Los Esclavos de Estambul Emilio Carballido

EMILIO CARBALLIDO LOS ESCLAVOS DE ESTAMBUL JORNADA PRIMERA El telón está alzado y deja ver un cuarto largo y angosto, d

Views 148 Downloads 3 File size 243KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

EMILIO CARBALLIDO

LOS ESCLAVOS DE ESTAMBUL JORNADA PRIMERA El telón está alzado y deja ver un cuarto largo y angosto, de paredes muy altas y agrietadas (grietas muy enfáticas), y manchadas (manchas muy enfáticas). La impresión es sucia y gris. Hay una larga mesa puesta para dos, un sitio en cada cabecera. La cubre un mantel blanco. Única luz, desde antes de empezar: un foco desnudo de 40 watts, que cuelga sobre el centro de la mesa. Se apaga la sala. Entra Inés: viste de negro, a la última moda de 1927. Trae un quinqué. Lo coloca en un rinconera. Sale y vuelve trayendo un candelera con todas las velas encendidas, lo coloca en la mesa. Sale y regresa varias veces; trayendo luces. Así el lugar se ilumina progresivamente, hasta un brillo cálido que hace más evidente los deterioros de la pared. Trae luego un florero con diversas ramas y flores: pirul, santamaría, ruda y albahaca, perejil y otras, hay claveles y algunas rosas. Lo coloca en la mesa. Observa todo. Repasa muy aprisa contando con los dedos: INÉS.—

Casa muy oscura... Ya no. El ramo, con todo lo que hacía falta. El chupamirto... (Se mete las manos bajo la falda, tienta, asiente.) Luz, ramo, chupamirto... (Le sobra un dedo, ¿qué falta?) ¡Incienso y copal! (Corre y prende un incensario que ya tenía listo con alcohol sobre un carbón. Sahuma todo murmurando un rezo:) INÉS.—

Ánima fiadora, oh ánima de mi devoción: por tu fuerza poderosa te pido que sea mío. Que como esclavo me ofrezca su vida y solicite la mía. Ánima fiadora, ánima de mi devoción: que me doblegue su voluntad y no tenga otra que la mía. Así sea. (Se persigna tres veces.) (Terminó. Ve su reloj; ve la victrola y le da cuerda. Va a la puerta a esperar, con la oreja parada. Oye que alguien llega: corre y pone la aguja sobre el disco, lo echa a andar: es un fox-trot oriental. Cuenta cinco cosas, repasa las cinco que ya hizo. Se sienta haciéndose la distraía con un tejido de gancho. Entra Eustasio. Traje severo, pelo blanco. Ve en torno, muy extrañado.) EUSTASIO.—

Buenas tardes, Inés. 1

INÉS.—

Eustasio, buenas tardes. EUSTASIO.— Huele a... medicina. INÉS.— Cómo vas a pensar tal cosa. Son las flores, lávate las manos, siéntate. EUSTASIO.— Tuvimos una junta para estimar el nuevo sistema de lectura, es novedoso y muy eficaz. Se llama onomatopéyico. INÉS.— Qué preciosa palabra. Suena muy moderna. EUSTASIO.— ¿Se fue la luz? (Va al aguamanil, se detiene, oyendo: va y quita el disco.) INÉS.— Pensé que era agradable poner música. EUSTASIO.— Esa pieza me... (Calla. Se lava las manos.) INÉS.— (Le ofrece toalla.) Este comedor es tan oscuro, y con tantas manchas y grietas... EUSTASIO.— Así es toda la casa. INÉS.— Hoy pensaba yo lo lindo que sería poner el comedor en lo que fue la recámara de tu mamá. Comeríamos viendo a la calle. EUSTASIO.— Queda muy lejos de la cocina. INÉS.— No tanto. Y ahí entra el sol. No que aquí, con el foco prendido a medio día... y ni así se ve nada. Mira, la luz cambia todo. EUSTASIO.— Sí. Se ven más las manchas. Y hay mucho humo. INÉS.— Fíjate en la luz, no en el humo. EUSTASIO.— Huele a iglesia. (Lo cual no le parece grato.) INÉS.— A ver si te gusta la sopa. (Le sirve.) (Él come. Un silencio.) INÉS.—

(Significativa.) Hoy es el 21 de marzo de 1927. Pues sí.

EUSTASIO.—

(La ve, espera. Ella parpadea, emite risitas. Él come.) INÉS.—

¿No me notas algo? (La observa.) Se encogió tu vestido. INÉS.— No. Es nuevo y así se usan. ¿Lo ves muy corto? EUSTASIO.— Sí. INÉS.— Así se usan. EUSTASIO.— Ah. (Come.) Hay muchísimo humo. INÉS.— Hoy hace ocho años que vine a cuidar tu casa, porque te fuiste a Europa, ¿te acuerdas? EUSTASIO.— ¿Ocho años? INÉS.— Tu pobre mamacita acababa de irse al cielo. Tú a Italia. Y yo aquí. (Suspira.) Mi marido me acusó de vivir contigo y le dieron el divorcio; el muy cerdo me había abandonado desde hacía siglos; así logró no pasarme pensión. De todos modos, nada me daba, pero ya entonces no me dio nada legalmente. Si no fuera por ti, me habría yo muerto de hambre. Has sido tan generoso... EUSTASIO.— No digas eso. INÉS.— Claro, yo he cuidado tu casa, como una hermana. Bueno, como una prima, es lo que somos. Ay, esa frase tan vulgar, acerca de las primas... (Risita.) Me acordé. EUSTASIO.— (Tose.) Esas velas humean horriblemente. ¿No seria mejor apagarlas? INÉS.— Te gusta que te lea el periódico mientras comes. Me voy a acabar la vista con ese foquito miserable. EUSTASIO.— Es que ya necesitas lentes. EUSTASIO.—

2

INÉS.—

No necesito nada. Es esa luz. EUSTASIO.— Pero no me estás leyendo. INÉS.— Está bien. Dame el periódico. EUSTASIO.— No te molestes. Ha sido idea tuya. La verdad, puedo leerlo yo mismo. INÉS.— Hay algo que no te he dicho: soy viuda. EUSTASIO.— ¿Cómo? ¿De quién? INÉS.— De mi marido. EUSTASIO.— Pero si estás divorciada. INÉS.— Para la Iglesia no hay divorcio. El infeliz murió hace dos meses. Por eso estoy de luto, ¿no has observado que me visto de negro? EUSTASIO.— No me había fijado. INÉS.— Eres muy distraído. Claro, ahora puedo volver a casarme. EUSTASIO.— ¿Vas a casarte? INÉS.— (Enojada.) Digo que puedo. Hay la posibilidad. Estoy en plenitud. ¿Qué me lo impide? Nada. EUSTASIO.— Estaría muy bien. Deberías casarte. INÉS.— Dame acá el periódico. (Lee con el papel muy alejado, trastabillando.) "Dos diputados se balacean al salir de la Cámara. Hieren a un vendedor de tacos". Así es la política. Éxito de nuestra compatriota Dolores del Río en la película Resurrección. Mira, Resurrección... ¿Será de susto, como "los muertos vivientes"? Esto es muy curioso: "Misteriosa muerte de esclarecido poeta. Juan Jacobo del Camino, el admirado autor de Exotismos y Quimeras, El poema del bonzo y otros libros más, pereció en forma extraña." EUSTASIO.— Juan Jacobo del Camino. (Deja de comer.) INÉS.— "¿Accidente o suicidio? En la ciudad de Montecarlo, famosa por el juego y por otros vicios, descubrieron el cuerpo del eminente bardo. Sin que en el cuarto de su hotel hubiera rastros de incendio, el cadáver estaba monstruosamente calcinado pero reconocible. Como si una erupción de fuego se hubiera desatado de entre sus manos. En tomo a él, los trozos chamuscados de una caja de ébano y plomo eran mudos testigos del enigma y única posible fuente de combustión. Dos adolescentes orientales que acompañaban a nuestro poeta en el hotel, compartiendo según parece su misma cama, han desaparecido hasta la fecha. La policía los busca para interrogarlos mientras la embajada mexicana en Montecarlo hace trámites para el traslado de los ilustres despojos. Un comité se ha formado ya entre nuestros intelectuales a fin de pedir su alojamiento en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Juan Jacobo del Camino era uno de esos campos de bohemia que se lanzan al mundo..." (Eustasio la oyó con intensidad y fue alterándose cada vez más. Lanza de pronto un alarido y arrastra el mantel hacia sí, tirando todo lo que cubre la mesa. Horror de Inés, que corre a apagar las velas. Aullido de Eustasio: empieza a arrancarse la ropa a tirones, rasgándola. Se tira al suelo, rueda. El humo aumenta. Inés grita.) INÉS.—

¡Eustasio, qué tienes! ¡Te cayó mal la sopa! ¡Eustasio! ¿Qué te hizo daño? ¡Eustasio! ¡Eustasio! (Él se golpea la cabeza contra los muebles y vuelve a rodar. Inés corre al teléfono.) INÉS.—

Señorita, dos once veintidós, por favor. Bueno... Señora Matilde, algo horrible sucede. Hice lo que me indicó, todo, pero provocó una reacción espantosa. Señora Matilde, Eustasio está 3

aullando y se arranca la ropa. ¡Creo que se volvió loco! (Él tira los pía tos contra su prima y a todos lados. Alarido de ella, le atinó. Sale corriendo. Aumenta el humo: Eustasio queda quieto en el suelo, bocabajo, gimiendo... Las grietas de la pared se abren con tronidos y rumores de terremoto, dejando espacio para quépase gente. Detrás, un resplandor nocturno. Por los huecos, aún angostos, se asoman mujeres turcas, que espían. Entran furtivamente, observan en torno. Una mujer le quita el pelo blanco a Eustasio, como si fuera una peluca. Entre varias le cambian la ropa. Entra Juan Jacobo del Camino. Es un hombre muy delgado y melenudo, muy atractivo, con gran corbata de gasa. Obviamente un poeta. Entran turcos de diversas clases sociales, ven en torno; unos apagan las luces, otros sacan aprisa los muebles, vacían el cuarto. Entran más personajes, desaparecen la pared y el foco... Todo ha cambiado: Estamos en el Cuerno de Oro. Lejos, las luces de Asia. Oímos el manso mar. Vuelan gaviotas. Penumbra, contrastes. Es de noche. Vemos velas y mástiles bamboleantes. Vocerío de pregones turcos: venden pescado asado en braseros, dulces, semillas tostadas... brilla una luna sarracena, hay algunas estrellas.) JUAN JACOBO DEL CAMINO.—

(Su voz precedió a su entrada.) En el principio sólo hay tierra, la extensión árida y carcomida por espirales danzantes que el viento crea y el viento rompe sobre los campos no roturados, o conduce hasta playas de cangrejos y caracolas... Después hay caravanas, y se va creando el cruce de caminos. Hay cordones oscuros como de hormigas, traen cargamentos, se deslizan por diagonales invisibles, hacia milagros ópticos, las hileras de bestias peludas y gente fatigada, que prende hogueras por las noches para guisar guisos, cantar cantos y contar cuentos... Quedan los basureros, con cenizas de hogueras, con huesos de animales, con excrementos, cuerpos de asesinados, frascos vacíos, envolturas, cueros, trozos de cuerda, tesoros enterrados, maculaciones para la rosa de los vientos, rosa de los caminos, espiral de las rutas. Después el mar empapa todo, con grandes olas de tormenta, para dejar revueltas sus semillas también: brazos de coral blanco, vegetaciones esponjosas, lamentables greñeros verdes, como pelos de viejas pudriéndose al sol... ¡El sol! Que se filtra donde no llega el viento, mete sus dedos largos entre capas de desperdicio y entre huellas y rastro. Una como semilla principia a conmoverse y abrirse: piedras enormes apartándose con dulzura, como cotiledones; algo pulido y largo y tierno y esbelto como un tallo va surgiendo hacia arriba, rompe la tierra, sale: ¡una columna! La primera. Pero ahora se está abriendo el suelo con otro brote: un hongo de superficie iridiscente: y es una cúpula que se eleva también. (Empieza, tenue, un crescendo de címbalos, tambores y flautas.) Crecen tallos más fuertes, torreones, minaretes. Una especie simétrica de césped pétreo va trazando las calles. (Gritos agudos rítmicos de la gente. Cesan. La música ahora es más fuerte.) Brotan más rocas, con gestos estatuarios, las piedras toman rostro, se hacen capillas y rincones sagrados para morada de los dioses, se configuran cárceles y palacios y burdeles. ¡Y en vez de caravanas llega un cortejo con quitasoles y banderolas, el arcoiris de un cortejo, que es como el carnaval de las caravanas, su transfiguración! Y lo precede un mago sacerdote profeta guerrero: sacudido de inspiraciones, grita un nombre a los aires y todos lo corean. La ciudad tiene un nombre, Tulum, Alejandría, Nínive, Menfis, Bizancio, Atenas, Troya, Estambul. (Clamoreo en derredor, golpes de gong.) MAESTROS .—

(Son siete, corean a gritos.) ¡Tulum, Bizancio, Atenas, Troya, Estambul!

(Se abrazan y se ríen y suspiran con el entusiasmo ebrio de los turistas.) 4

EUSTASIO.—

Lo que yo pienso: Que el nombre original fue Constantinopla. Y que Bizancio también era Estambul. (Murmullos despectivos de los otros seis maestros.) JUAN JACOBO .—

El maestro y Eustasio jamás logran tener buenas relaciones. No sea prosaico, Eustasio. LA FIERRO .— No sea factual. LA VIDAÑA.— No sea glacial. MEDINA.— Una suerte traer a un poeta como usted, Juan Jacobo, o moriríamos de prosaísmo. LA FIERRO .— Y que explique las cosas, o luego no las entiende una... LA CANTELLI.—

(Se les acerca Ahmed. Es turco, habla con acento.) AHMED.—

Este es el Cuerno de Oro. El fin de Europa. JUAN JACOBO .— Allí, allí flotaba el pirata inmortal. AHMED.— ¿Algún inglés? JUAN JACOBO .— El de Espronceda. MEDINA.— Por aquí cruzaron los persas. PUGA.— Grandes hazañas. Grandes rutas. OROZCO .— Cruzar el mar, y empezar a cruzar por Asia inmensa, hasta la China... LA VIDAÑA.— ¡Y caminar hasta el África! EUSTASIO.— Ya no se puede, está el canal de Suez. JUAN JACOBO .— Qué ganas de cortarnos a todos las potentes alas de la imaginación. EUSTASIO.— Bueno, digo, somos maestros, y somos una misión CULTURAL, enviada especialmente por Díaz. MEDINA.— Por el Señor Presidente de la República. EUSTASIO.— Y Ahmed va a pensar que no conocemos nada de su tierra, ni del mundo... JUAN JACOBO .— Ahmed, como oriental, sabe que la poesía es superior a la realidad. AHMED.— La poesía es una forma de ver la realidad. JUAN JACOBO .— Exacto, qué sabiduría: es la única forma de ver la realidad. EUSTASIO.— Además de la Ciencia, la Historia, la Filosofía, la... LA VIDAÑA.— ¡Por favor! No es un salón de clases, es Estambul. ¡No creo estar aquí! Ahmed: lléveme en una alfombra voladora. AHMED.— Con mucho gusto, en cuanto pase la recepción oficial. LA FIERRO .— Ahmed y tú en una alfombra... No te vas a dar cuenta si vuela. LA CANTELLI.— ¿Estará limpio todo lo que venden? Huele tan sabroso... (La Cantelli es muy voluminosa, La Vidaña es algo marchita pero de buen ver y la Fierro es tosca y mal vestida. Un gordo de voz aflautada se acerca vendiendo rosarios musulmanes.) LA FIERRO .—

¿Qué es? ¿Hombre o mujer? EUSTASIO.— Es hombre. Tiene la cara descubierta. PUGA.— Es verdad. AHMED.— Es eunuco. 5

(Exclamaciones de horror de las mujeres. Eustasio no puede dejar de observarlo, le compra un rosario.) LA VIDAÑA.—

Qué espanto, es intolerable. ¿Lo han castrado? ¡Pobrecito! MEDINA.— Hasta a mí me dolió. PUGA.— Si me permite, esa costumbre es salvaje y monstruosa. AHMED.— Posiblemente. Fue cultivada por la Iglesia cristiana, para que los papas tuvieran voces purísimas que les cantaran en sus coros. Hoy día, aún castran niños en el Vaticano. El imperio bizantino descubrió que un eunuco está más libre de pasiones... Los eunucos eran administradores magníficos. Como los cristianos, mi pueblo sabe castrar varones y comparte muchos otros rasgos de cultura con ustedes. LA FIERRO .—

(Música: una mujer obesa y muy caduca baila y canta; la gente la rodea. Ella dirige su acto en especial a los extranjeros.) AHMED.—

Es una meretriz. Por eso muestra un tanto su cara. Pero es una anciana. AHMED.— Tendrá unos 22 años. La prostitución en los muelles la ha marchitado. EUSTASIO.— ¿Y ese... hombre? Digo, el... eunuco. AHMED.— También muy joven. Los de palacio son más apuestos y más fuertes. PUGA.—

(Unos hombres ricos se acercan a ofrecer dinero, hablan con Ahmed, entusiasmados. Uno señala a la Vidaña, otro a la Cantelli. Ahmed niega, se ríe. Ellos se van disgustados, pero aún hacen señas y muestran dinero a las maestras.) AHMED.—

(Se ríe.) Creen que las señoras son... Que se dedican a... Pagaban porque las señoras

bailaran. LA CANTELLI.—

¿Cómo? Pero ese hombre me señalaba a mí. Creyó que yo era una... Es que a esta hora... en este lugar... un grupo de mujeres así... Ellos pensaron... (Gesto de fatalismo.) LA CANTELLI.— Creen que soy una... y que ustedes también. (Aspira.) AHMED.—

(Exclamaciones, gestos de escándalo, codazos, risitas.) AHMED.—

Porque traen la cara descubierta. LA VIDAÑA.— Me gustaría bailar así... ¿No podrían darnos clases? AHMED.— Se les darán. Las que gusten. LA CANTELLI .— ¡Pero me señalaba a mí! ¿Vieron? Y esa bolsa de oro... ¡Quería dármela! Qué error. Cómo pudo pensar... Claro, en Turquía no resulta ofensivo. LA VIDAÑA.— ¿Oíste? Van a darnos lecciones de baile. LA CANTELLI.— A mí no, ¿eh? ¡Jamás! Todavía nos observan... (Sin interrumpir la acción, empieza a transformarse todo.) LA FIERRO .—

Bailar así... No sé. Yo creo que... No sé. Bailar así... Es como cosa cultural. (Se mueve un poco imitando a la bailarina.) 6

MEDINA.—

¡Señora Fierro, qué hace! LA FIERRO .— No sé. Me siento otra. JUAN JACOBO .— Viajar, volvernos otros. Suspiramos los jóvenes, viendo el aire entretejido de rutas. Dice uno "Menfis" y siente un vuelco de esfinges en el corazón. Bombay es un tambor lleno de templos y de danzas. En Angkor mira el rostro de Dios a los cuatro puntos cardinales, mientras la selva traza círculos de elefantes. Uno suspira y se retuerce: conjuramos escobas, conjuramos alfombras ¡llévennos! Los índices recorren mapas, globos terráqueos, la yema del dedo siente trazos de ríos, costas, sílabas impregnadas de especias y de aromas. Creta, Menfis, Mediterráneo y Bosforo. Flotan allí piratas con las espadas listas y los ojos como carbunclos: Asia a un lado, al otro Europa y allá, a su frente, Estambul. (Música fuerte, luz a torrentes; ya están en el palacio y es la sala de recepciones, con terraza que mira al mar. A lo lejos, minaretes y cúpulas. Música de cortejo, se ordenan los siete maestros, el poeta yAhmedalfrente. Golpes de gong; traen al Sultán en un palanquín, lo colocan sobre un alto trono. Todos se tiran al suelo y lo golpean con la frente.) LA VIDAÑA.—

Pues yo insisto en que Juan Jacobo debe de decir el discurso. Esto es cosa oficial, es cosa seria y no para poetas. (Saca un papel, repasa.) 1897 quedará como el año de la amistad... No. (Tacha.) De la hermandad entre Turquía y México. Esta humilde misión cultural, siete maestros de primaria... MEDINA.—

(El Sultán ha llegado al trono.) JUAN JACOBO .—

Los mexicanos nunca sabemos portarnos. ¡Miren a todos! (Se tira al suelo.) Así se saluda al Sultán. (Todos, menos Eustasio, se tiran bocabajo.) LA CANTELLI.—

¡Eustasio! ¡Maestro Ruiz! MEDINA.— Tírese al suelo. No nos ponga en evidencia. EUSTASIO.— No me tiro nada. Venimos representando a México. PUGA.— Van a decir que no sabemos ni saludar. EUSTASIO.— Pues no: no sabemos. Nadie se tira al suelo en México para saludar a nadie. Nomás eso nos faltaba. LA VIDAÑA.— Cállense. Déjenlo. LA FIERRO .—

(Todos alzan los brazos y se prosternan de nuevo. Los mexicanos también a destiempo. Eustasio seyergue más, se cruza de brazos. Empieza una música animada y muy asiática, que de algún modo nos recuerda remotamente un jarabe o un huapango. Hay una orden en turco, todos se levantan, saludan y zapatean.) AHMED.—

(Zapateando.) ¿Eh? ¿Oyeron? Se estudió especialmente para ustedes. LA FIERRO .— Creo que ahora debemos zapatear. MEDINA.— ¿Qué es? ¿Qué sucede? LA VIDAÑA.— Algo típico de Turquía, muy alegre. AHMED.— ¡Es el Himno Nacional Mexicano! 7

MEDINA.—

¿Cómo? ¿Cuál? AHMED.— ¿No conocen su propio himno? LA VIDAÑA.— Es cierto. Nos sonó un tanto... extraño. PUGA.— Será por el contexto. No esperábamos... OROZCO .— ¿No deberíamos cantarlo? Mexicanos... (Abre la boca, pero acabó la música. Ponen bancas a los mexicanos, cojines a los demás. El Sultán se levanta y da una orden y un pequeño trono es puesto a su lado, aunque algunos peldaños abajo.) AHMED.—

Pase por favor a sentarse con su eminencia. ¿Cómo? ¿Yo? AHMED.— Sí, usted. ¡Ande! EUSTASIO.— ¿No se habrá equivocado? AHMED.— La voz del profeta y la de Dios hablan por boca del Sultán. Considerar que se equivoca es un delito impensable. (Le hace gestos de degollamiento.) EUSTASIO.—

(Aterrado y a los tropezones, va. El Sultán se levanta y le da la mano.) SULTÁN.—

(Dice frase amable en turco.) (Ronco de confusión, desafinando.) Mucho gusto en conocerlo, señor. Eustasio Ruiz para servirle. Viva Turquía. MEDINA.— (Furioso.) ¡Yo he fungido como el jefe de la misión! EUSTASIO.—

(Está alzándose, Ahmed lo tira de nuevo al asiento.) AHMED.—

Pero el efendi Eustasio no se prosternó. Su eminencia pensó, lógicamente, que él representa los más altos poderes de México. (Los maestros se ven, furiosos. El Sultán se levanta.) EUSTASIO.—

No sé cuál será después el recuerdo de todo esto. El efecto de la traducción simultánea es que se empalma en la memoria, y uno se acuerda como si la gente hubiera hablado en nuestro idioma. SULTÁN.— En efecto, así es. Ahora voy a decir, en turco, el discurso de bienvenida. Por favor: pantomima de traducción. EUSTASIO.— Gracias, no es necesario: recordaré solo a usted. SULTÁN.— Así debe ser. (Tono oratorio.) ¡Nobles emisarios de otro país! Bien informados estamos de vuestra historia. Sabemos de aquel virrey, Porfirio Díaz, que fue sucedido por el caudillo Juárez. Sabemos de cómo los voraces franceses huyeron ante la valentía del gran Santana, que se apoderó de Texas y de la mitad de Estados Unidos, hasta el momento actual en que poseéis, de acuerdo con España, media América: México desde Alaska hasta su frontera con los incas, o sea un inmenso y maravilloso imperio. A don Hernán Cortés, su eminente caudillo actual, enviamos los votos más fervientes porque el imperio crezca, porque destruya a los incas, subyuguéis a los araucanos y haya un solo México de Norte a Sur, que tenga fronteras directas con este amante y tierno pueblo turco, pues también nosotros vamos creciendo, aunque no tan aprisa. 8

(Aclamaciones, vivas.) MEDINA.—

Pero ese discurso... LA VIDAÑA.— Es muy extraño. ¿Dónde aprendió nuestra historia? AHMED.— ¡En un libro! ¡De don Lucas Alamán! JUAN JACOBO .— Admirable Sultán, exquisita poesía superior a la realidad. OROZCO .— ¡Lucas Alamán! ¿Y cómo lo leyó? AHMED.— Normalmente. Los turcos también leemos los libros de atrás para adelante, como ustedes. SULTÁN.— Me habéis entregado bellos regalos: maravillosa orfebrería, talabartería suprema también para enjaezar a mis mejores caballos, y una bandera tricolor que izaremos junto a la nuestra el día que invadamos México. Deseamos corresponder con las más humildes prendas de afecto. Vos personalmente entregaréis al Sultán Hernán Cortés un bastón de mando labrado por el más alto y sublime de los artífices: Dios mismo. (Entrega a Eustasio una rama gruesa, al natural. Parece el as de bastos. Todos gritan y se prosternan. Los mexicanos se ven entre sí y permanecen sentados: a un gesto del Sultán son golpeados con varas y tienen que prosternarse también.) SULTÁN.—

Con esta espada perforará a sus enemigos, en esta copa beberá su sangre y esta moneda se la daréis (inmensa, de oro) como un compendio del tesoro de la amistad turca. (Aclamación. Traen una caja enorme de la que salen silbidos y golpes y otros ruidos alarmantes. Eustasio recibe los dones.) SULTÁN.—

Esa caja contiene los más deliciosos reptiles de Turquía, vivos, para que los coman vuestras águilas de palacio, cuyas costumbres son bien conocidas. EUSTASIO.— (Horrorizado.) Debo dar gracias a su excelencia a nombre de nuestro presidente, que también es virrey, y que se llama tanto Porfirio Díaz como Hernán Cortés. Seguro estoy de que usará los cuatro dones con mucho gusto y con muchas ganas y... de que nuestras águilas... gracias también a nombre de ellas, paladearán felices tan sabroso regalo como... va en esa caja. Esta misión mexicana es... el primer lazo entre los vínculos que unirán a nuestros pueblos. ¡Viva Turquía y viva México! (Todos, de pronto, ondean banderitas de los dos países. Aclamaciones, música. Baja del trono Eustasio, el Sultán es llevado fuera. Sale la corte, el salón queda a oscuras menos el área donde están los maestros, el poeta y Ahmed.) JUAN JACOBO .

— Te felicito: un discurso confuso pero sentido. (Risita.) Después de distinción tan eminente, no querrá usted tratar con nosotros. LA VIDAÑA.— ¿Qué piensa darles de comer durante el viaje a sus deliciosos animales? MEDINA.— Porque usted va a encargarse de ellos. PUGA.— Vas a cuidarlos tú, ¿eh? Y no suenes que te ayudemos. LA FIERRO .— Bueno, hay que arreglarnos para la cena. MEDINA.— Y sepa que le delego mis obligaciones como jefe de esta misión cultural, que había yo asumido de tan buena voluntad: que le aprovechen. Tenga: es el discurso que había yo preparado toda esta semana. Seguramente menos brillante que esa improvisación tan bien farfullada. OROZCO .—

9

(Salen todos.) AHMED.—

Ahora, profesor, ya no me necesita. Es usted elegido por la amistad del Sultán. EUSTASIO.— ¿Cómo que no lo necesito? AHMED.— Tendrá intérprete cuando quiera, hará su propio programa... Andará con el grupo solamente si lo desea. EUSTASIO.— ¿Yo solo? ¿Sin ellos? (Esto lo ilusionó.) AHMED.— Le bastará con dar dos palmadas para ser atendido. EUSTASIO.— ¿Dos palmadas? ¿Así? (Las da.) (Aparecen cuatro criados y le hacen caravanas.) EUSTASIO.—

Gracias, nada más probaba. Gracias.

(Ellos saludan y se van. Se llevan los regalos.) AHMED.—

Nos veremos a veces, claro. Ahora debo conducir a la harum Vidaña a alguna clase de alfombra. (Saluda, sale. Eustasio no sabe qué hacer.) EUSTASIO.— ¿Por dónde queda mi cuarto? (Se detiene junto a la caja de reptiles. Ruidos de ésta que lo sobresaltan. Se aleja. Va a palmear, duda, le da pena. De atrás de la caja surge Zoraida, mujer muy mayor que no tiene tipo de turca pero viste como tal. Se unta a la caja, deslizándose hacia Eustasio.) ZORAIDA .—

Efendi... EUSTASIO.— (Sobresaltado.) No llamé. Iba a llamar. Buenas noches. ZORAIDA .— Estoy a tus órdenes, efendi. Me llamo Zoraida. ¿Qué quieres? ¿Ir a tu cuarto? Yo te guío. Pero ahí no hay nada que hacer. No vas a cambiarte de ropa. EUSTASIO.— No. (Oscuridad a todo menos a ellos.) ZORAIDA .—

Di entonces: ¿adonde quieres que te lleve? ¿Quieres hacer... alguna travesura? (Risa, guiños.) EUSTASIO.— ¿Travesura? No. ZORAIDA .— ¿Una escapada? ¿Con depravaciones? EUSTASIO.— No, no. Gracias. ZORAIDA .— Ver algo de arte, entonces. ¿La colección de miniaturas obscenas? (Codazo.) ¿O espiar un poco el serrallo? ¿El baño de las sultanas? Es peligroso, pero se puede. O algo curioso, raro... Sí. ¡Allá voy a llevarte! ¡A la gran cisterna! Pero antes, voy a dejar que veas mi cara. (Se descubre, ríe silenciosamente, mueve los ojos y la lengua en varias direcciones. Se cubre de nuevo.) ¿Has visto? Te mostré mi cara. EUSTASIO.— Sí, gracias. Muy... muy... agradable. ZORAIDA .— Vamos. (Lo toma de la mano con energía, caminan.) 10

EUSTASIO.—

Una cisterna es un depósito de agua. ZORAIDA .— Eso. Subterránea. Honda. Un laberinto de columnas sobre un espejo. El nido de los ecos. Aquí estamos. Baja los escalones con cuidado, son muchos. Hay que prender las lámparas. (No vemos de dónde las ha sacado pero ya están: le da una. Bajan peldaños: hay reflejos temblones de agua, murmullos líquidos, goteo constante, todo con una gran reverberación. La cisterna es un laberinto sinfín, un bosque confuso de columnas y arcos de herradura. La luz destella en el agua.) ZORAIDA .—

Sube a la barca.

(Hay una, junto a ellos. Él sube, ella rema. Chapoteos, silencio.) ZORAIDA .—

¿No dices nada? EUSTASIO.— Es... asombroso. Gracias por traerme. ¿No acaban nunca las columnas? ZORAIDA .— Tal vez. Yo no les he visto el fin. EUSTASIO.— Podría uno perderse. Es como un laberinto. ZORAIDA .— Claro. EUSTASIO.— ¿Hay ecos? (Grita.) ¡Ecos! ECOS.— Ecos... ecos... ecos... ecos... EUSTASIO.— ¡Aquí estoy! ECOS.— Estoy... estoy... estoy... estoy... EUSTASIO.— ¡Hola! ECOS.— Hola Eustasio... hola Eustasio... hola Eustasio... hola Eustasio... EUSTASIO.— (Quedo.) ¿Cómo? Oí mi nombre. ECOS.— Tu nombre... tu nombre... tu nombre... tu nombre... EUSTASIO.— ¡No puede ser! ECOS.— Sí puede ser... sí puede ser... sí puede ser... (Carcajadas.) (Silencio. Chapoteos.) EUSTASIO.—

Vamonos. ZORAIDA .— Son bromas de los ecos. No hay que tomarlas en serio. ¿Oyes eso?, ¿ese gorgotear? Es un manantial. Helado, de vetas muy profundas. Tapa la luz para que veas: el agua brota con un reflejo incandescente, nadie sabe por qué... ECOS.— Nadie sabe por qué... nadie sabe por qué... AZAEL.— Nadie sabe. AMINA.— Nadie. (Y aparecen remando, llegan junto a la barca de Zoraida.) AZAEL.—

Efendi, ¿es cierto que vas a comprarnos? Míranos. ¿Te gustamos? ZORAIDA .— Aún no le he dicho nada. ¿Qué hacen aquí? Vayanse. AZAEL.— ¿Por qué no le has dicho nada? Míranos ¿Te gustamos? AMINA.— ¿Cómo va a saber en la oscuridad? AZAEL.— Puede tocarnos. AMINA.—

11

AMINA.—

Es verdad. ¿Quieres tocarnos? ZORAIDA .— Váyanse, les digo. Aún no le explico. AMINA.— Está bien. Nos iremos, te esperamos en tu cama, efendi. AZAEL.— Cuando llegues, ahí estaremos. (Se alejan, se pierden.) EUSTASIO.—

¿Qué es esto? ¿Quiénes son? ZORAIDA .— (Llora.) Mis perlas, mis encantos, mi vida. El consuelo de mi vejez: mis dos hijos. ¡Y debo separarme de ellos! Espero que los trates bien, efendi, sabe que te los vendo porque eres bueno y poderoso, porque tú no te arrodillaste ante el Sultán! ¡Tienes derecho a comprarlos! EUSTASIO.— ¿Comprar? ¿De qué hablas? ZORAIDA .— Mis pobres niños, mis hijos. Te los estoy vendiendo ¡Como esclavos! Para que te los lleves. EUSTASIO.— ¿Qué dice? No puede ser. En México no hay esclavitud desde hace más de ochenta años. ZORAIDA .— Sí ha de haber, pero no te has de dar cuenta. EUSTASIO.— ¡No! ¡Está prohibido! ¡Por ley! Y todo esclavo que llegue a México se vuelve libre instantáneamente. ZORAIDA .— (Ríe a carcajadas.) Perdóname, efendi, no es posible. Me engañas para no comparlos. EUSTASIO.— Vamonos de aquí. ZORAIDA .— Pero vas a comprarlos, ya son tuyos, ¿verdad? EUSTASIO.— No digas más incoherencias. En mi país, todos somos libres. ZORAIDA .— Como si fuera fácil ser libre... No los vendo por gusto. Es por una horrorosa necesidad. Me resisto a contártela, pero... ¡Efendi, no son caros! Tú puedes. Te haría yo una rebaja. (Con sus gestos, la barca se bambolea.) EUSTASIO.—

No quiero, la idea me repugna, es asqueroso vender seres humanos. ¿Y son sus hijos? ¿Cómo se atreve? ZORAIDA .— Una cruel, cruel necesidad. ¿Cuánto dinero tienes? EUSTASIO.— Vamos al aire libre. Esta cueva me da frío. Quiero salir de aquí. ZORAIDA .— Como gustes, efendi. Despídete de los ecos. EUSTASIO.— ¿Crees que estoy loco? Vamonos. ECOS.— Adiós... adiós... adiós... adióoos... (Salen remando. Se hace luz en la alcoba: celosías y balcón al mar. Cúpulas, minaretes y luna, al fondo. Unos funcionarios despliegan tesoros: un elefante de oro, del tamaño de un perro san Bernardo, chisporrotea de brillantes; los colmillos son de marfil, los ojos de rubíes. Una jarra de estaño incrustada de lapizlázuli y otras piedras semipreciosas, y hay alfombras, biombos y cojines bordados. En un maniquí ponen una casaca bordada y llena de destellos; un medallón con broche de pedrería y un medallón en forma de estrella, que es un verdadero esplendor. Un músico toca en un rincón. Entra Eustasio. Todos se prosternan.) EUSTASIO.—

Por favor, no hagan eso. No es... usual, digo prefiero un saludo menos difícil. FUNCIONARIO.— Señor, gran señor, poderoso señor... TODOS.— Señor, gran señor, poderoso señor... 12

FUNCIONARIO.—

Estos son los regalos personales que te entrega el Sultán. Aquí brilla la perla de su amistad con los chisporroteos de su brillante sabiduría: para que la cuelgues sobre tu corazón. Esta casaca y este turbante fueron bordados por cinco favoritas, para que lleves en ti un contacto íntimo de su persona. Estas babuchas, para que tus pasos tengan firmeza y suavidad. Las chucherías, para adornar tu hogar. EUSTASIO.— Gracias, pero ¿no serán para nuestro presidente, digo nuestro virrey? FUNCIONARIO.— No te equivoques: sería una ofensa. Son tus regalos personales. TODOS.— Sería una ofensa. (Tiemblan.) Son tus regalos. (Caravanas, Salen.) EUSTASIO.—

Gracias, gracias, gracias, y... Gracias. Muchas gracias, yo sólo puedo decir... gracias.

(Está solo.) (Toca la estrella. Palpa la casaca. Toca el elefante... Nada de esto lo hace feliz. Salen risas de algún lado. Él ve en torno: Nadie. Más risas. Se incorporan de golpe Amina y Azael, escondidos entre las colchas y almohadones.) AMINA.—

Somos nosotros. AZAEL.— Mira qué regalos. Asi son los sultanes. ¿Esto valdrá mucho en tu país? AMINA.— Vamos a vestirte. (Lo medio desnudan sin que él sepa decir nada: le ponen casaca, turbante, babuchas, le cuelgan la estrella.) EUSTASIO.—

Ha de ser una broma. Todo esto, claro, los orientales son así, les encantan las bromas, lo he leído. AMINA.— Mírate al espejo. Qué precioso estás. AZAEL.— Mírate ahora con nosotros. (Se le repegan. Él ve la imagen. Retrocede, se sienta, los observa.) AMINA.— AZAEL.—

Ahora, verás mi rostro sin velo. (Se descubre.) ¿Te gustamos?

(Entra Zoraida furtiva y silenciosa. Se tira a llorar a sus pies.) ZORAIDA .—

Dime que sí, efendi. No y no. ¿Esto es un juego? No me gusta. O una burla. Ya basta. Y si es en serio, menos: digo que no. ZORAIDA .— Te diré la historia de mis hijos... AZAEL.— Ya no lo engañes. Efendi, no somos sus hijos. AMINA.— Somos sus esclavos, pero nos quiere. ZORAIDA .— ¿Que si los quiero? Mi vida, mis amores... (Gime, los abraza por las piernas, llora, jadea, se restriega contra ellos.) ¡Y me los quieren quitar! No te puedo decir por qué. AZAEL.— Yo sí. La sorprendieron con nosotros. Haciendo travesuras. (Risita.) AMINA.— (La acaricia.) Vieja depravada. EUSTASIO.—

13

AZAEL.—

Y van a castigarla: nos llevan, nos arrebatan, nos venden. Ella tiene derecho a vendemos

antes. EUSTASIO.—

¿Y por qué a mí? ZORAIDA .— ¡Porque tú puedes! Te los llevarás de aquí, los tratarás bien. ¡Tienes la amistad del Sultán! Te servirán en tu país, serán felices contigo. EUSTASIO.— Yo no voy a comprarlos. Véndeselos a otro. ZORAIDA .— ¡No me dejarían! Nulificarían la venta. Contigo puedo porque eres poderoso. ¿Quién le dirá que no al enviado especial, al amigo del Sultán? EUSTASIO.— No, no, aunque quisiera. Ni con qué comprarlos, ni el dinero de sus pasajes tengo, es carísimo. ZORAIDA .— Eres rico, efendi. Mira tus.joyas. ¿No sabes cuánto valen? Tanto regalo, esa estrella... ese broche... o el elefante... Ellos pueden cuidar la comida de tus águilas durante el viaje, saben cómo. EUSTASIO.— No son mis águilas, ¿cuáles águilas? Esos reptiles se los daré al zoológico, o... no sé. ¡No voy a comprarlos! ¡Aunque tenga dinero! ¿Esto? Si esto es legítimo... vale una fortuna... inmensa. (Quedo.) Vale mi libertad de dar clase y de... Digo... ¿mi libertad? ZORAIDA .— Libertad, eso vale. ¡Míralos! ¡Contémplalos! Te los doy baratos. EUSTASIO.— Que no. Que no. No insistas. Vayanse de aquí, por favor, o llamo para que se los lleven. (Hace que va a palmear. Un silencio.) AZAEL.—

Vámonos. AMINA.— No nos quiere. ZORAIDA .— (Llora a gritos.) No, no. Díganle. AMINA.— No tiene caso. ZORAIDA .— ¡Díganle! AZAEL.— Salgan ya. (Zoraida va a salir, también Azael.) AMINA.—

(Se detiene.) Quiere que te digamos lo que van a hacernos... A mí, me venden como ramera para el muelle. AZAEL.— A mí, como eunuco: van a castrarme. Si sobrevivo, serviré a un comerciante avaro, le llevaré sus cuentas. (Un silencio. Van saliendo.) AMINA.—

(Se regresa.) ¿Sabes cómo van a castrar a mi hermano? Con una cuerda, estrangulándole, hasta arrancarle todo. Luego le pondrán sal para la hemorragia, y le darán de beber mucha agua, hasta que se cure. (Salen.) EUSTASIO.—

No es cierto... Estas cosas no suceden.

(Se sienta. Llora convulsivamente, gime. Se calma. Da dos palmadas. Vienen los cuatro criados.) 14

EUSTASIO.—

Una mujer, Zoraida... Y dos jóvenes, sus esclavos. Que vengan.

(Salen los criados. Eustasio se suena, se seca los ojos. Entran muy despacio los tres que espera, lo observan.) AMINA.—

Me llamo Amina. Hablo seis idiomas. Yo hablo cuatro. Me llamo Azael. AMINA.— Somos hermanos. AZAEL.— Somos armenios. ZORAIDA .— No es cierto. Son rumanos. AMINA.— Sí. Eso quise decir. AZAEL.— Aunque a veces, hemos pasado por árabes. ZORAIDA .— Este es el contrato. ¿Vas a darme la estrella? AZAEL.—

(Eustasio la aferra.) EUSTASIO.—

Si esto valiera lo que dices... Viviría toda mi vida sin trabajar, compraría una casa que he soñado... ZORAIDA .— Ellos trabajarán para ti. Podrás comprar tu casa. ¡Adminístralos! Mira, este es el contrato. (Despliega un documento en turco.) EUSTASIO.—

¿Cómo voy a saber lo que dice? ZORAIDA .— Dice que te los vendo. Aquí firmo yo, tú allí. (Da dos palmadas, entran dos criados, traen tinta y pluma.) Ellos serán testigos. (Eustasio firma. Ella firma. Los criados firman. Se van. Ella entrega el documento a Eustasio. Estira la mano: Eustasio le da la estrella. De pronto Zoraida, llora, los abraza, los besa, los acaricia, les palpa el cuerpo, gime. Serena de pronto.) ZORAIDA .—

Adiós. (Sale muy digna.) Somos tuyos. AMINA.— Ordénanos. Somos tuyos. EUSTASIO.— ¿Ya los compré? ¿Ya son míos? Pues ya son libres. Vayanse a donde quieran. AMINA.— ¡Pero no! ¡No, no! ¡Aquí no! AZAEL.— Nos pasaría lo mismo que si no nos hubieras comprado. Tienes que llevamos. AMINA.— Con ese brochecito (el turbante) alcanza para nuestros pasajes. EUSTASIO.— ¡Está bien! ¡Déjenme solo! Déjenme en paz. Déjenme dormir. A ver si entiendo algo. ¡No me desvistan! Puedo hacerlo solo. Vayanse. AMINA.— ¿Adonde? No tenemos adonde. AZAEL.— Somos tuyos. Debemos estar contigo. AMINA.— En tu cama... o donde ordenes. EUSTASIO.— No ordeno nada. En donde quieran. AZAEL.—

(Se quita la casaca y el turbante, se tira a la cama. Se tapa la cara. Amina y Azael recogen y 15

ordenan las prendas. Él se tiende a los pies de la cania, en el suelo. Ella toma un instrumento.) AZAEL.—

Estaré aquí, por si llamas, cuidándote. AMINA.— Yo haré música para ti, para que duermas dulcemente. (Canta. Muy lentamente, oscuridad.) (Muy lentamente vuelve la luz. Concentrada primero en un área, se irá abriendo. Oiremos la voz de Juan Jacobo mientras vemos crecer la imagen del muelle, hasta formarse la imagen completa. Ajetreo complejo, y gritos de cargadores, maleteros, ruidos de mar, una plancha para abordar a golpe de tambor y con cánticos. Grúas y carretillas traen la terrible caja del alimento para las águilas. Amina y Azael dan órdenes en turco, vigilan todo. Entran Ahmed y los seis maestros, vigilando sus baúles.) JUAN JACOBO .—

Cuando el gran Otomar precipitó su ejército sobre Damasco, ordenó respetar esa perla de las ciudades, joya exquisita que las eras habían pulido y transfigurado. ¿Pero acaso los huracanes acatan órdenes? Ardió Damasco, la hecha de maderas preciosas, y una nube más aromática que el incienso quedó flotando sobre el Asia durante meses. Sus edificios se convirtieron en resplandores y cenizas, la gran cúpula de plomo de su mezquita mayor se derritió en cataratas de fuego líquido, que bañaron y calcinaron a invasores atónitos. Otomar lloró, pues ninguna Damasco seria ya como ésta, vuelta humo. Cuando el ejército de Orkhán conquistó Misia, llegó el día del incendio para Pérgamo. Tierra del pergamino, guardaba en su biblioteca las esencias humanas más profundas y antiguas. ¡Doscientos mil manuscritos! Voló en cenizas la memoria del hombre. Se esparció por los aires. En los hombros de remolinos cálidos se regó por Europa, incomprensible ya, polvo, sombra de olvido. Pérgamo es sólo un llano recubierto de piedras y cariátides rotas. Ha perdido apariencia y nombre. Los rebaños se apacientan sobre los cimientos del templo de Esculapio. La memoria es incendio. Del Estambul de hoy, guardaremos imágenes pintadas en el papel secreto del recuerdo. Que se amarilla y se calcina y se vuelve ceniza. Como nosotros mismos, como esta piel enemiga del tiempo, que algún día colgará Plácida y caduca. Partir es un incendio... LA VIDAÑA.— Es tan triste pensar... que tal vez nunca volveremos a Estambul. LA CANTELLI.— No digas eso. (Se echa a llorar.) (Llega Eustasio, vestido con sus galas turcas. El turbante sin el broche. Observa a sus esclavos con gesto sombrío.) LA FIERRO .—

Pero miren eso. MEDINA.— ¿Quién se ha creído que es? ¿Por qué se viste así? AHMED.— La cortesía necesaria: usar sus regalos. Como alto representante de México... MEDINA.— ...¡Alto representante! (Risa con sarcasmo.) AHMED.— Y como amigo del Sultán... MEDINA.— Yo haré un reporte de la conducta de este... representante. Y de sus sospechosas ganancias. Y de sus... aficiones, más sospechosas todavía. LA VIDAÑA.— Ahmed, cada vez que vea alfombras voy a pensar en ti. AHMED.— Mejor cuando veas nubes. No quiero que tus ojos se inclinen a los suelos. (Paroxismo lacrimoso de la Vidaña.) 16

LA CANTELLI.—

Esos hombres que nos creyeron de la calle... ¡Ya nunca los volvimos a ver! LA FIERRO .— Tantísimo dinero que nos ofrecían. LA CANTELLI.— ¿Verdad? (Quedo.) Y estaban guapos. OROZCO .— (Aparte, a Puga.) Estas enfermedades son tan difíciles de curar... ¿Qué le voy a decir a mi mujer? PUGA.— La verdad: que se dé cuenta de que eres hombre. JUAN JACOBO .— Maestro querido, qué apariencia tan envidiable y tan exótica. ¿Podría yo preguntarle quiénes son esos jóvenes? EUSTASIO.— (Casi recita de memoria.) Hijos de un alto funcionario. Van a estudiar a México. Por esa equivocación de creerme enviado especial, me los confiaron durante el viaje. JUAN JACOBO .— Son muy bellos. EUSTASIO.— Son... simpáticos. JUAN JACOBO .— Y me contaron otra historia. EUSTASIO.— Son muy bromistas. JUAN JACOBO .— Claro. Trabajan mucho para ser hijos de funcionario. EUSTASIO.— Son muy solícitos. JUAN JACOBO .— Y se dirigen a ti con inmensa reverencia. EUSTASIO.— Son muy humildes. JUAN JACOBO .— Es verdad. Hasta se dicen... Esclavos. Amigo mío, yo sé algo también de las pasiones humanas... y las comprendo... y las comparto. Si en algún tiempo te resultaran fatigosos o difíciles estos... hijos de funcionario... (Lo llama aparte, con vehemencia repentina.) Puedo comprártelos. Tengo algunos ahorros. Tengo una casa que heredé y vale algo. Puedo comprártelos cuando digas. No es fácil para ti. Vives con tu madre, eres un maestro de primaria y hombre ordenado. ¡Yo soy poeta! Puedo permitirme muchas cosas. Si quieres, llegando a México... EUSTASIO.— ¡Déjame en paz! Esta ciudad vuelve loca a la gente. (Se aleja de Juan Jacabo.) AHMED.— ¡A bordo! ¡A bordo! ¡Están llamando a bordo! ¡Tercera campanada! (Las maestras lloran. La Vidaña no puede soltar a Ahmed, lo abraza y llora sin pudor. Él la retira y ella sube corriendo al barco. Un cortejo con gongs y flautas se acerca. Bailan dos o tres bellas mujeres.) AHMED.—

Qué honor. Son odaliscas del harem que vienen a la despedida.

(Zoraida, llena de joyas y con el rostro cubierto, avanza de pronto al frente del cortejo.) EUSTASIO.—

¿Quién es esa mujer? AHMED.— No me está permitido decirlo. ¡A bordo! JUAN JACOBO .— Un espumoso viento de yodo nos arrastra por los rumbos del alma. Nunca seremos ya los mismos. Tatuado de arabescos, impregnado de especias. ¿Dónde he quedado? Viendo paisajes nuevos los ojos nos transforman las facciones. ¿Adonde están los míos? Los erosiona el viento. ¡Me despido de mi! Pero llevo la marca de Estambul. (Sube a bordo, sale. Antes, subieron las dos maestras, llorando, los maestros. Los esclavos, riéndose, van y besan a Zoraida, corren luego al lado de Eustasio, y salen con él, pero antes lo toman de cada brazo, se le restriegan amorosa y juguetonamente. Los arrastra hacia el barco. Él se detiene en la plancha, saluda a Zoraida: Ella se retira el velo y hace muecas con la lengua y los ojos. Se cubre de nuevo. Los esclavos y Eustasio salen. Sopla el viento, sube el rumor de olas; 17

retiran la plancha, voces y gritos de "adiós", señas de Ahmed, música más fuerte, címbalos, golpes de gong. Zoraida avanza al centro, alza la mano en despedida, tiene cerrado el puño. Se devela de un tirón, ríe quedamente... Oscuridad a todo, menos a Zoraida con la mano empuñada en alto. Silencio de golpe, queda una flauta, como un eco. Zoraida abre la mano: de su palma brota el resplandor de la estrella. Luz concentrada a ésta. Zoraida cierra el puño.) TELÓN

18

JORNADA SEGUNDA (En un sillón Mamerto está leyendo una carta. Es una mujer muy corpulenta bien rolliza de aspecto muy severo, pelo restirado en chongo. Al fondo vemos a Eustasio escribiéndole.) EUSTASIO.—

Querida mamá: Qué pobres son las cartas para contar las emociones sin medida. Te he descrito mi estancia y siento como si nada te hubiera dicho. Apunto de salir, te dirijo ésta con algún apremio. Hay un asunto más bien curioso que aún no te he relatado, ya te lo explicaré al vernos. Pero llegaré con dos jóvenes muy simpáticos y bien educados. Amina y Azael son sus nombres. Hablan español. MAMERTA .— ¿Cómo está eso? (Pasa el dedo por los renglones que leyó.) EUSTASIO.— Dos jóvenes muy simpáticos y bien educados. MAMERTA .— Dos jóvenes. EUSTASIO.— Hablan español. MAMERTA .— Entonces, no son de aquí. Éstos son... de allá. Y esos nombres... EUSTASIO.— Amina y Azael. MAMERTA . — Esos no son nombres cristianos. ¿O si? No sé, Amina. Eso es mujer. Azael. Será hombre. EUSTASIO.— Asunto más bien curioso que aún no te he relatado. MAMERTA .— Eso veo. Muy curioso ha de ser. No has dicho ni una sílaba. EUSTASIO.— Ya te lo explicaré al vernos. MAMERTA .— Simpáticos ¿Por qué dice "bien educados"? Han de ser patanes. Bien educados... No hay extranjeros bien educados. Ojalá no sean de ese lugar espantoso. EUSTASIO.— No son turcos, sino de otra región. MAMERTA .— No son turcos, menos mal. EUSTASIO.— Sino de otra región. MAMERTA .— Pero no me dices de cuál. EUSTASIO.— Pronto nos veremos, confío que esta carta te llegue antes que yo, dada la ruta un tanto errática de nuestro barco. MAMERTA .— (Escribe.) Queridísimo hijo: No sé si esta carta te alcance en Barcelona, pero te escribiré también a Venezuela, por las dudas. ¿Qué es eso que mencionas de los famosos jóvenes por vez primera y que vienen contigo? Ten la bondad de explicarme ya de qué se trata. Siento una reticencia muy rara en tus renglones. Quiero una explicación clara y completa. Por otra parte, ya que saliste, gracias a Dios, de esa ciudad de Estambul, de la cual tantas cosas horribles me contaste pensando que eran preciosas, ten la bondad de tener mucho cuidado. Barcelona es un centro de vicio y de crimen, hasta barrio chino hay y esto me lo ha contado Malú que por allá estuvo. También hay barrio gótico, ten cuidado. EUSTASIO.— Querida mamá: Salimos de Barcelona sin que ninguna carta tuya me alcanzara. MAMERTA .— ¿No te estarás haciendo el que no la recibiste? EUSTASIO.— Supongo que ya dejaste de escribirme porque ya voy de regreso. MAMERTA .— Supones mal. EUSTASIO.— Debo de participarte una gran desgracia: ocurrió al salir del Mediterráneo. Llevo una caja de reptiles venenosos para el zoológico de Chapultepec. Seguro te había contado de ella. MAMERTA .— (Alarmada.) ¡No me habías contado nada! EUSTASIO.— Pues se abrió, no sabemos cómo. MAMERTA .— ¡Jesús! EUSTASIO.— Y se soltaron por el barco, imposible describirte el susto de todos cuando empezaron a 19

aparecer los animales anidados en las maletas o bajo las mesas del comedor. MAMERTA .— ¡Dios mío! EUSTASIO.— Al profesor Medina, me resisto a contártelo, lo mordió una cobra que es algo feísimo y mortal. El profesor había sido el jefe de esta misión cultural. Ya íbamos a abandonar el barco, pero Amina y Azael reunieron a todos los animales y los metieron a su caja. Tocaban una flauta, cantaban y hacían ruiditos: esos horripilantes bichos obedecían de lo más bien. Ojalá no haya quedado alguno suelto en las tuberías y rincones del barco. Nunca supimos cuántos eran. El profesor Medina iba a ser sepultado en el mar, pero a moción de los maestros lo enterramos en Gibraltar, desde donde te escribo. MAMERTA .— ¡Santo cielo! ¡Santo Dios! ¡Santa Virgen de las vírgenes! (Corre a escribir.) Hijo querido, estoy aterrada. Mañana iré a comulgar en acción de gracias y a pedir por ti y por el alma de ese antipático envidioso que en paz descanse. Perdónele Dios pero siempre te malquiso. EUSTASIO.— Temo mucho cómo irá a ser el resto del viaje. Hay mal tiempo. Nos hemos mareado mucho; desde que pasó la calamidad, las maestras lloran y gritan todo el día. Les dan ataques de miedo y desesperación, también pesadillas. MAMERTA .— Y han de querer que tú las consueles, claro. Las conozco, bola de lagartonas. EUSTASIO.— El maestro Orozco está decaído y enfermo, pero no dice de qué. MAMERTA .— De algo vergonzoso será, claro. Lo que no habrán hecho en Estambul. (Escribe.) Querido hijo: Mírate en el espejo de ese profesor tan decaído, y ten mucho cuidado en cada puerto que toquen... (Mientras escribe, luz general: La de un día opaco. Es la sala de los Ruiz Pineda y se parece bastante a su comedor; al fondo hay dos balcones a la calle. Muebles de mediados de siglo, chucherías, retratos. Llueve. Ella escribe con vehemencia, se detiene a pensar y a mojar la pluma... Entran sin hacer ruido Eustasio y los dos jóvenes. Traen equipaje.) MAMERTA .—

Cuídate mucho de esas mujeres que te acompañan. No son dignas de respeto: Se nota en la desenvoltura con que viajan tan lejos en medio de extraños y sin sus familias. Bien que las he conocido siempre. En cuanto a esos dos jóvenes, cada vez me siento más confundida y sin saber qué pensar... EUSTASIO.— ¡Mamá! (Ella se vuelve: Exclamación. Tira la silla al correr a abrazarlo, llora un poco, lo besa con furia y lo abraza de nuevo.) MAMERTA .—

¿Por qué no avisas? Pudiste matarme de la impresión. EUSTASIO.— Llegamos ayer a Veracruz. MAMERTA .— ¡Ayer! Ese ferrocarril es maravilloso. EUSTASIO.— Esos son Amina y Azael. (Mamerta se recompone. Instantáneamente deja la conducta íntima a un lado.) MAMERTA .—

Mucho gusto, jóvenes. Bienvenidos. Espero que hayan tenido un buen viaje.

(Los ve penetrantemente, de pies a cabeza, les extiende la mano. Amina trae el rostro cubierto. Azael y ella vienen de abrigo, y se arrodillan de golpe a los lados de Mamerto: le besan las manos y quedan prosternados.) 20

AZAEL.—

Manda y obedeceremos, anasi. Harum, dispon lo que desees. MAMERTA .— (Tose.) Gracias, mucho gusto. Son ustedes muy efusivos. Pero ya debiste haberles enseñado que asi no se saluda en México. EUSTASIO.— Sí, les expliqué, pero... MAMERTA .— Pues ahora explícame a mí: ¿Quiénes son éstos? EUSTASIO.— Son unos jóvenes que vienen a estudiar. Son de familias de por allá. Son hermanos. MAMERTA .— ¿Y por qué no se levantan del suelo? Hagan el favor de sentarse. Quítales los abrigos. EUSTASIO.— Van a tener frío... AMINA.—

(Ellos se levantan y se quitan los abrigos... traen debajo ropas turcas muy ligeras, ella enseña el vientre desnudo, él trae un saco bordado y abierto, directamente sobre la piel.) MAMERTA .—

¿Y eso? ¿Qué quiere decir... esa ropa? Es... es... No dio tiempo a que se compraran otra. MAMERTA .— Aquí no se puede andar así. AMINA.— Harum Mamerta, si das permiso, puedo descubrirme la cara. Ya sé que el velo no se usa. MAMERTA .— En efecto: aquí nos tapamos otras cosas. AMINA.— Lo que tú ordenes. ¿Las manos? ¿El pelo? MAMERTA .— Las barrigas y los ombligos. Y todos esos pelos, joven. No se ven bien. AZAEL.— Como tú digas, anasi. Ordena y obedeceremos. EUSTASIO.—

(Mamerta los observa. Pausa.) MAMERTA .— EUSTASIO.—

¿Y por qué tienen que obedecerme a mí? Porque así son las costumbres allá.

(A la vez.) y AZAEL.— Somos tuyos. Eustasio nos compró. En su tierra se respeta mucho a los mayores. MAMERTA .— Eustasio, cállate. Oí algo... EUSTASIO.— (A los jóvenes.) Les advertí hasta el cansancio... MAMERTA .— ¿Qué cosa dijeron los dos? AZAEL.— Que somos tuyos. AMINA.— Que nos compró el efendi. MAMERTA .— ¿Y quién rayos es el efendi? AMINA y AZAEL .— Eustasio. AMINA.— Somos esclavos. EUSTASIO.— ¡No son nada! ¡No hay esclavitud en México! ¡ Son libres! Se los he dicho mil veces. MAMERTA .— ¿Esclavos? ¿Comprados? ¿Ustedes? LOS DOS.— Sí, harum. MAMERTA .— ¿Esa es la "circunstancia curiosa" que no me contabas? ¿Fuiste al mercado de esclavos a conseguirte a éstos? EUSTASIO.— No, no, cuál mercado. No sé si haya mercado, cómo crees. No ha de haber. MAMERTA .— Claro que hay. Lo leí en "Las desencantadas". O en "El filtro de los califas". AMINA

EUSTASIO.—

21

EUSTASIO.—

Fueron a vendérmelos a mi cuarto. MAMERTA .— Un vendedor ambulante. EUSTASIO.— Una señora que fue la dueña y por cosas que le pasaron... MAMERTA .— ¿Fueron a vendértelos y los compraste? EUSTASIO.— Sí, pero no de verdad. AZAEL.— Pagaste por nosotros. AMINA.— Y firmaste el contrato. MAMERTA .— ¿Cuánto pagaste? EUSTASIO.— Algo simbólico más bien. No fue dinero. MAMERTA .— ¿Cómo que simbólico? ¿Pagaste o no pagaste? EUSTASIO.— Bueno, pagué. MAMERTA .— ¿Y cuánto? EUSTASIO.— Di un objeto... artístico. Que acababa de adquirir. MAMERTA .— Un objeto caro, me imagino. AZAEL.— Muy caro. Y aquí está el contrato. (Lo enseña.) MAMERTA .— Sepa Dios qué diga, pero se ve legal. Tiene sellos y cuatro firmas. EUSTASIO.— ¡Mamá! ¡Cómo va a ser legal! En México se abolió la esclavitud desde que empezó la Independencia. MAMERTA .— (Estudiando el contrato.) Mi abuelita tuvo esclavos. Aunque no de tan buena apariencia. Eran unos negritos muy feos. Me acuerdo de ellos. EUSTASIO.— ¿Cómo va a ser, mamá? Naciste en 1832. La independencia fue... MAMERTA .— Sé lo que digo, no soy idiota ni mentirosa. Los dos esclavos de mi abuelita tenían terror de que los libertaran: decían que se iban a morir de hambre. AZAEL.— ¡Como nosotros! MAMERTA .— (Los ve.) ¿Como ustedes? Pues ellos eran fuertes y capaces aunque eso sí, comían mucho. Y sin embargo, mi abuelita los conservó y vivieron en la casa, hasta que se murieron. A mi me cargaron de chiquita. EUSTASIO.— Pero ya no eran esclavos. MAMERTA .— Claro que lo eran. AMINA.— Como nosotros. MAMERTA .— Mi abuela fue una mujer muy elegante. Yo salí a ella. EUSTASIO.— Pues estos dos son libres. Van a quedarse aquí unos días, mientras deciden dónde pueden ir. AMINA.— (Se arrodilla.) ¿A dónde podemos ir? AZAEL.— No tenemos a dónde. EUSTASIO.— ¡Pueden trabajar, saben hacer cosas! MAMERTA .— Claro que han de poder trabajar. Tú pagaste por ellos. ¿No? EUSTASIO.— ¡Pero es una infamia! ¡Eso no se puede! ¿Qué cosas estás pensando? MAMERTA .— Yo no le veo la infamia. ¿Los has tratado mal? EUSTASIO.— Claro que no. ¿Pero no entiendes? AMINA.— Harum, somos tuyos y del efendi. AZAEL.— Harum, anasi, somos del efendi, por tanto, somos tuyos. Manda y obedeceremos. MAMERTA .— ¿Y son hermanos? Trajiste el par... Mira, Eustasio, yo ya estaba pensando despedir a Camila, que está muy vieja. EUSTASIO.— (Grita.) ¡Mamá! ¡Por favor! (Azota una silla, patea una maleta.) MAMERTA .— Salgan de aquí, vayan a hacer algo útil, a la cocina. Tengo que hablar con mi hijo. (Tierna de pronto.) No nos hemos visto en tantos meses... 22

(Ellos se levantan, hacen una caravana y salen.) EUSTASIO.—

(Furioso.) ¡Mamá! ¡No es posible! Son muy correctos, la verdad. Y muy bien presentados. Podríamos comprarles uniformes. ¿Sabrán servir la mesa? Pero ven, hijito. Cuéntame todo tu viaje. ¿Qué regalo me trajiste? ¿Por qué pones esa cara? ¿No te alegras de volver con mamá? MAMERTA .—

(Lo besa con ternura, lo sienta junto a sí. Música oriental de flauta y laúd. Quedan sentados. Cambio de luz: Oscurece. Entra la luna por la ventana. Eustasio se levanta y enciende las luces.) MAMERTA .—

¿Y esa música la hacen ellos? EUSTASIO.— Sí, mamá. En el palacio del Sultán, allí donde viví... MAMERTA .— Ojalá también toquen el piano. Para cuando haya visitas. Pero deja que sepas el final: después de haber durado perdido tres semanas volvió como si nada y ella se aguantó. Ni lo comentó siquiera. Inés no tiene dignidad. EUSTASIO.— Sí, así pasa. Pues ese palacio se llama Top-Kapi. MAMERTA .— Qué feo nombre. Ya no vuelvas a salir tan lejos, ni a lugares tan raros. Me pongo muy inquieta sin saber lo que harás. EUSTASIO.— Menos vas a saberlo si no me dejas contarte nada. MAMERTA .— Hemos hablado toda la tarde. Ya oscureció, me falta platicarte de Malú, le sucedió algo chistosísimo con su perro. ¿Sabes qué otra cosa pasó en la casa? Mandé pintarla, pero resulta, dicen, que las paredes son salitrosas y las manchas vuelven a salir. ¿Estos esclavos sabrán pintar paredes? (Sale.) (Eustasio va a la ventana. Ve hacia fuera. Entran las jóvenes, silenciosamente. Van junto a él.) AZAEL.—

No llueve más y salió la luna. Curva, como la de los turcos. AMINA.— Son tan extrañas estas torres de la iglesia... AZAEL.— En la terraza del palacio veías volar los veleros que iban al Asia, rodeados de gaviotas nocturnas. AMINA.— En la mezquita azul, descalzo y humillado por tanta mirada desconfiada, te olvidaste de pronto de ti mismo y de todo. Y te hundiste en la eternidad. EUSTASIO.— ¿Yo te conté eso? AMINA.— Durante el viaje nos dijiste tantas cosas... (Él los abraza, los aprieta contra sí. Entra Mamerto, los ve.) MAMERTA .—

Van a dormir en el cuartito de los trebejos. Ya les puse unas colchonetas. EUSTASIO.— Van a dormir en mi cuarto. Hay que ponerlas allí. MAMERTA .— ¿En tu cuarto? Ciertamente no. Esta señorita ya está muy grande. AMINA.— No soy señorita. Soy esclava. MAMERTA .— Se ve que no entiendes bien el español. Arreglen la mesa para cenar. Digo, si es que saben. (Ellos salen.) 23

EUSTASIO.—

(Fatigado.) Dormirán en mi cuarto, mamá, los pocos días que estén con nosotros.

(Mamerta lo observa en silencio. Se ven a los ojos.) MAMERTA .—

Ya tienes más de cuarenta años. EUSTASIO.— Cuarenta y cinco. ¿Por qué lo dices? MAMERTA .— (Seca.) Por nada. (Se aleja de él.) Que duerman donde quieras. (Ellos se asoman.) AMINA.—

La mesa ya está puesta. No encontramos flores. La adornamos lo mejor que pudimos. MAMERTA .— ¿Tan pronto? No puede ser. Espero que no hayan roto nada. (Sale.) AZAEL.—

(Ellos se ríen. Van a él.) AMINA.—

¿Vas a poner colchonetas? Podemos dormir en tu cama. Es ancha. AMINA.— Si tú lo ordenas. EUSTASIO.— Yo no ordeno nada. Ustedes harán lo que quieran. AMINA.— Si tú no ordenas, lo hará la harum. AZAEL.— Y obedeceremos. EUSTASIO.— Ustedes son libres. AZAEL.— No. No lo somos. Vamos a servir la cena. (Salen los dos.) AZAEL.—

(Cambio de luz: es de día. Eustasio se pone una bata de casa, está tomando una taza de café. Mamerto entra muy agitada.) MAMERTA .—

Tú me dijiste que eran hermanos. Son hermanos. MAMERTA .— Están encerrados en el baño, metidos en la tina. Y están chapoteando y riéndose, los vi por la cerradura. ¿Qué quiere decir eso? EUSTASIO.— Que están bañándose. MAMERTA .— Eso no lo van a hacer en mi casa. EUSTASIO.— ¿Bañarse? MAMERTA .— Tú me entiendes. ¿Quién te dijo que eran hermanos? EUSTASIO.— Está asentado en el contrato que guardaste con tanto cuidado. MAMERTA .— Bueno, menos mal. Pero diles que no se demoren tanto, no se ve bien, aunque sean hermanos. ¿Ya te bañaste? EUSTASIO.— Acabo de levantarme. MAMERTA .— Ese café infernal que hacen nuestros esclavos es demasiado fuerte, para salvajes. Hay que enseñarlos a hacer café civilizado. EUSTASIO.— ¡No les digas así! MAMERTA .— ¿Salvajes? EUSTASIO.— ¡Esclavos! MAMERTA .— Si no quieres que así se les diga ¿para qué los compraste? (Se sienta a tejer.) EUSTASIO.—

24

(Ellos aparecen radiantes y con ropas tan escasas como al llegar. Parece que no vieran a Mamerto. Van a sentarse en el suelo, se secan el pelo.) AMINA.—

La harum Mamerta es muy buena. Es inteligente Me gusta que sea severa. AMINA.— Su figura es hermosa. AZAEL.— Muy hermosa, muy noble. AMINA.— Qué felicidad ser suyos. MAMERTA .— (Tose.) Ay, muchachos, ¿de qué hablan? AMINA.— Perdón, harum. No vimos que estabas aquí. AZAEL.— Harum, el hamam está listo. AMINA.— Anasi Mamerta, está perfumado y listo el hamam. MAMERTA .— (Algo alarmada.) ¿Qué están diciendo? (Grita.) Eustasio, ¿qué es un hamam? EUSTASIO.— Hamam es el baño. MAMERTA . — Menos mal. ¡¿No me habrán tirado mis perfumes al agua?! AMINA.— Pusimos sales aromáticas en tu tina. AZAEL.— Y te vamos a dar un masaje. Quedará tu cuerpo joven y flexible. AMINA.— Vas a sentir resplandecer tus músculos. MAMERTA .— (Superior.) Yo no acostumbro esas cosas. AZAEL.— Mejor, las disfrutarás más. Permíteme tus hombros. (La masajea.) MAMERTA .— Aaah... Ay, tronó. ¿Qué haces? Ay, aaay, qué rico se siente. AZAEL.— Es muy sano. Y deleitoso. AMINA.— Voy a arreglarte el pelo. Que quede lindo. Nadie te lo ha cuidado. No debes restirarlo así, se le borran los rizos. MAMERTA .— Nunca he tenido rizos. AMINA.— Los tendrás. Y... voy a refrescar tus mejillas. Trajimos muchos ungüentos, ya verás. AZAEL.— Tus ojos, qué mal cuidados. ¿Qué les has hecho a tus párpados? ¿Nunca los aceitas? MAMERTA .— (Seca.) ¿Para qué? No son cerraduras. AZAEL.— Para que se abran luminosamente y se cierren con misterio. MAMERTA .— Ay, mis pobres párpados hacer eso... ¿Cómo crees? Tal vez de joven... Dicen que yo tenía lindos ojos. AZAEL.— (Los observa como quien valúa una prenda.) Sí, son lindos. MAMERTA .— Soy una vieja. AMINA.— La edad es un tesoro acumulado. Debes empezar el derroche. MAMERTA .— Muchachos, oigan, soy una señora seria. Eso no se acostumbra aquí. AMINA.— Ven, o se va a acabar la espuma de tu baño. AZAEL.—

(Salen. La luz cambia, también la habitación: se hace más amplio el fondo. Esto es, crece la sala y muestra los adornos traídos del viaje. El elefante en sitio de honor, la jarra sobre el piano vertical, que tiene helechos frondosísimos a los lados. Alfombras turcas, cojines, un gong, biombos... dan aire exótico y vital a lo que era una sala ramplona y triste, muy quiero-y-no-puedo. Entra Eustasio de la calle y se ve que viene del trabajo; ve en derredor, va y palpa cosas, acaricia el elefante, hace sonar el gong, con los nudillos. Aparecen Amina yAzael.) LOS DOS.—

¡Efendi! (Caravana.) EUSTASIO.— No me saluden así. LOS DOS.— (Se ríen.) Eustasio. 25

(Van lo abrazan, lo besan, se le repegan.) EUSTASIO.—

Cambiaron mucho la casa. Hasta parece más grande. Ha de ser más grande. Tiene más cosas adentro. EUSTASIO.— ¿Y esa ropa? AZAEL.— La harum tiene visitas hoy. Recibe a sus amigas. No quiere que nos vean el ombligo. EUSTASIO.— ¿Ni la cara? AMINA.— Eso, le parece un detalle elegante y misterioso. AZAEL.— Siéntate a esperarlas. EUSTASIO.— No lo quiera Dios. (Tocan.) Tal vez sean ellas. (Sale aprisa.) AMINA.—

(Los jóvenes van a abrir. Dejan entrar a Malú y a Mimí, que ven en torno, retroceden.) MALÚ.— MIMÍ.—

Creo que no es aquí. No sé... Qué raro... ¡Ay!

(Vio a los jóvenes. Ellos se prosternan.) y AZAEL.— Harum, harum. El Todopoderoso sea con ustedes. Perdón, buscábamos a la señora Pineda de Ruiz. Nos equivocamos. MALÚ.— Pero es aquí. Mira los retratos. Y el piano. MIMÍ.— ¿Y quiénes son... ellos? AZAEL.— Harum, sientan que este es su hogar. AMINA.— La harum Mamerta vendrá en un momento. AMINA

MIMÍ.—

(Las conducen. Ellas se engentan mucho. Se sientan.) AMINA.—

¿Les gustaría un agua de rosas? ¿O un sorbete de granada? Ay, no sé... MIMÍ.— Lo que ustedes consideren, gracias. MALÚ.—

(Salen los jóvenes. Las mujeres se ven.) MIMÍ.—

¿Y esto? ¿Y todo esto? ¿Lo traería Eustasio? MIMÍ.— Ha de ser cosa de él. Nunca ha sido normal. MALÚ.—

(Se paran a ver y tentar cosas, gatean en las alfombras, tentonean el elefante.) MALÚ.—

Préstame tus lentes. MIMÍ.— Ten. ¿Qué no ves bien? (Malú talla un vidrio contra el elefante. Lanza una exclamación.) MIMÍ.—

¿Qué haces? ¡Trae acá! Me les has hecho un rayón. Esto-son-brillantes.

MALÚ.—

26

MIMÍ.—

¿Esos vidrios? ¿Cómo crees? MALÚ.— Cortan el cristal. Son brillantes. MIMÍ.— No puede ser. (Duda: raya también sus lentes. Exclamación.) No lo creo. Mamerta es capaz de todo. Una exhibicionista. Han de ser... (Ve sus lentes.) Está cortado el cristal. MALÚ.— Lujos orientales. (El biombo.) Incrustaciones. (Huele.) ¡Esto es sándalo! MIMÍ.— ¡No es posible! (Huele.) Dame un cerillo. MALÚ.— ¿De dónde voy a cargar cerillos? MIMÍ.— De la cocina. MALÚ.— ¡Tengo cocinera! ¿Qué te has creído? (Tocan a la puerta. Se ven: van a abrir. Es Loló.) MIMÍ.—

Lolocita, cómo estás. Pasa, Loló. LOLÓ.— Malú, Mimí... (Las besa.) ¡Jesús! ¿Qué le ha hecho Mame a su casa? ¿Y ese animal? Cojines y... Esto ya no parece una casa decente. MIMÍ.— Mira la alfombra. MALÚ.— Y mira esos cojines. Se sienten... (Los amasa.) Muy ricos. LOLÓ.— Pero qué es esto, pero qué es esto... Eustasito ha de haber regresado con todo el cargamento. ¿Qué habrá hecho en la aduana? MIMÍ.— Era misión oficial: no pasa aduana. MALÚ.— Contrabando legal, con bendición del presidente. LOLÓ.— A mí me daría pena pasar tanta cosa, no sería capaz. MIMÍ.— Mira, Loló: yo te vi comprando sedas y vinos de contrabando en Veracruz. MALÚ.— ¿De veras será de ellos todo esto? MIMÍ.— ¿De quién si no? MALÚ.— Depositado aquí. Prestado, mientras lo devuelven. Contrabando de... (señala al techo) algún jefazo de arriba, y ellos lo encubren. LOLÓ.— Eso es muy posible. MALÚ.—

(Entra Mamerta. Medio occidental, medio asiática. Se ata la cintura con un grueso cordón. Rizos abundantes, maquillaje teatral. La envuelve un traje extrañísimo de sedas multicolores.) LAS TRES.—

¡Mame! ¿Qué te sucedió? ¡Mamerta! ¡Dios mío! ¿Pero de veras eres tú? MAMERTA .— (Distraída, digna.) Siéntense, queridas, siéntense. ¿Estaban viendo las chucherías? Tan lindo Eustasio, miren cuántos regalos me trajo. MALÚ.— Preciosos... Deberías pintar la casa, para que lucieran mejor. MIMÍ.— A ver si la humedad no te mancha las alfombras. LOLÓ.— ¿Y esa ropa? ¿Es de allá? MAMERTA .— La cosieron nuestros esclavos y con tan buena voluntad que dije: para entre casa está bien. Y me la puse. MIMÍ.— Te cambiaste de peinado y te... y te... LOLÓ.— ¿La cosieron quiénes? MAMERTA .— (Se sienta.) Los esclavos. (Da dos palmadas.) Van a traemos refrescos. (Entran Amina y Azael con bandejas. Ofrecen en una, copas. En otra, galletas y dulces.) 27

MALÚ.—

Me abrieron estos jóvenes. MAMERTA .— Ellos son nuestros esclavos. Los trajo Eustasio de Estambul. AMINA.— Somos suyos. AZAEL.— Nos compró el efendi Eustasio. AMINA.— Anasi Mamerta es muy buena. AZAEL.—Efendi Eustasio es muy bueno. AMINA.— La harum es mas regia que una reina. AZAEL.— Con ella estamos mejor que en un palacio. (Se arrodillan.) Ordena y obedeceremos, harum. (Los dos se arrodillan.) MALÚ.—

Ay, pero qué exagerados. Son muy sinceros. (Los acaricia.) Pasen también los pastelillos. ¿No quieren probar el café tan rico que preparan estas criaturas? Algo espeso, pero delicioso. MAMERTA .—

(Las amigas están petrificadas.) AMINA.—

Nosotros hicimos las galletas. AZAEL.— Y los dulces. AMINA.— Tienen ingredientes de nuestra tierra. MIMÍ.— Ay, Mamerta... Qué desmedida eres en todo. MALÚ.—Eustasio siempre te ha mimado demasiado. LOLÓ.— Qué suerte tienes. Hasta rabia da. Las galletas están divinas. Saben raro... Quiero más. (Todas comen con voracidad, sin parar.) MAMERTA .—

¿Y si vieran que saben dar masajes? MIMÍ.— Cuenten, criaturas, cuenten. ¿Qué les parece México? LOLÓ.— Sí, platiquennos. AZAEL.— Si la harum nos da permiso... AMINA.— Si no se opone a nuestra indigna presencia... MAMERTA .— No, no. Siéntense en el rincón y platiquen, si quieren. MALÚ.— ¡Y tan en su lugar! Aquí, la esclavitud ya no es lo que era antes. Me trajeron a la casa una muchachita de Oaxaca, pero no sabía hacer nada... Y luego, cuando ya estaba aprendiendo, se largó con un soldado. MIMÍ.— Yo tengo una india tan igualada... Se sienta en la sala y platica con las visitas. MAMERTA .— Pero eso es una criada. Le pagas, ¿no? MIMÍ. — Bastante. MAMERTA .— Necesitarías una esclava, resulta mucho mejor. LOLÓ.— Deja que nos platiquen. A ver: ¿ya conocieron la ciudad? AMINA.— El efendi nos llevó a pasear en coche. AZAEL.— Todo es muy raro. AMINA.— Vimos seis o siete parques muy parecidos: Todos se llamaban Chapultepec. AZAEL.— Y en todos había castillo. MAMERTA .— (Indulgente.) Dieron varias vueltas por el mismo lugar, eso fue todo. AMINA.— Conocimos también la mezquita mayor con su piedra de sacrificios. Allá en Estambul no 28

matamos en las mezquitas. MAMERTA .— Hijita, esas piedras antiguas no tienen que ver con la iglesia, por eso están afuera. Son reliquias de otros tiempos. Se llama catedral, no mezquita. MIMÍ.— No le expliques. Es tan encantadora la inocencia... MALÚ.— ¿Cuánto costará un par así? ¿No podrán encargarse por correo? A mi me mandan mi ropa de París. Si escribiera yo a Estambul... MIMÍ.— Si los mandan asi nomás, podrían escaparse en el camino. LOLÓ.— Una empresa seria, se responsabiliza de sus envíos. ¿Y para qué se inventaron las cadenas, si no? Hay que preguntarle a Eustasio. MAMERTA .— Hagan algo de música. (A ellos.) Tocan varios instrumentos y cantan. AZAEL.— Si la harum quiere... Podemos cantar y bailar. LAS TRES AMIGAS.— ¡Ay, sí! ¡Ay, sí, sí, sí! AMINA.— Es una canción que inventamos en el viaje. Ojalá les guste. (Las visitas están animándose en exceso. Amina se para, muy modosa. Azael va al piano. Empieza a tocar el acompañamiento de algo entre Cake-walk y fox-trot oriental Amina se pone címbalos en los dedos.) AMINA.— AZAEL.—

LOS DOS.—

Somos los esclavos de Estambul. Nacimos bajo un cielo de tul. Desde las montañas, vistas muy extrañas, desde el horizonte y allá en los montes... Estaban los techos de Estambul.

(Ritmo percutido en el piano, palmadas, címbalos y baile.) AMINA.— AZAEL.—

LOS DOS.—

Allá en el mercado de Estambul vino a subastarnos un gandul. Nos vendió muy caros porque somos raros, nos compró una anciana que era casquivana. Allá en el mercado de Estambul.

(Ritmo, palmadas, címbalos y baile. Amina golpea el gong, luego se quita el caftán y queda con su traje que ya le conocemos. Exclamaciones de las mujeres. Amina se sienta al piano, tocan a cuatro manos.) LOS DOS.— AMINA.—

LOS DOS.—

Allá en el palacio de Estambul. y bajo la sombra de un pirul. Esa pobre anciana en hora temprana quedó muy difunta con las manos juntas. Por gozar los goces de Estambul. 29

(Ritmos, Amina toca, Azael baila pasos de sertakis y de otras danzas, toca el gong, tira el caftán. Exclamaciones de las mujeres. Azael palmea, patea, zapatea y truena los dedos frente a ellas. Malú gime y agita los brazos, Loló mueve los pies y palmea. Ahora, de atrás del piano sacan dos banjos, tocan y cantan por toda la pieza.) LOS DOS.—

Nos volvió a vender aquel gandul. ¡Nos compró el Sultán, el gran Abdul! Y allá en el serrallo él era un gran gallo, aunque en la cocina se volvía gallina... Y esas son las glorias de Estambul.

(Otra vez al piano.) LOS DOS.—

Estambul, Estambul, con el mar tan azul... Nubes de delicias las barcas fenicias.

(Uno y uno y luego los dos:) Ocasos de fósforo que refleja el Bosforo, oro y malaquita, va una barca escita, tributo al Sultán traen de Adserbayán. Vientos de mañana, gritan las sultanas: Joyas y mezquitas mueren favoritas. En santa Sofía la luna está fría. pasa mucha tropa a invadir Europa. Ruinas, polvo y tierra: Vamos a la guerra. Miren las murallas: ruinas de batallas. La mezquita azul, perla de Estambul ignora la suerte ignora la muerte Estambul, Estambul, con el mar tan azul, 30

Estambul, Estambul, Estambul. (Las mujeres bailotean, gritan, aplauden, corean.) MAMERTA .—

(Grita.) ¡Y si supieran los masajes que saben dar; en dos semanas me han vuelto otra! MALÚ.— (Se levanta, baila.) Mamerta, préstamelos un día entero. MIMÍ.—A mi préstamelo a él, una noche entera. (Rueda en los cojines.) LOLÓ.— Quiero más pasteles. Dime la receta, criatura, ¿qué delicia les pusiste? AMINA.— Pasta de haschish. LOLÓ. — ¡Achís! ¡Pasta de estornudo! (Carcajadas anormales.) (A las otras también les da un ataque de risa insensata.) MAMERTA .—

¿Y qué es una sin esclavos? ¿Y qué es una casa, y qué es el mundo sin nadie a quién mandar? Doy una orden y se arrodillan y obedecen. Me enojo y tiemblan. Les grito y lloran. Los acaricio y son felices. Ustedes no sabrán jamás. Ustedes no están hechas para tener esclavos. Son el espejo en que por fin me reconozco. Son mi fuerza, mi respeto, mi pedestal. Me han contado de las reinas guerreras del Asia. A ellas me parezco: conducen a su pueblo, las aclaman cuando desfilan, montadas en un elefante: (Se sienta en el elefante.) MALÚ.—

Vas a romper ese animal tan lindo. ¿Pues cuánto crees que pesas?

(Mamerta, ofendida, se monta, lo azuza, le grita, mientras Mimí rueda y Loló y Mala bailan con Azael y le meten mano. Amina toca el piano.) MIMÍ.—

Mas despacio la música, más sensual, más despacio. MAMERTA .— ¡No! ¡Toca la marcha triunfal! ¡Mientras el aire se desgaja en flamazos y aclamaciones y en mis dedos vibran las cuerdas de esta red de relámpagos...! (Por hacer vibrar la red, se cae patas arriba. Grita, gime y patalea, como tortuga boca arriba: a sus amigas les dan paroxismos de risa.) LOLÓ.—

¡Está borracha, está borracha! Ha de beber a escondidas. MALÚ.— Qué ridiculez. Está enseñando los calzones. MIMÍ.—

(Los esclavos ayudan a Mamerto a levantarse.) MAMERTA .—

¡Suéltenme! Y ustedes, estúpidas, ¿de qué se ríen? ¿No se vieron rodando como vacas en los cojines? ¡Fuera de mi casa! LOLÓ.— Ay, Mamerta, no te hagas la ofendida que ni te queda. MIMÍ.— Rodaste patas arriba y ya. Olvídalo. MALÚ.— ¿Por qué no te detuvieron tus esclavos, a ver? ¿No que tan listos? MAMERTA .— ¿Por qué-no-me detuvieron? 31

(Ellos se prosternan.) y AZAEL.— Perdón, harum, perdón. MAMERTA .— No hay perdón. Estúpidos, animales, indignos... AMINA

(Se desata el cordón de la cintura: empieza a azotarlos con furia mientras sus amigas observan fascinadas y jadeantes. Ellos se quejan apenas, gimen, ruedan... Ella jadea y puja con los golpes. Entra Eustasio.) EUSTASIO.—

¡Mamá!

(Le arrebata el cordón. Ella retrocede, tambaleante.) MIMÍ.—

Los castiga porque se portaron mal. MALÚ.— Tiene derecho. LOLÓ.— Son sus esclavos. EUSTASIO.— Váyanse por favor. Ustedes no están bien. Váyanse. MALÚ.— Eres un estúpido, siempre lo he dicho que no sirves para nada. (Besa a Mamerta.) Hasta el miércoles, querida. MIMÍ.— Tu hijo no mejoró con el viaje: todavía parece un paraguas viejo (La besa.) LOLÓ.— Ay, Mamerta, tan lindos rizos que tenias, y mírate ahora... (La besa.) Ay, pobre de ti. MALÚ.— (Saliendo, canta.) Somos los esclavos de Estambul... (Las otras medio corean, palmean, salen a tropezones. Un silencio. Eustasio levanta a los jóvenes. Tira el cordón con furia. Les ve la espalda, rayada de rojo. Los abraza.) EUSTASIO.— MAMERTA .—

Mamá, vete a la cama. (Altiva y sin recobrar el sentido de la realidad.) No me siento bien. No puedo

moverme. EUSTASIO.— Vete a la cama, por favor. MAMERTA .— Que me lleven los esclavos. Sola no puedo. EUSTASIO.— Quédense aquí. (La toma del brazo.) MAMERTA .—

Deja que me conduzcan ellos. Son un regalo maravilloso. Son míos.

(Salen. Amina y Azael se ríen quedito, largamente, tomados de la mano.) TELÓN JORNADA TERCERA (Es de noche. Amina y Azael van y abren el balcón: entra una luna brillante que ilumina un trozo de la habitación. El elefante chisporrotea. Ellos ponen cojines, se tienden, ven hacia afuera. Entra Eustasio. Los ve en silencio.) 32

AMINA.—

Tomamos un baño de luna. Mi mamá se durmió. Estaba muy trastornada. Les pido perdón. AZAEL.— Las visitas estuvieron contentas. EUSTASIO.— (Ve hacia fuera.) Nunca más veré con normalidad esta ciudad. Las torres de la iglesia, la cúpula con mosaicos, brillan bajo la luna. Las veo yo y pienso: "nunca volveré a Estambul"; esas fachadas descascaradas que están ahí desde mi infancia: toda esa gente, haciendo pantomimas en sus balcones encendidos... y supongo también sus vidas y lo que hablan y lo que son... Como ellos pueden saber la mía, mis palabras y mis gestos. Nunca volveré a Estambul. ¿Cómo vivir allá? ¿Trabajar en qué? AMINA.— Si quieres, podrías. Tienes riquezas. EUSTASIO.— Les ruego que me oigan bien. Y muy en serio. Les voy a hablar como seres libres inteligentes y dueños de sí. Yo podría vivir en otra parte... en un puerto donde se vean barcas, y donde vendan pescados por las calles y por las noches las gentes salgan a sentir el fresco del malecón. Donde oigamos el mar por la ventana y uno sea el desconocido, el recién llegado, aceptado por eso tal cual es, sin imponer suposiciones y conductas. Yo podría ser eso. A mi mamá... la vendría a visitar de tiempo en tiempo. Ustedes... vivirían conmigo. Tendrían mi casa. Y a mí. AMINA.— ¿Nos ordenas acompañarte? EUSTASIO.— Si quisieran, como seres libres... vivir conmigo. AZAEL.— Eustasio: tú nos compraste. EUSTASIO.— Para sí mismos, no para mi. AZAEL.— Podría ocurrir que aceptáramos, si nos fuerzas. ¿Qué vas a darnos para vivir en libertad? EUSTASIO.— ¿Uno se vuelve responsable por los que liberta? AZAEL.— Naturalmente: dar libertad sale muy caro. Debes mantenerla. Debes responder por nosotros. AMINA.— Cuesta mucho portarse bien. EUSTASIO.— Bueno. Acepto. AMINA.— Porque si no, volveríamos a vendernos. Y tal vez con gente que no nos tratara bien. Y que nos usara. Gente distinta a ti. AZAEL.— ¿Qué pensarías de eso? EUSTASIO.— Que ustedes lo habían escogido en plena libertad. Ser libre es ser digno. AMINA.— Nos gustan cosas buenas, caras, bonitas... somos irresponsables. AZAEL.— Contigo cuidándonos... ¿seríamos libres? AMINA.— Si nos liberas, ¿quién va a enseñarnos a ser dignos? EUSTASIO.— Tienen que contestarme. Hice una proposición. AMINA.— La noche es fresca. Un airecito húmedo mece las flores en las macetas de la harum. Desde que las cuidamos están lindísimas. Acuéstate aquí con nosotros. AZAEL.— Siente la luna en tu piel, siente los cojines que trajimos, tan suaves. AMINA. — Aquí en la alfombra. Toca el brillo de sus colores. EUSTASIO.—

(Él obedece. Se les repega.) AZAEL.—

Si tú lo ordenas, podemos ir contigo adonde digas. Si tú lo ordenas, te podemos acariciar tan tiernamente como sabes... AZAEL.— Si tú lo ordenas, no estarás nunca solo. AMINA.— ¿Te acuerdas cómo jugábamos en el barco? AMINA.—

33

AZAEL.—

Nuestra despedida de Estambul, ¿te acuerdas? AMINA.— ¿Por qué insistes en no aceptar que somos tuyos? AZAEL.— Es tan fácil decirnos: "les ordeno", "yo quiero"... AMINA.— Dinos. Es tan fácil. EUSTASIO.— (Ronco.) Quiero que me acaricien y que me acompañen si se les da la gana. No quiero que me sirvan ni me obedezcan. (Se levanta.) Si quieren estar conmigo... acariciarme... háganlo ¡pero no porque yo lo ordene! ¡Quiero que me digan su voluntad, como personas libres! (Va al balcón. Ellos ruedan en los cojines, se abrazan, lo ven.) AMINA.—

Si eso deseas, eso diremos. (Se levanta.) Queremos irnos a París. AMINA.— Queremos mucho dinero. Queremos irnos en un barco de lujo. AZAEL.— Queremos muebles, comodidades, cosas bonitas. AMINA.— Como ese biombo, esa jarra... las alfombras, los cojines... AZAEL.— ¿Vas a darnos todo eso? EUSTASIO.— Voy a vender el elefante. Se llevarán de todo esto lo que quieran. AMINA.— ¿Y si pedimos todo? EUSTASIO.— Se lo llevan todo. AZAEL.—

(Ellos se levantan.) AZAEL.—

Así será. ¿Cuándo ordenas que nos vayamos? EUSTASIO.— ¡Cuando ustedes quieran! AMINA.— Va a tomar unos días. Empacar, vender el elefante... ¿vas a venderlo tú? AZAEL.— Naturalmente. Es persona seria y mayor. Te informaremos un precio base. Te darán más dinero que a nosotros. AMINA.— Hay que ver cuándo sale un barco. (Suspira.) Tengo sueño. AZAEL.— Nos vamos a tu cama. ¿Dónde vas a dormir tú? (Él calla. Los observa.) AMINA.—

Es tu cama. Tú mandas en ella. Como es mía puedo cedérsela a mis huéspedes. AZAEL.— Muchas gracias. (Van a salir.) EUSTASIO.— (Quedo.) Puedo... ir allá... si mis huéspedes... me llaman. AZAEL.— Voy a traerte una cobija. Va a hacer frío en la madrugada. EUSTASIO.—

(Van a salir.) EUSTASIO.—

Un momento. Una sola orden voy a darles.

(Ellos avanzan. Se arrodillan.) EUSTASIO.—

No quiero volver a verlos, ni encontrármelos. Quiero que se vayan cuando yo no esté. Llegaré tarde a mi cuarto. Les dejaré el dinero dentro del piano. Tómenlo, tomen lo que quieran y vayanse. Les prohibo que obedezcan a mi madre. Es todo. 34

AZAEL.—

¡Dices "adiós", efendi! Te daré entonces nuestro regalo de despedida.

(Le tiende una caja.) EUSTASIO.—

¿Qué es esto? AMINA.— Una cajita preciosa. AZAEL.— Ébano y plomo bruñido. ¡No lo abras! AMINA.— Deberás tenerla cerrada siempre, con una salvedad. AZAEL.— Si quieres llamarnos como esclavos. Si te arrepientes de esta decisión. Ábrela entonces. AMINA.— Has pagado por nosotros dos veces: tienes derecho. AZAEL.— Nos ofreces la libertad: tienes derecho. Ábrela y sabrás también quiénes somos. AMINA.— Tienes derecho. Adiós, efendi. AZAEL.— Adiós, efendi. (Salen. Eustasio ve la caja, luego empieza a llorar con sollozos cada vez nías desgarrados. Rueda en los cojines, golpea el suelo, casi grita. Luego, queda quieto, acariciando la caja, sin dejar de llorar. La sala se empequeñece a sus dimensiones anteriores. Ya no está Eustasio a la vista. Luz de tarde. Entran las tres amigas y luego Mamerta, llena de paquetes de compra, elegantísima y con un complejo peinado bajo el sombrero. Deja los paquetes en el piano, sin advertir el cambio. Las amigas ven en torno, asombradas.) MALÚ.—

¿Dónde pusiste tu elefante? ¿O ya lo vendieron? No estoy loca. Traérmelo mi hijo de tan lejos ¡para que lo vendiera! Jamás. (Da dos palmadas.) LOLÓ.— ¿Lo guardaste? Se veía tan bonito aquí. MIMÍ.— ¿Por qué quitaste tus adornos tan lindos? MAMERTA .—

(Mamerta ve en torno. Se demuda. Da dos palmadas de nuevo... No hay respuesta. Empieza a caminar, buscando todo. Las amigas se dan codazos y se hacen señas disimuladas. Mamerto tiene un miedo horrible. Da otras dos palmadas.) MAMERTA .—

¡Eustasio! ¡Eustasio! Creo que no ha llegado. Siéntense. MIMÍ.— ¿Habrá venido alguien... a recoger... tus chucherías? LOLÓ.— ¿Se las llevaría el gobierno? MAMERTA .— ¿Por qué va a llevarse mis cosas el gobierno? LOLÓ.— Nada más pensábamos. (Entra Eustasio muy sombrío.) EUSTASIO.—

Buenas tardes. Buenas tardes, ¿por qué tan tristecito? Mírenlo como viene. LOLÓ.— Tu mamá está preocupada... MAMERTA .— Hijo... ¿Qué sucede? ¿Dónde están las...? (Calla, se le queda viendo.) Ven acá y dime lo que pasa. EUSTASIO.— No pasa nada. Luego te explico. MAMERTA .— (Lo jala a un rincón. En primer término.) ¿Dónde están ellos? EUSTASIO.— Ya se fueron, mamá. Te dije que venían por pocos días. MALÚ.—

35

MAMERTA .—

(Grita.) ¡Pero si son nuestros! (Se tapa la boca, ve a sus amigas.) Son nuestros, son

nuestros. EUSTASIO.— No son de nadie. Ya se fueron. Son libres. MAMERTA .— ¿Dónde se fueron? EUSTASIO.— A Europa. MAMERTA .— ¿Con qué dinero? ¿Tú les pagaste el viaje? ¡Dímelo! EUSTASIO.— Luego te explico. MAMERTA .— ¿Dónde está todo? ¿Dónde está el elefante? EUSTASIO.— Ya no hay nada, mamá. Cuando se vayan tus amigas, te lo explico todo. MAMERTA .— ¿Qué le hiciste al elefante? ¿Dónde está? EUSTASIO.— Ya no es nuestro. MAMERTA .— (Quedo.) Los esclavos. El elefante. Mis esclavos. Mi elefante. Quiero mi elefante. Me lo trajiste a mí. ¡Quiero mis esclavos! ¿Quién va a obedecerme ahora? EUSTASIO.— Mamá, no eres chiquita. Por favor, pórtate con inteligencia... MAMERTA .— ¿Me estás diciendo tonta? ¡Yo sé pensar como una reina! Para hacer algo, tienes que consultarme. ¿Quién crees que eres? ¿Quién manda en esta casa? EUSTASIO.— Te están oyendo. (Ella se acuerda de sus amigas, se vuelve a verlas... Parece que va a caer al suelo, la detiene su hijo.) MAMERTA .—

Algo... me tronó... aquí. (Se aprieta las sienes.) Como un chasquido de oscuridad...

(Empieza a emitir un quejido largo, pequeñito...) EUSTASIO.—

Mi mamá se siente mal. Les ruego que... vuelvan otro día. Voy a llevarla a que se acueste. MIMÍ.— ¿Qué le pasó? MALÚ.— Nosotros la atendemos. LOLÓ.— La llevamos a su cuarto. MAMERTA .— ¿Pero qué dicen? Tengo quien me cuide. Quédense, por favor. (Da dos palmadas.) Se demoran a veces, porque los tengo muy ocupados, pero allí vienen. ¡Aquí están! (Corre a la puerta, regresa y se arrodilla.) Manda y obedeceremos, harum. (Se mueve para ser Amina.) Ordena y dispón, anasi. (Se levanta.) Traigan refrescos, pastas, pasteles... (Se arrodilla.) Se descompuso el horno, harum, y no pudimos hacer pasteles. (Como Azael.) No hubo rosas en el mercado, anasi, no hicimos refrescos. (Se incorpora.) ¿Quieren que los azote? ¿Quieren que los encierre? ¡Bestias! ¡Esclavos viles! (Arranca una cortina: da trapazas con ella a sus amigas y a su hijo. Gritos de las tres.) EUSTASIO.—

¡Mamá! ¿Qué tienes mamá? MAMERTA .— Hijo, esto es asunto doméstico, deja que yo me ocupe. (Ordena.) ¡Levántense! Suéltame estúpido. (Se arrodilla.) ¡Perdón harum, no nos castigues! ¡Perdón, anasi! Podemos cantar y bailar. (Se incorpora.) ¡Háganlo! ¡Pero ya! (Canta y baila, siendo alternamente Amina o Azael.) Somos los esclavos de Estambul, nacimos bajo un cielo de tul... EUSTASIO.— (Aterrado.) ¡Mamá! (Quiere detenerla.) 36

MAMERTA .—

(Canta y baila.) Entre los pescados nadan los ahogados, Hay entre las olas sirenas sin colas Allá en nuestras playas de Estambul...

(Mimí ya está llorando, Malú grita cuando se le acerca con pasos de sirtakis.) LOLÓ.—

(Golpea y sacude a Eustasio.) ¿Qué le has hecho? ¿Qué le dijiste? ¿Qué sucede?

(Mamerta sigue su baile. Eustasio la sacude, la detiene...) MAMERTA .—

(Petrificada.) No van a tardar los esclavos. Fueron a un mandado, aquí cerca. No tardan nada, llevaron a limpiar el elefante. (La luz relampaguea: se alternan flamazos azules y blancos. Entran furtivamente varios enmascarados, con disfraces de diversas épocas; empiezan a sacar cosas y a cambiar todo. Uno se sienta al piano: toca el ballet gitano del tercer acto de "Traviata ". Algunas enmascaradas traen panderos: los agitan y bailan. Mamerto las imita débilmente mientras su hijo la saca de escena. Las tres amigas huyen gritando, perseguidas por enmascarados. Todo cambia, menos el piano y sus heléchos: cortinas rojas, candil de murano, mesa de juego... Estamos en Venecia, en un salón de juego. Todos los personajes menos Eustasio y Juan Jacobo, traerán máscaras y antifaces negros. Entra Juan Jacobo del Camino: tan cambiado como si otro actor hubiera tomado su papel; otro cuerpo, abundante y blando, de menor estatura, calvo, con los pelos escasos lacios y muy largos, pintados. La voz es otra. Nadie lo reconocería más que por sus gestos y tonos; viste un dominó, trae el antifaz en la mano.) JUAN JACOBO .—

(Brazos abiertos; gesto cordial enmedio del ballet.) ¡Pero soy yo! ¡Soy yo! ¡Hombre! Soy Juan Jacobo del Camino. ¿Puedes no conocerme? ¿Cuánto tiempo ha pasado? El muelle en Veracruz, tú descargabas biombos, alfombras, reptiles ponzoñosos... Te ayudaban un par de jóvenes, ¿eh? (Entró Eustasio: Trae el pelo blanco, viste de monje; en la mano, una careta con un mango, una varilla por la cual la sujeta para aplicársela a la cara.) JUAN JACOBO .—

(Sigue.) Eustasio, tienes el pelo blanco... ¿Puede creerse? Estamos en 1919, se ha ganado una guerra... ¡Nos vimos, por vez última, en el siglo pasado! Ven, dame un abrazo. ¿Qué fue de ti? Sigues siendo maestro, ¿verdad? EUSTASIO.— Soy director de escuela. (En torno a ellos, pantomimas lentas y silenciosas.) JUAN JACOBO .—

Eso, lo sabía. Tenemos amigos en común. ¿Has visto mis libros? EUSTASIO.— Sí, te he leído. JUAN JACOBO .— ¡Y no me reconocías! En los libros viene mi retrato. EUSTASIO.— Sí, pero el de antes. Y dudé un momento. Tantos años... JUAN JACOBO .— Pero amigo mío, yo no he cambiado, casi nada. Tú, la verdad, te ves muy 37

envejecido. (Quita un pandero a una bailarina lo agita, la nalguea, se lo devuelve.) Es natural. Supe el fallecimiento de tu madre, noble mujer... Lo sentí mucho. EUSTASIO.— Sí. Gracias. JUAN JACOBO .— Me dijo alguien, no recuerdo quién, que sus últimos años los pasó un poco... trastornada. En su... razón... EUSTASIO.— Estuvo... así, muy enferma, lo que va de este siglo. Murió hace un año. JUAN JACOBO .— ¡Diecinueve años de... enfermedad! EUSTASIO.— Un poco más. JUAN JACOBO .— Y si no peco de indiscreto... ¿Qué fue la causa del... desequilibrio? EUSTASIO.— Algo del sistema nervioso. Los doctores, ya ves, no son muy claros. JUAN JACOBO .— La vida, tampoco. Haces bien en viajar. Es tan curioso que coincidamos otra vez tú y yo, en un crucero de la historia: ¡Venecia! Quise cantarle largamente cuando llegué: no supe proferir más que palabras huecas. Si, canales podridos, olores densos, chapoteos nocturnos... Palacios resquebrajados y en tinieblas... Una rata nadando bajo un puente... Visité Plomos, pensé en la fuga del inmortal Casanova, musité un soneto a su espíritu. Pero algo falta. No siento el hervor del carnaval vibrar por el aire. Sólo esto: mascaradas vergonzantes, góndolas clandestinas... y este frío mojado, que se filtra hasta los huesos... EUSTASIO.— Ya no somos jóvenes. JUAN JACOBO .— Soy mucho menor que tú, acuérdate. Llevamos el mismo año en la escuela por mi talento precoz. ¡Tienes el pelo blanco! Yo lo he perdido. Usé pelucas, pero siempre las dejaba olvidadas en las camas de no sabía quién. (Se ríe.) No me reconociste. ¡Y el que de veras es otro, eres tú! Y... ¿Y... esos jóvenes? Esos... Tú sabes. (Intenso.) ¡Tus esclavos! EUSTASIO.— Nunca lo fueron, eran libres. Se marcharon libres, a París. Y ya... ya no supe de ellos. JUAN JACOBO .— ¡Los dejaste ir! EUSTASIO.— Naturalmente. JUAN JACOBO .— Yo los habría... (Suspira.) ¿No te has arrepentido? EUSTASIO.— Por supuesto que no. JUAN JACOBO .— Mh. Te contaré algo. Una mañana se encontraron dos hombres: uno iba al burdel, el otro iba a rezar al templo. Se invitaron mutuamente, pero ninguno de los dos cambió de ruta ni de propósito. Y entonces, el hombre que fue al burdel se acordaba del templo, y se arrepintió y lloró la tristeza de la carne, y se alejó de allí y su espíritu se acercó a Dios. Pero el que había ido a orar, se acordaba mientras del burdel... ¡Y también él se arrepintió! Y se alejó del templo, y su espíritu se hundió en las tinieblas. (Pausa.) Liberar esclavos... ¿No te das cuenta? La esclavitud y la juventud son eternas. EUSTASIO.— Mientras lo toleremos. Mientras eso queramos. JUAN JACOBO .— ¿No toleras la juventud? EUSTASIO.— Dije la esclavitud. La juventud... es como todas las edades y como el tiempo: son dones divinos. JUAN JACOBO .— No siempre, no siempre. ¡Y se acaban! EUSTASIO.— No siempre. JUAN JACOBO .— ¿Y hablas italiano? ¿Logras comunicarte? EUSTASIO.— Entiendo o adivino. Se acostumbra el oído. Cuando recuerde Italia, voy a pensar que todos hablaban español. (Todo se anima y acelera. Empiezan a gritar y hablar en torno a la mesa de juego. Luz sobre ésta, todos tienen acento italiano.) 38

CROUPIER.—

¡Hagan juego, señores!

(Una mujer mayor, vestida como un cuadro de Longhi, arroja una pulsera sobre el tapete.) MUJER.—

Al catorce negro. CROUPIER.— ¡Hagan juego, señores! UN ANCIANO.— Esa pulsera es falsa. MUJER.— Miente usted. ANCIANO .— Soy joyero, señora. (La toma, la examina.) No vale ni cien liras. MUJER.— ¡Me han estafado! ¡Han robado la mía y han dejado ésa! CROUPIER.— Una desgracia, pero no puede apostarla. ¡Hagan juego! ¡Hasta ahí, no más apuestas! (La mujer gime, se pone la pulsera, se retuerce las manos...) CROUPIER.—

¡Gana el catorce!

(Alarido de la mujer. Retiran apuestas los que ganaron. Ella huye, sollozando a gritos.) CROUPIER.—

¡Hagan juego, señores! JUAN JACOBO .— ¿No piensas apostar? EUSTASIO.— No me gusta el juego... Y traigo poco dinero. JUAN JACOBO .— Anda, pon algo para darme suerte. Yo apostaré contigo. EUSTASIO.— Bueno. Al nueve negro... cien liras. JUAN JACOBO .— Las menores apuestas son de mil. EUSTASIO.— Vayan mil, pues. CROUPIER.— ¡Hagan juego, señores! Va a correrse. JUAN JACOBO .— ¡Todo al nueve negro! (Pone paquetes de billetes.) EUSTASIO.— ¿Todo? ¡Pero es muchísimo! ¿Qué vas a hacer después? JUAN JACOBO .— Así apuesto y así vivo. (Se ríe.) Yo no apuesto para perder. CROUPIER.— No más apuestas. ¡Corre! ¡Gana el nueve negro! (Juan Jacabo recoge todo. Jadea.) JUAN JACOBO .—

¿Ya ves, por ser tímido? Jugué todo, gané una fortuna. Tú... cien mil liras. EUSTASIO.— ¡Cien mil! JUAN JACOBO .— Tómalas. Juega otra vez. EUSTASIO.— ¡Claro que no! Con esto iré a Grecia. ¡Cien mil liras! JUAN JACOBO .— Pon mil siquiera, para apostar contigo. EUSTASIO.— Está bien. Allá van. Al... siete... negro. (Entra corriendo la mujer.) MUJER.—

¡Un momento! Dicen que la pulsera es falsa. Muy bien. Pues apuesto a mis hijos. CROUPIER.— ¿Adonde están sus hijos? MUJER.— En la pieza de junto. Pueden ir a admirarlos. Son hermosos, son jóvenes. Una muchacha y un muchacho. 39

(Varias personas van a la pieza de junto. Eustasio se enmascara.) EUSTASIO.—

¿Quién es esa mujer? JUAN JACOBO .— No sé... Pero vamos a ver si vale la pena apostar. EUSTASIO.— Yo no voy. (Juan Jacobo va. Eustasio observa a la mujer.) MUJER.—

Vaya a verlos, signore...

(Él se niega, los jugadores regresan.) JUAN JACOBO .—

Cien mil. Al siete negro. Mis hijos. Al trece rojo. CROUPIER.— ¡No más apuestas! ¡Está corriendo! ¡Gana el trece rojo! MUJER.—

(Carcajadas y gritos de la mujer. Echa sus ganancias en un saco.) JUAN JACOBO .—

Juguemos otra vez. Yo apuesto TODO. MUJER.— Ya no es necesario. Gané. JUAN JACOBO .— Una lástima. Me gustaron sus hijos. MUJER.— (Se ríe.) Naturalmente. (Se aleja.) (Juan Jacobo la alcanza, la toma por un brazo.) JUAN JACOBO .—

Venga acá, no se vaya, quiero saber adonde vive, quiero hablar de sus hijos. Qué vehemencia. Por aquí no. Venga a la salida de servicio. Por la escalera de caracol, en la otra pieza... (Sale.) JUAN JACOBO .— Vas a perdonarme, nos veremos luego. Estoy en la pensión "Rossina", sobre el gran canal. Modesta, pero cómoda y tolerante. Diviértete. (Sale, aprisa.) MUJER.—

(Eustasio, enmascarado, se acerca a la mujer. Ella se alza la máscara, de pronto.) MUJER.—

Efendi... EUSTASIO.— ¡Zoraida! (Ella se cubre.) MUJER.—

Ese no es mi nombre.

(Corre entre la gente. Él la sigue, se le pierde.) EUSTASIO.—

(A un criado.) ¡La escalera de servicio! ¿Por dónde se sale? ¿Dónde está? CRIADO .— Non capisco niente. (Se va.) (Eustasio busca, frenético. Todo se oscurece: Desaparecen mesa y jugadores. Una gran reja diagonal, en primer término aparta a Eustasio del resto de la escena: lo deja a la izquierda, en un 40

rincón. Chapoteos, reflejos de agua, oscuridad. Juan Jacobo aparece al otro lado de la reja, viene regateando con Zoraida.) JUAN JACOBO .—

Vieja usurera, yo no voy a darte tanto. Son el apoyo de mi vejez, son mi consuelo. Si te los vendo, ¿de qué voy a vivir? ¡Y voy a estar sola! JUAN JACOBO .— Así no tendrás que mantenerlos. ZORAIDA .— (Ruega.) Un millón. No es posible menos. JUAN JACOBO .— Ochocientos mil, y ni una lira más. ZORAIDA .— Ganaste mucho en el juego. JUAN JACOBO .— ¿Y qué? Asunto mío. ZORAIDA .— Todo está tan caro... ¡Dame un millón siquiera, signore! Son tan hermosos, ¿los viste bien? ¡El dinero no alcanza! JUAN JACOBO .— Los vi muy bien. Por eso te doy ochocientos mil. ZORAIDA .— No tienes compasión de una vieja. JUAN JACOBO .— Claro que no. Ten. Y tráemelos. ZORAIDA .— Está bien, es un trato. Me estafas, pero son tuyos. (Palmea.) ZORAIDA .—

(Vienen dos criados enmascarados con antorchas.) JUAN JACOBO .—Si

es un asalto, no vengo desarmado. (Saca un estilete.) ZORAIDA .— Qué desconfiaza, signore. Son los testigos. Firma aquí. JUAN JACOBO .— Déjame leer antes. Acércame esa luz. (Lee.) Sí. Está bien. Falta poner la cantidad. (Saca una pluma fuente. Escribe.) ENMASCARADO .— Y falta el impuesto: cincuenta mil liras. JUAN JACOBO .— ¿Dónde está el timbre del impuesto? ENMASCARADO .— Aquí. (Lo pega.) Firma ahora, cancelándolo. (Firman todos. Entran los jóvenes en sendos dóminos, con antifaces.) AMINA.—

Somos tuyos. Somos tuyos. ENMASCARADO .— Si quieres una góndola, dame 500 liras. JUAN JACOBO .— Gracias: yo sé arreglarme con el gondolero. AZAEL.—

(Va y palpa a los jóvenes, metiendo la mano dentro del disfraz. Sale por el fondo con los dos hombres.) ZORAIDA .—

Hijos míos, debo decirles un secreto. Vengan al ricón.

(Se acercan a la reja como si fueran a secretear. Fingen hacerlo, Eustasio se acerca tratando de oír... Zoraida de pronto, se lanza a la reja, lo pesca por una mano, lo jala a través de los barrotes: él queda contra éstos, detenido por la mujer, que ríe a carcajadas y le jalonea y le tuerce el brazo.) ZORAIDA .—

¡Estaba espiándonos! ¡Lo pesqué! ¡Véanlo! ¡Nos espía! 41

(Los jóvenes se acercan sin reír, con los antifaces puestos.) AZAEL.—

Suéltalo.

(Zoraida lo suelta, Eustasio cae de rodillas, frotándose la muñeca.) AMINA.—

Estúpida, lo lastimaste. Dame acá tu mano. (Autoritaria.) Dámela. (La toma a través de la reja, la masajea y la mueve suavemente.) ¿Mejor? ¿Ya te sientes mejor? EUSTASIO.— Puercos. AZAEL.— ¿Decías? EUSTASIO.— Puercos indignos. Demonios. Cerdos. Seres horrendos, asquerosos, viles. Hijos de la porquería y las tinieblas. ZORAIDA .— Les hablan, hijos. AZAEL.— Creo que sí sabe quiénes somos. Fuera antifaces. AMINA.— ¿Seremos o no seremos los que piensas? (Se quitan los antifaces: pegan la cara a la reja.) AMINA.—

Pues ya lo ves: sí éramos. ¿Te enojaste con nosotros? EUSTASIO.— Sabía que los iba a encontrar. Esperaba el momento. AZAEL.— Claro. Viniste a buscarnos. EUSTASIO.— ¿A buscarlos? ¡Jamás! Pero sabía que iba a encontrarlos. AMINA.— No finjas. Viajaste a Europa, ¿como turista? ¿Tú? Bueno, aquí nos tienes. AZAEL.— Puedes desbaratar la venta. Tienes derecho. ¿Nos trajiste tu caja? EUSTASIO.— No la abrí nunca. Sí la traje. Para devolvérselas. No la quiero. (La pone al otro lado de la reja.) AZAEL.— Tienes derecho hasta sin abrirla. Podemos irnos mientras aquél busca la góndola. AMINA.— Es avaro y es feo. No estoy contenta. Te preferimos a ti. EUSTASIO.— Mi madre se volvió loca. Murió hace un año. AZAEL.— Pues sí. Ya se le notaba. Pobre. EUSTASIO.— Se volvió loca cuando ustedes se fueron. AZAEL.— Así sucede. AMINA.— Ordénalo y no te abandonaremos nunca. EUSTASIO.— (Aferrado a la reja.) Los maldigo. Los odio. Son repugnantes, son viles, son hipócritas, falsos... ¡Son malos! ¡Son malos! (Respira convulsivamente.) AMINA.—

¿Para eso nos buscaste? AZAEL.— Si, para eso. ¿Y qué más? (Le da un látigo.) Ten: úsalo si lo deseas. (Eustasio grita, ruge, jadea, empieza a dar latigazos en el suelo, contra la reja. Se detiene, se ahoga.) AZAEL.—

Pero estamos aquí, puedes pasar el brazo. ¿O quieres darle la vuelta a la reja? AMINA.— Aquí tengo la llave. Tómala. Quieres golpearnos, ¿quién te detiene? Claro, eres varios: hay unos que no quieren pegamos. 42

AZAEL.—

Es eso, ¿no? Ser quienes somos es un disfraz, que nosotros elaboramos. Nos escogemos entre muchos, porque todas las posibilidades están aquí dentro. Sí tú escoges quién eres, ¿por qué no quieres ser el que nos pega? AMINA.— Abre. Y pégame, ¿no? ZORAIDA .— Es un viejo marica y medio estúpido. ¿Viste la compra que hizo tu amigo? Ese sí sabe cómo se hacen las cosas. AZAEL.— Cállate, vieja. A ver, Eustasio. Dinos: ¿te salió mal esta mercancía? ¿Reclamas devolución de lo pagado, o una parte? AMINA.— Eso hay en el fondo, ¿verdad? Quieres tu elefantito, tus cojincitos, tus alfombras, tu jarra. Te arrepientes de haberlos regalado sin provecho. AZAEL.— Pero la vida, ahora, está muy cara. Hubo una guerra. Reclamas tarde, ¿no? AMINA.— Madrecita, dame eso. ZORAIDA .— No y no. AZAEL.— Danos eso. ZORAIDA .— Estúpidos, no les doy nada. (La agarra Azael. Amina le quita los billetes. Ella ruge, grita y maldice en varios idiomas.) AMINA.—

Pues aquí están: ochocientas mil liras. Es nuestro precio actual. Estamos devaluados. Ten, tu devolución. (Él les arroja los billetes a puños.) EUSTASIO.—

¡Tengan su basura! ¡Tregüénsela! ¡Revuelqúense en ella! ¡Y largúense! ¡Ya! ¿Largúense? Esta no es tu casa. AMINA.— Ya no te pertenecemos. ¿Por qué nos echas? Vete tú. EUSTASIO.— (Insulta.) ¡Esclavos! AZAEL.— ¿Por qué estás resentido? Te obedecimos siempre. ZORAIDA .— ¿No les diste la libertad? Pues la tómanos. Y los regalos que les hiciste: nadie te los quitó. ¡Tú diste todo! EUSTASIO.— ¡Les di la libertad y están vendiéndose! AZAEL.— Cuesta mucho ser libre. AMINA.— Duele mucho ser libre. AZAEL.— Ese enojo, no será... ¿porque tuviste miedo? AMINA.— Debilidad, más bien, ¿por qué no abriste la cajita? (La toma, la observa.) Está gastada. La acariciabas todo el tiempo. Dormías con ella. AZAEL.— ¡La llevabas a tu oficina! (Se ríen.) ¡La trajiste a este viaje! ¡No la soltabas jamás! AMINA.— Pero tampoco la abriste. Cobarde. Sucio tú. Eso: sucio y cobarde. AZAEL.— Que no querías mandar ni poseer. Ay, sí, somos muy libres. ¿Pero no entiendes estúpido, que todo mundo posee a alguien? AMINA.— Hijo mío, mía, mi papá, mi mamá, mi casa. AZAEL.— Nunca aprendiste el lenguaje del amor: poseer a la amada, ser mía, ser tuyo, mi dueño, mi señor, mío, mía. AMINA.— Quererse, yo te quiero, me quieres, mi hombre, mi mujer, mío, mía. El orgullo de que alguien joven, lindo útil, se humille a nuestros pies. ¡El orgullo de ser anciano y mandar ejércitos de jóvenes a la muerte! AZAEL.— El poder sobre alguien. Mandar, pedir, exigir. Que nos lean el pensamiento con AZAEL.—

43

reverencia. Que admiren lo que decimos. Que obedezcan aprisa. Que nos vean con respeto y temor. AMINA.— Que acaten nuestras órdenes y que además nos den caricias. ¡Eso te dábamos, imbécil! ¡Lo que codicia todo el mundo! EUSTASIO.— ¡Yo no! ¡Yo no! ¡Los detesto, los desprecio! Yo no codicio eso. ZORAIDA .— Tampoco la zorra codiciaba las uvas. (Carcajadas de los tres.) AMINA.—

Mira, tu caja. ¿Nos la devuelves? EUSTASIO.— ¡Se las devuelvo! AZAEL.— Rechazar, eso sí sabes. Negarte. Devolver, decir no. Salir del juego. ¿Eso es toda tu vida? EUSTASIO.— ¡Elegir! Eso es mi vida. AMINA.— ¿Pero qué has elegido? Nos arrojaste a la cara tus regalos preciosos, para echarnos. Tantas cosas riquísimas, no te sirvieron. AZAEL.— Éramos tuyos, tampoco nos usaste. AMINA.— ¿Qué te sucede? ZORAIDA .— Y acaba de aventarnos nuestro dinero, y ni siquiera sabe dar latigazos. AMINA.— No te negaste, dices. Dices que fue elección. Qué bueno. ¿Y qué alcanzaste? (Risitas de los tres.) ZORAIDA .—

Di tus conquistas, ¿qué lograste?

(Silencio.) AZAEL.— AMINA.—

¿Nada? Muebles viejos... ¡Y tus manchas en la pared! Eso te queda, en eso eres rico: manchas de salitre, imborrables. ¡Eternas! Ay, Eustasio...

(Carcajadas.) AZAEL.—

Lo siento mucho. Vieja: toma la caja. AMINA.— Ahora... NUNCA... volverás... ¡a vernos! AZAEL.— El viaje fue para encontrarnos, ¿verdad? ¿Tal vez querías decirnos algo? Habla, porque nos vamos. (Silencio, música de mandolinas que tocan una barcarola. Se acercan. Al fono aparece la góndola, con los dos enmascarados. El gondolero la conduce fuera mientras él abraza a los esclavos. Zoraida va a la reja.) ZORAIDA .—

Y todavía nos insulta. Sucio, feo, asqueroso tú. Inútil. Adiós.

(Corren fuera ella y los enmascarados. Eustasio se levanta. Está solo. Sacude la reja. Se abre sola... Él va al centro.) EUSTASIO.—

(Débil, sin tono.) Quería decirles: sin libertad no hay amor. Eso quería decirles, solamente, sin libertad, no hay amor. 44

(Muy aprisa, con precisión y velocidad y revolotear de trapos, los enmascarados descubren la pared y traen la mesa y los muebles del comedor de Eustasio. Le quitan el disfraz de monje y él trae debajo, las ropas desgarradas del principio. Desaparecen. Eustasio cae al suelo. Vuelve la humareda.) EUSTASIO.—

(Grita.) ¡Eso quería decirles! ¡Y darles órdenes después, latigazos, órdenes! Abrir la caja. Arder. Porque un hombre se fue a rezar y a pedir gracia para su amigo que estaba en el burdel, corrompiéndose. ¡ Pero los dos se arrepintieron! ¡El que se corrompía se arrepintió... Y fue un hombre mejor... El que rezaba se arrepintió de no haber sido como el otro, y se hundió entre las tinieblas, entre aullidos... ¡Como yo! (Aúlla.) ¡Me arrepiento del bien! ¡Me arrepiento del orden! ¡Me arrepiento del respeto a los demás! ¡Me arrepiento de no humillar ni poseer! ¡De no tener nada! ¡Me arrepiento de todo cuanto sentí, creí, viví! (Rasga el mantel.) De no abusar, de no mandar, ni maltratar ni exigir, me arrepiento y quiero arder con ellos. Porque es verdad que creí elegir y no me queda nada. Los muebles viejos y la casa vacía. ¡Y las manchas en la pared! ¡Oigan ustedes! ¡A ustedes elegí! ¡Para llegar a ustedes plenamente, plastrones de salitre, manchas indignas, baldón del solitario, para llegar a ustedes viví! ¡Sólo ustedes me quedan! ¡Sálvenme entonces! ¡Porque me hundo! ¡En las tinieblas! (Cae de rodillas, el humo aumenta y las manchas en la pared empiezan a iluminarse por dentro, a tomar color.) EUSTASIO.—

Caminé por las calles y di clases inútiles. Yo quería amar. Y viajé por el mundo sin entender nada. Yo quería acariciarlos. ¡Yo los amé! Y en esta sala de mi infancia viene a acabar mi vida, frente a un muro cerrado. (Las manchas brillan más. El advierte el cambio.) EUSTASIO.—

¿Qué es esto, qué sucede? No sé lo que sucede. No lo entiendo. Perdón, sufrir es una forma de estupidez, enamorarse con pasión ¡Es una estupidez peor! Por eso no entiendo nada. (Las manchas resplandecen. Todo el muro se vuelve un esplendor de joyas. El humo aumenta, empieza una vibración sonora.) EUSTASIO.—

No es un muro cerrado... eso, lo veo...

(La pared empieza a abrirse. Detrás, más humo y un resplandor de rayos láser.) EUSTASIO.—

¡Pido perdón! Perdón. No estoy desesperado. Ya no...

(Notas largas de música, algo como las armónicas de campanas y de muchos instrumentos, de los que no oímos la nota original.) EUSTASIO.—

Sí, hay la esperanza. Y hay también... las otras dos...

(Aumenta el resplandor de las manchas y las luces detrás del muro.) 45

EUSTASIO.—

Y soy libre. Sí. ¡Sí! ¡Soy libre! Estoy libre. Gracias.

(Pasa como sonámbulo a través de la grieta, lo vemos transfigurado en un nido de rayos láser rojos, dorados, azules, anaranjados... La pared se cierra. Las manchas quedan resplandecientes.) TELÓN

46