Los demonios de loudun

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1 Fue en 1608 cuando Joseph Hall, el escritor satírico y futuro obispo, hizo su primera visita a Flandes. "A lo largo de nuestro camino hemos visto numerosas iglesias destruidas; quedaban de ellas sólo tristes restos para decir al viajero que había habido allí tanto devoción como odio. ¡Oh, las miserables huellas de la guerra!... -Pero (cosa que me maravilló) las iglesias caen y los colegios de jesuitas surgen por doquier. No hay ciudad donde no estén siendo organizados o construidos edificios para ellos. ¿A qué se debe? ¿Significa acaso que la devoción no es tan necesaria como la política? Estos hombres (como solemos decir del zorro) viven mejor cuanto más se los maldice. Nadie más vituperado que ellos; nadie más combatido; y, sin embargo, estas malas semillas crecen." Crecían por una razón muy simple y suficiente: la gente los deseaba. La "política" era para los jesuitas -como Hall y toda su generación lo supieron perfectamente bien- lo primero a tener en cuenta. Los colegios habían sido fundados con el objeto de fortalecer a la Iglesia Romana contra sus enemigos, los "libertinos" y los protestantes. Los buenos padres confiaban en que mediante sus enseñanzas lograrían crear una clase de seglares educados que se dedicarían por entero a defender los intereses de la Iglesia. Según lo dijo Cerutti -con palabras que ponían casi frenético al indignado Michelet-, "así como fajamos las piernas de un niño de pecho para evitar que se deforme, del mismo modo es necesario desde su primera juventud fajar, por así decirlo, su voluntad, para que ésta conserve a través de toda su vida una docilidad conveniente y saludable". El espíritu de dominación tenía la fuerza suficiente, pero la carne del método de propaganda era débil. Pese a que sus voluntades habían sido fajadas, algunos de los mejores alumnos de los jesuitas abandonaron la escuela para convertirse en librepensadores e incluso, como Jean Labadie, en protestantes. En lo que se refiere a "política", el sistema no fue nunca tan eficaz como sus creadores lo habían deseado. Pero el público no estaba interesado en la política, estaba interesado en contar con buenas escuelas, para que sus hijos pudieran aprender en ellas todo lo que un caballero debe saber. Los jesuitas respondieron a dicha demanda con más eficiencia que cualquiera de los restantes proveedores de educación. "¿Qué he observado durante los siete años que pasé bajo el techo de los jesuitas? Una vida llena de moderación, diligencia y orden. Dedican cada hora del día a nuestra educación o al estricto cumplimiento de sus votos. Como prueba de esto me remito al testimonio de los miles que, como yo, fueron educados por ellos." Así escribió Voltaire. Sus palabras dan fe de la excelencia de los métodos educativos de los jesuitas. Por otro lado, la carrera íntegra de Voltaire es prueba aun más enfática del fracaso de esa "política" a cuyo servicio debían estar los métodos de enseñanza. En la época en que Voltaire iba a la escuela, los colegios de los jesuitas se habían tornado familiares en el campo educacional. Un siglo antes sus virtudes habían parecido positivamente revolucionarias. En un período en que la mayor parte de los pedagogos eran aficionados en todo excepto en el manejo de la palmeta, los métodos disciplinarios de los jesuitas resultaban relativamente humanos, mientras que sus profesores eran elegidos con cuidado y adiestrados en forma sistemática. Enseñaban un latín peculiarmente elegante, los últimos descubrimientos en materia de óptica, geografía y matemáticas, y además "arte dramático" (sus representaciones de fin de curso eran famosas), buenos modales, respeto por la Iglesia y (en Francia, por lo menos, y después de la conversión de Enrique IV) obediencia a la autoridad real. Por todas estas razones sus colegios parecían óptimos a cada uno de los miembros de la familia típica de la clase superior: a la madre de corazón tierno, que no podía soportar la idea de que su hijo querido estuviera padeciendo las torturas de la educación anticuada; al culto tío eclesiástico, con su preocupación por la sana doctrina y por el estilo ciceroniano; y también al padre que, como patriótico funcionario, aprobaba los principios monárquicos, y, como burgués prudente, confiaba en la secreta influencia de la Compañía para que consiguiera a su hijo un puesto, una colocación en la corte o una sinecura 2

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eclesiástica. He aquí, por ejemplo, una pareja muy característica: M. Corneille, de Ruán, "Avocat du Roy a la Table de Marbre du Palais", y su mujer, Marthe Le Pesant. El hijo de este matrimonio, Pierre, es un muchacho tan prometedor que sus padres han decidido enviarlo a estudiar con los jesuitas. He aquí a M. Joachim Descartes, consejero del Parlamento de Rennes. En 1604 llevó a su hijo menor -"inteligente niño de ocho años llamado René"- al colegio jesuita de La Fleche, que acababa de ser fundado y que recibía un subsidio real. Y he aquí también, alrededor de la misma fecha, al culto canónigo Grandier de Saintes. Tiene un sobrino, hijo de otro abogado, no tan rico ni aristocrático como M. Descartes o M. Corneille, pero que goza no obstante de una posición bastante respetable. El muchacho, llamado Urbain, tiene entonces catorce años y es excepcionalmente sagaz. Merece que se le dé la mejor de las educaciones, y en Saintes y sus alrededores la mejor educación que se imparte es la del colegio jesuita de Burdeos. Este famoso centro educativo comprendía una escuela avanzada para muchachos, un colegio de artes liberales, un seminario y una escuela de estudios ulteriores para graduados que se hubieran ordenado. Allí pasó el precozmente brillante Urbain Grandier más de diez años. Primero como escolar, luego como estudiante de teología y, después de su ordenación, que tuvo lugar en 1615, como novicio jesuita. No era que pensase entrar en la Compañía, pues no sentía la vocación suficiente para someterse a una disciplina tan rígida. No: pensaba realizar su carrera, no dentro de una orden religiosa, sino como sacerdote secular. Por tal camino, un hombre de sus condiciones, alentado y protegido por la organización más poderosa que había dentro de la Iglesia, podía confiar en llegar lejos. Podía ser la capellanía ante un importante noble, la tutoría de un futuro mariscal de Francia, de algún cardenal en pañales. Podía haber invitaciones para que diese prueba de su notable elocuencia ante obispos, ante princesas de la sangre, incluso ante la misma reina. Podía haber misiones diplomáticas, nombramientos para altos puestos administrativos, ricas sinecuras, jugosas posibilidades. Podía haber -aunque esto era menos probable, considerando que su origen no era noble-- algún principesco obispado para dar brillo y alegría a su ancianidad. En los comienzos de su carrera las circunstancias parecían autorizar las más ambiciosas de estas esperanzas. Porque a los veintisiete años, después de estudiar durante dos años teología avanzada y filosofía, el joven padre Grandier recibió su recompensa por tantos largos semestres de aplicación y buena conducta. Le fue otorgado, gracias a la Compañía de Jesús, el importante beneficio de Saint-Pierre-du-Marché, en Loudun. Al mismo tiempo, la Compañía lo designó canónigo de la iglesia de la Santa Cruz. Tenía el pie ya en la escala, lo único que ahora debía hacer era trepar. A medida que el nuevo párroco se aproximaba lentamente a Loudun, ésta se le revelaba como una pequeña ciudad sobre una colina, en la que predominaban dos altas torres: la aguja de San Pedro y el torreón medieval del gran castillo. Como símbolo, como jeroglífico sociológico, el perfil que de Loudun se recortaba contra el cielo era algo anticuado. Esa aguja aún proyectaba su sombra gótica sobre la ciudad; pero una buena parte de los habitantes de ésta eran hugonotes que habían abjurado de la Iglesia, a la que habían pertenecido. El enorme castillo, construido por los condes de Poitiers, era aún una plaza de fuerza formidable; pero pronto el poder caería en manos de Richelieu, y los días de la autonomía local y de las fortalezas provinciales estaban contados. Sin saberlo, el párroco marchaba hacia el escenario en que se desarrollaría el último acto de una guerra de sectas, el prólogo a una revolución nacionalista. En las puertas de la ciudad uno o dos cadáveres, en avanzado estado de descomposición, pendían de las horcas municipales. Tras los muros comenzaban las habituales calles sucias, la acostumbrada gama de olores, desde el del humo de madera hasta el de excrementos, desde el de los gansos hasta el del incienso, desde el del pan cociéndose en los hornos hasta el de los caballos, cerdos y una humanidad no habituada a lavarse. Los pobres -campesinos y artesanos, jornaleros y criados- constituían una despreciada y anónima mayoría en la ciudad de catorce mil habitantes. Un poco por arriba de ellos estaban los dueños de comercios, los maestros de artesanía, los pequeños funcionarios: éstos se 3

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apiñaban precariamente en el peldaño más bajo de la respetabilidad burguesa. Y por arriba de éstos a su vez -en total dependencia de sus inferiores, pero gozando de incuestionables privilegios y comandando por un derecho divino- se hallaban los ricos mercaderes, los profesionales, las personas de calidad en orden jerárquico: la pequeña burguesía y los grandes terratenientes, los magnates feudales y los señoriales prelados. Aquí y allá era posible dar con algunos pocos y pequeños oasis de cultura y de inteligencia desinteresada. Fuera de tales oasis la atmósfera resultaba sofocantemente provinciana. Entre los ricos había una preocupación apasionada y crónica por el dinero y la propiedad, por los derechos y los privilegios. Para las dos o tres mil personas, a lo sumo que podían permitirse litigar o que necesitaban consejo legal profesional había en Loudun no menos de veinte abogados, dieciocho procuradores, dieciocho alguaciles y ocho notarios. El tiempo y las energías que la preocupación por lo que cada uno poseía dejaba libres eran destinados a las agradables y monótonas pequeñeces, a las consabidas alegrías y desdichas de la vida familiar; a chismear acerca de los vecinos; a los formalismos de la religión y, puesto que Loudun era una ciudad dividida, a los inagotables y acerbos pormenores de la controversia teológica. No hay prueba alguna de que durante el período del nuevo párroco existiera cualquier tipo de genuina religiosidad espiritual. La preocupación por la vida espiritual sólo surge y se difunde en proximidades de individuos excepcionales que saben por experiencia directa que Dios es un Espíritu y debe ser adorado en espíritu. Fuera de un buen número de bribones, Loudun tenía su porción de gente honesta y bien intencionada, de piadosos e incluso de devotos. Pero no tenía santos, ninguno de esos hombres o mujeres cuya mera presencia es evidencia suficiente de una más profunda mirada a la realidad eterna, de una unión más estrecha con el divino Fundamento de todo ser. Sólo sesenta años después apareció una persona semejante entre los muros de la ciudad. Cuando, tras las más horribles peripecias físicas y espirituales, Louise du Tronchay llegó por fin a trabajar en el hospital de Loudun, se convirtió en seguida en centro de una intensa y ávida vida espiritual. Seres de todas las edades y clases corrieron junto a ella para interrogarla acerca de Dios y para pedirle consejo y ayuda. "Mucho nos aman aquí -escribía Louise a su antiguo confesor de París-, y me siento muy avergonzada por ello; pues cuando hablo de Dios las gentes se conmueven tanto que se echan a llorar. Temo contribuir a que crezca la buena opinión que tienen de mí." Deseaba huir y ocultarse; pero era la prisionera de la devoción de una ciudad. Cuando oraba, era frecuente que los enfermos se curaran. Para su vergüenza y mortificación, Louise era considerada responsable de tales mejorías. "Si alguna vez hiciera un milagro -escribía-, me consideraría condenada." Al cabo de unos pocos años sus directores le ordenaron que se alejase de Loudun. Para las gentes de esa ciudad no hubo ya ninguna ventana viviente a través de la cual la Luz pudiera brillar. En muy poco tiempo el fervor se enfrió, el interés por la vida espiritual pereció. Loudun volvió a su estado normal: el estado en que se hallaba -dos generaciones atrás- cuando Urbain Grandier entraba en la ciudad. Los sentimientos públicos respecto del nuevo párroco se vieron profundamente divididos desde el principio. La mayoría del sexo más piadoso estaba de su parte. El último curé había sido una decrépita nulidad. Su sucesor era un hombre en la flor de la juventud, alto atlético, con un aire de grave autoridad, incluso (según el testimonio de un contemporáneo) de majestad. Tenía grandes ojos negros y, bajo su birrete, abundante cabello negro y rizado. Su frente era alta; su nariz, aquilina; sus labios, rojos y móviles. Una elegante barba estilo Van Dyck adornaba su rostro, y usaba un afinado bigote, cuidado con diligencia y con la pomada suficiente como para que sus curvas guías se alzaran simétricamente a ambos lados de la nariz al igual que dos coquetos signos de interrogación. Para ojos postfáusticos su retrato hace pensar en un Mefistófeles más corpulento que el original, no antipático, y apenas menos inteligente, pero vestido con ropas de sacerdote. A tan seductora apariencia, Grandier añadía las virtudes sociales de los buenos modales y de una vivaz conversación. Podía devolver un cumplido con elegante gracia, y la mirada con que acompañaba sus palabras era más halagadora -si la dama resultaba de algún modo 4

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elogiable- que las palabras mismas. Era evidente con toda claridad que el nuevo párroco demostraba por sus feligresas un interés que iba más allá de lo meramente pastoral. Grandier vivió en la gris aurora de lo que puede llamarse Era de la Respetabilidad. A través de la Edad Media y durante la primera parte del período moderno, el abismo entre la teoría católica oficial y la práctica real de sus sacerdotes había sido enorme, no salvado por nadie y en apariencia insalvable. Es difícil hallar algún escritor medieval o renacentista que no dé por descontado que, desde el más alto prelado hasta el humilde fraile, la mayor parte de los hombres de la Iglesia son dignos de una baja reputación. La corrupción eclesiástica provocó la Reforma, y a su vez la Reforma engendró la Contrarreforma. Tras el Concilio de Trento los papas escandalosos se tornaron menos y menos frecuentes, hasta que por último, a mediados del siglo XVII, esa casta desapareció en forma total. Incluso algunos de los obispos, cuyo único título para la promoción lo constituía el hecho de que eran hijos de nobles, comenzaron a realizar ciertos esfuerzos para vigilar su propia conducta. Los abusos entre el clero más bajo fueron neutralizados desde arriba por una administración eclesiástica más atenta y eficaz, y desde adentro por el celo de organizaciones como la Sociedad de Jesús y la Congregación del Oratorio. En Francia, donde la monarquía usaba de la Iglesia como instrumento para incrementar el poder central a expensas de los protestantes, de los grandes nobles y de las tradiciones de autonomía provincial, la respetabilidad clerical era asunto que preocupaba al monarca. Las masas no reverencian a una Iglesia cuyos ministros son culpables de una conducta escandalosa. Y en un país donde no solamente l' État, sino también l' Église, c'est Moi la falta de respeto a la Iglesia es falta de respeto al rey. "Recuerdo -dice Bayle en una de las interminables notas de pie de página de su gran Diccionario-, recuerdo que un día pregunté a un caballero que me estaba contando las numerosas irregularidades que se registraban en el clero veneciano cómo admitía el Senado una cosa tal, que tan poco honraba a la Religión y al Estado. Replicó que el bien público exigía dicha indulgencia al Soberano, y para explicar este misterio añadió que al Senado le complacía que el pueblo despreciara a los sacerdotes y los monjes, puesto que, de ese modo, no tenían posibilidades de provocar una insurrección. Dijo que una de las razones por las cuales los jesuitas resultaban desagradables al Príncipe es que conservan decoro en su conducta; y de tal forma, por ser más respetados por el pueblo inferior, son más capaces de provocar una sedición." En Francia, durante todo el siglo XVII, la política estatal respecto de las irregularidades en el clero era exactamente opuesta a la que seguía el Senado veneciano. Como temía las maquinaciones de los eclesiásticos, este último prefería que sus sacerdotes se comportaran como cerdos, y le disgustaban los respetables jesuitas. Políticamente poderosa y fuertemente gálica, la monarquía francesa no tenía ninguna razón para temer al Papa y encontraba que la Iglesia era una maquinaria muy útil para gobernar. Por tal razón prefería a los jesuitas y censuraba la incontinencia de los eclesiásticos, o por lo menos la indiscreción acerca de ella1. El nuevo párroco había iniciado su carrera en 1

Los siguientes extractos han sido tomados del informe de H.' C. Lea acerca de las condiciones reinantes en la Iglesia francesa después del Concilio de Trento. En la primera parte de nuestro período "la influencia de los cánones tridentinos había sido poco satisfactoria. En un consejo real celebrado en 1560... Charles de Marillac, obispo de Viena, declaró que la disciplina eclesiástica había casi desaparecido, que en ninguna época anterior se habían visto escándalos tan frecuentes, ni había sido la vida de los clérigos tan digna de censura... Los prelados franceses, como los alemanes, tenían la costumbre de percibir el `cullagium' de todos sus sacerdotes, y de informar a los que no tenían concubinas que podían hacerlo si lo deseaban, pero que, lo hicieran o no, debían pagar el impuesto exigido". "Resulta evidente de todo ello que el nivel de la moral eclesiástica no se ha elevado tras los esfuerzos de los padres tridentinos y sin embargo un estudio de los anales disciplinarios de la Iglesia demuestra que con el crecimiento de la decencia y el refinamiento en la sociedad durante los siglos XVI y XVIII las manifestaciones cínicas y abiertas de inmoralidad entre el clero se fueron tomando cada vez más raras." La ocultación de los escándalos se convirtió en asunto de gran importancia. Si se tenían concubinas, se disimulaba la situación "diciendo que eran hermanas o sobrinas". En un código promulgado en 1668 se establecía que los frailes de la Orden de los Mínimos no serían excomulgados si "cuando están a punto de ceder a las tentaciones de la carne o de cometer un robo, dejan prudentemente a un lado el hábito monástico". (Henry C. Lea: History of Sacerdotal Celibacy, capítulo XXIX, "The PbstTridentine Church".) Durante toda esta época se realizaron espasmódicos esfuerzos para fortalecer el sentido de la respetabilidad. En 1624, el reverendo René Sophier fue declarado culpable de cometer adulterio en una iglesia

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una época en que los escándalos eclesiásticos, pese a ser aún frecuentes, empezaban a resultar cada vez más desagradables a aquellos que ejercían la autoridad. En su narración autobiográfica respecto de una adolescencia y una juventud características del siglo XVII, Jean-Jacques Bouchard, contemporáneo más joven de Grandier, nos ha dejado un documento tan clínicamente objetivo, tan completamente libre de toda manifestación de arrepentimiento y de toda clase de juicio moral, que los estudiosos del siglo XIX sólo lo pudieron publicar en una edición destinada a la circulación privada y con enfáticos comentarios acerca de la incalificable depravación del autor. Para una generación educada entre Havelock Ellis y Krafft-Ebing y entre Hirschfeld y Kinsey, el libro de Bouchard no parece ya tan ofensivo. Pero, aunque ya no resulte chocante, todavía asombra. Pues resulta sobrecogedor hallar a un súbdito de Luis XIII que escribe acerca de las formas de actividad sexual menos honorables en el chato, concreto estilo en que una joven de un colegio moderno responde a las preguntas de un antropófago o en que un psiquiatra relata un caso. Descartes tenía diez años más que él, pero, mucho antes de que el filósofo hubiera comenzado a realizar vivisecciones de esos autómatas a los que la gente vulgar llama perro y gato, Bouchard estaba llevando a cabo una serie de experimentos psico-químico-fisiológicos con la doncella de cámara de su madre. Cuando él la conoció, la muchacha era piadosa y de una virtud casi agresiva. Con la paciencia y el cacumen de un Pavlov, Bouchard transformó á este producto de implícita fe hasta tal punto que la muchacha se convirtió en una devota de la Filosofía Natural, dispuesta tanto a que se observara y se experimentara sobre ella como a iniciar investigaciones por su propia cuenta. En la mesa próxima al lecho de Jean-Jacques estaban apilados una media docena de volúmenes sobre anatomía y medicina. Entre dos citas, e incluso entre dos caricias experimentales, este curioso precursor de Ploss y Bartels abriría su De Generatione, su Fernelio o su Ferando, y consultaría el capítulo, la sección y el párrafo pertinentes. Pero, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, no estaba dispuesto a aceptar autoridad alguna. Lemnio y Roderico Castro podían decir lo que quisieran acerca de las extrañas y alarmantes propiedades de la sangre menstrual; Jean-Jacques estaba dispuesto a comprobar por sí mismo si poseía las cualidades que se le atribuían. Secundado por su- ahora dispuesta muchacha, llevó a cabo gran número de pruebas para llegar a la conclusión de que, desde tiempos inmemoriales los doctores, filósofos y teólogos habían estado diciendo tonterías. La sangre menstrual no mataba la hierba, no empañaba los espejos ni agostaba los brotes de la vid, no disolvía el asfalto ni producía manchas imborrables en la hoja de un cuchillo. La ciencia biológica perdió a uno de sus investigadores que más prometían cuando, a fin de eludir el matrimonio con su colaboradora y corpus vile, Bouchard abandonó precipitadamente París para ir a buscar fortuna a la corte papal. Todo lo que deseaba era un obispado in partibus, o aunque fuera un pequeño beneficio de unas seis o siete mil libras anuales en Bretaña; eso era todo. (Seis mil quinientas libras constituían la renta que obtenía Descartes de una prudente inversión de su patrimonio. No era nada principesco; pero por lo menos permitía al filósofo vivir como un caballero.) El pobre Bouchard nunca consiguió lo que quería. Conocido por sus contemporáneos sólo como el ridículo autor de una Pbnglossia, o colección de versos en cuarenta y seis idiomas, incluyendo el copto y el japonés, murió antes de cumplir los cuarenta años. El nuevo párroco de Loudun era demasiado normal y tenía demasiado corazón y demasiados apetitos como para pensar en convertir su lecho en un laboratorio. Pero, como Bouchard, Grandier era vástago de una respetable familia burguesa; como Bouchard, había sido educado en un establecimiento eclesiástico; como Bouchard, era perspicaz, culto y entusiasta humanista, y, como Bouchard, confiaba en hacer una brillante carrera en la Iglesia. Social y culturalmente, ya que no temperamentalmente, los dos hombres tenían mucho en común. En consecuencia, lo dicho por Bouchard respecto de su niñez, de sus días de escolar y con la mujer de un magistrado. El lieutenant criminel de Le Mans lo condenó a la horca. El condenado apeló ante el Parlamento de París, el que cambio la sentencia por la de ser quemado vivo.

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de las diversiones que se proporcionaba en el hogar durante las vacaciones, puede aplicarse indirectamente a Grandier. El mundo revelado por las Confessions es similar al mundo que nos muestran los modernos estudiosos del sexo, y, si hay alguna diferencia, es que los caracteres del primero están más acentuados. Vemos al muchachito entregándose al juego sexual con libertad y frecuencia; pues la interferencia de los adultos en las actividades de los estudiantes parece ser singularmente rara. En la escuela, bajo la dirección de los buenos Padres, no se practican juegos extenuantes, y la energía sobrante de los muchachos no puede hallar otra salida que la de una incesante masturbación y, en los días de media fiesta, la de la homosexualidad. Las conversaciones espirituales y la elocuencia del púlpito, la confesión y los ejercicios de devoción son en cierta vaga medida influencias restrictivas. Bouchard dice que en las cuatro grandes fiestas de la Iglesia se abstenía de sus habituales prácticas sexuales durante un lapso de ocho a diez días. Pero que, pese a haberlo intentado, nunca consiguió prolongar esos períodos de devoción hasta una quincena entera, quoy que la dévotion le gourmandast assez (aunque la devoción lo regañara bastante). En toda circunstancia nuestra conducta real está representada por la diagonal de un paralelogramo de fuerza cuya base está formada por el apetito o el interés, y su altura, por nuestros ideales éticos o religiosos. En el caso de Bouchard y -podemos suponerlo- de los otros muchachos a quienes nombra como sus compañeros de placer, la altura espiritual del paralelogramo era tan corta que el ángulo formado por la larga base y la diagonal de la manifiesta conducta medía muy pocos grados. Cuando Bouchard estaba en su casa durante las vacaciones, sus padres lo hacían dormir en el mismo cuarto que una criada adolescente. Esta muchacha era toda virtud mientras se hallaba despierta, pero era obvio que no podía ser responsable por lo que ocurría mientras dormía. Y, de acuerdo con su sistema privado de casuística, no establecía diferencias entre el hecho de estar realmente dormida y el de simular estarlo. Posteriormente, cuando los días de escuela de Jean-Jacques terminaron, apareció una pequeña campesina que cuidaba las vacas, y que por unas monedas estaba dispuesta a conceder a su joven amo todos los favores que éste pudiera solicitar. No obstante, volvió otra criada que había dejado la casa porque el medio hermano de Bouchard, el prior de Cassan, había intentado seducirla, y pronto se convirtió en conejillo de Indias y colaboradora de Jean-Jacques en los experimentos sexuales descritos en la segunda mitad de las Confessions. Entre Bouchard y el heredero del trono de Francia había una enorme distancia. Y, sin embargo, la atmósfera moral en la que fue educado el futuro Luis XIII resultó similar en muchos aspectos a la que había nutrido a su humilde contemporáneo. En el Journal del doctor Jean Héroard, médico del pequeño príncipe, tenemos una larga y minuciosa memoria acerca de una infancia del siglo XVII. En verdad, el delfín era un niño muy excepcional: el primer hijo que tenía un rey de Francia en más de ochenta años. Pero el carácter excepcional de este niño único acuerda para nosotros un relieve más acentuado a ciertos notables rasgos de su educación. Si la atmósfera en que vivió resultaba suficientemente buena para un niño para quien, por definición, nada era bastante bueno, ¿qué se podía esperar para los niños comunes? Para comenzar, el delfín fue criado junto con una bandada de hijos ilegítimos tenidos por su padre con tres o cuatro mujeres distintas. Algunos de estos bastardos eran mayores que él, y otros menores. A los tres años de edad -y tal vez antes- el delfín sabía con toda claridad qué era un bastardo y cómo se lo hacía. El lenguaje en que tales nociones le fueron comunicadas era tan consistentemente brutal que a menudo al niño le resultaba chocante. "Fi donc! -diría de su gouvernante, Mme. de Montglat-, ¡qué asquerosa es!" Enrique IV sentía fuerte inclinación por las canciones obscenas, y sus cortesanos y sirvientes sabían gran número de ellas y las cantaban constantemente mientras cumplían con sus tareas en el palacio. Y cuando no entonaban sus indecencias, los servidores del príncipe, tanto hombres como mujeres, se complacían en bromear obscenamente con el niño acerca de los hijos bastardos de su padre o sobre su futura esposa (pues el delfín ya estaba comprometido), la infanta Ana de Austria. Por lo demás, la educación sexual del delfín no era meramente verbal. Por la noche el niño debía ser llevado a las camas de sus doncellas, camas 7

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que éstas compartían (sin camisones ni piyamas) con otras mujeres o con sus maridos. Parece muy probable que a los cuatro o cinco años supiera ya todas las cosas de la vida, y no simplemente de oídas sino por inspección. Ello resulta más verosímil si se tiene en cuenta que en un palacio del siglo XVII no existía la intimidad. Los arquitectos no habían inventado aún el corredor. Para ir de un punto del edificio a otro se atravesaba una sucesión de cuartos ocupados por otras personas, en los cuales literalmente podía estar ocurriendo cualquier cosa. Y después estaban también las cuestiones de etiqueta. Menos afortunado en este sentido que sus inferiores, un personaje real no podía estar nunca solo. El que tenía sangre azul nacía en medio de una multitud, moría en medio de una multitud, e incluso desahogaba el cuerpo o hacía el amor rodeado por una multitud. Y el carácter de la arquitectura ambiental era de tal índole que apenas se podía evitar ver a los otros nacer, morir, desahogar el cuerpo y hacer el amor. Posteriormente Luis XIII manifestó una decidida aversión por las mujeres, una decidida, aunque probablemente platónica, inclinación hacia los hombres, y una decidida repugnancia por las deformidades físicas y enfermedades de todos los tipos. La conducta de Mme. de Montglat y de otras damas de la corte puede ser considerada como responsable por el primero y también -a causa de una natural reacción por el segundo de esos dos rasgos de su carácter; en cuanto al tercero, ¿quién sabe con qué repulsivas escualideces no habrá tropezado el niño en los demasiado públicos dormitorios de Saint-Germain-en-Laye? Ese, pues, era el tipo de mundo en el cual el nuevo párroco había sido educado, un mundo en el cual los tabúes sexuales tradicionales pesaban muy poco sobre la mayoría pobre e ignorante, y no demasiado sobre los que se hallaban en mejores condiciones, un mundo en el que las duquesas bromeaban como el aya de Julieta; en el que un hombre de recursos y de buena posición social podía (si no era demasiado remilgado en cuanto a mugre y piojos) satisfacer sus apetitos casi ad libitum; y en el que, incluso entre los cultos y los meditativos, las enseñanzas de la religión eran tomadas en gran parte en un sentido más bien pickwickiano, de modo que el abismo entre la teoría y la práctica, aunque un poco más estrecho que en la ferviente Edad Media, resultaba aún enorme. Producto de este mundo, Urbain Grandier marchó a su parroquia con toda la intención de aprovechar tanto este universo como el otro, el universo celestial que estaba más allá del aborrecido abismo. Ronsard era su poeta favorito, y Ronsard había escrito ciertas Stanzas que expresaban perfectamente el punto de vista del joven párroco:

Quand au temple nos serons, Agenouillés nous ferons Les dévots selon la guise De ceux qui, pour louer Dieu, Humbles se courbent au lieu Le plus secret de 1'Église.

Mais quand au lit nous serons. Entrelacés nous ferons Les lascifs selon les guises Des amants qui librement Pratiquent folátrement Dans les draps cent mignardises.2

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Cuando en el templo estemos, arrodillados nos portaremos como aquellos devotos que, para alabar a Dios, humildes se inclinan en el lugar más secreto de la Iglesia. Pero cuando en el lecho estemos, entrelazados,

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Era la descripción de "la vida bien redondeada", y una vida bien redondeada era lo que este saludable joven humanista se proponía llevar. Pero se supone que la vida de un sacerdote no debe ser bien redondeada; se supone que debe ser puntiaguda: un compás, y no una veleta. A los efectos de que sea así, el sacerdote asume ciertas obligaciones, hace ciertas promesas. En el caso de Grandier las obligaciones habían sido asumidas y los votos, formulados con una reserva mental que daría a conocer -y para un solo lector- en un pequeño tratado sobre el celibato de los sacerdotes, escrito diez años después de su llegada a Loudun. Grandier apela a dos argumentos fundamentales contra el celibato. El primero puede ser resumido mediante el siguiente silogismo: "Una promesa para cumplir lo imposible carece de obligatoriedad. Para el hombre joven la continencia es imposible. Por consiguiente, todo voto que implique esa continencia carece de obligatoriedad." Y si esto no basta, he aquí un segundo argumento basado en la máxima universalmente aceptada de que no estamos obligados por las promesas que nos han sido arrancadas bajo presión. "El sacerdote no acepta el celibato por amor al celibato, sino únicamente a fin de que lo admitan en las sagradas órdenes." Su voto "no surge de su voluntad; se lo impone la Iglesia, que lo obliga, quiera o no, a aceptar esta dura condición, sin la cual no podría practicar la profesión sacerdotal". Las consecuencias de todo esto eran que Grandier se sentía en perfecta libertad para casarse cuando lo deseara, y, mientras tanto, llevar una vida bien redondeada con cualquier hermosa mujer que estuviera dispuesta a cooperar. Para las mojigatas de su feligresía, las inclinaciones amorosas del nuevo párroco resultaban el más horrible de los escándalos; pero las mojigatas estaban en minoría. Para las demás, incluso para aquellas que tenían la intención de seguir siendo virtuosas, había algo agradablemente excitante en la situación creada por la actividad de un hombre de la apariencia, los hábitos y la reputación de Grandier. El sexo se alía fácilmente a la religión, y la mezcla de ambos tiene uno de esos sabores, ligeramente repulsivos y sin embargo exquisitos y atrayentes, que sobrecogen al paladar como una revelación. Pero, ¿como una revelación de qué? Eso es, precisamente, lo interesante. La popularidad de Grandier entre las mujeres era en sí misma suficiente como para hacerlo muy impopular entre los hombres. Desde el principio los maridos y los padres de sus feligresas concibieron profundas sospechas acerca de este perspicaz y elegante joven, que tenía modales delicados y dotes de conversador. Y aunque el nuevo párroco fuese un santo, ¿por qué una fortuna como el beneficio de San Pedro iba a pasar a manos de un forastero? ¿Qué tenían de malo los muchachos de la ciudad? Los diezmos de Loudun debían beneficiar a los hijos de Loudun. Y, para que todo resultara peor, el extranjero no había venido solo. Había traído consigo una madre, tres hermanos y una hermana. Para uno de esos hermanos ya había hallado un puesto junto al principal magistrado de la ciudad. Otro, que era sacerdote, había sido designado vicario principal de San Pedro. El tercero, también ordenado, no tenía ningún cargo oficial, pero rondaba buscando ávidamente cualquier cargo clerical sobrante. Era una invasión. No obstante, hasta los descontentos tenían que admitir que M. Grandier podía pronunciar sermones buenos e impresionantes, y que era un sacerdote muy capaz, lleno de sanas doctrinas e incluso de sabiduría secular. Por ser hombre de talento y de amplias lecturas, Grandier fue recibido desde el principio por las personalidades más aristocráticas y cultas de la ciudad. Puertas que habían permanecido siempre cerradas para los ricos patanes, para los funcionarios toscos, para los groseros de buena familia -que constituían lo elevado, seremos lascivos como aquellos amantes que con libertad practican locamente entre las mantas cien refinamientos.

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pero no lo más alto de la sociedad de Loudun-, se abrieron inmediatamente para este joven mequetrefe de otra provincia. Amargo fue el resentimiento que surgió en los notables excluidos cuando se enteraron de la intimidad de Grandier primero con Jean D'Armagnac, recientemente designado gobernador de la aldea y del castillo, y luego con el más famoso ciudadano de Loudun, el anciano Scévole de Sainte-Marthe, eminente como jurisconsulto, estadista, historiador y poeta. D'Armagnac tenía una idea tan elevada de la destreza y la discreción del párroco, que cuando se marchaba a la corte confiaba a Grandier el manejo de todos sus asuntos. Para Sainte-Marthe el curé se recomendaba a sí mismo, sobre todo como humanista que conocía los clásicos y, por consiguiente, pedía apreciar en todo su valor la virgiliana obra maestra del anciano caballero: Paedotrophiae Libri Tres, poema didáctico acerca del cuidado y la alimentación de los niños, tan popular que en vida del autor se hicieron no menos de diez ediciones, y al mismo tiempo tan elegante, tan correcto, que Ronsard pudo decir que "prefería al autor de esos versos a todos los demás poetas de nuestra época, y que mantendría tal afirmación pese a todas las molestias que pudiera causar ella a Bembo, a Navagero, al divino Fracastoro". ¡Ay, cuán transitoria es la fama, cuán absoluta la vanidad de las pretensiones humanas! Para nosotros, el cardenal Bembo apenas si es algo más que un nombre; Andrea Navagero, casi ni eso; y la inmortalidad del tipo de la que goza el divino Fracastoro le pertenece sólo en virtud del hecho de que inventó un apodo más refinado para la sífilis, al escribir en correcto latín una égloga médica acerca del desdichado príncipe Syphilus, quien, tras muchos sufrimientos, se vio aliviado del morbus gallicus tras de ingerir copiosamente una infusión de guayaco. Las lenguas muertas se tornan cada vez más muertas, y los tres libros del Paedotrophiae tratan de una fase del ciclo sexual menos dramática que los libri tres del Syphilid. Una vez leído por todos y juzgado como más divino que el divino, Scévole de Sainte-Marthe se ha desvanecido en la oscuridad. Pero en la época en que Grandier lo conoció se hallaba aún en el apogeo de la gloria, era el más grande de los Grandes Ancianos, una especie de monumento nacional. Ser recibido en su intimidad era como cenar con Notre-Dame de París. En la espléndida mansión a la que este Jefe de Estadistas y Decano del Humanismo se había retirado, Grandier conversaba familiarmente con el gran hombre y con sus apenas menos distinguidos hijos y nietos. Y había algunas celebridades de visita: el príncipe de Gales, de incognito; Théophraste Renaudot, físico heterodoxo, filántropo y padre del periodismo francés; Ismael Boulliau, futuro autor de la monumental Astronomia Philolaica y primer observador que determinó con precisión la periodicidad de las estrellas variables. A éstos se agregaban algunas lumbreras locales, tales como Guillaume de Cerisay, el bailli, o sea el magistrado principal de Loudun, y Louis Trincant, el fiscal público, piadoso y culto hombre que había sido condiscípulo de Abel de Sainte-Marthe, y que compartía el gusto de la familia por la literatura y por las antigüedades. Apenas menos satisfactoria que la amistad de estos espíritus selectos resultaba la hostilidad de los demás, de los extraños. ¡Qué tributo a su universal superioridad era el recelo de los estúpidos a causa de su talento, la envidia de los ineptos porque él hacía el bien, el aborrecimiento que los torpes le tenían por su inteligencia, los patanes por su educación y los poco atractivos por su éxito con las mujeres! Y el odio no circulaba sólo en un sentido. Grandier detestaba a sus enemigos con tanta fuerza como ellos a él. Hay muchas personas a quienes el odio y la ira pagan un dividendo de satisfacción inmediata mayor que el amor. Congénitamente agresivos, bien pronto se convierten en adictos de la adrenalina, estimulando deliberadamente sus peores pasiones para obtener el impulso que les proporcionan sus psíquicamente incitadas glándulas endocrinas. Sabedores de que una autoafirmación siempre termina por provocar otras y hostiles autoafirmaciones, cultivan diligentemente su violencia. Y, naturalmente, pronto se hallan en lo más recio de una pelea. Pero una pelea les causa enorme placer, pues mientras están luchando es cuando la química de sus sangres los hace sentirse más intensamente ellos mismos. Por "sentirse bien" suponen que son buenos. La inclinación hacia la adrenalina es calificada racionalmente como Justa Indignación, y, por último, al igual que el profeta Jonás, se convencen firmemente de que hacen bien cuando se encolerizan. 10

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Casi desde su llegada a Loudun, Grandier se vio envuelto en una serie de indecorosas pero -en la medida en que él intervenía- satisfactorias disputas. Un caballero llegó a alzar su espada contra el párroco. Con otro, el lieutenant criminal, que comandaba la fuerza policial de la ciudad, se permitió una vulgar riña pública que pronto degeneró en violencia física. Inferiores en número, el párroco y sus acólitos tuvieron que refugiarse en la capilla del castillo. Al día siguiente Grandier se quejó ante la corte eclesiástica y el lieutenant criminal fue debidamente reprendido por haber tomado parte en el escandaloso asunto. Para el curé fue un triunfo, pero que tenía su precio. Un hombre influyente, que antes sólo sentía un inmotivado desagrado hacia él, se había convertido ahora en mortal e inveterado enemigo suyo, a la espera de cualquier oportunidad para vengarse. Tanto por una prudencia elemental como por los principios cristianos, el párroco debería haber hecho todo lo posible por reconciliarse con los enemigos de que se había rodeado. Pero, pese a todos los años pasados con los jesuitas, Grandier estaba aún muy lejos de ser un cristiano; y pese a los consejos que había recibido de d'Armagnac y sus otros amigos, era incapaz, cuando las pasiones lo arrastraban, de actuar con prudencia. El largo adiestramiento religioso no había abolido ni mitigado siquiera su egoísmo; sólo le había servido para dar a su yo una disculpa teológica. El egoísta inculto no quiere más que lo que quiere. Pero si cuenta con una educación religiosa termina por resultarle obvio y axiomático que lo que él quiere es lo que Dios quiere, que las causas que lo obligan a actuar están siempre respaldadas por lo que él considera como la Verdadera Iglesia, y que todo compromiso es un Munich metafísico, un apaciguamiento del Mal Radical. El precepto cristiano de hacer la paz con nuestro adversario mientras podemos es para hombres como Grandier una blasfema invitación a hacer un pacto con Belcebú. En lugar de tratar de reconciliarse con sus enemigos, el párroco empleó todos los medios a su disposición para exacerbar la hostilidad de éstos. Y sus poderes en este sentido eran enormes. El Hada Buena que visita la cuna de los privilegiados es a menudo el Hada Mala con apariencia luminosa. Llega cargada de presentes; pero su gracia es, con mucha frecuencia, fatal. A Urbain Grandier, por ejemplo, el Hada Buena le había dado, junto con un sólido talento, el más deslumbrante y a la vez el más peligroso de todos los dones: la elocuencia. Dichas por un buen actor -y todo gran predicador, todo abogado y político de éxito es, entre otras cosas, un consumado actor- las palabras pueden ejercer un efecto casi mágico sobre el auditorio. Y la esencial irracionalidad de este poder probablemente lo torna más maligno que benigno, incluso en los oradores mejor intencionados. Cuando un orador por la mera magia de las palabras y de una voz dorada persuade a su auditorio de la justicia de una mala causa, nos sentimos honestamente desagradados. Deberíamos experimentar el mismo desagrado cada vez que las mismas triquiñuelas son puestas en práctica para persuadir a la gente de la justicia de una buena causa. La creencia que así se provoca puede ser loable, pero el terreno en el cual ésta germina es intrínsecamente malo, y los que apelan a las tretas de la oratoria para inspirar incluso justas creencias son culpables de adular los elementos menos estimables de la naturaleza humana. Al ejercer sus desastrosas dotes de charlatanes, agudizan el trance casi hipnótico en el que la mayoría de los seres humanos viven y del que toda verdadera filosofía y toda religión genuinamente espiritual tratan de liberarlos. Por lo demás, no hay oratoria eficaz sin una supersimplificación. Y es imposible supersimplificar sin desvirtuar los hechos. Hasta cuando hace todo lo que puede para decir la verdad, el orador de éxito es ipso facto un mentiroso. Y apenas es necesario decir que la mayoría de los oradores de éxito no siempre tratan de decir la verdad; tratan de despertar simpatía para sus amigos y antipatía para sus adversarios. Grandier, por desdicha, se comportaba así. Domingo tras domingo, en el púlpito de San Pedro, ofrecía sus celebradas imitaciones de Jeremías y Ezequiel, de Demóstenes, de Savonarola, incluso de Rabelais: pues era tan bueno para la burla como para la justa indignación, para la ironía como para el tronar apocalíptico. La naturaleza aborrece el vacío, incluso en la mente. El doloroso vacío del aburrimiento actual es llenado y perpetuamente renovado por el cine, la radio, la televisión y las historietas cómicas. Más afortunados que nosotros, o tal vez menos (¿quién sabe?), nuestros antepasados 11

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dependían, en cuanto a llenar el vacío de su aburrimiento, de las representaciones semanales de los sacerdotes de su parroquia, completadas de tiempo en tiempo por los discursos de capuchinos visitantes o jesuitas viajeros. Predicar es un arte en el que, como en los restantes, los ejecutantes malos sobrepasan con mucho a los buenos. Los feligreses de San Pedro podían congratularse de contar en la persona del reverendo Grandier con un extraordinario virtuoso, dispuesto y capaz para improvisar en forma entretenida tanto sobre el más sublime misterio cristiano como sobre el más delicado y escabroso de los temas parroquiales. ¡Cuán francamente denunciaba los abusos, cuán valientemente censuraba, incluso a aquellos que ocupaban los sitiales más altos! La mayoría, crónicamente aburrida, se sentía deleitada. Sus aplausos servían simplemente para aumentar la furia de los que habían sido víctimas de la elocuencia del párroco. Entre estas víctimas figuraban monjes de las diversas órdenes que, desde el cese de hostilidades abiertas entre hugonotes y católicos, establecieron casas en la en un tiempo ciudad protestante La primera razón que Grandier tenía para que los monjes le desagradaran era el hecho de que él mismo era un sacerdote secular y tan leal a su casta como el buen soldado es leal a su regimiento, el buen graduado a su escuela y el buen comunista o el nazi a su partido. La lealtad a la organización A siempre incluye una cierta sospecha, desagrado y despecho hacia las organizaciones B, C, D y restantes. Y esto acontece también en los grupos que integran un conjunto más vasto. La historia eclesiástica nos muestra una jerarquía de odios, que descienden en grados perfectamente ordenados desde el odio de los funcionarios de la Iglesia hacia los heréticos e infieles hasta los odios particulares de orden a orden, de escuela a escuela, de provincia a provincia y de teólogo a teólogo. "Sería conveniente -escribió San Francisco de Sales en 1612- que mediante la intervención de prelados piadosos y prudentes se lograra la unión y el mutuo entendimiento entre la Sorbona y los Padres Jesuitas. Si los obispos, la Sorbona y las órdenes estuvieran en Francia perfectamente unidos, en diez años desaparecerían todas las herejías" (Oeuvres, XV, 188). Desaparecerían todas las herejías porque como el santo dice en otro lugar, "quien predica con amor predica suficientemente contra la herejía, aunque no pronuncie jamás una palabra de controversia" (Oeuvres, VI, 309). Una Iglesia dividida por odios intestinos no puede practicar sistemáticamente el amor y tampoco puede, sin manifiesta hipocresía, predicarlo. Pero en lugar de unión había disensión continua; en lugar de amor estaba el odium theologicum y el agresivo patriotismo de la casta, la escuela y la orden. A la contienda entre los jesuitas y la Sorbona vino a agregarse pronto la contienda entre los jansenistas y una alianza de jesuitas y salesianos. Y tras esto se inició la prolongada batalla sobre Quietismo y Amor Desinteresado. Al final las disputas de la Iglesia gálica, tanto las internas como las externas, fueron solucionadas, no mediante el amor o la persuasión, sino por vía de autoritarios ucases. Para los herejes se apeló a las dragonnades, y finalmente a la revocación del Edicto de Nantes. Para los sacerdotes pendencieros se usaron las bulas papales y las amenazas de excomunión. El orden fue restaurado, pero en la forma menos edificante posible, por los medios más groseramente faltos de espiritualidad, menos religiosos y menos humanos. La lealtad partidaria es socialmente desastrosa; pero para los individuos puede resultar sumamente compensatoria, más que la concupiscencia o la avaricia. A los tratantes de blancas les resulta difícil sentirse orgullosos de su actividad. Pero el partidismo es una compleja pasión que permite al que la alienta obtener grandes goces. Pues como realiza sus acciones en beneficio de un grupo que es, por definición, bueno e incluso sagrado, puede admirarse a sí mismo y despreciar a su vecino, puede buscar poder y dinero, puede gozar de los placeres de la agresión y la crueldad, no simplemente sin sentimiento de culpa, sino también con la positiva vehemencia de una consciente virtuosidad. La lealtad a un grupo transforma estos placenteros vicios en actos de heroísmo. Los partidistas creen ser, no pecadores o criminales, sino idealistas y altruistas. Y, con cierta reserva, es por cierto lo que son. El único inconveniente reside en que su altruismo no es más que egoísmo enmascarado, y que el ideal, por el cual están dispuestos en muchos casos a perder su vida, no es más que la racionalización de intereses de grupo y de pasiones de partido. 12

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Cuando Grandier criticaba a los monjes de Loudun, ello era -podemos tener la certidumbre- porque se sentía animado por justiciero celo, con conciencia de estar obrando en nombre de Dios. Pues Dios, era obvio, estaba del lado del clero secular y del de los buenos amigos de Grandier, los jesuitas. Los carmelitas y los capuchinos se encontraban perfectamente bien tras los muros de sus monasterios o cumpliendo misiones en los poblados apartados. Pero no tenían por qué meter sus narices en los asuntos de la burguesía urbana. Dios había decretado que los ricos y los respetables debían ser guiados por el clero secular quizá con una pequeña ayuda de parte de los buenos padres de la Compañía de Jesús. Uno de los primeros actos del nuevo párroco consistió en anunciar que los feligreses tenían la obligación de confesarse con el cura de la parroquia, y no con cualquier extraño. Las mujeres, que eran las que más se confesaban, se mostraron demasiado dispuestas a obedecer. El sacerdote de la parroquia era ahora un hombre limpio y de buenas apariencias, con los modales de un caballero. No se podía decir lo mismo de la mayoría de los directores espirituales capuchinos o carmelitas. Casi de la noche a la mañana los monjes perdieron todos sus penitentes, y con ellos su influencia en la ciudad. Grandier hizo seguir esta primera andanada con una serie de referencias poco halagüeñas hacia la principal fuente de recursos de los carmelitas: una imagen milagrosa llamada Notre-Dame de Recouvrance. Había habido un tiempo en que un barrio entero de la ciudad estaba lleno de posadas y pensiones para el alojamiento de los peregrinos que venían a pedir a la imagen la curación de un marido, un heredero o una mejor fortuna. Pero ahora Notre-Dame de Recouvrance tenía una formidable rival en Notre-Dame des Ardilliers, cuya iglesia estaba en Saumur, a pocas leguas de Loudun. Hay modas en materia de santos de la misma forma que las hay en los tratamientos médicos y en los sombreros de mujeres. Toda gran iglesia tiene su historia respecto al surgimiento de imágenes, de reliquias advenedizas que desplazan sin piedad a viejas forjadoras de milagros, sólo para ser expulsadas del favor público, a su vez, por otras taumaturgas más nuevas y momentáneamente más atractivas. ¿Por qué Notre-Dame des Ardilliers pareció ser, casi en forma repentina, tan vastamente superior a Notre-Dame de Recouvrance? La más obvia de las sin duda numerosas razones fue la de que Notre-Dame des Ardilliers estaba a cargo de los oratorianos y que, como Aubin, el primer biógrafo de Grandier, lo hace notar, "todo el mundo concuerda en que los Sacerdotes del Oratorio son hombres capaces y más astutos que los carmelitas". Recordemos que los oratorianos eran sacerdotes seculares. Quizá esto ayude a explicar la escéptica frialdad de Grandier hacia Notre Dame de Recouvrance. La lealtad a su casta lo impelía a trabajar por el provecho y la gloria del clero secular y por el descrédito y la ruina de los monjes. Notre-Dame de Recouvrance hubiera, por cierto, caído en el olvido aunque Grandier no hubiese ido nunca a Loudun. Pero los carmelitas preferían sostener otra opinión. Pensar acerca de los hechos en forma realista, en términos de múltiples causaciones, resulta duro y emocionalmente poco compensatorio. ¡Cuánto más fácil, cuánto más agradable resulta hallar una causa sola y, si es posible, personal! A la ilusión de entender se une en este caso el placer de la adoración de los héroes, si las circunstancias son favorables, y el mismo, o aun mayor placer, si resúltanles desfavorables, de perseguir a un chivo emisario. A estos pequeños enemigos Grandier añadió pronto otro capaz de causarle males inconmensurablemente mayores. A principios de 1618, en una convención religiosa a la que asistieron todos los dignatarios eclesiásticos de las vecindades, Grandier se excedió en ofender al prior de Coussay, reclamando precedencia sobre él en una solemne procesión que se realizaría por las calles de Loudun. Técnicamente, la posición del párroco era irreprochable. En una procesión que partía de su propia iglesia, un canónigo de Sainte-Croix tenía derecho a marchar delante del prior de Coussay. Y conservaba tal derecho aun cuando, como ocurría en ese caso, el prior fuera al mismo tiempo un obispo. Pero hay algo que se llama cortesía; y también hay algo que se llama respeto. El prior de Coussay era el obispo de Lugon, y el obispo de Luçon era Armand-Jean du Plessis de Richelieu. En ese momento -y ésta era una razón más para comportarse con magnánima cortesíaRichelieu estaba en desgracia. En 1617 su amo, el gangster italiano Concini, había sido asesinado. Este coup d'état había sido preparado por Luynes y aprobado por el joven rey. 13

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Richelieu fue apartado del poder y expulsado poco ceremoniosamente de la corte. Pero ¿había alguna razón para suponer que este exilio sería perpetuo? De ningún modo. Y, en efecto, un año después, tras un breve destierro en Aviñón, el indispensable obispo de Luçon fue llamado a París. En 1622 era primer ministro del rey y cardenal. Gratuitamente, por el mero placer de proporcionarse una autoafirmación, Grandier había ofendido a un hombre que bien pronto iba a convertirse en amo absoluto de Francia. Posteriormente el párroco tendría razones para arrepentirse de esta falta de cortesía. Entretanto, la idea de este desplante lo llenó de una pueril satisfacción. Un sacerdote de parroquia vulgar, oscuro, había humillado a un favorito de la reina, a un obispo, a un aristócrata. Experimentaba el júbilo de un muchacho que ha hecho una morisqueta al maestro y ha logrado eludir el castigo. Por su parte, Richelieu, en años posteriores, buscó idéntico placer en comportarse con los príncipes de la sangre en la misma forma en que Urbain Grandier se había comportado con él. "Pensar -decía su viejo tío, al ver avanzar al cardenal serenamente antes del duque de Saboya- que viviría para ver al hijo del abogado Laporte entrando en una habitación antes que el nieto de Carlos V " El estilo de vida de Grandier en Loudun se hallaba ya establecido. Cumplía con sus deberes sacerdotales y en los intervalos frecuentaba discretamente a las viudas más hermosas, pasaba las tardes charlando amablemente en las casas de sus amigos intelectuales y disputaba con un círculo siempre creciente de amigos. Era una vida totalmente agradable, que satisfacía por igual a la cabeza y al corazón, a las gónadas y a las suprarrenales, a la persona social y a su yo privado. Hasta entonces no había habido inconvenientes o desdichas manifiestas en su vida. Podía aún imaginar que sus diversiones eran gratuitas, que podía desear con impunidad y aborrecer sin consecuencias. En realidad, el destino había comenzado ya a sumar sus cuentas, pero en forma más bien secreta. Grandier no había sufrido ninguna herida perceptible, sólo había en él un imperceptible proceso de vulgarización y endurecimiento, sólo un progresivo oscurecimiento de la luz interior; un gradual estrechamiento de la ventana del alma que da hacia la eternidad. A un hombre del temperamento de Grandier sanguinocolérico, según la Medicina Constitucional de su época -debía parecerle obvio que todo andaba aún bien con el mundo. Y si todo estaba bien con el mundo, Dios debía sentirse satisfecho. El párroco era feliz.

En la primavera de 1623, lleno de años y honores, Scévole de Sainte-Marthe murió y fue enterrado con la debida pompa en la iglesia de St. Pierre du Marché. Seis meses después, en un servicio fúnebre celebrado en su memoria, al que asistieron todos los notables de Loudun y Chátellerault, de Chinon y Poitiers, Grandier pronunció la oraison funébre del gran hombre. Era una larga y espléndida oración en el estilo (aún no anticuado, puesto que la primera edición de las estilísticamente revolucionarias cartas de Balzac no apareció hasta el año siguiente) de los "humanistas devotos". Las elaboradas frases brillaban con las citas de los clásicos y de la Biblia. Una ostentosa y superflua erudición aparecía complacientemente a cada momento. Los períodos retumbaban artificiosamente. Para aquellos a quienes les gustaban estas cosas -¿y a quien no le gustaban en 1623?- esta oración se hallaba decididamente entre las más agradables. Las palabras de Grandier fueron recibidas con un aplauso general. Abel de Sainte-Marthe se sintió tan conmovido por la elocuencia del párroco que escribió y publicó un epigrama en latín sobre el tema. No menos halagadores fueron los versos que M. Trincant, el fiscal público, escribió en vernáculo:

Ce n'est pas sans grande raison Qu'on a choisi ce personnage Pour entreprende l'oraison 14

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Du plus grand homme de son áge; Il fallait véritablement Une éloquence sans faconde Pour louer celuy dignement Qui n'est point de second au monde.

¡Pobre M. Trincant! Su pasión por las Musas era genuina, pero no tenía esperanzas. Las amaba, mas ellas como es evidente, no lo amaban. Pero si bien no podía escribir poesía, por lo menos podía hablar acerca de ella. Después de 1623 la sala de recibo del fiscal público se convirtió en el centro de la vida intelectual de Loudun. Era una vida bastante débil ahora que Sainte-Marthe había desaparecido. Trincant era hombre de muchas lecturas; pero la mayor parte de sus amigos y parientes no lo eran. Excluidos del Hotel Sainte-Marthe, estas personas tenían desdichadamente un derecho adquirido por costumbre a ser invitados a la casa del fiscal público. Pero, cuando entraban, el saber y la buena conversación huían por la ventana. ¿Cómo podía ser de otra forma con esa bandada de mujeres cacareantes, con esos abogados que no sabían hablar más que de estatutos y procedimientos, con esos caballeros rurales a quienes sólo les interesaban los perros y los caballos? Y además estaban M. Adam, el boticario, y M. Mannouri, el cirujano: de larga nariz el primero, y barrigón y de cara de luna el segundo. Con toda la gravedad de los doctores de la Sorbona, platicaban acerca de las virtudes del antimonio y de las sangrías, sobre la importancia del jabón en las enemas y del cauterio en el tratamiento de las heridas de bala. Luego, bajando las voces, hablarían (siempre, por supuesto, dentro de la más estricta confidencia) de la sífilis de la marquesa, del segundo aborto de la mujer del consejero real, de la clorosis de la hija más joven de la hermana del alguacil. A la vez absurdos y presuntuosos, el boticario y el cirujano eran blancos predestinados. Invitaban al sarcasmo, reclamaban las flechas del escarnio. Con la despiadada ferocidad de un hombre astuto y capaz de hacer cualquier cosa con tal de lograr una carcajada, el párroco les daba lo que pedían. Al cabo de muy corto tiempo tuvo dos nuevos enemigos. Y entretanto, otro se estaba incubando. El fiscal público era un viudo de edad madura, con dos hijas casaderas, la mayor de las cuales, Philippe, era tan notablemente hermosa que, en ese invierno de 1623, el párroco se descubrió mirando cada vez con mayor frecuencia en dirección a ella. Al contemplar a la joven mientras ésta se movía entre los huéspedes de su padre, la comparaba con su imagen mental de la hechicera viuda joven a quien consolaba entonces, cada martes por la tarde, desde la intempestiva muerte de su pobre y amado marido, el comerciante en vinos. Ninón carecía de educación y apenas podía escribir su nombre. Pero bajo las inconsolables vestiduras de luto sus llenas carnes estaban sólo empezando a perder firmeza. Había allí tesoros de calor y blancura; había un inexhaustible fondo de sensualidad, a la vez frenética y científica, violenta y, sin embargo, admirablemente dócil y eficaz. ¡Y, gracias a Dios, no había habido que demoler laboriosamente barreras de gazmoñería ni que atravesar fatigosos preliminares de idealización platónica o de cortejamiento petrarquiano! A la tercera cita, él se había aventurado a citar los versos iniciales de uno de sus poemas favoritos:

Souvent j'ai mentí les ébats Des nuits, t'ayant entre mes bras Folátre toute nue; Mais telle jouissance, hélas! 15

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Encore m'est inconnue.

No habían surgido protestas, pero sí la más franca carcajada, y una mirada con el rabillo del ojo, muy breve pero inequívoca. Al final de la quinta entrevista, Grandier había estado en condiciones de citar a Thoreau nuevamente:

Adieu, ma petite maîtresse, Adieu, ma gorgette et mon sein, Adieu, ma délicate main, Adieu, done, mon téton d'albátre, Adieu, ma cuissette folátre, Adieu, mon oeil, adieu, mon coeur, Adieu, ma friande douceur! Mais avant que je me départe, Avant que plus loin je m'écarte, Que je tate encore ce flanc Et le rond de ce marbre blanc.

Adiós, pero sólo hasta pasado mañana, cuando ella acudirá a San Pedro para realizar su confesión semanal -pues él era muy partidario de las confesiones semanales- y para la penitencia habitual. Y entre este momento y el martes siguiente él pronunciaría el sermón que estaba preparando para la fiesta de la Purificación de la Santa Virgen: la pieza más hermosa que había logrado desde la oración fúnebre de M. de Sainte-Marthe. ¡Qué elocuencia, qué calidad y qué profundidad de sentimientos, qué teología sutil y a la vez eminentemente sana! ¡Aplausos, felicitaciones! El lieutenant criminal se pondría furioso; los monjes, verdes de rabia. "M. le curé, se ha superado usted a sí mismo. Vuestra Reverencia es incomparable." Marcharía hacia su próximo destino con un aura de gloria, y como corona para el victorioso ella le daría el círculo de sus brazos, el galardón de sus besos, de sus caricias, esa deificación última en el cielo de sus abrazos. ¡Que los carmelitas hablaran de sus éxtasis, de sus contactos celestiales, de sus extraordinarias nupcias espirituales! Él tenía a su Ninón, y Ninón bastaba. Pero al mirar nuevamente a Philippe, Grandier se preguntaba si, después de todo, bastaba en realidad Ninón. Las viudas son un gran consuelo, y él no veía razón alguna para abandonar sus martes; pero las viudas eran demasiado enfáticamente mujeres sin virginidad, las viudas sabían demasiado, las viudas estaban empezando a engordar. Mientras que Philippe tenía aún los delgados y huesudos brazos de una muchachita, los senos redondos como manzanas, y la nuca suave de una adolescente. ¡Y cuán encantadora resultaba la mezcla de gracia y torpeza juveniles! Exagerando el papel de Cleopatra, invitaba a cada hombre a convertirse en un Antonio. Pero cuando un hombre daba señales de aceptar la invitación la reina de Egipto se desvanecía; sólo quedaba una niña asustada, suplicando piedad. Y luego, una vez que la piedad había sido concedida, aparecía la Sirena, entonando cantos de seducción, ofreciendo frutos prohibidos con una impudencia de la que sólo son capaces los totalmente depravados y los totalmente inocentes. Inocencia, pureza: ¡qué gloriosa perorata había él compuesto sobre este tema, el más sublime de todos! Las mujeres llorarían cuando él la pronunciara -con voz de trueno por momentos, como un susurro en otros- desde el púlpito de su iglesia. Incluso los hombres se sentirían conmovidos. La pureza de los lirios salpicados por el rocío, la inocencia de los corderos y de los niñitos. Sí, los monjes se pondrían verdes de envidia. Pero, salvo en 16

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los sermones y en el cielo, tarde o temprano todos los lirios son emponzoñados por la podredumbre; todas las ovejas están inevitablemente destinadas primero al lujurioso carnero, luego al carnicero; y en el infierno los condenados marchan sobre un pavimento vivo, taraceado con los menudos esqueletos de los niños no bautizados. Desde la Caída, la inocencia total ha sido idéntica, para todos los fines prácticos, a la depravación total. Cada muchacha es potencialmente la más conocedora de las viudas y, debido al Pecado Original, cada impureza potencial se halla, incluso en los más inocentes, más que a medias actualizada. Ayudar a que esa actualización llegue a su término, observar cómo el capullo virginal se convierte en exuberante flor, sería un placer no sólo para los sentidos, sino también para el intelecto reflexivo y para la voluntad. Sería una sensualidad moral y también, por así decirlo, metafísica. Y Philippe no era meramente joven y virgen. Era asimismo de buena familia, y estaba educada piadosa y cultamente. Bella como un cuadro, conocía también su catecismo; tocaba el laúd, pero iba regularmente a la iglesia; tenía modales de dama refinada, pero le agradaba leer y hasta sabía un poco de latín. La conquista de una presa tal halagaría la autoestima del cazador, y sería considerada, por todos los que se enteraran de ella, como una hazaña memorable. En el aristocrático mundo de unos pocos años después, "las mujeres -según BussyRabutin- proporcionaban a los hombres tanta honra como las batallas". La conquista de una belleza celebrada era casi equivalente a la conquista de una provincia. Por sus triunfos en los lechos y en los tocadores, hombres como Marsillac, Nemours y el Chevalier de Grammont gozaron de una fama que, mientras duró, era casi idéntica a la de Gustavo Adolfo o Wallenstein. De acuerdo con la jerga de moda en la época, uno "se embarcaba" en estos gloriosos asuntos, se embarcaba con toda conciencia y deliberación, a fin de que su persona adquiriera mayor lustre ante el mundo. El sexo puede ser utilizado tanto para trascenderse a sí mismo como para afirmarse; tanto para intensificar el sentimiento del propio yo y consolidar la persona social mediante algún tipo de "embarque" evidente y conquista heroica, como también para aniquilar la persona y trascender el yo en oscuro rapto de sensualidad, en un frenesí de romántica pasión, o, más honrosamente, en la caridad mutua del perfecto matrimonio. Con las campesinas y con las viudas de clase media, de escasos escrúpulos y grandes apetitos, el párroco podía lograr toda la trascendencia de sí mismo que deseara. Philippe Trincant le ofrecía ahora una ocasión para la más agradable y más de moda forma de autoafirmación, con la deseable secuela -cuando la conquista hubiera sido consumada- de una peculiarmente rara y preciosa especie de autotrascendencia sensual. ¡Delicioso sueño! Pero un obstáculo bastante grave se presentaba en el camino de su realización. El padre de Philippe era Louis Trincant, y Louis Trincant era el mejor amigo del párroco, su aliado más adicto y resuelto contra los monjes, el lieutenant criminal y el resto de sus adversarios. Louis Trincant confiaba en él, confiaba hasta tal punto que había hecho que sus hijas despidieran a su antiguo confesor a fin de quedar bajo la guía de Grandier. ¿Y no sería el curé tan bueno como para hacer a las muchachas alguna ocasional lectura acerca del deber filial y de la modestia de las vírgenes? ¿No concordaría en que Guillaume Roger no era suficientemente bueno para Philippe pero resultaría muy adecuado para Françoise? Y, por cierto, Philippe debía continuar con su latín. ¿No podía él hallar un poco de tiempo para darle algunas circunstanciales lecciones? Abusar de tal confianza sería el más negro de los crímenes. Y, no obstante, su negrura era una razón para cometerlo. En todos los planos de nuestro ser, desde el muscular y el de las sensaciones hasta el moral y el intelectual, toda tendencia engendra su opuesta. Miramos algo rojo, y la inducción visual intensifica nuestra percepción de lo verde e incluso, en ciertas circunstancias, nos hace ver un halo verde en torno del objeto rojo, una imagen accidental verde una vez que el objeto rojo ha desaparecido. Nos ordenamos un movimiento; un conjunto de músculos se ve estimulado y, automáticamente, por inducción espinal, los músculos opuestos se ven inhibidos. El mismo principio reina en los más altos planos de la conciencia. Cada "sí" engendra su correspondiente "no". "Creedme, hay más fe en la honesta duda que en todos los credos." Y hay (como lo hizo notar Butler hace mucho, y como tendremos ocasión de advertirlo repetidas veces en el curso de 17

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esta historia) más duda en la honesta fe que en todos los libros de texto marxistas. En la educación moral la inducción plantea un problema peculiarmente difícil. Si cada "sí" tiende a evocar en forma automática su correspondiente "no", ¿cómo podemos inculcar los principios de la recta conducta sin inculcar al mismo tiempo, por inducción, la mala conducta que es opuesta a aquélla? Los métodos para eludir la inducción existen; pero la existencia de gran número de niños testarudos, de adolescentes sistemáticamente reacios a la obediencia y de adultos perversos y contradictorios prueba en forma suficiente que no son bien aplicados. Hasta los más equilibrados y los que mejor se dominan a sí mismos advierten a veces la paradójica tentación de hacer exactamente lo contrario de lo que deben. Con gran frecuencia es la tentación de hacer, un mal que no proporcionará ventaja alguna, de cometer, por así decirlo, un desinteresado ultraje contra el sentido común y contra la decencia común. A muchas de estas tentaciones inductivas se logra resistir con éxito; a muchas otras, no. Todas las personas sensibles y fundamentalmente decentes son capaces de embarcarse, en forma súbita, en actitudes que ellas mismas son las primeras en desaprobar. En tales casos actúan como si estuvieran poseídas por una entidad ajena a ellas y malignamente hostil a su ser habitual. En realidad, son víctimas de un mecanismo neutro, que (como con frecuencia ocurre con las máquinas) se ha desbocado y, en lugar de seguir siendo siervo de quien lo posee, se ha convertido en amo. Philippe era notablemente atractiva y "los más fuertes juramentos son enla sangre paja para el fuego". Pero, así como hay fuego en la sangre, hay también inducción en el cerebro. Trincant era el mejor amigo del párroco. El mismo hecho de reconocer que un acto tal sería monstruoso creaba en la mente de Grandier un perverso deseo de cometerlo. En lugar de hacer un esfuerzo supremo para resistir a la tentación, el párroco trataba de hallar razones para someterse a ella. Se decía que el padre de un manjar tan delicado como Philippe no tenía derecho a ser tan confiado. Era una vergonzosa locura; y hasta peor que una locura, era un crimen que merecía condigno castigo. ¡Lecciones de latín! Era la repetición de la historia de Héloise y Abelard, con el fiscal público como tío Fulbert, que invitaba al seductor a instalarse en la casa. Sólo una cosa faltaba: el privilegio, tan libremente acordado al maestro de Héloise, de usar la férula. Y quizá, si él lo pedía, el imbécil de Trincant le concedería también eso... Transcurría el tiempo. La viuda continuaba gozando de sus martes; pero casi todos los otros días de la semana el párroco se hallaba en casa del fiscal. Françoise ya se había casado; pero Philippe continuaba en la casa y hacía excelentes progresos en su latín.

Omne adeo genus in terris hominumque ferarum et genus aequoreum, pecudes pictaeque volucres, in furias, ignesque ruunt; amor ómnibus idem.3

Y hasta los vegetales experimentan la tierna pasión.

Nutant et mutua palmae foedera, populeo suspirat populus ictu, et plátano platanus, alnoque assibilat alnus.4 3

"Todas las razas de la tierra los hombres, las bestias, las criaturas del mar, el ganado y los pájaros de brillantes colores, son arrastradas por ardientes pasiones; el amor es igual en todos." 18

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Trabajosamente Philippe traducía para Grandier los más tiernos pasajes de los poetas, los más escabrosos episodios de la mitología. Con una abnegación que la viuda le tornaba fácil practicar, el párroco se vedaba toda especie de asalto contra el honor de su alumna, todo lo que pudiera ser interpretado como una declaración. Se limitaba a mostrarse encantador e interesante, a decirle a la muchacha dos o tres veces por semana que era la mujer más inteligente que hubiera conocido y a mirarla ocasionalmente en una forma tal que Philippe bajaba los ojos y enrojecía. Era más bien una pérdida de tiempo, pero no desagradable. Y afortunadamente estaba siempre Ninón; por fortuna, también, la muchacha no podía leer sus pensamientos. Se hallaban sentados en el mismo cuarto, pero no en el mismo universo. Sin ser ya una niña, pero tampoco todavía una mujer, Philippe habitaba ese rosado limbo de fantasía que se halla entre la inocencia y la experiencia. Su hogar no estaba en Loudun, entre esos viejos regañones, entre esa gente aburrida y rústica, sino en un Elíseo personal, transfigurado por el brillo del amor naciente y del sexo imaginativo, junto a un dios. Esos ojos oscuros de él, esos bigotes, esas manos blancas y cuidadas, la acosaban como una conciencia culpable. ¡Y qué talento tenía, qué profundidad de saber! Y la consideraba inteligente, elogiaba su diligencia; pero, sobre todo, tenía una forma tal de mirarla... ¿Sería posible que él ...? Pero no, era sacrílego tener pensamientos semejantes, era un pecado. ¿Y cómo confesarle ese pecado a él? Philippe concentraba toda su atención en el latín. Turpe senex miles, turpe senilis amor.5

Pero al cabo de un momento era vencida por un vago pero violento deseo. En su imaginación los recuerdos de placeres incipientes se veían repentinamente asociados con aquellos ojos que todo lo veían, con aquellas manos blancas y no obstante cubiertas de vello. Las letras de la página que tenía, ante sí se borraban: vacilaba, tartamudeaba. "El sucio soldado viejo", atinaba por último a traducir. Grandier le daba un pequeño golpecito con la regla en los nudillos, y le decía que tenía suerte de no ser un muchacho, pues si un muchacho hubiera cometido un error de esa clase, él se hubiera visto obligado a tomar medidas más severas. Blandía entonces la regla. Medidas sin duda mucho más severas. Philippe lo miraba y en seguida desviaba la vista. La sangre se agolpaba en sus mejillas. Establecida ya con firmeza en la prosaica y desilusionada satisfacción de un matrimonio feliz, Françoise proporcionaba a su hermana informes directos respecto de la vida matrimonial. Philippe escuchaba con interés, pero sabía que, en lo que le concernía, todo sería siempre muy diferente. El ensueño se prolongaba, se llenaba cada vez de mayor número de detalles. En un momento Philippe se veía junto al párroco en carácter de ama de llaves. En otro, él había sido elevado a la sede de Poitiers, y había un pasaje subterráneo entre el palacio episcopal y su casa en los suburbios. A veces ella había heredado cien mil coronas, por lo cual él abandonaba la Iglesia y ambos pasaban la vida entre la corte y su posesión campestre.

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"En mutua alianza las palmeras se inclinan, el álamo suspira en armonía con el otro álamo, y el plátano con el plátano, el aliso al otro aliso susurra." 5

"Torpe es el guerrero viejo; torpe, de un viejo el amor." 19

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Pero siempre, tarde o temprano, tenía que despertar a la triste realidad de que ella era Philippe Trincant, y él, M. le curé; de que aun cuando él la amara (y ella no tenía razón alguna para suponer que así ocurría), nunca podría decírselo; y de que en el caso de que él lo dijera, ella tendría siempre el deber de no prestarle atención. Pero entretanto, mientras se inclinaba sobre su costura, sobre su libro o sobre su bastidor, ¡qué felicidad era imaginar lo imposible! ¡Y además la aguda alegría de oír su llamado, su paso, su voz! Y la deliciosa prueba, el celestial purgatorio de sentarse junto a él en la biblioteca de su padre, de traducir Ovidio, cometiendo deliberadamente errores a fin de que él la amenazase con castigarla, de escuchar aquella voz rica y sonora mientras hablaba del cardenal, de los rebeldes protestantes, de la guerra de Alemania, de la posición de los jesuitas respecto de la Gracia o de sus propias perspectivas de ascenso. Si todo pudiera seguir así siempre... Pero era como pedir (nada más que porque el fin de un madrigal es tan hermoso, nada más que porque la luz del atardecer da algo más, o todo lo que toca lo convierte en algo incomparablemente más bello), era como pedir una vida entera de crepúsculos estivales o una perpetuidad de atardeceres otoñales. Con una parte de su mente Philippe sabía que se estaba engañando; pero por unas pocas semanas de dicha ella era capaz de cerrar los ojos de su razón y de suponer que la vida se había detenido en el Paraíso y que nunca reanudaría su marcha. Era como si el abismo entre la fantasía y la realidad hubiera sido abolido. La vida real y sus ensueños diurnos eran para ella momentáneamente lo mismo. Sus quimeras no eran ya la consoladora negación de los hechos; los hechos se habían identificado con sus quimeras. Ella sentía que era una dicha exenta de pecado, debido a que no estaba constituida por ningún hecho, la que era completamente interior; era una dicha como la del Cielo, una dicha a la que podía entregarse por entero, sin temor y sin tener que reprochárselo. Y cuanto más completamente se abandonaba a ella, más intensa resultaba la dicha, hasta que Philippe descubrió que no podía ocultarla más. Un día se refirió a ella durante la confesión, cautelosamente, por supuesto, sin considerar, según suponía, que el causante de tales emociones era el confesor mismo. A una confesión sucedió otra. El párroco escuchaba atentamente, y de vez en cuando hacía una pregunta que le probaba a ella cuán lejos estaba de sospechar la verdad, cuán completamente había sido engañado por su inocente mentira. Cobrando valentía, Philippe le dijo todo, le contó hasta los más íntimos detalles. Su felicidad pareció entonces sobrepasar los límites de lo posible, se convirtió en una especie de perdurable paroxismo, de exquisito frenesí que ella pedía renovar a voluntad y durante todo el tiempo que quisiera. Hasta que llegó el día en que la lengua de Philippe cometió el error, y en lugar de decir "él" dijo "tú", y luego trató de retirar la palabra, se mostró confundida, y, bajo el interrogatorio del párroco, estalló en llanto y confesó la verdad. "Por fin -se dijo Grandier-, ¡por fin!" A partir de ese momento todo resultó sencillo. Fue sólo cuestión de palabras y gestos cuidadosamente graduados, de una ternura que iba en forma insensible de lo profesionalmente cristiano a lo petrarquista y de lo petrarquista a lo demasiado humano, a lo autotrascendentemente animal. El descenso es siempre fácil, y en este caso había gran cantidad de argumentos para tornarlo más suave. Además, una vez que el fondo hubiera sido alcanzado, habría para la joven toda la absolución que quisiera. Unos pocos meses después Grandier estaba "embarcado" en forma total. Francamente, era algo desagradable. ¿Por qué no se había contentado con la viuda? Para Philippe, entretanto, la dicha anterior y sin acontecimientos había dado paso a la estremecedora realidad de la pasión confesada y correspondida, a las largas tormentas de lucha moral, a las plegarias en demanda de fortaleza, a los votos de no ceder jamás, y por último, en una especie de desesperación, como si se arrojara desde un acantilado, a la entrega. La entrega no le había proporcionado ninguno de los placeres que ella le había atribuido. En cambio, le había permitido descubrir, en su arcángel, a un bruto enloquecido, y en sí misma, en la, profundidades de su propia mente y de su propio cuerpo, primero a la víctima predestinada, a la mártir sufriente, y por lo tanto feliz, y luego, súbitamente, apocalípticamente, a una extraña tan diversa de sí misma como aquella corporización feroz de la pasión había 20

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sido diversa del elocuente predicador, del ingenioso y exquisitamente refinado humanista de quien ella originariamente se había enamorado. Pero enamorarse, tal como ahora lo advertía, no era lo mismo que amar. Enamorarse era una imaginación, y de lo que uno se enamoraba no era más que una abstracción. Cuando se amaba, se amaba una existencia completa y se la amaba con todo el ser, con el alma y con cada fibra del cuerpo, con el yo y con el otro, con este recién descubierto extraño que yace debajo, más allá del yo. Ella era todo amor y sólo amor. Nada existía fuera del amor, nada. ¿Nada? Con una risita casi audible el Destino soltó la trampa que Philippe se había estado preparando para sí misma. Y allí quedó, impotentemente cogida entre la fisiología y las convenciones sociales: encinta pero soltera, deshonrada más allá de toda redención. Lo inconcebible se había convertido en real; lo que estaba más allá de toda posibilidad era ahora un hecho. La luna creció, se mantuvo durante una o dos gloriosas noches en todo su esplendor, luego menguó, menguó, como la última esperanza, y desapareció. No había otro remedio que morir en brazos de él, morir, y si eso resultaba imposible, por lo menos olvidar durante un momento y ser otra. Alarmado por tanta violencia y por tan temerario abandono, el párroco trató de guiar la pasión de Philippe hacia una tonalidad más ligera y menos trágica. Acompañó sus caricias con citas pertinentes de tos clásicos más vivaces. Quantum, quale latas, quam juuenile fémur!6

En los intervalos del amor le contaba historias de tono subido del Domes Galantes, de Brantóme, le susurraba al oído algunas de las enormidades tan diligentemente catalogadas por Sánchez en su libro sobre el matrimonio. Pero el rostro de ella nunca cambiaba de expresión. Era una cara como de mármol, una cara en un ataúd, cerrada, inmutable. Y cuando, por último, reabría los ojos, era como si lo mirara desde otro mundo desde un mundo en el que no había más que sufrimiento y una inextinguible desesperación. Esa mirada causaba inquietud al párroco; pero a sus solícitas preguntas la única respuesta de ella era alzar las manos, tomarle la cabeza, y acercarla a su boca, a su entregada garganta, a sus pechos. Hasta que un día, mientras el párroco le narraba el cuento de la copa que el rey Francisco tenía para que bebieran los primerizos -esos recipientes en cuyo interior había grabadas imágenes de parejas en posturas amorosas que se veían mejor a cada sorbo de vino-, Philippe lo interrumpió con el breve anuncio de que iba a tener un niño e inmediatamente se echó a llorar sin freno. Quitando la mano del pecho y llevándola a la abovedada frente, y cambiando de tono, sin transición alguna, de lo obsceno a lo clerical, el párroco le dijo que debía aprender a llevar su cruz con resignación cristiana. Luego, recordando la visita que había prometido hacer a la pobre Mme. de Brou, que tenía un cáncer en la matriz y que necesitaba de todo el consuelo espiritual que él pudiera proporcionarle, se marchó. Después de esto estuvo demasiado ocupado como para continuar dando lecciones a Philippe. Salvo en el momento de confesarse, nunca consiguió volver a verlo a solas. Y cuando en el confesionario trataba de hablarle como a una persona -como al hombre a quien ella había amado, al hombre que, como ella suponía, la había amado-, hallaba sólo al sacerdote, al transustanciador del pan y el vino, al que daba la absolución y asignaba la penitencia. ¡Con cuánta elocuencia la urgía a arrepentirse, a entregarse a la misericordia divina! Y cuando ella se refería al pasado amor, él la rechazaba con indignación casi profética, por encenagarse tan complacientemente en su pecado; cuando ella le preguntaba con desesperación qué debía hacer, él, lleno de unción, le respondía que, como cristiana, no sólo debía resignarse a la humillación que Dios quería hacerle sufrir, sino que debía abrazarla y aceptarla activamente. De la parte que le correspondía en el pecado de Philippe no le 6

"¡Qué opulento, qué hermoso flanco, qué muslo juvenil"

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permitía hablar. Cada alma debe soportar el peso de sus propias culpas. Los pecados propios no quedaban disculpados por los pecados que los otros podían o no haber cometido. Si ella acudía a confesarse, era para pedir perdón por lo que había hecho, no para investigar respecto a la conciencia de otros. Y de tal modo, aterrorizada y llorando, la despedía. El espectáculo de la desdicha de Philippe no le provocaba ni piedad ni remordimientos, sino sólo una sensación de molestia. El asedio había sido aburrido, la conquista sin gloria, el goce subsiguiente sólo moderado. Y ahora, con esa precipitada e inoportuna fecundidad, Philippe amenazaba su honor, su misma vida. Un pequeño bastardo que viniera a sumarse a todos sus otros inconvenientes: ¡sería su ruina! Nunca se había preocupado realmente por la muchacha; ahora le disgustaba en forma decidida. Y ya no era ni siquiera hermosa. La preñez y las preocupaciones se habían unido para darle una expresión de perro apaleado, un cutis de niño con lombrices. Unida a todo lo demás, la temporaria fealdad de Philippe le hacía sentir no sólo que no tenía ya obligaciones respecto a ella, sino que ella lo había ofendido y que, al ser una negación de su buen gusto, lo había estafado en sus relaciones. Fue de buena fe que decidió entonces adoptar la actitud que, puesto que no había alternativa, hubiera tenido que adoptar incluso en contra de su conciencia. Decidió hacer frente con desenfado, negarlo todo. No sólo actuaría y hablaría, sino que también pensaría y sentiría como si nada de eso hubiera o pudiera haber nunca ocurrido, como si la misma idea de una relación íntima con Philippe Trincant fuera absurda; ridícula, completamente descabellada.

Le coeur le mieux donné tient toujours á demi Chacun s'aime un peu mieux toujours que son ami.

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2 Las semanas pasaron. Philippe salía cada vez menos, y, por último, dejó de ir también a la iglesia. Decía que estaba enferma y que debía quedarse en su cuarto. Su amiga, Marthe le Pelletier, muchacha de buena familia pero huérfana y muy pobre, fue a vivir a la casa para ayudarla y acompañarla. Sin sospechar todavía nada, indignándose si alguien se atrevía a hacer alguna referencia muy velada a la verdad o a pronunciar una palabra contra el párroco, M. Trincant hablaba con paternal preocupación acerca de humores corrompidos y de tisis amenazantes. El doctor Fanton, médico de la casa, discretamente no decía nada a nadie. El resto de los habitantes de Loudun o guiñaban el ojo y sonreían o se entregaban a los placeres de la santa indignación. Los enemigos del párroco, cuando se lo encontraban, lanzaban envenenadas indirectas, sus amigos más serios lo miraban meneando la cabeza, los más rabelesianos lo palmeaban y lo felicitaban impúdicamente. A todos ellos Grandier respondía que no sabía nada de lo que estaban hablando. Para aquellos que aún no estaban prevenidos contra él, su aire franco y digno y la manifiesta sinceridad de sus palabras eran prueba suficiente de su inocencia. Era moralmente imposible que un hombre tal pudiera haber hecho las cosas de las que sus calumniadores lo acusaban. En las casas de personas tan distinguidas como M. de Cerisay y Mme. de Brou seguía siendo un huésped bien recibido. Y las puertas de esas casas siguieron estando abiertas para él aún después de que el fiscal público le hubo cerrado la suya. Porque, al cabo, hasta Trincant tuvo que abrir los ojos a la verdadera naturaleza de la indisposición de su hija, que, interrogada implacablemente, confesó la verdad. De ser el más decidido amigo del párroco, Trincant se transformó, de la noche a la mañana, en el más implacable y peligroso de sus enemigos. Grandier había forjado un nuevo y esencial eslabón de la cadena que lo arrastraría a la perdición. Por último el niño nació. A través de los cerrados postigos, a través de las pesadas colgaduras y cortinas, con los que se había confiado en apagar todo sonido, el grito de la joven madre, atenuado pero perfectamente claro, informó acerca del dichoso acontecimiento a todos los ávidamente expectantes vecinos de M. Trincant. Al cabo de una hora la noticia era conocida en toda la ciudad y a la mañana siguiente una procaz "Oda al Nieto Bastardo del Fiscal Público' había sido clavada en las puertas del tribunal. Se sospechó de algún protestante, pues M. Trincant era muy ortodoxo y no había desperdiciado oportunidad para perjudicar y vejar a sus conciudadanos heréticos. Entretanto, con enorme generosidad, que resultó más sorprendente a causa de la baja moralidad reinante, Marthe le Pelletier había asumido públicamente la maternidad del niño. Era ella la que había pecado, ella quien se había visto obligada a ocultar su vergüenza. Philippe era simplemente la benefactora que le había proporcionado un lugar donde refugiarse. Por supuesto, nadie le creyó; pero el gesto provocó admiración. Cuando el niño tuvo una semana, Marthe se lo entregó a la joven campesina que desempeñaría el papel de madrastra. Esto se hizo con gran publicidad, a fin de que todos pudieran verlo. Aún no convencidos, los protestantes continuaban hablando. Para silenciar su pertinaz escepticismo, el fiscal público apeló a una estratagema legal peculiarmente odiosa. Hizo que Marthe le Pelletier fuera arrestada en plena calle y la condujo ante un magistrado. Allí, bajo juramento y ante un testigo, se le exigió que firmara un acta según la cual reconocía al niño oficialmente como suyo y aceptaba la responsabilidad por su futuro mantenimiento. Como amaba a su amiga, Marthe firmó. Una copia del acta fue depositada en el tribunal; M. Trincant se guardó triunfalmente la otra en el bolsillo. Debidamente probada, la mentira era ahora legalmente cierta. Para las mentes habituadas a la ley, la verdad legal es lo mismo que la verdad sin calificativo alguno. Para todos los demás, como con pena lo descubrió el fiscal público, tal equivalencia estaba lejos de ser evidente. Incluso después de haber leído el acta en voz alta, incluso después de haber visto la firma con sus propios ojos y tocado el sello oficial con sus propios dedos, sus amigos se limitaban a sonreír cortésmente y a hablar de cualquier otra 23

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cosa, mientras que sus enemigos reían a carcajadas y hacían observaciones ofensivas. Tal era la malignidad de los protestantes que uno de sus ministros sostuvo públicamente que el perjurio es un pecado más grave que la fornicación, y que el mentiroso que se culpa a sí mismo para evitar un escándalo es más merecedor del infierno que la persona cuya lascivia fue causa del escándalo. Un largo siglo lleno de acontecimientos separó la madurez del doctor Samuel Garth de la juventud de William Shakespeare. En materia de gobierno, de organización social y económica, de física y matemáticas, de filosofía y de artes, hubo cambios revolucionarios. Pero hubo por lo menos una institución que permaneció hasta el fin de este período tal como había sido al principio: la botica. En la tienda del boticario descrita por Romeo

colgaba una tortuga, un caimán disecado y otras pieles de peces deformes, y sobre los estantes un pobre surtido de cajas vacías veíase, tarros de tierra verdosa, vejigas y mohosas semillas,

En su Dispensary, Garth traza un cuadro casi idéntico:

Aquí momias había, muy dignamente viejas, y allí la tortuga colgaba su cota de malla; no lejos de alguna gran cabeza devoradora de tiburón, el pez volador sus alas abría.

En lo alto, en hileras, grandes ristras de adormideras pendían, y, cerca, un reseco caimán estaba suspendido; en este lugar las drogas en mohoso amontonamiento se pudrían, allí secas vejigas y dientes arrancados yacían.

Este templo de la ciencia, que es al mismo tiempo el laboratorio de un mago y un puesto secundario en una feria campestre, constituye el símbolo más expresivo de ese conjunto de incongruencias que es la mentalidad del siglo XVII. Pues la época de Descartes y de Newton fue también la de Fludd y sir Kenelm Digby; la época de los logaritmos y de la geometría analítica fue asimismo la de los ungüentos milagrosos, del polvo simpático y de la teoría de las rúbricas. Robert Boyle, que escribió The Sceptical Chemist y fue uno de los fundadores de la Real Sociedad, dejó un volumen de recetas de remedios domésticos. El polvo de bayas de muérdago secas, que hayan sido arrancadas de un roble a la luz de la luna llena, mezclado con agua negra de cerezas, cura la epilepsia. Para los ataques de apoplejía, se debía tomar resina de un lentisco de la isla de Quío, extraer su aceite esencial mediante destilación en un alambique de cobre, y valiéndose de un canutillo aplicar dos o tres gotas de dicho aceite en una de las ventanas de la nariz del paciente "y al cabo de un rato en la otra". El espíritu científico tenía ya vigorosa vida, pero no menos lo era la del espíritu del hechicero y el brujo. La farmacia de M. Adam en la Rue des Marchands no era ni muy pobre ni grandiosa, estaba en un término medio de solidez provinciana. Demasiado modesta para exhibir momias o cuernos de rinocerontes, podía, sin embargo, jactarse de varias tortugas de las Indias Occidentales, del feto de una ballena y de una piel de cocodrilo de dos metros cuarenta de largo. Y 24

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las mercancías eran abundantes y variadas. En las estanterías estaban todas las hierbas del índice de Galeno, todas las novedades químicas de los partidarios de Valentine y Paracelso. Había ruibarbo y áloe en gran cantidad; pero también había calomel o, como M. Adam prefería llamarlo, Draco mitigatus, dragón mitigado. Había coloquíntida para quienes deseasen un purgante vegetal; pero también había tartrato emético y antimonio libre para los que prefiriesen arriesgarse con un tratamiento más moderno. Pero si se había sufrido el inconveniente de ser afortunado en el amor con la ninfa o el zagal de la mala clase, era posible elegir entre el Arbor vitae y el Hydrargyrum cum Creta, entre la zarzaparrilla y una frotación con ungüento azul. Con todos estos remedios, así también como con pieles de víboras disecadas, pezuñas de caballos y huesos humanos, M. Adam podía satisfacer cualquier necesidad de su clientela. Los específicos más costosos -polvo de zafiros, por ejemplo, o perlas- debían ser encargados especialmente y pagados por adelantado. A partir de este momento, la botica se convirtió en sitio de reunión y cuartel general de unos confabulados cuyo único objetivo consistía en vengarse de Urbain Grandier. Los jefes espirituales de esta conspiración eran el fiscal público, su sobrino, el canónigo Mignon, el lieutenant criminal, y su suegro, Mesmin de Silly, Mannoury, el cirujano, y M. Adam, cuyas actividades de farmacéutico, dentista y aplicador de enemas le proporcionaban oportunidades sin parangón para obtener informaciones de todas las fuentes. En tal sentido, había sabido de boca de Mme. Chauvin, la mujer del notario (en forma estrictamente confidencial, mientras preparaba un vermífugo para el pequeño Théophile Chauvin), que el párroco acababa de invertir ochocientas libras en una hipoteca. El bellaco se estaba enriqueciendo. Tenía asimismo malas noticias. Gracias a la cuñada del segundo lacayo de M. d'Armagnac, que sufría una dolencia femenina y era compradora habitual de artemisa seca, el boticario había conseguido enterarse de que Grandier comería al día siguiente en el castillo. Ante esto el fiscal público frunció el entrecejo, y el lieutenant criminal echó un terno y meneó la cabeza. D'Armagnac no era simplemente el gobernador; era además uno de los favoritos del rey. Que un hombre tal resultase amigo y protector del párroco era, por cierto, deplorable. Se produjo un largo y melancólico silencio, quebrado al fin por el canónigo Mignon, quien declaró que no les quedaba otra esperanza que un buen escándalo. Debían arreglárselas de cualquier forma para sorprenderlo en flagrante delito. ¿Y la viuda del vinatero? Con tristeza, el boticario tuvo que admitir que de ese sector no tenía noticias que pudieran considerarse como enteramente satisfactorias. La viuda sabía mantener la boca cerrada, su sirvienta había resultado incorruptible, y, noches antes, cuando él había tratado de atisbar a través de una grieta de los postigos, alguien se había asomado desde una ventana de arriba con un orinal lleno hasta el borde... El tiempo pasó. Con serena y majestuosa impudencia, el párroco siguió con sus tareas y placeres como de costumbre. Y pronto los rumores más extraños comenzaron a llegar a oídos del boticario. Grandier estaba pasando cada vez más su tiempo junto a la más distinguida mojigata y déuote de la ciudad, Mlle. de Brou. Madeleine era la segunda de las tres hijas de René de Brou, hombre de fortuna sustancial y noble nacimiento, vinculado a las mejores familias de la provincia. Sus dos hermanas estaban casadas; una, con un médico; la otra, con un caballero rural. Madeleine, a los treinta, era aún soltera y se hallaba libre de todo compromiso. Pretendientes no le habían faltado; pero ella había rechazado a todos los que se acercaron, prefiriendo permanecer en el hogar, velar por sus ancianos padres y estar a solas con sus propias ideas. Era una de esas silenciosas y enigmáticas jóvenes que ocultan fuertes emociones bajo un aire grave y distante. Estimada por los mayores que ella, tenía pocas amistades entre las personas de su edad y las más jóvenes, quienes la consideraban una pedante y, dado que no participaba en sus ruidosos entretenimientos, una aguafiestas. Por otro lado, era demasiado piadosa. La religión estaba muy bien; pero no había que permitirle que invadiera las cosas santas de la vida privada. Y cuando las comuniones eran demasiado frecuentes, cuando al día siguiente de ellas uno se confesaba y se pasaba horas de rodillas, como Madeleine solía hacer, frente a la imagen de 25

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Nuestra Señora, eso iba un poco más allá de la medida. La dejaban sola. Era precisamente lo que Madeleine deseaba que hiciesen. Luego su padre murió. Y un poco después un cáncer atacó a su madre. Durante la larga y penosa enfermedad de la pobre dama, Grandier había hallado tiempo, en los intervalos entre Philippe Trincant y la viuda del viñatero, para visitarla y llevarle los consuelos de la religión. En su lecho de muerte, Mme. de Brou recomendó su hija al cuidado pastoral del sacerdote. Éste prometió velar por los intereses materiales y espirituales de Madeleine como si fueran los suyos. Dentro de su peculiar estilo, iba a mantener la promesa. Tras la muerte de su madre, el primer pensamiento de Madeleine fue cortar todos los lazos que la ataban al mundo y dedicarse a la religión. Pero cuando consultó a su director espiritual él se manifestó contrario a tales proyectos. Grandier insistió en que fuera del claustro Madeleine podía hacer el bien más que dentro de él. Entre las ursulinas o las carmelitas, su luz quedaría oculta bajo un velo. Su puesto estaba allí, en Loudun; su vocación consistía en dar un brillante ejemplo de sabiduría a todas esas vírgenes necias que sólo se ocupaban de perecederas vanidades. Habló elocuentemente y había un acento divino en sus palabras. Sus ojos brillaban y su rostro entero parecía resplandecer a causa de un fuego interior de celo e inspiración. Madeleine pensó que en su mirada tenía algo de apóstol, de ángel. Todo lo que decía era axiomáticamente verdadero. Continuó viviendo en la casa familiar; pero ahora le resultaba muy oscura, muy vacía, y se habituó a pasar gran parte de cada día junto a su amiga (casi única) Françoise Grandier, que vivía con su hermano en la rectoría. A veces -y nada había más natural- Urbain se les reunía mientras ambas cosían para los pobres o bordaban ricamente un manto para Nuestra Señora o para alguno de los santos. Y súbitamente el mundo parecía más brillante y hasta tal punto lleno de un significado divino, que Madeleine sentía que su alma flotaba en medio de la felicidad. Esta vez Grandier cayó en su propia trampa. Su estrategia -la familiar estrategia del seductor profesional había exigido frialdad frente a un fuego deliberadamente avivado, y una sensualidad distante frente a la pasión, a fin de explotar para sus propósitos estrictamente limitados los infinitos del amor. Pero a medida que la campaña avanzaba, algo comenzó a andar mal, o, mejor dicho, algo comenzó a andar bien. Por primera vez en su vida Grandier se halló enamorado, enamorado no sólo por las perspectivas de futuras sensualidades, no sólo de una inocencia que sería divertido corromper, de una superioridad social cuya humillación constituiría un triunfo, sino enamorado de una mujer considerada como persona, y enamorado de lo que ella realmente era. El libertino se convirtió a la monogamia. Fue un gran paso adelante, pero un paso adelante que un sacerdote de la Iglesia Católica Romana no podía dar sin caer entre infinitas dificultades, éticas y teológicas, eclesiásticas y sociales. Fue a fin de desvirtuar algunas de esas dificultades que Grandier escribió el pequeño tratado sobre el celibato de los sacerdotes al cual se hizo referencia anteriormente. Nadie desea considerarse inmoral y herético; pero al mismo tiempo nadie desea renunciar a una actividad dictada por poderosos impulsos, especialmente cuando tales impulsos son reconocidos como de buena naturaleza y pueden estimular hacia una vida más elevada e intensa. De ahí toda la curiosa literatura de racionalización y justificación: racionalización de los impulsos o intuiciones dentro de los términos de la filosofía que, en ese determinado tiempo y lugar, resulte estar de moda; justificación de los actos no ortodoxos mediante referencia al código moral corriente, reinterpretado para que se adapte al caso específico. El tratado de Grandier es un espécimen característico de esta conmovedora y sumamente curiosa rama de la apologética. Ama a Madeleine de Brou y sabe que este amor es algo intrínsecamente bueno; pero, de acuerdo con los estatutos de la organización a la cual pertenece, incluso este amor intrínsecamente bueno es malo. Por consiguiente, Grandier debe hallar algún argumento para probar que los estatutos no significan lo que se les atribuye o que él no quiso decir lo que dijo cuando, bajo juramento, prometió respetarlos. Para un hombre sagaz nada es más fácil que hallar argumentos que lo convenzan de que está procediendo bien cuando hace lo que desea hacer. Los argumentos de 26

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su tratado parecieron a Grandier irrefragablemente convincentes. Lo que resulta ya más notable es que también a Madeleine le parecieron irrefutables. De una religiosidad llena de escrúpulos, virtuosa no sólo por principio, sino asimismo por hábito y temperamento, Madeleine consideraba las reglas de la Iglesia como imperativos categóricos, y hubiera preferido morir que pecar contra la castidad. Pero estaba enamorada, por primera vez y con una pasión tanto más violenta cuanto que había germinado en una naturaleza muy profunda y que había sido sistemáticamente reprimida durante mucho tiempo. El corazón tiene sus razones; y cuando Grandier arguyó que el voto de celibato carecía de fuerza obligatoria y que un sacerdote puede casarse, ella le creyó. Si ella se convertía en su esposa, le estaría permitido amarlo; más aun: sería su deber amarlo. Ergo -pues la lógica es irresistible- la ética y la teología del tratado redactado por su amante estaban más allá de todo reproche. Y así aconteció que una medianoche, en la iglesia vacía, y plena de resonancias, Grandier cumplió la promesa hecha a Mme. de Brou mediante una ceremonia de matrimonio con la huérfana que la dama había dejado a su cuidado. Como sacerdote se preguntó a sí mismo si tomaba a esa mujer como esposa, y como novio respondió en forma afirmativa, y se colocó el anillo en el dedo. Como sacerdote, solicitó una bendición, y como novio se arrodilló para recibirla. Era una ceremonia fantástica; pero en desafío a la ley y a las costumbres, a la Iglesia y el Estado, ellos decidieron creer en su validez. Como se amaban recíprocamente, sabían que, a los ojos de Dios, estaban realmente casados.7 A los ojos de Dios, quizá; pero sin duda no lo estaban ante los de los hombres. En lo que concernía a las buenas gentes de Loudun, Madeleine era meramente la última de las concubinas del párroco, una pequeña sainte nitouche, que tenía un aire angelical pero que había resultado peor que las otras, una mojigata que súbitamente se había revelado como una ramera y que estaba prostituyendo su cuerpo en la forma más desvergonzada con ese Príapo vestido con sotana, con ese macho cabrío de cabeza cubierta por un solideo. Entre los que se reunían a cada atardecer bajo la piel de cocodrilo de M. Adam la indignación fue más violenta, la malignidad más venenosa que en cualquier otro sector de la ciudad. Aborreciendo al párroco, pero impotentes para hacerle el menor daño por esta última injuria, pues él había manejado sus asuntos con suma discreción, sus enemigos se compensaban por la forzada inactividad apelando a un lenguaje insultante. No podían hacer nada, pero por lo menos podían hablar. Y hablaron, con tantas personas y en términos tan insultantes, que por último los parientes de Madeleine decidieron que era menester hacer algo. Se ignora qué pensaban de la liaison de Madeleine con su confesor. Todo lo que sabemos es que, como M. Trincant, creían firmemente en el valor de la verdad legal como sustituto de la verdad a secas. Magna est veritas legitima, et praeualebit.8 Procediendo de acuerdo con esta máxima, persuadieron a Madeleine para que iniciara un juicio por calumnias contra M. Adam. El caso fue juzgado ante el Parlamento de París, y en él se halló culpable al boticario. Un terrateniente local, que no era amigo de los De Brou y que detestaba a Grandier, se presentó en respaldo del boticario, y fue apelada la sentencia. Se realizó una segunda audiencia, y la sentencia fue confirmada. El pobre M. Adam fue condenado a pagar seiscientas cuarenta libras de indemnización, las costas de los dos juicios, y a decir, en presencia de los magistrados locales y de Madeleine de Brou y sus parientes, arrodillado y con la cabeza descubierta "en voz alta e inteligible, que, temeraria y maliciosamente, había pronunciado atroces y escandalosas palabras contra la mencionada damisela, por lo cual solicitaba el perdón de Dios, del rey, de la Justicia, y de la mencionada Mademoiselle de Brou y reconocía que era una doncella de virtud y honor". Y así se hizo. Los mismos abogados, el fiscal público y el lieutenant criminal admitieron la derrota, y decidieron que en cualquier ataque futuro contra Grandier era me7

`Según se desprende de las actas del sínodo hugonote de Poitiers de 1560, es evidente que los sacerdotes se casaban con frecuencia en forma secreta con sus concubinas y que, cuando la mujer era calvinista, su posición respecto a su Iglesia se tornaba muy embarazosa." (Henry C. Lea, History of Sacerdotal Celibacy. Del capítulo XXIX, "The Post-Tridentine Church.") 8 "Grande es la verdad legítima, y prevalecerá."

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nester dejar en paz a Madeleine. Después de todo, su madre había sido una Chauvet; de Cerisay era su primo y los De Brou se habían casado con los Tabarto, los Dreux y los Genebaut. Hiciera lo que hiciese, una muchacha con parientes de tal importancia no podía ser más que una fille de bien et d'honneur. Entretanto, era lamentable que el boticario se viese totalmente arruinado. No obstante, así es la vida y tales son los misteriosos decretos de la Providencia. Cada uno de nosotros tiene su pequeña cruz, y cada hombre, como justamente lo ha dicho el apóstol, deberá soportar su propia carga. Dos nuevos elementos se añadieron ahora a la confabulación contra Grandier. El primero era un abogado de cierta importancia, Pierre Menuau, abogado del rey. En los años anteriores había asediado a Madeleine con propuestas de matrimonio. Las negativas de ella no lo habían desalentado, y había mantenido sus esperanzas de conquistar algún día a la muchacha, la dote y toda la influencia de la familia. Grande, por consiguiente, fue su furia al descubrir que Madeleine lo había defraudado en lo que él consideraba como sus derechos al entregarse al párroco. Trincant escuchó con simpatía tales quejas y, a modo de consuelo, le ofreció un puesto en el consejo de guerra. La propuesta fue aceptada con rapidez y a partir de ese momento Menuau fue uno de los más activos miembros del grupo. El segundo de los nuevos enemigos de Grandier era un amigo de Menuau llamado Jacques de Thibault, caballero rural que había sido soldado y que ahora, como agente extraoficial del cardenal Richelieu, intervenía en política provincial. Desde el principio el párroco había desagradado a Thibault. ¡Ese curita de nada, salido de la baja clase media, con bigotes de caballero, que adoptaba los modales de un lord, y que lucía su latín como si fuera un doctor de la Sorbona! ¡Y ahora tenía la impudencia de seducir a la novia del abogado del rey! Ciertamente, no debía tolerarse que este asunto prosiguiera. El primer paso que dio Thibault consistió en dirigirse a uno de los más poderosos amigos y protectores de Grandier, el marqués du Bellay. Habló con tanta energía y respaldó sus palabras con una lista de tantas ofensas reales e imaginarias que el marqués cambió de campo y a partir de ese momento trató a su en otro tiempo amigo como persona non grata. Grandier se sintió profundamente herido y no poco inquieto. Amigos oficiosos se apresuraron a comunicarle la parte que Thibault había desempeñado en el asunto, y la próxima vez que los hombres se encontraron, el párroco (que estaba vestido con sus hábitos eclesiásticos completos e iba a entrar a la iglesia de Sainte-Croix) se dirigió a su enemigo con amargas palabras de reproche. Por toda respuesta, Thibault levantó su bastón de malaca y descargó un golpe sobre la cabeza de Grandier. Había comenzado una nueva fase de la batalla de Loudun. El primero en actuar fue Grandier. Deseoso de vengarse de Thibault, partió a la mañana siguiente rumbo a París. La violencia contra la persona de un sacerdote era un sacrilegio, una blasfemia en acción. Apelaría al Parlamento, al procurador general, al canciller, al rey mismo. Al cabo de una hora, M. Adam estaba ya perfectamente informado de su partida y del propósito de su viaje. Dejando su mortero, se precipitó a la oficina del fiscal público, quien en seguida envió un sirviente para que convocara a los otros confabulados. Éstos llegaron y, tras una breve deliberación, se organizó un plan de contraataque. Mientras el párroco marchaba a París a quejarse ante el rey, ellos irían a Poitiers y se quejarían ante el obispo. Se redactó un documento en el mejor estilo legal. En él se acusaba a Grandier de haber seducido a innumerables mujeres casadas y jóvenes, de ser profano e impío, de no leer nunca su breviario y de haber fornicado dentro de la iglesia. Fue fácil transformar estas afirmaciones en verdades legales. M. Adam fue enviado al mercado de ganado, y pronto regresó con dos individuos andrajosos que declararon que, por una pequeña contribución, estaban dispuestos a firmar cualquier cosa que se les pusiera delante. Bougreau sabía escribir, pero Cherbonneau sólo podía poner su marca. Cuando lo hicieron, tomaron su dinero y se marcharon alegremente a emborracharse. A la mañana siguiente el fiscal público y el lieutenant criminal montaron en sus caballos y se dirigieron despaciosamente a Poitiers. Allí se presentaron ante el representante legal del obispo. Con gran placer descubrieron que Grandier estaba ya en la lista negra diocesana. Los rumores acerca de las hazañas amorosas del párroco habían llegado a oídos de sus superiores. 28

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Y a la lascivia y la indiscreción se agregaba el más grave pecado de la arrogancia. Recientemente, por ejemplo, el sujeto había tenido la insolencia de inmiscuirse en asuntos que pertenecían a la autoridad episcopal al conceder una dispensa (y percibir el pago por ella) para un casamiento a realizarse sin la publicación preliminar de las amonestaciones. Había llegado el momento de cortarle las alas al gallito. Estos caballeros de Loudun habían venido oportunamente. Con una carta de recomendación del representante legal, Trincant y Hervé se dirigieron en sus cabalgaduras a ver al obispo, que estaba residiendo en su espléndido castillo de Dissay, a unas cuatro leguas de la ciudad. Henry-Louis Chasteignier de la Rochepozay constituía el raro fenómeno de ser prelado en gracia a su noble origen y a la vez un hombre de saber y autor de portentosos trabajos de exégesis bíblica. Su padre, Louis de la Rochepozay, fue durante toda su vida protector y amigo de Joseph Scaliger, y el joven caballero y futuro obispo había tenido la ventaja de estar bajo la tutela de ese incomparable estudioso, "el más grande intelecto -según Mark Pattisonque se haya consumido en la adquisición de conocimiento". Habla mucho en su favor el hecho de que, pese al protestantismo de Scaliger y a despecho de la abominable campaña de calumnias de los jesuitas contra el autor de De emendatione temporum, haya permanecido siempre leal a su antiguo maestro. Respecto a todos los otros herejes, M. de la Rochepozay se mostraba implacablemente hostil. Detestaba a los hugonotes, que eran muy numerosos en su diócesis, y hacía todo lo que estaba en su mano para volverles la vida imposible. Pero al igual que la caridad, al igual que la lluvia, que cae tanto sobre las fiestas al aire libre de los justos como sobre las de los injustos, el mal carácter es divinamente imparcial. Cuando sus propios católicos lo molestaban, el obispo estaba dispuesto a tratarlos tan mal como trataba a los protestantes. De tal modo, en 1614, según una carta escrita por el príncipe de Conde a la regenta María de Médicis, había doscientas familias acampadas fuera de la ciudad, y que no podían volver a ella a causa de que su pastor, plus meschant que le diable, había ordenado a sus arcabuceros que hicieran fuego sobre cualquiera que intentase atravesar las puertas del pueblo. ¿Y cuál era el crimen que habían cometido? Ser fieles al gobernador designado por la reina que disgustaba a M. de la Rochepozay. El príncipe pidió a la reina que castigara "la inaudita insolencia de ese sacerdote". Por supuesto, nada se hizo, y el buen obispo continuó reinando en Poitiers, hasta que en 1651, a avanzada edad, murió a causa de un ataque de apoplejía. Un aristócrata quisquilloso y tirano, un estudioso amante de los libros, para quien el mundo que se extendía más allá de la puerta de su biblioteca no era más que una mera fuente de interrupciones absurdas de la seria ocupación de leer: tal era el hombre que recibía ahora en audiencia a los enemigos de Grandier. Al cabo de media hora había adoptado una decisión. El párroco resultaba perjudicial y era menester darle una lección. Se envió por un secretario y se redactó, se firmó y se selló una orden para que Grandier fuera arrestado y enviado a la prisión episcopal de Poitiers. El documento fue luego entregado a Trincant y al lieutenant criminal para que hicieran uso de él según su discreción. Entretanto, en París, Grandier había presentado su queja ante el Parlamento, y había sido recibido (gracias a d'Armagnac) en audiencia privada por el rey. Profundamente conmovido por el relato que el párroco hizo de sus desdichas, Luis XIII dio órdenes para que se hiciera justicia con la mayor prisa, y al cabo de pocos días Thibault recibió una notificación a fin de que se presentara ante el Parlamento de París. Partió sin perder un instante, llevando consigo la orden de arresto contra Grandier. La causa fue vista por el Parlamento. Todo parecía desarrollarse favorablemente para el párroco cuando Thibault, dramáticamente, presentó a los jueces la orden de arresto impartida por el obispo. Estos la leyeron e inmediatamente postergaron la solución del caso hasta que Grandier hubiera aclarado su situación ante su superior. Era un triunfo para los enemigos del párroco. En el ínterin, en Loudun se estaba llevando a cabo una investigación oficial acerca de la conducta de Grandier, conducida primero bajo la presidencia imparcial del lieutenant civil, Louis Chauvet, y luego, cuando Chauvet renunció disgustado; bajo la dirección 29

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acentuadamente parcial del fiscal público. Llovieron acusaciones desde todas partes. El Reverendo Meschin, uno de los vicarios de Grandier en San Pedro, afirmó que había visto al párroco divirtiéndose con mujeres sobre el piso (que debía resultar sin duda un poco duro para tales diversiones) de su propia iglesia. Otro sacerdote, el Reverendo Martin Boulliau, se había escondido detrás de una columna y había espiado a su colega mientras éste hablaba con Mme. de Dreux, la difunta suegra de M. de Cerisay, el bailli, en el banco de la iglesia. Trincant mejoró este testimonio: puso la frase "cometiendo el acto venéreo" en el lugar en que la declaración original decía "hablando con la mencionada dama mientras ponía una mano sobre el brazo de ella". Las únicas personas que no presentaron acusaciones en contra del párroco fueron aquellas cuyo testimonio hubiera resultado el más convincente: las fáciles criadas, las esposas insatisfechas, las viudas demasiado consolables y Philippe Trincant y Madeleine de Brou. Siguiendo el consejo de d'Armagnac, que prometió escribir en su defensa a M. de la Rochepozay y al representante legal de éste, Grandier decidió presentarse voluntariamente ante el obispo. Regresó en secreto de París, y no pasó más que una noche en Loudun. Al día siguiente, cuando el sol salía, estaba otra vez sobre el caballo. A la hora del desayuno el boticario estaba enterado de todo. Una hora después, Thibault, que había retornado a Loudun dos días antes, marchaba al galope por la ruta a Poitiers. Al llegar a su destino marchó directamente al palacio episcopal e informó a las autoridades que Grandier estaba en la ciudad y que intentaría evitar la humillación del arresto simulando entregarse voluntariamente. Era preciso evitar de cualquier modo una treta semejante. El representante legal del obispo se manifestó de acuerdo con él. Cuando Grandier dejó su alojamiento para dirigirse al palacio, el sargento del rey lo arrestó y lo condujo, protestando, pero sans scandale, és prisons episcopales dudict Poitiers. Las prisiones episcopales del susodicho Poitiers estaban situadas en una de las torres del palacio del obispo. Allí Grandier fue consignado al carcelero Lucas Gouiller, y encerrado en una celda húmeda y casi sin luz. Era el 15 de noviembre de 1629. Había pasado menos de un mes desde la disputa con Thibault. Hacía un intenso frío, pero no se, permitió al prisionero que enviara por ropas más abrigadas, y unos pocos días después, cuando su madre solicitó permiso para visitarlo, éste le fue negado. Al cabo de dos semanas de este confinamiento rigurosamente horrible, Grandier escribió una piadosa carta a M. de la Rochepozay. "Vuestra Eminencia -comenzaba-, siempre he creído e incluso enseñado que la aflicción es el verdadero camino al cielo, pero nunca la había conocido hasta que vuestra bondad, movida por el temor a mi perdición y por el deseo de salvarme, me arrojó a este lugar, en el que quince días de miseria me han llevado más cerca de Dios que lo que lo habían hecho los cuarenta años previos de prosperidad." A esto sigue un elaborado pasaje literario, lleno de conceptos y alusiones bíblicas. Al parecer, Dios "ha unido felizmente el rostro de un hombre con el de un león o sea vuestra moderación con la pasión de mis enemigos, quienes, deseando destruirme como a otro José han logrado mi progreso en el reino de Dios". Y hasta tal punto que su odio se ha convertido en amor, y su sed de venganza en deseo de servir a los que lo han perjudicado. Tras un florido párrafo acerca de Lázaro, concluye con un ruego en el sentido de que puesto que el fin del castigo es lograr la enmienda de la vida, y puesto que, después de dos semanas de prisión, su vida está enmendada, es justo que se lo ponga en libertad. Resulta siempre duro creer que la emoción franca y sincera puede llegar a expresarse a través de los curiosos artificios de un estilo trabajado. Pero la literatura no es lo mismo que la vida. El arte está gobernado por un conjunto de reglas, y es conducido por otro. Lo absurdo del estilo epistolar de principios del siglo XVII de Grandier es perfectamente compatible con una real sinceridad de sentimientos. No hay razones para dudar de la verdad de su creencia en el sentido de que la aflicción lo ha llevado más cerca de Dios. Desdichadamente para él, conocía demasiado poco su propia naturaleza como para entender que el retorno de la prosperidad destruiría sin remedio (a menos que él hiciese enormes y tenaces esfuerzos) la 30

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obra de la aflicción, y que la destruiría, no en quince días, sino en los primeros quince minutos. La carta de Grandier no ablandó al obispo. Menos aún lo hicieron las cartas que recibió por entonces de M. d'Armagnac y del buen amigo de M. d'Armagnac, el arzobispo de Burdeos. Que ese odioso hombrecito tuviera amigos influyentes era malo. Pero que esos amigos se aventuraran a hacer presión sobre él, un de la Rochepozay, un estudioso frente al que el arzobispo no valía más que uno de sus propios caballos, que presumieran aconsejarle qué debía hacer con un sacerdote insubordinado: esto era absolutamente intolerable. Dio órdenes de que Grandier fuera tratado aun peor que antes. Los únicos que visitaron al párroco durante todo este desdichado período fueron los jesuitas. Había sido alumno de ellos, y, por consiguiente, no lo abandonaban. Además de consuelo espiritual, los buenos padres le llevaron medias de abrigo y cartas. Gracias a éstas supo que d'Armagnac se había impuesto al procurador general, que el procurador general había ordenado a Trincant, como fiscal público de Loudun, que reabriese el caso contra Thibault, que Thibault se había presentado ante d'Armagnac con vistas a llegar a un arreglo, pero que Messieurs les esclezeasticques (la ortografía del gobernador es sistemáticamente asombrosa) se habían pronunciado en contra de todo compromiso, puesto que ello significaría faire tort á vostre ynosance. El párroco cobró nuevo aliento, escribió otra carta al obispo acerca de su caso, pero no obtuvo respuesta; escribió aun otra, cuando Thibault fue a visitarlo personalmente para que llegaran a una solución fuera del tribunal, y tampoco logró que el obispo le contestara. A principios de diciembre los testigos a quienes se les había pagado para que lo acusaran fueron oídos en Poitiers. Aun contando con jueces predispuestos en su favor, la impresión que causaron fue deplorable. Luego le tocó el turno al vicario de Grandier, Gervais Meschinel, y al otro sacerdote que lo había visto en el banco de la iglesia junto con Mme. de Dreux. El testimonio de ambos resultó casi tan poco convincente como el de Bougreau y Cherbonneau. Declarar culpable a alguien sobre la base de pruebas semejantes parecía imposible. Pero M. de la Rochepozay no era hombre de apartarse de su camino por tonterías tales como la equidad o los procedimientos legales. El 3 de enero de 1630 se puso término al juicio. Grandier fue condenado a ayuno con pan y agua cada viernes durante tres meses, y se le prohibió, durante cinco años en la diócesis de Poitiers y para siempre en la aldea de Loudun, cumplir con sus deberes sacerdotales. Para el párroco esta sentencia significaba la ruina económica y el fin de todas sus esperanzas de futuras mejoras. Pero, por de pronto, era otra vez un hombre libre, libre para volver a vivir en su cálida casa, para comer una buena comida (excepto los viernes), para conversar con sus parientes y amigos, y para que lo visitara (¡con infinitas precauciones!) la mujer que creía ser su esposa. Y libre, finalmente, para apelar de la sentencia de M. de la Rochepozay ante el superior eclesiástico de éste, el arzobispo de Burdeos. Con abundantes expresiones de respeto, pero también con gran firmeza, Grandier escribió a Poitiers para anunciar su decisión de llevar el caso ante el metropolitano. Fuera de sí por la cólera, M. de la Rochepozay no podía, sin embargo, hacer nada para impedir esta intolerable afrenta a su orgullo. La ley canónica -¿había algo más subversivo?-determinaba que los gusanos tenían derechos e incluso les permitía, en ciertas circunstancias, darse vuelta. Para Trincant y los restantes conjurados, las nuevas de que Grandier pensaba apelar no resultaron nada tranquilizadoras. El arzobispo era íntimo de d'Armagnac, y odiaba a M. de la Rochepozay. Había todas las razones para temer que si la apelación era presentada sería satisfecha. En tal caso Loudun se vería cargada con el párroco para siempre. Para impedir que la apelación fuera presentada, los enemigos de Grandier apelaron por su cuenta, pero no ante el tribunal eclesiástico superior, sino ante el Parlamento de París. El obispo y su representante legal eran jueces eclesiásticos, y no podían imponer más que castigos espirituales, es decir, ayuno y, en casos extremos, excomunión. Sólo el decreto de un magistrado civil podía condenar a la horca, a sufrir una mutilación, a ser marcado con un estigma infamante o enviar a galeras. Si Grandier era suficientemente culpable como para merecer una interdicción a diuinis, por cierto era entonces también lo bastante culpable como para ser juzgado por el alto 31

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tribunal. La apelación fue presentada, y se fijó una fecha de fines del mes de agosto siguiente para el juicio. Esta vez le tocaba al párroco el turno de sentirse inquieto. El caso de René Sophier, párroco que hacía sólo seis años había sido quemado vivo por "incestos espirituales e impudicias sacrílegas", estaba tan fresco en su memoria como en la del acusador público. D'Armagnac, en cuya casa de campo pasó la mayor parte de la primavera y el verano, lo tranquilizó. Después de todo, Sophier había sido sorprendido en flagrante, Sophier no tenía amigos en la corte. Mientras que en este caso no había pruebas, y el procurador general le había prometido ya su apoyo, o por lo menos su benévola neutralidad. Todo marcharía bien. Y, en efecto, cuando el caso fue visto, los jueces hicieron justamente lo que los enemigos de Grandier habían confiado que no hicieran: ordenaron un nuevo juicio ante el lieutenant criminal de Poitiers. Esta vez los jueces serían imparciales y los testigos se verían sometidos a la más minuciosa investigación. Las perspectivas eran tan alarmantes que Cherbonneau desapareció y Bougreau no sólo retiró su acusación, sino que confesó que le habían pagado para que la formulara. El mayor de los dos sacerdotes, Martin Boulliau, había desautorizado hacía mucho las afirmaciones que le atribuyera el fiscal público, y ahora, pocos días antes de la apertura del nuevo juicio, el más joven, Gervais Meschin, se presentó ante el hermano de Grandier y, en un arranque de pánico mezclado quizá con remordimiento, le dictó una declaración en el sentido de que todo lo que había dicho de la impiedad de Grandier, de sus diversiones con criadas y matronas sobre el suelo de la iglesia, de sus orgías con mujeres a medianoche en la rectoría, era completamente falso, y que había hecho tales afirmaciones bajo las sugerencias y solicitaciones de los que dirigían la investigación. No menos perjudicial era el testimonio presentado voluntariamente por uno de los canónigos de Sainte-Croix, quien reveló que Trincant lo había visitado en secreto y había intentado, primero mediante halagos y luego apelando a presiones, impulsarlo a formular acusaciones sin fundamento contra su colega. Cuando se inició el juicio no había pruebas contra el párroco, pero sí, en gran cantidad, contra sus acusadores. Completamente desacreditado, el fiscal público se halló ante un dilema. Si decía la verdad acerca de su hija, Grandier sería condenado, y su desdichada conducta se vería en parte excusada. Pero decir la verdad sería exponer a Philippe a la deshonra y convertirse a sí mismo en objeto del desprecio y la risueña piedad generales. Prefirió callar. Philippe se vio salvada de la ignominia; pero Grandier, el objeto de todo su odio, fue absuelto, y su propia reputación, como caballero, como letrado, y como servidor público, quedó irreparablemente manchada. No había ya para Grandier más peligro de ser quemado vivo por incestos espirituales; pero la interdicción a divinís seguía en vigor y, como M. de la Rochepozay no cedería, no quedaba otro remedio que seguir adelante con la apelación ante el metropolitano. El arzobispado de Burdeos era a la sazón un beneficio hereditario de la casa de Escobleau de Sourdis. Gracias a la circunstancia de que su madre, Isabeau Babou de la Bourdaisiére, era la tía de Gabrielle d'Estrées, la amante favorita de Enrique IV, François de Sourdis había progresado con gran rapidez en la carrera que eligió. A los veintitrés años le fue dada la birreta de cardenal, y al siguiente, 1599, fue designado arzobispo de Burdeos. En 1600 hizo un viaje a Roma, donde lo apodaron, quizá con cierta falta de gentileza, II Cardinale Sordido, arcivescovo di Bordello. Cuando regresó a su sede repartió su tiempo entre la fundación de casas religiosas y furiosas peleas que por tonterías sostenía con el Parlamento local. En cierta oportunidad llegó a excomulgar al Parlamento con todas las solemnidades del caso. En 1628, tras un reinado de treinta años, murió y fue sucedido por su hermano menor, Henri de Sourdis. Las notas de Tallemant acerca del nuevo arzobispo comienzan en la siguiente forma: "Mme. de Sourdis su madre, hallándose en el lecho de muerte, le dijo que era hijo del canciller de Chiverny, que ella le había procurado el obispado de Maillezais y varios otros beneficios y que, por lo tanto, le rogaba que se conformara con un diamante y que renunciara a toda participación en las propiedades que le había dejado su difunto esposo. Henri 32

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respondió: `Madre, nunca quise creer que no valías nada, pero ahora veo que es verdad.' Esto no le impidió apoderarse de las cincuenta mil coronas que, como a sus restantes hermanos y hermanas, le correspondieron legalmente, pues ganó el juicio.9 Como obispo de Maillezais (otro beneficio de la familia, que su tío había ocupado antes que él), Henri de Sourdis llevó la vida de un joven y alegre cortesano. Excluido de las responsabilidades del matrimonio, no consideró necesario negarse los placeres del amor. Como consumía gran parte de su dinero en tales placeres, Mlle. du Tillet, con el característico sentido de la economía francés, aconsejó a la mujer de su hermano, Jeanne de Sourdis, que tratara de faire l'amour avec M. 1'éuvesque de Maillezais, vostre beau-frére. "`¡Jesús, Mademoiselle! ¿Qué está diciendo?, clamó Mme. de Sourdis. '¿Qué estoy diciendo?', replicó la otra. `Estoy diciendo que no es bueno que el dinero salga de la familia. Vuestra suegra hizo lo mismo con su cuñado, que era también obispo de Maillezais.'10 En los intervalos que le dejaba el amor, el joven obispo se ocupaba principalmente de la guerra, primero en tierra, como cuartelmaestre general e intendente de artillería, y posteriormente en el mar, como comandante de buques y primer jefe del almirantazgo. En el desempeño de este último cargo, creó virtualmente la armada francesa. En Burdeos, Henri de Sourdis siguió los pasos de su hermano en lo referente a disputar con el gobernador, M. d'Épernon, sobre cuestiones tales como el derecho del arzobispo a un ingreso de carácter estatal y las aspiraciones del gobernador a ser el primero en elegir entre el pescado fresco. Estas controversias fueron llevadas a tal extremo que un día el gobernador ordenó a sus hombres que detuvieran e hicieran volcar la carroza del arzobispo. Para vengarse de este insulto el arzobispo excomulgó a los guardias de M. d'Épernon y suspendió por adelantado a todo sacerdote que oficiara misa en la capilla privada de éste. Al mismo tiempo dio órdenes para que en todas las iglesias de Burdeos se elevaran plegarias por la conversión del duque d'Épernon. El enfurecido duque contraatacó prohibiendo que se hicieran reuniones de más de tres personas dentro de los límites del palacio arzobispal. Cuando le fue comunicada tal orden, M. de Sourdis se precipitó a las calles, llamando al pueblo para que protegiera la libertad de la Iglesia. Saliendo de su propia sede para sofocar el tumulto, el gobernador se encontró frente a frente con el arzobispo y, exasperado hasta el máximo, golpeó a éste con un bastón. M. de Sourdis lo declaró ipso facto excomulgado. La disputa fue llevada hasta Richelieu, quien decidió apoyar a M. de Sourdis. El duque debió retirarse a sus posesiones, y el arzobispo quedó dueño del campo. Posteriormente M. de Sourdis cayó a su vez en desgracia. "Durante su exilio -escribe Tallemant- aprendió un poco de teología." Un hombre semejante se hallaba en perfectas condiciones para comprender y estimar a Urbain Grandier. Como por su lado estaba muy entregado al sexo, consideró los pequeños pecados del párroco con simpática indulgencia. Además el párroco hablaba bien, no era gazmoño, tenía siempre una reserva de anécdotas divertidas y de informaciones útiles y resultaba en cualquier caso una compañía muy agradable. "11 vous affectíonne bien fort", escribió d'Armagnac al párroco, después de la visita que éste hizo a M. de Sourdis en la primavera de 1631, y el aprecio halló bien pronto expresión práctica. El arzobispo dio órdenes para que el caso fuera visto nuevamente por las autoridades eclesiásticas legales de Burdeos. Durante todo este tiempo la gran revolución nacionalista iniciada por el cardenal Richelieu había cumplido firmes progresos y entonces, súbitamente, comenzó a afectar la vida privada de cada uno de los personajes comprometidos en este mezquino drama provincial. Para quebrar el poder de los protestantes y de los magnates feudales, Richelieu había persuadido al rey y al consejo para que ordenaran la demolición de todas las fortalezas del reino. Eran ya innumerables las torres que habían sido derruidas, los fosos rellenados, los terraplenes convertidos en caminos. Y ahora le tocaba el turno al castillo de Loudun. Erigido por los romanos, reconstruido y ampliado una y otra vez durante la Edad Media, era la fortaleza más imponente de todo Poitou. Un anillo de murallas defendido por dieciocho torres 9

Tallemant des Reaux, Historiettes (París 1854), vol. 11, pág. 337. Ibid., vol. 1, pág. 189.

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coronaba la colina sobre la cual se alzaba la ciudad y dentro de este anillo había un segundo foso y una segunda muralla, y, por sobre todo ello, había un enorme torreón medieval, refaccionado en 1626 por el actual gobernador, Jean d'Armagnac. Las reparaciones y los cambios introducidos en el interior le habían costado una bonita suma, pero el rey, a quien había servido como primer caballero de cámara, le había dado en privado seguridades de que, aunque el resto de los castillos fueran derruidos, el suyo quedaría en pie. Por su lado, Richelieu tenía sobre el asunto sus propios puntos de vista, que no coincidían con los del rey. D'Armagnac no era para él más que un insignificante cortesano, y Loudun, un nido de hugonotes potencialmente peligrosos. En verdad, estos hugonotes se habían mantenido leales durante los recientes levantamientos de sus hermanos de herejía, en el Sur, bajo el duque de Roharn, y en La Rochelle, en alianza con los ingleses. Pero la lealtad de hoy no era garantía contra la rebelión de mañana. No, no; el castillo debía ser demolido y junto con el castillo era menester que desaparecieran todos los antiguos privilegios de una ciudad que, al seguir siendo predominantemente protestante, había demostrado que no los merecía. El plan del cardenal consistía en transferir estos privilegios a otra ciudad, la cercana y todavía hipotética ciudad de Richelieu, que estaba entonces construyéndose, o por ser construida, en torno al hogar de sus antepasados. El sentimiento público estaba en Loudun fuertemente en contra de la demolición del castillo. Era una época en la que la paz doméstica constituía aún una precaria novedad. Privados de su fortaleza los habitantes, tanto los católicos como los protestantes, sentían que estarían (según las palabras de d' Armagnac) "a merced de toda clase de soldadesca y sujetos a frecuente pillaje". Por lo demás, ya se habían difundido rumores acerca de las intenciones secretas del cardenal. Cuando éstas se hubieran cumplido, la pobre Loudun no sería más que un villorrio, un villorrio semidesierto. Debido a su amistad con el gobernador, Grandier estaba inequívocamente de parte de la mayoría. Sus enemigos privados, casi sin excepción, eran cardenalistas a quienes les importaba poco el futuro de Loudun, puesto que sólo se preocupaban de halagar bajamente a Richelieu clamando por la demolición y trabajando en contra del gobernador. En el mismo momento en que Grandier parecía a punto de conquistar una victoria final, se veía amenazado por un poder enormemente superior a todos aquellos con los que había tenido que luchar hasta entonces. Entretanto la posición social del párroco era extrañamente paradójica. Había sido objeto de una interdicción a divinis; pero aún era el curé de San Pedro, donde su hermano, el primer vicario, actuaba en su nombre. Sus amigos se mostraban todavía gentiles, pero sus enemigos lo trataban como a un proscrito, alguien que estaba más allá de los límites de la sociedad respetable. Y no obstante, tras los bastidores, este proscrito ejercía la mayor parte de las funciones de un gobernador real. D'Armagnac se veía obligado a pasar casi todo su tiempo en la corte, aguardando una entrevista con el rey. Durante su ausencia era representado en Loudun por su mujer y por un fiel lugarteniente. Y había ordenado, tanto al lugarteniente como a Mme. d'Armagnac, que se consultara a Grandier respecto de todas las medidas de importancia. El desdichado y suspendido sacerdote estaba actuando como vicegobernador de la ciudad y como guardián de la familia de su primer ciudadano. En el curso de ese verano de 1631 M. Trincant se retiró a la vida privada. Sus colegas y el público en general se habían sentido profundamente desagradados por las revelaciones hechas durante el segundo juicio de Grandier. Un hombre dispuesto, por motivos de venganzas privadas, a cometer perjurio, a sobornar testigos, a falsificar testimonios escritos, estaba evidentemente descalificado para desempeñar un cargo legal de responsabilidad. Sometido a una silenciosa pero persistente presión, Trincant renunció. En lugar de vender (como estaba en condiciones de hacerlo) la cesión de su puesto, se lo dio a Louis Moussaut pero se lo dio con una condición. El joven abogado no sería fiscal de Loudun hasta después de su matrimonio con Philippe Trincant. Para Enrique IV París había valido una misa. Para M. Moussaut un buen cargo valía la perdida virginidad de su prometida y las bromas obscenas de los protestantes. Tras una silenciosa boda, Philippe se estableció para cumplir su sentencia: cuarenta años de matrimonio sin amor. 34

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En el mes de noviembre siguiente Grandier fue llamado a la abadía de Saint-Jouin-deMarnes, una de las residencias favoritas del arzobispo de Burdeos. Allí supo que su apelación de la sentencia de M. de la Rochepozay había tenido éxito. La interdicción a divinis estaba levantada y él se hallaba nuevamente en condiciones de ejercer su ministerio como curé de San Pedro. M. de Sourdis acompañó este anuncio con algunos consejos amistosos y sumamente sensatos. Señaló que la rehabilitación legal no desarmaría la furia de sus enemigos, que, más bien, la tornaría más intensa. Teniendo en cuenta que dichos enemigos eran muchos y numerosos, ¿no sería más sabio y más conveniente para una vida tranquila, dejar Loudun y empezar de nuevo en cualquier otra parroquia? Grandier prometió considerar estas sugestiones, pero en su fuero íntimo estaba ya decidido a desecharlas. Era el párroco de Loudun, y en Loudun pensaba quedarse, pese a sus enemigos, o quizá justamente a causa de ellos. Querían que se marchase; muy bien, se quedaría, para molestarlos y porque le gustaba la lucha, pues, como Martín Lutero, se complacía en ponerse colérico. Además de éstas, el párroco tenía otras razones no menos importantes para desear quedarse. Loudun era el lugar donde vivía Madeleine, y a ella le resultaría muy difícil salir de allí. Por otro lado, estaba su amigo, Jean d'Armagnac, que necesitaba ahora tanto de la ayuda de Grandier como Grandier había necesitado de la suya en otra oportunidad. Abandonar Loudun en medio de la batalla por el castillo sería desertar de junto a un aliado frente al enemigo. En el camino de regreso desde Saint-Jouin, Grandier desmontó frente a la rectoría de la iglesia de uno de los pueblos que se hallaban al paso y pidió que se le permitiera cortar una rama del hermoso laurel que crecía en el jardín. El anciano párroco se lo permitió con alegría. Señaló que no había nada como las hojas de laurel para mejorar el sabor del pato salvaje y del venado asado. Y Grandier añadió que nada como las hojas de laurel para celebrar un triunfo. Con el laurel del victorioso en la mano cabalgó por las calles de Loudun. Esa tarde, tras casi dos años de silencio, la voz sonora del párroco fue oída nuevamente en San Pedro. Mientras tanto, bajo el cocodrilo del boticario, los miembros de la conjuración reconocieron su derrota, y ásperamente deliberaron acerca del próximo movimiento a ejecutar. Una nueva fase de la lucha se iniciaría mucho antes de que ellos o cualesquiera otros pudieran esperarlo. Uno o dos días después del triunfante retorno de Grandier desde SaintJouin, un distinguido visitante llegó a la ciudad y tomó alojamiento en "El Cisne y la Cruz". El forastero era Jean de Martín, barón de Laubardemont, primer presidente de la corte de apelaciones (cour des cides) de Guyena, miembro del consejo y ahora enviado especial del rey para la demolición del castillo de Loudun. Para sus cuarenta y un años, M. de Laubardemont había ido lejos. Su carrera era una demostración del hecho de que, en ciertas circunstancias, arrastrarse es un medio de locomoción más efectivo que marchar de pie, y de que los que mejor se arrastran son aquellos cuya mordedura es la más mortal. Durante toda su vida Laubardemont se había arrastrado sistemáticamente ante los poderosos y había mordido a los indefensos. Ahora estaba recogiendo su recompensa, se había convertido en uno de los subordinados favoritos del cardenal. En su apariencia y en sus modales, el barón era un modelo anticipado -en unos doscientos y tantos años del Urías Heep de Dickens. El largo y retorcido cuerpo, las manos húmedas que incesantemente se secaba, las constantes protestas de humildad y buena voluntad: todo era idéntico. Y también lo era la malignidad encubierta, y el despiadado ojo atento a la mejor oportunidad. Era ésta la segunda visita de Laubardemont a Loudun. Había estado allí el año anterior para asistir al bautismo de uno de los hijos de d'Armagnac en representación del rey. Por ello el gobernador, un poco ingenuamente, creía que Laubardemont era un fiel amigo. Pero el barón no tenía amigos, y sólo era fiel a los poderosos. D'Armagnac no ejercía ningún poder efectivo; era simplemente el favorito de un rey que invariablemente había resultado demasiado débil para decir que no a su primer ministro. El favorito había logrado que el rey le diera seguridades de que la fortaleza no sería derruida, pero el cardenal había logrado convencer al rey de lo contrario. Siendo así las cosas, la conclusión inevitable era que tarde o 35

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temprano el rey retiraría su promesa. Con lo cual quedaría a la vista lo que el favorito en realidad era: una mera cifra, una nulidad con título. Antes de partir para Poitou, Laubardemont se había presentado ante el gobernador y, como de costumbre, se había puesto a su servicio y había formulado las habituales protestas de eterna amistad. Y mientras estuvo en Loudun fue asiduo en sus atenciones hacia Mme. d'Armagnac, e hizo una excepción para ser amable con el párroco. Secretamente, no obstante, mantuvo largas consultas con Trincant, Hervé, Mesmin de Silly y los demás cardenalistas. Grandier, cuyo servicio privado de información era por lo menos tan bueno como el del boticario, se enteró muy pronto de dichas reuniones. Escribió al gobernador, advirtiéndole que estuviera en guardia respecto a Laubardemont y sobre todo respecto al amo de Laubardemont, el cardenal. D'Armagnac le respondió en son de triunfo que el rey acababa de escribir personalmente a su comisionado para ordenarle explícitamente que el torreón debía permanecer en pie. Con ello el asunto quedaría definitivamente solucionado. La misiva real fue entregada a mediados de diciembre de 1631. Laubardemont se limitó a guardársela en el bolsillo y no dijo nada al respecto. La demolición de las murallas exteriores y de las torres proseguía sin tregua y cuando, en enero, Laubardemont partió de Loudun para atender asuntos que lo reclamaban con mayor urgencia en otra parte, los demoledores estaban bastante cerca del torreón. Grandier interrogó al ingeniero encargado de las tareas. Éste tenía órdenes de demoler todo. Actuando por propia iniciativa, el párroco dio órdenes para que los soldados que estaban bajo el mando del gobernador formaran un cordón en torno de la fortaleza interior. Laubardemont regresó en febrero y, advirtiendo que, por el momento, era preciso detenerse, se disculpó ante Mme. d'Armagnac por su imperdonable descuido y finalmente dio a conocer la carta del rey. Temporariamente el torreón había sido salvado, pero ¿a qué precio y por cuánto tiempo? Michel Lucas, secretario privado del rey y fiel agente del cardenal, recibió órdenes en el sentido de debilitar la influencia de d'Armagnac sobre el soberano. En cuanto al párroco, ya habría ocasión de ocuparse de él cuando las circunstancias fueran propicias. Grandier y d'Armagnac obtuvieron su última y más suicida victoria a principios del verano de 1632. Sobornaron a un correo e interceptaron gran cantidad de cartas dirigidas por los cardenalistas a Michel Lucas. Junto con maliciosas calumnias contra el gobernador, había en esas cartas claras pruebas de que los hombres que las habían escrito se hallaban trabajando activamente por la ruina de Loudun. D'Armagnac, que estaba descansando en su casa de campo de Lamotte, marchó inopinadamente a la ciudad, y a toque de trompetas convocó una asamblea popular. Las acusadoras cartas fueron leídas en alta voz, y la furia popular fue tal que Hervé, Trincant y los demás debieron ocultarse. Pero el triunfo del gobernador era de corta vida. Al regresar a la corte días después, halló que las noticias de su hazaña lo habían precedido y que el cardenal se lo había tomado muy a mal. La Vrillière, secretario de Estado y fiel amigo, lo tomó aparte y le dijo que debía elegir entre su fortaleza y el favor de la corona. El cardenal no le permitiría de ningún modo conservar ambos. Y en todo caso, cualesquiera fuesen en ese momento las intenciones del rey, la fortaleza iba a ser demolida. D'Armagnac aceptó el consejo. A partir de ese momento no ofreció más resistencia. Un año después el rey escribió otra carta a su comisionado. "Monsieur de Laubardemont, habiéndome enterado de vuestra diligencia..., os escribo esta carta para expresar mi satisfacción y a fin de que la fortaleza que aún queda sea demolida; debéis derruirla enteramente, sin hacer excepción con ninguna de sus partes." Como de costumbre, el cardenal había ganado la partida. Entretanto, Grandier había estado librando batallas por su propia cuenta, así como por la del gobernador. Pocos días después de reiniciar su ministerio como curé de San Pedro, sus enemigos apelaron al obispo de Poitiers, a los efectos de que les concediera permiso para recibir los sacramentos de otras manos que no fueran las tan notoriamente impuras del sacerdote de su parroquia. Esta demanda no podía causar a M. de la Rochepozay más que alegría. Al otorgar el permiso castigaría al hombre que se había atrevido a apelar contra su sentencia y al mismo tiempo diría al arzobispo lo que pensaba de él y de sus preciosas 36

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absoluciones. La dispensa dio motivo para nuevos escándalos. En el verano de 1632 Louis Moussaut y su mujer, Philippe, fueron a San Pedro con su primogénito. En lugar de dejar que cumpliera el bautismo uno de sus vicarios, Grandier con inconcebible mal gusto, se ofreció para cumplir él mismo el rito. Moussaut presentó la dispensa del obispo. Grandier insistió en que era ilegal y, tras un fuerte altercado con el marido de su ex amante, inició un juicio para dar fuerza a sus palabras. Mientras este caso nuevo estaba pendiente, otro antiguo había sido resucitado. Olvidados estaban todos los sentimientos cristianos de la carta que había escrito desde la prisión las delicadas frases acerca del odio convertido en amor, de la sed de venganza contenida en deseos de servir a los que le habían hecho daño. Thibault lo había atacado, y Thibault debía pagar. D'Armargnac le aconsejó reiteradamente que buscara una solución fuera del tribunal. Pero el párroco ignoró todos los ofrecimientos de Thibault en ese sentido y, tan pronto como hubo sido rehabilitado, insistió con todas sus fuerzas en las viejas acusaciones. Pero Thibault tenía amigos en la corte, y aunque Grandier ganó al cabo el juicio, la indemnización impuesta fue humillantemente pequeña. Por veinticuatro libras había terminado con la última esperanza de reconciliación, o por lo menos de entendimiento, con sus enemigos.

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3 I Mientras Urbain Grandier estaba así empeñado en hacer girar la rueda de la fortuna del triunfo hacia la derrota y luego de vuelta a un precario triunfo, un contemporáneo más joven que él libraba otro tipo de batalla por un premio incomparablemente más alto. Cuando era escolar en el colegio de Burdeos, Jean-Joseph Surin debió haber visto a menudo, entre los estudiantes de teología o los novicios jesuitas, a un joven sacerdote particularmente bello, y debió haber oído con frecuencia a sus maestros hablar con aprobación del celo de M. Grandier y del talento de M. Grandier. Grandier dejó Burdeos en 1617, y Surin nunca volvería a verlo. Cuando llegó a Loudun a fines del otoño de 1634, el párroco ya había muerto, y sus cenizas habían sido dispersadas a los cuatro vientos. Grandier y Surin, dos hombres aproximadamente de la misma edad, educados en el mismo colegio, por los mismos maestros, en las mismas disciplinas humanísticas y religiosas, sacerdotes ambos, el uno seglar y el otro jesuita, estaban, sin embargo, predestinados a ser habitantes de universos incomparables entre sí. Grandier era el típico hombre sensual, con ciertas características ligeramente acentuadas. Su universo, como los hechos de su vida lo prueban suficientemente, era "el mundo", en el sentido en que esta palabra es empleada con tanta frecuencia en los Evangelios y en las Epístolas. "Yo no ruego por el mundo." "No hay que amar el mundo ni las cosas que están en el mundo. Si un hombre ama el mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que está en el mundo, las tentaciones de la carne, y las tentaciones de los ojos, y el orgullo de la vida, no es del Padre, sino del mundo." "El mundo" es la experiencia del hombre, tal como dicha experiencia ha impresionado a su yo y ha sido moldeada por éste. Es esa vida menos plena, que se vive según los dictados del yo aislado. Es la naturaleza desnaturalizada por los distorsivos anteojos de nuestros apetitos y repugnancias. Es lo finito divorciado de lo Eterno. Es la multiplicidad aislada de su Fundamento unitario. Es el tiempo aprehendido como una sucesión de cosas condenadas. Es un sistema de categorías verbales que sustituye a las insondables bellezas y las misteriosas singularidades que constituyen la realidad. Es una noción designada "Dios". Es el Universo reducido a los términos de nuestro lenguaje utilitario. Contra "el mundo" se alza "el otro mundo", el Reino en el que Dios habita. Desde los comienzos de su vida semiconsciente, Surin se había sentido siempre atraído hacia ese Reino. Rica y distinguida, su familia era también piadosa, con esa piedad que es práctica y que exige el sacrificio de uno mismo. Antes de morir, el padre de Jean-Joseph había donado una estimable propiedad a la Compañía de Jesús, y tras la muerte de su marido Mme. Surin realizó un sueño largamente acariciado al entrar en el claustro como monja carmelita. Los Surin deben haber educado a su hijo con una sistemática y consciente severidad. Cincuenta años después, al recordar su niñez, Surin no pudo descubrir más que un breve interludio de felicidad. Tenía ocho años, y en su casa había penetrado una enfermedad contagiosa. El niño fue aislado en una posesión campestre de la familia. Era verano, el lugar resultaba muy hermoso, su ama había recibido órdenes de dejar que el niño se divirtiera y sus parientes iban a visitarlo llevándole toda clase de lindos regalos. "Pasé esos días jugando y corriendo libremente, sin sentirme atemorizado por nadie." (¡Qué frase penosamente reveladora!) "Después de la cuarentena, me enviaron al colegio, y los malos tiempos comenzaron para mí, y también un dominio de Nuestro Señor que pesaba tanto sobre mí que, desde esa época hasta hace cuatro o cinco años, mis sufrimientos fueron muy grandes y aumentaron hasta alcanzar el más alto grado que, según creo, nuestra naturaleza humana es capaz de soportar." Jean-Joseph fue enviado a la escuela de los jesuitas. Éstos le enseñaron todo lo que sabía, y cuando llegó el momento de decidir su vocación se volvió sin vacilaciones hacia la 38

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Sociedad. Entretanto, había aprendido en otra fuente algo mejor que el buen latín, algo más importante que la teología escolástica. Durante la adolescencia de Surin, una monja española llamada hermana Isabel de los Ángeles había sido a lo largo de unos cinco años priora del convento de carmelitas de Burdeos. La hermana Isabel había sido compañera y discípula de Santa Teresa, y, en su madurez, fue destinada junto con varias otras monjas a la tarea de llevar a Francia el nuevo modelo concebido por Santa Teresa para una Orden y las prácticas espirituales y las doctrinas místicas de la Santa. La hermana Isabel estaba siempre dispuesta a impartir estas altas y difíciles enseñanzas a toda alma piadosa que quisiera realmente escuchar. Entre los que llegaban hasta ella con más regularidad y la escuchaban más ávidamente se contaba un escolar de doce años más bien pequeño. El muchacho era JeanJoseph y ésa era la forma en que le gustaba pasar sus medios días de fiesta. A través de los barrotes de la reja del locutorio escuchaba hechizado una voz que hablaba, en un dificultoso y gutural francés, acerca del amor de Dios y del deleite de la unión, de la humildad y el autoanonadamiento, de la purificación del corazón y del vaciamiento de las mentes ocupadas y aturdidas. Mientras escuchaba, el muchacho se sentía lleno de la heroica ambición de librar batallas contra el mundo y la carne, contra los príncipes y los poderosos, de luchar y conquistar, a fin de estar al cabo en condiciones de darse a Dios. Con todo el corazón se lanzó al combate espiritual. Poco después de cumplir los trece años se vio premiado con lo que pareció ser signo del favor de Dios, presagio de una victoria definitiva. Un día, mientras se hallaba orando en la iglesia carmelita, advirtió una luz sobrenatural, una luz que parecía revelar la naturaleza esencial de Dios y al mismo tiempo manifestar todos los atributos divinos. El recuerdo de esta iluminación y de una bienaventuranza ultraterrena, que había acompañado a la experiencia, nunca lo abandonó. Lo preservó, en el mismo ambiente social y educacional de Grandier y Bouchard, de identificarse a sí mismo, como estos otros lo habían hecho, con "las tentaciones de la carne, y las tentaciones de los ojos, y el orgullo de la vida". No era que ese orgullo y esas tentaciones no lo perturbasen. Por el contrario, los hallaba horriblemente atractivos. Surin era uno de esos seres frágiles y nerviosos en los que el impulso sexual llega hasta el frenesí. Por lo demás, su talento como escritor era considerable y en años posteriores se sintió tentado, no sin razón, a identificar su personalidad total con ese talento y a convertirse en un hombre de letras profesional, a quien le preocupaban primordialmente los problemas de estética. Esta invitación a sucumbir a la más respetable de "las tentaciones de los ojos" se vio reforzada por la vanidad y la ambición mundana. Hubiera paladeado el sabor de la fama, hubiera gozado -aunque, naturalmente, aparentando despreciocon el elogio de los críticos y los aplausos de un público lleno de adoración. Pero la última enfermedad de una mente noble es tan fatal, en lo que a la vida espiritual concierne, como la primera de una innoble. Las tentaciones de Jean-Joseph, las respetables no menos que las vergonzosas, eran muy fuertes; pero a la luz de aquel recordado momento de gloria, podía juzgarlas en su verdadero valor. Surin murió virgen, quemó gran parte de sus producciones literarias y se sintió satisfecho de ser no sólo no famoso, sino (como veremos) positivamente infame. Penosamente, con heroica perseverancia y en contra de inimaginables obstáculos, que serán descritos en un capítulo posterior, se dio a la tarea de conquistar la perfección cristiana. Pero antes de embarcarnos en la historia de su extraño peregrinaje, detengámonos un momento para determinar qué es lo que arrastra a hombres y mujeres a iniciar tales viajes hacia lo desconocido.

II La introspección, la observación y el registro de la conducta humana en el pasado y el presente, ponen de manifiesto que el afán de autotrascendencia se halla casi tan generalizado 39

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y es, a veces, tan poderoso como el afán de autoafirmación. Los hombres desean intensificar su conciencia de ser aquello que han terminado por considerar como "sí mismos", pero también desean -y con frecuencia con irresistible violencia- la conciencia de ser algún otro. En una palabra, anhelan salir de sí mismos, franquear los límites de ese menudo universo insular dentro del cual cada individuo se encuentra confinado. Este deseo de autotrascendencia no se identifica con el deseo de rehuir los sufrimientos físicos o morales. En muchos casos, es cierto, el deseo de escapar de ellos refuerza el deseo de autotrascendencia. Pero éste puede existir sin aquél. Si así no fuese, los individuos saludables y triunfantes, los que (en la jerga de la psiquiatría) "presentan un buen ajuste a la vida", jamás sentirían el anhelo de ir más allá de sí mismos. Pero lo sienten. Aun entre aquellos que más ricamente han sido dotados por la naturaleza y la fortuna encontramos, y no sin frecuencia, un horror profundo por su propia personalidad consciente, un apasionado anhelo de liberarse de la repulsiva pequeña identidad a que los ha condenado sin apelación la perfección de su "ajuste a la vida". Todo hombre o mujer, el más feliz (según los criterios mundanos) no menos que el más mísero, puede alcanzar, gradual o repentinamente, lo que el autor de The Cloud of Unknowing llama "el desnudo conocimiento y sentimiento de tu propio ser". Y esta conciencia inmediata de la personalidad consciente engendra un angustioso deseo de salvar los límites del aislado ego. "Estoy amargado", escribe Hopkins,

Estoy amargado, tengo el corazón quemado. El más profundo decreto de Dios me hubiera sabido amargo: mi sabor era yo mismo; los huesos construyen mi armazón, tengo carne, toda mi sangre rebosa maldición. La levadura espiritual de mi yo forma ácida masa sosa. Veo que los condenados se sienten así, que su flagelo es ser, como yo soy el mío, su sudoroso yo; y aun peor.

La completa condena no es ser el propio yo sudoroso, sino algo peor. Ser el propio yo sudoroso, sin más ni menos, es sólo la condena parcial, y esta condena parcial es la vida diaria, es nuestra conciencia, generalmente adormecida, pero a veces aguda y "desnuda", de conducirnos como los sensuales seres humanos que somos. "Todos los hombres tienen motivos de pesar -dice el autor de The Cloud-, pero más especialmente se siente pesaroso aquel que sabe y siente que es. Todos los demás pesares en comparación con éste son apenas más que juego. Pues él se apesadumbra sinceramente no sólo de saber y sentir cómo es, sino de que es. Y quien no ha sentido este pesar es digno de compasión; pues jamás ha sentido el perfecto pesar. Este pesar, cuando es sentido, limpia el alma no sólo de pecado, sino también del dolor que ha producido el pecado; y a la vez permite al alma experimentar aquella alegría más profunda que posee el hombre que sabe y siente todo su ser." Si experimentamos un anhelo de autotrascendencia, ello se debe a que, en cierto oscuro modo, y a despecho de nuestra ignorancia consciente, sabemos quiénes somos realmente. Sabemos (o, para ser más exactos, algo lo sabe dentro de nosotros) que el fundamento de nuestro conocimiento individual se identifica con el Fundamento de todo conocer y todo ser; que Atman (Mente en el momento que se resuelve a adoptar el punto de vista temporal) es el mismo que Brahman (Mente en su eterna esencia). Sabemos todo esto, aun cuando jamás hayamos oído hablar de las doctrinas en las cuales ha sido descrito el Hecho primordial, y aun cuando, en caso de estar familiarizados con ellas, consideremos que estas doctrinas no pasan de ser brillantes. Y conocemos también su corolario práctico, que es el de que el objetivo 40

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final, propósito y meta de nuestra existencia, es hacer sitio en el "tú" para el "Eso", es dar un paso al costado para que el Fundamento pueda llegar hasta la superficie de nuestra conciencia, es "morir" tan completamente que podamos decir: "Estoy crucificado con Cristo; sin embargo, vivo; mas no yo sino que Cristo vive en mí." Cuando el ego fenoménico se trasciende a sí mismo, el yo esencial está en condiciones de conocer, en términos de conciencia finita, el hecho de su propia eternidad, juntamente con el hecho correlativo de que cada hecho particular del mundo de la experiencia participa de lo intemporal y lo infinito. Esto es liberación, esto es iluminación, esto es visión beatífica, en la cual todas las cosas son percibidas tal como son "en sí mismas" y no en relación con un insaciable y aborrecible ego. El Hecho primordial de que Eso eres tú pertenece a la conciencia individual. Para los propósitos de la religión, este hecho de la conciencia debe ser eternizado y objetivado en la proyección de una deidad infinita, que se yergue por sobre lo finito. Al mismo tiempo, el Deber primordial de hacerse a un lado para que el Fundamento de todo ser pueda aflorar a la superficie de la conciencia finita, se proyecta hacia afuera como deber de ganarse la salvación dentro del marco de la Fe. De estas dos proyecciones originales han derivado las religiones sus dogmas, teorías de mediación, símbolos, ritos, normas y preceptos. Aquellos que acatan las normas, que aceptan a los mediadores, que cumplen los ritos, que creen en los dogmas y adoran al Dios "trascendente", que está más allá de lo finito, pueden esperar, con ayuda de la gracia divina, la salvación. Que alcancen o no la iluminación, la cual acompaña a la realización del Hecho primordial, depende de algo más que de la práctica fiel de la religión. En la medida en que ayuda al individuo a olvidarse de sí mismo y de sus opiniones ya hechas sobre el universo, la religión prepara el camino para esa realización. En la medida en que despierta y justifica pasiones tales como el temor, la escrupulosidad, la justa indignación y el patriotismo institucional, y en la medida en que insiste en las virtudes salvadoras de ciertas nociones teológicas y ciertos juegos de palabras santificados, la religión es un obstáculo en el camino de esa realización. El Hecho primordial y el Deber primordial pueden ser formulados, más o menos adecuadamente, en el vocabulario de todas las religiones mayores. En los términos empleados por la teología cristiana, podemos definir la realización como la unión del alma con Dios como Trinidad, unión de tres en uno. Es simultáneamente unión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, unión con la fuente y el Fundamento de todo ser, unión con la manifestación de esta parte en una conciencia humana y unión con el espíritu que vincula lo Incognoscible a lo conocido. La unión con una sola de las personas de la Trinidad, con exclusión de las otras dos, no es realización. De tal manera, la exclusiva unión con el Padre es un conocimiento, por participación extática, del Fundamento de todo ser en su esencia eterna pero no en sus manifestaciones finitas. La experiencia totalmente liberadora e iluminadora es la de lo eterno en el tiempo, de lo Uno en la multiplicidad. Para el Bodhisattva, de acuerdo con la tradición Anahayánica, los éxtasis negadores del mundo del Sravaka hinayánico, lejos de constituir una realización, son barreras para la realización. En Occidente, la reacción contra el Quietismo, motivada por consideraciones eclesiásticas, se resolvió en persecución. En Oriente, el Sravaka no fue perseguido; se le dijo simplemente que seguía un camino errado. "El Sravaka -dice Ma-Tsu está iluminado, y sin embargo lleva mal camino. El hombre ordinario no sigue el buen camino, y sin embargo, su sendero está iluminado. El Sravaka no advierte que la Mente tal como es en sí misma no conoce etapas, ni causas, ni imaginación. Al disciplinarse a sí mismo en la causa, ha alcanzado el resultado y ahora se mantiene en el Samadhi del Vacío para siempre. Si bien iluminado a su manera, el Sravaka no está totalmente en el camino recto. Desde el punto de vista del Bodhisattva, esto (la permanencia en el Samadhi del Vacío) es como sufrir las torturas del infierno. El Sravaka se ha sepultado a sí mismo en el vacío y no sabe cómo salir de esta quieta contemplación, pues no ha conocido lo más íntimo de la naturaleza de Buda." El conocimiento unitario del Padre excluye un conocimiento del mundo tal como es "en sí mismo", es decir, una multiplicidad por la que se manifiesta lo Uno infinito, un orden 41

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temporal que participa del eterno. Si el mundo ha de ser conocido tal como es "en sí mismo", debe haber unión no sólo con el Padre, sino también con el Hijo y el Espíritu Santo. La unión con el Hijo constituye una amorosa anulación de la propia personalidad. La unión con el Espíritu Santo es el medio de lograr la autotrascendencia individual en la amorosa anulación de la propia personalidad y es, a la vez, su fruto. Ambas permiten adquirir conciencia de lo que, inconscientemente, disfrutamos en todo momento: la unión con el Padre. En los casos en que la unión con el Hijo es buscada demasiado exclusivamente, en que la atención está centrada sobre la humanidad del mediador histórico, la religión tiende a convertirse, exteriormente, en un obrar, en un actuar, e interiormente, en fantasías, visiones y emociones engendradas en uno mismo. Pero en sí mismas, ni las obras, ni las visiones, ni las emociones dirigidas a una persona recordada o imaginada son bastante. Su valor, en lo que respecta a la liberación e iluminación, es puramente instrumental. Son sólo medios para la anulación de sí mismo (o, más exactamente, pueden ser medios para ello) y por tanto hacen que el individuo, que realiza las obras, ve las visiones y siente las emociones, pueda adquirir conciencia del Fundamento divino del cual, sin saberlo, ha participado siempre su propio ser. El complemento de obras, visiones y emociones es la fe, pero no la fe en el sentido de creencia en un conjunto de afirmaciones teológicas e históricas, no en el sentido de una apasionada convicción de ser salvado por los méritos de algún otro, sino fe como confianza en el orden de las cosas, fe como teoría sobre la naturaleza humana y la divina, como hipótesis activa resueltamente asumida con la esperanza de que lo que comienza como suposición se transformará tarde o temprano, por participación, en experiencia real de una realidad incognoscible para el individuo aislado. Debemos anotar, por otro lado, que el carácter de incognoscible es normalmente un atributo no sólo del Fundamento divino de nuestro ser, sino también de muchos otros elementos que se interponen, por así decirlo, entre esa parte y nuestra conciencia diaria. Quienes, por ejemplo, son sometidos a la prueba de las percepciones extrasensoriales, o de la previsión del futuro, no advierten una diferencia perceptible entre el éxito y el fracaso de la misma. El proceso de adivinar es para ellos exactamente el mismo ya sea que el resultado sea acertado (cosa que puede deberse a una mera casualidad), ya que diste mucho de serlo. Esto es incontrastablemente verdadero en las pruebas hechas en los laboratorios. Pero no siempre es así en situaciones de índole más significativa. De los muchos casos registrados, cuya autenticidad ha quedado bien establecida, se infiere que las percepciones sensoriales y la previsión a veces tienen lugar espontáneamente y que las personas en quienes se manifiestan poseen conciencia plena del fenómeno y están absolutamente convencidas de la verdad de la información transmitida. En el terreno espiritual encontramos análogos casos de teofanías espontáneas. En virtud de una repentina intuición lo normalmente incognoscible Nácese de pronto conocido y tal conocimiento resulta válido en sí mismo más allá de la posibilidad de toda duda. En los hombres y las mujeres que han alcanzado un alto grado de conciencia de la propia individualidad esta percepción interior llega a transformarse de breve y esporádica en permanente. La unión con el Hijo por las obras y la unión con el Espíritu Santo por la obediencia y docilidad a sus inspiraciones hace posible una unión consciente y transfiguradora con el Padre. En este estado de unión los objetos ya no son percibidos con referencia a un yo aislado, sino conocidos "tal como son en sí mismos" o, en otras palabras, tal como son en relación, en última identidad, con el Fundamento divino de todo ser. A los efectos de la iluminación y la liberación, una unión exclusiva con el Espíritu Santo es tan precaria como una unión exclusiva con el Padre, en un éxtasis que anula el mundo, o con el Hijo a través de las obras exteriores y de las fantasías y emociones interiores. Allí donde la unión con el Espíritu Santo se da con exclusión de las otras dos uniones encontramos los modos de pensamiento del ocultismo, los modos de conducta de los psíquicos e impresionables. Los impresionables o sensitivos son personas que han nacido con el don, o que posteriormente han adquirido esa facultad, de tener conciencia de acontecimientos que se sitúan en planos subconscientes donde la mente encarnada pierde su individualidad y en donde se produce una fusión de aquélla con el medio psíquico (para usar 42

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una metáfora física) fuera del cual el yo personal se cristaliza. Dentro de este medio puédense contar muchas otras cristalizaciones de contornos borrosos y límites imprecisos que se confunden unas con otras. Algunas de estas cristalizaciones son las mentes de otras entidades encarnadas; otras, los "factores psíquicos" que sobreviven a la muerte del cuerpo. Otras, a no dudarlo, son las ideas creadas por individuos sufrientes, gozosos y reflexivos que persisten como objetos de posible experiencia, "fuera de allí", en el medio psíquico, y por último algunas de estas cristalizaciones pueden ser entidades no humanas, benéficas, maléficas o simplemente inocuas. Todos aquellos que aspiran a una sola y exclusiva unión con el Espíritu Santo están de antemano condenados al fracaso. Si ignoran ese llamado de la unión con el Hijo a través de las obras, si ignoran que el objeto último de la vida humana es el conocimiento liberador y transfigurador del Padre, en quien está nuestra esencia, nunca alcanzarán su meta. Para 'ellos no habrá tampoco unión con el Espíritu Santo; sólo les será dada una unión con los espíritus de un Tom, un Dick y un Harry del mundo psíquico, la mayor parte de cuyos habitantes no se hallan más cerca de la iluminación de lo que lo estamos nosotros mismos, mientras que otros pueden ser en verdad más impenetrables a la Luz que las más opacas criaturas encarnadas. Oscuramente sabemos quiénes somos en realidad; de ahí nuestro pesar al tener que parecer lo que no somos y de ahí nuestro apasionado deseo de superar los límites de nuestro aprisionado yo. La única trascendencia redentora de nosotros mismos se realiza merced a la propia individualidad y obediencia a la inspiración -dicho con otras palabras, merced a la unión con el Hijo y el Espíritu Santo-, teniendo conciencia de esa unión con el Padre en la que, sin saberlo, siempre hemos vivido. Pero por cierto más fácil es describir semejante trascendencia redentora de nosotros mismos que alcanzarla. Para aquellos que no se sienten con ánimo de tomar el difícil camino ascendente existen otros menos arduos. La autotrascendencia no se dirige en modo alguno siempre hacia arriba. En efecto, en la mayor parte de los casos constituye una evasión, ya hacia un estado inferior a la propia personalidad, ya hacia uno al mismo nivel del yo, más amplio pero no más elevado, no superior en esencia. Permanentemente nos empeñamos en atenuar los efectos de la caída colectiva en la aislada personalidad consciente por medio de otra caída, estrictamente individual, en la animalidad y en el desorden mental o por medio de dispersiones de nosotros mismos, más o menos acreditadas, en las artes y las ciencias, en la política, en un hobby o en un trabajo. Por cierto que no es preciso decir que tales sustitutos de la autotrascendencia, esas evasiones a lo infrahumano o a lo humano para reemplazar la gracia, son, en el mejor de los casos, poco satisfactorias; y en el peor, desastrosas.

III Cuéntanse las Cartas Provinciales entre las más acabadas obras del arte literario. ¡Qué precisión, qué elegancia expresiva, qué fértil lucidez! ¡Y qué delicada ironía, qué mundana ferocidad! El placer que nos proporciona la lectura de la obra de Pascal no nos permite apreciar el hecho de que en la controversia suscitada entre jesuitas y jansenistas nuestro incomparable artista combatió en verdad por la peor causa. El que los jesuitas hayan triunfado a la postre sobre los jansenistas no constituyó por cierto una pura bendición. Pero por lo menos es indiscutible que peores hubieran sido las consecuencias del triunfo del partido de Pascal. Si la Iglesia hubiera adoptado la doctrina jansenista de la predestinación y de la condenación fatal y la ética jansenista de tan estricto puritanismo, habría podido convertirse muy fácilmente en un instrumento riguroso de la perversidad de los hombres. Pero vencieron los jesuitas. Las extravagancias de la doctrina jansenista agustiniana fueron atenuadas por una dosis de sentido común de tinte pelagiano. (En otros períodos las extravagancias del pelagianismo -las de Helvétius, por ejemplo, las de J. B. Watson y Lysenko en nuestros pro43

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pios días- tuvieron que ser atenuadas por apropiadas dosis de sentido común de tinte agustiniano.) En la práctica el rigorismo da lugar a una actitud más indulgente. Esta actitud más tolerante estaba justificada por una casuística tendiente siempre a probar que lo que consideramos pecado mortal es en realidad venial; y esta casuística fue formulada racionalmente en la teoría del probabilismo por medio de la cual multitud de opiniones autorizadas fueron usadas para dar al pecador el beneficio de la duda. Para el rígido y por entero consecuente Pascal el probabilismo era completamente inmoral. Para nosotros la teoría y la casuística que ésta fundamenta poseen un enorme mérito: el de reducir al absurdo la espantosa doctrina de la condenación eterna y fatal. Un infierno del que podemos salvarnos por medio de sutilezas que no tendrían significación ninguna para un funcionario policial, no puede inspirar tan serios cuidados. La intención de los casuistas jesuitas y de los filósofos morales estribaba en mantener por medio de la indulgencia aun a los hombres y mujeres más mundanos y pecadores dentro de los límites de la Iglesia y en fortalecer así la organización de ésta en una unidad en la que prevaleciera su propia orden. En cierto modo puede afirmarse que alcanzaron su objeto. Mas al mismo tiempo produjeron un cisma considerable en el seno de la comunidad de los fieles e implícitamente lograron una reductio ab absurdum de una de las doctrinas cardinales del cristianismo ortodoxo, la doctrina del infinito castigo para culpas finitas. La rápida difusión, desde 1650 en adelante, del deísmo, del libre pensamiento y del "ateísmo" fue el resultado de muchas causas concluyentes. Entre ellas se cuentan la casuística jesuita, el probabilismo y esas Cartas Provinciales en las que Pascal, con insuperable destreza artística, los caricaturizó ferozmente. Los jesuitas que tuvieron directa o indirectamente un papel en nuestro extraño drama eran fundamentalmente distintos de los buenos padres de las Cartas Provinciales. Estos últimos nada tenían que hacer con la política, apenas tenían algún contacto con el "mundo" y sus habitantes; la austeridad de sus vidas llegaba casi a lo heroico y predicaban esa misma austeridad a sus amigos y discípulos, todos los cuales eran como ellos mismos, contemplativos, consagrados a alcanzar la cristiana perfección. Hubo verdaderos místicos en esa escuela de misticismo jesuítico cuyo representante más eminente fue el padre Alvarez, el director espiritual de Santa Teresa. Álvarez fue censurado por un general de la Compañía por practicar y enseñar la contemplación, a la que consideraba opuesta a la meditación discursiva aconsejada en los ejercicios de San Ignacio. Un general posterior, Acquaviva, lo disculpó y al hacerlo inauguró lo que bien podemos llamar la política oficial jesuítica respecto de la oración contemplativa. "Son dignas de censura aquellas personas que prematura y temerariamente procuran lanzarse a una alta contemplación. Con todo no podemos ir absolutamente en contra de las experiencias de dignos y santos padres despreciando sin más la contemplación y prohibiéndola a nuestros miembros. En efecto, está bien establecido por la experiencia y autoridad de muchos padres que la contemplación profunda y auténtica es más fuerte y eficaz que cualquier otra suerte de oración, tanto para someter y abatir el orgullo humano como para empujar a los temperamentos tibios a obedecer las órdenes de sus superiores y a trabajar con ardor por la salvación de las almas." Durante la primera mitad del siglo XVII aquellos miembros de la Compañía que mostraban una acentuada vocación por la vida mística fueron hasta animados a consagrarse a la contemplación y admitidos dentro de la estructura esencialmente activa de la orden. En un período posterior después de la condenación de Molinos y durante la dura controversia acerca del quietismo, la contemplación pasiva comenzó a ser mirada por la mayor parte de los jesuitas como considerablemente sospechosa. En los últimos dos volúmenes de su Histoire littéraire du sentiment religieux en France, Brémond dramatiza muy pintorescamente el conflicto entre la mayoría "ascética" de la orden y una minoría de contemplativos frustrados. Pottier, el erudito historiador jesuita de Lallemant y de sus discípulos, ha sometido la tesis de Brémond a una severa y destructiva crítica. Dice, y lo recalca, que la contemplación nunca fue oficialmente condenada, de suerte que los casos de contemplación individual continuaron floreciendo, aun en los peores días del movimiento antiquietista, en el seno de la Compañía. 44

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Hacia 1630 el quietismo aún había de tener medio siglo de vida y todavía el debate acerca de la contemplación no había sido emponzoñado con la acusación de herejía. Para Vitelleschi, el general, y los superiores de la Compañía, el problema era de orden puramente práctico. ¿Producía la práctica de la contemplación mejores jesuitas que la práctica de la meditación discursiva? Desde 1628 hasta su retiro, que tuvo lugar en 1632 por razones de salud, un gran jesuita contemplativo, el padre Louis Lallemant, se hizo cargo del puesto de instructor en el colegio de Ruán. Surin fue enviado a Ruán en el otoño de 1629 y allí permaneció, con un grupo de doce o quince sacerdotes jóvenes que habían acudido al colegio para su segundo noviciado, hasta la siguiente primavera de 1630. Durante todo ese memorable semestre asistió diariamente a las lecciones del instructor y se preparó, mediante plegarias y penitencias, para una vida de cristiana perfección dentro de la estructura de la regla de San Ignacio. Las líneas generales de las enseñanzas de Lallemant, sintetizadas por Surin y luego ampliadas por su condiscípulo el padre Rigoleuc, fueron expuestas, con el cotejo de las notas originales, por un jesuita posterior, el padre Champion, y publicadas en los últimos años del siglo XVII con el título de La doctrine spirituelle du pére Louis Lallemant. Nada esencialmente nuevo trae la doctrina de Lallemant. ¿Cómo habría de traerlo? El fin perseguido era ese conocimiento de Dios que nos une a Él y que es la meta de todo aquel que aspire a un trascender de sí mismo ascendente. Y los medios para lograr tal fin eran estrictamente ortodoxos: comunión frecuente, escrupuloso cumplimiento del voto jesuita de obediencia, sistemática mortificación del "hombre natural", examen de conciencia y una constante "vigilancia del corazón", meditaciones diarias sobre la Pasión y, para aquellos que eran capaces de hacerlo, la oración pasiva de la "simple contemplación", el atento aguardar a Dios en la esperanza de ser favorecido con su visión. El asunto era ya viejo; mas el modo en que Lallemant lo experimentó y luego lo expresó era enteramente personal y original. La doctrina, tal como fue formulada por el maestro y sus discípulos, tiene un carácter especial, un tono y un sabor verdadera mente peculiares. En las enseñanzas de Lallemant el acento carga sobre la purificación del corazón y sobre la obediencia y docilidad a las directivas del Espíritu Santo. Dicho con otras palabras, Lallemant enseñaba que la unión consciente con el Padre sólo puede esperarse después de una unión con el Hijo a través de las obras y de la devoción y una unión con el Espíritu Santo en la alerta pasividad de la contemplación. La purificación del corazón se alcanza por la práctica de una devoción intensa, por comuniones frecuentes y por una vigilante autoconciencia dirigida a descubrir y anular todo impulso de sensualidad, orgullo y egoísmo. Acerca de las sensaciones e imágenes de la práctica de la devoción y acerca de sus relaciones con la iluminación, tendremos ocasión de hablar en un próximo capítulo. Aquí nuestro tema es el proceso de mortificación y el "hombre natural" que ha de ser mortificado. El corolario de "Tu reino viene" es "nuestro reino marcha". Sobre este asunto todos estamos de acuerdo, mas no todos convenimos en cuál sea el mejor camino para que nuestro reino marche. ¿Deberá ser conquistado por la fuerza de las armas? ¿O deberá ser convertido? Lallemant fue un rigorista que asumió un punto de vista muy lúgubre y agustiniano al considerar la total depravación de la naturaleza caída. Como buen jesuita abogó por la lenidad para con los pecadores y lo mundano. Sin embargo, el tono de su pensamiento teológico es hondamente pesimista y se mostró terminantemente inflexible tanto para con él mismo como para con quienes aspiraban a la perfección. Para ellos, como para él, no se abría ningún camino si no era el de la mortificación llevada a los extremos de la resistencia humana. "Es seguro -escribe Champion en su breve biografía del padre Lallemant- que sus mortificaciones corporales sobrepasaron sus fuerzas y que sus excesos, de acuerdo con el parecer de sus más íntimos amigos, acortaron considerablemente su vida." A este respecto resulta interesante leer lo que otro contemporáneo de Lallemant, John Donne, el católico romano convertido en protestante, el arrepentido poeta convertido en piadoso teólogo, hubo de decir acerca de los castigos corporales aplicados por uno mismo. "Las cruces de los otros, las merecidas por otros hombres, no son las mías; las cruces espontáneas y voluntariamente merecidas por mis propios pecados no son las mías; ni las 45

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desviadas, remotas e innecesarias cruces son mis cruces. Puesto que estoy obligado a tomar mi cruz, ella ha de ser la cruz que me corresponda tomar, la cruz preparada por Dios y puesta en mi camino; de suerte que no tengo que salir de él para buscar mi cruz, porque de esa manera no sería mía. No estoy obligado a perseguir vejaciones ni a soportarlas ni a evitarlas, ni estoy obligado a hacer frente a una miseria o a alejarla de mí ni a ofrecerme a una injuria ni a defenderme. No estoy obligado a dejarme morir de hambre por excesivos ayunos ni a desgarrar mis carnes con inhumanos azotes y flagelaciones. Estoy obligado a llevar mi cruz, y sólo es mía aquella que Dios ha preparado para mí, esto es, la que ha puesto en el camino de mi vocación." Tales puntos de vista no son en modo alguno exclusivamente protestantes. Ya en un tiempo, ya en otro, este mismo pensamiento fue expresado por muchos de los más grandes santos y teólogos católicos. Mas con todo las mortificaciones físicas, llevadas a veces a los últimos extremos, constituyeron una práctica habitual durante largas centurias en la Iglesia de Roma. Hubo dos razones para justificarlas, una de carácter doctrinario, la otra de índole psicofisiológica. Para muchos el castigo aplicado a sí mismos fue un sustituto del purgatorio. El asunto quedaba planteado en la alternativa entre un castigo ahora y otro mucho más terrible en la vida futura. Sin embargo hubo también otras razones más oscuras que justificaban las torturas del cuerpo. Para quienes el trascender de sí mismos constituía la meta, los ayunos, las vigilias y las austeridades físicas eran "alternativas" (para emplear una expresión tomada de la antigua farmacología); éstas determinaban un cambio de estado, hacían que el que las soportaba fuera otro distinto del que era. En el plano físico tales alternativas, administradas con exceso, bien podían causar la autotrascendencia descendente y terminar en enfermedad y hasta, como en el caso de Lallemant, en muerte prematura. Pero ya en el camino de tan indeseable práctica, o en casos en que los tormentos físicos son administrados con moderación, ellos pueden constituir los medios de lograr una autotrascendencia de tipo horizontal y hasta ascendente. Cuando el cuerpo pasa hambre, preséntase a menudo un período de extraordinaria lucidez mental. La falta de sueño tiende a debilitar los límites entre lo consciente y lo subconsciente. El dolor, cuando no es extremado constituye un estímulo tonificador para temperamentos profunda y complacientemente sumidos en la apatía. Los castigos practicados por hombres contemplativos y de oración verdaderamente pueden facilitar el proceso ascendente de la autotrascendencia. Muy frecuentemente, con todo, tales castigos conducen no al divino Fundamento de todo ser, sino a ese singular mundo "psíquico" que yace, por así decirlo entre la tierra y el mundo superior. Aquellos que logran entrar en este mundo "psíquico" -y la práctica de los tormentos corporales parecería constituir un ancho camino hacia el ocultismo- a menudo adquieren poderes de la clase de los que nuestros antepasados llamaron "sobrenaturales" o "milagrosos". Tales poderes y los estados psíquicos que los acompañaban fueron muy frecuentemente confundidos con la iluminación espiritual. Y, en efecto, este género de autotrascendencia es, claro está, horizontal, no ascendente. Mas las experiencias psíquicas son tan extrañamente fascinantes que muchos hombres y mujeres han deseado, y hasta con ansia, someterse a castigos corporales para hacerlas posibles. Teniendo conciencia del asunto y como correspondía a teólogos, Lallemant y sus discípulos nunca creyeron que "las gracias extraordinarias" fueran lo mismo que la unión con Dios o que tuvieran necesariamente relación con ella. (Muchas "gracias extraordinarias", como veremos, no pueden distinguirse en sus manifestaciones de las de los "malos espíritus".) Mas la creencia consciente no es lo único que determina la conducta y a este respecto parece posible que Lallemant, y probablemente también Surin, se hayan sentido muy inclinados a la práctica de las mortificaciones corporales que podrían ayudarlos efectivamente a obtener "gracias extraordinarias",11 y así se explica que hayan racionalizado su pensamiento en los términos de 11

El consuelo y los goces de la oración -escribe Surin en una de sus cartas- van de la mano con la mortificación corporal." "Los cuerpos no castigados -leemos en otra parte- muy difícilmente pueden recibir la visita de los ángeles. Para ser amado y acariciado por Dios debe uno ya sufrir mucho interiormente, ya maltratar su propio cuerpo."

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la creencia ortodoxa de que el "hombre natural" es esencialmente malo y debe ser salvado a toda costa y por todos los medios, aunque éstos sean violentos. La hostilidad de Lallemant por la naturaleza se dirigía tanto hacia lo externo como hacia lo interno. Para él el mundo caído estaba lleno de asechanzas, celadas y peligros. El complacerse en las criaturas, el amar su belleza, el investigar con exceso los misterios del espíritu, de la vida y de la materia constituían para él peligrosas distracciones que apartaban del conveniente estudio de la humanidad, la cual no es el hombre ni la naturaleza, sino Dios y el camino que conduce al conocimiento de Dios. Para un jesuita el problema de alcanzar la cristiana perfección resultaba particularmente difícil. La Compañía no era una orden contemplativa cuyos miembros vivieran recluidos y consagraran sus vidas a la oración. Era, por el contrario, una orden activa, una orden de apóstoles dedicados a la salvación de las almas, que se habían comprometido a librar batallas por la Iglesia en este mundo. La concepción de Lallemant del jesuita ideal está resumida en las notas en las que Surin recogió la enseñanza del maestro. La esencia, el punto fundamental de la Compañía, consistía en "reunir cosas que en apariencia son contrarias, como erudición y humildad, juventud y castidad, diversidad de naciones y perfecta caridad... En nuestra vida es preciso que mezclemos un profundo amor a las cosas celestiales con los estudios científicos y otras ocupaciones. Ahora bien, resulta muy fácil tanto dar en un extremo como en el otro. Uno, por ejemplo, experimenta una gran pasión por las ciencias, pero descuida la oración y las cosas espirituales. Otro, si aspira a convertirse en un hombre espiritual, puede descuidar el cultivo de talentos naturales que lo llevarían a conocimientos doctrinarios, a la elocuencia y a la prudencia". La excelencia del espíritu jesuítico consiste en esto: "en que honra e imita la manera en que lo divino se unió con todo lo que había de humano en Jesucristo, con las facultades de su alma, con los miembros de su cuerpo, con su sangre... Mas tal alianza es difícil; ésta es la razón por la cual aquellos de entre nosotros que no alcanzamos la perfección de nuestro espíritu tendemos a los beneficios naturales y humanos, desprovistos de lo sobrenatural y de lo divino". El jesuita que fracasa en su intento de vivir en conformidad con el espíritu de la Compañía se convierte en ese jesuita que existe en la mente popular y, no pocas veces, en la historia real: mundano, ambicioso, intrigante. "El hombre que deja de aplicarse con todo el corazón a su vida interior cae inevitablemente en esos defectos, el alma agobiada por la pobreza y el hambre fatalmente se inclina hacia cosas en las que espera satisfacer su necesidad."12 Para Lallemant la vida dirigida hacia la perfección ha de ser al mismo tiempo activa y contemplativa, ha de ser una vida vivida a la vez en lo infinito y en lo finito, en el tiempo y en la eternidad. Tal ideal es el más elevado que pueda concebir un ser racional, el más elevado y al propio tiempo el más realista, el que más conviene a los hechos dados en la naturaleza humana y divina. Con todo, cuando Lallemant y sus discípulos discuten problemas prácticos relacionados con la realización de este ideal muestran un rigorismo estrecho que los limita considerablemente. La "naturaleza" que ha de unirse a lo divino no es la naturaleza en su totalidad, sino una fracción estrictamente limitada de la naturaleza humana: la disposición para el estudio o para la contemplación, para los negocios o la organización. La naturaleza no humana no ocupa ningún lugar en el resumen de Surin, y en la versión más amplia de la doctrina de Lallemant dada por Rigoleuc se hace a ella sólo una fugaz alusión. Y sin embargo Jesucristo recomendó a sus discípulos que consideraran los lirios, que los consideraran, nótese bien, con un sentido casi taoísta, no como emblemas de algo del todo humano sino como santo en sí mismo, como criaturas independientes que viven conforme a las leyes de su propio ser y en unión (perfecta excepto en lo tocante a su inconsciencia) con el orden de las cosas. El autor de los Proverbios invita al holgazán a que considere a las prudentes hormigas, mas Cristo se deleita en los lirios precisamente porque no son prudentes, porque ni hilan ni trabajan y aun así son incomparablemente más dignos de admiración que los más magníficos reyes de los hebreos. Parejamente Walt Whitman, en su poema Animales, dice: 12

"Los jesuitas intentaron conciliar a Dios con el mundo y lo único que consiguieron fue enemistarlos." Pascal.

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No sudan ni se lamentan de su condición, no yacen despiertos en la oscuridad ni lloran sus pecados, no me enferman discutiendo sus deberes para con Dios, ni uno solo está insatisfecho, ni uno solo se enloquece por [la manía de poseer cosas. Ni uno solo se arrodilla delante de otro, ante nadie de su género que haya vivido miles de años antes. Ni uno solo es respetable o industrioso en toda la superficie de la tierra.

Los lirios de Jesucristo no pertenecen a aquella clase de flores a las que se refiere San Francisco de Sales al comenzar su capítulo acerca de la purificación del alma. Estas flores, que él llama "philothea", son los buenos deseos del corazón. La Introducción abunda en referencias a la naturaleza, pero a una naturaleza semejante a la vista a través de los ojos de Plinio y los autores que trataron sobre los animales, a la naturaleza como símbolo del hombre, a la naturaleza compatible con la del moralista. Pero los lirios del campo gozan de una gloria que tiene de común con la de la Orden de la Jarretera: "que su mérito es puro". Ésta es precisamente la razón por la cual para nosotros, seres humanos, aquéllos son tan refrescantes y, en un plano mucho más profundo que el de la moralidad, tan hondamente significativos. "El gran camino", dice el tercer patriarca de Zen:

El gran camino no es más arduo de lo que los mismos hombres lo hacen por no renunciar a progresar; allí donde no hay aborrecimiento, donde no hay frenesí de poseer, el camino está abierto.

Nos encontramos siempre en esta vida frente a paradojas y antinomias y nos sentimos obligados a elegir el bien antes que el mal, mas al propio tiempo estamos obligados, si aspiramos a lograr una unión con el Fundamento divino de todo ser, a elegir sin cobardías ni vacilaciones, sin que nos sean impuestas por el universo que nos circunda nuestras propias tablas de valores. Las enseñanzas de Lallemant y Surin, en cuanto ignoran la naturaleza no humana, a la que consideran mero instrumento subordinado al hombre, son características de su tiempo y de su país. La literatura francesa del siglo XVII resulta sorprendentemente pobre en expresiones acerca de pájaros, flores, animales, paisajes, que más bien son considerados con un sentido estrictamente utilitario o con un interés simbólico. En todo el Tartufe, por ejemplo, hay sólo una referencia a la naturaleza no humana, una sola línea, por lo demás de un pasmoso prosaísmo:

La campagne á present n'est pas beaucoup fleurie. 48

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Nada tan cierto como esto. En lo que respecta a la literatura francesa, el paisaje durante estos años de que nos ocupamos e incluso durante el grand siècle estaba casi desprovisto de flores. Por cierto que en los campos los lirios crecían lozanos, mas los poetas no los veían. Claro es que la regla tiene sus excepciones, sólo que son muy pocas: Théophile de Viau, Tristan l'Hermite y posteriormente La Fontaine, quien escribió acerca del mundo animal considerado no como un mundo habitado por hombres cubiertos con plumas y pieles sino por criaturas de otro orden, de un orden afín al humano, por criaturas a las que había que considerar en sí mismas y amar por ellas mismas y por amor de Dios. En el Discours a Madame de la Sublière hay un hermoso pasaje que ataca la filosofía que estaba en boga en esa época y cuyos expositores proclamaban:

Que la beste est une machine; Qu'en elle tout se fait sans choix et par ressorts: Nul sentiment, point d'âme, en elle tout est corps... L`animal se sent agité De mouvements que le vulgaire appelle Tristesse, joye, amour, plaisir, douleur cruelle Ou quelque autre de ces estats. Mais ce n'est point cela; ne vous y trompez pas.

Este resumen de la antipática doctrina cartesiana -doctrina que sólo incidentalmente se aparta del punto de vista católico ortodoxo de que los animales no tienen alma y que por tanto pueden ser usados por los hombres y tratados como si fueran meras cosas- es seguido por una serie de ejemplos de inteligencia animal, del ciervo, de la perdiz, del castor. El pasaje en su conjunto es tan excelente que puede parangonarse a cualquier poesía filosófica. Sólo que esta manifestación es casi única en la época. En los escritos de los más significativos contemporáneos de La Fontaine la naturaleza no humana no encuentra casi la menor expresión. El mundo en que se mueven los sublimes héroes de las tragedias de Corneille es el espacio que ocupa una sociedad jerarquizada y organizada de un modo concluso y cerrado: "L`espace cornélien c'est la Cité", escribe Octave Nadal. El universo de las heroínas y de los personajes masculinos característicos de Racine es aun más estrictamente limitado que el espacio sin ventilación de la "Cité" corneliana y sirve sólo como pretexto de las angustias de sus héroes. La sublimidad de estas tragedias de tinte postsenequiano es sofocante; su pathos, sin aire, sin amplios espacios, sin lontananzas. En efecto, hallámonos muy lejos aquí del Rey Lear y Como gustéis, de El sueño de una noche de verano y de Macbeth. En verdad no podemos leer siquiera veinte líneas de cualquier comedia o tragedia de Shakespeare sin que percibamos que detrás de los payasos, criminales y héroes, detrás de los lances amorosos y llantos de las reinas, detrás de todo ese mundo humano que lucha o que resulta ridículo -y hasta en simbiosis con el hombre, identificándose en su conciencia y sustancia de un modo inmanente con su ser- yacen los sempiternos elementos, los hechos dados de la existencia planetaria y cósmica que se manifiesta en todos sus planos, en lo animado y lo inanimado, en lo inconsciente y en lo consciente. Una poesía que represente al hombre con abstracción de la naturaleza lo mostrará siempre de un modo incompleto. Y parejamente una espiritualidad que intente conocer a Dios sólo dentro de las almas humanas y no al propio tiempo en el universo no humano, al cual estamos indisolublemente ligados, es una espiritualidad que no podrá conocer la esencia divina en su plenitud. "Mi convicción más profunda -escribe un eminente filósofo católico de nuestros días, Gabriel Marcel-, mi más 49

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profunda y más inconmovible convicción (y si ella resulta herética, tanto peor para la ortodoxia) es que en modo alguno Dios quiere ser amado por nosotros frente a la creación sino más bien que quiere ser glorificado a través de ella y con ella, considerada así como nuestro punto de partida. Esta es la razón por la que encuentro intolerables muchos libros de devoción." A este respecto, el menos intolerable de los libros de devoción del siglo XVII sería Siglos de meditación, de Traherne. Para este poeta y teólogo inglés no hay dudas acerca del problema de si Dios ha de ser glorificado a través de la creación, ha de realizarse en la creación, infinitamente en un grano de arena y eternamente en una flor. El hombre que, según la expresión de Traherne, "alcanza el mundo" en una contemplación desinteresada, alcanza también a Dios y encuentra que todo lo demás se le da por añadidura. "¿Acaso no es dulce haber satisfecho toda codicia y ambición, haber anulado toda sospecha e infidelidad y estar henchido de valor y alegría? Porque aun se da todo eso en el deleite de haber alcanzado el mundo. De esta suerte se ve a Dios en toda su sabiduría, en todo su poder, en toda su bondad y en toda su gloria." Lallemant habla de la aparente incompatibilidad entre algunos elementos de los naturales y de los sobrenaturales y el logro de la perfección de la vida. Sólo que, como hemos visto, lo que él llama naturaleza no es la naturaleza en su totalidad sino un fragmento de ella. Traherne asume el mismo punto de vista pero acepta la naturaleza en su totalidad y hasta en sus más pequeños detalles. Los lirios y los cuervos han de ser considerados, no quoad nos, sino en sí mismos, an sich, lo que es lo mismo que decir "en Dios" Al contemplar estas cosas con amor se las verá transfiguradas por la inmanencia de la eternidad y del infinito. Es digno de notarse que esta experiencia de una inmanencia divina en los objetos naturales se da también en Surin. En sus pocas y breves anotaciones expresa que hubo momentos en que llegó a percibir realmente la plenitud de la majestad de Dios en un árbol o en un animal. Con todo, resulta bastante extraño que nunca haya escrito más ampliamente sobre esa beatífica visión de lo absoluto en lo relativo. Ni siquiera sugirió nunca a los destinatarios de sus cartas espirituales que la obediencia al mandato de Jesucristo de considerar los lirios del campo podría ayudar a las almas titubeantes y ciegas a obtener un conocimiento de Dios. Sólo podemos suponer que la acendrada creencia en la total depravación de la naturaleza caída era en su espíritu más poderosa que los datos de su propia experiencia. Las palabras llenas de dogmatismo que aprendió en la escuela dominical fueron lo suficientemente vigorosas como para eclipsar el hecho inmediato. "Si pretendes ver a Dios ante tus ojos -escribe el tercer patriarca de Zen- no tengas ideas preconcebidas ante Él"; pero justamente las ideas preconcebidas son las habituales en los teólogos de profesión y tanto Surin como su maestro fueron teólogos antes que auténticos buscadores de la iluminación. En Lallemant la purificación ascética del corazón debía acompañarse y completarse con una permanente docilidad a las directivas del Espíritu Santo. Uno de los siete dones del Espíritu Santo es la inteligencia y el vicio opuesto a la inteligencia es la "torpeza en relación con las cosas espirituales". Esta torpeza determina el estado normal de los seres irredentos que son en mayor o menor medida absolutos ciegos a la luz interior y en mayor o menor medida sordos a la inspiración. Mediante la anulación de sus propios impulsos, convirtiéndose en testigo de sus propios pensamientos y en "centinela que sorprenda a los movimientos del corazón", un hombre puede aguzar sus percepciones hasta el punto de que llegue a enterarse de los mensajes que brotan de las más oscuras profundidades de su espíritu, mensajes que se dan en forma de conocimiento intuitivo, de mandatos, de fantasías y sueños simbólicos. El corazón que es constantemente mirado y vigilado llega a hacerse digno de todas las gracias y termina verdaderamente por "ser poseído y gobernado por el Espíritu Santo". Mas en tal camino pueden darse posesiones de un género muy diferente. En modo alguno todas las inspiraciones tienen un carácter divino o moral o simplemente conveniente. ¿Como se podrá distinguir entre las inspiraciones del no yo que es el Espíritu Santo de esas otras inspiraciones que provienen, a veces, de otro no yo de un imbécil, de un loco o hasta de un maligno criminal? Bayle cita el caso de un piadoso joven anabaptista que un día se sintió inspirado a cercenarle la cabeza a su hermano. La víctima predestinada, habiendo leído la Bi50

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blia reconoció el divino origen de la inspiración y en presencia de una vasta congregación de fieles permitió, cual un segundo Isaac, que lo decapitaran. Tales suspensiones teleológicas de la moral, como Kierkegaard lo ha expresado tan elegantemente, están muy bien en el libro del Génesis mas no en la vida real; en la vida real debemos guardarnos muy seriamente de las horripilantes jugarretas de la locura. Lallemant hubo de saber muy bien que muchas de nuestras inspiraciones no provienen por cierto de Dios, por lo que hubo asimismo de tomar las debidas precauciones contra peligrosas ilusiones en ese sentido. A aquellos de sus colegas que objetaban que su doctrina sobre la obediencia o docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo era tan sospechosa como la doctrina calvinista del espíritu interior, Lallemant les contestó: primero, que era un artículo de fe el que ninguna buena obra pudiera cumplirse sin la dirección del Espíritu Santo en la forma de una inspiración, y, segundo, que la inspiración divina era un supuesto de la fe católica, de la tradición de la Iglesia y de la obediencia debida a los superiores eclesiásticos. Si una inspiración lleva a un hombre a cometer actos en contra de la fe o de la Iglesia, no es posible que ella sea de origen divino. Este es sólo un medio -aunque en verdad un medio muy eficaz- de precaverse contra las extravagancias derivadas de la locura. Los cuáqueros tuvieron otro. A quienes sentían la inquietud o inclinación de hacer algo fuera de lo ordinario, se les aconsejaba consultar con gran número de "graves amigos" y someterse a su veredicto sobre la naturaleza de la inspiración. Lallemant abogó también por el mismo procedimiento. En efecto, aseguró que el Espíritu Santo verdaderamente "nos empuja a consultar con personas juiciosas y a conformar nuestra conducta a la opinión de los otros". Ninguna buena obra puede cumplirse sin una inspiración del Espíritu Santo. Esto, según Lallemant lo señalara a sus críticos, constituye un artículo de la fe católica. A aquellos de sus colegas que "se lamentaban de no tener ese género de inspiraciones y que se consideraban incapaces de experimentarlo" les hubo de contestar que si se hallaran en estado de gracia tales inspiraciones nunca faltarían, aun cuando no se dieran cuenta de ello, y hasta agregó que seguramente tendrían la inspiración de Dios si se condujeran como debían. Mas en lugar de hacerlo así "prefieren vivir fuera de sí mismos, mirando apenas al interior de sus propias almas, haciendo su examen de conciencia (cosa a la que estaban obligados por sus votos) de un modo superficial y tomando en consideración aquellas faltas fútiles sin tratar de esforzarse por sacar a la luz las raíces interiores de sus pasiones y de sus hábitos dominantes y sin empeñarse en un examen serio del estado e inclinaciones de su alma y de las sensaciones de su corazón". No sorprende el que tales personas no experimenten las directivas del Espíritu Santo. "¿Cómo habían de experimentarlas? Ni siquiera son capaces de conocer sus pecados interiores, que son sus propias acciones libremente realizadas. Mas tan pronto consigan crear dentro de ellos mismos las condiciones apropiadas para tal conocimiento lo tendrán infaliblemente." Todo esto explica la razón por la cual la mayor parte de las que podrían ser buenas obras resultan ineficaces hasta el punto de ser casi malas. Si el infierno está lleno de buenas intenciones, ello se debe a que la mayor parte de la gente, siendo ciega para la luz interior, es verdaderamente incapaz de tener una intención por entero buena. Por este motivo, dice Lallemant, la acción debe estar siempre en proporción directa con la contemplación. "Cuanto más aptos somos para la vida interior más podemos emprender acciones en el mundo exterior; cuanto menos vida interior tengamos tanto más deberíamos abstenernos de tratar de obrar aunque sea para hacer el bien." Y otra vez: "Nos ocupamos en hacer obras de fervor y caridad; mas ¿débese ello a un puro motivo de fervor y caridad? ¿No se deberá quizás a que encontramos una satisfacción personal en hacer tales cosas, a que no encontramos placer en la oración o en el estudio, a que no toleramos permanecer en una habitación, a que no podemos soportar la reclusión?" Un sacerdote podrá tener una congregación de feligreses numerosa y devota, pero sus palabras y acciones serán fructíferas "sólo en la medida en que su unión con Dios lo aparte de sus propios intereses". Las apariencias de hacer el bien son a menudo profundamente engañosas. Las almas se salvan por obra de la santidad, no por las acciones. "Nunca ha de permitirse que la acción constituya un obstáculo para nuestra unión con Dios; 51

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sin embargo ha de servirnos para ligarnos a Él más estrecha y amorosamente. Así como existen ciertos humores cuyo exceso determina la muerte del cuerpo, en la vida religiosa, la acción, cuando predomina excesivamente sin que la meditación y la oración la atenúen, ahoga infaliblemente al espíritu." De ahí La esterilidad de tantas vidas aparentemente meritorias, tan brillantes y tan fecundas en obras. Sin el conocimiento interior del propio yo, que es la condición necesaria de la inspiración, el talento resulta estéril, el celo y el diligente trabajo no llegan a producir nada de valor espiritual. "Un hombre de contemplación y oración puede hacer más en un solo año que otro en toda su vida." Las obras exclusivamente exteriores pueden ser verdaderamente eficaces en relación con circunstancias exteriores; pero el hombre de acción que aspira a modificar las reacciones de los otros hombres -y téngase presente que uno puede reaccionar de un modo destructivo y suicida aun en medio de las mejores circunstancias- ha de comenzar purificando su propia alma, haciéndola propicia a la inspiración. Un hombre puramente exterior podrá trabajar tanto como un troyano y hacer discursos como los de Demóstenes; pero "un hombre interior podrá hacer mayor impresión sobre los corazones y los espíritus con una simple palabra animada por el soplo de Dios" que la que los otros podrían hacer con todos sus esfuerzos, con todo su talento y su erudición. ¿Qué significa verdaderamente eso de "ser poseído y dirigido por el Espíritu Santo"? Este estado de inspiración consciente y permanente fue descripto con la mayor precisión en un delicado examen introspectivo por una contemporánea más joven de Surin, Armelle Nicolas, conocida en todas partes con el nombre de la bonne Armelle. Esta inculta sirvienta que vivió la vida de una santa contemplativa, cocinando a ratos, fregando pisos y cuidando niños, no fue capaz de escribir por sí misma su historia, pero afortunadamente ésta fue escrita por una monja muy inteligente que consiguió captar y registrar sus confidencias casi palabra por palabra13 Olvidándose de sí misma y de todos los trabajos de su mente, Armelle no podía considerarse ya como un ser actuante por sí mismo sino como un instrumento pasivo de las obras que Dios cumplía en ella y por medio de ella; de tal modo que tenía la sensación de que, aunque poseyera un cuerpo, éste sólo se movía y era gobernado por mandato del Espíritu Santo. Entró en este estado después que Dios le hubo ordenado de un modo perentorio que le hiciera lugar para Él en sí misma... Cuando Armelle pensaba en su cuerpo o en su espíritu ya no decía mi cuerpo o mi espíritu, la palabra mío había sido desterrada para ella, pues solía decir que todo lo suyo pertenecía a Dios. "Recuerdo haberle oído decir que desde el momento que Dios se había constituido en su amo absoluto había sido anulada en su ser tan eficazmente como ella misma en el pasado había anulado (las metáforas de Armelle estaban tomadas del vocabulario profesional de las mujeres de servicio) aquellas otras cosas (sus malos hábitos, sus impulsos egoístas). De tal suerte anulada su mente, ya no pudo ver ni comprender lo que obraba Dios en las profundidades más recónditas de su alma ni mezclarse en ello con sus propias acciones. Era como si su alma, encogiéndose y acurrucándose ante la puerta de esa cámara central a la que sólo Dios tenía libre acceso, esperara allí, como un lacayo, las órdenes de su amo. Mas el alma no se encontraba sola en tal situación; a veces parecía como si un número infinito de ángeles le hiciera compañía agolpándose a las puertas de la morada de Dios y como guardando sus umbrales." Este estado duraba algún tiempo; luego Dios permitía a la conciencia de Armelle que entrara en la cámara central de su alma, que entrara y que verdaderamente viera las divinas perfecciones con las cuales estaba ahora completamente colmada, con las cuales, en verdad, había estado siempre completamente colmada, mas, como aconteciera a otros místicos, Armelle no había podido percibirlas. La luz interior era de tal modo intensa que sobrepasaba su capacidad de enfrentarla, de modo que por un tiempo su cuerpo sufrió extremadamente. Por fin adquirió un grado mayor de tolerancia que le permitió soportar la conciencia de su iluminación sin experimentar un excesivo dolor.

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Véase Le Gourello, Armelle Nicolas (1913). H. Brémond, Histoire Littéraire du Sentiment Religieux en France (París, 1916).

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Significativo en sí mismo, el autoanálisis de Armelle es doblemente interesante porque constituye una pieza más entre las muchas de prueba que apuntan a esta misma conclusión: que el yo fenoménico se sustenta en un puro yo o Atman que es de la misma naturaleza que el Fundamento divino de todo ser. Fuera de la cámara central en donde (hasta que el alma se ha convertido en yo) "nadie sino Dios puede entrar", entre el Fundamento divino y el yo consciente está el mundo subconsciente, casi impersonal en sus confusos contornos pero cristalizado en tanto el yo fenoménico se le aproxima en el subconsciente personal con sus acumulaciones de basuras sépticas, sus ratas y sus escarabajos negros y, a veces, con sus escorpiones y víboras. En esta zona subconsciente de la persona residen los impulsos criminales, es éste el locas del pecado original, mas el hecho de que el yo esté de tal modo asociado con lo maníaco no es incompatible con el hecho de que también esté asociado, de una manera enteramente inconsciente, con el Fundamento divino. Hemos nacido con el pecado original, mas también hemos nacido con la gracia original, esto es, con una capacidad de virtud y, para usar el lenguaje de la teología, con una "chispa", con un "pequeño punto" del alma, con un fragmento de conciencia libre de pecado, sobreviviente del estado primigenio de inocencia y que técnicamente se conoce con el nombre de synteresis. Los psicólogos freudianos prestan mucha mayor atención al pecado original que a la gracia original. Estudian escrupulosamente las ratas y los escarabajos negros, pero son reacios a considerar la luz interior. Jung y sus discípulos se han mostrado en cierto modo más realistas. Trascendiendo los límites de la subconsciencia han comenzado a explorar ese reino en donde el espíritu, haciéndose cada vez más impersonal, se absorbe en el medio psíquico fuera del cual las individualidades se cristalizan. La psicología de Jung va más allá de la locura inmanente pero se detiene bruscamente ante la inmanencia de Dios en el espíritu. Y sin embargo, vuelvo a repetirlo, existe una gran cantidad de pruebas de la existencia de una gracia original junto al pecado original. La experiencia de Armelle no ha sido única. El conocimiento de que existe una cámara central del alma llameante con la luz del amor y sabiduría de Dios, le ha sido dado en el curso de la historia a una multitud de seres humanos. Le fue dado, entre otros, al padre Surin y le fue dado, como lo consignaremos en un próximo capítulo, junto con un conocimiento no menos inmediato y no menos abrumador, de los horrores del medio psíquico y de las venenosas sabandijas que habitan la subconsciencia personal. Al mismo tiempo vino a conocer a Dios y a Satanás, vino a conocer, más allá de toda duda, que aun estando eternamente unido con la parte divina de todo ser, estaba, de antemano e irrevocablemente, condenado. En última instancia, como ya veremos, fue la conciencia de Dios la que prevaleció. En ese espíritu tan atormentado, el pecado original fue al cabo absorbido por la infinitud de la gracia original, justamente mucho más original por ser independiente del tiempo Las experiencias místicas, las teofanías, esos relámpagos que se ha dado en llamar conciencia cósmica, no pueden ser estudiadas cabalmente pues no es posible repetirlas de modo uniforme y a voluntad en el laboratorio; pero si no es posible alcanzar a voluntad la experiencia de la cámara central del alma, ciertas experiencias de aproximación a esa cámara, en sus inmediaciones, en ese estarse "junto a la puerta", para emplear las palabras de Armelle, "en compañía de los ángeles", pueden repetirse, aunque no, claro está, de una manera uniforme (sólo en las más elementales experiencias psicológicas es posible alcanzar la repetición uniforme), lo suficientemente a menudo como para indicar la naturaleza del límite del alma al que todas llegan. Por ejemplo, los que han realizado experiencias con hipnosis encontraron que en determinado momento del rapto ("trance") ocurría, y no con escasa frecuencia, que los sujetos, estando completamente solos y sin que nada los distrajera, llegaban a percibir una suerte de serenidad inmanente y a experimentar una bondad que a menudo estaba asociada con la percepción de luz y de vastos espacios. A veces, la persona que está en trance se siente impulsada a hablar acerca de lo que está experimentando. Deleuze, que fue uno de los mejores observadores de la segunda generación de estudiosos del magnetismo animal, consigna que ese estado de sonambulismo se caracteriza por la absoluta indiferencia por los 53

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intereses personales, por la ausencia de pasiones, por la falta de interés en adquirir opiniones y prejuicios y por "un modo nuevo de ver los objetos, un juicio rápido y directo sobre las cosas, acompañado de una íntima convicción... Hasta tal punto el sonámbulo posee al propio tiempo la antorcha que le da su luz y la brújula que le señala su camino. La antorcha y la brújula -concluye Deleuze- no son productos del sonambulismo; una y otra están siempre en nosotros pero los cuidados del mundo, sus solicitaciones, las pasiones y, sobre todo, el orgullo y nuestro apego a las cosas perecederas, nos impiden percibir la una y consultar la otra".14 (Menos peligroso y más eficaz que las drogas, que a veces producen "revelaciones anestésicas",15 el hipnotismo anula temporariamente las distracciones y las pasiones, dejando que la conciencia se concentre libremente en todo aquello que yace más allá del dominio de la locura inmanente.) "En esta nueva situación -continúa Deleuze- el espíritu se colma de ideas religiosas que quizá antes nunca lo ocuparon." Entre el nuevo modo de ver el mundo del sonámbulo y el de su estado normal existe una diferencia "tan prodigiosa que a veces siente como si estuviera inspirado, se mira a sí mismo como el órgano de una inteligencia superior mas ello no excita su vanidad". Los hallazgos de Deleuze están confirmados por los de una experta mujer psiquiatra que durante muchos años se dedicó al estudio de la escritura automática. En algunas conversaciones esta señora me informó que tarde o temprano la mayor parte de los pacientes producen escritos en los que se manifiestan ciertas ideas metafísicas. El asunto de tales escritos es siempre el mismo: que el fundamento del alma individual se identifica con el Fundamento divino de todo ser. Al volver a su estado normal, los sujetos de la experiencia leen lo que han escrito y suelen encontrarlo en desacuerdo con lo que siempre habían creído. A este respecto parece digno de notarse (como lo ha señalado hace ya muchos años E W. H. Myers) que el tono moral de las comunicaciones mediúmnicas acerca de la vida en general es casi invariablemente inobjetable. Aunque por su estilo tales comunicaciones puedan considerarse como mero parloteo, por más estropajoso que sea su lenguaje, por numerosos que sean los lugares comunes del pensamiento que ellas contienen (y consideremos que por lo. menos durante los tres últimos siglos todas las grandes verdades fueron lugares comunes), este parloteo resulta siempre inofensivo y hasta podría llegar a ser edificante si los sujetos de la experiencia supieran escribir un poco mejor. Lo que ha de inferirse de todo esto es que en ciertos estados de rapto los médiums van más allá de la subconsciencia, más allá del dominio de las sabandijas y del pecado original y que alcanzan una zona de la mente subconsciente en la que, cual una radiación proveniente de distante fuente, hácese visible distintamente la influencia de la gracia original. Por supuesto que si por otra parte tales médiums no procuran lograr una unión con el Padre, que es su fin, y una unión con el Hijo a través de las obras, que son los medios para lograr tal fin, encuéntranse en permanente peligro de ser inspirados no por el Espíritu Santo sino por toda suerte de entidades inferiores, algunas nativas de su propia subconsciencia, otras que existen "fuera de allí", esto es el medio psíquico, algunas inocuas o positivamente beneficiosas, pero otras en alto grado indeseables. Con estas confirmaciones acerca de la autenticidad de la experiencia mística, con estas pruebas nada tuvieron que ver Lallemant y sus discípulos. Tuvieron un conocimiento directo de ello y, para justificarlo, una vasta literatura de autoridades que iba desde la Teología mística de Dionisio el Areopagita hasta los casi coetáneos escritos de Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Nunca sintieron la menor duda acerca de la realidad y naturaleza de ese estado divino ni de que los medios para alcanzarlo fueran la purificación del corazón y la docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. En el pasado, grandes servidores de Dios han escrito sobre sus experiencias y la ortodoxia de sus escritos ha sido garantizada por los doctores de la Iglesia. Y ahora, en nuestra época, los hubo también que vivieron a través de las torturadas 14

Véase J. P E Deleuze, Practical Instruction in Animal Magnetism.

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Véase William James, Varieties of Religious Experience.

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noches negras de los sentidos y la voluntad y conocieron la paz que sobrepasa toda comprensión.

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4 Para quienes no tenían vocación, la vida en un convento del siglo XVII era una simple sucesión de aburrimiento y deseos frustrados, atenuados en pequeña medida por alguna ocasional Schwärmerei, por alguna charla en el locutorio con los visitantes y, durante las horas de ocio, por la entrega a alguna inocente manía u ocupación. El padre Surin en sus Cartas habla de los objetos tejidos con paja en cuya confección pasaban la mayor parte de su tiempo libre muchas buenas hermanas de su conocimiento. En este orden de cosas la obra maestra fue un carruaje de paja en miniatura tirado por seis caballos también de paja y destinado a adornar la mesa de una aristocrática protectora del convento. Sobre las monjas de la Visitación el padre de la Colombière escribe que si bien las reglas de la Orden están admirablemente enderezadas a conducir las almas a la más alta perfección y no obstante haber encontrado él algunas monjas de verdadera santidad, es con todo cierto "que las casas religiosas están llenas de personas que aceptando la regla asisten a misa, oran, se confiesan, toman la comunión, simplemente porque es así la costumbre, porque la campana llama y porque otras hacen lo mismo. Sus corazones casi no toman parte en lo que ellas hacen. Tienen sus propias ideas, sus pequeños planes, sus ocupaciones; las cosas de Dios sólo entran en su mente de un modo indiferente. Los parientes y amigos de dentro o fuera del convento acaparan todos sus afectos, de suerte que sólo le queda a Dios un resto de forzada emoción que en modo alguno puede ser aceptado por Él... Comunidades que debieran ser altares en los que las almas ardieran constantemente en amor de Dios, permanecen en cambio en una condición de mezquina mediocridad y Dios impide que las cosas vayan de mal en peor". Para Jean Racine, Port-Royal era únicamente admirable a causa de "la soledad del locutorio, del anhelo mostrado por las monjas de entrar en una conversación, su curiosidad, su necesidad de saber sobre las cosas del mundo, y hasta sobre los negocios de sus vecinos". De estos méritos de Port-Royal bien podemos inferir los correspondientes defectos de otros conventos menos notables. La casa de las monjas ursulinas, fundada en Loudun en 1626, no era ni mejor ni peor que las demás de su género. La mayor parte de las diecisiete monjas eran jóvenes mujeres de nobles familias que habían abrazado el estado monástico, no impulsadas por el deseo de seguir los consejos evangélicos y alcanzar la cristiana perfección, sino porque en sus hogares había faltado el dinero para dotarlas de acuerdo con su alcurnia y hacerlas dignas de los pretendientes de su misma condición. Nada escandaloso había en su conducta ni tampoco nada particularmente edificante. Observaban la regla pero la observaban más con resignación que con entusiasmo. La vida en Loudun era ardua; las monjas del nuevo establecimiento habían llegado sin dinero a una ciudad que era a medias protestante y del todo mezquina. La única casa que pudieron alquilar fue un lúgubre y antiguo edificio que nadie quería habitar porque públicamente se lo consideraba embrujado. Las hermanas no tenían con qué mantenerse, de modo que por algún tiempo debieron pasarse sin mobiliario y durmiendo en el suelo. Las alumnas, con las que habían contado como medio de subsistencia, tardaron en presentarse y durante algún tiempo aquellas mujeres de sangre azul, aquellas de Sazillys y aquellas de d'Escoubleaus, aquellas de Barbezières y de la Mottes, aquellas de Belciels y de Dampierres tuvieron que trabajar con sus propias manos y pasarse sin comer no sólo los viernes sino también los lunes, martes, miércoles y jueves. Después de algunos meses el "snobismo" fue en su ayuda. Cuando los burgueses de Loudun llegaron a enterarse de que a cambio de una módica suma sus hijas podrían aprender un buen francés y modales cortesanos de una prima segunda del cardenal de Richelieu, de una pariente cercana del cardenal de Sourdis, de la hija menor de un marqués y de la sobrina del obispo de Poitiers, pronto el convento se llenó de pupilas y alumnas. 56

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Con ellas llegó al fin la prosperidad. Se conchabaron sirvientas para realizar las tareas más pesadas, en la mesa del refectorio apareció la carne de vaca y de cordero, y los colchones fueron levantados del suelo y colocados en camas de madera. En 1627 la priora de la nueva comunidad fue trasladada a otra casa de la Orden y en su reemplazo fue nombrada otra superiora. Su nombre en la religión era Jeanne des Anges; en el mundo había sido Jeanne de Belciel, hija de Louis de Belciel, barón de Coze, y de Charlotte Goumart d'Eschillais, que venía de una familia apenas menos rancia y eminente que la de su marido. Nacida en 1602, Jeanne tenía en ese momento veinticinco años; su rostro era más bien bonito pero su cuerpo diminuto era casi el de una enana y por lo demás ligeramente deformado, cosa que probablemente se debía a cierta afección tuberculosa de los huesos. La educación de Jeanne había sido casi tan rudimentaria como la del resto de las jóvenes señoras de su época; sin embargo poseía ella una considerable inteligencia innata a la que se agregaba un temperamento y un carácter que constituían su peor enemigo y el de los demás. A causa de su deformidad la niña carecía de atractivo físico, y la conciencia de ello, el penoso conocimiento de que era un objeto de repugnancia o de piedad, despertó en ella un permanente resentimiento que le impidió sentir ningún afecto ni despertarlo en los demás. Sintiendo antipatía por sus semejantes y, consecuentemente, siendo antipática, vivió en una actitud de defensa, preocupada sólo en atacar a sus enemigos -y a priori todo el mundo era su enemigo- con repentinas ironías y extraños arranques de mofas y risas. "Me enteré -hubo de escribir Surín sobre ella- de que la madre superiora era de una naturaleza jocosa, que daba en reír y en bromear (bouffonner) y que el demonio Balaam hacía todo lo que podía por mantenerla de ese humor. Bien se me alcanzaba que ese ánimo era totalmente opuesto a la seriedad con que debía tomar las cosas de Dios y que animando en ella ese júbilo se anulaba la contrición del corazón indispensable para alcanzar un perfecto estado de gracia. Bien conocí que bastaba sólo una hora de semejante jocosidad para echar por tierra todo cuanto yo había edificado en el curso de muchos días y creo haberle infundido un fuerte deseo de salvarse de tal enemigo." Hay una risa que es perfectamente compatible con las "cosas de Dios", una risa de humildad y de autocrítica, una risa de tolerancia para nuestra naturaleza, una risa que estalla en lugar del despecho o la indignación ante la absurda perversidad del mundo. De muy distinto género era en cambio la risa de Jeanne; ésta era ya de escarnio, ya de cinismo. Enderezada contra los demás, nunca contra ella misma, la primera era un síntoma de ese deseo incontenible del giboso de vengarse de su destino poniendo a las demás personas en el lugar que verdaderamente les corresponde y que, a pesar de las apariencias, es inferior al que él ocupa. El mismo anhelo de compensación tenía el segundo motivo de su risa, que era una mofa, una burla más impersonal a todo cuanto había, de acuerdo con las ideas corrientes, de más solemne, sublime y grande. Las personas que tienen este carácter son las más indicadas para crear situaciones complicadas y difíciles tanto a sí mismas como a los demás. Sintiéndose incapaces de habérselas con una niña tan antipática, sus padres la enviaron junto a una anciana tía que era la priora de una vecina abadía. Después de dos o tres años fue vergonzosamente devuelta a su casa, pues las monjas no habían podido con ella. Pasando el tiempo, la vida en el castillo paterno se le hizo tan odiosa que enclaustrarse en un convento le pareció preferible a seguir viviendo en su hogar. Ingresó entonces en la casa de las ursulinas de Poitiers, pasó por el habitual noviciado e hizo finalmente sus votos definitivos. Como era de esperarse, Jeanne no llegó a tener las verdaderas condiciones de una religiosa mas su familia era rica e influyente y la superiora juzgó adecuado mantenerla a su lado. Posteriormente, casi de la noche a la mañana operóse en ella un maravilloso cambio. Desde que llegó a Loudun la hermana Jeanne se condujo con piedad ejemplar y con extremada diligencia. La joven que en Poitiers había sido tan díscola, tan carente de fervor, tan floja en el cumplimiento de sus deberes, habíase convertido ahora en la religiosa perfecta, obediente, diligente en el trabajo y devota. Profundamente impresionada por tal conversión, la priora saliente recomendó a la hermana Jeanne como la persona más indicada para ocupar su puesto. 57

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Quince años después la conversa hubo de dar su propia versión sobre este episodio. "Tuve cuidado -escribió- de hacerme indispensable de modo que la superiora, como las monjas éramos pocas, hubo de asignarme todas las responsabilidades de la comunidad. No se debió esto a que la superiora no pudiera pasarse sin mí, porque tenía otras monjas más capaces y mejores que yo, sino simplemente a qué me impuse a ella por mil pequeñas sumisiones y complacencias que hicieron que llegara a considerarme necesaria a su lado. Supe muy bien cómo adaptarme a su particular humor y cómo imponerme a ella, de tal modo que terminó por no encontrar nada bien hecho si no había sido realizado por mí; hasta creyó que yo era buena y virtuosa y esto me llenó de tal modo el corazón que no tuve la menor dificultad en cumplir acciones que parecieran dignas de estimación; supe disimular y usé de hipocresía, de suerte que mi superiora podía continuar pensando muy bien de mí y continuar favoreciendo mis inclinaciones; y efectivamente me concedió muchos privilegios de los que abusé y, puesto que ella misma era buena y virtuosa y creía que yo también aspiraba a Dios con cristiana perfección, a menudo me invitaba a mantener conversaciones con dignos monjes, que yo hacía para seguirle la corriente y como pasatiempo." Al irse, los dignos monjes les pasaban a través de las rejas algún libro clásico recientemente traducido, sobre la vida espiritual. Una vez era un tratado de Blosius; otra, la vida de la santa madre Teresa de Ávila escrita por ella misma o las Confesiones de San Agustín o el tratado de Del Río sobre los ángeles y tronos. Al leer esos libros, al estudiarlos para discutir su contenido con la priora y los buenos padres, Jeanne sentía que paulatinamente su actitud iba cambiando. Esas pías conversaciones en el locutorio, esos estudios de la literatura de misticismo dejaron de ser meros pasatiempos y se convirtieron en los medios de lograr un objeto bien determinado. Si Jeanne leía los místicos, si hablaba con los visitantes carmelitas acerca de la perfección, ello no se debía en modo alguno a su deseo de "progresar en la vida espiritual sino únicamente al hecho de que parecía inteligente y eclipsaba así a las demás monjas en todos los órdenes". El incontenible anhelo de superioridad del jorobado había encontrado así otra salida, un nuevo campo fascinante de realización. Había aún algunos ocasionales estallidos de sarcasmo y de cínicas bufonadas; pero en los momentos más serios la hermana Jeanne habíase convertido en una estudiosa de las cosas espirituales, en una erudita que estudiaba todos los asuntos de la teología mística. Exaltada por estos nuevos conocimientos, Jeanne podía mirar ahora desde arriba a sus hermanas en religión y lo hacía experimentando una deliciosa mezcla de piedad y complacencia. Cierto que eran piadosas, que trataban, pobres criaturas, de ser buenas, pero ¿qué clase de virtud poseían?, ¿qué ignorante y, hasta podría decirse, qué irracional devoción era la suya?, ¿qué habían de saber ellas de gracias extraordinarias?, ¿cómo podían experimentar contactos espirituales raptos e inspiraciones?, ¿qué podían saber de la noche de los sentidos? La respuesta, la que satisfacía a Jeanne en alto grado, era que ellas no sabían nada de nada. En cambio la enanita con un hombro más alto que otro era versada en cualquier cosa. Madame Bovary llegó a tener un mal fin porque se imaginó que era una persona distinta de la que era en realidad. Advirtiendo que la heroína de Flaubert encarnaba una tendencia humana muy común, Jules de Gautier acuñó la palabra "bovarismo" tomándola de ese personaje y escribió sobre el tema un libro muy digno de leerse. El bovarismo no es en modo alguno necesariamente desastroso. Por el contrario, el proceso de imaginar que somos lo que en realidad no somos y el actuar de acuerdo con tal imaginación constituye uno de los más eficaces mecanismos de la educación El título de uno de los más perdurables libros de devoción cristiana, La imitación de Cristo, ofrece un elocuente testimonio a este respecto. Pensando y obrando en determinada situación no como pensaríamos y obraríamos espontáneamente, sino conforme a lo que nos imaginamos que haríamos si fuéramos como otra persona mejor que nosotros, terminamos por no parecernos ya a nosotros mismos y por convertirnos en cambio en semejantes a nuestro modelo ideal. Claro es que a veces el ideal es bajo y el modelo elegido más o menos indeseable, mas el mecanismo bovarístico por el que imaginamos ser lo que no somos y por el que pensamos y obramos como si la fantasía fuera realidad, es siempre el mismo. Hay por ejemplo un 58

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bovarismo en el terreno del vicio, el bovarismo del buen muchacho que conscientemente da en beber y en encanallarse con el fin de asemejarse al tipo de hombre generalmente admirado por su osadía. Existe un bovarismo que se da en el campo de las jerarquías sociales, el bovarismo del burgués snob que se imagina aristócrata y que en consecuencia trata de comportarse como tal. Hay también un bovarismo político, el de aquellos que imitan a Lenin, a Webb, a Mussolini. Hay un bovarismo cultural y estético, el de las précieuses ridicules, el del moderno filisteísmo que va desde la portada del Saturday Evening Post hasta Picasso. Y por último existe también el bovarismo de la religión y en este terreno encontramos en un extremo de la escala al santo que con honesto corazón imita a Jesucristo y en otro al hipócrita que trata de parecer un santo con el propósito de lograr más eficazmente sus propios fines no santos. En el centro de esta escala, entre estos dos extremos de Tartufo y de San Juan de la Cruz hay una tercera variedad híbrida de bovaristas religiosos. Estos últimos no son ni conscientemente malvados ni resueltamente santos. Todo su deseo, por lo demás muy humano, consiste en participar de lo mejor de ambos mundos. Aspiran a salvarse pero sin hacer demasiados sacrificios; esperan ser dignos de la gloria mas sólo por parecer héroes, sólo por hablar como los contemplativos y no por serlo en realidad. La fe que los sostiene es la ilusión, a medias reconocida como tal, a medias tenida como creencia verdadera, de que diciendo "Señor, Señor" suficientemente a menudo, serán dignos de un modo u otro de entrar en el Reino de los Cielos. Sin este "Señor, Señor" o sin otra equivalente manifestación doctrinaria o devota, el proceso del bovarismo religioso resultaría difícil y en algunos casos del todo imposible. La pluma es aquí más poderosa que la espada, pues dirigimos y mantenemos nuestros esfuerzos por medio del pensamiento y de las palabras. Con todo, es posible hacer uso de las palabras como sustitutos de los esfuerzos, vivir en un universo puramente verbal y no en el mundo dado de la experiencia inmediata. Cambiar un vocablo es fácil; pero cambiar las circunstancias externas o modificar los hechos provenientes de nuestros hábitos es arduo y pesado. El bovarista religioso que no está preparado para emprender una honesta imitación de Jesucristo se contenta con la mera adquisición de un nuevo vocabulario. Pero un nuevo vocabulario no es lo mismo que una nueva circunstancia o un nuevo carácter. La letra mata o simplemente 'deja inerte; es el espíritu, es la realidad que sustenta los signos verbales lo que da nueva vida. Frases que en una primera formulación expresaban significativas experiencias, tienden (tal es la naturaleza del hombre y de sus organizaciones religiosas) a convertirse en una simple jerga, en una vacía expresión piadosa valiéndose de la cual el hipócrita disfraza su consciente maldad y el más o menos inofensivo comediante trata de engañarse a sí mismo e impresionar a sus semejantes. Tal como podíamos esperarlo, Tartufo habla y enseña a los demás a hablar el lenguaje de los hijos y siervos de Dios.

De toutes amitiés il détache mon âme, Et je verrais mourir frére, enfants, mére et femme Que je m'en soucierais autant que de cela.

Reconócese aquí un discordante eco de los Evangelios, una parodia de la doctrina de San Ignacio y de San Francisco de Sales de la santa indiferencia. ¡Y qué patéticamente, cuando al fin es desenmascarado, el hipócrita confiesa su total depravación! Todos los pecadores han creído siempre que eran culpables de extremados pecados y Tartufo no constituye una excepción a la regla.

Oui, mon frére, je suis un méchant, un coupable, Un malheureux pécheur, tout plein d'iniquité. Le plus grand scélérat qui jamáis ait été. 59

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Éste es el lenguaje de Santa Catalina de Siena y también, cuando se acuerda de emplearlo, el de la hermana Jeanne des Anges, en su Autobiografía. Hasta dirigiéndose a Elmire, Tartufo hace uso de la fraseología del devoto. De vos regards divins I'ineffable douceur, son palabras que, aplicadas a Dios o a Jesucristo, se encuentran en todos los escritos de la mística cristiana. C'en est fait, grita indignado Orgon cuando al fin descubre la verdad.

C'en est fait, je renonce á tous les gens de bien; J`en aura¡ désormais une horreur effroyable, Et m'en vais devenir pour eux pire qu'un diable.

Su más sensible hermano hubo de darle una pequeña lección de semántica porque algunas gens de bien no son en realidad lo que parecen, mas por ello no ha de concluirse que todos son viles o comediantes. Debe considerarse cada caso atendiendo a sus propios méritos. En el curso del siglo XVII muchos eminentes directores de almas (el cardenal Bona fue uno de ellos, el padre jesuita Guilloré fue otro) publicaron tratados exhaustivos acerca de los problemas que se planteaban en torno a la distinción entre la falsa espiritualidad y la genuina, entre las meras palabras y la sustancia real, entre el fraude y la fantasía por un lado y las "gracias extraordinarias" por otro. Si la hermana Jeanne hubiera sido sometida a las pruebas del género que estos escritores proponían, parece muy improbable que hubiera podido salir de ellas con éxito. Desgraciadamente, sus directores espirituales, usando de escaso sentido crítico, sólo se mostraron ansiosos por favorecerla con su indulgencia. Sana o histérica, pero de todos modos siempre una consumada actriz, la hermana Jeanne tuvo la desgracia de que en todo momento su palabra fuera considerada digna de crédito salvo en el único caso, como ya veremos, en que se esforzó por decir toda la verdad sin reservas. Si sus directores espirituales consideraban seriamente su actitud ello se debía por una parte a que tenían sus propias razones -por cierto no demasiado elevadas para creer en sus "gracias extraordinarias", y por otra a que se sentían inclinados por su temperamento y Weltanschauung a este género de ilusión. ¿Hasta qué punto, podemos preguntarnos ahora, se consideraba ella misma seriamente? ¿Hasta qué punto la consideraban seriamente sus compañeras monjas? Sólo podemos imaginar, conjeturando, las respuestas a tales preguntas. Seguramente debe de haber momentos en que por grande que sea la perfección que logren en la representación de sus papeles tendientes a impresionar a los demás, los comediantes de la vida espiritual adquieren penosa conciencia de que algo no marcha del todo bien en la representación, de que quizás, después de todo, Dios no es cosa de tomarse a broma y de que hasta los seres humanos (aterrador pensamiento) no son tan tontos como uno podría suponer. De esto último parece que empezó a darse cuenta la hermana Jeanne en relación con el escenario en que estaba representando su papel de una segunda Santa Teresa. "Dios -escribe Jeanne- muy a menudo permitió que me acaecieran cosas desagradables venidas de manos de criaturas que me produjeron mucha pena." A través de los oscuros velos de este singular lenguaje bien podemos adivinar el irónico encogimiento de hombros con que la hermana X recibió alguna elocuente disertación sobre el matrimonio espiritual, o el duro y violento comentario de la hermana Y sobre la nueva hipocresía de Jeanne que, estando en la iglesia, 60

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daba en poner los ojos en blanco y oprimirse las manos sobre su pecho palpitante de "gracias extraordinarias", imitando a la santa de algún cuadro barroco. Nos imaginamos que al propio tiempo podemos conocer claramente a los demás y por nuestra parte ser impenetrables; sin embargo, excepto cuando están cegadas por alguna pasión, las demás personas pueden ver en nosotros tan fácilmente como nosotros vemos en ellas. El descubrimiento de tal hecho es en sumo grado desconcertante. Afortunadamente para la hermana Jeanne -o quizá muy desgraciadamente- la primera priora de la casa de Loudun era sin duda menos perspicaz que aquellas otras "criaturas" cuyo irónico escepticismo le había producido tanta pena. Profundamente impresionada por las santas conversaciones de su joven pupila y por su ejemplar conducta, la buena madre no sintió la menor vacilación en recomendar el nombramiento de Jeanne como su sucesora. Mas ahora que la designación estaba hecha y que ella se veía a los veinticinco años de edad como cabeza de un establecimiento, era la reina de ese pequeño imperio cuyas diecisiete monjas estaban obligadas por el voto de la santa obediencia a cumplir sus órdenes y a escuchar sus consejos. Ahora que había obtenido esa victoria, ahora que los frutos de tan larga y ardua campaña habían sido cosechados y asegurados en su mano, la hermana Jeanne sintió la necesidad de descansar. Por cierto que continuó sus conversaciones místicas y sus eruditas disertaciones sobre la cristiana perfección, pero en los intervalos se permitía -claro que como superiora ella era la única que regía su conducta- momentos de abandono. En el locutorio, donde ahora podía pasar libremente todo el tiempo que se le antojara, la nueva priora se entregaba a interminables conversaciones con sus amigos y conocidos del mundo seglar. Años más tarde ella misma hubo de expresar piadosamente el deseo de que se le perdonaran "todas las faltas que cometí y todas aquellas que por mi causa cometieron los demás en el curso de conversaciones que no eran estrictamente necesarias; de ello puede inferirse cuán peligroso resulta exponer con tal facilidad a jóvenes monjas a las conversaciones que mantienen a través de las rejas del locutorio, aunque tales conversaciones parezcan ser enteramente espirituales". Sí, hasta los más espirituales diálogos, como la priora hubo de saber muy bien, se desvían de pronto curiosamente hacia temas de muy distinta naturaleza. Se comienza por una serie de edificantes observaciones acerca de la devoción que se debe a San José, acerca de la meditación y del momento preciso en que se podría reemplazar la oración por la contemplación pura, acerca de la santa indiferencia y de la práctica de los ejercicios espirituales tendientes a lograr la presencia de Dios; se empieza con estas cosas y luego, sin saber precisamente cómo ni cuándo, se encuentra uno, una vez más, discutiendo las hazañas del fascinante y abominable Grandier. "Esa desvergonzada criatura que vive en la calle del Lion d'Or.. Esa joven tunante que fue ama de gobierno del señor Hervé, antes de que éste se casara con ella... Esa hija del zapatero remendón que estaba ahora al servicio de su majestad la reina madre y que le escribía a él acerca de todo lo que acaecía en la corte... Y sus feligresas... Uno se estremece sólo al pensarlo... Sí, en la propia sacristía, reverenda madre, en la sacristía, a sólo quince pasos del Santísimo Sacramento... Y esa pobrecita Trincant, seducida, podría decirse ante las barbas de su padre, en su propia biblioteca. Y ahora estaba la señorita de Brou. Sí, esa gazmoña, esa mojigata tan apegada a su virginidad que nunca había querido casarse, tan devota que cuando murió su madre habló de hacerse carmelita. En cambio..." En cambio... En su propio caso, reflexionaba la priora, no había habido ningún "en cambio". Novicia a los diecinueve años, monja cuando por su edad le llegó el momento de serlo. Y, sin embargo, después de la muerte de sus hermanas y de sus dos hermanos, sus padres le habían rogado que volviera a su hogar, que contrajera matrimonio y que les diera unos cuantos nietos. ¿Por qué había ella rechazado todo eso? ¿Por qué aun odiando esa lúgubre vida entre cuatro paredes, había persistido en hacer los votos definitivos? ¿Habíalo hecho por amor a Dios o por aversión a su madre? ¿Para disgustar a su padre o para agradar a Jesús?

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Jeanne pensaba con envidia en Madeleine de Brou. No había tenido un padre colérico ni una madre que la acechara espiándola, tenía bienes de fortuna y era dueña de sí misma y libre de hacer lo que le gustara. Y ahora hasta tenía a Grandier. Era ésa una envidia mezclada con odio y menosprecio. ¡Ah, esa hipócrita de pálido semblante como el de una joven mártir de un libro de imágenes! ¡Esa disimulada que hablaba blandamente, con sus largas oraciones y su edición de bolsillo del obispo de Ginebra en rojo cuero marroquí! Y en todo momento, bajo esos negros cabellos, detrás de esos ojos siempre bajos, ¡qué fuego, qué salacidad! No era mejor que esa mujerzuela de la calle del Lion d'Or, no era mejor que la hija del zapatero remendón o que la pequeña Trincant. Éstas tenían por lo menos la excusa de ser jóvenes solteras o viudas; cosa que no podía decirse de esta madura doncella de treinta y cinco años, de cuerpo de palo y en modo alguno atractiva. En cambio ella, la priora, no había llegado aún a cumplir los treinta años y la hermana Claire de Sazilly solía decirle que su rostro, bajo las tocas, era como el de un ángel a través de una nube. ¡Y sus ojos! Todo el mundo había admirado siempre sus ojos, hasta su madre, hasta su vieja y detestable tía la abadesa. ¡Si por lo menos consiguiera que él se llegara hasta el locutorio! Entonces ella lo miraría a través de la reja, lo miraría profundamente, penetrantemente, con esos ojos que le revelarían su alma en toda su desnudez. Sí, en toda su desnudez; detrás de las rejas no era preciso mostrar modestia; estaban en el lugar de la modestia. Detrás de los barrotes puede una mostrarse un tanto desvergonzada. Pero, ay, la oportunidad de manifestarse desvergonzada nunca se le presentó. El párroco no tenía motivos, ni profesionales ni personales, para visitar el convento. No era el director espiritual de las monjas, no tenía parientas entre las pupilas. Sus deberes de párroco no le dejaban tiempo libre para charlas ociosas o para hablar acerca de la perfección, ni sus amantes apetitos para embarcarse en nuevas y peligrosas aventuras. Los meses sucedieron a los meses, los años a los años, y la priora no hubo de encontrar aún ocasión de desplegar el irresistible poder de sus ojos; para ella Grandier había terminado por ser un puro hombre, mas un hombre poderoso, un hombre que conjuraba inconfesables fantasías, obscenos espíritus; venía a ser un demonio de curiosidad, un íncubo de concupiscencia. Una mala reputación es el equivalente mental del fisiológico llamado del sexo que se cumple en los animales en las épocas de celo: gritos, olores y, hasta en algunos casos de polillas, los rayos infrarrojos. En una mujer, una palabra relacionada con la promiscuidad sexual constituye una permanente invitación a la complacencia en lo relacionado con el varón. Y ¡qué fascinante, aún para las señoras más respetables, es ese seductor, ese insensible rompedor de corazones! En la imaginación de las feligresas de Grandier, los excesos amorosos de éste tomaban proporciones heroicas. Convertíase él en una figura mítica, con algo de Júpiter y de sátiro, con algo de bestialmente lujurioso y hasta, por eso mismo, irresistiblemente atractivo. En el tiempo en que se realizó la vista de la causa de Grandier, una señora casada, perteneciente a una de las más honorables familias de Loudun, declaró que después de haberle administrado la comunión, el cura párroco la había mirado profundamente, después de lo cual ella "se sintió presa de un violento amor por él, que comenzó por un leve estremecimiento de todos sus miembros". Otra habiéndolo encontrado en la calle, inmediatamente sintió "una extraordinaria pasión". Una tercera, que no había hecho más que mirarlo cuando el cura entraba en una iglesia, experimentó "extremadas emociones e impulsos que la llevaban a tener por cosa muy agradable el poder yacer con él". Todas estas señoras eran notoriamente virtuosas y gozaban de intachable reputación. Todas ellas tenían un hogar, marido e hijos. La pobre priora, en cambio, no tenía ni marido, ni hijos y ni siquiera verdadera vocación religiosa. ¿Por qué ha de admirarnos entonces que diera en amar a ese delicioso monstruo? "La mére prieure en fut tellement troublée, qu'elle ne parlait plus que de Grandier, qu'elle disait estre l'objet de touttes ses affections." Esa doble t de la palabra touttes parece querer acentuar su significación. Esto es, parece señalar que Grandier se había convertido en el objeto de todos sus afectos más allá del límite de lo razonable. Afectos que otras no hubieran podido sentir y que sin embargo sentía la priora en toda su monstruosa y perversa 62

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enormidad. El pensamiento del párroco la ocupaba permanentemente. Sus meditaciones, en lugar de constituir una serie de ejercicios espirituales tendientes a lograr la visión de Dios, eran en cambio una sucesión de visiones de la imagen de Urbain Grandier, o más bien de la obscena y fascinante figura que en su imaginación se había cristalizado alrededor de este nombre. Era el suyo, en su ilimitada condición enfermiza, el deseo inconsciente de la alevilla por la luz, de la escolar por el cantante de moda, de la aburrida y frustrada ama de gobierno de una casa por Rodolfo Valentino. En los puros pecados de la carne como la gula y la lujuria, el cuerpo, en virtud de su misma naturaleza y constitución, impone ciertos límites; mas por limitadas que sean las posibilidades de la carne, el espíritu es siempre indefinidamente insaciable. De ahí que los pecados de la voluntad y de la imaginación no reconozcan límites. La avaricia y el ansia de poder son infinitas en la medida en que pueden ser infinitas las cosas de este mundo sublunar y asimismo lo es aquello que D. H. Lawrence llamó "sexo en la cabeza". Como pasión heroica constituye una de las últimas enfermedades de un noble espíritu. Como sensualidad imaginada es una de las primeras enfermedades de un espíritu morboso. Detrás de los barrotes de su convento la priora era víctima de un insaciable monstruo: su propia imaginación. En su propia persona se daban simultáneamente la presa temblorosa y desgarrada y un símil infernal del "sabueso de los cielos". Como era de esperar, quebrantóse su salud y en 1629 la hermana Jeanne padeció desarreglos estomacales de origen psicosomático que según el doctor Rogier y el médico Mannoury, "la debilitaron hasta el punto de que no podía andar sin dificultad." Recordemos que en toda esa época en el pensionnat de las ursulinas se enseñaba a leer y a escribir, el catecismo y las buenas maneras a un número cada vez mayor de muchachas. ¿Cómo, se pregunta uno, reaccionarían las alumnas en el ambiente creado por una superiora que era presa de una obsesión sexual y por maestras infectadas también por la historia de su principal? Desgraciadamente los documentos no traen ninguna información al respecto. Todo lo que sabemos es que sólo en una fase avanzada del proceso los padres, indignados, comenzaron a retirar a sus hijas del cuidado de las buenas hermanas. Mas, en la época de que nos estamos ocupando, parecería que la atmósfera del convento no revelaba nada anormal que pudiera despertar sospecha. Sólo después, al quinto año de la dirección del convento por la hermana Jeanne, ocurrieron algunos acontecimientos que, sin ser importantes en sí mismos, hubieron de tener enormes consecuencias. El primero de ellos fue la muerte del director espiritual de las ursulinas, el canónigo Moussaut. Siendo un sacerdote muy digno, el canónigo había hecho todo cuanto podía por el bien de la nueva comunidad. Pero cuanto pudo, puesto que ya estaba en los umbrales de la segunda infancia, fue muy poco. No llegó a comprender nunca qué les pasaba a sus hijas espirituales, las que por su parte no prestaban la menor atención a lo que él decía. Al enterarse de la muerte de Moussaut, la priora trató, con todo su esfuerzo, de parecer triste, mas interiormente estaba colmada de un ansioso júbilo. ¡Por fin, por fin! Tan pronto como el anciano fue sepultado, la superiora envió a Grandier una carta que comenzaba con algunas consideraciones acerca de la irreparable pérdida sufrida por la comunidad, que continuaba exponiendo la dificultad de encontrar para ella y sus hermanas una nueva guía espiritual no menos sabia y santa que la del querido difunto, y que terminaba invitando a Grandier a que ocupara el puesto de aquél. Salvo por la ortografía, que nunca había sido el punto fuerte de la hermana Jeanne, la carta era en todo admirable. Leyendo la copia ya en limpio, es seguro que la priora se habrá preguntado cómo sería posible resistir a un llamado tan cordial, tan piadoso, tan delicadamente halagador. Sin embargo, la respuesta de Grandier fue una cortés negativa. No sólo se consideraba indigno de tan alto honor sino que, además, sus muchas ocupaciones relacionadas con los deberes de su parroquia le impedían aceptarlo. Desde el pináculo de su esperanzado júbilo la priora se precipitó en el más cruel desengaño en el que el pesar se mezclaba con el sentimiento del amor propio ofendido y que, al rumiar ella el amargo bolo de sus frustrados deseos, se fue convirtiendo en una fría y persistente rabia, en un permanente y maligno odio. 63

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Dar satisfacción a tal aversión no era en modo alguno cosa fácil. El cura párroco habitaba en un mundo en el que a una monja enclaustrada le resultaba imposible penetrar. Ella, pues, no podía ir hacia él y él no iría hacia ella. El contacto más directo que hubieron de tener fue a través de Madeleine de Brou, que había ido al convento para visitar a una sobrina suya, pupila de las ursulinas. Habiendo entrado en el locutorio, Madeleine encontró a la priora enfrentándola, desde el otro lado de las rejas. A su cortés saludo, Jeanne contestó con un torrente de denuestos de creciente violencia a medida que pasaban los minutos. "Prostituta, ramera, corruptora de sacerdotes que has cometido el último de los sacrilegios." A través de los barrotes la priora escupió a su rival. Madeleine se volvió y huyó. La última esperanza de lograr cara a cara una venganza personal había sido perdida. Sin embargo, todavía la hermana Jeanne podía por lo menos hacer una cosa: podría asociarse ella y toda la comunidad que estaba a su cargo con los enemigos declarados de Grandier. Sin dilaciones mandó buscar al hombre que de todos los clérigos del lugar tenía las más valederas razones para odiarlo. De escara salud, cojo de nacimiento, no menos desprovisto de talento que de encanto, el canónigo Mignon siempre había envidiado la buena presencia del párroco, su rápida inteligencia y sus fáciles éxitos. A esta antipatía general y, por así decirlo, previa, se fue agregando a través de los años un número considerable de motivos más concretos de aversión: los sarcasmos de Grandier la seducción de la prima de Mignon Philippe Trincant, y más recientemente un litigio sobre una propiedad que se disputaba entre la iglesia colegial de Sainte-Croix y la parroquia de San Pedro. Obrando en contra del parecer de los propios clérigos solidarios, Mignon llevó el asunto a los tribunales y, como todos lo habían vaticinado, perdió el pleito. Escocíale aún esta humillación cuando la priora lo citó al locutorio del convento, donde, después de hablar largamente acerca de la vida espiritual y en particular de la escandalosa conducta del cura párroco, la hermana Jeanne le pidió que fuera su confesor. Mignon aceptó inmediatamente el ofrecimiento. Aquí quedaba sellada una nueva alianza de fuerzas coligadas contra Grandier. Mignon no sabía aún con precisión cómo habría de obrar tal alianza, mas lo mismo que un buen general se preparó para aprovecharse de cualquier oportunidad que se le presentara. En el espíritu de la priora la aversión que sentía por Grandier no había anulado ni siquiera atenuado sus antiguos y obsesionantes deseos. El imaginario héroe de sus vigilias o de sus sueños nocturnos continuó siendo el mismo, sólo que ahora ya no era el príncipe encantador por el que una deja abiertas las ventanas durante las noches sino un íncubo que la importunaba, que se complacía en imponer a su víctima el ultraje de un placer que aunque no era bien recibido no por eso era menos irresistible. Después de la muerte de Moussaut, la hermana Jeanne soñaba a menudo que el anciano, volviendo del purgatorio, imploraba a sus antiguas hijas espirituales la gracia de sus oraciones; mas mientras él rogaba penosamente, algo cambiaba en el conjunto y "ya no era la persona del ex confesor sino el rostro y el semblante de Urbain Grandier que, cambiando sus palabras y conducta junto con su figura, le hablaba de amores, la acosaba con caricias tan atrevidas como obscenas y la urgía para que le entregara aquello de lo que ya no podía disponer, esto es, aquello que por sus votos había consagrado a su divino esposo". Por las mañanas, la priora contaría estas nocturnas aventuras a sus compañeras monjas. Tales confidencias no perderían sin duda nada de su realidad al ser contadas, pues al cabo de muy poco tiempo otras dos jóvenes, la hermana Claire de Sazilly (la prima del cardenal Richelieu) y otra Claire, una hermana seglar, tuvieron también visiones de clérigos que las importunaban y oyeron voces que susurraban en sus oídos las más indecorosas proposiciones. El siguiente acontecimiento, uno de los más significativos en la larga serie de los que terminaron por causar la perdición del párroco, fue más bien una necia chuscada de unas bromistas. Ideada por un grupo de monjas jóvenes y de algunas alumnas con el propósito de espantar a las niñas y a las personas mayores simples y piadosas, la broma consistía en fingir apariciones y fantasmas. El edificio en que estaban alojadas las monjas y sus pupilas, como ya hemos visto, tenía fama de estar encantado, de modo que sus ocupantes estaban ya bien preparadas para helarse de espanto cuando, poco después de la muerte del canónigo, una 64

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figura blanca como una sábana dio en pasearse por los dormitorios del convento. Después de la primera aparición todas las puertas fueron cuidadosamente aseguradas con cerrojo; pero los fantasmas reaparecieron, ya entraran por las ventanas, ya sus cómplices los introdujeran en el interior de las habitaciones. Algunas ropas fueron arrancadas de las camas y algunas muchachas sintieron que helados dedos tocaban sus rostros. Por lo demás, arriba, en los desvanes, oíase arrastrar de cadenas. Las niñas se espantaron, las reverendas madres se santiguaron e invocaron a San José; mas todo en vano. Después de unos pocos días de calma, los espíritus volvieron a aparecer. Un terror pánico invadió el convento y la escuela. Sentado en su confesonario, el canónigo Mignon hubo de enterarse de todos los pormenores acerca de los íncubos de las celdas, de los fantasmas de los dormitorios y de las bromitas de las bohardillas. De esta suerte lo supo todo y de pronto percibió una luz: era que el dedo de la santa providencia así se manifestaba. Todas esas cosas, ahora se daba cuenta de ello se hacían para bien; él trabajaría en ese mismo sentido. Persiguiendo tal fin, dio una reprimenda a las bromistas, pero les prohibió que dijeran nada a los demás sobre su chanza. A su vez, siempre en la confesión, inspiró un nuevo terror a las víctimas de tales chanzas manifestándoles que aquellas cosas que habían tenido por fantasmas eran, con mayor probabilidad, demonios. También confirmó a la madre superiora y a sus visionarias compañeras en sus alucinaciones asegurándoles que sus visitantes nocturnos eran real y manifiestamente de una naturaleza satánica. Después de esto, en compañía de cuatro o cinco de los más influyentes enemigos del párroco, se dirigió a la casa de campo del señor Trincant, situada en Puydardane, a una legua de la ciudad. Allí, ante una asamblea o consejo de guerra, dio cuenta de todo cuanto acontecía en el convento y señaló de qué modo la situación podría explotarse en detrimento de Grandier. Se discutió el asunto y hasta se ideó un plan de campaña completo, con sus armas secretas, con sus combates psicológicos y con un servicio secreto que contaba aun con lo sobrenatural. Los conspiradores esperaban mucho de los espíritus. En ese momento todos ellos sintieron que ya tenían segura la presa... en la parrilla. El siguiente paso de Mignon consistió en hacer una visita a los carmelitas. Lo que necesitaba era un buen exorcista. ¿Los reverendos padres podrían proporcionarle uno? Lleno de entusiasmo, el prior le dio no uno sino tres, los padres Ensebe de Saint-Michel, Pierre Thomas de Saint-Charles y Antonin de la Charité. Estos con Mignon, pusiéronse en seguida a la obra y fue tal el éxito que tuvieron en sus operaciones que, a los pocos días, todas las monjas, excepto dos o tres de mayor edad, empezaron también a recibir visitas nocturnas del párroco. Al poco tiempo comenzaron a correr por toda la ciudad rumores sobre el convento endemoniado y poco después todo el mundo sabía que las buenas hermanas eran poseídas por demonios y que éstos culpaban de todo al hechicero Grandier. Los protestantes, como es de imaginarse, estaban encantados. Que un sacerdote romano se confabulara con Satanás para pervertir todo un convento de ursulinas era casi suficiente para consolarlos de la pérdida de La Rochelle. En lo tocante al párroco, se limitaba a encogerse de hombros. Después de todo, nunca había reparado demasiado en la priora ni en sus frenéticas hermanas. Todo cuanto estas enloquecidas mujeres decían sobre él no constituía más que el producto de su enfermedad, inflamada melancolía mezclada con algo de furor uterinus. Privadas de hombres, las pobres mujeres por fuerza tenían que imaginarse a un íncubo. Cuando tales apreciaciones llegaron al conocimiento de Mignon, éste se limitó a sonreír y a observar que el que ríe último ríe mejor. Como el trabajo de exorcizar a tantas poseídas fuera muy grande, después de algunos meses de heroicas luchas con los demonios el canónigo pidió refuerzos. El primero a quien se acudió fue a Pierre Rangier, el curé de Veniers un hombre que, teniendo una considerable influencia en la diócesis, era extremadamente impopular a causa de haberse convertido en espía y agente secreto del obispo. Asegurándose la participación de Rangier en los exorcismos, el canónigo Mignon podía confiar que no habría escepticismo en las altas esferas. El fenómeno de la posesión colectiva sería así aceptado oficialmente. 65

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A la de Rangier pronto se agregó la colaboración de otro sacerdote de muy distinto género. El padre Barré, curé de Saint-Jacques, de la vecina ciudad de Chinon, era uno de esos cristianos negativos para quienes el demonio es incomparablemente más real e interesante que Dios. Veía en todas partes impresa la hendida pezuña de Satán, reconocía su obra en todo acontecimiento singular, en todo desastre y en todo hecho demasiado agradable de la vida humana. Estimando sobre todas las cosas el tener un buen encuentro con Belial o Belcebú, se pasaba la vida inventando casos de poseídos y exorcizándolos luego. Gracias a sus esfuerzos, Chinon estaba llena de muchachas delirantes, de vacas hechizadas, de maridos impotentes que, porque algún maligno brujo deletreaba sus nombres, no podían cumplir sus deberes conyugales. En su parroquia nadie podía quejarse de que la vida allí no fuera interesante. La invitación de Mignon fue aceptada con gran celeridad y a los pocos días Barré llegaba de Chinon encabezando una procesión formada por un buen número de sus más fanáticos feligreses. Con gran disgusto supo que durante todo ese tiempo los exorcismos se habían practicado a puertas cerradas. ¿Ocultarse de la luz? ¡Qué idea! ¿Por qué no dar al pueblo un espectáculo de edificación? Las puertas de la capilla de las ursulinas fueron abiertas de par en par. El populacho afluyó en masa. Al tercero de sus intentos, Barré consiguió que la madre superiora experimentara violentas convulsiones. "Desprovista de sentido y privada de la razón", la hermana Jeanne rodó por tierra. Los espectadores miraban deleitándose, especialmente cuando la monja mostró sus piernas. Por fin, después de muchas "violencias", vejaciones, aullidos y rechinar de dientes, dos de los cuales se le quebraron", el diablo obedeció la orden de dejar a su víctima en paz. La priora yacía exhausta; el padre Barré se enjugaba el sudor de su frente. Y luego le llegó el turno al canónigo Mignon y a la hermana Claire de Sazilly, al padre Eusébe y a la hermana seglar, al padre Rangier y a la hermana Gabrielle de la Encarnación. La obra concluyó sólo al terminar el día. Los espectadores se retiraron en tropel en el crepúsculo otoñal. Estuvieron todos de acuerdo en que desde la representación de aquellos acróbatas ambulantes que habían llegado con dos enanos y osos amaestrados, la pobre Loudun no había gozado de mejor espectáculo que aquél. Y para más, del todo gratuito, porque aquella otra vez, por supuesto, habían tenido que poner algo en la bolsa cuando fue pasada entre la multitud, bolsa en la que lo mismo tintineaba un cuarto que una moneda de plata. Dos días después, el 8 de octubre de 1632, Barré alcanzó su primera gran victoria al derrotar a Asmodeus, uno de los siete demonios que residían en el cuerpo de la priora. Hablando a través de los labios de la poseída, Asmodeus reveló que se había alojado en el bajo vientre de ésta. Durante más de dos horas Barré luchó con él; una y otra vez las sonoras frases latinas retumbaron en los aires. Exorciso te, immundissime spiritus, omnis incursio adversarii, omne phantasma, omnis legio, in nomine Domini nostri Jesus Christi; eradicare et effugare ab hoc plasmate Dei.16 Y luego debió de haber habido una aspersión de agua bendita, un golpe de manos, un golpe con la estola, con el breviario, con las reliquias. Adjuro te, serpens antique, per Judicem vivorum et mortuorum, per factorem tuum, per factorem mundi, per eum qui habet potestatem mittendi te in gehennam, mi ab hoc famulo Dei, qui ad sinum Ecclesiae recurrit, cum metu et exercitu furoris tui festinus discedas.17 Pero, en lugar de abandonar el cuerpo de la priora, Asmodeus se limitó a reír y a proferir, retozón, unas pocas blasfemias. Cualquier otro habría admitido su fracaso, pero no el padre Barré. Mandó conducir a la priora a su celda y envió a toda prisa por un boticario. El señor Adam se hizo en seguida presente llevando el clásico emblema de su profesión, el enorme irrigador de latón de las piezas de Moliére y símbolo de las prácticas médicas del siglo XVII. Un cuarto de galón de agua bendita era la cantidad que Barré consideró conveniente. El señor Adam llenó el irrigador y se 16

Te exorciso, espíritu inmundo, todo ataque del Adversario, todo espectro, toda legión, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, desarráigate y huye de esta criatura de Dios.

17

Te conjuro, antigua serpiente, por el Juez de los vivos y de los muertos, por el Hacedor tuyo y del mundo, por Aquel que tiene poder para castigarte en la Gehena, a que abandones a este siervo de Dios que vuelve al seno de la Iglesia, a que salgas lleno de miedo y aflicción por tu furiosa huida.

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aproximó al lecho donde yacía la madre superiora. Advirtiendo que había llegado su última hora, Asmodeus cayó en un violento paroxismo. Mas de nada le valió. Los miembros de la priora fueron asegurados, fuertes manos sujetaron su cuerpo forcejeante y, haciendo gala de su innata destreza en el ejercicio de su arte, el señor Adam administró la milagrosa enema. Dos minutos después Asmodeus había desaparecido.18 En la autobiografía que escribió años más tarde la hermana Jeanne nos asegura que durante los primeros meses de su posesión por los demonios estaba su espíritu tan confundido que no podía recordar nada de cuanto le había acontecido en esa época. Tal aseveración puede ser cierta o bien no serlo. Existen muchas cosas que preferimos no recordar, que hacemos lo posible por olvidar, pero que, justamente por ello, continuamos recordando aún con mayor viveza. El irrigador de M. Adam, por ejemplo... Existen muchos caminos que conducen al yo aislado y consciente a la condición larval de lo subhumano. Tal estado participa de la Nada, que constituye el tema de tantos poemas de Mallarmé.

Mais ta chevelure est une riviére tiéde, Oú noyer sans remords l'âme qui nous obséde, Et trouver le Néant que tu ne connais pas. Mas, para muchas personas, la Nada absoluta no basta; lo que anhelan es la Nada pero con cualidades negativas, una Nada hedionda y repulsiva como la de Baudelaire: Une nuit que j'étais prés d'une affreuse juive, Comme au long d'un cadavre un cadavre étendu... Ésta es también una experiencia de la Nada, pero con un sentido de violencia y es precisamente en esa Nada con un sentido de violencia en la que algunos espíritus descubren que es la clase de experiencia que más les complace. En Jeanne des Anges su deseo de trascender de sí misma estaba en proporción directa con su innato egotismo y con las condiciones exteriores de su frustrada vida. En años posteriores simuló tratar, y hasta verdaderamente trató sin simulación, de alcanzar una autotrascendencia ascendente en la vida del espíritu. Pero en el escenario y estadio de vida en que se encontraba, el único camino de evasión que se le presentó era descendente y llevaba a la sensualidad. Con libre voluntad había comenzado a entregarse en su imaginación a intimidades con su beau ténébreux, el desconocido pero públicamente brillante padre Grandier. Mas las que en un tiempo fueron deliberadas y ocasionales complacencias, convirtiéronse en una irresistible inclinación. La costumbre convirtió sus fantasías sexuales en una imperiosa necesidad y el beau ténébreux asumió una existencia autónoma, en todo independiente de la voluntad de Jeanne. De suerte que en lugar de ser ésta señora de su imaginación, hízose su esclava. La esclavitud es humillante; pero con todo, la conciencia de no poder ya dominar los propios pensamientos y acciones es una forma inferior, a no dudarlo, pero eficaz de la autotrascendencia a la que toda criatura humana aspira. La hermana Jeanne hizo cuanto pudo por liberarse de las imágenes eróticas que había invocado; pero la única libertad que le era dada era la del encuentro con su propio yo, al que tanto aborrecía. No consiguió nada sino volver a precipitarse en la mazmorra de sus tendencias sexuales. Y ahora, después de pasar meses en lucha interior, había caído en las manos del egregio padre Barré. La ilusión de un trascender de sí misma hacia abajo había quedado transformada en el hecho real del brutal procedimiento del exorcista, que la había tratado como si fuera algo inferior a lo humano, como a una estrambótica clase de animal que había que exhibir ante la canalla, como a un extraño mono al que se acorralaba a gritos, al que se manoseaba, al que mediante repetidas sugestiones se lo hacía caer en accesos de paroxismo y al que, por fin, 18

Barre no fue el inventor de estos aditamentos del exorcismo. Tallemant consigna que un noble francés, el señor de Fervaque, los usó con éxito en monjas poseídas de su conocimiento. Hoy en Sudáfrica hay sectas de negros que practican el bautismo mediante un lavaje del colon.

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habiendo reducido los últimos restos de su voluntad y de su modestia, se sometía al ultraje de una forzada lavativa del colon. Barré la había sometido a una experiencia que más o menos constituía el equivalente de un estupro llevado a cabo en un baño público.19 La persona que una vez fuera la hermana Jeanne des Anges, priora de las ursulinas de Loudun, había sido aniquilada, pero no en el sentido de Mallarmé sino en el de Baudelaire, con violencia extrema. Parodiando la frase de San Pablo, bien hubiera podido decirse "vivo, mas no yo misma sino lodo, humillación, lo simplemente fisiológico vive en mí". Durante los exorcismos Jeanne no había sido un mero sujeto sino un objeto de intensas sensaciones. Aquello había sido horrible mas también maravilloso, un ultraje pero al mismo tiempo una revelación y, en el sentido literal de la palabra, un éxtasis, un continuo salir de ese odioso y habitual yo. En esta época, es de hacer notar, la hermana Jeanne no tuvo la íntima sensación de ser poseída por demonios. Mignon y Barré le dijeron que estaba poseída y en sus delirios, mediante los exorcismos, la indujeron a que así lo dijera. Pero la verdad es que ella no tuvo la sensación de ser poseída por los siete demonios (seis después de la huida de Asmodeus) que se suponía habían tomado posesión de su menudo cuerpo. Aquí está su propia versión de lo sucedido. "No creía que una pudiera ser poseída sin haber dado su consentimiento o haber hecho pacto con el demonio, cosa en la que me engañaba en lo que respecta a los inocentes y aun a los más santos, que pueden ser poseídos. Yo misma no pertenecía al número de los inocentes; una y mil veces me entregué al demonio cometiendo pecados y resistiéndome a la gracia... Los demonios se insinuaban en mi espíritu y en mis inclinaciones de suerte que por las malas disposiciones que encontraban en mí ellos se hacían una y la misma sustancia conmigo. Normalmente los demonios obraban de conformidad con las sensaciones que yo tenía en mi alma; y esto lo hacían ellos de un modo tan sutil que no creía que tuviera dentro de mí tales demonios. Me sentía ofendida cuando las gentes parecían sospechar que yo estaba poseída por demonios, y si alguien me hablaba de ello montaba en cólera sin poder dominar las expresiones de mi enojo." Esto significa que la persona que soñaba con el padre Grandier, que la persona a quien el padre Barré había tratado como a un animal de laboratorio, no tenía 19

En las prácticas médicas de los siglos XVII y XVIII las enemas fueron empleadas tan libre y frecuentemente como hoy las inyecciones hipodérmicas. "Las enemas -escribe Robert Burton- gozan de buen predicamento. Trincabellius les asigna un primer lugar y Hércules de Sajonia las aprueba extremadamente. La experiencia me ha demostrado, dice él, que muchos hombres hipocondríacos y melancólicos se curaron con el solo empleo de las enemas." "No existe la menor duda -agrega Burton en otro pasaje- de que las enemas oportunamente usadas, si bien en este caso no actúan con tanta eficacia como en otras enfermedades, hacen igualmente mucho bien." Desde la más tierna infancia, todos los miembros de las clases sociales que podían permitirse los servicios de un médico o de un farmacéutico, estaban familiarizados con el gigantesco irrigador y los supositorios, con abundantes dosis de "jabón de Castilla y miel hervida" para aplicaciones en el recto. De modo que no nos sorprende que Jacques Bouchard (contemporáneo de la priora) describiendo sus diversiones infantiles con las petites demoiselles que solían ir a su casa para jugar con sus hermanas, hable, como de una cosa conocida por todo el mundo, de los petits bastons con los que los niños y niñas tenían la costumbre de hacer que se daban unos a otros enemas. Pero los niños son en potencia hombres y mujeres que a su vez engendran otros niños, de modo que durante generaciones los monstruosos irrigadores de los boticarios continuaron ocupando la imaginación sexual no sólo de la gente menuda sino también de la de sus padres. Ciento cincuenta años después de los excesos del padre Barré, los héroes y heroínas del marqués de Sade, en sus trabajosos esfuerzos para extender el campo del placer sexual hubieron de hacer frecuente uso de las armas secretas del exorcista. De una generación anterior a la del marqués, François Boucher produjo en L`Attente du Clystére el más terrible tipo de muchacha picaresca del siglo y quizá de todos los tiempos. Uno recuerda la anciana de Candide con sus dichos agudos acerca de cánulas y nous autres femmes. Uno piensa en el amoroso Sganarelle de Le médecin malgré lui, que tiernamente solicita a Jacqueline y que al dejarla, en lugar de darle un beso, le da un petit clystére dulcifiant. El del padre Barré, con su cuarto de galón de agua bendita, era un petit clystére sanctifiant. Mas, ya fuera dulcifiant o sanctifiant, siguió siendo lo que intrínsecamente era y lo que llegó a ser convencionalmente en esa época: una experiencia erótica, un ultraje al pudor y un símbolo, enriquecido por una gama completa de acordes pornográficos que, habiendo entrado en las prácticas del pueblo, se convirtió en una parte de la cultura circundante.

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conciencia, fuera de los exorcismos y durante las horas de vigilia, de ser de algún modo anormal. Los humillantes éxtasis y las sensuales alucinaciones le eran impuestas por un espíritu que todavía se sentía a sí mismo como perteneciente a una mujer normalmente sensual, que había tenido la mala suerte de dar en un convento, cuando en realidad hubiera debido casarse y tener una familia. Acerca del estado mental del padre Barré y de los otros exorcistas, nada conocemos de primera mano. No dejaron autobiografías ni escribieron cartas. Hasta que el padre Surin hizo su entrada en el escenario que nos ocupa, aproximadamente dos años después, la historia de esta prolongada orgía psicológica carece por completo de datos personales sobre los hombres que en ella intervinieron. Afortunadamente para nosotros. Surin era un introvertido que experimentaba el anhelo de revelarse a sí mismo, un "intimista" innato cuya pasión de confesarse compensa ampliamente las reticencias de sus colegas. Escribiendo sobre esos años pasados primero en Loudun y luego en Burdeos, Surin se lamenta de haber sentido casi permanentemente durante ese tiempo grandes tentaciones de la carne. Teniendo en cuenta las circunstancias en que debía vivir un exorcista en un convento de monjas poseídas, tal manifestación apenas puede sorprendernos. Siendo el centro de un conjunto de mujeres histéricas, todas en un estado de crónica excitación sexual, era el macho privilegiado, imperioso y tiránico. La abyección en la que se revolcaban con tanto éxtasis las mujeres de que se había hecho cargo hubo de aumentar el triunfo de su masculinidad en su papel de exorcista. La docilidad de las mujeres hubo de exaltar su sentimiento de ser el amo. En medio de ese incontenible frenesí, él estaba lúcido y fuerte, en medio de tanta animalidad, él era el único ser humano, en medio de los demonios, él era el representante de Dios. Y en su condición de representante de Dios tenía el privilegio de hacer lo que quisiera con esas criaturas de un orden inferior, de hacerlas objeto de sus operaciones, de provocarles convulsiones, de tratarlas como si fueran recalcitrantes marranas o vaquillas, de prescribir la enema o el flagelo.20 En sus momentos más lúcidos las poseídas confiaban a sus amos (¡y con qué obscena delectación hollaban bajo sus pies las convenciones que habían constituido una parte esencial de su personalidad!) los más inconfesables hechos relacionados con su fisiología, las más espeluznantes fantasías surgidas de las fangosas profundidades de la subconsciencia. El tipo de relación que existía entre los exorcistas y las presuntas poseídas aparece bien ilustrado en el siguiente extracto de un relato contemporáneo sobre la posesión de las ursulinas de Auxoune que comenzó en 1658 y continuo hasta 1661. "Las monjas declaran, y asimismo lo hacen los sacerdotes, que por medio del exorcismo, ellos (los sacerdotes) las alivianan de hernias, qu'ils leur on fait rentrer des boyaux qui leur sortaient de la matrice, que las curaban en un instante de los desgarramientos del útero producidos por los hechiceros, que les determinaban la expulsión des bastons couverts de prépuces de sorciers qui leur avoient été mis dans la matrice, des bouts de chandelles, des bastons couverts de langes et d'aultres instruments d'infamie, comme des boyoux et aultres choses desquelles les magiciens et les sorciers s'étaient servís pour faire sur elles des actions impures. También declaran que los sacerdotes las curaron de cólicos, dolores de estómago y de cabeza, que las curaron de los endurecimientos de los senos, que las curaron de las hemorragias por medio del

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En una carta que escribió después de su visita a Loudun en 1635, Thomas Killigrew describe el procedimiento a que fue sometida la hermana Agnes, cuya impúdica conducta le mereció, entre los habitués del exorcismo, el cariñoso sobrenombre de le beau petit diable. "Era ella verdaderamente hermosa y joven, de más tierna apariencia y delicadas formas que todas las demás... El encanto de su rostro estaba oculto en una piel de marta que retiró al llegar yo a la capilla (Killigrew tenía en ese momento sólo veinte años y era muy guapo). Y aun cuando estuviera como una esclava en manos del fraile padeciendo grandes miserias, podía verse a través de sus negros ojos los indestructibles arcos de muchos triunfos." Como una esclava en manos del fraile: las palabras son penosamente significativas. Un rato después, como lo consigna Killigrew, la desventurada muchacha era una esclava bajo los pies del fraile. Después de haberle provocado violentas convulsiones y después de haberla hecho rodar por tierra, el buen padre se puso en pie, triunfante, sobre su yaciente víctima. "Confieso que era un espectáculo muy triste -dice Killigrew-, no tuve el valor de continuar presenciando el milagro por el cual habría de recobrarse y me marché de allí a mi posada."

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exorcismo y, mediante el agua bendita puesta en sus bocas, pusieron fin a las hinchazones del vientre provocadas por la cópula con los demonios y hechiceros. "Tres de las monjas confesaron, sin ser castigadas con la vara, que habían mantenido relaciones carnales con demonios que las habían desflorado; otras cinco declararon que habían sufrido en manos de hechiceros, magos y demonios, actos que el pudor impide referir pero que en efecto no eran otros que los descritos por las tres primeras. Los dichos exorcistas tienen testimonios de la verdad de todas esas manifestaciones." (Véase: Barbe Buuée et la prétendie possession des Ursulines d'Auxonne, del doctor Samuel Garnier. París, 1895, págs. 14 y 15.) ¡Qué agradable escualidez, qué intimidades médicas! Y en todo ello, cual una densa bruma, pende una opresiva sensualidad tan espesa, que se la podría cortar con un cuchillo, omnipresente, y de la que no es posible escapar. Los médicos que hubieron de reconocer a las monjas por orden del parlamento de Burgundia no encontraron ninguna prueba de que estuvieran poseídas sino sólo muchas señales de que la mayor parte de ellas padecían una enfermedad que nuestros padres dieron en llamar furor uterinus. Los síntomas de tal enfermedad eran "acaloramiento acompañado de un inextinguible apetito por el acto venéreo", y una incapacidad por parte de las hermanas más jóvenes, de "pensar o hablar de otra cosa que no fuera el sexo". Tal era la atmósfera que se respiraba en un convento de monjas poseídas y tales las personas con las cuales, participando de las intimidades que existen entre el ginecólogo y su paciente, el domador y el animal, el adorado psiquiatra y su neurótica enferma, los sacerdotes exorcistas pasaban muchas horas del día y de la noche. En lo tocante a los exorcistas de Auxonne, parece que sus tentaciones fueron de tal modo intensas, que existen buenas razones para creer que aprovecharon la ventaja de su situación para seducir a las monjas que se les habían confiado. Tal acusación no puede hacerse a los sacerdotes y monjes que intervinieron en los exorcismos de la hermana Jeanne y de las otras histéricas de Loudun. Hubo, es verdad, como lo atestigua Surin, constantes tentaciones, pero éstas fueron resistidas. Las violaciones fueron puramente imaginativas y nunca pasaron a las vías de hecho. La expulsión de Asmodeus constituía una victoria tan notable y, por lo demás, las monjas por esa época fueron tan bien guiadas en representar sus papeles de poseídas, que Mignon y los otros enemigos de Grandier se sintieron ahora lo suficientemente fuertes como para emprender una acción oficial. De acuerdo con tal designio, el 11 de octubre, Pierre Rangier, el párroco de Veniers, fue enviado al despacho del jefe de la magistratura de la ciudad, el señor De Cerisay. Allí informó de todo cuanto acontecía en el convento de Loudun e invitó al bailli y a su segundo, Louis Chauvet, a que fueran a comprobarlo por sí mismos. Éstos aceptaron la invitación y la misma tarde ambos magistrados y el amanuense fueron recibidos en el convento por Barré y el canónigo Mignon. Entraron en "una habitación de alto cielo raso con siete pequeñas camas, una de las cuales estaba ocupada por la hermana laica y otra por la hermana superiora. Las rodeaban algunos carmelitas, algunas monjas del convento, Mathurin Rousseau, sacerdote y canónigo de Sainte-Croix, y el médico Mannoury". Al ver al bailli y a su segundo la priora (conforme a las palabras del amanuense de los magistrados) "comenzó a hacer violentos movimientos y ciertos ruidos semejantes a los gruñidos de un lechón, luego se hundió entre las ropas de su cama, rechinó sus dientes y continuó contorsionándose como podría hacerlo una persona privada de la razón. A su derecha había un carmelita y a su izquierda el susodicho Mignon, que introdujo dos de sus dedos, el pulgar y el índice, en la boca de la susodicha madre superiora y ejecutó en nuestra presencia diversos exorcismos y conjuraciones". En el curso de tales exorcismos y conjuraciones trascendió que la hermana Jeanne había llegado a ser poseída por la intervención de dos instrumentos materiales diabólicos; uno consistía en tres espinas de oxiacanto; el otro en un ramo de rosas que había encontrado en la escalera y puesto en su cintura, "después de lo cual se había sentido atacada por un fuerte temblor en su brazo derecho e impulsada a un gran amor por Grandier, sin conseguir, aun en sus momentos de oración, desterrar de su mente la imagen de Grandier, única cosa en que 70

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podía pensar y que se le había impreso interiormente. Habiéndosele preguntado en latín: "¿Quién envió estas flores?", la priora contestó después de alguna vacilación y como si algo la obligara a hacerlo así: "UrbanUS".21 Habiéndole exigido Mignon: "Dic qualitatem"22 repuso ella: "Sacerdos";23 y volvió a preguntar Mignon: "Cuius ecciesiae?24 y dijo ella: "Sancti Petri".25 Las últimas palabras las pronunció apenas. Cuando el exorcismo hubo terminado, Mignon llevó aparte al bailes y en presencia del canónigo Rousseau y del señor Chauvet observó que, a lo que parecía, el caso presente tenía una notable semejanza con el de Louis Gauffridy, el sacerdote provenzal que veinte años antes había sido quemado vivo por ejercer la hechicería y haber corrompido a ciertas ursulinas de Marsella. Con la mención del caso de Gauffridy podía pensarse que el gato estaba ya en el saco. La estrategia de la nueva campaña contra el párroco quedaba así claramente revelada. Sería acusado de brujería y magia, sometido a un proceso en el que, si era absuelto, su reputación quedaría de todos modos arruinada; si condenado, le esperaría la hoguera.

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Urbain.

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Di su condición. 23 Sacerdote. 24 ¿De qué iglesia? 25 De la de San Pedro.

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5 De tal suerte Grandier fue acusado de hechicería y las monjas fueron poseídas por demonios. Al leer estas manifestaciones sonreímos, pero, antes de que nuestra sonrisa se amplíe en burlona risa o estalle en una carcajada, tratemos de descubrir el significado preciso de tales palabras durante la primera mitad del siglo XVII, y, puesto que en esa época la hechicería era considerada un crimen, comencemos por el aspecto legal del caso. Sir Edward Coke, el más grande legista inglés de la época isabelina y del rey Jacobo, definió a una bruja como "una persona que tiene consultas con el diablo para pedirle consejos o emprender alguna acción". En el Estatuto de 1563 la hechicería era castigada con la muerte sólo cuando podía probarse que la bruja había intentado algo contra la vida de un semejante. Pero ya en los primeros años del reinado de Jacobo esas disposiciones fueron reemplazadas por una nueva ley mucho más severa, después de 1603, el delito capital no fue ya el asesinato realizado por medios sobrenaturales sino el simple hecho de ser, con evidencia, hechicero. La acción cometida por el acusado podía ser en sí misma inofensiva, como en el caso de la adivinación, y hasta benéfica, como en el caso de las curaciones por medio de conjuros y encantos, mas si se demostraba que tales curas se habían conseguido a través de "tratos con el demonio" o mediante cualquiera de los métodos diabólicos de la magia, la acción era considerada criminal y el que la había cometido era condenado a muerte. Estas eran disposiciones inglesas y protestantes, pero en este punto coincidían plenamente con las leyes canónigas y las prácticas católicas. Kramer y Sprenger, los eruditos autores dominicanos de Malleus Maleficarum (que durante casi dos siglos fue el libro de texto y vademécum de todos los cazadores de hechiceros, luteranos y calvinistas no menos que católicos), citan muchas autoridades para demostrar que la pena adecuada al ejercicio de la hechicería, de la adivinación o de cualquier otra suerte de arte mágico es la muerte. "La hechicería es una alta traición a la majestad de Dios, de modo que a ellos (los acusados) hay que someterlos a tormento para hacerlos confesar. Cualquier persona, de cualquier posición, sobre la que pese tamaña acusación puede ser sometida a tortura. Y si se la encuentra culpable de tal delito, aun cuando haya confesado su crimen, es preciso atormentarla, es preciso hacerle sufrir todos los otros tormentos descritos por las leyes para que así pueda ser castigada en proporción a su ofensa.26 Detrás de estas disposiciones legales existía una larga tradición de intervenciones de los demonios en los negocios humanos y, más específicamente, estaban las verdades reveladas de que el diablo es el príncipe de este mundo y el enemigo jurado de Dios y de sus hijos. A veces el demonio actúa por su propia cuenta, a veces comete sus nefandas acciones valiéndose de instrumentos humanos. "Y si se preguntara si el demonio puede pervertir a los hombres y a las criaturas más fácilmente por sí mismo que a través de una bruja, ha de responderse que no hay comparación posible entre estos dos casos. Para él es infinitamente más fácil y mejor hacer daño a través de las brujas. Primero, porque así infiere una mayor ofensa a Dios al usurparle una criatura dedicada a Él; segundo, porque siendo Dios el más ofendido, al permitir al demonio que pervierta a los hombres le confiere el más grande poder, y, tercero, en propio beneficio de Satanás, se pierden con ello muchas almas.27 En la Edad Media y en la Edad Moderna cristianas, la situación de los hechiceros y de sus clientes era análoga a la de los judíos en el régimen de Hitler, a la de los capitalistas en el de Stalin, a la de los comunistas en los Estados Unidos. Eran mirados como agentes de una potencia extranjera, en el mejor de los casos como antipatriotas y en el peor como traidores, herejes y enemigos del pueblo. La pena de muerte era el castigo que se aplicaba a estos 26

Kramer y Sprenger, Malleus Maleficarum, traducido por el reverendo Montague Summers. Londres, 1948, págs. 5 y 6. 27 Kramer y Sprenger, op. cit., pág. 122.

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metafísicos Quislings del pasado, y en la mayor parte de los países contemporáneos también la muerte es la pena que espera a esos servidores políticos del demonio conocidos aquí con el nombre de rojos, allí con el de reaccionarios. En el liberal siglo XIX, a los hombres como Michelet no sólo se les hacía difícil perdonar sino incluso comprender el salvajismo con que habían sido tratados los hechiceros en otra época. Siendo demasiado duros para juzgar el pasado, fueron al propio tiempo demasiado complacientes al juzgar su presente y optimistas en alto grado al considerar su futuro, esto es, ¡al pensar en nosotros! Eran racionalistas que creían que con la caída de la religión tradicional se pondría término a esas maldades como la persecución de los herejes, el tormento y el quemar vivos a los hechiceros. Tantum religio potuit suadere malorum.28 Pero mirando hacia atrás, desde nuestra privilegiada posición, el camino descendente de la historia moderna, vemos ahora que todos los males de la religión pueden igualmente florecer sin ningún género de creencia en lo sobrenatural, que los convencidos materialistas están prontos a rendir culto a sus mal construidos edificios y creaciones como si fueran el mismo Absoluto y que aquellos que se tienen por humanitarios persiguen a sus adversarios con todo aquel celo con que los inquisidores exterminaban a los devotos de un Satanás personal y trascendente. Tales modos de conducta son anteriores y por otra parte sobreviven a las creencias que en un determinado momento parecen motivarlos. Poca gente cree ahora en el demonio; mas mucha se complace en conducirse como sus antepasados se condujeron cuando el espíritu malo era una realidad tan incuestionable como lo es actualmente el conjunto de sus contrarios. Con el fin de justificar su conducta, convierten sus teorías en dogmas, sus leyes especiales en primeros principios, hacen de sus cabecillas políticos dioses y de todos aquellos que no coinciden con ellos, demonios encarnados. La idólatra transformación de lo relativo en lo absoluto y de lo demasiado humano en divino les permite dar rienda suelta a sus perversas pasiones con limpia conciencia y con la certeza de que están trabajando por el dios supremo, y cuando las creencias corrientes, al transformarse, cobran un aspecto disparatado se le inventa otro nuevo para que la inmemorial locura pueda continuar llevando su habitual máscara de legalidad, idealismo y religión verdadera. En principio, como hemos visto, la legislación relativa al ejercicio de la hechicería era extremadamente simple. Cualquiera que hubiera tenido tratos con el demonio se hacía acreedor a la pena capital. Describir el modo con que era aplicada esta ley requeriría mucho mayor espacio del que disponemos aquí. Baste decir que a veces hubo jueces manifiestamente parciales y que otros hicieron lo posible por administrar verdadera justicia, pero aun un tribunal justo, comparado con nuestras presentes prácticas en Occidente, era una monstruosa caricatura de la justicia. "Las leyes -leemos en Malleus Maleficarum- consienten en aceptar cualquier clase de testigo contra ellos (los acusados)." Y no sólo se incluían los más diversos testigos, como niños y enemigos mortales del acusado, sino que también toda suerte de pruebas como murmuraciones, rumores, inferencias, sueños que se recordaran, declaraciones prestadas por poseídos, se consideraban tales. Como en todos los tiempos, el tormento era muy frecuentemente empleado para arrancar confesiones y con las torturas se empleaban las falsas promesas referentes a la sentencia final. En el Malleus29 esta materia de las falsas promesas es discutida con el habitual cacumen y la minuciosidad característica de sus autores. Existen, según ellos, tres posibilidades a este respecto. Si se elige la primera, el juez puede prometer a la bruja la vida (con la condición, claro está, de que revele el nombre de otras brujas) y puede tener intención de mantener su promesa. El único engaño, en este caso, consistiría en dar a entender a la acusada que la pena de muerte le sería conmutada por un castigo más suave, como el destierro, aunque in petto haya decidido condenarla a reclusión perpetua en alguna mazmorra, a pan y agua. La segunda posibilidad es preferida por aquellos que piensan que "después que la bruja ha sido puesta en prisión la promesa de respetarle la vida puede mantenerse durante algún tiempo, pasado el cual puede procederse a quemarla". 28 29

"Tanto mal la religión ha engendrado." Kramer y Sprenger, op. cit., pág. 228.

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"La tercera posibilidad consiste en que el juez puede prometer con absoluta sinceridad y seguridad que él le perdonará la vida, mas estando en el secreto de que su sentencia será posteriormente rechazada y reemplazada por la de otro juez." (¡Y qué rico en significación es eso de "con absoluta sinceridad y seguridad"! La mentira sistemática es algo que expone al alma del embustero a un riesgo considerable. Ergo, si encuentras un expediente para mentir, ten la seguridad de que lo acompañarán ciertas reservas mentales que impedirán, quizá no a los otros pero sí a ti y a Dios -al que por cierto no es posible engañar-, considerarte un digno candidato del paraíso.) Para nuestros ojos de occidentales del siglo XX lo más absurdo es que la mayor parte de los anómalos y singulares sucesos de nuestra vida cotidiana, lo mismo que los rasgos más inicuos de un caso medieval o de la primera edad moderna relacionado con brujería, podrían haber sido considerados legítimamente como efectos de una intervención diabólica o producto de las artes mágicas de un hechicero. Veamos a continuación, por ejemplo, una parte de las pruebas que sirvieron para condenar a la horca a una de dos brujas que habían sido llevadas ante el futuro lord jefe de la justicia, Sir Matthew Hale. En el curso de un altercado, la acusada había maldecido y amenazado a un vecino suyo. Después de eso el hombre declaró que "tan pronto como sus marranas hubieron parido, los lechoncitos comenzaron a saltar y a hacer cabriolas y que luego cayeron muertos". Esto no había sido todo. Al poco tiempo lo invadió "gran número de piojos de extraordinario tamaño". Contra tales alimañas sobrenaturales no se conocían todavía los métodos hoy corrientes de desinfección, por lo que el testigo no tuvo otro remedio que arrojar dos de sus mejores trajes a las llamas. Sir Matthew Hale era un juez justo, amante de la moderación, un hombre de amplia ilustración científica tanto como literaria y legal. El que haya podido tomar en serio esta clase de pruebas parece increíble, pero el hecho es que así fue. Es de presumir que la razón que lo movió, a él como a tantos otros, a tal cosa fue la de ser extremadamente piadoso. Mas, en una época ortodoxa el sentimiento piadoso deba cabida en sí a la creencia en un demonio personal y al deber de extirpar a las hechiceras que eran sus siervas. Además, aceptando como verdad todo el contenido de la tradición judeo-cristiana, se encontraban antecedentes de que la muerte de los cochinillos precedida por la maldición de una anciana era probablemente de origen sobrenatural, debida a la intervención de Satanás o de alguno de sus adoradores. Al saber bíblico de demonios y hechiceras se había incorporado un gran número de supersticiones populares que a la postre vinieron a ser consideradas con la misma veneración que las verdades reveladas. Por ejemplo, hasta bien entrado el siglo XVII todos los inquisidores y la mayor parte de los magistrados civiles aceptaban sin ningún género de dudas la validez de lo que podría llamarse la prueba física de la hechicería. ¿Exhibía el cuerpo del acusado alguna marca extraordinaria? ¿Se le encontraba una imperceptible marca debida al pinchazo de una aguja? ¿Tenía, y esto era lo más importante, alguna de esas "tetillas" o pezones supernumerarios del que podría mamar algún sapo o escuerzo? Si había algo de esto, era preciso sospechar en seguida que probablemente se trataba de una bruja; la tradición afirmaba que éstas eran las marcas y sellos con los que el demonio señalaba a sus servidores. (Como un nueve por ciento de todos los machos y algo menos del cinco por ciento de todas las mujeres nacen con tetillas supernumerarias, no fue nunca menor el número de las víctimas predestinadas. La naturaleza cumplió puntualmente su parte; los jueces, con sus principios y postulados no sometidos a examen, hicieron el resto.) Entre otras supersticiones populares que se cristalizaron en axiomas hay tres que a causa de los daños que ocasionaron por su general aceptación merecen por lo menos que las mencionemos aquí. Son las creencias relacionadas con el hecho de que al invocar la ayuda del demonio las brujas podían determinar tempestades, enfermedades e impotencia sexual. En el Malleus, Kramer y Sprenger tratan estas cosas como verdades evidentes por sí mismas, establecidas no solamente por el sentido común sino también por la autoridad de los más grandes doctores. "Santo Tomás en su comentario sobre Jom dice lo siguiente: es preciso admitir que, con el permiso de Dios, los demonios pueden causar disturbios en el aire, 74

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levantar vientos y hacer que caiga fuego de los cielos. Aunque en lo tocante a las formas varias que toma la naturaleza corpórea no depende de ningún ángel bueno o malo, sino sólo de Dios su creador, y aunque en lo tocante a los movimientos locales la naturaleza corpórea esté supeditada a la naturaleza espiritual... Pero los vientos y las lluvias y otros desórdenes similares del aire pueden ser causados por el mero movimiento de vapores que se elevan desde la tierra o desde el agua; por lo tanto los poderes propios de los demonios son suficientes para determinar tales cosas. Así dice Santo Tomás.30 Por lo que hace a los desarreglos del cuerpo, "no existe ninguna enfermedad, aun la lepra o la epilepsia, que no pueda ser causada, con el permiso de Dios, por las hechiceras. Y esto queda probado por el hecho de que los doctores no excluyen ninguna clase de enfermedad.31 La autoridad de los doctores es confirmada por observaciones personales de nuestros autores. "Muy frecuentemente hemos visto que algunas personas tuvieron ataques de epilepsia provocados por medio de huevos que habían sido enterrados junto a cuerpos muertos, especialmente el de alguna hechicera... y particularmente cuando se dieron estos huevos a una persona en la comida o en la bebida.32 En lo que respecta a la impotencia, nuestros autores establecen una aguda distinción entre la impotencia natural y la sobrenatural. La primera es la incapacidad de mantener relaciones sexuales con cualquier miembro del sexo opuesto. La impotencia sobrenatural, la determinada por conjuros mágicos y por demonios, es la incapacidad pero en relación con una sola persona (especialmente el propio marido o la mujer) sin que se pierda el poder sexual para con los otros miembros del sexo opuesto. Es de observar, dicen nuestros autores, que Dios permite que se cometa mayor número de encantamientos o hechizos en la esfera del poder generativo que en las otras de la vida humana, porque desde la caída de nuestros primeros padres hay en todo cuanto concierne al sexo "una corrupción mayor que en cualquier otro acto humano". Las tormentas devastadoras no constituyen nada extraordinario, la impotencia selectiva afecta, tarde o temprano, a la mayor parte de los hombres y las enfermedades nunca faltan. En un mundo donde la ley, la teología y la superstición popular se pusieron de acuerdo para hacer a las hechiceras responsables en tales acontecimientos cotidianos, las oportunidades de practicar espionajes y delaciones eran innumerables. La vida social, cuando llegaron al colmo las cacerías de brujas, en el siglo XVII, debió haber sido en ciertos lugares de Alemania muy parecida a la que se dio allí bajo los nazis o en algún país recientemente sometido a la dominación comunista. Por medio de la tortura, o bien movido por un sentimiento del deber o por algún impulso histérico, un hombre denunciaba a su esposa, una mujer a sus mejores amigos, un niño a sus padres, un criado a su amo. Y no eran éstos los únicos males que aquejaban a una sociedad frecuentada por los demonios. En muchos individuos, las incesantes sugestiones de hechizos y encantos, las diarias admoniciones contra el demonio tuvieron un efecto desastroso. Algunos de los más timoratos concluyeron por perder la razón, otros llegaron a morir por el horror siempre presente. En los ambiciosos y en los resentidos estos tañidos de lo sobrenatural produje ron un efecto bien distinto. Con el fin de satisfacer sus frenéticos deseos, hombres como Bothwell y mujeres como Mme. de Montespan no vacilaron en explotar los recursos de la magia negra en pro de sus criminales designios. Y si alguien se sentía oprimido o desengañado, si alimentaba un rencor contra la sociedad en general o contra un semejante en particular, ¿había acaso algo más razonable que recurrir a aquellos que, según Santo Tomás y los otros doctores, eran capaces de hacer tan enormes daños? Al prestar tanta atención al demonio y al tratar la hechicería como el más nefasto de los crímenes, los teólogos e inquisidores lo que en verdad 30

Kaamer y Sprenger, op. cit., pág. 147. Ibid., pág. 134. 32 Kramer y Sprenger, op. cit., pág. 137. 31

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consiguieron fue propagar las creencias y fomentar las prácticas que tan duramente intentaban reprimir. A los comienzos del siglo XVIII, la hechicería había dejado de ser un problema social serio. Murió, entre otras razones, porque nadie se tomaba entonces el trabajo de reprimirla. Cuanto menos se la perseguía, tanto menos se propagaba. La atención se desvió de lo sobrenatural a lo natural. Desde 1700 hasta los días que corren, todas las persecuciones que ha habido en nuestro mundo de Occidente fueron de un orden secular y hasta podría decirse humanitario. Para nosotros, el mal absoluto ha dejado de ser algo metafísico y se ha convertido en político o económico, de suerte que ese mal se encarna ahora no en hechiceros o magos sino en representantes de alguna odiada clase social o nación. Los resortes de la acción y de las teorizaciones han sufrido cierto cambio, pero los odios y las ferocidades que éstas justifican se mantienen inmutables. La Iglesia, como hemos visto, enseñaba que la hechicería era una terrible realidad omnipresente y la ley, con apropiada saña, obraba de acuerdo con tal enseñanza. ¿Hasta dónde la opinión pública participaba del punto de vista oficial en la materia? Sólo podemos inferir los sentimientos de la mayoría iletrada e inarticulada de sus acciones y de los comentarios de la clase culta. En el capítulo dedicado a los encantamientos de animales el Malleus trae curiosos detalles sobre la vida de aldea en el Medioevo, por la que los sentimentales que abominan del presente -lo cual los ciega para las enormidades y horrores del pasado- suspiran con nostalgia. "No existe ni la más pequeña granja -leemos- en la que las mujeres no se dañen mutuamente secando las ubres de las vacas (por medio de invocaciones) y muy a menudo haciéndolas morir." Cuatro generaciones más tarde, encontramos en los escritos de dos sacerdotes ingleses, George Gifford y Samuel Harsnett, relatos análogos de la vida rústica en una sociedad frecuentada por demonios. "Una mujer -escribe Gifford- se querella duramente con su vecino; sigue a ello un gran daño... se concibe una sospecha. A los pocos años tiene ella una riña con otro; al hombre le ocurre también una desgracia. Esto es observado por todo el mundo. La fama se propaga; la madre W. es una bruja... Y bien, la madre W. comienza a ser odiada y temida por muchos de sus vecinos que no dicen nada pero que en sus corazones alimentan el deseo de que sea ahorcada. Al poco tiempo otro cae enfermo y languidece. Los vecinos van a visitarlo. Y qué, vecino -le dice uno-, ¿no sospecha de algún maligno hechizo? ¿Nunca incurrió en el enojo de la madre W.? Verdaderamente, vecino -dice el enfermo-, nunca me gustó esa mujer, no podría decir cómo pude disgustarla, a no ser que el otro día, cuando mi mujer le rogó, cosa que yo también hice, que sacara sus gallinas de mi jardín... Verdaderamente pienso que me ha embrujado. Todo el mundo dice entonces que la madre W. es una bruja... No existe la menor duda para los que vieron que una comadreja salía de la casa de ella y se introducía en el corral del enfermo, poco antes de que éste cayera en cama. El enfermo muere y se atribuye la causa de la muerte a un hechizo. Entonces se apresa a la madre W. y se la manda a una cárcel. Allí es condenada y aun estando en la horca se viene a descubrir, después de su muerte, que no era culpable.33 Y he aquí lo que escribe Harsnett en su Declaration of Egregious Popish Impostores: "¡Guardaos, mirad por vosotros, vecinos! Si alguno de vosotros tiene una oveja enferma de vértigos, un cerdo de paperas o un caballo de vahídos, o un niño travieso de la escuela o una niña perezosa de la rueca; si hay entre vosotros alguna joven enferma de melancolía que no tiene grasa suficiente para sus gachas ni manteca para el pan de sus padres... y a la que además la madre Nobs ha llamado una vez en broma perezosa tunantuela o le ha dicho que el diablo la arañaría, no hay la menor duda de que la madre Nobs es la bruja.34 Estos cuadros de comunidades rústicas basados en la superstición, el temor y la mutua desconfianza, son para nosotros curiosamente y en alto grado humillantes porque son tan modernos tan locales e independientes de toda fecha. Por fuerza nos llevan a pensar ciertas páginas de La Vingt-Cinquiéme Heure y 1984, páginas en las que el rumano 33

George Gifford, A Discourse of the Subtill Practices of Deviles by Witches. Citado por W. Notestein en A History of Witchcraft in England, pág. 71. 34 Notestein, op. cit., pág. 91.

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describe la pesadilla de los acontecimientos del presente y del pasado inmediato, en las que el inglés pronostica un futuro aun más diabólico., Los precedentes relatos hechos por hombres ilustrados sobre la inconexa opinión pública son suficientemente reveladores. Pero los hechos reales hablan aun más elocuentemente que las palabras, y una sociedad que periódicamente lincha a sus hechiceros proclama con gran énfasis su fe en lo mágico y su terror al demonio. He aquí un ejemplo tomado de la historia francesa y que es casi contemporáneo de los sucesos referidos en este libro. En el verano de 1644 después de una muy violenta y destructiva granizada, los habitantes de varias aldeas de los alrededores de Beanne se agruparon con el propósito de tomar venganza en los malos espíritus encarnados que habían causado la ruina de sus sembradíos. Bajo la dirección de un muchacho de diecisiete años que aseguraba a gritos tener un gran olfato para las brujas, los colonos echaron al agua un gran número de mujeres y luego las aporrearon hasta hacerlas morir. Otras sospechosas fue ron quemadas con palas calentadas al rojo, metidas en hornos de ladrillos o arrojadas desde sitios elevados. Para poner término a este pánico reino del terror, el parlamento de Dijon tuvo que enviar a dos comisionados especiales a la cabeza de poderosas fuerzas policiales. Vemos, pues, que la inconexa opinión pública estaba en todo de acuerdo con los teólogos y legistas. Entre las gentes ilustradas, por lo menos, no había una aprobación tan unánime. Kramer y Sprenger escriben con indignación de aquellos (y a fines del siglo XV había muchos) que dudaban de la realidad de la hechicería. Señalan que todos los teólogos y tratadistas canónicos están acordes en condenar el error de "aquellos que dicen que no hay hechicería en el mundo sino sólo en la imaginación de hombres que, por ignorar las causas ocultas que ningún hombre ha comprendido todavía, atribuyen ciertos efectos naturales a la hechicería como si tales efectos no se debieran a ocultas causas sino a la obra de demonios que actúan, ya por ellos mismos, ya en combinación con las brujas. Todos los doctores condenan este error como una falsedad, y hasta el propio Santo Tomás lo impugna muy vigorosamente y lo estigmatiza considerándolo una herejía real y diciendo que el tal error tiene sus raíces en la falta de fe35.` Esta conclusión teorética plantea un problema práctico. La cuestión consiste en establecer si las gentes que sostienen que no hay brujas han de ser consideradas como notorios herejes o bien si se las ha de considerar como sospechosas de sostener opiniones heréticas. Parece que la primera opinión es la correcta. Mas como quiera que todas las personas "condenadas por tan mala doctrina" merecerían la excomunión con todas las penas a ella anexas, "tenemos que tomar en consideración el número verdaderamente grande de personas que, a causa de su ignorancia, serán culpables de este error. Y como el error está muy difundido, el rigor de la justicia estricta ha de atenuarse con la clemencia". Mas por otra parte, "no piense ningún hombre que pueda rehuir su castigo alegando ignorancia. Los que han echado a andar por un camino desviado a causa de su ignorancia pueden ser encontrados culpables de haber pecado gravemente". En una palabra, la actitud oficial de la Iglesia con respecto a la incredulidad en materia de brujería era tal que, considerando indudablemente hereje al no creyente, éste no se encontraba en peligro inmediato de ser castigado. Ello no obstante, el escéptico continuaba siendo objeto de graves sospechas y, si persistía en su falsa doctrina después de haber conocido la verdad católica, su riesgo ya era mucho mayor. De ahí la causticidad desplegada por Montaigne en el undécimo capítulo de su tercer libro: "Las brujas de mi vecindad están en peligro de perder su vida si algún oficioso testigo habla de la realidad de sus visiones. Para conciliar los ejemplos de tales cosas que nos dan las Sagradas Escrituras -muchos de los cuales son verdaderos e irrefutables- con los que acontecen en los tiempos modernos, de los que no podemos ver ni las causas ni los medios por los cuales se realizan, se necesita una ingenuidad mayor que la nuestra." Quizá sólo Dios pueda decir lo que es milagroso y lo que no lo es. Tenemos que creer a Dios, pero ¿habremos de creer a un simple hombre, "a uno de 35

Kramer y Sprenger, op. cit., pág. 56. 77

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nosotros mismos que se pasma de lo que él mismo dice y que necesariamente ha de pasmarse si es que no está fuera de su juicio"? Y Montaigne concluye con una de esas sentencias de oro que merecería ser inscrita encima del altar de toda iglesia, en el sitial de todo magistrado, en las paredes de cualquier salón de lectura, en todo senado y parlamento, en toda oficina de gobierno, en la cámara de todo consejo: "Después de todo (¡escribid estas palabras en neón, en letras del tamaño de un hombre!), después de todo, quemar a un hombre vivo fundándose en conjeturas es pagar por éstas un precio demasiado alto." Medio siglo después, Selden mostróse menos cáustico pero también menos humano. "La legislación contra las brujas no demuestra que éstas existan sino que castiga la malicia de aquellas gentes que usan esos medios para quitar la vida a un semejante. Si uno cree que volviendo tres veces su sombrero y gritando `Belcebú' puede quitar la vida a un hombre, cosa que en realidad no podrá hacer, sería justa una ley hecha por el Estado que castigara con la muerte al que, dando vueltas tres veces su sombrero y gritando `Belcebú' tuviera la intención de quitar la vida a otro." Selden era lo suficientemente escéptico como para rechazar el que las conjeturas se elevaran a la condición de dogmas, pero al propio tiempo era lo suficientemente hombre de leyes como para pensar que el quemar a un hombre vivo porque se creyera que era un hechicero era correcto y conveniente. Montaigne también estaba iniciado en las leyes, mas su espíritu hubo de apartarse obstinadamente de asumir puntos de vista legales. Si pensaba en los hechiceros, no los consideraba en su punible maldad sino quizá como sujetos de una enfermedad incurable. "En conciencia -escribe-, les prescribiría yo el uso del eléboro (una droga que se creía eficaz para purgar la melancolía y curar la locura) y no la cicuta." Los primeros ataques sistemáticos contra los cazadores de brujas y contra la teoría de la intervención diabólica, se deben al médico alemán Johann Weier, que datan de 1563, y a Reginald Scot, el caballero de Kent que publicó su Discouery of Witchcraft en 1554. Gifford y el anglicano Harsnett compartieron el escepticismo de Scot en lo relativo a la brujería coetánea pero no llegaron como él a poner en tela de juicio las referencias bíblicas sobre las posesiones, la magia y los pactos con el demonio. Frente a los escépticos hay una notable serie de escritores creyentes. El primero en el tiempo y por su importancia es el gran Jean Bodin, quien nos dice que escribió su Démonomanie des Sorciers, entre otras razones, para "dar una respuesta a quienes escribiendo libros hacen cuanto pueden para excusar a los hechiceros, de tal suerte que parece hayan sufrido la influencia del demonio que los ha impelido a escribir estas sutiles obras". Estos escépticos, piensa Bodin, merecerían ser enviados a la hoguera junto con las brujas que las dudas de ellos protegen y justifican. En su Démonologie, Jacobo 1 asume la misma posición. Dice que el racionalista Weier es un apologista de los hechiceros y en su libro "ha revelado ser uno de ellos". Entre los eminentes contemporáneos de Jacobo I sir Walter Raleigh y sir Francis Bacon parecen haberse situado en el campo de los creyentes. Avanzando en el mismo siglo, el tema de la brujería fue discutido en Inglaterra por filósofos como Henry More y Cudworth, por eruditos médicos y hombres de letras como sir Thomas Browne y Glanvil y por legistas de la talla de sir Matthew Hale y sir George Mackenzie. En Francia, durante el siglo XVII, todos los teólogos aceptaban la realidad de la hechicería, mas no todo el clero francés practicaba la caza de brujas. Para muchos todo el asunto resultaba extremadamente indecoroso y constituía una amenaza al orden y a la tranquilidad públicos. Deploraban el ardor de sus colegas más fanáticos y hacían lo posible para contenerlo. Algo parecido ocurría entre los hombres de leyes, algunos de los cuales, con todo, se mostraron excesivamente felices al hacer quemar a una mujer "pour avoir, en pissant dans un trou, composé une nuée de gréle qui ravagea le territoire de son village" (este caso particular de ustión tuvo lugar en Dôle en 1610); pero había otros, los moderados, que creían, a no dudarlo, en la teoría de las brujas, pero que en la práctica eran incapaces de proceder contra ellas. Con todo, en una monarquía absoluta, la opinión decisiva es la del rey. Luis XIII estaba muy convencido de la intervención del demonio en las cosas humanas, pero su hijo no. En 78

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1672 Luis XIV ordenó que a todas las personas recientemente condenadas por brujería por el Parlamento de Ruán se les conmutaran sus sentencias por el destierro. El Parlamento protestó, mas sus argumentos, tanto teológicos como legales, no movieron al rey de su decisión. Le plugo que esas brujas no fueran quemadas en la hoguera y ello fue suficiente para que así ocurriera. Al considerar los acontecimientos que tuvieron lugar en Loudun tenemos que distinguir claramente entre la presunta posesión de las monjas y la causa de tal posesión, esto es, las artes mágicas empleadas por Grandier. En lo que sigue trataré en general la cuestión de la culpabilidad de Grandier, dejando el problema de la posesión de las monjas para un capítulo ulterior. El padre Tranquille, miembro de uno de los últimos grupos de exorcistas, publicó en 1634 una Relación verdadera de los justos procedimientos observados en la posesión de las ursulinas de Loudun y en la causa de Urbain Grandier. El título es engañoso, pues en el panfleto no hay ninguna relación verdadera sino una mera polémica, una defensa retórica de los exorcistas y jueces contra los cuales había evidentemente un general escepticismo y una casi universal desaprobación. En 1634, claro está que la mayor parte de las gentes ilustradas dudaban de la realidad de que las monjas estuvieran poseídas; estaban convencidas de la inocencia de Grandier y les disgustó la manera inicua en que se llevó a cabo la vista de su causa. El padre Tranquille se precipitó a imprimir su obra con la esperanza de que con su modesta elocuencia de púlpito sus lectores corrigieran su estructura mental. Mas sus esfuerzos no tuvieron éxito. Cierto es que el rey y la reina eran firmes creyentes, pero sus cortesanos, casi unánimemente, no lo eran. De las muchas personas de calidad que fueron a presenciar los exorcismos, muy pocas creyeron que las monjas estuvieran auténticamente poseídas, y por cierto que si la posesión no era real, Grandier no podía ser culpable. La mayor parte de los médicos que reconocieron a las ursulinas se fueron con la convicción de que los fenómenos que habían visto en ellas eran de un género bien natural. Ménage, Théophraste Renaudot, Ismaël Boulliau, todos los hombres de letras que escribieron sobre Grandier después de la muerte de éste, sostuvieron resueltamente su inocencia. En el campo de los creyentes estaban las grandes masas de católicos iletrados (por supuesto que los protestantes iletrados se mostraron en este caso unánimemente escépticos). Parece seguro que todos los exorcistas creían en la culpa de Grandier y en la autenticidad de la posesión de las monjas. Creían en ello aun cuando, como el propio Mignon, tramaron la prueba que había de enviar a Grandier a la hoguera. (En la historia de la espiritualidad resulta bien claro que el fraude, especialmente el fraude con fines piadosos, es perfectamente compatible con la fe.) No sabemos casi nada acerca de las opiniones que sustentaba la gran masa del clero. Los exorcistas profesionales, los miembros de las órdenes religiosas estarían, probablemente, del lado de Mignon, Barré y los demás; pero ¿qué hemos de pensar de los sacerdotes seculares? ¿Creerían y andarían predicando que uno de sus miembros había vendido su alma al diablo y había hechizado a diecisiete ursulinas? Lo que sabemos es que, a este respecto, las altas esferas del clero estaban radicalmente divididas. El arzobispado de Burdeos tenía la convicción de que Grandier era inocente y de que las monjas sufrían de una enfermedad provocada en parte por el canónigo Mignon y en parte por el furor uterinus. El obispo de Poitiers, por su parte, estaba convencido de que las monjas eran realmente poseídas y de que Grandier era un hechicero. ¿Y qué decir de la autoridad suprema de la Iglesia francesa, del cardenal y duque? Como veremos, en cierto sentido Richelieu se mostraba completamente escéptico, mas en otro exhibió una fe digna del más sañudo partidario de la hoguera. El asunto era evidentemente una pura patraña, y -aunque en un sentido a veces pickwickiano y a veces no pickwickiano- fue tratado como una indiscutible verdad. La magia, ya sea la negra o la blanca, era el arte y la ciencia de alcanzar fines naturales por medios, aunque no divinos, sobrenaturales. Todas las hechiceras se valieron de la magia y de los poderes de espíritus más o menos malos, pero algunas de ellas eran también adeptas de lo que en Italia se llamó la vecchia religione. 79

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"Con el objeto de despejar esta cuestión -escribe Margaret Murray en la introducción de su valioso estudio The Witch-Cult in Western Europe- hago una distinción radical entre hechicería práctica y hechicería ritual. Por hechicería práctica entiendo todos los encantos y conjuros usados ya por brujas de profesión ya por cristianos, ya utilizados para hacer el bien o el mal, ya para curar o matar. Esta clase de encantos y conjuros es común a todos los países y ellos son practicados por los sacerdotes y los fieles de todas las religiones. Constituyen una herencia común del género humano... La hechicería ritual o, como yo propongo que se la llame, el culto diánico, comprende las creencias religiosas y los ritos de las gentes conocidas en la Edad Media y primera parte de la Edad Moderna con el nombre de hechiceras. Está demostrado que yaciendo bajo las formas de la religión cristiana había un culto practicado por muchas clases de la sociedad, principalmente por las más ignorantes y en aquellas partes menos densamente pobladas de los distintos países. Es posible que esas creencias se remonten a los tiempos anteriores al cristianismo y que constituyan la antigua religión de los países del Occidente de Europa." En ese año de gracia de 1632 habían transcurrido ya más de mil años de la conversión de Europa al cristianismo, y sin embargo las antiguas y fecundas religiones, considerablemente corrompidas por el hecho de ser algo "contrario al gobierno", estaban todavía vivas, ostentaban todavía sus confesores y mártires heroicos, mantenían todavía una organización eclesiástica, idéntica, según Cotton Mather, a la de su propia Iglesia congregacionista. El hecho de que esa antigua fe sobreviviera se nos hace menos sorprendente si recordamos que después de cuatro centurias de esfuerzos desplegados por misioneros, los indios de Guatemala no se muestran ahora más católicos que la primera generación después de la llegada de Alvarado36. La situación religiosa en América Central en otros siete u ocho siglos podrá asemejarse quizás a la del siglo XVII europeo, donde una mayoría de cristianos perseguía cruelmente a una minoría que permanecía fiel a la antigua fe. (En algunas regiones, los miembros del culto diánico y sus correligionarios trashumantes pueden haber llegado a constituir verdaderamente la mayoría de la población. Rémy, Boguet y Lancre nos han dejado relaciones respectivamente de Lorena, del Jura y del país vasco tal como los encontraron en el siglo XVII. De sus libros se desprende claramente que en esas apartadas regiones la mayor parte de la gente pertenecía a la antigua religión. Con un deseo compensatorio, adoraban a Dios durante el día y al demonio durante la noche. Entre los vascos, muchos sacerdotes acostumbraban celebrar los dos géneros de misa, la blanca y la negra. En Lancre fueron quemados tres de estos excéntricos clérigos, cinco que ya estaban condenados lograron escapar de sus celdas y se sospechó muy seriamente de un posadero que alojaba a otros.) La ceremonia principal de la hechicería es el llamado Sabat, una palabra de origen desconocido que no tiene relación con su homónimo hebreo. Las fiestas sabáticas se celebraban cuatro veces al año en el día de la Candelaria, el 2 de febrero; en el día de la Misa del crucifijo, el primero de mayo; en el día del Cordero, el primero de agosto, y en la víspera del día de Todos los Santos, el 31 de octubre. Eran estas grandes festividades esperadas por cientos de devotos que acudían a veces desde lejanos lugares. Entre las celebraciones sabáticas propiamente dichas tenían lugar reuniones semanales llamadas Esbats, en congregaciones pequeñas y que se realizaban en aldeas en donde todavía se practicaba la antigua religión. Mas en las fiestas sabáticas el propio demonio estaba invariablemente presente encarnado en la persona de algún hombre que era su sucesor o que tenía el honor de ser la encarnación de la divinidad de la doble faz del culto diánico. Los fieles tributaban homenaje a su dios besándolo en su faz posterior, una máscara usada bajo una cola de animal, sobre el trasero del demonio. Luego, por lo menos para las devotas del género femenino, tenía lugar una cópula ritual con su dios que a tal fin estaba provisto de un falo artificial de cuerno o de metal. Esta ceremonia era seguida por una partida de campo (el Sabat era celebrado a puertas abiertas junto a árboles o piedras consagradas) en la que se danzaba y que terminaba 36

Véase Maud Oakes, The Two Crosses of Todos Santos (New York, 1951).

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en una promiscua orgía sexual que sin duda originariamente fue una operación mágica tendiente a aumentar la fecundidad de los animales de los que dependía el sustento de los cazadores y pastores primitivos. La atmósfera que campeaba en las fiestas sabáticas era la de una buena camaradería mezclada con una alegría insensata y animal. Cuando fueron capturados y llevados a los tribunales, muchos de los que habían participado de una fiesta sabática se rehusaron obstinadamente aun en los tormentos, aun en la misma hoguera, a abjurar de una religión que les había deparado tanta felicidad. A los ojos de la Iglesia y de los magistrados civiles el hecho de ser miembro de una congregación dedicada al demonio agravaba considerablemente el crimen de la hechicería. Una bruja que había participado del Sabat era peor que una bruja que se había limitado a ejercer a solas sus prácticas mágicas. Asistir a una fiesta sabática era confesar abiertamente que se prefería el culto diánico al cristianismo. Por lo demás, la organización de las brujas formaba una sociedad secreta que podía ser utilizada por jefes políticos para sus propios fines. Que Bothwell se haya servido de sociedades escocesas parece casi seguro. Pero aun más seguro es el hecho de que la reina Isabel y su Consejo Privado hayan creído que los católicos extranjeros empleaban a brujas y magos para atentar contra la vida de la reina. En Francia, según Bodin, los hechiceros constituían una suerte de maffia con miembros en todas las clases de la sociedad y ramificaciones en todas las ciudades y aldeas. Para que su crimen pareciera aun más abominable, Grandier fue acusado en la vista de su causa, no sólo de practicar la hechicería sino también de haber participado en los ritos del Sabat, de ser un miembro de la Iglesia del demonio. El espectáculo, así ofrecido, de un alumno de los jesuitas que renunciaba solemnemente a su bautismo, de un sacerdote que se precipitaba afanoso del altar del Señor a prestar homenaje al demonio, de un grave y erudito eclesiástico que bailaba jigas en un aquelarre y que se revolcaba en un montón de paja con varias brujas, cabras e íncubos, era un espectáculo muy bien enderezado a provocar el espanto de los piadosos, a complacer a la canalla y a llenar de gozo a los protestantes.

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6 Las investigaciones preliminares realizadas por De Cerisay persuadieron a éste de que en el caso de Loudun no había una auténtica posesión por los demonios, sino que sólo se trataba de una enfermedad, acentuada por ciertos pequeños fraudes por parte de las monjas, por una gran malicia por parte del canónigo Mignon y por la superstición, el fanatismo y los intereses profesionales de los otros eclesiásticos que intervenían en el asunto. Era obvio que no se alcanzaría una curación hasta que no cesaran los exorcismos. Mas cuando trató de poner fin a esas sugestiones que sistemáticamente llevaban a las monjas a perder su juicio, Mignon y Barré le exhibieron una orden escrita del obispo por la que se les encargaba a ellos el continuar exorcizando a las ursulinas hasta recibir nuevas indicaciones. No queriendo provocar un escándalo, De Cerisay permitió que continuaran los exorcismos, mas insistiendo en estar él mismo presente durante las sesiones. En una de ellas, y esto está consignado, oyóse un terrible ruido en la chimenea y de pronto apareció un gato en el hogar. Se persiguió al animal, se le dio caza, se lo sometió a una aspersión de agua bendita, se le hizo la señal de la cruz y se lo conjuró en latín a que se marchara. Después vino a descubrirse que este demonio disfrazado era un animalito mimado por las monjas que, encontrándose en el tejado, hizo una incursión a su hogar. Las risas fueron estrepitosas y rabelesianas. Al día siguiente Mignon y Barré cometieron la imprudencia de cerrar las puertas del convento en las mismas narices de De Cerisay. Éste, con los magistrados que lo acompañaban, debió permanecer afuera, con un desapacible tiempo otoñal mientras, contraviniendo sus órdenes, los dos sacerdotes exorcizaban a sus víctimas prescindiendo de los testigos oficiales. Al volver a su despacho, el indignado juez dictó una carta dirigida a ambos exorcistas. Sus actos, declaró, eran de tal naturaleza que despertaban "una vehemente sospecha de que con engaños sugestionaban a las monjas". Por lo demás, "habiendo la superiora del convento acusado y difamado públicamente a Grandier al decir que éste tenía pacto con los demonios, nada debía haberse hecho en secreto; por el contrario, todo debe ahora hacerse ante la justicia y en nuestra presencia". Alarmados por tanta firmeza, los exorcistas se calmaron e informaron que las monjas estaban tranquilizadas y que, por consiguiente, durante un tiempo, los exorcismos serían innecesarios. Mientras tanto Grandier había corrido a Poitiers para apelar ante el obispo, mas, cuando llamó a su casa, el señor de la Rochepozay estaba indispuesto y se limitó a enviarle un mensaje por su capellán manifestándole que "si el señor Grandier acudiera ante los jueces reales él, el obispo, quedaría muy complacido de que obtuviera justicia en este caso". El párroco volvió a Loudun y en seguida pidió al bailli que dictara una orden tendiente a restringir las operaciones de Mignon y de sus secuaces. Inmediatamente De Cerisay firmó un mandamiento por el que prohibía que alguien, cualquiera fuera su condición y calidad, ofendiera o calumniara al curé de San Pedro. Al propio tiempo ordenó expresamente a Mignon que no practicara más exorcismos. El canónigo replicó que sólo era responsable ante sus superiores eclesiásticos y que no reconocía la autoridad del bailli en un asunto que, puesto que intervenía el demonio, era de orden espiritual. En el ínterin, Barré había vuelto a su parroquia de Chinon. Ya no hubo, pues, más exorcismos públicos. Pero todos los días el canónigo Mignon pasaba largas horas con sus hijas espirituales leyéndoles capítulos del padre Michaelis, una relación del caso Gauffridy, asegurándoles que Grandier era un gran mago como su colega de Provenza y que también todas ellas estaban hechizadas. Por ese tiempo, la conducta de las buenas hermanas se había hecho de tal modo excéntrica que los padres de sus alumnas comenzaron a asustarse; pronto las pupilas fueron retiradas y las pocas alumnas que se aventuraban diariamente a acudir al convento volvían a sus casas con los más inquietantes informes. En medio de su clase de aritmética, la hermana Claire había estallado en incontenible risa, como si alguien le estuviera 82

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haciendo cosquillas. En el refectorio, la hermana Marthe había reñido con la hermana Louise de Jesús! iY qué gritería y qué lenguaje! En noviembre, Barré volvió de Chinon y, bajo su influencia, los síntomas de la anormalidad de las monjas se agudizaron. El convento era ahora un manicomio. Mannoury, el médico, y Adam, el boticario, se alarmaron y reunieron a los más importantes médicos de la ciudad en consulta. Éstos fueron al convento y después de examinar a las monjas redactaron un informe al bailli. Sus conclusiones fueron las siguientes: "ciertamente las monjas están fuera de sí, mas nosotros no consideramos que ello se deba a la acción de demonios y espíritus... Su presunto carácter de poseídas nos parece más ilusorio que real". A todo el mundo, con excepción de los exorcistas y de los enemigos de Grandier, este informe pareció concluyente. Grandier apeló nuevamente ante De Cerisay y éste renovó sus esfuerzos para poner fin a los exorcismos. Una vez más Mignon y Barré se le opusieron y una vez más, temiendo el escándalo, se abstuvo él de usar la fuerza pública contra los sacerdotes. En cambio, escribió una carta al obispo rogándole que interpusiera su autoridad en un asunto que era "la más penosa bribonada inventada en muchos años". Añadía que Grandier nunca había visto a las monjas y nada había tenido que ver con ellas. "Y que si tuviera a su disposición a los demonios, los utilizaría para vengarse de las violencias e insultos que ha sufrido." El señor de la Rochepozay no contestó la carta. Grandier lo había ofendido al apelar de su sentencia. Por lo tanto, cualquier cosa que se hiciera para ofender al párroco le parecía correcta, apropiada y justa. De Cerisay escribió entonces una segunda carta, esta vez a su superior. En ella, con mayor amplitud que en la que había escrito al obispo; entró en pormenores de la grotesca y horrible farsa que se estaba representando en Loudun. "El padre Mignon anda diciendo que el padre Barré es un santo, de modo que recíprocamente se están canonizando sin esperar siquiera a saber la opinión de sus superiores. Barré corrige al demonio cuando entra en el laberinto de la gramática y desafía a los escépticos `a poner un dedo, como él lo hace, en la boca de la poseída'. El padre Rousseau fue mordido tan fuertemente que con la otra mano tuvo que empujar la nariz de la monja. apartándola de sí y gritando: `Au diable, au diable!' mucho más ruidosamente que cuando nuestra cocinera grita: Au chat, au chat!' cuando el morrongo se sale con algo que ha robado. Entonces se planteó la cuestión de por qué el espíritu malo había podido morder un dedo consagrado y se concluyó que ello debía haber ocurrido porque el obispo sin duda se había mostrado mezquino en la administración de los santos óleos y la unción no había alcanzado a ese dedo." Algunos sacerdotes noveles intentaron también practicar el exorcismo, entre ellos un hermano de Philippe Trincant. Mas este joven cometió en seguida tantos errores en su latín (hoste como vocativo de hostis y da gloria Deo) que los circunstantes ilustrados no pudieron guardar las formas y él tuvo que retirarse. Además, agrega De Cerisay, "ni aun en el colmo de sus convulsiones, la monja permitió al sacerdote Trincant que pusiera el dedo en su boca (pues estaba algo sucio) sino que insistentemente reclamaba otro exorcista". A pesar de todo esto "el buen padre guardián de los capuchinos se pasma por la dureza de corazón del pueblo de Loudun y se asombra por su resistencia a creer. En Tours, nos asegura él, se tragarían todo esto como un milagro y tan fácilmente como la mantequilla. Él y algunos otros declararon que los que no creen son ateos y están ya condenados". Tampoco esta carta tuvo respuesta y continuó la horrible farsa, día tras día, hasta diciembre, cuando el señor de Souedis llegó muy oportunamente a su abadía de Saint-Jouin des Mames. El arzobispo estaba informado, de un modo no oficial por Grandier y oficialmente por De Cerisay, de todo cuanto acontecía y se propuso intervenir. Inmediatamente el señor de Sourdis envió a su médico privado a que investigara el asunto. Sabiendo que el doctor era un hombre que no toleraría disparates y que su amo, el Metropolitano, se mostraba francamente escéptico, las monjas se sobrecogieron de espanto, de suerte que durante todo el tiempo de la investigación se condujeron como corderillos. No hubo pues señales de que estuvieran poseídas. El médico redactó su informe y en los últimos días de diciembre de 1632 el arzobispo publicó una ordenanza por la cual prohibía 83

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absolutamente a Mignon que exorcizara en tanto que Barré podría hacerlo, pero sólo con la colaboración de dos exorcistas nombrados por el Metropolitano, un jesuita de Poitiers y un oratoriano de Tours. Ningún otro podría tomar parte en los exorcismos. La prohibición fue casi innecesaria, pues en los meses que siguieron no hubo diablos que exorcizar. No siendo ya estimulado por las sugestiones de los sacerdotes, el frenesí de las monjas fue sustituido por una melancolía en la que se mezclaba la vergüenza, el remordimiento y la convicción de haber cometido un enorme pecado. ¿Y si el arzobispo tuviera razón? ¿Y si nunca en este caso había habido demonios? Entonces todas esas monstruosas cosas que habían hecho y dicho podían imputárseles como crímenes. Si habían estado poseídas eran inocentes, pero si no lo habían estado tendrían que responder en el juicio final de esas blasfemias e impudicias, de esas malicias y mentiras. A sus pies se abría el espantoso infierno y, para empeorarlo todo, ya no tenían dinero y todo el mundo se había vuelto contra ellas. Todo el mundo, los padres de sus alumnas, las piadosas señoras de la ciudad, la multitud de visitantes y hasta sus propios parientes. Sí, hasta sus propios parientes; después de la decisión del arzobispo eran ellas o impostoras o bien las víctimas de la melancolía y de una continencia forzada. Habían perdido la consideración de sus familias y hasta habían sido repudiadas, desconocidas, pues se les habían cortado sus pensiones. La carne y la mantequilla desaparecieron de la mesa del refectorio; las criadas, de la cocina. Las monjas tuvieron que volver a realizar todo el trabajo de la casa y, cuando lo terminaban, que ganarse su pan haciendo simples costuras, tejiendo e hilando lana para rapaces comerciantes de telas que, explotando la ventaja de la necesidad y la miseria que las acosaba, les pagaban menos que el salario corriente para los más rústicos trabajos. Hambrientas, agobiadas por incesante trabajo, acosadas por terrores metafísicos y una sensación de culpabilidad, las pobres mujeres recordaban con nostalgia los felices días en que eran poseídas por los demonios. El invierno cedió su lugar a la primavera y ésta a un no menos desventurado verano. Luego, en el otoño de 1633, abrigaron nuevas esperanzas. El rey había cambiado de opinión con respecto al mantenimiento del castillo y el señor de Laubardemont fue otra vez el huésped en El Cisne y la Cruz. Mesmin de Silly y los otros partidarios del cardenal se llenaron de júbilo. D'Armagnac había perdido la partida; el castillo estaba sentenciado. Nada se oponía ahora a que se desembarazaran del intolerable párroco. En su primera entrevista con el comisionado del rey, Mesmin hizo mención del caso de las poseídas de Loudun. Laubardemont escuchó atentamente. Cual un hombre que en su tiempo ha juzgado y mandado a la hoguera a un gran número de brujas, podía legítimamente tenerse por un perito en asuntos sobrenaturales. Al día siguiente llamó a las puertas del convento de la calle Paquin y allí el canónigo Mignon le confirmó cuanto le había dicho Mesmin y así lo hizo también la madre superiora, la parienta del cardenal, la hermana Claire de Sazilly y dos hermanas políticas del propio Laubardemont, las señoritas de Dampierre. Los cuerpos de todas las buenas hermanas estaban habitados por espíritus malignos; los espíritus habían sido introducidos por medios mágicos y el mago era Urbain Grandier. Estas verdades habían sido confesadas por los propios demonios, por lo que no cabía alimentar la menor duda. Mas, con todo, Su Gracia el arzobispo había sostenido que no se trataba de una real, posesión, razón por la cual ellas habían caído en desgracia a los ojos de todo el mundo. Era ésta una monstruosa injusticia y las monjas suplicaron al señor de Laubardemont que con su influencia interviniera ante el cardenal y el rey para que se hiciera algo al respecto. Laubardemont se mostró simpático, mas sin prometer nada. En lo tocante a él no había cosa que tanto le complaciera como un buen proceso por brujería. Mas, ¿qué opinaba el cardenal sobre tales asuntos? Verdaderamente resultaba difícil decirlo. A veces Su Eminencia parecía creer seriamente en la existencia de hechiceros; pero otras se refería a lo sobrenatural en el tono burlón de un discípulo de Charron o de Montaigne. Un grande hombre ha de ser tratado como si fuera una combinación de un dios, un travieso niño y una bestia salvaje. El dios ha de ser adorado, el niño divertido y engañado y la bestia salvaje aplacada y, si está excitada, es prudente evitarla. El cortesano que haciendo una sugestión mal acogida molesta a esta insana trinidad de sobrehumana presun84

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ción, infrahumana ferocidad e infantil necedad, cae sencillamente en desgracia. Las monjas podrían llorar e implorar cuanto quisieran; mas hasta que no descubriera de qué lado soplaba el viento, Laubardemont no tenía la menor intención de hacer nada por ayudarlas. Algunos días después Loudun fue honrada con la visita de un personaje muy distinguido: Henri de Condé. Este príncipe de sangre real era públicamente conocido como sodomita en el que se daba la más sórdida avaricia junto a una piedad ejemplar. En el terreno político, había militado en otra época en el partido anticardenalista, mas ahora que la posición de Richelieu parecía inexpugnable, se había convertido en uno de sus más serviles sicofantes. Habiéndosele informado del caso de las poseídas, el príncipe expresó inmediatamente su deseo de verlas. Acompañado por Laubardemont y una numerosa comitiva, Condé se llegó hasta el convento, y fue allí recibido por Mignon, que lo condujo a la capilla, donde se celebró una misa solemne. Al principio, las monjas observaron una actitud perfectamente decorosa, pero en el momento de la comunión, la priora, la hermana Claire y la hermana Agnés cayeron en violentas convulsiones y rodaron por tierra profiriendo obscenidades y blasfemias. El resto de la comunidad las siguió, de suerte que durante una o dos horas la iglesia pareció una mezcla de patio de osos y de burdel. Profundamente conmovido, el príncipe declaró que ya no era posible abrigar ninguna duda y urgió a Laubardemont a que escribiera inmediatamente al cardenal sobre lo que acontecía en Loudun. "Mas el comisionado -como nos informa un relato contemporáneo- no dejó traslucir el menor indicio sobre los sentimientos que le había provocado tal espectáculo, aunque al volver a su casa haya sentido honda compasión por el deplorable estado de las monjas. Para disimular sus verdaderos sentimientos, invitó a comer a los amigos de Grandier y junto con ellos al propio Grandier." Debe de haber sido una deliciosa comida. Con el objeto de poner en acción al más que prudente Laubardemont, los enemigos del párroco dieron en acusarlo de algo nuevo y más grave. Grandier no era sólo un hechicero que había renegado de su fe que se había rebelado contra Dios y había embrujado todo un convento de monjas, sino que era también el autor de un violento y obsceno libelo en el que se atacaba al cardenal, publicado seis años antes, en 1627, con el título de Lettre de la Cordonniére de Loudun. Es casi seguro que Grandier no escribió este panfleto, pero desde el momento que era amigo y destinatario de las cartas de la señora zapatera que había dado nombre al libelo, desde el momento que muy complacientemente había sido su amante, no resultaba aventurado ni poco razonable suponer que él mismo lo hubiera escrito. Catherine Hammon era una brillante y bonita muchacha del pueblo que en 1616, cuando María de Médicis se detuvo en Loudun, atrajo la atención de la reina, que la tomó a su servicio, y bien pronto se convirtió oficialmente en la zapatera real y, de una manera no oficial, en confidente de la reina. Grandier la había conocido (se decía que íntimamente) en el período en que la reina se recluyó en Blois, que fue cuando la muchacha volvió por un tiempo a su hogar de Loudun. Más tarde, cuando Catherine, que escribía muy bien, volvió a su puesto junto a la reina, mantuvo informado al párroco de todo cuanto acontecía en la corte. Sus cartas eran tan divertidas que Grandier solía leer los pasajes más agudos en voz alta a sus amigos. Entre éstos estaba el señor Trincant que, dejando de ser su amigo, se había convertido en el más implacable de sus enemigos, el que ahora acusaba al destinatario de las cartas de Catherine Hammon de ser el autor de la Cordonniére. Ya entonces Laubardemont no hizo ningún esfuerzo por encubrir sus sentimientos. Lo que el cardenal pensara en realidad acerca de las brujas y de los demonios podría ser incierto, mas lo que pensaba sobre las críticas a su administración, a su familia o a él mismo era cosa que estaba más allá de toda duda. El no estar de acuerdo con las opiniones políticas de Richelieu significaba destitución, ruina financiera y destierro; insultarlo era correr el riesgo de la horca y hasta (desde que un edicto de 1626 había declarado que los libelos panfletarios eran un crimen de lése majesté) de la pena del garrote y de la rueda. Sólo por haber impreso la carta de la Cordonniére un desventurado artesano había sido enviado a galeras. Si esto le había pasado al impresor, ¿qué le esperaría al autor? Confiado esta vez en que su celo encontraría eco favorable en Su Eminencia, Laubardemont tomó abundantes notas de todo cuanto el señor Trincant le dijo. 85

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Mientras tanto Mesmin no permanecía ocioso. Grandier, como ya hemos visto, era un enemigo declarado de los monjes y frailes y, con algunas pocas excepciones, los monjes y frailes de Loudun eran enemigos jurados de Grandier. Los carmelitas tenían las más legítimas razones para odiarlo, mas no gozaban de una posición que les permitiera satisfacer su odio. Los capuchinos, aunque no lo detestaban tanto, tenían un poder incomparablemente mayor para perderlo. Como los capuchinos eran colegas del padre Joseph y mantenían una correspondencia regular con esa Eminence Grise, que era el confidente, el asesor y la mano derecha del cardenal, Mesmin confió las nuevas acusaciones contra Grandier a los frailes grises y no a los blancos. La respuesta de aquéllos fue todo lo favorable que podía esperarse. Inmediatamente se redactó una carta para el padre Joseph y, como Laubardemont estaba a punto de volver a París, se le pidió que la entregara personalmente. Laubardemont aceptó la comisión y el mismo día invitó a Grandier y a sus amigos a una comida de despedida en la que bebió a la salud del párroco, asegurándole una amistad imperecedera, y en la que le prometió hacer cuanto de él dependiera por ayudarlo en su lucha contra una intriga de inescrupulosos enemigos. ¡Mostró tanta bondad y se ofreció tan generosamente, tan espontáneamente! Grandier se sintió conmovido casi hasta verter lágrimas. Al día siguiente, Laubardemont se dirigió a Chinon, donde pasó la noche con el que creía más sincera y fanáticamente en la culpabilidad del párroco. El padre Barré recibió al comisionado real con todas las deferencias que se le debían y a su requerimiento le entregó los oficios de todos los exorcismos llevados a cabo y en el curso de los cuales las monjas habían acusado a Grandier de haberlas hechizado. A la mañana siguiente, después del desayuno, Laubardemont se divirtió con las extravagancias de algunos poseídos de la localidad; luego, despidiéndose del exorcista, continuó su camino a París. Inmediatamente después de su llegada tuvo una entrevista con el padre Joseph; dos días más tarde, una audiencia decisiva con las dos eminencias, la escarlata y la gris. Laubardemont leyó los informes de Barré sobre los exorcismos y a su vez el padre Joseph leyó la carta en la que sus colegas capuchinos acusaban al párroco de ser el autor de la carta de la Cordonnière. Richelieu decidió que el asunto era lo suficientemente grave como para ser considerado en la siguiente reunión del Consejo de Estado. El día señalado, el 30 de noviembre de 1633, el rey, el cardenal, el padre Joseph, el secretario de Estado, el canciller y Laubardemont se reunieron en Ruel. La posesión de las ursulinas de Loudun era el primer punto del programa de deliberaciones. Brevemente, pero de un modo espeluznante, Laubardemont informó sobre el asunto y Luis XIII, que creía con espanto y firmemente en los demonios decidió, sin la menor vacilación, que era menester hacer algo en ese caso. Se redactó entonces un documento firmado por el rey, refrendado por el secretario de Estado y sellado con cera amarilla con el Gran Sello. Por este documento, Laubardemont tenía la misión de ir a Loudun investigar los hechos de la posesión, examinar las acusaciones formuladas por los demonios contra Grandier y, en el caso de que parecieran fundadas, someter al mago a un proceso. En los años que van de 1620 a 1640 los procesos por brujería eran todavía acontecimientos corrientes, mas de todas las decenas de personas acusadas durante esos años de tener trato con el demonio, Grandier fue la única por la que Richelieu se interesó tan viva como persistentemente. El padre Tranquille, el exorcista capuchino que en 1634 escribió un panfleto a favor de Laubardemont y de la existencia de los demonios, declara que "se debe al celo del Eminentísimo Cardenal el que hayamos comenzado a tratar este asunto", hecho que "queda suficientemente probado por las cartas que escribió al señor de Laubardemont". Por lo que hace al comisionado "nunca inició ningún procedimiento tendiente a probar que las monjas estaban poseídas sin antes haber informado ampliamente a su majestad y a mi señor, el cardenal". El testimonio de Tranquille queda confirmado por el de otros contemporáneos que escribieron sobre el casi diario cambio de cartas entre Richelieu y su agente en Loudun. ¿Cuáles eran los motivos que determinaban en el cardenal un interés tan extraordinario por un caso aparentemente de tan poca importancia? Lo mismo que los contemporáneos de Su Eminencia, tenemos que contentarnos con meras conjeturas. Parece seguro que el deseo de 86

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tomarse una venganza personal fue un motivo importante. En 1618, cuando Richelieu era simplemente obispo de Luçon y abad de Coussay, el mequetrefe del párroco lo había desairado. Además, había ahora buenas razones para creer que ese mismo Grandier era el autor de los desaforados insultos contenidos en la Cordonniére. Verdad era que, tal como se presentaba, era imposible que la acusación prosperara en una corte de justicia, mas por el simple hecho de hacerse sospechoso de semejante crimen el hombre merecía un castigo. Y eso no era todo. El criminal párroco estaba sostenido por una parroquia criminal: Loudun era todavía un baluarte del protestantismo. Demasiado prudentes para comprometerse en la época de la sublevación que terminó en 1628 con la toma de La Rochelle, los hugonotes de Poitou nada habían hecho para merecer abiertamente persecuciones sistemáticas. El edicto de Nantes estaba todavía en vigor y, por intolerables que fueran los calvinistas, había que tolerarlos. Mas ahora, ¿qué ocurriría si se demostrara, por boca de las buenas hermanas, que esos señores que profesaban la llamada religión reformada se habían asociado secretamente con un enemigo aun peor que el inglés, con el mismo diablo? En tal caso, el cardenal quedaría ampliamente justificado para poner por obra lo que tenía planeado tiempo ha, esto es, privar a Loudun de todos sus derechos y privilegios y transferirlos a la nueva ciudad de Richelieu, que estaba formando. Y todavía esto no era todo. Los demonios podrían ser utilizados aun con otros fines. Podría hacerse creer al pueblo que Loudun era la cabeza de puente de una invasión regular del infierno, con lo que se haría posible reanimar la Inquisición en Francia. ¡Y qué conveniente sería esto! ¡Cuánto facilitaría la obra que se había asignado el cardenal de centralizar todo el poder en una monarquía absoluta! Como lo sabemos por experiencia propia, el mejor camino para instituir y justificar una policía de estado contra los demonios seglares tales como judíos, comunistas o burgueses imperialistas, es hacer notar repetidamente los peligros de una quinta columna. Richelieu sólo cometió un error: sobrestimó la creencia de sus compatriotas en lo sobrenatural. En medio de la guerra de los Treinta Años, quizá habría hecho mejor en acusar de quintacolumnistas a los españoles y austríacos que a los meros espíritus, aunque fueran infernales. Laubardemont no perdió tiempo. El 6 de diciembre estaba ya de vuelta en Loudun. Desde una casa de los suburbios envió secretamente por el fiscal y el jefe de la policía, Guillaume Aubin. Éstos acudieron prontamente. Laubardemont les exhibió sus documentos y la cédula de detención de Grandier. Aubin siempre había estimado al párroco. Esa misma noche le envió un mensaje por el que le informaba de la vuelta de Laubardemont y le aconsejaba una huida inmediata. Grandier se lo agradeció, pero, estando íntimamente persuadido de que la inocencia nada tiene que temer, ignoró la advertencia de su amigo. A la mañana siguiente, al dirigirse a la iglesia, fue arrestado. Mesmin y Trincant, Mignon y Menuau, el farmacéutico y el médico, a pesar de lo temprano de la hora, se encontraron allí presentes para ver el espectáculo. En medio de risas y bromas, Grandier fue introducido en el coche que había de conducirlo a la prisión que se le había señalado en el castillo de Angers. Entonces se practicó un minucioso registro en la casa del párroco; la justicia se incautó de todos los libros y papeles de Grandier. En contra de lo que se había esperado, la biblioteca de éste no contenía ni una sola obra de artes mágicas; pero sí se encontró allí (y esto era casi suficiente para condenarlo, una copia de la Lettre de la Cordonniére, y además el manuscrito de aquel Tratado sobre el celibato de los sacerdotes que Grandier había escrito para calmar la conciencia de la señorita De Brou. En sus momentos de jovialidad, Laubardemont había hecho notar que teniendo él en su poder sólo tres líneas de la escritura de un hombre, era muy capaz de encontrar una razón para colgarlo. En el Tratado y en el panfleto contra el cardenal tenía pues la más amplia justificación, no ya para hacer colgar a Grandier, sino para enviarlo al potro, al torno y al garrote. La investigación había revelado además la presencia de otros tesoros. Por ejemplo, se encontraron allí todas las cartas escritas al párroco por Jean d'Armagnac, cartas que si bien no dañaban a Grandier podían ciertamente ser utilizadas para enviar al favorito real al destierro o al patíbulo. Y estaban allí también las absoluciones del arzobispo de Burdeos. Por el momento 87

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el señor de Sourdis se estaba portando muy bien en el almirantazgo, pero si en un futuro se portara menos bien estas pruebas de que una vez había absuelto a un notorio mago podían ser muy útiles. Por el momento, claro está, importaba arrancarlas de las manos de Grandier, de modo que no pudiera exhibir la prueba de que había sido absuelto por el Metropolitano, con lo que quedaba en pie su condenación por el obispo de Poitiers. En este caso Grandier era indudablemente el sacerdote que había podido cometer el acto venéreo en la iglesia. Y si era capaz de eso, entonces era obvio que era capaz de hechizar a diecisiete monjas. Las semanas que siguieron fueron una prolongada orgía de desatados despechos, de perjurios consagrados por la Iglesia, de odios y envidias que, lejos de ser reprimidos oficialmente, fueron premiados. El obispo de Poitiers publicó una amonestación en la que denunciaba a Grandier y en la que invitaba a los fieles a que informaran contra él. Este mandamiento fue obedecido con gran entusiasmo. Se transcribieron volúmenes enteros de maliciosas murmuraciones, registradas por Laubardemont y sus amanuenses. Se reabrió la causa de 1630 y todos los testigos que en aquella ocasión habían confesado que sus declaraciones eran falsas, juraban ahora que todas sus mentiras eran tan ciertas como los Evangelios. Grandier no estuvo presente, ni siquiera representado, durante estos interrogatorios preliminares. Laubardemont no permitió que la defensa asistiera a ellos, de suerte que cuando la madre de Grandier protestó contra los inicuos y hasta ilegales procedimientos que se estaban empleando, el agente de Richelieu se limitó a rasgar la petición. En enero de 1634, la anciana señora anunció que se iba a París para apelar en nombre de su hijo ante el Parlamento. Laubardemont en el entretanto estaba en Angers interrogando al prisionero. Mas sus esfuerzos fueron estériles. Grandier, a quien se había informado de las gestiones que se hacían para apelar y que confiaba que su causa pronto sería llevada ante otro juez no tan manifiestamente hostil, rehusó contestar a las preguntas del comisionado. Después de una semana durante la que alternó intimidaciones y zalamerías, Laubardemont montó en cólera y se dirigió a París para ver al cardenal. Puesta en movimiento por la señora Grandier, la máquina de la justicia, lenta pero seguramente, iba allanándole el camino hacia la deseada apelación. Pero una apelación era lo que menos podían desear Laubardemont y el cardenal. Los jueces de la alta corte eran apasionados defensores de la legalidad y en principio estaban celosos de los miembros de la rama ejecutiva del gobierno. Si ordenaban una revisión de la causa, la reputación de Laubardemont como legista quedaría arruinada y Su Eminencia tendría que desistir de un proyecto al que, por motivos conocidos por él mismo, prestaba un gran interés. En marzo, Richelieu expuso el asunto en el Consejo de Estado. Allí explicó al rey que los demonios se estaban mostrando muy activos y que sólo sería posible derrotarlos con una acción muy enérgica. Como de costumbre, Luis XIII permitió que se lo convenciera. El secretario de Estado redactó el documento que hacía al caso. De esta suerte, con la firma y el sello reales se decretó que haciendo caso omiso de la apelación que se tramitaba en esos momentos ante el Parlamento, apelación que Su Majestad anula por la presente, el señor Laubardemont continuará la acción iniciada contra Grandier...; para lo cual el rey renueva los poderes que le ha asignado por el tiempo que sea necesario, prohíbe al Parlamento de París y a todos los otros jueces intervenir en esta causa y a las partes acudir ante ellos bajo la pena de pagar la suma de quinientas libras". Así, colocado por encima de la ley y armado con poderes ilimitados, el agente del cardenal volvió a Loudun a principios de abril y comenzó a preparar el escenario para el siguiente acto de su horrible comedia. Consideró que en la ciudad no había una prisión suficientemente segura e incómoda para alojar a un mago. La buhardilla de una casa perteneciente al canónigo Mignon fue puesta a disposición del comisionado. Laubardemont hizo tapiar las ventanas, asegurar la puerta con nuevas cerraduras y pesados pasadores y defender la chimenea (que es la puerta trasera de las brujas) con un fuerte enrejado de hierro. Grandier fue llevado con una escolta de guardias a Loudun y alojado en esa oscura celda falta de aire. Allí no había cama, de modo que tuvo que dormir como un animal sobre un montón de paja. Sus carceleros fueron un cierto Bontemps (que había prestado falso testimonio contra 88

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él en 1630) y su regañona mujer. Durante todo el tiempo que duró el largo proceso lo trataron con decidida malignidad. Habiendo asegurado a su prisionero, Laubardemont podía volcar ahora toda su atención a los principales, y por cierto que únicos, testigos de que había de servirse la parte actora: la hermana Jeanne y las otras dieciséis poseídas del convento. Desobedeciendo las órdenes de su arzobispo, el canónigo Mignon y sus colegas habían estado trabajando muy arduamente para contrarrestar los saludables efectos que habían producido en las monjas los seis meses de forzada calma. Después de unos pocos exorcismos públicos, las buenas hermanas llegaron a estar tan frenéticas como lo habían estado antes. Laubardemont no les concedió tregua. Día tras día, de la mañana a la noche, las desdichadas mujeres fueron llevadas a las distintas iglesias de la ciudad, en donde se les fomentaban sus engaños y ardides. Tales ardides han sido siempre los mismos. Como los modernos médiums, que continúan haciendo exactamente lo que hicieron las hermanas Fox hace cien años, esas poseídas y sus exorcistas fueron incapaces de inventar nada nuevo. Una y otra vez volvieron a caer en sus habituales convulsiones, a proferir las mismas obscenidades, las convencionales blasfemias y a clamar exaltadas por los poderes sobrenaturales, continuamente invocados y nunca confirmados. Mas el espectáculo era lo suficientemente bueno y lo suficientemente sucio como para atraer público. A viva voz, en panfletos y carteles, desde centenares de púlpitos, las noticias sobre las poseídas de Loudun se difundieron rápida y ampliamente. De cada provincia de Francia, y hasta del extranjero, acudían los visitantes en tropel, para presenciar los exorcismos. Con el eclipse de los milagros de los carmelitas verificados en Nótre-Dame de Recouvrance, Loudun había perdido la casi totalidad de su turismo. Ahora, gracias a los demonios, todo se renovaba. Las posadas y casas de hospedaje estaban colmadas y los buenos carmelitas, que tenían el monopolio de las poseídas seglares (pues la infección del histerismo había trascendido las paredes del convento), estaban ahora tan prósperos como en los mejores días de las peregrinaciones. Mientras tanto, las ursulinas se estaban haciendo positivamente ricas. Ahora recibían del tesoro real un subsidio regular que se aumentaba por las limosnas de los fieles y las suculentas propinas que dejaban los turistas de alta condición para quienes se representaban especialmente exorcismos milagrosos de excepción. Durante la primavera y el verano de 1634, el propósito de los exorcistas no era librar a las monjas de los demonios sino obtener de ellas acusaciones contra Grandier. El fin era probar, por boca del propio Satanás, que el párroco era un mago y que había embrujado a las monjas. Pero Satanás es, por definición, el padre de las mentiras, por lo tanto sus manifestaciones no son dignas de crédito. A tal argumentación, Laubardemont, sus exorcistas y el obispo de Poitiers replicaron afirmando que, debidamente obligados por un sacerdote de la Iglesia romana, los demonios no tenían otro remedio que decir la verdad. En otras palabras, que cualquier cosa que una monja histérica estuviera dispuesta a afirmar, instigada por su exorcista, se consideraría, a los efectos prácticos, como una revelación divina. Para los inquisidores tal doctrina era en realidad muy cómoda, sólo que adolecía de un grave defecto: que se oponía manifiestamente a la ortodoxia. En efecto, en el año 1610, un grupo de eruditos teólogos discutió la cuestión de si debían admitirse las declaraciones de los demonios y a este respecto tomaron la siguiente decisión: " Nosotros, los abajo firmantes, doctores de la Facultad de París, respecto de ciertas cuestiones que se nos han sometido, somos de la opinión de que nunca ha de admitirse la acusación de demonios y de que aun menos han de utilizarse los exorcismos con el fin de descubrir las faltas de un hombre o con el de determinar si es un mago; y es más, opinamos que aun cuando los tales exorcismos se realicen en presencia del Santísimo Sacramento para que el demonio se vea forzado a declarar bajo juramento (ceremonia que, en modo alguno, podemos por lo demás aprobar) no ha de prestarse ningún crédito a sus palabras, pues el demonio es siempre un embustero y padre de la mentira." Además, el demonio es el enemigo declarado del hombre, y por lo tanto está siempre dispuesto a sobrellevar todos los tormentos del exorcismo con el fin de dañar a una sola alma. Si fueran admitidas las declaraciones del demonio, hasta la gente más virtuosa estaría en grande peligro. "De acuerdo con esto, Santo Tomás (libro 22, Cuestión 9, art. 22) sostiene, 89

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con la autoridad de San Crisóstomo, que daemoni, etiam vera dicenti, non est credendum (no hay que creer al demonio, aunque diga la verdad)." Hemos de seguir el ejemplo de Jesucristo, que impuso silencio a los demonios aun cuando le dijeran verdad llamándolo Hijo de Dios. "De ahí que sea manifiesto que, no teniendo otra clase de pruebas, uno debe abstenerse de proceder contra los que son acusados por demonios. Y es de notar que esto se observa muy bien en Francia, en donde los jueces no reconocen tales deposiciones." Veinticuatro años después, Laubardemont y sus colegas no reconocieron otra cosa. Ismael Boulliau, el sacerdote y astrónomo que había sido uno de los vicarios de Grandier en Saint-Pierre du Marché calificó la nueva doctrina de "impía, errónea, execrable y abominable, doctrina que convierte a los cristianos en idólatras, doctrina que socava los verdaderos fundamentos de la religión cristiana, que abre las puertas de la calumnia y hace posible al demonio inmolar víctimas humanas en nombre, no de Moloch sino de un dogma malvado e infernal". Que este dogma malvado e infernal fue completamente aprobado por Richelieu es cosa segura. El hecho ha sido consignado por el propio Laubardemont y por el autor de la Démonomanie de Loudun, Pillet de la Mesnardière, el médico privado del cardenal. Libremente hechas, a veces sugeridas, pero siempre respetuosamente escuchadas, las deposiciones demoníacas llegaban justo cuando y como Laubardemont las iba necesitando. De tal suerte vino a descubrir que Grandier no era un simple mago, sino que era también un alto sacerdote de la antigua religión. La noticia se difundió e inmediatamente una de las poseídas laicas terminó por confesar (por la boca de un demonio que había sido oportunamente obligado a decir la verdad por uno de los exorcistas carmelitas) que el párroco la había prostituido y que para manifestarle su agradecimiento le había ofrecido llevarla al Sabat y hacerla princesa de la corte del demonio. Grandier afirmó que nunca había puesto los ojos en la muchacha, mas como Satanás había hablado, dudar de su palabra habría sido sacrílego. Algunas brujas, como es bien sabido, tienen tetillas supernumerarias; otras por el contacto con el dedo del demonio presentan una o más zonas del cuerpo insensibles, en las que la punzada de una aguja no produce dolor alguno y de las que no brota sangre. Grandier no tenía ninguna tetilla supernumeraria, ergo debía de haber algún lugar de su persona insensible al dolor, donde el Malo lo habría marcado. Pero exactamente, ¿dónde estaba ese lugar? A ello respondió la priora el 26 de abril. Existían por junto cinco marcas en el cuerpo del párroco, una en el hombro en el lugar donde se estigmatiza a los criminales, dos más en las nalgas, muy cerca del trasero y una en cada testículo. (A quoi révent les Jeunes Filies?) Con el objeto de confirmar la verdad de tales manifestaciones, se ordenó a Mannoury, el médico, que investigara in vivo. En presencia de dos farmacéuticos y varios doctores, Grandier fue desnudado, se le vendaron los ojos y luego, Mannoury comenzó a pincharlo sistemáticamente con una larga y punzante aguja. Dos años antes, en la casa de Trincant, el párroco se había burlado abiertamente de este ignorante y pomposo asno. Ahora, el asno se lo pagaba con creces. Los dolores debieron ser extremados, pues los alaridos del prisionero fueron oídos a través de las ventanas tapiadas con ladrillos, por una multitud de curiosos que crecía por momentos y que se había amontonado en la calle. En el resumen oficial de los cargos por los que Grandier fue condenado, leemos que debido a la gran dificultad de localizar esas zonas de insensibilidad tan pequeñas, sólo se habían podido determinar realmente dos de las cinco marcas señaladas por la priora. Pero, para los fines de Laubardemont, dos alcanzaban suficientemente. Agreguemos que el procedimiento de Mannoury era admirablemente sencillo y eficaz. Después de haber practicado un buen número de dolorosos pinchazos, parece que volvía la aguja y oprimía el extremo romo de ésta contra la carne del párroco. Por modo milagroso, no producía así ningún dolor. El demonio había marcado a su servidor. Mas, si se le hubiera permitido continuar por un tiempo más largo, no hay duda de que Mannoury habría llegado a descubrir todas las marcas. Desgraciadamente, uno de los farmacéuticos, uno extranjero, de Tours, indigno de confianza, fue menos complaciente que los doctores de la ciudad que Laubardemont había reunido para vigilar la experiencia. Sorprendiendo a Mannoury en el momento de practicar su ardid, el hombre protestó, mas en 90

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vano. Su informe fue sencillamente ignorado. De modo que Laubardemont pudo hacer público que la ciencia corroboraba ahora las revelaciones del infierno. Por cierto que para la mayoría de las gentes la ciencia nada tenía que corroborar; ex hypothesi, las revelaciones del infierno eran verdaderas. Cuando Grandier fue careado con sus acusadoras, éstas se precipitaron sobre él como ménades desatadas profiriendo alaridos y afirmando, por boca de los demonios que las poseían, que había sido él quien las había hechizado, él quien todas las noches desde hacía cuatro meses rondaba el convento y les susurraba obscenas zalamerías en sus oídos. Muy concienzudamente Laubardemont y sus escribientes tomaban nota de cuanto decían. Las declaraciones fueron oportunamente firmadas, legalizadas y duplicadas en la oficina de registros. De hecho, teológicamente, y ahora también legalmente, todo era verdad. Para dar mayores visos de verdad a la culpabilidad del párroco, los exorcistas exhibieron una serie de pruebas que habían aparecido misteriosamente en las celdas o (mejor aun) habían sido vomitadas en medio de un paroxismo. Eran esos objetos los instrumentos por los cuales las buenas hermanas habían sido y continuaban siendo embrujadas. Aquí, por ejemplo, se trataba de un pedazo de papel manchado con tres gotas de sangre y que contenía ocho semillas de naranja; allí un haz de cinco pajitas; más allá un paquetito que contenía ceniza, gusanos, pelos y trozos de uñas. Pero, como de costumbre la hermana Jeanne des Anges superó a todas las demás. El diecisiete de junio, cual poseída por el Leviatán, arrojó un objeto que contenía (según sus demonios) una parte de corazón de un niño sacrificado en 1631 en un aquelarre de brujas celebrado cerca de Orléans, las cenizas de una hostia consagrada y un poco de sangre y semen de Grandier. Hubo momentos en que la nueva doctrina creó situaciones embarazosas. Una mañana, por ejemplo un demonio, convenientemente conjurado y en presencia del Santísimo Sacramento, observó que el señor de Laubardemont era un cornudo. El amanuense consignó muy concienzudamente la declaración y el señor de Laubardemont, que no había estado presente en el exorcismo, firmó la minuta sin leerla y añadió la nota habitual a los efectos de confirmar que, según su leal saber y entender todo lo que contenía el procés-verbal era verdadero. Cuando el asunto se hizo público, estallaron risas más que rabelesianas. Era verdaderamente una situación molesta, pero no de serias consecuencias. Los documentos comprometedores siempre se pueden destruir, los escribientes poco avisados pueden ser destituidos y se puede volver a la razón a los demonios impertinentes con una buena reprimenda y hasta con un beso. De modo pues que, en conjunto, las ventajas de la nueva doctrina superaban con mucho a sus inconvenientes. Una de estas ventajas, de que Laubardemont se aprovechó muy rápidamente, consistía en que ahora se hacía posible (por la boca de un demonio que había sido oportunamente obligado en presencia del Santísimo Sacramento) adular al cardenal de un modo enteramente nuevo y sobrenatural. En la foja del exorcismo del 20 de mayo de 1634, íntegramente escrito de puño y letra de Laubardemont, podemos leer lo siguiente: "Pregunta: ¿Qué opinas del gran cardenal, del protector de Francia?" El demonio contestó jurando en nombre de Dios: Es el azote de todos mis buenos amigos. Pregunta: ¿Quiénes son tus buenos amigos? Respuesta: Los heréticos. Pregunta: ¿Cuáles son los otros aspectos heroicos de este personaje? Respuesta: Sus obras en pro del pueblo, sus condiciones de gobernante que ha recibido de Dios, su deseo de mantener la paz en la cristiandad, su incomparable amor por la persona del rey." Era éste un hermoso homenaje y, viniendo, como venía, directamente del infierno, podía aceptarse sin escrúpulos como una sencilla verdad. Las monjas, durante sus paroxismos, podían ir muy lejos, pero nunca tanto como para que olvidaran considerar el lado por donde les enmantecaban su pan. En el curso de sus accesos histéricos como el doctor Legué lo ha señalado,37 Dios, Jesucristo y la Virgen eran constantemente objeto de blasfemias, pero nunca Luis XIII y nunca, sobre todo, Su Eminencia. Las buenas hermanas sabían muy

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Gabriel Legué, Documents pour servir á l'Histoire Médicale des Possedées de Loudun (París, 1874).

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bien que podían dirigirse impunemente contra el cielo. Pero mostrarse descorteses con el cardenal... A la vista estaba lo que le sucedía a Grandier.

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7 I En determinadas épocas y lugares ciertos pensamientos son del todo inconcebibles. Mas la imposibilidad absoluta de concebir esos pensamientos no corre pareja con la imposibilidad de sentir ciertas emociones o de realizar ciertos actos inspirados por ellas. En todos los tiempos aunque a veces con dificultad y en contra de la opinión general, es posible sentir y hacer cualquier cosa. Pero aunque los individuos puedan sentir y hacer siempre cuanto les consienta su propio temperamento y constitución, no pueden pensar sus experiencias sino dentro de la estructura de referencias mentales propias de la época y el país particulares en que les ha sido dado vivir, estructura mental que se presenta como evidente por sí misma. Toda interpretación responde siempre a la visión teorética propia del ambiente, y ésta, aunque se oponga a anhelos y emociones, no podrá nunca anularlos. Por ejemplo, en el espíritu del creyente que está persuadido de la realidad del eterno castigo, pueden coexistir con ese convencimiento la certeza de que está cometiendo un pecado mortal. A este respecto, cito las acertadas observaciones que Bayle hizo en una nota que escribió sobre Tomás Sánchez, ese erudito jesuita que en 1592 publicó un infolio sobre el matrimonio que sus contemporáneos y descendientes inmediatos juzgaron como el más inmundo de los libros que se había escrito hasta entonces. "No conocemos las intimidades domésticas de los antiguos paganos, así como conocemos las de los países en los que se practica el secreto de la confesión; de ahí que no podamos decir hasta qué punto el matrimonio era tan brutalmente deshonrado entre los paganos como lo es entre los cristianos; mas a lo menos es probable que los infieles no sobrepasaran a este respecto a muchas gentes que creen firmemente en la doctrina de los Evangelios. Los tales creen todo cuanto las Escrituras nos enseñan sobre el cielo y el infierno, creen en el Purgatorio y en todas las otras doctrinas de la Iglesia de Roma; mas con todo, en medio de tales convicciones, se hunden en abominables impurezas que no pueden nombrarse y cuyos autores apenas se atreven a mencionar. Hago notar esto a aquellos que están persuadidos de que la corrupción de las costumbres procede de la poca fe de los hombres o del hecho de que ignoren que después de esta vida hay otra." En 1592 la conducta sexual era evidentemente muy parecida a la de nuestros días. El cambio sólo se operó en los pensamientos acerca de esa conducta. A principios de los tiempos modernos, las teorías de un Havelock Ellis o de un Krafft-Ebing habrían sido inconcebibles. Mas las emociones y actos descritos por estos modernos sexologistas fueron sentidos y hechos en una sociedad en cuya estructura intelectual estaba presente el fuego del infierno exactamente igual que en las sociedades seculares de nuestros tiempos. En los párrafos que siguen describiré brevemente la estructura de referencias mentales dentro de la cual los hombres de la primera parte del siglo XVII concibieron la naturaleza humana. Tal estructura venía desde antiguo íntimamente asociada a la tradicional doctrina cristiana, que era universalmente considerada como una estructura de verdades evidentes por sí mismas. Hoy día hasta el más lamentable de los ignorantes siente y sabe, como algo indiscutible en muchos sentidos, que la antigua visión teorética no respondía a los hechos dados por la experiencia. ¿De qué modo, podríamos preguntar ahora, influyó esta manifiesta falta de correlación sobre la conducta de los hombres y mujeres en los hechos ordinarios de la vida diaria? La respuesta podría ser que en cierto sentido el efecto fue imperceptible, mas, en otros casos, grande y significativo. Un hombre puede ser un excelente psicólogo práctico y sin embargo ignorar completamente las teorías psicológicas corrientes. Y aun más notable es que si ese mismo 93

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hombre es versado en teorías psicológicas cuya falsedad ha quedado demostrada, sigue siendo, gracias a sus innatos dones, un excelente psicólogo práctico. Por otra parte, una teoría errónea sobre la naturaleza humana (tal como la teoría que explica la histeria por la intervención de los demonios) puede hacer aflorar a la superficie las peores pasiones y justificar las más perversas crueldades. Las teorías son en verdad muy importantes y simultáneamente muy poco importantes. ¿Cuál era la teoría sobre la naturaleza humana por la cual los contemporáneos de Grandier interpretaban los acontecimientos ordinarios y los tan singulares que tenían lugar en Loudun? La mayor parte de la respuesta a esta pregunta podría darse con las palabras de Robert Burton, cuyos capítulos sobre la anatomía del alma contienen un breve y notablemente lúcido resumen de la filosofía que antes de la época de Descartes se profesaba y se miraba como axiomática. "El alma es inmortal, creada de la nada e infundida en el niño o embrión cuando éste está en el seno de la madre a los seis meses después de la concepción." El alma es simple en el sentido de que no puede ser dividida o desintegrada. De acuerdo con la etimología de la palabra es el alma un átomo psíquico, algo que no puede cortarse, pero esta alma simple e indivisible del hombre tiene una triple manifestación. Es, en suma, una suerte de trinidad en la unidad, que comprende un alma vegetal, una sensible y una racional. El alma vegetal se define como "un acto sustancial de un cuerpo orgánico por el cual éste se alimenta, crece y engendra otro similar a él". En esta definición se especifican tres operaciones distintas: altrix, anetrix, proceatrix La primera es la nutrición cuyo objeto es el alimento, la comida, la bebida y el gusto; su órgano es el hígado en las criaturas sensibles, la raíz o la savia en las plantas. Su objeto consiste en convertir el alimento en la sustancia del cuerpo nutrido, cosa que se cumple con el calor natural... Así como esta facultad nutritiva sirve para alimentar al cuerpo, la facultad de crecimiento (la segunda operación o poder del alma vegetal) sirve para aumentarlo en cantidad y para, haciéndolo crecer, hacerlo llegar a las debidas y perfectas proporciones y formas. La tercera facultad del alma vegetal es la procreativa, esto es, la facultad de reproducir la especie. La que le sigue en orden de importancia es el alma sensitiva, "que sobrepasa con mucho en dignidad a la anterior, del mismo modo que el animal sobrepasa a la planta, pues en él están incluidas, además de las suyas propias, todas las otras de los vegetales. Se define como un acto de un cuerpo orgánico por el cual éste vive, siente, desea, juzga, respira y se mueve... Su órgano general es el cerebro, del que se derivan principalmente las operaciones sensibles. El alma sencilla se divide en dos partes: aprehensión y movimiento. La facultad de aprehensión se subdivide a su vez en otras dos partes, interior y exterior. Exteriores son los cinco sentidos: el tacto, el oído, la vista, el gusto y el olfato... Tres son las interiores: sentido común, fantasía y memoria". El sentido común juzga, compara y organiza los mensajes que le llegan por los órganos especiales de los sentidos tales como los ojos y los oídos. La fantasía examina con más altura los datos del sentido común, "los toma más ampliamente y los vuelve a elaborar". La memoria toma todo cuanto le viene de la fantasía y del sentido común y "lo deja consignado en un buen registro". En el hombre, la imaginación "está sujeta y es gobernada por la razón o por lo menos así debería serlo; en los animales, en cambio, no hay una razón superior sino que todo cuanto tienen es la ratio brutorum". La segunda facultad, del alma sensitiva es la del movimiento, la cual a su vez "se divide en dos facultades, la de desear y la de moverse de un lugar a otro". Y por último está el alma racional, "que es definida por los filósofos como `el acto primero y sustancial de un cuerpo organizado, natural y humano, acto por el cual un hombre vive, percibe y comprende, pudiendo realizar libremente todas las cosas por elección. Además de lo que aquí queda definido podríamos agregar que esta alma racional comprende las facultades y realizaciones de las otras dos que están en ella contenidas y que las tres forman una sola alma inorgánica en sí misma, si bien está en todas las partes (del cuerpo), e incorpórea, que se vale de los órganos del cuerpo y actúa a través de ellos. Se divide en dos 94

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partes, que se distinguen sólo por su función y no por su esencia: el entendimiento, que es la facultad racional de aprehender, y la voluntad, que es la facultad racional del movimiento; todas las otras facultades racionales están subordinadas y se reducen a estas dos". Tal era la teoría por la cual nuestros antepasados se concebían a sí mismos y trataban de explicar los hechos de la experiencia y de la conducta humanas. Por el hecho de ser muy antigua y también porque muchos de sus elementos eran dogmas teológicos o corolarios de esos dogmas, tal teoría parecía una verdad axiomática. Pero admitir como verdad esta teoría excluye la posibilidad de aceptar ciertas nociones que hoy nos parecen obvias y evidentes por sí mismas y que a los efectos prácticos habrían sido inconcebibles entonces. Veamos un par de ejemplos concretos. Uno es el de la señorita Beauchamp, una joven inocente y más bien enfermiza, impuesta de altos principios y llena de inhibiciones y anhelos. De cuando en cuando, se sale de sí misma y se conduce de un modo travieso y exuberante, propio de una saludable niña de diez años. Habiéndosela interrogado en el sueño hipnótico, esta enfant terrible insiste en que no es ella la señorita Beauchamp, sino otra llamada Sally. Después de algunas horas o de algunos días, Sally desaparece y la señorita Beauchamp vuelve a recobrar la conciencia de sí misma, pero sólo su propia conciencia, no la de Sally; no recuerda nada de cuanto Sally ha hecho en su nombre y a través del instrumento de su cuerpo. Mas Sally, por el contrario, sabe muy bien cuanto pasa en la mente de la señorita Beauchamp y utiliza ese conocimiento para embarazar y atormentar a la otra que comparte el mismo cuerpo. El doctor Morton Prince, el psiquiatra que se encargó de este famoso caso, consiguió resolver los problemas de la señorita Beauchamp y llevarla, por primera vez en muchos años, a un estado de salud física y mental, porque hubo de interpretar estos extraños hechos a la luz de la bien fundada teoría de la actividad mental subconsciente y, porque estaba familiarizado con las técnicas de la hipnosis. En cierto sentido, el caso de la hermana Jeanne era semejante al de la señorita Beauchamp. Periódicamente se apartaba ella de su habitual vida interior y se convertía por algunas pocas horas o días, de una monja respetable y de buena familia, en un salvaje, blasfemo marimacho completamente desvergonzado que se llamaba a sí mismo ya Asmodeus, ya Balaam, ya Leviatán. Cuando la priora recobraba su conciencia, no recordaba lo que esos otros espíritus habían dicho y hecho en su ausencia. Tales eran los hechos; mas ¿cuál era su explicación? Algunos observadores atribuyeron todo el asunto a un fraude deliberado; otros a la melancolía, un desequilibrio de los humores del cuerpo que determinaba un desarreglo de las facultades mentales. Para aquellos que no aceptaban o no querían aceptar estas hipótesis, sólo quedaba una explicación: la intervención de los demonios. Planteada la teoría en los términos en que estaba, no era posible llegar a otra conclusión. De acuerdo con una definición que era el corolario de un dogma cristiano, el alma -en otras palabras la parte consciente y personal de nosotros- era un átomo simple e indivisible. La moderna noción de la divisibilidad de la persona era por tanto inconcebible. Si dos o tres "yo" aparecían simultánea o alternativamente ocupando el mismo cuerpo, ello no podía deberse a una descomposición de esos no demasiado seguramente unidos y ligados elementos psicofísicos quedamos en llamar persona; no, ello tenía que deberse a una expulsión momentánea del alma indivisible que era echada del cuerpo y reemplazada, también momentáneamente, por uno o más de los innumerables espíritus que (y esto era verdad revelada) poblaban el universo. Nuestro segundo ejemplo es el de una persona hipnotizada -cualquier persona hipnotizada- a la que el hipnotizador ha llevado a un estado de catalepsia. Todavía no se ha llegado a comprender enteramente la naturaleza de la hipnosis y el modo en que la sugestión actúa sobre el sistema nervioso, pero por lo menos sabemos que es muy fácil provocar en ciertas personas un rapto (trance) y que, cuando éstas se hallan en ese estado, alguna parte de su subconsciente hace que su cuerpo obedezca a las sugestiones del hipnotizador o, a veces, de su propio subconsciente. En Loudun, este estado de rigidez cataléptica, que cualquier hipnotizador competente puede producir en cualquier sujeto bien predispuesto, fue mirado por los fieles como una obra de Satanás. Y necesariamente debía ser así. La naturaleza de las teorías psicológicas de la época era tal que esos fenómenos tenían que deberse, ya a un 95

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engaño deliberado, ya a un agente sobrenatural. Búsquese en los escritos de Aristóteles y de San Agustín, de Galeno y de los árabes; en ninguna de sus obras se encontrará el menor indicio de lo que hoy llamamos la subconsciencia. Para nuestros antepasados sólo existía el alma o la conciencia de nosotros mismos por una parte, y Dios, los santos y una legión de buenos y malos espíritus por la otra. Nuestro conocimiento de un vasto mundo intermedio de actividad mental subconsciente, mucho más extenso y en cierto sentido más eficaz que la actividad del yo consciente, era del todo inconcebible. Las teorías en boga sobre la naturaleza del hombre no le daban cabida; por consiguiente, en lo que a ellos concernía, para nuestros antepasados no existía. Los fenómenos que ahora explicamos en términos de esa actividad subconsciente, o bien debían negarse o bien había que atribuirlos a la acción de espíritus no humanos. De suerte que la catalepsia era una patraña o un síntoma de posesión diabólica. Cuando en 1635 el joven Thomas Killigrew asistió a un exorcismo fue invitado por el fraile encargado del mismo a que palpara los miembros petrificados de la monja, para obligarlo a admitir el poder del demonio y el poder aun mayor de la Iglesia militante, y para luego, Dios mediante, convertirse de su herejía, como lo había hecho el año anterior su buen amigo Walter Montague. "Tengo que decirle la verdad -escribió Killigrew en una carta en la que describe el hecho-: lo que yo palpé fue sólo una carne firme, unos fuertes brazos y unas tiesas y rígidas piernas." (Notemos de paso hasta qué punto las monjas habían dejado de ser consideradas como seres humanos y se había perdido por su intimidad el respeto debido. El buen padre que cumplía los exorcismos se comportaba exactamente como un empresario de los espectáculos de una feria. "Subid, señoras y señores, subid, ver es creer, pero pinchar y pellizcar la pierna de una de nuestras chicas es la más completa certeza." Esas esposas de Cristo se habían convertido en el espectáculo de un teatro, en el número estrambótico de un circo.) "Pero otros afirman -continúa Killigrew- que ella estaba rígida y dura como el acero; sólo que deben de tener más fe que yo y es seguro que el milagro se les apareció por eso más visible a ellos que a mí." ¡Qué significativa es esa palabra milagro! Si las monjas no se sentían avergonzadas de la rigidez de sus cuerpos y de sus piernas, ello tenía que deberse a causas sobrenaturales. Otra explicación no era posible. La aparición de Descartes y la general aceptación de lo que en su época pareció una teoría más científica de la naturaleza humana no mejoró mucho las cosas. En verdad y en cierto sentido, su concepción determinó que el pensamiento de los hombres sobre ellos mismos se hiciera aun menos realista de lo que había sido en la antigua concepción. Los demonios desaparecieron del cuadro; pero junto con los demonios desapareció también una seria consideración de los fenómenos atribuidos antes a agentes diabólicos. Por lo menos, el exorcista había reconocido la existencia de hechos tales como raptos, catalepsia, división de la personalidad y percepciones extrasensoriales. Los psicólogos que sucedieron a Descartes tuvieron que, o bien ignorar los hechos como no existentes, o bien considerarlos, si la naturaleza de aquéllos impedía que se los ignorara, como un producto de algo llamado imaginación. Para los hombres de ciencia, la imaginación fue casi siempre sinónimo de ilusión. Según esto, los fenómenos atribuidos a ella (tales como las curaciones practicadas por Mesmer durante el sueño magnético) podían ignorarse con toda seguridad y propiedad. Los poderosos esfuerzos que Descartes realizó para concebir la naturaleza del hombre como algo matemático, lo llevaron sin duda a la formulación de esas admirables "ideas claras". Pero desgraciadamente las tales ideas claras sólo puede admitirlas aquel que prefiere ignorar una clase entera de hechos altamente significativos. Los filósofos precartesianos tomaron en consideración esos hechos y se vieron constreñidos por sus propias teorías psicológicas a atribuirlos a causas sobrenaturales. Hoy aceptamos los hechos y somos capaces de explicarlos sin referirlos a los demonios. Podemos concebir la mente (como opuesta al espíritu o puro ego o âtman) como algo radicalmente distinto del alma cartesiana y precartesiana. El alma de los filósofos de la primera edad moderna fue dogmáticamente definida como simple, indivisible e inmortal. Para nosotros, en cambio, ella es evidentemente un compuesto cuya identidad, según las palabras de Ribot, es una "cuestión de número". Este conjunto de elementos ligados entre sí puede descomponerse, y, aunque probablemente sobreviva a la muerte del cuerpo, 96

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sobrevive en el tiempo como algo sujeto a cambios y a una disolución final. La inmortalidad no corresponde a la psique sino al espíritu con el cual la psique puede identificarse. Según Descartes, la mente tiene conciencia de su esencia, puede obrar sobre la materia de su propio cuerpo, mas no puede hacerlo sobre otras materias u otras mentes. Los pensadores anteriores a Descartes probablemente habrían estado de acuerdo con todas estas proposiciones, excepto con la primera. Para ellos la conciencia era la esencia del alma racional; pero muchas de las operaciones del alma sensitiva y vegetal eran inconscientes. Descartes concebía el cuerpo como un autómata que se regulaba por sí mismo, de suerte que no necesitaba el postulado de la existencia de estas almas subsidiarias. Entre el yo consciente y lo que se podría llamar inconsciencia fisiológica podemos inferir ahora la existencia de amplios sectores de. actividad mental subconsciente. Además hemos de admitir, si aceptamos la realidad de percepciones extrasensoriales y de la psicoquinesis, que en los planos subconscientes la mente puede y debe actuar directamente sobre otras mentes y sobre la materia que está fuera de su propio cuerpo. Los hechos misteriosos que Descartes y sus discípulos prefirieron ignorar y que sus predecesores aceptaban, aunque sólo los explicaran por la intervención de demonios, se reconocen ahora como debidos a operaciones naturales de una mente cuya extensión, cuyas facultades y cuya sutileza son, en mucho, mayores de lo que nos haría pensar un estudio de su aspecto consciente. Vemos, pues, que si se excluía la idea del fraude la única explicación puramente psicológica posible de lo que acontecía en Loudun era una explicación relacionada con la hechicería y la posesión demoníaca. Mas por cierto que hubo mucha gente que nunca pretendió explicarse tales hechos desde el punto de vista psicológico. A los tales parecía obvio que los fenómenos de la clase de los que manifestaba la hermana Jeanne podían explicarse dentro de un plano fisiológico y que por lo tanto debían ser tratados en consecuencia. Los más draconianos entre ellos prescribían la aplicación de una pelada férula de vara de abedul. Tallemant consigna que el marqués de Couldray-Montpensier retiró a sus dos hijas poseídas de las manos de los exorcistas y, teniéndolas bien alimentadas y vigorosamente azotadas, el demonio las abandonó inmediatamente. Aun en Loudun, durante los ulteriores exorcismos, el flagelo fue prescrito cada vez con mayor frecuencia y el propio Surin nos informa que los demonios, que se habían limitado a reírse ante los ritos de la Iglesia, muy a menudo fueron vencidos por la disciplina. En muchos casos la antigua costumbre de flagelar fue probablemente tan eficaz como el moderno tratamiento del shock y por la misma razón, esto es, que en la subconsciencia se desarrolla una especie de temor a las torturas que se preparan a su cuerpo y, no queriendo soportarlas otra vez, decide desistir de su extravagante conducta38. Ya en los primeros años del siglo XIX, el tratamiento del shock por el flagelo se aplicaba regularmente en todos los casos de inequívoca locura.

En las alegres salas de Bedlam antes de que tuviera veintiún años, 38

Existen completos y cuidadosos informes de este tratamiento psiquiátrico y de sus resultados desde el siglo XVIII en adelante. Un conocido psicólogo que ha estudiado estos documentos me dice que todos ellos parecen señalar una significativa conclusión: la de que en las enfermedades mentales la proporción de las curaciones ha continuado siendo, durante el curso de doscientos años, notablemente constante, cualquiera sea la naturaleza de los métodos psiquiátricos empleados. El porcentaje de curaciones que se atribuyen los modernos psicoanalistas no es más elevado que aquel de que se jactaban los alienistas de 1800. ¿Es que los alienistas del siglo XVII harían lo mismo que sus herederos de dos y tres siglos después? Sólo puede darse a esto una respuesta insegura pero yo podría conjeturar que no creyeron tal cosa. En el siglo XVII las enfermedades mentales eran tratadas con una cruel inhumanidad que con frecuencia debió de haber agravado los desórdenes mentales. Ya tendremos ocasión en un próximo capítulo de volver sobre este tema.

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tenía yo fuertes manillas, dulces azotes, ding, dong, y oraciones y ayunos en profusión. Ahora puedo cantar "¿Comida, alimento, alimento, bebida o vestido?". Venid señoras o doncellas, no os amedrentéis, que el pobre Tom no es capaz de ofender a nadie.

El pobre Tom era un súbdito de la reina Isabel, pero hasta en los días de Jorge III, dos siglos después, las dos ramas del Parlamento extendieron una autorización a los médicos de la corte para que pudieran flagelar al rey loco. La simple neurosis o histeria no era tratada únicamente por la vara. Estas enfermedades eran determinadas, conforme a las teorías médicas en boga en esa época, por un exceso de bilis negra alojada en un lugar delicado. "Galeno -dice Robert Burton- atribuía todo al frío, que es negro, y pensaba que a los espíritus, siendo oscuros, y estando la sustancia del cerebro nublada y oscura, todos los objetos se le aparecían terribles y la propia mente, en virtud de esos densos, oscuros vapores que ascendían de los negros humores, estaba continuamente ensombrecida, atemorizada y adolorida." Averroes se burló de Galeno por esta explicación y lo mismo hizo luego Hércules de Sajonia, mas ambos fueron "censurados y refutados por Aelianus Montaltus, Ludovicus Mercatus, Altomarus, Guianerius, Bright, Laurentius Valesius. Las destemplanzas, concluyen todos ellos, producen humores negros, la negrura oscurece los espíritus, los espíritus oscurecidos causan temor y pena. Laurentius suponía que estos humores negros ofendían principalmente al diafragma y, en consecuencia, a la mente, que se velaba como el sol por una nube. Casi todos los griegos y árabes compartieron esta opinión de Galeno, así como los latinos, los nuevos y los viejos, cuando los niños son asustados en la oscuridad se hacen luego hombres melancólicos en todas las edades. Los tales vapores negros, sea que procedan de la sangre negra del corazón (como piensa el jesuita Thomas Wright en su tratado de las pasiones de la mente), sea que procedan del estómago, del bazo, del diafragma o de cualquier otra parte, no sirven para nada útil, sino que meten la mente en un calabozo y la oprimen con continuos miedos, ansiedades, penas etc.". El cuadro fisiológico consiste pues en una suerte de humo o niebla que se eleva de la sangre o de ciertas vísceras enfermas y que o bien nubla directamente el cerebro y la mente o bien obstruye en alguna parte los conductos ( los nervios se consideraban como tubos huecos) por donde fluyen los espíritus naturales, vitales y animales. Leyendo la literatura científica de esos siglos, se encuentra uno ante una extraña mezcla del más fanático supernaturalismo con el más crudo, el más ingenuo de los materialismos. Este materialismo primitivo difiere del materialismo moderno en dos importantes aspectos. En primer lugar, "la materia" de que trata la antigua teoría no es susceptible (debido a la naturaleza de los términos descriptivos empleados) de sufrir una exacta medición. Sólo nos encontramos con expresiones que indican calor o frío, sequedad o humedad, luz u oscuridad; no encontramos ningún intento de convertir la significación de estas expresiones cualitativas en términos cuantitativos. En esta estructura la "materia" de nuestros antepasados era no mensurable y consiguientemente no era mucho lo que se podía hacer en ella, y allí donde no se puede hacer nada muy poco es lo que se puede comprender. El segundo punto de diferencia es no menos importante que el primero. Para nosotros la materia se revela como algo que está en permanente actividad, como algo, a decir verdad, cuya esencia no es otra cosa que actividad. Toda la materia está eternamente haciendo algo y, de todas las formas de materia, los compuestos coloidales de los cuerpos vivos son los más frenéticamente atareados, pero con un frenesí maravillosamente correlacionado, de suerte que la actividad de una parte del organismo regula y a su vez es regulada por las actividades de otras partes en una armoniosa danza de energías. Para los pensadores antiguos y para los 98

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medievales y modernos, la materia era en cambio una cosa intrínsecamente inerte, y esto hasta en los cuerpos vivos en los que las actividades se debían exclusivamente a la obra del alma vegetal en las plantas, del alma vegetal y sensitiva en los animales, y en el hombre a esa trinidad una, esto es, al alma vegetal, sensitiva y racional. Los procesos fisiológicos no se explicaban como procesos químicos, la química no existía aún como ciencia, ni como impulsos eléctricos, pues nada se conocía todavía de la electricidad, ni como actividad celular, pues no había aún microscopios y nadie había visto una célula; sino que se explicaban (sin el menor embarazo) como la acción cumplida sobre la materia por facultades especiales del alma. Había, por ejemplo, una facultad de crecimiento, una facultad de nutrición, una facultad de secreción, esto es, una facultad para cada uno de los procesos que se observaban. Tal modo de pensar resultaba maravillosamente cómodo para los filósofos; 'mas cuando los hombres trataron de pasar de las palabras a los hechos dados de la naturaleza, se encontraron con que la teoría de las facultades especiales en modo alguno se podía aplicar en la práctica. La crudeza del antiguo materialismo se manifiesta claramente en el lenguaje que utilizaron sus representantes. Todos los actos fisiológicos se tratan y discuten con metáforas tomadas de lo que ocurre en las cocinas, las fundiciones y los retretes. Se habla de hervores lentos y rápidos, de coladores, de refinaciones y extracciones, se habla de putrefacciones, de miasmas y exhalaciones del pozo negro, y de sus condensaciones pestilenciales que actúan en el piano nobile. Por cierto que en tales condiciones es muy difícil que el pensamiento científico sobre el organismo del hombre resulte fecundo. Los buenos doctores eran hombres con dotes naturales que no consentían a su ilustración que contradijera sus intuitivos diagnósticos y su talento para realizar curas milagrosas. En medio de un gran número de peligrosos desatinos, no hay en la enorme compilación de Burton ni siquiera un pequeño acierto. La mayor parte de los desatinos deriva de las teorías científicas en boga; la mayor parte de los aciertos de los hombres perspicaces y abiertos al empirismo que aman a sus semejantes proviene del tino y prudencia con que tratan al enfermo y de la confianza que alimentan en la vis medicatrix naturae. A mayor abundamiento, en lo que respecta a los tratamientos médicos de la melancolía, se deba ésta a causas naturales o sobrenaturales, remito al lector al absurdo y encantador libro de Burton. Por lo que hace a nuestros presentes propósitos, es suficiente que advirtamos que durante todo el tiempo que duró la posesión de la hermana Jeanne y de sus compañeras, éstas estaban bajo constante vigilancia médica. En su caso desgraciadamente no se aplicó ninguno de los más eficaces métodos de tratamiento descritos por Burton. No se las sometió en modo alguno a un cambio de aire, de dieta y de ocupaciones, sino que se las trató con sangrías, purgas e innumerables píldoras y bebidas. Y tan drásticamente se aplicó en ellas este tipo de medicación, que algunos de los médicos imparciales que las examinaron opinaron que sus enfermedades, lejos de curarse, se agravaban por el excesivo celo con que se las intentaba curar (así como hoy son agravadas muchas enfermedades). Vinieron a descubrir que se administraba a las monjas grandes y frecuentes dosis de antimonio. Quizás haya sido esto lo peor que podía administrárseles. (Para apreciar plenamente la importancia histórica de semejante diagnóstico tenemos que tener presente lo que significaba en la época que nos ocupa lo que podría llamarse la batalla del antimonio, que se entabló violentamente durante tres generaciones y aun más. Para los representantes de la escuela antigalenista el metal y sus compuestos constituían una milagrosa droga apta para curar cualquier enfermedad. El Parlamento de París, bajo la presión del grupo ortodoxo de la profesión médica, publicó un edicto por el que prohibía su uso en Francia, mas no se consiguió que la ley se cumpliera. Un siglo después de esto, el amigo de Grandier e hijo del más famoso médico de Loudun, Théophraste Renaudot proclamó ardientemente las virtudes del antimonio. Su contemporáneo más joven, Guy Patín, el autor de las famosas Cartas, se situaba no menos violentamente en el campo contrario. A la luz de las modernas investigaciones, hoy podemos comprobar que Patín estaba más cerca de la verdad que Renaudot y los otros antigalenistas. Ciertos compuestos del antimonio son útiles en el tratamiento de la enfermedad tropical conocida con el nombre de kalaazar. En otros 99

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casos, el uso de ese metal o de sus compuestos no compensa los riesgos que entraña. Desde un punto de vista estrictamente médico, nada justifica el uso excesivo que de esta droga se hizo durante los siglos XVI y XVII. Sin embargo, desde un punto de vista económico tenía la más amplia justificación. El señor Adam y sus colegas farmacéuticos vendían píldoras perpetuas de antimonio. Estas píldoras se tragaban, irritaban las membranas mucosas al pasar por los intestinos, obrando de tal suerte como purgante, Y luego podían ser recobradas del orinal y ser puestas nuevamente en uso y así indefinidamente. Después del primer desembolso ya no había necesidad de gastar más dinero en purgantes. El doctor Patin podía combatir su uso y el Parlamento prohibirlo, mas para el tacaño burgués francés la atracción del antinomio era irresistible. Las píldoras perpetuas llegaron a constituir un objeto de herencia, de modo que pasaban de una generación a otra.) (Entre paréntesis, es digno de hacer notar el hecho de que Paracelso, el más grande de los antigalenistas, debía su entusiasmo por el antimonio a una falsa analogía. "Así como el antimonio purifica el oro, librándolo de impurezas, de la misma forma y manera purifica el cuerpo humano.39 El mismo tipo de falsa analogía entre el arte de los alquimistas y fundidores de metales por una parte y el arte de los médicos y dietistas por la otra, determinó la creencia de que el valor de los alimentos era mayor cuanto mayor fuera su refinamiento, eso es, que el pan blanco era mejor que el negro, que los caldos largamente cocidos y concentrados eran mejores que las carnes y vegetales de que estaban compuestos. Se sostenía que los "alimentos toscos" hacían que las gentes que los comían fueran toscas. Paracelso dice que "el queso, la leche y las gachas de avena no pueden conferir sutiles disposiciones". Sólo al lograr aislar las vitaminas, cosa que ocurrió hace una generación, las antiguas falsas analogías de la alquimia dejaron de hacer estragos en nuestras teorías de la alimentación. El hecho de que existiera un bien desarrollado tratamiento médico de la melancolía, no era en modo alguno incompatible con una difundida creencia, hasta en los propios médicos, en la realidad de las posesiones llevadas a cabo por demonios. Algunas gentes, escribe Burton, "se ríen grandemente de tales historias". Pero en el campo opuesto, están "la mayor parte de los abogados, teólogos, médicos y filósofos". Ben Jonson, en su comedia El demonio es un asno, nos ha dejado una vívida descripción de la mentalidad del siglo XVII, dividida entre la credulidad y el escepticismo, entre la creencia en lo sobrenatural, sobre todo en sus aspectos menos dignos de crédito, y la presuntuosa confianza en los poderes recientemente descubiertos de las ciencias aplicadas. En la comedia, Fitzdottrel se presenta como un chapucero de las artes mágicas que suspira por obtener una cita con el demonio, porque los demonios conocen los lugares donde hay tesoros escondidos. Mas, junto a esta creencia en la magia y en los poderes de Satanás, hay en él una no menos poderosa fe en los casi racionales y seudocientíficos engaños de esos impostores y agentes fraudulentos que nuestros padres llamaron "proyectistas". Cuando Fitzdottrel dice a su mujer que su proyectista ha ideado un proyecto que infaliblemente le hará ganar a él dieciocho millones de libras y que le asegurará un ducado, ésta, meneando la cabeza, le dice que no confíe demasiado "en esos falsos espíritus. "Espíritus", grita Fitzdottrel.

¡Espíritus! Oh, no tal, mujer, industria, pura industria. Este hombre desafía al diablo y a todas sus obras. Todo lo hace por máquinas e instrumentos. Tiene unos arados alados que marchan a la vela, ¡y que me ararán cuarenta acres de una vez! y molinos con chorros tales que inundarán de agua diez millas.

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Paracelsus: Selected Writings (New York, 1951), pág. 318.

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Por grotesca que aparezca esta ridícula figura, Fitzdottrel viene a ser un tipo representativo de la época cuya vida intelectual se movía inseguramente entre dos mundos. Que se haya inclinado más hacia el mundo peor en lugar de hacerlo por el mejor es asimismo típico. Para ciertas gentes el ocultismo y los "proyectos" eran considerablemente más atractivos que la ciencia pura y el culto de Dios. En la obra de Burton, como en la historia de las monjas de Loudun, estos dos mundos coexisten y se los considera como dados. Si hay melancolía hay también un tratamiento médico aprobado para la melancolía. Es bien sabido que el ejercicio de la magia y la práctica de posesiones constituyen causas de enfermedades tanto de la mente como del cuerpo, y ello no sorprende. "El aire no está tan colmado de moscas en el verano como lo está en todo momento por diablos invisibles; junto con esto Paracelso sostiene que cada uno de ellos ocupa distintos caos." El número de los espíritus debe ser infinito, "si es verdad lo que algunos de nuestros matemáticos dicen, esto es, que si una piedra cae desde los cielos o de las altas esferas y si, en cada hora que pasa, recorta cien millas, necesitándose sesenta y cinco años o más para que llegue a la tierra, en razón de la gran distancia que hay desde los cielos a la tierra que sería de, según se dice, ciento setenta millones ochocientas tres millas..., ¿qué cantidad de espíritus podrá contener este espacio?" En tales circunstancias lo sorprendente no es el hecho de que hubiera algunas ocasionales posesiones sino el de que la mayor parte de la gente pasara su vida sin ser poseída.

II Hemos visto que las posibilidades de que la hipótesis de la posesión fuera admitida estaban en relación directa con la ausencia de una fisiología que concibiera la estructura celular y de una psicología que tomara en consideración los planos de la actividad mental subconsciente. Actualmente la creencia en la posesión es sustentada solamente por los católicos romanos y los espiritistas. Estos últimos explican ciertos fenómenos que se cumplen en sus sesiones como una posesión momentánea del organismo del medium por un alma sobreviviente de algún ser humano ya muerto. Aquéllos, en cambio, niegan que la posesión se realice mediante almas que han abandonado este mundo mas explican ciertos casos de desarreglos mentales y físicos en relación con la posesión por demonios, y ciertos síntomas psicofísicos de estados místicos o premísticos son atribuidos a la posesión de algún agente divino. En lo que respecta a mí, no veo que haya ninguna contradicción interna en la idea de posesión. No es ésta una noción que pueda uno descartar a priori fundándose en que es "un vestigio de la antigua superstición". Ha de considerársela más bien como una hipótesis que, con las debidas precauciones, puede admitirse en todo caso en que las otras formas de explicación no se adapten a los hechos. Los modernos exorcistas parecen estar de acuerdo en que en la mayor parte de los casos que se sospecha sean de posesión débense en realidad a la histeria, y por tanto se tratan mejor con los métodos corrientes de la psiquiatría. Mas en algunos casos, con todo, encuentran pruebas de algo más que histeria y aseguran que sólo mediante el exorcismo, esto es, arrojando al espíritu del poseído, puede tener lugar una curación. La posesión del organismo de un médium por un espíritu desencarnado o factor psíquico de un ser humano difunto ha sido invocada para explicar ciertos fenómenos, tales como la escritura automática y las declaraciones verbales, que de otra manera sería muy difícil explicar. Las pruebas más cercanas a nosotros de tal clase de posesión pueden ser 101

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convenientemente estudiadas en Human Personality and its Survival of Bodily Death, de E W. H. Myers, y en la más reciente The Personality of Man, de G. N. M. Tyrrell. El profesor Oesterreich, en su tan documentado estudio sobre la materia,40 ha señalado que la creencia en la posesión por parte de los demonios ha declinado sensiblemente durante el siglo XIX al paso que la creencia en la posesión por parte de espíritus sobrevivientes de criaturas humanas se ha hecho, durante el mismo período, mucho más corriente. De suerte que la enfermedad de los neuróticos asignada en otra época a la intervención de los demonios, se atribuye desde las hermanas Fox a las almas desencarnadas de hombres o mujeres perversos. Con los recientes progresos en las técnicas, la idea de posesión ha tomado una nueva forma. A menudo los pacientes neuróticos se quejan de que son influidos, contra su voluntad, por una suerte de mensajes radiotelefónicos transmitidos por sus enemigos. El magnetismo animal maléfico que era el que se hacía presente en la imaginación de la pobre señora Eddy durante tantos años ha sido transformado en maleficios de orden electrónico. Pero en el siglo XVII no había radiotelefonía y apenas se creía en la posesión por espíritus desencarnados. Burton cita la opinión de que los demonios fueran simplemente almas de muertos maléficos, pero si la cita sólo lo hace para observar que se trata de "un absurdo principio". Para él, la posesión era un hecho que se debía exclusivamente a los demonios. (Para Myers, dos siglos y medio después, la posesión es también un hecho, pero que se debe pura y exclusivamente a los espíritus de los muertos.) Luego, ¿existen los demonios? En caso afirmativo, ¿estaban presentes en los cuerpos de sor Jeanne y sus compañeras? Del mismo modo que no encuentro nada intrínsecamente absurdo o contradictorio en la idea de posesión, tampoco nada de ello encuentro en aceptar la idea de que puedan existir espíritus no humanos buenos, malos e indiferentes. Nada nos obliga a creer que las únicas inteligencias del universo son las que están en conexión con los seres humanos y los animales. Si aceptamos la realidad de la clarividencia, de la telepatía y de la previsión (y cada vez se hace más difícil rechazarla), tenemos que admitir que existen procesos mentales totalmente independientes del espacio, del tiempo y de la materia. Y si ello es así, parece que no existe motivo para negar a priorí el que pueda haber inteligencias no humanas, ya sea que estén completamente desencarnadas, ya sea que estén asociadas con la energía cósmica de un modo tal que aún ignoramos. (Todavía ignoramos, digámoslo de paso, de qué modo las mentes humanas están en conexión con ese torbellino altamente organizado de la energía cósmica conocido con el nombre de cuerpo. Que tal conexión existe es evidente, mas cómo la energía se transforma en procesos mentales y cómo éstos afectan a la energía es por cierto algo de lo que no tenemos la menor idea.41 En la religión cristiana, los demonios, hasta una época muy reciente, han desempeñado un papel extremadamente importante y esto desde sus comienzos. François A. Lefévre, de la Compañía de Jesús, ha observado que "el demonio ocupa un muy pequeño lugar en el Antiguo Testamento; su imperio no se revelaba. El Nuevo Testamento le asigna el papel de cabeza de las fuerzas coligadas del mal.42 En las traducciones aceptadas del padrenuestro, es neutro y no pedimos ser librados del mal. Mas ¿es seguro que masculino? ¿No será que la verdadera estructura de la oración supone una palabra que se refiere a una persona? "No nos dejes caer en la tentación, mas (por el contrario) líbranos del Malo, el Tentador." En la teoría, y por definición teológica, el cristianismo no es maniqueísmo. Para los cristianos el mal no es una sustancia, no es un principio real y elemental, es sólo la privación del bien, una disminución del bien en criaturas que derivan su esencia de Dios. Satanás no es Arimán con otro nombre, no es un eterno principio de tinieblas opuesto al divino principio de 40

T. K. Oesterreich: Les possédés. Traducido por René Sudre (París, 1927).

41

Consúltese a este respecto a Sir Charles Sherrington, Gifford Lectures, publicadas en 1941 con el título de Man on His Nature. 42 Satán, un volumen de Études Carmélitaines (París, 1948).

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la luz. Satanás es simplemente el más importante de entre un enorme número de ángeles individuales que, en un determinado momento del tiempo, decidieron separarse de Dios. Sólo por cortesía lo llamamos el Mal. Hay muchos diablos de los que Satanás es jefe ejecutivo. Los demonios son personas, cada una de las cuales tiene su carácter propio, su temperamento, su humor y su idiosincrasia. Existen diablos lujuriosos, diablos avaros, diablos vanidosos y soberbios. Además, algunos diablos son más importantes que otros; aún en el infierno conservan las posiciones que ocupaban en la jerarquía celestial antes de su caída. Los que en el cielo fueron simples Ángeles o Arcángeles son diablos de una clase de poca consideración. Los que en otro tiempo fueron Dominaciones, Virtudes y Potestades constituyen ahora la haute bourgeoisie del infierno. Los antiguos Serafines, Querubines y Tronos son la aristocracia, cuyo poder es muy grande y cuya presencia física (de acuerdo con la información suministrada al padre Surin por Asmodeus) puede hacerse sentir dentro de un círculo de treinta leguas de diámetro. El caso es que en el siglo XVII, un teólogo, el padre Ludovico Sinistrari sostuvo que los seres humanos pueden ser poseídos o por lo menos obsesionados, no sólo por los demonios sino también y más frecuentemente por entidades espirituales no malignas: los faunos, ninfas y sátiros de los antiguos, los trasgos de los campesinos europeos, los duendes de las modernas investigaciones psicológicas.43 Según Sinistrari, la mayor parte de los íncubos y súcubos pertenecían al orden natural y no eran ni peores ni mejores que los ranúnculos y los saltamontes. En Loudun, desgraciadamente, esta benévola teoría no llegó a conocerse. Las libidinosas imágenes de las insanas monjas fueron atribuidas a Satanás y a sus mensajeros. Los teólogos, vuelvo a repetirlo, se guardaron muy cuidadosamente de caer en el dualismo maniqueo, pero en todos los tiempos muchísimos cristianos se comportaron como si el diablo fuera un primer principio, un reverso de Dios. Prestaron más atención al mal que al bien y a los métodos por los cuales puede profundizarse la bondad de cada individuo y aumentar así la bondad general. Los efectos que se siguen de una demasiado constante e intensa concentración en el mal, son siempre desastrosos. Aquellos que emprenden una cruzada no dentro de sí mismos y en pro de Dios, sino en otros y contra el demonio, nunca consiguieron mejorar el mundo, ni siquiera dejarlo como estaba, sino que más bien hasta lo empeoraron algo con respecto a lo que era en el momento de comenzar la cruzada. En principio, al pensar en el mal, por excelentes que sean nuestras intenciones, tendemos a crear ocasiones de que el mal se manifieste. Por más que el cristianismo se haya mostrado frecuentemente maniqueo en la práctica, nunca lo fue en sus dogmas. A este respecto, difiere de nuestras modernas idolatrías, como el comunismo y el nacionalismo, que no sólo son maniqueos en la acción, sino también en su credo y teorías. Hoy día resulta evidente por sí mismo que nosotros estamos en el campo de la luz, y ellos en el de las tinieblas. Y estando en el campo de las tinieblas, ellos tienen que ser castigados y aniquilados (puesto que nuestra divinidad justifica cualquier cosa) por los medios más perversos de que dispongamos. Al adorarnos a nosotros mismos como si fuéramos Ormuz y considerar a los otros semejantes como a Arimán, el principio del mal, estamos haciendo todo cuanto podemos en este siglo XX para asegurar el triunfo de lo diabólico en nuestro tiempo. Y esto, precisamente, aunque en muy pequeña medida, era lo que los exorcistas estaban haciendo en Loudun. Mediante esa idolatría que identificaba a Dios con los intereses políticos de su secta, al concentrar sus pensamientos y sus esfuerzos en las fuerzas del mal, los exorcistas hacían cuanto podían para asegurar el triunfo (afortunadamente local y transitorio) de ese Satanás contra el cual suponían que estaban luchando. A los efectos de este libro, es innecesario afirmar o negar la existencia de inteligencias no humanas capaces de poseer los cuerpos de hombres y mujeres. La única cuestión que se impone determinar aquí es ésta: suponiendo que admitamos la existencia de semejantes inteligencias, Les que existe algún motivo para creer que ellas eran responsables de todo cuanto les ocurría a las ursulinas de Loudun? Los historiadores católicos modernos están unánimemente 43

Véase L. Sinistrari: Demoniality (París, 1879).

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de acuerdo en que Grandier era inocente del crimen por el que fue juzgado y condenado, pero algunos de ellos -son citados por el abate BréMond en su Hístoíre Líttéraíre du Sentíment Religieux en France- se hallan aun convencidos de que las monjas fueron víctimas de una auténtica posesión. Cómo alguien que haya leído los documentos pertinentes y tenga los más elementales conocimientos de la psicología patológica pueda sustentar semejante opinión, es algo que me confieso incapaz de comprender. Nada hay en la conducta de las monjas que no pueda compararse con los muchos casos de histeria registrados y tratados con verdadero éxito por los modernos psiquiatras. Por lo demás, no existe la menor prueba de que algunas de las monjas hayan manifestado cualquiera de las facultades paranormales que, de acuerdo con las doctrinas de la Iglesia de Roma, constituyen las señales de una auténtica invasión diabólica. ¿Cómo podrá distinguirse la posesión verdadera del fraude o de los síntomas de una enfermedad? La Iglesia prescribe cuatro pruebas: la prueba del lenguaje, la de una fuerza física supranormal, la prueba de la suspensión en el aire y la de la clarividencia y previsión. Si una persona puede en un determinado momento comprender, o mejor aun hablar una lengua que en su estado normal ignora por completo; si puede realizar el milagro físico de estar suspendida en el aire o cumplir alguna gran proeza de fuerza; si puede predecir correctamente el futuro o describir acontecimientos que tienen lugar a la distancia, es de presumir que tal persona esté poseída por el demonio. (Por otra parte, puede suponerse asimismo que es el recipiente de gracias extraordinarias; porque en muchos sentidos, los milagros divinos e infernales son desgraciadamente idénticos. La suspensión en el aire de un santo éxtasis se distingue de la suspensión en el aire de un éxtasis demoníaco solo en virtud de los antecedentes morales del sujeto y de las consecuencias del suceso. Estos antecedentes y consecuencias son frecuentemente muy difíciles de determinar, de suerte que alguna vez se ha dado el caso de que se llegara a sospechar hasta de las más santas personas atribuyendo sus fenómenos y percepciones extrasensoriales y psicoquinesis a medios diabólicos.) Tales son los criterios oficiales consagrados desde hace mucho tiempo en lo tocante a las posesiones diabólicas. Para nosotros, estas percepciones extrasensoriales y fenómenos de psicoquinesis sólo prueban que la antigua noción de un alma como estanco hermético es insostenible. Debajo y más allá del yo consciente existe un vasto territorio de actividad subconsciente a veces peor, a veces mejor que el yo, a veces más torpe y a veces, en cierto sentido, en alto grado más inteligente. En sus bordes, este yo subconsciente se sobrepone al no yo, emerge en el medio psíquico en el cual están inmersos todos los "yo" y a través del cual se comunican unos con otros y con la mente cósmica. Y en alguna parte de esos planos subconscientes la mente individual se pone en contacto con la energía, y se pone en contacto con ella no solamente en su propio cuerpo sino también (si hemos de confiar en las anécdotas y estadísticas) fuera de su propio cuerpo. La antigua psicología, como va hemos visto, estaba constreñida por sus propias definiciones dogmáticas a ignorar la actividad mental subconsciente, de suerte que para explicar los hechos observados hubo de postular la existencia del demonio. Tratemos de colocarnos en la posición intelectual de los exorcistas y sus contemporáneos. Aceptando como válidos los criterios de la Iglesia sobre la posesión, examinemos las pruebas por las cuales se estableció que las monjas estaban poseídas y que el párroco era un hechicero. Comencemos con la prueba que, a causa de la facilidad de su aplicación, fue la más frecuente. La prueba del idioma. Para los cristianos de la primera época, "hablar lenguas" constituía una gracia extraordinaria, un don del Espíritu Santo. Mas también era (¡tal es la equívoca y extraña naturaleza del mundo!) un síntoma seguro de la posesión por demonios. En la mayor parte de los casos, la prueba de la glossolalia no es un hablar claro y correcto de alguna lengua desconocida hasta entonces por el sujeto de la experiencia. Trátase en verdad de una jerigonza mas o menas articulada, mas o menos sistemática, que presenta algunas semejanzas con algunas formas del hablar tradicional y por consiguiente susceptible de ser interpretada por oyentes de buena voluntad más bien como una oscura declaración en alguna lengua con la que 104

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ellos están familiarizados. En los casos en que personas en estado de rapto (trance) han demostrado inequívocos conocimientos de una lengua que ignoraban en sus estados conscientes, las investigaciones por lo general han revelado el hecho de que los sujetos habían hablado esa lengua en su infancia y que luego la habían olvidado, o bien que la habían oído hablar y sin comprender la significación de las palabras inconscientemente se habían familiarizado con sus sonidos. Por lo demás he aquí que, digámoslo con las palabras de E W. H. Myers, "es muy pobre en resultados la prueba de una adquisición -dejando de lado la telepatía- de recientes conocimientos tales como una nueva lengua o conocimientos matemáticos no alcanzados antes". A la luz de todo cuanto conocemos, a través de las investigaciones psicológicas sistemáticas sobre el trance mediúmnico y la escritura automática, parece muy dudoso que toda persona presuntamente poseída pueda salir airosa de la prueba del lenguaje de un modo claro y decidido. Lo que es seguro es que los casos registrados de completo fracaso son muy numerosos, al paso que los éxitos obtenidos son en gran medida parciales y poco convincentes. Algunos de los investigadores eclesiásticos emplearon la prueba del lenguaje de una manera verdaderamente ingeniosa y eficaz. En 1598, por ejemplo, Marthe Brossier había conseguido hacerse un gran renombre exhibiendo los síntomas de la posesión. Uno de esos síntomas -un síntoma enteramente tradicional y ortodoxo- consistía en caer en terribles convulsiones cuando se leía al poseso alguna oración o exorcismo. (Los demonios odian a Dios y su Iglesia; por tanto tienden a huir furiosos cada vez que oyen las palabras consagradas de la Biblia o del libro de oraciones.) Para probar los paranormales conocimientos del latín de Marthe, el obispo de Orléans abrió su Petronio y muy solemnemente comenzó a entonar el poco edificante relato de la matrona de Éfeso. El efecto fue mágico. Antes de que hubiera terminado de pronunciar las primeras sonoras palabras, Marthe rodó por tierra echando maldiciones al obispo por los sufrimientos que le deparaba éste al leer las sagradas palabras. Es digno de notarse que lejos de dar término a su carrera de poseída, este incidente la favoreció, en verdad, para obtener nuevos triunfos, pues, habiendo huido de la presencia del obispo, se puso bajo la protección de los capuchinos, quienes, proclamando que había sido injustamente perseguida, consiguieron atraer enorme cantidad de gente a sus exorcismos. Por lo que sé, el Petronio nunca fue aplicado a las ursulinas de Loudun. Mas una prueba muy parecida a aquélla fue la que hizo un visitante noble que entregó al exorcista una caja en la que, así se lo susurró al oído, había algunas muy santas reliquias. Se puso la caja junto a la cabeza de una de las monjas, en la cual inmediatamente se manifestaron los síntomas de un intenso dolor. Muy complacido el buen fraile devolvió la caja a su dueño, quien la abrió en seguida y mostró que estaba completamente vacía. "¡Ah, señor mío! -gritó el exorcista-, ¿qué clase de ardid habéis empleado a nuestra costa?" "Reverendo padre -contestó el noble-, ¿qué clase de ardides habéis estado empleando a nuestra costa?" En Loudun, la simple prueba del idioma fue frecuentemente llevada a la práctica, pero siempre sin éxito. He aquí una información de un incidente que De Nion, que creía firmemente en la realidad de la posesión de las monjas, miraba como milagrosamente convincente. Hablando en griego, el obispo de Nimes ordena a la hermana Claire que le lleve el rosario que la monja suele usar y que diga un avemaría. La hermana Claire responde llevándole primero un alfiler y luego algunos granos de anís. Ante las instancias que se le hacen para que obedezca, dice por fin la hermana: "Veo que deseáis alguna otra cosa". Y termina por fin llevando el rosario y por decir un avemaría. En la mayor parte de los casos, el milagro era aun menos evidente. Todas las monjas que no sabían latín eran poseídas por demonios que tampoco lo sabían. Para explicar este extraño hecho, uno de los exorcistas franciscanos dijo en un sermón que había demonios sin ilustración así como los había ilustrados. Los únicos demonios ilustrados de Loudun fueron los que tomaron posesión de la priora. Mas ni aun esos demonios de Jeanne eran extremadamente eruditos. He aquí una parte del procés verbal del exorcismo cumplido en presencia del señor De Cerisay el 24 de noviembre de 1632. "El padre Barré levanta la hostia 105

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y pregunta al demonio: `Quem adoras?' Respuesta: Jesus Christus',44 después de lo cual el señor Daniel Drouyn, asesor del preboste, exclamó en voz más bien alta: `Este diablo no es muy congruente.' El exorcista cambió entonces su pregunta: `Quis est iste quem adoras?' Ella contestó: Jesu Christe.45 En seguida varias personas observaron: `¡Qué mal latín!' Mas el exorcista replicó que la monja había dicho Adoro te, Jesu Christe'.46 Después llegó una monjita rugiendo y repitiendo `¡Grandier, Grandier!'. Luego la hermana laica Claire entró en la habitación relinchando como un caballo." ¡Pobre Jeanne! Nunca había estudiado suficiente latín como para comprender todos esos desatinos sobre nominativos, vocativos y acusativos. ¡Jesús Christus, Jesu Christe, ella había dicho cuando recordaba y todavía decían que era un mal latín! El señor De Cerisay había declarado que estaba dispuesto a creer en la posibilidad de que las monjas estuvieran poseídas "si la superiora contestaba categóricamente a dos o tres preguntas que él le haría". Mas cuando se las hizo, no obtuvo ninguna respuesta. La hermana Jeanne, tendida en el suelo, se había refugiado en una convulsión emitiendo algunos gemidos. Al día siguiente de esta demostración tan poco convincente, Barré se llegó hasta la casa de De Cerisay haciendo protestas de que cuanto había emprendido era puro, desapasionado y que no entrañaba malas intenciones. "Colocando el santo cáliz sobre su cabeza, y en su nombre, desafió a que se lo maldijera si había hecho uso de alguna mala práctica, de alguna sugestión o persuasión con respecto a las monjas en todo ese asunto. Cuando hubo terminado, presentóse también el prior de los carmelitas, quien profirió las mismas protestas e imprecaciones; también él apeló al santo cáliz sobre su cabeza y desafió las maldiciones de Datan y de Abiram si había cometido algún pecado o falta en este caso." Probablemente Barré y el prior eran lo suficientemente fanáticos como para estar sinceramente cegados sobre la naturaleza de sus actos y sin duda realizaron tan tremendo juramento con la conciencia tranquila. Notemos que el canónigo Mignon consideró en cambio más prudente no poner nada sobre su cabeza y no invocar ninguna fulminación. Entre los distinguidos turistas británicos que visitaron Loudun durante esos años estaba el joven John Maitland, después duque de Lauberdale. Su padre le había hablado de una campesina escocesa a través de cuya boca un demonio había corregido el mal latín de un ministro presbiteriano, de suerte que el joven había crecido alimentando una creencia a priori en los casos de poseídos. Esperando confirmar semejante creencia por una observación directa de poseídas, Maitland hizo dos viajes al continente. Uno a Amberes, el otro a Loudun. Pero en ambos casos quedó completamente decepcionado. En Amberes "sólo vi algunas corpulentas mujeres holandesas que sufrían pacientemente los exorcismos, eructando del modo más abominable". En Loudun las experiencias fueron un poco más vivas, pero no por ello convincentes. "Cuando hube visto suficientes exorcismos, tres o cuatro, y no hube oído más que a unas lascivas mozas que cantaban impúdicas canciones en francés, comencé a sospechar que se trataba de una fourbe." Quejóse entonces a un jesuita que había excitado su "santa curiosidad" para que fuera a Loudun y que le dijo, respondiendo a su queja, que fuera esa misma noche a la iglesia parroquial y quedaría ampliamente satisfecho. "En la iglesia parroquial vi a una gran multitud de gente que estaba contemplando a una bonita moza bien enseñada en los ardides, que eran más o menos los mismos que yo había visto hacer veinte veces a los titiriteros y a los que bailaban en una cuerda. Volví a la capilla de las monjas, donde los jesuitas se encontraban todavía trabajando activamente en diversos altares, y vi allí también a un pobre capuchino que era digno de piedad, pues había dado en asaltarlo la triste fantasía de que los demonios se agolpaban alrededor de su cabeza, a la que constantemente estaba él aplicando reliquias. Asistí a los exorcismos de la madre superiora y vi su mano en la que estaban escritos los nombres de Jesús, María y José, cosa que se me quiso hacer creer era 44

¿A quién adoras? Respuesta: A Jesucristo.

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¿Quién es aquel a quien adoras? Respuesta: Jesu Christe (en lugar de Jesum Christum). 46 Te adoro, Jesucristo.

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milagrosa, pero que a mí me pareció debida a alguna tintura; como se agotara mi paciencia, me llegué a un jesuita y le expresé cuanto pensaba del asunto. Él sostenía sin embargo la realidad de las posesiones y habiéndole yo expuesto mi deseo de realizar una prueba hablando una lengua extranjera, me preguntó: '¿Qué lengua?' Yo le dije que no se lo diría y que ni él ni ninguno de todos esos diablos podría entenderme (es probable que Maitland pensara en el gaélico, su lengua nativa de Escocia). Entonces me preguntó si después de la prueba yo me convertiría -pues había descubierto que yo no era papista-, y le dije que eso no hacía al caso y que todos los demonios del infierno no conseguirían pervertirme, que allí se trataba de establecer si había real posesión y que si alguno podía demostrármelo yo lo admitiría y lo proclamaría. Y vino a responderme: `Estos diablos no han viajado.' Yo estallé entonces en una estrepitosa carcajada." Según el franciscano, esos demonios no eran ilustrados; según el jesuita, nunca habían viajado. Semejantes explicaciones de su incapacidad para comprender lenguas extranjeras parecieron algo imperfectas, de modo que las monjas y sus exorcistas añadieron dos nuevas y, por lo menos así lo esperaban ellos, más convincentes. Si los demonios no hablaban griego o hebreo, ello se debía al pacto que habían hecho con Grandier en el que figuraba una cláusula especial que les prohibía, cualesquiera fueran las circunstancias, hablar griego o hebreo, y, como si esto fuera poco, estaba allí la explicación última, la definitiva, de que era la voluntad de Dios que estos demonios particulares no hablaran esas lenguas. Deus non vult, o como la hermana Jeanne decía en su chapurrado latín, Deus non volo. En el plano consciente la equivocación ha de atribuirse a la mera ignorancia, pero en un plano más oscuro, nuestras ignorancias son a menudo voluntarias. En el plano subconsciente, ese Deus non volo, ese Dios, yo no quiero, puede muy bien haber expresado los sentimientos del yo más profundo de Jeanne. Las pruebas de clarividencia a que fueron sometidas las monjas parecen haber fracasado del mismo modo que las pruebas del idioma. De Cerisay, por ejemplo, convino con Grandier en que éste pasara el día en la casa de uno de sus colegas; se dirigió luego al convento y en el curso del exorcismo pidió que la superiora dijera dónde estaba en ese momento el párroco. Sin vacilación Jeanne contestó que estaba en el vestíbulo del castillo con el señor d'Armagnac. En otra ocasión los demonios de Jeanne afirmaron que el párroco había tenido que hacer un corto viaje a París para acompañar a las regiones infernales el alma de un procureur du Parlement recientemente fallecido y llamado Proust. Las investigaciones posteriores revelaron que nunca había existido un procureur de tal nombre y que ningún procureur había muerto el día señalado por los demonios. Durante el proceso de Grandier otro de los demonios de la priora juró por los sacramentos que los libros de magia del párroco estaban guardados en la casa de Madeleine de Brou. Registraron la casa. No había allí ningún libro de magia pero Madeleine había sido humillada e insultada, que era lo que en realidad importaba a la madre superiora. En sus relatos de las posesiones, Surin admite que las monjas fracasaron en las pruebas de percepciones extrasensoriales proyectadas por los magistrados o preparadas para edificación y diversión de distinguidos turistas. Como consecuencia de tales fracasos muchos miembros de su propia orden se resistieron a creer que las monjas padecieran de otra cosa que melancolía y furor uterinus. Advierte Surin que esos escépticos que había entre sus colegas no visitaron Loudun sino por muy pocos días y de tiempo en tiempo. Mas lo mismo que el espíritu de Dios, el espíritu del mal se manifiesta donde y cuando lo desea. Para tener la certeza de verlo actuar hay que pasarse al acecho día y noche durante meses. Hablando como lo haría uno de los exorcistas allí residentes, Surin afirma que la hermana Jeanne le leyó repetidas veces el pensamiento antes de que él lo expresara. Que una histérica tan profundamente impresionable como lo era la hermana Jeanne hubiera vivido cerca de tres años en el contacto más íntimo con un director espiritual tan sensible como el padre Surin sin haber desarrollado cierto grado de rapport telepático con él, sería verdaderamente 107

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sorprendente. El doctor Ehrenwald47 y otros han señalado que esta clase de rapport entre el médico y su paciente se establece a veces en el curso del tratamiento psicoanalítico. La relación entre la poseída y el exorcista es probablemente aun más íntima que la del psiquiatra con el neurótico; y en este caso particular recordemos que el exorcista estaba obsesionado por los mismos demonios que habían invadido a la poseída. Surin, pues, estaba completamente convencido de que la priora, en ocasiones, podía leer los pensamientos de los que estaban a su alrededor. Mas, en virtud de una definición dogmática, aquel que podía leer los pensamientos de los demás estaba poseído por un demonio o bien era el recipiente de una gracia extraordinaria. La idea de que las percepciones extrasensoriales podían constituir una facultad natural, latente en todos los individuos y manifestada sólo en unos pocos, parece que nunca, ni siquiera por un momento, pasó por las mientes de Surin o de alguno de sus contemporáneos o antecesores. O bien los fenómenos de telepatía y clarividencia no existían o bien se debían a la acción de espíritus de los cuales podía uno presumir, a menos que se tratara manifiestamente de un santo, que eran demonios. Surin se apartó de la ortodoxia escrita en sólo un punto: él creía que los demonios podían leer directamente en la mente siendo así que los teólogos de mayor autoridad sostenían la opinión de que aquéllos sólo podían apoyándose del cuerpo que acompañaban al pensamiento. En el Malleus maleficarum se sostiene, apoyándose en las mayores autoridades, que los demonios no pueden poseer la voluntad y el entendimiento, sino sólo el cuerpo y aquellas facultades mentales que están más íntimamente ligadas a la vida del cuerpo. En muchos casos los demonios no sólo no poseen la totalidad del cuerpo del sujeto sino solamente una pequeña parte de él, un órgano, uno o dos grupos de músculos o huesos. Pillet de la Mesnardière, uno de los médicos privados de Richelieu, nos ha dejado una lista de los nombres y lugares que ocupaban todos los diablos que intervinieron en las posesiones de Loudun. Leviatán, nos dice, ocupaba el centro de la frente de la priora; Beherit estaba alojado en su estómago; Balaam, bajo la segunda costilla del lado derecho; Isacaarón, en la última costilla del lado izquierdo. Eazaz y Caron vivían respectivamente bajo el corazón y el centro de la frente de la hermana Louise de Jesús. La hermana Agnès de la Motte-Baracé tenía a Asmodeus alojado en el corazón y a Beherit en el estómago. La hermana Claire de Sazilly tenía siete demonios en su cuerpo: Zabulón en la frente, Neftalí en el brazo derecho, Sans Fin, alias Grandier de las Dominaciones, bajo la segunda costilla del lado derecho, Elimí en un costado del estómago, el enemigo de la Virgen en el cuello, Verrine en el temporal izquierdo y Concupiscencia, de la orden de los Querubines, en el costado izquierdo. La hermana Seraphica tenía en el estómago un encanto que consistía en una gota de agua guardada por Baruch o, en ausencia de éste, por Carreau. La hermana Anne de Escoubleau tenía una hoja mágica de bérbero que cuidaba Elimí, que simultáneamente guardaba la ciruela roja del estómago de su hermana. Entre las posesas laicas, Elizabeth Blanchard tenía un demonio bajo cada axila y otro llamado Brasa o Impureza en su nalga izquierda. Había otros alojados bajo el ombligo, en el corazón y bajo el pezón izquierdo. Cuatro demonios ocupaban el cuerpo de Françoise Filatreau: Gionillion, en el cerebro; Jabel se alojaba indistintamente en cualquier parte de su organismo; Buffetison, debajo del ombligo, y Cola de Perro, de la orden de los Arcángeles, en el estómago. Desde estas distintas moradas que los diablos ocupaban dentro del cuerpo de las víctimas, de vez en cuando, esos maléficos espíritus afectaban los humores, los sentidos y la fantasía. Por ese camino conseguían entonces influir en la mente aunque fueran impotentes para poseerla en realidad. La voluntad es libre y sólo Dios puede ver nuestro entendimiento. De ello se sigue que una persona poseída no puede leer directamente los pensamientos de otra. Si a veces los demonios parecen tener percepciones extrasensoriales, ello se debe al hecho de que son muy observadores y avisados y en consecuencia pueden inferir del comportamiento del hombre sus secretos pensamientos. En Loudun pueden haberse dado fenómenos de percepciones extrasensoriales. A lo menos Surin estaba convencido de ello. Pero lo cierto es que si efectivamente ocurrieron, 47

Véase Jan Ehrenwald, Telepathy and Medical Psyche (New York, 1948).

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ocurrieron de un modo espontáneo y nunca en las pruebas preparadas por los legistas y médicos que investigaban el caso. Pero la Iglesia enseñaba que los exorcistas podían obligar a los demonios a obedecer sus mandatos. Si, convenientemente compelidas, las posesas no conseguían demostrar percepciones extrasensoriales en condiciones de prueba, seguíase, de conformidad con las reglas teológicas y legales, que no estaban poseídas. Desgraciadamente para Grandíer y para los que estaban de su parte, en esta ocasión no se respetaron las reglas del juego. Pasemos ahora de los criterios mentales de la posesión a los físicos. En lo que respecta a la suspensión en el aire, los demonios de la hermana Jeanne habían indicado, ya en la primera época de los procedimientos, que, en el pacto que tenían con Grandier, había un artículo que les prohibía expresamente todo flotar sobrenatural. De cualquier manera, a todos aquellos que suspirando por ver tales maravillas hicieron gala de curiosidad, nimia curiositas, se les dijo que era una cosa que Deus muy definitivamente non volo. Aunque la priora no haya pretendido nunca haber sido suspendida en el aire, algunos de sus sostenedores afirmaban confidencialmente con el señor De Nion que en distintas ocasiones "la madre superiora había sido levantada sobre sus pies y suspendida en el aire a una altura de veinticuatro pulgadas". De Nion era un hombre honesto que probablemente, creía lo que decía, lo cual sólo demuestra cuán extremadas han de ser las precauciones que uno debe tomar al creer a los creyentes. Algunas de las otras monjas fueron menos prudentes que su superiora. A principios de mayo de 1634, el diablo Eazaz prometió que levantaría a la hermana Louise de Jesús a una altura de tres pulgadas en el aire. Para no ser menos, Cerberus ofreció hacer lo mismo con la hermana Catherine de la Presentación, ¡mas, ay, ninguna de estas jóvenes señoras fue elevada de la tierra! Poco después Beherit, que se alojaba en la boca del estómago de la hermana Agnès de la Motte-Barace, juró que haría que el casquete de Laubardemont se separara de su cabeza y volara hasta el techo de la capilla. Una gran multitud se agolpó para contemplar el milagro, mas éste no se verificó. Después de eso, todos los ofrecimientos que los diablos hicieron de suspender cosas en el aire fueron cortésmente rechazados. El doctor Mark Duncan, el médico escocés que fue el Principal del Colegio protestante de Saumur, llevó a cabo algunas pruebas sobre la fuerza supranormal de las posesas. Habiendo tomado las muñecas de una de ellas le resultó muy fácil precaverse de los golpes que hubiera podido darle y la mantuvo sujeta todo cuanto quiso. Después de tan humillante exhibición de la debilidad de los demonios, los exorcistas se limitaron a invitar a los escépticos a que introdujeran sus dedos en las bocas de las buenas hermanas para que comprobaran si los demonios mordían. Como Duncan y los demás que lo acompañaban declinaran la invitación, esto fue interpretado como un reconocimiento de la realidad de la posesión. De todo esto resulta evidente que si, como lo sostiene la Iglesia Romana, los fenómenos de percepción extrasensorial y los efectos de psicoquinesis son las señales diabólicas de la posesión (o por otra parte de gracias extraordinarias) las ursulinas de Loudun eran simplemente histéricas que habían caído en las manos no del demonio, no de Dios, sino de una banda de exorcistas, todos supersticiosos, todos sedientos de publicidad y algunos deliberadamente deshonestos y conscientemente malévolos. Al faltar toda prueba de percepciones extrasensoriales o de psicoquinesis, los exorcistas y sus sostenedores tuvieron que volverse a argumentaciones aun menos convincentes. Las monjas, afirmaban, deben de estar poseídas por demonios porque de otra manera, ¿cómo se explicaría la desvergüenza de sus actos, la indecencia y falta de religión en sus declaraciones? "¿En qué escuela de perdidos y de ateos -pregunta el padre Tranquillehan sido educadas para proferir tales blasfemias y obscenidades?" Y De Nion, con un tono casi de ostentación nos asegura que las buenas hermanas "empleaban expresiones tan sucias que serían capaces de hacer enrojecer al más pervertido de los hombres, y que sus actos, sea al exponerse ellas mismas, sea al invitar a los que estaban presentes al más lascivo proceder, habrían dejado

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atónitos a los frecuentadores del burdel más infame del país..."48 Por lo que hace a sus juramentos y blasfemias, eran de tal modo "inauditos que no podían haber sido dictados por una simple mente humana". ¡Qué ingenioso y conmovedor es esto! Mas, ay, no existe ningún horror de que la mente humana no sea capaz. "Sabemos lo que somos -dice Ofelia-, pero no sabemos lo que podemos llegar a ser." Prácticamente todos nosotros somos capaces de hacer cualquier cosa. Y esto es cierto aun en personas que han sido educadas en la práctica de la moral más austera. Lo que se ha dado en llamar inducción no es una idea que se aplique a las esferas inferiores del cerebro y del sistema nervioso. Verifícase también en la corteza y constituye la base física de esa ambivalencia de sentimientos que es un rasgo característico de la vida psicológica del hombre.49 Lo positivo engendra su correspondiente negativo. La vista de algo rojo es seguida por una imagen accidental verde que persiste como estado psíquico. Los movimientos de ciertos músculos determinan los movimientos de sus opuestos y, en un plano más elevado, encontramos cosas tales como el odio que acompaña al amor, el desprecio engendrado por el respeto y el temor. En una palabra, el proceso inductivo se manifiesta en todos los órdenes de la actividad. La hermana Jeanne y sus compañeras monjas habían sido educadas en la religión y en la castidad desde su infancia. En virtud de la inducción estas lecciones recibidas determinaron la existencia, en su cerebro y en su espíritu, de un centro psicofísico del que hubieron de emanar lecciones contradictorias de irreligión y obscenidad. (Toda colección de cartas espirituales abunda en referencias a esos combates de la tentación contra la fe y contra la castidad a los que están sometidos tan peculiarmente los aspirantes a la perfección. Los buenos directores espirituales reconocen que tales tentaciones constituyen un carácter normal y casi inevitable de la vida espiritual y que no deben ser causa de extremada zozobra.50 En épocas normales de la vida de estas monjas, estos pensamientos y sentimientos negativos fueron reprimidos o, si llegaban a presentarse en la conciencia no se les dio, mediante un esfuerzo de la voluntad, ninguna salida en palabras o actos. Débil por su naturaleza psicosomática, convertida en frenética por la indulgencia con que acogía sus prohibidas e irrealizables fantasías, la priora perdió toda su facultad de dominar estos indeseables efectos del proceso inductivo. El comportamiento de los histéricos es por su naturaleza contagioso, de modo que el ejemplo de la priora fue seguido por las otras monjas. Pronto todo el convento cayó en paroxismos y en hablar indecencias. Con el propósito de lograr una publicidad que se pensaba sería favorable a sus respectivas órdenes y por ende también a la Iglesia, o con la deliberada intención de utilizar a las monjas como instrumentos para perder a Grandier, los exorcistas hicieron cuanto estaba en su poder por fomentar y aumentar el escándalo. Obligaron a las monjas a que cumplieran en público sus cabriolas, las animaron a blasfemar ante visitantes distinguidos y a divertir a la canalla con despliegues de extravagantes impudicias. Ya hemos visto que al principio de su enfermedad la priora no creía que estaba poseída. Sólo después que su confesor y los otros exorcistas le aseguraron repetidas veces que 48

"Cuando se le ordenó a la hermana Claire que obedeciera un mandato secretamente susurrado de un espectador a otro, cayó en convulsiones y rodó por tierra "relevant jupes et chemises, montrant ses parties les plus secrétes, sans honte, et se servant de mots lascifs. Ses gestes devinrent si grossiers que les témoins se cachaient la figure. Elle répétait, en s'... des mains, Venez donc, foutez-moi. En otra ocasión esta misma Claire de Sazilly, "se trouva si forte tentée de coucher auec son grand ami, qu'elle disait étre Grandier, qu'un jour s'étant approchée pour recevoir la Sainte Communion, elle se leva soudain et monta dans sa chambre, oú, ayant été suivie par quelqu'une des Soeurs, elle fut vue auec un Crucifix dans la main, dont elle se preparait... Ehonnêteté (agrega Aubin) ne permet pas d'écrire les ordures de cet endroit". 49 Véase Ischlondsky, Brain and Behaviour (London, 1949). 50 En una carta fechada el 26 de enero de 1923, el dominicano John Chapman escribe lo siguiente: "En los siglos XVII y XVIII la mayor parte de las almas piadosas parece haber vivido en un período en que se sentía con seguridad que Dios reprobaba a sus hijos... No parece que esto ocurra hoy día. Mas el juicio correspondiente de nuestros contemporáneos parece ser la ausencia de toda fe, no la tentación contra algún determinado mandamiento, sino el sentimiento de que la religión no es verdadera... El único remedio es no tomar en consideración el asunto y no prestar atención a él, claro está que asegurando a Nuestro Señor que uno está dispuesto a sufrir por Él tanto como lo desee, por lo cual parece una paradoja absurda el manifestar públicamente que uno no cree en Él."

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estaba invadida por demonios, la hermana Jeanne llegó por fin a convencerse de que era una posesa y que, por consiguiente, tenía que comportarse como tal. Más o menos lo mismo aconteció con las otras monjas. Por un panfleto publicado en 1634 sabemos que la hermana Agnès, durante los exorcismos había observado repetidas veces que no estaba poseída, pero que los frailes le habían asegurado que lo estaba y la habían obligado a someterse al exorcismo. Y "en el pasado 26 de junio, habiendo el exorcista dejado caer por descuido sobre el labio de la hermana Claire algo de ácido sulfúrico, la pobre muchacha rompió en llanto diciendo que porque le habían dicho que estaba poseída ella se lo había creído, pero que no había esperado que se la tratara de este modo". La cosa empezó espontáneamente por ser histeria y quedó luego completada por las sugestiones de Mignon, Barré, Tranquille y los demás. Todo esto fue claramente comprendido en la propia época. "Suponiendo que no haya fraude en el asunto -escribía el autor del panfleto anónimo antes citado-, ¿debe concluirse que las monjas están poseídas? ¿No será que, en su imaginación descaminada y adormecida creen que están poseídas cuando en verdad no lo están?" Esto podría acontecerles a las monjas, continúa nuestro autor, por tres razones distintas. Primero, podría ser el resultado de ayunos, vigilias y meditaciones sobre el infierno y Satanás. Segundo, podría ser la consecuencia de algunas observaciones hechas por sus confesores, algo que les hiciera pensar que estaban siendo tentadas por demonios. "Y tercero, el confesor, viendo que las monjas se comportaban de un modo extraño, pudo imaginar en su ignorancia que estaban poseídas o embrujadas y, por consiguiente, pudo persuadirlas de la realidad de ese hecho por la influencia que un confesor tiene sobre la mente del confesado." En el caso de Loudun, la errónea creencia de que las monjas estaban poseídas se debió a la tercera de estas causas. Del mismo modo que el tratamiento por el mercurio y el antimonio determinaba envenenamientos en aquellos días, como en los nuestros ciertos tratamientos por sulfamidas y sueros, la epidemia de Loudun fue una enfermedad iatrógena, producida y fomentada por los mismos médicos que se suponía estaban tratando de volver al paciente a la salud. La culpabilidad de los exorcistas preséntase aun mayor si recordamos que realizaban sus procedimientos con violación expresa de las reglas que la Iglesia había establecido. Según estas reglas los exorcismos debían cumplirse en privado, no se debía forzar a los demonios a que manifestaran sus opiniones, no había que creer lo que dijeran, sino que era menester tratarlos con el mayor menosprecio. En Loudun, en cambio, las monjas fueron exhibidas ante enormes multitudes, se alentó a los demonios para que expresaran sus opiniones sobre todos los temas, desde el sexo a la transubstanciación, se aceptaron sus declaraciones como si fueran verdades evangélicas y se los trató como distinguidos visitantes del otro mundo, cuyas aseveraciones tenían casi tanta autoridad como las de la Biblia. ¿Que blasfemaban y hablaban diciendo obscenidades? Pues bien, ésa era justamente su manera de expresarse. Si las enormes blasfemias y las obscenidades que se decían no constituían suficientes pruebas de la intervención de los demonios, ¿qué se diría de las contorsiones de las monjas?, ¿qué sobre sus excesos en el campo de la acrobacia? El espectáculo de la suspensión en el aire quedó incluido desde el principio; pero si las buenas hermanas nunca pudieron remontarse en el aire, por lo menos en el suelo cumplieron las más pasmosas hazañas. Algunas veces, dice De Nion, "las monjas pasaban su pie izquierdo sobre su hombro hasta tocar la mejilla. También hacían llegar sus pies a la cabeza hasta llegar a tocar la nariz con los dedos mayores. Otras eran capaces de separar sus piernas de tal modo que la izquierda y la derecha tocaban en toda su extensión el suelo, sin que pudiera verse ningún espacio entre sus cuerpos y el suelo. Una, la madre superiora, separaba sus piernas, que abarcaban una extensión tan extraordinaria de dedo a dedo que la distancia era de siete pies, siendo así que ella medía cuatro pies de estatura". Leyendo tales descripciones de proezas cumplidas por las monjas, se ve uno obligado a llegar a la conclusión de que así como el alma femenina es naturaliter Christiana también es naturaliter acrobatica. Parecería que en el eterno femenino hay un gusto innato por la acrobacia y la exhibición que sólo espera una oportunidad favorable para manifestarse en volteretas sobre las manos y saltos mortales. En el caso de las mujeres contemplativas y enclaustradas semejantes oportunidades no se presentan con mucha frecuencia. Se necesitó la 111

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presencia de siete demonios y del canónigo Mignon para crear las circunstancias que hicieron al fin posible que la hermana Jeanne se manifestara. El que las monjas encontraron una profunda satisfacción en sus ejercicios gimnásticos queda probado por las declaraciones de De Nion según las cuales, a pesar de haberlos practicado durante meses y de ser "torturadas por los demonios dos veces al día", su salud no se quebrantó en modo alguno. Por el contrario, "aquellas que eran algo delicadas parecían más saludables que antes de la posesión". Es que a esas almas acrobáticas, a esas bailarinas de teatro frívolo se les había permitido al fin salir a la superficie y por primera vez esas pobres muchachas sin vocación por la vida espiritual eran verdaderamente felices. Ay, pero su felicidad no estaba exenta de sombras; había también momentos de lucidez. De cuando en cuando se daban cuenta de lo que se estaba haciendo con ellas, de lo que ellas mismas estaban haciendo con ese desdichado, con el que todas imaginaban frenéticamente mantener relaciones amorosas. Hemos visto que ya el 26 de junio la hermana Claire se había quejado de la manera en que la trataban los exorcistas. El 3 de julio, en la capilla del castillo, rompió de pronto a llorar y entre sollozos declaró que todo cuanto había dicho acerca de Grandier durante las semanas precedentes era un tejido de mentiras y calumnias y que había obrado de esta suerte obedeciendo las órdenes del padre Lactance, del canónigo Mignon y de los carmelitas. Cuatro días después, en un ataque aun más violento de remordimiento y de rebelión, intentó huir mas no lo consiguió, pues fue sorprendida cuando abandonaba la iglesia y de allí, entre forcejeos y llantos, fue llevada ante los buenos padres. Impulsada por su ejemplo, la hermana Agnés (ese beau petit diable que Killigrew había visto hacía más de un año envilecerse a los pies de su capuchino) apeló a los espectadores que habían ido a ver el espectáculo ya familiar de sus piernas, suplicando con lágrimas en los ojos que la libraran de la horrible cautividad en que la tenían los exorcistas, mas los exorcistas tienen siempre la última palabra. Los ruegos de la hermana Agnés, el intento de huida de la hermana Claire, sus retractaciones y escrúpulos de conciencia, todo ello, y esto resultaba obvio, era obra del amo y protector de Grandier, del demonio. Si una monja se desdecía de lo que había dicho contra el párroco, ello constituía una prueba positiva de que Satanás estaba hablando a través de su boca y de que cuanto ella había afirmado originariamente era la verdad indudable. En el caso de la priora, este argumento fue empleado con el mayor efecto. Uno de los jueces escribió un breve resumen de los cargos por los cuales Grandier fue condenado. En el sexto párrafo de este documento leemos lo siguiente: "De todos los incidentes que atormentaron a las hermanas, ninguno parece tan extraño como el que le ocurrió a la madre superiora. Al día siguiente de haber prestado su declaración, mientras el señor de Laubardemont estaba recibiendo las deposiciones de otra monja, la priora apareció en el patio del convento vestida sólo con una camisa, y permaneció allí por espacio de dos horas, descubierta en medio de la lluvia que caía, con una cuerda alrededor de su cuello y un cirio en la mano. Cuando abrieron la puerta del locutorio, la priora entró y fue a arrojarse de rodillas ante el señor de Laubardemont para declarar que quería dar amplia satisfacción a la ofensa que había inferido al inocente Grandier al acusarlo, después de lo cual, habiéndose retirado y habiendo asegurado la cuerda a un árbol del jardín, intentó ahorcarse, cosa que a no dudarlo habría hecho si otras hermanas no hubieran corrido a impedirlo." Cualquiera hubiera supuesto que la priora, habiendo declarado un cúmulo de mentiras, sufría ahora la bien merecida agonía del remordimiento. Cualquiera, pero no el señor de Laubardemont. Para él era evidente que tales muestras de contrición se debían a Balaam o a Leviatán, obligados a ello por las conjuraciones del mago. De suerte que, lejos de disculpar al párroco, la confesión de la hermana Jeanne y su intento de suicidio vinieron a mostrar aun con más claridad que el párroco era culpable. El asunto no tenía salida. Las monjas nunca podrían escapar ya de esa prisión que ellas mismas se habían construido, de esa prisión de obscenas fantasías objetivadas en hechos, de deliberadas mentiras tratadas ahora como verdades reveladas. El cardenal había ido demasiado lejos como para que le conviniera permitir que ellas se arrepintieran. ¿Y es que a ellas mismas les convendría persistir en su arrepentimiento? Retractándose de lo que habían dicho 112

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sobre Grandier se condenaban ellas mismas y no solamente en este mundo, sino también en el otro. De modo que, en segunda instancia, todas decidieron seguir creyendo a sus exorcistas. Los buenos padres les aseguraron que lo que a ellas les parecía horrible remordimiento era sólo una ilusión diabólica, que lo que les parecía -al mirar hacia atrás- la más monstruosa de las mentiras, era en realidad una verdad y una verdad tan salutífera, tan católica, que la Iglesia estaba dispuesta a garantizar tanto su ortodoxia como su correspondencia con los hechos. Ellas escuchaban y se dejaban persuadir y, cuando se les hacía ya imposible continuar creyendo tan abominable disparate, se refugiaban en el delirio. Una evasión de tipo horizontal en el plano de la realidad cotidiana no era posible; tampoco era posible pensar en un trascender ascendente, en elevar el alma a Dios, diabólicamente preocupadas como estaban por los espíritus diabólicos; mas hacia abajo el camino se abría amplio y sin obstáculos, de suerte que en un desesperado esfuerzo para escapar de la conciencia de su culpa y humillación una y otra vez descendían por esa vía; algunas veces voluntariamente, otras, cuando la locura y las sugestiones de los exorcistas eran más de lo que podían soportar las pobres mujeres, involuntariamente y a su pesar. Caían en convulsiones, caían en sucias obscenidades o en frenética locura, caían bajo, muy bajo, más abajo de la esfera de la personalidad, en ese mundo subhumano en el que parece cosa natural que un aristócrata se complazca en practicar artimañas para divertir al populacho, que una monja blasfeme, adopte indecorosas actitudes y pronuncie inauditas palabras; caían en el embotamiento total, en la catalepsia, caían en el deleite último de la inconsciencia, en el absoluto y completo olvido de sí mismas.

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8 "Aplicando oportunos conjuros, se puede obligar al demonio a que diga la verdad." Sentada esta premisa mayor, literalmente no existe nada que no pueda concluirse de ella. Al señor de Laubardemont le sirvió aun contra los hugonotes. Diecisiete demonios que habitaban en los cuerpos de las ursulinas estaban dispuestos a jurar por el Santísimo Sacramento que los hugonotes eran amigos de Satanás, sus fieles servidores. Siendo las cosas así, el comisionado se sintió justificado plenamente para violar el Edicto de Nantes. Los calvinistas de Loudun comenzaron por ser desposeídos de su cementerio, de modo que tuvieron que sepultar los huesos de sus muertos en otra parte. Luego le llegó el turno al Colegio Protestante; se les confiscó el amplio y cómodo edificio de la escuela, que fue entregado a las ursulinas. Éstas no tenían en el convento que alquilaban lugar para dar cabida a la gran multitud de piadosos visitantes que habían ido en tropel a la ciudad. Ahora, por fin, las buenas hermanas podrían ser exorcizadas con toda la publicidad que ellas merecían, sin tener necesidad de ir exponiéndose a las inclemencias del tiempo, a Sainte-Croix o a la Église du Château. Apenas un poco menos detestables que los hugonotes eran esos malos católicos que obstinadamente se resistían a creer en la culpabilidad de Grandier, en la realidad de la posesión y en la absoluta ortodoxia de la nueva doctrina de los capuchinos. Lactance y Tranquille los fulminaron desde el púlpito. Esa gente, tronaban, era peor que los herejes; su duda era un pecado mortal y bien podía afirmarse que ya estaban condenados. Mesmin y Trincant, mientras tanto, se encargaban de acusar a los escépticos de deslealtad hacia el rey y, lo que era aun peor, de conspirar contra Su Eminencia. Por otra parte, a través de las bocas de las monjas de Mignon y a través de las histéricas laicas de los carmelitas, una multitud de demonios anunció que los escépticos eran todos magos que habían tenido tratos con Satanás. Por algunas de las poseídas de Barré vino a saberse en Chinon que hasta el irreprochable bailli, el señor De Cerisay, era versado en la magia negra. Otra posesa denunció a dos sacerdotes, los padres Buron y Frogier, de intento de estupro. Habiendo uno de los demonios de la priora acusado a Madeleine de Brou de practicar la hechicería, ésta fue detenida y puesta en prisión. Gracias a su fortuna y a sus elevadas relaciones, sus parientes obtuvieron que se la dejara en libertad bajo fianza. Pero cuando hubo terminado el proceso de Grandier, Madeleine fue nuevamente arrestada. Presentó entonces una apelación contra Laubardemont ante los Messieurs des Grands-Jours (los jueces de la peripatética Corte de Apelaciones que viajaban a través de todo el reino para comprobar los escándalos y errores de justicia). El comisionado replicó con un mandamiento contra la apelante. Afortunadamente para Madeleine, el cardenal no la consideró tan importante como para justificar una querella con el poder judicial. Ordenó entonces a Laubardemont que cerrara la causa y la priora tuvo que renunciar a los placeres de su venganza. En cuanto a la pobre Madeleine, hizo aquello de que la había disuadido su amante después de la muerte de su madre: tomó el velo y desapareció para siempre en un convento. Mientras tanto otras acusaciones, cual polvo e inmundicias, volaban por los aires. En un rapto la hermana Agnès declaró que en ninguna parte del mundo había tanta impureza como en Loudun. La hermana Claire, a su vez, especificó nombres y pecados. Las hermanas Louise y Jeanne agregaron que todas las muchachas de Loudun eran brujas en potencia y estas revelaciones terminaron, como de costumbre, con indecorosas actitudes, obsceno lenguaje y accesos de loca risa. En otras ocasiones se acusó a respetables caballeros de haber tomado parte en un Sabat y de haber besado el trasero del demonio, de que sus mujeres habían fornicado con íncubos, de que sus hermanas habían hechizado las aves de sus vecinos, de que sus tías solteras habían determinado que un virtuoso joven se mostrara impotente en la misma noche de sus bodas. Y durante todo ese tiempo, a través de su mal aireada y estrecha habitación con ventanas tapiadas, Grandier no cesaba de repartir mágicamente su semen entre las brujas en señal de 114

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agradecimiento y entre las mujeres e hijas de los cardenalistas con la despechada esperanza de acarrearles inmerecida vergüenza. Laubardemont y sus amanuenses registraban literalmente todos estos desvaríos. Aquellos que habían sido acusados por los demonios -dicho en otras palabras, aquellos que eran odiosos al comisionado y a los exorcistas- fueron citados al despacho de Laubardemont, donde éste los interrogó intimidándolos y amenazándolos con procedimientos legales que podrían hasta costarles la vida. Un día de julio, aprovechando una información dada bajo cuerda por Beherit, Laubardemont hizo cerrar las puertas de Sainte-Croix, dejando dentro del templo una considerable cantidad de señoras y muchachas que fueron registradas por los capuchinos. Mas a pesar de los minuciosos registros practicados no se encontraron los objetos reveladores de los pactos con Satanás que se suponía llevarían ellas consigo. Beherit había sido oportunamente conjurado, mas por alguna desconocida razón no había dicho la verdad. Semana tras semana, capuchinos, recoletos y carmelitas vociferaban y gesticulaban desde sus respectivos púlpitos; sin embargo, los escépticos no se convencían, las protestas contra el inicuo procedimiento de la causa contra Grandier hacíanse cada vez más violentas y frecuentes. Poetas anónimos componían epigramas sobre el comisionado. Poniendo nuevas palabras a antiguas tonadas, los hombres cantaban burlándose de él en las calles y al beber vino en las tabernas. Al amparo de la oscuridad, se clavaron pasquines contra los buenos padres en las puertas de las iglesias. Interrogados Cola de Perro y Leviatán acusaron a un protestante y a algunos estudiantes de ser los criminales. Se los arrestó mas no se consiguió probar nada contra ellos y hubo que dejarlos en libertad. Desde entonces se pusieron centinelas a guardar las iglesias. Lo único que se consiguió fue que los libelos se clavaran en otras puertas. El 2 de julio el exasperado comisionado publicó una proclama por la cual se prohibía expresamente hacer y hasta decir cualquier cosa "contra las monjas u otras personas de Loudun visitadas por los espíritus diabólicos o contra sus exorcistas o contra aquellos que asistían a los exorcistas". Cualquiera que desobedeciera estas disposiciones sería pasible de una multa de diez mil libras o, en el caso de juzgarse necesario, de más graves penas, ya financieras, ya corporales. Después de esto las críticas se hicieron más prudentes; los demonios y los exorcistas podían dar rienda suelta a sus calumnias sin correr riesgo alguno de contradicción. El autor anónimo de Remarques et Considérations pour la Justification du Curé de Loudun dice: "Dios, que no puede decir más que la verdad, ha sido ahora destronado y se ha puesto en su lugar al demonio, que no dice más que falsedades y engaños; y estas falsedades y engaños han de creerse como si fueran verdad. ¿No es esto lo mismo que resucitar el paganismo? Las gentes dicen además que es muy conveniente que el demonio haya señalado tan grande cantidad dé magos y hechiceros, porque por tales medios es posible juzgarlos, confiscarles sus bienes y si algo de ellos le agrada a Pierre Menuau, apropiárselo; éste, lo mismo que su primo, el abate Mignon, puede estar contento con la muerte del párroco y la ruina de las más respetables familias de la ciudad." A principios de agosto, el padre Tranquille publicó un breve tratado en el que exponía y justificaba la nueva doctrina: "Aplicando oportunos conjuros se puede obligar al demonio a que diga la verdad." El libro contaba con la aprobación del obispo de Poitiers y fue saludado por Laubardemont como la última palabra de la teología ortodoxa. Ya no cabía abrigar la menor duda. Grandier era un mago y también lo era, aunque en menor medida, el insolentemente probo señor De Cerisay. Salvo aquellas cuyos padres eran buenos cardenalistas, todas las muchachas de Loudun eran rameras y hechiceras, y la mitad de la población de la ciudad estaba ya condenada por su falta de fe en los demonios. Dos días después de la publicación del libro de Tranquille, el bailli convocó una asamblea de notables en la que se discutió la situación de Loudun y en la que se decidió que De Cerisay y su segundo, Louis Chauvet, irían a París para pedir al rey protección contra los procedimientos de su comisionado. Los únicos votos disidentes fueron los de Moussaut, el fiscal, Meniau y Hervé, el lieutenant criminel. Habiéndoles preguntado De Cerisay por qué aceptaban la nueva doctrina y lo que se estaba haciendo a sus conciudadanos en el nombre de 115

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Balaam, Cola de Perro y compañía, Hervé replicó que "el rey, el cardenal y el obispo de Poitiers creían en la posesión y que eso, en lo que a ellos tocaba, era suficiente". En nuestros oídos del siglo XX, esta apelación a la infalibilidad de los jefes políticos encuentra una notable resonancia moderna. Al día siguiente, De Cerisay y Chauvet salieron para París. Eran portadores de una solicitud en la que se expresaban claramente las justas quejas y aprensiones del pueblo de Loudun, se criticaban severamente los procedimientos de Laubardemont, y se presentaba la nueva doctrina de los capuchinos como "contraviniendo la expresa prohibición de la ley de Dios" y como contraria a la autoridad de los padres de la Iglesia, de Santo Tomás y de toda la Facultad de la Sorbona, que en 1625 había condenado decididamente una doctrina similar. En vista de todo lo cual los peticionantes suplicaban a Su Majestad que ordenara a la Sorbona examinar el libro de Tranquille y que concediera a todos aquellos, difamados por los demonios y sus exorcistas, el permiso de apelar ante el Parlamento de París "que es el juez natural de tales materias". Ya en la corte, los dos magistrados fueron a ver a Jean d'Armagnac, que inmediatamente pidió al rey una audiencia para aquéllos. Se le respondió con una rotunda negativa. De Cerisay y Chauvet dejaron su solicitud en manos del secretario privado del rey (que era hechura del cardenal y jurado enemigo de Loudun), y luego se volvieron a su ciudad. Durante su ausencia, Laubardemont había publicado otra proclama por la cual se prohibía ahora, so pena de pagar una multa de veinte mil libras, realizar una reunión pública, fuera cual fuese su naturaleza. Después de esto, los enemigos del demonio ya no tuvieron ninguna molestia. Como las investigaciones preliminares se habían ya completado, llegó por fin el momento de la vista de la causa. Laubardemont había esperado contar, por lo menos, con jueces elegidos entre los principales magistrados de Loudun, mas hubo de renunciar a tal idea. Tanto De Cerisay, como De Bourgneuf, Charles Chauvet y Louis Chauvet rehusaron tomar parte en un asesinato judicial. El comisionado comenzó tratándolos con zalamería, mas cuando vio que eso no le daba resultado, aludió oscuramente a las consecuencias que se seguirían del desagrado de Su Eminencia. Pero todo fue en vano. Los cuatro legistas se mantuvieron firmes y Laubardemont se vio obligado a buscar sus jueces fuera de Loudun, en Chinon y en Chátellerault, en Poitiers, en Tours y en Orléans, en La Fleche, en Saint-Maixen y en Beaufort. Al fin consiguió reunir a trece magistrados complacientes, y después de algunos disgustos con un jurisperito excesivamente escrupuloso llamado Pierre Fournier, que no quiso jugar la partida con las reglas de juego del cardenal, tuvo también un fiscal completamente seguro. A mediados de la segunda semana de agosto, ya todo estaba preparado. Después de oír misa y tomar la comunión, los jueces se reunieron en el convento de los carmelitas y comenzaron a escuchar la lectura de las pruebas acumuladas por Laubardemont durante los meses anteriores. El obispo de Poitiers había garantizado formalmente la autenticidad de la posesión. Ello significaba que verdaderos demonios habían hablado a través de las bocas de las ursulinas y esos demonios reales habían jurado una y otra vez que Grandier era un hechicero. Pero, "aplicando oportunos conjuros, se puede obligar al demonio a que diga la verdad".Luego... Quod erat demostrandum. La condena de Grandier era tan segura, y esa seguridad se había hecho tan notoria y pública, que los turistas ya estaban llegando a Loudun para presenciar la ejecución. Durante aquellos calurosos días de agosto, treinta mil personas -más del doble de la población normal de la ciudad- se disputaban cama, comida y asientos cerca de la hoguera. A la mayor parte de nosotros nos resulta difícil creer que en el fondo siempre nos hubiera encantado el espectáculo de una ejecución pública. Mas antes de que nos apresuremos a felicitarnos por nuestros sentimientos, recordemos, primero, que nunca se nos ha permitido que contemplemos una ejecución, y, segundo, que cuando las ejecuciones eran públicas, el espectáculo de la horca parecía tan atractivo como el de los títeres, en tanto que una ustión era el equivalente de un festival de Bayreuth o de una representación de la Pasión, un gran acontecimiento que se considera digno de una larga y costosa peregrinación. 116

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Cuando se abolieron las ejecuciones públicas, ello no se debió a que la mayoría deseara su abolición, sino a que una pequeña minoría de reformadores de excepcional sensibilidad tuvo la influencia necesaria para desterrarlas. En uno de sus aspectos, la civilización puede definirse como el esfuerzo sistemático de los individuos por apartarse de ciertos hechos de conducta bárbara. En los últimos años hemos descubierto que cuando, después de un período de apartamiento de tales ocasiones, éstas se ofrecen nuevamente, hombres y mujeres, que no parecen haber sido peores de lo que nosotros somos, se han mostrado prontos y hasta ansiosos de entregarse a ellas. El rey y el cardenal, Laubardemont y los jueces, los habitantes de la ciudad y los turistas, todos sabían lo que iba a ocurrir. La única persona para quien la condena no constituía todavía una decisión tomada de antemano era el prisionero. Desde el principio hasta el fin de la primera semana de agosto, Grandier continuaba creyendo que se le haría justicia ordinaria en un juicio cuyas irregularidades eran puramente accidentales y que no bien se reparara en ellas se corregirían. Su Factum (la exposición escrita de su caso) y la carta que secretamente pudo hacer salir de su prisión para que fuera entregada al rey, fueron indudablemente redactados por un hombre que estaba aún persuadido de que sus jueces tomarían en consideración sus declaraciones acerca de los hechos y sus argumentos lógicos, de que se interesarían por la doctrina católica y de que se inclinarían (así lo esperaba) ante la autoridad de los más acreditados teólogos. ¡Vana ilusión! Laubardemont y sus dóciles magistrados eran los agentes de un hombre a quien nada le importaba del asunto en sí mismo, ni la lógica, ni la ley, ni la teología, sino sólo tomar una venganza personal y realizar un experimento político cuidadosamente planeado para saber hasta qué punto, en esa tercera década del siglo XVII, podrían aplicarse con seguridad los métodos de una dictadura totalitaria. Cuando se hubieron oído todas las deposiciones de los demonios, el prisionero fue llamado al banquillo de los acusados. En el Factum, que fue leído en voz alta por su abogado defensor, Grandier contestaba a sus acusadores infernales, demostraba la ilegalidad de los procedimientos de Laubardemont y sus parcialidades, denunciaba a los exorcistas por sus continuas incitaciones a las posesas y probaba que la nueva doctrina de los capuchinos era una peligrosa herejía. Los jueces que allí estaban sentados se revolvían en sus sillas dando muestras de impaciencia, susurrando entre ellos, riéndose, rascándose las narices, haciendo garabatos con sus plumas en los papeles que tenían delante de sí. Grandier los contempló y de pronto tuvo la certeza de que ya no había ninguna esperanza para él. Lo llevaron de nuevo a su celda. En ese desván sin ventanas, el calor lo oprimía horriblemente. Yaciendo en un montón de paja, oía los cantos de algunos visitantes bretones borrachos que habían ido a Loudun para presenciar el gran espectáculo y que, mientras tanto, hacían cuanto podían para matar el tiempo de la espera. Sólo unos pocos días más y luego... Y todo este horror no lo había merecido. No había hecho nada, era absolutamente inocente. Sí, absolutamente inocente. Mas la malicia de sus enemigos lo había perseguido, pacientemente, persistentemente. Y ahora esta terrible máquina de la injusticia organizada se estaba cerrando sobre él; lucharía, pero ellos eran fuertes e invencibles; podría hacer uso de su talento y de su elocuencia, pero ellos ni siquiera lo escucharían. Ahora ya nada le quedaba sino implorar clemencia, mas ellos se reirían. Estaba atrapado, estaba sujeto en el lazo como uno de aquellos conejos que él mismo había cazado en su casa cuando niño. El conejo chillaba en la trampa y el lazo se cerraba más y más aunque el animal forcejeara, pero nunca se cerraba tanto que obligara al animal a cesar en sus chillidos. Para conseguir que el conejo dejara de chillar era menester golpearlo con una estaca en la cabeza, y de pronto Grandier se sintió sobrecogido por una horrible mezcla de cólera e impotencia, compasión de sí mismo y miedo. Para hacer callar al conejo que chillaba, él le había aplicado sólo un golpe de gracia. Pero ellos, ¿qué le tenían preparado? Las palabras que había escrito al terminar su carta al rey volvieron a su memoria: "Recuerdo que cuando yo era un estudiante en Burdeos, hace quince o dieciséis años, un monje fue quemado por hechicero; el clero y los compañeros del monje hicieron cuanto pudieron por salvarlo aunque aquél hubiera hecho confesión de su crimen. 117

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Mas en mi caso, puedo yo decir, y no sin resentimiento, que monjes y monjas y hasta mis propios colegas, canónigos como yo mismo, se han unido para perderme, aunque no sea yo culpable de nada ni remotamente semejante a la hechicería." Cerrando sus ojos vio en su imaginación las contraídas facciones de aquel monje a través de la densa cortina de llamas. "Jesús, Jesús, Jesús...", y luego los gritos se habían hecho inarticulados, se habían convertido en los chillidos de un conejo atrapado en el lazo, sólo que nadie había allí que le diera el golpe de gracia, nadie que pusiera fin a su agonía. El terror que sentía se le hizo tan intolerable, que involuntariamente dejó escapar un grito. El sonido de su propia voz lo sobresaltó. Se incorporó y miró a su alrededor. La oscuridad era impenetrable. Y súbitamente se sintió invadido de vergüenza. ¡Gritar en la noche como una mujer, como un niño amedrentado! Se reprochó severamente, apretó los puños. Nadie podría llamarlo cobarde, hicieran ellos lo que quisieran. Estaba dispuesto a soportarlo todo. Comprobarían que su valor era mayor que la maldad de ellos, más fuerte que cualquier tormento que pudiera imaginar su crueldad. El párroco se recostó, pero no para dormir. Tenía la voluntad de ser heroico, pero su cuerpo sentía miedo. El corazón le palpitaba inconteniblemente. Acompañando el miedo del sistema nervioso, sus músculos se habían hecho aun más tensos por el esfuerzo consciente de superar ese terror puramente físico. Intentó rezar, pero "Dios" se le antojó una palabra carente de significación. "Jesucristo", "María", eran nombres vacíos. Lo único en que podía pensar era en la ignominia que se aproximaba, en la muerte en medio de inexpresables dolores, en la monstruosa injusticia de la que era víctima. Todo era inconcebible y sin embargo ya era un hecho. Estaba realmente ocurriendo. ¡Si por lo menos hubiera tomado en consideración la advertencia del arzobispo y hubiera abandonado su parroquia dieciocho meses antes! ¿Y por qué no había querido escuchar a Guillaume Aubin? ¿Qué locura lo había hecho permanecer en Loudun para que lo arrestaran? En comparación con sus fantasías sobre todo lo que podía haber hecho, la presente realidad parecía aun más intolerable. Sí, aun más intolerable... Y, sin embargo, había resuelto afrontarlo todo. Virilmente. Sus enemigos esperaban verlo haciendo manifestaciones de bajeza y cobardía. Nunca les daría esa satisfacción, nunca. Apretando los dientes, incitó a su voluntad a mantenerse firme contra sus flaquezas. Mas la sangre le golpeaba en los oídos, y cuando trabajosamente se revolvió sobre su montón de paja, comprobó que su cuerpo estaba bañado en abundante sudor. El horror de la noche se le hizo inconmensurablemente largo; sin embargo, ya estaría allí, dentro de un instante, el alba, y él estaría entonces un día más cercano a ese infinitamente peor, a ese del horror final. A las cinco de la mañana, el carcelero abrió la puerta de la celda y anunció a un visitante; era el padre Ambrose, de la orden agustiniana, que por pura caridad había ido para preguntar al reo si podía ayudarlo o confortarlo. Grandier se levantó presuroso, se puso de hinojos y comenzó a hacer la confesión general de toda su vida, de todas sus faltas y defectos. Eran todos antiguos pecados por los que ya había hecho penitencia y recibido la absolución, antiguos pecados pero, sin embargo, del todo nuevos, porque ahora por vez primera reconocía Grandier lo que verdaderamente eran: barreras que se oponían a la gracia, puertas deliberadamente cerradas ante el propio rostro de Dios. Había sido un cristiano por sus palabras, y en cuanto a la forma, había sido un sacerdote; mas en sus pensamientos, acciones y sentimientos, nunca había adorado otra cosa que a sí mismo. "Mi reino viene, Mi voluntad se hace"; pero para él había sido el reino del placer y de los anhelos terrenales y de la vanidad, de la voluntad de descollar, de la voluntad de pisotear a los otros, de triunfar y de brillar. Por primera vez en su vida conocía el significado de la confesión, no doctrinariamente, no por las definiciones escolásticas, sino sentida en su interior como una angustia, como una zozobra que lo condenaba. Cuando hubo terminado la confesión derramó amargas lágrimas, no por lo que tenía aún que sufrir, sino por lo que ya había hecho. El padre Ambrose pronunció la fórmula de la absolución. Luego le administró la comunión y habló después sobre la voluntad de Dios. Nada había que pedir, dijo, ni tampoco nada había que rechazar. Excepto el pecado, todo lo demás que le pudiera ocurrir a uno tenía 118

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que ser no solamente aceptado con resignación, sino querido minuto por minuto como manifestación de la voluntad de Dios. Ha de quererse el sufrimiento, ha de quererse la aflicción, han de quererse las humillaciones que resultan de nuestra debilidad y flaquezas. Y todas estas cosas, al ser queridas, se comprenderán cabalmente. Y en el acto de comprenderlas quedarán transfiguradas y se las verá no ya con los ojos del hombre, sino como las ve Dios. El párroco escuchaba. Todo eso estaba expuesto por el obispo de Ginebra, todo eso estaba en San Ignacio. No sólo lo había oído antes, sino que hasta lo había dicho, mil veces y con mucha mayor elocuencia, que lo que ese pobre y querido padre Ambrose podía esperar hacerlo nunca. Pero el anciano lo decía sinceramente, el anciano sabía de qué estaba hablando. Murmuraba con su boca desdentada, sin elegancia y hasta cometiendo errores gramaticales, esas palabras que, como lámparas, iluminaban de pronto su mente, excesivamente oscurecida por cobijar antiguos pecados y por gustar futuros placeres e imaginarios triunfos. "Dios está aquí -murmuraba la monótona voz del anciano- y Jesucristo está presente. Aquí, en tu prisión, en medio de tu humillación y sufrimiento." La puerta se abrió nuevamente, era Bontemps, el carcelero, que, habiendo informado al comisionado de la visita del padre Ambrose, tenía órdenes de Laubardemont de que apartara a Su Reverencia inmediatamente del lado del prisionero, previniéndolo de que no debería volver. Si el acusado deseaba ver a un sacerdote, podría llamar al padre Tranquille o al padre Lactance. El anciano fraile abandonó la habitación, mas sus palabras quedaron en ella y su significado se hacía más y más claro para Grandier. "Dios está aquí y Jesucristo está presente." Y por lo que hacía a su alma, verdaderamente no podía estar en ninguna otra parte ni en ningún otro momento. Todo ese enardecimiento de la voluntad contra sus enemigos, toda esa desconfianza por la injusticia de su sino, esa resolución de mostrarse heroico e indomable, ¡qué fútil era todo eso! ¡Qué carente de significación al considerar que Dios siempre estaba presente! A las siete, el párroco fue llevado al convento de los carmelitas ante los jueces reunidos para condenarlo. Pero Dios estaba entre ellos, aun en el momento en que Laubardemont pretendió confundirlo en sus respuestas, Jesucristo estaba allí. En algunos magistrados la tranquila dignidad del continente de Grandier produjo una profunda impresión, mas el padre Tranquille explicó la cosa muy fácilmente: todos eran manejos del demonio. Lo que parecía calma, no era sino descarada insolencia del infierno y esa dignidad no era más que la expresión exterior de su satánico orgullo. Los jueces vieron al reo sólo tres veces. Luego, muy temprano, en la mañana del día dieciocho, después de las piadosas ceremonias habituales hicieron conocer su decisión. Esta fue unánime. Grandier debía ser sometido a tormento, tanto ordinario como extraordinario; debía luego, arrodillado ante las puertas de San Pedro y Santa Ursula, con una cuerda alrededor del cuello y un cirio de dos libras en la mano, pedir perdón a Dios, al rey y a la justicia; luego, sería llevado a la Place Sainte-Croix, amarrado a la estaca y quemado vivo; después de lo cual sus cenizas serían arrojadas a los cuatro vientos. La sentencia, escribe el padre Tranquille, era verdaderamente inspirada por el cielo; en cuanto a Laubardemont y sus trece jueces, eran dignos "en razón tanto de su piedad y su ferviente devoción hacia el cielo como por el ejercicio de sus funciones en la tierra". Tan pronto como se hubo pronunciado la sentencia, Laubardemont ordenó que los médicos Mannoury y Fourneau fueran inmediatamente a la prisión. Mannoury fue el primero en llegar, pero se quedó tan desconcertado por lo que Grandier le dijo sobre los excesos que con él habían cometido al punzarlo, que se retiró lleno de miedo, con lo que dejó solo a su colega en la tarea de preparar a la víctima para la ejecución. Los jueces habían ordenado que se afeitara completamente a Grandier, cabeza, rostro y cuerpo. Fourneau, que estaba convencido de la inocencia del párroco, respetuosamente se disculpó por lo que tenía que hacer y luego puso manos a la obra. Desnudó al párroco, y luego pasó la navaja por su piel. En pocos minutos el cuerpo de Grandier quedó sin vello como el de un eunuco. Luego Fourneau le cortó sus abundantes rizos 119

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negros y quedaron en su cabeza hirsutos rastrojos; luego enjabonó el cuero cabelludo y lo afeitó completamente. Llególe después el turno a los mefistofélicos mostachos y a la barbita. -Y ahora las cejas -dijo una voz desde la puerta. Atónitos, volvieron sus cabezas. Era Laubardemont. A regañadientes, Fourneau cumplió lo que le habían ordenado. Ese rostro que tantas mujeres habían encontrado de irresistible belleza, habíase convertido ahora en la grotesca máscara pelada de un payaso. -Bien -dijo el comisionado-, bien. Y ahora las uñas. Fourneau estaba perplejo. -Las uñas -repitió Laubardemont-. Tenéis que arrancarle las uñas. Esta vez el médico se resistió a obedecer. Laubardemont comenzó por mostrarse verdaderamente sorprendido. ¿Qué había en ello de malo? Después de todo el hombre era un hechicero condenado. El otro replicó que si bien era un hechicero condenado, era también un hombre. El comisionado montó en cólera, mas a pesar de todas sus amenazas el médico se mantuvo firme. Como no había tiempo de mandar llamar a otro operador, Laubardemont hubo de contentarse con el rasuramiento que desfiguraba parcialmente a la víctima. Vestido sólo con una larga camisa de dormir y un par de chinelas, Grandier fue llevado abajo y metido dentro de un carruaje cerrado que lo condujo ante el tribunal. Las gentes de la ciudad y los turistas se agolpaban en las proximidades, pero sólo a unos pocos favorecidos altos oficiales, hombres de calidad con sus mujeres e hijas y media docena de fieles cardenalistas pertenecientes a la burguesía- se les permitió entrar. Se oía el crujido de la seda, brillaba el rico terciopelo, resplandecían joyas y se percibía un aroma de ámbar y algalia. El padre Lactance y el padre Tranquille hicieron su entrada en la vasta sala. Con hisopos consagrados asperjaron con agua bendita distintos puntos del recinto pronunciando fórmulas sacramentales; luego se abrió una puerta y Grandier apareció en su umbral con la camisa de dormir y las chinelas, cubierta su rasurada cabeza por un gorro y un birrete. Después de haber sido asperjado, los guardias lo llevaron a través de toda la sala y lo hicieron arrodillarse ante el banco de los jueces. Le habían atado las manos a las espaldas de modo que no pudo descubrirse. El amanuense de la corte se adelantó, tomó el gorro y el birrete y con desprecio los arrojó al suelo. Al ver esa pálida y pelada cabeza de payaso, algunas de las señoras emitieron risitas histéricas. Un ujier pidió silencio. El amanuense se calzó sus gafas, se aclaró la garganta y comenzó a leer la sentencia; leyó primero una media página de formalidades expresadas en la jerga forense; luego hizo una larga descripción de la amende honorable que el prisionero tenía que hacer; luego la condena a muerte y a la hoguera; después una digresión sobre la placa conmemorativa que se pondría en la capilla de las ursulinas y cuyo costo, de ciento cincuenta libras, correría por cuenta de los bienes confiscados del reo; y por fin, como si se tratara sólo de un pensamiento incidental, se mencionaban ligeramente las torturas ordinarias y extraordinarias que habían de preceder a la ustión. "Pronunciada en Loudun el dieciocho de agosto de 1634 y ejecutada -concluyó el amanuense enfáticamente- el mismo día." Sobrevino un largo silencio; luego Grandier se dirigió a sus jueces. -Señores míos -dijo lenta y distintamente-, ante Dios Padre, ante Dios Hijo y ante Dios Espíritu Santo, a quienes invoco por testigos junto con la Virgen, mi única abogada, juro que nunca he sido un hechicero, que nunca cometí sacrilegios y que nunca supe de otra magia que no fuera la de las Sagradas Escrituras, las que siempre prediqué. Adoro a mi Salvador y le suplico que me conceda participar de los beneficios de la sangre que vertió en su Pasión. Elevó sus ojos al cielo. Luego, después de un momento, los volvió a bajar para contemplar al comisionado y a sus trece soldaderos. Entonces, en un tono casi de intimidad, como si estuviera hablando a sus amigos, les dijo que temía por su propia salvación, no fuera que los terribles tormentos preparados a su cuerpo llevaran su alma a la desesperación y, cometiendo el más grave de los pecados, se condenara eternamente. Con seguridad que sus mercedes no se proponían matar un alma y, siendo ello así, sus mercedes ¿no se complacerían, en virtud de su clemencia, en atenuar, aunque sólo fuera un poco, el rigor de la pena? 120

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Se interrumpió entonces por unos pocos segundos e hizo pasar su mirada interrogadora, de una a otra de esas caras de piedra. De los bancos de las mujeres se levantó el sonido de aquellas risas a medias reprimidas. De nuevo conoció el párroco que para él no había ninguna esperanza; ninguna esperanza si no era en ese Dios que estaba allí y que no lo abandonaría, ese Jesucristo que estaba presente y que continuaría estándolo en todos los momentos de su martirio. Abriendo entonces nuevamente su boca, se puso a hablar de los mártires. Esos santos habían muerto por amor a Dios y en honor de Jesucristo, habían muerto en el torno, en las llamas, bajo golpes de espada, acribillados con flechas, desgarrados y devorados por bestias feroces. Nunca se atrevería a compararse con aquéllos; pero por lo menos podía esperar que Dios, en su misericordia infinita, le permitiría por los sufrimientos que le esperaban expiar todos los pecados de una vida vana y desordenada. Las palabras del párroco eran tan emocionantes y tan monstruosamente cruel el destino que lo aguardaba, que hasta sus más inveterados enemigos se sintieron movidos a piedad. Algunas de las mujeres que habían reído al principio al ver su aspecto de payaso, rompieron a llorar. Los ujieres pidieron silencio, mas en vano. Los sollozos se habían hecho incontenibles. Laubardemont estaba profundamente disgustado. Nada salía de acuerdo con lo que él había proyectado. Mejor que nadie debía de haber sabido él que Grandier no era culpable de los crímenes por los que sería torturado y quemado vivo y, sin embargo, en cierto sublimado sentido pickwickiano, el párroco era un hechicero. Sobre la base de mil páginas de pruebas sin valor, trece jueces lo habían decidido así. De ahí que, aunque ciertamente falsa, tal decisión debía ser de alguna manera verdadera. Ahora, de acuerdo con todas las reglas del juego, Grandier debería pasar sus últimas horas estallando en desesperación y rebeldía, maldiciendo al demonio que lo había engañado y al Dios que lo enviaba al infierno. En lugar de eso, el bribón estaba hablando como un buen católico y dando el ejemplo más conmovedor, más impresionante de cristiana resignación. Era intolerable. Y ¿qué diría Su Eminencia cuando supiera que el único resultado de una ceremonia tan cuidadosamente preparada sería el de convencer a los espectadores de que el párroco era inocente? No había sino una sola cosa que hacer y Laubardemont, que era un hombre decidido, la hizo en seguida. -Despejad la Corte -ordenó. Los ujieres y los arqueros de la guardia se apresuraron a obedecer. En medio de protestas, los representantes de la clase media y sus mujeres fueron empujados a los corredores y a las salas de espera. Las puertas se cerraron detrás de ellos. En la gran sala sólo quedaron Grandier, sus guardias y jueces, los dos frailes y un puñado de oficiales de la ciudad. Laubardemont dirigió la palabra al prisionero invitándolo a que confesara su culpabilidad y revelara los nombres de sus cómplices. Después, y sólo después de que lo hiciera, los jueces podrían considerar su petición de que atenuaran el rigor de la sentencia. El párroco contestó que no podía nombrar a ningún cómplice puesto que nunca lo había tenido, ni confesarse autor de crímenes de los que era completamente inocente. Pero Laubardemont quería una confesión; en verdad la necesitaba urgentemente, la necesitaba para confundir a los escépticos y para acallar las críticas a su procedimiento judicial. Deponiendo de pronto su severa actitud -maniobra positivamente genial-, ordenó que desataran las manos de Grandier, luego sacó un papel de su bolsillo, mojó la pluma en el tintero y se la ofreció al prisionero. Si firmaba, ya no serían necesarias las torturas. De acuerdo con todas las reglas del juego, un reo condenado se hubiera aferrado a una oportunidad semejante para comprar un poco de clemencia. Gauffridy por ejemplo, el sacerdote hechicero de Marsella, había terminado por poner su nombre en cualquier parte que se lo pidieran. Pero he aquí que Grandier rehusaba una vez más seguir las reglas del juego. -Ruego a vuestra merced que me excuse -dijo. -Pero si no se trata más que de una pequeña firma -decía Laubardemont dando vueltas en torno a él. Y como el otro protestaba de que su conciencia no le permitía afirmar una mentira, el comisionado le imploró que volviera a considerar su decisión. Por su propio bien, para ahorrar a ese pobre cuerpo dolores innecesa121

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rios, para salvar a su alma imperecedera, para engañar al demonio y reconciliarse así con ese Dios al que había ofendido tan gravemente. Según el padre Tranquille, Laubardemont habría derramado verdaderamente lágrimas en el momento de hacer este esfuerzo final por obtener la confesión. No vemos por qué hemos de dudar de la palabra del fraile. El sicario de Richelieu tenía una innata facilidad para verter lágrimas. En un relato sobre las últimas horas de Cinq-Mars y de De Thou, un testigo presencial pinta a Laubardemont llorando como un cocodrilo por la muerte de estos jóvenes que él mismo había condenado. Grandier persistía en negarse a firmar una falsa confesión. Para el padre Lactance y el padre Tranquille el hecho no era más que una prueba decisiva de la culpabilidad del reo. Lucifer había cerrado la boca del prisionero y había endurecido su corazón haciéndolo incapaz de arrepentirse. Laubardemont cesó entonces de derramar lágrimas. En un tono de fría cólera advirtió al párroco que era éste el último ofrecimiento de clemencia que se le haría. ¿Firmaría? Grandier movió negativamente la cabeza. Laubardemont hizo señas al capitán de los guardias y le ordenó que condujera al reo a la cámara de torturas. Grandier no protestó. Todo lo que pidió fue que se le enviara al padre Ambrose para tenerlo junto a sí durante sus tormentos. Pero el padre Ambrose ya no estaba en la ciudad porque, después de la visita que había hecho sin permiso a la prisión, se le había ordenado que la abandonara. Grandier entonces pidió que lo asistiera el padre Grillau, el capellán de los franciscanos. Mas los franciscanos no gozaban de buena fama por haberse negado a aceptar la nueva doctrina de los capuchinos y cualquier otra cosa relacionada con la posesión de las ursulinas. Por lo demás, se sabía que Grillau mantenía relaciones amistosas con el párroco y su familia. Laubardemont se negó a enviar por él. Si el reo anhelaba un consuelo espiritual podía muy bien dirigirse al padre Lactance y al padre Tranquille, los más empedernidos de sus enemigos. -Ya veo de qué se trata -dijo Grandier amargamente-; no contentos con torturar mi cuerpo, deseáis perder también mi alma, haciéndola caer en la desesperación. Un día responderéis de esto ante mi Redentor. Desde la época de Laubardemont hasta nuestros días el mal ha realizado algunos progresos. En los regímenes de dictadores comunistas, los que son sometidos a un proceso en el Tribunal del Pueblo invariablemente confiesan los crímenes de que han sido acusados, los confiesan hasta cuando son imaginarios. En el pasado, la confesión no era en modo alguno algo que invariablemente se obtuviera. Aun en la tortura, aun en la hoguera, Grandier continuó protestando de su inocencia y el caso de Grandier no es de ninguna manera el único. Muchas personas, mujeres no menos que hombres, pasaron por parecidas experiencias con la misma tenacidad indomable. Nuestros antepasados inventaron el potro de tormento y las torturas del agua, mas en los sutiles artes de quebrar la voluntad y reducir el ser humano a lo subhumano tenían todavía mucho que aprender. Aunque en verdad bien pudiera ser que no tuvieran el menor deseo de aprender tales cosas. Vivían ellos en una religión que enseñaba que la voluntad es libre, el alma inmortal, de modo que obraban según esa creencia hasta frente a sus enemigos. Sí, hasta el traidor, hasta el condenado adorador del demonio tenía un alma que podía, con todo, salvarse; y los más feroces jueces nunca negaron el consuelo de una religión que continuaba ofreciendo la salvación hasta el último momento. Antes de toda ejecución y durante ella había siempre un sacerdote que intentaba por todos los medios reconciliar el alma del criminal que estaba por morir con su Creador. Considerándola sagrada, nuestros padres respetaban la personalidad, aun la de aquellos que fueron sometidos a los tormentos de las pinzas calentadas al rojo o del torno. Para los totalitarios de nuestro más ilustrado siglo XX, no existe ni alma ni Creador; sólo hay un amasijo de tosca materia fisiológica moldeada por reflejos condicionados y presiones sociales en lo que, por cortesía, se llama todavía ser humano. Este producto del ambiente carece de todo significado intrínseco y no posee derecho alguno de autodeterminación; sólo existe para la sociedad y ha de conformarse a la voluntad colectiva. Por supuesto que en la práctica la sociedad no es más que el estado nacional y la voluntad colectiva es simplemente la voluntad de poder de un dictador, a veces atenuada, a veces 122

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deformada por rasgos de locura, por teorías seudocientíficas sobre lo que, en un magnífico futuro, será bueno para una abstracción rotulada humanidad. De esto se sigue que los jefes políticos que se atribuyen la representación de la sociedad quedan disculpados y justificados de cometer crímenes si cometen las más inconcebibles atrocidades contra personas a las que ellos llaman enemigos de la sociedad. La exterminación a tiros (o mejor, pues es más provechosa, por exceso de trabajo en campos de esclavos) no basta. En la práctica, hombres y mujeres no son simples miembros de la sociedad; mas la teoría oficial proclama que lo son, de ahí que se haga necesario despersonalizar a los enemigos de la sociedad con el fin de transformar la mentira oficial en verdad. Para quienes conocen el ardid, tal reducción de lo humano a lo subhumano, del individuo libre al autómata obediente, el asunto es relativamente fácil. La personalidad del hombre es mucho menos monolítica de lo que los teólogos tuvieron que suponer obligados por sus dogmas. El alma no es lo mismo que el espíritu, sino que está simplemente asociada a él. En sí misma, y en tanto no haga conscientemente lugar al espíritu, no es más que un mero manojo, sin conexión, de elementos psíquicos no muy estables. Esta entidad compuesta puede ser desintegrada por cualquiera que tenga la suficiente crueldad como para desearlo y la suficiente habilidad como para realizar la tarea. En el siglo XVII esta clase particular de crueldad era apenas concebible; por eso nunca se desarrolló la destreza necesaria para realizar tales empresas. Laubardemont fue incapaz de arrancar la confesión que tanto necesitaba, mas, con todo, aun habiéndole impedido al párroco elegir su confesor, en principio admitía que hasta un hechicero condenado tenía el derecho de un consuelo espiritual. Se le ofrecieron a Grandier los oficios de Tranquille y de Lactance, que aquél, como era de esperar, rechazó. Al párroco se le concedió todavía un cuarto de hora para reconciliar su alma con Dios y prepararla para el martirio. Grandier cayó de rodillas y se puso a orar en voz alta. -Gran Dios y Juez Soberano, ayuda de los desvalidos y oprimidos, socórreme, dame fuerzas para soportar los dolores a que he sido condenado. Recibe mi alma en la beatitud de tus santos, borra mis pecados, perdona a este tu más vil y despreciable siervo. Buscador de corazones, tú sabes que de ningún modo soy culpable de los crímenes que se me imputaron y que las llamas a que seré sometido serán el castigo sólo de mi concupiscencia. Redentor del género humano, perdona a mis enemigos y acusadores, mas haz que vean sus pecados para que puedan arrepentirse. Virgen Santa, protectora de los penitentes, recibe en tu gracia celestial a mi desdichada madre, consuélala por la pérdida de un hijo que no teme otros dolores sino los que ella debe sufrir en esta tierra a causa de su hijo que tan tempranamente muere. Se hizo un momento de silencio. -Que prevalezca no mi voluntad, sino la tuya. Dios está aquí, entre los instrumentos de tortura. Jesucristo está presente en esta hora de angustia suprema. La Grange, el capitán de la guardia, estaba tomando nota de la oración del párroco. Laubardemont se aproximó al joven oficial y le preguntó qué estaba escribiendo. Habiéndose enterado de lo que el capitán hacía, montó en cólera y pretendió confiscarle su libro de notas. Pero La Grange defendió su propiedad y el comisionado tuvo que contentarse con ordenarle que bajo ningún concepto mostrara a nadie lo que había escrito. Grandier era un mago obstinado, que no había querido arrepentirse y no era propio que alguien pensara que un mago recalcitrante rezara. En la relación del padre Tranquille sobre el juicio y la ejecución y en otras narraciones escritas desde el punto de vista oficial, el párroco aparece conduciéndose del modo más ingenuamente satánico. En lugar de rezar, canta una impura canción. Habiéndosele presentado el crucifijo, se vuelve horrorizado. En ningún momento nombró a la Santísima Virgen y aunque varias veces pronunció la palabra Dios, es obvio, para toda persona ortodoxa, que en realidad esa palabra significaba Lucifer. Desgraciadamente para sus tesis, estos piadosos propagandistas no fueron los únicos que dejaron consignados los hechos. Laubardemont podía ordenar reserva y secreto, mas no podía obligar a La Grange a obedecer sus órdenes. Hubo además otros observadores imparcia123

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les de los acontecimientos. Algunos de ellos conocidos, como Ismael Boulliau, un astrónomo cuyo nombre ha llegado hasta nosotros; otros, anónimos. Sonó al fin la hora que ponía término al breve respiro del reo. Lo ataron, lo extendieron sobre el piso con las piernas, desde las rodillas a los pies, metidas entre cuatro tablas de roble de las cuales el par exterior era fijo en tanto que las dos interiores, movibles. Calzando cuñas en el espacio que separaba las dos tablas movibles, podía conseguirse triturar las piernas de la víctima contra el esqueleto fijo de la máquina. La diferencia entre tortura ordinaria y extraordinaria estaba dada por el número de cuñas, cada vez más anchas, que se introducían a golpes de martillo. Los tormentos extraordinarios, puesto que invariablemente eran de efectos mortales (aunque no inmediatos), se administraban sólo a los criminales condenados que iban a ser ejecutados sin dilación. Mientras se preparaba al reo para el tormento, los padres Lactance y Tranquille exorcizaron las cuerdas, las tablas, las cuñas y las mazas. Esto era muy importante, pues bien pudiera ocurrir que los demonios, valiéndose de sus artes infernales, redujeran la tortura haciendo que ésta fuera menos dolorosa de lo que debía ser. Cuando los frailes hubieron terminado de asperjar y de refunfuñar sus fórmulas, se adelantó el verdugo, que levantó su enorme maza y, como un hombre que se dispone a partir una madera dura y nudosa, la hizo caer con todas sus fuerzas. Oyóse un incontenible grito de dolor. El padre Lactance se inclinó sobre la víctima y le preguntó en latín si iba a confesar. Pero Grandier movió la cabeza negativamente. La primera cuña había sido introducida entre las rodillas. La siguiente se insertó en el lugar de los pies y cuando ésta fue martillada hasta el fondo, una tecera más grande fue colocada en el pequeño espacio que quedaba inmediatamente debajo de la primera. Oyóse el golpear de la maza mezclado con los gritos de dolor. Luego sobrevino el silencio. Mas los labios de la víctima se movían. ¿Es que sería una confesión? El fraile acercó su oído, pero todo lo que pudo oír fue la palabra Dios repetida una y otra vez y luego: -No me abandones. No permitas que este dolor haga que me olvide de ti. El fraile se volvió entonces al verdugo y le ordenó que continuara su obra. Al segundo golpe de la cuarta cuña, algunos huesos de los pies y los tobillos quedaron quebrados. Por un momento el párroco se desvaneció. -¡Cogne, cogne!51 -aullaba el padre Lactance al verdugo. El prisionero volvió a abrir los ojos. -Padre -murmuró-, ¿dónde está la caridad de San Francisco? El discípulo de San Francisco no se dignó responder. -¡Cogne! -dijo nuevamente y cuando el golpe hubo caído se volvió hacia el párroco-. iDicas, dicas!52 Pero no había nada que confesar. Se insertó una quinta cuña. -¡Dicas! -la maza estaba suspendida en el aire-. ¡Dicas! La víctima miró al verdugo, miró al fraile, luego cerró los ojos. -Torturadme cuanto queráis -dijo en latín-, dentro de poco terminará todo y para siempre. -¡Cogne! La maza cayó. Tomando aliento y transpirando a causa del gran calor del verano, el verdugo tendió la maza a su ayudante. Entonces le tocó al padre Tranquille el turno de hablar al prisionero. En un tono dulce y razonable, expuso las evidentes ventajas de una confesión, ventajas no sólo en el otro mundo, sino aquí y ahora. El párroco lo escuchaba y cuando el fraile hubo terminado le preguntó: -Padre, ¿creéis en vuestra conciencia que un hombre debe confesar un crimen que no ha cometido simplemente para librarse del dolor? 51 52

¡Golpea! ¡Confiesa!

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Haciendo a un lado estos sofismas, debidos obviamente a Satanás, Tranquille continuó urgiéndolo. El párroco murmuraba que estaba dispuesto a reconocer todos los pecados que verdaderamente había cometido. -He sido un hombre, he amado a mujeres... Pero no era esto lo que Laubardemont y los franciscanos deseaban oír. -Has sido un mago, has tenido comercio con demonios. Y como el párroco protestara de su inocencia, se colocó en la máquina una sexta cuña. Luego la séptima, luego la octava. Habiendo sobrepasado ya los límites del tormento ordinario, la tortura presente había alcanzado los tradicionales del extraordinario. Los huesos de las rodillas, las tibias, los tobillos, los pies, habían quedado destrozados. Y sin embargo los frailes no habían conseguido arrancar la confesión. Sólo habían obtenido gritos y en los intervalos el nombre de Dios que la víctima susurraba. La octava cuña era la última de la serie. Laubardemont pidió más para aplicar una tortura que fuera más allá de lo que se consideraba extraordinario. El verdugo salió de la habitación y volvió con dos nuevas cuñas. Cuando Laubardemont se enteró de que éstas no eran más gruesas que la última de la serie normal, se enfureció y amenazó al hombre con hacerlo vapulear. Mientras tanto, los frailes hacían notar que la cuña número siete que estaba en las rodillas podría reemplazarse por un duplicado de la número ocho puesta en los tobillos. Se colocó entonces una de las nuevas cuñas entre las tablas y esta vez fue el padre Lactance quien empuñó la maza. -¡Dicas! -vociferaba después de cada golpe-. ¡Dicas, dicas! Para no ser menos, el padre Tranquille tomó la maza de manos de su colega, ajustó la décima cuña y en tres poderosos golpes la introdujo totalmente. Grandier se había desvanecido nuevamente y casi daba la impresión de que iba a morir antes de ser llevado a la hoguera. Por otra parte, no había ya más cuñas. A regañadientes pues este tenaz frustrador de todos sus proyectos tan bien planeados merecía una tortura eterna-, Laubardemont ordenó que cesara el tormento. La primera parte del martirio de Grandier había durado tres cuartos de hora. Retiraron la máquina y el verdugo llevó a su víctima a un taburete. Ésta miró hacia abajo, a sus piernas horriblemente deformadas, luego al comisionado y a sus acompañantes. -Señores -dijo-, attendite et videte si est dolor sicut dolor meus. (Mirad y ved si hay algún dolor como el mío.) Laubardemont ordenó que se lo llevara a otra cámara y se lo extendiera en un banco. Era un día sofocante de agosto, mas el párroco tiritaba por el frío causado por la violenta conmoción. La Grange lo cubrió con una alfombrilla y llenó un vaso de vino que le dio a beber. Mientras tanto, el padre Lactance y el padre Tranquille estaban tratando de explicar lo mejor posible lo que había sido un deplorable fracaso. A quienes les preguntaban contestaban que, en efecto, era verdad que el mago se había resistido a confesar, aun sometido a la tortura. Y la razón, por cierto que se sobrentendía. Era obvio que Grandier había invocado a Dios para que le diera fuerzas y que este dios, que era Lucifer, lo había hecho insensible al dolor. Aunque hubieran continuado todo el día aplicando cuña tras cuña, el hechicero las habría admitido todas, sin sentirlo. Para comprobar si esto era realmente verdad, otro de los exorcistas, el padre Archangel, resolvió practicar un pequeño experimento. Este experimento fue descrito, pocos días después, y uno de los oyentes lo relató como sigue: "Notó el padre Archangel que el demonio le había conferido a Grandier una gran insensibilidad, tanta que estando extendido en un banquillo con las rodillas rotas y cubierto por una alfombrilla verde y habiéndole quitado rudamente el susodicho padre Archangel la alfombrilla y habiéndole palpado las piernas y las rodillas, Grandier no se quejó del dolor que todo ello debía haberle ocasionado." De esto seguíase, primero, que Grandier no había sentido dolor, segundo, que Satanás lo había hecho insensible, tercero, que (y citemos las palabras de los capuchinos) "cuando hablaba reverentemente de Dios se refería al demonio y que cuando decía que detestaba al demonio 125

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decía en realidad que detestaba a Dios", y por último, que era menester tomar las mayores precauciones para que en la hoguera sintiera plenamente el efecto de las llamas. Cuando se retiró el padre Archangel, una vez más se acercó el comisionado a Grandier. Laubardemont pasó mas de dos horas junto a su víctima empleando todos los recursos de la persuasión con el fin de arrancarle la firma que justificaría sus procedimientos ilegales, encubriría las maquinaciones del cardenal y justificaría el empleo futuro de métodos inquisitoriales en todos los casos en que los confesores pudieran inducir a monjas histéricas a acusar de hechicería a los enemigos del régimen. Esa firma era indispensable, pero por más que hizo -el señor de Gastynes, que estuvo presente, declaró que "nunca había oído nada tan abominable" como aquellos especiosos argumentos, aquellas zalamerías, aquellos hipócritas suspiros y sollozos- el comisionado no pudo obtener lo que deseaba. A toda su argumentación Grandier replicaba que le resultaba moralmente imposible firmar una declaración que sabía, y Dios también lo sabía (y sin duda también el comisionado lo sabía), que era absolutamente falsa. Por fin Laubardemont tuvo que admitir su derrota. Llamó a La Grange y le ordenó que enviara por los verdugos. Estos llegaron y vistieron a Grandier con una camisa impregnada de azufre; luego le ataron una cuerda al cuello y lo bajaron al patio, donde estaba ya preparado un carro tirado por seis mulas. Levantaron a Grandier y lo colocaron sobre un banco. El conductor arreó las bestias y, precedido por una compañía de arqueros y seguido por Laubardemont y los trece magistrados, el carro rodó lentamente hacia la calle. Allí se hizo un alto para leer una vez más la sentencia. Luego las mulas se pusieron nuevamente en movimiento. La procesión se detuvo otra vez frente a la puerta de San Pedro, la puerta que durante tantos años el párroco había atravesado con su aire de confianza y de majestuosa dignidad. Le pusieron en la mano el cirio de dos libras y lo levantaron del carro para que pidiera perdón, tal como la sentencia lo prescribía, por sus crímenes. Mas, como ya no tenía rodillas que lo sostuvieran, cuando lo soltaron cayó al suelo de boca. Los verdugos tuvieron que levantarlo de nuevo. En ese momento el padre Grillau, el capellán de los franciscanos, salió de la iglesia y, abriéndose paso entre los arqueros de la guardia, se inclinó sobre el reo y lo abrazó. Profundamente conmovido, Grandier se encomendó a sus oraciones y a las de los fieles de toda su parroquia, la única en Loudun que se había resistido firmemente a cooperar con los enemigos del párroco. Grillau prometió rogar por el condenado y lo alentó a que depositara su confianza en Dios y en el Redentor, y luego le transmitió un mensaje de su madre. Ella también estaba rogando por él a los pies de Nuestra Señora y le enviaba su bendición. Los dos hombres lloraban. Un murmullo de simpatía corrió por la multitud. Laubardemont lo oyó y se puso furioso. ¿Es que nada le saldría de acuerdo con sus proyectos? Según todas las reglas del juego, la multitud debería ahora estar tratando de linchar a ese hechicero que había tenido pactos con el demonio. En lugar de eso, se estaba compadeciendo de su cruel destino. Ordenó entonces que continuara la marcha y a los guardias que apartaran al franciscano. En la confusión que siguió, uno de los capuchinos allí presentes aprovechó la oportunidad para golpear a Grandier en su rapada cabeza con un garrote. Cuando se restableció el orden, el párroco dijo lo que tenía que decir, mas después de haber pedido perdón a Dios, al rey y a la justicia, agregó que aunque había sido un gran pecador era completamente inocente del crimen por el que había sido condenado. Mientras los verdugos lo volvían a llevar al carro, un fraile arengó a los turistas y a los habitantes de la ciudad asegurándoles que todos ellos cometerían un grave pecado si se atrevían a rezar por ese hechicero impenitente. La procesión se puso nuevamente en movimiento; al llegar ante las puertas del convento de las ursulinas, volvió a repetirse la ceremonia de pedir perdón a Dios, al rey y a la justicia. Mas cuando el amanuense ordenó a Grandier que pidiera perdón también a la priora y a todas las buenas hermanas, el reo contestó que nunca les había hecho el menor daño y que sólo rezaría para que Dios quisiera perdonarlas. Luego, al ver a Moussaut, el marido de Philippe Trincant, y uno de sus más implacables enemigos, le rogó que olvidara el pasado y agregó con 126

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un curioso rasgo de esa mundana cortesía que había sido famosa, "je meurs votre serviteur". Muero siendo vuestro servidor. Moussaut volvió la cabeza sin responderle. No todos los enemigos de Grandier eran tan poco cristianos. René Bernier, uno de los sacerdotes que había declarado en su contra cuando lo acusaron de disoluta conducta, se abrió paso a través de la multitud para pedir perdón al párroco y ofrecerle decir una misa por su alma. El párroco le tomó una mano y se la besó agradecido. En la Place Sainte-Croix se habían agolpado más de seis mil personas en un espacio que habría sido estrecho aún para la mitad de ese número. Todas las ventanas habían sido alquiladas y se veían espectadores hasta sobre los techos y entre las gárgolas de la iglesia. Habían levantado una gradería para los jueces y los amigos personales de Laubardemont; pero el populacho había ocupado todos los asientos, de modo que hubo que desalojarlo por la fuerza armada con picas y alabardas. Sólo después de una reñida lucha pudieron tomar asiento los personajes más importantes. Hasta los más importantes personajes tuvieron dificultad en encontrar el lugar que se les había señalado. En cuanto al reo, tardó más de media hora en cubrir las últimas cien yardas que lo separaban de la pira. Los guardias tuvieron que conquistar pulgada por pulgada el camino. No lejos de la pared norte de la iglesia se había plantado un poste de quince pies de altura. En su base estaban apilados los troncos, la leña fina y la paja y, como la víctima ya no podía mantenerse en pie sobre sus destrozadas piernas, se había amarrado al poste un pequeño asiento de hierro, a dos pies más arriba de la leña. Considerando la importancia del acontecimiento y su gran publicidad, los gastos de la ejecución fueron notablemente modestos. Se pagaron diecinueve libras y dieciséis sueldos a un cierto Deliard por "la leña usada en la hoguera de maese Urbain Grandier, así como por el poste al que fue amarrado". Por "una silla de hierro, de doce libras de peso, a razón de tres sueldos por libra, así como por seis clavos para sujetar dicha silla en la pira de maese Urbain Grandier", Jacquet, el cerrajero, recibió cuarenta y dos sueldos. Por el alquiler de cinco caballos usados por los arqueros proporcionados en esa ocasión por el preboste de Chinon y por el alquiler de seis mulas, un carro y dos hombres, la viuda de Molin recibió ciento ocho sueldos. Se gastaron cuatro libras en las dos camisas del reo, empleada una durante la tortura, la otra, impregnada de azufre, en la ejecución. Las dos libras del cirio usado durante la ceremonia de la amende honorable, costaron cuarenta sueldos y trece el vino para los verdugos. A estos gastos hay que agregar el pago de los trabajos hechos por el portero de SainteCroix y dos ayudantes suyos y se tendrá así un monto total de veintinueve libras, dos sueldos y seis denarios. Grandier fue sacado del carro, sentado en la silla de hierro y fuertemente amarrado al poste. Daba sus espaldas a la iglesia en tanto que su rostro miraba a la gradería y a la fachada de una casa en la que otrora se había sentido como en su propio hogar. Era la casa donde había gastado bromas a costa de Adam y Mannoury, donde había entretenido a la sociedad que la frecuentaba, leyendo las cartas de Catherine Hammon, donde había enseñado latín a una joven a la que después había seducido, donde había transformado al mejor de sus amigos en el más ensañado de sus enemigos. En ese momento Louis Trincant estaba sentado en la ventana de su sala y junto a él estaban también el canónigo Mignon y Thibault. Al ver éstos la cabeza pelada de payaso del que una vez había sido Urbain Grandier rieron triunfantes. El párroco levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de ellos. Thibault agitó la mano como si estuviera saludando a un viejo amigo y el señor Trincant, que estaba sorbiendo vino blanco con agua, levantó su copa y bebió por el padre de su nieto bastardo. Sintiendo por un lado vergüenza al recordar aquellas lecciones de latín y el abandono que había hecho de aquella muchacha desesperada y llorosa, y, por otro, temor de que ese espectáculo del triunfo de sus enemigos pudiera sumirlo en la amargura y hacerlo olvidar de que Dios estaba allí aun en ese momento, a Grandier se le arrasaron los ojos de lágrimas. Una mano le tocó un hombro. Era La Grange, el capitán de la guardia, que se había llegado hasta el párroco para disculparse por lo que había tenido que hacer. Luego le prometió 127

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dos cosas: que haría cuanto de su parte estuviera por permitir al reo que hablara al pueblo y que, antes de que fuera encendido el fuego, lo haría estrangular. Grandier agradeció y La Grange se volvió para dar sus órdenes a los verdugos, que inmediatamente prepararon un lazo. Mientras tanto, los frailes estaban muy atareados en sus exorcismos. -Ecce crucem Domini, fugite partes adversae, vicit leo de tribu Juda, radix David. Exorciso te, creatura ligni, in nomine Dei patris omnipotentis, et in nomine Jesus Christi filii ejus Domini nostri, et in virtute Spiritus Sancti...53 Asperjaron la leña, la paja, los carbones incandescentes que estaban en el brasero junto a la pira; asperjaron la tierra, el aire, a la víctima, a los verdugos, a los espectadores. Juraron que esta vez ningún demonio podría hacer que los sufrimientos del desgraciado no llegaran hasta el extremo límite de su capacidad de dolor. Varias veces el párroco intentó dirigirse a la multitud, mas no bien hubo comenzado a hacerlo, los frailes le echaban agua bendita en el rostro o le golpeaban la boca con un crucifijo de hierro. Como el párroco a cada golpe echara hacia atrás su cabeza, los frailes vociferaban triunfantes que el renegado estaba rechazando a su Redentor. Y el padre Lactance no cesaba de acosar al reo para que confesara. -¡Dicas! -clamaba. La palabra impresionó a los espectadores, de suerte que durante el breve y horrible resto de vida que le quedó al recoleto, en Loudun se lo conocía con el nombre de padre "Dicas". -¡Dicas! ¡Dicas! Por milésima vez Grandier contestó que nada tenía que confesar. -Y ahora -agregó- dame el beso de la paz y déjame morir. Al principio el padre Lactance se negó a hacerlo; pero como la multitud protestara contra un sentimiento tan maligno y tan poco cristiano, trepó por la pila de leña y besó al párroco en la mejilla. -¡Judas! -gritó una voz. Y otras muchas la repitieron como un estribillo. -¡Judas! ¡Judas! Al oírlo Lactance se sintió invadido por incontenible rabia. Descendió rápidamente de la pira, tomó un manojo de paja, y, encendiéndola en el brasero, agitó la llama ante el rostro de la víctima. Tenía que hacerlo confesar que era un servidor del demonio, tenía que hacerlo confesar, tenía que hacerlo renunciar a su amo. -Padre -dijo Grandier con una dignidad llena de calma y gentileza, que contrastaba extrañamente con la histérica actitud de su acusador-, estoy a punto de reunirme con Dios, que es testigo de que no he dicho más que la verdad. -¡Confiesa! -aullaba el fraile vehementemente-. ¡Confiesa! Sólo te queda un instante de vida. -Sólo un instante -repitió lentamente el párroco- y luego iré ante ese tribunal ante el cual, reverendo padre, vos también seréis pronto llamado. Sin esperar a oír nada más, el padre Lactance arrojó su antorcha al montón de paja de la pira. Apenas visible a la luz del brillante crepúsculo, surgió una llama que comenzó a crepitar, a crecer y avanzar hacia los manojos de leña seca. Siguiendo el ejemplo del recoleto, el padre Archangel puso fuego a la paja del lado opuesto de la pira. Una tenue y azul nube de humo se levantó en el aire sin viento. Luego, con un alegre crepitar, como el ruido que se produce en el hogar en una noche de invierno cuando bebemos vino caliente y aromatizado, uno de los troncos comenzó a encenderse. El prisionero lo oyó y volviendo su cabeza vio la no menos alegre danza de las llamas. -¿Es esto lo que me habíais prometido? -preguntó a La Grange en un tono de agonizante protesta.

53

He aquí la cruz del Señor, huid enemigos suyos: el león de la tribu de Judá venció la raíz de David. Te exorcizo, criatura de madera, en el nombre de Dios padre omnipotente, y en el nombre de Jesucristo su hijo Nuestro Señor, y por la virtud del Espíritu Santo...

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Y de pronto se le ocultó la divina presencia. Ya Dios no estaba allí; Jesucristo no estaba presente y sólo sentía terror. La Grange gritó indignado a los frailes e intentó extinguir las llamas más próximas, pero éstas eran ya demasiadas como para que se las pudiera apagar; por lo demás el padre Tranquille estaba ya poniendo fuego a la paja que había detrás del párroco y más allá el padre Lactance encendía otra antorcha en el brasero. -¡Estranguladlo! -ordenó. Y la multitud recogió el grito-. ¡Estranguladlo! ¡Estranguladlo! El verdugo corrió a buscar el lazo corredizo, pero vino a comprobar que uno de los capuchinos, subrepticiamente, lo había anudado de modo que no se podía utilizar. Cuando al fin se deshicieron los nudos ya era demasiado tarde. Entre el verdugo y la víctima, a la que se había intentado salvar de esta última agonía, había un muro de llamas, una ondulante cortina de humo. Mientras tanto, con hisopos y vasijas de agua bendita, los frailes despojaban a la hoguera de los demonios que podían haber quedado. -Exorciso te, creatura ignis... Siseaba el agua que caía en la ardiente leña y se convertía en un instante en vapor. Desde el otro lado de la cortina de llamas, se elevó un grito. Era evidente que el exorcismo comenzaba a hacer efecto. Los frailes interrumpieron un momento su tarea para agradecer a Dios, luego, con renovada fe y redoblada energía volvieron a su obra. -braco nequissime, serpens antique, immundissime spiritus... En ese momento apareció una enorme mosca negra de no se sabe dónde que voló alrededor de la cara del padre Lactance y se precipitó sobre las páginas de su libro de exorcismos. ¡Una mosca, y tan grande como una nuez! ¡Y Belcebú era el señor de las moscas! -Imperat tibi Martyrum sanguis... -vociferó el padre Lactance frente al rugiente fuego-. Imperat tibi continentia Confessorum... Con un fuerte zumbido, del todo sobrenatural, el insecto voló y desapareció entre el humo. -In nomine Agni, qui ambulavit super aspidem et basiliscum... De pronto los gritos que venían del otro lado de la cortina de fuego quedaron estrangulados por un ataque de tos. El desdichado estaba tratando de ahogar sus gritos con la tos. Para frustrar esta última astucia de Satanás, el padre Lactance ordenó que se asperjara con agua bendita la pira. -Exorciso te, creatura fumi. Effugiat atque discedat a te nequitia omnis ac versutta diabolicae fraudis... Y he aquí que dio buen resultado. Las toses cesaron. Hubo sólo un grito más y luego el silencio. Mas de pronto, y para consternación del recoleto y de los capuchinos, esa cosa negra que estaba en el centro de la hoguera comenzó a hablar. -Deus meus -dijo-, miserere me¡ Deus. -Y luego dijo en francés:- Perdónalos, perdona a mis enemigos. Las toses volvieron a hacerse oír. Un momento después, las cuerdas que la aseguraban al poste cedieron y la víctima se precipitó de costado entre los ardientes troncos. Mientras duró el fuego, los buenos padres continuaron asperjando y entonando sus fórmulas. De pronto, una bandada de palomas voló desde la iglesia y comenzó a revolotear en círculo alrededor de la rugiente columna de llamas y humo. La multitud lanzó una exclamación. Los arqueros agitaron sus alabardas contra las aves. Los padres Lactance y Tranquille les arrojaron agua bendita. Mas todo fue en vano. No pudieron alejar a las palomas. Estas revolotearon dando vueltas y más vueltas y rozando con sus plumas las llamas. Todos consideraron el hecho como un milagro. Para los enemigos del párroco era evidente que las aves constituían un enjambre de demonios que habían ido para llevarse su alma. Para sus amigos eran emblemas del Espíritu Santo que estaban probando la inocencia del párroco. Parece que a nadie se le ocurrió que eran simplemente palomas, que obedecían a las leyes de su propia naturaleza, distinta y más dichosa que la humana. Cuando el fuego lo hubo quemado todo el verdugo desparramó cuatro paladas de ceniza arrojando una hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales. Luego el populacho avanzó, 129

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hombres y mujeres, quemándose los dedos, removían las cenizas aún calientes y con chispas buscando los dientes, los fragmentos del cráneo o de algún hueso o algún trozo de rescoldo que presentara la mancha negruzca de la carne quemada. Unos pocos, sin duda, eran simples coleccionistas de souvenirs, pero la mayor parte eran buscadores de reliquias de algún talismán portador de buena suerte o con virtudes amorosas o que tuviera poderes contra los dolores de cabeza o contra los constipados o contra la perversidad de los enemigos. Y todos estos restos y fragmentos que se llevaban no serían menos eficaces si el párroco había sido culpable de los crímenes imputados que si hubiera sido inocente. El poder de obrar milagros no estriba en el origen de la reliquia, sino en su reputación, cualesquiera sean las fuentes de ésta. En el curso de la Historia ha habido siempre un cierto porcentaje de seres humanos que han podido recobrar la salud o la felicidad mediante un objeto cuya única virtud consistió en haber sido bien anunciado. Y esto es válido tanto para Lourdes como para la hechicería, tanto para las aguas del Ganges como para las medicinas patentadas, tanto para el brazo milagroso de San Francisco Javier como para esos "huesos de cerdo" que el Perdonador de Chaucer lleva en una vasija de vidrio para que todos los vean y los veneren. Si Grandier era lo que los capuchinos habían dicho, pues muy bien: hasta las cenizas de un hechicero tienen grandes poderes. Y por otra parte, las reliquias no tendrían menos poder si el párroco era inocente, porque en este último caso habría sido un mártir igual a los mejores de ellos. La mayor parte de las cenizas desaparecieron en un santiamén. Grandemente fatigados y sedientos, pero felices con el pensamiento de que sus bolsillos estaban cargados de reliquias, los turistas y los habitantes de la ciudad se retiraron en procura de algo que beber y de la felicidad de sacarse los zapatos. Esa noche, después de un breve descanso y de un ligero refrigerio, los buenos padres volvieron a reunirse en el convento de las ursulinas. Se comenzó por exorcizar a la priora, que cayó en convulsiones y, respondiendo a una pregunta del padre Lactance, anunció que la mosca negra no era otro que Baruch, el demonio íntimo de Grandier. Y ¿por qué se había arrojado Baruch tan rudamente contra el libro de los exorcismos? La hermana Jeanne se encurvó hacia atrás hasta que la cabeza tocó sus talones. Luego se contorsionó en todos los sentidos y por fin contestó que el demonio aquel había intentado arrojar el libro al fuego. Los frailes consideraron todo esto tan edificante que decidieron suspender por esa noche la sesión y volver a comenzarla a la mañana siguiente en público. En los días que siguieron, las hermanas fueron llevadas a Sainte-Croix. Como muchos de los turistas permanecían aún en la ciudad, la iglesia estaba colmada hasta las puertas. Se exorcizó a la priora, quien, después de las habituales contorsiones preliminares, se identificó a sí misma como Isacaarón, el único demonio que por el momento estaba presente en su cuerpo, pues los demás habían ido al infierno para asistir a la recepción que se había organizado en ocasión de la llegada del alma de Grandier. Convenientemente interrogada, la hermana Jeanne confirmó lo que los exorcistas habían estado diciendo sobre las exclamaciones de Grandier, esto es, que toda vez que él había dicho Dios se refería en verdad a Satanás y que cuando había rechazado al demonio en realidad rechazaba a Jesucristo. El padre Lactance quiso luego saber qué especie de tormentos estaba padeciendo el párroco en los infiernos y quedó manifiestamente desilusionado cuando la priora le dijo que el peor de ellos era la privación de la presencia de Dios. Sin duda, sin duda, pero ¿cuáles eran los tormentos físicos? Después de muchas instancias, la hermana Jeanne dijo que Grandier padecía una "tortura especial por cada uno de los pecados que había cometido, sobre todo por aquellos de la carne". Y ¿sobre los tormentos de la ejecución? ¿Había podido el demonio atenuar los sufrimientos del infeliz? ¡Ay!, replicó Isacaarón, Satanás se había visto frustrado por los exorcismos. Si no se hubieran bendecido las llamas al párroco no habría sentido nada; pero gracias al celo de los padres Lactance, Tranquille y Archangel, había sufrido extremadamente. 130

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Pero no tan extremadamente -gritó el exorcistacomo debe de estar sufriendo ahora. Y con una suerte de horrorosa delectación, el padre Lactance comenzó a hablar del infierno. ¿En cuál de las muchas mansiones del infierno estaba alojado el hechicero? ¿Cómo lo había recibido Lucifer? ¿Qué le estaban haciendo en este preciso momento? El Isacaarón de la hermana Jeanne hizo cuanto pudo por responder. Luego, cuando su imaginación comenzó a decaer, fue la hermana Agnès la que cayó en convulsiones y le tocó entonces a Beherit recitar su parte. En el convento, esa noche los padres notaron que el padre Lactance presentaba un aspecto de gran palidez y que parecía extrañamente preocupado. ¿Estaría enfermo? El padre Lactance meneó la cabeza. No, no estaba enfermo, pero el reo había solicitado ver al padre Grillau y ellos se lo habían negado. ¿No habrían cometido un gran pecado al impedirle que se confesara? Sus colegas hicieron cuanto pudieron para tranquilizarlo, pero no tuvieron éxito. A la mañana siguiente, después de una noche sin sueño, el padre Lactance ardía en fiebre. -Dios me está castigando -repetía-. Dios me está castigando. Mannoury lo sangró y el señor Adam le administró un purgante. La fiebre cedió por poco tiempo; luego volvió. Y ahora había comenzado a ver cosas, a oír cosas. Veía a Grandier sometido al tormento, oía sus gritos. Veía a Grandier en la hoguera, pidiéndole a Dios que perdonara a sus enemigos, y luego a los demonios, veía un enjambre de demonios. Le invadían el cuerpo, le daban puntapiés en las piernas, le mordían las almohadas, le llenaban su boca con las más horribles blasfemias. El dieciocho de septiembre, exactamente un mes después de la ejecución de Grandier, el padre Lactance tomó el crucifijo de manos del sacerdote que le había administrado la extremaunción y murió. Laubardemont pagó unos hermosos funerales y el padre Tranquille pronunció un sermón en el que exaltó al recoleto presentándolo como un modelo de santidad y proclamando que había sido asesinado por Satanás, quien se había vengado de este modo de todas las humillaciones que había recibido de este heroico siervo de Dios. Muy pronto lo siguió Mannoury, el médico. Una noche, poco después de la muerte del padre Lactance, Mannoury salió para sangrar a un enfermo que vivía cerca de la Porte du Martrai. Al volver a su casa, llevando delante de sí a un criado que le alumbraba el camino con un farol, vio a Urbain Grandier. Desnudo, como cuando lo había punzado para establecer las marcas del demonio, el párroco estaba plantado en medio de la Rue du Grand-Pavé, entre la contraescarpa del castillo y el jardín de los franciscanos. Mannoury se detuvo y su criado pudo ver que escudriñaba las desiertas tinieblas y oír que le preguntaba a alguien si era lo que a él le parecía. No hubo ninguna respuesta. Luego, el mismo médico comenzó a temblar y sacudir todo el cuerpo para terminar por caer a tierra gritando: "¡Perdón!". Al cabo de una semana murió también él. Luego le llegó el turno a Louis Chauvet, uno de los honestos jueces que se habían resistido a tomar parte en la diabólica comedia del proceso. La priora y casi todas las monjas lo habían acusado de hechicería y, por su parte, el padre Barré consiguió confirmar sus testimonios por la boca de varias posesas de su propia parroquia de Chinon. El temor de lo que pudiera acontecerle si el cardenal decidía tomar seriamente en consideración esos disparates invadió el espíritu de Chauvet. Cayó entonces en un estado melancólico que lo llevó a la locura y a la consunción, con lo que vino a morir antes de que terminara ese invierno. El padre Tranquille era de una fibra más resistente. Sólo en 1638 llegó a sucumbir a consecuencia de su exageradamente exclusiva preocupación por el mal. En su odio a Grandier había favorecido el florecimiento de los demonios; por su escandalosa insistencia en practicar públicamente los exorcismos había hecho todo cuanto había podido para mantenerlos vivos y ahora los demonios se volvían contra él. Dios no es cosa de tomarse a broma; el padre Tranquille cosechó lo que había sembrado. Al principio, las obsesiones que lo invadieron fueron raras y no muy intensas, pero poco a poco Cola de Perro y Leviatán fueron cobrando ventaja. Durante el último año de su vida el 131

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padre Tranquille se condujo como las monjas en las que con tanto cuidado él había fomentado la histeria. Rodaba por los suelos, maldecía, aullaba, sacaba la lengua, ladraba, silbaba, relinchaba. Esto no era todo. La "hedionda lechuza del infierno", como su biógrafo capuchino llamaba pintorescamente al demonio, lo acosaba con tentaciones difíciles de resistir, con tentaciones contra la castidad, contra la humildad, contra la paciencia, contra la fe y la devoción. Invocaba entonces a la Virgen, a San José, a San Francisco y a San Buenaventura. Mas todo era en vano. La posesión se hacía cada vez más efectiva. El domingo de Pentecostés de 1638 el padre Tranquille pronunció su último sermón; dos o tres días después ya no pudo decir misa. Luego cayó en cama, atacado por una enfermedad que no por ser de naturaleza psicosomática era menos mortal. "Comenzó a decir suciedades que podrían juzgarse como pactos diabólicos... Cada vez que tomaba un alimento, por ligero que éste fuese, los demonios le determinaban unas arcadas de tal violencia que habrían matado a la persona más sana." Sufría también de dolores de cabeza y de corazón, "de una clase que no mencionan ni Galeno ni Hipócrates". Al terminar la semana, "vomitaba suciedades tan hediondas e insoportables, que los que lo asistían debían retirarlas inmediatamente, porque temían que pudieran infectar la habitación". El lunes siguiente a la Pascua de Pentecostés se le administró la extremaunción. Los demonios abandonaron entonces el cuerpo del moribundo, pero sólo para introducirse en el otro fraile que estaba arrodillado junto al lecho del muerto. El nuevo poseído se puso tan frenético que media docena de sus colegas a duras penas consiguieron impedirle patear el cadáver en el que acababa de extinguirse la vida. Los funerales del padre Tranquille se realizaron con gran pompa. "Apenas hubo terminado el servicio religioso, el pueblo se precipitó sobre él. Algunos ponían sus rosarios sobre el cuerpo, otros cortaban pequeños trozos de su hábito, que conservarían como reliquias. Tan fuerte fue el asalto de la multitud que el féretro quedó hecho pedazos y el cadáver fue tirado hacia uno y otro lado por los más exaltados de entre los que se lo disputaban. Y con toda seguridad, el buen padre habría quedado desnudo si algunas personas de honor no hubieran formado una guardia para protegerlo de la indiscreta devoción del pueblo que, después de haber cortado su hábito, probablemente habría mutilado el cadáver." Los jirones del hábito del padre Tranquille, las cenizas del hombre que éste había torturado y hecho quemar vivo... Todo fue allí equívoco. El mago había muerto como un mártir; su perverso verdugo era ahora un santo, pero un santo que había sido poseído por Belcebú. Sólo una cosa era segura: un fetiche es un fetiche. ¡Por lo tanto, es necesario un cuchillo, y conquistar una reliquia!

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9 Grandier había partido, pero Eazaz, Brasa de Impureza y Zabulón se quedaron. Para muchos, el hecho era inexplicable; mas allí donde persiste una causa se dan siempre los mismos efectos. El canónigo Mignon y los exorcistas habían originariamente cristalizado la histeria de las monjas en las formas de los demonios y el canónigo Mignon y los exorcistas mantenían ahora viva la posesión. Dos veces por día, excepto los domingos, se fomentaba en las poseídas su enfermedad. Como era de esperarse, lejos de mejorar, estaban aun algo peor que cuando vivía el mago. Hacia fines de septiembre Laubardemont informó al cardenal de que había pedido la colaboración de la Compañía de Jesús. Los jesuitas tenían reputación de ilustración y de talento. Estos maestros de todas las ciencias harían que el público seguramente "aceptara, sin la menor objeción, la evidencia de la autenticidad de la posesión". Muchos jesuitas, incluso Vitelleschi, el general de la orden, rehusaron con mucha cortesía intervenir en cualquier asunto relacionado con las posesas. Pero era ya demasiado tarde para poner excusas. La invitación que les había hecho Laubardemont fue inmediatamente seguida por una orden del rey y a través de éste había de descubrirse la voluntad de Su Eminencia. El 15 de diciembre de 1634 cuatro padres jesuitas entraban en Loudun. Uno de ellos era Jean-Joseph Surin. El padre Bohyre, el Provincial de Aquitania, lo había designado para practicar los exorcismos, mas luego, siguiendo la indicación de su Consejo, había revocado la disposición. Sin embargo, ya era demasiado tarde Surin ya estaba por abandonar Marennes, de modo que la designación original se mantuvo en pie. Tenía Surin en ese momento treinta y cuatro años; estaba nel mezzo del cammin, su carácter estaba ya plenamente formado lo mismo que su pensamiento. Sus compañeros, los jesuitas, tenían un alto concepto de su talento, reconocían su celo y respetaban la austeridad de su vida, el fervor con que perseguía la cristiana perfección. Mas su admiración quedaba en cierto modo atenuada por algunos recelos. El padre Surin tenía todas las condiciones propias de un hombre de virtud heroica: pero había algo en él que hacía menear las cabezas de sus colegas y superiores más prudentes. Descubrían en él cierta extravagancia, cierta exageración, tanto en las palabras como en las acciones. El padre Surin solía decir que "el hombre que no tiene ideas exageradas con respecto a Dios nunca podrá acercarse a Él". Claro está que eso es cierto suponiendo que esas ideas exageradas se orientaran por el camino correcto. Algunas de las ideas de este joven sacerdote, a pesar de ser suficientemente ortodoxas, parecían desviadas del camino de la discreción. Por ejemplo, sostenía que debemos estar dispuestos a morir por la gente con la que vivimos, "mientras que al mismo tiempo tenemos que precavernos de esa misma gente como si fuera nuestro enemigo", proposición que muy difícilmente podía ser útil al género de vida en común que se llevaba en las casas de la Compañía. Así como por una parte, en virtud de sus ideas exageradas, se mostraba antisocial, por otra, y en virtud de estas mismas ideas, era extremadamente riguroso consigo mismo. "Deberíamos -decía- deplorar nuestras vanidades como sacrilegios y castigar del modo más severo nuestras ignorancias e inadvertencias." Y a este inhumano rigorismo, que sostenía en nombre de la perfección, agregaba lo que pareció a muchos de sus contemporáneos de mayor edad un indiscreto y hasta peligroso interés por esas "gracias extraordinarias" que a veces se dan con la santidad, pero son enteramente innecesarias para lograr la salvación o la misma santidad. "Desde su más tierna infancia -hubo de escribir su amigo, el padre Anginot, muchos años después- se sintió poderosamente atraído a tales cosas, las que estimaba en el más alto grado. Hubo que complacerlo en esto y permitirle que echara a andar por un camino que no era el común y ordinario." En el puerto pesquero de Marennes donde pasó la mayor parte de los cuatro años que siguieron a la terminación de su segundo noviciado en Ruán, el padre Surin fue director 133

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espiritual de dos mujeres notables: la señora du Verger, la esposa de un próspero y piadoso comerciante, y Madeleine Boinet, la hija conversa de un calderero protestante. Ambas eran contemplativas activas y ambas, especialmente la señora du Verger, habían sido favorecidas por "gracias extraordinarias". El interés que despertaron en Surin las visiones y éxtasis de las señoras fue tan grande que él mismo copió largos resúmenes del diario de la señora Verger y escribió circunstanciados relatos, con el fin de que circularan entre sus amigos manuscritos de las experiencias espirituales de las dos mujeres. Por supuesto que nada malo había en todo ello. Mas, ¿por qué prestar tanta atención a un asunto, por su naturaleza tan ambiguo, tan lleno de peligros? Las gracias ordinarias eran las únicas que podían conducir con seguridad un alma al cielo; entonces, ¿por qué molestarse en buscar las extraordinarias de las que en verdad nunca se sabe si se trata de cosas provenientes de Dios, de la imaginación, de un fraude deliberado o del demonio? Si el padre Surin aspiraba a la perfección, bien podía tomar el ancho camino que le ofrecía su Compañía, el camino de la obediencia y del celo activo, el camino de la oración verbal y de la meditación discursiva. Lo que empeoraba el caso de Surin, en lo que respecta a su sentido crítico, era el hecho de que el sacerdote era un hombre enfermo, una víctima de la neurosis, o como hubo de llamarse luego, de la "melancolía". Por lo menos dos años antes de su llegada a Loudun había sufrido de ciertos desarreglos psicosomáticos. El más ligero esfuerzo físico le determinaba intensos dolores musculares; cuando intentaba leer se veía en seguida obligado a dejar la lectura por los fuertes dolores de cabeza que le sobrevenían. Encontrábase su mente en ese tiempo oscura y confusa, de suerte que vivía en medio de "tales agonías y opresiones que no sabía lo que sería de él". ¿No sería que todas esas rarezas de su conducta y de sus teorías eran productos de la mente enferma de un cuerpo sin salud? Surin deja consignado el hecho de que muchos de sus colegas jesuitas no estaban convencidos de que las monjas estuvieran auténticamente poseídas. En cuanto a él mismo, aun antes de llegar a Loudun, no tuvo tal género de dudas. Estaba persuadido de que en este mundo lo sobrenatural intervenía visible y milagrosamente en todo momento y esta convicción a su vez constituía la fuente de una enorme credulidad. Surin creía, sin practicar la menor crítica, a todo aquel que afirmaba haber tenido contacto con santos, ángeles o demonios. Visiblemente le faltaba "discernimiento del espíritu". Verdaderamente carecía de sentido común en sus juicios. Surin era esa paradoja bastante común de un hombre de gran talento que es al mismo tiempo un necio. Nunca hubiera podido hacerse eco de las palabras de Monsieur Teste: La bétise n'est pas mon fort. En medio de toda su inteligencia y santidad, la simpleza era su punto fuerte. La primera vez que Surin vio a las poseídas fue durante uno de los exorcismos públicos que realizaban los padres Tranquille, Mignon y los carmelitas. Había llegado a Loudun convencido de la realidad de las posesiones, pero este espectáculo hizo que su convicción se fortaleciera aun más. Pudo comprobar entonces que los demonios eran absolutamente auténticos "y Dios le inspiró tanta compasión por el estado de las posesas que no pudo reprimir sus lágrimas". Surin estaba derrochando su simpatía o por lo menos depositándola en mal lugar. "El demonio -escribe la hermana Jeanne- me sedujo con ciertos placeres que yo, en mi agitación, acepté junto con otras extraordinarias cosas que hizo en mi cuerpo. Experimentaba un gran deleite al oír hablar de estas cosas y me sentía contenta cuando tenía la impresión de que yo era más gravemente atormentada que las demás." Cuando se lo prolonga con exceso, todo placer se convierte en su contrario; las buenas hermanas dejaban de alegrarse de ser poseídas sólo cuando los exorcistas prolongaban excesivamente sus sesiones. Es éste un hecho que no puede ocultarse a aquellas personas acostumbradas a practicar un examen de conciencia a la luz de la más estricta moralidad. No obstante saber que las almas no eran culpables de los pecaminosos actos cumplidos en el paroxismo de la posesión, la hermana Jeanne sentía permanentes remordimientos de conciencia. "Y esto no debía causarme asombro, pues bien claramente conocía que las más de las veces yo era la causa primera de mis desórdenes y que el demonio solamente obraba cuando yo le había dado pie para hacerlo." La priora sabía entonces que cuando actuaba de un modo indecoroso ello se debía a que libremente lo había querido. "Sentía con seguridad, para gran confusión mía, que era yo la 134

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que hacía posible que el demonio obrara tales cosas y que Satanás no tendría poder para hacerlas si no me aliara expresamente con él... Cuando por mi parte le hacía una fuerte resistencia, todas esas furias desaparecían tan rápidamente como habían llegado; pero, ay, sólo que muy pocas veces ocurrió que yo hiciera un gran esfuerzo para resistirlas." Sabiendo que eran culpables, no de lo que hacían cuando estaban fuera de su juicio, sino de lo que habían dejado de hacer antes de sucumbir a su histeria, las monjas sufrían extremadamente por un sentimiento de culpabilidad. Las corrupciones de la posesión y de los exorcismos vinieron a ser felices momentos que las apartaban de su convicción de haber pecado. Derramaban lágrimas, no por esos excesos e indecencias que practicaban, sino por los lúcidos intervalos. A Surin se le había asignado, aun mucho antes de su llegada a Loudun, el honor de exorcizar a la madre superiora. Cuando Laubardemont le dijo a ésta que había pedido la colaboración de los jesuitas y que el director espiritual que se le había señalado era el más competente y santo de los sacerdotes jóvenes de la provincia de Aquitania, la hermana Jeanne se alarmó grandemente. Los jesuitas no eran como esos lerdos y faltos de inteligencia capuchinos o carmelitas a los que tan fácilmente ella había conseguido engañar siempre. Los jesuitas eran avisados, muy ilustrados; y ese padre Surin era versado en los asuntos espirituales, era un hombre de oración, un gran contemplativo. Inmediatamente vería a través de ella, en seguida sabría cuándo ella estaba realmente poseída y cuándo simulaba o por lo menos cuándo estaba colaborando con los demonios. La priora rogó a Laubardemont que la dejara en manos de sus antiguos exorcistas, en manos de ese querido canónigo Mignon, del buen padre Tranquille y de esos dignos carmelitas. Mas Laubardemont y su amo tenían otra opinión, necesitaban una prueba aceptable de las posesiones y ésta sólo los jesuitas podrían suministrarla. La hermana Jeanne, contra su voluntad, tuvo que someterse. Durante las semanas que precedieron a la llegada de Surin, la priora hizo todo cuanto pudo por descubrir algo acerca de su nuevo exorcista. Escribió cartas a sus amigos de otros conventos pidiéndoles informes, sondeó a los jesuitas de Loudun. Su objeto era "estudiar el carácter del hombre que le había sido asignado" y habiéndolo descubierto, la priora podría "conducirse respecto de él con la sinceridad que juzgara conveniente, sin darle ninguna información del estado de mi alma". Cuando llegó el nuevo exorcista, la hermana Jeanne sabía de su vida lo suficiente como para poder referirse sarcásticamente a ta Boinette (el nombre que sus demonios habían puesto a Madeleine Boinet). Surin elevó sus brazos maravillado. Era un milagro infernal a no dudarlo, pero manifiestamente auténtico. La hermana Jeanne había resuelto guardar reserva acerca de sus secretos, y obró de acuerdo con esa resolución manifestando que sentía una intensa aversión por el nuevo exorcista y cayendo en convulsiones (para decirlo con sus propias palabras, "los demonios la acosaban interna y externamente") cada vez que Surin intentaba interrogarla sobre el estado de su alma. Cuando se le acercaba, ella echaba a correr, mas cuando se veía obligada a escucharlo daba alaridos y sacaba la lengua. La propia hermana Jeanne hace notar que todo esto había puesto a dura prueba la virtud del sacerdote, pero él, en su caridad, atribuía sus disposiciones a los demonios". Todas las monjas sentían un gran remordimiento y la convicción, a pesar de los demonios que las poseían, de haber pecado grandemente. La priora, empero, sentíase más oprimida porque tenía razones más poderosas que las otras hermanas para sentirse culpable. Poco tiempo después de la ejecución de Grandier, Isacaarón, que era un demonio de concupiscencia, "cobró ventaja sobre mis flaquezas y me tentó del modo más horrible contra la castidad. Cumplió en mi cuerpo la más extraña y más curiosa operación que pueda imaginarse, después de lo cual me persuadió de que estaba embarazada, de suerte que yo creí firmemente en ello y me pareció que exhibía todos los síntomas del caso". La superiora confió a sus hermanas estas experiencias y muy pronto varios demonios anunciaron a su vez el embarazo. Los exorcistas informaron del hecho a Laubardemont y éste a Su Eminencia. "La menstruación -escribió- dejó de darse desde hace tres meses; tiene continuas arcadas y desarreglos estomacales, hay secreción de leche y se nota un marcado aumento en el volumen 135

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del vientre." A medida que pasaban las semanas, la priora se sentía más penosamente agitada. Si daba a luz un niño se perdería y con ella toda la comunidad de la que era cabeza. Cayó en una profunda desesperación de la que el único consuelo eran las visitas de Isacaarón. Esas visitas se realizaban casi siempre de noche. En las tinieblas de su celda, oía ella ruidos y sentía que se apoyaban en su lecho. Unas manos retiraban las sábanas en tanto que voces susurrantes decían en sus oídos indecencias y halagos. Algunas veces la habitación aparecía iluminada por una extraña luz de modo que ella podía ver la forma de un macho cabrío, o de un león, o de una culebra, o de un hombre. Otras veces se sentía caer en un estado cataléptico y cuando así yacía, incapaz de todo movimiento, sentía como si algunos animalejos se deslizaran debajo de las ropas de su cama acariciando su cuerpo con sus patas y hocicos. Luego, una vez más, aquella voz zalamera volvía a pedirle un pequeño favor de amor, el más pequeño. Y cuando ella contestaba que "su honor estaba en las manos de Dios y que Él dispondría de su cuerpo según su voluntad", sentía que la tumbaban de la cama y que la vapuleaban con tanta violencia que su rostro quedaba desfigurado y su cuerpo cubierto de cardenales. "Muy a menudo aconteció que el demonio me tratara de esta suerte pero Dios me daba más valor que el que yo misma podía esperar. Y aun era tan mala que sentí orgullo al vencer en estos combates pensando que yo debía de este modo ser muy agradable a Dios y que por eso no tenía por qué temer, como lo había hecho hasta entonces, los reproches de mi conciencia. Mas todo era en vano; se me hizo imposible ahogar mis remordimientos o convencerme de que yo era tal como Dios me deseaba." Como Isacaarón era el principal de los demonios Surin dirigió todas sus energías contra él, todos los rayos del ritual. Audi ergo et time, Satana, malorum radix, fomes vitiorum... Mas nada daba resultado. "Desde que dejé de revelar mis tentaciones, éstas aumentaron más y más." Y como Isacaarón se fortalecía cada vez más, tanto mayor era la desesperación de la hermana Jeanne, sus ansiedades, a causa del avanzado estado de embarazo en que se encontraba. Poco antes de Navidad logró procurarse ciertas drogas, artemisa, aristol y coloquíntida, los tres elementos a los que la ciencia de Galeno y las optimistas y desesperadas muchachas atribuían facultades abortivas. Pero, ¿qué pasaría si el niño muriera sin ser bautizado? Su alma se perdería eternamente. Entonces desechó las drogas. Se le había ocurrido otro proyecto. Iría a la cocina, tomaría el cuchillo más afilado de la cocinera, se abriría el vientre, extraería el niño y luego lo bautizaría, ya se recobrara, ya muriera. El primer día del año de 1635, la priora hizo una confesión general, "sin revelar, con todo, mi proyecto al confesor". Al día siguiente, con un cuchillo y una vasija llena de agua bendita, se encerró en un cuartito del piso superior del convento. En la habitación había un crucifijo. La hermana Jeanne se arrodilló delante de él y rogó a Dios que le "perdonara su propia muerte y la de esa pequeña criatura, en el caso de que tuviera que asesinarme a mí y a ella, pues había resuelto ahogarla no bien estuviera bautizada". Cuando comentó a desvestirse, la invadieron de petittes appréhensions d'estre damnée; mas estas pequeñas aprensiones no fueron lo suficientemente fuertes como para apartarla de su designio. Después de haberse despojado de su hábito, cortó con unas tijeras un gran trozo de su camisa, empuñó el cuchillo y lo aplicó entre dos costillas próximas al estómago "con la firme resolución de continuar hasta el crudo final". Pero aunque frecuentemente las histéricas intentan suicidarse, muy rara vez lo hacen. "¡He aquí que un golpe misericordioso de la Providencia me impidió hacer lo que había proyectado! Sentí de pronto que era derribada con indecible violencia, que me arrancaban de la mano el cuchillo que quedó frente a los pies del crucifijo." Una voz le gritó: ¡Desiste! La hermana Jeanne levantó los ojos al crucifijo. Cristo había separado uno de sus brazos de la cruz y con él señalaba a Jeanne. Oyó entonces divinas palabras después de las cuales se oyeron gruñidos y aullidos de los demonios. La priora determinó que de allí en adelante cambiaría su vida y que sería completamente piadosa. Con todo, su embarazo continuaba e Isacaarón no había cesado de importunarla. Una noche a cambio de sus favores le ofreció llevarle una medicina mágica que, aplicada al estómago, pondría fin al embarazo de la priora. Esta sintióse fuertemente tentada de aceptar las proposiciones del demonio, pero después de pensarlo dos veces decidió rechazarlas. El exasperado demonio la aporreó 136

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violentamente. Otra vez Isacaarón derramó lágrimas y se quejó tan amargamente, que la hermana Jeanne se emocionó y "sintió el deseo de volver a oír la misma cosa de nuevo". Y así ocurrió. Parecía que no había razón que impidiera que esta clase de cosas continuara indefinidamente. Muy perplejo, Laubardemont envió a buscar a Le Mans al famoso doctor du Chéme, que se presentó al punto, hizo un examen completo de la priora y confirmó que el embarazo era auténtico. La perplejidad de Laubardemont se convirtió en franca alarma. ¿Cómo tomarían el asunto los protestantes? Afortunadamente para todos los que intervenían en él, Isacaarón se presentó en un exorcismo público y contradijo de plano el diagnóstico del médico. Todos los síntomas de que se había hablado, desde los mareos por la mañana hasta la presencia de leche, habían sido inventados por los demonios. "El demonio tuvo que hacer arrojar toda la sangre que había estado acumulando en mi cuerpo. Esto ocurrió en presencia de un obispo, varios médicos y muchas otras personas." Todas las señales del embarazo desaparecieron para no volver nunca más. Los espectadores agradecieron a Dios y lo propio hizo, aunque sólo con los labios, la priora; pues en su interior alimentaba sus dudas. "Los demonios -escribe Jeanne- hicieron cuanto pudieron para persuadirme de que lo que me había ocurrido cuando Nuestro Señor me impidió abrirme el vientre para librarme de mi presunto embarazo no procedía de Dios y, de acuerdo con esto, de que debía considerarlo una mera ilusión, guardarme de ella y no mencionarla siquiera en la confesión." Posteriormente ella quedó convencida, superando sus dudas, de que el hecho había sido un milagro. Surin nunca dudó de que se tratara de un milagro. Por lo que a él hacía, todo cuanto ocurría en Loudun era de orden sobrenatural. Su fe era voraz y sin discernimiento. Creía en la autenticidad de la posesión, creía en la culpabilidad de Grandier, creía que otros. hechiceros estaban perjudicando a las monjas, creía que el demonio, si se lo obligaba mediante oportunos conjuros, tenía que decir la verdad, creía que los exorcismos públicos redundaban en beneficio de la religión católica y que gran número de libertinos y hugonotes se convertirían a la verdadera fe oyendo atestiguar a los demonios la realidad de la transubstanciación; creía por fin a la hermana Jeanne y en los productos de su imaginación. La credulidad es un grave pecado intelectual que sólo la más crasa ignorancia puede justificar. En el caso de Surin, la ignorancia no era crasa y por lo demás era deliberada. Ya hemos visto que muchos de sus colegas jesuitas, a pesar de la fama de intelectual de que gozaba Surin, no estimaban en mucho su indecente avidez por ciertas creencias. Al dudar de la autenticidad de las posesiones, esos jesuitas venían a negar su beneplácito a ese absurdo y repugnante disparate que el nuevo exorcista, con su enfermizo interés por las "gracias y desgracias extraordinarias", había aceptado sin someterlo a ninguna crítica. La simpleza, como ya hemos visto, era un punto fuerte de Surin; mas él, con todo, no carecía de santidad, no carecía de un celo heroico. Su meta era la perfección cristiana, esa anulación del yo que hace posible a un alma la gracia de la unión con Dios. Y no sólo se proponía alcanzar esta meta para sí mismo, sino también para todo aquel que accediera a tomar, junto con él, la senda de la purificación y de la obediencia a las inspiraciones del Espíritu Santo. Otras personas ya lo habían escuchado. ¿Por qué no había de hacerlo también la priora? La idea se le ocurrió -y él la consideró una verdadera inspiración- cuando aún se encontraba en Marennes. Él ayudaría y reforzaría los exorcismos preparando el espíritu de la priora para la vida espiritual con esas mismas enseñanzas que él había recibido de la madre Isabel y del padre Lallemant. Libraría el alma de la poseída elevándola hasta la luz. Uno o dos días después de su llegada a Loudun, el padre Surin expuso su proyecto a la hermana Jeanne, la que le respondió con profundo desprecio, con las risas de Isacaarón y con un gruñido de Leviatán. Esa mujer, le manifestaron los demonios, era propiedad de ellos, era una mansión común de los demonios, iy él le hablaba de ejercicios espirituales, la instaba a preparar su alma para unirse con Dios! Si ya hacía dos años que esa mujer había intentado la práctica de la oración mental. ¿La contemplación?, ¿también la perfección cristiana? Las risas se convirtieron en ruidosas carcajadas. 137

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Pero Surin no era de los que se desanimaban. Día tras día, a despecho de las blasfemias y de las convulsiones, volvía a la carga. Había puesto al Sabueso de los Cielos sobre la pista de la mujer y estaba dispuesto a seguir a su presa hasta la muerte, hasta la muerte que es vida eterna. La priora intentó escapar, pero el padre Surin seguía firmemente sus pisadas, la acosaba con sus oraciones y homilías, le hablaba de la vida espiritual y rogaba a Dios que concediera a Jeanne la fuerza de superar estos primeros pasos tan arduos; le describía la beatitud de la unión con Dios. La priora lo interrumpía con arranques de risa, con bromas sobre su querida Boinette, con fuertes eructos, con trozos de canciones e imitaciones de los ruidos que hacen los cerdos al comer. Mas la voz del jesuita continuaba murmurando, infatigable. Un día, después de esas manifestaciones bestiales que habían sido particularmente acentuadas, Surin pidió a Dios que le fuera concedido padecer lo que la priora padecía. Deseaba sentir todo lo que los demonios habían hecho sentir a la hermana Jeanne, estaba dispuesto a ser también él un poseído "con tal que la divina bondad curara a Jeanne y la condujera por el camino de la práctica de la virtud". Hasta pidió que le fuera concedida la última humillación, el que se lo considerara un loco. Los moralistas y los teólogos nos aseguran que nunca han de elevarse al cielo tales plegarias54 Desgraciadamente la prudencia no era una de las virtudes de Surin y él hizo esa indiscreta, esa del todo ilegítima petición. Mas cuando las plegarias son sinceras, ellas mismas llevan su respuesta. A veces, sin duda, por una intervención directa de Dios, pero más a menudo, es de sospechar, porque la naturaleza de las ideas es tal que éstas tienden a objetivarse, a tomar una forma material o psíquica, en un hecho o en un símbolo, en el mundo de la vigilia o en el del sueño. Surin había pedido sufrir como había sufrido la priora. El 19 de enero comenzó a sentirse obsesionado. Quizá esto le habría ocurrido aun cuando nunca hubiera elevado plegaria alguna. Los demonios ya habían matado al padre Lactance, y el padre Tranquille tomaría muy pronto por el mismo camino. En verdad, según Surin, ninguno de los exorcistas dejó de ser acosado en alguna medida por los demonios cuya aparición favorecía. Ningún hombre puede concentrar impunemente su atención en el mal o en la simple idea del mal. El hecho de estar más contra el demonio que a favor de Dios es en extremo peligroso. Todo cruzado que emprenda este camino corre el peligro de volverse loco. La maldad que atribuye a sus enemigos lo invade de tal suerte que, en cierto sentido, llega a formar parte de él mismo. Las posesiones que se dan pertenecen más al mundo ordinario que al sobrenatural. Los hombres son poseídos por sus propios pensamientos acerca de una persona odiada, de una clase, de una raza o de una nación odiada. En el momento actual, los destinos del mundo están en manos de hombres que han determinado en sí mismos la posesión, de hombres que están poseídos por el mal que declaran ver en los demás. Los tales no creen en los demonios, pero han hecho cuanto pudieron para ser poseídos, lo intentaron y obtuvieron el más amplio éxito. Y puesto que creen aún menos en Dios que en el demonio, parece muy improbable que alguna vez puedan curarse de su posesión. Concentrando su atención en la idea de lo sobrenatural y del mal metafísico, Surin dio en un tipo de locura inusitada entre los poseídos del siglo. Mas como su idea del bien era también sobrenatural y metafísica, consiguió al fin salvarse. A principios de mayo Surin escribía a su amigo jesuita, el padre d'Attichy, y le informaba por extenso de lo que le había ocurrido. "Desde mi última carta, he caído en una 54

"Estos sufrimientos extraordinarios tales como la posesión y la obsesión están, lo mismo que las revelaciones, sujetos a la ilusión; es evidente que nunca debemos desearlos; simplemente tenemos que aceptarlos, a pesar de nosotros, tales como se nos dan. Si deseamos sufrir, tenemos a nuestro alcance los medios de mortificar nuestro orgullo y sensualidad. De este modo evitaremos caer en situaciones sobre las que no tenemos dominio y de las que no conocemos el alcance. Mas nuestra imaginación se complace en lo maravilloso, anhela esas románticas virtudes... "Y además los procesos de posesión y de obsesión constituyen un serio inconveniente no sólo para la persona que los padece, sino para los directores espirituales y toda la comunidad a que ella pertenece. La caridad nos impide esta clase de sufrimientos." (A. Poulain, de la Compañía de Jesús, Las gracias de la oración interior, pág. 436 de la edición inglesa.)

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disposición de espíritu que estaba muy lejos de prever aunque completamente concorde con las directivas de la Providencia de Dios en lo que respecta a mi alma... Estoy empeñado en una pugna con cuatro de los más malignos demonios del infierno... El campo menos importante en que se libran estas batallas es el de los exorcismos, pues mis enemigos se me han dado a conocer secretamente, día y noche, de mil diversas maneras... En los últimos tres meses y medio no hubo un solo momento en que no me acompañara un demonio. Dios ha permitido (por mis pecados, pienso yo) que ocurrieran cosas tales como que los demonios, pasando del cuerpo de las personas poseídas, entraran en el mío, me asaltaran, se precipitaran sobre mí, me atormentaran y, cosa que todos pudieron ver, me poseyeran por algunas horas mientras permanecía extendido como un poseso.55 "Me es casi imposible explicar lo que ocurre en mí en esos momentos, cómo un espíritu extraño se une al mío sin privarme de la conciencia o de la libertad interior, siendo así que constituye un segundo yo, como si yo tuviera dos almas, de las cuales una está despojada de mi cuerpo y del uso de sus órganos en tanto que la otra, la intrusa, hace cuanto le viene en gana. Estos dos espíritus combaten dentro de los límites de un campo que es el cuerpo. El alma verdadera está como dividida, y una de sus partes es la sujeta a las impresiones del demonio, en tanto que la otra siente que puede ser inspirada por Dios o que verdaderamente lo es. Al mismo tiempo, me siento invadido por una gran paz como si estuviera bajo la gracia de Dios mientras que por otro lado (sin saber cómo) me siento abrumado por una sensación de rabia y aversión a Dios que se expresa en frenética lucha por separarme de Él. Asimismo experimento un gran júbilo y deleite y, por otro lado, una miserable sensación que se desahoga en lamentos y quejidos iguales a los de las poseídas. Siento así lo que es el estado de condenación y lo experimento en mí mismo. Siento como si esa alma ajena que parece mía fuera invadida por la desesperación al paso que la otra alma vive en entera confianza, ilumina todas esas sensaciones y abomina de la que es causa de ellas; y hasta siento que los gritos lanzados por mi boca provienen de ambas almas a la vez. Y me es difícil determinar si tales gritos son productos del júbilo o del frenesí. Los temblores que me aquejan cuando se aplica el Santísimo Sacramento a alguna parte de mi cuerpo son simultáneamente causados (así me lo parece) por el horror de su proximidad, que se me hace intolerable, y por la profunda reverencia de mi corazón... "Cuando a impulsos de una de estas dos almas intento hacer el signo de la cruz sobre mi boca, la otra alma aparta mi mano o me hace poner un dedo entre los dientes, que queda así mordido. Me parece que la oración mental nunca puede ser tan fácilmente lograda o darse con más tranquilidad que en medio de tales agitaciones, en momentos en que el cuerpo rueda por tierra y cuando los ministros de la Iglesia se dirigen a mí como si fuera un demonio, llenándome de maldiciones. No puedo describirte cabalmente el gozo que experimento al encontrarme de tal suerte convertido en un demonio, gozo que no se debe a la rebelión contra Dios, sino a la calamidad del estado a que el pecado ha podido reducirme... "Cuando las otras poseídas me ven en ese estado, constituye para mí un gozo ver cómo se regocijan, oír cómo los demonios se mofan de mí. `Médico, cúrate a ti mismo', `qué bien si fueras ahora al púlpito de esta suerte, bonito espectáculo ver cómo esa cosa predica...' Mas, ¡qué gran favor de Dios es éste!; conocer por experiencia directa el estado de que Jesucristo me ha sacado, comprender la grandeza de su redención; no de oídas, sino por la sensación real del estado del que hemos sido redimidos. "Tal es la situación en que ahora me encuentro. De esta suerte estoy casi todos los días. Me he convertido en un objeto de controversia. ¿Trátase de una posesión verdadera? ¿Es posible que los ministros de la Iglesia puedan caer en tales perturbaciones? Algunos dicen que Dios me está castigando con todo esto, que es un castigo por ilusiones que yo alimento; otros, en cambio, dicen cosas bien diferentes. En cuanto a mí, me complazco en aceptar esa paz y no 55

Estas manifestaciones exteriores de la invasión diabólica no aparecieron hasta el viernes santo, el 6 de abril. Desde el 19 de enero hasta esa fecha los síntomas de la obsesión habían sido puramente psíquicos.

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deseo cambiar mi destino, firmemente convencido como estoy de que nada es mejor que ser reducido al más miserable estado..." (En sus escritos posteriores, Surin desarrolló más ampliamente este tema. Una y otra vez explica que hay muchos casos en que Dios se vale de la posesión para purificar el alma antes de que ésta llegue a la iluminación. "Permitir que el demonio posea u obsesione almas que Dios desea elevar a un alto grado de santidad es uno de los expedientes más frecuentemente utilizados por Él." Los demonios no pueden poseer la voluntad ni pueden obligar a sus víctimas a pecar. Las tentaciones diabólicas que nos llevan a la blasfemia, a la impureza, a odiar a Dios, dejan el alma sin mancilla. La verdad es que esas inspiraciones diabólicas son más bien favorables, porque hacen que el alma sienta tanta humillación como si esos horrores se cometieran voluntariamente. Esas humillaciones, esas agonías y aprensiones con las que el demonio llena nuestra mente son "el crisol en que se purifica lo más hondo de nuestro corazón, la última médula de nuestros huesos, al quemar todo amor por nosotros mismos". Y mientras tanto, Dios mismo actúa en nuestra alma sufriente y sus obras en ella son "tan poderosas, tan insinuantes y arrebatadoras que bien puede decirse de esa alma que es una de las obras más amadas por la misericordia de Dios".) Surin terminaba su carta al padre d'Attichy pidiéndole reserva y discreción. "Excepto mi confesor y mis superiores, eres tú la única persona a quien he confiado estas cosas." Mas Surin no hizo su confidencia a un destinatario discreto. El padre d'Attichy mostró la carta a cuantos se le ofreció; se hicieron de ella numerosas copias que circularon profusamente y a los pocos meses hasta se había impreso un folleto. Surin convirtióse así, lo mismo que los criminales condenados y las vacas de seis patas, en objeto de la diversión popular. Ya Leviatán e Isacaarón no se retiraron. Sin embargo, en los intervalos de sus asaltos, y aun durante los momentos de obsesión de su alma, Surin pudo continuar realizando su misión: purificar el alma de la hermana Jeanne. Cuando ésta corría rehuyéndolo, él la seguía. Cuando quedaba acorralada, Jeanne se volvía contra él lanzándole imprecaciones, mas el padre Surin, sin prestar atención a ello, poníase de hinojos a los pies de la posesa, rogaba por ella y luego, sentándose a su lado, en voz baja le exponía la doctrina espiritual del padre Lallemant, que ella no quería oír. "La perfección interior, la docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo, la purificación del corazón, la mudanza de la voluntad, dirigiéndola a Dios..." Los demonios de la hermana Jeanne se retorcían y farfullaban, mas él persistía, continuaba hablando aun cuando en su propia mente oía los escarnios de Leviatán, las obscenas proposiciones de Isacaarón, el demonio de la impureza. Surin tenía que luchar con algo más que con los demonios, pues la priora, aun en sus horas de tranquilidad, "quizá sobre todo en esas horas de tranquilidad", le mostraba aversión. Le mostraba aversión porque le temía, porque abrigaba el temor de exponer a la perspicacia del padre lo que ella en sus momentos de lucidez sabía muy bien que era: una mujer enteramente histérica, a medias actriz, a medias pecadora impenitente. Surin le suplicaba que fuera franca con él; pero las respuestas que recibía eran ya aullidos de los espíritus malignos, ya la declaración de la monja de que no tenía nada que confiarle. Las relaciones entre este energúmeno y su exorcista se complicaron por el hecho de que durante la semana de Pascua la hermana Jeanne se sintió de pronto poseída por "malos deseos y un sentimiento del más ilícito afecto" por el hombre al que tanto temía y detestaba. Ella misma no fue capaz de confesar su secreto, mas fue el propio Surin quien, después de tres horas de oración ante el Santísimo Sacramento, se refirió primero a esas "infames tentaciones". "Si alguien -escribe la hermana Jeannese sintió alguna vez confundido, ésa fui yo en aquella ocasión." Al fin resolvióse a cambiar su conducta no sólo con respecto a Surin, sino en todos los aspectos de su vida. Pero fue ésta una resolución débilmente tomada. En lo profundo, en la subconsciencia, los demonios tenían otras miras. Intentó leer, pero su mente permanecía vacía; intentó pensar en Dios, elevar su alma hasta Su presencia, mas le sobrevinieron fuertes dolores de cabeza al paso que sentía "extrañas ofuscaciones y debilidades". 140

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Para todos estos síntomas de enfermedad tenía Surin un remedio soberano: la oración mental. La hermana Jeanne la intentó pero los demonios redoblaron sus furiosos ataques, pues apenas oyeron hablar de perfección interior precipitaron el cuerpo de la priora en convulsiones. Surin la hizo acostar sobre una mesa y la ató fuertemente con cuerdas de modo que su cuerpo no se moviera. Luego el jesuita se arrodilló junto a ella y susurró en sus oídos un modelo de oración meditativa. Día tras día se repitió la ceremonia. Atada, como para sufrir una operación quirúrgica, la priora estaba a merced de Dios. Forcejeaba, aullaba, pero a través de los gritos de los demonios continuaba oyendo la voz de su implacable bienhechor. A veces Leviatán volvía su atención al exorcista, y entonces, de pronto, el padre Surin se encontraba privado de la palabra. La priora emitía carcajadas de maligno regocijo. Luego, cuando los demonios abandonaban a Surin, las oraciones, las enseñanzas en voz baja continuaban desde el punto en que habían sido interrumpidas. Cuando los demonios se hacían demasiado agresivos, Surin iba a buscar una cajita de plata que contenía una hostia consagrada y que él aplicaba al corazón o a la frente de la priora. Después de las primeras convulsiones de defensa, "la hermana Jeanne se movía a gran devoción al continuar yo murmurando en su oído todo cuanto Dios quería inspirarme. Atendía ella a lo que yo le decía y se sumía en profundo recogimiento. El efecto que esto producía en su corazón era tan intenso... que las lágrimas brotaban de sus ojos". Se operó una verdadera transformación, sólo que una transformación en el contenido de la histeria de la priora, una transformación del escenario de un imaginario teatro. Ocho años antes, cuando era una joven monja y trataba de conquistarse el favor de su superiora, la hermana Jeanne alimentó por un tiempo la ambición de convertirse en una segunda Santa Teresa. Nadie se sintió impresionado por esto salvo la anciana priora. Luego había sido nombrada ella misma priora y pudo entregarse libremente a las charlas del locutorio. El misticismo comenzó a parecerle entonces menos importante. Después, y casi repentinamente, había sido acosada por sueños eróticos a los que ella daba el nombre de Grandier. Su neurosis se hizo más grave. El canónigo Mignon le hablaba de demonios, practicaba exorcismos, le alargaba su propio ejemplar del libro de Michaelis sobre la causa de Gauffridy. Jeanne lo leyó e inmediatamente se imaginó en su papel de reina de las poseídas. Toda su ambición, en esa época, consistía en sobrepasar a las demás en todo, en blasfemar, en gruñir, en proferir sucias palabras, en realizar acrobacias. Bien sabía, por supuesto, que "todos los desórdenes de su alma reconocían como fundamento su propio carácter" y que "debería condenarse a sí misma por esos desórdenes y no invocar causas extrañas". Bajo la influencia de Michaelis y de Mignon, esos defectos innatos se habían cristalizado en siete demonios y ahora los demonios habían cobrado una vida autónoma y se habían convertido en sus amos. Para librarse de ellos Jeanne tenía que comenzar por librarse de sus malos hábitos, de sus perversas tendencias. Y para lograr esto último, como su nuevo director no cesaba de decirle, tenía que orar, tenía que exponerse a la luz divina. El ardor de Surin era contagioso; Jeanne se sintió conmovida por la sinceridad del hombre. Vino a conocer que, por una profunda experiencia, Surin sabía muy bien de qué estaba hablando. Después de escucharlo, anhelaba ella elevarse a Dios, pero anhelaba hacerlo del modo más espectacular posible, ante un gran público que la admirara. Había sido la reina de las posesas; ahora deseaba ser una santa o, mejor dicho, deseaba que se la conociera como una santa, deseaba ser canonizada aquí y ahora, obrar milagros, ser invocada en las oraciones... Se lanzó entonces a representar el nuevo papel con toda su energía habitual. Prolongó a tres o cuatro horas los treinta minutos que diariamente destinaba al principio a la oración mental y para favorecer su iluminación se sometió a una serie de sacrificios físicos muy penosos. Sustituyó las plumas de su colchón por duras tablas, empleó infusiones de ajenjo en lugar de salsas en sus comidas, se vistió con una camisa cerdosa y un cilicio provisto de clavos, se azotó con un flagelo, por lo menos tres veces al día, y en ocasiones, así nos lo asegura ella misma, por espacio de más de siete horas. Surin, que creía firmemente en los beneficios de la disciplina, la animaba a perseverar en ella. Sabía que los demonios, que se limitaban a reír cuando se les administraban los exorcismos de la Iglesia, frecuentemente 141

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habían huido en muy pocos minutos cuando se aplicaba a la poseída una buena azotaina. Es más, el azote era un remedio tan bueno para la melancolía natural como para la posesión sobrenatural. Santa Teresa había hecho el mismo descubrimiento. "Lo digo una vez más (pues he visto y he tratado a muchas personas perturbadas por la enfermedad de la melancolía), no existe otro remedio si no es conquistarlas con todos los medios de que dispongamos." Agrega la santa que si las palabras no bastan es menester recurrir a las mortificaciones físicas, y éstas, todo lo severas que sea necesario. Podrá parecer injusto castigar a una hermana enferma, que no puede valerse, como si estuviera sana, pero es preciso recordar en primer término que esas almas neuróticas hacen gran daño a las de las demás. Por otra parte, hay que creer que las malas acciones provienen casi siempre de espíritus indisciplinados, mal adiestrados y que carecen de humildad. Con el pretexto de la melancolía, Satanás intenta ganar para sí muchas almas. "Esta enfermedad es más corriente -dice la santa- en nuestros días que antes y la razón de ello es que la porfía y licencia se llaman ahora melancolía." Entre las personas que creían en la absoluta libertad de la voluntad y en la total depravación de la naturaleza, tales medios de tratar a las neuróticas eran aparentemente muy eficaces. ¿Lo serán todavía hoy día? En algunos casos, quizá. En la mayor parte de los otros el disuadir, en la atmósfera intelectual de nuestros días, parece haber obtenido mejores resultados que el tratamiento del shock. Con las sesiones públicas del exorcismo y el ir y venir de los turistas, la capilla del convento se estaba convirtiendo en un lugar demasiado ruidoso para los coloquios que en voz baja mantenían la hermana Jeanne y su director espiritual. En los comienzos del verano de 1635, dieron en reunirse más privadamente en una buhardilla de los altos del convento. Se instaló allí una reja improvisada y el padre Surin a través de los barrotes deba sus instrucciones o exponía teología mística y la priora, del otro lado, le hablaba de sus tentaciones, de sus combates con el demonio, de sus experiencias (ya maravillosas) en el curso de la oración mental. Luego se quedaban meditando, silenciosos, y el desván se convertía, según Surin, "en una mansión de ángeles y en un paraíso de delicias", en el que a ambos les era dado disfrutar de gracias extraordinarias. Un día, mientras estaban meditando en la humillación a que había sido sometido Cristo durante su Pasión, la hermana Jeanne cayó en éxtasis. Cuando éste hubo terminado, la priora le informó a Surin "que había llegado tan cerca de Dios que Él le había dado con sus labios, así le había parecido, un beso". Y a todo esto, ¿qué pensaban los otros exorcistas de este asunto? ¿Cuáles eran las opiniones del buen pueblo de Loudun? Surin nos dice que oyó "murmurar a las gentes: ¿Qué puede estar haciendo ese jesuita todos los días, con una monja poseída? Yo hube de responderles en mi interior: No conocéis la importancia de la obra que he emprendido. He visto como si el cielo y el infierno ardieran fuego por esta alma; el uno en amor, el otro en furia. Uno y otro disputándosela". Mas, lo que él veía no lo veían los demás. Todo lo que éstos sabían era que en lugar de someter a la poseída a todos los rigores del exorcismo, Surin se pasaba horas enteras en conversaciones privadas tratando de enseñarle (a pesar de los demonios) la doctrina de la vida de la cristiana perfección. A sus colegas sus empeños parecíanles simplemente estúpidos, tanto más cuanto el propio Surin estaba obsesionado y con frecuencia hubo de ser exorcizado. (En mayo, cuando Gaston d'Orléans, el hermano del rey, fue a Loudun para ver a los demonios, Surin fue poseído públicamente por Isacaarón, que abandonó el cuerpo de la hermana Jeanne para pasar al de Surin. En un momento en que la posesa se mostró tranquila e irónicamente sonriente, su exorcista rodó por tierra. Por cierto que el príncipe quedó encantado, mas para Jean-Joseph había sido otra humillación de la serie que la inescrutable Providencia le había deparado.) Nadie dudaba de la pureza de los actos e intenciones de Surin, pero todo el mundo consideraba su conducta indiscreta y todos deploraban la murmuración que inevitablemente aquélla había suscitado. Al finalizar ese verano, se aconsejó al Provincial de la orden que lo llamara nuevamente a Burdeos. Mientras tanto, la priora se había lanzado a representar su nuevo papel de grande santa contemplativa y de tal modo lo hacía que bien podía haber esperado grandes aplausos. En cambio "Nuestro Señor ha permitido que yo tenga que sufrir mucho en conversaciones con las hermanas por obra de los demonios que las atormentan; las más de ellas alimentan contra mí 142

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una gran aversión por la transformación de mi conducta y de toda mi vida que ven en mí. Los demonios las han persuadido de que Satanás ha operado este cambio que me pone en posesión de juzgar el carácter y la conducta de cada una de ellas. Siempre que me las encuentro, los demonios inducen a alguna a que se mofe de mí o a que se burle de lo que digo y hago, cosa que me depara gran dolor". Durante los exorcismos las monjas solían referirse a la superiora llamándola le diable dévot, el diablo devoto. Esta opinión era compartida por los exorcistas. Todos ellos, excepto Surin, se mostraban escépticos. En vano era que la hermana Jeanne les asegurara que el gran Jean-Joseph había obtenido para ella el don de la oración mental; en vano que ella, modestamente, manifestara que había sido "elevada por la Divina Majestad al más alto grado de contemplación y que Nuestro Señor se había comunicado con mi alma de un modo especial y privado". En lugar de prosternarse ante esta fuente viva de la sabiduría divina, los exorcistas le dijeron que se trataba simplemente de una clase de ilusión que afectaba particularmente a la posesa. Frente a tanta dureza de corazón, la priora sólo podía escoger entre la locura o volver al desván con ese querido, con ese bueno, con ese crédulo padre Surin. Pero hasta el padre Surin era para ella un tormento. Cierto es que estaba siempre dispuesto a creer cuanto ella decía sobre sus gracias extraordinarias mas los ideales de santidad que sustentaba Surin eran penosamente elevados y su concepto del carácter de la hermana Jeanne, incómodamente bajo. Confesar que uno es soberbio y sensual es una cosa, oír decir a los demás estas mismas verdades es otra y muy distinta. Y Surin no se contentaba sólo con señalarle a la hermana Jeanne sus defectos sino que siempre estaba tratando de corregirlos. Se hallaba convencido de que la priora era una poseída por los demonios, pero asimismo estaba convencido de que el poder de éstos derivaba de los propios defectos de la víctima. Librándola de esos defectos, la libraría también de los demonios. Por eso era necesario, para decirlo con las palabras de Surin, "atacar el caballo para desmontar al jinete". Pero al caballo no le resultó en modo alguno agradable sentirse atacado. En efecto, aunque la hermana Jeanne hubiera resuelto ir hacia Dios, aunque ya se viera como una santa y se doliera cuando la gente sólo la consideraba una inconsciente (o quizá demasiado consciente) comediante, encontraba que el proceso de la santificación era penoso y lleno de angustias. Surin le había creído muy sinceramente cuando habló de su éxtasis y esto era halagador y todo cuanto podía desearse. Pero desgraciadamente para la priora, él seguía considerándola seriamente como una penitente y una asceta, de modo que cuando Jeanne se mostraba demasiado arrogante, tratábala él con menosprecio. Cuando ella pedía aparatosas penitencias, confesiones públicas de sus pecados, ser degradada al rango de hermana laica, él en cambio insistía en la práctica de pequeñas y secretas mortificaciones. Cuando, como ocurrió varias veces representaba ella el papel de una gran dama, la trataba Surin como a una fregona. Desesperada, Jeanne se refugiaba en la soberbia cólera de Leviatán, en los delirios de Behemot, en las bufonadas de Balaam. En lugar de hacerla someter a los exorcismos, Surin ordenó a las entidades infernales que se castigaran con el flagelo. Y puesto que la priora siempre había conservado suficiente libertad como para dar su consentimiento, los demonios tuvieron que obedecer. "Podemos hacer frente a la Iglesia -decían ellos-, podemos desafiar a los sacerdotes, mas no podemos resistir a la voluntad de esta perra." Relinchando o maldiciendo, según sus temperamentos, los demonios blandieron la disciplina. Leviatán fue de todos el que más duramente golpeaba; le seguía Behemot, pero Balaam y sobre todo Isacaarón demostraron un extraordinario horror al flagelo y resultó muy difícil inducirlos a que se azotaran. "Era un espectáculo admirable' -dice Surin- ver cómo el demonio de la sensualidad se castigaba a sí mismo." Cierto es que los golpes eran ligeros, pero los alaridos eran penetrantes y las lágrimas profusas. Parecía que los demonios sólo podían soportar un castigo mucho menor que el que soportaba la hermana Jeanne en su estado normal. Una vez se necesitó, para disipar ciertos síntomas psicosomáticos debidos a Leviatán, una hora entera de flagelación. Pero en la mayor parte de las ocasiones unos pocos minutos de disciplina bastaban. El demonio huía y la hermana Jeanne quedaba otra vez libre para continuar su marcha hacia la perfección. 143

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Era ésta una marcha llena de tedio y, para la hermana Jeanne, la perfección tenía un grave defecto: era tan invisible para los demás como aquellas fastidiosas mortificaciones prescritas por el padre Surin. Puede uno elevarse al más alto grado de contemplación, puede uno verse honrado con comunicaciones privadas de lo alto, pero ¿qué se podía exhibir de todo ello? Absolutamente nada. Habla uno de las gracias que ha recibido y los demás menean la cabeza o se encogen de hombros. Y si uno tiene una conducta como la de la Santa madre Teresa, ellos romperán a reír o, montando en cólera, lo llamarán a uno hipócrita. Era menester encontrar algo más convincente, algo verdaderamente sobrenatural. Los milagros por vía diabólica ya no los emplearía; la hermana Jeanne había dejado de ser la reina de las posesas y aspiraba ahora a una canonización inmediata. El primero de sus milagros de origen divino tuvo lugar en febrero de 1635. Un día Isacaarón confesó que tres magos anónimos, dos de Loudun y uno de París, se habían apoderado de tres hostias consagradas que iban a quemar. Surin ordenó inmediatamente a Isacaarón que fuera a buscar las hostias que estaban ocultas en París, bajo un colchón. Isacaarón partió pero no volvió. Entonces se ordenó a Balaam que fuera a ayudarlo: éste se resistió tercamente, pero por último, obligado por el buen ángel de Surin, tuvo que obedecer. Se les había ordenado que hicieran aparecer las hostias en el curso del exorcismo nocturno del día siguiente. A la hora señalada reaparecieron Balaam e Isacaarón y, después de muchas resistencias y contorsiones del cuerpo de la priora, anunciaron que las hostias estaban en un nicho que había sobre el tabernáculo. "Los demonios hicieron que el cuerpo de la madre superiora, que era muy pequeño, se extendiera." Al fin, la mano de su extendido brazo se metió en el nicho, de donde sacó, envueltas en una hoja de papel muy limpia, las tres hostias. Surin dio una enorme importancia a esta inverosímil patraña. En la autobiografía de la hermana Jeanne ni siquiera se la menciona. ¿Es que estaría avergonzada del ardid que con tanto éxito había desplegado ante su crédulo director espiritual? ¿O no sería más bien que el milagro no la había satisfecho? Verdad es que había tenido la parte principal en esa representación, más el asunto no era exclusivamente suyo. Lo que ella necesitaba era un milagro absolutamente propio; en el otoño de ese mismo año consiguió al fin lo que quería. Hacia fines de octubre, dócil a la presión de la opinión predominante entre los miembros de la orden, el Provincial de Aquitania dispuso que Surin volviera a Burdeos y que otro exorcista menos excéntrico lo reemplazara en Loudun. Pronto se conocieron aquí estas noticias. Leviatán estaba radiante de júbilo pero cuando la hermana Jeanne volvió a recobrar sus sentidos, experimentó grandes zozobras. Sintióse que tenía que hacer algo. Rogó a San José y tuvo la profunda convicción "de que Dios nos ayudaría y de que este soberbio demonio sería humillado". Después de esto, durante dos o tres días permaneció en cama, enferma; luego sintióse de pronto lo suficientemente repuesta como para ser sometida a un exorcismo. "Ocurrió ese día (era 5 de noviembre) que muchas personas de calidad estuvieron presentes en la iglesia para asistir a los exorcismos, no ocurrió esto sino por una especial providencia de Dios." (Las providencias especiales eran lo corriente en lo que se refería a la presencia de importantes personajes. Los demonios cumplieron sus mayores hazañas siempre en presencia de la nobleza.) Se dio comienzo al exorcismo y "apareció Leviatán jactándose de una manera extraordinaria de haber vencido al ministro de la Iglesia". Surin replicó ordenando al demonio que adorara al Santísimo Sacramento. Sobrevinieron los habituales alaridos y convulsiones. Luego, "Dios en su clemencia nos concedió más de lo que podíamos esperar". Leviatán se arrodilló, o para ser más exactos la hermana Jeanne se arrodilló a los pies del exorcista. El demonio admitió entonces que había conspirado contra el honor de Surin y por ello pedía perdón; luego, después de una última convulsión, abandonó para siempre el cuerpo de la priora. Era esto un gran triunfo para Surin y una justificación de sus métodos. Impresionados, los otros exorcistas cambiaron su actitud para con él y el Provincial de la orden le dio una oportunidad para rehabilitarse. La hermana Jeanne había conseguido lo que deseaba y al hacerlo había demostrado que cuando era poseída por los demonios, éstos, en cierto sentido por lo menos, eran también poseídos por ella. Podían ellos hacer que se condujera como una 144

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loca, mas cuando Jeanne quiso valerse de los demonios tuvo el poder de hacerlos comportarse como si en verdad no existieran. Después de la partida de Leviatán, apareció en la frente de la priora una cruz sangrienta que permaneció allí perfectamente visible para todo el mundo por espacio de tres semanas enteras. Eso no estaba mal; sin embargo, hubo de seguirlo algo mucho mejor. Balaam había anunciado que estaba dispuesto a retirarse y había prometido que en el momento de irse escribiría su nombre en la mano de la priora, nombre que allí quedaría grabado hasta la muerte de ésta. Las perspectivas de ser indeleblemente estigmatizada con la firma del espíritu de la bufonada no atraía mucho a la hermana Jeanne. Cuánto mejor sería que el demonio, convenientemente conjurado, escribiera el nombre de San José. Siguiendo los consejos de Surin, inició una serie de nueve comuniones consecutivas en honor del santo. Balaam hizo todo lo posible por interrumpir la novena pero ni enfermedades ni ofuscaciones mentales que suscitó en la priora le valieron. Una mañana, justamente una hora antes de la misa, Balaam y Behemot, "los demonios de la bufonada y de la blasfemia", le inspiraron una gran turbación interior de suerte que, aunque sabía ella que estaba haciendo mal, no pudo resistir un loco impulso de precipitarse en el refectorio. Allí "me desayuné con una intemperancia tal que lo que vine a comer esa vez era más de lo que tres personas hambrientas hubieran podido ingerir en todo un día". Ya no era posible pensar en tomar la comunión. Llena de aflicción la hermana Jeanne acudió al padre Surin para que la socorriera. Púsose éste la estola y dio al demonio las órdenes pertinentes. "El demonio volvió a entrar en mi cabeza y me provocó vómitos tan abundantes que apenas es posible concebir." Balaam juró entonces que el estómago estaba completamente vacío y el padre Surin juzgó que Jeanne podía tomar, sin peligro, la comunión. "Y así continué con mi novena hasta el final." Por fin, el 29 de noviembre, el mal espíritu de la bufonada desapareció para no volver. Entré los espectadores contábanse en esa ocasión dos ingleses: Walter Montague, hijo del primer conde de Manchester, que se había convertido recientemente al catolicismo y que como todo nuevo converso estaba dispuesto a creer cualquier cosa, y su joven amigo y protegido Thomas Killigrew, el futuro dramaturgo. Pocos días después de presenciar estos exorcismos, Killigrew escribió una larga carta a un amigo de Inglaterra en la que le refería lo que había visto en Loudun.56 Dice en ella que la experiencia sobrepasó todo cuanto podía haberse esperado. Recorriendo las distintas capillas del convento, el joven vio en el primer día de su visita a cuatro o cinco de las posesas, de rodillas y en tranquila oración; cada una de ellas tenía a su lado, también arrodillado, a su correspondiente exorcista, que sostenía el extremo de una cuerda cuyo otro extremo se enlazaba, a guisa de collar, en el cuello de la monja. Tales cuerdas, a las que había fijadas pequeñas cruces, constituían un medio de dominar, aunque en pequeña medida el frenesí de los demonios. Por un momento, con todo, la escena se presentaba apacible y "no vi nada más que gente arrodillada". En el curso de las dos horas siguientes, dos de las monjas comenzaron a mostrarse agitadas. Una de ellas se precipitó a la garganta del fraile, la otra sacó su lengua y, rodeando con sus brazos el cuello dei exorcista, intentó besarlo. En ese momento, a través de las rejas que separaban la iglesia del convento, llegaron fuertes alaridos. Entonces el joven fue llamado por Walter Montague para que fuera testigo de que se le podía leer el pensamiento por medios diabólicos. Los demonios obtuvieron éxito con el converso, mas no así con Killigrew. En los momentos de calma, los demonios elevaban oraciones a favor de Calvino y maldecían a la Iglesia de Roma. Como uno de los demonios desapareciera, los turistas preguntaron adónde había ido. La respuesta que dio la monja fue tan inequívoca que el editor del European Magazine prefirió no publicarla. Luego tuvo lugar el exorcismo de la bonita hermana Agnès. En un capítulo anterior ya hemos dado el relato que de él hizo Killigrew. El espectáculo de aquella deliciosa criatura echada por tierra y el del fraile triunfante que puso primero su pie sobre el pecho y 56

Publicada por vez primera (y aparentemente la última) en el European Magazine, febrero de 1803.

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luego sobre el blanco cuello de la muchacha, produjo en nuestro joven caballero un sentimiento de horror y repugnancia. Al día siguiente continuaron los exorcismos, mas esta vez terminaron de un modo más interesante y menos ruidoso. "Cuando terminaron las oraciones -escribe Killigrew- la priora se volvió al fraile (Surin), que le ató con tres nudos al cuello una cuerda con cruces. Ella estaba aún de rodillas y no ceso de orar hasta que le hubieron asegurado la cuerda, mas una vez hecho esto se puso de pie e hizo a un lado su rosario. Después de una reverencia al altar, fue a sentarse a una silla especial, parecida a un canapé, expresamente hecha para los exorcismos, de las que había varias en distintos lugares de la capilla." (Sería interesante establecer si todavía existe alguno de estos antepasados del sofá de los psicoanalistas.) "La cabecera de esta silla estaba vuelta hacia el altar, la priora se dirigió a ella con tanta humildad que nadie hubiera pensado, por su tranquilo comportamiento, y si no fuera por las preces de los sacerdotes, que había que echarle del cuerpo algunos demonios. Cuando llegó al canapé se tendió en él y pidió al sacerdote que la atara con dos sogas, una por la cintura, la otra por las piernas. Una vez que estuvo atada y miró al sacerdote que sostenía una cajita en que estaba una hostia consagrada, comenzó a suspirar y a temblar presintiendo las torturas a que había de ser sometida. Esta humildad y paciencia que exhibía la madre superiora no eran exclusivas de ella sino que todas las otras hermanas guardaban la misma actitud. Resulta curioso ver con cuánta modestia se dirigen al altar cuando están en sus cabales y con cuánta modestia van luego a su convento. Sus humildes actitudes y compuestos rostros expresan lo que son, es decir muchachas consagradas a la religión. Esta monja, al principio del exorcismo, permaneció acostada como si estuviera durmiendo..." Surin puso entonces manos a la obra. En pocos minutos apareció Balaam. Viéronse contorsiones y convulsiones, oyéronse abominables blasfemias. El vientre de la hermana Jeanne comenzó de pronto a hincharse hasta que vino a tomar el aspecto del de una mujer en avanzado estado de gravidez. También los pechos comenzaron a hincharse proporcionadamente al tamaño del vientre. El exorcista aplicaba reliquias a cada una de las partes afectadas, que inmediatamente se hundían Killigrew avanzó y tocó una mano de la priora; estaba fría; le tomó el pulso y comprobó que era tranquilo y regular. La priora lo hizo a un lado y comenzó entonces a arañarse las tocas. En un momento quedó descubierta su pelada, su rasurada cabeza. Puso los ojos en blanco y sacó la lengua. Ésta, prodigiosamente hinchada, se presentaba de un color negro y con el aspecto del cuero sin curtir. Surin la desató y ordenó a Balaam que adorara el Sacramento. La hermana Jeanne cayó desde su canapé al suelo. Por un largo rato, Balaam resistió con tenacidad, pero por último se le obligó a cumplir el acto de adoración que le habían ordenado. "Luego escribe Killigrew-, estando ella extendida de espaldas en el suelo, se encorvó en su cintura como un saltimbanqui y, apoyándose en sus tacones y en su pelada cabeza, siguió de esta suerte al fraile por toda la capilla. Y aún hizo muchas otras cosas adoptando actitudes extrañas y no naturales que sobrepasaba a todo cuanto yo había visto y a lo que había creído posible que hiciera un hombre o una mujer. No fue éste un simple movimiento repentino, sino algo que realizó ella durante más de una hora." En todo ese tiempo, la lengua le colgaba fuera de la boca, "hinchada hasta el punto de alcanzar un tamaño increíble y, desde el momento en que hubo caído en su rapto, no vi que ninguna vez la retrajera hacia adentro. Luego, después de haber dado un fuerte respingo y un agudo grito, tales que cualquiera hubiera pensado que serían capaces de quebrar su cuerpo, oí que decía una sola palabra: José. Al oírla, el sacerdote se detuvo y exclamó: He aquí el signo, ved la marca. El señor Montague y yo mismo examinamos el brazo de la priora; sobre su mano vi que se producía una coloración, una pequeña rubicundez que corría a lo largo abarcando una pulgada, como muchas manchitas de color rojo que formaban una palabra bien distinta que era la misma que ella había dicho: José. El jesuita dijo que el demonio había prometido hacer esa marca cuando partiera". El hecho fue registrado en oficios que los exorcistas firmaron. Montague agregó luego un post scriptum en inglés, que firmaron él y Killigrew, quien termina su carta diciendo alegremente "espero que lo creas o, por lo menos, que digas que existen mayores embusteros que yo y con mucho". 146

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En otras sesiones, al nombre de José se agregaron los de Jesús, María y San Francisco de Sales. Exhibiendo un brillante color rojo en el momento de su aparición, esos nombres tendían a borrarse después de una o dos semanas, mas el buen ángel de la hermana Jeanne se encargaba de renovarlos. Este proceso se repitió con intervalos irregulares, desde el invierno de 1635 hasta el día de San Juan de 1662. Después de esa fecha, los nombres desaparecieron por completo, "por alguna razón desconocida -escribe Surin- como no fuera que, queriéndose librar de los continuos importunos que deseaban verlos y distraían con ello a la hermana superiora de Nuestro Señor, hayan sido escuchados por Él los insistentes ruegos que dicha hermana elevaba para verse libre de tales cosas". Surin, así como algunos de sus colegas y la mayor parte de la opinión pública, creía que esta nueva forma de estigma constituía una gracia extraordinaria, mas entre sus contemporáneos ilustrados reinaba un general escepticismo. No habían creído en la realidad de las posesiones, de modo que no podían creer en el origen divino de los nombres. Algunos como John Maitland eran de opinión que los nombres habían sido grabados en la piel con un ácido; otros que habían sido trazados en la superficie de la piel con almidón coloreado. Muchos observaron el hecho de que en lugar de estar distribuidos en las dos manos, todos los nombres se agolpaban en la izquierda, en la que habría sido más fácil para la propia hermana Jeanne escribirlos. En su edición de la autobiografía de la hermana Jeanne, los doctores Gabriel Legué y Gilles de la Tourette, ambos discípulos de Charcot, se inclinan a creer que lo escrito en la mano de la priora era un producto de su autosugestión y sostienen tal cosa citando distintos ejemplos modernos de estigma histérico. Podría agregarse que en la mayor parte de los casos de histeria la piel adquiere un grado muy agudo de sensibilidad. Una aguja ligeramente pasada por la superficie suscita una mancha roja que dura varias horas. Fuera sugestión, fraude deliberado o mezcla de ambas cosas, estamos en libertad de elegir cualquiera de estas explicaciones. En lo que a mí respecta me inclino a creer en la tercera hipótesis. Probablemente el estigma apareció de un modo suficientemente espontáneo como para que la hermana Jeanne lo creyera auténticamente milagroso. Y si las marcas eran auténticamente milagrosas no había ningún mal en profundizar el fenómeno para que resultara edificante para las gentes y más verdadero para sí misma. Los nombres que exhibía en su mano estaban, como las novelas de Walter Scott, fundados en hechos reales sólo que considerablemente transformados por la imaginación y el arte. La hermana Jeanne tenía ya su propio milagro, su milagro personal. Y éste no era meramente esporádico, sino permanente. Renovados por su ángel bueno los santos nombres estaban siempre presentes y en cualquier momento podían ser exhibidos tanto a los distinguidos visitantes como a la multitud de espectadores. Era ella ahora una reliquia viviente. Isacaaron huyó finalmente el 7 de enero de 1636. Quedaba sólo Behemot, pero este demonio de la blasfemia mostraba una tenacidad en permanecer que no habían tenido los otros. Exorcismos, penitencias oraciones mentales, nada daba resultado. La religión había actuado en una mente mal dispuesta y carente de disciplina y, en virtud de la reacción inductiva esa mente había dado en una irreligión tan violenta que su personalidad normal hubo de sentirse obligada a disociarse de esa negación de todo cuanto en realidad reverenciaba. La negación vino a convertirse así en algo distinto de la hermana Jeanne, en un mal espíritu, de existencia independiente, cuya presencia en su mente determinaba confusión interior, y en lo externo, escándalo. Surin continuó luchando con Behemot todavía por diez meses más. Luego, en octubre, se abatió y perdió por completo el ánimo. El Provincial lo llamó a Burdeos y designó a otro jesuita para que tomara la dirección espiritual de la priora. El padre Ressés era un gran creyente en lo que podría llamarse exorcismo contundente. Estaba persuadido, nos dice la hermana Jeanne de que todos cuantos presenciaban los exorcismos se beneficiarían grandemente viendo cómo los demonios adoraban el Santísimo Sacramento. Surin había tratado de "derribar al jinete atacando el caballo". Ressés en cambio 147

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atacó directamente al jinete, en público, y lo atacó sin cuidarse de lo que pudiera sentir el caballo y sin tratar de modificar la conducta de éste. "Un día -escribe la priora-, estando reunida una importante concurrencia, el buen padre se propuso cumplir algunos exorcismos para edificación espiritual de los presentes." La priora dijo a su director espiritual que se sentía enferma y que los exorcismos le harían daño. "Pero el buen padre, que anhelaba ardientemente cumplir los exorcismos, me dijo que me reanimara y que tuviera confianza en Dios, después de lo cual comenzó a exorcizarme." La hermana Jeanne debió hacer todo lo que solía en tales circunstancias, mas esta vez con el resultado de que tuvo que meterse en cama con fiebre alta y sintiendo dolores en un costado. Se llamó al doctor Fanton que, aunque hugonote, era el mejor médico de la ciudad. Sangró a Jeanne tres veces y le dio algunos medicamentos, los cuales fueron tan eficaces que se produjo "una evacuación y flujo de sangre durante siete u ocho días". La priora se sintió mejor, mas después de unos pocos días volvió a caer enferma. "El padre Ressés juzgó conveniente volver a comenzar los exorcismos, después de oír lo cual me sentí perturbada por violentas náuseas y vómitos." A estos síntomas siguieron una alta fiebre, dolores en el costado y esputos de sangre. Se volvió a llamar a Fanton, quien diagnosticó una pleuresía, sangró a la enferma siete veces en pocos días y le administró cuatro enemas. Después de haber hecho esto el médico le informó que la enfermedad era mortal. Aquella noche la hermana Jeanne oyó una voz interior que le decía que no había de morir, sino que Dios, llevándola hasta el último extremo de peligro, la curaría cuando estuviera a las mismas puertas de la muerte, con lo que demostraría del modo más glorioso Su poder. Durante dos días el malestar se acentuó y la hermana Jeanne se sintió tan débil que el 7 de febrero le administraron la extremaunción. Se envió nuevamente por el médico y, mientras lo aguardaba, la hermana Jeanne dijo la siguiente plegaria: "Señor, siempre he pensado que deseabas señalar de un modo extraordinario tu poder curándome de esta enfermedad, si tal es el caso, redúceme a un estado que cuando el doctor me examine, juzgue que es mi última hora." El doctor Fanton la reconoció y anunció que le quedaban sólo una o dos horas de vida. Al volver a su casa, el médico redactó un informe para Laubardemont, que estaba entonces en París. El pulso, escribió, era convulsivo, el estómago presentaba distensiones; la debilidad era tal que ningún remedio, ni aun las enemas, conseguían hacer efecto. Con todo le había aplicado un pequeño supositorio esperando que ello la librara de una "opresión tan grande que no puedo describir". Claro que eso no era más que un mero paliativo, porque la paciente estaba in extremis. A las seis y media la hermana Jeanne cayó en un letargo y tuvo una visión de su buen ángel que se le presentó en la forma de un encantador joven de extraordinaria belleza, de unos dieciocho años, de cuya cabeza caían largos y rizados bucles. Sabemos por Surin que el ángel era la viva imagen del duque de Beaufort, hijo de César de Vendóme y nieto de Enrique IV y Gabrielle d'Estrées. Este príncipe, no hacía mucho, había estado en Loudun para presenciar los exorcismos, y su cabeza con largos rizos dorados que le caían sobre los hombros había impresionado profundamente a la priora. Después de este ángel se presentó San José, quien poniendo su mano en el costado derecho de la hermana Jeanne en el lugar donde sentía ella los dolores más vivos, lo untó con una suerte de óleo. "Después de eso recobré los sentidos y me encontré completamente curada." Éste era otro milagro. Una vez más la hermana Jeanne demostraba que por lo menos, hasta cierto punto podía poseer ella a los que la poseían. Había querido la expulsión de Leviatán y ahora había querido la desaparición de todos los síntomas de una aguda enfermedad psicosomática, aparentemente fatal. Se levantó de su lecho, se vistió, bajó a la capilla y reuniendo a sus hermanas cantaron todas un Te Deum. Se llamó entonces otra vez al doctor Fanton quien, después de que le hubieron informado de lo ocurrido, observó que el poder de Dios es mayor que el de nuestros remedios. "No obstante -escribe la priora- se negó a convertirse y rehusó ocuparse de nosotros en lo futuro." ¡Pobre doctor Fanton! Cuando Laubardemont volvió a Loudun lo citó ante una comisión de magistrados y le pidió que firmara un certificado en el que se reconocía que la curación de su paciente había sido milagrosa. El médico se negó a firmar. Urgido a explicar 148

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las razones de su negativa contestó que el súbito paso de un mortal estado de enfermedad al de una perfecta salud podía muy fácilmente haber ocurrido en el curso de la propia naturaleza, "pudiendo deberse a la excreción sensible de los humores o a su excreción insensible a través de los poros de la piel, o bien al traspaso de los humores de la parte donde se daban esos accidentes a otra distinta y menos importante. Además, los síntomas dolorosos producidos por un humor situado en determinado lugar pueden desaparecer sin necesidad de que éste se mude a otro órgano. Puede ello ocurrir por la atenuación del humor sometido por la naturaleza o bien por la superposición de otro humor que siendo menos perjudicial mitiga la acrimonia del primer humor". El doctor Fanton agregaba que "la excreción manifiesta es la que se realiza por la orina y flujos de los intestinos o por vómitos, sudores y pérdidas de sangre, la excreción insensible se realiza cuando las partes que se descargan lo hacen insensiblemente. Esta última clase de excreciones se da más frecuentemente en los pacientes que producen humores calientes, notablemente la bilis, sin que se puedan ver los signos de cocción que preceden a tales excreciones aun cuando sea en el momento de la crisis y de la descarga de la naturaleza. Es obvio que en la curación de enfermedades, aun la más pequeña porción de los humores tiene que abandonar el cuerpo enfermo cuando a éste se lo ha obligado previamente a evacuar mediante remedios, los cuales no sólo expulsan la causa antecedente de la enfermedad sino también las causas concurrentes. A ello tenemos que agregar que en sus movimientos los humores observan cierta regularidad de horas". Vemos, pues, que Molière no inventaba nada; simplemente consignaba. Pasaron dos días; luego, de pronto, se le ocurrió a la priora que no se habría secado todavía el ungüento que la había curado y que por lo tanto debía de haber todavía algo de él en su camisa. En presencia de la subpriora se quitó el hábito, "ambas percibimos un admirable aroma. Me quité la camisa y corté de ella la parte correspondiente a la cintura. Había allí cinco gotas de ese divino bálsamo que esparcía un excelente perfume". "¿Dónde están vuestras jóvenes señoras?", pregunta Gorgibus al comienzo de Les précieuses ridicules. "En su habitación", dice Marotte. "Y ¿qué están haciendo?" "Una pomada para los labios." Era ésa una época en que toda mujer a la moda tenía que ser su propia Elizabeth Arden. Las fórmulas de cremas faciales y de lociones para las manos, para coloretes y perfumes eran guardadas como tesoros y armas secretas o generosamente cambiadas entre amigas. En su juventud y aun después de profesar, la hermana Jeanne había tenido fama de ser una experta en cosméticos y aficionada a la farmacología. Podemos sospechar que el ungüento de San José provenía de una fuente situada de este lado de los cielos, pero el caso era que allí estaban las cinco gotas para todo el que quisiera verlas. "Es cosa de no creer -escribe la priora- cuán grande era la devoción de la gente respecto de ese sagrado ungüento y cuántos milagros obraba Dios por su medio." La hermana Jeanne tenía ahora a su favor dos prodigios de primera clase. Una mano marcada y una camisa perfumada constituían un testimonio permanente de las gracias extraordinarias que había recibido. Mas esto no era todavía suficiente. A Loudun iban turistas, príncipes, señores y prelados; pero ¡pensar en los millones que nunca harían tal peregrinación! Pensar en el rey y en la reina, pensar en Su Eminencia, pensar en todos los duques y marqueses, en todos los mariscales de Francia, en los legados del Papa, en los enviados extraordinarios y plenipotenciarios, en los doctores de la Sorbona, en los deanes y abades, en los obispos y arzobispos. ¿Es que nunca les sería dada la oportunidad de admirar esas maravillas, de ver y oír a la humilde depositaria de tan pasmosos favores? Si la sugestión partiera de sus labios podría parecer presuntuoso, de modo que fue Behemot el que primero mentó el asunto. Cuando después de uno de los más enérgicos exorcismos el padre Ressès le preguntó por qué se resistía tan tenazmente, el espíritu del mal replicó que no abandonaría el cuerpo de la priora hasta que ese cuerpo hubiera hecho una peregrinación a la tumba de San Francisco de Sales que estaba en Annecy, en Saboya. Los exorcismos se sucedieron y ante el torrente de anatemas Behemot sólo sonreía. Había agregado una nueva condición a la primera: era preciso llamar nuevamente al padre Surin, pues de otro modo ni aún el viaje a Annecy tendría efecto. 149

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A mediados de junio, Surin volvió a Loudun, pero la peregrinación era un asunto de más difícil realización. A Vitelleschi, el general de la orden, no le gustaba la idea de que uno de sus jesuitas se paseara a través de Francia con una monja; y por otra parte, tampoco al obispo de Poitiers le agradaba que una de sus monjas se paseara con un jesuita. Por lo demás, estaba la cuestión del dinero. El tesoro real, como de costumbre, estaba vacío. Con los subsidios a las monjas y los salarios pagados a los exorcistas la posesión ya había costado una bonita suma. No era como para gastar ahora en excursiones a Saboya Mas Behemot se mantuvo firme. Sólo haciendo una gran concesión se avino a abandonar Loudun con la condición de que se les permitiera a la hermana Jeanne y a Surin hacer un voto de ir en un futuro a Annecy. En el fondo sólo se trataba de una postergación. Se permitió que Surin y la hermana Jeanne se reunieran ante la tumba de San Francisco, si bien cada uno de ellos llegaría por distinto camino. Se hicieron los votos y poco después, el 15 de octubre, Behemot partía definitivamente. La hermana Jeanne había quedado liberada. En la primavera siguiente murió el padre Tranquille en un frenético paroxismo de poseído. El tesoro real dejó de pagar su salario a los exorcistas, que fueron llamados a las casas de sus respectivas comunidades. Abandonados a sí mismos, los demonios que quedaban pronto también dejaron Loudun. Después de seis años de incesantes luchas la Iglesia militante se retiraba. Sus enemigos pronto desaparecieron. La larga orgía había terminado. Si no hubiera habido exorcistas, ésta nunca habría comenzado.

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10 Con la peregrinación de la hermana Jeanne salimos por unas breves semanas de las sombras de un convento de provincia para entrar en el gran mundo. Es éste el mundo que nos pintan los libros de historia, el mundo de los personajes reales y de intrigantes cortesanos, el mundo de duquesas que se complacen en amar y de prelados que ambicionan el poder, el mundo de la alta política y de la alta moda, el mundo de Rubens y Descartes, de la ciencia, de la literatura y de la ilustración. La priora abandonaba Loudun y la compañía de un místico, siete demonios y dieciséis histéricas y se introducía ahora en el pleno esplendor del siglo XVII. El encanto de la historia y de sus enigmáticas lecciones estriba en el hecho de que nada cambia de una época a la otra y sin embargo todo es completamente distinto. En los personajes de otros tiempos y culturas reconocemos nuestra propia condición humana y hasta nos damos cuenta, como en efecto nos ocurre ahora, de que la estructura de referencias mentales dentro de la cual se desarrolla nuestra vida ha cambiado indiscutiblemente desde aquellos días, de que proposiciones que parecían entonces axiomáticas son ahora insostenibles y de que lo que miramos hoy como postulados indiscutibles no habría podido entrar en las concepciones especulativas mas osadas de una época anterior. Mas por grandes que sean las diferencias, por importantes que sean en la esfera del pensamiento y de las técnicas, en la organización social y en la conducta, esas diferencias entre el antes y el ahora son siempre periféricas. En el fondo persiste una identidad fundamental. En tanto que las criaturas humanas son espíritus encarnados, seres sujetos a la decadencia física y a la muerte, capaces de sentir dolor y placer, de alimentar anhelos vehementes y repugnancias, en tanto oscilan entre el deseo de autoafirmación y el deseo de autotrascendencia, se enfrentan en todos los tiempos y en todos los países con los mismos problemas, hacen frente a las mismas tentaciones y el orden de las cosas les permite realizar siempre la misma elección entre la luz y las tinieblas. La estructura superficial podrá cambiar, mas la sustancia y su significación son invariables. La hermana Jeanne no estaba en situación de comprender el prodigioso desarrollo del pensamiento científico y de la ciencia aplicada que había comenzado a operarse en el mundo y del que ella permaneció aislada. Desconocía por completo esos aspectos de la cultura del siglo XVII representados por Galileo y Descartes, por Harvey y van Helmont. Todo cuanto ella había conocido del mundo siendo niña, y que volvía ahora a descubrir en el curso de su peregrinación, era la jerarquía social y las convenciones de pensamientos, sentimientos y conducta que esa jerarquía había impuesto. En ciertos aspectos la cultura del siglo XVII, especialmente en Francia, consistió simplemente en un prolongado esfuerzo de la minoría rectora por trascender las limitaciones de la existencia orgánica. Más que en ningún otro período -ni siquiera más reciente- de la historia, hombres y mujeres aspiraban a identificarse con su persona social. No se contentaban con llevar un gran nombre, aspiraban a ser ese gran nombre. Su ambición consistía verdaderamente en convertirse en los cargos que desempeñaban, en las dignidades que habían adquirido o heredado. De ahí la elaboración de ese ceremonial barroco, de ahí ese rígido y complejo código de las preeminencias y precedencias de los honores, de las buenas maneras. Las relaciones no se verificaban entre seres humanos, sino entre títulos, genealogías y posiciones. ¿Quién tenía derecho a sentarse en presencia del rey? A fines de esa centuria esta cuestión fue considerada por Saint-Simon de capital importancia. Tres generaciones antes se plantearon cuestiones análogas respecto del infante Luis XIII. Por la época en que éste tenía cuatro años, se le inculcó fuertemente que a su hermano bastardo, el duque de Vendome, no le estaba permitido comer o permanecer cubierto en su presencia. Cuando Enrique IV decretó que "Féfé Vendome" podía sentarse a la mesa del delfín y continuar llevando su sombrero mientras comía, el pequeño príncipe tuvo que obedecer, mas lo hizo a regañadientes. Nada 151

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ilumina tan vívidamente la teoría y la práctica del divino derecho del rey como el ceremonial relativo al sombrero real. A los nueve años de edad, Luis XIII pasó de las manos de su institutriz a las de un preceptor. En presencia de un ser que por definición era divino, el preceptor del rey debía permanecer con la cabeza descubierta. Y esta regla había de cumplirse aun cuando le estaba administrando castigos corporales, cosa que le habían encargado hacer el extinto rey y la reina madre. En tales ocasiones el monarca, con el sombrero puesto, pero sin calzas, era vapuleado hasta que la sangre corría, por un vasallo que, con la cabeza descubierta, lo reverenciaba como si se hubiera encontrado ante el Santísimo Sacramento del altar. El espectáculo tal como tratamos de visualizarlo es inolvidablemente instructivo. El anhelo de ser algo más que meras criaturas de carne y hueso se revela con toda claridad en las artes de esa época. Reyes y reinas, señores y señoras gustaban imaginarse tal como Rubens los representaba en sus características alegorías, esto es, sobrehumanos en su energía, divinos en su salud, heroicos en su comportamiento. Daban cualquier cosa por verse como en los retratos de Van Dyck, elegantes, refinados, infinitamente aristocráticos. En el teatro amaban a los héroes y heroínas de Corneille; los amaban por su estatura, los amaban por su consistencia monolítica y sobrehumana, por su culto de la voluntad, por su adoración de ellos mismos. Y siempre, a medida que pasaban los años, insistieron con mayor rigor en exigir para el teatro las unidades de tiempo, de lugar y de acción; porque lo que ellos deseaban ver en sus tragedias no era la vida tal como es, sino la vida corregida, la vida reducida a un orden, la vida tal como podría ser si los hombres y las mujeres fueran otra cosa de lo que en realidad son. En el terreno de la arquitectura el deseo de grandiosidad más que humana encontró una expresión no menos aparatosa. El hecho fue observado por un poeta, Andrew Marvell, que era un muchacho cuando se estaba construyendo el Palais Cardinal y que murió antes de que se hubiera terminado el de Versalles.

¿Por qué el hombre entre todas las criaturas se construye tan desproporcionadas mansiones? Las bestias tienen sus justas guaridas, y los pájaros apropiados nidos; la casa de bajo techo de la tortuga es su propia concha de carey. Ninguna criatura ama los espacios vacíos y sus casas son según la medida de sus cuerpos. Sólo el hombre las quiere superfluas, extendidas, demanda más espacio vivo que muerto y se pasea en sus palacios huecos donde los vientos, lo mismo que él, pueden perderse. ¿Qué necesidad tiene de todos esos mármoles, que enmarcan la frívola reunión de la podredumbre?

Y en esa frívola reunión enmarcada por mármoles, los concurrentes llevaban pelucas que los hacían más brillantes, y calzaban elevados tacones que los hacían más altos. Tambaleándose sobre sus zancos y coronado por una masa de crin de caballo que formaba una torre sobre su cabeza, el Gran Monarca y sus cortesanos se proclamaban más espléndidos que la vida y de cabellera más opulenta que la de Sansón en la plenitud de su virilidad. Es innecesario decir que tales intentos de traspasar los límites impuestos por la naturaleza resultaron siempre infructuosos. Nuestros antepasados del siglo XVII no sólo no consiguieron ser sobrehumanos, sino ni siquiera parecerlo. Su espíritu abs ido y presuntuoso 152

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tenía una firme voluntad de superación: mas su carne era indefectiblemente débil. El Grand Siécle no poseía los recursos materiales y de organización sin los cuales resulta imposible pretender jugar a ser sobrehumano. Esa sublimidad, esos prodigios de grandeza que Richelieu y Luis XIV anhelaron tan ardientemente sólo pueden conseguirlos los grandes escenógrafos como Ziegfeld, como Cochran, como Max Reinhardt. Pero también estos grandes escenógrafos dependen de una armería bien provista, apropiados vestuarios y la colaboración de peritos bien disciplinados en la preparación del espectáculo. En el Grand Siécle tales disciplinas y tales peritos no se conocían y ni siquiera se contaba con el material básico para lograr la sublimidad teatral. La machina que introduce y en verdad crea al deus era deficiente. Hasta Richelieu, hasta el Rey Sol fueron "antiguos hombres de las Termópilas que nunca hicieron nada del todo correctamente". El mismo Versalles era curiosamente inexpresivo, gigantesco pero trivial, grandioso pero sin efecto. El fasto y la pompa del siglo XVII eran extremadamente sucios. Nada se conseguía plenamente y, casi siempre, accidentes y contratiempos frustraban hechos que debían ser solemnes. Consideremos por ejemplo el caso de la Grande Mademoiselle, esa chusca y patética figura, prima de Luis XIV Después de su muerte, de acuerdo con la curiosa costumbre de la época, se practicó en su cuerpo la disección que permitiría sepultar por separado cada pieza. Aquí la cabeza, más allá un miembro o dos, aquí el corazón y allí las entrañas. Estas últimas habían sido tan mal embalsamadas que aun después de un tratamiento adecuado comenzaron a fermentar. Los gases de la putrefacción se iban acumulando, de modo que la urna de pórfido que contenía las vísceras se convirtió en una suerte de bomba anatómica que vino a explotar de pronto en medio del oficio funerario con gran horror y constemación de todos los presentes. Los accidentes fisiológicos de esta naturaleza no fueron en modo algunos exclusivamente póstumos. Los autores de memorias y los coleccionistas de anécdotas abundan en incidentes relativos a eructos lanzados en solemnes lugares, a ventosos en presencia del rey, del pestilente hedor de reyes, duques y mariscales. Los pies y las axilas de Enrique IV gozaban de una fama internacional. Bellegarde tenía una nariz que le supuraba continuamente y Basonpierre poseía unos pies que competían con los de su real señor. La abundancia de tales anécdotas y el divertido deleite con que evidentemente las evocaban sus relatores, estaban en proporción directa con las pretensiones reales y aristocráticas. Precisamente porque ]os grandes hombres trataban de parecer más que humanos, el resto del mundo acogía con gusto y se complacía en recordar estas cosas que, en parte a lo menos, mostraban que aquéllos eran todavía simples animales. Identificándose con una persona que simultáneamente era principesca, sacerdotal, política y literaria, el cardenal Richelieu se comportó como si fuera un semidiós. Mas el desdichado tuvo que representar su papel en un cuerpo que la enfermedad había vuelto repulsivo hasta el punto de que algunas veces la gente a duras penas podía soportar el estar en una misma habitación con él. Padecía de tuberculosis ósea en su brazo derecho y de una fisura purulenta en el ano y estaba obligado así a vivir en la fétida atmósfera de sus propias supuraciones. El almizcle y el ámbar podían disimular mas no anular ese hedor a carroña y a ruina. Richefeu nunca pudo evitar el humillante conocimiento de que era objeto, para todos cuantos lo rodeaban, de repugnancia física. Este violento contraste entre la casi divina persona y su cuerpo sujeto a la muerte impresionó hondamente la imaginación popular. Cuando llevaron de Meaux al palacio del cardenal las reliquias de Saint Fiacre (milagrosas específicamente para las almorranas), un poeta anónimo celebró la ocasión con unos versos que habrían hecho las delicias de Dean Swift:

Cependant sans sortir un pas hors de sa chambre Qu'il faisait parfumer toute de musc et d'ambre Pour n'estonner le Sainct de cette infection Qui du parfait ministre est t'imperfection, Et modérer un peu l'odeur puantissime 153

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Qui sort du cul pourry de 1'Eminentissime...

Y he aquí otro fragmento de una balada que describe la enfermedad del grande hombre:

Ii vit grouiller les vers dans ses salles ulcéres, Il vit mourir son bras: Son bras qui dans l'Europe alluma tant de guerres, Qui brusla tant d'autels...

Entre el cuerpo podrido del hombre real y la gloria de la persona, el abismo era insalvable. Para decirlo con las palabras de Jules Gaultier, "el ángulo bovarístico" que separaba la realidad de la fantasía medía aproximadamente ciento ochenta grados. Para una generación que había sido llevada a mirar los divinos derechos de los reyes, prelados y nobles, como axiomáticos y que por eso mismo acogía gustosa toda oportunidad de fustigar las pretensiones de esas figuras rectoras, el caso del cardenal Richelieu constituía la más aceptable de las parábolas. Hubris atrae a la correspondiente Némesis. Ese espantoso hedor, esos gusanos que se cebaban en un cadáver vivo parecían poéticamente justos y apropiados. En las últimas horas del cardenal, cuando se hubo éste persuadido de que las reliquias no obraban su efecto, y cuando los médicos lo hubieron desahuciado, se llamó a una anciana campesina que tenía reputación de curandera. Pronunciando convenientes conjuros, la mujer administró su panacea: cuatro onzas de estiércol de caballo maceradas en una pinta de vino blanco; de suerte que fue sintiendo el gusto de excrementos como el árbitro de los destinos de Europa rindió su alma. En la época en que la hermana Jeanne lo vio, estaba Richelieu en el pináculo de su gloria, mas también ya en ese período de su enfermedad que le hacía padecer grandes dolores y que requería constante atención médica. "Mi señor el cardenal había sido sangrado ese día y las puertas de su chateau de Ruel se habían cerrado aun para los obispos y mariscales de Francia, no obstante fuimos introducidas en su antecámara." Después de la comida ("que fue magnífica y servida por sus pajes") la hermana superiora y una ursulina que la acompañaba fueron introducidas al dormitorio donde de rodillas recibieron la bendición de Su Eminencia; sólo después de muchas instancias del cardenal, las hermanas se levantaron y tomaron asiento ("sus cortesías por una parte y por otra nuestra humildad duraron bastante tiempo; pero por fin tuvimos que obedecer"). Richelieu comenzó la conversación observando que la priora estaba muy obligada a Dios, pues éste la había elegido a ella en esa época descreída para sufrir por el honor de la Iglesia, la conversión de las almas y la confusión de los perversos. La hermana Jeanne replicó deshaciéndose en expresiones de gratitud. Ella y sus hermanas nunca olvidarían que cuando todo el mundo las había tratado como locas e impostoras Su Eminencia se había mostrado para con ellas no sólo como un padre sino como una madre, como una institutriz y como un protector. Mas el cardenal no permitió que continuara agradeciéndole nada; por el contrarió, él mismo se sentía extremadamente obligado con la Providencia que le había dado la oportunidad y los medios para asistir a los afligidos. (La priora observa que el cardenal dijo estas cosas "con una gracia arrebatadora y gran dulzura".) Luego el grande hombre preguntó si podía ver los nombres sagrados inscritos en la mano izquierda de la hermana Jeanne. Después de los santos nombres se habló del ungüento de San José. La hermana Jeanne desdobló la camisa; antes de tomarla en sus manos el cardenal se quitó piadosamente su gorro de dormir, la olió y exclamo: "Huele a perfectamente santo", y la besó dos veces. Tomó entonces la camisa con "respeto y admiración" y la pegó a 154

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un relicario que había sobre la mesa, junto al lecho, probablemente para aumentar los poderes de aquél con el maná del ungüento. A sus requerimientos la priora describió (¡cuántos centenares de veces había tenido que hacerlo ya!) el milagro de su curación y luego se arrodilló nuevamente para recibir otra bendición. La entrevista había terminado. Al día siguiente Su Eminencia envió a la hermana Jeanne quinientas coronas para compensarle los gastos de su peregrinación. Todo esto según el relato que de la entrevista hizo sor Jeanne. Mas veamos ahora algunas cartas en que el cardenal reprende irónicamente a Gaston d'Orléans por su credulidad respecto de las posesiones de Loudun. "Me encanta saber que los demonios de Loudun han convertido a Vuestra Alteza y que os habéis olvidado de los juramentos de que habitualmente estaba llena vuestra boca." Y en otra parte: "La asistencia que indudablemente recibiréis del amo de los demonios de Loudun os habilitará en muy corto tiempo para hacer una larga estancia en el camino de la virtud." En otra ocasión supo por un correo, que "era uno de los demonios de Loudun", que el príncipe había contraído una enfermedad cuya naturaleza quedaba suficientemente indicada por el hecho de que el cardenal le escribiera "la habéis merecido". Richelieu lamentaba la enfermedad de Su Alteza y le ofrecía "los exorcismos del buen padre Joseph" como remedio. Dirigidas al hermano del rey por un hombre que había hecho quemar a Grandier por su comercio con los demonios, estas cartas son sorprendentes tanto por su insolencia como por su irónico escepticismo. Puédese atribuir la insolencia a ese anhelo de "fustigar" a un superior social, anhelo que a través de toda la vida del cardenal constituye un elemento infantil incongruente en su complejo carácter. ¿Y en cuanto al escepticismo y a esa cínica ironía? ¿Cuál era la opinión verdadera de Su Eminencia sobre la hechicería y las posesiones por demonios, sobre los estigmas de la mano de la superiora y la santa camisa? Quizá la mejor respuesta sea, porque hay que conjeturarla, que cuando el cardenal se sentía bien y estaba en la sociedad de mujeres seglares, miraba tales asuntos ya como un fraude ya como una ilusión, ya como una mezcla de ambas cosas. Si aparentaba creer en los demonios ello sólo se debía a razones políticas. Así como Canning había recurrido al nuevo mundo para obtener el equilibrio del antiguo, Richelieu recurrió a otro nuevo mundo que no era América, sino el infierno. Cierto es que la reacción pública con respecto a los demonios había sido poco satisfactoria. Frente al general escepticismo sus planes de implantar una Gestapo inquisitorial destinada a perseguir la hechicería e incidentalmente a fortalecer la autoridad real, habían sido abandonados. Pero siempre es bueno saber lo que no hay que hacer, de modo que el experimento, aunque negativo en sus resultados, había sido digno de hacerse. Verdad es que un inocente había sido torturado y quemado vivo pero, después de todo, no es posible hacer tortilla sin batir huevos. Por lo demás el párroco era una indecencia de modo que su desaparición sólo podía ser festejada. Pero luego las perturbaciones de su brazo volvían a encenderse y su fístula lo mantenía despierto durante noches enteras con intolerables dolores. Llamaba a los médicos, pero ¡cuán poco podían hacer éstos! La eficacia de las medicinas depende de la vis medicatrix naturae; sólo que en ese infeliz cuerpo la naturaleza parecía haber perdido todo su poder de curar. ¿No sería que su enfermedad tenía un origen sobrenatural? Mandó buscar reliquias e imágenes sagradas, hizo rezar oraciones por su salud y, mientras tanto, en secreto, consultaba su horóscopo, conservaba sus talismanes probados y dignos de confianza, repetía en voz baja los conjuros que había aprendido en su infancia de su anciana institutriz. Cuando se sintió muy enfermo, cuando las puertas de su palacio se cerraron "hasta a los obispos y mariscales de Francia", estaba dispuesto a creer cualquier cosa, aun en la culpabilidad de Urbain Grandier, aun en los efectos milagrosos del bálsamo de San José. Para la hermana Jeanne la entrevista que tuvo con Su Eminencia fue uno de los tantos estímulos y triunfos de una larga serie. Desde Loudun a París y desde París a Annecy no cesó de acompañarla el resplandor de la gloria. Pasaba de una ovación popular a otra. Y de una recepción aristocrática a otras aun más halagadoras para su vanidad. En Tours fue recibida con muestras de "extraordinario favor" por el arzobispo Bertrand de Chaux, un anciano caballero de ochenta años, muy aficionado al juego, que recientemente había caído en el mayor ridículo al enamorarse de una señora cincuenta años más joven que 155

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él, la encantadora señora de Chevreuse. "Él hará todo lo que yo quiera -solía decir la dama-, todo lo que tengo que hacer es dejarme pellizcar las piernas cuando estamos a la mesa." Después de escuchar la historia de la hermana Jeanne, el arzobispo ordenó que los santos nombres fueran examinados por una asamblea de médicos. Se realizó el examen y la priora tuvo, ruborosa, que soportarlo. De cuatro mil fieles curiosos que diariamente acosaban las puertas del convento en que se alojaba la priora, la multitud se elevó a siete mil. Hubo todavía otra entrevista con el arzobispo, esta vez con la presencia de Gaston d'Orléans, detenido en Tours incidentalmente por una aventura amorosa con una muchacha de diecisiete años llamada Louise de la Marbeliére, que luego le dio un hijo y que, abandonada después por su real amante, terminó por meterse a monja. "El duque de Orléans salió a recibirme a la puerta de la sala; su acogida fue calurosa, me felicitó por mi liberación y me dijo: `Estuve una vez en Loudun; los demonios que estaban en vos me inspiraron gran espanto pero sirvieron para curarme de mi costumbre de jurar y allí mismo resolví ser un hombre mejor de lo que había sido hasta entonces."' Luego, el duque se apresuró a reunirse con Louise. Desde Tours, la priora y sus compañeras se dirigieron a Amboise. Eran tantas las personas que deseaban ver los santos nombres que fue necesario mantener las puertas del locutorio del convento abiertas hasta las once de la noche. Al día siguiente, en Blois, la multitud forzó las puertas de la posada en que se hallaba comiendo la hermana Jeanne. En Orléans fue visitada en el convento de las ursulinas por el obispo, que, examinando la mano de sor Jeanne, exclamó: " No debemos ocultar las obras de Dios; tenemos que dar una satisfacción al pueblo." Entonces ordenó que se abrieran las puertas del convento a fin de que la muchedumbre contemplara los sagrados nombres a través de las verjas. En París la priora se alojó en la casa del señor de Laubardemont. Allí recibió frecuentes visitas de la señora de Chevreuse y del príncipe de Guémenée así como de una multitud de veinte mil personas por día. "Lo que era más embarazoso -escribe la hermana Jeanne- era que las gentes no se contentaban sólo con mirar mi mano, sino que me hacían mil preguntas sobre la posesión y la expulsión de los demonios, razón por la cual tuvimos que hacer imprimir un folleto en el que se informaba al público de los hechos más importantes que habían tenido lugar durante la permanencia de los demonios en mi cuerpo así como del modo en que lo abandonaron; además se explicaban las condiciones en que habían aparecido los santos nombres en mi mano." A esto siguió una visita que hizo al señor de Gondi, arzobispo de París. La cortesía de este prelado, que acompañó a la priora hasta su carruaje, produjo tan grande impresión en París que todos quisieron verla, por lo que fue menester instalar a este equivalente sobrenatural de una estrella cinematográfica en una ventana del piso bajo del palacio de Laubardemont, donde el populacho pudo contemplarla a su sabor. Desde las cuatro de la mañana hasta las diez de la noche permanecía sor Jeanne allí sentada, apoyado su codo en un cojín y dejando colgar su milagrosa mano fuera de la ventana. "No tenía siquiera tiempo de oír misa o de comer. Como el tiempo era excesivamente caluroso y la multitud que acudía aumentaba el calor, comencé a sentirme mareada y finalmente caí desvanecida al suelo." La visita que hizo el cardenal Richelieu tuvo lugar el veinticinco de mayo y pocos días después, obedeciendo una orden de la reina, la priora fue llevada en el coche de Laubardemont a Saint-Germain-en-Laye. Allí mantuvo una larga conversación con Ana de Austria, que por más de una hora conservó la milagrosa mano entre sus dedos reales. "Contemplando con admiración una cosa que hasta entonces, desde los primeros tiempos de la Iglesia, nunca se había visto, la reina exclamó: ¿Cómo pueden algunos negar una cosa tan maravillosa, una cosa que inspira tanta devoción? Los que desacreditan y condenan este milagro son enemigos de la Iglesia."' Un informe escrito del milagro fue presentado al rey, que decidió contemplarlo personalmente. Miró atentamente los sagrados nombres y luego dijo: "Nunca dudé de la verdad de este milagro, pero viéndolo como ahora lo veo, encuentro que mi fe se fortalece." Luego mandó llamar a los cortesanos que se habían manifestado en su mayor parte escépticos 156

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con respecto a la realidad de la posesión. "¿Qué decís a esto?", preguntó el rey mostrando la mano de la hermana Jeanne. "Mas esa gente no quería dar su brazo a torcer. Un principio de caridad me ha impedido siempre mencionar los nombres de esos caballeros." El único momento embarazoso en lo que, por todo lo demás, fue un día perfecto tuvo lugar cuando la reina le pidió un pequeño trozo de la sagrada camisa "con el fin de obtener de Dios, a través de las oraciones a San José, un feliz parto". (Por esa época Ana de Austria estaba ya embarazada de seis meses con el futuro Luis XIV) La priora respondió que no sabía si era la voluntad de Dios que se cortara en trozos una cosa tan preciosa, mas que si Su Majestad lo quería absolutamente, ella, la hermana Jeanne, estaba dispuesta a dejarle la camisa entera. Con todo se aventuró a señalar que si la camisa quedara en posesión de la reina un infinito número de almas piadosas se vería privado de los grandes consuelos que les depararía el ver con sus propios ojos una verdadera reliquia del santo patrono. La reina se dejó persuadir y la priora volvió a París con su camisa intacta. Después de esta visita a Saint-Germain, cualquier otra cosa le parecía ya de poca monta; aun las dos horas de entrevista que tuvo con el arzobispo de Sens, aun las ovaciones de treinta mil personas, aun una conversación con el nuncio apostólico, quien le dijo que esos milagros "eran una de las cosas más delicadas que se habían visto en la iglesia de Dios" y que verdaderamente no comprendía cómo "los hugonotes persistían en su ceguera después de una prueba tan visible de las verdades que se les oponían". La hermana Jeanne y sus compañeras dejaron París el 20 de junio y a cada alto del camino encontraron las habituales multitudes que les salían al paso, prelados e importantes personajes. En Lyon, a donde llegaron después de catorce días de viaje, fueron visitadas por el arzobispo, el cardenal Alphonse de Richelieu, hermano mayor del primer ministro. Sus padres habían querido que Alphonse fuera un Caballero de Malta, mas todos los caballeros de Malta tenían que saber nadar y como Alphonse nunca pudo aprender a hacerlo tuvo que contentarse con el episcopado familiar de Luçon, al que luego renunció para convertirse en monje cartujo. Después de la ascensión de su hermano al poder, abandonó la Grande Chartreuse, se lo hizo arzobispo de Aix, después de Lyon, y terminó por concedérsele el capelo cardenalicio. Gozaba de la fama de ser un excelente prelado pero ocasionalmente sufría ataques que le perturbaban la mente. Durante tales ataques se ponía ropas carmesíes recamadas con oro y afirmaba que era Dios Padre. (Este género de extravagancias parece haber sido propio de la familia, pues existe una tradición, la cual puede ser verdadera o bien puede no serlo, según la cual su hermano menor se imaginaba a veces ser un caballo.) El interés del cardenal Alphonse por los santos nombres de la mano de la hermana Jeanne fue tan intenso que hasta vino a ser de naturaleza quirúrgica. ¿Es que podrían borrarse por medios naturales? Tomó entonces un par de tijeras y comenzó a realizar la prueba. "Me tomé la libertad -escribe sor Jeanne- de decirle: `Señor mío, me estáis lastimando."' El cardenal mandó entonces llamar a su médico y le ordenó que quitara los nombres de la mano. "Yo me opuse y le dije: `Señor, no tengo permiso de mis superiores para someterme a esta clase de pruebas'. Mi señor el cardenal me preguntó quiénes podían ser esos superiores." La respuesta de la priora fue un golpe maestro. El superior de sus superiores era el cardenal y duque, el hermano del cardenal Alphonse. El experimento fue abandonado inmediatamente. A la mañana siguiente apareció el padre Surin. Ya había estado en Annecy y se encontraba haciendo el camino de regreso. Afligido por una mudez de origen histérico que él atribuía al demonio, Surin había rogado en la tumba de San Francisco de Sales para que éste lo librara de su enfermedad; mas había sido en vano. Las hermanas de la Visitación de Annecy estaban muy bien provistas de sangre seca que el criado del santo había ido juntando durante muchos años cada vez que su amo se hacía sangrar por el barbero o cirujano. La abadesa Jeanne de Chantal, profundamente afligida por la enfermedad que aquejaba a Surin, le dio un coágulo de esa sangre seca para que lo comiera. Después de hacerlo así. Surin había conseguido decir Jesús, María, mas esto había sido todo y no pudo decir nada más.

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Después de algunas discusiones y consultas con los padres jesuitas de Lyon, se decidió que Surin y su compañero, el padre Thomas, volvieran atrás y acompañaran a la priora hasta la meta de su peregrinación. En el camino hacia Grenoble ocurrió algo que la hermana Jeanne califica sencillamente de "extraordinario". El padre Thomas entonó el Ven¡ Creator e inmediatamente el padre Surin le respondió. Desde ese momento consiguió (a lo menos por algún tiempo) hablar sin impedimentos. En Grenoble Surin hizo uso de la palabra recién recobrada para pronunciar una serie de sermones sobre el ungüento de San José y los sagrados nombres. Hay algo a la vez lamentable y sublime en el espectáculo de este gran amador de Dios que apasionadamente sostenía que el mal había sido bien y la mentira, verdad. Vociferando desde el púlpito, gastó los últimos recursos de su cuerpo enfermo, de su mente que se balanceaba ya al borde de la desintegración, en un esfuerzo por persuadir a sus oyentes de la legitimidad de un asesinato judicial, del carácter sobrenatural de la histeria y del carácter milagroso de un fraude. Claro está que todo ello lo hacía ad majorem gloriam De¡. Mas la moralidad subjetiva de las intenciones necesita complementarse por la moralidad objetiva de los resultados. Puede uno tener buenas intenciones, mas si obra de un modo sin conexión con la realidad e inapropiadamente las consecuencias no pueden ser sino desastrosas. Por su credulidad y por resistirse a concebir la psicología humana de otro modo que no fuera en los antiguos términos dogmáticos, los hombres como Surin determinaron que el cisma entre la religión tradicional y la ciencia que se estaba desarrollando terminara por ser insalvable. Surin era un hombre de gran talento y por eso mismo no tenía derecho a ser un mentecato como probó serlo en esas circunstancias. El hecho de que se haya convertido en un mártir por su celo en modo alguno puede excusar el que su celo estuviera mal orientado.57 En Annecy, adonde llegaron después de uno o dos días de haber abandonado Grenoble, comprobaron que la fama del ungüento de San José los había precedido. Había acudido allí, para verlo y olerlo, gran cantidad de gente de ocho leguas a la redonda. De la mañana a la noche Surin y Thomas estaban ocupados en la tarea de presentar la santa camisa para que la gente pusiera en contacto con ella rosarios, cruces, medallas y hasta pedacitos de papel. La priora se había alojado en el convento de las hermanas de la Visitación, cuya abadesa era la señora de Chantal. Recorremos la autobiografía de sor Jeanne esperando que por lo menos haya dedicado a esta santa discípula de San Francisco tantas páginas como a Ana de Austria o al inaudito Gaston de Orléans, mas quedamos decepcionados. La única referencia que encontramos a Santa Jeanne de Chantal es la del siguiente párrafo: "La camisa donde estaba el ungüento se había ensuciado. La señora de Chantal y sus monjas lavaron el lienzo en que estaba el ungüento y el ungüento conservó sus ordinarios olores." ¿Cuáles fueron las razones de tan extraño silencio respecto de un personaje tan notable como la fundadora de la Visitación? Sólo podemos conjeturar. ¿Se deberá a que la señora de Chantal era demasiado perspicaz y permaneció sin dar señales de haberse impresionado cuando la hermana Jeanne se le presentó en su celebrado papel de Santa Teresa? Los santos poseen el don embarazoso de ver a través de la persona el yo real que hay detrás de la máscara y bien pudo ser que la pobre hermana Jeanne se sintiera de pronto espiritualmente desnuda ante esta mansa anciana; desnuda y abrumada, corrida. Ya en el camino de regreso, en Briare, los dos jesuitas se separaron de sus compañeras. Sor Jeanne ya no había de ver más a ese hombre que se había sacrificado para curarla. Surin y Thomas se dirigieron hacia el oeste, camino de Burdeos; las monjas se encaminaron a París, donde la hermana Jeanne tenía que ver a la reina. Llegó a Saint-Germain justo a tiempo. En la noche del 4 de septiembre de 1638 comenzaron los dolores del parto. El ceñidor de la 57

"Superstición: concupiscencia", dice Pascal. Y otra vez: "Un vicio natural como la incredulidad y no menos pernicioso: la superstición."

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Santísima Virgen, que habíase retirado de Notre Dame de Puy, había sido colocado en la cintura de la reina y se cubrió el real abdomen con la camisa de la priora. A las once de la mañana siguiente. Ana de Austria dio a luz sin peligro a un niño varón que cinco años después había de convertirse en Luis XIV. "Así fue -escribió Surin- como San José demostró su gran poder no sólo asegurando a la reina un feliz alumbramiento sino al dar a Francia un rey incomparable en fuerza y en grandeza de miras, un rey de rara discreción, de admirable prudencia y de una piedad sin precedentes." Tan pronto como la reina estuvo fuera de peligro la hermana Jeanne recogió su milagrosa camisa y se encaminó a Loudun. Las puertas del convento se abrieron; luego se cerraron detrás de ella para siempre. Ya había pasado la hora gloriosa de su vida; con todo, no pudo reconciliarse inmediatamente con la monótona rutina que sin embargo era, desde ese momento, su destino. Poco antes de Navidad, se sintió enferma de congestión pulmonar. De acuerdo con su propio testimonio, ya se desesperaba de su vida. "Nuestro Señor -le dijo a su confesor- me ha inspirado un gran deseo de ir al cielo; pero también me ha hecho sabedora de que todavía tengo que permanecer en la tierra un largo tiempo y hacer algunos servicios por Dios, de modo que, reverendo padre, si me administráis la extremaunción, estoy segura de que repentinamente me curaré." El milagro parecía que tenía que ocurrir con tanta seguridad que el confesor de la hermana Jeanne envió invitaciones para esa santa ocasión. En la noche de Navidad "se había reunido en nuestra iglesia una increíble multitud de gente deseosa de presenciar mi restablecimiento". Se asignaron asientos especiales junto al dormitorio de la priora a las personas más importantes para que a través de las rejas pudieran verla. "Después de caer la noche me encontraba yo en el punto más fuerte de mi enfermedad; entonces el padre Alange, un jesuita revestido con el ropaje de oficiar, incluso la casulla, entró en la habitación llevando el sagrado óleo. Acercándose a mi lecho, colocó la reliquia sobre mi cabeza y comenzó a repetir las letanías de San José que pensaba decir en su totalidad. Mas tan pronto como hubo colocado el santo depósito (dépot) en mi cabeza me sentí completamente curada. Sin embargo decidí no decir nada hasta que el buen padre hubiera terminado las letanías. Entonces anuncié el hecho y pedí mis ropas." Quizá este segundo milagro, por lo demás excesivamente puntual, no haya conseguido hacer una muy grande impresión en el público. En todo caso fue el último de tal género. Pasó el tiempo. Continuaba la Guerra de los Treinta Años. Richelieu se hacía cada vez más rico y el pueblo cada vez más miserable. Hubo revueltas de campesinos contra los impuestos elevados y revueltas de burgueses (en las que participó el padre de Pascal) por la disminución de los intereses de los bonos del gobierno. Entre las ursulinas de Loudun la vida continuaba como de costumbre. De vez en cuando, el buen ángel (que era todavía el señor de Beaufort, pero en miniatura, pues tenía ahora sólo tres pies y medio de altura y no más de dieciséis años) renovaba los borrosos nombres en la mano de la priora. Su camisa con el ungüento de San José, guardada ahora en un hermoso relicario, era la más preciosa y eficaz de las reliquias del convento. A fines de 1642 falleció Richelieu y algunos meses después lo siguió a la tumba Luis XIII. En nombre del rey, que contaba cinco años, Ana de Austria y su amante, el cardenal Mazarino, gobernaron con ineptitud el país. En 16441a hermana Jeanne comenzó a escribir sus memorias y en ese mismo año tuvo un nuevo director espiritual jesuita, el padre Saint-Jure, al que ella envió su propia obra y la aún no terminada de Surin sobre los demonios. SaintJure prestó los manuscritos al obispo de Évreux y el obispo, que estaba encargado de las poseídas de Louviers, procedió a dirigir esta nueva y, si cabía, aun más repugnante orgía de locura y malicia, según las líneas generales del caso de Loudun. "Pienso -escribía Laubardemont a la prioraque vuestra correspondencia con el padre Saint-Jure ha prestado un gran servicio al presente caso." Menos éxito que las posesiones de Louviers tuvieron las organizadas por el padre Barré en Chinon. Al principio todo parecía salir a pedir de boca. Un gran número de mujeres jóvenes, incluso algunas pertenecientes a las mejores familias de la ciudad, sucumbieron a la infección psicológica. Blasfemias, convulsiones, acusaciones, obscenidades, todo estaba en 159

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orden. Desgraciadamente, una de las muchachas poseídas, llamada Beloquin, alimentaba un fuerte rencor contra el padre Giloire, un sacerdote de la localidad. Habiendo ido a la iglesia una mañana muy temprano la muchacha esparció a los pies del altar mayor la sangre de un pollo que había llevado en una botella; luego, cuando el padre Barré la estaba exorcizando reveló que esa sangre era la vertida por ella a medianoche cuando la había violado el padre Giloire. Por supuesto que Barré creyó esto a pie juntillas y comenzó a preguntar a los demonios de las otras muchachas con miras a recoger pruebas mayores contra su colega. Mas la mujer que le había vendido el pollo a la Beloquin entró en sospechas que confió a un magistrado. El lieutenant criminel ordenó una investigación. Barré se indignó y la Beloquin se sintió atacada por extremados dolores en los hipocondrios, dolores provocados por medios mágicos, según lo declararon sus demonios, por el padre Giloire. Sin dejarse impresionar por esto el lieutenant criminel exigió más pruebas. Huyendo de él la Beloquin se dirigió a Tours, cuyo arzobispo, según era notorio, creía firmemente en la realidad de las posesiones. Mas el arzobispo estaba ausente de la ciudad y en su lugar, encontró la muchacha a un poco simpático coadjutor. Este escuchó el relato de la Beloquin y luego llamó a dos parteras que vinieron a descubrir que los dolores, aunque reales, provenían de la presencia en el útero del trozo de una bala de cañón. La muchacha tuvo que admitir que ella misma se lo había introducido. Después de esto el pobre padre Barré quedó privado de todos sus beneficios eclesiásticos y alejado de la arquidiócesis de Touraine. Terminó sus días oscuramente en un monasterio de Le Mans. En Loudun, mientras tanto, los demonios habían permanecido tolerablemente tranquilos. Cierto es que en una memorable ocasión, "vi delante de mí las formas de dos hombres extremadamente horribles y sentí muy mal olor. Cada uno de estos hombres llevaba un bastón, me agarraron, me levantaron las ropas, me ataron a la cama y por espacio de una hora y media me azotaron violentamente". Por fortuna, como le habían levantado la camisa hasta cubrirle con ella la cabeza, la priora no llegó a verse desnuda, y cuando los dos malolientes personajes le bajaron nuevamente la camisa y la desataron, ella "no advirtió que hubiera ocurrido nada contrario a la modestia". Hubo todavía algunos pocos asaltos de esa misma procedencia, pero en general los milagros consignados por la hermana Jeanne durante los veinte años siguientes fueron de origen divino. Por ejemplo, su corazón estaba dividido y marcado en dos partes interiormente y de un modo invisible por los instrumentos de la Pasión. En distintas ocasiones se le aparecieron las almas de las hermanas ya fallecidas y le hablaron del purgatorio. De cuando en cuando, por supuesto, se exhibían a través de las rejas del locutorio los sagrados nombres a los visitantes de calidad, algunos devotos, otros simplemente curiosos o francamente escépticos. A cada renovación de los nombres y también durante los intervalos, se aparecía el ángel que le daba una prodigiosa cantidad de buenos consejos que la priora, en interminables cartas, pasaba a su director espiritual. Este los comunicaba a caballeros empeñados en algún pleito, a madres ansiosas que deseaban saber si sería mejor casar a sus hijas aunque desventajosamente ahora o esperar a que se presentara una ocasión más favorable antes de que fuera demasiado tarde para otra cosa que el convento. En 1648 terminó la Guerra de los Treinta Años. El poder de los Habsburgos había quedado quebrantado y una tercera parte de la población de Alemania había muerto. Europa estaba dispuesta a aceptar los caprichos del Grand Monarque y la hegemonía de Francia. Fue en verdad un triunfo. Mas hubo con todo un interludio de anarquía, las Frondas se sucedían a las Frondas. Mazarino se alejó del poder y luego volvió a él; se retiró una vez más para volver por fin a aparecer; luego desapareció para siempre de la escena. Aproximadamente por la misma época murió Laubardemont, oscuramente y sin gozar de ningún favor. Su único hijo varón, que se había convertido en salteador de caminos, fue muerto por la justicia. La hija que le quedaba había tenido que tomar los hábitos y se convirtió en una ursulina de Loudun bajo la dirección de la protegida de su padre. En enero de 1656 se publicó la primera de las Cartas Provinciales y cuatro meses después ocurría el gran milagro jansenista: la curación de la vista de la sobrina de Pascal por la Espina Sagrada que se conservaba en PortRoyal. 160

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Un año más tarde murió también Saint-Jure, de modo que la priora ya no tuvo a quien escribir sus cartas si no era a otras monjas o al pobre padre Surin, que estaba todavía demasiado enfermo como para contestarle. ¡Y cuánto se alegró la priora cuando a principios de 1658 recibió una carta de puño y letra de Surin, la primera después de más de veinte años! "¡Cuán admirables -escribió a su amiga, la señora de Houx, que era una de las monjas de la Visitación en Rennes- son los designios de Dios, que habiéndome privado del padre SaintJure pone ahora al querido padre de mi alma en condiciones de poder escribirme! Unos pocos días antes de recibir su carta le había escrito yo extensamente acerca del estado de mi alma." Continuaba escribiendo acerca del estado de su alma:.. a Surin, a la señora de Houx, a cualquiera que estuviera dispuesto a leer y a contestar. Si se hubieran publicado todas las cartas de la priora se habrían llenado muchos volúmenes y ello sin contar las que deben de haberse perdido. La hermana Jeanne, evidentemente, tenía aún la impresión de que "la vida interior" es una vida constante de autoanálisis practicado en público; mas por cierto que en realidad la vida interior comienza cuando cesa el autoanálisis. El alma que continúa hablando acerca de sus estados queda, por ello mismo, impedida de conocer su parte divina. San Juan de la Cruz hubo de escribir a un grupo de monjas que se quejaba de que él no les respondía a las cartas en las que las hermanas describían minuciosamente sus estados espirituales, que no lo hacía por falta de voluntad, porque verdaderamente las estimaba muy de veras, sino porque le parecía que ya se había dicho lo necesario respecto de esas cosas y que es preferible no escribir o hablar de ellas, porque por su naturaleza éstas piden silencio. Porque el hablar distrae y el silencio y el trabajo recogen los pensamientos y fortalecen el espíritu. Mas, ay, nada podía reducir al silencio a la priora. Fue ella tan fecunda en cartas como Madame de Sévigné, sólo que los temas de sus cartas se referían exclusivamente a ella misma. En 1660, con la Restauración, los dos turistas británicos que habían visto a la hermana Jeanne en toda su diabólica gloria, encontraron su camino. Tom Killigrew fue nombrado ayuda de cámara del rey y se le concedió permiso para construir un teatro donde podría hacer representar obras sin someter éstas a la censura; en cuanto a John Maitland, que había caído prisionero en Worcester y pasado nueve años recluido, llegó a ser secretario de Estado y favorito del nuevo rey. La priora, mientras tanto, comenzó a sentir los efectos de la edad. Padecía ciertos achaques, de modo que su doble papel de reliquia viviente, de objeto sagrado y de guía locuaz la fatigaban ahora más allá de su resistencia. En 1662 los santos nombres fueron renovados por última vez; desde entonces ya nada tuvieron que admirar los devotos y los curiosos. Mas si los milagros habían cesado, las pretensiones espirituales de la priora continuaban siendo tan grandes como antes. "Me propongo -le escribió Surin en una de sus cartas- hablaros de la primera necesidad, de la verdadera base de la gracia, quiero decir de la humildad. Os ruego, pues, que obréis de suerte que esa santa humildad pueda llegar a constituir el fundamento verdadero y sólido de vuestra alma. Las cosas de que hablamos en nuestras cartas (cosas que muy a menudo son de naturaleza sublime y elevada) en modo alguno deben comprometer esa virtud." A pesar de su credulidad, a pesar de su sobrestimación de lo milagroso, Surin comprendió demasiado bien que su corresponsal, la hermana Jeanne, pertenecía a una subespecie de bavaristas, evidentemente muy corriente en la época. Que fuera muy corriente lo podemos inferir de una nota de los Pensamientos de Pascal. En Santa Teresa, escribe, "lo que agrada a Dios es la profunda humildad de la santa en sus revelaciones; lo que agrada a los hombres es el conocimiento de lo revelado. Y así trabajamos en nuestra propia muerte al imitar sus palabras pensando que de esa manera imitamos su modo de ser. Nosotros ni amamos la virtud que ama Dios ni tratamos de colocarnos en el estado que Dios ama". Con una parte de su mente, sor Jeanne estaba probablemente convencida de que en verdad ella era la heroína de su propia comedia; con la otra debe de haber sentido con más certeza todo lo contrario. La señora de Houx, que en más de una ocasión pasó largos meses en Loudun, creía que su pobre amiga vivía casi siempre en un mundo de ilusión. ¿Hubo de durarle esa ilusión hasta el fin de sus días? O, por lo menos, ¿hubo de conseguir la hermana Jeanne verse no como la heroína que está en escena sino como la que ya 161

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se ha retirado de ella? Debe de haber sido absurdo, debe de haber sido patético ese bajar de las tablas, ese volverse a encontrar; mas si por lo menos hubiera reconocido el hecho, si hubiera dejado de representar el papel de la autora de Las Moradas, aun no se habría perdido todo. Mientras insistiera en pretender ser otra cosa de lo que era no había ninguna esperanza, pero si humildemente admitía ser ella misma, quizás entonces podría descubrir que en realidad siempre había sido una cosa distinta de lo que había creído ser. Después de su muerte, que ocurrió en enero de 1665, la comedia de la priora se transformó, por obra de los miembros sobrevivientes de su comunidad, en la más tosca de las farsas. Habiéndose decapitado el cadáver, se colocó la cabeza de sor Jeanne en una caja de oro y plata con cristales al lado de la sagrada camisa. Se encargó a un artista que hiciera un enorme cuadro en que se representara la expulsión de Behemot. En el centro de la composición aparecía la priora arrodillada y en éxtasis delante del padre Surin, al que ayudaban además el padre Tranquille y un carmelita. En un ángulo estaban Gaston de Orléans y la duquesa; ambos contemplaban con aire majestuoso el espectáculo. Detrás de ellos, contra una ventana podían verse otros espectadores de menor importancia. Con una corona de gloria que le circundaba la cabeza y acompañado por querubines, se veía a San José suspendido en el aire. En su diestra llevaba tres rayos para arrojar a la negra hueste de trasgos y demonios que salían de entre los labios de la posesa. Por más de ochenta años este cuadro se exhibió en la capilla de las ursulinas y fue objeto de la devoción popular. Pero en 1750 el obispo de Poitiers, que visitaba el convento, ordenó retirarlo. Las buenas hermanas, vacilando entre el deber de obedecer y su amor a la tradición de la comunidad, terminaron por descolgarlo pero poniendo en su lugar un segundo cuadro pintado según el primero. Las glorias de la priora podrían sufrir un momentáneo eclipse mas sus testimonios permanecían todavía allí. No sin embargo por mucho tiempo. Llegaron malos días para el convento y en 1772 fue suprimido. El cuadro se entregó a un canónigo de Saint-Croix, la camisa y la cabeza momificada habrán sido enviadas probablemente a otro convento más afortunado de la orden. Los tres testimonios han desaparecido.

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11 Una tragedia la vivimos, una comedia sólo la presenciamos. El autor trágico se proyecta en sus personajes así como por otra parte lo hacen el lector y el espectador. En la pura comedia, en cambio, no hay identificación entre el creador y sus criaturas literarias, entre el espectador y el espectáculo. El autor observa, juzga y registra lo que ocurre en el exterior; y su auditorio, desde el exterior, observa lo que aquél ha registrado, juzga como aquél ha juzgado y, si la comedia es suficientemente buena, ríe. Mas la comedia pura no puede mantenerse por mucho tiempo. Esta es la razón por la cual muchos de los más grandes comediógrafos han adoptado una forma impura en la que constantemente se pasa de lo exterior a lo interior y viceversa. En un determinado momento estamos viendo, juzgando y riendo; al siguiente simpatizamos y hasta nos identificamos con alguien que pocos segundos antes era un mero objeto. Todo personaje de comedia es en potencia un Amiel o una Bashkirtseff; y a todo autor atormentado que escribe confesiones o diarios íntimos podemos considerarlo, si así lo deseamos, como una figura de comedia. Jeanne des Anges era una de esas desgraciadas criaturas humanas a las que uno se acerca inevitablemente como a los personajes de comedia, a las que no puede tratarse sino como a objetos puramente cómicos. Y esto aun a pesar del hecho de que haya escrito confesiones, las cuales estaban enderezadas a despertar en el espíritu del lector la simpatía por los considerables sufrimientos que agobiaban a la autora. El que leamos esas confesiones y concibamos a la pobre priora como una figura cómica se debe al hecho de que ella era en primer término una actriz y que como tal casi siempre se presentaba fuera de sí misma. El yo que hace esas confesiones es a veces un baturrillo de San Agustín, a veces la reina de las posesas, a veces una segunda Santa Teresa y a veces, cuando por fin desecha toda representación, una desdichada mujer joven, momentáneamente sincera, que sabe exactamente lo que es y de qué modo está relacionada con esos otros personajes más novelescos. Por cierto que, sin desear ser un personaje de comedia, la hermana Jeanne emplea todos los artificios y recursos del comediógrafo: los súbitos cambios de decoración y de máscaras, el énfasis, las excesivas protestas, la piadosa verbosidad tan puerilmente formulada por el anhelo demasiado humano que alentaba bajo la superficie. Por lo demás, la hermana Jeanne escribió sus confesiones sin reflexionar que sus lectores podían consultar otras fuentes de información sobre los mismos hechos que ella consignaba. Por ejemplo, por la versión oficial de los cargos por los que Grandier fue condenado, sabemos que la priora y otras varias monjas fueron invadidas por el remordimiento y que trataron de retirar una declaración que ellas sabían, aún en los paroxismos de su histeria, que era completamente falsa. La autobiografía de la hermana Jeanne abunda en confesiones convencionales de pecados de vanidad, orgullo, tibieza de corazón; pero del gran pecado, de la sistemática mentira que había llevado a un inocente al tormento y a la hoguera no hace ella ninguna mención. Ni se refirió nunca al único episodio digno de encomio en toda esta repugnante historia, a su arrepentimiento y a la pública confesión de su culpa. Pensándolo dos veces prefirió aceptar las cínicas seguridades de Laubardemont y de los capuchinos, esto es, que su contrición era un ardid de los demonios, que sus mentiras eran verdades evangélicas. Cualquier referencia a este episodio, aun la más favorable, echaría a perder el retrato de la autora que quería pintarse como víctima del demonio milagrosamente salvada por Dios. Rechazando los hechos trágicos, prefirió identificarse con una ficción esencialmente libresca. De tal género de cosas está hecha la materia de las comedias. En el curso de su vida, Jean Joseph Surin pensó, escribió e hizo muchas cosas tontas propias de un enfermo, y hasta grotescas. Pero quien lea sus cartas y sus memorias comprueba que Surin fue, en todo momento, una figura trágica con cuyos sufrimientos (aunque singularísimos y en cierto sentido bien merecidos) siempre nos identificamos. Lo conocemos 163

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del mismo modo que él se conocía, por dentro y sin disfraces. El yo que hace sus confesiones es siempre Jean Joseph, nunca otro distinto, más novelesco; nunca encarna, como era el caso de la pobre priora, un personaje espectacular que siempre termina por revelarse, con lo cual lo que tenía que ser sublime se vuelve cómico, categóricamente bufo. Ya hemos descrito los comienzos de la prolongada tragedia de Surin. Una voluntad de hierro, dirigida por los más elevados ideales de perfección espiritual y por equivocadas nociones, tales como las relaciones entre lo absoluto y lo relativo, entre Dios y la naturaleza sobrepasaba su débil constitución, el inestable equilibrio de su temperamento. Ya era él un hombre enfermo antes de que llegara a Loudun. Allí, aunque trató de atenuar los excesos maniqueos de los otros exorcistas, cayó víctima de la intensa y casi exclusiva preocupación de considerar el mal como algo absoluto. La fuerza de los demonios derivaba de la violencia de la campaña que se estaba llevando a cabo contra ellos. Fuerza y violencia en las monjas, fuerza y violencia en los exorcistas. Bajo la influencia de una obsesión organizada del mal las tendencias normales latentes (tendencias a la licencia y a la blasfemia que por inducción siempre hace brotar una religiosidad estricta) afloraron con ímpetu a la superficie. Los padres Lactance y Tranquille murieron en medio de convulsiones, "de pies a cabeza aferrados por la garra de Belial". Surin se sometió a la misma prueba, sólo que salió airoso. Mientras trabajaba en Loudun Surin encontró tiempo, entre los exorcismos y sus propias aprensiones, para escribir muchas cartas. Pero salvo a su indiscreto amigo el padre d'Attichy, no hacía confidencias. Los temas ordinarios de sus cartas eran la meditación, la mortificación, la pureza del corazón. Apenas mencionaba los demonios y sus preocupaciones acerca del infierno. "Respecto de tu oración mental -escribe a uno de sus corresponsales de un convento- no considero mala señal el que no puedas, tal como me dices, mantener fija la mente en un determinado asunto que has preparado de antemano. Te aconsejo que no limites tu espíritu por un determinado asunto; lánzate a las oraciones con la misma libertad de corazón con que en el pasado solías ir a la casa de la madre d'Arrérac para charlar y pasar el tiempo. A estas reuniones no ibas tú con un programa cuidadosamente preparado sobre los temas de la discusión, pues si así lo hubieras hecho, no habrías tenido en ella ningún placer. Ibas allí con una disposición general de fomentar y cultivar vuestra amistad. Vé hacia Dios del mismo modo." "Ama al buen Dios -escribe a otro de sus amigos- y permite que Él haga en ti lo que desee. Donde Dios actúa el alma renuncia a sus acciones groseras. Hazlo así y exponte a la voluntad del Amor y a su poder. Haz a un lado tus ocupaciones prácticas, que están llenas de imperfecciones que es menester purificar". ¿Y qué es ese Amor divino a cuya voluntad y poder hay que exponer el alma? "La obra del Amor consiste en talar, destrozar, abolir, y luego rehacer, levantar de nuevo, resucitar. Es maravillosamente terrible y maravillosamente dulce; y cuanto más terrible más deseable, más atractivo. Debemos entregarnos categóricamente a ese Amor. No podré estar contento hasta que no vea su triunfo en ti y hasta el punto de que te consuma, de que te anonade." En el caso de Surin el proceso de anonadamiento estaba en sus comienzos. Durante la mayor parte de 1637 y en los primeros meses de 1638 era ya un hombre enfermo, pero un enfermo con intervalos de salud. Su enfermedad consistía en una serie de abandonos del estado que podía considerarse normal. "Esta obsesión -escribió veinte años más tarde en La Science Expérimentale des Choses de 1'Autre Vie58- era acompañada por un extraordinario vigor mental y una alegría que lo ayudaban a soportar los cuidados del ánimo no sólo con paciencia sino también con contentamiento." Verdad era que ya no podía mantenerse concentrado en ningún tema, que ya no podía estudiar. Sin embargo, hubo de utilizar los frutos de sus estudios anteriores en pasmosas improvisaciones. Inhibido sin saber exactamente qué iba a decir o si sería capaz de 58

Consúltese el volumen 2° de Lettres spirtuelles du P. Jean-Joseph Surin, editadas por Michel y Cavalléra (Toulouse, 1928), único texto completo y auténtico de la parte autobiográfica.

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abrir la boca, subía al púlpito con las sensaciones de un criminal condenado que sube al patíbulo. Luego, de pronto, sentía "una dilatación de su ser interior y el calor de una gracia tan poderosa que resonaba en su corazón como una trompeta y se sentía con un poder tal en la voz y en los pensamientos como si se hubiera tratado de otro hombre. En su mente se había derramado una pipa de fuerza y conocimiento que la inundaba toda". Luego sobrevino un súbito cambio. La pipa se agotó; cesó el torrente de la inspiración. La enfermedad tomó una nueva forma; ya no se trataba de la espasmódica obsesión de un alma relativamente normal en contacto con su Dios, sino de la total privación de la luz, acompañada por una disminución y degradación de todo el hombre. En una serie de cartas escritas en su mayor parte en 1638 y dirigidas a una monja que había pasado por análogas experiencias, Surin describe los comienzos de esta nueva fase de su enfermedad. Por lo menos en parte sus sufrimientos eran físicos. Hubo días y aun semanas enteras en que una fiebre baja, pero casi constante, lo reducía a un estado de extrema debilidad. En otros momentos sufría de una suerte de parálisis parcial. Conservaba aún cierto dominio sobre sus miembros, mas cada movimiento le costaba enormes esfuerzos acompañados a veces por dolores. Cumplir las más pequeñas acciones constituía una tortura y cada acto, el más insignificante y corriente, era un trabajo de Hércules. Abotonar su sotana le llevaba más de dos o tres horas; en cuanto a desvestirse por completo era materialmente imposible. Por unos veinte años Surin tuvo que dormir vestido. Una vez por semana, con todo, se hacía necesario (si quería verse libre de piojos "por los que tengo una gran aversión") cambiarse de camisa. "Sufría yo de tal modo al cambiarme las ropas que algunas veces pasaba casi toda la noche del sábado al domingo en sacarme la camisa sucia y ponerme la limpia. Tan grande era el dolor que entrañaba esta operación que si alguna vez sentía yo un destello de felicidad ello siempre ocurrió antes del viernes, porque desde ese día en adelante ya padecía las mayores angustias al pensar en el cambio de camisa; era ésta una tortura tan grande que gustosamente la habría cambiado por cualquier otra clase de sufrimientos." El comer era casi tan penoso como el vestirse y desvestirse. Sólo una vez por semana se cambiaba de camisa, pero ese tormento de Sísifo que era cortar la carne, que era levantar el tenedor hasta la boca, que era ese laborioso asir y empinar la copa eran pruebas diarias tanto más insoportables, porque a la falta total de apetito se agregaba la perspectiva de tener que vomitar todo cuanto había comido y, si no ocurría esto, la de sufrir una atormentadora indigestión. Los médicos hicieron cuanto pudieron por curarlo. Lo sangraron, lo purgaron, le hicieron tomar baños calientes; mas todo fue en vano. Los síntomas eran sin duda físicos, mas era menester buscar sus causas no en la sangre y los humores corrompidos del paciente sino en su mente. Su mente ya no estaba poseída; la lucha que en ella se entablaba no era entre Leviatán y un alma que, a despecho del propio Surin, tenía la tranquila conciencia de la presencia de Dios; la lucha se entablaba ahora entre su idea de Dios y su idea de la naturaleza. Que lo infinito incluya a lo finito y deba por ello estar presente en su totalidad en cada punto del espacio, en cada instante del tiempo, parece suficientemente evidente. Para evitar esta conclusión obvia y eludir sus consecuencias prácticas los más rigoristas y antiguos pensadores cristianos emplearon toda su ingenuidad y los más severos moralistas cristianos todos los recursos de la persuasión y de la coerción. Es éste un mundo caído, proclamaron los pensadores, y la naturaleza, tanto la humana como la animal y vegetal, está esencialmente corrompida. Por eso, dicen los moralistas, ha de combatirse a la naturaleza en todos los frentes, suprimirla por dentro, ignorarla y despreciarla por fuera. Mas sólo a través del datum de la naturaleza podemos esperar recibir el donum de la gracia. Sólo aceptando lo dado tal como se da alcanzaremos ese don. Sólo a través de los hechos podemos llegar al hecho primordial, a la realidad. "No vayas persiguiendo la verdad aconseja uno de los maestros de Zen-, deja de alimentar opiniones." Y los místicos cristianos dicen en sustancia lo mismo sólo que con esta diferencia: tuvieron que hacer una excepción a 165

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favor de las opiniones conocidas como dogmas, artículos de fe, tradiciones piadosas y otras cosas de este género. Pero en el mejor de los casos estas excepciones no son sino pilares guía. La realidad ha de aprehenderse a través de los hechos; ella no puede ser conocida por medio de las palabras o por medio de fantasías inspiradas en las palabras; el reino de los cielos puede venir a la tierra pero no a nuestra imaginación o a nuestros razonamientos discursivos; es más, no puede venir aún a la tierra en tanto persistamos en vivir, no en la tierra tal como se da realmente, sino en lo que se le parece a un yo obsesionado por la idea de la dualidad, por vehementes anhelos y repugnancias, por fantasías compensadoras y por proposiciones hechas a priori sobre la naturaleza de las cosas. Nuestro reino debe estar ya dispuesto antes de que venga el de Dios. Ha de operarse un sacrificio no de la naturaleza sino de nuestra fatal tendencia a colocar en lugar de la naturaleza los pensamientos que sobre ella hemos forjado. Tenemos que librarnos de nuestro catálogo de gustos y disgustos, de los moldes verbales en los que esperamos que encaje la realidad, de las fantasías a que recurrimos cuando los hechos no se ajustan a nuestra expectación. Ésta es "la santa indiferencia" de San Francisco de Sales, éste es el "abandonarse" de Caussade, el querer consciente de todo cuanto realmente ocurre momento por momento; éste es aquel "rehusar a preferir" que en la fraseología de Zen constituye la señal del camino perfecto. Fundándose en el principio de autoridad y en ciertas experiencias propias, Surin creía que Dios podía ser conocido directamente en una unión transfiguradora del alma con la parte divina de sí misma y de la esencia del mundo. Mas al mismo tiempo sostenía la opinión de que la naturaleza es algo totalmente depravado a causa del pecado de nuestros primeros padres, y de que esta depravación abre un enorme abismo entre el Creador y la criatura. De acuerdo con estas ideas acerca de Dios y del universo, Surin sintió que lo único lógico era desarraigar de su mente y de su cuerpo todo elemento de la naturaleza que pudiera extirparse sin causar la muerte. En su vejez hubo de reconocer que estaba equivocado, pues hay que observar que algunos años antes de que el padre (Surin escribía de sí mismo en tercera persona) fuera a Loudun se había cerrado extremadamente (s'était extrémement serré) con el fin de mortificarse y en un esfuerzo por permanecer incesantemente en la presencia de Dios; y aunque haya habido en ello hasta cierto punto algún loable celo, constituía un gran exceso y una grave transgresión para su mente. Por esta razón se encontraba él en un encogimiento de ánimo (rétrécissement) sin duda condenable". Porque creía que lo infinito está en cierto modo fuera de lo finito, que Dios en cierto sentido se opone a su creación, Surin trataba de mortificar, no su actitud respecto de la naturaleza, no las fantasías e ideas que había puesto en lugar de la naturaleza, sino la naturaleza misma, los hechos dados de la existencia. "Detesta la naturaleza -aconseja- y sufre las humillaciones que Dios quiere para ella." La naturaleza ha sido "condenada y sentenciada a muerte" y la sentencia es justa; ésa es la razón por la cual debemos "permitir que Dios nos crucifique y desuelle a su placer". Que tal era Su placer, Surin lo sabía ya por las más amargas experiencias. Sustentando la opinión de la depravación total de la naturaleza había transformado su fatiga y su fastidio del mundo, que es un síntoma tan frecuente en los neuróticos, en una aversión a su propia humanidad, en una repugnancia por lo que lo rodeaba, aversión y repugnancia tanto más intensas cuanto que sentía aún vehementes deseos, porque las criaturas, por más que le disgustaran, eran todavía fuentes de tentación. En una de sus cartas declara que en días anteriores tuvo que despachar algunos negocios. A esta naturaleza enferma las ocupaciones prácticas le deparaban cierto alivio. Mas pronto volvía a su miserable estado agravado con un sentimiento de culpabilidad, con la convicción de haber pecado. Surin tenía remordimientos crónicos, mas tales remordimientos no lo incitaban a la acción, pues él mismo se sabía incapaz de actuar, incapaz hasta de confesarse, por lo que tenía que "tragarse sus pecados como si fueran agua, como si fueran pan". Vivía en una permanente parálisis de la voluntad y de sus facultades, pero su sensibilidad se conservaba aguda. En efecto, aunque no pudiera hacer nada, podía todavía sufrir. "Cuanto más desnudo está uno tanto más agudamente siente los golpes." Se encontraba sin valor y sin fuerzas, "mortalmente vacío". Mas este vacío no era una mera ausencia, era la nada pero con el sentido de Baudelaire, con un sentido de violencia, "repugnante y horrible, 166

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un abismo en donde ninguna criatura puede recibir consuelo ni alivio" y en donde el Creador era un atormentador por el que la víctima sólo podía sentir odio. Y el nuevo Maestro quería reinar solo; por eso hacía que la vida de su siervo fuera completamente insoportable, por eso la naturaleza había sido reducida a su más baja expresión y por eso estaba siendo torturada lentamente hacia la muerte. De la personalidad no quedaban sino los más repulsivos elementos. Surin ya no podía pensar ni estudiar ni orar ni realizar buenas obras, ni elevar su corazón a su Hacedor ardiendo de amor y gratitud; sólo "el aspecto sensual y animal de su naturaleza" estaba todavía vivo y "se hundía en el crimen y en la abominación". Y allí estaban esos frívolos y criminales deseos de divertirse, allí estaban el orgullo y el egoísmo y la ambición. Aniquilado por dentro por la neurosis y sus opiniones rigoristas, Surin resuelve acelerar la destrucción de la naturaleza mortificándose desde afuera. Existen algunas ocupaciones que le proporcionan un poco de alivio en su miseria; pues bien, renuncia a ellas ya que siente como cosa necesaria "unir su vacío interior con un vacío exterior". De esta suerte todo soporte exterior quedó suprimido y la naturaleza, del todo indefensa, abandonada a la gracia de Dios. Los médicos le habían ordenado que comiera carne en abundancia mas él no quiso obedecer. Dios le había enviado esa enfermedad como un medio de purgar sus faltas. Si él trataba ahora de curarse prematuramente, sería como frustrar los designios divinos. Rechaza la salud, rechaza las ocupaciones y recreos, mas le queda todavía ese brillo de los productos de su talento e ilustración, los sermones, los tratados teológicos, las homilías, los poemas devotos, en fin, todas esas cosas en las que había trabajado tan arduamente y de las que todavía se siente inicuamente envanecido. Después de largas y atormentadoras indecisiones, en un poderoso impulso, se siente inclinado a destruir todo lo que había escrito. Rasga y arroja al fuego los manuscritos de muchos libros así como gran cantidad de otros papeles. Queda ahora "despojado de todo, abandonado completamente desnudo a sus sufrimientos". Está ahora "en manos del gran Artesano, quien (te lo aseguro) al avanzar en su obra me obliga a viajar por arduos caminos que mi naturaleza se resiste a seguir". Algunos meses después el camino se había hecho tan duro que Surin se encontró incapaz, tanto física como mentalmente, de describirlo. Desde 1639 hasta 1657 hay una gran laguna en la correspondencia de Surin, un vacío total. Durante todo este tiempo padeció de una suerte de analfabetismo patológico, de modo que no podía ni escribir ni leer. Por momentos hacíasele difícil hasta el hablar. Se sumió en una reclusión solitaria, sin comunicación con el mundo exterior. El desterrarse de la humanidad ya era bastante malo; pero nada podía compararse a ese desterrarse de Dios al que ahora estaba condenado. No mucho después de su vuelta de Annecy, Surin llegó a convencerse (y esa convicción duró muchos años) de que estaba condenado sin remisión. Nada podía hacer ahora si no era aguardar, sumido en extrema desesperación, una muerte predestinada a constituir un paso del infierno en la tierra a uno mucho más terrible en el infierno. Su confesor y sus superiores le aseguraban que la misericordia de Dios es infinita y que en tanto haya vida no es posible hablar de una condenación cierta. Un erudito teólogo se lo probó con silogismos; otro se llegó hasta él cargado de infolios y se lo probó con la autoridad de los doctores de la Iglesia. Todo era en vano. Surin sabía que estaba perdido y que los demonios sobre los que acababa de triunfar estaban ahora gozosos preparándole un lugar entre las eternas llamas. Los hombres podían decir cuanto quisieran, pero los hechos, sus propios sentimientos, hablaban más alto que todas las palabras. Todo cuanto ocurría, todo cuanto sentía, todo cuanto se sentía inspirado a hacer lo confirmaba en su convicción. Si estaba sentado junto al fuego y saltaba una chispa hacia él, lo consideraba símbolo de su eterna condenación. Si entraba en una iglesia y en ese momento se leía o cantaba alguna frase acerca de la justicia divina o alguna frase de condenación para los perversos, pensaba que se referían a él. Si escuchaba un sermón, invariablemente creía que era la suya el alma de la grey que se había perdido. Una vez que había ido a rezar junto al lecho de un hermano moribundo, lo asaltó la convicción de que, lo mismo que Urbain Grandier, él era un hechicero y que tenía facultades para ordenar a los demonios que entraran en el cuerpo de personas inocentes. Y eso era justamente lo que estaba haciendo en ese momento, pronunciando conjuros sobre el 167

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hombre moribundo, ordenando a Leviatán, el demonio del orgullo que entrara en él; invocando a Isacaarón, el demonio de la lujuria, a Balaam, el de las bufonadas, a Behemot, el señor de todas las blasfemias. Un hombre estaba en los umbrales de la eternidad, pronto a dar el último paso, el decisivo. Si cuando diera ese paso su alma estaba llena de amor y de fe, lo esperaría la gloria; si no... Surin sentía ya verdaderos hedores sulfúreos, oía los alaridos y el rechinar de dientes y sin embargo, contra su voluntad (¿o era que lo estaba haciendo voluntariamente?), continuaba invocando a los demonios, continuaba esperando que se manifestaran. De pronto el moribundo se revolvió con dificultad en su lecho y comenzó a hablar, no, como lo había hecho hasta entonces, de resignación ante la voluntad de Dios, no sobre Jesucristo y la Virgen María, no sobre la misericordia divina y los gozos del paraíso, sino que hablaba incoherentemente de aleteos de alas negras, de dudas que lo asaltaban y de inexpresables terrores. Con un supremo sentimiento de horror Surin advirtió que era perfectamente cierto: era un hechicero. A estas pruebas externas de su condenación se agregaba la seguridad íntima inspirada en su mente por algún poder ajeno y evidentemente sobrenatural. "Aquel que habla de Dios escribió- habla de un océano de rigores y (si oso decirlo) de severidades, más allá de toda medida." En esas largas horas de desamparo, mientras yacía en su lecho atacado por una parálisis de la voluntad, por intermitentes colapsos y endurecimientos de los músculos, tenía impresiones de la furia de Dios, tan profundas que no existe en este mundo dolor que pueda comparársele". Los años siguieron a los años y un género de sufrimientos siguió a otro; mas el sentimiento de la enemistad de Dios nunca cedió en su ánimo. La conocía por la vía intelectual, la sentía como un enorme peso que lo oprimía, ese peso del juicio divino. Et pondus ejes ferre non potui. No podía soportarlo y sin embargo siempre estaba presente. Para reforzar esta sentida convicción hubo de tener repetidas visiones, tan vívidas, tan reales que le resultaba difícil establecer si las había visto con los ojos de la mente o con los del cuerpo. En su mayor parte tratábase de visiones de Jesucristo. No de Jesucristo el Redentor, sino de Jesucristo el Juez. No del Jesucristo que predicaba o del Jesucristo que sufría, sino del Jesucristo del Juicio Final, del Jesucristo que habían de ver los pecadores impenitentes en el momento de su muerte, del Jesucristo así como se les aparecía a las almas condenadas en los abismos del infierno, ese Jesucristo de "insoportable aspecto", lleno de ira, aborrecimiento y odio vengativo. Algunas veces Surin lo vio como un hombre armado de escarlata, otras lo veía flotando en el aire con una garrocha, montando guardia a la puerta de la Iglesia e impidiendo al pecador que entrara en ella. A veces, cual algo visible y tangible, Jesucristo parecía irradiarse desde el sacramento y el pobre enfermo sentía como una corriente material de aversión, tan poderosa que en una ocasión lo golpeó contra la escalera desde la cual él contemplaba una procesión religiosa. (Otras veces -tal es la intensidad de la duda que en la mente del creyente se crea inductivamente por obra de la honesta fe- sabía con toda certeza que Calvino tenía razón y que Jesucristo no estaba realmente presente en el sacramento. Cuando sabía por experiencia directa que Jesucristo estaba en la hostia consagrada, sabía asimismo, también por experiencia directa, que Él lo había condenado. Mas no menos ciertamente sabía que estaba condenado cuando, con los herejes, conocía que la doctrina de la presencia real no era verdadera.) Las visiones de Surin no sólo tenían relación con Jesucristo. A veces veía a la Santísima Virgen con ceño adusto y con expresión disgustada y de indignación. Veía que, levantando su mano, le descargaba un rayo de venganza y tanto su ser mental como el físico sentían el dolor que ello le provocaba. A veces se le presentaban otros santos, todos con su "insoportable aspecto" y blandiendo rayos. Surin los veía en sus sueños y se despertaba entonces sobresaltado y en terrible agonía. Se le aparecieron los santos más inverosímiles. Una noche, por ejemplo, se sintió traspasado por un rayo de la mano de "San Eduardo, rey de Inglaterra". ¿Se trataba de Eduardo el mártir? ¿O habría sido el pobre Eduardo, el confesor? En todo caso San Eduardo demostró "una horrible ira contra mí; de suerte que me convencí de que esto (el arrojar rayos los santos) es lo que ocurre en el infierno". En los comienzos de ese largo destierro de la vida celestial y del comercio con los hombres Surin podía todavía, por lo 168

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menos en sus días buenos, tratar de restablecer un contacto con el mundo circundante. "Estoy siempre corriendo detrás de mis superiores y de los otros jesuitas para verter en sus oídos cuanto le acontece a mi alma." Mas en vano. (Uno de los horrores más grandes que se experimenta en los desarreglos mentales, así como en la extrema incapacidad física, estriba en el hecho de que "entre nosotros y tú se abre un enorme abismo". El mundo del paralítico es radicalmente distinto del que habitan los que gozan del uso pleno de su cuerpo. El amor puede tender un puente, mas no suprimir el abismo; y allí donde no hay amor ni siquiera hay un puente.) Surin corría detrás de sus superiores y colegas, pero ellos nada entendían de lo que les decía; ni siquiera lo miraban con simpatía. "He comprobado la verdad de lo que Santa Teresa dijo, esto es, que no existe dolor más intolerable que el de aquel que cae en las manos de un confesor demasiado sensato y prudente." Impacientes, se alejaban de él. Surin los asía por las mangas y trataba una y otra vez de explicarles lo que le ocurría. ¡Si era tan simple, tan natural, tan inexpresablemente terrible! Mas ellos sonreían con menosprecio dándose golpes en la frente. El hombre estaba loco; es más, él se había buscado su locura. Le aseguraban que Dios lo estaba castigando por su orgullo y su querer salirse de lo corriente, que lo estaba castigando por haber pretendido tener una vida espiritual más intensa que los otros, por haber imaginado alcanzar la perfección por caminos excéntricos, no jesuíticos sino elegidos por él mismo. Surin protestaba contra estos juicios. "Ese sentido común y natural sobre el que se funda nuestra fe nos endurece tanto para sentir las cosas de la otra vida que tan pronto como un hombre asegura que está condenado, los otros consideran esa idea como si fuera expresión de la locura." Pero las locuras de la melancolía y de la hipocondría son de otro género distinto; consisten en imaginar, por ejemplo, "que uno es un ruiseñor o un cardenal" o (si uno es verdaderamente un cardenal como Alphonse de Richelieu) que uno es Dios Padre. Creer que uno está condenado, escribía Surin, nunca fue un signo de locura, y para probarlo citaba los casos de Enrique Suso, de San Ignacio, de Blosius, de Santa Teresa, de San Juan de la Cruz. En un momento u otro de su vida, todos ellos creyeron que estaban condenados y, sin embargo, todos ellos eran cuerdos y eminentemente santos. Mas aquellos jesuitas tan prudentes o se resistían a escucharlo o, cuando lo escuchaban (¡y con qué impaciencia sin embozos lo hacían!), no quedaban convencidos. La actitud de sus colegas sumía a Surin en un estado aun más miserable y lo arrojaba al camino de una enorme desesperación. El 17 de mayo de 1645 intentó suicidarse en la pequeña casa jesuítica de Sannt-Macaire, cerca de Burdeos. Toda la noche precedente había estado luchando con la tentación del suicidio; pasó la mayor parte de la mañana en oración ante el Santísimo Sacramento. "Poco antes de la hora de comer subió a su habitación. Al entrar vio la ventana abierta, se precipitó a ella y después de haber mirado al precipicio, que era el que le había inspirado a su mente ese deseo loco de matarse (la casa estaba construida en una eminencia rocosa, sobre el río), se retiró al centro de la habitación sin dejar de mirar a la ventana. Allí perdió él toda conciencia y de pronto, como si se hubiera quedado dormido y sin tener ningún conocimiento de lo que estaba haciendo, se precipitó a través de la ventana." El cuerpo al caer rebotó contra una roca saliente y fue a dar a orillas del agua. Se le quebró un hueso del tobillo pero no sufrió lesiones internas. Impulsado por su inveterada pasión por lo milagroso, Surin termina el relato de su tragedia con una observación casi cómica. "En el mismo momento y lugar en que ocurrió el accidente, un hugonote, mientras estaba atravesando el río, hizo burlas de lo que había ocurrido; una vez en la otra orilla, montó en su caballo y ya en el prado y en un camino perfectamente parejo, éste lo precipitó a tierra, donde vino a quebrarse un brazo; él mismo decía que Dios lo había castigado a causa de haberse reído del padre que había intentado volar y que, desde una altura mucho menor, lo había hecho caer en la misma desgracia. Ahora bien, la altura desde la que cayó el padre era tal que bien podía haberle acarreado la muerte, pues no hacía aún un mes que un gato que trataba de cazar un gorrión había caído del mismo lugar y se había matado, no obstante ser estos animales tan avisados y listos que ordinariamente caen sin dañarse." Curaron la pierna de Surin y después de algunos meses pudo volver a andar si bien en adelante tuvo que hacerlo siempre cojeando. Su mente, con todo, no era tan fácil de curar 169

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como su cuerpo. Las tentaciones que lo habían llevado a tan desesperada acción persistieron durante años. Los lugares altos continuaron teniendo par a él una terrible fascinación. No podía ver una navaja o una cuerda sin sentir un intenso deseo de ahorcarse o degollarse. Y su ansia de destrucción tanto se dirigía hacia sí como hacia el exterior. Hubo épocas en que Surin sintió el casi irresistible deseo de poner fuego a la casa en que vivía, a las construcciones y a sus ocupantes, a la biblioteca con todos sus tesoros de sabiduría y erudición, a la capilla, a los ropajes de oficiar, a los crucifijos, al mismo Santísimo Sacramento; todo quería reducirlo a cenizas. Sólo un espíritu perverso puede acariciar tales malignidades, mas justamente eso era él, un alma condenada, un demonio encarnado, odiado por Dios y que a su vez odiaba a Dios. Para él este género de malignidades se le presentaba como acorde con su condición. Y, sin embargo, sentía que había aún una parte de su ser que rechazaba el mal que, como condenado, tenía el deber de hacer, sentir y pensar. Las tentaciones de suicidio y de incendio eran muy poderosas, mas él luchaba contra ellas y mientras así lo hacía, todas esas personas demasiado prudentes que lo rodeaban no quisieron correr riesgos. Después de su primer intento de suicidio se le asignó un hermano laico para que lo vigilara, el cual verdaderamente llegó a atarlo con cuerdas a la cama. Durante los tres años que siguieron, Surin hubo de someterse a la sistemática inhumanidad que nuestros antepasados ejercían con los locos. Para engañar su sentimiento de culpabilidad los rufianes y sádicos recurren a loables excusas tendientes a justificar sus monstruosidades. Así la brutalidad que se ejerce con los niños se convierte en disciplina, en obediencia a la palabra de Dios: "El que escatima la vara, odia a su hijo." La brutalidad que se practica contra los herejes religiosos o políticos es un acto en pro de la verdadera fe; la brutalidad ejercida contra miembros de una raza extraña se justifica con argumentos que podrían pasar por científicos. La antigua brutalidad universal que se practicaba contra los locos no se ha extinguido aún, pues los insanos son terriblemente exasperantes. Mas esta brutalidad ya no se justifica, como en el pasado, mediante términos teológicos. La gente que atormentaba a Surin y a las otras víctimas de la histeria o cualquier psicosis lo hacía así en primer término, porque se complacía en ser brutal y, en segundo, porque estaba persuadida de que obraba bien al ser brutal y creía que hacía bien porque ex hypothesi los locos siempre eran culpables de sus perturbaciones. Dios los estaba castigando por algún pecado manifiesto o secreto y permitía que los demonios los poseyeran o los obsesionaran. Ya como enemigos de Dios, ya porque temporariamente se encarnaba en ellos el mal absoluto, merecían ser maltratados. En el manicomio de Bedlam los dementes eran azotados, encadenados en los más inmundos calabozos y allí se los hacía morir de hambre y frío. Si los visitaba un ministro de la religión, sólo era para decirles que ellos tenían la culpa de su estado y que Dios estaba colérico con ellos. Para el público el loco era una mezcla de mandril y saltimbanqui, con algunos caracteres del criminal condenado. Los domingos y los días festivos se llevaba a los niños a ver a los insanos como hoy los llevamos al zoológico o al circo. Y no había allí reglamento alguno como el que prohibe hoy molestar a los animales. Por el contrario, siendo aquellos animales lo que eran, esto es, enemigos de Dios, el atormentarlos no sólo estaba permitido sino que era un deber. Un tema favorito de los dramaturgos y cuentistas de los siglos XVI y XVII es el de una persona cuerda tratada como un loco y sometida a toda clase de insultos y bromas. Pensemos en Malvolio, pensemos en el doctor Manente, de Lasca, en la desdichada víctima Simplicissimus de Grimmelshausen. Y los hechos son aun mucho más desagradables que las ficciones. Louise du Tronchay dejó una relación de lo que experimentó en el gran manicomio parisiense de la Salpê-triére, al que fue confinada en 1674 por habérsela encontrado en la calle vociferando y riéndose de ella misma, seguida por un gran número de gatos extraviados. Esos gatos suscitaron la vehemente sospecha de que no sólo era loca sino también hechicera. En el hospital la encadenaron en una jaula y la exhibieron al público. A través de los barrotes, los visitantes la golpeaban con sus bastones y se burlaban de ella a causa de los gatos, haciendo alusiones a los castigos reservados a las brujas. "Esa sucia paja en la que yacía, ¡qué buena hoguera podría hacerse con ella cuando la llevaran a la ejecución!" Cada dos o tres semanas 170

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se le cambiaba la paja y la ya vieja se quemaba en el patio. Louise hubo de contemplar el espectáculo de las llamas y oír las gozosas vociferaciones de: "¡Al fuego con la bruja!". Un domingo se le hizo escuchar un sermón del que ella misma era el tema. El predicador la mostró a sus feligreses como un tremendo ejemplo de lo que hace Dios para castigar el pecado. En este mundo sólo era una jaula en la Salpêtriére, en el otro sería el infierno. Y mientras la desdichada víctima sollozaba y se estremecía, el sacerdote se regodeaba extendiéndose a imágenes de las llamas, del hedor infernal, del aceite hirviente, de disciplinas de hierro calentadas al rojo y esto siempre y eternamente, amén. Sometida a este régimen, Louise naturalmente empeoraba cada día más. Si finalmente consiguió recobrarse, ello se debió a la decencia de un hombre, de un sacerdote que al visitarla la trató bondadosamente y tuvo la caridad de enseñarle a rezar. Lo que padeció Surin fue esencialmente análogo. Cierto es que se vio libre de las torturas físicas y mentales de vivir en un manicomio público. Pero aun en la enfermería de un colegio jesuítico, aun viviendo entre estudiantes bien educados y colegas dedicados a Jesucristo, los horrores que sufrió fueron considerables. El hermano laico que lo atendía lo azotaba sin ningún género de misericordia; los muchachos estudiantes, que iban siempre a echar un vistazo al padre loco, le gritaban y se mofaban de él. Claro es que de los muchachos podían esperarse tales cosas, mas no de graves y eruditos sacerdotes, de sus hermanos, de sus compañeros de apostolado. Y, sin embargo, ¡cuán torpemente insensibles, cuán faltos de compasión en sus entrañas se mostraron! Los hubo rudos y cordiales que le aseguraban que estaba sano, que lo obligaban a hacer cosas que le resultaba imposible hacer y que reían cuando lo oían gritar de dolor y le afirmaban que todo era pura imaginación. Fueron algunos malignos moralistas los que sentándose junto a la cama de Surin le decían, con amplias explicaciones y con evidente satisfacción, que simplemente estaba pasando lo que tenía muy bien merecido. Hubo otros sacerdotes que lo visitaron movidos por la curiosidad y para divertirse en oírle decir desatinos como si se tratara de un niño o de un cretino. Hacían gala de su ingenio, de su sentido del humor, burlándose a su costa cuando Surin no podía contestar, no podía comprender. En una ocasión, "un padre de bastante importancia vino a la enfermería donde yo estaba completamente solo sentado sobre mi cama, me miró fija y largamente y luego, aunque yo no le hubiera hecho ningún daño ni pensara hacérselo, me dio una fuerte bofetada en el rostro; después se marchó". Surin hizo todo lo posible por lograr que esas brutalidades fueran provechosas a su alma. Dios deseaba que se lo humillara como a un loco, que fuera tratado como un facineroso, sin tener derecho al respeto de los hombres, sin tener derecho ni siquiera a su piedad. Se resignó a soportar cuanto le ocurría; es más, llegó a querer activamente su propia humillación. Mas ese esfuerzo consciente por reconciliarse con su destino no era en sí mismo suficiente para realizar una curación. Lo mismo que en el caso de Louise du Tronchay, el agente de su curación fue la bondad de otra persona. En 1648 el padre Bastide, el único de sus colegas que había sostenido persistentemente que Surin no era un demente sin remedio, se presentó en la rectoría del Colegio de Saintes y allí pidió permiso para mantener a su lado al inválido. Se le concedió. En Saintes, por primera vez en diez años, Surin se sintió tratado con simpatía y consideración, esto es, como un hombre enfermo, sometido a una prueba espiritual y no como una suerte de criminal sometido al castigo de Dios y, en virtud de ello, merecedor de un castigo aun mayor por parte de los hombres. Todavía le resultaba totalmente imposible abandonar su prisión y comunicarse con el mundo; mas ahora el mundo se movía y trataba de comunicarse con él. Las primeras reacciones del paciente a este nuevo tratamiento fueron físicas. Durante años su ansiedad crónica había hecho que su respiración fuera tan trabajosa que a Surin le parecía estar viviendo siempre en los umbrales de la asfixia. Ahora, casi súbitamente, su diafragma comenzaba a moverse, podía respirar profundamente, podía llenar sus pulmones con el aire vivificante. "Todos mis músculos estaban tiesos, como sujetos con ganchos y he aquí que se abrió uno de esos ganchos y luego otro y me ha deparado ello un extraordinario alivio." Experimentaba en su cuerpo algo análogo a la liberación espiritual. Aquellos que han 171

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padecido asma o fiebre del heno conocen el horror de sentirse físicamente aislados del cosmos circundante y, cuando se recobran, la felicidad de volver a tomar contacto con él. En las esferas espirituales, la mayor parte de las criaturas humanas padece el equivalente del asma, sólo que únicamente de un modo oscuro y por intervalos vienen a percatarse de que están viviendo en un estado de asfixia crónica. Algunos pocos, con todo, saben lo que verdaderamente les acontece... que no respiran. Desesperadamente jadean en demanda de aire y si al fin consiguen llenar sus pulmones, ¡qué indecible felicidad! En el curso de su extraña enfermedad, Surin estaba alternativamente oprimido y liberado, precipitado en sofocantes tinieblas y transportado a la cima de las montañas, al sol. Y sus pulmones reflejaban el estado de su alma, entumecidos y rígidos cuando el alma estaba ahogada, dilatados cuando el alma estaba libre. Las palabras serré, bandé, rétréci y su antítesis, dilaté, aparecen una y otra vez en los escritos de Surin. Ellas expresan el hecho capital de sus experiencias: una violenta oscilación entre los extremos de tensión y aflojamiento, de una contracción de su yo inferior a la de su estado normal y una expansión en una vida exuberante. Fue la suya una experiencia de la misma naturaleza de las que tan minuciosamente describió en su diario Maine de Biran, como las que encontraron su más bella e intensa expresión en ciertos poemas de George Herbert y de Henry Vaughan, experiencias sucesivas de cosas inasibles. En el caso de Surin sus momentos de libertad psíquica estaban acompañados a veces por una extraordinaria dilatación del tórax. Durante un período extático de abandono a sí mismo comprobó que su cinturón de cuero, que él se calzaba haciéndolo pasar por sobre su cabeza, tenía que ser agrandado de cinco a seis pulgadas. (Algo parecido le ocurrió siendo joven a San Felipe Neri, que en sus éxtasis experimentaba una dilatación tan grande que su corazón, comenzando a aumentar de volumen, llegó a quebrar dos costillas; a pesar de esto, o quizá por eso mismo, vivió hasta una edad madura con una capacidad prodigiosa de trabajo hasta su último día.) Surin siempre tuvo conciencia de que había una relación real y no sólo simplemente etimológica entre respiración y espíritu. Enumera él cuatro clases de respiración: el soplo del demonio, el de la naturaleza, el de la gracia y el de la gloria, y nos asegura que experimentó cada uno de ellos. Desgraciadamente no desarrolló esta afirmación, de modo que ignoramos lo que realmente descubrió en él campo de la pranayana. Gracias a la bondad del padre Bastide, Surin había recobrado la sensación de ser un miembro del género humano, mas Bastide sólo podía garantizarle esto con respecto a los hombres pero no con respecto a Dios o, para ser más exactos, con respecto a la idea que de Dios tenía Surin. El inválido pudo respirar de nuevo; pero seguía resultándole imposible leer o escribir, decir misa, andar, comer o desvestirse sin molestias o sin experimentar agudos dolores. Todas esas incapacidades se debían a la permanente convicción de Surin de que estaba condenado; ésta era una permanente fuente de terror y desesperación y sólo encontraba eficaces distracciones de ello en el dolor y en la agudeza de su enfermedad. Para sentirse mejor mentalmente, tenía que padecer más físicamente.59 El rasgo más extraño de la enfermedad de Surin estriba en el hecho de que una parte de su mente nunca estuvo enferma. Incapaz de escribir o leer, incapaz de cumplir las acciones más insignificantes sin experimentar los más extremados dolores, convencido de su condenación, sintiéndose inclinado al suicidio, a la blasfemia, a la impureza, a la herejía (en un determinado momento fue calvinista; en otro, creyente maniqueo), Surin conservó durante 59

Es interesante notar que la condición de la enfermedad de Surin queda descripta en la página 215 de una obra de tanta autoridad como la del doctor León Vannier, La Pratique de 1'Homécpathie (París, 1950): "El paciente tiene la impresión de que su cabeza está invadida por espesa nube. Ve con dificultad, oye con dificultad; a su alrededor y dentro de él todo se presenta confuso. El paciente teme volverse loco, mas, cosa extraña, si aparecen dolores en alguna parte de su organismo (neuralgias faciales o uterinas, dolores intercostales o en las articulaciones) se siente inmediatamente mejor. Cuando el paciente está sufriendo dolores mejora su estado mental."

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toda la larga prueba una incomparable capacidad para realizar composiciones literarias. Durante los primeros diez años de su locura compuso versos en gran profusión. Poniendo nuevas palabras a las tonadas populares, convirtió innumerables baladas y canciones de bebedores en cánticos cristianos. He aquí algunos versos sobre Santa Teresa y Santa Catalina de Génova, tomados de una balada intitulada Les Saints enivrés d'Amour y con la tonada de J'ai rencontré un Allemand:

J'apercus d'un autre côté, Une vierge rare en beauté, Qu'on appelle Thérèse; Son visage tout allumé Montrait bien qu'elle avait humé De ce vin á son aise.

Elle me dit: "Prends-en pour toi, Bois-en et chantes avec moi: Dieu, Dieu, Dieu, je ne veux que Dieux: Tout le reste me pèse."

Une Génoise, dont le coeur Était plein de cette liqueur, Semblait lui faire escorte: Elle aussi rouge qu'un charbon S'écriait: "Que ce vin est bon...

El que los versos sean endebles y de un gusto pésimo no se debe a falta de salud sino de talento. Su verdadero don, que fue considerable, era el de realizar claras y exhaustivas exposiciones en prosa. Y esto fue precisamente lo que vino a comprender durante el segundo período de su enfermedad. Componiendo de memoria y dictando todas las noches a un amanuense, produjo entre los años 1651 y 1655 su obra capital, Le Catéchisme Spirituel. Es éste un tratado que por su mérito intrínseco y por su alcance está a la misma altura del Holy Wisdom del inglés Augustine Baker, contemporáneo de Surin. A pesar de su gran extensión, que alcanza a unas mil páginas en dozavo, el Catéchisme es un libro muy digno de ser leído. Verdad es que en la composición externa la obra resulta poco interesante, mas no se debe ello a Surin, pues su agradable estilo, según la vieja moda, fue corregido en ediciones modernas del libro, por lo que su editor del siglo XIX llama, con inconsciente ironía, "una mano amiga". Por fortuna esa mano amiga no despojó al libro de sus cualidades esenciales de simplicidad que se manifiestan aun en los más artificiosos y sutiles análisis, de ese sentido positivo de Surin aun cuando trata de cosas sublimes. En la época en que compuso su Catéchisme Surin no podía consultar ningún libro para informarse ni leer sus propios manuscritos; y bien, a pesar de esto, las referencias y citas de otros autores son abundantes y pertinentes y la obra en sí misma está admirablemente compuesta y articulada en una serie de retornos a los mismos temas, que son tratados en cada ocasión desde un diferente punto de vista o desarrollados con distinta amplitud. Componer tal 173

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libro en condiciones tan desfavorables exige una memoria prodigiosa y una excepcional facultad de concentración. Sin embargo, y a pesar de encontrarse mejor de lo que había estado antes, Surin era todavía considerado generalmente (no sin razón) como un loco. Ser un demente con lucidez y poseer un completo dominio de las facultades intelectuales ha de ser, sin duda, la más terrible de las experiencias. Conservando intacta su razón, que Surin veía en el mayor desamparo, su imaginación, sus emociones y su sistema nervioso automático se comportaban, por otra parte, como un conjunto de locos criminales empeñados en destruirla. En última instancia era esto una lucha entre la persona activa y la víctima de la sugestión, entre Surin el realista, que hacía todo lo posible por contender con los hechos reales, y Surin el verbalista, que convertía las palabras en espantosas seudorrealidades frente a las cuales era natural sentir terror y desesperación. El caso de Surin era simplemente un caso extremo del universal predicamento humano. "En el principio era el Verbo". Esta afirmación, en lo que respecta a la historia humana, es perfectamente verdadera. La lengua es el instrumento del progreso del hombre, a quien saca de la animalidad, y es a la vez la lengua la causa de que el hombre abandone la inocencia animal y la conformidad animal con la naturaleza de las cosas, para precipitarse en la locura y en lo demoníaco. Las palabras son al mismo tiempo indispensables y fatales. Tratadas como hipótesis o medios de concebir, las proposiciones acerca del mundo son instrumentos por medio de los cuales progresivamente vamos habilitándonos para comprender el mundo. Tratadas como verdades absolutas, como dogmas que han de tragarse sin más, como ídolos a los que hay que adorar, las proposiciones sobre el mundo deforman nuestra visión de la realidad y nos llevan a toda suerte de conductas inapropiadas. "Deseando tentar al ciego -dice Dai-o Kokushi-, el buda retozón dejó escapar algunas palabras de su boca de oro. Los cielos y la tierra desde entonces han estado siempre llenos de intrincadas zarzas." Y las zarzas no son exclusivas del Lejano Oriente. Si Jesucristo "trajo a la tierra no el reino de la paz sino el de la espada", ello se debió a que tanto él como sus sucesores tuvieron que vestir sus enseñanzas con palabras. Lo mismo que acontece con otras palabras, estas del cristianismo fueron a veces imperfectas, a veces demasiado avasalladoras, pero siempre imprecisas; por lo tanto, siempre susceptibles de ser interpretadas de los más diversos modos. Consideradas como hipótesis como útiles estructuras de referencias mentales dentro de las cuales se organizan los hechos dados de la existencia humana-, las proposiciones construidas sobre tales palabras han sido de inestimable valor; mas tratadas como dogmas e ídolos han sido la causa de grandes males, tales como odios teológicos, guerras religiosas e imperialismo eclesiástico, así como de horrores menores tales como la orgía de locura de Loudun y la propia demencia de Surin. Los moralistas están siempre con la misma cantilena sobre los deberes de dominar nuestras pasiones; y por cierto que tienen mucha razón al hacerlo así. Por desgracia, la mayor parte de ellos han dejado de recalcar con la misma insistencia el no menos importante deber de dominar y regular nuestras palabras y los razonamientos basados en éstas. Los crímenes que se cometen por la pasión se realizan sólo en momentos en que se calienta la sangre y la sangre sólo ocasionalmente está en tales condiciones. Mas las palabras están siempre en nosotros y poseen una carga -sin duda ésta se debe a las condiciones en que hemos pasado nuestra primera infancia- de sugestiones tan poderosa y prodigiosa como para justificar en cierto sentido las creencias en los conjuros y en las fórmulas mágicas. En alto grado más peligrosos que los crímenes de la pasión son los crímenes del idealismo, los crímenes instigados, fomentados y justificados moralmente por palabras consagradas. Tales crímenes se proyectan cuando el pulso funciona normalmente y se cometen a sangre fría y con resuelta perseverancia durante una larga serie de años. En el pasado las palabras que dictaban los crímenes del idealismo eran predominantemente religiosas; ahora son predominantemente políticas. Los dogmas no son ya de naturaleza metafísica sino positivista e ideológica. Lo único que ha permanecido invariable es la idolatría y la superstición por los dogmas y la demencia sistemática, la demoníaca ferocidad con la que la gente actúa según esas creencias. Si se transfiriera la idea de hipótesis de los laboratorios y estudios a la iglesia y al parlamento podría librarse a la humanidad de sus locuras colectivas, de sus crónicos impulsos 174

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a practicar asesinatos en masa y suicidios en masa. El problema fundamental de los hombres es ecológico: los hombres tienen que aprender a vivir en todos los planos del cosmos, desde los materiales hasta los espirituales. Los hombres como conjunto tienen que encontrar la manera de que, a pesar del rápido y enorme crecimiento de la población, pueda continuar brindándole una existencia satisfactoria, un planeta de tamaño limitado, muchos de cuyos recursos, derrochándose desmesuradamente como se hace, han de agotarse irremisiblemente. Por otra parte, como individuos, tenemos que encontrar la manera de establecer relaciones con esa Mente infinita de la que estamos habituados a considerarnos aislados. Concentrando nuestra atención en el datum y en el donum lograremos desarrollar, cual una suerte de producto accesorio, métodos satisfactorios que nos conduzcan a una convivencia armónica. "Busca el reino de Dios y todo lo demás te será dado por añadidura." Mas en lugar de hacerlo así insistimos en buscar primero "todo lo demás": los intereses puramente humanos nacidos de la pasión egoísta, por una parte, y por otra, de la idólatra adoración de la palabra. El resultado de ello es que nuestro problema básico, el ecológico, queda siempre pendiente y sin posibilidades de solución. La concentración excesiva en el poder político hace imposible a las sociedades organizadas mejorar sus relaciones con el planeta. Por lo demás, la idólatra adoración por los sistemas de palabras hacen imposible al individuo mejorar sus relaciones con el hecho primordial. Al buscar primero "todo lo demás" perdemos no sólo el reino de Dios sino también una tierra en la que fuera posible la venida de ese reino. En el caso de Surin ciertas proposiciones, que se le había enseñado a venerar como dogmas, determinaron la locura de su mente creándole terrores y desesperación; pero afortunadamente para él había también otras proposiciones más alentadoras e igualmente dogmáticas. El 12 de octubre de 1655 uno de los padres del Colegio de Burdeos (adonde por esa época había vuelto Surin) fue a su habitación para confesarlo y prepararlo para la comunión. El único pecado grave de que pudo acusarse el enfermo era el no haberse conducido de un modo suficientemente pecaminoso, porque desde que Dios ya lo había condenado, lo que correspondía era vivir de conformidad con esa condenación revolcándose en todos los vicios, siendo así que él en realidad trataba de comportarse siempre virtuosamente. "Podrá parecer ridículo al lector el que diga, como hago ahora, que un cristiano deba sentir escrúpulos por conducirse virtuosamente." Surin escribió estas palabras en 1663. En 1655 sentía todavía que su deber, ya que era un alma perdida, era ser malo, enteramente malo. Pero a pesar de ese deber le resultaba moralmente imposible ser otra cosa que virtuoso. Por eso estaba convencido de que cometía un pecado enormemente mayor que el de un asesinato premeditado. Éste fue el pecado que le confesaba al sacerdote en 1655. "No como un hombre que vive en esta tierra, para el que todavía hay esperanzas, sino como un condenado." El confesor, que era evidentemente un hombre bondadoso y sensible, habiéndose impuesto de la debilidad de Surin por las cosas extraordinarias, le aseguró, aunque él por cierto no se sentía inclinado a tal género de cosas, que frecuentemente había sentido como una fuerte impresión, como una inspiración de que finalmente todo había de terminar bien para el padre Surin. "Reconocerás que estabas en un error, podrás pensar y obrar como los demás hombres, morirás en paz." Las palabras hicieron profunda impresión en el ánimo de Surin y desde ese momento la sofocante nube de temores y miserias comenzó a levantarse. Dios no lo había rechazado; todavía había esperanza; esperanza para recobrarse en este mundo; esperanza de salvarse en el otro. Con estas esperanzas fue volviendo poco a poco a la salud. Una por una fueron desapareciendo sus inhibiciones físicas y sus parálisis. La primera que desapareció fue su incapacidad de escribir. Un día en 1657, después de haber pasado dieciocho años sin poder escribir, tomó la pluma y consiguió garrapatear tres páginas de pensamientos sobre la vida espiritual. Los caracteres eran "tan confusos que no parecían hechos por un hombre"; mas eso no tenía importancia. Lo importante era que su mano por fin podía cooperar, aunque insuficientemente, con su mente. 175

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Tres años después recobró la facultad de andar. Ocurrió esto durante una permanencia en el campo en casa de un amigo. En los principios de su estada allí, dos criados tenían que llevarlo desde su habitación al comedor, "pues no podía dar un paso sin sentir grandes dolores. Esos dolores no eran como los que sienten los paralíticos; eran dolores que tendían a hacerme contraer y encoger el estómago y al mismo tiempo sentía una gran violencia en mis entrañas". Uno de sus parientes lo había ido a visitar el 27 de octubre de 1660. Para despedirlo, Surin, si bien penosamente, lo acompañó hasta la puerta. Habiéndose quedado allí después de la partida de su visitante, miró hacia el jardín "y comencé a considerar con alguna distinción los objetos que allí había cosa que a causa de la extrema debilidad de mis nervios no había podido hacer desde hacía quince años". En lugar de sentir los habituales dolores, experimentó "una cierta suavidad", de modo que se decidió a bajar los cinco o seis peldaños para ir al jardín y contemplarlo por un breve momento. Contemplaba la tierra negra y el verde brillante de los setos; contemplaba los senderos y las margaritas y los cuadros de adelfas entretejidas. Contempló luego las suaves colinas a la distancia, sus bosques otoñales, castaños bajo el pálido cielo, a la casi plateada luz del sol. No había viento y el silencio era como un enorme cristal y por doquier el misterio viviente de combinaciones de colores, de formas distintas y definidas, de lo innumerable y de lo uno, del tiempo pasajero y de la presencia de la eternidad. Al día siguiente Surin se aventuró otra vez a penetrar en el universo que casi había olvidado y un día después comprobó que el viaje que emprendía para redescubrirlo no lo impulsaba ya al suicidio. Hasta se aventuró a abandonar el jardín y a andar, hundiendo sus tobillos en las hojas muertas, por el bosquecillo que había más allá de la casa. Estaba curado. Surin atribuye su desconexión con el mundo externo a "una extrema debilidad de los nervios". Mas esa debilidad nunca le impidió concentrar su atención en ideas teológicas y en las fantasías que tales ideas habían hecho nacer. En verdad había sido su obsesión por tales imágenes y abstracciones lo que tan desastrosamente lo había separado del mundo natural. Aun mucho antes de ser atacado por su enfermedad, él mismo se había obligado a vivir, con independencia de los hechos dados, en un mundo donde las palabras y las reacciones provocadas por ellas eran más importantes que las cosas de la vida. Con la sublime demencia que supone llevar la fe a sus últimas consecuencias lógicas, Lallemant había enseñado que "no debemos ver o admirar nada de esta tierra como no sea el Santísimo Sacramento. Si Dios fuera capaz de sentir admiración, sólo admiraría este misterio y el de la Encarnación... Salvo la Encarnación, no deberíamos admirar nada en esta tierra." Surin, al no mirar ni admirar nada del mundo dado, obraba según las enseñanzas de su maestro. Con la esperanza de merecer el donum ignoraba el datum. Mas el don supremo sólo se logra mediante lo dado. El reino de Dios viene a la tierra y se manifiesta a través de la percepción de la tierra, tal como ella es y no como se le aparece, en una voluntad deformada por los anhelos y reacciones de uno mismo, a un intelecto deformado por creencias ya hechas. Como teólogo rigorista convencido de la total depravación del mundo caído, Surin coincidía con Lallemant en que nada había en la naturaleza digno de verse o de admirarse, pero sus teorías no estaban de acuerdo con su experiencia inmediata. "A veces -escribe en Le Catéchisme Spirituel-, el Espíritu Santo ilumina el alma por momentos y gradualmente; y aprovecha cualquier cosa que se presenta en la conciencia (animales, árboles, flores o cualquier otra cosa de la creación) para instruir a esa alma en las grandes verdades y para enseñarle secretamente lo que debe hacer en servicio de Dios." He aquí otro pasaje sobre el mismo asunto: "En una flor, en un pequeño insecto, Dios manifiesta a las almas los tesoros de su sabiduría y bondad; y no necesita nada más para provocar un incendio de amor." Escribiendo directamente sobre sí mismo, Surin consigna que "en muchas ocasiones a mi alma se le concedió ese estado de gloria y la luz del sol parecía que se hacía más incomparablemente brillante que de ordinario, y sin embargo era tan blanda y soportable que me parecía asimismo que se trataba de otra clase de luz y no de la natural del sol. Una vez, cuando me encontraba en tal estado, salí al jardín de nuestro Colegio de Burdeos y tan brillante era la luz que me parecía estar andando en el paraíso". Todos los colores eran más 176

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"intensos y naturales", toda forma más exquisita y distinta que en los momentos ordinarios. Espontáneamente y por una especie de sagrado accidente había entrado en ese mundo infinito y eterno del que podríamos ser habitantes si, según las palabras de Blake, "las puertas de la percepción estuvieran purificadas". Mas ese estado de gloria se desvaneció y nunca más volvió, a través de todos los años de la enfermedad de Surin. "Nada me queda sino el recuerdo de algo sublime que sobrepasa en belleza y en grandeza a todo cuanto experimenté en este mundo." El que un hombre a quien se le había manifestado verdaderamente sobre la tierra el reino de Dios sostenga luego con todo rigor que es preciso desechar todas las cosas creadas, constituye un triste tributo pagado al obsesionante poder de las meras palabras e ideas derivadas de ellas. Había tenido experiencias de Dios en la naturaleza; pero en lugar de convertirlas en devoción sistemática, como hubo de hacerlo Traherne en su Centuries of Meditation, Surin prefirió después de cada teofanía volver a resistirse, locamente y como antes, a ver y admirar cualquier cosa de la creación; concentró toda su atención en las proposiciones más lúgubres de su credo y en sus reacciones emotivas e imaginativas provocadas por esas proposiciones. No podía haberse encontrado un medio más seguro de aislarse de la bondad infinita. Cada vez que Anteo tocaba la tierra recibía de ésta nuevas fuerzas, por eso Hércules para estrangularlo tuvo que levantarlo y sostenerlo en el aire. Siendo a la vez cual el gigante y el héroe, Surin experimentaba la salud que le venía del contacto con la naturaleza y por la pura fuerza de su voluntad se elevaba sobre la tierra y él mismo se retorcía el cuello. Había aspirado a la liberación, mas como concebía la unción con el Hijo como una sistemática negación de la esencial divinidad de la naturaleza, sólo pudo lograr una iluminación parcial en su unión con el Padre, con prescindencia del mundo de las manifestaciones, y una unión con el Espíritu Santo en toda suerte de experiencias psíquicas. En la fase inicial de su curación, no fue ésta un paso de las tinieblas a esa "tranquila seguridad de despertarse en la bienaventuranza", cosa que acontece sólo cuando la mente individual permite a la Mente que se refleje en ella, a través de una conciencia individual que la conoce tal como es en realidad; fue más bien el cambio de un estado o condición también anormal pero de signo opuesto en el que las "gracias extraordinarias" llegaron a ser tan ordinarias como habían sido antes las "desolaciones extraordinarias". Es menester notar que aun en los peores momentos de su enfermedad Surin había experimentado breves destellos de gozo, había experimentado efímeras convicciones de que, aun a pesar de su condenación, Dios estaría eternamente con él. Estos destellos se multiplicaban ahora, esas convicciones de esporádicas que eran se convirtieron en permanentes. Una experiencia psíquica sucedía a la otra y todas sus visiones eran luminosas y alentadoras, todas sus sensaciones eran de bienaventuranza. Pero "para honrar a Nuestro Señor como es menester honrarlo debéis despojar a vuestro corazón de todo apego a los goces espirituales y a las gracias perceptibles; en modo alguno debéis depender de tales cosas. Vuestro único soporte ha de ser la fe; la fe es la que nos eleva a Dios con pureza porque deja el alma vacía y ése es el vacío que Dios llena". Así había escrito Surin hacía más de veinte años a una monja que le había pedido consejo. Y exactamente eso mismo era lo que estaba diciendo el padre Bastide, el hombre a cuya caridad Surin debió la iniciación de su curación. Por elevadas que sean, por consoladas que resulten las experiencias físicas no son la iluminación; es más, ni siquiera constituyen los medios de llegar a la iluminación. Y Bastide no decía estas cosas basándose meramente en su propia autoridad; detrás de él se alineaban los místicos más serios de la Iglesia. El padre Bastide citaba a San Juan de la Cruz. Por algún tiempo Surin hizo lo posible por seguir los consejos del padre Bastide, mas sus gracias extraordinarias lo avasallaban incesantemente, insistentemente. Y cuando al fin conseguía rechazarlas, ellas se cambiaban otra vez más en su signo opuesto, volviéndose aridez y desolación. Dios parecía haberse retirado nuevamente y haberlo dejado al borde de la antigua desesperación. A despecho del padre Bastide, a despecho de San Juan de la Cruz, Surin volvía a sus visiones, a sus éxtasis, a sus inspiraciones. En el curso de la controversia que se siguió, los dos contendientes y su superior, el padre 177

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Anginot, apelaron a sor Jeanne des Anges. ¿Querría ella preguntar a su buen ángel qué pensaba acerca de las "gracias extraordinarias"? El buen ángel comenzó por inclinarse a favor de la causa de Bastide, mas como Surin protestara, después del cambio de muchas cartas entre sor Jeanne y los tres jesuitas el buen ángel anunció que ambas partes tenían razón puesto que cada una de ellas hacía cuanto podía por servir a Dios a su modo. Surin, lo mismo que el padre Anginot, quedó ampliamente satisfecho. El padre Bastide, con todo, no se rindió y hasta llegó a sugerir que ya era tiempo de que la hermana Jeanne desistiera de comunicarse con la copia celestial del señor de Beaufort. No era sólo él el que hacía tales objeciones a esto. En 1659, Surin informaba a la priora que un eminente eclesiástico se quejaba de que "habéis establecido una especie de oficina para resolver, mediante vuestro ángel, todas las cosas que las gentes os urgen que le preguntéis; de que tenéis una oficina regular de información de matrimonios, pleitos y otras cosas de este género". Esas "cosas de este género" debían cesar inmediatamente... no como lo había sugerido el padre Bastide, esto es, rompiendo las relaciones con el ángel, sino aceptando sólo las consultas con fines espirituales. Pasó el tiempo. Surin ya se encontraba lo suficientemente bien como para hacer visitas a los enfermos, oír confesiones, predicar, escribir, dirigir almas oralmente o por cartas. Con todo, su conducta continuaba siendo algo extraña, por lo que sus superiores pensaron que se hacía necesario someter a censura todas sus cartas, tanto las que recibía como las que expedía, por temor a que pudieran contener algún punto que se alejara de la ortodoxia o por lo menos alguna embarazosa extravagancia. Tales sospechas eran infundadas. El hombre que había dictado Le Catéchisme Spirituel estando, según todas las apariencias fuera de su juicio, había de mantenerse con igual prudencia ahora que se hallaba sano. En 1663 escribió la Science Expérimentale, que contiene la historia de la posesión de las monjas de Loudun y una relación de sus propios tormentos. Ya Luis XIV se había lanzado a sus desenfrenadas empresas, pero Surin no sentía interés por los "negocios públicos y los grandes proyectos". Él tenía sus sacramentos, sus Evangelios para leer y rumiar, él tenía sus experiencias de Dios; y esto lo colmaba. En cierto sentido, por supuesto, tales cosas eran más que suficientes, pues se estaba haciendo viejo, estaba perdiendo sus fuerzas, "y el amor no puede prosperar muy bien en la debilidad, pues requiere un vaso firme y fuerte para resistir la presión de sus actos". La casi bienaventuranza de los pocos años anteriores había pasado. La sucesión regular y fácil de "gracias extraordinarias" era ya una cosa del pasado. Pero ahora tenía algo distinto, algo mejor. Hubo de escribirle a la hermana Jeanne que "Dios acaba de darme un ligero conocimiento de su amor..., pero ¡qué enorme diferencia hay entre las profundidades del alma y sus facultades! Porque, en efecto, el alma es rica en sus profundidades y se encuentra verdaderamente saturada con los tesoros sobrenaturales de la gracia sólo cuando sus facultades están en un estado de extremada pobreza. En sus profundidades como digo, el alma tiene un sentimiento verdaderamente elevado, verdaderamente delicado y fértil de Dios, sentimiento que acompaña el más confortador de los amores y una maravillosa expansión del corazón, sin poder, con todo, comunicar nada de estas cosas a otra persona. Exteriormente, los que se encuentran en tal estado dan la impresión de no sentir ningún gusto por las cosas de la religión, de estar despojados de todo talento y reducidos a una indigencia extrema... Se siente un enorme dolor cuando el alma es incapaz, si puede permitírseme esta expresión, de derramarse a través de sus facultades; las energías sobrantes que quedan dentro de ella determinan una opresión mucho más dolorosa de lo que pueda imaginarse. Lo que ocurre en las profundidades del alma se asemeja a lo que ocurre con las grandes cantidades de agua contenidas por un dique cuyo volumen, por falta de una salida, superando la resistencia del dique y arrasándolo, lo agota totalmente". En esta imposible y paradójica situación un ser finito contiene a lo infinito y es casi aniquilado por la experiencia. Pero Surin no se quejaba; esto era una santa angustia, una muerte que devotamente había que desear. En medio de sus éxtasis y visiones Surin había echado a andar por un sendero que llevándolo a través de campos muy pintorescos, a no dudarlo, lo condujo a una muerte luminosa. Ahora que las "gracias extraordinarias" habían terminado, ahora que estaba libre de darse cuenta de la proximidad del total conocimiento, había alcanzado por fin la posibilidad 178

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de la iluminación, por fin estaba viviendo "en la fe" Precisamente como el padre Bastide le había instado a que lo hiciera. Por fin ahora se encontraba desnudo intelectual e imaginativamente frente a los hechos dados del mundo y de su propia vida, vacío que podía ser llenado, pobreza que podía hacerse supremamente rica. "Me han dicho -escribe Surin dos años antes de su muerte- que hay pescadores de perlas que teniendo un tubo que llega hasta la superficie del mar desde las profundidades de éste, en las que ellos están, y que se mantiene a flote por medio de corchos, respiran a través de él aun hallándose bajo el agua. No sé si esto es cierto, pero en todo caso expresa muy bien lo que tengo que decir, pues también el alma tiene un caño que conduce a los cielos, un canal, dice Santa Catalina de Génova, que comunica con el corazón de Dios. A través de él respira el alma sabiduría y amor y de ello se sustenta. Mientras el alma está aquí buscando perlas en las profundidades de la tierra, habla con otras almas, predica, hace lo que Dios le manda, y hay también, durante todo ese tiempo, un tubo que comunica con el cielo por el que se obtiene vida eterna y consuelo... En tal estado es el alma a la vez feliz y desgraciada, mas yo pienso que es verdaderamente feliz... En medio de las ordinarias miserias de la vida terrenal, en medio de las debilidades y de la impotencia, Nuestro Señor nos da algo que sobrepasa toda comprensión y medida... Ese algo es una herida de amor que, sin que sus efectos sean exteriormente visibles, traspasa el alma y mantiene en ella un incesante anhelo de Dios." Y así, buscando perlas en las profundidades de la tierra, con el caño entre sus dientes, hinchiendo sus pulmones con aires de otro mundo, el anciano avanzaba hacia su consumación. Unos pocos meses antes de morir Surin terminó el último de sus escritos sobre devoción, Questions sur l'Amour de Dieu. Leyendo ciertas páginas de este libro adivinamos que las últimas barreras habían quedado derribadas y que, para un alma más, el reino de Dios había bajado a la tierra. Por ese canal que conducía al verdadero corazón de Dios había fluido "una paz que no es meramente una calma como el arrullo del mar o la tranquila corriente de caudalosos ríos, sino una paz que nos penetra, divina paz y reposo, como un torrente que nos inunda; y el alma, después de tantas tempestades, se siente como inundada; de paz y la fruición del divino reposo no sólo entra en el alma, no sólo la cautiva, sino que la cubre por completo, como los embates de muchas aguas". "En el Apocalipsis encontramos que el Espíritu de Dios hace mención de una música de arpas y laúdes que es como el trueno. Tales son los maravillosos caminos del Señor, que puede hacer que un trueno sea como el sonido de bien templados laúdes y que una sinfonía de laúdes sea como un trueno. Del mismo modo, ¿quién imaginará que pueda haber torrentes de paz que arrasen con todos los diques, que hagan astillas los malecones y represas? Y sin embargo así acontece verdaderamente; y es la naturaleza de Dios practicar tales asaltos de paz y silencios de amor... La paz de Dios es como un río cuya corriente estaba en un campo y de pronto se pasa a otro porque se han roto las represas. Esta paz invasora hace cosas tales que no parecen propias de la naturaleza de la paz, pues se presenta embistiéndolo todo, viene impetuosa y esto es propio sólo de la paz de Dios. Sólo la paz de Dios puede avanzar de ese modo, como el ruido de la marea creciente que llega, mas no para devastar la tierra sino para que Dios ocupe el lecho preparado para Él. Se presenta con aspecto feroz, rugiente aun cuando el mar esté en calma; ese rugido es causado sólo por la abundancia de las aguas y no por la furia, pues el movimiento de las aguas no se debe a una tempestad sino a las aguas mismas en toda su innata calma, cuando no hay un soplo de viento. El mar en su plenitud se llega para visitar a la tierra y besar las riberas que se le han asignado como límites suyos. Llega majestuoso y magnífico. Pues lo mismo pasa en el alma cuando, después de largos padecimientos, la inmensidad de la paz se llega a visitarla. Y no hay ni un soplo de viento que haga ondear su superficie. Es ésta una paz divina que trae consigo los tesoros de Dios y todas las riquezas de su reino. Tiene esta paz sus alciones, sus aves precursoras que anuncian su proximidad: son las visitas de los ángeles que la preceden; y esto ocurre como si se tratara de algo de la otra vida, con un sonido de celestiales armonías y con tal rapidez que el alma queda enteramente vencida, no porque haya hecho alguna resistencia a esta bendición, sino por la avasalladora abundancia de ésta. Esta abundancia no hace violencia sino contra los obstáculos 179

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que encuentra en el camino de su bendición y todos los animales que no pueden ser pacificados huyen antes de que se produzca este ataque de la paz. Y esta paz lleva consigo a las riberas todos los tesoros prometidos a Jerusalén, canela y ámbar, y los objetos raros de toda suerte. Y así llega esa divina paz, llega abundante, llega con toda la riqueza de las bendiciones, llega con todos los preciosos tesoros de la gracia." Mas de treinta años antes, en Marennes, Surin había contemplado las tranquilas, las invencibles mareas del Atlántico; y su recuerdo de esta maravilla cotidiana constituyó el medio por el cual su alma consumada fue capaz al fin de "verterse" en una expresión no carente de grandeza. Tel qu'en Luimême enfin I'éternité le change había llegado al lugar donde, sin saberlo, había estado siempre; y, cuando en la primavera de 16651o alcanzó la muerte, no tuvo, como lo ha dicho Jacob Boehme, "necesidad de ir a otra parte", pues siempre había estado allí.

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APÉNDICE Sin tener en cuenta el profundo e innato anhelo del hombre de autotrascenderse, sin comprender su muy natural repugnancia a tomar el arduo camino ascendente y su búsqueda de falsas liberaciones que se dirigen, ya hacia planos inferiores de su personalidad, ya hacia planos horizontales, no podremos hacernos cargo del particular período histórico en que vivimos, ni de la historia en general, de la vida tal como fue vivida en el pasado y como se vive hoy día. Por ello me propongo aquí tratar algunos de los más corrientes sustitutos de la Gracia, mediante los cuales hombres y mujeres han intentado siempre evadirse de la atormentadora conciencia de ser simplemente ellos mismos. Hay en la actualidad en Francia aproximadamente un vendedor de alcohol por cada cien habitantes. En los Estados Unidos hay por lo menos un millón de alcohólicos desesperados y un número considerablemente mucho mayor de bebedores consuetudinarios cuya enfermedad no ha llegado aún a ser mortal. En lo que respecta al consumo de sustancias tóxicas en el pasado, no tenemos un conocimiento preciso ni estadísticas seguras. En el oeste de Europa, entre los celtas y los teutones, durante toda la Edad Media y el comienzo de los tiempos modernos la ingestión de alcohol era probablemente aun mayor que hoy día. En las numerosas ocasiones en que ahora bebemos té, café, o bebidas gaseosas, nuestros antepasados se refrescaban con vino, cerveza, hidromiel y, en siglos posteriores, con ginebra, coñac y aguardiente. El beber exclusivamente agua era una pena que se imponía a los malhechores o bien los religiosos lo aceptaban como penitencia, junto con un ocasional régimen vegetariano, como una severa mortificación. No beber una sustancia alcohólica Constituía una extravagancia de tal modo notable que suscitaba comentarios y hasta la aplicación de sobrenombres más o menos despectivos. De ahí los nombres de Bevilacqua en Italia, de Boileau en Francia y de Drinkwater en Inglaterra. Mas el alcohol constituye sólo una de las muchas drogas empleadas por el hombre como medio de evadirse del yo aislado. Creo que los narcóticos naturales, las sustancias estimulantes y capaces de provocar alucinaciones fueron conocidas, hasta en sus más insignificantes propiedades, desde tiempo inmemorial. Los modernos laboratorios nos han dado un sinnúmero de nuevos productos sintéticos, pero en lo que respecta a los venenos naturales no han hecho más que desarrollar mejores métodos de extracción, de concentración y de combinación de aquellos ya conocidos. Desde la amapola al curare, desde la coca de los Andes al cáñamo de la India y al agárico de Siberia, todo árbol o matorral u hongo capaz de provocar, cuando se ingiere, efectos estupefacientes o excitaciones o visiones hace mucho tiempo que ha sido descubierto y sistemáticamente aplicado. El hecho resulta extrañamente significativo pues parece probar que siempre y en todas partes el ser humano ha sentido la absoluta imperfección de su existencia personal, la miseria de ser su aislado yo y no algo más, algo más amplio, algo, para decirlo con las palabras de Wordsworth, "mucho más profundamente interpenetrado con los otros, en un recíproco fluir. En su exploración del mundo que lo rodeaba, el hombre primitivo "trató todas las cosas y se aferró a las que eran buenas". A los efectos de su conservación, bueno era todo fruto u hoja comestible, toda semilla, raíz o nuez; mas en otro sentido -en el de la insatisfacción del yo y en el del anhelo de autotrascenderse- bueno es en la naturaleza todo aquello que provoque un cambio en la calidad de la conciencia individual. Tales cambios de estado provocados mediante drogas pueden ser manifiestamente dañosos, pueden pagarse al alto precio de perturbaciones en el presente y con la degeneración y la muerte prematura en el futuro, mas todo eso no tiene importancia. Lo que importa es saber que, aunque sólo por una hora o dos, aunque sólo por breves minutos, uno es algo distinto de su propio yo aislado. "Vivo, mas no yo sino el vino o el opio o el hachís viven en mí." El traspasar los límites del yo aislado constituye una suerte de liberación tal que aún cuando la autotrascendencia que lleva al frenesí se logre a través de la náusea, la que lleva a las alucinaciones y al estado de coma, a través de retortijones, el 181

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estado conseguido mediante drogas ha sido mirado por los hombres primitivos y hasta por los de avanzadas civilizaciones como intrínsecamente divino. Los éxtasis provocados por la intoxicación constituyen aún una parte esencial de la religión de muchos pueblos de África, Sudamérica y la Polinesia y una parte no menos esencial, como lo prueban claramente documentos que han llegado hasta nosotros, de la religión de los celtas, de los teutones de los griegos, de los pueblos del Asia Menor y de los arios que conquistaron la India. La cerveza era un dios. Entre los celtas, Sabazios era el nombre divino que se deba a esa enajenación total provocada por la embriaguez de cerveza. Más hacia mediodía, Dionisios era, entre otras cosas, la objetivación sobrenatural de los efectos psicofísicos del beber gran cantidad de vino. En la mitología védica, Indra era el dios de esa droga llamada soma, que no ha podido ser identificada hasta ahora. Héroe y matador de dragones, era la magnífica proyección a los cielos del extraño y glorioso estado de la intoxicación. Identificado con la droga llegó a convertirse, como Soma-Indra, en la fuente de la inmortalidad, en el mediador entre lo humano y lo divino. En los tiempos modernos la cerveza y los otros productos tóxicos y estupefacientes capaces de provocar una autotrascendencia no son ya adorados oficialmente como divinidades. La teoría ha experimentado un cambio, mas no así la práctica, pues millones y millones de hombres y mujeres civilizados continúan rindiendo culto no al liberador y transfigurador Espíritu, sino al alcohol, al hachís, al opio, a sus derivados y combinaciones y a todos esos modernos productos sintéticos variantes del antiguo catálogo de venenos capaces de causar la autotrascendencia. En todo caso, por supuesto, lo que parece un Dios es verdaderamente un demonio y lo que parece una liberación es en realidad una esclavitud. La autotrascendencia, que se logra en tales condiciones es invariablemente descendente, desciende a lo subhumano, a lo que es inferior a la persona. Lo mismo que la intoxicación, la sexualidad pura, esto es, por sí misma y divorciada del amor, fue en otros tiempos también una divinidad, adorada no sólo como el principio de la fecundidad sino como una manifestación de la absoluta alteridad inmanente en cada ser humano. En la teoría, la sexualidad pura hace tiempo que ha dejado de ser un Dios, pero en la práctica puede todavía jactarse de contar con innumerables sectarios. Hay una sexualidad pura que es inocente y hay una sexualidad pura que es moral y estéticamente sucia. D. H. Lawrence escribió muy bellamente acerca de la primera; Jean Genet, con horripilante vigor y menudamente acerca de la segunda. Tanto la sexualidad del Edén como la de las cloacas tienen el poder de hacer trascender al individuo los límites de su aislado yo. Mas la segunda, y de ésta (podemos conjeturarlo con tristeza) las variedades inferiores, es capaz de llevar a los que se entregan a ella a planos más bajos de lo subhumano y de dejar la conciencia y la memoria en un estado de enajenación más completo que lo que puede realizar el primer tipo de sexualidad. De ahí que para aquellos que sienten el anhelo de evadirse de su aprisionada identidad el pervertirse tenga una perenne atracción lo mismo que esos extraños equivalentes de la perversión que hemos descrito en el curso de este libro. En las comunidades más civilizadas la opinión pública condena el libertinaje y la ingestión de drogas considerándolos éticamente reprobables. Y esta condena moral se ve fortalecida por las represiones fiscales y legales. Sobre el alcohol pesan elevados impuestos. La venta de estupefacientes está prohibida en todas partes. Ciertas prácticas sexuales son consideradas como crímenes. Mas cuando pasamos de la sexualidad pura y de la ingestión de drogas al tercer gran camino de autotrascendencia descendente verificamos que tanto los moralistas como los legisladores asumen con respecto a él una actitud muy distinta y mucho más indulgente. Y esto resulta tanto más sorprendente cuanto que el delirio de las masas, como podríamos llamarlo, es mucho más peligroso para el orden social, representa una amenaza más dramática contra ese ligero barniz de decencia, moderación y tolerancia mutua que constituye una civilización, que la bebida y el libertinaje. Verdad es que un exceso de indulgencia que se generalizara y llegara a constituir un hábito permanente en materia de sexualidad podría determinar, como lo ha señalado J. D. Unwin,(1) la disminución de la energía de toda una sociedad haciéndola por eso incapaz de lograr o bien de conservar un alto 182

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grado de civilización. Análogamente, si el hábito de ingerir drogas se difunde con exceso puede rebajar la eficacia militar, económica y política de la sociedad en que prevalece tal hábito. En los siglos XVII y XVIII el alcohol fue el arma secreta de los traficantes europeos de esclavos, la heroína fue en el siglo XX lo mismo para los militaristas japoneses. Completamente embriagado, el negro era una presa fácil, así como el chino embotado por las drogas no provocaba demasiados disturbios a sus conquistadores. Mas éstos son casos excepcionales. Una sociedad abandonada a sí misma, por lo general se organiza de modo tal que le sea posible entregarse a su veneno favorito. La droga es así un parásito en el cuerpo político, pero un parásito cuyo huésped para decirlo metafóricamente, tiene la suficiente fuerza y buen sentido como para mantenerlo bajo su dominio y regulación. Y lo mismo puede decirse de la sexualidad pura. Ninguna sociedad que se organizara sobre las bases de las prácticas sexuales tomadas de las teorías del marqués de Sade podría sobrevivir. Y en efecto, ninguna sociedad se ha organizado nunca sobre tales 'J. D. Unwin. Sex and Culture (Londres, 1934). bases. Hasta los más licenciosos paraísos artificiales de la Polinesia tienen sus reglas y regulaciones, sus imperativos categóricos y sus preceptos. Parece que las sociedades tienen la capacidad de protegerse con bastante éxito contra los excesos de la sexualidad, como contra los de la ingestión de drogas. En cambio, sus defensas contra el delirio de las masas y sus consecuencias a menudo desastrosas son menos eficaces. Los moralistas de profesión, que prorrumpen en invectivas contra la embriaguez, se muestran extrañamente silenciosos con respecto al igualmente peligroso vicio de la intoxicación de las multitudes, del autotrascender descendente a lo subhumano por el proceso de entrar a formar parte de una multitud. "Donde dos o tres se reúnen en mi nombre allí estoy yo con ellos." En medio de dos o tres centenares la presencia divina se hace más problemática. Y cuando el número se eleva a millares o a decenas de millares la probabilidad de que Dios esté presente en la conciencia de cada individuo declina hasta el punto de desvanecerse casi por completo. Una multitud excitada (y toda multitud se excita automáticamente) es de tal condición que allí donde están reunidos dos o tres mil individuos no sólo no está presente la divinidad, sino ni siquiera la humanidad común. El hecho de ser uno dentro de una multitud libera al hombre de su conciencia de ser un yo aislado y lo lleva a una esfera inferior a la persona, donde no existen responsabilidades, justicia o injusticia, donde no hay necesidad de pensar ni de juzgar ni de discernir. Sólo reina allí un vago sentimiento de continuidad, sólo una excitación compartida, una enajenación colectiva. Y esa enajenación es con mucho más prolongada y menos exhaustiva que la producida por el libertinaje; la mañana que sigue a ella es menos deprimente que la que sigue a la enajenación provocada por envenenamiento mediante alcohol o morfina. Por lo demás, el delirio de las masas puede justificarse con motivos a los que puede asignárseles positivas y hasta virtuosas cualidades. Por eso, lejos de condenar la práctica de este tipo de autotrascendencia descendente, los conductores de la Iglesia y del Estado la han estimulado en la medida en que podría contribuir a la prosecución de sus propios fines. Los individuos y los grupos coordenados que constituyen una sociedad sana, hombres y mujeres que exhiben una cierta capacidad de concebir pensamientos racionales y de actuar con libertad a la luz de principios éticos, colocados en medio de una multitud actúan como si ya no poseyeran razón ni libre voluntad. La intoxicación de la multitud los reduce a una condición de irresponsabilidad infrapersonal y antisocial. Narcotizados por ese misterioso veneno que secreta toda muchedumbre excitada, caen en un estado de exaltación que los hace aptos para que en ellos prospere cualquier sugestión, estado semejante al que produciría la inyección de un estupefaciente o semejante al de un rapto hipnótico. Mientras se encuentren en tal estado creerán cualquier disparate que se les vocifere, obedecerán cualquier orden o incitación por insensata, loca o criminal que sea. Para los hombres y mujeres que se encuentran bajo la influencia del veneno de la muchedumbre, "cualquier cosa que yo diga tres veces es verdad", y cualquier cosa que yo diga tres mil veces es una verdad revelada, directamente inspirada por el Verbo divino. Ésta es la razón por la cual los hombres que tienen autoridad -los sacerdotes y los gobernantes de pueblosnunca han proclamado la moralidad de esta forma de 183

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autotrascendencia descendente. Cierto es que el delirio de las multitudes provocado por miembros de la oposición y en nombre de principios heréticos siempre ha sido condenado por los que estaban en el poder, mas el delirio de la multitud suscitado por los agentes del gobierno, el delirio de la multitud provocado en nombre de la ortodoxia es algo enteramente distinto. En todos los casos donde pueda servir a los intereses de los hombres que dominan la Iglesia y el Estado, la autotrascendencia descendente lograda por medio de la intoxicación de la masa es algo legítimo y hasta altamente deseable. Las peregrinaciones y mítines políticos, las reuniones de coribantes y los desfiles patrióticos son cosas éticamente justas sólo en la medida en que son nuestras peregrinaciones, nuestros mítines, nuestras reuniones y nuestros desfiles. El hecho de que la mayor parte de los que intervienen en tales cosas queden transitoriamente deshumanizados por el veneno de la multitud no tiene ninguna importancia en comparación con el hecho de que su deshumanización se utilice para consolidar los poderes religiosos y políticos. Cuando el delirio de la multitud se explota en pro de los gobiernos y de las iglesias ortodoxas, los explotadores se han manifestado siempre muy cuidadosos de no llevar la intoxicación demasiado lejos. Las minorías rectoras hacen uso de los anhelos de autotrascendencia descendente de sus sujetos, primero, con el fin de divertirlos y distraerlos y, segundo, para reducirlos a un estado infrapersonal de exaltación que los hace aptos para que en ellos prospere cualquier sugestión. Las ceremonias religiosas y políticas son bien acogidas por las masas, que las consideran oportunidades de satisfacer su anhelo de autotrascendencia, y por los conductores, para quienes son oportunidades de sugestionar a mentes que momentáneamente han perdido su capacidad de razonar y el ejercicio de su libre voluntad. El síntoma final de la intoxicación de las muchedumbres es una explosión de loca violencia. Los ejemplos de delirio de las multitudes que culminan en innecesarias destrucciones, en feroces daños que se infieren a sí mismas, en salvajes desmanes sin objeto y contra los más elementales intereses de la comunidad de la que forman parte, figuran en casi todas las páginas de los libros de texto de los antropologistas y -un poco menos frecuentemente, pero todavía con triste regularidad- en las historias de los pueblos, hasta de los más altamente civilizados. Excepto cuando quieren suprimir una minoría impopular, los representantes oficiales del Estado o de la Iglesia se cuidan de desencadenar un frenesí que no pueden estar seguros luego de dominar y regular. Tales escrúpu-, los no los alimenta el cabecilla revolucionario que odia el statu quo y que sólo alienta el deseo de crear un caos sobre el cual, cuando él se haga cargo del poder, pueda imponer una nueva clase de orden. Cuando el revolucionario explota el anhelo de los hombres de autotrascendencia descendente, los explota hasta el extremo del frenesí demoníaco. Ofrece a las mujeres y hombres a quienes les pesa su aislado yo y que están hastiados de las responsabilidades que entraña el ser miembro de un determinado grupo humano, excitantes oportunidades de deshacerse de todo eso en desfiles y manifestaciones públicas. Los órganos de un cuerpo político son grupos dirigidos a un determinado fin. Una muchedumbre es el equivalente social de un cáncer. El veneno que secreta despersonaliza a los miembros que la constituyen hasta el punto de que éstos comienzan a actuar con una violencia de que serían completamente incapaces en su estado normal. El revolucionario estimula a sus seguidores para que manifiesten este último síntoma de la intoxicación de las masas y aprovecha a dirigir el frenesí de éstas contra sus propios enemigos, los sostenedores del poder político, económico y religioso. En el curso de los últimos cuarenta años las técnicas para explotar el anhelo del hombre en la más peligrosa de las formas de autotrascendencia descendente han alcanzado un grado de perfeccionamiento nunca logrado antes. En primer lugar hay más gente en una milla cuadrada que antes y los medios de transportar vastas multitudes desde distancias considerables y de concentrarlas en un único edificio o una plaza son mucho más eficaces que en el pasado. Por lo demás se han inventado nuevos recursos para excitar a las masas, que antes ni siquiera se hubieran soñado. Hoy tenemos la radiotelefonía, que ha extendido enormemente el alcance de los broncos alaridos del demagogo. Tenemos el altoparlante, que amplifica y multiplica indefinidamente la violenta música de las clases odiadas y del nacionalismo militante. 184

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Tenemos también la cámara fotográfica (de la que una vez se dijo ingenuamente que no podía mentir) y sus descendientes, el cinematógrafo y la televisión. Estos tres medios hicieron absurdamente fácil la propagación de tendenciosas fantasías. Y finalmente tenemos la mayor de nuestras invenciones sociales, la educación libre y obligatoria. Todo el que sabe leer queda en consecuencia a merced de los propagandistas del gobierno o del comercio, que se valen de las máquinas de linotipia y de la prensa. Reúnase a una multitud de hombres y mujeres previamente preparados por la diaria lectura de un periódico, hágasele oír la música amplificada de orquestas en medio de un escenario de brillantes luces y sométasela a la oratoria de un demagogo, que es (los demagogos siempre lo son) simultáneamente el explotador y la víctima de la intoxicación de las masas, e inmediatamente se la tendrá reducida a un estado de casi inconsciente subhumanidad. Nunca antes unos pocos estuvieron en posición de convertir a tantos en payasos, locos o criminales. En la Rusia comunista, en la Italia fascista y en la Alemania nacionalsocialista, los explotadores de ese gusto fatal por el veneno de las muchedumbres que siente la humanidad han seguido ese camino. Cuando eran revolucionarios de la oposición, alentaban a las muchedumbres que estaban bajo su influencia a que emprendieran violencias destructoras. Más adelante, cuando llegaron al poder, sólo permitieron que la intoxicación de las masas se cumpliera en su proceso completo contra los extranjeros y las cabezas de turco escogidas por ellos. Teniendo interés en mantener el statu quo reprimieron entonces el descenso a lo subhumano hasta el punto en que el frenesí les era conveniente. Para esos neoconservadores la intoxicación de las masas tenía un valor capital pues les brindaba el medio de exaltar la capacidad de sus sujetos de hacerse aptos para que en ellos prosperara cualquier sugestión y hacerlos de esta suerte más dóciles a las expresiones de la voluntad autoritaria. Formar parte de una muchedumbre es el mejor antídoto conocido contra el pensamiento independiente; de ahí la objeción de los dictadores a una vida "meramente psíquica" y privada. "Intelectuales del mundo, uníos. Nada tenéis que perder sino vuestros cerebros." Las drogas, la sexualidad pura y la intoxicación de las muchedumbres son los tres caminos más populares que conducen a la autotrascendencia descendente. Por supuesto que hay muchos otros no tan trillados como estos tres, pero que conducen con no menos eficacia a la misma meta infrapersonal. Consideramos por ejemplo el camino del movimiento rítmico. En las religiones primitivas se recurría a un prolongado movimiento rítmico como medio muy frecuente de producir un estado de éxtasis infrapersonal y subhumano. La misma técnica para alcanzar idéntico fin fue empleada por muchos pueblos civilizados, por los griegos, por ejemplo, por los hindúes y por muchos otros, como los derviches del mundo islámico, y aún por algunas sectas cristianas. En todos estos casos el movimiento rítmico prolongado y repetido constituye una forma de rito deliberado que se practica con el objeto de conseguir una autotrascendencia descendente. La historia consigna también muchos casos esporádicos de explosiones involuntarias e incontenibles de movimientos de vaivén cimbreantes y balanceos de cabeza. Estas epidemias de lo que en algunas regiones se conoce con el nombre de tarantulismo y en otras con el de baile de San Vito, se han presentado generalmente en los períodos de perturbación que siguen a las guerras, pestes y carestías y se dan más frecuentemente allí donde la malaria es un mal endémico. Los inconscientes propósitos de hombres y mujeres que sucumben a estas manías colectivas son los mismos perseguidos por los sectarios que se valen de la danza como de un rito religioso, esto es, evadirse de la aislada intimidad para dar en un estado en el que no existen responsabilidades ni sentido de culpa del pasado o preocupaciones por el futuro, sino sólo un presente un arrobamiento de la conciencia de ser algo distinto. Íntimamente asociado con el éxtasis producido por el movimiento rítmico, está el éxtasis producido por los sonidos rítmicos. La música es tan vasta como la naturaleza humana y siempre dice algo al hombre y a la mujer en todas las esferas de su ser. Desde la esfera sentimental y egotista hasta la de las abstracciones intelectuales, desde la mera esfera visceral a la espiritual. Entre los innumerables efectos de la música figuran los semejantes al de una poderosa droga que es en parte estimulante y en parte narcótica, efectos que se dan de un 185

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modo alternado. Ningún hombre, por civilizado que sea, puede escuchar por largo rato los tambores africanos o los cánticos de la India o los himnos galeses y conservar intacta su personalidad, su sentido crítico y su autoconciencia. Sería interesante tomar un grupo de los más eminentes filósofos de las mejores universidades, encerrarlos en una habitación caldeada con derviches marroquíes y vuduistas haitianos y medir con un reloj la fuerza de su resistencia psíquica a los efectos de los sonidos rítmicos. ¿Es que los lógicos positivistas se manifestarían más resistentes que los subjetivistas e idealistas? ¿Es que los marxistas demostrarían mayor resistencia que los tomistas o los vedantistas? ¡Qué fascinador, qué fecundo campo de experiencia! Mientras tanto, todo lo que a este respecto podemos predecir con seguridad es que nuestros filósofos, expuestos por un tiempo suficiente a los sonidos de los "tum tum" y de los cánticos, terminarían por hacer cabriolas y aullar con los salvajes. Los caminos del movimiento rítmico y del sonido rítmico están generalmente, por así decirlo, sobrepuestos al camino de la intoxicación de las masas. Mas hay también caminos privados, caminos que puede tomar el solitario caminante que no gusta de formar parte de una muchedumbre o que no tiene fe en los principios, en las instituciones o en las personas en cuyo nombre se reúne la multitud. Uno de estos caminos privados es el de los mantras, el camino que Jesucristo llamó "vana repetición". En los cultos públicos, la "vana repetición" está casi siempre asociada a los sonidos rítmicos; se cantan o por lo menos se entonan letanías y otras cosas de este género. Es en su condición de música como esas repeticiones producen efectos casi hipnóticos. Las "vanas repeticiones", cuando se practican en privado, obran sobre la mente no por su asociación con los sonidos rítmicos (pues obran aun cuando simplemente se imaginan las palabras) sino en virtud de una concentración de la atención y de la memoria. La repetición constante de una misma palabra o frase provoca con frecuencia un estado de lucidez y hasta de profundo rapto. Una vez logrado, este rapto puede ser gozado en lo que él mismo es, o sea como un delicioso sentimiento de algo distinto del yo personal y que está por debajo de él, o bien puede ser aprovechado deliberadamente a los efectos de mejorar la conducta personal por autosugestión y de preparar el camino para la consecución final de una autotrascendencia ascendente. Sobre esta segunda posibilidad hemos de decir algo más en un próximo párrafo. Por ahora nos interesa sólo considerar las "vanas repeticiones" como un camino descendente que conduce a la enajenación infrapersonal. Consideremos ahora un método estrictamente fisiológico de evasión de la personalidad consciente y aislada: el camino de los castigos corporales. La violencia destructora que es el síntoma final de la intoxicación de las masas no siempre se dirige hacia el exterior. La historia de la religión abunda en gran número de casos en que sectarios fanáticos se flagelaban, se acuchillaban, se castraban y hasta se daban muerte. Tales actos son las consecuencias del delirio de las multitudes y se cumplen siempre en estado de frenesí. De muy distinto género son los castigos corporales que se emprenden en privado y a sangre fría. El tormento se inicia por un acto de la voluntad personal, pero su resultado (por lo menos en algunos casos) es una transformación momentánea de la personalidad aislada en algo distinto de ella. En sí mismo, eso distinto viene a ser la conciencia, tan intensa que es exclusiva del dolor físico. La persona que se castiga a sí misma llega a identificarse con su dolor y, llegando a convertirse en el mero conocimiento de su cuerpo sufriente, queda liberada de su sentimiento de un pasado culpable, de las frustraciones del presente y de esa obsesionante ansiedad acerca del futuro que constituye una parte tan amplia del yo neurótico. Ello viene a ser así una evasión de la personalidad consciente, un paso descendente a un estado de padecer puramente fisiológico; mas la persona que se atormenta no debe permanecer necesariamente en esta región de la conciencia infrapersonal. Lo mismo que el que se vale de las "vanas repeticiones" para trascender los límites de sí mismo, puede utilizar su transitoria enajenación como un puente que va, por así decirlo, desde su personalidad consciente a la vida del espíritu. Esto plantea un problema tan importante como difícil. ¿Hasta qué punto y en qué circunstancias es posible para un hombre utilizar la vía descendente como un camino que lo conduzca a una autotrascendencia ascendente y espiritual? En un primer examen parecería obvio que un camino descendente nunca puede ser ascendente. Mas en la esfera de la 186

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existencia las cosas no son tan simples como lo son en nuestro bien compuesto y hermoso mundo de las palabras. En la vida real un camino descendente puede a veces constituir el comienzo de uno ascendente. Cuando se quiebra la corteza del yo y comienza éste entonces a tener conciencia de las otras esferas en que se fundamenta su personalidad, las esferas de lo subconsciente y de lo fisiológico, puede ocurrir a veces que vislumbremos fugazmente pero como algo apocalíptico esa otra cosa que es el Fundamento divino de todo ser. En tanto permanecemos confinados dentro de nuestra aislada personalidad consciente no advertimos los distintos "no- yo" con los que estamos asimismo asociados: el poyo orgánico, el no-yo subconsciente, el no-yo colectivo del medio psíquico en el que tienen su existencia todos nuestros pensamientos y sentimientos y el no-yo, inmanente y trascendente a la vez, del Espíritu. Toda evasión, aun en un sentido descendente, de la personalidad aislada y consciente hace posible por lo menos una momentánea percepción del no-yo en todos los planos, incluso los más elevados. William James, en su Varieties of Religious Experience, da ejemplos de "revelaciones anestésicas" que siguieron a la inhalación de gases que provocan la risa. Los alcohólicos, a veces, han experimentado también análogas teofanías, y probablemente haya momentos en el curso de la intoxicación por las drogas en que le sea posible a un yo desintegrado el conocimiento de un no-yo superior; mas estos ocasionales destellos de revelación se pagan a un precio enorme. Si es que llega a darse el momento de tal conocimiento espiritual, el morfinómano, por ejemplo, experimenta casi inmediatamente el sopor subhumano, el frenesí o la alucinación seguidos por lúgubres sensaciones y, a la larga, por un menoscabo fatal y gradual de la salud del cuerpo y del poder de la mente. Muy rara vez una sola "revelación anestésica" puede obrar, como lo hace otro tipo de teofanía, de modo que el sujeto se sienta incitado a realizar un esfuerzo de transformarse en la dirección de una autotrascendencia ascendente. Se trata de un camino descendente, y la mayor parte de los que echan a andar por él dan en un estado de degradación en el que alternan períodos de éxtasis subhumano con períodos de conciencia de suyo tan miserables que cualquier evasión, aun la que conduzca a un lento suicidio por la ingestión de drogas, parece preferible a ser una persona. Lo que se ha dicho de las drogas puede aplicarse también, mutatis mutandis, a la sexualidad pura. El camino se extiende hacia abajo, pero en el recorrido pueden darse algunas ocasionales teofanías. Las oscuras divinidades, como las llama Lawrence, pueden cambiar su signo y convertirse en brillantes. En la India hay una secta yogui basada en una técnica psicofisiológica, cuyos propósitos son transformar la autotrascendencia descendente de la sexualidad pura en una autotrascendencia ascendente. En Occidente el equivalente más cercano a estas prácticas hindúes lo constituye la disciplina sexual inventada por John Humphrey Noyes y practicada por los miembros de la Oneida Community. Entre sus miembros la sexualidad pura no sólo constituía algo civilizado sino que hasta era compatible con una forma de cristianismo protestante, al que se subordinaba; se predicaba sinceramente y se practicaba con seriedad. La intoxicación de las masas desintegra el yo de un modo más completo que la sexualidad pura. Su frenesí, su locura, su exaltación sólo pueden comprarse a la intoxicación producida por ciertas drogas como el alcohol, el hachís y la morfina. Pero hasta los miembros de una excitada muchedumbre pueden tener (en cierta fase de su autotrascender hacia abajo) una auténtica revelación de lo otro que está sobre la personalidad consciente. Ésta es la razón por la cual a veces puede resultar algo bueno aun de las más exaltadas reuniones religiosas; algo bueno así como muy grandes males pueden resultar también del hecho de que hombres y mujeres de una multitud tiendan a convertirse en seres ordinariamente sugestionados. Pues en ese estado se someten a exhortaciones que tienen la fuerza, cuando los sujetos vuelven a recuperar sus sentidos, de órdenes posthipnóticas. Lo mismo que el demagogo, el predicador religioso desintegra el yo de sus oyentes al agruparlos y al administrarles el profuso veneno de las "vanas repeticiones" y de los sonidos rítmicos. Luego, y en esto se diferencia del demagogo, los hace objeto de sugestiones, algunas de las cuales pueden ser auténticamente cristianas. Éstas, si llegan a "prender", determinan una reintegración de las personalidades 187

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desintegradas hacia abajo a un plano en cierto modo elevado. Puede haber también reintegraciones de la personalidad bajo la influencia de las órdenes posthipnóticas dadas por el más vehemente de los agitadores políticos, mas los mandatos de tal naturaleza son siempre incitaciones al odio por una parte y, por otra, a una ciega obediencia y a una ilusión compensativa. Las conversiones "políticas", iniciadas por la aplicación del veneno de las masas, confirmadas y dirigidas por la retórica de un loco que es al mismo tiempo un explotador maquiavélico de la debilidad de los hombres, vienen a ser creaciones de una nueva personalidad peor que la anterior que se tenía y mucho más peligrosa, puesto que los sujetos de tales conversiones se consagran de todo corazón a un partido cuyo primer objeto es la supresión de sus opositores. He hecho una distinción entre demagogos y predicadores religiosos basándome en que estos últimos pueden a veces hacer algún bien en tanto que los otros, en virtud de la verdadera naturaleza de las cosas, no pueden hacer sino daño. Mas no ha de creerse por ello que los explotadores religiosos de la intoxicación de las masas son del todo carentes de culpa. Por el contrario, en el pasado han sido responsables de tantos daños inferidos a sus víctimas como en nuestros tiempos infieren a las suyas los demagogos revolucionarios. En el curso de las seis o siete generaciones últimas el poder de las organizaciones religiosas para hacer mal ha declinado considerablemente en todo el mundo occidental. Esto se debe en primer término al pasmoso progreso de las ciencias aplicadas y a la consecuente demanda, por parte de las masas, de ilusiones compensatorias que tuvieran un aspecto positivista más que metafísico. Los demagogos ofrecen tales ilusiones seudopositivistas en tanto que las iglesias no lo hacen. Al declinar la atracción de las iglesias, declina por ende su influencia, su riqueza, su poder político y junto con todo esto también su capacidad de hacer mal. Ahora las circunstancias han librado a los eclesiásticos de muchas de las tentaciones a las que en siglos anteriores sus antecesores casi invariablemente sucumbían. Voluntariamente se han librado también de algunas otras. La más visible de entre éstas es la tentación de adquirir poder explotando el insaciable anhelo de los hombres de autotrascenderse en forma ascendente. El administrar deliberadamente el veneno de las masas -aunque se haga en nombre de la religión, aunque se suponga que se hace "para bien" de los intoxicados- en modo alguno puede justificarse moralmente. Muy poco es lo que hay que decir de la autotrascendencia horizontal. No porque este tipo de fenómeno carezca de importancia (muy lejos de ello) sino porque es tan evidente que no pide análisis alguno y porque ocurre con tanta frecuencia que es fácilmente identificable. Con el fin de huir de los horrores de la aislada personalidad consciente, la mayor parte de los hombres y mujeres prefieren las más veces, en lugar de tomar la vía ascendente o la descendente, echar a andar por un camino que está en el mismo plano de su yo. Se identifican con alguna causa más amplia que sus propios intereses inmediatos, mas que no es de una categoría inferior y si es más elevada lo es sólo en la medida en que entraña valores corrientes de la sociedad. Esta autotrascendencia horizontal o casi horizontal puede darse en algo tan trivial como un hobby o en algo tan importante como un matrimonio por amor. Puede darse a través de la identificación con alguna actividad humana, desde la dirección de un negocio hasta las investigaciones de la física nuclear, desde la creación musical a la colección de sellos de correos, desde la educación de los niños hasta el estudio de los hábitos de los pájaros. La autotrascendencia horizontal es de suma importancia. Sin ella no habría arte, ni ciencia, ni legislación, ni filosofía; en una palabra, no habría civilización. Y no habría tampoco guerras ni odium theologicum o ideologicum ni intolerancias sistemáticas ni persecuciones. Todos estos grandes bienes y estos grandes males son el fruto de la capacidad del hombre de identificarse total y continuamente con una idea, un sentimiento, una causa. ¿Cómo haremos para poseer el bien sin el mal, una elevada civilización sin que esté saturada de bombas o en donde no haya exterminio de herejes políticos o religiosos? La respuesta es que no podremos tener tal cosa en tanto nuestra trascendencia continúe siendo meramente horizontal. Cuando nos identificamos con una idea o una causa la verdad es que estamos rindiendo culto a algo "hecho en casa", a algo parcial y, por así decirlo, provinciano, algo que, 188

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por noble que sea, es, con todo, demasiado humano. "El patriotismo -como dijo una gran patriota la víspera de su ejecución por enemigos de su país- no basta." Ni bastan el socialismo, ni el comunismo ni el capitalismo ni el arte ni la ciencia ni el orden público ni ninguna de las iglesias o religiones dadas. Todas estas cosas son indispensables, pero ninguna de ellas basta. La civilización demanda de los individuos una devota identificación con las supremas causas del hombre. Mas si esa identificación con lo humano no se acompaña por un esfuerzo consciente y sostenido por alcanzar una autotrascendencia ascendente que conduzca a la vida universal del Espíritu, los bienes que se alcancen siempre estarán mezclados con el contrapeso de los males. "Hacemos -escribió Pascal- un ídolo de la verdad en sí misma, pues la verdad sin caridad no es Dios sino su imagen y por ende un ídolo al que no debemos amar ni adorar." Y no sólo es dañoso adorar un ídolo; es además extremadamente inconveniente. El culto de la verdad como cosa independiente de la caridad -la identificación con la ciencia sin que esté acompañada con la identificación con el Fundamento divino de todo ser- determina situaciones como las que ahora tenemos que enfrentar. Todo ídolo termina por convertirse en un Moloch sediento de sacrificios humanos.

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