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«Me estoy convirtiendo en algo que atraviesa todo dolor, una forma mínima de la valentía.» la autora La lengua de Los

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«Me estoy convirtiendo en algo que atraviesa todo dolor, una forma mínima de la valentía.»

la autora

La lengua de Los pacientes, de Ana Rocío Jouli, es una lengua alucinada y quieta. Alucinada porque abre en el poema imágenes del afuera irrepresentable: una tarde de conejos, una casa de campo, el dolor, un hombre convertido en pescado. Y quieta, porque las voces del Señor muy enfermo, la Enfermera y la Nena provocan, en la quietud de un hospital, un pequeño teatro: dar forma y existencia, en el silencio, a un universo de seres y cosas.

Santa Rosa, La Pampa (1991). Publicó los fanzines Tarde (La Bola, 2015), Los viajes (NIEVE, 2015) y Polaroid (chicas&zines, 2014); y los libros de poemas Constelaciones (Erizo, 2016), junto con Paula Moya y Julieta Novelli, y De baúles o jardines (Morosophos, 2010). Participó de las antologías Poesía (La Comuna, 2019), Rumiar (Rumiar Buenos Aires , 2018), Australes & Peligrosas (Cohuiná Cartonera, México, 2018), Jardín 16 (Minibús Ediciones, 2016), Concurso Nacional de Poesía Pablo Neruda (Editorial UNC, 2016), Té de Jengi (Morosophos, 2011) y Sin la espada (Edulp, 2010). Es Magíster en Escritura Creativa por la Universidad Tres de Febrero, y alumna del Doctorado en Letras de la Universidad Nacional de La Plata.

Irina Garbatzky

Ana Rocío Jouli

Este poemario fue transpuesto a un espectáculo multidisciplinaria bajo la dirección de Laura Conde: “Los pacientes. Un ensayo sobre la fragilidad”. Se estrenó en octubre de 2017 en El Portón de Sánchez, luego de un proceso de investigación que devino en una Intervención en la FaHCE, Universidad Nacional de La Plata, en el marco del “Circo poético” (Secretaría de Extensión). En 2018 se presentó en formato de Intervención de tipo inmersiva en el Centro Universitario de Arte de la UNLP, La Plata, y fue seleccionado para el “Ciclo Bs. As. Off 2019” del Teatro Municipal Coliseo Podestá de la Secretaría de Cultura de La Plata y la Programación de Danza del Centro Cultural de la Cooperación de Buenos Aires.

Jouli, Ana Rocío Los pacientes / Ana Rocío Jouli. - 1a ed . - Mar del Plata : La Bola Editora, 2017. 64 p. ; 17 x 12 cm. 1. Poesía. 2. Literatura Argentina. I. Título. CDD A861

Revisión

Alejandra Rumitti Diseño / Maquetación

Manuel Passaro para Frijón, servicios editoriales (frijonestudio.tumblr.com) © Ana Rocío Jouli, 2017 © la bola editora, 2017 / Edición en papel © la bola editora, 2020 / Edición digital www.labolaeditora.tumblr.com www.instagram.com/labolaeditora www.facebook.com/editoriallabola www.twitter.com/labolaeditora [email protected] ISBN 978-987-4118-01-1 Hecho el depósito que indica la Ley 11.723

Lecturas en la sala de espera * Detrás de este libro hay un baúl repleto de cuadernos. En ellos fui mezclando comienzos de poemas, anotaciones y apuntes de lectura. Documentaba esos movimientos a la manera de un diario de obra: las mutaciones de una escritura y los elementos que la afectan, los esfuerzos por trazar un rumbo y el deseo siempre presente de perderlo. En ese tiempo trabajaba en una pequeña biblioteca compuesta de enciclopedias discontinuadas, con información azarosa y poco confiable. Los días eran tranquilos y paseaba por los estantes eligiendo libros sin ninguna relación entre sí: historia de Bulgaria, psicometría, comportamiento de las hormigas, manuales de idiomas desconocidos, medicina familiar, oraciones para jovencitas. Aunque ya no trabajo ahí hace años, trato de replicar esa búsqueda, volverla método. No hay garantías, pero sólo el entusiasmo provocado por un hallazgo dudoso y deslumbrante puede encender para mí las luces del poema, como esos foquitos coloridos y un poco sucios de las ferias cuando terminan. * En los hospitales se habla bajo, apenas se susurra. Un libro de pasajes y súbitas mutaciones, una suavidad que se eleva hasta la desesperación y ahí se convierte nuevamente en otra cosa. Como quien vuelve en verano a una casa que el invierno ha cuidado en silencio, el lector encontrará puertas que se abren a un jardín desparejo, un poco salvaje en sus formas, que recoge de tempo-

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radas pasadas los susurros que nadie más pudo haber escuchado. Hay cosas que son para uno y no se explican, pero pasan al texto como reverberaciones. Abrir y cerrar la escritura, como una válvula (un corazón) que produce fantasmas. * Leo libros enteros para extraer de ellos apenas un perfume de la emoción que los originó. A menudo no queda más que una frase. La examino con la rigurosidad de una niña entomóloga que tortura amorosamente a la única mariposa que pudo atrapar: doy vueltas alrededor de la frase, pincho sus alitas contra un corcho, examino los motivos de su diminuta anatomía. De La mujer rota, de Simone de Beauvoir, copio menos de una oración, pero es suficiente: “(…) como si me viera con toda claridad y me encontrara conmovedora y ridícula”. Me llama la atención, por otro lado, el nombre de la primera parte del libro: “La edad de la discreción”. En su mezcla de timidez, frustración, dolor y prudencia resplandece algo de lo que imagino para la Enfermera: el tono contenido de un secreto, una voz que cubre como nieve las tristezas de su cuerpo.

plazado por su recuerdo, no termina de suceder, y sin embargo se cumple puntalmente, igual que las rutinas hospitalarias antes del amanecer. El anhelo de lo que está a punto de desvanecerse, pero también la pausa, el infinito cansancio que leemos como ternura o decepción. * Busco un viejo manual de medicina y me detengo en la sección destinada a cuidados del enfermo terminal. Copio algunos títulos, con el fin de usarlos más adelante en un poema: “La vergüenza del suicidio”, “Imagen del enfermo”, “Papel social del moribundo”. El enfermo no tiene, en principio, biografía. No mantiene correspondencia entre colegas ni guarda cuadernos de viajes. A veces, con un poco de suerte, lleva un diario íntimo. El enfermo no es dueño de su historia clínica: el retrato del cuerpo en el que se ha convertido. La enumeración de los síntomas es el corazón de su discurso, y el principio del silencio que lo despojará de todo lo demás. Del discurso científico me fascina: el rigor como una forma cordial y aséptica de la crueldad; el desapego en el lenguaje de los especialistas como un grado cero de la escritura, pero también de la compasión.

* No hay paredes, no hay lo que se dice un cuerpo. Las voces están conectadas a la función de ese lugar por los artefactos que garantizan la regularidad de los cuidados: un respirador, una sonda, un conejito hecho de gasa y algodones, una radiografía que una nena interpreta como el mapa de un tesoro. Lo que aparece es reem-

* Algo de estos cuadernos me recuerda a los Diarios de Pizarnik: el relato de formación de la joven poeta, el registro íntimo devenido archivo de lecturas que fastidian o fascinan, el examen minucioso de los trabajos de la escritura. También la angustia de un estilo que se sabe

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provisorio, insuficiente para su propia y voraz exigencia. Anota A.P: “Como siempre, desde hace nueve años, desde que me consideré seriamente poeta o futura escritora, me obsede la iniciación del aprendizaje. Leo para aprender a expresarme. Por eso leo tan mal.” En todo caso, aquello de lo que espera salvarse A.P. con su diario es lo que hoy identificamos como los rasgos más notorios de su poética: el fragmento, la brevedad, la detención. * Leo sobre botánica. Hay una relación de símbolos naturales entre la voz femenina, la maternidad, los animales y las plantas. La definición misma de las flores indica su condición de lugar donde conviven las estructuras para la reproducción. La especialización hace de ellas algo sexual y transitorio que debe caer para que se forme el fruto que continuará la especie. En su polinización se cumplen necesariamente las disposiciones de toda su vida y su amor se completa en el sacrificio y la mutación. Una pequeña maternidad las mata para que hagan al fin su gracia. * Retener, en la corriente de imágenes indiferentes, algo que pueda cautivarme el tiempo suficiente para escribirlo. A veces el proceso lleva semanas, incluso meses, hasta que una fotografía quemada, una entrada en una enciclopedia sobre algo que dejó de existir, o una escena olvidada de una película, reanudan esa curiosidad me-

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lancólica que me impulsa hacia las palabras. Un teatrito de voces en idiomas desatendidos, conocimientos como baratijas brillantes de inutilidad. También, por supuesto, el trabajo de las obsesiones sobre todo intento por expandir eso que los otros llaman estilo. * Leo sobre animales. El doctor John Cunningham Lilly refiere que un delfín enfermo no puede caer en estado de coma. Ni siquiera puede dormirse por más de seis minutos, pues el sueño profundo le impide respirar. Por esta particularidad, el ejemplar enfermo debe ser atendido constantemente, y cada delfín está dispuesto a hacer lo propio por otro delfín. Según Arnold Toynbee, la muerte es el precio que paga la vida por el incremento de la complejidad estructural de un organismo viviente. Como en las mantis y los escarabajos: la presencia de la nueva generación hace prescindible a la anterior. * Escribir para abrir el mundo. Mi error está en creer que escribir es reflexionar. Es decir: que se escribe razonando, sacando conclusiones. * Investigo sobre las abejas. En las colonias, solo las reinas son madres. La colmena es una casa donde las obreras apilan alimento y comodidad. Mientras tanto, la reina y sus hijas se aburren. En una colonia fuerte hay miles de

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abejas incapaces de fecundar. Ellas son las encargadas de cuidar las casas de las otras. De todos los insectos polinizadores, las abejas son las que más intervienen en la fecundación de las flores de los frutales. * Leo sobre agujas. Después de una breve investigación, me quedo con algunas indicaciones en torno al uso de las agujas mariposa. Las elijo por su nombre filoso y animal. Quiero escribir un poema que, valiéndose de un lenguaje médico ambiguo, sea también un ensayo sobre la fragilidad. Apuntes razonados para una medicina poética. A pesar de su pequeño diámetro y su insignificante apariencia, las agujas mariposa no siempre causan menos dolor, pues son cortas y a veces requieren de varios pinchazos.

* Un prólogo que, en vez de explicar lo que aparece ante el lector, recoja lo que quedó inconcluso, las impresiones y preguntas que de otro modo se perderían, confinadas a la privacidad de quien escribe. Son preparativos para algo que ya no ocurrirá. Un prólogo también puede ser una historia de los intentos.

* Arnaldo Calveyra decía que había llegado tarde al reparto de los géneros. Algo así les pasa a los textos de este libro: como si ellos dictaran sus propias exigencias, a veces un diálogo suspendido en el silencio se vuelve la continuación de un poema, o una narración se disgrega en un coro que no alcanza a contar una historia porque se pierde en su propio murmullo. Voces, algo menos que personajes, cuerpos entrevistos en la neblina o el sueño.

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Señor muy enfermo Soy un señor y no sé cómo habla un señor de sí mismo. Cuando me duele no me quejo, no doy mucho trabajo: esto es lo que sé de mí y me lo han dicho otros. Si en vez de levantar hogares soy alimentado y protegido, no puedo decir con esta voz el cuerpo del consejo y la orden. La madera que se ahuecaba para la canoa o las cunas ya no se basta a sí misma y se humedece en la tierra. Una paternidad que no dice no funda ninguna herencia.

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Enfermera

- ¿Quién te está cuidando? - Dice que duerme - No es como si hubiera hablado - Dejó dicho - Los seres perfectos no tienen tiempo para nosotros - Qué suerte que no esté escuchando - Sin embargo, esos dibujos indican algo - Está teniendo un mal sueño, mirá sus manos - ¿Te imaginás un ser perfecto respirando?

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No hay pérdida de tiempo en acariciar un animal enfermo hasta que se duerma. Si ayudé a otros a encontrar alguna versión de la calma me lo agradecieron con el gesto de quien corre la nieve de las ruedas para retomar el camino después del temporal. En el horario de visita me apartan como niños de sus breves ceremonias. Pero ese tiempo pasa y los devuelve al hogar que les dejo preparado: un espacio entre algodones como una semilla y un papel secante. Con el tiempo que nos queda experimento lo que crece en entornos artificiales, lejos de sus condiciones de afecto y luz.

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Señor muy enfermo Antes de que llegue la enfermera para el cambio de vendas hago conejitos con la gasa y los relleno de algodón. Saltan esterilizados por la sala donde no hay mascotas: eso quedó en otro tiempo en el que había más que ser pacientes. La densidad del afecto era un animal u otra cosa que se atesoraba sin miedo y formaba una constelación, lo que se dice pertenencia. Ahora sólo conejitos, antes de que se agote la asepsia de la venda por donde escapa la mejoría dando saltos.

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- ¿Sabías lo que venía? - Los cielos nublados me recuerdan un campamento. Hablamos de sobrevivir - ¿Saliste corriendo o te quedaste a ver? - Vos no sabés lo que es el miedo - Ahora también querés irte - Salvo que me lleves al campo. Hagamos un fuego - No quiero salir con esta neblina, imagino que hay extraños durmiendo en el camino - Vos sólo odiás que te reten - Afuera hay alguien haciendo señas -Ya no quiero irme

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Enfermera Las especies más brillantes comparten sus crías. Las dan a la comunidad como si aportaran ramas, nueces, pescados. Pero yo comparto la falta y los demás animales callan o se retiran al abrazo de su mínima pertenencia. Una madre que no regresa de buscar alimento hace llorar a las crías, pero si alguien acude a copiar sus cuidados la pérdida se vuelve algo breve y sustituible. Esto es lo más importante: que no haya a quién llamar mío.

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- Para esperar llevan café - ¿Esperar qué? - Para hacerla dormir preparan té y hablan - ¿Y entonces qué hacen? Contame como si no supiera - No la dejan sola, se turnan. Ella los odia - No los odia, está cansada - Como si no supieras, ¿te acordás? - Nunca voy a saberlo - ¿Té o café? - No me dejan elegir - Entonces nada

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Enfermera

Señor muy enfermo

Una mujer en la sala pide no ver ni oír y ha entrado allí sola. Una pareja frente a la misma pantalla buscando una forma como quien mira las nubes. En una de ellas, un hijo. Si la figura falta, si no la encuentran, lo han perdido. Ella, la primera, acaso siente alivio. Mejor no pensar en las opciones, si duele lo mismo que otras cosas menos aterradoras. El problema es recuperarse, ir matando las ramificaciones o al menos aceptar la aparición del trauma, su oscura insistencia. Una mujer en la sala, que pide no ver ni oír y se va de allí sola, no es una madre ni quiere serlo.

De un lado del vidrio que da al patio interno una vida vegetal, su verdor y transparencia. Soy el único testigo de lo que relumbra ahí y no se lo contaría a nadie. Este es mi paisaje. Se reduce a una ventana, pero es mío y es lo único de lo que formo parte. Cuando el vidrio corta esta comunidad silenciosa, algo cae a ambos lados algo como bordes o afectos. Desde una niebla piadosa nos ofrecen sus cuidados unos cuerpos rebajados de luz, suspendidos en sondas por donde pasa su ternura. De un lado del vidrio una vida vegetal y el recuerdo del rocío sobre los respiradores.

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Enfermera Me estoy convirtiendo en lo que siempre creí que constituía a una mujer: un secreto partido y ciertos dolores ocultos que van fraguando una memoria de la felicidad más cerca de lo verdadero que las intensidades que imaginaba hace unos años. Nunca quise soportar, llorar tapándome la cara para no despertar a alguien, rezar en el baño. Y ahora esas posturas prefiguran algo parecido a una fortaleza. Algunas de mis marcas dibujan flores finísimas que sólo se ven cuando se apoya la mano sobre un cuerpo dormido. Otras brillan cuando se acerca una tormenta y corren a esconderse como algunos animales cuando escuchan los truenos que anuncian el cambio. Me estoy convirtiendo en algo

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que atraviesa todo dolor, una forma mínima de la valentía.

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Enfermera

- ¿Por qué nos despiertan? - Quieren ver los ojos que conocen el borde - Pensé que sólo comprobaban - Ellos tampoco duermen - Hay que decirles que no se molesten - No sabrían qué hacer, llenamos su mundo - Como las ideas del gran viaje - Pero esta vez no vienen - Esta vez no

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Los tristes son los que más hablan. Si pudieran, cantarían. Sólo los viejos me preguntan cómo vivo, si tengo hijos un hombre bueno, una casita. Charlan de cualquier cosa con tal de olvidarse en una voz amable. Me hablan mientras lavo sus espaldas, muros abiertos por el viento, espaldas firmes, aunque se doblen y duelan. Dejo caer agua tibia sobre sus hombros o mojo un paño y acaricio sus brazos. Todo se cumple puntualmente. Los remedios, la bandeja con un poco de zapallo, sopa y gelatina. Como una madre yo les cocino, los reto. Como una hija los oigo hablar de mi futuro y encenderse.

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Nena A la señorita dormida le gustaban muchísimo dos cosas: los mapas y los sueños. También la piel de las manzanas y los tesoros en miniatura. Podía ordenar casi todo en esas dos familias y decir sangre o corazón al mismo tiempo. Los mapas existen porque hay que encontrar un tesoro, y los tesoros son eso que solo se encuentra con un mapa o con una casualidad muy grande. Los baúles con piedras preciosas están siempre en lugares abiertos, con árboles y venitas que sirven para ubicarse. La X no se ve pero está ahí, porque el mapa dice que está ahí y porque al llegar ahí uno lo sabe y se alegra muchísimo. En los sueños, los mapas no funcionan, solo hacen que te desesperes, porque los baúles en cambio están llenos de piedras y hay que arrastrarlos mientras un oso te reta porque otra vez le escondiste los ositos. Entonces te das cuenta de que están en el fondo del baúl y llorás tanto que el oso te hace el favor de comerte para que despiertes. No es bueno tener un mapa en un sueño. Pero la historia no empieza con los mapas; en realidad, la historia había empezado antes e hizo falta un mapa para ver dónde, porque la princesa que era ella en los sueños había dejado en algún lado del camino una manzana. La manzana y el camino eran del mismo color, y para encontrarla tuvieron que llamar a gente especial que dibujaba mapas enteros del cuerpo. Vieron que la manzana se llenaba cada vez más, se ponía más roja y la piel le brillaba, algo riquísimo, pero no había que dejarse engañar. Un día quiso que la llamaran reina

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y se giraba gordísima sobre sus patitas, queriendo atrapar a los viajeros. Los obligaba a subirse a ella y hacer una ronda como si fueran una corona. En los mapas había entonces una enorme mancha roja. La mancha se arrastraba de los mapas a los sueños, y tuvieron que dormir a la señorita. Antes de que pudieran desalojar a la manzana horrible, ésta ordenó que pusieran el sueño de la señorita en el fondo de un baúl de piedras preciosas, y lo escondió entre las piedras, los ositos y los pulmones, bien abajo del corazón. El tesoro se perdió entre las manchas rojas del mapa, que eran cada vez más, y la manzana se hizo dueña de todo el reino.

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Señor muy enfermo En las siestas del cuidado ella enciende una radio o sale al parque con su tristeza siempre como recién bañada. Hay zorros en su voz y en su cabeza lechuzas y comadrejas que la hacen reír. Salen a fumar con ella, no sabe pedir que la dejen sola: La exigencia de suavidad, una paciencia blanda y sin forma, un pavor apacible en todo caso no puede sostenerse sin la locura de la cortesía.

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- La misericordia es una playa donde los fieles descansan - O juntan cangrejos en un balde para divertir a sus hijos - El hombre desaparece cuando reza - Como esos huevos de peces que flotan vacíos en la espuma - No me dejes pasar junto a ellos sin reconocerlos - Ya pasaron y se fueron

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Señor muy enfermo

Enfermera

Cruzando la puerta de la habitación hay salones que dan al parque: sus ventanales son la promesa de ver el mundo sin lastimarse el mundo sin el frío del mundo, el sol sin la insistencia del viento que hiela la frente. Pero de este lado del ventanal el aire se carga de amenazas, una tibieza enferma que adormece. Aún así, algunas posiciones alivian y por unos segundos el bienestar es tan sencillo como incorporarse con los vendajes del cansancio sueltos sobre las piernas. El resto se reduce a intentos y un difuso estado de gracia. Como cuando cesa de pronto el motor de una heladera vieja, y se nota la molestia del murmullo, así el alivio, como todo silencio, señala la insistencia del dolor.

Parada en el pasillo me llama porque dice que no puede dormir, mientras aprieta contra su panza de lechuza a la que llama su muñeca. La robó de la capilla, la rescató, dice, y los familiares de los enfermos no saben a quién pedir. No la vi nacer, no estuvo prendida de mí como si todo dependiera de los talentos de mi cuerpo para mantenerla con vida, y ahora siento que perdí los milagros e insomnios que sellan el amor por las criaturas menores. Perdí los años de otra que le dio las primeras señas para que supiera quién es. Pero si la otra no está y es necesario ofrecerle consuelo a ella que no duerme, que viene en su camisón hasta la puerta y llama, es como si en realidad no hubiese sustituciones y mi cuerpo pudiera alumbrarla y calmar nuestras pesadillas.

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Nena

- Si te dormís, ella te cuenta unas historias hermosas - Como los muertos - No hables de lo que no pasó - Vos siempre hacés eso, y a mí me gusta jugar - Hay un jardín acá - Y flores que hablan con los que tienen los ojos cerrados - Entonces llevame - Mas tarde, ahora duermen. Están averiguando cosas - Qué divertido, las voy a esperar - Podrías hacer como ellas - ¿Abrirme y cerrarme? Me gustaría tener pétalos - Ya te van a crecer - Llevame al sol, así crecen más rápido - Esa luz no es del sol - Entonces voy a esconderme - Y yo te busco, andá

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Un señor sacaba pescados del mar y los apilaba en su barco, donde hacían flap flap de un lado para el otro hasta que se quedaban muy quietos. Su familia eran dos perros y una sirena, su mamá. Ninguno sabía del parentesco, pero cuando los perros se metían al mar corrían tan adentro y tan contentos que seguro debían sospechar. El problema fue que un día el señor empezó a hacer flap flap sobre el barco, entonces los del pueblo lo sacaron del agua y se lo llevaron. Los perros, que no podían entrar a ese lugar nuevo, se quedaban esperándolo entre las olas. Si tenían mucho frío, ladraban desde la arena hasta que se quemaban las patas. Fue así como la sirena supo que algo andaba mal, y le mandó a su hijo dos peces que le hablaban de su casa: historias de palacios submarinos donde no se necesita respirar, o hay que aprender otra manera. Los peces giraban adentro del suero y sobre la cabeza del señor, como esos juguetes que ayudan a dormir a los bebés. Le decían al señor que era hora de irse. Que si se arrancaba todos los anzuelos y se echaba dormir en el piso que era el mar, podía volver a casa. Él escuchaba muy atento y trató varias veces de seguir el plan, pero cada vez que se tiraba de la cama alguien venía a levantarlo y lo retaba. Entonces le cambiaban el agua y los peces se iban por unos días. Pero el señor ya no pensaba más que en ellos, y los cuentos de su familia le brillaban en el fondo del oído, que era un caracol de los que se usan para escuchar el mar. Después de un tiempo, la sirena les dio permiso a los perros

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para ir a buscarlo, porque eran muy buenos y habían esperado tanto. El señor no sabía pero ya estaban llegando. Cuando se hacía de noche, del suelo de la habitación se levantaban unas olitas cortas y pesadas que respiraban igual que él. Subían a la cama y él las esperaba muy quieto. Hasta que un día la ola fue tan alta que abrió la ventana, y el agua que venía de todas partes llevó nadando a los dos perros. Al otro día, encontraron la cama vacía y el piso lleno de agua salada. Los peces hicieron flap flap una o dos veces. El señor no respiraba o había aprendido otra manera.

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Señor muy enfermo Entre los tallos derechos y parejos mi madre con un vestido abultado cuyo color no puedo adivinar. No está mirando a la cámara ni a quien toma su retrato, un hombre de menor importancia preocupado por las plantaciones. Ella mira esa redondez de lechuza, y la fertilidad de los campos se pega como abrojos a su cuerpo. El hombre quería una fotografía de su verano de prosperidad. Nosotros estamos desenfocados pero al más alto de los girasoles se le pueden contar las semillas.

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Señor muy enfermo

- ¿Tenías amigos? ¿Tenías hijos? ¿Ibas al parque? - Siempre que no lloviera - ¿Ya no los tenés? ¿Dónde están? - No hagas las preguntas que hacen llorar a los viejos - Yo quiero que me cuentes historias, pero siempre están vacías - No puedo recordar sin el cuerpo - Pero está acá, mirá. Te toqué el pie y te reíste un poquito - Si tuviera las fotografías, podría acordarme de algo y contarlo - Podríamos sacarnos una nosotros. Antes acá había un portarretratos - Y escribir debajo: los días sin sobresaltos son memorables y escasos - O podríamos poner nuestros nombres. - Ahí está la primera dificultad - ¿Tenías amigos? ¿Tenías hijos? ¿Ibas al parque?

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Viene a mí desde la bruma el sueño en el que decías la cabaña que construimos espera abierta en verano. Donde descansa el hacha junto a las botas de lluvia, una luz cálida tras la ventana, y las sombras de una manada alimentando el fuego conocido. Los hombres así no tienen frio, conducen de noche en la nieve y sus hijos van durmiendo sentados junto al enorme perro que mira fijamente el camino. En el fondo de su cabaña, los troncos cortados se apilan: entre mariposas el hacha cae sobre los cuerpos más débiles.

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Enfermera En las generaciones de las mujeres de mi familia se repiten diademas, hornallas, dinastías, tumbas floridas, y nosotras como graves animales no aceptamos la sucesión. Nos quita la solemnidad que necesitamos para creernos el silencio y los dolores simples. Porque nos dicen que nunca hubo criatura que luciera tan dulce al dejarse disparar en un claro: la cierva que va a perderse para que la sigan los cazadores y se detengan ante ella como ante la madre desnuda. Pero no es verdad, querida, ya no son niños los que te cazan o sus juegos son terribles y cuanto más blanca seas menos vas a conmover a alguien. Ya no se detienen ante nada.

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- ¿Preparaste de nuevo la habitación? - Cuando avisó que venía, me eché a dormir - ¿Querías descansar? - Fingía no interesarme - Así nunca… - Así nunca

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Señor muy enfermo

Nena

La torta está arruinada pero ella insiste en decorar con flores los bordes mientras el niño la mira con la cabeza entre las manos en la cocina que se hunde. Uno quiere que rompa de una vez la ondulación de las cortinas que respiran con ella y se aplastan contra el vidrio faltas de aire en la tarde como si quisieran irse.

Esta es la historia de una nena que tenía un caballo muy enfermo en una mitad del cerebro y un fantasma enamorado en la otra. La buena noticia es que le podían sacar el caballo, porque a los chicos si les cortás medio cerebro les vuelve a crecer rápido. El fantasma lo miraba desde el otro lado como un vecino envidioso, porque en su casa no había ningún cuadro, sólo cuentas y cubos de colores, que arrastraba de un lado al otro de su casa cuando el caballo agarraba su tambor. El fantasma todavía no estaba enamorado, o después se enamoró mucho más, entonces es como si antes no. Ninguno sabía que tenía que comer para estar bien, hasta que otros vecinos, que ellos no podían ver porque estaban muy abajo, como en otros continentes, empezaron a actuar muy raro. Unos meses antes había salido del medio del cerebro una flor que dejaba un jugo rojo en el suelo y en las paredes de las dos mitades. La regla era que nadie podía tocarla. Pero ya se habían enterado de que tenían que comer, y los pétalos de la flor eran gordos y rosas, y el líquido brillaba. El fantasma se puso a vender sus cuentas, y como le iba bien, con lo que ganaba compraba comida. El caballo no podía vender las pinturas, porque esas eran cosas que sólo les interesaban a los caballos que, como él, no sabían otros oficios. El ritmo del tambor ayudaba a que los vecinos lejanos trabajaran al mismo tiempo, pero a él sólo le cansaba las patas, y cuanto más se cansaba más hambre tenía. El fantasma lo veía esforzarse y ya no le daba envidia. Las flores,

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mientras tanto, crecían del medio del cerebro, y los vecinos se chocaban las paredes cuando caminaban o se olvidaban algunas palabras, sobre todo caballo y fantasma. Los pétalos se veían cada vez más gordos y rosados, y el jugo parecía un jarabe dulcísimo de esos que te curan de cualquier cosa. Un día el caballo se comió todas las flores y por eso se enfermó y hubo que sacarlo de ahí, porque las flores que tenía en la panza se hacían más fuertes cuando alguien las comía y ya casi llegaban hasta la casa del fantasma, que se encerraba en su habitación muerto de miedo y hacía cuentas hasta que se dormía. Cuando se fue el caballo, no hubo más pinturas por un tiempo. El fantasma entonces ya estaba muy enamorado, y para acordarse del caballo pintaba lo único que sabía: cubos de colores y cuentas. No se parecían en nada, pero él los veía iguales. El tamborcito siguió escuchándose como si viniera de todas partes y a la nena con medio cerebro ahora le regalaron un caballito en el que anda todo el día.

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- Afuera es una voz que siempre llega - Pero yo quisiera leer sin la luz - Podés escribir un diario con todo - ¿Lo malo también? - Todo, lo malo también

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Señor muy enfermo En el bosque de las neuronas una corola fosforescente gira sobre nosotros. Un zorro ve la flor y baila. Mastica los bordes, pero yo insisto en despertar: ninguno obtiene lo que quiere. Algunos creen en la lucidez. Son mejores que nosotros porque quieren cosas que aún no han visto.

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- Yo camino sobre el hielo y peso menos que un ángel - En estado de reposo, como los grandes lagos - ¿Vamos a conocerlos? - Todavía no, algo tiene que pasar - Hablame del hielo, de los ángeles - No podés saber sin la contraseña - Igual ya me iba - La contraseña es: todo lo liviano está hecho de renuncia

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Enfermera

Señor muy enfermo

¿Por qué no un hijo? Ya tengo el don del insomnio. Yo podría cuidarlo y saldríamos al patio antes de la madrugada a entumecernos de frío. Él no lloraría jamás porque sería como yo. A veces lo dejaría tocar las cosas que me conmueven y reiría para su silencio hasta que se rompieran contra mi inocencia los vidrios de su llanto.

Han empleado sus mejores recursos para que continúe de este modo pegado a mi sangre, resguardado del mal de mi sangre. Han empleado todas sus fuerzas y mi cuerpo se las devora, cada mano piadosa que le acercan, cada costura que no cesa de abrirse y desbordar. Todas sus caridades se clavan como puntas de estrellas brillando de clemencia para ahuyentar los terrores con las primeras rondas del día. Han empleado toda su paciencia: pronto comenzarán a despreciar mis recaídas y lo que amablemente llaman las noches malas.

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Enfermera

- ¿Por qué te conformaste con esto? - La ternura no tiene formas fijas, es como las cortinas - Ahora no hay nadie que sepa tu secreto - Por eso me quedo acá - ¿Hace cuántas noches? - Esta vez voy a lograrlo - ¿Hace cuántas noches?

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A mi lado un hombre miraba siempre hacia afuera y decía cosas como puedo contarte por qué nieva. En su mente el hombre vivía en una vieja casita brumosa entre un lago y una montaña. Desde allí podía observar la vida variable de las nubes o documentar el viento por el temblor de una rama y la ondulación de sus flores. El hombre a mi lado anotaba todas las lluvias del día y en otro cuaderno vacío la lluvia interna de la noche. Su madre no quiso tirar aquellas libretas fascinantes y antes de irse me preguntó si era cierto que el cielo podía tocar a los hombres.

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Señor muy enfermo

Nena

En algún lado hay ranas cantando. Sólo ese sonido que llega indica que es posible un afuera y que estamos de algún modo comunicados con esa vida. Pero a veces las máquinas que cambian nuestro aire apagan todo murmullo y detienen esa espuma que nos llega del mundo. En algún lado hay ranas cantando. Pero el adentro del cielorraso observado desde la cama continúa interminablemente como campos o hijos que extienden su verdor más allá de la propia vista.

Desde el empapelado de la habitación, unas liebres sacudían sonajeros y tendían ropita de bebé en una silla al lado de una chimenea. Pero el bebé no aparecía nunca. Eso asustaba a la señorita, que no dejaba de esperarlo y se escondía entre las gasas de su cama para protegerlo. Los lobos dormían alrededor. También los médicos. Ellos le decían a la señorita que si reposaba, los animales iban a pasar junto a ella sin verla. Entonces las liebres preparaban la habitación y le sugerían nombres importantes o graciosos. Ella se alegraba un poco pero sabía que iban a llegar igual y le iban a pedir lo de siempre. Cuando finalmente pasaba, cerraba los ojos y trataba de olvidarse los nombres, que son la parte favorita de los lobos. Al otro día, se despertaba del sueño y en el empapelado las liebres se abrazaban y preguntaban por qué muchas veces. En segundos nada más iban y venían sacando las decoraciones y guardando la ropita. Los médicos llegaban del campo o salían de los jardines como desperezándose o relamiéndose. Una vez, para que ya no la molestaran, la señorita se fue sola hasta el fondo de la casa. Alguien lloraba mucho, pero no le dio miedo, porque vio que ahí dormían los animales que habían perdido su cola en las trampas para lobos. Entonces se pusieron todos de acuerdo y decidieron: ella les enseñaba a los lobos cómo esquivar las trampas y ellos le llevaban los animalitos rotos. Desde ese día, las cosas empezaron a ir muy bien. Así se hizo de muchos amigos que la necesitaban. Pero los médicos, que ya no podían

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desperezarse contentos, seguían molestando. Los lobos, que en el fondo la querían, los echaron de la casa. Una vez solos, arrancaron el empapelado amarillo, partieron los sonajeros y tiraron la ropita a la chimenea. Pero las liebres se escaparon y dicen que nunca se sabe.

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Señor muy enfermo Anotaba en la lista de la feria cosas para alcanzarle a ella mientras lavaba la fruta de espaldas a la ventana. La bolsa de las compras esperaba en la puerta y el gato metía la cabeza interesado en los tomates: imitaba sus rarezas, también cierta dulzura de meterse en la cama cuando ya era de día. Ahora alguien más escribe: gasas, fiebre, gelatina. De espaldas a la ventana, imita su forma de irse y cambia el agua limpia de las flores artificiales.

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Enfermera Para que sea mío primero debe pasar por mi cuerpo, tener los ojos de la oscuridad vista desde mis órganos enamorados de su presencia olvidados de lo que les quita para crecer cómodamente. Como una planta de interior que quisiera quedarse siempre en esa frescura que es no saber del mundo. Para que sea mío primero debo llegar al fondo y vaciarme, cantar como un animal fabuloso y extraño a sí mismo. El útero es el único órgano, además del corazón, que late.

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- No hay nada acá que se pueda oler - Los lugares limpios son más silenciosos - Yo no quiero molestar a nadie, solo ver el bosque - Decí el viaje, los boletos del tren, las cortezas de los árboles - Hagamos un fuego, de pronto hay mucha humedad - Decí la respiración lenta, el verano, la cabaña en la playa - No hables de los planes que fallaron - Ya no necesitás un plan, sólo recostarte - Yo no quiero molestar a nadie, sólo ver sus rostros - Los finales así son más silenciosos

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Enfermera La opción por la locura, la elección consciente por la locura, nunca había parecido tan clara, evidente como un espasmo, ante la cercanía de una pesadilla que ya no podemos ignorar aunque encendamos las luces y hablemos con algunos amigos, porque nos dimos cuenta, en la lucidez más espantosa, que podemos quedarnos solos y podemos volvernos locos y podemos tomar las peores decisiones de nuestras vidas, ignorar el talento, aplastar los esfuerzos; al fin y al cabo, rendirnos. Y ni siquiera tiene que ser algo grande, una marca en la línea donde la mirada se vuelve para comprender y devolver algo de sentido a la desesperación, puede ser un colchón con las sábanas desteñidas hasta la transparencia, el dolor del otro, un paso en falso, como estar enfermo y solo en una ciudad de extraños,

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sólo que tus amigos están ahí y podrías llamarlos, todo lo que deseaste y lograste también está ahí, la esmerada disposición de tus cosas, la idea supuesta de un refugio, todo está ahí y sin embargo no vas a tomarlo. Al fin y al cabo nadie en tu familia se volvió loco, no hubiesen podido, habría interferido con los horarios de trabajo, las jerarquías y tareas a las que se entrega la vida del que nunca se volvería loco por razones prácticas.

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Señor muy enfermo ¿Qué historia podría contar? No he subido a los trenes que atraviesan regiones fabulosas, no he probado ningún coraje en las guerras de mi tiempo cuando otros de mi contextura cargaban en hombros más justos el legado o la miseria de las naciones y volvían con relatos ardientes que no sabían decir. No hay una historia de la valentía que no se haya escrito en mí, en las regiones del cuerpo que se combate a sí mismo. El tendido de las industrias hizo a los hombres de mi familia y los vio ennegrecerse lentamente con cada alvéolo y tramo de sangre o dedos oscuros en las puntas como si se tocaran por dentro. Regresan hasta acá sus fantasmas, enfurecidos con el hijo débil, cortan a hachazos las sondas y se limpian en mis sábanas. No hay historia que contarles para que me dejen en paz. Yo era el que debía educarse en la experiencia de los viajes y la prosperidad de las ciencias, pero he resultado insuficiente.

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Si pudiera incorporarme, al menos pedir que me alcancen agua, una sopa que no llegue a volcar, un saco que cubra estas ropas, entonces podría tomar fuerzas y decirles que he regresado, que me echen sobre sus hombros y me lleven a dormir afuera.

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La edición Digital & Amplida de Los pacientes, de Ana Rocío Jouli, se terminó de armar y se subió a intenet en marzo de 2020. La edición en papel se terminó de imprimir en Gráfica Tucumán, Mar del Plata, Argentina, en el mes de junio de 2017. El pliego de tapa está impreso sobre papel Ilustración de 250 grs. y el interior en bookcell ahuesado de 80 grs. Compuesto en tipografias Pier Sans y minion pro.