy de aquí. —¿Por qué piensas eso? —respondió Xena, echándose también hacia delante—. ¿Cómo sabe la gente quién soy cuando yo no se lo digo, Gabrielle? —Con tono áspero y mordaz. Gabrielle resopló.

—¿Cuántas mujeres guerreras de tu calibre que miden más de un metro ochenta y tienen el pelo negro y los ojos azules te crees que recorren Grecia? —Ya —gruñó Xena—. ¿Y cuántas bardos de un metro sesenta y cinco, pelo rubio, ojos verdes y que se sabe que suelen rondar cerca de mí te crees que existen? —Pegó una palmada en la mesa con sonoro golpe—. ¿Te crees que eres invisible después de dos años? Gabrielle respiró hondo y se quedó callada un momento. Luego: —Es posible que él no lo sepa. Y yo soy la persona más adecuada que tienes para negociar —replicó con tono apagado. Y sabía que era la verdad. Vio ese mismo conocimiento reflejado en la larga mirada de Xena. Maldición, bufó la guerrera por dentro. Tiene razón. —Escucha. —Un último intento—. Quiero que me escuches con mucha atención, Gabrielle. La bardo guardó silencio, observando su cara, escuchando. —Una de las opciones factibles que tiene, si te reconoce, es cogerte presa. —El tono de Xena era tranquilo—. O incluso si no te reconoce. Es ese tipo de hombre —añadió. —Lo entiendo —replicó Gabrielle—. Tendré que convencerlo de que no lo haga. Xena negó con la cabeza. —Eso no es lo que quería que escucharas. —Se echó hacia delante, apoyando los antebrazos protegidos con brazales en las rodillas—. Si hace eso, Gabrielle, hablar no va

a servir de nada. —Alzó los ojos y se encontró con los de la bardo—. Si haces esto, y creo que así va a ser, no le voy a dar la oportunidad de hacerte nada. Voy a desenvainar la espada, a poner a Argo al galope y a entrar ahí a buscarte. —A través de su ejército —dijo Gabrielle, casi sin aliento. Xena asintió. —Piensa en eso antes de plantearte poner en peligro tu vida. Y la de él y la de esos soldados. —Hizo una pausa—. Y la mía. Porque van a tener que matarme para detenerme. Gabrielle bajó la mirada y copió la postura de Xena, echándose hacia delante y apoyando los codos en las rodillas. Se sujetó la cabeza con las manos y se quedó contemplando el suelo durante lo que pareció un largo rato. Luego levantó la cabeza y tomó aliento para hablar. Se detuvo al ver el minúsculo gesto negativo de la guerrera. —No vas a conseguir que te prometa eso —dijo Xena, con tranquila seguridad—. Tú nunca vacilas cuando se trata de ofrecer tu vida, Gabrielle, y te admiro por eso, pero anoche me pediste que pensara dos veces antes de hacer esa clase de sacrificio. Ahora te lo pido yo. —Ya sabía cuál iba a ser la respuesta. Y cuál sería la suya si la situación fuese la opuesta. Notó la tensión nerviosa que empezaba a acumularse en su interior. La bardo observó su cara atentamente. Lo captó... todo.

—Tengo que intentarlo —susurró por fin, advirtiendo la falta de sorpresa en frente de ella—. Pero iré a caballo, y si hace el menor gesto que no me guste, saldré de ahí, confiando en que tú me cubras. Y muy despacio, Xena asintió, aceptándolo. —Está bien —replicó—. Podemos intentarlo. —Aun cuando todos sus instintos protectores le gritaban lo contrario—. Pero como se le ocurra siquiera moverse... —Lo sé. Me iré —confirmó Gabrielle. —Y llevarás escolta —añadió la guerrera, con un tono que indicaba que ésta era una condición no negociable. La escolta estuvo lista poco después. Xena los observó, con una leve sonrisa en los labios. Uno era Eldaran, el mejor de sus alumnos de vara. El otro... era Toris. No era su primera elección, pero la había arrinconado en la cocina para darle sus razones. Que le debía un favor a Gabrielle. Que sabía montar a caballo sin caerse. Que sabía usar una espada, lo cual ya era más de lo que sabía hacer cualquiera de los demás alumnos. Xena valoró su sincero deseo frente a sus debilidades y decidió que serviría. Y, contra toda lógica, se sentía mejor al saber que iría él, puesto que ella no podía. Xena los dejó ajustando las sillas de montar en el patio y abrió la puerta del establo, cruzó el umbral y miró dentro. Vio a Gabrielle sentada en una bala de heno, acariciando distraída a Ares, que estaba medio dormido en su regazo. Levantó la mirada al acercarse Xena y respiró hondo. —Estoy lista —dijo la bardo—. Sólo estaba diciéndole... mm... jugando con Ares un ratito. —Posó la mirada en el lobezno, que se dio la vuelta y se acercó a trompicones

hasta el borde de la bala cuando Xena estuvo más cerca—. Parece que sabe quién es su mamá. —Sonrió a Xena. —Mmm —asintió la guerrera, permitiéndole que le mordisqueara los dedos. Subió la mirada y la paseó por la bardo de la cabeza a los pies—. Tu escolta está esperando — comentó, alargando la mano y colocando bien la túnica verde oscura que llevaba Gabrielle, donación de Cirene, que dijo que al menos así pegaría con la ropa que llevaba la escolta. Xena advirtió que llevaba la camisa, algo grande, ceñida a la esbelta cintura con un cinturón, y que colgada del cinturón había una vaina que le resultaba muy conocida. Alargó la mano y tocó la empuñadura, y luego alzó los ojos hacia los de Gabrielle con mirada interrogante. —Sí... mm... —La bardo se encogió ligeramente de hombros—. Me siento mejor si llevo eso... como si llevara una parte de ti conmigo. —Sonrió tristemente—. No creo que pudiera usarlo, pero... —Yo tampoco creo que pudieras —replicó Xena suavemente—. Pero si se lo enseñas, podría detenerlo el tiempo suficiente para que escapes de allí. —En sus ojos apareció un brillo frío—. Recordará el sello. —¿Sí? —preguntó Gabrielle, curiosa—. ¿Por qué? Xena cogió a Ares y lo abrazó, para deleite del lobezno. —Si se baja del caballo, verás que cojea —dijo despacio, haciéndole cosquillas al animal debajo de la barbilla—. Le rompí las piernas por tres sitios por lo que le hizo a aquel perro.

—No me digas —replicó la bardo, sonriendo despacio—. Me alegro de saberlo. — Hizo una pausa—. ¿Qué fue del perro después de aquello? La guerrera bajó a Ares y suspiró. —Le ahorré el tormento. —Frunció los labios—. Vivir era una agonía para él, no era vida, en realidad, sólo una tortura. —Se encontró con la mirada desazonada de Gabrielle —. Es lo que habría querido yo, en su lugar. Gabrielle asintió en silencio. Luego se levantó de la bala de heno, abrazó a Xena, con armadura y todo, y la estrechó con fuerza. Y se sintió estrujada a su vez, hasta que aflojó los brazos y notó que Xena hacía lo mismo, lo suficiente para que la guerrera bajara la cabeza y la besara largo rato. Hasta que por fin se separaron, y hundió la cara en el cuero de Xena, dedicando un momento a absorberlo todo. —Si con eso pretendías reforzar tus instrucciones para que tenga cuidado y vuelva, ha funcionado —murmuró, y notó y oyó a la vez la risa sorprendida que le respondió—. Creo que nos tenemos que ir ya, ¿eh? —Sí —replicó Xena, que le pasó un brazo por los hombros, la llevó hacia la puerta y no la soltó ni siquiera cuando la cruzaron y salieron al patio. Cruzaron el espacio abierto, donde casi todo el pueblo estaba reunido, y por fin se detuvieron ante la vigorosa yegua castaña que iba a montar Gabrielle.

6

—Pon aquí la rodilla —dijo Xena, apartando el brazo y alargando una mano. Gabrielle así lo hizo, se agarró al arzón de la silla al tiempo que recibía un empujón para subir y se acomodó. Xena le metió la bota en el estribo de ese lado y le dio una palmadita en la pantorrilla. Se miraron. —Acuérdate de sonreír —dijo Xena, sonriéndole como ejemplo. Gabrielle le devolvió la sonrisa. —Lo haré. —Ten cuidado. —Ahora sin sonrisa. —Te lo prometo —respondió la bardo, cogiendo las riendas y apretando las rodillas. La yegua avanzó obedientemente y los dos escoltas la siguieron. Toris se detuvo al pasar junto a Xena y le ofreció el brazo. Ella se lo estrechó y lo miró a la cara. —Tú también ten cuidado, Toris. —La traeré de vuelta, Xena —dijo su hermano en voz baja, apretándole el brazo. —Tráete de vuelta a ti también, hermano —contestó la guerrera y le dio una palmada en la rodilla—. Me gustaría tener a toda mi familia de una pieza. Toris sonrió y echó a trotar con su ruano detrás de Gabrielle. Xena meneó la cabeza y suspiró, y se dio la vuelta cuando una mano le tocó el codo. —Madre —dijo, mirando hacia abajo.

Cirene los siguió con la mirada. —Debes de sentirte fatal por quedarte aquí atrás —dijo, estrechándola un poco. Xena dejó asomar una sonrisa fiera. —Sí, si me quedara. —Le dio un beso a su madre en la cabeza y fue donde había un lío de tela. Lo cogió y se lo puso por los hombros, revelando un manto de parches de tonos distintos de verde que le llegaba hasta media pantorrilla. Se colocó bien las armas y se dirigió hacia los senderos del bosque que cruzaban el camino que iban a tomar aquellos tres. Se detuvo cuando cuatro aldeanos se alzaron ante ella, vestidos para rastrear. —Vamos contigo —dijo el primero, mirándola con franqueza, pero tercamente. Xena se quedó parada. Bueno, puedo saltar por encima de ellos, si no me queda más remedio... pero... —¿Por qué? —preguntó fríamente. El aldeano movió los pies. —Ya sabemos que no podemos hacer gran cosa... pero tú vas para cubrirle la espalda. Pues a nosotros nos gustaría cubrirte la tuya. Qué jóvenes eran estos, pensó Xena. Y en el brillo de sus ojos vio, vagamente, un reflejo lejano de sí misma. —Está bien —dijo riendo—. Vamos. —Y se puso en cabeza para adentrarse por el bosque.

Gabrielle volvió la cabeza para mirar a su escolta cuando salieron de la última hilera de árboles al lugar de encuentro que Benelen había especificado en su nota. Miró hacia delante de nuevo, moviendo los dedos por la crin de la yegua castaña, intentando calmarse. La próxima vez, ¿qué tal si te ofreces voluntaria para algo que dé menos miedo, eh, Gabrielle? Veía delante el altozano, un espacio despejado donde aguardaban tres jinetes, y respiró hondo y se apoyó con firmeza en los estribos. —Bueno, vamos. —Arreó a la yegua y avanzó, seguida de cerca por los otros dos. Toris se puso a su lado. —¿Estás bien, Gabrielle? —preguntó, en voz baja. —Sí, estaré bien, gracias —replicó la bardo, mirándolo—. ¿Tú estás bien? Toris se echó a reír. —Oh, sí, estoy bien. Aquí, intentando hacer honor a las expectativas de la familia. — Pero su sonrisa quitó acidez al comentario—. Es broma. Obligué a Xena a que me incluyera en la escolta. —¿Que la has obligado? —Gabrielle le lanzó una sonrisa cómplice. —Bueno... —Toris la miró algo cohibido—. Vale... ¿tú has conseguido alguna vez obligarla a hacer algo? Tengo que saberlo. La bardo reflexionó un poco.

—Mm. ¿Obligarla a hacer algo? No —contestó por fin—. Pero a veces puedo "conseguir" que haga algo... pero normalmente sabe lo que estoy tramando y lo hace porque quiere. —¿Y tú sabes que lo sabe? —preguntó Toris, curioso, al ver un poco más clara una faceta de su hermana. —Sí. —Gabrielle sonrió—. Y a veces hace cosas sólo porque sabe que quiero que las haga. —Miró hacia delante, donde ahora se veía claramente a los tres jinetes—. Me parece que más vale que nos preparemos. Los tres jinetes de la cima iban vestidos con el habitual conglomerado de cuero y metal y estaban todos cortados por el mismo patrón: estatura media, pelo castaño y barba rala. Sus monturas se distinguían igual de poco, y Gabrielle tomó nota de esta información para futuros usos. Al acercarse a ellos, uno hizo avanzar despacio a su montura para reunirse con ella, y lo observó. Un guerrero, sin duda. Llevaba las armas con comodidad, con una mano apoyada en la empuñadura de su espadón, sujeto a la silla, y tenía las cicatrices de una persona que se ganaba la vida luchando. Una voz resonó en su cabeza. Sólo los malos guerreros están cubiertos de cicatrices, Gabrielle. Xena se había echado a reír cuando le preguntó a la guerrera por qué ella tenía tan pocas. Muy bien. Otra posible indicación. Pero su rostro era cruel. Gabrielle lo percibía, en los ojillos que recorrían su cuerpo de arriba abajo. En la sonrisa sardónica que apareció en sus labios delgados. Sintió que se le ponía la carne de gallina y se acordó del perro. —Benelen —dijo Gabrielle, con calma—. Has enviado un mensaje. —Obligó a sus ojos a observarlo, como él la estaba observando a ella. Estaban sobre sus caballos en

medio de la hierba que les llegaba hasta las rodillas, a campo abierto, con los árboles más cercanos a solitaria distancia. Se sentía muy expuesta, y no sólo por la forma en que él la miraba, ahora abiertamente crítica. —¿Cómo queréis entregarnos esa mitad? —preguntó, aburrido—. ¿Y tú eres parte? —Sus dos secuaces se echaron a reír. —No quiero y no lo soy —contestó Gabrielle, notando que Toris y Eldaran se colocaban más cerca. No se sintió más aliviada—. Anoche perdiste a veinte hombres. — Se movió en la silla y se echó hacia delante. Jamás retrocedas, Gabrielle. Recuérdalo —. ¿Por qué piensas que vamos a darte nada? Benelen avanzó, hasta colocarse a una distancia a la que podía tocarla. —Porque, niña, me da igual cuántos granjeros con palos tengáis allí abajo. Voy a ir allí y voy a matarlos a todos si no lo hacéis. —Alargó la mano y le tocó un mechón de pelo—. Pero a lo mejor a ti no te mato. Durante un tiempo. —Sonrió. Xena tenía razón, le gritó su cerebro. Ahí había locura, y sus palabras no iban a servir de nada. Sintió que el pánico crecía en su interior con una presión irresistible. Notó que el corazón se le desbocaba. —Primero, nos vamos a divertir un poco. —El hombre se acercó más y agarró la brida de la yegua. Se sintió abrumada por un instante de miedo absoluto. Y entonces, como si le hubieran echado una manta cálida sobre los hombros, sintió una oleada de confianza que ahuyentó al miedo.

—Será lo último que hagas —dijo, sacando las palabras de algún sitio. Y le sonrió. Benelen se sobresaltó un poco. —¿Me vas a detener tú, mocita? —Recuperó la confianza y alargó la mano de nuevo, pero esta vez ella se la apartó de un golpe. Y al mover el brazo, la empuñadura de su cuchillo brilló claramente a la luz del sol de media mañana. Él quitó la mano sobresaltado y su humor indolente se desvaneció. Ahora la miraba con creciente ira—. Ah, pues entonces no nos divertiremos. Te atravesaré de parte a parte ahí mismo, tal vez. —No, no lo harás. —Gabrielle lo miró a los ojos, usando la única arma que tenía. Un arma que a veces tenía un efecto contraproducente. Un arma que podía hacer que la mataran—. No quieres morir. —Desenvainó el puñal y se lo mostró. Oh, Xena... espero que tu reputación pueda sacarme de ésta—. Tú sabes de quién es esto. —Y qué —dijo Benelen despacio—. Esos idiotas decían la verdad. —Escupió al suelo—. Dijeron que anoche estaba allí. —La miró con aire calculador—. ¿Tú eres suya? Gabrielle se lo pensó un momento. Luego asintió. Vio cómo intercambiaban miradas y se relajó un poquito. Benelen se echó hacia atrás en la silla. —¿Qué me impide ir allí cuando ella se haya ido? —preguntó, dándole una importante pista a Gabrielle al hacer esa pregunta. Sonrió.

—Es su pueblo. —Señaló a Toris con la cabeza—. Ése es su hermano. —Se echó hacia delante y bajó la voz—. No querrás que vaya por ti. El señor de la guerra la observó. —He oído que ya no es lo que era —contraatacó, observando su más mínima reacción. —A los doscientos muertos del ejército de Ansteles les gustaría que eso fuese cierto —contestó la bardo—. Yo estuve allí. —Ahora percibió la ventaja y la aprovechó, acercándose más a él, obligándolo a hacer retroceder a su montura—. Y ni siquiera tenía nada... —una pausa y una sonrisa dulcísima—, personal... contra ellos. —Alargó la mano y le dio un golpecito en el pecho—. ¿Qué dices, Benelen? ¿Quieres que tenga algo... personal... contra ti? Silencio. Durante largos segundos. —Vamos. —Gabrielle sonrió—. Agárrame. Sabes que seguro que está tan cerca que te puede arrancar la cabeza con el chakram. —Los guardias de Benelen pegaron un respingo, mirando por todas partes al oír aquello, y ahora hasta el sonido mismo del viento les resultaba sospechoso. Entonces Benelen sacó la espada con un movimiento vertiginoso. —Las reputaciones se pueden exagerar —dijo, con frialdad. —¿Estás dispuesto a apostarte la vida por ello? —preguntó Gabrielle, mirándolo directamente a los ojos verdosos. Notando que Toris y Eldaran se tensaban preparados junto a ella. Esperando.

—¿Y tú? —contestó Benelen, alzando una mano para hacer una señal a sus hombres. Gabrielle sonrió. —En cualquier momento. —Y no se encogió. No apartó la mirada. Sintió que todo su cuerpo se tensaba preparándose para lo que él fuera a hacer. Y él levantó la espada. Como saludo. Les hizo un gesto a sus hombres para que dieran la vuelta. —Encontraremos un botín mejor. De todas formas, seguro que allí no hay gran cosa. —Dio la vuelta a su caballo y puso al animal a un trote lento. Y al pasar por un punto de la hierba, el animal se asustó, se encabritó y lo tiró al suelo. Maldiciendo, él lo siguió cojeando. Sin mirar al suelo. Sin ver el brillo risueño de un par de profundos ojos azules enterrados en la hierba a menos de dos cuerpos de distancia de donde se habían reunido. Y que esperó hasta que desaparecieron por el horizonte antes de volverse para mirar a los tres que quedaban, dos de los cuales se esforzaban por sostener a la tercera, que parecía incapaz de mantenerse a lomos de su plácida montura castaña. —Dioses —graznó Gabrielle, agarrándose a la crin de la yegua para no caerse. Le temblaba todo el cuerpo por los nervios y se sentía mareada de lo acelerado que tenía el corazón. Toris y Eldaran se habían colocado a ambos lados de ella y sabía que la estaban felicitando, pero no lograba que su mente distinguiera las palabras. Entonces un tercer par de manos se posó en ella y éstas las reconoció por el mero tacto. Dejó incluso de intentar sujetarse y simplemente se tiró hacia la única voz que su mente no tenía ninguna dificultad para distinguir.

—Te tengo —dijo Xena, cuando Gabrielle medio se cayó, medio se lanzó a sus brazos—. Te tengo —repitió—. Bien hecho, Gabrielle. Muy bien hecho. —Estabas aquí —susurró la bardo—. Lo sabía. —Por supuesto —dijo Xena, dándole palmaditas en la espalda—. Contigo no corro riesgos, ¿recuerdas? —Recuerdo —replicó Gabrielle suavemente, con una sonrisa dulce en los labios—. ¿Has visto cómo se ha caído del caballo? —Levantó la mirada y sonrió—. Sí que cojea. —¿Que si lo he visto? —dijo Xena con guasa y una sonrisa taimada—. ¿Quién crees que ha espantado al caballo? Toris se echó a reír. —Me tendría que haber imaginado que estarías cerca. Estabas demasiado tranquila en el patio. —Miró a su alrededor—. ¿Pero cómo te las has arreglado para llegar tan cerca? No es que seas del tamaño de un conejo, hermanita. Xena lo miró enarcando una ceja. —Una de las muchas cosas que sé hacer, Toris. —Volvió a concentrarse en la bardo —. Y tú... ha sido fantástico. —Sonrió ampliamente—. Ni yo misma lo habría hecho mejor. Le has dado tal susto que casi pierde el poco juicio que le queda. —¿Sí? —dijo Gabrielle, sonrojándose de placer—. Supongo que sí. —Miró a su alrededor, absorbiendo sus sonrisas de admiración con una sensación de irrealidad. Un momento... se supone que yo soy la que toma nota... la bardo... no la que aparece en las historias... ¿cuándo ha ocurrido eso?

Xena le leyó la mente, al parecer. —Oh... —Sus labios esbozaron una sonrisa de orgullo, pero llena de malicia—. Esta noche yo voy a contar una historia. Con una heroína muy valiente. —Oh... pero espera... —protestó Gabrielle, con los ojos muy redondos—. Yo no he hecho... Xena puso un dedo sobre los labios de la bardo, haciéndola callar. —Ya lo creo que lo has hecho, Gabrielle. Ésta es tu historia... y yo no soy bardo, pero qué bien lo voy a pasar contándola. Gabrielle arrugó la frente. Qué sensación tan extraña. No le parecía que lo que había hecho fuese heroico, ni siquiera especialmente valeroso. Se había tirado un farol para obligar a Benelen a retirarse, nada más. ¿Eso era digno de aparecer en una historia? ¿Sobre todo en una contada por Xena? Casi le daba vergüenza. Se le ocurrió una cosa, y alzó los ojos para encontrarse con los de Xena, y su mente abrió otra ventana que le permitía comprender más a la mujer que estaba tan tranquila a su lado, con los antebrazos posados sobre los hombros de la bardo. Xena tampoco pensaba nunca que lo que hacía fuese especialmente heroico. ¿Era esta curiosa mezcla de alivio y timidez avergonzada lo que la guerrera sentía todo el tiempo? ¿Sobre todo cuando Gabrielle contaba historias sobre ello? Interesante. —No estoy segura de que me merezca ser la protagonista de una historia —le murmuró a Xena, mirándola suplicante. Xena le sonrió, comprendiéndola perfectamente.

—No lo puedes evitar —susurró a su vez—. Has tenido testigos. —Y le apretó los hombros—. Venga. Vamos a volver. —Señaló a la yegua castaña con la cabeza, levantando una mano para ayudar a montar a la bardo. —De acuerdo —suspiró Gabrielle, agarrándose a la silla y dejándose subir a ella. Xena se volvió y soltó un penetrante silbido, tras lo cual se ocupó de ajustar las riendas de Gabrielle hasta que todos oyeron claramente el trueno de unos cascos que se acercaban. Toris se quitó de en medio cuando apareció Argo al galope, resoplando, se colocó detrás de Xena y le revolvió el pelo agitando la cabeza. Xena le dio una palmada a Gabrielle en la pantorrilla y saludó a la yegua, desató las riendas de la argolla y se montó de un salto en el alto lomo. Colocó a Argo junto a la yegua castaña y les indicó a Toris y a Eldaran que avanzaran delante de ellas. Y así lo hicieron, dejando que ella siguiera el paso de la yegua más pequeña, sin dejar de observar el rostro pensativo de Gabrielle. —Lo has hecho muy bien de verdad, bardo mía —dijo Xena por fin, con una leve sonrisa—. Aunque confieso que he pasado algunos momentos de tensión. Gabrielle meneó la cabeza. —¿Que tú has pasado algunos momentos de tensión? Hubo un instante... cuando agarró la brida, en que me quedé en blanco. Casi me quedo paralizada. —Miró a la guerrera—. Tuve mucho miedo. —Lo sé —replicó Xena, suavemente—. ¿Sabías que yo estaba tan cerca o te estabas tirando un farol?

La bardo se echó hacia atrás en la silla y se lo pensó. —Así que lo oíste todo —comentó—. No... bueno... no sabía que estabas allí, no... pero algo me hizo pensar que podía decir lo que dije. —Lanzó una rápida mirada a Xena—. Decidí usar tu reputación, una vez más. —Mmm —asintió Xena—. Ya lo vi. —Ahora se relajó un poco—. Así que vuelven a ser doscientos, ¿eh? —Se echó a reír—. A ver lo lejos que llega ese pequeño detalle. Y cómo se exagera. —Le dio a Gabrielle un ligero manotazo en la pierna—. Y me ha gustado eso de tener algo personal contra él. —¿Sí? —La bardo se rió, sintiendo que recuperaba el sentido del humor—. Sí, a mí también me pareció muy bueno. —Se relajó al darse cuenta de lo que estaba haciendo Xena—. Y era todo cierto —dijo, poniendo cara virtuosa. Xena resopló riendo y contempló el camino. —Más de lo que te imaginas, Gabrielle. Cuando tocó esa brida, yo tenía esta daga — se tocó la empuñadura que llevaba en el pecho—, en una mano y el brazo echado hacia atrás. —Se ajustó un brazal y luego miró a Gabrielle—. Si te hubiera tocado una vez más... —Qué va —dijo Gabrielle con desprecio—. No me iba a poner un dedo encima después de decirle que era tuya. —Miró a Xena, sonrojándose un poco. Todavía voy a tardar un poco en acostumbrarme, creo... pensó, risueña al ver la mirada medio sorprendida, medio admirativa que le dirigía la guerrera. Xena reflexionó un poco sobre eso.

—Eso también se va a extender, sabes —se aventuró a decir, insegura de la reacción. —Bien —contestó la bardo, asintiendo con energía—. A lo mejor dejan de intentar manosearme tan a menudo. —Se volvió y miró a Xena directamente a los ojos, al ocurrírsele una cosa—. ¿Te molesta? —preguntó insegura. Xena se echó a reír. —Por favor, Gabrielle. Ya te dije que tú sólo podrías mejorar mi reputación. —Le clavó un dedo a la bardo en el hombro—. Además... —Alzó las manos con resignación —. Si mis enemigos a estas alturas todavía no se han enterado de que una persona que he mantenido a mi lado las veinticuatro horas del día durante dos años significa algo para mí... —Se calló y se puso a juguetear con las riendas de Argo—. Lo significa todo para mí. —Una corrección, en voz baja—. Entonces no me voy a preocupar por ellos. —Y miró hacia delante, contemplando los contornos polvorientos de Anfípolis. Consciente de la mirada que le dirigía Gabrielle—. Venga, vamos a echar una carrera — dijo, dándole un azote en los cuartos traseros a la montura castaña de la bardo para ponerla al trote largo. —¡Eh! —gritó Gabrielle, agarrándose a las riendas, a la silla, a la crin... y aguantando —. ¡Xena! —De algún modo consiguió que su cuerpo se adaptara al ritmo de la yegua y, de hecho, hasta más o menos le gustó durante un minuto. Sólo un minuto, le dijo su mente con severidad. Entonces Argo aceleró a su lado y las dos yeguas igualaron el paso y la castaña aceptó el desafío. Bueno... tuvo el tiempo justo de pensar, antes de que el ritmo se incrementara y tuviera que agarrarse con todas sus fuerzas. Este día está rebosante de nuevas experiencias, ¿no?

Adelantaron como un trueno a Toris y Eldaran, que frenaron y luego azuzaron a sus monturas para perseguirlas. Gabrielle se mordió el labio muy concentrada, intentando recordar todo lo que le había dicho Xena a lo largo del tiempo sobre montar a caballo. El viento le echaba el pelo hacia atrás y se sentía algo reconfortada por la firme presencia de Argo a un cuerpo de distancia. —¡Así! —gritó Xena, indicando su equilibrio por encima de la silla, dándose un golpecito en las rodillas—. ¡El centro de equilibrio está aquí encima! La bardo se echó hacia delante sobre el veloz animal, hasta que le entró una extraña sensación de estar suspendida, como si el caballo corriera, pero ella estuviera inmóvil. Sintió un escalofrío. Notaba la tensión en los muslos para mantener la postura, pero la sensación era... estupenda. En su cara apareció una sonrisa de incredulidad. No me lo puedo creer. No es posible que me esté gustando esto. Ni hablar. No. Caray. Se le escapó una carcajada. Supo que Xena la oyó. —¡Eso es! —gritó la guerrera, mirando hacia delante para calcular a qué distancia estaban del pueblo mismo. Un poquito más... apretó los costados de Argo y puso a la yegua dorada a galope tendido y asintió cuando la castaña respondió valientemente. A Gabrielle se le desorbitaron los ojos al notar el repentino acelerón en la velocidad de la yegua. Ahora el viento la hacía parpadear y el suelo pasaba volando a su lado. Había cabalgado así de rápido a lomos de Argo, por supuesto, pero ésta era una sensación mucho más intensa. Más personal. Mantuvo el equilibrio, de algún modo, y consiguió moverse al mismo ritmo, sintiéndose por un breve y emocionante instante parte del animal.

Entonces Xena empezó a frenar a Argo, cuando los primeros edificios del pueblo pasaron volando junto a ellas, y logró respirar de nuevo y se dejó caer sobre la silla, esperando a que su corazón dejara de martillear frenético. Entraron trotando en el patio lleno de gente, donde manos serviciales alcanzaron su brida y la de Argo. Xena se bajó de la silla y subió los brazos y la bajó, lo cual le vino bien, porque entre la emoción, la tensión y la carrera inesperada, se le vencieron las rodillas en cuanto tocó el suelo y se alegró mucho de que la guerrera la tuviera bien sujeta. —Lo ha conseguido —fue el escueto análisis de Xena, celebrado con aclamaciones y manos que le daban palmadas en la espalda con entusiasmo—. Benelen ha huido con el rabo entre las piernas. —Xena sonrió. Otra aclamación y ahora los aldeanos tiraron de Gabrielle, rodeada de brazos y rostros sonrientes. Xena la soltó, después de bajar la voz a un volumen con el que sabía que la bardo podía oírla. —Ve. Se una heroína durante un rato. Todo el mundo debería serlo, al menos una vez. —Y se quedó mirando, asintiendo, cuando la multitud se la llevó, y también a su escolta, para oír con detalle lo que había pasado. Luego se volvió hacia Argo y la yegua castaña—. Vamos... seguro que os vendrá bien un poco de agua fresca después de eso —dijo con tono familiar y, agarrando los lados de ambas bridas, tiró de los animales para llevarlos al establo. —Toma —dijo Cirene, con un matiz de admiración risueña en el tono—. Seguro que a ti también te vendrá bien un poco de agua fresca. —Le pasó a la guerrera un odre lleno de agua.

—Gracias —dijo Xena, bebiendo un largo trago. Luego señaló la posada con la cabeza—. ¿No quieres oír la historia? Cirene cogió la brida de la yegua castaña y sonrió. —¿Y si me la cuentas tú? —comentó, avanzando con el caballo—. Me gustaría oír tu punto de vista. De modo que Xena se lo contó, mientras quitaban los arreos a los caballos y los cepillaban. Le contó lo que había visto, una vez dejó a su propia escolta en el borde del bosque y se adentró en la hierba, deslizándose tan silenciosamente que había sorprendido hasta a los conejos que comían por allí. Cómo se colocó tan cerca que veía las hebillas de la armadura de cuero de Benelen. Que olía el sudor de su caballo. Que oía la voz tranquila y clara de Gabrielle. —La iba a agarrar —dijo Xena, cogiendo a Ares y rascándole las orejas—. Y yo tenía un cuchillo preparado para él. —Con franqueza, olvidando casi con quién estaba hablando—. Pero ella cambió de táctica y decidió asustarlo en cambio con mi tremebunda reputación. Cirene la miró. —¿Y eso funcionó? —Dejó asomar una sonrisa sardónica—. No es que me sorprenda, ojo. Menuda reputación tienes. —Mmm —asintió Xena—. Le dijo que si no quería que yo fuera por él, tendría que dejar Anfípolis en paz. —Sonrió a Cirene de mala gana—. Y él se marchó.

—Bueno, qué alivio —suspiró Cirene—. Ahora más vale que vayas dentro y la rescates antes de que nuestros bienintencionados amigos la dejen agotada. —Se levantó y se encaminó hacia la puerta, pasando junto a Xena y poniéndole una mano en el hombro—. Vamos. —Sí. —Xena se levantó y se estiró—. Hoy sólo se merece cosas buenas. —Sus labios esbozaron una sonrisa privada—. Sobre todo hoy. Cirene se detuvo y miró a su hija ladeando la cabeza. —¿Por qué hoy? Xena se echó a reír y le susurró al oído. —Oh, ¿en serio? —dijo Cirene, con una sonrisa encantada—. ¿Por qué no me lo habías dicho? —Se frotó las manos enérgicamente—. ¿Ella lo sabe? —Miró a Xena. —No creo que se haya acordado —dijo Xena, pensativa—. No ha dicho nada, y creo que lo diría, sólo por comentarlo. —¿Tienes...? —empezó a preguntar Cirene, poniéndole una mano a Xena en el brazo. —Sí —contestó su hija, con una sonrisa ufana—. Tengo. —Buena chica. —La posadera sonrió—. Ahora a ver qué puedo hacer. —Salió apresuradamente, dejando a Xena para que se quitara la armadura y las armas. La guerrera cogió luego a Ares y fue hacia la puerta. Y cuando casi estaba allí, una forma oscura se materializó y alzó una mano para detenerla.

—Vaya —dijo ella, apoyándose en la puerta y contemplando a la alta y musculosa figura—. ¿A qué debo el honor... —una sonrisa fiera—, de esta visita? —Le has puesto mi nombre a un perro, Xena —dijo Ares despacio, acercándose más y paseando los ojos por su cuerpo—. Estoy desolado. Xena notó que empezaba a sonreír sin querer. —Un lobo, Ares, un lobo. Jamás un perro. —Ah —replicó el dios de la guerra—. ¿Y se supone que así me voy a sentir mejor? —Enarcó una ceja oscura—. Algunos dioses se... enfadarían... ante semejante arrogancia. —Pero sus labios se agitaban con una sonrisa invisible. La guerrera lo advirtió y pensó que Ares no debía de estar muy molesto. —Bueno, dejo que duerma sobre mi pecho —comentó con humor, observando su rostro atentamente para ver cómo reaccionaba. Ares dejó que la sonrisa se extendiera por sus labios rodeados de barba. —¿Alguna vez te he dicho lo guapo que estoy cubierto de pelo? —bromeó, acercándose más y observando al lobezno que tenía Xena en los brazos, y luego la miró a los ojos—. Qué suerte tiene. Xena se echó a reír y meneó la cabeza. —Siempre te he tenido por un aficionado al cuero, Ares —respondió con una sonrisa burlona—. Pero ya que estás aquí, saluda. —Pegó al lobezno al pecho cubierto de cuero negro, obligándolo a levantar las manos para sujetar al animal.

—Mm... —dijo Ares, ceñudo—. Los cachorros y el dios de la guerra no combinan bien, Xena. —Pero miró al lobezno, que lo olisqueaba con curiosidad y levantó la cabeza para mirarlo a su vez. —Grrr —osó soltar el lobezno, y metió el morro por un hueco del chaleco de cuero de Ares. —¡Ajj! —exclamó Ares—. ¡Qué frío! —¡Ruu! —protestó el lobezno, atrapando un cordón de cuero con los dientes y tirando de él—. Grrr. El alto dios de la guerra agachó la cabeza y acercó la cara al animal. —Grrr tú —gruñó, haciendo que el lobezno soltara el cordón y lo mirara parpadeando. Se quedaron mirándose un momento, observados por la fascinada Xena, y luego el lobezno se levantó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en la mandíbula barbuda de Ares. Olfateó con cautela y estornudó. Ares se sobresaltó ligeramente, pero se quedó quieto, cara a cara con su pequeño tocayo. El lobezno ladeó la cabeza, luego sacó la lengüecita rosa y le lamió la nariz a Ares. Luego se puso a mordisquearle la barba, momento en el cual el dios apartó la cabeza y miró a Xena. Que se estaba mordiendo el labio con fuerza para no echarse a reír. —Si alguna vez le cuentas a alguien que has visto eso, voy a tener que ser muy severo contigo, Xena —le advirtió Ares, devolviéndole el lobezno—. Estamos hablando de un par de semanas en el Tártaro o algo así.

—Claro, Ares —dijo Xena con tono de guasa—. Bueno... no creo que hayas venido simplemente para conocer a mi amiguito. ¿Qué quieres? Ares se acomodó en una bala de heno y la miró. —Me hieres, Xena. ¿Es que no puedo pasarme a saludar a una de mis mortales preferidas? La mayoría de la gente se sentiría honrada. —Se cruzó de brazos y ladeó la hermosa cabeza—. Últimamente me has estado dando unas cuantas alegrías... y Cirron... Ohh... Xena. —Soltó una carcajada profunda—. Eso fue magnífico. —La recorrió despacio con la mirada—. Me encanta verte trabajar... eres taaaan... mortífera. —Gracias —dijo Xena secamente—. Me alegro de que disfrutaras más que yo. Él sonrió. —Vamos, Xena. No juegues conmigo. Soy Ares, ¿recuerdas? Tú sabes, y yo sé, cuánto de mí... —se levantó con la agilidad de un felino y le pasó la punta del dedo por la mandíbula con delicadeza—, corre por tu interior. —Esperó—. Oh... ¿esta vez no hay discusión? —No hay discusión, Ares —replicó la guerrera, mirándolo con calma—. Es algo que he aprendido a aceptar. —Mmmmmm —replicó él, con un brillo en los ojos—. Creo que eso me gusta... me da calorcillo por dentro. Xena suspiró y lo miró con ligera exasperación. —Ares, tú no sentirías calorcillo por dentro ni aunque te tragaras un fardo de lana de oveja.

El dios de la guerra le sonrió sardónico. —No me subestimes, Xena. Algún día te podrías llevar una sorpresa. —Se apartó y se sacudió el chaleco de cuero—. Bueno, pues te dejo con tu fiesta. —Le guiñó un ojo —. Saluda a tu amiguita de mi parte, ¿mmm? —Observó cómo en sus ojos aparecía una expresión cauta y fría—. Oh... mira cómo surgen esos instintos defensivos... tranquila, ojos azules. Está a salvo. De mí, en cualquier caso. Esos ojos claros se clavaron en los suyos, recordándole de nuevo por qué se sentía fascinado por ella. Lo cual era cierto, de una forma que no había sentido nunca por ningún otro mortal. Ni volvería a sentirlo, tenía la sospecha. —¿Por qué? —preguntó Xena, sin rodeos—. Yo habría pensado que aprovecharías cualquier ventaja que pudieras conseguir, Ares. ¿Por qué desaprovechas ésta? Ares se acercó y se quedó plantado a escasos centímetros de ella. —Dos razones, en realidad —dijo, suavemente—. Una... quiero que vuelvas. — Alargó la mano y enredó un mechón de su pelo oscuro alrededor de su dedo—. Y no soy estúpido, Xena. Si la toco, eso crea una enemistad entre nosotros que ni una eternidad en el Tártaro podría eliminar. —Enarcó una ceja—. ¿Cierto? Ella tomó aliento antes de responder. —Cierto. —Con una mezcla de aprensión y alivio. No se había esperado que Ares la comprendiera tan bien. —Puedo esperar. Tengo toda la eternidad. Y... —dijo despacio, suavizando la intensidad de su mirada y dejando asomar una sonrisa a los labios—. Aunque soy un

dios y vivo en lo alto del Monte Olimpo... —Hizo una pausa y le tiró juguetonamente del pelo—. Y tú sólo eres una mísera mortal y tienes que aguantar... —Miró a su alrededor y meneó la cabeza—. Esto... —La miró a los ojos—. Tampoco yo tengo el menor deseo de que tengas algo... personal... contra mí. —Le guiñó un ojo, se echó hacia atrás y, con un destello, desapareció. Xena soltó el aliento que llevaba largo tiempo conteniendo. —Caray —murmuró—. Nada como una visita de Ares para animarte el día. —¿Ruu? —contestó el lobezno, mirándola. Ella meneó la cabeza y le dio una palmadita al animal en la cabeza. —Venga, vamos a comer algo. A mí me vendría bien, después de eso. —Cruzó el patio despacio, permitiendo que su cuerpo fuera soltando la tensión nerviosa que siempre le producía Ares. En parte era miedo, y era lo bastante sincera como para reconocerlo. A fin de cuentas, era un dios. En parte eran sus instintos defensivos, que percibían un peligro real y tangible por parte de él. En parte... y muy en privado, había algo en él que la afectaba por dentro... lo sabía y sabía que era algo recíproco y que ella tenía el mismo tipo de efecto en él, por muy dios que fuese. Eran más parecidos de lo que estaba dispuesta a reconocer, incluso ante sí misma. Iolaus, al verlos a los dos juntos tras su enfrentamiento con Hércules esa última vez, le había preguntado medio en broma más tarde si no tenían algún tipo de parentesco. Y tuvo que agacharse para esquivar su puñetazo airado y pedirle disculpas. Pero sabía que tenía razón, porque los dos eran altos y morenos, iban vestidos de cuero y tenían la misma mirada fría y amenazadora. Tal para cual, le tomó el pelo su

mente, al sentir el peso de ese conocimiento ineludible posándose sobre sus hombros. El conocimiento de esa parte de sí misma que procedía de él. Que era un elemento muy importante de su esencia. Que necesitaba, porque era donde se encontraba su fuerza. Que era oscura y sanguinaria y, mientras llevara una espada, algo de lo que jamás podría escapar. Suspirando, abrió la puerta de la posada y entró, oyendo la voz de Toris, que estaba presentando encantado su testimonio sobre el encuentro de esa mañana. Los aldeanos estaban sentados en un amplio círculo, con Gabrielle y su escolta en el centro. La bardo estaba apoyada en la pared, con una jarra alta en las manos de la que daba frecuentes tragos y, cuando se abrió la puerta, levantó la mirada, se encontró con la de Xena y su cara se animó con una sonrisa involuntaria. Sus ojos verdes se iluminaron con un resplandor interno que impactó a la guerrera con una fuerza casi física y se introdujo en su negro talante, dispersándolo como niebla al sol. Notó el amago de una sonrisa como respuesta y se entregó a ella, mientras se acercaba. —¿Por qué has tardado? —susurró Gabrielle, cuando se sentó al lado de la bardo—. Estaba a punto de ir a ver dónde te escondías. —¿Para traerme aquí pataleando y chillando? —murmuró Xena, mirándola con una ceja enarcada. La bardo miró a derecha e izquierda y luego acercó más la cabeza. —Para esconderme contigo, en realidad. —Soltó una risita e hizo una mueca—. Lo siento... no voy a volver a tomarte el pelo por lo que sientes cuando cuento historias...

Xena se rió suavemente y apoyó el antebrazo protegido con un brazal en el respaldo de la silla de la bardo, acariciándola distraída entre los omóplatos con la yema de los dedos. —Bueno, disfruta todo lo que puedas. —Mmmm. —Gabrielle cerró los ojos y se echó hacia atrás ligeramente para notar mejor la presión de la mano—. Eso lo disfruto mucho más —confesó, con una sonrisa indolente—. Estaba un poco dolorida por lo de ayer. —Hizo una leve mueca de dolor cuando los poderosos dedos de Xena se pusieron a trabajar—. Aaj... sí. Ahí... Toris se sentó y siguió comiendo, dejando que la conversación continuara a su alrededor. Miró a su hermana y gruñó. —Ah... estás ahí. —Sonrió—. Madre te estaba buscando. —Un vistazo rápido hacia la puerta de la cocina—. Aquí viene. Te debe de haber visto. —Soy un poco llamativa —comentó Xena con humor, observando a Cirene, que iba abriéndose camino entre las mesas y acabó poniéndole un plato delante—. Gracias — dijo, sonriendo a su madre. Cirene se sentó en la silla que estaba al lado de Gabrielle y le dio una palmadita en el brazo. —¿Cómo está nuestra heroína? —bromeó, observando el rubor de la bardo—. ¡Xena! Estás malcriando a ese animal. —Miró exasperada a su hija, pues la guerrera le estaba dando trocitos de su almuerzo al lobezno. Gabrielle la miró con una sonrisa divertida.

—Te estás cargando tu imagen, lo sabes, ¿verdad? —comentó, cuando Xena cortó limpiamente un pedazo de carne por la mitad, se metió un trozo en la boca y le ofreció el otro a Ares. El lobezno estaba tumbado todo contento en su regazo y agarró la carne entre dos patas, masticando con estusiasmo. —Mmm —asintió Xena, cortando otro trozo, que colocó en una rebanada de pan, y luego se echó hacia atrás con un suspiro. Miró a Gabrielle con una ceja enarcada cuando la bardo se echó hacia delante, le robó uno de los trozos de carne que quedaban y volvió a echarse hacia atrás con él—. ¿Pero tú no has comido ya? —Sí —reconoció la bardo alegremente—. ¿Y? Bueno, le dijiste que disfrutara mientras pudiera, se regañó la guerrera, mirando a su compañera con humor. —Sólo era una pregunta. —Captó la mirada de su madre, en la que había un brillo travieso. —¿Me estás acusando de no dar de comer a Gabrielle? —Cirene la miró enarcando una ceja—. Debería darte vergüenza, Xena. La guerrera hizo un visaje con sus ojos azules. —Jamás. Cirene se echó a reír. —Bien. —Luego se echó hacia delante y llamó la atención de Xena—. ¿Por qué has tardado tanto, por cierto? Creía que ibas a venir justo detrás de mí. —Y no mencionó las

voces que había oído detrás de ella en el establo. Una la reconoció como la de Xena, la otra... era una voz mucho más grave que nunca había oído. Xena contempló el rostro de su madre. Captó cierto brillo en su mirada. —He tenido visita —dijo suavemente, mirando a los ojos repentinamente serios de Gabrielle, luego posó los suyos en el lobezno y volvió a mirar a la bardo. Los ojos verdes se estrecharon, luego se dilataron y las cejas se alzaron. —¿Problemas? —preguntó Gabrielle en voz baja, sin apartar los ojos de los de Xena. La guerrera se encogió de hombros. —No creo. Quería conocer a mi amiguito. Cirene dio unos golpes en la mesa con los nudillos, sobresaltándolas a las dos. —Disculpad. ¿Os importaría a una u otra incluirme en esta conversación que he empezado yo? —Con aspereza. Xena se mordisqueó el labio pensativa y luego se encogió de hombros mirando a la bardo, que se encogió también de hombros. —La voz que oíste era la de Ares —informó a su madre. Quien miró al lobezno y luego a Xena. —¿Ares? —El dios de la guerra —explicó Gabrielle delicadamente, dándole una palmadita a Cirene en el hombro.

—El dios de la guerra —repitió Cirene, con voz monótona—. ¿En mi establo? Xena asintió. —Sí. —Ya. —Su madre lo asimiló—. ¿Lo conoces... en persona? —tanteó insegura—. Sé que he oído historias, pero... —Lo conoce —contestó Gabrielle, llamando la atención de Cirene y concentrándola sobre ella—. Xena fue la que lo rescató y le devolvió su espada cuando Sísifo se la robó. —Eso es... ésa es la historia con Ares más inocua, ¿no?—. Se lo agradeció mucho. —Ah —dijo Cirene, con expresión más animada—. Bueno, pues también me vas a tener que contar esa historia completa. —Le pegó un codazo a Xena—. Hay que ver la gente con la que te tratas. Xena asintió, mirando a Gabrielle con una sonrisa cariñosa. La bardo vio la sonrisa, supo la razón y sonrió a su vez. —Ah, sí. La mejor —comentó la guerrera—. Bueno, creo que hoy podemos cancelar el entrenamiento, puesto que hemos tenido tantas emociones esta mañana. —Volvió la cabeza y habló con Toris, quien se mostró de acuerdo mientras limpiaba el plato con un trozo de pan—. Y además parece que va a llover. Tengo que terminar unas correas de la armadura. —Se levantó y cogió a Ares, que intentaba agarrarse a su túnica de cuero—. Gabrielle, ¿has encontrado ese pergamino que mencionaste anoche? ¿El de los medusanos? Quería comprobar una cosa que me indicó Hércules la última vez que hablamos.

La bardo arrugó el entrecejo. —Mm... sí. Lo tengo —dijo, levantándose y estirándose—. Ahora te lo doy. —Y alargó las manos—. Venga... deja que lo lleve yo. Xena le pasó el lobezno, que le lamió la barbilla a Gabrielle muy contento. Ella sonrió y esperó a que Xena echara a andar hacia la puerta y luego la siguió, correspondiendo a los gestos y saludos de los aldeanos que seguían allí reunidos, hablando de lo de esa mañana. Gabrielle miró las nubes bajas mientras cruzaban el patio. —¿Estaba enfadado? —preguntó, curiosa—. Ares, me refiero. Xena se encogió de hombros con despreocupación. —No, creo que no. Estaba... pues ya sabes. Típico Ares. —Miró a Gabrielle con una sonrisa tensa—. Tenemos cierto... entendimiento mutuo. La bardo asintió despacio. —Sí, lo sé. —Se calló cuando Xena alargó la mano y abrió la puerta para pasar, y continuó después de entrar y depositar al lobezno en la paja—. Es una parte de ti que yo misma estoy empezando a comprender —terminó con tono apagado. —¿Sí? —preguntó Xena, volviéndose para mirarla con curiosidad. Gabrielle sonrió. —Sí, un poco. Te aseguro que obtuve un punto de vista muy distinto cuando estuve con las amazonas. —Fue donde tenía su zurrón, hurgó en él y sacó unos pergaminos

encuadernados—. Llevé un diario cuando estuve allí... podrías echarle un vistazo, si te interesa. —Fuera, el repentino estallido de un trueno las sobresaltó—. Caray —susurró Gabrielle. Xena se había quitado la armadura y ahora se acercó a la bardo por detrás y rodeó con los brazos los hombros de la mujer más menuda, apoyando la barbilla en la cabeza de Gabrielle. —Me encantaría leerlo. La bardo se quedó inmóvil y en su cara se dibujó una amplia sonrisa. —Esto es exactamente lo que sentí hoy —dijo, volviendo la cabeza y mirando a Xena, que estaba confusa—. Cuando tenía tanto miedo... y él estaba agarrando la brida... y yo no sabía qué hacer... entonces... sentí... justo esto. —Tomó aliento llena de felicidad—. Como si alguien... como si tú te hubieras puesto detrás de mí y me... Eras tú, ¿verdad? —Supongo que sí —contestó Xena, pensativa. Tendría que haberle preguntado a Jessan más cosas sobre esto cuando tuve la oportunidad... ¿hasta dónde llega esto?—. Sabes, creo que a lo mejor nos apetece desviarnos para pasar por Cirron después de visitar a tu familia. Gabrielle asintió vigorosamente. —Creo que tienes razón. —Soltó una risita—. Pobre Jess. Todas esas indirectas que intentaba dejar caer...

—Sí. —Xena se echó a reír—. Déjame ver esos pergaminos. —Se los quitó a Gabrielle de las manos, fue a una espesa pila de heno cerca del farol y se instaló, estirando las largas piernas y reclinándose. Vio que la bardo se quedaba hurgando unas cosas durante un ratito—. ¿Gabrielle? La bardo se volvió y ladeó la cabeza como respuesta. —¿Mmm? —Ven. A lo mejor necesito servicios de traducción —la invitó la guerrera, dando unas palmaditas en la paja que había a su lado. Gabrielle sonrió, fue trotando, se acomodó muy contenta en la curva del brazo de Xena y apoyó la cabeza en el hombro de la guerrera. —A tu madre le gusta mucho tenerte en casa —comentó inesperadamente. Xena inclinó la cabeza y la miró. —Sí... lo sé. —Una sonrisa tranquila—. Menudo cambio. —Una mirada irónica—. Teniendo en cuenta la primera vez que nos vio juntas. —Mmm —asintió Gabrielle—. Es un sitio agradable. —Contempló la cara medio en sombras que estaba por encima de ella—. A ti te gusta, ¿verdad? La guerrera suspiró. —Ha sido agradable poder venir a casa... otra vez. Durante un tiempo. Sí — reconoció. Miró a Gabrielle largamente. Y luego—: Si te hubieras quedado con las amazonas, creo que yo me habría quedado aquí.

Gabrielle se quedó muy quieta. —Eso nunca... —Se le apagó la voz al ver la minúscula reacción en los ojos azules que miraban a los suyos. Oh, dioses... ella no lo sabía. Incluso después de... Entonces su conciencia la golpeó con fuerza. Después de Pérdicas, me lo merezco—. Ésa nunca fue una opción para mí —susurró. Bajó los ojos. Se sentía enferma—. Lo siento. —¿Cómo se puede decir algo tan poco adecuado?—. Te lo tendría que haber dicho. —Se le quebró la voz y entonces Xena la agarró de la barbilla y la obligó a mirarla a los ojos. —Gabrielle, está bien —dijo la guerrera suavemente. —No, no está bien —respondió la bardo—. No... no está... bien. —Sí —replicó Xena, pronunciando la palabra con cierta fuerza. Gabrielle miró profundamente a esos ojos, que habían visto mucho más que los suyos. Que eran fríos escudos contra todo lo que podía hacerle daño. Que usaba para evitar que nadie se le acercara. Se ocultaba tras unas sólidas puertas cerradas con llave y era capaz de soportar más peso del mundo, de aguantar más dolor físico que cualquier otra persona que hubiera conocido la bardo en toda su vida. O que llegaría a conocer. Había levantado barreras contra todo menos una cosa. Una persona. Y Gabrielle lo sabía. No había barreras, ni muros, ni puertas cerradas contra ella. Podía escaldar a esta mujer con unas simples palabras. —¡Oye! —dijo Xena, dándole una palmadita en la mejilla a la bardo—. Me estás asustando. Basta. —Observó mientras los brumosos ojos verdes parpadeaban una, dos veces. Y por fin perdían el horror que había visto en ellos—. Tranquila, Gabrielle. Ya hemos pasado por eso. ¿Vale? Lo comprendo.

La bardo tomó aliento profundamente. —Vas a tener que cargar conmigo, Xena. Ahora me vas a tener que tirar por un acantilado para librarte de mí, te das cuenta, ¿verdad? —Detrás del humor había una súplica. —Me doy cuenta. —La guerrera se relajó—. Y si te caes por un acantilado, saltaré detrás de ti. Te das cuenta, ¿verdad? —Otra súplica. —Sí. —Y el amago de una sonrisa—. Lo sé. —Bien —contestó Xena despacio y luego tiró de la bardo para acercarla—. Me alegro de haber dejado eso claro. —Notó que los brazos de Gabrielle la rodeaban y la estrechaban ferozmente, y dejó los pergaminos para dedicar toda su atención al abrazo con que la correspondió. Luego echó la cabeza hacia atrás y contempló el alto techo de madera. ¿Ahora? ¿Por qué no? Se va a poner más furiosa conmigo que un gato mojado esta noche, si mi madre hace lo que creo que va a hacer... así que... —Espera un momento. Ahora mismo vuelvo —dijo, soltándose delicadamente del rompecabezas que era el abrazo de la bardo, y se levantó. Fue a las alforjas de Argo, donde hurgó con paciencia hasta que encontró lo que buscaba, luego fue a la pequeña mesa de los arreos y cogió algo que había en ella. Regresó, al tiempo que un trueno rugía al fondo, y volvió a acomodarse en la paja, capturando los ojos de la bardo con los suyos, hasta que estuvo bien sentada, y entonces, con una sonrisa en los labios que se extendió hasta sus ojos, le dio una sola rosa, a la que había quitado las espinas.

Esos ojos verdes se abrieron mucho por la sorpresa cuando Gabrielle alargó la mano y la cogió, sin habla y sin apartar la mirada del rostro de Xena. Pero entonces se vio obligada a mirar hacia abajo, porque la guerrera le entregó un paquete envuelto, sin decir nada aún. —Pero... —farfulló Gabrielle—. ¿Qué...? Xena... o sea, gracias... —Levantó los ojos y su voz se convirtió en un susurro—. Gracias... —Ábrelo —dijo Xena despacio, disfrutando muchísimo. La bardo así lo hizo, muy despacio, según le pareció. Su expresión de desconcierto se transformó en deleite desorbitado cuando quitó el envoltorio. —Oh... —Levantó el estuche para pergaminos hecho de cuero labrado y parpadeó—. Es precioso. —Sus ojos volvieron a posarse en los de Xena—. Xena, gracias. —Alzó la mano y acarició la mejilla de la guerrera—. ¿Por qué? Xena enarcó una ceja y sonrió de medio lado. —¿Es que tengo que tener un motivo? —preguntó. —N-n-no —balbuceó la bardo—. Pero... —Cerró los ojos y sacudió la cabeza como para despejársela. —Me alegro de que estés de acuerdo. Sin embargo, sí que tengo uno —replicó la guerrera, riendo. Gabrielle la miró interrogante.

—¿Cuál? —preguntó, llevándose la rosa a la cara y aspirando profundamente la delicada fragancia—. Oh... es maravilloso. Xena se encogió levemente de hombros. —Es tu cumpleaños, Gabrielle. —Y se quedó mirando mientras la bardo se quedaba boquiabierta y su mirada se interiorizaba durante largos segundos. —¿Qué...? No... es... —Arrugó las cejas—. ¿Puede ser...? ¿Qué día...? —Entonces cerró los ojos y soltó una breve carcajada—. Dioses, sí que lo es. —Sí —confirmó Xena, dándose unas palmaditas mentales en la espalda. —¿Cómo lo sabías? —preguntó Gabrielle de repente, posando una mano suave en el brazo de Xena—. Nunca te lo he dicho. Xena adoptó su mejor expresión omnipotente. —Un buen señor de la guerra siempre conoce los detalles esenciales, Gabrielle. — Enarcando una ceja oscura y sonriendo burlona. En realidad, no había sido tan difícil... un comerciante de Anfípolis que recorría la ruta comercial y que por casualidad se detuvo en Potedaia... y que por casualidad vendía unas cosas muy bonitas... y que convenció a una madre de familia normal y corriente para venderlas, lo cual, como era lógico, los llevó a hablar de las hijas de la señora, por lo que tuvo que quedarse para oír la triste historia de la hija mayor, que vagaba por el mundo, metida en problemas, sin duda. Y por supuesto, puesto que él descendía de un antiguo linaje de adivinadores, lo más natural del mundo fue preguntar la fecha de nacimiento de la pobre niña para poder adivinar su destino. No, nada difícil, pensó Xena, para Johan el listo, que había recibido un abrazo de oso por las molestias y le había quitado importancia riendo.

—Así que no me lo vas a decir —dedujo Gabrielle, cuyos ojos brillaban ahora con picardía. —No —confirmó Xena. La bardo asintió. —Y supongo que no me vas a decir cuándo es el tuyo. —Ah, no. —Xena meneó la cabeza—. Yo no celebro cumpleaños. —Ya —dijo Gabrielle con guasa—. Estamos en tu pueblo, debo recordarte. —Han jurado guardar el secreto —replicó la guerrera, con una sonrisa muy ufana. —Ya —respondió la bardo—. Ya veremos. —Levantó de nuevo la rosa. Y miró a Xena, ahora seria—. Se me había olvidado por completo. —Lo sé —contestó Xena, con la misma seriedad—. Estoy pendiente del de mi madre, del de Toris y ahora del tuyo. —Se encogió levemente de hombros—. Es lo que ocurre por ser parte de mi familia. Gabrielle la miró con profunda intensidad. —Dime cuándo es el tuyo. Quiero hacer esto por ti. —La petición salía de una oleada de emoción que amenazaba con ahogarla. —No hace falta —fueron las palabras de una persona que usaba pocas—. Ya tengo el único regalo que podría querer en mi vida.

Gabrielle cerró los ojos y se dejó inundar por las palabras, se permitió experimentar este momento en toda su plenitud dorada. Qué curioso... he leído mil poemas que hablan de lo que es estar enamorado. Ni se acercan. A lo mejor voy a tener que escribir yo uno que lo describa. Entonces abrió los ojos y agachó la cabeza en señal de agradecimiento. Y apartó el estuche y la rosa y se trasladó a un par de brazos gustosos de recibirla. Y mientras sus labios se juntaban y Gabrielle deslizaba las manos por las curvas y los huecos de los brazos que la acunaban, pensó que en realidad ella tampoco quería ningún otro regalo.

Xena escuchó apaciblemente el tamborileo de la lluvia, sabiendo que por su sentido del tiempo era media tarde, pero eso no se sabía por la oscuridad que había al otro lado de las ventanas vidriadas. Bajó la vista perezosamente hasta la figura dormida de Gabrielle, que seguía entrelazada con la suya, y alargó la mano, tiró de su manto de parches y lo echó encima de las dos para protegerse de una ligera corriente que entraba por los maderos sin calafatear. Luego volvió a concentrarse en los pergaminos, que tenía apoyados en una rodilla y estaba leyendo con interés. Y rabia, al darse cuenta, leyendo entre líneas, de lo que había tenido que soportar Gabrielle con Arella. Qué suerte tuvo de que no me diera tiempo de leer esto primero, pensó la guerrera, respirando hondo para dejar escapar parte de la rabia. El diario era sincero y reflejaba la confusión de la bardo, así como su frustración con actitudes que no comprendía. Xena se quedó sorprendida primero y luego encantada al ver que la mayoría de los pergaminos eran en forma de cartas escritas para ella. Sonrió al leer algunos de ellos. "Oye, Xena, hoy les he dado una paliza a unas cuantas amazonas... habrías estado orgullosa de mí". Ah, sí. Sin la menor

duda. "Xena, tengo miedo. Cada vez me cuesta más mantener a raya a Arella. Intento pensar en lo que harías tú y entonces me doy cuenta de que si estuvieras aquí, la aplastarías como a un bicho y a mí me parecería muy bien. Ojalá estuvieras aquí". Lo has hecho muy bien sin mí, amiga mía. De verdad. ¿Aplastarla como a un bicho? Por favor, Gabrielle. Los labios de la guerrera esbozaron una sonrisa. "Xena, te echo de menos". Sí, yo también te echaba de menos, bardo mía. "Hoy he tenido un día pésimo. Arella me arrinconó después de la sesión del consejo y no paraba de presionar. Luego me resbalé en el entrenamiento y estuve a punto de arrancarle la cabeza a Eponin y encima me dio un tirón en la espalda. Me duele. Estoy mal. No me sentía tan mal desde que llegué aquí y lo único en lo que puedo pensar es en lo mucho que preferiría estar acampada en un prado polvoriento bajo el dosel de las estrellas contigo". Xena pasó el dedo por las palabras y meneó la cabeza en silencio. "Ephiny acaba de volver, con Erika y Cait, y Cait me ha dado tu puñal y, Xena, no sabía si morirme de miedo o sentirme aliviada, porque al menos eso quiere decir que no me estaba imaginando las cosas, porque si me envías eso es porque sabes que algo va muy mal. Y si algo te da miedo a ti, no me importa sentirme aterrorizada". "Ephiny me acaba de dar tu nota y ver tu característica escritura es como si un puño me estrujara el corazón. Esta noche me quedé aquí sentada hablando contigo, aunque sé que no puedes oírme. Me sentí mejor, hasta que me fui a dormir y tuve esa vieja pesadilla. Aquí es peor, Xena, porque cuando me despierto, estoy en la cabaña de la reina, donde habría estado... y tardo en convencerme de que otra vez es un sueño. Esta vez, he tenido suerte. Tenía tu nota aferrada en la mano". Xena suspiró y cerró el pergamino, se recostó en la paja y acarició distraída a Ares, que se había acercado y estaba hecho un ovillo pegado a su muslo.

Observó el rostro apacible de Gabrielle. La estancia en casa le había hecho mucho bien, pensó la guerrera. Se le había quitado ese aire desconfiado y tenso y había recuperado su aspecto saludable de costumbre gracias a la influencia de Cirene. Bronceada y relajada, volvía a recordarle a Xena lo joven que era en realidad, y la guerrera sintió una punzada de remordimientos, por todas las penalidades que había tenido que sufrir en los dos últimos años. ¿Era justo? Tenía la sospecha de que su punto de vista y el de Gabrielle sobre ese tema no coincidirían, y sonrió levemente. Sofocó un bostezo y se dio cuenta de que el golpeteo rítmico de la lluvia y la cálida presencia de Gabrielle le estaban dando sueño, y se regañó mentalmente por ser una holgazana. Luego suspiró, se encogió de hombros y pensó que estaba lloviendo, que su armadura estaba limpia, que Argo estaba atendida, que no había tareas que hacer, que estaba en casa, a salvo, y que bien podía acurrucarse en el cálido heno que olía al final del verano y simplemente... un ratito...

Gabrielle abrió despacio los ojos parpadeando, consciente al principio sólo del ligero golpeteo de la lluvia que seguía cayendo y del calor que la rodeaba. Levantó la mirada y su rostro esbozó una sonrisa al ver a Xena profundamente dormida. Y además, en pleno día. Y toda tranquila, al parecer, porque hasta las tenues arrugas de tensión que le solían marcar la cara habían desaparecido. Al verla así, Gabrielle casi podía olvidar lo que era... hasta que bajó los ojos y contempló el cuerpo esbelto y musculoso, que incluso dormido conservaba el aire de una cuerda de arco tensada. O vio la escasa pero significativa colección de cicatrices. O hasta que el sonoro estallido de un trueno hizo temblar la estructura de madera y se encontró inmersa en un abrazo protector, con uno

de los brazos de Xena protegiéndola instintivamente de cualquier peligro apenas unas décimas de segundo después de que estallaran los ecos. —Hola —dijo la bardo riendo—. Menos mal que no me he movido antes. Me podría haber quedado sin cabeza —comentó mientras la guerrera se relajaba y la soltaba. —Qué va —dijo Xena, estirando su largo cuerpo—. Estás a salvo. —Sonrió cuando Gabrielle se acurrucó de nuevo entre sus brazos y soltó un suspiro satisfecho—. Deberíamos levantarnos y vestirnos para ir a cenar —comentó. —Pues sí —asintió Gabrielle, cerrando los ojos y dejando que su mano dibujara despacio los músculos que había bajo la piel del estómago de Xena—. Deberíamos — Notó la risa incluso antes de oírla—. Pero nunca pensé que una bala de heno pudiera ser tan cómoda. —Vamos —comentó Xena, frotándole la espalda—. Creo que está amainando. — Escuchó la lluvia—. A lo mejor ni siquiera nos mojamos. —Pero advirtió que ella misma no tenía la menor gana de moverse y la sensación de los dedos suaves de Gabrielle sobre su piel no facilitaba nada las cosas. Se rindió y se dejó flotar un rato, hasta que por fin respiró hondo y obligó a su cuerpo a moverse, rodando hasta ponerse en pie y tirando de la bardo, que sonreía perezosamente, para levantarla con ella. —Gracias... —dijo Gabrielle bostezando—. Ay —se quejó, al hacer un mal movimiento—. Combatir ayer a pleno rendimiento con la Princesa Guerrera no ha sido una de mis decisiones más acertadas —murmuró, dirigiendo una mirada aviesa a Xena. —Oye... no es culpa mía. —Xena alzó las manos—. Te dije que me avisaras si era demasiado para ti. —Se acercó y observó a la bardo pensativa—. Voy a tener que

decirles algo a las amazonas sobre la preparación física cuando vayamos allí para la fiesta. —Sonrió a Gabrielle con aire sardónico—. Sé que les encantará oírlo viniendo de mí. —Se colocó detrás de la bardo y le puso las manos en los hombros—. ¿Dónde te duele? —Sus dedos tantearon con delicadeza—. ¿Aquí? —Sí —suspiró la bardo—. Toda esa zona. —Ya —dijo Xena—. Espera un momento. —Hurgó en una alforja y sacó un tarrito —. A ver si lo adivino, aquí... —Posó un dedo a un lado de la columna de la bardo—. Ahí es donde tuviste un tirón mientras entrenabas con Eponin. Gabrielle se lo pensó un momento. —Sí, pero se curó... Xena se frotó las manos con un poco de lo que había en el tarro y se puso a extender la sustancia sobre los músculos tensos de la espalda de Gabrielle. —Ya... pero evitaste los bloqueos altos hasta que se te pasó, ¿verdad? —Bueno, claro —afirmó la bardo. —Y te fue bien, porque la mayoría de las amazonas son de tu estatura. ¿Verdad? — continuó Xena, notando cómo se iba relajando la tensión bajo sus manos expertas. —Sí —respondió Gabrielle. —Y cuando se te pasó, seguiste usando los bloqueos medios y bajos, porque te estabas defendiendo de ese tipo de ataque. ¿Verdad? —siguió la guerrera. —Efectivamente —replicó la bardo, fascinada—. ¿Cómo lo has...?

—Vale... de modo que ayer, después de no hacerlo durante un mes, de repente tienes que defenderte de una persona que mide quince centímetros más que tú, pesa mucho más y te ataca con el doble de fuerza de lo que te has acostumbrado a aguantar. —Xena la miró risueña—. Y tienes que usar los bloqueos altos, porque no te queda más remedio. Ése es el ángulo por donde yo ataco. —Oh —dijo Gabrielle—. Eso tiene mucho sentido. —Sí, y yo debería haberlo pensado y haber tenido más cuidado —suspiró la guerrera —. La próxima vez, dime si te duele algo, ¿vale? —¿Como me lo dices tú siempre? —contestó Gabrielle, dándose la vuelta y mirándola con una ceja enarcada. Se puso una mano en la cadera y sonrió con sorna. Xena se cruzó de brazos y dejó asomar una sonrisa. —Te hartarías de oírmelo decir, Gabrielle. —Se encogió un poco de hombros—. Te lo diré cuando se trate de algo grave, ¿de acuerdo? La bardo se acercó a ella, poniéndose la túnica. —Escucha... nadie sabe mejor que yo lo que odias dar muestras de debilidad ante nadie. ¿Verdad? —Le dio un leve puñetazo a la guerrera—. ¿Pero tan horrible sería dejarme hacer por ti lo que tú acabas de hacer por mí? Me ha sentado estupendamente, por cierto. Gracias. Xena terminó de abrocharse su propia túnica antes de contestar.

—Estoy acostumbrada a vivir con dolor, Gabrielle. —Sonrió un poco a la bardo—. Gajes del oficio. —Se quedó pensando un poco—. Pero tienes razón. A veces sería muy agradable. Lo... —y miró a Gabrielle con aire cohibido—, intentaré. —Bien —fue la respuesta, mientras la bardo se pasaba un peine por el pelo—. Y yo prometo decírtelo la próxima vez para que no me machaques. —Bien —respondió Xena, apoyándose en un soporte—. ¿Lista? Salieron por la puerta y Gabrielle se paró en seco. —Caray... —susurró, al ver el arco iris que relucía bajo la luz del sol que acababa de despejarse. Xena enarcó las cejas. —Muy bonito —reconoció. —¿Tú crees que salen a causa de la lluvia? —preguntó Gabrielle, contemplándolo. Xena se quedó pensando. ¿Por la lluvia? Vete tú a saber. —No, creo que ha salido porque es tu cumpleaños —contestó, con una sonrisa taimada. Miró hacia las ventanas de la posada y vio un movimiento furtivo—. Vamos. Cruzaron juntas el fangoso patio y Xena cogió el picaporte, abrió y le hizo un gesto a Gabrielle para que pasara antes que ella al interior del edificio. Cosa que hizo y fue recibida con alaridos y aplausos. Y una sala llena de adornos y aldeanos, todos los cuales se echaron sobre ella, felicitando a la bardo por su cumpleaños.

Xena pasó por la puerta, la cerró y se apoyó en ella, observando, con una sonrisa tranquila. Gabrielle reía e intentaba mantener a raya a los que la felicitaban y estaba coloradísima. Volvió la cabeza y, al ver a Xena, dijo sin voz, "Te voy a matar", y la guerrera se echó a reír. Toris se adelantó con una sonrisa pícara. —Gabrielle... mira que no decir nada de que era tu cumpleaños... ¿y nos tenemos que enterar por mi hermana? La bardo suspiró. —Se me olvidó. —Hizo una mueca—. De verdad. —Echó un vistazo por la posada, que estaba decorada alegremente con banderines de tela. Toris dirigió una mirada maliciosa a Xena. —Sabes, existe una antigua tradición en Anfípolis, Gabrielle —dijo, muy solemne—. Todos los hombres deben besar a la chica del cumpleaños. La bardo lo miró incrédula, enarcando una ceja y soltando un resoplido. —Anda ya —replicó, poniéndose en jarras. —No, en serio —dijo Toris—. Es para tener suerte. No querrás que tengamos mala suerte el resto del año, ¿verdad? Gabrielle quedó atrapada en un dilema. Si tenía que besar a todos estos hombres, se moriría de la vergüenza, pero tampoco quería causar problemas... pero...

Xena cruzó la sala despacio y pasó un brazo amistoso por los anchos hombros de su hermano. —Toris —dijo, sonriéndole—. Te dejaré acogerte a esa antigua costumbre si yo puedo acogerme a la que la acompaña. —Pues había captado el dilema moral de la bardo sin el menor problema. —Aah... —dijo Toris, confuso—. ¿Cuál es? —Puesto que se había inventado la primera sobre la marcha. La guerrera lo miró asintiendo. —Ésa que dice que si la chica del cumpleaños no quiere besar a todos los hombres, puede elegir a una persona para que la defienda y todos los hombres tienen que luchar con el defensor por su honor. —Sonrió—. La recuerdas, ¿verdad, Toris? —Una persona —repitió Toris con una sonrisa azorada. —Eso es —replicó su hermana—. Si es lo que quiere la chica del cumpleaños. Es decisión suya. Los dos se volvieron para mirar a Gabrielle, que los miraba a su vez, intentando controlar la risa. —O podrías olvidarte de esa idea —comentó Xena, con tono amable—. Y podríamos cenar, antes de que madre nos lo tire encima. —Señaló con la cabeza hacia la puerta de la cocina, donde estaba Cirene, con los brazos en jarras.

—Aahh... me parece un buen plan —dijo Toris asintiendo vigorosamente—. No conviene que madre se enfade. —Se zafó del brazo con que Xena lo rodeaba y se escabulló, recibiendo las burlas de sus compinches al cruzar la sala. Xena meneó la cabeza y miró a Gabrielle, que seguía riendo. —Lo siento. —Miró a la bardo encogiéndose de hombros, algo cohibida—. No sabía que madre iba a... —Indicó la posada con la mano. Gabrielle fue hasta ella y la cogió del brazo, tirando de ella hacia la gran mesa del fondo. —No pasa nada... nunca me habían hecho una fiesta sorpresa. Está muy bien cuando te acostumbras a la idea. —Echó una ojeada a Xena—. Además... esto me da muchas... ideas. —¿Ideas? —repitió Xena. Estoy muerta. Me lo va a hacer pagar—. ¿Qué clase de ideas? La bardo se limitó a sonreír, dejó que Xena la llevara hasta un asiento y se sentó. La cena fue larga y copiosa, culminada con una tarta tan grande que la sala entera quedó servida y sobró. Gabrielle terminó su porción y luego se echó hacia atrás con un suspiro. —Nunca en mi vida he estado tan atiborrada —le comentó a Xena, que estaba recostada con los brazos cruzados, pues había terminado unos minutos antes—. Ha sido fantástico. —Miró a su alrededor—. De hecho, voy a darle las gracias a mamá.

Echando la silla hacia atrás, se levantó, cruzó la sala y pasó por la puerta del fondo. Vio a Cirene sentada a la mesa de preparación, terminando su propio trozo de tarta. La mujer mayor la vio llegar y se levantó, con una sonrisa. —Hola, mamá —dijo Gabrielle y la abrazó—. Gracias —le susurró a Cirene al oído —. Ha sido estupendo. Cirene la soltó y la sujetó estirando los brazos. —Feliz cumpleaños, Gabrielle. —Sonrió a la bardo—. ¿Lo has pasado bien hoy? — Con un brillo cómplice en los ojos. Gabrielle se echó a reír. —Sí... sabes, se me había olvidado por completo que era mi cumpleaños. —Bajó la mirada y luego volvió a mirar a Cirene a los ojos—. Me alegro de que alguien lo recordara. Cirene la abrazó de nuevo. —Ahora ya no te tienes que preocupar por eso, hija —dijo suavemente—. Y ella nunca se olvida. Gabrielle sonrió dulcemente. —Lo cual me lleva a por qué estoy aquí. —Posó las manos en los hombros de Cirene, que estaban al mismo nivel que los suyos—. Desembucha, mamá. La mujer mayor tomó aliento.

—Podría decir que he prometido no hacerlo —respondió, viendo cómo en esos brumosos ojos verdes aparecía un resplandor interno. —Pero no lo vas a decir —dijo la bardo, convencida—. Así que suéltalo. Y Cirene se lo dijo. Tan contenta. —Bueno, pues ya lo sabes. —Gracias —dijo Gabrielle, dando ya vueltas a varias ideas en la cabeza—. Me pregunto si podría conseguir que Hércules... bueno, ya veremos. Cirene le puso una mano en el brazo. —Hércules... ¿cómo es? —preguntó, con curiosidad—. Qué gente tan interesante conoces con tu trabajo, Gabrielle. La bardo se echó a reír. Interesante. Aah... sí. —Es un encanto —dijo, contestando a la primera pregunta—. Tiene una personalidad muy agradable y es muy gracioso. —Sonrió—. A veces nos juntamos con Iolaus y él y hacemos cosas. —¿Cosas? —Cirene enarcó las cejas. —Oh... eso no... —Gabrielle se ruborizó—. Eso no es... —Se echó a reír—. Quiero decir que solucionamos cosas juntos... luchamos y eso. Cirene se echó a reír suavemente. —Ya. —Observó a la bardo—. ¿Te gusta lo que haces, Gabrielle?

—No, me encanta lo que hago —fue la respuesta, sólida como una roca—. Todo el mundo me pregunta eso, sabes. —Con una sonrisa divertida—. Venga... ¿quieres sentarte y escuchar con nosotros? Me parece que voy a tener que oír la historia de esta mañana. Otra vez. Cirene se cogió de su brazo y salieron juntas al comedor. Xena levantó la mirada cuando se abrió la puerta y se quedó mirando a su madre y a Gabrielle mientras cruzaban la sala hacia ellos. Advirtió el brillo de los ojos de la bardo y no se hizo ilusiones sobre lo que le había dicho su madre allí dentro. Suspiró resignada. Bueno, a lo mejor se le olvida. A lo mejor estamos en medio de una guerra o algo así. O a lo mejor puedo provocar una. Se sentaron a la mesa y Xena se echó hacia delante y le dio un golpecito a la bardo en el brazo. —Oye. —¿Mm? —respondió Gabrielle, acercando la cabeza—. ¿Qué pasa? —Toris se ha ofrecido para contar otra vez su punto de vista como testigo. A menos que prefieras que lo haga yo... él lo vio todo mejor. —Xena sonrió de medio lado al ver el rubor que teñía el rostro de la bardo. —No... tranquila. Pero quiero que hagas una cosa por mí —replicó Gabrielle, clavando los ojos en los de Xena. Después de esto, más te vale decir que sí... o... o... ¿O qué, Gabrielle? ¿La vas a tumbar de un puñetazo o algo así? Ya sabes cómo le encanta hacer esto en público. Pero creo que necesitan oírlo. Y a mí me encanta escuchar.

Xena ladeó la cabeza con aire interrogante. —¿El qué? —Canta. —Y puso su mejor expresión de súplica, la que sabía que a Xena le costaba mucho resistir—. ¿Por favor? La guerrera se mordisqueó el labio. —Gabrielle... yo no... —Un suspiro—. Está bien. —Y media sonrisa—. Supongo que me lo merezco, por hacerte pasar por todo esto. Y así, después de que Toris contara su historia y ella hubiera aguantado una vez más las aclamaciones del pueblo, vio cómo Xena se levantaba con indiferencia y sin preparación ni preámbulo, se lanzaba a interpretar una canción que sabía que era una de las preferidas de la bardo. Tenía un tono perfecto y su voz era rica y llena y dejó tan estupefactos a los oyentes que se sumieron en un silencio atónito. Jamás se habrían esperado una cosa así de ella. Y cuando cerró los ojos para concentrarse y ascendió con la voz por una sinuosa pendiente, Gabrielle sonrió y dejó volar también su alma. El canto era un don que Xena no usaba a menudo, salvo cuando lo necesitaba, para acompañar a los amigos hasta su descanso final. O a veces por la noche, cuando sabía que Gabrielle tenía dificultades para dormir. Cuando los sueños la abrumaban o los horrores del día la atormentaban, esa voz la arrullaba dulcemente hasta que se dormía. Cuando terminó, Xena se dejó caer de nuevo en su silla con deliberada indiferencia, levantando una ceja al mirar a la silenciosísima sala. Clavándoles a todos esa fría mirada azul. Hasta que Toris se levantó, se inclinó y le dio un beso en la cabeza.

—Ha sido precioso, hermana —dijo, haciendo que se ruborizara. Y entonces todos aplaudieron. Xena lo aguantó, dejando que el ruido pasara por encima de ella y dirigiendo una mirada a Gabrielle. Que su compañera le devolvió, junto con la palabra "Gracias" pronunciada sin voz. Xena se encogió de hombros, pero dejó asomar una sonrisa. —Puedes pedírmelo siempre que quieras, sabes —dijo en voz baja. Gabrielle parpadeó. —No, no lo sabía —contestó, con franqueza. —Pues ahora ya lo sabes —replicó la guerrera, acomodándose en su silla y bebiendo un largo trago de cerveza.

Los siguientes días transcurrieron en paz, a excepción de la pequeña pelea con comida en la cocina, que acabó con Cirene persiguiendo a sus hijos hasta fuera de la posada con una cuchara de madera y que estuvo a punto de conseguir que Gabrielle se torciera un tobillo cuando se resbaló por el ataque de risa y aterrizó debajo de la mesa de preparación. Y se llevó un sermón de Xena mientras le vendaba la pierna, a pesar de su insistencia en que no le dolía. —¿Algún último consejo? —le preguntó Toris, apoyado en la pared de la posada al lado de Xena la tarde previa a su partida, tras una larga sesión de entrenamiento que había terminado con un ataque masivo en el que la guerrera se había enfrentado a todos y hasta había conseguido sudar gracias a ello—. ¿En qué dirección los llevo a partir de aquí?

Xena se lo pensó un poco, rodeando la vara con las manos y echándose hacia atrás. —Bueno, podéis seguir con esto, pero acaba siendo aburrido al cabo de un tiempo — reconoció—. Yo empezaría organizando pequeñas competiciones. Que se azucen los unos a los otros, en lugar de esperar que lo hagas tú. —Muy cierto —dijo Toris, resoplando y meneando la cabeza—. Lo hacen muy bien... incluso te han hecho sudar. —La miró de reojo. ¿O es que los efectos de la cocina de mamá... —bromeó, clavándole un dedo en las costillas—, empiezan a pasarte factura, hermanita? La guerrera le dirigió una mirada glacial. —En absoluto. Y además... —Le clavó a su vez el dedo, demasiado veloz para que él pudiera esquivarlo, aunque sabía que lo iba a hacer—. Mira quién fue a hablar. Su hermano se echó a reír. —Bueno... no sé yo... —Se quedó mirándola—. Creo que toda esta relajación te ha dejado un poco embotada. —¿Eso crees? —preguntó Xena, risueña. —Sí, eso creo —contestó Toris. —Vamos a averiguarlo —fue la inesperada respuesta, y apoyó la vara en la pared y le quitó a él la suya de las manos con un ágil movimiento. Se quedaron mirándose un momento y entonces Toris se lanzó, se agarraron y empezaron a luchar.

—Ay ay ay —murmuró Toris, al notar que lo levantaban por el aire. Entonces los dos cayeron al suelo y él intentó sujetarle los brazos, pero no pudo, y luego intentó aprovechar la ventaja de su tamaño para evitar que ella se lo quitara de encima y tampoco pudo—. A lo mejor me he equivocado —dijo tosiendo, al tiempo que Xena lo agarraba por el pescuezo y lo lanzaba varios metros por el aire hasta que aterrizó en el barro, luego saltó por encima de su cabeza y volvió a tirarse sobre él cuando consiguió ponerse de rodillas—. Uuuf —jadeó, cuando ella lo tiró de espaldas y se apoyó tan tranquila sobre sus hombros con las dos manos, sujetándolo al suelo. Él arqueó la espalda con todas sus fuerzas, para quitársela de encima, y entonces se dio cuenta de que eso no iba a ser posible. Estaba sin aliento. Ella no—. Vale... me he equivocado. Me rindo —suspiró—. Ahora déjame salir de este maldito barro. Xena lo miró un momento, luego le soltó los brazos y se levantó, pero lo agarró de la camisa al ponerse en pie y lo levantó con ella. —Oh... gracias —dijo él—. Uuf... espera... ay... ¡Xena! —Pues ella continuó el movimiento y se lo cargó encima de los hombros. —Vamos, Toris. Te he llenado de barro, te tengo que limpiar —dijo la guerrera riendo, y echó a caminar, sin hacer caso de los forcejeos de su hermano para soltarse. Así que estoy embotada, ¿eh, Toris? Más quisieras. Subió por el sendero hacia el riachuelo y oyó unos pasos ligeros detrás de ella. —Eh —exclamó Gabrielle riendo—. ¿Qué ocurre? —Miró a Xena—. Estás cubierta de barro. —Hola —dijo Toris, que había renunciado a seguir debatiéndose—. Bonito día, ¿eh?

La bardo le dio una palmadita en el hombro. —Le has tomado el pelo, ¿verdad? —Lo miró meneando la cabeza—. ¿Pero no te había advertido yo? —¿Advertido? —preguntó Xena, bajando la mirada con curiosidad—. ¿De qué? Gabrielle miró a Toris, que a su vez la miró a ella. —Olvídalo —dijeron a la vez. —Sí —asintió Xena—. Ya. —Llegó a la orilla del riachuelo y se detuvo. Miró a Gabrielle—. Aparta —avisó, esperando hasta que la bardo se alejó varios pasos. Entonces agarró a Toris, se lo pasó por encima de la cabeza y, tensándose, empujó hacia arriba y hacia fuera y lo lanzó limpiamente en medio del riachuelo—. Hala. Todo limpio. Entonces notó unas manos en la espalda, cuando Gabrielle se lanzó hacia delante y le hizo perder el equilibrio por la velocidad que llevaba y, gracias a un esfuerzo ímprobo, consiguió tirar a la guerrera al agua detrás de su hermano. —¡Sí! —rió Gabrielle, agitando el puño en el aire. Entonces...—. Oh oh —Al ver que Xena salía a la superficie cerca de la orilla rocosa y se izaba sin esfuerzo hasta salir del riachuelo—. Aah... oye, Xena... —La bardo empezó a retroceder—. Cálmate... —Una ojeada al rostro de la guerrera—. Maldición —Y salió corriendo. A lo mejor tengo suerte...—. Uuf. Cuando Xena, que corría detrás de ella, la atrapó con dos zancadas y le rodeó la cintura con un largo brazo.

—Ah, no —gruñó la guerrera, dándose la vuelta y zambulléndolas a las dos de nuevo en el agua de un gran salto. Gabrielle tuvo un repentino recuerdo momentáneo, de una escena parecida ocurrida hacía una vida, daba la impresión. Antes de que Ephiny las encontrara. En el arroyo con la tortuga. Sonrió cuando el agua se cerró sobre su cabeza y, en lugar de forcejear, rodeó a Xena con los brazos y se dejó llevar cuando la guerrera dio una patada en el fondo y salió a la superficie salpicando agua por todas partes. —Me paso horas volviendo a entrenar mis instintos para que no te lleves un mamporro cada vez que te acercas a mí sin hacer ruido, ¿y así me lo agradeces? — preguntó Xena, mirando a la bardo con sorna. Debería estar enfadada con ella y lo sabe... Toris tiene razón... estoy hecha una blandengue total. Gabrielle soltó una risita. —Oye... que es la primera vez en la vida, no me fastidies. —Alargó la mano y apartó el pelo mojado de los ojos de Xena. Se esperaba y obtuvo una sonrisa indulgente a cambio. Se dieron la vuelta y nadaron hasta donde Toris estaba saliendo penosamente del agua, escurriéndose la túnica con cara hosca. Se sentó en una roca, se puso la barbilla en las manos y se quedó mirándolas goteando. Y observó a Xena con desconfianza cuando salió del agua y ocupó la roca que había a su lado, sacudiéndose vigorosamente y salpicándolo todo de gotitas. —Seguro que estás encantado de perderme de vista —comentó Xena, medio en broma. Toris la miró y se lo pensó.

—Pues no, la verdad —contestó, sonriéndole de mala gana—. Todavía echo de menos tener a mi hermana cerca. Aunque me dé palizas. —Se escurrió una manga—. A lo mejor ahora te vemos más a menudo... Xena se quitó las botas y las puso en la roca para que se secaran. —Tal vez. Depende de lo que hagamos. —Echó una ojeada a Gabrielle, que flotaba apaciblemente en el riachuelo—. Ella tiene que estar al tanto de esas amazonas. —Bien —dijo su hermano—. Además, mamá estará más contenta. Te va a echar de menos. —Se quedó con la mirada perdida en la distancia—. Yo también. —Volvió la cabeza morena y la miró—. Tal vez algún día... —Tal vez —asintió Xena. Tal vez cuando ya no pueda seguir haciendo esto. Cuando pierda mis habilidades y se trate de elegir entre morir o retroceder y pasar al retiro. Siempre pensé que elegiría morir... siempre supuse que algún día acabaría muriendo a manos de alguien más joven, alguien mejor... ¿no eso lo que ocurre siempre? Muy sencillo. No tenía familia, ni amigos, ni obligaciones... sólo estábamos yo y esa espada. Y Argo. Ahora... todo ha cambiado. Ahora... Sus ojos se posaron en el rostro de su hermano—. Tal vez —repitió, luego se recostó contra la pared de roca que tenía detrás y cruzó los brazos sobre el pecho. —Bueno, me voy a cambiar —suspiró Toris—. Gracias por el baño, hermanita. —Se levantó y le dio una palmada en el hombro al pasar. Luego se detuvo y acercó la boca a su oreja—. Antes lo decía en broma, por cierto... eres rápida como el rayo y siempre lo serás. —No hizo ni caso de la ceja enarcada que recibió como respuesta.

Xena lo escuchó mientras se alejaba y cerró los ojos para protegérselos del resplandor del sol y los mantuvo cerrados hasta que notó que Gabrielle se acercaba. Abrió un ojo y contempló a la mujer más joven. —¿Has terminado de flotar? —Sí —suspiró Gabrielle, que se subió a la roca de Xena y se tumbó a su lado. Se quedaron ahí en silencio mientras se secaban—. Bueno, ¿y por qué exactamente hemos acabado todos mojados? —preguntó, volviendo la cabeza y mirando a Xena con curiosidad. —Tú has acabado mojada porque me has tirado al agua —contestó Xena, cerrando el ojo de nuevo y moviéndose un poco—. Así es como he acabado mojada yo. Toris ha acabado mojado porque yo lo había llenado de barro y se estaba quejando. —Ya —murmuró Gabrielle—. ¿Y por qué lo habías llenado de barro? —Estábamos luchando. —Y Xena añadió, terminante—: Gané yo. —Menuda sorpresa. —La bardo bostezó—. Siempre ganas. Xena lo pensó un rato. —No siempre será así —dijo por fin. Notó la sacudida que atravesó el cuerpo de la bardo como reacción. —¿De qué hablas? —preguntó Gabrielle, incorporándose sobre un codo y observándola atentamente—. ¿Estás bien?

La guerrera abrió los ojos y le dio una palmadita tranquilizadora en el brazo a la bardo. —Estoy bien. —Dejó asomar media sonrisa—. Pero no puedo hacer esto para siempre, sabes. —Antes creía que sí—. Gabrielle, el cuerpo humano tiene sus límites... y algún día yo alcanzaré los míos. —Vio que a la bardo se le aceleraba el corazón—. Me he ganado muchos enemigos. —Cierto—. Algún día, puede que tarde, puede que temprano, el tiempo me va a alcanzar y uno de esos enemigos lo va a aprovechar. — ¿Comprendes, bardo mía? Esa idea es lo que me ha hecho mantenerte a distancia todo este tiempo. No quiero que lo veas. No soporto la idea de defraudarte. —No —replicó Gabrielle, con tono grave y rápido, poniéndole una mano a Xena en el brazo—. No. Xena colocó su otra mano encima de la de la bardo. —Gabrielle, así es la vida. Tú lo sabes. —Miró apesadumbrada a los brumosos ojos verdes—. Lo siento, no quería... —No —repitió la mujer más joven—. Te voy a decir por qué. —Se arrimó más y subió la mano por el brazo de Xena hasta el bíceps—. Porque tu fuerza no está aquí. — Vio la ceja enarcada con que la miraba—. Bueno, o sea, sí, eres fuerte, eso ya lo sé. Pero tu auténtica fuerza está aquí. —Tocó la frente de Xena—. Haces cosas porque te convences a ti misma de que puedes, Xena, te he visto hacerlo. Haces cosas que los mortales no pueden hacer. Cosas que sólo he visto hacer a Hércules. —Volvió a tocar la frente de la guerrera—. Porque tu fuerza está aquí.

Xena volvió la cabeza de lado sobre la roca caliente y contempló a su compañera. Y sonrió muy despacio. —Te equivocas —dijo, captando la consternación que apareció en sus ojos. Y se dio un golpecito en la frente—. No está aquí. —Alargó la mano y la puso sobre el corazón de Gabrielle—. Está justamente aquí. —Y notó que los latidos que sentía bajo la mano se detenían un instante y luego se redoblaban—. Intento hacer honor a la imagen que tienes de mí cuando me miras, Gabrielle. Es un trabajo duro a veces. —Yo... —empezó a decir Gabrielle y luego se detuvo. Y se quedó mirándola. Por fin sacudió un poco la cabeza y posó la mejilla sobre el brazo de Xena—. Yo creo en ti — susurró. Xena cerró los ojos. —Sé que crees en mí. Incluso cuando yo no. —Pasó el brazo por los hombros de la bardo y la estrechó—. No te preocupes, todavía me quedan unos cuantos años en condiciones. —Se rió un poco—. Lo siento... nunca me había planteado lo que haría cuando terminara de luchar. —Miró a su alrededor—. Nunca pensé que tendría un hogar al que volver. —Sólo una tumba sin marcar en un campo de batalla. Eso si tenía suerte y no me descuartizaban y me colgaban en las puertas de una ciudad. Gabrielle apoyó la cabeza en el hombro húmedo de Xena. —Yo podría vivir aquí —dijo, simplemente. Tiene razón... nunca hasta ahora la he oído hablar del futuro. Siempre ha sido el aquí y ahora, sin pensar en lo que ocurra después. Me parece que es buena señal. Levantó la mirada—. Deberíamos ir a

cambiarnos antes de que nos enfriemos. Ya sabes cuánto detestas estar enferma. —Con una sonrisita dirigida a la sanadora que era la peor paciente para sí misma. La guerrera sonrió, reconociéndolo algo abochornada. —Cierto. —Se levantó y esperó a que la bardo se uniera a ella para el corto trayecto de vuelta al pueblo.

Gabrielle se quedó parada un momento, a la luz rosácea de la mañana siguiente, observando a Xena mientras ésta ensillaba a Argo y aseguraba las diversas alforjas. La guerrera se había puesto la túnica de cuero, pero todavía no se había puesto la armadura, y la bardo veía el borde de la herida de cuchillo bien curada bajo la raja meticulosamente cosida del cuero oscuro. Se acercó y la inspeccionó. —Qué bien se ha curado —le comentó a Xena, que la miró por encima del hombro. —¿Sí? Yo no la veo. —Sonrió a la bardo con humor. —¿Cómo, de verdad no tienes ojos en la nuca? —bromeó Gabrielle, rozando la cicatriz con los dedos—. Pues nadie lo diría. Xena se rió y rodeó a Argo, se agachó al lado de su armadura, cogió la pieza del peto y las hombreras y se levantó. —Otro rumor que se propagará por el territorio —comentó, al tiempo que se metía la reluciente armadura por la cabeza y se la colocaba en su sitio, y fue a coger las hebillas, pero su compañera le apartó las manos y lo hizo por ella y luego aprovechó la excusa para rodear a Xena con los brazos y estrecharla.

—Oye... ¿y eso? —preguntó Xena, al tiempo que sus brazos, por voluntad propia, rodeaban a la bardo como respuesta. Gabrielle sonrió. —Nunca he necesitado un motivo —confesó—. Siempre me ha gustado hacerlo sin más —continuó, soltándola. —Ahhh... —dijo Xena con tono de guasa—. Ahora se averigua la verdad. —Alcanzó los brazales, se los metió por los brazos y tiró de los cordones, luego se detuvo y le presentó un brazo a Gabrielle—. ¿Te importa? —Sin esperar a que ella se ofreciera. Y supo por la cálida mirada que le dirigió la bardo que ésta agradecía el gesto. Vaya, vaya... hasta puede que sea posible que le acabe cogiendo el tranquillo a todo esto. Se abrió la puerta y Toris asomó la cabeza morena y las vio. Entró y cruzó el suelo cubierto de heno. —Xena —dijo, mostrando un pergamino—. Acaba de llegar un grupo de comerciantes y han dicho que les han pedido que te traigan esto. —Le entregó el pergamino—. Buenos días, Gabrielle. —Sonrió cordialmente a la bardo. —¿De dónde viene el grupo? —preguntó Gabrielle, echando una ojeada a Xena, que había abierto y leído el pergamino y cuyo rostro se había quedado petrificado. —De Potedaia —contestó la guerrera, antes de que pudiera hacerlo Toris—. Toma. — Le pasó el pergamino a Gabrielle—. Es de tu padre.

A la bardo se le dilataron los ojos y cogió el pergamino, leyéndolo varias veces antes de darle la vuelta, y luego miró a Xena. Xena (decía): trae a mi hija a casa. Y estaba firmado con el sello de su padre. —¿A qué vendrá esto? —murmuró, dándose golpecitos en el muslo con el pergamino. Se quedó pensando largos segundos y luego miró a Xena—. Supongo que será mejor que retrase la nueva visita a las amazonas y vea qué está pasando. —Se puso a doblar el pergamino, pero Xena se lo quitó limpiamente de las manos. —Será mejor que veamos qué está pasando. —Énfasis en "veamos". Y antes de que Gabrielle pudiera apartar los ojos y bajar la mirada, Xena vio su primera reacción instintiva. Gratitud y alivio—. A fin de cuentas, viene a mi nombre. —Sonrió a la bardo —. No al tuyo. Gabrielle suspiró. Oh, ojalá pudiera... —No tienes por qué hacerlo, Xena. No tiene sentido que las dos tengamos que soportar a mis padres. —Levantó la mirada—. Sé que no estás cómoda con ellos. Ve a la fiesta. Ah... mi noble y abnegada bardo. —Deja que te pregunte una cosa —dijo Xena, cruzándose de brazos—. ¿Tú estás cómoda con ellos? La bardo se puso en jarras y soltó un suspiro. —Ya no. No. —Miró un momento a Toris y luego a Xena—. Pero son mi familia. — Hizo una pausa—. Bueno, mi familia de sangre.

—Ya —asintió Xena—. Y si me tuvieras allí, ¿cómo te sentirías, mejor o peor? Gabrielle empezó a contestar antes de pararse a pensar en la pregunta. —Qué pregunta tan tonta, Xena. Pues claro que me sentiría mej... —Y miró a Xena a la cara, donde asomaba una sonrisa taimada—. Qué tramposa. —Pero no pudo contener la sonrisa ni la repentina animación que le entró. —Bueno, para empezar, yo los pongo tan incómodos como ellos a mí —terminó Xena, revolviéndole el pelo a Gabrielle—. A lo mejor puedo distraerlos para que no te incordien demasiado. —Echó una ojeada a Toris—. Voy a despedirme de madre. ¿Puedes terminar de recoger aquí? —Claro —afirmó la bardo, abrazándola—. Gracias —susurró, y oyó la risa que le respondió—. Lo digo en serio. —Lo sé —respondió Xena, luego le dio una palmadita en el hombro y siguió a Toris por la puerta. Los dos hermanos intercambiaron miradas mientras cruzaban el patio. —No parece que vaya a ser divertido —comentó Toris, sonriéndole con cierta compasión. Xena suspiró. —No. Su familia nunca lo es —dijo, recordando la última vez que los vio. Recordando a Pérdicas—. No les caigo nada bien. Toris reflexionó sobre eso.

—Bueno, hermanita... aquí has dejado a todo el mundo encantado. —Le guiñó un ojo, sin hacer caso de su mueca—. A lo mejor puedes hacer lo mismo con ellos. —Le abrió la puerta de la posada—. Y si no, puedes darles una paliza. Xena estalló en carcajadas. —¡Toris! —¿Qué pasa? —exclamó su hermano, dándole un codazo—. Diles que es una tradición familiar. —Oh, sí, seguro que eso contribuye a mejorar la relación —resopló Xena, meneando la cabeza al mirarlo. Toris se encogió de hombros. —A la nuestra nunca le ha hecho daño. —Y le pasó un brazo por los hombros y la llevó hacia la cocina, notando la fría armadura bajo los dedos. Y sonrió cuando sintió la presión recíproca del brazo de ella al rodearle la cintura. Cirene levantó la mirada cuando se abrió la puerta de la cocina y sonrió al verlos. —Alto —dijo, y ellos se detuvieron, parpadeando—. Quiero miraros a los dos un momento así como estáis. —Y memorizó su imagen, la de sus dos hijos. Suyos—. Vale. —Les hizo un gesto para que pasaran. Ellos se miraron, se encogieron de hombros a la vez y se echaron a reír al ver el gesto tan parecido. —Parece que somos familia, ¿eh? —dijo Toris riendo.

—Eso parece —replicó Xena, tirándole del pelo que le llegaba hasta los hombros—. Aunque nadie lo diría si nos viera, ¿verdad? —Dos pares de ojos azules idénticos se quedaron mirándose. —Qué va —dijo Toris, alegremente—. Tú eres mucho más mona que yo. — Afirmación recibida con una ceja bruscamente enarcada—. Y tienes los bíceps más grandes. —Luego tiró de ella para abrazarla—. Ven a vernos pronto, Xena. Ella le devolvió el abrazo. —Lo haré. —Lo agarró por los hombros—. Cuídate. Él asintió y salió por la puerta, volviéndose al mismo tiempo. —Buena suerte en Potedaia. Xena puso los ojos en blanco y lo saludó con la mano. —Gracias. —Luego se volvió y miró a su madre. —¿Potedaia? —preguntó Cirene, alzando una ceja—. Creía que volvíais un tiempo con las amazonas. —Cambio de planes —respondió Xena, sacándose el pergamino de donde se lo había metido por debajo del brazal y pasándoselo a Cirene. —No parece muy agradable —comentó su madre, sujetando el pergamino por los bordes. Xena se encogió de hombros.

—Su familia no lo es. —Miró a su madre a los ojos—. Me alegro de que la hayas acogido en... la nuestra. —Y pensó en lo extraño que le resultaba poder decir eso. Otra vez. Cirene volvió a doblar el pergamino y se lo dio a Xena. —Espero que no la dejes ir allí sola. —Miraba severa a su hija. Xena le sonrió con humor. Y alzó una ceja. —Bien —asintió Cirene—. Porque me gusta mucho y no querría que lo pasara mal. —Entonces se acercó y posó una mano sobre el pecho de Xena—. Y eso quiere decir que tú también debes cuidarte. La guerrera bajó la vista para mirarla. —Lo haré. Cirene vaciló. —Es buena persona. Xena asintió. —Lo es. La mirada de su madre se suavizó. —Te quiere. —Lo sé —fue la callada respuesta.

Cirene sonrió. —Me alegro. —Y le clavó un dedo a Xena en el pecho—. Más vale que volváis aquí pronto. —Y la abrazó estrechamente, con armadura y todo. —No te preocupes —dijo Xena, devolviéndole el abrazo—. Lo haremos. Cirene se apartó y la miró de hito en hito. —Y no vas a dejar a ese lobo aquí, ¿verdad? Xena le sonrió resignada y algo cohibida. —No, no... me... convencieron... anoche de que teníamos que llevárnoslo. —Y no había hecho falta gran cosa... sólo que Gabrielle acunara a la bolita peluda en los brazos y que los dos le dirigieran esa... mirada... Y ella se derritió como mantequilla al sol, incapaz de decir que no, ni a la bardo, ni al lobezno. Blandengue. Una blandengue. Menuda señora de la guerra feroz estoy hecha. Suspiró por dentro. Cirene sonrió con sorna. —Bien por ella. —Se echó hacia atrás y contempló a su hija—. Qué distinta estás con todo eso. No me acostumbro —murmuró—. Pareces... —¿Más mala? —preguntó Xena, reprimiendo una sonrisa. —Mmm... más imponente, tal vez —admitió Cirene—. Amenazadora —reconoció. Xena se detuvo un instante, luego cambió la inclinación de la cabeza y dejó salir su lado más oscuro a la superficie, con destellos de hielo en los ojos y una fría dureza en el rostro.

Cirene retrocedió sin poder evitarlo, con los ojos desorbitados. Entonces Xena se relajó y le guiñó un ojo. —Tiene su propósito —dijo riendo—. Es de lo más útil cuando atraviesas una posada llena de mercenarios en paro medio borrachos. Cirene soltó un resoplido y le dio un manotazo en el estómago. —No vuelvas a hacerlo nunca más. —Suspiró y cogió a Xena del brazo, llevándola hacia la puerta—. ¿Mercenarios medio borrachos? —preguntó, llena de curiosidad. —Ah, sí —contestó Xena, mientras se dirigían a la puerta—. Eso nos sucede a menudo, al viajar. —Bueno... ¿y qué haces? —preguntó su madre. Xena se volvió hacia ella y enarcó las cejas. —Pues o se apartan de mí. Y de Gabrielle, por supuesto. O... —Se encogió de hombros. —Les das una zurra —terminó Cirene. —Sí —reconoció Xena. —Mmm. Tengo trabajo para ti cuando termines de dar vueltas por ahí salvando al mundo, querida —comentó Cirene, dándole palmaditas en el brazo—. Eso nos vendría bien aquí a veces. —Lo tendré presente —le aseguró Xena, con una sonrisa.

Abrió la puerta y salió al soleado patio, donde Argo y Gabrielle aguardaban pacientemente. Con Ares, por supuesto, que estaba echado en la silla de Argo. Cirene se acercó a Gabrielle y le dio un gran abrazo. —Cuídate, hija —dijo suavemente al oído de la bardo—. Intenta que no se meta en problemas, ¿quieres? Gabrielle sonrió y abrazó a Cirene hasta que le crujieron los huesos. —Eso cuesta. Pero lo intentaré —contestó—. Gracias... por todo. La mujer mayor le cogió delicadamente la cara a Gabrielle entre sus manos. —No... gracias a ti, Gabrielle. —Hizo una pausa—. Me alegro de que formes parte de la familia. —Se miraron, entendiéndose muy bien. Luego se separaron y Gabrielle levantó su vara y se puso al lado de Xena, apoyándose en el cálido cuerpo de Argo mientras la guerrera ajustaba la brida de la yegua. Entonces intercambiaron una mirada y se sonrieron. —Vamos —dijo Xena, metiendo a Ares en una gran faltriquera sujeta a las argollas frontales de la silla de Argo, y, colocando ambas manos en la silla, se montó de un salto y alargó el brazo hacia abajo para que Gabrielle lo agarrara. —Gracias —respondió la bardo, agarrándose y dejándose levantar y depositar sobre los cuartos traseros de Argo. Colocó bien las rodillas y rodeó a Xena con los brazos al notar que Argo empezaba a moverse debajo de ella. —Bueno —dijo Xena, cuando entraron en el camino, y puso a la yegua a un trote largo—. ¿Estás preparada para tener tu propio caballo?

—No —respondió Gabrielle—. Fue divertido, pero prefiero tener algo sólido donde agarrarme. —¿Ah, sí? —dijo Xena riendo. —Sí —asintió la bardo. Luego apoyó la cabeza en la espalda de Xena y sonrió. Y se imaginó la cara de su padre si llegaban cabalgando juntas de esta forma. Se echó a reír.

FIN