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Beatriz Montero LOS SECRETOS DEL CUENTACUENTOS EDITORIAL CCS 2 Cuarta edición: noviembre 2014 Página web de EDITORI

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Beatriz Montero

LOS SECRETOS DEL CUENTACUENTOS

EDITORIAL CCS

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Cuarta edición: noviembre 2014 Página web de EDITORIAL CCS: www.editorialccs.com © Beatriz Montero © 2010. EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Diseño de portada: Olga R. Gambarte Ilustraciones de interior: Alekos Composición Digital: Safekat ISBN (epub): 978-84-9023-873-8

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Índice Portada Créditos Dedicatoria Prólogo. Enrique Páez CAPÍTULO 1

EL ENCANTADOR DE HISTORIAS 1. El comienzo del camino 2. En busca de un sueño 3. Construyendo la casa 4. Sherezade y Las mil y una noches 5. El mentiroso 6. Decálogo del cuentista CAPÍTULO 2

EL CUENTO 1. Una carta con muchos platos 2. Viaje a la fantasía 3. Jugar con el cuento 4. Técnicas de desbloqueo CAPÍTULO 3

A CADA EDAD UN CUENTO: CUENTOS POR EDADES 1. De 0 a 3 años 2. De 4 a 6 años 3. De 7 a 11 años 4. De 12 a 14 años 5. De 15 a 116 años CAPÍTULO 4

LOS INSTRUMENTOS DEL NARRADOR 1. La maleta mágica 2. Así de fácil: elementos útiles para contar cuentos 3. La danza de los vientos 4. Las siete puertas invisibles 4

5. Mírame a los ojos 6. El perfume de las palabras 7. La calidez de la voz 8. Con la casa a cuestas 9. El secreto del éxito CAPÍTULO 5

ENSAYAR Y ENSAYAR 1. Cómo preparar un cuento 2. Patatín, patatán, patatún 3. En buena compañía CAPÍTULO 6

EL PÚBLICO 1. Cuéntale un cuento y verás 2. Susurros de algodón 3. Cosas de niños 4. Los adultos, esos gigantes 5. Animar a leer CAPÍTULO 7

QUE EMPIECE EL ESPECTÁCULO 1. Dónde contar cuentos 2. Controlar el espacio 3. Una atmósfera sugerente 4. La vestimenta 5. Los preparativos 6. El miedo escénico CAPÍTULO 8

LA MAGA TRAPISONDA 1. Consejos de maga 2. Cuentos y secretos de la maga Trapisonda Bibliografía Recursos para padres, alumnos y profesores Agradecimientos

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A Enrique, que mece mi vida con cuentos

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Prólogo

Cuando Beatriz cuenta, las paredes de la sala se desdibujan, se transforman en selvas amazónicas, castillos encantados, paisajes submarinos, el cuarto de juego de una infancia recuperada. La he visto contar en decenas de colegios, plazas, bibliotecas, teatros y museos. Siempre nos deja con cara de asombro. Cuando Beatriz encanta, quiero decir cuenta, los espectadores adultos se transforman en niños, las niñas en sirenas y los niños en unicornios. Sherezade se ha reencarnado en sus carnes flacas para devolverle la sonrisa al gran sultán de Bagdad escondido en cada uno de los espectadores que acudimos a escucharla contar cuentos. Muchas veces, al terminar el espectáculo, he visto cómo alguien del público se acerca y le pregunta: «Yo también quiero contar cuentos, ¿dónde puedo aprender a hacerlo?». Y Beatriz le aconseja que haga un curso de cuentacuentos con alguien que sepa contar y que además sepa enseñar a contar (son dos tareas diferentes, y no siempre coinciden). Si el futuro alumno tiene suerte, hará el curso con Beatriz; si no, tendrá que poner una vela a san Simeón Salus, patrono de los titiriteros, para que la fortuna le acerque a los cursos de otro cuentacuentos con magia. No hay tantos. Para todos aquellos que no han tenido la suerte de haber tenido a Beatriz Montero como profesora de cuentacuentos, está este libro. La autora ha invertido dos años de creatividad en la investigación, recopilación, memoria y escritura de esta guía para contar cuentos a niños y adultos. El resultado es magnífico. Entre todos los publicados hasta ahora, no existe ningún manual para contar cuentos como este que tienes en tus manos, que conjugue el rigor, la experiencia, la buena escritura, los consejos oportunos, la coherencia y la claridad. Como no soy su abuela, creo que me quedo corto. Cualquiera que esté interesado en el arte de contar cuentos tiene aquí la mejor guía para aprender a hacerlo. Este libro es la brújula y el mapa imprescindibles para que ese camino acabe con éxito: los ejercicios y sugerencias que hace Beatriz a lo largo de toda la obra condensan años de experiencia como contadora y profesora de narración oral. Debo añadir que este tratado no es un libro teórico al uso, aunque ojalá muchos manuales pseudosesudos tuvieran el armazón teórico que sostiene cada afirmación de Beatriz. Este es un manual para iniciarse y profundizar en la práctica de la narración oral: para empezar a contar cuentos de la mejor manera posible y sin más pérdida de tiempo. Beatriz llevará al lector y a la lectora de la mano para atravesar el bosque de los 7

cuentos y aprender los secretos de la narración oral. Ella sabe mejor que nadie cuáles son los pasos que se deben seguir, por propia experiencia y porque ha enseñado esas técnicas desde hace más de diez años a todos los alumnos que han asistido a sus clases en el Taller de Escritura de Madrid, el Taller de Creación Literaria Fuentetaja, la Escuela de Actor, la Universidad Popular de Rivas y en múltiples centros culturales, bibliotecas y centros de profesores. Muchos de los que hoy en día cuentan e imparten cursos de cuentacuentos en colegios, pubs y bibliotecas aprendieron con Beatriz. Supe de Beatriz antes de conocerla, pero sólo de oídas. Durante muchos meses la escuché a través de la pared. Beatriz era una voz hermosa, una sirena que cantaba y seducía más allá del hormigón ciego. Ella ensayaba en el único grupo estable que Francisco Garzón Céspedes dirigió personalmente en España a mediados de los noventa del siglo pasado. Se hacían llamar «La Compañía de la Imaginación», y eran sólo tres: Manuel, Javier y Beatriz. Por aquel entonces yo impartía clases de técnicas narrativas, relato breve y novela en el Taller de Escritura que se desarrollaba al otro lado de la pared, en el piso contiguo. No fue casualidad, porque había sido yo mismo el que le había conseguido a Francisco Garzón el aval para alquilar ese 1ºA de la calle Manuela Malasaña, núm. 33, en Madrid. Ahora ninguno de los dos vivimos allí, pero por aquel entonces, entre 1993 y 1997, compartimos edificio, escalera, rellano, cafés... y muchos amigos y alumnos. Garzón nunca me presentó a Beatriz, pero yo sabía que en el salón de su casa cada tarde crecía, inmensa y constante, una narradora oral de las que hacen historia. El tiempo no ha hecho sino darme la razón. Volví a saber de ella en Cartagena de Indias, a orillas del mar Caribe, en el Congreso Internacional IBBY de Literatura Infantil que se celebra cada dos años en un país diferente. El del año 2000 se celebró en Colombia, y allí mi buen amigo Alekos, ese gnomo ilustrador y cuentacuentos que ahora vive en Barcelona, me dijo: «Enrique, cierra los ojos que te voy a dar una sorpresa». Me condujo a ciegas entre grupos de congresistas, hasta que me mandó parar: «Quieto aquí. Abre los ojos». Y al abrir los ojos me encontré con Alicia Barberis, una gran escritora argentina, cuentacuentos como Alekos, muy amiga desde hacía tiempo. Tres años antes habíamos coincidido en Córdoba, Argentina, y habíamos intercambiado libros dedicados. Así que abrazos, besos y puesta a punto. ¿Cómo te va? ¡Cuánto tiempo! ¿Qué has publicado últimamente? ¿Tienes algo entre manos? Cotilleos y memorias, lo usual entre gente del gremio. Y en algún momento Alicia me dijo: «Tengo una gran amiga española, Beatriz Montero, que es cuentacuentos, como Alekos y como yo, y me ha pedido consejo para apuntarse a un taller de escritura, lleva tiempo buscando, así que le he recomendado que acuda a tus clases». «Perfecto», le dije, «si viene de tu parte le haremos un hueco». Yo tardé aún tres meses en regresar a España. Mis clases entre tanto las impartía Javier Sagarna. Cuando al fin aterricé en Madrid, Javier me devolvió el grupo y el listado de alumnos. Y sí, allí estaba Beatriz Montero, en mitad de la lista, junto a Cristina Cerrada, Elena Yáguez, Ismael Perpiñá, Teresa Sotillos, Pablo Insua, Jesús Liante, Flor Moral, Carlos Sobrino, Fernando Alomar, Javier Arranz, Pepe San Leandro, Inés 8

Mendoza y Mar Carrillo. Fue un año magnífico. No es sólo una apreciación subjetiva: a la mitad de los alumnos de ese grupo ya le han editado alguna novela o un libro de relatos desde entonces. Al terminar el curso, publicamos el libro Vino un chino y nos vendió un mechero, con relatos de todos los alumnos, en el que Beatriz publicó su primer cuento, «Vecinos». Fue la primera vez que Beatriz firmó libros en la Feria del Libro de Madrid. Luego siguieron más, dentro y fuera del Taller de Escritura. Nos hicimos amigos y la cosa se fue enredando tanto y tanto, que al final, en verano de 2006, nos casamos a orillas del río Ambroz, junto a un puente romano. Fue un día de sol resplandeciente, y un grupo de mariachis nos acompañó tocando boleros. Así que si alguien quiere pensar que no soy objetivo, aquí tiene un argumento de peso; pero por otra parte, información privilegiada para hablar de Beatriz tampoco me falta. Hace tiempo que Beatriz divide las horas del día entre la escritura y la narración oral, aunque algunas veces la magia y las musas se alían para hacer trabajar a las dos facetas en un mismo proyecto: este libro es el ejemplo definitivo. A Beatriz la recuerdan contando e impartiendo cursos en Argentina, Costa Rica, Méjico, Canarias, Madrid, Vitoria, León, Toledo, Salamanca, Cáceres y un largo etcétera que sería fatigoso enumerar. Cualquier lugar es apropiado para contar cuentos: festivales, teatros, bibliotecas, museos, colegios, hospitales, centros culturales, pubs, plazas públicas y platós de televisión. En los últimos quince años los cuentacuentos, como Beatriz Montero, han salido a la calle y han tomado por asalto todos los palacios de invierno culturales. En este movimiento de animación a la lectura y extensión cultural sin precedentes, Beatriz ha alcanzado el grado de Maga Trapisonda, que viene a ser algo así como ser teniente general en un ejército de paz. Si alguna vez veis un anuncio que diga que Beatriz Montero va a contar cuentos, no debéis perder la ocasión. Corred a escucharla. Llevaos a vuestros hijos, a los sobrinos y a los vecinos. Sentaos cerca del escenario y disfrutad de una de las cosas más grandes y más sencillas que existen en el mundo: escuchad un cuento. Y luego otro. Aplaudid brevemente entre uno y otro, si os ha gustado. Y un aplauso largo al final si os ha gustado mucho. Yo he presenciado muchos espectáculos suyos y aún sigo esperando que un espectador salga enfurruñado y descontento. Ni los sordos. Y después probad vosotros a contar cuentos. ¿Cómo?..., ¿que no sabéis? Pues no es tan difícil: todo es cuestión de práctica y de descubrir los secretos del cuentacuentos con una guía adecuada. Esta misma que palpita en tus manos. No es la única, desde luego, pero es la mejor. Eso, sin duda. Si lo sabré yo.

Enrique Páez

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1. EL COMIENZO DEL CAMINO

Yo viví el mundo al revés. En mi infancia, los cuentos llegaban en verano, no en invierno. Teníamos que recorrer cientos de kilómetros y un sinfín de curvas entre montañas para llegar a esa especie de ciudad santa que era el pueblo de los Abus, así llamábamos cariñosamente a los abuelos. Aquel lugar era algo más que un puñado de casas de piedra y una iglesia románica. Era un cosmos imprevisible, un lugar mágico donde se escuchaban historias fascinantes. En la casa de los Abus siempre se contaron cuentos. Cabezas de mono colgadas a la entrada de las casas, focas saltando entre glaciares o ballenas que hablaban eran los temas preferidos del abu Emilio, un antiguo marino mercante que recorrió las costas de África y el cono sur. Vivía con ellos el tío Luis, al que llamábamos el Aguilucho porque después de comer nos cantaba «Has comido aguilucho, ni poco ni mucho». Amenizaba los postres contando sus peripecias por Alemania, cuando iba buscando empleo montado en bici con el traje de los domingos, porque no tenía otro. En la casa también estaba el Tragaletras, un amigo del Abu. No es que viviera en la casa, sino que pasaba tanto tiempo con nosotros, que le habíamos adoptado como uno más de la familia. Siempre saludaba en verso: «Buen día, el que dio María», «Buena tarde, que Dios te guarde»... y cosas por el estilo. El mote de Tragaletras le venía desde la posguerra, cuando se comió, literalmente se comió, los Episodios nacionales de Galdós del hambre que pasó. Desde entonces, corría el rumor de que le repetían las palabras. Lo cierto es que el Tragaletras tenía la habilidad de resumirnos el capítulo de una novela como si fuera un cuento, así nos contó Las aventuras de Huckleberry Finn. Todo era posible en aquel lugar. La abu Beatriz, nada más levantarse, se asomaba por la ventana, miraba las nubes y las interpretaba a su manera: «Hay nubes cucurucho sobre el campanario, hoy es día de dimes y diretes», y salía disparada al lavadero de la fuente alta. Pero si decía: «Panza de burra», quedábamos condenados al gran diluvio. Nos sentábamos a jugar a las cartas alrededor de un brasero apagado, lleno de piñas y flores 12

secas. Entre trueno y trueno, el Abu nos hacía estremecer con historias de lobos, barcos desaparecidos o fantasmas. Nos fascinaba pasar miedo. Esas noches de tormenta hacíamos apuestas para ver quién era el valiente que subía solo o sola al desván. Como prueba había que bajar el trabuco del Abu, el mismo con el que asustó a unos ladrones escondidos en la popa del Bahía de Porto Santo. Pero ese es otro cuento. Viví el mundo al revés, ya lo dijo Eduardo Galeano en Las palabras andantes: «Los cuentacuentos, los cantacuentos, sólo pueden contar mientras la nieve cae. Así manda la tradición. Los indios del norte de América tienen mucho cuidado con este asunto de los cuentos. Dicen que cuando los cuentos suenan, las plantas no se ocupan de crecer y los pájaros olvidan la comida de sus hijos». A lo largo de estos años, me he encontrado con gente que se extraña al descubrir que no sea muy dicharachera. ¿Pero tú no eres cuentacuentos? No sé, deben imaginar que un cuentacuentos es una de esas personas que no se callan ni debajo del agua, cuando, en realidad, el narrador oral no es lenguaraz sino elocuente. La vecina de los Abus, la señora Matilde, era un buen ejemplo de personaje que enhebraba la lengua sin parar y eso no la convertía en narradora oral, sino en dolor de cabeza. El contador de cuentos disfruta contando historias, y aunque esto suene a perogrullada, lo cierto es que sin disfrute no hay historia. No se puede contagiar una emoción si no la vives. Stanislavski afirmaba que para obtener una respuesta viva en el espectador, el actor debía transmitir emoción humana. Y es que piénsalo bien: contar un cuento con desgana es igual de insípido que comer un pastel sin azúcar. En junio de 2009 fui a Damasco por el placer de escuchar al que llamaban el último contador de historias, el último hakawati de Siria. Por esos azares mágicos que regala la vida se llamaba Abu, como mi abuelo. Y sí, tenían cierto parecido, no físico pero sí la misma fuerza en la mirada. Escuchar a Abu Shady fue retroceder en el tiempo y volver a ver a mi Abu narrando, salvando las barreras culturales y el idioma. Hay un cuento de Las mil y una noches en el que un rey pide a un mercader que le cuente la historia más maravillosa que exista. El mercader, para agradar al rey, envía a sus esclavos a encontrarla. Fue en Damasco donde descubrieron a un anciano sentado en un sillón narrando historias increíbles. Mil años después de esa historia, viajaba yo a Damasco, esa ciudad llena de polvo donde el tiempo y el viento se detuvieron con la voz de Sherezade. Iba a encontrarme con el último cuentacuentos. Rodeé la pared este de la mezquita Omeya. Frente al restaurante Ash-Shams (El Sol), estaba el café Al-Nawfara (La Fuente), donde contaba cuentos el último contador de historias profesional. Pregunté al dueño del café, en inglés y con señas, si Abu Shady vendría ese día a contar. «InshaAllah» (si Alá quiere), me contestó. Y esperé tomando un café aromático concentrado, de esos cafés que son bombas gastrointestinales. Ese día era la única occidental en aquel precioso café abierto a un callejón con flores. Al cabo de dos horas desistí y me fui. Regresé dos veces más, pero tampoco logré encontrarme con Abu Shady.

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El cuarto día, un viernes, día festivo para los árabes, regresé al café a eso de las nueve de la noche después de cenar. El café estaba lleno de gente. En el ambiente se respiraba el humo que levantaban las pipas de agua. Las mujeres se tapaban el cabello con pañuelos. Y al fondo, sobre una tarima, había un trono de madera labrada. Sentado en el trono estaba un anciano con bigote y con gafas apoyadas en la punta de la nariz, que vestía pantalones bombachos y un tarbush en la cabeza. Era Abu Shady, un anciano de unos 75 años. Blandía una espada en una mano y en la otra un libro de tapas negras con páginas escritas a mano. Narraba en árabe y, aunque no entendía lo que decía, me fascinó la musicalidad de las palabras. Tenía una forma curiosa de contar cuentos. Al tiempo que hablaba señalaba con la punta de una espada dos cuadros que tenía a sus espaldas: un sultán y una joven montados cada uno en un caballo. De vez en cuando subrayaba las palabras golpeando con la espada las bandejas de alpaca. Las risas de la gente retumbaban en el café y las interjecciones de sorpresa del público llenaban de aire la sala. Leí en una guía de viajes que Abu Shady acompañaba de pequeño a su padre a las representaciones de otros hakawati en las cafeterías y que fue así como se enamoró de los cuentos. Años después, el dueño del café Al-Nawfara le pidió a Abu Shady que continuara con el viejo oficio de cuentacuentos, y él aceptó. Hoy en día, dicen que él es el último contador de historias de Siria. O quizá no. Tal vez haya otro niño que cuando sea adulto quiera seguir sus pasos. Quién sabe. No es tan difícil creer que esto ocurrirá. Quien decide contar cuentos entra en una vorágine imposible de frenar. Contar se convierte en un vicio. Un placer. Da igual cuáles sean las razones que motiven a contar cuentos. Al Taller de Cuentacuentos han acudido sindicalistas que querían aprender a dar mítines, abogados que deseaban cautivar con la voz, profesores que querían hacer atractivas sus clases, padres, bibliotecarios, psicólogos, periodistas, estudiantes, actores, escritores... Cada uno traía al comienzo del Taller un objetivo distinto para aprender a contar cuentos, pero todos coincidían en lo mismo: un impulso de contar algo, una necesidad de resucitar palabras y compartir historias. No creas que sólo los cuentacuentos contamos cuentos. Hay quien ameniza con cuentos sus clases, las reuniones o los cumpleaños. También los hay que hacen soñar a sus hijos o seducen a la pareja con cuentos. ¿Quién no ha contado alguna vez un cuento, por pequeño que fuera? Sólo los que no saben contar tienen que mentir. Ya lo dijo Antonio Machado: «Se miente más de la cuenta por falta de fantasía, hasta la verdad se inventa». En otras palabras: cuando uno desea contar cuentos no hay nada que le detenga, ni siquiera la timidez. El cuentacuentos es ante todo un encantador de historias, un inventor compulsivo que hechiza con narraciones fantásticas. Hasta los niños saben que en la vida real los lobos no hablan, Blancanieves no existe y la Luna no es una barca brillante. Y

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sin embargo, se dejan adentrar en el cuento, en ese mundo mágico de historias imposibles. Y hablando de cómo es el narrador de cuentos, hay una preciosa historia que Oscar Wilde escribió a André Gide, que retrata muy bien cómo es el cuentacuentos: EL NARRADOR Había una vez un hombre a quien todos amaban porque contaba historias. Todas las mañanas salía de su aldea, y cuando volvía al atardecer, los trabajadores, cansados de haber trajinado todo el día, se agrupaban junto a él y le decían: —¡Vamos! Cuéntanos qué has visto hoy. Y él contaba: —He visto en el bosque a un fauno que tocaba la flauta y hacía bailar a una ronda de pequeños silfos. —Cuéntanos más. ¿Qué has visto? —insistían los hombres. —Cuando llegué a la orilla del mar vi a tres sirenas al borde de las olas, que con un peine de oro peinaban sus cabellos verdes. Y los hombres lo amaban, porque les contaba historias. Una mañana dejó su aldea como todas las mañanas; pero cuando llegó a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas al borde de las olas, que peinaban con un peine de oro sus cabellos verdes. Y continuó su paseo, cuando al llegar al bosque vio a un fauno que tocaba la flauta a una ronda de silfos. Ese atardecer, cuando volvió a su aldea y le dijeron, como las otras noches: —¡Vamos! Cuenta, ¿qué has visto? Él contestó: —Hoy no he visto nada.

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2. EN BUSCA DE UN SUEÑO Ayer me acosté dándole vueltas al tema de los sueños. Quería contarte la importancia que tienen los sueños para el cuentacuentos y no sabía por dónde empezar. Y de la obsesión soñé que vomitaba. Sí, ya sé que esto puede sonar desagradable, pero es que yo vomitaba sueños en forma de globos. Globos alargados de colores con los que creaba figuritas: un pingüino, un helicóptero, un muñeco de nieve. Tiene sentido que soñara algo así, porque yo de lo que quería hablarte era de soñar despierto, de esos sueños que nos transportan a una vida paralela. Esos sueños que consiguen hacernos más felices, al menos en el tiempo que dura la ilusión. Al soñar despiertos vomitamos todo lo que la imaginación nos dispara. Porque cada cual sueña lo que más desea, por eso los sueños son globos que tienen distintas formas y nos llevan volando a otro mundo. Arogin Large abandonó Colombia con el sueño de ser bailarina de danza del vientre. Se despidió de su trabajo de periodista, de su familia, y aterrizó en Madrid con una maleta bajo el brazo. De eso hace ya diez años. Ahora es ella quien enseña a bailar. Hacer realidad un sueño es lo que nos motiva cada día a levantarnos a las siete de la mañana para ir a trabajar. Quizá tu sueño sea tener un coche más grande, un chalé con piscina, que te toque la lotería, vivir en una tribu del Amazonas o ser un encantador de historias. Y no sé bien cómo, pero el dicho de «quien la sigue, la consigue», se cumple. A veces los sueños son tan chicos como los pies. A los ocho años mis amigas soñaban con el vestido de la Primera Comunión y yo, con tener un reloj de pulsera. El día que a mi madre se le estropeó su reloj me dijo: «Toma, este reloj es para ti». Tenías que haberme visto dando paseos con el brazo en alto, exhibiendo el reloj a mis hermanos. Lo llevaba sujeto en el antebrazo, por encima del jersey porque en la muñeca se me caía. Hasta que me di cuenta de que las agujas del reloj no se movían. «Este reloj no funciona», le dije a mi madre. Ella disimuló sorpresa. «Es que siempre es la una de la tarde», insistí. Mi madre me enseñó que la hora la podía marcar el reloj o me la podía inventar yo. Fue entonces cuando aprendí que los sueños podían llegar a transformar la realidad. «A ver, ¿qué hora quieres que sea?», me preguntó. Y yo, a quien le había entrado hambre con tanto paseo por la casa, le contesté: «La hora de la merienda». Mi madre movió la ruedecilla del reloj hasta colocar las manillas en las cinco de la tarde y me sentó en la mesa de la cocina frente a un plato. Yo no sé si realmente eran las cinco o no, pero aquello fue un descubrimiento. ¡Podía inventarme la hora, cuando yo quisiera! Eso sí que era mágico. Esta magia de imaginar va ligada a contar cuentos. Porque, ¿qué es contar cuentos sino hacer soñar despierto? Regreso a la figura de mi abuelo, el Abu, porque él me hacía 16

soñar con cada historia. Mis hermanos dicen que yo viví una infancia distinta a la suya, que el pueblo de los Abus era un pueblo común y corriente, un pueblo más. Que los personajes del pueblo no eran tan mágicos y que ni el Abu se sabía tantísimos cuentos ni era un narrador omnipotente como yo lo describo. Bueno, cada cual tiene sus recuerdos y su forma de ver las cosas. En eso consiste soñar despierto. Si no, menudo aburrimiento de vida. Y una vez más, aparecen los globos de figuras diferentes. Hace algo más de quince años (hay que ver cómo pasa el tiempo), me invitaron a ver un espectáculo de narración oral en el Teatro Villa de Madrid, ahora llamado Teatro Fernando Fernán Gómez. Por aquel entonces existían pocos contadores profesionales en España. Y especifico en España porque en otros países de América y Europa llevaban ya años programando actividades de cuentacuentos. Cuento esta anécdota porque hubo dos cosas que me llamaron la atención de ese espectáculo. La primera, que al iluminarse el escenario no vi nada. Nada de nada. Sólo tres paredes negras. Era el escenario en desnudez plena. La segunda fue descubrir cómo la narradora cubana Mayra Navarro, vestida de negro al igual que las paredes, lograba llenar el escenario con su presencia. Narró El regalo, de Ray Bradbury. El silencio de la sala devoró las palabras como ocurría cuando contaba el Abu. Y me dejé transportar en la nave espacial del cuento. Sentí que yo también aplastaba la nariz contra el vidrio frío del ojo de buey para ver el regalo de Navidad. Ese día, a la salida del teatro, recuerdo que tomé la decisión de seguir los pasos del Abu. Quería ser cuentacuentos. Tiempo después, cuando algunos narradores se han acercado a mí para decirme que yo fui la primera narradora a la que escucharon, o que les cautivé con un cuento, me acuerdo de ese día en el que yo también fui abducida por otra narradora. Y es hasta posible que a ti ya te haya pasado esto con algún cuentacuentos, y por eso ha acabado este libro entre tus manos.

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3. CONSTRUYENDO LA CASA Las normas de arquitectura dicen que la casa se construye por los cimientos y se acaba por el tejado. Pero en la imaginación uno puede empezar colocando una ventana sustentada en la nada, un sofá adornando el vacío o poner el techo en el aire. Por qué no. En la magia de los cuentos todo es posible. Con el paso del tiempo, después de tantos estudios y de ver contar a tantos narradores orales, llegué a la conclusión de que lo que de verdad me convirtió en cuentacuentos fue el deseo de contar historias. Algunos compañeros de teatro consideraban el arte de cuentacuentos como un arrabal del teatro. Algo así como un inframundo del arte teatral. A mí siempre me ha resultado incomprensible lo de tipificar el arte. Eso de unificar las artes escénicas es como creer que varios hermanos son la misma persona. Por eso cuando me decían que la narración oral o cuentacuentos, que es lo mismo, era un subgrupo del teatro, no lo entendía. De verdad. No es sólo que me resulte egocéntrico eso de pensar que el teatro aúna las artes escénicas. Va más allá. Es que no se puede meter en el mismo saco al circo, la danza, el teatro y el cuentacuentos. Es como meter caballos, cebras y jirafas en la misma familia. Cada arte tiene sus códigos, bien diferenciados, aunque a veces compartan escenario. De hecho, si alguien quisiera aprender teatro o arte circense o danza o cuentacuentos debería acudir a escuelas distintas. Dicho esto, empecemos a construir la casa. Soy de la opinión de que el mestizaje de artes enriquece el producto final. La compañía circense «El Circo del Sol», por poner un ejemplo, mezcla música, danza y acrobacia en sus espectáculos. En la ópera se mezcla canto y teatro; y en el teatro se intercala, a veces, la interpretación con la narración oral, el mimo o la danza. Por eso, porque el mestizaje hace un producto más rico, yo construyo el cuentacuentos con el apoyo, sobre todo, de las palabras, la voz, los gestos y la mirada; pero también con literatura, animación teatral, algo de clown y libros ilustrados. Aunque no mezclo todo a la vez, ni en todas las ocasiones. Se discute también mucho sobre la influencia de la escritura en la oralidad, y viceversa: de la oralidad en la escritura. Y aquí empieza el dilema: ¿quién nació antes, el huevo o la gallina? Durante siglos la oralidad se usó como vínculo para transmitir la cultura en las aldeas tribales, así quedaba grabado en la memoria colectiva y se transmitía de generación en generación. Es evidente que la narración oral es anterior a la escritura. Eric A. Havelock, en su libro La musa aprende a escribir, sostiene que parte de la producción literaria es fruto del mundo oral: «Las obras maestras que ahora leemos como textos son una textura en la que se entretejen lo oral y lo escrito. Su composición se llevó a cabo en un proceso dialéctico, en el cual lo que nosotros solemos ver

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como “valor literario”, logrado por el ojo arquitectónico, se introdujo a escondidas en un estilo que se había formado originalmente a partir de ecos acústicos».

Yo comparo el arte de contar cuentos con un gigantesco árbol sujeto por raíces milenarias. Para mí la narración oral es un árbol cuyo perímetro aumenta cada día con las palabras nutritivas de los narradores. Es un árbol robusto que se mantiene firme ante las nuevas tecnologías que lo rodean. Y el cuentacuentos es esa voz que se enreda en el alma, de cuya boca salen palabras que se convierten en omnipotentes para dejarnos adentrar en tierras hermosas llenas de fantasía. ¿Puede haber algo más poderoso que la voz que se mantiene viva en la memoria durante siglos? Suele pasar que cuando uno ve contar cuentos le parece la cosa más fácil del mundo. «¡Eso lo hago yo con la gorra!», he llegado a escuchar. Esta errónea idea de facilidad se debe a la cercanía del cuentacuentos. Quiero decir que lo vemos sencillo porque todos lo hemos hecho alguna vez. Todos sabemos cantar, escribir, dibujar y contar cuentos. Que lo hagamos mejor o peor es otro tema. Contar cuentos de manera profesional es un arte depurado, que se trabaja desde el esmero y la elaboración cuidadosa. Igual que se trabaja la escritura creativa, la pintura, la escultura o el canto. Son oficios que se aprenden, lo mismo que se estudia arquitectura o medicina. Se aprende a escribir, se aprende a dibujar y se aprende a contar cuentos. Narrar no es innato. Nadie nace hablando, ni contando historias. Algunos aprenden en talleres de cuentacuentos y otros con libros como este. Pero a contar cuentos se aprende sobre todo contando una y otra vez.

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4. SHEREZADE Y LAS MIL Y UNA NOCHES

Cuando el sultán Schahriar descubrió que su mujer le era infiel con uno de sus sirvientes, ordenó degollarla a ella y a todos sus esclavos y esclavas. Después mandó a su visir que cada noche le trajera una joven virgen, la cual sería degollada a la mañana siguiente. Mientras, los hombres intentaban huir con las hijas que les quedaban. Así estaban las cosas cuando una tarde, como era costumbre, el sultán ordenó al visir que le trajera una joven. El visir, por más que buscó, no encontró ninguna. Regresó a su casa afligido, temiendo ser degollado si no cumplía la orden del sultán. La hija mayor del visir, Sherezade, al ver a su padre tan preocupado, le pidió que le llevara ante el sultán. La bella Sherezade había leído todos los libros, anales y leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados y poseía el don de encandilar con su voz y sus gestos. «Por Alá, padre, llévame ante el sultán. Si no me mata, podré salvar a las hijas de los muslemini de las manos del rey». Ante la súplica de su hija, el visir se la entregó al sultán. La primera noche Sherezade le contó con voz susurrante un cuento entre cortinas de velos. El sultán Schahriar quedó deslumbrado con sus palabras, pero antes del alba la joven Sherezade interrumpió el relato y prometió continuarlo a la noche siguiente. Con esta astucia logró intercambiar un día de su vida por un cuento hasta completar las mil y una noches, tras los cuales el rey se rindió ante sus encantos y elocuencia, y le conmutó la pena de ser degollada. Cuentan que el sultán vivió feliz con su esposa Sherezade hasta el final de sus días. Sherezade fue la madre de los cuentacuentos, y Galeano afirma que del miedo a morir nació su maestría de narrar. Sherezade fue una de las primeras encantadoras de cuentos que recoge la literatura. Decir que fue cuentacuentos es lo mismo que decir que fue cuentista, contadora o narradora oral. Aunque algunos afirmen que los apelativos cuentacuentos o cuentista evocan al que cuenta chistes, al mentiroso, al embaucador, y que sería mejor llamarla narradora oral. En realidad da igual si la llamamos narradora 20

oral o cuentacuentos. Eso no es lo más importante. Lo realmente importante es que Sherezade seducía con los cuentos y disfrutaba contándolos. Al morir el Abu, el Sherezade de casa pasó a tener barba y gafas de pasta negra. Era mi padre. Recuerdo que me quedaba embobada escuchándole contar una y otra vez cómo había matado serpientes del tamaño de una anaconda. No sólo me encandilaba a mí, sino a todos los que le oían. Había heredado la elocuencia del Abu. Por eso una tarde de verano en el pueblo de los Abus, cuando la señora Matilde vio asomar la cabeza de una serpiente bajo el poyete de su casa, llamó a gritos a mi padre. Pequeños y mayores salimos a la calle muertos de curiosidad. Todos queríamos ver cómo mi padre mataba una anaconda. Y todos, incluida la señora Matilde, nos quedamos al otro lado de la acera, a unos metros de distancia, por lo que pudiera pasar. Mi padre se enfrentó cara a cara con la cabeza de la serpiente, que según nos gritaba desde su lado de la acera era la serpiente más grande que había visto jamás. Yo me asusté, la imaginé como un dragón con amenazantes colmillos. Mi padre la pinchaba con un palo para hacerla salir de su escondite. Al final logró hipnotizarla con la mano izquierda y cuando la serpiente salió, le asestó con el palo de la escoba un golpe seco y la partió en dos. Cuando la serpiente dejó de moverse mi padre nos hizo una señal con la mano para que nos acercáramos. Y entonces descubrí que las serpientes de río no eran anacondas, sino culebrillas. Y a pesar del decepcionante hallazgo yo continuo viendo en mi imaginación a mi padre matando anacondas. La realidad no desfiguró la historia que me contaba. Aún hoy, cuando cuento esta anécdota sigo teniendo en mi memoria el recuerdo vivo de sus palabras. Quizá tu Sherezade sea un profesor, una compañera de oficina, el bibliotecario o tu tía Manuela, la que narra cuentos mientras hace rosquillas de anís en la cocina. Sabemos que nuestra Sherezade exagera cuando cuenta historias, que las vacas no hablan, los tigres no nadan de espaldas y que, al besar a una rana, ésta no se transformara en un bello príncipe. ¿De verdad crees que importa que eso no sea real? No sólo no importa, sino que es importante que lo que nos relaten forme parte de la ilusión. Nos dejamos llevar por el cuento y lo disfrutamos tanto como cuando vemos en una película a Superman sobrevolar Nueva York o a Spiderman escalar un rascacielos. Todos sabemos que eso forma parte de la fantasía, y la fantasía también forma parte de nuestra vida. Es la que mantiene viva la imaginación, y la imaginación a su vez nos mantiene vivos. Es un círculo vicioso sin el cual no podemos estar. Joseph Campbell lo expresa así en Mitología Primitiva: «Siempre que los hombres han buscado algo sólido en que fundamentar sus vidas, han elegido no los hechos de los que el mundo abunda, sino los mitos de una imaginación inmemorial». La ensoñación es vital en nuestras vidas. Por eso, al igual que le ocurría al sultán Schahriar, disfrutamos tanto escuchando historias extraordinarias. A mí me gusta que me den muchos detalles de las historias que me cuentan. Disfruto dilatando las historias. Puedo tardar días en leerme las diez últimas páginas de una novela. Y todo por el puro placer de alargar la intriga del final. Por el gozo de mantener 21

vivo más tiempo el cuento, como el que da vueltas al caramelo en la boca sin llegar a morderlo para que dure más. De pequeña me dejaba seducir por cualquier cosa. Y eso a veces era un problema, la verdad. Tendría cuatro años cuando la tía Angelines, preparándome la merienda, me dijo: «Me ha salido un bizcocho con sabor a Luna». Lo que quería decir es que el bizcocho estaba para chuparse los dedos, pero ese día tenía la vena poética y le salió así la frase. Yo con cuatro años no entendía de metáforas y me lo tomé con literalidad. Creí que el bizcocho sabía a Luna. La tía Angelines dice que le desbordé con una batería de preguntas. Yo no lo recuerdo, pero ella sí. Dice que le pregunté si la Luna sabía a crema y si las vacas también se comían la Luna (a esa edad me fascinaban las vacas). Yo lo único que recuerdo fue la descripción que me dio de los cuernos de la Luna entrando por la ventana. Y yo me lo creí, y ese fue uno de los problemas de los que te hablaba al principio, porque me comí el bizcocho entero y verdadero. Una no se comía la Luna todos los días. Aquella noche me ardía el estómago del festín que me di. Pero me dio igual. Estaba convencida de que ese trozo de Luna que me había comido me iba a iluminar el cuerpo por las noches. Y yo feliz de ser una bombilla.

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5. EL MENTIROSO La mentira, afirmaba Oscar Wilde, es un arte que requiere devoción y estudio. Hablaba de la creación literaria. Todos sabemos que el cuento es fabulación y que el cuentacuentos enreda y exagera más de la cuenta. Es un mentiroso, un embaucador. La sabiduría popular dice que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Aunque eso de que al mentir te crece la nariz como a Pinocho es un cuento. Algunos fanfarronean diciendo que descubrir al mentiroso es muy sencillo. Pero de sencillo, nada. Hasta nosotros mismos terminamos creyéndonos nuestras propias mentiras, por lo que dejan de ser mentiras para convertirse en verdades, y estas supuestas verdades terminan transmutadas en un laberinto de espejos. Vamos a enfocarlo de otra manera. Los niños cuando mienten se llevan la mano a la boca, se tocan la nariz o desvían la mirada. Los adultos también, aunque con gestos más sutiles. Ya no nos llevamos las dos manos a la boca como cuando éramos pequeños, sino que nos tocamos el labio con un gesto rápido. También parpadeamos y sonreímos más al mentir y, según decimos la mentira, cambiamos de postura con mayor frecuencia. Cuando mentimos sentimos un cosquilleo nervioso en la cara y en el cuello que nos impulsa a rascarnos y frotarnos el cuerpo. Controlar todos estos movimientos corporales no es fácil. Y de algún modo, al contar un cuento mentimos, porque narramos una ficción. Por eso es importante no lanzar al oyente mensajes negativos con el cuerpo que le digan: que sepas que te estoy mintiendo. No es necesario. Ya sabemos que el cuento que nos narran es mentira, y aún así queremos creernos Cenicienta o Alí Babá en la cueva de los 40 ladrones. Y mientras soñamos no queremos que nos recuerden que todo es una mentira. Para que esto no ocurra debemos hacer, como cuentacuentos, dos cosas: una, creernos el cuento; y la segunda, controlar los gestos corporales. Por algo afirmaba Oscar Wilde que la mentira era un arte. ¿Complicado? No tanto. En la revista Papeles del Psicólogo, 2005, Jaume Masip habla en su artículo «¿Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo?», de lo difícil que es detectar una mentira y de la baja precisión que se tiene al evaluar si un mensaje es mentira o verdad: «La precisión no sólo es baja, sino que además es uniformemente baja. Hay evidencia de que existe un conjunto de factores situacionales y personales que influyen de forma estadísticamente significativa sobre los juicios y los niveles de precisión (Masip, Garrido y Herrero, 2002b). Así, Bond y DePaulo (en prensa) hallaron que determinadas variables (canal de comunicación, motivación del emisor, preparación, exposición previa a la conducta del emisor e interacción versus No-interacción emisor-receptor) tenían un impacto significativo sobre el nivel de aciertos».

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Te propongo un ejercicio. Cuenta a un conocido dos anécdotas, una ha de ser cierta y la otra mentira. Puede ser tu primer beso, un accidente de tráfico, el día que te lavaste los dientes con pomada de desodorante, la mañana que no sonó el despertador. Cualquier anécdota vale. Pero eso sí, una de las dos anécdotas tiene que haberte sucedido y la otra tiene que ser inventada. La inventada puede ser también una anécdota que le haya sucedido a un amigo o que hayas escuchado en la radio. Pero al narrarla debes hacerlo en primera persona para que sea creíble. Es importante que una de las dos anécdotas no la hayas vivido con el fin de que el experimento salga bien. Después de contarlas, pregúntale a tu oyente cuál de las dos cree que era invención. Interésate por saber si detectó en ti algún gesto que delatara la mentira. Es probable que aunque hayas intentado no moverte para no revelar el engaño, tu cuerpo haya seguido emitiendo microgestos que te descubren: un levantamiento ligero de ceja, un movimiento de nariz, un desvío de mirada, pupilas dilatadas o contraídas, sonrojo, titubeo al hablar, manos nerviosas, sudor. Ten en cuenta que mentir no es tan fácil. Se necesita práctica. El secreto está en que para que los demás se crean una mentira, primero te la debes creer tú. Como decía al principio, al contar un cuento, estarás contando una mentira, una ficción que no ha sido realidad. Para que el cuento funcione deberás meterte en la piel de los personajes, narrar el cuento como si lo hubieras visto o vivido. Sentir el cuento como propio dará más credibilidad y viveza a la historia. Durante la narración, estudia los gestos de los oyentes y toma conciencia de tus propias posturas corporales. Puedes empezar por estudiar los mensajes corporales de otras personas cuando vayas en el metro, en la parada del autobús, a la salida del cine, en el interior de una cafetería, esperando la salida de un tren, en un mercado o paseando por un parque. Cualquier lugar donde haya mucha gente te servirá. Fíjate en los movimientos corporales que realizan las personas al comunicarse entre sí. Pon especial interés en observar hacia dónde mueven los brazos, las muecas de las caras y dónde miran cuando hablan. Descubrirás que más allá de las palabras existe otro lenguaje que es el corporal. Prueba también a encender la televisión: seguro que encuentras en algún canal a un político haciendo declaraciones. Al margen de la veracidad o no de sus palabras, presta atención al uso que hacen de gestos estudiados. Observa cómo manejan el lenguaje no verbal. Será más fácil de ver si quitas el sonido al televisor. Podrás prestar mayor atención a los mensajes del cuerpo. A primera vista, nos dejamos seducir por las palabras sin saber que nuestro cerebro registra el lenguaje del cuerpo. Por eso algunas veces no podemos explicar por qué sentimos que tal persona nos miente o no nos resulta simpática. Lo achacamos a la intuición, pero en realidad se debe a la comunicación no verbal, a los mensajes gestuales. Profesionales como vendedores, publicistas, novelistas o cuentacuentos, por nombrar algunos, desarrollan una capacidad que se vuelve innata: viven la ficción (la mentira) como si fuera una realidad. El escritor José Luis Sampedro no hubiera podido escribir La vieja sirena si no hubiera creído que la misteriosa mujer, el navegante Ahram y el 24

filósofo Krito existían de verdad en su fantasía. Sampedro contaba cómo su mujer se ponía celosa con los personajes femeninos de sus novelas. Ella también los vivía como reales. El escritor escribe sus novelas como historias innegables, pues sólo de esa manera son creíbles a los ojos del lector. Lo mismo le ocurre al cuentacuentos. El narrador oral vive el cuento como si hubiera estado dentro de él. Lo hace suyo. Siente que ha tocado la falda de Alicia en el País de las maravillas, ha estado dentro de la casa del ratoncito Pérez, ha acariciado al gato de la bruja Gertrudis y ha viajado en una alfombra voladora. Por eso, cuando los niños le preguntan al cuentacuentos detalles del cuento, sabe qué responderles. No les miente. Les cuenta lo que en su fantasía ha vivido. La mentira del encantador de historias es una verdad fantástica. Hace unas semanas contaba a un grupo de niños y niñas de 6 años en la Biblioteca Pública Central de Madrid un cuento que a mí me gusta mucho: Un tigre en Brasil. Es un cuento que narro siempre como si fuera una anécdota que me ocurrió hace tiempo, aunque en realidad es un cuento popular. Y de tanto contarla la tengo tan incorporada, que siento que de verdad me ha sucedido. En el cuento narro que subí a un avión con destino a Brasil por equivocación, porque yo quería viajar a Madrid. En el aeropuerto de Río de Janeiro me encontré con un tigre que quería morderme. Corrí para despistarle y me lancé a nadar a un río. Para mi sorpresa, el tigre se puso un bañador de color rosa y se tiró al río para alcanzarme. Menos mal que vi una cascada y me puse a nadar cascada arriba (porque yo soy muy chula). Pero el tigre se me adelantó y al llegar arriba me lo encontré de frente. Como no tenía escapatoria, le amenacé. Al tigre. Pero no se asustó ni un pelito. En cuanto el tigre abrió las fauces, metí la mano dentro de su boca, palpé en su interior, llegue hasta la cola y ¡zas!, tiré de ella y le di la vuelta al tigre. Los niños cuando oyen esta historia se divierten mucho. Cualquier adulto sabe que la historia es pura fantasía, pero con 6 años no se pone en tela de juicio si el cuento es o no cierto. En esta ocasión una niña de la primera fila me dijo que eso era mentira. «¿Por qué?», le pregunté. «Porque no se puede nadar corriente arriba en una cascada», fue su respuesta. Y ante una afirmación así, qué responde una. Nada. Porque razón no le faltaba a la niña. Me hizo gracia que se fijara en ese detalle y no cuestionara que el tigre pudiera llevar un bañador rosa. ¿Por qué para la niña era creíble todo lo que el tigre hacía y yo no podía nadar cascada arriba? Pues porque yo formo parte de su mundo tangible y el tigre, del fantástico. Y en la fantasía todo es posible. En la vida real, no. Es increíble la capacidad que los niños tienen para navegar con la imaginación. Poseer ese don es un tesoro incalculable que perdemos en la edad adulta. De mayores nos cuesta cada vez más transformar lo real en fantástico, y llegamos a vedarle sueños al niño: «No saltes en la cama, esto no es un barco pirata», «Deja la escoba en su sitio, que no es una espada», «No corras por el pasillo, que esto no es un palacio encantado». No estaría nada mal darnos de vez en cuando un premio y ponernos a soñar, jugar como cuando éramos 25

niños, transformar las cosas reales en fantásticas: convertir tu casa en un castillo, el balcón en un globo aerostático o imaginarte en el interior de una pirámide egipcia. Soñar, tan sólo soñar. Fui a contar cuentos en el centro cívico Judimendi en Vitoria-Gasteiz, una ciudad que tenía muchas ganas de visitar. Mi padre había estado allí y me habló de un parque que había en el centro de la ciudad lleno de árboles centenarios, por el que atravesaba un río de aguas cristalinas lleno de truchas del tamaño de su antebrazo —y se arremangó la camisa para que me hiciera una idea—. «Allí uno llega a perder la noción del tiempo», me aseguró, «y en invierno, aún teniendo escarcha el suelo, se deja de sentir el frío». Y yo me lo creí. ¿Cómo no creérmelo si me hizo vivirlo como si fuera real? Tenía que haberme acordado de que mi padre era el Sherezade barbudo de casa. Al llegar a Vitoria-Gasteiz fui directa al Parque de la Florida. Y sí, es un lugar con mucho encanto, aunque no tiene un río de aguas transparentes sino un riachuelo artificial sin peces, y los árboles son grandes pero no centenarios. Y a pesar de todo, de haber estado allí, de haberlo visto con mis propios ojos, ahora que lo escribo sigo con la imagen de un pequeño bosque mágico encerrado en una ciudad. Mi padre recreó un recuerdo, lo engrandeció e inventó otro parque. ¿Que cómo se consigue hacer creíble algo fantástico? Mezclando tres elementos: imaginación, verosimilitud y sensibilidad.

Imaginación Échale imaginación al cuento. Describe escenas. Da detalles del lugar, de cómo son físicamente los personajes, habla de lo que sienten. No te olvides de los sentidos: tacto, oído, gusto, olfato y vista. No es necesario que los utilices todos a la vez. Será suficiente con contar lo que se ve desde la torre del palacio de cristal o describir a qué sabe la casa de la bruja de Hansel y Gretel.

Verosimilitud Para hacer sentir que el cuento es creíble, no es necesario que haya ocurrido de verdad, basta con hacer creer que la historia ocurrió tal y como la cuentas. Emociónate cuando narres. Cuando algo se cuenta con entusiasmo, la voz se transforma, pasa a ser más alegre y fuerte, y hablamos con más seguridad y convicción.

Sensibilidad

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Entendiendo sensibilidad como empatía, como la capacidad de adentrarse y entender otros mundos, no como sinónimo de sensiblería o debilidad. Poder entender otras maneras de pensar y actuar. Inventar situaciones y si éstas son ilógicas, atípicas y caprichosas, mucho mejor. Hay que creer en la posibilidad de adentrarse en un agujero y llegaría así a otro mundo como Alicia en el País de las maravillas, pensar que los gigantes egoístas existen, que hay ciudades de azúcar, islas perdidas y viajes al centro de la Tierra. Sin sensibilidad, la literatura, el cine o la oralidad no existirían.

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6. EL DECÁLOGO DEL CUENTISTA 1. Créete el mejor contador del mundo Y esto es tan cierto como cuando tus padres decían con la boca llena que eras el niño o la niña más guapo y listo del planeta. Cuando tu hijo, tus alumnos, tus amigos o el público te pidan que les cuentes un cuento, es porque les gusta oírte narrar.

2. Lee y lee mucho La lectura te enriquecerá de ideas. Ampliará tu imaginación y tu vocabulario. Lee cuentos, novelas, artículos, ensayos. Devora todo lo que caiga en tus manos hasta el empacho. Tendrás suficiente material para contar. Y no olvides al final nombrar al autor del cuento. Recuerda que el cuentacuentos hace también una función importante como animador a la lectura.

3. El ridículo no existe Forma parte de los miedos internos y nos impide avanzar. Deshazte de él. Lo peor que te puede suceder es no llegar a compartir el cuento con nosotros. El ridículo es una actitud social: pasearse desnudo por la calle puede hacernos sentir ridículos ante la mirada de otros, en cambio en las tribus amazónicas lo extraño es ir vestido.

4. Disfruta el cuento Si te entra risa, ríete a carcajadas. Si te apetece llorar, hazlo. La relajación del cuerpo comienza cuando dejamos que las emociones afloren.

5. Habla con el cuerpo Utiliza el cuerpo para expresarte. No sólo las palabras dan información, también los gestos hablan por ti. El primer artista que hizo pantomima, en el año 240 a. C., fue el griego Livius Andronicus. Según cuenta la leyenda, recurrió al gesto para dar a conocer sus poemas al perder la voz tras numerosas representaciones. Con el cuerpo se puede 28

dibujar en el aire una ola de mar, expresar misterio levantando las cejas, ralentizar una escena con movimientos lentos de las piernas, hacer un interrogante ladeando la cabeza. Y todo ello sin dejar de mirar a los ojos del oyente. Ten en cuenta que se desconfía de la persona que no nos mira a los ojos y hasta sentimos que, cuando dejan de mirarnos, no nos escuchan. De ahí que a menudo oigamos eso de «mírame a los ojos cuando te hablo».

6. Utiliza un lenguaje sencillo y coloquial Narrar es un acto de comunicación. Cuanto más natural sea tu lenguaje, mejor y más rápido se adentrarán en el cuento. Antonio Machado cuenta una anécdota que le ocurrió a Juan de Mairena en su clase de Retórica y Poética cuando pidió a un alumno que escribiera en la pizarra la frase «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa». El alumno escribió lo que le dictó. Luego Mairena le pidió que escribiera eso mismo en lenguaje poético. El alumno, después de meditar, escribió: «Lo que pasa en la calle». Mairena contestó: «No está mal».

7. No lo digas, muéstralo De nada sirve describir a Caperucita roja como una niña que vivía en un pueblo. Decir que vivía en un pueblo, es lo mismo que decir que alguien vivía allí. Las palabras genéricas, intangibles del tipo allí, pueblo, niña, amor, vida, gozo, tristeza... no muestran. Para que los cuentos funcionen hay que crear con palabras una imagen que el oyente pueda fotografiar en su mente. Gabriel García Márquez podía haber comenzado Cien años de soledad diciendo que Macondo era el pueblo de Aureliano. Pero como pueblos y Aurelianos hay muchos, García Márquez no se conformó con decirlo, sino que lo mostró: «Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos».

8. Mastica las palabras No te aceleres al narrar, tómate tu tiempo. Respira. Haz pausas. Pronuncia de forma clara las sílabas. Deja que se deleiten con tus palabras y dales tiempo a que visualicen todo lo que va ocurriendo en la narración.

9. Si un cuento no te gusta, no lo cuentes

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No te dejes impresionar por el nombre del autor, da igual si se trata de Jorge Luis Borges, Kafka, los hermanos Grimm, Patricia Highsmith o tu primo. Si el cuento no te motiva lo suficiente, difícilmente podrás transmitir emoción a los otros. Busca otro relato, leyenda o mito. Hay muchos cuentos que te esperan para ser contados.

10. Miente siempre No hay nada más aburrido que la realidad cotidiana. Contar que el ratón Ramón se levantó, desayunó un vaso de leche y se fue al colegio, resulta tedioso aunque se trate de un ratón. Miente. Inventa. Haz soñar. «Una vez en Bolonia hicieron un edificio de helado, en la mismísima Plaza Mayor, y los niños venían de muy lejos para darle una chupadita»: Gianni Rodari, El edificio de helado.

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Muchos de los cuentos que narro los escuché en casa y otros tantos proceden de la literatura. Puedo decirte que tengo la suerte de pertenecer a una familia de cuenteros, trovadores, fabuladores, comediantes, charlatanes y sacamuelas. Cuando de niña acompañaba al Abu Emilio al mercado, sentía cómo los demás niños me miraban con envidia. El Abu conocía tan bien el poder de la palabra, que cada tarde vendía historias a cincuenta pesetas en un puesto del mercado. Tenía una amplia carta de cuentos y podía narrar todo tipo de historias: para mal de amores, para dolores de muelas, para recuperar la risa o encontrar la belleza. La carta de platos, como el Abu llamaba a su repertorio de cuentos, era una mezcla de cuentos orales, que había heredado de su padre, y cuentos de la literatura, que leyó en las noches de insomnio que pasó en sus treinta años de marinero. Y ese legado de cuentos pasó de mi abuelo a mi padre, y de mi padre a mí. Aprendí de boca de ellos que las verrugas en la nariz salen por no comer manzanas, que a los peces se les pesca por bocazas y que el viento da la vuelta cuando estornuda. El Abu también vendía en el puesto del mercado Los mil tres secretos de la ruta de la seda que decía que eran más importantes que los de Las mil y una noches porque los suyos tenían dos cuentos más. Los vendía a modo de fascículos de la época, uno al día. Y siempre a la misma hora, las cinco de la tarde, que era cuando los niños acudíamos al mercado a comernos un cuento por merienda.

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1. UNA CARTA CON MUCHOS PLATOS «¡Vamos, vayan pasando!», gritaba mi abuelo. «Los más pequeños que se pongan delante, los mayores detrás. ¡Entren al restaurante de la palabra, donde nunca falta un plato que contar!» El Abu se sentaba encima de su ajada maleta y apoyaba el bastón de castaño en el suelo. «¡Pasen y siéntense, pequeños comedores de cuentos!», y movía la mano para que se acercaran a él. «No empujen, ni se peguen. Aquí hay cuentos para todo el mundo. Veamos.» Se acariciaba la barba, como si con ese gesto cazara cuentos en el aire, «hoy nos vamos a merendar un cuento de la carta, el que más os guste.» Y hacía sonar un tambor añoso antes de leer la lista de platos. No enumeraba todos los cuentos que se sabía, porque hubiera sido el nunca acabar. Una vez se puso a calcular y descubrimos que conocía doce mil setecientos cuarenta y tres cuentos. Una barbaridad. Yo no he sido capaz aún de aprender tantos. «¡Escuchad con atención!», y callábamos. Dejábamos de sentir el bullicio del mercado y prestábamos atención a sus palabras. No se nos podía escapar ningún plato de la merienda.

Entrantes «Para un abrir de apetito os puedo contar algo chiquito», nos decía. Era el momento de las adivinanzas, trabalenguas, acertijos, retahílas, poemas, canciones, juegos y cuentos pequeños en verso que solían ser romances. En realidad se trataba de aperitivos, con los que pequeños y grandes —al fondo siempre había gente mayor escuchando sus cuentos — iban dejándose adentrar en el mundo mágico de la palabra y el cuento. Estos entrantes breves no eran más que acercamientos. Como cuando dos personas se estrechan las manos al encontrarse. Igual que con el abrazo o con el beso se establece un pequeño lazo de unión, lo mismo ocurría con los entrantes de cuentos. Era una toma de contacto amistoso entre el narrador y el oyente, que en este caso eran mi abuelo contando una adivinanza y el público —niños y mayores que allí estábamos escuchándole— respondiendo el acertijo. Que traducido vendría a ser: «Hola, qué tal, encantado de conocerte», diría el narrador. «Gracias, igualmente», respondería el público. Una adivinanza te voy a poner a ver si adivinas lo que es. Tiene dos patitas 34

y no tiene pies; plumas de colores y pico también. Cuando tiene hambre suele decir «pío»; cuando tiene frío se mete en el nido. (El pájaro) Blanco es, la gallina lo pone, con aceite se fríe y con pan se come. (El huevo) De verde me volví negra y me molieron con tino, hasta que al final del todo, de mí hicieron oro fino. (La aceituna) Tiene famosa memoria, gran tamaño y dura piel, y la nariz más grandota que en el mundo pueda haber. (El elefante) De cierto animal di el nombre: es quien vigila la casa, quien avisa si alguien pasa y es fiel amigo del hombre. (El perro) Salimos cuando anochece, nos vamos si canta el gallo,

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y hay quien dice que nos ve cuando le pisan un callo. (Las estrellas) Dicen que soy rey y no tengo reino; dicen que soy rubio y no tengo pelo; dicen que ando y no me meneo; arreglo relojes sin ser relojero. (El Sol) Tampoco faltaban las peleas por un asiento en las primeras filas. Algunos se daban patadas o se acusaban a gritos el uno al otro de haberse robado el sitio. El Abu tenía que poner orden: El que fue a Sevilla perdió su silla, el que fue a Aragón se la encontró. Si eran varios los que discutían por el mismo asiento, lo echaba a suertes con las retahílas de Una, dole, tele, catole o Pinto, pinto. En ambos casos el Abu pedía que extendieran las manos y según iba recitando la retahíla iba tocando una a una las manos hasta que la última que tocaba era la que ganaba. UNA, DOLE, TELE, CATOLE Una, dole, tele, catole, quile, quilete, estaba la reina en su gabinete. Vino Gil, apagó el candil. Candil, candilón, cuenta las veinte, que las veinte son. PINTO, PINTO Pinto, pinto gorgorito, saca las cabras en veinticinco. 36

¿En qué lugar? En Portugal. ¿En qué calleja? La Moraleja. Saca la mano que viene la vieja. Y si hacía mucho que no llovía, comenzaba diciendo: Que llueva, que llueva, (y continuábamos coreando todos) la Virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, las nubes se levantan. ¡Que sí!, ¡que no!, que caiga un chaparrón con azúcar y turrón. Que rompa los cristales de la estación. Y para el que acababa de perder un diente siempre le decía: Tejadito, tejadito, te echo este dientecito para que me salga más bonito. Y lanzaba al aire una moneda como si fuera un diente. Contaba que cuando era pequeño y se le caía un diente, se asomaba a la ventana de la casa y lanzaba el diente al tejado, como le había enseñado a hacer su padre, mi bisabuelo. Tiempo después, él se lo enseñó a su hijo, mi padre. A mí me llegó el Ratoncito Pérez, que trucaba el diente de debajo de la almohada por una moneda. Moneda que el abuelo lanzaba luego al aire para que el diente me saliera más fuerte. Después yo recogía la moneda del suelo y la guardaba en una cajita de cartón como un gran tesoro. Aún conservo cinco de esas monedas, que en aquel entonces eran pesetas, y no euros como ahora. El momento más divertido, al menos para mí, era cuando cantábamos una canción. Me viene a la memoria la canción popular de La Tarara, de la que Federico García Lorca hizo un hermoso poema. La Tarara que cantaba el Abu era esta versión popular de origen castellano: LA TARARA Tiene la Tarara un dedito malo que no se lo cura ningún cirujano. 37

La Tarara sí, la Tarara no, la Tarara, madre, te la canto yo. (Estribillo) Tiene la Tarara un vestido blanco con lunares rojos para Jueves Santo. (Estribillo) Tiene la Tarara un cesto de flores que si se las pido me las da mejores. (Estribillo) Tiene la Tarara unos pantalones que de arriba abajo todo son botones. (Estribillo) Tiene la Tarara un vestido verde lleno de volantes y de cascabeles. (Estribillo) Había otro momento muy esperado y era cuando el abuelo sacaba de su ajada maleta una pandereta y la hacía sonar. Era el anuncio de que nos iba a recitar un romance. Los romances eran también un comienzo mágico de la sesión de cuentacuentos, tenían la musicalidad del poema y encerraban una pequeña historia dentro. Estas composiciones poéticas se han ido transmitiendo de forma oral durante siglos y daban a la sesión de cuentacuentos un sabor antiguo y mágico como el que tienen los cuentos de hadas. Los romances narran historias que acontecen en castillos: príncipes recorriendo el reino a caballo, muchachas lavando la ropa en el río, doncellas cristianas cautivas en patios mudéjares, traiciones palaciegas, guerras de árabes y cristianos y amores imposibles. 38

Esos versos sencillos de fácil comprensión los convertía en bocado delicatessen para niños y adultos. Los más reclamados eran el «Romance de Abenámar», el «Romance del prisionero» y el «Romance del conde de Sisebuto», de Joaquín Abatí. Este último nos hacía mucha gracia. El Abu lo recitaba muy serio y hacía distintas voces para cada personaje. Arrugaba la cara y ponía voz aguda para interpretar a la hija del conde; y estiraba el cuello y cambiaba a un tono muy grave cuando le tocaba el turno al conde. Nos hacía temblar de la risa. EL CONDE SISEBUTO A veinte leguas de Pinto y a treinta de Marmolejo existe un castillo viejo que edificó Chindasvinto. Perteneció a un gran señor algo feudal, algo bruto; se llamaba Sisebuto, su esposa, Leonor; su hijo, Sindulfo; su hermana, Berengüela, y una tía de su abuela que atendía por Manuela. Y su hermano mayor Rogelio. Era una noche de invierno, noche oscura y tenebrosa, ¡noche atroz, noche de infierno! Cabalgando en un corcel de color verde botella raudo como una centella llega al castillo un doncel. Salta el foso, llega al muro. La puerta está cerrada, «¿Me habrá engañado mi amada?», exclama: «¡Vaya un apuro!». De pronto siente sobre su cabeza una cuerda que resbala, tiende la mano y tropieza con la cuerda de una escala. «¡Ah!», dice con un fiero acento. «¡Ah!», vuelve a decir furioso. «¡Ah!», repite victorioso. «¡Ah!», otra vez... y así, hasta ciento. 39

Sube que sube que sube, trepa que trepa que trepa, cae en brazos de un querubín, la hija del conde, ¡La Pepa! «Lisardo, mi amor, mi anhelo, único ser al que adoro, el de los cabellos de oro, y el de los ojos de cielo, ¿qué sientes, di, tú, a mi lado, qué sientes, tú, junto a mí?» «Siento frío, estoy helado.» «¿Frío has dicho? Eso me inquieta. ¿Frío has dicho? Eso me espanta. ¡No llevarás camiseta! Pues toma, ponte esta manta.» Y le dio una servilleta. Ahora, hablemos del cariño que nuestras almas disloca. «Yo te amo como una loca.» «Yo te adoro como un niño.» «Mi amor es un arrebato.» «El mío es una locura.» «¡Si no me quieres me mato!» «¡Si me olvidas me hago cura!» «Hija soy de Sisebuto desde mi más tierna infancia, y aunque mi padre es muy bruto, y aunque no sé lo que digo, pero sí a lo que me expongo, ¡huyamos! ¡Vamos al Congo a ocultar nuestros amores! Si algún día nos encuentran que nos quiten lo bailado» De pronto un fiero ladrido. retumba potente y fiero. Se abre una puerta excusada y cual terrible huracán entra el conde, luego un can, luego nadie, luego nada... «¡Hija infame!», ruge el conde, «¿dónde has dejado mi honor? ¿Dónde, dónde, dónde, dónde? 40

Y tú, cobarde villano, ¡antipático!, repara cómo señalo tu cara con la palma de mi mano». Luego, sacando un puñal, de un solo golpe certero clavole el cortante acero junto a la espina dorsal. El pobre, naturalmente, se murió como un conejo. Ella frunció el entrecejo y enloqueció de repente. También quedó el conde loco de resultas del espanto. El perro, no llegó a tanto, pero le faltó muy poco. Y aquí acaba la leyenda verídica, emocionante, estremecedora, horrenda, que ocurrió en un castillo viejo, que edificó Chindasvinto, a veinte leguas de Pinto y a treinta de Marmolejo. Con los entrantes hay que tener mucho cuidado, o al menos eso decía el abuelo, que si se toman muchos luego no se tiene ganas de seguir comiendo. Y el entrante siempre nos sabía a eso, a canapé, a bocado chiquito. Y aunque hubiéramos seguido felices escuchándole romances, adivinanzas y canciones, no insistíamos en pedirle más porque sabíamos que nos esperaban los platos fuertes.

Primer plato Nunca me gustó la sopa, ese plato en el que flotaba pan o fideos en agua manchada. Y el Abu lo sabía muy bien. Por eso nunca le pedí sopa de letras. Prefería, con mucho, los platos en los que no se ahogara la cuchara. El Abu antes de enumerar los primeros platos sujetaba su bastón de castaño y daba tres golpes con él en el suelo. Guardábamos silencio y escuchábamos cómo recitaba los cinco primeros platos. Siempre eran cinco. Los primeros cuatro cuentos que enumeraba los conocía todo el mundo, eran siempre cuentos populares españoles, cuentos de hadas, de los hermanos Grimm, de Christian Andersen. Así que esperábamos con ansia a conocer el número cinco que solía ser un cuento desconocido, una anécdota de sus muchos viajes, una leyenda o un cuento de aquellas lejanas tierras que visitó durante los años en que fue marinero en el barco Bahía de Porto Santo. 41

«Para relamerse los bigotes y chuparse las uñas tenemos...» y empezaba a nombrar cinco cuentos, «El gato con botas», «Caperucita roja y el lobo feroz», «El medio pollito», «El perro que no sabía ladrar». Y en el momento en que iba a mencionar el quinto cuento, guardaba silencio para mantener el misterio. Nosotros conteníamos la respiración, como si hubiera sonado el redoble de tambor del circo anunciando un salto mortal. Después de la mudez pronunciaba el título del cuento que podía ser «La niña de los ojos de luz», «Somba el travieso», «El mejazni y el preso». Hasta que un día dijo Sopa de piedra. Me quedé perpleja, sobre todo cuando los otros niños corearon: «Sopa de piedra, sopa de piedra». Yo hubiera preferido un cuento de los hermanos Grimm, aunque lo hubiese contado cien veces, antes que un cuento de sopa de piedra. El Abu dejó su bastón en el suelo y comenzó a narrar cómo en uno de sus viajes en el barco Bahía de Porto Santo, camino de Angola, hicieron una escala en el puerto de Cascais, en Portugal. Esa noche se acercaron a cenar a una taberna cerca del puerto. Cuando preguntaron por el menú, el camarero les pidió disculpas ya que sólo tenía para ofrecerles sopa de piedra. «¿De piedra?», preguntó mi abuelo. «¿Cómo es eso?» El camarero les contó que hacía mucho tiempo Pedro Malasartes llegó a una aldea portuguesa cerca de Almeirim con una olla vacía. Al llegar, los aldeanos que no querían compartir sus víveres con ese viajero hambriento, se encerraron en sus casas. Pedro Malasartes llenó la olla de agua, metió dentro una piedra limpia y la puso al fuego. Uno de los aldeanos, muerto de curiosidad salió de su casa y le preguntó qué hacía en esa olla. Le respondió que estaba, preparando una deliciosa sopa de piedra y que le faltaba un choricito para darle más sabor. El aldeano le prestó un chorizo con la condición de probar un poco de la sopa al final. Al cabo de un rato llegó una mujer que al ver la olla también le preguntó por ésta. Pedro Malasartes le contestó que era una sopa de piedra, pero que le faltaba algo de tocinillo para darle más sabor. La mujer fue corriendo hasta su casa y trajo un trozo de tocino con la condición de probar también la sopa. Al olor del puchero se fueron acercando hombres y mujeres que, tal y como les fue pidiendo Pedro Malasartes, fueron echando condimentos a la sopa para darle más sabor: una morcilla, un tomate, dos costillas, unas patatas, tres zanahorias, un muslo de gallina y un ajo. Al cabo de una hora, cuando la sopa estuvo terminada, se pusieron todos a comer y a disfrutar de la nutritiva olla. No quedó en ella ni pizca de sopa. Bueno, quedó la piedra que Pedro Malasartes limpió y guardó en una bolsa por si tenía que volver a utilizarla otro día. Después de escuchar este cuento seguí protestando con la sopa, qué le vamos a hacer. Los cuentos hacen volar la imaginación pero no hacen milagros. Hay muchas variantes de este cuento en Europa y Centroamérica. En esas versiones, el protagonista es un vagabundo o un monje que convence a una familia o a una anciana para preparar la sopa de piedra. En los países escandinavos se llama sopa de clavos, en Europa del este se llama sopa de hacha. Las múltiples versiones de los cuentos populares dan fe de la maestría del cuentacuentos como inventor y reinventor de historias. Y si visitas Portugal, 42

déjate caer por un restaurante, podrás constatar en la carta del menú que la sopa de piedra existe. No es broma ni cuento, que lo he visto con estos ojitos y la he llegado a probar, aunque no me guste la sopa. Los primeros platos del Abu solían llevar cuchara, como en la mesa. Eran los cuentos populares que había oído aquí o allá. Trataban de pícaros que burlaban a reyes, niños y niñas como Pulgarcito o Cenicienta que logran salvarse de un peligro, princesas encantadas, príncipes que debían salvar obstáculos para conseguir un objetivo, o animales que hablaban como el Gato con botas. Los cuentos que más éxito tenían eran Sopa de piedra o el del loro Camilo que encontró un baúl de oro con un mono dentro. También eran muy demandadas las leyendas Cómo el sol trepó hasta el cielo, Cuando el tigre empezó a ser fiero, Cómo se hizo el invierno o Por qué el mar es salado. Algunos cuentos ocurrían en tierras lejanas. Cuanto más exótica y desconocida era la historia, más nos fascinaba, como los cuentos de Los mil tres secretos de la ruta de la seda, que ocurrían en tiendas bereberes entre cortinas de velos de seda. También nos relató cuentos que había leído a la luz de un candil en su camarote, como los relatos de Rudyard Kipling sobre el origen del alfabeto o de cómo le salió la joroba al camello. A veces me preguntaba cómo el Abu podía recordar tantísimos cuentos. Ahora sé, por propia experiencia, que al contarlos una y otra vez se inmortalizan en la memoria. De niña me fue imposible retener tantos cuentos, sobre todo los que escuché sólo una vez. Ni mi padre se los aprendió tampoco y el Abu hace tiempo que murió. Algunas de esas narraciones las rescaté gracias a Antonio Rodríguez Almodóvar, que realizó un trabajo magnífico de recopilación de cuentos populares españoles en una edición de dos tomos con el título Cuentos al amor de la lumbre. Algunas de esas versiones, que me evocaban la huella sonora del Abu, las he utilizado luego en mis espectáculos de cuentacuentos.

Segundo plato La bella Pandora enviada por Zeus a la Tierra enamoró a Epimeteo, el cual desoyendo los consejos de su hermano de no aceptar regalos de Zeus, la hizo su esposa. Según llegó Pandora a la Tierra, vio un ánfora con tapadera. Picada por la curiosidad, abrió la jarra y liberó todos los males que encerraba dentro: la tristeza, el miedo, la pobreza, la enfermedad, el vicio, el crimen. Sólo la esperanza que estaba al fondo de la vasija no pudo salir, pues Pandora cerró el ánfora antes de que ésta saliera. Y corrió a decirles a los humanos que no todo estaba perdido pues aún quedaba la esperanza. El Abu, como Pandora, abría su vieja maleta y liberaba los cuentos que traía dentro: los segundos platos. Eran los platos fuertes, los que se comían con tenedor y cuchillo. Cuentos con misterio, cuentos que hablaban de envidias entre hermanos, de cómo

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ahuyentar los miedos y dejar de morderse las uñas, cuentos de regalos que se compartían. Estos cuentos no sólo entretenían, sino que nos ayudaban a crecer y a resolver nuestros problemas infantiles. El cuento catalizaba emociones, y eso lo sabía muy bien el Abu. Nos miraba en silencio. Era observador e intuitivo. Con un rápido recorrido de la mirada nos hacía la radiografía a niños y adultos, sobre todo a los pequeños. Y como mago de la palabra y de la comunicación que era, reconocía en un abrir y cerrar de ojos nuestras debilidades. Dependiendo del diagnóstico que hiciera rescataba una u otra historia de la maleta. Los segundos platos me reconfortaban. Me reflejaba en los personajes de los cuentos. En las noches que tenía miedo me acordaba de las aventuras de Juan sin miedo, y pensaba que si él jugaba a los bolos con las calaveras yo también podía asomarme debajo de la cama para comprobar que no había ningún monstruo escondido allí abajo. Cuando me aferraba al manillar de la bicicleta roja para no compartirla con mi hermana, mi padre me recordaba el cuento de El gigante egoísta tal y como lo contaba el Abu. Entre mis cuentos preferidos estaba El patito feo, La ratita presumida, Quién le pone el cascabel al gato, La gallina de los huevos de oro, La liebre y la tortuga, El burro flautista, Piel de asno o Lo que le ocurrió a un hombre bueno con su hijo. En un candelabro de bronce el Abu ponía una vela encendida para ambientar los cuentos de miedo y misterio. Era un candelabro que trajo de uno de sus viajes a Madagascar y que yo aún conservo, por nostalgia, con restos de cera derretida por los bordes. Al final del verano, en la puesta de sol —cuando los más pequeños ya se habían retirado a sus casas y en el mercado se recogían las mercancías en cajas de madera—, el Abu encendía la vela del candelabro y se la acercaba a la cara. Ponía unas muecas que eran para caerse del susto. Sólo la cara de claroscuros y esa mirada de pocos amigos que ponía el Abu eran un cuento de miedo. Nos contaba a la luz del candil historias de piratas con muy malas pulgas y un solo diente, leyendas de barcos que habían sido devorados por una espesa nube tras una borrasca, barcos fantasmas que navegaban sin rumbo por el océano Índico, brujas haciendo conjuros y monstruos marinos partiendo embarcaciones. La historia que más me gustaba era la del holandés errante. La leyenda llevaba circulando entre los marineros desde hacía más de cuatrocientos años. Decía que el capitán holandés Bernard Fokke era capaz de navegar desde Amsterdam al cabo de Buena Esperanza en tan sólo nueve días. Se rumoreaba que había hecho un pacto con el diablo para viajar así de rápido. El capitán era un hombre musculoso, feo y de carácter agrio. Cierto día no regresó de uno de sus viajes, y circuló la noticia de que el diablo había reclamado lo suyo y el capitán Bernard Fokke había sido condenado por sus pecados a vagar eternamente en su barco desde el cabo de Buena Esperanza hasta el extremo sur de América. Todos los marineros que hacen esa ruta aseguran haber visto en

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el mar el barco del holandés errante con su tripulación, tres ancianos de largas barbas. Y cuentan que aquellos que intentaron hablar con ellos desaparecieron también. La sombra del candil se proyectaba ondulante en la pared, y las palabras salían de la boca del Abu en un hilo de voz confidente, como si se tratara del mayor secreto jamás contado hasta entonces.

El postre Con sabor dulce se acababa la sesión del cuentacuentos. A modo de despedida, hasta la tarde siguiente, el abu Emilio lanzaba cuentos cortos, algunos de nunca acabar: Este era un gato, que tenía los pies de trapo y la barriguita al revés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? ... Esto era un rey que tenía tres hijas, las metió en tres botijas, las tapó con pez. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? ... —¿Quieres que te cuente, el cuento del haba que nunca se acaba? —Sí. —Yo no te digo ni que sí ni que no, sino que si quieres que te cuente… ... —¿Quieres que te cuente el cuento de la canasta? —Sí. —No, que se gasta. ... Esto era una vez un pajarito que estaba en un peral... Si no se ha ido, allí estará.

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... ¿Quieres que te cuente un cuento muy largo, muy largo, muy largo? Un ratón se subió a un árbol. Este cuento ya no es más largo. Había veces que nos resistíamos a que la sesión acabara y se formaba una manifestación ensordecedora de mocosos a su alrededor reclamando otra historia. Nos solía obsequiar con un cuento acumulativo, en el que cada vez había más personajes y más elementos, que teníamos que memorizar para que el cuento llegara a su fin. EL VIEJO Y LA VIEJA Esto era una vieja y un viejo que estaban comiendo un queso, cuando de pronto llegó un ratón y se lo zampó. Luego vino el gato y se comió el ratón, que se había comido el queso de la vieja y el viejo. Vino el perro y mató al gato, que mató al ratón, que se había comido el queso de la vieja y el viejo. Vino el palo y mató al perro, que mató al gato, que mató al ratón, que se había comido el queso de la vieja y el viejo. Vino el fuego y quemó el palo, que mató al perro, que mató al gato, que mató al ratón, que se había comido el queso de la vieja y el viejo. Vino el agua y apagó el fuego, que quemó el palo, que mató al perro, que mató al gato, que mató al ratón, que se había comido el queso de la vieja y el viejo. Vino la vaca y se bebió el agua, que apagó el fuego, que quemó el palo, que mató al perro, que mató al gato, que mató al ratón, que se había comido el queso de la vieja y el viejo. Vino el oso que mató a la vaca, que se bebió el agua, que apagó el fuego, que quemó el palo, que mató al perro, que mató al gato, que mató al ratón, que se había comido el queso de la vieja y el viejo. —¿Por dónde vamos?, ¿por el oso? Pues bésame el culo, mocoso. Y entre risas terminaba la sesión. Metía en la maleta el candelabro y la pandereta, y se despedía de nosotros moviendo su mano grandota mientras decía: «Y colorín colorado, esta merienda de cuentos se ha acabado. El que no levante el culo, se le quedará pegado».

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2. VIAJE A LA FANTASÍA

A punto de comenzar el viaje a la fantasía y adentrarnos en el mundo mágico de los cuentos, no podemos olvidar hacer algunos preparativos previos y revisar el equipaje. Antes de viajar, abandona la rutina. Encierra con llave dentro de un cajón los hábitos e ideas estereotipadas que bloquean la imaginación. Si no se encerrasen esos pensamientos, no sería posible imaginar, ni fantasear con nuevas ideas. Darwin no habría descubierto el origen de las especies, ni Hawking cómo se evaporan los agujeros negros del espacio, Internet seguiría siendo un pequeño proyecto militar y Alicia no habría llegado nunca al País de las maravillas. Hay que dejar atrás los hábitos diarios y despegarse de la realidad para descubrir mundos fantásticos como hizo Alicia, y dejarse caer por una madriguera de conejo, encogerse como un telescopio, hundirse en un charco de lágrimas o jugar con la reina de corazones al croquet con erizos. Estamos tan acostumbrados a hacer las mismas tareas cada día, que si no prestamos atención se nos cuelan en la maleta y terminan siendo un lastre para todo el viaje. Prescinde de manías, ideas preconcebidas y racionalidad. No es necesario que lleves a cuestas tus costumbres como hacía el filósofo Kant, dando un paseo después del almuerzo con tanta puntualidad que los habitantes de Königsberg ponían el reloj en hora cuando le veían pasar por delante de su casa. Es conveniente llevar ropa cómoda y ligera que te ayude a sumergirte en el mundo de las ilusiones. Adentrarte en la fantasía te será tan fácil como entrar en la carpa del circo y sorprenderte con serpientes amaestradas, el hombre bala, la contorsionista de goma, la mujer dividida en dos, tragasables y leones que saltan por aros en llamas. En este viaje a la fantasía se romperá toda ligazón coherente que nos una a la realidad. Descubrirás un universo imaginario donde todo es posible: baúles voladores, cebras verdes, Lunas que 47

pierden la risa, princesas con piojos o animales parlanchines. Será un viaje al subconsciente con caídas al vacío y mundos mágicos entre brillantina. En la mochila lleva sólo lo imprescindible: cuentos. Puedes llevar distintos tipos de cuentos: populares, mitológicos, de autor, con moraleja o terapéuticos. Los cuentos ayudan a viajar, y hasta sanan. Está demostrado que en aquellos barracones de los campos de exterminio nazis donde se contaron cuentos, sobrevivieron más prisioneros. Cada noche, entre literas, se arremolinaban cabezas para escuchar a esos narradores orales que se exponían a la muerte si eran descubiertos. Esos viajes a la fantasía les mantuvieron vivos, a los que escuchaban y a los que contaban las historias. Los cuentos les ayudaron a no quebrantarse moralmente y a no lanzarse a las cercas electrificadas para suicidarse. Como dice Tzvetan Todorov: «Lo fantástico no dura más que el tiempo de la vacilación». Cuando leemos o escuchamos una historia dudamos de si es real o no. Si el relato nos engancha nos sumergimos en la historia y desde ese momento, lo fantástico se convierte en un real imaginario. Esta suspensión de la incredulidad es esencial en el cuentacuentos. Los oyentes aceptan como ciertas las premisas en las que se asienta la ficción, aun siendo historias increíbles y llenas de fantasía. Y no sólo pasa con las narraciones orales. También ocurre en la literatura, el teatro y el cine. Para disfrutar de estas historias aceptamos que el mundo mágico de Harry Potter es un mundo paralelo al real y que se llega a él atravesando una pared, y en Peter Pan asumimos que existe el país de Nunca Jamás donde viven los Niños Perdidos que saben volar. Viajemos a la fantasía con los cuentos. Aquí te muestro varias alternativas para jugar con la historia. Ahora te toca a ti escoger la que más te guste.

Haz tu película Una vez que hayas leído varias veces el cuento, date un tiempo para imaginar. Imagina que tienes a tu disposición una cámara de cine para hacer una película del cuento. Tú eres el director y tendrás que visualizar a los personajes (los actores de tu película). Como primer paso puedes hacer un casting de personajes. Ten en cuenta los rasgos físicos que puedan ser relevantes en el cuento: una verruga en la nariz, poseer cinco brazos, tener el tamaño de un guisante, tener una barba larguísima y blanca, ser ciego, delgado o gordo. Imagina también el tipo de voz de cada personaje: no es lo mismo una bruja con voz chillona e irritante que una bruja tartamuda. Cuantos más detalles tengas de los personajes, más fácil te será luego recrear la historia. El segundo paso es definir el espacio donde ocurrirán las acciones del cuento, de tu película. Tienes que pensar en el escenario, attrezzo, ambientación y localizaciones. Es decir, si la historia transcurre en un castillo, calcula el tamaño de éste. Hay una gran 48

diferencia si el lacayo tiene que atravesar tres habitaciones o si tiene que recorrer treinta dependencias para avisar al rey de que un león se ha colado en la cocina. Ten en cuenta si el castillo tiene muros de piedra o paredes de chocolate que se derriten con el calor. Si tiene alfombras voladoras, escaleras de caracol, habitaciones en torreones o foso de cocodrilos. Si las acciones ocurren en distintos lugares habrá que buscar localizaciones, que es como se llama en el cine a la búsqueda de lugares donde filmar las escenas. Puede ser el interior de un pozo donde ha caído el protagonista, o un bosque encantado con árboles que hablan donde se han perdido dos hermanos. Rehaz en tu mente esos lugares. Cuantos más detalles tengas mejor será la recreación del suceso y más se enriquecerá la historia. Tercer paso. Enciende la cámara y comienza a grabar en tu mente. Pon a actuar a los personajes, sitúalos en las localizaciones que hayas seleccionado. Tienes que ir viendo el cuento según lo has imaginado como si lo estuvieras grabando con una cámara de cine. Déjate llevar por la imaginación. Te puedes permitir determinadas licencias, respetando la esencia del cuento, claro. Puedes imaginar, pongamos por caso, que Caperucita roja tiene muy mal carácter y lleva una cesta con una cinta roja a juego con el gran lazo rojo de su cabeza y que el lobo feroz, que tiene una voz chillona, lleva unos pantalones manchados de pintura. Estos detalles no cambian la esencia del cuento. El lobo seguirá abordando a Caperucita roja en el bosque y le preguntará (empleando una voz chillona) que a dónde va. Y Caperucita roja le contestará (en tono cursi) que a casa de su abuelita. Aunque en tu adaptación quizá Caperucita roja se pone de muy mal humor cuando le abordan con preguntas tontas.

Sugerencia La recopilación de detalles sólo te sirve a ti, como narrador, para recrear la historia en tu mente. A la hora de contar no es aconsejable llenarla de demasiados detalles ya que enlentecen el ritmo de la misma. Tanta información adicional se convierte, por lo general, en digresiones que distraen del hilo argumental.

Las tres mentiras Pide a un amigo que te escriba en tres papeles distintos tres palabras. En cada papel una palabra. Luego pídele que doble cada papel, de tal manera que tú no puedas saber qué hay escrito en cada uno de ellos. Imaginemos que ha escrito en un papel la palabra: «ladrón», en otro la palabra: «garrapata» y en el tercero: «botón». Ahora incorporamos cada una de estas palabras en una parte del cuento. La primera palabra, ladrón, la incorporas en el principio del cuento, la segunda en el nudo y la tercera en el desenlace.

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Estaremos introduciendo tres mentiras en la historia, tres palabras que no pertenecían al cuento original. Déjame que te invite a ver cómo quedarían estas tres palabras: ladrón, garrapata y botón, incorporadas en el cuento popular de Caperucita roja:

Principio Caperucita va con su cesta a casa de su abuelita, cuando de repente, de entre el matorral, sale un lobo con más pinta de ladrón que de otra cosa…

Nudo El lobo llega a la casa y en el momento en que se come a la abuelita, una garrapata salta de la cama y se posa detrás de una de sus grandes orejas. Cuando Caperucita roja llama a la puerta, el lobo está intentando atrapar a la garrapata, que corre a sus anchas por la cabeza…

Desenlace «Abuelita, abuelita que boca tan grande tienes», le dice Caperucita. «Es para comerte mejor», responde el lobo, que abre su boca y enseña sus feroces dientes. Del susto, Caperucita da un salto hacia atrás y se le cae al suelo un botón de su capa roja… Vemos que al incorporar estas tres nuevas palabras, la naturaleza del cuento no se ve afectada, pero sí que hemos logrado darle un toque personal al cuento, que hace que el conocido cuento de Caperucita roja sea más atractivo por la novedad de los elementos incorporados.

Un cocodrilo en la puerta ¿Qué pasaría si al principio de tu cuento apareciera un cocodrilo? Lo que ocurriría es que ese cocodrilo modificaría la historia. ¿Qué pasaría si una mañana llaman a la puerta de tu casa y te encuentras a un cocodrilo esperándote? Es evidente que ese día no será monótono. Un elemento insólito y transgresor, como el del cocodrilo, dará un giro a la historia. No importa si el cuento que contamos es Blancanieves y los siete enanitos o El Aleph de Borges. Sea cual sea, puedes incorporar un cocodrilo dentro. Imaginemos qué ocurriría si metiera un cocodrilo en La metamorfosis de Kafka. Podría suceder que Gregorio Samsa, el personaje principal, al despertar una mañana tras 50

un sueño intranquilo sobre su cama, se viera convertido en un monstruoso insecto. Descubre que no era un sueño. Su habitación pequeña seguía teniendo las cuatro paredes. Encima de la mesa, donde Samsa guarda un muestrario de paños desempaquetados —Samsa era viajante de comercio—, le parece ver una cola de cocodrilo y empieza a preguntarse si no sólo él habría sufrido la transformación. A lo mejor la cola de ese cocodrilo era su hermana, su padre o un amigo que, por alguna extraña razón, había llegado hasta su cuarto.

Qué pasaría si al final… Este ejercicio es válido para cuentos populares muy conocidos. La gracia consiste en que al ser un cuento clásico todo el mundo lo conoce, por lo que disfrutarán más del juego de modificar el final de la historia. Algunos cuentos populares tienen una trama magnífica, pero un final flojo. Me viene a la memoria el cuento Medio pollito, que según la versión de cada país tiene un final más o menos glorioso. Pues bien, los finales insulsos dejan indiferente a quien los lee y a quien los escucha. Los finales son importantes, cruciales, por ser el cierre de una historia. Son tan importantes como el principio. Un buen comienzo debe engancharte para querer seguir escuchando la historia; y un final debe dejarte asombrado, con un buen sabor de boca, como si se tratara de un postre. Te propongo que confecciones otro desenlace al cuento popular que hayas elegido. Y para ello vamos a utilizar un elemento sorpresa en el final: ¿qué pasaría si el protagonista descubre que le quedan dos días de vida? Piensa cómo le puede afectar esa noticia. ¿Qué piensas que hará a partir de ese momento? ¿Se hubiese ido corriendo Cenicienta del palacio al sonar las doce en el reloj? ¿Habría sentido la princesa el guisante enterrado bajo veinte colchones y veinte edredones?

La historia del revés Se puede empezar a contar la historia desde el final y acabar por el principio. Es otra manera divertida de contar una historia, utilizada reiteradas veces en el cine. Cojamos un cuento y, tras leerlo varias veces, probemos a empezar a contarlo desde el final para terminar por el principio de la historia. No es fácil deshilachar el jersey, te advierto. Contar desde atrás hacia delante requiere un gran conocimiento del cuento. El resultado es sorprendente: una historia impactante contada de manera inusual. Se piensa que por contar el final de la historia ésta va a carecer de interés porque hemos desvelado el desenlace, pero es todo lo contrario. Los telediarios están llenos de noticias que empiezan, desafortunadamente, por el final: «Cecilia murió a manos de su ex pareja que le asestó 15 puñaladas». «En la orilla del mar murieron trece niños al estallar dos 51

bombas». Después, poco a poco, nos vamos enterando de cómo se desencadenó la tragedia. Conocemos la historia desde atrás. Hay que tener especial cuidado con el uso de tiempos verbales. Es habitual que saltemos de un tiempo verbal en futuro al pasado. Los cambios de tiempo pueden desorientar al oyente y ya es suficiente alteración el empezar la historia por el final. Así podría ser el comienzo del cuento Los tres cerditos contado al revés: Érase una vez un viejo lobo que se estaba recuperando de las quemaduras en su hocico y rabo. Soplaba y se preguntaba cómo era posible que hubiera salido disparado de aquella manera de la chimenea. Cuando él entró, la chimenea estaba apagada, pero debió de ser que los tres cerditos que estaban dentro de la casa cayeron en la cuenta de que el lobo podría entrar por allí para comérselos, y encendieron la chimenea creando una gran llama que no llegó a ver el lobo. Los tres cerditos tardaron en darse cuenta de que ese era uno de los posibles lugares por donde el lobo podría entrar. Antes pensaron en las ventanas que tuvieron que tapar con tablones, y antes de eso fue la puerta a donde llamó el lobo con su pezuña. Toc, toc. «¿Quién es?», preguntaron los tres cerditos…

El baúl de nombres Hay que ver lo que modifica el punto de vista del espectador cuando se cambia de nombre a un personaje. Si en una película de Hollywood ambientada en Nueva York descubrimos que en el doblaje han sustituido el nombre de Jack interpretado por Bruce Willis, por el nombre de Pepe, nos chirriaría todo el cuerpo. Sonaría extraño. El nombre de Pepe nos recordaría a un personaje latino más cercano a nuestra cultura que a la de Hollywood. Y es que un nombre evoca en cada uno recuerdos de otras personas. Hasta nosotros nos veríamos de otra manera con otro nombre, cambiaríamos nuestra forma de andar, de vestir, incluso de hablar. Yo me sentiría extraña si de repente en lugar de llamarme Beatriz me llamara Rafael o Asunción. El nombre da cuerpo a tu personalidad. Recuerdo a un amigo de la infancia que se llamaba Flores Margarita, el nombre siempre me pareció una venganza personal, sobre todo en la infancia. O el caso de mi ginecólogo, un magnífico especialista, que tenía en la placa del consultorio su nombre grabado en letras doradas: Dr. Felipe Guarro. ¿Cómo se puede apellidar Guarro un ginecólogo? En fin, el pobre hombre no tenía la culpa de su apellido. Los personajes de la literatura inglesa, pongamos por caso, mantienen sus nombres originales en las traducciones: Elinor Dashwood, la señora Dalloway, Heathcliff, Sally, Bridget Jones. Si sus nombres fueran sustituidos por otros españoles, automáticamente perderían credibilidad las historias. El nombre está asociado en nuestro imaginario a unas costumbres, estilo de vida y lugar determinado. No es lo mismo llamarse Mohamed, Alexander, Jiang Yu, Jaqueline o María José. 52

Por eso probemos a cambiar el nombre a los personajes del cuento. Vamos a quitarle este estigma que acarrean los personajes, sobre todo los personajes más populares. ¿Qué pasaría si Caperucita roja se llamara Claramor; el lobo, Rodolfo; Blancanieves, Eustaquia; y Hansel y Gretel, Luis y Luisa? El cambiar el nombre a los personajes dará pie a modificar sus conductas, a dar un giro a sus personalidades y costumbres. Blancanieves, bajo el nombre de Eustaquia, ya no será una muchacha refinada, sino una campesina muy cabezota. Y Caperucita roja, bajo el nombre de Claramor, tendrá un hilo de voz tan fino que apenas se la oirá al hablar. Hansel y Gretel, que en realidad son los hermanos Luis y Luisa, van tirando gajos de naranja por el suelo para no perderse en el regreso, y la bruja en lugar de tener una casa con paredes de chocolate, tendrá la fachada con sabor a tortilla de patata.

Trueque de palabras Vamos a hacer un intercambio. ¿Qué te parece cambiar una palabra por su antónimo? No es necesario modificar todas las palabras del cuento, con unas cuantas basta. Es muy sencillo, se trata de escoger algunos adjetivos, verbos, sustantivos y cambiarlos por su contrario. Es decir, si seleccionamos la palabra amor, trucarla por odio, hablar por callar, ciego por vidente, alto por bajo. El resultado será un cuento contrario al original. A los alumnos les gusta mucho este ejercicio, ya que rompe los estereotipos de los cuentos populares y resulta muy divertido. Vamos a probar con el comienzo del cuento El Clavel de los Hermanos Grimm. Voy a subrayar todas aquellas palabras que intercambiaré. Después aparecerá la nueva versión con las palabras ya intercambiadas. Inténtalo tú con otro cuento, a ver qué sale. EL CLAVEL Había una vez una Reina a quien Dios no había dado hijos. Cada mañana salía al jardín a pasear y rogaba al cielo que le concediera un niño o una niña. Cierto día se le apareció un ángel y le dijo: —Puedes estar contenta: vas a tener un hijo que tendrá el poder de que Dios le conceda todo cuanto desee. La Reina se apresuró a ir adonde estaba el Rey y le dio la feliz noticia; y tras nueve meses, les nació un hijo que fue recibido con alegría. Todas las mañanas la Reina salía con su hijito al jardín, donde se guardaban las más raras especies de fieras; allí lo bañaba en una límpida y clara fuente. Y sucedió que un día, cuando ya el niño fue un poco mayor, teniéndolo sobre su regazo, se quedó dormida. El viejo cocinero de palacio, que sabía que el príncipe tenía el poder de conseguir cuanto deseaba, se acercó y robó al principito, después mató un pato y 53

con su sangre roció los vestidos de la Reina. Luego huyó, llevándose al niño a un lugar secreto, donde lo entregó a una nodriza. No contento con eso, el maligno cocinero fue en busca del Rey y acusó a la Reina de haber permitido que su hijo fuera devorado por un animal feroz… EL CLAVEL (con trueque de palabras) Había una vez una Reina a quien Dios no había dado hijos. Cada mañana salía al jardín a holgazanear y rogaba al cielo que le concediera un niño o una niña. Cierto día se le apareció un diablillo y le dijo: —Puedes estar enfurecida: vas a tener un hijo que tendrá el poder de que Dios le conceda todo cuanto deteste. La Reina se apresuró a ir adonde estaba el Rey y le dio la desafortunada noticia; y tras nueve meses, les nació un hijo que fue recibido con tristeza. Todas las mañanas la Reina salía con su hijito al jardín, donde se guardaban las más corrientes especies de fieras; allí lo bañaba en una asquerosa y sucia fuente. Y sucedió que un día, cuando ya el niño fue un poco mayor, teniéndolo sobre su regazo, se quedó dormida. El viejo cocinero de palacio, que sabía que el príncipe tenía el poder de conseguir cuanto detestaba, se acercó y robó al principito, después mató un pato y con su sangre roció los vestidos de la Reina. Luego huyó, llevándose al niño a un lugar conocido donde lo entregó a una nodriza. No asqueado con eso, el encantador cocinero fue en busca del Rey y acusó a la Reina de haber permitido que su hijo fuera devorado por un animal dócil…

El túnel del tiempo Los cuentos populares son atemporales. Cuando los contamos nos traen recuerdos de nuestra infancia y a nuestros abuelos les viene a la memoria su niñez. Los cuentos clásicos pertenecen a todas las generaciones, nunca mueren. Sobreviven a catástrofes, guerras, mudanzas y olvidos. Pero todos estos cuentos de tradición oral transcurren en un tiempo que no es el presente. Princesas resucitadas con un beso por un príncipe, caballeros de armadura de hierro luchando contra dragones o brujas volando sobre escobas, no son desde luego de este tiempo. Si metemos el cuento en el túnel del tiempo y lo enviamos por una lanzadera parecida a la máquina del tiempo de H. G. Wells, hecha de metal, cristal de roca y marfil, y lo enviamos a nuestros días, obtendríamos una historia actual de Pinocho o de Pulgarcito ambientada en el siglo xxi. Tan sólo habría que introducir en los personajes conductas 54

actuales y elementos presentes en la calle para situarla en nuestros días: semáforos, ordenadores, aviones, bancos, autopistas… Merece la pena, de vez en cuando, liberar a los cuentos de hadas de conceptos arcaicos. James Finn Garner recogió en el libro Cuentos infantiles políticamente correctos versiones actualizadas de los cuentos clásicos. Son adaptaciones dirigidas a un público adulto, los niños aún no están preparados para entender este doble lenguaje. Entre los muchos cuentos que recoge, se encuentra esta divertida versión de Blancanieves, de la que te dejo el comienzo: «Blancanieves era una niña encantadora que provenía de un hogar desestructurado. Sus padres tenían serios conflictos de convivencia, con episodios puntuales cercanos a la violencia de género, por culpa de ciertos problemas de adicción de la madre que finalmente dieron al traste con la relación. Después de un intenso periplo judicial, la custodia de Blancanieves acabó recayendo en su padre, que unos años más tarde rehízo su vida con una nueva compañera sentimental. Blancanieves aceptó la nueva relación de su padre de buen grado y siguió su vida como siempre, colaborando en movimientos sociales de vanguardia, organizando jornadas de resistencia con el movimiento okupa, de gran pujanza en aquel pequeño reino…».

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3. JUGAR CON EL CUENTO A la edad de siete años la profesora Gregoria nos hizo aprender de memoria el cuento El gigante egoísta de Oscar Wilde para la representación de Navidad del colegio. Teníamos que memorizar frases enteras y los movimientos que ella nos marcaba. Nos decía cómo debíamos mover los brazos. Si nombrábamos el sol entonces abríamos los brazos y dibujábamos un globo en el aire. Nos coreografió las salidas al escenario a golpe de una campanilla que hacía sonar tras el telón. La función fue un éxito y la profesora Gregoria estaba emocionada. Sé que lo hizo con la mejor voluntad del mundo y que ignoraba, como desconocíamos nosotros, que contar El gigante egoísta de Oscar Wilde de esa forma rígida era la manera perfecta de anular la expresividad infantil espontánea y de matar la frescura del cuento. Actuar y contar cuentos son dos cosas distintas. En el teatro el actor interpreta un personaje y habla en primera persona. En la narración oral el cuentacuentos narra lo que hacen los personajes y lo hace en tercera persona. En sus inicios, el teatro era un sistema encorsetado con reglas rígidas, hasta que Stanivslasky descubrió que no había que actuar de forma mecánica sino con los sentimientos. Con los cuentos ocurre lo mismo: sería mucho más fácil memorizar y recitar el cuento como un papagayo, como si se tratara de la tabla de multiplicar, pero con la memorización restaríamos encanto a la narración y la convertiríamos en rígida y cargada. Hay que contar desde el recuerdo para expresar las emociones. El narrador oral no debe sólo recitar el cuento, sino «vivir» la historia. ¿Que cómo se «vive» la historia? Pues desde el recuerdo, nunca desde la memorización. El primer paso es leer y releer el cuento varias veces hasta que interiorices la historia y seas capaz de poder contarla desde el recuerdo. En los talleres propongo a los alumnos que juguemos con un cuento popular, por ejemplo, El peral de la tía Miseria. Es un cuento que gusta a todos los públicos, tanto a niños como adultos. Hay numerosas versiones de este cuento popular tanto en España como en el resto de Europa y América; la que aparece a continuación, es la que yo reescribí para narrársela a los niños: EL PERAL DE LA TÍA MISERIA Érase que se era una mujer anciana que vivía sola en su pobre casa. Esta anciana, conocida por todos como la tía Miseria, solo tenía una choza y un peral del cual pocas veces cogía fruto, ya que los chicos saltaban el pequeño muro del jardín y se comían las peras. Un día, un peregrino llamó a la puerta de la tía Miseria. 56

—Ya voy, ya voy —dijo la tía Miseria, que a duras penas podía caminar. El peregrino andaba muerto de hambre y de frío y le pidió cobijo por una noche. La tía Miseria le dejó entrar y le encendió la chimenea con la poca leña que le quedaba para pasar el invierno. Le preparó una sopa caliente y compartió con él un mendrugo de pan duro. A la mañana siguiente, antes de partir, el peregrino preguntó a la anciana tía Miseria: —Dime, anciana, ¿qué deseo quieres que te conceda? La tía Miseria, creyendo que se trataba de una broma, miró el peral y dijo: —Deseo que si alguien sube a mi peral, no pueda bajar sin mi permiso. —Pues así será —y el peregrino tocó el peral con sus manos. Al siguiente año, en cuanto salieron las primeras peras, los niños vinieron a comérselas como era costumbre. Pero apenas subieron al peral se quedaron pegados a sus ramas hasta que llegó la tía Miseria y les zurró con un bastón ziszas-zum. Después les dejó marchar. Los niños no volvieron jamás y la tía Miseria pudo disfrutar como nunca de las ricas peras. Hasta que una noche volvieron a llamar a su puerta. —Ya voy, ya voy —gritó la tía Miseria. Tía Miseria abrió la puerta y se encontró de frente con un cuerpo tapado por una larga capa negra. La capucha cubría la cabeza cadavérica de nariz aguileña, pómulos hundidos y unos labios finos. —Buenas y santas noches tenga, tía Miseria. —¿Me conoce? —preguntó asombrada. —Vamos, Miseria, que ya es la hora. Nada más decir esto, la tía Miseria se percató que de la ancha manga de la capa asomaba la punta de la guadaña. En ese momento cayó en la cuenta de que había abierto la puerta a la mismísima Muerte. La tía Miseria se puso a recoger las pocas cosas que tenía: que si un pañuelo para cubrirse la cabeza, que si unos guantes agujereados para el frío de la noche... Y como la Muerte le insistía que se diera prisa, la tía Miseria le pidió un favor: —Como el camino será largo, ¿podría coger unas peras del peral para comérnoslas durante el viaje? Yo soy vieja y no alcanzó a cogerlas. —Bueno, mujer, anda ligera. En cuanto la Muerte tocó una rama del peral, se quedó pegada. Y por más esfuerzos, ruegos, lloros y súplicas que le hizo a la tía Miseria, ésta no le soltó. 57

La Muerte siguió pegada al peral durante días, semanas y meses. Hasta que al cabo de un año, todo el mundo echó de menos a la Muerte. —¿Dónde se habrá metido? —se preguntaban los más ancianos y los heridos del hospital. Los médicos se enfurecieron por la poca profesionalidad de la Muerte: una cosa era alargar la vida y otra muy distinta alargar el dolor. —Esta Muerte no conoce la piedad —decían malhumorados. Se creó un comité formado por médicos, alcaldes, bomberos y científicos que emprendieron un viaje en busca de la Muerte. Nadie podía sospechar que estaba retenida contra su voluntad en el peral de la tía Miseria. El comité fue rastreando todos los rincones del mundo hasta que llamaron a la puerta de la tía Miseria. En cuanto ésta les abrió, escucharon los gritos desesperados de la Muerte que pedía ser liberada. El comité explicó a la tía Miseria las horribles calamidades y sufrimientos que muchos estaban pasando desde que la Muerte no hacía su trabajo. La tía Miseria, dándole ya pena la humanidad entera, les propuso una condición. —Liberaré a la Muerte, si ésta no vuelve a llamar a mi puerta. El comité miró a la Muerte y ésta, apretando los dientes, contestó: —De acuerdo. Nada más decir esto, la Muerte se liberó y cayó al suelo. Y lo creáis o no lo creáis, salió corriendo del huerto de la tía Miseria con su guadaña en alto y dando muerte a diestro y siniestro. Morían a millares. Y la Muerte cumplió su promesa: nunca más volvió a llamar a la puerta de la tía Miseria. Y es por eso que la miseria sigue todavía viviendo en este mundo. Ahora, juguemos con el cuento de la tía Miseria. Vamos a contarlo desde distintos puntos de vista para trabajar otros tonos de voz y otros ritmos. En el taller de cuentacuentos me di cuenta de que los alumnos al narrar cometían siempre los mismos errores. De nada servía que les repitiera de palabra que había que mirar al público, la importancia del ritmo o el cuidado en los movimientos corporales. Los vicios seguían apareciendo una y otra vez. Eran costras invisibles e indoloras que sólo se descubrían cuando yo o algún compañero se lo hacía ver. Para desterrar los vicios propongo a los alumnos que cuenten los cuentos como si fueran otras personas. Es decir, que lo cuenten desde otro punto de vista. Algo parecido a la idea de Raymond Queneau con sus Ejercicios de estilo. Cuando te pones en la piel de otra persona, adoptas sus gestos, su forma de hablar, sus palabras, su andar. Para los ejercicios busco personajes estereotipados que todos puedan asumir: una bailarina de ballet clásico, un vagabundo o una drag queen. Contar desde un 58

personaje está más cerca del teatro que de la narración oral, por eso estos ejercicios están planteados como un juego, no como una opción para narrar. Tengo en cuenta los vicios y defectos de cada uno para asignarle un personaje u otro. Al contar desde un personaje dejas a un lado tu forma de contar para transformarte en otra persona y descubres que eres capaz de moverte de otra manera, que tienes nuevas expresiones faciales y otra inflexión al hablar. Contar desde otro punto de vista te permite exagerar gestos y voz. Estas son algunas de mis propuestas y trabajos con los alumnos:

Una niña con piruleta Trini tenía la manía de contar con las manos sujetas a la espalda. Era una costumbre que arrastraba de dar clases en la universidad. Y por más que le pedía que dejara libres las manos, éstas volvían a la espalda. Se me ocurrió proponerle que contara el cuento desde el personaje de una niña. Y para que las manos no volvieran de nuevo a la espalda, le propuse que sujetara una piruleta imaginaria con la mano. Tras varios ensayos consiguió no llevarse las manos a la espalda.

Consejos previos Imagina que eres una niña que nos va a contar un cuento. Tienes que ser escueta, contarlo lo más rápido posible. Tu objetivo como niña será salir corriendo de esta sala para ir a jugar al parque. Recuerda que los niños al contar historias hacen hincapié en las cosas que a ellos le llaman la atención: cuántas verrugas tenía la tía Miseria, cómo se bajaban los niños del peral o el miedo que daba la muerte.

La versión de Trini (Trini balancea el cuerpo de atrás adelante mientras chupetea la piruleta.) Este es el cuento de una mujer muy vieja, que sólo tenía un diente (se señala con el dedo un diente) muy negro. Tenía una casita así de pequeña (Trini hace un gesto con las dos manos del tamaño de una caja pequeña) y muy sucia (se mete de nuevo la piruleta imaginaria en la boca). La mujer vieja pasaba mucha hambre (hace una pausa) y no comía peras. Pero un día (da unos pasos hacia delante). Toc, toc, toc (Trini hace el gesto de llamar a la puerta con los puños). ¡Ohhh! (pone cara de susto), un señor muy feo aparece en la puerta…

Una tartamuda 59

Había que ver a qué velocidad contaba cuentos Laura, otra alumna. De pequeña siempre me daban mucha envidia los niños que podían hablar muy rápido. Yo con los trabalenguas siempre me trababa en la primera frase. Laura, en cambio, no tenía ningún problema con las sílabas. Es más, hablaba tan vertiginosamente que no le daba tiempo a coger aire para respirar. La única vez que la vi hacer una pausa en el cuento se puso nerviosa. Para lograr que tomara aire entre palabra y palabra le propuse que contara como si fuera tartamuda.

Consejos previos El tartamudo, cuando se traba en una sílaba y ve que la gente se impacienta, intenta hablar rápido, pero lo que consigue es el efecto contrario: balbucea más. Sólo cuando cantan dejan de tartamudear. El tartamudo mueve la cabeza hacia delante como un apoyo, para que la sílaba salga antes. Cierra los ojos a modo de concentración. Otras veces llena la boca de aire hasta inflar los carrillos. Hablar como un tartamudo ayuda a no acelerarse, a controlar los nervios y a sentirse menos impaciente contando.

Versión de Laura Vo-vo-voy a contar la historia de-de-de la tía Mi-Mi-Mi-Miseria. (Mueve la cabeza con contundencia hacia delante cuando termina de decir Miseria.) La-la-la tía Miseria tenía un-un-un pe-pe-peral. Pero no podía co-co-co-merse las peras. (Se frota las manos impaciente.) Y-y-y (mueve las manos hacia delante en un signo de querer avanzar con la historia) los niños se-se-se-se comían to-to-tooo-das las peras.

Un borracho Reconozco que me aflora una sonrisa maliciosa cuando imagino el ejercicio que voy a proponer a cada alumno. Paco, el conserje del Centro Cultural, empezó abriéndonos la puerta del aula y terminó como alumno en el taller. Era tan disciplinado que contaba los cuentos como si estuviera haciendo un examen oral. Engolaba la voz y se ponía tan serio, que perdía su naturalidad. Y sonreí. Sonreí al imaginarme la cara que pondría cuando le propusiera que contara el cuento como si fuera un borracho.

Consejos previos

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Si vas a hacer este ejercicio tendrás que trabajar el desequilibrio del cuerpo. El borracho apenas se tiene en pie. Se le traba la lengua y olvida lo que iba contando. Se ríe sin causa aparente y da tragos a la bebida a menudo.

Versión de Paco (Paco se sienta en una silla e inclina el cuerpo hacia delante en posición de confidente. Las palabras se le enredan en la lengua.) Os voy a contar lo de esa mujer (bebe de una copa imaginaria), lo de la anciana esa que vivía sola en su casa. (Ríe.) Bueno, pues la vieja tenía menos para llevarse a la boca que yo ahora mismo. (Mira la copa imaginaria.) Bueno, tenía un, ¿cómo era esto? (se rasca la cabeza)... tenía, tenía un peral, que no me salía la palabra. (Vuelve a reír.) La vieja no comía ni una pera. Los chavales llegaban a escondidas y se las comían todas. (Ríe y vuelve a dar un trago a la bebida.)

Un taxista A Juan Carlos, un sindicalista acostumbrado a reuniones con la patronal, a dar mítines y con un lenguaje más administrativo y formal, le propuse que contara el cuento desde el punto de vista de un taxista. Esto le ayudaría a romper la barrera entre el lenguaje escrito, más literario; y el lenguaje oral, más cercano.

Consejos previos La comunicación del taxista con el pasajero es de espaldas. El taxista mira a los ojos por el retrovisor del coche. El taxista tiene un habla fluida. No tiene reparos en interrumpir la historia para mostrarnos algo que le ha llamado la atención en la acera; luego continúa la narración como si tal cosa. De vez en cuando hace una digresión para hablar de su primo Andrés, el del pueblo. Utiliza frases hechas, palabras comodín y repite palabras. Hace uso de un lenguaje coloquial.

Versión de Juan Carlos Mire, le voy a contar una historia que me contaron el otro día. Se lo cuento porque es muy curiosa. Es sobre una anciana que andaba medio muerta de hambre. (Interrumpe la narración y señala con la mano hacia la ventana.) Fíjese, esos vagabundos están rebuscando en la basura. ¡Ve, lo que le digo! Esto de morirse de hambre está a la orden del día. Pues como le iba contando (se rasca la cabeza), esta anciana no tenía ni basura a la que echar mano. Bueno, tenía un peral. Pero no se comía ni una sola de las peras. Y 61

mire que están ricas las peras. Se lo digo yo, hombre (abre los brazos). Mi primo Andrés tiene unos perales en su finca de Jaraíz de la Vera y todos los años nos trae una caja de peras. Fíjese la mala suerte de esta mujer, la tía Miseria, que no se podía comer ni una sola pera porque los tunantes de los chavales se subían al peral para quitárselas.

El político Especialmente pensado para los inquietos, para los que son incapaces de contar sin dejar de moverse durante al menos cuatro segundos. A Luis, que enseñaba música a los pequeños, le faltaba espacio para contar cuentos. En realidad, necesitaba un campo de fútbol. Recuerdo que el primer cuento que narró trataba de una princesa que quería tocar el violín. Su intención era contar ese cuento a sus pequeños alumnos de música. Cada vez que Luis nos contaba que la carroza real iba de un palacio a otro, recorría todo el perímetro del aula con la intención de hacernos ver que la carroza tardaba mucho en llegar de un palacio a otro. Le hubiera bastado con decir que el palacio estaba lejísimos para imaginarnos la distancia. Entonces, le propuse que contara el cuento como si fuera un político dando un discurso electoral.

Consejos previos El político está de pie, frente a un atril. No se mueve de su sitio. Tiene una posición neutra. Los pies están algo separados, en línea con los hombros. Nunca se toca la cara con las manos. Mira al frente y, de vez en cuando, al papel del atril. Tiene las manos a la vista y gesticula con ellas. Su tono de voz llega a ser monótono y acentúa sólo las palabras más relevantes. Sus palabras están estudiadas y su mensaje es neutro y ambiguo. Nunca se compromete en nada. Ligeros movimientos corporales.

Versión de Luis Buenas tardes (pausa y mirada al público). Gracias por su asistencia, tan masiva (movimientos de manos hacia delante, con las palmas hacia arriba, en símbolo de agradecimiento). Nos encontramos hoy, aquí, en un día tan señalado para hablarles de un tema que creo parece de gran relevancia. Vamos a hablar de la tía Miseria. Esa gran mujer (énfasis al pronunciar «gran») que ha conseguido estar entre nosotros durante tanto (alarga la sílaba «tan») tiempo. Ustedes se preguntarán (gesticulación de las manos y giro de cabeza hacia la izquierda) si este caso es tan relevante para nuestra sociedad como para tener que tratarlo en público, y tengo que decirles (mirada al frente) que sí. Y no sólo es relevante, sino fundamental (pausa), para entender el desarrollo de muchas situaciones cotidianas que se dan en estos tiempos. Estamos hablando de una mujer 62

(énfasis en las palabras «una mujer») que, a pesar de su edad, no recibía ayudas del Estado. Hablamos de una mujer (otra vez pronuncia con fuerza «una mujer») que, a pesar de su avanzado y deteriorado estado de salud, no podía comerse los frutos que le daba el cultivo de un pequeño huerto de perales…

Un periodista deportivo Marta era bibliotecaria y alumna del taller. Poseía dos armas poderosas para ser una buena cuentacuentos: una voz cálida y un ritmo pausado. Pero eso se volvía en su contra, porque siempre contaba con el mismo ritmo y el mismo tono de voz. Daba igual si se trataba de un cuento de terror o un cuento de hadas. Le propuse que contara el cuento como si fuera una periodista retransmitiendo un partido de fútbol. Así conseguiría evitar la linealidad de la voz y le daría cuerpo a la narración. Con este ejercicio Marta nos hizo pasar un momento irrepetible.

Consejos previos Emplea el tiempo verbal presente, para dar mayor velocidad a la palabra. Frases cortas y un tono cantarín. Movimientos corporales constantes y, a veces, bruscos. Salta y grita cuando el equipo de fútbol meta un gol. Repite palabras, verbos, adjetivos para crear tensión y suspense.

Versión de Marta Noticias en directo (gesto de hablar con un micrófono en la mano). Estamos retransmitiendo desde el mismísimo peral de la tía Miseria. Ella todavía no ha salido de su casa, pero lo hará en breves momentos. Parece que la puerta se abre. Un momento (levanta la mano). Parece que el picaporte se mueve. (Balancea el cuerpo imitando que mira algo.) Está saliendo la tía Miseria de su choza y se dirige hacia el huerto. Un momento (hace una pausa), acaban de aparecer dos chavales. Sí, dos chavales han saltado el murete de la tía Miseria. Van directos hacia el peral. Adelantan a la tía Miseria por la derecha. Siguen corriendo. (Marta acelera el ritmo y habla cada vez más rápido.) La tía Miseria va detrás de ellos gritando y amenazándoles con un palo. Los dos chavales están a punto de llegar al peral. Sólo les quedan unos pocos pasos para conseguirlo. La tía Miseria les sigue de cerca. Son ágiles, muy ágiles. La tía Miseria corre todo lo que puede. Y allí está, sí (pausa). Uno de los muchachos se lleva una pera a la boca, parece que la va a morder y ¡se la comió! (alza la voz). ¡Señoras y señores!, el muchacho más pequeño se ha comido una pera en el primer tiempo.

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Una osa muy grande El primer cuento que Lucía contó fue con voz cándida, pero a un volumen tan bajo que apenas se le oía. Fue incapaz de alzar más la voz. Me aseguró que ese era todo el volumen que podía alcanzar. Y debía ser cierto, porque tenía el rostro enrojecido del esfuerzo. Le propuse que probara a contarlo como si fuera una gran osa. Lucía se moría de risa con el ejercicio y nos demostró que además de tener una voz de mamá osa maravillosa, podía elevar el volumen.

Consejos previos Pon boca de osa. Saca los labios hacia afuera y mantenlos en la misma posición que al pronunciar la vocal «u». Algo así como si estamparas un beso en un espejo. Pon voz grave de mamá osa y habla despacio como si por la boca en lugar de palabras salieran globos de chicle.

Versión de Lucía (Abre mucho la boca con voz grave y pronuncia las palabras despacio, sílaba a síalaba.) Es-ta es la his-to-ria de la tí-a Mi-se-ria (abre mucho los brazos para aparentar ser un oso muy grande). La po-bre só-lo te-ní-a un pe-ral, pe-ro no po-día co-mer-se nin-gu-na pera pues los mu-cha-chos se su-bí-an al ár-bol y se las co-mí-an tooo-das (Lucía alarga la vocal «o» y da mayor sonoridad a la palabra).

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4. TÉCNICAS DE DESBLOQUEO ¿Qué cuento? ¿Cómo lo cuento? ¿Gustará el cuento? ¿Y si me trabo? ¿Y si me pongo nervioso? ¿Y si olvido el cuento? ¿Y si no se ríen cuando se tienen que reír? ¿Y si se aburren? Todas estas preguntas que te pueden rondar en la cabeza no son más que inseguridades, miedos, fantasmas que están esperando al último momento para asomar y asustarte. Con el miedo llega el bloqueo, la duda de qué hacer y de nuevo una tormenta de preguntas enredando la mente. Ante el miedo al fracaso nos escudamos con todo tipo de pretextos y argumentos para no contar el cuento seleccionado. Tenemos tanto pánico al ridículo, al fracaso, a no agradar, que bloqueamos la creatividad. Enjaulamos nuestra imaginación y, lo que es peor, censuramos nuestras posibilidades comunicativas. Si te pones barreras imaginarias, pensando las cosas negativas que pueden ocurrirte, es difícil avanzar, pues anticipas un fracaso que aún no se ha producido. Para que salga bien sólo cabe una salida: hacerlo. Los bloqueos no desaparecen con cerrar los ojos o taparnos los oídos. Los bloqueos son virus psicológicos que nos atacan sin previo aviso y que por fortuna se pueden prevenir. He aquí, a continuación, varios antídotos.

Eliminar la palabra NO En la cultura japonesa lo cortés es evitar la palabra NO. Un japonés hace uso de perífrasis para expresar una negación y la elabora dando rodeos con frases positivas que rehúyen la acción de la negación. Por ejemplo, a la pregunta: «¿Podrías hacer de niñera esta noche con mis hijos?», un japonés nunca respondería con una respuesta negativa. Hacerlo sería una descortesía. Por lo que te responderá con frases amables para terminar diciendo con una sonrisa en los labios algo como «Esta noche tenemos una cena familiar en casa de mis padres». La palabra NO, por su brevedad y sonoridad, suena tajante y castigadora. Al pronunciarla no nos damos cuenta del bloqueo que nos puede provocar. Si te resulta difícil contar un cuento, no te des por vencido con un simple «no tengo imaginación». La imaginación consiste en ver imágenes en la mente. Todo el mundo tiene imaginación y es capaz de verse paseando por una playa del Caribe o viviendo en una mansión. La imaginación es trasladar una imagen a otra realidad. Así que es posible que el problema no sea la falta de imaginación, sino la ausencia de motivación en esa historia. En ese caso, la solución es simple: narra otro cuento con el que te sientas a gusto. Alicia estaba desbordada por un montón de dudas, interrumpía en cada ensayo el cuento con frases del tipo «no me acuerdo de lo que sigue», «no sé contar», «no valgo 65

para hacer reír», «no soy tan graciosa como fulanita», «mi voz no suena dulce», «seguro que no os habéis enterado de la historia»... No sé quién sufría más en el taller, si ella con sus inseguridades o yo viéndola sufrir de aquella manera. Le propuse que sustituyera las frases negativas por positivas. Un viernes en el que todos llegamos tarde al taller por culpa de una repentina tormenta que había provocado un atasco kilométrico en la carretera, Alicia apareció empapada y con respiración entrecortada. «No he podido llegar antes, lo siento», se disculpó. Y antes de poder decirle nada, Alicia se percató del error y rectificó: «He llegado tarde —y dudó unos instantes— porque me ha dado la gana y quería mojarme». Ese día contó mejor que nunca.

Pensamiento lateral Una técnica muy utilizada y útil para salir de un bloqueo consiste en salirte por la tangente. Si estás buscando un final al cuento y no sabes qué contar, piensa en algo que no tenga nada que ver con la historia, búscale cinco pies al gato. El pensamiento lateral o divergente consiste en pensar en algo que no es obvio y que provoca un cambio de perspectiva y opinión. Fernando Trías de Bes dice: «Los objetivos asimilables bloquean. Los frenos que impiden lo asequible son los mismos que nos separan de lo irrealizable». Si nos planteamos un objetivo realizable es posible que nos quedemos estancados sin saber por dónde abordarlo y sin tener la seguridad de estar haciéndolo bien. Imagina que vas a contar tu primer cuento en la sala de teatro de un colegio delante de profesores, alumnos, familiares y algún despistado que se ha colado dentro. Tu objetivo será que todo salga bien, que la sala se quede en silencio escuchándote y que les guste el cuento. Pues bien, esta meta es muy realizable, tan realizable que lo más probable es que cree en ti tal ansiedad y tensión que se traduzca en un bloqueo. Si en cambio te decides por plantear un objetivo irrealizable, por ejemplo, que la cadena de televisión inglesa BBC retransmita tu espectáculo de cuentacuentos, lo cual es poco probable que ocurra, te ayudará a salir del bloqueo. Pues bien, esos objetivos son los que tienes que marcarte. A partir del imposible de que la BBC se interese en un principiante narrador de cuentos en la sala de teatro de un colegio, y de preguntarte por qué es imposible, llegarás al desbloqueo. Liberarás tensiones y buscarás soluciones que no se te hubieran ocurrido de no haberte marcado un imposible como objetivo. Yo empleé esta técnica cuando fui a contar cuentos para un programa del canal de televisión Antena 3 internacional. Me iban a grabar diez cuentos seguidos que luego se emitirían en diferentes días. Me puse delante de la cámara y, nada más ver el piloto rojo encendido, me bloqueé. Para salir del bloqueo pensé en un imposible: Francis Ford Coppola me verá contar cuentos y decidirá si contratarme o no como actriz protagonista de una de sus películas. Y me di cuenta de que eso no iba a suceder. No iba a suceder porque Coppola no vería esa cadena de televisión, lo más probable es que ni supiera 66

español, y además, casi seguro que los actores protagonistas de sus películas no son narradores orales. Y sobre todo yo, pensé, estaba allí, frente a la cámara, no para agradar a Coppola, sino para contar cuentos y hacer soñar al público. Y a partir de esta idea me relajé y grabé los cuentos. Por supuesto, Coppola no me llamó, pero gracias a ese imposible yo conseguí deshacerme del bloqueo.

Tus puntos fuertes Si te sientes incapaz de contar, si te invade la incertidumbre de si estás o no preparado para narrar, es el momento de anotar con bolígrafo en un papel una lista con todo aquello que mejor sabes hacer. Sé lo más concreto posible y escribe lo primero que te venga a la cabeza. No te pares a reflexionar si lo que escribes es o no coherente, si es más o menos bonito, o si es o no interesante. Se trata de apuntar lo primero que pase por tu cabeza ante la pregunta ¿qué hago mejor? Recuerda que esta hoja es sólo para ti y para tu refuerzo personal. No dejes de escribir lo que vaya surgiendo en tu mente. Deja que hable el subconsciente. Escribe todo lo que surja en tu cabeza aunque parezca absurdo o irrelevante. No importa, tú sólo anótalo. Yo aún guardo mi primera lista dentro del libro Cuentos extraordinarios en la que anoté: hago unos espaguetis riquísimos con salsa de nata, saltar a la comba, contar con mucha emoción mis viajes, escuchar las historias de otros, sumar, tirar bolas de nieve, encontrar cosas pequeñas, reírme de mí, dar masajes en el cuello, conducir el coche por carreteras de montaña, poner voz de oso, nadar al estilo crol, hacer figuras con el cuerpo, encender hogueras, poner caras divertidas, disfrazarme con telas, pintar una nariz de payaso, dibujar monstruos, recortar muñecos de papel. De vez en cuando me gusta volver a leer las listas que hago. Y todavía me asombro de las cosas que escribo. La lista que tú confecciones puede tener la extensión que desees, cuanto más escribas y menos te pares a pensar lo que estás apuntando más efectivo será este ejercicio de desbloqueo. Una vez que hayas terminado no lo leas, dobla la hoja y guárdala dentro de un libro a modo de separador. Repasa la lista al día siguiente, te sorprenderás de la cantidad de cosas con las que te sientes satisfecho. En cuanto tengas dudas de si puedes o no contar un cuento, lee esa lista. Eres capaz de eso y mucho más. Es probable que hayas mezclado en el listado acciones que no son aplicables a la hora de narrar. No importa si disfrutas cambiando fusibles, serrando madera o escribiendo, cualquiera de estas tareas la puedes utilizar como introducción al cuento. Imaginemos que disfrutas trasplantando plantas, podrías contar cómo trasplantando un día un geranio de una maceta a otra saltó de la maceta un sapo tan grande como el geranio que tenías entre las manos. Si aprovechas a contar algo mezclándolo con una actividad que te gusta realizar, sin querer le pondrás pasión, y esa emoción se transmitirá y hará que el público disfrute escuchándote.

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Subraya todo aquello que te guste Tras seleccionar el cuento, subraya aquellas frases que te gustan del relato. En los márgenes en blanco de la página, a la altura de lo subrayado, deja anotaciones breves explicando por qué te ha cautivado. Así cuando tiempo después lo leas sabrás por las apostillas por qué te enganchó ese cuento. Todos mis libros tienen anotaciones en los márgenes de las páginas. Subrayo frases que me gustan o párrafos que me parecen interesantes. A veces escribo en el margen y a lápiz palabras sueltas: interesante, importante, bueno, excitante. Otras, una frase con alguna reflexión personal. Las anotaciones me ayudan a hacer un repaso rápido y hacer hincapié en lo que he subrayado. Lo que has destacado del texto te ayudará a concretar por qué razón ese cuento te enganchó, qué momento de la historia te impactó más y por qué. Y desde luego si relees el cuento con detenimiento descubrirás más puntos interesantes que en la primera lectura se te pasaron por alto. Y como el gusto no es universal no tienen por qué ser de tu agrado todas las cosas que por norma general parecen gustarle a todo el mundo, aunque sean obras de arte indiscutibles. El Quijote, aun siendo una joya literaria, no tiene por qué atraerte. La literatura, como la narración, hay que disfrutarla, no marcarla a fuego. Decir que tal obra o artista no nos gusta no debe ruborizarnos. A mí no me apasionan los cuadros de Van Gogh, ni Ulises de James Joyce, ni narrar los cuentos del genial Jorge Luis Borges. Y revelarlo no me avergüenza. Seguro que tus preferencias son distintas, y no por eso tus criterios dejan de ser tan válidos como los míos. Y tú, sobre todo tú, tienes que tener en cuenta tus propios gustos. Recordar esto te reforzará en momentos de bloqueo y de incertidumbre. Y reitero: si tú disfrutas contando un cuento, transmitirás emoción y el público disfrutará escuchándote.

Tormenta de ideas Cuando la Biblioteca Pública de Fuenlabrada me pidió que contara el cuento de La ratita presumida a niños de 2 y 3 años con la advertencia de que era un cuento que llevaban trabajado desde hacía un mes en las escuelas infantiles de la zona, me quedé pensando cómo podía contarlo de una manera original, sin caer en tópicos y sin hacer el cuento monótono y aburrido. Le di tantas vueltas a la puesta en escena que me quedé bloqueada. Fue cuando recurrí a la tormenta de ideas o brainstorming. Esta técnica fue creada por el publicista Alex Osborn y la publicó en el libro Applied Imagination. Lo primero que hice fue eliminar toda crítica. Anoté en una libreta todas las ideas que se me iban ocurriendo, sin ponerle censura, ni analizarlas. Tan sólo anotaba todo lo que me iba surgiendo en la cabeza. Si te pones a juzgar tus propias ideas es como limpiar y 68

ensuciar los pensamientos al mismo tiempo. Hay que dejar que el pensamiento fluya con libertad. Las ideas insólitas, ridículas y hasta imposibles están muy bien. Yo hice la tormenta de ideas con Fernando, lo ideal es hacerlo con varias personas y que cada uno vaya aportando una idea. Lo puedes hacer con tu pareja, con amigos, incluso con los niños. Los pequeños son menos censuradores a la hora de imaginar que el adulto. Si son varios, uno debe encargarse de moderar el brainstorming e ir anotando todo lo que vaya surgiendo en la sesión. Con la tormenta de ideas, La ratita presumida y su séquito se transformaron en utensilios de cocina, una manera muy original a la que, de no haber sido por el brainstorming, quizá no hubiera llegado. En esta versión la ratita presumida era un sacacorchos metálico, el perro una aceitera, el gallo un recogedor de aceitunas, el toro un colador, el gato una escobilla. El ratón fue el único que era un muñeco de peluche con forma de ratoncito. Les gustó tanto a los niños y a los profesores que desde entonces cuento La ratita presumida con estos recursos. A ninguno le extrañó, por ejemplo, que un colador de tela se convirtiera en un toro. Los niños poseen un don de abstracción e imaginación muy poderoso.

El saco de las preguntas Era junio cuando Diego Parra llamó a casa por teléfono para decir que estaba en Madrid, quería darnos el libro que había publicado: Mente creativa. Quedamos en una terraza de la Plaza Dos de Mayo y nos regaló el libro de portada amarillo rabioso. Allí en su interior hablaba entre otras cosas de las cien preguntas. Aprovecho este libro que estás leyendo para darle las gracias por el descubrimiento. Yo lo llamo el saco de las preguntas, porque cuando escribo mis interrogantes en una lista es como si los echara a un saco y lo cerrara con una cuerda. Escribo las preguntas sin censura, sin pensar en lo que escribo, sin evaluaciones, simplemente anoto lo que va surgiendo en mi mente. Una vez más consiste en escribir y escribir sin reparar en lo que anotamos. Habrá preguntas estrambóticas y absurdas. Los problemas se resuelven haciéndose preguntas. A menudo las preguntas más extrañas son las que desatrancan un atolladero. Es un proceso que puede llevarte media hora, pero merece la pena. Formular las preguntas no sólo me ayuda a contar cuentos sino también a solucionar problemas de cómo o qué contar. Incluso solventa los conflictos del día a día. Anoto una lista de veinte preguntas, las primeras que me vienen a la cabeza. Escribir las preguntas que me rondan en la cabeza me ayuda a conocer mis preocupaciones. A veces no sé hacia dónde me llevará una pregunta u otra, pero centrifugarlas en la cabeza me ayuda a potenciar la imaginación y a liberarme del ostracismo al que me somete el bloqueo creativo.

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Este es el comienzo de mi último saco de preguntas: ¿Tienen derrame cerebral los pájaros al chocar contra un cristal? ¿Qué cantidad de agua tiene la miga del pan? ¿Cómo percibe el bebé mi voz? ¿Cuál es el lugar ideal para contar cuentos? ¿Se puede contar sin usar la palabra a un niño de tres años? ¿Qué pasaría si contara cuentos en una tribu africana que no entiende el español, entenderían el cuento?... Muchos artistas han arrancado sus obras de un saco de preguntas absurdas. Es el caso, entre otros, del cineasta Luis Buñuel con su Perro andaluz y esa imagen impactante donde un hombre corta el ojo de una mujer mientras una nube pasa por delante de la luna. O el pintor Antonio Saura con sus Retratos imaginarios lleno de figuras humanas de líneas elementales. O del escritor Julio Cortázar con sus instrucciones en las Historias de cronopios y de famas en las que relata cómo matar hormigas en Roma. Todos estos trabajos arrancan de preguntas inusuales que se hicieron los artistas y que terminaron contestadas en forma de obras maestras. El objetivo no es hacer una obra de arte: es un truco para arrancar las telarañas del miedo y la costumbre. El saco de preguntas es una forma más de abrir las ventanas para airear la casa.

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Los mejores recuerdos que guardo de la infancia son la hora del cuento del Abu y el baño de los viernes por la tarde. En la bañera imaginaba que el frasco de champú era una ballena que se hundía y emergía entre la espuma de un mar de jabón; y la esponja, un barco pirata camino de una isla de burbujas. También recuerdo los paseos de los sábados. De camino al parque, mis padres paraban en la librería Peter Pan y nos compraban unos cuentos, y si había suerte hacíamos un alto en la pastelería de enfrente para acompañarlo con un pastel de nata. Todavía guardo en las estanterías esos cuentos de tapa blanda Caperucita roja, Cenicienta, Los tres cerditos, El mendigo y la niña ciega o Las fábulas de Samaniego, que tienen ya las cubiertas desgastadas por el uso. «Los cuentos hacen que el cerebro crezca, amplía sus posibilidades a través de la ruptura de fronteras y de la imaginación», me dijo Enrique Páez. Y tenía razón. Aquellos cuentos de tapa blanda que me compraron formaron mi otro universo, un universo de fantasía que hilaba a solas en mi habitación. Leía una y otra vez el cuento y me imaginaba, en ese rato de lectura, que volaba con Peter Pan o que iba sentada en la carroza de Cenicienta. Era esa inmensidad íntima de la que hablaba Gaston Bachelard en La poética del espacio, con la que lograba, sin moverme del sitio, estar en otra parte. Era en ese momento de lectura en el que conseguía soñar un mundo inmenso y disfrutaba estando inmóvil frente al cuento y a la vez lejos, en el espacio de la otra parte. Los cuentos me brindaron un mundo mágico que me hizo feliz, completamente feliz. Cuando veo a un padre agarrar el primer cuento que ve en la librería para regalárselo a su hijo sin reparar si la temática va acorde a la edad del niño, me da pena. Sí, me entristece. Los cuentos ayudan a crecer al niño si se saben seleccionar bien. A menudo se generaliza diciendo que todos los cuentos son infantiles, pero lo cierto es que cada cuento está dirigido a una edad definida. No todos los cuentos sirven para todas las edades (entiéndase por cuento toda narración fantástica, ya sea relato, romance, mito, leyenda o fábula). En cada etapa de desarrollo hay distintas preocupaciones y gustos. Para un niño de dos años su universo se reduce a su entorno más inmediato: sus padres, la guardería. Y lo que le preocupa es perderse, tener hambre o la oscuridad. Y según va creciendo es necesario seleccionar un cuento u otro para ayudarle a resolver traumas: dormir solo, los celos de un nuevo hermano, la aceptación del colegio, la separación de los padres y un sinfín de situaciones que el niño vive con miedo. En cambio, a los diez años sueñan con encontrar un gran tesoro, les fascina el misterio, las historias de miedo y las aventuras. No pretendo sentar cátedra con la clasificación que hago a continuación. Lo que quiero es compartirla desde mi experiencia y desde la práctica de contar cuentos.

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Veamos entonces qué cuentos son más idóneos en cada tramo de edad desde los 0 hasta los 116 años.

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1. DE 0 A 3 AÑOS Mucha gente se extraña cuando digo que cuento cuentos a bebés, y casi al tiempo que se extrañan me hacen las mismas preguntas: ¿cómo se cuenta un cuento a un bebé?, ¿entiende el bebé el cuento? Tengo que admitir que no, el bebé antes de los dos años no capta la historia del mismo modo que lo haría un niño de siete años. El bebé está más preocupado en descubrir el mundo inmediato con los cinco sentidos. Toca lo primero que se cruza en su campo visual, se mete en la boca todo lo que encuentra, ya sea un calcetín o un libro. Lo saborea todo. Cualquier sonido le llama la atención. El bebé está perfeccionando sus habilidades motrices. Pero no por ello hay que dejar de contar cuentos a los bebés. Cada día que pase será más gratificante ver cómo el bebé entiende mejor las palabras y cómo las pronuncia aunque sea con lengua de trapo. Es la etapa inicial, el acercamiento al mundo exterior. Balbucean sus primeras palabras, gatean y empiezan a descubrir el movimiento del cuerpo. Experimentan con el equilibrio cayéndose una y otra vez, exploran tocando. Descubren la música y los materiales: arena, barro, goma… Todo se convierte en una aventura. Cada cosa, por insignificante que a nosotros nos resulte, para el bebé es un mundo nuevo. Y en ese mundo se engloban los sonidos, las voces, los colores, los sabores, las formas, las texturas y los tamaños. Lo más importante a la hora de contar cuentos en esta etapa del niño no es el cuento en sí, sino estar junto al bebé. Es importante que al contar el cuento estemos muy cerca de él, y que tengamos el cuento entre nuestras manos. Los cuentos especiales para estas edades son interactivos para estimular la curiosidad del bebé. Hay una gran variedad de cuentos con páginas de texturas con las que desarrollan el tacto: telas como el algodón o el terciopelo, materiales como el cartón arrugado o la goma para que el bebé toque y explore. Las páginas están llenas de imágenes pintadas en colores llamativos para despertar los sentidos: amarillo brillante, azul celeste, rojo intenso. El texto en cambio es corto, extremadamente corto. A veces es sólo una enumeración de nombres de animales con su dibujo: el pato, el cerdo, el perro, el gato, el ratón. A esta edad no es importante la historia en sí, lo que tiene importancia es la musicalidad de las palabras y el contacto con sus padres. Cuando le contemos el cuento tiene que estar presente la caricia, el beso, el abrazo y la sonrisa. Todo esto forma parte fundamental del mundo del bebé. También les fascinan las rimas y la música. Hay que cantarles nanas, hacer juegos con las palmas de la mano y con los pies. Es un aprendizaje no sólo motor, sino sensorial, y una incipiente exploración de los sentimientos humanos. En esta etapa el bebé no puede mantener más de 30 minutos la atención en una misma actividad, por lo que no deberemos extendernos con los cuentos más allá de este tiempo. 75

Pasada la media hora, la concentración del bebé, que es un explorador incansable, se dispersa hacia otro punto que le llame de nuevo la atención: el movimiento de una pelota, el volumen del libro o el color de tu jersey.

El cuento interactivo Sienta al bebé entre tus piernas o a tu lado. Agarra el libro que le vas a contar entre tus manos y ábreselo para que lo vea, para que lo toque. Como ya he dicho antes, al bebé le gusta sentir que le dedicas el momento a él, que le acaricias mientras cuentas el cuento. Y él disfruta también tocándote, a su modo, con esas manitas curiosas: te tirará del pelo, te tocará los ojos, meterá la mano dentro de la boca y golpeará el libro. Cuando tú disfrutas el cuento, transmites en la voz y los gestos ese gozo, y como consecuencia también el bebé disfruta. En las librerías y bibliotecas podrás encontrar una gran variedad de cuentos para bebés con distinto formato y páginas que combinan ilustraciones con trozos de telas. Otras veces, el cuento puede tener cartulinas espejo para que el bebé se refleje en él, o se convierte en un tapiz de tela para que juegue sobre el mismo. Hay libros con sonajeros de plástico o círculos que al presionarlos emiten la voz de un animal. La variedad es muy grande. Al contar cuentos al bebé haz juegos de voces. Si sale una vaca, haz el sonido de la vaca: muu. Imita al perro con un guau y al pato con un cuac. Existe un diccionario de onomatopeyas donde podrás encontrar lo sonidos de todos los animales en español y en otros idiomas. También se puede jugar con el tono: si se trata de un oso, pon voz grave, para ello coloca la abertura de la boca como si te tragaras un huevo duro; y si el animal es chiquito, tan chiquito como una hormiga, la comisura de los labios debe estar semiabierta para que salga un tono de voz más agudo.

Marionetas Algunas ediciones de cuentos, sobre todo los tradicionales como Caperucita roja o Los tres cerditos, ya vienen con marionetas de dedo. Otros incorporan una sola manopla que suele ser de un animal, como en el cuento El loro comilón. Hace poco compré en una tienda del hogar tres guantes de baño para la mano con forma de pez, gallina y vaca. Estos guantes son estupendos para lavar al bebé y a la vez contarle un cuento aprovechando la cara del animal que hay en el guante. Imaginemos que el guante-manopla tiene forma de gallina. Cuéntale lo mucho que a la gallina Cleopatra le gusta el agua. Camufla tu voz y con un tono distinto di: «Hola, soy la gallina Cleopatra y me gusta mucho el agua». Enséñale cómo bucea la gallina dentro de la bañera (mete en ese momento la manopla dentro del agua). Continúa diciéndole lo 76

mucho que a la gallina Cleopatra le gusta lavarse (echa jabón en la manopla y frota hasta que salga espuma). Ahora es el momento de que le demuestres cuánto le gusta a la gallina Cleopatra jugar con la espuma y resbalarse por el cuerpo del bebé como si fuera un tobogán (frota el cuerpo del bebé con el guante llenándole de espuma).

Cuentos plastificados y flexibles Este tipo de cuentos están pensados para usarlos en la bañera o en la piscina. Duran mucho más que los de papel o cartón ya que sus hojas están plastificadas y son flexibles. Es normal que el bebé se lleve el cuento a la boca, lo pise y lo rompa. Los libros plastificados y flexibles aguantan los accidentes caseros como golpes, vertidos de líquidos, pisadas, mordeduras y demás experimentos que el bebé haga con ellos. Podrá estrujarlos entre sus manos como si se tratara de un juguete más, moverlo y tirarlo como a un sonajero, un peluche o una pelota.

Nanas y canciones Ponle música y cántale nanas al bebé. No es necesario que sepas cantar, el truco está en hacerlo con ritmo monótono y suave. Las canciones de cuna le relajan. Los padres y madres cogen en sus brazos al bebé para sofocar el llanto. Se entona la nana en voz baja, cerca del bebé, para darle calor y seguridad. Muchas canciones incorporan la interjección «ea, ea» o «ro, ro» que se emplea como susurro cariñoso. MI NIÑO PEQUEÑO Mi niño pequeño se quiere dormir; le cantan los gallos el quiquiriquí. PAJARILLO Pajarillo que cantas en un almendro, no despiertes al niño que se está durmiendo. Pajarillo que cantas en la laguna, no despiertes al niño que está en la cuna.

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Ea, ea, la nana, duérmete, lucerito de la mañana. Otras canciones hacen las veces de cuento y juego, como la de Los cinco lobitos que se canta al tiempo que se gira la mano de izquierda a derecha con los dedos hacia arriba. Los cinco dedos son los cinco lobitos. Al bebé le gusta mover las manos al mismo tiempo que las mueves tú. Lo hace como imitación, como juego y como aprendizaje del movimiento. LOS CINCO LOBITOS Cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos detrás de la escoba. Cinco parió, cinco crió, y a todos juntitos tetita les dio. Otras canciones infantiles como la de Los cochinitos también pueden ser cantadas al bebé a partir de los dos años a la hora de irse a la cama. Se canta despacio con ritmo pausado, como el de la nana. LOS COCHINITOS Los cochinitos ya están en la cama, muchos besitos les dio su mamá. Bien calentitos, todos en pijama dentro de un rato los tres roncarán. Uno soñaba que era rey y de momento quiso un pastel, a su ministro le hizo traer quinientos pasteles sólo para él. Otro soñaba que en el mar en una barca se iba a remar y en el momento de ir a embarcar se cayó de la cama y se puso a llorar. El más pequeño de los tres, un cochinito lindo y cortés, ese soñaba con trabajar para ayudar a su buena mamá.

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Los cochinitos ya están en la cama, muchos besitos les dio su mamá, bien calentitos, todos en pijama, dentro de un rato los tres roncarán.

El álbum familiar: un cuento muy divertido Si ya ha cumplido los 2 años, prueba a usar un álbum familiar como si se tratara de un cuento. Siéntate con tu hija o hijo y enséñale fotos de cuando era más pequeño y también fotos actuales. Dile: este eras tú cuando eras más pequeñito y tenías unas manos más pequeñas que ahora (tócale las manos y señálale la foto para que vea que sus manos han crecido). Y también tenías unos ojos más pequeños que ahora y menos pelo, y una piernas más chiquititas (cada vez que nombres una parte de su cuerpo es interesante que compare su cuerpo de ahora con el de la foto). Cuéntale la historia de esa foto: aquí aparece el abuelo Daniel, esta es tu hermana Teresa, mamá te acuna y papá te da el biberón. Explícale a qué jugabais en el parque de la foto, cómo lloró el día que le bautizaron o con qué juguetes se divertía cuando estaba en la bañera. Todo lo que te inventes, sea cierto o no, será un cuento divertido y un momento mágico entre el niño y tú. Repítele este cuento todas las veces que quieras. El niño irá aprendiendo a reconocer a la gente que le enseñas. Pregúntale tú quién es tal o cual persona. Por ejemplo, señala la foto en la que el bebé está soplando las velas de su primer cumpleaños y pregúntale si recuerda lo rica que estaba la tarta de chocolate o si ve en la foto a la abuela Raquel o al primo Miguel.

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2. DE 4 A 6 AÑOS El año pasado, los niños de 4 a 6 años de los colegios públicos de Cuenca recibieron una carta de la maga Trapisonda, mi personaje de contar cuentos, en la que les contaba que el monstruo más monstruoso se había escapado del Museo de Arte Abstracto en una furgoneta llena de palmeras de chocolate. El monstruo se comía todo lo que veía a su paso, por lo que pedí ayuda a los niños para atraparlo. Los niños dibujaron al monstruo, tal y como se lo imaginaban. Salieron monstruos de cinco cabezas, con dientes afilados, cíclopes de un solo ojo y otras criaturas terroríficas. Mientras tanto, sin que me vieran, fui calcando con harina huellas de monstruo en el patio del colegio. Después, aparecí en clase con mi gorro de maga y la varita atrapamonstruos dispuesta a cazar a esa mala bestia. Todos juntos, niños, profesores y yo —la maga Trapisonda—, exploramos el patio en busca del monstruo. Los niños corrían de una esquina a otra. Creían encontrar pistas en las alcantarillas, mocos verdes bajo la escalera, restos de galletas entre los arbustos. Cualquier cosa que encontraban disparaba su imaginación. Un trozo de plástico era la uña del monstruo; una hoja seca, la oreja; y un guijo, el diente. Aparecieron también babas de monstruo de todos los colores. Por fin, siguiendo las pistas que había pintado, descubríamos al monstruo dentro de una clase. Ningún niño veía nada porque la clase estaba cerrada. Dentro había una profesora compinchada conmigo que hacía ruidos moviendo sillas para hacer la historia más creíble. Los niños se excitaron mucho y gritaban: «Maga Trapisonda, maga Trapisonda. Está ahí dentro. Está ahí dentro». Saqué mi varita y los niños me ayudaron a pronunciar las palabras mágicas: Monstruo monstruoso, baboso y asqueroso, conviértete en polvo. Gausipanda. Magatanda. Olvoronso. Abrimos la puerta del aula —la profesora ya había salido por la puerta lateral sin ser vista— y nos encontrábamos en mitad de la habitación al monstruo convertido en polvo (en realidad, era un montón de harina que había derramado en el suelo la profesora). El final fue una catarsis para los niños, se liberaron del monstruo. Les encantó mancharse las manos con polvo de monstruo y se las llevaban a la cara para olerlas. A Itzíar, por ejemplo, el polvo de monstruo le supo a magdalena con leche. Vivir el cuento ayuda a los pequeños a afianzar su incipiente personalidad, a creerse capaces de vencer a un monstruo con palabras mágicas. A esta edad los temas preferidos 80

son los que reflejan sus miedos: miedo a perderse, a quedarse solo, a dormir a oscuras, a los monstruos o a un peligro exterior. Debemos contarles historias claras y sencillas como los cuentos tradicionales Los tres cerditos y el lobo, Caperucita roja, Ricitos de oro, Blancanieves y los siete enanitos. No tengas miedo a las preguntas del niño durante el cuento o a sus interrupciones. Ellos emplean a menudo las palabras «¿por qué?» cuando están interesados en la historia. Si te preguntan, haz un pequeño paréntesis y resuelve sus dudas, pero no te extiendas mucho en la explicación para no perder el hilo de la historia. Si sigue sin entenderlo y continúa preguntándote, pídele que siga escuchando el cuento para que lo pueda comprender mejor. Los cuentos deben tener pocos personajes y pocas acciones. El niño no se debe perder entre un laberinto de microhistorias dentro del cuento. Entre los 4 y los 6 años los niños tienen un lenguaje y pensamiento lineal muy sencillo: Caperucita roja lleva una cestita, el cerdito hizo una casa de paja, el lobo sopla, Blancanieves se queda dormida, Ricitos de oro come sopa... Y frases similares. A estas edades el pensamiento no es tan elaborado como el de un adulto, no entienden de metáforas, figuras literarias, frases subordinadas, ni giros semánticos. Para el niño todo es mucho más simple y corto, no lo olvides.

Cuentos acumulativos Les encantan los cuentos acumulativos llenos de repeticiones. La repetición de sucesos encadenados les ayuda a memorizar el cuento y a seguirlo con mayor facilidad. Por eso se encuentran muy a gusto escuchando un cuento donde se repiten situaciones una y otra vez. Les da seguridad y les permite seguir la historia mucho mejor. Después de oír una repetición varias veces, pueden llegar a aprenderla y a participar en el cuento. Existen muchos cuentos acumulativos en la tradición oral, como Las bodas de tío Perico, La hormiguita, Vino un gato y mató al ratón o La ratita presumida. Veamos cómo sería contar mi versión del cuento La ratita presumida. LA RATITA PRESUMIDA (Voz de narrador.) Érase una vez una ratita muy presumida. La ratita barría la puerta de su casa y cantaba: (Canta despacio y falsea tu voz con un tono agudo para poner la voz de la ratita presumida. Al tiempo que con tus manos haces el gesto de barrer.) —Trálara, larita, barro mi casita. Trálara, larito, barro un ratito. (Voz de narrador.) 81

De repente se agachó y encontró una moneda en el suelo. (Voz de ratita presumida.) —¿Qué me compraré? ¿Qué me compraré? Ya sé. Me compraré caramelos. No, no, que se me ensuciarán los dientes. (Es importante que esta pregunta que se hace la ratita presumida se repita siempre dos veces: la repetición afianza las acciones del cuento en la mente del niño.) —¿Qué me compraré? ¿Qué me compraré? Ya sé. Me compraré un lacito para mi cola. (Voz de narrador.) La ratita se compró un lazo rojo, lo puso en su cola y se sentó a la puerta de su casa. Por allí pasó un perro que, al ver a la ratita presumida, le dijo: (Para poner voz de perro, habla despacio sílaba a sílaba y con voz grave.) —Ratita, ratita qué bonita estás. ¿Te quieres casar conmigo? (Voz de ratita.) —¿Y por la noche qué harás? (Voz de perro.) —¡Guau, guau, guau! (Voz de ratita.) —No, no, que me asustarás. (Voz de narrador.) El perro se marchó ladrando muy triste. Al rato pasó por delante de la casa de la ratita presumida el señor gallo muy emplumado. («Emplumado» puede ser una palabra nueva para el niño. Para que lo comprenda y aprenda, puedes enseñarle el dibujo del gallo para que asocie la nueva palabra con la imagen.) (La voz del gallo es chillona, para diferenciarlo del perro. Mueve la mano encima de la cabeza como si fuera la cresta del gallo.) —Ratita, ratita qué bonita estás. ¿Te quieres casar conmigo? (Voz de ratita.) —¿Y por la noche qué harás? (Voz de gallo.)

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—¡Quiquiriquí, quiquiriquí! (Voz de ratita.) —No, no, que me asustarás. (Voz de narrador.) Y el gallo se fue a buscar a una gallina. Delante de la puerta apareció esta vez don gato, y le dijo a la ratita: (La voz del gato puede ser a modo de susurro. Mueve la mano como si fuera la cola del gato.) —Ratita, ratita, qué bonita estás. ¿Te quieres casar conmigo? (Voz de ratita.) —¿Y por la noche qué harás? (Voz de gato.) —¡Miau, miau! (Voz de ratita.) —No, no, que me asustarás. (Voz de narrador. Haz el gesto de agachar la cabeza.) Y el gato se fue con la cabeza gacha. Una hora más tarde, pasó por allí un ratoncito. Un ratoncito tan chiquitito como la ratita presumida. (El ratoncito habla despacio y con voz infantil.) —Ratita, ratita, qué bonita estás. ¿Te quieres casar conmigo? (Voz de ratita.) —¿Y por la noche qué harás? (Voz de ratoncito.) —Dormir y callar. Dormir y callar. (Voz de ratita.) —Pues contigo me he de casar. (Voz de narrador.) La ratita presumida se casó con el ratoncito. Vivieron felices, comieron perdices y a nosotros nos dieron con los huesos en las narices. (Al final del cuento, toca con el dedo la nariz del niño.)

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Sugerencias para la narración del cuento • Pon voces distintas a cada animal. • Usa el libro ilustrado para apoyar tus palabras en las imágenes del libro. • Deja que el niño pregunte y resuelva sus dudas. • No cohíbas al niño cuando muestre ganas de participar en el cuento. Más bien motívale a que participe contigo de la historia coreando al tiempo las palabras que dice algún animal o la ratita presumida. • La participación del niño es un buen ejercicio de aprendizaje y de imaginación. Sus preguntas son una muestra de interés por el cuento.

Poemas Rosa, una profesora de último año de Educación Infantil, me contaba cómo sus alumnos se quedaban hipnotizados cada vez que ella les recitaba un poema. Lo mismo les ocurría a los alumnos de Daniel, un profesor de música, que enseñaba a niños de 6 años las notas musicales con poemas y canciones. Los niños entran en estado catatónico cuando escuchan un poema. Al contar un pequeño cuento con la musicalidad del poema, le estás dando un aire mágico. Ellos no entienden de rimas, pero saben que les estás hablando de un modo especial, hechicero. Ningún adulto, ni niño, habla en verso. Sólo los seres mágicos hacen sortilegios con palabras rimadas, por eso el niño asocia poesía con algo fantástico. Los poemas con versos cortos, lenguaje y estructura sencilla son estupendos para estas edades. Las repeticiones de palabras, como si de conjuros se tratara, dan juego a que el niño pueda memorizar el verso y participe repitiéndolo. A la hora de recitar un poema a los niños me gusta jugar con ellos. El juego hace más divertido y placentero el contacto con la rima. Para ello es necesario lograr un ambiente relajado y distendido, y poner una entonación adecuada y atractiva en cada verso. Lo ideal es combinar juegos de mayor actividad con otros más tranquilos. En cuanto veamos que los niños se cansan hay que parar, porque la poesía ha de ser un disfrute. Estos son algunos juegos que te pueden servir al recitar el poema: • Sustituir una palabra del poema por un gesto. Por ejemplo, si en un verso aparece la palabra «león», sustitúyela por un rugido. • Recitar el poema mientras el niño te acompaña marcando el ritmo con los pies. • Apoyarte en imágenes de libro.

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• Recitar el poema dramatizándolo, como si se tratara de una obra de teatro. Cuando digas «un día papá plancha», interpreta la frase con el gesto de planchar. • Palmear con ritmo mientras se recita el poema. Para abrir el apetito te dejo algunos poemas que trabajo en mis espectáculos de cuentacuentos y que quizá te puedan servir a ti también: LAS TAREAS DE CASA En mi casa los trabajos están muy bien repartidos: un día mi papá plancha y mi mamá hace el cocido, otro ella lava la ropa mientras él friega los platos, mi hermano va a por el pan y yo limpio mis zapatos. Así, las tareas de casa las hacemos entre todos. Cada uno como sabe y nunca de malos modos. (Julián Alonso) LA SEÑORA RANA Como era domingo, de buena mañana se fue de paseo la señora Rana. En esto se puso muy fuerte a llover. ¿Qué hará la ranita? ¿Se pondrá a correr? ¡Que va! Su paraguas con calma sacó. Era una gran seta que en el bosque halló. EL SEÑOR DON GATO Estaba el señor don Gato sentadito en su tejado,

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marrana-miau, miau, miau, sentadito en su tejado. Ha recibido una carta, que si quiere ser casado, marrana-miau, miau, miau, que si quiere ser casado. Con una gatita blanca sobrina de un gato pardo, marrana-miau, miau, miau, sobrina de un gato pardo. El gato con la alegría cayó del tejado abajo, marrana-miau, miau, miau, cayó del tejado abajo. Se rompió siete costillas y la puntita del rabo, marrana-miau, miau, miau, y la puntita del rabo. Lo llevaron a enterrar a la plaza del mercado, marrana-miau, miau, miau, a la plaza del mercado. Al olor de las sardinas el gato ha resucitado, marrana-miau, miau, miau, el gato ha resucitado. Con razón dice la gente: «siete vidas tiene un gato», marrana-miau, miau, miau, «siete vidas tiene un gato». Al final del día, el niño comienza a estar más nervioso, más excitado, corre por los pasillos, reclama la cena y llora por cualquier cosa de puro cansancio. En estas ocasiones se les puede calmar con el cuento Escalofrío, mientras se les da un pequeño masaje en la espalda. Este es el cuento preferido de Jimena, de 4 años de edad. Recuerdo que una noche estábamos en su casa, cuando Manuel, el padre, se puso nervioso al no conseguir arreglar la cafetera eléctrica que llevaba dos días estropeada. Jimena se acercó a su padre y le dijo: «Papi, te voy a dar un escalofrío». A todos nos hizo mucha gracia, pero Manuel, que no sabía que se trataba de un cuento, se quedó mirándola embobado.

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El escalofrío es un cuento que se cuenta colocándote detrás del niño. Hay que colocar las dos manos con los puños cerrados sobre su espalda. El cuento consiste en simular que la espalda del niño es una montaña por la que suben y bajan animales. Tus puños harán de animales y se moverán por la espalda con más o menos presión según sea el tamaño del animal que nombras. Si es una hormiga, presiona suave la espalda, si es un elefante la presión será más fuerte. Puedes nombrar todos los animales que se te ocurra. Al final del cuento se dice: «Un soplido» (y se sopla en la nuca desnuda del niño). Después se pasan rápidamente dos dedos por la nuca al tiempo que se le susurra en la oreja: «¡Escalofrío!». El niño experimentará un estremecimiento y una relajación en la espalda. ESCALOFRÍO Sube una hormiguita, baja una hormiguita. Sube un elefante, baja un elefante. Sube un gatito, baja un gatito. Sube un canguro, baja un canguro. Sube un hipopótamo, baja un hipopótamo. Sube un perrito, baja un perrito. Un soplido… ¡Escalofrío! Algunos poemas transformados en canciones ayudan a la socialización del niño cuando se cantan unidos a un juego colectivo como en El corro de la patata, donde todos cantan y giran alrededor de un corro. Al llegar a los dos últimos versos, terminan todos sentados en el suelo. AL CORRO DE LA PATATA Al corro de la patata, comeremos ensalada, lo que comen los señores, naranjitas y limones. ¡Achupé, achupé!, sentadita me quedé. Sin duda, les gusta mover el cuerpo:saltar, brincar, bailar, correr, trepar. Por eso también hay que utilizar en la hora del cuento canciones o juegos que les permitan accionar el cuerpo.

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El tallarín es una canción-juego muy dinámica y divertida en la que mueven el cuerpo y participan todos. Antes, el adulto enseñará las reglas del juego de la canción para que el niño pueda imitarle e intervenir (lo que está en cursiva es la repetición que hacen los niños). TENGO UN TALLARÍN Yo tengo un tallarín Yo tengo un tallarín un tallarín (girar sobre sí mismo) un tallarín que se mueve por aquí (mover los brazos hacia la izquierda) que se mueve por aquí que se mueve por allá (mover los brazos hacia la derecha) que se mueve por allá todo rebozadito (mover los brazos de arriba abajo) todo rebozadito con un poco de aceite (gesto de echarse algo por encima de la cabeza) con un poco de aceite con un poco de sal (gesto de echarse algo por encima de la cabeza) con un poco de sal lo revolvemos (girar sobre sí mismo) lo revolvemos y se lo come y se lo come: Irene (nombrar al niño que queremos que salga a bailar contigo). El juego consiste en terminar nombrando a todos los niños presentes para que todos juntos bailen la canción. Con este mismo esquema de canción en donde los niños repiten e imitan los movimientos del adulto está El baile del gusano (como yo lo titulo). Es una historia interactiva que utilizo en mis espectáculos de cuentacuentos y que funciona muy bien con los pequeños. Para contarlo pido a todos los niños que se pongan en pie. Tienen que repetir lo que yo digo: e imitar mis gestos; cada frase del cuento va acompañada del gesto. Si digo: «Como un gusano», hago el gesto de comerlo. Si digo: «Huelo un gusano», hago el gesto de olerlo. Y así con cada frase, tantas veces como se repita ésta. Cuando digo: «El cuerpo relajao, ralajao, relajao», muevo todo el cuerpo dando una vuelta entera. Los niños se divierten mucho repitiendo y moviendo el cuerpo como yo lo hago y salen de la sesión de cuentacuentos cantando el cuento por los pasillos. La historia de El baile del gusano tiene varias ventajas: • Todos participan. • Tiene acciones acumulativas y repetitivas, fáciles de memorizar. 88

• Lenguaje sencillo. • Movilidad del cuerpo. Cuando lo cuento me pongo de pie frente a los niños. Todos me miran, imitan mis gestos y repiten cada frase. Insisto en que cada vez que se diga una frase debe de acompañarse del gesto correspondiente. Empiezo así: EL BAILE DEL GUSANO Veo un gusano (colocar la mano a modo de visera). Y el cuerpo relajao, relajao, relajao (girar sobre sí mismo). Veo un gusano (colocar la mano a modo de visera). Cojo el gusano (gesto de coger algo del suelo). Y el cuerpo relajao, relajao, relajao (girar sobre sí mismo). Veo un gusano (colocar la mano a modo de visera). Cojo el gusano (gesto de coger algo del suelo). Huelo el gusano (gesto de oler). Y el cuerpo relajao, relajao, relajao (girar sobre sí mismo). Veo un gusano (colocar la mano a modo de visera). Cojo el gusano (gesto de coger algo del suelo). Huelo el gusano (gesto de oler). Mastico el gusano (gesto de comer). Y el cuerpo relajao, relajao, relajao (girar sobre sí mismo). Veo un gusano (colocar la mano a modo de visera). Cojo el gusano (gesto de coger algo del suelo). Huelo el gusano (gesto de oler). Mastico el gusano (gesto de comer). Escupo el gusano (gesto de escupir al suelo). Y el cuerpo relajao, relajao, relajao (girar sobre sí mismo). Veo un gusano (colocar la mano a modo de visera). Cojo el gusano (gesto de coger algo del suelo). Huelo el gusano (gesto de oler). Mastico el gusano (gesto de comer). Escupo el gusano (gesto de escupir al suelo). Piso el gusano (gesto de pisar con fuerza el suelo). Y el cuerpo relajao, relajao, relajao (girar sobre sí mismo). Veo un gusano (colocar la mano a modo de visera). Cojo el gusano (gesto de coger algo del suelo). Huelo el gusano (gesto de oler). Mastico el gusano (gesto de comer). Escupo el gusano (gesto de escupir al suelo). 89

Piso el gusano (gesto de pisar con fuerza el suelo). Recojo el gusano (gesto de agacharse y coger algo del suelo). Y el cuerpo relajao, relajao, relajao (girar sobre sí mismo).

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3. DE 7 A 11 AÑOS Están en la etapa llamada infancia media, en la que aprenden con rapidez y necesitan sentirse especiales y queridos por los adultos que les rodean. Esta etapa es fundamental para formar al futuro adulto. A estas edades ya se les puede contar cuentos largos, con varios personajes en la trama y acciones que ocurren en distintos lugares. Rechazan los cuentos de animales de frases cortas del tipo: «Rápido como un cocodrilo, alta como una jirafa, saltarín como un mono y grande como un elefante». Lo consideran frases para bebés. Entre los 7 y los 10 años quieren oír historias de aventuras y misterio. Quieren saber cómo el príncipe Simón logró arrancar el pelo de la barba del ogro, qué le pasó al piojo de la princesa caprichosa, cuántos peligros hay que sortear para llegar al pozo de los deseos o saber qué hay detrás del espejo de la bruja de los vientos. Se identifican con el héroe o la heroína. Ellos y ellas quieren también aprender a salvar obstáculos, resolver acertijos y conseguir tesoros. Les gusta ver triunfar al débil y ver castigado al malhechor. A la hora de contar tenemos que hacerlo con el rigor y la seriedad que exige el cuento. Nada de poner voces ñoñas al narrar, con ello sólo conseguiríamos que el niño se resistiera al cuento. Las voces melosas hay que dejarlas, en cualquier caso, para los bebés. El niño a partir de los 7 años quiere vivir el cuento como si fuera real y algo serio, aunque en verdad sepa que se trata de una historia fantástica. A estas edades el mundo de los cuentos es un mundo mágico y real en su imaginación. Puedes empezar a contarles La casa en el desierto del libro Cuentos para jugar de Gianni Rodari, que propone tres posibles finales para jugar con los niños. El principio del cuento es este: «Había una vez un señor muy rico. Más rico que el más rico de los millonarios americanos. Incluso más rico que el Tío Rico. Superriquísimo. Tenía depósitos enteros llenos de monedas, desde el suelo hasta el techo, del sótano a la buhardilla. Monedas de oro, de plata, de níquel. Monedas de quinientas, de cien, de cincuenta. Liras italianas, francos suizos, esterlinas inglesas, dólares, rublos, zloty, dinares. Quintales y toneladas de monedas de todas las clases y de todos los países. De monedas de papel tenía miles de baúles llenos y sellados. Este señor se llamaba Puk. El señor Puk decidió hacerse una casa. —Me la haré en el desierto —dijo—, lejos de todo y de todos. En el desierto no hay piedra para hacer casas, ni ladrillos, argamasa, madera o mármol… No hay nada, sólo arena. —Mejor —dijo el señor Puk—, me haré la casa con mi dinero. Usaré mis monedas en vez de la piedra, de los ladrillos, de la madera y del mármol».

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Desde el primer momento en que se narra un cuento se crea un ambiente mágico que debe seguir flotando en el aire hasta el final de la narración. No se puede destruir de manera brusca esa magia. De hecho, nada excepto la imaginación del niño debería modificarlo. Armando Quintero, profesor y narrador oral venezolano, contaba a unos niños lo maravilloso que sería si uno cerrase el puño y al abrirlo encontrara en la palma de su mano un unicornio azul con sus alas. «Sería maravilloso» —les dijo—, «pero raro, muy raro». Armando levantó la mano al aire y cerró su puño para atrapar al unicornio. Después, ante la mirada atenta de los niños, abrió la mano y acarició un unicornio invisible. Se acercó a una niña embelesada y le depositó el unicornio en su mano. La niña se lo pasó con mucho cuidado a su compañero, y éste a otro y así sucesivamente hasta que acabó en la mano de la profesora. Todos sintieron que el unicornio estaba allí, en la palma de la mano de la profesora. Y a la maestra, toda emocionada, no se le ocurrió otra cosa que proponer un gran aplauso y aplastó el unicornio entre sus manos. Lo que ocurrió con el unicornio sería un claro ejemplo de ruptura brusca del mundo fantástico. Lo que el niño siente cuando se rompe el nexo mágico del cuento es algo así como recibir un beso seguido de una bofetada. El mundo mágico tiene que perdurar en la mente del niño. Y así intento que sea después de cada sesión de cuentos. Los niños se acercan a mí para preguntarme si las brujas existen de verdad, si mi abuela Enriqueta se trajo el tigre desde África, si los ogros tienen barbas azules o si la serpiente que guardo en mi maleta es real. Mi respuesta está condicionada a la necesidad que tenga el niño o la niña por matar un miedo o si lo que desea es mantener la ilusión. Y tanto ellos como yo sabemos que en verdad todo eso existe, para bien o para mal, en el mundo mágico de los cuentos. Bettelheim opinaba que «para responder a la pregunta de si el cuento de hadas dice la verdad, nuestra respuesta debería dirigirse no a la verdad en términos reales, sino a lo que preocupa al niño en ese momento, tanto si se trata del miedo a ser hechizado como de los sentimientos de rivalidad edípica. Por lo demás, casi siempre basta la explicación de que estas narraciones no tienen lugar aquí y ahora sino en un país muy lejano del nunca-jamás». Los niños y adultos se dejan involucrar con los cuentos, les gusta soñar y pensar que lo que narras pudo haber ocurrido alguna vez, porque eso es lo que de verdad desean en ese momento. Así que si un niño se te acerca y te pregunta: «¿Verdad que los monstruos no se comen a los niños?», lo que quiere oír es una confirmación de que no le va a devorar un monstruo a la vuelta de la esquina. Pero si lo que te pregunta es si de verdad la varita mágica que guardas hace magia, su deseo es vivir la fantasía, alargar la ilusión, y querrá escuchar que esa varita que sujetas entre tus manos pertenece a la maga Gertrudis. Me encanta saber que el cuento es el trampolín por el que los niños se deslizan a soñar. Los niños sueñan desde el momento que escuchan «Había una vez» y siguen soñando aún después de que el cuento haya finalizado. Están atentos durante la narración, en especial si intuyen que la historia tiene un final imprevisible. Les gusta escuchar cuentos 92

que no conocen, por eso reclaman cuentos nuevos con el objetivo de saciar su fantasía. Cualquier niño de esta edad ha escuchado alguna vez los cuentos más famosos de los hermanos Grimm, Perroult o Andersen, pero no todos. Aparte de Blancanieves y los siete enanitos, Pulgarcito, El gato con botas, La reina de las nieves y un largo etcétera de cuentos, existen muchos más que pertenecen a la tradición oral que no conocen. A veces es suficiente con contar un cuento desconocido para captar la atención del niño. Hay cuentos de la tradición oral con historias insólitas y muy divertidas. Ese es el caso de los cuentos populares El medio pollito, Piel de piojo y aro de hinojo, La mano negra, La serpiente de siete cabezas, El castillo de irás y no volverás, La princesa que nunca se reía y La mata de albahaca. A los 7 y 8 años les gustan también las leyendas y cuentos populares que hablan del origen del mundo, de los animales o de las emociones. Rudyard Kipling escribió el precioso libro Cuentos de así fue como… en el que narra cómo le salió la joroba al camello, cómo se hizo el alfabeto o cómo se escribió la primera carta. También les encanta conocer por qué existe la miseria en el mundo con el cuento El peral de la tía Miseria (ver página 57) o descubrir por qué el mar es salado con el cuento popular noruego El molinillo mágico. Aquí tienes mi versión reconstruida: EL MOLINILLO MÁGICO Hace muchísimos años, vivían en Noruega dos hermanos pescadores. El mayor de ellos, Rolf, tenía un barco, redes nuevas y una casa preciosa. El menor, Jan, era pobre y sus redes eran viejas. Por más que trabajaba, no conseguía lo suficiente para comer. Una mañana, Jan salió a pescar en su pequeña barca, pero después de todo el día no logró pescar ni un solo pez. Hacía dos días que se le habían acabado los pocos víveres que tenía en casa y decidió pedir ayuda a su hermano Rolf. Fue a casa de su hermano y le pidió algo de comida para él y su familia, pero el avaro Rolf no quiso darle ni un mendrugo de pan. —Ay, hermano, vuelve otro día que hoy no tengo nada que darte —y le despidió dándole con la puerta en las narices. El pobre Jan regresaba a su casa cabizbajo, cuando en un recodo del camino se tropezó con un anciano de barba blanca que le dijo: —Jan, eres un buen hombre y quiero ayudarte. En este bosque existen unos enanos que tienen un molinillo mágico. Llévales este tarro de miel y te lo cambiarán por el molinillo. —¿Y para qué quiero yo un molinillo? —le preguntó Jan. —Ese molinillo —le explicó el anciano— te concederá los deseos que le pidas. Eso sí, para que te los conceda debes girar la manivela a la derecha, y cuando quieras que se detenga debes decir: «Gracias, molinillo, ya tengo 93

suficiente», y girar la manivela hacia la izquierda. Ahora toma este tarro de miel y no reveles a nadie los secretos del molinillo mágico. El joven pescador dio las gracias al anciano y caminó hacia el bosque con el tarro de miel entre las manos hasta que vio a un grupo de enanos en el interior de un tronco de arce centenario. El enano mayor, al ver el tarro de miel, salió del tronco y le preguntó: —¿Qué quieres a cambio de ese tarro de miel? —El molinillo —les respondió Jan. Los enanos estuvieron un rato discutiendo en el interior del árbol. Que si sí, que si no. Hasta que al final salió el enano mayor y le dijo: —Trato hecho —y le entregó el molinillo. A partir de ese momento, a Jan le cambió la vida. Primero, pidió al molinillo que le moliera una rica comida, luego una casa más grande, una barca nueva, redes y, por último, dinero. Cuando tuvo suficiente, giró la manivela hacia la izquierda y dijo: —Gracias, molinillo, ya tengo suficiente. El joven pescador se hizo muy rico y, como tenía buen corazón, repartió las riquezas con todos sus vecinos. Pronto llegó a oídos de Rolf que su hermano Jan se había hecho rico. Y verde de envidia, corrió a visitarle: —Querido hermano Jan, ¿cómo has conseguido tantas riquezas? Jan recordó las últimas palabras del anciano de la barba blanca en las que le pedía que no revelara el secreto del molinillo mágico, así que no le dijo nada. Desde aquel día, el malvado Rolf comenzó a espiar a su hermano para descubrir su secreto. Una noche que espiaba por una ventana vio que Jan cogía el molinillo y decía: —Molinillo, muéleme un poco de dinero. Quiero repartirlo con los pescadores que perdieron sus barcas en la tormenta. El malvado Rolf se frotó las manos al descubrir el secreto de la riqueza de su hermano y en cuanto Jan salió de casa, aprovechó para robarle el molinillo. Cuando Rolf tuvo el molinillo en sus manos, salió corriendo a su casa. Allí recogió algo de ropa y se embarcó hacia tierras lejanas para que no le encontraran. Estando en alta mar, Rolf echó de menos algo de sal para la comida así que giró la manivela a la derecha del molinillo y dijo: —Molinillo, muéleme un poco de sal. 94

El molinillo comenzó a moler sal. Cuando Rolf tuvo bastante exclamó: —Deja de moler, ya tengo suficiente sal. Pero el molinillo siguió moliendo y moliendo. Rolf no sabía que debía girar la manivela hacia la izquierda para que se detuviera el molinillo. —¡Deja ya de moler sal, maldito molinillo! —gritó Rolf. Pero el molinillo molía y molía. Primero se llenó de sal el camarote; luego, la cubierta. Por último el barco no pudo soportar tanto peso y se hundió en las profundidades del océano. Y como nadie ha podido girar la manivela hacia la izquierda, el molinillo sigue todavía moliendo sal en el fondo del mar. Es por ello que el mar es salado. El cuento de El molinillo mágico les gusta a los niños porque funde ilusión con realidad. La historia tiene una alta dosis de fantasía mezclada con objetos y lugares concretos que le dan verosimilitud. Por ejemplo, los enanos (seres fantásticos) viven en el hueco de un arce (elemento real). Rolf huye en un barco (objeto real) con el molinillo mágico (objeto fantástico) y se hunde en el mar (lugar real). Es un cuento totalmente creíble, ya que muchos elementos y personajes que aparecen en la historia son concretos, pueden verse y tocarse (un arce, un molinillo, un barco, un tarro de miel…). Axiel, de nueve años, me pidió que le contase un cuento de miedo antes de irse a la cama. «¿De miedo, miedo?», le pregunté. «Sí, uno de esos cuentos de miedo que tú te sabes», insistió. Y yo que sé que los cuentos de miedo y misterio les apasionan a esta edad, le narré la leyenda irlandesa de El jinete negro (The dark Horseman). Verás —comencé a contarle—, esta historia le ocurrió a un campesino irlandés llamado Jimmy Nowlan. Era un tipo muy presumido que todo el día se pavoneaba delante de sus amigos diciendo —puse voz de fanfarrón— que él no tenía miedo a nada ni a nadie. Hasta que una noche, en mitad del bosque, se encontró a solas con el Jinete negro. Jimmy Nowlan había oído hablar en el pueblo que cuando el Jinete negro se cruzaba en el camino con alguien le cortaba la cabeza. «Creo que me voy a cagar de miedo», me dijo Axiel con cara de asustado. Ahora viene lo mejor —le tranquilicé—, ya verás que en verdad ni el Jinete negro cortaba cabezas, ni Jimmy Nowlan era tan valiente —Axiel sonrió y yo seguí contándole el cuento con claves de humor—. Cuando el Jinete negro y Jimmy Nowlan llegaron al castillo, les abrió la puerta un mayordomo encorvado, cojo, con un solo diente y los mocos colgando —esta descripción del criado le hizo mucha gracia a Axiel, que no paró de reír y de decirme que ese mayordomo era un guarro—. Al incorporar toques de humor en el cuento de miedo conseguí que además de hacerle reír, liberase tensiones y se relajara, lo que le ayudó a afrontar el miedo. A esta edad son muy impresionables, por lo que narres el cuento de miedo que narres hay que envolver el terror entre risotadas. En esta ocasión ambienté la historia imitando los chirridos de una puerta vieja y los cascos del caballo. Puse voz de viejo para recrear al

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mayordomo cojo y hablaba bajito con tono grave cada vez que ponía la voz del Jinete negro. A pesar de que las historias de miedo les asustan, los niños quieren que les narres cuentos de miedo para saber que pueden sobrevivir al miedo. Como dice Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los cuentos de hadas, lo realmente importante a la hora de contar es que el adulto y el niño participen por igual: que el adulto viva la historia y adapte el cuento conforme a las preguntas, reacciones y temores que el niño expresa cuando escucha el cuento. Cuando Axiel con cara de pánico me preguntó si el Jinete negro podía venir a visitarle, lo que buscaba era una respuesta tranquilizadora, por lo que me inventé sobre la marcha que para que eso ocurriera tenían que cumplirse dos condiciones: una, estar en Irlanda, y otra, caminar solo de noche por un bosque. La cara de Axiel se relajó y yo continué con el cuento.

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4. DE 12 A 14 AÑOS Quiero referirme especialmente a esta edad porque es una etapa difícil. Y aunque la mayoría de los manuales para contar cuentos no contemplan esta edad, yo considero que es importante no dejar de lado esta etapa de la vida, ya que los cuentos catalizan también las inquietudes de la adolescencia. Con 12 años están aún en la niñez, y a pesar de eso empiezan a estudiar en el instituto y, para sentirse integrados dentro del centro, adoptan comportamientos adolescentes. Los adolescentes se quieren alejar del mundo infantil para buscar su identidad como adultos. A esta edad asocian cuento con niño y, por principio, lo rechazan. Están en Educación Secundaria y quieren ser tratados como personas mayores. Y aunque los cuentos les gustan, no pueden reconocerlo públicamente por temor a ser tachados de niños. Les atraen los cuentos de miedo, de misterio y los cuentos realistas. Quieren alejarse de ese mundo de hadas lleno de ogros y duendes que asocian con su etapa infantil. El cuento funciona muy bien si reúne alguno de estos ingredientes: aventura, peligro, acción, misterio, terror, amistad, lealtad y amor. Sí, les gustan los cuentos de amor, pero sin caer en la cursilería. El amor debe ir mezclado con alguno de los otros ingredientes anteriormente citados como aventura o misterio para que el cuento funcione bien. Usa descripciones al comienzo de la historia. Los detalles ayudan a ambientar el cuento en la mente. Esa es una de las razones por las que libros como La isla del tesoro enganchan desde los primeros párrafos: «Llegó caminando pesadamente a la puerta de la posada, con el baúl detrás en una carretilla. Era un hombre alto, fuerte, corpulento, de piel morena; una coleta negra embreada le caía sobre la espalda de su sucia casaca; tenía las manos encallecidas y agrietadas, y las uñas negras y rotas; y aquel chirlo de sable, de un blanco sucio y lívido, que le cruzaba la mejilla. Recuerdo que se volvió a contemplar y se puso a silbar ensimismado; después rompió a cantar aquella vieja tonada marinera que tantas veces le oiríamos luego: Quince hombres sobre el baúl del muerto… ¡Yujujú, y una botella de ron!...». Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro

Los cuentos deben reflejar sus dudas, sus miedos e inquietudes. Pueden ser desde cuentos breves hasta cuentos de quince minutos de duración. A diferencia con otros tramos de edad, no importa la extensión de la narración, sino que la temática del cuento sea adecuada para la misma. Se puede tratar de cuentos realistas, fantasiosos o surrealistas. El microcuento de La rana que quería ser una rana auténtica, de Augusto

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Monterroso, sería uno de esos cuentos adecuados para el público adolescente por tratar una de sus principales preocupaciones: la identidad. LA RANA QUE QUERÍA SER UNA RANA AUTÉNTICA Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello. Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl. Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica. Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían. Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía pollo. Augusto Monterroso, La oveja negra y demás fábulas Los adolescentes, y muchos adultos, buscan en los cuentos, en una película o en una actuación circense poder escapar a otro mundo pletórico de belleza, con personajes bien definidos y de moral muy clara. No valen las medias tintas: los personajes buenos son muy bondadosos y los malos son terribles. Así ocurre en Harry Potter, El libro de la selva o La isla del tesoro. En estas historias hay aventura, obstáculos que superar, intriga y, sobre todo, un mundo mágico muy alejado de la vida cotidiana. El adolescente se identifica desde el primer momento con el héroe y quiere saber cómo éste resuelve los conflictos; conflictos que identifica enseguida como propios. A estas edades los cuentos deben tratar de algún modo los problemas que viven en la cotidianidad: la superación de la etapa infantil y la lucha por crearse una personalidad. Cuando el héroe protagonista, ya sea Harry Potter o el joven de La isla del tesoro, escapa de las garras de un personaje maléfico, los adolescentes se identifican con el héroe, y se sienten aliviados cuando logran sobrevivir a una trampa y alegres cuando encuentran un tesoro. Se identifican con él porque sienten que el protagonista padece las mismas dificultades por las que ellos están pasando y de esta forma se autoafirman a sí mismos. Lo creamos o no, los cuentos les ayudan a afrontar problemas y a resolverlos.

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Los institutos, cada vez con más frecuencia, me solicitan también cuentos no sexistas relacionados con la igualdad de géneros. Por experiencia sé que a los chicos entre 12 y 14 años no les entusiasman los cuentos que hablan estrictamente de relaciones de pareja, porque no forman aún parte de sus preocupaciones, por lo que afronto este tema desde otro ángulo. Les cuento historias que hablan de relaciones entre hombres y mujeres y que tienen otra historia paralela de misterio o aventuras. Este es el caso del cuento del Conde Lucanor Lo que aconteció a un hermano que tenía una hermana muy medrosa. Con este cuento consigo varios objetivos: por un lado, es un acercamiento lúdico a la literatura medieval; por otro, trata el tema del tópico de mujer miedosa que no puede hacer nada sin la ayuda de su hermano; y por último, es un cuento con toques de miedo que transcurre en un cementerio. En una ocasión, al contar este cuento en un instituto, un profesor protestó porque el cuento trataba de la muerte. Su desconfianza no iba porque tratara el tema de la igualdad de géneros. Nada que ver. Su recelo estaba en que la historia ocurría en un cementerio y con un muerto. En su opinión todos los cuentos debían ser cuentos de hadas. Era evidente que este profesor desconocía el valor que los cuentos tienen a cada edad, y aquí tengo que insistir en que los cuentos de hadas no funcionan en la adolescencia. Además en este como en otros libros de la literatura universal, hay temas relacionados con la muerte. No podemos decirles: leed los relatos de El Conde Lucanor, todos menos el que trate de la muerte. Y de Shakespeare no te leas Macbeth porque salen calaveras. No es serio. Aunque esta pequeña anécdota parezca intrascendente, en verdad no es tan insignificante. Muchos profesores y padres me preguntan si es bueno contar cuentos que traten sobre la muerte en la infancia. Considero que el tema de la muerte debe formar parte de la temática de los cuentos con la misma naturalidad que tratamos el tema de la envidia, el amor o la mentira. Recordemos que muchos cuentos tradicionales tratan el tema de la muerte: el leñador ayuda a Caperucita roja matando al lobo feroz, el zorro se come a la gallina, el gallo es cocinado en las bodas del tío Perico. ¿Acaso no se ven escenas relacionadas con la muerte en dibujos animados, en películas y en las noticias de la televisión? No deberíamos ocultar algo que existe, sino ayudarles a afrontarlo con naturalidad. Tan sólo hay que saber hacerlo desde la perspectiva del oyente y tener en cuenta su edad para emplear un lenguaje u otro. Ocultarlo no hará desaparecer la muerte de los abuelos, ni los accidentes de tráfico, ni las guerras, ni el cáncer. Tras este inciso sobre el tema de la muerte, continúo con las historias apócrifas que tanto gustan a esta edad. Me refiero a las leyendas urbanas que circulan de boca en boca. Al contar una de estas historias sé de antemano que tengo ganada la atención del adolescente. Sólo es necesario poner un tono de voz grave, semblante serio y preguntarle: «¿Te he contado lo que le ocurrió una noche a un amigo mío en la carretera?». El adolescente entra en una espiral de curiosidad por conocer esa historia que parece real. Las leyendas urbanas tienen el aliciente de ser creíbles sólo por el hecho de que el narrador se involucra en la historia contándola como si fuera real, como si de 99

verdad le hubiera ocurrido a alguien conocido, que suele ser el amigo de un amigo. Además al suceder de noche la historia se vuelve más atractiva. La noche representa lo prohibido, el misterio, lo desconocido, los miedos. Les gusta escuchar cuentos de miedo para saber que pueden sobrevivir a él. Rompen taquillas las películas con muertos vivientes, vampiros y asesinos en serie. Los psicólogos afirman que el ser humano busca el placer y evita el sufrimiento, y que los momentos de pánico que vivimos viendo una película de terror resultan gratificantes porque sabemos que no son reales, y que tras el sobresalto y la descarga de adrenalina nos sentimos liberados. LEYENDA URBANA ¿Te he contado lo que le ocurrió una noche a un amigo mío en la carretera? Bueno, en realidad le pasó a Mario, el primo de mi amigo. Todo ocurrió una noche cuando Mario iba conduciendo hacia su casa de campo en Trasmontes. Eran más de las doce de la noche cuando se encontró tras una curva a una mujer haciendo autostop con el pulgar levantado. Mario bajó la velocidad y cuando estaba a punto de detenerse, vio que de detrás de los arbustos de la carretera salían tres personas más. Mario se asustó, pensó que se trataba de una banda de ladrones y aceleró el coche. Los viajeros chillaron y gritaron mientras Mario se alejaba en su coche contento de haber escapado a tiempo. Diez kilómetros después comprobó que se estaba quedando sin gasolina. Paró en una estación próxima y al bajar del coche vio que el operario de servicio se quedaba lívido y se apartaba espantado del coche. Mario giró la cabeza y se quedó paralizado de horror. Atrapados en la manilla de la puerta trasera del coche había tres dedos humanos.

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5. DE 15 A 116 AÑOS La abuela Kamato Hongo, a sus 116 años, se alimentaba de cuentos. Disfrutaba contando historias, dormía dos días seguidos y estaba otros tantos despierta. De vez en cuando, le gustaba beber sake y con sus brazos recreaba danzas tradicionales de su isla natal, Tokunoshina. Esta mujer consiguió vivir tantos años gracias a los recuerdos, y a sus ganas de contar y revivir las historias. Hablando de la abuela Kamato me viene a la memoria el cuento de Francisca y la muerte de Onelio Jorge Cardoso. En este cuento la muerte bajó del tren con su trenza oculta bajo el sombrero y su mano amarilla dentro del bolsillo en busca de la anciana Francisca. La buscó en su casa, en el maizal, en casa de los Noriega y en la huerta; pero siempre llegaba tarde. Cuando la muerte llegaba al lugar, Francisca acababa de irse. Y es que Francisca mantenía a sus setenta años una mirada llena de vida y demasiadas cosas en que ocuparse. La muerte, malhumorada, sudorosa y cansada, abandonó la misión de llevarse a Francisca para no perder el último tren de vuelta a las cinco. El cuento finaliza con estas líneas: «Mientras, a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas del jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso: —Francisca, ¿cuándo te vas a morir? Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre: —Nunca —dijo—, siempre hay algo que hacer».

Un cuento tampoco muere si hay alguien a quien contárselo. Los cuentos no hacen distinciones de religión, de país, ni de sexo. Los cuentos son para todos, son una ventana abierta para soñar se tenga la edad que se tenga. ¿Cómo, si no, se puede explicar que las leyendas existan en todas las culturas y que los cuentos populares se repitan por todo el mundo? Se pueden contar todo tipo de cuentos a los adultos: cuentos populares, relatos de autor o anécdotas de historias desorbitadas. Todas son engullidas por el público adulto con feroz hambruna. El agrupar en este apartado desde los 15 a los 116 años no es casual. Los cuentos que cuento a los alumnos de quince años son los mismos que los que narro en un teatro para adultos. Sé que el salto entre estas edades es abismal, pero les une la fascinación por la fantasía. Los cuentos gustan a los adultos porque les hacen soñar y con la fantasía se pueden despegar de la vida anodina del día a día. Gracias a los cuentos que nos cuentan y que nos inventamos, la vida es mucho más fácil y somos más felices. Los cuentos también 101

son patrimonio de los adultos. Son los cuentos los que alimentan el alma. Juanjo Meraplabra, amigo y narrador oral gaditano, comentaba que andaba algo preocupado porque a él como narrador oral ya le llegaban a aburrir los cuentos, hasta que el otro día volvió a escuchar la versión clásica de Caperucita roja y babeó y disfrutó como un crío. A los adultos les gustan todo tipo de cuentos. Los que más éxito tienen son los cuentos populares jocosos y pícaros. En el festival de narración oral en México, escuché a un narrador oral contar el cuento popular La apuesta, y me llamó la atención porque ese cuento que decía ser un cuento popular mexicano, lo conocía yo como cuento popular español donde el protagonista no era un matemático sino un físico que en lugar de apostar con pesos apostaba con pesetas o euros. Tiempo después descubrí que en Costa Rica y Cuba se adjudicaban también el origen de este cuento, y lo mismo ocurría en Argentina. Una vez más, me quedó constancia de que la magia de los cuentos populares reside en su universalidad. Esta es mi versión del cuento: LA APUESTA En un mismo vagón de tren coincidieron un campesino y un físico. El físico estaba tan aburrido que le propuso un juego a su compañero de viaje: le haría una pregunta, y si el campesino no la respondía correctamente tendría que darle 1 euro al físico, pero si el físico no sabía la respuesta de la pregunta del campesino, entonces le daría a éste 100 euros. Al campesino le pareció bien el trato y comenzaron el juego. El físico le preguntó al campesino: —Dígame, ¿cuáles son aquellas constelaciones? —y señaló a las Pléyades. El campesino pensó y pensó, y como no encontró una respuesta le dio un euro al físico. Llegó el turno del campesino que le preguntó: —¿Cuál es el animal que sube la colina con cuatro patas y la baja con tres? El físico estuvo unos minutos pensando y como no encontró la respuesta le dio 100 euros al campesino. Al final del viaje, ya en la estación de tren, el físico intrigado le preguntó al campesino cuál era ese animal que subía con cuatro patas la colina y las bajaba con tres. Y el campesino, sin decir nada, sacó un euro y se lo dio. Hay relatos literarios muy jugosos que pueden ser contados. Muchos narradores orales, entre los que me incluyo, cuentan relatos de Julio Cortázar, Ana María Matute, Juan José Millás, Italo Calvino, Rosa Montero, Augusto Monterroso o Mario Benedetti, por nombrar algunos de tantos escritores. Muchos de estos relatos pueden pasar de la escritura a la oralidad sin problemas. Recuerda nombrar al autor del cuento cuando lo narres. 102

Uno de mis cuentos preferidos es el Monólogo del Mal de Augusto Monterroso: «Un día el Mal se encontró frente a frente con el Bien y estuvo a punto de tragárselo para acabar de una buena vez con aquella disputa ridícula; pero al verlo tan chico el Mal pensó: Esto no puede ser más que una emboscada; pues si yo ahora me trago al Bien, que se ve tan débil, la gente va a pensar que hice mal, y yo me encogeré tanto de vergüenza que el Bien no despreciará la oportunidad y me tragará a mí, con la diferencia de que entonces la gente pensará que él sí hizo bien, pues es difícil sacarla de sus moldes mentales consistentes en que lo que hace el Bien está bien y lo que hace el Mal está mal. Y así el Bien se salvó una vez más».

Otros cuentos que narro para adultos son los cuentos políticamente correctos de James Finn Garner. Se trata de una recopilación de cuentos tradicionales como Hansel y Gretel, Los tres cerditos, El gato con botas o El enano saltarín. Todos ellos están escritos desde una perspectiva actual, con toques de humor e ironía, y un trasfondo de crítica social. Así comienza el cuento de Hansel y Gretel: «En las profundidades de una biorregión boscosa se alzaba una pequeña y humilde vivienda unifamiliar, en la que vivía una pequeña y humilde familia. El padre, de profesión carnicero arbóreo, hacía cuanto estaba en su mano para criar a sus dos preadultos, llamados Hansel y Gretel. La familia procuraba llevar un estilo de vida saludable y respetable, pero las exigencias del sistema capitalista, y en particular sus irresponsables políticas energéticas, se aplicaban continuamente en aniquilarlos. Así, no tardaron en verse en una profunda situación de desventaja económica».

Con los adultos se pueden hacer juegos de lenguaje, de doble significado, como el capítulo 68 de la novela Rayuela de Julio Cortázar, donde se hace uso de la invención de palabras: «Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias».

A los adultos se les puede contar cuentos terroríficos, eróticos, humorísticos, populares o de amor. En este sentido, la temática no distingue de edades, es indiferente que el oyente tenga quince, cincuenta u ochenta años. Tan sólo hago alguna excepción con los cuentos eróticos, que evito contarlos en los institutos. Por lo demás, la diferencia no está en el tema del cuento, lo que cambia es el enfoque de la realidad, las preocupaciones o los gustos. En los años que llevo de cuentacuentos he visto disfrutar por igual, con un mismo cuento, a personas de todas las edades. 103

Por último, te aconsejo que cuentes lo que cuentes lo hagas disfrutando del cuento. Esa será la mayor garantía para transmitir emoción y para que los oyentes se diviertan con la narración. Esto ya lo he dicho más veces, pero aún así, lo repito porque es importante: «Si tú disfrutas, el público disfruta».

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1. LA MALETA MÁGICA Tengo una maleta de cuadros que llevo siempre que cuento cuentos. En ella guardo infinidad de objetos mágicos que utilizo a la hora de contar: un libro objeto, una flauta mágica con un solo agujero, un camello de tela con bolitas de colores, una pulsera de cascabeles, una varita mágica, dos campanitas con cintas amarillas, tres elefantes de cartulina negra, un guante con forma de pez, un mapa antiguo... La maleta siempre está cerrada. Cada vez que la abro es un enigma, incluso para mí, saber lo que va a salir de ella. Tengo la precaución de abrirla siempre sin mostrar al público el contenido de la maleta para que el misterio de lo que hay dentro no se desvele. Me encanta ver las caras de sorpresa que ponen los niños cuando saco alguno de los objetos. Daría igual que les mostrase un folio en blanco, una tela azul o una bola de cristal, porque todo lo que sale de la maleta para ellos es mágico. Por supuesto, cuanto más exótico y extraño sea el objeto que ellos vean, más impactante será. El Abu guardaba siempre debajo de su cama una maleta de viaje marrón, de piel curtida por los años y por la el salitre, que cerraba con dos cinchas de cuero. Era una maleta pesada y grandota. De niña lo que más me llamaba la atención era el hecho de que estuviera siempre cerrada y escondida bajo la cama. —Abu, ¿qué hay en la maleta de tu cama? —Nada —me respondía, y seguía con la tarea que estuviera haciendo. —¿La puedo abrir? Me moría de curiosidad por ver los tesoros que guardaba dentro. Porque yo imaginaba que dentro escondía, como poco, la auténtica lámpara de Aladino. Pero el Abu siempre me lo negaba con la cabeza. Más de una vez intenté abrir, a escondidas, la maleta. Pesaba tanto que al moverla de debajo de la cama hacía un ruido infernal. No pasaba ni tres segundos cuando ya se escuchaban los pasos del Abu subiendo por la escalera de madera y tosiendo. Era su manera particular para avisarme de que se estaba acercando. Como si sus pisadas no fueran lo suficientemente ruidosas como para no oírle. Rara vez me daba tiempo a devolver la maleta a su sitio antes de que el Abu abriera la puerta. Y claro, me pillaba empujando la maleta hacia su lugar de origen y se enfadaba conmigo. La prohibición de no tocar la maleta me creaba más deseos de averiguar qué guardaba en ella. El día que logré abrir la maleta encontré dentro cartas escritas de puño y letra del Abu, libros antiguos con hojas amarillentas y cubiertas desgastadas, un antiguo mapa del mundo plegado en siete dobleces encabezado con el título Orbis terrarum (en ese mapa España aún era Hispania y estaba unida a Portugal). También encontré un reloj de plata que funcionaba, una muñeca de porcelana con un brazo roto, un arcabuz sin pólvora, un 107

candelabro, un catalejo antiguo de bronce con las iniciales E.M. grabadas en el mango, una máscara africana de ojos saltones y labios prominentes y no sé cuántas cosas más. Pero la lámpara de Aladino no apareció. Estaba tan emocionada descubriendo todo los tesoros de la maleta que no escuché los pasos del Abu acercándose. Tampoco oí los goznes de la puerta al abrirse, ni vi la figura alta del Abu junto a mí. Sólo me enteré de su presencia cuando me alzó en brazos y me sentó en sus rodillas. Imaginé un sinfín de castigos, desde hacer interminables sumas con números de siete cifras hasta recoger caracoles en el jardín. Pero no. Cogió el candelabro y empezó a contarme un cuento. Recuerdo que luego le pedí que me dejara leer esos libros con cubierta de colores. «No», me contestó, y los volvió a meter en la maleta. Lo que me extrañó es que desde ese día, nunca más volvió a guardar la maleta debajo de la cama sino junto a la puerta. La excusa que me dio para no poder leer los libros fue que eran cuentos para mayores. Y como la maleta no la volvió a cerrar con las cinchas de cuero, a hurtadillas devoré esos libros de ilustraciones antiguas. Y así fue como leí Simbad el marino, La isla del tesoro, Robinson Crusoe, El libro de la selva, y unos cuantos libros más. En verdad, el Abu era un gran sabio, me prohibió leer esos libros sólo para que los leyera. Basta que le digas a un niño «no hagas eso» para que tenga ganas de hacerlo. Lo prohibido atrae, sin duda. Y si no, haz la prueba. Mete en un baúl unos libros que quieras que el niño lea y dile con gesto serio: «Este baúl no lo puedes abrir. ¡No leas los cuentos, eh!». Verás lo poco que tarda en enredar dentro del baúl y sacar los cuentos. Ten la precaución de hacer sentir al niño que lo está haciendo de manera clandestina. El otro día estaba comprando en un hipermercado, una de esas grandes superficies que intercalan filetes de ternera, teléfonos, libros y camisetas, cuando vi a una niña que señalaba a su padre un stand de libros de cuentos: «Papi, ¿me compras uno?». Y el padre le respondió: «Hija, no cojas libros, no vaya a ser que aprendas algo». El padre avanzó con el carro de la compra un pasillo más y se paró a ver otros libros disimulando que no veía cómo su hija se sentaba en el suelo con un cuento entre las piernas. Lo prohibido, lo lejano, el enigma es lo que simboliza la maleta cerrada. El hecho de estar cerrada genera más curiosidad por descubrir qué hay dentro. La maleta para mí es como la chistera del mago, un lugar mágico de donde salen libros, varitas y pañuelos de colores. Mi maleta mágica no es tan grande como la del Abu, sigo sin tener la fuerza suficiente para arrastrar una maleta de ese tamaño. Mi maleta es mucho más pequeña. Al principio empleaba una maleta de mano con ruedas, pero la sustituí por una maleta del tamaño de una bandeja (36 cm de ancho, 26 cm de alto y 13 cm de profundidad), mucho más manejable, en la que puedo guardar mis objetos y que además pesa mucho menos. Al final del cuentacuentos es inevitable que los niños vengan directos a tocar la maleta mágica. La intentan abrir, como hacía yo con la del Abu, meten las manos por todas partes. Los niños quieren tocar la tortuga, hacer sonar la flauta mágica, mover el títere

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del camello de tela, ver la bolsa de arena invisible o la lengua serpentina del pato. Lo quieren tocar todo, incluido mi pelo. Es evidente que lo mágico les atrae. Para tener una maleta mágica no se necesita mucho dinero. No tiene por qué ser de cuero con tachuelas de cobre, ni de piel de serpiente, ni estar forrada de seda. Las maletas mágicas no son mágicas por ser maletas caras y sofisticadas, son mágicas porque guardan secretos dentro. La maleta mágica la puedes fabricar tú. Será una maleta más personal, hecha a tu gusto y a tu medida. Para construir la maleta mágica necesitas una caja de zapatos, mejor si es de botas, o una grande de sombreros. Fórrala con papel de regalo o con tela. Existen papeles autoadhesivos para forrar paredes que son muy cómodos de usar y que te podrían valer para decorar la caja mágica. Una vez construida, ya puedes llenarla con muñecos, varitas de mago y cuentos. Los objetos de mi maleta mágica los he comprado en mercadillos artesanales que recorro en mis viajes. Mis preferencias son los objetos hechos a mano, por ser más originales y menos perfectos que los industriales. Las artesanías manuales tienen ese sabor de irregularidad, de imperfección que las hace mágicas. En Oaxaca, México, compré un alebrije a un artesano indígena. Los alebrijes son pequeñas figuras de formas extrañas que representan a los sueños. Mi alebrije es un animal azul con cuerpo de caballo alado, largos cuernos de lunares rojos y orejas de dragón. Todos los niños que lo ven quieren tocarlo. De Jamaica es la señora Maroña, una muñeca negra reversible, que al levantarle la falda se convierte en el señor Maroño, un campesino blanco. La serpiente de madera la compré en la isla de la Palma. En un pequeño anticuario del rastro de Madrid di con un títere de varilla, un duende con cascabeles atados al gorro que es el que despierta a los animales. En Sixaola, Costa Rica, una anciana me vendió uno de los gallos de tela que tenía colgando en su puerta para espantar los malos espíritus. Y así podría enumerar uno a uno todos los objetos con los que cuento cuentos y que a estas alturas ya ocupan un armario completo de mi casa. Algunos de los objetos de la maleta mágica los he creado yo. Disfruto haciendo mis propios muñecos. Además es más económico hacerlos que comprarlos ya hechos. Los muñecos que cada uno se hace son especiales y siempre son distintos. Es algo así como comparar las croquetas de mi madre y las de Basilio, aunque ambos hacen croquetas caseras de jamón muy ricas, cada uno le da un toque especial en el sabor o la textura. Quizá algo más de comino o algo menos de leche. Con los cuentos narrados ocurre lo mismo: ninguno lo cuenta igual que otro. Siempre habrá alguna diferencia entre un narrador oral y otro. Quizá serán los gestos o la inflexión de voz o los instrumentos de apoyo que usa. Esa originalidad es la que hace único y mágico al cuentacuentos.

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2. ASÍ DE FÁCIL: ELEMENTOS ÚTILES PARA CONTAR CUENTOS Los objetos y materiales más sencillos son un buen recurso para contar cuentos. Un simple lápiz escolar se puede transformar en el soldadito de plomo o en Pulgarcito. Los niños son unos genios transformando objetos con la imaginación; en cuestión de segundos, convierten una goma de borrar en un coche, una rama en la escoba de la bruja Gertrudis o un sofá en una montaña. Empatía, esa sería la clave para contar cuentos. Ponerse en la piel del niño que va a escuchar la historia es la mejor forma de encauzar el cuento. Me explico: cuando yo narro cuentos en una escuela, siempre tengo en cuenta la edad de los niños para contar un cuento u otro, y también estudio cómo contar ese cuento. A los 5 años les encanta que salga alguna marioneta en el cuento, en cambio a los 11 años prefieren una simple escenografía que ambiente el cuento de miedo, aunque sea sólo una tela negra y un candil. Recuerdo que un día, antes de acostarse, Irene me pidió que le contara un cuento de buenas noches. Yo le conté el cuento de la bruja Endunda, una bruja rebruja muy gruñona que siempre vestía de negro. Irene escuchó atenta el cuento; luego me acercó el libro de Kika superbruja y me pidió que le contara, con el libro en la mano, qué le ocurría a Kika. Irene quería escuchar también cuentos de su personaje preferido, quería ver las ilustraciones. Así que utilicé los dibujos del libro para contarle el cuento de Kika que improvisé sobre la marcha. Para contar un cuento sólo se necesitan ganas de contar. Pero si además de utilizar la voz y el gesto haces uso de otros objetos como libros, marionetas o muñecos, mucho mejor. Hay infinidad de elementos útiles que se pueden emplear a la hora de contar cuentos y que ayudan como apoyo para la historia. A continuación hago una selección de distintos elementos que yo utilizo como apoyo a la narración. Me tomo la libertad de exponerlos tal y como yo los manejo porque me funcionan muy bien y con seguridad te servirán a ti también. Todos ellos son fáciles de crear y los materiales que se necesitan son asequibles y económicos.

Una mariposa de papel La primera vez que vi emplear esta técnica fue al célebre mimo Marcel Marceau, y me quedé tan enganchada como una niña. De su camisa sacó un papel pequeño y a ritmo de violonchelo empezó a doblar el papel hasta convertirlo en una mariposa que lanzó al aire 110

y que terminó pisada por un coche de juguete. Más allá del simbolismo de esta escena creada por Marceau, el gran mago del silencio, yo me acordé del cuento La pequeña oruga glotona de Eric Carlé, donde una oruga se convierte en mariposa después de comerse varias frutas. Y pensé que sería una idea estupenda contar ese cuento al tiempo que hacía una mariposa de papel. El folio de papel simbolizaba la oruga y hacía tantas dobleces como frutas se iba comiendo la oruga. Una manzana, una doblez; dos cerezas, dos dobleces; tres uvas, tres dobleces. Hasta que al final la hoja de papel, la oruga, se convertía en una mariposa. La mariposa de papel la aprendí a hacer leyendo libros de origami, o lo que es lo mismo, de papiroflexia. Hasta ese momento yo sólo había hecho los típicos barcos de papel que de pequeña hacía flotar en el lavabo, y también sabía transformar finas servilletas de papel en una rosa extraña, por no decir espantosa. Ahora sigo sin ser experta en papiroflexia. Sé hacer algunas figuras de papel sencillas que para contar cuentos es más que suficiente. Es más, como las figuras que hago son sencillas de aprender y el resultado es muy vistoso, las utilizo en los cuentos. Es sorprendente ver a los más pequeñajos absortos en la mariposa de papel.

Sugerencias • En principio todos los papeles te pueden servir para hacer papiroflexia, pero si puedes elegir, los mejores papeles son el afiche y también el papel kraft, conocido como papel de embalar, ya que son fáciles de plegar. • La elección de un papel u otro facilitará el armado de la figura. • Las cartulinas y papeles metalizados son menos indicados debido a que con el plegado se quiebran. Lo mismo ocurre con el papel seda, que es muy frágil. • El papel debe tener forma cuadrada. Prueba primero con las dimensiones 15 cm x 15 cm, y aumenta las dimensiones del papel según vayas practicando.

Kamishibai Kamishibai significa «teatro de papel» y tiene su origen en los templos budistas de Japón del siglo XII. El kamishibai tiene forma de maleta sin trasera por donde se van pasando láminas ilustradas del cuento. Es una manera muy popular de contar cuentos en Japón y fascina a los niños de todo el mundo. Antiguamente, el gaito kamishibaiya (contador de historias), golpeaba dos pedazos de madera unidos con una cuerda, los hyoshigi. Así anunciaba que el cuentacuentos iba a comenzar. Los niños que compraban dulces a los gaito kamishibaiya tenían el privilegio de ocupar los primeros asientos, junto al escenario. Cuando ya estaba toda la audiencia sentada, el gaito kamishibaiya contaba 111

varias historias utilizando un pequeño escenario de madera, el kamishibai, en el que insertaba láminas de un cuento con dibujos por delante y texto por detrás (que sólo veía el contador de historias). Mientras los niños veían las ilustraciones, el gaito kamishibaiya contaba el cuento. Hace muy poco que se ha incorporado esta técnica en España y ya ejerce una irresistible atracción entre los pequeños. El teatrillo que yo utilizo tiene tres puertas, muy parecidas a las del teatrillo de títeres, sólo que más pequeñas. Mi kamishibai tiene las dimensiones de 50 cm de ancho por 35 cm de alto. Las láminas ilustradas son de tamaño DIN A3, 42 cm de ancho por 29,7 cm de alto. Siempre coloco el teatrillo de pie encima de una mesa y despliego sus tres puertas muy despacio, delante de los niños. Me coloco a un lado del teatrillo, frente a los pequeños, para manejar mejor las láminas. Me gusta contar con el kamishibai porque además de tener un manejo sencillo es fácil de transportar, pesa poco y tiene dimensiones reducidas. Y, sobre todo, porque el éxito está garantizado.

Sugerencias • Antes de empezar, repasa el orden de las láminas que vas a usar. • Abre las tres puertas del teatrillo muy despacio, mientras nombras al autor y el título del cuento. • Las láminas tienen que tener los dibujos grandes para poder ser vistas a cierta distancia por los niños. • Las dimensiones de las láminas son las de DIN A3, por lo que puedes hacer fotocopias en color de dibujos y crear tu propia historia. • Los personajes deben resaltar en la lámina. Es aconsejable que tenga dibujos de colores vivos. • Inserta la lámina en la parte de atrás del kamishibai. • Desliza las láminas con distintos efectos: lento, rápido, por partes, de golpe. Le darás mayor intensidad y gracia a la escena. • Es importante que los niños vean cómo la lámina nueva aparece mientras desaparece la anterior. • Al finalizar el cuento, cierra el kamishibai. Pliega sus tres puertas despacio, igual que empezaste.

Dibujar con lápiz 112

Ante mis ojos tenía un garabato con un círculo rojo y otro azul con muchas rayas por encima. El dibujo de Adrián, de cuatro años de edad, podía ser cualquier cosa: un monstruo comiendo galletas, un parque con columpios o un avión sobrevolando montañas. «No», me dijo Adrián, «esta es mi hermana». Y me señaló con el dedo el círculo rojo. «Y este», punteando el círculo azul, «soy yo que voy a la playa con ella». La playa eran las rayas. «Y aquí», continuó, «está el sol». Y lo dibujó en ese momento con un lápiz negro. Adrián no sólo me mostraba su dibujo. Adrián me contaba un cuento, el viaje imaginario a la playa con su hermana. Y me lo contó a través de un dibujo abstracto que yo seguí con el mayor interés. Y, por increíble que parezca, vi la playa, las olas y sentí lo mucho que calentaba el sol. Los dibujos infantiles revelan que no es necesario dibujar con exactitud y simetría un sol para que uno se lo imagine. Con imágenes abstractas también podemos imaginar y fomentar la creatividad mucho más que si dibujásemos un sol perfecto, redondo y amarillo. El dibujo es para el narrador y para el oyente un apoyo visual en la historia, como lo es abrir una caja o mover un muñeco mientras se cuenta. El Abu me enseñó un pequeño cuento mientras dibujaba dos números uno debajo del otro, el 6 y el 4. Los unía con un semicírculo y creaba una cara: «Con un seis y un cuatro hago la cara de tu retrato». Me gustaba dibujárselo a mis compañeros de colegio. Otro cuento parecido, que cuento también a los niños, es: «Con un cuatro y un tres dibujo la cara del tío Andrés». Lo de dibujar mientras se cuenta un cuento es un arte muy antiguo. En culturas ancestrales ya se trabajaba con pictogramas para contar historias, y no me refiero sólo a las pinturas rupestres; también estaban los jeroglíficos del antiguo Egipto que adornaron pirámides y templos. En las tribus indias de América del norte, los ancianos se reunían en torno al fuego y contaban leyendas con pictogramas para transmitir las costumbres al resto de la tribu. Y así ha llegado hasta nuestros días una bella historia iroquesa que habla del origen de la constelación de la Osa Mayor. Según contaban los ancianos indios en las lunas invernales, la Osa Mayor era en realidad tres cazadores indios persiguiendo a un oso blanco. Los ancianos indios contaban las leyendas enseñando pictogramas con flechas, animales, árboles o tipis (tienda cónica que utilizaban como vivienda).

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No son casos aislados. En el Siglo de Oro español era común encontrar entre el bullicio del mercado la voz de un ciego que, tras airear unos pliegos, reclamaba la atención de los presentes: «Todo casado me escuche, todo viudo se suspenda, todos los mozos y niños les suplico que me atiendan…». Y cuando niños y mayores se arremolinaban alrededor suyo, el ciego, con la ayuda de un bastón, iba señalando los dibujos xilografiados en una tabla de madera al tiempo que cantaba los versos de una historia truculenta. Hoy en día no existen ciegos que reciten romances, pero sí que podemos encontrar libros infantiles para primeros lectores que sustituyen algunas palabras del texto por un pictograma o por un dibujo.

Sugerencias • Utiliza dibujos para sustituir una palabra del cuento. • Pide al niño que mencione la palabra que representa el dibujo. Podéis contar el cuento a dos voces. • Si el niño no conoce la palabra, pregúntale qué cree que es el dibujo, a qué se parece..., para ayudarle a encontrar el significado. • Haz tus propios dibujos sobre un papel en blanco. Pide al niño que te ayude a dibujar a tal o cual personaje del cuento que narras. Y si se trata de un monstruo, un duende maligno o un ogro, el niño podrá liberar sus miedos al dibujarlo. Con esta propuesta el niño ejercita su imaginación y se sentirá más participativo.

Teatro de sombras El emperador Wu-ti cayó en una profunda depresión tras la muerte de su amada esposa Wang. La corte al completo inventó, durante meses, todo tipo de estratagemas para hacerle sonreír sin éxito. Hasta que un día llegó Shao-weng afirmando que podía hacer reaparecer el espíritu de la emperatriz. Aquella noche Shao-weng colgó en una carpa unas cortinas de seda y detrás colocó velas. El emperador, sentado a cierta distancia, quedó asombrado al ver tras las cortinas la sombra de su amada. Así cada noche conversaba con la sombra de la emperatriz de recuerdos comunes. Pero un día, el emperador olvidó su promesa de no tocar la cortina, y al hacerlo, descubrió a Shao-weng agitando una silueta de mujer delante de una vela. 114

En esta leyenda china que habla del origen del teatro de sombras, hay dos versiones sobre el desenlace de la historia. En una se cuenta que el emperador al descubrir el engaño entró en cólera y ordenó decapitar a Shao-weng, y la otra versión concluye que como premio al montador de sombras, el emperador permitió que siguiera practicando su arte. Sea cual fuera el desenlace, lo seguro es que, dos mil años después, seguimos disfrutando del teatro de sombras. No importa que las sombras insinúen sin dejar ver o que deformen la realidad. Lo sustancial es el poder que tienen para trasladarnos a un mundo de fantasía con juego de luces, siluetas, movimiento y voz. Es evidente que las imágenes que se proyectan en el teatro de sombras no son tan nítidas como en el cine o la televisión. Claro, son sólo sombras que tiemblan por efecto de la luz y que se hacen más o menos grandes según se acerquen o se alejen del foco de luz. Y aún y con todo, el teatro de sombras potencia la creatividad e imaginación del que lo ve. La primera vez que empleé el teatro de sombras fue para contar el cuento ¿A qué sabe la luna?, de Michael Grejniec. Me habían pedido que contara este cuento para bebés por distintas escuelas infantiles durante un mes. Después de darle varias vueltas al cuento, se me ocurrió contarlo con teatro de sombras. Y funcionó muy bien. Los peques, con edades de entre dos y tres años, se quedaban hipnotizados cuando se encendía la luz y aparecían las sombras de los animales tras la tela que había atado a dos postes. En lo alto de la tela estaba la silueta de la luna, y los animales iban trepando hacia ella. Cada vez que alejaba la silueta del animal de la tela y se acercaba al foco de luz, una lámpara de 300 w, el efecto era muy exagerado pues a ojos de los niños parecía que detrás de la tela se encontraba una tortuga gigante o un inmenso elefante. En cambio cuando aproximaba la jirafa o el ratoncito a la tela, los animales volvían a tener un tamaño pequeño porque los alejaba de la lámpara. Al final del cuento los niños se acercaban hacia el teatrillo. Exploraban lo que había detrás de él. Tocaban la tela, a los animales y a mí. Cuando trabajo con el teatro de sombras tengo la precaución de que los niños me vean la mayor parte del tiempo, aunque ocasionalmente me esconda detrás de la tela para mover las sombras.

Sugerencias • Necesitas una habitación a oscuras o en penumbra. • Hazte con un foco de luz. Te puede servir una linterna potente, una lámpara de pie, un proyector de diapositivas o un flexo articulado. • Busca un armazón para hacer el teatrillo, mejor si tiene la forma de marco de puerta con pies para que no se caiga. Puede servir también una lámpara de papel de arroz. Todo depende del tamaño de las sombras que vayas a manejar. 115

• Cuelga en una barra o cuerda una tela o sábana blanca, no muy tupida, más bien semitransparente como el satén. Utiliza telas negras a ambos lados para poder ocultarte y manejar las sombras con facilidad. • Recorta una silueta en una cartulina rígida negra y pégala a un palillo chino para poder manejarla con la mano. La silueta se puede dibujar o recortar de una fotocopia. • Utiliza un punzón para hacer los ojos de los animales. • Por último, no te preocupes si se ve tu mano, el brazo o la silueta de todo tu cuerpo. La atención de todas las miradas estará en la sombra que manejas y no en ti.

Títere de calcetín Tengo una anécdota con el calcetín de Anuska, así se llama la niña dueña del calcetín a rayas rojas y blancas con el que improvisé un cuento en plena sala de hospital. Llegaba tarde al médico. Quedaban diez minutos para mi cita de revisión en el hospital y aún tenía que aparcar el coche, caminar cincuenta metros cuesta arriba, llegar a recepción, esperar el ascensor, subir tres pisos, recorrer un largo pasillo y encontrarme con la enfermera. Se me pasó el turno. Tendría que pasar después del último paciente de la lista. Me quedé esperando en una gran sala, común a todas las consultas externas. En aquella sala fría había una madre que abrigaba a su hija con una chaqueta de lana. La niña era Anuska. Me llamó la atención que a pesar de su corta edad llevara la cabeza rasurada por culpa de la quimioterapia. La niña me miró fijamente. Al principio creí que observaba la portada del libro de cuentos que llevaba en la mano. Pero no. Me miraba a mí. «Eres la cuentacuentos», me dijo al fin. Al parecer me había visto contar cuentos en la biblioteca. La madre me sonrió. Y tras un silencio, que en aquella sala fría de hospital parecía un agujero negro a punto de engullirlo todo, la niña rompió la barrera de distancia que nos separaba y se sentó a mi lado. Me pidió que le contara el cuento del gusano. Se refería a un cuento de mi repertorio, un cuento masai, que narra por qué el gusano es el animal más fuerte de la selva. Cuando lo cuento saco de mi maleta mágica un gusano de lana que muevo como un títere. Pero en esa ocasión no lo llevaba. Anuska me interrumpió el cuento pidiéndome que se lo contara con el gusano. ¡Vaya problema!, pensé. Y busqué una solución rápida. Anuska llevaba unos calcetines a rayas rojos y blancos muy parecidos a mi gusano, y le pedí uno prestado. Antes de dejármelo pidió permiso a su madre y después se desabrochó el zapato.

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Metí mi mano dentro del calcetín y en la parte de los dedos de los pies improvisé la boca del gusano. Fue un momento mágico. No sólo por ver la cara de entusiasmo de Anuska, sino también porque me sirvió para darme cuenta de que un simple calcetín podía ser un buen títere. Semanas después volví a encontrarme con Anuska en la biblioteca. Aún tenía leucemia. Volverla a ver fue muy especial. Me ilusionó que me trajera su calcetín a rayas rojo y blanco como regalo. Con el calcetín de Anuska hice un títere de calcetín al que añadí unos ojos con dos esferas de poliespán, le puse largos pelos con lana azul y le pegué una nariz de gomaespuma. Así nació Simón el tragón. Cada vez que lo saco de la maleta mágica me acuerdo de aquella sala de hospital y de la sonrisa de Anuska. Seguro que la próxima vez que nos veamos su pelo será tan fuerte como el gusano del cuento masai.

Sugerencias • Busca un calcetín, cuanto más largo mejor. • Para los ojos del títere necesitas dos esferas de poliespán blanco de 3 cm de diámetro. Dibuja con un rotulador negro permanente un círculo en mitad de la esfera para crear la pupila. • Pega las esferas de poliespán al calcetín con pegamento universal, por encima de la costura de los dedos del pie (que harán de boca). • El pelo se puede hacer con una madeja de lana que se coserá al calcetín y luego se cortará por la mitad para dar movimiento a los hilos. • La nariz la puedes hacer con gomaespuma de 10 mm de grosor. Antes de cortar la gomaespuma, dibuja con un rotulador la forma que le quieres dar. Pégala al calcetín con pegamento, igual que las esferas de poliespán. • Para la boca, haz una abertura en las costuras de la puntera del calcetín para pegar la pieza de gomaespuma de 10 mm que hará el interior de la boca. Pero si no te quieres complicar, puedes no tocar la puntera del calcetín, pues se trabaja muy bien con los dedos. Prueba a ver.

Libros pop-ups Los libros pop-ups son libros tridimensionales. Al abrir sus páginas, éstas se van transformando en palomas de papel de periódico, árboles hechos con envolturas de bombones o un dragón de escamas verdes que lanza fuego de papel. Estos libros suelen tener solapas que, al moverlas, aparecen imágenes, o mecanismos de tiras que, a su vez, mueven ruedecillas de colores. 117

Los libros pop-ups, tienen temáticas diferentes que abarcan desde mitología griega (con solo desplegar una hoja aparece la barca de Ulises), hasta cuentos de Navidad o castillos medievales. Son objetos mágicos, pues sus hojas esconden figuras tridimensionales con volumen que al abrirse y cerrarse toman vida. Los libros se transforman en un plis-plas, con sólo tirar de las pestañas o al mover piezas giratorias se convierte el dibujo en otra imagen. A mí me gusta utilizar libros pop-ups en mis espectáculos de cuentacuentos. Disfruto viendo a los pequeños y adultos sorprenderse con cada página del libro, donde aparece por arte de magia un bailarín, una caja o un par de dinosaurios.

Sugerencias • En librerías y bibliotecas encontrarás un gran surtido de libros pop-ups que podrás utilizar para contar cuentos. • Abre las páginas despacio para que el momento mágico de transformación sea más espectacular. • Invéntate tus propias historias o adapta cuentos populares o de autor a los libros pop-ups que no tengan texto. • Los libros pop-ups son muy frágiles. No los abandones en manos de niños muy pequeños.

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3. LA DANZA DE LOS VIENTOS El bebé es mecido en la cuna. Sus brazos y pies se mueven a destiempo en el aire. Un hombre se despide moviendo sus brazos desde la cubierta del barco. Envueltos en silencio, dos sordomudos, en lenguaje de signos, se cuentan confidencias amorosas. Dos conductores se enzarzan en una pelea por culpa de un gesto malinterpretado por el retrovisor. El capitán de baloncesto da instrucciones a sus jugadores por medio de signos con la mano. Una mujer se abraza llorando al cuerpo inerte y frío de su hijo muerto. Un anciano da brincos con un billete de lotería en la mano. El guardia de tráfico levanta el brazo y los coches se detienen frente a él. Una bailarina seduce al sultán con sus movimientos de cadera en la danza de los vientos. Todas estas situaciones comparten la ausencia de palabra. El cuerpo danza sin necesidad de sonido vocal y lo sorprendente es que hay comunicación. En este capítulo quiero tratar la importancia de la comunicación no verbal, la necesidad de conocer el lenguaje del cuerpo para comunicarnos, para contar historias. El cuerpo dice mucho más que la palabra, pero esto por desgracia lo sabe poca gente. Gran parte de la comunicación va a través del cuerpo, casi un 90%, y esa comunicación se percibe de manera inconsciente. Por eso no sabes por qué tal o cual persona que te acaban de presentar no te cae bien, pero intuyes que hay algo, que no sabes explicar qué es, que te hace rechazar a esa persona. Y del mismo modo, sin saber por qué, intuyes que tu compañero de trabajo te miente o que tu hermana te oculta algo. Eso que no sabemos qué es y que nos envía señales de alerta al cerebro no es intuición, es comunicación no verbal. Por esta razón, igual que damos importancia a las palabras que usamos, debemos dar importancia a lo que decimos con el cuerpo. A mí no se me ocurriría presentarme en una entrevista de trabajo diciendo: «¡Qué pasa, colega!». Procuraré utilizar un saludo formal: «Buenos días», si lo que quiero es que se lleven una buena impresión de mí para conseguir el puesto. Por la misma razón, tampoco me metería el dedo en la nariz o bostezaría delante del entrevistador. Igual que medimos nuestras palabras y gestos en una entrevista de trabajo, el cuentacuentos debe adaptar su lenguaje y las expresiones corporales al público y al lugar en el que se encuentra. No es lo mismo contar en un museo que en una fiesta de cumpleaños, ni es lo mismo contar a un público universitario que a niños de Primaria. A medida que vayas conociendo el lenguaje corporal serás capaz de ir interpretando lo que no dicen las palabras, sino el cuerpo en su danza de movimientos. El lenguaje no verbal es una gran herramienta para el cuentacuentos. Conocer los gestos nos ayuda a contar cuentos y también nos ayuda a interpretar los mensajes que el oyente nos dice con 119

el cuerpo. Por ejemplo, si percibes que el oyente se mueve mucho en la silla, sabrás que está incómodo o que no le interesa la historia. Es el momento de aligerar el cuento o de darle un giro inesperado a la acción para despertar su curiosidad. Esta toma de conciencia del lenguaje corporal también te permitirá conocerte un poquito más.

El lenguaje de los gestos corporales Para el cuentacuentos no es sólo imprescindible que le oigan, sino también que le escuchen, y la escucha empieza con la comunicación del cuerpo. Seguro que has oído a alguien decir «¿me estás escuchando?», frase que va seguida de un «mírame cuando te hablo». Estas expresiones tienen que ver con la escucha. Es probable que la persona a la que pedimos que nos escuche y nos mire nos esté oyendo. Es más, seguro que podría repetir con exactitud las palabras que le estábamos diciendo, pero eso no significa que nos escuchara. La atención completa se logra cuando el que nos escucha no sólo nos oye, sino que nos mira y está atento al lenguaje del cuerpo, porque el cuerpo también le está hablando. No es lo mismo que te digan «te quiero» con los brazos cruzados, a que te digan «te quiero» con los brazos abiertos y una sonrisa en la boca. Hasta la sonrisa se puede percibir a través del teléfono. En las culturas orientales se da una gran importancia a la comunicación corporal, hasta el punto de que se enseña en las escuelas. El lenguaje corporal es un feedback, un retro alimentador entre el que hace el gesto y el receptor. El mensaje no verbal se llega a percibir de forma inconsciente. Cuando un bebé te sonríe, tú le sonríes también como respuesta automática. Cuando un niño saca la lengua a otro niño, tiene como respuesta otro gesto de burla. Las reacciones ante un gesto pueden ser tanto positivas como negativas. Si conoces los gestos corporales podrás interpretar lo que el público está diciendo con su cuerpo y podrás modificar el ritmo del cuento de acuerdo a la respuesta que te esté dando el público en ese momento. Veamos algunos de los gestos típicos entre el público: • Reacción positiva: sonrisas, afirmaciones con la cabeza, miradas atentas, silencio, piernas separadas, brazos relajados. • Reacción negativa: movimiento incesante en la silla, sacudidas de cabeza, evasión de la mirada, cruce de piernas y de brazos, cabeza apoyada en la base de la palma en claro signo de aburrimiento. Conocer los gestos más comunes y su significado te ayudarán a mantener una buena comunicación con los otros. Ahora veamos qué debemos trabajar más y por qué. Vamos por partes.

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La cara Evita llevarte las manos a la cara. Cuando alguien se lleva las manos a la cara, en concreto a la boca, no siempre significa que esté mintiendo, pero sí que acaba de tener un pensamiento negativo. Hay un indicio de engaño en el gesto de acercarse la mano a la cara. Con engaño quiero decir inseguridad, duda, mentira o exageración. Y como contar cuentos tiene una connotación fuerte de engaño, hay que evitar acercar las manos a la cara para que el cuento tenga un halo de credibilidad. Hay que poner énfasis en evitar gestos que impliquen engaño para que el cuento gane en verosimilitud. Ten en cuenta que: • Llevarte las manos a la boca, después o mientras se habla, se puede interpretar como mentira. • Tocarte la nariz al hablar es la versión disimulada de taparse la boca. • Al frotarte un ojo la mano está bloqueando la visión del engaño. • Rascarte el cuello indica duda e inseguridad. • Girar la cabeza hacia el interlocutor es sinónimo de escucha atenta. • Mirar hacia el techo: escapatoria o meditación. • Mirar hacia el suelo: concentración, desconexión interna o inseguridad. • Sonreír: a la sonrisa se la considera el gran secreto para hacer negocios; es un acto de sociabilización. Voy a detenerme en la sonrisa porque creo que merece un punto y aparte. Hace un par de años, el Ayuntamiento de Zúrich gastó unos cuantos miles de francos suizos en carteles publicitarios que rezaban: «Por favor, sonría. Sonreír no hace daño». Yo no me canso de repetir la importancia que tiene la sonrisa en la comunicación oral. Una de las mejores formas de empezar a narrar un cuento es regalando una sonrisa. En ocasiones estarás delante de un público desconocido: los hijos de un amigo, alumnos de otro curso, en una fiesta de cumpleaños, en un hospital. Para muchos de ellos esa puede ser la primera vez que te vean. Si tu primera toma de contacto con ellos, antes de decir la primera palabra, es a través de una sonrisa, lo interpretarán como un acercamiento y una actitud positiva hacia ellos (hablo de sonreír, no de reír). La sonrisa siempre es descifrada como un acto amistoso que abre paso a la comunicación.

Los hombros Hay partes del cuerpo a las que no damos importancia, como los hombros, y que sin embargo utilizamos con frecuencia. ¿Acaso no se levanta los hombros para expresar que no sabemos algo o que nos es indiferente tal cosa? Y tampoco estamos diciendo lo 121

mismo al levantar un solo hombro que si alzamos ambos hombros a la vez. La derrota o decepción queda reflejada con dejar caer los hombros hacia delante. Pero aún hay más: • Los dos hombros levantados significa vergüenza, miedo o nerviosismo. • Un hombro caído hacia un lado implica duda. • Un hombro hacia atrás puede interpretarse como evasión y también que se está preparando para un ataque.

Manos y brazos Las manos y los brazos son fundamentales para el cuentacuentos. De hecho es la primera herramienta que se enseña a usar. Las manos y brazos son los lápices de nuestro cuerpo, son los extremos con los que podemos coger, dibujar y subrayar en el aire lo que queremos expresar. Por eso es importante tener en cuenta: • El dedo acusador. O lo que es lo mismo, señalar con el dedo índice. Es un gesto muy usado de manera inconsciente cuando hablamos y que está asociado al acto de afear una conducta. Es muy empleado por educadores, entrenadores, directores y, en general, por aquellas personas que están en una posición superior frente a su interlocutor. Este gesto lo puedes usar si lo pones en voz de un personaje. Por ejemplo, cuando el rey Baldrás se enfada con su criado y dice: «Pero bueno, ¿cómo es que nadie me ha anunciado la llegada del sultán Fateh?», lo puedes decir al tiempo que señalas con el dedo acusador, porque estarías imitando el gesto del rey. Lo que se debe evitar es contar cuentos y señalar con el dedo al niño que nos está escuchando, porque se sentirá atacado o regañado. • Las palmas de la mano hacia arriba. Puede resultar extraño leer esto, pero mostrar las manos hacia arriba puede ayudarte en algunos trances desagradables. Tender las manos hacia arriba es síntoma de que no tienes nada que esconder. Si levantas las palmas de la manos hacia arriba en el momento en el que te están poniendo una multa de tráfico mientras dices que no habías visto la señal de prohibido aparcar, es posible que te libres de la multa. • Los movimientos de brazos y manos de cintura para arriba. Todo movimiento que se realice con los brazos de cintura para abajo se perderá del campo de visión. El cuadro de visión suele ser cara, hombros, tronco, pecho y cintura, por lo que te aconsejo que la mayor parte de tus gestos sean de cintura para arriba. • Brazos muy rígidos. Significa inhibición, tensión. Si esto te ocurre procura relajarlos, la mejor manera es imaginando que no pesan, que no hay gravedad y que, por tanto, tus brazos flotan en el espacio. • Brazos cruzados. Cuando alguien se cruza de brazos es porque está a la defensiva, forma con los brazos cerrados una barrera para protegerse. Si estás contando un 122

cuento y el niño que te escucha se cruza de brazos, es una muestra clara de que el cuento no le gusta. Rompe el hielo. Inclínate hacia el niño con las palmas hacia arriba y pregúntale qué le parece que en el cuento el rey Baldrás castigue al oso tragón. También se cruza los brazos cuando se tiene frío. La diferencia está en que cuando uno tiene frío cruza los brazos como si se abrazara con ellos en un intento de calentarse; mientras que la postura de brazos cruzados a modo de defensa es más relajada y menos exagerada que cuando se tiene frío. • Puño cerrado. Cuando uno está hablando tiende a descargar la tensión cerrando la mano. Cuando alguien habla con el puño cerrado es señal de rigidez y nerviosismo. A veces lleva implícito un significado de violencia. En una disputa callejera, un muchacho alza su puño cerrado para amenazar a su contrincante. • Frotarse las manos. El otro día por televisión el presidente de una compañía de coches se frotaba las palmas de las manos al tiempo que decía: «Vamos a sacar al mercado el coche más barato del mundo». Al frotarse las manos estaba expresando su deseo de que ese modelo de coche fuera un éxito de ventas. El tío Gilito también se frotaba las palmas de las manos delante de una montaña de monedas de oro. Si te frotas las manos muy rápido es síntoma de expectativa positiva, en cambio si frotas las manos despacio provocarás que el otro se ponga a la defensiva. • Manos apoyadas en la cadera. Es un gesto de agresividad. En las películas de vaqueros los hombres se retaban con las manos en la cadera en señal de virilidad y provocación.

Tronco Cuanto más tímidos somos más tendemos a inclinar el tronco hacia delante, hacia el interlocutor, en un intento de obtener su afecto, su aprobación. Es habitual encontrar actores, presentadores y políticos amateurs inclinando el tronco hacia el público. En el lenguaje corporal, inclinar el tronco hacia delante representa la búsqueda de contacto con el otro. Con este gesto se está diciendo: «Hola, estoy aquí. Por favor, atiéndeme».

Piernas La tensión no sólo se concentra en brazos, tronco y cuello, a veces se aloja en las piernas. En su primera cita, Laura notó cómo se le tensaban las piernas y las rodillas al reunirse con el chico. En cambio, Pedro, un profesor de Primaria, sintió las piernas como bloques de cemento la primera vez que contó cuentos para adultos. Con la tensión, los 123

músculos de las piernas se agarrotan, hasta el punto de que pueden llegar a ocasionar lesiones musculares dolorosas. Dependiendo de la posición de las piernas, se emiten distintos mensajes no verbales: • Piernas muy abiertas: implica que uno quiere imponerse ante el que tiene enfrente. • Piernas semiabiertas: seguridad en sí mismo y actitud abierta. Esta es una posición neutra, equilibrada. • Piernas muy juntas: es síntoma de tensión, de miedo. Cerramos las piernas para protegernos de una agresión externa. • Piernas cruzadas: es una actitud negativa o de defensa. Cuando se está entre desconocidos la tendencia del cuerpo es la de protegerse, por ello adoptamos una actitud cerrada cruzándonos de brazos y piernas. • Paseos de profesor: aquellos que declaman paseándose por la sala de derecha a izquierda, suelen regular la cadencia de la palabra con el ritmo al andar. Lo llamo paseos de profesor porque me recuerda el andar monótono y lento del profesor que recita la lección en el aula. Estos paseos esconden en realidad timidez e inseguridades. Es preferible contar parado en posición neutra, que hacer esos movimientos de vaivén que tanto marean.

Posición neutra Un castillo de naipes se derrumba al retirar una carta. Con un terremoto, un edificio se viene abajo si los cimientos no están bien anclados. También el bebé pierde el equilibrio al caminar con las piernas separadas. El cuerpo humano, igual que un rascacielos, tiene que mantener un equilibrio gravitatorio para no caerse. La posición neutra es una posición de equilibrio que estabiliza el cuerpo en función de tres ejes: el eje vertical de la columna vertebral, el eje horizontal de la pelvis y la cadera, y el eje de los hombros. Para que la postura sea correcta hay que separar algo las piernas en alineación con la cadera, los pies paralelos, rodillas ligeramente extendidas sin bloquearlas, alineación de caderas y hombros, espalda recta sin tensarla y hombros relajados. El punto de arranque del movimiento del cuerpo debe ser siempre la posición neutra, y a partir de ella iremos adoptando otras posiciones. Siempre se regresa a la posición inicial como punto de arranque. El método Pilates y las artes marciales enseñan desde el principio la importancia de la posición neutra. En esta posición de equilibrio es más difícil, por ejemplo, perder la estabilidad cuando el tren frena o caernos tras un empujón. Nuestro centro de gravedad está sobre los pies, y al inclinarte para coger una piedra del suelo tienes que mover la cadera hacia atrás para no perder el equilibrio. Si llevas una 124

bolsa pesada en tu mano derecha ajustas de manera automática tu postura para que el centro de gravedad siga cayendo en los pies y no pierdas el equilibrio. El hecho de no emplear la posición neutra en reposo conlleva, a la larga, contracturas y lesiones. Los dolores de espalda pueden ser consecuencia de una mala postura frente al ordenador al arquear demasiado la espalda, o por andar con las puntas de los pies hacia dentro, o incluso por la costumbre de cargar el peso del cuerpo hacia un lado de la cadera. La posición neutra no sólo nos evitará lesiones corporales, sino que nos ayudará a buscar el equilibrio del cuerpo. Contar cuentos desde esta posición es mucho más relajado y cómodo.

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4. LAS SIETE PUERTAS INVISIBLES Al igual que Ishtar, diosa del amor, descendió a los infiernos y se fue despojando de sus velos y joyas, pieza por pieza, en cada una de las siete puertas del inframundo por donde iba pasando hasta quedar desnuda, así te invito a traspasar las siete puertas invisibles. Cada una de estas puertas te dejará entrar en una estancia distinta. Y según vayas pasando de una puerta a otra tú también te irás desprendiendo de velos, esos gestos automáticos que haces repetidamente, para dejar el lenguaje de tu cuerpo al desnudo. Yo abro las puertas de casa con la mano derecha y siempre del mismo modo, girando la manilla del picaporte de arriba abajo. Y también suelo llevarme la mano a la frente cuando olvido la llave de casa dentro del coche. Cierro el puño y lo apoyo en la barbilla al pensar en algo, y me rasco la oreja si lo que escucho no me gusta. Todos estos gestos mecanizados los tenemos todos, tú también, y cada vez que haces uno de estos gestos estás lanzando mensajes con el cuerpo. Mensajes sin voz, pero mensajes. Si tienes el dedo índice apoyado en la cara, el dedo corazón tapando la boca y con el pulgar sostienes el mentón estás diciendo algo así como: «No me gusta lo que estás diciendo y no estoy de acuerdo». En cambio si la cabeza está ladeada y te llevas una mano a la barbilla entenderé que compartes y entiendes lo que digo. Cada gesto del cuerpo es un mensaje. Fingir gestos durante mucho tiempo es realmente complicado. Nuestras señales corporales dirán la verdad y no habrá congruencia entre los gestos del cuerpo y las palabras pronunciadas. Los niños cuando mienten se llevan la mano rápidamente a la boca en un claro mensaje que viene a decir: «Se me escapó, no debí decir esta mentira». El adulto que miente tiene un gesto más refinado y se lleva sólo un dedo a los labios. Fingir quizá sea difícil, pero sí que se puede evitar hacer algunas señales negativas con el cuerpo, como cruzarse de brazos o de piernas al contar un cuento. Los brazos o piernas cruzados son signos de defensa, de negación, que percibe de inmediato el que escucha el cuento. Hay que aprender a usar gestos abiertos, positivos, que te sirvan para contar cuentos, como brazos abiertos y cara descubierta. Los gestos abiertos te facilitarán las relaciones con los otros y serás más aceptado por ellos. Las siete puertas invisibles es un juego que inventé en mis talleres de cuentacuentos para enseñar el lenguaje no verbal a través de juegos. Con estos ejercicios se pretende tomar conciencia de nuestro cuerpo y de los movimientos corporales que solemos hacer. Teresa, profesora de literatura y alumna del taller, era reticente a seguir el juego. «Me da miedo la oscuridad y sufro de claustrofobia», me confesó. Teresa creía que en verdad íbamos a hacer un recorrido por un laberinto de puertas y salas. Lo que le aterraba, según me dijo, era el miedo a lo desconocido. En verdad las siete puertas invisibles son eso:

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invisibles. Se trata de un juego de imaginación, una toma de conciencia de nuestro cuerpo para descubrir las múltiples posibilidades expresivas que tiene. El juego de las siete puertas invisibles pretende ser un primer paso tentativo hacia la comunicación no verbal de tu cuerpo y una percepción de la inteligencia corporal conocida como kinestésica. Lo que viene a continuación son anotaciones que fui escribiendo en mi bitácora del taller de cuentacuentos con el juego de las siete puertas invisibles. Cada propuesta va acompañada de sugerencias para que puedas realizar tú también el juego paso a paso.

Primera puerta: La sala oscura La sala se quedó a oscuras. Alba estiró los brazos y buscó la pared. Temía tropezar y caer. Imaginó que un grupo de personas iban a gritar: «Sorpresa». Pero nadie encendió la luz. Sólo pudo escuchar la madera rechinar. La madera crujía y a Alba se le disparó la fantasía: «Pensé en termitas devorando la madera, o ratoncitos corriendo de un lado a otro». En la sala oscura llegó a escuchar agua y olió a tierra mojada. Era el riego automático del jardín que se había puesto en funcionamiento. El olor a hierba fresca y a geranio recién regado se filtró por debajo de la puerta. Alba respiró hondo. Y allí en la oscuridad, de pie y sin luz, se vio. «Imaginé mi cuerpo pegado a la pared, los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, los dedos del pie comprimidos dentro de la bota. Me veía en la oscuridad». Luego descubrió el placer del tacto, al acariciar la pared rugosa. «Podía ver con el oído, el tacto y el olfato. Respiré hondo y vi en mi mente los pulmones hincharse y las flores rojas de los geranios», continuó diciéndonos. «Perdí el miedo a la oscuridad».

Paso a paso • Apaga las luces, baja las persianas y cierra las puertas, hasta quedar a oscuras. También puedes vendarte los ojos. • Procura hacerlo en un lugar cerrado y que conozcas. Es mejor estar de pie que sentado. • Muévete por el espacio. • Explora con los otros sentidos: olfato, tacto, gusto, oído. • Imagina que sales de tu cuerpo y que te miras. ¿Cómo está tu cuerpo, erguido o curvado? ¿Cómo tienes la cabeza, ladeada? ¿Tienes los músculos de los brazos tensos? ¿Están tus piernas separadas, juntas o flexionadas? ¿En qué piensas?

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• Permanece en la sala a oscuras unos cinco minutos. Piensa que la soledad es un gran colchón flotando en el vacío. • Cuando termines, anota en un cuaderno tus experiencias. • Cuando cuentes cuentos, acuérdate de la sala oscura. Toma conciencia de tu cuerpo, de las posiciones corporales que adoptas. No mires sólo con los ojos, pon a trabajar también los otros sentidos. • Si tienes a alguien en quien confíes plenamente, pídele que te vende los ojos y que te saque a pasear un rato: cruzar la calle, sentarte en un banco, subir las escaleras, tomar un café. Pero pídele que te proteja siempre, que no te deje tropezar. Él o ella será tu lazarillo durante media hora.

Segunda puerta: Colchón de nubes Para Sara, una mujer con sobrepeso, el colchón de nubes fue suave y ligero. «Por primera vez he sentido que mi cuerpo no pesaba, era como si no existiera la gravedad. Mis brazos se movían sin dificultad. Mis piernas eran ligeras», nos dijo. En el colchón de nubes nada pesaba. Sara hacía movimientos corporales muy lentos y podía sentir cómo el brazo subía y bajaba poco a poco como si se tratara de un globo. Andaba a zancadas grandes, pero lentas. En esos instantes, Sara olvidó que tenía un cuerpo con sobrepeso y olvidó también la artritis que la martirizaba. La cabeza de Sara se movía de un lado a otro en movimientos ralentizados y su mano parecía traspasar la invisible barrera del aire. «Es una sensación muy parecida a flotar en el mar», concluyó.

Paso a paso • Busca un espacio lo más liberado posible de objetos y muebles para poder moverte con libertad. • Mueve el cuerpo despacio como si fueras un astronauta en la Luna, a cámara lenta. • Detente a observar y sentir los movimientos lentos del cuerpo. Mueve brazos, piernas, cuello y manos muy despacio, y descubre nuevos movimientos. • Relájate. En esta sociedad en la que todo hay que hacerlo con prisas hay que darse un respiro de vez en cuando. Ralentiza los movimientos. En definitiva, muévete muy despacio.

Tercera puerta: La caja de música 128

Puse música en la sala. Era una música instrumental y suave. Nos sentamos en el suelo, en círculo. Cerramos los ojos. Cada uno se fue explorando la cara con la mano. Fueron percibiendo el volumen de los labios, las curvas del párpado cerrado, los surcos de las arrugas, la línea de las pestañas, la silueta de las orejas, la proporción de la nariz, la suavidad de la piel. A Nuria la música le relajaba y movía la mano al compás del ritmo musical. No era casual. La música amansa a las fieras, o eso dicen. No es que Nuria fuera una fiera, lo que quiero decir es que la música se nos graba en el inconsciente igual que se nos graba el mapa de líneas de expresión de la cara en el cerebro. Nos sentamos por parejas. Nuria se sentó frente a Irene. Con los ojos cerrados y al ritmo de la música se fueron explorando las manos, los brazos y la cara la una a la otra. Nuria nos comentó: «Me parece increíble que una exploración lenta de la cara me haga tomar conciencia de los gestos y del relieve de la expresión, pero así es». Al toque de una palmada, abrieron los ojos y se pusieron en pie. Les propuse que caminaran por la sala como si fueran un animal. Tenían que adoptar los movimientos y sonidos del animal escogido con la música. Nuria se convirtió en una gata. Cazó un ratón y se enroscó a dormir. A los cinco minutos cambiaron de animal a personaje. Nuria se transformó en luchador de sumo. Se movía de forma pesada al ritmo de la música. Daba zancadas lentas con las piernas muy abiertas. «Me sentí gorda, muy gorda», nos confesó.

Paso a paso • Pon música clásica o chill out. • Siéntate en el suelo con los ojos cerrados. Examina con tus manos la cara. Lentamente, recorre con los dedos desde la frente hasta el cuello, pasando por las orejas. • Pide a un amigo o amiga que se siente frente a ti. Con la música de fondo y los ojos cerrados, explorad la cara y las manos del otro. • Camina por la sala como si fueras un animal: gato, perro, elefante, mono, serpiente, pájaro. Ponte en la piel de ese animal y acaríciate, túmbate, salta, come, duerme... al ritmo de la música. • Muévete por la sala siguiendo la música como lo haría un obispo, una bailarina, un leñador, una anciana, un niño, un bebé, un cojo o una modelo. • Sin acompañamiento musical, busca distintos sonidos con los pies, piernas y manos. Golpea y rózalos entre sí. Descubre el sonido al golpear la tripa con tu mano, el codo con la mano, los pies con el suelo, la pierna contra una mesa, dos puños cerrados entre sí. Busca distintas intensidades, rozando y golpeando más o menos fuerte. 129

Cuarta puerta: El país de todo al revés Nada era lo que parecía y eso le desorientó a Jesús. Que la silla no fuera para sentarse sino para utilizarla como paraguas; o que para decir sí, tuviera que negar; y para decir no, tuviera que decir sí, le tenía descolocado. Jesús tuvo que aprender nuevas reglas: como que se caminaba hacia atrás y no hacia delante, o que el único camino posible era ir pegado a la pared porque si te salías del camino te tragaban las arenas movedizas. Jesús entró poco a poco en el juego e inventó que las paredes eran colchones que se hundían y, para no caerse, decidió andar hacia atrás con los brazos en alto. En el país de todo al revés se saludaba de espaldas, se respiraba abriendo y cerrando la boca como un pez. Al trastocar las normas todo es posible como en Alicia en el País de las Maravillas. Pero lo que más le desconcertó a Jesús fue aceptar que las personas no eran personas, sino vacas. Y que las vacas eran personas.

Paso a paso • Imagina que todo se hace al revés. • Trabaja este juego con otras personas, es más divertido. • Es importante que te preocupes de mover el cuerpo de una manera ilógica, pues todo se hace al revés. En eso consiste este juego, en tomar conciencia de nuestros gestos automáticos y desbaratarlos. Caminar hacia atrás, saludar con el pie, guiñar un ojo al sentarse o levantar las cejas para reír. • Inventarse las normas del mundo al revés es muy fácil. Anota en diferentes papeles las acciones. Por cada papel una acción: sentarse, caminar, comer, reír, dormir, saltar, leer. Y en otros papeles, a parte, escribe cómo hacer esas acciones, uno por cada papel: a la pata coja, pegado a la pared, subido a una silla, con la mano sobre la cabeza, un dedo en la nariz. Cuantos más papeles rellenes, más divertido y variado será el juego. Introduce todos los papeles de las acciones en una bolsa y mézclalos. Saca uno al azar. Haz lo mismo con los otros papeles que llevan escrito cómo hacer la acción, pero en una bolsa distinta a la de las acciones, y escoge un papel de cada bolsa. Ahora ensambla los dos papeles: un papel de una acción con otro papel de cómo hacerlo. Lo que sale es algo disparatado propio del mundo al revés: caminar subido a una silla, reír a la pata coja, comer con la mano en la cabeza o leer con un dedo en la nariz. • Una vez que tengas las reglas del mundo al revés, prueba a llevarlas a cabo.

Quinta puerta: El laberinto de espejos 130

Los alumnos se pusieron frente a un espejo. Marcos contó que nada más verse se dijo: «¡Qué feo que soy, dios mío!». Después se vio un grano de esos que parecen un tercer ojo. Marcos estaba seguro de que le había salido por el susto de verse tan feo y sin afeitar. Y eso que antes de salir de su casa pensó en afeitarse, pero con las prisas lo dejó pasar. Marcos no quería seguir mirándose en el espejo y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, su imagen reflejada seguía allí, impertérrita. «Me tuve que reconciliar con mi imagen», nos dijo, «aceptar que lo que veía era yo mismo y que tampoco estaba tan mal. Dejé de verme el grano, y le quité importancia a la barba de tres días». Marcos lo resolvió riéndose frente al espejo de su propia imagen. Luego movió los brazos a modo de saludo, puso diferentes muecas torciendo la cara y arrugando la nariz todo lo que pudo. «Me di cuenta de que podía ser aún más feo.» Para Marcos fue un hallazgo descubrir la cantidad de microgestos expresivos que hacemos en cada movimiento corporal.

Paso a paso • Ponte frente a un espejo. Examina detenidamente tu cuerpo. Toma conciencia de cómo es. • Métete un chicle en la boca y mastícalo exagerando los gestos frente al espejo. Cronometra 20 segundos masticando el chicle. Después, introduce un segundo chicle en la boca, la bola de chicle será mayor igual que la exageración de gestos. Veinte segundos después añade un tercer chicle y sigue exagerando los gestos. Notarás que cada vez te cuesta más gesticular por el tamaño de la bola del chicle. Si puedes, mastica un cuarto chicle. Al final del ejercicio relaja los músculos faciales con un pequeño masaje circular con los dedos de la mano. • Imagina que el espejo es tu amigo y que estáis en una cafetería. Haz todos los gestos qué harías en esa circunstancia, pero esta vez sin exagerarlos. Salúdale, siéntate en una silla, haz que tomas un café, llama al camarero, bosteza, ráscate, inclínate a recoger algo del suelo, ríete, pon cara de sorpresa y de enojo, habla por teléfono, grita, arruga la nariz, abre mucho la boca, guiña, despídete. • Puedes trabajar otras situaciones como una parada de autobús, la sala de espera del médico, dando una conferencia, en una discoteca.

Sexta puerta: La cuerda del equilibrista de circo Propuse al grupo que se imaginara dentro de una carpa de circo. Allí estaban acróbatas, contorsionistas, faquires, trapecistas y el payaso Loló guardando silencio. El gran equilibrista del circo iba a caminar por un delgado cable de acero a diez metros de altura

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sin red de seguridad debajo. Ya no se escuchaba el rugir de los leones blancos, ni el de los tigres de Sumatra. Lucas agarró con las manos un palo de escoba como si fuera la barra de metal del equilibrista. No podía mirar abajo, sino al frente para no perder el equilibrio. Mantenía erguida la cabeza y la espalda. Daba pasos lentos. Un mal paso podía significar un fatal desenlace. Levantaba la punta del pie y tanteaba la cuerda. Los demás suspirábamos como si de verdad Lucas estuviera a diez metros de altura en lugar de estar pisando una línea dibujada en el suelo. La tensión se notaba en el ambiente. Las respiraciones de todos nosotros eran fuertes y se escuchó de manera débil un cuchicheo. Lucas siguió con el paso firme, cada vez le quedaba menos para llegar a la meta. Al llegar casi al final el palo de escoba se inclinó más de la cuenta hacia la izquierda y parecía que ese desequilibrio le iba a provocar una caída inmediata. Contuvimos la respiración. A Lucas le temblaban las piernas y justo en ese momento, cuando ninguno lo esperaba, Lucas llenó de aire los pulmones y con cuatro pasos rápidos llegó al final de la cuerda.

Paso a paso • Traza una línea de unos cuatro metros de largo, con una tiza, una cuerda o siguiendo la línea de las baldosas. • Imagina que eres un equilibrista de circo. Sujeta el palo de una escoba entre tus manos para no caer. • Camina despacio, en línea. Primero un paso y luego otro sin dejar de pisar la línea del suelo. • Mueve el palo entre tus manos para guardar el equilibrio de tu cuerpo. Si te inclinas con el cuerpo hacia la derecha inclina la barra hacia la izquierda y viceversa. • Flexiona rodillas y tobillos para hacer más creíble la lucha por mantener el equilibrio. Descubre el equilibrio del cuerpo y recuerda que el centro de tu cuerpo siempre son tus pies.

Séptima puerta: El baile de máscaras Sonia relató así su baile de máscaras: «Todos llevábamos una máscara puesta. No eran máscaras como las de carnaval, eran máscaras con nuestra propia cara. Ni siquiera teníamos la cara pintada. Consistía en congelar una sonrisa y vivir durante unos segundos con esa máscara de la felicidad». Para Sonia fue un momento mágico porque al congelar la sonrisa olvidó sus problemas. Fue entonces cuando se dio cuenta de la

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importancia que tenía el gesto no sólo para los demás sino también para ella misma, de cómo un gesto podía afectar al estado de ánimo. A Sonia se le fue la alegría de un plumazo al cambiar la máscara de felicidad por una cara de tristeza. Aflojó los músculos de la sonrisa y la comisura de los labios se vino abajo, igual que se vino abajo su estado de ánimo. Sonia lo expresó así: «Sentí el peso de la tristeza. La tristeza pesaba tanto que caminaba con desgana, abatida. No me apetecía mostrar la tristeza». Para Sonia lo más memorable fue averiguar hasta qué punto adoptar un gesto afecta a la vulnerabilidad de la emoción.

Paso a paso • Busca una pareja para trabajar el baile de máscaras. • Trabaja la expresión facial cambiando de máscara cada 30 segundos. • Pon cara de felicidad, tristeza, sorpresa, enfado, interrogante, miedo, burla. • Intenta congelar un gesto de expresión: una sonrisa, un guiño de ojo, un ceño fruncido. • Entre una cara y otra, deja unos 10 segundos de descanso para relajar músculos faciales. • Anota el recuerdo más memorable: aquel gesto con el que sentiste más emoción o te involucraste más.

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5. MÍRAME A LOS OJOS El poder de la mirada «Mírame a los ojos, cuando te hablo», me decía mi madre al regañarme. Yo sentía, sin saber por qué, que si no miraba a mi madre el castigo sería más pequeño. Es más, creía que si no la miraba la regañina dolía menos. Pero como ella me pedía que la mirase, la reprimenda comenzaba con esa mirada que se clavaba en mis ojos; sólo con verla ya sabía que me iba a caer un buen castigo. Los animales también utilizan la mirada para comunicarse. Ringo, uno de los mastines, baja la mirada cuando Pepa, la otra mastina, le gruñe para que no se acerque a la comida. Bajando la mirada Ringo muestra sumisión a Pepa. Cuando Ringo era un cachorro se acercó al cuenco de comida para comer antes que Pepa, y para ello clavó la mirada en los ojos de ella, en un claro signo de amenaza. Pero Pepa, que era la dominante, atacó a Ringo. Le mordió una oreja y Ringo vino lloroso a cobijarse entre mis piernas. Y es que tanto para los animales como para los humanos mirar fijamente a los ojos es ir en busca de pelea. Si en el autobús un extraño te mira fijamente a los ojos te sentirás incómodo, molesto y desviarás la mirada, pero si el extraño persiste en mirarte de manera fija, como hizo Ringo con Pepa, es casi seguro que pases a la ira o a la alarma. Flora Davis afirma que «las señales visuales cambian de significado de acuerdo con el contexto». En Japón, por ejemplo, al saludar no se mira a la cara por respeto y humildad hacia la otra persona. En las culturas de Occidente saludar sin mirar a la cara es interpretado como mala educación. En la cultura árabe cambia el comportamiento entre hombres y mujeres. Una chica árabe no mirará a los ojos a un hombre adulto; en cambio, un vendedor árabe hará negocios mirando fijamente a los ojos del comprador. Hay un proverbio árabe que dice: «Quien no comprende una mirada tampoco comprende una larga explicación». Y algo de cierto hay en estas palabras. Imagínate que al contar cuentos notas que un oyente de entre el público no deja de mirarte. Te puedes sentir halagado porque esa mirada será sinónimo de atención. Ahora imagina que fueras tú quien mirase de manera prolongada sólo a ese oyente ignorando al resto de la sala. Con seguridad esa persona se sentirá incómoda, porque sentirá que algo no funciona bien. El lenguaje de la mirada es tan importante, que a veces llega a ser más poderosa que la palabra misma. Regresando a la idea del proverbio árabe sobre la importancia de entender la mirada, pongamos el supuesto de que te presentan a un desconocido que te dice «encantado de conocerte» al tiempo que te mira con una mirada desaprobadora, está claro que de 134

encantado no tiene nada. Sólo necesitas fijarte en la pupila para entender la respuesta emocional. La pupila de alguien se dilata ante algo que le gusta, que le agrada. A una mujer, por ejemplo, se le dilatan las pupilas cuando mira a la persona amada o a un bebé; a un hombre, cuando ve una revista pornográfica; y a un niño, cuando mira un pastel de chocolate. En cambio la pupila se encoje cuando estamos mirando algo que nos desagrada, como presenciar un accidente de tráfico o descubrir un bote de tomate con moho. También la pupila del ojo se agranda cuando estamos en penumbra y se encoje si hay un exceso de luz. El psicólogo Eckhard Hess estudió el campo de la pupila del ojo humano y escribió en un artículo de Scientific American, vol. 212, 1965, «Attitude and pupil size»: «Una noche, hace aproximadamente cinco años, estaba en la cama hojeando un libro que tenía hermosas fotografías de animales. Mi mujer me miró por casualidad y observó que debía de estar baja la luz, porque mis pupilas parecían más grandes de lo normal. Me pareció que la luz que daba la lámpara de la mesilla era más que suficiente y así lo dije, pero ella insistió en que mis pupilas estaban dilatadas. Como psicólogo interesado en la percepción visual, este pequeño episodio me llamó la atención. […] A la mañana siguiente me dirigí a mi laboratorio en la Universidad de Chicago. En cuanto llegué, seleccioné cierto número de fotografías, todas de paisajes excepto una de una chica semidesnuda. Cuando entró mi ayudante, James M. Polt, lo sometí a un pequeño experimento. Mezclé las fotos y manteniéndolas sobre mi cabeza, donde yo no podía verlas, se las mostré una por una, observando sus ojos mientras las miraba. Cuando llegué a la séptima, hubo un notable aumento en el tamaño de sus pupilas; miré la foto y por supuesto se trataba de la chica semidesnuda».

Las pupilas, la manera de mirar y los gestos faciales hablan, expresan estados de ánimo. Para entender algunos de ellos ten en cuenta que: • Mirar hacia otro lado mientras te hablan significa que no coincides o no te interesa lo que te están diciendo. • Si eres tú el que habla y al mismo tiempo miras mucho hacia otro lado, será interpretado como que no estás seguro de lo que dices o que quieres modificarlo. • Si al hablar miras fijamente a alguien, revela que estás interesado en saber cómo reacciona esa persona a tus afirmaciones y también que estás seguro de lo que dices. • Mirar fijamente a alguien que te habla muestra que le prestas atención, que estás interesado en lo que dice. Pero si prolongas en exceso la mirada se sentirá incómodo y amenazado. • Para evitar que alguien te interrumpa la narración, lo mejor es evitar mirarle, ignorarle con la mirada. Así verá frustrado su deseo de ser el centro de atención y dejará de intervenir. • En cambio, si quieres que participe, mira con frecuencia a esa persona como invitación a que intervenga en el cuento.

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Los gestos de apoyo Y ahora que ya conoces el poder que tiene la mirada podrás entender lo importante que es la mirada a la hora de contar cuentos. La mirada funciona como vínculo con el otro. Al mirar a los ojos de una persona estás disparando un fino hilo invisible que une tus ojos con los del oyente, creando así un vínculo afectivo. Ayer, en una biblioteca, mientras me preparaba para contar cuentos, una niña de cinco años no paraba de coger libros de la estantería para tirarlos al suelo. Quería llamar la atención de su madre que conversaba con una amiga a las puertas de la biblioteca de espaldas a su hija. Tanto la bibliotecaria como yo fuimos conscientes de que la niña sólo quería sentirse atendida. Antes de contar cuentos la senté en la primera fila y en los primeros minutos del cuento miré a los ojos de la niña unos segundos más que al resto de niños. El efecto fue instantáneo. La niña también me sostuvo la mirada. Percibió en mi mirada que le contaba el cuento a ella. Se sintió atendida e importante. Porque así era. Con mi mirada mantuve la atención de ella y del resto de niños, a los que también miraba. Es importante mantener la mirada de todos los que nos escuchan el cuento. Mirar a los oyentes mientras se cuenta un cuento es estrechar lazos de unión. Aquel que se sienta observado por nosotros se sentirá incorporado e integrado en el intercambio de ilusión que se establece entre narrador y oyente. La mirada se debe proyectar en los ojos del otro aunque de vez en cuando la descansemos en otro punto: una silla, el fondo de la sala o un vaso. El narrador está pendiente de su público en todo momento y le mira para tener presente que también le escucha. Se crea así un flujo de comunicación entre ambos. Un cuento está vivo sólo si hay alguien que lo escucha. Lo mismo ocurre en la literatura, el cine o el teatro. Una novela, película u obra teatral existen si hay un público que lo lee o lo presencia. El narrador oral necesita la retroalimentación del público para mantener vivo el cuento, y esa retroalimentación se consigue con la escucha activa, que no es otra cosa que la mirada del público. Si el público te mira, significa que están atentos al cuento. Hace años tuve en el Taller de cuentacuentos a Noelia, una joven muy tímida, que era incapaz de mirar a los ojos de los otros. La primera vez que contó un cuento no dejó de mirar el techo del aula. Curiosamente, y digo que fue curioso porque aún no les había explicado la importancia de mirar a los ojos, todos manifestaron que habían desconectado del cuento desde el momento en que ella empezó a mirar al techo. Pensaron que Noelia había visto algo extraño y estuvieron más pendientes de encontrar esas posibles arañas, fisuras o goteras que del cuento en sí. Como primera medida le propuse a Noelia que probase a contar el cuento mirando al entrecejo de sus compañeros para controlar la timidez de mirarlos a los ojos. Desde ese momento todo fue en cadena. Noelia volvió a narrar el cuento, pero esta vez, no miró al techo sino a sus compañeros. Consiguió que los otros se sintieran observados por ella y empezaron a prestar atención 136

al cuento. Noelia al ver que la escuchaban fue tomando más seguridad en sí misma. Como resultado, se estableció a través de la mirada una comunicación entre Noelia y los demás alumnos con la que se logró más atención al cuento. El contacto visual con los oyentes debe ser frecuente. Mantener la mirada más tiempo de lo socialmente admitido puede provocar más de un disgusto y terminar en un enfrentamiento físico. Yo he presenciado cómo dos personas desconocidas discutían entre sí en un vagón de metro simplemente porque una de ellas se había sentido amenazada por una mirada excesivamente provocadora y larga. El observado, un anciano, iba desviando la mirada del joven que no dejaba de observarle fijamente mientras mascaba chicle. El anciano, incómodo, interpretó la mirada del chico como una provocación y terminó encarándose al muchacho. El significado de la mirada varía dependiendo de a qué lugar del cuerpo vaya dirigida. Si un hombre mira fijamente a los pechos de una mujer esto tendrá una connotación sexual y no tendrá el mismo significado que si la mira a la cara. Igual que mirar por encima de los ojos sugiere superioridad hacia el otro; de ahí el dicho «mirar por encima del hombro». Bajar la mirada al suelo es síntoma de inferioridad, sumisión y obediencia. Las posiciones más habituales de la mirada son: • Mirar directamente hacia los ojos significa un deseo de comunicarse y de ser escuchado por el otro. El que sostiene la mirada demuestra interés. • Mirar por debajo de los ojos expresa sumisión. El que posa su mirada por debajo de su interlocutor está informando al otro de que es tímido o de que se siente en una posición inferior al otro. • Mirar por encima de los ojos: indiferencia o superioridad ante el que se mira. • Mirar de arriba abajo: se está examinando al que se mira. • Mirar hacia un lado: desviar la vista del sujeto que tenemos delante significa desinterés, desconexión de la comunicación entre ambos. La mirada es un apoyo fundamental del narrador y, por tanto, no puede descansar en algo arbitrario durante mucho tiempo. No podemos contar un cuento a un grupo de niños y apoyar todo el tiempo la mirada en una mesa, porque no es a la mesa a la que estamos contando el cuento. Piensa en la mirada como un gesto de apoyo. Sentirse observado es sentirse vivo, sentirse escuchado, presente y aceptado.

Ponlo en práctica • Aprovecha los momentos en los que vas al trabajo, al gimnasio o a la compra para trabajar la mirada. Mira a tu vecino a los ojos al saludarle. Posa tu mirada en los ojos del que tienes enfrente de la parada del autobús. Ejercita la mirada con la 137

gente con la que te cruzas por la calle o con el dependiente de una tienda. Recuerda no prolongar la mirada, pues el contacto visual no debe ser exagerado para evitar la incomodidad del otro. • Descubre cómo reaccionan otras personas ante miradas intermitentes, de soslayo, de arriba abajo o por encima de los ojos. Clava la mirada durante dos segundos en una parte del cuerpo y estudia su reacción. • Cuenta un cuento delante de un póster que tenga diferentes personas. Intenta contar el cuento al tiempo que vas mirando, uno a uno, los rostros de la fotografía.

La escucha activa Cuando contamos cuentos hay que hacer escucha activa. No me refiero a escuchar sólo lo que niños y adultos nos puedan decir con palabras. No es sólo eso. Con escucha activa quiero decir interpretar la comunicación no verbal. Es decir, escuchar lo que nos están diciendo con el cuerpo. Es de este tipo de escucha del que quiero hablar ahora. Saber escuchar es la parte más complicada de la comunicación, sobre todo cuando las palabras se contradicen con el lenguaje no verbal. Y es aquí cuando la empatía entra en juego. Hay que saber ponerse en el lugar del otro e interpretar lo que subyace bajo la palabra hablada. Cuando una persona te dice que le gusta el regalo que le has hecho, pero lo dice con una mueca de decepción en la boca, sabes que te lo dice por cortesía, porque en realidad esperaba otro regalo. Basta con observar el lenguaje del cuerpo para darnos cuenta de cuáles son sus sentimientos. Por el mismo motivo, en el cuentacuentos hacemos uso de la escucha activa, para tener la seguridad de que los oyentes siguen la historia, entienden lo que decimos y les gusta el cuento. Sería un error pasar por alto que durante un cuentacuentos un niño se pone a jugar con su hermano, porque con su comportamiento te estará diciendo que su atención no está en la historia sino en su hermano. Y aunque desconecte sólo unos minutos y luego regrese al cuento, ten la seguridad de que en los minutos que no te miró tampoco te estuvo escuchando. Si el niño, al igual que el adulto, desconecta del cuento durante unos minutos, le costará regresar de nuevo a la historia tanto como a un barco poner de nuevo en funcionamiento las máquinas apagadas. A simple vista puede parecer complicado lo de escuchar y contar al mismo tiempo, pero con la experiencia la escucha activa se integra totalmente en la forma de narrar. Se convierte en algo tan intuitivo como hablar mientras conduces. Contar cuentos no es sólo soltar palabras como si fueran perlas. Contar cuentos es hacer vivir una historia. Y para conseguirlo hay que mover varios hilos a la vez: narrar, mirar, escuchar y mover el cuerpo. Claro, dicho así de golpe puede parecer un mundo, pero una vez que los incorporas fluirán de manera automática. 138

6. EL PERFUME DE LAS PALABRAS

Si se pudiera encerrar en botellas el perfume de las palabras, guardaría «aguas profundas» para perfumar las noches y «laberintos de coral» para embalsamar los sueños despiertos. Algunas palabras tienen un perfume intenso que las hace ser más poderosas que un kalashnikov, que un lingote de oro o que el beso más ardiente. «Cuento» posee una fragancia fresca, que no es la frescura del limón, ni la de la tierra mojada, ni la de la lluvia de abril, ni la del aire fresco de la mañana. Es más bien una fragancia fresca y cálida a la vez, con un toque «sutil y ligero y sólido y denso al mismo tiempo» como diría Patrick Süskind. Es un perfume que traspasa fronteras como el viento, que no entiende de redes, barrotes o cercas. Es un almizcle capaz de convertir a un ahogado en el cuerpo más hermoso del mundo. El día que la palabra pierda su perfume, el día que la palabra se deshaga como el pan mojado nos habremos quedado huérfanos de la belleza oral. Hay que ser cuidadoso con las palabras. Tenemos que dosificar y calcular muy bien lo que decimos igual que dosificamos la cantidad de colonia que nos echamos encima. El exceso de colonia como el exceso de palabras empalaga. Es mejor usar palabras concretas que abstractas. Cuando digo palabras concretas me refiero a palabras que se puedan ver y tocar, como casa, coche, árbol, pizarra. Las palabras abstractas como tristeza, alegría o desconsuelo son intangibles. Para visualizar la abstracción se necesita 139

un texto entero que lo explique por medio de palabras concretas, como en el cuento La culpa de Dostoievski. Hay una anécdota que escribió Ángel Zapata en su libro La práctica del relato que habla de la importancia del manejo preciso de las palabras y que a mí me gusta mucho. Cuenta que cuando el mariscal MacMahon estaba tratando de convencer a su auditorio de los estragos de la fiebre tifoidea, dio la siguiente explicación que le hizo célebre: «La fiebre tifoidea es algo terrible: o te mata o te deja idiota. Lo sé bien porque la tuve».

No se me ocurre un ejemplo mejor para reflejar lo escurridizas que pueden ser las palabras. Emplear las palabras adecuadas logra que algo sea más deseable. No sé si te ha pasado alguna vez en un restaurante que después de leer la carta te inclinas por un plato sólo por lo bien que suena la descripción: «Fresas cubiertas de chocolate sobre una crujiente cama de mango». ¡Mmm!, qué rico, piensas. Y segregas jugos gástricos antes de tener el plato en la mesa. Eres capaz de saborearlo en la mente. Las palabras disparan la fantasía. Puedes llegar a oler y saborear esas fresas cubiertas de chocolate sólo con imaginarlas. Las palabras te hacen soñar. Y de palabras se compone el cuento. Las palabras tienen sabor y olor, aun cuando confunden más que aclaran, como en esta descripción enrevesada e incomprensible que adorna las etiquetas del vino Alión reserva: «Especias y maderas con tonos empireumáticos que se entienden muy bien, y el conjunto es además de expresivo, intenso, largo y marcado por una gran elegancia». ¿Qué sentido tiene decir que el vino posee un tono que se entiende bien o que el sabor es expresivo y elegante sino es para embelesar con palabras? El otro día, visitando el Museo Nacional Reina Sofía, me sorprendió leer a las puertas de la exposición de Francisco López: «La instalación crea, mediante un sistema cuadrafónico, un ambiente sónico virtual con contrastes extremos en la dinámica y características de los sonidos». Terminé de leerlo y me quedé más confusa que antes. Seguí sin saber en qué consistía la instalación, hasta que la vi. Algo similar ocurre en los folletos de música clásica. «Invitan a internarse en un viaje hacia las miríadas de emociones que, coordinadas por la retórica musical, constituyen el espíritu vivo de la música de ese tiempo». Hablaban del concierto para cuerda Op. 18 nº 1 en Fa mayor de Beethoven. Este lenguaje alegórico que pretende ser claramente elitista es la antítesis del lenguaje usado en la narración oral. Emplear un lenguaje así de nebuloso sólo es justificable si lo que quieres es que el público salga corriendo. Claro que no todas las palabras suenan igual, ni son igual de bellas. A veces nos complicamos buscando las palabras más hermosas, esas que creemos que llenarán el cuento de poesía. Y muchas veces resulta que las frases más bonitas no son más que una combinación de palabras sencillas, que en principio no deberían ir juntas porque viven en universos distintos, pero que al unirlas crean poesía. Por ejemplo, guirnalda y letra. Gianni Rodari llamó a este ejercicio el binomio fantástico. Con la conjunción de esas dos 140

palabras, guirnalda y letra, puede salir un poema tan hermoso como Dalet de Jose Ángel Valente: «Tejí la oscura guirnalda de las letras: hice una puerta: para poder cerrar y abrir, como pupila o párpado, los mundos».

Las palabras al igual que la fragancia despiertan las emociones, expanden la mente, aligeran la cotidianidad de la vida y disparan la imaginación. Por esa razón todo es, cada vez más, lenguaje. Se vende, se comunica, se hace sentir, se sensibiliza mucho mejor con palabras que sin ellas. Nos expresamos con letras, letras que forman palabras, palabras que crean frases y frases que integran el lenguaje. Unas veces se utilizan las palabras para lanzar flechas envenenadas que dejan cicatrices invisibles en el cuerpo. Otras, la mayoría de las veces, las palabras se visten de perfume cálido y permiten la comunicación con los otros.

El vocabulario eficaz Imagínate que al salir de casa te asalta un muchacho de quince años y a punta de navaja te dice: «Disculpe las molestias, ¿tendría usted la amabilidad de retirarse de la muñeca el reloj de pulsera y depositarlo con suavidad sobre la palma de mi mano? Y también, si no le importa, ¿podría entregarme todo el dinero que lleve en su bolsillo?, por favor». Para empezar te extrañaría que un muchacho de quince años te hablase con ese vocabulario y sería disonante que en un atraco utilizase tanta amabilidad. Y como la situación sería tan rara, resultaría cómica, y volverías la cabeza para buscar la cámara oculta que está grabando la broma. ¿Qué atracador gastaría tanta gentileza y palabrería en un atraco? Ninguno. Entre otras razones porque ese vocabulario no sería efectivo. Un atracador necesita hacer uso de un lenguaje agresivo para intimidar, utilizar palabras claras para que sepan qué es lo que quiere y ser muy breve (el tiempo corre en su contra y debe escapar cuanto antes). Así que pongámonos de nuevo en situación. Sales de casa, un muchacho de quince años te atraca poniéndote una navaja en el cuello y te dice sin vacilar: «Dame todo lo que tengas o te rajo aquí mismo». Eso sí que sería un vocabulario eficaz. El cuentacuentos, que por suerte para el oyente nada tiene que ver con un atracador, también debe ser eficaz. Hay que aprender de otras situaciones para comprender que el vocabulario del cuento ha de ser efectivo y atrapar al oyente. Fíjate en los spots publicitarios que necesitan de la efectividad para impulsar el consumo. Una marca de coches utilizó este eslogan: «Cuando te enamoras de un coche, lo demás no existe», y las ventas se dispararon. Del mismo modo que para pedir a alguien una cita no dirías: «Tengo unas ganas insostenibles de tener un encuentro con usted». Tampoco en los cuentos hay que emplear un vocabulario engolado, diplomático y académico. Con eso sólo estaríamos matando el 141

encanto de los cuentos, que si por algo se distinguen es por su frescura y lenguaje coloquial, que no es lo mismo que lenguaje vulgar. Si has tenido ocasión de leer un artículo de física cuántica o de programación informática habrás visto que se abusa de frases contaminadas por tecnicismos, que para los que no conocemos ese mundo nos resultan incomprensibles. Son artículos dirigidos a un sector de población especializado en esa área. Pero en líneas generales, un discurso que no se entiende no es eficaz. En nuestro caso hay que establecer una relación coherente entre el vocabulario que usamos y el auditorio que tenemos. Un mismo cuento será contado con distinto tono y distintas palabras si se trata de un público adulto que si se trata de niños. Títulos como Tierra de murmullos de Gerald Durrell o El enemigo embotellado de José María Merino motivan, desde el mismo epígrafe, a leer el cuento. Un buen título determina si el cuento será o no leído. Circula la leyenda de que Juan José Millás ganó el título de su novela El desorden de tu nombre jugando al póquer con Alejandro Gándara. Yo también se lo hubiera comprado de haber estado en venta, es un título muy sugerente. Aunque en el cuentacuentos no es tan importante el título como un buen comienzo con frases estimulantes y una idea que genere expectación y abra el camino hacia la historia. Un vocabulario es eficaz si el mensaje llega íntegro al público. Para lograrlo, ten en cuenta que: • Para llegar al público, para ser eficaz, hay que utilizar frases sencillas y cortas. Cuanto más breve y sencilla sea la frase, más rápido llegará el mensaje. • Si haces uso de un vocabulario muy culto y percibes que el público no te entiende, busca sinónimos, de uso más coloquial para que no pierdan el hilo de la historia. • Ten en cuenta el público al que va dirigido el cuento. Si es un público infantil no se puede abusar de frases subordinadas y complejas. Si se trata de adolescentes evita palabras técnicas, tampoco sobrecargues el cuento con palabras cultas por muy académicas y correctas que éstas sean. Si el oyente no entiende las palabras no habrá comunicación entre vosotros y dejará de escuchar el cuento. • Busca la concreción, claridad y precisión en el lenguaje. Nada de frases pesadas, enrevesadas y difíciles de pronunciar que se enredan en la lengua. • El abuso de adjetivos y adverbios superfluos va en deterioro de la precisión y hace que el cuento sea farragoso y canse. • La ambigüedad de palabras como «cosa», «lugar», «tal», «cual», «eso», «objeto», no enriquecen la historia. En lugar de decir «esa cosa» o «en ese lugar», sé más concreto, llámalos por su nombre, especifica y di «la cartera de piel» o «el sauce de los pájaros amarillos». • Deshazte de las habituales muletillas: «mmm» y «emm», que no aportan nada al cuento. En realidad estas muletillas dan la impresión de duda e inseguridad. Lo 142

mismo ocurre con las palabras comodín «entonces», «así que», «es decir», «o sea»... Con ellas se cree encubrir titubeos, nervios y vacíos mentales, pero el efecto de su uso es negativo en el público y debilita la frescura de la narración oral. • Evita la cacofonía. Casos como «No puedo más, dijo Tomás» o «En aquel callejón, Ramón encontró un cajón» tienen un efecto desagradable al oído porque no fueron dichas con un fin fonosemántico, sino que la causa es un vocabulario empobrecido. • Las frases muy transitadas no llegan a ser frases hechas pero están tan gastadas que han perdido su fuerza original. Por ejemplo: «miles y miles de veces», «me llegó a lo más profundo del corazón», «como un poseso»... • Busca agilidad y cambia el ritmo en el habla. No es suficiente con hablar correctamente: ser monótono con la voz causa aburrimiento. Para evitarlo, puedes usar un ritmo lento y luego pasar a uno rápido. Haz uso de exclamaciones, interrogaciones y tonos de confidencia. No hay que hacerlo todo a la vez, basta con hacer unos pocos cambios de ritmo en el cuento acorde con lo que se está diciendo para evitar la monotonía. • Naturalidad. Busca la espontaneidad. Para contar cuentos no es necesario engolar la voz como si interpretáramos a Ulises, ni forzar el tono hasta irritar la garganta, ni siquiera exagerar los gestos clamando al cielo. Todo eso resulta artificial y pedante. Lo mejor es contar con tu voz sin camuflarla, hacer uso de inflexiones de voz para no hacer el cuento monótono, y utilizar tus gestos habituales sin engrandecimientos.

Sugerencia Grábate narrando un cuento, el que más te guste. Escucha la grabación y transcribe al papel todo lo que vas diciendo, tal y como lo dices. No importa si se te escapan muletillas, cacofonías, tecnicismos, titubeos, palabras ambiguas o un exceso de adjetivos y adverbios. En realidad, este ejercicio es para eso, para encontrar los defectos y eliminarlos. Subraya en rojo aquellas palabras, adjetivos y frases complejas que deberías evitar para que el vocabulario sea eficaz. Prueba a grabarte de nuevo contando el mismo cuento, pero esta vez evita cometer los errores que has señalado en rojo. ¿Qué tal ahora?, ¿mejor?

La capacidad emotiva de las palabras

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Las palabras como los rayos X, dijo Huxley en Un mundo feliz, atraviesan cualquier cosa, si uno las emplea bien. Has estado todo el fin de semana dándole vueltas a cómo pedir el aumento de sueldo. Llega el lunes y, a mediodía, a la hora del café, coincides con tu jefe en la sala de descanso. Te acercas hacia su silla y percibes que en cuanto te ve se cruza de brazos y piernas. Por el lenguaje corporal sabes que tu jefe se ha cerrado en banda antes de oírte decir nada. Además le oyes hablar a gritos con tono de pocos amigos. Así que con las mismas das media vuelta y decides proponer la subida de sueldo otro día. Por la tarde, regresas a tu casa dándole vueltas a la cabeza a las palabras que emplearás para convencer a tu jefe de que te mereces un salario mayor. En cuanto tu pareja entra por la puerta quieres contarle el suceso con tu jefe, pero antes le intentas dar un beso de bienvenida que tu pareja rechaza con un NO tajante que te frena en seco. La capacidad emotiva de un ese NO rotundo, pronunciado con fuerza llena la habitación, rebota por las paredes y estalla en los oídos como una bomba. No es tu mejor día, te dices. La capacidad emotiva de las palabras viene dada por la voz. Es el susurro de la voz lo que mece al niño, la seguridad al hablar lo que hace creíble lo insólito, y el tono de voz alegre una sonrisa contagiosa de ánimo. Un cuento contado con voz abatida, triste o dubitativa nos arrastra a un estado de ánimo desganado. Sin embargo, oír narrar con una sonrisa en los labios y con firmeza nos desliza al mundo mágico de la historia. «¿Alguien sabe qué es el amor?», pregunté a los pequeños. Un niño contestó que amor es cuando un pájaro canta en verano, y su hermana le corrigió enseguida: «Amor son las cosquillas que te entran cuando te gusta alguien, tonto». Cómo son los pequeños, pensé. Y haciendo juicio salomónico puse paz diciendo que el amor podía ser unas veces cosquillas y otras un pájaro cantarín. Y no mentía. En la oralidad, el valor semántico de las palabras va estrechamente ligado a la emotividad con la que se pronuncian. Es el tono de voz lo que hace que uno obedezca las órdenes de un superior. Y un tono seguro el que ayuda a hacer creíble un cuento de ficción. Una voz agradable, clara e inteligible resulta más convincente, comunicativa y cercana. Suelen ser los tonos graves los más agradables al oído, pues van asociados a la tranquilidad, mientras que las voces más agudas van ligadas a la excitación. Yo me apoyo mucho en el tono cuando pongo las voces de los personajes, lo que ayuda al público a imaginar mejor la historia y a mí a vivir el cuento.

Ponlo en práctica Prueba a trabajar con la voz el inicio de un cuento. Podría ser El abuelo y el nieto de los hermanos Grimm: «Érase una vez un hombre más viejo que Matusalén, al que se le habían enturbiado los ojos…».

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Practica diciéndolo con distintos tonos: agudo, grave, con voz abatida, muy alegre, seguro, con inseguridad, en susurros, a gritos y, por último, con balbuceos.

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7. LA CALIDEZ DE LA VOZ Con cabeza de mujer y cuerpo de ave, las sirenas de la Odisea, que no vivían en el mar sino en praderas, hechizaban con su cálida voz a los hombres. Aquellos que escuchaban su fascinante canto quedaban atrapados en su mundo y terminaban devorados por ellas. Sólo si sellaban los oídos con tapones de cera conseguían sobrevivir al encanto de su voz. También Circe, la diosa griega de trenzados cabellos, tenía una hermosa voz y con su canto sedujo a los hombres de Ulises y les convirtió en cerdos. Hasta la ballena azul macho con sus 190 toneladas emplea la voz cálida de tono bajo para seducir a las ballenas hembras. Y no sólo a las ballenas, también a los humanos nos atrae la voz grave o la voz aterciopelada. Tú también puedes seducir con la voz. Puedes ser ese narrador oral que va hilando el cuento con voz cálida. Quizá ahora te parezca imposible o quizá te preguntes cómo se puede encandilar con esa voz que tienes, o cómo puedes desenredar la lengua cada vez que te trabas con las palabras, o cómo vas a contar con ese hilo de voz con el que apenas se te oye. Expuesto así son demasiadas cosas a la vez para contestarlas con una frase mágica. Pero te aseguro que no hay nada que la práctica y la paciencia no consigan. Permíteme concretarlo un poco más.

Se me lengua la traba Tres tristes tigres comían trigo en un trigal. De pequeña se me trababa la lengua al decirlo. Hablar rápido nunca se me ha dado muy bien, aunque tampoco me ha preocupado que la lengua se me resbalara al recitar los trabalenguas. Más bien creo que tengo suerte de tener lengua, sobre todo después de leer en El libro de los abrazos de Galeano que los indios shuar, conocidos también como indios jíbaros, además de cortar y reducir las cabezas de sus enemigos, les cosían los labios con una fibra que jamás se pudre para que no abrieran la boca. Y me da por pensar en el poder que tiene la palabra hablada para que los indios shuar piensen que un enemigo no está del todo vencido hasta que no tiene la boca sellada. En nuestra sociedad, por fortuna, no cosen físicamente los labios aunque a veces nos cierren la boca de otro modo. Lo importante es que tenemos lengua para narrar. La oralidad tiene un ritmo distinto que la lectura. De hecho, uno puede leer y releer cuantas veces quiera un texto. Ir de delante atrás y de atrás a delante y no pasa nada. Incluso si te pierdes en la lectura de una novela con muchos personajes puedes retroceder varias páginas y reconstruir la historia. En la oralidad, no. Quien escucha la historia lo hace de 146

manera secuencial, siguiendo el hilo que el narrador oral marca al contar. Si a esto añadiésemos un narrador oral que hable rápido y con palabras farragosas, sería el acabose. Al contar, deja tiempo al oyente para que reconstruya en su imaginación el jardín del gigante egoísta de Oscar Wilde, con su césped suave y sus 12 albaricoqueros que en primavera se cubren con delicadas flores color rosa y nácar. Deja que mastiquen que las brujas tienen magia en los dedos y un poder diabólico en la sangre que hace que las piedras salten como ranas, como decía Roald Dahl. Permite que recorran Isidora, la ciudad de los sueños convertida en recuerdos; o Zora, la ciudad que recordarán todos los hombres sabios; Diomira en una noche de septiembre; o Maurilia, donde todo permanece siempre igual, tal y como las retrató Italo Calvino. Deléitales con palabras. Déjales soñar, imaginar con el cuento. Y deja a la lengua que redondeé las palabras para que se hagan visibles. Uno de los problemas de hablar muy rápido es que no se mastican bien las palabras. Se pierden sílabas por el camino, y hay una indigestión en la comprensión. «¿Qué es lo que ha dicho?», oirás decir al público. Al hablar rápido se pierden los registros tonales, la intencionalidad y los matices de la modulación de voz. Se ha puesto de moda entre algunos presentadores de la televisión diluir las últimas sílabas de una frase o bajar el volumen de voz justo al final de la frase. ¿Querrán ocultar algo? ¿Por qué no hacen comprensible todas las palabras? Hay que pronunciar con nitidez cada sílaba, hay que lograr que se entienda cada palabra del cuento, se tenga el acento que se tenga. Porque la vocalización no va reñida con un acento mexicano, un acento gallego o un acento canario. No importa el acento en sí, lo que de verdad importa es la dicción para que se entienda bien el matiz semántico de la frase. En todo caso si algo hace el acento es enriquecer el cuento, le aporta sabor por su variedad fonética. La modulación de la voz es independiente del acento y se consigue con la vocalización. Basta con dedicarle unos minutos de gimnasia vocal al día y practicar algunos ejercicios de manera regular: • Relájate. Deja caer la mandíbula hacia abajo. Los dientes del maxilar superior no deben rozar a los del maxilar inferior y los labios tienen que quedar entreabiertos. • Con la boca abierta. Abre la boca todo lo que puedas dejando los labios separados. Luego cierra la boca con fuerza sin chocar los dientes. • Mandíbula desencajada. Sin mover la cabeza y con la boca abierta, mueve la mandíbula de derecha a izquierda, y viceversa. • Boquita de piñón. Cierra la boca. Aprieta los labios y sácalos hacia fuera como si fueras a estampar un beso en un cristal. Relaja los labios y vuelve a contraerlos poniendo boquita de piñón. • Ponte feo. Haz muecas exageradas como arrugar mucho la nariz todo lo que puedas. Aprieta los labios. Enseña los dientes como un perro rabioso y tuerce la 147

boca de un lado a otro. Si te ves muy feo es que estás haciendo bien el ejercicio. • Saca la lengua. Con la boca abierta estira la lengua todo lo que puedas hacia fuera y vuelve a meterla en la boca. También saca la lengua y muévela de derecha a izquierda, y viceversa. • Boca de pez. Saca los labios un poco hacia fuera, y abre y cierra la boca dejando caer la mandíbula relajada. • Las vocales. Pronuncia las vocales A, E, I, O, U con la boca muy abierta, y luego prueba a vocalizarlas con los labios apretados. • El párrafo. Busca un párrafo de texto y léelo muy despacio, sílaba a sílaba, con la boca muy abierta. Repítelo con la boca semicerrada. • Muerde un lápiz. Prueba a leer el mismo párrafo, palabra a palabra, con un lápiz entre los dientes. Al principio te resultará difícil pronunciar mientras muerdes un lápiz pero el resultado merece la pena. Pon especial énfasis en pronunciar bien cada sílaba, sobre todo aquellas que acaban en consonante, como «d», «s» y «t». Es normal que al final de este ejercicio notes dolor en las comisuras de la boca y en la mandíbula por el esfuerzo. • Sin lápiz. Lee de nuevo el párrafo del texto pero esta vez sin morder ningún lápiz y a un ritmo normal. ¿Notas que vocalizas mejor y que las sílabas salen más claras por tu boca? Realiza estos ejercicios una vez al día hasta que notes que has mejorado la vocalización.

Sugerencias • Evita hablar muy rápido. No juntes el final de una palabra con el principio de otra. • No te comas sílabas, ni letras. Procura pronunciar los finales de todas las palabras, en especial aquellas que acaban en «s», «d» o «z», como «más», «Madrid» o «regaliz». • No olvides pronunciar las engorrosas «x» y «pc», que nos vuelven locos a todos, como en «excepción». • Esfuérzate en pronunciar las consonantes que van juntas como en los casos de «adicto», «ejemplo» o «cápsula». • Relaja la mandíbula y, siempre que puedas, haz ejercicios de vocalización.

Por la boca muere el pez 148

Al pez se le pesca por bocazas, decía el Abu. Algunas personas mastican con los paletos o los incisivos en lugar de con las muelas. Otros sufren desviaciones en la columna vertebral por caminar con los pies hacia dentro, y los hay que fuerzan la voz y se lesionan la laringe. Afortunadamente todos estos malos hábitos pueden reconducirse. Menos el de pez bocazas, porque la memoria de los peces dura sólo dos segundos y enseguida se les olvida todo. Sacar voz es algo más que gritar. Cuando alguien proyecta la voz lo que está haciendo es lanzar la voz lo más lejos posible sin gritar, sin dañar las cuerdas vocales. La voz te hace visible. Los animales, por ejemplo, cuando quieren defenderse o atacar, cuando quieren ser visibles, se imponen a través de la voz: enseñan los dientes y gruñen, rugen, ladran, bufan, aúllan. Nos están diciendo: «¡Eh!, para que veas lo fuerte que soy, escucha el poder de mi voz. Tan fuerte como rujo así muerdo». Los humanos proyectamos la voz también para imponernos, para llegar a otros, para que todos sepan lo poderosa que es nuestra palabra. Pero para lanzar la voz mejor usa el diafragma. En los primeros años de vida el bebé utiliza el diafragma para respirar y para gritar. ¡Y vaya si se le oye! Cuando crecemos nos pasa lo que a los peces: que olvidamos enseguida algunos buenos hábitos (como el de respirar con el diafragma). Desde el momento en que dejamos de utilizarlo estamos expuestos a tener problemas con la voz por una mala práctica de la respiración. Pocas son las personas que respiran correctamente y hacen uso del diafragma. Pero, ¿qué es el diafragma?, me preguntan cada vez que hablo de este músculo. El diafragma está justo debajo del pecho y separa la cavidad torácica de la abdominal. Y como todo músculo, si no se ejercita se atrofia. Cuando se inspira aire el diafragma se contrae, las costillas se extienden y la cavidad torácica se dilata. El aire entra por la nariz hacia los pulmones y el diafragma sube. Y al expeler el aire por la nariz o la boca, el diafragma se relaja y los pulmones se contraen. El músculo del diafragma es muy fácil de localizar. Si te pones de pie y colocas tus manos encima del vientre y toses con fuerza, sentirás que un músculo, justo debajo del pecho y encima del estómago, se mueve: ese es el diafragma. Respirar bien, o lo que es lo mismo, respirar con el diafragma, es fundamental para poder proyectar la voz lo más lejos posible sin necesidad de gritos ni micrófonos. El diafragma es como el motor de un coche. Si no se hace un buen mantenimiento del motor, este irá perdiendo potencia hasta que un día el coche deje de caminar. Lo mismo ocurre con la voz. Si no trabajamos el diafragma, este músculo se hará vago y la voz saldrá con menos fuerza. Y terminamos recurriendo al grito que nos daña la laringe. La idea de que la voz sale por la garganta sin más mecanismo es falsa. Hay todo un aparato fonador que modula la voz. Primero espiramos el aire que al pasar por las cuerdas vocales las hace vibrar, luego los articuladores (lengua, paladar, labios, mandíbula, dientes) hacen pasar ese aire por las cajas de resonancia o cavidades (bucal, faringe, nasal, torácica y craneana) y en ese momento sale el sonido de la voz. 149

La respiración diafragmática, además de proyectar la voz muy lejos, tiene las ventajas de lograr: • Mayor capacidad torácica. • Protección de las cuerdas vocales. • Mejor mantenimiento de nuestro sistema inmunológico. • Mayor control del aire. • Trabajar mejor las inflexiones de voz. • Mayor oxigenación de los tejidos. • Menor trabajo cardiaco. En mi caso la respiración diafragmática me ha salvado de problemas de laringe y afonías al proyectar la voz en lugares de deficiente acústica. Muchos de los que han pasado por mis talleres eran profesores que se quejaban de irritación en la faringe y de nódulos, también conocidos como «callos de la laringe», que nacen por un mal uso de la voz. Los nódulos aparecen con frecuencia en maestros o cantantes que fuerzan la voz y se debe tratar con reposo. En los casos más graves hay que recurrir a la cirugía. Pero siempre en ambos casos es aconsejable una reeducación vocal para evitar su reaparición.

Sugerencias • Bebe con frecuencia agua, ni muy caliente ni muy fría, para mantener las cuerdas vocales hidratadas. • No grites. • No fuerces la voz en locales muy ruidosos. • El polvo de las tizas reseca la garganta. Si tienes que utilizarlas, usa mejor tizas redondas que expulsan menos polvo que las tizas cuadradas. • Come manzanas. Las manzanas tienen poderes astringentes y favorecen una mejor resonancia de la voz. • Evita la sequedad en la boca provocada por el tabaco y los alimentos ricos en grasas. • El uso excesivo de aire acondicionado o de calefacción afecta negativamente a las mucosas. • Toma miel mezclada con gotas de limón para suavizar la voz carrasposa. • Antes de hablar en el aula o ante un auditorio, no comas frutos secos, ni patatas fritas ricas en sal, ya que resecan la garganta y pueden provocar una molesta tos 150

mientras hablas. • No uses ropa muy ceñida, sobre todo en cintura, abdomen y pecho, que pueda dificultar la respiración. • Duerme ocho horas diarias: esto favorecerá el reposo vocal y tu salud.

Practica con el diafragma Sé por unos minutos supervisor de nubes, túmbate sobre una esterilla en el suelo de cara al cielo. No pienses en nada. Si no puedes vaciar la mente, cuenta nubes. Míralas. Fíjate en las formas que van tomando al moverse. Ahora cierra los ojos. Haz una profunda inspiración, mantén el aire dentro y luego expúlsalo muy despacio. Al exhalar, ve relajando el cuerpo. Primero la cabeza, luego los hombros, los brazos... y así hasta llegar a los pies. Siente cómo se va relajando el cuerpo. Repite las respiraciones cinco veces, hasta que sientas el cuerpo como un muñeco de goma muy pesado que te cuesta mover. Pon tus manos sobre el vientre, justo debajo del pecho. Ahora que estás relajado boca arriba vacía completamente los pulmones de aire. Luego inspira. Sentirás que en el momento de coger aire, el vientre se hincha y tus manos suben y bajan al ritmo de la inspiración y espiración. Eso es respirar con el diafragma.

Primer ejercicio Tumbado boca arriba con las piernas estiradas y las manos sobre el vientre, suelta todo el aire que tengas en los pulmones. Una vez que estén vacíos, haz una inspiración prolongada hasta llenar al completo los pulmones. Espira el aire en tres tiempos. Repite este ejercicio tres veces. Después vuelve a tu ritmo normal de respiración durante un minuto. Podrás ir aumentando el número de espiraciones por cada inspiración de aire. Una inspiración de aire, tres espiraciones. Una inspiración, cuatro espiraciones. Y así sucesivamente hasta llegar a una inspiración de aire y ocho expiraciones.

Segundo ejercicio En la misma posición que en el ejercicio anterior, colócate un libro grande encima del vientre, a la altura del diafragma. Expulsa por la nariz el aire que tienes en los pulmones y luego haz una inspiración larga por la boca. Igual que en el primer ejercicio, coge el aire en una toma y expúlsalo en tres. Hazlo tres veces seguidas y vuelve a tu respiración

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normal. Ve aumentando progresivamente el número de espiraciones por cada toma de aire.

Tercer ejercicio De pie, inspira aire por la nariz hasta llenar por completo los pulmones, luego espira el aire poco a poco produciendo el sonido «pss», similar al pinchazo de una rueda. Repítelo tres veces seguidas y regresa después al ritmo de la respiración normal.

Cuarto ejercicio Para fortalecer el diafragma coge todo el aire que puedas y reproduce el sonido «tsch, tsch» como si mandaras callar. Repítelo cinco veces.

Quinto ejercicio Este ejercicio consta de siete pasos. Consiste en inspirar el aire en dos tomas hasta llenar los pulmones y espirarlo también en dos tiempos. 1. Inspira. Llena los pulmones hasta la mitad de su capacidad pulmonar. 2. Bloquea el aire que tienes dentro. 3. Inspira, hasta llenar lo que queda de capacidad en los pulmones. 4. Bloquea de nuevo el aire. 5. Empieza a expulsar hasta soltar la mitad del aire que tienes dentro. 6. Bloquea de nuevo el aire. 7. Suelta el aire que te quede dentro. Repetir tres veces seguidas toda la secuencia. Una vez que domines los cinco ejercicios lograrás mayor capacidad torácica y aumentará también tu potencia de voz. Repite estos ejercicios a diario hasta que notes que respiras con el diafragma de manera natural.

El silencio es oro

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Algún día serás tú el que esté esperando a salir de detrás de la puerta para contar cuentos a un público. Puede que sea un colegio, una plaza o el salón de casa. Ese día podrá ser así: los niños se sientan en el suelo. Tú estás preparado para contar cuentos. Miras la cara de los niños y ellos te miran a ti. Los padres están sentados detrás de ellos. Unos rezagados acaban de entrar. Están hablando con sus dos hijas, les piden que se sienten junto a sus primos. Allí, en la segunda fila. Te quedas de pie. Frente a todos ellos. En silencio. Sin decir nada. Haces la primera pausa. Sabes que no debes empezar a contar cuentos hasta que no guarden silencio. Sólo si hay silencio los oyentes estarán preparados para escuchar el cuento. Cuando la sala queda en silencio, comienzas a contar El hijo del elefante de Rudyard Kipling: «En tiempos pasados y muy remotos, el elefante —pausa— no tenía trompa. Sólo tenía una nariz negruzca, tan grande —pausa— como un zapato, que podía mover de un lado a otro, pero con la que no podía matar ni a una mosca».

Las pausas te ayudan a controlar los nervios iniciales. Y también sirven para crear expectación. Y lo has conseguido. Los niños te clavan la mirada, otros están tan boquiabiertos que parece que la curiosidad se les va escapar por la boca. ¿Qué le pasó al elefante? ¿Cómo era de grande la nariz? Parece que te preguntan con los ojos. Y tú continúas con el cuento: «Pero hubo un elefante —pausa—, un elefante nuevo —pausa—, el hijo de un elefante, al que dominaba una curiosidad insaciable».

Haces dos pausas seguidas para que los niños se vayan imaginando al elefante. Quieres darles tiempo a que dibujen en sus mentes al elefante nuevo, al hijo del elefante. Después pronuncias «insaciable» y como intuyes que algún pequeño no entenderá la palabra, haces otra pausa para abrir un paréntesis y explicar que significa insaciable. Es importante que conozcan esta palabra porque será la curiosidad insaciable la que desencadenará la historia. «Una curiosidad muy insaciable —pausa—, lo que significa que estaba siempre haciendo muchas preguntas».

Y cuentas que toda África fue víctima de la insaciable curiosidad del pequeño elefante y que se ganó una buena zurra cuando le preguntó a su alta tía, el avestruz, por qué le

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crecían así las plumas de la cola y que también le zurró su tía gorda, la hipopótama, cuando le preguntó por qué tenía los ojos rojos. «Pero una hermosa mañana, este insaciable hijo del elefante hizo una pregunta que nadie había hecho antes. Preguntó —pausa de expectación— ¿Qué come el cocodrilo?».

Se respira silencio en la sala y eso está más que bien porque es un síntoma de que todos están deseando saber qué pasa a continuación. Y mientras narras que el pájaro Kolokolo le responde al hijo del elefante que tendrá que ir al río Limpopo para saber la respuesta, sucede el imprevisto: suena un móvil en la sala. Y esto sería insignificante si no fuera porque el móvil no cesa de sonar. La señora rebusca entre su inmenso bolso, que parece más un baúl que un bolso de mano. Los adultos la miran, los niños también. Y tú has guardado silencio. Has dejado de contar el cuento, porque es inútil competir con un móvil. Sobre todo cuando el público está más atento al móvil que a tu cuento. Y no digamos si en lugar de ser un móvil, lo que sonara fuera la sirena de una ambulancia o el llanto inconsolable de un bebé. En estos casos lo mejor es hacer una pausa. Guardar silencio. La señora encuentra el móvil y lo apaga. Se le nota que está incómoda. Y no es para menos. Te pide disculpas. Todos vuelven a mirarte. El silencio ha vuelto a la sala y tú continúas la narración. Cuentas que el hijo del elefante se encuentra con el cocodrilo en el río Limpopo, y como tiene esa curiosidad tan insaciable le pregunta qué es lo que come. El cocodrilo le pide que se acerque porque se lo va a susurrar al oído. Y en el preciso momento que el elefante baja la cabeza, el cocodrilo… Y es aquí cuando haces otra pausa para aumentar el suspense. El público retiene el interés. Es necesario que el público esté intrigado sobre todo en el desenlace del cuento. Los niños se imaginan qué pudo hacer el cocodrilo con el elefante, ya han vivido una situación parecida con Caperucita roja y el lobo. Pero aún así, quieren oírlo de tus labios. «El cocodrilo —continúas— con sus fauces le cogió de su naricita, que hasta esa misma mañana, día, hora y minuto no había sido más grande que una bota».

Un niño de la segunda fila, el primo de las niñas que llegaron tarde, te interrumpe contándote la anécdota de cuando su perro se mordió una pata. Sabes que esa anécdota no tiene nada que ver con el cuento, pero aún así, guardas silencio y dejas hablar al niño. Hasta que con buenas palabras le interrumpes antes de que siga contándote cómo su abuela, la que hace unos bizcochos muy ricos, fue a decírselo a su madre. «Menos mal —sigues narrando— que el elefante tiró con todas sus fuerzas y logró soltar su nariz de la boca del cocodrilo».

Y como ya estás llegando al final del cuento. Haces la última pausa, porque vas a decir las últimas palabras y es necesario que se oigan bien, que se escuchen con atención. La pausa es el indicador de que algo importante va a suceder y al prolongarla un poco más anuncias que estás llegando al final de la historia: 154

«Pero el hijo del elefante tiró con tanta fuerza que se le alargó mucho la nariz. Y por eso los elefantes que ahora se ven tienen la trompa tan larga. Por una insaciable curiosidad».

Los aplausos llenan la sala. Haces una pausa para recibirlos. Y guardas silencio porque, como dice el dicho, el silencio es oro.

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8. CON LA CASA A CUESTAS Muchas veces mis alumnos me preguntan: ¿qué tiene que llevar un cuentacuentos en la maleta cuando viaja? Por desgracia o por fortuna no hay una única respuesta. Yo puedo hablar de mi propia experiencia, de cómo trabajo. Y les cuento cómo fue mi experiencia en el Festival Internacional de Narración Oral de México. Llegué a casa de Armando, en México D.F., me recibieron con agua de Jamaica, una infusión a base de flores de hibisco. El agua me refrescó el calor que llevaba pegado al cuerpo desde que salí del avión. Por las rendijas de la ventana del salón se filtraba el olor a torta de maíz frito del puesto callejero. Recuerdo que yo les estaba contando mi entrada triunfal con la maleta roja en el aeropuerto de Benito Juárez. En verdad, era un maletón que a duras penas se podía arrastrar. Era tan grande, tan llamativamente grande, que al llegar al control de aduanas un policía me hizo abrirla para revisarla. En la maleta había metido toda la casa a cuestas. A presión. ¿Cómo si no iba a caber todo lo que necesitaba para contar cuentos? Al abrirla se desparramó todo por la mesa: el vestido blanco para los espectáculos de cuentos, el traje medieval para recitar romances, los sombreros de colores para los cuentos de los pequeños, unos cuantos libros que pesaban como una enciclopedia, la cabeza de la bruja Endunda que hizo Ángel (mi amigo titiritero), el gusano comilón, el camello de cristales, la ratita presumida y todo su séquito de pretendientes, dos campanitas, la flauta mágica que despierta a los animales, el yembé para los cuentos a la luz de la luna, un enchufe, un alargador, una gran tela negra, un foco, mi neceser, la ropa interior. «¿Dónde va usted con esto?», me preguntó el policía que llamó a un compañero porque no salía de su asombro. Pues a dónde iba a ir, a contar cuentos. Ya sé que para contar cuentos no se necesita tanta maleta. Lo sé. Pero a mí me gustaba ir siempre bien acompañada. Cuando se enteraron de que era cuentacuentos les pareció más o menos normal que llevara todo eso encima. Y todo parecía ir bien hasta que descubrieron el equipo de megafonía y lo miraron como si fuera una bomba de nitrógeno líquido. Tuve que explicarles que esa caja negra, algo más grande que la batería de un coche, a la que miraban con recelo, era un amplificador portátil que usaba para contar cuentos (te recomiendo hacerte con uno para los espacios abiertos o de acústica deficiente). Pues bien, los policías me hicieron abrir la tapa trasera del amplificador que ocultaba seis pilas. Y arrugaron el entrecejo mientras les explicaba dónde estaban las entradas del micrófono. «¡Órale, mija!», dijeron al fin. Y me dejaron pasar. De mi primera experiencia en México recuerdo con especial cariño mis viajes en autobús con mi libreta en la mano y chupando pastillas Juanola, dos elementos imprescindibles en mi maleta. Esas pastillas de regaliz y eucalipto despertaban 156

curiosidad entre los mexicanos porque me teñían la lengua de negro. En uno de esos viajes en autobús una niña me pidió una Juanola para probarla, y según se la metió en la boca la escupió con fuerza. A mí me entró la risa. La pequeña tuvo que quitarse el sabor del regaliz chupando un caramelo de chile picante. Yo anotaba todo en mi libreta. Lo que veía y lo que no veía. Era mi cuaderno de bitácora. Me gustaba escribir en la libreta lo que me pasaba por la cabeza: el título de un cuento, un autor o una frase que leía por la calle. Era mejor apuntarlo en la libreta que escribirlo en billetes de metro, tickets de compra u hojas de periódico que luego se perdían y terminaban en la basura. Lo primero que anoté en esa libreta fue una frase que me impactó. Estaba impresa en un anuncio de vagón de metro que rezaba: «No salga de su casa sin su polla». Después me enteré de que «polla» era una bebida a base de leche, huevos, canela y aguardiente que se tomaba en el desayuno. O esta otra frase que encontré encima de la pila bautismal de la iglesia de Santa María del Tule, en Oaxaca: «fabor de no vever el agua». Fue leerlo y tener ganas de beber para apagar la sed. Empleaba parte del tiempo libre en recorrer bibliotecas y ojear libros. Anotaba en la libreta los títulos que me interesaban y me iba derecha a la librería Ghandi a comprarlos. Me hice con tantos libros en México que tuve que enviarlos en paquetes postales para no pagar sobrepeso en la facturación de avión. Encontré joyas literarias en aquel viaje. Aun y con toda la precaución de enviar paquetes postales, terminé comprando otra maleta para meter los regalos y productos de artesanía que compré en los mercadillos locales. Tengo debilidad por los mercadillos. En Oxaca compré un alebrije que ahora es el protagonista de uno de mis cuentos, y en Puebla me hice con un tambor plano de origen azteca llamado teponaztle que uso para contar la leyenda del Sol y de la Luna. Y es que nunca sé dónde encontraré al protagonista de tal o cual cuento. Por eso iba de mercadillo en mercadillo con los ojos bien abiertos, dejando que la curiosidad me guiase. Así que volviendo a la pregunta sobre lo que un cuentacuentos debe llevar en la maleta, te diré que debes meter lo que tú necesites. Cada cual cuenta los cuentos con distintos elementos. Me viene a la memoria el baúl lleno de títeres preciosos que lleva Rodorín en sus cuentacuentos. En cambio Alekos toca el cuatro y lleva su casita de cartón pintada por él mismo por donde se asoma la señorita Rosita a escuchar las melodías de su amado. Tú puedes necesitar desde un disfraz, hasta un set de maquillaje, una silla, una maleta de trucos de magia, un sombrero o un libro ilustrado. Todo dependerá del repertorio y de lo que vayas a contar y a quién. Si se cuenta para niños se necesitan más elementos de apoyo que si se cuenta para adultos. Pero yo en tu lugar me compraría una maleta grandota, preferentemente con ruedas para moverla con facilidad, y metería en ella al menos unos cuantos libros ilustrados, una tela y alguna que otra marioneta. Ya verás qué rápido se llena la maleta.

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9. EL SECRETO DEL ÉXITO Estaba preparando un espectáculo de cuentacuentos para adultos con los alumnos en la sala Clamores de Madrid, cuando Raúl me preguntó: «¿Qué se necesita hacer para tener éxito?». Andaba preocupado porque iban a ver la actuación su novia y los padres de ésta, a los que aún no conocía. Y aunque yo ya les había explicado lo que se necesita para cautivar con el cuento, se lo volví a recordar. Anotaron mis palabras en sus libretas como si se tratara de las claves del mapa del tesoro: nueve pasos hacia delante, 45 grados a la derecha, y encontrarás el tesoro. Me gustaría que existieran fórmulas milagrosas y que una varita mágica al tocarnos nos convirtiera en el mejor narrador de historias, pero me temo que esto forma parte del cuento y del pensamiento mágico. Hasta los cuentacuentos profesionales tenemos días mejores y peores. Pero hay ingredientes que si se saben emplear bien ayudan a alcanzar el éxito. Digo ingredientes, en plural, porque para lograr un buen resultado se necesita emplear varias técnicas, como hemos visto en este capítulo. Así que recapitulemos las premisas que se deben tener en cuenta al narrar un cuento.

Buena dicción Si no se entiende lo que dices, difícilmente se va a comprender el cuento. Y si no se entiende el cuento, el fracaso está garantizado. Tendrás que vocalizar y hablar con claridad para que las palabras lleguen nítidas al oyente y sean comprensibles. De esta manera te aseguras que el cuento llegará al auditorio.

La elocuencia Cicerón decía que el mejor orador es aquel que enseña, deleita y conmueve a los oyentes. Si usas estos tres ingredientes captarás la atención del público. Despertarás su interés. Pero la elocuencia también se consigue eligiendo muy bien las palabras y los gestos que has de emplear en la narración del cuento. Por ejemplo, el vocabulario para un público infantil es bien distinto del que se ha de emplear con un público adulto. El oso Maugue al sorprenderse podrá decir «cáspita», pero un personaje de cuento para adultos jamás diría «cáspita» ni «zanahorias». Ambas expresiones desentonarían al estar descontextualizadas del lenguaje infantil.

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Llegar al corazón Para enamorar a alguien hay que poner entusiasmo y empeño. Lo mismo ocurre al narrar. El cuento debe llegar al corazón y emocionar. Por eso cuando narres, debes de ser el primero en disfrutar del cuento, pues de esta manera se contagia el entusiasmo y se llega al público.

Un principio que atrape El principio del cuento tiene que seducir para retener la atención del público desde el comienzo. Y eso se logra creando expectación desde el inicio, presentando una historia original y personalizada. Si empiezas anunciando que vas a contar la historia de un muchacho, sin especificar quién, no suscitarás interés alguno en la historia. Ahora bien, si se trata, pongamos por caso, del personaje Jaime de cristal de Gianni Rodari, que posee la peculiaridad de ser transparente, se consigue atrapar al oyente y le generará la suficiente curiosidad como para querer seguir escuchando qué le va a suceder a un personaje tan peculiar. Recuerda que gustan las historias insólitas que le ha pasado a alguien concretas en un lugar específico y en un momento determinado. Podría ser algo así como contar lo que le sucedió a Elena Malhonde en Zacatlán de las Manzanas cuando al entrar en la habitación descubrió que su cama era una barca de pescador y las sábanas, unas redes desgastadas.

Esos pequeños detalles Los pequeños detalles son los que hacen grande un cuento, le confieren intensidad y concreción. A cualquier oyente, tenga la edad que tenga, le gustan los detalles. Hay que «acariciar los divinos detalles», decía Nabokov. Los detalles confieren una información subliminal, no implícita en las palabras, que enriquece al cuento. Por ejemplo, Sempé en su libro El pequeño Nicolás describe así cómo Nicolás, acompañado de su amigo Alcetes, compra en una floristería un ramo de flores a su madre: «La señora eligió flores por aquí y por allá, y después puso un montón de hojas verdes, y eso le gustó a Alcetes, porque dijo que esas hojas se parecían a las verduras que se ponen en el puchero. El ramo era fenómeno y muy grande, la señora lo envolvió en un papel transparente que hacía ruido y me dijo que tuviera cuidado al llevarlo». Los pequeños detalles nos involucran en la situación. Es preferible mostrar el ramo como hojas de verdura envuelto en papel ruidoso, que generalizar diciendo sin más que era un ramo muy bonito. Sin duda, es más interesante escuchar una historia con detalles que un cuento banal carente de sorpresa.

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La locomotora No hay que acelerarse a la hora de narrar, no vamos a perder ningún tren. Ni tampoco hay que recitar el cuento de memoria como si fuéramos un camarero cantando la carta de platos. No te asfixies en el intento. No somos locomotoras. Mastica las palabras. Toma aire y haz paradas de vez en cuando. Las pausas durante el cuento son los puntos y aparte orales. En la oralidad los signos ortográficos del texto se hacen con la voz y la pausa. Así que no hacer silencios ni inflexiones de voz es como un texto escrito sin puntuación ni acentos. Acelera el ritmo del cuento sólo cuando la acción lo requiera. Juega con el timbre y la entonación. Una voz plana es como un texto sin signos ortográficos.

No des todo por hecho Recuerdo que en un poblado marginal de Santa Fe, Argentina, acompañé a mi amiga Alicia Barberis, escritora y narradora oral, a una escuela infantil. Los niños me pidieron que les hablara de mi ciudad, de Madrid. Yo les conté que para visitar a mi tía Amparo cogía el metro. Di por hecho que los niños sabían lo que era el metro, por lo que en un principio no reparé en explicarles que el metro era un tren que iba por debajo de la tierra y cruzaba la ciudad. Por supuesto, tampoco les dije que para llegar a él tenía que bajar unas escaleras que me llevaban a unos pasillos subterráneos donde había bombillas que iluminaban los andenes, y que una vez allí uno se podía sentar en un banco a esperar el tren, y que para no aburrirse había pantallas de televisión donde se emitían noticias y vídeos de música. Di por hecho que todos los niños sabían de lo que estaba hablando. Y claro, nada que ver. Esos niños no habían salido de su poblado de chabolas. Y por supuesto, jamás habían visto ni el metro, ni los autobuses oruga, ni los búhos (autobuses nocturnos), ni se podían imaginar que uno de nuestros platos suculentos fueran los caracoles en salsa, esas babosas que merodeaban entre el barro y la hierba de sus chabolas. Desde entonces procuro no dar nada por sentado. Si detecto que el oyente no entiende algo de lo que narro, me detengo un momento y aporto detalles para su comprensión. Así evito que se extravíe en la historia.

No te vayas por las ramas Hay partes de un cuento que pueden ser amputadas y no duelen. Se trata de información irrelevante. Y si no es relevante, sobra. Y si sobra, ¿para qué contarlo? Contar que los padres de Blancanieves se conocieron en un estanque, en la corte del rey, o en un accidente de carruajes, carece de importancia en el cuento. Se trata de la historia de 160

Blancanieves, no de la de sus padres. A veces hacer digresiones y desviarnos de la historia distrae y no aporta nada al cuento.

El conflicto Sin conflicto no hay cuento. Imagínate que al principio del cuento el patito feo dijera: «Soy un pato raro», y los demás le contestaran: «No, qué va, eres un cisne hermoso». No habría cuento. Para que haya cuento los personajes han de encontrarse con dificultades que le impidan conseguir sus deseos. En este caso, el patito feo es rechazado por los otros patos y ahí aparece el conflicto que deberá sortear hasta encontrar su identidad de cisne.

Tensión Para que el cuento tenga fuerza debe estar en peligro algo muy valioso para el protagonista. Ya sea la pérdida de una lámpara maravillosa, el hermano secuestrado por la bruja o la imposibilidad de comerse un pavo asado solo. Ese peligro es lo que hace que el protagonista evolucione en el cuento. Descubrimos que los tontos son listos, los pobres terminan ricos, los perdidos regresan a casa. La tensión en la acción empujará al protagonista a conseguir la meta.

Un buen cierre Los finales previsibles aburren, desilusionan al oyente. ¿Para qué seguir escuchando el cuento si ya sabes cómo finalizará? Los cuentos tradicionales y populares tienen finales que se conocen de antemano. Lo bueno de estos cuentos no es el final, desde luego, sino la gracia con la que se cuentan y los pequeños detalles que alimentan la historia. Alguna vez he escuchado un cuento con un final tan flojo, que me ha dejado indiferente. Una noche, a la salida del cine, escuché a un señor decir a su mujer que si se encontrase a la vuelta de la esquina con el director de la película le agarraría por el cuello y le pediría que rectificara el final. Y me hizo gracia, porque eso mismo estaba pensando yo. Muchas veces para que el final de un cuento funcione, basta con una frase que clausure la acción. Los finales también pueden ser abiertos, pero lo que no hay que hacer es dejar al público perdido en la incertidumbre. Porque esos finales que se quedan en el nudo sin llegar al desenlace son una guinda innecesaria. Imagina que te cuento que un ladrón rompió el cristal de una ventana para robar en una casa, y en el momento en que consiguió abrir la caja de seguridad, entró en la vivienda una pareja de jóvenes que, sin encender la luz, se lanzaron al sofá para besarse. Y finalizo el cuento diciendo: «La chica apoyó la cabeza en un cojín y se durmió». Tú te preguntarías, ¿qué ha pasado aquí? ¿Ya 161

se terminó? ¿Y el ladrón, qué pasó con él? Con ese final sin cierre dejaría la historia inacabada, descolgada en el nudo del cuento. Sería una forma de asesinar el cuento. Si durante el cuento creas un ambiente de suspense, de emoción, en el que el público se muerde las uñas mientras se pregunta ¿qué pasará ahora?, hay que cubrir las expectativas. Dar un final que sacie la curiosidad. En resumen, como dice Enrique Páez, «para contar bien se necesitan tres condiciones: tener una buena historia que contar, saber contarla y tener muchas ganas de contarla».

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1. CÓMO PREPARAR UN CUENTO Al preparar un espectáculo de cuentacuentos siempre me surge la misma pregunta: «¿y ahora, qué cuento?». Y como ya sé que las musas no van a acudir a la puerta por mucho que las invoque, me preparo un café con leche y me siento en el sofá a darle vueltas al asunto. La siguiente pregunta que me hago es: «¿a quién voy a contar los cuentos?». Tener en cuenta la edad del público me ayuda a acotar la selección de cuentos (ver capítulo 3: A cada edad un cuento). Y por último me planteo: «¿qué me apetece contar?». Esta pregunta es fundamental. Para que al público le gusten los cuentos primero me tienen que gustar a mí. A estas alturas del camino ya sé que un espectáculo de cuentos no es un muestrario de cuentos dispersos, sino un conjunto de cuentos interconectados. Así que tras varios sorbos de café abro mi libreta, esa que siempre llevo conmigo, y anoto en ella todo lo que me va surgiendo en la cabeza por muy absurdo que me parezca. Todas las ideas son, en principio, presuntas candidatas como hilo conductor de los cuentos: un ratón parlanchín, el África negra, un personaje japonés, el circo… Pensar en cómo será el armazón que dé unidad al espectáculo me lleva varias tazas de café, idas y venidas de la cocina al salón y una panzada de galletas. Cuando tengo claro de qué tratará el espectáculo, me voy a cazar el cuento.

A la caza del cuento Para cazar un cuento voy con los cinco sentidos despiertos. Desde ese momento dejo de ser Beatriz para convertirme en una extraterrestre con receptores por todo el cuerpo: antenas en los ojos, las orejas, las manos y la espalda. Estoy siempre alerta porque nunca sé dónde voy a encontrar el cuento. No sé si te ha pasado alguna vez que cuando estás obsesionado con algo, pongamos por caso amueblar el salón, no paras de ver anuncios de muebles, ofertas de sofás, revistas de decoración que ni sabías que existían, y hasta encuentras mesas abandonadas junto a los contenedores de basura. Recibes señales de información para amueblar el salón por todas partes, incluso en las paradas de autobús. Y no es casual. Tu mente ha enviado una solicitud a esas antenas que te salen por el cuerpo para que estén atentas a la menor señal que vean sobre muebles. Lo que uno no encuentra y no ve es porque no está interesado en ese momento en ello, no porque no esté ahí. Cuando estoy a la caza de cuentos veo historias hasta en las recetas de cocina de mi madre. Los cuentos que narro los he encontrado buceando en bibliotecas, olisqueando librerías, espiando en los libros de amigos, en artículos de opinión, noticias de 165

periódicos, recordando los cuentos del Abu, en romances, poemas, canciones de cuando era niña o anécdotas. Suelo tardar algunos días en encontrar el cuento. Porque no es cualquier cuento el que busco, es «el cuento», ese que quiero contar. Cuando al fin me tropiezo con él, entro en un estado febril y hago mío el cuento como si por el simple hecho de que lo haya encontrado ya me perteneciera, y me aferro a él como las raíces de un árbol a la tierra.

Releer el cuento No sabría decir con exactitud cuántas veces llego a leer cada cuento hasta hacerlo mío, es decir, hasta que lo asimilo. Varía de un cuento a otro, pero suele ser entre cinco y diez veces por término medio. Al leerlo repetidas veces digiero los personajes, las acciones, el lugar donde ocurre, el tiempo en el que sucede, imagino más allá de lo que está escrito y me recreo con el qué pasaría si… Como dijo Ana Pelegrín, experta e investigadora de narración oral: «Asimilar un cuento es adoptarlo a nuestra particular manera de contar, alejarlo de la rigidez y rescatarlo de lo inerte». Hay que leer varias veces el cuento para captar la esencia de la historia. Recuerdo que en las primeras clases de teatro lo primero que me dijeron es que antes de ensayar tenía que aprenderme de memoria toda la escena. No sólo las frases de mi personaje, sino también las de mis compañeros. Creí que el profesor había perdido el juicio. «¿Cómo me voy a aprender de memoria todas estas páginas en una semana?», le pregunté. «Leyendo, leyendo y leyendo», fue su respuesta. A mí me pareció imposible. Me veía el primer día de ensayo sin saberme ni siquiera mi papel. Estuve una semana desayunando sin levantar la vista del texto. Leía en los autobuses, en los descansos de clase, en el baño, subiendo las escaleras (más de una vez tropecé con un escalón), en la cama... Y al final, me aprendí el texto. A diferencia con el teatro, para contar cuentos no hay que memorizar el texto y reitero que no es memorístico. Hay que contar desde la memoria, que es bien distinto que aprendérselo de memoria. Con la memorización se pierde la frescura y la naturalidad de la oralidad, desaparece la espontaneidad del narrador. Lo que sí hay que hacer es leerlo y leerlo. Entonces, ¿qué diferencia hay entre leer y memorizar, y leer e interiorizar? En el número de veces. Para memorizar mi primer texto de teatro tuve que leer la obra completa cuarenta veces a lo largo de una semana. A un cuento le dedico cinco o diez lecturas. Yo aprovecho los momentos de lectura del cuento para hacer ejercicios de articulación de voz (ver capítulo 4, apartado 7: La calidez de la voz). Te aconsejo que pruebes tú también a hacerlo. De esta manera matarás dos pájaros de un tiro: leer para interiorizar y ejercitar la vocalización.

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Incluso si mi intención es sólo leer el cuento a un niño en voz alta, me lo leo antes un par de veces. Así, al conocer de antemano la historia, me da la libertad de poder jugar con el ritmo de la narración y con la voz de los personajes.

El esqueleto del cuento Para saber si tengo o no interiorizado el cuento, hago la siguiente prueba: si soy capaz de hacer una breve sinopsis del cuento significará que lo he asimilado. «Caperucita va a casa de su abuelita pero un lobo le acecha por el camino. El lobo llega antes a casa de su abuelita, se come a ésta y cuando llega Caperucita, intenta devorarla, pero un leñador mata al lobo y la salva.» «Un lobo quiere comerse a tres cerditos. Para lograrlo va destrozando las casas donde se esconden. Hasta que se topa con la casa de ladrillo que le es imposible de derribar, por lo que se desliza por la chimenea y termina chamuscado.» Luego escribo en mi libreta con frases cortas y lenguaje sencillo que pueda leer de un vistazo, la secuencia de acciones que ocurre en el cuento: Caperucita va a casa de su abuela. Un lobo la asalta en el camino. El lobo llega antes a la casa de la abuela. El lobo se come a la abuelita y se disfraza con su ropa. Caperucita llega a la casa y nota a la abuela muy rara. Le hace varias preguntas. Cuando el lobo contesta «para comerte mejor», intenta comérsela. Un leñador escucha los gritos de Caperucita y mata al lobo. De la barriga del lobo sale la abuelita sana y salva. Estos esquemas de cuento son mi apuntador personal, mi chuleta, y los utilizo antes de empezar a contar cuentos. Mientras el público toma asiento yo me aparto a leer los esquemas para refrescar la memoria. En una ocasión en la que contaba cuentos para público adulto, se me quedó la mente en blanco. No me acordaba de cuál era el cuento que iba a contar. Así que aprovechando que bebía agua para hidratar la garganta saqué el esquema y de una ojeada recordé el cuento. ¡Benditas chuletas! Si el cuento tiene muchos personajes, para no perderme en el laberinto los anoto en la libreta por orden de aparición como si fuera la lista de la compra. Esto me viene muy bien para los cuentos acumulativos en los que alguna vez he olvidado por el camino a la rana o al burro. Menos mal que a veces los niños tienen mejor memoria que yo.

Adaptación del cuento 167

Hay cuentos larguísimos y otros muy cortos. Los larguísimos no se pueden contar por completo, por lo que hay que sacar la tijera y recortar. Para este tipo de cuentos ayuda mucho escribir el esquema de la historia, pues así se descubre antes lo que es superficial e irrelevante en el cuento y se le puede dar tijeretazo. En los cuentos tradicionales hay frases literales que deben mantenerse. Al contar la versión clásica de Caperucita roja, ésta debe seguir diciendo literalmente: «Abuelita, abuelita, qué dientes tan grandes tienes». No podemos variar una frase tan marcada y conocida y sustituirla por esta otra: «Oye, abuela, ¿qué caries tienes en la boca?», porque estaríamos modificando por completo el personaje y el cuento. Lo mismo ocurre con otros cuentos tradicionales como Blancanieves y los siete enanitos, Pulgarcito o Los tres cerditos y el lobo feroz, donde el lobo feroz tendrá que seguir diciendo literalmente: «¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!». En cambio hay otras cosas que sí se pueden modificar y que no es necesario decir con palabras, pues las expresamos con el tono de voz, los silencios o los gestos corporales. Me refiero a las acotaciones. En la literatura es necesario escribir que la bruja alzó la varita mágica e hizo movimientos circulares con la mano mientras recitaba con voz chillona el conjuro. Sin embargo, en la oralidad basta con hacer el gesto de alzar el brazo o mover en círculos la mano para visualizarlo. Como tampoco es necesario explicar cómo era de aguda la voz de la bruja, porque imitarás su voz. Muchas acotaciones son prescindibles en el cuentacuentos, pues son reemplazadas por el gesto y la voz. También te encontrarás con cuentos literarios escritos con un lenguaje poético que deberás adaptar al lenguaje oral. Si tomamos como ejemplo el cuento La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe, escrito en un lenguaje literario del siglo xix, la frase: «No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza», es una frase alejada de nuestro lenguaje coloquial. Si la empleásemos en nuestra cotidianidad rechinaría por todas partes. Nadie dice a su amigo: «Invadió en mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza». Si te entran dudas de si tal o cual expresión es o no coloquial, prueba a imaginar diciéndosela a un amigo. Si la frase no desentona en la conversación cotidiana, entonces puedes utilizarla en el cuento. Si no es así, busca sinónimos más coloquiales y rehúye de adjetivos rimbombantes. Narración oral no significa lenguaje empobrecido, se pueden utilizar palabras y expresiones cultas en el cuento, pero con dosificación. Es como echar sal en la comida. Todo en su justa medida. Hay varias excepciones a la hora de adaptar los cuentos. Se trata de los poemas y los microrrelatos, a los que no se les puede adaptar ni sustituir las palabras. Debemos contarlas y recitarlas tal y como están escritas. Los relatos híper breves, debido a su mínima extensión, tienen cada palabra estudiada y elegida especialmente por su significado o sonoridad. La omisión o modificación de una palabra puede hacer variar por completo al cuento. Augusto Monterroso escribió el relato más breve de la literatura universal: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Este cuento hay que 168

contarlo con las palabras y el orden exacto. No admite ninguna alteración. Lo mismo le ocurre a los poemas y a los cuentos acumulativos, cuya esencia radica en la estructura de frase repetitiva y acción acumulada. Con respecto al punto de vista, los cuentos narrados oralmente se cuentan en tercera persona y en pasado, a excepción de las anécdotas y las conversaciones escénicas, que suelen narrarse en primera persona. Los cuentos no deben extenderse más allá de los diez minutos. Siempre habrá excepciones, pero hay que imaginarse que cada cuento es como una escena dentro de una obra de teatro, o un pedacito de tarta, no la tarta entera.

Conversación escénica En la narración oral hay un espacio llamado conversación escénica, que hace de nexo entre cuento y cuento. Es también la primera toma de contacto entre el narrador y el oyente. La conversación escénica no es un diálogo de preguntas y respuestas, ni un monólogo interior. La conversación escénica es el hilo conductor que une varios cuentos y que da unidad al espectáculo. La conversación escénica también es una introducción al cuento, el telonero del cuento. En ese apartado podemos contar anécdotas nuestras, de otros, o hacer referencia al cuento que vamos a narrar a continuación. La duración de la conversación escénica no debe superar a la del cuento que viene después, con la excepción de los microcuentos. Esta es la conversación escénica que Montserrat del Amo hace del cuento El Jalmeso: «La historia que vamos a narrar ahora es un cuento popular de Ceilán, una isla que está muy lejos, al sur de la India, en medio del Océano Índico. Es un sitio precioso, lleno de palmeras, y en sus playas se pescan perlas de verdad. Las mujeres trabajan en las plantaciones de té. Recogen las hojitas verdes y las van echando, por encima del hombro, en un cesto que llevan colgado a la espalda. Después, las ponen a secar al sol. A la noche, sentadas a las puertas de las casas, bajo las palmeras, les cuentan a sus hijos la maravillosa historia del Jalmeso. Igualito que os la voy a contar ahora».

Como ves, la conversación escénica que ha empleado Montserrat del Amo es breve, pero tiene la extensión suficiente para hacer de introducción al cuento. Nos pone en situación al contarnos que el cuento sucede en una isla lejana, Ceilán. Y nos ambienta hablándonos de palmeras, perlas, playas, plantaciones de té y mujeres cargando cestos a la espalda. Son pinceladas que nos transportan a otro mundo y nos preparan para adentrarnos con suavidad en la historia del Jalmeso. Antes de empezar a contar el primer cuento deberías romper el hielo con un poco de conversación escénica. La conversación ayudará al público a ir familiarizándose con tu acento, tu ritmo de voz y tu vocalización. Como cada narrador, tú tendrás un estilo propio y deberás conceder al público cinco minutos preliminares de conversación 169

escénica para que se vayan adaptando a tu voz y a tu ritmo de habla. Así también te aseguras de que los oyentes entenderán el cuento que vendrá a continuación. El año pasado, en el Festival de la Diáspora de Costa Rica, mis amigos costarricenses me advirtieron de que para ellos el acento español les sonaba tan duro que les parecía que los españoles estábamos todo el día enfadados. Además había que añadir que yo hablaba muy rápido para ellos, acostumbrados a una dicción más pausada. Así que sentían que yo llevaba puesto un motor en la lengua. Con estas advertencias tomé conciencia a la hora de contar cuentos de que necesitaría algo más de cinco minutos de conversación escénica para que se adaptaran a mi acento y ritmo. Te ayudará saber que en las conversaciones escénicas funcionan muy bien las anécdotas personales, esto hace que el público se sienta confidente de tu intimidad, y les conquistarás desde el principio. El tono y la voz en la conversación escénica debe ser lo más natural posible. Evita gestos de expresión corporal exagerados. Sé natural y siente que estás entre amigos.

Claves a tener en cuenta Evita: • Frases enrevesadas, complejas, muy largas o laberínticas. • Tecnicismos y expresiones formales que suenen a lenguaje barroco. • Lenguaje profesional y frío más propio de textos oficiales y académicos que de la narración oral. • Lenguaje telegráfico o lenguaje de indios del tipo: yo jefe, tú morir sin ver. Usa: • Lenguaje coloquial (que no vulgar), con palabras sencillas. • Naturalidad en el tono de voz. • Describe el espacio, las acciones, los personajes.

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2. PATATÍN, PATATÁN, PATATÚN En una de sus visitas, Alma no pudo contener su curiosidad cuando me escuchó decir sin cesar «patatín, patatán, patatún, patatín, patatán, patatún». Abrió la puerta de la habitación y me encontró narrando a una silla vacía y diciendo «patatín, patatán, patatún». Se moría de risa. «¿Por qué repites patatín, patatán, patatún?», me preguntó. Y le expliqué que era porque no sabía cómo seguía el cuento, lo había olvidado. «¿Y por qué no empiezas de nuevo?» Yo no quería volver atrás, ya lo había hecho en otras ocasiones y no me ayudaba en absoluto, más bien me bloqueaba. Volver a empezar el cuento significaba no avanzar. A mí me ayuda enfrentarme al bloqueo en ese momento. Al decir «patatín, patatán, patatún» gano tiempo para retomar el cuento o para inventar cómo seguirlo. Desde entonces, Alma llama a ensayar cuentos: «Patatín, patatán, patatún». Cuando ensayo le cuento cuentos al Abu. Y aunque hace muchos años que murió, también hace muchos años que le mantengo vivo en la memoria. Le imagino sentado, escuchándome los cuentos con su sombrero de paja en la cabeza, su gran barriga y su bastón de castaño colgado en el respaldo de la silla. Para ensayar visto ropa cómoda y ando descalza por la habitación. Me gusta sentirme con libertad de movimientos. No hay nada más incómodo para ensayar que unos pantalones que oprimen la cintura o unos zapatos de tacón. Comodidad, sobre todo intento sentirme cómoda. Cierro la puerta de la habitación y le narro al Abu el cuento. No paro la narración aunque me equivoque, ni siquiera cuando me quedo en blanco. Nunca vuelvo hacia atrás. En esos momentos me digo «me equivoqué pero el cuento sigue así» o «no sé qué viene ahora, pero me acuerdo de que…». Siempre voy hacia delante. Avanzo en la narración, porque si retrocedo me obstaculizo y me bloqueo con el cuento. Así que, una vez que empiezo el cuento, pase lo que pase, lo narro de una vez. Luego me analizo. Me pregunto qué parte del cuento disfruté más, dónde me recreé y cómo me sentí contando el cuento: si estaba a gusto, o en tensión. Y anoto las respuestas en mi cuaderno. Es importante recordar las emociones positivas que te aporta el cuento, eso lo refuerza. También estudio dónde me equivoqué, qué palabra me costó pronunciar, qué protagonista olvidé por el camino, y lo anoto también en la libreta para hacer hincapié en corregir los errores y mejorar la narración. Si durante el cuento me bloqueo y no me acuerdo de cómo seguía o no se me ocurre qué inventarme, recurro al «recuerdo que». Digo en voz alta «recuerdo que…» y dejo soltar lo que se me vaya ocurriendo. «Recuerdo que Cenicienta lo pasaba muy mal en su casa con sus hermanastras. Recuerdo una carroza, y un ratoncillo. Recuerdo un hada con 171

gran sonrisa y una madrastra con semblante serio. Recuerdo que Cenicienta quería irse de la casa». Con el «recuerdo que…» enlazo una evocación con otra, hasta recapitular el cuento que había olvidado. Si esto no funciona, arranco con el «qué pasaría si». Esto además de divertirme es un buen ejercicio de creatividad. Imagino una hipótesis fantástica: ¿qué pasaría si Caperucita roja no fuera una chica sino un chico?, ¿qué pasaría si Blancanieves fuera muy fea?, ¿qué pasaría si Pinocho tuviera carcoma?... y a partir de ahí desarrollo un argumento. A veces surgen ideas tan ingeniosas que se pueden incorporar a la narración. No importa si al final termino contando un cuento distinto al que tenía interiorizado. En esta ocasión lo importante es terminar la narración. Tras el ensayo vuelvo a leer el cuento original para refrescar la memoria, y si algunas ideas que han surgido de este ejercicio me han gustado, las incorporo a mi versión del cuento. Ensayar el cuento significa contarlo una y otra vez. Oírmelo contar me ayuda a ir interiorizándolo, a vivir el cuento como si estuviera sucediendo al mismo tiempo que lo narro. Rara vez me miro en el espejo cuando ensayo. No me gusta mirarme porque me distrae de la narración. Coincido con Estrella Ortiz en que «el espejo sirve para mirar algo, pero nunca para mirarnos». Por eso desaconsejo ensayar frente al espejo, a no ser que se quiera ver puntualmente cómo se ve tal o cual gesto corporal. Lo que sí suelo hacer después de varios ensayos es grabarme la voz. Me gusta escucharme y analizar el ritmo de habla, las pausas, la vocalización, el tono. Otras veces me grabo con una cámara de vídeo casera. Esto lo hago con menor frecuencia. Sitúo la cámara sobre un aparador o una balda de estantería a la altura de la cintura en un ángulo que cubra 45 grados de la habitación y que me permita cierto movimiento en el espacio. Me coloco tres pasos alejada de la cámara para que me pueda grabar de cintura para arriba. No me alejo mucho porque si no se perderían los gestos de la cara. Cuando he terminado de grabarme, me veo por la televisión y examino no sólo la voz sino también los gestos corporales. Ante todo me tengo prohibido hacerlo perfecto. Joseph Campbell, en conversación con Sam Keen, dijo: «Tanto el artista como el amante saben que la perfección no es deseable. Son las torpezas de un fallo lo que hacen deseable a una persona… Éste es un tema común en el folclore de Las mil y una noches: donde tropieces y caigas, ahí encontrarás el oro». Mi consejo es que no te obsesiones con contar de manera perfecta. Yo dejé de preocuparme por la perfección cuando me di cuenta de que el narrador perfecto no existía. Mi objetivo es sentirme a gusto al narrar y hacer disfrutar con el cuento. En los ensayos no estoy pendiente de mostrar mi mejor perfil como si fuera una estrella de Hollywood posando para los fotógrafos a la entrada de los Oscar, ni tampoco imposto mi voz para intentar ser Marilyn Monroe cantando al presidente Kennedy. No. Yo soy Beatriz Montero y tengo la voz que tengo, y me equivoco y se me olvidan las cosas. Pero también tengo mis propios gestos más o menos elegantes y mi forma

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personal de contar. Busco la naturalidad y desde la naturalidad trabajo mis gestos, mi voz, mi tono. Patatín, patatán, patatún.

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3. EN BUENA COMPAÑÍA Para que el cuento esté vivo se necesita un narrador y un oyente. Ensayar sola está muy bien para los primeros ensayos, pero luego es necesario conocer la reacción del público para pulir el cuento. Y qué mejor público que los conejillos de Indias particulares: la familia y los amigos, a los que luego interrogaré con una batería de preguntas: ¿Te gustó? ¿Has desconectado en algún momento del cuento? ¿Cómo has visto tal o cual gesto? ¿Me has visto muy acelerada en el ritmo? ¿Crees que debería hacer más pausas? Yo hago estas preguntas y muchas más. Quiero que de me den su opinión personal, si hay algún recurso que les provocó humor, si conseguí mantener su atención durante el cuento. En definitiva, tengo que saber si el cuento engancha o no, y por qué. Anoto en mi libreta los comentarios que me hacen. A veces los comentarios pueden ser tan sinceros que sin querer hieren la autoestima. Sin embargo, hay que verlos como parte del aprendizaje y tener presente que quien hace el comentario también se puede equivocar en su valoración igual que nosotros nos equivocamos al narrar. Los comentarios sirven para resolver dudas, pero no todos son igual de constructivos. Hay comentarios más acertados que otros y no todas las personas son buenos críticos. Unos son mejores que otros. Sin embargo, si más de dos personas coinciden en una misma valoración, empiezo a reflexionar sobre ella porque quizá tengan razón. Elena, que vivía con su madre, un día me dijo en el taller: «No puedo ensayar el cuento con mi madre. A ella todo le parece maravilloso. Da igual si me equivoco o no. Siempre me dice: qué bonito, hija». Los comentarios, como le dije a Elena, no tienen por qué ser sinónimo de negatividad. Existen comentarios positivos, como los que le hacía su madre, que funcionan como reforzamiento personal, nos ayudan a dar pasos hacia delante, nos animan a continuar. Los comentarios positivos son las almohadas que amortiguan caídas y fracasos. Ojalá todos tuviéramos un admirador tan inquebrantable como la madre de Elena. Fernando, Carmen y yo formábamos el grupo Trapisondos, y rotábamos de una casa a otra para ensayar. Lo primero que hacíamos era tomar un café con leche y contarnos las anécdotas del día. Ese preámbulo al ensayo nos relajaba. Cuando el café se acababa, llegaba el momento de contar el cuento y nos lo jugábamos a cara o cruz porque ninguno quería ser el primero. Los tres habíamos ensayado los cuentos a solas, pero yo sentía que contárselo a Carmen y a Fernando era bien distinto a contárselo al Abu imaginario o al amigo que nunca era imparcial. Para mí ensayar delante de otro narrador es quedar desnuda ante la mirada crítica y también siento que nos une un cordón umbilical que nos retroalimenta.

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Los comentarios que nos hacíamos iban más allá del me gusta o no me gusta. Eran aportaciones constructivas del tipo: «Prueba a contarlo desde el punto de vista de la mujer del protagonista. ¿Qué tal si aceleras el ritmo de la narración cuando el gallo está a punto de sortear al rey? Podría venir bien una pausa después de que la princesa encuentra al piojo, le daría más fuerza a la escena». Y cosas por el estilo. Con sus comentarios conseguí mejorar y enriquecer muchos cuentos. Y a ellos les pasó lo mismo con los míos. En los ensayos cada uno se fijaba una tarea. Unas veces Fernando estudiaba los gestos, Carmen las pausas y yo el ritmo de la narración. Íbamos rotando. Nos centrábamos en un solo aspecto de la narración para evaluar el cuento con minuciosidad. Al analizar las virtudes y los defectos de mis compañeros, descubría que yo cometía los mismos errores que ellos, así que los comentarios que nos hacíamos unos a otros valían para los tres. Porque de un modo u otro compartíamos errores y aciertos.

Sugerencia Al ensayar delante de otros cuenta el cuento dos veces. La primera vez sirve para que los demás analicen tu manera de narrar. Después de escuchar sus comentarios, asimila sus propuestas. Si dos o más personas insisten en que hablas demasiado rápido y que eso les impide seguir el cuento, tómatelo en serio. Si varias personas coinciden en algún comentario, quizá tengan razón. Piensa en ello. Tómate unos minutos para ser crítico contigo mismo. Vuelve a narrar el cuento, pero esta vez incorpora las ideas de tus compañeros. ¿Cómo te sentiste? ¿Mejoró la narración?

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1. CUÉNTALE UN CUENTO Y VERÁS Contar cuentos en América es contar chistes. En España, contar un cuento es contar una mentira. Los cuentos están pensados para alimentar el alma de grandes y pequeños. Y no es sólo divertimento para niños; también los adultos disfrutan al escuchar historias. Los cuentacuentos cuentan historias ficticias, historias que no son reales, pero que viven en nuestra imaginación. El gigante egoísta, Cenicienta, Los tres cerditos o El patito feo viven en nuestra memoria. ¿Existen? Pues claro, están en los libros y en la memoria colectiva. Está demostrado que los niños que escuchan cuentos desde pequeños son más creativos e imaginativos. Al escuchar cuentos, el cuentacuentos está animando al niño de manera indirecta a leer. Si el cuento le ha gustado, el niño reclamará que le vuelvan a contar ese cuento y no otro, y terminará leyendo el cuento. Todavía me sorprende ver cómo los niños, después de escucharme contar cuentos, salen disparados a la estantería de la biblioteca a agarrar un libro. Se sientan en la alfombra y se ponen a leer. ¿Casualidad? No, no es casualidad. El niño que escucha cuentos quiere leer e informarse más sobre aquella historia que le ha gustado. A Iván le encantaba escuchar la historia mitológica griega de Ulises y el Cíclope. La Odisea es un clásico, forma parte del origen de la literatura, es una obra maestra, culta y universal. A Iván, con ocho años, toda esa palabrería le daba igual. Le gustaba ese cuento porque Ulises era un héroe que había salvado a quinientos hombres. Ulises era incluso más fuerte que Superman. Y además el Cíclope, tal y como yo lo contaba, era un monstruo repugnante que dejaba los mocos pegados en la cueva, y eso le hacía mucha gracia. Yo contaba ese cuento en el Museo Arqueológico Nacional los domingos por la mañana. No sé la cantidad de veces que fue Iván a escuchar Ulises y el Cíclope. Se lo sabía de memoria. Cada domingo aparecía con un nuevo libro sobre aventuras de Ulises bajo el brazo. Este niño de ocho años terminó leyéndose La Odisea en versión infantil, sin quererlo. Su objetivo era saber más sobre ese súper héroe, Ulises, que me había oído contar. Si el cuento se lo vas a contar a un solo niño puedes contárselo con el libro entre las manos, leerlo y poner voces a los personajes. No hay que contarlo de manera acelerada, sino lenta, para que el niño o la niña puedan imaginar la historia según la van escuchando de tus labios. Busca cuentos que también te gustan a ti. Si el niño reclama algún cuento en especial, escúchale y léeselo. Piensa que ese cuento también le ayudará.

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La hora del cuento debe ser un momento de encuentro entre el niño o la niña y tú. El hecho de que les dediques un momento del día sólo y exclusivamente para ellos es el mayor regalo que les puedes dar. Con esto, el niño interpreta: «Me quiere tanto, que deja la tele para estar conmigo y hasta me cuenta un cuento». Muchas veces el cuento es lo de menos. Lo importante, lo realmente importante, es que estés con ellos.

Sugerencia En muchas bibliotecas existe «La hora del cuento». Lleva a tu hijo o hija siempre que puedas allí. Que tenga contacto también con los cuentacuentos, con otras historias, con otra forma de contar cuentos. Que tenga contacto con los libros. Tu hijo o hija te lo agradecerán. Y quién sabe, a lo mejor se convierten en el futuro en unos grandes creativos. Y todo porque una vez alguien les dijo Había una vez…

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2. SUSURROS DE ALGODÓN Susurros de algodón es el título de mi espectáculo para bebés. Suelo representarlo en las bebetecas de las bibliotecas. El número de plazas es muy limitado, no más de veinte bebés, por lo que muchas bibliotecas optan por hacer listas de admisión por riguroso orden de solicitud. Los bebés, de entre 0 y 3 años, van siempre acompañados por el padre o la madre. A veces la abuela o el abuelo. Los adultos sientan a los bebés en su regazo durante la sesión de cuentacuentos. El momento mágico del cuento para bebés no dura más allá de 30 minutos. A mí me gusta empezar con música clásica de fondo. Eso tranquiliza a los bebés y a los adultos. Los calma y los prepara para el cuento. Aunque parezca que los bebés no se enteran del cuento, se enteran. Perciben los tonos de voz y la música de las palabras. Y si ellos no se enteran, los adultos sí que aprenden durante la actuación cómo se cuenta cuentos al bebé. Al sonido de las campanillas, los pequeños giran la cabeza hacia mi mano. Abren sus ojos infantiles cuando la ballena se despierta, Wansifeo desayuna y el elefante apaga el fuego con su trompa. Llevarles a la biblioteca desde tan pequeños es un buen hábito para convertirles en futuros lectores. Los cuentos deben ser muy sencillos, de pocas palabras, y cortos. Muy cortos. Al bebé lo que le atrae es la musicalidad. A mí me gusta hacer voces de personajes, y ver cómo el bebé ladea la cabeza al oírme hacer los sonidos. Si el bebé tiene 2-3 años repito varias veces el mugido de la vaca o el ladrido del perro, y ellos se aprenden rápidamente el sonido y lo imitan conmigo. Nunca les fuerzo a hacerlo. Los bebés lo repiten por imitación. Les divierte hacer sonidos. Vocalizo mucho las palabras. A veces da la impresión de que tengo una patata dentro de la boca de tanto como la abro. Y hablo despacio. Muy despacio. Los bebés no sólo deben entenderme, sino que están en una fase de aprendizaje lingüístico. Cuando aún no saben hablar llaman a la madre o al padre con el llanto y, poco a poco, van aprendiendo alguna palabra al imitar nuestras voces. Por eso redondeo las sílabas para que les sea más fácil imitar. Llamé al espectáculo Susurros de algodón porque así debe ser el tono que se debe emplear al hablar con un bebé. Suave y esponjoso como el algodón, y dulce como el susurro. Sin gritos, ni rugidos que le asusten. Les cuento historias de animales, a ritmo de enumeración de acciones. Los cuentos para bebés no son historias con presentación, nudo y desenlace. Los cuentos son listas de acciones construidas con frases sencillas: el tren corre, papá come patatas, mamá se lava los dientes, el gallo Kirico no dice ni pío. El bebé capta fragmentos separados y no es capaz aún de hilvanar una acción con otra. Por eso cuentos como El pollo Pepe, de Nick Denchfield y Ant Parker, con ilustraciones 180

coloridas y simpáticas son los adecuados para los bebés. Al narrar este cuento, cada vez que digo una frase, imito con gestos la acción. Por ejemplo, si les digo que el pollo Pepe come cebada, imito con grandes gestos que estoy comiendo y hago también sonidos como si masticara. Si tiene una gran barriga, reproduzco con movimientos de brazos la imagen de una gran barriga. Y así voy recalcando frase a frase con la voz, gestos y sonidos. Los bebés necesitan la repetición para la comprensión y el aprendizaje. EL POLLO PEPE El pollo Pepe come mucha cebada. Por eso tiene una enorme… Barriga. El pollo Pepe come mucho, mucho trigo. Por eso tiene un grande y fuerte… Pico. El pollo Pepe come muchísimo maíz. Por eso tiene unas grandes… Patas. Pero si crees que el pollo Pepe es grande. Mira como es su… Mamá. Al acabar el cuento les enseño uno a uno el dibujo de la mamá del pollo Pepe. Les pregunto si les parece que la mamá del pollo Pepe es muy grande. Y todos dicen que sí con la cabeza. Bueno todos menos los bebes de pocos meses que no saben hablar, pero disfrutan con los sonidos de mi voz, la música y las caricias de sus padres. Cuando la actuación termina les dejo que toquen el cuento, que pasen las páginas. Me gusta que los bebés tengan contacto físico con los cuentos. Tengo que estar muy pendiente porque los libros me duran muy poco. En seguida le encuentran el placer a romperlo. No por maldad. Romperlo para ellos es otro modo de aprendizaje. Otro de los cuentos del espectáculo es El dinosaurio, de Kimiko. Les muestro las ilustraciones del libro al tiempo que lo narro. Los dibujos son de líneas sencillas y redondas con fondos amarillos, rojos y verdes. El libro tiene lengüetas que si se mueven aparece el dinosaurio bebé en posturas muy simpáticas. Para narrar el cuento me inventé un juego en el que los bebés dan palmas para que el dinosaurio bebé salga de su escondite. EL DINOSAURIO Soy un bebé dinosaurio casi tan grande como una montaña. Cada mañana escupo fuego. Por la tarde juego al escondite con Rita. Y por la noche duermo entre los brazos de mi mamá. Tanto el cuento de El pollo Pepe como El dinosaurio están escritos con frases sencillas que, cómo ves, no esconden ninguna historia. Tan sólo son enumeraciones de

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acciones: hago tal y cual cosa. La gracia de estos cuentos está en las voces, el ritmo y los gestos que le pongo. También les canto canciones y nanas. Los padres participan conmigo repitiendo el estribillo y dando palmas con las manos del bebé. El bebé sonríe y ríe porque siente la conexión afectiva con su padre o con su madre. Los bebés perciben muy bien cuándo les estás dedicando un pedacito de tu tiempo. Otras veces me paseo entre los bebés con la tortuga Tomasa, una marioneta de guante hecha de felpa. Y los bebés la tocan, la estrujan, la estiran, la chupan, la besan. Ese es el objetivo final, ayudar a los bebés en su desarrollo sensorial a través del tacto con las marionetas y con libros de goma. Les estimulo con el sonido de campanillas, de una flauta, con la modulación de mi voz, con canciones. Trabajo la motricidad con juegos gestuales: palmadas, pisotones, ladeos de la cabeza y movimientos de brazos, todo al ritmo de una canción. Tienen que ser movimientos suaves porque los bebés que gatean o incluso los que ya caminan aún no tienen muy desarrollado el equilibrio y tropiezan con facilidad, se caen hacia atrás o se dan golpes contra estanterías que no ven. La lateralización se produce entre los tres y los seis años. Y la verdadera construcción del yo corporal no se da hasta los cinco años aproximadamente. Aunque vea disfrutar mucho a los bebés, soy consciente de que 30 minutos es el tiempo máximo que ellos pueden dedicar a una actividad. Más allá de los 30 minutos el bebé deja de mantener la atención en lo que estaba haciendo. Necesita hacer otros juegos. Si alguien me preguntase cuál es el público más difícil para contar cuentos, sin dudarlo diría que los bebés. A pesar de ser el público más dulce y tierno de todos, requiere el doble de atención que los otros niños. En los primeros minutos del espectáculo siempre me invade la duda de si los bebés estarán o no adentrándose en los cuentos. Muchas veces me dejo llevar por la respuesta de los padres. Si a los padres les gusta, a los bebés también. Alguna vez me he encontrado que en actuaciones mías programadas para bebés los organizadores han llenado la sala mezclando las edades de los niños: desde los 12 años hasta bebés tumbados en carritos al fondo de la sala. Es imposible que el bebé no llore pasado los 30 minutos y es impensable que el niño de 12 años se enganche con los cuentos del bebé a base de frases telegráficas: el perro hace guau, el gato dice miau. Por eso no me canso de repetir que los bebés deben estar separados del resto de los niños. Sobra explicar que durante el cuentacuentos los bebés no deben tomar alimentos ni tampoco hay que distraerles con un sonajero. En cuanto el bebé se impacienta, hay que abandonar la sala con él por respeto al auditorio y al cuentacuentos. Alma me pidió que fuera a su colegio a contar a los alumnos de tres años con motivo de la Semana del Libro. Llegué al colegio con mi sombrero de maga. Los peques se quedaron hipnotizados cuando me vieron entrar en el aula. Recuerdo esto porque me pasó una cosa muy curiosa al narrar el cuento de Vamos a cazar un oso, de Michel Rosen. En un momento del cuento en el que los niños caminaban detrás de mí, les pedí 182

que se protegieran la cabeza porque de la montaña imaginaria estaban rodando piedras y podía caernos alguna encima. Todos los niños imitaron mi gesto de agacharse y cubrirse la cabeza. Todos menos Jaime, que permaneció de pie. «Las cosas que caen del cielo no se llaman piedras», me aclaró, «se llaman meteoritos». Me hizo mucha gracia, y después de darle la razón le invité a imitarme. El pequeño regresó al cuento como si tal cosa. Jaime tenía entonces tres años, ahora con seis es todo un fenómeno. Y así como aseguro que los bebés necesitan mucha atención, también digo que es el público más agradecido que he tenido. Si pudiera robar algo de esos momentos en los que narro a los bebés, me llevaría sus sonrisas espontáneas y las risas que llenan la sala.

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3. COSAS DE NIÑOS Los niños tienen la suerte de adentrarse en el mundo mágico y vivirlo como real desde el momento que escuchan «había una vez», «en un lejano país», «hace mucho tiempo atrás». Estos inicios anticipan que lo que se va a contar no ha sucedido ni aquí ni ahora. Es la imprecisión temporal lo que lanza al niño a un mundo fantástico, lo que le impulsa a abandonar el mundo real. A pesar de los años que llevo contando cuentos, no deja de sorprenderme la reacción ingenua y sincera de los niños frente al cuento. Sienten el cuento como un lugar mágico de historias imposibles que a la vez son posibles en su imaginación. Por supuesto que ningún niño se cree que los cuentos sean historias reales, igual que cuando juega a ser pirata sabe que al dejar de jugar vuelve a ser Sara o Diego. El cuentacuentos tan sólo alimenta la ilusión con sus palabras y gestos, luego es el niño quien se tira a la piscina sin flotador para nadar entre dragones y castillos. A veces los pequeños me interrumpen la narración con preguntas: «¿Por qué el ogro está siempre enfadado? ¿No tiene amigos?». Yo suelo contestar a sus preguntas. Me gusta que los niños participen en el cuento. No me alargo en las contestaciones para no desviarme de la historia, por eso mis respuestas son cortas: «Porque es un ogro y los ogros no se relacionan con personas como tú o como yo». Y continúo la narración. Con la respuesta, el niño se queda satisfecho y sigue atento al desarrollo de la historia. Pero como no hay un niño igual que otro, también me ha ocurrido que alguno sigue cuestionando la veracidad de algún hecho y continúa preguntando. En ese caso le digo que se lo contestaré al final del cuento y con ello zanjo el tema. He visto cómo narradores principiantes llegan a perder el control de un cuento sólo por no responder a tiempo las dudas de los pequeños. Algunos por inexperiencia, otros porque proceden del teatro, el caso es que ignoran la voz del pequeño y éste, creyendo que no le escuchan, persiste en interrumpir el cuento con la misma pregunta. El resultado es que el cuentacuentos se pone cada vez más nervioso, el niño que pregunta pierde el hilo del cuento y los niños de alrededor se distraen con él. En estos casos hay que hacer un pequeño paréntesis y resolver la duda. En la narración oral se cuenta con los otros, y a diferencia del actor, el cuentacuentos interactúa con el público y se alimentan de él, igual que el público se alimenta del cuentacuentos. Es como una cadena circular que pasa de uno a otro. Si la cadena se rompe, el cuento se cae. A pesar de que mucha gente opina que los cuentos son sólo cosa de niños, yo comencé a contar cuentos únicamente para adultos. Vivía en un edificio de pisos en el centro de Madrid donde no había niños, a excepción de los nietos de la señora Herminia, que venían a visitarla los domingos. Es más, en el barrio apenas se veían niños jugando en 184

las calles. Se puede decir que cuando empecé a contar cuentos, mi contacto con niños era casi nulo. La primera vez que conté para público infantil fue en un centro de acogida de niños en Gran Canaria. Estaba esos días con dos espectáculos de cuentacuentos para adultos en el Festival de Narración Oral de Agüimes cuando me pidieron que fuera a contar a los niños. Me llevaron a un centro que había sido una antigua cárcel, rehabilitado como centro para menores. El cuentacuentos tuvo lugar en la capilla del centro, que tenía tan mala acústica que las toses retumbaban como campanas. Les narré el cuento de Caperucita roja en una versión transgresora en la que no se mataba al lobo. Fue un error. Los niños me pidieron que les narrara el cuento de nuevo, pero la versión clásica. Volví a narrar el cuento tradicional de Caperucita roja. Los niños necesitaban escuchar cómo se castigaba al lobo. Dejar libre al lobo era para ellos como soltar al asesino de la película en tu habitación. El cuento tenía que tener al héroe leñador que liberaba a la abuelita y un lobo malo que fuera castigado. Al contar cuentos a los niños es preciso exagerar: el lobo ha de ser malísimo, el leñador buenísimo y la capucha de Caperucita roja tiene que ser tan roja como el fuego. No valen los términos intermedios que carecen de fuerza. Después de contar el cuento me gusta hablar con los niños, preguntarles si les ha gustado, si piensan que puede haber un animal más astuto que el gusano, si han visto algún ogro tan grande como el del cuento o si pasaron miedo con la historia. En una ocasión, después de contar el cuento de La bruja Endunda, les pregunté a los niños y las niñas si les gustaría saber magia y si cambiarían alguna cosa con la varita. Una niña me dijo que le gustaría saber volar, pero volar sin escoba porque las escobas eran muy incómodas. «¿Se puede utilizar en lugar de una escoba un murciélago?», me preguntó. Un niño dijo que a él le daría vergüenza que su hermano mayor le viera con una varita mágica. Pero que si la pudiera usar sin que le viera, le pondría a su hermano un grano bien gordo en la frente. Los niños son geniales. Cuando digo en mis talleres que el público infantil es más difícil que el público adulto, siempre hay alguno que me mira incrédulo. ¿Cómo va a ser más complicado contar un cuento a un niño, si el niño se queda ensimismado con cualquier cuento? La respuesta es sencilla. El niño es espontáneo y si no engancha con el cuento te dirá claramente: «Me aburro». Y si no le escuchas se levantará y se irá de la sala. Y desde el momento que no está escuchando el cuento, tú pasarás a ser ruido de fondo. Si el niño está con la boca abierta escuchando el cuento, si te mira todo el tiempo, puedes estar seguro de que está disfrutado con el cuento. En los cuentos uno puede tener traspiés, cometer errores y tener accidentes laborales y no pasa nada. Todo quedará en una anécdota. Los niños seguirán queriendo escuchar el cuento. Por eso me encanta contar con los niños. Es el público más entregado y sincero de todos.

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Y hablando de accidentes. Hace años cuando contaba cuentos con Fernando, nos llamaron de un colegio público de Madrid para ir a contar cuentos a los alumnos de quinto y sexto curso. Al narrar el cuento popular ruso de Iván Ivanovich, decidimos sacar al escenario a un niño o niña para que representara al protagonista. Al pedir un voluntario todos levantaron las manos. Pero Issac, que estaba en la primera fila, levantó los dos brazos: «Yo, yo, yo». Fernando sacó a Issac y le dio instrucciones: —Te vas a poner aquí, junto a Bea. Y vas a ser Iván Ivanovich. —¡Bien, bien! —dijo el niño dando botes. —Y yo voy a hacer de mosca y me voy a poner debajo de tus manos. Cuando empiece a hacer el zumbido de la mosca tú tienes que hacer como si la atraparas. Para ello das una palmada con las manos. Así —Fernando dio una palmada sonora al aire a modo de ejemplo. —¿Es fácil, verdad? —Sí, sí —respondió Issac emocionado. Fernando se puso de cuclillas debajo de las manos abiertas de Issac, que se tomó muy en serio el papel de Iván Ivanovich. Fernando continuó la narración contando que Iván Ivanovich al escuchar el zumbido de la mosca, separó las manos, dio una palmada y la atrapó. Issac que a esas alturas de la historia estaba viviendo el cuento como si de verdad fuera Iván Ivanovich, abrió todo lo que pudo las manos y al cerrarlas calculó mal y las estrelló contra las orejas de Fernando, con tal fuerza que éste cayó al suelo de la torta que le propinó el niño. Fernando rebotó en el suelo y yo no pude contener la risa. «¿No sabes lo que es dar una palmada al aire?», le preguntó. Noté en la mirada de susto de Issac que no lo había hecho intencionadamente. El pobre me miró preocupado. Yo estaba con tal hipo de risa que no pude ni intervenir. Ni siquiera tuve fuerzas para ayudarle a levantarse del suelo. Fernando se acarició las orejas atomatadas: «¿Pero tú has visto la leche que me ha dado?». Cuando el niño es conquistado por el cuento, lo vive, como le pasó a Issac. El cuento, dijo Franz Kafka, tiene que ser el hacha que rompa nuestra mar congelada. Nos tiene que hacer vibrar y soñar como si la historia ocurriera en ese momento. El niño tiene la facilidad de desconectar de la realidad con un chasquido de dedos. Puede ver monstruos que el adulto ni imagina, correr sobre olas, bucear entre cuevas de nubes, volar sobre alfombras, luchar contra piratas y creer que un círculo de setas en mitad del bosque le protege de las brujas. Piaget afirmaba que el pensamiento del niño es animista hasta la pubertad. Es decir, que para el niño todos los objetos de la naturaleza tienen vida y poderes: la Luna canta por las noches y convierte a los hombres en lobos y el sol sonríe y da calor porque quiere. Y es que en el cuento todo es posible, hasta los accidentes.

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4. LOS ADULTOS, ESOS GIGANTES

Según crecemos somos menos ingenuos, más resabiados, nos sorprenden cada vez menos cosas y somos más exigentes. Nos convertimos en gigantes encorsetados en normas, éticas y costumbres. Se nos apaga la mecha de la fantasía. Ya lo dijo Peter Pan: «Ninguna de las cosas que preocupan a los adultos, llega a preocupar a un niño». Con la edad pocas cosas nos sorprenden. En mitad de una película ya intuimos quién va a morir o quién es el asesino, y hacemos zapeos en la televisión en busca de una nueva película que nos atrape. El factor sorpresa no existe porque hemos conocido muchas historias con la misma estructura y el mismo tipo de personajes. Los adultos podemos ser unos seres aburridos que dejan escapar de sus labios un «ya sabía lo que iba pasar». Pero a veces, algo nos sorprende. Y ese «algo sorprendente» se convierte en un descubrimiento, una hazaña, una anécdota o una mala experiencia. La sorpresa despierta de golpe nuestra imaginación aletargada. Por eso cuando un adulto vuelve a escuchar un cuento se queda fascinado. Rescata el sabor de la fantasía que había abandonado en el cajón de la infancia. Cuando un adulto vuelve a escuchar un cuento y le gusta, no lo olvida. En cualquier parte del mundo hay encantadores de historias que embelesan a niños y adultos. Hoy sigue manteniéndose una fuerte cultura oral en sociedades en vías de desarrollo. Un claro ejemplo de esto es la figura del griot en Senegal o el chamán amazónico, que perduran desde hace mil años, a pesar de que las sociedades de oralidad primaria, esas que carecían de escritura, ya no existen como tales. Los espectadores adultos por lo general, siempre hay alguna excepción, son espectadores respetuosos. A diferencia de los niños, no expresarán sus emociones abiertamente. No te dirán que estás contando un rollo de cuento. Como mucho se levantarán sin hacer ruido y se marcharán sin más. Al adulto hay que atraparlo desde el comienzo con la cercanía de la conversación escénica. Así como con los niños hay que irrumpir con algo sorpresivo, con los adultos hay que adentrarse en la narración suavemente como quien camina mar adentro. Al público adulto se le conquista desde la 187

intimidad de las palabras, desde la complicidad con lo que se cuenta. Por esta razón las anécdotas personales son estupendas, ya que con ellas se establece un vínculo íntimo entre narrador y oyente. El público siente que el cuentacuentos se «desnuda» ante él, que se despoja de estereotipos y ofrece a los oyentes algo más que cuentos: les ofrece soñar con un mundo personal y mágico. La oralidad es un acto de comunicación que ha sido empleado desde los orígenes de las sociedades primitivas para preservar la cultura de un pueblo, para entretener y también para establecer lazos de amistad. Aún se conserva en los bazares de oriente próximo esa vinculación de trato personal y oralidad. La compra-venta de una alfombra se transforma en un duelo verbal que va más allá de abaratar el precio final de la alfombra. Es un modo social de relacionarse. El dueño de la tienda te invita a tomar té, se sienta frente a ti y entabla una conversación. Poco a poco te cuenta que el tejedor anudó las franjas y tiñó la lana con agua hirviendo. Después te dirá que la alfombra procede de la ciudad de Hereke y que alfombras como esa adornan los suelos del palacioDolmabahche donde vivió el sultán Abdülmecit. Y a partir de aquí comienza a narrarte una espiral de historias. Nuestras sociedades modernas están dejando de lado la oralidad y la sustituyen por nuevos modos de relacionarse, como Internet. Pero no hay nada que sustituya en su totalidad a la oralidad, porque la oralidad no existe sólo dentro de un contexto verbal. Las palabras van unidas a gestos, a modulación vocal, y están asociadas a un entorno humano. El vendedor de alfombras del gran bazar de Estambul te embriaga con palabras, con los movimientos de sus manos, con la expresión facial, mezclados con aroma de té, comino y canela. El acto de narrar oralmente es lo más parecido a un momento de relajación con los amigos. Al tiempo que el vendedor de alfombras te narra, te mira a los ojos y está pendiente de tu expresión corporal. Si te cierras de brazos interpretará que aún no estás interesado en comprar, y continuará contándote historias y cualidades de la alfombra hasta que con tu cuerpo le digas que estás interesado en la compra. El cuentacuentos, al igual que el vendedor de alfombras, lee las expresiones corporales de los oyentes. Sabe detectar el aburrimiento cuando se remueven en el asiento, juegan con un bolígrafo o se cruzan de piernas y brazos. E interpreta también el interés por el cuento en la mirada atenta del público. No hay que perder la calma ni ponerse nervioso si notamos que los oyentes no están seducidos por el cuento. Lo que tenemos que hacer es darle un giro inesperado que despierte la curiosidad de los oyentes, como cambiar el ritmo de la narración o poner voces insólitas a los personajes. Algunos narradores optan por introducir una situación imprevista en el cuento o por hacer participar al público. Si hay silencio en la sala, si el público te mira y te escucha, si durante las pausas del cuento la respiración del público se entrecorta: no lo dudes, el público está metido en el cuento. El público adulto agradece que le hagamos soñar despierto. Algunos confiesan 188

que hacía mucho que no les contaban un cuento, y otros sonríen como niños al escucharlos. Los cuentos reviven los recuerdos y nos hacen pensar, reír, evocar, llorar, anhelar. Hace poco un amigo me invitó a su cumpleaños. Después de soplar las velas me pidió que le regalase unos cuentos. No éramos más de treinta las personas que estábamos en la fiesta y más de la mitad eran amigos comunes. Se sentaron en sillas y por el suelo. Encendieron velas para ambientar el salón y apagaron la luz. Empecé contando el cuento popular El medio pollito a petición del cumpleañero. En la mitad del cuento, uno de los asistentes, que no conocía, comenzó a interrumpirme. Hizo comentarios jocosos en busca de la complicidad y aprobación del resto del grupo. Fue un momento embarazoso. Salí de la situación incorporándole como parte protagonista del cuento, con lo que pasó a ser él el chiste del cuento. Logré con ello que no volviera a interrumpirme y al final terminó enganchado como el que más al cuento. Estas excepciones, como decía, son raras, pero a veces nos encontramos con algún gracioso de turno que obstaculiza el cuento para reclamar la atención del auditorio. Ante este tipo de interrupciones recomiendo que le incorpores como un personaje más del cuento o que le ignores y sigas la narración como si no hubieras oído nada. Si la persona persiste, no te preocupes, seguro que alguien del público le hace callar para que le deje oír el cuento que estás narrando. La narradora de cuentos Elizabeth Clark dice que «cuanto más nos interese el cuento, mejor lo contaremos». Comparto su opinión. Mi repertorio está formado por cuentos que me emocionan. Y al contarlos con entusiasmo transmito esa pasión al público. Alguna vez he contado teniendo fiebre, o cansada tras un viaje, y aunque intente poner entusiasmo al cuento, no emito la misma energía que cuando estoy en buenas condiciones físicas. Si te ocurre algo así y tienes que contar, pon efusión al cuento. Imagina que lo cuentas por primera vez, y al tiempo que lo haces siente que lo estás viviendo. En ese momento desaparece hasta la fiebre.

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5. ANIMAR A LEER

La oralidad nutre a la escritura. Y la escritura produce otra creación hermosa: la literatura. Casi no queda cultura oral que no esté contaminada de la escritura. «Tenemos que morir para seguir viviendo», dice Walter J. Ong al reconocer que acercar la oralidad a la escritura es dejar atrás mucho de lo que es sugerente y profundamente amado en el mundo oral anterior. Y aunque la escritura devore a la oralidad, también la mantiene viva. Debemos contar cuentos y debemos animar a leer. Oralidad y escritura son complementarias, una no sobrevive sin la otra. La escritura existe porque previamente hubo oralidad. A Montserrat del Amo lo que de verdad le hubiera gustado, hubiera sido contar sus historias de viva voz. «Escribo como último recurso», afirma la escritora, «porque no puedo ir por la calle parando a la gente para contarle el cuento que acabo de inventar». El camino hacia el mundo literario comienza en casa. Los padres son los modelos que el niño imita. Si al adulto le gusta leer, al niño le gustaría leer. Si el niño ve a su madre o a su padre coger un libro, el niño por imitación terminará leyendo. Leer es una actitud que se contagia. Hay que descubrirles la lectura con un trato cálido y afectuoso. Nada de imposiciones y amenazas. En la escuela y en la biblioteca se promueven los libros, se cuentan cuentos. Igual que se lleva al niño a la escuela también hay que acercarlo a la biblioteca.

Contar cuentos

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Se puede animar a la lectura de muchas maneras y una de ellas es contando cuentos. Al leer el cuento para contarlo estamos desentrañando lo escrito. Pero a veces un niño se niega a leer. Se cruza de brazos y patalea. No quiere coger un libro. En este punto nos preguntamos qué parte del proceso hemos hecho mal. Le compramos libros, le llevamos a la biblioteca, nos ve disfrutar de la lectura, y aun así no hay manera de que lea. Es posible que el niño esté tan solo queriendo llamar la atención a los padres con ese rechazo a la lectura. Y también puede ser una manera de autoafirmación, una búsqueda de identidad. Si mi hermana lee, se dice el niño, entonces yo voy a ser el niño que no lee. El niño quiere sobresalir, quiere ser distinto a sus hermanos y a sus padres. Nos está diciendo: «Hazme caso, mírame, hago cosas distintas».

Inventar secretos Lo último que debemos hacer es castigarle o enfadarnos porque no quiera leer. Lo mejor será esconderle los libros y prohibirle abrir determinados libros. No hay nada más suculento para un niño que lo que está prohibido. Si a un niño le dices: «No saltes en los charcos», lo primero que hará en cuanto te des la vuelta será rebozarse en el barro. Déjale a la vista todos los libros. Todos menos cinco (los que quieras que lea). Esconde esos cinco libros en un baúl. Muéstrale los libros que tiene a la vista y luego señala el baúl. Le tendrás que explicar que puede leer todos los libros menos los que están en el baúl. Porque los que están allí dentro son libros secretos. Deja el baúl cerrado, pero no sellado. Puedes dejar la llave puesta en el candado, como si se tratara de un descuido. O lo puedes cerrar con una cuerda que el niño pueda desatar. Otra idea es colocar una pesa pequeña encima de la tapa. El objetivo es que abrir el baúl conlleve una pequeña dificultad. El niño debe sentir que coger los libros no es tan fácil, porque los tesoros nunca son accesibles. Hay que plantearlo como un juego. Otra opción es guardar esos cinco libros en una balda de la estantería a la que el niño alcance. Tapa esa balda con una cartulina que tenga escrita la palabra «secreto» o con una bandera pirata. En ambos casos los libros deben quedar ocultos a la vista y a la vez ser acessibles. Cuando el niño vea que algo está oculto irá a ver qué se esconde detrás. También puedes hacer este juego cuando el niño esté con un amigo o amiga en la casa. La búsqueda del tesoro en grupo es muy excitante. Tanto si está solo o acompañado, no interrumpas su juego. No vuelvas a la sala rápidamente. Dale tiempo para que lea y vuelva a cerrar el baúl. Haz ruido antes de entrar o llámale como advertencia de que vas a llegar. Así tendrá tiempo para cerrar el baúl. Y recuerda que además de animarle a la lectura, esto es un juego. Es un juego en el que estáis jugando los dos. El juego deberá cumplir las siguientes reglas: • Los libros no deben estar a la vista. Deben estar ocultos, en un baúl o tras una tela. 191

• Coger el libro tiene que tener un cierto nivel de dificultad. Lo fácil y accesible aburre y resta interés. • Le tenemos que prohibir que coja esos libros. • Déjale a solas con la tentación del baúl a la vista. • Cambia de vez en cuando los libros que has metido en el baúl, para que sea más emocionante. Y por supuesto, cada cierto tiempo debes comunicarle que en el baúl has guardado nuevos libros.

Lo prohibido Los adultos no somos tan diferentes a los niños, en este sentido. Muchos libros se promocionan desde la prohibición. Si nos enteramos de que tal libro ha sido censurado en Estados Unidos por inmoral, lo queremos leer. Nos quema la curiosidad por saber qué hay dentro de un libro prohibido. Los versos satánicos, de Salman Rushdie, fue una obra prohibida en los países árabes donde llegaron a amenazar de muerte al autor; todo ello provocó un revuelo mediático que disparó las ventas del libro. El ansia por desvelar los interrogantes nos impulsa a comprar el libro prohibido. En cambio, cuántas veces se ha insistido en la lectura de La Odisea como obra maestra y qué pocos la han leído. Es más apetecible el libro oculto y prohibido. Es el misterio el que nos impulsa a leerlo. Por eso la negación es un imán tentador en el niño. Cuántas veces le has dicho: «No te tires de cabeza por el tobogán», y cuántas veces lo ha hecho. La negación pura es una invitación a hacer justo lo que nos están prohibiendo. En cuanto el niño coja el hábito de la lectura es posible que ya no necesites hacer el juego del baúl, pero sí que puedes seguir compartiendo otras actividades de animación a la lectura con él, como es el cuentacuentos.

De boca en boca Muchas veces habrás oído decir «¡qué bonita es esta historia!». Muchos libros llegan a nosotros por recomendaciones que nos hacen otros. «Acabo de leer un libro precioso», me dijo mi madre, «es la historia de un niño, el hijo de un comandante nazi, que se hace amigo de otro niño judío reclutado en un campo de concentración». Y me resumió el libro como si me contara un cuento pero sin desvelarme el final. Le puso tanta emoción que terminé leyendo El niño con el pijama de rayas. A mi madre se lo había recomendado una amiga. Y a su amiga se lo había recomendado otra amiga. Y así, circulando un libro de boca en boca, se fomenta la lectura. El cuentacuentos es otro disparador de la animación a la lectura, que se refuerza al nombrar el título y el autor del cuento. Por eso insisto en lo beneficioso que es contar 192

cuentos. Va más allá de que a mí me guste contar cuentos. Después del cuentacuentos disfruto viendo a los niños buscar el cuento que les acabo de contar. Hay que contar y contar cuentos para meterles el gusanillo de la lectura en el cuerpo. Dicho con las hermosas palabras de Daniel Pennac: «Narradoras, sed mágicas y los libros saltarán directamente de sus estantes a las manos del lector».

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Ya tenemos el cuento, sabemos cómo lo vamos a contar, lo hemos ensayado, y, sobre todo, lo queremos contar, pero ¿dónde lo cuento? ¿Cómo me tengo que vestir? ¿Qué preparativos hay que hacer? Preparar un espectáculo de cuentacuentos es bastante parecido a organizar un viaje. Cuando te vas de vacaciones seleccionas el lugar donde quieres viajar y la ropa que llevarás en la maleta. Realizas los trámites previos al viaje: vacunas, visados, tarjetas de crédito. Te compras un libro guía del destino. Y te deshaces del miedo a lo desconocido. Preparar un espectáculo de cuentacuentos es lo mismo. Tienes que pensar en qué lugar se va a contar el cuento, qué te pondrás para la actuación, con qué objetos vas a contar. Haces ejercicios de calentamiento antes de salir a contar y te quitas el miedo escénico. Igual que organizamos el viaje con tiempo, del mismo modo debemos planear el cuentacuentos, paso a paso.

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1. DÓNDE CONTAR Ante ti se abre un abanico de posibilidades. Se puede contar en un sinfín de lugares diferentes: aulas de clase, comedores, bibliotecas, museos, piscinas, autobuses, plazas, parques, cárceles, universidades, teatros, cafés, platós de televisión, en la habitación de un niño o en el salón de casa. Aunque no todos los espacios son igual de propicios para el cuentacuentos. El lugar donde se va a contar cuentos necesita reunir una serie de características para su optimización. Que serían: • El espacio donde se cuenta cuentos puede ser al aire libre o en un lugar cerrado. En caso de ser al aire libre, se necesitará megafonía para que la voz no se pierda con el ruido ambiental. • El tamaño de la sala debe ser lo suficientemente grande como para que quepan como mínimo 15 personas de manera holgada. Los espacios pueden llegar a ser salas grandes, como las de los teatros. Cuanto más grande sea la sala, menos contacto habrá entre narrador y oyente. Y como la cercanía es una de las peculiaridades del cuentacuentos, son preferibles las salas pequeñas o medianas, con un aforo máximo de cincuenta personas. • Evitar las salas gigantes y desangeladas. No hay nada más frío que una sala inmensa con cuatro gatos dentro. Me recuerda a esos palacios renacentistas de salas grandiosas donde el rey se sentaba a un extremo de la mesa y enfrente, quince metros más allá, la reina. Era necesario emplear a criados mensajeros para que se comunicaran entre sí. • Buena acústica. La voz es una de las herramientas imprescindibles del cuentacuentos. Lo ideal es proyectar la voz cuando se cuenta cuentos. Si las condiciones de la sala no son adecuadas, entonces haremos uso de megafonía. La calidad acústica de la sala es fundamental. En muchas ocasiones los colegios deciden realizar el cuentacuentos en los gimnasios del centro. Estos lugares además de ser fríos son inmensos espacios donde cabe una cancha de baloncesto. Los techos son altos y la voz va rebotando por las paredes como una pelota, por lo que el sonido no llega con claridad a los oyentes. Eso sin contar que las risas y voces de los alumnos se multiplican por tres por culpa del eco. Yo suelo aconsejar a los profesores hacerlo en la biblioteca del colegio o en la sala de usos múltiples. Si no caben todos los alumnos en estos posibles espacios, entonces habrá que realizar dos actuaciones. Me aplico el dicho de «Lo que no suma, resta». Por muy bonita, luminosa y grande que sea la sala, si no se escuchan bien

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los cuentos, entonces no sumamos, sino que restamos efectividad al cuentacuentos. • Colocación del público. Lo ideal es sentar a los niños en el suelo. Si el suelo es frío, entonces colocaremos alfombras para evitar que los pequeños se enfríen. Los niños sentados en sillas se sienten incómodos y atados. Ellos prefieren estar a sus anchas en el suelo. Si se trata de público adulto es más grato para ellos estar sentados en sillas que permanecer de pie. Algunos padres disfrutan sentándose en la alfombra con sus hijos y a mí me parece estupendo, siempre y cuando no les quiten el sitio a otros niños, que ya he visto a más de un padre dar codazos a los pequeños para hacerse con un hueco en la alfombra. • Colocación del narrador. El narrador debe estar cerca del público. Tan próximo como para poder tocar a los niños. Yo suelo bajarme de los escenarios grandilocuentes de los teatros que sólo consiguen alejarme de los pequeños. En realidad el público debe sentir mi proximidad. Contar cuentos es algo más cercano y personal que una obra de teatro. • Temperatura ambiente. Yo no he pasado más frío contando cuentos que una helada mañana de febrero en la que el director de un colegio decidió juntar a todos los alumnos en un gimnasio sin calefacción. Ni siquiera yo podía concentrarme en la narración de la tiritona que tenía en el cuerpo. Imagino que los pequeños a los que sentaron en el suelo de cemento debieron pasar frío, aunque ellos iban con el abrigo puesto. El calor corporal se mantiene por la actividad muscular. Si los niños se quedan quietos escuchando el cuento, entonces la temperatura del cuerpo desciende y comienzan a tener sensación de frío. Pasar calor tampoco es la solución. Meter a 50 niños en una estancia de escasos 20 metros cuadrados y sin ventilación es convertir aquello en una sauna. La temperatura ideal de una sala está entre 19 y 23 grados. Tanto el cuentacuentos como los oyentes deben sentirse a gusto para disfrutar de los cuentos. • Escenario. Para mí el escenario ideal es aquel que está a ras del suelo, cerca del público. Tiene que tener unas dimensiones mínimas de 2 por 2 metros, que me permita moverme con cierta soltura. Con menos metros me empieza a resultar difícil mover brazos y piernas. Muchos sitios disponen de tarima. Las ideales para el cuentacuentos son aquellas que estén próximas al público y que no superen el medio metro de altura. Cuanto más alta sea la tarima, más distancia habrá entre tú y los oyentes. Y más distantes quedarán las historias. Nadie cuenta una confidencia, un secreto o algo íntimo desde un podio. • Iluminación. La mejor es la iluminación natural, sin focos ni juegos de luces. Pero reconozco que la iluminación escénica es muy vistosa. Los focos sobre el cuentacuentos generan una atmósfera sugerente y le hacen tomar más fuerza en escena, al estar el resto de la sala a oscuras. Pero nos topamos con un problema, 198

los focos de teatro ciegan al narrador y le impiden ver al público. Y si no vemos al público, ¿cómo le vamos a mirar a los ojos? ¿Cómo vamos a interpretar su expresión corporal si no la vemos? ¿Cómo nos vamos a retroalimentar de la energía de los oyentes? El público tiene que estar visible para el narrador. Si hacemos uso de juego de luces para el escenario, no hay que dejar la sala a oscuras. Es preferible tener focos menos potentes o prescindir de ellos a quedar cegados y no ver al público. Sólo si contamos en espacios más íntimos y pequeños podemos dejar la sala a media luz. Al ser una sala pequeña, aunque tengamos poca luz, podremos seguir visualizando a los oyentes. Se puede tratar de la habitación de un niño, del salón de una casa o de un aula pequeña. Siempre y cuando el número de oyentes sea reducido y estén próximos al cuentacuentos se puede dejar la estancia con poca luz ambientada con velas o lámparas de baja potencia. • Ruido de fondo. El ruido de fondo es uno de los grandes depredadores del cuento. El ruido se come la voz del narrador oral y devora el cuento. Los ruidos ajenos a la narración distraen y hacen perder el hilo de la historia. Para prevenir, antes de empezar a contar hay que pedir al público que apague los móviles, que no coma en la sala, que saque a los bebés y a los niños pequeños que lloren durante el espectáculo. Y por respeto al público y al cuentacuentos, hay que evitar el ruido de abrir y cerrar la puerta de entrada una vez que la sesión ha comenzado. Los ruidos fragmentan la magia del cuento. • Interrupciones. El cuentacuentos debe colocarse lejos de la puerta de entrada, para que los últimos que entren en la sala no interrumpan su narración pasando por delante del escenario o por detrás del narrador. Ver pasar a alguien por delante o por detrás del escenario distrae al oyente y le hace perder momentáneamente la concentración en el cuento. • La decoración. Rara vez cuento en salas vacías, sin mobiliario o decoración alguna. Lo normal es contar rodeada de estanterías con libros, alrededor de pupitres o dibujos infantiles. Otras veces me envuelven las mesas de un pub. Pero como contar cuentos no es hacer una obra de teatro, la decoración toma un valor secundario. El ambiente lo crea el narrador con su voz y sus gestos. Ahora bien, yo procuro evitar objetos que distraigan la atención de los oyentes. Por ejemplo, nunca cuento delante de un ventanal o de un espejo porque es una distracción para la vista.

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2. CONTROLAR EL ESPACIO Una vez que tenemos las premisas básicas de cómo debe ser el espacio ideal para contar cuentos, veamos cómo podemos controlarlos.

Bibliotecas Las bibliotecas suelen tener en la sala infantil-juvenil un espacio habilitado para contar cuentos. El público que asiste suele ser familiar. Padres y abuelos acompañan a los pequeños de la casa. Dependiendo del tipo de espectáculo de cuentacuentos, las bibliotecas limitan la edad de los asistentes. En las bibliotecas de zonas rurales donde escasea la población infantil, el cuentacuentos está abierto a todas las edades. Los niños se suelen sentar en el suelo, sobre alfombras. En aquellas bibliotecas donde el suelo es de madera, no es necesario cubrirlo porque la madera es cálida. El narrador oral suele contar delante de una estantería de libros o de una pared. Está a nivel de suelo, sin tarima y muy cerca de los niños. Los adultos se sientan al fondo de la sala. El número de asistentes es muy variable. Depende de la dimensión de la sala de la biblioteca y del número de usuarios que tenga. Otro factor que influye es el tiempo que lleven programando cuentacuentos. Si la biblioteca acaba de iniciar esta actividad, los usuarios no estarán aún familiarizados con el cuentacuentos y es posible que no asista tanta gente como se esperaba. El número de asistentes ideal está entre 20 y 70 personas, incluyendo niños y adultos. El cupo de asistentes irá en función de las dimensiones de la sala. Muchas bibliotecas han implantado el modelo de invitación gratuita para controlar el número de asistentes. Este sistema viene muy bien para los bebecuentos, pues nos aseguramos de que asistirá un número determinado de personas, y que serán bebés y no niños más grandes. La asistencia de los padres es importante pues enriquece la relación con el pequeño. El hecho de asistir con su hijo al cuentacuentos, le permite luego compartir la historia con él. Algunas bibliotecarias y bibliotecarios se quejan de que los padres abandonan al niño o a la niña en la biblioteca como si se tratara de la guardería. Los padres olvidan que el trabajo de los bibliotecarios es fomentar la lectura y hacerla más divertida, no la de cuidar de los hijos. Por suerte, son casos aislados. La mayoría de los padres saben que el 200

cuentacuentos es una actividad de animación a la lectura y la comparten con sus hijos. Desde aquí mil gracias a todos los bibliotecarios por su tesón. En cuanto a la puntualidad, por lo general la gente llega un poco antes de que empiece el cuentacuentos para coger sitio. Pero siempre hay algún despistado que se retrasa diez minutos más e interrumpe el cuentacuentos. Personalmente no me molesta que se incorporen un poco más tarde, siempre y cuando lo hagan en silencio, sin perturbar el clímax del cuento. Prefiero que escuchen algún cuento a que no oigan ninguno. Pero puedo entender que a otros narradores sí les incomode que les interrumpan. Las bibliotecas infantiles suelen abrir por las tardes de 14 a 20 horas y los sábados por la mañana. El cuentacuentos suele ser a las 18 horas o el sábado por la mañana, pero varía en cada biblioteca. Por eso lo mejor es consultar el horario de actividades.

Colegios Cada vez son más los profesores que incorporan el cuentacuentos como una actividad más en el aula. Y tiene lugar tanto en Educación Infantil, como en Primaria o en los institutos. «Solo a través de cuentos», me decía una profesora de Secundaria, «consigo atraer la atención de los chicos más rebeldes». Contar cuentos no es tan fácil, se necesita ejercitar la imaginación, igual que se necesita imaginación para creer que Ulises estuvo en el inframundo de Hades. Los alumnos que asisten al cuentacuentos están divididos por cursos. Los profesores establecen, por regla general, varias actuaciones en el día, para que asistan en cada sesión niños de distintos ciclos. Los grupos se dividen atendiendo a las edades, y a las temáticas y gustos que diferencian a cada ciclo escolar. Los alumnos se agrupan del siguiente modo: Grupo 1. Educación infantil. Grupo 2. Cursos de 1º y 2º de Primaria. Grupo 3. Cursos de 3º y 4º de Primaria. Grupo 4. Cursos 5º y 6º Primaria. Grupo 5. Cursos 1º y 2º de Eso. Grupo 6. Cursos 3º y 4º de Eso. Grupo 7. Cursos 1º y 2º de Bachillerato. Los colegios suelen tener un salón de actos, biblioteca y sala de usos múltiples donde se puede realizar el cuentacuentos y que suelen tener buena acústica. Algunos colegios disponen también de megafonía. Los gimnasios, los comedores y el patio no son los

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mejores lugares para contar cuentos, tienen deficiencias acústicas y suelen ser espacios fríos, pero en ocasiones no hay otro lugar más apropiado. Los alumnos se excitan mucho cuando tienen actividades extraescolares fuera del aula. Hay que tener un poco de paciencia y esperar a que se tranquilicen antes de comenzar el cuentacuentos. Si son grupos de Educación Infantil conviene que no sean más de dos clases por sesión y que el cuentacuentos no supere los 30 minutos de duración. Para Primaria y Secundaria la duración será entre 40 y 50 minutos. Los profesores deberían estar también como oyentes en el espectáculo de cuentacuentos. Luego pueden trabajar en el aula los cuentos que han escuchado. Será una manera divertida de potenciar la animación a la lectura. En las escuelas infantiles, los profesores suelen trabajar los cuentos del cuentacuentos con los pequeños al menos con una semana de antelación. Los más pequeños disfrutan más del cuento si previamente lo han escuchado en el aula.

Lugar público Para mí el lugar público es el espacio más complicado donde uno puede contar cuentos. Hay dos incovenientes que se deben tener en cuenta: • El ruido ambiental de coches, bocinas y gritos que absorbe la voz del cuentacuentos. Es necesario megafonía para que los oyentes oigan los cuentos. • Contar en un lugar abierto cierra las posibilidades a la cercanía con el público, pues la inmensidad del espacio lo engulle todo. Será conveniente delimitar el espacio de alguna manera. Se pueden contar cuentos entre árboles, en un rincón del parque, en la esquina de un edificio o colocar vallas divisorias. También puedes delimitar el espacio con una cuerda o dibujar una línea en la tierra. Puedes contar en una piscina, plaza, estación de metro o parque. Pero sea donde sea deja claro cuál es el espacio del cuentacuentos y cuáles los lugares de paso y de recreo. Así evitarás que se pongan junto a ti a jugar al fútbol o se paseen por delante del escenario que has fijado. El público que escucha en los espacios abiertos es de todas las edades, por lo que tienes que tener un repertorio amplio para satisfacer a todo tipo de personas. Los cuentos populares son una tabla de salvación en estos casos, pues gustan por igual a grandes y chicos. El fluir de público será constante. Unos entrarán y otros saldrán. Habrá público sentado y otros permanecerán de pie. Unos escucharán el cuento hasta el final y otros se irán en mitad de la narración. Todo dependerá del tiempo del que disponga cada uno y de cómo enganchen con el cuento. Piensa que el hecho de que se paren a escucharte ya es un éxito. 202

Teatro Las salas de teatro ideales para contar cuentos son las salas pequeñas que no superan un aforo de más de 200 plazas, a no ser que seas Darío Fo y tengas la seguridad de llenar un anfiteatro romano. Conviene no apagar las luces de la sala para que puedas ver al público. La acústica suele ser muy buena y no es necesario utilizar megafonía, pues la voz se proyecta hasta el final de la sala. La edad del público quedará definida en el cartel publicitario, así como la hora de comienzo y la duración. Las actuaciones de cuentacuentos en teatros no deben superar la hora y media. Antes de contar cuentos en un teatro, realiza pruebas de voz y luces. Y hazte con las dimensiones del escenario. Los cuentacuentos no suelen usar micrófonos sino que proyectan la voz, pero si la acústica de la sala es deficiente será necesario el uso de micrófono. El micrófono inalámbrico te dará mayor libertad de movimientos que el micrófono de mano o fijo, sobre todo si es de corbata o de diadema. Otro punto que se debe tener en cuenta es la oscuridad de la sala. En los teatros, se apaga la luz y con ello se pierde la comunicación a través de la mirada, una de las armas principales del cuentacuentos. Con la oscuridad se pierde la cercanía del público. Los oyentes se hacen invisibles. Si no dejan opción para mantener toda la sala iluminada intenta al menos observar a todo el público aunque no veas más allá de las primeras filas. Dirige la mirada hasta el fondo de la sala. Posa tu mirada por todas las filas, cambiando de lugar a donde miras. Tienes que conseguir que todo el público se sienta observado por ti. Si el escenario es demasiado grande, colócate en el centro. Yo suelo hacer una marca en el suelo. Dibujo una cruz con tiza o con cinta aislante blanca en el centro del escenario para guiarme. Así cuando salgo a escena sé con certeza hacia dónde tengo que dirigirme. Otras veces cuento el número de butacas que hay por fila y marco visualmente la butaca central. Una vez en el escenario, me sitúo a la altura del centro de la fila. El centro es el punto de arranque desde el cual soy visible para todo el público. Si a lo largo del cuento me muevo por el escenario siempre vuelvo a regresar al punto central. El silencio en la sala es un buen síntoma de que el público está atento y sigue el cuento.

Museos Muchos museos ofrecen una programación de cuentacuentos como una manera lúdica de acercar las piezas del museo a los visitantes. Te recomiendo que te acerques al museo más próximo a tu domicilio, quizá realicen actividades de cuentacuentos en sus salas, bien por narradores orales, voluntarios o docentes. 203

La diferencia entre narrar una historia y contar la vida de un objeto llega a ser tan simple como la modulación de voz y el vocabulario. El guía del Museo del Prado nos hablará de la técnica empleada en los cuadros, de la simbología de las figuras, del contexto de la época en el que fue pintado y de la vida del artista. A diferencia del narrador oral, que nos contará un mito, una leyenda o un cuento relacionado con el cuadro. El cuentacuentos usará un lenguaje coloquial en contraste con el lenguaje técnico de los folletos institucionales. Durante años, estuve narrando cuentos de La Odisea y recitando romances en el Museo Arqueológico Nacional. Con los cuentos el público disfrutaba de otra manera el Museo. Sobre todo los niños, que lo vivían como algo más cercano y mágico. Algunos niños se aprendieron de memoria los cuentos de Ulises de tanto oírlos. Cuando el público se interesa a través de los cuentos por las piezas, aprende más rápido. Como dice la narradora oral Ruth Stotter: «Los cuentos capturan el interés y lo transforman en conocimiento». Los museos se caracterizan por tener salas frías, de grandes dimensiones y suelos de mármol, por lo que tendrás que crear un ambiente más cercano con el público. Te recomiendo que al contar cuentos en el museo busques un lugar dentro de una sala que no sea lugar de tránsito. Evita contar cuentos en escaleras y pasillos. Selecciona un espacio que no sea paso obligado para ir a otras salas. Es muy incómodo contar cuentos y ser interrumpido por visitantes que deambulan de sala en sala y de vitrina en vitrina. El espacio destinado a la narración de cuentos debe estar despejado de columnas y vitrinas que quiten la visibilidad a los oyentes. Lo ideal es situarse cerca de alguna de las piezas a la que haga referencia el cuento. La pieza del museo será el apoyo visual del cuento. En los museos la acústica suele ser buena. No obstante, conviene prescindir de aquellas salas donde la voz se pierde o forma eco.

Pubs y cafés El público que acude a los pubs y cafés es adulto. Las actuaciones de cuentacuentos tienen lugar por la tarde o por la noche. Me gusta la cercanía que propician estos lugares. Los oyentes están cómodos, sentados alrededor de una mesa mientras toman una bebida. Hay que tener cuidado con los ruidos de fondo que absorben la voz: la cafetera exprés, la máquina de moler café o el sonido de la campanita de la puerta de entrada son algunos de los ruidos más molestos con los que yo me he topado en estos lugares. Si hay dificultades para que te oigan, hazte con un micrófono. Otro enemigo del cuentacuentos es el humo del tabaco que se concentra en los pubs y que es capaz de dañar la voz más resistente. Bebe mucha agua para no irritar las cuerdas vocales.

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Los escenarios de los pubs y cafés suelen ser tarimas de dimensiones pequeñas. Comprueba antes de contar cuánta movilidad tienes. Los tropiezos y otros pequeños accidentes son habituales en estos pequeños sitios. Fíjate dónde hay cables, cómo es el escalón de la tarima, si el suelo tiene desnivel... Cuidado con los pliegues de las alfombras y las baldosas levantadas con los que uno se tropieza con facilidad. Sé de lo que hablo. No sería la primera vez que presencio cómo se pierde el equilibrio con el escalón de una tarima.

La habitación Si vas a contar cuentos a tu hijo o hija en su habitación, es absurdo ponerse a medir las dimensiones de la misma. Tampoco hay que medir la luz, ni usar un micrófono. Tenemos tan sólo que crear un ambiente de cercanía con el niño al que vamos a contar los cuentos. Cualquier lugar puede ser bueno. Lo más habitual es contar cuentos a los pies de su cama antes de dormir, pero también se puede contar en el salón o en la cocina, pongamos por caso. El niño debe sentir que ese momento del cuento le pertenece. Ponle inflexiones a la voz, cuenta con el cuerpo sin exagerar los movimientos. Puedes ambientar la habitación con luces tenues o velas. Prueba a utilizar la maleta mágica (ver capítulo 4, punto 1: La maleta mágica) de donde saldrán juguetes y libros con los que contarás el cuento. Conseguirás que la hora del cuento sea mágica.

Siete claves para controlar el espacio 1. Llega con tiempo suficiente al lugar de la actuación. Te evitará nervios y tensiones. 2. Hazte con el espacio antes de contar cuentos. Mide visualmente las dimensiones del escenario y comprueba las irregularidades que tenga el espacio para no tropezar o caer. 3. Llena el escenario con tu presencia. Colócate en el centro del escenario para que todo el público te vea. 4. Si no puedes proyectar la voz, haz uso de megafonía. 5. Haz pruebas de voz media hora antes de la actuación. Y también de luces, si fuera necesario. 6. Si tienes focos que te iluminen, comprueba hasta qué distancia te cubren y a partir de dónde te hacen sombra. Posiciónate sólo donde el foco te ilumine. Estar en zona de sombra es desaparecer de escena, por lo que el público dejará de verte.

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7. Evita colocarte al borde del escenario. Puede dar la sensación de que vas a caer encima del público.

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3. UNA ATMÓSFERA SUGERENTE Invierno. Un sótano interior. Una silla rota y humedad. Verano. Una azotea frente al mar. Una hamaca y brisa marina. De estos dos momentos, sin duda, el más sugerente es el del verano y el mar. Si nos dieran a escoger un destino de vacaciones con seguridad escogeríamos la azotea con vistas abiertas antes que el sótano frío. Crear una buena atmósfera es tan importante como elegir un buen cuento. Aunque escojas la mejor historia del mundo, si ésta no va acompañada de una atmósfera sugerente, no conseguirás un momento mágico por mucho que te empeñes. Para lograr una atmósfera sugerente se necesita imaginación y una pizca de creatividad. En una obra de teatro, dos amigas y yo teníamos un presupuesto muy reducido para montar la escenografía de la obra. Se nos ocurrió prescindir de mobiliario y colgar telas vaporosas en diagonal por la sala. Eran telas semitransparentes de metro y medio de alto. Con lo que nuestras cabezas quedaban visibles en todo momento. Fue sencillo de colocar y económico. Con las transparencias de la tela hicimos juegos de sombras y conseguimos crear una atmósfera acogedora. Hasta llegamos a ganar un pequeño premio de escenografía. A veces algo tan simple y pequeño como una vela o un globo puede crear una atmósfera mágica. En otras ocasiones es el propio narrador quien logra transformar el ambiente sólo con su presencia, voz y gestos. Pero incluso en esos casos se necesita un buen ambiente. Imagina que se te declarasen en la cola de una pescadería, entre el olor a pescado y el griterío de la gente; pues como que no. Todo necesita su lugar y momento. Algunos narradores hacen un despliegue de objetos para contar cuentos. Yo misma utilizo telas con las que cubro una mesa y siempre llevo mi maleta mágica llena de muñecos y libros. Es preferible elegir bien el espacio donde vamos a contar los cuentos que adornarlo con guirnaldas. Preocúpate más porque sea un lugar recogido, con buena acústica, que por las flores que le puedas poner. Las decoraciones recargadas distraen, despistan la atención del oyente. El cuentacuentos tiene que contar con palabras, con la voz, los gestos y la mirada, esto ya lo he dicho antes. No me canso de repetirlo porque es importante no olvidarlo. Los adornos, marionetas y libros son sólo ayudas extras para la narración. Dejemos el barroquismo en las iglesias y los palacios y trabajemos con sencillez minimalista. La escenografía, entiéndase por tal los elementos visuales que se emplean para contar cuentos, debe ayudar al oyente a adentrarse en el cuento. Si lo distrae de la historia, 207

debemos prescindir de ella. Para contar Las mil y una noches podríamos crear un ambiente sugerente colgando una tela árabe a nuestra espalda como fondo de escenario. También serviría cubrir una mesa con un pañuelo bordado con monedas colgantes de las que emplean las bailarinas del vientre, o una shisha. Si en cambio vamos a contar cuentos populares, se puede ambientar con una cesta de mimbre de la que saldrán libros, títeres, dibujos... Si son cuentos de brujas puedes hacerte con una varita mágica y un gorro negro puntiagudo. La escenografía tendrá que estar relacionada con los cuentos de tu repertorio. Algo tan sencillo como una caja de zapatos se puede reciclar forrándola con papel de regalo para convertirla en una maleta mágica (ver capítulo 4, apartado 1: La maleta mágica). Se pueden reciclar tapones de corcho o botellas de plástico para hacer muñecos.

Propuestas • El cartón es un producto muy versátil, barato y fácil de manipular. Recicla las cajas de embalaje de los zapatos, los cartones de leche, las cajas de cereales, las cajas de sombreros, las de perfume. Y luego decóralas a tu gusto con papel de regalo. En las cajas podrás guardar los objetos que vayas a utilizar en la narración del cuento. • Telas. Escoge aquellas que pesen poco, que sean livianas, como tul, seda, crepé, gasa, algodón, poliéster, satén o rayón. Pueden tener dibujos o ser lisas. Las telas cuanto más pequeñas más manejables serán, y cuanto más grandes más vistosas. Yo suelo utilizar telas de un metro de largo, lo suficientemente largas como para cubrir la base de una mesa y para ser sugestivas. La tela puede tener cualquier color y cualquier forma. • Los libros ilustrados que muestro en los cuentos tienen formato grande, de 25 cm de alto como mínimo, para que se puedan ver bien a cierta distancia. Desaconsejo los libros con dibujos minúsculos aunque estén en páginas grandes, porque no se ven. Si en tu caso vas a contar a un solo niño, entonces puedes emplear cualquier formato de libro. Los libros nos sirven como apoyo visual y con ellos fomentamos que los niños quieran luego tenerlos entre sus manos, tocar las páginas y leer el texto. • Los proyectores de imágenes son otra alternativa. Son algo caros y más delicados que una tela o que un libro. Se necesita una pared o tela blanca en la que proyectar la imagen. Hay que atenuar o incluso apagar la luz de la sala. El inconveniente que yo le encuentro es que mientras los oyentes miran la imagen proyectada no ven tu expresión corporal. Mi consejo es que si vas a usar el proyector, lo hagas de manera ocasional. 208

• Teatrillo de marionetas. Aunque este es un campo propio de los titiriteros, no hay que descartar la posibilidad de poder utilizar alguna marioneta en nuestros cuentos. Se necesita cierta técnica y soltura con las manos para manejar una marioneta. Hay cuatro tipos de marionetas: de dedo, que al ser de tamaño muy pequeño son más apropiados para contar a nuestro hijo o hija en casa o a un grupo muy pequeño de niños; de guante y marioneta de palo, ambas de mayor tamaño que las marionetas de dedo y de fácil manejo también; y, por último, la marioneta de hilos, que necesita cierta técnica de manejo para que los hilos no se enreden. • Juguetes antiguos y objetos exóticos. Son recursos que con sólo mostrarlos dan un toque mágico y exótico al espectáculo. Un caballito de madera, una peonza roja, un mono de hojalata subiendo por una cuerda, un camello sonajero, una lámpara de aceite, un reloj antiguo, un baúl de tela. Todos ellos son objetos que he ido rescatando de anaqueles escondidos, y muchos son más viejos que la señora Paca. • La música es un buen acompañante de la palabra. Si eres un virtuoso de algún instrumento como la guitarra, el violín o la flauta travesera, no dudes en incorporarlo antes o durante del cuento. Seguro que les encanta. A mí me gustaría escucharte. Otros instrumentos tienen un manejo más sencillo, como las campanillas, bombos, panderetas, xilófonos y triángulos, que con un simple toque crean un ambiente muy sugerente. También se pueden reproducir grabaciones de música instrumental en la apertura del espectáculo o como música de fondo en un cuento. Con cualquiera de estas propuestas podrás crear ambientes mágicos en cualquier espacio, ya sea un aula, una biblioteca o una sala de teatro. Utilízalas cuando lo creas necesario. Y por último, recuerda que también puedes crear una atmósfera sugestiva utilizando la voz y los gestos. Ese es uno de los grandes secretos del cuentacuentos.

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4. LA VESTIMENTA El cuentacuentos no lleva uniforme como un policía, un bombero, un camarero o un juez. Tampoco lleva nariz de payaso, ni guantes de clown. El cuentacuentos se viste con libertad absoluta, sin ataduras ni normas. A mí, por ejemplo, me gusta llevar ropa cómoda. En una ocasión una librería infantil se puso en contacto conmigo para que contara cuentos en la inauguración del local. Yo acepté y días después recibí otra llamada suya preguntándome por mi talla de vestir y el número del calzado. «Vamos a alquilarte un disfraz de pollito amarillo», me dijeron. ¿Qué? ¿Cómo? Yo no daba crédito a lo que me iban contando. Por lo visto la imagen de la librería era un pollo amarillo. Yo protesté: un cuentacuentos nunca lleva el rostro oculto bajo un burka. Pero ni por esas. Lo recuerdo como una negociación dura, mareamos al pollito de un lado para otro. Por fin, llegamos a un acuerdo: yo elegiría la ropa que me pondría, que ni iba a ser de pollito, ni amarilla. La vestimenta la selecciono en función del público que vaya a tener. Si cuento para niños siempre me pongo un sombrero. Debo de tener unos treinta, todos distintos. Me visto también con un peto a rayas o con un vestido de lunares, depende de lo que me apetezca ese día. Pero sobre todo nunca narro con ropa de calle, para que la magia no se pierda por culpa de la cotidianidad de la prenda de vestir. Con el sombrero y el peto a rayas me convierto en la maga Trapisonda. De hecho a los niños les cuesta reconocerme cuando me ven por la calle con pantalones vaqueros. Si cuento cuentos para adultos suelo vestirme con colores oscuros y sin muchos adornos. Fuera pendientes largos, pulseras de mil bolitas, collares con cuentas reflectantes o pañuelos con flecos que se enredan en los brazos como tentáculos de pulpo. Procuro buscar una armonía entre vestimenta y espectáculo. Uno puede ir vestido con lo que más le guste. Aunque si quieres que estén atentos al cuento te aconsejo que evites los grandes escotes, las transparencias, los colores chillones y prendas muy ceñidas. A no ser que tu objetivo sea que admiren tu cuerpo serrano. En cuyo caso, sí, ponte todo eso y saca la pierna. Por lo general, los estampados de camisetas que llevan frases escritas no son tampoco un acierto. Es un reclamo para los oyentes que pasan parte del cuento intentando descifrar qué pone en tu camiseta. Hace unos días narré para Manos Unidas en una campaña contra el hambre. En esa ocasión llevaba puesta una camiseta con el logotipo de la organización y un gorro a rayas (para no variar). El logotipo de Manos Unidas estaba tan repetido por toda la carpa que por saturación dejaron de verlo en mi camiseta.

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La vestimenta debe ser un elemento secundario en la narración. Por encima de ésta prima la voz y la expresión del cuerpo. «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda», dice el dicho. Y yo lo transformo por: «Aunque te vistas de seda, necesitas saber narrar». Me ha quedado algo forzado, ya lo sé, pero expresa muy bien lo que quiero decir. Contar cuentos es algo más que escenografía, juego de luces y vestuario. Aunque reconozco que un vestuario acertado ayuda mucho en ciertas ocasiones. ¿Imaginas qué pasaría si en una feria medieval rodeada de caballeros con espadas y damas con tocados, te pusieras a recitar romances de ciego con pantalones vaqueros y una camiseta con la estampa del Empire State? Déjate guiar por la armonía entre cuento y público a la hora de elegir qué ponerte. Dejemos los fulares para la noche, los bañadores para las piscinas, las perlas y vestidos de lujo para las grandes fiestas y la nariz de payaso al clown. A veces me como la cabeza con el tema del color de la prenda. Sobre todo cuando cuento cuentos a los adultos. Sorprendentemente con los cuentacuentos infantiles no me pasa. Con los niños perdí la vergüenza hace años, pero con los adultos no. Me pruebo y repruebo la misma falda tres veces, otras tantas el pantalón y a la camiseta le doy siete vueltas. Consigo, eso sí, dejar el armario hecho un caos. Y todo para nada, porque siempre opto por el mismo pantalón y camiseta negra. Los colores me traen de cabeza. El negro es el color escénico por excelencia. Y en general todos los tonos oscuros ayudan a resaltar el rostro y las manos. Así que ante la duda, el pantalón y la camiseta negros. Pero otras veces, cuando no le doy tantas vueltas al tema, me visto con prendas blancas, sobre todo en verano. Estoy convencida de que escogemos un color u otro por nuestro estado de ánimo. Los colores son informantes directos de los sentimientos. De hecho es un valor tan importante que todas las empresas y centros públicos lo tienen en cuenta. Por ejemplo, los colores primitivos, los colores base, los que utilizan en cuatricromía las imprentas (amarillo, rojo, azul y negro, con el blanco de base), tienen una simbología muy marcada. El amarillo es un color que estimula la creatividad y el cerebro. Funciona como activador. Muchas empresas utilizan este color en las salas donde se trabaja con nuevos productos o se crean nuevas ideas. El rojo es un color potente, relacionado con el fuego y lo sexual. Es un activador del ánimo que llega a crear ansiedad y agresividad si se abusa de él. El azul es la calma, la tranquilidad. El mar y el cielo son azules. Por eso es un buen color para decorar la habitación donde queramos descansar tras una dura jornada. El negro tiene la cualidad de engañar al ojo humano y empequeñecer el tamaño de lo que cubre. El blanco es tranquilizador. Transmite pureza y hace que una sala pintada de blanco parezca visualmente más grande.

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Espero que tú no te rompas la cabeza tanto como yo con el tema del color. A mí se me hacen eternos esos momentos de indecisión frente al espejo. Con los zapatos lo tengo más claro. Mejor zapatos planos que con tacón. Aquí prima la comodidad del movimiento. Prefiero moverme con libertad y dejar para otros momentos las torceduras de tobillo y las rozaduras dolorosas. En Costa Rica mi amiga Ana Victoria Garro se quitó los zapatos para narrar descalza, y como me aplico el dicho de «allá donde fueras haz lo que vieras», también me quité los zapatos. Fue una de las veces en las que más a gusto me sentí contando. Ahora recapitulemos qué tenemos que tener en cuenta a la hora de elegir la vestimenta: • Viste con libertad y en armonía con el lugar y con lo que vas a contar. • Busca ropa y calzado cómodo. • Ante cualquier duda, los colores oscuros y el blanco son buenos aliados. • Si vas a contar para niños, puedes utilizar colores intensos. • Las joyas llamativas y los trajes de fiesta resérvalos para otras ocasiones. • No te disfraces de pies a cabeza. Las manos y la cara deben quedar al descubierto para que se vea la expresión.

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5. LOS PREPARATIVOS Cuando me enteré de que García Márquez acostumbraba a ponerse un mono de mecánico cada vez que escribía frente al ordenador, o que Hemingway llevaba una pata de conejo raída en el bolsillo, pensé que las manías eran extrañas enfermedades que daba la fama. Pero no. Con el tiempo yo también he desarrollado tres manías antes de contar cuentos, aunque no tan excéntricas. La primera, repasar tres veces la lista con las cosas que tengo que llevarme para el cuentacuentos. La segunda, llegar media hora antes al lugar. Y la última, antes de contar, me tengo que tomar un café con leche fría, aunque sea invierno. Si no cumplo alguno de estos ritos me entra el temor de que algo malo va a suceder. Y sé que es absurdo, que el café no da poderes extraordinarios al cuentacuentos, pero el pensamiento mágico hace estas jugarretas a la mente, y alguna más. Yo, como los mecánicos de trenes, reviso una lista antes de salir de casa. No es tan sofisticada como el protocolo de mantenimiento de los coches de tren que hacen a través del SAP. Mi lista es más chiquita, pero la repaso aunque me la sepa de memoria: coger la maleta mágica, revisar que llevo dentro el gusano, las campanitas y el gallo Kiriko. Y así voy repasando uno a uno los puntos de la lista. Y tú dirás: qué pérdida de tiempo. Pero no. Ya verás. Una lista, por absurdo que parezca, te salvará de pequeños descuidos, como olvidar la agenda con la dirección del lugar, el móvil para hacer llamadas o el monedero. Aún me acuerdo de aquel viernes de octubre que pillé un atasco descomunal a las afueras de Madrid. Como veía que el autobús se retrasaba y el tiempo apremiaba, decidí subir a un taxi. Al llegar a San Martín de la Vega abrí el bolso para pagarle al taxista. Pero no encontré el monedero. Y eso que vacié el bolso del derecho y del revés. Pero del monedero, nada. No apareció porque me lo había dejado en casa. Menos mal que el bibliotecario, que era la primera vez que me veía, me prestó dinero para el taxi. Esta fue mi carta de presentación: «Hola, soy Beatriz Montero, la que viene a contar cuentos. ¿Me puedes prestar 25 € para el taxi?». No pude empezar peor. Menos mal que el bibliotecario, que se llamaba Miguel, además de ser una bella persona no se había dejado también la cartera en casa. En la lista anoto hasta la botella de agua que me llevo para hidratarme la garganta. Las cosas más sencillas, más obvias, son las que antes me dejo en casa. Y las olvido por obvias. ¿Quién se va a olvidar de coger el teléfono móvil o el monedero? ¿Cómo se me va a olvidar llevarme el cuento de El pollo Pepe, si es con el que voy a trabajar? Pues pasa que a veces se me han olvidado cosas por el camino. Por eso me ayuda tanto revisar la lista antes de salir.

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Y continuando con las manías, también estiro el cuerpo y trabajo la voz antes de los espectáculos. Lo suelo hacer en casa. A excepción de cuando cuento en teatros. En esas ocasiones hago los calentamientos de voz y los estiramientos de cuerpo en los camerinos.

Para preparar la voz Bebo mucha agua, como si fuera un ficus. Me hidrato la garganta antes de calentar las cuerdas vocales. Suelo ejercitarme con estos dos ejercicios: • Abro la boca todo lo posible, como si fuera a devorar un gigantesco trozo de tarta. En esta posición (algo incómoda) pronuncio despacio las vocales A, E, I, O, U. Repito este ejercicio cinco veces. Evito gritar para no dañar las cuerdas vocales. Hago uso del diafragma (ver capítulo 4, apartado 7: La calidez de la voz). Con este ejercicio pongo a tono los músculos de la boca y consigo mayor fluidez de vocalización durante el cuento. • Repaso el cuento con un lápiz entre los dientes. Muerdo el lápiz en posición horizontal, de tal manera que sobresale por las comisuras de los labios. Noto cómo la lengua tiene problemas de movilidad. Esa es la finalidad y el resultado es sorprendente: las palabras salen durante el cuento claras y redondas de mi boca.

Estiramientos del cuerpo David terminó un espectáculo de cuentacuentos con una lesión en los hombros. Lo hubiera podido evitar haciendo algunos calentamientos previos. Pero no, David tenía alergia a la gimnasia. Como David solía contar cuentos sentado en una silla, nunca pensó que fuera necesario estirar ni las piernas, ni los brazos, ni la espalda. «¿Para qué?», me preguntó, «si no me levanto de la silla». Y sucedió. David estaba contando que las carabelas habían partido del puerto de Palos cuando hizo un gesto brusco con el brazo izquierdo y se lesionó el hombro. Desde ese día David hace algunos calentamientos de músculos antes de empezar a contar. Pocos, porque él y la gimnasia siguen sin ser amigos. Si David estuviera aquí, te diría que tengo razón al recomendarte que tomes tus precauciones. Pero una vez más, tú decides. Yo, por si acaso, te dejo unos ejercicios útiles: • Empieza por el cuello. Haz ligeros movimientos giratorios con la cabeza. Luego ladea la cabeza hacia la izquierda y después hacia la derecha, hacia delante y hacia atrás. Siempre con movimientos suaves. Repite este ejercicio cinco veces. 214

Cada vez que hago este ejercicio los huesos del cuello me crujen. Quizá a ti también te pase. • Continúa con los brazos. Mueve el brazo izquierdo hacia delante y hacia atrás y haz lo mismo con el brazo derecho. Repítelo cinco veces más. Si dispones de tiempo y ganas, puedes continuar ejercitando los brazos imitando el estilo de natación crol o el de mariposa. • Piernas. Aunque cuentes sentado como David, estira las piernas. Flexiona las rodillas varias veces. Mueve cada pierna, estirándola hacia delante y hacia atrás. Ponte de puntillas unos segundos para fortalecer los tobillos y los gemelos. Repite cada movimiento varias veces.

Relajación Si te quedan pocos minutos para salir a escena, es el momento de abandonar los nervios. ¿Para qué los quieres? Aprovecha esos últimos minutos para relajarte. Busca un lugar tranquilo y cierra los ojos. Expulsa el aire que tengas en tus pulmones, e inspira todo el aire que puedas. Expele el aire en varias tomas (despacio), y al tiempo que lo haces cuenta para ti: 1.001, 1.002, 1.003…, y vuelve a tomar aire. Repítelo un par de veces más. Ya es la hora. Adelante, el público te está esperando.

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6. EL MIEDO ESCÉNICO Cuando fui a ver la obra de teatro Mamá, quiero ser famoso de la compañía «La Cubana», sabía que podían sorprenderme con cualquier cosa. Porque si algo caracteriza el trabajo de esta compañía es la exageración, la transgresión de espacios y la participación del público. Los actores escogieron al azar a seis personas de entre el público: tres hombres y tres mujeres. Los vistieron con trajes blancos y les colgaron unas inmensas alas de ángel. Los seis espectadores, desorientados, se encontraron de repente convertidos en actores delante de un público de mil personas. En el escenario, los seis improvisados actores cegados por los focos no dejaban de sudar. Otro de los actores, que hacía el papel de showman, les acercaba un micrófono y les iba preguntando cómo se sentían siendo famosos. Una de las mujeres comenzó a temblar. El miedo escénico provoca ansiedad. Y la ansiedad se manifiesta en sudoración, palpitaciones, temblor, tartamudeo, nudo en el estómago, urgencia urinaria, boca seca, falta de aire o rubor. Menos mal que no se dan todas a la vez, porque si no, acabaríamos en la UCI. Aunque el miedo escénico afecta más a nivel cognitivo. Es decir, tenemos congestión mental por temor al fracaso o al ridículo, se nos queda la mente en blanco y no podemos concentrarnos. ¿Te suena algo de todo esto? Con frecuencia somos demasiado exigentes con nosotros mismos y le damos excesiva importancia al qué dirán. Lo gracioso es que los otros también están preocupados por lo que tú puedas pensar de ellos. ¿No es algo ridículo este juego del escondite? Lola, una mujer de 70 años que venía al taller de cuentacuentos, me dijo: «Lo que más miedo me da es olvidarme del cuento. Es que a esta edad, hija, se tiene muy mala memoria». Al final del curso organicé un espectáculo de cuentacuentos con los alumnos del taller en un pequeño teatro, para que pusieran en práctica todo lo aprendido. Lola se preparó el cuento popular La edad del hombre, en el que se trata con humor cómo Dios concedió a los animales y al hombre unos años de vida. En el tiempo que Lola estuvo en el taller, que fue todo un año, nunca se le había olvidado ningún cuento. Pero en el último ensayo, el día antes del espectáculo en el teatro, se quedó en blanco. Por no recordar, no recordaba ni el título del cuento. A Lola, en realidad, le preocupaba hacer el ridículo delante de sus amigos. La vi tan apurada que le aconsejé que si en el teatro se quedaba en blanco dijera en voz alta que se había olvidado del cuento. «¿Y ya está?», me preguntó. «Sí», le dije. «No te guardes para ti, como si fuera un tesoro, lo que te esté pasando si eso te bloquea. Contar cuentos es compartir no sólo los cuentos sino también los sentimientos. Si te apetece reír, ríe. Si te apetece llorar, llora.» 216

El día de la actuación, la sala estaba llena de gente. La mayoría eran amigos y familiares. Lola salió a escena y empezó a contar su cuento. A los dos minutos le entraron todos los nervios juntos y se le olvidó la historia. Primero se quedó en silencio y luego dijo con franqueza que se le había olvidado lo que iba a decir, y después le entró una risa tan contagiosa que acabamos todos arqueados de tanto reír. Entre carcajadas le fuimos recordando el cuento. Lola lo terminó contando con tanta gracia, que me arrepiento de no haberlo grabado en vídeo. Para la próxima. Aquí van doce consejos para dejar el miedo escénico muy lejos: 1. Si te quedas en blanco, bebe agua para ganar tiempo e intentar recordar. 2. Ríe si te apetece, llora si lo necesitas. 3. No abandones el escenario. 4. Sincérate con el público, diles que has olvidado por dónde ibas. 5. Pregunta al público si alguno sabe qué estabas contando. Seguro que te ayudan a recordar. 6. Improvisa algo en la historia. 7. Relaja el cuerpo. El público está allí porque quiere escucharte narrar el cuento. Nadie espera que seas Robert De Niro ni Nicole Kidman. Quieren verte a ti, con esos defectos que te hacen ser tú y no otro. 8. No paralices el cuerpo. El público no es un tigre que te vaya a devorar. El tigre en cualquier caso eres tú. 9. Tu objetivo tiene que ser NO SER PERFECTO. La perfección no existe. Lo que a ti te parece bello puedo no parecérmelo a mí. Uno de los platos suculentos de Kazajistán son los testículos de caballo. Está claro que el gusto no es universal; entonces... para qué preocuparse. 10. Al primero que le tiene que gustar el cuento es a ti. Si a ti te gusta, harás disfrutar al público. 11. Cambia la preocupación por la preparación. Si llevas el cuento ensayado, todo saldrá bien. 12. Desmitifica al público. Ellos son personas como tú y como yo. Son Iván, Sandra, Rubén, Yaiza... Ellos también se equivocan, tartamudean, tienen desamores, dudan y les salen granos. Los héroes forman parte del mito y los mitos los cuentas tú.

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Me inventé el personaje de la maga Trapisonda para contar cuentos a los niños. Desde el momento en que me visto con mi peto a rayas y mi sombrero de colores dejo de ser Beatriz Montero y paso a ser la maga Trapisonda. No cambio ni mi voz, ni mis gestos, ni me pinto la cara de negro. La maga Trapisonda siempre lleva su maleta a cuestas de la que salen marionetas, libros y campanillas. A los niños, tengan la edad que tengan, les intriga ver salir cosas de la maleta mágica. Mis espectáculos comienzan con una historia extraordinaria: como las aventuras de la abuela Enriqueta. Son historias extravagantes, fantásticas y exageradas. Un espectáculo de cuentos puede girar en torno a una temática, o a un autor, o a un lugar, o a una época. Algunos de mis espectáculos son: Cuentos interculturales, La Odisea de Ulises, Cuentos no sexistas, Susurros de algodón, Cuentos de brujas, ogros y monstruos de siete ojos. La selección de los cuentos la hago en función de la edad de los asistentes. Me gusta mezclar cuentos cortos y cuentos largos para que el espectáculo sea más ameno. El cuento más largo dura en torno a los doce minutos y el más corto, un minuto. Procuro que sean cuentos variados aunque tengan la misma temática. Es algo parecido a la comida. ¿Te imaginas desayunar, comer y cenar siempre lo mismo? Qué hartura. A estas alturas yo ya sé qué cuentos me funcionan mejor, con qué cuento participan más los niños y las niñas, y qué hacer si el público está inquieto. Esto lo da la experiencia. No improviso sobre la marcha un cuento, todos los cuentos que narro han sido trabajados y ensayados previamente. Tampoco te aconsejo que lo hagas tú, improvisar una historia delante de un público tiene bastantes probabilidades de convertirse en un fracaso. Después de cada cuento hablo con los niños y niñas acerca del cuento que han escuchado. Si se trata de El príncipe caprichoso, les pregunto si conocen a alguien tan caprichoso como ese príncipe. Y siempre hay algún niño o niña entre el público que dice que su hermano o hermana es así de caprichoso. Suelo finalizar el cuentacuentos con alguna rima o cuento corto a modo de despedida.

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1. CONSEJOS DE MAGA La sala iluminada A la hora de contar cuentos es importante que puedas ver al público. Toda la sala debe estar iluminada. La mirada funciona como puente de unión entre el narrador oral y el oyente. Si ves al público, podrás interpretar su lenguaje corporal y saber qué parte del cuento les gusta más y cuándo están incómodos o se aburren. Ver a los oyentes te retroalimenta.

Disfruta Disfruta los cuentos, mastícalos, saboréalos, exprímelos mientras los cuentas. Contar debe ser tan placentero como saborear un rico helado mientras ves romper las olas en la arena.

Relájate Tranquilidad. No te aceleres al contar cuentos. No estamos en un maratón, ni en un examen a contra reloj. Nada de atropellos, ni prisas. Relájate. Respira hondo si es necesario.

Ataja incidentes Si al contar cuentos te encuentras con algún incidente, tranquilidad. Todo se puede solucionar. Da igual que sea un niño el que te interrumpe o un Jumbo aterrizando de emergencia en las inmediaciones. De nada sirve ponerse nervioso. Lo peor que te puede ocurrir es no resolver el conflicto. Ignorarlo no hará que desaparezca. Ataja el incidente. Piensa de qué manera puedes acotarlo. Pregúntate por qué el niño te interrumpe. Con seguridad se debe a una pregunta que te quiere hacer sobre el cuento. Escúchale y resuelve la duda. Si el problema es el Jumbo, entonces tómatelo con mucha calma, ahí sí que no puedes hacer nada más que esperar a que los motores del avión se paren.

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La vida está llena de pequeños incidentes diarios que resolvemos con completa normalidad: las gafas que se nos caen y recogemos del suelo, la ropa que se ensucia y lavamos, el dolor de muelas que llevamos con paciencia..., y no pasa nada: uno lo resuelve y la vida continúa.

Móviles apagados A mucha gente se le olvida apagar el móvil y resulta muy molesto que un móvil suene en mitad del cuento. Rompe el encanto de la narración, interrumpe al narrador y despista a los oyentes. Antes de empezar a contar cuentos pide al público que apague los móviles. Y acuérdate de apagarlo tú también.

La maldita tos Si te entra tos, no lo dudes, interrumpe el cuento y bebe agua. Ten siempre a mano una botella de agua. Bebe cuando sientas la boca seca, irritada o tengas tos. En una ocasión yo cometí el error de contener la tos. Se me saltaban las lágrimas y me resultó difícil hablar. Casi perdí la voz al forzar las cuerdas vocales y todo por no hacer una pausa en el cuento y beber agua.

Cuida la voz Chupar un simple caramelo antes de contar cuentos puede pasarte factura durante la actuación. Comer caramelos, cacahuetes o pan, justo antes de contar cuentos puede resecar la garganta y perjudicar la voz. Mima tus cuerdas vocales. Hidrátalas con agua, no fuerces la voz y utiliza el diafragma.

Tengo un mal día Me preguntaba Conchi, una bibliotecaria de Fuenlabrada, si era difícil contar cuentos cuando estás enfermo, te duele la cabeza o tienes un mal día. No es que sea difícil, es que tienes que poner la energía que te está robando la enfermedad. Tienes que hacer un sobreesfuerzo para transmitir emoción. Pero en cuanto te metes dentro del cuento se te pasan todos los males. Ese es el encanto de los cuentos, que sanan hasta al narrador.

El plagio 222

Lo que cuentes debe salir de tu trabajo, de tus ensayos, de tus lecturas o de la oralidad. No copies el trabajo de los compañeros. Enriquece los cuentos con tu toque personal. Ese que sólo tienes tú. Menciona siempre al autor del cuento. Eso no desvaloriza tu trabajo, sino todo lo contrario, le da mayor calidad y profesionalidad.

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2. CUENTOS Y SECRETOS DE LA MAGA TRAPISONDA Entre los cuentos de mi repertorio, uno de los que más les gusta a los niños y las niñas es el cuento de mi abuela Enriqueta, que es un despiste de mujer. Tan despistada como yo o mucho más. Se trata de una historia que yo creé tras desarrollar un personaje que aparecía en el cuento de Una familia con d de Josep Chapa Mingo. LA ABUELA ENRIQUETA Al venir hacia aquí, casi entro en la boca de un túnel. Menos mal que pasaba cerca del túnel una señora mayor que también venía aquí y, como era muy amable, me acompañó hasta este lugar. Al menos no me he olvidado en casa mi maleta de contar cuentos. (Enseño la maleta mágica que traigo en la mano.) Os voy a contar un secreto. (Pongo tono confidente.) A veces se me olvidan las palabras. Si veis que no sé cómo se dice algo, sopladme la palabra para que pueda seguir contando el cuento. (Pregunto a los niños y niñas si también a ellos se les olvida las cosas, como hacer los deberes o tirar la basura.) ¡Uf!, pues menos mal que no sólo yo soy despistada. Aunque para despistada y distraída, mi abuela Enriqueta. No sé si contaros lo que le pasó este verano a mi abuela porque cuando lo cuento dicen que soy una mentirosa, cuentera y trolera. (Les pregunto si quieren oírlo y les hago prometer que no le dirán a mi abuela que se lo he contado.) Como os decía, mi abuela es muy distraída. Os voy a contar lo que le pasó este verano para que veáis lo despistada y desmemoriada que es la abuela Enriqueta. Mi abuela Enriqueta es fotógrafa y hace una fotos chulas, pichulas. Y como le gustan mucho los animales, se fue de vacaciones a África para fotografiar a todos los animales. ¿A vosotros también os gustan los animales? A mi abuela le gustan un montón. Para el viaje, la abuela Enriqueta se compró un pantalón con muchos bolsillos. En los bolsillos de delante metió un mapa y una linterna. Y en los bolsillos de atrás, un bocadillo de mortadela, un cuchillo y 224

unas gafas de sol. Y se fue a la selva africana dispuesta a hacer fotos a todos los animales que viera. Alquiló un coche que no tiene techo. Qué se llaman… ¿cómo se dice esta palabra? (Los niños adivinan la palabra.) Descapotable, eso. Se montó en el descapotable y empezó a conducir por la selva africana. Conducía muy despacio con la intención de hacer una fotografía en cuanto viera a algún animal. Por eso la abuela Enriqueta miraba a un lado y a otro de la carretera. (Miro a todas partes de la sala.) La abuela Enriqueta no dejaba de mirar entre los árboles por si veía a uno de esos animales que saltan de rama en rama. ¿Sabéis cómo se llaman? (Los niños dicen el nombre del animal.) Es verdad, se llaman monos. Pues no vio ningún mono. «¡Qué raro!», se dijo mi abuela Enriqueta. Y por más que miraba a un lado y a otro tampoco vio elefantes, ni jirafas, ni leones. (Dejo que los niños nombren más animales.) Por no ver, no vio ni un mosquito. «¡No importa!», se dijo mi abuela Enriqueta, «seguro que veo a un animal de largos bigotes y grandes dientes». Pero nada, que tampoco vio a ningún tigre. ¿A que es raro no ver ningún animal en la selva? Menos mal que llegó hasta un río y se bajó del coche. La abuela Enriqueta tenía esperanzas de ver a algún animal en los ríos. ¿A que vosotros sí que habéis visto cocodrilos en los ríos? (Espero la respuesta de los niños.) ¿No? ¡Ah!, es verdad, que aquí no hay cocodrilos en los ríos. Qué despiste el mío. Pues la abuela Enriqueta tampoco vio ningún cocodrilo en el río. Y eso sí que era raro, porque en África hay muchos cocodrilos y también hay… (Dejo que los niños nombren animales: hipopótamos, pirañas...) La abuela Enriqueta se montó en una barca y remó hasta la otra orilla. (Gesto de remar.) Mientras remaba, miraba las turbulentas aguas del río por si veía a algún hipopótamo. Pero no vio ninguno. La abuela Enriqueta ya empezaba a preocuparse. Menos mal que al llegar a la otra orilla se encontró con unas plantas… 225

(Abro los brazos para hacer ver algo muy grande.) Unas plantas muy grandes. Mi abuela sacó el cuchillo que tenía guardado en el bolsillo de atrás. Y empezó a cortar con el cuchillo las plantas para abrirse paso en la espesura de la selva. (Gesto de cortar algo en el aire.) ¡Zas!, iba cortando las hojas. Pero lo hacía muy despacio, ¿sabéis por qué? Porque en la selva hay que andar muy despacio para que no te ataquen animales muy peligrosos, como esos que se enroscan en los árboles. (Espero que los niños digan animales.) Serpientes, sí, serpientes. Que allí en África no son como aquí, serpientes chiquititas. No. Allí son serpientonas. Así de grandotas. (Abro mucho los brazos para que se hagan una idea de lo grande que son las serpientes.) La abuela Enriqueta iba haciéndose un camino por la selva. Y cuando se quiso dar cuenta se le había hecho de noche y ya no vio nada de nada. ¿Vosotros veis algo de noche? Yo nada. La abuela Enriqueta buscó un lugar donde pasar la noche y se fijó en el árbol más alto. Se subió a lo más alto del árbol más alto. (Señalo con el dedo hacia arriba.) Pues allí pasó la noche mi abuela Enriqueta. Que no se había dado por vencida. Siguió mirando atenta en la oscuridad de la selva. Así… (Pongo la mano a modo de visera encima de los ojos y alargo el silencio apoyada en el gesto de mirar.) Por la noche algunos animales no se duermen como… (Los niños nombran al búho, el murciélago, el ratón…) ¿Creéis que vio algo? Nada. Nada de nada, de nada nadísima. Pero en cuanto el sol apareció, la abuela Enriqueta vio que detrás de un árbol salía una pata, luego otra pata, y se asomó una… (Muevo el brazo con movimientos de vaivén.) Una cola. Y allí apareció… (Hago un silencio de suspense.) ¡Un tigre! 226

En ese momento la abuela Enriqueta abrió la bolsa que llevaba. La abrió muy despacito para no asustar al tigre. Riki, raka, riki, raka, riki, raka. (Acompaño las palabras con el gesto de abrir una cremallera muy despacio.) Abrió la bolsa y… (Otro silencio de suspense.) Se había dejado la cámara de fotos en casa. ¡Qué despiste! Qué despistada es mi abuela Enriqueta. ¿Pero sabéis?, mi abuela no se dio por vencida. Bajó del árbol. (Agacho el cuerpo.) Se acercó al tigre. Le subió las orejas (Con una mano hago el gesto de levantar una oreja en el aire.) Y le preguntó… (Bajo el tono.) ... si quería irse con ella a Tenerife para hacerle una foto. Y el tigre, ¿sabéis qué contestó? (Unos segundos de silencio.) Dijo que sí. Y la abuela Enriqueta se lo llevó hasta su estudio fotográfico, en Tenerife. Y le hizo una foto chulísima. ¿Y sabéis a quién se la regaló? A mí. La suelo guardar en mi maleta mágica de contar cuentos para enseñársela a los niños y niñas. Voy a ver si la tengo aquí dentro. (Abro mi maleta magia y revuelvo dentro. Los niños no ven qué hay dentro de la maleta.) ¡Uy!, no la veo. A ver si me la he dejado en casa. ¡Qué despiste! (Sigo mirando dentro de la maleta.) Sí, sí. Aquí está. (Les enseño un marco con un dibujo de mi abuela y un tigre.) Mirad qué foto más bonita. Pero esperad, que también me he traído mi cámara invisible de hacer fotos.

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(Saco de la maleta una cámara imaginaria.) Os voy a hacer una foto de recuerdo. Que vosotros también estáis muy chulos, pichulos. Tenéis que decir conmigo: «Una, dos y tres. Tris, tras. Ni la ves ni la verás». (Espero que los niños lo repitan conmigo.) Ay, no. ¡Qué despiste! Que ese es el juego de la zapatilla. ¿Os la sabéis? (La cantamos juntos.) A la zapatilla por detrás, ¡tris, tras! Ni la ves, ni la verás, ¡tris, tras! Mirad «pa» arriba que caen judías, mirad «pa» abajo que caen garbanzos. ¡A chupé, a chupé! Sentadito me quedé. Bueno, y ahora que estáis sentaditos, sonreíd. Os voy a hacer la foto. A la de tres: Una, dos y tres. (Disparo la máquina de fotos imaginaria.) ¡Qué guapos habéis salido! Gracias por esta foto pichula. Qué recuerdo más bonito. La voy a poner en un marco como a la foto de la abuela y el tigre y lo pondré en el salón de casa. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Si quieres que te lo cuente otra vez, cierra los ojos y cuenta hasta tres.

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ANÓNIMO: Las mil y una noches (2 vols.), Madrid, Ed. Cátedra, 2007. AUSTER, Paul: Creía que mi padre era Dios: Relatos verídicos de la vida americana, Barcelona, Ed. Anagrama, 2004. BENEDETTI, Mario: Buzón del tiempo, Madrid, Ed. Alfaguara, 1999. CARVER, Raymond: Catedral, Barcelona, Ed. Anagrama, 2004. CHEEVER, John: Relatos, Barcelona, Editorial Planeta, 2006. CORTÁZAR, Julio: Cuentos completos, Madrid, Ed. Alfaguara, 1999. DAHL, Roald: Historias extraordinarias, Barcelona, Editorial Anagrama, 1990. FINN GARNER, James; Cuentos infantiles políticamente correctos, CIRCE Ediciones, Barcelona, 1997. GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel: Doce cuentos peregrinos, Barcelona, Ed. Mondadori, 2000. HEMINGWAY, Ernest: Relatos, Barcelona, Grupo Libro 88, 1990. MARTÍN GAITE, Carmen: Caperucita en Manhattan, Madrid, Ed. Siruela, 2001. —: El cuento de nunca acabar, Barcelona, Anagrama, 1988. MATUTE, Ana María: El verdadero final de la Bella Durmiente, Madrid, Espasa-Calpe, 1999. —: Los niños tontos, Barcelona, Ed. Destino, 2001. MENÉNDEZ PIDAL, Ramón: Todos los cuentos: Antología universal del relato breve, Barcelona, Editorial Planeta, 2002. MERINO, José María: Cuentos del reino secreto, Madrid, Ed. Alfaguara, 1994. MONTERO, Rosa: Amantes y enemigos: Cuentos de parejas, Madrid, Ed. Alfaguara, 1998. MONTERROSO, Augusto: Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, México, Ediciones Santillana, 1996. MONZÓ, Quim: El porqué de las cosas, Barcelona, Ed. Anagrama, 1999. RIVAS, Manuel: ¿Qué me quieres amor?, Madrid, Ed. Alfaguara, 1999. VALENTE, José Ángel: Obra poética 2. Material memoria, Madrid, Alianza Editorial, 1999. VV. AA.: El día que nos dimos cuenta de todo, Madrid, Ed. Taller de Escritura, 2004. VV. AA.: Historias de adultos imperfectos, Madrid, Ed. Taller de Escritura, 1994. VV. AA.: Vino un chino y nos vendió un mechero, Madrid, Ed. Taller de Escritura, 2001.

Páginas web Red Internacional de Cuentacuentos www.cuentacuentos.eu Plan Nacional de Fomento a la Lectura www.mecd.gob.es/cultura-mecd/areas-cultura/libro/mc/pfl/introduccion.html Biblioteca Infantil y Juvenil del Instituto Cervantes www.cervantesvirtual.com/seccion/bibinfantil/ CEPLI. Centro de Estudios de Promoción de la Lectura y Literatura Infantil y Juvenil, Cuenca www.uclm.es/cepli/ Animación a la lectura (Animalec) www.animalec.com Biblioteca Infantil Cervantes Virtual www.cervantesvirtual.com/seccion/bibinfantil/ Plan de Fomento de la Lectura www.mcu.es/libro/CE/FomentoLectura.html

240

BookCrossing Spain www.bookcrossing-spain.com Proyecto de lectura para centros escolares www.plec.es Servicio de orientación de lectura www.sol-e.com/index.php Fundación Germán Sánchez Ruipérez www.fundaciongsr.es International Board on Books for Young People (IBBY) www.ibby.org (Tiene página en español.) Institut International Charles Perrault (Francia) www.institutperrault.org Fundação nacional do livro infantil e juvenil (Brasil) www.fnlij.org.br Banco del Libro (Venezuela) www.bancodellibro.org.ve Instituto Conta Brasil www.contabrasil.com Gretel: Literatura infantil a la VAB www.gretel.cat/es/ IRA. International Reading Association www.reading.org Programa Nacional de Lectura (México) www.lectura.dgmie.sep.gob.mx/ Programa Educativo Nacional para el mejoramiento de la lectura (Argentina) www.planlectura.educ.ar/ Cielos de papel. Literatura intantil www.cielosdepapel.com.ar Fundalectura (Colombia) www.fundalectura.org Beatriz Montero, cuentacuentos www.beatrizmontero.com

Publicaciones electrónicas ALETRIA Cuentos y otras historias. Brasil. www.aletria.com.br ARTEZBLAI Revista de las artes escénicas. Bilbao, España www.artezblai.com BABAR Portal especializado en Literatura Infantil y Juvenil. Madrid, España. www.revistababar.com CAJA MÁGICA Técnicas de animación a la lectura, animación a la escritura. Literatura Infantil y Juvenil. www.cajamagica.net

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CLUB KIRICO Portal donde los libreros te recomiendan los mejores libros. Tiene recursos para fomentar la lectura en familia y recomendaciones. www.clubkirico.com CONTANTE Y SOÑANTE Revista de narración oral. Colombia. www.vivapalabra.com/cuenteros_revista.htm CUENTACUENTOS Portal con información completa relacionada con la narración oral: noticias, narradores, publicaciones, recomendación de libros, festivales, cuentos. www.cuentacuentos.eu CUATROGATOS Revista de estudio crítico y difusión de la Literatura Infantil. Miami. www.cuatrogatos.org IMAGINARIA Revista de Literatura Infantil y Juvenil quincenal. Incluye el Boletín de ALIJA (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina). www.imaginaria.com.ar ESPACIO LIBROS www.espaciolibros.grupo-sm.com LIBROADICTO Web de críticas literarias hechas únicamente por jóvenes. www.libroadicto.com

Publicaciones periódicas impresas CLIJ. Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil. Editorial Torre de Papel. C/ Madrazo 14- 6º 2. 08006-Barcelona. Tel.: 93 238 86 83. Fax: 93 415 67 69. www.revistaclij.com PEONZA. Revista de Literatura Infantil y Juvenil. Gestoría Noriega (Peonza) C/ Jesús de Monasterio, 12 – 1º. 39010-Santander (Cantabria). Tel.: 942 375 717. www.peonza.es PLATERO. Revista de Literatura Infantil y Juvenil y Animación a la Lectura. CEP de Oviedo. Seminario de Literatura Infantil y Juvenil. Centro de Profesores. C/ Las Campas. 33149-Oviedo. Tel.: 985 24 07 94 y 985 24 16 59. Fax: 985 24 05 54. LAZARILLO. Revista de la Asociación de Amigos del Libro Infantil y Juvenil. Asociación española de amigos del Libro Infantil y Juvenil. C/ Santiago Rusiñol, 8. 28040 Madrid. Tel.: 91 553 08 21 www.amigosdelibro.com REVISTA DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL. Centro de Comunicación y Pedagogía (CC&P). C/ Cerdeña 259. 08013 Barcelona. Tel.: 93 207 50 52. Fax: 93 207 61 33. Correo electrónico: [email protected] www.comunicacionypedagogia.com

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Agradecimientos

Escribir este libro no hubiera sido posible sin la ayuda de mucha gente que estuvo a mi lado durante la gestación de estas páginas. Muchas gracias: A Enrique, por esa infinita paciencia durante estos dos años, por sus aportaciones y comentarios. Al Abu, por contarme cuentos maravillosos y dejarme vivir en una tierra de fantasía. A mis padres y a mis hermanos (Emilio y Alma), por su apoyo incondicional. A Fernando, por todos esos años en los que compartimos juntos escenario y anécdotas. A Basilio y Peancha, por todo su cariño. A Alekos, por las maravillosas ilustraciones que dan luz a mis palabras. A todos los alumnos que han pasado por el taller de cuentacuentos, de los que he aprendido tanto. Y por último, un beso de maga Trapisonda, así de grande, para todos los niños y niñas que han disfrutado con los cuentos, por sus besos con mocos, por sus risas y por creer en brujas, ogros y monstruos de siete ojos.

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Índice Créditos Dedicatoria Índice Prólogo. Enrique Páez CAPÍTULO 1. EL ENCANTADOR DE HISTORIAS 1. El comienzo del camino 2. En busca de un sueño 3. Construyendo la casa 4. Sherezade y Las mil y una noches 5. El mentiroso 6. Decálogo del cuentista

3 6 4 7 10 12 16 18 20 23 28

CAPÍTULO 2. EL CUENTO

31

1. Una carta con muchos platos 2. Viaje a la fantasía 3. Jugar con el cuento 4. Técnicas de desbloqueo

34 47 56 65

CAPÍTULO 3. A CADA EDAD UN CUENTO: CUENTOS POR EDADES 1. De 0 a 3 años 2. De 4 a 6 años 3. De 7 a 11 años 4. De 12 a 14 años 5. De 15 a 116 años

71 75 80 91 97 101

CAPÍTULO 4. LOS INSTRUMENTOS DEL NARRADOR 1. La maleta mágica 2. Así de fácil: elementos útiles para contar cuentos 3. La danza de los vientos 4. Las siete puertas invisibles 5. Mírame a los ojos 6. El perfume de las palabras 7. La calidez de la voz 8. Con la casa a cuestas 244

105 107 110 119 126 134 139 146 156

9. El secreto del éxito

158

CAPÍTULO 5. ENSAYAR Y ENSAYAR 1. Cómo preparar un cuento 2. Patatín, patatán, patatún 3. En buena compañía

163 165 171 174

CAPÍTULO 6. EL PÚBLICO

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1. Cuéntale un cuento y verás 2. Susurros de algodón 3. Cosas de niños 4. Los adultos, esos gigantes 5. Animar a leer

178 180 184 187 190

CAPÍTULO 7. QUE EMPIECE EL ESPECTÁCULO 1. Dónde contar cuentos 2. Controlar el espacio 3. Una atmósfera sugerente 4. La vestimenta 5. Los preparativos 6. El miedo escénico

194 197 200 207 210 213 216

CAPÍTULO 8. LA MAGA TRAPISONDA 1. Consejos de maga 2. Cuentos y secretos de la maga Trapisonda

Bibliografía Recursos para padres, alumnos y profesores Agradecimientos

245

218 221 224

229 235 243