locura en el divan

Título original M adness on the couch: blam ing the victim in the heyday of psychoanalisis Primera edición Noviembre 200

Views 93 Downloads 0 File size 173KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

Título original M adness on the couch: blam ing the victim in the heyday of psychoanalisis Primera edición Noviembre 2002 © 1998 Edward Dolnick Publicado con autorización de Simon & Schuster Inc. © 2002 para la edición en castellano La Liebre de Marzo, S.L. Traducción Rosanna Zanarini Diseño gráfico Mauro Bianco Impresión y encuadernación Torres & Associats, S.L. Depósito Legal B-50.475-2002 ISBN 84-87403-62-X La Liebre de Marzo, S.L. Apartado de Correos 2215 E-08080 Barcelona Fax. 93 449 80 70 [email protected] www.liebremarzo.com Portadilla: Melancolía I, grabado de Alberto Durero, 1514

Para Lynn, y Sam y Ben

Contenido PRÓLOGO

En busca de El Dorado

PRIMERA PARTE

FREUD

CAPÍTULO UNO CAPÍTULO DOS

El Evangelio según Freud El poder de la convicción

SEGUNDA PARTE

EL AUGE DEL PSICOANÁLISIS

CAPÍTULO TRES CAPÍTULO CUATRO

La cresta de la ola Gloria y esperanza

TERCERA PARTE

ESQUIZOFRENIA

CAPÍTULO CINCO

CAPÍTULO NUEVE

La madre de la madre esquizofrenogénica Doctor Yin y Doctor Yang De malas madres a malas familias Punzones para picar hielo y electroshocks Las cosas cambian

CUARTA PARTE

AUTISMO

CAPÍTULO DIEZ

Un misterio anunciado La conexión Buchenwald Los científicos Los padres La culpabilidad de los padres a examen Teorías actuales sobre el autismo

CAPÍTULO SEIS CAPÍTULO SIETE CAPÍTULO OCHO

CAPÍTULO ONCE CAPÍTULO DOCE CAPÍTULO TRECE CAPÍTULO CATORCE EPÍLOGO

11

21 39

63 75

95 115 133 157 173

197 211 227 239 255 267

Contenido

QUINTA PARTE

EL TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO

CAPÍTULO QUINCE

CAPÍTULO DIECISIETE

Esclavizados por los demonios Freud habla La evidencia biológica

SEXTA PARTE

CONCLUSIÓN

CAPÍTULO DIECIOCHO

¿De quién es la culpa?

CAPÍTULO DIECISÉIS

NOTAS BIBLIOGRAFÍA AGRADECIMIENTOS ÍNDICE

277 287 309

325 347 393 411 413

Te suplico, por las entrañas de Cristo, que pienses que puedes estar equivocado.

– Oliver Cromwell

Prólogo: En busca de El Dorado En realidad, no soy en absoluto un hombre de ciencia, un observador, un experimentador ni un pensador. Por temperamento no soy sino un conquistador —un aventurero, si lo prefieres— con toda la curiosidad, la osadía y la tenacidad características de un hombre de ese tipo.

– Sigmund Freud

Éste es el relato de una expedición en busca de un tesoro que, irónicamente, ha permanecido fuera de nuestro alcance a lo largo de la historia de la humanidad. Aunque todos sus predecesores fracasaron, estos exploradores nunca presintieron que se estaban equivocando. Por el contrario, armados de una fe sin límites en un mapa del tesoro al que se aferraban con los ojos cerrados, se envalentonaron a medida que se presentaban los obstáculos y siguieron avanzando con el aire arrogante de los conquistadores*. Su presa no era el oro sino los secretos de la mente; en particular, de la mente gravemente trastornada. Inspirados por Freud, una ambiciosa cuadrilla de psiquiatras y psicoanalistas se propusieron enfrentarse a la locura y conquistarla. Aunque sería difícil encontrar una pandilla de aventureros más inverosímil que ésta, la soberbia que los caracterizaba fue auténtica. Cultos y sedentarios, limitándose a luchar en las salas de conferencias y a través de las revistas médicas, ellos mismos se consideraron, sin embargo, unos honrados caballeros que avanzaban a sablazos entre filas de celosos adversarios e ignorantes rivales. Una de las más viejas enemigas de la humanidad, la locura, pronto podría ser derrotada. Freud, con su audacia característica, elevó sus propios descubrimientos al nivel de los de Copérnico y Darwin. Pero sus discípulos asumieron un desafío que * En castellano en el original (N. de la T.).

11

Prólogo: En busca de El Dorado

su héroe nunca aceptó. Freud advirtió que el psicoanálisis no tenía nada que ofrecer a las víctimas de la psicosis. Señaló que, hasta que no se elaborasen medicamentos más útiles, convendría prestar más atención a los neuróticos que a los psicóticos y centrarse más en el sano ansioso que en el enfermo profundo. “El psicoanálisis —declaró Freud medio en broma en 1909— alcanza su condición más favorable allí donde su práctica no es necesaria, es decir, entre los sanos.” A lo largo de las décadas de los cincuenta y los sesenta, las advertencias del maestro fueron descartadas por un tumulto de voces excitadas. Se proclamó que los psicoanalistas y los psiquiatras podrían llegar a curar la esquizofrenia, la más temida de todas las enfermedades mentales, y que serían capaces de hacerlo simplemente hablando con sus pacientes. Fue una presunción increíblemente atrevida que se basaba en una sencilla premisa. La idea de que las devastadoras enfermedades mentales no eran muy diferentes de las aflicciones psicológicas menores; ambas tenían las mismas raíces y ambas podrían recibir el mismo tratamiento. La enfermedad del adulto reflejaba las fantasías y experiencias del niño, y la terapia del habla proporcionaba un acceso a estos recuerdos cruciales que permanecían enterrados. De acuerdo con las enseñanzas de Freud, la psicoterapia se consideraba una ciencia análoga a la cirugía. Actualmente, la psicóloga Lauren Slater resume así este clásico punto de vista: “El pasado es como el pus. El paciente habla sobre él y su lengua, parecida al escalpelo del cirujano, rasca y limpia la herida. Una vez tratada, cuando ya está seca y se ha eliminado el veneno, la abrasión puede empezar a curarse”. La creencia que guiaba al terapeuta consistía en interpretar los síntomas como símbolos. Los niños autistas se apartaban del contacto humano para sumergirse en una impenetrable zona de silencio, por ejemplo, porque habían soportado repetidos rechazos por parte de unos padres emocionalmente frígidos. Se creía que la crueldad de los padres había transformado a unos niños normales y sanos en autómatas insensibles y retraídos. Y el culpable más frecuente, explicaban los expertos, solía ser una madre nevera. Éste es un libro sobre aquellos terapeutas y su búsqueda del tesoro. Está centrado en tres estados (todavía se discute sobre la terminología más apropiada) —la esquizofrenia, el autismo y el trastorno obsesivo-compulsivo— y en la creencia clave en la que se basó el psicoanálisis en sus días de gloria. La creencia de que las enfermedades podían ser descifradas, de que estaban cargadas de mensajes simbólicos parecidos a relatos breves que hubiesen sido escritos por un torpe autor. El desvarío de un esquizofrénico en la esquina de la calle, el rechazo de un niño autista que se oculta tras paredes invisibles, el interminable lavado de manos de un enfermo obsesivo-compulsivo, no eran simples actos, sino mensajes. Los tera-

12

Prólogo: En busca de El Dorado

peutas creían fervientemente que se trataba de desesperados, aunque inarticulados, gritos en demanda de socorro. Y ahora, por primera vez, aquellos gritos podrían ser interpretados. Ésta era una nueva creencia o, por lo menos, una nueva encarnación de una vieja creencia. La humanidad ha estado discutiendo sobre las raíces de la locura desde tiempos remotos. ¿Era la demencia una especie de desequilibrio de los humores y, por lo tanto, debía tratarse mediante sangrías y aventuras quirúrgicas similares, o estaba el demente poseído por los demonios y necesitado de un exorcismo sacerdotal? Los dos puntos de vista fueron toscamente clasificados bajo las etiquetas de biología y psicología, y el péndulo ha estado oscilando hacia delante y hacia atrás cuanto menos desde los tiempos de Hipócrates. A veces se detiene en su vaivén y tales pausas pueden durar siglos. En cada ocasión, el lado que prevalece celebra su última victoria como permanente, y condena a sus predecesores acusándolos de ignorantes y de tener mala fe. Desde la Ilustración hasta principios del siglo XX aproximadamente, el punto de vista dominante afirmaba que la enfermedad mental no era ni más ni menos misteriosa que cualquier otro tipo de dolencia. Voltaire lo expuso sucintamente: “Un lunático es un hombre enfermo cuyo cerebro padece mala salud, exactamente igual que el hombre que tiene gota es un hombre enfermo al que le duelen los pies y las manos”. Entonces llegó Freud. El más grande y fascinante entre quienes se proclamaron capaces de distinguir el verdadero rostro de la humanidad, que se escondía tras una máscara. Freud hizo que las teorías orgánicas sobre la enfermedad parecieran ridículas y superficiales. El péndulo, estancado durante tanto tiempo en el campo de la biología y ya cubierto de herrumbre, viró repentinamente en favor de la psicología. En los capítulos 1 y 2 analizaremos detenidamente a Freud. En los capítulos 3 y 4 nos centraremos en los ejércitos de seguidores de Freud, que aplicaron las lecciones de su mentor con un entusiasmo que éste nunca demostró. Finalmente, a partir del capítulo 5 abordaremos estudios de casos concretos de enfermedad para observar de cerca a los psicoterapeutas comprometidos en la batalla contra estos viejos enemigos. Es importante advertir desde el principio que el título de este libro no es literal, sino metafórico. Locura no es un término médico, es una fórmula práctica. Lo he utilizado para abarcar tres estados notablemente diferentes, aunque los tres se caractericen por un peculiar comportamiento que una persona inexperta describiría como locura. Primero me ocuparé de la esquizofrenia, la más pavorosa de las enfermedades mentales; luego, del autismo, que gracias a la película Rain Man se

13

Prólogo: En busca de El Dorado

convirtió en el miembro más conocido de la desagradable familia de los trastornos en el desarrollo mental; y, finalmente, del trastorno obsesivo-compulsivo, la enfermedad que más urgentemente parece necesitar una interpretación psicológica. Hoy en día, las autoridades clasifican estas dolencias en distintas categorías médicas: la esquizofrenia es una psicosis; el autismo, un problema en el desarrollo mental; el trastorno obsesivo-compulsivo, un desorden relacionado con la ansiedad. El esquizofrénico es el prototipo de persona demente: apartado de la realidad, acosado por las alucinaciones, asaltado por voces que parecen burlarse de él. El autista puede parecer un loco pero, de hecho, se limita a permanecer al margen, a vivir en un mundo que no comparte y a mantenerse apartado de todos nosotros. El individuo que padece un trastorno obsesivo-compulsivo no está loco: aunque se encuentra atrapado en unos rituales que sabe que no tienen sentido, es incapaz de desobedecerlos. Pensemos en John Hinckley, un esquizofrénico, tratando de impresionar a Jodie Foster disparando al presidente. Comparemos a Hinckley con el Dustin Hoffman de Rain Man (su interpretación de un autista fue tan precisa que la película podría haber sido considerada un documental). Rain Man no tenía la menor intención de impresionar a nadie. De hecho, no pretendía establecer ninguna relación los demás. Comparemos ahora a cualquiera de los dos con Howard Hughes, la víctima más conocida del trastorno obsesivo-compulsivo. Hughes pasó sus últimos años encerrado en la habitación de su hotel detrás de unas cortinas oscuras, aterrorizado por los gérmenes que supuestamente emitía el sol y encadenado a unos rituales obsesivos que lo dejaban tan desamparado como un árbol en las garras de una enredadera. Las diferencias son fundamentales. A pesar de todo, resulta esencial reconocer que, después de la Segunda Guerra Mundial, los psicoterapeutas norteamericanos consideraron estas tres enfermedades —y muchas otras— como un todo. También es importante el hecho de que creyeran que las tres podrían curarse del mismo modo: mediante la terapia del habla. Las personas torturadas por la esquizofrenia, encarceladas por el autismo, desgarradas por las obsesiones y los impulsos, podrían ser liberadas de su tormento. Hemos de señalar que estos tres estados no eran, ni de lejos, los únicos a los que psiquiatras y psicoanalistas aplicaban sus destrezas para descifrar mensajes. Efectivamente, eran sólo tres icebergs en un mar helado. Los mismos métodos de interpretación, aplicados tan asiduamente en estos tres casos, se empleaban con igual fervor en una miríada de enfermedades que también podríamos haber considerado. Siempre que los síntomas de la enfermedad incluyeran un comportamiento extraño —pero no sólo entonces—, los psicoterapeutas se apresuraban a

14

Prólogo: En busca de El Dorado

sondear su significado. La depresión y la psicosis maníaco-depresiva, por ejemplo, encarnaban otro profundo enigma que debían resolver. Y lo mismo ocurría con otros estados como la enfermedad de Parkinson. Esta temible enfermedad, que puede provocar la parálisis y la muerte, se caracteriza por una rigidez reveladora. Los discípulos de Freud explicaron esta rigidez como una simbólica renuncia al mundo. Cuando los terapeutas pasaron de la enfermedad de Parkinson a los estados catatónicos, las posturas estatuarias de las víctimas inspiraron diagnósticos cada vez más imaginativos. La rigidez de un brazo o una pierna, explicó el eminente psicoterapeuta Sándor Ferenczi, constituía una erección desplazada. El tartamudeo, por citar otro tema de estudio del universo médico, reveló un mensaje diferente. “Si el impulso motor de los intentos de habla se observa cuidadosamente —señaló un reconocido psiquiatra—, el tartamudeo será visto como el acto de un lactante respecto a un ilusorio pezón.” Las úlceras proporcionaron otra interpretación: “El factor crítico en el desarrollo de las úlceras es la frustración asociada al deseo de recibir amor”. Más a menudo, como se acabó demostrando después, el factor crítico en el desarrollo de las úlceras es la infección provocada por una bacteria que habita en el estómago. Pero las úlceras apenas son importantes, y cuando se conoció su verdadera naturaleza, alrededor de 1990, y también se hizo evidente que los antibióticos podían curarlas, los psicoterapeutas cedieron sus pacientes con úlcera a otros especialistas sin gran pesar. Pero la enfermedad mental era un asunto diferente. ¿Con qué disciplina podría tratarse si no se hacía con la terapéutica? ¿Qué especialistas podrían revelar el funcionamiento de la mente enferma además de los terapeutas? Por consiguiente, la locura es la dolencia en la que tenemos que hacer hincapié para contemplar la batalla entre la psicología y la biología llevada hasta su último extremo. Se trata de una antigua batalla, y todavía no está ganada. Pero en la rivalidad siempre oscilante entre psicología y biología, la psicología suele tener una ventaja incorporada: es capaz de interpretar los caprichos del destino. La biología no ofrece tal consuelo. E incluso si los biólogos consiguen algún día exponer detalladamente los pormenores bioquímicos que se hallan en la base de una enfermedad, nunca podrán explicar por qué una determinada persona ha sido elegida para sufrir. Las explicaciones biológicas terminan con un simple sucedió así, con una respuesta insatisfactoria de una fría crudeza que revela una falta de fe. O, quizás, más satisfactoria para algunos porque evoca la doctrina calvinista de la predestinación, según la cual Dios ha condenado inexplicablemente a algunos de sus hijos al fuego eterno.

15

Prólogo: En busca de El Dorado

La psicología, por el contrario, puede proporcionar un sentido incluso a las mayores angustias. Los psicoterapeutas aportan este sentido explicando una historia. La esquizofrenia, por ejemplo, tiene su origen en unos padres que bombardean a sus hijos con mensajes contradictorios, del tipo callejón sin salida, hasta que los vuelven literalmente locos. Este enfoque narrativo tiene un enorme atractivo tanto para los profesionales como para el público. En efecto, este atractivo precedió con mucho a Freud, el inigualado maestro de la narrativa psiquiátrica. Cuando John Keats cayó enfermo de tuberculosis, por ejemplo, sus contemporáneos consideraron su enfermedad y su muerte como una prueba de su espiritualidad: el joven poeta era demasiado sentimental para sobrevivir en este mundo brutal. Un ataque particularmente malintencionado contra la poesía de Keats, publicado por el Quarterly Review, fue supuestamente la gota que colmó el vaso. Los seres humanos son, después de todo, animales que cuentan historias. En especial, cuando nos enfrentamos a misterios que nos asustan —la muerte, la enfermedad, la mala suerte—, urdimos las mejores explicaciones de que somos capaces para crear una especie de puente colgante que nos salve del abismo. Si miramos de reojo y medio dormidos a un montón de mantas esparcidas por el suelo, no podremos evitar distinguir alguna criatura al acecho; si miramos el cielo nocturno, las estrellas se convertirán en cisnes y guerreros; si escuchamos unas cuantas conversaciones al azar, inventaremos elaboradas teorías de conspiración. Y cuando nos enfrentemos a los síntomas de una extraña enfermedad, enseguida nos lanzaremos a buscar su significado. Antes de empezar con el relato propiamente dicho, es conveniente detenernos un momento para comentar los límites del territorio que quiero explorar. Me centraré en el ataque de la psicoterapia a la enfermedad mental en los años cincuenta y sesenta, durante la época de máximo apogeo del psicoanálisis. Aunque se pueden establecer conclusiones a partir de esta historia, he preferido centrarme en una época especial, extraña y enloquecida —quizás similar a la fiebre del oro en California— antes que en el conjunto de méritos y deméritos de la psicoterapia. En concreto, no es mi intención que esta historia de grandes ambiciones en conflicto con enfermedades tan devastadoras como la esquizofrenia demuestre si la terapia del habla es efectiva respecto a las fobias, los trastornos de ansiedad, la anorexia, la depresión y otros estados similares. Esta pregunta sólo puede contestarse con pruebas, y muchas de éstas están en camino. ¿Basta con hablar? ¿Qué terapia del habla es la más adecuada? ¿Para qué estados? ¿Qué hay acerca de las drogas o los fármacos? ¿Y acerca de la combinación de los fármacos y la terapia del habla?

16

Prólogo: En busca de El Dorado

El debate no está resuelto y yo me propongo evitarlo. Tampoco tengo ningún interés personal en demostrar qué sector triunfa al final. En cuanto a la pregunta de si la psicoterapia puede ser útil a la hora de aliviar aflicciones pasajeras, puedo mostrarme más seguro de mí mismo, a diferencia de lo que ocurre con las enfermedades propiamente dichas. Innumerables personas saben de primera mano que la terapia los ha ayudado a enfrentarse a un divorcio, a la muerte de un niño o a imprecisos pero opresivos sentimientos de incapacidad. Estoy seguro de que tampoco existe ninguna duda acerca de algunos de los principios fundamentales de la psicoterapia. Parece estar fuera de discusión que actuamos por razones que no entendemos, que nuestros motivos reales pueden ser completamente distintos a los que declaramos, que al fin y al cabo somos criaturas de instinto y de intelecto. Se tiende a aceptar que el inconsciente es real (aunque varios pensadores serios se han hecho un lío al tratar de sostener esta vaga noción) y que nuestras emociones afectan a nuestro comportamiento. No obstante, afirmar que la psicoterapia cumple un objetivo no es lo mismo que afirmar que los cumple todos. Recurrir a la psicoterapia para ayudar a afrontar sentimientos de tristeza es una cosa; creer que la terapia del habla puede curar trastornos como la esquizofrenia —no sólo ayudar a contrarrestarla, sino realmente curarla— es una declaración demasiado atrevida. Una declaración que fue aceptada durante décadas. El objetivo de este libro es descubrir por qué se asumieron estas ideas y qué impacto tuvieron. ¿Por qué los psicoterapeutas abrigaron tan altas esperanzas? ¿Qué fue de sus atrevidos sueños? Y, cuando se hizo evidente que estas aplaudidas creencias tenían horribles consecuencias —cuando, por ejemplo, se acusó a los padres de volver locos a sus hijos—, ¿por qué los terapeutas y muchos de los padres acusados siguieron defendiendo la nueva doctrina? Empezaremos por Freud, que convenció a la humanidad de que el mundo era un acertijo escrito en clave y de que él había descubierto el código para descifrarlo.

17