Leonardo Sciascia - El caso Moro

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Libros de Leonardo Sciascia en Tusquets Editores

AN DAN ZAS

1912 + 1 La bruja y el capitán El Consejo de Egipto Puertas abiertas Todo modo El caballero y la muerte Una historia sencilla Cándido o Un sueño siciliano El contexto Los tíos de Sicilia Los apuñaladores La desaparición de Majorana El día de la lechuza A cada cual, lo suyo El teatro de la memoria El mar color de vino El caso Moro

FÁBU LA

El Consejo de Egipto Todo modo El contexto 1912 + 1 Los tíos de Sicilia Una historia sencilla Cándido o Un sueño siciliano El caballero y la muerte Puertas abiertas La bruja y el capitán Los apuñaladores AFU ERAS

Horas de España

LEONARDO SCIASCIA EL CASO MORO Traducción de Juan Manuel Salmerón

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EDITORES

Sciascia, Leonardo El caso Moro. - 1a ed. - Buenos Aires :Tusquets Editores, 2011. 192 p .; 21x14 cm. - (Andanzas; 742) Traducido por: Juan Manuel Salmerón Arjona ISBN 978-987-670-036-8 1. Narrativa Italiana. I. Juan Manuel Salmerón Arjona, trad. II. Título. CDD 850

T ítu lo original: L ’a ffa ire M o ro

1 . a ed ició n : diciem bre de 2 0 1 0 1 . a edición argentin a: ju lio de 2 0 1 1

E l caso M o ro : © É d itio n s Grasset et Fasquelle, 1978 In fo rm e de la co m isió n p a rla m e n ta ria de in v estig a ció n , p resen ta d o p o r e l d ip u ta d o L eo n a rd o S c ia sc ia : © L eo n ard o Sciascia Estate. T odos los derechos reservados.

Pu blicado en Italia p o r A d e lp h i E d izio n i, M ilán

© de la trad u cción : Ju a n M an u el Salm eró n A rjo n a, 2 0 10 D iseñ o de la co le cc ió n : G u illem o t-N avares Reservados todos los derechos de esta ed ició n para Tusquets E ditores, S .A . - V enezuela 16 6 4 - (10 9 6 ) B u en o s Aires in fo @ tu sq u e ts.co m .ar - w w w .tusquetseditores.com I S B N : 978-987-670-036-8 H ech o el d epósito de ley Im preso en el mes de ju lio de 2 0 1 1 en G ráfica M P S San tiago del Estero 3 3 8 - G erli - Pcia. de B u en o s A ires Im preso en A rgen tin a - Printed in A rgentin a Q ueda rigurosam ente p ro h ibid a cu alquier fo rm a de rep rod u cción , distribu­ ció n , co m u n icació n p ú b lica o tran sform ación total o parcial de esta obra sin el perm iso escrito de los titulares de los derechos de explotación.

índice

El caso M o ro .................................................... Cronología del c a s o ....................................... Informe de la comisión parlamentaria de investigación, presentado por el diputado Leonardo Sciascia...........................................

El caso Moro

La más monstruosa de las frases: alguien ha muerto «en el momento justo». E. Canetti, La provincia del hombre

Anoche, saliendo de paseo, vi una luciérnaga en la grieta de un muro. Hacía al menos cuarenta años que no veía ninguna por estas tierras, y al principio creí que era un esquisto del yeso con el que habían pegado las piedras o un cristal en los que la luna, filtrándose por entre el follaje, se reflejaba con aquel brillo ver­ doso. Al pronto no pude pensar que las luciérnagas hubieran vuelto, después de tantos años. Ya eran un re­ cuerdo de la infancia, de esa infancia que se fijaba en las pequeñas cosas de la naturaleza, que se divertía y disfrutaba con ellas. A las luciérnagas las llamábamos c a n n ile d d i d ip ic u r a r u , velitas de ovejero, como las lla­ maban los campesinos: tan dura les parecía la vida del pastor, las noches pasadas cuidando del rebaño, que los obsequiaban con luciérnagas como si fueran reli­ quias o vestigios de luz en la temible oscuridad. Te­ mible porque los hurtos de ganado eran frecuentes. Temible porque quienes quedaban al cuidado de las ovejas solían ser niños. Velitas de ovejero, digo. Y a ve­ ces cogíamos una, la ocultábamos delicadamente en el hueco de la mano y luego abríamos de pronto ante los más pequeños aquella fosforescencia esmeraldina.

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Pues sí, era una luciérnaga, en la grieta de un muro. Me dio una alegría inmensa. Una alegría como do­ ble, como desdoblada: alegría de un tiempo recobra­ do -la infancia, los recuerdos, este lugar, ahora silen­ cioso, lleno de voces y de juegos- y de un tiempo por recobrar, por inventar. Con Pasolini, por Pasolini, por un Pasolini que entonces estaba fuera del tiempo, pero que, en el terrible país en que se ha convertido Italia, aún no se había transformado en sí mismo («Tel q u ’en lu i-m é m e e n fin V éter n itéle ch a n g e» ), Un Pasolini, para mí, fraternal y lejano, de una fraternidad sin con­ fianza, llena de pudores y, creo, de recíprocas suspica­ cias. Yo sentía que nos separaba una palabra que a él le era muy grata, una palabra clave en su vida: «ado­ rable». Puede que yo la haya escrito alguna vez, y sin duda la he pensado muchas, aunque sólo por una mu­ jer y por un escritor. El escritor -holgará decirlo- es Stendhal. En cambio, Pasolini hallaba «adorable» lo que en Italia ya era para mí angustioso (aunque tam­ bién para él, como demuestra el «adorable por angus­ tioso» de las C a rta s lu tera n a s... Aunque ¿cómo puede adorarse lo que angustia?) y acabó siendo terrible. En­ contraba «adorables» a los que fueron luego inevita­ bles instrumentos de su muerte. A partir de sus escri­ tos se podría compilar un pequeño diccionario de lo que para él era «adorable» y para mí solamente era an­ gustioso y hoy es terrible. Las luciérnagas, decía. Y así resulta que escribo esto -con piedad, con esperanza- por Pasolini, como rea­ nudando, después de más de veinte años, una corres­

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pondencia: «Las luciérnagas que creías desaparecidas están volviendo. Anoche, después de tantos años, vi una. Y lo mismo pasa con los grillos: tras cuatro o cin­ co años sin oírse, ahora las noches están pobladas de su interminable cricrí». Las luciérnagas. Casi en nombre de ellas quería Pa­ solini procesar al P alazzo, como él llamaba peyorati­ vamente al poder; en nombre de las luciérnagas desa­ parecidas. Como soy un escritor y me gusta polemizar, o al menos discutir, con otros escritores, permítaseme que dé una de­ finición poético-literaria de este fenómeno que se dio en Italia hace unos diez años. Ello permitirá simplificar y abreviar el debate (y seguramente entenderlo mejor). A principios de los años sesenta, debido a la contami­ nación del aire y, sobre todo, en el campo, a la contamina­ ción del agua (los ríos azules y las acequias cristalinas), las luciérnagas empezaron a desaparecer. El fenómeno fue fulminante. A los pocos años no quedaba una. (Ahora son un recuerdo, muy doloroso, del pasado, y un anciano que lo tenga no podrá reconocerse de joven en los jóvenes de hoy, ni sentir por tanto las preciosas nostalgias de ayer.) A ese «algo» que ocurrió en Italia hace unos diez años lo llamaré, pues, «desaparición de las luciérnagas». El régimen democristiano ha pasado por dos fases completamente distintas, dos fases que no sólo no se pue­ den comparar -lo que supondría cierta continuidad-, sino que han llegado incluso a ser históricamente irrecon­ ciliables.

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La primera fase de dicho régimen (como lo han lla­ mado siempre los radicales) va desde el fin de la guerra hasta la desaparición de las luciérnagas; la segunda, desde la desaparición de las luciérnagas hasta hoy. Y añade: En la fase de transición -es decir, «durante la desaparición de las luciérnagas»-, los hombres de poder democristianos cambiaron de pronto su manera de expresarse y adoptaron un lenguaje completamente nuevo (y tan incomprensible como el latín, por cierto), sobre todo Aldo Moro, es decir (por una misteriosa correlación), quien parece el menos implicado de todos en las cosas tremendas que se hicieron desde el año 1969 hasta hoy, con el objeto, hasta ahora formalmente logrado, de conservar el poder. Las luciérnagas. El P alazzo. Procesar al P alazzo. No parece sino que, tres años después de la publicación en el C o r rier e d e lla S era de este artículo de Pasolini, sólo Aldo Moro sigue paseándose por el P alaz z o, por sus estancias vacías, por sus estancias ya desalojadas. Desalojadas para ocupar otras más seguras, en otro P alaz z o más vasto; más seguras, se entiende, para los peores. «El menos implicado de todos», en efecto. El último y solo, él, que había creído ser un guía. El últi­ mo y solo, precisamente por ser «el menos implicado de todos». Y por eso, por ser «el menos implicado de todos», destinado a más enigmáticas y trágicas correla­ ciones.

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Antes que en este artículo -publicado en el C orrie­ re d ella S era el 1 de febrero de 1975 con el título «El vai ío de poder en Italia» y luego recogido en los E scritos co r sa r io s con el título con el que los lectores lo recor­ daban, «El artículo de las luciérnagas»-, Pasolini ya se había referido al lenguaje de Moro en escritos de lingüística (véase el volumen E m p irism o h erético ); pero aquí, en e l a r tícu lo d e las lu ciérn a ga s, habla de Moro, del lenguaje de Moro, en un contexto más lúcido y pre­ ciso, con una visión de la realidad italiana más amplia y desesperada. «Como siempre», dice, «sólo en el lenguaje ha habi­ do síntomas.» Síntomas del precipitarse al vacío de aquel poder democristiano que, hasta diez años antes, había sido «la pura y simple continuación del régimen fascista»; en el lenguaje de Moro, un lenguaje comple­ tamente nuevo pero que, en su incomprensibilidad, venía a ocupar ese espacio del que la Iglesia católica sacaba su latín por los mismos años. ¿Y no podía ser un intercambio, una sustitución? Además, dicho pero­ grullescamente, el latín es incomprensible para quien no sabe latín. Y aunque Pasolini no sabe descifrar el

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latín de Moro, ese «lenguaje completamente nuevo», sí intuye que en su incomprensibilidad, en ese vacío en el que se pronuncia y resuena, se da una «enigmática correlación» entre Moro y lo s d em á s, entre quien me­ nos razones tenía para buscar y probar un nuevo la­ tín (que no deja de ser el «latinajo» que tanto impa­ cienta a Renzo Tramaglino)* y quienes, para sobrevivir siquiera como autómatas, como comparsas, forzosa­ mente debían arroparse en él. En ese inciso de Pasolini -«por una enigmática correlación»- hay una especie de presentimiento, de prefiguración del caso Moro. Ahora sabemos que la «correlación» era una «contradicción», que Moro pagó con su vida. Pero an­ tes de que lo asesinaran, Moro se vio obligado a su­ frir durante aproximadamente dos meses un terrible castigo, una especie de ley del talión, con su «lengua­ je completamente nuevo», con su nuevo latín, tan in­ comprensible como el antiguo: tuvo que intentar de­ cir cosas con el mismo lenguaje q u e n o d ecía n a d a , tuvo que h a cerse e n ten d er con los mismos medios que adop­ tara y probara p a r a q u e n o lo en ten d iera n . Debía comu­ nicarse con el lenguaje de la incomunicabilidad. Por necesidad, es decir, por censura y autocensura; por ser un prisionero, un espía en territorio enemigo vigilado por el enemigo. Pero antes de hablar de los d o c u m e n to s d e l c a stig o , esto es, de las cartas con las que Moro trató de comu­ nicarse con los d em á s, con los que creía «suyos» -¿acaso *

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Protagonista de L o s n o v io s d e A le ssa n d ro M a n z o n i. (N . d e l T.)

no había inventado para ellos, coartada o máscara, aquel lenguaje completamente nuevo?-, debemos ha­ blar de los enemigos, de los carceleros. Lo primero es reconocer que este enemigo, estos carceleros, actuaron con una ética que podría llamarse precisamente así, carcelaria, y que se fundaba en la lectura -directa o n o - de Foucault y de los foucaultianos (aunque de esta ética o formalismo podemos encontrar ejemplos más elementales entre los bandidos del sur, políticos y no políticos). Hijos, nietos o biznietos del comunis­ mo estalinista, los miembros de las Brigadas Rojas ma­ maron la polémica del «vigilar y castigar» y dieron un leve toque libertario a su petrificada ideología. Por ha­ berse criado en ese ambiente, la prisión de ellos no puede ni debe ser un calco de las prisiones del Estado Imperialista de las Multinacionales (S ta to Im p eria lista d elle M u ltin a z io n a li, así, con mayúsculas, para formar la sigla SIM; y mucho se podría hablar de las siglas que, cual nenúfares en las aguas de un estanque, flotan en la R e s o lu ció n d e la d ir e c c ió n e s tr a té g ic a d e la s B r ig a ­ d a s R o ja s); ni su vigilancia puede ni debe tener por ob­ jeto la alienación y el aniquilamiento del individuo, como les ocurre a los prisioneros de poco temple y escasa formación moral e ideológica en las cárceles del SIM. A la «reforma carcelaria» en Italia dedica la R eso lu ció n un largo párrafo; como si en Italia se pu­ diese reformar nada y fuese una novedad que la fina­ lidad de lo «carcelario» (palabra que pone los pelos de punta: casi parece una categoría de la existencia) con­ siste en destruir, mediante el aniquilamiento físico del

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prisionero político, precisamente la identidad política. Silvio Pellico y Luigi Settembrini han escrito cosas muy parecidas a las que la dirección estratégica de las Bri­ gadas Rojas dice en el párrafo D de la R eso lu ció n . Para demostrar el trato humano, deferente, que las Brigadas Rojas dan a los prisioneros, los miembros re­ cientemente juzgados en Turín alegaban que al juez Sossi, detenido en su «prisión del pueblo», le prepara­ ban risotto. Este detalle gastronómico, familiar, hoga­ reño, puede parecer desconcertante y aun irónico en medio de una serie de hechos mortales, pero no lo es; al contrario, ayuda a explicar ciertas incoherencias, ciertos comportamientos extraños de los terroristas en el caso Moro. El primero de ellos, su celo digamos pos­ tal, el casi exagerado empeño que, a partir de cierto momento, ponen en que la correspondencia sea secre­ ta. Los terroristas entregaron en total, según estima­ ción de los bien informados, entre cincuenta y setenta cartas de Moro, no sólo poniendo en juego sus recur­ sos logísticos con gran riesgo y gratuidad, sino hasta tomándose muy en serio la ley del secreto postal y de la inviolabilidad de la correspondencia entre ciudada­ nos de un país libre. Aunque eso a partir de cierto mo­ mento, repetimos. Pues en el tercer comunicado, con el que acompañaban la primera carta que Moro envía desde la «prisión del pueblo» (dirigida al ministro del Interior, Francesco Cossiga), las Brigadas Rojas soste­ nían otro principio: «El prisionero ha pedido permiso para escribir una carta secreta (las maniobras ocultas son la norma en la mafia democristiana) al gobierno y

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i ii concreto al señor Cossiga, jefe de los policías. Se lo liemos concedido, pero como nada debe ocultarse al pueblo y es nuestra costumbre, hacemos pública la carta». Este principio, tan resueltamente así afirma­ do el 29 de marzo, deja de tener validez el 30 de abril, día en que se conoce que han recibido cartas de Moro I,cone, Andreotti, Ingrao, Fanfani, Misasi, Piccoli y ( iraxi. De estas siete cartas, la primera se publica por voluntad del mismo Moro, que la dirige a la prensa •ton el ruego de que se transmita urgentemente a su ilustre destinatario», y la dirigida a Craxi, porque en .iquel momento convenía al Partido Socialista Italiano. Pudieron mantenerlas secretas quienes tenían interés en que no se conociera su contenido, aprovechando que las Brigadas Rojas, por distracción u omisión, fal­ laron al propósito solemnemente declarado de no ocultar nada al pueblo. Aunque sería de ilusos pensar que las Brigadas Rojas se distrajeron o decidieron res­ petar el secreto postal. Debió de haber una razón, un cálculo. Pero el caso es que, a partir de cierto momen­ to, no son las Brigadas Rojas quienes hacen públicas las cartas de Moro. En cuanto a que gran parte de su la­ bor postal fue gratuita, es decir, inútil y sin objeto, es cosa que podemos tener razonablemente por seguro. Pensemos, por ejemplo, que un brigadista se jugó la vida por hacer llegar la siguiente carta: Queridísima Noretta: Recibe, tú y todos, en este día de Pascua, mis mejores y más cariñosos deseos, con todo mi amor por la familia

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y especialmente por el pequeño. Y dale recuerdos a Anna, a la que tendría que haber visto hoy. Y dile a Agnese que te haga compañía por las noches. Yo no estoy mal, bien alimentado y atendido. Os bendice, os desea lo mejor y os abraza, Aldo Sólo hay una cosa en esta carta que podía benefi­ ciar a las Brigadas Rojas, propagandísticamente hablan­ do: la declaración del prisionero de «no estar mal», de estar «bien alimentado y atendido». A lo mejor tam­ bién le preparaban riso tto , como al juez Sossi. Sin em­ bargo, tampoco hacen pública esta carta. ¿Por qué? Podemos aventurar una hipótesis: porque, en la ética carcelaria de las Brigadas Rojas, hubo un antes y un después de la condena; porque durante el juicio con­ sideraron a Aldo Moro un hombre público, que no te­ nía por tanto derecho al secreto, y después de la sen­ tencia, un condenado a muerte que, hasta el momento de la ejecución, vivía en su propia esfera de pensa­ mientos y sentimientos, absolutamente personal y privada..., tanto más personal y privada cuanto que el partido democristiano desoyó, tácita pero unánime­ mente, las órdenes de su «impedido» presidente (por­ que no se explica el silencio de juristas y picapleitos, que tanto abundan en Italia y tan dispuestos están siem­ pre a examinarlo todo de arriba abajo, ante la decisión de Moro «de convocar con carácter urgente al Conse­ jo Nacional» de Democracia Cristiana para estudiar «la manera de librar de impedimentos a su presiden-

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le»). Parece seguro, decíamos, que un miembro de las brigadas Rojas corrió grandes riesgos sólo por llevar las felicitaciones pascuales de Moro a su familia. Y aun­ que hoy, retrospectiva y estadísticamente, podamos de­ cir que esos riesgos eran pocos y casuales y aun inexis­ tentes, habida cuenta de lo ineficaces que resultaron las acciones policiales, en aquel momento estas accio­ nes policiales tuvieron tanta resonancia en prensa, ra­ dio y televisión, y parecieron tan resueltas, terminan­ tes y numerosas, que pudieron hacernos esperar, y a las Brigadas Rojas temer, que dieran algún resultado. En fin, no podemos creer que Aldo Moro dijera es­ tar «bien alimentado y atendido» por simple servilis­ mo hacia sus carceleros, o que mintiera para tranqui­ lizar a su familia. No cabe duda de que las Brigadas Rojas, en la medida en que la necesidad de un escon­ dite seguro y sus medios se lo permitían, intentaron hacer que la «prisión del pueblo» fuera distinta de la del SIM, tal como se imaginaban o sabían que era la pri­ sión del SIM; una prisión que no destruyese la «iden­ tidad política y personal» del detenido, una prisión como la de la N o v e lla d e l G rasso L e g n a iu o lo en la Flo­ rencia del Renacimiento o la de la comedia I m a fiu s i d elta V icaria en la Palermo borbónica, una prisión, en fin, como las que había antes de que la prisión fuera objeto de la razón, problema. Pues, además, lo que ellos querían era penetrar y analizar la identidad de Moro, no anularla ni transformarla: en la «prisión del pueblo», Moro debía seguir siendo quien era. Aparte de la necesaria reclusión -que los recluía a ellos mis-

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mos-, los miembros de las Brigadas Rojas no debie­ ron de ejercer sobre Moro coacción ni violencia física, psíquica ni farmacológica alguna. Aun sus cartas de­ bieron de censurarlas muy poco. Lo que sucede es que Moro no se percató de esta ética, o no se fió de ella, y por eso, y a excepción de una de las últimas cartas publicadas, las escribió autocensurándose, desesperada y lúcidamente: d ic ie n d o cosas con el mismo lenguaje q u e n o d e c ía n a d a .

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Uno de los relatos más extraordinarios de Borges os el titulado «Pierre Menard, autor del Q u ijote» , perte­ neciente al volumen F iccion es. Como todo lo que, de puro abstracto y misterio­ so, parece absolutamente fantástico, este relato parte de un hecho real, de un acontecimiento concreto que, directa o indirectamente, marcó al llamado mundo oc­ cidental. Este acontecimiento es la publicación en 1905 de la V ida d e D o n Q u ijo te y S a n ch o de Miguel de Unamuno. Desde aquel momento no fue posible seguir leyendo D o n Q u ijo te como Cervantes lo escribió: la interpretación unamuniana, que parecía un cristal transparente sobre la obra de Cervantes, era en reali­ dad un espejo: un espejo de Unamuno, del tiempo de Unamuno, del sentimiento de Unamuno, de la visión del mundo y de la realidad española que tenía Unamu­ no. Desde entonces se leyó el D o n Q u ijo te de Una­ muno creyendo que se leía el de Cervantes, y leyendo en efecto el de Cervantes. Medio siglo después, Borges escribe sobre Pierre Menard (¡mucha casualidad sería, y puramente borgiana, que Borges no hubiera tenido presente a Unamuno!), un escritor francés que, además

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de una obra literaria escasa y «visible», deja otra inaca­ bada pero heroica, incomparable, e «invisible»: no o tro D on Q u ijo te, sino e l D on Q u ijo te; el D o n Q u ijo te de Cer­ vantes, idéntico y a la vez completamente diferente. Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Este, por ejemplo, escribió (Don Quijote, pri­ mera parte, noveno capítulo): «... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, ad­ vertencia de lo por venir». Redactada en el siglo X V II, re­ dactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cam­ bio, escribe: «... la verdad, cuya madre es la historia, ému­ la del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pa­ sado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir». La historia, madre de la verdad; la idea es asom­ brosa. Menard, contemporáneo de William James, no de­ fine la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales -ejem ploy aviso de lo presente, advertencia de lo p or venir- son descaradamente pragmáticas. Recordé este relato, este apólogo, nada más termi­ nar de ordenar un poco las crónicas y documentos del caso Moro. Cuadraba con la poderosa impresión de que el caso Moro estaba ya escrito, de que ya era una obra literaria acabada, de que ya vivía en una intocable perfección; intocable al menos en el sentido de Pierre

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Menard: completamente distinto sin haber cambiado nada. Si escribo, parodiando a Borges: El 16 de marzo de 1978, minutos antes de las nueve, el diputado Aldo Moro, presidente de Democracia Cristia­ na, sale del número 79 de Via Forte Trionfale. Lo esperan el Fiat 130 azul oscuro oficial y el Alfa Romeo Alfetta blanco de la escolta. El presidente debe ir primero al Cen­ tro de Estudios de Democracia Cristiana, y después, a las diez, al Congreso, donde Andreotti presentará el nuevo gobierno y expondrá su programa. De este nuevo gobier­ no, el primer ejecutivo democristiano apoyado por los co­ munistas, Moro ha sido un artífice avisado y paciente. Existe, sin embargo, cierta inquietud tanto en el Partido Comunista, que no ve con buenos ojos la presencia en el nuevo gobierno de viejos y pocos estimados miembros de Democracia Cristiana, como entre los democristianos, que temen ver realizado el llamado «compromiso histórico».* Esto, escrito y leído inmediatamente después del secuestro, no es más que una crónica de lo que Moro hacía e iba a hacer aquel día. En cambio, esto, escri­ to hoy: El 16 de marzo de 1978, minutos antes de las nueve, el di­ putado Aldo Moro, presidente de Democracia Cristiana, * N o m b re c o n el q u e se c o n o ce en Italia la ten d en cia al acercam ien to de d em o cristian o s y co m u n istas en los añ os seten ta, c u y o o b je tiv o era lo grar el m ayo r co n se n so d e m o crático en u n o s añ os d e fo rtísim as tension es p o líti­ cas. (N . d e l T.)

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sale del número 79 de Via Forte Trionfale. Lo esperan el Fiat 130 azul oscuro oficial y el Alfa Romeo Alfetta blanco de la escolta. El presidente debe ir primero al Centro de Estudios de Democracia Cristiana, y después, a las diez, al Congreso, donde Andreotti presentará el nuevo go­ bierno y expondrá su programa. De este nuevo gobier­ no, el primer ejecutivo democristiano apoyado por los comunistas, Moro ha sido un artífice avisado y paciente. Existe, sin embargo, cierta inquietud tanto en el Partido Comunista, que no ve con buenos ojos la presencia en el nuevo gobierno de viejos y pocos estimados miem­ bros de Democracia Cristiana, como entre los democristianos, que temen ver realizado el llamado «compromiso histórico». Esto, las mismas palabras y en el mismo orden, escrito hoy, tendrá para mí y para el lector un senti­ do muy distinto. Es como si el centro de gravedad se hubiera desplazado: desde la persona de Moro, que sa­ lía de su casa sin saber que iban a secuestrarlo, hasta el Congreso, donde su ausencia produjo lo que su pre­ sencia difícilmente habría producido: la paz y armo­ nía necesarias para que el cuarto gobierno presidido por Andreotti se aprobara sin oposición alguna. El dra­ ma de que la ausencia de Moro del Parlamento, de la vida política, fuera m á s p r o v e c h o s a , en un determinado sentido, que su presencia, ha sustituido, visto retros­ pectivamente, al drama del secuestro. Y ése, señores, es el drama, como diría Pirandello. Pero la comparación con el relato de Borges es más

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profunda, menos paródica. ¿Por qué se tiene la impre­ sión de que el caso Moro está ya escrito, de que vive en una esfera de intocable perfección literaria, de que no podemos sino reescribirlo literalmente, cambiándo­ lo así todo sin cambiar nada? Muchas son las razones, y no todas descifrables. Digamos, para empezar, que el caso Moro se desarrolló irrealmente en un malísi­ mo contexto histórico. Así como el D o n Q u ijo te nació de los libros de caballería andante, así el caso Moro parece engendrado por cierta literatura. Ya he men­ cionado a Pasolini. Puedo también recordar, sin enorgullecerme pero tampoco sin renegar de ellos, dos re­ latos míos, por lo menos: E l co n tex to y Todo m o d o .* En su H isto ria d e D e m o c r a c ia C ristia n a , publicada meses antes del secuestro, escribe Giorgio Galli: Probablemente parte de este grupo dirigente democristiano, que hasta los años cincuenta provenía de los am­ bientes típicos de la cultura y la educación católicas, in­ cluye, a partir de los años sesenta, a un número creciente de personas de distinta formación, quizá ni siquiera cre­ yentes (aunque sí practicantes). Pero, en cualquier caso, la ideología oficial que une al bloque de poder en el que Democracia Cristiana está convirtiéndose es una interio­ rización de los conceptos y valores del sistema «eusebiano». En el momento culminante del proceso degenerati* L e o n ard o Sciascia, Todo m odo, trad u cció n de Jo a q u ín Jo rd á , B arcelo n a, Tusquets Editores (colecció n A n d an zas 85, 19 8 8 , y colecció n F ábu la 9 2 ,19 9 8 ) , y E l contexto, trad u cció n de C a rm e n A rta l, B a rc e lo n a , Tusquets E d ito res (co­ lección A n d a n z a s 1 5 0 , 1 9 9 1 , y co le cc ió n F áb u la 1 3 5 , 2000). (TV. d e lE .)

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vo de esta especie de filosofía de la acción conservadora, Leonardo Sciascia y Elio Petri sintetizaron en su película Todo m odo la parábola de personajes de los que pueden ser ejemplo los ponentes sobre asuntos sociales ya en aquel congreso de Nápoles de 1952. Una síntesis, un balance; pero las síntesis, en medio del vacío de reflexión, de crítica y aun de sentido co­ mún en el que la vida política italiana se ha desarrolla­ do, no podían sino parecer prefiguraciones, profecías, incluso instigaciones. Cuando la verdad, abandonada a la literatura, se hizo patente en la vida cotidiana con toda su trágica crudeza y ya fue imposible ignorarla o disimularla, pareció engendrada por la literatura. Los políticos del poder o próximos al poder culparon de ello a los hombres de letras (prefiramos «hombres de letras», que viene de Voltaire y de su época, a «intelec­ tuales», término demasiado genérico e impreciso), no sin cierta buena fe e inocencia, porque pensaron que los mismos hombres de letras acabarían figurándose engendradores de aquella realidad. Pero sigamos comparando el caso Moro con el apólogo de Borges. La impresión de que es, por así de­ cirlo, un caso literario se debe sobre todo a esa fuga o abstracción de la realidad, a ese paso de los hechos -en el momento de ocurrir y aún más al contemplar­ los luego en conjunto- a una dimensión imaginativa o fantástica de impecable coherencia lógica, de la que resulta una constante ambigüedad: tanta perfección no puede darse más que en la imaginación, en la fan-

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usía, no en la realidad. Por decirlo con una b o u ta d e : uno puede escapar de la policía italiana -tal como está entrenada, organizada y dirigida-, pero no del cálculo de probabilidades. Y a juzgar por las estadísticas que dio a conocer el Ministerio del Interior de las accio­ nes policiales llevadas a cabo desde el momento del secuestro hasta el descubrimiento del cadáver, a eso precisamente escaparon las Brigadas Rojas, al cálculo de probabilidades. Lo cual es v ero sím il, pero no puede ser r ea l y v e r d a d e r o (Tommaseo, D iccio n a r io d e sin ó n im o s: «Para mayor énfasis, las dos voces se emplean unidas, diciéndose: un hecho real y verdadero ... Lo r e a l pa­ rece así que refuerza lo v e r d a d e r o , y no sólo por ser un pleonasmo: un hecho real y verdadero no solamen­ te ha ocurrido realmente, sino tal y como se cuenta, como pareció, como se creyó...»).

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En la formación de todo gran acontecimiento se da un concurso de acontecimientos menores, tan pe­ queños que a veces pasan desapercibidos, los cuales, con un movimiento de atracción y agregación, con­ vergen hacia un punto, hacia el centro de un campo magnético en el que cobran forma: precisamente la del gran acontecimiento. En dicha forma, que todos jun­ tos cobran, ningún acontecimiento menor es casual o fortuito: las partes, por moleculares que sean, hallan su necesidad -y por tanto su explicación- en el todo, y el todo en las partes. En el caso Moro, uno de estos pequeños aconte­ cimientos es el uso de la expresión «el gran estadista» en lugar de su nombre o de denominaciones como «el presidente de Democracia Cristiana», «el líder», «el gran líder», «el prestigioso líder»... La encontramos por primera vez aplicada a Moro en los periódicos del 18 de marzo, en las declaraciones, suponemos que tra­ ducidas, del secretario general de la ONU: «uno de los más eminentes estadistas de Italia». Vuelve a aparecer esporádicamente en la prensa después del primer men­ saje de Moro, la carta a Cossiga, el ministro del Inte­

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rior. El 18 de abril la vemos por primera vez acompa­ ñada del epíteto «gran» en el mensaje del presidente Cárter. No sabemos cómo sonaba en el texto original, pero era la expresión que se necesitaba, que se bust aba, para que toda alusión a Moro contuviera, im­ plícita pero clara, una comparación entre lo que había sido y lo que ya no era: había sido un «gran estadista» y ahora sólo era, según palabras suyas en la primera carta que envía desde la «prisión del pueblo» (y que lueron las más citadas mucho después de la conclu­ sión del caso), un hombre «bajo un dominio pleno e incontrolado». Un «estadista» es un hombre de Estado, un hom­ bre que tributa al Estado, a su ordenamiento, a sus le­ yes, una lealtad inteligente, y medita sobre todo ello y lo estudia; y un «gran estadista», claro está, es aquel »|ue posee estas facultades y desempeña estas activi­ dades con excelencia. ¿Y cómo ver al «gran estadista» en las cartas que Moro enviaba desde la «prisión del pueblo»? Las Brigadas Rojas lo habían destruido, y en lugar del «gran estadista» era un hombre al que quizá maltrataban y drogaban, y que sin duda vivía conslantemente amenazado de muerte, lo que le hacía per­ der el mismo «sentido del Estado» que en tan alto gra­ do había demostrado poseer durante más de treinta años de actividad política. Gran mentira, entre las mui lias y gordas de aquellos días. Ni Moro ni el partido que él presidía tuvieron nunca «sentido del Estado». I a idea de Estado que algunos líderes del Partido Co­ munista Italiano habían empezado a esgrimir en mayo

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del año anterior -idea que parecía venir y que quizá, por razones que ahora no viene al caso examinar, ve­ nía más del lado derecho que del lado izquierdo de Hegel- pudo pasar por la mente de Aldo Moro cuan­ do era joven y participaba en aquellas justas culturales que organizaba el régimen fascista con el nombre de litto r ia li (los vencedores se llamaban «lictores»), pero si pasó, no dejó huella en sus pensamientos... o en su pensamiento, si queremos atribuirle una concepción bien definida y articulada de la política. Y si no dejó huella en la suya, cuánto menos la dejaría en la men­ te, sin duda menos «guarnecida», que diría Savinio, de pensamiento y de pensamientos, de muchos de aquellos para quienes Moro era un ejemplo y un guía. Por lo demás, la razón por la que al menos una ter­ cera parte del electorado italiano se identificaba y se identifica con el partido democristiano radica preci­ samente en que éste no tiene ninguna idea de Estado, cosa tranquilizadora y hasta tonificante. Las críticas dirigidas el año anterior por algunos miembros del Partido Comunista Italiano contra quie­ nes no demostraban amar visceralmente al Estado -al Estado italiano tal como era- fueron la o u v e r tu r e de aquel drama de amor al Estado que se representó por todo lo alto en Italia desde el 16 de marzo al 9 de mayo de 1978. Y aunque las víctimas de esta grandio­ sa representación -víctimas como aplastadas por los pesados decorados- parecían ser quienes no sentían gran amor por el Estado o por el Estado italiano tal como era, la verdadera víctima fue Aldo Moro.

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Hasta el 16 de marzo Moro no fue un «gran estadisi.i». Fue, y siguió siendo mientras estuvo en la «prisión del pueblo», un gran político, lúcido, atento, calcula­ dor; aparentemente dúctil, pero en realidad inflexible; paciente, pero con paciencia perseverante; y que tenía una visión de las fuerzas, o sea, de las debilidades que mueven la vida italiana, amplia y certera como jamás la tuvo político alguno. En eso consistía su peculiari­ dad: en que conocía las debilidades y había adoptado una estrategia que, a la vez que las alimentaba, hacía i reer a quien las tenía que se habían trocado en fuer­ za. En esta estrategia concurrían dos experiencias, atá­ vicas y personales: el catolicismo italiano y esa versión más crudamente cotidiana del catolicismo italiano que es la vida social (asocial) del sur de Italia. Una esüategia comparable con la que Kutuzov adopta ante Napoleón. Antes de que Moro cayera en desgracia, vai ias veces se me ocurrió compararlo con el Kutuzov que lólstói describe en G u erra y p a z : con el Kutuzov al que, en el capítulo quince de la primera parte, vuelve i ver el príncipe Andrea con la misma cara y aspecto ( ansados; con el Kutuzov que escucha con expresión i ansada e irónica a un tal Denisov, que tiene un plan para cortar la línea de aprovisionamiento napoleónica y salvar la patria, y de pronto le pregunta si es pariente del intendente general Denisov; con el Kutuzov que •sabía algo más, algo que había de decidir la suerte de la guerra» y que no estaba en las tácticas más o menos inteligentes, sino en la geografía y el modo de ser del pueblo ruso.

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En la televisión a Moro se lo veía como si sintiera un cansancio antiguo, un hastío profundo. Sólo a ve­ ces le asomaba a los ojos, a los labios, un destello de ironía o de desprecio, que enseguida apagaba ese can­ sancio, ese hastío. Uno tenía la impresión de que sabía «algo más»: el secreto italiano y católico de asimilar lo nuevo a lo viejo, de poner todo instrumento nuevo al servicio de reglas antiguas; de que tenía, sobre todo, un conocimiento negativo, en forma negativa, de la naturaleza humana. Y esto era para él un motivo de aflicción y un arma. Un arma usada con dolor, sin duda, pero usada. Precisamente por ser, como dice Pasolini, «el menos implicado de todos», tenía, más que ningún otro miembro de su partido, la indiscutible y casi aliviadora autoridad de hablar en nombre de to­ dos: poder y sacrificio a la vez. Y fuera de Democracia Cristiana, ante los demás partidos y ante Italia, esta con­ dición le granjeaba credibilidad, confianza, yo diría que emotivamente. Si alguna idea tuvo Moro parecida a una idea del Estado, estaba como encerrada dentro del partido, den­ tro de esa ciudad medieval que era el partido, ciudad que parecía abierta e indefensa, pero que en los mo­ mentos de peligro se revelaba perfectamente fortificada y protegida. De esta idea hay muestras reveladoras en su último discurso parlamentario, en el que salió en de­ fensa del señor Gui, senador de Democracia Cristiana acusado de complicidad en un gravísimo delito siendo ministro de Defensa. Vale la pena citar un pasaje:

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Toda Democracia Cristiana se une para defender a su se­ ñoría Gui y con ello no hace sino defenderse a sí misma en cuanto partido. Cierto es que nos hemos dividido otras veces, pero siempre ha sido en cuestiones menores, en cuestiones opinables. Cuando se ha tratado de asuntos serios, de grandes decisiones, de valores fundamentales, no nos hemos dividido, si acaso se han dividido otros, lo que demuestra que, objetivamente, el ámbito de la ver­ dad es más grande que nuestras convicciones personales. Defendamos unidos, pues, al partido ... No se trata de ninguna primacía de Democracia Cristiana, la cual no es sino una fría constatación de los hechos, hechos dura­ deros porque no tienen razones ocasionales, sino raíces históricas ... Lo que no aceptamos es que toda nuestra trayectoria se tache de infame en esta especie de mala continuación de una campaña electoral crispada. Con­ tra la acusación de que todo y todos en nuestro partido merecen ser condenados, estrechamos filas. No sé cuán­ tos se han sumado a esta estrategia política, pero es, digá­ moslo con franqueza, una estrategia que va contra la idea de cooperación democrática [este aviso iba dirigido a los comunistas, aunque estaba de más, porque si bien los co­ munistas querían procesar a Gui, se guardaban muy mu­ cho de acusar a todo el partido]. A quien quiera juzgamos en bloque, a quien quiera condenarnos, moral y políti­ camente, y celebrarlo, como se ha dicho cínicamente, en la calle, nosotros nos enfrentaremos con la máxima fir­ meza y apelando a la opinión pública, que no ha visto en nosotros ninguna culpa histórica ni ha querido que nuestra fuerza disminuya ... Si tenéis un poco de inteli-

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gencia, de lo cual a veces tiende uno a dudar, os decimos que no subestiméis la fuerza de la opinión pública, que lleva más de tres décadas identificándose con mi partido y confiando en él, y que no creo que esté dispuesta a renunciar a nuestra presencia, como nosotros no estamos dispuestos a renunciar a su fuerza, a los derechos que nos da y a los cometidos que se nos han encomendado. Estamos ante un asunto sumamente serio, y es momento de reafirmar las razones de la libertad y la necesaria inte­ gridad del país en su esencia social y política. En resumidas cuentas, a esto se reducen los argu­ mentos de Moro: la libertad y la integridad del país son intocables; Democracia Cristiana representa la libertad y la integridad del país; Democracia Cristia­ na es intocable. Silogismo del que deriva este otro: el invariado apoyo electoral demuestra que Democracia Cristiana no es culpable; Gui es democristiano; Gui no es culpable. Puede que Gui sea inocente de lo que se le acusa, pero no parece que su inocencia perso­ nal pueda deducirse de estos silogismos. Silogismos que, más allá de la culpabilidad o inocencia de Gui, demuestran de una vez para siempre la inocencia de Democracia Cristiana, que servirá de presunción de ino­ cencia para cada democristiano en concreto. Creía Bayle que una república de buenos cristianos no podía durar. Y Montesquieu corregía: «una repú­ blica de buenos cristianos no puede existir». Pero una república de buenos católicos italianos puede existir y durar. Así.

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A esta Democracia Cristiana que se une y se cohe­ siona a la hora de defender a cada democristiano, a este partido-familia, a este partido que interpreta y re­ presenta la «voluntad general» de los italianos aun­ que aritméticamente no represente más que a una tercera parte, se dirige Aldo Moro desde la «prisión del pueblo». Su primera carta llega la noche del 29 de marzo. La entregan las Brigadas Rojas junto con su tercer comu­ nicado y va dirigida a Francesco Cossiga, ministro del Interior. Moro escribe «confidencialmente». Está cla­ ro que la confidencialidad se la han garantizado sus carceleros. Pero explican las Brigadas Rojas: «Ha pedi­ rlo permiso para escribir una carta secreta (las manio­ bras ocultas son la norma en la mafia democristiana) al gobierno y en concreto al señor Cossiga, jefe de los policías. Se lo hemos concedido, pero como nada debe ocultarse al pueblo y es nuestra costumbre, la hacemos pública». Se le concede escribir una carta, no una carta secreta, aunque el secreto se lo prometan. No es lo mismo. Lo primero que hay que preguntar­ se es: ¿por qué al ministro del Interior? A juzgar por

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lo que Moro propone en la carta, el destinatario ten­ dría que haber sido el ministro de Justicia, e incluso, si hubiera tenido el famoso «sentido del Estado» que la prensa empezaba a suponerle, el primer ministro o el presidente de la República. ¿Por qué, decimos, se di­ rige al ministro del Interior? Porque lo consideraba el más amigo de «los amigos» es respuesta poco convin­ cente. En ningún momento se dirige a él únicamen­ te como democristiano, como amigo. Más bien parece dirigirse a él como ministro del Interior, como -por emplear el lenguaje de las Brigadas Rojas- «jefe de los policías». Querido Francesco: De paso que te envío un cariñoso saludo, me veo obligado a hacerte, en las difíciles circunstancias en las que me hallo y teniendo en cuenta tus responsabilidades (que naturalmente respeto), algunas observaciones lúci­ das y realistas. Prescindiré deliberadamente de acentos emocionales y me atendré a los hechos. Aunque nada sé de lo que ha ocurrido después de mi secuestro, no cabe duda, porque así me lo han dicho muy claramente, que soy un prisionero político y que, en mi calidad de presi­ dente de Democracia Cristiana, estoy siendo objeto de un juicio para depurar mis responsabilidades en estos treinta años (juicio ahora estrictamente político que me pone más y más entre la espada y la pared). En estas circunstancias, te escribo muy reservada­ mente, a fin de que tú y los demás amigos, empezando por el primer ministro y, claro está, después de informar

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al presidente de la República, reflexionéis oportunamen­ te sobre lo que hacer para evitar daños mayores. Pensémoslo, pues, muy bien antes de que se cree una situación emotiva e irracional. Debo creer que el grave cargo que se me imputa es por ser un miembro destaca­ do del partido y uno de los responsables de su acción po­ lítica. En realidad, se nos acusa a todo el grupo dirigen­ te, y lo que se juzga es nuestra actuación colectiva, de la que yo debo responder. Dadas las circunstancias, de lo que aquí se trata, más allá de consideraciones humanitarias, las cuales tampoco se pueden olvidar, es de la razón de Estado. Esto significa, volviendo a lo que antes decía de mi actual situación, que hay que tener en cuenta que me ha­ llo bajo un dominio pleno e incontrolado, que se me está sometiendo a un juicio popular que puede ser conve­ nientemente dirigido, que me hallo en esta situación con todo el conocimiento y la sensibilidad que resultan de mi larga experiencia y corro el riesgo de ser inducido u obli­ gado a decir cosas que podrían resultar ingratas o peligro­ sas en determinadas circunstancias. Por otro lado, la idea según la cual el secuestrador no debe sacar provecho del secuestro, si ya es discutible en casos comunes, en los que es más que probable el daño del secuestrado, no vale en caso de secuestro político, en el que se acarrean daños seguros e incalculables no sólo a la persona del secuestrado, sino también al Estado. El sa­ crificio de los inocentes en nombre de un abstracto prin­ cipio de legalidad, cuando la necesidad obligaría a sal­ varlos, es inadmisible. Todos los Estados del mundo han actuado de modo positivo, salvo Israel y Alemania, aun-

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que no por el caso Lorenz. Que no se diga que el Estado se desacredita por no haber podido impedir el secues­ tro de una figura importante del Estado. Volviendo al tema del comportamiento de los Estados, recordaré los intercambios entre Brezhnev y Pinochet, los múltiples intercambios de -espías, el destierro de disi­ dentes soviéticos. Comprendo que en un caso así, cuando se presenta, cueste decidir, pero no debemos olvidar que también puede ocurrir lo peor. Son los diversos lances de una guerrilla que hay que valorar con frialdad, sin de­ jarse llevar por los sentimientos y pensando solamente en términos políticos. Creo que una iniciativa cautelar de la Santa Sede (¿y de otros?, ¿de quiénes?) podría ser útil. Convendría que, de acuerdo con el primer ministro, man­ tuviera contactos secretos con algunos líderes políticos y convenciera a los posibles reacios. Mostrarse hostil sería un error y un sinsentido. Que Dios os ilumine para lo mejor y para que no os veáis en una situación dolorosa de la que podrían depen­ der muchas cosas. Mis más cariñosos saludos. Charles Auguste Dupin, el detective de Poe, ponía por norma de toda investigación el identificarse con el otro, el ponerse en el lugar del otro. Es una norma perfectamente válida también fuera del ámbito de ese género literario denominado «policiaco», en la reali­ dad; aunque no menos perfectamente ignorada por todas las policías siquiera a nivel, por así decirlo, me­ dio (de masa, como ya más de un siglo atrás decía Du­ pin). En el caso Moro era necesario identificarse por

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partida doble: con las Brigadas Rojas (cuya impunidad a la hora de moverse y realizar acciones temerarias, in­ cluso meramente simbólicas o provocadoras, se ex­ plica también porque contaban con esa in v is ib ilid a d d e lo e v id e n te de la que habla Dupin en el relato «La carta robada») y con Moro, que desde la cárcel man­ ijaba mensajes que había que descifrar según lo que •los amigos» sabían de él -manera de pensar, sentir y actuar- y en la medida en que comprendieran la si­ tuación en la que se hallaba. El primer paso para esa identificación era com­ prender el agitado ánimo de un hombre que, tras dos semanas de aislamiento, interrogatorios e insomnio, pero aun así lucidísimo (con esa lucidez también que en cierto momento da el agotamiento), tiene por fin la ocasión de escribir una carta a la persona que dis­ pone de los hombres y los medios para liberarlo. Pero lu de ser una carta cauta, reticente, sibilina, que diga lo que los carceleros quieren que diga y deje entrever ilgo de lo que no le permitirían decir. Presumimos que debió de pensarla horas y horas en sus noches de insi minio, en espera de que le permitieran escribirla: tani is horas al menos como las que emplearían «amigos» V policía en descifrarla. Y presumimos también que, si hubo censura, fue mínima, porque suponemos que Moro entendió cuál era el juego de las Brigadas Rojas y que, a cambio de aquel exiguo margen de libertad, debía jugarlo. La cuestión no es si ya antes pensaba que un Estado de derecho puede y debe negociar con grupos subversivos para intercambiar prisioneros, si

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lo pensó entonces para salvar la vida o si fingió que lo pensaba; la cuestión es que si no hubiera estado dis­ puesto a colaborar con las Brigadas Rojas en el chan­ taje, ninguna carta habría salido de la «prisión del pue­ blo». Y creo que, al menos cuando escribe al ministro del Interior, y por el hecho de dirigirse a él, tenía mu­ chas esperanzas depositadas en una acción directa (e inteligente) de la policía, y que pedir que se negociara un canje era para él, oportunista en el mejor sentido de la palabra, el único modo de ganar tiempo..., tiem­ po que esperaba no perdiera la policía. Pero la policía lo perdía, más de lo que Moro podía imaginar. Dando, pues, por supuesto que Moro se dirige a Cossiga porque es el ministro del Interior (y no por­ que es el más amigo de «los amigos» o uno de los que, por así decirlo, «deciden»), podemos concluir que en la carta debió de intentar comunicar algo que él había descubierto y podía ser una pista que condujera a su paradero. Si descartamos que la carta contenga criptogramas que haya que descifrar descomponiendo y recompo­ niendo códigos, a la manera de los espías, no nos que­ da sino una sola y simplísima clave, que llamaré la clave del absurdo, del sinsentido. La frase que menos sentido tiene es la siguiente: «Creo que una iniciativa cautelar de la Santa Sede (¿y de otros?, ¿de quiénes?) podría ser útil». ¡Una iniciativa de la Santa Sede con las Brigadas Rojas! Nada más absurdo. Además, ¿qué quiere decir «cautelar»? Tratemos de ponernos en su lugar. Por la impor-

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miu ia

de su figura y por el momento del «secuestro» i uando el Parlamento se dispone a aprobar por ma\uii.i su operación política más lúcida y paciente-, Moro puede estar seguro de que la policía ha sido moilizada en masa y está poniendo todos los medios para encontrarlo. Debe de saber también que, por el i icmpo empleado en ir desde el lugar del «secuestro» a la «prisión del pueblo» (es inconcebible que las Briga­ das Rojas, previendo lo que iba a desencadenarse, op­ iaran por un recorrido largo que desorientara al pri­ sionero), no ha salido de Roma, certeza que puede reforzar alguna clase de señal acústica que los carce­ leros no le impiden percibir, como ruido de tráfico, repique de campanas, eco de voces... Juntando lo que supone y lo que sabe, se pregunta: ¿cómo es posible que la policía no dé con la «prisión del pueblo»? Y se responde: la «prisión del pueblo» se encuentra en un lugar insospechado e insospechable, un lugar inacce­ sible para la policía, un lugar que goza de inmunidad. ¿La Ciudad del Vaticano? ¿Una embajada? Con esto no queremos decir que Moro pudo ha­ llarse en la Ciudad del Vaticano o en una embajada. Lo único que decimos es que pudo pensarlo, porque confiaba en la eficacia de la policía, en la inteligencia y la voluntad de los «amigos». Lo que yo creo es que también la «prisión del pueblo» entraba en lo que lla­ mo la in v is ib ilid a d d e lo e v id e n te y otro, pensando tam­ bién en «La carta robada» de Poe, ha llamado ex ceso d e e v id e n c ia . La inmunidad de la que gozaba la «prisión del pueblo» se debía, en buena parte al menos, a su vi-

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sibilidad. Pero una visibilidad unida a otras visibilida­ des, y todas destinadas a asegurar la clandestinidad de las Brigadas Rojas. Por novelesca que pueda parecer la hipótesis de que esta primera carta de Moro contiene alguna indica­ ción que pudiera ayudar a la policía, hay que tener en cuenta los siguientes detalles: va dirigida al ministro del Interior; la mención de la Santa Sede es, por una parte, absurda, y, por otra, la única que apunta a un po­ sible lugar del escondite; es el único momento en el que la serena argumentación muestra cierta tensión, cierto dramatismo, con esos desesperados interrogantes que sería muy fácil -m uy difícil- explicar en el senti­ do literal de que piden un mediador. Moro sabe muy bien que, llegado el caso, él sería el mejor mediador, como sabe perfectamente que, para negociar con las Brigadas Rojas, una organización como Amnistía In­ ternacional sería mucho más adecuada que la Santa Sede. Y una última observación podemos hacer sobre esta carta: si Moro no hubiera escrito otras, quizá hoy se la interpretaría como una recomendación de firme­ za, de no aceptar el chantaje, de no acceder al inter­ cambio. Vistos aisladamente, muchos elementos in­ ducen a pensarlo: el primero, la mención, sin venir a cuento, de Brezhnev y Pinochet, es decir, de dos siste­ mas que él no quería. O a lo mejor lo que Moro que­ ría decir era: el canje, el someterse al chantaje, es el úl­ timo recurso; entretanto ganad tiempo, prolongad las negociaciones... y encontradme.

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El mismo día del «secuestro», Ugo La Malfa, dipu­ tado y líder del Partido Republicano, declara: «Es un desafío al Estado democrático. Debemos aceptarlo». La retórica nacional, viejo rescoldo, se aviva. Así la con­ densan los titulares de prensa: «El país acepta el de­ safío». Tragicómica retórica, cuando la leemos cuatro meses después y con un único terrorista detenido, Cristoforo Piancone, al que el guardia de prisiones Loren­ zo Cotugno, antes de caer muerto, logró herir. Una de las muchas llamaradas retóricas alcanza y envuelve a Eleonora Moro, en cuya boca se pone la siguiente frase, digna de una heroína de la antigua Roma y prueba de que «el antiguo valor de los itálicos pechos sigue vivo»:* «Mi marido no será nunca obje­ to de canje». Ella declina tamaño honor y niega que la haya dicho. Pero ¿es la apócrifa frase sólo fruto de una retórica encendida? ¿No empieza precisamente enton­ ces, con esa falsa frase, el juego de la intransigencia, de la dureza? Se deba al ardor retórico o a un cálculo frío y despiadado, el caso es que Eleonora Moro re*

Petrarca, «A ll’Italia». (N . d e l T.)

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chaza desde el primer momento este intento de con­ vertirla en una Volumnia enfrentada a ese Coriolano en el que, por querer ser rescatado, Moro podía tro­ carse. Pero una frase tan «bella» y sobre todo tan útil no podía caer en el olvido, y como, después del rotun­ do mentís, no podía seguir poniéndose en su boca, se dijo que, aunque no la hubiera dicho, era una mujer muy digna de ella, y que la frase estaba «implícita en la gran dignidad civil de su comportamiento». False­ dad atroz, y una de las muchas que se cometieron en el caso y contribuyeron a hacerlo más atroz; leyendo la prensa de entonces, siente uno vergüenza. Toda la maquinaria que había que poner en marcha contra el «vil chantaje» se prepara y lubrica en espera de que se anuncie el «vil chantaje». Pero nada se dice en el primer comunicado que emiten las Brigadas Ro­ jas y que, junto con una fotografía de Moro, recibe el 18 de marzo la redacción de un periódico romano (a Moro, con la bandera de las Brigadas Rojas al fondo, se lo ve con la misma expresión de cansancio y tedio que conocen millones de telespectadores). Tampoco se anuncia en el segundo. Ni en el tercero, que acompa­ ña la carta de Moro a Cossiga. Las Brigadas Rojas han obrado de suerte que el «vil chantaje» parezca un de­ seo y una petición de Moro. Seguramente le hicieron creer que ya habían planteado sus exigencias, pero sin resultado o sin respuesta. Y ahora le correspondía a él, Moro, convencer a sus «amigos» del gobierno de que negociaran. La astucia de las Brigadas Rojas, el engaño del que

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habían hecho víctima a Moro, se podía deducir fácil­ mente del tono mismo de la carta, que parece propio de quien habla de lo que otros han planteado. Sin em­ bargo, nadie, creo, se molestó en observarlo. A las Bri­ gadas Rojas les interesaba que pareciera que el único que quería un canje era Moro, canje al que ellos se avendrían luego por clemencia, a manera de conmu­ tación de la pena de muerte; y que, entretanto, tem­ blaba de miedo ante el juicio al que lo sometían. En cambio, lo que a la parte gubernamental, digamos, le interesaba era insistir en el estado de ruina psíquica y moral a que las Brigadas Rojas debían de haber redu­ ndo a Moro, al hombre que tenía «sentido del Estado», al «gran estadista», para que ahora pidiera que el Esta­ do abdicase de su naturaleza y de su función. Pero el mismo Moro, ¿qué pensaba y quería real­ mente? En primer lugar, quería que lo encontrasen, y por eso, como siempre, debió de creer que la mejor forma de compensar la falta de eficacia y de acierto de la po­ licía era que se entablara una negociación larga y difí­ cil, para que al final, o por abundancia de operaciones, o por información exacta, o por casualidad, dieran con la «prisión del pueblo». Y él, entretanto, mientras «los amigos» prolongaban las negociaciones y la policía ac­ tuaba, tenía el propósito de oponerse al juicio, de no aceptarlo, actitud paralela a la de los terroristas juzga­ dos en Turín. Que, al contrario de lo que las Brigadas Rojas afir­ man en el comunicado número tres, Moro no cola-

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boraba en el juicio y que «la completa colaboración del prisionero» se limitaba a hablar de política, parece claro no sólo a la luz del comunicado número seis (del 15 de abril), sino también por lo que el mismo Moro dice a Cossiga, y que puede traducirse en los siguien­ tes términos: de momento, el juicio es sólo político, y por tanto consiste simplemente en debatir sobre mis convicciones; pero se complicará cuando pasemos a hechos, personas y responsabilidades concretas, y en­ tonces, pese a mi determinación de no colaborar, ha­ brá que tener en cuenta que «me hallo bajo un domi­ nio pleno e incontrolado» y que pueden obligarme a decir «cosas ingratas y peligrosas». No es un chantaje: es una previsión y un temor. En segundo lugar, aparte de dar tiempo a la poli­ cía, Moro pensaba que el canje podía aceptarse con «realismo», o sea, por esa capacidad que tiene lo real de hacer posibles y lícitas cosas que abstractamente no son ni posibles ni lícitas. Aquellas cosas, al menos, de las que depende una vida humana. Una vida humana frente a unos principios abstractos: ¿puede un cristia­ no dudar en la elección? Con «los amigos» ya había hablado en este sentido, a propósito de «secuestros» con fines de lucro y de «se­ cuestros» políticos. ¿Por qué no reafirmar y defender la misma opinión en su caso? El Moro que afirma lo siguiente: «La idea según la cual el secuestrador no debe sacar provecho del secues­ tro, si ya es discutible en casos comunes, en los que es más que probable el daño del secuestrado, no vale

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■ii caso de secuestro político, en el que se acarrean da­ nos seguros e incalculables no sólo a la persona del sei ucstrado, sino también al Estado»; el Moro que afirm,i esto se compadece perfectamente con el político v con el profesor"' al que los italianos conocen desde luce treinta años, con su visión del mundo, de la rea­ lidad italiana, de la política, con su Sentido del derei lio y con su sentido del Estado (sentido del Estado ■sia vez sin comillas, porque es distinto del que con impostura quisieron atribuirle).

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A ld o M o ro era cated rático de D erech o Penal e n la U n iv e rs id a d de

K om a, d o n d e im p artía clases. (N . d e l T.)

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No creo que temiera la muerte. Quizá sí a q u e lla muerte, pero era porque seguía temiendo la vida. «Hay en su mirada», se dijo, «siglos de siroco.» Y también si­ glos de muerte; de contemplación de la muerte, de amistad con la muerte. Alberto Ronchey escribió: «Es la encarnación del pesimismo meridional». ¿Y qué es el pesimismo meridional? Es ver que todo, ideas, ilusiones, incluso las ideas e ilusiones que parecen mo­ ver el mundo, van hacia la muerte. Todo va hacia la muerte, menos el pensamiento, la idea de la muerte. «No sólo un pensamiento, el pensamiento de la muer­ te es el pensamiento mismo.» Lo penetra todo, como el siroco, allí donde sopla. En las casas aristocráticas sicilianas había, por fe­ liz ocurrencia creo que del siglo X V I I I , un cuarto del si­ roco en el que la gente se refugiaba los días en que so­ plaba este viento. ¿Puede haber un cuarto en el que refugiarse y defenderse del pensamiento de la muerte? Dudo, por lo demás, de que tales cuartos protegieran realmente del siroco; antes de que se lo note en el aire, el siroco ya se ha como clavado en las sienes, en las rodillas.

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No creo que temiera la muerte. Sí a q u ella muerte... «¿ Puede un ser humano soportar esto sin enloquecer? ¿Por qué este tormento horrible, vano, inútil? Un hom­ bre al que sentenciaran a muerte, al que dejaran un iiempo torturándose y al final dijeran: “Vete, has sido indultado”, un hombre así quizá podría decirlo. Tam­ bién Cristo habló de este martirio, de este horror. No, no se puede tratar así a un ser humano.» Así lo trataron a él. Peor incluso: con la oscura, te­ nebrosa, secreta parodia del a sesin a to lega l. Y no exis­ te razón alguna para no haber intentado que no se co­ metiera, y menos aún la llamada ra z ón d e E stado, de un listado que ha suprimido el martirio y el horror de la pena de muerte. Moro lo soportó sin enloquecer. No era un héroe, ni estaba preparado para serlo. No quería morir a s í y trató de evitarlo. Pero en esta voluntad de no mo­ rir, y de no morir a sí, había también una preocupa­ ción, una obsesión, que trascendía su propia vida (y su propia muerte). Preocupación, obsesión, que quizá de­ muestra hasta qué punto era ese «gran estadista» que en aquel momento, en el exterior, con evidente mis­ tificación y en un sentido muy distinto, decían que era. Porque «estadista» en este sentido muy distinto lo era tan poco que, cuando en la carta a Cossiga y en otras sucesivas habla de Estado y de razón de Estado, no se refiere a una entidad que olvida o trasciende al individuo concreto, particular, sino a todo lo contra­ rio: el Estado que le preocupa, el Estado que le obse­ siona, creo que se resume para él en la palabra «fami-

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lia», no porque sustituya meramente la palabra Estado por la palabra familia, sino porque amplía su signifi­ cado, haciéndolo pasar de su familia a la familia del partido y a la familia de los italianos, cuya «voluntad general», incluida la de quienes no lo votan, el partido representa. En la concepción de Moro, esta «voluntad general» sólo tiene un punto firme y seguro, que hay que mantener en medio del vaivén de los pactos y las contradicciones: la libertad. En la «prisión del pueblo» Moro ha visto peligrar la libertad y ha comprendido de dónde viene y quién trae el peligro. A lo mejor ha sentido que lo trae él mismo, como el portador de una enfermedad. De ahí su ansiedad por salir de la «prisión del pueblo»: quie­ re comunicar lo que ha entendido, lo que sabe. «Si no tuviera una familia que me necesitara tanto, todo se­ ría un poco distinto», dice en su segunda carta, que di­ rige a Zaccagnini. Nótese: «un poco distinto». Morir no le parece muy distinto de vivir. Pero la familia lo ne­ cesita. Repite lo mismo en todas las cartas, hasta llega a decir, en la carta al presidente de la República, que su familia lo necesita «imperiosa y urgentemente». Sin embargo, Moro sabía muy bien que la situa­ ción objetiva de su familia desmentía esta necesidad imperiosa y urgente que él afirmaba que tenía de él: su familia lo necesitaría en el orden afectivo, no en el material y social. No creo, siendo Moro además del sur de Italia, que pudiera ver necesitada -de dinero o de protección- a una familia como la suya. Cual­ quier italiano del sur que tenga colocados a los hijos

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y casadas a las hijas y deje a la mujer casa y pensión y un buen nombre a la familia, considerará que ha cum­ plido con sus deberes familiares y que está en paz con la vida y con la muerte. Es posible que por eso, por­ que sabía que la realidad lo desmentía inmediata y ob­ jetivamente, insistiera tanto Moro en que su familia lo necesitaba. Porque quería dar a entender otra cosa. Y cuando dice: «Es sabido que la razón fundamental de mi lucha contra la muerte son los gravísimos pro­ blemas de mi familia» (carta recibida en la redacción de II M essa g g ero el 29 de abril), con lo de «sabido» no quiere sino subrayar lo no sabido, y dar a entender por tanto que hay otra razón de su lucha contra la muerte. Por otra parte, en las cartas que dirige a la familia, al me­ nos en las que se conocen, nada hay que deje entrever preocupaciones puramente familiares. También se pue­ de objetar que usara el argumento de la familia por las connotaciones sentimentales, emocionales, piado­ sas, con las que lo usan los italianos -y que inspira­ ron a Longanesi su famosa b o u ta d e: «En la bandera del italiano se lee: T engo f a m i l i a » - ; pero esto sería un in­ sulto a su inteligencia, a su circunspección, a su luci­ dez, cualidades de las que -como se verá en el futuro que ya ha comenzado- dio muestras, más que en sus treinta años de actividad política, en las cartas que en­ vió desde la «prisión del pueblo».

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La tarde del 4 de abril llegan a la redacción del pe­ riódico L a R e p u b b lic a una carta de Moro dirigida a Zaccagnini, el comunicado número cuatro de las Bri­ gadas Rojas y el texto de la R eso lu ció n d e la d ir e c c ió n es­ tra tégica .

El hecho de que las Brigadas Rojas introduzcan en el circuito de los grandes medios de comunicación su proyecto estratégico, que, en rigor, tendría que haber circulado entre militantes, se debe quizá, además de al siempre beneficioso ex ceso d e e v id e n c ia , a la necesidad de llegar, sirviéndose precisamente de los medios de comunicación del SIM, a aquellos simpatizantes que aún no se han unido a ellos pero están uniéndose en­ tre sí. Sólo los simpatizantes dispersos pueden leer la R eso lu ció n con provecho, aunque lo dudamos. La carta de Moro provoca enseguida el siguiente co­ municado, que redactan de consuno varios líderes democristianos y oficialmente dan a publicar al perió­ dico del partido, aunque al día siguiente aparece en toda la prensa: «Como los lectores pueden compren­ der, el texto de la carta firmada por Aldo Moro y diri­ gida a su señoría Zaccagnini... revela una vez más las

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»ondiciones de total coerción en las que dichos textos son escritos, y confirma que tampoco esta carta puede serle moralmente atribuida». Los lectores, al menos aquellos, pocos o muchos, que entienden lo que leen, no opinaban lo mismo que los líderes democristianos, aunque como éstos opi­ naran los grandes periódicos, la radio y la televisión. Aprobasen o no el proceder de Moro, los lectores no podían comprender por qué debía considerarse enaje­ nado e incapaz de entender y querer a un hombre que no quería morir y apelaba a su partido para que lo res­ catase con medios que, aunque electoralmente arriesga­ dos, no eran imposibles. Cierto que había cinco muer­ tos de por medio, los cinco escoltas asesinados en el momento del «secuestro», pero, bien pensado, ¿eran razón para que hubiera un sexto? Sea como sea, la carta de Moro no parecía deliran­ te, ni lo era. Querido Zaccagnini: Te escribo a ti pero me dirijo también a Piccoli, Bartolomei, Galloni, Gaspari, Fanfani, Andreotti y Cossiga, a quienes te pido que leas esta carta y con quienes confio en que asumas las debidas responsabilidades, que son a un tiempo individuales y colectivas. Lo digo porque las acusaciones que se dirigen al partido nos afectan a todos, aunque el llamado a pagar por ellas soy yo, con conse­ cuencias que no es difícil imaginar. Es verdad que también entran otros partidos, pero al que corresponde resolver el tremendo caso de conciencia es a Democracia Cristiana,

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que debe actuar digan lo que digan los otros. Me refiero sobre todo al Partido Comunista, que tanta firmeza exige ahora pero que no debe olvidar que mi dramático secues­ tro sucedió cuando me dirigía al Parlamento a consagrar al gobierno que tanto trabajé por formar. Y ahora que ex­ pongo la triste situación en la que me encuentro, tampo­ co puedo dejar de recordar mi firme y reiterada negativa a aceptar el cargo de presidente que tú me ofrecías, y que­ me arrebata a mi familia cuando más me necesita. Mo­ ralmente, tú eres quien está en mi lugar, donde mate­ rialmente estoy. Es mi deber añadir, por último, en este momento supremo, que si la escolta no hubiera estado, por razones administrativas, muy por debajo de lo que exigían las circunstancias, quizá yo no estaría aquí. Esto es el pasado. El presente es que me veo someti­ do a un difícil juicio político que sin duda traerá conse­ cuencias. Soy un prisionero político al que vuestra repentina decisión de negaros a hablar sobre otras personas tam­ bién detenidas pone en una situación insostenible. El tiempo pasa y por desgracia no hay mucho. Cada mo­ mento podría ser demasiado tarde. Estoy hablando, no en términos de derecho abstracto (aunque existen normas sobre el estado de necesidad), sino en términos de opor­ tunidad humana y política, y me pregunto si no será po­ sible dar la única solución positiva y realista a mi caso: la de liberar prisioneros por ambas partes, sin prestar tanta atención al contexto político del fenómeno. Mostrarse firmes puede parecer más apropiado, pero alguna conce­ sión no sólo es justa, sino también políticamente útil.

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Como he recordado, muchísimos Estados se com­ portan de este modo humano. Si otros no tienen valor para hacerlo, que lo haga Democracia Cristiana, que tie­ ne la intuición suficiente para adivinar cómo obrar en los momentos difíciles. Si no lo hace, y lo digo sin rencor, vosotros lo habréis querido, y al partido y a las personas les tocarán las inevitables consecuencias. Porque entonces se abrirá otro ciclo, más terrible y también sin salida. Me importa dejar claro que digo esto sin haber sufrido coac­ ción alguna y con total lucidez, al menos toda la lucidez que puede tener un hombre después de llevar quince días en una situación excepcional, sin nadie que lo consuele y sabiendo lo que le espera. Porque, la verdad, me siento un poco abandonado. Todo esto ya lo comenté con Taviani a propósito del caso Sossi y con Gui por una con­ trovertida ley contra el secuestro. Cumplido mi deber de informar y pedir, me recojo con Dios, con mis seres que­ ridos y conmigo mismo. Si mi familia no me necesitara tanto, todo sería un poco distinto. Pero así, hay que te­ ner realmente mucho valor para pagar por todo el parti­ do, yo, que siempre he dado generosamente. Que Dios os ilumine y os ilumine pronto, porque el tiempo apremia. Mis más cariñosos saludos. Por esa especie de doctrina Monroe que él siempre propugnó para su partido -la no injerencia de otras tuerzas políticas y de opinión en ese continente que es Democracia Cristiana-, de nuevo se dirige al parti­ do y, más particularmente, a los siete compañeros que, ion Zaccagnini, pueden «asumir responsabilidades»,

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decidir. Entre ellos se cuenta, cosa bastante extraña, Cossiga. Por la parte del gobierno, habría bastado con dirigirse a Andreotti, el primer ministro. Y, llegado el caso de negociar un canje de prisioneros, más nece­ saria habría sido la presencia del ministro de Justicia. ¿Por qué incluye Moro a Cossiga en el reducido grupo? Evidentemente, para que el ministro del Interior diga o que la búsqueda se encuentra en un punto muer­ to y por tanto se impone negociar, o que la policía está a punto de encontrarlo y por tanto pueden seguir negándose a negociar o negociar de cierto modo. A estas alturas, tras veinte días de secuestro, Moro no se hace muchas ilusiones de que la policía dé con él y lo libere. Confía más en la negociación, en el canje, y ofrece al partido un argumento que puede justificarlo -suponiendo que Democracia Cristiana necesite jus­ tificarse- ante los demás partidos y ante la opinión pública: el de haber pensado siempre así, el de ser co­ herentes con su condición de cristianos. Así pensaba Aldo Moro, presidente de Democracia Cristiana, unos años antes: que entre salvar una vida humana y man­ tenerse fiel a unos principios abstractos, había que forzar el concepto jurídico de e s ta d o d e n e c e s id a d para trocarlo en principio: el no abstracto principio de salvar al individuo frente a los principios abstractos. Y tam­ bién debían pensar así, siendo y diciéndose cristianos, sus correligionarios, desde los de las bases a los de las cúpulas. Sólo que, de pronto, Democracia Cristiana parece inflamada en idolatría del Estado. Y Moro, que sigue

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pensando como siempre, es ahora un cuerpo extraño, especie de dolorosa excrecencia que hay que extirpar i on el fervor estatal como anestésico- de un orga­ nismo que, casi milagrosamente, ha adquirido el «senlulo del Estado». Cierto es que molesta que se sepa que Moro siempre pensó así; que no fueron las Briga­ das Rojas quienes, torturándolo y drogándolo, lo con­ vencieron de que el canje de prisioneros entre un Es­ tado de derecho y un grupo subversivo es lícito. Pero la cosa tiene remedio, y ni siquiera cuesta mucho apli