Llanura, Soledad y Viento

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Prologo La selva ha sido un personaje en la literatura de nuestra América desde los tiempos de la conquista. Cuatro siglos antes de que Rivera escribiera “La Vorágine”, ya el personaje verde figuraba en la historia de Fray Pedro de Aguado o en los versos de Juan de Castellanos. Lo extraño está en que pasemos del siglo XVI al XX y siga lo mismo de envenenada y mágica esta floresta virgen donde los peces se comen a los hombres hasta dejarlos en huesos pelados, las hormigas talan los árboles, y vuelan enormes mariposas azules por un aire de color de malva donde se afinan los zancudos. Las primeras versiones de la selva no fueron menos dramáticas que el libro de José Eustasio, ni hay menos brujería en un relato de los tiempos del Tuerto Orellana o del Tirano Aguirre que en las páginas de la “Canaima” del gran Gallegos. Lo estupendo en todos los relatos de la selva es su diversidad. Tomas Carrasquilla en “La Marquesa de Yolombó” pobló el monte de duendes, diablos, espantos, sacados de las leyendas populares, y creó un mundo fantástico de una belleza subyugante... que no tiene nada que ver con el embrujo de “Canaima”. Y Hudson, que en realidad traía sus fantasmas del río Paraná, inventó un Orinoco poético que parece hecho con las de mariposa. El libro de Hudson es la anti vorágine. Ahora surge en Colombia una novela sin precedentes, sobre el mismo tema. La ha escrito Manuel González Martínez, quien se ha movido dentro de esa zona en donde confinan los Llanos y la selva, la misma comarca de “La Vorágine”, de “Canaima”, de “Doña Bárbara”. La novela de González Martínez se llama “Llanura, Soledad y Viento”. Tres personajes que se devoran al hombre. Otra vez, como desde los tiempos de Jiménez de Quesada, el hombre se ve diminuto y secundario. Más aún: de 1538 a hoy parece que la selva ha crecido y el hombre ha disminuido. Los conquistadores – si lo queréis, más animales – lograban sobreponerse al infierno verde si lo queréis, con más diablos, y acababan sacando a flote sus ejércitos. Sacaba el pecho como una proa cubierta de algas, lagartos, sapos y culebras, y el oleaje de las ramas verdes y calientes se estrellaba contra este mascarón de su voluntad empecinada. Hoy la selva se traga a estos capitanes.

El mérito, o uno de los méritos de la nueva jornada de este fabuloso relato de Casanare de González Martínez, están en que reconociendo en los insectos, en los pájaros, en los tigres, en la boa, en el venado, personajes con derecho a hablar, los hace hablar. Desde que comienza la novela el lector se ve metido en un mundo en donde los hombres y los animales dialogan. “Pájaro Pollo dice que ha llegado hoy tarde a su cazadero...” “¡Cállate ya, pájaro garlero! – dijo Misael...” “No hables muy duro, hermano – dijo el oso hormiguero...” “Nadie que guste más del silencio que nosotros – contesto la nutria.” Los diálogos no son para sacar lecciones morales. La novela no es una invención poética, ni un infierno de fantasía. El autor tiene una escuela que podría situarse entre Kipling y Fabre. Ha estudiado la vida de los animales como un naturalista. Conoce las costumbres y el estilo de cada bicho, y los cuentos que en torno suyo ha forjado el habitante de los Llanos. Sabe cómo pelea un oso hormiguero con un tigre, cómo el güio se traga un venado, cómo ocurre la lucha por sobrevivir en un mundo que no es primitivo para el animal, sino campo tradicional de sus experiencias mortales. El hombre, ahí, no es sino otro animal que tiene otras armas, y que como un tigre o como un sapo o como oso trata de mantener su pequeña provincia en el reino de la selva. El resultado es delicioso: cuando el hombre aparece más bestia, la novela se hace más humana. Los animales que hablan no agregan con esto nada a su inteligencia. Muestran, sencillamente, por qué actúan como actúan en la batalla de cada día. Y siguen siendo tan humanos en sus defensas y en sus acometidas como los han visto no digamos los ojos de La Fontaine, sino la lente de Fabre, la paciencia de Maeterlinck. Tenemos ahora la selva humanizada con mil pequeños personajes que nos cuentan sus íntimas maravillas. La selva sigue siendo la misma, pero la han visto otros ojos. Y con esta nueva visión se ensanchan ante nosotros sus horizontes infinitos. GERMAN ARCINIEGAS.

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LIBRO PRIMERO JORNADA PRIMERA ¿El hombre encuentra un Güio, o es el Güio el que encuentra a un hombre? Pájaro Pollo, el chismoso del Llano. La curiosidad del ciervo, aprovechada en su contra. I En cierto lugar de las llanuras orientales de Colombia, cuyo nombre trae a mi memoria los mejores recuerdos, hace apenas pocos años vivía un llanero de cetrino rostro, mirada de águila, ademán desenvuelto y descarnado cuerpo, cuya delgadez ocultaba una dureza de macana. No lejos del caño y entre el pajonal bravío, se alzaba apenas la cumbrera del improvisado rancho, techado de moriche, sin paredes, y con un zarzo que a la vez servía de dormitorio a la madre y el pequeño, y de despensa cuando algo había que guardar. Sobre el suelo apisonado por el uso, sin más ajuar que un ligero ropón que no alcanzaba a las rodillas, hacía sus primeros pasos un mocozuelo que no llegaba a los dos años; los mismos ojos del padre y en los carrillos regordetes, redondos, toda la transparencia de un enfermizo querubín atacado de paludismo. ¡Gugudú! – balbuceó, viendo cómo por entre la paja se acercaba hasta el patio algo que venía a raíz de suelo, reptando pesadamente y moviendo el pajonal en distintas direcciones. ¿Ya tay el Güio, mijo? – contesto la madre sin volver el rostro y agachada ante e fogón -. Vino a tiempo por su comía – y sin más decir, se levantó con una artesa entre las manos, y vació su contenido en el límite del patio,

en donde comenzaba el imperio de la sabana ilímite, salvaje, amarillenta. Gugudú; Gugudú – repetía el pequeño, acercándose a los intestinos de un terecay (1) que, junto con otros desperdicios de carne fresca, la madre acababa de arrojar allí. Guardó silencio el pequeño cuando la pesada cabeza de color de cobre envejecido, achatada como un candado monstruoso, apareció en el patio. Ya la madre había vuelto al fogón y la pesada mole del reptil detuvo su marcha, dejando más de un metro de cuerpo fuera de la paja, y mirando tiernamente, si es que ojo así pueden hacerlo, a aquel menguado desayuno. El chiquillo se sentó en el suelo, abiertas y estiradas las piernecillas como si se dispusiera a contemplar un juguete. Las fauces del monstruo se abrieron perezosamente y los intestinos de la tortuga iban desapareciendo como sorbidos, en silencio. Gugudú engulló la merienda en un instante, poca cosa era aquel día; otras veces era todo el entresijo de un venado, o de una danta, y más comúnmente las cabezas y patas de borugos (2) y chacures (3). Misael lo encontró un día recién fundado allí, cuando se dirigía al caño con los anzuelos y la escopeta. Quiso destrozarle la cabeza de un tiro a boca de jarro, más lo vio tan quieto entre el estero, y Al parecer tan inofensivo, que pensó que era mejor economizar la pólvora. Llevaba también el machete, tres buenos machetazos bastarían para acabar con él; podía aquel monstruo asustar cualquier día a la mujer que ya llevaba en sus entrañas al pequeño Tatí, que ahora correteaba por el patio imitando los gritos de las mochileras (4) y los arrendajos. Resolvió dejarlo y seguir su camino hacia el caño. Después de todo, Rosa, su compañera, era también una llanera cabal; a nadie ni a nada tenía miedo, a no ser que se tratase de las fiebres que continuamente atacaban al pequeño Tatí. Entonces si sentía pavor, y rogaba al marido

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que no se alejase del rancho, como si la presencia de su Misael hiciera más eficaz las aguas con zumo de bejuco, que a pequeñas dosis suministraba al enfermito. Largos minutos contempló Misael el enorme güio perdicero que atravesado en su camino le había hecho detener la marcha aquella mañana. Al fondo, la mata de monte y por entre ella el caño, lo esperaban como todos los días. Allí estaba su despensa, su hato poblado de cuadrúpedos salvajes, y el límpido estanque del río, en el cual los anzuelos cebados con flores de guarumo (5) engarzaban la cachama (6), o si bien era de carne el cebo, entonces sería una corvinata (7) y hasta algunas veces el gigantesco valetón (8), con el cual había que pelear hasta rendirlo, a muchos kilómetros río arriba, o corriente abajo, según el capricho del pez coloso de los Llanos. Te perdono la vida, viejo Galán, por toda esa colección de tayas, mapanares y cascabeles que te habrás comido en tu largo viajar por este Llano; te la perdono, también, por lo viejo que eres, según lo dice tu tamaño y la aspereza de tu piel. De nada me serviría tu muerte, pero si llegares a acercarte a mi rancho, y asustaras a mi mujer, te convertiría en carne picada para arrojarla a los voraces caribes (9) de que está lleno el caño. Aquí mando yo, sometido a mi ley tendrás la garantía de tu vida. Tu presencia quizás ahuyente la caza, pero en cambio las serpientes venenosas estarán bajo tu mandato; te las dejo, buen provecho te hagan, pero cuidado con tocarme los cervatos, las nidadas de perdiz, y los huevos de pato carretero (10) y real que en este estero cuido para surtir mi pobre despensa. Ya puedes escuchar, la historia que todos los días cuenta el Pájaro Pollo (11), del caimán, grueso como un tronco y áspero como una roca sin pulir, que quiso robarme los peces que guardaba cautivos; ya sabrás por él, como era de larga su piel cuando a rastras la llevaba hacia el hogar, tinta en sangre el agua del río cuando mi cuchillo agujereaba sus entrañas, y cómo la fuerza de sus coletazos, capaces de partirle el espinazo a un toro, revolvían las aguas del silenciosos caño. Guárdate, pues,

de mi cólera, viejo Galán, que no faltará un entresijo de danta para tu regalo, si es que aceptas mi ley.

II Gugudú nada dijo; ¿qué podía decir? Aplastó aun más la cabeza contra el fango del estero, como pudiera hacerlo la cabeza de un noble can sobre las rodillas del amo, cuando a la hora de la mesa espera un bocado con los ojos ávidos, más ávidos quizás que su apetito. En buena me he metido – rezongó el reptil, cuando ya Misael dejaba la linde del estero para adentrarse en la montaña -, dejé mis antiguos cazaderos en donde mi voluntad era mi ley, para evitarme el fastidio de las luchas, estoy ya viejo, es verdad, pero no tanto como para que se me llame decrépito, “Viejo Galán” me ha llamado, pero no sabe que apenas hace tres lunas estrangulé a Balacú (12), el jaguar diestro en la caza, el amo y el señor de las llanuras del Meta, por haberse atrevido a disputarme un ciervo que cacé en buena lid. Balacú tenía hambre, necesitaba esa carne para su compañera y sus cachorros. Pero, acaso, ¿cuándo disputé yo a él los becerros robaba y los lechones que casi debajo de las hamacas sacaba de los hatos? Mal camino llevaba este ladrón de ganados, y aun más mala es la caza de los animales que viven con el hombre; su carne algunas veces mata, como mata el curare (13) de las flechas de esos otros hombres que, a pesar de serlo, viven desnudos, no tienen ganados y andan por estas selvas y llanuras, tan salvajes como nosotros, y quizá peor, pues comen carne a medio podrir, rebajándose a la condición de los viles guaras (14), esas aves enlutadas y despreciables que no saben cazar como el águila o el juca (15), sino que esperan las sobras de nuestras comidas, o que el verano nos mate de sed a todos, para devorar nuestros cadáveres. De repente Pájaro Pollo, de quien hablara Misael, comenzó a chillar desde su mirador, bien oculto entre el frondaje, desde el cual podía observarlo todo sin que fuera visto.

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Pío, pi, pío, pipí. – Las mochileras también comenzaron a alborotar con sus chillidos y revuelos, matizando de amarillo el verdeoscuro del bosque, que aquella mañana aparecía vestido de gala, en virtud de las primeras lluvias. Pájaro Pollo dice que ha llegado tarde hoy Galaí, el hombre, a su cazadero. Esta mañana las venadas pacían los remuevos de paja en el quemado (16), una cervatuela de tres meses, salpicado el espinazo de manchitas blancas, se halla escondida por orden de la madre, en una maleza a la orilla del monte; la amamantó antes de seguir con las compañeras hacía otros montes, a donde van en busca de pastos nuevos. Cállate ya, pájaro garlero! – dijo por lo bajo Misael. Quien acababa de ver impresas, en la tierra blanda, las huellas de una tropa de venados. Gugudú escuchó lo que decía Pájaro Pollo; bien sabía él que aquel soplón del Llano nunca decía mentiras. Podría ir a buscar la cervatuela, pero aquel diablo de pájaro lo denunciaría; mejor era aguardar la noche y que Galaí cazara primero, conforme a las buenas maneras y al pacto celebrado; además, sentía el deseo de continuar allí, recibiendo el sol y terminando una digestión que duraba ya tres días. Pío, pi; pío pipí. Alerta, viene un soberbio macho de venado a quien yo no conocía – gritó Pájaro Pollo – qué bello es su color leonado, más perece un novillo que un ciervo, por lo grande. tiene muchas puntas su cornamenta, y qué pulida y brillante está; parece que la hubiera abrillantado contra los troncos de muchos árboles. Oh. qué piernas más delgadas, largas y ágiles. Este sí es un digno competidor de Balacú en la carrera, si Balacú viviera; pero el Guara, que hace días no visita estos parajes, ha dicho que Balacú murió, que su carne era muy dura y sabía a mal. También dijo el Guara, que sabe más que yo, que fue Gugudú quien lo mató y que su compañera y sus hijos han jurado vengar su muerte, así tengan que atravesar el Llano

desde las riberas del Arauca hasta el nacimiento del Quenane. Que vengan cuando quieran y cierra ese pico ya, miserable, que vas a espantar la caza a Galaí – dijo Gugudú. Con la ornamenta en alto, sondando el viento en todas direcciones con la estirada nariz, avanzaba lentamente el ciervo hacia el quemado, en donde habían estado las venadas en la mañana. Su poderoso, fino olfato le decía que las hembras no andaban lejos, pues tras ellas iba; pero, al mismo tiempo el viento le traía también emanaciones de Galaí; por ello, sin probar bocado, avanzaba cautelosamente, esquivando rozarse con todo aquello que pudiera denunciar su paso. Llegó al quemado no sin haber dado antes muchos rodeos explorando el terreno. Encontró más fresco el olor de las ciervas en aquel pedazo de sabana, limpio de toda mata, en donde el viento galopaba libre de todo obstáculo, trayendo noticias de todas partes. Su oído le dijo que un cervato o cervatuela, escondido en el rastrojo alto, se rascaba las picaduras de las moscas. – Qué imprudente chiquillo – penso el venado -, hacer un ruido así; se conoce que no le han enseñado todavía las primeras letras de nuestra ciencia, o que en estos comederos se puede vivir tranquilamente, sin temor a Balacú, a Gugudú o Galaí el hombre. – Agachó la cabeza y se dispuso a triscar la fresca paja, mas levantándola nuevamente, y estirando la nariz, añadió -: Si me habré equivocado, el viento habla de Galaí, pero seguramente el olor venga del rancho aquel que dejé a mi derecha, hace un momento; había fuego encendido y con el humo no pude distinguir bien su olor, ya lo aprenderé como me tengo sabidos de memoria otros muchos de la región de donde vengo. En aquel instante Pájaro Pollo se agitó en su rama: pío pi, Ya comienza la danza – dijo Gugudú levantando la cabeza para mirar mejor.

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III Por el lindero del bosque y hacia el quemado, que distaba cerca de trescientos metros, puesto en cuatro pies y con la espalda hacia el ciervo, avanzaba retrocediendo, si es que así puede llamarse la acción de gatear hacia atrás, una figura que no alzaba más de cincuenta centímetros del suelo. Sin pelamen alguna, lisa y moreno-amarillenta la piel, se destacaba entre la verdura del pajonal. Deteníase algunas veces, y elevando el arco de la cintura y estirando las piernas, miraba por entre ellas al venado, que sorprendido y asombrado, no acertaba a calificar qué raro ejemplar era aquel. Varias veces le pregunto al viento qué era aquello, que se movía en su dirección, al parecer sin cabeza y sin cuello; que crecía algunas veces y otras quedaba oculto entre la paja, pero el viento estaba en contra y nada podía contestar. Es demasiado pequeño para que pueda conmigo en velocidad – dijo el ciervo -, no es un Balacú, porque no es esta su táctica cuando va de caza; tampoco su piel es manchada. ¿Qué bicho será este que yo no he visto nunca, ni oído comentario en que se hable de él? No tiene pelo el pobrecillo, y el color de su cuero se parece al del vientre de un caimán. ¿Cómo se defenderá de las moscas y de la lluvia? Camina muy despacio y tengo impaciencia por mirarlo, con que iré a su encuentro para ganar tiempo. Pájaro Pollo cantó -: Si en los Llanos no hubiese más curiosos que yo, mejor marcharían las cosas. No es lo mismo mirarlo todo sin meterse en nada, que meter las narices arriesgándolo todo, por mera curiosidad. Conmigo no es la cosa – dijo Gugudú -, pero si ese pajarraco se llega a mezclar en mis asuntos, aunque tenga que taparme las narices he de engullirlo vivo para evitar sus chismes.

Hiriendo el blando suelo con los cascos de las manos, tal como lo hacen los corderos, y resoplando ruidosamente; ya marchando o ya deteniéndose, salía el venado al encuentro de aquel ser desconocido que tanto picaba su curiosidad. Más de ochenta metros faltaban para encontrase frente a frente. El corazón del venado latía aceleradamente, sentía impulsos contradictorios de arrojarse sobre aquel bicho y destrozarlo con las pezuñas y los cuernos o emprender veloz huida, con toda la celeridad de que eran capaces sus afiladas piernas, habituadas a devorar distancias. Se detuvo un momento, desconfiado, pues aquel raro animal había desaparecido por completo entre la paja. Quiso avanzar unos cuantos pasos más, cuando aquel desconocido ser asomó apenas a flor de tierra la cabeza y con ella el estampido de su disparo rompió el silencio de la tranquila llanura. Pájaro Pollo dio un brinco en su rama y ahogándose del susto chilló -: Galaí dejó sus plumas en el monte, desnudo como un sapo; puesto en cuatro patas y caminando como el cangrejo, se acercó hasta Zamará (17), y cuando ya se iban a encontrar se estiró para soltarle el trueno. Zamará se muere, lo mató su curiosidad. Y yo he de matarte a ti, grandísimo soplón, por bellaco y entrometido – dijo Gugudú cambiando de sitio, para buscar el amparo de la sombra de una palmera de cuesco. A los lejos, entre el monte, las chicharras vibraban hasta reventar, y sobre la llanura se cernía el silencio como una masa densa, inquebrantable, poblada de misterio, de tragedias y soledad. Cuchillo en mano y con el cañón de la escopeta aún humeante, Misael llegó al sitio en el cual el venado se agitaba en las postreras convulsiones. Su cuerpo morenoamarillento, completamente desnudo, estaba cubierto de sudor. Con el pequeño cuchillo ultimó al ciervo para evitarle sufrimientos, y con la grave serenidad de quien ha cumplido un deber, regresó al monte para buscar sus ropas y el cabo de la soga con qué atar el venado, para llevarlo a cuestas

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hasta el rancho. – Rosa se pondrá feliz – decía el cazador -; apenas tenemos carne para hoy y ella necesita alimentarse, ahora más que nunca... como va a ser madre, y como voy a se el llanero más feliz, con mi primer hijo, que ha de ser varón... Con la escopeta en la mano y el venado cargado a la espalda llegó al estero por donde cruzara esa mañana. Los ojos de Gugudú le salieron al encuentro, en tanto que la mole semienroscada quedaba oculta entre la maleza que circundaba la palmera. Qué perezoso eres, viejo Galán, apenas te has movido cinco metros del lugar en que te dejé esta mañana. Por lo visto no has cazado hoy, pero conforme a nuestro pacto vas a recibir parte de mi caza – y diciendo así, descargó el ciervo en un lugar seco, acomodándole el espinazo en una pequeña hendidura del terreno, y con el pequeño cuchillo que nunca le faltaba al cinto, le abrió el vientre, y extrayendo los intestinos los arrojó a tres palmos de las narices del reptil. – El hígado no te le he de dar, mi viejo amigo; este ha sido siempre el bocado preferido de mi mujer, perdona esta falta de cortesía llanera, que no es más que una ley de caza: el que mata, cobra la cabeza o la piel, o lo que guste y el resto es para los compañeros, porque según he pensado desde nuestro encuentro esta mañana, hemos de ayudarnos mutuamente, a fuer de buenos cazadores del Llano. Me encantaría que te dedicases a la caza de cuanta bicha venenosa haya en este banco de sabana. Te doy permiso para que dispongas de una que otra perdiz, cuando tengas antojos delicados; más ten cuidado con los huevos, pues si te los comes hoy, mañana no tendrás ni huevos ni perdices. ¿Qué es un huevo de perdiz para tu estómago? Pesa más un pequeño grano de arena. Cuenta una nidada de estos huevos, son diez, o doce cuando de trata de una hembra de segunda postura. Una vez que los hayas contado, espera dos meses y la onza que pesaban estos diez huevos, en ese tiempo, se habrá convertido en cinco libras, cuando te comas las diez perdices. ¿Cómo te parece mi trato?

Gugudú nada escuchaba, se había desenroscado del todo y, ya estirado, abrió las fauces tan desmedidamente, que el llanero se quedó plasmado, al ver cómo aquel medio ciervo, que tenía más de treinta centímetros de diámetro, cabía por tan estrecho túnel, dando lugar a una grotesca dilatación de la garganta del reptil, que ahora parecía tuviese un coto inmenso, que se iba deslizando hacía el estómago, lentamente. Pájaro Pollo lo había visto todo desde su mirador del monte que quedaba oculto en las más altas ramas de un guarumo. Vio cuando Galaí arrojó las entrañas del venado a pocos pasos de la palmera de cuesco, que solitaria se alzaba en el estero; vio, también, cuando el hombre se alejaba hacia el rancho cargando nuevamente el venado. Mas le llamó poderosamente la atención que el hombre hubiese dejado allí los intestinos de Zamará, como si fuese un cebo para cazar algún carnicero. ¿Para qué había hecho esto Galaí, cuando Pájaro Pollo, según lo tenía averiguado, muy bien sabía que en el rancho del hombre no se desperdiciaba nada, tratándose de carne? Calculó la distancia entre su mirador y la palmera del estero. Era grande, pero no tanto como para sus alas, que podían cruzarla en el instante, para averiguar aquello. Ya iba a emprender el vuelo, cuando recordó que por sobre el estero volaba siempre, trazando grandes círculos, un veloz Juca, el halcón de los Llanos, que no perdonaba pájaro alguno, y aun acometía a los enormes patos reales, cuatro veces mayores en tamaño que el rapaz. Aquel temor lo detuvo, mas se consoló pensando que el Guara, que tenía mejores ojos y que viajaba todo el día, podría llegar de un momento a otro a devorar aquella pitanza, y entonces Pájaro Pollo sabría si aquello era un cebo, y con destino a quién, pues si se trataba – como él suponía -, de alguna trampa para capturar a Juca, iría con la mayor alegría a llevar la noticia a todo el mundo alado que habitaba el sotobosque, y que no se atrevía a salir a la sabana por miedo al merodeador.

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IV Pasaban las horas. Era ya mediodía y el cielo despejado dejaba ver el confín de la llanura. Amarillo abajo y azul arriba se juntaban allá, a millares de kilómetros, a donde Pájaro Pollo no podía llegar en un solo vuelo, como lo hacía el Guara, el Juca y un los rechonchos patos. Cansado de esperar la llegada del Guara y comido por la impaciencia, Pájaro Pollo estaba por vencer el miedo y arriesgarse en un rápido vuelo hasta la palmera. Oteó el horizonte. Ninguna mancha negra, ni rastro de ave alguna, rasgaba el azul inmaculado de los cielos. Encogió el cuello y estirando las alas se lanzó al espacio, como todo un valiente y sin dar siquiera un grito. Tal fue su emoción al llegar al cuesco y elegir un sitio donde detenerse, que sus alas tropezaron con las hojas secas haciendo un ruido inusitado. Repuesto de la emoción miró hacia abajo, nada se veía allí distinto del alto pajonal. Apenas si entrevió algunas manchas de sangre, ya secas, sobre las cuales se agitaban las moscas azules. Gugudú se despertó con el ruido que hiciera Pájaro Pollo, entre las ramas al posarse y levantando un poco la cabeza descubrió al pájaro, al tiempo que este también alcanzo a verlo. ¿No has aprendido a volar, grandísimo bellaco, que así vienes a interrumpir el sueño de la gente sosegada? – le dijo indignado. ¿Con que eras tú, lombriz negra, cara de sapo? ¿Cuándo llegaste que yo no te viera? ¿Seguramente llegas a esconderte aquí, huyendo de las garras hirientes de la mujer de Balacú a quien mataste hace poco porque te pidió un pedazo de carne para sus cachorros? Yo no huyo de nadie, pajarraco fisgón y despreciable; cállate ya que me fastidian tus chillidosrepuso enojado Gugudú.

Qué he de callar viéndote a ti – repuso el pájaro -; ¿a ti, pedazo de tronco podrido, si eres un peligro para todos? – y alzando más la voz continuó -: ¡tiemblen los polluelos, griten de angustia las madres que calientan sus huevos! ¡Todo el mundo que viste de pelo, fíjese por donde camina! ¡Ha llegado Gugudú, cara de sapo; huyan los cervatillos, los saínos, cafuches, chacures y lapas (18) ¡Encomiéndense a la velocidad de sus patas, y pelen el ojo que debajo de este cuesco del estero está escondido Buche sin Fondo! El bosque se alborotó con el escándalo que armara Pájaro Pollo. Especialmente los loros comenzaron a gritar formando una algarabía infernal, que a su vez interrumpió la siesta del resto de las aves. La noticia cundió rápidamente a los largo de la mata de monte. Una tropa de saínos que se dirigía al bañadero gangoso desvió la ruta, huyendo atropelladamente por entre el monte y dejando oír sordos gruñidos. Las oropéndolas, pirzas (19) y mochileras dando agudos chillidos revolaban en torno de sus nidos colgados de un árbol seco. Aquello era una confusión de gritos, carreras y vuelos angustiados. Nadie sabía la causa de su miedo, pero el pánico había cundido y todo el mundo andaba aterrado buscando refugio, sin saber de qué peligro se trataba. Pájaro Pollo había gritado “Alerta general”, y eso era suficiente. De ahí que el bosque pareciera un hormiguero en desbandada; pues hasta los mismos araguatos (20), dando enormes saltos que partían las ramas, aumentando el ruido, huían por las copas de los árboles aceleradamente. En buen lío has metido a toda esa gentuza, soplón alborotador. ¿Qué vas a hacer ahora para serenarlos? – dijo Gugudú satisfecho del pánico que su presencia había causado en el bosque. Gritar más y llamar a Balacú para que te destroce, Lombriz Podrida – contesto el pájaro.

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Aquel alboroto atrajo la atención de Juca, que en esos instantes volaba a considerable distancia, ajeno a aquel desconcierto pajaril del cual se hubiera aprovechado, de estar allí, para elegir la mejor presa entre tamaña confusión. Mas, enderezando el ala tomó altura, y en un instante se encontró sobre el bosque, que en aquel momento enmudeció como por encanto ante el silbido de sus rápidas alas. Conservando siempre la altura que es la característica de su ataque, comenzó a trazar grandes círculos, a menor velocidad y con los ojos puestos ya sobre el bosque, o sobre el llano. Pájaro Pollo lo vio y estuvo a punto de desplomarse de terror. Gugudú, alzando la cabeza por sobre la paja, vio también a Juca y soltó una carcajada que atemorizó más al petrificado Pájaro Pollo, que apenas se atrevía a respirar. Estás en mis manos, mosca impertinente. Ahora sí es la ocasión de gritar; ¿por qué no me llamas Cara de Sapo, o Buche sin Fondo? – El infeliz pajarillo se había reducido de tamaño, y su corazón latía con la rapidez de una vibración eléctrica. Desgraciadamente aquella semidesnuda palmera no podía ocultarlo suficientemente y pensó que estándose quieto y sin chistar podía pasar desapercibido a los ojos del rapaz. Ingenua esperanza fue aquella, pues los ojos de Juca sabían distinguir un ratón, por más que se escondiera entre la paja; así que antes de que transcurrieran tres minutos, con la celeridad del rayo se lanzó desde la altura, haciendo un poderoso estruendo, con las alas encogidas y las garras abiertas. Pájaro Pollo vio que se acercaba por instantes, y desmayándose se dejo caer de la rama, como muerto. El ave presa cruzó a dos palmos del suelo, casi rozó con las alas la cabeza de Gugudú, que en una rápida maniobra aprisionó a Pájaro entre las fauces.

propio cuerpo, bajo el cual dejó a Pájaro Pollo, oprimiéndolo apenas para que no escapase. ¿Y bien, ahora qué me dices, mosquita? – lo interrogó, esbozando una ancha sonrisa, tan ancha como la ancha hendidura de su boca -. Había prometido devorarte no sin antes taparme las narices, porque hueles a cosas no muy buenas. ¿Dí algo, defiéndete, o es que acaso eres tú de los que atacan en la sombra, hurtando siempre el cuerpo y escondiendo en tan menguada estatura un alma más pequeña aun? Pobre diablo, más pareces un ratón que se alimentara de calumnias, que un pájaro. Tienes alas, es verdad, paro las tuyas no son propiamente de ave, sino de cucaracha, o de vampiro, para actuar en las sombras. Odias a todo el mundo, porque todos te desprecian, y vives del insulto a las águilas, a las aves nobles, a quienes no puedes imitar ni en el vuelo, ni en el colorido del plumaje. Estarás pensando ahora que te libré de las garras de Juca, para regalarme con tu carne mal oliente; más, he de decirte que si el de nariz partida, a quien Galaí llama Mapanare, no tiene poder alguno en mi contra, tú sí lo tendrías, por el asco que me inspiras, y por el remordimiento que me mataría al haber devorado una sabandija tan despreciable como tú. Anda a tu mirador, a fisgonearlo todo, a envenenar el ambiente de este bosque, con tus chismes, que no seré yo quien te rompa una pluma; pues tu manera despreciable de vivir es necesaria para contraste de las vidas buenas, provechosas. Véte ya, que me apesta tu presencia – y lo dejo partir hacia el bosque, bajo el sopor del mediodía. JORNADA SEGUNDA Nace Tatí. – Las primeras lecciones de la lucha. – Victoria de las hormigas. I

Juca se alejo dando chillidos de rabia, y el reptil, doblando el cuello, metió la cabeza debajo del tercio superior de su

Muchos inviernos y lunas, como dijera Gugudú, habían pasado sobre las llanuras casanareñas. Pequeñas

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tragedias, sobresaltos, emboscadas, gritos de terror y suaves llamadas de celo se habían sucedido. Tatí nació una tarde, cuando menos se esperaba, a los pocos días de la caza del ciervo. La sabana se había inundado varias veces, el río había cambiado de cauce y el rancho de Misael continuaba allí, con su penacho de humo, como un jalón humilde, perdido en la sabana, marcando una ruta que nadie había de seguir; la ruta de los llanos, o lo que es lo mismo, la ruta del olvido y el silencio. Gugudú se había acostumbrado a la presencia de Galaí, y para mayor comodidad de ambos, hombre y reptil, este último redujo su radio de acción al trayecto que mediaba entre el rancho y el estero. Rosa, advertida por su marido de la presencia del monstruo en el estero, se había también acostumbrado a verlo, cuando todos los días acudía por agua al pequeño manantial, cuya límpida corriente formaba el estero mismo. Gugudú había escuchado el primer lloro de Tatí cuando éste naciera. Notó asimismo, que después de aquel acontecimiento, Misael dejó una semana de salir del monte sin alejarse del rancho; así que decidió acercarse hasta el patio y llegó a éste en el momento mismo en que el llanero, que andaba atareado en el fogón, lo alcanzó a ver cuando asomó la cabeza por entre el pajonal. Ya era un hábito para el reptil la periódica ración de carne, o de intestinos que, tanto Rosa como Galaí, le dejaran cerca del rancho. Por consiguiente cuando el hombre lo vio en el patio, dedujo que el Güio reclamaba su ración, y partiendo un gran pedazo de tasajo de venado se lo arrojó, sin cuidarse de más, para volver al fogón en donde cocinaba una pequeña olla de caldo. Arriba, en el zarzo, se escuchaba un canturreo. Era algo así como un arrullo, que entre música y monólogo la madre trataba de dormir al recién nacido. Gugudú se limitó a mirar el gran pedazo de carne seca que Galaí le arrojaba, sin osar tocarla. Había venido no a comer, sino a indagar la causa por la cual su amigo había dejado de volver al monte. Aquella actitud del hombre con el reptil, al que nunca hiciera el menor daño, sino al contrario, lo

regalaba con carne casi todos los días, hizo de Güio un monstruo manso, que llegó a ver en Misael no un enemigo, sino a un compañero, a un protector que compartía su caza sin egoísmo. Acostumbrado a la lucha por conseguir el alimento diario, encontró demasiado cómoda aquella nueva y regalada manera de vivir. En sus andanzas por el Llano, que contaban toda su vida, había tenido que luchar a diario; defenderse y atacar según la ley salvaje de la pampa y las malezas. Durante mi vida, que ya es larga – pensaba Gugudú, mirando el pedazo de carne -, el único animal que no he hecho daño es Galaí. He tenido que defenderme hasta de las hormigas, y recordó aquel episodio sucedido hacía muchos inviernos; tantos que había perdido la cuenta, pues apenas recordaba que no tenía el tamaño ni la fuerza de hoy, y que aquella fue una de sus primeras grandes batallas por la vida, en la que aprendió que quien ataca primero podrá defenderse mejor. Discurría buenamente por una angosta trocha del bosque, cuando por la misma, y en dirección opuesta, asomaban el silencio tres cafuches (21). El encuentro fue tan de manos a boca, que el pequeño Güio apenas pudo desviar medio cuerpo de la senda, buscando la retirada que resultó infructuosa, pues el cafuche que abría la marcha se arrojó sobre el reptil, hiriéndolo con las afiladas pezuñas en la mitad del cuerpo. Con la celeridad del rayo, Gugudú volvió la cabeza y agarrando a su enemigo por debajo de una oreja lo atrajo con tal violencia, por entre el pequeño espacio que mediaba entre dos gruesos árboles, que la columna dorsal del valiente marrano crujió como una caña que se partiera en dos. Entretanto los compañeros, aprovechando la breve tregua, con el espinazo erizado de agudas cerdas, y gruñendo endemoniadamente, atacaban al Güio a mordiscos y pezuña. El reptil se defendía valientemente, a pesar de tener medio cuerpo destrozado; ya había eliminado a uno de sus adversarios y se aprestaba ahora a defenderse mejor de los dos restantes, que, dando vueltas a su alrededor, como para tomar un respiro, se lanzarían de un momento a otro, para molerlo a mordiscos y machacarlo con las patas agudas y afiladas como puñales.

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Con la cabeza baja y las pupilas enrojecidas que parecían saltar de las órbitas; chorreando baba y sonando las quijadas como si los colmillos triturasen cuescos o corozos, los cafuches se arrojaron al ataque. Uno de estos fue cogido por un brazo y en la batahola, el Güio logró envolverse a él, tan fuertemente y con tantas vueltas, que lo redujo a la impotencia. Entretanto, el compañero atacaba ciegamente aquel nudo movedizo, ya hundiendo sus colmillos en la carne del reptil, como en el cuerpo de su propio compañero, que gruñendo sordamente se asfixiaba bajo la presión de los anillos, que lentamente se iban cerrando a manera de nudos corredizos que se apretaran más y más. Haciendo un poderoso esfuerzo, el Güio, desangrado y con la carne hecha jirones, sin deshacer el nudo, levantó la cabeza para hacer frente al enemigo que aún quedaba en pie. El cafuche, de un salto se colocó a prudente distancia y allí permaneció sin atacar. Había cesado todo ruido, apenas se percibía el crujir de las costillas del cafuche preso, que se iban partiendo a medida que el reptil lo estrangulaba. El nudo comenzó a deshacerse después de un corto intervalo, y el cadáver del puerco rodó sobre la capa de hojas secas, como una masa informe, blanduzca y cubierta de su propia baba. El sobreviviente de los cafuches no quiso atacar de nuevo; apenas estaba levemente estropeado y ante la actitud del Güio, pronto a la lucha, se fue retirando cautelosamente hasta desaparecer por completo entre la maraña del bosque. Aquella había sido toda una jornada de valor y de coraje: una página corta, si se quiere, de las que a diario se suceden en las llanuras caldeadas por el sol y batidas por el viento. El héroe había sido un Güio joven, que al hacer sus primeras armas, confirmó la ley del Llano: matar para vivir. Los cadáveres de los dos cafuches atestiguan la magnitud de aquella lucha. Estos bravos cerdos de monte son un enemigo nada despreciable aun para el mismo Balacú, que muchas veces los rehuye por su táctica de acometer en manada, de atacar todos al mismo tiempo a un solo

enemigo, que la mayoría de las veces queda reducido a polvo. Si bien Gugudú había salido vencedor, en cambio las heridas que recibiera apenas le permitían moverse. La sangre chorreaba de los profundos desgarrones que llevaba a todo lo largo del cuerpo, y pensando el reptil que por aquella misma vía pudiera venir una nueva tropa, numerosa esas sí, pues había sido una rara casualidad encontrase apenas con tres, se dispuso a abandonar aquella senda peligrosa, que en realidad era una de tantas trochas que los cuadrúpedos salvajes se abren en la selva, para transitar por ellas diariamente. Sin mirar siquiera los cadáveres de sus enemigos, que en otras circunstancias hubieran sido codiciada comida, Gugudú se alejó no con la rapidez que él quisiera, sino lentamente y haciendo grandes esfuerzos para moverse. Así anduvo toda la tarde buscando un refugio donde esconderse y esperar la cicatrización de sus heridas, o la muerte misma. A medida que llegaba la noche se sentía más débil, estaba casi desangrado y viendo que materialmente no podía moverse, sin grandes dolores, se refugió cerca de un tronco carcomido que encontró atravesado en su camino y que no pudo trasponer. Allí permaneció hasta la mañana siguiente, cuando un ejército de hormigas lo cubría por completo. El olor de la sangre las había atraído. II Aquellas voraces carniceras diminutas, en el transcurso de horas dejarían apenas los huesos mondos del imposibilitado reptil. Era aquella otra batalla que tenía que librar, y contra un enemigo que no presentaba blanco alguno compacto, para herirlo de un solo golpe, o para envolverlo entre sus anillos. Aquella masa oscura, compuesta por millones de seres que se movían de un lado para otro, cubriendo por entero el cuerpo del Güio, había comenzado su labor de roer, por pequeñas partículas, la desgarrada carne de su víctima, causándole dolores

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atroces a todo lo largo y ancho del cuerpo, con las aceradas tenazas. Gugudú, soportando los horribles dolores que le ocasionara el más pequeño esfuerzo, comenzó a agitarse dando latigazos con la cola, con toda la violencia de que era capaz. Se recogía unas veces formando nudos que iba cerrando rápidamente y revolviéndose de un lado al otro, se restregaba a sí mismo y contra todo aquello que pudiera libertarlo del voraz ejército. Las hormigas caían a su alrededor apenas atontadas, para volver con más furia al ataque; penas si morían algunas pocas, pues la coraza quitinosa de que está revestida la cabeza, el tórax y el abdomen las favorece de manera tal, que un hombre, tomando una entre los dedos y restregándola fuertemente, apenas si le destroza las patas quedando el resto del cuerpo intacto, favorecido por aquella coraza con que la Naturaleza las dotó para su defensa. Enloquecido Gugudú por el dolor de las mordeduras, que removían especialmente las heridas que sacra de la batalla con los cafuches, emprendió rápida fuga, sin saber a donde ir y llevando a cuestas aquel ejército microscópico, que lo descarnaba lenta, pero implacablemente. Con la velocidad de que era capaz se encaminó en línea recta, resuelto a morir cuando ya no pudiera moverse más. En su carrera metía a cabeza debajo por debajo de troncos, ramas, y capas de hojas secas, con la intención de que sus enemigas quedaran allí retenidas por aquellos obstáculos, por entre los cuales pasaba adelgazándose cuanto más podía; pero las aceradas tenazas, clavadas en su carne continuaban fijas como espinas incrustadas. El bosque escucho los silbidos de dolor y de cólera y la quebrazón de ramas en la precipitada fuga del coloso. Era un monstruo, el monstruo por excelencia de las llanuras casanareñas, que huía del ataque del enemigo más pequeño, lanzando silbidos de dolor, de cólera y por qué no, también de miedo. Un insecto, si se quiere insignificante, ponía en fuga al poderoso Güio que no retrocediera ante una pareja de jaguares. Eran dos fuerzas que luchaban con distintas armas; la una integrada por un solo individuo, de

incalculable poder; la otra formada por legiones de seres microscópicos, cuyo número fabuloso constituye una sola fuerza, quizá más agresiva que la del adversario. Después de haber atravesado casi todo el bosque sin parar un momento, Gugudú se dio cuenta de que el enjambre que cabalgaba sobre su lomo se había reducido, pero no como para pensar que había cesado el ataque. Continuó su marcha haciendo uno de la misma estrategia; la de meter la cabeza por debajo de todo aquello que pudiera rozarle fuertemente el dorso, y así, después de varias horas de jornada, llegó al río, en el cual de hundió hasta tocar el fondo. Todo esto recordó Gugudú ante el pedazo de tasajo que Galaí le arrojara en el patio del rancho. – El único animal que no me ha hecho daño – volvió a decir, y más por gratitud que por apetito, devoró su ración y enrollándose tranquilamente se durmió allí mismo, en el pequeño patio del rancho. JORNADA TERCERA La voz de la selva. - ¿Lloran los venados?La inteligencia enfrentada al instinto. I Tatí crecía rápidamente como un pequeño animalillo montaraz, a despecho de fiebres, picaduras de garrapatas, zancudos y jején; molestias estas que su mente de niño nacido en aquel ambiente consideraba como cosas naturales. Sabía sacudirse los zancudos de los brazos y pernezuelas con un golpe seco, dado con la mano, tal como viera que lo hacían sus padres. Se arrimaba al fogón, y en cuclillas pasaba largos ratos mirando el fuego y quemando pequeñas varitas de paloevela (22), cuya ceniza, sin disgregarse, formaba caprichosas figuras, retorcidas y grises, que iba colocando sobre el piso de tierra. Una de sus mayores alegrías la constituyó el descubrimiento que hiciera con las semillas de algodón. En una tapara (23), que

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colgaba del zarzo había permanecido mucho tiempo, Galaí guardaba semillas de algodón, con intenciones de sembrarlas en la primera oportunidad en la pequeña roza donde cultivaba el topocho (24), los guineos y la yuca. Aquel calabazo sacudido por el viento, cayó un día y las semillas se desparramaron por el suelo. Tatí se dedicó a recogerlas y habiendo arrojado por casualidad unas al fogón, entre gritos de alborozo y saltos de júbilo, celebró el acontecimiento, al ver cómo las semillas estallaban, y a maneras de cohetes salían proyectadas y hechas ascuas lejos de las llamas. Aquel acontecimiento le duró varios días, hasta que se agotaron las semillas y con ellas la alegría del pequeño Tatí. Otras veces, tirado de bruces en el patio, excavaba pequeños fosos en los cuales mantenía cautivos a pequeños saltamontes y escarabajos, o bien improvisaba corralitos para encerrar hormigas que después de muchas tentativas terminaban por escapar. Estos eran los juguetes de Tatí, y con ellos mataba todo su tiempo, sin salir de aquel patiecito, que para él era todo el universo. A veces, el zumbido de los monos araguatos, que en grandes manadas cruzaban por la cercana mata de monte gritando ruidosamente, lo sumía en una profunda meditación. Y así, con los vivos ojos clavados en la lejanía, escuchaba aquel grito ronco y prolongado, como una cosa misteriosa y sobrenatural; como la voz de la selva misma que hablara, él no acertaba a comprender si para atraerlo con aquella llamada o para atemorizarlo con aquella voz prolongada e indefinible, que a la vez tenía de zumbido bronco, o de alargado grito cavernoso, acrecía unas veces aquel gritar, para luego languidecer con las tonalidades de una sonata salvaje, que arrebatando unas veces, hacía sumir en el temor las otras, si que decayera el interés con que Tatí escuchaba, como si aquella oración de la selva fuera pronunciada solamente para él. Qué raras emociones despertaba en el alma naciente del niño ese gritar lejano, que de tarde en tarde se escuchaba en la entraña de la selva, y que al ser oído por su madre la hacía decir: - Va a

llover, Tatí, los araguatos le dicen, y tu papá se va a mojar si no llega pronto. II ¿Cuándo habían dicho esto los monos, que Tatí no lo hubiera escuchado? ¿Acaso era que ellos hablaban una lengua que sólo su madre pudiera interpretar? El entendía todo lo que sus padres le hablaran; conocía, también, el grito de las mochileras cuando se peleaban entre si, o cuando las hembritas, con una avispa en el pico, llamaban a los pequeños para alimentarlos. Asimismo entendía el piar de Pájaro Pollo, pues ya sabía que cuando éste chillaba su Padre andaba por ahí, o estaba por llegar al rancho; o bien, algún venado o danta había atravesado el monte. Más, el alarido de los monos iba más allá de sus conocimientos, y acrecentaban más su curiosidad las palabras de su madre. “va a llover, los monos lo dicen”. Mientras durara el zumbido de los monos, Tatí no se pertenecía. Vivía en esos momentos en un mundo aparte del suyo, en el que sin pensar como niño, se desvelaba como hombre, tratando de interpretar aquel sonido extraño, aquella voz tan sabia, que predecía la lluvia para esa misma tarde, o en el curso de la noche, según lo había podido comprobar muchas veces. ¿Era la selva, en realidad, lo que hablaba? ¿Qué cosa eran los araguatos? ¿Serían éstos una de las muchas voces de la selva, que escuchaba sin poder interpretar? ¿Entonces, qué significaba aquella otra voz que en medio de la noche, procedente también de la selva, llegaba como un alarido, como un gemido de mujer y que al escucharlo se apretaba más contra su madre, lleno de terror, allá en el zarzo cuando no podía dormir? Aquel alarido lo hizo llorar de miedo las primeras noches que lo oyera; más la voz acariciante de su madre, apretándolo más contra el pecho le decía: es el Perico Ligero (25) que llora porque mi niño no quiere dormir. Perico Ligero no hace mal a Tatí ni a nadie, llora porque no sabe cantar.

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Abajo, en la hamaca, se revolvía Galaí sin poder dormir tampoco. - ¿Será que tiene fiebre el niño? – le pregunto a su mujer. No es fiebre, son los zancudos puyones que le aprovecharon un brazo que dejo junto al toldillo; como le gusta dormir atravesao y con los brazos abiertos... – contesto la madre. Y volvió a reinar el silencio en el rancho. Momentos después Rosa y el pequeño dormían tranquilamente; sólo Galaí como un noble perro de guarda continuaba despierto, con los ojos muy abiertos y como escrutando. Se oía el revuelto de los murciélagos, como pequeñas ráfagas de viento, que girando alrededor del rancho dejaban escapar griticos leves, como chirridos de un pequeño gozne enmohecido. La noche era pesada, calurosa, densa como una maza que hubiera de romperse a cincel para dar paso a la brisa. Era una de esas noches de verano llanero, en que la luna camina más despacio y como fatigada también por el sopor. De repente rasgó el silencio de la noche clara el balido de un venado. Misael, como disparado, quedó sentando en la hamaca con los pies colgando, atento el oído hacia la pampa. Un segundo balido lo sacó de dudas y hablando bajo para no despertar a su gente dijo encolerizado: - Maldita sea, el güio se ta tragando un venado. – Sintió deseos de vestirse, tomar la escopeta y salir en busca del ladrón para acabar con él; más, a pesar de la claridad de la luna, aquella empresa sería inútil a tal hora, pues con toda la finura de su oído, no pudo precisar el lugar de donde se había partido aquel balido quejumbroso de un ciervo en agonía. Todo aquel que haya escuchado ese balar del venado, cuando se siente herido e imposibilitado para huir, no podrá, como dice la conocida frase “olvidarlo ya nunca”. Los más avezados cazadores, a no ser que se trate de seres inferiores o anormales, que gocen con el dolor, aunque ese dolor sea el de un animal, no pueden soportar aquel grito quejumbroso, aquel alarido de terror y de súplica; y sin embargo cuántos hay – pensaba Galaí -, cuántos conozco yo, que permiten que un

infeliz ciervo muera destrozado a dentelladas; que entre balidos capaces de ablandar las rocas de los páramos, dejan que sus gozques lo devoren vivo, cuando ha caído rendido de cansancio; después de haber corrido largas horas, salvando toda clase de obstáculos, y muchas veces apoyándose en el muñón destrozado de una pata, que le fuera mutilada por un disparo de escopeta. Aquel balido terminó por desvelar del todo a Galaí. El lo había escuchado desde niño, cuando impelido por el hambre y la de los suyos tenía que matar para comer, pero entonces se apresuraba con su pequeño cuchillo a rematarlo, para no escuchar esa especie de lloro, que turbaba su alma simple, llana, sin honduras tenebrosas; como la llanura en que había nacido y en la que esperaba morir. III

C

uando Rosa bajó del zarzo a la mañana siguiente, a prender candela para preparar el café, Galaí ya había salido para el monte. – Algo ha pasado – se dijo la mujer – Misael no sale nunca sin haber tomao su cajé, que muchas veces, cuando toy mala de fiebre, lo prepara él mismo. La escopeta tampoco ta en su lugar y se llevo también la lanza. ¿Será que los Chigüiros (26) andan en el yucal. O si a mano alguna danta? – Así, cavilando, con el oído atento, dio comienzo a su labor de todos los días. Momentos después la columna de humo se levantaba del rancho, como una oración muda bajo la claridad del amanecer. En el cercano bosque, las voces de las aves saludaban al día, en una confusión de trinos, gorjeos y chillidos de diferentes tonalidades, entre las cuales se destacaba, inconfundible, el alegato de Pájaro Pollo, que denunciaba la presencia de algo en la mata de monte. Galaí busca lo que no ha perdido, porque nada encuentra – decía el pájaro – Siguió el rastro de Gugudú

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hasta hallarlo cerca del caño; le habló largo rato y ahora continúa buscando por el monte. ¿Qué buscará Galaí, que ha pasado por sobre muchos rastros de caza, sin seguir ninguno?

dormimos los que no comemos carne de hermanos inocentes.

Yo también escuché, a pesar de mi sordera, el bramido de Zamará cuando lo hirieron anoche – comentó Gugudú -, más mi estómago vacío le ha dicho a Galaí que no he sido yo quien se almorzara tan rico bocado. Ahora busco también a Zamará, a quien he de encontrar vivo o muerto, para indagar la causa de su llamada. – Viendo a Pájaro Pollo medio oculto entre las ramas le dijo -: Escucha mosca importuna. Tú que lo fisgoneas todo, ¿sabes lo que busca Galaí.

¿Cuál serenata? – replicó vivamente el pájaro, picada su curiosidad.

Será lo mismo que buscas tú, Cara de Sapo – contestó el pájaro - ¿Qué haces en el bosque cuando tus dominios están en el sucio barro del estero? Aquí no hay perdices que engullir enteras, pues entre tú y el hombre han acabado con ellas. Tampoco se le ve la cara a mapanare, y en las noches ya no se escucha la campana de Rabo Seco, otra de esas víboras que custodian nuestro monte, sin dejar arrimar a nadie, y que tú paladeas tan deleitosamente. Entonces ahora si sentirás segura tu vida – contestó Gugudú -, ya podrás bajar al suelo a comer una que otra hormiga, sin temor a la cascabel ni a la taya, ¿verdad mosca valiente? Yo no como esas porquerías, nada que se arrastre despreciablemente, que viva a flor de suelo como tú, es comida apetecible para nadie – contestó Pájaro Pollo. Y hablando de otras cosas, ¿cómo pasaste la noche? – preguntó Gugudú socarronamente -, pues e a tarde mi a Juca por estos lados. Qué te importa a ti, que yo haya dormido o no – contestó el pájaro, que no sabía a donde iba a parar el reptil con aquella pregunta -. Dormí como siempre, como

-

¿De manera que no escuchaste la serenata?

Pues la de los patos carreteros, que llegaron anoche, y a los cuales no quiero siquiera mirar, para no provocarme y para evitar la ira de Galaí si llegara a comerme alguno – se apresuro a contestar el reptil, convencido ya de que Pájaro Pollo no había oído el lamento del venado cuando fue atacado -. Tanto mejor – pensó el güio -, que este chisgarabis, a quien he perdonado la vida porque hasta cierto punto la creo útil para todos, no sepa nada -, y reanudando su marcha agregó a manera de despedida: - Adiós, mosca verde, si encuentro a Juca, le diré de parte tuya que lo esperas en el palo de merecure (27), junto a los sarrapios, con las plumas recién lavadas para no oler tanto. – Pájaro Pollo enmudeció instantáneamente ante aquella amenaza, y sin ánimo siquiera para buscar un mejor escondrijo, vio al güio que se alejaba a lo largo de la mata de monte, serpenteando silenciosamente. - Ya podré buscar tranquilo – dijo Gugudú -, sin la amenaza de Juca, este soplón me hubiera seguido a todas partes, denunciando mi presencia, y echando a perder mi trabajo. IV Galaí cruzó el bosque en todas direcciones, buscando, como dijera Pájaro Pollo, lo que no había perdido. Vio huellas frescas de chacures y venados, sobre las cuales pasó sin encontrar las que buscaba. A su paso, una tropa de saínos (28) barajustó estrepitosamente, presentando un blanco fácil para el tiro; más el hombre no iba de caza esa mañana. Tenía carne fresca para muchos días, y los dejó huir entre sordos gruñidos que entonaron su alma preocupada, despertándola con ese estremecimiento de

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emoción súbita, que entre alegría y asombro, experimenta el cazador al ver que se levanta una pieza repentinamente en donde menos lo esperaba. Eran las doce del día y aún continuaba buscando. Así pudo descubrir muchas madrigueras de borugos, cuya ubicación fijó en se memoria, para buscarlos cuando los necesitara. Del pie de un centenario y robusto capoc (29), recogió un murruquito (30) joven, que había caído del nido, al querer huir del ataque de una rapaz nocturna, que devoró a la madre, allí cerca, según lo decían las plumas esparcidas por todas partes. Atravesó el caño por distintos sitios, buscando rastro en las riberas; revolvió los montes bajos y espesos, hurgando con la lanza y dando voces, y fatigado al fin, regresó al rancho con el ceño fruncido y en silencio.

Hoy traje ese Murruquito güérfano, la mamá se la tragó un lechuzón anoche; le servirá de juguete al niño, pero hay que darle carnecita, cucarrones y hormigas, mientas sale a comer solo.

En la punta de una vara de la cual colgaba muchas veces la escopeta, colocó el murruco, que ante los gritos de alegría de Tatí, miraba a todas partes con los redondos ojos hundidos en su enorme cabeza.

¿Y pa qué llevó la lanza? – lo interrumpió Rosa, que demasiado conocía las costumbres de su marido. Sabía que su Misael sólo empleaba aquella arma en casos en que había que atacar a piezas peligrosas. Galaí guardó silencio. comía el topocho lentamente y poniendo el plato sobre las rodillas se dedicó a roer una costilla de saíno, sin contestar nada, con los ojos puestos muy lejos, como siguiendo el pensamiento. Rosa no insistió en su pregunta; guardo silencio también, no por rencor, sino por ese natural sometimiento de toda mujer que ha visto en su hombre, además de marido y compañero, a un ser quizá infalible, protector y bueno. Le sirvió el café y se dispuso a liar la ropa para irse al caño a lavar.

Y qué jue – le dijo Rosa, tenía aján de que hubiera pasao algo malo.

JORNADA CUARTA

No, que me puse a vigiar el río por si subía el valentón, pero... ta muy demorao, será puel verano y tengo ganas de comer pescado grande.

Hombre y Güio buscan un rastro. – El garcero. – Para qué sirven las garras. – La codorniz viuda. I

Gugudú tampoco lo he visto hoy, no ha venío – añadió la mujer alargándole un plato con yuca y topocho, en tanto que Misael se sentaba sobre un tronco cercano al fogón y limpiándose la frente con la mano. Ya llegaron los patos al estero – dijo Misael por decir algo, y con la boca medio llena. Los vimos esta mañana, con Tatí, cuando íbamos por agua. Llegó también el pato rial del año pasao. Tatí se puso a gritar del gusto, cuando vio la manada tan grande. hacían sombra sobre la sabana – contestó la mujer sentándose junto a Galaí y mirándolo dulcemente.

Silenciosamente Gugudú exploraba el bosque. Por el balido de angustia del ciervo, que escuchara la noche anterior, sabía el reptil poco más o menos a qué atenerse. Aquel había sido un ataque simultáneo, fulminante, en el cual el venado tuvo tiempo apenas para quejarse dos veces. Después, silencio absoluto, lo que hacía pensar en una muerte inmediata y violenta. Con la cautela y prudencia características de su raza, y en el más completo silencio, avanzaba el reptil buscando siempre lo más espeso del monte. Su cuerpo, de más de siete metros de largo, se deslizaba sin hacer crujir una hoja seca. A veces, en los claros, asomaba apenas la cuadrada cabeza de robusto

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cuello, que entre el tejido de las ramas no era posible distinguir, y así permanecía largo tiempo, mirando a todas partes, antes de atreverse a cruzar los sitios despoblados de maleza. Zigzagueando siempre, llegó a la linde del bosque, muy lejos ya del estero y del rancho de Galaí; y como en aquella ribera no encontrase nada, atravesó el río para buscar en la margen opuesta, que él sabía más intrincada, y en la cual pocas veces el hombre había puesto la planta, por su condición fangosa, poblada de guafillas (31) y bambú que la hacían impenetrable. Abandonó el caño y se internó sigilosamente para llegar a un pantano de aguas oscuras, en donde la vegetación acuática, exuberante y nunca hollada, ofrecía toda su magnificencia. Por encima, las copas de los árboles apenas dejaban pasar uno que otro rayo de sol, que llegaba hasta las aguas quietas poniendo en ellas como tímidas gotas de oro que temblaban al contacto de aquella sombría belleza. Sobre las plantas flotantes, sumergidas en el agua, deshechas ya algunas, pendientes otras como farolillos chinescos de las ramas de los árboles, matizando aquel paisaje triste y en profusión nunca soñada, se veían como jirones de nieve, como alargados pétalos de rosa sonrosado, las plumas de las garzas reales; de las rosadas, de las morenas, de las amarillas o veraneras, como se vieran las albas e intocadas vestiduras que una pléyade de ninfas arrojara loca y precipitadamente para hundirse entre las aguas. Era aquella una fiesta de colores. Era el trópico, volcado de un solo golpe en un pedazo de llanura casanareña, que quizá los ojos de un solo hombre, Galaí, habían contemplado con curiosidad meramente emotiva, como hubiera podido contemplar un poeta aquel arco iris disperso, sin empañar su mente con un solo pensamiento de codicia.

blancas, rosadas y azules desplegadas sobre la soledad de la llanura y rompiendo el aire diáfano de la mañana en lentas aletadas. Gugudú cruzaba el pantano silenciosamente, rompiendo la quietud de las aguas, y rozando con su cuerpo frío la seda blanca y rosada, que como un tapiz de gasas, cubría casi por entero las aguas del pantano. Toda aquella opulencia, todo aquel esplendor, yacía en la manigua desparramado caprichosamente sobre el espejo empañado del pantano, dando la sensación de un cristal roto; de un rico vaso que al estrellarse en mil pedazos hubiera desparramado millares de pétalos de orquídeas. El reptil terminó de cruzar el pantano y reptando muy despacio, para no perder detalle, se dirigía al sitio de partida, por la margen opuesta del caño que ahora excursionaba. De pronto un vaho acre, desagradable y característico, filtrándose a través de la maraña espesa, llegó hasta su nariz, haciéndole detener la marcha. Desvió Gugudú su camino, y tomando toda clase de precauciones, se fue acercando al lugar por donde a él le parecía más a propósito para obrar libremente en caso de ataque. Era el mediodía y en aquel momento todo parecía entregado al descanso; apenas el ambiente húmedo de la selva se movía a impulsos de una tenue brisilla fatigada. En el sitio en donde el bambú era más espeso e intrincado, se veía apenas una brecha, por la cual se adentró el reptil recibiendo en plenas narices aquel vaho inconfundible, que momentos antes le advirtiera la proximidad de lo que buscaba y que sabía habría de encontrar tarde o temprano. II

La brisa apenas si movía las copas de los inmensos guateros, bototos y floramillos más altos; y abajo, en el recinto de aquel templo salvaje, el ambiente era cálido, saturado de humedad y de miasmas venenosos. Las garzas, como todos los días, habían abandonado aquella mañana su dormitorio, para visitar los lejanos esteros volando en bandadas simétricas, como tristes banderas

T

endida de costado, como un gatazo inmenso que recibiera el sol despreocupadamente, dormía la hembra Balacú; la tigra llanera, de pequeñas orejas y desteñida piel amarillenta, levemente salpicada de negro. Sus poderosas manos extendidas iban a perderse entre el nido de hojas secas, y la cabeza caída indolentemente dejaba ver el

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pelamen blancuzco de la garganta, ligeramente manchado con la sangre del venado que aquella noche devorara. Gugudú no se aventuró mucho a acercarse a su viejo enemigo, que respiraba pesadamente y como impedido por el hartazgo. Tampoco pensó en atacarlo allí mismo, porque la trabazón de troncos de bambú impedía luchar con eficacia. Así que recogiéndose sigilosamente, salió del jaral y acelerando la marcha se encaminó hacia el caño para buscar su querencia. Si Pájaro Pollo nos hubiera visto – pensaba el reptil -, habría formado la fiesta antes que nosotros; quizá me hubiese llamado cobarde por no haber atacado a Balacú. Mas Pájaro Pollo, que tiembla ante una hormiga, no sabe qué es una pelea en la que va la vida, ni por qué se ha de pelear. Detesto a toda la familia de Balacú que mata por matar, por untar de sangre las garras y por recibir el vaho de las entrañas calientes de sus víctimas. Raras son las veces en que mata para aplacar sus hambres, como lo hacemos Galaí y yo. Si Balacú me hubiese encontrado dormido no habría titubeado en matarme, pero, es que en la selva, no todos pensamos como Pájaro Pollo, no obramos como tigres. – Y antes de llegar al río, para atravesarlo, encontró el rastro que dejara la tigra al arrastrar al ciervo para devorarlo lejos del sitio en el cual lo cazara. – Ya conozco su camino – continuó diciendo el reptil -. Ha buscado lo más difícil del monte para establecer su vivienda. Sabe que todos los adiamos a ella y a toda su gente; aunque la mayoría de los habitantes de la selva los temen, tampoco esquivan la lucha cuando ven las posibilidades de matarlos.

quedando brillantes como un suave terciopelo exótico. Miró hacía arriba, en dirección a la bandada de loros y así permaneció mucho tiempo, escuchando aquella charla confusa, que no entendía y trataba de adivinar. Sabía que los loros no podían vivir un momento sin gritar; por ello todos los habitantes de la selva, que tampoco entendían aquella jerga, no sabían a que atenerse, si era una llamada de alarma lo que anunciaban, o simplemente una demostración de alegría, o de pesar. Después de oírlos largo rato, se enderezó con una suavidad de movimientos, que su cuerpo todo parecía fuese de seda por lo dúctil. Su piel, soberbia piel de tigra adulta, era apenas comparable al más caprichoso tapiz de oro y negro. Sobre la curva grácil del flanco, las manchas oscuras se apiñaban como mariposas negras, golosas de la miel leonado claro que las rodeaba, para ir disminuyendo en finas rayas caprichosas hacía el tibio vientre. La cabeza pequeña, sin ser chata, daba realce a una ligera nariz delicadamente respingada y llena de coquetería; nariz que había sorbido el efluvio acre y tormentoso del aliento de su compañero, aquel Balacú de las riberas del Arauca y el Meta, que rozando su mejilla con la suya le rugía quedamente las más dulces razones, cuando la época del celo se cernía sobre la sabana, llenándola toda de rugidos, sollozos y gorjeos. Entonces era el rugir suave y quebrado, en que el compañero, secas las fauces por el ansia, rompía el silencio del bosque para llamarla; y ella, perezosa, agitando apenas la cola y con la naricilla arriscada, retardaba el momento del encuentro, caminando desdeñosamente y restregando el lomo contra los troncos, como si quisiera dejar en ellos parte de la fiebre que locamente la invadía.

Entretanto la tigra despertó, incomoda por el parloteo de una bandada de loros, que llegó a posarse a inmediaciones de la mancha de bambú. Con los ojos medio abiertos y enderezando apenas la cabeza, bostezó largamente, enseñando el rosa pálido de sus encías y la blancura de sus dientes; y luego, estirándose toda, como para despertar los dormidos músculos, lamió largamente sus ijares y las manos, que, al áspero contacto de la lengua, iban

Pero Balacú había muerto entre los anillos asfixiantes de Gugudú hacía ya muchas lunas, y ahora la tigra paseaba sola por la cálida pampa la esbelta viudez de sus flancos, envueltos en regia piel de oro salpicada de luceros negros. La tarde caía mansamente sobre el llano, y la selva comenzaba a llenarse de sombras propicias al merodeo y al pillaje. Era la hora de la caza, que para el tigre comienza en el crepúsculo y termina con la aurora. También, a esta hora,

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la serpiente de cascabel deja oír el diminuto son de sus campanas de muerte que paralizan el ánimo y llena de pavor a quien lo escucha. Era la hora del colmillo y el zarpazo. III Marchaba silenciosamente la hembra de Balacú, por sus nuevos dominios y no había recorrido mucho, cuando de repente se contrajo como un resorte. Un ruidillo, casi imperceptible, de pequeñas uñas que escarbaran la tierra, la hizo poner en guardia. Metiéndose toda en sí misma, y como ocultándose entre las paletas, que sobresalían de la línea del lomo desproporcionadamente. Con el cuello estirado, y el entrecejo partido por profundos surcos verticales; reptando casi, como una víbora; con pasos cortos y rápidos, se encamino al lugar de donde procedía el ruido, rozando el suelo con el ancho pecho. Se detuvo un instante, curvó el espinazo y como una flecha saltó. Como el escándalo que pudiera formar un ratoncillo atrapado, así fueron los gritos breves de un borugo hembra, que trataba de excavarse una madriguera. Dos minutos bastaron para su muerte. El zarpazo le había destrozado la cabeza. Largamente lo olfateó la tigra sin hincarle el diente, pues su apetito estaba más que colmado con el medio ciervo que devorara la noche anterior, y cuyos despojos había escondido cerca al caño, entre el monte espeso. Sin dar una ojeada más a su víctima, que yacía partida en dos, siguió su marcha hacía el río, moviendo lentamente la cola y con los ojos hundidos en la oscuridad de la selva silenciosa. Garras que se hincan, ya en la carne como en la rama. IV A pesar del verano, el caño “Suspirador” como lo llamara Galaí, mantenía un buen volumen de aguas. Su curso a lo largo del monte quedaba oculto por la selva; sin embargo, frente al sitio en el cual quedaba el rancho y muy distante

de él, el río trazaba una gran curva dejando una playa amplia, cubierta de menuda arena gris, en la cual quedaban en las grandes avenidas anuales enormes troncos, árboles enteros, que la corriente no podía arrastrar. En el codo de esta curva o recostón, según el lenguaje llanero, el caño era profundo, y las aguas en continuo remolino impulsadas por la corriente iban lamiendo el barranco arcilloso, que lentamente se desmoronaba, dando lugar a que la playa del lado opuesto fuera ampliándose cada vez más, para regocijo de Tatí, que correteaba por ella libre del obstáculo que en los alrededores del rancho presentaban la paja de la sabana. Cuando Rosa se disponía a lavar la ropa, era día de fiesta para el pequeño. Acompañaba a su madre hasta el río, con el Murruco bajo el brazo, bien agarrado como si fuera un muñeco de trapo. En realidad, aquel pequeño ser ignoraba que existieran los juguetes. A veces, cuando la ocasión se presentaba, agarraba las maracas que Misael comprara un día en Orocué, las cuales manejaba diestramente, cuando antes de encontrar a su Rosa, andaba por los hatos en joropos y corridos, cantando coplas que sabía improvisar bellamente, en las cuales había un lejano sabor sentimental y romántico, que en lugar de alegrar a los muchachos de la vaquería que lo escuchaban con los ojos llenos de nostalgia, los hacia suspirar soñando quizás en amores imposibles. Desde la llegada del Murruco al rancho, la vida de Tatí había cambiado por completo. Ahora era un niño feliz. A fuerza de manosear al cabezón y casi feo pájaro nocturno, había terminado por desplumarlo, quedándole apenas el plumaje de la cabeza, que contribuía a darle un aspecto grotesco y risible. El Murruco soportaba aquel tratamiento dócilmente, sin protestar, abriendo el pico para recibir el saltamontes o la hormiga, o pequeños trozos de carne fresca. Aguantaba los apretones del chiquillo, que para darle de comer se sentaba en el suelo, lo sujetaba entre las piernecillas y abriéndole el pico lo embutía como si fuese un chorizo, empujándole el bocado con el dedo. El pobre pájaro tenía que estirar el pescuezo desmesuradamente, y haciendo mil contorsiones, poniendo los ojos en blanco,

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lograba con gran esfuerzo tragar los bocadazos con que su amigo y protector lo regalaba cada día, sin medida, y a veces a la fuerza; por consiguiente no era raro que el pájaro viviera enfermo de indigestiones. Tampoco disgustaba al Murruco este tratamiento. Se dejaba hacer y tornar, como si las molestias del pequeño le proporcionaran más bien un placer. Así permanecía inmóvil como una cosa inanimada, cuando el chiquillo utilizando un trapo le improvisaba un ropón, del cual asomaba apenas la cabeza inmensa, con los ojos muy abiertos y con esa mirada inexpresiva y redonda, característica de las aves nocturnas, que durante el día miran a todas partes sin mirar a ninguna. Este estrigido que en otros lugares es considerado como ave de mal agüero, cuyo grito en la noche hace pensar en la muerte de los enfermos, y llorar de miedo a los niños; era el único, el amado juguete de Tatí en su soledad de la pampa llanera. Ya no improvisaba corrales para encerrar escarabajos o chicharras, ni jugaba con tizones encendidos. Su vida insignificante, ignorada, como la del ave que le servía de juguete, giraba ahora alrededor del mundo de los ensueños. Aquel pájaro triste, calumniado, que no sabía canciones y gorjeos, con su inmensa cabeza pensativa y su corvo pico, convirtió a Tatí en un verdadero niño, que reía, que soñaba y que era feliz en aquel rincón de la llanura, en donde la tristeza de la sabana amarillenta es la mayor de sus bellezas. Ave y niño, juntando su desamparo, habían llegado a ser alegres. La tristeza del uno, con sus gritos bulliciosos, alegraba la eterna oscuridad del otro, que lo escuchaba todo, mirando atentamente y entreviendo apenas, pero adivinando el regocijo. V Aquella mañana de verano, Tatí con su Murruco jugaba en la playa, en tanto que los golpes que las manos de Rosa sacaban a la ropa, repercutían apagadamente. El Murruco, en la mitad de la playa, sobre la rama de un tronco envejecido, que a medio enterrar asomaba entre la arena, esperaba mansamente el desarrollo del juego, que la voluntad del chiquillo quisiera imponerle. Por lo pronto, lo

había encaramado en aquella rama única, desprovista de follaje, que a manera de un poderoso brazo mutilado se levantaba hacía el cielo, emergiendo del tronco, como en un ademán de súplica en medio de la playa gris, salvaje y silenciosa. Para poderlo ver a distancia, el niño lo había colocado allí, a manera de cúpula funeraria, sobre la ruina de un coloso de la selva llanera. El uno hacía y el otro lo dejaba hacer como lo viniera en gana. En tanto que el niño buscaba algunas hormigas para llevar a su amigo, que sin moverse de aquella especie de alcándara miraba a todas partes girando la enorme cabeza redonda, se escuchó un áspero y breve chillido, y al mismo tiempo, rompiendo el aire con la celeridad del rayo, Juca, el ave de presa, se precipitó sobre el desprevenido y ciego Murruco. Le hundió las garras en la cabeza y la espalda, y quiso arrancarle de la rama aprovechando el impulso de su vuelo oblicuo. El ruido de las alas de Juca y su grito de guerra, aturdieron por un momento al manso pájaro nocturno, que al presentir el peligro, clavó sus uñas, que al final de cuentas eran también garras, en la rama, y se recogió como queriéndose esconder entre las pocas plumas que le quedaban. Batiendo las alas fieramente y hundiendo aún más sus aceradas garras, Juca se agitaba en el aire, tratando de arrancar a su víctima de la rama a que se había aferrado con todas las fuerzas de que era capaz. El ruido de la lucha y los chillidos de socorro del Murruco, llamaron la atención de Rosa y de Tatí. La mujer, dando gritos, corrió por la playa logrando llegar en momentos en que al pájaro le faltaban las fuerzas y sus uñas comenzaban a resbalar sobre la superficie lisa y endurecida de la rama. La presencia de Rosa ahuyento al raptor, que emprendió la fuga abandonando su presa y llevando entre las patas una que otra pluma ensangrentada. Tatí, con los ojos más negros aún, y con las mejillas más pálidas que una pálida rosa; con la manecita morena en que llevaba algunas hormigas, fuertemente apretada, había

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contemplado toda la lucha, sin saber en el fondo de qué se trataba. Sus pies largos y delgados se hundían entre la arena, pues la emoción de aquella escena lo había hecho clavarse en el suelo, como si con esto hubiera querido ayudar a su amigo a sostenerse firme. Si antes la figura del Murruco, desplumado y sucio, inspiraba risa, ahora, herido y más desplumado aun, parecía un pájaro mendigo que inspiraba lástima. Desde aquel momento el niño ya no abandonó al pájaro. Se sentó junto a su madre, cerca al lavadero, y allí permaneció hasta que Rosa terminó su tarea y regresaron al rancho bien entrada la tarde. VI Misael llegó al anochecer con dos racimos de topocho y un saco de yuca. Apenas hablaba lo necesario. Desde hacía algunos días andaba preocupado. Podía verse en su rostro, enjunto y moreno, un no sé qué de ansiedad y de desvelo, muy desacostumbrado en él, siempre tan alegre y risueño. Su mujer lo había notado y varias veces estuvo a punto de interrogarlo, pero lo dejaba siempre para después, esperando el momento más oportuno en que su marido podría abrirle el corazón, como tantas veces lo hacía después de la comida de la tarde, cuando, sentados el uno junto al otro, en el mismo tronco cercano al fogón, entre los ronquidos del pequeño que dormía en el regazo de la madre, discutían apaciblemente sus proyectos para el porvenir y se confiaban sus más íntimos anhelos. Rosa contó a Misael lo sucedido al Murruco en la playa aquel día. El hombre escuchó atentamente el relato y lacónica, sentenciosamente, añadió: Para evitar esas vainas yo no tengo aquí gallinas, ni marranos, ni perros. Los pollos se los traga el gavilán y los perros, a pesar de la falta que me hacen para marisquiar (32), prefiero no tenerlos, si han de morir tragaos puel caimán, como el “Bambuco” que ya rastriaba al borugo

– y lleno de satisfacción, como hinchado el pecho de orgullo, continuó -: - los marranos no nos hacen falta mientras haiga saíno y cafuches que matar pa comer. Rosa.

Tal vez un marranito si quisiera yo – interrumpió

Ta desigente mi petriva (33) hoy – contestó Misael echándole el brazo por el hombro -, ¿no sabés, mija, que el marrano es el mejor bocao pal tigre y es mejor no dar motivo pa que ande cerca del rancho? En ese instante se avivó en su mente la sospecha de que fuera un tigre el que atacara al venado aquella noche hacía ya más de un mes. Y como desde entonces buscara sistemáticamente sus huellas por todas partes, sin encontrarla, pensó que tal vez se había equivocado, pero sin alejar del todo la idea que lo atormentaba a cada instante y que no quería confiar a su compañera, para evitarle intranquilidades. La muerte de la taya y el nido abandonado. VII En las proximidades del estero Gugudú tomaba el sol, precisamente sobre la senda que conducía a la topochera y al yucal de Galaí. Estirado, sobre aquel angosto caminillo entre el pajonal, más que un ser vivo, semejaba un largo tronco de corteza morena y lisa, con manchas oscuras, diseminadas irregularmente, que corrían desde el lomo hacia el vientre. A lo lejos, sobre el hilo de agua que servía de desagüe al estero, para desembocar al río, una codorniz macho llamaba a su compañera que se había quedado rezagada. Sobre un pequeño montículo cercano a la corriente, después de haber aplacado su sed, el pajarillo, entre llamada y llamada a la compañera, se alisaba con el pico las plumas coberteras de sus alas. A intervalos regulares, interrumpiendo su labor de acicalamiento, la codorniz lanzaba el juíiquio, juíiquio sin que su compañera

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hembra al fin, se molestara en contestar o apresurara el paso para reunirse al esposo. Atareada como estaba en devorar hormiguillas y larvas en un pequeño hormiguero que encontrara a su paso, hacía caso omiso del llamado prudente del amigo. El macho seguía llamando sin encontrar respuesta, y alarmado de la tardanza, iba a emprender camino de regreso para buscarla, cuando el grito de auxilio de la hembra se dejó oír por un instante: re pri, pri, pri, pri, sin que se escuchara el arranque ruidoso del vuelo de huida. El macho repitió el grito y de dos saltos se metió entre la paja emprendiendo veloz carrera hacia la sabana. Apenas tuvo tiempo para gritar la glotona codorniz. De una madriguera abandonada, cerca del hormiguero, había salido sigilosamente una enrome taya, que de una tarascada la agarró por la mitad del cuerpo, sin darle tiempo para escapar. Ahora, atragantada casi, la venenosa serpiente hacia grandes esfuerzos para engullir su presa, que se debatía barriendo el suelo con el ala que le quedara libre, fuera de la boca del reptil. Entretanto, Gugudú, que tenía muy mal oído, nada había podido escuchar, y habiendo recibido ya suficiente sol siguió por el camino hacia el hilo de agua con el deseo de refrescarse y pasar en el estero las horas de la mañana. Pájaro Pollo, que lo había oído todo aunque sin ver nada, por su costumbre de andar, ocultándose, volaba de árbol en árbol, buscando lo más espeso del ramaje, y en esta forma llegó al sitio en el momento mismo en que Gugudú se metía al riachuelo. Buche sin Fondo – le grito al reptil -; ¿cuándo saciarás tu apetito, que madrugas atacar a las perdices?; ¿no te bastan los sapos y los lagartos para tu desayuno? Oiganló bien los que piensan venir al estero, Gugudú, Cara de sapo, anda de caza; devoró ya una perdiz y tiene el buche liso como un palo, pero quiere llenarlo. Aléjese todo el mundo, que Tronco Podrido amaneció con hambre.

El Güio, sin hacer caso al chismoso, continuó metiéndose en el agua. La taya terminó devorando la perdiz y oyendo a medias, a causa de su sordera congénita, el alegato del emboscado pajarraco, se dio media vuelta para meterse en su escondrijo; más una ráfaga de brisa trajo hasta la nariz de Gugudú un olor sobradamente conocido, y saliendo de la vertiente, con una velocidad increíble a su volumen, reptó con la cabeza en alto siguiendo en línea recta el rastro que cabalgaba en alas de la brisa. Allá va Tronco Podrido – continuó gritando el anónimo tinterillo de los bosques, atreviéndose apenas a sacar la cabeza por entre el ramaje -. Más parece volar que arrastrarse. Huya todo el mundo que se encuentre en esta parte del bosque, porque se ha lanzado al ataque urgido por el hambre. La horrible taya, cuyo peso y tamaño la imposibilitaban ya para una existencia dendrófila, se había dedicado desde hacía unos años a la vida terrestre, siendo en las artes de la caza una verdadera maestra. Cuando encontraba algún nido de perdiz en sus merodeos vespertinos o nocturnos, solía esperar hasta dos días, oculta entre un matojo cercano, a que el pajarillo llegase a aumentar sus huevos, y, una vez que el ave descuidada y amorosa se recogía en el nido, caía sobre ella de un solo golpe, sabiamente calculado, devorando de una vez no solamente al ave sino también los huevecillos. Así llevaba mucho tiempo en aquella guarida, situada a pocos pasos del camino que frecuentaba Galaí al dirigirse del rancho al conuco en busca del topocho y la yuca. Su color moreno oliváceo pálido, con manchas oscuras en forma triangular, rematadas por bordes claros, se distribuían en forma opuesta a cada lado del lomo y formando X en la primera parte superior del cuerpo; la mitad inferior era más corta, salpicada también por algunas manchas y su grosor remataba de repente hacia el nacimiento de la cola, la cual era desproporcionadamente delgada y larga. Gugudú llegó al hormiguero, y pasando sobre él vio la entrada de la

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cueva por la cual metió la cabeza sin vacilación de ninguna clase. A pesar de los rápidos vuelos de Pájaro Pollo, tardó más tiempo del que empleara el Güio para llegar a la madriguera. Como no podía aventurarse de un solo vuelo, sino teniendo que ir de rama en rama, mirando a todas partes, lleno de terror, llegó al borde del bosque cuando ya Gugudú había introducido más de dos metros de su cuerpo en el pequeño antro. Al alado tinterillo, mirando una vez más a todas partes, para asegurase de que podía gritar sin peligro de que lo oyera Juca, ni rapaz alguna, descubrió al reptil, que como una enorme raíz oscura que hubiera sido desenterrada a medias, se contraía ligeramente dando muestras de que había comenzado la lucha con la taya, en el fondo de la madriguera. El pajarraco lo contempló largamente, y ante una súbita contracción de la parte del cuerpo del reptil, que era visible, guardo silencio y se dedicó a espiar asaltado por un miedo indefinible. Pasaron unos instantes, que para el pájaro se hicieron largas horas. De repente, un arrendajo lanzó un grito en las vecindades del conuco (34) y aquella voz fue suficiente para alertar a Pájaro Pollo que soltó la lengua: Pío pi, vengan todos los enemigos de Gugudú, para que acaben con él. ¡Se metió en la casa de una lapa y se la está comiendo! No podrá ver ahora quién lo ataca, porque tiene la cabeza entre la tierra. ¿Dónde andan todos los Tragacuescos (35), de erizadas cerdas y afiladas pezuñas, que no vienen a machacar a éste, que ahora no pueden defenderse? Gente del bosque que me escucha; acudid todos aquí que podréis hundir vuestras garras, picos y colmillos en la carne blanca de este ragón, que no podrá haceros nada. ¡Aprovechad el momento, tropa de cobardes! Pero el bosque permaneció silencioso. El arrendajo que se asustara al paso de Galaí, que se dirigía del conuco al rancho, se tranquilizó guardando silencio, limitándose a

mirar al hombre que, con la escopeta en la mano, y un racimo de plátanos al hombro, se dirigía tranquilamente al hogar. Pájaro Pollo, despechado al ver que su alboroto no alborotaba a nadie esta vez, redobló sus chillidos. Galaí por su camino que trillaba casi todos los días, pasó frente al hormiguero; escuchó la alharaca del pájaro, pero acostumbrado como estaba a su continuo piar de alarma, no le concedió importancia alguna; mas sus ojos habituados a mirar entre el bosque, y a detallarlo todo, vieron al Güio que no daba muestras de querer sacar la cabeza del fondo de la madriguera. VIII Lo miró por un instante y viéndolo completamente inmóvil pensó que estaba muerto. – Lastima de mi Güio – dijo rascándose la cabeza, y después de mirarlo atentamente, lo empujó con el pie, seguro que el reptil no reaccionaría. Más al sentirse tocado, Gugudú se contrajo y en un instante sacó de la cueva la parte superior del cuerpo, asomando por último la cabeza cuadrada, de cuya boca pendía la cabeza y la mitad superior del cuerpo de la taya, que no había terminado de devorar. En la región del cuello del Güio se veían las mordeduras con que la serpiente había tratado de defenderse en el fondo de su cubil. Eran pequeños orificios, casi imperceptibles a simple vista, de los cuales fluía un hilillo oscuro, acuoso. Galaí se dio cuenta de loa ocurrido y sintió deseos de acariciar al monstruo, que silenciosamente seguía engullendo su asquerosa presa. Mientras lo contemplaba, con la faz morena radiante de alegría, recordó satisfecho el día en que lo encontrara por primera vez cerca al estero y cuyo primer impulso fue de matarlo, temiendo que pudiera asustar a su Rosa y malograr al hijo que estaba por nacer. Ahora se había convencido que su Güio, efectivamente era un destructor de serpientes venenosas, y su cariño al reptil aumentó cuando se dio cuenta de que aquella taya tenía su escondrijo a pocos pasos del camino, por el cual algunas veces transitaba su mujer, con el pequeño Tatí cogido de la mano a llevarle el parco almuerzo hasta el conuco, cuando la

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urgencia del trabajo no le permitía venir hasta el rancho al mediodía. Hasta otra vista, viejo amigo – dijo al reptil, como quien se despide de una persona y emprendió la marcha no sin sentirse modificado por la chillería de Pájaro Pollo. Dio algunos pasos y con curiosidad levanto la cabeza para buscar entre los árboles al intruso, al que localizó escondido, como pudiera esconderse una rata, en lo más alto y espeso de una rama: con su plumaje opaco de ave anónima. Bajó la cabeza para contemplar el cañón de su escopeta, y luego, hablando consigo mismo, y emprendiendo de nuevo la marcha, se le oyó decir -: “Sería una lástima gastar el tiro en esta porquería.” Entretanto, la codorniz detuvo su carrera por entre el pajonal cuando creyó que había pasado el peligro. Jadeante y asustada, después de permanecer inmóvil largo rato comenzó a llamar: juí quió, juí quió juí juí quió, llamada que se quedó desde ese día sin respuesta alguna. Vagó por la sabana el resto del día, sin acertar a explicarse por qué su compañera no contestaba a su llamada, que terminó por convertirse en ruego; en súplica doliente, que escuchó la sabana hasta la caída de la tarde, cuando regresó al nido esperando encontrarla allí calentando los pintados huevos. Permaneció junto al nidal hasta la llegada de la noche. Renunció a llamarla, y todo pequeño ruido que sintiera hacía brincar su corazón creyendo que llegaba. Ahora, ante el nido vacío, ante los huevecillos fríos que él no sabía calentar, para darles vida, escondió la cabeza bajo el ala no quizás para dormir, sino para soñar que la veía como otras veces, con el plumón del pecho salpicado de matices blancos, hinchado sobre el nido, cuando él le daba las buenas noches para volar a su rama, próxima al hogar. A lo lejos el cantar de otras parejas se escuchaba feliz. Los machos se despedían de sus compañeras y lentamente el silencio de la noche iba cayendo sobre la llanura y sobre el oprimido corazón de la codorniz. Amaneció sobre el Llano. La misma alegría de todos los días saludó desde el bosque

la salida del sol. Los loros, los arrendajos y todos los pobladores de la mata de monte, cantando a la vez, se movían de un lado a otro para dirigirse a sus comederos. Solo la codorniz no se había apartado de su sitio junto al nido, ni había abierto el pico para llamar, ni para quejarse de su pena. Con el plumaje erizado, encogida toda, como si estuviese enferma, permaneció allí hasta bien entrada la mañana. Ya no miraba al nido ni se estremecía al más ligero ruido; por último tomo una ruta cualquiera. Se alejó de allí no con pasos ágiles y rápídos, sino lentamente y sin cuidarse de mirar cautelosamente a todas partes. Se adentró por la sabana sin buscar el amparo de la sombra de los matojos y la paja; y siguió caminando, al azar, en tanto que en el rancho de Galaí, la voz de Rosa cantaba: Perdiz no salgas al llano Gavilán te cogerá. Si no te asusta te espanta, Quien viviere lo vera. Perdiz no vayas al monte, Que el zorro te ha de coger, Si no te asusta te espanta, Quien viviere lo ha de ver. Luego, volvió a reinar el silencio; y a los lejos cruzó Juca, de la sabana hacia el bosque, con una ave entre las garras que al parecer tenía el pecho salpicado de manchitas blancas. JORNADA QUINTA Oso Hormiguero traba amistad con Perro de Agua, Aquella vez no pudo cazar al tigre. – Una “candela” en la sabana.Una laguna puede producir lechugas. I

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Oso Hormiguero apareció una mañana en aquel “campo de sabana” caminando lentamente y moviendo la espesa cola. Siguiendo la margen del río, llegó al sembrado de Misael; estuvo largo rato oliendo las huellas que en la tierra fresca había dejado el hombre la tarde anterior y comprendiendo que se trataba de un enemigo peligroso, se alejó de allí, siguiendo siempre, por entre el monte, la ribera del caño. A poco andar escuchó unos breves ladridos que parecían salir del silencioso río. Oso Hormiguero sabía muy poco de agua y nunca le habían interesado sus pobladores. Apenas si había oído lejanas historias, en que se contaba que caimán devoraba chigüiros enteros, con la misma facilidad con la cual Oso Hormiguero engullía cientos de hormigas que atrapaba con la viscosa y protráctil lengüecilla. Por ello, cuando impelido por la sed abrevaba en los ríos, lo hacía rápidamente, para volver a la sabana despejada, en donde pasaba la mayor parte del tiempo, rondando alrededor de las pirámides de tierra removida por las colonias de hormigas, en las cuales se dedicaba a cavar. Con el agudo hocico estirado y la cola en alto, como un penacho suntuoso, Oso Hormiguero se acercaba al caño, intrigado por el continuo ladrar. - ¡Cómo han de ser perros – pensaba -, si yo conozco muy bien su manera de hablar! Más perece esto una bulla de juego que una charla entre gente de esa raza traidora que, vistiendo el traje de pelo de los habitantes de la selva, hablando todavía nuestro lenguaje, se han aliado con Galaí, para convertirse en nuestros perores enemigos. Si Galaí el hombre no dispusiera de las narices de los perros, muy distintas fueran las cosas en estos Llanos. Verdaderamente Galaí es un ser temible; dispone del rayo con el cual nos da muerte a distancia, más sin esta arma y sin el traidor perro, sería juguete nuestro. ¿Cuántas veces, con sólo quedarme quieto entre la paja, lo he visto pasar a mi lado sin que sus ojos pudieran descubrirme? Su nariz es más imperfecta aun: con todo el rastro, el olor, que deja Zamará entre las matas, no es capaz de ventearlo como lo hacemos todos los que vestimos de pelo, y cruza junto a él sin percibir su olor que cualquiera de nosotros captamos a larga distancia. De su

oído no hablemos, es todavía más sordo que Gugudú o que Cuatronarices. En un barranco inclinado en forma de rampa, habían formado su tobogán las nutrias. Una tras otra, como en un juego de niños, dejándose deslizar por aquella pendiente, caían de cabeza al agua ladrando alegremente y desapareciendo entre la espuma del profundo remanso. Pasada la zambullida reaparecían en la orilla, y subiendo al barranco tornaban a deslizarse por la suave pendiente, en un rosario continuo, tanto chicos como grandes. Oso Hormiguero no había visto aquello nunca, y por más que fuese un habitante de la selva, poco dado a juegos ni entretenimientos, le llamó la atención aquella agilidad y aquella maestría, para desaparecer bajo el agua. Tomando asiento cómodamente, en vista de que su presencia no había sido tomada en cuenta, o, al menos no había interrumpido aquel juego, se dispuso a contemplar a aquellos seres tan raros que, con la misma soltura, se desempeñaban dentro del agua como en tierra. La cabeza y la cara eran aplanadas; tenían bigotes como Balacú y entre las pequeñas garras se veían membranas como las que unen los dedos de los patos. Su pelamen corto y espeso, brillaba al sol con suaves tonalidades opacas. Pero lo que más llamaba la atención de Oso Hormiguero eran aquellos ojillos tan separados uno del otro y que casi desaparecían bajo los desparramados bigotes. - ¿Te gusta nuestro juego, Rabo de Escoba? – le dijo uno de los jugadores que parecía el más alegre, deteniéndose antes de llegar a la rampa. No siendo nosotros amigos, ni siquiera conocidos – contesto Oso Hormiguero -, me sorprende esa manera de hablar a los extraños. ¿Quién eres tú, a quien yo veo por primera vez, para llamarme Rabo de Escoba? No te disgustes, Hocico y Medio, que a mí me llaman Perro de Agua (37), y ya lo ves, a pesar de compararme con esa raza de traidores, conservo mi buen humor. Tú no me habrás visto a mí nunca, más todos nosotros te conocemos perfectamente; te hemos visto

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cuando llegas al río a aplacar tu sed, y sabemos que no comes carne de hermano, por eso te dejamos beber tranquilo, sin que dejemos de reír algunas veces, a costa de tu largo hocico y tu rabo espeso. Está bien, hermano, piensas como yo, como los otros habitantes de la selva y esto es suficiente, te autorizo para que me llames como quieras, ya que dices que no comes carne de hermano. Te advierto – continuó Oso Hormiguero – que a pocos pasos de este lugar encontré huellas de Galaí y esto es un peligro para todos nosotros, así pues procuremos alejarnos de este lugar.

En ese momento se movieron las grandes hojas de un árbol próximo, cuyas ramas alargadas en sentido horizontal se extendían a poca distancia por sobre la cabeza de la nutria, y simultáneamente, al tiempo que ésta se arrojaba de cabeza al río, interrumpiendo su charla, cayó sobre el barranco, sobre el lugar mismo que antes ocupara Perro de Agua, el pesado cuerpo de Balacú, cuyas garras chocaron contra las hojas secar al errar el golpe. En un instante el remanso quedó silencioso y desierto. El juego había terminado, comenzaba la tragedia. II

Lo conocemos desde hace muchas lunas. Cuando nos establecimos aquí. Nos puso algunas trampas cebadas con cachama y corvinata, que son los peces que más nos gustan, pero cometió el pecado de dejar en todo su olor a Galaí; ese olor repugnante, que contamina hasta el agua del río durante varios días. En la arena, en los árboles, en todo aquello que encuentra a su paso, deja el rastro aborrecido, pero él no lo sabe y sólo la voracidad, la glotonería, o poco olfato de algunos habitantes de la selva los hace caer en las trampas que dispone para acabar con nosotros. Sin embargo, en nuestra lucha de siglos, hemos logrado supervivir, sin que hayamos apelado a medios distintos de los que naturalmente nos han sido dados. Galaí es un habitante de la selva imperfecto y por ello emplea el rayo, las trampas y las razas traidoras. Nosotros no usamos nada distinto de lo que recibimos al nacer, y la lucha continúa planteada.

T

oda la tropa de nutrias había zambullido; apenas sobre la superficie de las aguas, flotaban pequeñas burbujas de espuma, formadas por el remolino de la corriente. Balacú, al sentirse defraudado, lanzó un pequeño y sordo ronquido de rabia y volviendo la cabeza, fruncidas las narices y mostrando el estuche de sus afilados colmillos, retó a Oso Hormiguero, que apenas si se había movido de su sitio y conservaba toda su serenidad.

No hables muy duro, hermano, soy más viejo que tú y he aprendido que nuestra locuacidad es la que nos pierde – añadió Oso Hormiguero alargando la nariz y olfateando el viento.

Cómo no me ataques por la espalda, ya sabes a qué atenerte, devorador de Chigüiros! – contestó Oso Hormiguero al reto de la tigra -. Roncas de rabia cuando pensabas acompañar tus ronquidos con el crujido de los huesos de Perro de Agua al partirse entre tus dientas. Saboreaste de antemano el desayuno al preparar el ataque solapado y traidor; pero qué poca inteligencia en el asalto. ¿No será que te estás volviendo vieja? Te hace falta técnica, no es lo mismo saltar sobre un chacure o un saíno que sobre uno de estos hermanos, que más parecen peces que habitantes de la selva. Decididamente, eres ya una vieja para esta clase de cacerías.

Nadie que guste más del silencio que nosotros – contestó la nutria, sólo en la época de nuestros amores, o cuando hay abundancia de peces, alborotamos con nuestros ladridos el silencio sabio del río.

La tigra enfurecida, frunciendo más la nariz y moviendo la cola pausadamente, se preparaba a saltar sobre Oso Hormiguero sin dejar de roncar sordamente. Entretanto el oso, comprendiendo las intenciones de su carnicera

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enemiga, dobló la cola sobre el lomo y se dispuso a recibir el ataque, girando el cuerpo, a medida que la tigra daba rodeos buscando el sitio y momento favorable para caerle encima. Decídete ya, gata flaca – gritó encolerizado el oso -. Y no trates de asustarme mostrándome la remangada nariz, como para que te dé la espalda y entonces atacarme descuidado, como es tu costumbre. Estrechando el cerco la tigra giraba alrededor del oso sin atreverse a saltar; crecía más su furia al ver la tranquilidad de aquel peludo y estrafalario contendor, que por más que tuviese dos palmos de nariz, no se arredraba, y sin dar muestras de miedo la desafiaba, como si se tratase de un enemigo cualquiera y no un Balacú, el temible carnicero de las pampas llaneras. En una de estas vueltas y cuando lo creyó más descuidada, la tigra saltó sobre Oso Hormiguero, dispuesta a romper de un manotazo la columna dorsal de su enemigo; mas éste, con una agilidad increíble, se tendió de espaldas y con sus afiladas uñas de cavador, en el aire, recibió a su atacante buscándole el vientre para desgarrarlo. La tigra conocía este peligroso sistema de defensa, en el cual quedaban los intestinos enredados entre las uñas de Hocico y Medio; por lo tanto su brinco fue instantáneo, de sondeo, y se retiro no sin haber recibido en el cuello unas cuantas sajaduras. Oso Hormiguero se levantó con la misma celeridad, dando la cara a Balacú. Sabía, también, que iniciado el primer asalto, cualquier descuido suyo podría perderlo irremediablemente, al presentar la espalda o el flanco a la tigra. Ahora era Oso Hormiguero quien roncaba encolerizado; pues de la región posterior de una oreja fluían gotas de sangre, que resbalando por el largo pelamen caían sobre el piso de hojarasca tiñéndolo de púrpura. La tigra, por los desgarrones recibidos, o por el olor de la sangre fresca, se excitó más, y su ronquido de irritación subió de tono para convertirse en franco rugido. Los ijares palpitantes y trasijados la hacían aparecer más

delgada; los ojos despedían fuego bajo las aplastadas orejas; y con la cara toda fruncida, de un aspecto verdaderamente feroz, iba de un lado a otro dispuesta a lanzarse sobre el pequeño Oso Hormiguero apenas tuvo tiempo para ponerse en guardia, siempre con las uñas en alto y la espalda contra el suelo. El rugido de la tigra y los pequeños gruñidos del desdentado se confundían en uno solo, formando un ruido infernal. Balacú, tratando de abrazar a su contendor para clavarle los colmillos en la garganta, había sido abrazada también, en tanto que las uñas de los miembros posteriores del oso trataban de explorarle las entrañas. Nada consiguió la tigra esta vez, en cambio su vientre estaba a merced de las garras largas y curvas de Oso Hormiguero que, soportando el peso de su enemiga, comenzaba a hacer uso de sus armas. Un instante más que se hubiera prolongado aquel asalto y las vísceras de la tigra hubieran sido vaciadas; más el sentido del peligro la hizo retroceder logrando desprenderse de su adversario, y sin esperar más, dando la espalda, se alejo por la mata de monte, río abajo y en completo silencio. Todo esto me sucede por andar de día más de la cuenta – pensaba Oso Hormiguero, mientras se sacudía la tierra y las hojas que habían quedado prendidas a su lomo y a su cola -. ¿Pero acaso se me deja tranquilo alguna vez? ¿Qué presas le disputo yo a Balacú, para que sea mi enemigo? No como carne de ninguna especie, a no ser que los cientos de hormigas y comejenes con que aplaco mis hambres sean considerados como tal. Y Galaí, ¿acaso come hormigas, también, para que sea mi enemigo?, ¿por qué me persiguen, pues? Balacú come carne de hermano sin diferenciar si es buena o mala; pero Galaí ¿por qué me persigue si mi carne, según creo yo, ha de tener un sabor concentrado a ácido fórmico? Seguramente los dos tengan paladares iguales – y pensando así se encaminó hasta la orilla de la corriente para aplacar su sed. Bebió poco y luego se revolcó en la arena para quitarse la sangre que chorreaba de la herida.

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III Oso Hormiguero era valiente. Venía de muy lejos, de la sabana ilímite; por uno de tantos caminos del Llano, que recorridos una vez no vuelven ya a ser transitados nunca. En su antigua querencia, a muchas leguas de distancia, vivía con su compañera, sin que faltaran las hormigas, y con buenos bosques espesos. Había también allí numerosos rebaños de ganado, que divididos en partidas numerosas se habían señalado cada una un sitio en la sabana para pastadero, capitaneadas por un toro padre de morrillo tan ancho y cuajado como las anchas ancas. Había campo suficiente para todos los habitantes de la selva. Más una mañana, leves penachos de humo comenzaron a elevarse a la distancia, y en distintos sitios. Eran apenas unos copos grises, perceptibles sobre la inmensa sabana amarillenta. Nadie les prestó atención, y mucho menos Oso Hormiguero, que durante el día no podía ver a gran distancia. Entre tanto el brisote (37) del río Meta comenzó a soplar con fuerza. Los copos de humo ya no eran pequeños penachos, sino inmensas columnas espesas y elevadas, que a impulso del viento comenzaban a cubrir la sabana y a oscurecerla. Leves mugidos se escucharon entonces; las madres llamaban a sus crías; grupos de ciervos dando estornudos y casi asfixiados se precipitaban en distintas direcciones, haciendo resonar el suelo con sus cascos. Los chacures dando alaridos de terror, salían de sus madrigueras para lanzarse, como locos, a la sabana, sin saber a donde ir, porque el humo lo había invadido todo y ocultaba hasta el sol. Todo ser vivo de pelo, o pluma, huía, gritaba desesperado, y no era raro oír, entre aquella confusión, las campanas secas de la serpiente de cascabel, que huyendo también del peligro, no se acordaba de sus venenosos colmillos. Las llamas crepitaban cada vez más cerca, Oso Hormiguero y su compañera huían también. La una cerca del otro, con toda la celeridad que les era posible. Las perdices, abandonando sus nidos con vuelo estrepitoso, se lanzaban al azar. Los zorros aullaban, atropellando en su carrera a las piezas que antes codiciaban, y ciegos, asfixiados por el humo, caían entre las

llamas, aumentando con sus aullidos de dolor la confusión y el pánico de aquel infierno vivo. Por encima de la capa de humo sin que pudieran verse, se escuchaban las carcajadas de los loros, y los gritos de sorpresa, cuando alguno era atrapado por las aves de rapiña. Oso Hormiguero y su compañera huían. Corrían sin alborotar, en dirección contraria al viento; en tanto que todos los habitantes de la selva se precipitaban a favor de la brisa, siguiendo la misma dirección de las trombas de humo. ¡Ya no puedo más, hermano! – dijo la hembra -, ¡pesa mucho mi vientre y el humo no me deja respirar! El paso está cerca; fíjate que allí al frente, en el pequeño estero no se ven llamas – contesto el oso -. Si apuramos, podremos salir antes que el fuego haya cerrado el paso. Haz un esfuerzo más – añadió, acariciando con su largo hocico al abultado vientre de la compañera, en el cual se agitaba convulsivamente una vida por nacer. Corrían sin descansar. Los aullidos, gruñidos y alaridos de dolor de los cuadrúpedos que caían entre las llamas, se escuchaban cada vez más cerca. Asimismo, las detonaciones de los calcinados cuerpos de las tortugas, de las serpientes y de otros animales al estallar entre las brasas, aumentaban el horror de aquella hecatombe. Los arbustos de las pequeñas manchas de monte esparcidas en la sabana, y las palmeras aceitosas, lamidos todos por las llamas, se retorcían como cuerpos humanos, crepitando, al tiempo que lanzaban por el aire trozos de corteza encendidos, que propalaban más el incendio. Todo era horror, desesperación y miedo, en aquella sabana inmensa. El fuego había sido dado en la mañana en distintos sitios, y formando un círculo que abarcaba muchas leguas, lo devoraba todo a su paso. La paja de la sabana, que durante largos años había logrado, por renovación natural sucesiva, acumular residuos vegetales para defensa y fertilidad del suelo, ardía ahora. Se consumía como un inmenso brasa, dejando un suelo negro, empobrecido, quemado y estéril. La confusión de los habitantes de la selva se había

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convertido en locura. Cercados por todas partes, y medio asfixiados, caían sobre la paja, o se precipitaban entre las rojas llamas en un desesperado deseo de huir. ¡Me muero, hermano! – dijo la hembra de Oso Hormiguero, dejándose caer presa de convulsiones y de golpes de tos, causados por la asfixia; en tanto que los dolores de la maternidad torturaban sus entrañas, en la urgencia de un alumbramiento prematuro. Su compañero, sin pensar abandonarla, se colocó a su lado. De repente, un creciente tropel acompañado de gruñidos, que cada momento más se acercaba, oculto entre la espesa humareda, se precipitó sobre la angustiada pareja, derribando a su paso al Oso, y hollando con sus pezuñas el cuerpo de la hembra. Era una numerosa tropa de cafuches, que al ser sorprendida por el fuego en las cercanías del caño, buscaba refugio en la sabana incendiada también. Oso Hormiguero se defendió como pudo; más su compañera tendida de costado, no logró esquivar el pisoteo, y sin dejar escapar un gruñido se dejó morir. Medio ciego, magullado y siguiendo siempre su ruta contra el viento, Oso Hormiguero, aunque chamuscado, salió por aquel bosque que las llamas terminaron por cerrar. Aquel banco se sabana de amarillenta paja, salpicado de trecho en trecho por pequeños bosquecillos, verdes y alegres, era ahora una planicie negra. En algunos sitios humeaba el suelo; los árboles que habían quedado en pie con los troncos carbonizados se venían a tierra, al soplo de la brisa, produciendo un golpe sordo, apagado, como el último suspiro de un moribundo. Aún se oían, en aquel campo de muerte, débiles balidos de pequeños cervatos, que con los miembros achicharrados, y a medio quemar el cuerpo, se revolvían entre las cenizas. Uno que no quiere ser héroe. IV

Quedó bien la quema, verdá, mi blanco (38) – decía el llanero administrador, caballero en un trotón alazán, al dueño de las tierras y del hato, días después de aquella jornada de progreso -. ¡Como la sabana taba seca, no quedó sin quemar! Fíjese mi blanco, hasta el morichal quedó arrasao. Entre quince jinetes, y al mismo tiempo, le dimos candela en redondo. El dueño del hato nada contestó. Medía con los ojos, la magnitud del desastre. Desde niño, cuando aún vivía su padre, había presenciado la quema de las sabanas, considerada como una medida necesaria para renovar los pastos. Le repugnaba aquel salvaje sistema que imperaba desde siglos. Sabía, porque era un hombre ilustrado, que el suelo se iría empobreciendo lentamente. No era él de aquellos héroes que, consagrados por la ignorancia oficial, y particular “...había edificado pueblos descuajando bosques, y abierto las entrañas de la tierra fecunda ayer salvaje, para convertirla en emporio de riqueza...”, como decían los discursos del político del pueblo, que veía en las quemas, en la tala de los bosques, y en la destrucción total de los suelos, “...la magna gesta de los forjadores de la patria. Loor y gratitud para esos titanes...” Al galope del caballo, cuyos cascos resonaban sobre el suelo quemado y desnudo, levantando una polvareda negra, caliente aún, el dueño de “Matepalma” recorría la sabana, seguido por su administrador, sin despegar los labios. ¡Mire, blanco! – dijo el llanero, señalando con la mano el retorcido cuerpo de un cafuche que, atascado entre dos troncos, era apenas una piltrafa achicharrada y renegrida - ¡hasta la cajuchada (39) se quemó! Víctor Ramón Galán, el propietario, tenía el alma atravesada en la garganta. Aquel paisaje negro, como la visión de un luto se le había metido muy adentro, y como el fuego que arrasara la sabana, lo quemaba ahora a él.

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Galopaban, galopaban por el banco de sabana, como dos sombras blancas, sobre un paisaje negro. De repente Ramón, sofrenando su cabalgadura que paró en seco, llamó al administrador para decirle: ¡Escucha bien, y de una vez por todas! En las sabanas de Matepalma no se volverán a hacer quemas nunca, nunca. Y no me vengas a decir que no habrá paja tierna; que se morirá de hambre el ganado; o, que buscarán las sabanas de los hatos vecinos para comer; o, que es el único sistema de renovar los pastos. ¡Ya lo sabes! El administrador se quedó perplejo. Quiso reír de la broma; mas mirando los ojos del patrón, optó por guardar silencio. Está loco – se dijo desilusionado. Cuando esperaba una felicitación, por el éxito de la quema, le salía ahora con que en Matepalma no se quemarían nunca, nunca, las sabanas. Sintió lástima por el blanco. lo conocía desde niño; le había enseñado a nadar, a manejar la soga, desde arrojar un chambuque (40), hasta amarra una cagaleriada (41) a la cola del caballo. “Era un blanco avispado”, que a los doce años ensillaba solo un potro, y se arrimaba a los novillos, o a la torada que despedía para colear, como todo un llanero. Cada seis meses bajaba de Sogamoso hasta el hato, junto con su padre, el viejo Ramón, de quien se contaban tantas historias de valentía, audacia y serenidad. Pasaba la temporada de vaquería, regresaba al estudio, al colegio, con las lecciones del Llano bien aprendidas y amando, cada vez más aquella vida brava, en donde cabía todo, desde el zarpazo hasta el arrullo. ¡Pobre blanco! – pensaba el llanero -. Si el viejo Ramón lo hubiera dejao conmigo, aquí en llano, sin llevarlo a la ciuda pa volverlo un flojo, no se hubiera engüerao la cabeza. Meses más tarde, Víctor Ramón, en un café de Bogotá, hablaba con dos representantes a la Cámara, elegidos por

su Departamento. Antes de exponerles su idea, había calculado. La compra de tractores, y de un tipo especial de segadora, que pudiera cortar la paja, a ras de suelo, implicaba un gasto tres veces mayor, que el valor de las sabanas y ganados de Matepalma. Después de vacilar mucho, de consultar catálogos y revistas, en una de las cuales halló el llamado rodillo argentino, muy adecuado al caso, resolvió apelar a la ayuda de los padres de la patria. Veía la inutilidad de su empeño. En la sonrisa de perro cuando gruñe, del político profesional; en ese gesto de suficiencia, y de protección compasiva, con que fue acogida su idea, vio el entierro de sus esperanzas. El Llano no era una fábrica de votos. No servía bien los intereses del juego político, que era la única máquina que funcionaba a perfección en su Departamento pobre, abandonado y explotado por los políticos profesionales de todos los partidos. Además, aquello de que el Gobierno comprara esa maquinaria costosa, y como un auxilio nacional, como tantas partidas que votan en el presupuesto, para auxilio a obras de ínfimo carácter local, fuera cédida a precio de costo, o arrendada a un precio módico, a los dueños de hatos en el llano, no sonaba bien. Se crearía todo un tren burocrático. Se gastarían grandes sumas en la instalación de almacenes de repuestos, de depósitos para lubricantes, de garajes, de apertura de carreteras. - ¡Es una perfecta utopía! – dijo sentenciosamente el ungido por los votos de su provincia -. ¡Esa tierra no da para un debate. Mucho menos para la apropiación de fondos de esa magnitud! ¿Conoce usted el Llano? – lo interrogó Ramón, con la misma mirada con que había silenciado al llanero, cuando le prohibió las quemas. Pues hombre, nosotros, los representantes al Congreso, no necesitamos del conocimiento material de las cosas, para apreciarlas, para señalarles su verdadero valor. No me entusiasman a mí, personalmente, los mosquitos, ni los bosques ni las sabanas. Bien pueden seguir quemándolas, como es la vieja costumbre. Esto no hace

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daño a nadie, en vista de la extensión de esas tierras. Coja un mapa, y se convencerá. ¡Es que yo no conozco – contestó Víctor Ramón enfurecido – los Llanos por el mapa! ¡Los he trajinado y trabajado por muchos años, con la misma constancia fervorosa con que usted trajina las elecciones! Son cosas de poca monta, en las cuales no puede ocuparse el Congreso; dedicado ahora al estudio de la desecación de los lagos de Tota, Fúquene, La Cocha y de muchos otros lagos más, para aprovechar esas grandes extensiones de tierra perdidas y dedicadas al cultivo de las hortalizas. ¿Acaso usted no sepa – continuó el Representante – que la industria de las hortalizas, como renglón exportable, nuevo, dentro de nuestra modalidad de pueblo agricultor, puede superar a la exportación del café, nuestro oro vegetal, nuestra industria básica? – Ramón sudaba frío, de despecho y de ira. Ya no se acordaba de las quemas, ni de los rollos de alambre de púas, para las cercas; ni del cemento para los abrevaderos, ni de nada que se refiriese a su plan de redención del Llano. Pensaba en su Departamento. En ese pedazo de tierra, olvidado y sufrido, que durante veinte años venía eligiendo como su representante a aquel eminente personaje. Apuró la taza de café, tragándose su propia rabia, mientras el otro representante, que había guardado silencio, debido a su calidad de debutante de hombre público, insinuó babeante: ¡Sin embargo, don Víctor Ramón; como se trata de un acaudalado llanero, que si lo quisiera podría ponernos... en el Llano unos cuantos voticos más, podríamos pedir, junto con mi ilustre colega, el doctor Caipa, una comisión de estudio al Llano. Así tendría yo la ocasión de conocer esa llanura de leyenda; de bañarme en sus ríos, que según el decir, son brazos de mar, y de comerme un pedazo de ternera a la llanera, asado en plena pampa. – Y remató con una graciosa carcajada, y unas palmaditas de joven obispo cariñoso, en el hombro de Víctor Ramón.

El llanero se mordió los labios. Había ignorado siempre a los políticos profesionales. Ahora, que los conocía de cerca, no acertaba a decir si era desprecio o repulsión lo que le inspiraban. ¿Con que las cebollas, ajos y lechugas valen más, en la mente del doctor Caipa, que esos depósitos naturales de agua, cuya riqueza no es posible calcular todavía en este país? Si otras naciones habían sepultado millones de pesos, en la construcción de lagos artificiales, ya que no disponían de los naturales, en cambio este ilustre político profesional iba a desecarlos, para aprovechar la tierra de sus lechos. Desecar lagunas aquí, cuando lo que sobran son tierras carentes de agua. ¡Ah, doctores Caipa del Congreso! La historia pasará sobre vuestros nombres, no despectiva, sino misericordiosamente, cubriéndoos con el manto de su caridad. La máxima caridad del silencio. V No había podido Víctor Ramón exponer su plan a cabalidad. La incomprensión, la insuficiencia del uno, y la vacuedad lírica del otro, que deseaba conocer el Llano, como turista despreocupado y alegre, a costa del Estado, lo anonadaban. Todo su programa de hombre práctico, perito en el sistema ganadero, típico del Llano, quedó arruinado. Con la siega de la paja de las sabanas, vendría el sistema de cercas, y la siembra de forrajes adecuados. La empradización que convertiría esas sabanas en dehesas delimitadas por cercas vivas, o de alambre, en las cuales se recluiría el ganado para evitar su dispersión y el consiguiente desperdicio de pastos, que sin ser consumidos en su totalidad, y en plena sazón, se agotaran convirtiéndose en malezas, a las cuales había que dar fuego. En sus largas meditaciones, había llegado a la conclusión de que la población ganadera del Llano, con ser

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tan crecida, por lo dispersa no alcanzaba a aprovechar los pastos de la estación. Había que reducir el límite del pastoreo. Despastada una pradera, ya la otra estaría lista para recibir los rebaños. Así, sería más fácil, también, combatir las epizootias y las gusaneras que diezmaban los hatos, cuya población no podía siquiera calcularse por la libertad en que vivían las reses, sin más fronteras que los ríos y la sabana ilímite. Se acabarían así las quemas. En una palabra, se redimiría el Llano, cuya riqueza era cien veces superior al cultivo de hortalizas, que fatigaban la mente del doctor Caipa, hombre genial, que iba a redimir al país desecando sus lagunas, para sembrar lechugas. Con el disgusto reflejado en el rostro, Víctor Ramón salió del café, en momentos en que los vendedores de diarios voceaban la prensa de la tarde. Compró la “Gaceta Nacional” y, con ella bajo el brazo, se refugió en su cuarto del hotel. El editorial señalaba la necesidad de rebajar el interés a las sumas prestadas a los pequeños agricultores y ganaderos, por los institutos oficiales de crédito. - ¡Qué oportuno y consciente es esto! – decía el llanero, tendido sobre su cama de hotel -. Más, desgraciadamente, la voz de este diario no es la de un representante a la Cámara. Este diario siente, en carne viva, nuestras angustias, pero es porque a los diarios, seguramente, no tienen acceso los doctores Caipa, que abundan en todas las actividades oficiales de esta tierra. Mas, la prensa escrita, solamente ésta, se encargará de librarnos, no sólo del político profesional, cuya verdadera profesión es la de estorbar el progreso, sino que también acabará con el encastillamiento; con la torre de marfil, en la cual se refugian los Ministros y altos funcionarios, que iluminados por un poder sobrenatural, dirigen la cosa pública, sin escuchar, precisamente, a los que en el fondo somos esa cosa que ellos pretenden conocer y administrar.

distintas en una población; cada una de las cuales tenía su candidato a tesorero, que a la vez era, también candidato a la asamblea, encontró noticias del Llano. “La policía de Pauto sufrió dos bajas a manos de los cuatreros, a quienes se persigue todavía. Se hace necesario el aumento de la guardia, y que se la dote de elementos, para poder actuar con eficacia contra los ladrones de ganado.” ¡Qué Quijote es ese corresponsal! – exclamó -, si será que la pampa casanareña nos hechiza; nos embruja, haciéndonos creer que somos colombianos, y que merecemos la misma atención que otras secciones del país. ¿Cuántas cabezas de ganado tendrán los Llanos – se preguntaba -. Algo más de treinta mil. Pues Matepalma, que es un hato pequeño, que no puede compararse con las grandes fundaciones llaneras, que son muchas, tiene más de cinco mil reses... ¿De manera que la creación de esta riqueza, el esfuerzo de tantas generaciones, de hombres que se han perdido allí, haciendo patria silenciosamente, no merecen la atención de los políticos profesionales? Ahora me explico por qué, el llanero nacido, ese que no ha salido nunca de sus sabanas, no sabe siquiera que lo dirigen desde aquí. Desde aquí lo están dejando morir de paludismo, de miseria, de hambre y olvido; y sus tierras, que son las reservas del futuro en las cuales florecerá una civilización distinta a la de las serranías, una cultura nivelada, de acuerdo con el ideal de humanidad, y en un todo ajustada a la línea horizontal; esas tierras – pensaba -, continúan siendo quemadas, destruidas y deforestadas. JORNADA SEXTA La espera. – Un nuevo personaje y una pata menos. – Perro de Agua huye. I

Buscó en otras secciones del diario, y se detuvo en las corresponsalías. Por allá, al terminar la columna, confundida entre los telegramas en que se daba cuenta de la instalación de dos Concejos municipales, de corrientes

Oso Hormiguero se radicó en aquel banco de sabana, en donde, a pesar de su lucha con Balacú, había encontrado la alegre amistad de Perro de Agua. Algunas veces

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permanecía en la sabana semanas enteras, sin acercarse al río, para abrevar; pues a menudo encontraba agua en los esteros, y en los charcos que formaba la lluvia. Desde su entrevista con Perro de Agua, aquella mañana en que fueron atacados por la tigra, sólo una vez volvieron a charlas; mas con tan mala fortuna que, apenas iniciada la conversación, una de las nutrias centinelas dio una alarma, y cada cual buscó sus elementos para esconderse. Una tarde, Oso Hormiguero se dirigió al río, con la cola en alto, como acostumbraba hacerlo cuando estaba satisfecho – y en aquella sabana lo había estado siempre -, pues las hormigas menudeaban por todas partes; cuando faltaba muy poco para llegar a la mata de monte, que bordeaba el río, escuchó una especie de carcajada, que le hizo levantar la cabeza hacía el ramaje, y detener la marcha. Desde hacía muchos inviernos no veíamos por aquí a ningún Hocico de Espina – exclamó una voz entre los árboles -; es el colmo, que gentes hambrientas y sucias se vengan a establecer en nuestra casa. Algo malo habrán cometido, cuando tienen que abandonar sus cazaderos para meterse en campo ajeno, sin pedir permiso a nadie. – Por más que se esforzaba Oso Hormiguero en mirar hacia los árboles, no vio a nadie, y no sabiendo a quien contestar, siguió su marcha hacia el río, erizando el cerdoso pelamen del dorso, como un síntoma de irritación. ¡Que descaro! – continuó diciendo la voz – que tengamos que soportar la presencia de gentes deformes; que tienen lengua alargada para barrer el suelo; que la mueven de un lado a otro, como la de las serpientes, y una cola que parece un sucio pabellón de andrajos. El Oso se paró de repente. El impulso de rabia que sintiera, en un principio, se trocó en una serenidad completa, y poniendo la cola en ángulo recto con el lomo, dijo tranquilamente:

Ya que me insultas, debías dejarte conocer, para deducir si mereces mi cólera, o mi desprecio. Soy un poco ciego durante el día; pero no tanto para no distinguir y clasificar a mis enemigos. Deja, pues, que mis ojos te vean. Que sepa a qué clase de habitantes de la selva permaneces. Más ahora recuerdo que el sistema que empleas, de insultar oculto entre la sombra, tratando de imitar la voz y la autoridad de Balacú, cuando en realidad no serás más que un ratón, tiene en la tribu de Galaí un nombre compuesto, específico, que no menciono, para que lo averigües y te lo apliques tú mismo. Ya puedes imitar la voz, el ademán, y hasta tomar el nombre de los habitantes mayores de la selva, para insular de lejos, poco más o menos, que en estos casos se trata, bien de una cucaracha, o a lo sumo de un animalejo, cuyo tamaño apenas llega al de una babosa. – Y siguiendo su marcha se alejó monte adentro, en tanto que la voz chillona de Pájaro Pollo lo seguía de lejos. Al llegar al río, lo encontró todo cambiado. El tobogán de las nutrias había desaparecido, junto con el barranco, arrastrado por la crecida de la semana anterior. Algunos bobos y guásimos (42), lamida la tierra de sus raíces por las corrientes, yacían sobre el río, formando puentes e interceptando el curso de las aguas, que cambiaron por completo el aspecto del paraje. Por un instante, Oso Hormiguero creyó que había errado el camino; mas su delicada nariz le indicó que aquella era la querencia de las nutrias, aun cuando el rastro era ya de muchos días. El color turbio de las aguas ayer cristalinas y límpidas, había dejado la marca de su paso en los troncos de los árboles y en la maleza, en el furor de la crecida; alcanzando más de dos metros sobre el nivel del cauce. Algunas playas desaparecieron, también cubiertas por el agua. Oso Hormiguero, que como ya de ha dicho, para el agua era un oso polar, se detuvo a prudente distancia del río, y adoptando la posición más cómoda, pacientemente esperó el ladrido de su amigo, o algo que, aparte del olor ya viejo, le indicara su presencia en aquel lugar, en donde

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habían trabado amistad meses atrás. Nada interrumpía el silencio de la selva, en aquel instante. Apenas la superficie de las aguas mansas era rota, a largos intervalos, por el salto de los coporos y payaras (43) que, sacando medio cuerpo sobre el agua, se disputaban las flores de guarumo, arrastradas por la turbia corriente. Oso Hormiguero esperaba con esa serenidad apacible que en todos los momentos de su vida la hacía aparecer tranquilo. Quizás entre los habitantes de la selva, después de Perico Ligero, era Oso Hormiguero el menos dado a movimientos que no fueran indispensables a su manera de vivir. Esta cualidad, sin embargo, nada restaba a su agilidad y rapidez, en los momentos en que era indispensable. Quien lo hubiera observado, cavando la tierra, en busca de la subterránea vivienda de las hormigas, se habría pasmado de la rapidez y destreza de sus patas. Mas, una vez encontrado el salón principal de la colonia, o la galería más poblada de insectos, sin demostrar voracidad alguna, tendido sobre la tierra removida, y metiendo el hocico por la galería, estiraba la delgada y viscosa lengüecilla, en la cual quedaban prendidos los insectos por veintenas. Durante esta labor, nunca levantaba la cabeza para mirar receloso a todas partes, dando muestras de miedo, como suelen hacerlo la mayoría de las especies salvajes, que temen verse sorprendidos en momentos en que sacian su apetito. Aplacada su hambre, que ha reducido el hormiguero a una tercera parte de su población, se retira silenciosamente, caminando despacio, agitando la cola como un plumero para sacudir la tierra y las hormigas que han quedado prendidas al pelamen. II La espera llevaba ya tres horas, y Oso Hormiguero no daba muestra alguna de impaciencia. De ves en cuando, se acercaba hasta el borde de las aguas, y permanecía allí inmóvil, silencioso, meditando quizá en la virtud concedida a Perro de Agua; que siendo un hermano que vestía de piel, sabía permanecer largo tiempo sumergido, y atrapando los

peces, como si fuese un propio pez. ¿Cómo sería la habitación de Perro de Agua, cuya entrada quedaba muy por debajo del nivel de las aguas? ¿Cuánto hubiera dado Oso Hormiguero por llegar hasta allí y buscar a su amigo, cuya alegre compañía le hacía olvidar el recuerdo de su desaparecida compañera? Pensaba, también, que quizá la corriente, al arrastrar el barranco donde estaba el sitio de recreo de las nutrias, había destruido la casa de éstas. Mas el olor de su amigo persistía, a pesar de la inundación y del arrastre del barranco. Pasaban las horas y llegó la medianoche. Hiriendo el silencio tibio de la selva se quejó Perico Ligero: arí, iará, arí, iaarariii. Lúgubre alarido, que desde lo alto del espeso ramaje en la noche oscura, cayó sobre la sabana como un prolongado grito de angustia, desolación y miedo. A los lejos, otra voz contestó con el mismo lamento, que se fue atenuando, como alejándose, diluyéndose entre la oscuridad y la distancia. Pobres hermanos estos, que no saben sino llorar – pensó Oso Hormiguero -. Sólo en la noche pueden quejarse. Pues si lo hacen en el día, serían destrozados por los grandes Jucas, que acechan revolando sobre la selva. Viven colgados de las ramas, silenciosos, indefensos y tristes, sin hacer mal a nadie, y sin importarles, tampoco, lo que sucede a su alrededor. Cuando todos nosotros huimos de la quema, o de la tala de los bosques, o de la tempestad, ellos, sabiendo que no pueden moverse con la agilidad que nos ha sido dada al resto de los hermanos, no se mueven de su rama. Girando la cabeza a todos lados, y dejando fluir las lágrimas, silenciosamente, prefieren perecer en su propio trono, sin abandonarlo, achicharrados por el incendio, o reventados en tierra, al desplomarse el árbol al golpe inmisericorde del hacha. Interrumpiendo el soliloquio de Oso Hormiguero, las aguas del río se agitaron, como heridas por el salto de un pez enorme. El Oso se asomó al barranco, estiró la nariz, esperando recibir el olor de sus amigos, pero nada. Las

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aguas se deslizaban tranquilas, como si o hubiese sido sacudida. Dando un pequeño rodeo bajó del barranco, llegó hasta el borde del agua, y acercó la nariz a la corriente. Olfateó en distintas direcciones, y no encontrando olor fresco alguno de las nutrias, quiso emplear su llamada, una especie de sonido gutural débil, que sólo usaba en contadas ocasiones, por parecerle más prudente el silencio absoluto. Se preparaba, pues, a llamar, cuando la superficie mansa y silenciosa del río, agitando las aguas de la orilla, emergió algo así como un pez alargado, y a manera de vertiginoso latigazo lo azotó rudamente, haciéndolo rodar por tierra, a pocos centímetros del agua. El golpe de aquel coletazo, que recibiera en todo el cuerpo, no alcanzó a arrojarlo al río. Entonces oso Hormiguero, con una rapidez igual a la del ataque, se enderezó, en momentos en que a dos cuartas de distancia, asomaba sobre la arena, saliendo de las aguas, un alargado hocico, que avanzaba sobre tierra, dejando al descubierto no a un pez, sino a un enorme Caimán, que abriendo las fauces lanzó una tarascada para atrapar a oso Hormiguero, si éste no hubiera tenido tiempo de huir, en momentos en que las mandíbulas del Caimán se cerraban produciendo un chasquido seco. A pesar de su serenidad habitual, Oso Hormiguero sintió esta vez verdadero miedo. Iniciada la carrera de huida, cayó enredado en sus propias patas, y al quererse levantar, una pierna le flaqueó, doblándose, y cayendo de nuevo, al tiempo que el saurio se le echaba encima. Apoyándose solamente entras patas, y balanceando la cola, para guardar el equilibrio, huyó como pudo, cayendo muchas veces, enredado en las ramas y bejucos, con la pierna colgante que se movía de un lado a otro, partida en dos a consecuencia del pencazo (44) que le diera el caimán, con la enorme y vigorosa cola. A medida que oso Hormiguero se alejaba sin haber encontrado a su amigo, los dolores de la pierna fracturada aumentaban, en términos tales que tuvo que detenerse, agotado por el dolor. III

Sin lanzar un quejido se tendió respirando ansiosamente, a consecuencia del dolor y la carrera. En aquel lugar, cubierto de matojos permaneció el resto de la noche, moviendo apenas la cabeza, y resignado con su suerte. Hacia el amanecer sintió sed; una sed torturante, que aumentaba a cada momento, y fue entonces cuando se dio cuenta de que se había alejado mucho del río, en su carrera de huida. El estero quedaba a gran distancia, y como la sed lo apuraba, a medida que el calor se iba acentuando, arrastrándose unas veces, cojeando otras, y haciendo estaciones a cada tres pasos, se dirigió al estero, luchando con la paja, que, si antes era su mejor refugio, ahora le hacía retardar la marcha, enredándose en la pata coja, que llevaba a rastras y proporcionándole enormes dolores. En esta travesía, en que hubiera gastado un cuarto de hora estando sano, empleó dos horas, y en medio de aquel doble tormento, de sed y de dolor, se estiró hacia el primer charco dejándose caer sobre el barro y hundiendo el hocico entre el agua cenagosa. Aplacada la sed que lo atormentaba a consecuencia de la herida, se retiró del estero, cojeando ya para toda la vida, y buscando entre la paja un refugio que lo ocultara de sus enemigos. Levantó la cola, y abriendo sus largas cerdas se cubrió con ellas; quedando por entero oculto, disimulado bajo aquel edredón pardusco, que los ojos más avisados no podrían distinguir entre el pajonal. Semanas atrás, en plena crecida del caño, cuando las aguas “salidas de madre” cubrían parte de la sabana, se presentó en el charco de las nutrias, sin hacer ninguna clase de alboroto. El Caimán, era un ejemplar macho, de envejecidas escamas, que remontando el curso del Meta se adentró por la corriente del “Suspirador”, hasta llegar a los dominios de Galaí. La colonia de nutrias, compuesta por los padres y cuatro pequeñuelos, no se dio cuenta de la llegada del saurio; pues las aguas revueltas y crecidas, la afluencia de peces, y el arrastre de la vivienda, los tenían demasiado ocupados, para haber tomado de la llegada del intruso.

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Ya habrá tiempo de fabricar ora casa, y hacer un nuevo deslizadero – decía el jefe de la familia -, ahora, a comer hasta hartanos, que no siempre hay abundancia de Payaras, Palometas y Morrocotos. Siguiendo este consejo, la colonia se dedicó, durante el día, a atrapar peces. No era raro ver, pues, las aguas del charco continuamente agitadas por los saltos de los peces que, perseguidos en el fondo, subían a la superficie para dar grandes saltos, huyendo de la tropa de nutrias. De ves en cuando, una de éstas asomaba la cabeza a flor de agua, mostrando una dorada cherna presa entre los dientes, y después de mirar desconfiada a todas partes, entre el forcejeo de la víctima por desasirse, llegaba a tierra, depositaba su presa sobre la arena, y sujetándola con las garras, le hincaba los agudos dientes en la cabeza. Por un momento, el pez, en las últimas convulsiones, se retorcía sobre la arena, dando fuertes coletazos, y las escamas, heridas por el sol, centelleaban como un reguero de diamantes, que se volcara de repente. Una de las nutrias jóvenes, siguiendo la corriente del caño, se alejó más de lo ordenado, persiguiendo de cerca de una ágil cachama, la que trazando círculos, subiendo a la superficie y tornando al fondo, evadía certeramente los ataques del ictiófago perseguidor. En una de estas escapadas, la nutria alcanzó al pez por la aleta caudal trabándose una lucha ruidosa, en la cual la cachama, tratando de escapar, subió a flor de agua, moviéndose estrepitosamente, y describiendo zigzags a una velocidad tal, que no parecía que llevase a remolque al joven Perro de Agua. Este, sin soltar su presa, aguardaba el momento en que el pez se agotara de cansancio, para agarrarlo por el lomo, conducirlo a tierra, y devorarlo, como era la costumbre. IV

El ruido de la lucha atrajo la atención del Caimán, que reposaba sobre la arena, aletargado, recibiendo mansamente los rayos del sol, varios kilómetros de la querencia de las nutrias. Sin perder un momento de tiempo, y aprovechando el barullo de las aguas revueltas, se lanzó al caño, y nadando tan rápidamente como le era posible, se dirigió al centro del río, donde las aguas eran agitadas por la lucha del pez y la nutria. Una angosta franja oscura, la que media entre la nariz y los ojos, era apenas visible entre las aguas, e indicaba el camino seguido por el saurio. Al llegar al centro del río, la franja desapareció, y un momento después, la corriente fue removida estrepitosamente por el coletazo del Caimán, al tiempo que una estela de burbujas, indicaba ahora el curso de la persecución. La nariz de la nutria asomó a flor de agua, un instante. Renovó el aire de sus pulmones, y volvió a desaparecer. Al darse cuenta del ataque del Caimán, soltó su presa, y con un quiebre vigoroso eludió la primera tarascada, a la que siguió el coletazo. En ese instante tuvo tiempo para respirar, y lanzándose al fondo, inició la retirada corriente arriba, sin acordarse de las enseñanzas, que prohibían la carrera de huida opuesta al curso del río. La lucha con el pez, cuyo tamaño era casi igual al suyo, había agotado a Perro de Agua; y la fuerza del agua correntoso no le permitía remontar con la celeridad que él quería. De una banda a otra, y siempre contra la corriente en busca de los suyos, nadaba haciendo uso de todas sus fuerzas, en tanto que el caimán como en un juego divertido, lo seguía d cerca rompiendo la corriente como una flecha. Agotada la nutria, recordó que entre los recursos aconsejados para la defensa le quedaba el último, al que solamente podía apelarse en casos extremos, y nadando en línea recta se dirigió a la orilla, para huir por tierra. Más ella no sabía que solamente a los quites, a los giros rápidos, a las curvas estrechas, y cambios vertiginosos de rumbo, debía hasta ese momento su vida. Pues, al nadar en línea recta, su velocidad, con ser tanta, no podía equiparase a la del saurio, especialmente conformado para nadar en esta forma. Por consiguiente, ofuscada como

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estaba, y apelando a todas sus reservas de energía, que ya eran pocas, se dirigió derecho hacia la ribera, nadando vigorosamente contra la corriente. Dos metros faltaban para tocar la arena de la playa, cuando fue cogida por el reptil que, sacando del todo la cabeza fuera del agua, levantó atravesado entre sus fauces, el lustroso cuerpo de la joven nutria. La que dando ladridos de terror, alcanzó a dar aviso a sus compañeros, antes de recibir el coletazo que le partiera la columna dorsal, silenciando sus lastimosos gritos. Momentos después, el Caimán, tendido sobre la arena, dormitaba a la luz del sol de nuevo, satisfecho el apetito, en tanto que la colonia de nutrias huía desaforadamente para siempre aquel lugar, en el que hacía mucho tiempo se había establecido. Por esto Oso Hormiguero esperó en vano, toda una noche, la llegada de su amigo, recibiendo en cambio de aquella muestra de amistad, el ataque del caimán, que lo tornara cojo para toda su vida. JORNADA SEPTIMA La venada que derrotó a un hombre. – Cómo una piel de güio puede amansar a un caballo. – “Zamuro comerá tu ojo.” I En las sabanas de Matepalma, después de la quema, la vida siguió su curso normal. La tierra renegrida y reducida a un polvillo delgado, se fue tornando pardusca, y al poco tiempo después de los primeros aguaceros, comenzaron a aparecer briznas verdes, diseminadas por el suelo, como campos de trigo cuando la simiente empieza a reventar. Algunos árboles que habían quedado en pie, dejaban asomar brotes verdes; renuevos vigorosos, por entre la corteza ahumada y carcomida, que a manera de llaga oscura, habían dejado las llamas, a lo largo de sus troncos. Era la vida. La feracidad de esa tierra, que a pesar de los asaltos del fuego con que el hombre la atacaba para

destruirla, creyendo aprovecharla mejor, demostraba, una vez más, que tenía la fuerza suficiente para cubrirse de verdura y de riqueza, precisamente allí, en donde el hombre la despojaba de sus materias nutricias, acumuladas durante siglos, para defenderse de la aridez. Caballero en su mocho trotón, el dueño de Matepalma salió una mañana a la sabana, a los pocos días de su regreso de la capital, en donde fracasara su iniciativa ante los representantes al Congreso, a favor de la redención de los Llanos. La vista del quemao (45) que se cubría ahora de verdura, el olor a paja tierna y la brisa fresca que le azotaba las mejillas, se conjuraron para alegrar su abatido ánimo. A galope corto recorría la sabana dejando que el caballo escogiera la ruta. Aquella salida no tenía finalidad alguna, aparte de la de sentirse solo ante sus sabanas, y quizá la de planear los futuros linderos con que pensaba dividir las dehesas para cautivarlas (46) definitivamente. Obligaría a los rebaños a pastar en un solo sitio, para evitar que la paja, sin ser consumida en sazón, y totalmente, se madurase convirtiéndose en maleza impenetrable. Sabía que la causa de aquel enmalezamiento era la poca población ganadera, que dispersa, fraccionada, se diseminaba por la amplia sabana en una libertad absoluta, sin poder aprovechar todos los pastos. Planearía las cercas, de tal manera que los futuros potreros tuviesen acceso al Pauto, para que abrevaran los ganados. Más, el resto de sabanas que quedaban bloqueadas, sin salida al río, ¿cómo las aprovecharía? Ya había pensado en los molinos de viento, en los tanques australianos, y en la perforación de pozos, para surtir de aguas esos sectores. Mas el desarrollo de ese gran programa estaba muy por encima de sus limitadas posibilidades económicas. Se arruinaría al intentarlo. Sólo podría iniciar la obra para dejarla inconclusa, por falta de fondos. Pignorar sus ganados y sabanas era entregarse a la voracidad de las instituciones bancarias, particulares y oficiales, cuyas ratas de interés estaban calculadas, precisamente, para despojar a los incautos que caían en sus garras, sin manera de poder libertarse nunca, y que a la postre, de propietarios que eran se convertirían en

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administradores, en sirvientes de la especulación amparada por la ley. Nuevamente, el pesimismo y la cólera se apoderaron de Víctor Ramón, a pesar de la belleza alegre de sus sabanas cubiertas de verdura. Galopando siempre, y dando rienda suelta a su pensamiento, dejaba que el trotón corriese a su antojo. Descuidado iba, apenas apoyándose en los estribos y escuchando con deleite de muchacho, cómo el viento, al estrellarse en su cara, zumbaba gratamente en sus oídos haciéndole recordar sus primeras lecciones de vida llanera. De repente, el caballo paró en seco, torció el rumbo y, asustado quiso lanzarse en desenfrenada carrera, con las orejas tiesas y resoplando ruidosamente. A punto estuvo el jinete de ser arrojado al suelo. Mas su rapidez y pericia de equitador evitaron la caída. Recobrando las riendas, y asegurándose en la silla vaquera, le habló al caballo que piafaba nerviosamente, levantando polvo. ¡Quieto, Pajarero (47), quieto! – el noble bruto, temblando de bríos, obedeció a las riendas y a la voz del amo, y volviendo la cabeza hacia aquello que lo asustara, se detuvo dócilmente, al tiempo que Ramón vio cómo una venada esquelética, con el pelo erizado y cojeando de ambas manos, se había levantado de repente, del pie de un guayabillo, y avanzando a saltos estrambóticos, como los de un canguro, se alejó un poco, para detenerse y volver la cabeza hacia el jinete, al que miró largamente con sus ojos tristes, mansos, de una humildad que acongojaba. Ramón se apeó, y soltando el cabestro, amarró el caballo al guayabillo para acercarse cautelosamente a la cierva. Era esta un ejemplar joven, según lo demostraba el colorido del pelamen; los huesos de las costillas y el coxal aparecían a la vista apenas forrados en la piel. Tal era el estado de flacura del animal, que ramón, hombre del Llano, acostumbrado a ver morir sus reses y caballos atacados por epizootias desconocidas; a verlos sufrir largamente, sin poder ayudarlos con verdadera eficacia, sintió lástima por el

estado de la venada, y a medida que se iba acercando, al verla hecha una miseria viviente, esa lástima se convirtió en indignación, en cólera consigo mismo, al darse cuenta de que el infeliz cuadrúpedo no solamente tenía quemados los cascos de los miembros anteriores, unto con la caña, sino también una oreja, y el medio lado correspondiente. Aquella oreja retorcida caía sobre el ojo sin párpados, que se abría sobre la carne quemada, eternamente desplegada y fija, como una acusación. Como el testimonio de una acción injusta, criminal y abominable. Por uno de esos hechos inexplicables, que la mente humana está lejos de dilucidar, el animal no huyó; antes bien, permitió que Víctor Ramón se acercara a ella, y pudiera apreciar de cerca el miserable estado a que la quema de las sabanas la habían reducido. O, bien, la intensidad de los dolores de las quemaduras no le permitían huir más: y prefirió esperar al hombre, para que la matase de una vez. Sabía que la raza de Galaí y de Balacú eran sus ternos enemigos. Ya no podía huir, estaba impedida para toda la vida; ¿por qué no esperar más bien la muerte para que acabara con aquellos dolores atroces? Ramón, en cuclillas, cerca de la venada, vio cómo ésta se apoyaba en las rodillas de los miembros anteriores, ya que no podía hacerlo sobre los cascos, que habían desaparecido, dejando descubiertos los huesos de los dedos. La cierva no se quejaba. Miraba al hombre sin muestras de miedo. Y el hombre la miraba en silencio, queriendo más bien huir de ella, para evitarse el dolor de aquel espectáculo, que le quemaba el alma, quizá con la misma intensidad que ardía en las carnes del infeliz animal. Recordó las palabras de su mayordomo, semanas atrás, cuando le mostró la sabana quemada: - “¡Mire, mi blanco!, hasta la cajuchada se quemó. Entre quince jinetes, le dimos candela al tiempo, y por todo lao.” El hombre se enderezó. Gruesas gotas de sudor, resbalando de la frente, corrían por las mejillas, como

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transparentes gotas de lluvia. Es que, a veces, no solamente las lágrimas son la demostración de un dolor moral, o material. Aquel hombre no lloraba, no podía llorar, porque no sabía hacerlo, porque no había llorado nunca. Mas la expresión mansamente dulce y resignada de la cierva, aquellas carnes, que había desaparecido, devoradas por el fuego, dejando al descubierto parte de los huesos, y aquel ojo, que más parecía el hueco de una máscara grotesca y cruel, la hacían sufrir atrozmente, apretándole el alma tan impecablemente, que el dolor buscó su salida a través de los poros de la frente, en forma de gruesas gotas, que no por ser de sudor dejaban de ser, en ese momento, abundantes y copiosas lágrimas. Ya de pie, se llevó la mano a la cintura. Palpó la empuñadura de la pistola, que nunca le faltara al cinto. Y sin vacilar, sin temblarle la mano, como quien cumple un doloroso deber, disparó a quemarropa las cinco balas del arma sobre la frente de la cierva, que se doblo dando un ligero ronquido, para no moverse más. Convencido de que estaba perfectamente muerta, con el arma en la mano todavía, se dirigió a pasos lentos al caballo. Montó como un autómata, en tanto que en su mente martillaban las palabras del administrador. “¡Mire, mi blanco, hasta la cajuchada se quemó”! II Después de galopar un buen trecho, sus labios apretados por la ira, dejaron escapar una frase que se perdió, llevada por el viento, diluyéndose sobre la inmensidad de la sabana, y de la cual sí quedó resonando lo siguiente: “Esto es lo natural, somos una tropa de salvajes....” ¿Por qué no me había dado cuenta antes de estas cosas? – pensaba – Estamos destruyendo la vida vegetal de las sabanas, y al mismo tiempo, que arrasamos los bosques, acabamos con la vida animal. Pero... si antes no pensaba así. ¿Será que me estoy volviendo un

sentimental? ¿Un hombre flojo de espíritu, que se acongoja ante el sufrimiento de un animal quemado? ¿Será esto una muestra de falta de hombría? - ¡Maldita sea!! – gritó, lleno de ira, con su voz gruesa, que asustó a la cabalgadura. ¿Qué puede importarme a mí, que se quemen cuantas venadas haya en el mundo? Que se acaben los bosques, que esta llanura se convierta en un desierto sin vida animal ni vegetal. ¿Acaso soy un apóstol, para pensar y obrar en forma distinta de como lo hacen los demás? Ahora me explico la sonrisa irónica del administrador, cuando le expuse mis ideas sobre la redención del Llano. Todo lo que me hace falta – añadió – es hacerle a la luna un canto en alejandrinos, para quedar convertido en un poeta, en toda la magnífica extensión de la palabra. ¡Maldita sea! De regreso, a galope rápido y parejo, Víctor Ramón cruzaba la sabana en dirección a la casa de Matepalma. Una ráfaga de brisa, de repente, arrastró una hoja seca casi de debajo de las patas del caballo, que se asustó cambiando de rumbo, tan súbitamente, que por segunda vez Ramón estuvo a punto de caer, distraído como iba dando rienda suelta a ideas contradictorias. La cólera del jinete, esa cólera sorda, cuya causa no sabía él mismo si provenía de haber dado muerte a la cierva, con sus propias manos, en lugar de haberla dejado vivir, pese al estado de sus quemaduras; ¿o de haberse exhibido tan lamentablemente, en su condición de hombre de negocios, de llanero práctico y rudo, abogando por una causa de despertaba la risa de los representantes al Congreso? Esa cólera, que más que todo era el convencimiento profundo de una irresponsabilidad general, que, comenzando en las Cámaras, se abría en todas direcciones, y como una enfermedad infecciosa llegaba hasta el campesino analfabeto, que quemaba las tierras; que gastaba su vida rasguñando el predio, cada día más estéril, e inadecuado al monocultivo inmemorial. Esa cólera, lentamente acumulada, subió hasta el punto de hacerle perder el control, en el instante en que el caballo se asustara, y tomando el azotador de las riendas, fustigó cruelmente al pajarero, con

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azotes que, desde las orejas hasta los ijares, le cruzaron las carnes en todo sentido, a tiempo que lo hacía pasar, casi desbocado, por sobre el sombrero que en la espantada había caído al suelo. El caballo, cubierto de sudor, pasaba una y otra vez por encima del sombrero blanco, bajo una lluvia de látigo, y oprimido por las piernas del jinete que, como tenazas cerradas sobre sus costillas, lo apretaban despiadadamente. Cubierto de sudor, el noble bruto, tascando el freno nerviosamente, y con el belfo chorreando espumarajos, terminó por obedecer los deseos del amo, y así pisoteó consecutivamente el sombrero, logrando dominar su miedo, y tornando a la serenidad.

Los tres hombres contemplaban la escena. La mujer del administrador, una mulata guajiba (48), desde la puerta de la cocina apenas dijo para sí: “San Pablo, blanco golvió loco.” Sereno ya, sin decir palabra, detuvo al caballo y se apeó a pocos pasos de la piel del güio, que había quedado cubierta de tierra y perforada por las herraduras del caballo. El administrador acudió a recibir al trotón para llevarlo a la casa, y en ese momento uno de los vaqueros, el dueño de la piel, dijo encolerizado: ¡Oiga blanco, le quitó el miedo al mocho pero se tiró mi cuero...! y esa vaina no me ha gustado mucho.

III En el camino de regreso, intencionalmente, Víctor ramón lo hacía galopar ceñido a los matojos, con la esperanza de que algún pájaro, al escapar, asustara con su vuelo al caballo. Nada de esto sucedió en el resto de la marcha. Más al llegar a la casa se dio cuenta de que el administrador, ayudado por dos vaqueros, terminaba de estaquear la piel de un enorme güio, cazado seguramente ese mismo día. Ver ese pie y encaminar sobre ella al caballo, fue todo uno. Los hombres, sin creer lo que veían, se apartaron en carrera para evitar ser atropellados. Ramón, sin sombrero, cubierto de sudor también, y con un rostro que era el retrato del estado de su alma, lanzó la cabalgadura sobre un extremo de la piel para recorrerla toda. El caballo no vaciló un instante, enderezó las orejas apenas, y sin inclinar la cabeza para olfatear, asentó los cascos sobre la piel y la recorrió de extremo a extremo, cuantas veces quiso el jinete, rompiendo las estacas y echando a perder aquel valioso trofeo.

- ¿Con que no te gusta? Contesto Ramón con el rostro nublado. Qué me va a gustar. Si lo tenía vendío al turco por dos mudas de ropa. Me va a tocar meterme a las matemontes del Pauto otros quince días, pa encontrar un güio así de grande. Víctor Ramón guardó silencio ante aquella argumentación y tomando maquinalmente de las manos de la mulata la taza de café, que en silencio le alargaba, la apuró de tres sorbos. El vaquero, en vista de aquel silencio, que interpretó como una muestra de debilidad del joven dueño de Matepalma, se le acercó envalentonado, con los ojos brillantes por la cólera, y no sin haberse palpado antes la cintura de la cual pendía un largo y afilado cuchillo de monte, le gritó: vaina!

¡Escuche Don, me paga el cuero, o aquí va a haber

Un estremecimiento frío; una como súbita descarga eléctrica recorrió de pies a cabeza la piel de Víctor Ramón. Con el rostro pálido, y los labios apretados, avanzó sobre el

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vaquero, que así lo desafiaba, y como un rayo, sin proferir palabra, sin darle tiempo a desenfundar el cuchillo, lo golpeó en la cara con su grueso puño, arrojándolo a tierra entre la revuelta piel, sobre la cual quedó estirado cuan largo era. Con la misma celeridad, volviéndose al compañero que no se había movido de su sitio, y lo miraba todo, entre sorprendido y regocijado, le dijo: -

¿También quieres tu parte? , ¡acércate!

A mi no me meta en la vaina, blanco – contestó -, vine a que me regale un poco de sal, y de acomedido le ayudaba a ése a estaquiar el cuero, cuando nos echó el potro encima. El aporreado se incorporó sacudiéndose la tierra con las manos. Recogió el sombrero de pelueguama (49) que había rodado lejos, y se dirigió a la sabana, en retirada. Cuando hubo caminado un buen trecho, se volvió y arriscándose el ala del sombrero con el dorso de la mano extendida, amenazó a Ramón.

nosotros, los llaneros. Supongo que no irás a salar una res; ¿para qué necesitas más? No, mi blanco; es pa salar un pescaíto y pa la comía. Eso de matar ganao ajeno se queda pa los marisquiadores (51), como ese que se acaba de dir, que andan de hato en hato robando lo que encuentran y metiéndose en los conucos pa no dejar ni el topocho verde. L´iba a decí, que el tal Flaminio es un mal sujeto; y tiene que andar con tiento el blanco, porque ése no se queda con las narices reventá. ¡Hay que madrugarle, mi Don, no vay lo meta en un vainazo! En las vaquerías del Tigre y Platanares, oí decir que el tal Flaminio es de los que arrean ganao de Matepalma, quemándole el cuero pa borrarle la marca, y dejan esos novillos que da lástima verles la gusanera que les cae en las quemaduras. Se despidió sonriente, y cargando el saco se dirigió a la sabana.

Algún día nos toparemos, pata pelúa (50).

IV

El llanero se limitó a sonreír. Lentamente se dirigió a la casa, seguido por la mulata y el vaquero que hasta entonces no se había dado cuenta de las robustas espaldas del blanco, y la gruesa musculatura de sus brazos. Una vez que ordenó le diesen la sal que necesitaba, le dijo: Llévatela. No vale nada. Ya sabes que pronto habrá trabajo en las sabanas, puedes venir cuando quieras.

Bajo la grata sombra del caney, recostado en su chinchorro de cumare (52), Víctor Ramón dejaba pasar las horas de intenso calor que preceden a los grandes aguaceros del Llano. Su mente, despejada ahora, como si se hubiese descargado de intensas preocupaciones, elaboraba, a grandes rasgos, el programa que se proponía desarrollar en la fundación. No seguiría cometiendo la equivocación de dejar, durante meses, abandonados sus ganados y propiedades en manos del administrador. Se radicaría allí, como lo había hecho su padre, definitivamente. Vendería las cosechas de ganado a puerta del corral. Reduciría las cimarroneras (53), pues tenia informes de que en los rodeos de muchos hatos vecinos se capturaba gran cantidad de reses de sus sabanas, que por haber nacido en estado completamente salvaje, y deambular sin hierro y sin señal, pasaban a ser propiedad de quien les pusiera la

-

Eso l´iba decí al blanco, hay mucho cimarrón que lo tan soguiando otros – y levantando con una mano el saco, calculó su peso. Era más de la sal que necesitaba. Ramón, que se dio cuenta del cálculo que hacía el hombre, lo interrogó: ¿Te parece poca? No te doy más porque no se consigue sal ni en Orocué. Es un artículo de lujo para

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soga. Este ganado cimarrón, pensaba, es la consecuencia de la falta de cercas; una demostración de que hace falta control sobre los ganados. Hay necesidad de restringir el límite de los pastoreos. Su meditación fue interrumpida por la voz del administrador. ¿Estaquiamos de nuevo el cuero?, es lástima que se pierda, porque va a llover. Después de una pausa, durante la cual se sentó en el chinchorro, contestó con una entonación enérgica, hasta entonces desconocida en él: Póngale las estacas. Después de todo, ese cuero es mío, fue cazado en mis sabanas, y todo lo que haya en ellas, hasta los güios, es de mi propiedad y no de quien le dé la gana cogerlos. El hombre se quedó asombrado. Aquella era una orden tan peregrina, tan desconocida en el Llano, como la de no quemar las sabanas. – “El blanco ta loco, ya lo había maliciao desde cuando nos echó el potro encima” – pensó el administrador -. “¿A quien se le ocurría, en plena llanura, reclamar como de su propiedad un cuero de güio, sin haberlo cazado? ¿Acaso no era una ley llanera cazar donde y cuando se quisiera? ¿No había libertad, también, hasta para coger el ganado que no tuviera fierro ni señal alguna en la oreja? Pobre guate, parece que lo haigan rezao (54), o dao algún bebedizo.” Sin discutir nada, llamó al caballicero para que le ayudara a estirar la piel con las estacas. Cuando ya habían comenzado el trabajo, se acercó ramón a examinar el cuero. Tenía más de ocho metros de largo. En algunas partes se veían rozaduras ocasionadas por los cascos del caballo. Mas, hacia la cabeza aparecían unas pequeñas perforaciones circulares agrupadas irregularmente. Se inclinó para examinarlas de cerca, llegando a la conclusión de que eran impactos causados por arma de fuego. Más no recordaba haberle visto

escopeta alguna, o carabina al vaquero, cuando después de golpearlo se alejó por la sabana. El caballicero se dio cuenta de la curiosidad que le causaba a Ramón aquella serie de pequeños agujeros, e interrumpiendo su labor, le dijo, a manera de consulta: - Le metió to los guáimaros (55) en la porra. Es fino pal tiro el tal Flaminio, ¿verdá blanco? -

¿Pero con qué escopeta? – preguntó Ramón.

Con cual había e sé. Pues con la que usan siempre, la de Matepalma, y con los propios guáimaros que trajo el blanco pa marisquiar al tigre que dicen se ta carniando (56) al ganao. Y a vos qué te importa julleriar – interrumpió el administrador, poniéndose de pie, y empuñando la maza de madera con la cual clavaba las estacas -. ¿Es que pensás que el blanco va a mezquinar la morocha (57) y los guáimaros? ¡Párese ay amigo. Suelte esa vaina y no se avaliente!, no es que la blanco mezquine, es que tal ve no le va a gustá que le vendan el ganao que sacan pa Orocué, arriao puel Flaminio y su ralea, cuando el blanco ta por Sogamoso, pa después decile que jueron los indios, o el tigre. – Acobardao el administrador, con el rostro pálido, no supo qué contestar. Soltó la maza maquinalmente, y mirando ya a Ramón, o ya al muchacho, como quien espera verse agredido, no se movió de su sitio. ¿Con que esas tenemos? – cruzándose de brazos, contraído el ceño.

dijo

Ramón

Si el negocio ta bien estableció con el turco de Orocué, que ya tiene fundación propia, y pa granjeo l´iban a llevar ese cuero de güio. Si viera el blanco la cantidá de cuero e cajuche, saíno, venao y chigüiro que hay en la troja. De perro diagua nomás hay un bulto listesito, esperando que el blanco se vaya, pa venir el Flaminio con su gente a arriar con el ganao y to lo que pueden.

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De algo sirve ser ave nocturna. Qué miserable – gritó Ramón enfurecido -, no te rompo el alma por respeto a la memoria de mi padre, que te dejó aquí, y porque eres un viejo palotiao (58) que no aguantaría un pescozon. ¡Ahora mismo, ya!, te largas de aquí, junto con tu mulata y lo que tengas. Media hora más tarde, un caballo viejo, que no prestaba ya servicio alguno, ni siquiera el de topochero (59), aparecía cargado con los enseres del administrador. Conducidos del cabestro por la mulata, atravesó frente al caney, bajo el cual se guarecían de la lluvia, Ramón y el caballericero. La mujer, encarándose al muchacho, con el rostro empapado por la lluvia, y los lacios cabellos chorreando agua, les lanzó la amenaza india, temblándole los ojos, como en la fulguración de un relámpago. ¡Zamuro comerá tu ojo, guelta mala! – y se alejó por el tranquero, bajo la lluvia torrencial, tomando la dirección de barranco Pelao, en cuyo camino la esperaría el administrador, que temiendo complicarse más, había huido, sin que nadie la viera, llevando en una guambía (60) el fruto de sus latrocinios. Reinó un momento de silencio, que ninguno de los dos hombres se atrevió a romper. Las gruesas gotas de lluvia se estrellaban en el techo de la casa, y contra el endurecido piso del patio, como un eco ronco de las palabras de la india. A lo lejos, las siluetas de la mujer y el viejo caballo comenzaban a esfumarse, a hundirse entre el dilatado pajonal, bajo el cristal opaco del aguacero. Güeno, blanco, me tocara jalarle a la cocina, y a cuanta vaina haiga qui hacer en el hato, mientras se arreglan las cosas. Pero me quité dencima esa vaina que me tenía atorao. JORNADA OCTAVA La cacería de la lapa. – El sural de las ánimas. –

I La caza comenzaba a escasear, o al menos Galaí no la encontraba con la misma facilidad que en épocas anteriores, en las cercanías del rancho. Cuando quedaban apenas unas pocas tiras de tasajo, silenciosamente descolgaba su escopeta; ponía en la bolsa de cuero, en donde llevaba la pólvora y los perdigones, algún bastimento de tajadas de topocho, yuca cocida y un trozo de carne de venado, o saíno asado, en previsión de que pudiera demorarse uno o dos días en busca de carne. Meses atrás, sólo bastaba con asomarse a la sabana, o buscar la ribera del Suspirador para encontrar caza abundante. Ahora tenía que hacer largas jornadas, que muchas veces resultaban infructuosas, para regresar después de muchas horas con un paujil o dos o tres patos carreteros, cuya carne no compensaba el trabajo de desplumarlo, siendo generalmente obsequiados a Gugudú que terminó por radicarse en las cercanías del rancho. La ausencia de caza en aquellas sabanas era notoria. Galaí había dado fuego a los pajonales, para que los venados acudiesen a pacer los tiernos brotes del retoño, pero nada. La sabana parecía cada día más despoblada de cuadrúpedos salvajes; las semillas de cuesco, de corozo y otras palmaceas, que son el alimento más buscado por los marranos de monte, formaban montones al pie de los troncos, sin haber sido tocadas desde meses atrás. ¿Qué sucedía en esos criaderos, que de un momento a otro se habían convertido en desiertos? Será que he matao ya to los venaos, ¿pero onde andan los cajuches y esas manadas de saínos que antes topaba en los jozaderos del caño? Gugudú no se los habrá tragao todos en un momento. – Y con los ojos fijos en las angostas sendas, buscando rastros, caminaba sin rumbo fijo alguno. Bajo un sol de fuego, dejo la sabana para

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internarse en el monte buscando la sombra, con la esperanza de encontrar, aun cuando fuese, la madriguera de una lapa, cuya fácil captura había desdeñado siempre, a pesar de los delicado de su carne. Registró el bosque hasta los más apartados rincones, encontrando solamente madrigueras vacías, con las entradas obstruidas por capas de hojas secas, demostrando que habían sido abandonadas desde tiempo atrás. en esta minuciosa requisa, vio como al pie de un añoso guatero (61) se abría una pequeña madriguera, cuya entrada aparecía limpia de hojas y con algunas señales, como si la pieza, al encorvarse, hubiera barrido la tierra con el vientre. Buscó las otras salidas de que generalmente están provistas estas madrigueras, encontrándolas tapadas, y, al parecer sin uso alguno. Esto le pareció anormal, pues las lapas utilizan dos o más de los túneles comunicados con la cámara central, saliendo por una puerta y haciendo uso de otra al regreso. Después de haber dado algunas vueltas más, buscando la otra salida despejada, o al menos con muestras de uso, regresó medio desconfiado a la entrada en donde había encontrado rastros. Su convicción de que la cueva estaba habitada, se afirmo del todo, al observar algunas moscas diminutas revolando en torno a la entrada. Con hojas y con tierra procedió a tapiar las entradas, apisonando con el pie, por si la lapa buscara otra salida al sentirse acosada. Cortó una vara, y con ella y el cuchillo comenzó a ampliar la entrada. Cuando había removido buena cantidad de tierra, y calculando que se acercaba a la cámara central, aplicó el oído a la galería, seguro de escuchar el ronquido del roedor. Nada oyó. Desalentado quiso abandonar la empresa, creyendo que se había equivocado, pero... no era él de los que dejan una obra sin darle finalidad. Febrilmente siguió removiendo la tierra, y despejado la galería, hasta una profundidad que juzgó suficiente para poder meter el brazo, o el extremo de la vara para alcanzar la escondida lapa. Sondeó con el palo, encontrando, efectivamente, un cuerpo blando en el fondo, que reaccionaba y de defendía con los dientes, al ser pinchado con la vara. La alegría del cazador al ver que no había perdido el tiempo, y que había

asegurado carne para tres días al menos, le hizo olvidar el examen del extremo de la vara, para cerciorarse, por los pelos adheridos, de la clase de animal que esperaba escondido en el fondo de la cueva. Arrojó la vara y se tendió sobre la tierra, dispuesto a introducir el brazo y agarrar con la mano aquella pieza que había despreciado siempre, por su menguado tamaño, aunque de carne tan exquisita. Nada importaban no o dos mordiscos en los dedos. Tendido de costado, comenzaba a introducir el brazo, cuando vio impresas en la vara unas leves mordeduras, que no eran propiamente las de los incisivos de un roedor. - ¡Coma avispas, que cigarrón es veneno! – exclamó retirando el brazo, e incorporándose de un salto. Sin perder tiempo, enrolló su pañuelo, formando un grueso nudo, al extremo del palo, y lo introdujo por la galería dando fuertes hurgonazos, convencido de que la pieza encovada había mordido el trapo, comenzó a extraer la pértiga con lentitud, encontrando la natural resistencia del animal, que pugnaba por no salir. Tomando la escopeta con la mano que le quedaba libre, la empuño a manera de martillo, al tiempo que daba un fuerte tirón a la vara. Hundidos los largos colmillos venenosos en el trapo, y agarrada fuertemente a él, apareció la cabeza triangular de una serpiente cascabel que, en un instante, bajo los golpes de la cantonera del arma, quedó convertida en una masa informe. Jepuya (62), que tal si no miro el palo, taba criaíta – dijo sonriente, extrayendo del antro el cuerpo de la serpiente, al cual corto los cascabeles que fueron a parar al fondo del bolsillo del pantalón. Después de haber registrado otras matas de monte, se internó por la sabana hacía el río Pauto, cuyo lejano curso se adivinaba, por la franja negra, esfumada, del bosque que oculta sus riberas, y que rompiendo la monotonía del paraje, se veía allá, a muchas leguas y tocando el cielo como si fuese el límite de la llanura.

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II

III

Desalentado caminaba el cazador bajo un sol de fuego. En muchos años que llevaba establecido en la región, nunca viera las sabanas tan despobladas de caza. No podía ser una peste, la que tan rápidamente acabara con venados, cafuches y saínos. No había encontrado la primera osamenta, luego era otra la causa. Meditando largamente recordó los balidos del ciervo aquella noche, como si hubiera sido atacado de repente y reducido a la impotencia; las pesquisas que hiciera al día siguiente, sin encontrar nada sospechoso. ¿A qué obedecía, pues, que la región apareciese sin un cuadrúpedo salvaje?

Como un punto fijo prendido en la distancia, la silueta de un jinete apareció de pronto ante sus ojos. Para otra persona, aquel punto gris, minúsculo, confundido entre el distante pajonal, habría pasado desapercibido, pero no para Misael, cuyos ojos estaban habituados a sondear los horizontes. A medida que el jinete avanzaba acortando la distancia, se hacía más perceptible. Por último se vio un caballo alazán, que a galope tendido y con el cuello estirado, iba a pasar de largo, a buen trecho de Misael, sin haberlo visto.

Me tocará comer mico – dijo para sí, desesperado de haber caminado tanto sin encontrar nada. Al buscar la caja de fósforos para encender un tabaco y disipar el fastidio de aquella larga y solitaria jornada, sus dedos tropezaron con los seis cascabeles de la serpiente, que había guardado en la mañana, sin acordarse más del episodio en que estuvo a punto de perder la vida al ser mordido por el crotálido. Con ellos en la mano, mirándolos, no si cierta curiosidad, detuvo la marcha, y de repente, como quien encuentra la solución de algo que antes no ha podido resolver, exclamó: - ¡estas bichas si abundan!, ¿y no será el tigre, el que ha ahuyentado los venaos? – Penso en Tatí, para quien había cortado los cascabeles, en su mujer; en el rancho lejano, perdido en la sabana, expuesto ahora por su ausencia a una acometida del felino, que al sentirse hambreado por la falta de carne, llegaría hasta acercarse al rancho.... Sin vacilar un momento, volvió sobre sus pasos, cuando ya la tarde dibujaba su sonrisa oscura sobre la caldeada llanura silenciosa. Orientándose por el sol, se dirigió en línea recta hacia el lugar en donde le parecía estaba el rancho, para evitar los rodeos que diera en la mañana. Urgido por el deseo de llegar antes de que oscureciera, devoraba la llanura a marcha forzada y sostenida, dando fuertes chupadas al tabaco y con los ojos puestos en la lejanía.

¡Eeeeeepaaa! – grito el cazador, y agitando el sombrero con la mano llamó la atención del jinete. Este lo oyó, detuvo el caballo y al trote se dirigió por entre el pajonal. Sobre un sillón (63) de vaquería, de ancha y aplastada cabeza, con la coraza deslucida y ajada, aparecía el cetrino jinete, cuya indumentaria no iba más allá de una franela listada, y un pantalón corto, rueduemaduro (64), que no alcanzaba a las rodillas, dejando al desnudo el resto de la pierna, cuyo pie se apoyaba en el estribo de aro apenas con el extremo de los dedos. - ¡oiga, si es Misael! – dijo el jinete. Echa palante el mocho, ta sudaito. Se ve que la sabaniada jue larga – contesto Misael. De aquisito nomás, de Guaracuras, pero no jallé a nadie y en Matepalma se necesita gente. Ajá – se limitó a contestar el cazador, alargando la mano para componer la barbada del freno del caballo que estaba suelta. Diga manito, por qué no echa pal hato y se deja de tar enmontao, como los indios. De golpe canta millón (65) y nuay quien le prenda cuatro velas, ni lo eche al hoyo.

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Pa evitarme vainas, Pancho. Ya sabey cómo soy yo. No me gusta que me manden, y pa comé tajadas y tasajo, me los como en lo mío, y cuando quero. Esa vaina de que un blanco, porque tiene cuatro mautes (66) ande como el zamuro, dándole gueltas a la mujé diuno, no va conmigo. -

Eso e verdá, manito.

Recordá en las que tuve que meterme pa librar a la Rosa del blanco aquel de “Morrocoicito”, que como un zancudo, la seguía a sol y a sombra. Puel volantín diun piojo no lo mataste. En Matepalma, es distinto. Tamos sin gente y apenas toy yo solo, jalándole a todo. Ya conoces al blanco, es un palo e macho, y en cuestión de faldas muy respetooso. Yo lo conozco. Me gusta el hombre. Voy a pensarlo a ver, y allá les caigo un día destos. Ojalá juera mañana el viaje. Veo un chubasco e vainas, que no tarda mucho. El blanco le pegó al Flaminio, y como éste es amigo e los indios, y pa más vainas la mujé del administrador, la mulata, nos amenazó cuando el blanco los botó por ladrones. Güeno manito, adiós – dijo Galaí, y los hombres se separaron en direcciones opuestas. El caballo rompió el galope y el cazador pudo escuchar la copla que entonó el llanero al abrir la marcha.

Con el ruedo del justán (68). Galaí se acordó de otros tiempos. Cuando improvisaba coplas al son de sus maracas. La botella de ron blanco iba y venía, en manos de los sedientos vaqueros, en las noches de corrío y galerón (69), o en cualquier fiesta que se improvisara en los hatos por un motivo cualquiera. Las muchachas sabían que donde se encontrara Misael había motivo suficiente para echar un patirralo (70) o promover un desafío de coplas, sólo por escucharlo. “Vamo a cantá, Misaé”. Esto era suficiente para oírlo improvisar. El recuerdo de aquella época moza de su vida, entonó el ánimo abatido de Galaí, y arrojando el tabaco cantó; ya no una copla de amores, como aquellas que improvisara a Rosa, en el caney de “Morrocoicito”, el hato en donde la conociera, sino una copla que describía su vida solitaria, independiente, enfrentada a una naturaleza hostil e inmisericorde, en donde medraba sin la ayuda de nadie: De los males que padezco Yo mismo soy cirujano, Yo me aliento, yo me curo, Yo mismo me doy la mano. La mujé es una nave Que a todo el mundo atropella, No sabe del mundo nada Aquel que se embarca en ella.

IV Mi mujer y mi caballo Se me murieron al tiempo, Mujer onde quera jallo Mi caballo es lo que siento. Las muchachas de Orocué Yo no les como su pan, Porque limpian el budare (67)

La noche se posó sobre la pampa como una mariposa negra. De vez en cuando las aves nocturnas, espantadas por la presencia del caminante, emprendían silencioso vuelo dejando escapar lóbregos chillidos, que hubieran llenado de terror supersticioso a oro que no fuera Galaí. Avanzaba a paso largo, sin perder el rumbo; atento el oído y con los ojos muy abiertos, tratando de orientarse entre la

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oscuridad. Hacía muy poco ruido con sus pisadas, pues comprendía que si en su camino se encontrara con una serpiente de cascabel, está no huiría; antes bien, enfurecida por el ruido que se iba acercando, se prepararía para atacar con toda la seguridad y alevosía que el daban sus hábitos nocturnos. Sin perder la serenidad, caminaba, caminaba, a grandes zancadas, y cubierto de sudor. Al acercarse a un matorral que apenas si se adivinaba por el ruido del viento entre las ramas, oyó un chillido, al tiempo que la sombra de un pájaro enorme quiso detenerse sobre su cabeza, como para posarse en ella. Sin detenerse dio unos cuantos pasos más, para caer de bruces entre los primeros huecos de un sural (71). Se levantó rápidamente. Tanteó el terreno con los pies y se convenció de que había errado el camino, yendo a parar a aquel laberinto de hoyos, distante muchas leguas del rancho y fuera de la ruta. Sin perder la calma se desvió a la derecha. Dio unos cuantos pasos más y volvió a caer en otro hoyo. Entre dientes dejó escapar una maldición, en tanto que el pájaro, dando chillidos, se posó en tierra cerca del cazador. Entre la oscuridad distinguió la forma del ave. Encendido de cólera por las caídas, alargo la mano para espantar a tan inoportuno personaje; más al hacerlo, el pájaro abrió las alas, y agitándolas, comenzó a chillar, como lo hiciera en el patio del rancho, cuando Tatí lo embutía de hormigas y escarabajos. Era el Murruco, el juguete de su hijo, que ahora bien plumado, convertido en persona mayor, se buscaba la vida por su cuenta, saliendo todas las noches a la sabana, sin dejar de regresar en las mañanas a su vara, que sobresalía del zarzo en el humilde rancho de Galaí. Después de meditar un momento, por primera vez en su vida Galaí se dio cuenta de que estaba completamente desorientado. El cielo sin una estrella, aparecía cada vez más negro y hosco. Una ráfaga de brisa fresca y húmeda azotó el rostro del hombre, anunciándole la proximidad del chubasco. ¿A cuál de los surales había ido a parar? Había dos en aquella sabana. El de las “Animas”, llamado así por la

desolación y tristeza de su aspecto, y otro situado en un bajo, pero a una distancia tan grande del rancho, que para llegar a él habría tenido que tomar una ruta contraria a la de su casa. Nada importaba a Galaí pasar una noche en la sabana, con lluvia o sin ella. Quería llegar a su rancho, y lo intentaría de todas maneras, pese al dicho llanero de que “dos y dos son cuatro”. Lo importante, por el momento, era alejarse del sural, y dando la espalda al rumbo que antes llevara, inició la contramarcha sin hacer caso del pájaro que a vuelos cortos lo seguía, posándose siempre unos cuantos pasos adelante y dejando oír su grito. Anduvo así algún tiempo y cuando creyó haberse alejado del sural, torció a la izquierda y se encamino en línea recta. Un relámpago fugaz, seguido de un prolongado y formidable trueno, iluminó la sabana por un instante. Quiso aprovechar la brevísima claridad para examinar el terreno, mas todo lo que consiguió fue quedar más desorientado aún. Siguió la marcha y los primeros goterones de la lluvia lo golpearon con una violencia inusitada. Momentos después, el ruido del chubasco sobre la sabana era como un tropel confuso y monótono, por entre el cual se filtraba de vez en vez, el chillido del Murruco. Resbalando unas veces, chapoteando otras, Galaí marchaba entre la oscuridad. ¿A dónde iba? No lo sabía; mas la esperanza de encontrar una mancha de monte, una palmera o un caño conocido, que le permitiera orientarse e indicar el camino que debía seguir, lo animaba a caminar pese a la oscuridad. De pronto notó que los chillidos del Murruco se hacían más débiles y lejanos, y que ya no lo seguían dando cortos vuelos. “Debe estar como yo, calado de agua hasta los huesos, y sus alas mojadas no le permiten volar”, pensó; y de pronto, faltándole el piso cayó de nuevo entre un hoyo, golpeándose la cabeza contra el barranco. Sin decir palabra alguna, resignado, se incorporó. Recogió a tientas la escopeta de entre el barro y tanteando con la cantonera el terreno, se dio cuenta de que había vuelto al sural.

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Estas ya son vainas del mandingas (72) – dijo desesperado, y luego gritó -: ¡Murruquitooooo! El chillido del pájaro de oyó a los lejos, contestándole. Tomó esa dirección bajo el convencimiento supersticioso de que el ánima del llanero, que según la leyenda había muerto desnucado, al caer con su cabalgadura en aquel sural, hacia muchos años, lo tenía cogido; lo había atraído hasta allí, para que le hiciese compañía. Por algo llamaban a aquel sitio el “Sural de las Animas”. Sometido, ahora sí, a una fuerza superior, aquel maestro de llaneros de valentía y audacia, se sintió humillado. ¿Cómo había podido perderse él, que conocía aquellas sabanas tan detalladamente como pudiera conocer el patizuelo de su rancho? Bajo la recia lluvia, cuya violencia no parecía decrecer, a tientas siempre, se dirigió al sitio en que le parecía se encontraba el Murruco. Allí pasaría el resto de la noche, hasta que llegase la mañana, ya que el ánima del sural así lo quería. Chapoteando entre el agua apozada y juzgando que el pájaro habría elegido algún sitio seco para posarse, lo llamó de nuevo: - ¡Murruquitoo!

siguió. Anduvo mucho en esta forma, sin saber hacia dónde se dirigía. Después de todo, ¿qué importaba caminar o permanecer quieto hasta que llegase la mañana? El cielo iba clareando a medida que el aguacero decrecía. Las matas, la paja, iban tomando forma. La mancha oscura de mata de monte, lejana, se iba haciendo más precisa a medida que Misael, siguiendo los vuelos del pájaro, se acercaba a ella. El Murruco con las alas ya secas del todo, volaba sin hacer ruido y dejando escapar su chillido. De pronto Galaí dio un grito, había llegado al conuco. Reconoció la topochera, las matas de sarrapio y café. Una vez orientado, por el angosto senderillo se encaminó al rancho con el corazón que parecía salírsele del pecho. Llegó al patio en donde se detuvo un momento mirando a todas partes, examinándolo todo, para convencerse de que durante su ausencia nada había sucedido. Iba a llamar a Rosa, cuando por sobre su cabeza sintió el vuelo del Murruco que llegaba a posarse a su alcándara. Sonrió y dijo: -

Rosa que no había podido dormir contesto desde la troje: -

El pájaro contestó, pero esta vez más alejado y en dirección contraria a la que seguía el cazador. Cambió de nuevo el rumbo, y hacia allá se dirigió pensando encontrar un sitio en que sus pies pudieran estar fuera del agua, el resto de la noche. Salió del terreno anegado a un lugar seco, y de sus pies se levantó, de repente, el Murruco en vuelo estruendoso a consecuencia de sus alas mojadas. Chillando siempre, se posó de nuevo delante del cazador. Misael lo siguió, maquinalmente, por hacer algo, durante un largo trecho. El aguacero comenzaba a decrecer y el cielo despejándose lentamente dejó ver algunos luceros. Más claro ya, Misael distinguió la silueta del Murruco sobre un matojo. Allí, cerca del pájaro, en cuclillas, resolvió esperar resignado el mandato del ánima hasta el amanecer. El pájaro voló de nuevo perdiéndose en la oscuridad, Misael lo

¡Eeepa, aquí tamos!

¿Cómo le jue?, ¿con quén vino?

Con quén había de ser, con el Murruco, que me viene acompañando desde la lejura de to los diablos. – y sin esperar más, arrojando la escopeta, trepó por la escarerilla hacia el zarzo, a convencerse de que su mujer estaba en realidad allí, junto con su hijo, que dormía profundamente. Eran las tres de la mañana.

JORNADA NOVENA Balacú busca la caza prohibida. – El verdadero amo de los Llanos no es el Tigre.- Tatí recibe le primer susto.

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I Más que too puel Tatí: nosotros, ya nada nos importa nada. Somos puro rezago. Y aprovechar pa que lo bauticen. Bien vestío, estrenado calzones y liquiliqui (73), con sus cotizas que tengo pensao hacele. ¿No querrás voz también la casamba (74), mi negra? Ya pa qué; más de la suelta (75) con que me teney cogía... que me hace acordar de la cana que me echaste: Al palo que no florea No le baja cigarrón, Lo durce de la patilla Es como puro corazón. Amanecite alegre. Yo también lo estoy, porque ya me ta haciendo falta boliar la soga, montar en güen mocho que arrime pa la coliada (76) bien pegaito. ¿Por qué no decís, más bien, que son las maracas y el patirralo lo que te llama pa Matepalma? También eso, mi negra, y uno que otro palo e ron, y tal cual bailaito, paque vean los muchachos que mi mujé es la mejor bailaora del hato. En cuanto a yo, el mismo Misaé de siempre, güeno pa todo, hasta pa queré a su Rosa. Arsa pué, jendeme (77) la leña que voy a hacé la comía. – dijo por último Rosa, poniendo fin a la charla. En el patizuelo del rancho se asoleaba el café y en el conuco quedaba parte de la cosecha que no había madurado bien. En la troje quedarían los chismes que no era necesario llevar, y que tampoco eran muchos: Ollas, arreos de cocina, redes rotas y un par de remos. Las pieles

de venado, saíno y nutria, dobladas y secas estaban listas para el transporte, junto con un bulto de sarrapia. Tatí iba de un lado a otro, a pesar de los fríos y calenturas que desde hacía días lo habían puesto más amarillo y seco. Sus pernezuelas delgadas, casi transparentes por lo pálidas, se movían ahora jineteando una silla de vaquería, sacada del zarzo, con otras cosas y cubierta de chorreaduras blancas causadas por la digestión del Murruco. Sobre ella cabalgaba el pequeño, apoyando los pies en el suelo y moviéndose de un lado a otro. Según lo habían convenido ya, dentro de tres días llegaría Pancho, el caballericero de Matepalma, con caballos suficientes para su traslado al hato, así que en el rancho todo era actividad y preparativos de viaje. Había que recoger el resto del café que quedaba en las matas del conuco, lo que harían al día siguiente Misael y su mujer para llevarlo, aun cuando fiera en cereza. II A medida que se acercaba la tarde, la sabana se vestía de oro. El sol se tornaba suave y amarillento. El Murruco despertaba a veces y desde la alcándara, agachaba la cabeza redonda para mirar hacia abajo, silenciosamente, con los ojos amarillos también, y como sorprendidos de la inusitada actividad y ruido que metían ahora en el rancho. Ya no era el juguete de Tatí. Sus garras curvas, tersamente pulidas y afiladas, parecían de ámbar, y le daban un aspecto de ferocidad risible. Su plumaje opaco, sin lustre de ninguna clase, aparecía poblado, espeso, dándole un volumen que en realidad no tenía. Durante el día nadie se acordaba de él, y el pájaro tampoco se preocupaba por hacer notar su presencia, dedicado como estaba a dormir. Mas cuando comenzaba a anochecer, después de algunos breves chillidos, y sacudidas de las alas como para desperezarse, volaba hasta el suelo apisonado, rondaba alrededor de Tatí, pedía su ración de carne fresca, que muchas veces era Rosa o Misael quien se la daba, y

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después de ir de un lado a otro, levantaba silenciosamente el vuelo, para perderse en la oscuridad. No era que Tatí le hubiese perdido el cariño; era que el pájaro no le gustaba ya los manoseos y brusquedades de las manos del muchacho. Gustaba de su compañía, pero desde lejos, sin dejarse acariciar y desde que había aprendido a volar, y a buscarse el sustento en la sabana, no se dejaba agarrar, a pesar de las carreras y trampas que le ponía el muchacho para atraparlo. Ya no recibía de sus manos los trozos de carne fresca; a prudente distancia esperaba que se los arrojasen al suelo, y tomándolos con las garras volaba a su vara, y con el pico amarillo y corvo, los iba desgarrando glotonamente. Tatí se acostumbro a esa modalidad del Murruco, y terminó por dejarlo en paz; mas cuando el muchacho, desde abajo, gritaba a cualquier hora del día – muquitooo -, el pájaro le contestaba siempre, con aquel chillido suave y desapacible, que era el mismo con el cual había orientado a Galaí la noche que vagaba pedido por la sabana bajo el aguacero torrencial. La noche llegaba mansamente. Por entre la rojiza claridad del crepúsculo vino hasta el rancho, atenuado por la distancia, el piar de Pájaro Pollo. Después de mucho tiempo de no oírlo, Misael “paro la oreja” interrumpiendo su labor de recoger el café que se secaba en el patio. Lo escuchó largamente, y después de meditar un momento mientras miraba su escopeta colgada en la columna, dijo a Rosa: Hay ta otra vez el Pájaro jullero. Serán lagartos lo que ve, porque no han de ser venaos, ni cajuches. Repiquetea seguido como si juera gente, o animal grande – añadió Rosa desde el fogón, en donde preparaba una agua de limonaria para la fiebre de Tatí. ¿No será que ta insultando a Gugudú? El güio debe andar tan escaso e carne como nosotros, y tará mariscando cerca al monte.

Ese no va hasta allá; aquisito nomás; en el estero, tiene su comía – dijo la mujer y volvió a reinar el silencio. Horas más tarde dormía la sabana. También el rancho, con el techo estirado hacia el suelo, como para acoger mejor a sus moradores, dormía bajo la quietud. Sólo Galaí meciéndose en su chinchorro, repetía mentalmente las palabras de su mujer: “... repiquetea seguido, como si juera gente, a animal grande”. ¿Qué quería decir con esto su mujer? III El zarpazo fallido resultó ser el postrero. Anduvo toda la noche a lo largo de la Mata de Monte, después de haber rondado por la sabana inútilmente. Varios días llevaba sin comer, y sus entrañas voraces, urgidas por el hambre, reclamaban la presa, cualquiera que ella fuese. Con los ojos brillantes, afiebrados, en los que comenzaba a anunciarse la ferocidad ciega de su raza, contempló el desfile de monos araguatos, que, de árbol en árbol, de rama en rama, haciendo alarde de agilidad y de acrobacia, cruzaban por la copa de los árboles más altos, luciendo el rojizo vellón de su pelamen brillante, que hubiera querido desgarrar en busca de la entraña caliente, palpitante, que calmara el suplicio de sus hambres atrasadas. Trepó a un laurel negro, hasta el lugar en que lo permitía la bifurcación de las ramas, con el propósito de alcanzar la copa, y sus ojos, cada vez más inyectados por la rabia, tuvieron que resignarse a mirar el fugitivo desfile de los araguatos, que, sin dar muestras de alarma, sino riendo y haciendo morisquetas al intruso, escapaban fuera de su alcance. Cuánto hubiera dado por atrapar uno de aquellos monos; ella, que la mayoría de las veces mataba a sus víctimas para abandonarlas luego, sin tocarlas.

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Sobre una rama gruesa, casi horizontal, se tendió afirmando sus garras en la corteza y con la cabeza en alto escrutó la sabana en actitud inmóvil. Sabia de la existencia del rancho. Muchas veces el viento trajo hasta su nariz el olor acre, odiado y temido, de Galaí y de los suyos. En la sabana tropezaba, también, con las huellas y rastros del hombre; mas su instinto la alejaba siempre de aquellos lugares, que había considerado siempre como sitios de peligro. La tarde anterior, escondida entre la maleza baja, a la orilla del monte, permaneció mucho tiempo recibiendo en plena nariz las fuertes emanaciones, llevadas por el viento, del sudor de los habitantes del rancho, cuyo trabajo las hacia más constantes e intensas. Desde la rama a donde había trepado veía, bajo el sol de la mañana, la quietud del rancho silencioso, que se agazapaba en medio de la sabana queriendo pasar desapercibido. El penacho de humo se había extinguido desde el amanecer, cuando apurado el trago de café, Rosa y Galaí se dirigieron al conuco, a recoger el resto de la cosecha del café. Pasaba el tiempo y los ojos de la fiera no se apartaban del lejano rancho. De repente, una figurilla menuda, un poco más crecida que un araguato, apareció en el patizuelo del rancho. Era el Galaí pequeño, el inquieto Tatí, que atormentado por la sed de las fiebres, bajó del zarzo en busca de agua para refrescar su garganta. Sus endebles brazuelos levantaron el taparo de agua fresca hasta la boca, y colmada su sed, se sentó en el suelo, a la sombra, más pálido aún y con los ojos brillantes que la fiebre hacía aparecer más negros. Balacú lo vio, y un estremecimiento de hambre y cólera revueltos, erizaron su pelamen desde la nuca hasta la cola. Silenciosamente se deslizó hasta el suelo, y al enderezar la marcha por sobre la capa de hojas secas, en dirección a la

sabana, la voz de Pájaro Pollo le hizo levantar la redonda cabeza. Pío, pío, pío. Desde ayer tarde el maestro de caza está pensando y no se atreve. Zamará, como cuescos y todos los habitantes de la selva han huido, pero... queda la mejor presa. Si yo tuviese hambre, y también las garras del maestro Balacú, ya habría comido. Cuentan las leyendas que la carne de Galaí tiene el sabor de todas las carnes juntas. ¡Quién pudiera comerla! Con la cola estirada, los ijares flacos y hundidos, y la boca entreabierta, Balacú adoptó la marcha de caza, dando un largo rodeo, e interrogando a cada paso a la brisa que traía frecuentes olores. Llegó al estero y después de cruzarlo recibió no solamente en la nariz, sino en las fauces entreabiertas, cada vez más intenso y más cercano, el olor de pequeño Tatí, que sentado ahora sobre el bulto de sarrapia, bajo el sopor de la fiebre, miraba hacia el bosque, tratando de interpretar los chillidos de Pájaro Pollo. Levantando la enorme cabeza para gustar más intensamente el olor de la presa cercana, Balacú se detuvo para estudiar el terreno. Miró de un lado a otro. Por fin se le presentaba la ocasión de realizar el más grande de sus sueños, ¡darle caza a Galaí! Avanzó pausadamente, con los músculos tensos, rozando casi el suelo con el pecho; anhelantes los ojos y entreabierta la reseca boca. Nunca, hasta el momento, la emoción de la caza había sido más intensa para la vieja tigra. Gustaría por primera vez, en su ya larga y accidentada vida, el sabor de la carne prohibida. Por primera vez sus colmillos se hundirían en aquella presa tan temida de todos, y que tan cercana y descuidada tenía ahora ante sí. Apenas unos metros faltaban para desembocar al patio del rancho. ¿Cómo se batiría Galaí? Balacú, por su parte, saltaría de pronto, según la vieja táctica, y con las garras extendidas haría presa en el cuello de la descuidada víctima. De dos zarpazos la destrozaría. Después vendría el festín.

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Un ligero rozar de la paja a es espalda, como si la agitase el viento, le hizo volver la cabeza, en el momento mismo en que un golpe poderoso se descargó sobre una de sus patas traseras, y sujeto como por una tenaza, el felino fue arrastrado violentamente, como un guiñapo. Un rugido, no ya de ataque sino de defensa, se escuchó entre la paja que se revolvía como azotada por el huracán. Tatí dio un brinco de susto, y en carrera se dirigió a buscar la escalera para esconderse en el zarzo. Ponía el pie en el primer travesaño cuando un segundo rugido lo detuvo, y vio cómo en el borde mismo del patio, entre la paja, se revolvía una masa deforma, voluminosa, en que alternaban colores diversos, pues por entre los gruesos anillos del cuerpo de Gugudú, asomaba el dorado pelamen de la tigra, cuya cabeza y parte anterior del cuerpo se movía de un lado a otro, atacando unas veces y tratando de desasirse, otras. El nudo se hacía cada vez más compacto, más grueso, envolviendo a la tigra; y a medida que el güio apretaba sus anillos, formando uno nuevo, la tigra rugía más. Rodaba aquella masa de un lado a otro; ya en el centro del patio o ya entre la paja, entre ronquidos sordos, silbidos aterradores y golpes de zarpa. El Murruco, despierto por los rugidos y la batahola, escuchaba desde su vara entreviendo apenas lo que sucedía en el patio. Sin saber en el fondo de qué se trataba, el pequeño Tatí se dio cuenta de que su amigo Gugudú había cogido una presa, y estaba peleando para matarla y comérsela. ¿Tendría hambre, acaso no hacía muchos días que en el rancho no se comía carne, también? La lucha se acercaba a su fin, en medio de una batahola macabra. Ya Balacú no rugía, apenas hacía el último esfuerzo para librarse de los anillos del Güio que la envolvían por completo. Tan certeramente había atacado Gugudú desde el principio, que la tigra no había podido defenderse. Su musculatura toda, aprisionada, envuelta como en una red de acero, que se iba estrechando lentamente, de nada le servía; pues no podía ya ni moverse y mucho menos intentaba huir. Entretanto en

el conuco se habían escuchado los rugidos. Galaí, arrojando al suelo la tapara en que recogía el café, apenas pudo gritar, “el tigre” y como una flecha desapareció seguido por Rosa. Durante un largo trayecto escucharon el continuo rugir. Después un largo silencio. Los ojos de la tigra queriendo salirse de las órbitas por la violencia del estrangulamiento, fueron tornándose opacos, vidriosos. Y a medida que los anillos se iban cerrando, más y más, se escuchaba un macabro y sordo rugir de huesos rotos. Tatí, olvidando su fiebre, agitaba las manos y daba ánimos a Gugudú, llamándolo y saltando de gusto iba de un lado a otro, siguiendo las evoluciones del güio, que había terminado por envolver del todo el cuerpo de su adversario. Había cesado la lucha. El cuerpo de la tigra, doblado en varios repliegues, resquebrajado y blanduzco, iba quedando sobre el piso, a medida que el güio deshacía sus anillos lentamente. Fue en esos instantes, cuando sin sombrero, pálido el rostro, jadeante, y con el cuchillo desenfundado, llegó Galaí. Una rápida ojeada le hizo comprender lo que allí había pasado. Con su hijo en los brazos el llanero no sabía si llorar, o reír, o agacharse hasta el güio para acariciarlo. Sin acertar a decir una palabra, ni interrogar al niño, quedó como alelado; iba de un lado a otro, como un autónoma, con su hijo en los brazos y sin apartar los ojos del güio y de la tigra, que tendida de costado, alargada como una hebra de hilo, muerta, dejaba escapar gotas de sangre por la nariz. Solamente a la llegada de su mujer el hombre volvió en sí. Virgen de Manare – exclamó ésta y prorrumpió en sollozos. Entonces Tatí, que había soportado en silencio la fuerte presión de los brazos de su padre, que lo apretaban contra el pecho, le dijo.

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Bájame papá, que me teney apretado el buche y me ta doliendo. Momentos después se oían en el rancho comentarios alegres, una piel fresca de tigre se secaba al sol, y se ultimaban los preparativos para el viaje a Matepalma. Cerca del rancho, entre la paja, Gugudú había terminado con el festín, y allí mismo se preparaba a dormir el sueño de la digestión. Tatí, que por sus padres vino a saber que había corrido un gran peligro, se paseaba ahora, jactancioso, por el patio haciendo comentarios sobre lo que había visto algunas horas antes. JORNADA DÉCIMA La copla llanera. – En el caney suena un galerón. I La “fundación” de Matepalma, sobre la ribera izquierda del Pauto, era de clásica construcción llanera. Paredes de bahareque y techo de palma. Cuatro habitaciones formaban la llamada casa grande, residencia de los blancos; y dos caneyes independientes el uno del otro, para peonada, vaqueros, trojes y arreos de vaquería. Aparte de los guindaderos para los chinchorros, único adorno de las paredes, el moblaje consistía en seis butaques rústicos, fabricados en Orocué, los cuales aparecían unas veces en la cocina y otras regados por el patio. En el cuarto de Víctor Ramón, demás de su chinchorro, había una cama de metal, oxidada, que en un tiempo fue el lecho del viejo Ramón, su padre, y que ahora servía para aislar de la humedad del piso a una carga de petacas de cuero crudo, que en vida del viejo iban sobre la mula, llevando el bastimento; ropas, dinero y cuanta impedimenta era necesaria para un viaje de doce días, a lomo de mula, desde el hato hasta Sogamoso; o de esta ciudad a la llanura, con encargos y provisiones para varios meses. Víctor Ramón nunca abría aquellas petacas que guardaban, junto con las ropas de campo de

su padre, los más dulces recuerdos infantiles. Pues fueron muchas las veces que se escondió dentro de ellas, huyendo de las horas de colegio. En un rincón, una mesa; sobre ésta muchos libros, revueltos con los enseres de afeitar; frascos con quinina, cigarrillos, una palmatoria con la vela a medio consumir; libros de cuentas, y rodando por todas partes, sin encontrar descanso, una corbata que Víctor Ramón no se puso nunca, y que nadie se atrevía a arrojar a la basura, pues inspiraba algo así como respeto. Completaba el ajuar de aquella pieza un viejo arcón de madera oscura y gruesa. Andaban revueltos allí una cantidad de objetos diversos. Espolines oxidados, de rodajes enormes y agudas; estribos de aro, de cobre; medicinas, pertrechos de caza, botainas para gallos de riña y todo un arsenal de cosas heterogéneas que para nada servían, pero que nadie se atrevía a arrojar del arcón; pues era fama que aquella vieja caja atesoró, durante muchos años, todo el oro que circulaba por los llanos, cuando Matepalma era la capital ganadera de la región, y cuando el viejo Ramón era un especie de califa llanero, a quien arruinaron posteriormente las guerras civiles. A un lado de la puerta del cuarto, en el corredor, una caramera (78) de venado de catorce puntas servía de percha. La piel de la cara del ciervo, apolillada, había desaparecido hacía mucho tiempo, dejando al desnudo los huesos amarillentos y sucios. En uno de los candiles aparecía colgada una soga, bastante usada y suave como un guante. Aquella cabeza de ciervo llanero era el único trofeo de caza, y también, el único adorno que aparecía a todo lo largo del ancho corredor. A la cabecera de la cama, colgada de una estaca ligeramente enmohecida por la falta de uso, aparecía la faja de cuero charolado negro, cundida de dibujos bordados con hilo amarillo, ancho y pesado, con varios bolsillos de tapas retorcidas por el uso y la vejez. Metido entre su funda, con las cachas nacaradas y brillantes, dormía el sueño de los recuerdos el revólver del viejo, pendiente de la faja y señalando con su grueso cañón, como si fuese el dedo de una mano, la vieja cama y las petacas que dormían, también el sueño de las cosas veneradas, que precisamente por serlo, se van cubriendo de polvo y saturando de olvido.

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Desde días atrás había comenzado a llegar la peonada, junto con algunas mujeres. Unos venían únicamente a la temporada de vaquería, y otros a establecerse definitivamente en Matepalma. Luis Cubillán había sido contratado como ayudante del caballericero, y su mujer atendía ahora a las labores de la cocina, que iban creciendo, a medida que la gente aumentaba. Anselmo Manzano, don Girón, Crisóstomo, Francisco Carpio, el tuerto Moisé y Plácido, para las vaquerías. El negro Jaspe, que atendía al ordeño y al mismo tiempo hacía de pinche, y cuanta ocupación menuda se presentara; y por último Misael, que desempañaba las funciones de caporal general, su mujer, y también Tatí. Matepalma, pues, volvió a vivir la alegría sana y regocijada de los días de trabajo, en que el chiste y la ironía graciosa del llanero revientan en forma de estruendosas carcajadas, que volaban de caney en caney, mezcladas con alegres tintineos de estribos, relinchos, voces y gritos. II El negro Jaspe, como de unos 35 años, era un hombre feliz. Amaba con locura el aguardiente, y su temperamento alegre y dispuesto se acomodaba a toda clase de oficios. Hábilmente eludía el rudo trabajo de la sabana; prefería quedarse en la casa fumando un largo tabaco. Rondaba por la cocina tras el sorbo de café tinto, haciendo reír a las mujeres con la gracia de su lenguaje ágil y suelto. Le sobraba tiempo para todo, de ahí su fama de medio holgazán. Algunos decían que era del Cauca, otros que venezolano, por las narraciones que hacía de El Guárico y Apure, en donde, según decía, había pasado su juventud. Lo cierto del caso es que nadie sabía el origen del negro, ni éste daba su brazo a torcer. Más al hablar de Arauca, el negro ponía toda su alma al describirla como la mejor suidá de los Llanos todos.

Cantador admirable, repunteaba el pimpom (79) con ciertos asomos de artista, y sacudía las maracas con la misma soltura con que movía las piernas al bailar un torbellino, o un joropo llanero. Ya bien entrada la noche, después de un trabajo de reparación a los corrales, y a la cerca de paloapique (79ª) que rodeaba la casa, la peonada descansaba bajo el cobijo fresco del caney. Esperaban los primeros aguaceros, que debían presentarse muy pronto, para trabajar el ganado cimarrón. Esa misma tarde, junto con algunas provisiones, había llegado de Orocué el famoso ron blanco, y Víctor Ramón para tener más contenta a su gente, les anticipó dos botellas para que pasaran el rato. Menudeaban, pues, los palos (80), y entre saboreos y carcajadas, el negro Jaspe apareció con las maracas saliendo de la cocina. Ramón, que reposaba en el corredor, fumando cigarrillo, al sentir que el negro iniciaba con las maracas un alegre son, se dirigió al caney en donde estaba reunida la gente, y tomó asiento allí, en el butaque que le cediera uno de los vaqueros. ¡Vamos a cantá, negro! – gritó Crisóstomo, quitándose el sombrero, y destacándose entre el grupo de hombres. Allá voy, manito – y acercándose a Ramón, seguido por los muchachos, sin dejar de tocar las maracas, cantó: Aquí ta don Ramóncito Que es un blanco muy decente, Que primero da el trabajo Y después el aguardiente.

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Una salva de aplausos y gritos saludó al negro. Crisóstomo con su tabaco en la mano y en la otra el sombrero pelueguama, se acercó a ramón para contestar la copla. El señor don Ramoncito Que es un hombre tan bizarro, ¿Me prestará su candela Pa Encender este cigarro? Risas y abrazos, el ron comenzaba a surtir su efecto, y en medio de todos, riendo también, como si fuese oro vaquero más, Ramón rastrilló la cerilla que alargó encendida al mozo. Misael, cuyo carácter de caporal mayor le hacía observar cierta compostura para con los vaqueros, se acercó a ramón. -

¿El blanco se toma un palo?

Claro, Misael, tráigase unas botellas más, o mejor un garrafón lleno. – Aquella fue la orden, la autorización para el desbordamiento de alegría, franca y sincera. Los chinchorros fueron recogidos de los guindaderos, el caney se despejó de monturas y cuanta impedimenta rodaba por el suelo, y las mujeres fueron apareciendo de una en una, sin que nadie las llamase, con la cara lavada, y húmedos aún los cabellos por el reciente tocado. Entre todas, Rosa era la más fresca. Quizás no era la más joven, pero si la más bonita y mejor acicalada. Llevaba sobre la sien, entre el pelo, una flor roja de Paluecruz (81), que hacía más encantadora su palidez morena. El negro Jaspe agarró el pimpom, e inició el repunteo de un galerón, que acompañaba Misael con las maracas.

iniciar el baile. Luisa, una morena de 20 años, sobrina de don Girón, bonita, y con un cuerpo espigado y airoso, se destacó de entre el grupo de mujeres, esperando tener el honor de ser la elegida por el blanco. Más éste, alargando la mano a Rosa, la atrajo suavemente e inició los primeros pasos del baile. Nadie más saco pareja; se daba en esta forma una muestra de respeto, de consideración hacía el patrón, que más que amo, era un compañero cordial y buen amigo. Las manos del negro jaspe bailaban sobre los trastes y cordaje de la enorme bandola, arrancando una música que solamente en el Llano se puede oír. Allí nació, inspirada por el ambiente, por la soledad caldeada de las pampas; por el trabajo rudo y heroico, envuelto en un celaje de brava poesía; por el amor tormentoso y a la vez suave del llanero, que no quiere saber nada que no sea su caballo, su mujé y su Llano. Allí está el galerón, vivo, como un color más en la bandera de la patria. Ardiente como un borbotón de sangre que se escapa del pecho, al golpe de un puñal alevoso y vengador. Allí está el galerón, vestido de liquiliqui y cotizas, con una soga en el brazo, esperando al rapsoda que lo coloque en el sitio que han usurpado otros aires que son ajenos, extraños, que no tuvieron el abolengo de haber animado, con su ritmo cálido, el alma de los llaneros, cuando morían de hambre y frío en los páramos de Pisva, tras el caballo de Bolívar, sin lanzar una queja ni un reproche. Allí está el galerón, como el símbolo escondido de una raza idealista, valiente y olvidada. Galerón vámole dando Con tripas y corazón Que en la orilla pica el bagre Y en la mitá el valentón. Iniciada la copla por el negro Jaspe, Misael contestó:

La música alegre, original, castamente original y sencilla inundó el caney. Todos guardaron silencio, y hubo un momento de expectativa cuando ramón, en mangas de camisa, se dirigió al grupo de mujeres para sacar pareja e

Blanco, ya que ta bailando Dígamele a su pareja, ¡Que me regale esa flor!,

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Que carga tras de la oreja. Rosa de detuvo para desprender la flor de sus cabellos, y Ramón la condujo del brazo, entre las risas y aplausos de los vaqueros, hasta el rincón en donde estaba Misael. Le quitó a éste las maracas y entregándole a su mujer le dijo: Baila, caporal, con tu mujer. – El galerón continuó. Tomaban parte ahora todos los que encontraron pareja. Ramón, sonriente, tocaba las maracas, acompañando al negro Jaspe, que se sentía más feliz que nunca, mano a mano, que marcaba el ritmo cual si fuese un consumado músico. Ora que la paja pica Y el gramalote florea, A las mujeres les gusta El hombre que se menea. - ¡Vamo al tigre, ante que lo pero lo muerdan! - gritó el tuerto Moisé, echándose un palo doble, y con su ojo único puesto en Luisa, a quien enamoraba sin ser correspondido del todo, soltó la copla, agitando en el aire el sombrero. No quiero que me mirei Prenda que me desdeñai, Si no merezco la vida ¿Por qué no me la quitai? Luisa reía, feliz, al sentirse cantada y amada en aquella forma romántica y dulce, pero el ojo blanco de Moisé... “Ay ese ojo blanco – penso – es lo que no me deja quererlo” – y su compañero de baile, Plácido, que también andaba tras el amor de la llanera, dejó de bailar y sin soltar su pareja, contesto la copla: Ah bonito que es mirá Un tuerto cuando enamora, El ojo güeno se alegra Y el otro apenas le llora.

Y me causa mucha risa Ver un tuerto enamorao, Por verle relampagía El ojo que liá quedao. Efectivamente, el ojo de Moisé, ante las coplas, relampagueó pero no de alegría sino de tristeza, de tristeza honda, entre la explosión de risa de sus compañeros. Sabía que con su ojo tuerto no llegaría hasta el fondo del corazón de una mujer. Bajo aquel convencimiento, se sintió derrotado, y sin agitar ya por el aire el sombrero, replicó: El mundo es un campamento Y la vida una batalla, Siempre la lleva perdida El hombre que sufre y calla. El negro jaspe, adivinando el dolor de su amigo, que siempre tenía para él un buen tabaco que obsequiarle, se puso de pie y sin dejar de tocar el pimpom, replicó: El hombre que sufre y calla No se encuentra donde quera, No hay corazón como aquel Que sufre, calla y espera. Circulaba el ron por el caney de mano en mano. Las mujeres tenían brillantes los ojos y sonrosadas las mejillas. Ramón estaba feliz. Sentado en medio de todos, y gozando con la alegría de sus muchachos. Las mujeres charlaban alegremente, sin empacho alguno por la presencia del patrón. La fiesta continuaba cada vez más animada y cordial. El negro Jaspe, alegre como el que más, no dejaba el pimpom y con sus ágiles dedos repiqueteaba el cordaje modulando sones, joropos, corridos y ahora un nuevo galerón. Galerón vámole dando Con tripas y corazón

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Quel pendejo amarra el bongo Aunque venga el patrón.

Algo dijo el negro al oído de Misael, y riendo ambos, canto el primero:

Galerón vámole dando Con tripas y corazón, Quial pendejo no le afilan Aunque pesque en ribazón. (82) Don Girón, siguiendo el ritmo, desde el lugar en donde estaba mirando bailar, cantó: Voy a ensillar mi caballo, No el moro sino el rosao, Que me vine a Matepalma A repuntiar el ganao.

La negra que ta bailando Tiene el pelo ensortijao, Parece raboe cochino Cuando ta recién lavao. Ramón reía hasta reventar. Las mujeres y los vaqueros por igual celebraron el chiste con ruidosa carcajada, sin que por ello la negra depusiese su actitud afectada de gran dama. Anselmo Manzano, que era su compañero de baile, haciendo gran esfuerzo para no reír en la cara de la negra, salió al ruedo obligadamente. La negra que ta bailando Tiene el pelo ensortijao, A mí no me importa nada Siendo güeno su bailao.

Misael no le dejó concluir; cambiando el tono replicó: Si me viene un toro bravo Lo dejo cachiclavao, Pa decile a don ramón Así se colea el ganao.

Y el negro Jaspe, como rayo, repuso: La negra que ta bailando Tiene el pelo ensortijao, ¿Nada le importa al Anselmo Que le güela hasta el bailao?

Rosa bailaba con el caballericero. A ella le cantó el tuerto Moisé: La dama que ta bailando Parece una Santa Rita, A naide le quebro güeso Con decile qués bonita. Entre las parejas había una negraza que, con la mujer de Cubillán, había llegado a trabajar al hato, y como el negro Jaspe no simpatizara mucho con ella, por haberle negado alguna vez una taza de café que le pidiera en la cocina, encontró el momento de vengarse. Vio como bailaba airosamente, sacudiendo sus gorduras y aparentando una juventud que había pasado hacía mucho tiempo.

Allí fue el reír de todo el mundo. Y lo gracioso del caso, fue que la negra reía también, sacudiendo el grueso promontorio de su busto, y mostrando su dentadura blanca y desportillada, como el teclado roto de un piano. Sus ojos, que blanqueaban también como sus dientes, en el panorama negro y adiposo de su cara grasienta, se clavaron en el negro Jaspe, con el brillo y fiereza de su ancestro de fiera africana, y dejando de reír le dijo: ¡Gua, con el zambo pa irrespetoso! ¿Y vos a qué goley? -

A cajé tinto, mi negra, al puro cajé que me negaste.

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Tengo quiandar corcovao. Hubo un momento de quietud, que aprovecho el negro para afinar las cuerdas del pimpom, sin dejar de reír. Ramón, con los brazos cruzados y con el butaque recostado contra la columna del caney, contemplaba la fiesta con la satisfacción sana de quien ha proporcionado un momento de alegría a los demás. A pesar de los continuos asaltos al garrafón, todavía quedaba aguardiente para unas tandas más. El blanco se había metido sus palos como los demás, pero en su alegría tomó nota de la actitud dolida, humillada quizá del tuerto Moisé, que con el ala del pelueguama caía sobre el ojo blanco, con las manos apoyadas sobre las rodillas, le relampagueaba el ojo, siguiendo los pasos de la voluble Luisa que no se daba por aludida. De pronto el negro afinando el instrumento se dejo oír. Si el gavilán se comiera Como se come al venao, Ya me lo hubiera comío Al gavilán colorao. Gavilán pío, pío Gavilán pao, pao, Con candela se endereza El palo ques corcovao. El tuerto, entonces, sacudiendo su tristeza y quitándose de nuevo el sombrero, como si sintiera el aleto de la inspiración sobre la frente ruda, tomó el pie de la copla para cantar, echando afuera el pecho, y seguro de si mismo otra vez.

Fue ahora a Luisa a quien le relampaguearon los ojos. Si fue de cariño o de vanidad aquella mirada, nadie lo supo en el fondo, y entre el silencio general, pues ahora nadie bailaba, el negro dijo su canta. Echeme la bendición Padrino, si soy su ahijao. Pero no me lleve a Arauca A cambiarme por ganao, Cámbieme por una mula Pa quiande bien montao. Gavilán pío, pío, Gavilán pao, pao, Quiero tar junto a mi negra Aunque sea crucificao. Interrumpió la copla un ruido de cabalgaduras en el tranquero, al tiempo que alguien, desde el exterior, saludó en la oscuridad. -

Nooooches.

III Misael tomó una vela y seguido de algunos muchachos se dirigió al tranquero, a ver quién llegaba a horas tan desacostumbradas al tránsito por las sabanas.

Con candela se endereza El palo que ta torcío, ¿Quién me pudiera sacar Lo que tengo aquí metío?

Abre hijo – dijo el recién llegado con voz humilde -, me agarró la noche en plena sabana, y el indio que me acompañaba se largo cuando íbamos a llegar a Guachiría.

Gavilán pío, pío, Gavilán pao, pao, Pa no asustar a mi negra

Es el Padre Alberto, mi blanco – dijo en voz alta don Girón, descorriendo las varas del tranquero para dar paso al jinete.

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-

habían llevado, también, las vestiduras y ornamentos sacerdotales.

Hágalo seguir.

Reunidos en el corredor, a la luz de las velas, mientras algunos vaqueros quitaban la silla a la mula, el padre contó la breve historia. Venía de La Parroquia y se dirigía a la morua (83) de Santa Rosalía, en su misión de catequizador de indios. A pesar de conocer la sabana, el guajivo que le servía de guía lo había extraviado en las costas del Guachiría, y huido con algunas chucherías destinadas a los mismos indios. ¿Padre, se toma un aguardiente? No hay más que ofrecerle en el momento, en tanto que le preparan algo – dijo Ramón.

¡Vamo al cajé que nos cojió el día! Carpio y Crisóstomo a empujar los madrineros (84) pal bancoe Matemalino, onde ha de salir el levante (85) del ganado – ordenó Misael terminando de amarrar la soga en el soguero de su silla. Reino un momento de silencio en el que se oía el ruidoso sorber del café caliente y aromático, que apuraban los vaqueros a grandes sorbos. ¡Vamo al tigre antes que lo muerdan lo perro! – dijo alguno.

JORNADA UNDÉCIMA

¡Arza arriba, muchachos, ligerito y bien soguiao! – se escuchó de nuevo la voz de Misael, y entre la sonajera de la lluvia se oyó el escape de la cabalgada que se alejó hacia la sabana, con el rumor de un trueno lejano. El Padre Alberto dio una vuelta en su chinchorro y de dejó sumir en el agradable sueño de la mañana. Cuando despertó de nuevo era ya bien entrado el día y la casa permanecía silenciosa, como una colmena vacía.

Como se enlaza un toro y se enamora una mujé. – El rodeo. – La escapada final.

Al salir al corredor, alguien lo saludó desde la cocina, y Rosa se apresuró a llevarle el café.

- Gracias don Ramón, no tomo nunca. Métase un palo, Padre Alberto, alegre el cajel cuerpo pa que pueda descansá – añadió el negro alargándole una copa rebosante de ron.

I A las cuatro de la mañana llovía copiosamente. El Padre Alberto, en la habitación contigua a la de Ramón, enfundado en su chinchorro, sintió cuando el blanco, se levantaba precipitadamente. Del caney en donde dormían los vaqueros, y de la cocina, llegaban voces, ruidos y piafar de caballos a los que parecía se ensillaba apresuradamente, entre el tintineo argentino de frenos y de estribos. El Padre Alberto no había podido dormir. Junto con lo que él llamaba chucherías destinadas a los indios, se

-

¿Y don Ramón?

Salieron remontaos (86) pa la cimarronera (87), dende la madrugada. Del corral llegaba la voz del negro Jaspe, que les hablaba a las vacas en el ordeño. ¡Mariposa, Mariposa, déjate acaricia que teney lleno el almacén!

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Las mujeres se apresuraron a saludar al Padre. Lo rodearon con curiosidad respetuosa, en tanto que el religioso la emprendía con el parco desayuno de tajadas, carne y café. II Por el extremo del corredor, con una tapara rebosando de espumosa leche asomó el negro en dirección a la cocina, y viendo al padre rodeado por las mujeres, puso la tapara en el suelo, corrió al caney y apareció de nuevo con las maracas. Sacudiéndolas se acercó al grupo entre un silencio hostil, pues nadie encontró bien la música a aquellas horas. La negra que lo detestaba con toda su alma desde la noche anterior, lo increpó. -

¡Ese zambo ta borracho, Padre, no le haga caso!

El negro, sin inmutarse, mirando al misionero con ojos risueños y trasnochados, le espetó. Reverendo Padre Alberto Hágame una regalía, Que me alcance pa la sal El jabón y la comía. Reverendo Padre Alberto Hágame una regalía, Emprésteme cinco pesos, Haga una gracia algún día... El padre rió de buena gana, pasándose el pañuelo, a guisa de servilleta, por los labios carnosos y pálidos. -

Te los daré, mas con una condición.

-

¿Cuál, mi Padrecito?

-

Que dejes de tomar aguardiente.

Ah, ocurrencia de mi Padre. ¿Por qué no me dice, más bien, que me güelva blanco?

Bajo el amanecer lluvioso, los jinetes en pequeños grupos se aproximaban a Matemalino. Era este lugar un banco de sabana alto, seco y despejado de monte; a donde el ganado salvaje o cimarrón acudía, huyendo de la tempestad que azotaba los cimbrapotrales (88) en donde vivía en completa libertad, sin haber visto nunca a hombre alguno, ni ser molestado jamás. Desde días atrás, los madrineros fueron apartados del resto del ganado manso, y dejados sobre la ruta de Matemalino en un potrero recientemente cercado, que encerraba parte de la sabana con una pequeña mata de monte y un jagüey. (89) A este potrero llegaron Carpio y su compañero, cuando apenas comenzaba a clarear, y sacando los novillos, los guiaron hacía a sabana, donde debía salir el desagüe (90) de ganado cimarrón, acosado por los jinetes del levante. -

¡Joco, Jo, Jo, joooo!; corriendo güey viejo.

El blanco vale una plata, porque hay otros patepelúa... con más hambre que pelos tiene un cuero. Taba güueno el ron, ¿verdá manito? Y purito regalao, otro nos cobra un ojo. ¡Espaaaa novillooooo! En el amanecer, bajo la lluvia, se sentía el chocar de las astas de los madrineros, empujados al trote por los muchachos. Entretanto los demás vaqueros, dando un amplio rodeo, se acercaban al cimbrapotral, que era una sabana inmensa, cubierta de monte bajo, espeso e intrincado, en el cual el cimarrón se refugiaba durante el día, como en una fortaleza. Escasamente a pie, y agachándose, podía un hombre aventurarse por aquel laberinto de senderos angostos, abiertos entre la maleza

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erizada de espinas y de obstáculos. Estos caminillos, desembocando el uno en el otro, formaban un verdadero laberinto, en el cual podía perderse el llanero más avisado. Generalmente, en dichos caminos no era raro encontrar, como el dragón de los cuentos que guarda la entrada a una gruta, a un inmenso torón, haciendo su jay o durmiendo perezosamente. Llovía copiosamente cuando los primeros jinetes llegaban a la linde del cimbrapotral, para desplegarse en forma de abanico hacia la sabana despejada, arreando el ganado que había salido de su refugio huyendo de los truenos y la lluvia. ¡Arriar parejo, chico y grande, muchachos, cuanto caiga! – grito Ramón viendo el barajuste de las reses que escapaban a todo correr. -

¡Ja, jajá, bichoooo!

Las sogas iban arrebiatadas a la cola de los caballos y recogidas en cagaleriada o cadeneta, quedando atada en el soguero de la silla solamente la parte de rejo indispensable para enlazar de cerca, y a la carrera. Los caballos de trabajo, maestros en el rodeo, volaban tras de las reses bravías empujándolas, en grupos compactos, hacía los médanos de Matemalino, en donde los madrineros, hábilmente colocados, formaban una bolsa o semicírculo, esperaban el chorro de ganado cimarrón con la cabeza levantada, atentos y graves, verdaderamente empapados de la misión que les tocaba cumplir. Desperdigados por la sabana, a todo correr, los jinetes trataban de reunir los hatajos dispersos, arreándolos siempre hacia el lugar convenido. El cimarrón, en principio, aceptó ser conducido en aquella forma. Más, viendo que los jinetes estrechaban el cerco móvil, en el cual trataban de encerrarlo, comenzó a disparar hacia los costados. -

¡Hay te sale!, tuerto Moisé.

-

Bichoooo, ja, ja, ja.

¡Ooooora, ooora, ooora! – Y un torón, un viejo padrote encerao (91), de astas larguísimas, como dos antenas curvas, se desembarazó (92) hacia la sabana, seguido por un grupo numeroso de reses que, con la cola en alto, buscaban la libertad. Los caballos, con el cuello estirado y sin esperar orden alguna, volaron sobre la paja de la sabana, tratando de alcanzar la cabeza del grupo de reses fugitivas, para hacerlas volver hacia el rodeo, que guiado por los demás jinetes, no podía detener la marcha. Resonaba el piso de la llanura como un tambor ronco, golpeado por el tropel de los cascos de la torada fugitiva, seguida de cerca por los veloces caballos llaneros. ¡Bicho viejo, te voy a quitar la maña de cabestriar el ganao! Inclinado sobre la silla, rozando con las rodillas las ancas del ganado que corría atropelladamente, el tuerto Moisé se acercaba a las reses que iban a la cabeza del barajuste, entre las cuales el toro encerao abría la marcha. A medida que el caballo del tuerto dejaba atrás gran número de reses, el toro encerao, sin hacer caso de los gritos del jinete, corría levantando las ancas a una velocidad cada vez mayor. Se estableció un duelo de celeridad, en que competían el toro y el caballo del tuerto. El resto del ganado, reducido por don Girón y Misael, regresaba al grueso del levante, mientras el padrote con el jinete pegado a las ancas, devoraban la sabana perdiéndose casi de vista. El tuerto se agachó más, cuando la cabeza de su caballo llegaba a los ijares del toro. Alargando el brazo lo agarró por la cola, y dejando correr la mano hacia la extremidad cerdosa, se la envolvió en la mano. El caballo no esperaba sino la agachada del jinete, sabía lo que tenía que hacer. Pegándose al torón se supero en velocidad y se abrió hacia la izquierda, cuando el brazo del tuerto, de una delgadez acerada, levantaba al toro por la cola para hacerlo rodar como una pelota entre el pajonal.

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- ¡Bicho viejo, carajo! El caballo se detuvo, mientras el jinete, apeándose, lo prensaba con las riendas a la cabeza de la silla, para evitar que escapara. Una vez en el suelo, soltó el pedazo de cobija roja que llevaba enrollado a la cintura, y desenfundado el pequeño cuchillo, se enfrentó a la fiera. Delgaducho, pálido por el esfuerzo y la emoción; con el ojo blanco que lanzaba destellos, Moisé era un pelele, un muñeco despreciable frente a aquel castillo con astas, que repuesto de la revolcada, se le vino encima agachando el morro y rozando el suelo con los cuernos. El tuerto lo esperó sin moverse. Agitaba apenas el trapo rojo, que voló por el aire como una banderola, trazando un círculo aéreo, cuando el toro pasó bufando frente al vaquero, quien estiró el brazo con el cuchillo en la mano, y de paso desgarró la pierna del bruto, trozándole el femoral. El torón, deteniendo la carrera, vino a tierra como una catedral que se desploma. -

¡Paloe bicho pa trepao! (93)

Cuando alcanzó a sus compañeros, el golpe de reses desembocaba en el bolsón formado por los madrineros hábilmente distribuidos, los que mugiendo unas veces y corneando otras, trataban de apaciguar al cimarrón, que iba quedando encerrado entre el cerco de jinetes y toros amaestrados. Las estampías del cimarrón, hacia la sabana, se sucedían con frecuencia. Generalmente eran encabezados por los toros padres, o las vacas en celo. Despedía una res, y tras ella, como un torrente arrollador, se precipitaba parte del ganado en el momento menos pensado, y por diferentes sitios. El trabajo, pues, de caballos y madrineros era continuo. -

¡Ojo amigo, se desembarazó el bicho!

-

¡Jajá, novillooooo!

Esta vez fue a Plácido a quien le tocó reducir la desbandada. Montaba un caballo mosqueado, veloz y práctico en el trabajo, que se adelgazó como un hilo tras el grupo de reses. Siguiéndolo para ayudar, aunque muy quedados, iban Ramón y el tuerto. A la cabeza de las reses que huían, iba un mestizo de cebú, descendiente de un reproductor que el viejo Ramón trajera del Brasil, para mejorar la cría de ganado de Matepalma. Ramón al ver tan bello ejemplar, que quería escaparse, grito al vaquero: Hay que soguiarlo, Plácido, aunque se vayan las demás. No se van, blanco, aquí toy yo diacaballo – contestó el tuerto con los talones hundidos en los ijares de su mocho (94) -; cortemos el chorro y dejemos a Plácido con el bicho. – Efectivamente, parte del ganado volvió al rodeo obligado por el tuerto y Ramón, a excepción de un pequeño grupo, en el cual corría el cebú. Los vaqueros que habían conducido el ganado madrinero, entraron a reforzar la guardia reemplazando al tuerto y a Ramón, quienes volviendo riendas se encaminaron a ayudar a Plácido, ya que éste no había podido dominar el grupo de reses, entre los cuales había quedado el codiciado cebú. Los caballos corrían parejos, dando alcance al jinete y al grupo de reses. Perece que el Cebú o han soguiao, blanco; miré cómo se engolfa entre el grupo. Plácido boleaba la soga de la cagaleriada, esperando el momento propicio para echar el lazo. Lo arrojó cuando el tuerto y Ramón, exigiendo el máximo de carrera a sus caballos, hicieron torcer el rumbo a las reses. Silbó la soga

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por el aire, yendo a rebotar en las ancas del toro, al tiempo que el vaquero despechado, lanzaba una maldición. ¡Lo pelates, cochino! – rugió el tuerto, soltando del soguero su soga con una nueva cagaleriada -, te voy a enseñá cómo se enlaza un toro cuando ta machiriao (95), y cómo se enamorá a una mujé. Plácido era el rival del tuerto. La noche anterior había escarnecido su tuertera con unas coplas cobardes, cantadas teniendo del brazo a Luisa, y había bailado con ella todo el tiempo. Era el momento de vengarse. El ojo güeno se alegra Y el otro apenas le llora... Ceñido a la punta de reses, gritando como un demonio y boleando el rejo de enlazar, el tuerto parecía darle alas a su caballo. De repente lanzó el rejo en cuya extremidad se abrió, como un anillo, el lazo por el cual entró la cabeza del cebú. El caballo se detuvo maquinalmente, volviendo la grupa hacia el toro que huía, deshaciendo la cadeneta, cuya extremidad de hallaba fuertemente atada a su cola. El noble bruto, adiestrado en la escuela del trabajo, se estiró afirmándose en el suelo y levantando la cola, aguardó el fuerte tirón. El cebú, detenido por la soga atada a la cola del caballo, cayó haciendo rodar a otras reses, y medio ahorcado por la presión del lazo tirante, hizo por levantarse, pero ya las rodillas del tuerto se habían clavado en su costado, al tiempo que una de sus patas y la mano del lado correspondiente eran inmovilizadas por el maneador. El tuerto respiró, enderezándose. Con el ojo bueno oteó la distancia, viendo a Plácido y a Ramón tratando de encaminar el resto del ganado hacia el rodeo. Se inclinó de nuevo sobre el toro, y con el agudo cuchillo le perforó el tabique nasal, pasando por le hueco la punta de la soga, cuyos dos extremos fueron asegurados a la cabeza de la silla.

Hecho esto, montó. Una vez a caballo se acercó al toro que yacía tendido de costado, y sin apearse, se agachó hasta alcanzar con la mano el nudo corredizo del maneador que imposibilitaba al cebú para levantarse. Dio un tirón y enderezándose, espoleó al caballo que salió despedido, en tanto que el toro forcejeando se levantaba. Furioso, chorreando sangre, quiso embestir al jinete, pero éste que ya lo sabía, no le dio tiempo. Corría en zigzag, dando fuertes tirones a la nariz, y después de algunos momentos, viendo el toro la imposibilidad de escapar, se dejaba conducir como si fuese un buey manso. Plácido rumiaba en silencio la amargura de su derrota. Siempre había despreciado al tuerto, por eso, por el ojo blanco. Un hombre así no era, para él, un hombre completo. Hasta las mujeres lo despreciaban. ¿Acaso la misma Luisa no le había dicho la noche anterior? “Moisé, e güena persona, lo que no me gusta e su ojo.” Cuando el tuerto alcanzó al levante, metió al cebú entre las demás reses, soltando el extremo sin argolla de la soga, para dejar libre al toro. Plácido lo miró de reojo, fingiendo indiferencia. Si antes lo despreciaba, ahora comenzaba a odiarlo, alegrándose en el fondo de haberlo ridiculizado en el baile con aquellas coplas. -

¡Vaca vieja, jajaa!

Los madrineros, a los costados y a la delantera del rodeo, formaban un compacto cerco que impedía que el ganado despidiera hacía la sabana. Formando otro cerco, a prudente distancia se movían los jinetes. De vez en cuando algún toro, alzando la cabeza imponente, se detenía para olfatear el viento, mirando hacía la lejanía. Ojo, amigo, se va a desembarazar el bicho. Los caballos, con las orejas paradas, más atentos quizás que los jinetes, arrancaban súbitamente tras de la res que despedía atropellando cuanto encontraba a su paso.

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Bonito lazo el que le echaste al cebú, tuerto – dijo Ramón.

Qué tal si me salen puel lao tuerto, las enlazo a todas pa enseñarte a vos.

costillas de su contendor. Lo hacía retroceder hasta revolcarlo, acompañando la lucha con una música de sordos mugidos. Entretanto las hembras, con los ojos cansados y tendidas en grupos, apenas si prestaban atención a la tremenda lucha, ocupadas como estaban en la tranquila rumia, bajo la fresca sombra. Hasta el momento, todas las escapadas habían sido contenidas. Los madrineros, como un cordón de centinelas, rodeando al ganado salvaje, cumplían su misión cabalmente.

Y cómo al toro encerao sí le tuviste miedo, lo dejaste ir porque ese sí era un palo e bicho...

Abrase a la derecha, que al frente hay un bajumbal (97) – gritó Misael al vaquero que iba adelante.

¿Qué lo dejé dir? Mirá, aquí te raigo las guandumbias (96) pa que te las pongas en el sitio, a ver si aprendés a ser hombre -–grito enfurecido el tuerto, sacando de entre la piel y la camisa los testículos del toro que había desjarretado, y arrojándoselos por la cara a Plácido. El vaquero se mordió los labios, y su cara amarilla de palúdico se tornó terrosa, azotada por las palabras del tuerto y las risas de sus compañeros. Trotando unas veces, al paso otras, el cimarrón se encaminaba hacia los corrales de Matepalma, acosado por los madrineros y el continuo ir y venir de los jinetes. Rompiendo la marcha, para señalar el camino, iba un vaquero cantando en una tonalidad suave, acariciante, que entendían muy bien los madrineros, cuya actitud mansa y confiada contribuía a aquietar al cimarrón que, sin saberlo marchaba hacia la esclavitud del hierro, la oreja desportillada y la mutilación.

Es que puede reventar al ganao pal monte, caporal.

Jue que le salío puel lao del ojo güeno; pura chiripa – terció Plácido lleno de rencor, queriendo con la burla atenuar su derrota.

Hacía la derecha cerraba la sabana un extenso bosque, y al frente, cubriendo una gran extensión, se abría un fangal de varios kilómetros, que no podía franquear el ganado sin quedar atascado. Obedeciendo el mandato del caporal, el vaquero desvió la ruta para evitar el atascadero, acercándose a la mata de monte en busca de terreno firme para el paso. Reanudó el cantar y puso el caballo a trote. El mal paso había que cruzarlo rápidamente. Algunos vaqueros, encabezados por el caporal, reforzaron el cerco a lo largo del monte, para prevenir la fuga del ganado, que azuzado por los gritos se lanzó a la carera siguiendo a los madrineros. -

¡Se alborotó el ganao!

III

-

Ojo al toro negro, que va a salir despedido.

Allá lejos, en el cimbrapotral, quedaba la libertad, las inmensas sabanas de pastoreo; el morichal fresco, a cuya sombra los toros padres contemplaron el desfile de vacas y novillonas, que sumisas acudían a la ronca y apasionada llamada. Allá quedaban, también, los recuerdos de las luchas a muerte, cuando el vencedor de los aspirantes a capitanear un hatajo, hundiendo medio cuerpo entre las

-

Aquí jue la vaina grande, carajo, mano a las sogas.

Ni los gritos de los jinetes, ni las cornadas de los madrineros fueron suficientes para impedir la desbandada del cimarrón hacia el cercano monte. Como un volcán que reventara de súbito, unas en pequeños grupos, aisladas otras, y a la cabeza de todas las más veloces y levantiscas,

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las reses volaban hacia el monte, como haca una promesa de libertad. Carpio, don Girón y dos vaqueros más quedaron allí con algunos madrineros guardando el cimarrón que no había huido. Era el momento en que podía perderse todo el trabajo. Una vez que el ganado se metiera al monte, de nada serviría los caballos, ni las sogas, ni el coraje de los llaneros. -

milenarios que se deshacían al tocarlos; sacando el quite a los gajos espinosos y haciendo mil proezas, los vaqueros perseguían al ganado, logrando reunir un buen núcleo que marchaba ahora por entre el bosque cabestreado por Marfil, el madrinero sardo que mañosamente, después de muchas vueltas, logró ponerse a la cabeza y dirigir la marcha. Iba también, allí Paro Pinta, otro madrinero de piel amarilla con machas blancas, confundido entre la torada que sin sospecharlo, se dejaba guiar hacia la sabana, por la aparente carrera de huida de los madrineros.

¡Vamo al tigre, que nos cogió el día!

Paloe mocho el que monta el tuerto – dijo alguien, cuando Moisé en su caballo que el negro Jaspe llamaba “Espantarrocío”, pasó como una ráfaga dejando atrás el resto de jinetes, y dando alcance al grupo de reses que iba a la cabeza de la desvandada, las obligaba a desviarse de la línea recta en que se dirigían al monte. Muy cerca, a escape también, y forzando el ganado a volver, corrían Misael y Plácido. A aquel grupo de reses que encabezaba la huida, era imposible reducirlo. Demasiado bravío para ser sometido solamente por tres hombres; pues el resto, o sea la mayoría del ganado que estaba formado por vacas, novillones y mautaje (98), regresaba hacia los madrineros entre los gritos y careras de los muchachos. Los torones, y en general la flor del levante, se aproximaban al bosque, a pesar de los esfuerzos de los tres vaqueros. Antes de llegar a los primeros árboles, las reses se disgregaron, buscando la manera de internarse cada uno por distinto sitio, y rompiendo la maleza baja de la entrada, reses y llaneros desaparecieron en un instante. No era aquel un cimbrapotral, sino el bosque de un pequeño caño, cuyas riberas estaban pobladas de árboles inmensos, por entre los cuales se podía, con cierta dificultad, andar a caballo. Tratando de reunir el ganado, esquivando las ramas bajas, saltando por sobre árboles caídos y troncos

Buscando siempre el mejor paso, Marfil señalaba el camino, dando ligeros rodeos a galope, con la actitud y autoridad de quien conoce el camino y sabe capitanear un hatajo. Los vaqueros, conociendo la calidad del trabajo del buey, lo dejaban hacer a su antojo, limitándose a seguir tras de la punta de ganado a velocidad moderada por los obstáculos, y ojo alerta. Ya vamo a salí. Abranse pa los costaos y pelen las sogas – grito el caporal a la torada -, aunque sean meros tres llevaremos arrebiataos si el ganado se desperdiga al salir del monte. ¿Y quen siabre? Toy vigiando al tuerto desde hace rato y no lue mirao – contesto Plácido -, debió quedar ensartao en algún palo. Cuando el cimarrón desembocó a la sabana, llevado por Marfil que no se había dejado quitar la delantera, Ramón y otros jinetes que rondaban cerca de la mata de monte, a la expectativa de la res que saliera, corrieron a prestar ayuda, en momentos en que parte del grupo abandonaba el madrinero para buscar sus sabanas, disparando a todo correr. Incorporadas nuevamente al rodeo las reses que rescatara Marfil, ayudado por los vaqueros, la cimarronada continuó la marcha hacia los corrales del hato. Hacían falta muchas reses. La mayoría de los toros había quedado en el monte, favorecida por la espesura de la

maleza, y la ventaja que le daban sus hábitos salvajes para burlar al hombre. Solo Plácido se dio cuenta de la ausencia del tuerto. Misael y Ramón, preocupados por el trabajo que les daba el ganado, no echaron de menos al vaquero, y el rival se curó muy bien de decir nada. Se alegraba de que le hubiera sucedido algo en el monte, con algunos de toros; o que su cabeza, al chocar contra alguna gruesa rama, hubiera quedado espichada, o como fruta ensartada en un chuzo. Lo odiaba más que nunca, y deseaba con todas las fuerzas de su alma encontrarlo muerto en el monte, cuando el caporal o Ramón se diesen cuenta de su falta y ordenaran buscarlo. Mientras más tiempo transcurriese – pensaba menos probabilidades habrá de encontrarlo vivo, y ojalá haya sido una cornada, pues así ya estará desangrándose. -

Jajá, ea, ea, toro viejo.

Mediaba la tarde cuando el levante de ganado se acercaba a las sabanas próximas a la fundación. Ya se veían, diseminados, rompiendo la monotonía amarillenta de los pajonales, hatajos de ganado manso, que en filas irregulares se dirigían a los abrevaderos del pauto. Al fondo, sobre la línea azulosa de los montes, se elevaba un tenue hilillo de humo grisáceo, apenas perceptible. Allí estaría Luisa, atareada en la cocina esperando el regreso; el regreso, sí, ¿pero de quién? Quizás del tuerto, pues en el baile, acaso, ¿no había dicho con cierta amargura, que lo único que le alejaba de Moisé era “su ojo”? ¿Y en la manera de pronunciarlo – pensaba Plácido -, en la entonación acariciante de la voz, no lo había dicho todo? Está enamorada del tuerto – dijo en voz baja y mordiéndose los labios -, tendré que disputársela, como se disputan una hembra dos torones bravíos, o una presa dos implacables carniceros. IV

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L

uisa sería del que quedase con vida. “Te voy a enseñá cómo se enlaza un toro y se enamora una mujé”. Esta frase, que en la plena sabana y delante de los vaqueros y el blanco le había lanzado el tuerto, lo quemaba como un brasa que no es posible desprender de la piel, una vez que ha caído sobre ella. Se vengaría como fuese. Ya lo estaba haciendo, al no decir a nadie que el tuerto había quedado entre el monte. Ojo amigo, no se quede resagao – gritó Misael viéndole distraído -, el caballo no es pa dormirse. Es que el hombre va aquí pero el pensar anda lejos – contestó un llanero entre carcajadas. Se acercaban a las majadas. Los madrineros, viendo los corrales, apresuraron el paso, entrando atropelladamente por la angosta puerta, y tras de ellos la cimarronada. Era demasiado tarde, ya, para herrar y señalar; por lo tanto el resto del trabajo fue dejado para el día siguiente. Mientras los hombres aflojaban la cincha, para que los caballos pudiesen descansar antes de desensillarlos, entre comentarios alegres saboreaban de antemano el trozo de carne de "mamona" asada, pues el grato olor llegaba desde la cercana hoguera, cuyo fuego no dejaba de avivar el negro Jaspe. Las mujeres, dejando por un momento sus quehaceres, se llegaron hasta los corrales a mirar el encierro, donde, remolineando entre el fragor de astas que chocan, de mugidos y de embestidas contra la cerca de paloapique, el cimarrón semejaba una marea de diversos colores opacos, yendo de un lado a otro, tratando de escapar, aglutinada, tupida como la masa hirviente de un volcán que rugiendo buscara una salida. De pronto una voz de mujer pregunto en vos alta, como si gritara: -

¿Onde ta Moisé?

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La pregunta corrió de boca en boca. Moisé, Moisé, Moisé. Los vaqueros se miraron a los ojos, creyendo encontrar la respuesta los unos en las pupilas de los otros. Se metió de primero al monte cuando el barajuste – contesto el caporal -, y endespués, con la brega se me olvidó. Arsa muchachos; vamo a buscarlo. Plácido era el único que había quitado por completo su montura al caballo, y la colgaba de la estaca del caney, contra la vieja costumbre de esperar que la bestia se desacalorara. Para despojarla. Apenas se movió cuando Misael dio la orden de montar de nuevo. Ya los vaqueros de disponían a montar para buscar al compañero, cuando por los lados del corral hubo un revuelo inusitado. Las mujeres, que desde el paloapique contemplaban el ganado, corrieron a refugiarse en la cocina, entre gritos y empujones, en tanto que Luisa, con las manos en la cintura, con los ojos que fulguraban de orgullo, gritó para que la oyeran todos. -

¡Ahí ta el hombre, con un novillo soguiao!

Con lo que le quedaba de sombrero, que era apenas una maltrecha ala, calada hasta las orejas, dejando asomar el pelo por el hueco de la copa, sin copa, el tuerto, bajo las primeras sombras de la tarde, caballero en Espantarrocío, parecía un héroe estrafalario, un centauro desharrapado, sin otra arrogancia que el grotesco platear de su ojo tuerto, que brillaba con reflejos blancos sobre la morenez amarillenta del rostro. Cubiertos de sudor, caballo y caballero, llegaron hasta la puerta del corral, en donde remolineaba el ganado cimarrón. Cogido por la nariz, con los ijares palpitantes de fatiga, cabestreaba el cebú que momentos después entraba al corral tras el jinete. Al ver el famoso ejemplar capturado por segunda vez, Ramón, que ya se había dado cuenta de la clase de llanero que era Moisé, dijo:

Puede quedarte con Espantarrocío. Un llanero como tú necesita un caballo como este, te lo regalo. Los vaqueros, en silencio, se miraron unos a otros, sin muestra alguna de envidia, pues sabían que Espantarrocío era el primer caballo propio que montaría el tuerto, desde aquel momento. Mil gracias, blanco, se lo agradezco, pero yo quería pedirle un favor: -

Ajá.

Que tando en Matepalma el Padre Alberto, nos apadrine, porque me voy a casá con la Luisa, horita mismo. Y si alguen se cré con derecho a ella que me la venga a quitá, que aquí lo espero. – Y se apeó de un salto. -

Concedido, tuerto; cásate, si es que Luisa quiere.

¡Ay, manito! – terció el negro Jaspe cogiendo de la mano a Luisa, y acercándose al grupo formado por los vaqueros que rodeaban a Moisé. Vas a teney que casate a la llanera, porque el Padre Alberto se jue dende esta mañana. Los muchachos entre risas y chistes abrazaban a Moisé, en tanto que Luisa como si en realidad fuera ya su mujer, tomó a Espantarrocío por la brida y, entre sonreída y grave, lo llevó frente al caney donde estaban las otras caballerías. Plácido no se había movido de su sitio. Lo había visto y escuchado todo, desde el entusiasmo de Luisa al anunciar la llegada del vaquero, y el regalo del caballo, hasta el reto que le lanzara escuetamente por el amor de la llanera. Vio cuando ésta, con el caballo cogido por la brida, se acercaba al caney. La encontró entonces más hermosa. ¿Acaso el amor no embellece a las mujeres? Qué lejos la sentía ahora de su vida. Y los ojos de Luisa, como dos laos negros,

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mansamente dormidos por los grandes y oscuros, supieron decirle en una mirada: “Yo no tengo la culpa de queré a Moisé en esta forma. Me embruja el alma con su ojo malo, y voy tras él como si me llevase amarrada con la soga, cabestriando, feliz de sentirme así, dominada, por quien igualmente sabe enlazar un toro, como cautivar una mujer.” Todo esto leyó Plácido en los ojos de aquella tornadiza hembra, cuyo cuerpo lleno de ondulaciones, al cruzar frente a él, puso en sus sentidos de hombre primitivo, de una barbarie apenas contenida, toda una escala de encantos femeniles, que exasperándole de pasión lo enloquecieron, y rápido como el rayo, con la agilidad característica del llanero, saltó sobre el Espantarrocío y rodeando con su brazo la cintura de la mujer codiciada, la levantó hasta la cabeza de la silla, en tanto que el caballo asustado con las ropas de Luisa que le rozaban la cara, partió desbocado hacia la sabana, entre los gritos y la sorpresa de todos.

Bajo el Floramillo se excava una fosa. I A pesar del apetito y del grato olor que despedía la ternera asada, sobró la mitad de la carne dorada a fuego lento por el negro. Nadie, como otras veces a la hora de la comida, dijo un chiste, ni pretendió reír. El plátano y la carne fúe servida en común, a la luz de dos velas cuya llama era agitada continuamente por el viento de la sabana. Comían en silencio y el Caporal dijo en voz queda, a manera de reproche: A mí nada me incumbe, don Girón, pero usté ha debío ir por la sobrina, o es que nues su sangre.

Una nube de polvo, entre los primeros parpadeos de la noche, cerró las huellas de los fugitivos. Y tras ellos en un caballejo que hacía todo lo posible por sacar velocidad de donde no había, inclinado iba Moisé con una soga en la mano y al viento un mechón de pelo que asomaba por la copa del roto pelueguama.

Párese ay, Caporal, y escuche: por ser mi sangre es que la dejo sola. El Plácido no sabe que esa es mucha mujé pa él, porque una Girona brava es como una tigra, que en lugá de tené que defenderse, ataca primero. Ir dos hombres contra uno no es ley de güen llanero; y yo no quero ver cómo las cobra el tuerto, que es mucho gallo pal Plácido. ¿A qué iba pues, yo?

No lo puede alcanzá; no hay caballo aquí pa ganarle a Espantarrocío.

- ¿Pero, entonces don Girón, si conviene que la Luisa sea pal tuerto? – interrogo el negro.

Ya paqué, a ese pasó ya tan muy lejos – comentó el negro con amargura.

Yo no convengo en nada – contestó el viejo pasándose la mano por la barba entrecana y espesa -, ella ya decidió, y una mujé decidía es como un caño crecío, hay que sabelo vadiar pa que no lo arrastre a uno.

Hastonde el mocho resista con dos, hasta allí llegan. Lo qués el tuerto... el tuerto los alcanza – añadió el tío de la muchacha. JORNADA DUODÉCIMA Espantarrocío se desboca. – “Una Girona brava, es como una tigra.” –

Volvió a reinar el silencio, interrumpido apenas por la batahola del ganado en los corrales. Los chinchorros fueron apareciendo a lo largo del caney; el humo de los tabacos floreció entre la noche, para irse disipando lentamente, a medida que la peonada se fue quedando dormida bajo la caricia tibia de la brisa del Llano.

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Una estrategia contra el cimarrón. II El cimarrón no se deja rodear. Para poderlo reducir, es necesario soguearlo y llevar una a una las reses desde sus dominios hasta los corrales. Luego viene la labor del pastoreo, en que el cimarrón, revuelto con los madrineros y rodeado por los jinetes, sale a la sabana durante unos días, hasta que al cabo del tiempo termina por amansarse, acostumbrándose a la presencia del hombre y del ganado manso. Por consiguiente, lo realizado por el Caporal Misael y los vaqueros en Matepalma, fue una jornada sin precedentes en toda la llanura. Para ello fueron necesarios muchachos como el tuerto y sus compañeros, además de gran cantidad de ganado madrinero adiestrado especialmente. Para obrar así, fue necesaria una gran labor preparatoria, llevada a cabo por el Caporal y de su exclusiva invención. Táctica que comenzó dejando sal al ganado salvaje cerca de sus comederos, y más tarde, cuando el ganado acostumbrado venía a buscarla, atraído por el olor, se encontraba con partidas de ganado manso llevadas allí, para que el cimarrón se habituase a verlo y familiarizado con su olor tratara de juntársele. Esto no fue posible durante mucho tiempo. El cimarrón prefería no comer sal, a acercarse al ganado manso, que también le huía. Más a fuerza de constancia y de táctica resulto lo que Misael había pensado, y que ya había puesto en práctica con ciervos y marranos de monte. El cimarrón llegó a lamer la sal revuelta con el ganado manso, y conseguido esto, se podía pensar en un rodeo. Y fue aquel el primero que se practicase en el Llano, el único del cual se tenga noticia. A eso de la medianoche “Trabuco”, el viejo perro tigrero, ladró unos momentos, para callarse después, como si hubiera identificado a alguna persona conocida por los lados del corral. Muy claramente, después de los ladridos,

se oyó en el silencio de la noche cuando los palos del tranquero fueron corridos hacia un lado, dejando abierto el corral, y en medio del tropel del cimarrón que escapaba hacia la sabana, que alguien grito: Zamuro comerá tu ojo, racional queriendo vacabitó indio no dejando. Al día siguiente en la tarde, Moisé, montado en Espantarrocío y llevando el otro caballo de cabestro, llegó a Matepalma. En la cara del llanero, flaca de por sí y pálida, se reflejaba un hondo abatimiento. La gente lo rodeó esperando que dijese algo, pero el tuerto, como un autómata, se apeó del caballo y sin solarle siquiera el pisador, se dirigió al caney, buscando un rincón en donde esconder la tristeza de su derrota. Don Girón, siguiéndolo de cerca y esperando en vano que dijese algo, lo interrogó, en tanto que vaqueros y mujeres, con el ansia pintada en los rostros, llegaron hasta el rincón del caney en donde Moisé se había sentado sobre una jamuga, ocultándose la cara con las manos. -

¿Decí algo, onde ta Luisa?

-

Cuando la saqué, ya taba ahogada.

-

¿Hogada, y el Plácido onta?

Hogao también. Tuve que luchá pa quitársela. Encaminó el caballo hacia el Pauto y el mocho esjetao se tiró al caño. Luisa a nadar y el hombre a no dejarla. Cuando yo logré agarrarlos, ambos taban muertos, y solo echándole cuchillo a las manos del hombre logré desprenderla de entre los brazos, en lo hondo del río. Después, en la arena de la playa, bajo la perenne y fresca sombra de un floramillo, fue excavada la fosa por el tuerto, sin más instrumento que un palo aguzado con el pequeño cuchillo. Fue aquella una labor de varias horas, en que el hombre alternaba el cavar con el ir y venir hasta el sitio en

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donde había colocado el cuerpo de la mujer amada. De rodillas, junto a ella, le cerraba los párpados con unción cariñosa, queriendo alejar del rostro de la muerte, aquel gesto de terror, que transforma las facciones de los ahogados. Cómo era, entonces, de tierno el canto de las mochileras, cuyos nidos, colgados de las ramas del floramillo, semejaban cunas balanceadas por el viento. Cómo fue dulce y caritativa la mirada del ojo bueno de Moisé para con la amada, y cómo fue sabia la mano que arregló los cabellos y acarició las mejillas frías, rígidas y pálidas, con esa palidez definitiva de los muertos. Cuando haciendo un esfuerzo violento, los brazos del tuerto levantaron el cadáver de Luisa para llevarlo a la fosa, al sentir el llanero cerca de sus labios y rozándole la cara aquel cuerpo para siempre helado, tuvo el deseo de morir también; de quedarse allí, en aquel hoyo junto a su muerta. Más el pensamiento de que el cadáver de Luisa fuese pasto de las bestias y aves salvajes lo contuvo en momentos en que empuñaba el pequeño cuchillo dirigido a su garganta. ¿Cuánto tiempo pasó, antes de que la primera manotada de arena cayera sobre la cara, sobre el busto y sobre el cuerpo todo de aquella muerta, que tan virgen como naciera se entregaba a la tierra? Moisé no lo supo, ni lo supo nadie; mas con hojas frescas y con ramas le hizo un sudario para aislar la cara de la tierra. Lentamente la arena fue cayendo, cubriéndolo todo hasta emparejar el piso. Cuando iba a ser fijada la cruz sobre la humilde tumba, flotó sobre las aguas dl cercano Pauto, con el vientre hinchado y deformada la cara por los mordiscos de los peces, el cadáver de Plácido. El tuerto lo vio cuando la corriente lo arrastraba río abajo, y sin alegrarse ni compadecerse, se representó en la mente el cuadro, muy común por cierto en el Llano, del paseo de los guaras, que embarcados sobre los cadáveres de las reses ahogadas, van río abajo, royéndoles las entrañas, hasta devorar del todo la trágica embarcación.

LIBRO SEGUNDO JORNADA PRIMERA El güio se pregunta por qué el hombre, siendo niño, Camina en cuatro patas. – Y, ¿por qué han de ser mis ojos los que paralicen a mis víctimas? – La Pirza tiene tres hijos como tres gotas de oro derretido.

I Al fin despertó Gugudú una mañana, bajo el cielo claro del Llano, cuando las mochileras y la gente alada de la Mata de Monte, después del desayuno buscaba el cobijo de las ramas para escampar del sol, entre una vocinglería discordante. Era aquel un desconcierto de trinos, chillidos, gorjeo que va y viene; y, también, por qué no, sordos gruñidos y balidos quejumbrosos, y por encima de todo esto se escuchaba, claramente, el piar de Pájaro Pollo. Más orden. Gente irresponsable – decía -. Mejor fuera que en lugar de gritar tan desaforadamente pensarais que Juca puede llegar de un momento a otro y almorzar con algunos de nosotros. Le cedo el honor – interrumpió una pirza de suave color dorado – de ser la presa elegida por Juca. A mi, precisamente, no me asusta. Sé cómo debo defenderme. Ya que tiene tanto miedo, debía abandonar nuestra compañía si le perjudica y reservarse sus consejos para usted mismo. ¿Qué le importa que nosotros gritemos, o no? Cuídese de sus enemigos, ya que lo hacen delirar de miedo y no se meta en nuestras vidas.

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Acuérdese que tiene hijos – contesto Pájaro Pollo, humillado, con voz servil. Ya sé que tengo hijos. Por ello es que soy feliz contándoselo a todo el mundo. – Y en tono más alto continuó -: No se quede nadie en esta Mata de Monte sin que lo sepa. ¡Tengo tres hijos; tengo tres hijos como tres gotas de oro derretido! Después de todo – añadió Pájaro Pollo despechado -, tenías que ser hembra, para ser testaruda y comprometernos a todos, con esa manera de chillar. ¿Cuándo sabrá usted, pollo sin madre – contestó la pirza erizando las plumas de la cabeza -, que las hembras no solamente somos testarudas, sino, también, tornadizas y que esta manera inestable: hoy si, mañana no, es la esencia de nuestra estrategia, a la cual debemos nuestra supremacía sobre los machos? No me venga con sus consejos inspirados por su propio miedo. Todos sabemos que usted, a pesar de ser pollo, no tendrá nunca espuelas. Porque solamente éstas le nacen a aquel que tenga coraje para usarlas. Confórmese con su plumaje opaco; de color de hoja madura. Esta es su arma, pues por ella pasa desapercibido entre las ramas, espiando la vida de los demás. Tiene lo que necesita su vida de soplón. – Y saltando de rama en rama siguió de largo gritando: ¡Tengo tres hijos; bellos como la fruta de Lechemiel! Entretanto Gugudú terminaba de desperezarse. Había dormido nueve días seguidos, después de su combate con Balacú y el banquete que se diera con el despojos. Como tenía costumbre, se asomó al patizuelo del rancho, reptando sobre la paja tronchada en donde se había desarrollado su pelea con la tigra. Hasta su nariz no llegó, como otras veces, el olor a leña quemada, ni las emanaciones de Galaí y de los suyos. Aquel nido había sido abandonado, como tantas guaridas; como tantas nidadas

llenas de paz y de cariño que había visto a lo largo de su vida, en las que una vez crecidos los cachorros, o, plumados los polluelos, cada cual cogía por su lado. A vivir su vida. A disputar con los demás el derecho de poder vivirla. Pero... Tatí, ¿acaso era ya un miembro de la tribu de Galaí, capaz de vivir su vida? Recordó las pernezuelas endebles y pálidas del muchacho. Aquellos brazos en los que apenas se notaban el hueso y los nervios. Y aquellos ojos negros, que, como los de toda esa tribu, despedían un brillo que era una fuerza tal, que ningún habitante de la Mata de Monte podía resistirla, teniendo que huir atemorizado. Se me achaca el poder de paralizar con mis ojos a mis víctimas – siguió pensando el güio, mirando hacia el rancho abandonado -. Qué errores comete Galaí con todos los que vestimos de pelo, o de pluma, o de escama o coraza, que es lo mismo. No son mis ojos los que disponen de tal poder. Es el poder del miedo el que paraliza a mis víctimas; mucho más cuando éstas son pequeñas, como una rata o un pajarillo, a quienes a menudo desprecio, porque apenas si alcanzan a rellenarme el hueco de una muela. Si Galaí nos conociera mejor, y no diera crédito a toda esa leyenda, a toda esa invención que corre acerca de nosotros, propalada por aquellos que, precisamente, por no conocernos nos calumnian, podríamos vivir en paz, y, cada cual cumpliría la misión que ha venido a desempeñar en este Llano inmenso; siempre en beneficio de alguien o de algo. Más, Galaí, en su delirio de dominarlo todo, lo destruye todo, y nosotros, los habitantes de la selva, pese a quien nos destruye por el placer de destruirnos, somos un diente del engranaje universal. Un eslabón de esa cadena sin fin, que al ser roto, al destruírsenos, hay algo que comienza a cojear; a desbaratarse lenta e implacablemente. En la Mata de Monte continuaba la chillería que Gugudú no podía oír bien a causa de su sordera.

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Asomado al patio contemplaba, en toda su tristeza, la soledad del rancho como un nido vacío. Algo queda de nosotros, por más que nos alejemos definitivamente de algún sitio. Allí estaban los recuerdos. La curiosidad que despertó en el reptil la presencia y el llanto del niño en brazos de la madre. La carne fresca, o el tasajo que le daban, cada vez que asomaba la cabeza al patio, por entre la paja de la sabana. Los primeros balbuceos de Tatí, y su manera de gatear por el patio. Viéndolo así, caminando en cuatro pies, Gugudú llegó a la conclusión de que Galaí era un habitante de la selva, que a fuerza de tiempo y adaptación, había abandonado la forma cuadrúpeda, para andar solamente en dos pies. No conocía él ninguna tribu cuyos primeros pasos fueran dados en aquella forma, para cambiar después ya más crecido el individuo, por la forma bípeda. Los monos, aún pequeños – pensaba -, adoptaban ya la una o la otra forma, y a las pocas semanas eran seres independientes, que sabían comer, jugar y defenderse. ¡Qué misteriosa es la vida de Galaí! ¡Qué indefenso nace... y después, qué cruel e invencible se torna! Más, en nuestra tribu, desde que nacemos ya sabemos pelear, matar; y buscamos nuestra vida sin que nos amamanten, no nos guíen, pues llegamos aprendidos. Y por entre al pajonal amarillento se dirigió al estero, pensando siempre en la vida rara de Galaí. Pájaro Pollo comenzó a comprender que nadie lo quería. Para evitarse mayores enemistades, mil veces se había hecho el propósito de callar el pico y cerrar el ojo a cuanto bueno y malo pudiera ver y contar. Así que meditando en lo que le dijera la pirza, guardó silencio, agachada la cabeza y sin moverse en su oculto mirador. JORNADA SEGUNDA Y por encima de todo aquel concierto, la voz del arrendajo macho dejaba desgranar, una a una, las estrofas de su enamorado poema. –

La alegría de unos, y el hambre de otros. I Apartada de la Mata de Monte y rodeada por el espeso pajonal se veía, solitaria como una isla, una pequeña mancha vegetal, de la que sobrepasando el matorral bajo, se elevaba un árbol de algarrobo, que a manera de viva atalaya oteaba sobre la llanura en todas direcciones. Colgados de una y otra rama de aquel árbol gigantesco, como farolillos chinescos, o más bien, como frutas alargadas que se columpiaran al paso de la brisa, aparecían más de nueve mochilas o nidos de una colonia de arrendajos, entre los cuales se contaba el de la “pirza vocinglera”. Un poco más alto, en una de las ramas centrales, se distinguían también, entre el follaje verde-oscuro por su color de barro seco, un voluminoso nido de avispas arrendajeras, que en grata asociación convivían con las aves, prestándose siempre mutua ayuda, y respetando una colonia las costumbres de la otra. Las avispas necesitaban la vecindad de las pirzas, porque estas no dejaban arrimar pájaro insectívoro alguno que tratara de cazarlas, o de romper la pelota de barro para devorar las larvas. Asimismo, el arrendajo que capitaneaba la colonia de mochileras, conociendo qué clase de aliado tenía en las avispas, había dispuesto allí la colocación de los nidos de sus pirzas; pues, tanto las aves rapaces, como cualquiera otro enemigo de pelo o de pluma no se atrevería, con su presencia, a desafiar la cólera de una colonia de estas avispas. Entre los chillidos de los pichones, que asomaban las cabezas a las puertas de los nidos, se escuchaban las disputas entre las vecinas, por la captura afortunada de un insecto a las puertas mismas de la casa, en tanto que otra amenazaba a su único polluelo con dejarlo morir de hambre, si no se atrevía a salir de la cama, para dar un pequeño salto hasta la cercana rama, en donde lo esperaban una gorda larva en el pico.

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A todas estas, el patriarca, el sultán de aquel diminuto serrallo, sin prestar atención a la revuelta bulla que metía su tribu, en la que él era el único varón, se ocupaba en seducir con sus trinos, y deslumbrar con lo bizarro y subido de tono de su plumaje, a una pirza joven, cariafilada y pulida, a quien la música del mañoso y viejo trovador, sabio en las artes de la seducción, comenzaba a marear, produciéndole un hormigueamiento en el cuerpo, que la obligaba a dar saltitos nerviosos de una a otra rama; y, para demostrar también la fragilidad y finura de su cuerpo, con el fin de que el enamorado galán cantara mejor, describiéndola ante las demás hembras, como la más pulcra y linda de las esposas de su harén. Era la hora en que aquel que en la Mata de Monte no haya probado bocado por falta de qué comer, siente cómo el apetito lo obliga a ser osado; atreviéndose a las más descabelladas hazañas. Limpiaban las unas, con el pico, el anaranjado plumaje. Cantaban las otras, y las más remolonas tejían la complicada malla que va formando la mochila, que guarece el blando nido. Por encima de todo aquel concierto la voz del arrendajo macho dejaba desgranar, una a una, las estrofas de su enamorado poema. Por sobre las copas de los árboles viajaba una pareja de monos araguatos, que desde hacía algunos días había huido, o se había descarriado de la manada de la cual formaba parte. Era ella una madre joven, cuyo hijuelo enfermizo, apenas si tenía fuerzas para mantenerse agarrado, abrazando a la madre lo más apretadamente posible. Las frutas, los renuevos y bretones tiernos de los árboles escaseaban como nunca. Era la estación de verano; y las hojas maduras, casi leñosas a consecuencia de la sequía, no eran un manjar apropiado para alimentar a la madre, y al mismo tiempo transformarse en leche para el sustento del

pequeñuelo. Tanto la madre como el monito padecían de hambre. Y el Araguato, por más que ponía en juego toda su ciencia para encontrar bocados escondidos, hallaba apenas, bajo las resquebrajadas y secas cortezas, uno que otro insecto xilófago, cuyo tamaño bastaría, apenas, para iniciar el desayuno de una pequeña avecilla. Pájaro Pollo, que los sintió llegar, chilló: Una avecilla de cotudos aulladores no hace invierno. Por más que grite roncamente, nunca traerá agua. ¿Qué hacen esos araguatos que no buscan su tribu, para incorporarse a ella? ¡Ah!, si no me equivoco, es uno que quiere formar colonia, pues ya tiene el primer hijo y debe andar huyendo del capitán. - Ya estás metiéndote en lo que no te importa. ¿Qué interés tienes tú en la vida ajena, soplón hediondo? – intervino Gugudú, asomando la cabeza por entre la maleza en que se hallaba oculto -. Verdaderamente, como lo ha dicho la pirza, eres un pollo sin madre. ¡Y quien lo mete a usted, Buche sin Fondo, en los asuntos que le atañen solamente a la gente de aquí arriba? ¿Acaso puede levantar la cabeza del barro, para alcanzar hasta nosotros, nosotros que vivimos a gran altura del suelo? También puedo trepar a los árboles – contesto el Güio, sin inmutarse -, lo hice en mi juventud, y ahora mismo podría hacerlo si encontrase una buena pieza de caza, que no fueses tú. Pues con sólo mirarte siento asco. Asco de aquel que mata el apetito, por más hambre que se tenga. Los cotudos están arriba. ¿Por qué no subes hasta ellos, ya que dices que podrías hasta volar? La pareja de monos había detenido su marcha. Mientras el hijuelo, a quien la madre sujetaba por la cola, emprendía la búsqueda de gusanillos entre la corteza de una rama

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horizontal, de gran espesor, el Araguato no quitaba los ojos de la cercana mancha de arbustos, por sobre la cual se elevaba el algarrobo, con su colonia de pirzas. Hasta el lugar en donde se encontraban los monos llegaba el parloteo de las aves, junto al desabrido chillar de los pichones. El polluelo a quien la madre llamaba desde fuera había logrado salir del nido y miraba como alelado a todas partes. El cotudo acercóse a su hembra y restregó suavemente su mejilla contra la suya, al tiempo que su garganta emitía breves sonidos. La mona obligó al hijuelo a que se prendiese nuevamente al pecho. ¡Ya se van los aulladores! – gritó Pájaro Pollo, viéndolos ponerse en marcha, silenciosamente, como habían llegado -. ¡Hasta luego, gentuza errante, aquí no queremos vagabundos, sin oficio conocido! Sin romper una rama, sin hacer el menor ruido, a medida que los monos se iban alejando, iban descendiendo hasta llegar a tierra a buena distancia del sitio en que se había quedado Pájaro Pollo. El macho iba adelante, y una vez en el suelo se internaron entre la paja, siempre guardando un absoluto silencio. No pasó mucho tiempo. De repente los trinos y gorjeos de alegría de las pirzas se trocaron en chillidos de espanto. Entre aquella confusión, nadie sabía qué estaba sucediendo. Pájaro Pollo, escondido siempre, gritó asustado desde su rama: -

y arrojándolos a su compañera que, en el suelo, entre el pajonal, no alcanzaba a engullir tanta carne tierna y huevo fresco, o empollado. El monito comía también, pero maquinalmente. Con los ojos desmesuradamente abiertos, prestaba más atención a los gritos y vuelos de las aves, que a la comida. Sin entender aquella barahúnda, que por primera vez contemplaba, se quedó con medio pichoncillo recién nacido entre la boca; mirando cómo el arrendajo macho, que no había perdido su serenidad, pues por algo era el sultán, golpeaba con las alas y con el pico el nido de las avispas; que excitadas ya por la inusitada gritería y revuelo de las aves, comenzaron a salir de su pelota de barro, enfurecidas, y arrojándose como una diminuta y numerosa flota aérea sobre el intruso lo aguijonearon, haciéndole huir entre alaridos de dolor que se oyeron a los largo de la Mata de Monte. El arrendajo, para excitar más alas avispas, remedaba la voz de todos los animales conocidos en el Llano. Ya era el gruñido sordo y agresivo de los saínos; ora, el grito de guerra de las águilas miqueras, de cuando en cuando el rugir de Balacú, entre los chillidos del chacure perseguido; y desplegando una rica gama de diversos sonidos, llegaba hasta imitar el martilleo del pico del pájaro carpintero, excavando un túnel entre la corteza de un árbol carcomido. Nos vamos a morir, gente desalmada – gritaba Pájaro Pollo atribulado, sin entender qué sucedía -. Oíd esos lamentos, y ninguno de estos cobardes es capaz de ir a asomarse a ver qué sucede en la casa de las pirzas. Anda tú, ave valiente; ya que nosotros somos unos cobardes, a saciar tu curiosidad malsana. ¿Para qué tienes alas, cucaracha del bosque?

¡Tormenta, incendio, algo grave pasa!

Por sobre el árbol donde anidaba la colonia, revolaban las pirzas aterradas, chillando estrepitosamente. El araguato, trepado en el árbol y saltando de nido en nido, metía la mano entre las mochilas e iba sacando pichones y huevos,

Las cuatro manos de la Araguata. II

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Una vez entre el pajonal, el mono de libro de la persecución de las avispas, no sin haber recibido muchos aguijonazos venenosos en la cabeza especialmente, y en el cuello, que lo hacían gritar endemoniadamente. La mona corría tras de su macho, también ocultándose entre la paja; con la boca llena, y llevando en cada mano fuertemente agarrado un pichonzuelo. Cuando llegaron a la linde del bosque, el Araguato sin dejar de gritar trepó al primer árbol que hallara a mano, casi a tientas, pues el dolor de los pinchazos sobre los ojos comenzaba a dejarlo ciego. Gugudú lo había entendido todo, sin moverse de su sitio. Hasta su nariz finísima, ya que el oído le funcionaba imperfectamente, llegaron las emanaciones de pavor de las pirzas, así como las de Araguato cuando fue atacado por las avispas. Todo el día duró el alboroto de las aves. A la caída de la tarde, la noticia era conocida en todo aquel inmenso pedazo de sabana. Ya le decía yo a la pirza que no hiciera tanta alharaca. ¿A qué provocar a los demás, contándoles cuántos hijos tenía, y de qué color eran? En fin, en este país nadie sabe en quién confiar. Todos son enemigos de todos. Nadie cuenta con un amigo aún cuando esté viéndole la cara todos los días, o lo encuentre a cada rato en su camino. ¿Cuándo se había visto que los cotudos atacasen a la gente de pluma, para devorarla medio viva? El culpable de todo esto es el marido de las pirzas – continuó Pájaro Pollo -, ¿por qué estando de guardia no dio el alerta a tiempo, para que sus avispas atacasen antes de que el mono metiera la mano en los nidos?

- Por estar enamorado de otra, pues todas les parecemos pocas – intervino la mochilera que en la mañana se vanagloriaba tanto de sus hijos -. No pasará mucho tiempo – continuó -, sin que todas las que hemos perdido a nuestros hijos por su culpa, le saquemos los ojos a esa intrusa descolorida. Estos ya son celos, y no lamentaciones por los hijos – contestó Pájaro Pollo, cobrando las frases despectivas que en la mañana le dirigiera la pirza. Ya está el soplón metido nuevamente en las vidas ajenas. Vaya al caño, que el agua no mata a nadie, para quitarse el mal olor y luego piense en los demás. Lo dicho – contestó enfurecido el pájaro -, aquí no puede uno ni condolerse de la desgracia de los otros. ¡Qué malo es convivir con esta ralea de malagradecidos! La tarde subía desde el Llano hacia la altura azul y transparente de los cielos. Cabalgando en las ráfagas de la brisa llegaban, desde la lejanía, los mugidos apagados de algún toro encelado, llamando a su compañera. El silencio, ese silencio precursor de la noche en el Llano, comenzaba a envolverlo todo; a impregnarlo todo de melancolía y de quietud. Las aves, buscando el cobijo de los nidos, o el refugio de las ramas tupidas, guardaban silencio para no denunciar así su presencia a los merodeadores nocturnos. Gugudú había llegado desde hacía algún rato, hasta el pie de la habitación de los arrendajos. Tostados por el sol, ennegrecidos y fétidos ya, se veían, desparramados por el suelo, los cadáveres de algunos pichones que los monos no habían alcanzado a devorar. Igualmente, los huevos destrozados ponían manchas amarillas sobre la paja gris, al pie del árbol solitario. Filosofar – se dijo el reptil – es la ocupación obligada de los viejos. O de los que, sin serlo, han sufrido mucho. Solamente los desengañados; los reveses; las injusticias; todo aquello que trae pesar; que

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duele en el corazón y en el cerebro, hace filosofar. ¿Cómo es posible una filosofía alegre?

Ya están podridos, Cotuda. De nada te servirán – le dijo tranquilamente.

El hambre, sólo el hambre obligo al Araguato a asaltar la colonia de pájaros, seguramente en busca de alimento para su compañera y su hijo. Bien sabía lo que iba a costarle su arrojo, al asaltar aquella fortaleza custodiada por tan venenosas avispas; y con un centinela celoso como el arrendajo. Pobres hermanos todos, hermano cotudo y hermanas pirzas. El uno por buscar un bocado, encontró las picaduras venenosas. Las otras sin padecer hambre, soportan el dolor de perder a los hijos sin poder defenderlos eficazmente. Hermanos somos todos, pues aun cuando parezcamos diferentes, ya en la conformación de nuestro esqueleto en el número de vértebras o de miembros para la locomoción, en nuestra manera de vivir o de alimentarnos; todos tenemos un ropaje afín. Una vestidura del mismo material, ya sea de escama, pluma, pelo; todo es córneo. Luego el molde original ha sido sólo uno. Por ello los considero hermanos.

No trates de engañarme, Buche sin Fondo. Ataca ya, para que cesas que no soy presa tan fácil como tú piensas. Ataca; tengo prisa.

Discurriendo así, el reptil se vio obligado a pegar la cabeza contra el suelo, tratando de ocultarse. Vio cómo la paja se movía dando paso a algo que no acertaba a conocer, pues el viento no traía hasta su nariz noticia alguna. De repente, surgió de entre el pajonal la mona con su hijuelo prendido al pecho después de mirar a todos lados, especialmente hacia la copa del árbol, para cerciorarse de que no corría peligro, comenzó a recoger los cuerpos putrefactos de los pichones, que no pudo aprovechar en la mañana. Agarrando dos o tres en cada mano, se disponía a regresar, cuando la voz de Gugudú le hizo dar un salto. Volviéndose hacia el 9üio, con el espinazo erizado, lanzando una especie de bufido y sin soltar el botín, se aprestó a eludir el asalto, pensando en brincar lo más lejos posible, cuando el güio soltara el resorte de su cuerpo enroscado.

Si hubiera querido matarte, lo habría hecho cuando recogías los pichones, pues estabas a tiro y completamente descuidada. Más, tenía curiosidad de mirarte de cerca, y ya veo que no tienes nada de extraordinario. Como ustedes hacen correr de que pertenecen a la tribu de Galaí; yo tenía deseos de comprobar tal versión, y he salido defraudado. Galaí no puede viajar por los árboles, como lo hacemos nosotros. Disponemos de cuatro manos y con ellas, si queremos, podemos tomar cuatro cosas de comer a la vez. Esto ya es una ventaja sobre él. en su tribu, según ha contado Guara, por haberlo visto en sus viajes cuando llega hasta sus propias viviendas, las manos son el todo para ellos. Por las manos, Galaí el hombre, ha llegado a apartarse por completo del medio al cual pertenece. Ya ni nos reconoce como a sus parientes más cercanos, y eso que nosotros tenemos cuatro manos, como lo estás viendo. Sí, pero no sabéis cómo emplearlas, y por ello continuáis en el mismo estado de hace muchos siglos. Buche sin Fondo – contestó la mona en tono desolado -. Es sabido entre los habitantes de la Mata de Monte, que los de vuestra tribu son la prudencia y la sabiduría personificadas. Más, contéstame: ¿Con qué fin perfeccionamos nuestras manos, más allá de nuestras necesidades y nos desadaptamos de nuestro ambiente, como lo ha hecho Galaí? ¿Acaso con ello evitamos que mañana una rama se rompa bajo nuestro peso, y con ella nos rompamos los huesos en la caída; o, que una de las grandes Jucas, cuando menos lo pensamos, nos abra el vientre con sus garras y de con nosotros un festín? ¿Acaso la podido Galaí librase de sus enemigos naturales, y con

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toda su ciencia evitar morir? Cuando Galaí un muera, entonces la creeré superior. Entretanto, nosotros, los de cuatro manos, nos servimos de ellas a plenitud, y si es necesario usamos también la cola, como una mano más, para suspendernos de ella. Sin complicarnos la vida tratando de desadaptarnos, nos queda tiempo para reírnos de Galaí, remedando lo que él hace. Celebra nuestras ocurrencias; pero en el fondo no sabe quienes somos nosotros, caricaturizando lo que él hace. La Araguata había depuesto su tono desconfiado. Ya para marcharse agrego:

agresivo

y

Mi compañero esta ciego. Tiene la cabeza tan hinchada, que parece más grande que su mismo cuerpo. Se queja mucho de sed. Ahora voy al caño a llevarle agua en la boca, pues no se puede mover del sitio en que lo he dejado. -

Viendo la actitud tranquila de la madre, el pequeño cotudo abandonó el regazo materno, al cual vivía prendido la mayor parte del tiempo, para dar un vistazo y curiosear un poco; a ver si se repetía la escena de las aves que en la mañana había despertado tanto su curiosidad. Mas, al encontrase frente a la erguida y descomunal cabeza del güio, que lo miraba atento, dio un gran salto y agarrándose al pecho de la madre, comenzó a dar chillidos de terror. El Araguato, que lo oyera, contestó el grito de llamada de su hijo, desde el lejano y tupido árbol en donde lo dejara su compañera. Se entabló entones un diálogo: No ha sido nada – decía la mona – no parece este un hijo tuyo. Se asusta de todo. Hasta de los amigos. ¿Qué amigos podemos tener nosotros? – contestó irritado el mono -. Si hasta de los de nuestra propia tribu tenemos que defendernos.

¿Pero a ti no te falta el apetito, verdad, Cotuda?

Estos pájaros no son para mí. Son para él, que no prueba bocado desde hace muchos días. Como no hay nada que comer, todo lo que encuentra me lo da. El hijo come mucho y yo sufro de hambre. La mona estaba flaca, en un estado tal de delgadez, que el hijo apenas sacaría unas gotas de leche de entre aquella piel, cuyo espesor no alcanzaba a disimular la descarnadura del esqueleto. Su pelamen, brillante en otras épocas, no ostentaba ese bello color leonado encendido, característico de la raza, que en los machos llega a ser cuando abundan las bayas y las frutas silvestres, casi rojo. Ahora su piel hirsuta, de un colorido pardusco quemado, le daba un aspecto más triste todavía. III

Sí tenemos. Aquí está Gugudú que ha podido atacarme desde hace rato y sin embargo no lo ha hecho. Su cara desconocida es la que ha asustado al hijo. Desconfía siempre, y ven ya; o iré a buscarte. – contestó más irritado todavía. No le guardes rencor a mi compañero por lo que acaba de decir, Buche sin Fondo. Siempre ha sido vanidoso, porque es valiente. Fuimos arrojados de nuestra tribu porque todos, hembras y machos, se juntaron para castigarlo porque no obedecía al capitán. Riñeron, mi compañero lo venció; mas no pudo soportar los golpes de todos. Entonces huyó y yo me fui tras él, porque sabe encontrar las mejores frutas, y halle siempre el camino más corto y seguro para llegar a un árbol distante. Gugudú la vio desaparecer por el camino que había traído, tan rápidamente, como si nada llevase entre las manos.

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Entretanto, otra noche comenzaba a cernerse sobre la llanura como ave gigantesca, cuyas alas oscuras abarcasen los cuatro puntos cardinales. Que en la oscuridad haya siempre un camino de luz para los necesitados, que generalmente son los buenos y por ello sufren hambre – dijo Gugudú.

JORNADA TERCERA En busca de agua. – A veces se encuentra un amigo en el camino del ciego. – Oso Hormiguero ríe de Araguato. I Mediaba la tarde. Aún bajo la sombra del follaje, el calor sofocante parecía asfixiarlo todo. La brisa contagiada por aquel vaho cálido que fluía de todas partes, tanto de la llanura como del bosque, había terminado por adormecerse, también, entre las ramas, como un pájaro que repone las fuerzas para continuar el viaje.

los araguatos; pues, debido a la ceguera del mono, era imposible hacerlo por sobre los árboles. A cada momento las ramas que cedían al paso de la mona, recobraban su posición natural, y actuando como resorte, azotaban la cara del infeliz, el cual lleno de sobresalto al transitar por la senda terrestre, que no era la suya, no se atrevía siquiera a quejarse a cada golpe que recibía su cabeza monstruosa. Desgarrados por las espinas. Sediento el afiebrado. Convertido en una miseria física, en su lucha con la tupida maraña, el mono dio un tirón a la cola de su compañera que se detuvo asustada, mirando a todas partes llena de terror. Haciendo un poderoso esfuerzo para olfatear la brisa, el mono venteó la proximidad del agua; distinguiendo al mismo tiempo el olor acre de emanaciones fórmicas de un habitante de la Mata de Monte, cuyo carácter y costumbres conocía muy poco; pues apenas había visto s los miembros de aquella tribu solamente algunas veces, y eso desde la copa de los árboles, a gran distancia. Hay agua cerca para matar mi sed, pero otros nos han tomado la delantera – dijo trabajosamente.

Reinaba una quietud total. Hasta el tiempo parecía que hubiese detenido su jornada de siglos, para asomarse a aquel paréntesis de silencio y de quietud, que era en esos momentos la llanura.

También he recogido ya su olor – contesto la mona – No parece de tribu enemiga a la nuestra. Acerquémonos algo, para ver.

Con la cabeza hinchada, de la cual habían desaparecido los ojos, cubiertos por la inflamación. Afiebrado, débil, apoyándose apenas en tres de sus miembros y agarrando con el restante la cola de su compañera que marchaba delante, abriendo camino, la pareja de monos se dirigía hacia el caño. No ya por la copa de los árboles, que son para ellos como un camino expedito, sino por entre la maraña del sotobosque, poblada de bejucos y malezas, que como una muralla vegetal, se oponía a la marcha a pie de

¡Sólo tú, que nunca has sabido nada de las luchas cuerpo a cuerpo, confías en la bondad de los demás! ¿Cómo quieres que me acerque a disputar una gota de agua, ni no puedo ver quién, ni de qué lado me lanzará la primera dentellada o el zarpazo? ¿Has olvidado, acaso – continuó el mono en todo irritado -, que estamos pisando tierra, y que aquí hasta el viento marcha contaminado? Llévame a un árbol. Quiero estar en mi medio. Que me dé el aire puro en la cara. Morir allí de sed, agarrado a un tronco si es necesario; bajo ese azul que hemos mirado siempre desde las copas de los árboles, y que ahora no

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puedo ver, por más que levante la cabeza. Quiero ir arriba, muy arriba de esta atmósfera en donde se mezclan y confunden las emanaciones de los cadáveres a medio devorar, con el olor de los vivos, que no es sino olor de odio y de lujuria. Cállate ya; pueden descubrirnos. Quédate aquí, yo iré por agua que te traeré en la boca. No todo el caño ha de estar lleno de enemigos. – le dijo la mona en tono suplicante. No, yo quiero ir a matar mi sed. Hundirme todo en el agua para apagar este calor que me envuelve. Reanudaron la marcha recibiendo en plena nariz, cada más intenso, el olor del otro habitante de la mata de Monte, a quien si bien no temían, tampoco podían confiarse demasiado. Así, pues, cada vez con más cuidado, procurando no mover ni una hoja y sin hacer ruido alguno, se fueron acercando a la ribera, alentados por el olor fresco del agua corriente. Con el pelamen erizado desde la punta de la nariz, hasta la última cerda de la cola, que por lo abierta y erguida parecía una palmera de vegetación exótica. Con los ojuelos inyectados y fijos en la maleza: clavadas firmemente las patas en el piso de arena, y dándole la espalda al río, Oso Hormiguero, resuelto a combatir una vez más, esperaba el asalto. No había lanzado, siquiera, el más leve gruñido de reto, seguro como estaba de ser atacado sin previo aviso. A pesar de su pata coja, le había tocado luchar más de una vez con enemigos valientes; más en esta ocasión, por falta de brisa en su favor, no sabía si sería con Balacú, con el güio, o con algún chigüiro con quien tendría que disputar su derecho al abrevadero. Había escuchado, desde hacía rato, un ruido intermitente como de pisadas que se acercan sigilosamente, a favor de la fronda. O de algo, que al reptar, moviera las hojas secas. Conocía de oídas episodios de la vida de Gugudú, narrados a todo viento por Pájaro Pollo, y contaba de antemano con que alguna vez tendría que

encontrárselo cara a cara, y jugarse la vida como ya lo había hecho con la tigra y con el caimán, de cuyo ataque saliera con una pata rota. La cara enflaquecida de la mona fue asomando a la ribera por entre unas cañas; y tras ella, sin soltarla de la cola, apareció Araguato. Las lágrimas o secreciones de sus ojos afectados por el veneno de las avispas, trazaban dos surcos que le llegaban hasta el pecho, hinchado también, y como formando un solo cuerpo con la deforme cabeza, de la cual había desaparecido el cuello. Araguata y Rabo de Escoba se miraron largo rato silenciosamente. Más curiosa que asustada la una, inclinaba de uno a otro lado la cabeza para ver mejor; en tanto que el otro, deponiendo su actitud de lucha y bajando hasta su sitio la pelambre despeluzada, movía sus ojos de madre al hijuelo, pegado como un ácaro al vientre de la mona, y de éste al mono viejo, que era quien más excitaba su curiosidad. mona.

Venimos en sonde paz, buscando agua – dijo la

Oso Hormiguero, sin contestar nada, se tendió en la arena para contemplar a sus anchas cómo bebían agua aquellos seres extraños, a quienes nunca había visto sino de lejos, sobre los árboles y siempre de paso, congregados en grandes manadas. Recordó cómo algunas veces, en los días de invierno, aullaban lastimeramente; y otras, como perseguidos por un enemigo invisible, viajaban en silencio, tratando de hacer el menor ruido posible. Sin soltar la cola d su compañera, el mono hundió la cara en el agua y bebió. Bebió de una vez hasta que la respiración contenida se lo permitió. Resoplando de satisfacción hundió del todo la cabeza hasta el torso, varias veces y se retiró luego del agua, en tanto que la Araguata las emprendía con los bretones tiernos de una planta acuática. Después de haber masticado bien el primer

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bocado, le dio al hijuelo de boca a boca, y acercándose al mono le dio en la misma forma el resto de hierba molida. Está amarga, pero tengo hambre. Quiero más – dijo el mono atormentado por el estómago vacío, y los aguijones de las avispas. Hay bastante tallo tierno sobre el agua – contestó la mona -. Nos quedaremos aquí hasta acabarlos. Tendrás agua fresca todos los días para clamar tu sed, mientras sanas de los ojos. He desobedecido las consignas de nuestra raza y estoy pagando mi falta. No se debe atacar nunca la vivienda de las pirzas. Cuentan con amigos muy pequeños, pero con armas venenosas. ¿En dónde está Hocico y Medio, que me llega su olor como si estuviera rascándome la nariz? Se ha tendido en la arena a mirarnos. Parece que en nada le ofendemos – contestó la mona sin dejar de comer, y mirando una vez más a Oso Hormiguero. Yo sabía – dijo al fin el Oso, en el tomo más cordial – que los cotudos se alimentaban de frutas y algunas veces de huevos y de pajarillos, pero no sabía que engullecen, como lo hacen ustedes, ese pasto que sólo lo comen los manatíes y algunas veces los chigüiros. Tampoco sabía que era la hembra la que alimentase al macho, y que éste fuera ciego. Pues no sabe, Rabo de Escoba, nada de nada – interpuso el mono montando en cólera -. En nuestra tribu ni la hembra da de comer al macho, ni éste tampoco es ciego. No se presentan entre nosotros, según cuenta Guara, ese caso que con frecuencia se ve en la tribu de Galaí. Estoy ciego porque me atacó una bandada de avispas, cuando buscaba el alimento para los míos. He violado nuestra ley, y por ello es que hemos descendido hasta el piso de ustedes, rebajando nuestra categoría.

Ya entiendo, ya entiendo – contestó socarronamente Oso Hormiguero -. De manera que los cotudos son de la misma ralea de Pájaro Pollo, que tampoco se rebaja, descendiendo hasta el piso de nosotros... Veo que Rabo de Escoba no quiere entender nada – gruño el mono -; si ha querido ofenderme, al compararnos con ese chismoso, es porque se aprovecha de esta ocasión en que puede dirigirnos la palabra. De lo contrario, solamente podría vernos mirando hacia arriba, ya que nosotros solamente andamos por lo alto; sin mirar nunca hacia abajo, ni ocuparnos de los que habitan en el suelo. Por no mirar hacia la tierra es que a veces pasáis hambres. Por creeros de la misma tribu de Galaí, os habéis granjeado la antipatía de los habitantes de la selva que vestimos de pelo, como vosotros, y el desprecio y la risa de Galaí, que para nada os toma en cuenta. No es Galaí quien nos desprecia – continuó el Araguato, cada vez más enfurecido -; somos nosotros quienes lo ignoramos, y, para ridiculizarlo, solemos imitar grotescamente lo que él hace. Es un traidor a su raza y al medio en que nació. Nosotros hemos permanecido fieles a la tradición. Galaí desertó. Cambió sus costumbres. Se hace llamar rey, gigante, héroe, inmortal, y no ha podido, con toda su inmortalidad dejar de comer lo mismo que comía cuando vivía en las selvas, junto con nosotros – y dirigiéndose a la mona añadió -: dadme más hierba, me atormenta el hambre... – Oso Hormiguero guardó silencio. Comenzaba a entender a los monos, a quienes siempre había mirado como seres ridículos. Ahora tenía otro concepto de ellos; no por lo que hubiese dicho Araguato, sino por la hazaña de haber desafiado a aquellas avispas, a quienes temían todos los habitantes del Llano. Si queréis saciaros de fruta – dijo a la pareja -, venid conmigo. Hay una mata de guayaba en plena sabana,

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a donde no llega nadie. Junto a ella, y cuajada de fruta, está otra mata de lechemiel. Como están en plena llanura, aisladas, ningún pájaro osa llegar allí, por miedo a los Jucas. No podemos ir – contestó el mono -. Estamos encadenados a la selva. Esta es nuestra morada y nuestra defensa. Si salimos de ella, perecemos. ¿Cómo podríamos defendernos de nuestros enemigos en plena sabana, por la cual no sabemos ni siquiera correr entre la paja?

¡Cuántos hubo y cuántos hombres hay, llanura casanareña, que se han entregado a ti, renunciando a todo, nada más que para que los devores de anemia y de fiebres, pero con la inmensa alegría de tenerte a la vista! ¡De sentirse metido dentro de ti, como entre unos brazos de mujer apasionada y tierna, cuyas caricias sabemos que se llevan el jugo de nuestra vida! ¡Llanuras casanareñas, cómo la brisa tuerce rumbo, y corre tras el llanero nada más que por oírle las coplas del coplas del Galerón!

El hambre también mata - insistió el Oso -. Habiendo comida y teniendo ustedes hambre, ¿por qué no arriesgarse? Allí no hay arrendajeras. -

JORNADA CUARTA El árbol de lechemiel, solitario de las sabanas. – Duelo de Aguilas.

Ya violé una vez la ley. No lo haré más nunca. I

No pasará nada. Tengo hambre – inició tímidamente la Cotuda, que hasta entonces había guardado silencio. Horas más tarde Oso Hormiguero, cojeando, se abría paso con gran maestría entre el tupido pajonal dejando un amplio surco por el cual caminaba la Araguata seguida del mono fuertemente agarrado a su cola. II Llanura; nuevamente la llanura. Esa llanura casanareña cálida e ilímite, en donde la mirada es corta para abarcar, siquiera, un retazo de ella. El llanero, y aquel que la vio una vez, la llevan metida en el alma y también en el cuerpo. En el alma, como el recuerdo de una hembra hermosa y cruel, a quien se amo sin esperanzas y a quien no se puede olvidar ya nunca; y en el cuerpo, como la cicatriz de una quemadura de las fiebres, de la brisa candente como una ascua, que torna en tostada y morena la color blanca de la piel del hombre.

L

ejos de la Mata de Monte. Desapercibida y solitaria, perdida en plena sabana entre el pajonal, por sobre el cual había logrado asomar la cabeza, para no morir asfixiada, se veía a la fuerza de mirar largo rato para distinguirla, una mata de guayaba. Las frutas maduras, intocadas, junto con las bayas deliciosas del lechemiel que medraba también junto al guayabo, rodaban al pajonal, apenas perforadas por las larvas de las mosca frugívoras. De vez en cuando, alguna ave fatigada detenía allí su vuelo, por breves instantes, para seguir luego apresuradamente hacia la Mata de Monte, en busca de cobijo seguro, las pirzas y demás aves que aumentaban su régimen alimenticio con algunas frutas, preferían las bayas y pequeñas semillas del bosque, que si no tan dulces y jugosas, como las que ahora se perdían entre la paja, no representan el peligro de verse expuestas a los ataques de sus enemigos, sin tener en donde guarecerse. Las frutas, podridas a fuerza de madurez, habían terminado por incorporarse a la tierra, y convertidas en fertilizante,

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comunicaban al pajonal que rodeaba a las dos plantas tan milagrosamente reunidas, un vigor y una frescura desacostumbrados en el resto de la sabana. Desde las más altas tierras de la cordillera, a donde la llevara la urgencia de la migración vertical, hendiendo los aires con los poderosos remos extendidos y el avizorante ojo sondado las profundidades había descendido nuevamente a la llanura, la reina de las aves de presa: la gran Juca, el águila máxima. La inmensa cabeza grisácea, de plumaje erguido, que remata sobre la corona como un enhiesto moño y que en estado de reposo le da un aspecto de fiereza; era, en su excursión de caza, aguzada y fina como un estilete pronto a hincarse en la blandura de las carnes. Lenta, majestuosamente, inclinándose de lado algunas veces, como se inclina una vela en el mar al soplo del huracán, no era que volara, sino que se dejaba deslizar, como impulsada por una suave pendiente. Nada escapaba a la potencia visual de sus ojos. El más ligero movimiento de un pajarillo que buscase el amparo de las ramas, apenas si le hacía volver la cabeza despectivamente, para luego seguir oteando. De bosque en bosque vagaba aquella mañana, sin que el ruido alborotado de las palomas guarumeras, que se precipitaban huyendo; o el alarido de alarma de los loros; o los gruñidos de espantada del chacure, llamasen su atención. Fueron sí, años atrás, cuando era apenas un aprendiz, las piezas comunes, en las cuales perfeccionó las artes de la rapiña, destrozando plumajes, o abriendo el tierno vientre de los pequeños cuadrúpedos. Cuántas veces, desde grandes alturas, se había lanzado sobre una azorada torcaz, que una vez aprisionada entre las garras, herida mortalmente, era dejada en libertad para precipitarse luego tras ella, como un rayo, agarrándola nuevamente antes de que llegase a tierra.

De la mata de monte a la sabana, y de ésta a otro bosque como quien pasea su displicencia por lugares propios y por ende demasiado conocidos, volaba silenciosamente la arpía. Su presencia fue anunciada no solamente por las pirzas, sino también por Pájaro Pollo, mucho antes de que la rapaz se aproximara a aquellos lugares. La ansiedad era general. Se hizo un silencio pesado, al cual contribuía la brisa, no moviendo siquiera una hoja. El corazón de Pájaro Pollo parecía escapársele del pecho a fuerza de latir tan aceleradamente, y lleno de terror, no movía siquiera ni los ojos, afianzando las uñas en la rama cuyo follaje ocultaba del todo su exigua figura. De repente, en lo alto de los cielos, se escucho un ruido indescriptible. Una especie de silbido estruendoso y espeso hendió los aires al tiempo que una sombra oscura, como una exhalación, se desplomó verticalmente sobre la sabana, hundiéndose sobre el pajonal precisamente en el sitio que ocupaban las matas de lechemiel y de guayaba, para ascender un instante después no ya hecha una sombra, sino batiendo las alas fuertemente al elevarse con dificultad, llevando entre las garras el cuerpo del Araguato, que se debatía inútilmente dejando oír horribles alaridos, que resonaban sin eco sobre la inmensidad de la sabana. En vano fueron las dentelladas que el mono propinó a los tarsos de la rapaz, protegidos por escudetes que como armaduras de acero, embotaron el filo de los dientes del mono. Una vez a conveniente altura, bastaron tres golpes del pico de la rapaz, que resonaron como tres martillazos sobre el cráneo de su presa, para vaciarle la masa encefálica, acallando así los gritos de la víctima. Por sobre la Mata de Monte, en donde todo era expectativa y miedo, cruzo majestuosamente, dejando oír, de cuando en cuando, su característico chillido que llena de sobresalto aun a los venados mismos, a quienes muchas veces

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arrebataba el cervatillo de pocos días de nacido. En lo alto de un floramillo la rapaz detuvo el vuelo. Pocos minutos bastaron para que del cuerpo robusto del Araguato, no quedaran sino unas piltrafas sanguinolentas, prendidas a los huesos y a pedazos de piel. Para algo había matado su hambre el mono, en aquellos pocos días que permaneció junto con su compañera y el hijuelo, al pie del lechemiel y el guayabo que les indicara Oso Hormiguero. II En el bosque nadie se atrevía siquiera a respirar. A lo lejos, otra rapaz con idéntica majestad de vuelo, manchaba de gris la lejanía azul del cielo despejado, trazando un camino aéreo caprichoso e invisible, por el cual se iba aproximando a la Mata de Monte. El águila que se daba el festín, al advertir la presencia de su compañera, o su enemiga, o su hija, dejó oír un agudo chillido que se escuchó a larga distancia. Este grito, bien podía ser de guerra, o de llamada amorosa, o tal vez, el requerimiento tierno y desinteresado de una madre a su hijo. El grito volvió a repetirse más sonoro todavía. ¿Seria un aviso a su compañera de que en determinado sitio había una presa igual a la que ella estaba disfrutando? Ningún habitante de la Mata de Monte pudo interpretar aquel aviso. Sólo que cada vez que era escuchado ponía un grado de terror más en aves y pequeños cuadrúpedos, y muy especialmente en la Araguata que, pegada a tierra como un ratoncillo, esperaba verse llevada por los aires, como momentos antes entre un estruendo de alas jamás escuchado, lo fuera su compañero. Ahora no era solamente el águila posada la que gritaba. Lo era también la otra, que por momentos se aproximaba, establencièndose así un diálogo de gritos estridentes, que mantuvo suspensos y con las cabezas erguidas, a un rebaño de ciervos que pastaban a lo lejos.

El venado que parecía el capitán enfocó las orejas hacia la lejana Mata de Monte y, estirando la nariz, interrogó a la brisa. No hay peligro – dijo -, el viento habla solamente de Juca, que con nosotros no se atreve. Es muy parecido su vaho al de Gugudú, o al de Galaí – intervino una cierva estornudando -. No puedo aguantarlo. Todos los comedores de carne – continuó el venado – hieden, y es muy parecido su hedor. Juca, Balacù, Galaì... ¡hieden igual! Caimán, el habitante de los caños, huele también así, - Dijo la cervatilla más joven de todas. – Yo no puedo todavía distinguir, como Zamará, cuál es el vaho de Galaì, o el de Balacú. Por eso huyo lo más rápidamente posible cuando percibo algo parecido a este olor. Son iguales en hedor y en el ataque. Hay que huir de ellos, siempre, obedeciendo a nuestra ley. Entretanto, el águila recién llegada, redoblando sus gritos describía círculos estrechos sobre el árbol donde se encontraba la otra. Esta, sin abandonar su presa, altivamente erguida, erizando las plumas de la cabeza y poniendo más enhiesto y abierto aun el penacho, hacía girar la arrogante cerviz, siguiendo las evoluciones de la recién llegada, con los ojos luminosos, como cargados de electricidad. De repente, como dos fuerzas que se atraen, se lanzaron la una contra la otra encontrándose en el aire, y oponiendo mutuamente las garras al zarpazo contrario se trabaron como una sola masa, rodando por el aire, entre un estrépito infernal, de chillidos y aletadas. Tan ceñidas estaban, que parecía un solo cuerpo el cual agitasen cuatro potentes alas.

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Antes de llegar a tierra se separaron, para remontarse nuevamente hacia el espacio. Ya se dirigían la una contra la otra, con la rapidez del huracán, cuando, recogiendo las alas, doblegando el cuello y floja toda, como un pañuelo que se arroja desde lo alto y es llevado por el viento, la recién venida cayó a tierra, con el corazón partido por las garras maestras de su enemiga que, sabía en el zarpazo, supo a dónde lo dirigía cuando se trabaron en combate momentos antes. Ni un estremecimiento, ni una palpitación, ni un movimiento de alas, anunció la agonía del águila moribunda, cuando deslizándose entre los hilos verticales del pajonal llegó a tierra perfectamente muerta. Su rival, incitándola al ataque la esperaba en el aire, trazando pequeños círculos entre agudos chillidos y con las armas prontas. Después de algunos revuelos ágiles y cortos, viendo que su contendora no correspondía al desafío, la rapaz victoriosa regresó a la copa del floramillo, en donde la esperaban las sobras de su festín, por las cuales se había batido con la maestría y fiereza de su estirpe. JORNADA QUINTA No solamente las águilas se baten; los ciervos también suelen hacerlo, pero no por la presa... I ¿Por qué no entendemos, los zamarás, el idioma de Juca? – dijo la cierva, a quien tanto ofendía el olor de los carniceros. No es que no lo entendamos – repuso el ciervo -. Es que su idioma no es más que un grito; grito de rapiña, de guerra y de sangre. Con el mismo grito se lanza a atacar una paloma; se defiende de sus enemigos, o despierta a los

hijos a los cuales arroja las entrañas palpitantes, calientes aún de un pequeñuelo de nuestra tribu, o de un Cotudo, como ahora sucede. A nadie respeta, ni a los de su propia tribu; pues muchas veces arrebata la presa de la propia esposa, para devorarla solo; sin más afecto o cariño que su propio apetito. – Mirando hacia el bosque con sobresalto, guardo silencio, pues creyó haber escuchado un ligero rozar de hojas. El temor de ver surgir, de un momento a otro, al venado rival que viniese a disputarle el dominio de sus hembras, lo mantenía intranquilo y siempre en guardia. Era la época del celo, y viva estaba en sus recuerdos la derrota sufrida en la pasada estación; cuando por su inexperta juventud tuvo que abandonar su rebaño de hembras, al esforzado y viejo rival que lo venciera después de una larga lucha en plena sabana, bajo los rayos de la luna, sin más testigos que los ojos dulces, profundos e indiferentes de las ciervas, que mansamente esperaban la vencedor para seguir tras él, sin reparos de ninguna clase. Aquella había sido la primera experiencia de su vida. El primer encuentro con otro venado que fatalmente le aventajaba en edad, en estatura, experiencia, y número de cuernas, que como una rama bifurcada, rematando en candiles agudos, se abría desafiante sobre el amplio y regio testuz. Dos inviernos habían pasado desde el día en que, junto con otras venadas, por seguir tras el reclamo y compañía de un ciervo, la madre lo había abandonado, sin que intentara defenderlo de las embestidas del venado, que no toleraba su compañía en el rebaño. Cómo fue grande su asombro al ver la indiferencia de la madre, cuando con el balido de angustia reclamó su ayuda y protección. Meses atrás, siendo un cervatuelo, aquella madre cariñosa que ahora no quería defenderlo, no toleraba siquiera la proximidad de las perdices, temiendo que ocasionaran algún daño al hijuelo lindo, de lomo salpicado de rayas y puntitos blancos y de orejas velludas y suaves como las hojas tiernas del frailejón. Más que cervatuelo,

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parecía un animado juguete de vitrina exótica. Aquellos eran otros tiempos. Decepcionado vio alejarse el rebaño en el cual iba su madre, atenta solamente a los caprichos del amo que acababa de arrebatársela.

La cuerna maduró. La piel vellosa y fina que como un suave guante la cubría, se fue agrietando y endureciendo, cayendo a pedazos, a medida que las astas, ampliamente ramificadas, iban tomando la consistencia del marfil.

Vagó solitario por la llanura, sin probar bocado durante dos días; llamando siempre a la madre sin encontrar respuesta. Esperaba verla surgir de pronto, contestando a su llamado. Así pasó algún tiempo. Se acercó a muchos rebaños, buscándola siempre y de todos fue rechazado con la amenazadora cornamente del macho déspota y absoluto que los capitaneaba.

Ya no era el cervatillo de ayer. Era un ciervo de imponente alzada y pulida piel. Ya no sentía miedo de nada, ni se acordaba, tampoco, de la madre cuyo olor ya no podría distinguir entre las otras ciervas. A medida que fue entrando el verano comenzó a sentir en sus entrañas un impulso y un anhelo nuevos, que lo impelían a algo que no acertaba a definir. Buscaba la compañía de los de su tribu, con una ansiedad y un cariño muy distintos de los que sentía cuando buscaba a la madre.

II Un buen día, al dirigirse al caño para abrevar, al meter la cabeza por entre la tupida ramazón, sintió un agudo dolor en el testuz. Se había herido con una espina la naciente cuerna, que cubierta de una piel vellosa y gris, era tierna y quebradiza como un tierno bretón. Comenzó a enflaquecer y huyendo de las moscas que lo perseguían para chuparle la sangre de los blandos y jugoso candiles, se refugiaba en la maleza; o buscaba las plantas altas y ventiladas de la sabana en donde la brisa fuerte impedía que las moscas le revolotearan sobre la cabeza.

Oliscando la brisa y husmeando entre la paja tierna, siempre en busca de olor que presentía; que sin haberlo olido le quemaba la sangre, vagaba de la sabana al bosque y del bosque a la sabana.

Se había convertido en un solitario. Huía y tenía miedo de todo; porque el instinto le decía que al ser atacado no podría defenderse con aquellas armas que apuntaban, como dos tallos incipientes y quebradizos. Soportó el hambre durante muchos días y noches. Buscó para esconderse la más tupida maleza, de la cual no se atrevía a salir, presa de un temor instintivo que no había conocido antes, sino ahora cuando comenzaba a ser un ciervo adulto.

Una tarde después de haber errado sin rumbo, interrogando siempre a la brisa; después de haber afilado y pulido contra los troncos de muchos árboles la limpia cornamenta, se detuvo de repente. El viento había traído hasta su nariz aquel olor perseguido durante tanto tiempo, y alzando la cabeza lanzó por primera vez el balido de amor. El grito del sexo que reclama el sexo, cuyo eco, cabalgando en la brisa, se fue dispersando por la sabana hasta perderse en la lejanía. Repitió la llamada, y husmeando la brisa con la nariz cuajada de gotas de humedad, llegó hasta él; hasta sus entrañas mismas, la emanación del sexo contrario que le hizo erizar el pelamen desde la cola a las orejas, y, presa de un acceso raro; de algo así como un delirio de alegría, de súplica y de dolor se lanzó al encuentro, dando inmensos saltos, de una cierva joven que amorosa y dulcemente acudía a su llamada.

Transcurría el tiempo. El invierno comenzó a decrecer. Las aguas aposadas en la sabana iban descendiendo hacia los caños y dejando a su paso inmensas manchas de verdura.

Llegada la noche, tranquilo ya el venado la llevó a su querencia; a sus propios pastaderos por donde había paseado su soledad, y entonces sí entendió el por qué del

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abandono de la madre, cuando muchos meses atrás lo dejara entregado a sus propias fuerzas. Era la época de celo, que coincidía con el reventar de las orquídeas en las matas de monte, cuyas flores simulaban gigantescas piedras preciosas, colgadas de los árboles. Una mañana, llegó hasta la pareja otra venada, adulta y de bello pelamen que fue admitida sin reparos por la cierva joven, y acogida con grandes manifestaciones de alegría por el venado. Tranquilos iban de sabana en sabana, paciendo siempre pastos frescos, o ramoneando en los arbustos. Después de algún tiempo de tranquila convivencia, una noche, al conducir a sus compañeras al abrevadero, les salió al encuentro un venado cuya talla sobrepasaba la del enamorado y feliz galán. El erguido y membrudo cuello del recién llegado más parecía el de un toro joven, que el de un ágil venado. En los amplios costados, entre el pelamen leonado y maduro por la edad, se veían varios rayones negros, desprovistos de pelo, que denunciaban largas cicatrices de rudos combates. El venado joven, sorprendido, hiriendo con los cascos delanteros el duro suelo, que resonaba como un tambor de guerra, le retó a combate dejando oír un ronco resoplido. El otro pareció no hacerle caso y con pasos confiados, tranquilos, como de quien llega a su propia casa, se dirigió a las hembras que no lo rechazaron al iniciarles un intento de caricia. Cegado por los celos y la cólera, el ciervo joven partió como un rayo, con la cabeza inclinada, apuntando con las astas al cuerpo del intruso. Este lo esperó sin retroceder un paso, arqueando el cuello y oponiendo su testa, admirablemente armada, a la del atacante. Con un sonido seco resonaron las cornamentas al encontrase violentamente. Inclinados ambos, pegando casi las narices al suelo y juntas las frentes como si estuviese soldadas la una a la otra, en un derroche de esfuerzo; cada uno se empeñaba en hacer retroceder al contrario. Los músculos del cuello y

los de las paletas parecían estallar. Con los espinazos encorvados, resoplando fieramente; hundidas las pezuñas en el piso y con los ojos que parecían iban a salirse de las órbitas por el esfuerzo continuo, ninguno cedía terreno al otro. Entretanto las venadas pacían tranquilamente; o se rascaban el anca dando pequeñas mordiscadas, indiferentes a esta lucha que nada tenía que ver con ellas. ¿Y de qué asombrarnos? ¿Acaso, en la función de la reproducción, las hembras de algunas especies no constituyen, pues, nada más que el molde, la vasija en donde tuvo vida y se ha de formar el nuevo ser, sin que la parte afectiva, sentimental y amorosa entre para nada en tal función? La vida del macho que se reproduce, la suerte que pueda correr durante el himeneo, les es perfectamente indiferente; y en algunas, como ciertas especies de arañas, en los alacranes languedocinos y otras, ¿no hacen, acaso, del rendido amante, el simbólico pastel de bodas, devorándolo tranquila y ávidamente una vez cumplida su misión? El zángano que fecunda a la reina de la colmena, en las alturas infinitas a donde lo lleva su sed de amor, ¿no entrega como un trofeo nupcial sus propias entrañas, que quedan adheridas y pendientes del abdomen de la reina una vez fertilizada, como largas banderolas ofrendadas en tributo del amor? Continuaba la lucha de los venados sin que ninguno cediera una línea de terreno al contrario; pues al hacerlo estaría perdido, porque en la marcha atrás, al relajarse los músculos y perder la posición de arco, formada por el espinazo y las patas, sería arrastrado por el adversario, que al ganar terreno podría a su antojo herirlo en los costados o en el propio vientre. De repente, los músculos de los brazos y los del cuello del ciervo joven, comenzaron a temblar. Demasiado esfuerzo era aquél, para sus pocos años, y sintiendo que las vértebras cervicales se incrustaban la una entre la otra; que las rodillas se doblaban, agotadas por el esfuerzo, y que delante de los ojos se ponía una como niebla vaporosa que

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le impedía ver; dejó oír un balido lastimero, y hurtando lo más rápidamente que pudo el cuerpo, empujado violentamente por su adversario hacia atrás, emprendió veloz huida hacia el cercano bosque, sin ser perseguido por su contendor. Antes de penetrar en la maleza, se detuvo; y bajo la luz de la pálida luna, volvió los ojos hacia sus compañeras, que no se dieron cuenta de aquella mirada, atentas como estaban al olisqueo tibio y húmedo que a sus ágiles flancos prodigaba el venado vencedor.

JORNADA SEXTA “Por algo te hicieron cojo”, dice Pájaro Pollo. - ¿Qué sabes tú Cuándo se comete una cobardía, o se ejecuta un Acto de abnegación y de prudencia? I

Momentos después, las venadas, que apenas si se habían dado cuenta del cambio de esposo, se dejaban conducir por éste hacia el abrevadero, para ser llevadas luego a lejanos pastaderos. III Humillado por la derrota, el vencido buscó el refugio de las sombras. La estación fue pasando. Las hembras, grávidas ya, cumplida la misión que las había congregado alrededor del ciervo, se iban disgregando de los rebaños, por voluntad propia, tal como habían llegado. La cuerna de los machos, como una muela vieja que se desprende del alvéolo, se fue aflojando más y más cada día, hasta rodar por el suelo; como ruedan confundidos entre el polvo, al final de un festín, los ornamentos que le dieron lucidez y vida. Con el verano venidero llegaría una nueva cuerna; tan pulida y dura como la que ahora había caído. Vendrían, también, nuevas hembras y por su posesión se presentarían nuevos y rudos combates. Por ello, el vencido de ayer, era hoy un apuesto y experimentado ejemplar, que ardía en deseos de cobrar la derrota sufrida en la pasada estación; y de imponer a otro la soledad y amargura que él había experimentado. Usando todos sus sentidos, vivía en un eterno alerta; esperando el peligro porque sabía que el rival llegaría, en un instante cualquiera, irremediablemente.

Estamos lejos de Juca y aún siento su hedor – dijo nuevamente la cierva estornudando -, mejor sería que nos alejásemos, para estar tranquilas. Cada vez que me inclino sobre el pasto tropiezo con ese hedor que me pone a temblar y me impide probar la hierva. Yo también lo siento y me parece que cada vez llega de más cerca – añadió una de las venadas adultas -. Pero como Zamará, que debe saberlo mejor que nosotras, dice que no hay peligro; que es Juca el que huele, no tengo miedo alguno y puedo comer tranquila. Atento como estaba el venado en captar la brisa, a la espera de encontrar en ella, noticias de la proximidad de algún odiado rival, no hacía caso alguno de la inquietud de sus hembras; ni tampoco de las crecientes emanaciones a carnicero que continuamente llegaban mezcladas con la brisa. Sabía que Galaí no estaba ya en aquellas sabanas, y en las continuas andanzas de su vida anterior de solitario no había encontrado enemigo alguno que lo inquietara. A esto obedecía su permanencia en las proximidades de aquella Mata de Monte, en donde se había desarrollado la lucha de las águilas y en la cual se ocultaba en las horas de calor, para dormir una tranquila siesta. Apenas tuvo tiempo para volver la cabeza, al sentir que algo que se había disparado con gran ligereza, entre la

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paja, había dado un fuerte golpe a una de las ciervas, haciéndola balar de terror. Formando grandes arcos que la cruzaban por sobre los lomos y la cabeza, cerrándose después en forma de gigantescos anillos, que la envolvían toda, como si hubiese sido un atado, enrollada por una fuerte y larga cinta, se debatía la cierva, sintiendo cómo una inmensa tarasca, al morderla en la paletilla, la había derribado, ciñéndola luego en mil abrazos que al cubrirla por todos lados comenzaba a asfixiarla. Gugudú, estirándose cuanto le era dable, adelgazado ya como una hebra para abarcarla más y mejor, acababa de apresar entre sus anillos a la inexperta cervatuela, de apenas un invierno de nacida, cuyos balidos de auxilio sólo sirvieron para ahuyentar más a la despavorida tropa, que sin prestarle auxilio alguno huyó por la sabana con el venado a la cabeza, entre el repiqueteo de las pezuñas al herir la endurecida tierra. La finura de su olfato no la había engañado. Por más que Zamará garantizó no haber peligro, diciendo que era Juca el del hedor, ella comenzó a temblar desde que presintiera el peligro. Fue tal su miedo, que sus sentidos se entorpecieron en tal forma, que no se dio cuenta cuando el reptil, en acecho desde la mañana, se le fue acercando lentamente, hasta alcanzarla de una tarascada. Solamente dejó de balar cuando ya le fue imposible bajo la presión de los anillos del güio, los que como una tenaza comenzaron a cerrarse, apretándola hasta dejarla convertida en un nudo. Retorcida brutalmente. Con la cabeza hundida entre la carne pulpa de las ancas; con el espinazo roto en más de cinco partes, resquebrajada y convertida en una masa blanda, apareció por un instante libre de los anillos del reptil. Era la víctima una cervatuela pequeña y tierna como una fruta tierna; que ayer, nada más, la madre dejara abandonada y a cuyo desamparo llegó, como una campanada de consuelo, la llamada imperativa del ciervo; que siendo una súplica, era también

un mandato, al cual no pudo sustraerse; pues, al olisquear la brisa con las dilatadas fosas, recibió, como una caricia anticipada, las fuertes y acre emanaciones del macho que la encadenaron para siempre, sometiéndola a su despótica voluntad. Momentos después los anillos del güio comenzaron a envolverla de nuevo, entre un nuevo crujir de huesos rotos, cuyas astillas, unas perforaban la piel asomando como espolones, y las otras se hundían en la carne magullada, reblandecida por la presión a que era sometida. No solamente Juca mata y derrama hoy la sangre de sus propios hermanos – chilló Pájaro Pollo en la cercana Mata de Monte -. Sino que ese tragón, Buche sin Fondo, que nos mira a todos con ojos de apetito insaciable, ha dado muerte a la más pequeña de las venadas de Zamará. Y han huido todos en tropel, con el capitán a la cabeza como todo cobarde, cuando bien podía todavía acometerlo a pezuña, y reducir a trizas a esa víbora gigantesca, que nos tiene amenazados, a chicos y grandes, no dejándonos vivir en paz en esta Mata de Monte, tan tranquila anteriormente. Ayer era Galaí – continuó, quien nos hacía permanecer mudos y temiendo a todas horas. Hoy es Buche sin Fondo, que ha quedado como amo absoluto de esta comarca. Cuando llegó Balacú, sentí verdadera alegría. Creí que sus garras acabarían con ambos, y que al fin nosotros, los que no comemos carne, no siquiera hormigas, ni hacemos mal a nadie, íbamos a estar tranquilos. Pero, esa lombriz de pantano, gorda a fuerza de delitos, echó a perder los planes de Balacú y lo mató cuando todo comenzaba a ir. Y aquí estamos, sin nadie que nos garantice el derecho que tenemos a vivir. Tú no eres una presa para Gugudú; no chilles tanto. – Dijo desde la sabana Oso Hormiguero, que lo había visto y escuchado todo. – Primero me insultaste a mí, sin haberte hecho daño nunca. Insultaste, también, a los

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cotudos, y no hay ocasión en que no ofendas a Gugudú. ¿A Zamará le acabas de llamar cobarde? ¿Qué sabes tú cuándo se comete una cobardía, o cuándo se ejecuta un acto de abnegación y de prudencia, en que hay que vencer primero al orgullo ofendido, al amor propio humillado, en obsequio a aquellos que necesitan de nosotros para poder vivir, pues somos el sustento y el pan que ellos comen y que, al arriesgar nuestra vida, al cobrar una felonía, comprometemos la vida de ellos también? ¿Por qué insultas a todo habitante de este Llano, si nadie se ocupa de ti? Por algo te hicieron cojo – rezongó Pájaro Pollo -. Anda a aprender a caminar y luego vienes a asustarme con esa planta que tienes. ¿Quién ha nombrado aquí, a esa otra monstruosidad que tiene vara y media de nariz que mete entre los agujeros de la tierra, y, cuya lengua, como una sierpecilla pegajosa recorre las galerías de los hormigueros, para sacar prendidos a ella, gran cantidad d estos despreciables insectos. ¿Cuál es aquel habitante de los Llanos que quiera mantener amistad con este ser estrambótico, que siendo un comedor de hormigas, lo llaman oso? ¿Será un oso sin dientes, porque éste no los tiene; y por qué teniendo una cola deforme no lo llaman Rabo de Escoba?

cuándo puedan ser mis enemigos. Tus chismorreos imprudentes, han llamado muchas veces la atención de Juca o de las grandes águilas; y corriendo yo, quizás, más peligro que tú de ser atacado por una de estas carniceras, he sentido alegría al darme cuenta de que la presencia de estas rapaces es lo único que logra hacerte callar. Sólo el miedo te hace enmudecer. Guarda eso como un regalo – dijo el Oso, tratando de localizar con sus ojillos entre lo alto del ramaje, a Perico Ligero, cuya tonalidad de pelamen guardaba una perfecta armonía con el color gris pardo de las grandes hojas de la cecropia, quedando así mimetizado. ¡Juca, Juca vuelve! – gritó una pirza volando angustiosamente. Oso Hormiguero levantó la cabeza y se quedó mirando largo rato. Después de una minuciosa observación, dijo en tono de burla: Ya puedes envalentonarte de nuevo. Cucaracha emplumada. No es Juca el que viene, sino Guara. JORNADA SEPTIMA

No quiero la amistad de nadie, porque no la necesito – intervino desde lo alto de una cecropia Perico Ligero -. Mucho menos desearía ser amigo tuyo. ¿También tú, oruga dormilona, te atreves a defender a seres que no son de tu tribu y que pueden devorarte de un momento a otro, como Gugudú, o que repugnan a la vista como Rabo de Escoba? No conozco de cerca de nadie. Sé que Oso Hormiguero es mi pariente cercano. Y si no lo es, tanto él como yo vivimos sin dientes. Mi sistema de vida me impide hacer amistades; pero a fuerza de oírte hablar mal de todos los que vivimos aquí, he llegado a simpatizar con ellos, aun

El denigrado escarabajo sagrado de los egipcios. – No todo, en la Naturaleza, ha de ser mariposas que se alimenten del néctar de las flores. I Que la Naturaleza a veces se equivoca, lo han asegurado muchos. Sea de ello lo que fuere, Pájaro Pollo no era la equivocación del Llano. Detestado de todos, era el centinela que anunciaba el peligro para todos. Así se trate de un enemigo pequeño, cuyo único objetivo fuese la caza de insectos. Era una especie de ser fanático, obcecado por la idea de vigilarlo y denunciarlo todo para provecho de los

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demás, y mengua de sí mismo. Cuántos pájaros encontramos así, a cada paso, en otros órdenes de la vida. Si el güio se movía en alguna dirección antes de llegar a cualquier lugar, ya Pájaro Pollo lo había denunciado. Que una cierva ocultaba a su hijuelo entre la maleza, que lo estaba amamantando o simplemente lo oliscaba, ya lo sabía todo aquel que quisiera escucharlo y aprovecharse del aviso. En cambio, también, cuando los grandes merodeadores se acercaban, ya fuesen estos de pelo o de pluma, odas las especies se ponían a cubierto; huyendo a tiempo o escondiéndose antes de que el enemigo tuviera tiempo de presentarse. Pájaro Pollo no era una equivocación. No estaba por demás; como se ha dicho de muchas especies de insectos, reptiles y cuadrúpedos, cuya vida apenas se conoce superficialmente, quedando oculto en el misterio de las selvas el papel que desempeñan en la comedia, en la cual el hombre es el primer actor. Cuántas abejillas diminutas, que no recolectan sino el néctar que necesitan para vivir, son indispensables a la vida de ciertas flores, que de otra manera no serían fecundas, pereciendo así la especie por esterilidad al ser imposible el contacto entre los órganos masculinos y femeninos, que viven dentro de la misma corola; o cuya simiente masculina es llevada a larga distancia en la cabeza o espaldas del himenóptero, hasta la casta y complicada flor femenina que, sin este diminuto insecto, perfectamente inútil para otro acto, habría muerto agostada; como un esposa que muere esperando al esposo que no ha de estrecharla nunca. Se dice que ha sido la inteligencia de las plantas, cuya flor ha adoptado sus órganos a la conformación del cuerpo del insecto, goloso de sus azúcares. Más, sin afirmar nada creemos que haya sido el insecto, el que a fuerza de una larga y dura lucha por penetrar las profundas y apretadas entrañas de la flor, tras el perfumado néctar que guarda en el fondo, haya ido modelando la cabeza, la trompa de

succión y el cuerpo mismo, hasta alcanzar aquel elixir que no encuentra en otra flor y que constituye la clave de su vida. ¿Acaso, también, en el reino animal, la perdiz llamada de las nieves no cambia su vistoso plumaje de verano, por el plumaje blanco que la confunda con la nieve, para poder sobrevivir a los ataques de sus enemigos? ¿Y el lagarto; el humilde y común lagarto, a fuerza de querer sobrevivir, no ha llegado a obtener la propiedad de cambiar el color de su piel, adaptándolo al color ambiente, ya sea éste el rojizo amarillento del barranco arcilloso, o el gris oscuro del pedrusco a donde llega a recibir el sol, o finalmente el verde claro del follaje donde acecha a la mosca? ¿Entre las aves tiranidas, de régimen insectívoro integral, algunas especies no logran engañar al incauto insecto abriendo las plumas de la cabeza que imitan una roja y abierta flor, hacia la cual dirige el vuelo el inocente abejorro para morir aprisionado entre el pico del inteligente pájaro? Hemos de creer, antes que todo, en la inteligencia de los animales, cuyos grados de evolución, a medida que el mundo se transforma, han llegado a tanto, que es necesario colocarlos por encima del instinto ciego, inmutable, aunque vario y poliforme, con que la Naturaleza ha dotado al reino de los vegetales, con los cuales s han operado maravillas, sí, pero por obra de la inteligencia humana, que cruza, los híbrida y los perfecciona a su acomodo; en tanto que los animales salvajes han evolucionado por cuenta propia, urgidos por la necesidad de adaptarse a nuevas condiciones de vida, cada vez más difíciles y precarias. Quién, sin la necesidad de subsistir, ha perfeccionado el pico de las cypselidas y las hirundinidas, haciéndolo corto, ancho y achatado en la base, con la boca profundamente hendida, para poder abrirla como una copa redonda y profunda y coger al vuelo el abejorro, o la mariposa que cruzan por los aires desapercibidamente.

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¿Ha sido el colibrí el que ha adaptado el pico y la lengüecilla, para alcanzar el fondo de la flor y succionar el néctar; o ha sido la flor la que se ha alargado, colocando en el fondo del cáliz el alimento solicitado por el pajarillo, para adaptarse a la forma y extensión del pico de éste?

No son los terrenos en donde de han establecido apriscos, fértiles simplemente por la acumulación superficial de heces. Son altamente fértiles por la inoculación y transformación química que los vegetales digeridos verifican lentamente estos “despreciables” escarabajos.

II Al hablar de las criaturas a quienes se juzga inútiles, o monstruosas, nada más que porque no presentan aspecto ninguno de belleza o poesía, sino que, más bien, muestran la faz grotesca del papel que les tocó representar en el drama universal, algún ilustre autor europeo, cuya obra respetamos y hemos admirado siempre al referirse al insecto en sí, lo define en la siguiente forma: “El insecto ofrece algo que no parece pertenecer a las costumbres, a la moral y a la psicología de nuestro globo. Diríase que viene de otro planeta, más monstruoso, más atroz, más infernal que el nuestro...” y para afirmar su definición, cita en primer término al Escarabajo Sagrado de los egipcios, al escarabajo pelotero, que diremos nosotros, cuyo alimento exclusivo lo constituyen las heces de las caballerías, con cuyos componentes, más cargados de jugos, forma unas pequeñas pelotas que acarrea hasta el fondo de una subterránea galería, en donde se entrega a devorar y digerir aquello que ya ha sido digerido, hasta agotarlo por completo. A simple vista, la misión nada delicada y poética, y sí altamente repugnante, encomendada por la naturaleza a este coleóptero, puede ser motivo de censura y desprecio para quien estudie solamente esta faz; pero no para aquel que ve en este y otros escarabajos similares, el papel de hábiles químicos y cirujanos de la corteza terrestre, en la maravillosa obra de inocular el terreno, de llevarle hasta las entrañas, aquella materia nutricia que le ha sido sustraída; de devolverle, en forma de abono redigerido, todas las sales minerales, los elementos nitrogenados, fosfóricos, potásicos y de cal, extraídos por las plantas, y de reincorporarle la materia orgánica lentamente perdida.

Cada galería o comedor subterráneo de estos insectos es, también, un canal por el cual penetran las aguas lluvias, vivificando las tierras y complementando la labor de inoculación de fertilizantes llevada a cabo por estos calumniados y valiosos auxiliares del hombre del campo. Aquí tenemos, si no un aspecto bello, sí un aporte valiosísimo de este coleóptero y sus similares excavadores, a la conservación de los suelos, de los cuales deriva todo ser vivo el sustento. Y la lombriz de tierra... Qué diremos de esta obrera agrícola de la oscuridad, que alimentándose exclusivamente de tierra, va intercambiándola. Llevando la de las capas superficiales a la profundidad, y las de ésta las va depositando a flor de suelo, en forma de afloraciones apelotonadas, finamente molidas y grasas, aptas en extremo para la agricultura. Las galerías o agujeros que va excavando esta lombriz, permiten una fácil remoción de las tierras; aparte de la aireación que le establecen. ¿Hemos de condenar a esta ignorada criatura porque se alimenta no ya de pétalos de flor, ni siquiera de bosta alguna, sino simplemente de tierra, de escueta y cruda tierra, de la cual apenas aprovecha pequeñas porciones de materia orgánica, para devolverla mullida, suave y grasosa; ejecutando así una labor que ninguna complicada maquinaria agrícola podría realizar? ¿Hemos de considerarla, pues, como un ser grosero y monstruoso, porque se alimenta de tierra? Así en todos los órdenes del universo. No hay criatura, por pequeña, deforme y despreciable que parezca, que no haya sido creada para desempeñar un papel, o muchos al mismo

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tiempo. Sólo que la falta de observación y de estudio, o la presteza con que se llega a conclusiones tomadas la mayoría de las veces en ambientes de estufa, o laboratorio que no son, propiamente hablando, los ambientes naturales en que vive la especie observada, hace que se la condene y calumnie en muchos casos.

cernía sobre él, trazando lentos círculos y espiándolo cuidadosamente. Aquel me cree muerto – se dijo el güio -; no me moveré, para ver por donde comienza a meterme el pico. ¿O será que, en realidad, huelo a muerto, o lo parezco después de tan prolongado ayuno?

JORNADA OCTAVA La sangre de la tierra, al ser sacada de sus venas, torna en árida aquella misma tierra en donde sea regada. I No sin algún trabajo, logró el güio sorberse entera aquella masa blanduzca, convertida en papilla, contenida dentro de la piel de la cierva. Primero fue el cuello que, deformándose al paso de la pitanza, con un diámetro varias veces superior al de la cabeza, mostraba una insólita protuberancia. A medida que las contracciones de la garganta y el esófago empujaban la masa hacia abajo, la deformación iba decreciendo, hasta quedar detenida entre la cavidad estomacal; en donde el proceso de disolución comenzaría en breve, entrando en juego los ácidos gástricos disolventes, y el alto poder de absorción de la mucosa intestinal. Sin querer transportar a ningún sitio el peso de varias arrobas que llevaba dentro, el reptil se dispuso a esperar el proceso digestivo allí mismo; en plena sabana descubierta, y dormir entretanto una siesta que, según las circunstancias, sería de varias semanas. Ya comenzaba a entrar en letargo sin cuidarse siquiera de recogerse en ondas, sino tirado cuan largo era, cuando sus ojos, con ese poder de movilidad de que han sido dotados, sin alzar la cabeza, vieron de Guara, planeando en el aire con una elegancia y majestad dignas de mejor estirpe, se

Después de revolar durante algún tiempo, se abatió el gallinazo, agitando fuertemente el aire y posándose a pocos pasos del reptil. Su cabeza implume, de un sonrosado ingenuo, que le llegaba hasta el pescuezo, se inclinó casi hasta el suelo, para mirar los ojos del güio, cuyos párpados permanecían cerrados. Este detalle lo detuvo, cuando ya anticipadamente creía saborear este primer bocado de reglamento. – Si estuviese muerto – pensó -, los ojos estarían abiertos; turbios y secos. Se decidió a esperar antes de atreverse a nada. Gugudú apenas si respiraba. Cansado de esperar, viendo que Guara no se atrevía a pellizcarlo, que ni siquiera se había movido del lugar en donde se había posado, dijo de pronto: Tendrás que conformarte con algo más pequeño que yo. No hueles a carroña todavía – contestó Guara, alejándose a prudente distancia con toda la celeridad que le permitían sus piernas -. Ha sido por curiosidad – añadió. Qué curiosos somos cuando tenemos hambre. Yo sentí una curiosidad igual a la tuya por ver de cerca de una de las hembras de Zamará; y me gustó tanto, que ahora la tengo aquí, dentro, para que no se me escape. Iguales las he comido apenas dos lunas. Pero a pedacitos y no enteras como lo haces tú. Hay que saborear...

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Por hoy no tienes mucho que comer – dijo el güio -. Apenas una presa pequeña, que viste pluma, como tú. Está esperándote desde hace largo rato, antes de llegar a la mata. -

Qué generoso estás con tus sobras.

Mías no; pero si te demoras en buscarla, sólo encontrarás las sobras que te hayan dejado las hormigas. Hubo pelea de Jucas, y la que murió podrá servirte de algo. Tu generosidad me hace pensar que necesitas algo de mí. No esperes que más tarde te indique en dónde podrás cazar – repuso Guara y continuó -: En cambio de la muestra de amistad que me das, te diré algo que te conviene más; y es que, desde hace ya varias lunas, viene hacia acá una tropa numerosa de Galaís. Traen viviendas que mueven de una sabana a otra y todos los días están agujereando y revolviendo la tierra de los sitios a donde llegan, con grandes truenos que resuenan en la llanura peor que el Gran Trueno de los cielos. “Son muchos. Mientras los unos buscan en lo profundo de la tierra, qué sé yo qué sustancias, los otros pasean la llanura y van dejando marcas, que he visto desde arriba, que resaltan como las que dejan las babosas, para señalar su paso entre un sembrado de legumbres. “Al mismo tiempo otros, con pequeños truenos, que sueltan contra nosotros, no perdonan ni a los más pequeños pájaros. Las ardillas huyen aterradas, muriendo insoladas en la sabana, ahogadas por el calor del pajonal, y las que logran llegar a otra mata de monte, son recibidas a truenos, que les sueltan unos tras otros. A Perico Ligero, que no gusta de moverse, ni huir, tuve que darle piadosa sepultura en mi estómago. Le soltaron muchos truenos, cayó al fin medio vivo. Lo miraron un momento, dándole patadas para voltearlo de un lado a otro y satisfecha su curiosidad, lo dejaron y se fueron tras las guacamayas, que en esos momentos llegaron haciendo un imprudente alboroto.

“Los Guaras les estamos muy agradecidos. Vamos siempre tras de ellos completando su labor. Ellos matan, nosotros comemos. Así hemos llegado a probar bocados que en otra forma nos hubiera sido imposible. Alguno de los Galaís mató en un solo día tantos pájaros, entre ellos tantos carpinteros, que por la tarde, incapaz de cargarlos por el peso y porque ya olían, los tiró. Nosotros vimos el montón, y allí encontramos en qué entretenernos algunos de mis compañeros y yo. Dicen otros más viejos – continuó Guara -: que hace ya muchos, muchos inviernos, así comenzaron estos Galaís al otro lado del gran Río Turbio, del cual nos separa, apenas, esta serranía que tú no puedes ver. Pero que yo, cuando sediento de descanso me remonto hacia el azul, la veo como una raya negra desde allá arriba. “Eran esos campos, dicen los abuelos, más tupidos de selva que estas matas de monte. Las orillas del gran Río Turbio en esos parajes, apenas eran pisadas por las tribus de esos Galaís que siempre han vivido allí, sin hacer daños a la selva, ni a la tierra, ni a los habitantes de pelo o de pluma que los poblaban. -

¿Qué? – interrumpió el reptil.

No digo mentiras, tú lo sabes Gugudú – contestó Guara y prosiguió -: Si vieras ahora esas tierras como las he visto yo. Hasta el color les han cambiado. Aquel no es un color de tierra, es un color negro, más fúnebre que el color de mi plumaje; y parece que a aquellas tierras les cae muy bien ese color de luto porque están muertas, no produce nada, ni siquiera hierbas venenosas. Todo es árido, negro, impregnado de un olor repugnante que envenena el ambiente y mata hasta las mariposas que llegan a acercarse a aquellos campos. Hizo una pausa para ver cómo el güio comenzaba a recogerse, doblándose en grandes ondas, y continuó:

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Los viejos Guaras, con quienes aprendí a viajar, al preguntarles por aquello, me dijeron que era la sangre de la tierra que la estaban chupando, y que al regarse por el suelo lo tornaba en árido y seco como un pedrusco, en castigo de los que así procedían. ¿Está muy lejos el gran Río Turbio? – interrogó Gugudú interesado por el relato. ¿Qué importa que esté lejos, si ya están aquí los que mañana harán de esta inmensa llanura otros campos negros como los que están en la ribera del Río Turbio? Me alegro que así sea. Que estén aquí cerca. A partir de hoy serán sagradas para mí todas las serpientes venenosas que cada paraje rico en habitantes de pelo y pluma, guarda para defenderse. Rabo Seco podrá agitar las campanas de muerte de su cola, cuanto quiera. Las Tayas, Cuatronarices, voladoras y corales y canto pariente venenoso o no, haya aquí, ya no será mi alimento natural, sino las defensas de esta región. Que cumplan la misión que se les ha encomendado. No te entusiasmes mucho, ingenuo morador de los bosques. ¿Qué podrías hacer tú y toda tu legión de parientes, contra esta otra legión, que manda en el trueno y es capaz de extraer la sangre de la tierra? ¿Qué haremos? Pues... matar, como tú dices que hacen ellos con nosotros. Mientras tú y los tuyos matéis a uno o dos, si es que tenéis valor suficiente, ellos arrasarán con todo. Pues ya que nos arrasan, moriremos arrasando también, como lo manda la ley del bosque.

matarán para sacarte la piel ya que no aprovechan tu sangre y tu carne, como la de la tierra. Luego te dejarán, y yo, con mucha tristeza al recordar tu buena amistad, tendré que comerte cumpliendo la ley nuestra; cada cual a lo suyo. Guara – le dijo Gugudú disponiéndose a regresar a la Mata de Monte -, ha pasado el tiempo y las hormigas no te dejarán sino los huesos, me voy. Lo que menos nos falta ahora es comida. Ya pueden hartarse las hormigas. En las sabanas en donde está establecida la tropa de Galaí, encontramos a cada paso zamarás, chigüiros, osos hormigueros y de ves en cuando alguna danta, que después de recibir los truenos, huyen heridas a morir silenciosamente a sus querencias, en donde no tengan que agregar a sus dolores la presencia, o el odiado olor de Galaí. -

¿Te sobra la carroña...?

Somos muchos y le damos a diario. No nos quejamos. Vete, Guara, nos ha llegado el momento de cumplir con nuestra misión. Cada cual tomó su rumbo. El uno reptando pesada, lentamente, por entre el pajonal; el otro, después de una pequeña carrerita a saltos, casi ridícula, abrió los remos y se remontó a los aires. JORNADA NOVENA Tierra buena, rica, mansa, hasta para los desmanes. – Araguato aprende el grito de la raza. I

No es conveniente – agregó Guara, sacudiendo las alas sobre los costados – que te arriesgues mucho. Te

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Oiga, don; aquí ta prohibido marisquiar, o pa hablale claro, aquí no se puede cazar. – Gritó a lo lejos el jinete llanero acercándose al galope, a un grupo de hombres que apostados a orillas de una pequeña mata de monte, disparaban sus escopetas a cuanto animalillo de dejara ver. Era la tarde de un día sábado.

quel dueño desta sabana, es dueño hasta de los micos y pájaros que viven en ella.

Quí raro – contestó al jinete, que paró en seco, un hombre alto, enjuto, de piel enrojecida y cabello claro -, aquí nadie prohibir... – y después de un momento de vacilación agregó -: I am; my company tener permiso Minister of War.

Oiga don – contesto Misael empinándose sobre los estribos -, mi ese manager que usté dice, si es que se refiere al blanco, ya le dije que se llama Juan Ramón Galán. Si tuviera aquí, él mismo habría venido, porque también habla en jurungo, pero actualmente ta en Bogotá.

Pero aquí no le sirven, don; porque estas sabanas no son del gobierno, sino del blanco Juan Ramón Galán. ¿Quí blanco? – contesto sonriendo el mismo hombre, que parecía el jefe de aquel grupo, al mismo tiempo que dirigía una mirada de congraciamiento a tres hombres como él, y a varios peones que los acompañaban, portando las municiones -, aquí no blancos, haber poco blancos in these countris. Ta bien, don – contestó imperativo el jinete -: aquí no blancos porque nos quema el sol, pero aquí sí dueños, porque par´eso se la peliamos al chapetón. Dejánte de ser pendejo, Misael – le gritó destacándose un hombre, que teniendo todas las trazas del llanero, parecía capataz, al tiempo que se llevaba la mano a la cintura, de la cual pendía un largo machete -. Mister Weber es el jefe de los giologos de la Compañía de Petróleos Aligator. Con que date cuenta si podrá matar no sólo unos infelices pájaros y micos, sino todo lo que se le dé la gana. Y pa que lo sepás diuna vez, yo soy el baquiano que organiza los marisqueos. Ni yo soy pendejo, ni es a usté, ladrón de ganao, a quien vengo a prohibi la matanz´e bichos. A usté ya se la prohibió el blanco mismo, cuando le rompió la mula p´uel cuero de güio. Es a ese don empolainao, a quen le digo

Stop, Flaminio, stop – intervino el geólogo y dirigiéndose a Misael, añadió -: decir su manager venir aquí. To speak, mi hablar.

¿Conque es el jullero y no el patapelúa, el que viene a prohibirnos el marisqueo? – añadió Flaminio, en torno de burla -; ¿qué otra cosa manda? Si mandara yo, te tendría en la gayola – replicó Misael -, agradecé que estos jurungos no saben qué clase de alacrán se han echado al seno, al almitir tu compaña. Mientras así replicó Misael, el geólogo hablaba en inglés, con otro de los que formaban el grupo, igualmente vestido de caqui amarillo; botas altas y camisa de manga corta con el cuello abierto. Tanto el Caporal de Matepalma, como su contendor, guardaron silencio, tratando de penetrar, cada uno, el sentido de aquel lenguaje que no entendían. Terminada la breve conversación en inglés, se acercó hasta el jinete el intérprete del geólogo, y en tono tranquilo le habló: No se empeñe usted, buen hombre, en impedirnos cazar aquí. Estamos autorizados por el Ministerio de Guerra, para usar libremente nuestras armas. Para permanecer, revisar, y perforar estas tierras en donde queramos. Por consiguiente, váyase usted tranquilo por donde ha venido. Guarde su altanería para otra ocasión, y no busque conflictos por diez loras o tres Osos Hormigueros que podamos matar.

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En cuanto a que revuelquen las tierras, con dinamita – replicó Misael sin deponer su tono – hagan cuanto quieran. Pero en matar esa cantidad de bichos como han matao, sí no reza con ningún permiso del Gobierno, ni con las órdenes del blanco, que es el único amo de estas sabanas – y afirmándose nuevamente en los estribos continuó -; asimismo les advierto que sería güeno que dejaran, pa la semilla, una que otra matica de parásita, y no se las trastiaran todas – sarcásticamente concluyó -; ¿o es que también tienen petrolio? Nadie contestó nada. Ante ese mutismo, Misael se despidió: - Hasta la vista. Ya les dije que paren la matanza. Y vos, Flaminio, ya sabés onde paro, pa cuando querás a solas los dos repetirme lo de jullero. Y partió como había venido, galopando, por la sabana amarillenta que lentamente lo fue devorando hasta desaparecer en la lejanía. Quí cosa, carramba. Personas tropical esta tierra – exclamó el ingeniero. No le haga caso Mister – intervino el capataz -, ese es un jullero, y el tal Ramón un alocao, que no deja ni quemar la paja de las sabanas. ¿Quí es juller? – interrogó el ingeniero, y en inglés le contestó el que había hecho de intérprete. Soltó aquél una explosiva carcajada; rieron ambos regocijadamente y rieron, también, los peones con risa servil, forzada, sin saber de qué se reían. Momentos después penetraron todos en la Mata de Monte y a intervalos irregulares se escuchaban los disparos dobles de las escopetas de dos cañones.

Los solitarios de la Sabana. II

L

as mismas alegres mañanas y las mismas tardes tristes de verano se sucedían sobre la llanura. La Cotuda y su hijuelo, desde la desaparición del Araguato, no se habían movido del pie de las matas de lechemiel y de guayaba, cuyas ramas, prodigiosamente entremezcladas, parecían un solo árbol, que arrancando de dos troncos, mostraba dos vegetaciones distintas y distintos frutos. El tronco grueso, de corteza áspera y rugosa del árbol de lechemiel era más bien como el tutor, como la sombra benéfica y cordial bajo la cual vegetaba el guayabo, que a manera de hermano menor buscaba el amparo de su tronco para esconderse tras él, cuando el brisote del Llano, silbando entre el pajonal los sacudía impiadosamente; amenazando destrozarlo todo y llevarse de cuajo a aquellos dos solitarios y atrevidos moradores de la sabana. Arrastrada por las aguas de la invernada, desde algún remoto lugar; o, después de haber sido despojada de su apetitosa envoltura en el estómago de algún paujil, aquella semilla del árbol de lechemiel fue transportada sabana adentro, hasta el retiro en donde ahora, después de muchas luchas, convertida en vigoroso árbol desafiaba las embestidas del viento, y los agotadores calores del verano. Posteriormente, alguna pirza, u otro pájaro frugívoro menor, llegaron hasta allí, y deteniéndose en las armas para tomar descanso, u otear la llanura para continuar el viaje, dejó la muestra imperceptible de su paso, depositando con ella la semilla del Guayabo. Bajo tan fresco amparo, allí germinó, también, el diminuto arbolillo un día la cabeza por sobre el pajonal, alargó los brazos, para enlazarse al robusto protector a cuya sombra

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había crecido, y confundir con las suyas sus débiles y bejucosas ramas.

una soledad mayor, como lo era la soledad y desamparo de la madre y el hijo.

A medida que pasaba el tiempo y crecían, más se iban estrechando. Metiendo el arbolillo sus largos y endebles gajos por entre la tupida ramazón del otro, así, abrazado, lograba defenderse de las furiosas arremetidas del vendaval, y sentir menos sed cuando el verano asolaba la llanura.

Solamente en las tardes, y no sin haber vacilado mucho, poniendo oído atento en todas direcciones, la mamá trepaba por el tronco del árbol, y una vez en lo alto, dejaba libre al hijuelo para que se regodease con las frutas que quisiera, y para que se fuera ejercitando en el arte de caminar por las ramas; o de suspenderse por la cola, para alcanzar un fruto lejano. Siguiéndole siempre los pasos, la madre no lo dejaba un momento. Recorrían el árbol muchas veces. De arriba abajo y otra vez hasta la copa siguiendo siempre por distintos caminos, y haciendo hoy, el hijo, las acrobacias a que no se había atrevido ayer.

Cuando el lechemiel se cuajaba de frutos, era entonces una fiesta para las avispas y abejillas diminutas, golosas del jugo azucarado; ya que ave alguna no se atrevía a llegar hasta allí, por miedo de ser atacada por las rapaces durante la larga travesía. Rodaban los frutos a pudrirse junto con las maduras guayabas, apenas tocados por los diminutos insectos que, agrupados todos, sobre la piel del fruto cercano al tallo, chupaban los jugos saturados de azúcar; dejando intacta la otra mitad, o sea la que va hacia el punto pistilar, en donde el resto del fruto está impregnado de un jugo blanco, y espeso como la leche. Si el insecto o pajarillo gustaba solamente de la miel, bastaba mosdicarlo sobre las carnes que de la mitad del fruto iban hacia el tallo, para que de estas fluyese un hilillo dorado, de sabor a miel; o, si al contrario, lo que se buscaba era la leche, entonces, con sólo hincar el diente desde la mitad hacia el extremo de la fruta, era suficiente para ver destilar espesas gotas blancas, azucaradas también, y provocativas como la leche. No era una vida alegre la de aquellos dos solitarios de la sabana. Jamás el calor ni la ternura de un nido tibió por un momento la corteza de sus ramas, ni trino alguno se escapó de entre sus frondas. Apenas si, muy de tarde en tarde, se escuchaba el ruido de las alas de alguna ave, que fatigada detenía el vuelo allí, por breves instantes, para seguir después, silenciosamente como había llegado. Ahora, con la llegada de la Araguata y su hijo, aquella soledad había cobrado un poco de movimiento y de vida, agregando a ella

Desde la desaparición del compañero, era a la Araguata a quien tocaba resolver los pequeños problemas que se presentaban. Entre ellos, el de mitigar la sed, acrecentada por las cálidas exhalaciones de la tierra y por el abrigo del pajonal, en donde pasaban la mayor parte del día escondidos, medio asados por el bochorno, pero a cobijo de los ataques de sus enemigos. Desesperada por la sed que la pulpa sonrosada y tierna de la guayaba no lograba aplacar, y después de haber buscado saciarla con los tallos tiernos de la paja y las hojas verdes del guayabo, se llevó a la boca un renuevo grueso y tierno de lechemiel, cuyo jugo amargo en extremo mitigó algo aquel momento que la asediaba a tarde y mañana. La Araguata había engordado y el monito no era aquel esquelético animalillo sin fuerza para dar un salto, que Gugudú conociera al pie de los nidos de las mochileras. Ahora se sentía con fuerzas hasta para desobedecer a la madre, que para sujetarlo, tenía que mostrarle los dientes, entre ruidosas gesticulaciones y uno que otro manotón, mientras lo mantenía sujeto por la cola para que no trepase al árbol en horas de peligro. El moniato, que comenzaba a sentir aquella curiosidad e inquietud congénita de su raza, no quería permanecer ya

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prendido al busto materno a toda hora, sino solamente los momentos necesarios para mamar. Una vez satisfecho el apetito, abandonaba el regazo materno para fisgonear y para llevarse a la boca todo aquello que encontrase a mano. Tanto era el deseo de hacer algo, que alguna vez, viendo una gran hormiga exploradora, que con trabajo se abría paso entre las hojas secas, al pie de los árboles, se atrevió, primero, a tocarla varias veces con el dedo, retirando la rápidamente. Luego, de un mantón, en que se llevó de rastra tierra y hojas, la arrojó lejos; y tomándola bruscamente la llevo hasta la nariz, con tal brusquedad y miedo, que la hormiga enfurecida ya, le clavó las tenazas sobre el labio superior.

aprenderás a cazar. A distinguir las frutas de las venenosas; y a mirar, sin probarlos, los tallos tiernos de ciertos árboles engañosos, que al comerlos, reventarías. Acatarás al Araguato Jefe cuando te mande trepar por los gajos más delgados y débiles, que se romperían bajo el peso, a alcanzar para él una fruta o un nido de pajarillos. Aprenderás el grito, la voz de nuestra raza, cuando en grandes asambleas lo proferimos todos, a tarde y mañana, en lo más alto de los árboles, poniendo en este grito toda nuestra tristeza y nuestra alegría; para llamar a las aguas; para atraerlas hacia la tierra, hasta verlas llegar al conjuro de nuestro gemir. -

Quiero la mosca grande. Quiero comerla.

Ni los gritos de dolor y manotadas que se daba en la boca lograron desprender al insecto, hasta que la madre que no lo desamparaba un momento, alarmada y diligentes, acercó la boca a la del hijo y no sin gran trabajo para que el moniato guardarse quietud, dejando de brincar por el dolor, le arrancó la hormiga con los dientes y después de masticarla la engulló, ante el asombro del pequeño Cotudo, que viendo la actitud serena de la madre, se dijo:

No sabes nuestra ley. Te la explicará – contestó la mona -. Esa mosca es sagrada. Su gritar de ahora es como el nuestro, atrae también a las aguas. Más, si es ronco y prolongado, entonces anuncia la estación de los grandes calores y de la sequía.

Todo aquello que nos cause dolor, debemos comerlo – pero dudó momentos después, al convencerse de que el dolor no desaparecía, por más que Aragauta se había tragado el insecto que lo causara.

La madre pareció no escucharlo, y trepando por el árbol de lechemiel, hasta la copa, miró largamente hacia la lejana Mata de Monte aguzando el oído. Así permaneció largo rato, sumida en una silenciosa quietud. Entretanto el pequeño Cotudo, con algo más de miedo que de curiosidad, se detuvo en una rama ante el hemíptero y sin acercársele mucho, lo miró largamente.

Un día, sin saber cómo ni a qué hora había llegado hasta aquella soledad, rompió el silencio del atardecer la trémola y pertinaz tonada de una chicharra. Tarrrr, tarrrr, tarrrr, tar, tar, tar – que llenó de alborozo a la Cotuda, y de temor al monito, que de dos saltos quedó prendido al busto de la madre. No te asustes - le dijo, con una voz alegre y como luminosa -. Es apenas una mosca grande. Iremos a viajar muy pronto. Conocerás a los de nuestra raza y con ellos

Quiero la mosca grande para comerla, como tú comiste la hormiga.

Es una mosca grande, muy grande – murmuró -. Debe ser amarga porque es verde. No tiene todavía el color maduro de las otras moscas y de las frutas que me da a comer Cotuda. Cuando esté madura, la comerá. – Y evitando siquiera rozarla, subió por el tronco hasta la rama en donde estaba Araguata, con los ojos puestos en la lejanía.

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-

¿Cuándo estará madura esa mosca? – le preguntó.

Iremos a viajar muy pronto – musitó Araguata sin haber oído al hijuelo y sin dejar de mirar. ¿Me ayudarás a comerla cuando madure? Es muy grande y le tengo miedo. Tú la matarás, como a la hormiga, y yo la comeré cuando esté muerta. Escucha, escucha... Me parece sentirlo, todavía muy lejos – musitó la mona -. La brisa me habla de ellos, pero en voz baja. ¿No oyes? Son nuestros hermanos que se aproximan para el viaje de lluvias. Nos iremos con ellos. Llegaremos hasta las sierras; allá lejos, en donde la tierra se levanta y hace jorobas tan altas que llegan hasta el cielo. El monito prestó atención, interesado por lo que decía Araguata de viajar. Aquella quietud de todos los días; aquel estar metido como ratones, entre la paja, sin poder, siquiera, en las horas de calor de mediodía asomarse hasta las ramas, lo tenía cansado. Quería moverse, aprender, hacer algo distinto a cada instante. Guardó silencio y acercándose a la madre escuchó. Araguata se fue animando. Se le iluminaron los ojos de pronto, como si hubiese cruzado por ellos un relámpago. Enderezóse sobre los cuatro miembros y levantando la cabeza con actitud mesurada, serena, emitió el grito bronco, áspero y quejumbroso a la vez, para hacer coro al murmullo apagado que traía la brisa del gritar lejano de sus congéneres. El monito, con el pelo erizado al principio, se fue tornando sereno a medida que la madre continuaba en su grito; y, quieto como una estatua, comenzó a gritar también, con tanto vigor y maestría como si no hubiese hecho otra cosa desde que nació: - ¿Cooooioioioioiooo...! Era bien entrada la tarde, cuando la Araguata y su hijuelo prendido al busto, iniciaron el regreso a la Mata de Monte

por entre el pajonal, llevando la misma senda que les indicara Oso Hormiguero hacía ya muchos días. La soledad de la llanura, cuyo símbolo eran aquellos dos árboles aislados, se fue quedando atrás, envuelta apenas en el susurro opaco de la cigarra viajera, que mañana también se alejaría, dejando el paraje sumido en el silencio.

JORNADA DÉCIMA Araguata se reintegra a su tribu. – “Ni el llorar de los heridos, Ni el golpe sordo y seco de los que caían, al estrellarse contra el suelo, aplacaba el deseo de exterminarnos.” Imprecación al Agua. I Dos días más tarde se presentaron los Araguatos. El viejo Jefe había muerto, con otros compañeros más. Entre los que llegaban, había algunos heridos en la cara y el pecho. A otro le faltaba media cola, como si se la hubieran cortado de un solo tajo. Hacía las veces de jefe un Araguato joven de lustroso pelamen y aire grave, que oliscando varías veces a la mona y su hijuelo, los admitió en la tribu, diciendo: Oléis a lechemiel. En nuestro viaje, apenas hemos encontrado hojas que comer. Más tarde nos llevaréis allí; si es que ha quedado algo. Hay mucha fruta – respondió la Cotuda -, pero en el viaje quedaríamos muchos prendidos a las patas de Juca. Araguato fue llevado por los aires en esta forma, y desde entonces ando sola. A partir de aquel día las Jucas no han dejado de pasar ronda por los aires, dando vueltas y mirando hacia abajo. Yo los veía por entre el pajonal, a tarde y a mañana, cuando tenía que vivir agazapada, pegada a tierra, casi metida entre ella como una lombriz.

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Pero has vivido. De los grandes Jucas podemos defendernos; en cambio de otros enemigos, como Galaí... Muchos de los nuestros han quedado allá atrás, muertos por los truenos que unos tras otros nos arrojaron; como si les hubiésemos matado a algunos de sus pequeños, o hecho mal irreparable en sus labranzas; o en sus viviendas, o robado algunas de sus hembras. Y a los Jucas – terció la Araguata, con ira -, ¿qué mal les hizo mi compañero, que hasta ciego estaba, para que lo devoraran? ¿Ciego? ¿Por qué ciego?, ¿cuándo debía ser ahora el jefe?, ¿con quién peleó? No hubo pelea. Lo atacaron las avispas arrendajeras. Teníamos hambre y asaltó sus viviendas. -

metían los dedos en la boca para humedecerlos, y luego aplicarlos a las heridas, a donde comenzaban ya a acudir las moscas de la carroña. Cuando el nuevo Jefe dejo de hablar, se fueron acercando a la recién llegada, uno tras otro, todos los Araguatos de la tribu, para oliscarla; corroborando en esta forma la admisión a la tribu que ya había concedido el capitán. Cada vez que uno de los aulladores acercaba su nariz a la cara de la mona; el hijuelo le mostraba los dientes, desagradado y confuso, pensando que le ocasionarían algún daño. Si queréis comer lechemiel y guayaba en abundancia – dijo la mona una vez terminado el reconocimiento -, venid conmigo en silencio. Allá, en mitad de la sabana, se pudre la fruta madura.

La ley; nuestra ley lo ha matado por violarla.

Entonces el Jefe – arguyó la Cotuda -, y los demás que han muerto, con los truenos de Galaí en estos días, ¿violaron la ley? La violaron; si, yendo por la parte del bosque en que la brisa traía olor a carnicero. Pájaro Pollo avisaba peligro. Nada de esto quisieron oír, y los que seguían tras el Jefe, murieron unos, y otros están por morir. Yo tomé por la linde opuesta del bosque y los que fueron conmigo están sanos. Los truenos reventaban a cada instante, sacudiendo las hojas de los árboles como si arrojaran granizo desde abajo. Al huir, sentíamos cómo el trueno, al perseguirnos, cruzaba por cerca de nosotros silbando; con un silbido largo, como el que saca el brisote entre las ramas secas. Ni el llorar de los heridos; ni el golpe sordo de los que caían, al estrellarse contra el suelo, aplacaba en aquella tropa de Galaís, el deseo de exterminarnos. Mejor entonces que nos devoren las Jucas – exclamó la Cotuda, viendo cómo algunos de los heridos

No es la sabana nuestro dominio – advirtió el Jefe erizando el pelamen del espinazo y mostrando fieramente los dientes. El que quiera violar nuestra ley, que comience a morir desde ahora. Todos los castigaremos; como castigamos al compañero de ésta, arrojándolo de la tribu, y ya lo han oído cómo después de quedar ciego fue atrapado por Juca. El Jefe continuó: - Si conviniera a nuestra tribu que cada cual anduviese disperso, la ley no mandaría que viviéramos congregados, obedeciendo solamente al que más sabe y más puede. La llanura es para los habitantes del Llano; nosotros pereceríamos en ella. El pajonal nos ahogaría entre sus oleadas de calor; nos mantendría atados, sin dejarnos mover. Nuestra ley manda nacer, vivir y morir en lo más alto de las copas de los árboles; a mucha distancia de la tierra en donde viven Galaí, Balacú, Caimán, Buche sin Fondo, y todos los que nacieron para vivir a costa de la vida de otros habitantes de la selva y la sabana.

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Gugudú – interrumpió la mona, mirando hacia abajo -, la podido matarnos al hijo y a mí, y no lo hizo. El y Oso Hormiguero son buenos amigos. Estaría ahíto – sentenció el Jefe -, o te encontraría demasiado flaca. Oso Hormiguero mal podía hacerte daño; a no ser que... te confundiese con una hormiga.

¡Para que los ríos, hinchados, salgan de su cauce en donde viven prisioneros y corran libres por est llanura; llevando la semilla de los árboles que nos dan qué comer, hasta las regiones en donde sólo impera la soledad del pajonal! -

¡Gooooooioioioioooo!

Los centinelas y vigías, apostados en distintos sitios de la Mata de Monte dieron la señal de que no había peligro. Araguato se incorporó con arrogante lentitud, levantando la cabeza para dar la orden.

¡Para que el morichal se cubra de hojas y haya sombra sobre el manantial y en él puedan beber aquellos a quienes la sed enloquece y vagan por la llanura sin dar con el camino del agua!

Es la hora de la plegaria por la lluvia – dijo, y mirando que todos estuviesen dispuestos, adoptando la actitud ritual, continuó:

Y aquel zumbido extraño, mezcla de impetración y de alarido que todos emitían a la vez, fue resbalando por sobre las copas de los árboles, deslizándose entre el follaje hasta derramarse sobre la sabana, llevado por la brisa de la tarde.

¡Agua Para que vengas de las regiones altas en donde duerme el gran trueno, a refrescar las hojas y mojar nuestros cuerpos, para dejarnos limpios. Para que no haya más sed, y el árbol deje de ser gris y se cubra de hojas verdes.

¡Agua!, ¡agua!, ¡agua!, que permaneces dormida en las regiones del azul; despierta y desciende hasta nosotros, que te llamamos; que llevamos la voz de todos aquellos que no saben hablarte. -

¡Para que nuestras bocas te puedan tomar; cuando, en forma de granos transparentes, que ruedan al tocarlos, amaneces dormidas sobre la piel de las hojas! -

¡Goooooioioioooooo!

¡Para que esta llanura sedienta y quemada aplaque su sed! -

¡Goooooioioioooooo!!

¡Agua!, ¡agua!, ¡agua!, la flor que lleva en las entrañas la semilla que no ha podido brotar; porque está en la savia muriendo de sed, esperando que tú llegues para asomarse por entre el renuevo. ¡Agua!, ¡agua!, ¡agua!, deja llegar hasta nosotros los cristales transparentes de tu llanto, que lo vivifica todo; que lo hace nacer todo, y que lo deja limpio todo.

¡Goooooioioioioooooo!!

¡Para que todos tengamos qué comer y qué beber! Desde los carniceros, nuestros enemigos, y las aves y las hormigas y las moscas; hasta los que viven ocultos entre la tierra; que comen y beben de ella sin ver nunca la luz.

¡Agua!, ¡agua!, ¡agua!, por tu llanto hay manantiales; hay lagos; hay rocío. Por ti la fuente es más fuente, y el lago es más azul y el rocío tórnase en aljófar. -

¡Goooooioioioiooooo!

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¡Agua!, ¡agua!, ¡agua!, que haces hinchar la semilla como si fuera un vientre en el que palpita la vida de la vida. ¿Agua!, ¡agua!, ¡agua!, despierta ya de entre el azul; y que los blancos vellones de las nubes comiencen a volverse oscuros y a hincharse del presagio de tu advenimiento. ¡Agua!, ¡agua!, ¡agua!, ven a cicatrizar y lavar las heridas de nuestros hermanos, que están muriendo de dolor y de sed. ¡Agua!, ¡agua!, ¡agua! -

Un estruendo inusitado de troncos que chocan y ramas que se quiebran se escuchó, haciendo callar a Pájaro Pollo. Era algo así como una piedra inmensa, rodando desde una colina, arrollase lo que se le opusiera a su paso, y acercándose cada vez más llegó hasta las proximidades del árbol en donde se encontraba Pájaro Pollo, que asustado por aquel desorden, y por los fuertes resoplidos que ahora se escuchaban, estiró cuanto pudo el pescuezo para ver qué era aquello. Una vez identificado lo que producía aquel fragor, serenóse del todo y exclamó: - No es esta la hora para jugar así. Traernos tanto susto cuando ya íbamos a dormir. ¿A qué se debe el retozo?

¡Goooooioioioioooo! La muerte de Danta. – Pájaro Pollo se llena de razón.

El recién llegado trató de mirar hacia arriba, sin contestar; palpitantes los ijares y anhelosa la respiración por el esfuerzo de la carrera.

Ya están ahí los aulladores – exclamó Pájaro Pollo -. Pronto tendremos agua.

- Si es Danta – siguió chillando Pájaro Pollo cuanto más duro podía -. Qué susto el que trae. Parece un conejo perseguido. No te pongas así, a temblar; que viéndote tan grande y fuerte no inspiras lástima sino risa.

Y como ningún habitante de la Mata de Monte contestara, prosiguió para que lo oyeran:

- Estoy herida de trueno – contestó jadeante -. Creo que voy a morir y tengo miedo.

- Qué ruido más extraño el que hacen. Nunca he sabido si es que lloran, o es que ríen. Yo los odio, porque cuando aúllan así, hacen venir la lluvia; el sol huye a esconderse y vive uno mojado de día y de noche.

- El Gran Trueno duerme todavía – arguyó el Pájaro -. ¿Cómo pudo herirte si ninguno de los que estamos aquí lo hemos oído? Los Araguatos quieren despertarlo ya, pero tarda todavía en volverse negro el azul de allá arriba.

- Así estarás un poco aseado, siquiera una vez en muchas lunas. Soplón – contestó una voz a flor de tierra, entre la espesura -. Deja quietos a los monos y vigila mejor; que para todos hay peligro.

- No fue el Gran Trueno, sino el de Galaí quien me hirió.

II

- Ya te conozco por la voz, Cara de sapo. ¿Por qué estás escondido? ¿Acechas a otra venada, Tragón?

- ¿Qué? – gritó enfurecido el Pájaro -. ¿Otra vez regresa el implacable carnicero? – Y sin poderse contener chilló más fuerte todavía -: Pío, pí, pí, escuchen todos. Ya no es sólo Buche sin Fondo a quien debamos temer. A nuestros sobresaltos, hambres y amarguras se agrega ahora la presencia de Galaí, que le soltó el trueno a Danta y ha venido a morir entre nosotros. Galaí ha llegado. El carnicero

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terrible está entre nosotros; poned atención por donde caminais y guardad silencio, pues ya sabéis que su ataque es a traición. - Me ahogo – exclamó Danta, viendo que Pájaro Pollo y la selva misma, envueltos como una gasa vaporosa, se iban alejando hasta perderse de vista. Lentamente fue doblando los miembros posteriores que no podían sostenerla ya por el temblor, y de repente se desplomó sobre la hierba; ahogada en su propia sangre que comenzó a fluir, burbujeante y espumosa por boca y nariz. Tenía los pulmones perforados. A los lejos se escuchaba el aullar de los monos, que en el claroscuro del anochecer era como un prolongado y estridente lamento que fuese al mismo tiempo de súplica y de miedo. Pájaro Pollo se estremeció al escucharlos de nuevo, y en un alarde de valor, voló lo más lejos que pudo; huyendo de aquel gritar siniestro y del rojo borbotar de la sangre de la Danta.

agrupaciones de gallinazos que actuaban anteriormente en apartadas y diversas regiones del Llano. Cuando ya comenzaban a dispersarse las aves, quedando apenas cerca de los despojos las más perezosas, entre las cuales de contaba Guara, el amigo de Gugudú, regresó a su mirador Pájaro Pollo, después de haberlo meditado mucho. Guara lo vio cuando llegaba y conociendo su locuacidad esperó que comenzara a chillar. El resto de los guaras, molestos por la presencia del chismoso, fue levantando el vuelo, uno tras otro, para evitarse la reprimenda que ya veían llegar. Pasados unos instantes Guara rompió el silencio: -

¿Para qué? – contestó en tono dolorido el Pájaro -. ¿Para decir que vi morir a Danta? ¿Qué el aullar de los Araguatos ha entristecido estos parajes, y que luego ustedes, ¡caterva maloliente!, han venido a infestar este retazo de sabana con su color y su olor? ¿Y más que todo; a devorar los cadáveres de nuestros amigos? -

JORNADA UNDÉCIMA I Guara trae noticias. Al tercer día Danta era apenas una armazón blanca y pulida de huesos que aparecía en el centro de un círculo de tierra pelada, de la cual había desaparecido la vegetación, molida por el pisoteo de las aves necrófagas. Tan numerosa era la colonia de guaras, que el cuerpo de la Danta apenas había servido para estimular aquel apetito voraz. La abundancia de pitanza que rodeaba el campamento de los exploradores había reunido, en una sola, las muchas

¿Qué, no dices nada?

¿Amigos? ¿Puedes tú tener amigos?

Soy el amigo de todos. Más, como les digo lo que son, para su propio bien, y no los que creen ser, han dejado de quererme. ¡Quién, sino yo, les avisa el peligro! ¡Les da noticias del que llega y el que sale! ¿Qué harán sin mi, ahora, cuando Galaí la comenzado de nuevo a acabar con nosotros? Ten mucho cuidado – dijo Guara tomándolo en serio, en vista del interés que demostraba por la suerte de los demás -. ¡Pueden llegar de un momento a otro! A uno de estos Galaís, a quienes hace muchas lunas conocemos por estas sabanas, lo he visto buscando por las orillas del estero, a un tragavenao (99). Pájaro Pollo se estremeció, pero guardo silencio. Guara continuó:

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Hace tres días esperó a Gugudú para advertirle. Pero no asoma las narices por ningún lado. Estará escondido ese cobarde – interrumpió Pájaro Pollo -. A mi no me engaña. Siempre ha sido amigo de Galaí; pues al comerse a Nariz partida, a Rabo Seco y a cuanta taya encuentra, no hace más que abrir las puertas del Llano, para que todos nuestros enemigos entren por ella sin peligro alguno, y lleguen hasta nosotros para exterminarnos. Gugudú no es cobarde – dijo Guara. Es el único que puede, todavía, defenderos de Galaí. Que se coma las tayas y demás parentela venenosa, nos conviene a todos, a pesar de que las víctimas de Nariz Partida o Rabo Seco son la única comida que a veces encontramos en este Llano, para no morirnos de hambre. Sólo Balacú podría defendernos, pero fue muerto por Buche sin Fondo – repitió apesadumbrado el Pájaro -. Gugudú no se atreve nunca a luchar con Galaí. Han compartido sus presas de caza, yo lo he visto. Balacú no defiende a nadie. Es demasiado egoísta. Extermina por exterminar; como si hubiera sido creado para evitar que los demás que visten de pelo llenaran estas sabanas, aumentando en tal forma las especies, que no alcanzaría el pasto para todos y murieran de hambre, desapareciendo para siempre de la tierra. Balacú es nuestro mejor amigo, pues no come habitante alguno que vista de plumas. Me alegro que así lo reconozcas, Guara, y por esto no volveré nunca a llamarte maloliente. Me da lo mismo que me llames así, o no; esto apenaría a otro, no a mí, pues de los contrario no podría comer.

Pájaro Pollo guardó silencio. Acababa de comprender cuánto lo despreciaban aquellos que lo habían llamado maloliente. “Si Guara dice verdad, Galaí me ha engañado.” II El Güio, vencido por el violento proceso digestivo, había terminado no por adormecerse, sino por quedar profundamente dormido. Conociendo que en este estado de verdadera catalepsia podía ser sorprendido y aniquilado hasta por el más inerme de sus enemigos, había buscado lo más espeso de la intrincada maleza, por entre la cual, a fuerza de trabajo, había logrado pasar el voluminoso nudo que llevaba en el estómago y que ya comenzaba a deshacer. Antes de entregarse al descanso había pensado en Galaí. Tendría que intentar la cacería prohibida por la ley del bosque. Luchar con aquel que había dejado de ser un habitante de la selva; que no vestía de pelo, ni de pluma, ni de escama, y a pesar de todo el miedo y odio que despertaba su presencia entre los moradores del Llano, él miraba con alguna simpatía. Recordaba el patizuelo del rancho a donde asomaba la cabeza para curiosear un poco, y otro poco para convencerse de que Galaí no era su enemigo; puesto que le daba las entrañas de Zamará o de Danta, cuando las había, o el pedazo de carne seca, saturada de sal que le hacía hormiguear el paladar al humedecerla para tragarla. ¿No había podido Galaí aquel día de su primer encuentro en el estero soltarle el trueno, o acabarlo a machetazos? Naturalmente, él también se habría defendido. Quizá ambos hubiesen muerto. Pero Galaí le había hablado en el tono suave de amigo, y él se había dejado conquistar por la dulzura grave de aquella voz, y por el brillo cambiante de los ojos; que hablaban también, pero sin sonido alguno y

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que tenían el poder de atemorizar, o de atraer y subyugar definitivamente. Recordó los gritos de alegría de Tatí. Su llanto cuando se le escapaba de las manos y se perdía entre el pajonal el cucarrón, de pulidos y lindos colores, o la cigarra, que traídos de la Mata de Monte por Galaí, mantenía prisioneros entre las manos, dejándolos apenas asomar la cabeza por entre los dedos, y que guardaba en las noches encerrados en las taparas de acarrear el agua, colocados muy cerca de su cabecera, entre el pobre jergón. Contra todo aquello tendría que luchar. Su misión no era la de centinela que guardase los tesoros del bosque; esa tarea la desempeñaban Balacú, Rabo Seco, Cuatronarices y toda su parentela, que incluía a muchas culebrillas inocuas, cuyo poder radicaba en infundir pánico, por ser culebra. Si Guara había dicho la verdad, Galaí lo había engañado; haciéndole ver que sólo mataba lo que necesitaba pata comer. Pero Guara no miente, y el engañado debo ser yo – pensaba -, al creer que toda la tribu de Galaí obra y piensa como aquel Galaí del rancho de la sabana; casi tan salvaje como él; cuya vivienda olía a todos los olores de los árboles del bosque cuando ardía la leña en el fogón de la humilde morada. No podía apartar de su memoria el cuadro de aquellos pajarillos que, podridos y en montón, había encontrado Guara y sus compañeros, matados por Galaí en un solo día, no para aplacar el hambre, sino para ejercitar la puntería del trueno. Y la agonía de Danta; aquel borbotar de sangre espumosa que la ahogaba; ¿no lo había conmovido hasta hacerlo huir de allí, para no verla cuando se agitaba espasmódicamente entre profundos estertores? Lucharé – repetía -. Cumpliré con la ley: “Mata si quieres vivir.”

Lluvia El campamento de los geólogos cambiaba de lugar, acercándose cada vez más hacia la Mata de Monte, cuando un día, inesperadamente, habiendo comenzado ya la temporada de las lluvias, fue levantada definitivamente, dispersándose el personal que lo formaba. Los ingenieros, después de haber revuelto y examinado las tierras con una minuciosidad preciosista, iniciaron el regreso. Los peones y el baquiano eligieron, cada uno, un camino por entre la llanura; y que era, precisamente, el que los llevaba en menos tiempo a su distante cobijo: “Llanero no toma caldo Ni pregunta por camino...” La llanura comenzó a ser triste. Ya el azul de arriba que dijeron los monos, no era azul, sino gris y a veces negro; de una negrura fosca, que ponía en aquella soledad un tono más de angustia y de zozobra. El silencio de las tardes dejó de ser roto por el gritar de los monos; pues habían seguido su viaje hacia Occidente, buscando las faldas de la serranía, después de haber despertado al Gran Trueno, y hecho desgranar las lluvias. La mayoría de la población volátil había emigrado. El resto de las aves guardaba silencio, con el cuello encogido y las alas apretadas a los costados, para que resbalase el agua. Hasta los mismos árboles, con la cabeza agachada, juntándose unos contra los otros, al impulso de viento, volvían la espalda al temporal que los azotaba inmisericordemente, de día y de noche. Entretanto, la llanura comenzaba a mostrar, diseminados irregularmente entre el pajonal, los espejos de la inundación; por sobre los cuales las garzas, patos y gansos enanos formaban unas veces largos cordones caprichosos; y, otras, gigantescos triángulos movedizos, dejando oír sus gritos desabridos, entre los cuales se destacaba con una insistencia triste y monótona, el guisisí,

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guisisí, sisí, de los pequeños gansos de pico y patas de color de rosa. ¡Lluvia!, ¡lluvia!, ¡lluvia!, y lluvia sobre la llanura y sobre el bosque y en el día y en la noche y a todas horas ¡lluvia!, ¡lluvia!, y ¡lluvia! Legiones y legiones de aves acuáticas migratorias, poblaban los esteros. No había gorjeos ni trinos en el bosque; pero a orillas de los charcos inmensos, tan inmensos como la sabana misma que era un solo charco, estas aves, algunas de ellas olorosas todavía a líquenes y hielos nórdicos nativos; con gritos diferentes; quizás desapacibles y ásperos, se hacían el amor; se incitaban a la lucha y vivían y morían también, entre breves aleteos de agonía, apresados por las fauces de las babillas, o entre las garras de los halcones que los seguían de cerca. Monotonía del horizonte gris y el cielo gris. Tamborilear del agua sobre el agua y sobre la hoja y sobre el tronco y sobre la dilatada llanura, que comenzaba ya a pagar su sed, bebiéndola sorbo a sorbo, por entre las grietas, las raíces y las galerías y los túneles que ignotos excavadores, durante medio año, trabajaron abriendo millares y millares de gargantas, pera que la tierra abrasada y febril apagase el calor de sus entrañas, volviendo a ser húmeda, porosa y fresca y fecunda, como un vientre fecundo. ¡Orquídea blanca del Llano; quién te pudiera agarrar! III Flaminio, el ladrón de ganados de ayer, cuya audacia y conocimientos de la llanura lo habían llevado hasta convertirlo en guía de los exploradores, y, lo que es más: en maestro en las artes de la caza, había encontrado la ocasión de vengarse del dueño de aquellas sabanas, exterminando, secundado por los geólogos, toda la vida animal que se pusiera a su alcance. Los ingenieros,

contagiados por aquella pasión desenfrenada de matar, habían terminado por cobrarle especial afecto y tener en gran valía al cuatrero, que era un experto cazador, a quien reconocían haberlos iniciado en los secretos del acecho en los abrevaderos, y en el descubrimiento, por medio de las pisadas, senderos o ramas tronchadas del fugitivo cuadrúpedo; que acosado por todos los francos, atropellaba por la única salida al parecer libre; en donde lo esperaban los cañones, hábilmente disimulados, de la escopeta del ingeniero Jefe, y tras éstos, el fino rifle confiado al bandolero, por si era necesario rectificar la puntería del explorador; o rematar a la enloquecida pieza, que ya era una danta o un azorado ciervo, o un oso hormiguero. El acopio de pieles en aquella sabana había sido inmenso. Camino de Orocué iban doce mulas de las que habían venido con los bastimentos y enseres de la exploración, cargadas de pieles, consignadas a la casa Matute, por cuenta de Flaminio, quien más tarde viajaría a recoger el valor de la venta de su mercancía. En otras tantas cargas, no ya por cuenta del capataz, sino de los exploradores, viajaban millares de plantas de orquídeas; producto del despojos de los bosques, algunas de las cuales al florecer ponían el exotismo de sus colores como una bandera de despedida a la tierra que las vio nacer. En las carteras de topografía iban anotadas, pulgada a pulgada, todas las incidencias de las tierras exploradas. Toda aquella riqueza subterránea – “Toda la sangre de la tierra”, como dijera Guara -, sopesada y medida ya, iría a ser, como ahora lo eran la fauna y la flora; aprovechada, destruida por gentes ajenas a aquellas tierras. En cambio los verdaderos dueños, cruzados de brazos, impotentes, despojados, mirarían más tarde el desfile de la riqueza que les tocó en heredad; no ya en forma de caravanas cargadas de pieles y orquídeas; sino por medio de canales metálicos hacia el mar, a engrosar las arcas de gentes extranjeras, las que sin conocer siquiera aquellas tierras, les bastaba señalarlas con el dedo sobre un mapa, para decir: “esto es nuestro y vale millones y millones y millones,

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y una vez que los hayamos extraído, entonces perforaremos aquí. Estas reservas también son nuestras”. Flaminio había hecho una oferta al turco Matute en su último viaje a Orocué, hacía ya varios meses y estaba dispuesto a cumplir su palabra. Por falta de aquella piel de güio, no viajó con las cargas y los geólogos. Ahora solo esperaba que las aguas comenzaran a bajar, para emprender la búsqueda en aquellas matas de monte que no fueron exploradas por la llegada del invierno y la rapidez con que fue levantado el campamento. Aquel que busca una piel pone en peligro la suya. IV En vano habían esperado los habitantes de la Mata de Monte, que no huyeron al presentarse las lluvias, la tan anunciada y temida visita de aquella tropa de Galaís de que hablara Guara, y sobre cuya vecindad peligrosa tantos comentarios hiciera Pájaro Pollo. La voz de alerta había corrido por toda la Mata de Monte, llegando hasta los más ocultos escondrijos, en donde, agazapados, desvelados por el miedo vivían hasta los más pequeños roedores. Las pirzas, encaramadas en lo más alto de los árboles, se olvidaban hasta de comer; fijos los ojos en la lejanía, esperando ver aparecer en un instante cualquiera la detestada silueta de Galaí, y adelantarse a Pájaro Pollo siendo ellas las primeras en gritar alarma, para que todos tuviesen tiempo de huir o refugiarse en sus madrigueras. Ya no era el temor a los enemigos menores, como Juca y las Arpías, lo que inquietaba a las aves y pequeños cuadrúpedos. Ahora era el terror al más grande de los enemigos; al más detestado, puesto que sin usar las garras, o los dientes, o los anillos para asfixiar como lo hacían los habitantes del bosque, se valía de poderes que no eran los suyos, como el trueno, y de razas traidoras, como el perro.

Las mañanas comenzaron a ser despejadas, y de nuevo, por encima, muy por encima de los árboles, reapareció el azul. La lluvia fue menos frecuente cada día, hasta que cesó por completo de llover, cuando ya los patos y demás aves migratorias habían continuado su viaje hacia el Sur. Se iniciaba el regreso de los fugitivos. Los primeros en llegar fueron las palomas guarumeras, a cuyos tristes arrullos se mezclaba la alegre algarabía de las bandadas de loros y periquillos, que llegaban también de la sierra. La tristeza del invierno y el temor a los enemigos fueron desapareciendo a medida que los árboles cubrían su desnudez, y la llanura sonreía vestida de un verdiamarillo nuevo. Se aproximaba la época de los amores. Mientras los unos excavaban una cueva, y otros daban las últimas puntadas para colgar el nido, el resto andaba desasosegadamente, de un lado a otro en busca de pareja, como si presintiera que pasados aquellos días en que reventaban flores y se escuchaban trinos y gritos y balidos, sin encontrar al compañero, tendrían que arrastrar una dolorosa soledad durante toda la estación. Pasaba el tiempo y una mañana Flaminio se internó por la llanura, en busca de la codiciada piel de güio, que tan encarecidamente le pidiera el turco. Sonreía el cuatrero al iniciar la marcha pensando en la cara de satisfacción que pondría su socio, cuando le extendiera, a todo lo largo de la tienda, aquella oscura y escamosa piel, que bien podría medir desde nueve hasta doce metros de longitud. Lo veía asomar por la puerta del grasiento mostrador, oloroso a petróleo y aceite de seje; ventrudo, calvo, y dando la impresión, según lo demostraban las ropas empapadas, de resumir grasa por todos los poros. Luego, con ojos asombrados le diría moviendo apenas los enormes y retorcidos bigotes, tras de los cuales habían desaparecido los labios hacía mucho tiempo. ¡Esta sí es un biel, gombadre! ¿Bar guando la astima?

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Y acariciando con el pensamiento mil planes para el futuro, el cuatrero se adentró por la sabana de Matepalma, apretándose la copa del sombrero pelueguama fuertemente con la mano, como quien afirma una resolución.

JORNADA DUODÉCIMA “Rodamonte” desaparece. – “¿Vos? Vos no sos na porque no espirás na.”



I

Rodamonte”, el perro anciano de Matepalma, compañero del ya fallecido “Trabuco”, que en sus buenos años sabía darle al tigre, cuando el viejo Ramón en persona, obligado por la continua desaparición de becerros salía a darle caza al forajido, sin más armas que una lanza antigua, ni más compañía que un mozo llanero y ese perro que ahora medio ciego y achacoso, andaba por los corredores y la cocina buscando en todas partes un rincón donde echarse; hacía ya algunos días que había desaparecido. Desde la muerte del viejo amo, “Rodamonte” no había vuelto a salir de la casa. Entendía que después de haber sido el compañero de aquel viejo bueno y cariñoso, en todas sus salidas a la sabana, así fuese a las rudas faenas de vaquería, en las que había que trabajar de sol a sol, o bien, trotar durante todo el día por la llanura medio inundada, teniendo muchas veces que nadar durante largos trechos, sólo para seguir tras el caballo del patrón; desaparecido éste, “Rodamonte” no encontraba persona alguna digna de ser acompañada por él, que había sido el compañero, testigo y amigo de todas las horas, de aquel viejo duro para el trabajo como un botalón, y suave para el

trato y la amistad como una soga suave, reblandecida por el uso entre las astas de los toros y los postes de las corralejas. En la casa, “Rodamonte” era respetado y querido tanto de los vaqueros como de las mujeres de la cocina. Para todos era algo así como la sombra, como un pedazo de recuerdo del viejo Ramón, que al morir no había desaparecido del todo, quedando en su perro tigrero algo de aquel mesurado continente, de aquella bondad que al tiempo que infundía cariño, inspiraba un sano respeto. Cuando los llaneros en la madrugada andaban apurados con los arreos de montar, aquietando con palmaditas en el cuello y frases cariñosas, a los caballos para ensillarlos, Rodamonte, como en los mejores días, llegaba a sentarse sobre las patas traseras, frente a la columna del caney, en donde tradicionalmente se amarraba el caballo del patrón para ensillarlo. Desde su muerte, aquella columna permanecía solitaria, sin que nadie se atreviese, ni aún el mismo hijo, a atar un caballo, por respeto a la memoria del blanco desaparecido. Partían los llaneros al galope hacia las rudas faenas de la sabana, y el perro quedaba allí, frente a la columna, esperando largo tiempo; hasta que convencido de que ni caballo ni patrón llegaban a su lugar, se retiraba silencioso, con un trotecito que más tenía de paso temblón y achacoso que de trote, a tirarse en un rincón en el cual permanecía todo el día, sin levantar cabeza y sin recibir alimento alguno. Los llaneros al regresar bulliciosos en la tarde, o durante la noche, viendo que el perro con su trotecito tardo llegaba a colocarse frente a la columna a esperar al amo, guardaban silencio, contagiados de la pesadumbre que agobiaba al can, que parecía interrogarlos con sus ojos medio ciegos: -

¿Dónde está? ¿Por qué no viene?

Era ya el tercer día en que “Rodamonte” faltaba de la casa.

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Hay que tenerle al blanco Juan Ramón, aunque sea el cuero – dijo Misael -, paque vea que el alimalito murió aquí, sin faltarle nada. ¡Hora a ver – animaba a los muchachos que ensillaban para salir a la sabana para buscarlo -, al que lo tope y lo traiga vivo, o traiga el cuero, le encajo su litro´e ron. Seguro que cayó al Pauto, como andaba tuntuniento por lo ciego... – Intervino el negro Jaspe, con las manos cogidas atrás, sin levantar los ojos del suelo. – era mi compañero, aquí en la casa, pa toíto lao iba tras de yo.

Así fueron de una sabana a otra. Siempre con la esperanza de encontrarlo, pues sabían que por la edad avanzada, el perro había perdido casi por completo la vista y el olfato, y que podía andar extraviado. Llegó la noche y regresaron los llaneros sin noticia alguna. Se sirvió la comida, y como Misael guardara silencio, nadie quiso hablar, oyéndose hasta el corredor el ruido que hacían los peones con los labios, al sorber el jugoso sancocho de plátano, yuca y carne, que en profusión fue servido. Después de cavilar mucho, Misael dispuso:

Tu compañero, sí, como no te gusta salí a trabajá a la sabana como los hombres. Sino tar metío en la cocina, tras de nosotras – rezongó la negra cocinera, que no desperdiciaba ocasión de zaherir a Jaspe.

Naide ha ido pa los laos del caño Suspirador. Mañana iré yo. Que me traigan el potro rosao – y salió de la cocina sin decir siquiera hasta mañana y limpiándose la boca con el dorso de la mano.

mujé?

¿Tras de vos decí. Acaso creyís que vos sos una

Va a remontase en el “Desafío”; el pajarero del blanco. Está que revient´e gordo – comentó en voz baja el caballericero.

-

¿Y qué soy, entón?

-

¿Vos? Vos no sos na porque no espirás na.

Cubillán, Anselmo y Carpio partieron hacia la llanura, con distintas direcciones, llamando a grandes voces: Rodamonteeeee, Cúuuuuchitooo, cúuuuuchitooo, Rodamonteeeee. Y la humedad de la sabana ahogó el sonido de las pisadas de las cabalgaduras, que se alejaban a paso lento, en tanto que los jinetes, volviendo la cabeza de uno a otro lado escudriñaban la llanura con la experta mirada, sin dejar de llamar. -

Rodamonteeeee.

Siempre es güeno que le dé una sentá, pa quel blanco no lo incuentre apoltronao – dijo otro, sin dejar de masticar. Yo digo que jue el caimán cuando el perro se acercó al Pauto. Si hubiera muerto en la sabana ya se había visto la zamurada revolotiando p´uencima – añadió desde el corredor el negro Jaspe, y abriendo los brazos en cruz, los apoyó en el marco de la puerta de la cocina sin traspasarla. Ya tay el dotó; que lo sabe toíto, menos trabajá – exclamó la negra poniéndose en jarras y dando la espalda al fogón. Su silueta, con la luz del hogar que le daba de lleno por la espalda, la hacía aparecer más negra y descomunal -. ¿Por qué no te echay al río – añadió -, y se lo quitay?

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Negra, vos tas queriendo que yo te tantié; pero mis manos no se queman en esa brasa. No me busquey la lengua ni la yema´e los deos; porque la una es pa cantá la mujé que ha de ser cantá, y los otros pa tantiá algo más fino y delicado que las arrobas de cebo que teney vo en los tentaderos. Los peones soltaron la carcajada y rieron estrepitosamente durante largo rato. Las mujeres que en la cocina estaban, mirándose unas a otras y ocultando luego la cara, reían también pero en silencio. Ya te lo he dicho, negrita: no te metay conmigo – y como la negra guardara silencio, entonó a media voz la siguiente copla: “Dicen que soy malo y güeno, Yo soy como la candela, De lejos no enciende nada Más quien la toque se quema.” La lengua será la que te voy a quemá – repuso la negra con voz entrecortada por la ira -, pa que aprendás a respetá a la mujé. Jaspe sin contestar, tomó el camino del caney cantarreando alegremente: “No aparentás estar tigre Pero te siento el rosnido, De nada sirven los truenos Tanto caliente entre el nido.” “De la tortuga lo güevo, De la iguana la papá, De la mujé aquellito Y del hombre no digo na.”

La caza prohibida. II Oculta entre los árboles que la rodeaban y sobresaliendo por encima de ellos las vetustas palmeras, la casa de Matepalma iba quedando atrás y como sumiéndose lentamente entre la llanura, hasta que al fin, perdidos los contornos fue apenas una mancha leve, nada más; junto a otras pequeñas manchas que se destacaban en la lejanía. Cubierto de sudor y dando resoplidos vigorosos, avanzaba el potro rosado jineteado por Misael. Con el ala del sombrero levantada por la brisa; ceñido el barboquejo hasta hundirse en las enjutas carnes de la cara; rudos el mentón y el ceño, el llanero se mostraba descontento de sí mismo, al no explicarse la desaparición del perro. Comprendía que “Rodamonte” no tenía alientos para haber llegado hasta la sabana por donde ahora galopaban. Era un tiempo perdido al deambular por aquellos solitarios, agrestes y apartados parajes, que fueron en otro tiempo la despensa en la cual encontrara el sustento, cuando apartado de los hombres, vivía con su Rosa en aquel rancho solitario y acogedor, al cual sin quererlo así, se iba aproximando cada vez más. ¿Cómo estaría aquel rancho? – murmuraba para sí -, ¿Lo habría derruido la invernada? – El patizuelo en donde jugara Tatí estaría invadido por la paja, y el conuco con sus sembrados de plátano, café, y yuca, los veía ahogados por la maleza, y comidas las sementeras por los saínos y chacures. No llegaría hasta el rancho; había sido tan feliz en él, que sentía pesar encontrarlo ahora abandonado. Frías las piedras del fogón, y barridas por el viento las cenizas. Al salir de un pequeño morichal, grande fue su sorpresa, al ver que en dirección a su Mata de Monte, y mucho antes de

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llegar a ella, una bandada de zamuros remolineaba por los aires. Allá va´tar el perro hecho mortango – dijo en voz alta por decir algo, y volviendo las riendas encaminó su cabalgadura en aquella dirección. Más a los pocos instantes recordó que era imposible que el perro hubiese llegado hasta allí. Tal vez algún venado o alguna danta que ta carniando el tigre, porque la zamurada no se atreve a bajar – dijo nuevamente en voz alta. Pero esta suposición también fue desechada; lo mismo de que fuese la carroña de una res; pues aquellas sabanas permanecían siempre solitarias, y en ellas no aquerenciaba, siquiera, el ganado cimarrón. ¿Pero qué demónchiros vendría a morirse allí? – exclamó por último y hundiendo los talones en los ijares del potro, partió como una exhalación. Momentos después conoció que iba aproximándose a lo que buscaba, cuando de repente el potro paró en seco y desviando la línea recta de su carrera, con la misma celeridad que traía, estuvo a punto de arrojar por el costado a Misael, que no esperaba aquella espantada, ni menos el haberse encaminado en línea recta, por entre el pajonal, a lo que apenas vislumbró. ¡Jijuepuyita! Conmigo hay que comer avispas; potro´e los diablos – le grito al caballo, y castigándolo por las orejas con el azotador, lo hizo volver, después de haberlo sofrenado bárbaramente. Caminando al paso se acercó. Primero fue una oleada, que a manera de calofrío intenso lo sacudió como una descarga eléctrica, desde las uñas de los pies hasta el cuero cabelludo. Luego, serenándose lentamente, comenzó a acercarse obligando cuanto más podía al potro que se resistía a llegar hasta aquello, resoplando nerviosamente.

Tendido de costado, con las ropas abiertas por las costuras para dar paso a la monstruosa hinchazón de las carnes; con las piernas y brazos rígidamente estirados y gruesos como troncos; violácea, y más que violácea denegrida la color de la piel; con los ojos desmesuradamente abiertos y ya secos, aparecía un cadáver que, no por la forma humana, pues tan hinchado estaba que no tenía ninguna, sino por la de las ropas, podía deducirse que fuese el cadáver de un hombre. Temblaba el caballo que el caporal no lograba mantener quieto un instante. Con la boca reseca y pálido el semblante, el llanero repuesto ya de la sorpresa se apeó del caballo y tomándolo por el cabestro llegó hasta el cadáver. El cinturón, del cual pendía la vaina de un machete vacía, se había reventado. Al verla, Misael sintió que un estremecimiento de pavor lo sacudía de nuevo, y clavado en el suelo, sin atreverse a dar un paso más, recordó que aquella vaina, de manufactura extraña, distinta de las que se conocían en el Llano y quizás también en el país, guardaba un fino machete, también de marca desconocida, que él había visto colgado del cinturón de Flaminio, cuando meses atrás llegó hasta el campamento de los geólogos a prohibirles la matanza de los animales silvestres. Sólo hasta entonces Misael reconoció en aquel rostro desfigurado; en aquellos bigotes erizados como púas, por la hinchazón, el rostro de su enemigo, y quitándose el sombrero se dirigió al cadáver en tono solemne: Flaminio, te esperé mucho pa arreglar como hombres una cuenta; pero ahora que nos topamos, has cantao millón, y por eso te perdono. La muerte es un descanso o un castigo. ¡Lo que haya sio pa vos, tú lo sabrás! – Sin proferir una palabra más, se cubrió de nuevo y recogiendo el ronzal se dirigió al caballo que pugnaba por alejarse de allí, cuando a unos pasos vio la desnudez del machete, que brillaba entre el pajonal. Se acercó a mirarlo con la curiosidad e interés de un experto en esta clase de armas, encontrando junto a él, partida en varios pedazos, a

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una serpiente cuatronarices que las hormigas no habían terminado de devorar. La miró largamente, moviendo la cabeza de un lado a otro, en silencio. Después de meditar algunos momentos y perdido ya el interés por conocer el machete, montó, murmurando entre dientes -: “La machetió después que lo había mordido, pero ella también lo mató. Mal fin tuvo el hombre. Que Dios lo acompañe:”

Los vaqueros quedaron perplejos. Más uno pensó en la vieja enemistad del cuatrero, tanto con Juan Ramón, como con el Caporal. Misael que entendió aquel silencio y leyó en sus rostros lo que no decían en palabras, añadió: Ahí, cerquita, quedó el zancarrón de la culebra. No sea que lo pisen y se les pueda enterrar un güeso. Como va don Girón, él sabe como se ponen los calafres de los que mueren mordidos de taya.

III Cuando llegó al patio de la casa “Rodamonte” alentaba aún. El negro Jaspe, sin sombrero, arrodillado junto al perro con una totuma de leche entre las manos, le daba de beber por cucharadas. Alrededor del can la gente de la casa formaba un apretado círculo. Hablaban todos a la vez, insinuando cada uno lo que a su parecer más le convenía al envejecido “Rodamonte”, cuyas fuerzas no le alcanzaban ya ni para abrir los ojos. Al llegar Misael, todos los que formaban el círculo se volvieron para darle la noticia del hallazgo creyendo darle una sorpresa y pensando en la botella de ron. Más, al ver la cara sombría del Caporal, ninguno despegó los labios. ¿Quen lo topó? – dijo desmontándose, en tanto que el caballericero tomaba por la brida al potro, para llevarlo. Naiden – se apresuró a contestar el negro -. Pero yo lo vide primero. Llegó solo, tembleque y se tumbó aquí pa no golverse a levantá. Mírelo como ta trozaó´e jambre.

Tuvo la muerte que merecía – respondió el viejo -. Sino juera porque en el mundo tamos, y porque el Caporá lo manda, yo lo dejaría que se lo zamparan los zamuros. Habla del cuerpo y no del alma, don Girón. Apure que se hace noche – terció Cubillán; dirigiéndose al caney de las monturas. Si has dir con miedo, mejor no vas. Quédate en la cocina. – Respondió el viejo con zocarronería. No es miedo; agüelo. – Rugió el aludido. – Dígame que vaya a traerle soguiao horita mismo un toro cimarrón, y verá que le amanece en el corral. Pero a los muertos yo no quero ni oírlos mentá; dende que me tocó tar con uno toda la noche, solos, he quedao machiriao. Es mucha cosa un muerto, manito – intervino el negro Jaspe, tomando al perro en brazos como a un niño, para llevarlo al caney -. Yo tengo que mentásela a uno pa que me deje dormí tranquilo. -

Hacele una cama en el caney viejo y encargate del, Jaspe. Los demás a ensillar pa irse pal morichal del Suspirador a enterrar al Flaminio que lo mató una taya hará unos tres días. Pero corriendo, porque la zamurada anda encima, y en esto no van a dejá sino los güesos pelaos.

Algo le harías tando vivo.

¿Algo? ¡Algo no es na! Tuve que madrugale, o si no es él el que me estaquea el cuero. Con razón que siás tan feo, y renegrío como tizón de los infiernos – le grito la negra desde la puerta de la cocina -. ¡Ya no servís sino pa cargar perros!

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Hay, negraza – contestó riendo Jaspe -. Es que Rodamonte, con goler a perro, no güele como goley vo; y yo tengo la narí mu delicá. JORNADA DECIMOTERCERA

y con la cola en alto llegó de la llanura, con la celeridad que le era dable. A lo lejos volvió a chillar la pirza, más inquieta aún. Déjate de bromas, Rabo de Escoba – replicó Pájaro Pollo -, no se debe jugar con la tranquilidad de nadie. Somos muchos para que un advenedizo como tú, deforme y baldado, intente burlase de nosotros.

Al fin, la voz de alarma. I Por sobre la Mata de Monte cruzó, sin detenerse, una bandada de loros, que al romper la quietud y el sopor del mediodía despertó a la adormilada población de aves y cuadrúpedos, que bajo la grata sombra dejaba transcurrir las horas de calor. Hubo un momento de expectativa. Una pirza chilló a lo lejos, volando de un árbol a otro; y Zamará, que desde hacía ya algunas horas se había dedicado a la rumia, dejó de mover las quijadas, y volviendo las orejas hacia la llanura, estiró la nariz para olfatear largamente. Tres veces repitió esta misma operación, y a la última se levantó; no con la tranquilidad acostumbrada, sino más bien con premura, y abandonando la tranquila sombra se alejó en silencio, internándose entre el pajonal. Pájaro Pollo que lo vio a gran distancia, comenzó a chillar: Aún no es hora de que Zamará vaya a comer. El sol no ha bajado todavía a la llanura. Apenas va por encima de nosotros; ¿por qué pues, Zamará deja la sombra en la que pasa la mayor parte del día? Si ha sentido algo, debía avisar, para favorecernos todos. ¿O es que el peligro es solamente para él? El valiente, el centinela del bosque comienza a sentir miedo. ¿Acaso no pregona todos los días que sólo a su desvelo y sacrificio debemos la vida? Es el momento de que lo demuestre, porque en realidad ahora sí hay peligro – dijo jadeante Oso Hormiguero que cojeando grotescamente,

¿Cuándo no has de insultar? Prepárate. Y escuchad todos vosotros: Galaí se acerca. He sentido el vaho de su cuerpo desde muy lejos y me he turbado todo como si me hubiese atrapado. Tan intenso es su olor que me hizo latir la sangre en todo el cuerpo, no sé si de coraje o de pavor. Huid, pues; sin pérdida de tiempo. Pongámonos a salvo todos, antes de que sea tarde. -

Huyamos, ayúdame – gritó desolado Pájaro Pollo.

Huye tú – dijo una voz demasiado conocida, a ras de suelo, entre la fronda -. Huya todo aquel que quiera conservar la vida. Yo espero aquí, en donde llevo muchas lunas esperando. Es a mí, a Gugudú, a quien busca Galaí y no a ninguno de vosotros. ¡Cada cual salve su pellejo! – replicó el Pollo -. Cada uno está dentro de su piel y no metido en la de los demás. Adiós, yo me voy. – Y comenzó a ascender de rama en rama dando pequeños vuelos cortos. No hay que desafiar a Galaí – dijo Oso Hormiguero, y habiendo identificado al reptil, se retiró a prudente distancia sin quitarle un momento los ojos -. Tanto Galaí como tú, Buche sin Fondo, sois mis enemigos. Os detesto por igual; pero en el presente caso el peligro es tanto para ti como para nosotros. He venido –continuó – a cumplir con nuestra ley, trayendo la voz de alarma para amigos y para enemigos; por consiguiente puedo, en nombre de ella, ordenar que te alejes del peligro.

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¿Ordenar? ¿Tú? Solamente ordena – contestó irritado el Güio – aquel que pueda hacerse obedecer. Se obedece por miedo; por cariño; por conveniencia, o por negocio. Ninguna de estas cosas tiene que ver con nosotros dos. Así que no ordenes nada y ándate tranquilo; sabiendo que si yo me quedo aquí es, precisamente, para garantizar la vida de todos vosotros, que apenas si sabéis defenderos corriendo... ¡Yo no soy un cobarde, Buche sin Fondo, os lo puedo demostrar ahora mismo si quieres! Sólo que no es a mí a quien toca sondear qué tanto valor tengo. Tu misión no es la defender la vida de los hermanos; sino la de mantener a raya a las hormigas, que sin tu lengua acabarían con los bosques. Sé que no eres cobarde; mas yo sí puedo ordenarte que te alejes. Tú lo comprendes y te irás sin que yo te obligue. El papel tuyo es muy distinto al de mi tribu. Toda la casta de cuatronarices y tayas anda diseminada alrededor de esta Mata de Monte impidiendo la entrada de enemigos. No creo que Galaí cruce vivo esta línea de centinelas que a la fuerza mantengo en sus puestos. Mas, si llegase a pasar, por descuido o miedo de estas parientes mías, aquí estoy yo esperándolo desde antes de que comenzara el invierno. El agua se desgranó del cielo durante muchas lunas. La llanura cambió de color, como nosotros de escama. Pasaba el tiempo, las aguas se alejaron con la llegada del verano y yo continuó aquí, como nuestra ley lo manda. Listo a defender lo que se me ha confiado y a entregar mi piel a costa de la vida de aquel que me la quiera quitar. “No entiendo a Galaí – continuó -, cuando se queja de que nuestra tribu lo ataca y mata instantáneamente. ¿Somos nosotros, acaso, lo que vamos hasta sus dominios a hacerle mal alguno? ¿Las avispas no defienden su panal, que es al tiempo su nido, cuando alguien intenta robárselo? ¿Nuestra tribu por qué mata?, por conservar la propia vida a la cual tiene el mismo derecho que Galaí, y para defender la de los demás. ¿Acaso no has visto cómo muchos árboles

producen espinas venenosas para defender sus frutos? Nosotros somos esas espinas venenosas que el bosque produce para defenderse. Que Galaí ni carnicero alguno profane nuestros dominios, y se verá libre de morir a consecuencia de las mordeduras de los de nuestra tribu. Como si se le hubiese dado fuego a la Mata de Monte, todos los pobladores, tanto de pelo como de pluma, andaban alborotados. Vuelos y carreras en distintas direcciones se escuchaban al tiempo. Nadie sabía a dónde ir, ni tampoco de qué lado se presentaría el peligro. Huyamos a tiempo – chillaba Pájaro Pollo -, y dejemos al tragón para ver de qué es capaz. Es a él a quien buscan. -

¡Peligro! Carnicero viene – coreaban las pirzas.

Ponerse a salvo. La prudencia nunca ha sido cobardía, - se escuchó a los lejos, atenuada por la distancia, la voz de Pájaro Pollo, al alejarse. Un chacure, después de haber dado varias carreras y olisqueando la brisa en distintas direcciones, sin saber en definitiva de qué se trataba, resolvió ponerse, con gran ardimiento, a excavar una cueva entre las gigantescas raíces de un paraguatán, para ocultarse allí creyendo estar más seguro. El pánico cundía. Los alaridos de las pirzas; los gritos destemplados de las guacamayas que chillaban porque oían chillar y la confusión general, provocaban estampías desaforadas y ruidosas de las lapas, que desde las puertas de sus madrigueras a donde se habían asomado para indagar, corrían hasta la linde del bosque, y sin atreverse a cruzar la sabana, regresaban nuevamente más miedosas y confusas aún. Oso Hormiguero no quiso huir. Muchos peligros había sorteado durante el breve curso de su vida; y si de unos había sacado largas cicatrices y una pata coja, en cambio en el resto de sus luchas, si no había salido vencedor, al menos se había ganado el respeto de sus enemigos.

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Me quedaré aquí para veros luchar contra Galaí. Tengo curiosidad por verlo de cerca – dijo al Güio en tono amistoso -; en algo podría ayudaros. No necesito ayuda alguna. Nunca la he necesitado. Mas tu presencia echaría a perder la mejor de mis armas: la serenidad: pues como tu vida está desde este momento bajo mi protección, al quererla defender de los ataques de Galaí, tal vez hiciera algún movimiento falso; quedando, tanto tú como yo, a merced del más poderoso de nuestros enemigos. Escóndete en la Mata de Monte si quieres mirarlo, aun cuando creo que no tendrás ocasión de verlo vivo.

Por toda contestación Perico Ligero repitió su grito, y, con la lentitud característica de sus movimientos, comenzó a descender hasta otra rama, desde la cual entabló diálago con Chacure. No te fatigues así, Rata sin Cola – dijo el roedor -. Con lo que has ahondado entre las raíces es suficiente para la que nos acaba de librar del carnicero mayor pueda librase del sol y dormir tranquila, si es que te hace el honor de ocupar tu habitación. ¿Qué dices? Como nunca se te oye, cuando dices algo lo haces tan mal, que no se te entiende.

El bosque iba quedando silencioso después de aquel tropel; y por último era solamente la brisa la que volaba entre las ramas. Unos habían huido, y los otros temblaban en el fondo de sus madrigueras, o en sus escondites.

¿Acaso crees que soy Pájaro Pollo para estar hablando de todo a cada instante?

Entre en escena Perico Ligero. – Chacure formula algunos reparos.

Anda ya que te precias de ser tan veloz, a llevar la noticia de que yo, Perico Ligero, el más tardo e inútil de todos vosotros, el más ignorado, mudo y calumniado de los que aquí vivimos, soy el único cuyos ojos van más allá de lo que pueda alcanzar la vista de Arpía o de los Jucas; y por esto. Acabo de ver, cómo una de las muchas cuatronarices a quien Gugudú ha perdonado la vida, pero que mantiene alejadas de aquí desde hace mucho tiempo, acaba de asaltar a Galaí y a estas horas debe estar muriendo, porque lo he visto caer, revolcarse entre la paja, al tiempo que en sus manos brillaba, como un rayo de sol, algo con que azotaba el suelo persiguiendo a nuestra hermana buena y valiente.

II Suspendido en lo más alto de la rama horizontal de un anciano y gigantesco paraguatán entre cuyas raíces Chacure excavaba su cueva; indiferente a todo lo que sucedía; sereno y altivo bajo su humilde pelamen gris; girando la cabeza de uno a otro lado, se quejó Perico Ligero: - Arí iaaaa, iraiiii, iaaaaaaiii. Chacure dejó de excavar para mirar hacia arriba, asombrado de que en aquellos instantes, cuando todos huían o guardaban silencio temblando por sus vidas, Perico Ligero, que de ordinario era mudo y más que mudo tímido, se atreviese a cometer aquella imprudencia. Cállate, imprudente – le gruño -. Ya que la pereza no te deja huir, guarda silencio, al menos.

¿Qué es eso de que otra venga a ocupar esta cueva, por habernos librado de quién?

A mí no me creerán – contestó Chacure -. Como siempre ando huyendo; asustado de todo, dirán que el miedo me ha hecho daño; que ando diciendo disparates, enloquecido por el terror.

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-

¿Por algo te llaman rata, entonces?

¿Y qué he de hacer? Dejar que me llamen como quieran; más, si no confío en la velocidad de mis piernas y en el miedo que duplicándola me hace huir y desconfiar de todo, ¿crees que habría podido vivir hasta hoy? Anda a llevar la noticia, yo no puedo ir porque estoy encadenado a los árboles – arguyó Perico Ligero -; con esta vestidura espesa y tupida que me defiende de las lluvias me enredaría entre el pajonal; mis patas tampoco se han hecho para caminar o correr como las tuyas. No iré. Tampoco creo en lo que dices. Galaí es invencible. Por algo tiene el rayo y el trueno en sus manos. Yo iré – dijo llegando Oso Hormiguero. A esta voz Chacure quedo a medio metro bajo tierra, sepultándose en la cueva que se había improvisado. ¿Con tu cojera, no has huido Rabo de Escoba? – Preguntó Perico Ligero. No soy de la tribu de Chacure, y creo que si Galaí no nos ataca a traición, como suele hacerlo, podríamos hacerle frente. Yo, al menos, con ocultarme entre la paja y permanecer quieto, logro que sus ojos no me distingan. Ahora lo que me inquieta es Gugudú. Sin decirlo ha hecho entender que una vez que venciera a Galaí, “cada cual en su sitio, y a lo suyo”. La amenaza pues, ha sido para todos. Estar alerta es nuestra consigna, Rabo de Escoba. ¿Te sientes amenazada por los carniceros de tierra y agua? ¿Qué diré yo de los carniceros del aire, que son todavía más voraces y atrevidos? Ahora me explico que el miedo de Chacure sea una manera de vivir alerta, como lo manda nuestra ley. Vi cuando te aproximabas a Gugudú llevando la voz de alarma y pensé que ibas a morir entre sus anillos; pues desde comienzos de la última temporada de lluvias no ataca a las tayas, sino vive a expensas de los que vestimos

de pelo. Perdonémosle su glotonería, ya que ha querido librarnos de la muerte a manos de nuestro detestado enemigo. Nos libra de la voracidad de Galaí, si es verdad lo que tú dices; pero nos deja vivir para saciar en nosotros su apetito – terció Chacure asomando apenas la punta del hocico a la puerta de su guarida -. Si no fuese por Gugudú, mi compañero estaría todavía conmigo. Apenas hace dos lunas que se le sorbió como si fuese una mosca. Yo escapé, gracias a mi desconfianza de hembra. Cuánto bien no hubiese hecho Galaí al librarnos de ese tragón. Pensáis lo mismo que Pájaro Pollo – replicó Oso Hormiguero -, porque sois una caterva de infelices. Hoy con un amo, mañana con el otro, según os convenga. Si Galaí hubiese llegado hasta esta Mata, no habría quedado vivo ninguno de nosotros, ¡Qué importa a la vida de todos, un chacure de más o de menos! ¿Hasta cuándo entenderéis, rata negra, que todos los de vuestra tribu habéis sido creados para ser pasto de otros, que desempeñan una función más grande que la vuestra, que no consiste sino en roer y más roer; producir hijos tras de cada luna, y vivir huyendo hasta del ruido de la brisa? No defiendo a Gugudú; pero tampoco le temo. Mas, en su defensa del bosque y de todos nosotros, ni yo, ni Perezoso, ni tú, podemos hacer nada de lo que él hace y los de su tribu. Decid lo que queráis. No creo que Galaí pueda morir. Es demasiado poderoso y grande para que muera así, como uno de nosotros, tan vulgarmente. He oído muchas cosas sobre él, para que ahora tratéis de hacerme creer que Cuatronarices, esa insignificante lombrizuela verdosa, incapaz de fabricarse una madriguera y que buscando nuestro calor viene a vivir tanto a mi casa como a la de Borugo, pueda causarle daño a él, que lo puede todo, que le basta, como lo sabemos todo, alargar la mano del pajonal o al bosque para que éstos se incendien y las llamas vayan hasta más allá de donde pueden ir nuestras miradas. ¿Podrá morir, quien sea capaz de hacer esto?

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Cada cual a los suyo, Chacure. Haces bien en pensar así, como os corresponde, como a un ratón – y sin decir más, Oso Hormiguero partió hacia la sabana, en dirección a las lejanas y esparcidas manchas de pequeños bosques que a manera de islotes medraban en las cercanías de la Mata de Monte, que sobre las márgenes del río Pauto era el refugio de cuadrúpedos y aves en aquella vasta región de la sabana. Hacia aquellas pequeñas islas de verdura, que se alzaban por sobre la masa gris e inconmensurable del pajonal, habían huido aquella misma mañana todos los habitantes del bosque. Perico Ligero, ascendiendo nuevamente por la misma rama, se marchó en silencio; sin mirar siquiera a Chacure, que humillado y mohino terminó por meterse hasta el fondo de su refugio. Todos me llaman ratón – murmuró entristecido -, me desprecian porque no doy zarpazos como Balacú. Porque no tengo dentadura de caimán, o la fuerza de Gugudú. ¿Acaso esta manera de defenderme, sin armas de ninguna clase, y sin buscar pelea a nadie no es, también, una ciencia como la del que ataca y mata para poder vivir? Zamará corre y yo me escondo. Nadie lo llama por esto cobarde, a pesar de ser el más grande de los habitantes de pelo que vivimos con esta Mata. En cambio, a mí, que no tengo piernas tan largas como las suyas, ni poseo las orejas de él, que recogen el más pequeño y lejano ruidillo; ni que dispongo, tampoco, de la finura de su olfato, me llama rata, cobarde, porque me defiendo corriendo o escondiéndome. ¿Qué será lo que quieren? ¿Qué me ponga a rugir como Balacú para larlas de valiente; o que caiga sobre Gugudú, a zarpazos, con estas uñas que no sirven ni para rascarme? Entretanto Oso Hormiguero avanzaba por entre el pajonal hacia los primeros árboles que ya se distinguían a lo lejos.

En su ruta había tropezado varias veces, ya con una serpiente de cascabel o con una taya, que aletargadas por el calor de mediodía, dormían enroscadas, a la sombra de cualquier matojo, a falta de una cueva en la cual guarecerse. Cojeando o no, por entre el alto y duro pajonal, avanzaba abriéndose paso con u entusiasmo poco acostumbrado en él, que revelaba hasta cierto punto una recóndita alegría. Ahora ya podremos vivir nuevamente tranquilos – decía para sí -, Galaí ha muerto. ¿Qué importa que entre nosotros unos seamos devorados por los otros, si desde que nacimos lo tenemos sabido y hemos aprendido a defendernos? Ya no escucharemos más su trueno, ni sentiremos su rayo, que después de atravesarnos va a clavarse en los troncos de los árboles de los cuales comienza a manar jugo, como de nosotros brota la sangre hasta que se nos sale toda. – Monologando así, se iba acercando al primer montecillo de los varios que rompían con su verdura alegre la monotonía amarillo-grisacea de la dilatada llanura. Qué miedo el que tienen todos – dijo llegando -. Nadie se atreve a chillar. Parecen desiertas estas matas. Pájaro Pollo, ¿dónde estás? Sólo una pirza, que volaba en silencio hacia la linde del bosquecillo, afanada e indecisa se atrevió a contestar: Nadie ha visto a Pájaro Pollo y no alborotes tanto, Nariz y Media, pues ya sabes lo que tenemos demasiado cerca. Cerca, sí. Muy cerca del pico de los Guaras. Allá junto al estero; en donde Cuatronarices le ha dado muerte. Déjate de bromas. Tengo a mis hijos aguantando hambre desde la mañana en nuestra vivienda. Y como hasta ahora Galaí no ha aparecido, estoy deseando

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regresar para llevarles algo. Cierto o no lo que cuentas, me voy ahora mismo. Puedes irte tranquila. Busca a Perico Ligero para que desde lo alto de los árboles pueda mostrarte en donde quedó, tendido entre la paja; como un árbol que podridas sus raíces, viene a tierra para no volverse a levantar ya nunca.

Viendo cómo la pirza chillaba discordantemente, anunciando pitanza a sus pollos y, alarmado por su desenvoltura, como si nada fuera a ocurrir; voló en silencio, desde su alto escondrijo de ramas y con el plumaje de la cabeza erizado; ahuecando las alas en ademán de pelea y con el pico entreabierto, amenazo a la mochilera, que sorprendida por aquella retadora actitud del Pollo, guardó silencio; no por miedo, sino por curiosidad, para saber hasta donde llega la amenaza de aquel que de todo tenía fama, menos de peleador ni de valiente. Cuando estuvo cerca de la mochilera, le dijo a media voz, en tono irritado:

Hasta para huir se necesita valor. – De nada sirven las Alas cuando el alma es de corto vuelo. III En vano Oso Hormiguero buscó a Pájaro Pollo para que regase la noticia, ya que divulgarlo todo era su especialidad. Pero por ninguna parte lo encontró. Ni a habitante alguno de pelo o de pluma, aparte de la pirza que volaba ya hacia la Mata, en donde estaban los nidos de la colonia. Al llegar a los primeros árboles detuvo el vuelo, fatigada, y dando pequeños saltitos de una rama a otra vio cómo un gusanillo se arrastraba diligente por una rama, tratando de llegar a las hojas tiernas. Dejó escapar un grito de júbilo y sin darle tiempo para esconderse, se lanzó a cazarlo pensando en el desayuno de los hijos. Fue en aquel instante cuando se hizo presente Pájaro Pollo. No habiéndose arriesgado a hacer la travesía con el resto de las aves, por aquella sabana desguarnecida de árboles; y más que todo, paralizado por el miedo, se había refugiado en el extremo opuesto de la Mata de Monte, dispuesto a guardar silencio, y con los ojos cerrados para no gritar de terror ante lo que hiciera Galaí.

-

¡Debía castigarte por escandalosa.

-

¡Atrévete; cuentero hediondo!

Atenida a tu condición de hembra, abusas. Pero como se trata de la vida de todos, te castigaré. Cumpliré la ley. Y con el plumaje más erizado aun, quiso acercarse a la pirza, cuando en esos momentos perico Ligero se quejó de nuevo a los lejos y la tonalidad de su lamento, como una oleada de tristeza, se fue regando por la sabana. Tanto la pirza como Pájaro Pollo guardaron silencio, embargados por la melancolía de aquel gritar, cuyo cambio de tonos lograba apaciguar hasta la cólera. ¿Por qué no vas a reñirlo, también por haber gritado así? – interrogó la pirza dispuesta a marcharse -. Tanto quieres saber, que ignoras lo que hasta el mudo Perico Ligero está pregonando. -

¿Pregonando qué?

-

Averígualo, ya que ese es tu oficio.

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Cuando se hubo marchado, y Pájaro Pollo trataba de explicarse la actitud de la pirza y el gritar de Perico Ligero, que solamente lo hacía de noche, y eso en contadísimas ocasiones, una bandada de loros que venía de los lados dl estero, por parejas y a gran altura, descendió para posarse en la Mata de Monte, no lejos del lugar en donde se encontraba el Pollo, que perplejo puso oídos a la jerigonza de aquel vocabulario: -

Había llegado hasta allí, sólo para llamar la atención de aquellos charlatanes, haciéndoles ver el peligro que corría. Mientras todo el bosque era silencio, sólo ellos inconscientes e irresponsables, pensaba – se atreven a denunciar su presencia, excitando así la codicia de Galaí, que sin vacilar se dirigirá a esta Mata y no a otro sitio alguno. Enfurecido por aquel ruido que lo exasperaba, sin poder contenerse un instante más, chilló desde su alto mirador:

Alcorialcorí, alcooooooria, corí, quiro.

Quién pudiera saber lo que dicen estos charlatanes – murmuró -; llegaron por la misma vía por la cual ha de venir Galaí. No se sabe si es alarma su gritar, o es simplemente su vocinglería insoportable. Volando a su manera, lo más cortó y silenciosamente que podía, siempre de un árbol a otro, fue acercándose hasta donde la charla de los loros impedía oír nada que no fuese aquella estridencia. Colocado lo más cerca posible de la bandada, y en lo más alto de la copa de un árbol, paseó su mirada de centinela avezado por aquella dilatada extensión que, de mirarla tantas veces, ya conocía de memoria, y en la cual lograba distinguir, por distante que estuviese, cualquier silueta por vaga e imprecisa que apareciese en la distancia. Entregado de lleno a su tarea de otear, pareció olvidarse de la algarabía de los loros y de todo lo que lo rodeaba. Así, sumido en profunda mudez permaneció durante largo tiempo, sorprendido de no haber encontrado nada que inquietase la apacible quietud de la sabana en aquellos momentos. Pensando que su mirada tropezaría con la silueta de Galaí, ya cercana a la Mata, sólo encontró la lejana monotonía de siempre. Los mismos contornos vagos, esfumados, de pequeños arbustos solitarios que muchas veces había tomado equivocadamente, como siluetas vivas de enemigos que asomaban la cabeza por sobre el pajonal.

Callaos ya, pajaretes vagabundos e indeseables. Continuad vuestro viaje que aquí nadie os necesita. Hubo un momento de silencio y expectativa entre la bandada, que Pájaro Pollo aprovechó para continuar: Ahora que necesitamos a Juca, para que aleje a estos charlatanes de oficio, no aparece. Sólo se presenta cuando alguno de nosotros, los que sí valemos algo, puede ser atrapado al descuido. Idos de aquí, ya que no hacéis falta en ninguna parte. Una de las loras, imitando la voz de Pájaro Pollo, trató de repetir algo de lo que éste había dicho, y aquella fue la señal para que toda la bandada, sin miramientos de ninguna clase, formarse el más grande de los barullos, remedando al mismo tiempo, todos, la voz chillona del Pollo. Lo que antes fuera un desabrido parloteo, se había convertido de repente en la más desagradable de las zambras. La pirza después de haber dado a la carrera un vistazo a sus hijuelos, se reunió al grupo, encantada de poder zaherir al tradicional crítico. Esto es lo que mereces – le gritó llegando -. Ahora desafíalos a pelear, como a mí, ¡Cucaracha! Grita tú también. Es el momento en que tienen la palabra los irresponsables. El que más duro grite y más

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disparates diga, será considerado el mejor. Nada importa lo que pueda traernos el tumulto. Lo interesante es hablar, gritar, hacerse oír incitando a los demás a la imprudencia. ¡Grita, grita más alto pirza! que si ayer los Araguatos dejaron algo en tu vivienda, el que ahora llegará podría si le viene en gana, no solamente destruirnos a todos; ya que la irresponsabilidad, el tumulto y la estulticia están por encima de la prudencia y la sensatez. ¡Qué momentos los que han escogido estos insensatos para hacerse oír! Nadie escuchaba a Pájaro Pollo. Los loros redoblaron su gritar, emulados por la locuacidad de la pirza. A estas voces se juntaban las nuevas que iban llegando. El bosque silencioso horas antes se había convertido, en un instante, en una indescifrable algazara en la que iban mezclados los gritos, revuelos y trinos, con las carreras y saltos de las ardillas; que saliendo de sus escondrijos arbóreos tampoco se quedaban mudas, dejando oír sus voces ligeras, apenas perceptibles. La fiebre de la alegría se había apoderado de todos. Cada cual daba rienda suelta a su garganta, como para resarcirse de las horas de silencio que la voz de alarma les había impuesto, a la fuerza, en un día tan claro y despejado como aquél, en que lo menos aconsejable era guardar silencio y permanecer sosegados. ¿Quién se iba a cuidar de los sermones de Pájaro Pollo, ni a hacer caso de sus advertencias? Todos sabían que en él era un hábito molesto criticar y estar indicando a los demás, qué debían o no, hacer. Por ello cada cual gozaba a sus anchas esa bendita alegría de saberse libre y ajeno al peligro que horas antes los redujera al más absoluto silencio, lleno de inquietudes y zozobra. Queriendo hacerse oír iba Pájaro Pollo de un árbol a otro; enfurecido unas veces, suplicante otras, ante la indiferencia burlona de todas las aves allí congregadas. De repente guardó silencio, y dejándose caer desde lo alto de su mirador, como una piedra que se arrojara al fondo de una

sima, oyó, llegando al suelo, los alaridos de una de las loras y al desconcertado y ruidoso vuelo de todas las demás aves que huían en distintas direcciones, chocando contra las ramas en busca de refugio. Entretanto la lora atrapada por las garras de Juca, gritaba cada más débil y lejanamente, batiendo las alas, en un afán de recobrar su libertad. Momentos después, en el esqueleto de un árbol seco, achicharrado por un rayo, en donde ni ramas ni follaje alguno ocultaban la vista, la rapaz detuvo el vuelo y se entregó al festín, del cual iba fluyendo un remolino de diminutas plumas verdes y azules que el viento se encargó de dispersar por la sabana. JORNADA DECIMOCUARTA “Así como la mula adivina al zambo viejo, sin haberlo ventiao, Así siente uno ciertas cosas.” I Sin más responso que el sollozar de la brisa entre las hojas del cercano morichal, y dentro de un hoyo en el cual apenas cupo, fue sepultado el cuerpo del cuatrero, junto con su machete. Pues ninguno de los llaneros, ya por superstición o por un elevado concepto del decoro personal, quiso apropiarse el arma, a pesar de su belleza y calidad. Cuando don Girón, que por su edad y categoría gozaba de gran ascendente entre los peones, arrojó la primera garlanchada de tierra húmeda sobre el cadáver, puso también en un ángulo de la fosa el machete, al tiempo que decía: - Como tendrás que defenderte de tanto cargo que te harán, te dejo la peinilla pa por siacas... y por an dispues de todo, juites un güen llanero.

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- De nada sirven las armas cuando la hora llega, don Girón. ¿De qué le sirvió al dijunto haber matao la talla?

- ¡Cuidado, tuso! Al potro lo picó una culebra. ¡Yo la vide cuando la jondió de la primera patada!

- Era que taba carga´e veneno, porque haría rato que no mordía. No le dio tiempo ni de arrimar algún lao a buscar la contra. – Añadió Anselmo.

- ¡Maldita sea, y jue al mío! – exclamó Cubillán, buscando a la víbora con los ojos, por el suelo; más el tuso Carpio, que por estar cerca del caballo la vio caer, le gritó:

- ¿Y a onde arrimaba dende esta lejura?

- Déjala quieta, que el potro le partió el espinazo de la patada. Así se la zamparán medio viva las hormigas y en algo pagará el mal que te hizo.

- Pus a Matepalma, carijo, ¿acaso pensás que se iba a negar auxilio a un hombre mordio´e culebra? - Habría sio güeno que hubiera ido a recoger sus pasos. - Recogiéndolos andaba – repuso don Girón -. Dende que se dedicó a ladrón llevaba la muerte encima. Se la teníamos sentenciada todos. - Todos no, don Girón – intervino Cubillán, en tono enfático -. A mí nada güeno ni malo me hizo, pa que me metan en vainas con el muerto. - ¿Pero a vos qué mal o qué bien se te puede jasé; sino tenés ni pa lo uno ni pa lo otro? ¿Sino que sos sólo mieo? - Y dale con la vaina del miedo. Quisiera horita mismo matame con alguno, pa que vean si es miedo. - Déjate de cachorriar – contestó don Girón -, y échale tierra al muerto pa que no se salga esta noche y te saque del chinchorro por las patas. Algunos rieron, pero su risa fue interrumpida por los corcovos y coces al aire quem en forma desesperada y violenta comenzó a dar uno de los potros alborotando a los demás caballos, que pugnaban por soltar las maneas, llenando de confusión a los peones que abandonaron su tarea para saber de qué se trataba.

- Ta queriendo juir, pero no puede. Es la compañera de la que mató al Flaminio – dijo Anselmo -. Vino a cobrar la vida de la otra. De lejos, desde el fondo de la Mata de Monte, vino como un mensaje dolorido la voz de Perico Ligero. Nadie reparó en ella, ni hizo caso de aquel lamento. Sólo los caballos, girando las orejas levantadas, volvieron la cabeza en aquella dirección. Don Girón, ayudado por los muchachos, logró reducir al caballo y después de liarle fuertemente la caña, bajo el corvejón, dio la orden para que Cubillán, a todo escape, se fuese a Matepalma, a tratar de curarlo. - Ya sabía yo – dijo el mozo antes de montar y con el rostro terriblemente pálido -, que trae desgracia hablar mal del muerto. Ni ganas me dan d´ir; lo ques el mocho se muere. Mírelo cómo tiembla... - Déjate de ser pendejo, Cubillán, te lo digo yo – le gritó el tuso – andate aprisa antes quel veneno le corra por tuel cuerpo y sea demasiado tarde. Partió el llanero sobre la inquieta bestia cuyos ojos brillantes y como extraviados parecían mirar sin ver lo que le rodeaba, sino las oscuras sombras de la muerte.

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- ¡Bien dice el dicho que culebra que pica no anda sola! – Dijo en voz alta y como para sí el tuso. - Yo no creo en esas pendejás – replicó don Girón -; de lo que sí toy convencido es que hay gentes que hasta en dispués de muerta traen la mala.

- La Mata de monte ta muy lejos, para cortar un palo – contesto don Girón -, ¿y pa que diablos se necesita, en estas lejuras, saber onde lo han echao a podrir a uno? - Yo quisiera dir a cortar el palo – intervino Crisóstomo -, pero el corazón me dice ques mejor dirnos. Por algo ta el culebrero alborotao.

- Acabemos de echarle tierra a este calafre, pa dirnos. – Intervino Crisóstomo. – No me gusta esta sabana. Siento, comezón en tuel cuerpo, como si me tuvieran mirando de todas partes y yo sin poder ver ni oír a nadie.

- Mire que llamar culebrero a dos bichas, meras, que tal vez al sentirse pisadas han picao; si es mucha desageración – dijo Carpio -. Hue la casualidá.

- ¿Hora vos, también – dijo colérico don Girón -, vas a sentir y ver vainas que no son realidad?

- ¿Y te parecen pocas dos casualidaes tan seguidas? Estas sabanas eran muy limpias antes.

- Es quiay vainas quiuno siente sin velas. Así como la mula siente al zamboviejo (100) sin haberlo ventiao así siente uno ciertas corazonadas.

- Vámonos.

- En devitar pensaos que le aflojan a uno el ánimo, ta el ser machos. Todos tenemos corazonadas; pero el que se deje cabestriar por ellas ta perdío.

Una vez a caballo, galopando por la sabana de regreso a la fundación, al sentir en los curtidos rostros el golpe de la brisa, como la caricia de una mano conocida y fiel, los llaneros recobraron su aspecto alegre, olvidándose por completo del muerto.

- Yo lo que digo es que hay golpes de mala suerte – añadió Carpio -; hoy le tocó al Cubillán, mañana será a otro.

Habían recorrido ya un buen trecho cuando un grito lejano y largo, que salió del fondo del pajonal, los detuvo.

Nadie dijo más. Continuaron su labor en silencio. Apenas si se oía el golpe de la tierra, arrojada a paletadas. Querían ser cordiales, olvidar la tarea que estaban cumpliendo, pero ninguno acertaba a encontrar la frase adecuada. Sobre cada uno de ellos caía, como una masa densa, el peso de sus propios pensamientos y de algo más que no acertaba a definir, y que los llenaba de zozobra.

- Ooooooiiiiijoooo – contestó Carpio.

Cuando terminaron, alguno dijo:

- Parece la voz del Cubillán, pero no lo veo. Momentos después, por entre la mancha de paja, que se partía en dos, apareció el llanero, sudoroso, con cara de pocos amigos y con los arreos de montar, cargados a la espalda. Los compañeros se acercaron solícitos, y al interrogarlo don Girón, por toda respuesta el peón arrojó su carga al suelo.

- ¿Le ponemos una cruz? - No digás na. - exclamó el viejo -; ya sabemos que el caballo cantó millón. Montate en ancas de alguno, y otro que lleve la silla.

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- Es pa que se convenza don Girón, que yo a los muertos no quero ni oírlos mentá. Y usté se puso a toriarlos hablando mal del Flaminio. - Pero a qué diablos llamás vos mal hablar. Juera mal hablar llamar bandío al que no lo jue, o decile güena persona al que jue un bandío. ¿O es que pensás que la muerte puede borrar lo que hizo el hombre en la vida? Las aiciones güenas o malas se olvidan, pero no se borran y lo que se olvida puede volverse a recordar. - ¿Onde quedó el mocho? – interrogó Crisóstomo. - Comenzó a tambaliase. Yo me desmonté, y cuando cayó, pa evitale agonías lo degollé con mi cuchillo, pero no salió ni una gota de sangre, la tenía cuajada tando tuavía medio vivo. JORNADA DECIMOQUINTA El otro pillaje, el más bárbaro de todos.

caridad no se niega a naide”, y después de contarle sobre el descornamiento de una de las vacas lecheras, entraba a narrar la epopeya de los geólogos petroleros. “La mortandá e bichos era pa vela, no pa escribirla, Blanco. Cuando les di el alto, los jurungos no hicieron sino reíse, diciendo que tenían permiso del Gobierno reinoso pa acabar con todo; como si estas sabanas no jueran cautivas desde en vida del Blanco viejo, don Ramón.” “Al principió creí que jueran huchaos puel Flaminio, por desfogarse de los moquetes quel Blanco le dio y por la quitada del cuero´e güio; pero cuando vide que habían armao toldas, que le daban pólvora a la tierra, quivan diun lao pal otro, como en patio propio, desgajando las parásitas; sacando madera de los montes y matando cuanto animal veyan, les dije que las sabanas tenían dueño; que debían tocar con el Blanco pa cometer tuesos desmanes; entonces jue cuando el Flaminio me la quiso armar, y los otros seguramente me la mentaron en jurungo, porque no les entendí nada de lo que decían. Ganas tuve de embestirles con el mocho pa sacalos de lo ajeno, pero me acordé que el Blanco taba en el reino y podía pediles cuentas. No dejaron vivo ni siquiera un jiringüelo y como que alborotaron el culebrero porque hemos topao muchas.”

I Tenía preparado su viaje de regreso a la llanura, cuando recibió carta de Misael. Entre los sucesos triviales, acaecidos en Matepalma, durante su ausencia, el Caporal le contaba de las misteriosas escapadas de Rodamonte, cuyo escondite en la sabana no había podido ser descubierto aún; y del cual regresaba sin que nadie lo viese, cuando ya el hambre lo había convertido en una espina. Entre las salutaciones y recuerdos de todos los llaneros, y el pedido de drogas, el Caporal le describía pormenorizadamente la muerte del caballo de Cubillán, y a renglón seguido la de Flaminio. “Lo tuvimos que enterrar en las sabanas del Blanco, onde cayó picaoe taya, porque esta

Juan Ramón dobló cuidadosamente la carta guardándola en el bolsillo interno del saco, y comenzó a pasearse a grandes pasos por su estrecha habitación del Hotel. Mil ideas vagaban por su mente. Sentía ira y desprecio al mismo tiempo. Pero no acertaba a definir bien se tales sentimientos se los inspiraban los hombres extraños, más que extraños, extranjeros, que así habían violado sus tierras. O sus propios conciudadanos, los legisladores, políticos y hombres de gobierno que habían entregado a la voracidad ajena y rapaz toda la riqueza petrolera a cambio de cuatro centavos que la Nación recibía, no como participación legal, justa y honorable; sino como una merced que cubría de vergüenza más a quien la daba que a quien la recibía.

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¿Por qué – decía crispando las manos -, continuamos siendo unos despojados? Ayer fue Panamá; hoy los petróleos; el platino, el oro; mañana serán las esmeraldas, la caoba, el acero y quizás las costas del Pacífico y del Caribe, para excavar otros canales y establecer bases. ¿Cómo mencionar, siquiera, estos hechos, si la sola enunciación de ellos bastaba, como lo había comprobado, para ser calificado de comunista? Hombre, Juan Ramón – le decía aquella misma tarde en el Café Los Comuneros, su amigo de siempre, un publicista notable, a quien leyó el contenido de la carta de su mayordomo. En aquel rincón solían reunirse todas las tardes, para comentar los sucesos diarios, entre el aroma de una taza de tinto, y terminar hablando de la llanura que los tenía hechizados a ambos. Tú eres un hombre de trabajo, rico e inteligente. Déjate de estar pensando en cosas que ningún provecho te raen y sí te perjudican. -

¿Perjudicarme?

Sí, llanero amigo. Te estás poniendo en ridículo. Eso de recordar lo de Panamá está pasado de moda. Y hablar de petróleos nacionales, peor. Este asunto olía hace algunos años a nazismo y ahora agitarlo podría oler a Oso Blanco, que es lo mismo, o peor. No te conviene, centauro montaraz, e iluso. Espero que no me vayas a favorecer con el calificativo de chauvinista, pues ya sabes el concepto que desde niño he tenido sobre estas cosas, y sobre todos los Juan Vicentes Gómez de América y Europa. Así hablen en ruso o en criollo. Lo que yo digo es que si no podemos

explotar nuestros petróleos, por falta de técnica y elementos, pues, entonces dejémoslos intactos, para cuando la Nación sea mayor de edad y pueda hacerlo en provecho de sus propios dueños. Lo que estamos haciendo no es malbaratar nuestra riqueza petrolífera, ojalá así lo fuera, sino regalándola y sobre esto suministrando obreros de centavo y medio, mecanógrafas y porteros más baratos aún, pues el resto del personal es extranjero. Y después de hacernos el honor de despojarnos, nos arrojan, para cubrir las apariencias, algunas migajas que nos afrentan como dueños de lo que se llevan. No te exaltes, Juan Ramón, de ellos es el capital y la técnica. Nosotros no tenemos ni lo uno ni lo otro, somos... Somos unos pobres diablos. Esta es tu expresión favorita, y no la digas más, que a fuerza de repetírmela todos los días, has llegado a convertirse en eso que dices. algo.

Pero hombre, demuéstrame que somos algo, en

No quiero demostrarte nada. Sino que entiendas que si ellos suministran el capital y la técnica, nosotros aportamos lo que ni el capital ni la técnica pueden producir: la materia prima. Por consiguiente no es una participación lo que nos corresponde, sino la mitad del producto. Si no la obtenemos es porque no la hemos pedido; y si no la pedimos, ellos no nos la dan, pues saben, nosotros no lo sospechamos siquiera, de cuanto tendrían que desprenderse. ¡Cállate, llanero montaraz! ¿Tú lo que quieres es que nos embarquemos en un conflicto internacional? ¿Qué expropiemos los petróleos? ¿Qué venga la intervención? Nada de expropiar a nadie. Al contrario; hablo de defender la propiedad del despojo a que está sometida.

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¿Despojo dices? Qué zafio eres, hijo. Llamar despojo a concesiones estudiadas y discutidas durante largos años; ratificadas por leyes de la República que está obligada, en virtud de cláusulas especiales, a defender con las armas nacionales esos cuantiosos intereses. Sí, y aun a permitir a los concesionarios el uso de armas de guerra, y de gases, para evitar que los verdaderos amos, los cuatro o cinco indios motilones que defienden sus selvas, puedan hacer uso de sus flechas. Claro está, “liebre del monte”. Esperas, luego, que una inversión de muchos millones de pesos esté así nomás, ¿desamparada? Por algo somos la comunidad de naciones americanas. No confundas las cosas. No mezcles los compromisos internacionales de cada nación, con los intereses particulares de un grupo de gentes, que conforme tiene su sede en Nueva York, puede tenerla en Palestina. -

Ahora son los judíos.

Judíos o explotadores da lo mismo. Pare ellos no existe sino una idea, y en ellas resumen la noción de patria y de todo ideal: el dinero, la especulación. Ten en cuenta que el pueblo norteamericano no es esa taifa de gentes desalmadas, voraces, que tú supones. Estamos de acuerdo. El pueblo de Lincoln, el pueblo que deslumbró al mundo al ser el primero en abolir la esclavitud. El pueblo de las grandes jornadas por la democracia; que ha vertido la sangre de varias de sus preciosas generaciones por la libertad del universo. El pueblo altruista que libró del hambre y del frío a millares de niños europeos, mal puede ser el pueblo que esté aprovechándose de la ignorancia de unos, y la mala fe de otros. Yo te garantizo que si el senado norteamericano investiga a fondo y establece que son leoninas estas

concesiones; que se está empobreciendo, arruinando a una nación, después de haberla desmembrado; esa entidad, en donde se libran las más grandes batallas de la oratoria y del talento en pro de la libertad y de la democracia, no permitirá, en nombre de ese pueblo del cual es vocero, que la voracidad económica de un grupo siga sembrando el dio y alejando más la buena vecindad de los pueblos situados al sur del Golfo de México. ¿Qué le importa al senado norteamericano, ni a extranjero alguno que los petróleos colombianos no sean de Colombia? ¿Qué te importan a ti esos petróleos, llanero ingenuo e idealista, si de ellos no vives? De ellos no vivo – contestó enfurecido Juan Ramón -, y sé, también, que la nación que necesita gasolina la paga, incluso nosotros, sin preguntar si esa gasolina es de Colombia, Venezuela o México, y si esa gasolina ha sido el botín de un despojo o es, simplemente, el producto de una industria honorable, que beneficia por igual a toda la humanidad, comenzando por las gentes de la Nación que la produce. Los concurrentes al café, porque en Bogotá el café es el club, el tertuliadero, el sitio en donde se celebra toda clase de negocios, en donde se compra y vende desde una riquísima esmeralda, o una hacienda con medio millón de matas de cafeto, hasta un libro de cuarta mano o un cuadro de Vázquez y Ceballos; estos concurrentes, de muy diversa cultura y procedencia, había seguido con demostrado interés la charla de los dos amigos. Llamaba la atención, a primera vista, el contraste no sólo de la figura e indumentaria de los contertulios, sino la manera de exponer sus argumentos. Juan Ramón vestido de gris, sin chaleco, dejaba adivinar a cada instante, bajo la blancura inmaculada de la camisa de lino, el ancho tórax en cuya plenitud no encontraba sitio alguno en donde alojarse la corbata. Su rostro pálido, afilado y moreno, cuyos ojos tenían la vivacidad de la mirada de las aves nobles, más parecía la cara de un joven hidalgo de Almería o de Málaga,

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tostado por el sol del sur de España, que la faz de un hacendado llanero. En cambio, la manera de hablar de su amigo, cuya voz apenas si rompía el silencio, sin que ademán o gesto alguno diera acento a las palabras, más parecía el soplo de una rígida figura de cera, vestida de negro, cuyas manos, de cera también, reposaban dobladas en el fondo de los bolsillos del pantalón. Una segunda taza de café, traída por el mozo que conocía de atrás a sus dos parroquianos, puso un momento de tregua en la contienda verbal. Notó sí, extrañado, que aquella tarde no habían sido las escenas del Llano, con sus caños crecidos, sus potros salvajes o sus corridos y galerones bajo la luz de la luna, el motivo de la charla evocadora y agradable que gustaba escuchar recostado contra una columna cerca de la mesilla de los dos amigos. Varios sorbos de exquisito café tinto fueron apurados en silencio. En los ojos de Juan Ramón, fulgentes como dos relámpagos entre una tempestad, asomaba la ira que a duras penas era contenida. En cambio los ojos muertos de su amigo miraban sin mirar el vaporcillo aromado que se escapaba de la taza, o la blancura fastidiosa de la mano que la sostenía. Has hecho una escena – dijo a Juan Ramón en voz apenas perceptible -, mira cuánto auditorio tenías.

por granjearte la desconfianza de la gente sensata y a acarrearte el calificativo de comunista. O de bandido, también, y deja quieto al comunismo que me parece la más grande y peligrosa de las equivocaciones humanas. Si ayer existía la esclavitud negra, hoy existe una pero; la blanca. En la negra había muchos amos y cada uno podía tener los esclavos que pudiera comprar. En la blanca, los esclavos no se compran, pertenecen todos a un solo amo. Tampoco se cazan en el frica, sino que seducidos por la más hábil de las propagandas, caen en la trampa, yendo a parar en las más odiosa de las satrapías modernas, deslumbrados por el viejo lema de libertad, igualdad y fraternidad, que no pasa de ser una de las más hermosas locuciones que pueda pronunciarse en cualquier lengua. Al fin has dicho algo sensato. Ahora tienes que convenir en que sin este pueblo, a quien consideras como voraz, fuéramos hoy los esclavos de la cruz gamada, o del oso blanco. No hagas rabulismo. Una cosa es el pueblo y otra los traficantes internacionales que viven a la sombra de ese pueblo, y que, seguramente, ha especulado con el dolor y las angustias de ese mismo pueblo, en sus grandes jornadas por la libertad y dignidad humanas.

El llanero contestó en el mismo tono asordinado: Odio lo espectacular. Detesto la oratoria populachera que busca en las calles el combustible para alimentar su llama. Si he hablado duro, no ha sido para llamar la atención de nadie, sino porque me indigna que siendo tú un pensador, al menos así te llaman, no te importe nada este tópico. Llanero, tú eres un niño. ¿Cuándo aprenderás a ser un hombre práctico? ¿Para qué complicas tu vida con cosas que sólo a los petroleros interesan? Vas a terminar

Me encanta que así lo entiendas, Centauro. Me place esa manera de pensar, respecto al gran pueblo de la América. En la América, señor pensador, todos los pueblos, aún los más pequeños, son grandes por su amor a la libertad. Así sea soportando los ferrados tacones de sus dictadores, o mirando con piedad las inepcias de algunas d sus democracias. Más lo que he dicho, inspirado por un sentimiento de justicia, no implica que esté identificado con el pueblo que tú admiras. Mi manera de pensar es completamente latina, o mejor que latina: indohispánica.

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Las tres gotas de sangre de Castilla, que llevo, me hacen amar y entender las cosas que atañen a los dos pueblos que me dieron la vida. Mal puedo amar a esa nación a la que no me une ningún vínculo espiritual, ni racial, ni de gratitud y a la que estoy ligado por un simple accidente geográfico. Ellos viven de espaldas a nosotros, y es tal su desconocimiento sobre nuestra vida interior, sobre nuestro temperamento un tanto complejo por lo soñador, agresivo y desenfadado, que cuando nos visitan para ver qué pueden vendernos, regresan a publicar intencionadas crónicas sobre la incomodidad de nuestros hoteles, adobadas con unas cuantas fotografías de negros medio desnudos, o de harapientos pordioseros que, claro está, no faltan en ningún lado del mundo. “Esta manera tan disímil de ver las cosas, es el reflejo del temperamento, y el temperamento, creo yo, lo impone la raza. Por ello amo a España, porque entiendo y admiro sus grandes virtudes y sus tremendos defectos. España se nutre de lo español. Nada toma de ninguna nacionalidad extraña. Española es su ciencia, su arquitectura, su teatro, su poesía, su pintura y su música. A este pueblo le sobra personalidad hasta para ser bárbaro, como lo demostró en su última guerra civil, en que lo fue hasta la grandeza. Tu españolismo te convierte en un intransigente, casi en un obcecado. Tómalo como quieras – respondió tranquilo el llanero -. Y si esta manera de pensar mía, perjudica tu calidad de abogado jefe de una entidad petrolera, bien puedes prescindir de mi amistad, que al fin y al cabo, nada te reporta. Qué zafio eres. No me indigna tu insulto, porque te conozco desde el colegio. Eres un niño grande que aún sueña. Salieron a la calle, a la hora en que los cafés de San Francisco son una masa densa, apretujada, de

parroquianos que beben cerveza o toman café, a cuyas puertas y en la calle misma, otra multitud abigarrada, pese al intenso frío callejero, hace tertulia, esperando que algún cliente exasperado por el humo de tabaco, o por aquel ruido de mil voces, salga a la calle dejando un sitio en alguna mesa, para apresurase a ocuparlo.

+ ++ +++ ++++ +++++ ++++++ +++++ ++++ +++ ++ + NOTAS Y CITAS 1) – Terecay: Reptil quelonio, llamado también tortuga, de carne muy apreciada y por esto muy perseguido. 2) – Borugo: Roedor sudamericano, de carne exquisita, quizá la más fina de los cuadrúpedos menores de caza. Se lo distingue con distintos nombres según la región. En Cundinamarca se le llama Borugo; en Antioquia, Guagua; en el Meta, Lapa; en Santander, Guartinaja; en Bolívar, Tinajo y en otras Aguatinajo. 3) – Chacure: Este roedor lleva distintos nombres según la región de donde proceda. Los más conocidos son los de Ñeque, Carmo, Guatín y Picure. 4) – Mochilera: Aves de la familia de los icteridos, de vistoso plumaje amarillo y negro,

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que reunidas en colonias, cuelgan sus nidos en un mismo árbol. La familia comprende más de 15 especies bien diferenciadas. 5) – Guarumo: Arbol de elevada talla. 6) – Cachama: Pez escama, de poco más o menos 50 centímetros de largo, por 35 de ancho, de carne altamente fina. Muy abundante en un tiempo en los ríos del Llano, y muy raro hoy a consecuencia de los bárbaros sistemas de pesca con barbasco o dinamita. 7) – Corvinata: Pez llanero de finas carnes. 8) – Valentón: Pez gigante de los ríos del Llano. 9) – Caribes: Peces de tamaño pequeño. Carniceros voracísimos, que reunidos en gran número atacan a sus víctimas, dejándolas a los pocos momentos convertidas en esqueletos. 10) – Carretero: Pequeño ganso silvestre. 11) – Pájaro Pollo: Llámanlo también Chao, Pollo, etc. 12) – Balacú. Nombre dado en algunas regiones del Llano al Tigre americano o Jaguar. 13) – Curare: veneno paralizante. 14) – Guaras: Aves de la familia de las Cathartidas, llamadas también gualas, lauras, o más comúnmente gallinazos. 15) – Juca: Cualquiera de las aves de presa diurnas. 16) – Quemado: Toda aquella parte de la sabana cuya vegetación ha sido reducida a cenizas. 17) – Zamará: Venado o Ciervo Llanero. 18) – Lapa: Borugo. 19) – Pirza: Ave de la familia de los icteridos, más pequeña que el llamado arrendajo. Se les llama indistintamente, pirzas, mochileras, etc. 20) – Araguato: Mono de la familia de los cébidos. La especie más común de Colombia, es de color leonado más o menos oscuro. La espalda más calara que el resto del cuerpo. Habita en los bosques espesos de las regiones

cálidas y templadas, alcanzando su distribución casi hasta las zonas frías. Una disposición especial del hueso hioides comunica a su voz una fuerza notable, que a manera de zumbido ronco suele escucharse a grandes distancias, mucho más cuando tal zumbido lo emite una colonia numerosa. Generalmente se los escucha en la tarde o en las mañanas, lejos de los caminos que atraviesan las montañas. Hay momentos en que tal zumbido acrece para luego decaer por breves instantes, continuando siempre como una nota bronca, que pone muchas veces en el alma de quien lo escucha un sentimiento como de tristeza. El alimento de este mono consiste en frutas y hojas de todas clases; insectos y también pichones de pájaros que puede atrapar. Esta especie, según referencias, parece que no ataca los cultivos de maíz ni sembrado alguno. Hasta hora se han señalado cuatro variedades de este mono, incluida la que habita en la costa Caribe, pero es de esperarse que un estudio más a fondo localice algunas variedades más, ya que el habitat para la especie no es idéntico en nuestras distintas zonas montañosas. El género a que pertenece este mono está distribuido desde Guatemala hasta el Paraguay. Son monos de porte voluminoso, cabeza regular, cuello alto, revestido de abundante barba. La cola es prensil, desnuda hacia la parte inferior en algunas variedades. La garganta presenta un aspecto original, notándose en seguida una prominencia ósea; de ahí el nombre de cotudo que le dan en algunas regiones del país. Esta prominencia redonda, del tamaño de un huevo de gallina, pequeño, es una prolongación del hueso hioides, característico del género, y, como ya se ha dicho, imprime a su ronquido o zumbido una resonancia peculiar que puede escucharse hasta a más de media legua de distancia. Los

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hábitos de vida del género son muy semejantes entre sí. Alejándose del hombre busca las zonas más apartadas de la montaña, eligiendo los árboles corpulentos, en donde se congregan en bandos, generalmente compuestos de tres hasta diez o más individuos de diversa edad y sexo, que obedecen las órdenes de un macho viejo, por ende experimentado, que actúa como capitán Cuando son perseguidos por el cazador, muchas veces, en vez de buscar retirada, procuran esconderse entre el follaje de las ramas más altas. Utilizan mejor quizá que las manos, la cola prensil, de la cual se valen para arrojarse a una rama apartada, colgándose por la cola a manera de péndulo. Esta posición la utilizan, también, para recoger retoños tiernos, frutas, etc., permaneciendo colgados así durante largo rato. Cuando quedan heridos pueden durar varios días suspendidos por la cola, y aún se dice que solamente se desprende el cadáver cuando ya ha entrado en descomposición. Las madres son extremadamente cariñosas con sus hijuelos, a quienes transportan cargados a la espalda o fuertemente agarrados al pecho. Cuando el pequeño se desprende y ensaya caminar o trepar por alguna rama, la madre lo agarra por el extremo de la colita, y sin dejarlo en plena libertad para sus acrobacias, le permite ejercitarse. Algunos cazadores del campo comen su carne; mas, cuando se le quita la piel, queda el cuerpo con todo el aspecto de una criatura desollada, y, francamente, se necesita un gran valor o un apetito ciego para hacer los honores a esa clase de platos. Muchos naturalistas y la gente del campo atribúye cualidades meteorológicas al zumbido de los araguatos. Dicha creencia asegura que el zumbido persistente es anuncio de lluvias. Al respecto es bien conocida una cola popular brasileña que dice: “Guariba en la sierra, lluvia en

la tierra.” En algunas localidades flageladas por el bocio o coto, los curanderos pretenden hacerlo desaparecer, haciendo aplicaciones externas de “paños” empapados en agua en la que haya permanecido durante algún tiempo el gran hueso hioides de dos araguatos machos. Hueso este que, como se ha dicho, es la causa anatómica del gran papo de tales simios. Según las narraciones de los campesinos, el denominado capitán – que es el patriarca de la banda -, entre otras funciones desempeña la de vigía, que es el encargado de dar la voz de alarma cuando se aproxima el enemigo, o cuando los miembros restantes de la familia se dedican al saqueo. Cuando este centinela es sorprendido y por tal motivo la banda se ve atacada, entonces es castigado por sus compañeros que lo vapulean sin compasión. A pesar de las costumbres sociales de esta especia, tuve ocasión de observar el 18 de abril de 1943, perfectamente aislada, a una pareja de araguatos que a gran velocidad seguía el curso del caño “Caraño”, por sobre las copas de los grandes árboles, en un bosque que cubría las márgenes del mencionado caño, en la Intendencia del Meta, frente al sitio denominado “El hachón”. Como digo, la pareja viajaba a lo largo del bosque, llevando la hembra su hijuelo prendido. El macho era un ejemplar perfectamente desarrollado; de brillante y leonado pelamen de color rojo parejo, es decir, sin cambio notorio en su tonalidad. No logré encontrar el resto de la colonia, ni tampoco logré oírla. Me llamó poderosamente la atención el tamaño del macho y en consecuencia su peso. Se trataba nada menos que de un verdadero capitán entre los de su especie. Seguramente estas cualidades fueron tenidas muy en cuenta por los indios al aprovechar su carne como alimento, según cuentan los Misioneros de la

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Compañía de Jesús, en la “Relación Abreviada de la Vida y Muerte del Padre Cipriano Barraza” en sus andanzas evangélicas por el país de los Bauros, en el Amazonas. Obra traducida y publicada por la Biblioteca nacional. Tal relación dice textualmente: “En los viajes el único alimento que tomaba eran raíces de las que crecen en el país. Era mucho regalo cuando añadía un trozo de mono ahumado que de limosna le daban los indios.” 21) – Cafuche: Variedad del marrano de monte, o saíno. Se distingue de éste, en que carece del collar blanco, característico del saíno. Su tamaño es un poco más grande y por consiguiente su peso es mayor. El pelamen del cafuche es completamente negro, sin los anillos blancos que tiene el pelo del saíno, y menos abundante. Cuando una piara de cafuches encuentra a una de saínos, se acometen ferozmente, quedando dueña del campo la primera. 22) – Paloevela: Arbusto resinoso. 23) – Tapara: Especie de calabazo grande. 24) – Topocho: Plátano. 25) – Perico Ligero: mamífero americano, que lleva también el nombre de perezoso y Ay, Ay, del orden de los desdentados, familia de los Brandipódidos. En Colombia, según los naturalistas, no ocurren más de dos géneros; mas nos atrevemos a insinuar que en las selvas del sur del país, está por señalar de manera oficial, el género Arctopíthecus. El Perico Ligero, motivo de esta nota, pertenece al género Brafypus. Su color es de ceniza con manchas blancas. Los machos se distinguen fácilmente por una mancha negra, circundada por una orla de color marrón, de una extensión de cerca de diez centímetros, localizada en la región dorsal, espacio interescapular. Son animales muy lentos, pero capacitados para movimientos más o menos vivos, especialmente cuando son

perseguidos. Son muy buenos nadadores, contra todo lo que pudiera creerse, y sus movimientos en el agua son de gran rapidez. El primer naturalista en descubrir el aspecto “natatorio” del Perico Ligero, fue el doctor Agenos Couto de Magallanes, en Riocharo (Brasil). Todo el cuerpo de este Perezoso está cubierto de una basta manta de pelos secos, semiduros, que le aseguran un permanente abrigo para el frío y las lluvias. A los lados de los ojos nace una lista negra, que llega hasta el pescuezo, dándoles así un aspecto grotesco, ya que la cabeza es blancuzca. Su alimentación predilecta la componen las hojas. Este animal vive generalmente solitario, excepto en las épocas de los amores en que se ven en nuestras selvas por parejas. Su arma de defensa la constituyen las uñas, que son verdaderas garras por lo fuertes y curvas, las cuales emplean con algún éxito contra los ataques de su enemigo tradicional: las grandes rapaces. Uno de los modos de defensa del Perico Ligero es el de enrollarse en los gajos de los árboles, semejando un nido de avispas, o escondiéndose entre las hojas, fuertemente pegados a los troncos. Contra lo que indican los libros de Zoología, Lunderkald pudo comprobar que el Perezoso no duerme suspendido, es decir, en la posición que le es habitual. Duerme sentado, cruzando los brazos por sobre la cabeza; este dato ha sido comprobado, también, por varios naturalistas sudamericanos. Ofrece este mamífero varias particularidades anatómicas, entre ellas la de poseer nueve vértebras cervicales, cuando los del género B. Torcuatus presentan solamente ocho, y G. Hoffmani, seis, en tanto que todos los demás mamíferos poseen invariablemente siete vértebras en esa región. La tráquea es curva, en forma de S, y en el cráneo se encuentra una osificación

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prehipofisiaria descrita por primera vez por el profesor Bovero. Libra solamente un hijo en cada alumbramiento, cuando la literatura sobre el particular les señala dos. 26) – Chigüiros: Roedor considerado como uno de los más grandes del mundo. Es una especie completamente americana. Se le llama también, Yulo, Poncho, Lancho, Roncho, etc. 27) – Merecure: Arbol frondoso, de gran talla. 28) – Saínos: Llamados también marranos de monte, Tatabra, Manao, etc. Cuadrúpedos de carne muy apreciada, sobre todo en las poblaciones ribereñas del río Atrato (Choco), en donde su consumo es considerable y puede decirse que forma el comercio entre los indígenas y las pobladores de aquella región. Una libra de carne salada, en muy malas condicione de conservación, valía en 1941, $o.70. Los indígenas persiguen las grandes piaras, a través de las selvas, por las huellas que dejan en el terreno por lo general húmedo en toda época de año. Estos cazadores recogen en una sola batida hasta 15 ejemplares que debidamente descuartizados y salados son transportados en ligeras embarcaciones llamadas champas, hasta las poblaciones o caseríos en donde la carne es vendida o canjeada por petróleo, sal, telas, aguardiente o pertrechos para las escopetas de los indígenas. La piel de este mamífero tiene una alta demanda para la exportación. En la región chocoana, cercana al Atrato, es general la creencia de que una secreción o tumor que suele algunas veces encontrarse entre los órganos internos del saíno, es un poderoso antídoto contra las mordeduras de las serpientes. Dicha secreción de forma y tamaño irregulares, de color carmelita oscuro y tan pesado como el corcho, no me fue posible encontrarla en las

entrañas de los saínos que logre cazar en aquella región. Sólo me fue dable examinarla ligera y superficialmente, y la persona que me la facilitó no me permitió abrirla para examinar su contenido interno, ni quiso desprenderse de ella por ningún precio. Es un hecho científico, perfectamente comprobado, que la raza de cerda es inmune al veneno de las serpientes. En las luchas que se entablan entre saínos y reptiles, generalmente son los últimos los que perecen. El saíno sólo presenta a su enemigo los hombros y las mejillas para recibir la mordedura que fatalmente es inevitable en esa clase de combates. Es en el momento del ataque a aquellas partes inmunes cuando la serpiente es agarrada por cerca de la cabeza con los agudos colmillos del saíno, y afianzando las afiladas pezuñas sobre el movedizo cuerpo de la culebra la machaca, la desgarra rompiéndole el vientre. A los pocos minutos tan temible adversario queda convertido en piltrafas malolientes, en carne blancuzca y escamosa cubierta de sangre y de baba entre la removida tierra del combate. Me atrevo a pensar que la aplicación del brebaje preparado a base del mencionado tumor haya tenido éxito sólo en aquellos casos en que la mordedura fue producida por alguna especie de culebra no venenosa, por estar provista de dientes sólidos, sin hendedura, perforación o surco alguno para la inoculación del veneno que ha quedado a flor de piel, sin peligro alguno; o por las de aquella otra serie cuya cavidad bucal es muy pequeña y los dientes que reciben la secreción venenosa por estar colocados muy atrás, y ser demasiado cortos, no alcanzan a herir los tejidos, por no permitirlo el pequeño ángulo a que puede abrirse la boca del ofidios al atacar. Los dolores, reacciones locales, etc, etc., que producen las mordeduras de algunas

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serpientes de estas series, no tienen el carácter mortal alguno y seguramente ha sido sobre casos ocasionados por mordeduras de estas serpientes, que los curanderos del Atrato han tenido éxito con sus pacientes. Mas al tratarse de la mordedura de un crotaliano, o de otra especie verdaderamente peligrosa por la disposición de los dientes, necesariamente el curandero está condenado al fracaso. Según la misma creencia, solamente los saínos que han sido atacados y mordidos por serpientes venenosas son los que presentan el mencionado tumor interno que, según dicha creencia, es el anticuerpo elaborado por el organismo del saíno para contrarrestar los efectos del veneno. Basados en esto, fabrican bebidas y emplastos con la referida secreción. 29) – Capoc: Especie de ceibo. 30) – Murruco: Ave nocturna de la familia de los Bubónidos. Especie que no es muy común en el centro del Llano. 31) – Guafilla: Planta ribereña. 32) – Marisquiar: cazar, salir de caza a las sabanas. 33) – Petriva: Palabra guajira que significa mujer. 34) – Conuco: Lugar sembrado con yuca, plátano, café, etc. 35) – Tragacuecos: Marranos de monte, saínos. 37) – Perro de Agua: Nutria. 37ª) – Brisote: Vientos alisios. 38) – Blanco: Dueño o amo de los hatos. Persona distinguida. 39) – Cajuchada: Piera o manada de cafuches, variedad del marrano de monte o saíno. 40) – Chambuque: Bucle de rejo de enlazar que se lanza sin volear la soga. 41) – Cagaleriada: Cadeneta formada con la soga o rejo de enlazar, cuyo extremo va asegurado a la cola del caballo.

42) – Guásimo: Arbol llamado también Guaco. 43) – Payara: Pez de los ríos del Llano. 44) – Pencazo: Golpe dado por la cola del caimán. 45) – Quemado: toda aquella parte de la sabana cuya vegetación ha sido reducida a ceniza. 46) – Cautiva: Sabana desmontada, libre de malezas y más comúnmente con dueño o propietario. 47) – Pajarero: Nombre dado no sólo en el Llano, sino en algunas regiones de Boyacá, al caballo asustadizo, espantador. 48) – Guajira: India de la tribu de los guajiros. 49) – Palueguama: Sombrero alón, impermeable, de color carmelita, amarillento, llamado también peluenutria. 50) – Patapelúa: Llaman así los llaneros al hombre del interior del país, a quien consideran incapaz para el rudo trabajo de la llanura. 51) – Marisquiadores: cazadores o pescadores. 52) – Cumare: Palmera fina, de cuya fibra en hilos retorcidos fabrican los indios y los llaneros el famoso chinchorro de tejido de red. 53) – Cimarroneras: Refugio o lugar de querencia del ganado cimarrón. 54) – Rezao: Sometido a maleficio, por medio de “oración”. 55) – Guáimaro: Perdigón, bala cilíndrica, generalmente llamada munición. 56) – Carniando: Dicen carná a la presa que devora el Tigre, y carniando por comiendo o devorando. 57) – Morocha: Escopeta de dos cañones. 58) – Palotiao: Viejo, deteriorado. 59) – Topochero: Caballo o mulo viejo, empleado solamente para carga dentro del hato. 60) – Guambía: Bolsa tejida por los indios. 61) – Guatero: Arbol corpulento, frondoso. 62) – Jepuya: Expresión abreviada y deforme de la famosa frase de elogio a la hija de Sancho,

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dicha por el escudero del Caballero del Bosque, en su coloquio con Sancho: - “Partes son esas – respondió el del Bosque – no sólo para ser Condesa, sino para ser ninfa del verde bosque. Oh... y qué debe tener la bellaca”. Cervantes. “El Quijote”. 63) – Sillón: Silla de vaquería, generalmente pequeña. 64) – Rueduemaduro: Pantalón corto, de tela ligera, que apenas alcanza a la rodilla, usado especialmente en invierno por los jinetes, para evitar la humedad del pantalón del pantalón largo. Pues la ropa generalmente se seca sobre el cuerpo en los días de trabajo. 65) – Millón: Cantar millón. Morir. 66) – Mautes: Becerro o ganado adulto enteco, parasitado, cuyo crecimiento el sido detenido por las enfermedades. 67) – Budare: Aparato largo, en forma de bolsa, tejido de fibras de palma, que usan las indias para exprimir los jugos venenosos de la yuca, con la cual fabrican el casabe. 68) – Justán: Parte interior del ruedo de la falda de la mujer. 69) – Galerón: Aire musical, original de la llanura colombiana. 70) – Patirralo: Vocablo suplementario de la palabra baile. 71) – Sural: Terreno bajo, lleno de hoyos. 72) – mandingas: El Diablo. 73) – Liquiliqui: Saco o blusa para hombre, de tela ligera, generalmente blanca, cuya botonadura llega hasta el cuello. 74) – Casamba: Matrimonio. 75) – Suelta: Especie de amarra o manea aplicada a las caballerías, para evitar que se alejen demasiado. 76) – Coliada: Asir las reses por la cola, en carrera, para derribarlas. 77) – Jender: Partir o rajar leña.

78) – Caramera: Cabeza de res, disecada, trofeo de caza. 79) – Pimpom: Instrumento de cuerdas, más grande que una mandolina. 79ª) – Paloapique: Madero enterrado para formar las corralejas. 80) – Palos: Tragos de licor. Libaciones. 81) – Paluecruz: Flor roja. 82) – Ribazón: Migración de los peces hacia el nacimiento de los ríos, en busca de los afluentes, cuyas aguas, por descender de las cordilleras en forma correntosa y formando pequeñas cascadas, contienen mayor cantidad de oxígeno. Fenómeno este que los pescadores del río Magdalena llaman “Subienda” y que corresponde a la maduración de las glándulas sexuales. Esta maduración va emparejada a las necesidades respiratorias, y por ello instintivamente los peces remontan los ríos, buscando mayor cantidad de oxígeno en las aguas para poder respirar a cabalidad. Esta migración es, pues, prenupcial. Muchas especies marinas y lacustres llevan a cabo sus migraciones sin salir del mar o de los lagos. 83) – Morua: Caserío indígena o lugar en donde se hallan establecidos los indios. 84) – Madrineros: Bueyes mansos, educados para amansar e inducir por determinada senda al ganado bravío. 85) – Levante: Ganado en movimiento, arreado por jinetes. 86) – Remontao: Cabalgar en buena bestia. 87) – Cimarroneras: Refugio o lugar de querencia del ganado cimarrón. 88) – Cimbrapotrales: Monte tupido de Cimbrapotro, que es un arbusto más bien pequeño, que forma una espesa maleza en la cual se refugia el ganado cimarrón. 89) – Jagüey: Manantial.

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90) – Desagüe: Lugar a donde sale el ganado, ya sea a pastorear o a abrevar. 91) – Encerao: De color terroso oscuro. 92) – Desembarazar: Igual que barajustar. 93) – Trepao: Alto, de gran talla. 94) – Mocho: caballo de trabajo. 95) - Machiriao: Mañoso, pícaro. 96) – Guandumbias: Testículos de res, con el escroto. 97) – Bajumbal: Terreno pantanoso, en el cual quedan enterradas las cabalgaduras o el ganado. 98) – Mautaje: Ganado de pequeña talla y largos cuernos, del tamaño de un becerro normal. Ganado degenerado. 99) – Tragavenao: Boa-güio o Anaconda. 100) – Zamboviejo: Tigre cebado.