Lesbofobia Olga Vinuales

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A mis padres, Rafael Viñuales y Esperanza Vélez por darme la vida, y a Fernando Sáez Jiménez, por compartirla conmigo.

PROLOGO Asistí, hace ya un tiempo, a la defensa de la tesis doctoral de Olga Viñuales, porque ella es, por encima de cualquier otra consideración, una buena amiga. Mi único objetivo, aquel día, era apoyar a una amiga en un momento importante de su vida. La tesis -sus tesisya la conocía. Había observado, desde una posición privilegiada, su concepción, su gestación y su elaboración. Olga me hizo el honor de regalarme butaca de platea en su particular “combate” con la tesis doctoral y, en múltiples ocasiones, tuve incluso el privilegio de ser invitada a subir a su ring privado para actuar como sparring intelectual. Sin embargo confieso que durante aquella época, en algún momento, llegué a odiar, en un acto de sumo egoísmo, esa tesis doctoral que me robaba, sobre todo en la fase final de producción, el placer de compartir con Olga alguna que otra noche de ronda. Asistí al acto académico de la defensa de la tesis, escuché con atención la brillante intervención de la doctoranda y los comentarios eruditos del tribunal, replicados meticulosa y serenamente por la aspirante. Y me emocioné con el veredicto. Pero allí, en la sala de grados de la Universidad de Barcelona, aquella mañana había pasado algo más que el mero hecho, ya de por si de máxima importancia, de la consecución del grado de doctora en Antropología Social. La entonces novísima Doctora Viñuales había conseguido emocionarme; convirtió un acto académico en un acto humano; humano y, por tanto, emotivo. ¿Cómo se había producido la magia? Creo que de una manera muy simple. Olga Viñuales llegó al corazón de su audiencia porque todo su trabajo estaba hecho desde el corazón. Sé que no es habitual -no debe ser ni siquiera correcto desde la perspectiva académica- afirmar que un trabajo científicamente riguroso y que mereció la más alta calificación que se otorga en el ámbito universitario, estaba hecho desde el corazón. Pero eso es lo que yo vi, lo que yo sentí y lo que, hoy, veo y siento leyendo los textos de Olga. Debido a una serie de acontecimientos que revolucionaron mi vida, tomé consciencia, hace un tiempo, de un hecho que ha cambiado mi manera de ver y vivir las situaciones, las personas y las relaciones. Tengo la certeza de que lo único auténtico en mi vida son mis sentimientos. De ellos puedo y quiero estar segura. Es cierto que ha habido quien se ha atrevido a interpretarlos e incluso, a veces, ha habido quien ha intentado convencerme con argumentos de algo que no sentía, también es igualmente cierto que, en momentos de cierta vulnerabilidad, alguien lo ha conseguido. Pero al hacer balance siento que estas “anécdotas” –por llamarlas de alguna manera- no han hecho otra cosa que fortalecer mi certeza. Vivir desde el sentimiento me ha dado fuerza vital, seguridad en mi misma, argumentos sólidos ante los demás, valor para afrontar situaciones nuevas. Escuchar el eco de las emociones en mi interior y actuar en consecuencia ha hecho crecer mi autoestima y ha amplificado mi experiencia vital.

En su momento la Arqueología me enseñó que la historia colectiva, la historia de la humanidad, se escribe a fuerza de pequeñísimos trozos de cerámica con los que se puede reconstruir una cazuela, con varias cazuelas se identifica una casa, varias casas señalan un asentamiento humano y varios asentamientos informan, por ejemplo, de la ruta seguida por el ejército romano en su empeño colonizador. La Doctora Viñuales me ha enseñado, además, que la suma de cada una de las experiencias vitales individuales permite construir un discurso social que sirva como marco teórico de referencia para continuar haciendo camino. Este libro, así como sus anteriores trabajos, son una buena prueba de ello. Pero lo que realmente me atrae del trabajo de la autora es su método. Olga Viñuales consigue mantenerse suspendida en el aire, ejercitando una fantástica pirueta, en un espacio que va desde la más esforzada implicación personal hasta la necesaria distancia intelectual. Y ella se instala plácidamente en ese espacio que dura un instante. Desde ahí sus ojos verdigrises miran, preguntan, interpelan y provocan y esos mismos ojos verdigrises, ahí mismo, expresan, opinan, reaccionan, replican, se implican en esa realidad que los demás, las demás, le ofrecemos y que ella nos devuelve, después de haber elevado a categoría científica nuestra anécdota vital. Ahí está la magia. La realidad, la vida, no es para la doctora Viñuales un simple y mero objeto de estudio de la Antropología Social. Es, sobre todo, un espacio y un tiempo que es, y ha de ser, vivido. Después será filtrado, cotejado, destripado, intelectualmente contrastado. Después, y solo después, vendrá la bibliografía, las fuentes, la discusión argumentada, el método científico, el análisis, la construcción de un discurso teórico, que nos es devuelto, en un acto de interactiva generosidad que a mí, personalmente, me conmueve, seguramente porque puedo dar fe de que esta gratuidad en su quehacer profesional no es más que la lógica consecuencia de su actitud vital. Jean Paul Sartre termina su Huis Clos (A puerta cerrada) con una frase lapidaria: el infierno son los otros. Y es verdad. Sólo a partir de los otros es posible construirse a uno mismo. Cuando la vida se vive de verdad, desde la más honesta sinceridad, desde el compromiso vital con uno mismo, los otros son nuestro infierno porque su presencia en nuestras vidas nos enfrenta a nosotros mismos. Su existencia nos obliga a escoger, su implicación a querer u odiar, su alegría o su dolor a compartir o a rechazar. En definitiva, los demás nos obligan al complicado ejercicio de posicionarnos. Es decir de elegir en cada momento cómo estamos y cómo nos mostramos. Desconozco cuál es el extraño mecanismo por el que nos sentimos impelidos a elaborar nuestra posición frente a los otros a partir del juicio “racional” fundamentado en “razones” que, en la mayoría de los casos, tienen clase, género, orientación sexual, etnia y edad. Creemos ser libres porque pensamos cuando, en realidad, somos esclavos de nuestras “razones”, banales, al fin y al cabo, puesto que serian diametralmente opuestas sólo cambiando nuestro color de piel, por ejemplo. Adoptando esta perspectiva de análisis solamente se consigue perpetuar relaciones de poder, generar conflictos, construir getos, justificar agresiones, provocar aislamientos,

deshumanizar, en una palabra, y deshumanizarnos -para emplear el término que la autora utiliza en el capítulo dedicado a la homofobia y la lesbofobia. Nuestro posicionamiento deviene una postura inamovible que hay que defender frente a otras, igualmente inamovibles. En el mejor de los casos se aprende a tolerar, aunque yo sospecho que, generalmente, la tolerancia no es otra cosa que la expresión de la más absoluta indiferencia. Pero si se afronta el ejercicio de la toma de posición desde el sentimiento, si nos permitimos sentir –y quizás una de las revoluciones pendientes es exigir que nos lo permitan-, si reivindicamos y ejercemos nuestro derecho a intuir, a emocionarnos en lugar de andar siempre exponiendo y argumentando, habremos subvertido los valores tradicionales. Olga Viñuales nos recuerda, al final de su espléndido capítulo sobre la cadena simbólica, uniendo su voz a la de José Luis Sampedro, la máxima agustiniana “ama y haz lo que quieras”. Este principio debería presidir la revolución emocional pendiente cuya primera reivindicación es el derecho a la mutabilidad, el derecho a estar, a sentir y sentirnos, de diversas, variadas y nuevas maneras. Estar en cada momento y en cada lugar porque realmente se desea, estar como, cuando, donde y con quien cada persona quiera y porque realmente quiere. ¿Llegar a ser? Quizá sí, pero solamente porque entendemos que somos lo que somos en tanto en cuanto estamos, hemos estado y estaremos; es decir aceptando que nuestra identidad se construye a base de “estares”. Vistos así los demás se convierten, cuanto menos, en nuestro paraíso. Olga ha vivido este infierno y este cielo. Sabe. Por eso no trabaja para los demás ni para ella misma. Trabaja con los demás y con ella misma, simultáneamente, en el mismo espacio y en el mismo momento. Creo que, en cierta medida, Olga es como ese Amante Lesbiano de la novela de José Luis Sampedro, ampliamente citada por ella, que construye su auténtica personalidad a partir de la máxima implicación con los demás. La novela de Sampedro está cargada de simbolismo ya que se sitúa en ese instante que separa la vida de la muerte. Un instante de clarividencia, en el que ya no importa quién se es, en el que ya no se es. Ahí el amante lesbiano se siente libre para iniciar su proceso identitario, empieza a estar, empieza a someterse, a feminizarse, a lesbianizarse, lo cual es lo mismo que decir que está sumiso, está mujer, está lesbiano. Se siente así. Quiero dar las gracias a la Doctora Viñuales por este libro que es, a mi modo de ver, una reflexión sobre el proceso, sobre la construcción y que nos invita a abordar la vida desde la más difícil pero a la vez la más gratificante de todas las libertades: nuestro derecho a estar. Y no quiero terminar sin dar las gracias a la amiga. He definido alguna vez mi profunda amistad con Olga como una relación de aplicada implicación personal. Cuando, me propuso prologar este libro, un mediodía del mes de marzo en que la primavera barcelonesa nos llevó frente al mar, aprecié su valentía – toda propuesta encierra valor, pero en este caso más: ¡Olga sabía que era muy probable que aceptara!- tuve miedo ante el reto pero me sentí halagada, considerada y muy, muy cómplice. En silencio, sus ojos

verdigrises, me invitaban: just do it. Y lo he hecho. En aquel momento mi intuición me decía que Olga me estaba haciendo un regalo. Ahora sé que no me equivocaba. Gracias.

Lourdes Bassols Barcelona, Mayo de 2002

INTRODUCCION La homosexualidad, al igual que la heterosexualidad, entendida como identidad, es un fenómeno reciente. Ambas se inventaron en el siglo XIX y han llegado a convertirse en identidades gracias a la preeminencia de un modelo simbólico que, por su coherencia, ha perdurado hasta nuestros dias. Este modelo o cadena simbólica define cuántos sexos hay, cómo deben comportarse hombres y mujeres, cuál es la práctica sexual ideal y, por supuesto, cuál es la orientación sexual correcta. A partir del papel que se atribuye a los individuos en la reproducción de la especie, este conjunto de ideas determina lo que es o lo que debe entenderse por “normal”. Se trata de un sistema ideológico que, al pensar la identidad sexual como perteneciente al ámbito de la naturaleza, posee una gran fuerza simbólica, influye en la manera cómo conceptualizamos el cuerpo humano, en nuestra manera de construir el género y en la manera cómo expresamos nuestra experiencias sexuales. Además, sobre esta cadena simbólica se fundamenta nuestra particular manera de entender las identidades: como esencialistas y excluyentes. Hay que insistir, por tanto, en que para entender la transgresión a la norma hay que explicar ésta previamente. Abordar el tema de la homosexualidad –o cualquier otra sexualidad disidente- sin explicar previamente el modelo que estas prácticas cuestionan es una pérdida de tiempo. En este libro he tratado de explicar el modelo de reproducción, el cual ha dominado el pensamiento occidental sobre la identidad sexual desde el siglo XIX y, al mismo tiempo, aportar datos sobre las investigaciones que durante el siglo XX lo han cuestionado. En el primer capítulo empiezo por revisar algunos conceptos básicos, ya que éstos han desempeñado un papel decisivo en la naturalización que, desde la medicina decimonónica, se han impuesto sobre la sexualidad humana. El segundo capítulo, el más extenso, va dedicado al modelo reproductor o relación de ideas que pretenden explicar las diferencias sexuales. Y no podía faltar un capítulo sobre el tema de la identidad lésbica, cómo se construye y cuál es su marco teórico, es decir, la utopia igualitaria. A diferencia de mi trabajo anterior, Identidades Lésbicas (Ed. Bellaterra 2000), aquí he tratado de ser didáctica. Algunos capítulos han sido más fáciles de abordar que otros, pero, en general, es difícil escribir al mismo tiempo para quienes entienden y para quienes no entienden sobre determinados temas. Sin embargo, no he querido renunciar a citar a aquellas autoras y autores cuyas aportaciones han sido definitivas en la comprensión de este tema. Ya que, si se quiere tratar el tema de la homosexualidad en escuelas, talleres, créditos educativos, o en cualquier otro espacio social y obtener respeto y credibilidad, esta explicación debe ir acompañada de datos y de rigor intelectual. El libro finaliza con un capítulo en el que se trata la primera y más terrible consecuencia que tiene este conjunto de ideas acerca de la sexualidad gestado hace dos siglos: la homofobia. Un prejuicio que alcanza a todas y todos los que disienten de ese modelo ideal: gays, lesbianas, bisexuales, transexuales y los heterosexuales que no reproducen el modelo hegemónico. Y hay que señalar que la homofobia también alcanza a quienes investigan estos temas. En internet, por ejemplo, existen páginas web en las que se

demoniza la homosexualidad y a sus investigadores1. Por eso, y también por muchas otras razones, quiero rendir homenaje desde estas páginas a otras mujeres que llevan años dedicando su esfuerzo a la investigación de la sexualidad humana y sus múltiples manifestaciones (homosexualidad, bisexualidad y transexualidad): Mercedes Bengoechea, Silvia Donoso, Susana López, Ester Nuñez, Beatriz Preciado, Victoria Sau, Beatriz Suarez Briones, Fefa Vila y, sobre todo, a Raquel Osborne2 que fue una de las pioneras en abordar esta clase de temas. Todas ellas son mujeres que han publicado artículos y libros de gran interés, imprescindibles para quienes deseen acercarse a esta materia. En España, los estudios sobre sexualidades disidentes (de los cuales forman parte los Lesbian/gay studies) están en un buen momento. Recientemente se ha creado desde el Departamento de Sociología de la Universidad de Barcelona una red de investigación (XIRSSS)3 coordinada por el profesor Oscar Guasch en la que, con el objetivo de investigar temas relacionados con salud, sexualidad y sociedad, participan diversas universidades de Cataluña, del resto del estado español y también de otros países de la comunidad europea. Desde esta red se está impulsando diversos proyectos de investigación y publicaciones relacionados con sexualidad y poder, transexualismo, identidades masculinas, y familia y diversidad sexual. También desde esta red se está desarrollando diversas actividades de formación como los Cursos de Extensión Universitaria relacionados con los Lesbian/Gay Studies, y se imparten con gran éxito de asistencia cursos de verano dedicado a los estudios sobre la diversidad sexual. Nada de todo esto hubiera sido posible sin el esfuerzo de quienes, en la década de los 80, empezaron a investigar sobre sexualidad humana en el estado español. Entre estos investigadores hay que destacar especialmente a José Antonio Nieto, pionero de la antropología sexual en España y director de un master en sexualidad humana de gran prestigio internacional y de quien me he permitido el lujo de tomar prestada una frase con la que encabezar la presentación de este libro; a Alberto Cardín, autor de una excelente etnocartografía de la homosexualidad; a Oscar Guasch, autor de la primera tesis antropológica sobre homosexualidad masculina e impulsor de los estudios G/L; a X. Buxán Bran, autor y coordinador de estudios homosexuales; a Herrero Brasas, y a Ricardo Llamas. Todos estos investigadores, y muchos otros, están en deuda histórica con el movimiento feminista y con el movimiento gay/lésbico, los cuales, al desvincular en su discurso y en sus prácticas sexualidad de reproducción, hicieron posible que la sexualidad deviniese objeto de estudio por parte de las ciencias sociales. Finalmente, todo ese esfuerzo carecería de proyección social si no hubiera sido por la apuesta, arriesgada en este país, de determinadas editoriales como Laertes y Bellaterra que fueron pioneras en publicar investigaciones sobre homosexualidad. Gracias a ellas también por su iniciativa. Tantas gracias, ¿para qué? Pensarán algunas y algunos. Sencillamente, nunca se “es” realmente el primero. Investigamos mediante conceptos, ponemos palabras a cuanto observamos. Y estos conceptos, que son las principales herramientas de la actividad 1

Tal es el caso de www.vidahumana.org. Algunas de sus publicaciones figuran en la bibliografía final de este libro. 3 Xarxa interdisciplinar de recerca en sexualitat, societat i salut (Red interdisciplinar de estudios en sexualidad, sociedad y salud) 2

investigadora, se están continuamente cuestionando y redefiniendo. Este fenómeno se expresa a través del arte, de la narrativa, del cine, en charlas informales, en seminarios universitarios y también, por qué no, en los chattings de internet. Nunca estamos solos, siempre nos acompañan los conceptos y las elaboraciones de los otros, con los cuales estamos continuamente construyendo y compartiendo símbolos a través de los que reflejarnos y comunicarmos. Por eso no podemos ignorar a quienes nos precedieron, y, sobre todo, a quienes nos acompañan con su esfuerzo en una aventura intelectual tan arriesgada como ésta. Estudiar el erotismo femenino es, para mí, un espacio de resistencia, un lugar de encuentro lúdico con otras a las que presiento iguales y con quienes tengo la posibilidad de continuar aprendiendo. Lourdes Bassols forma parte privilegiada de ese lugar. Por eso le he pedido que prologue este libro. Y aunque en el momento de escribir estas líneas no he tenido todavía la oportunidad de leer sus palabras, estoy convencida de que éstas serán excelentes. Convencida como estoy de que a partir de la experiencia personal también se puede construir conocimiento crítico, creo oportuno, una vez más, dar la palabra a quienes tienen algo que decir. Y nada más. Gracias, sobre todo, a vosotras, las lesbianas que habeis compartido conmigo vuestras experiencias. Estoy segura de que nos volveremos a encontrar.

Olga Viñuales Barcelona, Mayo, 2002

CAPITULO I VALOR SIMBÓLICO DE LA SEXUALIDAD Considérese la siguiente situación: una amiga se encuentra a otra y le comenta que hace unos días una amiga común tras tocar sus senos, pasó a palparle la vagina. ¿Podemos considerar este tipo de tocamientos una práctica sexual? La respuesta depende de múltiples variantes ya que podría tratarse de una revisión ginecológica y al no ser categorizada ésta en nuestra sociedad como práctica sexual, no lo sería. ¿Y si una de las dos personas implicadas en esta situación (la ginecóloga o la paciente) la define como erótica? ¿Lo es? En principio tampoco ya que para que una actividad humana sea sexual debe introducirse en la situación una serie de gestos y palabras de significado compartido que le confieran ese carácter. En nuestra vida diaria existe un sinfín de conductas -la reanimación boca a boca, las palmadas que da el entrenador a las nalgas de los componentes de su equipo deportivo, las efusivas manifestaciones de felicitación que se intercambian los jugadores tras un gol de su equipo, o el cambiarse de tampones- que no consideramos sexuales. Ahora bien, la sexualidad humana, como otras conductas, necesita expresarse a través de algún organismo físico. ¿Qué organismo o qué parte de nuestro organismo? El discurso que privilegia la fisiología genital como el locus físico en el que ésta se produce, olvida que, a pesar de las apariencias, el sexo tiene lugar en la cabeza, por lo que no podemos en ningún caso inferir que la posesión de unos determinados órganos sexuales – los llamados “masculinos o femeninos”- determinen la conducta y la identidad sexual del individuo. Es en la mente donde la sexualidad tiene su verdadero campo de batalla, y reducir la sexualidad a la genética y a la reproducción significa no comprenderla en absoluto. Somos criaturas que desean, y nuestras fantasías, se expresen como se expresen, tienen mucho más que ver con nuestro entorno social y con nuestra experiencia que con nuestros atributos biológicos y con la reproducción. Y esta máxima sería válida para la mayoría de nuestras conductas. Sin embargo continuamos empecinados en explicar cuanto somos pensamos y sentimos como una estructura inalterable a lo largo de nuestra vida. Son innumerables las afirmaciones que ejemplifican esta forma de pensar. Comentarios como `yo soy tímido porque nací así’, `que suerte fulanita siempre ha sido tan divertida, tan amena y sociable’, etc., dan por supuesto que cuanto somos está programado genéticamente. No se piensa al ser humano como un cúmulo de capacidades por desarrollar en sociedad sino como un ser sentenciado o predeterminado por una serie de predisposiciones genéticas Si bien es cierto que el proceso por el que una persona aprende las maneras de pensar y sentir esenciales para su participación en sociedad es imposible sin una dotación genética adecuada, hay que señalar que sin ambiente social, sin los otros, sin lenguaje o, por lo menos sin alguna forma de lenguaje, de nada sirven las capacidades genéticas de un recién nacido. Sin lenguaje no se puede construir símbolos y sin éstos es imposible ningún tipo de sociedad humana. El antropólogo Leslie White nos recuerda que “sin lenguaje articulado no tendríamos ninguna organización social humana. Podríamos tener familia,

pero esta forma de organización no es exclusiva de la especie humana; no es, per se, humana. No tendríamos prohibición del incesto, ni reglas que prescribieran la exogamia o la endogamia, la poligamia o la monogamia... Sin el lenguaje careceríamos de organización política, económica, eclesiástica o militar, de códigos morales y de leyes, de ciencia, teología o literatura... En verdad, sin el lenguaje articulado estaríamos prácticamente desprovistos de herramientas. En suma, sin alguna forma de comunicación simbólica, no tendríamos cultura”. (1949:33-34). Los distintos casos de niños abandonados o aislados desde su nacimiento como el del niño francés Víctor sobre el que F. Truffaut realizó una espléndida película titulada El niño salvaje, evidencian que la mayor parte de conductas humanas consideradas innatas, no se producen sin el entrenamiento y el ejemplo (modelos) de los demás. Pongamos un ejemplo: Mozart fue un niño con gran capacidad para componer música, pero ¿qué hubiera sido de esa capacidad si en lugar de nacer en Viena hubiera nacido en Etiopía? Por supuesto que somos herencia, es decir, que nacemos con una serie de capacidades o de predisposiciones, pero hay que insistir en que su posterior desarrollo dependerá del medio ambiente social. Bien es cierto que el ser humano es tan educable que es difícil distinguir qué parte de su conducta es innata y cuál es aprendida. Y llegados a este punto es necesario diferenciar entre el concepto de “instinto” y el de “aprendizaje”. Así, la conducta innata es estereotipada, sigue un esquema prefijado que es siempre igual para todos los individuos de la especie. Es inconsciente, no necesita aprendizaje y no se puede modificar. Tal es el caso de los insectos cuya vida está totalmente dirigida por los instintos. La mantis religiosa, por ejemplo, generación tras generación mata al macho tras la cópula sin que éste haga nada por evitarlo. La hembra del gorgojo del abedul es un escarabajo que, cuando tiene que depositar sus huevos, traza una curva en una hoja de abedul para enrollarlos siempre igual. Se trata de una conducta que, en el caso de la especie humana exigiría una larga instrucción y reflexión. La conducta instintiva es igual para todos los individuos de la especie, es, por tanto, universal. Tal es el caso del llamado instinto de succión de los recién nacidos. Un tipo de conducta que está presente en todos los niños de la especie sin que nadie les haya enseñado cómo tienen que poner los labios, la lengua o aspirar. Por tanto podemos concluir que dicha conducta es instintiva ya que reúne las condiciones acordadas –y en la medida que están acordadas siempre son discutibles- que caracterizan al instinto: universal, no aprendido e inconsciente. Las especies con mayor desarrollo del sistema nervioso, los vertebrados, tienen mayor capacidad de respuesta a los estímulos del medio ambiente, es decir, tienen mayor capacidad de aprender porque tienen menor conducta instintiva. Esta capacidad de aprender implica que los individuos de una determinada especie pueden desarrollar una pluralidad de modelos alternativos de conducta a diferencia de los modelos rígidos, invariables que caracterizan a los individuos de las especies dominadas por el instinto. A mayor grado de capacidad de aprender, mayores son las posibilidades de adaptación de una especie a las exigencias del medio. Procurarse comida, resguardarse de las inclemencias del tiempo y protegerse de otros depredadores, son necesidades básicas cuya satisfacción exige, en el caso de la especie humana, de la colaboración en equipo y del desarrollo de una herramienta trascendental, el lenguaje.

Comentario [OV1]: Desarrollar evolución del cerebro, razón frente a emoción

Sin embargo lo que caracteriza al ser humano no es tan sólo una mayor capacidad de aprender. Todos los mamíferos paren, amamantan a sus crías, las protegen hasta que pueden valerse por sí mismas e, igualmente, todos los mamíferos tienen emociones. Lo que distingue al ser humano del resto de seres vivos, es la conciencia. Podemos afirmar que somos más humanos cuanta más conciencia tenemos respecto a cuanto somos y cuanto nos rodea. Ciertamente nuestra inteligencia es emocional y viceversa. No es que los perros y otros animales domésticos en la medida en que expresan emociones “parezcan o sean casi humanos”, sino al revés: cuanto más emocionales somos más cerca estamos del reino animal. Ser humano es tener conciencia y autocontrol emocional. Ser humano, a diferencia del resto de vertebrados, significa ser capaz de elegir mayor número de respuestas ante un mismo estímulo. No estamos condenados a hacer siempre lo mismo ante una misma persona, objeto o situación. Podemos elegir y, de hecho, en nuestra vida cotidiana estamos continuamente eligiendo: privilegiamos unas relaciones y no otras, intensificamos unas relaciones de parentesco por encima de otras, modificamos hábitos y costumbres, etc. Y también podemos elegir entre encender la televisión o mantenerla apagada. Con el llamado instinto sexual, ocurre lo mismo que con otros “supuestos” instintos: hay una parte que es innata (las “ganas”, por decirlo de alguna manera) y otra que es aprendida como pueden ser nuestras fantasias eróticas. Las prácticas sexuales entre personas de un mismo sexo (homosexualidad) están presentes en la mayoría de culturas estudiadas. La antropología informa de que en algunas sociedades adopta carácter ritual, en otras religioso y, en algunas político. Sabemos que en Melanesia, por ejemplo, las prácticas sexuales entre varones son obligatorias desde los ocho años hasta los dieciocho. Los pueblos melanésicos tienen una particular manera de entender la política de géneros. Para ellos, las mujeres nacen pero los hombres se hacen. Y una forma de adquirir el status de hombre es siendo inseminado por los hombres adultos del grupo. En algunos grupos melanésicos este tipo de relación pasa por frotar el semen por la cara del muchacho y en otros por sodomizarlos. ¿Se trata de una práctica sexual? Los especialistas en el tema (Herdt 1992) prefieren hablar de “homosexualidades” y sus investigaciones han servido para discutir si se puede hablar con rigor de “homosexualidad” ya que desconocemos qué se entiende en Melanesia por “sexual” y cómo categorizan el deseo sexual. Lo que sí sabemos es que para ellos es una costumbre ancestral, un rito de paso necesario para adquirir una nueva posición en el grupo. Más tarde, cuando son de mayor edad y tras haberse “casado”, estos hombres repetirán la misma práctica con otros jóvenes. ¿Qué clase de hormona se pone en funcionamiento a los ocho años para desaparecer después a los dieciocho? ¿Cómo explicar la homosexualidad ritual si nuestro objeto de deseo sexual está programado genéticamente? Quizás debiéramos acortar la frase y pensar que lo único que está programado genéticamente es el “deseo” sexual y no el “objeto” sexual. Un ejemplo más: entre los aborígenes australianos era costumbre que la mujer, antes de casarse, fuera iniciada sexualmente por la hermana del futuro marido. Se trata de una iniciación en las ars eróticas muy frecuente entre mujeres de otras culturas. ¿Se puede hablar en estos casos de lesbianismo? En una sociedad heterosexista, la homosexualidad no es una opción. Si comparamos la sexualidad con el hambre se podría decir que en una sociedad donde sólo se educa y permite ser carnivoro, no se puede experimentar el vegetarianismo como una opción. Sencillamente, porque los otros no te permiten hacerlo. Y así se generan las identidades,

como una respuesta, una reacción a la opresión. Sin embargo, aunque no se pueda elegir el objeto de deseo, si se puede darle forma, sentido, significado, en suma, construirlo. La homosexualidad y la heterosexualidad son prácticas sexuales que, en nuestra cultura, se organizan alrededor del enamoramiento por los del mismo o distinto género. No siempre ni en todas partes estas prácticas han generado un discurso social. Esto quiere decir que no siempre en todas las culturas han existido personas que puedan reconocer-se como homosexuales por unos determinados indicadores como puede ser la presentación estética, forma de hablar, etc. Ni en todas las sociedades hay espacios de encuentro, discotecas, bares, y restaurantes alrededor de estas prácticas. Es decir, las relaciones sexuales entre personas de un mismo género no siempre han originado una identidad social. Entonces, ¿por qué aquí se forman identidades sexuales disidentes? Y, lo que es más importante, ¿por qué se las margina?, ¿qué es lo que cuestionan? Ese es el objetivo del próximo capítulo.

Capítulo II.- LA CADENA SIMBOLICA Relación entre sexo, género, prácticas sexuales y orientación sexual Del Modelo de Procreación al Modelo de Reproducción Todas las culturas se preguntan acerca de los orígenes de la vida humana y responden de manera diversa a este tipo de preguntas porque el conocimiento que tienen respecto a este tema varía. A nosotros, los europeos, nos parece evidente que para formar vida es necesario un espermatozoide y un óvulo. Sin embargo esta idea contrasta con la de épocas anteriores y, sobre todo, con la de otras culturas donde, al haber desarrollado un tipo de conocimiento distinto al nuestro, se usan palabras o metáforas relacionadas con su entorno o con su religión para dar una explicación coherente. Un ejemplo de este tipo de explicación es el de las Islas Trobiand, donde el antropólogo Malinowski pudo observar que cuando una mujer se quedaba embarazada lo atribuían a la voluntad de un ser espiritual. Los trobiandeses, cuya alianza o “matrimonio” es monógamo, no tienen problemas para explicar el nacimiento virginal o el embarazo de una mujer durante largos meses de ausencia del marido. Allí, paternidad fisiológica y paternidad social son cosas distintas ya que los padres carecen de función procreadora, es decir, no participan –desde la ideología trobiandesa- en la procreación. Algo similar ocurre en aquellas culturas en las que la forma de matrimonio es la poliandria4 y en las que el padre social suele ser el que primero reconoce como suya a la criatura. La manera de pensar los orígenes de los trobiandeses es radicalmente opuesta a la que imperaba en Occidente hasta el siglo XIX, donde se pensaba que los hombres eran los únicos que podían crear vida. Esta manera de entender la creación de vida es lo que denomino aquí como el modelo de procreación, y no es exclusiva de Occidente. Carol Delany (1991) nos recuerda que las culturas monoteístas tienen una concepción monogenética de la vida y que, al pensar a los hombres como los únicos que generan vida, son culturas muy sexistas. Esta manera de pensar los orígenes y de diseñar los géneros en función de su rol en la procreación se refleja también en otros dominios como son la conceptualización del cuerpo y el poder político. Así, todavía se piensa el concepto de autoridad en términos exclusivamente masculinos: el cabeza5 de familia es un hombre, el cabeza de Estado es un hombre, Dios se representa como un hombre, etc. ¿Cuál es el lugar de la mujer en este proceso? La mujer es el campo donde se deposita la semilla, es la sustentadora del proceso pero no es la protagonista. Todavía, hoy, para explicar un embarazo, se recurre a metáforas como “papá a puesto una semilla en el vientre de mamá”. 4

Los Toda del Sur de la India, por ejemplo, son poliándricos. Es decir, una mujer se casa con seis o siete hermanos y sus hijos pertenecen al linaje de los maridos. Nótese que “cabeza” es un sustantivo femenino y, por tanto, no es correcto afirmar el cabeza de familia, el cabeza de Estado, etc. Lo correcto sería afirmar La cabeza de familia. Al comparar la sociedad al cuerpo humano y ubicar la autoridad en la cabeza, en sociedades muy sexistas se piensa que sólo los hombres representan ese poder o control. 5

Este tipo de metáforas obtiene de la agricultura su máxima fuente de inspiración. La mujer es como la tierra y como si de un campo baldío se tratase, hay que vallarla y cercarla para que no entren animales, para que pueda ser sembrada. Y, para que sus frutos sean reconocidos, debe pertenecer a un hombre, llevar el apellido de un hombre. Las religiones monoteístas inspiran teorías monogenéticas sobre la vida y, a su vez, éstas diseñan cual es el papel de los géneros en este proceso, un diseño que se convertirá en todo un estilo de vida. Estas religiones se desarrollaron en culturas asentadas en un medio ambiente que favorecía y exigía la expansión demográfica, que es tanto como decir la expansión política, por lo que esta particular cosmovisión del mundo hizo posible la expansión de estas culturas. Desde la Antigüedad hasta el siglo XIX se pensaba que sólo existían un sexo y dos géneros. Esta división de los géneros tenía una legitimación sobrenatural en la religión. Desde luego el género masculino era el más valorado por su papel de generador de vida. A la mujer se le reconocía un género propio y distinto al masculino por su papel pasivo. Sin embargo hombres y mujeres no se distinguían por pertenecer a sexos distintos, radicalmente diferenciados. Al contrario, se consideraba que la mujer no era otra cosa que un hombre imperfecto, un escalón más dentro de la escala de los seres que iba desde los animales a los hombres. Esta particular manera de entender los orígenes de la vida que suponían el modelo de procreación y la teoría de un solo sexo (teoría monista) fue cuestionada por las investigaciones de la medicina en el siglo XVIII y, sobre todo, en el siglo XIX. En 1820 se descubrió el óvulo y este hallazgo hizo descartar a la comunidad científica la idea de que los varones eran los responsables en exclusiva del proceso reproductor, al mismo tiempo que consolidó la idea de que la especie humana era sexuada, es decir, que existían dos sexos perfectamente diferenciados. Como consecuencia se pasó de un modelo de procreación a un modelo de reproducción en la forma en cómo se concebía el origen de la vida. Siguiendo el modelo del mundo animal se atribuyó al sexo masculino un rol activo y dominante, y al femenino un rol pasivo, dócil y dependiente. Era un modelo que abandonaba la legitimización religiosa de la política de géneros y adoptaba una visión naturalista, donde las diferencias entre hombres y mujeres se explicaba en términos de su diferente naturaleza sexual, es decir, de la posesión de determinados caracteres sexuales. Sexo y género quedaban así estrechamente ligados, se prescribía la cópula heterosexual y se establecía la reproducción como finalidad única de la sexualidad humana, quedando cualquier situación intermedia –como el hermafroditismo, la transexualidad, o la homosexualidad, que en épocas anteriores habían sido considerados como variantes imperfectas del ideal- excluída del ámbito de la normalidad, y relegada al de las anomalías y las patologías. Este nuevo discurso dicotómico de la medicina se extendió y se institucionalizó en la sociedad, consolidándose así una cadena simbólica que ligaba identidad sexual, género, orientación sexual y prácticas sexuales. Era un planteamiento sencillo: se nacía siendo macho o hembra, lo cual significaba comportarse de forma complementaria con una persona de distinto sexo (roles masculino y femenino), preferir como objeto de deseo al sexo opuesto y practicar el coito vaginal. Y toda esta serie de supuestos inamovibles con el único objetivo de perpetuar la especie.

No sería hasta el siglo XX que una serie de investigadoras e investigadores demostrarían la falsedad de semejantes suposiciones. Por su parte el movimiento feminista puso también en cuestión el modelo de reproducción al demostrar que era posible y deseable mantener relaciones sexuales sin que la finalidad de éstas haya de ser tener descendencia.

Esa cosa llamada sexo Analizemos el primer concepto de la cadena simbólica, el sexo. ¿Qué es el sexo? Busco en el diccionario de la RAE, (del latín sexus) m. Biol. “Condición orgánica que distingue al macho de la hembra en los animales y en las plantas”. Y entre otras acepciones, “órganos sexuales” Y me pregunto ¿a qué órganos sexuales se refiere?, ¿a los labios?, ¿a los pies? Reflexiono un momento y recuerdo una cita de la sexóloga Leonora Tiefer (1997), “el órgano sexual de mayor extensión es la piel”. Reflexiono un momento y si, definitivamente prefiero esta definición a otras porque desde esta perspectiva se aumenta notablemente la capacidad de goce. Pero vayamos a la primera definición. Parece ser que existe una serie de órganos que, desde el punto de vista de la medicina, distingue a machos y hembras: los órganos sexuales primarios (testículos/ovarios) y los secundarios (pene/vagina, etc.). Sin embargo, ¿podemos estar seguros?, ¿un hombre con un solo testículo deja de ser un hombre? ¿una mujer sin vagina deja de ser mujer? Bien, sabemos que unas paren y otros no. ¿Qué más sabemos? Algunos dirán que son las diferencias físicas, biológicas, no sólo las genitales, las que establecen la diferenciación sexual. Sin embargo, hay que señalar que, entre individuos, existe una serie de diferencias físicas notables que no han servido para establecer o distinguir a unos seres humanos de otros. Así, a pesar de que la forma de los dedos de las manos es importante para poder realizar determinadas actividades artesanales o para tocar el piano, esto no ha dado lugar a ningún tipo de distinción o clasificación social. También es verdad que, en términos generales, los hombres son más altos que las mujeres. ¿Por qué no se ha tomado la altura como criterio de distinción entre unos y otras? ¿Por qué basar las diferencias en los “organos sexuales” en vez de en otros caracteres o aspectos? Los genitales primero, las hormonas después y, por último, el cariotipo ideal (XX, femenino y XY masculino), han sido, hasta hace poco, los indicadores básicos de las diferencias entre sexos. Durante algunos años el cariotipo fue el centro de atención médica, lo cual tuvo resultados dramáticos como la descalificación en unas Olimpiadas de unas atletas rusas que, tras hacerles las pruebas de la configuración cromosómica de las células de la cavidad bucal, dieron un cariotipo XY. ¿Alguien es capaz de imaginar qué debe sentir una mujer cuando un Comité Olímpico le comunica que a pesar de las apariencias y de cómo se defina ella, no es una mujer sino un hombre porque su cariotipo es XY? En aquellos momentos se especulaba, incluso, si los asesinos en serie tenían un cariotipo diferente al del resto de los mortales. Recuerdo un estudio norteamericano en el que se afirmaba que algunos asesinos múltiples tenían un particular cariotipo (XXY) sin destacar que, y esto es lo más interesante, su cariotipo mostraba la posibilidad de más de dos combinaciones (XX-XY). Hoy, los especialistas en el tema nos recuerdan que además de existir más de dos combinaciones

posibles, en nuestra especie podemos encontrar individuos con cariotipo mosaico, es decir, con un cariotipo que varía dependiendo de la zona de la que se extraen las células6. La salida a la luz publica del hermafroditismo y de la transexualidad ha cuestionado la existencia de diferencias regulares entre sexos, al tiempo que ha obligado a buscar más datos sobre su origen. Se sigue investigando, pero dado que los genitales, las hormonas y el cariotipo no han servido para explicar satisfactoriamente la diferenciación sexual, ahora se investiga el cerebro. Lo criticable de este tipo de perspectiva investigadora que busca en la biología el fundamento de la diferencia entre sexos, es que al coger la anatomía como único referente se vuelve a comete el error de pensar el cuerpo humano como real, como algo ahistórico, al tiempo que se menosprecia su significado social. Y sin tener en cuenta ese significado no se puede explicar satisfactoriamente la naturaleza de las diferencias sexuales ya que todo lo que es biológico precisa ser socialmente construido para ser real. Además, hay que tener en cuenta que desde la Antigüedad grecorromana hasta la Ilustración la medicina occidental sólo reconocía un sexo biológico: el sexo masculino. La “hembra” era categorizada como una realización imperfecta de ese sexo único y los cambios de sexo o los estados sexuales intermedios como el hermafrodistismo se consideraban como fenómenos corrientes, como diferentes estados de ese continuum. Un autor clásico de obligada lectura por sus aportaciones sobre este tema, es Thomas Laqueur (1994) quien sugiere que lo más importante de este tipo de cuestiones es analizar cómo se institucionalizan las diferencias sexuales y con qué fin se investiga. “La diferencia y la semejanza (entre individuos) está en todas partes; pero cuáles de ellas se tienen en cuenta y con qué objetivo es algo que se determina fuera de la investigación empírica” (Laqueur, 1994:31). ¿Y si fuera al revés? ¿Y si fuese el género, es decir la idea que tenemos acerca del género, la motivación básica que dirige la búsqueda de datos que confirmen la diferencia física –por tanto culturalmente real- entre unos y otras? La convicción popular de que la biología, y en particular la anatomía, explica la diferencia entre sexos, no resiste el análisis histórico. El modelo monista médico predominante hasta el siglo XVIII, utilizaba un mismo término de origen griego, orcheis, para referirse indistintamente tanto a los testículos como a los ovarios. Galeno de Pérgamo afirmaba, “Volved hacia fuera (los órganos genitales) de la mujer, doblad y replegad hacia adentro, por así decirlo, los del hombre, y los encontraréis semejantes en todos los aspectos” (cfr. Laqueur, 1990:55). Los órganos genitales de ambos géneros, desde Aristóteles hasta el siglo XVIII, se dibujaban y explicaban de igual forma, sólo que unos estaban fuera y otros dentro del cuerpo. La diferencia entre géneros había que buscarla en la temperatura y en los fluidos, distintos en cada uno de ellos. Este modelo duró desde la antigüedad grecorromana hasta el siglo XVIII, momento en que la ausencia o presencia de orgasmos femeninos se convirtió en un indicador biológico de la diferencia sexual y abrió las puertas a una nueva categorización de los sexos. ¿Qué había ocurrido? Según nos cuenta Laqueur (1990) la historia empezó con la llegada de un monje a una fonda pueblerina cuyo propietario estaba muy apenado por la muerte de su hija. Este monje permaneció toda la noche velando el cadáver de la muchacha y mantuvo relaciones sexuales con ella. Al día siguiente, avergonzado, partió veloz hacia el monasterio. Cuando llegó el momento del entierro alguien apreció que algo se movía en el interior del ataúd, lo destaparon y se observó que la aparente muerta tan sólo había sufrido un coma. Al 6

Para más datos ver Ester Nuñez , Pórtico (2002)

poco tiempo, los padres se dieron cuenta de que su hija estaba embarazada y avergonzados decidieron enviarla a un convento. Esta historia fue tomada como caso de estudio por un médico francés del siglo XVIII, J.J. Bruhier, que estaba obsesionado con la idea de distinguir entre muerte real y muerte aparente. Bruhier concluyó que sólo las pruebas científicas pueden asegurar que una persona está realmente muerta y que incluso un contacto muy íntimo con un cuerpo puede inducir a error. Pero en el año 1752, otro francés, A. Louis, basándose en este mismo caso, puso en tela de juicio que la muchacha hubiera tenido relaciones sexuales sin exteriorizar emoción alguna Hay que tener en cuenta que en esos momentos los manuales de medicina y las cartillas populares de comadronas afirmaban que era imposible que una mujer tuviera relaciones sexuales sin orgasmo. En consecuencia A. Louis concluyó que tanto la familia como la muchacha conocían el embarazo y que, ante la vergüenza que les suponía reconocerlo públicamente, decidieron simular una muerte comatosa. Más tarde, en 1836, otro médico el Dr., Michael Ryan, utilizó también este mismo caso para demostrar que las mujeres podían mantener relaciones sexuales sin llegar al orgasmo. Para Ryan el interés de este acontecimiento era que para concebir no era necesario el orgasmo femenino y que incluso se podía estar inconsciente. Estos estudios sirvieron para concluir que hombres y mujeres eran diferentes, y se empezó a buscar y subrayar datos sobre los que construir estas diferencias. Las investigaciones de Thomas Laqueur muestran que las diferencias de género precedieron históricamente a las de sexo. Y ante esta evidencia es inevitable preguntarse por qué el pensamiento occidental cambió de un modelo monista y jerárquico de la identidad sexual que sólo reconocía un sexo biológico a un modelo dicotómico (masculino/femenino) que excluye y patologiza el hermafroditismo y toda clase de estados intermedios. La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en el contexto histórico. El siglo XIX es el siglo de las vacunas y con ellas descendió la mortalidad infantil que permitiría el aumento demográfico tan necesario para consolidar la revolución industrial en Europa. Más bocas que alimentar, más cuerpos que vestir. Bajo este lema se desarrolló el sector agrícola (sustitución del barbecho por la rotación de cultivos) y el textil (máquina de vapor). Todos estos cambios favorecieron el auge de la medicina que pasó de favorecer y controlar el crecimiento demográfico a erigirse en la máxima autoridad científica en el estudio de la conducta humana. Inspirados por el mismo afán taxonómico que Linneo, médicos y psiquiatras empezaron a establecer diferencias entre las distintas prácticas sexuales, y a establecer categorías de distinción entre unas y otras7. El concepto de salud y por antonomasia el de enfermedad, se exportó al ámbito de las experiencias sexuales: unas conductas sexuales eran sanas y otras eran patológicas. Una de las peores consecuencias de este modelo es que la homosexualidad fue considerada enfermedad hasta 1954, momento en que Evelyn Hooker, psiquiatra heterosexual norteamericana, mostró que la homosexualidad no cumple con los requisitos que definen, en términos generales, la enfermedad mental: angustia efectiva y regular, y dificultad generalizada para mantener relaciones sociales. ¿Era necesario demostrar que la homosexualidad no era una enfermedad mental? Por supuesto que si. En Estados Unidos, 7

Recordemos que, hasta esos momentos, la penetración anal era una práctica sexual tildada, por la Iglesia, como pecado de Sodomía. Y este pecado se podía cometer por un hombre y una mujer, o por dos hombres. Es decir, cuando medicina definió estas prácticas como expresiones de una determinada orientación sexual, fue cuando las identidades empezaron a construirse como tales.

hasta mediados del siglo XX, miles de ciudadanos y ciudadanas habían sido –y todavía lo son en determinados países- despedidos de sus trabajos, torturados o exterminados por ser homosexuales. Y miles de ciudadanos y ciudadanas habían sido sometidos a tratamientos psiquiátricos culpabilizadores y agresivos para que renunciasen a sus preferencias sexuales. Y otros tantos de miles han llevado y siguen llevando doble vida, una como heterosexuales y otra como homosexuales, para evitar ser discriminados. Además, toda fobia o ensañamiento social necesita justificarse socialmente. La medicina proporcionó las bases científicas del discurso homófobo: dado que gays y lesbianas no tenían carácterística física alguna que los distinguiera de los demás, luego la causa de sus preferencias tenían que ser mentales. Evelyn Hooker demostró que los posibles conflictos emocionales que experimentaban gays y lesbianas eran la consecuencia –y no la causa- del trato discriminatorio y, al mostrar la falsedad de tales suposiciones, obligó a las diferentes ciencias sociales a revisar conceptos y a tratar de buscar más datos en otras culturas. ¿Qué podemos concluir de todo este galimatías? Hay una primera y simple deducción: la cultura condiciona nuestra forma de pensar, de sentir y también modela nuestro cuerpo, lo define y esculpe como si se tratase de un amasijo de barro. Ya hemos visto como la arraigada teoría monista funcionó durante siglos y como, más tarde, fue sustituida por una visión bipolar de la identidad sexual. ¿Y ahora qué? Se preguntarán algunas. Ahora desde diferentes ámbitos (antropología, teoría social, historia, teoría feminista y teoría queer en Estados Unidos) se ha producido un notable corpus teórico que cuestiona la actual medicalización de la identidad de género al tiempo que reivindica un nuevo modelo de sociedad compuesta por “individuos maleables, abiertos a la libre construcción de sus identidades, más allá de la división entre lo masculino y lo femenino” (F. Vázquez, 1999:39). Nada de esto hubiera sido posible sin el movimiento feminista, el movimiento gay/lésbico y el transexual. Rolex de oro, masculino y femenino Una de las pioneras en desligar los cuatro conceptos de la cadena simbólica (sexo, género, prácticas sexuales, orientación sexual) fue la antropóloga Margared Mead quien, en 1935, puso de relieve la fuerza de las normas culturales a la hora de fijar pautas de comportamiento y cuestionó la universalidad de los roles de género masculino/femenino. Considérese, por ejemplo, la descripción que hace esta autora de cómo se entiende la conducta socialmente correcta de hombres y mujeres en tres sociedades de Nueva Guinea: Los Arapesh (igualdad de roles): establecen pocas diferencias entre hombres y mujeres. Unos y otras son educados para ayudarse mutuamente, sin agresividad y respondiendo a las necesidades y las demandas del otro. El ideal Arapesh es el hombre apacible, reservado y sensible, casado con una mujer de similares características Los Mundugumur (igualdad pero en la agresividad): del mismo modo que los Arapesh consideran que la naturaleza masculina y la femenina son iguales, pero, en oposición con los anteriores, ambos sexos son agresivos, exteriorizan pocos sentimientos y prestan poco interés por cuidarse mutuamente.

Los Chambuli (desigualdad de roles): de forma similar a la cultura occidental tradicional diferencian de forma tajante entre masculinidad y feminidad. Pero aquí nos encontramos con una singular inversión de las actitudes sexuales propias de nuestra cultura ya que dentro de la pareja es la mujer la dominante, la impersonal, la dirigente, en tanto que el hombre adopta el rol opuesto al de ella Las investigaciones de Margared Mead cuestionaron la pretendida universalidad de los roles de género y, por tanto, su carácter innato, vinculado a la reproducción y a la sexualidad. Si comportarse masculina o femeninamente varía según las culturas, eso obliga a concluir que ser “hombre” o ser “mujer” es un aprendizaje, un adiestramiento, todo un estilo de vida que implica cambios diferentes en la manera de vestir, de moverse, de peinarse, de gesticular, de mirar y de relacionarse con los otros e, incluso, de conceptualizar el cuerpo. Sus aportaciones comprometieron la definición de “roles de género” que hasta esos momentos se había pensado como una estructura inalterable a lo largo de la vida de una persona. Ahora, en cualquier manual de antropología o de psicología social podemos leer que los roles de género son el conjunto de expectativas sociales que definen como deben comportarse los miembros de cada sexo. Un conjunto de expectativas que varían de cultura en cultura. A mediados del siglo XX, las investigaciones realizadas sobre hermafroditismo (Money, Ehrhardt y Turner, 1954), revelaron la importancia de las definiciones sociales en la adquisición de la identidad sexual de una criatura. Las definiciones sociales hacen referencia tanto al lenguaje como a las actitudes que, como todo, nunca son neutras. Así, nos dirigimos a una criatura utilizando palabras que expresan género, lo vestimos de una determinada manera o de otra por ser de un género o de otro, le pedimos que se comporte de una manera o de otra según el género, etc. Y suponemos que se comportará de acorde a ese tratamiento. Pues bien, hermafroditas y transexuales cuestionan estas suposiciones. La palabra hermafrodita proviene del griego `hermafroditos´, personaje griego que heredó los respectivos sexos de sus progenitores (Hermes y Afrodita). Por su origen etimológico podemos deducir que los hermafroditas existen desde hace mucho tiempo y que, independientemente de cual sea el género con el que acaban identificándose, una vez adultos pueden definirse como hombres o mujeres homosexuales, heterosexuales o bisexuales y, además, pueden reproducirse. Esta realidad cuestiona la cadena simbólica ya que el hermafroditismo muestra, en primer lugar, que ni los llamados órganos sexuales primarios (testículos/ovarios) ni los secundarios (pene/vagina, etc.) determinan el género de adscripción de una persona. Un estudio reciente señala la presencia de cinco sexos además del de varón y del de hembra, "los llamados verdaderos hermafroditas, a los que llamo herms, que poseen un testículo y un ovario (...); los pseudohermafroditas masculinos, los merms, que tienen testículos y algunos aspectos de los genitales femeninos, pero no tienen ovarios; y los pseudohermafroditas femeninos, los ferms que tienen ovarios y algunos aspectos de los genitales masculinos, pero carecen de testículos" (Fausto-Sterling, 1998:80). Cuando se detecta un caso de hermafroditismo o de intersexualidad, la medicina lo somete a tratamiento hormonal e intervención quirúrgica para que pueda integrarse socialmente. Una vez más es la intervención social la que modela el comportamiento de los individuos. No obstante, tal como señala esta autora, la comunidad médica no ha

examinado las premisas de esta filosofía: la existencia de sólo dos sexos y de que sólo la heterosexualidad es “normal”. Hay que señalar que este tipo de tratamiento médico no garantiza que un individuo se defina, más adelante, como heterosexual. Las hormonas pueden influir en la conducta de una persona, inclinándola por cierto tipo de conducta sexual en lugar de otra; pueden predisponer a un individuo para que aprenda un determinado rol sexual, pero no significa que lo aprenda. Simplemente las hormonas le facilitan dicho aprendizaje; pero éste es modificado en sumo grado por las condiciones sociales. La existencia de diferentes tipos de hermafroditismo remite a la idea de gradación al tiempo que cuestiona la noción dicotómica que, desde la medicina, se ha postulado sobre la condición humana. Por último, las investigaciones de Leonora Tiefer (1996), premio en sexología Alfred Kinsey en 1993, nos recuerda, una vez más, que nuestra anatomía sexual no nos suministra per se nuestra identidad sexual. Alcanzamos ésta de la misma manera que aprendemos el lenguaje. Si bien estamos diseñados para poseer un lenguaje, no estamos diseñados para un lenguaje particular (chino, catalán, euskera, etc.). Prácticas sexuales Existen tantas prácticas sexuales como seamos capaces de imaginar y más. Sólo tenemos que abrir cualquier diario por la página de contactos y leer sus anuncios. Allí se ofertan servicios como: francés, griego, birmano, beso negro, sadomasoquismo, copro, fetichismo, bolas chinas, etc. En estos anuncios también se especifica la edad, la etnia y el modus operandi de quien se ofrece: a dúo, a trío, pareja de lesbianas, cubano superdotado, maduritas, catalanas, orientales, brasileñas, etc. Junto a estos anuncios está los del teléfono erótico, los de masajes y los de travestis. Páginas y páginas donde se puede leer un sinfín de servicios que informan de la realización de diversas prácticas sexuales. Y aunque la mayoría parecen ir dirigidos a hombres, los dirigidos a mujeres han aumentado considerablemente estos últimos años. Así, cada vez es más frecuente encontrar anuncios de “chicos y chicas bisexuales”. Y también han aumentado los dirigidos a intercambio de pareja. ¿Qué más se puede pedir? Algunos informan que se “acepta VISA”, otros están abiertos las 24 horas, otros subrayan el curriculum (secretaria, universitaria, varios idiomas) o características de personalidad como, “muy cariñosa” y “romántica”. Otros dejan claro que no se trata de profesionales, que allí se va sólo a ligar. Algunos tratan de halagar al futuro cliente lamentándose de que “mi marido la tiene pequeña y a mí me gustan grandes”. Y otros hacen alarde de un conocimiento del idioma catalán digno del mismísimo Pompeu Fabra, “ens mengen la cloïssa i a tu el musclo al cava”8. Unos más ingeniosos otros menos, las páginas de contactos muestran una oferta que, en una economía de mercado, es impensable sin su correspondiente demanda. ¿Cuál es la naturaleza de esta economía? La sexualidad humana. ¿Qué podemos decir de las prácticas sexuales en otras culturas? Para contestar este tipo de preguntar hay que releer a José Antonio Nieto. En su opinión, “el acercamiento omnicomprensivo a la sexualidad humana requiere la observación de la heterosexualidad y de la homosexualidad, así como la observación de cualquier otra manifestación sexual que acontezca en la sociedad a estudiar. Requiere por tanto abandonar la diferenciación nítida entre normal y anormal” (Nieto, 1989:53). Esta opinión es ampliamente compartida por 8

Nos comemos la almeja y a ti el músculo al cava.

otros profesionales de la antropología y de la sociología en cuyos trabajos predomina una visión crítica respecto a médicos y sexólogos, a quienes Nieto tilda de “modernos fabricantes de angustias”, ya que la visión que éstos transmiten de la sexualidad continua siendo coitocéntrica, machista y herosexista, -

Coitocéntrica. Todas las sociedades son coitocéntricas, nos recuerda J. A. Nieto, “sin embargo, se habría podido indicar, igualmente, de entrada, que el pene, por ejemplo, se introduce en el ano o entre los muslos sin que por ello deje de ser coito” (1989:90). Uno de los tópicos más recurrentes al respecto es el que asocia coito anal con homosexualidad masculina y coito vaginal con heterosexualidad. La asunción popular de este tipo de ideas es consecuencia de la cadena simbólica. De manera que definirse como gay o como heterosexual es tanto como afirmar la preferencia por determinadas prácticas sexuales. Sin embargo la realidad es tozuda: abran ustedes cualquier revista pornográfica dirigida a heterosexuales y podran observar como el coito anal es una de las más recurrentes. Un ejemplo de coitocentrismo fue la famosa y, por otra parte, necesaria campaña de prevención del SIDA cuyo lema era “póntelo, pónselo”. Cuando lo más adecuado –aunque más costoso- hubiera sido empezar por trabajar en las escuelas talleres de sexo seguro donde educar a los jóvenes en la idea de “relájate e investiga otras posibilidades”.

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Machista. El lenguaje –que nunca es inocente- evidencia predominio masculino y pasividad femenina. Nieto (1989) nos recuerda que siempre se explica el coito como un acto que empieza cuando el pene penetra la vagina, cuando también se podría explicar al revés, es decir, que el coito empieza cuando la vagina envuelve al pene. Sin embargo esto no debiera de extrañarnos ya que siempre que se habla de sexualidad se habla de la sexualidad masculina. ¿Existen términos para designar actitudes y conductas sexuales femeninas? ¿Cómo llamar a la acción en que dos mujeres se masturban mutuamente?

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Heterosexista, porque siempre se presupone que tiene que haber un hombre y una mujer. En la práctica, esta idea genera toda clase de confusiones. Por ejemplo, en las visitas ginecologicas hospitalarias que realizan las lesbianas no se contempla la posibilidad de que una mujer fértil, con una vida sexual activa y que no toma medidas anticonceptivas, no se quede embarazada, lo cual genera toda clase de conflictos ya que muchas mujeres no se atreven todavía a hablar abiertamente sobre sus preferencias sexuales.

Al tomar como modelo de referencia el coito vaginal heterosexual se reduce la comprensión de la sexualidad, al mismo tiempo que se patologiza todas las conductas sexuales que no se ajustan a este modelo. Esta actitud se evidencia en el lenguaje que se adopta para describir, explicar o clasificar comportamientos sexuales. Así, todavía hoy se usan expresiones como “disfunciones sexuales”, “parafilias” y “perversiones”. Quiero recordar aquí el significado respectivo de estos términos: -

Disfunción, significa “desarreglo en el funcionamiento de algo o en la función que le corresponde”. Por tanto una disfunción sexual es un desarreglo, es decir, una falta, una carencia de algo necesario. Y en este punto hay que preguntarse: ¿quién decide que una determinada práctica sexual es un desarreglo? Además, ¿hay que “arreglar ese

desarreglo? ¿Hay que “arreglar” las parejas a quienes no les preocupa la eyaculación precoz de uno de ellos porque el coito o el semen carece de importancia en sus juegos sexuales? ¿Hay que llegar al orgasmo? Muchas mujeres informan (ver Hite, 1998) que, aunque están satisfechas de su vida sexual en pareja, no llegan al orgasmo durante el coito. ¿Son unas disfuncionales? ¿Deberían ponerse en tratamiento? -

Parafilia, significa “desviación sexual”. Una desviación es separarse o apartarse de lo que es normal, entendido este término como “lo más frecuente”. Y aquí hay que preguntarse qué se entiende por frecuente. Si tenemos en cuenta la gran cantidad de servicios sexuales que se ofertan en cualquier diario, el alquiler de videos, la venta de revistas pornográficas y, sobre todo, la proliferación de pornografía a través de Internet, deberíamos concluir que la práctica sexual más frecuente es la masturbación y que el coito vaginal es un sucedáneo.

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Perversión, significa viciar (corromper) con malas doctrinas o ejemplos las costumbres, la fe, el gusto, etc. ¿Qué costumbres, qué fe?. Hay que recordar que las prácticas sexuales son y han sido siempre múltiples y polimorficas. Para verificar esta afirmación sólo hay que contemplar las pinturas de la antigua Pompeia, o la cerámica Mochica expuesta en el museo limeño Larco Herrera, o los bajorrelieves de Kajumaro, en la India. Manifestaciones artísticas que evidencian las múltiples formas, posiciones, prácticas y significados que puede adoptar la sexualidad humana y ante esto hay que preguntarse, ¿dónde queda la reproducción?

La perspectiva coitocéntrica además de negar la realidad (diversidad de las prácticas sexuales) crea todo tipo de frustraciones e insatisfacciones personales. Explicar el coito vaginal como la mejor de las prácticas sexuales es hacer del coito un examen permanente: ¿Se me pondrá erecta? ¿Llegaré al orgasmo durante el coito? ¿Eyacularé? Y significa también privilegiar el pene como el único instrumento en la consecución del placer sexual. Cuando el pene es sólo un trozo de carne más, dotado de gran valor simbólico, pero sólo un trozo de carne más. La vagina también puede ser penetrada por los dedos, por el puño o por cualquier objeto. Y hombres y mujeres pagan un alto precio por seguir este modelo. Ellos por hacer de la erección y, sobre todo, del esperma el papel de Gran Referencia Natural para indicar que la relación ha llegado a buen término. “En el contrato sexual, el semen juega como moneda de cambio, moneda erótica; él y sólo él, confiere sentido a la relación y de él depende más o menos la permanencia o la brevedad del mercado sexual” (Bruckner y Finkielkraut , 1989:36). El modelo coitocéntrico está traumatizando a gran cantidad de hombres que acuden a clínicas y médicos con la esperanza de obtener una receta de Viagra o con la ilusión de que una prótesis peneana les permitirá seducir más y mejor. El problema de fondo continua siendo el modelo que asocia deseo con erección, penetración y eyaculación y excluye, por tanto, otras posibilidades de experimentar placer sexual. Otro de los problemas de la perspectiva coitocéntrica y heterosexista, nos recuerda Nieto, es que dificulta la investigación ya que al equiparar relación sexual con coito vaginal se organizan los datos alrededor de este modelo. En consecuencia, se investiga la frecuencia, dónde, con quién, etc. de la realización del coito pero nadie pregunta por la calidad o por la necesidad o ausencia de necesidad o por otras prácticas sexuales. Los prejuicios previos y el abuso del método cuantitativo explican la falta de rigor de la

mayoría de investigaciones. El método cuantitativo es altamente ineficaz cuando se trata de estudiar comportamientos en los que las actitudes son determinantes. Investigar, por ejemplo, la relación que se puede establecer entre infarto de corazón y reanudación de relaciones sexuales tras una operación de infarto, es absurdo sin tener en cuenta la actitud de quienes están involucrados en esta situación. De manera que es posible que las personas cuya vida sexual antes de la operación era insatisfactoria encuentren en ésta operación una excusa para no volver a mantener relaciones. Y en este ejemplo no se trata de miedo sino de coartada que justifica y explica una decisión que, en realidad, se esperaba y deseaba con anterioridad. Orientación sexual versus identidad De un individuo cuyo cariotipo es XY, que tiene escroto, barba, etc. decimos que es un hombre. Sin embargo es posible que él no se sienta así. Es posible que él, a pesar de las apariencias, se sienta mujer. En este caso su anatomía no se corresponde con su género. Estamos hablando de la transexualidad. Los transexuales viven atrapados en un cuerpo extraño y se sienten desconcertados ante una sociedad que les pide que se comporten como algo que no son. En consecuencia, desean vivir la vida de acuerdo con sus sentimientos. Ser transexual es un sentimiento identitario que no guarda relación con la preferencia por determinadas prácticas sexuales ni con la orientación sexual. Cuanto son, lo que son, lo que desean y a quién desean está, lo mismo que el resto de los mortales, en la cabeza. Su género, el género con el que se identifican está en la cabeza y sus genitales están en otro lugar. Parece fácil entender, sobre todo después de haber reflexionado sobre el hermafroditismo, que la identificación con un determinado género está en la cabeza y que esta identificación es independiente de los genitales. Sabemos también que el sexo es un significante cuyo significado ha ido cambiando a lo largo de la historia de las ciencias sociales y que, por los datos obtenidos más recientemente, no lo podemos reducir sólo a los genitales.Y ahora pasemos a la prueba del algodón, ¿es posible que un individuo con pene y con escroto que se siente mujer, que desea vivir la vida como mujer, desee mantener relaciones sexuales con otra mujer? Reflexionemos un momento antes de contestar esta pregunta. Pensemos otra vez en la cadena simbólica para recordar que no existe relación entre sexo, género, prácticas sexuales y orientación sexual. Por tanto se puede tener unos determinados caracteres sexuales (pene, escroto) y al mismo tiempo identificarse con el género femenino y desear tener relaciones sexuales con una mujer. O lo que es lo mismo, se puede tener pene y escroto, y desear vivir la vida como mujer homosexual, bisexual o heterosexual. Es importante distinguir entre la identidad sexual psíquica de un individuo y su objeto de deseo sexual. Estas dos variables nos permiten establecer, en nuestro contexto y sólo en nuestro contexto, diferencias entre transexualidad, travestismo y homosexualidad. Los transexuales son individuos dotados de órganos sexuales normales que se sienten identificados psíquicamente con el género opuesto. Su identidad de género no se corresponde con su anatomía. Los travestis son personas que utilizan prendas de vestir del género opuesto. No tienen porqué ser homosexuales o transexuales. La historia proporciona buenos ejemplos de ello: Juana de Arco o Edward Hyde (gobernador de New York durante el reinado de la reina Ana) se mostraron públicamente ataviados con prendas asociadas socialmente al otro género. Los homosexuales se sienten identificados con el género asignado a su anatomia pero, al margen de las prácticas sexuales preferentes, desean y

Comentario [OV2]:

aman a los individuos de su mismo sexo. Algunos son homosexuales excluyentes y otros no. Esta gradación ya fue ampliamente estudiada por Kinsey9 quien consideraba, como Freud (1905), que los seres humanos nacen con capacidad de respuesta erótica a ambos sexos y que son los factores sociales los que inclinan a la mayoría a preferir uno al otro. Distinguir entre la identidad sexual psíquica de un individuo y su objeto de deseo es un criterio a la hora de establecer diferencias entre unas identidades sexuales y otras, pero es un criterio relativo porque las identidades hay que entenderlas como procesos antes que como estructuras inalterables a lo largo de la vida de un individuo. En Occidente sólo contemplamos tres identidades sexuales: homosexualidad, heterosexualidad y bisexualidad y las tres se ordenan a partir del criterio enunciado más arriba: identificación de género y objeto de deseo, pero, ¿existiría la homosexualidad o la heterosexualidad si no existiese el género? Si el género es lo que ordena nuestra presentación social, nuestras fantasias sexuales y nuestro objeto de deseo, entonces el género es una estrategia política que sirve para gestionar la sexualidad humana y la diferenciación sexual. Sin embargo el género existe y persiste. Las personas crecen y maduran en un entorno en el que lenguaje, las prendas de vestir, la manera como los otros nos definen, como nos tratan, lo que esperan de nosotros, etc. son factores que irán diseñando un estilo de vida organizado alrededor de las expectativas de género. De manera que, una vez adultos, nuestra identidad más profunda, el núcleo emocional de nuestra personalidad, cuanto somos, pensamos y sentimos, tendrá género aunque no seamos conscientes de ello. Y esta cualidad inconsciente es lo que explica la persistencia de la política de géneros. El dominio del género es una presencia que pertenece, como señala Bourdieu (2000), al orden mudo de las cosas, que contamina nuestra percepción del cuerpo, de las relaciones sociales y nuestros deseos más profundos. Sin embargo, insisto, el género, además de gradación y matices, tiene contexto. Quiero reproducir aquí unos párrafos de un libro excelente porque pone palabras a cuanto estoy tratando de decir. Se trata de la última novela de José Luis Sampedro, El amante Lesbiano (Aretè: 2000). La novela narra una historia de amor entre un hombre que desea expresarse y vivir como una mujer lesbiana y una mujer que desea a un varón feminizado, mejor dicho, lesbianizado porque no reproduce los gestos ni actitudes asociadas tradicionalmente al género masculino. -

9

Yo maestra... Perdón... (afirma él) Al verme desnudo en el espejo me desanimé, me hundí... Nunca seré lesbiana, me dije, no es posible... Por favor... No quería verme, notar mi sexo tan evidente. (...)

Alfred Charles Kinsey fue el primero que investigó de forma sistemática la sexualidad humana. En 1948 apareció El comportamiento sexual del hombre y, en 1953, El comportamiento sexual de la mujer. Y unos años más tarde, en 1978, cuando ya había muerto, se publicó Homosexualidades: un estudio de la diversidad entre hombres y mujeres. La teoría de la escala del índice homosexual-heterosexual es la aportación fundamental de Kinsey al estudio de la sexualidad humana A partir de un exhaustivo estudio cuantitativo Kinsey pudo demostrar que muchos de los hombres y mujeres que se definen como homosexuales o heterosexuales han tenido relaciones sexuales con el sexo contrario, o con el mismo sexo, sin que éstas les cuestionen su orientación sexual. De manera que entre unos y otros existe un amplio continuum o gradación. Kinsey concluyó que sólo se puede hablar de homosexualidad en términos de actos sexuales y no en términos de síndrome clínico o de identidad

-

No acabas de aceptar tu estado. (Contesta ella) No vas a cambiar de sexo; no lo necesitas y además está en cada célula tuya. Se trata de aceptar tu género, de asimilar esa condición femenina asentada en tu cerebro. Tampoco has de cambiar tu preferencia por las mujeres, ni tu actitud sumisa. Recuerda: en el esquema de las variantes tu único eslabón diferente es el género y claro que vas a asumirlo; toda tu vida lo has hecho, aunque bajo una represión que lo ocultaba y que te impedía realizarte. (pág 163) ¡Qué mentira es el refrán de que el hábito no hace al monje! Es justo lo contrario: Vestido en la calle todavía me pienso a veces en lenguaje masculino; jamás vestida como estoy aquí o en la Clínica. La suavidad del raso feminiza la piel por su sola caricia, así como las braguitas me insertan un clítoris. Me doy cuenta del gran paso que me hizo dar Farida al imponerme el liguero, que llevo con tanto orgullo como una banda honorífica. Las medias ascienden con él hasta la cintura, visten el medio cuerpo erótico, persisten en un roce estimulante. A cada paso los tirantes se mueven sobre el muslo desnudo y lo acarician; cambian de posición al sentarme, al cruzar las piernas; reiteran sin cesar mi feminización. Y mi hábito hace a la mujer, me impone costumbres y rutinas que con el tiempo, estoy segura, devendrán instintos. Ya no dudo: orino siempre sentada. Y en un diván, en un sillón, junto siempre las rodillas y estiro mi falda como se ha enseñado siempre a las niñas buenas. (184)

La novela de Sampedro nos introduce en un mundo distinto, un lugar en el que no hay hombres o mujeres heterosexuales u homosexuales. Es el mundo de la entrega absoluta al otro más allá de las restricciones culturales de la política de géneros. ¿Se trata de una relación utópica? En cualquier caso hay que señalar que la presencia de esta novela coincide históricamente con la difusión de la teoría queer; con la presentación, en el festival de cine de Berlín del 2002, de un grupo de drags Kings (no queens), coincide también con el máximo galardón a la película Hedwing and The Angry Inch en el Festival de Sundance. Estos libros y estas películas han sido muy bien bien acogidos por un público que es capaz de celebrar una nueva manera de entender las relaciones sexuales y que, tal como nos recuerda Sampedro, está dispuesto a hacer realidad la máxima agustiniana: ama y haz lo que quieras.

CAPITULO III.- SER O ESTAR LESBIANA

Discurso social: homogeneidad y dicotomía frente a heterogeneidad y gradación La proliferación de libros como los de Berger y Luckman (1997), Richard Sennet (2000) o Claude Dubar (2002) que versan sobre la actual tendencia del ciudadano moderno a desenvolverse en un medio cada vez más atomizado, a vivir su propia biografía desvinculada del entorno social, en suma, a experimentar crisis de sentido, evidencia que el estudio de la identidad vuelve a estar de moda. Estudiar la identidad es complejo ya que se trata de un concepto frágil y mudable cuyo significado ha ido cambiando a lo largo de la historia. Respecto a su significado se han establecido, desde diversos ámbitos, dos posiciones teóricas antagónicas: el esencialismo y el constructivismo. Para los esencialistas la identidad implica inalterabilidad temporal, ya que algo que cambia a través del tiempo ya no sería “lo mismo”. Por contra, para el constructivismo, la identidad no es lo que permanece idéntico e inalterable sino una identificación contingente. El origen de ambas posiciones lo hallamos en dos grandes pensadores de la Antigua Grecia. En el siglo V a.C., Parménides afirmaba que la mismidad, lo que permanece en el tiempo, es una “realidad en si”, independiente del tiempo y constituye una pertenencia a priori heredada que permite decir lo que una persona “es”. Desde esta perspectiva cada ser cumple con un destino que está escrito en sus genes y que es, por tanto, de naturaleza presocial. También en la antigua Grecia encontramos la posición contraria a Parménides que estuvo representada por Heráclito (S. VI a.C.) quien afirmaba que las categorías que utilizamos para definir la realidad social son palabras y, como tales, su significado depende del contexto. Desde esta posición no existen esencias sino existencias contingentes. Los nominalistas –posición conocida como constructivismo desde el ámbito de la antropología- rechazan la idea de pertenencia “esencial” y afirman que “cuanto existe son diferentes modos de identificación, variables en el curso de la historia colectiva y de la vida personal” (Dubar, 2002:4). La identidad, desde esta perspectiva es una identificación circunstancial resultado de un proceso simple y complejo a la vez. Por un lado existen las identificaciones impuestas al individuo por la colectividad (identidad para otro) y, por otro, las identificaciones reivindicadas por el propio sujeto (identidad para sí). Y siempre se puede aceptar o rechazar las identidades que los demás nos atribuyen. De hecho la relación entre lo que se nos atribuye y lo que reivindicamos forma el núcleo central de la noción de persona o identidad personal. Es decir, estos dos tipos de identificaciones pueden coincidir dando lugar a individuos que interiorizan su pertenencia, heredada y definida por los otros como lo único posible o pensable. Sin embargo, también se puede discrepar de la definición social, tal es el caso de quienes se definen con palabras y valores diferentes a las categorías utilizadas por los otros. La idea popular acerca de la identidad tiende a ser esencialista y dicotómica. Actuamos como esencialistas cuando tendemos a explicarnos a nosotros mismos afirmando que “desde pequeños siempre hemos sido así”, o cuando explicamos la conducta de nuestros hijos afirmando que determinados rasgos de su carácter son “del padre” y otros

son de “la madre” obviando que ser “terco” o “sensible” –como cualquier otro atributo de personalidad- no es patrimonio exclusivo de un determinado apellido. Estas afirmaciones confunden conceptos tales como temperamento (conjunto de elementos biológicos de un individuo), carácter (actitudes y conducta) y conducta (conjunto de acciones por las que un organismo trata de adaptarse a una situación determinada). Todas las escuelas psicológicas están de acuerdo en que la conducta humana es aprendida y en lo único que se diferencian entre sí es en cómo piensan el aprendizaje, es decir, que factores acentúan como más decisivos en la conformación y evolución de la conducta humana: la teoría freudiana pone el acento en las experiencias ocurridas durante la infancia; el conductismo o teoría del aprendizaje social señala la importancia del refuerzo en la conformación de la conducta infantil. Y, por último, la teoría cognitivo-evolutiva subraya el proceso racional de aprendizaje. La noción de que cuanto somos es de naturaleza presocial coexiste con la de quienes piensan la identidad como un viaje cuyo resultado final (adultez) es inamovible. Los grandes mitos de nuestra cultura (La Odisea) ilustran a la perfección esta segunda posición: un viaje que se inicia en la infancia y que, tras pasar por una época de transición (adolescencia), se llega a la adultez (familia, trabajo, casa), es decir, a la instalación en una única y determinada manera de “ser” que se considera inalterable a lo largo del tiempo. Sin embargo, esta perspectiva está en crisis. Ahora, la permanencia está siendo sustituida por la precariedad como estilo de vida, de manera que el individuo instalado en la adultez está siendo sustituido por el aprendizaje continuo, por el individuo trayectoria. Cada vez hay más personas adultas que por diversas razones se ven forzadas a cambiar de empleo, de pareja, de amistades o de vivienda. Estas situaciones generan crisis identitarias porque suponen cambiar pequeñas rutinas o hábitos y porque, al obligar a la reflexión y al cuestionamiento, perturban la idea de lo que uno “es” para si mismo y para los otros. Los cambios sociales obligan a reflexionar y verificar continuamente nuestra manera de comportarnos, nuestras creencias y actitudes, en definitiva nuestro propio yo, y evidencian que la identidad es un proceso que dura toda la vida de un individuo, desde su nacimiento hasta la muerte. Una variación de esta segunda posición es la que afirma que cuanto somos, pensamos o sentimos es el resultado de la interacción social y por tanto entiende el concepto de identidad como un proceso. Desde esta perspectiva se reconoce la importancia que tiene la herencia genética pero se insiste en señalar que de nada sirve ésta sin relación social, sin algún tipo de lenguaje simbólico. Resultado de este proceso es que las personas no son, las personas están. Sin embargo, por razones de economía emocional, esta manera de pensarse a si mismo y a los demás es impracticable ya que nos obligaría a preguntarnos diariamente en qué grados estamos de religiosidad, etnicidad, homosexualidad, etc. Podria pensarse que esta manera de cambiar a lo largo de la vida es propia sólo de las sociedades llamadas ahora posmodernas, pero no es así. En todas las culturas existe una serie de aspectos de la vida humana que quedan en el terreno de la inbcertidumbre: las relaciones sociales, el sufrimiento, las edades críticas y la muerte. Sin embargo, la necesidad de comparecer ante los otros nos obliga a presentarnos con una cierta lógica cognitiva, a definirnos y explicarnos como si nuestro ser de hoy fuera el mismo de ayer. Esta actitud proporciona seguridad a las personas y a los grupos que, de

esta manera, creen saber quienes son, de dónde vienen y hacia dónde van. Ahora bien, esta manera de pensar la identidad es nociva porque implica ejercicios de simplificación: se toma alguno de los múltiples rasgos que definen la identidad de las personas, se radicaliza y sobre él se construye el conjunto de la identidad personal y social de un individuo. Es un mecanismo perceptual pernicioso porque elimina la gradación y el matiz necesarios para una comprensión más global y acertada del otro. Y si bien es inevitable situar al otro en algún lugar del complejo mapa social, hay que ser conscientes de la relatividad de nuestras propias convicciones. Ser o estar lesbiana A finales del XIX, el sexólogo Havelock siguiente forma:

Ellis, definía el lesbianismo de la

“El carácter principal de una mujer invertida sexualmente es un cierto grado de masculinidad (...) los movimientos bruscos y enérgicos, la actitud, el andar, la mirada directa, las inflexiones de la voz, la sinceridad en la acepción del honor masculino y, sobre todo, la manera de estar con un hombre, sin timidez ni audacia, son signos para un observador prevenido, de que ahí existe una anormalidad psíquica subyacente”, Ellis, H. Estudios de psicología sexual, tomo II (1955:213) Lo más trascendental de esta definición es que definía como enfermedad mental la transgresión de las expectativas sociales organizadas alrededor de los roles de género. El rechazo a la transgresión normativa ha perdurado hasta nuestros dias y muestra la auténtica naturaleza de la homofobia: una forma de hostilidad general hacia quienes adoptan comportamientos opuestos a los roles sociosexuales prestablecidos. Esta manera esterotipada de pensar la lesbiana, como mujer masculina, negadora de los roles de género, subyace todavía en el imaginario popular generando desigualdades y discriminación ante la ley y en las relaciones de parentesco. Además, estas definiciones han desempeñado un papel fundamental en la vida de las mujeres que, sorprendiendose a sí mismas con determinados sentimientos acerca de las de su propio género, han tratado de obtener respuestas acerca de cuál la naturaleza de estas emociones. No hemos de olvidar que “si la injuria está dotada de tal poder no es solo porque la he oído y desde ese momento temo oirla de nuevo, sino, ante todo y sobre todo, porque me ha precedido” (Eribon, 2000:56). Posiblemente este es uno de los factores de mayor peso en la manera como se interioriza la identidad sexual e influye en la manera como algunos gays y lesbianas comparecen ante los otros: confirmando estereotipos o negándolos, acomodándose a las definiciones sociales o tratando de cambiarlas, afirmándose como “esencialmente” diferentes o cuestionando una política de géneros que discrimina a quienes reivindican cualidades atribuidas al otro género. ¿Cómo son las lesbianas? Cuando en Identidades Lésbicas (2000) definí a la lesbiana como una persona que se identifica como mujer que ama y desea a otras mujeres estaba afirmando que definirse como lesbiana implica tener una determinada conceptualización del cuerpo y del género. Esta manera de entender el cuerpo, de asumirlo y aceptarlo es lo que distingue a la lesbiana de la transgenerista y de la transexual. Los datos obtenidos a través del trabajo de campo (Ver Identidades Lésbicas, 2000) muestran

que las lesbianas tienen en común con el resto de mujeres dos aspectos significativos: la conceptualización del cuerpo y la identificación con los roles de género asignados a su sexo. Esta identificación tiene, como todo, gradación. Pero en general, las mujeres lesbianas, porque son mujeres, se involucran emocionalmente y son más sensibles que los hombres a las demandas sociales. Así, el encuentro sexual entre mujeres no suele ser anónimo. Comparten también con el resto de mujeres el deseo de tener descendencia y la actitud de atención y cuidado de la familia. Por tanto, si las lesbianas son primariamente mujeres, entonces los cambios que afectan a la mujer en general, también las afectarán. Es desde esta perspectiva que tenemos que entender que las distintas maneras de experimentar el género son la base que fundamentan los diferentes modelos de homosexualidad y heterosexualidad femenina.

Construcción de la identidad lésbica Vivimos la vida social a través de grupos. La familia, los compañeros de escuela, los amigos, las compañeras de un equipo de baloncesto, los compañeros de trabajo, etc. son grupos en los que las personas interaccionan entre sí y mantienen una relación de interdependencia. Salvo excepciones, es difícil imaginarse a los individuos haciendo su vida en solitario y al margen de cualquier grupo. No obstante, los grupos se diferencian entre sí. Los grupos sociales que se organizan alrededor del status adscripto (raciales, nacionales, étnicos, sexuales) tienen tres características relevantes: fronteras, existencia social y conciencia de pertenencia grupal. Tener fronteras significa que hay personas que pertenecen al grupo y otras no. Estas fronteras simbólicas se establecen a partir de determinados criterios como puede ser el idioma, la raza o la orientación sexual. En segundo lugar, estos grupos son intangibles, carecen de existencia material. Su existencia es producto de definiciones sociales, de ideas coincidentes, de realidades construidas por los otros que, al categorizarlos como reales, les confieren existencia social. La máxima “siempre que el ser humano percibe una situación como real, ésta es real en sus consecuencias”, puede aplicarse también a la formación de estos grupos ya que, cuando agrupamos a los otros en unidades sociales, se construye una existencia más allá de los individuos que las componen. Por último, tienden a tener conciencia de unicidad o conciencia grupal. Esta conciencia implica que las personas usan el pronombre personal, en el caso de las lesbianas el “nosotras”, para referirse al grupo social con el que se identifican y el “ellas” (las heterosexuales), para diferenciarse del resto de la sociedad. Una de las consecuencias más paradigmáticas de este proceso es la presunción de que nuestras experiencias emocionales están más próximas a las de los miembros de nuestro grupo de adscripción que a las de quienes no pertenecen a él. Además de ese sentimiento de pertenencia grupal, ¿qué tiene en común una lesbiana con otra? La historia de una opresión de género y la manera cómo se responde a ella. Las mujeres que se adscriben a esta categoría saben muy bien que no pueden expresar públicamente sus afectos, que carecen de determinados derechos legales, que, en general, no podrán decírselo ni compartir sus relaciones con la parentela, que carecen de representación o visibilidad social suficiente y que bajo el disfraz de la tolerancia se enmascara la peor de las homofobias: la que desde una posición de superioridad moral

finge aceptación y adopta una actitud compasiva. La categoría lesbiana está todavía imbuida de valor simbólico negativo. Por esta razón las mujeres que se incluyen en ella tienen, en su proceso de adscripción, algunos elementos en común. A saber: el proceso de revelación o Coming Out, la conciencia de diferencia y las estrategias de adaptación. Evidentemente, la forma cómo se expresan estos factores está siempre en relación con el contexto, con las respuestas que dan los otros a la Coming Out. 1.- El proceso de revelación o Coming Out: La revelación o Coming Out supone una etapa crítica en la consolidación de la orientación sexual porque se nos educa para ser hombres o mujeres heterosexuales y para expresar esta vivencia de una única manera, como si la heterosexualidad implicase la existencia de un determinado y homogéneo estilo de vida (Ver Guasch, 2000). Esta socialización en determinadas expectativas de género produce cambios en la conciencia de quienes se descubren diferentes, de quienes se sorprenden sintiendo o experimentando sentimientos que no se ajustan al ideal social. El proceso de toma de conciencia de la diferencia modifica la manera cómo una persona se valora a sí misma y a los demás. Es una etapa de la vida que suele dilatarse en el tiempo y en la que se observan una serie de conductas que, por su recurrencia, podemos deducir comunes a otras lesbianas: la necesidad de explicar a otras personas cuanto les está sucediendo y la inquietud ante la reacción de los otros, especialmente de los seres más queridos. Un error muy frecuente es pensar que gays y lesbianas participan de la misma carrera moral obviando la importancia que tiene, en nuestro contexto (España), los roles de género. Las lesbianas, porque son mujeres, suelen ser más sensibles a las demandas familiares que sus homónimos masculinos y tienen, en muchos casos, hijos de un matrimonio anterior. El rol femenino explica, una vez más, el alto grado de miedo a defraudar a los otros que caracteriza este proceso en el caso de las mujeres. Durante este proceso el secreto toma carácter de frontera simbólica, de criterio que establece diferencias entre quienes saben y quienes no saben acerca de esta experiencia. Esta frontera simbólica empezará a construir redes de amistad que, a su vez, conformarán el cambio de identidad. En general, las amistades crecen y se desarrollan en época de crisis (separaciones, depresiones, etc.) pero, en este caso, las amistades que comparten el cambio devienen relaciones que lo posibilitan y lo constituyen. La forma cómo se vive este proceso, o carrera moral, varía. Los datos obtenidos a través del trabajo de campo muestran que la conciencia de diferencia puede vivirse de multiples maneras dependiendo de factores muy diversos. Sin embargo el más fundamental de todos es poder acceder a una narrativa que explique de forma positiva cuanto sucede. En la actualidad una lesbiana cuenta con espacios de encuentro, colectivos políticos, narrativa científica y literaria (donde se aborda el lesbianismo de manera distentida y divertida), mayor visibilidad o presencia del lesbianismo en los medios de comunicación (series televisivas, películas, prensa), y, por último, con la posibilidad de relacionarse con otras lesbianas a través de los chattings de internet. No obstante, la mayoría de estos recursos están condicionados por el status social y por la ubicación geográfica ya que sólo en las grandes ciudades se puede acceder a ellos. Otra vez el contexto se manifiesta como un factor decisivo en la manera como alguien puede asumirse como diferente respecto a los

otros. En las entrevistas cualitativas realizadas durante el trabajo de campo pude apreciar diferencias importantes en la manera cómo algunas lesbianas se definían. Así, no es lo mismo referirse a la propia homosexualidad afirmando “yo siempre he sido así”, sin utilizar palabras significativas para expresar sentimientos personales, que afirmar que “ser lesbiana a finales del siglo XX es una gozada”. Estas dos maneras de describir lo que una “es”, tiene edad, es decir, contexto. Mientras unas carecieron de palabras para explicar y explicarse cuanto les sucedía, las otras han podido acceder a unos recursos que definen la homosexualidad como una variable más de la sexualidad humana. 2.- Conciencia de diferencia, la Utopía Igualitaria: La conciencia de la diferencia de orientación sexual tiene grados, matices y puede ocupar, en la vida de las mujeres, lugares diferentes. Esta identidad tiende a expresarse de la misma forma que el resto de identidades: esencialista y dicotómica. Frases como “yo desde siempre he sido así” o “fulanita es una lesbiana auténtica, de toda la vida”, sirven para explicar lo que se “es” y para establecer diferencias entre unas y otras. La identidad, entendida como algo estable, puro y con límites precisos, excluye a quienes no reunen determinados requisitos de pureza y de autenticidad –como es el caso de las bisexuales o de las “nuevas”, las que se enamoran de una mujer tras largos años de carrera heterosexual satisfactoria. Es un discurso dicotómico: ser lesbiana es no ser heterosexual. Una representación que va más allá de las prácticas sexuales porque también se define en oposición a un estilo de vida, más concretamente de pareja heterosexual, que se percibe como homogéneo. Y se puede resumir en el siguiente esquema: Relaciones lésbicas (basadas en)

Relaciones heterosexuales (basadas en)

- sinceridad - similaridad - igualdad

- engaño - complementariedad - relaciones de poder

Esta idea sobre las relaciones lésbicas podría definirse como Utopía Igualitaria y es resultado de la notable influencia social que ha tenido el movimiento feminista. Desde este marco teórico se piensa la relación de pareja entre personas de un mismo género como un vínculo inmune a las relaciones de poder. Un ideal contradictorio porque obvía las diferentes maneras de construir relaciones de poder: a partir de la edad, de la cultura, del status profesional, etc. No hemos de olvidar que las lesbianas tienden, en mayor medida que los gays, a construir “relaciones de Fusión” o de codependencia. Estas relaciones han sido definidas por algunos autores como relaciones de poder (Weston, K. 1991; Giddens, A., 1995; Viñuales, O. 2000), del poder que se ejerce a través del mundo de las emociones. En una sociedad en la que las relaciones de dependencia –con personas, objetos, sustancias o situaciones- se perciben como una adicción que compromete la salud de los individuos involucrados en ellas, las relaciones de Fusión están mal consideradas. Sin embargo, ninguna de las ciencias sociales está en condiciones de definir cuál es el mejor de los modelos posibles. Por otra parte, la actual diversidad en la manera de experimentar el género invita a debatir si estas modificaciones son variaciones de un único y universal modelo, o bien pueden llegar a constituir nuevos paradigmas. Este tipo de contradicciones

no debe apartarnos de lo esencial: ningún ser humano es igual a su retórica, las lesbianas tampoco. La lesbianidad es un discurso, un constructo social cuyo significado es mudable, cambiante e implica un constante debate acerca de la propia identidad. Es un proceso que da lugar a diversos y, a veces, opuestos discursos sobre su significado, una paradoja característica de las identidades modernas que, porque son heterogéneas, sus límites son más confusos y contradictorios que en épocas anteriores. 3.- Estrategias: Las personas que se descubren en posesión de un atributo que cuestiona el modelo social ideal adoptan dos estrategias: la primera consiste en manipular la información y, por tanto, decidir a quién, dónde y cuándo se comunica cuanto les está sucediendo; la segunda consiste en manejar la tensión o asumir las consecuencias sociales derivadas de la revelación de datos. Hasta ahora, la mayoría de mujeres optan por manipular la información Una de las consecuencias de esta estrategia es la organización de un estilo de vida basado en la parcelación de las relaciones. De modo que algunas cosas se dicen y comparten sólo con las compañeras de trabajo, otras sólo con las amistades y otras únicamente con la familia. Hay que señalar que esta opción coincide, cada vez más, con la de muchas mujeres heterosexuales que, debido a la consolidación de un estilo de vida basado en el criterio de elección, optan por parcelar la información acerca de su vida afectiva y sexual. No obstante, entre lesbianas, la formación de un vínculo estable o la decisión de tener hijos con otra mujer son situaciones que modifican cualquier estrategia ya que obligan a decidir con quién se comparte una relación que, sin reconocimiento social, carecería de legitimidad. Hoy, en España, las lesbianas están en un proceso imparable de mayor visibilidad social que muestra, a su vez, la complejidad y diversidad del mundo lésbico Hay que señalar que esto no hubiera sido posible sin las mujeres que, con anterioridad, fueron capaces de crear una subcultura propia: espacios de encuentro; lenguaje (descriptivo y clasificatorio); publicaciones, cine, cómics, narrativa; redes homófilas gestionadas a modo de comunidades emocionales y, por último, valores (Utopía Igualitaria). Finalmente, las nuevas tecnologías de la información -los chats-, están modificando la socialización en el ambiente de mujeres. Las lesbianas jóvenes que cuentan con apoyo familiar no sienten la necesidad de hacer pública y visible su homosexualidad, es decir, tienen menor conciencia política. En consecuencia, los colectivos están en un momento crítico, ya que tienen que afrontar la tarea de crear un sentimiento identitario alrededor del que organizarse que respete, al mismo tiempo, el individualismo y la necesidad de independencia de las nuevas generaciones. La lucha de las lesbianas por su reconocimiento social forma parte de la lucha de todas las mujeres. Es más, sus reivindicaciones hacen posible un viejo sueño feminista y libertario, a saber, el derecho a la soberanía de nuestro cuerpo, el derecho al placer sexual, en definitiva, el derecho a ser las únicas con capacidad para gestionar nuestro cuerpo y sus afectos.

CAPITULO IV.- SEXUALIDAD LÉSBICA, DE LA PLUMA10 A LA CAMA. La evidencia como criterio investigador. ¿Qué puede hacer una mujer con otra mujer en la cama? De todo. De todo quiere decir: besarse, acariciarse, estimularse el clítoris mutuamente, practicar el cunnilingus, penetrar la vagina con los dedos, con dildos11 o con cualquier otro objeto, penetración anal, tribadismo clitoridal12, etc. Negar la existencia de relaciones sexuales entre mujeres es un absurdo. Sabemos que las lesbianas desean sexualmente a otras mujeres. No a todas las mujeres, evidentemente, porque las lesbianas, lo mismo que las heterosexuales, son selectivas, pero desean. Y en sus relaciones sexuales, dependiendo de las preferencias personales, pueden realizar todo tipo de prácticas sexuales. Esta realidad refuta la suposición popular que todavía piensa, sobre todo en el área latina, a las lesbianas como seres primariamente emocionales, que practican poco sexo y que cuando lo practican no van más allá de cuatro caricias, besos y, como máximo, la estimulación mutua del clítoris. Durante mi tesis doctoral (Identidades Lésbicas), muchas mujeres heterosexuales me preguntaban qué hace una mujer con otra en la cama. De todas mis respuestas lo que más las sorprendía era la penetración vaginal o anal. Tanto es así que una de mis interlocutoras observó que si entre mujeres se utiliza dildos entonces ella no entendía por qué se definen como lesbianas. La realidad es que algunas heterosexuales gozan y prefieren la estimulación del clítoris a la penetración vaginal y que algunas lesbianas gozan preferentemente con la penetración vaginal y también con la anal. ¿El mundo al revés? Recordemos una vez más la cadena simbólica y la absurda asociación que en ella se establece entre orientación sexual y práctica sexual. Esta asociación niega la diversidad de prácticas existentes tanto entre homosexuales como entre heterosexuales al mismo tiempo que demoniza otras prácticas. Lo único que indica la orientación sexual es la preferencia por un determinado objeto de deseo, en este caso por compartir determinadas prácticas sexuales con una persona del mismo género. De manera que se puede ser lesbiana y preferir la penetración anal a la vaginal, o cualquier otra práctica, sin que ello cuestione la orientación sexual. Esta máxima puede hacerse extensiva también a la heterosexualidad. Y para verificarlo sólo hay que acudir a la red de pornografía lésbica y heterosexual. El prejuicio que asocia heterosexualidad con coito vaginal y lesbianismo con ausencia de penetración vaginal, suele ir acompañado de la idea de que en la cama una mujer tiene que hacer de hombre, es decir, tiene que ser activa, llevar la iniciativa y la otra tiene que hacer de mujer, ser pasiva y acomodarse a las exigencias de la otra. La idea de que en la cama siempre hay una que es más “activa” o más “masculina” que la otra, 10

Término que entre gays y lesbianas sirve para referirse a unos ambiguos marcadores visuales que indican la real o hipotética homosexualidad de otra persona. Es una estructura de goma dura y en forma de pene. También puede ir acompañada de tiras de cuero para ir sujeta a las caderas de quien penetra. 12 Tribadismo es una palabra de origen griego que significa “frotarse”. El “tribadismo clitoridal” significa colocarse en una posición en la que ambos clítoris puedan frotarse el uno contra el otro. 11

evidencia hasta que punto se ha interiorizado la tradicional política de roles: Masculino (activo) y femenino (pasivo), y expresa la arcaica suposición de que las lesbianas, porque no son auténticas mujeres, se mostrarán activas. Esta perspectiva da por supuesto que las auténticas lesbianas son masculinas y que las otras, las que tienen una estética más femenina o actitud más pasiva según los cánones tradicionales, son lesbianas de imitación. Es evidente que algunas parejas lésbicas reproducen la estética tradicional, pero ello no indica cuáles son sus prácticas sexuales preferentes o cuál es el rol que desempeñará cada una de ellas en la cama o, incluso, si éstos son intercambiables. Este prejuicio obvia que, hoy, las actitudes guardan relación antes con las características de personalidad que con el género o con la orientación sexual. La sexualidad lésbica ha sido negada y estereotipada socialmente. En un primer momento fue negada porque se pensaba que las mujeres que se definían como lesbianas carecían de deseo sexual y que su definición evidenciaba carencias afectivas, necesidad de encontrar a otra mujer a quién amar y ser amada. Este tipo de suposición rechazaba la idea de que una “mujer de verdad” pudiera negarse a tener relaciones sexuales con un hombre. Posteriormente, al tomar como modelo de referencia el coitocentrismo vaginal heterosexual, la sexualidad entre mujeres se ha pensado como una sexualidad opuesta a dicho modelo y, por tanto, limitada a una única y exclusiva práctica sexual: la estimulación del clítoris. Hoy, carece de sentido continuar negando la evidencia, o lo que es lo mismo, la existencia de una gran diversidad de prácticas sexuales entre lesbianas. Sin olvidar, y esto es lo más importante, que estas prácticas pueden tener significados distintos a los asignados en el ámbito heterosexual. Por ejemplo, mientras la pornografía heterosexual privilegia el pene como máximo órgano sexual, en la pornografía lésbica el dildo es un medio (no un fin) para proporcionar placer a la otra. La sexualidad lésbica en el discurso lésbico La influencia del modelo hegemónico (coito vaginal) fue decisiva tanto en el movimiento feminista de la década de los 60 como en el movimiento lésbico, sobre todo en el área anglosajona. Ambos movimientos respondieron rechazando el modelo coitocéntrico por considerarlo un símbolo de la opresión masculina. Hay que recordar que este tipo de posición política coincidió históricamente con las investigaciones de Kinsey (1948, 1953) y con la de Master y Johnson que, en 1966, publicaron La respuesta sexual humana, un libro donde por primera vez se estudiaba minuciosamente las respuestas del cuerpo humano a la estimulación sexual. Estos autores fueron definitivos en la toma de conciencia del movimiento feminista, del lésbico y del movimiento estudiantil del Mayo del 68. Además las aportaciones de Kinsey rompieron con la dicotomía homo/hetero y facilitaron, más tarde, la emergencia del movimiento bisexual anglosajón. La atención que dispensaron Masters y Johnson a la respuesta sexual de la mujer contribuyeron a legitimar la sexualidad femenina, a hacerla visible. El orgasmo y el clítoris se pusieron de moda. No obstante respecto a la sexualidad lésbica hay que hablar de dos épocas: una anterior a la década de los 80, o época de la desexualización de la lesbiana; y otra a partir de los 80 o época de sexualización:

a). - Antes de los 80 (desexualización) La ausencia de un discurso feminista que reivindicase la libertad sexual y su fuerte oposición a cualquier manifestación cultural (en sentido antropológico) que tratase a la mujer como simple objeto sexual -tal es el caso de la pornografía-, tuvo consecuencias para las lesbianas. Las radicales feministas de la época definieron a las lesbianas como seres primariamente emocionales y se expresaron contrarias a mantener ningún tipo de práctica sexual que fuese más allá de acariciar el clítoris de otra mujer. En aquellos momentos se preconizaba que la mejor manera de “hacer el amor” era acostarse una al lado de la otra (estar encima o debajo estaba mal contemplado ya que las lesbianas no deben ser jerárquicas) y acariciarse suavemente por todo el cuerpo durante varias horas. Y con el objetivo ideal de fomentar la igualdad, se pretendía (utópicamente) que ambos orgasmos se dieran al mismo tiempo. El falo se convirtió en el máximo exponente del poder de dominación masculino y, en consecuencia, definirse como auténtica lesbiana implicaba rechazar cualquier tipo de contacto –ni siquiera puntual- con un hombre. Años más tarde esta posición fue duramente criticada por algunas lesbianas como Joan Nestle (1981) quien, además de escribir pornografía lésbica, reivindicaba su deseo de ser penetrada por otra mujer. Nestle defendió las prácticas Butch-Femm13 frente a una comunidad que las acusaban de reproducir o “imitar” los roles de género. ¿Por qué surgió el Movimiento Butch-Femm? Algunas autoras como Margaret Nichols (1990) afirman que este colectivo fue, en sus inicios, una reacción a la estética lesbiano-feminista de la década de los 70 (botas, vaqueros, camisa, chaqueta de hombre, pelo corto, ausencia de maquillaje y piernas y axilas sin depilar). Otras autoras como Diane Richardson (1992) consideran que este movimiento y la emergencia de las sadomasoquistas fueron una respuesta a la postura antipornografia y defensora del celibato de algunas radicales feministas. La actitud de Nestle fue ampliamente compartida por otras mujeres lesbianas y bisexuales que no podían expresar públicamente cuales eran sus preferencias sexuales debido al temor que sentían a ser rechazadas por sus pares, quienes, a su vez, las acusaban de no ser auténticas lesbianas por hacer del símbolo de la opresión femenina, el falo, un objeto sexual. Sin embargo estas discrepancias tuvieron consecuencias positivas. Las Femm introdujeron con sus reivindicaciones la diversidad como estrategia de seducción ya que ser Femm, además de una práctica sexual, también expresaba el deseo de maquillarse, etc. sin renunciar por ello al lesbianismo y, además, significaba declararse atraída por lo “opuesto”, es decir, por mujeres de estética masculina. Esta manera de entender la lesbianidad, como “los opuestos se atraen”, cuestionaba la vieja suposición que hacía de la similaridad una de las principales señas de atracción entre dos mujeres. Por otra parte, reconocer que las lesbianas pueden sentirse atraídas unas por otras en función de las diferencias evidenció dos cosas: una que la identificación con los roles de género (femenino, en este caso)tiene matices y, dos, que estos matices no cuestionan la orientación sexual de las personas ni su adscripción al género. No obstante, este no es el caso de España donde la preferencia por 13

Son términos estadounidenses que hacen referencia a las lesbianas que se organizan en función de sus preferencias sexuales. En este caso de su deseo de penetrar (Butch) o de ser penetrada (Femm) por otra mujer. Aunque hoy este tipo de términos tiene una gran diversidad de significados, en su momento las Butch y las Femm también reproducían una apariencia estética asociada tradicionalmente al género femenino y masculino.

determinadas prácticas sexuales no ha generado ningún movimiento o discurso público parecido al anglosajón.

b). - A partir de los 80 (sexualización) La lucha contra el SIDA facilitó que las mujeres, en la medida en que se reunían para hablar de prácticas de riesgo, pudieran empezar a discutir sobre sus preferencias sexuales. Este contexto facilitó que las críticas de las lesbianas disidentes, de las bisexuales y de las que practicaban relaciones sadomasoquistas sirvieran para redefinir significados. De manera que, a diferencia de la década de los 60, ahora se pasó a subrayar el deseo y las relaciones sexuales como principal punto de referencia para definirse como lesbiana. Y como siempre que se introducen cambios políticos, algunas mujeres radicalizaron su postura definiendo el lesbianismo únicamente como una práctica sexual. Las prácticas sexuales pasaron a ser el principal punto de referencia para definir lo que una mujer es: lesbiana o heterosexual. Y en ese esfuerzo clasificatorio se excluyó de nuevo a muchas mujeres, en este caso, a las bisexuales que, porque mantenían relaciones sexuales satisfactorias con ambos géneros ponían en cuestión la noción de pureza identitaria. En 1984 se publicó en USA On our Back, la primera revista pornográfica dirigida por lesbianas para lesbianas. A partir de esos momentos empezaron a publicarse todo tipo de manuales sexuales lésbicos y, sobre todo, libros de pornografía y ciencia-ficción sexual lésbica como Lady Wiston (1987); Serious Pleasure (1989); A restricted Country (1988); Macho Sluts (1988); Lesbian Lovestories y además, Bad Attitude, Quim, Square Peg, Wicked Women, etc. Una lista interminable de revistas, manuales, libros, novelas, videos y películas que trataban, exponían y representaban todo tipo de prácticas sexuales entre mujeres. El contenido de estas revistas evidencia que algunas prácticas sexuales eran más frecuentes que otras. Así, desde 1984 hasta los años 90, las prácticas sexuales más representadas fueron la penetración vaginal con dildos, con los dedos, manos, etc. y las relaciones S/M (sadomasoquistas). Más tarde, a partir de los años 90, se empezaron a privilegiar otras zonas como el ano, los senos e, igualmente, la vagina y las relaciones S/M. Las relaciones S/M entre mujeres, por su frecuencia, merecen que les dediquemos un punto y aparte. De hecho desde que se fundó el primer club S/M en New York en el año 1971 –cuyos componentes se definían como masoquistas- ha proliferado todo tipo de espacios de encuentro, sobre todo, en el área anglosajona. El más conocido de ellos, en USA, para mujeres lesbianas y bisexuales es el Samois. En España, por razones relacionadas con nuestra particular cultura, las relaciones S/M no son tan frecuentes (o tan visibles) como en el área anglosajona. Sin embargo cada vez es mayor el número de mujeres que se deciden a hablar públicamente sobre sus fantasias y sus relaciones S/M. Tal es el caso de Domina Zara, una mujer a la que tuve el placer de conocer hace aproximadamente un año en Barcelona y que hace más de 20 años que se dedica, por puro placer, a la dominación. Casada y madre de tres hijos, Domina Zara aborda su vocación con la misma seriedad y profesionalidad de un psicoanalista: “hago que la gente se encuentre a sí misma; que hagan posibles sus sueños, que sean felices”. La oportunidad de frecuentar su “establo” me ha permitido acercarme a estas prácticas y entender su naturaleza. Se trata de

un juego pactado, negociado, en el que la dominación y la sumisión constituyen una frontera de exploración personal. Estas prácticas representan para sus practicantes un ámbito de descubrimiento transformador que influye en todos los aspectos de su vida y que dada su intensidad emocional, parecen acercarse a una experiencia mística. El intercambio de roles, la puesta en práctica de cualquier fantasía y la exploración de todo tipo de sensaciones, van acompañadas de una profunda comunicación y abandono en la otra persona. Y, por paradójico que pueda parecer, esta sinceridad sexual incrementa la autoestima de las participantes al mismo tiempo que aumenta la capacidad de compartir otros aspectos de sus vidas. La pornografía y las relaciones S/M han generado polémica en el seno del movimiento feminista, un movimiento que conoce la importancia que tienen los “modelos” cuando se trata de influir o cambiar las actitudes de las personas. Por tanto es lógico que desde esta perspectiva se cuestione si estas prácticas sexuales están modificando costumbres o bien reproducen valores tradicionales, coitocéntricos y heterosexistas. Sin embargo, plantear de forma tan dicotómica este tipo de cuestiones es simplificar las cosas. Es evidente que la pornografía puede reproducir roles, pero también sirve para cambiar significados o, por lo menos, para tratar de redefinir conceptos. De manera que una determinada experiencia o práctica con un hombre puede tener en otro contexto (por ejemplo con una mujer o en otro momento de la trayectoria vital de una persona) otro valor o significado. Las cosas dependen, significan y las mujeres –porque somos agentes de cambio social- podemos inventar nuevas acepciones y representaciones. La sexualidad femenina ha sido negada, castigada y estigmatizada primero por la religión y luego por la medicina. Desde los grandes mitos religiosos (Eva comiendo de la manzana del árbol prohibido) hasta el actual romanticismo clínico que asocia sexualidad con enamoramiento, a las mujeres se nos ha negado ese espacio de libertad íntima. Las razones de semejante actitud son de índole política: negar, silenciar y estereotipar es una forma de control. De manera que todas las culturas han intentado controlar su reproducción social controlando la sexualidad femenina, categorizada como peligrosa porque era reproductiva. Ahora carece de sentido que en un contexto en el que las nuevas tecnologías de reproducción asistida y la biogenética amplían la capacidad de elección y, por tanto, de felicidad de las mujeres, sean otras mujeres quienes sancionen nuestras preferencias sexuales. Quiero acabar este capítulo recordando a Pat Califia, una activista lesbiana feminista, cuyas publicaciones han contribuido enormemente a la comprensión de este tipo de prácticas, y que nos recuerda, “mi experiencia es que cuando alguien intenta hacerme sentir culpable por el camino que elijo para llegar al placer, quiere algún control sobre mi vida” (1997:18). De la pluma a la cama, cuestión de matiz Como apuntaba en Identidades Lésbicas la seducción entre mujeres se ha visto influida por los cambios que, a mayor escala, se han producido en nuestra cultura. De manera que forma de vestir, de presentarse, de mirar, de moverse, etc. es cada vez más decisivo entre mujeres. Sin embargo, a diferencia de la seducción entre heterosexuales, la lésbica precisa de un mutuo reconocimiento previo, la pluma. Pues bien entre ese reconocimiento y la cama existe una serie de prejuicios internos o tópicos que dificultan la

seducción. El primero de estos tópicos es que a las lesbianas les cuesta hablar de sexo. Una frase recurrente incluso entre las teóricas de la sexualidad lésbica. Así, por ejemplo, Diane Richardson en su artículo Constructing Lesbian sexualities (1993) empieza diciendo, ¿por qué a las lesbianas nos cuesta tanto hablar de sexo? Esta frase es un tópico que, a fuerza de ser repetido, acaba por hacerse realidad. Se trata de una cuestión de matiz ya que es la identificación con el género, no la orientación sexual, la que explica esta actitud. Se podría decir que es un matiz sin importancia, que dos mujeres –por haber sido educadas en la represión de sus necesidades- suman represión a represión. Sin embargo no siempre es así y, por tanto, no tiene por qué ser así. La importancia de este tipo de suposiciones estriba en que funcionan como una profecía autocumplida. Recordemos una vez más que siempre que el ser humano piensa una situación como real, siempre son reales sus consecuencias. Con las relaciones sexuales ocurre lo mismo: muchas mujeres no se atreven a expresar sus deseos a otras mujeres por miedo a “desentonar” en una comunidad en la que se carece, según este tópico, de capacidad para verbalizar necesidades. Otro de los tópicos es el que afirma que todas las lesbianas son más afectivas que sus homónimos gays, en suma, más románticas. Este tópico da por supuesto que las lesbianas sólo pretenden encontrar su media naranja. Un tópico que demoniza a las lesbianas promiscuas y asusta a aquellas mujeres que no desean comprometerse emocionalmente en una relación. Una de las peores consecuencias de esta clase de suposiciones es la frase “entre mujeres se folla poco” (Nichols, 1990 y varias amigas personales, 2002). ¡Terrible afirmación! Sin embargo, ¿qué quiere decir exactamente la palabra poco? ¿Cuál es el modelo? ¿Dónde está escrito el número de veces que se debe mantener relaciones sexuales para que sea saludable o razonable? Volvemos a más de lo mismo, a establecer pautas con las que traumatizar al personal femenino. Estas pautas provienen, en su mayoría, del mundo masculino tradicional (heterosexual y gay) donde la cantidad ha sido más valorada que la calidad. Otro de los tópicos es que el sexo entre mujeres es mejor que el heterosexual. Y aquí llegamos a una de las preguntas más significativas respecto a este tema, ¿existe relación entre orientación sexual y práctica sexual? Ya hemos visto que no existe relación entre sexo, género, prácticas sexuales y orientación sexual y también conocemos las aportaciones de Alfred Kinsey al respecto. Por tanto sabemos que las prácticas sexuales no confieren por sí mismas identidad. Entonces, ¿por qué se privilegian las relaciones sexuales cuando se trata de establecer criterios identitarios? ¿Cuántas prácticas sexuales hay que tener para que se te considere lesbiana? La comunidad lésbica acepta plenamente a las mujeres que se definen como lesbianas a los 16 años, por ejemplo, y nunca han tenido relaciones sexuales. Por tanto el problema no son las prácticas sexuales. El problema de algunas mujeres, de las “nuevas” (recién llegadas al ambiente) –que en el fondo es el mismo problema de las bisexuales- es que no se les perdona que hayan tenido o tengan un pasado heterosexual satisfactorio. Para ser lesbiana hay que serlo desde la cuna, afirman algunas, las que se erigen en auténticas portadoras de la identidad lésbica. Esta manera de entender la identidad es dicotómica y excluyente. Sólo sirve para establecer distinciones y, aunque de forma encubierta, lo único que pretende es establecer relaciones de poder. Hoy los límites identitarios son confusos, no existe una frontera clara y precisa que permita establecer dónde empieza y acaba el lesbianismo. Este tipo de cuestiones se evidencia en la dificultad para responder a preguntas como: ¿Qué es una lesbiana? ¿Quién tiene relaciones

sexuales con un hombre cuando lo que desea es mantenerlas con una mujer? ¿Quién las tiene con una mujer mientras se define como heterosexual? ¿O quien desearía mantenerlas con mujeres cuando no las tiene con nadie? En fin, lo dicho, ama y haz lo quieras. El resto se trata de asumir que para obtener un “si” hay que aceptar la posibilidad de un “no”.

CAPITULO V.- HOMOFOBIA Y LESBOFOBIA Naturaleza de la homofobia La palabra homofobia fue utilizada por primera vez en EUA, en 1971, por K.T. Smith que, en un artículo, trataba de analizar las características de la personalidad homófoba. En aquellos momentos se definió el concepto de “homofobia” como una actitud de rechazo y miedo a la homosexualidad. No obstante, a medida que se estudiaba el término, empezaron a aparecer otras acepciones e incluso discrepancias respecto a su significado y utilización. Así, Boswell (1993) propuso hablar de heterosexofobia por considerar que el término “homófobo” significa miedo a lo semejante y no precisa, por tanto, el rechazo hacia los diferentes. Otros autores propusieron otros términos como “homoerotofobia”, “homosexofobia”, “homosexismo” y “heterosexismo”. La homofobia es la consecuencia primera de la cadena simbólica, es una actitud de rechazo hacia quienes ponen en cuestión –con sus discursos o con sus prácticas- los roles de género o las expectativas sociales asociadas a ellos. Las últimas aportaciones a este tema señalan que “la homofobia no se dirige sólo a los homosexuales, sino también al conjunto de individuos a los que se considera como no conformes a la norma sexual... la homofobia general no es más que una manifestación del sexismo, es decir, de la discriminación de las personas en razón de su sexo (macho/hembra) y, más concretamente, de su género (masculino/femenino). Esta forma de homofobia se ha definido como la discriminación hacia personas que muestran, o a quienes se atribuyen, algunas cualidades (o defectos) atribuidos al otro género” (Borrillo, 2001:27). Tras esa actitud se enmascara un prejuicio que, lo mismo que la xenofobia, el racismo o el antisemitismo, designa al otro (al diferente) como contrario, inferior o anormal. Es una actitud de aversión y de hostilidad hacia los miembros de un grupo basada simplemente en su pertenencia a él, y en la presunción de que cada miembro posee las características objetables atribuidas al grupo. La naturaleza de esta actitud consta de cuatro características: a) sentimiento de superioridad respecto al diferente; b) deshumanización, o sentimiento de que el “otro” es intrínsecamente diferente y extraño; c) sentimiento de ser merecedor de derechos, status y privilegios por estar en la posición correcta (raza, religión u orientación sexual); d) la convicción de que la existencia del diferente pone en peligro ese status, posición social o poder. a). - Sentimiento de superioridad El sentimiento de superioridad se fundamenta en unas creencias que explican y justifican el trato discriminatorio. Por ejemplo, en el caso de la xenofobia, la supremacía económica de Occidente durante los últimos tres siglos ha creado una sensación de superioridad cultural que alimenta el racismo. En el caso que nos ocupa, la homosexualidad, la medicalización de la sexualidad estableció la heterosexualidad como el único modelo sexual y de referencia para evaluar otras sexualidades. Pensar que existe un orden sexual “natural” donde el sexo biológico (macho/hembra) determina un deseo unívoco (hetero) y un comportamiento sexual específico (femenino/masculino), excluye otras posibilidades porque están fuera de ese orden “natural” o “normal”. De esta manera,

sexismo14 y homofobia aparecen como las dos caras de una misma moneda simbólica: el régimen binario de las sexualidades. La homofobia, en la medida en que sanciona negativamente conductas que no se ajustan al modelo social, se convierte en el guardián de las fronteras sexuales (homo/hetero) y de las de género (masculino/femenino). “Por eso los homosexuales no son las únicas víctimas de la violencia homófoba, que también atañe a todos aquellos que no se adhieren al orden clásico de los géneros: travestidos, transexuales, bisexuales, mujeres heterosexuales con fuerte personalidad y hombres heterosexuales delicados o que manifiesten gran sensibilidad”. (Borrillo, 2001:16) Este sentimiento de superioridad se manifiesta a través del mal uso de la tolerancia15, un término que, aunque se utiliza como sinónimo de respeto, en muchas ocasiones se aplica como un derivado de “tolerar” o soportar, o aguantar al otro porque así lo exige la etiqueta social. Hoy, la tolerancia es un valor social: todo el mundo es tolerante pero este valor no se concreta en hechos, en actos, en una presencia activa al lado del otro. La tolerancia deviene paradójica cuando no va acompañada de solidaridad social. Así, todo el mundo es tolerante hasta que se alquila uno de los pisos de su vivienda a inmigrantes, o hasta que debe posicionarse respecto a la exigencia de una ley que reconozca el derecho al matrimonio de los homosexuales, o hasta que un grupo de gitanos se instala en su barrio. Tolerar la diferencia es una actitud que sitúa a quien tolera en una posición de superioridad moral. Es una relación desigual y se expresa a través de la ausencia de interés por conocer y, por tanto reconocer al otro, dos actitudes fundamentales para el pacto social entre iguales. El victimismo es la otra cara de la moneda porque presentarse socialmente como perseguido es una forma perversa de perseguir a los demás, de corromper insidiosamente las relaciones transmutándolas en relaciones de dependencia y de sometimiento en las que unos juegan el rol de bondadosos donantes (superioridad) y otros de víctimas (inferiores). “Nos complace la necesidad que la víctima tiene de nosotros... amarle por esa única razón, cuidarlo en su desgracia, significa ejercer sobre él no nuestra nobleza de alma sino nuestra voluntad de poder... La compasión se transforma en una variante del desprecio a partir del momento en que por sí sola conforma nuestra relación con los demás excluyendo otros sentimientos como la admiración, el respeto o la alegría” (Bruckner, 1996:260 y 269). Pensar que gays, lesbianas, transexuales, bisexuales, mujeres heterosexuales promiscuas o solteras, están condenados a una vida incompleta, de sufrimiento o al ostracismo social y afectivo, es demonizar la diferencia sexual. Por el contrario, plantearse la posibilidad de que otras sexualidades puedan construirse de una manera satisfactoria evidencia respeto hacia la diferencia.

14 Sexismo es la actitud que piensa que un sexo es superior al otro. Normalmente este tipo de actitud se expresa en un trato discriminatorio: escuchar con más atención lo que un hombre dice, preguntar o pedir consejo antes a un hombre que a una mujer, etc. 15 El sustantivo “tolerancia” (del lat. tolerantia) significa: “respeto a las ideas, creencias y prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”. Sin embargo, el verbo “tolerar” (del lat. tolerare) significa “sufrir, llevar con paciencia”, etc.

b). - La deshumanización del otro Una de las principales características de la deshumanización consiste en suponer que el otro carece de emociones y de conciencia. Esta actitud ha sido denunciada en diversas ocasiones por intelectuales como Grabriel Jackson quien, respecto a la xenofobia, nos recuerda, “muchas personas asumen, sin reflexionar sobre la cuestión, que las diferencias en el color de la piel, rasgos faciales y cabello constituyen rasgos diferenciales entre diferentes grupos de seres humanos, cuando de hecho estas diferencias no tienen absolutamente nada que ver con las capacidades físicas, intelectuales, morales y emocionales de la humanidad como especie única” (El País 10-XI-01). Tanto desde el ámbito de la antropología como desde otras ciencias sociales se ha subrayado la similitud que existe entre cada uno de los miembros de la especie. La deshumanización se fundamenta en el rechazo de dicha semejanza, en la ignorancia del otro, en la ausencia de reconocimiento de sus necesidades que básicamente son las mismas que las del resto de la ciudadanía, y se expresa de diversas maneras y en diversos ámbitos: -

A través del lenguaje, la injuria. La injuria está presente en los chistes, en los insultos, en las canciones, en los comentarios y también en la representación grotesca y burlona de gays y lesbianas en los mas media. Esta actitud lastima seriamente la autoestima de quienes se identifican como homosexuales.

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A través de la ignorancia o actitud de “no querer saber”. Todavía hoy, muchos especialistas de la salud ignoran que E. Hooker, una psiquiatra heterosexual americana demostró, en 1954, que la homosexualidad no es una patología y que, por tanto, no confiere carácter. Y todavía hoy, en las escuelas, en los libros de texto, se silencia la homosexualidad de conocidos personajes históricos.

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A través de la representación grotesca de gays y lesbianas. Una representación que caricaturiza y deshumaniza al tiempo que confirma estereotipos. O, en el peor de los casos, en la ausencia de representación. Y aquí hay que insistir que el silencio, lejos de ser un factor positivo, refleja el peor de los desprecios ya que niega la existencia del otro.

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A través del distanciamiento social. Se trata de un tipo de violencia u hostilidad simbólica muy sutil, profundamente perversa y muy en boga hoy en día. Se trata de ignorar al otro, de no preguntarle acerca de su vida, de no reconocerle ningún tipo de valor. El otro es simplemente “gay” o “transexual” o “lesbiana”, pero no es nada, no es persona, carece de proyectos, de vida sentimental, de aficiones, de intereses propios, de relaciones, etc. Se instituye así un fenómeno social llamado “distanciamiento social” y que el psicólogo social VanderZanden (1992) explica de la siguiente forma: “Allí donde la distancia social es pequeña cada persona participa imaginariamente de la mentalidad de la otra y comparte sus vivencias; puede así simpatizar con sus alegrías y esperanzas, o apenarse de sus problemas o sufrimientos. Quienes se sienten próximos entre sí están más relajados y tienden a adoptar conductas menos defensivas, porque cada uno de ellos piensa que puede comprender a quienes le rodean. Se siente “en su casa” y está en la compañía que le corresponde. Cuando la distancia social es grande, vemos en el otro individuo al representante de una categoría distinta, y sentimos recelo

ante un ser que se diferencia de nosotros, pues no sabemos con certeza que hará. Aun cuando lo conozcamos desde mucho tiempo atrás, nos quedará siempre un resto de incertidumbre, una vaga aprensión, en especial si el extraño mantiene su reserva. Por consiguiente, al hablar de distancia social nos estamos refiriendo a las barreras psicológicas que facilitan o entorpecen una interacción suelta y espontánea”. (VanderZanden, 1992:445). Hay que señalar que en el caso de la homofobia, la percepción de que el otro/otra pertenece a una categoría de personas determinada, genera distanciamiento social en las redes de parentesco, de amistad y en el trabajo. Y en el caso de quienes sufren este distanciamiento social es lógico que se produzca reserva ya que se percibe la hostilidad general.

c). - Convicción de ser merecedor de privilegios por estar en la posición correcta. La homofobia de hoy no es la misma que la de hace unos años atrás y seguro que, en un futuro próximo, será diferente. La homofobia actual instituye un tipo de violencia simbólica que se caracteriza por dos tipos de sentimientos respecto a gays y lesbianas: a) sus demandas son ilegítimas; y, b) transgreden valores. Las demandas ilegítimas hacen referencia a la idea de que gays y lesbianas se han vuelto muy exigentes y quieren conseguir más cosas de las que se merecen. Esta percepción se expresa en frases como: “Lo quieren todo”. Y la transgresión de valores tiene que ver con el sentimiento de que no están respetando las reglas del juego, los valores morales tradicionales (familia) y que pretenden obtener y disfrutar de una serie de derechos propios de los heterosexuales. Este tipo de convicción está presente en todos los prejuicios. Tal es el caso de la xenofobia o el enorme rechazo a conceder privilegios a los inmigrantes por considerar que los ciudadanos españoles han tenido que ganárselos y han tenido que pagar altos precios para conseguir estos privilegios (postergar gratificaciones, trabajar duro, represión sexual, etc.). Un ejemplo de este tipo de actitud es el rechazo a dar facilidades a los inmigrantes para el acceso a una vivienda. d). - La amenaza de la diferencia. La reivindicación de igualdad ante la ley bajo el supuesto de que los otros (los diferentes) también son personas, cuestiona la pretendida normalidad de quienes se piensan como “normales”. Se produce entonces un rechazo a considerar otras sexualidades, otros modelos de relación de pareja, en suma, otras maneras de entender la vida como alternativas válidas, satisfactorias y positivas. Los negadores del pluralismo viven la diversidad como una amenaza a su propio estilo de vida. Un estilo de vida en el que todo se da por supuesto y gracias al cual no están obligados a redefinir diariamente el sentido de su existencia. Tampoco podía ser de otra manera ya que la institucionalización de la vida privada, de la sexualidad y de las emociones evita que los individuos tengan que reinventar su lugar en el mundo continuamente. Es más cómodo y fácil actuar tomando como referencia modos de conducta “prescritos”. Es desde esta perspectiva que tenemos que entender que las instituciones y, sobre todo la institucionalización de las relaciones, sustituyen a los instintos como mecanismo de adaptación social ya que facilitan la acción sin tener que pararse a considerar otras alternativas. Lo cual ahorra esfuerzo personal al tiempo que consolida la conformidad social. Esta especie de anestesia social se evidencia

en el profundo rechazo a hablar sobre cualquier tema que altere la conciencia de estar en la posición correcta. El silencio y la ignorancia son sus principales estrategias. Misoginia y Lesbofobia En España, a partir del año 2000, el lesbianismo ha aumentado progresivamente su presencia social. Así, el lesbianismo estuvo presente en dos importantes series televisivas (Jet Lag y Siete Vidas (en TV3 y TV5 respectivamente), también aparecen lesbianas en la última película de Robert Altman y en la última de David Lynch, en los anuncios de Cutty Sark en el suplemento dominical de El País, etc. Además, en un conocido programa del corazón cuya presentadora se ha hecho muy famosa por su facilidad para escribir, se aludió en diversas ocasiones al posible idilio entre dos folclóricas andaluzas. Esta mayor presencia o visibilidad social del lesbianismo ha supuesto un gran cambio político ya que modifica determinadas representaciones culturales. Ahora la gente sabe que existen lesbianas, que se enamoran y que tienen hijos. Sin embargo, a pesar de esta mayor visibilidad, las lesbianas tienen que hacer frente a dos formas de violencia: una por ser mujeres y otra por ser lesbianas. La misoginia u odio hacia las mujeres está presente en los comentarios, en las burlas, en los chistes, y en las actitudes que pretenden ridiculizar a las mujeres por ser mujeres. En la vida real sucede que muchos hombres e, incluso, muchos gays, pronuncian comentarios humillantes y denigrantes hacia las lesbianas y la mayoría de estos comentarios están relacionados con su condición femenina. Además, la categoría lesbiana se percibe socialmente como un cuestionamiento de los roles de género, de manera que la lesbofobia va dirigida fundamentalmente hacia las mujeres que reproducen actitudes o comportamientos pensados como propios del género opuesto, es decir, hacia las camioneras16 y hacia las que tienen mucha pluma. Sin embargo, independientemente de cómo se defina la lesbofobia, cualquier prejuicio sobre el lesbianismo enmascara una profunda misoginia ya que niega la posibilidad de experimentar la sexualidad, la feminidad, en suma, de celebrar la vida si no es al lado y bajo la mirada tutelar de un hombre. Lesbianas y feministas tienen muchas cosas en común ya que, desde ambas posiciones, se cuestiona la noción tradicional de feminidad. Daniel Borrillo nos recuerda ese antiguo ideal, “Las mujeres existen, en primer lugar para y por la mirada de los otros, es decir, en tanto que objetos acogedores, atractivos y disponibles. Se espera de ellas que sean “femeninas”, es decir, sonrientes, simpáticas, atentas, sumisas, discretas y circunspectas, incluso desdibujadas. Y la pretendida “feminidad” no es frecuentemente otra cosa que una forma de complacencia respecto a las expectativas reales o supuestas, especialmente en materia de engrandecimiento del ego. Por lo tanto, la relación de dependencia con respecto a los demás (y no solamente a los hombres) tiende a convertirse en constitutiva de su ser” (Borrillo, 2001:32).

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Término usualmente peyorativo que sirve para designar a las mujeres cuya estética y conducta reproduce las del género opuesto.

El lesbianismo, en su expresión política, es algo más que una identidad sexual, es una actitud que compromete seriamente la política de géneros, especialmente en lo que respecta al poder que han tenido hasta ahora los hombres para definir a las mujeres y, sobre todo, para decidir su valor o dignidad. Por eso la lesbofobia es también una forma particular de erotofobia, en el sentido de que por mucho que se conozca la existencia del lesbianismo todavía hoy se ignora –o se pretende ignorar- el hecho de que una mujer pueda tener relaciones sexuales satisfactorias con otra. Evidentemente estas actitudes tienen clase social, género y, como todo, contexto. Sin embargo, cuanto más sexista es una sociedad más se entremezclan e, incluso, se confunden la homofobia y la misoginia ya que tienen la función social de sancionar las desviaciones a los roles de género. No obstante, las lesbianas que deciden tener hijos refutan el prejuicio de que no son verdaderas mujeres. Al quedarse embarazadas validan la noción tradicional de feminidad al mismo tiempo que consolidan los lazos de parentesco ya que ese hijo pasa a ser un nieto ante la mirada familiar de quien pare. Por otra parte, la maternidad permite establecer vínculos temáticos, de mutuo interés, con otras mujeres heterosexuales en el trabajo, en la comunidad de vecinos, en el barrio, etc. En una sociedad tan fragmentada como la nuestra, la maternidad lésbica logra integración social en la medida en la que se integra en las redes de parentesco. Sin embargo, esta misma maternidad incide en la división existente entre mujeres que han elegido ser madres y las que optan por no serlo, con el consiguiente peligro de que unas –porque confirman la idea tradicional de feminidad- pasen a ser mejor tratadas o valoradas que las otras. Homofobia interiorizada Una de las consecuencias de la violencia social es la interiorización de esa misma violencia entre los mismos gays y lesbianas. En el origen de esa intolerancia se encuentra lo que M Dorais no duda en llamar “el integrismo identitario”, se trata de una actitud tan peligrosa como el fundamentalismo religioso o totalitarismo porque impone un modelo de conducta único, rígido y opresivo (cfrdo, Borrillo, 2002: 108). De hecho, todos los modelos identitarios producen marginación y exclusión. Tampoco puede ser de otra manera ya que las identidades, en Occidente, se continúan construyendo como esencialistas y dicotómicas: ser catalán es no ser castellano; ser hombre es no ser mujer y ser homosexual es no ser heterosexual. De manera que la marginación, o el trato discriminatorio, se dirige a quienes ponen en cuestión la noción de identidad y no guarda relación con la posesión o carencia de unos determinados atributos psicológicos o experiencias de vida. Expresiones de esta homofobia interiorizada son: -

El definir y asumir la homosexualidad como algo esencial y no como un aspecto de la personalidad. Esta idea olvida que existen muchas maneras de experimentar la homosexualidad e, incluso, de llegar a ella. Tal es el caso de las mujeres que se definen como lesbianas porque se consideran feministas, porque sienten y piensan que el lesbianismo es la consecuencia lógica de ese posicionamiento político. Algunas sienten que son lesbianas desde que nacieron. Otras mujeres, tras unos años de satisfactoria heterosexualidad, se definen como lesbianas. Algunas son de izquierdas, otras de derechas, inteligentes, absurdas, etc., etc. La pluralidad del mundo lésbico es tan enorme que obstinarse en negar la diferencia es tan absurdo como pretender ignorarla.

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El victimismo como tarjeta de presentación social. Hoy, el victimismo confirma estereotipos y niega la posibilidad de construir una vida alternativa satisfactoria. Ciertamente en una sociedad tan corrosiva como la nuestra es difícil construir un estilo de vida optativo, sobre todo si eres mujer. No obstante, lo difícil es posible. Las mujeres han demostrado a lo largo de la historia su enorme capacidad para resignificar cosas, para organizar redes, para fundar espacios y, lo que es más importante, para crear cultura, lenguaje.

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Discriminar a otros gays y lesbianas porque tienen “pluma”. La pluma es uno de los mejores logros de la comunidad homosexual ya que permite que cualquier gay o lesbiana pueda reconocerse en cualquier lugar del mundo. Rechazar a los similares simplemente porque se les nota que son homosexuales, evidencia prejuicios homófobos. Y aquí no me estoy refiriendo al temor a ser identificada como lesbiana debido a la evidente lesbianidad de la otra, sino a la exigencia –cada vez mayor en los chats lésbicos- de conectarse con mujeres a quienes no se les note la pluma. ¿Estamos ante la consolidación de un modelo hegemónico lésbico como han hecho los gays?

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La violencia física o emocional contra otros gays o lesbianas. Sabemos que la violencia -aunque históricamente ha sido ejercida en mayor medida por los hombres que por las mujeres-, también existe entre mujeres. Se trata de un tipo de violencia muy difícil de detectar y que, además, es muy frecuente. O, por lo menos, más frecuente de lo que se reconoce públicamente. Me refiero a los malos tratos psicológicos. Las relaciones de poder carecen de género o de orientación sexual y nadie escapa a ellas porque todos y todas detestamos que se nos ignore. De manera que el poder, entendido como la capacidad de influir o modificar la conducta de los otros, lo ejercemos de una manera u otra. El problema es cómo, de qué manera, hasta qué punto somos conscientes de nuestra capacidad de manipulación, de las consecuencias de nuestras palabras o de las consecuencias de nuestros actos en la vida de los otros. Asumir esta realidad es la primera condición para empezar a cambiarla. Además, la homofobia social impide que los malos tratos físicos, entre gays o entre lesbianas, sean atendidos adecuadamente. ¿Adónde ir? ¿Con quién hablar? La realidad es que se impone que, desde los colectivos, se aborde este tema.

Evidentemente, allí donde no existen recursos o la posibilidad de construir una narrativa positiva acerca del hecho diferencial, es probable que se interioricen determinadas actitudes. De manera que, aunque la cultura no es garantía de una mayor apertura mental, hay que continuar insistiendo en la idea de formar, informar y debatir sin miedos. Desde el ámbito del mov. Gay/Lésbico siempre se ha aconsejado la salida del armario como un medio de combatir la homofobia porque ello contribuye a una mayor visibilidad de la homosexualidad. No obstante, esto no es suficiente, sobre todo en el caso de las mujeres. Es necesario recuperar la vieja idea de priorizar la emancipación económica como primer requisito para poder establecer relaciones de igualdad. Y hay que acompañar esta emancipación de información y formación porque ambas continúan siendo poderosas herramientas de liberación. Nada nuevo bajo el sol. Las viejas consignas del feminismo continúan siendo tan válidas y legítimas como siempre. Y una vez más espero haber contribuido, desde mi experiencia personal, al conocimiento y al debate.

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