Soledad

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SOLEDAD Andrés David Cruz Flores Introducción La soledad se ha presentado, últimamente, como una vivencia negativa que encierra al ser humano en un estado de depresión, a tal grado de verlo como una experiencia que retrocede el desarrollo en el hombre. Por ende, muchas personas quieren evitar caer en esta situación, ya que, pueden tener miedo en no poder salir de ella, de separarse un rato de los seres que lo rodean para centrarse íntimamente con su persona. Es ese silencio profundo que desgarra al hombre al estar rodeado de tantos ruidos que, aparte de llenar el corazón de cosas banales, amarrarlo en una rutina, y separar al encuentro verdadero con su yo y con el otro, hacen perder el sentido de la vida, alejándolo de la verdadera felicidad. En esta investigación, trataré de abordar el tema de la soledad, tratando de resumir y explicar la información adquirida en las fuentes consultadas, mediante tres subtemas: 1. ¿Qué es la soledad? 2. La soledad edificante: ayuda para la persona. 3. De la soledad al encuentro con el otro: Dios entre nosotros. Todo esto enfocada desde una visión que ayuda al hombre en su crecimiento personal, siendo esta (la soledad) la clave para llevar al hombre en una renovación total de su ser, mediante a su propio conocimiento o consciencia de su mismidad, hasta el verdadero encuentro con su semejante que lo rodea, y, al mismo tiempo, con Dios, que lo encontramos en el nosotros formado por el “yo” y el “tú”.

¿Qué es la soledad? Hoy en día, muchas de las personas creen que la soledad es un “estar solo”, ya que, la sociedad ha pintado este término como un sinónimo de asocial: “Mira, ahí viene el solitario de la escuela, el que siempre está solo.”, es algo que se escucha habitualmente entre los jóvenes, llevando el término soledad a un simple “estar solo” que, aparte de ser algo

incoherente e imposible, ya que, hay un “otro”, y ese “otro” (tú) hace que “yo” no esté solo, no demuestra la esencia de ella. Hay que diferenciar entre “estar solo” a “estar a solas” (distanciado de otras personas) y, sobre todo, “sentirse solo” dentro del concepto de soledad, ya que “La soledad no es lo mismo que estar solo […] la soledad es un sentimiento de vacío y anhelo de algo, de ansiedad teñida en tristeza, de deseo de estar apegado a alguien o algo, pero en definitiva un deseo no satisfecho” (Willian, Virginia & Robert, 1982, p. 359), o, dicho de otro modo: Es el sentimiento prolongado, desagradable, involuntario, de no estar relacionado significativamente o de manera próxima con alguien. Se habla de dos tipos de soledad: 1) Soledad por aislamiento emocional, que deriva de la ausencia de una relación íntima con una figura de apego. Esta es la experiencia más desagradable; y 2) Soledad por aislamiento social, que ocurre por falta de lazos con un grupo social cohesivo de pertenencia (una red social de amigos o una organización vecinal) (Anaya, 2010, p. 253). La soledad forma parte de las crisis humanas, y esta (como todas las demás crisis) no es buena ni es mala, sino que es algo que se adhiere a la persona para su crecimiento personal, pero también puede hacerse dañina para la persona si no sabe convivir con ella. Como diría Amedeo Cencini (2005): “Crisis significa estado de discernimiento, situación de vida abierta a varias posibilidades. El término no tiene, pues, un significado necesariamente negativo; remite más bien a una posibilidad de crecimiento del sujeto, pero también a su contrario: puede ser gracia o debilidad” (p. 156). Por ende, se debe de evitar aquella soledad que se vuelva destructiva y cíclica, el cual, provocaría depresión, o, en el peor de los casos, una persona tipo ermitaño, y tratar de buscar la soledad edificante, que llena al hombre en todo su ser, porque se hace más consciente de ella.

La soledad edificante: ayuda para la persona La soledad edificante, como se indicó anteriormente, lleva a un enriquecimiento de la persona, y, sobre todo, una puerta al verdadero encuentro para con el otro. Por eso, cuando el hombre experimenta la soledad en su vida, se da tiempo para aislarse de todo “el mundo” para centrarse o tener una intimidad con sí mismo, e ir analizando cada aspecto de su vida,

sobre todo, aquellas por el cual le hicieron llegar a este punto. Todo esto se podría resumir con la pregunta ¿Quién soy? En efecto, conocerse a sí mismo significa saberse idéntico a sí mismo, pero mirándose, no como objeto o cosa extraña a sí mismo, sino como sujeto cognoscente idéntico al sujeto conocido, lo que quiere decir, “ser presente a ti mismo”, o sea, darse cuenta de su identidad propia, lo que se llama en filosofía “mismidad”. No siendo esta identidad o presencia del hombre en sí mismo algo que se obtiene desde el principio o como espontáneamente y de una vez, ni tampoco se hace siguiendo un modelo común, cada uno la consigue realizándose como ser propio o consciente; en este proceso la persona tiene por meta su realización propia que se llama “personalidad”. (Correa, 1995, p.266) Cuando el hombre se va dando cuenta de su realidad, se hace más consciente de sí mismo, de que es una persona con limitaciones, pero llamada a la perfección, y del sentido que tiene su vida, a tal modo de llegar a cambiar su mundo por una mirada más humanizada llena de amor, admiración y contemplación, capaz de salir de su “yo” para ir al encuentro del “ello” y del “tu”, y alcanzar el desarrollo y la felicidad plena de su ser, es decir, una verdadera libertad desde la madurez.

De la soledad al encuentro con el otro: Dios entre nosotros El Señor Dios se dijo: -No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada. Entonces el Señor Dios modeló de arcilla todas las fieras salvajes y todos los pájaros del cielo, y se los presentó al hombre […] Pero entre ellos no encontró la ayuda adecuada. Entonces el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sueño, y el hombre se durmió. Luego le sacó una costilla y llenó con carne el lugar vacío. De la costilla que le había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: -¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! [...] (Génesis 2, 1823). Se ha mirado que el humano, renovado por su crecimiento personal, se da cuenta de la gran riqueza de tener una vida, de ser hombre, de poseer una libertad e inteligencia, sobre todo, del estar rodeado, no únicamente de meras cosas, sino de otras personas, y desea salir

ardientemente de su “yo” para llegar al “tú” y formar un “nosotros” ya que, “El yo y el tú adquieren su verdadera dimensión cuando viven el nosotros […] La experiencia de intimidad interpersonal nos da acceso a un yo más profundo, que se abre al otro yo en ese substratum ontológico que es el nosotros” (Saenz, 1998, p. 42) Es aquí donde el encuentro interpersonal toma un sentido de una luz que se revela, irrumpe e ilumina mi existencia. Por ende, la relación interpersonal forma parte vital de nuestro núcleo de dimensiones del hombre. De este encuentro que se da en el “nosotros” se alcanza a percibir un Tú eterno, en donde el “yo” que va con el “tú” busca una relación que apunte hacia la plenitud del encuentro, que solo con el “Tú eterno” se podrá alcanzar, ya que el “tú” particular pronto se convierte en un “ello”, o: Cada Tú particular abre una perspectiva sobre el Tú eterno; mediante cada Tú particular la palabra primordial se dirige al Tú eterno. A través de esa relación del Tú de todos los seres se realizan y dejan de realizarse las relaciones entre ellos: el Tú innato se realiza en cada relación y no se consuma en ninguna. Sólo se consuma plenamente en la relación directa con el único Tú que, por su naturaleza, jamás puede convertir en Ello. (Buber, 1974, p. 75) Es de suma importancia recalcar que este encuentro con el “Tú” eterno no hace de menos al “tú particular”: “El sentido que el hombre tiene del Tú, cuando experimenta en las relaciones con los Tú particulares la decepción de verlos transformados en Ello, aspira a sobreponerlos —sin apartarse de ellos— para alcanzar el Tú eterno” (Buber, 1974, p. 79-80). Por eso, el hombre que tiene presente el “Tú eterno”, alcanza a trascender toda su vida, derivado de un “yo” “tú”: “nosotros”.

Conclusión Esta investigación me ha ayudado a encontrar un sentido más profundo a la soledad que llego a experimentar: el no tenerle miedo a apartarme de los demás para centrarme en mí mismo como medio para llegar alcanzar una mayor consciencia de todas las cosas que rodean mi vida, tanto las buenas y malas que conforman mi personalidad, como aquellas que yacen en lo profundo de mi ser, y que da miedo tocarlas, porque es mi oscuridad, mi infierno…ya

sea que me provoque ardor o dolor, o me encuentre en un estado de confort (atrapado o encadenados a ellas). Por eso, la soledad no es mala por naturaleza, ya que, nos lleva a un estado de revisión, de visión, de contemplación y renovación, para ser una mejor persona. Dios debe de ser hacia aquello donde tengo que apuntar los momentos de soledad: Dios no se deja encontrar en el tumulto del mundo: así es que los santos se refugiaban en los desiertos más horrorosos, en las grutas más sombrías, para huir de los hombres y poder conversar a solas con Dios. San Hilarión anduvo errante por mucho tiempo de desierto en desierto, hasta que encontró uno en donde no había penetrado jamás humano pie, muriendo al fin en una soledad de la isla de Chipre, en la que había vivido los últimos cinco años de su vida. Cuando San Bruno fué inspirado por el Señor a retirarse del mundo, fué con sus compañeros a verse con San Hugo, Obispo de Grenoble, para que le señalase algún desierto de su diócesis. El Santo Obispo le indicó la Cartuja, lugar silvestre, más propio para servir de asilo a las fieras que de habitación a los hombres. San Bruno y sus compañeros, se fueron con júbilo a habitar allí, y se establecieron en pequeñas chozas levantadas a cierta distancia unas de otras. El Señor le dijo un día a Santa Teresa: Yo hablaría de muy buen grado muchas almas; pero de tal modo el ruido del mundo les llama la atención, que no oirían mi voz. Dios no nos habla en medio de los ruidos y negocios del mundo, porque teme que no le hemos de oír. Las palabras de Dios son: las inspiraciones santas, las luces y llamamientos, por las cuales ilumina a los santos abrasándolos en divino amor; pero los que no aman la soledad se verán privados de oír estas voces del Señor. (S. Alfonso Liguori, 1843, pp. 251-253).

REFERENCIAS

Buber M. (2017). Yo y Tú. Barcelona: Herder Editorial. Cencine, A. (2006). Virginidad y Celibato, hoy: Por una sexualidad pascual. Santander: Sal Terrae. Correa, J, V. (1995). El Hombre, Un Enigma: Antropología Filosófica. México: Ediciones CEM. S. Liguori A. (1843). Reflexiones piadosas sobre diferentes puntos espirituales, dispuestas para las almas que desean crecer en el amor divino. Barcelona: Imprenta de los SS. A. Pons y C. Saenz, R, G. (2008). Introducción a la Antropología Filosófica. México: Esfinge. Schokel, L, A. (2012). La Biblia de nuestro pueblo. México: Buena Prensa. William, H., Virginia, E. & Robert, C. (1987). La Sexualidad Humana (II). Barcelona: Grijalbo.