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Mark Lilla: "La satisfacción moral de la izquierda es suicida" O 

PABLO PARDO

16 MAY. 2018 03:13

Nombre: mark lilla, 71 años. Estado civil: Casado y con una hija. Su proyecto: que la izquierda de EEUU deje de perder elecciones. Su tesis: la izquierda debe abandonar las políticas identitarias (género, raza, orientación sexual) y volver a tener un proyecto político que unifique a toda la sociedad y que le permita recuperar su electorado tradicional. Si hay alguien a quien los intelectuales demócratas de Estados Unidos detesten más que a Donald Trump, esa persona es, probablemente, Mark Lilla. Lo cual confirma el viejo adagio de que no detestamos tanto al enemigo, sino a aquel de nuestro grupo que no se ajusta a la ortodoxia. O sea, mejor el infiel que el hereje. Porque Lilla es demócrata. Y demócrata de izquierdas. Lo que le pasa es que ha publicado un libro, El Regreso Liberal. Más allá de la

política de identidad (Ed. Debate), en el que critica de manera inmisericorde a los demócratas de izquierdas. Y lo hace, más o menos, diciéndoles que los republicanos tienen razón cuando les acusan de ser elitistas y de estar desconectados de la realidad. Una actitud que, según Lilla, ha dejado a su vez el campo de batalla de la clase obrera -que debía, casi por definición, ser terreno demócrata- al populismo de Donald Trump. Lilla da clases en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y su libro -que en realidad sólo es un ensayo largo- ha golpeado a la izquierda estadounidense donde más le duele: en los movimientos #MeToo (feminista) y Black Lives Matter (racial). Desde la ortodoxia demócrata se le ha acusado de usar argumentos republicanos, de actuar movido por el resentimiento desatado por la imposición de la corrección política en los campus y, también, de estar desconectado de la realidad en una universidad en la que sólo la matrícula cuesta 57.000 dólares (48.000 euros). El profesor, que ha estado esta semana en España presentando su libro y como ponente del Aspen Institute, rechaza esos cargos, y replica que lo único que en realidad quiere es que su partido gane algo de una santa vez. ¿Qué es lo que más le disgusta de la izquierda? Lo poco interesada que está en ganar. Tiene un narcisismo y una satisfacción moral que es suicida. Ha abandonado a la clase trabajadora, y la ha sustituido por un nuevo proletariado, que es el Tercer Mundo. El Partido Demócrata es el partido de los esnobs. Le irritan sus votantes naturales. Y no hace falta que le diga que eso es suicida en un partido político. Los demócratas han perdido una visión de EEUU como un país unido. Se han convertido en el partido de las minorías y en el de la élite. A cambio, los republicanos se han quedado con la idea de que Estados Unidos es un país unido, y, encima, han demostrado que no les repele hablar con la gente. Usted dice que el Partido Demócrata está en crisis. Pero los candidatos a la presidencia de ese partido han ganado el voto popular en seis de las siete elecciones presidenciales que Estados Unidos ha celebrado en los

últimos 26 años. ¿Es una crisis de partido o de un sistema político que no representa a la mayoría? Es cierto que el Partido Demócrata ha ganado esas elecciones. Pero también es verdad que ha ido perdiendo sistemáticamente poder en los estados. Hoy, dos tercios de los 50 gobernadores son republicanos, y dos tercios de los Congresos de los 50 estados tienen mayoría de ese partido. En total, ese partido tiene el control total de la política en 24 estados. Si gana dos más en las elecciones de noviembre, podría convocar legalmente una Convención Constitucional y reformar la Constitución. Es un poder con pocos precedentes históricos. ¿A qué se debe ese dominio republicano del panorama político? Fundamentalmente, a que ese partido ha sido capaz de establecer una narrativa que conecta mejor con el pueblo estadounidense. Algunos ven eso como el canto del cisne de la generación que nació entre 1945 y 1960. Ellos, y no los más jóvenes, son los que han votado por Trump. En el caso de Trump, sí. Es evidente que estamos es un interregno, igual que la presidencia de Jimmy Carter, de 1976 a 1980. Pero igual que no sabíamos lo que iba a venir tras Carter, no sabemos lo que sucederá a Trump. Aparte, las encuestas demuestran que los jóvenes no son muy distintos de las generaciones que les preceden. El 25% se califica demócrata, el 25% republicano y el 50% independiente. Pero ser demócrata, republicano o independiente no significa lo mismo para alguien de 25 años que para alguien de 75, igual que identificarse como de derechas o de izquierdas en España es muy diferente si se ha nacido en los 40, en los 70 o en los 90. Por ejemplo, el apoyo al aborto y al matrimonio homosexual es muchísimo mayor entre los jóvenes. Sí, y esa es una de las razones de que el actual panorama político esté en esta transformación que nadie sabe a dónde nos va a llevar. Una transformación que afecta, por ahora, más al Partido Republicano. Desde luego. El Partido Republicano no tiene nada que ver con lo que era. Trump es consecuencia y causa de esa transformación. En mis viajes a Washington he hablado con republicanos nostálgicos de Bush y Reagan que hablan de refundar el partido, algo que no me creería si no los hubiera oído decirlo.

¿Por qué una parte considerable de la población de ingresos y nivel educativo bajo vota por un partido que va a adoptar políticas que les perjudica? Porque hay una evidencia empírica enorme de que los estados republicanos, como Kansas o Utah, son más pobres ahora que hace 40 años. No es una cosa racional, es más bien de sentimiento. La narrativa republicana es, en buena medida, una narrativa de unidad, aunque defienda el individualismo, mientras que el mensaje demócrata está dividido y subdividido en grupos. Si partes al electorado en grupos de raza, sexo, o religión, siempre vas a dejar a alguien fuera, y esa gente que dejas fuera, indirectamente, se la estás entregando a tus rivales. Es algo que entendieron Barack Obama y Bill Clinton. Ellos siempre se dirigían a todo el electorado. En su libro, da la impresión de que los demócratas tienen un triple problema: de mensaje, de estrategia y de organización. Exacto. Estoy cansado de que los demócratas perdamos con dignidad, pero perdamos siempre. Los republicanos son una amenaza para los grupos a los que los demócratas defendemos: las minorías, la clase trabajadora... Y, sin embargo, una parte apreciable de esos grupos votan republicano. Con toda la proliferación de movimientos, como #MeToo, Black Lives Matter, etcétera, ¿están los demócratas yendo en la dirección errónea? En mi opinión es lo contrario. Observe a los candidatos a las elecciones legislativas de noviembre: muchos de los que presentan los demócratas son veteranos de guerra, ex combatientes. Es gente que hace poco tiempo no habrían podido participar en unas elecciones, pero que tienen una popularidad considerable entre los votantes.

Mark Lilla: “La retórica de la identidad abrió paso a los demagogos”

El profesor de la Universidad de Columbia presenta en Madrid su libro 'El regreso liberal' (Debate)

KARINA SAINZ BORGO 11.05.2018 - 17:04

Es uno de los pensadores políticos estadounidenses más solventes y lúcidos. Se trata de Mark Lilla, profesor de la Universidad de Columbia y autor de ensayos fundamentales como Pensadores temerarios –que repasa la figura del intelectual occidental a lo largo de la historia- o La mente naufragada –que examina el llamado pensamiento reaccionario-. En esta oportunidad, Lilla regresa con un libro realista pero no exento de polémica.

En las páginas de El regreso liberal, publicado en España por Debate con traducción de Daniel Gascón, Mark Lilla hace un análisis del ascenso de Donald Trump. Responsabiliza a la izquierda norteamericana de privilegiar un liberalismo de la identidad que propició las agendas de género, derechos civiles así como de otras minorías, que terminaron por atomizar la idea común de ciudadanía. El partido demócrata, asegura, dio la espalda a la clase trabajadora y terminó convirtiéndose en una coalición de élites. Y fue ese territorio el que los republicanos ocuparon y utilizaron.

Responsabiliza a la izquierda norteamericana de privilegiar un liberalismo de la identidad: las agendas de género, derechos civiles y minorías atomizaron una idea común de ciudadanía

Mark Lilla no es, ni mucho menos, un hombre retrógrado, aunque ahora –dice él- las personas le acusan de estar en contra de las minorías. Aunque se asienta directamente en el fenómeno del populismo de Donald Trump y la agenda política de los Estados Unidos, El regreso liberal plantea algunos elementos homologables. El principal de ellos pasa por la idea de una retórica de la identidad que se ha colocado por encima de un proyecto común de ciudadanía y que ha abierto paso a la demagogia, además de la eclosión de lo que él llama la anti política y la pseudopolítica.

Para Mark Lilla, el liberalismo político estadounidense en el siglo XXIestá en crisis. Una crisis de imaginación y de ambición por parte de sus representantes. Una crisis, además, de vínculo y de confianza por parte del público. El discurso demócrata está agotado, asegura en una entrevista que concede a Vozpópuli durante su visita a Madrid y en la que contesta a la pregunta sobre un fenómeno paralelo en el resto del mundo.

La concepción de liberal que usted trabaja es la opuesta a la europea. Sin embargo, dice que la renuncia liberal en EEUU comenzó con los años de Reagan. Pensando en Thatcher. ¿Cómo ocurrió esto en Europa? ¿Podría establecerse un paralelismo?

Hay algunas relaciones entre ambas. En los años ochenta, tanto la izquierda americana como la izquierda europea se enfrentaron con el fin de una tradición. Aquí estaba basada en Marx y en EE UU en un cierto progresismo de comienzos del siglo XX. Existía una sensación de cansancio intelectual que colocó a ambas izquierdas ante la tarea de repensar la forma de vida de sus propios países. Eso requería ideas nuevas de lo que debía de ser la economía y la sociedad, además de plantear la forma de vida en sociedades cada vez más individualistas.

Hubo otros temas: el auge de la educación y, al mismo tiempo, un peor acceso de los ciudadanos a mejores oportunidades. Lo que se requería en ambos casos era una reingeniería.

"En los años ochenta, tanto la izquierda americana como la izquierda europea se enfrentaron con el fin de una tradición. Una sensación de cansancio intelectual" Deme un ejemplo más concreto, por ejemplo, económico.

Tras la crisis del petróleo de los años setenta, el crecimiento económico es algo que no podía darse por sentado. La clase obrera experimentó una transformación, se hizo más abundante y por tanto las políticas públicas necesitaban repensar qué posicione asumir. Eso era todavía más necesario en un contexto político como la UE, donde la idea de nación en comunitario.

Los demócratas eran el partido de la clase trabajadora, dice. Sin embargo, asegura que ese liberalismo de la identidad terminó por convertir al partido en una coalición de élites de las costas. ¿Era necesario pagar el altísimo premio de Trump para darse cuenta?

Todavía no existe ni siquiera una conciencia plena de ello. Los demócratas se alejaron de la clase trabajadora, se enfocaron en las minorías y ahí se produjo un salto. Hubo una preocupación creciente por los marginados, por colectivos como los gais y lesbianas, y eso los empujó a convertirse en una coalición de grupos interesados y a crear una segregación política por la vía de las identidades. La idea de pueblo que podía tener el partido demócrata le dio la espalda a las personas que trabajaban en fábricas, que estaban asociadas agremiadas. Cuando esos trabajos comenzaron a desparecer, esta gente se dio cuenta de que ya

no tenía quien los representara entre, al menos entre los demócratas. Fue ahí donde los republicanos consiguieron un territorio y lo aprovecharon.

"Los demócratas se alejaron de la clase trabajadora, se enfocaron en las minorías y ahí se produjo un salto" Los republicanos, al menos en el caso de Trump, capitalizaron la idea de pueblo en contraposición o en contra de algo. Tampoco es la concepción común que usted plantea.

Una de las características de populismo, o una de las mayores características del populismo, es la distinción entre el pueblo y el pueblo de verdad. Esa es una forma de apartar, de señalar a unos diciéndoles: tú no perteneces al pueblo, tú no eres pueblo. Pero sí creo que es posible tener un sentido del pueblo parecido a lo que describo en el libro: un proyecto político basado en una idea de ciudadanía inclusiva, en la que sea posible integrar todos y cada uno de las minorías y grupos, pero en un proyecto común. Y no en ese liberalismo de la identidad, que ha terminado por fragmentar el demos. La retórica de la identidad abrió paso a los demagogos.

¿Es realmente posible eso a día de hoy? ¿Cómo?

Claro que es posible. Fue esa la idea de nación norteamericana que se concibió en los años de Roosevelt. Apela al hecho hecho de que puedes unir a las personas alrededor de un proyecto político. Los Estados Unidos tiene una diversidad asombrosa pero hubo un tiempo, previo a este populismo, que era capaz de integrar a todos, por distintos que fueran, alrededor de una idea política común.

"Las personas no necesitan compartir nada más complejo que el hecho de que son ciudadanos y tienen una concepción común de sus derechos y sus deberes" El pensamiento progresista de la identidad –minorías de género, de raza, de religión- ha terminado por fragmentar la ciudadanía en agendas particulares, dice. Pero tampoco puede hacerlas a un lado.

Es posible compaginar las dos cosas. Se llama pluralismo democrático. Dos personas que no tienen nada que ver pueden sentarse a hablar porque descubren que tienen algo en común o pueden incluso apelar a instituciones so principios que los acerquen. No necesitan entenderse, tampoco compartir nada más complejo que el hecho de que son ciudadanos y tienen una concepción común de sus derechos y sus deberes. Eso ha desaparecido en Estados Unidos, por una serie de desaciertos tanto de republicanos como de demócratas, que ha dado paso a este populismo que intenta creer que sólo una parte del país es el pueblo y el resto son los enemigos del pueblo. Eso no lo habíamos visto en la política de Estados Unidos desde hacía mucho tiempo.

Pero es un fenómeno global. ¿Sería equiparable el populismo del XXI con fenómenos como el periodo de entreguerras?

No me parce que ayude demasiado pensar que la década del 30 se parece a ésta. Las condiciones eran distintas. La idea de instituciones democráticas exitosas en Europa que han sido estables. Está la presencia de otros marcos. Sin embargo, sí que existe una especie de política de la demagogia que es eterna. Ocurre desde Grecia: figuras carismáticas que irrumpen y apelan al instinto populista, hasta el punto de convertirse en un tiranos. Trump tiene esas tendencias tiránicas que

se repiten en otros países y que en el fondo son algo muy antiguas. Es una amenaza recurrente en todas las democracias.

"No se puede disociar las redes sociales del populismo tan virulento y fuerte que vivimos hoy. Forma parte de su ascenso" Hasta comienzos del siglo XX pensamos que el gran hermano era el Estado y resulta que ahora lo son compañías que manejan datos e información. ¿Cuál es la naturaleza de este nuevo actor?

Sin duda, es una experiencia mucho más peligrosa. Estas corporaciones te conocen mejor de lo que tú te conoces y puede controlar lo que ves. Es una situación completamente nueva que no se puede disociar del populismo tan virulento y fuerte que vivimos hoy. Forma parte de su ascenso.

En el libro plantea cosas que, en el concierto buenista, son políticamente incorrectas

La reacción en Estados Unidos ha sido bastante hostil.

Cualquiera podría pensar que está usted en contra de la multiculturalidad.

Todo el mundo piensa ahora que estoy en contra de las mujeres negras. Pero si alguien lee el libro será capaz de ver que lo que intento decir es que no podemos ayudar a las mujeres negras si primero no sostenemos una idea de ciudadanía común. La promesa de la izquierda norteamericana es una concepción evangélica, que pretende cambiar nuestras ideas culturalmente pero desatiende otros aspectos. Estamos

experimentando dos revoluciones en América, de forma simultánea: una es política, y que es el populismo este de nuevo cuño, y la otra es cultural, y que tiene que ver con tolerancia y reconocimiento. Eso lleva a cosas buenas: nos hace tolerantes y podemos proteger a muchos, pero esa reforma cultural no necesariamente ha sido capaz de contrarrestar el otro proceso paralelo. Ese ha sido su error.

"Todo el mundo piensa ahora que estoy en contra de las mujeres negras. Lo que intento decir es que no podemos ayudar a las mujeres negras si primero no sostenemos una idea de ciudadanía común" Esa concepción evangelizadora de la izquierda americana, como dice, tiene sus réplicas en la izquierda europea, incluso con un derrotero populista.

Esto es muy curioso. Originalmente, pensaba que este era un libro eminentemente americano y que su publicación fuera de EE UU podría tener nulo interés. He descubierto, sin embargo que en un gran número de países se sienten reflejados por las ideas de este libro. Veamos, usted no me está haciendo una pregunta, me está diciendo algo que está ocurriendo. Y eso lo he sentido en otras entrevistas con otros periodistas. No conozco bien España, pero sí Francia. Y sin duda: estos temas están presentes e incluso se desplazan hacia la idea de la inmigración y la tolerancia, que es algo en lo que la izquierda francesa se afinca.

¿Es usted optimista de cara al proceso Trump? ¿Tendrá recorrido?

Lo único que me esperanza es una cosa, y es la razón por la que escribí esto: el fenómeno Trump es consecuencia de la ausencia de un proyecto nacional persuasivo y cuya ausencia de formulación proviene tanto del

lado demócrata como del republicano. Se ha dejado paso a una concepción atomizada de la sociedad, sumada a un modelo económico fracasado. Esto podría durar, pero Estados Unidos, a diferencia de otros países es un proyecto de país. Hay un proyecto americano. No existe, por ejemplo, un proyecto chino o un proyecto bangladesí. Lo que estamos esperando es un proyecto coherente y persuasivo e incluso esperanzador, porque la esperanza es indisociable de Estados Unidos, para crear una sociedad próspera y plural. Mi esperanza es que un partido u otro sea capaz de generar un proyecto político que desmonte este imperio de la anti política. Vivimos en el imperio de la antipolítica y la pseudopolítica.

El erizo y el zorro RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ

¿Qué demonios le pasa a la izquierda? La política como identidad y ofensa. Mark Lilla vuelve a la carga con un nuevo libro sobre la deriva de la izquierda estadounidense, extrapolable a la europea y española

El líder de Podemos Pablo Iglesias, durante la segunda jornada de la Asamblea Ciudadana Estatal de Vistalegre II (Efe) 22.08.2017

– 05:00 H. - ACTUALIZADO: 22.08.2017 - 17:21H.

Mark Lilla, un pensador de quien ya les he hablado, ha publicado esta semana un libro sobre la izquierda estadounidense en la era Trump. El título se podría traducir como 'El progresista del pasado y el del futuro', y aborda muchas de las disfuncionalidades de la izquierda de nuestro tiempo. Es un libro centrado en la izquierda estadounidense, pero todo lo que dice sirve, matizado, para la europea y la española. Según Lilla, la izquierda estadounidense ha tomado tantas malas decisiones en las últimas décadas que tiene difícil recuperar el voto de las mayorías. Para empezar, se ha olvidado de ideas

como “el bien común”, "la ciudadanía” o “el nosotros” para refugiarse en la “identidad” de algunos grupos y de las minorías. Se trata de una izquierda que ya no pretende representar mayoritariamente a los trabajadores, sino a profesores y a periodistas obsesionados con su propia identidad —mujeres, hombres, blancos, negros, asiáticos, homosexuales, heterosexuales, del sur, del nordeste, de clase media, de clase baja, etcétera— y que ha olvidado los fines de la política para el conjunto de la sociedad.

Desconfíe de los intelectuales (aunque seguramente ya lo hace) RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ

Dos libros de Mark Lilla analizan el auge y caída de los intelectuales de referencia

Para Lilla, esta izquierda, sobre todo los jóvenes universitarios que conformarán la élite progresista dentro de unos años, ya no es capaz de elaborar argumentos políticos complejos sobre el progreso del país o una idea determinada de sociedad, sino que siempre piensa la política en términos identidad, y especialmente de una herida, ofendida por las demás identidades. Por explicarlo con sus palabras: si antes los estudiantes solían iniciar la exposición de sus ideas diciendo “Yo pienso A, y estos son mis argumentos”, ahora dicen “En tanto que

mujer (u hombre, o blanco, o negro, u homosexual, etcétera), me siento ofendido por lo que has dicho”.

'The Once and Future Liberal. After identity politics', de Mark Lilla

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Para Lilla, todo procede de la deriva que la izquierda adoptó en los años sesenta. Entonces, dice, la izquierda se obsesionó con la frase “lo personal es político”. Tradicionalmente, dice el argumento, se pensaba que por un lado estaban los asuntos públicos —como los salarios, la igualdad ante la justicia o la eficiencia de las administraciones—, que era de lo que había que discutir políticamente. Y, por otro lado, estaban los asuntos privados -—la sexualidad, la familia, los gustos—, que estaban fuera de esa contienda. La nueva izquierda de entonces, sin embargo, estableció que absolutamente todo era político, puesto que ninguna esfera de

la vida estaba exenta de las relaciones de poder que se producen entre humanos. Eso hizo que, de los sesenta en adelante, la izquierda se galvanizara con asuntos como el feminismo, los conflictos raciales, las preferencias sexuales o lo políticamente correcto. Pero con esa frase, según la cual “lo personal es político”, dice Lilla, la gente, simplemente, empezó a confundir las dos cosas y a pensar que la participación política no era más que el hecho de “expresar quién eres”, hacer que los demás acepten la definición que tú haces de ti mismo y convertir todo el juego político en la necesidad de que esa identidad sea respetada. El socialismo tradicional tenía poco interés en reconocer la individualidad y se preocupaba sobre todo por lo social, por una idea del bien común. La nueva izquierda representó exactamente lo contrario y eso ha llevado a la izquierda actual, fragmentada e incapaz de conseguir mayorías amplias surgidas de todos los grupos sociales, a un debate inagotable sobre matices identitarios que a la sociedad en general no suele interesarle demasiado.

Para Lilla, esta izquierda ya no es capaz de elaborar argumentos políticos complejos sino que piensa la política en términos identidad Es una tesis interesante, pero probablemente indemostrable. Cuando Lilla empezó a publicar artículos sobre este tema tras la elección de Trump (uno de ellos lo publicó en castellano la revista 'Letras Libres' y puede leerse aquí), fue rápidamente acusado de machista y de racista por feministas y miembros de minorías de izquierdas, lo cual en cierto sentido le daba la razón. Pero

también hay algunos puntos débiles en sus muy bien hilvanados argumentos: para empezar, si la izquierda ha dejado atrás su identificación puramente obrerista es probable que sea porque cada vez hay menos obreros a los que pedir el voto. Además, Lilla comete un error muy habitual en la discusión política: reclama una nueva unidad alrededor de ciertas ideas compartidas, pero esas ideas, por supuesto, son las suyas, no las de los demás, que suele desdeñar. Y, por último, creo que tiende a sobreinterpretar la victoria de Trump, que en última instancia no tuvo una composición de votantes muy distinta que la de cualquier otro candidato republicano previo.

Así funciona la nueva lucha de clases (explicada por tres expertos) VÍCTOR LENORE

César Rendueles, Ramón González Férriz y Luis Fernando Medina analizan los cambios en el campo de batalla social

En todo caso, antes decía que este diagnóstico puede ser útil para entender las izquierdas europea y española, pero no estoy seguro de en qué grado. Las sociedades europeas son mucho más homogéneas en términos raciales, pero el proceso de desindustrialización y de desaparición de empleos fabriles ha sido parecido. Los movimientos feministas y defensores de las

minorías sexuales han adoptado buena parte del lenguaje y las tácticas de sus equivalentes estadounidenses. Y, como ha sucedido allí, expresiones de la izquierda que hasta hace no mucho parecían confinadas en la universidad vuelven a estar presentes en el debate público, como las ideas de la llamada escuela de Frankfurt sobre la virtud burguesa y el sexo, la mezcla de retóricas marxistas y psicoanalíticas, una especie de resistencia general a la vida en sociedades modernas y una tendencia a ver en el neoliberalismo la explicación a cualquier cosa que no funcione. Esta crítica muy compleja a todo lo que en la democracia liberal se considera “sentido común” —lo sea o no— está de vuelta en el debate público. Y más allá de mis simpatías por este viejo/nuevo lenguaje de la izquierda, estoy de acuerdo con Lilla en que esta lo tiene muy difícil para conquistar mayorías por el mero hecho de que su marco es demasiado complejo y contraintuitivo. Fue interesante ver cómo Podemos, consciente de esta dificultad, intentó en varias ocasiones hacer campaña renunciando a este lenguaje, pero es también interesante ver cómo vuelve a él constantemente porque, a fin de cuentas, es su cosmovisión. Y es muy difícil renunciar plenamente a ella, aunque te condene a no ganar.

Quizá la esencia de la izquierda después de la caída del mundo soviético resida en estar en crisis y no acabar nunca de encontrarse a sí misma

Como se ha dicho muchas veces, quizá la esencia de la izquierda después de la caída del mundo soviético resida en estar permanentemente en crisis y no acabar nunca de encontrarse a sí misma. A pesar de ello, ha tenido triunfos notables en las últimas décadas reinventándose de una manera u otra —de Clinton a Blair, de Zapatero a Obama—. Pero quizá sí sea cierto que ahora mismo, también en la izquierda española, se está produciendo un problema endémico dentro de los bloques ideológicos: una competición interna para ver quién es más puro, quién rechaza más al adversario, quién se opone con más fiereza al “sentido común”. Cuando la política es dominada por esta tendencia —que, ciertamente, la derecha sabe advertir mejor y rechazarla—, los partidos se convierten en seminarios y sus medios de expresión en hojas parroquiales, que muchas veces son virulentas. Todo el mundo exige más bondad a los demás, pero en público justifica sus propias carencias mostrando su sensación de que está siendo ofendido y acosado (a veces con razón, en otras no). Cuando la política de izquierdas se limita a eso, la derecha gana. Lo entendió muy bien Steve Bannon, el exestratega en jefe de Donald Trump, antes de ser despedido, cuando le dijo a un periodista que le parecía muy bien que la izquierda se obsesionara con discutir sobre el racismo y sus raíces históricas, porque entonces la derecha hablaría de cómo acabar con lo que se percibía como la desleal competencia china en materia comercial y cómo subir los sueldos de los trabajadores, y en ese contexto su idea de derecha ganaría siempre. Es una idea dolorosa. No sé si cierta. Pero quizá debamos prestar atención a los argumentos de Lilla.

El fin del liberalismo de la identidad Las recientes preocupaciones en torno a la identidad racial, de género y sexual han distorsionado el mensaje del liberalismo, porque han desplazado temas relevantes para la comunidad en su conjunto. Ese discurso, según Lilla, no basta para ganar elecciones.

El fin del liberalismo de la identidad Las recientes preocupaciones en torno a la identidad racial, de género y sexual han distorsionado el mensaje del liberalismo, porque han desplazado temas relevantes para la comunidad en su conjunto. Ese discurso, según Lilla, no basta para ganar elecciones. Mark Lilla

16 julio 2017

Es una perogrullada decir que Estados Unidos se ha convertido en un país más diverso. También es algo hermoso de observar. Visitantes de otros países, especialmente aquellos que tienen

problemas para incorporar a distintos grupos étnicos y religiones, se asombran de que logremos hacerlo. No de manera perfecta, por supuesto, pero sin duda mejor que ningún país europeo o asiático en la actualidad. Es una historia extraordinaria de éxito. Pero ¿cómo debería dar forma esta diversidad a nuestra política? La respuesta liberal estándar desde hace casi una generación ha sido que deberíamos ser conscientes de nuestras diferencias y “celebrarlas”, un principio espléndido de pedagogía moral, pero desastroso como base de la política democrática en nuestra era ideológica. En años recientes el liberalismo estadounidense se ha deslizado hacia una especie de pánico moral sobre la identidad racial, de género y sexual que ha distorsionado el mensaje del liberalismo y ha evitado que se convierta en una fuerza unificadora capaz de gobernar. Una de las principales lecciones de la campaña presidencial de 2016 y de su repugnante resultado es que la era del liberalismo de la identidad debe llegar a su fin. Hillary Clinton era mejor y más inspiradora cuando hablaba de los intereses estadounidenses en los asuntos mundiales y de cómo se relacionan con nuestra forma de entender la democracia. Pero cuando abordaba la política doméstica durante la campaña tendía a perder esa visión amplia y a deslizarse hacia la retórica de la diversidad, llamando explícitamente a los votantes afroamericanos, latinos, LGBT y mujeres en cada parada. Esto fue un error estratégico. Si vas a mencionar a grupos en Estados Unidos, más vale que los menciones a todos. Si no, los que no cites se darán cuenta y se sentirán excluidos. Y eso, como muestran los datos, fue exactamente lo que pasó con la clase trabajadora blanca y con aquellos que

tienen fuertes convicciones religiosas. Dos tercios de los votantes blancos sin título universitario votaron por Trump, así como más del ochenta por ciento de los evangélicos blancos. La energía moral que rodea la identidad tiene, por supuesto, muchos buenos efectos. La discriminación positiva ha reformado y mejorado la vida empresarial. Black Lives Matter ha captado la atención de todo estadounidense consciente. Los esfuerzos de Hollywood destinados a normalizar la homosexualidad en nuestra cultura popular han ayudado a normalizarla en las familias y en la vida pública estadounidenses. Pero la fijación con la diversidad en nuestros colegios y en la prensa ha producido una generación de liberales y progresistas dotados de una inconsciencia narcisista de las condiciones exteriores a sus grupos autodefinidos, e indiferente a la tarea de conectar con estadounidenses de otros tipos. Desde una edad muy temprana se anima a nuestros hijos a hablar de su identidad individual, incluso antes de que la tengan. Para cuando llegan a la universidad muchos asumen que el discurso de la diversidad agota el discurso de la política, y tienen asombrosamente poco que decir sobre cuestiones tan perennes como la clase, la guerra, la economía y el bien común. En buena medida esto se debe a los currículos de historia en la escuela, que proyectan de manera anacrónica la política de identidad actual en el pasado, creando una visión distorsionada de las fuerzas y los individuos más importantes en la formación de nuestro país. (Los logros de los movimientos a favor de los derechos de la mujer, por ejemplo, fueron reales e importantes, pero no puedes entenderlos si antes no entiendes el logro de los padres fundadores a la hora

de establecer un sistema de gobierno basado en la garantía de derechos.) Cuando los jóvenes llegan a la universidad son animados a mantener el foco sobre sí mismos por grupos de estudiantes, profesores y administradores cuyo trabajo a tiempo completo es gestionar –y subrayar la importancia de– los “problemas de la diversidad”. Fox News y otros medios conservadores se divierten mucho burlándose de la “locura de los campus” que subraya esos asuntos, y con bastante frecuencia tienen razón al hacerlo. Eso solo ayuda a los demagogos populistas que quieren deslegitimar la educación ante los ojos de aquellos que nunca han pisado un campus. ¿Cómo explicar al votante medio la supuesta urgencia moral de dar a los estudiantes universitarios el derecho a escoger los pronombres de género que se deben usar para referirse a ellos? ¿Cómo no reír con esos votantes ante la historia de un bromista de la Universidad de Michigan que pidió que se dirigieran a él como “Su Majestad”? Esta conciencia de la diversidad de los campus se ha filtrado a lo largo de los años en los medios liberales y no de manera sutil. La discriminación positiva a favor de las mujeres y las minorías en los periódicos y emisoras estadounidenses ha sido un logro social extraordinario, e incluso ha cambiado, de manera bastante literal, la cara de los medios de derecha, a medida que periodistas como Megyn Kelly y Laura Ingraham ganaban prominencia. Pero también parece haber alentado la suposición, sobre todo entre jóvenes periodistas y editores, de que solo con centrarse en la identidad han hecho su trabajo. Recientemente hice un experimento durante un año sabático en Francia: a lo largo de un año solo leí publicaciones

europeas, no estadounidenses. Mi idea era intentar ver el mundo como los lectores europeos. Pero fue mucho más instructivo volver a casa y darme cuenta de hasta qué punto la lente de la identidad ha transformado el periodismo estadounidense en los últimos años. Con qué frecuencia, por ejemplo, la historia más perezosa del periodismo estadounidense –sobre el “primer x en hacer y”– se cuenta una y otra vez. La fascinación con el drama de la identidad ha llegado a afectar la información sobre el exterior, que es angustiosamente escasa. Por interesante que resulte leer, digamos, sobre el destino de las personas transgénero en Egipto, no contribuye en absoluto a educar a los estadounidenses sobre las poderosas corrientes políticas y religiosas que determinarán el futuro de Egipto y, de manera indirecta, el nuestro. Ningún medio importante en Europa pensaría en adoptar ese ángulo. Pero es en la política electoral donde el fracaso del liberalismo de la identidad ha sido más espectacular, como hemos visto. En periodos sanos, la política nacional no trata de la “diferencia”, sino de lo común. Y será dominada por quien mejor capture las imaginaciones estadounidenses sobre nuestro destino compartido. Ronald Reagan lo hizo con mucha habilidad, al margen de lo que pensemos de su visión. También lo hizo Bill Clinton, que arrancó una página del libro de estrategias de Reagan. Apartó al Partido Demócrata de su ala más consciente de la identidad, concentró sus energías en programas domésticos que beneficiaran a todo el mundo (como un seguro de salud nacional) y definió el papel de Estados Unidos en el mundo posterior a 1989. Al permanecer en el cargo ocho años, pudo conseguir mucho para grupos distintos en la coalición demócrata. La política de la identidad, en

cambio, es en buena medida expresiva, no persuasiva. Por eso nunca gana elecciones. Pero puede perderlas. El interés novedoso, casi antropológico, de los medios por el hombre blanco iracundo revela tanto sobre el estado de nuestro liberalismo como sobre esta figura maltratada y anteriormente ignorada. Una interpretación liberal conveniente de las elecciones presidenciales sería que el señor Trump ganó en buena medida porque logró transformar la desventaja económica en una ira racial: la tesis del whitelash. Es conveniente porque sanciona una convicción de superioridad moral y permite a los liberales ignorar lo que esos votantes decían que eran sus preocupaciones más importantes. También alienta la fantasía de que la derecha demográfica está condenada a la extinción a largo plazo, lo que significa que los liberales solo tienen que esperar y el país volverá a caer en su regazo. El porcentaje sorprendentemente alto de voto latino que fue al señor Trump nos debería recordar que cuanto más tiempo llevan los grupos étnicos en este país más políticamente diversos se vuelven. Finalmente, la tesis del whitelash es conveniente porque absuelve a los liberales de no reconocer cómo su obsesión con la diversidad ha animado a estadounidenses blancos, rurales y religiosos a pensar en sí mismos como un grupo desfavorecido cuya identidad se ve amenazada o ignorada. Esa gente no reacciona contra la realidad de nuestro Estados Unidos diverso (después de todo, tienden a vivir en áreas homogéneas del país). Pero reacciona contra la omnipresente retórica de la identidad, que es a lo que se refieren cuando hablan de “corrección política”. Los liberales deberían tener en cuenta que el primer movimiento identitario de la política estadounidense

es el Ku Klux Klan, que todavía existe. Quienes juegan al juego de la identidad deberían estar preparados para perderlo. Necesitamos un liberalismo posidentitario, y debería recurrir a los éxitos pasados del liberalismo anterior a la identidad. Ese liberalismo se concentraría en ampliar la base apelando a los estadounidenses como estadounidenses y subrayando los problemas que afectan a una vasta mayoría. Hablaría a la nación como una nación de ciudadanos que están en esto juntos y deben ayudarse unos a otros. En cuanto a problemas más concretos que tienen una gran carga simbólica y pueden alejar a aliados potenciales, sobre todo los que afectan a la sexualidad y la religión, ese liberalismo trabajaría de forma discreta y sensible, y con un adecuado sentido de la escala. (Parafraseando a Bernie Sanders, Estados Unidos está harto de oír hablar de los malditos baños transgénero de los liberales.) Los profesores comprometidos con ese liberalismo centrarían la atención en su principal responsabilidad política en una democracia: formar ciudadanos conscientes de su sistema de gobierno y de las fuerzas y acontecimientos decisivos de nuestra historia. Un liberalismo posidentitario también subrayaría que la democracia no solo es una cuestión de derechos; también confiere deberes a sus ciudadanos, como los deberes de informarse y votar. Una prensa liberal posidentitaria empezaría por educarse a sí misma en torno a partes del país que han sido ignoradas, y sobre lo que importa allí, especialmente la religión. Y se tomaría en serio su responsabilidad de educar a los estadounidenses sobre las fuerzas importantes que dan forma a la política mundial, en particular su dimensión histórica.

Hace unos años me invitaron a una convención de un sindicato en Florida, para hablar en una mesa redonda sobre el famoso discurso de las Cuatro Libertades que Franklin D. Roosevelt pronunció en 1941. La sala estaba llena de representantes de grupos locales: hombres, mujeres, negros, blancos, latinos. Empezamos cantando el himno nacional, y luego nos sentamos para escuchar una grabación del discurso de Roosevelt. Al mirar a la gente, y ver la hilera de rostros distintos, me sorprendió lo centrados que estaban en lo que veían. Y al escuchar la voz emocionante de Roosevelt cuando invocaba la libertad de expresión, la libertad de culto, la libertad de vivir sin penuria y la libertad de vivir sin miedo –libertades que Roosevelt exigía para “todos en todo el mundo”– recordé cuáles son las verdaderas bases del liberalismo estadounidense moderno. ~

Solo un apocalipsis puede salvarnos ahora La política de la nostalgia supone que el pasado puede dividirse en edades y que es posible volver a un momento anterior. En un mundo que no es como debería ser, hay cierto solaz en esperar un nuevo giro, un acontecimiento que ponga las cosas en orden. Mark Lilla

19 junio 2017

No digas: “¿Cómo es que el tiempo pasado fue mejor que el presente?” Pues no es de sabios preguntar sobre ello.

Eclesiastés 7, 10

No mucho después de salir a correr sus primeras aventuras, don Quijote es invitado a compartir una comida frugal con un grupo de cabreros. Un poco de guiso de carne y mucho vino. Cuando terminan, los cabreros sacan queso duro y una gran cantidad de bellotas, todos empiezan a abrirlas para tomarlas como postre. Todos salvo don Quijote, que toma un puñado con la mano, perdido en sus pensamientos. Se aclara la garganta. “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados”, dice a los campesinos que mastican. Era una edad en la que el fruto de la naturaleza estaba listo para ser recogido. No había tuyo ni mío, ni granjas, ni fabricantes de herramientas. Simples zagalas ataviadas con sencillez recorrían las colinas sin ser molestadas, y solo se detenían para escuchar la poesía espontánea y sencilla de sus castos amantes. No se promulgaban leyes porque no eran necesarias. Esa era terminó. ¿Por qué? Los cabreros no preguntan y don Quijote no los abruma con su conocimiento esotérico. Solo les recuerda lo que ya saben: que ahora ni las damas ni aun los huérfanos están a salvo de los predadores. Cuando terminó la Edad Dorada, las leyes se volvieron necesarias, pero como no quedaron corazones puros que pudieran hacerlas respetar, los fuertes y los feroces eran libres de aterrorizar a los débiles y los buenos. Por eso se creó la orden de los caballeros andantes en la Edad Media, y por eso don Quijote ha decidido resucitarla en los tiempos modernos. Los cabreros escuchan “embobados y suspensos” a este hombre con su bacía por yelmo. Sancho

Panza, acostumbrando a las arengas de su amo, sigue bebiendo. Don Quijote, como Emma Bovary, ha leído demasiado. Ambos son mártires de la revolución de Gutenberg. El Caballero de la Triste Figura ha absorbido tantas historias de deseo sublimado y proezas que ya no distingue lo que le rodea; Emma lee sobre fortunas ganadas y perdidas, sobre damas arrancadas de la oscuridad por condes galantes, sobre una vida como una fiesta sin fin. “Anhelaba viajar; anhelaba regresar al convento. Quería morir. Y quería vivir en París.” Ambos sufren, como todos nosotros, porque el mundo no es como debería ser. Sin embargo, Mary McCarthy se equivocó al escribir que “madame Bovary es don Quijote con faldas”. El sufrimiento de Emma es platónico; busca, en todos los lugares equivocados y con toda la gente equivocada, un ideal que solo es imaginario. Hasta el final cree que obtendrá el amor y el reconocimiento que merece. El sufrimiento de don Quijote es cristiano: se ha convencido de que en el pasado el mundo era realmente lo que debía ser, de que el ideal se hizo carne y luego se desvaneció. Como ha probado un anticipo del paraíso, su sufrimiento es más agudo que el de Emma, que anhela lo improbable pero no lo imposible. Don Quijote aguarda la Segunda Venida. Su búsqueda está condenada desde el principio porque se rebela contra la naturaleza del tiempo, que es irreversible e inconquistable. Lo pasado, pasado está; esa es la idea que no puede soportar. Las novelas de caballerías le han robado la ironía, la armadura de los lúcidos. La ironía puede definirse como la capacidad de reconocer la distancia entre lo real y lo ideal sin violentar ninguno de los dos. Don Quijote es presa de la ilusión de que la distancia que percibe es producto de una

catástrofe histórica, no que sencillamente tiene su raíz en la vida. Es un mesías tragicómico, que vaga en el desierto de su propia imaginación. La fantasía de don Quijote se sustenta en una suposición sobre la historia: que el pasado está previamente dividido en eras discretas y coherentes. Una “era”, por supuesto, no es otra cosa que un espacio entre dos puntos que señalamos en la línea del tiempo para que la historia nos resulte legible. Hacemos lo mismo tallando “acontecimientos” a partir del caos de la experiencia, como descubrió el Fabrizio del Dongo de Stendhal en su fútil búsqueda de la batalla de Waterloo. Para poner algo de orden en nuestros pensamientos, debemos imponer un orden improvisado en el pasado. Hablamos metafóricamente del “amanecer de una era” o del “fin de una era”, sin pensar que en cierto momento cruzamos una frontera. Cuando el pasado es remoto somos especialmente conscientes de lo que estamos haciendo y nada parece particularmente en peligro si, digamos, trasladamos las fronteras del Pleistoceno o de la Edad de Piedra un milenio para adelante o para atrás. Las distinciones están para ayudarnos, y cuando no lo hacen las revisamos o las ignoramos. En principio la cronología debía ser para la historia lo que la taxonomía es para la biología. Pero cuanto más nos acercamos al presente, y cuanto más se acercan nuestras distinciones a la sociedad, más cargada está la cronología. Esto también ocurre con la taxonomía. El concepto de “raza” tiene unas connotaciones cuando lo aplicamos a las plantas y otras cuando lo aplicamos a los seres humanos. El peligro en el último caso es la cosificación, algo que ocurre cuando, para comprender la realidad, desarrollamos

un concepto que distingue cosas (como el grupo lingüístico “ario”, por ejemplo). Estamos aprendiendo a no hacerlo con la raza, pero cuando se trata de entender la historia todavía somos criaturas incorregiblemente cosificadoras. El impulso de dividir el tiempo en eras parece inscrito en nuestra imaginación. Vemos que las estrellas y las estaciones siguen ciclos regulares y que la vida humana sigue un arco de la nada a la madurez y luego de regreso a la nada. Este movimiento de la naturaleza aportó irresistibles metáforas para describir el cambio cosmológico, sagrado y político de civilizaciones antiguas y modernas. Pero a medida que las metáforas envejecen y migran de la imaginación poética al mito social, se solidifican en certidumbres. No hace falta haber leído a Kierkegaard o Heidegger para conocer la ansiedad que acompaña a la conciencia histórica, ese calambre interior que llega cuando el tiempo se lanza hacia delante y nos sentimos catapultados hacia el futuro. Para relajar ese calambre nos decimos que sabemos en verdad cómo una era ha seguido a otra desde el principio. Esta mentira piadosa nos da esperanzas de alterar el curso futuro de los acontecimientos, o al menos aprender a adaptarnos a ellos. Parece incluso que proporciona cierto solaz pensar que estamos atrapados en una historia predeterminada de decadencia, mientras podamos esperar un nuevo giro de la rueda, o un acontecimiento escatológico que nos lleve más allá del tiempo. El pensamiento que divide el tiempo en épocas es pensamiento mágico. Hasta las mejores mentes sucumben a él. Para Hesíodo y Ovidio las “edades del hombre” eran una alegoría, pero para el autor del Libro de Daniel los cuatro reinos destinados a gobernar el mundo eran una certeza profética.

Los apologistas cristianos, de Eusebio a Bossuet, vieron que la mano providencial de Dios daba forma a distintas eras que marcaban la preparación, la revelación y la diseminación del Evangelio. Ibn Jaldún, Maquiavelo y Vico pensaban que habían descubierto el mecanismo por el cual las naciones surgen de toscos comienzos antes de alcanzar su cúspide y decaer en la lujuria y la literatura, para después regresar cíclicamente a sus orígenes. Hegel dividía la historia de prácticamente todas las empresas humanas –política, religión, arte, filosofía– en una serpenteante red temporal de tríadas dentro de tríadas. Heidegger hablaba elípticamente de “épocas en la historia del Ser” que abren y cierran un destino que escapa a la comprensión humana (aunque a veces dejan señales, como la esvástica). Ni siquiera nuestros profetas académicos menores del posmodernismo, al utilizar el prefijo pos-, parecen superar la compulsión de separar una era de otra. O de considerar culminante la suya, en la que descubrimos que realmente todos los gatos son pardos. Los relatos del progreso, el retroceso y los ciclos dan por sentado un mecanismo por el que ocurre el cambio histórico. Pueden ser las leyes naturales del cosmos, la voluntad de Dios, el desarrollo dialéctico de la mente humana o de fuerzas económicas. Una vez que entendemos el mecanismo, estamos seguros de comprender lo que ocurrió de verdad y lo que está por venir. Pero ¿y si no existe ese mecanismo? ¿Y si la historia está sujeta a repentinas erupciones que no se pueden explicar por medio de ninguna ciencia de la tectónica temporal? Esas son las preguntas que surgen frente a los cataclismos para los que ninguna racionalización parece adecuada y ningún consuelo parece posible. En respuesta, se desarrolla una visión apocalíptica de la historia que ve una corriente en el tiempo

que se ensancha cada año que pasa, distanciándonos de una época que era dorada, heroica o simplemente normal. En esta visión, en realidad, solo hay un acontecimiento en la historia, el kairós que separa el mundo que nos correspondía del mundo en el que debemos vivir. Esto es todo lo que podemos y debemos saber del pasado. La historia apocalíptica también tiene una historia, que constituye un registro de la desesperación humana. La expulsión del Edén, la destrucción del primero y el segundo templos, la crucifixión de Jesucristo, el saqueo de Roma, los asesinatos de Huséin y Alí, las cruzadas, la caída de Jerusalén, la Reforma, la caída de Constantinopla, las guerras civiles inglesas, la Revolución francesa, la guerra de Secesión, la Primera Guerra Mundial, la Revolución rusa, la abolición del califato, la Shoah, la Nakba palestina, “los sesenta”, el 11-s; todos estos acontecimientos están inscritos en las memorias colectivas como rupturas definitivas de la historia. Para la imaginación apocalíptica, el presente, no el pasado, es un país extranjero. Por eso se siente tan inclinada a soñar con un segundo acontecimiento que abra las puertas del paraíso. Su atención se centra en el horizonte que aguarda al Mesías, a la Revolución, al Líder, al fin del tiempo en sí. Solo un apocalipsis puede salvarnos ahora; frente a la catástrofe, esta convicción morbosa puede parecer simple sentido común. Pero a lo largo de la historia también ha suscitado esperanzas exageradas que se vieron inevitablemente frustradas, dejando a aquellos que las tenían todavía más desolados. Las puertas del Reino permanecen cerradas, y todo lo que quedaba era el recuerdo de la derrota, la destrucción y el exilio. Y fantasías del mundo que hemos perdido.

Para quienes nunca han experimentado la derrota, la destrucción o el exilio, la pérdida posee un encanto innegable. Una agencia de viajes alternativa de Rumania ofrece lo que llama “Tour Hermosa Decadencia” de Bucarest, que ofrece al visitante una visión del paisaje urbano poscomunista: edificios llenos de escombros y cristales rotos, fábricas abandonadas invadidas por la hierba... ese tipo de cosas. Los comentarios en internet son efusivos. Jóvenes artistas estadounidenses, que se sienten ignorados en la gentrificada Nueva York, se trasladan a Detroit, el Bucarest de Estados Unidos, para apretar de nuevo los dientes. Caballeros ingleses sucumbieron a algo similar en el siglo XIX, y compraban abadías y casas de campo desiertas donde temblaban de frío los fines de semana. Para los nostálgicos, la decadencia del ideal es el ideal. La nostalgie de la boue es ajena a las víctimas de la historia. Situadas al otro lado de la fractura que separa el pasado y el presente, algunas reconocen su pérdida y miran hacia el futuro, con esperanza o sin ella; el superviviente del campo que nunca menciona el número que lleva tatuado en el brazo mientras juega con sus nietos un domingo por la tarde. Otras permanecen al borde de la fractura y observan cómo retroceden las luces en el otro lado, noche tras noche, mientras sus mentes rebotan entre la ira y la resignación: los viejos rusos blancos sentados en torno a un samovar en una chambre de bonne, con las gruesas cortinas corridas y los ojos húmedos mientras cantan sus viejas canciones. Algunos, sin embargo, se vuelven idólatras de ese cisma. Se obsesionan con vengarse del demiurgo que hizo que se abriera. Su nostalgia es revolucionaria. Puesto que la continuidad del tiempo ya se ha roto, empiezan a soñar con producir una segunda ruptura y escapar del presente. Pero ¿en qué dirección? ¿Deberíamos

encontrar el camino de regreso al pasado y ejercer nuestro derecho de retorno? ¿O deberíamos movernos hacia delante, en dirección a una nueva era inspirada por la edad dorada? ¿Reconstruir el Templo o fundar un kibutz? La política de la nostalgia solo trata de estas cuestiones. Tras la Revolución francesa, los aristócratas desposeídos y el clero acampaban al otro lado de la frontera francesa, confiados en que regresarían pronto y volverían a ponerlo todo en su sitio. Tuvieron que esperar un cuarto de siglo, y para entonces Francia ya no era lo que había sido. La Restauración no fue tal. Pero el monarquismo católico nostálgico siguió siendo una corriente fuerte en la política francesa hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando movimientos como Action Française cayeron finalmente en desgracia por colaborar con Vichy. Todavía existen pequeños grupos de simpatizantes, y el periódico L’Action Française 2000 sigue llegando a los quioscos, como un espectro, cada dos semanas. La derrota de los alemanes en la Primera Guerra Mundial impulsó a Adolf Hitler en dirección opuesta. Podría haber proyectado la imagen de una vieja Alemania restaurada de pueblos conservadores en valles bávaros, poblada de Hans Sachses que sabían cantar y luchar. En vez de eso hablaba de una Alemania inspirada por las tribus antiguas y las legiones romanas, ahora a bordo de tanques Panzer que desataban tormentas de acero y gobernaban una Europa industrial hipermoderna limpia de judíos y bolcheviques. Adelante hacia el pasado. La historiografía apocalíptica nunca pasa de moda. Los conservadores estadounidenses de la actualidad han perfeccionado un mito popular sobre cómo la nación salió de la Segunda Guerra Mundial fuerte y virtuosa, solo para

convertirse en una sociedad licenciosa gobernada por un amenazador Estado laico tras la Nakba de los años sesenta. Están divididos sobre la respuesta correcta. Algunos quieren regresar a un pasado tradicional idealizado; otros sueñan con un futuro libertario donde las virtudes de la frontera nacerán de nuevo y la velocidad de internet será tremenda. La situación es más grave en Europa, sobre todo en el este, donde viejos mapas de la Gran Serbia guardados desde 1914 fueron sacados y publicados en internet poco después de la caída del Muro de Berlín, y donde los húngaros han empezado a contar viejas historias sobre lo mucho mejor que era la vida cuando no había tantos judíos y gitanos. La situación es crítica en Rusia, donde ahora todos los problemas se atribuyen a la catastrófica desintegración de la Unión Soviética, lo cual permite que Vladímir Putin venda sueños de un imperio restaurado bendecido por la Iglesia ortodoxa y sostenido por el pillaje y el vodka. Pero es en el mundo musulmán donde esa creencia en una Edad Dorada perdida es más poderosa y relevante. Cuanta más literatura del islamismo radical lee uno, más aprecia el atractivo del mito. Es más o menos así: antes de la llegada del Profeta el mundo se encontraba en una era de ignorancia, la jahiliyya. Los grandes imperios estaban sumidos en la inmoralidad pagana, el cristianismo había desarrollado un monasticismo que negaba la vida y los árabes eran bebedores y jugadores supersticiosos. Mahoma fue elegido como el vehículo de la revelación final de Dios, que elevaría a todos los individuos y pueblos que lo aceptaran. Los compañeros del Profeta y los primeros califas eran impecables portadores del mensaje y empezaron a construir una nueva sociedad basada en la ley divina. Pero pronto, asombrosamente pronto, se

perdió el impulso de esta generación fundadora. Y nunca se ha recuperado. En las tierras árabes, los conquistadores iban y venían: omeyas, abasíes, cruzados cristianos, mongoles, turcos... Cuando los creyentes eran fieles al Corán había cierta apariencia de justicia y virtud, y hubo unos siglos en que las artes y las ciencias progresaron. Pero el éxito siempre traía lujo, y el lujo engendraba vicio y estancamiento. La voluntad de imponer la soberanía de Dios murió. Al principio, la llegada de las potencias coloniales en el siglo XIX parecía ser solo otra cruzada occidental. Pero presentó un desafío totalmente nuevo y mucho más grande para el islam. Los cruzados medievales querían conquistar militarmente a los musulmanes y forzarlos a convertirse. La estrategia de los colonizadores modernos era debilitar a los musulmanes alejándolos de la religión e imponiendo un orden laico inmoral. En vez de enfrentarse a guerreros sagrados en el campo de batalla, los nuevos cruzados simplemente exponían los principios de la ciencia y la tecnología modernas y cautivaban a sus enemigos. “Si abandonas a Dios y usurpas su legítimo gobierno sobre ti –ronroneaban–, todo esto será tuyo.” Muy pronto, el talismán de la modernidad laica surtió efecto, y las élites musulmanas se volvieron fanáticas del “desarrollo” y enviaron a sus hijos –chicas incluidas– a escuelas y universidades laicas, con los resultados previsibles. Los animaron los tiranos que los gobernaban con el apoyo de Occidente y que siguiendo sus órdenes oprimían a los fieles. Todas estas fuerzas –laicismo, individualismo, materialismo, indiferencia moral, tiranía– se han combinado para producir una nueva jahiliyya que todo musulmán fiel debe combatir, como el Profeta en las postrimerías del siglo vii. Él no hizo

concesiones, no liberalizó, no democratizó, no persiguió el desarrollo. Divulgó la palabra de Dios e instituyó su Ley, y debemos seguir su ejemplo sagrado. Una vez que hayamos conseguido eso, la era gloriosa del Profeta y sus compañeros regresará para siempre. Inshallah. Hay poco que sea exclusivamente musulmán en este mito. Incluso su éxito a la hora de movilizar a los fieles y de inspirar actos de violencia extraordinaria tiene precedentes en las cruzadas y en los esfuerzos nazis por regresar a Roma pasando por el Valhalla. Cuando la Edad Dorada se encuentra con el Apocalipsis, la Tierra empieza a temblar. Lo que resulta llamativo en la actualidad es la poca cantidad de anticuerpos que el pensamiento islámico contemporáneo tiene contra este mito, por razones históricas y teológicas. Entre las joyas de sabiduría y poesía del Corán también aparece un elemento de inseguridad, inusual en textos sagrados, sobre el lugar que le corresponde al islam en la historia. Desde las primeras suras se nos invita a compartir la frustración de Mahoma por el rechazo de los judíos y cristianos, cuyo legado profético él iba a cumplir y no abolir. En cuanto el Profeta empieza su misión, la historia se aparta un poco de su rumbo y se debe hacer un ajuste para las “gentes del Libro”, ciegas al tesoro que les pone ante los ojos. San Pablo afrontó un desafío similar en sus epístolas, en las que aconsejó una coexistencia pacífica con los cristianos paganos, los cristianos judíos y los judíos no cristianos. Algunos versículos del Corán son generosos y tolerantes sobre la resistencia al Profeta. Muchos otros no lo son. El Corán muestra un resentimiento inconfundible por haber llegado tarde, y quienes están resentidos con el presente pueden explotarlo con facilidad.

Lectores sin preparación e ignorantes de las profundas tradiciones intelectuales de la interpretación coránica, que por la razón que sea pueden sentirse enfadados por sus condiciones de vida, son presa fácil de quienes utilizan el Corán para enseñar que los rencores históricos son sagrados. A partir de ahí no se necesita mucho para empezar a pensar que la venganza histórica también es sagrada. En cuanto termine la carnicería, como al final ocurrirá, por agotamiento o por derrota, el pathos del islamismo político merecerá tanta reflexión como su monstruosidad. Uno casi se ruboriza al pensar en la ignorancia histórica, la piedad mal dirigida, el exagerado sentido del honor, la impotente pose adolescente, la ceguera ante la realidad, y el miedo a esta, que hay tras esta fiebre asesina. El pathos de don Quijote es bastante distinto. El Caballero de la Triste Figura es absurdo pero noble, un santo que sufre, varado en el presente, que deja a quienes encuentra mejorados aunque levemente magullados. Es un fanático flexible, que de vez en cuando le guiña el ojo a Sancho Panza como si quisiera decir: “No te preocupes. Me controlo.” Y sabe cuándo parar. Tras ser derrotado en un combate simulado por sus amigos, renuncia a la caballería, enferma y nunca se recupera. Sancho intenta resucitarlo proponiendo que se retiren al campo y vivan juntos como sencillos pastores, como en la Edad Dorada. Pero no sirve de nada; afronta su muerte con humildad. Un don Quijote triunfal y vengativo es impensable. La literatura del islamismo radical es una versión de pesadilla de la novela de Cervantes. Quienes la escriben se sienten también incómodos en el presente, pero tienen la garantía divina de que lo que se perdió en el tiempo puede encontrarse

en el tiempo. Para Dios, el pasado nunca es pasado. La sociedad ideal siempre es posible, porque existió una y no hay condiciones sociales necesarias para su realización; lo que ha sido y debe ser puede ser. Lo único que hace falta es fe y voluntad. El adversario no es el tiempo en sí, sino aquellos que en todas las épocas históricas han obstaculizado el camino de Dios. Esta idea poderosa no es nueva. Al analizar las reacciones conservadoras a las revoluciones de 1848, Marx escribió que en épocas de crisis revolucionarias “conjuramos ansiosamente el espíritu del pasado” para tranquilizarnos frente a lo desconocido. Confiaba, sin embargo, en que esas reacciones fueran temporales y en que la conciencia humana estaba destinada a alcanzar lo que ya ocurría en el mundo material. Hoy, cuando los cuentos infantiles políticos parecen más poderosos que las fuerzas económicas, es difícil compartir su confianza. Somos demasiado conscientes de que los eslóganes revolucionarios de nuestra época empiezan diciendo: “Érase una vez...” ~

El liberalismo que fue y el que será Jesús Silva-Herzog Márquez

14 noviembre 2017

En la introducción al volumen que preparó sobre la teoría política francesa contemporánea, Mark Lilla denunciaba el provincianismo intelectual de los estadounidenses. El mundo anglófono había insertado un abismo para separarse del “continente”. El profesor sospechaba que la razón de este

nacionalismo filosófico era una especie de encierro liberal. En aquel prólogo que Letras Libres publicó en noviembre del 2000, Lilla se abría, por una parte, a la diversidad de las tradiciones liberales y pedía, por la otra, confrontar las razones del antiliberalismo. Quería terminar con lo que describió como una guerra fría en la filosofía política. En los ensayos que ha escrito desde entonces se ha dedicado precisamente a eso. Siguiendo la ruta trazada por Isaiah Berlin, ha pensado en las seducciones del antiliberalismo usando con frecuencia el retrato biográfico para ilustrarlas. En Pensadores temerarios abordó el magnetismo que el poder absoluto ha ejercido sobre los intelectuales. En El Dios que no nació defiende la provechosa oscuridad de la política moderna: esa decisión de Occidente de mantener su política a salvo de la revelación. Si el experimento funciona tendrá que basarse solamente en nuestra lucidez. En La mente naufragada examina los atractivos del radicalismo reaccionario. Cápsulas biográficas que permiten a Lilla polemizar con Foucault y con Schmitt; con Leo Strauss y con Derrida. Estampas que restituyen el sentido y el poder de las ideas. Vidas con ideas; ideas vivas. En su ensayo más reciente puede leerse al mismo polemista liberal dispuesto a encarar al adversario. En el libro que podría traducirse como El liberalismo que fue y el que será: después de la política de la identidad, publicado este año por Harper se percibe, sin embargo, un tono distinto. Lilla no habla ya de la historia de las ideas políticas y su remoto influjo, sino del discurso público de hoy, de la estrategia intelectual de los partidos, de las tácticas de comunicación de los políticos. Desde luego, en todas sus contribuciones se advierte la persuasión de que las ideas cuentan, de que la imagen que

nos formamos de la historia y del conflicto, de la ley y de la justicia importa para configurar la experiencia política. Pero en este alegato hay un sentido de urgencia que no aparece en sus bosquejos biográficos. También, habría que decirlo, cierta torpeza en abordar las complejidades de lo inmediato. El libro extiende el argumento que expuso en el New York Times en noviembre de 2016 y que desató una tormenta. Al artículo siguió una catarata de réplicas en la prensa y en las redes. Apenas un par de semanas después de la elección presidencial, Lilla señalaba a la retórica de la identidad como culpable de la victoria de Donald Trump. El golpe de la elección estaba todavía fresco, la incredulidad sobre lo acontecido seguía pesando en el ánimo público y Lilla proponía una explicación sencilla. El discurso de Hillary Clinton, continuando una inercia ya vieja, condujo al desastre. Al hablar insistentemente de la condición de las mujeres, de los afroamericanos, migrantes y homosexuales remarcaba una fractura que terminó siendo aprovechada por los republicanos que hablaban el lenguaje de la nación. Los demócratas, lamentaba Lilla, han dejado de hablar de la ciudadanía para hablar de las mujeres transgénero. El llamado a las particularidades es, a juicio del profesor de Columbia, una resta electoral. El discurso hacia las minorías está condenado a ser minoritario porque no apela a la experiencia común de la ciudanía sino a una condición incomunicable de opresión particular. El discurso de la identidad podrá resultar gratificante, pero es políticamente ineficaz. El argumento lo exponía abiertamente Steve Bannon durante la campaña electoral: hablen de racismo todo lo que quieran, denuncien la discriminación todo el tiempo; mientras más lo hagan más votos tendremos. A Lilla no le ofende la coincidencia. No la

entiende como un acuerdo ideológico, sino como la aceptación de un hecho innegable. La crisis del liberalismo estadounidense es vista, así, como una crisis de la imaginación. Es el discurso, el lenguaje, lo que ha dejado de funcionar. Retomar el rumbo sería encontrar el nuevo acento, el nuevo tono para nombrar el mundo. Habría que hablar distinto: no de lo que separa a la sociedad sino aquello que la une o aquello que debe unirla, esa experiencia común que permite integrar a todos en un proyecto nacional. Si es necesario hablar de las desigualdades, debe hacerse cerrando los ojos al color, el género, la clase, la identidad sexual o la condición migratoria. Se debe pensar la política con la escuadra del liberalismo cívico: todos los ciudadanos idénticos a los ojos de la ley y nada más. Sugiere Lilla que el liberalismo ha de ser refractario a cualquier convocatoria identitaria. Lo dice, vale subrayarlo, más por razones estratégicas que filosóficas. Es cierto que no está expuesto aquí el boceto de un liberalismo hermético a la denuncia de la desigualdad. Quisiera, de hecho, inscribirse en la tradición del progresismo liberal. Lo que denuncia es, ante todo, la ineficacia electoral del relato de las particularidades oprimidas. La política de la identidad subordina la eficacia a la expresión: es desahogo, no estrategia. Pero parece un liberalismo insensible a la realidad. Concentrado en los pecados de la comunicación, Lilla pasa por alto las razones de la ansiedad contemporánea. Es imposible tratar el argumento de Lilla solamente como un instructivo de campaña. Su alegato tiene implicaciones conceptuales que merecen ser abordadas. El crítico de la nostalgia reaccionaria cae en esa idealización de lo que fue.

Hubo un tiempo en que el progresismo hablaba el lenguaje de la cordialidad cívica. Las demandas se expresaban en el lenguaje neutro de los derechos. No habrá política liberal si no aprendemos a hablarle a los ciudadanos simplemente como ciudadanos. Aquí es donde la palabra clave del manifiesto de Lilla parece confusa. ¿Puede haber política sin recreación de sujetos colectivos? ¿Hay política sin identidades rivales? La gestión de la identidad pública es una de las tareas centrales de cualquier actor político: nosotros/ellos. No es necesario adoptar el belicismo schmittiano para advertir la importancia política de esa construcción de antagonismos. Cualquier agrupación, todo grupo de interés que exige ser escuchado en el ámbito público fabrica una identidad. Lo hace necesariamente desde una posición de poder o de debilidad; desde la experiencia de la pobreza o desde el privilegio. Más allá del instante del voto nadie hace política con la clave del elector. El historiador de las ideas no atiende la fuente de la que surgen. Parece decirnos que el discurso de género es un capricho de las élites progresistas, que la denuncia del racismo es una manía que distrae de lo importante. El Partido Demócrata no necesitaría, en consecuencia, nuevas herramientas para abordar la exclusión, necesitaría un lenguaje apropiado que permita dejar de hablar de ella. Si aspira a algún cambio, debe formularlo de modo tal que no ofenda a nadie. Puede tener razón Lilla al advertir el problema de la coalición electoral de los demócratas, pero difícilmente puede aceptarse la propuesta que llama cívica. La batalla que emprende Lilla contra las identidades termina negando la intensidad del conflicto social, pasa por alto la

necesidad de agregación simbólica y cierra los ojos al impacto del poder mismo. Al hacerlo apela a la brumosa abstracción del bien común. El liberalismo de Lilla encalla, pues, en metafísica. ~

Nuestra era ilegible Nunca, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el pensamiento político había sido tan superficial e incapaz de explicar su época. Perder el vocabulario de las ideologías y quedarnos con la simple fe en los “valores democráticos” ha empobrecido el debate. Mark Lilla

07 octubre 2014

Veinticinco años después, es tiempo de debatir de nuevo sobre la Guerra Fría. En la década posterior a los acontecimientos de 1989 no hablábamos de otra cosa. Ninguno de nosotros previó la rápida desintegración del Imperio soviético, el retorno también veloz de Europa del Este a la democracia constitucional, o la agonía de los movimientos revolucionarios que Moscú apoyó durante tanto tiempo. Ante lo inesperado, de manera atípica nos ocupamos de pensamientos grandilocuentes. ¿Este es el “fin de la Historia”?, “¿qué queda de la izquierda?” Después, la vida siguió su curso y nuestro pensamiento volvió a hacerse pequeño. Europa dirigió su atención a construir una Unión Europea amorfa; Estados Unidos, al islamismo político y la quimera de fundar las democracias árabes; el mundo, en cambio, se concentró en el

estudio de la economía liberal, convertida en la esencia de nuestro currículo global. Y así, por estas y otras razones, nos olvidamos de la Guerra Fría y eso parecía algo fabuloso. No lo fue. La verdad es que no hemos reflexionado lo suficiente acerca del fin de la Guerra Fría y, en especial, acerca del vacío intelectual que dejó atrás. Aunque no sirviera para nada más, la Guerra Fría hacía que nos concentráramos. Las ideologías que estaban en conflicto, cuyos linajes podían remontarse a dos siglos atrás, ofrecían puntos de vista claramente opuestos a los de la realidad política. Ahora que ya no existen, se esperaría que las cosas tuvieran mucha más claridad. Sin embargo, al parecer ocurre justo lo contrario. Nunca, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y tal vez desde la Revolución rusa, el pensamiento político en Occidente había sido tan superficial y tan desorientado. Todos intuimos que están ocurriendo cambios desastrosos en nuestras sociedades y en otras sociedades cuyos destinos desempeñarán una función importante en moldear la nuestra. Sin embargo, carecemos de conceptos adecuados o, incluso, del vocabulario apropiado para describir el mundo en que vivimos. La conexión entre las palabras y las cosas se ha roto. El fin de la ideología no significa que haya desaparecido la oscuridad. Ha traído una niebla tan espesa que ya no podemos leer lo que está justo frente a nosotros. Vivimos en una era ilegible. ¿Qué es o qué era la ideología? Los diccionarios la definen como un “sistema” de ideas y creencias que tiene la gente para motivar su acción política. Pero la metáfora resulta inadecuada. Toda actividad práctica, no solo la actividad política, implica ideas y creencias. Una ideología denota algo diferente: se apodera de nosotros con una cautivadora imagen de la

realidad. Siguiendo con la metáfora óptica, la ideología se apropia de un campo visual indefinido y lo enfoca de manera que los objetos aparecen en una relación predeterminada entre unos y otros. Las ideologías políticas que nacieron de la Revolución francesa fueron particularmente vigorosas porque tenían imágenes que revelaban la forma en que el presente emergió de un pasado comprensible y se dirigía hacia un futuro inteligible. En Europa dos grandes narrativas compitieron por captar la atención. Luego esto se extendió a todo el mundo: una narrativa progresiva, que culminaba en una revolución liberadora, y otra apocalíptica, que llegaba a su fin con la restauración del orden natural de las cosas. La narrativa ideológica de la izquierda europea era una mezcla entre Prometeo encadenado y la vida de Jesús. Se asumía que la humanidad era igual a los dioses, pero estaba encadenada a la roca de la Historia por la religión, las jerarquías, la propiedad y la falsa conciencia. Durante miles de años todo siguió igual hasta que en 1789 se produjo el milagro de la encarnación y el espíritu de libertad e igualdad se hizo carne. El problema fue que a este milagro no le siguió una redención. Del mismo modo que los seguidores de Jesús debían realizar cierta labor teológica mientras el segundo advenimiento continuara aplazándose, durante los siglos XIX y XX la izquierda desarrolló una apologética revolucionaria para dar sentido a esa decepción histórica. Enseñó que, aunque la Revolución francesa cayó en el Terror y el despotismo napoleónico, preparó el camino para las revoluciones paneuropeas de 1848. Su vida fue corta, pero inspiraron la Comuna de París. Esta duró solo algunos meses, pero sirvió de ejemplo para la Revolución de febrero de 1917. Es cierto que luego la sucedieron la Revolución de octubre y el terror de Stalin. Pero,

inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, el peregrinaje de la revolución se abrió paso hasta China y los países del Tercer Mundo, globalizando así la lucha contra el capitalismo y el imperialismo. Luego vino Camboya y la música dejó de sonar. En Europa la derecha contrarrevolucionaria, a pesar de que en lo político fue mucho más fuerte durante el siglo XIX, no logró ofrecer una narrativa tan gloriosa como la de la izquierda. Formada en la reacción y bajo coacción, era oscura y menos inspiradora. Sin embargo, en momentos de crisis podía ser muy convincente. La historia que narraba era una mezcla entre la leyenda del hombre artificialmente creado por ritos cabalísticos y el Libro de las Revelaciones. En la versión más conocida de la historia del gólem, un rabino inserta en la boca de una figura de arcilla un pedazo de papel donde está escrito el nombre de Dios. La figura cobra vida y encolerizada se dirige a un gueto judío donde siembra el terror entre los habitantes hasta que el rabino le arrebata el papel de la boca. Si pensamos en el gólem como le peuple, en la hoja de papel como los escritos de Voltaire y Rousseau, y en la destrucción del gueto como el Terror, nos hemos adentrado en la mente de la derecha reaccionaria. En la leyenda el rabino logra amansar al gólem. Sin embargo, las fuerzas de la reacción nunca lograron controlar a las fuerzas revolucionarias que también tenían causas científicas, económicas y tecnológicas. Los ferrocarriles formaron una red de líneas a través del paisaje intacto. Las ciudades reemplazaron a aldeas y fincas; las fábricas, a las granjas; las escuelas laicas, a las religiosas; los políticos barbudos, a duques y condes; y los campesinos se convirtieron en una

masa de trabajadores embrutecidos. A medida que avanzaba el siglo, la derecha romántica que soñaba con restaurar una era de dulzura e ilustración se transformó en una derecha apocalíptica, convencida de estar viviendo la Gran Tribulación. Y cuando la inesperada Revolución rusa triunfó y el marxismo pasó de ser una pequeña secta a una poderosa fuerza global, el rostro del anticristo quedó al descubierto para que el mundo lo viera. La batalla final había comenzado y a ella saltaron redentores nacionalistas que gobernaban a sus pueblos con mano de hierro y “pisotearon el lagar del vino del furor, y de la ira del Dios Todopoderoso” (Apocalipsis 19:15). Nos hemos adentrado a la mente del fascismo. Hablar de estos asuntos es –transcurridas dos décadas– conjurar un mundo perdido. El intento por transmitir a los jóvenes estudiantes de hoy –americanos, europeos e incluso chinos– el gran drama de la vida política e intelectual entre 1789 y 1989 hace que uno se sienta como un poeta ciego que canta acerca de la Atlántida perdida. Para ellos el fascismo es “el mal radical” y por lo tanto les resulta incomprensible y no pueden entender cómo logró desarrollarse y atraer a millones de personas. Al comunismo, aunque desde luego sirvió “para muchas cosas buenas”, tampoco le ven mucho sentido, sobre todo en la fe que la gente tuvo por la Unión Soviética. Hoy los estudiantes sencillamente no sienten atracción por la ideología, y les resulta difícil imaginar una mente que esté cautiva en ella. Es más fácil para ellos acceder al mundo de las Confesiones de San Agustín que al de Dostoievski y las novelas políticas de Conrad. Es una bendición con matices. Muchos de quienes tenemos más de cincuenta años recordamos nuestras discusiones con

comunistas y sus allegados, y habernos maravillado ante su impresionante –y, al cabo, repugnante– destreza. Con aire indulgente explicaban que lo que para nosotros eran hechos significativos, para ellos resultaba todo lo contrario; que aquello en apariencia trivial, en realidad constituía el meollo del asunto. No parecían llevar anteojeras que ocultaran la realidad. Por el contrario –y este era el problema–, podían ver absolutamente todo y la manera en que se conectaba mediante fuerzas ocultas que operaban a tremendas distancias. Cuando ocurría algún hecho embarazoso, instintivamente se lanzaban a la negación. Pero no pasaba mucho tiempo antes de que comenzaran las explicaciones casuísticas que defendían desde el Muro de Berlín hasta las Brigadas Rojas, pronunciadas con la seguridad de un jesuita en su hábito. Hoy día ese tipo de gente ya no es común, y es un alivio. Pero hay que admitir que algunas valiosas cualidades intelectuales que desarrollamos para hacerles frente también han ido desapareciendo. Por ejemplo, la curiosidad y la ambición. Los intelectuales anticomunistas solían exponer las razones por las que la historia no puede ser dominada por un sistema o una idea. Las sociedades son demasiado complejas; las motivaciones humanas, demasiado diversas; y las instituciones son demasiado opacas como para obtener una imagen estática de la realidad o discernir las leyes invariables que las rigen. Pero ninguno de los líderes liberales de la Guerra Fría – Raymond Aron, Daniel Bell, Leszek Kołakowski, Isaiah Berlin, Ralf Dahrendorf– pensó que los problemas que abordaba el marxismo fueran imaginarios o estuvieran más allá de la consideración humana. Se resistieron a la teoría marxista porque, a la postre, era inadecuada para la tarea que asumió, no porque su ambición estuviera mal dirigida. (No eran, vale la

pena repetirlo, conservadores.) Bell imaginó que el fin de las ideologías liberaría las mentes para investigar las sutiles e inesperadas reacciones entre las esferas políticas, económicas y culturales de la vida social moderna, a medida que se desarrollasen con el tiempo. No imaginó que se marchitara la voluntad misma de investigar. Pero ocurrió. La izquierda radical no lo ve así. Para ella la era de la ideología nunca terminó. Simplemente, la nueva “visión hegemónica del mundo” ha sustituido al fascismo y al comunismo. Los norteamericanos lo llaman capitalismo democrático y están encantados; los europeos lo denominan neoliberalismo y no están contentos. Hay mucho de verdad en esto. Es difícil negar que el concepto de democracia –no importa cuán incomprendido o vilipendiado sea– es la única forma política que hoy puede reivindicar un reconocimiento global, si no universal. Y es cierto que el crecimiento económico es el objetivo común de los gobiernos de todo el mundo y se ha perseguido –la mayoría de las veces– con una fe irreflexiva en los beneficios sin costo del libre comercio, la desregulación y la inversión extranjera. Yo iría aún más lejos. La liberación social que se inició en los años sesenta en algunos países occidentales encuentra menos resistencia entre las élites urbanas educadas de casi todas partes, y ha surgido una perspectiva cultural, o al menos un cuestionamiento. Esta visión tiene como axioma la primacía de la autodeterminación individual por encima de los lazos sociales tradicionales, se muestra indiferente hacia asuntos de religión y sexo, y siente a priori la obligación de tolerar a los otros. Desde luego, han surgido poderosas reacciones contra esta perspectiva, incluso en Occidente. Pero fuera del mundo

islámico, donde los principios teológicos aún conservan autoridad, cada vez hay menos objeciones que persuadan a la gente que no tiene esos principios. La reciente e increíblemente veloz aceptación de la homosexualidad, e incluso del matrimonio homosexual, en tantos países occidentales –una transformación de la moral y las costumbres tradicionales que carece de precedentes históricos– dice más sobre nuestro tiempo que cualquier otra cosa. Nos dice que esta es una era libertaria. Esto no obedece a que la democracia esté en marcha (en muchos lugares se halla en retroceso), o a que las munificencias del libre mercado hayan llegado a todos (tenemos una nueva clase de pobres), ni se debe a que ahora seamos libres para hacer lo que nos plazca (sobre todo porque resulta inevitable que los deseos entren en conflicto). No, la nuestra es una era libertaria por omisión: se han atrofiado las ideas o creencias o sentimientos que silenciaban la exigencia de una autonomía individual. No se dio ningún debate público ni se tomó votación alguna al respecto. Tras el fin de la Guerra Fría, simplemente nos encontramos en un mundo en el cual cada avance del principio de libertad en una esfera lo hace avanzar en otras, lo queramos o no. La única libertad que estamos perdiendo es la libertad de elegir nuestras libertades. No a todo el mundo le gusta esto. La izquierda, sobre todo en Europa y en América Latina, quiere limitar la autonomía económica por el bien público. Sin embargo, de entrada rechaza los límites legales de la autonomía individual en otras esferas, como la vigilancia y la censura en internet, que también podrían servir al bien público. Esa izquierda quiere un ciberespacio sin controles en una economía controlada: una

imposibilidad tecnológica y sociológica. En China, Estados Unidos o en cualquier otro lado, a la derecha le gustaría lo contrario: una economía permisiva con una cultura restrictiva, lo que, a la larga, también constituye una imposibilidad. Estamos como el hombre a bordo de un tren que avanza a gran velocidad y quiere detenerlo tirando del asiento de enfrente. Sin embargo, nuestro libertarismo no es una ideología en el sentido antiguo. Es un dogma. Vale la pena tener en mente la distinción entre ideología y dogma. La ideología trata de conocer a fondo las fuerzas históricas que impulsan a la sociedad y para ello primero tiene que comprenderlas. Eso es justo lo que hicieron las grandes ideologías de los siglos XIX y XX. Lo hicieron demasiado bien. Al ser “totalizadoras” en lo intelectual apoyaron el totalitarismo político. Nuestro libertarismo opera de forma distinta: es sumamente dogmático y, como ocurre con todos los dogmas, sanciona la ignorancia sobre el mundo y ciega a sus seguidores con respecto a sus efectos en ese mundo. Parte de principios liberales básicos: la santidad del individuo, la prioridad de la libertad, la desconfianza de la autoridad pública, la tolerancia, pero no avanza más. No le gusta la realidad, no siente ninguna curiosidad con respecto a cómo llegamos hasta aquí o hacia dónde vamos. No existe una sociología libertaria (sería un oxímoron) ni una psicología o filosofía de la historia. En sentido estricto, tampoco existe una teoría política libertaria, puesto que no alberga ningún interés por las instituciones y no tiene nada que decir acerca de la necesaria y productiva tensión entre los propósitos individuales y los colectivos. No es liberal en un sentido que hubiesen reconocido Montesquieu, los redactores de la Constitución estadounidense, Tocqueville o

Mill. Ellos habrían visto el libertarismo como un credo muy similar al sola fide de Lutero: hay que dar a los individuos la máxima libertad en todos los aspectos de su vida y todo estará bien. Y si no, pereat mundus (que perezca el mundo). La sencillez dogmática del libertarismo explica por qué quienes de otro modo tendrían muy poco en común pueden suscribirlo: son fundamentalistas del small government en la derecha estadounidense, anarquistas de izquierda en Europa y América Latina, profetas de la democratización, absolutistas de las libertades civiles, cruzados de los derechos humanos, evangelistas del crecimiento neoliberal, hackers renegados, fanáticos de las armas, fabricantes de pornografía y economistas de la Escuela de Chicago en todo el mundo. El dogma que los reúne está implícito y no requiere explicación; es una mentalidad, un estado de ánimo, una conjetura: lo que antes se llamaba, sin afán peyorativo, un prejuicio. Mantener una ideología requiere trabajo porque los acontecimientos políticos siempre amenazan su plausibilidad. Hay que modificar las teorías; hay que revisar las revisiones. Puesto que la ideología plantea una explicación sobre la forma en que funciona el mundo, incita y resiste la refutación. En contraste, un dogma no. Por esto nuestra edad libertaria es una era ilegible. Consideremos dos ejemplos. Desde la década de 1980 el proyecto de integración económica de la Unión Europea ha estado dominado por el neoliberalismo, una forma poderosa del libertarismo contemporáneo. Hubo razones concretas para ello, relacionadas con ciertos fracasos del Estado benefactor, la indolencia de las economías ralentizadas por empresas estatales, el exceso de regulación y

el poder de los sindicatos. Pero a medida que pasó el tiempo se fueron olvidando las razones y el neoliberalismo se convirtió en lo que es hoy: un dogma que oscurece sus efectos en el mundo real, que no se limitan a lo económico. Por ejemplo, es repugnante ver cómo los europeos han reaccionado con tanta lentitud a la hora de reconocer hasta qué punto el enfoque neoliberal de la Unión Europea sobre la integración económica pone en riesgo los principios del autogobierno democrático, reconquistados tras la Segunda Guerra Mundial. La democracia trata de la autodeterminación, tanto colectiva como individual. Hasta ahora, las democracias constitucionales modernas se han desarrollado solo dentro del contexto de los Estados-nación soberanos. Existe una explicación. El Estado-nación representa una especie de acuerdo entre la política del imperio y la política de la aldea: tiene el tamaño suficiente como para animar a la gente a pensar más allá de sus intereses locales, pero no es tan grande como para que sientan que no tienen control sobre sus vidas. Proporciona un espacio con límites claros de contestación política y acción colectiva de los ciudadanos que se identifican con él, a la vez que brinda los medios necesarios para que los gobiernos rindan cuentas. Históricamente hablando, se trata de algo muy difícil de lograr. Desde sus inicios nunca hubo consenso acerca de exactamente qué tipo de truco encarnaba la Unión Europea, aparte de ser una máquina para mantener la paz y generar prosperidad. Todos coincidieron en que eso exigiría una disminución de la soberanía nacional. Pero al principio se pensó muy poco en el establecimiento de procesos democráticos internos, en parte debido a que, tras la

experiencia con el fascismo, los Padres Fundadores no confiaban del todo en le peuple. Mucho menos se pensó en la forma de construir una identificación pública dentro de ese proyecto: cómo convertir a escoceses y sicilianos en compatriotas que sientan tener un destino en común y que reconozcan las mismas instituciones. El resultado es que hoy los europeos de a pie no saben qué pensar del “proyecto europeo”. Ven que las decisiones de peso las toma la burocracia de Bruselas o la Comisión Europea, cuyos miembros no se eligen de modo directo. El Parlamento Europeo sí es elegido, pero no hay partidos paneuropeos que ofrezcan programas integrales para gobernar y sufrir las consecuencias si no consiguen ejecutarlos. Los votantes deben elegir de acuerdo a listas nacionales de candidatos que no pueden prometer nada y tampoco son responsables de nada, lo que alienta el voto irresponsable de protesta. En cuanto a la construcción de una identidad europea, baste señalar que el euro no muestra un solo personaje histórico, lugar o monumento que pudiera resonar entre los ciudadanos, desde Glasgow hasta Taormina, y que pocos conocen el himno que la Unión Europea ha elegido para ellos. (Irónicamente, se trata de la Oda a la alegría.) No solo la inmigración masiva ha hecho tambalear el sentido nacional de un “nosotros” entre los europeos, sino también la continua expansión de las fronteras de la UE hacia el este y sureste y, quién sabe, quizás un día hasta la ribera sur del Mediterráneo. Puesto que Europa ya no cree tener una esencia, un núcleo, una historia compartida o, incluso, fronteras definidas, ¿bajo qué criterios rechazar la afiliación de cualquier otra nación que se diga también de Europa?

No es de extrañar que los ciudadanos de hoy, tanto en las naciones fuertes como en las débiles, se sientan estafados y desconfíen unos de otros. Dado que Grecia y otros países han estado al borde de la quiebra y la UE les ha exigido austeridad, sus ciudadanos sienten, con razón, que pierden control de su destino colectivo. Aunque eso también es cierto para un inquieto público alemán, preocupado por haber firmado un pacto económico suicida con despilfarradores. En los Estados más débiles, los funcionarios nacionales electos, que esperan permanecer en sus cargos a la vez que deben imponer medidas de austeridad, señalan a los alemanes. Los alemanes culpan a las normas de solvencia de la Unión Europea. Por su parte, la UE acusa a los mercados financieros omniscientes, que remiten a las agencias calificadoras de deuda estadounidenses, atendidas en sus cubículos por administradores de empresas con un máster en “Business Administration”, que a falta de mejor alternativa se han convertido en los nuevos soberanos de Europa. Y lo que estos exigen es menos democracia y una mayor dependencia de gobiernos técnicos y de los expertos económicos. Quienes defienden la Unión Europea nos recuerdan que la paz se ha mantenido con éxito desde hace dos décadas; advierten también que las naciones deben renunciar aún a más soberanía si Europa ha de hacer frente a la volatilidad de los mercados financieros globales y competir con gigantes económicos como China y Estados Unidos. Quizás esto sea así. Una Europa pacificada es una cosa muy valiosa y una UE más poderosa bien podría ser una cosa muy necesaria. Pero no se trata de cosas democráticas.

Mientras Europa socava en silencio las bases de sus democracias de posguerra, Estados Unidos intenta construir otras nuevas sobre la arena. Históricamente a los estadounidenses siempre se les ha dado mejor vivir la democracia que entenderla. La consideran un derecho de nacimiento y una aspiración universal, no una forma excepcional de gobierno que durante dos milenios fue descartada porque se consideraba ruin, inestable y potencialmente tiránica. En general no están conscientes de que, en Occidente, la democracia pasó de considerarse un régimen irredimible en la Antigüedad clásica a uno potencialmente bueno apenas en el siglo XIX, para luego convertirse en la mejor forma de gobierno después de la Segunda Guerra Mundial, y en el único régimen legítimo hace apenas veinticinco años. La profesión estadounidense de la ciencia política adolece de la misma amnesia. Durante la Guerra Fría, los académicos, convencidos de la bondad absoluta y única de la democracia, abandonaron el estudio tradicional de las formas no democráticas de gobierno, como monarquía, aristocracia, oligarquía y tiranía, y en vez de eso se dedicaron a distinguir regímenes en una sola línea que iba de la democracia (bueno) hasta el totalitarismo (malo). El juego académico se convirtió entonces en saber dónde colocar, a lo largo de esa línea, todos los demás Estados “autoritarios”. (¿La España de Franco estaba a la derecha de la Indonesia de Suharto, o al revés?) Esta forma de pensar ha dado pie a la ingenua suposición de que, tras la caída de la Unión Soviética, los países de forma natural comenzarían a hacer “transiciones” para pasar de la dictadura y el autoritarismo a la democracia, como atraídos por

un imán. Esa confianza se ha evaporado y nuestros politólogos han visto que muchas cosas desagradables pueden crecer bajo el manto de las elecciones. Pero aún quieren aferrarse a su pequeña línea y escriben artículos sobre autoritarismo electoral, autoritarismo competitivo, autoritarismo de clan, pseudodemocracias, aparentes democracias y democracias débiles. Y, para tener cubiertas todas las bases, también escriben sobre “regímenes híbridos”. Pero en la mente de las clases políticas y periodísticas de Estados Unidos, hoy solo existen dos categorías políticas: la democracia y le déluge. Si uno asume que la democracia es la única forma legítima de gobierno, resulta una distinción perfectamente útil. “Lo que no debe ser no puede ser”, escribió el poeta alemán. Incapaces o simplemente reacios a distinguir las variedades no democráticas que existen en la actualidad, mejor hablamos de sus “reportes de derechos humanos”, que nos dicen mucho menos de lo que pensamos. Recurrimos a organizaciones como Freedom House, un think tank que promueve la democracia y denuncia los abusos a los derechos humanos en el mundo, y publica un influyente informe anual titulado Freedom in the World que, afirma, cuantifica los niveles de libertad en todos los países del mundo. Califica distintos factores (derecho de participación política, libertades civiles, la prensa, etc.), y luego combina esas cifras con un número índice mixto que indica qué país es “libre”, “parcialmente libre” o “no libre”. El documento se lee como un informe de la bolsa de valores: “Este es el séptimo año consecutivo en que los países con descensos superaron a aquellos con mejoras.” En 2013 se confió a los lectores que, según las cifras, durante el año anterior las “ganancias más notables” en el apartado de la

libertad fueron en Egipto, Libia, Birmania y Costa de Marfil. Uno no sabe por dónde empezar. Sin duda la gran sorpresa en la política mundial desde el fin de la Guerra Fría no fue el avance de la democracia liberal sino la reaparición de formas clásicas de gobierno no democrático disfrazadas de modernas. La disolución del Imperio soviético y la “terapia de choque” que siguió produjeron nuevas oligarquías y cleptocracias que tienen a su alcance herramientas innovadoras de financiamiento y comunicación. El avance del islam político ha colocado a millones de musulmanes, que representan una cuarta parte de la población mundial, bajo un gobierno teocrático más restrictivo. Tribus, clanes y grupos sectarios se han convertido en los actores más importantes en los Estados poscoloniales de África y Medio Oriente. China ha vuelto a traer el mercantilismo despótico. Cada una de estas formaciones políticas tiene una naturaleza distintiva que debe entenderse en sus propios términos, no como una forma menor o mayor de la democracia in potencia. El mundo de las naciones sigue siendo lo que siempre ha sido: una pajarera. Pero la ornitología es complicada y la promoción de la democracia parece mucho más sencilla. A fin de cuentas, ¿no todos los pueblos quieren estar bien gobernados y que se les consulte sobre los asuntos que les afectan? ¿Acaso no anhelan seguridad y un trato justo? ¿No quieren escapar a la humillación de la pobreza? Pues bien, la democracia liberal es la mejor forma de lograr todo eso. Ciertamente, esa es la visión de los Estados Unidos, compartida por muchas personas que viven en países no democráticos. Pero eso no significa que entiendan las implicaciones de la democratización ni que acepten el individualismo social y cultural que de manera

inevitable trae consigo. Ningún pueblo se ha vuelto tan libertario como el estadounidense. Valora bienes que el individualismo destruye, como la deferencia a la tradición, el compromiso con un lugar, el respeto a los mayores, las obligaciones con la familia y el clan, la devoción por la piedad y la virtud. Si ellos y nosotros creemos que se puede tener todo a la vez, entonces, ellos y nosotros estamos muy equivocados. Estas son las rocas sobre las cuales, una y otra vez, se estrella la esperanza de una democracia. La cierto es que, durante el lapso de nuestra vida o la de nuestros hijos y nietos, miles de millones de personas en el mundo jamás vivirán en una democracia. Eso no se debe solo a la cultura y a las costumbres establecidas. Hay que sumar divisiones étnicas, sectarismo religioso, analfabetismo, inequidad económica, fronteras nacionales absurdas, impuestas por las potencias coloniales... la lista es larga. Sin Estado de derecho y una Constitución que se respete, sin burocracias profesionales que traten a los ciudadanos imparcialmente, sin la subordinación de los militares al poder civil, sin órganos reguladores para asegurar la transparencia en las transacciones económicas, sin normas sociales que alienten el compromiso cívico y el cumplimiento de la ley: sin todo esto es imposible una democracia liberal moderna. De modo que, cuando pensamos en las no democracias de hoy, la única pregunta posible sería: ¿cuál es el Plan B? Nada refleja más la bancarrota del pensamiento político actual que nuestra falta de voluntad para plantearnos esta pregunta, que para la izquierda huele a racismo y para la derecha apesta a derrotismo (y a las dos cosas para los halcones liberales). Pero si las únicas opciones que podemos imaginar son la

democracia o le déluge, excluimos la posibilidad de mejorar los regímenes no democráticos sin intentar transformarlos por la fuerza (al estilo norteamericano), o esperando en vano (al estilo europeo) que los tratados de derechos humanos, las intervenciones humanitarias, las sanciones legales, los proyectos de las ONG y los blogueros con sus iPhones representen una diferencia duradera. Estas son las características del absoluto delirio que caracteriza a nuestros dos continentes. El próximo Premio Nobel de la Paz no debería recaer en un activista de derechos humanos o en el fundador de una ONG, sino en un pensador o en un líder que desarrolle un modelo de teocracia constitucional que dé a los países musulmanes una forma congruente pero limitada de reconocer la autoridad de la ley religiosa y que la haga compatible con el buen gobierno. Esto sería un auténtico logro histórico, si bien no necesariamente democrático. Por supuesto, nunca se otorgará ese premio, y no solo porque esos pensadores y esos líderes no existen. Reconocer tal logro requeriría abandonar el dogma de que la libertad individual es el único o, incluso, el mayor bien político en todas las circunstancias históricas y aceptar que los trade-offs son inevitables. Esto significaría aceptar que, si existe un camino de la servidumbre a la democracia, largos tramos estarán pavimentados por la no democracia, tal y como ocurrió en Occidente. Empiezo a sentir cierta simpatía por aquellos oficiales norteamericanos que llevaron a cabo la ocupación de Afganistán e Iraq hace diez años y, de inmediato, empezaron a destruir los partidos políticos y los ejércitos existentes, y las instituciones tradicionales de consulta política y de autoridad. La razón más profunda para este colosal error no fue la hubris norteamericana ni su ingenuidad, aunque hubo mucho

de eso. La verdad es que no tenían otra forma de pensar alternativas a esta precipitada y, al cabo, engañosa democratización. ¿Adónde tendrían que haber acudido? ¿Qué libros habrían tenido que leer? ¿En qué habrían tenido que apoyarse? Lo único que sabían era la directriz primordial: redactar nuevas constituciones, establecer parlamentos y oficinas presidenciales y, luego, convocar a elecciones. En efecto, tras todo esto llegó el diluvio. La edad libertaria es una era ilegible. A diferencia de los antiguos maestros pensadores, ha engendrado un nuevo tipo de hubris. Nuestra arrogancia consiste en creer que ya no tenemos que pensar profundamente o poner atención o buscar conexiones, sino que lo único que tenemos que hacer es aferrarnos a nuestros “valores democráticos” y a nuestros modelos económicos y tener fe en el individuo y todo saldrá bien. Al presenciar desagradables escenas de embriaguez intelectual, nos hemos convertido en abstemios satisfechos de sí mismos, distanciados de la historia e incapacitados ante los desafíos que ya se están dando. El fin de la Guerra Fría destruyó cualquier rasgo de confianza en la ideología que pudiera quedar en Occidente. Pero también parece haber destruido nuestra voluntad de entender. Hemos abdicado. El dogma libertario de nuestro tiempo está embrollando nuestras organizaciones políticas, nuestras economías y nuestra cultura y nos ciega a todo esto porque hace que seamos menos curiosos de lo que somos por naturaleza. El mundo que estamos haciendo con nuestras propias manos está tan alejado de nuestra mente como el más remoto agujero negro en el espacio. Alguna vez sentimos nostalgia por el futuro. Hoy tenemos amnesia del presente. ~

EL FIN DEL LIBERALISMO IDENTITARIO Mark Lilla – 18 Nov. 2016 Es una obviedad que EEUU se ha convertido en un país más diverso. Es también una cosa hermosa de ver. Los visitantes de otros países, especialmente aquellos que tienen problemas para incorporar diferentes grupos étnicos y religiones, se asombran de que consigamos hacerlo. No perfectamente, por supuesto, pero actualmente ciertamente mejor que cualquier nación europea o asiática. Es una historia de éxito extraordinaria.

Pero ¿cómo debe moldear esta diversidad nuestra política? La respuesta liberal estándar durante casi una generación ha sido que debemos tomar conciencia y "celebrar" nuestras diferencias. Lo cual es un espléndido principio de pedagogía moral, pero desastroso como fundamento de la política democrática en nuestra ideologizada era. En los últimos años, el liberalismo estadounidense ha caído en una especie de pánico moral acerca de la identidad racial, de género y sexual que ha distorsionado el mensaje del liberalismo y le ha impedido convertirse en una fuerza unificadora capaz de gobernar.

Una de las muchas lecciones de la reciente campaña presidencial y su repugnante resultado es que se debe poner fin a la era del liberalismo identitario. Hillary Clinton estaba en su mejor y más estimulante momento cuando habló sobre los intereses estadounidenses en los asuntos mundiales y cómo se relacionan con nuestra comprensión de la democracia. Pero cuando se trataba de la vida en casa, tendía a lo

largo de la campaña a perder esa gran visión y se deslizaba en la retórica de la diversidad, apelando explícitamente a los votantes afroamericanos, latinos, L.G.B.T. Y las mujeres en cada acto. Este fue un error estratégico. Si va a mencionar grupos en América, es mejor mencionarlos a todos. Si no lo hace, aquellos que no sean nombrados lo notarán y se sentirán excluidos. Y eso fue exactamente lo que sucedió, como muestran los datos, con la clase obrera blanca y los que tienen fuertes convicciones religiosas. Dos tercios de los votantes blancos sin títulos universitarios votaron por Donald Trump, al igual que más del 80 por ciento de los evangélicos blancos.

La energía moral en torno a la identidad tiene, por supuesto, muchos efectos buenos. La 'discriminación positiva’ ha reformado y mejorado la vida empresarial. Black Lives Matter ha apelado a cada estadounidense con conciencia. Los esfuerzos de Hollywood para normalizar la homosexualidad en nuestra cultura popular ayudaron a normalizarla en las familias americanas y en la vida pública.

Pero la fijación por la diversidad en nuestras escuelas y en la prensa ha producido una generación de liberales y progresistas narcisisticamente inconscientes de las condiciones de vida de aquellos ajenas a los grupos que se califican como propios, e indiferentes a la tarea de llegar a los estadounidenses en todos los ámbitos de la vida. A una edad muy temprana nuestros niños se animan a hablar de sus identidades individuales, incluso antes de tenerlas. Cuando llegan a la universidad, muchos asumen que el discurso de la diversidad agota el discurso político y tienen escasamente poco que decir sobre cuestiones tan constantes como la clase, la guerra, la economía y el bien común. En gran parte esto se debe a los temarios de historia de la escuela secundaria, que de una forma anacrónica proyectan al pasado la política identitaria, creando una imagen distorsionada de las principales fuerzas e individuos que modelaron nuestro país. (Los logros de los movimientos por los derechos de las mujeres, por ejemplo, eran reales e importantes, pero no pueden comprenderlos si no comprenden primero el logro de los padres fundadores en el establecimiento de un sistema de gobierno basado en la garantía de derechos).

Cuando los jóvenes llegan a la universidad, se les anima a mantener este enfoque en sí mismos por parte de grupos estudiantiles de la facultad y también por administradores cuyo trabajo a tiempo completo es encargarse de "cuestiones de diversidad" –aumentando su importancia. Los medios de comunicación han convertido en un deporte de primero orden burlarse de la "locura del campus" que rodea estos temas, y muy a menudo tienen razón. Esto sólo favorece a los demagogos populistas que quieren deslegitimar la enseñanza para quienes nunca han pisado un campus. ¿Cómo explicar al votante promedio la supuesta urgencia moral de dar a los estudiantes universitarios el derecho de elegir los pronombres de género designados para ser utilizados al dirigirse a ellos? ¿Cómo no reír junto con esos votantes porque un bromista de la Universidad de Michigan escribió que quería que le tratasen como "Su Majestad"?

Esta concienciación de la diversidad en los campus se ha filtrado con el paso de los años en los medios de comunicación liberales, y no de manera sutil. La 'acción afirmativa’ para las mujeres y las minorías en los periódicos y los canales de televisión y radio de EEUU ha sido un

extraordinario logro social, e incluso ha cambiado, literalmente, la apariencia de los medios de comunicación de derecha, ya que periodistas como Megyn Kelly y Laura Ingraham han ganado prominencia. Pero también parece haber alentado la hipótesis, especialmente entre los periodistas y editores más jóvenes, de que al centrarse tan solo en la identidad han hecho su trabajo.

Recientemente realicé un pequeño experimento durante un año sabático en Francia: Durante un año entero sólo leí publicaciones europeas, no americanas. Mi pensamiento era tratar de ver el mundo como lo hacían los lectores europeos. Pero fue mucho más instructivo regresar a casa y darme cuenta de cómo ver las cosas a través de las gafas de la identidad ha transformado la información estadounidense en los últimos años. Cuán a menudo, por ejemplo, la historia más simplista del periodismo americano -sobre el "primer X que hizo Y"- se contó y volvió a contar. La fascinación por el drama de la identidad ha afectado incluso a la información extranjera, que se reduce de manera angustiosa al mínimo. Por muy interesante que sea leer, digamos, sobre el destino de las personas transgénero en Egipto, no contribuye nada a educar a los estadounidenses sobre las poderosas corrientes políticas y religiosas que determinarán el futuro de Egipto e indirectamente el nuestro. Ningún centro de noticias importante en Europa pensaría en adoptar tal enfoque.

Pero es en el plano de la política electoral que el liberalismo de la identidad ha fracasado de manera más espectacular, como acabamos de ver. La política nacional en períodos sanos no se refiere a la "diferencia", sino a lo común. Y estará dominado por quien capta mejor la imaginación de los estadounidenses acerca de nuestro destino compartido. Ronald Reagan lo hizo muy hábilmente, cualquiera que sea su pensamiento. Así lo hizo Bill Clinton, que aplicó una página del libro de instrucciones de Reagan. Se apoderó del Partido Demócrata por encima de su ala identitaria, concentró sus energías en programas nacionales que beneficiarían a todos (como el seguro médico nacional) y definió el papel de Estados Unidos en el mundo posterior a 1989. Al permanecer en el cargo por dos mandatos, fue capaz de lograr mucho por los diferentes grupos de la coalición demócrata. La política de identidad, por el contrario, es en gran medida expresiva, no persuasiva. Es por eso que nunca gana elecciones, pero puede perderlas. El recién descubierto, casi antropológico interés de los medios por el 'varón blanco enfadado’ revela tanto sobre el estado de nuestro liberalismo como sobre esta figura tan calumniada y antes ignorada. Una interpretación liberal conveniente de la reciente elección presidencial sería que el Sr. Trump ganó en gran parte porque logró transformar la desventaja económica en rabia racial -la tesis del "whitelash" (la reacción de los racistas blancos ante los avances del movimiento de derechos civiles, AyR). Esto es conveniente porque confirma la convicción de la superioridad moral propia y permite a los liberales ignorar lo que dichos votantes dijeron que eran sus mayores preocupaciones. También alienta la fantasía de que la derecha republicana está condenada a la extinción demográfica a largo plazo, lo que significa que los liberales sólo tienen que esperar a que el país caiga en sus manos. El porcentaje sorprendentemente alto del voto latino que recibió el Sr. Trump debe recordarnos que uanto mayores son los grupos étnicos más amplios que hay en este país, más políticamente diversos se vuelven. Finalmente, la tesis del 'whitelash’ es conveniente porque absuelve a los liberales de no reconocer cómo su propia obsesión con la diversidad ha alentado a los americanos blancos, rurales y religiosos a pensar en sí mismos como un grupo desfavorecido cuya identidad está siendo amenazada o ignorada. Tales personas no están reaccionando contra la realidad de nuestra diversa América (tienden, después de todo, a vivir en áreas homogéneas del país).

Pero están reaccionando contra la retórica omnipresente de la identidad, que es lo que quieren decir con "corrección política". Los liberales deben tener en cuenta que el primer movimiento de identidad en la política estadounidense fue el Ku Klux Klan, que aún existe. Quienes juegan al juego de la identidad deben estar preparados para perder. Necesitamos un liberalismo post-identidad, y debemos sacarlo de los éxitos pasados del liberalismo anterior a la etapa identitaria. Tal liberalismo se concentraría en ampliar su base apelando a los estadounidenses como estadounidenses y enfatizando los asuntos que afectan a una gran mayoría de ellos. Hablaría a la nación como una nación de ciudadanos que están en esto juntos y deben ayudarse unos a otros. En cuanto a los temas más específicos que están altamente cargados de simbolismo y pueden alejar a potenciales aliados, especialmente aquellos que tocan la sexualidad y la religión, tal liberalismo funcionaría en silencio, de manera sensible y con un sentido apropiado de la escala. (Parafraseando a Bernie Sanders, Estados Unidos está cansado de oír hablar de los malditos servicios de los liberales –en referencia a los de cuartos de baño públicos de EEUU sin distinción de género, AyR). Los profesores comprometidos con este liberalismo volverían a centrar la atención en su principal responsabilidad política en una democracia: formar ciudadanos comprometidos conscientes de su sistema de gobierno y de las principales fuerzas y acontecimientos de nuestra historia. Un liberalismo post-identitario también destacaría que la democracia no es sólo acerca de los derechos; También confiere obligaciones a sus ciudadanos, como las obligaciones de mantenerse informado y votar. Una prensa liberal post-identidad comenzaría a educarse sobre partes del país que han sido ignoradas, y sobre lo que importa allí, especialmente la religión. Y tomaría en serio su responsabilidad de educar a los estadounidenses sobre las principales fuerzas que conforman la política mundial, especialmente su dimensión histórica. Hace algunos años fui invitado a una convención sindical en Florida para hablar en un grupo dedicado al famoso discurso de las cuatro libertades de Franklin D. Roosevelt de 1941. El salón estaba lleno de representantes de los grupos locales: hombres, mujeres, negros, blancos y latinos. Comenzamos cantando el himno nacional, y luego nos sentamos a escuchar una grabación del discurso de Roosevelt. Cuando miré hacia la multitud y vi la variedad de diferentes caras, me sorprendió lo concentrados que estaban en lo que compartían. Y escuchando la agitada voz de Roosevelt mientras invocaba la libertad de expresión, la libertad de culto, la libertad de la carencia y la libertad del miedo - las libertades que Roosevelt exigía para "todos en el mundo" - me recordaron cuáles eran los verdaderos fundamentos del liberalismo americano moderno.

EL REGRESO LIBERAL Mark Lilla

Fragmento Donald J. Trump es presidente de Estados Unidos. Y su sorprendente victoria ha dado por fin energía a los liberales y progresistas estadounidenses. Están organizando lo que llaman «resistencia» a todo lo que representa. Crean redes, van a manifestaciones, asisten a los plenos del ayuntamiento e inundan las líneas telefónicas de sus representantes en el Congreso. Ya se habla con entusiasmo de

recuperar escaños en la Cámara de Representantes y en el Senado en las elecciones de mitad de la legislatura, y la presidencia en tres años. La búsqueda de candidatos ha comenzado y, sin duda, hay asesores que sueñan con los despachos que ocuparán en el Ala Oeste de la Casa Blanca. Ojalá la política estadounidense fuera tan sencilla. Pierdes la bandera y la recuperas. Nosotros, los liberales, hemos jugado a este juego antes y, a veces, hemos ganado. Hemos tenido presidentes demócratas en cuatro de las diez legislaturas que siguieron a la victoria de Ronald Reagan en 1980 y hubo importantes logros en cuestiones de medidas políticas durante los gobiernos de Bill Clinton y Barack Obama. Pero si rascas la superficie de las elecciones presidenciales, que parecen seguir su propio ritmo histórico, las cosas se vuelven muy oscuras, muy deprisa.

Recibe antes que nadie historias como ésta ME APUNTO He leído y acepto las condiciones legales y acepto recibir comunicaciones electrónicas Clinton y Obama fueron elegidos y reelegidos con mensajes que hablaban de esperanza y de cambio. Pero se vieron bloqueados en casi cada momento por republicanos llenos de confianza en el Congreso, un Tribunal Supremo escorado a la derecha y una mayoría creciente de gobiernos estatales en manos de los republicanos. Los triunfos electorales de esos presidentes no hicieron nada para detener o ralentizar siquiera la deriva derechista de la opinión pública estadounidense. De hecho, en buena medida gracias al complejo mediático sin escrúpulos y enormemente influyente de la derecha, cuanto más tiempo se mantenía en el cargo, más despreciaba el público el liberalismo como doctrina política. Y ahora nos enfrentamos a páginas web de la extrema derecha populista que me zclan medias verdades, mentiras, teorías de la conspiración e invenciones para crear un mejunje tóxico que se tragan fácilmente los crédulos, los indignados y los amenazadores. Los liberales se han convertido en el tercer partido ideológico de Estados Unidos, por detrás de los autodenominados «independientes y conservadores», incluso entre los jóvenes y algunas minorías. Nos han repudiado en términos nada ambiguos. Donald Trump no es, para ser sinceros, la mayor de nuestras preocupaciones. Y, si no miramos más allá de él, hay muy poca esperanza para nosotros. El liberalismo estadounidense en el siglo XXI está en crisis: una crisis de imaginación y de ambición por nuestra parte, una crisis de vínculo y de confianza por parte del público. La mayoría de los estadounidenses han dejado muy claro que ya no responden a cualquier mensaje general que estuviéramos transmitiendo las décadas pasadas. Incluso cuando votan a nuestros candidatos, son cada vez más hostiles hacia nuestra manera de hablar y de escribir (especialmente sobre ellos), hacia nuestra manera de argumentar, hacia nuestra manera de hacer campaña, hacia nuestra manera de gobernar. La famosa observación de Abraham Lincoln resulta de nuevo oportuna:

El sentir del público lo es todo. Con él, nada puede fracasar; en su contra, nada puede prosperar. Quien moldea el sentir del público va más allá que quien promulga leyes o pronuncia decisiones judiciales. La derecha estadounidense entiende perfectamente esta ley básica de la política democrática y por eso ha controlado la agenda política del país durante dos generaciones. Los liberales han rechazado aceptarla el mismo tiempo. Como Bartleby el escribiente, «prefieren no hacerlo». La pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué aquellos que dicen hablar por el gran demos estadounidense se muestran tan indiferentes ante la tarea de agitar sus emociones y de ganar su confianza? Esta es la cuestión que me gustaría explorar. Escribo como un liberal estadounidense frustrado. Mi frustración no se dirige hacia los votantes de Trump o hacia aquellos que han apoyado de manera explícita el ascenso de este demagogo populista, ni hacia aquellos que han engrasado las ruedas de su campaña, ni hacia aquellos cobardes de Washington que se han doblegado ante él. Otros irán a por ellos. Mi frustración tiene su fuente en una ideología que durante décadas ha impedido que los liberales desarrollen una visión ambiciosa de Estados Unidos y de sus ciudadanos capaz de inspirar a toda clase de estos y en todas las regiones del país. Una visión que orientara al Partido Demócrata y le ayudase a ganar elecciones y a ocupar nuestras instituciones políticas a largo plazo, para que pudiéramos realizar los cambios que nosotros queremos y Estados Unidos necesita. Los liberales aportan mucho a la competición electoral: valores, compromisos, propuestas de políticas. Lo que no llevan es una imagen de cómo podría ser nuestra forma de vida compartida. Desde la elección de Ronald Reagan, la derecha estadounidense ha ofrecido una. Y es esa imagen —no el dinero, no la falsa publicidad, no el discurso del miedo, no el racismo— la que ha sido la fuente última de su fuerza. En la competición por la imaginación estadounidense, los liberales han abdicado. El regreso liberal es la historia de esa renuncia. Su argumento se puede r esumir brevemente. Sugiero que la historia política estadounidense del siglo pasado se puede dividir de forma útil en dos «dispensaciones», para invocar el término de la teología cristiana. La primera, la Dispensación Roosevelt, se extendió desde la época del New Deal hasta la era del movimiento de los derechos civiles y la Gran Sociedad de los años sesenta y se agotó en la década de 1970. La segunda, la Dispensación Reagan, empezó en 1980 y ahora la cierra un populismo oportunista y carente de principios. Cada dispensación trajo consigo una imagen inspiradora del destino de Estados Unidos y un claro catecismo de doctrinas que establecían los términos del debate político. La Dispensación Roosevelt presentaba un Estados Unidos en donde los ciudadanos estaban implicados en una empresa colectiva para protegerse unos a otros frente al riesgo, la miseria y la negación de los derechos fundamentales. Sus consignas eran «solidaridad», «oportunidad», «deber público». La Dispensación Reagan presentaba un Estados Unidos más individualista en donde las familias, las pequeñas comunidades y las empresas florecerían una vez quedaran libres de los grilletes del Estado. La primera dispensación era política; la segunda, antipolítica. La gran renuncia liberal empezó durante los años de Reagan. Con el final de la Dispensación Roosevelt y el ascenso de una derecha unida y ambiciosa, los liberales estadounidenses afrontaban un grave desafío: desarrollar una nueva visión política del destino compartido del país, adaptada a las nuevas realidades de la sociedad

estadounidense y escarmentada por los fracasos de antiguos enfoques. Los liberales no lograron hacerlo. En vez de eso, se lanzaron hacia las políticas del movimiento de la identidad y perdieron la noción de lo que compartimos como individuos y de lo que nos une como nación. Una imagen del liberalismo de Roosevelt y los sindicatos que lo apoyaban era la de dos manos que se estrechaban. Una imagen recurrente del liberalismo de la identidad es la de un prisma que refracta un solo haz de luz hacia los colores que lo conforman, lo que produce un arcoíris. Eso lo dice todo. La política de la identidad no es nada nuevo, sin duda, en la derecha estadounidense. Lo asombroso durante la Dispensación Reagan fue el desarrollo de una versión de izquierdas que se convirtió en el credo de facto de dos generaciones de políticos, profesores, maestros, periodistas, activistas y funcionarios liberales del Partido Demócrata. No constituía un accidente histórico; porque la fascinación, y luego obsesión, hacia la identidad no desafiaba el principio fundamental del reaganismo. Reforzaba ese principio: el individualismo. La política de la identidad de la izquierda se ocupaba al principio de amplios sectores de personas — afroamericanos, mujeres— que buscaban reparar grandes errores históricos, primero desde la movilización y, después, por medio de las instituciones para asegurar sus derechos. Pero en los años ochenta, esto había dado paso a una pseudopolítica de la mirada hacia uno mismo y hacia una autodefini ción cada vez más estrecha y excluyente, que ahora se cultiva en nuestras universidades. La principal consecuencia ha sido girar a los jóvenes hacia sí mismos, en vez de volverlos hacia fuera, hacia el mundo más amplio. Los ha dejado sin preparación para pensar sobre el bien común y lo que se debe hacer, en términos prácticos, para garantizarlo, sobre todo la dura y poco glamurosa tarea de convencer a gente muy distinta a nosotros para que se una en un esfuerzo común. Cada avance de la conciencia identitaria liberal ha marcado un retroceso de la conciencia política liberal. Sin ella no se puede imaginar la visión de un futuro para los estadounidenses. Así que no debería sorprendernos que el término «liberalismo» provoque indiferencia, si no hostilidad, entre tantos estadounidenses en este momento. Se considera, con cierta justicia, un credo que profesan sobre todo élites urbanas educadas de forma separada del resto del país, que ven los asuntos del día principalmente a través de la lente de la identidad y cuyos esfuerzos se centran en el cuidado y nutrición de movimientos muy sensibilizados que disipan, en vez de centrar, las energías de lo que queda de la izquierda. Al contrario de lo que los forenses centristas de la elección de 2016 dirán, la razón por la que los demócratas pierden terreno no es que se hayan alejado demasiado de la izquierda. Tampoco lo es que, como ya insisten los progresistas, se hayan ido demasiado a la derecha, en especial en asuntos económicos. Pierden porque han retrocedido a cuevas qu e han cavado en la falda de lo que una vez fue una gran montaña. No existe una prueba más clara de esta retirada que la página web del Partido Demócrata. En el momento en que escribo, la página web republicana presenta de forma destacada un documento titulado «Principios para una Renovación de Estados Unidos», que es una declaración de posiciones sobre once cuestiones políticas amplias. La lista empieza con la Constitución («Nuestra Constitución debería preservarse, valorarse y honrarse») y termina con la inmigración («Necesitamos un sistema de inmigración que dé seguridad a nuestras fronteras,

haga cumplir la ley e impulse nuestra economía»). No hay un documento así en la página web de los demócratas. En cambio, cuando bajas al final de la página, encuentras una lista de enlaces titulada «Gente». Y cada enlace te lleva a una página diseñada para atraer a una identidad y grupo determinados: mujeres, hispanos, «estadounidenses étnicos», el colectivo LGBT, nativos americanos, afroamericanos, asiáticos americanos, gente de las islas del Pacífico... Hay diecisiete grupos así, y diecisiete mensajes distintos. Uno podría pensar que, por error, ha dado con la web del Gobierno libanés, no con la de un partido que tenga una visión del futuro de Estados Unidos. Pero quizá la acusación más dañina que se le puede hacer al liberalismo de la identidad es que deja a los grupos que pretende cuidar en una situación más vulnerable de lo que de otro modo estarían. Hay una buena razón por la que los liberales prestan una atención extra a las minorías, puesto que son las que tienen más posibilidades de ver violados sus derechos. Pero en una democracia, la única forma de defenderlos de manera significativa —y no limitarnos a hacer gestos vacíos de reconocimiento y «celebración»— es ganar elecciones y ejercer el poder a largo ...

¿Por qué la izquierda no sabe pescar? Mark Lilla o por qué la izquierda no sabe pescar / DANIEL ROSELL

Mark Lilla disecciona en 'El regreso liberal' cómo las fuerzas progresistas han renunciado a reforzar la ciudadanía y a ganar elecciones Manel Manchón

¿Quién ha dicho que los intelectuales no saben ofrecer imágenes que nos expliquen con claridad lo que pretenden decir? Vamos a ello. Mark Lilla es catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia, y un constante articulista en The New York Review of Books. Es autor de La mente naufragada (Debate), y acaba de publicar un libro sencillo, corto, de 150 páginas: El regreso Liberal, más allá de la política de la identidad(Debate). Se trata de una bofetada en la cara al progresismo, a los liberales de Estados Unidos, que se identifican con el Partido Demócrata, pero que es extensible a los socialdemócratas europeos.

¿Por qué? Para despertarlos, para recordarles que no se puede menospreciar a quien no es como tú, y que para cambiar las cosas lo primero que hay que hacer, ¡vaya sorpresa, aunque también se ha olvidado!, es ganar y ganar y ganar elecciones, en todos los niveles, local, estatal y federal. Y ello requiere trabajo. Ahora vamos a pescar y a presenciar la imagen que nos propone Lilla, en relación a esos progresistas que se han refugiado en las políticas de la identidad, en los derechos individuales en función del género, de la orientación sexual o de otras características, dejando de lado el bien común y el concepto de ciudadanía en toda su extensión. Un hecho que se remonta a los años sesenta, y que tuvo su culminación en Europa en el mayo francés de 1968, hace cincuenta años, cuando se propuso una defensa de derechos individuales de autoafirmación.

O vas a pescar o te haces vegano La idea del autor de El regreso liberal es que la política electoral se parece a la pesca. Nos levantamos pronto, vamos donde están los peces, no a donde nos gustaría que estuvieran. Echamos el cebo en el agua (el cebo se define –dice Lilla— como algo que quieren comer, no como elecciones saludables). En el momento en el que los peces se dan cuenta de que están atrapados, resisten, se oponen. ¿Entonces, qué hacemos? “Déjalos, suelta hilo. Al final se calmarán y podrás tirar de ellos lentamente, con cuidado para no provocarlos sin necesidad”.

Los manifestantes frente a la policía francesa en París durante las protestas de Mayo del 68.

Lilla plantea el dilema, oponiendo lo que harían los liberales de la identidad (el Partido Demócrata ha quedado atrapado en esa cuestión desde hace décadas), y lo que debería hacer un partido liberal progresista, el mismo Partido Demócrata que triunfó en la época de Roosevelt): “El enfoque de la política de la identidad consiste en permanecer en la orilla, gritando a los peces sobre los errores históricos que les ha dado el mar y la necesidad de que la vida acuática renuncie a sus privilegios. Todos con la esperanza

de que los peces confiesen colectivamente sus pecados y naden hacia la orilla para introducirlos en redes. Si es así como entiendes la pesca, más vale que te hagas vegano”. Provoca una sonrisa, pero se entiende todo. Esa es la historia. La dicotomía, en el mundo occidental – veremos cómo deriva la experiencia de países autoritarios como China o Rusia y el tipo de democracia particular que puedan constituir— se ha establecido entre unas fuerzas políticas de derecha que apelan a los derechos individuales, y que plantean un estado débil, pequeño, y las fuerzas políticas llamadas de izquierda que ni saben ganar elecciones ni tienen ideas para cambiar luego la situación. Están atrapadas en lo que Lilla llama la política de la identidad.

Ganar y ganar elecciones En Estados Unidos esa experiencia es muy clara. A partir de los años sesenta se desarrolla en las universidades centros de pensamiento que influyen en el Partido Demócrata y que apelan a los derechos individuales, a la necesidad de autoafirmación de diferentes colectivos, mujeres, negros, homosexuales, latinos o asiáticos. Toda persona debe defender el colectivoal que pertenece. ¿Pero y el conjunto? Se pasó de lo que Lilla llama la Dispensación Roosevelt, desde el New Deal hasta la década de 1970, en la que el centro de todo es el proyecto colectivo, el ciudadano, el proyecto común de una sociedad, a la DispensaciónReagan, donde lo que prima es el individuo, la recompensa individual, no ya como ciudadano, sino como consumidor. Esa era, para Lilla, se cierra ahora con el “populismo oportunista” de Trump, que ha provocado, justamente, una reacción en el sentido colectivo que defiende este profesor, sin saber en qué podrá concretarse.

Franklin D. Roosevelt.

Lilla insiste en que la prioridad es ganar elecciones, ser paciente, trabajar poco a poco, ir a buscar a esos electores --no

esperar que lleguen, como los peces a la orilla--, escucharles, saber cómo viven, entender sus preferencias, encontrar puntos de contacto. La respuesta no puede ser la defensa de colectivos, a la manera de un abogado que denuncia ante los tribunales de justicia. Se les debe defender claro, pero dentro de una idea de ciudadanía global, como ciudadanos estadounidenses con derechos y obligaciones. ¿Pero qué ha pasado? Que ese trabajo es lento y duro. Y que se prefiere despreciar al pez, porque no se ha acercado a la orilla con prontitud. Lo explicaba con enorme talento un periodista fallecido en los últimos años, Joe Bageant en un libro que se acaba de reeditar: Crónicas de la América profunda (Los libros del lince). Su tesis era la misma que la de Lilla, con críticas afiladas a los demócratas que no sabían beber una cerveza con el trabajador blanco desahuciado de las ciudades y pueblos del interior del país.

Sin wifi y con café malo La paradoja es enorme. En esos campus de las grandes universidadesnorteamericanas, con imágenes de postal, se puede discutir sobre la situación de los trabajadores de Vietnam, o de otras tierras remotas. Ningún liberal los desprecia. Se interesan por ellos y se organizan campañas de solidaridad. ¿Pero qué pasa en el pueblo de al lado, qué pasa con los conciudadanos que han acabado entregándose a Trump? Piensen en cualquier situación local, piensen también en esa superioridad moral en lugares como Cataluña donde se pone el grito en el cielo porque en un determinado lugar se vota al PP o al PSOE, a pesar de todos los problemas internos de esos dos partidos, sin pensar que, por la misma razón, muchos catalanes confiaron durante décadas en Jordi Pujol y en CiU, ante la desesperación de los más modernos socialistas del PSC o de ICV. Lila nos ofrece otra imagen: “Si quieres quitarle el país a la derecha y producir un cambio duradero para la gente que te importa, es hora de bajar del púlpito. Y en cuanto bajemos, hay que aprender a escuchar y a imaginar. Tienes que visitar, aunque solo sea con el ojo de la mente, lugares en donde no hay wifi, el café es malo y no tendrás ganas de subir una foto de tu cena

en Instagram. Y donde comerás con gente que dará las gracias de verdad por esa cena en sus oraciones. No los desprecies”. El regreso liberalpuede ser una pequeña biblia para aquellos que se tomen en serio la política como instrumento para transformar la realidad. Lo que ocurre es que es trabajosa, ingrata a corto plazo, sorda, y los tiempos están para otra cosa. ¿Quién se atreve?