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Jose Antonio Marina

Dictamen sobre Dios

ANAGRAMA

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José Antonio Marina

Dictamen sobre Dios

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Diseño de la colección:

Julio Vivas Ilustración: «Esfera de mundo», del libro Summa de- Cosmographia, de Pedro Medina, Biblioteca Nacional, Madrid

A María

Primera edición: diciembre 2001 Segunda edición: diciembre 2001 Tercera edición: enero 2002

© José Antonio Marina, 2001 © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2001 Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-6165-9 Depósito Legal: B, 2005-2002 Printed in Spain Liberduplex, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

INTRODUCCIÓN

No tengo un temperamento religioso. Si damos la razón a Comte y suponemos que la humanidad ha pasado por tres estadios, el teológico, el metafísico y el positivo, me confesa­ ría ciudadano de este último. Amo la claridad y sospecho de lo numinoso. La proliferación de religiones me abruma, las torturadas teologías me aburren y las mezclas espiritistas, lo mismo que las espirituosas, me marean sin extasiarme. Pero sucede que Comte no tiene razón. No ha habido una suce­ sión de estadios sino una convivencia precaria de todos ellos. Las creencias tienen siete vidas, como los gatos. Ni la metafí­ sica ni la religión han muerto. Cualquier espíritu avisado en­ cuentra en medio de su horizonte mental, como un menhir gigantesco, un poderoso objeto cultural -Dios-, y también se ve enredado en una tupida urdimbre social -la religión—. Como estos asuntos activan la susceptibilidad, me apresuro a decir que convertir a Dios en un objeto cultural no presupo­ ne nada acerca de su existencia o inexistencia. Cultural es nuestra manera de vivir, de mirar el mar y las montañas, un objeto cultural es la física atómica, y también la tabla de multiplicar, que es muy de fiar. Ser culto implica compren­ der y evaluar las creaciones culturales, por lo tanto si quere­ mos serlo tenemos que saber a qué atenernos respecto de

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Dios y de la religión, alejándonos de todo tipo de simplezas. Tanto de las simplezas del sí como de las simplezas del no. Los objetos culturales reciben su significado de su genea­ logía. Lo malo es que «Dios» tiene una historia emborronada por las pendencias humanas. Es imposible hablar de él sin desescombrarlo primero. No hay brutalidad ni generosidad que no se hayan hecho en su nombre. Se le ha convertido en un comodín que lo mismo sirve para apoyar una buena juga­ da que un farol indecente. En todas las naciones los sacerdotes han bendecido las banderas antes de ir a la guerra. Al grito de Deus vult, Dios lo quiere, se proclamaron las cruzadas. Mahoma ideó un eficaz grito de combate: Ya mansur amit. «¡Oh, tú a quien Dios ha hecho victorioso, mata!»1 No cabe duda: se mata mejor sabiéndose protegido por algún dios. Cuando este libro está a punto de entrar en máquinas, asisto estremecido al horror de las Torres Gemelas de Nueva York. Las sospechas apuntan hacia fundamentalistas islámicos, aparece en la pren­ sa la palabra fatídica, yihad, la guerra santa, y la actualidad se introduce sangrientamente en mis páginas. En este momento, las religiones se ven más como un peli­ gro que como una salvación, más como una superstición que como un saber. «De los dioses y de las cosas divinas nada se dice de maravilloso que no debas creer», dice uno de los Símbo­ los atribuidos a Pitágoras, y semejante credulidad ha dado lugar a todo tipo de derrapes vitales. Muchos occidentales siguen viendo el islamismo como un peligro a la vez que muchos mu­ sulmanes ven el cristianismo como una amenaza. Ambas reli­ giones reparten a su manera los papeles de Dios y Satán. Pero la idea de Dios sigue atrayendo el interés humano, • aparece con facilidad al volver cualquier esquina del alma, forma parte del cimiento de nuestra sociedad laica -aunque lo olvidemos o neguemos su existencia-, y va a mantener su influencia en el futuro previsible. «El papel de las religiones en el mundo aumenta en vez de decrecer», leo en un recien-

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tísimo libro.2 Algunos observadores sospechan que los gran­ des enfrentamientos próximos pueden ser cultural-religiosos. Con diferentes intensidades personales, dos mil millones de personas se declaran cristianos, mil millones musulmanes, setecientos cincuenta millones hindúes, trescientos cincuenta millones budistas, doscientos cincuenta millones siguen reli­ giones tribales, otros veinte son sijs, otros veinte taoístas, otros quince judíos. Son cifras gigantescas que no podemos desdeñar. Un fenómeno tan extenso y profundo tiene que ser estudiado, comprendido y evaluado con sumo respeto, sumo rigor y suma cautela. Ya saben que soy un investigador privado, un detective cultural. Este caso es difícil y arriesgado porque compromete niveles pasionales. Hay demasiada gente dispuesta a vivir, a morir o a matar por la religión. Mi ambición es limitada. No pretendo descubrir los arcanos del universo, sino sólo con­ testar tres preguntas: 1. ¿Podemos saber algo seguro sobre la existencia de Dios? 2. Si no existiera ese objeto cultural en nuestro entorno, ¿lo inventaríamos ahora? ¿Inventaríamos la palabra «Dios» si no la tuviéramos? ¿Por qué? 3. ¿Es inteligente a estas alturas ser religioso? Para hacer mi trabajo con seriedad he procurado infor­ marme bien -lo que es laborioso, pero fácil- y no dejarme lle­ var por prejuicios —lo que es, en cambio, muy complicado-. Como en otras ocasiones, he hecho lo posible por convertir­ me en un extraterrestre que, lleno de buenas intenciones y empeñado en conocer, se acerca para observar respetuosa y atentamente a los seres humanos y sus creaciones. Recomiendo al lector que lea el libro de corrido, sin aten­ der a la bibliografía, que sólo esta ahí como cimiento o como 11

arbotante. No entra en la dinámica de la prueba. La chachara bibliográfica no es nunca un argumento. Es, a lo más, un aporte de datos, y a lo menos, pura retórica académica. Como me gustaría que este libro resultara interesante tanto al lego como al especialista, he puesto unas notas muy elementales, redactando casi un catón religioso, y otras más eruditas, diri­ gidas al experto. Voy a contar lo que veo. He titulado el libro «Dicta­ men», y sólo a los que no conozcan el significado de la pala­ bra les parecerá petulante. Un dictamen no es una sentencia. Es una opinión que se justifica públicamente, se somete a crítica, y está dispuesta a rendirse ante una justificación más poderosa. Es, pues, una afirmación sin engreimiento.

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Primera parte

Negación de la teología

I. LA IMAGINACIÓN RELIGIOSA

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El ser humano muestra algunas insistencias sorprenden­ tes. Crear es una de ellas. Todas las sociedades han inventado lenguajes, formas artísticas, teorías para explicar la realidad y para manejarla, normas, costumbres y religiones. Es llamati­ vo este afán de no quedarse en lo que hay, en las apariencias o en los placeres, esa sed de explorar los horizontes externos del paisaje, los horizontes internos de las cosas, los horizontes abisales de uno mismo. Animal de lejanías o de profundida­ des, desde que surgió como especie nueva le acomete la ince­ sante comezón de innovar, de ir más allá de la información dada, la inagotable necesidad de ampliar sus posibilidades. De hecho, detectamos su aparición en el maravilloso Rastro arqueológico, precisamente, porque el mundo comenzó a lle­ narse de novedades.3 No ha descansado nunca. Desde su Africa natal saltó al Polo o navegó hasta Australia sin asustar­ se ante la caminata. Si nos resulta difícil comprender que al­ gunas culturas se hayan mantenido estancadas, varadas en la edad de piedra, repitiendo secularmente formas de vida, creencias y técnicas, es porque tal inmovilidad es propia de la especie animal, no de la nuestra. Los animales cazan, anidan,

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se defienden, cantan o berrean como hace milenios. Nosotros somos seres sitibundos de novedades. «Bestia cupidissima rerum novarum», dijo Fausto. En este libro voy a investigar una de las más problemáti­ cas creaciones humanas: la religión. Y voy a hacerlo desde mi campo de investigación: la inteligencia. La existencia del arte, de las ciencias o del derecho no nos plantea problemas. Todo el mundo reconoce su utilidad o su atractivo. Pero la unani­ midad se rompe con la religión. Para muchos seres humanos constituye la parte más importante de sus vidas. Para otros, en cambio, es una superchería, un peligro, un vestigio de la infancia de la humanidad, que convendría erradicar. Es, pues, lugar de grandes contiendas. Al final del libro daré mi dictamen sobre este asunto, pero antes tenemos que estudiar el fabuloso y proliferante mundo de las creaciones religiosas como un sugestivo dominio de la invención poética, inten­ tando comprenderlas antes de hacer juicios sobre su verdad. «Las religiones son creaciones humanas variadas y maravillo­ sas», dice Ninian Smart en su historia de las religiones.4 Así quiero observarlas: sin unción y sin furia, como productos de la inteligencia creadora, obras de su invención, asistiendo desde dentro al tenaz despliegue de un impulso, al parecer nunca satisfecho del todo. Imitamos así lo que podría ser una historia de las formas artísticas, que también sería el desarro­ llo de un proyecto universal, que convierte el mundo en una sala de exposiciones a escala planetaria. Tanto la historia de las formas como la historia de las religiones delatan una aspi­ ración sin fin. El ser humano no se ha contentado con cons­ truir un techo sobre su cabeza. Ha inventado artesonados, bóvedas, cúpulas, mil modos de hacer una casa, y mil modos de deshacerla. Este mismo desasosiego creador se da en las religiones. Dos mil años antes de nuestra era, los eruditos babilónicos redactaron listas de sus dioses, una especie de inventario de

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la divinidad. Contaron dos mil. He leído que el sintoísmo japonés admite 800.000 seres divinos. Me pareció un núme­ ro excesivo hasta que supe que en la cultura hindú se vene­ ran 330 millones de dioses.5 Una fantástica renta divina per cápita. Todas las religiones se han fragmentado, subdividido, estallado en sectas que a su vez se microtomizan en teologías o escuelas. Al mundo católico no le basta con una Virgen María, ha tenido que inventar cientos de advocaciones. No le basta con una sola orden monástica, ha producido doce­ nas, a veces indiscernibles. En Europa, en Asia, en África, en Oceanía, en el cristianismo, el hinduismo, el animismo, el islam, el jainismo, el budismo, por todas partes, hay una gula de novedades que impele a reformar, a recrear, a cam­ biar, a no descansar en lo recibido. Las heterodoxias nacie­ ron antes que las ortodoxias. En tiempos muy recientes han aparecido cuarenta mil movimientos religiosos.6 Hay una profunda razón para esta fecundidad, que veremos brillar a lo largo del libro. Siendo las religiones algo que compro­ mete a la conciencia individual, los individuos han sido muy celosos en defender sus propias creencias, lo que ha acabado dinamitando los dogmatismos colectivos, para acabar impo­ niendo los dogmatismos personales. Es escandaloso compro­ bar cuánta gente finge seguridades que no tiene, al hablar de sus creencias. La inteligencia humana es insaciable e inquieta. Algunos autores han pensado que esta insatisfacción del deseo era una prueba de que estamos hechos para el Infinito.7 El fe­ nómeno es cierto pero la interpretación me parece exagera­ da. Todos los niños quieren crecer y eso no significa que anhelen ser el Altísimo. Esta investigación trata sobre la in­ teligencia poética, creadora, que inventa, en este caso, reli­ giones y dioses.

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2 Escribo junto al mar. Amanece. ¡Oh, pausados levantes de la aurora! Entre la voz del heraldo y la aparición del rey hay siempre una pausa que se alarga demasiado. El sol, al fin, emerge venciendo la oscuridad. Es nuestro salvador: viene a librarnos de la noche, de lo desconocido, del miedo. ¡Cómo no sentirme conmovido por la aparición de un ser tan pode­ roso, que nos regala la luz y su cortejo: la vida, el calor y el azul de las aguas! En este instante, si fuera lituano probable­ mente adoraría a Ausrine, la aurora. Y si fuera irlandés, vene­ raría a Santa Brígida, una santa inexistente, cristianización as­ tuta de la diosa Brigantia, que era también la aurora. Santa Brígida, cuenta la leyenda, nació cuando su madre estaba en la puerta de su casa, entre la luz del día y la oscuridad, como el alba. El sol hace una entrada triunfal. Mi emoción, en este momento, es estética. Las cosas recuperan sus colores, se­ cuestrados por la noche, y esa poética justicia me produce euforia. Pero si fuera un antiguo egipcio, mi emoción habría sido religiosa. Hacia 1730 a.C., Amenhotep IV ocupa el tro­ no e instaura el culto al sol como dios único. ¡Cómo le com­ prendo! Su piedad se ha conservado en un himno: Tú apareces hermoso en el horizonte del cielo. Oh, Atón vivo, primero entre los vivientes. Cuando te alzas por el horizonte de levante, llenas de hermosura todos los países. Eres justo, grande, esplendoroso.8 El crepúsculo, en cambio, es triste e incierto como una despedida. Los pueblos bálticos llamaban al sol poniente «Doncella solar», y contaban así su historia:

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La Doncella solar se metió en el mar, sólo su corona era visible. Remad ahora, oh hijos de Devas, rescatad el alma del Sol.9 Los egipcios sabían que cuando el Sol se va «la tierra queda en tinieblas, semejante a la muerte». La noche es no­ driza de peligros, los amamanta con su leche negra. «Salen de sus cubiles todos los leones, todas las serpientes muer­ den.» El mundo renace cada mañana cuando el dios solar vence a la serpiente Apofis, aunque sin conseguir destruirla, porque la oscuridad -el caos- es indestructible. Huérfanos de la luz, los hombres siempre han querido forzar el regreso del sol, asegurar su fidelidad. Lo intentan como si fuera un gran rey o un gran jefe al que hay que rogar, rendir vasalla­ je, ofrecer regalos, hacer promesas. Repiten con él las estra­ tegias que resultan eficaces con los humanos. Mil años antes de Cristo, los discípulos de Zoroastro también hacían sacri­ ficios al sol: Todo el que ofrece un sacrificio al inmortal, brillante Sol, el de los caballos veloces, para repeler a las tinieblas, para repeler a los poderes (daewas) salidos de las tinieblas, para repeler a los ladrones y bandidos, los ofrece a Ahura Mazda, los ofrece a su propia alma.10 Mar y siglos por medio, los mayas adoraron también al sol, y le alimentaron con sangre humana. Y, siglos después, el hindú actual, en los dos agnihotras, «ofrendas al fuego», con que comienza y termina el día, se dirige también al sol: ¡Que el sol se levante para que nosotros vivamos! ¡Que regrese el sol tras su viaje nocturno!

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Creen a pies juntiñas lo que dicen sus escrituras sagradas: que «el sol no se levantaría si no se ofreciera el agnihotra»}x ¡Qué angustia! Afortunadamente, el sol ha renacido siempre. Es un símbolo de inmortalidad. Por eso, ya en el neolítico, las tumbas se orientaban, es decir, apuntaban hacia el orien­ te, hacia el levante del sol, esperando que el muerto, conta­ giado de la perennidad de la luz, resucitara también. 3 Lo primero que sentimos al introducirnos en esta selva religiosa es que entramos en un mundo donde las cosas no son lo que parecen. Todas se han vuelto significativas, simbó­ licas. La percepción, que siempre va más allá de lo dado y completa con la memoria lo que recibe, ahora da saltos de siete leguas. Convierte la realidad en símbolo de otra reali­ dad, lejana y fuerte. La etimología de la palabra «símbolo» nos da una clave de este modo sorprendente de entender las cosas. El símbolo era una contraseña, una moneda partida que servía para que el poseedor de una mitad reconociera al desconocido poseedor de la mitad restante. La inteligencia, al convertir la realidad en símbolo, afirma un postulado cho­ cante. Lo que vemos es sólo la mitad de lo que hay. Lo visible es la llave de lo invisible, que a su vez revelará el verdadero significado de las apariencias. Con tan asombroso postulado inicia una tarea infinita. Tiene que acercarse a cada cosa y es­ cudriñarla como si guardara una revelación. Tomás de Celano nos dice que el mínimo y dulce Francisco de Asís habla­ ba con las flores como si conociera su secreto. El mundo parece entrar en una decidida esquizofrenia, en un esquizós, en una separación. San Buenaventura, místico y filósofo, no decía otra cosa cuando decía que la Naturaleza era un «vesti­

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gio» de Dios.12 Por lo demás, leer los signos ha sido en todas las culturas labor religiosa. Los sacerdotes la han compartido con los poetas que se sienten a veces arrebatados por una mi­ sión parecida. «Son abejas que liban en lo visible la miel de lo invisible», afirmó Rilke. Y Hölderlin es más explícito: Derecho es nuestro, de los poetas, de nosotros los [poetas, bajo las tormentas de Dios afincarnos, desnudas las [cabezas; para así con nuestras manos, con nuestras propias [manos robar al Padre sus rayos; * robárnoslo a El mismo; y, envuelto en cantos, entregarlo al pueblo, cual celeste regalo. Los poetas, en su origen, fueron videntes. Vates.13 Inspira­ dos. No me refiero a la infantería literaria, sino a aquellos poetas de los que Platón decía que eran «intérpretes de los dioses».14 La inteligencia creadora, situada ante una realidad convertida en bosque de símbolos, se arrojó a esa tarea desci­ fradora. No es de extrañar que entremos en un mundo fantás­ tico, incontinente, barroquizante. Uno de los grandes expertos en el islam, Henri Corbin, titula su libro sobre Ibn Arabi, uno de los grandes personajes del sufismo, La imaginación creado­ ra.15 Podría haberlo titulado «la imaginación incansable». Tal vez a muchos lectores les pueda resultar escandaloso que un libro sobre Dios comience hablando de «imagina­ ción». Se equivocan si piensan que hay algún menosprecio en la expresión. «Imaginar» no es fantasear alocadamente, sino meter algo en imágenes.16 Creo que para comprender los ob­ jetos culturales -ciencia, religión, arte, derecho, lo que seahay que relacionarlos con la inteligencia que los crea. En cuan-

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to productos de la inteligencia humana, tan inventada es la ciencia como la poesía, la religión como las matemáticas, la ética como el ajedrez. Unas invenciones alcanzan la verdad, otras la belleza, otras el bien, otras la diversión. Tal vez el caso de las matemáticas es el más llamativo. ¿Cómo no vamos a lla­ mar invenciones a los números transfinitos o a los números irracionales? ¿Cómo no vamos a considerar invenciones -y de las más bellas y poderosas—al cálculo infinitesimal o a la geo­ metría analítica? Nada de esas cosas existen en la realidad, son entes ideales, y, sin embargo, no por ello son caprichosos o tri­ viales, sino que están sometidos a la más estricta de las lógicas. La religión es una invención que a partir del mundo visi­ ble intenta encontrar la supuesta mitad del símbolo, de la mo­ neda rota. A la vivencia que une ambas mitades, que permite pasar de la seguridad de lo visible a la seguridad de lo invisi­ ble, se la llama fe. Convierte el sol en un rey, ve a las nereidas en el brotar mismo de los manantiales, narra la aparición de los mundos o las historias domésticas de los dioses o el enfren­ tamiento entre el principio del bien y el principio del mal, la guerra cósmica. Ni siquiera se para ahí. En esa especie de poe­ tización continua, en ese afán de transfigurar todas las cosas con un significado nuevo, rodea los acontecimientos más co­ tidianos con rituales que los salvan de su intrascendencia17 y los hacen, para bien o para mal, trascendentes. No sólo las co­ sas, también los actos son más de lo que parecen. Se inventa así una «poética de lo cotidiano», que subraya religiosamente los acontecimientos diarios, como si hubiéramos realzado la prosa de la vida con un rotulador fosforescente. Al séptimo mes del primer embarazo, el matrimonio hindú realiza el rito de «la división del cabello». Se regalan vestidos nuevos a la esposa, que se engalana como para ir a una fiesta. El marido cocina un plato y se lo ofrece al dios del hogar. Toma después un peine, divide la cabellera de su mujer en dos partes, separándolas con una raya central, y la

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peina. Pasa a continuación un tallo de hierba consagrada o una espina de puerco espín, frecuentemente untada de man­ tequilla y miel, a lo largo de la raya, recitando oraciones. Por último, trenza un collar de flores y frutos y lo coloca alrede­ dor del cuello de la esposa. Es una ceremonia alegre, y tam­ bién una súplica para que el embarazo acabe bien. Tal vez con la apertura del cabello se simbolice la deseada apertura de las entrañas de la madre para alumbrar a su criatura. Cuando el niño va a nacer, «se deshacen todos los nudos que pueda haber en la casa». Este rito me parece una maravi­ llosa poesía en acción. Los padres quieren que su bebé nazca en un mundo sin nudos. El nudo es símbolo de enredos, de ataduras, de falta de libertad, de serpientes. ¡Qué bella aspi­ ración querer para un niño un mundo desanudado, hacien­ do así realidad una metáfora!18 La presencia de lo invisible es el comienzo de lo sagrado. Cuando Hölderlin se quejaba de la huida de los dioses, se re­ fería a la pérdida de este sentido poético. El gran sociólogo Max Weber acuñó una frase que hizo fortuna: «La razón ha desencantado lo real.» Lo dijo con más espanto que satisfac­ ción. Admiraba la racionalidad -yo también-, pero formuló un augurio pesimista: «En nuestro horizonte no se vislum­ bran las flores del verano, sino noches polares de una dureza y oscuridad de hielo.» No creo que la solución sea retornar a un reencantamien­ to apresurado, aunque fuera posible. Hay ya demasiados cré­ dulos que pueden ser mangoneados con facilidad por timado­ res del espíritu. Pero, en homenaje al gran sabio, recordaré a los eslavos -y de paso una vez más al sol- cuando ateridos de frío pedían un clima más clemente al «hermoso sol»: a Khors, que es el bien absoluto, o a Kupalo, que es el sol bañándose en las aguas para renacer, o a Jarovit, sol primaveral que acari­ cia las semillas para que germinen.19 Es imposible no adorar al sol. La religiosidad hindú, extremista siempre, da un paso

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más: el sabio se convierte en sol: «Cuando conoció el Ser como Absoluto, el lúcido Vádameya supo: Yo soy el Sol.»20 Se me olvidaba decirles que Dios significa etimológica­ mente «día». 4 Más adelante tendremos que averiguar si esta insistente poética es verdadera, es decir, si hay razones para pensar que la otra mitad de la moneda existe, o si nadie llegará con ella a la cita. Pero no quiero apresurarme. Prefiero detenerme en el lado de acá del símbolo y saber algo más sobre él. Los domi-# nios nuevos hay que conocerlos poco a poco, adquiriendo con ellos la misma connaturalidad que tengo con las plantas de mi jardín. Todos sabemos con cuánta presteza pueden rechazar los zafios la poesía. Con un despectivo «eso no se entiende», arrojan a la papelera media historia del alma humana. No­ sotros vamos a ser pacientes. En tiempos de prisa y de resúme­ nes hay que retornar a la filología, al leer lentamente. Com­ prender es como una lluvia mansa y penetrante. Despreciar es como un turbión. Quien sea campesino lo entenderá. La inteligencia, incluso cuando se dedica a actividades reputadas inútiles, como el arte, aspira a cumplir alguna fun­ ción práctica. ¿Cuáles son las que a lo largo de la historia se le han encomendado a ese variado, complejo y mestizo con­ junto de invenciones que llamamos «religión»? Después de revisar las obras de los especialistas, los tex­ tos sagrados, los estudios de antropología, las opiniones de los teólogos, creo que todas las religiones, en una u otra for­ ma, insistiendo más en un aspecto o en otro, pretenden cumplir tres funciones: explicar, salvar, ordenar.21 Voy a dedicar un apartado a cada una de esas funciones.

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5 Explicar. No podemos dejar de hacernos preguntas ni de buscar respuestas. El niño, preguntón incansable, renueva en sí una rutina ancestral. La religión es la respuesta a una interrogación en cascada, sin fin, parecida a las que encantan a los crios: «¿Por qué no puedo salir a jugar? Porque llueve. ¿Y por qué llueve? Porque hay nubes. ¿Y por qué hay nubes? Porque el vapor de agua se condensa. ¿Y por qué se conden­ sa? Porque es la ley de la naturaleza. ¿Y por qué es la ley de la naturaleza?» Llegados a este punto, hay dos posibles respues­ tas. Una: «Porque sí.» Es la respuesta del científico y de las madres hartas. Dos: «Porque Dios lo ha dispuesto así.» Es la postura del religioso. Ambas ponen fin a tan agotador in­ quirir. No podemos evitarlo. «La naturaleza nos dio un ingenio curioso», escribe Séneca. «La agudeza de nuestra mirada abre el camino de la investigación y echa los cimientos de la ver­ dad, a fin de que la investigación pase de lo manifiesto a lo oscuro y descubra algo más antiguo que el mundo: de dónde salieron los astros, cuál fue el estado del universo antes de que cada uno se separase de los otros para constituirse en partes distintas.»22 Hay algunas preguntas especialmente ra­ dicales que, al parecer, se han hecho siempre los hombres. Voy a mencionar sólo tres: el origen de las cosas, la muerte, y la razón del mal y del dolor. No nos basta con conocer la realidad que tenemos de­ lante: necesitamos saber de dónde viene. Pues bien, una de las tareas universalmente emprendidas por la religión ha sido inventar mitos sobre los orígenes. Voy a presentarles algunas de las explicaciones que gozaron de prestigio, tomadas de culturas muy diferentes. Mírenlas como variaciones de una gigantesca poética universal, como una colección de luciér­ nagas mitológicas:

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Así explicaron el origen del mundo en la antigua Meso­ potamia: Cuando, en lo alto, el cielo no había sido nombrado, y abajo la tierra firme no había sido llamada con un [nombre, nada había más que el dios de las aguas primordiales, [su progenitor, y la madre de las aguas que parió a todos ellos, mezcladas sus aguas como un solo cuerpo. No había sido trenzada ninguna choza de cañas, no había aparecido marisma alguna. Cuando ningún dios había recibido la existencia, no habían sido llamados con un nombre, indeterminados m [sus destinos, sucedió que los dioses fueron formados en su seno.23 Así lo explicaron los antiguos indios, en el Rigveda: Entonces no había la nada ni la existencia. No había aire entonces ni los cielos por encima. ¿Qué lo cubría? ¿Dónde estaba? ¿Quién lo guardaba? ¿Había acaso agua cósmica, informe en lo profundo? Entonces no había muerte ni inmortalidad, ni había entonces una antorcha ni de día ni de noche. Alentaba el Uno sin aire, de sí mismo sustentado. Este Uno existía entonces y ninguno otro. Al principio sólo había tinieblas envueltas en tinieblas. Todo era tan sólo agua sin luz.24 Así lo explicaron los antiguos egipcios: El Señor de todas las cosas, una vez que empezó a exis­ tir, dice: Yo soy el que empecé a existir como el que llega a

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ser. Cuando empecé a existir, los seres empezaron a existir. Todos los seres empezaron a existir. Numerosos son los que llegaron a existir, que proceden de mi boca, antes de que el cielo existiera, cuando no había tierra ni gusanos ni serpientes en este lugar. Pero yo, sintiéndome hastiado, es­ taba unido a ellos en el abismo acuoso.25 El relato bíblico es bien conocido, por eso no lo mencio­ no. Citaré en cambio dos mitos muy alejados, exóticos, uno polinesio y otro africano: Ta’aroa fue el antepasado de todos los dioses; él hizo todas las cosas. Desde tiempo inmemorial existió el gran Ta’aroa, el Origen. Ta’aroa se desarrolló en soledad; él fue su propio progenitor, sin padre ni madre. Ta’aroa estaba sentado en su concha, en las tinieblas desde toda la eterni­ dad. La concha era como un huevo que daba vueltas en el espacio infinito, sin cielo ni tierra ni luna ni sol ni estrellas. Todo era tinieblas, una espesa y continua oscuridad.26 Al principio, en la oscuridad, no había más que agua. Y Bumba estaba solo. Un día estaba Bumba muy afligido. Sintió náuseas, hizo un esfuerzo y vomitó el sol. Después de esto se difundió la luz por todas partes. El calor del sol secó el agua hasta que empezaron a verse los confines oscu­ ros del mundo.27 Podrían llenarse docenas de libros con todas las explica­ ciones dadas por los seres humanos para hacer familiar un mundo ignoto. A mí, como jardinero, me conmueven espe­ cialmente los mitos sobre el origen de las plantas. Retroceda­ mos en el tiempo, para recuperar el asombro original. Hace muchos muchos siglos, nuestros antepasados, que han sobre­ vivido durante millones de años recolectando frutos y cazan­ 27

do, descubren la agricultura, y el descubrimiento les deja es­ tremecidos. La única forma de amortiguar ese sobresalto es explicarse, contarse aquel fenómeno tan extraño. Inventaron mitos para tranquilizar su desasosiego. «La planta nutritiva», escribe Eliade, «no está dada en el mundo, como el animal. Es el resultado de un dramático acontecimiento, por ejem­ plo, el resultado de un asesinato.» Han aprendido que una semilla muere para dar hijos. Piensan que un héroe civiliza­ dor sube al cielo y roba las espigas o los tubérculos o las ma­ zorcas. O bien, que el dios del cielo se desposa con la Madre Tierra, y nacen los cereales. La fertilidad de la tierra y la fe­ cundidad de la mujer se solidarizan. Aparecen las divinida­ des femeninas. Lo que admira a nuestros antepasados no es la utilidad de las cosechas, sino el misterio del nacimiento, de la muerte y del renacer. Los modernos ya no nos asom­ bramos ante estos fenómenos, conocemos sus mecanismos, los manejamos, somos más científicos. Pero tal vez hayamos perdido esa vibrante admiración que era el verdadero inicio de la sabiduría. Lo más interesante en estos mitos no es su afán de expli­ car, ni siquiera su imaginería concreta, sino que salten a una dimensión de la realidad distinta. Cuando Tales de Mileto dijo que el agua era el origen de todas las cosas, no estaba haciendo mitología, sino ciencia embrionaria. No salía del campo de la naturaleza. Cuando los Vedas dicen que el Uno sacó al mundo de las aguas oscuras, se están moviendo fuera del campo natural. Es mitología religiosa. Hay otras muchas cosas enigmáticas que explicar. La muerte sobre todo y, relacionados con ella, los sueños y las experiencias de éxtasis o de intoxicaciones, que han ocurrido siempre. Los expertos dicen que los chamanes son personajes que pasearon sus raras facultades por la prehistoria. En las paredes de las cuevas hay pintados extraños personajes cu­ biertos con piel de animales. El fenómeno de la muerte sugi-

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rió la existencia de un aliento vital que se escapaba al morir, y que podía andar rondando por la tierra. Los sueños lo co­ rroboraron. Ya hablaré más de esto. El tercer gran problema era la existencia del dolor. Lo sagrado, a partir de lo cual emergen las divinidades, se pre­ senta siempre con un valor ambiguo: admirable y terrible. Es decir, que resulta difícil decir si la divinidad es buena o mala. En los mitos de origen aparece una y otra vez el recuerdo de un tiempo feliz, de un paraíso del que el hombre fue expul­ sado. La religión más antigua de la que poseemos documen­ tos, la mesopotámica, al evocar los comienzos se refiere a «los tiempos antiguos, cuando cada cosa fue creada perfec­ ta». Ya sabemos cómo explica la Biblia la entrada del mal en el mundo: por el pecado de los primeros hombres. Zoroastro predicó que había un doble principio -el Bien y el Mal- y que éramos protagonistas de una lucha cósmica entre ellos. Hay también innumerables historias que cuentan la irrita­ ción de los dioses contra los hombres, a los que quieren ani­ quilar. El mito del diluvio es enigmáticamente universal. Las aguas están presentes en todas estas mitologías como caos, como nada, como oscuridad, como castigo. Teniendo frente a mí este mar jubiloso, me cuesta entenderlo. Cada una de las tres funciones religiosas —explicar, sal­ var, ordenar- va a producir, por su propio desarrollo, un vastago parricida, que se va a volver contra su progenitora.28 La búsqueda de explicaciones tiende a alcanzar cada vez más claridad y firmeza. Acabará dejando el paso a la ciencia, gran especialista en explicaciones. Esta historia de familia, la inde­ pendencia de la hija (la ciencia) y los sistemas de inmuniza­ ción de la madre (la religión), es un dramático episodio de nuestro pasado que les contaré en el capítulo tercero. No se lo pierdan.

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6 ¿De qué? ¡De tantas cosas! Del terror, de la im­ potencia, de los poderes oscuros, del caos, del sinsentido. Me gustaría hacer la historia de los miedos de la humanidad, para descubrir en ellos una de las musas negras de la inven­ ción humana: la muerte y el desorden son las sempiternas amenazas.29 Dios aparece en muchas religiones como refu­ gio. El salmo 91 lo expresa con patética elocuencia: Salvar.

Di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti.» Que él te librará de la red del cazador, de la peste funesta; te cubrirá con sus plumas, te refugiarás bajo sus alas. Infantil y deliciosa metáfora del polluelo que se cobija. Las religiones han sido siempre caminos de salvación y de libe­ ración. Para comprobarlo basta hacer inventario: concepto ju­ dío de liberación del pueblo de Dios, redención cristiana del pecado, liberación budista, realización advaita de la identidad con Brahmán, salvación islámica, abolición de la tiranía y la pobreza en la teología de la liberación. El único fin digno del sabio es alcanzar la libertad, moksa, un término clave en el pensamiento indio. La palabra jiña —de donde vienen los janistas—significa «el victorioso, el liberado de las pasiones». Las tradiciones asiáticas no ponen el énfasis en las creencias sino en el ritual y el misticismo. La existencia es inadmisible sin este referente de progresión espiritual, purificación o búsque­ da de la emancipación. Es lo que en la India se ha llamado yoga?0 Todas las religiones hacen referencia a la búsqueda y la consecución de la plenitud de vida, la felicidad, la paz, la in­ mortalidad. Son creaciones de la esperanza y para la esperanza.

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Nuestros antepasados tuvieron que sentir abrumadora mente su impotencia, e intentaron ampliar su poder. La ma­ gia también tiene un componente salvador. «Entre los bashi, los bayarwanda y los burundi», escribe Reis, «la práctica má­ gica no solamente supone la divinidad, por encima de las fuerzas invisibles, sino que se la reconoce, se la profesa y se le rinde culto durante la acción misma. Es Dios quien debe presidir toda acción mágica, si está permitido llamar mágico a un culto ofrecido, al menos indirectamente, al Creador, que es, a fin de cuentas, el único y verdadero curador (Hakiz’Imana), el único adivino (Haragu’Imana), la fuente de fortalecimiento vital.»31 La religión ayuda al ser humano a superar las conmocio­ nes emocionales, la angustia, el horror, la muerte, el absur­ do. Gran parte de los rituales están encaminados, por ejem­ plo, a asegurar la inmortalidad. Muchos creen que el ritual funerario es el acto religioso por excelencia.32 La epopeya de Gilgamesh, alborada de la literatura, es una conmovedora historia sobre la búsqueda de la inmortalidad. A pesar de sus esfuerzos, Gilgamesh no la logra, pero la obra sugiere que podría haberla alcanzado si hubiera superado una serie de pruebas iniciáticas. Los salmos de David son una bella expresión de esta sen­ sación de desamparo, y pertenecen a la gran historia de la poesía: ¡Sálvame, oh Dios, que estoy con el agua al cuello! Me hundo en el cieno del abismo y no puedo hacer pie (...) ¡Respóndeme, Yahvé, por tu amor y tu bondad, por tu inmensa ternura vuelve a mí tus ojos, no apartes tu rostro de tu siervo, que estoy angustiado, respóndeme ya.33

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Todos los seres humanos podríamos entonar el salmo 22, y desearíamos poder hacerlo poniendo nuestra confianza en la ternura de un dios. ¡No te alejes de mí, que la angustia está cerca, que no hay nadie que me socorra! Esta función de salvación también ha parido vástagos pa­ rricidas. Cualquier procedimiento físico, químico o psíquico que produzca un consuelo, una exaltación o una conciencia modificada se convierte en religioso, contribuyendo al des­ crédito de la religión. Un cóctel de esoterismo, astrología, pseudociencias, dietas de adelgazamiento, técnicas orientales, psicoterapias timadoras y conspiraciones de acuario se ofrece en las baldas de las librerías, convertidas en barras de la cre­ dulidad.34 También pueden convertirse en vástagos parricidas los movimientos de liberación política. Nacidos muchos de ellos de planteamientos religiosos, al final reducen su acción y su esperanza al mundo natural volviéndose contra la religión, a la que acaban tachando de reaccionaria y traidora. El dina­ mismo religioso del marxismo, incluso en su furia antirreli­ giosa, fue innegable. 7

Ordenar significa introducir un orden y dar normas. Ambas cosas hicieron los dioses y la religión. Así se evita el caos cósmico y el caos civil. El universo necesita leyes y las naciones también. La religión aglutina al pueblo dán­ dole códigos y conciencia de su identidad. Pero previamente los dioses han atado el mundo, como dice el poema de ParOrdenar.

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ménides, con ajustadas cadenas, para que no se desmorone. En Babilonia, como en muchos otros sitios, los dioses eran los guardianes del orden cósmico. Esta idea es central en la historia de la civilización. Los hombres deben observar los mandatos de los dioses, sus decretos, que aseguran el buen funcionamiento tanto del mundo como de la sociedad. El cosmos puede convertirse en caos por los crímenes, faltas y errores de los hombres, que tienen que ser purgados con ayuda de diversos ritos. El mito universal del diluvio contaba la regeneración de un mundo envejecido y pecador. El dios era necesario para que las cosas fueran lo que son. Los hititas creían en Telepinu, un dios que desaparece, tal vez porque los hombres le habían enojado.35 La consecuencia de su de­ saparición es que el orden de las cosas comienza a quebrarse. El fuego se extingue en los hogares, los hombres se sienten abatidos, la oveja abandona el cordero y la vaca el ternero, la cebada y el trigo no maduran, ni los hombres ni las bestias se aparean, y las fuentes se secan. Ni el mismo Eliot describiría tan bien la tierra baldía, tras la huida de los dioses. Los indo­ europeos, ese fantasmal pueblo descifrado y recompuesto por los eruditos, matriz de toda la civilización desde el Ganjes hasta Britania, apreciaban sobre todo el orden, y así lo hi­ cieron constar en sus mitologías. Esta presencia ordenadora de los dioses se refleja tam­ bién en los nombres utilizados en Africa negra para nombrar a Dios. Mulungu, el que une (Kenia, Malawi, Zambia, Mo­ zambique), Katonda, el que organiza (Uganda, Zaire, Tanganica), Kalunga, el que unifica (Namibia, Angola).36 A Varuna, el dios védico, se le representa con una cuerda en las manos y en las ceremonias todo lo que se ata se llama varúnico. Varuna es el rey del rita, del orden. Quien resiste a la ley se hace responsable ante Varuna, el único que puede res­ tablecer el orden comprometido por el pecado, el error o la ignorancia. Y hay una conmovedora plegaria a la Virgen

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María en la piedad ortodoxa: «Por tu amor, madre, ata los pedazos de mi alma.» La rotura de estos lazos mentales, ya lo dijo mi admirado Janet, es la causa de la locura. Shakespea­ re, supremo elocuente, describió la victoria del caos: Todas las cosas van a encontrarse para combatirse: las aguas contenidas elevarían su seno más alto que sus már­ genes, y harían un vasto pantano de todo este sólido globo; la violencia se convertiría en dueña de la debilidad, y el hijo brutal golpearía a su padre a muerte; la fuerza sería el derecho. Entonces, todas las cosas se concentrarían en el poder, el poder se concentraría en la voluntad, la voluntad en el deseo y el deseo, lobo universal, doblemente secunda­ do por la voluntad y el poder, haría necesariamente del universo entero su presa, hasta que al fin se devorase a sí mismo.37 Todo rompería los cauces de su naturaleza: el cosmos, la ciudad y el hombre. La religión unificó la física, la política y la moral, no lo olviden. El orden de la naturaleza -que las aguas no se extendiesen, que el tiempo cumpliera sus ciclos, que los astros no se cayeran- se prolongaba en el orden de la ciudad y en el orden del comportamiento. Las leyes hay que cumplirlas porque tienen un origen divino. Para dominar la energía salvaje de un ser humano balbuciente era necesaria la energía de un dios. Los primeros legisladores babilónicos comienzan sus códigos proclamando que han sido enviados por la divinidad. En Egipto pensaban que como el orden so­ cial es reflejo del orden cósmico, la realeza, su guardiana, de­ bió de existir desde el comienzo del mundo. El Creador fue también el primer rey, que luego transmitió esta dignidad a su hijo y sucesor, el primer faraón, que encarna la ma’at, concepto que unifica la verdad, el derecho y la justicia. Esta doble vigencia de la ley -en el cosmos y en nuestros corazo­

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nes—aparece en todas partes. El dharma hindú es la ley sa­ grada, la inteligencia que ordena el mundo y se manifiesta también en la armonía moral. Da cohesión al universo y al sujeto. La raíz dbr significa «mantener conjuntamente».38 En el pensamiento hindú, el rey es la personificación del orden, y su cetro (da.n.da), símbolo de la «ley».39 En el sureste asiá­ tico, los reyes «no eran defensores de la Fe, Vicarios de Dios o Mandatarios del Cielo; eran la cosa misma: encarnaciones de lo Sagrado. Los rajas, maharajás, rajadirajás, devarajás y otros era hierofanías: objetos sagrados que, como las stupas o los mandalas, mostraban directamente lo divino».40 Estamos asistiendo a la fundación de la cultura humana, no lo olvidemos. Nuestros antepasados tuvieron que inven­ tarlo todo. Bajo el soberano, es decir, bajo el poder divino en­ carnado, el pueblo se aglutina. Ésta es la función principal que Durkheim atribuyó a la religión.41 Todas las identidades nacionales adquieren por ello un aura sacral. En las religiones totémicas, el tótem es a la vez símbolo religioso y de pertenen­ cia al clan. La ciudad griega fue una asociación religiosa.42 Los dioses nacionales han tenido siempre gran relevancia política. Primero lucharon los pueblos, a los que acompañaban sus dioses. Al final lucharon los dioses, por mediación de sus pue­ blos. Para todos los negros africanos, vivir es existir en el seno de una comunidad total, que incluye a los vivos, los antepasa­ dos y los dioses. Vivir es participar de la vida sagrada de los ancestros, es prolongar a sus ascendientes y prolongarse a sí mismo en sus descendientes. En todas las ceremonias que re­ visten alguna importancia, con ocasión del matrimonio o de los nacimientos o de los funerales, son los antepasados los que presiden y su voluntad no se somete más que al Creador.43 Uno de los motivos que explican el auge contemporáneo de algunas religiones es, precisamente, su función de asegu­ rar la identidad cultural. La costumbre de que las mujeres lleven el velo se populariza más en las sociedades islámicas

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donde hay más contacto con otras culturas. Es un orgulloso símbolo de la identidad musulmana, que sirve para distin­ guirse de la cultura de sus antiguos opresores o de la presente hegemonía de Occidente.44 La religión, pues, legitima el orden natural y el orden político. Por ello podemos considerar que se opone a dos co­ sas: a lo profano y al caos. La divinidad libera de lo informe y de lo imprevisible, y eso impulsó una dialéctica teológica contradictoria. El ordenador divino, que imperaba sobre la realidad, acabó siendo un orden íntimo a la naturaleza, se despersonalizó, convirtiéndose en legalidad abstracta y obje­ tiva. China es buen ejemplo para ilustrar este cambio con­ ceptual. Ti era el Dios supremo, que residía en la Osa Ma­ yor, centro del cielo. Solamente el rey podía comunicarse con él, por lo que el dominio de la dinastía Chang quedaba religiosamente legitimado. Pero en el año 1028 a.C. el últi­ mo monarca Chang fue derrocado por el duque de Tcheu, que en una proclama famosa justificó su rebelión apelando a una orden que había recibido del Señor celeste, para que pu­ siese fin a una dominación corrompida. Así comenzó la doc­ trina de los «Mandatos del Cielo», que habría de ser usada con criminal desfachatez por todo tipo de aventureros y de criminales políticos. Pero poco a poco, la naturaleza religiosa de este garante de la ley natural fue siendo sustituida por la ley natural misma.45 El Tao, como lo entiende Lao-tsé, es un camino moral, pero también el orden de la naturaleza. Esta naturalización de las normas divinas permitió la aparición de la ciencia. Mientras los sucesos del universo de­ pendieran del arbitrio de los dioses, toda la ciencia que se podía hacer era una «psicología divina», que intentase averi­ guar o influir en sus decisiones. Si el viento es el soplo de Eolo, la meteorología es psicología de Eolo. Cuando la ley se independiza de la voluntad divina, se hace más segura y pue­ de estudiarse. Es como si dijéramos que el dios se encarnó en

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las leyes de la física, que han heredado la fuerza, la estabili­ dad, la universalidad de la divinidad. Esto es, por cierto, lo que pensó Einstein.46 Es el libro de Dios el que está escrito en lenguaje matemático. Así apareció un vastago parricida. La ciencia acaba superponiéndose a la teología. Algo semejante sucedió con las leyes jurídicas y morales. Son más seguras cuando no dependen de la voluntad del so­ berano. Así como el gran progreso cosmológico fue conside­ rar que las leyes del universo no derivaban del arbitrio de los dioses, así el gran progreso jurídico fue afirmar que las leyes tenían que estar por encima del arbitrio del poderoso. Esta idea tardó mucho en triunfar y, en una rocambolesca histo­ ria que hemos contado en La lucha por la dignidad, la misma ley natural que legitimó el poder absoluto del monarca aca­ bó legitimando la rebelión contra él.47 Dios mismo se con­ virtió en garante de la justicia -no sólo en promulgador de la ley-, lo que era una bomba de explosión retardada en el sis­ tema. Los dioses tenían que regirse por la justicia. Tenían que ser buenos. No podían ser arbitrarios. En la Ilíada se cuenta que Zeus quiere cambir el destino de su hijo, pero Hera le hace ver que semejante trato tendría como conse­ cuencia la anulación de las leyes del universo, es decir, de la diké, la justicia.48 Esto demuestra que el propio Zeus recono­ ce la supremacía de la justicia. Por otra parte, diké no es más que la manifestación concreta en la sociedad humana del or­ den universal, de la ley divina (themis). También en la Biblia Yahvé aparece como roca, se puede confiar en Él, no incum­ plirá su pacto. El arco iris continúa ahí como recordatorio. Los dioses, fuente de la justicia, se convierten en sus de­ fensores. Éste es otro avance gigantesco. En el BaghavadGita hay un pasaje conmovedor. Krishna, un dios, se ha en­ carnado como auriga del protagonista, el heroico Arjuna, y le explica así su presencia en la tierra: «Siempre que declina la justicia y se incrementa la iniquidad, me manifiesto.»49

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También, en la Biblia, el profeta Isaías anuncia la llegada del Mesías, que vendrá al trono de David «para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia».50 Este impulso de buscar la justicia se convirtió en vástago parricida. La gran fuerza que de hecho cambiará las religio­ nes ha sido, precisamente, el choque de sus propuestas o sus comportamientos con las ideas de justicia que había predica­ do. Este asunto forma parte importante de nuestro argu­ mento. Las religiones han producido las morales, pero, por el mismo dinamismo que desencadenaron, ahora tienen que someterse a la ética, que es una moral laica de nivel más alto. Así entiendo la siguiente afirmación de Edward Schillebeeckx, un respetado teólogo católico: «Lo decisivo (se en­ tiende que para la responsabilidad religiosa) no es el expreso reconocimiento o la negación de Dios, sino la respuesta a la pregunta: ¿qué lado eliges en la lucha entre el bien y el mal, entre los opresores y los oprimidos?»51 La ética se convierte en juez de la religión. La hija juzga a la madre. Explicar, salvar, ordenar. Esas son las tres funciones que la religión se ha esforzado en realizar, sus grandes proyectos. Para conseguirlo ha puesto en juego todas sus capacidades de invención, de metáfora, de razonamiento, de voluntad.

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II. GRAMÁTICA APRESURADA DE LAS RELIGIONES

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Las invenciones más luminosas de la humanidad se han urdido en el telar de lo inconsciente. No estoy haciendo psi­ coanálisis barato -¡los dioses me libren de colaborar a la cre­ dulidad general!-, sino constatando un hecho misterioso: no sabemos cómo se nos ocurren las cosas. Una vez que han aparecido en nuestra conciencia -por ejemplo, en forma de sentimientos, proyectos o ideas-, podemos aceptarlas o re­ chazarlas, analizarlas o desarrollarlas. Desde la información que tenemos en estado consciente dirigimos, sin saber cómo, la producción de nuevas ocurrencias. Todo lo que pretende­ mos conseguir con la educación o el aprendizaje es aumentar la probabilidad de que se nos ocurran las cosas que quere­ mos y cuando queremos. Valéry ya lo dijo, refiriéndose a la poesía: «El primer verso, la primera ocurrencia, nos lo da la Musa. Después es tarea nuestra buscar lo que sigue.» A esa fuente que es nuestra, que dirigimos, pero cuyo mecanismo desconocemos casi por entero, la he llamado en mis libros «inteligencia computacional». Es en su opacidad donde sur­ gen las maravillas de la claridad.52 Es la sede de los hábitos, buenos o malos, que no son más que un sistema férreo de

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ocurrencias, que da significado a las acciones y nos anima a realizarlas. Es el manantial de las invenciones. No estoy diciendo nada que ustedes ya no sepan. Las operaciones mentales que realizamos nos ocultan sus secre­ tos. Conocemos los resultados, pero no su génesis. ¿De qué manera hacemos algo tan pulcro y racional como compren­ der una demostración? Lo ignoro. Los profesores sabemos que al explicar algo tan sólo pretendemos aumentar las pro­ babilidades de que en la cabeza del alumno atento se pro­ duzca esa brusca reestructuración de datos dispersos que lla­ mamos «comprensión». Es algo semejante a lo que ocurre en un caleidoscopio cuando lo movemos. Aparece una nueva forma a partir de elementos viejos. Los psicólogos dicen que al comprender captamos una Gestalt, una configuración. Es un suceso tan instantáneo, tan súbito, que en lenguaje vulgar lo metaforizamos como caída: ¡Ahora caigo!, decimos. ¿Dón­ de hemos caído? En la cuenta, en la conciencia unificada, comprensiva, de lo fragmentado, de lo que antes no éramos capaces de captar de una vez, de lo que se nos antojaba in­ abarcable, in-comprensible. ¿Cómo pudo surgir de la cabeza de nuestros antepasados la idea religiosa? No lo sé. Pero tampoco sé cómo pudo in­ ventarse el lenguaje. Resulta difícil de entender que a una especie muda se le ocurriera la idea de hablar. Nuestra inteli­ gencia computacional es una incansable máquina de produ­ cir ocurrencias —cosa que le ocurre a la naturaleza entera—, algunas de las cuales tienen éxito y otras son barridas por la selección. Pues bien, las ocurrencias lingüísticas y las ocu­ rrencias religiosas tuvieron éxito. Y no les puedo decir más.

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2 ¿Cómo es esa inteligencia inventora de dioses? Como es siempre la inteligencia humana: afectiva, práctica, verificado­ ra, simbólica y narrativa. He hablado tanto de esto en mis li­ bros que me da vergüenza repetirlo.53 Lo haré, pero aplicán­ dolo ya al asunto que nos ocupa. Nuestro primer trato con la realidad es afectivo. El mun­ do se nos anuncia en el sentir, que es una amalgama de per­ cepciones y evaluaciones. Vivimos en una realidad interpreta­ da a través de nuestras necesidades y expectativas. Nuestros sentimientos nos proporcionan un balance consciente de nuestra situación, nos informan sobre el enfrentamiento de nuestros proyectos con la realidad. El miedo, la alegría, la fu­ ria, la decepción, la tristeza, el entusiasmo son la contabilidad de nuestro estar en el mundo. Los afectos abren el campo de los valores. La realidad, antes que paisaje para contemplar, es escenario para nuestra acción. Somos seres activos, mejor aún: interactivos, ya que para sobrevivir tenemos que comer­ ciar continuamente con nuestro entorno. Por eso, nuestra in­ teligencia es práctica. Su principal función es dirigir bien la acción. Las experiencias afectivas incitan y dirigen el compor­ tamiento, pero previamente han hecho emerger el mundo como valioso o terrible. La religión surge de esa inteligencia afectiva y práctica. Los sentimientos son un bloque de información integra­ do, que incluye valoraciones. Son un modo rápido y eficaz para hacernos cargo de la realidad. Son sintéticos, no analíti­ cos. Manejan un ingente caudal informativo, pero como no podemos someterlo a inspección no sabemos si es de fiar. Por ejemplo, alguien siente miedo a la novedad, cualquier cambio le angustia. Este sentimiento puede salvarle la vida, pero también puede mortificarle sin razón. ¿Por qué tiene ese miedo? ¿Qué información está determinando tal senti-

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miento? No lo sabe y por lo tanto no puede decir si su senti­ miento está justificado o no. Lo malo es que los afectos, los sentimientos, las emociones se me imponen con una eviden­ cia incontestable. Lo que siento, lo siento. Si estoy desespe­ rado nadie puede intentar convencerme de que el mundo es esperanzador. Si quiero a una persona, de nada vale que me digan que no merece ser querida. Lo que experimento, lo que veo, oigo, siento, se me impone quiera o no quiera. Por eso nos hace gracia el chiste de Mark Twain: «La música de Wagner no puede ser tan desagradable como suena.» Negar que siento lo que siento es una contradicción. Llamamos «evidencia» al poder con que una experiencia nos fuerza a aceptar lo que nos presenta. Es el carácter impo­ sitivo de la experiencia o del pensamiento, y va a tener gran importancia en este libro.54 Su energía es tal que tenemos que «rendirnos» a ella. Consideramos evidente lo que vemos -física o mentalmente- con claridad. Por ejemplo, que el sol se mueve en el cielo. Por ejemplo, que A es igual a A, princi­ pio que sería absurdo intentar demostrar pues toda demos­ tración tiene que utilizarlo. Pero ocurre que no es verdad que el sol se mueva y hay corrientes de pensamiento -por ejemplo la zen- que niegan el principio de identidad. Nos encontramos, pues, en una situación paradójica: no pode­ mos dejar de fiarnos de nuestra evidencia y no podemos fiar­ nos de ella. La experiencia del error nos lo confirma. La evi­ dencia innegable de que el sol se mueve en el cielo es tachada por la evidencia astronómica de que es la tierra la que se mueve. Puesta en esta situación, la inteligencia tiene que aprove­ char todos los recursos de la evidencia para ir seleccionando o consiguiendo evidencias más fuertes. Tiene que distinguir entre el espejismo y la realidad para no morir de sed en un viaje alucinado por el desierto. Tiene que verificar sus afir­ maciones. Necesita asegurarse, confirmar -es decir, hacer fir­

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me-, corroborar -es decir, hacer fuerte como un roble—. Esto lo comprendieron muy bien las lenguas semíticas, para las cuales «verdad» se dice emunah, lo que aguanta, lo que permite construir encima, lo que no se olvida, la roca. En Occidente hemos insistido mucho en el aspecto de concor­ dancia con lo real y hemos olvidado el aspecto energético, noérgico, de fuerza y consistencia que tiene la verdad. La pa­ labra satyagrapha, tan querida por Gandhi, significa «el po­ der de la verdad», la eficacia de lo verdadero, y es una bella noción. La religión nace de un sentimiento, de una evidencia afectiva, y su valor va a depender del valor que atribuyamos a esta evidencia. Todas las religiones creen en un plano de realidad distinto del visible: espiritual, absoluto, divino, po­ tente, más valioso que el natural. Esto es lo que las unifica. También afirman que se puede entrar en relación con esa realidad radical, y casi siempre opinan que es benévola. Voy a resumir todo esto un poco chapuceramente definiendo la religión como «la afirmación de lo sagrado». ¿Cómo se pudo llegar a una afirmación tan insensata, es decir, tan contraria a lo que nos dicen los sentidos? Fue la elaboración lingüística y conceptual de lo revelado en un sentimiento. Les pondré un ejemplo de cómo pudo suceder. El miedo a la oscuridad es, según nos dicen los expertos, universal. Elasta Zeus siente temor ante la noche.55 Pero ¿a qué tenemos miedo cuando tememos la oscuridad? A nada y a todo. La oscuridad es una amenaza inconcreta, la pérdida de nuestras referencias y de nuestros apoyos. De esa nada puede emerger una mano que me agarre o un susurro o un rocé. O tal vez un pre-sentimiento, algo tan sutil que ni si­ quiera puedo sentirlo. Todas las culturas han alabado la luz y recelado de la oscuridad. Los sentimientos siempre están preñados de fábulas y paren prolíficamente. De los deseos nacen ensoñaciones, es decir, narraciones imaginarias. Deseo

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vengarme y sin buscarlos surgen en mi conciencia planes para hacerlo. Quiero a una persona e involuntariamente se me ocurren imágenes e historias acerca de ella. También el miedo es fértil en invenciones, y el miedo a la oscuridad, más. Es el símbolo de los muertos, la temible cualidad de las aguas abismales, es manifestación de lo que no está presente. Ya les dije que nuestra inteligencia es simbólica, ve lo que ve, y a veces lo convierte en signo, trayendo a colación lo que no está. En el humo visible percibe el fuego invisible. En las for­ mas de la arena ve al bisonte que acaba de pasar por allí. Lla­ mamos huella a aquello que nos trae a la conciencia la pre­ sencia de lo ausente. Esta capacidad de suscitar lo invisible convirtiendo lo visible en vestigio, huella, signo, permitió al ser humano ampliar su capacidad de acción, anticipar el fu­ turo, y también perder la cabeza a veces. Las personalidades religiosas ven en todas partes las huellas divinas. «Los cielos y la tierra cantan la gloria de Dios.» Los sentimientos, pues, son simbólicos. Son también ex­ presivos -es decir, emiten signos- y comprenden los signos emitidos por otros. Postrarse en tierra es signo de veneración o temor. El llanto es una expresión simbólica que muestra o revela la tristeza de una persona o el malestar de un bebé. Los padres saben muy bien hasta qué punto es críptico el llanto de un niño, y lo difícil y urgente que es descifrar su significado. Hasta los animales perciben la expresión de furia de sus congéneres. Pues bien, creo que las religiones tienen su origen en la índole práctica, afectiva y simbólica de nues­ tra inteligencia. El ser humano aplica a la realidad entera esas estrategias fastuosas que le han permitido sobrevivir. Convierte todas las cosas en expresiones y huellas. Puede du­ plicar el mundo con colosales alegorías.

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3 Las religiones comienzan con un sentimiento que les re­ vela la presencia de lo sagrado. Para organizar brevemente un material gigantesco y caótico, voy a catalogar las creaciones religiosas señalando tres lugares de revelación: la naturaleza, la experiencia íntima y una persona concreta (un profeta, un elegido, un buda, un mesías). Hay, en efecto, religiones cós­ micas, religiones interiores, religiones proféticas. Comenzaré hablando de las religiones cósmicas. ¿En qué sentimiento se revela el más allá? En primer lugar, en el mie­ do.56 De la misma manera que al miedoso los dedos se le tor­ nan huéspedes, los truenos pueden hacérsele voces de los dio­ ses. En el Poema de Gilgamesh, el héroe tiene un sueño del que despierta sobresaltado. Pregunta a su compañero Enkidu, que aún no se ha dormido: «¿No ha pasado un dios cerca de mí? ¿Por qué entonces soy presa de pánico?» Todas las cultu­ ras han creído que los sentimientos estaban provocados por una fuerza exterior. Las emociones nos invaden siempre. En ellas se delata, pues, la acción de una causa. Por eso se llama­ ban tradicionalmente «pasiones», porque se padecían. Tam­ bién los sueños son una experiencia turbadora. Los visitan huéspedes misteriosos, presencias impalpables, ante las que nos sentimos inermes. Los muertos, por ejemplo. Me atreve­ ría a decir que este hecho es un universal antropológico. Los pueblos primitivos han dado dos explicaciones de estas fantas­ males visitas. La primera es que las almas de los muertos vuel­ ven. La segunda, que el alma del durmiente se separa del cuer­ po y viaja al país de los muertos. Son creencias sentidas en todos los paisajes, desde las praderas de los indios americanos a los desiertos de los aborígenes australianos, desde las llanu­ ras mongolas a las selvas zulúes. De éstos retengo una acertada metáfora. Al vidente profesional, que recibe asiduamente la visita de los espíritus, le llaman «casa de los sueños». No son

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historias lejanas. También aparecen en nuestro cercano Ho­ rnero. Patroclo se aparece a Aquiles en sueños. La creencia en los espíritus es uno de los manaderos de la religión. ¿Qué pensar acerca de los muertos? ¿Cómo no sentir miedo a su estar sin estar, a su posible hostilidad? ¿Cómo no conservar también el respeto o el cariño que se les tenía cuando vivos? Ambos sentimientos pudieron inducir a ente­ rrar los cadáveres: honrarlos, sí, pero también ponerlos a buen recaudo. A esta confusa mezcla de temor, reverencia y fascinación la llamó Rudolf Otto «experiencia de lo numinoso»57 y el término hizo fortuna. Los sumerios llamaban a las misteriosas presencias en que se delata lo sagrado melammu, una luz poderosa que atrae y espanta.58 Pánico, la palabra que en castellano designa un terror violento, deriva del dios Pan. Era el miedo provocado por su aparición. El miedo reverencial ha estado siempre vinculado a Dios. «El inicio de la Sabiduría es el temor al Señor», Radix Sapientiae est timere Deum.v>Y con Él está relacionada la ex­ periencia de lo poderoso, en las otras realidades o en uno mismo. Lo sagrado manifiesta su poder en una cosa o en una persona. La naturaleza está llena de hierofanías, de epi­ fanías, de teofanías. Lo invisible se hace visible en los seres, muestra en ellos su fuerza. En estas expresiones lo importan­ te es el radical «fanós», lo que en su brillar se impone a la mirada. El fenómeno del poder ha fascinado, atraído y espanta­ do a antiguos y modernos. No me estoy refiriendo a la facul­ tad de castigar y premiar, esencia de un poder tosco, sino a la capacidad de imponerse, de arrastrar, de producir fenóme­ nos no rutinarios. Es la autoridad, el carisma, el dominio. Visto desde el que lo padece, el poder es una coacción no ra­ zonada, una ligazón, una obligación, una religación a algo que se nos impone. Se parece al apego, a la dependencia adictiva, o a la sumisión. Los creadores religiosos se han sen­

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tido siempre ligados al poder que estaba más allá de los fenó­ menos naturales: la fecundidad de las mujeres y de los cam­ pos, las montañas tan cercanas a la luz, el firmamento -gran concha, techo protector, morada de los dioses-, los héroes, los guerreros valerosos. Los especialistas han visto certeramente expresado este sentimiento en el término mana, usado por los polinesios, y que durante una época hizo las delicias de los antropólogos. Los polinesios, fenomenólogos avant la lettre, distinguen en­ tre mana y tupu. Ambas palabras significan el poder, la facul­ tad de actuar, la eficacia, pero tupu se refiere al poder natu­ ral, rutinario y aburrido de las cosas, mientras que mana significa un poder especial, participado, delatador de la divi­ nidad. Lo tienen los grandes jefes, porque consiguen que to­ dos les obedezcan. Lo tenía, para los indoeuropeos, el soma, la bebida que los hacía fuertes e inmortales. Se siente como «entusiasmo», como estar poseído por un dios. Esta experiencia del poder en lo real aparece en muchas culturas. Se llama orenda entre los iraqueses, wakanda entre los sioux. Es el manitú de los algonquinos. Es algo, pero también alguien. Lo tienen los objetos, pero sobre todo el Gran Espíritu, el Creador. En Borneo se llama petara. En Madagascar hasina: confiere al rey, al extranjero, al blanco, sus poderes, que se apartan de lo habitual. Huaca, para los andinos, son las grandes montañas, los ríos poderosos, los muertos, las tumbas. Para los árabes algo parecido significa baraka. Es un poder que posee un santo, y que transmite por emanación. El poder va a conectar la naturaleza, lo sagrado y Dios. Por ejemplo, la palabra hebrea ’el (de donde viene ’Elohim = Dios) significaba en primer lugar «el poder». Se dice: «depende del ’el de mi mano». Pero, por otra parte, ’elim designa las «deidades personales».60 Los que creen en el Tao chino no quieren dar el paso a la divinidad y pretenden permanecer en esa fuerza originaria. El hombre no debe ac­

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tuar, debe seguir el Tao, identificarse con el Tao. De nada vale rebelarse. En las escrituras sagradas indias este sentimiento de la presencia del poder en lo real se analiza de un modo que me parece profundo y revelador.61 Lo sagrado es el poder que funda el dinamismo natural de las cosas. Hace crecer el maíz, permite que las causas causen, que el agua sacie la sed, que la luz ilumine, que las mujeres tengan hijos. Los hindúes entenderían muy bien un verso de Alvaro Pombo: «Te roga­ mos, Señor, que la jarra contenga el agua.» Es decir, te ro­ gamos que tu poder siga haciendo que las cosas se manten­ gan en su ser cotidiano. Recuerden a Telepinu, el dios de los hititas, cuya huida desbarajustaba todas las cosas. El Absolu­ to está detrás del dinamismo entero de la realidad. Es lo que hace que dos y dos sean cuatro y que el mar me impresione hoy con su belleza y que los sexos se atraigan y que la gaviota planee en el aire cálido que la sostiene. Así hablan las escritu­ ras sagradas indias del poder presente en lo real: Lo que no puede expresarse en palabras y sin embargo es por lo que las palabras se expresan, sabe que eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran. Lo que no se puede pensar con el pensamiento y sin embargo es por lo que el pensamiento piensa, sabe que eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran. Lo que no se puede ver con los ojos y sin embargo es por lo que los ojos ven, sabe que eso es en verdad el Abso­ luto y no lo que las gentes adoran. Lo que no se puede oír con el oído y sin embargo es por lo que el oído oye, sabe que eso es en verdad el Absolu­ to y no lo que las gentes adoran.62 Aquí el Absoluto aparece como «el Oído del oído, la Mente de la mente, la Palabra de la palabra, la Vida de la

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vida»,63 es, como comenta Sankara, «la fuente de su capaci­ dad de actuar». Esta idea de que los poderes de las cosas son poderes participados ha fascinado a muchas inteligencias. Los teólo­ gos medievales decían que la Causa primera, Dios, opera a través de las causas segundas, las cosas.64 Las cosas causan, pero sólo gracias a un poder conferido por Dios. Un sacerdote oratoriano, Nicolás Malebranche, ex­ tremó esta idea con su doctrina del ocasionalismo: Dios está instante tras instante manteniendo la hilazón del mundo. Sin él, el segundero del reloj se pararía. Cada uno de sus peque­ ños latidos mecánicos es un acto divino que mantiene el fluir del tiempo. A las cuatro fuerzas fundamentales que según los físicos mantienen la cohesión y el dinamismo del universo, habría que añadirles, según Malebranche, esta nueva, que es la que haría que la fuerza electromagnética funcione y que funcione la fuerza de la gravedad y la interacción atómica dé­ bil y la interacción atómica fuerte. Dios sería la fuerza que opera puntual y fielmente dentro de las fuerzas físicas. También una persona puede sentir dentro de sí el poder de Dios. Esta es, según dicen los expertos, la vivencia más cla­ ra de la fe: sentirse apoderado, arrebatado por Dios. «¿Es que no notáis acaso la dynamis de Cristo dentro de vosotros?», dice San Pablo, pero sobre esta experiencia hablaré más tarde. 4 Al hablar del anterior sentimiento lo he denominado presencia del poder en lo real. Lo divino aparece como pode­ roso antes que como bueno. Les ruego que no olviden este hecho, porque tiene gran importancia en mi argumento. He de retomar ahora el tema de la presencia, porque de él ha­

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blan mucho las personas religiosas. A veces parece que divi­ den la relación con la divinidad en dos grandes sentimientos: presencia y ausencia. La retórica piadosa, repetitiva hasta lo insufrible, ha hablado con insistencia de la «noche oscura» del espíritu. Es la contrafigura de la presencia. La ausencia es el hueco dejado por algo o alguien que se esperaba encon­ trar. Dicen que al conmovedor cura de Ars se le oyó decir, hablando ensimismado consigo mismo: «Pues el caso es que hace ya una semana que no veo a Dios.» Resulta aterrador el texto de Santa Teresita de Lisieux, una personalidad fasci­ nante enterrada bajo una leyenda de biscuit, escrito al final de una vida entera dedicada a Dios:

Volví la cara hacia el interior de la habitación y me que­ dé petrificado. Allí estaba El. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía allí, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel blanco en que estoy escribiendo. (...) ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia.66

Es necesario haber caminado por este sombrío túnel para comprender la oscuridad (...). De pronto las brumas que me rodean se hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte que ya no me es posible volver a encontrar en ella la imagen dulcísima de mi patria y en el paroxismo de la noche me parece que las tinieblas me di­ cen, burlándose de mí: «Sueñas con la luz. Crees poder sa­ lir un día de las brumas que te rodean. ¡Adelante! ¡Adelan­ te! Gózate de la muerte que te dará no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada.»65

García Morente se interroga sobre la posibilidad de «una percepción sin sensaciones». De alguna manera tenía que ex­ plicar esa evidencia que cambió su vida Estas experiencias del poder y la presencia se relacionan estrechamente con el sentimiento de la «gloria», un senti­ miento tan cercano a lo estético que animó a Urs von Baltha­ sar, famoso teólogo católico, a escribir un oceánico tratado para demostrar que la categoría verdaderamente teológica, la que mejor daba cuenta de la experiencia de la divinidad, era la belleza. Lo bello lleva en sí una evidencia que salta inme­ diatamente a la vista.67 Se impone al espectador. En la Biblia se habla del kabod de Dios, palabra que Martin Buber tradu­ ce: «el peso y la fuerza que irradian de un ser y que constitu­ yen así su manifestación». Los cielos y la tierra proclaman el kabod de. Dios. Basta ser dócil a su esplendor para percibirlo. Urs von Balthasar hace una colosal antología del papel de la belleza en la historia de la religión. Son textos conmovedo­ res y brillantes. Es cierto que la experiencia estética profunda es arrebatadora, transfigura la realidad, incendia el espíritu y parece trascender el mundo. Rompe la lógica natural, la pro­ sa perceptiva. Rilke expresó la euforia de esa experiencia:

Las hierofanías se viven como presencia de lo sagrado. Una vez más, tengo que hablar de oídas. Transcribiré un cu­ rioso texto de un filósofo español, García Morente, compa­ ñero de Ortega en una brillante Facultad de Filosofía de Ma­ drid, gran traductor de Kant, que empezó de agnóstico y terminó de sacerdote por mor de una curiosa experiencia. El 29 de abril de 1937, cuando se encontraba en su domicilio de París, se despierta con sobresalto inexplicable. Se pone en pie, abre la ventana. El aire está frío.

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Toda la alegría y el objeto de mi vida consiste tal vez en esto: en que yo soy, aunque principiante, de los que sienten la belleza y reconocen su voz, por más que algunas veces apenas se distinga del ruido; y también yo sé que el Dios amado no nos ha puesto entre las cosas para elegirlas, sino para tomarlas tan fuerte y grandemente, que al final no podamos tomar otra cosa que la belleza en nuestro amor, en nuestra atención vigilante, en nuestra admiración inquieta. Comparto la exaltación, pero a lo más que llego por este camino es a una religión de la belleza, una especie de plato­ nismo exquisito, no a percibir la belleza como divinidad. El sol se está poniendo, y el mar y las islas parecen dotadas de una elocuencia que no entiendo. Son más que mar y más que islas y más que sol, a la vista está. Pero no sé si son algo más que la fervorosa emoción que me produce tan bello ins­ tante. 5 Hasta aquí sólo he hablado de las religiones que situa­ ban la revelación en la naturaleza. Las hierofanías, las teofanías son el modo de manifestarse la divinidad. Pero hay otra posibilidad: situar la revelación en uno mismo. Es el camino seguido por las religiones de la inmanencia, de la interiori­ dad. Dios está en el interior del hombre y sólo hay que vol­ verse allí, abandonando las realidades exteriores, para encon­ trarle. De nuevo estamos hablando de una evidencia de lo divino, pero esta vez más íntima y recatada. Las experiencias místicas pertenecen a este género. Muchas religiones, entre ellas la cristiana, han ido evolucionando hacia grados cada

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vez mayores de interioridad, y no sé si para bien. «Vuelve dentro de ti. La verdad habita en el interior del hombre», es una frase de San Agustín que encontramos en todas las reli­ giones de la intimidad. Los Vedas y los Upanisad hablan del Ser supremo como situado en la cueva del corazón. «La per­ sona inteligente que medita en su ser reconoce al Ser divino y eterno que habita en la cueva del corazón.»68 Teresa de Je­ sús llamaba a esa cueva «morada interior». La realidad sensible deja de ser símbolo de la divinidad para convertirse en el velo que la oculta. Lo visible impide la aparición de lo invisible. Lo profano es más poderoso que lo sagrado, si caemos en sus redes. Se impone por ello una drás­ tica inversión de nuestro trato con la realidad. El mundo y la carne se han vuelto demoníacos. En el hinduismo, lo que lla­ mamos realidad es una ilusión. Allí no está el Absoluto. El Ser que existe por sí mismo traspasó las puertas de los sentidos. Por eso vemos lo exterior y no lo interno, el propio Ser. Pero si algún ser humano tiene discernimiento y anhela la inmortalidad, dirigirá la mirada hacia dentro y contemplará el Oculto Ser.69 Al haberse ido el Ser más allá de lo sensible, no es posi­ ble verlo. «Permanece oculto en todos los seres, no aparece su resplandor. Sólo puede verlo el investigador de lo sutil, de aguda inteligencia.»70 Las cosas que se nos presentan con su aplomada consistencia son espejismos: nó hay diversidad al­ guna. «Lo que está aquí, está allá. Lo que está allá, está aquí igual. Quien ve diferencias, va de muerte en muerte.» «No existe diversidad en ninguna parte. A esto se llega a través de la mente purificada.»71 Estas palabras misteriosas no están haciendo referencia a una tesis metafísica, sino a una experiencia. Quien replegado en sí mismo, liberado de los deseos, consigue mediante la

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concentración unirse al Uno, ve a las claras la falta de reali­ dad de los seres. Como gotas de agua, las cosas desaparecen cuando brilla el gran sol. De nuevo nos encontramos con una idea que ha fascinado siempre a la inteligencia humana. Platón decía algo parecido en su mito de la caverna. Lo que reputamos como seres no son más que sombras evanescentes proyectadas en la pared de la cueva. Fuera, al aire libre, luce el sol, el Bien, el único. Los filósofos medievales, por ejem­ plo San Bernardo y la escuela de San Víctor, hablaban del «infierno de las diferencias». Si fuéramos capaces de mirar todas las cosas en Dios, las veríamos hermanadas, pero el pe­ cado las independiza, las desvincula, introduce la discordia, el engreimiento, la afirmativa soberbia. El Uno con su dia­ léctica implacable reducía a la nada la pluralidad. Pensándolo bien, no es tan raro lo que dicen. ¿No experi­ mentamos a veces la vaciedad de las cosas? ¿No han pensado que si tuviéramos un momento de lucidez veríamos la rea­ lidad al revés? Nos daríamos cuenta de que el rey va desnudo, de que hemos dado demasiada importancia a demasiadas co­ sas sin importancia, de que hemos perdido el tiempo, de que vivimos como Sísifo, empeñados en subir incesantemente una piedra a la montaña. «Vanidad de vanidades y todo va­ nidad», gime el Eclesiastés. No diré que se nos hace patente la nada, pero al menos sí la nadería. Pues bien, las religiones de la interioridad siguen hasta el final ese camino tesonera­ mente. Se basan en la experiencia, no en la razón. Los Upanisad se centran en el descubrimiento del Uno, del Ser, de lo Ab­ soluto: Brahmán. Pero no se quedan ahí. Dan un salto de grandes circenses espirituales e identifican el Absoluto con la Conciencia, con lo cual resulta que el Absoluto está en cada uno de nosotros, no en cualquier lugar de nuestra personali­ dad, sino en el acto de conocer. Ser consciente es una parti­ cipación en la Gran Conciencia que es el Absoluto. El Abso­

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luto nos atraviesa y, como si fuera un remolino, nos consti­ tuye efímeramente. «De la misma manera que el espacio que está fuera del cántaro es el mismo que está dentro del cánta­ ro, así el Absoluto.» Somos ante todo conciencia, y lo de fue­ ra, también. El mundo que percibo es eso: meramente perci­ bido. Sólo puedo considerar real algo que aparezca en mi conciencia de alguna manera: percibido, imaginado, sospe­ chado, significado mediante una palabra, deseado, deducido, soñado. Algo que ni remotamente pudiéramos enlazar con nuestra conciencia, aunque fuera para decir que no lo cono­ cemos, resulta para nosotros sin sentido. No podemos salir de la conciencia, pues dentro de ella descubrimos lo real y lo irreal, lo espiritual y lo material. Pues bien, si prescindimos de todas las apariencias, del incesante fluir de los fenómenos, de esa eterna película proyectada en nuestra conciencia, si apresáramos «aquello en lo que aparece» en vez de dejarnos intoxicar por «lo que aparece», si viviéramos en la luz y no en los objetos coloreados, en la pantalla y no en el film, ha­ bríamos captado lo que fundamenta la aparición y la existen­ cia de las cosas, la fontalis plenitudo, la plenitud del manan­ tial: el Absoluto. Éste es el centro del pensamiento hindú. Es fantástico que los autores de los Vedas y los Upanisad dijeran hace tres mil años cosas tan parecidas a las que dijo Husserl anteayer. Y es sorprendente que en una teoría que a los occidentales nos suena tan abstracta, apelen continua­ mente a la experiencia. «La experiencia única upanisádica», escribe Consuelo Martín, traductora de estos textos, «aporta la única verificación posible a la verdad trascendente que puede dar total sentido a la existencia: la unidad de la concieñcia.»72 También el budismo considera que el mundo es una ilu­ sión mantenida por el apego. Toda la enseñanza de Buda se concreta en las «cuatro nobles verdades»: la verdad de que existe la infelicidad; la verdad de que hay una causa de esa

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infelicidad; la verdad de que la infelicidad puede cesar; la verdad del camino que conduce al cese de la infelicidad. Ya tendré ocasión de hablar más de Buda, pero ahora sólo quiero insistir en el aspecto experiencial e íntimo de su enseñanza. Nada se puede aprender de oídas, repite: «No prestéis atención a lo que ha sido adquirido a fuerza de oírlo repetidamente; ni a la tradición, ni al rumor, ni a lo que hay en la escritura, ni prestéis atención a los axiomas, ni a sutiles razonamientos, ni a prejuicios respecto a un concepto que haya sido considerado con especial cuidado, ni a la aparente capacidad de otros.» Defiende una especie de empirismo es­ piritual: «Aceptad mis palabras sólo y después de haberlas comprobado vosotros mismos; no las aceptéis simplemente por la veneración que me profesáis.» «Vosotros mismos sois los que tenéis que hacer el esfuerzo, los Budas sólo indican el camino.»73 Ese camino consiste en aniquilar el deseo y alcanzar un nivel diferente de existencia: el nirvana. Buda no ofrece nin­ guna definición del nirvana, pero insiste en alguno de sus atributos: afirma que los santos liberados «han alcanzado una bienaventuranza inquebrantable». «Ya en esta vida, recogido, nirvanado, sintiendo en sí la felicidad, pasa el tiempo en compañía de Brahmán.» Una interioridad muy parecida la he encontrado en los místicos cristianos, cuyas palabras suenan asombrosamente parecidas. «El cielo lo tienes en ti», escribe Angel Silesius. «Si en otro lugar buscas a Dios, mil veces lo pierdes.» Y añade: «Dios es fuego en mí, yo en El soy su reflejo, ¿no somos el uno en el otro íntima esencia?» En un Upanisad leo: «¡Oh Gautama! Un hombre es sin duda fuego.»74 Y los espirituales de la ortodoxia griega ven «la llama de las cosas». Y una de las ipsissima verba, de las sentencias originales que se conser­ van de Jesús de Nazaret, dice: «Quien se acerca a mí se acer­ ca al fuego.»75 Fantástica ubicuidad de las metáforas.

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Las religiones de la intimidad conducen a la soledad. Esto es lo que resulta muchas veces chocante e incluso monstruoso. Plotino dirá que el estado perfecto es estar «solo a solas con El Solo». San Juan de la Cruz habla de la «pro­ fundísima y anchísima soledad», del «inmenso desierto». Te­ resa de Jesús, de la «soledad extraña». Y de nuevo San Juan de la Cruz: En soledad vivía y en soledad ha puesto ya su nido, y en soledad lo guía a solas su querido, también en soledad de amor herido. Claro que afirman que una soledad en compañía del Todo no es soledad. Pero ¿qué significa esta frase?

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Queda por hablar de las religiones que sitúan el lugar de la revelación en un hombre. Sus doctrinas pueden incluirse, por supuesto, en los dos géneros religiosos que he menciona­ do, pero ellos aparecen como mediadores de la revelación, de la iluminación divina. Están poseídos por Dios. Nadie ha in­ fluido en la historia de la humanidad más que estos hombres: Zoroastro, Abraham, Moisés, Lao-tsé, Confucio, Buda, Mahavira, Jesús de Nazaret, Pablo de Tarso, Mahoma, Lutero (para evitar de nuevo susceptibilidades, recuerdo que en estas páginas estoy describiendo, no evaluando).76 Sus enseñanzas han configurado el mundo cultural en que vivimos, incluso en aquellos casos en que la sociedad no cuenta ya con ellos y ha olvidado su influjo. Bergson lo explicó con su clara elo­

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cuencia: «La moralidad aceptada hoy por la humanidad civili­ zada engloba dos cosas: un sistema de órdenes dictadas por exigencias sociales impersonales, y un conjunto de llamadas lanzadas a la conciencia de cada uno de nosotros por personas que representan lo mejor que ha habido en la humanidad.»77 Estos grandes personajes sintieron una emoción nueva, vivieron una experiencia nueva, y al explicarla conmovieron a millones de discípulos con su mensaje. Si supiéramos lo que hay en el fondo de ese suceso habríamos encontrado la respuesta a las preguntas de este libro. Pero todo se esconde en el reducto de una experiencia privada. Abraham tuvo una visión en la que Yahvé le prometió descendencia y tie­ rras. Creyó en aquella promesa y su figura de hombre de fe atraviesa los siglos.78 Moisés ve a Dios en la zarza ardien­ do.79 En el Sinaí ocurre la gran teofanía. Yahvé realiza el gran pacto con los hijos de Israel y entrega a Moisés las Ta­ blas de la Ley.80 Buda experimentó el Gran despertar. Jesús fue muy discreto al hablar de sus experiencias. Tal vez ha­ bría que interpretar como revelación inicial la escena de su bautismo, con los cielos rompiéndose, pero creo que hubo en él un lento apropiarse de su misión, más que una ilumi­ nación brusca. Mahoma vivió en una gruta del monte Hira la sobrecogedora aparición de lo sobrenatural. Todos ellos han nacido dentro de una tradición, a la que completan re­ formándola, y se sienten impulsados forzosamente a una misión. Y todos cambian la historia. Sus doctrinas no se han extendido por razonamiento, sino por conmoción. No razo­ nan, predican. No convencen, arrastran. El kerigma es lo esencial. La imitación es el gran camino. La religiosidad in­ dia ha sido en esto muy tajante. No se puede acceder a la verdad sin un maestro. La palabra japonesa narau, «apren­ der», significa «imitar algo», hacer el esfuerzo para situarse esencialmente en el mismo modo de ser que la cosa de la que se quiere aprender.81

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Estos grandes genios religiosos han descubierto valores nuevos, y han humanizado el mundo más allá de donde proba­ blemente hubiera podido llegar la razón. Son talentos creado­ res, inventivos, innovadores, imprevisibles, que hablan de sus evidencias: la lucha entre el bien y el mal, el pacto con Dios, el Camino, la Gran iluminación, la buena nueva de que Dios es amor. Después su mensaje se coaguló en instituciones o en creencias naturalizadas, vulgarizadas, vaciadas de experiencia. Se intentó traer al sentido común doctrinas que estaban más allá del sentido común. Se pretendió razonar, justificar, verter lo que decían en moldes que, como veremos, no pertenecían a su círculo. Y, como gigantesca perversión, algunas de ellas se dejaron atrapar por la gran tentación del poder. Tuvieron sus ejércitos, sus coronas, sus posesiones, sus gobiernos. No todas las religiones constituyeron iglesias, y éste es uno de los rasgos que las diferencia más. Las religiones sin Iglesia no tienen ortodoxias ni hererodoxias y suelen escapar mejor de la contaminación del poder. La civilización india, por ejemplo, siempre ha detestado el proselitismo. No así la occidental ni la musulmana.82 7 He estudiado tres sedes de lo sagrado: la naturaleza, la conciencia, ciertas personalidades. Creo que es desde el ám­ bito de lo sagrado, de esa experiencia casi inarticulada, de donde hay que partir para estudiar a Dios como objeto cul­ tural. Tiene razón Heidegger: «Sólo desde la esencia de lo sa­ grado puede pensarse la esencia de la deidad.»83 El politeísmo es ya un esfuerzo por concretar en figuras esa vaga experiencia. Hay muchas cosas poderosas y muchas divinidades. Los dioses hacen más accesible lo sagrado. Casi

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son portátiles, en imágenes, arcas, objetos. Cada hogar puede tener su dios, un dios de las cosas pequeñas, además de los grandes dioses de las cosas grandes. Pero esa pluralidad poéti­ camente sugestiva parece que llena mal el corazón de los hombres, incapaces de distribuir tan pluralmente su fidelidad y su confianza. Siempre se puede olvidar a un dios, ofenderle al omitir un rito o verse implicado en rivalidades divinas. En­ tre la muchedumbre de los dioses uno solía alcanzar la supre­ macía. En la Biblia todavía se ve como Yahvé es sólo el dios más poderoso entre los dioses. Es lo que se llama henoteísmo. Mejor es acogerse al más fuerte, para que él se encargue de lu­ char las batallas de su fiel. No sé si el monoteísmo surgió de esta tendencia simplificadora o fue desde su arranque un ca­ mino distinto.84 Dicen los expertos que es creación de los pastores nómadas, un dios de rebaño y caminata. Hay otro camino en la interpretación de la divinidad: el panteísmo. Todas las cosas son Dios. Sospecho que en la expe­ riencia originaria del poder en lo real hay implícito algo que in­ clina al panteísmo. Es una propensión clara de todos los místi­ cos. Ven brillar a Dios en todas las cosas con tanto esplendor, que les cuesta separarle de ellas. Cuando Tomás de Aquino afirma que Dios está en todas las cosas por esencia, presencia y potencia, necesita después una gran sofisticación técnica para librarse de la acusación de panteísmo. Conmovedor Aquino, que, tras una experiencia mística cuyo detalle desconocemos, miró con desdén todas sus obras teológicas, en las que había puesto su vida entera, y sentenció: «Todo esto es paja.»

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La religión afirma un mundo distinto del que vemos. Si queremos comprenderla hay que tomarla en toda su radicali-

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dad, no en la domesticada versión en que acabó por consoli­ darse socialmente. Vistas como el resultado de una eficaz maquinaria de adoctrinamiento cultural, como frutos malva­ dos del afán de poder, como rutinas sin fervor, sin ilumina­ ción, sin experiencias, no hay religión que se salve. Un mon­ je tibetano moviendo su carraca, un yogui manteniéndose durante años sobre una sola pierna como una grulla del Ab­ soluto, un musulmán fundando en el Corán su derecho a una herencia privilegiada, un devoto asaltando de madruga­ da la verja del Rocío, son cromos folklóricos para turistas de espíritu. Hay un universal proceso de deterioro, de olvido de lo esencial, de formalismos huecos, de casuística ritual o mo­ ral o teológica, en las religiones. Seríamos injustos con ellas si nos quedáramos en esa ropavejería del espíritu. Si quere­ mos conocer un volcán tenemos que estudiarlo en su dina­ mismo emergente, explosivo, ígneo, no en las monstruosas formas que la lava adquiere al solidificarse. La inteligencia ha fundado sobre unas experiencias afectivas y simbólicas un fantástico duplicado del mundo natural, del que está basado en la experiencia perceptiva y el sentido común. Y llega a afirmar que el mundo descubierto, el círculo de lo sagrado, es más real y poderoso que el mundo profano, el círculo de lo natural. Ha sido una creación larga, minuciosa, universal e incierta. Las religiones son creaciones mestizas, como las artísti­ cas. Su plural genealogía integra miedos, visiones, intoxica­ ciones, creencias en los espíritus, rituales mágicos, experien­ cias de comunidad, adoración de animales primigenios, y también admirables creaciones de valores, personajes sobrecogedóres. Pero a los hombres modernos y críticos nos resul­ ta difícil pensar que de tan raros componentes pueda salir un cóctel bueno. Nos parecen creaciones humanas, demasiado humanas. Las aceptaríamos con más facilidad si pudiéramos reducirlas a alardes estéticos, pero esto es imposible porque

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su intención no ha sido engalanar el mundo con ficciones conmovedoras o terribles. Las religiones pretenden que sus afirmaciones son verdaderas. No nos piden que las admire­ mos, sino que las creamos. Y eso es harina de otro costal. Vamos a verlo.

III. EL CÍRCULO SAGRADO Y EL CÍRCULO PROFANO

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La historia nos ha entregado en herencia dos dominios culturales separados. Voy a llamarlos el «círculo sagrado» y el «círculo profano». A estas alturas han construido muy bien sus murallas, defienden con vigor su autonomía y se observan con desconfianza o ni siquiera se observan. Cada uno de ellos se ha reservado un nivel de realidad. El dominio de lo sagra­ do ya lo he descrito: es el ámbito de la divinidad, de lo invisi­ ble, de lo sobrenatural. Que sea real, es decir, independiente de la consideración humana, está por ver. El dominio de lo profano incluye la naturaleza, lo visible, lo fáctico, lo secular. Cada círculo se funda en un tipo de experiencia y en un modo de verificarla. El círculo sagrado se edifica sobre la ex­ periencia religiosa privada, mística, sobre la vida de fe, se co­ rrobora, como veremos, mediante experiencias también pri­ vadas de claridad, fuerza, comprensión o sentido, y se elabora conceptualmente en teologías. A mi juicio no sale del ámbito de lo privado, lo que no presupone nada acerca de su verdad o falsedad, sino de los niveles de justificación. Ya lo explicaré. El círculo fáctico se basa en la percepción sensible, en el sentido común, se corrobora por la experiencia y la práctica,

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y tiene su gran elaboración conceptual en la ciencia. Desde dentro del círculo sagrado se considera a la inteligencia fáctica como ciega, y desde el círculo fáctico se rechaza la inteli­ gencia religiosa por irracional y alucinada. Desde hace siglos, cuando el profano dice que lo sagrado no existe, desde dentro del círculo sagrado se le contesta que para los ciegos tampoco existe el color. De hecho, la palabra «profano» ha llegado a significar en castellano «ignorante o lego» en una materia. La etimología lo indica. Pro-faino significa lo que está antes de la puerta, fuera, en las tinieblas exteriores. El profano es el que ha sido incapaz de entrar. Mucha gente admite la existencia separada de estos dos círculos y acoge ambos en su vida sin gran dificultad. Un científico puede ser piadosísimo, con tal de no hacer interve­ nir a Dios en sus ecuaciones. Hay muchos científicos profun­ damente religiosos -Max Plank, por ejemplo- que consideran que hay más de una forma de relacionarse intelectualmente con la realidad, y que lo importante es no mezclarlas. Schrodinger, uno de los más brillantes físicos del siglo XX, hom­ bre de gran cultura, resume la situación: «La ciencia no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos. Por lo general la ciencia se proclama atea, lo cual no resulta asombroso. Si su imagen del mundo no contiene siquiera lo azul, lo amarillo, lo amar­ go, lo dulce, ni la belleza, el placer o la pena, si la personalidad queda convenientemente excluida de ella, ¿cómo podría con­ tener la idea más sublime que puede concebir la mente huma­ na?»85 Así pues, con facilidad se concede que somos simultá­ neamente racionales e irracionales, científicos y religiosos. Los jainitas, una religión muy rigurosa que sin embargo tiene gran aceptación entre laicos dedicados a los negocios, terminaron por concebir el dharma, la ley moral, de los laicos como dual. Había una serie de actividades profanas (laulika), y una senda

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supramundana, que conduce a la liberación. Esto otorga a muchos jainitas un sentido de identidad doble que no lleva a ninguna esquizofrenia aparente.86 Cada actitud mental tiene sus funciones y sus límites. La explicación racional estudia lo visible. La actitud trans-racional -por utilizar un término que no suene peyorativo- dice alcan­ zar la realidad sobrenatural. Pero esta postura deja a todo el mundo insatisfecho cuando se sale del ámbito privado y se pre­ tende una argumentación pública. Confiamos en la razón y nos desconcierta que haya un dominio de realidad que se evada de su poder. Sobre todo cuando este dominio tan privado, tan fuera de las comprobaciones intersubjetivas, tiene exigencias imperiosas y pretensiones profundas: salvarnos, por ejemplo. En el campo de la acción no está tan claro que se pueda vivir manteniendo en la conciencia la fidelidad a dos círculos, exte­ riores uno al otro. Los llamamientos a un rearme religioso -y el éxito que tienen- demuestran que mucha gente ve la solución en un monismo religioso. Leo en el programa del republicano de Georgia Joseph Morecraft: «La única esperanza para los Es­ tados Unidos es la total evangelización del país en todos los ni­ veles, una república completamente cristiana.» Es el mito per­ manente de una nueva cristiandad. Cuando el Evangelio dice: «No se puede servir a dos señores», tal vez se esté refiriendo a este asunto. La aspiración de algunas congregaciones religiosas que parecen admitir que se puede ir a Dios a través de Christian Dior, me parece de un ireneísmo sospechoso. Una de las características del uso racional de la inteligen­ cia —téngalo el lector presente durante el resto del libro—es la búsqueda de «evidencias intersubjetivas». Todos sabemos cuánta razón tenía Machado al decir: En mi soledad he visto cosas claras que no son verdad.

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Lo que pretende, pues, la razón es permitir el paso de las evidencias privadas —lo que veo, lo veo—a evidencias públi­ cas -lo que veo, se ve-, mediante argumentos. El haber do­ miciliado la razón dentro del círculo profano deja al círculo sagrado condenado no a la falsedad, sino a la imposibilidad de comprobación racional, de justificarse mediante argumen­ tos. En este libro voy a evitar esas soluciones concordistas que pretenden disolver el problema. El enfrentamiento entre fe y razón, religión y ciencia, sobrenatural y natural, dura ya muchos siglos y no tiene trazas de terminar. Incluso en estos instantes tiende a recrudecerse en ciertos lugares del planeta. Para saber de qué parte ponernos tendríamos que situar­ nos fuera de los dos círculos, porque cada uno postula cri­ terios que sólo valen dentro de él. Apelan a evidencias he­ terogéneas que proporcionan seguridades suficientes a sus defensores, y resultan invulnerables a las críticas del adversa­ rio. Los que están dentro y los que están fuera ven cosas dis­ tintas, y no se entienden. Es como hablar de las vidrieras de una catedral. Para quien se encuentra en el interior, los vitra­ les arden con la luz del sol. Pero quien está fuera sólo ve un gris monótono y emplomado. Ambos bandos contarán a vo­ ces lo que contemplan, sin convencer uno al otro. Como ob­ servador no comprometido, poniendo entre paréntesis mis prejuicios y preferencias, lo más razonable que puedo hacer es escuchar lo que me dicen. 2 Ambos dominios coinciden en fundar su posición en la experiencia. Apelan a ella como último criterio. Lo malo es que no se trata de la misma experiencia. Para uno, es la expe-

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rienda religiosa, de la que he hablado un poco en el capítulo anterior, la experiencia de la fe, que manifiesta el enlace entre los dos trozos de la moneda simbólica, la experiencia mística, o del Uno más allá de la aparente diversidad. Para el círculo fáctico, se trata de la experiencia sensible, común, ampliada por instrumentos técnicos, aclarada por las teorías científicas, y corroborada por los métodos de la ciencia. Comparemos dos textos opuestos, para percibir la apelación a un mismo principio de dos posturas irreconciliables. Hume, al final de su Investigación sobre el conocimiento humano, escribe: «Si co­ gemos cualquier volumen de teología o metafísica escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene al­ gún razonamiento experimental acerca de cuestiones de he­ cho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas, pues no puede contener más que sofistiquería e ilusión.»87 Rudolf Otto, renovador del estudio de la religión, dice: «El senti­ miento de presencia religiosa demuestra una presencia real.» «Poseemos en la experiencia directa los mejores fundamentos de la verdad.»88 Son posturas incompatibles. Lo cierto es que los dos círculos no han estado siempre separados. La experiencia sensible ha sido nuestro funda­ mental nexo con la realidad, pero en el origen de nuestra historia esa percepción sensible se interpretaba religiosamen­ te. Hasta donde alcanzo, la matriz de la cultura ha sido reli­ giosa y sólo poco a poco la interpretación «fáctica» -natural, profana, laica- de lo sensible se fue independizando. En las sociedades primitivas la religión lo englobaba todo, lo que no quiere decir que vivieran en un desprecio absoluto de la racionalidad. Algunos lo han afirmado, al ver la importancia que tiene en esos pueblos la magia, pero cualquier observa­ dor atento se percata de que la magia se utiliza en las cir­ cunstancias difíciles o que no dependen de la habilidad téc­ nica. Las barcas se construyen con racionalidad práctica,

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pero las tormentas intentan aplacarse con rituales mágicos. Un caso ilustrativo lo encontramos en la invención de ins­ trumentos. Son obra, sin duda, del talento práctico de los humanos. Basta comprobar lo difícil que es convertir una piedra en hacha, y las técnicas sofisticadas que utilizaban, para comprenderlo. Pero estas creaciones de la inteligencia humana eran después explicadas con mitos. El gran marco para dar significado a la experiencia era poético-religioso. ¿Cómo se separó la interpretación natural de la expe­ riencia, de la interpretación religiosa? No lo sé, pero voy a imaginarlo. Nuestra inteligencia computacional -recuerden, esa que funciona sin que sepamos cómo—es eficacísima reco­ nociendo parecidos. Las computadoras no pueden competir con el cerebro en este aspecto, ni de lejos. Muchos datos me hacen pensar que el nivel más elemental de reconocimiento de parecidos es el metafórico, es decir, figurativo y libre de controles.89 Las cosas se agrupan por rasgos a veces muy ac­ cidentales. Así funciona la inteligencia del niño, que llama «pelota» a la pelota, a la luna, al queso, y a la bola que rema­ ta la columna. También los pueblos precientíficos ordenan así el mun­ do. Los sioux dividen los seres y las cosas en tres categorías: 1. Relacionados con el cielo: sol, estrellas, grullas, no­ che, etc. 2. Relacionados con el agua: peces, niebla, conchas, etc. 3. Relacionados con la tierra firme: oso, puma, ciervo, águila, etc. ¿Qué hace el águila en esa compañía? Los sioux relacio­ nan el águila con el relámpago, el relámpago con el fuego, el fuego con el carbón y el carbón con la tierra.90 El universo se convierte así en una infinita red de parecidos, donde todo puede relacionarse con todo. El paso a unos parecidos más

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rigurosos, según reglas de clasificación que no cambien, más conceptuales y menos figurativos es obra de un lento y aprendido control de las ocurrencias. Cuando esa vigilancia se relaja, como sucede en la actitud poética, el sueño, la em­ briaguez o en algunas enfermedades mentales,91 la inteligen­ cia computacional vuelve por sus ancestrales fueros e instau­ ra asociaciones metafóricas de nuevo. ¿Por qué se impusieron los conceptos precisos y los enla­ ces lógicos formales, no figurativos, siendo así que hacían el mundo más monótono y aburrido? Porque eran los únicos que tenían eficacia práctica. Lo que llamamos «pensamiento racional» comenzó en los talleres, en los mercados y en los tribunales de justicia. No se pueden construir herramientas utilizando un pensamiento metafórico, ya lo he dicho antes. No se puede comerciar sin calcular. No se pueden resolver los conflictos sin argumentar. Por presiones prácticas, el cam­ po de lo fáctico se fue separando del campo de lo sagrado. 3 El conocimiento científico tropezó, sobre todo en Occi­ dente, con afirmaciones religiosas. La idea de que todo el universo debía girar en torno a la Tierra, cuna del Salvador, se enfrentó con las observaciones astronómicas que decían que la Tierra gira humildemente alrededor del sol. Se comen­ zó, entonces, a pedir argumentos que no se basaran en la au­ toridad. Y la religión sólo pudo aportar experiencias privadas. En esto, Occidente ha sido un precursor de lo que sucederá en todo el mundo, por eso su experiencia es ilustradora. El cristianismo tuvo que hacer su propia teoría de la ciencia, buscando un fundamento para sus afirmaciones y poder así convencer al «gentil» o retener al fiel. Tomás de Aquino, ese

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genio de la organización, comienza su Suma Teológica pre­ guntándose si la teología es ciencia. Lo pone en duda porque «la ciencia se basa en principios evidentes, mientras que la doctrina sagrada se apoya en los artículos de fe, que no son evidentes, puesto que no todos los admiten». Sin embargo, acaba reconociendo el carácter científico de la teología. Estas son sus razones: Hay dos géneros de ciencia. Unas que se basan en principios conocidos por la luz natural del entendimiento, como la aritmética, la geometría y otras análogas, y otras que se apoyan en otra ciencia superior (...) y de este modo es ciencia la doctrina sagrada, ya que procede de principios conocidos por la luz de otra ciencia superior, a saber, la ciencia de Dios y de los bienaventurados (...) La doctrina sagrada cree los principios que Dios le ha revelado.92 En efecto, la religión se basa en un modo de conocer, en unos principios, en un tipo de evidencias distintos del natu­ ral. El círculo de lo sagrado está, por decirlo en terminología escolástica, iluminado por la lumen fidei, por la luz de la fe, mientras que el círculo profano está iluminado por la lumen rationis, por la luz de la razón.93 Y cada una de estas luces saca unos colores diferentes a la cara de la realidad. Los as­ trónomos saben la diferencia que hay entre mirar el universo con el espectro de luz visible o verlo por medio de rayos gamma. En este caso, el universo pierde su correcto aspecto de gran campo negro sembrado de estrellas, y aparece como un turbión de energías. El plácido cielo se ha vulcanizado de repente. Pues bien, algo parecido nos dicen desde el círculo de lo sagrado. Hay dos tipos de evidencias fundamentales, una da lugar a la religión y otra a la ciencia. El progreso del conocimiento se hace siempre a partir de una experiencia, que va siendo purificada, ampliada, corrobo­

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rada, criticada por la inteligencia. Desde fuera de ambos círcu­ los, podemos afirmar que hay tantos círculos como tipos de experiencias y de sus evidencias correspondientes. La ciencia se basa en la experiencia perceptiva, la ética se basa en la expe­ riencia afectiva, la religión se basa en la experiencia religiosa, y la estética en la experiencia estética. Pero aquí surge un pro­ blema para los que estamos instalados en el mundo profano. Podemos reconocer esas experiencias fundantes, originarias, pero a la vez creemos que la única que lleva en sí la garantía de la realidad de su objeto es la experiencia perceptiva. Acerca de lo bueno y malo, de lo bello y lo feo, de lo sobrenatural e invi­ sible, no sabemos bien a qué atenernos. Si pudiéramos enlazar esos dominios con alguna percepción sensible, intersubjetiva, liberada de subjetividad, pública más que privada, estaríamos más tranquilos. En el próximo capítulo veremos cómo se ha intentado hacerlo, y el resultado de esos esfuerzos. 4 Seguiré estudiando la geometría de los dos círculos. Hay varias posibilidades: desde el círculo profano se puede negar la existencia del círculo sagrado (ateísmo), negar la posibili­ dad de conocerlo (agnosticismo) o reducirlo al círculo profa­ no (deísmo). Desde el círculo sagrado es posible negar la re­ levancia de la ciencia para conocer la verdadera realidad (es locura para los gentiles), negar la realidad (hinduismo) o in­ cluir la actividad científica dentro del círculo sobrenatural, como una participación de la luz divina Hay también una solución salomónica y abarcadora, que da a cada círculo lo que es de cada círculo, considerándolos dos iluminaciones diferentes de la realidad. William James la expuso así:

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Ciencia y religión son dos llaves, igualmente auténti­ cas, de las que disponemos para abrir los tesoros del uni­ verso. Vemos a los matemáticos tratar los mismos hechos numéricos y espaciales, sea mediante el álgebra o mediante el cálculo infinitesimal, y, mediante estos diversos méto­ dos, obtener igualmente resultados útiles. ¿Por qué no ha­ bría de ser lo mismo el método científico y el método reli­ gioso? ¿Por qué no concerniría uno a un aspecto de las cosas y otro a otro aspecto? Si así fuese, religión y ciencia, verificables cada una a su manera, serían coeternas.94 William James a veces se pasaba de la raya. Presupone lo que habría de demostrar, a saber, que la religión es una au­ téntica llave del universo. Y hace una afirmación que me re­ sulta inquietante. Dice que ciencia y religión son «verificables» ambas, pero cada una a su manera. Se me ocurre, de entrada, una diferencia. La verificación científica pretende ser válida para todo ser humano dotado de razón. La veri­ ficación religiosa es válida sólo para los que hayan experi­ mentado la fe. Las religiones cristianas, con su teoría de los preambula fidei, de la iniciación racional o al menos razona­ ble a la fe, se esforzaron mucho en tender un puente entre dominios, es decir, en marcar el camino para entrar en la ca­ tedral a ver las vidrieras desde dentro. Pero en la actualidad parece que han desistido del empeño. La religión hindú, en cambio, no ha admitido nunca esas contemporizaciones: La sabiduría que tienes tú proviene de una enseñanza pura y sólo puede ser impartida por alguien que ha com­ prendido, ya que no se puede llegar a ella por el simple pensar racional. Tú la tienes porque eres un hombre de fir­ me decisión.95

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No puede alcanzarse ni por las palabras ni por el pen­ samiento ni por los ojos ni por los sentidos. Sólo puede co­ nocer el Absoluto quien lleno de fe sabe que existe. De otra manera ¿cómo podría conocerse?96 Un texto del Shevetashvatara Upanisad deja la realidad reducida al mero círculo absoluto: La poesía sagrada, los sacrificios, las ceremonias, las cosas reglamentadas. El pasado, el futuro y lo que declaran los Vedas, todo este mundo es proyectado por el creador de ilusiones fuera de él. Y por la ilusión el otro es confinado en éste. Ahora ya podemos conocer que la Naturaleza es ilu­ sión. Y que el Todopoderoso es el creador de ilusiones. Esa fe no es un albur, sin embargo. Se basa en la expe­ riencia purificada. No en la profana. Cierran el círculo sagra­ do radicalmente. Lo mismo sucede a los budistas. El mundo visible -el otro círculo- es un espejismo: mera creación del deseo. Los místicos occidentales dicen algo parecido. Eckhart proclama: «La luz natural ha de extinguirse por completo an­ tes de que Dios resplandezca con su luz.» Para quienes lo es­ cuchamos domiciliados en el círculo profano, fáctico, natu­ ral, racional, esto nos parece una extravagancia. Desde el budismo zen, Keiji Nishitani remacha el clavo al afirmar que «la necesidad de la religión, el hecho de que sea algo imprescindible para la vida humana consiste en que quiebra y trastoca el modo de ser cotidiano, además de de­ volvernos a la fuente elemental de la vida donde la vida mis­ ma es vista como inútil». Esta experiencia no pertenece a la cultura general, no es un componente más del mundo. «No 73

podemos entender la religión desde fuera de sí misma. La clave para entenderla es la búsqueda religiosa.» Define la re­ ligión como «un despertar a la realidad, o aún mejor, como una realización real de la realidad».97 Es llamativa la frecuen­ cia con que aparece la metáfora del despertar al hablar de re­ ligión. Suzuki afirma que el zen «no atribuye importancia intrínseca a los sutras sagrados ni a su exégesis por los sabios e ilustrados. La experiencia personal actúa vigorosamente contra la autoridad y la revelación objetiva».98 En el zen no se niega a Dios ni se insiste en Él: «El zen pretende la liber­ tad absoluta, hasta en relación con Dios.»99 Volveré al cristianismo porque es nuestra referencia más cercana. La teología dialéctica contemporánea no ha sido me­ nos tajante que los teólogos orientales. Hermann Diem, en su Theologie ais kirliche Wissenchaft, defiende que la revelación de Dios en Jesucristo «es un acontecer que se escapa tanto al juicio de la investigación histórica de hechos, como también al de la investigación filosófico-teórica de la verdad».100 Karl Barth, su maestro, lo había afirmado ya con una decisión de iluminado: El teólogo no dispone de prueba alguna por medio de la cual pueda demostrar a sí mismo o a otro que no está cogiendo grillos, sino que está percibiendo la palabra de Dios y pensando sobre ella. Sólo de esto puede de hecho tener certeza. No puede consolarse a sí mismo ni a otros con una legitimación que le confirme a él y a ellos de que está actuando bajo órdenes. Sólo puede actuar bajo órdenes, y testimoniar, de este modo, la existencia del orden.101 Este radicalismo heroico se enroca y se enrosca sobre sí mismo, según la dialéctica barthiana. Si obedezco es porque hay una orden. ¿Por qué sé que hay una orden? Porque obe­ dezco. Este círculo lógico me recuerda un viejo chiste judío:

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«Dos piadosos judíos discuten sobre las excelencias de sus respectivos rabinos. Uno dice: “Dios conversa con nuestro rabino todas las noches.” “¿Cómo lo sabes?”, pregunta el otro. “El propio rabino nos lo ha dicho.” “¿Y si miente?” “¿Cómo va a mentir un hombre con el que Dios habla todos los viernes?”» Cuando un inteligente sociólogo, Peter Berger, escribe: «La fe cristiana fue el instrumento para descubrir determinadas verdades acerca de la condición humana, y la verdad se autentifica a sí misma», ¿no está diciendo algo pa­ recido, no está poniendo los cimientos encima del tejado?102 Durante mucho tiempo la Iglesia católica ha estado di­ ciendo que había que creer en la Sagrada Escritura porque siendo palabra de Dios no podía engañarse ni engañarnos. Tomás de Aquino, refiriéndose al misterio de la eucaristía, escribe: No se puede percibir con los sentidos, sino sólo con la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios. Por esto, co­ mentando el pasaje de San Lucas 22, 19: Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros, Cirilo dice: «No dudes si esto es verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador: porque siendo El verdad, no miente.»103 Pablo VI lo corrobora en 1965: «¿Cómo puede ser?, nos parece oír murmurar a alguno de vosotros, ¿cómo puede ser una cosa semejante, que nos saca fuera de toda experiencia acostumbrada, de todo conocimiento habitual del mundo fí­ sico, de toda posibilidad de control sensible? La educación mental de nuestro tiempo habitúa el pensamiento a certezas concretas y no superiores a su capacidad cognoscitiva; el arte de la duda, además, y de la crítica negativa, la comodidad mental del agnosticismo y del escepticismo, detienen alguna vez al hombre profano ante el anuncio que aquí repetimos. No podemos ilustraros ahora las razones que hacen aceptable

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la gran verdad eucarística; preferimos limitarnos a deciros lo que a Nos mismo decimos: es un misterio; esto es, una ver­ dad de orden distinto al de la lógica común y al del conoci­ miento derivado de la experiencia sensible.»104 Los argumentos tienen poca importancia. Cuenta Fülóp Miller, en su biografía de San Antonio abad, que a mediados del siglo IV la cristiandad se estremecía bajo el embate de la herejía arriana, que negaba la divinidad de Jesús. El nuevo emperador Constancio, hijo de Constantino, era adepto al arrianismo. San Atanasio intentó convencer a Arrio, sin nin­ gún éxito. Pensó pedir ayuda a Antonio, el eremita, que desde lo profundo del desierto, cada vez más lejos de los hombres, irradiaba una formidable fama de santidad. Una misión, en­ cabezada por Macario, otro monje insigne, fue a buscarle al desierto. Cuando lo encontraron, Macario fue traduciendo al copto lo que los emisarios decían en griego: «La iglesia te lla­ ma para que puedas atestiguar la divinidad de Jesús.» Su res­ puesta nos deja estupefactos. «¿Por qué?», dijo, «¿es que no la ven?» Marchó tras ellos. La ciudad de Alejandría recibió con entusiasmo al santo vuelto del desierto. El arzobispo Atanasio subió al púlpito y habló de la divinidad de Jesús. Una voz se elevó entre la muchedumbre. Antonio preguntó a Macario qué había dicho aquella intempestiva voz: «El Señor», tradujo Macario, «fue sólo un hombre, creado por Dios y sometido a la muerte.» Antonio se levantó y con voz solemne exclamó: «¡Yo le he visto!» Un estremecimiento recorrió las naves: «¡El le vio! ¡Él vio al mismo Señor!»105 Así están las cosas. En nuestro ámbito cultural nos en­ contramos con que se han constituido dos círculos que se fundan en experiencias distintas que abren dimensiones dis­ tintas de la ¿realidad? El sensitivo, común, lógico, natural, científico. Y el espiritual, privado, supralógico, sobrenatural, teológico. Y por ahora no ha aparecido el psiquiatra que nos libere de tal esquizofrenia.

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5 En el círculo fáctico todo parece estar más claro. Se fun­ da en la experiencia sensible y en la razón. El procedimiento científico es sencillo en su esquema. Nuestra única relación con lo existente es la percepción sensible. A partir de ella po­ demos inventar teorías que intenten ampliar o profundizar nuestro conocimiento del mundo visible. El procedimiento más seguro para avanzar es utilizar conceptos precisos y re­ glas de lógica formal. Las matemáticas se han convertido en un instrumento segurísimo para construir teorías. Pero una vez edificadas estas catedrales conceptuales tenemos que vol­ ver a la experiencia perceptiva para que nos diga si lo exis­ tente confirma la teoría o no. Le Verrier predijo en 1846 la existencia de Neptuno a partir de los cálculos de la trayecto­ ria de Urano, pero hasta que no se vio no pudo garantizarse su existencia. La teoría de la relatividad general de Einstein sólo quedó probada cuando en 1919 Arthur Eddington pudo «verla» al observar y medir un eclipse solar. Es decir, que el mundo fáctico delimita de entrada sus límites: el ámbito de la experiencia sensible y de lo que esa experiencia dé de sí. Ya sé que la ecuación de Schródinger o la constante de Planck no pertenecen a lo sensible, pero han surgido en su ámbito. Pueden ser inventadas por un pensa­ miento puramente formal, pero sólo podemos decir que ha­ cen referencia a lo real cuando lo corrobora una experiencia. A su manera, los científicos han pasado también de lo visible a lo invisible, pero considerando que este invisible no era más que una visibilidad más exacta del mundo material. Su gran hallazgo ha sido fijar unas reglas de juego estrictas y so­ meterse a ellas. Prohibido admitir nada que no pueda ser ga­ rantizado o descalificado por la experiencia. Es famosa la anécdota de Laplace. Cuando presentó su gran obra Systeme de l’Universe a Napoleón, éste comentó: «M. Laplace, me

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han dicho que usted ha escrito este extenso libro sobre el sis­ tema del universo, pero que nunca ha mencionado a su Creador.» A lo que Laplace contestó: «Señor, no necesito tal hipótesis.» ¿Y de dónde saca su seguridad la ciencia? De la universa­ lidad y de la eficacia práctica que tienen sus teorías. No ha­ cen referencia a evidencias privadas, sino a evidencias públi­ cas, universalmente repetibles. Y permiten la previsión de acontecimientos y la construcción de artefactos que funcio­ nan. Por el contrario, las propuestas religiosas, que no se fundan en la experiencia sensible, no son universales, se fun­ dan en evidencias privadas, no sirven para prever los aconte­ cimientos, y no son corroboradas por aplicaciones prácticas. Son, desde el punto de vista de la razón, irracionales. Desde el punto de vista de la religión, suprarracionales. La brillantez y contundencia de la ciencia es tan fantásti­ ca que resulta difícil ponerle un pero. Pero yo me voy a atre­ ver a ponerle dos. En primer lugar, rodo el sistema se basa en un acto de fe en la percepción sensible y en la razón como posibilidad de alcanzar una evidencia intersubjetiva. Pero ocurre que, puestos a ser críticos, desde el círculo sagrado se le podría espetar que su elección de la percepción sensible como criterio de realidad es abusiva y, por supuesto, imposi­ ble de demostrar. Y lo mismo ocurre con la intersubjetividad y el éxito práctico. En último término lo más que se puede decir de la experiencia sensorial es que sirve para vivir y por eso nos aferramos a ella. Y, desde luego, no puede descalifi­ car otra experiencia mientras no entre en conflicto con afir­ maciones acerca de la misma cosa. La epilepsia puede expli­ carse como una alteración neurològica o como la acción de un demonio que se apodera de un ser humano. ¿Por qué preferimos la explicación científica? Porque la explicación coincide con lo que sabemos del sistema nervioso, podemos localizar y medir el foco irritativo, y podemos controlarlo

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con medicamentos. No podemos demostrar que no haya un espíritu irritando las neuronas perversamente, pero, también por razones pragmáticas, aceptamos que no hay que multi­ plicar las hipótesis innecesariamente. En unas páginas que se citan con delectación desde el círculo sagrado, Karl Popper, figura reputada en el círculo profano, había reconocido que no hay posibilidad de fundar racionalmente la racionalidad de la razón.106 No podemos ir hasta el infinito en la cadena de fundamentaciones. Cual­ quier edificio tiene que ser soportado por algo que no sea el propio cimiento del edificio. Es decir, los cimientos necesi­ tan también un fundamento, por ejemplo la tierra firme, que es más básica que los cimientos. Bueno, pues para Popper, en el caso de la ciencia, esa tierra firme no incluida en la razón es un tipo de fe. Fe en la razón. Creo, sin embargo, que la decisión de apreciar más la actitud racional que la ac­ titud mística se puede justificar. Voy a intentarlo en los capí­ tulos siguientes. La segunda objeción que pongo a la concepción fáctica del mundo es que mete en un mismo saco a la religión y a la ética, y piensa que respecto de la ética tampoco se puede te­ ner un saber intelectualmente justificado. Los valores perte­ necen al mundo de la emoción, es decir, de lo privado, y no hay posibilidad de darles un pasaporte decente hacia la uni­ versalidad. Esto me parece falso. Se trata de una afirmación archidogmática, como luego mostraré. Así están las cosas. Desde este espacio precario e ideal donde me encuentro, no veo manera de conciliar ambas pos­ turas. Cada círculo echa al otro en cara su engreimiento y dogmatismo. La crítica agnóstica, que niega el carácter de conocimiento de las afirmaciones religiosas, y no admite que se pueda decir nada racional acerca de Dios, se enfrenta con la crítica fideísta que considera a la razón, entendida así, como ciega para los grandes problemas que afectan al ser hu­

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mano: el sentido de la vida, la comprensión del universo como totalidad, la muerte, el mal. Piensa que el círculo de la facticidad no sólo se ha desencantado sino que se ha vuelto inhóspito y cruel. La razón instrumental ha expoliado la na­ turaleza y puede expoliar la humanidad. La Razón, así con mayúscula, se vuelve un peligro. Desde el campo profano se acusa a la religión de fanatismo, se aportan vergonzosas his­ torias inquisitoriales, y se afirma que la gran amenaza para el siglo que ha comenzado es el enfrentamiento entre esas va­ riantes de la irracionalidad.

6 Aún me queda un hilo suelto. El texto de William James que cité antes decía que los dos círculos tenían sus sistemas de verificación. El de la ciencia ya lo he esbozado. ¿Cuál es el de las religiones? Los espirituales indios lo tienen muy claro: la experien­ cia. No hay ninguna forma de razón ni de pensamiento. Quien sigue el camino comprobará por sí mismo la verdad del camino. La purificación de la inteligencia hará que la verdad se imponga y la ilusión se desvanezca. Así como una serpiente percibida en lugar de una soga pasa a ser irrealidad cuando se descubre la verdadera natu­ raleza de la soga, así el mundo de las cosas irreales comien­ za con la máscara que la ignorancia pone sobre la realidad, y se disuelve cuando el espíritu se da cuenta por fin de que no hay nada sino lo Absoluto.107 Se atreven a prever las consecuencias de sus métodos: ver lo Absoluto. Su propuesta es irrebatible. Dicen cómo entrar

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en el templo para contemplar las vidrieras: siguiendo las vías de iniciación. Tal vez debería detener la redacción de este li­ bro y dedicarme a cumplir las enseñanzas budistas o jainistas. Puedo estudiar un argumento y decir por qué me parece con­ cluyente o falso, pero ¿qué puedo decir a alguien que no me da argumentos sino que me clice: Vete y mira? Imaginemos que un individuo se enfrenta a un físico y le dice que no cree en los átomos. Lo más sensato es que el físico no intente con­ vencerle y le diga simplemente: Pues estudie física. Por regla general no es necesario ser un científico para creer en lo que dicen los científicos, porque la ciencia tiene un prestigio de fiabilidad. El ciudadano no tiene necesidad de estudiar física porque doctores tietre la santa madre Ciencia en quien puede confiar. La educación religiosa ha usado mucho esta forma de adoctrinamiento. El sistema social en bloque apoyaba las creencias. La comunidad reafirmaba las creencias individua­ les. Pero ahora, la Universalidad de la cultura científica nos tranquiliza, mientras que la fragmentación de las culturas re­ ligiosas nos hace desconfiar. No me arriesgo a emplear mi vida en saber si la disciplina zen es verdadera o si los yoguis alcanzan el Absoluto 0 si mediante el absoluto vacío interior veré a Dios. Hay una última sensatez que me dice que si Dios existiera y le importara mucho que yo lo supiera, habría esco­ gido un camino más sencillo que el de forzarme a ir de cultu­ ra en cultura, de escueja en escuela, buscándole. Pero en últi­ mo termino, mi negativa es una decisión práctica, que, por supuesto, no puedo justificar racionalmente, lo que me deja incómodo. Vuelvo a preguntarme: ¿No debería adentrarme en esas vías o, en caso contrario, callarme? Tal vez lo vea más claro al final de este libro. Al contrario de jas religiones orientales que no intentan apelar a otra garantía qUe la experiencia, la teología cristiana, católica sobre todo, Se ha esforzado en hacer razonable la op­ ción religiosa. Un camino ha consistido en asegurar que la

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vida de fe se reafirma a sí misma, corroborando la bondad de la decisión inaugural. Hans Küng, en un popular libro, facundioso e inútil, titulado ¿Existe Dios?, después de emplear setecientas páginas en historiar las opiniones de los filósofos, dedica unas cuantas a ilustrar lo que llama «racionalidad en acción».108 La decisión racional, dice, se confirma a sí misma en la experiencia de la vida. Con este arreglo, no me parece que Küng salga del campo de las experiencias privadas. Pue­ do sentir mi vida llena de sentido al entregarme a cuidar en­ fermos por amor a Jesús, o al esforzarme en el desapego de todas las criaturas o en la compasión universal, pero no está nada claro que esa experiencia, sin duda plenificante, me diga algo acerca de la verdad de Jesús o de Brahmán o de la transmigración de las almas. Panneberg, otro alemán oceáni­ co, ha escrito una monumental obra para justificar el carác­ ter científico de la religión, y acaba justificando su racionali­ dad en la capacidad de la religión para fundar la experiencia del sentido o del significado de la totalidad del universo.109 El problema está en que da por supuesto que la realidad ha de tener un significado, lo que es mucho suponer. Com­ prendo que hay una experiencia de sentido que se garantiza por autentificación, porque llena de alegría, de poder, por­ que amplía las posibilidades vitales, pero no salimos de la ex­ periencia privada.110 Las gentes han encontrado el sentido y la plenitud de sus vidas en las actividades más variadas y, a veces, criminales. Más que estas torturadas defensas, me interesa el criterio de verificación de una personalidad apasionada, vital y críti­ ca, Teresa de Jesús. Durante muchos años vive «una de las vidas más penosas que me parece se puede imaginar, porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento del mundo». Pasa el tiempo y tiene experiencias misteriosas. «Lo que yo pretendo declarar es qué siente el alma cuando está ya en la divina unión.» Eludiré las descripciones y daré un resumen conciso:

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«Sólo podré decir que se representa estar junto con Dios y queda una certidumbre, que en ninguna manera se puede dejar de creer.»111 A esto lo hemos llamado «evidencia». Se lo aconseja a sus monjitas con tonos excesivos: «Embriagúese bien el alma de todos esos vinos que hay en la despensa de Dios. Gócese de esos gozos, admírese de sus grandezas, no tema perder la vida de beber tanto; muérase en ese paraíso de deleites.» A pesar de tales entusiasmos, Santa Teresa ob­ serva esas experiencias con desconfianza, «no sean ilusiones o melancolías o ensayos que hace la misma naturaleza». Dedi­ ca largas páginas a distinguir las inspiraciones de Dios de las del demonio. Con tantas cautelas, debía de tener un poco descompuestas a sus monjas, y acaba por escribirles unas le­ tras para tranquilizarlas: «Paréceme que aún no os veo satis­ fechas, porque os parecerá que os podéis engañar, que esto interior es cosa recia de examinar.» Y les da un criterio defi­ nitivo: la acción. Lian de conocer que «el amor nunca está ocioso». «Este amor, hijas, no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obra.» Este criterio de verificación se aplica una y otra vez en la historia del cristianismo. San Bernardo escribe: «Confieso que he tenido la visita del Verbo, y varias veces. Y aunque ha entrado frecuentemente en mí, en varias ocasiones no he sentido que entraba. He sentido que había venido. A veces, he podido presentir su entrada, pero sentirla, jamás, y su sa­ lida, tampoco. Me preguntas cómo he sabido que estaba pre­ sente. Él es vivo y eficaz, y desde que llega a mí despierta mi alma dormida; muda, enternece y hiere mi corazón, que era duro co.mo una piedra. He reconocido su presencia en el movimiento de mi corazón; en la huida de los vicios y en la represión de las pasiones he reconocido la potencia de su fuerza; en el examen y reprobación de mis faltas ocultas he admirado la profundidad de su sabiduría; en el ligero pro­ greso de mi vida, he experimentado su dulce bondad; en la

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renovación de mi espíritu he descubierto un poco el rostro de su belleza. Y captando todo esto junto, me he puesto a temblar delante del exceso de su grandeza.»112 Para terminar, volvemos a Santa Teresa. Después de tan­ to hablar de los deliquios místicos, escribe con sensatez de castellana vieja lo siguiente: «Acá solas estas dos cosas nos pide el Señor: amor a su Majestad y del prójimo. La más cier­ ta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos co­ sas, es guardando bien la del amor al prójimo; porque si ama­ mos a Dios no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor al prójimo, sí.» Las obras son la verificación de la experiencia íntima, pero no bastan para saltar el límite de la evidencia privada. La fortalecen sólo dentro de su propio ámbito. Recuerde el lector que no sabemos cómo se producen las ocurrencias y, por lo tanto, no sabemos cómo pueden producirse esos cam­ bios interiores. Pero cito estos textos por una afirmación que va a tener importancia en el argumento de este libro: el com­ portamiento ético se vuelve criterio de la creencia. Ya vere­ mos adonde nos lleva tal afirmación. Hasta ahora sólo sabemos que tanto el círculo profano como el círculo sagrado apelan a sus propias evidencias y certidumbres, que no acaban de salir de su propio círculo. Ninguno puede negar el dominio del otro. ¿Pero se puede tender algún puente que pase desde el círculo profano al círculo sagrado? ¿Puede la razón dar ese salto? Ese es el argu­ mento del próximo capítulo.

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IV. LOS PUENTES VIRTUALES

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Desde el círculo sagrado es fácil pasar al profano. Hasta el místico tiene que pisar la tierra para ir de la celda a la iglesia. Lo importante es saber si hay un puente para pasar del mundo natural al sobrenatural, de lo visible a lo invisible, de las criatu­ ras a Dios. Es decir, si a partir del sistema de la razón se puede pasar al mundo de la supra-racionalidad. En teoría parece difí­ cil, pero en la práctica no debe de serlo, puesto que el ochenta por ciento de la población mundial se declara religiosa. ¿Cómo se produce esta masiva incorporación al círculo sagrado? La vía principal es el adoctrinamiento. La religión se transmite y se acepta dentro del sistema de creencias sociales admitido por una cultura. De aquí proviene el gran interés que todas las confesiones religiosas tienen por la educación de los niños. Es la etapa en que el adoctrinamiento es más sencillo. Creo recordar que Urs von Balthasar dice en algún sitio que el bautizo de los niños fue la decisión más grave que tomó la Iglesia. Al entrar en el mismo paquete ideológi­ co que otras creencias se produce una naturalización de la experiencia religiosa, que acaba convirtiéndose en costum­ bre. Adquieren así su consistencia, pero también su fragili­

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dad. Con frecuencia, los adultos no creen en lo que apren­ dieron de niños, pero tampoco pueden dejar de creer, por­ que parte de su afectividad está profundamente ligada a aquellas creencias. Por decirlo con un ejemplo muy burdo: se puede no creer en Dios pero seguir temiendo el castigo eterno, o se puede no ser cristiano, pero continuar emocio­ nándose con la Virgen de su cofradía. Las creencias se viven, no se piensan. Contamos con ellas sin darnos cuenta muchas veces de que las tenemos. Forman el conjunto de lo que no hace falta analizar ni justificar, siempre que sean lugares comunes compartidos por la sociedad. Aca­ ban suplantando a la realidad. Lo real se convierte en lo que creemos acerca de lo real. Esta situación hace aparecer falsas evidencias. Tomás de Aquino, al comienzo de la Suma contra gentes critica a los que creen que no hay que demostrar la exis­ tencia de Dios porque es algo evidente. Y concluye: «Esta opi­ nión proviene en parte de la costumbre de oír e invocar el nombre de Dios desde el principio. La costumbre, y sobre todo la que arranca de la niñez, adquiere fuerza de naturaleza; por esto sucede que admitimos como connaturales y evidentes las ideas de que estamos imbuidos desde la infancia.»113 Las sociedades arcaicas viven en una cohesión que difumina la individualidad. La obediencia a las normas y la su­ misión a las creencias son imprescindibles para sobrevivir. Pero al desperezarse la inteligencia individual nace el gusani­ llo de la crítica. Se impone la necesidad de legitimar el siste­ ma de vida, las normas y la distribución del poder. ¿Por qué hay que creer en esto o en aquello? La primera respuesta es siempre la misma: porque es lo que nuestra cultura piensa. La sociedad legitima las creencias religiosas y, en un proceso circular muy frecuente en estos asuntos, utiliza a su vez la re­ ligión como gran legitimadora. Es el mismo círculo legitima­ dor que aparece en las declaraciones de infalibilidad. Una institución decreta la infalibilidad de las escrituras y basán­

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dose en ella deduce la infalibilidad de la institución. Desde antiguo se supo que la mejor solución para conseguir la esta­ bilidad social es interpretar las instituciones de tal manera que se oculte que han sido construidas por los hombres, y se les atribuya un origen divino. Así se eliminan los intentos de rebeldía o de crítica. Lo que viene de los dioses no puede es­ tar al albur de las decisiones humanas.114 El poder, la autori­ dad, las leyes se convierten en fenómenos sacramentales, es decir, en canales por los que las fuerzas divinas inciden direc­ tamente en las vidas de los hombres. Dios se convierte en ga­ rantía del sistema. Y el sistema tiene que cuidar la vitalidad de las creencias porque así cuida su propia supervivencia. Nada hay menos natural que la libertad de conciencia. Las sociedades necesitan creencias unificadas para mantener la cohesión. La cultura moderna ha considerado que Antígona era una heroína de la libertad, porque contravino las leyes de la ciudad para obedecer a su propia conciencia. Pero en la obra de Sófocles, el coro increpa a Antígona y la acusa de ser «hacedora de sus propias leyes». La llama autonomós, autóno­ ma, con aire de insulto.115 Le echan en cara lo mismo que nosotros valoramos como esencia de nuestra dignidad. Durante toda la Edad Media europea se pensó que era el soberano quien tenía que decidir la religión de su pueblo. La confesión de la fe no era un acto de autenticidad personal sino de comunión social. En 1555, tras la sangría obscena de las guerras de religión, el Pacto de Augsburgo consagró el principio luterano de que cada príncipe era el encargado de decidir la religión de sus súbditos. Cuius regio, eius religio. La religión quería ampararse en el poder para defender su inte­ gridad, y el poder quería basarse en la religión para legiti­ marse a sí mismo y unificar la nación. Está claro que éste es un puente fraudulento. Nadie entra así realmente en el círculo sagrado, convertido en una excre­ cencia del círculo profano. El contubernio del trono y del al­

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tar, de la espada y la cruz, de la cimitarra y la media luna, del sintoísmo y el emperador, suponen una fagocitación de la reli­ gión por lo profano. Las creencias mantenidas y transmitidas de esta manera no se fundan en la razón sino en el consenso social, como las demás costumbres. Para que el adoctrina­ miento tenga éxito se necesita evitar la crítica, impedir el co­ nocimiento de otras ideologías, castigar la comparación. Se ponen en marcha mecanismos de censura, aislamiento y casti­ go. La obediencia aparece como la gran virtud religiosa. Las cartas de Ignacio de Loyola a sus jesuítas reclaman una sumi­ sión al superior que ahora nos parece desatinada.116 Estas creencias tampoco se basan en la experiencia reli­ giosa, sino en una experiencia social que suscita en general sentimientos piadosos fáciles de confundir con verdaderas ex­ periencias religiosas. Por ejemplo, en la religión cristiana se habla mucho del Espíritu Santo, la persona de la Trinidad encargada de la santificación de los creyentes. Se recibe con el bautismo y permanece en el alma en gracia. Suelen decir los teólogos que el individuo no puede conocer si está o no en gracia, pues no existe una experiencia directa de la presencia del Espíritu. Por ello, el padre Congar, en su libro sobre el Espíritu Santo, se sorprende ante las afirmaciones de San Si­ meón, el nuevo teólogo, que niega que se pueda tener el Es­ píritu de Dios sin sentirlo: «Si alguien dijera que cada uno de nosotros, los fieles, recibe y posee el Espíritu sin tener cono­ cimiento ni conciencia de ello, blasfema haciendo mentir a Cristo que dice: “En él se producirá una fuente de agua que brotará para la vida eterna” (Jn., 4, 14) y “El que cree en mí, ríos de agua viva manarán de su seno”» (7, 38).117 Casi todas las religiones se socializan e institucionalizan, funcionando psicológicamente como sistemas de creencias, y apartándose así de la experiencia religiosa profunda. Se natu­ ralizan y entran a formar parte del círculo profano, se con­ vierten en religiones laicas, incluso en religiones ateas, por

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muy contradictorio que esto parezca. En el cristianismo es fá­ cil separar la creencia y la fe. Aquélla es natural -cada cual tie­ ne las creencias de la cultura en que nace-, mientras que la fe sería un acto de afiliación personal. Las religiones de Oriente, en teoría, no tienen este problema porque no dan valor a la creencia sin las experiencias correspondientes, pero de hecho se transmiten por los mismos mecanismos de secularización psicológica. Una creencia aceptada por presión social, sin ar­ gumentos y sin experiencia, está muy cerca de la superstición. Las creencias religiosas entran en crisis cuando se rompe el consenso social, aparecen voces críticas, surge el enfrenta­ miento con otras religiones o cuando las instituciones se sien­ ten incapaces de resolver nuevos problemas. La permeabilidad de las barreras culturales impone un pluralismo religioso, en el que las confesiones tienen que competir unas con otras, en una especie de sistema de mercado espiritual. Han de atraer a su clientela con diversas técnicas: suavizando las exigencias o, al contrario, haciéndolas más estrictas porque casi nadie valora lo que no cuesta. Una vez más, identifican la religión con la esencia nacional, convirtiéndola en argamasa identitaria. Pue­ den favorecer la libertad o, al contrario, imponer unas normas férreas que tranquilizan a los espíritus que necesitan obedecer. Surgen así actitudes integristas, de endurecimiento y defensa, o, como ha sucedido en Occidente, se impone un lento pero tenaz escepticismo. La religión enclaustrada en su círculo sufre la tentación de fanatizarse. La religión absorbida por el círculo secular corre el peligro de disolverse. 2 Un ejemplo de los efectos producidos por la naturaliza­ ción religiosa fue la moda de las teologías cristianas de la

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muerte de Dios, en los años sesenta. La idea central, expues­ ta por uno de sus defensores, era la siguiente: Hubo alguna vez un Dios, para el cual la adoración, la fe y la oración eran apropiadas, posibles e incluso necesa­ rias, pero ahora ya no hay tal Dios. Ésta es la posición de la muerte de Dios, o teología radical. Se trata de una postura atea, pero con una diferencia. Si había un Dios y ahora no lo hay, debiera ser posible indicar por qué este cambio se registró, cuándo sucedió y quién fue el causante.118 El intento de implantar la religión en el círculo profano produjo la secularización religiosa, la teología de la seculari­ zación, una paradoja difícil de mantener. Tuvo mucho éxito el libro de un obispo anglicano, J. A. T. Robinson, del que Alasdair MacIntyre comentó: «Lo sorprendente en el libro de Robinson es, ante todo, que él es un ateo.»119 Para mí lo sorprendente es que fuera un obispo. Su propósito era desmitificar a Dios. Negar su trascendencia para domiciliarle en la ciudad secular. Van Burén, autor de un famoso libro titu­ lado El significado secular del evangelio, ya no se permite uti­ lizar la palabra «Dios». Hoy ni siquiera podemos entender el grito de Nietzs­ che, «¡Dios ha muerto!», porque si así fuera, ¿cómo podría­ mos saberlo? No, el problema ahora consiste en que la pa­ labra «Dios» está muerta.120 La propuesta de estos teólogos cristianos era vivir un cristianismo sin Dios y sin religión. Pensaban que la idea de Dios pertenecía a la infancia del mundo y que a estas alturas era necesario vivir como adultos. En realidad lo único reli­ gioso que permanecía era la moral. La liberación a que aspi­ ran casi todas las religiones se convirtió cada vez más en libe­

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ración de la pobreza y de la tiranía. Puesto que Dios es amor, amar es el mejor modo de afirmar la fe en Dios. La fe se convierte en acción. Y la acción, siempre más clara y segu­ ra, acaba siendo autosuficiente. La teología de la liberación, que en su origen era profundísimamente religiosa, tuvo difi­ cultades para no verse absorbida por la eficacia política. El auge de las ONG se nutre también de esa transmutación de lo religioso en moral.121 Para nuestro argumento, baste dejar claro que el primer ensayo de pasar del círculo profano al círculo sagrado consis­ tió en la deglución de lo sagrado por lo profano, en la secula­ rización de lo religioso. Muchas personas consideraron que esta situación consolidaba el cierre y la autonomía del mun­ do profano. Y sintieron miedo ante esa posibilidad. Así in­ terpreto la postura de un agnóstico como Horkheimer, que acabó defendiendo la religión como única defensa contra la lógica terrible del mundo natural. Wittgenstein también subrayó la importancia de «lo místico», de lo que está fuera del límite de lo fáctico. Pero ninguno de ellos pensó que se pudiera justificar racionalmente la existencia de Dios. Sólo querían salvarse.122 3 Estudiemos la posibilidad de un segundo puente. De lo profano a lo sagrado se pasa recorriendo el camino de la ini­ ciación. En su origen, se trata de ritos, enseñanzas o acciones que provocan una mutación del sujeto. «El novicio emerge de sus duras pruebas como un ser totalmente diferente. Se ha convertido en otro», escribe Eliade.123 No me interesan los ritos sociales, porque entran en el apartado anterior: son mecanismos de adoctrinamiento. No abren el paso de un

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dominio u otro. Son

ceremonias sociales, aunque tengan for­ mas religiosas. Me interesan, en cambio, los métodos que al­ gunas religiones han utilizado para llevar al catecúmeno has­ ta el interior del círculo sagrado. Los dos métodos más frecuentes son: 1. Un modo de conocimiento. 2. Un modo de comportarse. Voy a llamarlas las vías mentales y las vías morales de ac­ ceso al círculo sagrado. En ambos casos se trata de permitir la entrada a una nueva realidad, a una nueva experiencia. El sujeto debe cambiar su actitud, tiene que purificar su mente o su corazón. No son argumentos, sino preparaciones. Pla­ tón habló de ellas también: sólo ascendiendo por el amor so­ mos conducidos «a aquella Belleza que ni nace ni muere, que es en sí y existe por sí y de la cual todas las demás bellezas participan».124 Algunas vías nos resultan llamativas. Por ejemplo, para conseguir la experiencia zen uno de los cami­ nos es romper las cadenas del pensamiento racional. A ello va encaminada la enseñanza de los maestros, que tan extra­ vagante nos resulta a los no iniciados. Copiaré un texto de Suzuki: Baso Do-ichi fue uno de los grandes maestros de zen; en realidad podemos afirmar que el zen se inició realmente con él. Su tratamiento de quienes lo interrogaban fue muy revolucionario y original. Uno de éstos fue Suiryo, que fue golpeado por el maestro al preguntarle sobre la verdad del zen. En otra ocasión Baso golpeó a un monje que quiso sa­ ber el primer principio del budismo. En una tercera oca­ sión, dio una bofetada a uno cuya falta fue preguntar al maestro: «¿Cuál es el significado de la visita de Bodhidharma a China?» En apariencia, estos malos tratos no tienen nada que ver con las preguntas formuladas, a no ser que se

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entiendan como un castigo. Pero lo extraño es que los monjes en cuestión no se sintieron en absoluto ofendidos ni enojados. Por el contrario, uno de ellos estaba tan lleno de alegría y júbilo que exclamó: «¡Qué extraño que todas las verdades contenidas en los sutras se manifiesten en la punta de un pelo!» ¿Cómo pudo la patada de un maestro en el pecho de un monje efectuar semejante milagro?125 Estas estrategias pretender sacar al discípulo de la rutina de lo profano. Intentan descubrirle una realidad más intensa y más real. Su objetivo es ver lo cotidiano como una encar­ nación de lo infinito. Una antigua historia cuenta la conver­ sación de un monje con un maestro: -¿Haces alguna vez un esfuerzo por disciplinarte en la verdad? -Sí. -¿Cómo te ejercitas? -Cuando tengo hambre, como. Cuando estoy cansa­ do, duermo. -Eso es lo que todo el mundo hace, ¿puede decirse que todos se ejercitan de la misma manera que tú? -No. -¿Por qué? -Porque cuando comen no comen, sino que piensan en otras muchas cosas, distrayéndose; cuando duermen no duermen, sino que sueñan mil cosas. Por eso no se parecen a mí.126 El camino del hinduismo también quiere conducir a una nueva experiencia. El itinerario comienza con la intuición de la totalidad: «Todo esto es en verdad Brahmán.»127 Sigue el descubrimiento de la propia identidad. ¿Es posible experi­ mentar el Absoluto a través del propio ser? Por último, se al­

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canza el descubrimiento de que el Ser y la realidad absoluta son una misma cosa. «Mi Ser (Atman) que está en el interior de mi conciencia es lo Absoluto.»128 La transformación se alcanza mediante el conocimiento. Las religiones que derivan de los Vedas son las más intelectualizadas que conozco. «El que ha descubierto la verdad es el mismo Ser.»129 Ese descubrimiento exige y permite descu­ brir que toda la realidad es mera creación de la conciencia. Lo visible, con su fulgor engañoso, oculta lo Absoluto. «Ai estar cubierto por el velo que todo lo envuelve, no soy mani­ fiesto para todos. Y por eso el mundo que está engañado no me conoce a mí, que no tengo origen ni fin.»130 Alcanzar la visión unificada, descubrir que la realidad entera es un espe­ jismo, se logra por un enderezamiento de la mirada. Pero ni siquiera en las sectas más intelectualistas el cami­ no puramente mental es suficiente. La purificación tiene que ir más allá de lo psicológico. Exige un comportamiento mo­ ral adecuado. Se dice que está establecida en la sabiduría aquella per­ sona que ha renunciado a todos los deseos de su corazón y permanece feliz en su ser y por su ser.131 En aquel que está pendiente de los objetos sensoriales aparece el apego. Del apego nace el deseo y del deseo (frus­ trado) la ira. A partir de la ira se produce el error, del error el fallo de la memoria, y de ahí la pérdida de la capacidad de comprensión. Y cuando ésta falta, el ser humano se pierde.132 También en el budismo zen son necesarias unas virtudes básicas para alcanzar el satori, la iluminación: la caridad, el cumplimiento de los preceptos del Buda, la humildad, la va­ lentía, la meditación y la sabiduría.133 Después de haber ex­

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plicado las complejidades del método zen, Suzuki acaba di­ ciendo que en realidad es una disciplina y una enseñanza muy sencilla: Hacer el bien, evitar el mal, purificar el propio corazón. Éste es el camino del Buda. En el budismo, la liberación se consigue siguiendo el óc­ tuple sendero: la recta comprensión, el recto pensamiento, la recta expresión, la recta acción, el recto medio de vida, el rec­ to esfuerzo, la recta atención, la recta concentración.134 El Tao Te Ching en su comienzo afirma que «el que habitual­ mente carece de concupiscencia ve la maravilla del Tao. El ha­ bitualmente codicioso no ve más que sus últimos reflejos».135 La senda jainita de la purificación tiene su expresión más con­ cisa en las llamadas Tres Joyas: correcta visión, correcto cono­ cimiento, correcta conducta.136 No voy a seguir mencionando textos, porque no preten­ do hacer historia sino justificar una afirmación. Creo que para todas las grandes religiones el puente de acceso a lo sa­ grado es un buen comportamiento, un espíritu puro capaz de contemplar la verdad. Los argumentos tienen poca im­ portancia. Sólo es necesaria una preparación para recibir las nuevas experiencias. Es preciso eliminar todo lo que cierra el camino, entorpece la visión, impide el vuelo. La bondad, la pureza, la compasión son la vía real hacia el círculo sa­ grado. Sin embargo, las religiones institucionalizadas olvidaron este puente porque sitúa la moral fuera de lo sagrado, como acceso o pórtico, no como dominio suyo, y ellas quieren ser fuente y legitimación de la moralidad. Las Iglesias reclaman su papel de mediadoras ineludibles entre el hombre y Dios.

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Este punto me parece importante para mi argumento. Las re­ ligiones se muestran como caminos de salvación, y tienden por ello a pensar que sólo dentro de su círculo se puede llevar una vida santa, y que fuera de él sólo hay anomia y bacanal. La tesis católica Extra ecclesiam nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación, es en el fondo admitida por todas las reli­ giones, con mayor o menor ferocidad. A mi juicio, esta acti­ tud cierra el camino natural a las religiones, defendido por ellas mismas en su impulso original -la bondad como previa a la religión— pero rechazado o menospreciado cuando se convierten en institución. Como estudiaré después, las reli­ giones emergentes, que se sienten amenazadas por el entorno, apelan a una moralidad universal para protegerse. Sólo cuan­ do están seguras desdeñan lo que está fuera de ellas. Esta acti­ tud las amuralla en sus propias certezas que sólo se hacen ac­ cesibles entonces gracias a un don de la divinidad, o a un salto voluntarista del fiel. Si para ver las vidrieras iluminadas hay que ser bueno, pero sólo se es bueno cuando se está den­ tro de la catedral, no hay ningún camino viable. En cambio, si se puede ser bueno fuera de la catedral, hay al menos un ca­ mino posible para ver el fulgor del cristal encendido. El cristianismo -en especial el protestantismo- negó que el hombre pudiera voluntariamente acceder al círculo sagra­ do. Ha sostenido que el pecado original dañó radicalmente la naturaleza humana, por lo que el hombre no puede hacer por sí solo ninguna obra meritoria. La fe es un don recibido, un acto inalcanzable para las fuerzas del ser humano. La teoría protestante de la predestinación era la conclusión desespera­ da e inevitable de tal teoría. Esto, desde luego, no me parece una doctrina evangélica. La teología cristiana de la fe se ha metido sin necesidad en un callejón sin salida, teniendo que admitir un acto contradictorio. Para ser meritorio, el acto de fe tiene que ser voluntario, pero sin embargo no puede serlo porque si fuera voluntario no sería un don gratuito de Dios.

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Tiene que ser racional, para ser humano, pero no puede ser racional como una demostración, porque tiene que ser libre, y nadie es libre de decir que dos más dos son cuatro.137 La historia nos enseña una cosa más sencilla. Los prime­ ros cristianos debieron de sentirse muy sorprendidos por la incredulidad de los judíos contemporáneos de Jesús. ¿Cómo es posible que no reconocieran la luz de Dios? La respuesta que se da en ios Evangelios es muy clara: «Por la dureza de sus corazones», es decir, por una falta moral. A los apóstoles no se les ocurrió decir: Porque Dios no quiso que se convir­ tieran. Afirmaron que no tuvieron la calidad moral necesaria para recibir al Mesías. Esto se repite de muchas maneras. En la parábola del sembrador, la germinación de la semilla de­ pende de la preparación del terreno. Jesús menciona la pro­ fecía de Isaías: «Oiréis, pero no entenderéis; miraréis pero no veréis, porque vuestro corazón está endurecido.»138 «Las preocupaciones del mundo, la seducción de la riqueza y otras concupiscencias ahogan la palabra.»139 «La luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.»140 Parece, pues, que también el cristianismo tiene que inver­ tir el trayecto. No es primero la fe y luego la bondad moral, sino primero la bondad moral y luego Dios dirá. El sermón de la montaña -ese fascinante texto que tanta admiración produ­ jo a Gandhi—señala el camino. En la versión de Mateo se dice: Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios.lAl Una afirmación muy parecida a la que se lee en los Upanisadd. «No le conoce la persona cuyo intelecto no es puro.» «Sólo se revela a la inteligencia pura que reside en lo profundo del corazón humano, desde donde dirige el pensa­ miento.»142 Retornemos de la India a Palestina. Según los es­ pecialistas, el texto de las bienaventuranzas tiene como ante­ cedente el salmo 24.

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¿Quién subirá al monte de Yahvé? (Es decir, quién en­ trará en el círculo sagrado.) El de manos limpias y puro corazón. En el salmo 15 hay una descripción más detallada. Co­ mienza de la misma manera. «Yahvé, ¿quién vivirá en tu tienda? ¿Quién habitará en tu monte santo?» «El de conduc­ ta íntegra que actúa con rectitud, que es sincero cuando piensa y no calumnia con su lengua; que no daña a conoci­ dos ni agravia a su vecino; que mira con desprecio al réprobo y honra a los que temen a Yahvé, que jura en su perjuicio y no se retracta, que no presta dinero a usura, ni acepta sobor­ no contra el inocente.» «Amor y verdad son las sendas de Yahvé» (salmo 25). El mensaje es permanente en los profetas. Abraham J. Heschel, en su estupendo libro sobre los profetas, llamó la atención sobre este hecho: «¿Por qué debe la religión, cuya esencia es la adoración de Dios, poner tanto énfasis en la jus­ ticia para el hombre? ¿Acaso la preocupación con la morali­ dad no tiende a despojar a la religión de su devoción inme­ diata a Dios?»143 Buscar a Dios se equipara en muchos textos a buscar la bondad. «Buscad al Señor todos los humildes de la tierra. Buscad la rectitud, buscad la humildad.»144 «Escu­ chadme, vosotros que perseguís la justicia, y que buscáis al Señor.»145 El profeta Jeremías afirma en nombre de Yahvé que practicar la justicia es conocer a Dios. Tu padre, ¿no comía y bebía? ¡Pero practicaba la justicia y la equidad! Por eso todo le iba bien. Juzgaba la causa del cuitado y del pobre. Por eso todo iba bien. ¿No es eso conocerme?, oráculo de Yahvé.146

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La afirmación es contundente. Quien practica la justicia conoce a Dios. «Me conoce, conoce que yo soy el Señor, quien practica bondad, justicia y rectitud en la tierra.»147 El puente moral queda, pues, propuesto, pero no al pensamien­ to racional, sino a la acción. Creo que es la idea de San Agustín, que separó los dos círculos, las dos ciudades. Hay dos mundos cada uno de los cuales se funda en un tipo dis­ tinto de amor. El mundo profano deriva del amor a las cria­ turas. El mundo sagrado deriva del amor a Dios. Cada uno incita a un tipo de comportamiento. El puente está abierto, pero no a un argumento sino a una decisión moral. Lo malo es que el círculo profano, la razón científica, nada tiene que decir acerca de la moral. El mundo profano se encierra en una lógica instrumental, de intereses, conocimientos y técni­ cas. En un provisional reparto, la ciencia arroja la moral más bien al campo de lo religioso, donde se la ha mantenido du­ rante muchos años. Hans Kelsen, un jurista amante de la justicia y de la ciencia, lo dijo con amargura: la razón no puede dar un contenido a la justicia. 4 Otro puente que tenemos que investigar es el de las con­ versiones. Se trata de un fenómeno chocante, en cuya rareza e importancia no había reparado hasta que leí a Sartre. En El ser y la nada escribe: «Esas conversiones, que no han sido estudiadas por los filósofos, han inspirado a menudo, en cambio, a los literatos. Recuérdese el instante en que el Filoctetes de Gide abandona hasta su odio, que era su proyecto fundamental, su razón de ser y su ser, o el instante en que Raskolnikoff decide denunciarse. Esos instantes extraordina­ rios y maravillosos, en que el proyecto anterior se desmorona

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en el pasado a la luz de un proyecto nuevo que surge sobre las ruinas de aquél y que no hace aún más que esbozarse, ins­ tantes en que la humillación, la angustia, la alegría, la deses­ peración se alian estrechamente, en que soltamos para asir y asimos para soltar, han podido a menudo dar la imagen más clara y conmovedora de nuestra libertad.»148 Karl Jaspers, un valioso filósofo absolutamente olvidado, también habló de este asunto, al que William James dedicó un gran espacio en su libro sobre las experiencias religio­ sas.149 Para James, cada hombre posee un grupo de ideas que llama «el centro habitual de energía personal». «Decir de un hombre que se ha convertido significa que las ideas religiosas, antes periféricas en su conciencia, ocupan ahora un lugar central y que los objetivos religiosos constituyen el centro ha­ bitual de su energía.» Hay conversiones lentas, que se van preparando, incubándose, durante mucho tiempo, y otras tan instantáneas que sorprenden como un escopetazo. Lenta fue la de Tolstói o la preparación de Buda, hasta que le sobre­ vino la iluminación debajo del árbol. Brusca, literalmente como una caída, la de San Pablo: «Fui agarrado por Cristo en mi carrera.» O la de San Agustín: in actu trepidantis aspectus, como dice él mismo. Revisando relatos de conversiones, me ha llamado la atención la de Edith Stein, carmelita reciente­ mente canonizada. Fue uno de los discípulos predilectos de Edmund Husserl, miembro pues de uno de los círculos inte­ lectuales donde con más tenacidad, apasionamiento y exigen­ cia se ha buscado la verdad. Edith nació en el seno de una fa­ milia judía, pero no se consideraba religiosa. Su único interés era la ciencia. En una ocasión fue a pasar unos días de vaca­ ciones con su amiga y compañera del grupo de fenomenólogos Hedwid Conrad-Martius. Una noche que Edith se había quedado sola, cogió de la biblioteca de su amiga un libro. Era una biografía: Vida de Santa Teresa de Avila: «Comencé a leer», contó después, «y quedé al punto tan prendida que no

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lo dejé hasta el final. Al cerrar el libro, dije para mí: “Esto es la verdad.”» Quien conozca la filosofía fenomenológica, tan preocupada por describir sólo lo estrictamente dado en la evi­ dencia, se dará cuenta del vigor que para Edith Stein había de tener la idea de verdad. La verdad es aletheia, lo que aparece al retirar el velo. ¿Qué pudo ocurrir esa noche? Lo ignoro.150 Muchos convertidos narran su conversión como el en­ cuentro con una persona. Paul Claudel, el gran poeta, relató en estos términos su conversión, que ocurrió instantánea­ mente mientras escuchaba un concierto: «¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! Me ama y me llama.» // m ’aime et m ’apelle. Simone Weill, una figura patética, intelectual judía generosa y esforzada hasta la inmolación, intentó describir esa presencia extraña. Después de explicar que un joven in­ glés le había hecho conocer los poetas metafísicos del siglo XYII y le había enseñado el poema «Love», de Herbert, cuen­ ta que recitaba ese texto como poema hasta que al final se convirtió en una especie de oración. «En el curso de una de estas recitaciones, Cristo mismo descendió y se apoderó de mí. En mis razonamientos sobre la insolubilidad del proble­ ma de Dios no había previsto esta posibilidad de contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios. Vagamente había oído hablar de cosas de este tipo, pero jamás las creí. En las Fioretti, las historias de aparicio­ nes me chocaban más que cualquier otra cosa, como los mi­ lagros en el Evangelio. Además, en ese repentino descenso de Cristo sobre mí, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron participación alguna: sentí únicamente a través del sufri­ miento la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado.»151 Nada puedo decir de estos fenómenos. Son un puente intransitable porque está constituido por experiencias ínti­ mas cuya verdad queda en el ámbito privado. Tan frívolo se­ ría que las aceptase como hechos sobrenaturales como que

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las explicase como fenómenos psicológicos. Si me instalo en el mundo profano, por supuesto, tengo que descalificarlas y buscarles una explicación científica. Pero les recuerdo que soy un extraterrestre fuera de los dos círculos. Lo cierto es que las conversiones suceden en la inteligencia computacional -da igual que se las consideren meros fenómenos menta­ les que iluminaciones sobrenaturales- y sabemos muy poco de su funcionamiento. Por ello, este nuevo modo de asalto al círculo sagrado nos proporciona poca ayuda. 5 Para conseguir más información, he investigado las razo­ nes por las que se convirtieron los primeros discípulos de los grandes maestros religiosos: Jesús, Buda, Mahoma, Mahavira. En los evangelios no se dan grandes explicaciones. Andrés y Juan escuchan el testimonio de Juan el Bautista, y siguen a Jesús. Después de la entrevista Andrés dice a Simón: «He­ mos encontrado al Mesías.» Poco después, Jesús dijo a Feli­ pe: «Sígueme», y Felipe le siguió. Más tarde encontró a Natanael y le dijo: «He encontrado al Mesías.» Natanael fue a ver a Jesús. Este le dijo: «Te vi cuando estabas debajo de la higuera.» Y Natanael creyó. En las bodas de Caná, los discí­ pulos vieron la gloria de Jesús, y le creyeron.152 Según el relato canónico (Vin., 1, 1 y ss, M. I, 167 y ss), Buda, después de la gran iluminación, permaneció junto al árbol cuatro semanas o más, en un lugar que hoy se llama Bodh Gaya. Pensó que no era posible transmitir sus conoci­ mientos, pero el compasivo Brahmá se le apareció y «le pidió respetuosamente que impartiera sus enseñanzas». Entonces decidió instruir a sus cinco antiguos compañeros y fue a verlos al parque de los animales. Al principio le acogieron con rece­

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lo, pero Buda insistió en que era un Tathaga, «uno que se ha ido», «uno que ha alcanzado la verdad, que había hallado el reino que está más allá de la muerte». Buda dio entonces su primer sermón. Les enseñó las cuatro verdades nobles, y el noble camino óctuple. Uno de los oyentes, Kondañña, alcan­ zó la intuición experimental de las verdades que estaba ense­ ñando, y fue ordenado monje. Buda dio explicaciones a los otros cuatro ascetas que uno tras otro consiguieron la ilumi­ nación. Más tarde, dio un segundo sermón, en el que todos sus discípulos vivieron la completa experiencia del nirvana y alcanzaron la santidad.153 Los textos hablan de los once discípulos de Mahavira, que dirigieron los grupos en que dividió su comunidad. Los relatos de sus conversiones son legendarios. Uno de ellos, Gautama Indrabhuti, era brahmán. Había convocado a las divinidades durante un solemne sacrificio védico cuando ob­ servó que los dioses se congregaban alrededor de Mahavira. Indrabhuti fue a escucharle y su manera de hablar del espíri­ tu y de las virtudes de la no violencia le convenció. Estuvo cuarenta años con el maestro, con absoluta entrega y amor, hasta tal punto que su apego a Mahavira le impedía la desli­ gación completa. Sólo el mismo día de la muerte del maestro consiguió la omnisciencia y el desapego.154 Hay, pues, en esta conversión una mezcla de convencimiento y amor, que incita al seguimiento personal y a la imitación. La primera persona que creyó en Mahoma fue su mujer, Jadiyah. Un día Mahoma, que se había retirado al monte para orar, volvió a casa tembloroso, se echó en el lecho y gritó a su mujer: «¡Escóndeme! ¡Escóndeme!» Asustada, le tapó con un manto. Cuando se tranquilizó, Mahoma le contó que ha­ bía visto al ángel Gabriel, que le había dicho: «Tú eres el mensajero de Dios.» Jadiyah fue a contárselo a su primo Waraqah, anciano y ciego, que exclamó: «Sobre Muhamma ha descendido el gran ángel de las revelaciones, el mismo que

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vino a Moisés. Ciertamente, Muhamma es el profeta de su pueblo, que esté seguro.»155 Estos relatos nos revelan poca cosa. Estos grandes maes­ tros debieron de tener, sin duda, un arrebatador poder de convicción, una soberana energía que las hagiografías poste­ riores enmascaran. Supongo que ofrecían una súbita amplia­ ción de posibilidades vitales, vivida por los discípulos como una iluminación o un despertar. El caso de Francisco de Asís, más cercano, que en muy pocos años arrastró tras de sí cientos de seguidores, nos permite imaginar esa conmoción, pero no desvelar su secreto. El triunfo de estos gigantescos personajes, que aparecen solitarios, entregados a su misión, minúsculos en su arranque, y que han cambiado el mundo, continúa siendo para mí un misterio.

6 Exploraremos el último puente. La razón ha intentado durante siglos demostrar la existencia de Dios. Hasta ahora hemos considerado a Dios como emergiendo del campo de lo sagrado, es decir, de la experiencia religiosa. Es su lugar de nacimiento y el lugar del nacimiento del habla que habla so­ bre Él. Heidegger, con su estilo de oráculo arcaico lo dijo: «Lo salvífico hace un llamamiento a lo sagrado. Lo sagrado ata lo divino. Lo divino aproxima a Dios.»156 Ahora se trata de intentar alcanzarlo desde fuera de la religión. Por ejem­ plo, desde la filosofía, tarea del mundo profano. El propósito de demostrar la existencia de Dios no gusta mucho a las personalidades religiosas, porque creen que es empeño casi blasfemo. Implica convertir a Dios en un con­ cepto dudoso, rebajándolo. Ya lo dijo el religiosísimo Platón: «¿Cómo podríamos sin indignación vernos reducidos a la ne­

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cesidad de demostrar que existen dioses?»157 Paul Tillich es­ cribe: «Los argumentos a favor de la existencia de Dios ni son argumentos ni constituyen la prueba de la existencia de Dios. Son expresiones de la cuestión de Dios, que está implícita en la finitud humana.»158 Aún es más radical al decir: «Es tan ateo afirmar la existencia de Dios como negarla.»159 Pascal intro­ dujo una separación que hizo fortuna entre el Dios de la reli­ gión y el Dios de los filósofos, y lo hizo en unas circunstan­ cias tan curiosas que me voy a permitir contarlas, porque, además, tienen cierta relación con el apartado anterior. Tras la muerte de Pascal, un criado encontró un trozo de pergamino cuidadosamente escrito, que Pascal había llevado cosido y recosido al forro de su levita. Está fechado con toda precisión en «el año de gracia de 1654, lunes, 23 de noviem­ bre, a partir de las diez y media de la noche aproximadamen­ te hasta cerca de media hora después de la medianoche». Co­ mienza con una palabra escrita en grandes letras mayúsculas -FEU, fuego- y en él relata una visión que ha experimenta­ do. Escribe: «¡Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Ja­ cob, no el de los filósofos y los sabios!» Y añade: «El Dios de Jesucristo: sólo por los caminos que enseña el Evangelio se le puede hallar.»160 Para las personas religiosas, el Dios de los filósofos, si es que lo encuentran, es un ser abstracto y frío, el Primer mo­ tor inmóvil, el ipsum esse subsistens, la Causa de sí mismo, un ser hacia el que no se puede sentir veneración ni amor, en quien no se puede confiar y del que nada se puede esperar. De hecho, durante la Ilustración, los llamados deístas, que defendían el culto al Dios de la razón a expensas del culto al Dios de la fe, mantuvieron serias confrontaciones con el cris­ tianismo oficial de las Iglesias. Pascal llegó a escribir que ateísmo y deísmo «son dos cosas que la religión cristiana aborrece casi por igual». Voltaire y Rousseau fueron defenso­ res de esa religión natural. Más modernamente, Kierkegaard

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consideraba que la razón lleva a la desesperación y la de­ sesperación a la fe. Chestov opone Job -la filosofía cristia­ na- a Sócrates, el sabio según la carne; y Barth, siempre tan radical, afirma que el Dios de los filósofos es el ídolo supre­ mo, mero reflejo de la soberbia del espíritu humano.161 Heidegger está de acuerdo: «El Dios de los filósofos es una falsi­ ficación de Dios, un ídolo creado por el logos desde la praxis racionalizante.»162 En la actualidad, las pruebas de la existencia de Dios no gozan de mucha aceptación ni entre los teólogos ni entre los filósofos. Paul Ricoeur, tan cuidadoso con la religión y con la filosofía, piensa que toda la teología natural está abocada al fracaso porque no salva la originariedad del acto de fe, ya que el argumento por analogía no justifica la absoluta nove­ dad de Dios como objeto de la razón.163 Un conocido teólo­ go católico, Edward Schillebeeckx escribe: «La negación y la afirmación filosófica de la existencia de Dios no son, en rea­ lidad, conclusiones que se extraen de esas filosofías en tanto tales. La fe en Dios o la increencia son ya punto de partida de estas filosofías, y no propiamente su conclusión. En el análisis racional filosófico de hecho no se hace sino explicitar la intencionalidad cognitiva de una determinada fe religiosa en Dios o, en el caso contrario, de una increencia fáctica. Esto era también lo que fundamentalmente se proponían las llamadas “cinco vías” de Tomás de Aquino, y la misma in­ tención animaba la crítica kantiana de la razón pura».164 Así sucede también en las religiones hindúes. Las elaboraciones filosóficas, por ejemplo las de Sankara, se hacen a partir de las experiencias y creencias religiosas. Las pruebas tradicionales de la existencia de Dios se han construido sobre tres cimientos: el principio de causalidad, la idea misma de Dios, la ley moral.165 Las pruebas basadas en el principio de causalidad pare­ cen absolutamente evidentes, en sus variadas presentaciones.

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Nada puede existir sin una causa. El universo existe y necesi­ ta una causa. Esa causa es Dios. El universo está regido por leyes, lo que exige la existencia de un legislador: Dios. De la misma manera que no hay reloj sin relojero, el orden y la complejidad de la naturaleza no puede darse sin una inteli­ gencia más allá de la naturaleza: esa inteligencia es Dios. Las cosas son contingentes, y no pueden darse a sí mismo la exis­ tencia. Es preciso admitir una existencia necesaria, autosuficiente, causa sui: Dios. ¿Por qué no son demostrativas estas pruebas? En primer lugar porque el principio de causalidad no tiene fuerza sufi­ ciente para demostrar la existencia de una excepción al princi­ pio de causalidad. Si utilizamos el principio «Todo lo existen­ te tiene una causa», de ahí no podemos inferir la existencia de un ser incausado. ¿No podremos, al menos, estar obligados a admitir la necesidad de una Inteligencia supranatural que haya ordena­ do la naturaleza? De ello trata el argumento llamado teleológico. Tomás de Aquino lo expone así: «La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que las cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se pone de manifiesto porque siempre o muy frecuentemente obran de la misma manera para conse­ guir lo mejor; de aquí que llegan al fin no por azar, sino in­ tencionadamente. Pero los seres que no tienen conocimiento no tienden al fin sino dirigidos por algún ser cognoscente o inteligente, como la flecha es dirigida por el arquero. Luego existe un ser inteligente por el cual todas las cosas naturales se ordenan al fin: a este ser que llamamos Dios.»166 ¿Qué nos dicen desde el campo profano? La ciencia cree que los seres han ido apareciendo a lo largo de un proceso evolutivo no dirigido. Un mecanismo combinado de muta­ ciones y selección ha ido construyendo la realidad viviente tal como la contemplamos. Voy a detenerme en este asunto

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para mostrar la imposibilidad que tiene la ciencia de decir nada acerca de Dios. La construcción de seres archicomplejos por un proceso aleatorio de mutaciones y selecciones posteriores, me parece poco probable. Estamos hablando de productos excepcional­ mente innovadores. El cambio de algunos rasgos -el color, el tamaño, la dentadura- es sencillo de explicar, pero estamos hablando de la innovadora creación, por ejemplo, del cere­ bro humano a partir de elementos químicos elementales. No se trata de alteraciones o mejoras sino de la emergencia de constructos absolutamente nuevos, como el propio sistema genético. ¿Cómo aparecieron los genes? Un sistema comple­ jo como el ojo humano, producto de una larguísima evolu­ ción, parece difícij de explicar por mutaciones. Lo que se ha estudiado ha sido §obre todo la evolución anatómica del ojo, desde que era una litera especialización del tacto. Pero ese ni­ vel es demasiado eleijiental. Hay que pasar a las complejida­ des fisiológicas. La especialización de las terminaciones ner­ viosas de la retina tiene que ir de acuerdo con la capacidad reconstructiva de la corteza visual en el lóbulo occipital. Y aún hay que ir más allá, a la estructura bioquímica del acto de ver. Para que les suene el grado de complicación que en­ contramos, les describiré tan sólo el inicio de las reacciones visuales: Cuando la luz llega a la retina, un fotón interactúa con una molécula llamada 11-cis-retinal, que en unos picosegundos se reconfigura para ser trans-retinal. El cambio de forma de la molécula retinal impone un cambio a la forma de la proteina, la rodopsina, a la cual el retinal está estre­ chamente enlazado. La metamorfosis de la proteina altera su conducta. Ahora llamada metadorrodopsina II, la pro­ teina se adhiere a otra proteina llamada transducina, etc, etc, etc.167

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Todo esto es el comienzo de una serie de reacciones quí­ micas largas y reiteradas que transducen un hecho biofísico en un impulso nervioso. Me parece que el cálculo de proba­ bilidades impide admitir que semejante complejidad pueda ser conseguida por un procedimiento de mutación/selección, por mucho tiempo que haya tenido la naturaleza para conse­ guirlo. De este hecho han inferido algunos científicos y filó­ sofos la existencia de un Dios inteligente director de la evo­ lución. Swinburne, por ejemplo, considera que aplicando el teorema de Bayes, la existencia del orden es más probable admitiendo a Dios que negándolo.168 La ciencia no puede decir eso. Su principio metodoló­ gico le impide salir del mundo de los hechos dados a su ex­ periencia constituyente. De lo que no puede relacionarse con la percepción sensible no hay ciencia. La ciencia se en­ carga de estudiar los mecanismos de lo real, no el porqué de esos mecanismos. De lo material no puede sacar más que principios o conclusiones materiales. Aunque, como yo creo, el mecanismo de mutación y selección no basta para explicar la complejidad funcional de lo real, eso no nos obliga a pos­ tular a Dios. La ciencia sólo puede decir que desconoce cómo se producen esos fenómenos. Es posible que en tiem­ pos no muy lejanos se descubra alguna fuerza físico-química que haya dirigido la evolución de manera que las mutaciones no fueran aleatorias. El científico, ante lo desconocido, ante lo que considera imposible de explicar, ante un milagro incluso, sólo puede de­ cir: no sé lo que está pasando. La ciencia está metodológi­ camente enclaustrada en el mundo profano. Y ahí se debe quedar. Los científicos hablando de religión no son más que individuos que hablan de religión y que además, accidental­ mente, son científicos. El científico en cuanto científico tiene tan poco que decir sobre la religión como el biólogo molecu­ lar acerca de la música. El creyente religioso en cuanto tal tie­

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ne tan poco que decir de la ciencia como un violinista sobre mecánica cuántica. 7 Hay un argumento que ha ejercido fascinación sobre do­ cenas de pensadores.169 No utiliza el principio de causalidad, sino la idea misma de Dios. Expresado de un modo simple dice lo siguiente: Encendemos por Dios aquella realidad mayor que la cual no (podemos pensar otra. Dios es lo infinito, omnipo­ tente, etèrno, perfecto. No estamos diciendo que exista, sino sólo lo que entendemos con esa palabra. Admitido ésto, nos encontramos con el siguiente problema. Si Dios es lo mayor y más perfecto que podemos pensar, tenemos que pensarlo como existente. De lo contrario, podríamos pensar algo más poderoso todavía. Un Dios que fuera, además, existente, con lo que estaríamos contraviniendo la condición inicial. En conclusión: la idea de Dios implica su existencia. Decir de Dios que no existe es una contradicción. Sería decir que lo mayor del mundo no es lo mayor del mundo. Los fi­ lósofos se dieron enseguida cuenta de que en este argumento no se salía nunca del plano del pensamiento. Siempre se tra­ taba de un Dios pensado, no de un Dios real. Desde luego, pensarlo como existente añadía algo a pensarlo como no exis­ tente. Pero tan sólo en el reino del pensamiento. No estába­ mos diciendo nada acerca de su realidad. Kant sentenció a muerte el argumento: la existencia no añade nada a la definición de un concepto. La esencia de un ser va por un lado y la existencia por otro. Son dos líneas

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distintas. No crea el lector que esto es un trabalenguas. Pien­ se en un triángulo. ¿Qué es? Una figura cerrada, plana, com­ puesta de tres lados que se unen formando tres ángulos. De esta definición podemos sacar toda la trigonometría. Que exista o no algún triángulo es absolutamente irrelevante. Mediante el predicado del existir no añado nada a la cosa, sino la cosa misma al concepto (ya no hay sólo la idea de triángulo, sino un triángulo de madera o de hierro). Así pues, en una proposición que hable de la existencia voy más allá del concepto, pero no hacia otro predicado más, sino tan sólo hacia la cosa con esos predicados, pero en una posición absoluta.170 La existencia es la «posición absoluta de una cosa». No es mucho decir, pero les recomiendo que lo guarden en la me­ moria. Esa posición absoluta, ese ser con independencia de mi pensamiento, no nos la proporciona el pensamiento sino la experiencia. Éste es el punto de ruptura, el escape del puro rumiar. La experiencia nos pone en contacto, nos manifiesta, nos impone la existencia de algo. Esto no es difícil de enten­ der. Un matemático, Alexander Keewatin Dewnei, ha publi­ cado varios trabajos sobre un posible universo bidimensional, en los que elabora su posible física, su posible química e in­ cluso diseña utensilios de su posible vida cotidiana. Ha fun­ dado un grupo de investigación que seguirá añadiendo no­ ciones, «predicados», a esa teoría.171 La única palabra que no saldrá nunca de esa elaboración conceptual, ideológica, fan­ tástica, es existe. Esta posición absoluta, es decir independien­ te de quien la piensa, ese ir a su aire, ser de suyo lo que es, esa autonomía a la que llamamos existencia, tiene que ser com­ probada por otro procedimiento distinto del mero pensar. Keewatin tendría que hacer una excursión a ese planisferio y entonces podría hablarnos de su existencia.

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Kant diría: no tenemos ninguna percepción de Dios, luego podemos pensarle, pero no decir nada acerca de su existencia. Así enunció lo que se ha considerado el descabello de todas las pruebas de la existencia de Dios. Una afirmación que el lector, aunque no esté muy versado en cuestiones filo­ sóficas, debe retener porque volveré a ella en el capítulo si­ guiente.

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Pero Kant era una persona religiosa, preocupada por fundamentar la religión, y propuso una prueba indirecta de la existencia de Dios. Se vio obligado a postularla, a conside­ rarla necesaria a partir de la existencia de la ley moral. Creía que la ley moral, absolutamente obligatoria, estaba impresa en nuestros corazones, y nos exigía obrar bien, incluso cuan­ do esa acción fuera en contra de nuestros intereses. La experiencia nos dice que el bien no siempre es pre­ miado en este mundo. Los malos son felices y los santos des­ dichados. Sería perverso que la ley moral que nos ha sido dada no tuviera en sí la garantía de su justicia. Por ello, Kant se cree obligado a postular, es decir, a ad­ mitir como necesaria, aunque no pueda demostrarse, la exis­ tencia de Dios.172 Con esta prueba pueden relacionarse otras que apelan al absurdo que implicaría negar la existencia de Dios. Nuestro anhelo natural de felicidad quedaría frustrado, la infinitud de nuestro deseo sería un engaño, no podríamos dar un últi­ mo sentido a nuestra existencia. Estas pruebas dan por de­ mostrado justo lo que quieren demostrar: que el mundo tie­ ne un sentido, que nuestra existencia no es absurda, que al final triunfará la justicia. Todas estas formulaciones admiten

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como principio: «Todo anhelo natural supone la existencia real de lo anhelado.»173 Aquí la fuerza demostrativa está en el adjetivo «natural», que indica que ha sido infundido en la realidad por el mismo Dios. Pero entonces ya hemos dado por supuesto lo que queríamos probar. Hemos encontrado en la naturaleza lo que previamente habíamos depositado en ella: Dios. De nuevo nos encontramos metidos en un círculo vicioso. Si Dios es bueno no puede infundir en nosotros un deseo infinito. Es así que Dios es bueno y que nuestro deseo es infinito, luego Dios existe. Damos a Dios por supuesto para poder demostrar la existencia del mismo Dios. Es un camino cerrado. La razón, al parecer, no puede tender un puente desde el círculo profano al círculo sagrado. No puede tampoco, esto conviene dejarlo claro, decir que no exista tal camino, ni que el círculo religioso no tenga justificación, ni menos aún que no exista Dios. Cualquier científico sabe que no se puede demostrar la no existencia de una cosa, a no ser que sea una contradicción lógica. Podemos afirmar que no existe ningún círculo cuadrado, pero, a pesar de la frivolidad con que mu­ chos teólogos atribuyen predicados contradictorios a Dios, no podemos decir que Dios sea una «posibilidad contradic­ toria».

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CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA PARTE

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Lambistona nos ha entregado como herencia disputada doícírculos vitales: el religioso y el profano. El 25 de agosto de 1981, el Consejo de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos publicó la siguiente resolución: «La reli­ gión y la ciencia son ámbitos separados y excluyentes del pen­ samiento humano, y su presentación conjunta en el mismo contexto da lugar a que se comprendan equivocadamente tan­ to las teorías científicas como las creencias religiosas.»174 De­ bemos aceptar esa herencia a beneficio de inventario. Para ello debemos salimos fuera de las partes en conflicto para ver la le­ gitimidad de cada una y si hay modo de ponerlas de acuerdo. Eso es lo que estoy intentando hacer, no sé si con éxito. Tanto el mundo religioso como el mundo profano se presentan como autosuficientes, pero basan su legitimidad en distinto fundamento. El círculo sagrado tiene como ci­ miento la experiencia religiosa, se confirma mediante la vida de fe, y asegura corroborarse en el propio despliegue de su experiencia. Nos habla de una plenitud de sentido, de sere­ nidad y sosiego, y de una aparición transfigurada de la reali­ dad, convertida en manifestación de la divinidad. Pero habla

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siempre de una experiencia privada, que no es inmediata­ mente participable por todos los seres humanos. Los senti­ mientos parecen más importantes que el análisis racional. El mundo profano se basa en la experiencia sensible y en la razón que trabaja conceptualmente sobre ella. Es cautelo­ so. Niega validez a las experiencias privadas que no pueden ser universalmente corroboradas, y demuestra su verdad me­ diante la eficacia. Considera la religión como un vestigio de épocas arcaicas, y como una manifestación de irracionalidad. Al principio de este libro les indicaba que las religiones ha­ bían cumplido tres funciones: explicar, salvar y ordenar. Su labor explicativa ha sido presa fácil para la crítica científica. Dios no creó el mundo en seis días, ni lo sacó de un huevo, ni está apoyado sobre una tortuga, ni lo ha vomitado un dios. La religión, al dar explicaciones, se metía en camisa de once varas, abandonaba su territorio y hacía una incursión en dominio ajeno, donde ha sido espectacularmente derrota­ da. La religión no puede intervenir en las explicaciones que da la ciencia. Ambos círculos pueden convivir, pero mal. El poder de lo profano es fantástico, y de él nos aprovechamos todos. Las oraciones en las mezquitas se retransmiten con altavoz, Jomeini hizo su revolución con la ayuda de cassettes, el Papa viaja en avión, y el agua bendita se asperja con espray. La ciencia se ha convertido en un poderoso medio de interpre­ tación de lo real, que concita a su alrededor un consenso ge­ neral. Mientras tanto, las religiones se difuminan o, al con­ trario, se fanatizan. Así está la situación para un observador sin domicilio fijo. ¿Debemos dejarla así? ¿Hay algún motivo para preferir un círculo a otro? ¿Es preferible vivir bajo el régimen sin es­ peranza de la razón, o en el régimen esperanzado de la no-ra­ zón? Parece que estamos enfrentados a un dilema cruel: o un conocimiento desencantado, o un encantamiento crédulo.

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Hace unas páginas les dije que según Popper el valor su­ perior de la razón no podía demostrarse, que había que acep­ tarlo por un acto de fe. Sin embargo, prolongo sus ideas al defender que debemos preferir el mundo racional al no ra­ cional —incluida la religión- por motivos éticos. Entiendo por uso racional de la inteligencia aquel modo de pensar que busca evidencias intersubjetivas. Es decir, en­ tiendo por «razón» no la capacidad de razonar, de sacar con­ clusiones de unas premisas, sino el proyecto de pasar de las verdades privadas a las verdades universales. Y creo que este esfuerzo es el único que puede fundar una convivencia dig­ na. Para justificar esta afirmación, que sitúa a la religión y a la ciencia dentro éCun paradigma ético, voy a poner en lim­ pio mucho de lo que he dicho antes, para hacer desde mi ob­ servatorio exterior una fundamentación de los dos círculos. Comenzaré enunciando el principio de todos los princi­ pios críticos: « Todo lo que se presenta como evidente a un suje­ to, exige ser admitido como verdadero.» Esto quiere decir que si San Francisco de Asís ve a Dios floreciendo en las flores, o Buda encuentra el Absoluto en el samaddhi, o Mahoma se da un susto tan grande al tropezarse con el ángel Gabriel que va a refugiarse tras las faldas de su mujer, los demás no tene­ mos nada que decir. Si lo sintió, lo sintió. Lo mismo sucede en la vida no religiosa. Si Sartre percibía el árbol como reali­ dad nauseabunda, tuvo que admitir que era una realidad nauseabunda. Hölderlin, en cambio, se vio obligado a afir­ mar que el árbol no era nauseabundo, pues lo veía como la expresión de la divina naturaleza. Ambos respetaron sus pro­ pias evidencias y expusieron sus verdades. Lo malo es que este primer principio crítico no permite distinguir la experiencia verdadera de las alucinaciones. El alucinado también está seguro de lo que percibe y se rinde a sus evidencias. Por lo tanto, hay que enunciar el segundo principio de todos los principios: «Cualquier evidencia puede

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ser tachada, negada, puesta en fuga, por una evidencia de fuer­ za superior.» La innegable evidencia de que el sol se mueve en el cielo es anulada por otra evidencia más vigorosa que nos dice que es la tierra la que se mueve alrededor del sol. Así pues, la evidencia, fundamento de nuestras certezas, de nuestra aceptación de una teoría, es un fenómeno noérgico (de ergon = fuerza, poder). Es una fuerza que se impone al pensamiento. Así han vivido los personajes religiosos sus ilu­ minaciones. «¿No sentís en vosotros el poder de Cristo?» En los Upanisad se habla constantemente del poder que hace pensar al pensamiento, ver al ojo, escuchar al oído. Todas las evidencias tienen energía impositiva, se nos imponen, pero no todas tienen la misma energía. La experiencia del error se basa en la percepción de una evidencia más fuerte que nos hace «caer en la cuenta» de la debilidad de nuestras eviden­ cias anteriores. Estaba seguro de que al salir de mi despacho y cerrarlo con llave había apagado la luz, pero al volver com­ pruebo que está encendida. La evidencia perceptiva es más fuerte que la sedicente evidencia del recuerdo. He de rendir­ me ante los hechos. Descubrir la verdad sería sencillo si cada evidencia nos diera a la vez información sobre su «fuerza de evidencia», que es la que nos proporciona garantía. Sería maravilloso que todos los gestos de amor de una persona llevaran en sí la garantía de su veracidad. Entonces no nos equivocaríamos nunca. Pero no ocurre así. Incluso las evidencias falsas pare­ cen a primera vista verdaderas, por eso nos confunden. To­ das reclaman nuestro asentimiento completo: el sol se mueve en el cielo, la luz no es material, el aire no pesa, los colores son cualidades primarias de los objetos, las nereidas brillan en el manantial, el sol es un dios. Mientras vivimos una evi­ dencia estamos sometidos a su influjo. Toda evidencia es irrebatible desde sí misma, por lo que sólo otra evidencia nueva, más poderosa y acerca del mismo objeto, puede desalo­

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jarnos de la anterior. El fanático, que está enclaustrado en una evidencia, ha de rechazar el trato abierto con las ideas y con la realidad, porque tiene miedo de que otra evidencia pueda resquebrajar la seguridad blindada que precisa para sobrevivir. Este mecanismo inevitable de nuestra mente, esta credu­ lidad básica, nos exige una actitud crítica si no queremos, si­ guiendo la conducta del avestruz, buscar seguridad en nues­ tras propias creencias, aunque sean falsas. Hay muchas personas que prefieren el error a la incertidumbre. La per­ cepción de una evidencia es siempre un acto de fascinación. Toda verdad nos parece La Verdad, como al enamoradizo toda mujer le parece La Mujer, el gozo definitivo. El hecho de que seamos tan vulnerables a las evidencias nos obliga a tener que contar con un método que nos permita calcular su fuerza, para no entregar nuestro asentimiento con excesiva precipitación. La ergometría de las evidencias que la filosofía y la ciencia han buscado denodadamente, ha de permitir una mejor evaluación de la fuerza, y por lo tanto de la garantía de verdad, de nuestras evidencias. 2 Cada sujeto se apropia de la realidad por medio de sus experiencias cognitivas y valorativas, con las que construye su mundo. Entiendo por mundo el modo como un sujeto personal asimila la realidad. Es la representación privada que tenemos de ella, y que está formada por el sedimento de nuestra vida. Los recuerdos, las creencias, los saberes, las pre­ ferencias, constituyen el universo personal en que vivimos. Puede ser religioso, profano o una mezcla de ambos. El solapamiento que existe entre los distintos mundos -sobre todo

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en lo referente a elementos perceptivos y valores sociales vi­ gentes-, y que les proporciona notorias semejanzas, no debe hacernos olvidar que son mundos privados, que han sido constituidos por la actividad del sujeto, aunque esa actividad se reduzca a aceptar las ideas comunes. Pero el hombre, que siempre vivió en su mundo, social­ mente consolidado pero privado al fin y a la postre, experi­ menta la necesidad vital de salir de su verdad vivida, privada, para buscar un suelo más firme o compartido. De esa urgen­ cia por encontrar verdades universales, que no estuviesen ba­ sadas tan sólo en evidencias privadas, surgió la ciencia. A esas verdades que quiere conseguir las llamaré verdades reales, porque no se refieren al mundo del científico, sino a la reali­ dad común en que vivimos todos. Son intersubjetivas, com­ partidas, universales. Hasta aquí, lo sagrado aparece como verdad privada, ab­ solutamente irrebatible, pero no universalizable. La moral ha nacido en el hogar de las religiones, ¿por qué ahora digo que por motivos éticos tengo que dar preferencia a la razón frente a la experiencia religiosa? La ética es el conjunto de solucio­ nes que resuelven los problemas relativos a nuestra felicidad personal y a la dignidad de nuestra convivencia, poniendo a salvo los valores fundamentales. Sólo se me ocurren tres ma­ neras de solventar estos conflictos: la fuerza, la razón, los sen­ timientos morales. Comenzaré por el final: parece que la solución más ama­ ble y humana es la que apela a los sentimientos morales. Una humanidad arrebatada de amor mutuo alcanzaría fácil­ mente la felicidad. No lo creo. Hay amores estúpidos y crue­ les. La historia registra guerras, inquisiciones, tormentos, provocados por un supuesto amor a algo. Sospecho, además, que esta solución elude el problema y me recuerda el consejo de aquel bienintencionado arbitrista: «El enfrentamiento en­ tre palestinos y judíos acabará cuando los dos se comporten

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como buenos cristianos.» Pero las religiones se encastillan en evidencias privadas, que pueden chocar entre sí. Nunca han logrado ponerse de acuerdo, y las guerras de religión han asolado la historia, llenándola de horror y de sarcasmo. Ni siquiera han conseguido ponerse de acuerdo las distintas confesiones cristianas. El mundo de las verdades privadas puede ser inatacable pero peligroso. Cuando Huntington afirma que los confljctós de este siglo serán culturales, está incluyendo ea-U lote los enfrentamientos religiosos. Mien­ tras escribo esto, los afganos han declarado la guerra santa a Estados Unidos, y Estados Unidos prepara una acción bélica contra ellos bajo el lema «Justicia infinita». Los sentimientos morales no resuelven los conflictos porque pueden no unir sino separar. Hay tantas morales como culturas. Y entre ellas pueden ser incompatibles. La moral, como la religión en que suele fundarse, pertenece al mundo de las verdades privadas: de las que sólo tienen valor en un determinado ámbito. El segundo modo de resolver conflictos es la fuerza, y no voy a gastar ni una línea en intentar convencerles de que no es buena solución. Pasaré, pues, al tercero. Sólo el uso racio­ nal de la inteligencia, la búsqueda de verdades que salgan de los límites de la privacidad y puedan considerarse universa­ les, nos pone a salvo del enfrentamiento. El irracionalismo conduce a la violencia. El atenerse a razones, el debatir, el rendirse a las evidencias más fuertes, es lo mejor que ha in­ ventado la inteligencia para conseguir la felicidad personal y la felicidad política. Se trata de que combatan las ideas, para que no tengan que combatir los hombres. La historia de las religiones lo demuestra. Mientras se encastillaron en sus evi­ dencias privadas, tuvieron inevitablemente que enfrentarse. Las guerras de religión terminaron apelando a principios más allá de la moral. A principios universales, éticos. ¿Quiere esto decir que hemos de acantonarnos en nues­ tro mundo profano, afirmar que la ciencia es nuestra salva-

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ción, y mirar desde las almenas con desconfianza y arma al brazo a los que acampan en el círculo religioso? No. El tipo de razón que utiliza la ciencia no nos vale para fundar nues­ tra elección en favor de la racionalidad. El uso racional de la inteligencia va más allá. Digan lo que digan los positivistas científicos, también es posible hablar racionalmente de valo­ res, fines, formas de vida. La inteligencia ética es más pode­ rosa que la inteligencia científica. La engloba y la justifica. El círculo profano no está cerrado. La brecha que impide que las murallas se cierren -defendiendo y aprisionando a la vez-, el ariete que las perfora, es la creación ética. Aquí veo la tarea de nuestro momento histórico. Tenemos que recons­ truir el círculo profano a partir de una idea más briosa y ver­ dadera de inteligencia y, por lo tanto, de racionalidad. Y esto influirá también, sin duda, en el modo de considerar el círcu­ lo religioso. Tenemos también que darnos cuenta de que la ética ha de juzgar a las religiones, después de probar que ha surgido de ellas. Ahora, tras la tarea de análisis, después de inventariar los intentos fracasados de unificar o relacionar los dos círculos, llega el momento de ir más allá, elaborar una teología afirma­ tiva y una defensa crítica de las religiones. Vamos a ello.

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Segunda parte

Teología afirmativa

V. EL DIOS PROFANO

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El fuego divino ha ardido originariamente en el hogar de las religiones. El primer hablar sobre Dios es religioso. Es de­ cir, tiene unos orígenes endiabladamente confusos, si se me permite la poco apropiada expresión, donde se mezclan mie­ dos, experiencias alucinatorias, intoxicaciones y vislumbres auténticos. La divinidad -no sabemos aún si real o irrealaparece dada en una experiencia, es mantenida por sistemas de adoctrinación y consenso social, y rige los modos de vivir. Sólo cuando aparecen síntomas de crisis se pide ayuda a la razón para que asegure la verdad de aquellas creencias vividas hasta entonces con tanta certeza. Aparecen entonces las apo­ logéticas, las defensas de las fes. El problema de la existencia de Dios también ha estado sometido a esta dinámica. Sólo en situaciones ambiguas -a medio camino entre la creencia y la increencia- se ha pedido a la filosofía que intentara su de­ mostración. Una de las peculiaridades psicológicas de las creencias religiosas es que pueden permanecer indefinida­ mente en un estado crepuscular: ni se creen ni se dejan de creer. Un chistoso suceso lo demuestra. Durante la celebra­ ción de una misa, el sacerdote dice: «Para que Dios acabe

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con el hambre en Somalia..., cosa que Él no hará, roguemos al Señor.»175 El análisis de una frase tan contradictoria daría para un tratado de las religiones. La filosofía siempre ha comenzado a trabajar a partir de unas vigencias culturales, entre las que están incluidas las creencias religiosas. Intenta liberarse de esos prejuicios am­ bientales, pero unas veces lo consigue y otras no. El encargo de fundamentar la religión no lo ha cumplido con el suficien­ te éxito, como vimos en el capítulo anterior. Muchas de sus sedicentes demostraciones no son sino elaboraciones concep­ tuales de creencias previas. Uno de los motivos del fracaso es­ triba en que las religiones, tras siglos enteros de rumia, han elaborado conceptos e imágenes de Dios difíciles de raciona­ lizar. Parecen complacerse en ir más allá de la lógica. En to­ das ellas se convierte a Dios en una suma incomprensible de predicados contradictorios. Como decía Borges: «Dios es el respetuoso caos de superlativos no imaginables.» Ásvaghosa, uno de los más importantes filósofos tempranos del budismo hindú, habla así de Dharmakaya, de la realidad última: «No es ni lo que es existente, ni lo que no es existente; ni lo que es a la vez existente y no existente; no es ni lo uno ni lo múlti­ ple, ni lo que es a la vez uno y múltiple, ni lo que no es a la vez uno y múltiple. Está totalmente más allá de la capacidad conceptualizadora del intelecto humano.» «Entre tú y yo sólo una delgada pared se interpone, que está hecha de imágenes tuyas», escribe Rilke. Schillebeeckx, un teólogo católico, llega a decir que incluso la persona de Jesús puede ser un obstáculo entre el hombre y Dios, afirmación que no deja de ser nota­ ble, teniendo en cuenta que Cristo es el gran mediador para los cristianos.176 En el círculo sagrado parece utilizarse una lógica diferen­ te y contradictoria, fuera de los límites de nuestra razón. Los filósofos escolásticos zanjaron la cuestión diciendo que Dios es racional en sí (quoad se), pero resulta irracional para no­

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sotros (quoad nos). Las religiones nos hablan de un espíritu, cuando nuestra inteligencia sólo se mueve con seguridad en la materia. La Biblia nos habla de un Dios apasionado, colé­ rico, vengativo, paternal, implacable, que favorece a su pue­ blo y machaca las entrañas de sus enemigos, es decir, un dios humano, demasiado humano. Se dice que Dios es amor, pero todoDo que conocemos de amores y odios lo hemos aprendido dé\nuestra naturaleza, donde son afectos de la li­ mitación. El mitp platónico decía que el amor es hijo de Penia y Poros, de laNabundancia y la escasez. Por debajo de cada amor hay una carencia, una necesidad física y espiri­ tual, y un movimiento hacia aquello que puede saciarlo. Nada de esto puede aplicarse a un Ser Perfecto, Inmutable, Autosuficiente. Se habla de un Dios providente y vemos a los hombres morir sin ser dichosos. Sébastien Faure, un anarquista francés, publicó un opúscu­ lo titulado Doce pruebas que demuestran la no existencia de Dios. 177 Era un deísta convencido, creo, y por ello insiste en que su ataque no va dirigido contra el Dios de la filosofía, contra el desconocido fundamento de la realidad. Es, pues, un antipascaliano. «Es el dios de las religiones, el de la historia religiosa de cada pueblo el que yo niego y voy a discutir», es­ cribe. Le resulta muy fácil amontonar contradicciones. Las doce pruebas son las siguientes: 1. La acción de crear es inadmisible. Aunque Faure no lo menciona, esta idea fue mantenida por los jainistas hace muchos siglos. Sus filósofos se burlaban de los que pensaban lo contrario. «La creación», decían, «no podría darse sin un deseo de crear.» Pero ¿cómo po­ dría ser que un Dios no creador, de repente, se torna­ ra creativo? Por el deseo, sin duda. Pero el deseo de crear implica una volición, una actividad egoico-emotiva, una imperfección. Un dios creador es contradic-

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torio, porque desea y es perfecto a la vez. Pero perfec­ to sólo puede serlo lo cumplido, lo completo, lo que no necesita, ni anhela, ni desea, ni echa en falta.178 El Espíritu puro no puede determinar el universo. Materia y espíritu son por definición irreconciliables. Como el agua y el aceite, que no pueden mezclarse. Lo perfecto no puede producir lo imperfecto. Sería una imperfección por su parte. El Ser eterno, activo y necesario, no pudo estar inac­ tivo o ser innecesario. Un dios dormitando en el va­ cío, como lo presentan las cosmologías, tiene poca prestancia. Los griegos dirían que su actividad era pensarse a sí mismo, y la teología católica que era amarse a sí mismo, pero ninguna de las dos cosas permiten después pasar a una creación externa. Si embelesan a Dios deben embelesarlo para siempre. ¿Qué acontecimiento habría podido inducir a Dios en su soledad para comenzar a crear después de no haberlo hecho durante eternidades? El Ser inmutable no puede haber creado. Crear es un cambio. Ahí es nada, pasar de ser todopoderoso a te­ ner frente a él al ser humano, libre y, por lo tanto, li­ mitador de la omnipotencia divina. Si Dios creó al hombre libre, estableció un dominio donde no podía intervenir. Dejó, pues, de ser todopoderoso. Se ano­ nadó, como dice San Pablo. Dios no pudo haber creado sin motivo: pero es im­ posible encontrar alguno. Rapoport pone un ejemplo acerca de la dificultad de armonizar el deseo con la dignidad. Para los hawaianos y los polinesios, los grandes jefes «están libres de deseo, exactamente igual que los dioses. La pereza para un jefe es un de­ ber, no un vicio. Es una manifestación de su absoluta plenitud, de la ausencia de toda carencia, y además

7. 8. 9. 10. 11.

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de un autocontrol perfecto. La prescripción de la inmovilidad ayuda a explicar por qué los ali’i divi­ nos no caminan sino que son transportados; ade­ más, esta costumbre revela que los ali Vpertenecen a una esfera superior (el cielo) que se contrapone a la inferior, representada por la tierra».179 Un Dios que gobierna niega la perfección de un Dios creador. Es' como un relojero que hiciera un reloj tan chapucero que necesitara estar vigilándolo constantemente. La multiplicidad de los dioses atestigua que no exis­ te ninguno. Dios no sería justo si se presentara a unos hombres sí y a otros no, a unos de una manera y a otros de otra. Dios no es infinitamente bueno: la existencia del in­ fierno lo atestigua. O Dios quiere suprimir el mal y no puede, o puede suprimirlo y no quiere. En ambos casos, su bondad queda en entredicho. Dios es un juez indigno, si es verdad que castiga al hombre, porque el hombre no es responsable de su situación, no puede elegir ser o no ser. Cuando quiere darse cuenta se encuentra ya viviendo. La responsabilidad del mal moral es imputable a Dios, lo mismo que la del mal físico. Dios viola las reglas fundamentales de la equidad. Hace a los seres demasiado diferentes de los otros. Permite el nacimiento de niños deformes o enfermos.

De este repertorio de acusaciones tópicas, algunas reite­ rativas, sólo me interesa decir que van dirigidas contra los dioses religiosos. Faure se refiere sobre todo al Dios cristia­ no, pero las críticas pueden ampliarse a otras religiones. Al haber hecho a Dios amante y justo, creador trascendente e

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inmanente al mundo, omnipotente y compasivo, inteligente y libre, providente y bueno, se crean contradicciones difícil­ mente resolubles. No me extraña que recientemente Hans Jonas, un filósofo-teólogo, al preguntarse sobre cómo se pue­ de pensar a Dios después de Auschwitz, responda que hay que pensar en un Dios que al crear el mundo se niega a sí mismo y acepta sufrir con él. Niega su eternidad, y su omni­ potencia, que le parece un concepto absurdo. No es impasi­ ble, está a merced de los humanos, es un Dios preocupado, y se siente amenazado por la libertad que dio a sus criaturas.180 ¿En qué consiste este Dios anonadado? No me lo pregunten. Cuando la religión se vueve hacia la filosofía para pedirle que justifique o demuestre estos predicados fruto de una conceptualización religiosa, recibe respuestas dóciles pero de poco valor. No hay nada que un razonador habilidoso no pueda hacer verosímil. A mí me parece mucho más sensato dejar al dios religioso dentro del mundo religioso, insistir en la pobreza de nuestros modos de conocer, y admitir que las contradicciones aceptadas por la religión no son más que un método para romper la lógica natural, pero que no dicen nada pensable. Con gran impertinencia me atrevo a reco­ mendar a las religiones que limpien sus credos de excrecen­ cias inútiles, de ese ramaje figurativo, meramente retórico, que oscurece más aún su contenido. Necesitan una poda ico­ noclasta. Una de las lecturas más sofocantes a la que puedo some­ terme es la de los textos exegéticos, que intentan explicar to­ das las frases de la Escritura, sus metáforas o anécdotas, dán­ doles un significado trascendental. Miento, no uno, sino cuatro al menos: literal, alegórico, moral y místico. Esta pro­ liferación imaginativa, ese barroquismo locuaz, que llega a la exasperación, por ejemplo, en San Bernardo, capaz de inter­ pretar los siete vagidos del niño Jesús en el pesebre o lo que le echen, acaba creando un mundo irreal, invasivo, que se

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enrosca en el espíritu y lo hace desaparecer, como el ficus estrangulador aniquila los árboles a los que abraza. La letra de­ vora todo. Hay un «misticismo de la exégesis», según Henri Lubac, expresión que me pasma.181 La escritura fue mortal para las religiones, porque permitió la divinización del texto.182 Nuestra imaginación es tan poderosa que pare in­ cansables imágenes en las que descansar. Al final, la adora­ ción a un Dios espiritual se concreta en la devoción a una imagen de la parroquia. La Virgen de los Reyes frente a la Virgen de los Desamparados. El Cristo del Cachorro contra el Cristo de la Piedad. El juego de la imaginación, por ejem­ plo, en esa fascinante obra que son los Ejercicios espirituales, de San Ignacio de Loyola, es intoxicante como una droga. Mientras que la espiritualidad oriental pretende liberarse de todas las imágenes, la occidental busca apoyo en las imáge­ nes. La oposición entre los iconólatras, los adoradores de imágenes, y los iconoclastas, sus destructores, sigue vigente desde tiempos inmemoriales. Ya en la Biblia se habla de la propensión de los seres humanos a adorar imágenes. Ahora los talibanes destruyen las imágenes de Buda. En esto, la his­ toria ha cambiado poco. Hay una anécdota patética y reveladora. Cuando en el año 339 Teófilo, patriarca de Alejandría, condenó el error de los antropomorfistas, que afirmaban que Dios tenía cuerpo humano, hizo que la carta pastoral se leyera en todas las co­ munidades de anacoretas desperdigadas por el desierto. Al escucharla, el anciano Serapion se tiró al suelo, llorando amargamente: «¡Ay, miserable de mí! ¡Me han quitado a mi Dios y no tengo a quien allegarme, ni sé a quién adorar o di­ rigirme!» El pobre monje, que había aguantado mortificacio­ nes y espantos, no pudo soportar la noticia de que Dios era un ser espiritual. No hace falta irse tan lejos para ver la facilidad con que las imágenes idólatras se mezclan con los conceptos religio­

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sos. Miguel de Unamuno escribió uno de los textos más es­ túpidos que he leído: Adiós, mi Dios, el de mi España. adiós mi España, la de mi Dios, se me ha arrancado de viva entraña la fe que os hizo cuna a los dos.

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Esa idolatría tan burda, ese espiritualismo castizo, ese \ cristianismo de boina y exabrupto, le hace decir: «la agonía | de mi España es la agonía de mi cristianismo», lo que le i pone a la altura del monje Serapion. El paisanaje religioso me hace desear que las religiones se desembaracen de tanta costra acumulada. Por mi parte, dejo por ahora las religiones y sus dioses para seguir tras los objetivos de esta investigación. Si no exis­ tiera la palabra Dios, con su confuso cortejo, ¿tendríamos necesidad de inventarla? 2 La presencia ubicua de las religiones en todas las culturas permite suponer que son respuestas estándar a intereses uni­ versales. Los intereses se concretan en deseos, y algunos de­ seos se concretan en preguntas. Preguntar es una constante humana y parece que los grandes tipos de preguntas tam­ bién: ¿Qué es? ¿Por qué es así? ¿Para qué? ¿Cómo podré ha­ cerlo? La pregunta implica un interés que delimita la res­ puesta pero que, claro está, no la determina. Marca un hueco, sin saber si algo podrá llenarlo. Los seres humanos de todas las épocas se han preguntado acerca de las cosas que afectaban irremediablemente a sus propias vidas. ¿Qué pue-

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do conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?, eran las tres preguntas kantianas. A la pregunta por lo que son las cosas comenzó a res­ ponder el mito y ahora responde la ciencia. Sin embargo, las religiones admiten otra experiencia y otra realidad. En la ac­ tualidad, la pregunta por Dios casi puede formularse dicien­ do: ¿Hay algo más allá de la ciencia? Las preguntas por lo que se debe hacer condujeron tam­ bién a las religiones, que proporcionaban un fundamento de autoridad para los preceptos y las normas vitales. Ahora han sido sustituidas por una ética laica, lo que ha hecho perder a la religión otra de sus funciones. Por último, la religión contestaba a la pregunta: ¿Qué va a ser de mí? Y sigue contestándola. Este es el dominio donde la religión tiene menos competidores. Algunas de ellas, como la budista, debe su éxito en Occidente a que promete una salvación cotidiana, poco religiosa y no muy exigente. ¿Está tan claro que la ciencia agote el conocimiento de la realidad? Creo que está más bien muy oscuro. Al menos si entendemos por ciencias sólo las llamadas positivas. Para mostrarles que hay otras ciencias posibles, voy a introducir al lector no especializado en una bella creación de la inteligen­ cia científica. Se llama ontología, una palabra compuesta de dos términos griegos: ontos, que significa «los seres», «los en­ tes», «las cosas», y logos, que quiere decir «ciencia». Es la ciencia de lo que tienen en común todos los seres. Las demás ciencias estudian dominios concretos de la realidad. La ma­ teria en general, la materia astronómica, la materia viva, los organismos complejos, los fenómenos psicológicos, etcétera. La física, la química, la biología, la fisiología, la psicología y muchas otras ciencias se han repartido esas regiones de seres. He mencionado varias veces la palabra «realidad» por­ que, en efecto, todas las ciencias se interesan por ella. Llamo «realidad» al conjunto de seres, propiedades, relaciones, fuer­

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zas, que existen con independencia de que el ser humano las piense, que no se agotan, pues, en su ser conocido. La mate­ ria y sus leyes, los astros y sus movimientos, existían miles de millones de años antes de que el hombre existiera. No nos necesitaban para ser. En cambio, la potencia fruitiva del agua tuvo que esperar a que apareciéramos los vivientes be­ bientes para surgir. Los seres reales nos imponen su existencia, tenemos que contar con ella, con su efectividad, incluso cuando no cono­ cemos su contenido. Entro en una habitación oscura. Tro­ piezo con algo. No sé qué es, pero sé que es, que existe, que su presencia es un obstáculo que impide mi paso. Palpo su bulto, tanteo su peso, intento conocer su índole. Quiero ir más allá de la constatación de su existencia, de su estar ahí parada frente a mí, para conocer lo que es, su naturaleza, su esencia. Lo existente me resiste, se me resiste. Ésta es nuestra permanente situación en la realidad. Los seres se me oponen como dotados de una cierta autonomía, son de suyo lo que son, van a su aire. Frente a mí tengo un al­ cornoque llenando el espacio. Puedo girar a su alrededor. Está ensimismado en crecer. Lleva aquí más de cien años. Ha cambiado, sin dejar de existir. Pero si se declarara un incen­ dio y ardiera, con ese fuego doblemente vivo e hiriente con que arden los árboles, sucedería un fenómeno enigmático. El árbol dejaría de ser árbol y se convertiría en otra cosa: calor, elementos gaseosos, cenizas. Ya no es lo que era. Su esencia ha cambiado. Lo que existía como árbol existe ahora como conjunto disperso de entidades. ¿Por qué me intriga una cosa tan obvia? Porque, dicho con una terminología sencilla aun­ que parezca amenazadora, la esencia cambia, pero la existencia permanece. Hace ya muchos años que la física descubrió la ley de conservación de la materia. Nada se crea ni se destruye, solamente se transforma. Dicho en nuestra terminología: cambian las esencias pero la existencia se mantiene. Ése es,

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por cierto, el problema de la muerte. Existe el cuerpo vivo, existe el cuerpo muerto, pero su esencia ha cambiado. Casi sin darnos cuenta hemos entrado en los dominios de la ontología. Hemos aprendido que la realidad material, la única que por ahora conocemos, es una estructura de esencia y existencia. 3 La experiencia perceptiva, que es el origen de nuestro conocimiento, nos pone en contacto con la realidad. No es gran cosa, pero es lo único que tenemos a mano. Es verdad que la inteligencia humana no se conforma y pronto empie­ za a inventar. No sólo experimentamos realidades, sino que experimentamos también irrealidades, es decir, entidades que han sido creadas, producidas, mantenidas por la inteligencia humana. No existen si no las pensamos. Irrumpieron en el universo tras la aparición de la especie humana. Por ejemplo, lo que llamamos «valores»: lo agradable y desagradable, lo atractivo y lo repulsivo, lo bello y lo feo. Nada nos autoriza a pensar que la luna es bonita para el sol. Ni que para la man­ zana que cae la gravedad sea un insulto. Las matemáticas son una de esas irrealidades inventadas por la inteligencia. Las pongo como ejemplo para explicarles que los seres irreales, aunque sean creaciones de la inteligen­ cia, no tienen por qué ser creaciones arbitrarias. Podemos no inventar un polígono de 7.837 lados, pero si lo hacemos no podemos crearlo arbitrariamente. No podemos hacer que to­ dos los lados estén unidos por ángulos rectos, por ejemplo. Esa legalidad intrínseca a la irrealidad es lo que fascinó a los defensores del argumento ontològico para demostrar la exis­ tencia de Dios. ¿Lo recuerdan? Produjeron un concepto: Va­

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mos a pensar a Dios como aquello mayor de lo cual no po­ demos pensar nada. Es lo más poderoso, lo más real, lo más sabio. De ahí sacaron, con toda consecuencia, que había que pensarlo como existente. Pero todo ello pertenecía a una ló­ gica de la irrealidad. Si pensamos a don Quijote como hom­ bre, a pesar de ser un personaje de ficción no puedo hacerle al mismo tiempo hombre y más ligero que el aire. Si pienso a Dios como el ser dotado de todas las perfecciones, tengo que pensarlo como existente. Pero si no lo pienso, se esfuma. Es creación mía. Tenemos, pues, entidades reales y entidades irreales. A veces confundimos unas con otras. La persona que tiene alu­ cinaciones considera como realmente existentes voces, figu­ ras, actos, que han sido producidos por su cerebro. Pierre Janet, un psiquiatra por el que siento gran admiración, y que estudió la patología de los fenómenos religiosos en su obra De la angustia al éxtasis,183 describió un caso de posesión dia­ bólica que curó. Achille, el paciente, veía cosas terribles: El demonio estaba en la habitación, rodeado de una muchedumbre de pequeños diablos, cornudos y gesticu­ lantes; además, el demonio estaba dentro de él mismo, y le forzaba a pronunciar blasfemias horribles.184 Dejaré las entidades irreales para concentrarme en la rea­ lidad. 4 Ya he dicho que el conocimiento de lo real tiene su ori­ gen en la percepción sensible. Esta afirmación constituye la creencia básica del mundo profano. Es ella la que separó el

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círculo religioso del círculo natural. En ella se basa la ciencia. Hay una sintonía entre nuestros órganos de los sentidos y las propiedades de las cosas, que nos permite ser conscientes de algunas de ellas. Toda la riqueza visual del mundo se debe a la capacidad de nuestra retina para reaccionar ante una estre­ cha franja del espectro electromagnético, que va del infrarro­ jo hasta el ultravioleta, y a la que llamamos luz visible. Ella nos trae mensajes de las cosas que nuestro cerebro, después traduce. Nos proporciona información sobre nuestro entor­ no y sobre nosotros mismos. La adecuación a la realidad de las grandes hipótesis astrofísicas se confirma cuando se pue­ den comprobar visualmente en un espectroscopio determi­ nadas franjas de color. Toda la grandeza de la teoría se dilu­ cida en un humilde contador. Les pondré un ejemplo. La teoría de cuerdas es la más innovadora y revolucionaria teoría física en la actualidad. Pretende unificar todo lo que sabemos sobre la materia. Des­ de hace años conviven dos grandes teorías físicas: la mecá­ nica cuántica, descripción del comportamiento de las par­ tículas elementales, y la teoría de la relatividad general, descripción de la gravitación en el universo. La teoría de cuerdas integra las dos, sustituyendo todas las partículas ele­ mentales descubiertas por minúsculas cuerdas que vibran en un espacio de nueve dimensiones. La teoría es matemática­ mente elegante, pero no se ha conseguido demostrar su reali­ dad, porque no se han observado ninguno de sus elementos, y está, por lo tanto, en estado de verdadprivada, en la cabeza de sus defensores. Se espera que el Gran Colisionador de Hadrones, que entrará en servicio en el Laboratorio Europeo de Física de Partículas, en Ginebra, permita «ver» algún ras­ tro de esas cuerdas, medir alguna de sus propiedades. Tal vez se observen unas hipotéticas partículas muy pesadas, las spartículas. Una gigantesca teoría matemática está a merced de una imagen en un sensor.

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En este capítulo estamos en el mundo profano y, por lo tanto, hay que aceptar sus reglas: no hay ciencia sobre lo real que no se base en la percepción sensible. Ya les dije que esto era un acto de fe, pero que funciona. La información que nos proporciona la percepción es doble, se da en dos niveles dis­ tintos, y en esta dualidad encontramos de nuevo la distinción entre esencia y existencia de que les hablé antes. La percep­ ción -visual, táctil, auditiva, olfativa- nos proporciona datos sobre las cosas, sobre «sus colores, sus perfumes, sus sabores», que nos van a permitir conocer su naturaleza, su forma de ser, su esencia; pero además nos dice que el objeto del que proceden esos datos y los datos mismos existen. Jerome Gibson, uno de los más concienzudos estudiosos modernos de la percepción, decía que los sentidos corporales cumplen una doble función: nos proveen de sensaciones y nos proporcio­ nan la irresistible convicción de la existencia del objeto.185 Son nuestro único nexo cognitivo con ella. Hay que advertir que al percibir la existencia de algo somos puramente recepti­ vos, pero no en los contenidos de esa información recibida como existente. Asimilamos los contenidos dándoles un sig­ nificado. Voy por un bosque de noche. Veo una sombra que se mueve. Me parece un animal, pero al acercarme comprue­ bo que era una rama. Esto es lo que existía frente a mí. La ciencia quiere decirnos cómo es la realidad, y su pro­ yecto es muy hermoso. Como he dicho, no puede afirmar categóricamente la realidad de una teoría si no puede enla­ zarla con alguna experiencia (perceptiva) que la integre en la existencia. La relación entre la observación y la existencia fí­ sica de lo observado plantea problemas importantes, pero para nuestro argumento podemos aparcarlos y proponer una tesis muy amplía, que espero que todo el mundo acepte:

Como verán, soy muy cauto. Nada digo de otras posi­ bles realidades. ¿Existen los espíritus? Hasta ahora ninguno de ellos ha pasado lo que consideramos criterio científico de realidad. Tampoco digo nada acerca de la fiabilidad de la percepción. Las alucinaciones nos han enseñado que las evi­ dencias perceptivas pueden ser también erróneas en su atri­ bución de la existencia, por desgracia. Las ciencias, al estudiar la realidad, se han centrado en lo que las cosas son y en su modo de comportarse. Han explo­ tado el dominio de las informaciones esenciales, de los con­ tenidos. A partir de los vegetales vistos, tocados, manipula­ dos, la botánica ha ido ampliando sus conocimientos acerca de su estructura bioquímica, metabolismo, sistemas de re­ producción. Ha pasado de lo visible a lo imperceptible, que ha tenido después que ser corroborado por la percepción para unir las hipótesis sobre lo que podría ser, con la corro­ boración de su existencia, de que en efecto las cosas eran así. Al unirse ambas líneas podemos decir: lo que afirma esa teo­ ría es real. Pasteur afirmó la existencia de microbios antes de que nadie los hubiera visto. Sus colegas no le tomaron en se­ rio, a pesar de las razones que esgrimió. Pero al final se vie­ ron y entonces nadie pudo negarlos.

La percepción es el órgano de conocimiento de la existencia de las cosas materiales.

¿Qué entiendo por «acceder»? La informática ha puesto de moda esta palabra. Siempre llego al conocimiento de una

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5 Enunciaré otra tesis mínima: La ciencia accede a lo real a través de su aspecto esencial, es decir, del contenido de la experiencia.

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cosa a partir de otra. Puedo acceder a las Meninas de Velázquez a través de la física elemental -y pesar el cuadro-, o a través de la química -y estudiar los pigmentos-, o a través de la neurología -y estudiar los fenómenos fisiológicos que su visión provoca-, o desde la experiencia estética. Cada puerta de acceso me permite ver el mismo cuadro, pero con una luz diferente. No cambio el cuadro, sino el sesgo interpretativo de la mirada. Acabo de ver una exposición de Monet. Su gran innovación consistió en que no quería acceder al paisaje a través de la forma, sino a través de la luz. Para él, cada vez que cambiaba la luz cambiaba el paisaje, aunque los puentes de Londres o las fachadas de las catedrales que estaba pintan­ do se mantuviesen idénticas. Una historia hindú cuenta que varios sabios ciegos intentaron conocer lo que era un elefan­ te. Uno se agarró a una pata y lo experimentó como una co­ lumna, otro a la trompa, que era como una serpiente, otro trepó al lomo, que le pareció una montaña, y otro palpó el colmillo, que interpretó como una gigantesca espada. Pues bien, a lo real puedo acceder a través de la esencia -así lo ha­ cen el sentido común, la ciencia y la técnica- y también se puede acceder a partir de su existencia, es decir, tomando el existir como punto de arranque, como marco de interpreta­ ción, como inicio de la investigación. 6 Esta ontología telegráfica que les estoy comunicando va a constar de muy pocas afirmaciones: 1. En los seres reales está justificado distinguir lo que son y el hecho de que existan, entre el ser ahí y el ser así, en­ tre la esencia y la existencia.

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2. El mundo que conocemos es un mundo material. Pero hay un materialismo grosero y un materialismo transfigurado. Comprendo que el científico que se pasa las horas como Millikan, observando cómo caen gotitas condensadas, o como Watson y Crick intentando colocar los elementos químicos en una estructura geométrica, tengan una visión muy soberbia y ramplona de la materia. ¡Han permitido me­ dir la carga del electrón o desarrollar la ingeniería genética! Pero si más allá de las ciencias concretas, aunque sin salir de ellas, vamos desde la psicología a la neurología, y desde allí a la bioquímica, a la química a secas, a la física, a la astrofísica, la materia nos ofrece un panorama mucho más poderoso, enigmático y poético. En la materia originaria, ese punto de densidad infinita con que comenzó todo, estaban incluidas las leyes de la materia, la posibilidad de originar la vida, la posibi­ lidad de originar los fenómenos conscientes, y la posibilidad de hacer ciencia que descubriera esa formidable genealogía. Esa materia, sobre la que proyecto lo que la ciencia me dice, se vuelve asombrosa. No sabemos qué otras posibilida­ des incluye. Nada nos obliga a pensar que ya ha expuesto to­ das sus posibilidades evolutivas. Por eso la llamo materia abierta, materia transfigurada, materia trans-finita, usando un término matemático, y me declaro un materialista abier­ to, que es, ya lo comprendo, muy poco decir. La ontología tiene que contar con lo que la ciencia dice, y lo que dice a este respecto es que la materia es abierta, dinámica, ordenada, universal, evolutiva, constructiva, emergente, viva, consciente, personal. No es toda personal, esto en principio sólo lo es el hombre, no es toda consciente, no es toda viva. Por último, como la materia se convierte en energía y viceversa, de acuer­ do con ecuaciones precisas, tenemos que admitir que hay una energía abierta, dinámica, ordenada, universal, evoluti­ va, constructiva, emergente, viva, consciente y personal.

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De vez en cuando se oye decir que la ciencia está alcan­ zando ya sus últimos objetivos. A mí me parece, por el con­ trario, que nos quedan por descubrir propiedades fantásticas de la materia. Por ejemplo, el tipo de energía direccional que ha permitido la evolución constructiva. Todo esto pertenece al nivel esencial de nuestro conoci­ miento, que es el que estudian las ciencias. Pasemos ahora al otro nivel, el existencial. 7 Mientras que el mundo de las esencias se ha estudiado con una insistencia casi obsesiva, sobre la existencia apenas se ha investigado. Debería haberlo hecho la filosofía, pero como Heidegger escribió: «Lo característico de la metafísica es que en ella, de un modo general y sin excepción, de la existencia, si es que se trata de ella, se trata sólo de un modo breve y como algo evidente y de lo que no hace falta hablar.» Se la admite como condición indispensable de la realidad, sin indagar más. Parece que no puede irse más allá de esa afirmación. El existir se hace transparente, como si se agota­ ra en presentar lo que las cosas son. Kant, que estuvo muy intrigado por el asunto, acabó describiendo la existencia como una «posición absoluta». Lo que quería decir es que se la afirmaba absuelta de toda referencia al sujeto. A mí me interesa estudiar científicamente el existir. Creo que es posible hacerlo. Toda ciencia, para ser posible, necesita una percepción sensorial en su arranque, un sistema concep­ tual coherente, y un modo de corroborarlo en la percepción de nuevo. Pero la ciencia del existir se hace extremadamente difícil por la transparencia de su objeto y, además, por una es­ pecial característica: ese objeto -la existencia- es la condición

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del conocimiento. Conocemos la realidad porque es existente y porque entra en relación con nuestros existentes sentidos, cuyas aprehensiones son elaboradas por nuestra existente in­ teligencia. Esta simultánea ubicuidad y evanescencia del exis­ tir ha hecho que cuando alguien ha conseguido percibirlo se haya sentido sobresaltado, embargado o admirado. Lo aclararé con un ejemplo de la gran tradición europea. Uno de los textos que más influencia han ejercido sobre nuestra historia intelectual es el Poema de Parmenides.186 ¿Por qué provocó ese pasmo un poema que parece decir tan poca cosa? Porque presentaba como una revelación, como un descubrimiento, algo que estaba desde siempre a la vista de todos: que las cosas son, que las cosas existen. Y que como el no-ser no existe, siempre, vayamos por donde vayamos, an­ damos pisando el seguro enlosado del existir. En él somos, nos movemos y existimos. Parménides hace una introducción que recuerda un as­ censo místico, cosa nada extraña dada la peculiar índole de su descubrimiento: Los caballos que me arrastran, tan lejos como mi ánimo deseaba, me han acompañado, cuando me condujeron guiándome al famoso camino [de la diosa, que lleva al mortal vidente a través de todas las ciudades. Quien habla es, pues, un vidente, que marcha desde la morada de la Noche hacia la Luz. La diosa va a mostrarle la verdad perfecta, rotunda, redonda, apabullante. Sólo hay dos caminos. El del Ser, que es practicable. Se puede pensar. El del No-ser, que es impracticable, no se puede pensar. Sólo un discurso como vía queda: ES.

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Ésta es toda la revelación. Pero Parménides empieza a meditar sobre esta afirmación tan simple. Lo que no es, lo que no existe, no puede producir nada, ni fragmentaciones, ni diferencias, ni límites. ¿Qué podría limitar la existencia? Nada. La existencia no, porque es ella misma. La no existen­ cia tampoco, porque no existe. Pensar el existir -es un verbo, un dinamismo, un per­ manecer activo- es difícil y se contamina fácilmente con imágenes engañosas. Por ejemplo, se lo suele oponer a la nada. La «nada», esto es lo que vio Parménides, no se puede pensar. A lo más se la puede imaginar como un vacío. Pero un vacío es un hueco dejado por algo. Esa nada de la que hablamos no es más que una negación de algo. Es, pues, posterior a la afirmación. La inteligencia humana es funda­ mentalmente afirmativa: ve lo que existe. Y, a lo más, echa en falta, por un juego de la imaginación y la memoria, aquello que esperaba que existiera. Conocer, en su sentido pleno, implica dejarse impresionar por la energía real de las cosas. Los antiguos decían que en el acto de percibir la reali­ dad no puede haber falsedad. Es siempre terreno manifesta­ tivo. El error y el no ser se dan sólo en el juicio, es decir en esa función del pensamiento por la que decimos algo de algo, por la que atribuimos un predicado a un sujeto. En­ tonces sí puedo decir: El aire no es montaña El pájaro no es árbol, no es agua, no es ni siquiera fuego. A las claras se ve que lo único que estamos haciendo al utilizar el no-ser es afirmar (no negar) que no es adecuado predicar «árbol» de «pájaro» o «río» de «montaña». Los jui­ cios negativos son siempre una afirmación enmascarada. Ha­ gan la prueba. Gramaticalmente el sujeto siempre se afirma. «Yo no soy murciélago.» El Yo está afirmado ahí, como prin­

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cipio de referencia, como sujeto del que se va a afirmar algo. ¿Y qué afirma esa frase?: que no soy murciélago. La nada o el no-ser son una ficción, una ilusión lingüística. La etimología lo dice bien claro. «Nada» deriva del participio del latín nasci, «nacer». Significa por tanto «algo nacido». Lo mismo su­ cede en francés. Las palabras francesas point, pas, personne tienen ahora un significado negativo que no tenían en su origen, cuando significaban «punto», «paso» y «persona». Pero su frecuente uso en frases negativas (// n ’avait personne: no había nadie), ha vaciado su sentido afirmativo por in­ fluencia de la poderosa negación. Esto resulta todavía más claro en rien, que ahora significa «nada». Ríen deriva del la­ tín rem, cosa. En francés antiguo se decía «la rien (cosa) que más amo en el mundo». En la actualidad ha perdido todo vestigio de significado positivo. Cuando utilizamos las negaciones como sustantivos, como si fueran algo, dándoles consistencia de ser, el lenguaje se hace un gran lío. No estamos bien preparados para la lógi­ ca de las negaciones. ¿Quién ha llamado?, preguntamos. Na­ die, nos responden. Gramaticalmente parece, pues, que don Nadie, un personaje fantasmal, ha llamado realmente a la puerta. Es evidente que la respuesta correcta hubiera sido: «No han llamado.» La negación tiene que estar en el hecho, no en el personaje que ha realizado el hecho inexistente. Lo que no ha sucedido no puede tener protagonista. La negación produce espejismos, porque la tenemos que pensar forzosamente como algo positivo. Es un pequeño frau­ de del pensamiento. Este engaño provocó un episodio menor de la historia de la teología occidental, muy divertido e intere­ sante. La historia de Nemo («Nadie», en latín). Un tal Radolfo, probablemente francés, compuso una Historia de Nemo, de la que sólo nos quedan testimonios de los siglos XIV y XV. Nemo, el protagonista de la narración, es una criatura igual por su naturaleza, condición y fuerza excepcionales a la se-

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gunda persona de la Santísima Trinidad, es decir, al Hijo de Dios. Radolfo descubrió su existencia en muchos textos bíbli­ cos. Donde los demás leían «nemo» como «nadie», él lo leía como un nombre propio. Por ejemplo, la escritura dice Nemo Deum vidit, que generalmente se traduce por Nadie ha visto a Dios. Pues bien, Radolfo leía en cambio: Nemo (una persona llamada así) ha visto a Dios. Al interpretar esa palabra en posi­ tivo, Nemo se iba cargando de los atributos más fantásticos: Nemo es mayor que Dios, Nemo conoce las intenciones de Dios, Nemo puede hacer que un cuadrado sea redondo, Nemo puede ser y no ser al mismo tiempo. Esta superteología negativa, mero espejismo gramatical, impresionó a muchos contemporáneos, porque de crédulos ha andado siempre el mundo sobrado, dando origen a la «Secta neminiana». Un tal Stéphane, de la abadía de SaintGeorges, se levantó contra ella, escribió una obra denuncian­ do los errores neminianos y exigió al Concilio de París que la condenara.187 A muchos de los que hablan de la nada en positivo había que incluirles en la secta neminiana. Hablar de crear el mun­ do de la nada no es que sea verdadero o falso, es que es im­ pensable. Hemos nacido en la realidad, nuestra inteligencia está hecha para conocer la realidad, y la única «nada» que co­ nocemos es meramente lógica: el contenido de un juicio ne­ gativo. Podemos, pues, decir de dónde procede la «nada» (del pensamiento), pero no de dónde procede el existir. Somos se­ res afirmativos en primera instancia, porque la realidad a la que pertenecemos es afirmativa. Somos la proclamación ine­ vitable del existir. Éstas son las cosas que nos ha enseñado Parménides.

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8 ¿Qué podemos decir del existir? ¿Cuál sería el contenido de su ciencia? No me atrevo a hacer grandes proclamaciones. Existir confiere efectividad a lo real. Es lo que hace que los seres ejerzan sus propiedades, causen, desplieguen su dina­ mismo, vivan, piensen. Lo meramente posible carece de esa capacidad. El agua puede convertirse en hielo, es decir, tiene entre sus posibilidades las propiedades de un cuerpo sólido, pero hasta que no exista como hielo, no puede ejercerlas, no son efectivas. Del existir deriva el poder de lo real. Es el momento afir­ mativo, mientras que la esencia es el momento configurador. Existir actualiza las potencialidades de la realidad. La reali­ dad, tal como la conocemos, tal como nos la presenta la ciencia, tiene un fabuloso poderío innovador. Cuando sólo existía un universo incandescente, explosivo, estrictamente inorgánico, ya había en él una posibilidad de vida y de pen­ samiento, puesto que de esa masa ígnea salieron millones de años después los organismos vivos y los seres humanos. Esas posibilidades sólo se hicieron actuales, reales, al existir. Pode­ mos considerar existir como la actualización de lo posible. ¿Cuál es la relación del existir con el conocimiento? Nues­ tra inteligencia va dirigida a lo que las cosas reales son. Nece­ sitamos conocerlas, evaluarlas, hacernos con ellas o evitarlas. Pero podemos hacerlo precisamente porque existen y existi­ mos. Pero el existir posibilita el conocer de lo real sin hacerse presente, como si se volviera transparente. Acompaña a todas nuestras experiencias, pero sin convertirse en tema de ningu­ na de ellas. Es co-experimentado en silencio. Hace, pues, po­ sible el conocimiento de lo real, sin hacerse explícito. Los filósofos antiguos distinguían entre aquello que co­ nocemos (término ad quem) y aquello por medio de lo cual conocemos (término a quo). Por ponerles un ejemplo muy

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rústico: la luz me permite contemplar el paisaje. No puedo contemplar la luz sin objeto iluminado. Pues lo mismo pasa con el existir. Me permite conocer lo que no es él: el mo­ mento esencial de lo real. Me gustaría poner ejemplos, pero no quiero enrevesar el argumento. Por eso los transfiero a las notas. En ellas me refe­ riré a san Buenaventura y la teoría del cointuitus: cada vez que conocemos algo, conocemos a Dios.188 Y a la doctrina de los ontologistas, que defendían lo mismo,189 y al genial Spinoza, que ponía en el fondo de cada cosa un conatus, un esfuerzo para permanecer en la existencia.190 Sólo voy a referirme aquí, por su especial relevancia en la historia de la teología católica, a Tomás de Aquino, que trató este asunto de forma muy in­ novadora. Las criaturas -decía- son finitas, pero no por su existir, sino por su esencia. La existencia es la máxima perfección del ser. «Omnis nobilitas cuiuscumque rei estsibi secundum erre.»191 Las cosas reciben toda su nobleza del existir. Es también lo más íntimo de cada ser, lo que penetra hasta sus entretelas. «Esse autem est illud quod est magis intimun cuilibet, et quod profundius ómnibus inest.»in Nada puede añadirse al existir puesto que lo único que podría ser extraño a él mismo es el no-ser, que no existe.193 También del existir reciben las cosas su bondad. No hay bienes inexistentes. La bondad no se alcanza por la esencia -fantástica devaluación de los contenidos- sino del existir. Incluso la humanidad «non habet rationem boni vel bonitatis nisi quantum esse habet».194 Sólo es buena o mala porque exis­ te. ¿De dónde le viene al existir esa sobresaliente dignidad? Tomás de Aquino da un salto teológico de gran envergadura. Existir es Dios o una participación de Dios. «Aquello mismo que los hace existir es lo que hace a los seres participantes de la naturaleza divina.» Y como existir es el fundamento del co­ nocer, resulta que «omnia cognoscentia cognoscunt implicite

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Deum in quolibet cognitio».195 Todos conocemos implícita­ mente a Dios en cualquier conocimiento. En fin, como era de esperar de un teólogo consecuente, Tomás de Aquino ha­ bría caído bajo las furias que condenaron el ontologismo, que ya mencioné más arriba y explico en las notas. Estas referencias históricas las doy únicamente con pro­ pósito retórico, no argumentativo. Sólo quiero aprovechar lo que en los filósofos hay de descripción, de afinamiento de conceptos, de talento narrativo, más que la argumentación, que muchas veces no comparto. A efectos también retóricos, casi poéticos, menciono la descripción del existir que da Tomás de Aquino: Las criaturas se comportan respecto de Dios como el aire respecto del sol que lo ilumina. Mientras que el sol luce por su naturaleza, el aire se hace luminoso por partici­ pación de la luz del sol, sin participar de la naturaleza sola. Así, sólo Dios es por su propia esencia, porque su esencia es su existir; todas las otras criaturas son seres por partici­ pación, no porque su esencia consista en existir.196 Para terminar mencionaré a otro filósofo que ha hecho del poder de lo real el centro de su ontología. Me refiero a Xabier Zubiri. No habla de «existencia», sino de «realidad», pero ya he explicado que, a mi juicio, existir es el elemento efectivo, apoderdante, poderoso de lo real. Nuestro vivir, nuestro pensar, nuestro actual se funda en lo real. La realidad es nuestra fundamento definitivo: Es última: en ella se fundan todas las demás característi­ cas que se puedan decir de las cosas, que sean montañas, áto­ mos o las cuatro fuerzas de la naturaleza. Es posibilitante: hace posible la eficacia de la fuerza, la consistencia de la materia, la capacidad de la inteligencia. Me parece más acertado decir que es efectiva.

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Es impelente: mantiene a las cosas en su ser y en su ope­ ración. Algo parecido al «conato» de Spinoza.197 9 Resumiré la investigación. La percepción sensible es el medio para captar cognitivamente la realidad material. Todo lo real tiene un momento esencial y un momento existencial. Las diferencias proceden del momento esencial. El perro existente, el átomo existente o el ángel existente se igualan en lo mismo: en su existir. Existir es único e ilimitado. Sólo lo existente podría limitar a lo existente, pero ambos se da­ rían en la misma dimensión. Me animo a proponer cinco principios: 1. Principio de la materia abierta. La ciencia nos enseña que la materia inorgánica ha evolucionado hacia la materia viva, y ésta a la materia consciente, y ésta hasta la persona humana, mediante colosales saltos de fase. No es posible demostrar que éste sea el punto fi­ nal de la evolución. Tal vez la materia, que ya nos ha dado tantas sorpresas, que se ha hecho tan voluble, poderosa y libre, tenga posibilidades aún implícitas. Mi opinión es que la inteligencia humana es una gran posibilidad de la materia abierta, y que ella se encargará de proseguir la evolución de la materia. 2. Principio de la existencia. La existencia es autosubsistente. Esta proposición me parece analítica. Lo úni­ co que dice es que el orden entero del existir debe incluir en sí la existencia de sus condiciones de exis­ tencia. En otros términos: o el universo es autosubsistente o debe su existencia a otro ser, que sería tam-

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bién existente. Las diferencias se dan en la esencia, no en la existencia. Tradicionalmente, la teología definió a Dios por su autosuficiencia. Es el ser que existe por sí mismo. En ese caso, el existir que percibimos en el universo material es Dios o manifestación de Dios. Vuelvo a decir que estoy diciendo muy poca cosa, que esto es una tautología. Algo así como decir que el existir existe. Si llamamos al Ser autosubsistente Dios, podemos decir que Dios existe, que existe como universo material, y que por ahora no sabemos si existe además de otra manera -como espíritu, per­ sona trascendente al mundo material, Conciencia pura, etc. La ontologia estudia la existencia de Dios y a mi juicio debe declararse incapaz de averiguar nada acer­ ca de la esencia de Dios, salvo que, como la materia, es parcialmente vivo, parcialmente consciente y par­ cialmente personal. Averiguar la esencia de Dios es tarea de las religiones. La ontologia deja al sujeto profano en la puerta del círculo sagrado. Entrar o no ya es cosa suya, no de la ontologia. 3. Principio de la conciencia. Con el ser humano aparece en el universo una inteligencia consciente. Al refle­ xionar sobre sus propias acciones, percibe su exis­ tir como «consciente, afectivo, donador de sentido y creador». El actuar humano es una innovación onto­ lògica, porque aumenta las posibilidades de lo real. Hace aparecer grandes novedades: el mundo simbóli­ co, el arte, la ciencia, la ética. Amplía la esencia divi­ na, si tomamos prestado el lenguaje al círculo religio­ so. García Bacca, un gran filósofo español, decía que los grandes científicos y los grandes artistas son los más profundos teólogos. Son amplificadores de la di­ vinidad. Como metáfora exaltada, lo acepto. Percibir

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la energía creadora es sin duda una bella experiencia de la divinidad, es decir, del existir en su forma in­ ventora.198 4. Principio de no causalidad. La autosubsistencia del existir niega el principio de causalidad. Existe algo que no puede tener causa. Esta es la idea aprovecha­ ble de las demostraciones clásicas de la existencia de Dios. Lo que sucede es que la utilizaban al revés. Se basaban en el principio de causalidad para después concluir que había una excepción al principio, lo que invalidaba la demostración. Me parece más adecuado comenzar negando el principio de causalidad como principio trascendental que afecta a toda la realidad. El análisis conceptual del hecho de que la realidad existe nos impone afirmar un principio de autosufi­ ciencia. Algo, no sabemos cuándo ni cómo, existe sin que tenga posibilidad de antecedente, que sería un no existir, un no ser, nada, una mera ficción de la in­ teligencia humana. De lo ficticio no puede salir lo real. 5. Principio de la dimensión divina de la realidad. La rea­ lidad existe: ésta es su dimensión divina, que es afir­ mativa, autosuficiente, única, sin contrarios. Tiene la universalidad de las leyes de la naturaleza. Carece de límites porque sólo podría limitarla lo no existente. Es enigmática por su carácter absolutamente positi­ vo, por su radicalidad: no hay más o menos en el existir. Se es o no se es. No hay nada fuera de ella, porque incluso las condiciones para su propio existir, si las tuviera, pertenecerían también al orden de lo existente. No puede deducirse de otra cosa, porque existiría también. Vayamos donde vayamos no sali­ mos del ámbito del existir. La línea del existir se cie­ rra sobre sí misma en un círculo cerrado y tautológi­

co. En él estamos, nos movemos y somos. Para el ser humano, su fulgor afirmativo emerge y se concreta en la conciencia que tiene de la realidad. Por eso los maestros hindúes pensaron que el Absoluto, la fuente última, la índole radical de la realidad, era la Con­ ciencia, y que esa unión inevitable, que de puro sa­ bida no nos maravilla, entre nuestro percibir y lo percibido, nuestro pensar y lo pensado, esa tenaz pre­ sencia íntima de la realidad ajena, la ligadura inque­ brantable que enlaza nuestra conciencia con las cosas de las que somos conscientes, era la última realidad. No hay por qué quedarse en esto. La dimensión divi­ na —la existencia de lo real—se despliega en materia abierta, inventiva, que da sorprendentes saltos de fase: de inorgánica pasa a orgánica, de orgánica a consciente, de consciente a reflexiva y libre. Tene­ mos, pues, que atribuir a la dimensión divina de la realidad todos esos rasgos que la realidad tiene. ¿Podemos pasar de la dimensión divina de la realidad a la afirmación de Dios? Veamos. ¿En qué consistiría ese paso? En aislar, dentro de la realidad existente, una parte que fuera el origen del resto, unida y separada de él, creadora de algo exterior a ella misma, a la que podríamos considerar personal, es decir, inteligente, volente y libre. A tanto no llega, a mi pa­ recer, la filosofía. Tampoco creo que sea necesario. Podemos decir que la divinidad es personal, puesto que refulge en la existencia personal del ser humano, y que es libre por la mis­ ma razón, y que es omnipotente, en el sentido de que la rea­ lidad que existe es toda la potencia que hay. Y también po­ demos decir que es buena cuando los seres humanos son buenos, puesto que «bondad» y «maldad» no son característi­ cas de la realidad sino de la condición humana. Si quieren una definición, se la daré. Dios es la sustantíva­ la

ción de la dimensión divina de la realidad. Nuestra inteligen­ cia convierte en sustantivo todo lo que aspira a conocer/do­ minar con facilidad. Del vivir saca «la vida», del comportarse inteligentemente, «la inteligencia», del subir, bajar, correr o saltar, «el movimiento». Dios es un sustantivo, un concep­ to, que inventamos para designar una dimensión de la reali­ dad que percibimos. Karl Kerenyi ya advirtió que en sus orí­ genes el griego no usaba la palabra thebs como sujeto, sino como predicado. Así, ante un acontecimiento admirable ex­ clamaba Estin thebs!«Ahí se manifiesta el dios.» Un dictamen debe redactarse con precisión suficiente para que pueda ser criticado, por lo que, después de la lenti­ tud reiterativa de las explicaciones expresaré mi conclusión con una contundencia que parecerá petulante. Afirmo la di­ mensión divina de la realidad, afirmo que esa dimensión di­ vina se vuelve consciente -al menos- en el hombre, afirmo que el ser humano es el encargado de dar sentido a la reali­ dad, afirmo que en él emergen las cualidades personales y li­ bres de la existencia, y también la verdad, la bondad y la be­ lleza en su sentido estricto, afirmo que en el ser humano se prolonga la acción creadora de la divinidad, y por ello afir­ mo que la realidad entera está bajo su cuidado. Con todas nuestras limitaciones, somos -hasta donde sa­ bemos, y sin excluir otras posibilidades- el momento ex-presivo, ex-plicativo, ex-periencial, ex-tático, de la realidad. Cuando los místicos de todas las culturas cuentan la extraña experiencia de asistir al nacimiento de Dios en lo hondo de su espíritu, como Eckhart dice textualmente, creo que se es­ tán refiriendo a algo parecido. Para hacerse cargo intelectualmente de esa dimensión divina que le incluye, y por tanto le desborda, el ser humano ha creado el sustantivo «Dios». Podríamos haber creado otros, y supongo que lo haremos. La ciencia ha inventado nuevos conceptos y nuevos lenguajes cuando los que tenía

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no se adecuaban a la novedad de lo descubierto. Por ejem­ plo, inventó el brillante concepto de «campo» (campo elec­ tromagnético, campo gravitacional). Para describir un movi­ miento necesita conjugar ecuaciones locales y ecuaciones de campo. El campo ejerce una paradójica acción universal y concreta sobre la cosas. Actúa entero en cada punto. Bueno, pues tal vez haya que pensar la divinidad como un campo, presente y trascendente a la vez. La existencia está presente en cada ser como ilimitado campo de la divinidad. ¿Podemos ir más allá en la investigación? Sí, pero dentro ya del círculo sagrado. Las religiones se proponen dar un contenido vital, sensible, imaginativo, conceptual, práctico, a la divinidad. La ontología, tal como la entiendo, sólo pue­ de afirmar la existencia de la divinidad. Las religiones inten­ tan precisar su esencia. Ésta es la afirmación primera de mi dictamen. No es mucho lo que puede decir la ontología acerca de Dios, ya lo sé, pero lo que dice me parece que lo dice seriamente. Desde el círculo profano, desde su experiencia perceptiva, conceptualizadora, discursiva, corroborante, sólo conocemos la relidad material y los fenómenos conscientes. Por eso sólo se puede afirmar la existencia (dimensión divina) en esencia ma­ terial, sin prejuzgar si existe en otro tipo de esencia. El hinduismo habla de un Absoluto que es Conciencia, el islamismo de un Dios que es Misericordia, el cristianismo habla de un Dios encarnado. Yo hablo de un Dios materializado, biologizado, psicologizado, humanizado, dado a luz -es decir, percibido e interpretado- en la conciencia humana. Es la divinidad ili­ mitada presente en lo minúsculo. Ya les advertí que era un Dios profano. Resumo el argumento central de este capítulo, para que sea más fácil de entender y, si es necesario, de criticar: 1. La percepción sensible es el único enlace que tenemos con la existencia de las cosas reales. Es un enlace imprescin­

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dible, universal y digno de crédito. Por ello, la ciencia funda su conocimiento de lo real en la experiencia perceptiva. 2. Entiendo por realidad el conjunto de todos los seres, propiedades, relaciones, fuerzas, que existen con indepen­ dencia de que el ser humano los piense, o tenga conciencia de ellos. Se opone al mundo irreal, integrado por ficciones, entes de razón, conceptos, sueños, que sólo existen mientras una conciencia los mantiene presentes. 3. La percepción proporciona al sujeto información so­ bre el modo de ser de la realidad (cualidades, propiedades, formas, medidas, procesos, etc.), e información sobre la exis­ tencia de esa realidad (es decir, sobre su independencia res­ pecto del sujeto que la siente o piensa). Por ello, a partir del análisis de la percepción distinguimos una dimensión esencial y una dimensión existencial de la realidad. Podemos separar­ las conceptualmente, aunque en la realidad se den siempre juntas: no hay esencias reales que no existan, ni existencias reales que no tengan esencia. 4. Atendiendo a su dimensión existencial, podemos afir­ mar que la realidad, el orden entero de lo real, es autosuficiente, es causa sui, su propia causa, se ha dado la existencia a sí misma. Se trata de una afirmación puramente analítica. Entendamos como entendamos la noción de causa, sólo puede ser causa aquello que es previamente real. La nada no puede causar ni producir. Por lo tanto, la realidad, concebi­ da como totalidad de lo existente, no puede tener una causa (porque sería también real y estaría, por lo tanto, incluida dentro del orden de lo real). El análisis de la realidad en su conjunto invalida el principio de causalidad. 5. Si llamamos «Dios» a un ser autosuficiente, a un ser que es su propia causa, o que es incausado, hay dos posibili­ dades. Una: que toda la realidad sea Dios. Otra, que sólo una parte de la realidad sea Dios. Pero en ninguno de los ca­ sos podemos prescindir de Dios. Desde la filosofía podemos

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añadir también que el pensamiento no encuentra a Dios en la dimensión esencial (no es una cosa entre otras cosas, un ente entre otros entes), sino en la dimensión existencial. La realidad en cuanto existente es divina. Dios ha de estar pre­ sente en toda la realidad. 6. Elegir una de las dos posibilidades indicadas -si Dios es toda la realidad o sólo una parte de ella, de la que procede el resto—supone resolver el problema de la esencia de la divi­ nidad sobre el cual la filosofía, al menos hasta donde yo lle­ go, no puede decir nada concluyente. De precisar la esencia de Dios se encargan las religiones, a partir de la experiencia religiosa. Decir si Dios es espíritu (como dicen casi todas las religiones), si es la realidad entera (como dicen los panteís­ mos), si es un espíritu personal (como afirman el judaismo, el cristianismo y el islam), si es conciencia absoluta imperso­ nal (como dicen los hinduistas y los budistas), si es una regu­ lación universal de la naturaleza (como dicen los taoístas y los confucianos) es asunto que excede a la filosofía. Los gran­ des creadores religiosos, basándose en su propia experiencia, han propuesto distintas formulaciones de la esencia de Dios.

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VI. RECUPERANDO LA EXPERIENCIA RELIGIOSA

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E1 capítulo anterior hablaba de un Dios absolutamente profano, basado tan sólo en la dimensión existencial de la per­ cepción sensible. Qué o quién sea Dios, es decir, su naturaleza o esencia, queda fuera del saber filosófico. O al menos del saber filosófico que yo pueda tener. La percepción sensible no da más de sí. O al menos no me lo da a mí. Son las religiones las que, basándose en otros modos de acceso, se encargan de ha­ blar de lo que Dios es, de su naturaleza y de su comportamien­ to. No van a hablar científicamente de Dios, sino experiencialmente de Dios. No van a decir que el vino es básicamente CH3-C H 2OH, sino que van a hablar de su sabor. No se fun­ dan en la percepción sensible, sino en la experiencia afectiva, degustativa, palpadora. ¡Es sorprendente la cantidad de metá­ foras sensoriales, carnales, que usan los místicos! Lo que me interesa en este capítulo es enlazar el resultado de la ontología con una parte al menos de la experiencia religiosa, que puede interpretarse como experiencia del existir puro. ¿Qué pretendo con ello? No intento dar validez a los contenidos de la expe­ riencia religiosa, sino proponer una explicación coherente -y, por supuesto, aventurada- de esos fenómenos.

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Las religiones, recuerden el primer capítulo de este libro, se han sentido fascinadas por el poder en lo real. A mí me parece que estaban sintiendo el poderío de la existencia, lo sorprendente de su aparecer, su autosuficiencia misteriosa. Pero como la existencia es difícil de captar, se dejaron llevar por el contenido de lo real. Adoraron al árbol, en vez de al existir que se concreta en árbol. Otros espíritus religiosos más refinados fueron capaces de alcanzar otra experiencia. Esto es lo que quiero contar. No soy yo el único en decir que el existir es el tema cen­ tral de la teología. Ya hemos leído antes los textos de Santo Tomás. Paul Tillich, un teólogo protestante lleno de unción y de entusiasmo, lo dijo tajantemente: «Discutir a fondo y por completo la relación que media entre la esencia y la exis­ tencia significa exactamente desarrollar la totalidad del siste­ ma teológico.»199 En este punto dejo la filosofía y, como ob­ servador, casi como turista, anoto las informaciones que me llegan del círculo sagrado. Me limito a transcribir, interpre­ tar y comentar lo que me dicen. 2 Las religiones orientales, centradas en el conocimiento, han considerado que la experiencia fundamental consistía en percibir el Ser, con lo que espiritualizan toda su percepción de la materia. Intentemos acercarnos a esa experiencia. De entrada nos parece contradictoria porque afirma y niega la realidad, la aprecia y la menosprecia, se basa en los sentidos pero pretende ir más allá de los sentidos. En Occidente com­ prendemos mejor esa experiencia si la interpretamos como experiencia estética y no como experiencia religiosa. De paso advertiré que tan rígidos compartimentos tendrían que ser

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desmantelados. Comenzaré citando unos comentarios de Su­ zuki, introductor en Occidente del budismo zen, a un poe­ ma de Basho, el inventor de los haikus, un poeta japonés del siglo XVII: Yoku mireba Nazuna hana saku Kakine kana. (Cuando miro con cuidado, ¡veo florecer la nazuna junto al seto!) Es probable que Basho fuera caminando cuando descu­ brió junto al seto una planta silvestre, insignificante, la nazu­ na. «Éste es el hecho simple que el poema describe, sin que exprese en ningún momento un sentimiento específicamente poético, a no ser quizá en las últimas sílabas, en japonés kana. Esta partícula significa cierto sentimiento de admira­ ción, y puede traducirse a otras lenguas mediante un signo de admiración. En este haiku todo el verso termina con este signo.»200 Suzuki tiene razón. Ese signo de admiración es lo poético del poema. Lo que estremece es que tan insignificante planta sea. Basho tiene que «mirar con cuidado» (yoku mireba) para percibirlo. Es preciso estar atento, comportarse atentamente, cuidadosamente con la realidad. Si así lo hace, dice Suzuki, «el poeta puede leer en cada pétalo el más profundo misterio de la vida o del ser». ¿Es que se ha convertido en un botánico instantáneo? No parece tratarse de eso. Ha percibido lo asombroso del existir. Occidente, sin duda, se ha cegado para esta experiencia. Si accedo a la nazuna a través de su esencia, puedo atraparla científicamente, reconocer su especie, expli­ car sus mecanismos de reproducción, desplegar la maravillosa bioquímica de la fotosíntesis, pero sin maravillarme. La cien­ cia lo que quiere es, precisamente, no asombrarse de nada.

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Da por sentada a la existencia, a ella que es principio de la ac­ tividad. Hace falta, desde luego, una cierta candidez para admi­ rarse por algo tan sencillo como la nazuna junto al seto. O tal vez todo lo contrario: una gran sabiduría. Dice la tradi­ ción que cuando Buda, tras haber andado inútilmente por los caminos de la meditación yogui y de las terribles ascesis, se preguntaba: ¿podrá haber otro camino hacia el despertar?, recordó una experiencia tenida mientras miraba la tierra sur­ cada por un arado, un estado acompañado de profunda sere­ nidad, júbilo dichoso y plácida felicidad.201 Todo el budis­ mo comenzó mirando un surco. Ni siquiera puedo imaginar lo que podría surgir oyendo a Schubert. Hace muchos años me impresionó una costumbre navi­ deña de la Provenza. En el belén colocan un personaje que se llama el cautivado. Es un pobre hombre, muy inocente, que llega con las manos vacías porque está demasiado ocupado admirando todo lo que ve, cautivado por la belleza de las co­ sas. Un villancico cuenta la historia: Y el cautivado alzaba los brazos diciendo: ¡Dios mío, qué cosa tan hermosa: un hombre que era desgraciado y ya no lo es! Sus compañeros se burlan de él, le llaman vago, le acu­ san de no haber hecho nunca nada: ¿Cómo que no hice nada?, miré a los demás y les animé. Les dije que eran buenas personas, y que hacían cosas hermosas.

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Los demás siguen burlándose, hasta que interviene la Virgen: No les hagas caso, cautivado. Tú viniste a la tierra para admirar: cumpliste tu misión y tendrás tu recompensa. El mundo será maravilloso, mientras haya gentes capaces de admirar.202 La ciencia prospera en el dualismo. Necesita separarse del objeto, manipularlo. En cambio, el método zen habla de «penetrar directamente en el objeto mismo y verlo, como si dijéramos, desde dentro. Conocer la flor es convertirse en la flor, ser la flor, florecer como la flor, y gozar de la luz del sol y de la lluvia». El poeta zen canta:

el propio yo se esfuerce, ni una sola cosa puede manifestarse inmediatamente ella misma». Añade un verso zen de Hakuin: Ayer al amanecer barrí el hollín del año viejo, esta noche muelo y amaso la harina para los dulces del [año nuevo. Hay un pino con sus raíces y un naranjo con sus hojas. Luego me pongo ropas nuevas y espero la llegada de [los invitados.203

¿No es esto una estupidez, un necio optimismo, un enga­ ño? No me puedo identificar con la flor, no tengo nada en común con ella. Un taoísta, un budista zen, un hindú, me di­ rían: sí, tienes en común el ser. Nishitani, un pensador de la escuela de Kyoto, pone como ejemplo de lo que debe ser el conocimiento, otro poema de Bashó:

Esto es lo que el zen llama tao, camino, realidad suma: la conciencia de lo cotidiano. Vistas desde su contenido, las rea­ lidades pierden su vigor, se hacen abstractas, necesitamos se­ leccionar aspectos para comprenderlas. El zen, con una un­ ción religiosa, quiere asistir al emerger existencíal de cada cosa concreta. Pero, según dice, de esta manera está percibiendo lo infinito. Los filósofos occidentales sienten un estremecimien­ to semejante al hablar del Ser. Oigamos a García Bacca: «Es que Ser no es nada concreto, ni designable, ni aludible. Ser es apertura al infinito, potencia hacia lo ilimitado, atmósfera de luz en que todo se hace visible, sin que la luz sea directa y propiamente visible a solas de todo; es simple lugar de aparición, con esa función justamente: hacer apare­ cer lo demás sin aparecerse ella.»204

El asunto del pino apréndelo del pino, y el del bambú del bambú.

¡Cómo desprenden un aroma zen, de glorificación de la existencia, ciertos cuadros de Vermeer, ciertos bodegones de Zurbarán y ciertos poemas -casi haikus- de Antonio Ma­ chado!:

¿Cómo puede un famoso pensador, conocedor profundo de la filosofía occidental, decir tal trivialidad? Para aclararlo, cita una frase de Dógen, el fundador del zen: «A menos que

Por el olivar se vio a la lechuza volar y volar.

Es como es, ni más ni menos, ¡Qué maravilloso!

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Campo, campo, campo, y en los olivares, un cortijo blanco. ¿Eso es todo? Es todo para quien lo ve. El cristianismo acuñó un concepto a medio camino entre la teología y la es­ tética: gloria. Traducían así un término hebreo: kabod, «la irradiación del ser; la belleza trascendental de lo divino». Urs von Balthasar intentó resucitar el concepto en una obra gi­ gantesca que posiblemente acabó de enterrarlo. Pero su en­ tusiasmo por la belleza me conmueve: «Los cristianos de hoy tienen asignado el deber de llevar a cabo, imperturbables, a pesar de las tinieblas y distorsiones, ese acto fundamental que dice sí al ser, en representación vicaria de la humani­ dad.»205 El sufismo también cree que lo divino se esparce por las cosas de este mundo transfigurando la realidad. 3 Les decía que esta experiencia del existir, o, para ser más exacto, el acceso a lo real a través del existir, más que a través de la esencia, tiene mucho parecido con la experiencia estéti­ ca. A modo de ilustración voy a hablarles de una experiencia -una vivencia, Erlebniss, la titula- de Rilke. La describe en su Diario español. Cuenta que estando en Duino, salió a leer al jardín. Se apoyó en un árbol y olvidando el libro se dedicó a contemplar los arbustos y las flores. Tuvo entonces la ex­ traña sensación de que del interior del árbol en que se apoya­ ba pasaban a su interior vibraciones imperceptibles. «A ello hay que agregar», escribe, «que, en los primeros momentos, los sentidos no podían comprobar bien por dónde recibían una comunicación tan sutil y difusa. Pero al mismo tiempo

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el estado así originado era tan perfecto y sostenido, tan dis­ tinto de todo, pero a la vez tan inexplicable por una simple exaltación de la experiencia cotidiana, que, a pesar de toda su delicia, no cabía pensar en llamarla goce.» Interpreta la si­ tuación diciendo que «ha pasado al otro lado de la naturale­ za». ¿A qué lado? Contempla unas vincas, flores de sotobosque, pequeñas, humildes, que en este momento veo en mi jardín. Rilke las había mirado muchas veces, pero ahora las contempla de una forma nueva «desde una distancia, por de­ cirlo así, espiritual, con significación tan inagotable como si ya nada se le pudiera ocultar». Me llama la atención la semejanza con los textos zen que he citado antes, y con lo que Tomás de Celano dice en la Vida primera de San Francisco de Asís:206 «Cuando daba con multitud de flores, predicábales cual si estuvieran dotadas de inteligencia (...) Daba el dulce nombre de hermanas a todas las criaturas, de quienes, por modo maravilloso y de todos desconocido, adivinaba los secretos.» Esta experiencia se convirtió en el centro de la poesía de Rilke. Las cosas aparecen de un modo nuevo porque resaltan en un nuevo espacio, al que llamó «lo abierto». «Es entonces cuando de estas cosas, de su existencia cerrada viene como un sabor dulce y osado.» Osadía de la existencia: qué bello atributo. Tuvo otras experiencias parecidas. En Capri, el canto de un pájaro armoniza el espacio interior y el espacio exterior, en vez de separarlos. Frente a un almendro en flor. Contemplan­ do la noche estrellada a través de un viejo olivo: «Como si el propio corazón se disolviera totalmente, hasta el punto de apa­ recer dentro de su esencia el sabor del universo». Baseman, su comentarista, lo describe como «una maravillosa ampliación de lo que ya existe, un puro crecimiento a partir de la nada». Rilke, en su carta a Hulewicz, su traductor polaco, explica el concepto de lo abierto: «No se quiere significar con “lo

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abierto” ni cielo, ni aire, ni espacio, puesto que también éstos son, para quien los considera y enjuicia, “objetos” (Gegenstän­ de: lo que está enfrente), y, por ello, “opacos” y cerrados. El animal, las flores, probablemente son todo esto, sin darse cuen­ ta de ello, y, por consiguiente, tienen ante sí y sobre sí aquella indescriptible libertad alerta que quizá sólo encuentra su equi­ valente (extremadamente fugaz) en los primeros momentos del amor, cuando un hombre ve en otro, en el amado, su propia inmensidad. Y también en la elevación hacia Dios.»207 Vuelvo a decir que estoy ejerciendo el mero oficio de hermeneuta, de explicador, aunque no puedo ocultar que es­ tos textos me conmueven desde hace muchos años. 4 Tras los textos de Rilke, no nos va a resultar extraña la tradición religiosa nacida de los Vedas, que aspira a conocer el Existir, el Ser absoluto. Esta vinculación de la religión a la existencia ha influido en los cristianos indios actuales. En la «Declaración de la Asociación Teológica India», de 1989, se lee: «Queremos expresar lo que la pluralidad de las religiones con que nos encontramos todos los días en nuestra vida en India significa para nosotros como creyentes, como personas que tienen la experiencia de ser tocadas y fortalecidas por el misterio inefable de la existencia.»208 En efecto, de eso se trata, del misterio inefable de la exis­ tencia. La diferencia entre considerar la existencia como un misterio, un hecho admirable o una vulgaridad, un trivial acompañamiento de lo real, accesorio y desdeñable como un embalaje o como el sello pegado a una carta, depende de la actitud del sujeto. Volvemos a tropezamos con el tema de la fe previa a la constitución del mundo sagrado y del mundo

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profano. ¿Qué es más sabio, trivializar la existencia o sor­ prenderse ante ella? Recuerden que lo que critico en los cien­ tíficos no es su materialismo, sino su ramplonería. Lo que en los Upanisad se llama Ser puede entenderse, creo, como el existir cuya experiencia estamos indagando. «Más sutil que lo más sutil, más grande que lo más grande, el Ser está escondido en el corazón de cada criatura. El ser humano que está libre de deseos y de sufrimientos, puede ver la gloria del Ser a través de la serenidad de los sentidos y la mente.»209 Este Ser no puede ser conocido por el estudio de los Vedas, ni por el razonamiento ni por la instrucción oral. Sólo puede conocerse por el Ser mismo al que el aspirante busca. Es el Ser mismo el que revela su propia naturaleza.210 Nada de esto nos es extraño. El existir no se puede cono­ cer a partir de algo más fundamental. Él mismo es el funda­ mento del conocer. Para conocerlo hace falta poner en cua­ rentena los sentidos y los apegos, porque los deseos nos llevan al contenido de las cosas, son consumidores de esen­ cias. Tal vez sólo el alto amor a otra persona puede describir­ se como «deseo de la existencia de otra persona», o como sorpresa ante su existir. Juan de la Cruz advierte que el amor necesita la realidad completa: la presencia y la figura. Algo más que el deseo. Los Upanisad, muy radicales, nos advier­ ten que el águila que se lanza sobre el contenido de la reali­ dad como a su presa, se olvida de la claridad del aire. Según el pensamiento hindú, el Ser, el Absoluto, el Brahmán, está en lo más íntimo de todos los seres, lo mismo que decía Tomás de Aquino del existir. Y también para ellos el Ser se revela a sí mismo, a la vez que revela todas las cosas. Es «aquello por lo que percibimos las formas, los sabores, los olores, aquello es lo que buscas. El sabio, consciente del in­ menso Ser que todo lo penetra, el Ser por el que se perciben los objetos del estado de sueño y de vigilia, no sufre ya».211

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El hinduismo advaita es monista, cree que sólo hay un Ser, y que los seres materiales son mera apariencia. Sin em­ bargo, nuestro ámbito propio, nuestro campo (nuestro «pas­ to», dicen los hindúes: gochara) es la naturaleza, las cosas sensibles que ocultan el Brahmán, el Absoluto, el Existir. Sólo saliéndonos de ese campo podremos contemplarlo y salvarnos: «Quien ve la diferencia, va de muerte en muer­ te.»212 Esta sentencia misteriosa se aclara si se identifica Brahmán, el Absoluto, con Existir, y las cosas reales con sus concreciones esenciales. Entonces podemos ver la realidad como limitada pero prolongándose al infinito. Como dice una metáfora repetida en los Upanisad: «El aire de dentro de la jarra es el mismo aire que hay fuera de la jarra.» Los siguientes textos upanisádicos pueden, entre otros muchos, confirmar mi interpretación: Como el fuego, que siendo uno, cuando aparece toma formas diferentes según las sustancias que quema, así el Ser, que está en todos los seres, siendo único, asume las formas de los diferentes seres. Y a la vez trasciende toda forma. Como el aire, que siendo uno, aparece con formas dis­ tintas según las cosas que penetra, así el Ser, que está en to­ dos los seres, siendo único, asume las formas de los dife­ rentes seres. Y a la vez trasciende toda forma.213 En el Isa Upanisad se lee algo parecido: «Aquel que ve todos los seres en el Ser y al Ser en todos los seres, compren­ de y no rechaza nada.»214 Las sustancias, los seres, las esencias dan forma al existir, que permanece siendo único. No es más el existir de una mesa que el existir del sol, como no es más número el 1 que el 7. Será mayor la cantidad, pero su ser número es igual de perfecto en ambos. Todos los seres tienen así un principio de finitud, y un principio de infinitud. ¿Quién pondría límites

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al Ser? El no-ser no existe. La existencia estalla como un Sí, como una afirmación que se extiende sin oposición alguna. «Cuando El brilla todo brilla, por su resplandor el universo entero se ilumina.»215 Los Upanisad dan un paso más. Al igual que otras reli­ giones no se detienen en la mera experiencia del existir, como manifestación divina, sino que quieren conocer su esencia. ¿Qué es el Absoluto? ¿Qué es Brahmán? Su respues­ ta es muy simple. Experimento el ser dentro de mí, en mi conciencia. Todo revela su existir en mi conciencia, que siente también su propio existir. La inmediatez con que am­ bos se comunican -Brahmán, el Ser, y Atman, la concien­ cia- muestra que son idénticos. Todo es conciencia, por eso el hombre puede conocer la realidad. Lo mismo conoce a lo mismo. El ser humano participa del Brahmán en la conciencia porque es la conciencia el modo como participa del Brah­ mán. El Absoluto, el Unico, el Sólo, es Conciencia.216 El Brahmán es Atman. De ahí la frase definitiva de los Upani­ sad, una vez que se ha descubierto el absoluto: Tú eres eso. El cristiano diría que el Absoluto es Amor, y que mediante el amor se participa de la esencia divina. Si se da esta unidad, no hay que hacer nada para alcan­ zar el Absoluto, diría el perezoso. Sankhara, el gran comen­ tador advaita de los Upanisad, responde: La existencia del Absoluto se conoce porque es el ser de todo, ya que todo el mundo siente que su ser existe y nunca siente: «Yo no existo.» Si no hubiera un reconoci­ miento general de la existencia del ser, todos sentirían «Yo no existo». Ese Ser es el Absoluto.217 Él es el que conoce todo, es el que experimenta todo.218 Da poder a todas las cosas: «La deidad que permanece oculta

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en todos los seres es el Ser que todo lo penetra, el que vive en todo, el regulador de toda acción, el soporte de todos los seres, el testigo, la conciencia, el que es no-dual y no tiene atributos.»219 Es el mediador de todo conocimiento, el tér­ mino a quo: «Para el conocedor del Absoluto todo llega a ser el Ser. ¿Qué se debe conocer y a través de qué? ¿A través de qué, ¡oh Maitreyi!, se debe conocer al conocedor?»220 Es también afirmación: «El Ser no puede negarse, ya que es el Ser incluso de quienes lo niegan.»221 Es interesante la insis­ tencia con que los místicos hablan del «centro del alma», del lugar más profundo y fontanal. «De mi alma en el más pro­ fundo centro.»222 Plotino se refiere a to psyjés kéntron: el centro del alma. Eckhart a das oberste der sele, o, como Santa Teresa, al «espíri­ tu el alma», der sélegeist. La oposición entre el existir, el Ser, y las cosas está espe­ cialmente enfatizada en Ibn Arabí. Toda la creación es epifa­ nía, manifestación del Ser de Dios. Más allá de los entes se encuentra la verdadera realidad: wahdat al-woujoud la uni­ dad del existir.223 Lo Absoluto está presente en las cosas, como dicen los textos hindúes: Le preguntó entonces Ushasta Chakrayana: —Yajñavalkya, explícame el Brahmán que está inme­ diatamente presente y que es directamente percibido, que es la entidad de todas las cosas. -Es tu propia entidad. Eso es lo que hay en todas las cosas. -¿Qué es lo que hay dentro de todas las cosas, Yajña­ valkya? -Lo que alienta con tu aliento es tu entidad, que está en todas las cosas. Lo que respira con tu respiración es tu entidad, que está en todas las cosas. Lo que expira con tu expiración es tu entidad, que está en todas las cosas.

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Dijo Ushasta Chakrayana: -Lo has explicado como quien dice: «esto es una vaca», «esto es un caballo». Explícame el Brahmán que está inmediatamente presente y que es directamente percibido, que es la entidad de todas las cosas. ¿Qué es lo que hay dentro de todas las cosas, Yajñavalkya? -Tú no puedes ver al que ve en tu visión, no puedes oír al que oye en tu oído, no puedes pensar al que piensa en el pensamiento, no puedes entender al que entiende en el entendimiento.224 Me sorprende tanto esta insistencia, la semejanza con lo que he dicho en el capítulo anterior, que abusaré del lector citándole algunos textos más. Es fácil reconocer en Brah­ mán, en el Ser, en el Absoluto, en Atman, las características que han aparecido en la analítica de la existencia. Sin embar­ go, aquí estamos en el campo religioso, y el hinduismo no se queda, como he hecho yo, en un Dios profano, sino que in­ tenta vivirlo en la experiencia. El yogui Yajñavalkya describe así la absorción en el Ser, que consiste en permanecer identificado con el Absoluto: «La Reali­ dad no dual es luminosa por naturaleza, es el origen de todas las cosas, plenamente feliz, inmortal, eterna. Y existe en todos los seres. Tomando conciencia de esa realidad que es el Ser supre­ mo, como el propio ser, el ser individual constantemente con­ centrado, se sumerge en ella. A ello se le ha llamado samadhi, ab­ sorción en el Ser (...) Al ser lo mismo con el Ser supremo, no se pensaría ya en ninguna otra cosa. Entonces el propio ser se su­ merge en el indivisible, el existente Absoluto. Los conocedores del Absoluto dicen que se llega a ser el existente Absoluto.»225 Para terminar, mencionaré otro texto del gran Sankara: «Cuando se conciencia la propia identidad con el Absoluto como “Yo soy el absoluto”, el Absoluto mismo junto con la creación se vivencia como el propio Ser. Y puesto que Se

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llega a aquello mismo que se ve de Él en la meditación”, ver­ daderamente aumentará para él la unión con el Absoluto y con el universo.»226 Siendo tan limitados y vulnerables, es­ tando siempre azacaneados por el miedo o el deseo, ¿es posi­ ble sentirse el Absoluto? A los místicos cristianos también les entran a veces esos entusiasmos. Concluiré con una afirmación de los Upanisad que, una vez más, me sorprende: Antes de la creación, el universo no era más que existencia.227 Siento como si le hubiera plagiado. 5 Volvamos ahora a Occidente. La teología cristiana inven­ tó el concepto de esse, de existencia, pero lo que me interesa ahora es comprobar si lo ha convertido en experiencia. ¿Hay una experiencia cristiana del existir? Repito una vez más que estoy hablando de oídas, y que he de atenerme a lo que me dicen. Si creo a Paul Tillich, esa experiencia se da. Para él, Dios es inmanente al mundo como su fondo creador. Es el «poder del ser que resiste al no ser en todas sus expresiones». Es curioso que Tillich haya titulado una de sus obras teológi­ cas El coraje de existir. Afirma que la experiencia de ese fondo de ser se da en el poder para resistir la angustia. El coraje de existir es el acto ético por el cual el hombre afirma su propio ser, a pesar de aquellos elementos de su existencia que están en contra de su afirmación esencial. Escribe: «El misticismo es algo más que una forma especial de relación con el funda­ mento del ser. Es un elemento de toda forma de esta relación. Como todo cuanto participa en el poder del ser. No hay nin­ guna autoafirmación de un ser infinito, y no hay ningún co­ raje de ser en el cual no sea efectivo el fundamento del ser y su poder de vencer a la nada. Y la experiencia de la presencia

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de este poder es el elemento místico en el encuentro con Dios incluso de persona a persona.»228 La fe es la experiencia del poder del ser que se hace efectivo en todo acto de poder. Como me lo cuenta, lo cuento, aunque no lo entiendo bien. El ser humano es capaz de sobreponerse, de vivir resuelta­ mente, valerosamente, ampliando así el ámbito de su liber­ tad. Supongo que Tillich descubre aquí un plus de energía que sobrepasa las posibilidades del hombre, pero creo que la innegable capacidad humana de crear posibilidades no impli­ ca la acción divina, a no ser que previamente hayamos defini­ do esa acción como la creación de posibilidades. Hay místicos que identifican su experiencia con la expe­ riencia del existir. (Acabo de enterarme de que la palabra que significa «trance» en Java es «ser», y lo hago constar para no olvidarme.)229 Por ejemplo, Eckhart el misterioso escribe: Esse est Deus, «Existir es Dios». Y para demostrarlo acude a un texto bíblico en el que Yahvé comunica a Moisés su pro­ pio nombre. Y éste es, espero que ya lo sospechen, existir. Yahvé se apareció a Moisés en el monte Horeb y le encarga ir al faraón para conseguir sacar a los israelitas de Egipto. Moisés, aterrado, le dice: «¿Y si me preguntan cuál es el nombre de quien me ha enviado, qué diré?» Dios responde: Así dirás a los israelitas: «“Existo” me ha enviado a vo­ sotros.» Siguió Dios diciendo a Moisés: «Así dirás a los israeli­ tas: Yahvé, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, me ha enviado a vo­ sotros.» Éste es mi nombre para siempre.230 Eckhart habla de su identidad con Dios. «El fondo de Dios es mi fondo y mi fondo es el fondo de Dios.»231 «¿Qué es la vida? El ser de Dios es mi vida. Si por tanto mi vida es el ser de Dios, entonces el ser de Dios tiene que ser mi ser y el ser

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esencial de Dios mi ser esencial.» Eckhart, agitado por el vérti­ go que produce el concepto existir, y supongo que la experien­ cia, sitúa al existir primordial, por encima del mismo Dios. Una vez que se identifica a Dios con el existir, se está siempre a un paso del panteísmo. «Dios es sol, estrella, fuego, agua, brisa, rocío, nube, roca, piedra, en una palabra, todo lo que es y nada de lo que es», escribe el pseudo-Dionisio en su Tratado de los nombres divinos (I, 6).

6 La religión hindú, la experienca mística de Eckhart, la experiencia poética de Rilke, la iluminación zen, se han cen­ trado en el aspecto cognoscitivo del existir. Han convertido la experiencia religiosa en contemplación o en sentimiento. Proponen el acceso a la experiencia de lo real a través del exis­ tir, de la misma manera que la ciencia propone el acceso a lo real a través de la esencia. Pero creo que queda aún otra vía, recorrida por la experiencia religiosa, en especial por la expe­ riencia cristiana. ¿Qué ocurre si a través de la existencia en­ tramos no en la experiencia de las cosas, sino en la experien­ cia de la acción? Cada uno de nosotros actuamos, decidimos, pensamos. Somos fuente de actividad. Por esa atracción que la experiencia siente por los contenidos, nos fijamos «en lo que hacemos» y, todo lo más, «en las intenciones con que lo hacemos». Pero el actuar mismo desaparece. Este camino a lo real ya lo hemos vislumbrado antes. Existir es fundamento del obrar. Sólo se trata ahora de hacer­ lo consciente. Chuang-tsé, uno de los grandes filósofos de la antigua China, uno de sus grandes escritores, escribió un apólogo que ahora podemos comprender:

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Un campesino cavó un pozo y utilizaba el agua para regar su huerto. Empleaba un cubo para sacar el agua, como hace la gente atrasada. Un paseante, al verlo, pregun­ tó al campesino por qué no utilizaba una palanca para tal fin; con ese instrumento ahorrará esfuerzo y y podrá reali­ zar más trabajo. El agricultor dijo: «Ahora me doy cuenta de que trabajo, y es por esta razón por la que no utilizo ese instrumento. Lo que temo es que si uso ese instrumento acabaré pensando sólo en él.»232 Recuerden que para el zen, el camino correcto, el Tao, era «la conciencia de todos los días», y que cuando un monje preguntó a un maestro lo que significaba esa expresión, éste contestó: «Cuando tengo hambre, como; cuando tengo sue­ ño, duermo. Pero lo hago de otra manera.» Para expresarlo en mi lenguaje, ejerciéndolo, experimentándolo desde la existencia. Me serviré para explicar esta idea del acceso a la acción a través de la existencia de las palabras de un fantástico escritor, Henri Bergson. Estuvo muy interesado por las experiencias místicas, que interpretaba, sorprendentemente, más como una acción que como una contemplación. Consideraba que lo que he llamado existir era, fundamentalmente, un impulso creador, una fuerza que atravesaba la materia creando inno­ vaciones imparables. «Los verdaderos místicos», escribió, «se abren simplemente a una corriente que los embarga. Seguros de sí mismos, porque sienten en su interior algo mejor que ellos mismos, se revelan grandes hombres de acción, ante la sorpresa de aquellos para quienes el misticismo no es más que visión, transporte, éxtasis. Lo que estos hombres han de­ jado pasar al interior de sí mismos es un flujo descendente que a través de ellos querría ganar a los demás hombres.»233 Esto, ciertamente, es algo que asombra en la mística oriental. Después de haber buscado el nirvana, la salvación

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en el vacío, el desapego, el Buda no quiere entrar en él hasta no haber liberado del sufrimiento a todos los hombres. Decía que ver la propia acción como revelación del existir, como determinación libre del existir, al que considera divino, es el modo cristiano de interpretar la realidad. Dios es acción. La influencia del pensamiento griego y romano contaminó, a mi juicio gravemente, el mensaje cristiano. Los griegos convirtie­ ron al Dios cristiano en estático y cognoscitivo. Aristóteles, musa de la teología occidental, decía que la naturaleza (physis) de la divinidad era energeia aneu kineseos -energía sin movi­ miento-, y que la perfección era conocimiento, contempla­ ción. Los romanos por su parte atraparon al Dios cristiano en su lógica jurídica, e introdujeron la encarnación en una dialéc­ tica infernal de pago de deudas, de redención de cautivos, de justicia conmutativa. Fue una naturalización en toda la regla, que culminó con una naturalización psicológica añadida. La afirmación ontològica del Evangelio «Dios es amor», se enten­ dió de un modo derretidamente psicológico, como una ñoñez semtimental. Amar es otra cosa. Es, ante todo, actuar. Lo que necesitaba el Dios cristiano no era una teología, sino una teopraxia: un actuar a Dios. San Juan lo dice: ¿Cómo sabemos que amamos a Dios? Haciendo el bien. Existir, un aspecto autosuficiente, en ese sentido absuel­ to, absoluto, de la realidad, se hace parcialmente consciente, parcialmente inteligente y parcialmente libre, al materializar­ se en el modo humano de ser. El ser humano revela al existir como creador, como amplificador del mundo, como inven­ tor de posibilidades. Me parece que cuando las religiones va­ loran la sumisión del ser humano están cegando su impulso original. El hombre es la vanguardia consciente del existir creador. También, por desgracia, del existir destructor. So­ mos los definidores últimos de la realidad. De nuevo se trata de ajustar la mirada. La ciencia nos está revelando una realidad esencialmente innovadora, evolutiva,

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fantástica, donde las esencias salen unas de otras, cambian, progresan, desaparecen, aumentan en complejidad, dan saltos de fase, adquieren propiedades imprevisibles. Pues bien, acce­ diendo a esa realidad explosiva desde el existir, lo que subraya­ mos es lo asombroso de este emerger continuo, el hecho de que lo real esté en permanente estado de parto. Y aparece también algo que nos afecta. Interpretándonos desde nuestro existir, sintiéndonos como inteligencias creadoras, es cierto, como decía Bergson, que podemos sentirnos entusiasmados. El entusiasmo, el sentirse «poseído por la divinidad», es tal vez la experiencia pura del existir. La flor cumple su destino al existir floreciendo. La piedra, al existir ejemplificando las le­ yes universales de la materia. El hombre, actuando creadora­ mente. Somos la conciencia inventiva del existir, hasta donde sabemos. Somos por ello el destino del existir. Este acceso desde la existencia, al menos como lo viven las religiones, da un carácter absoluto, trascendental, a lo que hacemos. Para bien o para mal salva nuestra acción de la tri­ vialidad, de la insignificancia. Si nuestra acción es una modulación del poder de lo real, adquiere una prestancia nueva. Se vuelve sagrada, por usar una frase prestada. Al estudiar la evolución de la ética laica en La lucha por la dignidad, la profesora De la Válgoma y yo hemos contado que en la idea de «dignidad» lo que hay es una voluntaria proclamación del valor absoluto. El ser hu­ mano, fruto aleatorio de la evolución biológica, toma las riendas de la evolución afirmándose, constituyéndose, creán­ dose como ser dotado de dignidad.234 Un filósofo antiguo, Séneca por ejemplo, lo hubiera expresado diciendo: Homo res sacra homini. El hombre es cosa sagrada para el hombre. La experiencia del aspecto supernatural de la energía creadora, la han experimentado desde siempre los artistas. Por eso con facilidad se han engreído. Hesiodo dice de sí mismo:

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Las musas enseñaron a Hesiodo este bello canto cuando sus ovejas pastaban a los pies del Helicón. Me dieron una vara, la rama del verde laurel por ellas arrancada. Ante mí entonaron el bello [y profètico canto para que supiera lo que yo había sido y sería. Debía alabar a los inmortales, a aquellos que siempre [serían, gloriarles con canciones del principio al fin de mi vida.235 Y Homero dice de sí mismo en la Odisea: «Nadie me ha enseñado; un Dios ha plantado algunas canciones en mi alma.»236 La poesía era para los griegos un milagro. Homero pide la gracia de la inspiración: «Cántame, diosa, la ira. Nómbrame, musa, al hombre.» Platón considera que el poe­ ta está bajo la acción de un poder superior, la theia mania. Está literalmente, entusiasmado, poseído por un dios.237 No creo en la inspiración. Las grandes creaciones, inclui­ das la poesía, se urden en las profundidades de nuestra inteli­ gencia computacional, el gran misterio. Pero sí reconozco la sorpresa que siente el creador al experimentar su energía crea­ dora. Spinoza, cuando estudia dentro de su gran teología pan­ teista la capacidad de actuar, esa euforia de la propia energía, dice: «Cuando el alma se contempla a sí misma y su potencia de actuar, se alegra, y tanto más cuanto con mayor distinción se imagina a sí misma y su potencia de actuar.» Plotino inten­ tó elaborar una teología de la creatividad: Se constata que todos los seres, al llegar a la perfección, producen otros; no son capaces de mantenerse en sí mis­ mos. ¿Cómo entonces podría lo más perfecto seguir ence­ rrado en sí? El Bien primigenio, el Poder de todo, ¿podría no darse a sí mismo? No se puede imponer ningún freno a este poder, ni ninguna limitación debida a la envidia; debe

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moverse para siempre hacia fuera, hasta que el Universo se encuentre completado, hasta en su más remota posibilidad. Por tanto, todo viene generado por un poder inagotable que se regala al Universo, del cual ninguna parte podrá ver sin comprobar que algo tiene en común con su ser. El cristianismo, les decía, dio al existir un contenido acti­ vo. Dios es acción. Está en el origen de toda acción. Añadió que era acción creadora y, por último, buena. A la actividad creadora de bienes se la puede llamar amor con más razón que a un puro sentimiento. Lo contrario del amor es la esterilidad o la pereza. Por eso, en las antiguas formulaciones católicas de los pecados y virtudes, se decía «contra pereza, diligencia», que significa «amor» (diligere). Creo que la más poderosa metáfora de la revelación poética de Jesús de Nazaret, de su experiencia religiosa, es la que habla del injerto de los hombres en el árbol divino. Si injerto una rama de albaricoque en un membrille­ ro, la rama de albaricoque produce albaricoques con la ener­ gía y la savia del membrillero. Son synergoi, como dice San Pa­ blo que son el cristiano y Dios.238 Me parece que la noción de agapé, sentimentalizada hasta la bobaliconería, ha perdido el empuje ontològico originario. Creo que su sentido original era más fuerte: se refería a una participación real en la dynamis, en la energía divina.239 En la Carta a Diogneto, un texto del siglo I que estuvo a punto de entrar en el canon de las es­ crituras reveladas, se dice: «El cristiano es la providencia de Dios.»240 Es su mano. Es la actividad cuidadora de Dios. El existir creador actúa en todo lo existente. Y en el hombre se ejerce en la energía creadora que no es fundamen­ talmente la artística, como he explicado muchas veces, y ex­ plicaré en el capítulo próximo, sino la ética. Y ya está bien de demorarnos dentro del círculo religioso. Les recuerdo que sólo he hecho hermenéutica de lo que las re­ ligiones dicen o, al menos, de lo^que yo entiendo que dicen.

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VII. LA INMORALIDAD DE LAS RELIGIONES

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Vuelvo a mi observatorio. Tengo ante mí los dos círcu­ los, las dos ciudadelas, la sagrada y la profana, aunque ya no tan herméticas como antes. En la muralla religiosa se ha abierto un portillo. El buen comportamiento, la buena acti­ tud, el corazón puro, la compasión, es decir, disposiciones morales, sirven de pasaporte para entrar, según los mismos portavoces del bastión. Las religiones admiten, aunque a re­ gañadientes, que la moral es previa a la predicación y a la fe. En la muralla profana también se ha abierto un ventanuco por donde escaparse. El conocimiento de la existencia abre vías de investigación distintas de la científica, a las que se po­ drían llamar teología profana. Esta situación no me parece aún satisfactoria. Para com­ prender las creaciones culturales -y tanto la visión religiosa del mundo como la visión profana lo son- hay que reactivar sus genealogías. En el origen de todo está la inteligencia hu­ mana. Los dos círculos son creación suya. Ella es nuestro úl­ timo recurso, la única medida que tenemos para valorar nuestras evidencias, tan seguras y tan inciertas a la vez. La aceptación de una experiencia^ religiosa o de una experiencia

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profana depende, en último término, de un acto personal, es decir, de nuestra inteligencia. Como escribió Sartre: Si un ángel viene a mí, ¿qué es lo que prueba que es un ángel? Y si oigo voces, ¿qué es lo que prueba que vienen del cielo y no del infierno, o del subconsciente, o de un es­ tado patológico? ¿Quién prueba que soy yo el realmente señalado para imponer mi concepción del hombre y mi elección a la humanidad? No encontraré jamás ninguna prueba, ningún signo para convencerme de ello. Si una voz se dirige a mí, siempre seré yo quien decida que esta voz es la voz del ángel.241 Nuestras decisiones pueden ser más o menos inteligentes, desde luego. ¿Pero quiere decir algo esta última frase? ¿Qué es ser inteligente? Podemos intentar varias definiciones: conse­ guir la verdad, realizar mis metas, elegir bien mis objetivos, ser feliz, aplacar la angustia. Los dos círculos nos habían pro­ porcionado dos modelos de inteligencia opuestos: racional y no-racional (la prostituta razón, decía Lutero). Aquélla se basa en una experiencia perceptiva común, universal, com­ probable, y en los procedimientos de la lógica formal. Ésta se basa en experiencias no comunes, no universales, no compro­ bables y rompe la lógica con su aceptación de lo infinito y de la contradicción. Aquélla funda verdades universales, ésta ver­ dades privadas. Ya les expliqué por qué prefería el modelo racional de in­ teligencia. No por motivos científicos, sino por motivos éti­ cos. El uso racional de la inteligencia, que se concreta en la búsqueda de evidencias compartidas, intersubjetivas, que se empeña en una corroboración incesante de lo que piensa, mediante la crítica, el debate, la prueba, asegura mejor nues­ tra convivencia, nos libera de la tiranía de la fuerza, e instaura el orbe de la dignidad humana. Justificar y extender este mo-

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délo de inteligencia me parece indispensable para evitar que se clausure definitivamente la ciudadela positivista, lo profa­ no como ideología, el dominio de una razón universal, ins­ trumental, incapaz de tratar con valores. Max Horkheimer, un pensador por quien siento gran simpatía, judío, testigo del holocausto, miembro de la escuela de Frankfurt, filósofo crítico, materialista y ateo, propugnó en sus últimos escritos un retorno a la religión que me interesa mencionar, no como argumento, porque no era válido, sino como testimonio de un testigo lúcido y asustado. En sus obras anteriores no había criticado la razón cientí­ fica, sino la lógica de un sistema enloquecido por el afán de dominio, que reduce todo a la uniformidad, a la equivalen­ cia, a la identidad, a la pura inmanencia de lo dado. Una ló­ gica que afirma con autosuficiencia que el mundo es como es y nada puede alterar tan tautológica situación, una lógica que impone el uso instrumental de la razón, y termina liquidando el pensamiento en su propiedad más esencial, su capacidad de negar y trascender el poder de lo dado, el imperio de la ne­ cesidad, de lo que triunfa y se impone en la historia. Aniquila la fuerza emancipadora de la razón. Son palabras suyas. Sólo «rompiendo» esa lógica, pensaban él y su amigo Adorno, sólo quebrando el progreso lineal dominado por ella, podrá la his­ toria «realizar los principios de humanidad».242 Horkheimer remite a la religión y reivindica su momen­ to de verdad como negación del mundo y como memoria del sufrimiento de las víctimas de la historia. Consideraba que en la actualidad el peligro viene de la lógica del dominio, y que la religión era la única institución que mantenía «el inextin­ guible impulso, sostenido contra la realidad, de que ésta debe cambiar, que se rompa la maldición y se abra paso la justi­ cia». La religión es el anhelo de lo totalmente otro, de la justicia suprema.243 «En un pensamiento verdaderamente libre, el concepto de infinito permanece como conciencia de la defi-

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nitividad del acontecer terreno y del inevitable abandono del hombre, y preserva a la sociedad de un optimismo imbécil, de absolutizar y convertir su propio saber en una nueva reli­ gión.» Creo que Horkheimer tenía razón y se equivocaba a la vez. Veía el mundo como se lo he descrito a ustedes: dividi­ do en dos ciudadelas. Y la ciudadela profana le producía te­ rror. Como no tenía otra opción apeló vagamente a la otra, a la religiosa, más para evitar el totalitarismo de la profana que por admitir el valor de lo sagrado. Se equivocó porque no aceptó la posibilidad de que el uso racional de la inteligencia fuera capaz de derribar las murallas de la ciudad profana construyendo una ética. Su acercamiento a la religión como ruptura de la lógica del mundo me recuerda un texto de Albert Camus, que iluminó parte de mi adolescencia. La obse­ sión de Calígula -el protagonista de una de sus obras- es conseguir que por una vez suceda lo imposible. Cree que si lo lograra, las férreas cadenas de lo real, del dolor, de la muerte, de la rutina, del tedio, de la maldad, desaparecerían. Pero se equivoca de camino. Busca en la desmesura, en la crueldad, en la demencia, la salvación, y sólo consigue refor­ zar la lógica del dolor. La ética, en cambio, es la posibilidad que tiene la inteligencia de romper la lógica del mundo, que es la ley de la selva, y permitir que suceda un imposible coti­ diano y humilde. 2 Reconozcamos los peligros de una ciudad profana enso­ berbecida y trivializada por el prestigio excluyente de la ra­ zón científica. Pero reconozcamos también los peligros de la ciudadela religiosa. El encastillamiento en verdades privadas

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que el creyente considera dotadas de validez absoluta condu­ ce antes o después al fanatismo y a la imposición violenta. Las religiones han sido proclives al furor belicoso. Se han mezclado fácilmente con el poder y resultan peligrosas. La salvaje destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, atribuida a fanáticos religiosos que se suicidaron matando, en un violento acto de inmolación propia y sacrificio ajeno, es una prueba tristemente irrefutable. Si la ética impide que el bastión profano se cierre, también debe impedir que se cierre sobre sí mismo el bastión religioso. Voy a describir en este capítulo un caso sorprendente de evolución cultural. Tan sorprendente que para muchos re­ sulta inaceptable. Las morales han tenido siempre raíces reli­ giosas. La religión es una compleja y potente matriz cultural y al remontar el río de la historia reconocemos la presencia ubicua de su fertilidad polimorfa y ambigua. Todo es reli­ gión. La preocupación moral está presente en ese momento inicial. Durkheim supuso que la principal función religiosa era asegurar la cohesión social. Que en parte tenía razón lo vemos en el renacer del islamismo, convertido en fuente de identidad cultural. Bergson propuso otra idea de gran pers­ picacia. La razón humana es egoísta y, por lo tanto, peligrosa para la convivencia. La religión aparece como medio para salvar a las sociedades, infundiéndoles la necesidad de cola­ boración y generosidad. Rapoport dice algo parecido: el len­ guaje permite la mentira y la invención de alternativas vita­ les. Ambas cosas resultan peligrosas para la comunidad. La religión es un antídoto porque fija una Verdad indiscutible, a salvo de la arbitrariedad. Es evidente que de ella proviene el supuesto carácter absoluto de las normas morales. Toda religión ha promulgado una moral, que en su de­ sarrollo se ha ido independizando cada vez más de ella, deba­ tiendo con otras morales, asimilando las conclusiones de la experiencia histórica, reconociendo los argumentos de la ra­

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zón filosófica, hasta convertirse en criterio de la propia reli­ gión de donde nació. Ésta es la evolución que voy a contar, porque constituye mi argumento principal sobre el mundo religioso. Ya mencioné el asunto al hablar de los vástagos pa­ rricidas. Ahora tengo que justificar mi afirmación. ¿Por qué resulta inaceptable a un hombre moderno la teoría calvinista de la predestinación? Porque nos parece in­ moral que alguien nazca ya condenado o salvado, sin tener responsabilidad alguna en ese hecho. ¿Por qué nos negamos a aceptar la Inquisición como modo de imponer las creen­ cias religiosas? Porque nos parece inmoral hacerlo, ya que va­ loramos la libertad de conciencia. ¿Por qué se ha suspendido la cremación de las viudas hindúes junto al cadáver de sus maridos? Porque nos parece inmoral hacerlo, puesto que consagra una discriminación injusta. ¿Por qué se han supri­ mido desde hace mucho tiempo los sacrificios humanos a los dioses? Porque la imagen de un dios que se complace en la muerte nos parece perversa. Las religiones han tenido que cambiar alguna de sus creencias o de sus prácticas porque resultaban incompatibles con los principios éticos. Esta evolución resulta inaceptable para todos los integristas que se encastillan en un absolutis­ mo religioso. Niegan la posibilidad de una ética laica, preci­ samente porque esta ética se permite juzgar a las religiones. Pero olvidan que han sido las propias religiones las que han abierto el camino desde la moral hasta la ética. Todas ellas admiten principios de índole muy general -«amar al próji­ mo», «ser perfectos», «buscar la justicia», por ejemplo-, y es­ tos preceptos marco, generales, inagotables, ponen en mar­ cha un proceso de evolución y autocrítica. Entender la relación entre religión y ética me parece asunto de trascendencia histórica, porque la historia inmedia­ ta de la humanidad va a depender de cómo se resuelva este pro­ blema.

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3 La ética es inmoral. Para explicarlo tengo que comenzar con una advertencia terminológica. Entiendo por moral el sistema normativo de una sociedad. Es una creación cultural, y hay tantas morales como culturas. Hay morales cristianas, budistas, musulmanas, confucianas, taoístas, marxistas, neo­ liberales, nazis. Las morales se mantuvieron estables mientras las sociedades se mantuvieron estables. Pero el contacto con otras culturas, la aparición de nuevos problemas, el surgi­ miento de una inteligencia cada vez más crítica, la influencia de grandes maestros espirituales, que fueron todos ellos reno­ vadores de una tradición dada, mostraron su fragilidad. La tradición no basta para fundar un sistema normativo, en un mundo cambiante. El préstamo de dinero con interés, que estuvo moralmente prohibido en la Edad Media porque se consideraba usura, fue aceptado por el cristianismo cuando cambiaron las estructuras económicas, y en la actualidad has­ ta el Vaticano tiene un Banco. La menstruación se consideró durante siglos una impureza, hasta el punto de que una mu­ jer durante ese período no podía tocar los ornamentos ecle­ siásticos. Cuando se conocieron sus mecanismos fisiológicos, cambió la evaluación. Durante siglos se prohibió que los hi­ jos naturales pudieran acceder al sacerdocio, hasta que se comprendió la injusticia de tal disposición. La sensatez fue imponiéndose muy poco a poco. De la misma manera que en el campo jurídico hubo que inventar unas normas más allá del Derecho de cada nación para poder comerciar entre naciones, y así apareció un derecho de gentes, también se fueron seleccionando algunas de las normas de comportamiento que resultaban válidas en todas las culturas. Fue fácil encontrar reglas comunes: matar, robar y mentir son acciones consideradas generalmente malas en todas las socieda­ des. Pues bien, llamo ética a esa moral transcultural, universal.

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La ética fue consolidándose, y se hizo con frecuencia in­ moral, es decir, tuvo que negar la validez de algunos princi­ pios morales. La lucha contra la discriminación, contra la ti­ ranía, contra la esclavitud, contra el carácter sagrado de los reyes, tuvo siempre que enfrentarse a mitos de legitimación implantados en la moral de una sociedad. La ética —resultado de esa tarea renovadora- constituye un gran progreso del existir humano. Desde mi puesto de extraterrestre lo veo con toda claridad. Un modelo ético de inteligencia aprovecha, purifica, sitúa en su propio lugar, tanto la lógica profana como la lógica sagrada, tanto la ciencia como la religión, tanto las verdades privadas como las verdades intersubjetivas. La ética es la encargada de redactar las constituciones que le­ gitiman ambas ciudadelas. Está por ello más allá de lo profa­ no y lo sagrado. 4 Creo que este proceso de reforma ética se ha dado y se dará en todas las religiones, aunque con períodos de crispación integrista como el que se está viviendo en parte del mundo musulmán. Sin embargo, voy a centrar mi análisis en la evolución del cristianismo, no sólo porque la conozco me­ jor, sino porque me parece que Europa ha sido una bestia precoz, ha cometido todos los disparates que están come­ tiendo otras culturas, pero antes, y ha sido consciente de al­ guno de sus errores. Nuestra historia tiene el dudoso honor de servir a los demás de escarmiento en cabeza ajena. Retomo mi argumento. Desde el momento, sin duda muy remoto, en que las religiones cumplieron una función normativa, se vieron obligadas por su propia dinámica a em­ barcarse en un proceso de purificación moral. Uno de los as-

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pectos del fenómeno religioso que para mí resulta más enig­ mático es que se atribuyera a Dios la bondad suprema. La religión -se ponga su comienzo en el animismo o en la expe­ riencia de lo numinoso o en la vivencia del poder- no impli­ ca necesariamente que la divinidad sea moralmente buena. Es, sobre todo, experiencia del poder en lo real, de lo numi­ noso y tremendo. Jenófanes criticó la indecencia de los dio­ ses griegos: «Homero y Hesiodo han atribuido a los dioses todo lo que entre los hombres es reprensible y sin decoro: robo, adulterio y engaños recíprocos.»244 Y Eurípides, en Heracles (1316 y ss.), escribe: ¿No han contraído los dioses uniones absolutamente prohibidas? ¿No han encadenado y ultrajado a sus padres por apo­ derarse de la tiranía? Y, sin embargo, habitan en el Olimpo y soportan fácil­ mente sus culpas: ¿Es éste un dios a quien se pueda orar? Los dioses, que son poderes, asimilan las características del poderoso de turno, del soberano, del padre, del guerrero. El Dios de Israel es señor de los ejércitos, y Mazda, ser su­ premo de los persas, se transforma en guerrero tras la ense­ ñanza de Zoroastro.245 Considerar que los dioses eran infini­ tamente buenos resultaba difícil por varios motivos. Unas veces no eran dioses personales, con lo que su acción estaba más allá del bien y del mal, en una especie de neutralidad cosmológica. Si se los consideraba el alma del mundo, tenían que estar presentes en los acontecimientos buenos y malos de la realidad. Eran responsables de la felicidad y del dolor. Dioses de los templos y de las letrinas. Si se los consideraba soberanos absolutos, de nuevo estaban por encima de cual­ quier ley, puesto que ellos las dictaban a su arbitrio, como

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sucedía en la vida política. Este modelo, que pervivió duran­ te siglos, determina la relación del hombre con Dios. Las criaturas no tienen ningún derecho reclamable hacia la divi­ nidad, porque la divinidad no está sometida a ningún tipo de norma. En este aspecto, el soberano se asemeja a Dios, o al revés. Princeps a lege solutas, decía el principio romano. El príncipe no está sujeto a la ley. Y este principio se aplicó más tarde al Pontífice: Prima sedes a nemine iudicantur, que ya aparecía en los Dictatus Papae de Gregorio VIL Nadie puede juzgar al Pontífice.246 Este modelo, defendido por muchos teólogos, afirmaba la potencia absoluta de Dios. Dios no ama una cosa porque sea buena, sino que es buena porque la ama. Afirmaba tam­ bién la obediencia absoluta como gran virtud religiosa. Cuando Lutero sostiene violentamente el libre examen, el veredicto de la propia conciencia, Ignacio de Loyola instaura la obediencia absoluta, incluso al superior, como norma cen­ tral de su orden. 5 Cuando se convirtió a los dioses en promotores, legisla­ dores, custodios de las normas que debían regir la vida ho­ nesta, hubo que moralizarlos. Los dioses no podían mirar con indiferencia la bondad. Tenían que convertirse en su más perfecta realización. Las religiones se purificaron moral­ mente, y por eso se enderezaron poco a poco hacia la ética. Pondré algunos ejemplos que justifiquen y aclaren mi afirmación. El judaismo, el cristianismo y el islam admitie­ ron en su origen imágenes de la divinidad que acabaron siendo inaceptables para sus propios estándares morales. Tal vez a eso se refería Lutero cuando con ese tono de exabrupto

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con que dice la mayoría de las cosas exclama: «Dios no pue­ de ser Dios sin antes ser un demonio» y «la palabra de Dios tiene que hacerse una gran mentira, incluso en mí mismo, antes de que se haga verdad». El dios antiguo en la Biblia -el dios diabólico, como po­ dría decir Lutero—es violento, sectario y cruel. Torres Queiruga hace una breve antología de textos: «Es fácil acordarse de la extraña escena en la que el Señor lucha toda la noche con Jacob, al que hiere en el muslo (Gen., 32, 22-32), o aquella otra, aún más extraña, en la que asalta de noche a Moisés y trata de matarlo, hasta que la mujer de éste, Séfora, lo circuncida con la piedra afilada (Ex., 4, 24-26). Y abundan los episodios en que Yahvé, sin razón aparente, causa ham­ bres (Gén., 41, 25-32), asóla con la peste a una región (Ex., 12, 23; Am., 5, 17; 1 Sam., 5, 1 y ss.; 4, 8) o entrega a los su­ yos en manos de los enemigos Que., 6, 13; 1 Sam., 4, 3; 4 Re., 15, 5). A veces incluso aparece incitando al mal: envía a Saúl un mal espíritu que le lleva a atentar contra David (1 Sam., 18, 10 y ss.); impulsa a éste al acto soberbio de censar a su pueblo (2 Sam., 24); infunde el “espíritu de mentira” en los profetas de Acab, para perderlo (1 Re., 22, 19-23); hace que los hijos de Eli desobedezcan a su padre, porque “el Se­ ñor había decidido que murieses” (1 Sam., 2, 25); manda in­ cluso matar Qos., 8, 2) y maldecir (Dt., 27, 13).»247 Las imágenes de un «dios arbitrario», terrible e imprevi­ sible, son continuamente corregidas por la conciencia de un Dios ético. Dios acaba convirtiéndose no sólo en fuente de autoridad moral, sino en modelo moral. Cuando el profeta Oseas predica el perdón de Dios, aporta una razón intere­ sante: Perdona porque es Dios y no un hombre.248 Es un nuevo modo de comprender la trascendencia de Dios: no está lejos porque sea infinito, sino porque es absolutamente bueno. Jesús de Nazaret lleva esta línea a su máximo desarro­ llo: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.»

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El paso de Dios como Poder infinito a Dios como Bien infi­ nito no es fácil de explicar si no se tiene en cuenta la esencia moral de la religión. Rudolf Otto descubrió este mismo paso en su análisis del fenómeno religioso: Lo numinoso se hace santo, penetrado y saturado por completo de elementos racionales, personales y morales; el pavor se convierte en devoción. Lo santo se hace bueno y, por esta razón, lo bueno se hace santo, sacrosanto, hasta que ambos elementos se juntan en fusión ya irresoluble, y entonces se constituye el sentido cabal y complejo de lo santo, que es a la vez bueno y sacrosanto. La racionaliza­ ción y moralización, cada vez más clara y patente, de lo numinoso es, a su vez, la parte más esencial de lo que lla­ mamos historia salutis, y que estimamos como una revela­ ción cada vez más intensa de lo divino.249

6 Para comprender el proceso de moralización de las re­ ligiones tenemos que comprender antes el proceso de in­ vención ética. La historia, la vida real, es el gran banco de pruebas de la moralidad. En ella aparecen tres grandes prota­ gonistas que interaccionan en un juego dramático complica­ do: los grandes maestros, la sociedad, y los intermediarios privilegiados, por ejemplo las iglesias, los sacerdotes, los ayatolás, los gurús del poder. El juego es complejo. Los grandes maestros espirituales renuevan las tradiciones en que nacen, introduciendo gran­ des visiones, marcos morales amplísimos. Los seguidores, los sacerdotes, al compás de la situación, van concretando esos

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principios generales en preceptos concretos, a veces tan asfi­ xiantes como los de la religión hebrea. Sobre cada religión actúan, sin embargo, dos fuerzas transformadoras. Una de ellas está compuesta por personalidades espirituales que in­ tentan purificarlas desde dentro, buscando volver a las fuen­ tes, a las experiencias originarias. La otra fuerza es social. Las religiones imponen normas, que deben ser aceptadas por los creyentes. Pero los creyentes, a su vez, descubren en la vida práctica las grandes dificultades o contradicciones de esa normativa y presionan para que se cambie. Erosionan de al­ guna forma la moral religiosa forzándola a aceptar las conse­ cuencias, aplicaciones, problemas, necesidades que la evolu­ ción espontánea de las sociedades descubre. Se produce en las religiones un fenómeno de circularidad recíproca, unos mecanismos de retroalimentación, entre las propuestas dog­ máticas y la aceptación popular. En teoría, el carácter fijo, indiscutible, absolutamente verdadero de los credos impone normas a los creyentes, pero la eficacia de esas normas de­ pende de su aceptación por los fieles. El Talmud da a esta situación una inaudita relevancia teológica cuando pone en boca de Dios estas palabras: «Si no me confesaseis, yo no existiría.»250 En el islam es verdadero lo que los creyentes creen. Y la Iglesia católica siempre ha dado gran importancia teológica al «común sentir de los cris­ tianos». La norma se impone como coacción absoluta, pero ese carácter absoluto debe ser aceptado como tal por los fie­ les que, de esta manera, son a la vez dominados y dominado­ res. Si las normas resultan demasiado pesadas, demasiado in­ congruentes, o demasiado chocantes con otros aspectos de la vida, la comunidad empieza a imponer una resistencia pasiva o activa. En la Iglesia católica se ha visto claramente este fe­ nómeno con el problema de la píldora. Hubo una sustancial disminución de las prácticas religiosas como reacción a la Humanae vitae. Algo semejante está ocurriendo en la actuali­

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dad con la homosexualidad. El cambio de creencias sociales hace que la oposición frontal de las iglesias cristianas parezca tan anacrónica como las condenas a muerte con que se casti­ ga la homosexualidad en muchas naciones. Algunas religiones han resuelto el problema limitando las posibilidades de debate. La labor de los teólogos islámicos se clausuró en el siglo X. Desde entonces sólo hay comenta­ rios a sus sentencias. Este mecanismo de defensa antes o des­ pués salta en pedazos, como bien saben las iglesias cristianas. 7 La historia demuestra que las grandes religiones son más inteligentes de lo que sus beatos suponen. Su propia experien­ cia va aclarando aspectos olvidados o confundidos. La evolu­ ción de la sensibilidad, de la idea de justicia, de las nociones básicas de responsabilidad personal, del papel de la libertad, que se van elaborando dentro del ámbito religioso cuando no se emparedan en un dogmatismo logófobo, odiador del logos, acaba produciendo importantes reinterpretaciones del punto de partida. Voy a estudiar, dentro de la tradición cristiana, tres ejemplos a los que concedo gran importancia. Uno, la suerte de los niños muertos sin bautizar. El segundo, la liber­ tad religiosa. El tercero, la necesidad de la Iglesia para la salva­ ción. Todos están entrelazados y muestran cómo la ética aca­ ba marcando el camino a la religión. La polémica sobre la condenación de los niños dentro del cristianismo da la razón a Goya: «El sueño de la razón produce monstruos.» Para comprender lo paradójico de la si­ tuación hay que advertir que el cristianismo naciente defen­ dió los derechos del niño en el mundo grecolatino, donde el infanticidio o el abandono eran costumbres permitidas. Sólo

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en el 319, Constantino, por influencia cristiana, castiga a los infanticidas. Sin embargo, el dogma del pecado original me­ tió al cristianismo en un callejón de difícil salida. Todas nuestras ideas éticas, fundadas en la responsabilidad perso­ nal, se encrespan contra la idea de que el pecado de un su­ puesto antepasado haya decidido la suerte de la humanidad entera. Comprendo que al haber ligado la figura de Jesús, la redención, al pecado original -una mala faena provocada por un texto secundario de San Pablo-, la Iglesia no puede negar la realidad del pecado original porque dejaría sin fun­ ción la encarnación de Dios en Cristo. Creo que todo se debe a un malentendido, pero no soy quién para decirlo. Lo cierto es que si los hombres nacemos en pecado, y el pecado sólo se borra con el bautismo, a los teólogos se les planteaba un problema endiablado, en el más estricto senti­ do del término. ¿Qué sucede con los niños que mueren antes de bautizarse? Según San Agustín, los niños que no están bautizados y mueren sin cometer ningún pecado real sufren el tormento eterno en el infierno, simplemente porque no están bautizados. Agustín trata esta cuestión en varios textos. Por ejemplo en De natura et origine animae, I, XI, 13. En la Réplica a Juliano, escribe la siguiente brutalidad: «Entre los niños, en los que no hay ni voluntad ni obras buenas prece­ dentes, a unos los adopta (Dios) como herederos del reino, y priva a otros de este favor (...) reconoce, pues, como vasos de honor elegidos por la gracia, a los niños destinados al reino de los cielos; y como vasos de ignominia a cuantos, en justi­ cia, no son elegidos.» Este «en justicia» es una precisión en­ venenada. Si Dios es justo y condena a los bebés inocentes al fuego eterno, hay que afirmar la existencia del pecado origi­ nal para hacer a Dios justo. Es decir, puesto que el castigo se da, hay que buscarle una justificación: un curioso razona­ miento al revés. En vez de negar el hecho -la condena-, lo que hay que admitir es el pecado original, que hace justa la

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condenación de los niños. Agustín confiesa que hubo un tiempo en el que tuvo dudas acerca de la condena eterna de los bebés, pero finalmente vio la verdad.251 Le acometió el hongo de la certeza inquebrantable, tan extendido en las plantaciones religiosas. Afirma que no existe un lugar inter­ medio «entre el reino y el suplicio» para estos niños. No cree, pues, ni siquiera en el limbo como escapatoria. Pero esto entraba en directa contradicción con textos de las Escrituras: «Dios quiere que todos los hombres se salven», dice San Pablo. No era posible sentenciar el asunto con tanta claridad, pero el tema de los niños réprobos parece obnubilar a San Agustín. Sostiene que, puesto que todos somos répro­ bos por herencia, merecemos la condenación de acuerdo con las leyes de la justicia. Sin embargo, dice, sabemos a ciencia cierta que Dios salva a algunos de nosotros en un acto de misericordia. Aunque se admitiera todo ese sistema vindica­ tivo, parece que si alguien merece esa misericordia han de ser los niños, pero no. Agustín es implacable. Kolakovski ha ex­ puesto brillantemente lo peculiar de su respuesta: «Dios es soberano absoluto, nada ni nadie le puede limi­ tar, ni puede imponer ninguna ley sobre El. Es su voluntad la que hace las normas de la justicia, en lugar de estar subor­ dinada a dichas normas. En caso contrario éstas serían pre­ existentes e independientes de sus decretos. Si así lo desea, puede aceptar a cualquiera en su reino y puede convertir a sus más rudos enemigos. Pero si hemos de creer la teología agustiniana, Él no puede salvar a los bebés, pues, en lo que se refiere a los bebés, [Dios] parece encontrarse desamparado, como si simplemente existiera una ley de hierro indepen­ diente de su voluntad, que evita que los rescate.»252 La Iglesia católica no ha sido sorda a las presiones éticas. ¿Por qué nos parece injusta la condenación de un niño re­ cién nacido? Porque toda nuestra concepción de la responsa­ bilidad personal se funda en la idea de que sólo somos res­

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ponsables de lo que hacemos voluntaria, consciente y libre­ mente. Esta idea ha tardado mucho es admitirse. Las cultu­ ras arcaicas no tienen una idea clara de la responsabilidad personal. Uno puede ser culpable de algo que no ha hecho concientemente o de algo que ha hecho un miembro de su grupo. En la actualidad, la Iglesia católica ha suavizado sus ideas acerca de los niños, porque ha afinado éticamente su idea de Dios. El voluntarismo divino que dicta lo que es justo no puede actuar arbitrariamente. La voluntad no tiene que ver con el poder absoluto, sino con la inteligencia. Libre no es el que hace lo que le sale de las narices, por muy divinas que sean, sino quien actúa siguiendo con fidelidad los dictáme­ nes de su inteligencia. Y su libertad estará en proporción a la agudeza y claridad de su inteligencia. El marco ético se va imponiendo a las religiones. 8

La historia de la libertad religiosa es otro ejemplo de este progreso. Hasta muy recientemente, ninguna sociedad había permitido la libertad de conciencia, porque ponía en peligro la cohesión social, y últimamente vemos la remontada de esa idea en todos los integrismos. La Iglesia católica, como todas, se negó a reconocer ese derecho. En 1832, Gregorio XVI llamó «delirio» (deliramentum) a la libertad de conciencia, y en 1864 Pío IX la conde­ na en el Syllabus de los errores. Pero el Vaticano II, dando un notable giro, la admitió. Las razones que da para explicar su cambio, al comienzo de la Constitución Dignitatis humanae, corroboran mi argumento: «La dignidad de la persona humana se hace cada vez más clara en la conciencia de los

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hombres de nuestro tiempo, y aumenta el número de quie­ nes exigen que los hombres en su actuación gocen y usen de su propio criterio y de una libertad responsable, no movidos por coacción sino guiados por la conciencia del deber.» Es decir, la Iglesia católica cambia su postura sobre un tema trascendental porque las ideas de la gente son ahora más cla­ ras, y hay un mayor número de personas que exigen libertad. Como dice unas líneas después, la Iglesia «saluda con alegría los venturosos signos de los tiempos». La noción «signo de los tiempos» me parece un hallazgo hermenéutico.253 No hay aquí un razonamiento teológico: hay sólo sumisión a un cri­ terio ético impuesto desde fuera. Este cambio en la sociedad tiene una larga historia, a la que me refería al hablar de Occidente como terrible banco de pruebas para la moral, enseñanza para otras culturas y fuente de inspiración para la ética. Las guerras de religión mostraron a las claras las desdichas provocadas por el fanatis­ mo religioso. Todas las confesiones comprendieron la conve­ niencia de aceptar la libertad de conciencia, aunque la defen­ dieron con notoria hipocresía. La exigieron cuando estaban en minoría, y la negaron cuando llegaron al poder. Un caso claro lo tenemos en el cristianismo. Durante los primeros si­ glos, los Padres de la Iglesia pidieron tolerancia. A principios del siglo III, Tertuliano escribe: «Tanto por la ley humana como por la ley natural, cada uno es libre de adorar a quien quiera. La religión de un individuo no beneficia ni perjudica a nadie más que a él. Es contrario a la naturaleza de la reli­ gión imponerla por la fuerza.» Los cristianos habían tenido que sufrir las persecuciones del Sanedrín, o de los emperado­ res romanos, y habían sufrido la arbitrariedad del poderoso y de la moral vigente. Pero en el año 313, Constantino reconoce legalmente a los cristianos. Y un siglo después la Iglesia había llegado a aceptar el uso de la coacción punitiva contra los heterodo­

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xos. Las cañas se tornan lanzas. Los emperadores romanos proscribieron el paganismo. Entonces fueron los paganos ilustres los que defendieron la libertad de culto. Uno itinere non potestperveniri ad tam grande secretum. «¡No hay un solo camino», exclamó Símaco en el Senado romano en el año 384, «por el que los hombres puedan llegar al fondo de un misterio tan grande!» Pero ya habían perdido la vez. El protestantismo ofrece otro caso patéticamente claro. Lutero se rebela contra la Iglesia de Roma. Blande la libertad de la conciencia, el libre examen, como arma devastadora. El individuo es tribunal último de sí mismo. Sintiéndose en pe­ ligro, a punto de recibir la bula de excomunión y la proscrip­ ción del imperio, defiende con toda contundencia la libertad religiosa. «No se debe obedecer a los príncipes cuando exigen sumisión a errores supersticiosos, del mismo modo que tam­ poco se debe pedir su ayuda para defender la palabra de Dios.» Pero unos años después, cuando se siente más fuerte, se olvida de lo dicho, se olvida del pueblo y pide ayuda a los príncipes. Tenía que defender su iglesia de los mismos prin­ cipios que él había utilizado para romper con Roma. La espa­ da de la libertad de conciencia podía volverse contra él. Sabía mejor que nadie la fuerza con que vocea la libertad en el cora­ zón humano y prefirió embozarla. Compró seguridad a cam­ bio de libertad. Exhortó a los nobles a vengarse sin piedad de los insurrectos. Proclamó que el poder civil tenía la obliga­ ción de evitar todo error. ¡Otra vez la misma canción mortal! Se apoyó en la Biblia para condenar a muerte a todos los fal­ sos profetas. Negó que la naturaleza dañada pudiera ser libre. Acabó defendiendo la obediencia pasiva, anatemizando cual­ quier rebelión. «Es deber del cristiano sufrir las injusticias», argüía. Estos principios de intolerancia se convirtieron en teoría definitiva gracias al genio más frío de Melanchton. Enseñó que había que terminar con las sectas utilizando la espada, y

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castigar a cualquier individuo que introdujese nuevas ideas. En 1530 manifiesta por escrito su opinión de que debía man­ tenerse la pena de muerte para castigar todas las ofensas con­ tra el orden civil y eclesiástico. Lutero lo ratificó añadiendo al margen: «Me agrada. Martín Lutero.» El poder civil imponía los preceptos religiosos. Fueron hombres terribles. ¿Es inevitable este proceso? Tal es la impresión que da la historia. En esa misma época, enfebrecida de certezas, los anabaptistas lucharon por traer el reino de Dios a la tierra. La Iglesia debía deglutir al Estado. Los luteranos los persi­ guieron implacablemente. Pero ellos, a su vez, confirmando la incapacidad humana para ver la viga en ojo propio, recla­ maron en 1524 a los príncipes luteranos que extirparan el catolicismo. Cuando los perseguidos anabaptistas consiguie­ ron el poder en Münster, salieron a la calle gritando: «¡Muer­ te a los impíos!» Fue el 27 de febrero de 1534, a las siete de la mañana. Un día como otro cualquiera en esta tenebrosa historia. Como conclusión tardía de tanto disparate, las iglesias cristianas acabaron aceptando la libertad de conciencia. 9 La salvación fuera de la Iglesia es otro tema peliagudo, en el que se ha visto actuar la presión ética sobre la teología. En el siglo III surge una corriente destinada a tener larga vida en la tradición cristiana, caracterizada por el principio Extra ecclesiam nulla salus, «Fuera de la Iglesia no hay salvación», atri­ buido a San Cipriano.254 San Agustín transmitió a la Edad Media una interpretación estricta del principio, que se co­ rrespondía muy bien con su idea de la descendencia de Adán como massa damnata, como masa condenada, que sólo se po­

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día salvar a través de la fe y del bautismo cristianos. La Iglesia católica admitió este axioma con mayor o menor rigidez, has­ ta que en 1442 fue corroborada solemnemente por una de­ claración magisterial en el concilio de Florencia. Pío XII rea­ firmó su validez: «Entre las cosas que la Iglesia siempre ha predicado y no cesa nunca de predicar, se contiene también aquella infalible sentencia que nos enseña que “fuera de la Iglesia no hay salvación”.»255 A lo largo de la historia, muchos papas y teólogos admi­ tieron el axioma, aunque intentaron hacerlo compatible con la creencia en la bondad, justicia y universalidad de la volun­ tad salvífica de Dios. Poco después del Concilio de Florencia un acontecimiento imprevisto planteó con rudeza nuevos poblemas. El descubrimiento de América forzó a los teólogos a replantearse los requisitos de la salvación. Se ensayaron al­ gunas soluciones ingeniosas para admitir la salvación fuera de la Iglesia sin dejar de mantener el principio de exclusivi­ dad. Era una tarea ciertamente contradictoria. Se postuló una evangelización después de la muerte, se afirmó que las buenas personas que creían en otras religiones iban al limbo, se supuso una fe implícita. El sentido común no podía acep­ tar la condenación de pueblos enteros sin culpa alguna. Hay que esperar a 1854 para que se hable por primera vez en la historia de la Iglesia católica de la invencible ignorancia como razón para justificar la salvación de los no cristianos. Esto es, sin duda, la aceptación de un principio ético. En la actualidad, dentro del cristianismo cada vez se concede mayor valor a las otras religiones, a las que se consi­ dera caminos válidos de salvación. Acaso la extensión de un ateísmo rampante facilita la unión en lo fundamental de confesiones que disputan irremediablemente en la superficie. Los contenidos dogmáticos dejan de ser los protagonistas para dejar el puesto a las orientaciones prácticas. La ortopraxia -la recta acción- adquiere más importancia que la orto­

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doxia —la recta creencia-. Se impone, como dice Runzo en su libro sobre ética y religiones del mundo, la idea de que «la religión necesita a la ética humanista autónoma, el recurso a la fundamentación racional de la ética, para prevenir deriva­ ciones religiosas que sean dañinas».256 Como prueba de esta deriva religiosa hacia la ética citaré un fragmento de las conclusiones de la conferencia, organiza­ da en Tailandia por la Comisión para la Evangelización de la Federation of Asían Bishop’s Conferences, en 1991: «El reino de Dios está presente y actúa universalmente. Dondequiera que hombres y mujeres se abren al misterio divino trascen­ dente que les afecta y salen de sí mismos en el amor y el servi­ cio a los seres humanos, allí actúa el reino.» Esta reforma ética de las religiones, tan clara en las teologías de la liberación, en­ laza con el papel del buen comportamiento, de la pureza de corazón, como vía de entrada en el círculo sagrado. Como ex­ pliqué antes, muchas religiones creen que ése es el medio de acceder a la experiencia religiosa. La ética, por muy laica que sea, no es un enemigo de la religión, sino su mejor defensa. Todos los problemas disputados que he tratado, aunque muy a la ligera, tenían un núcleo común. Nuestra cultura de­ fiende el valor de la autonomía personal frente a la mera obe­ diencia, el deber de la responsabilidad personal frente a la responsabilidad colectiva, el valor de la libertad frente a la su­ misión, el valor de la democracia frente a la tiranía. Algunas religiones niegan estos valores, por eso confucianos, musul­ manes y religiones étnicas africanas se han opuesto a la decla­ ración de los derechos humanos por considerarlos individua­ listas, insolidarios y eurocéntricos. Creo que en esto hay un malentendido dramático, favorecido tal vez por la conducta occidental. El régimen de derechos individuales, libertad de conciencia y democracia no es un régimen laxo, donde todo vale, egoísta y escéptico, dado a la queja y a la reclamación más que a la colaboración y a la generosidad. Es un régimen

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muy exigente, que compromete a todos en un costoso siste­ ma de reciprocidades. Por poner un ejemplo, el derecho a la libertad de conciencia lleva aparejado muchos deberes: el de­ ber de buscar la verdad, de escuchar, de atender a razones, de estar alerta ante los prejuicios. No defiende el capricho de la inteligencia, sino la libertad de la investigación. Rechaza la idea de que todas las opiniones sean respetables, para defen­ der el principio de que todas las personas que opinan son res­ petables, aunque su opinión sea un disparate. 10 Para terminar, conviene recordar a los pesimistas que niegan que las religiones puedan ponerse de acuerdo en unos principios éticos, que en los encuentros interreligiosos este consenso ha sido el más fácil de conseguir. Hay algunos principios comunes a todas las religiones. Tienen que ver más con el comportamiento hacia el prójimo que con el comportamiento hacia Dios. Pondré algunos ejemplos: En las Analectas, Confucio dice: No impongas a otros lo que tú mismo no desees. En el Mahabarata se lee: Uno nunca debería hacer a otro lo que consideraría ofensivo para sí mismo. Esta es la esencia del dharrna. Según Buda, el que buscando la felicidad daña a otros que también buscan la felicidad, no encontrará lafelicidad. Para Jesús de Nazaret, no hagas a tu prójimo lo que no quieras que te hagan a ti. Mahoma: Ningún hombre es verdadero creyente hasta que no desee para su hermano lo que desea para él. No parece gran cosa, pero es suficiente para empezar.

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VIII. MÁS ALLÁ DE LO RELIGIOSO Y LO PROFANO

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La idea de que el paradigma ético de la inteligencia es superior al paradigma científico y al paradigma religioso, es ferozmente negada desde los dos ámbitos. Ni la ciencia ni la religión admiten una jurisdicción superior. Necesito, por ello, justificar mis afirmaciones si preten­ do seguir adelante. Éste será el objetivo de este último capí­ tulo, en el que aprovecho los resultados de otros escritos míos. Creo que la ética es la culminación de la inteligencia práctica y que ésta se mueve en un nivel superior a la inteli­ gencia teórica por las siguientes razones: 1. Porque la acción es el nivel fundamental de nuestro ser-en-el mundo y la inteligencia está constituida bio­ lógicamente para dirigir la acción. La supervivencia en primer término, y el aumento del bienestar y de las posibilidades vitales después, son sus metas bási­ cas. En una cultura que ha cognitivizado excesiva­ mente la inteligencia, centrándola en el conocimien­ to y marginando el mundo de los afectos y el de la

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conducta, conviene repetir que la función básica de la inteligencia es dirigir el comportamiento para po­ der salir bien librados de la situación en que nos en­ contremos. Si nuestra situación es científica, lo hará haciendo buena ciencia; si es política, permitiendo una justa solución de los conflictos; si es afectiva, fa­ cilitándonos el acceso a la felicidad. Es también superior por la importancia de su objeto: la felicidad y la justicia (que es la felicidad política). El conocimiento no es valioso por sí mismo, por más que se predique o practique ingenuamente una místi­ ca platónica del conocer. Está orientado a satisfacer las más profundas necesidades humanas. Se desnatu­ raliza el conocimiento cuando se lo convierte en un territorio autónomo, valioso por sí mismo. También es superior por las dificultades que los pro­ blemas prácticos plantean, y los recursos intelectuales que comprometen. La práctica implica conocimien­ to, sentimientos, creencias, voluntad, cooperación. Exige por lo tanto la movilización e integración de todas nuestras capacidades. Por la novedad ontològica de sus creaciones, ya que inventa un orbe nuevo, más allá de la simple natura­ leza. La dignidad humana, el campo del derecho, la construcción de la libertad, la creación ética, me pa­ recen ontològicamente más novedosos que la ciencia. Porque la verdad —objeto del conocimiento—se com­ prende mejor si se la concibe como un bien. Es decir, el concepto de bien -como aquello que incita y diri­ ge la acción- es más universal y poderoso que el con­ cepto de verdad. El científico busca denodadamente la verdad porque le parece valiosa. La inteligencia práctica tiene como objeto principal el bien como principio y fin de la acción.

Creo que todo esto es fácil de comprender si nos libra­ mos de una herencia intelectualista, a la que debe su grande­ za la cultura occidental, pero que ahora necesita ser comple­ tada. La inteligencia es un sistema operativo que aúna datos, valores y comportamiento, es decir, conocimientos, senti­ mientos y sistemas de control de la propia conducta. Todo esto es inteligencia. La ciencia se especializa en el desarrollo del conocimiento y es un dominio con legalidad autónoma, sin duda. Con buenos sentimientos no se hace buena cien­ cia. Pero la ciencia es obra de científicos, que están por tanto sometidos a las leyes generales del comportamiento. No es una actividad angélica, realizada por espíritus puros, sino un método para liberar una parte de nuestra actividad mental de las frivolidades, precipitaciones, manías, prejuicios e in­ comprensiones subjetivas. Cuando un científico, además de hacer ciencia, quiere entender lo que está haciendo al hacer ciencia, se ve forzado a dar un salto fuera de ella para observarla. El premio Nobel de física y el monje tibetano buscan lo mismo -la felicidad-, uno investigando y otro recitando un mantra. Hace muchos años, cuando la Segunda Guerra Mundial ya se presentía, mi maestro Edmundo Husserl, una de las inteligencias dedica­ das con más pasión a buscar la verdad, consideró una ame­ naza que la ciencia se refugiara en el mundo ideal, apartán­ dose de la vida. Insistió en que la ciencia nace de una subjetividad humana, que no es un ídolo sino una creación. Sabía por experiencia la facilidad con que se adoran las obras cuando se olvida que son sólo obras humanas. La inteligencia es la facultad psicológica mediante la cual los hombres resuelven problemas nuevos... y los plantean, claro. Todo lo que hacemos lo hacemos para conseguir bien­ estar y para ampliar nuestras posibilidades. ¡Deseos contra­ dictorios! Uno busca la estabilidad, la seguridad, la quietud. El otro busca el riesgo, el poder, la inquietud. Tomás de

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Aquino, en un flash genial, distinguió dos grandes motivos: lo placentero y lo arduo. Uno aspira a disfrutar, el otro a vencer. Así es la vida. Los problemas que nos acucian son de dos clases: teóri­ cos y prácticos. Los problemas teóricos se caracterizan por­ que quedan resueltos cuando «conozco» su solución. Los problemas «prácticos» no quedan resueltos cuando conozco su solución, sino cuando la pongo en práctica, que suele ser lo más difícil. Para conseguirlo, hay que contar con el coefi­ ciente de adversidad de lo real, con las dificultades de la rea­ lización, con la necesidad de integrar motivaciones dispersas, de contar con sentimientos tal vez contradictorios. «De nada vale que el entendimiento se adelante si el corazón se que­ da», escribió Gracián. Los problemas prácticos incluyen la tanteante libertad, que siempre es una dificultad añadida. Quien diga que es más difícil construir un puente que cons­ truir una relación amorosa feliz, o una sociedad justa, no sabe lo que dice. 2 Admiro la ciencia. Me he dedicado a ella durante mu­ chos años. Me parecen bellísimas sus grandes construcciones conceptuales. Y, al mismo tiempo, creo que su triunfo exclu­ yeme es una terrible equivocación histórica. Su victoria ha sido la victoria de la eficacia, no de la sabiduría. Y la eficacia es un valor incierto. ¿Eficacia para qué? Supongan que en vez de elegir como paradigma de la inteligencia el conoci­ miento, la verdad, la ciencia -cosas todas ellas magníficas y necesarias-, hubiéramos elegido la justicia, y que desde esa idea hubiéramos hecho ciencia. Los resultados científicos se­ rían los mismos, pero incluidos en un marco significativo di­

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ferente. Imaginemos que en vez de relacionar la inteligencia con el jugador de ajedrez o con el científico la hubiéramos relacionado con el justo. Haga un experimento mental. Considere a Nelson Mándela o a Martin Luther King más inteligentes que Einstein. No hay nada que se lo impida, se lo aseguro. ¿En qué mundo habría preferido vivir? ¿En uno donde todo el sistema educativo, el sistema de prestigios, de premios tuviera como modelo a los buscadores de la justicia, o en otro, donde ese lugar lo ocuparan los científicos, los técnicos, los financieros, o los economistas, talentos de la utilidad sin valores? Este gran paradigma de la inteligencia ética no aniquila la ciencia: la pone en su lugar. Dice tan sólo que es un saber instrumental. Que el mundo profano se cierre teniendo como fundamento la ciencia me parece brillante y nefasto. ¿Debemos, entonces, abjurar de la ciencia y entregarnos en manos de la religión? Ya he dicho que no. La razón nos sal­ va, pero no la razón científica, sino el uso racional de una in­ teligencia que trata con valores, con sentimientos, con pro­ yectos de vida. La razón que aspira a la felicidad personal, y a la justicia como felicidad social. Los puristas de la racionalidad profana han dicho que la razón no puede fundar una ética. Esto, ante todo, me parece una desfachatez de académico. Resulta muy sospechoso que los intelectuales acomodados en un sistema que les protege sean escépticos acerca de la ética, mientras que las personas que sufren, que están perseguidas o humilladas, crean en ella. Con mis alumnos jóvenes se repite con frecuencia una escena. Algún lanzado niega que exista la justicia y mantiene que todo eso de la ética son músicas celestiales. Él va a lo suyo y se aca­ bó, como todo el mundo. Expone su punto de vista con gran convicción, y se muestra inasequible a cualquier argumento. Suelo entonces utilizar una astucia retórica y le digo de sope­ tón: «Voy a pedir al profesor de matemáticas que te suspenda

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por lo que acabas de decir.» El alumno, naturalmente, protes­ ta, y cuando le pregunto por qué protesta, me dice que es in­ justo que le suspendan en matemáticas por algo que ha dicho en clase de ética. O sea, que su escepticismo acerca de la justi­ cia se acaba en cuanto el perjudicado por la injusticia es él. 3 Tanto las religiones como la ciencia se equivocan al ne­ gar la preeminencia de la ética y se equivocan por la misma razón. Ambas creen que la ética es algo que existe ya, con lo cual tienen que fundarla en algo pasado: Dios o la naturale­ za. Las religiones dicen que sin Dios no hay moral posible. Las ciencias dicen que en la naturaleza no se encuentra nin­ guna norma ética. Pero, como veremos, la ética no es algo que tengamos que buscar como se busca una mina de oro en la ladera. Es algo que tenemos que crear si queremos vivir in­ teligentemente. Me extraña la delectación con que muchas personas religiosas repiten una frase ambigua, y desde luego falsa, de Dostoievski: «Si Dios no existe, todo está permiti­ do.» Me imagino el escándalo que les habría provocado Hugo Grocio, cuando hace siglos se atrevió a afirmar que el derecho natural continuaría siendo válido «aunque Dios no existiera». Y, más aún, el escándalo que les debe producir el constatar que personas no religiosas o ateas puedan tener un comportamiento éticamente intachable, e incluso santo. Ol­ vidan que los mismos dioses tuvieron que ser moralizados por los hombres. En este capítulo quiero contestar a los ataques que vie­ nen del mundo profano, en especial del mundo científico, que niegan la capacidad de la razón para fundamentar ética alguna. Suponen que toda verdad posible cae en el dominio

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de la ciencia y que, por definición, lo que no es científico no puede ser verdadero. La ética pertenece al mundo de las emo­ ciones y nada científico puede decirse sobre ellas. La emoción es subjetividad pura y la ciencia es pura objetividad. El ataque yerra en el objetivo. La ética no se mueve en el mismo plano que la ciencia. Mientras que ésta nos dice lo que hay, la ética nos dice lo que debería haber. No puede, por lo tanto, manejar una idea de la verdad como adecua­ ción, sino de la verdad como justificación. Su finalidad no es demostrar que matar es malo, sino justificar por qué sería bueno no matar. Ya he explicado que la verdad es, ante todo, la corroboración de una evidencia. Es el proceso de confir­ mación de una idea, de un sentimiento, de una teoría. Salvo en las verdades puramente formales -lógicas y matemáticas-, la verdad es siempre un estado de verificación. Decimos que la actual física de partículas es verdadera porque es la teoría me­ jor verificada hasta el momento, pero si se consolidara la teo­ ría de las cuerdas, tendríamos que decir que esta teoría alcan­ zaba un estado superior de verificación, y haría retroceder a la anterior. No hay, pues, una verdad absoluta, sino una perma­ nente búsqueda de corroboración de conjeturas. Y esto ocu­ rre lo mismo en la ciencia que en la ética. Resulta útil establecer esa distinción de estado, muy per­ tinente al tratar sobre la verdad de la ética y las religiones. Me refiero a la distinción, ya esbozada antes, entre verdades privadas y verdades públicas. El círculo religioso es el círculo de las verdades privadas, mientras que la ética y la ciencia pertenecen al círculo de las verdades intersubjetivas, públi­ cas, universales, compartidas. Entiendo por verdad la manifestación evidente de un ob­ jeto. Le acompaña la certeza subjetiva, y puede expresarse en un juicio, que llamaríamos «juicio verdadero». Su fuerza de­ pende del estado de verificación.

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Verdades privadas son aquellas que por su objeto, por la experiencia en que se fundan, por la imposibilidad de unlver­ salizar la evidencia, quedan reducidas al mundo de una perso­ na. Es privada también una verdad científica antes de que haya sido demostrada. Son, pues, verdades biográficas, no verdades reales, son mundanales, es decir, válidas en el mundo de una persona, pero no en la realidad. Por ejemplo, la confianza que tengo en una persona es una verdad privada, que se funda en dos evidencias: estoy seguro de mi confianza, y estoy seguro de que la otra persona es de fiar. Esto último puede manifestarse falso en la continuación de la experiencia, es decir, la verdad privada también puede falsarse, empleando el término de Popper. Lo que no se puede hacer es universalizarla, porque la experiencia en que se basa es privada. La idea que tengo de lo que soy capaz de hacer es otro ejemplo de verdad privada. Tal vez pienso que soy incapaz de hacer algo hasta que las circunstancias me demuestran que no estaba en lo cierto. La vida va confirmando o rebatiendo una parte importante de nuestras verdades privadas, da igual que se trate de un amor o de una experiencia religiosa. Desde fue­ ra del sujeto dichas verdades pueden no tener sentido. No puedo decir que quien dice que ha visto a Dios no le ha visto. Es el propio sujeto quien tiene que buscar las pruebas de su verdad, por honestidad o por puro interés, como los enamo­ rados que pedían «pruebas» de su amor a la persona amada. Los demás sólo podemos decir que el estado de verificación de esta verdad es privado, y que desde el exterior sólo pode­ mos considerarla como presunta verdad, siempre que no en­ tre en colisión con alguna verdad más fuerte. A veces, por ejemplo en el caso de alucinaciones, se puede demostrar que esa evidencia es falsa, que no hay voces, ni personas, ni alima­ ñas subiéndose por las sábanas, pero en otros casos tan sólo podemos abstenernos de juzgar.257

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Verdades privadas colectivas. Con esta expresión contra­ dictoria designo las verdades privadas, es decir, que no pue­ den universalizarse, pero que son compartidas por una colec­ tividad. Las creencias religiosas pertenecen a este tipo. Son verdades comunes, participadas, pero sólo por un grupo, cuyo consenso fortalece las fes particulares. Ya lo dijo Stuart Mili: «Si Novalis pudo decir “mi creencia ha aumentado infinita­ mente desde el momento en que otro ser humano ha empeza­ do a creer lo mismo que yo, cuánto más será así cuando no se trata de un solo hombre, sino de todos los seres humanos que le son conocidos a una persona.»258 La comunidad como co­ rroboración social es uno de los grandes mecanismos que ase­ guran las certezas religiosas, porque producen un espejismo de verdad intersubjetiva. Siguen, a pesar de ello, siendo priva­ das, porque se basan en acontecimientos privados. Por ejem­ plo, si la fe cristiana es un regalo que Dios hace a quien quie­ re, por definición no se puede admitir su universalidad. Eso no dice nada sobre la verdad o falsedad de sus doctrinas, sino sobre el estado de verificación en que su verdad se ofrece. Verdades universales, intersubjetivas, son aquellas eviden­ cias suficientemente corroboradas, al alcance teórico de to­ das las personas (las evidencias de la física cuántica están teó­ ricamente al alcance de todos, pero realmente sólo al alcance de los que estudien física), y sometidas a rigurosos criterios de verificación metódicamente precisados por la ciencia a lo largo de la historia, que permiten alcanzar una garantía que va más allá del mero consenso subjetivo. Una teoría no es verdadera porque la admitan los científicos, sino que los científicos la admiten porque la consideran verdadera. La ética puede alcanzar este estado de verificación aunque por ca­ minos distintos a los que sigue la ciencia. Comienza en una experiencia afectiva, evaluativa, y sigue caminos metodológi­ camente distintos. Espero que pronto les expondré esto dete­

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nidamente en un tratado general de ética que se titulará La creación ética. De lo dicho se puede deducir un «principio ético acerca de la verdad»: En todo lo que afecta a las relaciones entre seres humanos, o a asuntos que impliquen a otra persona, una verdad privada —sea individual o colectiva— es de rango inferior a una verdad universal, en caso de que entren en conflicto. Este principio es el fundamento de la libertad de con­ ciencia. Es libertad de pensar, no libertad de actuar de acuer­ do con mis pensamientos, si hay normas más poderosas, in­ tersubjetivas, universales. No tengo libertad de conciencia para obrar como si dos más dos fueran cinco en el momento de cobrar un deuda a una persona. Puedo mantener que un minuto es eterno cuando estoy fantaseando sobre mí mismo, no cuando pretendo utilizar esa idea para pagar un taxi o para cronometrar el horario de un trabajador. Las religiones son verdades privadas, cuya corroboración interesa al sujeto que las está manteniendo, y que en el ám­ bito de la acción pública, por ejemplo en el comportamien­ to, tienen que someterse a las verdades éticas. Cosa que, por otra parte, han hecho o llevan camino de hacer. No pueden, por lo tanto, imponerse por la fuerza, pero tampoco pueden ser erradicadas por la fuerza, mientras permanezcan en el ámbito íntimo, y sus consecuencias no perjudiquen a nadie. Creo que esta distinción entre verdades privadas y verda­ des intersubjetivas resuelve alguno de los problemas suscita­ dos por el perspectivismo. Cuando Ortega dice: «Hay tantas realidades como puntos de vista. El punto de vista crea el pa­ norama», comete un error elemental. Confunde la realidad con el paisaje. Ciertamente, la sierra de Gredos es diferente mirada desde su vertiente norte o mirada desde su vertiente sur. «El punto de vista individual me parece el único punto de vista desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad. Otra

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cosa es un artificio», escribe en otro lugar. No sé si lo que dice es verdadero, porque la expresión es equívoca. Ciertamente la entrada a la verdad es siempre individual, nuestras evidencias son siempre privadas y a ellas tenemos que atenernos. Pero la inteligencia se empeña en ir más allá de la perspectiva, más allá de la verdad privada en algunos asuntos importantes, por ejemplo la ética y la ciencia. ¿Que quiere considerárselas arti­ ficios? Da igual. Yo prefiero llamarlas creaciones. 4 ¿Pero podemos ponernos de acuerdo en una ética? ¿No tiene cada uno una idea distinta del bien, del mal, y de la fe­ licidad? Aunque sea aburrido repetirlo una vez más, lo haré: la inteligencia ética es más poderosa de lo que dicen sus críti­ cos. La inteligencia creadora puede forjar una idea de ser hu­ mano que todos podemos reconocer como una posibilidad querida. Puede diseñar una órbita que no queramos abando­ nar, un modo de vida que echemos en falta cada vez que lo perdamos, un proyecto que pueda ser aceptado como bueno por toda inteligencia en pleno uso de sus facultades. Volvamos al principio. Los seres humanos quieren el bienestar y el aumento de sus posibilidades. Para conseguir­ lo, la inteligencia tiene que aprender a resolver los inevitables conflictos que encizañan la convivencia, y ampliar los pode­ res individuales. He de advertir que ninguno de estos fines puede alcanzarse en solitario. Por eso los hombres se asocian. Los problemas que afectan a la felicidad personal o a la dig­ nidad de nuestra convivencia sólo se consiguen integrándo­ los en proyectos mancomunados. ¿Qué es lo que pretendemos? La felicidad. Al oír esto, los avispados dicen con sonrisa de suficiencia: «¿Lo ves como

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no hay salida? Es imposible ponerse de acuerdo sobre la feli­ cidad.» En efecto. En el País Vasco una bomba oculta en un juguete acaba de matar a una persona y de dejar ciego a su nieto de dieciséis meses. No puedo estar de acuerdo con la concepción de la felicidad que tiene el criminal autor del he­ cho, por supuesto. La idea de la felicidad de Jack el Destripador me da repeluzno. Pero quedarse ahí sería tan bobo como que un crítico de arte dijera que de gustos no hay nada escrito y considerara uno de esos cromos que venden en las tiendas de muebles equiparable a un Van Gogh. De la felicidad podemos decir más de lo que pensamos. Por de pronto, podemos distinguir entre felicidad subjetiva -la de Jack el Destripador—y felicidad objetiva o política. Esta es la que interesa a la ética. Es el conjunto de condicio­ nes, instituciones, creencias, principios, valores, costumbres, que, todos juntos, crean el marco más propicio para que cada ser humano pueda poner en práctica sus proyectos de felicidad. El hombre se ha movido siempre por dos aspira­ ciones irremediables e irremediablemente vagas: la felicidad y la justicia. Ambas están unidas por parentescos casi olvida­ dos. Hans Kelsen, uno de los grandes juristas del siglo pasa­ do, los describió con claridad: «La búsqueda de la justicia es la eterna búsqueda de la felicidad humana. Es una finalidad que el hombre no puede encontrar por sí mismo, y por ello la busca en la sociedad. La justicia es la felicidad social, ga­ rantizada por un orden social.» ¿Podemos, sin embargo, po­ nernos de acuerdo en el contenido de la justicia? Creo que sí. La historia es el gran banco de pruebas de la ética. Una de las razones de que los filósofos no hayan hecho progresar la ética es su empeño en dedicarse a estudiar las obras de otros filósofos en vez de estudiar las morales concre­ tas, su modo de resolver los conflictos, los fracasos y triunfos, su evolución, el modo como los cambios culturales han influi­ do en ellas. La ética ha de elaborarse inductivamente, como la

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ciencia. María de la Válgoma y yo hemos dado un esbozo de ese proceso en La lucha por la dignidad. Hemos convertido la historia en una gran argumentación ética. Encontramos en ella las mismas etapas que en el quehacer científico: un mo­ mento inventivo y un momento justificativo. Millones de in­ tentos, de tanteos, de rechazos, de críticas, de ajustes, de deba­ tes, de equivocaciones, de víctimas, hacen emerger modos de vida más deseables. Creemos que universalmente deseables. En el principio, la religión lo englobaba todo: la moral y el derecho también. Pero una de las características del pro­ greso moral ha consistido en deslindar esos campos. Costó mucho, y en muchos países, como los musulmanes, aún no se ha conseguido. En Occidente, en este momento, ni la moral se identifica con la religión -la ética es una moral lai­ ca—, ni el derecho se identifica con la moral. La razón de esa autonomía hay que buscarla en la historia. Los seres huma­ nos comprobaron, casi siempre con terribles sufrimientos, que esa mezcla era dañina e injusta. El proceso inventivo que condujo a la ética incluye, al me­ nos, tres grandes dinamismos. Hay, en primer lugar, un dina­ mismo solucionador. Los problemas son universales, aunque las soluciones sean locales. Esa semejanza nos permite comparar los distintos modos de resolverlas. Además hay un dinamismo emancipador, fácil de descubrir en la historia de los movimien­ tos sociales. La experiencia de humillación, ofensa o injusticia distingue las reivindicaciones morales de las luchas por nudos intereses. Aquéllas apelan a un derecho del que se han visto privadas. Éstas simplemente a un deseo. Las reivindicaciones morales buscan el acceso a un valor merecido, la abolición de una presunta injusticia. El débil comenzó apelando a Dios, después apeló a los derechos concedidos por Dios, por último a los derechos que le correspondían por ser persona. El tercer dinamismo remite directamente al tema de este libro. Los dos anteriores se mueven en un terreno natural, ra­

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cional, fácilmente comprensible. Nadie quiere sufrir, nadie quiere ser esclavo, nadie quiere ser discriminado. La reciproci­ dad en el trato es un principio absolutamente universal de comportamiento. Pero el mundo construido por estos dina­ mismos, con minuciosidad de panal, se ve a veces conmovido por el aletear de grandes vuelos. Aparecen personajes podero­ sos que hablan de otros mundos, de otras esperanzas, de otras emociones. Son renovadores religiosos que alientan los fuegos amortiguados del corazón humano y los convierten en hogue­ ras. Animan al amor, la compasión, la generosidad, el desasi­ miento, la pobreza. Hablan de tierras amorosas o apaciguadas, de dioses y esperanzas. Cambian la faz de la tierra. Los dos pri­ meros dinamismos eran de búsqueda, éste es de llamada. La religión introduce en el plano natural una dimensión infinita, lo que confiere una inaudita trascendencia al vivir humano y a su comportamiento. Era un principio de seriedad, que podía llegar, ciertamente, al disparate, pero que también ayudó a que el ser humano se sintiese lejano del animal. Los actos dejaban de agotarse en su eficacia real. Pertenecían a una dimensión más profunda. El karma, para los hindúes y para los budistas. La responsabilidad ante Dios para las religiones del libro. La evolución de la inteligencia fue urdiendo una exigen­ cia revolucionaria: los modos de vida, la autoridad, las nor­ mas, no debían ser sólo imposiciones del poder. Debían te­ ner una fuente de legitimidad. Sería deseable hacer una historia de las legitimaciones propuestas y aceptadas por el ser humano. La religión fue la primera de ellas. La autoridad se funda en la divinidad. Los reyes son sagrados. Los legisla­ dores reciben de los dioses el poder de legislar. Los sacerdores se convierten en fuentes de legitimación vicaria. El pro­ blema surgió cuando fue la misma religión la que tuvo que aportar su legitimación. Entonces tuvo que apelar a la razón. No puedo detenerme más en contar el gran argumento histórico a favor de la ética. Me limitaré por ello a enunciar

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las tesis que hemos expuesto y justificado en La lucha por la dignidad759 Primera tesis: La humanidad, movida por deseos impe­ riosos y contradictorios, se ha dirigido siempre a una meta que se designa con términos amplios, vagos e inevitables, como «feli­ cidad» o «justicia». Segunda tesis: Cuando los seres humanos se libran de la miseria, de la ignorancia, del miedo, del dogmatismo y del odio —elementos claramente interrelacionados—, evolucionan de ma­ nera muy parecida hacia los derechos individuales, la racionali­ dad, la igualdad, la democracia, las seguridades políticas, la suavización de las costumbres y las políticas de solidaridad. Tercera tesis: La humanidad, por distintos y convergentes caminos, ha descubierto que el modo más seguro y eficaz de con­ seguir la felicidad y la justicia es afirmando el valor intrínseco de cada ser humano. Cuarta tesis: Ese valor supremo ha encontrado su mejor de­ finición en el concepto de derechos prelegales (derechos subjetivos, innatos, derechos morales, o como quieran denominarlos), que a su vez se han concretado en los llamados derechos humanos. Quinta tesis: Todo el sistema de los derechos humanos se funda en el concepto de «dignidad humana», al que se ha dota­ do de un valor absoluto y axiomático. Muchas constituciones políticas lo están adoptando como fundamento de su ordena­ miento legal.

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Los derechos humanos, como esbozo de una ética, nos proporcionan otro ejemplo de la paulatina influencia de la ética sobre las religiones. Cuando se estudia el proceso de su

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descubrimiento, discusión y proclamación, se advierte que las distintas religiones no estuvieron, y en parte no están, de acuerdo con ellos. Bien conocido es el rechazo de los talibanes a reconocer a las mujeres igualdad de derechos. La Declaración de los Derechos Humanos se planteó como una declaración laica. Hubo intentos de introducir una referencia al origen divino y el destino inmortal del hombre, que no cuajaron. En la votación final, Arabia Saudita se abs­ tuvo, precisamente por cuestiones religiosas. Jacques Maritain, filósofo católico, nos ha dejado un testimonio directo del modo como se fue elaborando la Declaración de 1948: «Durante una de las reuniones de la Comisión Nacional francesa de la UNESCO, en la que se discutían los derechos del hombre, alguien se quedó asombrado al advertir que cier­ tos partidarios de ideologías violentamente antagónicas ha­ bían llegado a un acuerdo sobre la redacción de la lista de di­ chos derechos. Sí, contestaron, estamos de acuerdo con esos derechos con tal de que no se nos pida fundamentarlos.»260 En efecto, si hubieran intentado hacerlo habrían entrado en disputas filosóficas y religiosas interminables. Maritain interpretó esto en un principio como un fracaso de la razón, pero cuando poco después presidió la Segunda Conferencia Mundial de la UNESCO, dio una versión más adecuada del hecho: Debido al desarrollo histórico de la humanidad, a las crisis cada vez mayores del mundo moderno y al progreso, aunque precario, de la conciencia moral y la reflexión, los hombres de hoy advierten más plenamente que en el pasa­ do, un número de verdades prácticas relativas a su vida en común sobre las cuales pueden llegar a un acuerdo, pero que derivan en el pensamiento de cada uno de concepcio­ nes teóricas distintas.261

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Es posible un acuerdo práctico entre los hombres que teóricamente se oponen entre sí. Las religiones han ido acep­ tando poco a poco someterse a ese saber alcanzado por la ex­ periencia ética de la humanidad. Se ha dado el caso chocante de que religiones que en principio sentían recelo ante los de­ rechos humanos, acabaron afirmando que los derechos hu­ manos eran creación suya. Por ejemplo, el islam no rechaza de plano los derechos humanos. Para los musulmanes no son nada nuevo, sino un regalo de Dios. Makki, representante de Omán ante la Asam­ blea General de la ONU, en un discurso en 1979, dijo que «los conceptos y principios básicos de los derechos humanos han formado parte de la ley islámica desde sus mismos oríge­ nes». Algunos autores aseguran que los derechos humanos tienen su base en el Corán: «El islam ha fijado ciertos dere­ chos fundamentales para la humanidad en su conjunto, los cuales han de observarse y respetarse bajo cualquier circuns­ tancia. Son derechos fundamentales para todos los seres hu­ manos en virtud de su condición de seres humanos.» Lo malo es que las personas que no han depositado su confianza en la fe, ni gozado de esa certeza básica, ni creído en el único Dios Indivisible, «están fuera del seno de la humanidad». A los in­ fieles sólo se les garantiza la vida, la propiedad y la libertad de culto.262 ¿Es imputable a la religión este integrismo? Fátima Mernissi hace un fascinante recorrido por la historia del islam para demostrar que no es la religión sino el despotismo de las clases dirigentes lo que ha llevado a los países árabes a la situación en que se encuentran. Lo llama «amputación de la modernidad». El gran miedo no es la incredulidad, sino la democracia. La Carta Arabe de Derechos Humanos, aproba­ da por la Liga Árabe en 1994, no establece el derecho a la organización ni a la participación política. Mernissi se pre­ gunta por qué la democracia es tan temida en África y Asia,

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y responde: «Porque afecta al corazón mismo de lo que cons­ tituye la tradición: la posibilidad de adornar la violencia con el manto de lo sagrado.»263 La «monstruosidad» de la mujer moderna frente al modelo tradicional no radica tanto en su acceso al saber como en el hecho de reivindicarse ciudadana y oponerse al Estado, tomando como referencia la Declara­ ción Universal. Por eso los integristas argelinos insistieron en el voto por persona interpuesta, lo que les permitió votar en lugar de sus mujeres en las penúltimas elecciones. En este ejemplo se ve cómo las religiones al mezclarse con el poder, favorecer las discriminaciones, y limitar las li­ bertades, se ven forzadas a luchar contra los que defienden la democracia, la igualdad de derechos o la libertad. Frente a una moral basada en la obediencia absoluta, frente a culturas que no han valorado nunca la libertad, se eleva una marea ética fundada en la libertad personal y los derechos indivi­ duales. La Iglesia católica también desconfió en un principio de los derechos humanos, porque alteraba su esquema jurídico básico. Éste defendía un proceso en cascada: Dios-ley natu­ ral—legislador-ley positiva—derechos positivos. Es decir, Dios había proclamado la ley natural, impresa en la misma natu­ raleza, que la razón humana podía descubrir. De Dios tam­ bién procedía el poder de legislar, de promulgar leyes positi­ vas. Sin embargo, esas leyes tenían que adecuarse a la ley natural para ser justas. El súbdito podía apelar a ella para re­ belarse contra el legislador inicuo. La ley natural era un re­ curso revolucionario. Basándose en ella era incluso lícito ma­ tar al tirano. El nuevo esquema, elaborado primero por teólogos juris­ tas católicos, como Occam, Vitoria, Suárez, Molina, y des­ pués por juristas protestantes, cambiaba el esquema. «Los derechos existen aunque Dios no existiera», escribió Grocio jugándose el tipo. Se prescindía de Dios pero se mantenía la

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ley natural. En la naturaleza del ser humano residen dere­ chos inalienables. Y uno de esos derechos era la libertad de conciencia. La ley natural se volvía contra la potestad de la Iglesia para imponerse a las conciencias. No hay razones teóricas ni prácticas para que las religiones no acepten la ética universal y después, en un segundo mo­ mento, intenten fundamentarla a su manera y desarrollarla en morales de la segunda generación.2^ Es indiferente que la digni­ dad humana se fundamente en la condición de hijos de Dios (cristianismo), de creyentes (musulmanes), de seres vivos (jainismo, budismo), en la razón (Ilustración) o en la propia hu­ manidad (confucianismo). Lo importante es que lafundamentación permanezca en el ámbito privado, y que la afirmación de la dignidad, del respeto, la realización de sus exigencias, se den en el ámbito público, universal, exento de discrimi­ nación. Al menos desde mi observatorio, fuera de las dos ciudadelas, veo la posibilidad de una armoniosa relación entre el mundo de las verdades privadas y de las verdades públicas, dentro de un poderoso marco ético, estimulante y creador.

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DICTAM EN

Teniendo en cuenta todos los argumentos dados en las páginas precedentes, a sabiendas de la complejidad del tema y de mis limitaciones, redacto el siguiente dictamen: 1. Un dictamen sobre Dios ha de convertirse forzosa­ mente en un dictamen sobre las religiones, lugar ori­ ginario del habla que habla de Dios. 2. Todas las religiones tienen en común la referencia a una realidad más profunda -o poderosa o buena o es­ piritual- que la cotidiana. Algunas la identifican con Dios y otras no. Hay religiones teístas y religiones no teístas. 3. Las religiones han tenido un origen mestizo y poco fiable, en el que se mezclan preocupaciones y expe­ riencias muy distintas: el miedo al caos, la necesidad de encontrar explicaciones, de buscar la salvación, de organizar la sociedad, el interés por garantizar la sa­ cralidad del poder y de la norma, las experiencias numinosas, extáticas, los sueños, las revelaciones, las in­ toxicaciones, los terrores. 4. De este confuso conglomerado de sentimientos y creencias emergieron algunos personajes revoluciona-

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rios, que cambiaron el rumbo de la humanidad: Moi­ sés, Zoroastro, los profetas de Israel, Buda, Lao-tsè, Confucio, Mahavira, Jesús de Nazaret, Mahoma y al­ gunos más. Comunicaron sus experiencias y revela­ ciones, convencieron o fascinaron, y determinaron el rumbo de la humanidad. 5. Las religiones se fundan en unas experiencias priva­ das que escapan a la corroboración científica. Propor­ cionan seguridad a quien las acepta, pero difieren en el modo de alcanzar esa seguridad. Puede derivar de un don divino, de una iluminación de la conciencia transfigurada, de la imitación de un maestro, la prác­ tica de un método, la pureza de corazón, o de los efectos provocados por la aceptación voluntaria de una creencia. 6. Las religiones no han sentido nunca gran interés por elaborar una demostración de la existencia de Dios, porque su fuente de certezas no depende de la razón, sino de una peculiar experiencia. Experiencia de la que sólo puedo hablar de oídas. Ha sido la filosofía -o una teología contagiada de filosofía- la que ha in­ tentado la demostración de la existencia de Dios, sin que haya llegado a resultados irrefutables. 7. Creo, sin embargo, que a partir de la experiencia del mundo material —único al que llego—y de sus crea­ ciones y fenómenos, la filosofía puede afirmar la exis­ tencia de una dimensión divina de la realidad, funda­ da en la percepción del existir. Esta dimensión ontològica tiene muchos de los rasgos que se han atribuido al objeto cultural «Dios», y que hemos re­ conocido al estudiar la experiencia religiosa: es afir­ mativa, autosuficiente, única, sin contrarios, tiene la universalidad de las leyes de la naturaleza, funda la eficacia de lo real, nada hay fuera de ella, no puede

tener antecedentes en su existir, ya que tendrían que existir también. Todo esto permite elaborar una teología tautológica. Me parece una afirmación ana­ lítica evidente decir que si existe el universo existen todas las condiciones de posibilidad del universo. Dios es una sustantivación de la dimensión divina de la realidad. Se trata de un Dios del que habría que predicar las propiedades de la realidad, puesto que surge de una dimensión suya, la divina. Es, pues, un Dios profano, que manifiesta su realidad en un universo material abierto, dinámico, evoluti­ vo, creador, vivo y consciente. Es, precisamente, en la conciencia del ser humano donde se hace presen­ te la dimensión divina de la realidad. 8. Desde la percepción del existir se puede recuperar una parte de la experiencia religiosa universal: la ex­ periencia del poder, del fundamento, del dinamis­ mo de lo real. Desde la percepción del existir huma­ no, se puede dar otro contenido a esas experiencias: la energía creadora, innovadora, ampliadora de po­ sibilidades, la consciencia como lugar de emergencia de la realidad humanizada. 9. Creo que la filosofía debe limitarse a esa afirmación tautológica de la existencia (de Dios). Nuestros siste­ mas conceptuales no son capaces de decir nada sobre la esencia de Dios. Son las religiones las que se encar­ gan de proponer distintas versiones de la esencia di­ vina, fuera del ámbito de la ciencia y de la filosofía. 10. Para comprender el valor cognoscitivo de las religio­ nes, debemos distinguir entre verdades privadas y verdades universales. Son verdades privadas aquellas que se imponen a una persona en su fuero íntimo, en su conciencia, pero que no pueden unlversalizar­ se. No se niega que puedan ser verdaderas, sino tan

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sólo que no alcanzan el nivel de verdades intersubje­ tivas, que son más seguras no en cuanto a su conte­ nido, sino al modo de justificación. Las verdades re­ ligiosas son verdades privadas individuales, o colectivas. De ahí procede la tendencia irremediable a la pluralidad y a la fragmentación de las religiones, que acabó concretándose en el derecho a la libertad religiosa. Cada persona puede tener una idea de la divinidad, vivirla como verdadera, y sentir que sería una traición renunciar a ella. Cuando se olvida que esas verdades son privadas, tal seguridad puede tras­ pasar los límites de la intimidad y pretender impo­ nerse a los demás. Religión y ciencia se constituyen como dos ciudades independientes, basadas en ex­ periencias independientes. Ninguna de ellas puede criticar a las otras en el ámbito de su competencia. 11. Se impone afirmar un Principio ético de la verdad: «Ninguna verdad privada puede aducirse para criticar una verdad pública e intersubjetiva, ni para guiar un comportamiento que pueda dañar a otra persona.» 12. Es posible fundamentar una ética, entendida como moral transcultural, que sirva de marco amplio don­ de situar la ciudadela religiosa y la ciudadela profa­ na. La ética procede de las morales religiosas, pero acaba convirtiéndose en un criterio de evaluación de las propias morales religiosas. La ética es juez último de las actividades prácticas del mundo religioso y del mundo profano. Si las religiones tienen razón, el comportamiento bueno -es decir, de acuerdo con las normas éticas- es el camino natural para entrar en el círculo religioso. 13. De los argumentos que anteceden a este dictamen se derivan unos criterios éticos a los que deberían someterse las religiones:265

- La compatibilidad de su moral con los principios éticos, y su aptitud para perfeccionarlos y reali­ zarlos.266 - La cercanía de una religión a la experiencia reli­ giosa, más que a una disciplina eclesial.267 - La confianza en la capacidad de la inteligencia para acercar al hombre a Dios.268 - En caso de fundarse en una escritura considerada sagrada, su capacidad para liberarse de una inter­ pretación literal.269 - La decisión de no utilizar sistemas de inmuniza­ ción dogmática, que invaliden toda nueva expe­ riencia.270 - La pureza de su transmisión, lo que implica la no utilización de medios coactivos, la no limitación de información a sus fieles, la libertad de discu­ sión, la no utilización del miedo como método de adoctrinamiento, y el respeto a otras religiones. - La separación del poder político y el rechazo de la fuerza para extender las creencias. 14. A la pregunta de si es inteligente a estas alturas ser religioso, he de contestar que hay formas inteligen­ tes y formas no inteligentes de serlo. La religión puede entenderse como el rechazo a admitir la clau­ sura del mundo natural, pragmático, economicista y técnico. Si se entiende bien, es una actitud de rebel­ día poética y creadora. No mira tanto al pasado como al futuro. Y confiere al hombre la nada trivial función de completar y dirigir las manifestaciones de la existencia (de Dios, en el sentido que he dado a esta palabra). Creo que es inteligente acceder a la religión desde la ética, no desde la credulidad. Me parece observar un lento esfuerzo de las religiones

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para recuperar su pureza inicial, liberarse de basura histórica, y convertirse en religiones de segunda gene­ ración, es decir, en religiones éticas, más preocupa­ das por la teopraxia que por la teología, más preo­ cupadas por divinizar la realidad que por evadirse divinamente de ella.271 Este es el dictamen que emito según mi más leal saber y entender, y que, de acuerdo con una sana tradición que la fi­ losofía debe aprender de los dictámenes jurídicos, someto a cualquier otro argumento mejor fundado en la realidad de los hechos.

NOTAS Y APUNTALAMIENTOS

Las notas proporcionan las referencias bibliográficas. Sin em­ bargo comento o amplío algunas de ellas, para apuntalar las prin­ cipales líneas de mi argumento, que son las siguientes: 1. Teoría de la evidencia, de las verdades privadas y de las verdades públicas. La tendencia de la religiones a lafragmentación como prueba de su carácter de verdadprivada. Las religiones, que comenzaron siendo sociales, tienden a privatizarse. 2. La existencia y la percepción de la existencia como punto de partida de una teología profana. 3. La evolución de las religiones hacia la ética, que nace de ellas y acaba despuésjuzgándolas. 4. La posibilidad de una ética como moral transcultural. Para mayor comodidad, pondré en cada caso la tesis apun­ talada (Ap.) por el comentario. 1. Lings, M., Muhammaad, Hiperión, Madrid, 1989, p. 166. San Bernardo, místico y padre de la Iglesia, predicador de la segunda cruzada, espanta por su ferocidad: «(Cristo) acep­ ta gustosamente como una venganza la muerte del enemigo»,

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«La muerte del pagano es una gloria para el cristiano, pues por ella es glorificado Cristo» («Las glorias de la nueva milicia», en Obras completas, BAC, Madrid, 1983, t. I, p. 503). El Dios de los ejércitos es figura común. Ya dijo Tácito, supongo que con ironía, que los dioses están del lado del más fuerte. 2. Runzo, J., Martin, N. M. (eds.), Ethics in the World religions, Oneworld, Oxford, 2001, p. 2. En 1965, Harvey Cox, uno de los voceros de la secularización, autor del best-seller La ciudad secular, vaticinaba el ocaso de la religión. En 1985, tuvo que reco­ nocer : «El mundo de la religión en decadencia, al que se dirigía mi primer libro, ha empezado a cambiar de un modo que pocas personas podían prever. (...) Más que de una era de secularización rampante y decadencia religiosa, parece tratarse de una era de re­ surgimiento religioso y de retorno de lo sacro» (La religión en la ciudad secular. Hacia una teología postmoderna, Sal Terrae, San­ tander, 1985, p. 17). Esa renovación es, sin embargo, multifor­ me, fragmentaria y caótica. «Se ha escrito sobre la metamorfosis de lo sagrado en el mundo moderno (Prades), las formas moder­ nas de lo sagrado (Ferrarotti), la consagración de lo profano y el retorno de lo numinoso (Giner), los equivalentes laicos de la reli­ gión (Durkheim), las religiones civiles (Bellah, Giner), las religio­ nes políticas (Gramsci, Diaz-Salazar, Zuo), la religión de la hu­ manidad (Comte, Durkheim), los fragmentos religiosos (Fierro), la religión invisible (Luckmann), la religión difusa (Cipriani), la religión implícita (Nesti), el rumor de ángeles (Berger), las nue­ vas sacralizaciones de los jóvenes «indiferentes» y «ateos» (Martí­ nez Cortés), los nuevos movimientos religiosos (Hervieu-Leger), el mito de la secularización y la imposible irreligión (Luckmann, Ferrarotti, Estruch), la sexualidad como religión (Cardús), el re­ torno de la religión y la revancha de Dios (Kepel), las pequeñas trascendencias y las trascendencias intermedias (Luckmann), las pararreligiones y cuasirreligiones (Prades), las religiones laicas (Gil Calvo), el trascender sin trascendencia (Bloch), los nuevos, mitos, las nuevas experiencias mistéricas (drogas, alucinógenos,

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psicodelia)» (Diaz Salazar: «La religión vacía. Un análisis de la transición religiosa en Occidente», en Diaz Salazar, R., Giner, S., Velasco, F. (eds.), Formas modernas de religión, Alianza, Madrid, 1994, p. 98). Huston Smith escribe sobre el significado religioso de las drogas alucinógenas {La percepción divina, Kairós, Barcelo­ na, 2001). Un copioso menú, no muy salutífero. (Ap. tesis 1.) 3. Los antropólogos se sirven cada vez más de las innova­ ciones culturales para detectar los cambios en la evolución hu­ mana. Son más precisas que los hallazgos anatómicos. Los neardenthales (150.000 a.C.) enterraban ya los cadáveres. Hasta los grupos humanos más arcaicos tienen elaborados sistemas de re­ ligión, mitos y relaciones familiares. Los tasmanos originarios, que se extinguieron en 1876, y cuya cultura había permanecido idéntica durante 35.000 años, tenían al menos cinco dialectos distintos y rituales religiosos (Donald, M., Origins of the Mó­ dem Mind, Harvard University Press, Cambridge, 1991, pp. 201 y ss.; Lock, A., Peters, Ch., Handbook of Human Symbolic Evolution, Blackwell, Oxford, 1999). 4. Smart, N., Las religiones del mundo, Akal, Madrid, 2000, p.8.

5. Bottéro, J., La religión más antigua: Mesopotamia, Trotta, Madrid, 2001, p. 68. Precioso libro. Smart, N., op. cit., p. 48. Según un dictamen atribuido a Mahoma, habría no me­ nos de 360 vías diferentes hacia la vida eterna (Coulson, N. J., Historia del derecho islámico, Bellaterra, Barcelona, 1998, p. 97). No sé si será casualidad, pero hasta la llegada de Mahoma la Kaaba albergaba 360 ídolos (Alili, R., Qu’est-ce que l’islam?, La decouverte, París, 2000, p. 23). (Ap. tesis 1.) 6. Cito algunas religiones nuevas: testigos de Jehová, fun­ dada en 1884, 16 millones; rastafaris, 1936, 200.000; risshokosei-kai, 1938, 5 millones; soka gakkai, nichiren shosu, 1935, 20 millones; católicos espiritistas (Brasil), 40 millones. Datos tomados de Smart, N., Atlas mundial de las religiones, Kónemann, Colonia, 2000, pp. 30-31. (Ap. tesis 1.)

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7. La «inquietud» es un tema clásico de la búsqueda de Dios agustiniana. «Inquieto está mi corazón hasta que descanse en Ti». La incapacidad de la acción para colmar el deseo le ser­ vía a Blondel para demostrar la existencia de Dios, como de­ fendió en su famosa obra LAction. Muchos autores han inten­ tado hacer lo mismo a partir del anhelo humano de felicidad, es el llamado «argumento eudemonológico». Se mete en un círculo vicioso. Para que el deseo natural lleve a Dios es necesa­ rio que haya sido creado previamente por Dios, que es precisa­ mente lo que se quiere demostrar. 8. Eliade, M., Historia de las crenciasy de las ideas religio­ sas, Cristiandad, Madrid, 1978, p. 40. 9. Gimbutas, M.: «La religión de los baltos», en Ries, J. (coord.), Tratado de antropología de lo sagrado, Trotta, Madrid, 1995, t. II, p. 330. 10. Darmesteterm, The Zend-Avesta II, Sacred Books ofthe EastXXIII, Oxford, 1883, p. 85. 11. Bruhadaranyaka Upanisad, I, 4, 10. 12. San Buenaventura (1221-1274), general de la orden franciscana, organizador de la biografía oficial de San Francisco de Asís, autor de una poética y fantástica metafísica de la luz, des­ confiaba de las demostraciones racionales de la existencia de Dios: «Son más ejercicios intelectuales que razones evidentes» (Quaest. disp. de mysterio Trinitatis, q. 1, a. 1). El alma limpia percibe inmediatamente la existencia de Dios. Las criaturas están llenas de vestigios, huellas, semejanzas divinas. Descubre hasta 21 vestigios (Itiner., II, 1-10). Sus Obras completas están publi­ cadas en la BAC, Madrid. Karl Jaspers habla de algo parecido a los vestigios: «Como existencia orientamos nuestro pensamiento hacia la Trascendencia por medio de objetos a los que llamamos cifras.» «Fulguran en el fondo de las cosas.» «Sólo desde la hones­ tidad (Wahrhafiigkeit) se captan en su pureza.» Su reconocimien­ to «postula la frescura del mirar, la capacidad de maravillarse» {Lafe filosófica, Losada, Buenos Aires, 1953). (Ap. tesis 4.)

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13. En todo el mundo indoeuropeo los poetas tienen una función religiosa. «Estos poetas de cuño indoeuropeo que en las distintas culturas se van especializando con el tiempo y dan así vida tanto al guslar eslavo como al sacerdote védico o al aedo griego» (Campanile, E., «Aspectos de lo sagrado en la vida del hombre y de la sociedad celta», en Reis, J., Tratado de antropo­ logía de lo sagrado, Trotta, Madrid, 1995, t. II, p. 201). «El arte poético se manifiesta como un milagro al que no se puede acce­ der mediante el aprendizaje» (Neuman, E., Mitos de artista, Tecnos, Madrid, 1992, p. 13) Es curioso que en la sura XXVI del Corán se lanza una diatriba contra los poetas, y en la LXIX Mahoma se defienda de sus adversarios que le presentan como un poeta: «No es la palabra de un poeta -¡qué poca fe tenéis!» Sin embargo la mística islámica más seductora es la de los poe­ tas, en especial la de los místicos persas. 14. Platón, Ion, 531. 15. Corbin, H., La imaginación creadora en el sufismo de Ibn Arabi, Destino, Barcelona, 1993. Los filósofos iranios lla­ maron a la región de la experiencia religiosa ’alam al-mithal, «el mundo de la imagen». No es un mundo irreal. «Es el nivel on­ tològico en el que el sentido espiritual de las revelaciones se convierte en sentido literal, porque a ese nivel alcanzamos una percepción sacramental o una conciencia sacramental de los se­ res y de las cosas, es decir, de su función teofánica, porque nos libra de confundir un icono, que es precisamente una imagen metafísica, con un ídolo» (Corbin, H., Le paradox du monothéisme, L’Herne, París, 1981, p. 210). (Ap. tesis 1.) 16. Heidegger dixit: «La esencia de la imagen es dejar ver algo (...) Por esto las imágenes poéticas son imaginaciones (Ein-Bildungen), en un sentido especial: no meras fantasías e ilusiones sino imaginaciones (resultado de meter algo en imáge­ nes), incrustaciones en las que se puede avistar lo extraño en el aspecto de lo familiar» (Heidegger, M., Conferencias y artículos, Ediciones del Serval, Madrid, 1994, p. 175).

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17. Queremos que la religión nos libere de la «insignifi­ cancia», que es el «sinsentido cotidiano». Hablando de los grie­ gos, Mircea Eliade escribe: «Los griegos aprendieron que el mejor medio de escapar del tiempo es explotar las riquezas, in­ sospechables a primera vista, del instante vivo. La sacralización de la finitud humana y de la «trivialidad de una existencia ordi­ naria» constituyen un fenómeno relativamente frecuente en la historia de las religiones. Pero fue especialmente en China y en Japón durante el primer milenio de nuestra era donde la sacralizacion de los límites y las circunstancias alcanzó las más altas cimas y llegó a influir en las respectivas culturas. Al igual que en Grecia antigua, esta transmutación del «hecho natural» se tradujo igualmente en una estética peculiar» (op. cit., n. 8, t. 1, p. 279). 18. Ríes, J., «La India y lo sagrado», en Ries, J. (coord.), Tratado de antropología de lo sagrado, Trotta, Madrid, 1995, t. II, p. 75. 19. Boyer, R.: «El hombre y lo sagrado entre los eslavos», en Reis, J., op. cit., nota 9, p. 277. Sobre los cultos solares, Eliade, M., Tratado de Historia de las religiones, Cristiandad, Madrid, 3.a ed., 2000, pp. 219-255. 20. La frase central de la sabiduría védica es Tat tvam asi: tú eres eso (Chandogya Upanisad, 6, 8, 7). 21. Estas tres funciones coinciden con las enunciadas por Geertz, C., The Interpretation of Cultures, Hutchinson, Lon­ dres, 1975, pp. 100-123. Me ha resultado muy útil el libro de Brian Morris Introducción al estudio antropológico de la religión, Paidós, Barcelona, 1995. 22. Séneca, De la vida retirada, c. V. Max Weber —en sus asombrosos e inigualados Ensayos sobre sociología de la religión (Taurus)—postulaba la existencia de una necesidad metafísica o compulsión interna por parte de la mente humana a entender el mundo como un cosmos dotado de sentido. Creo que tiene razón. Según Peter Berger, «la religión es el intento audaz de

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concebir el universo entero como algo humanamente significa­ tivo» (Para una teología sociológica de la religión, Kairós, Barce­ lona, 1971, p. 50). 23. Enumah Elis, poema babilónico compuesto a comien­ zos del segundo milenio antes de Cristo, citado por Eliade, op. cit., t. IV, p. 110. Quiero aprovechar la ocasión para men­ cionar el monumental trabajo dirigido por G. del Olmo Lete Mitología y religión del Oriente antiguo, Ausa, Sabadell, 1993, 4 vols. 24. Rigveda, X, 129. Los Vedas son escritos en sánscrito, anteriores al budismo, a los que hoy todavía se les reconoce en la India el carácter de revelación: es la ’sruti, la revelación del conocimiento divino, que se opone a la smri, la memoria, la tradición, a la que pertenecen las ciencias auxiliares necesarias para la comprensión del sacrificio o los códigos legales. Su composición se remonta a la entrada de los indoarios en el valle del Indo, en el segundo milenio antes de Cristo. 25. El texto está tomado del Libro de Apofis vencedor, un escrito tardío pero que recoge materiales de un período relati­ vamente antiguo (Eliade, M., Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Cristiandad, Madrid, 1980, t. IV, p. 108). 26. Mito procedente de las Islas de la Sociedad, tomado de Craighill, E. S., Polinesian Religión, Honolulú, 1927, p. 11. 27. Mito de los boshongos, tribu bantú, tomado de Leach, M., The Beginnings, Nueva York, 1956, p. 145. 28. Me interesa aclarar la idea de «vástagos parricidas». La cultura tiene una matriz religiosa y confusa, cuyo desarrollo ha llevado, al menos en Occidente, a la secularización y al análisis. La ciencia se separó de la religión, la técnica de la magia, la éti­ ca de la moral. También derecho y religión eran la misma cosa (Ries). Ésta es la historia de nuestra familia, y por ello conmo­ vedora. Lo malo es que está sin escribir. Por ejemplo, no co­ nozco una historia de la responsabilidad personal. ¿Por qué hemos llegado a pensar que la autenticidad es mejor que la obe­

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diencia mecánica a la norma? ¿Por qué hemos pensado que la libertad es mejor que la realización coactiva de lo bueno? El li­ bro de Skinner Más allá de la libertady de la dignidad no era el exabrupto de un positivista ensoberbecido, sino que planteaba un problema muy serio. Una obra como la de Orlando Patterson —Freedom in the Making of Western Culture, Basic Book, Nueva York, 1991- que explica la génesis de nuestra idea de li­ bertad debería ser prolongada. Nuestra cultura está penetrada genealógicamente de religión. Las nociones de libertad, inviola­ bilidad de la conciencia, derecho a resistir a la autoridad injus­ ta, que constituyen el núcleo de la Revolución francesa, esen­ cialmente laicista, tienen origen católico y protestante, como ha demostrado Dale K. Van Kley en su obra The Religious Origins of the French Revolution, Yale University Press, New Haven, 1996. Un caso claro de vástago parricida es nuestra idea del do­ lor o del mal. La utilizamos para negar la existencia de Dios. Pero el dolor, la muerte, el mal, la finitud, hechos naturales, sólo resultan injustos cuando dejan de ser naturales, es decir, cuando se los considera en un marco sobrenatural o religioso. Gustavo Bueno estudia con perspicacia la «esencia evolutiva» de las religiones. Las religiones terciarias -las más evoluciona­ das- critican los mitos de las religiones secundarias y «culmi­ nan en la destrucción de toda religión positiva, en la iconoclastia y el ateísmo» (Bueno, G., El animal divino, Pentalfa, Oviedo, 2.a ed., 1996, p. 241). En este libro considero que la ética es el vástago parricida de la religión. La ética, como moral transcultural, transreligiosa —no antirreligiosa—, acaba juzgando a la religión de la que procede. Pero es la misma religión la que se va moralizando primero y eticizando después. La deriva des­ de la religión a la ética se ve claramente en la historia de la teo­ logía cristiana del siglo XX, que me atrevo a resumir en las si­ guientes etapas: teología liberal (Harnack), teología dialéctica (Barth), teología hermenéutica (Fusch, Ebeling), teología exis­ tencia! (Bultmann, Tillich), teología de la secularización (Bon-

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hoeffer, Van Burén, Robinson), teología de la muerte de Dios (Altizer), teología de la historia (Cullman, Thils), teología de la esperanza (Moltmann), teología política (Metz), teología de la liberación (Gutiérrez, Sobrino). Veo una claro rumbo ético. (Ap. tesis 3.)

29. Hick, J., «Las religiones no son en primer lugar filosofí­ as o teologías, sino caminos primarios de salvación-liberación» (Hick, J., The Rainbow ofFaiths Critical Dialogues on Religious Pluralism, SCM Press, Londres, 1995, p. 112). Weber: «Como regla, los oprimidos o, al menos, aquellos amenazados de sufri­ miento, necesitan profetas y redentores; los afortunados, los pro­ pietarios, los grupos dominantes, no sienten esa necesidad. Por consiguiente, los grupos sociales menos favorecidos suelen ser en la mayoría de los casos los destinatarios naturales de las profecías que anuncian una religión de redención» (Gerth, H., Wright Mills, C., From Max Weber: Essays in Sociology, Routledge, Lon­ dres, 1948, p. 274). Worsley, en su célebre trabajo sobre los cul­ tos cargo en Melanesia, coincide: «Como toda necesidad de sal­ vación expresa algún tipo de sufrimiento personal, es normal que la opresión económica y social potencie los sentimientos de salvación» (Worsley, P., The Trumpet Shall Sound, Paladín, Londres, 1957, p. 294). Las religiones han cumplido una doble tarea: legitimar el poder, llamando a la sumisión; y defender al pobre, llamando a la rebelión o al menos poniendo deberes al poderoso. La moralización de los dioses va unida a este último apecto, por ejemplo en los profetas de Israel. (Ap. tesis 4.) 30. Para comprender la complejidad espiritual del yoga, ahora convertido en una especie de gimnástica espirituosa, creo que el mejor libro continúa siendo el de Mircea Eliade Yoga, inmortalidady libertad. Un clásico. 31. Reis, J., Tratado de antropología de lo sagrado, Trotta, Madrid, 1995, t. I. 32. Malinovski, B., Magic, Science and religión, and Others Essays, Souvenir Press, Londres, 1974.

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33. Salmo 69. 34. La secularización ha usado la categoría de símbolo. Se relaciona con el psicologismo de tipo freudiano, neofreudiano o jungiano que permite interpretar la religión como un «sistema simbólico» que «realmente» se refiere a fenómenos psicológicos. Esta vinculación peculiar tiene la gran ventaja, percibida y apro­ vechada en Norteamérica, de legitimar las actividades religiosas como una especie de psicoterapia (Schneider, L., y Dornsbusch, S., Popular Religión, University of Chicago Press, Chicago, 1958; Klausner, S., Psychiatry and Religión, Free Press, Nueva York, 1964). William James, después de decir que la terapia es la única contribución americana a la filosofía, se ríe un poco de las religiones de la mind cure (James, W., Las variedades de la expe­ riencia reigiosa, Península, Barcelona, 1999, pp. 69 y ss.). 35. Eliade, M., Historia de las creencias y de las ideas reli­ giosas, Cristiandad, Madrid, 1978, t. I, p. 160. 36. En la teología árabe tawhid es la confesión de fe mo­ noteísta. Pero es un causativo. Más que «Uno» significa «lo que unifica» (Corbin). 37. Shakespeare, Troilo y Cresida, act. 1, esc. III, w. 101124. 38. Panikkar, R., «La religión del futuro», en Fraijó, M., Filosofía de la religión, Trotta, Madrid, 1994, p. 743. 39. Pániker, A., El jainismo, Kairós, Barcelona, 2001, p. 99. 40. Geertz, C., Negara, The Theatre State in Nineteenth Century Bali, Princeton University Press, Princeton, 1980, p. 124. 41. Durkheim, como es sabido, consideró que la religión cumplía ante todo una función social. Creía que la creencia re­ ligiosa más primitiva era el totemismo, que permitía la unidad del clan. Su interpretación me parece verdadera pero incomple­ ta. «La unidad de los pueblos se refuerza a través de la religión», dice el Libro chino de los ritos, del siglo III a.C. «Las ceremonias son el nexo que mantiene unida a las multitudes. Si ese nexo

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desaparece, caen en la confusión.» En las guerras de religión eu­ ropeas latía esta preocupación política por mantener los reinos unidos. Y Robespierre lo supo. Robertson Smith también con­ sidera que «la religión no existe para la salvación de las almas, sino para asegurar y preservar el bienestar de la sociedad». Es conocido que una de las misiones de Mahoma fue unificar las tribus árabes mediante una unión de nuevo cuño: la fe religiosa común que trascendía los lazos tribales. En la actualidad, el is­ lamismo continúa funcionando como seña de identidad. La noción de «religión civil», expuesta por Robert Bellah, como una metafísica del Estado al servicio de la homogeneización del pueblo y de la consolidación del poder, sería un nuevo renacer de esta idea (Bellah, R., Civil Religión, Harper and Row, Nueva York, 1974). 42. Fue la tesis de Fustel de Coulanges en su influyente li­ bro La ciudad antigua. Consideraba que las ideas religiosas son las causas de los cambios sociales. 43. En la cúspide de la jerarquía africana se sitúa el rey o el gran jefe. El poder supremo es sagrado. El soberano participa de las fuerzas del mundo más que el resto de los mortales. El jefe ideal es, por sus funciones, un mediador indispensable entre la vida del mundo y su comunidad. Es un canal de corriente vital que, cuando ya no cumple eficazmente su papel de mediador, debe desaparecer. «La colectividad de los hombres, insertada en el orden de la naturaleza, tiene más importancia que el indivi­ duo, aún cuando se trate de reyes» (Maquet, J. J., Afíicanité traditionelle et moderne, Presence Africaine, París, 1967, p. 90). 44. Runzo, J., y Martin, N. M. (eds.), op. cit., nota 2, p. 13345. Este proceso de abstracción y racionalización de un dios supremo es frecuente en la historia de las religiones: Brah­ mán, Zeus, el dios de los filósofos helenistas. También se da en el judaismo, el cristianismo y el islam (Eliade, M., op. cit., nota 34, t. III, 26). Según Otto la desaparición del aspecto demo­ níaco, irracional, de la divinidad va acompañada de una mora­

lización de los dioses {Lo santo, Alianza, Madrid, 1986, p. 152). (Ap. tesis 3.)

46. Einstein reconocía que era profundamente religioso: «Al intentar llegar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza, encontramos que tras las relaciones causales discernibles queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi reli­ gión es venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender.» Es en el dios de Spinoza en quien cree. Einstein desarrolló sus ideas en un artículo en New York Times Magazine. Según él hay tres estadios de la experiencia religiosa. Prime­ ro, la religión del miedo. Segunda, la religión moral. Tercero, «el sentimiento cósmico religioso por el que el hombre percibe con asombro el sublime y maravilloso orden, armonía de la na­ turaleza, al tiempo que siente la inutilidad y la pequeñez de los deseos humanos». García Bacca, en uno de los más sorprenden­ tes libros de teología que he leído, lleva hasta el extremo esta divinización de las leyes naturales: «Las fórmulas del campo gravitatorio, y podemos añadir las del campo electromagnético de Maxwell-Hertz, están acampadas en el campo geométrico (métrico): espacio-temporal.» Son los «universales» del univer­ so. Son la universalidad real de «lo divino». Físicos actuales, como Boltzmann, tuvieron ya la impresión de que las fórmulas del campo electromagnético de Maxwell eran algo divino; y se pregunta Boltzmann en el prólogo a su obra Teoría de Maxwell (1908), tomando unos versos del Fausto de Goethe: «¿Fue un dios quien escribió estos signos?» (García Bacca, J. D., Qué es Dios y quién es Dios, Anthropos, Barcelona, 1986, p. 120). 47. Marina, J. A., y de la Válgoma, M., La lucha por la dignidad, Anagrama, 2000, pp. 253 y ss. 48. Iliada, XVI, 433. Esto es una prueba de la progresiva moralización de la divinidad. Paul Tillich escribe: «La justicia es el criterio que juzga la santidad idolátrica. En nombre de la justicia, los profetas atacaron las formas demoníacas de la santi­ dad. En nombre de la Diké, los filósofos griegos criticaron un

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culto demoníacamente deformado.» «Lo santo se convirtió en lo justo, en lo moralmente bueno (...) El mandamiento divino de ser santos como Dios es santo, se interpretó como una exi­ gencia de perfección moral» (Tillich, P., Teología sistemática, Sígueme, Salamanca, 1982, t. I, p. 280). (Ap. tesis 3.) 49. Baghavad-Gita, IV, 8. 50. Isaías, 9, 6. 51. Schillebeeckx, E., Los hombres, relato de Dios, Sígue­ me, Salamanca, 1989, p. 32. (Ap. tesis 3.) 52. Marina, J. A., Teoría de la inteligencia creadora, Ana­ grama, Barcelona, 1993. 53. Marina, J. A.: El laberinto sentimental, Anagrama, 1996; idem, El vuelo de la inteligencia, Debolsillo, Barcelona, 2000 .

54. La teoría de la evidencia es fundamental para todo el argumento de este libro. La evidencia es un modo de presentar­ se a la conciencia un objeto, una proposición, un razonamien­ to, un valor, que obliga al sujeto a aceptarlo como objetivo, real, verdadero. Es pues la fuerza impositiva del contenido de la experiencia o del contenido del pensamiento. Sobre este fenó­ meno irresistible y, al mismo tiempo, poco de fiar, se eleva todo nuestra construcción científica, filosófica, teológica, estéti­ ca. Cada una sobre un tipo distinto de evidencia. Ele de adver­ tir que utilizo un concepto fenomenológico de «experiencia». Es aquel acto de conciencia en que algo se me presenta «dado en persona», por usar el término husserliano. Se opone al mero «mentar, indicar, representar vacío». Esto amplía el campo de las experiencias, claro está, a las experiencias ideales (matemáti­ cas, por ejemplo), afectivas, estéticas y religiosas. Hay autores que reservan la palabra «experiencia» para un acto de conoci­ miento que nos ponga en contacto con la realidad. A mi juicio, es el propio desenvolverse de la experiencia, con sus corrobora­ ciones y tachaduras, lo que nos permite al final afirmar que el objeto considerado es real. No creo que se adelante nada ne­

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gando la posibilidad de una verdadera «experiencia religiosa», con tal de advertir que la experiencia no nos dice de entrada nada sobre la realidad del objeto experienciado. Julián Velarde, en su libro El agnosticismo (Trotta, Madrid, 1996), niega que se pueda aceptar una «experiencia religiosa». En la verdadera experiencia, escribe, «hay una conexión no simple (entre un su­ jeto y un objeto) sino múltiple, o mejor, hay un sistema de relaciones de ese sujeto con otros sujetos y con otros objetos» (p. 39). Lo que dice es verdad, pero no en el orden que lo dice. Cuando una experiencia nos presenta un objeto que está rela­ cionado con otros objetos, con otras experiencias coherentes, y con las experiencias coordinadas de otros sujetos, nos parece una experiencia más verdadera, y su objeto más probablemente real, que cuando no se da esa cohesión. La fuerza que tiene la experiencia perceptiva se debe a la universalidad y facilidad de su acceso, y la realidad que atribuimos a las cosas materiales se debe, en efecto, a la fuerza y riqueza de sus enlaces sistemáticos. Pero nada de esto niega el campo de las evidencias privadas, acerca de las cuales lo único que podemos decir es que tienen un grado menor de verificación, de universalidad, de emunah, de consistencia, que las verdades públicas. En este libro defien­ do una «experiencia de lo divino», indicando lo que entiendo con esta palabra, para no caer en vaguedades piadosas. (Ap. te­ sis 1.) 55. Odisea, 14, 259. 56. El miedo ha estado siempre relacionado con la reli­ gión. Lactancio, Religio et majestas et honor metu consistent: la religión, la majestad y el honor descansan sobre el miedo. Hume escribió: «Las primeras ideas de la religión no surgen a raíz de la contemplación de las obras de la naturaleza, sino de una actitud de preocupación ante la vida y de esperanzas y mie­ dos incesantes que estimulan la mente humana» (Hume, D., The Natural History of Religión, Adam & Black, Londres, 1956, p. 27). Lo mismo afirma Paul Radin, Primitive Religión:

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Its nature and Origin, Dover, Nueva York, y también Robert Lowie, Primitive Religión, Liveright, Nueva York, 1924. 57. Otto, R., Lo santo, Alianza, Madrid, 1980. 58. La palabra tiene una bella etimología: me = «poder», y lam = «incandescente» (Bottéro, J., La religión más antigua, Trotta, Madrid, 2001, pp. 60 y ss.). 59. Eclesiástico, 19, 18. 60. Van der Leeuw, G., Fenomenología de la religión, FCE, México, 1964, p. 17. 61. De aquí, si le he entendido bien, pretendía sacar Zubiri una demostración de la existencia de Dios. El comporta­ miento de una especial causa segunda, el ser humano, tiene una cualidad especial: es libre, lo que implica que no puede fundar­ se en la causalidad natural, ya que la excede, sino que tiene que fundarse en un poder extranatural. Dios es el poder que funda la libertad del hombre. Como creo que la libertad humana puede explicarse por mecanismos naturales, no me parece que esa demostración sea concluyente. Por lo demás, Zubiri habla del poder de lo real. Creo que la experiencia básica es de el poder en lo real, por eso es posible el paso a las divinidades o espíritus (que son las que otorgan el poder a las cosas). Ha expuesto su teología en tres obras: El problema filosófico de la historia de las religiones, Alianza, Madrid, 1993; El problema teologal del hom­ bre: Cristianismo, Alianza, Madrid, 1997; El hombre y Dios, Alianza, Madrid, 1984. Creo que son intentos de hacer una «fi­ losofía cristiana», proyecto de dudosa legitimidad. 62. Kena Upanisad, 1, 5-9. 63. Katha Upanisad, 1,2. 64. La distinción aparece ya en Platón. La causa primera actúa por sí misma, las causas segundas dependiendo de la pri­ mera. 65- Teresita de Lisieux: Obras completas, El monte Carme­ lo, Burgos, 1960. Urs von Balthasar ha escrito una espléndida biografía, Teresa de Lisieux, Herder, Barcelona, 1964.

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66. García Morente, M., El «Hecho extraordinario» y otros escritos, Rialp, Madrid, 1986, p. 50 y ss. 67. He dedicado mucho tiempo a estudiar los siete copio­ sos volúmes de esta enciclopedia erudita, piadosa y oscura escri­ ta por Urs von Balthasar, Gloria, una estética teológica, Encuen­ tro, Madrid, 1989. Funda la verdad del cristianismo en la evidencia estética de la figura de Cristo, y para justificar esta es­ pecie de argumento ontológico basado en la belleza hace un re­ corrido agotador por la historia de la filosofía, la literatura y la teología. El argumento -hasta donde lo he entendido- no me parece nada convincente, pero el comentario de textos es muy interesante. (Ap. tesis 1.) 68. Katha Upanisad, I, 2, 12. Taittiriya Upanisad, 2, 1. 69. Katha Upanisad, II, 1, 1. 70. Ibid., I, 3, 12. 71. Ibid., II, 1, 10-11. 72. Martín, C. (ed.), «Introducción» a Upanisad con los comentarios advaita de Sankara, Trotta, Madrid, 2001, p. 23. 73. Tattvasangraba, vol. II, Gaekward Oriental Series, n.° XXXI, 1926, v. 3588. 74. Chandogya Upanisad, VIII, 1. 75. Joachin Jeremías se esforzó en buscar las palabras au­ ténticas de Jesús. Cf. Palabras de Jesús, Sígueme, Salamanca, 1968, Palabras desconocidas deJesús, Sígueme, Salamanca, 1979. 76. Algunos investigadores señalan una era axial, un corte en la historia, alrededor del siglo VI antes de nuestra era, en la que se iniciaron las grandes tradiciones religiosas mundiales: allí se sitúan los filósofos jonios, los grandes profetas judíos, Zoroastro, Buda, el jaina Mahavira, los Upanisads hinduistas, Confucio y Lao-tsé. Es posible que Zoroastro sea anterior y Buda un poco posterior. Junto a Jesús y Mahoma forman el grupo de personajes más influyentes de la humanidad. Los grandes creadores. J. Macquarrie en su obra The Mediators, SCM Press, Londres, 1995, menciona nueve maestros: Moisés,

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Zoroastro, Lao-tsé, Buda, Confucio, Sócrates, Khrisna, Jesús, Mahoma (p. 12). Khrisna no parece ser un personaje histórico. 77. Bergson, H., «Les deux sources de la morale et de la religión», en Oeuvres, Édition du centenaire, PUF, París, 1963, p. 1046. Obra indispensable. 78. Génesis, 15. 79. Éxodo, 3, 1-22. 80. Éxodo, 19, I6yss. 81. Nishitani, K., La religión y la nada, Siruela, Madrid, 1999. p. 185. Max Scheler explicó la imitación al maestro, el deseo de identificación con él, como uno de los grandes moto­ res de la influencia religiosa. 82. Pániker, A., ElJaínismo, Kairós, Barcelona, 2001, p. 314. 83. Heidegger, M., «Sólo desde la verdad del ser se puede pensar la esencia de lo sagrado. Sólo desde la esencia de lo sa­ grado se puede pensar la esencia de la divinidad. Sólo a la luz de la esencia de la divinidad puede ser pensado y nombrado lo que debe nombrar la palabra Dios» (Carta sobre el humanismo. Cf. Torres Queiruga, A., «Heidegger y el pensar actual sobre Dios», Revista Española de Teología, 50, 1990). 84. Andrew Lang (1898) defendió que el monoteísmo fue la creencia más arcaica. Esta teoría la desarrolló P. W. Schmidt en los doce tomos de su Der Ursprung der Gottesidee. A pesar de su erudición, no parece que esta teoría sea aceptable. 85. Una copiosa documentación puede verse en el libro de Antonio Fernández-Rañada Los científicos y Dios, Nobel, Ovie­ do, 2.a ed., 2000. 86. Pániker, A., op. cit., nota 82, p. 308. 87. Hume, D., Investigaciones sobre el entendimiento hu­ mano, sect. XIII, part. III. 88. Otto, R., op. cit., nota 57. Al comenzar ya advierte que quien no tenga sentimiento religioso «debe renunciar a la lectura de este libro» (p. 16). 89. Marina, J. A., Teoría de la inteligencia creadora. He es­

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tudiado la importancia que tiene el «reconocimiento de for­ mas», como comienzo de nuestra capacidad cognitiva. Es el fundamento de los conceptos, y de las clases. 90. Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, FCE, Méxi­ co, 1964. 91. A. R. Luria estudió las alteraciones que se producen en las lesiones del lóbulo frontal, que dejan sin control a la in­ teligencia computacional, El cerebro en acción, Fontanella, Bar­ celona, 1974. 92. Sum. Theol., I, 1, ad. 2. 93. Para explicar la diferencia entre fe y razón, entre co­ nocimiento natural y conocimiento sobrenatural, los teólogos medievales distinguían entre una luz natural, racional, y una luz sobrenatural. Los datos recibidos del exterior necesitaban de una iluminación intelectual para hacerse comprensibles. Cada tipo de luz presentaba un modo de comprensión. 94. James, W., Las variedades de la experiencia religiosa, Península, Barcelona, 1986. 95. Kata Upanisad, I, 2, 9. 96. Kata Upanisad, II, 3, 12. 97. Nishitani, K., op. cit., nota 81, p. 42. 98. Suzuki, D. T., Introduction to Zen Buddhism, Rider, Londres, 1949, p. 34. 99. Ibid., p. 97. 100. FE Diem, como toda la teología radical, ataca «el presupuesto de que la teología tiene en común con las demás ciencias un mismo concepto de verdad» (I, p. 35). La ciencia es el saber del «hombre natural», del pecador. (Ap. tesis 1.) 101. Barth, K., «Die Theologie und der heutige Mensch», en Zwischen den Zeiten, 8, 1930, p. 383. Karl Barth es un teó­ logo interesante por su rotundidad, que le convierte en «proto­ tipo» de una actitud teológica. Entró en la vida pública en 1923. La «teología liberal» intentaba racionalizar el cristianis­ mo, Barth y la «teología dialéctica» defendían la radical innova­

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ción cristiana. Ningún camino conduce del hombre a Dios: ni la vía de la experiencia religiosa (Schleiermacher), ni la vía de la historia (FFarnack, Troeltsh), ni siquiera la vía metafísica. El único camino practicable va de Dios al hombre —no al revés—y se llama Jesucristo. Entre el hombre y Dios pasa una línea de muerte (Todeslinie) absolutamente infranqueable para el hom­ bre. Su Dogmática eclesial es una gigantesca obra en 13 tomos, diez mil páginas, verdadera suma teológica del siglo XX, a la que dedicó más de treinta años. Su dialéctica llega a lo feroz. Por ejemplo, toda la teología católica se basa en la noción de «analogía». La razón no puede conocer directamente a Dios, pero sí alcanzarle a partir de las analogías que siempre hay entre el efecto y la causa. Pues bien, en el tomo VIII de su Die Kirchliche Dogmatik suelta esta andanada: «Creo que la analogía entis es una invención del Anticristo, y pienso que, precisamente por su causa no se puede ser católico. Me permito añadir que todas las demás razones que puedan aducirse para no hacerse católico me parecen pueriles y poco dignas de consideración.» A lo lar­ go de la redacción de su Dogmática Karl Barth se fue «humani­ zando», como las religiones en general. El protestantismo se ha encerrado siempre en un irracionalismo. En las tesis latinas de Lutero, escritas poco antes del 31 de octubre de 1517, se lee: nec rectum dictamen babet natura, nec bonam voluntatem: la na­ turaleza no tiene ni un juicio recto ni una voluntad buena. 102. Berger, P., op. cit., nota 22, p. 247. 103. Sum. Theol., II-I, q. 75, a. 1. 104. FFomilía pronunciada en Pisa el 11-6-65, recogida en la encíclica Mysterium fidei, SARPE, Madrid, 1965, p. 33. 105. Fülóp-Miller, R., Antonio, el santo de la renunciación, Espasa Calpe, Madrid, 1946, p. 84. 106. Popper, K., La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona, 1992, pp. 392 y ss. 107. Vedantasara, I, 3, 7. 108. Küng, H., ¿Existe Dios?, Cristiandad, Madrid, 1978.

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Hans Albert hizo una contundente crítica de este libro en La miseria de lafilosofía, Alfa, Barcelona, 1982. 109. Panneberg, W., Teoría de la ciencia y teología, Cris­ tiandad, Madrid, 1981. 110. Picaza, X., Experiencia religiosa y cristianismo, Sígue­ me, Salamanca, 1981, p. 87: «La experiencia hermenéutica o de sentido pone la garantía de verdad en lo que podemos lla­ mar autentificación, esto es, en la capacidad de enriquecimien­ to vital que proporciona: más que el dominio sobre el mundo o la conquista de ventajas técnicas importa el ofrecimiento de un sentido gratificante en el amor, belleza o plenitud de la existen­ cia. Tal es la prueba de la autentificación.» 111. Martín Velasco, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid, 1995, pp. 60 y ss. 112. San Bernardo: In Canticum, sermo 74, 5-6. El crite­ rio es siempre moral: «El que dese experimentar si Dios habita en él, que examine en una búsqueda sincera el interior de su corazón, e investigue exactamente con qué humildad resiste al orgullo, etc.» (Sermo 38, 3-4). (Ap. tesis 3.) 113. Contra Gentes, cap. XI. - En el Corán se distingue claramente entre la sumisión a Dios (islam) y la fe (imán): «Los beduinos dicen: “¡Cremos!” Di: “¡No creeis!” ¡Decid, más bien: “¡Hemos abrazado el islam!” La fe no ha entrado aún en vues­ tros corazones (...) Son creyentes únicamente los que creen en Dios y en su Enviado, sin abrigar duda alguna, y combaten por Dios con su hacienda y su persona» (sura XLIX, 14-15). 114. Berger, P., op. cit., nota 22, p. 57. 115. Sófocles, Antígona, 821. 116. Ignacio de Loyola, Obras completas, BAC, Madrid, 1963, p. 806. 117. Congar, Y. M. J., El Espíritu Santo, Herder, Barcelo­ na, 1983, p. 125. 118. Altizer, T. J., y Hamilton, W., Teología radical y la muerte de Dios, Grijalbo, Barcelona, 1967. p. 10. Tal vez fuera

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Friedrich Gogarten quien planteó casi obsesivamente el tema de la secularización, entendida «como un proceso en la historia del espíritu, que consiste en la transformación de ideas, cono­ cimientos y experiencias originariamente cristianos en ideas, conocimientos y experiencias de la razón humana universal» (Gogarten, F., Destino y esperanzas del mundo moderno, Fontanella/Marova, Barcelona, 1971, p. 11). Tesis interesante para mi argumento: «La secularización tiene su fundamento en la esencia de la fe cristiana y es una legítima consecuencia de ella» {ibid., p. 20). La fe cristiana, vista en su esencia bíblica y teoló­ gica, es fe justificante: justifica al hombre ante Dios, seculariza el mundo y lo entrega a la autonomía y a la responsabilidad del hombre. Años más tarde, Johan Baptist Metz, en su Teología del mundo (Sígueme, Salamanca, 1970), formula la misma tesis: «La mundanidad del mundo, tal como ha ido surgiendo en el proceso moderno de mundanización y tal como se nos presenta hoy, de forma globalmente exasperada, ha surgido en su funda­ mento aunque no en sus manifestaciones históricas singulares, no ya contra el cristianismo, sino gracias al cristianismo; la mundanidad del mundo es, originariamente, un fénómeno cris­ tiano» (p. 20). En 1963 se publica Honestto God{trad. castella­ na Ariel, Barcelona, 1967), del obispo Robinson. Une desmitificación (Bultmann), dimensión de profundidad (Tillich) y cristianismo no religioso (Bonhoeffer). Ese mismo año aparece el libro de Van Burén, teólogo episcopaliano, El significados se­ cular del evangelio, Península, Barcelona, 1968. En sus últimas obras propone una teología política: «Sólo una teología que sea a la vez política puede ser verdaderamente una teología hoy» (Van Burén: «Ci può essere una teologia ogi?», en Peerman, D., y Ginellini, R. (eds.), Teologia dal Nordamerica, Queriniana, Brescia, 1974, p. 430). La teología evoluciona hacia la ética. (Ap. tesis 3.)

119. Richard, R. L., Teología de la secularización, Sígue­ me, Salamanca, 1969, p. 9.

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120. Van Burén, P. M., op. cit., nota 118, p. 129. 121. Helena Béjar ha estudiado la relación entre las ONG y el cristianismo en El mal samaritano, Anagrama, Barcelona, 2001 .

122. «No cómo sea el mundo es lo místico sino que sea», dijo Wittgenstein en su Tractatus (6,44), en los Notebooks lo llama «maravilla», «milagro», «algo sorprendente». Cuando to­ das las preguntas científicas han sido contestadas, aún queda una pregunta por responder: ¿Por qué es todo eso? Cf. Barret, C., Etica y creencia religiosa en Wittgenstein, Alianza, Madrid, 1994, pp. 109 y ss. 123. Eliade, M La búsqueda. Historia y sentido de las reli­ giones, Kairós, Barcelona, 1999, p. 152. 124. Platón, Banquete, 211. 125. Suzuki, D., y Fromm, E., Budismo zen y psicoanálisis, FCE, México, 1985, p. 15. 126. Suzuki, D. T., Introduction to Zen Buddhísm, Rider, Londres, 1949, p. 86. 127. Chandogya Upanisad, III, 14, 1. 128. Ibid. 129. Baghavad-Gita, VII, 18. 130. Ibid., VII, 25. 131. Ibid., II, 55. 132. Ibid., 62. 133. Suzuki, D., op. cit., nota 125, p. 80. 134. Saddhatisa, H., Introducción al budismo, Alianza, Madrid, 1994, p. 46. 135. Tao Te Ching, Tecnos, Madrid, 1996, p. 21. 136. Pániker, A., op. cit., nota 82, p. 23. 137. La teología cristiana se metió en un callejón sin sali­ da al admitir propiedades contradictorias en el «acto de fe». Te­ nía que ser voluntario, pero no podía serlo, ya que era un don de Dios. Tenía que ser racional, pero no podía serlo porque te­ nía también que ser libre, y no somos libres de aceptar lo que se

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nos demuestra racionalmente. Tomás de Aquino habla de la fe de los demonios, que creen «ex perspicacitate naturalis intellectus» (Sum. Theol., II-II, q. 5, a. 2). Es decir, separa rotunda­ mente la fe del conocimiento natural. La fe de los demonios jugó un papel importante en la teología medieval (Beumer, J., «Et daemones credunt (Jac. II, 19). Ein Beitrag zur positiven Bewerlung der fies informis», en Gregorianum, 1941, t. XXII, pp. 231-251). Sobre la fe, el mejor libro que conozco es el de Ro­ ger Aubert: Le problème de l’acte de foi, Warny, Lovaina, 3.“ ed., 1958. Pero no soy experto en el tema. (Ap. tesis 1) 138. Mateo, 13, 10. 139. Marcos, 4, 13. 140. Juan, 3, 19. 141. Ver el comentario a esta frase en la colosal obra de Jacques Dupont Les béatitudes, Gabalda, Paris, 1973, t. III, pp. 557 y ss. 142. «Quien no ha abandonado la mala conducta, quien no tiene los sentidos en equilibrio, y una mente concentrada sin ansiedad, no puede llegar al Ser ni siquiera por el conoci­ miento» (Katha Upanisad, II, 24). Podría multiplicar los para­ lelismos. Los sufíes creen que sólo un corazón puro y despierto es capaz de recibir la inspiración (ilham), la iluminación (ichraq), el desvelamiento (kachfi y la visión mística (chuhud). (Mortazavi, D., «El sufismo», en Balta, P. (comp.), Islam. Civi­ lización y sociedades, Siglo XXI, Madrid, 1994, p. 58.) 143. Heschel, A. J., Los profetas, Paidós, Buenos Aires, 1973, t. I, p. 74. Los profetas hebreos protagonizan una mora­ lización de la religión. Por ejemplo, critican los sacrificios. «¿Acaso se delita el Señor tanto en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la voz del señor?» (1 Sam., 15, 22). Amos y los profetas siguientes afirman que cuando prevalece la inmoralidad el culto es detestable. Sostenían que la forma pri­ mordial de servir a Dios es por medio del amor, la justicia y la rectitud. Esto era una actitud revolucionaria. «¿Qué es lo que

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exigen todos los dioses?» —se pregunta Heschel—«Sacrificios, in­ cienso, reverencia a su poder» (p. 70). El hecho de que los pa­ dres no titubearan en sacrificar a sus hijos sobre el altar nos muestra la suprema seguridad de que lo que los dioses más de­ seaban era el holocausto. Cuando Mesha, el rey de los moabitas, se vio amenazado, sacrificó a su propio hijo, quien debería sucederle en el trono (II Reyes, 3, 27). A mi juicio la interpreta­ ción sacrificial de la muerte de Cristo, pertenece a una mentali­ dad superada ya en la Biblia por los profetas y por el mismo Cristo, que afirmó la preeminencia de la misericordia sobre el sacrificio. La moralización de la divinidad —a la que tantas veces me refiero en este libro—es una gran innovación. La religión griega, por ejemplo, no destaca el vínculo entre los dioses y la moralidad. Los dioses eran crueles y vengativos. «La crueldad no se tomaba demasiado en cuenta, ya fuera en las acciones de los reyes con el pueblo o en el comportamiento de los dioses para con la humanidad» (Guthrie, W. K. C., The Greeks and Their Gods, Londres, 1950, p. 119). (Ap. tesis 3.) 144. Sofonías, 2, 3. 145- Isaías, 5, 1. 146. Jeremías, 22, 15. 147. Jeremías, 9, 23. 148. Sartre, J. P., El ser y la nada, Losada, Buenos Aires, 1966, p. 586. 149. «Si escribiéramos la historia de la mente, sin ningún tipo de interés religioso, desde el punto de vista de la historia natural, tendríamos todavía que explicar la facilidad del hom­ bre para convertirse de repente como una de sus peculiaridades más curiosas» (James, W., op. cit., nota 94, p. 178). 150. Teresa Renata de Espíritu Santo, Edith Stein, Dinor, San Sebastián, 2.“ ed., 1960, p. 77. Su maestro Husserl apenas habló de religión. «He querido alcanzar a Dios sin Dios», co­ mentó en una ocasión. Pero resulta chocante el número de sus discípulos que se acercaron a la religión. El mismo Husserl lo

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reconoció en una conversación en 1934: «Un gran número de mis alumnos se ha vuelto radicalmente hacia la religión de ma­ nera notable. Unos se han hecho cristianos evangélicos profun­ damente creyentes, otros se han convertido a la Iglesia católica» (Miribil, E., Edith Stein, Taurus, Madrid, 1956, p. 121). Me atrevo a sospechar que era por la claridad de su idea de «eviden­ cia», su idealismo trascendental, muy cercano al de los Upanisads, como he comentado, y, sobre todo, porque la epojé fenomenológica exige un esfuerzo de purificación intelectual. Cf. Ales Bello, A., Elusserl. Sulproblema di Dio, Studium, Roma, 1985. (Ap. tesis 1) 15L Simone Weill lo contó en Espera de Dios, Sudameri­ cana, Buenos Aires, 1954, p. 34. Cf. Moeller, Ch., Literatura del siglo X X y cristianismo, Gredos, Madrid, 8.a ed., 1981, pp. 291 y ss. 152. Marcos, 1, 16-20; Mateo, 4, 18-21; Lucas, 5, 1-10. 153. Harvey, P., El budismo, Cambridge University Press, 1998, p. 45. 154. Pániker, A., op. cit. nota 82, p. 174. 155. Lings, M., op. cit., nota 1, p. 54. En la tradición islá­ mica se dice que después de Khadija y Alí, su sobrino, el pri­ mer hombre adulto convertido fue Abou Bakr al-Siddik, el me­ jor amigo de Mahoma, después el hijo adoptivo de Mahoma, Zayd, y el servidor africano Bilal. Gran importancia tuvo la conversión de Oumar, un personaje relevante. Durante una vi­ sita de su hermana, cuya conversión al islam desconocía, oyó recitar lo que Dios revelaba al profeta y fue subyugado. Pidió ser conducido ante Mahoma y abrazó el islam. Y rezó con él en el templo de la kaaba, cosa que nadie había hecho antes de él (Alili, Qu’est-ce que l’islam?, La Decouverte & Syros, París, 2000, p. 34). 156. Heidegger, M., Sendas perdidas, Losada, Buenos Ai­ res, 1960. 157- Leyes, 887 c.

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158. Tillich, P., op. cit., nota 48, t. I, p. 268. 159. Ibid., p. 304. 160. Pascal puso de moda el enfrentamiento entre el Dios de los filósofos y el Dios de las religiones, que yo aprovecho también, y por eso hablo de un Dios profano: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de los cris­ tianos, es un Dios de amor y de consuelo, es un Dios que llena el alma y el corazón de aquellos que él posee; es un Dios que les hace sentir internamente su miseria y su misericordia infinita, que se une al fondo de las almas, que las llena de humildad, de alegría, de confianza, de amor; que las hace incapaces de otro fin que no sea Él mismo» (pensamiento 556). El Dios de los fi­ lósofos le resulta un poco fantasmal porque «es el corazón quien siente a Dios y no la razón» (pens. 268). «Las pruebas metafísicas son tan embrolladas que impresionan poco» (pens. 543). Gustavo Bueno ha hecho una taxonomía de las distintas relaciones entre el Dios de los filósofos y el de las religiones a lo largo de la historia, en Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la re­ ligión, Mondadori, Madrid, 1989, p. 128. 161. Para Barth la teología sólo es posible como «obedien­ cia». «De Dios sólo puede hablar Dios», dice en Das Wort Cot­ íes und Die Theologie. 162. Heidegger, M., Identidad y diferencia, Anthropos, Barcelona, 1988, p. 152. 163. Cf. Maceiras, M., «Dios en la filosofía de Paul Ricoeur», en Fraijó, M., Filosofa de la religión, Trotta, Madrid, 1994, p. 679. 164. Schillebeeckx, E., Los hombres, relato de Dios, Sígue­ me, Salamanca, p. 112. 165. Un resumen de los principales intentos de demostra­ ción, juzgados desde el tomismo estricto, en González Álvarez, A., Teología natural, Gredos, Madrid, 1968. Hay filósofos y teólogos que consideran que las demostraciones de Dios no de­ muestran nada, «pero que al menos algunas de ellas, aún des­

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pués de la refutación general de esta lógica aparente, pueden se­ guir teniendo muy bien el valor de articular razones fundadas que merecen ser escuchadas en la consideración de la existencia de Dios y que en cierto modo recomiendan su aceptación sin demostrarla» (Hans Joñas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, Barcelona, 1998, p. 179). 166. Sum. Theol., I, 2, ad 3. 167. Behe, M. J., La caja negra de Darwin, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1999. 168. Swinburne, R., The Existence ofGod, Clarendon, Ox­ ford, 1979. 169. La historia del argumento ontològico es fascinante. Lo formula por primera vez Anselmo de Canterbury en el si­ glo XI. Tomás de Aquino lo rechaza. Lo aceptan San Buena­ ventura, Duns Scoto, Descartes, Leibniz. Kant, a mi juicio, lo deshace con una crítica demoledora, pero el argumento no muere. Hegel vuelve a aceptarlo, desde su nueva idea de Razón: «No es la pretendida razón humana, con sus límites, la que co­ noce a Dios, sino el espíritu de Dios en el hombre... es la autoconciencia de Dios la que se sabe a sí misma en el saber del hombre» (Lecciones sobre las pruebas de la existencia de Dios, Madrid, 1970, p. 70). Barth dedicó una obra entera a comen­ tar el argumento de San Anselmo, y comentó más tarde que en él se encuentra «la clave de su pensamiento posterior». Mantu­ vo que el argumento se hace desde la fe, no para llevar a la fe. En los últimos cuarenta años ha sido cada vez más estudiado. En I960 N. Malcolm, discípulo de Wittgenstein, publica Anselms Ontological Arguments. Su formulación de nuevo parece contundente: «Si Dios no existe, su existencia es imposible, y si Dios existe, su existencia es necesaria. Para que la existencia de Dios fuera imposible, tendría que ser contradictoria. Como el concepto de Dios no es contradictorio, la existencia de Dios es necesaria». Pasa del plano lógico (la no contradicción) al plano real: la existencia. Plantinga ha vuelto a hacer una versión más

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elaborada (God and Other Minds, Cornell University Press, Itaca, 1967, y The Nature ofNecessity, Clarendon, Oxford, 1974). Creo que tampoco es una demostración concluyente. Alvin Plantinga, en sus últimos libros -una trilogía sobre el concepto de warrant, que a su juicio es lo que distingue el conocimiento de la fe-, admite una facultad cognitiva natural que nos permi­ te formar creencias básicas sobre Dios. Lo último que he leído de él es Warranted Christian Belief, Oxford University Press, Nueva York, 2000. 170. Les recordaré algo de Kant. La idea de existencia como posición absoluta fue elaborada por Kant en 1763, en El único fundamento posible para demostrar la existencia de Dios y reelaborado en la Critica de la razón pura. Sólo podemos afir­ mar la existencia de algo a partir de la percepción. «Si no empe­ zamos por la experiencia o si no progresamos según las leyes de la conexión empírica de los fenómenos, en vano querremos adi­ vinar o averiguar la existencia de una cosa cualquiera». Insiste: «Sólo podemos llegar a una existencia que por algún lado debe estar comprendida en el nexo de la experiencia de la cual la per­ cepción dada es una parte; de donde resulta que la necesidad de la existencia nunca puede ser conocida por conceptos, sino siempre sólo por el enlace con aquello que es percibido según leyes universales de la experiencia» (Crítica de la razón pura, A, 277', B, 279). Transcribo un famoso texto sobre lo posible y lo real: «Porque como los táleros posibles expresan el concepto y los táleros reales el objeto y su posición, en el caso de que aquello contuviera más que esto, mi concepto no expresaría el objeto completo y, por consecuencia, no sería el concepto ade­ cuado a él. Pero yo soy más rico con cien táleros que con un simple concepto (es decir, con su posibilidad). En la realidad, efectivamente, el objeto no está simplemente contenido analíti­ camente en mi concepto, pero se suma sintéticamente a mi con­ cepto, sin que por esta existencia fuera de mi concepto, estos cien táleros concebidos sufran el más mínimo aumento. Cuan­

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do yo concibo, en consecuencia, una cosa, cualquiera que sea y por más numerosos que sean los predicados por los cuales yo la pienso (aun en la determinación completa), nada añado absolví tamente a esta cosa por el hecho de que le añada esta cosa es. Porque de otra manera lo que existiría no sería exactamente lo que había concebido en mi concepto, sino más bien alguna otra cosa, y no podría decir que existe precisamente el objeto de mi concepto» (A, 598, B, 626). (Ap. tesis 3.) 171. Cualquier geómetra, matemático o lógico formal sabe que puede inventar cuantos sistemas formales quiera, con solo postular unos axiomas y una reglas de transformación (Cf. el bello libro de R. Hofstadter G. E. B., Un Eterno y Grácil Bu­ cle, Tusquets, Barcelona, 1987). 172. El cauteloso Kant fue muy tajante en estos temas: «Afirmo que todas las tentativas de una razón meramente espe­ culativa en relación con la teología son enteramente estériles (...) De no basarnos en principios morales o servirnos de ellos como guía, no puede haber teología racional ninguna, ya que todos los principios sintéticos del entendimiento son de uso in­ manente, mientras que el conocer un ser supremo requiere ha­ cer de ellos un uso trascendente para el que nuestro entendi­ miento no está equipado» (Critica de la razón pura, A, 637, B, 664). 173. Manser, G. M., La esencia del tomismo, Credos, Ma­ drid, 1947, p. 403. 174. Press, F., Science and Creationism: A View from the National Academy of Sciences, National Academy Press, Wash­ ington, 1984, p. 6181. Sin embargo, según datos estadísticos de Irene Nowakowski, el porcentaje de profesores creyentes en las facultades de estudios humanistas es decididamente más bajo que en las de medicina, ciencias naturales, matemáticas, disci­ plinas técnicas y ciencias jurídicas. Con los estudiantes parece ocurrir exactamente lo mismo: el porcentaje de creyentes entre los alumnos de las facultades de humanidades es, con mucho,

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más bajo (Kolakowski, L., Vigencia y caducidad de las tradicio­ nes cristianas, Amorrortu, Buenos Aires, 1973, p. 13) 175. Lo cuenta Andrés Torres Queiruga en Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander, 1998, p. 17. 176. Schillebeeckx, dominico, dice algo sorprendente por su modestia: «El mismo Jesús no sólo revela a Dios sino que también lo oculta, ya que apareció entre nosotros en una hu­ manidad no divina» (Schillebeeckx, E., Jesús in Our Western Culture. Mystícism, Ethics and Politics, SCM Press, Londres, 1987, p. 2). 177. Faure, S., Doce pruebas que demuestran la no existen­ cia de Dios, La Máscara, Valencia, 1999. Es un libro muy ele­ mental, pero que me ha servido como una especie de catecismo agnóstico. En realidad el positivismo, como sentenció uno de sus grandés expositores, Littré, admite que «la ciencia no esta­ blece la inexistencia de Dios, pero tampoco su existencia». En el siglo pasado ha habido algunos movimientos tendentes a probar la imposibilidad de Dios. Anthony Flew cree que la no­ ción de «ser perfecto», un ser que posee todas las perfecciones, es contradictorio (Flew, A., God and Philosophy, Hutchinson, Londres, 1966, p. 135). Kai Nielsen: No podemos dar ningún contenido a la palabara «Dios», luego «ni siquiera puede plan­ tearse la cuestión de la existencia de Dios» (Nielsen, K., Can­ teraporary Critiques of Religión, MacMillan, Londres, 1971, p. 131). O’Hear hace una crítica que afecta a la tesis de este li­ bro. La noción filosófica de Dios, dice, requiere que éste no sea un ente entre los entes, sino la pura existencia carente de pro­ piedades. Tal noción es absurda, porque para que algo exista tiene que tener alguna propiedad» (O’Hear, A., Experience, Ex­ planaron an Faith, Routledge, Londres, 1984, pp. 51 y ss.). En efecto, hablar de una existencia sin existente es como hablar de un movimiento sin móvil. ¿Y, tal vez, lo mismo que hablar de una energía sin masa? Dejemos esto por ahora. Lo que ocurre

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es que yo he partido de lo real. He considerado la existencia tan sólo como una dimensión de lo real (la dimensión divina de lo real, si se quiere usar un lenguaje clásico), sin hipostasiarla. No niego que Dios tenga una esencia. Sólo digo que la filosofía no llega hasta ella -o al menos hasta donde yo alcanzo en filoso­ fía-, y que esa averiguación queda en manos de las religiones, o de una ampliación de la experiencia del existir que subraya los aspectos conscientes (religiones upanisádicas y budistas), el poder de la acción libre (Tillich, Jaspers, Zubiri) o la acción creadora de valores, que me interesa más. Pero éstas son suge­ rencias, más que demostraciones. (Cf. Romerales, E., «Philosophical Theology», en Fraijó, M. (ed.), Filosofía de la religión, Trotta, Madrid, 1994, pp. 558 y ss.). (Ap. tesis 2.) 178. Pániker, A., op. cit., nota 82, p. 36. 179. Rapoport, R. A.,: Ritual y religión en la formación de la humanidad, Cambridge University Press, Madrid, 2001, p. 464. 180. Joñas, H., op. cit., nota 165, p. 206. 181. Lubac, H. de, Exégese médiévale, Aubier, París, 1959, t. I, p. 14. El libro, por supuesto, es un prodigio de agobiante erudición. Estudia las cuatro formas tradicionales de interpre­ tar la Escritura: literal, alegórica, mística y moral. Durante mu­ cho tiempo la teología cristiana fue sólo exégesis (p. 111). De acuerdo con lo que mantengo en este libro, creo que la exé­ gesis moral es la que se ha ido imponiendo en este siglo. (Ap. tesis 3.)

182. Eugenio Trías, en su estupendo libro La edad del es­ píritu, Destino, Barcelona, 1994, que es una sabia genealogía del Espíritu, describe el quinto eón como la aparición de la hermenéutica. Al testigo presencial le sustituye una comunidad hermenéutica, constituida alrededor del texto. Es el tiempo de la exégesis, la interpretación y la infinita hermeneusis (p. 264). A mi juicio, una decadencia. 183. Janet, P., De la angustia al éxtasis, FCE, México, 1991.

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184. Janet, P., Névroses et idées fixes, Félix Alean, París, 1898, p. 383. 185. Gibson, J. J., The Senses Considered as Perceptual Systems, Houghton Mifflin, Boston, 1966; idem, The Ecological Approach to Visual Perception, Houghton Mifflin, 1979. 186. A pesar de los años, continua siendo indispensable el libro del egregio Werner Jaeger La teología de losprimeros filóso­ fos griegos, FCE, México, 4.a ed., 1993, pp. 93-111. 187. Bajtin, M., La cultura popular en la edad media y en el renacimiento, Alianza, Madrid, 1989, p. 273. 188. San Buenaventura afirma que el conocimiento de Dios comienza por una «cointuición». Al experimentar las co­ sas creadas experimentamos a la vez —coexperimentamos- la existencia de su causa, en cuanto en ellas vemos con un conoci­ miento cointuitivo que existe Dios, cuya intuición no posee­ mos. «Nuestra experiencia de la existencia de Dios es la condi­ ción misma de la inferencia mediante la cual pretendemos establecerla.» Es decir, cualquier demostración de la existencia parte ya del conocimiento de la existencia (Gilson, E., Philosophie de S. Bonaventure, p. 127). Barth también pensaba que to­ das las demostraciones de la existencia de Dios son posteriores a la fe en Dios. Por ejemplo en su obra sobre el argumento on­ tològico de San Anselmo. (Ap. tesis 3.) 189. Los ontologistas, con una larga tradición, defienden que cuanto conoce el entendimiento humano lo conoce en Dios. «La intuición contemplativa es común a todos por natu­ raleza; pero la maestría de hacerla reverberar plena y distinta­ mente en la reflexión es rarísima y concedida a pocos hombres» (Gioberti, Introduzione allo studio della filosofia, Bruselas, 1840, t. I, c. Ili, p. 405). «Nel nostro caso lo spirito intuente, perce­ pendo l’Ente nella sua concretezza, non lo vede già nella entità astratta e raccolto in sè stesso, ma qual è realmente, cioè cau­ sante, producente le esistenze, ed strinsecantesi colle sue opere; e quinde percepisce la esistenza, come termine dell’azione de-

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ll’Ente» (ibid., t. II, c. IV, p. 60). Rosmini afirmaba que la pri­ mera verdad conocida es la intuición del ser como tal, eterno, inmutable, increado y simplicísimo. Fue condenado por el San­ to Oficio el 14 de diciembre de 1887. Lo que defiendo en este libro es que la percepción de la existencia lleva implícita lo que al conceptualizarlo se ha llamado culturalmente «Dios». Me he limitado a mostrar —no a demosrar deductivamente—que es viable el paso desde la percepción del existir a la noción de Dios. Una noción hasta ese nivel vacía. (Ap. tesis 3.) 190. Spinoza: El amor intelectual del espíritu respecto de Dios es una parte del amor infinito con el que Dios se ama a sí mismo, Ética, V, 36. Fichte: Dios es el ser verdadero que se ex­ presa a través de todo, principalmente de la existencia humana. No lo vemos, perdidos como estamos en las figuras, pues «nuestro mismo ojo es un estorbo para nuestro ojo», pero cuan­ do despertamos, «la divinidad misma aparece de nuevo en ti, en su forma primera y original, como vida, como tu propia vida, la que tú debes vivir y vivirás». Schelling: Deus est res cunetas. Pone el predicado en acusativo: Dios existe a todas las cosas. Eckhart: El ojo con que veo a Dios es el mismo ojo con que Dios me ve; mi ojo y el ojo de Dios son un mismo ojo, un solo ver, un solo conocer y un solo amar». Algunos textos de los Upanisaddicen exactamente lo mismo. (Ap. tesis 3.) 191. Contra gentes, I, 28. 192. Summ Theo., I, 8, 1. 193. DePot., 7, 2, ad 9. 194. Tomás de Aquino, De Ver., 21, 5. Me ha sido de gran utilidad el libro de J. M. Artola Creación y participación, Aquinas, Madrid, 1963. 195. Ibid., 22, 2, ad. 1. Categórica afirmación ontologista de Tomás de Aquino: «Puesto que inteligir no es más que intuir, que no es otra cosa que la presencia de lo inteligible en el intelec­ to de algún modo, sic anima semper intelligit se et Deum: el alma siempre se conoce a sí misma y a Dios» (ISent., dist. 3, q. 4, a. 5).

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196. Sum Theol., I, 104, 1. 197. Zubiri, X., El problema filosófico de la historia de las religiones, Alianza, Madrid, 1993, pp. 41 y ss. 198. Las filosofías de la creatividad y del proceso -Bergson y Whitehead, fundamentalmente- que van en este mismo ca­ mino me parecen sugestivas pero excesivamente audaces. 199. Tillich, P., op. cit., nota 48. 200. Suzuki, D., op. cit., nota 125. 201. Harvey, op. cit., nota 153, p. 41. 202. Voillaume, R., Por los caminos del mundo, Marova, Barcelona, 1964, p. 118. 203. Nishitani, op. cit., nota 81, p. 282. 204. García Bacca, J. D., Hôrdelin y la esencia de la poesía, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 56. 205. Von Balthasar, H. U., Gloria. Una estética teológica, Encuentro, Madrid, 1985, tomo V, p. 597. 206. Tomás de Celano, «Vida primera de San Francisco de Asís», en Escritos completos de San Francisco de Asís, Bibliote­ ca de Autores Cristianos, Madrid, 1965, p. 300. 207. Rilke, Carta a Huklewicz, citado por G. Torrente Ballester en el prólogo a su traducción de Réquiem y las elegías de Duino (Nueva Época, Madrid, 1946, pp. 73-92). 208. Dupuis, J., Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Sal Terrae, Santander, 2000, p. 27. 209. Katha Upanisad, I, 2, 19. 210. Ibid., I, 2, 23. 211. Ibid., II, 1, 3. 212. Ibid, II, 1, 10. 213. Ibid., II, 2, 9. 214. Isa Upanisad L 6. 215. Katha Upanisad II, 2, 15. 216. Brihadáranyaka Upanisad, Br. Up. III, 9, 28 217. Martín, C. (ed.), Brahma-Sutras, con los comentarios advaita de Sankara, Trotta, Madrid, 2000, p. 40.

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218. Katha Upanisad, I, 3, 4; Brihadáranyaka Upanisad, 3, 9,28. 219. Svetasvara Upanisad, 6, 11. 220. Brihadaranyaka Upanisad, IV, 5, 15. 221. Comentario de Sankara a los Brahma-Sutras, ed. cit., nota 225, p. 57. Allí mismo encuentro una frase misteriosa: «No puede ser negado por nadie, porque es el Ser de todas las cosas y está más allá de la aceptación o el rechazo» (p. 58). 222. Juan de la Cruz, Llama de amor viva, 1,1. 223. «El solo existir existentifica a los existentes múltiples, porque fuera de él no hay más que la nada» (Corbin, H., La paradoxe du monothéisme, L’Herne, París, 1981, p. 11). Para el trenzado intercultural que estoy describiendo, conviene leer el libro de Toshihiko Izutsu Sufismo y taoísmo, Siruela, Madrid, 1997. 224. Brihad-amyaka Upanisad, III, 4, 3-2; Eliade, IV, 640. 225. Martín, C., Conciencia y realidad Trotta, Madrid, 1998, p. 179. Es de agradecer su esfuerzo por traducir al caste­ llano el pensamiento advaita. 226. Ibid, 176. 227. Chandogya Upanisad, VI, 2, 1. 228. Tillich, P., El coraje de existir, Estela, Barcelona, 1968, p. 151. 229. Geertz, C., «Religion as a cultural System», en Banton, M. (ed.), Anthropological Approaches to Religion, ASA monograph, núm. 3, Tavistock, Londres, 1965, p. 32. 230. Exodo, 3-14. Este texto ha tenido una importancia sin igual en la historia de la teología y de la filosofía occidenta­ les. Puede verse como muestra Libera, A. de, Zum Brunn, E., Celui qui est. Interprétations juives et chrétiennes dExode 3-14, Cerf, Paris, 1986. 231. Eckhart, Johanns, El fruto de la nada, Siruela, Ma­ drid, 1998, p. 49. 232. Suzuki, op. cit., nota 125, p. 15.

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233. Bergson. La relación entre Dios y la Acción ha sido estudiada por dos filósofos franceses. Louis Lavelle: «Dios es el objeto de una fe espiritual, por la cual cada uno de nosotros tiene conciencia de constituir su ser y su destino, y que no vive ella misma sino de la respuesta que no cesa de solicitar y que Dios no cesa de hacerle.» (De L ’Acte, p. 156). Maurice Blondel es el otro autor. Partiendo de un análisis de la acción llega a las siguientes conclusiones: 1) la insuficiencia del orden natural, entendido como el orden en que se despliega la acción del hombre; 2) la necesidad de un orden sobrenatural, único que puede consumar la acción humana; 3) la impracticabilidad de una vía de acceso a lo sobrenatural y la invitación a intentar la vía de la experiencia de la fe cristiana. «Absolutamente imposi­ ble y absolutamente necesario, he aquí exactamente la noción del sobrenatural: la acción del hombre excede al hombre, y todo el esfuerzo de su razón consiste en ver que no puede, que no debe limitarse a ella. Espera cordial del mesías ignoto; bau­ tismo de deseo que la ciencia humana no puede provocar, puesto que esta misma necesidad es un don» (La acción, BAC, Madrid, 1996, p. 436). 234. Marina, J. A., y de la Válgoma, M., op. cit., nota 47, pp. 253 y ss. 235. Hesiodo, Teogonia, 22. 237. Platón, Fedro, 245a. 238. San Pablo, 1, Cor, 3, 9. 239. Spicq, C., Agapé dans le Nouveau Testament, Gabalda, París, 1966. 3 vols. Obra de magnífica erudición. Paul Tillich identificaba la religión con la profundidad, con la búsque­ da de lo incondicionado, dentro de cada una de las actividades del espíritu: «En esta situación, sin morada, sin el mínimo lu­ gar en que establecerse, la religión comprende enseguida que no tiene necesidad de buscar una morada. En todas partes está en su casa, es decir, en la profundidad de todas las funciones de la vida espiritual del hombre. La religión es la dimensión de

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profundidad de cada una de ellas. La religión es el aspecto de profundidad del espíritu humano en su totalidad» (Teología de la cultura, 1959, p. 16.). «Es la orientación que sostiene todas las funciones del espíritu hacia lo incondicionado» («Religionsphilosophie», en Frühe Hauptwerkw (Gesammelte Werke I), Evangelische Verlagswerke, Stuttgart, 1959, p. 350). Consiste en ser «atrapado por una preocupación última». 240. «Discurso a Diogneto» en Padres Apostólicos, D. Ruiz Bueno (ed.), BAC, Madrid, 1965, pp. 813. Etty Hillesum, una joven judía holandesa, que se presentó voluntariamente en 1942 en el campo de concentración de Westerbork para ayudar y compartir el destino de su pueblo, y murió al año siguiente en las cámaras de gas de Auschwitz escribió en su diario: «Quiero ayudarte, Dios, para que no me abandones. Sólo una cosa me resulta cada vez má clara: que tú no puedes ayudarnos, sino que nosotros debemos ayudarte a ti, y de esa manera final­ mente nos ayudamos a nosotros mismos. Es lo único que im­ porta. Con cada latido del corazón comprendo más claramente que no puedes ayudarnos, sino que debemos ayudarte a ti y de­ fender tu morada dentro de nosotros hasta el último momen­ to» (Joñas, H., op. cit., p. 251). La teología de la liberación si­ gue esta dirección. Y también la teología a secas. Tomemos el caso de Bonhoeffer. La figura de Cristo —que en el curso de Cristologia que profesó en 1933 había definido con la estructu­ ra de «estar-en-el-centro»- en sus últimos escritos se describe con la estructura «ser-para-los-demás» (fur-Andere-da-sein). (Ap. tesis 3.) 241. Sartre, J. P., El existencialismo es un humanismo, Edhasa, Barcelona, 1989, p. 22. 242. Adorno y Horkheimer, Crítica de la razón instrumen­ tal, Sur, Buenos Aires, 1973, p. 11. 243. Horkheimer, Anhelo de justicia, Trotta, Madrid, 2000, p. 165 y ss. 244. Jenófanes, B11, B12.

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245. Van der Leeuw, G., op. cit., nota 60, p. 161. 246. Llamazares, D., Derecho de la libertad de conciencia, Civitas, Madrid, 1997, p. 60. 247. Torres Queiruga, A., Recuperar la creación, Salterrai, Santander, 1997, p. 60. Estudia la superación del «dios demo­ niaco» del Antiguo Testamento. 248. Oseas 11, 8-9. 249. Otto, R., op. cit., nota 57, p. 134. Sólo por haber comprendido que la moralización de la idea de Dios es «el pro­ blema y rasgo fundamental de la historia de la religión», este autor merece su fama. Lo numinoso se transforma en lo santo. (Ap. tesis 3.)

250. Frase subrayada por F. Rosenweig en Der Stern der Erlósing, Suhrkamp, Frankfurt, 1990, p. 203. Ibn ‘Arabi es más tajante todavía: «Nosotros le hemos procurado la manifestación a través nuestro, mientras que él nos procuraba (existir por me­ dio de él)». O también: «Es Dios quien me hace existir. Pero conociéndolo, yo a mi vez le hago existir» (Fosus al-Hikam, El Cairo, 1946,1, p. 83, y II, p. 67). 251. San Agustín, De dono pers., XII, 30; Cif. De gratia Christi et de peccato originali, II, XIX, 21; XX, 22; XXI, 23; De corruptione et gratia, VII, 12. 252. Kolakowski, L., Dios no nos debe nada, Herder, Bar­ celona, 1984, p. 109. 253. La iglesia católica decidió escuchar los signos de los tiempos, aunque con bastante retraso. Esta idea apareció en teología moderna, creo, con la obra del P. Chenu, dominico de Le Saulchoir, El evangelio en el tiempo (1937), animando a la reflexión teológica a tratar de los problemas reales del mundo. «La teología es la fe solidaria con el tiempo», escribió. Fue in­ cluido en el Indice de libros prohibidos. No mucho después fue perito en el Vaticano II. 254. San Cipriano, Epist., 4, 4. 255. Denzinger, H., Hünermann, P. (eds.), El magisterio

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de la Iglesia, Herder, Barcelona, 1999, nota 3866. El mejor li­ bro que conozco sobre el problema es el de Jacques Dupuis Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Al terrae, Santander, 2000. (Ap. tesis 4.) 256. Runzo, J., y Martin, N. M. (eds.), op. cit., nota 2, p. 68. Kiing ha mostrado que las religiones tienen que unirse éticamente. «No puede haber convivencia humana sin un ethos mundial de las naciones; no puede haber paz entre las naciones sin paz entre las religiones; no puede haber paz entre las religio­ nes sin diálogo entre las mismas» (Küng, H., Proyecto para una ética mundial, Trotta, Madrid, 2000). 257. La teoría de las verdades privadas procede de la feno­ menología tal como la entiendo. La verdad es un estado de veri­ ficación, es decir, de corroboración de su firmeza. Responde a las crítica, asimila nuevas experiencias, no hay experiencias dis­ cordantes, puede ser corroborada por otros sujetos, puede inte­ grarse dentro de un cuerpo de conocimientos. Leo el libro de Keith Yandell The Epistemology of Religious Experience, Cam­ bridge University Press, Nueva York, 1993, que quiere demos­ trar el valor demostrativo de la experiencia numinosa. Tiene que suponer que el sujeto no podría tener esa experiencia si no existiera Dios, o que si fuera una experiencia falsa podría perca­ tarse de ello, o que podría reconocer si estaba incluida dentro de algún tipo de experiencias falsas. Me parece demasiado su­ poner. ¿Estoy admitiendo un mero juego de lenguaje como hace Wittgenstein? La teología hermenéutica estaría de acuer­ do. Para Ernst Fusch la existencia es lingüística, y el anuncio de Jesús debe ser visto como «un acontecimiento lingüístico». El Nuevo Testamento representa para nosotros una «ganancia lin­ güística» (Sprachgewinn): nos hace aprender un nuevo lenguaje, el lenguaje de la fe, que es el lenguaje del amor; y de este modo nos enseña a resolver el problema hermenéutico de nuestra vida cotidiana: cómo comprendernos, qué hacer, cómo descubrir la verdad de nuestra existencia desafiada por la muerte. (Su últi­

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ma posición en Marburger Hermenutik, JCB Mohr, Tubinga, 1968.) Panneberg considera que Dios se revela en la historia. «Los acontecimientos en los que Dios ha mostrado su divini­ dad son evidentes por sí mismos en el ámbito de su contexto histórico.» «Estos acontecimientos tienen realmente poder de convicción. Allí donde son percibidos tal como son, en el con­ texto histórico al que pertenecen naturalmente, hablan su pro­ pia lengua, la lengua de los hechos reales. En esta lengua de los hechos ha mostrado Dios su divinidad» (Panneberg, W., «Tesis dogmáticas sobre la doctrina de la revelación», en Panneberg, W., et ai, La revelación como historia, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 129). Creo que la distinción entre estados de verdad, verdades públicas y verdades privadas, soluciona algunos pro­ blemas teoógicos: Küng, al intentar hacer unos criterios de la verdad de las religiones, indica: «No se trata de una verdad uni­ versal, sino de una verdad existencial, en mi religión y en todas las demás: “tua res agitur”. En este sentido, para mí -como para todos los demás creyentes- no hay más que una religión verdadera» (Teología in cammino, p. 278). Pero las religiones pueden verse desde fuera y desde dentro. Esto me recuerda la distinción hecha por los antropólogos ente perspectiva emic y etic, interior y exterior. «Vistas desde juera, consideradas desde el punto de vista de la ciencia de las religiones, existen diversas religiones verdaderas (...) Vistas desde dentro, desde el punto de vista del cristiano creyente orientado al Nuevo Testamento, para mí existe la religión verdadera, la cual, al no poder recorrer al mismo tiempo todos los caminos, es el camino que trato de recorrer: el cristianismo en cuanto que da testimonio del único verdadero Dios en Jesús (...) Las otras religiones no son simple­ mente falsas, pero tampoco son simplemente verdaderas sin re­ servas, sino que son religiones condicionadamente verdaderas, las cuales, al no diferir del mensaje cristiano en puntos fundamen­ tales, pueden perfectamente integrar, corregir y enriquecer la religión cristiana» (ib id p. 285). Los jainistas mantienen una

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idea siddhasena: todos los puntos de vista son válidos en sus res­ pectivos esquemas, pero fracasan al intentar refutar a otro. Quien sabe la multilateralidad de la realidad nunca afirma la invalidez de una perspectiva partícula. Nayavada, teoría de los puntos de vista. La realidad se revela a sí misma de manera di­ ferente según nuestros estados de conocimiento. Syadvada, doctrina del quizás. 258. Stuart Mili, J., La utilidad de la religión, Alianza, Madrid, 1986, p. 44. 259. Marina, J. A., y de la Válgoma, M., op. cit., nota 47, pp. 25 y ss. Liemos aplicado la idea de Droysen: «La historia es el “conócete a ti mismo” de la humanidad.» (Ap. tesis 4.) 260. Maritain, J., El hombre y el Estado, Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1962, p. 94. 261. Actes de la Conférence Générale de l’UNESCO. Comptes rendus de débats, 2.a sesión, México, 1947, p. 57. Datos so­ bre este debate en Monclús, A., y Sabán, C., La escuela global, FCE, México, 1997. 262. El representante de Irán en la 39.a sesión de la Asam­ blea general de la ONU, el día 7-12-1984, afirmó: «El go­ bierno iraní no reconoce otra autoridad o poder que el de Dios Todopoderoso y ninguna otra tradición jurídica que la ley islá­ mica. En estas condiciones, la delegación iraní reafirma que las convenciones, declaraciones y resoluciones o decisiones de los organismos internacionales que son contrarias al islam no tie­ nen ninguna validez en la república islámica de Irán. La “De­ claración Universal de los Derechos del Hombre”, que ilustra una concepción laica de la tradición judeocristiana, no puede ser aplicada por los musulmanes y no corresponde en absoluto al sistema de valores reconocido por la República islámica de Irán; esta última no puede dudar en transgredir esas disposicio­ nes, puesto que es preciso elegir entre violar la ley divina del país o las convenciones laicas.» En 1969 la Liga Árabe creó una Comisión Árabe Permanente sobre Derechos Humanos. En

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1981, el Consejo islámico para Europa proclamó en UNESCO una Declaración islámica universal de los derechos humanos, cu­ yos artículos están fundados en versículos del Corán y en tradi­ ciones sunitas. En 1994 fue aprobada la Carta árabe de dere­ chos humanos por la Liga Árabe. La mejor solución es repensar los derechos humanos desde cada cultura. Ésta es la idea defen­ dida por el musulmán An-Na’im: «Problems and Prospects of Universal Cultural Legitimacy for Human Rights», en AnNa’im, A., y Deng, F. (eds.), Human Rights in Africa: CrossCultural Perspectives, Brooking Institution, Washington, 1990. Y también por Raimundo Pannikar desde la perspectiva india: «Is the Notion of Human Rights a Western Concept?», en Sack, P., y Aleck, J. (eds.), Law and Anthropology, New York University Press, Nueva York, 1992. La idea de los derechos humanos está calando en todas las culturas. «Los sondeos reali­ zados entre jóvenes de Senegal, Congo y Argelia muestran que entre el 73 y el 95% de ellos se pronuncian a favor de una validez universal de los derechos del hombre» (Quatremer, J., «L’Afrique jauge les droits de l’homme», en Liberation (4-51989). Les recomiendo el espléndido libro de Jack Donnelly Derechos humanos universales, Gernika, México, 1994. (Ap. tesis 4.) 263. Mernisi, Y., El miedo a la modernidad. Islam y demo­ cracia, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Madrid, 1992. Gilíes Kepel, en Jihad. Expansión et déclin de l’islamisme, Gallimard, París, 2000, augura la llegada de una democracia musulmana. (Ap. tesis 4.) 264. Marina, J. A., Ética para náufragos, Anagrama, 1995, p. 58. Conjugan la universalidad de los principios fundamenta­ les con la diversidad de las costumbres. Lo mismo pueden ha­ cer unas religiones de la segunda generación, que podarían como ajenas a su esencia lo que se opone a los criterios éticos. No creo que sea un sueño. Más aún, creo que es una evolución ine­ vitable. Cada vez se organizan más reuniones interconfesiona­

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les, y se publican más libros sobre la relación entre religiones diferentes. Les recomiendo las publicaciones de la Editorial Oneworld de Oxford, y también la del Centre D’Études des Religions du Livre, París. (Ap. tesis 4.) 265. William James consideraba que «la luminosidad in­ mediata, en resumen, razonabilidad filosófica y ayuda moral» son los únicos criterios religiosos válidos (op. cit., p. 24). Harold Bloom, el conocido autor de El canon occidental, sostiene que la crítica religiosa es tan necesaria como la crítica literaria. «Tiene que tomar a la crítica literaria como modelo, sustituyen­ do el efecto irreductible de lo estético por un elemento irreduc­ tiblemente espiritual» (La religión en los Estados Unidos, FCE, México, 1992, p. 34). Pero no propone ningún criterio. Hans Küng, en cambio, propone un criterio de verdad para todas las religiones: «Según el criterio ético general, una religión es verda­ dera y buena si y en la medida en que es humana y no reprime ni destruye, sino que defiende y promueve la humanidad. Se­ gún el criterio religioso general, una religión es verdadera y buena si y en la medida en que permanece fiel a su propio ori­ gen o a su canon: a su escritura o figura normativa, a la que se remite continuamente. Según el criterio específicamente cristia­ no, una religión es verdadera y buena si y en la medida en que deja traslucir en su teoría y en su praxis el espíritu de Jesucris­ to» (Küng, H., Teología in cammino. Una autobiografía spirituale, Mondadori, Milán, 1987, p. 278). (Ap. tesis 3.) 266. El mismo Küng, tras las filigranas hechas en el texto citado anteriormente, tiene que reconocer que la ética es el crite­ rio ético fundamental: «¿No debería ser posible, apelando a la común humanidad de todo ser humano, formular un verdadero criterio ecuménico fundamental, ético-universal, que se funde en el Humanum, en lo que es verdaderamente humano, concreta­ mente en la dignidad humana y en los consiguientes valores fun­ damentales?» (Proyecto de una ética mundial, Trotta, Madrid, 1991, p. 116). En la Declaración del Parlamento de las religiones

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del mundo, reunido en 1993, se lee «Afirmamos que las enseñan­ zas de las religiones del mundo contienen un patrimonio común de valores radicales que constituyen la base de una ética mun­ dial» (Küng, H., y Kuschel, K.-J., Hacia una ética mundial, Trotta, Madrid, 1994, p. 16). Küng ha intentado el acercamien­ to entre religiones en el meritorio libro colectivo que dirigió: El cristianismoy lasgrandes religiones, Europa, Madrid, 1987. 267. El acercamiento a las fuentes es una constante en los movimientos de renovación dentro de las grandes religiones. Se correspondería al segundo criterio de Küng, pero me parece más importante acercarse a la experiencia originaria antes que al texto originante. (Ap. tesis 4.) 268. Las religiones que niegan la capacidad humana para acceder a Dios, o afirman el irracionalismo o la perversidad ra­ dical del ser humano, acaban teniendo que admitir la predesti­ nación (protestantismo calvinista, por ejemplo), o exigiendo una obediencia ciega no a Dios -que sólo se manifiesta a través de la propia conciencia- sino a la autoridad del texto o de una iglesia. (Ap. tesis 4.) 269. Todos los integrismos apelan a una lectura literal. La comprensión del lenguaje y una conciencia más clara del papel del receptor de la inspiración permiten una mayor compren­ sión del texto. En la teología cristiana fue de vital importancia la «historia de las formas», que mostró que el Antiguo Testa­ mento no era un texto uniforme, sino que se trata de un con­ glomerado de libros pertenecientes a diversos géneros: históri­ cos, místicos, sapienciales, etc. Creo que son las iglesias las que acentúan en muchos casos la obsesión por el texto. Por ejem­ plo, en el islam el Corán no señala ninguna autoridad doctri­ nal, y encomendaba a cada creyente el esfuerzo por entender la escritura, la iytihad. Se llegó a un método de consenso cuando las interpretaciones estaban enfrentadas. Pero tres siglos des­ pués de Mahoma se consideró que ya se había discutido bastan­ te y «se cerró la puerta de la iytihad». Los intelectuales musul­

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manes modernistas intentan abrirla de nuevo. «El modernismo descansa sobre la noción de que la voluntad de Dios jamás fue expresada en términos tan rígidos o globales como mantiene la doctrina clásica, sino que enunció amplios principios generales que admiten variadas interpretaciones y aplicaciones acordes a las circustancias temporales. El modernismo es un movimiento hacia una exégesis histórica de la revelación divina. El saber occidental ha demostrado que la sharia se originó como plasmación de los preceptos de la revelación divina dentro de las es­ tructuras sociales existentes, y esto proporciona la base histórica para apoyar la ideología que subyace al modernismo» (Coulson, N. J., Historia del derecho islámico, Bellaterra, Barcelona, 1981, p. 15). En la India, un grupo de científicos musulmanes ha abandonado expresamente la teoría de la interpretación lite­ ral del Corán. Asaf A. A. Fyzee, destacado representante del is­ lam indio, escribe: «Lo único que quiero es comprender el Co­ rán como lo comprendieron los árabes contemporáneos del Profeta, para interpretarlo de nuevo, para aplicarlo a mis condi­ ciones de vida» (cit. por Küng, El cristianismo y las grandes reli­ giones, ed. cit., p. 94). (Ap. tesis 4.) 270. Llamo inmunización a la defensa dogmática contra la evidencia o la crítica. Un ejemplo: las religiones adventistas americanas había predicho que Cristo descendería a la Tierra el 22 de octubre de 1844. No sucedió, pero tras las acomodacio­ nes pertinentes, sus sucesores, los testigos de Jehová, predijeron que ocurriría en 1914. Tampoco sucedió. Los pospusieron has­ ta 1975. Y según dicen los que saben de esto, por fin ocurrió lo esperado, y ese año terminó la existencia humana. Yo, desde luego, no me he dado cuenta. El concepto de «inmunización» lo había elaborado Hans Albert en su Tratado de la razón crítica, Sur, Buenos Aires, 1973. 271. «La ortopraxia es el precio de la ortodoxia», dice un famoso teólogo protestante, J. B. Metz. «La tan discutida crisis de identidad del cristianismo es, ante todo, una crisis no ya de

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su mensaje, sino de sus sujetos y de sus instituciones, que se sustraen en exceso al sentido inevitablemente práctico del men­ saje mismo y, de ese modo, quebrantan la fuerza de su inteligi­ bilidad» (Metz, J. B., La fe en la historia y en la sociedad, Cris­ tiandad, Madrid, 1979, p. 13). Moltmann: «La ética política indica mi propio camino. Abarca la complejidad de las dimen­ siones de la vida histórica y que en las actuales condiciones se concreta: 1) en la lucha por la justicia económica y contra la explotación del hombre por el hombre; 2) en la lucha por los derechos humanos; 3) en la lucha por la solidaridad humana y contra la discriminación; 4) en la lucha en favor de la paz eco­ lógica; 5) en la lucha por la certeza y contra la apatía en la vida personal (Teología política. Etica política, Sígueme, Salamanca, 1987, p. 114).

ÍNDICE

Introducción..................................................................... Primera parte N EG A C IÓ N D E LA TEO LO G ÍA

I. La imaginación religiosa....................................... II. Gramática apresurada de las religiones............... III. El círculo sagrado y el círculo profano............... IV. Los puentes virtuales ........................................... Conclusión de la primera p a rte....................................... Segunda parte

T EO LO G ÍA AFIRMATIVA

V. El dios profano .................................................. VI. Recuperando la experiencia religiosa ................ VII. La inmoralidad de las religiones........................ VIII. Más allá de lo religioso y lo profano.................. Dictamen......................................................................... Notas y apuntalamientos..................................................

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9 15 39 63 85 115 125 158 180 203 223 229