Laporta [2007] - El Imperio de La Ley

El imperio de la ley Una visión actual Francisco J. Laporta E D T O R A L T R O T T A COLECCIÓN ESTRUCTUR

Views 48 Downloads 0 File size 19MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

  • Author / Uploaded
  • fruay
Citation preview

El imperio de la ley Una visión actual Francisco J. Laporta

E

D

T

O

R

A

L

T

R

O

T

T

A

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS

Serie Derecho

A Vito, por una vieja deuda

© Editorial Trotta, S.A., 2007 Ferraz, SS. 28008 Madrid Teléfono: 91 S43 03 61 Fax: 91 S43 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Francisco J. Laporto, 2007

ISBN: 978-84-8164-930-7 Depósito Legal: M-38.8S6-2007 Impresión Closas Orcoyen, S.L.

CONTENIDO

Presentación ........ ......... ....... ....... ..... ...... ..... ....... ..... ..... ..... ..... ....... ... .........

11

l. La autonomía personal....................................................................

17

11. Contexto de decisión y normas sociales...........................................

39

111. Reglas jurídicas y control del poder por el derecho..........................

61

Iv. Estructura y contenido de las normas jurídicas como reglas.............

83

V. Mundos sin reglas...........................................................................

107

VI. Predecibilidad y distribución del poder............................................ 127 VII. Crisis y reinvención de la ley........................................................... 151 VIII. Interpretación de la ley.................................................................... 169 IX. Discreción, creación judicial y derecho implícito............................. 193 X. Ley y Constitución.......................................................................... 219 XI. Imperio de la ley y globalización ..................................................... 243

Referencias ....................................... ~........................................................ 267 Índice....................................................................................................... 281

9

PRESENTACIÓN

Durante más de diez años he ido mostrando por ahí retazos y partes de este libro. Lo he discutido en seminarios, universidades e institutos de todo tipo. También en almuerzos y cenas. Algunos -pocos- de sus capítulos han sido antes publicados, pero incluso éstos han sufrido modificaciones al llegar aquí. Si mi memoria no falla he argumentado sobre materias contenidas en el libro en las universidades de Alicante, Madrid (al menos dos de ellas), Castilla-La Mancha (al menos dos de sus Facultades de Derecho), Barcelona (Pompeu Fabra), Valencia, Granada, Córdoba (Argentina), Buenos Aires (también Argentina, por si alguien se lo preguntaba), Bielefeld (Alemania) y Tampere (Finlandia), el Instituto Europeo de Florencia, el Instituto Tecnológico Autónomo de México, en varias sesiones del Seminario Hispano-Italiano de Teoría del Derecho celebradas aquí y allá, el Colegio Libre de Eméritos, el Tribunal Supremo, el Consejo General del Poder Judicial, el Colegio de Registradores de España, el Instituto Nacional de Administración Pública, el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, en sesiones del Comparative Legal Research Group, en el Tampere Club de Finlandia, y hasta en el mismísimo Ateneo Republicano de Galicia. Seguro que me olvido de alguna otra institución. En todas ellas lo he hecho a instancia de amigos y colegas a los que estoy hondamente agradecido por su paciencia y sus críticas, pero sobre todo por su amistad. La lista de sus nombres haría esto interminable, pero ellos saben quiénes son y lo reconocido que estoy para con ellos. Tampoco es necesario que diga que el grueso del libro se ha gestado en esos años mientras yo enseñaba y trabajaba entre mis compañeros de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, es decir, en el seno de un grupo de universitarios que resulta un privilegio impagable haber conocido, tanto desde el punto de vista de su excelencia académica como de su calidad personal. No creo que sean muchos los que puedan decir que viven en un medio ambiente como el que yo vivo, tan cordial en lo personal y tan exigente en lo científico. No lo digo por mera cortesía prologal, sino

11

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

PRESENTACIÓN

porque tengo con ellos la experiencia de la vida y la evidencia cotidiana de que las ideas también se transmiten por «Ósmosis», en discusiones de pasillo o charlas y cafés informales. Y jamás he padecido allí ninguno de esos episodios de envidias y rencores morbosos que enturbian tan lamentablemente la vida universitaria. Tengo que decir que el libro no ha sido el producto de un diseño previo y una dedicación excluyente: más bien ha sido una suerte de proyecto latente con vida propia, que estaba en el trasfondo de otras muchas cosas y se iba elaborando un poco a salto de mata. Además de las ocupaciones habituales del profesor a tiempo completo y algunas otras colaterales, en estos años se ha producido en España una inusitada demanda de conferenciantes y cursillistas de verano e invierno, y una proliferación temerosa de instituciones estatales, autonómicas y municipales que disponen de fondos como nunca se había dispuesto para organizar eventos culturales de todo tipo. También la variopinta flora de la llamada sociedad civil pugna por organizar seminarios y discusiones. El caso es que raro es el mes en el que alguien no te suplica que vayas o vengas. Aunque estoy sinceramente agradecido-a-todos los responsables de esos centros que me han llevado de allá para acá durante estos años, tengo que decir que, en general, descreo de esas actividades. Mi problema es que no he adquirido todavía la suficiente destreza para decir que no con elegancia. Y eso ha determinado que el proyecto de fondo tuviera que ir aplazándose frente a las solicitaciones cotidianas. Me resulta fácil rastrear los orígenes de mis preocupaciones por el imperio de la ley. En primer lugar, crecí en el ambiente injusto y arbitrario del régimen autoritario del general Franco, y sé por tanto lo que vale la ley como escudo insustituible contra la arbitrariedad. Tuve además la suerte de enrolarme en esto de la filosofía del derecho en la nave de Elías Díaz, a finales de los años sesenta del pasado siglo, y todo el que ha leído su obra sabe que el imperio de la ley como expresión de la voluntad general es el ingrediente primero del Estado de Derecho tal y como él lo concibe. En ese medio ambiente, a finales de los ochenta, me propuse estudiar la idea de seguridad jurídica porque junto a la noción de «libertad» y la noción de «igualdad», en las que había hecho algunas incursiones, parecía completar los tres grandes ingredientes constitutivos del valor de la justicia. Por eso trato aquí la noción de imperio de la ley como una idea moral regulativa, es decir, como un conjunto de exigencias éticas para el poder y para el derecho que han de ser cumplidas en la mayor medida posible para que pueda hablarse de orden jurídico justo. Quiero subrayar desde el principio que este no es un libro sobre todo el Estado de Derecho tal y como se ha venido caracterizando entre nosotros por un sector de los colegas. Puede considerársele, si se quiere, como una investigación nueva y puesta al día de uno de sus ingredientes, pero no trata ni de satisfacer otras presuntas exigencias de ese ideal ni de adelgazado hasta convertirlo en un equivalente del imperio de la ley,

como entre nosotros se sugirió hace algún tiempo. Siempre me he limitado con toda conciencia y deliberación a examinar sólo el imperio de la ley y de eso es de lo que me ocupo aquí. Nada más que de eso. Tiempo habrá para ocuparse de otras cosas. El lector juzgará si es o no suficiente ocupación. El libro pretende ser mucho más un itinerario abierto de problemas y cuestiones que un recetario de soluciones, aunque muchas veces haya tenido que recurrir a un tono algo apodíctico y cortante para no perderme en meandros interminables. En todos los capítulos se suscitan cuestiones controvertibles y se hacen apuestas arriesgadas que generarán seguramente algunas discusiones. Quiero manifestar desde el principio que no he planteado esas cuestiones como problemas autónomos y cerrados que tengan vida por sí mismos, sino más bien como decisiones teóricas que el imperio de la ley como idea regulativa nos empuja a tomar. Si prestamos adhesión a esa idea, entonces algunas preguntas han de ser contestadas de cierta manera. Si eso no es posible, perdemos algo del valor que pueda tener el imperio de la ley. Estas transacciones serán seguramente inevitables en muchos casos, pero yo he querido resistirme al máximo a ellas, aun a riesgo de proponer para muchos de esos problemas soluciones que no son usuales y acabar por ser un legalista sin remedio. Casi todo el libro puede verse como un razonamiento largo y encadenado que pretende mantener la integridad de todos los eslabones, aunque no ignoro que hay algunos saltos y lagunas. A lo largo de los capítulos voy dando cuenta -de modo tal vez repetitivo- de esos eslabones y señalando aquí y allá, a veces incluso algo abruptamente, los problemas que deben enfrentar y las soluciones que mejor cuadran con el imperio de la ley como idea regulativa. Al menos dos veces durante los pasados años expuse brevemente todo el itinerario argumental en términos esquemáticos. La primera en 1994, en un ensayo dedicado precisamente a Elías Díaz (Laporta 1994), y la segunda en 2002, como capítulo de un libro colectivo que diseñamos en el departamento (Laporta 2002). En el presente libro el itinerario se recorre con minuciosidad mayor (puede quizá echarse de menos en él un capítulo sobre el aparato institucional que demanda el imperio de la ley). Si tuviera que explicar sintéticamente en qué consiste la médula de ese hilo argumental diría que lo que pretendo es partir de algunos postulados morales básicos que sustentan el ideal del imperio de la ley e ir deduciendo a partir de ellos un entramado de corolarios relativos a la estructura de la ordenación social, la aparición del derecho y las demandas formales y materiales que tiene que satisfacer el ordenamiento y su aplicación para poder decir que nos encontramos en un contexto en el que se cumple aquella idea regulativa y se han puesto por ello algunas importantes bases de la justicia. El mensaje, visto desde otra óptica, sería que hay ciertos enfoques, normas, instituciones y desarrollos prácticos del derecho que no son compatibles con tal idea regulativa y que, por lo mismo, configuran ordenamientos o situaciones

12

13

El IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

PRESENTACIÓN

políticas y jurídicas con dificultades para cumplir con las exigencias de la justicia. A nadie extrañará que durante estos años me haya granjeado una bien ganada reputación de «legalista». Esta expresión --como la de «formalista», que también me cuadra- tiene hoy día una cierta carga peyorativa, incluso entre hombres y mujeres de leyes. No sé muy bien por qué. En todo caso la asumo con mucho gusto, dado que cada día que abro el diario por la mañana constato que aquellos países donde me gustaría vivir y que viviesen mi familia y mis amigos son todos ellos sin excepción países en los que el sistema jurídico se sustenta básicamente en un cuerpo sólido y bien nutrido de leyes aplicadas con lealtad y eficacia por los tribunales. También hay otras cosas, como constituciones, principios, valores y doctrinas jurisprudenciales, pero el peso de todo el orden social y la realidad de una convivencia vivida en libertad lo lleva la ley aplicada con razonable eficacia por jueces que exhiben una especial deferencia hacia los enunciados de esas leyes. Los países en que esto no sucede no son, sencillamente, recomendables para vivir. Por ello, insistir en dotarlos de una nueva constitución o recomendar para ellos prácticas «principialistas» me ha parecido siempre, y muchos me han oído decirlo explícitamente, algo así como poner un sombrero muy atractivo encima de un sujeto que no existe, porque cuando no hay un entramado de leyes que configuren con vigor y eficacia el esqueleto del ordenamiento jurídico lo demás son adornos inútiles. Y esta es también la razón por la que desde hace años vengo preocupándome por la insuficiente calidad de nuestras leyes y los problemas, políticos y jurídicos, técnicos y no tan técnicos, con que tiene que enfrentarse todos los días nuestro proceso legislativo ordinario (Laporta 2005). Y por lo mal que funcionan las Cortes Generales como agencia legisladora y el descrédito que tienen las propuestas de mejorar sus aspectos más directamente relacionados con la producción de leyes de más calidad. He llegado incluso a escribir duramente en los periódicos sobre ello, pero no lo veo mejorar. También me inquieta el progresivo deterioro de la función jurisdiccional entre nosotros, con dilaciones siempre, y a veces con dilaciones escandalosas. Y quiebras cotidianas en la coherencia doctrinal. No quiero ser agorero pero si las cosas siguen como van, los problemas sociales y las tensiones de todo tipo no tardarán en aparecer. No se puede gestionar la seguridad jurídica a golpe de sentencias ad hoc, por mucho que pretendan inspirarse directamente en el elixir constitucional. Creo que es hora ya de que abandonemos la explicable obsesión por la Constitución que nos ha presidido durante estos años y pasemos a ocuparnos de las leyes, su implantación real y su aplicación judicial. Todos ganaremos con ello; también la Constitución, que no se verá así puesta en aprietos por cualquier nadería. Durante estas últimas décadas se ha desarrollado en España de un modo singular la teoría del derecho; hasta el punto de que se ha convertido ya en una especialidad con un alto grado de tecnicismo y herramien-

tas conceptuales muy refinadas. Eso la ha hecho avanzar muchísimo en precisión y capacidad de análisis, pero temo que también ha producido un inconsciente distanciamiento entre ella y las ciencias jurídicas positivas. Nuestros colegas de otras disciplinas, con algunas excepciones, nos entienden más bien poco. Y nosotros, por nuestra parte, estamos bastante alejados de los derroteros por los que se mueven las nuevas generaciones de juristas. Me parece que esto es malo para ambos, y por eso he adoptado deliberadamente una actitud de compromiso entre la sofisticación técnica que exigen algunos de los temas aquí tratados y la voluntad de poner al alcance de todos ellos las ideas que expongo en el libro. Espero no haberme quedado en tierra de nadie. El lector observará que más de dos terceras partes de la bibliografía la constituyen libros, ensayos y artículos de autores extranjeros. Siempre que se me reprocha esto me viene a la memoria una consideración que leí en el prólogo a uno de los más conocidos libros europeos de álgebra, pensado y escrito en las primeras décadas de la posguerra europea. Roger Godement escribía así:

14

15

Estos libros, la mayor parte extranjeros, contribuirán, quizá, a que muchas personas jóvenes, embaucadas desde la edad de veinte años por una propaganda abrumadora, tomen conciencia del hecho de que, despreciando incluso lo que nuestros abuelos llamaban «pueblos inferiores», los franceses no forman más que un islote de cincuenta millones de hombres en medio de un océano de setecientos millones de blancos; los cuales van, como nosotros, a la escuela desde la edad de seis años, y en algunos países siguen yendo incluso más tiempo que nosotros. Es fácil deducir de esto que las mejores obras de Matemáticas (por ejemplo) tienen alrededor de una posibilidad sobre catorce de ser escritas por gente «nuestra», Y,esto es precisamente lo que la experiencia confirma en lo que respecta al Algebra elemental. Nosotros nos reprocharíamos el no hacerlo saber, dejando que algunos jóvenes que no son, sin embargo, responsables de los varios centenares de miles de cadáveres que pesan sobre las conciencias de sus padres, se dejen ganar por el nacionalismo, el racismo y la xenofobia.

Apliquémoslo mutatis mutandis a los estudios de teoría del derecho y las cosas serán así poco más o menos, y aunque el nacionalismo, el racismo y la xenofobia de la posguerra europea no sean los mismos que los de hoy, no por ello debemos dejar de advertir a los jóvenes que sufren de una propaganda de mayor o menor intensidad, que por confortable y familiar que sea su hogar patrio, millones y millones de seres humanos se esfuerzan todos los día en averiguar la verdad en la ciencia y en el derecho, y tienen por tanto el deber de ponerse al lado de ellos en esa búsqueda en vez de refugiarse en el calor estéril y autocomplaciente de la patria. Ahora es mucho más fácil situarse más allá de las fronteras, y más usual también, pero la moraleja es la misma: para hacer ciencia hay que salir siempre a ver por encima de las bardas de nuestro corral, y ponerse de cara al cierzo

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

de la discusión y la competencia. El parroquialismo no es nunca bueno. Y mucho menos en el conocimiento. Siempre he sido más de artículos y ensayos breves que de libros. Mi opción teórica en favor de un pensamiento más inclinado al análisis conceptual y la disección de los problemas en múltiples preguntas se satisface mejor con el ensayo o el artículo. Esta, seguramente, ha sido la razón que, unida a una cierta holgazanería contemplativa, ha determinado que haya publicado pocos libros y muchos artículos. Ahora corrijo esa tendencia porque este no es un libro de artículos anteriores. Los cinco primeros capítulos son rigurosamente inéditos, igual que el capítulo sobre la interpretación de la ley. De los demás, el relativo a la predecibilidad viene de una versión anterior muy diferente e incompleta que publiqué en la revista portuguesa Themis, de la nueva Facultad de Derecho de Lisboa. El capítulo sobre la discreción y el derecho implícito tiene su origen en una conferencia que di en el Consejo General del Poder Judicial y luego adapté en forma de artículo para la Revista Jurídica que mantienen los estudiantes en mi Facultad de Derecho. Pero tengo que decir que lo que hoy aparece aquí como capítulo IX no tiene sino una leve relación con aquello: casi puedo decir que es un texto también inédito. En cuanto al capítulo sobre la crisis y la reinvención de la ley es un mestizaje de dos trabajos publicados respectivamente en Doxa 22, 1999, y en un libro editado por Susana Pozzolo titulado La /egge e i diritti. Sólo los dos últimos capítulos son reflejo más literal de dos trabajos anteriores. El de la ley y la constitución lo publiqué como «El ámbito de la Constitución» en Doxa 24, 2001. El último es, con algunas modificaciones menores, la conferencia que di ante el plenario del Congreso Mundial de Filosofía del Derecho que celebró la IVR en Granada en el año 2005. Todos ellos sin embargo fueron pensados como partes de ese proyecto latente al que antes me refería y que tiene como objetivo una llamada de atención y una defensa del ideal ilustrado del imperio de la ley. Si hoy lo doy a la imprenta es más porque me parece necesario reivindicar ese ideal y mostrar que no es, como ideal, tan plano y filisteo como parece, que porque me sienta del todo a gusto con él. También porque llega un momento en que no cabe ya darle más vueltas a las cosas, y ese momento me parece que ha llegado para el libro y para mí.

Capítulo 1

LA AUTONOMÍA PERSONAL

Vamos a comenzar la exploración del concepto de imperio de la ley desde un punto de partida que parecerá quizá extraño a los juristas y algo sorprendente para el lector. Ese punto de partida no es otro que la idea de autonomía personal. Se trata de una noción multidimensional y compleja que se infiltra inadvertidamente en los más variados territorios de las ciencias sociales y la filosofía, pero que cumple su función más importante en el ámbito de la moral o de la ética 1• Arrancamos, pues, en nuestra indagación de un territorio extrajurídico. Pueden darse para ello dos razones preliminares que espero se irán entendiendo mejor a medida que avance el libro: en primer lugar, se trata de trazar y definir el alcance y los límites del concepto de imperio de la ley, y para hacer esa delimitación es necesario mostrar simultáneamente la fundamentación ética sobre la que intuitivamente pensamos que descansa ese concepto. Es comúnmente admitido que las indagaciones de naturaleza conceptual suelen demandar muchas veces una simultánea toma de posición sobre cuestiones de justificación. Esto sucede especialmente con conceptos de fuerte impronta normativa, como pueden ser los de 'autoridad' o 'democracia'2 • En ellos los problemas conceptuales suelen estar inextricablemente unidos a los problemas de justificación, de modo tal que es imposible determinar el alcance del concepto sin avanzar algunas hipótesis sobre cuestiones justificatorias3 • Creo que 'imperio de la ley' es uno de esos conceptos. Si no se ofrece al l. A lo largo de todo el libro voy a utilizar indistintamente los términos 'moral' y 'ética'. 2. Hay quien, como Waldron, sostiene incluso que •en teoría política y en jurisprudencia el argumento justificatorio debe preceder al análisis conceptual, y no al revés•. Esto puede ser un poco exagerado, pero desde luego no lo es afirmar que «interpretación y justificación están tan entrelazadas que deben ser desarrolladas juntas» (Sher 1997, 34) Sobre consideraciones análogas aplicadas al concepto de Autoridad (Bayón 1991, 619-622). 3. Es posible incluso que lo que Gallie (1956) llamó •controvertibilidad esencial• de algunos conceptos no sea sino un corolario de esta compleja interpenetración de cuestiones conceptuales y cuestiones de justificación.

16

17

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

LA AUTONOMIA PERSONAL

menos un esbozo de lo que podría ser su justificación, las discusiones sobre su referencia semántica pueden acabar por ser inútiles e inconcluyentes. Y lo que voy a proponer en este libro es que la fundamentación moral de todo el complejo mundo de normas e instituciones que constituye lo que hoy designamos con el concepto de imperio de la ley no es otra que una apuesta moral implícita en favor de la autonomía personal. Este es el postulado ético que le sirve de base de justificación, como una suerte de brújula para determinar su alcance conceptual. Espero, como digo, que esto se empiece a entender mejor tras un par de capítulos. Pero ¿por qué pensar que se trata de un postulado moral o ético y no de un principio jurídico en sentido estricto? Aquí viene la segunda razón. Porque incluso si suponemos (erróneamente) que lo que llamamos imperio de la ley es un conjunto de exigencias normativas e institucionales meramente jurídicas, la justificación de las normas del derecho desde el derecho mismo tiene un alcance muy limitado; su verdadera justificación tiene que ir, por razones lógicas, más allá del derecho. Y más, claro está, cuando se trata de normas jurídicas que, como aquellas que articulan las demandas del imperio de la ley, suelen estar situadas en los escalones normativos jerárquicamente superiores en rango del ordenamiento jurídico; es decir, suelen ser normas constitucionales. La justificación de la vinculatoriedad de las normas constitucionales descansa siempre en pautas que son externas al sistema jurídico. Y ¿qué otra cosa puede ser eso que sirve de base a la justificación de normas jurídicas sino principios y valores morales? Así pues, la idea de autonomía personal va a cumplir aquí su doble función de postulado de justificación y de criterio de orientación para delimitar el campo de significado del concepto de imperio de la ley. Vamos a partir de ella para entender mejor cuáles son los rasgos del sistema jurídico que conforman ese concepto y también para justificar por qué son esos rasgos y no otros los que deben contar como piezas de identidad del mismo. No es desde luego una excentricidad. La mayoría de los autores que se han ocupado en los últimos años de la idea de imperio de la ley dejan constancia de esa importante conexión4 • Sin embargo, en pocas ocasiones puede seguirse detenidamente el itinerario que enlaza la autonomía personal con el imperio de la ley como ideal regulativo. Eso es lo que trataré de hacer a partir de ahora.

de los negocios o las mismas cuestiones morales de la educación han visto ensancharse sus horizontes con la aparición de demandas de autonomía personal que antes sólo eran frecuentes en áreas como la interferencia paternalista del Estado o la moralidad sexual (May 1998, 13). Esto se debe seguramente a que esa noción, de ser una más de las ideas que trataban de expresar valores morales (la autonomía se identificaba en efecto más o menos confusamente con la libertad o con la dignidad de la persona), ha pasado a ser una suerte de presuposición básica del razonamiento moral. Es a partir de la nueva reivindicación de la filosofía moral kantiana en los últimos años cuando pasa a primer plano de la consideración teórica la idea de la autonomía del ser humano como condición de inteligibilidad del discurso moral. Se trata de subrayar que toda la fábrica de nuestro discurso moral cotidiano se sustenta en la presuposición de un agente moral revestido de ciertas características sin las cuales es imposible comprender qué estamos haciendo cuando realizamos deliberaciones éticas o emitimos juicios basados en ellas, como reprochar conductas o encomiar actitudes. En ciertos autores esta convicción llega a constituirse en la base misma de su teoría moral5, pero aquí no quiero mantenerla más allá de una constatación que me parece indiscutible aunque sólo sea en el marco de una determinada cultura. Me parece que una de las más importantes presuposiciones de la cultura que hemos denominado convencionalmente «occidental» o «europea» (que, como es obvio, incluye ya a una buena porción de países «orientales» no europeos) y de la que participan nuestras prácticas sociales, nuestras convicciones morales, nuestras instituciones políticas y nuestros sistemas jurídicos, por más diferentes que sean entre sí desde otros puntos de vista, es una visión especial de la condición humana que no comparten otras culturas o que no la comparten sino fragmentariamente. Esa visión es la del ser humano como artífice de sus propios pensamientos, de sus propios actos y de sus propias decisiones, el ser humano como dueño de sí mismo. Es algo que se encuentra ya implícito en la etimología misma de la palabra 'autonomía' como dirección propia, pero que tiene un conjunto de complejidades y matices extraordinariamente ilustrativos. Hay un texto de Isaiah Berlin que sirve a todos los autores para iluminar la idea y suele por ello figurar en el frontispicio de todos los tratamientos teóricos. Al ir a definir lo que él entiende por «libertad positiva», lo hace así:

Preliminares

Desde hace algunos años el concepto de autonomía personal ha asumido un papel muy importante en las discusiones sobre campos muy variados de la investigación científica y moral. Tanto la ética médica, como la ética

El sentido «positivo» de libertad se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño. Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, sean estas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mí mismo y no de los actos de voluntad de otros hombres. Quiero ser sujeto y no objeto, ser movido por razones y por

4. Vui. por todos Waldron: •La legalidad capta parte de lo que es necesario si la autonomía individual ha de ser respetada... » (Waldron 1989, 94).

5. Esto es particularmente claro en Carlos Nino, que concibe la autonomía como la «moneda de curso legal» en la práctica social de la discusión moral que no podemos dejar de aceptar (Nino 1992, 35).

18

19

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

LA AUTONOMIA PERSONAL

propósitos conscientes que son míos, y no por causas que me afectan, por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí, dirigirme a mí mismo y no ser movido por la naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir, concebir fines y medios propios y realizarlos. Esto es, por lo menos, parte de lo que quiero decir cuando digo que soy racional y que mi razón es lo que me distingue como ser humano del resto del mundo. Sobre todo quiero ser consciente de mí mismo como ser activo que piensa y que quiere, que tiene responsabilidad por sus propias decisiones y que es capaz de explicarlas en función de sus propias ideas y propósitos (Berlin 1974, 145-146).

En este texto se contiene mucha de la riqueza y complejidad de rasgos que transporta consigo la noción de autonomía personal. En él se puede comprobar, en primer lugar, que es difícil eludir una presuposición semejante en nuestra concepción compartida de las prácticas sociales. Si alguien se ve impelido por fuerzas externas, es instrumento de la voluntad de otros o es un objeto impulsado por causas que le afectan desde fuera, movido por la naturaleza o por otros como si fuera una cosa, etc., entonces no cabe considerarle un agente que participa en nuestras prácticas sociales normativas ni puede ser descrito con el lenguaje en que estas se expresan. No tiene sentido que se utilicen con respecto a él o ella palabras como 'deber', 'responsabilidad', 'reproche', 'mérito', 'culpa', 'compromiso', 'sanción', 'virtud', etc., porque simplemente no es el sujeto que ese lenguaje presupone como destinatario de esas palabras. Si no asumimos que los seres humanos son aproximadamente como los describe Berlin en su texto, entonces hemos desactivado el sentido de nuestras pautas culturales más inmediatas y el asiento antropológico de todas nuestras instituciones. Pero, en segundo lugar, el texto de Berlin es indispensable porque pone de manifiesto la complejidad del concepto de autonomía personal. Sea que pensemos que se trata de un concepto que es usado de forma distinta en contextos diferentes sea que supongamos que es una suerte de poliedro que muestra diversas caras, lo que está fuera de toda discusión es que es un concepto difícil que genera profundos desacuerdos y exige un análisis cuidadoso (Christman 1989, 3). De hecho la mayoría de los autores que se ocupan de él se sienten obligados a proporcionar siempre una relación de significados posibles. A veces se recurre a la distinción entre 'concepto' y 'concepciones' para afirmar que se usa el mismo concepto pero se disputa sobre distintas concepciones (Lindley 1986, 3), otras veces se apela al expediente más elemental de suministrar una lista de definiciones de los distintos autores. Así, se ha escrito que: Está claro que, aunque no es utilizada simplemente como sinónimo de cualidades que aprobamos usualmente, «autonomía» es utilizada de una forma extraordinariamente amplia. Se usa a veces como un equivalen-

20

te de libenad (positiva o negativa en la terminología de Berlin), a veces como equivalente a auto-regulación o soberanía, a veces como idéntica con libre albedrío. Se equipara a dignidad, integridad, individualidad, independencia, responsabilidad y autoconocimiento. Es identificada con cualidades de autoafirmación, con reflexión crítica, con libertad respecto a las obligaciones, con ausencia de causación externa, con conocimiento de los propios intereses. Incluso es equiparada por algunos economistas con la imposibilidad de comparaciones interpersonales. Se la relaciona con acciones, creencias, razones para la acción, reglas, la voluntad de otras personas, pensamientos y principios. Quizás los únicos rasgos que se mantienen constantes de un autor a otro son que la autonomía es una cualidad de las personas y que es una cualidad deseable (G. Dworkin 1988, 3, 6).

Como aquí se pone de manifiesto, la noción de autonomía personal se encuentra en la encrucijada misma de muchas reflexiones. Sólo considerada desde el punto de vista de la filosofía puede comprobarse que es capaz de traer a colación problemas básicos de filosofía de la mente, de epistemología, de filosofía de la acción humana, de filosofía política y, por supuesto, de filosofía moral 6• También, como vamos a ver, de filosofía del derecho. Pero igualmente se trata de un presupuesto extraordinariamente rico desde el punto de vista científico. La psicología contemporánea, los debates más hondos de la teoría sociológica o las bases de la ciencia económica giran siempre en torno a extremos que directa o indirectamente tienen que ver con esa idea del ser humano como artífice de su propia acción. Esto, por cierto, no debería sorprender a nadie; parece lógico que las incógnitas y problemas de las ciencias «humanas» se vean afectados por las concepciones imperantes de la 'condición humana' misma. Es innecesario decir que la aproximación que se va a realizar aquí no tiene la ambición de asomarse siquiera a todas esas dimensiones filosóficas y científicas, sino sólo subrayar los aspectos que puedan tener alguna relación con el derecho y con el funcionamiento del sistema jurídico. No sin advertir, sin embargo, que sería engañoso pensar que a las cuestiones jurídicas sólo les corresponde ser enfocadas desde una de las caras, por así decirlo, de ese complejo poliedro de la autonomía personal. Nada más equivocado. El campo de referencia de casi todas las caras de ese concepto poliédrico es determinante para muchos perfiles e instituciones del derecho contemporáneo 7 • No es necesario sino recordar cosas tales como la inimputabilidad en el derecho penal, las consecuencias de la fuerza irresistible, el concepto de buena fe, la idea misma de mayoría de edad o las versiones jurídicas de la idea de responsabilidad para tomar conciencia de que nos hallamos en territorios cuya orografía se sustenta sobre esa idea. Incluso las nociones mismas de norma jurídica, de imperativo y de obligaciones apoyadas por la fuerza presuponen también aquella 6. 7.

Su especial relevancia para la filosofía moral es subrayada por Silvina Álvarez (2002b). Para las conexiones generales entre autonomía personal y derecho, cf. Richards (1989).

21

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

LA AUTONOMIA PERSONAL

concepción del ser humano. El jurista, tanto como el legislador o el juez, se ocupan de un conjunto de materiales culturales y de acontecimientos empíricos cuya comprensión profunda ha de partir del mismo presupuesto: el ser humano como dueño de sí mismo. Aquí, sin embargo, no me voy a ocupar nada más que de un aspecto sectorial de todo ese extenso territorio: de cómo las exigencias de lo que denominamos imperio de la ley descansan en dimensiones de la autonomía personal, y cómo al mismo tiempo las diversas concepciones posibles de esta determinan el alcance de las distintas acepciones y límites de aquél. Pero antes de entrar a dar cuenta de la complejidad del concepto es necesario hacer una consideración previa. Me parece importante advertir que lo que aquí se va a proponer como concepto de autonomía personal no es una suerte de teoría de la naturaleza humana que pueda ser objeto de comprobación empírica o de tratamiento científico. No se trata de describir un estado de cosas que pueda ser identificado con la 'naturaleza humana' sino de proponer una concepción de la persona humana8 • Tomando en préstamo palabras de Rawls sobre su concepción de la justicia, podría decirse que se propone aquí una concepción de la persona humana, no porque «sea verdadera en relación con un orden antecedente a nosotros o que nos viene dado, sino [por] su congruencia con nuestro más profundo entendimiento de nosotros mismos y de nuestras aspiraciones», y porque nos damos cuenta «de que, dada nuestra historia y las tradiciones que se encuentran encastradas en nuestra vida pública, es la doctrina más razonable para nosotros» (Rawls 1986, 140). Es decir, no se trata aquí de intentar sacar a la luz ningún presunto sustrato fáctico o natural propio del ser humano (lo que en todo caso no podría servir de justificación a una institución o a una norma precisamente por ese su carácter fáctico), sino de presentar a la persona humana mediante unos rasgos que dibujen una concepción «adscriptiva» o «normativa» de ella. No es pues un ejercicio descriptivo de ninguna realidad humana, sino una propuesta de carácter prescriptivo. Es importante tener esto en cuenta para prevenir algunas objeciones obvias. Por ejemplo, el hecho de que a lo largo de la historia no haya sido infrecuente el desconocimiento de algunas de las dimensiones fundamentales de la autonomía personal no es argumento en contra de esa propuesta: por el contrario, podría decirse que utilizamos precisamente esa concepción de la persona para proceder a criticar ese desconocimiento como algo ajeno a nuestra manera de entender nuestras instituciones políticas y nuestras prácticas morales. Pero todo ello se entenderá seguramente mejor cuando se empiece a desplegar ese conjunto de elementos que constituyen la propuesta de persona humana que tiene que sustentar todo el edificio del imperio de la ley. Para hacerlo voy a presentarla en cuatro estadios consecutivos cada uno

de los cuales pretende mostrar algún aspecto de esa concepción general de la persona humana, y que tomados en su conjunto y sin excluir ninguno de ellos conforman exhaustivamente esa concepción. Debe quedar, pues, claro que ninguno de esos aspectos es por sí mismo suficiente para dibujar la imagen completa, en todas sus dimensiones, pero también que la ausencia de alguno de ellos arroja un resultado insuficiente.

8.

Para el sentido de esta distinción, cf. Rawls (1986, 153-154).

22

El sentido negativo de la libertad

El primer estadio es la percepción inmediata del ser humano como un agente que tiene dentro de sí el motor de su acción u omisión. Ese motor pueden ser sus deseos, preferencias, pasiones, razones o cualquier otro impulso que le mueva a actuar o a no actuar, pero la concepción que presuponemos cuando diseñamos nuestras instituciones es que el origen de la acción nace en el individuo, no es algo que le viene impuesto desde fuera por la fuerza o las amenazas, o por una suerte de ley de la naturaleza que le gobierne en todo caso. Igualmente, sus omisiones no se producen porque se interpongan en su actuar obstáculos de cualquier tipo, sino porque así lo decide él o ella. Podría llamarse este primer aspecto la visión del ser humano como dueño de su haz de motivaciones. Lo más inmediato es verlo como ya lo hizo Aristóteles, como un ser capaz de acciones voluntarias, que son aquellas en las que «el principio del movimiento imprimido a los miembros instrumentales está en el mismo que las ejecuta, y si el principio de ellas está en él, también radica en él el hacerlas o no» (Aristóteles 1985, libro III, 1). En definitiva, verlo como dueño de su acción y no como algo «llevado por el viento» o impelido a actuar u omitir necesariamente por fuerzas que le son ajenas. Es decir, vemos su itinerario vital, no como la trayectoria de un objeto regido por leyes naturales o sociales, externas a él y que se le imponen, sino como un sujeto cuya peripecia le pertenece, por así decirlo, a él mismo. Es lo que Kant llamó la explicación negativa de la libertad, como independencia de la voluntad de causas ajenas que la determinen (Kant 1996, 223) 9 • Esta percepción es básica para el entendimiento de nuestras instituciones y su carácter normativo. Incluso la idea misma de norma social o jurídica es ininteligible sin ella10• Nosotros suponemos siempre que el ser humano no ha sido determinado o impelido a actuar o no actuar sino que actúa voluntariamente y sin impedimentos y tenemos en cuenta su acción en tanto en cuanto ha sido así realizada. Es más, la idea misma de 'acción humana' de aquello que un ser humano «hace» como algo diferente de lo que a ~n ser humano «le sucede», pende de esta presuposición. Ahora 9. Sobre los problemas de la noción de libertad y arbitrio en Kant, cf. Colomer 1995, 28 ss. 10. De ella surge la distinción entre causalidad (Kausalitiit) e imputación (Zurechnung) (Kelsen 1969, 16).

23

El IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

bien, lo que se ha llamado libertad «negativa» («no determinación», «no dependencia», «no interferencia», «no impedimento») puede concebirse de este modo estricto o puede ampliarse. Puede incluirse en ella una gama de supuestos diferenciados que van desde el libre albedrío como voluntad no determinada causalmente hasta la existencia social de un permiso débil entendido como conducta no interferida por normas de tipo alguno. Y naturalmente no es lo mismo afirmar que el ser humano es autónomo en el primer sentido que decir que lo es en el segundo. No obstante, por razones de economía expositiva voy a partir aquí de una concepción amplia e integrada de éste primer estadio 11 : todo aquel que ve interceptado el actuar de acuerdo con su voluntad porque se interpone entre él y su acción una determinación necesaria, un obstáculo real o una amenaza normativa, carece de libertad negativa o de libertad en sentido negativo. Y la primera de las condiciones de la autonomía personal es precisamente la presencia de un espacio de libertad en este sentido negativo. Aunque la autonomía no es sólo libertad negativa, sin libertad negativa no es posible hablar de autonomía (Lindley 1986, 8). Cualquier cosa que la autonomía pueda ser, es desde luego incompatible con la necesidad de las elecciones coaccionadas (Raz 1986, 371). La «persona autónoma no debe estar sometida a la interferencia o el control externo [... ]» (Young 1986, 1). Que esta sea la primera de las condiciones de la autonomía personal no parece dudoso, pero tampoco deja de ser problemático. De hecho ha proyectado sobre ella una poderosa sombra de duda que nos atañe en este libro muy especialmente. Es esta: si la autonomía personal no puede darse sin libertad en sentido negativo y el sistema jurídico proyecta sobre el individuo toda una batería de interferencias normativas y sanciones coactivas, entonces el sistema jurídico como conjunto de normas vinculantes y la autonomía personal como libertad negativa parecen dos mundos incompatibles. Es una versión de la llamada «paradoja de la autoridad» que fue planteada con fuerza hace algunos años (Wolf 1976, 5-19; Raz 1979, 3). Después trataremos de ver algunas respuestas para esa paradoja. Racionalidad y autonomía

Uno de los corolarios de concebir la autonomía personal sólo a partir del rasgo de la libertad negativa lo podemos encontrar en la filosofía de Hobbes: «Voluntarias son también -escribe- aquellas acciones que proceden de una cólera repentina o de un apetito repentino[ ... ] por cuanto en ellas puede considerarse deliberación el momento precedente» (Hobbes 1979a, XII, 4 ). Y en el Leviatán amplía esa reflexión: 11. Para una teoría actual que pretende integrar las nociones de •libre albedrío» y libertad política, cf. Pettit 2001. No es sin embargo la que inspira estas líneas, que sólo pretenden tratar conjuntamente la libertad negativa y el libre albedrío.

24

LA AUTONOMIA PERSONAL

La definición de voluntad dada comúnmente por las escuelas, como un apetito racional, no es buena. Pues si lo fuera no podría entonces haber ningún acto voluntario contra la razón. Pues un acto voluntario es aquel que procede de la voluntad, y no otro. Pero si en lugar de apetito racional

dijéramos un apetito resultante de una deliberación precedente, entonces la definición es la misma que he dado aquí. La voluntad por tanto es el último apetito en la deliberación (Hobbes 1996, 44-45, subrayado del autor). Con esos testimonios únicamente quiero advertir que, si pretendemos edificar la noción de autonomía personal sólo a partir del primer estadio, nos encontraremos con un modelo simplista en el que un haz de apetitos o deseos se proyecta en una acción que es o no es obstaculizada por un factor interno o externo; si lo es, no podemos hablar de autonomía; si no lo es, estamos en presencia de ella. Lo que aquí no aparece por ningún lado es el papel de la razón en la determinación del deseo y de la acción, algo que ha sido llamado «uno de los desacuerdos clave entre las diferentes teorías de la autonomía» (Lindley 1986, 28). Como es sabido, aquella concepción de Hobbes encuentra un eco importante en la filosofía de Hume, para el que la razón no juega sino un papel subordinado en la acción y la decisión: «[... ) la razón no puede ser nunca motivo de una acción de la voluntad [...] y no puede oponerse nunca a la pasión en lo concerniente a la dirección de la voluntad» (Hume 1988, 558-9). Pues bien, concebida así la decisión humana, no cabe pensar en la razón como ese otro ingrediente de la noción de autonomía personal que, como un segundo estadio complejo y problemático, quiero ahora proponer. Para rastrear también sus orígenes clásicos, vayamos ahora a Platón, cuando, por ejemplo, está reflexionando en la República sobre las tensiones entre las 'especies' del alma y escribe: No sin razón, pues, juzgaremos que son dos cosas diferentes la una de la otra, llamando, a aquello con que razona, lo racional del alma, y a aquello con que desea y siente hambre y sed y queda perturbada por los demás apetitos, lo irracional y concupiscible, bien avenido con ciertos hartazgos y placeres (Platón, 439d). Lo que aquí nos interesa no es la mera división del yo en dos ámbitos diferenciados, sino la función que le otorga a la razón en la economía de las acciones humanas. No sólo se trata de describir dos mundos sino de adscribir a uno de ellos el dominio sobre el otro, con lo que el núcleo de la idea de autonomía personal, el darse pautas a sí mismo, la autodirección del ser humano, se presentaba como ingrediente básico de la noción de persona humana. Algo que apar~ce después con toda claridad en Aristóteles, cuando en el libro VII de la Etica Nicomaquea presenta a los vicios, la ira o la incontinencia como disposiciones del ser humano que no escuchan lo que les ordena la razón. Con ello se consolida la percepción del yo 25

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

LA AUTONOMIA PERSONAL

como una realidad dispuesta en estratos o gradas, y aparece la posibilidad de concebir la autonomía personal como dominio de sí mismo. Será, por ejemplo, como autarkeia, uno de los elementos centrales del pensamiento estoico, de fuerte influencia posterior. Y será, por supuesto, el núcleo de la ética kantiana12• Desde luego, no hay nada que haya servido y sirva tan arquetípicamente para definir lo que es la noción de autonomía personal como esa idea de autorregulación o autodirección que se encuentra en la etimología del término mismo. Pero, como vamos a ver, también surgen precisamente de ahí los problemas más complejos y espinosos que ha podido plantear como concepto en sus proyecciones sobre la práctica jurídica, moral y política. Lo que nos sugiere este segundo estadio es lo siguiente: el yo se articula en dos universos, uno de los cuales se superpone y controla al otro. El individuo se ve a sí mismo como un ser con creencias y deseos que puede producir y gobernar desde su racionalidad. Un ser que puede desdoblarse para verse a sí mismo desde fuera y decidir tanto sobre sus creencias como sobre sus preferencias. Con respecto a las creencias, este segundo estadio de la autonomía exige que la razón presente siempre una «disposición a cuestionar los conocimientos recibidos», una atención reflexiva sobre las pautas de la cultura, de forma que las decisiones no sean «meramente producto de influencias externas», que no se mantengan ciertas creencias simplemente por una falta de racionalidad teórica para valorarlas (Lindley 1986, 48, 52, 70). «Ser autónomo en la esfera intelectual es ponerse a sí mismo en la mejor posición para responder de la fiabilidad de las propias creencias. Es estar a cargo de la propia vida epistémica» (Young 1986, 13). Por supuesto que no podemos 'inventar' nuestras creencias a partir de nosotros mismos, sino que las recibimos de nuestro mundo entorno, y por ello hemos de descansar para formarlas en los conocimientos de los demás de una manera decisiva, pero la autonomía exige que esa confianza sea racional, es decir, que se deposite en fuentes y personas dotadas de 'autoridad' teórica y tales fuentes o personas tienen tal autoridad porque en último término las creencias que transmiten son contrastables racionalmente. Entonces y sólo entonces puede uno aceptar esas creencias ahorrándose así costes de tiempo y esfuerzo para llegar a ellas por sí mismo: «Carecemos de tiempo, de conocimiento, de entrenamiento, de habilidad. Además hay una necesaria y útil división del trabajo. Es más eficiente para cada uno de nosotros especializarse en unas pocas áreas de competencia y ser capaces cuando lo necesitemos de acudir a los recursos y la experiencia de' otros. El conocimiento es almacenado socialmente, y hay ventajas evolucionistas para una especie que no necesita que cada miembro adquiera y retenga todo el conocimiento necesario para la su-

pervivencia y la reproducción» (G. Dworkin 1988, 45). Es, pues, preciso incluir la racionalidad entre los ingredientes de la autonomía (Lindley 1986, 26), pues agentes que no tengan unos mínimos criterios de valoración epistémica de sus propias creencias no pueden ser llamados agentes autónomos, con todos los riesgos que una suposición tan fuerte conlleva (Christman 1989, 12). Y por lo que respecta al segundo ingrediente, los deseos o preferencias, las cosas suceden exactamente igual. Naturalmente que incorporamos de nuestro mundo entorno muchos objetivos, ideales, intereses, valores, modelos de vida, etc. En eso consiste el proceso de socialización. Pero el ser humano que tiene autonomía personal hace eso de una manera muy particular: lo hace con 'independencia'. Y esa independencia consiste, de acuerdo con Richards, en que «los criterios de evaluación autocrítica están determinados, no por la voluntad de los demás, sino por argumentos y evidencias que uno ha examinado racionalmente y a los que ha asentido racionalmente» (Richards 1981, 209). Las influencias del contexto social no están ausentes en el ser humano autónomo; simplemente son pasadas por un filtro de racionalidad y escrutinio crítico que le llevan a aceptarlas o rechazarlas. Es decir, no las adopta simplemente porque están ahí, sino que las incorpora tras una valoración racional. Las preferencias por tanto, igual que las creencias, pueden ser heredadas y tomadas del contexto social. Pero no pueden ser el puro producto de una interferencia externa en su proceso de formación pues entonces podrá quizá decirse, en efecto, que si el agente actúa conforme a ellas, hace 'lo que desea', pero en verdad «no se piensa que las personas actúan autónomamente cuando son motivadas por preferencias que fueron conformadas mediante indoctrinación sistemática o 'lavados de cerebro'» (Sher 1997, 47). No podemos considerar autónomo a cualquier agente por el simple hecho de que actúe motivado por ellas. Tener como válidos cualesquiera deseos o preferencias que el agente tenga, al margen del proceso de su formación y consolidación, es decir, ignorando su génesis, no es compatible con la noción de autonomía personal1 3• Pero esta articulación del sujeto en dos mundos que dibuja el segundo estadio de la noción de autonomía, puede suscitar también algunos problemas. Berlin llamó a esos problemas las «perversiones» de la libertad positiva 14 :

12. Es importante, sin embargo, distinguir la autonomía personal, en el sentido de autodirección racional, de la autonomía moral, núcleo del pensamiento kantiano, que es una teoría sobre la naturaleza de los juicios morales. Cf. Raz 1986, 370, n. 2.

13. La literatura sobre la racionalidad de las preferencias es inmensa. Remito aquí para una introducción a Jon Elster (1983). Advierto de paso que la exigencia de racionalidad en las preferencias para poder hablar de autonomía personal no tiene relación necesaria con el papel de las preferencias para una teoría de la justicia. Sobre este tema y sus problemas, cf. Celano 1997. 14. Quiero aclarar que en mi opinión lsaiah Berlín nunca negó la impc.>rtancia de la aut~no­ mía o libertad positiva, solamente advirtió de los peligros que podia producir el trasladar es.a idea al mundo político: «La libertad 'positiva', concebida como respuesta a la pregunta 'por qmén he de ser gobernado', es un fin universal válido. Yo no sé por qué se ha dicho que yo dudo de esto [... ]• (1974, 44).

26

27

LA AUTONOMIA PERSONAL

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

Si soy legislador o gobernante, tengo que suponer que si la ley que impongo es racional, será automáticamente aprobada por todos los miembros de mi sociedad en tanto que son seres racionales. Pues si no la aprueban, tienen que ser pro tanto irracionales; entonces necesitarán ser reprimidos por la razón; no importa si por la suya o por la mía, pues los pronunciamientos de la razón tienen que ser los mismos en todas las mentes (Berlin 1974, 165).

Y por lo que respecta a los 'apetitos' o 'deseos' también puede pervertirse el argumento: Si el tirano[ ... ] consigue condicionar a sus súbditos para que dejen de tener sus deseos originales y adopten («interioricen») la forma de vida que ha inventado para ellos, habrá conseguido, según esta definición, liberarlos (ibid., 153).

Estas son, en efecto, dos maneras posibles de desfigurar la autonomía concebida como autodominio. Si la razón ha de imponerse a los deseos, ordenarlos y filtrarlos antes de dejarlos surtir sus efectos como motivos de la acción, entonces es indiferente que sea la razón del propio agente o la de cualquier otro, pues por definición ambas tendrán que proporcionar la misma solución. Por consiguiente, si vemos que un agente adopta irracionalmente sus creencias u ordena irracionalmente sus preferencias podremos hacerle el 'favor' de imponerle, por encima de sus decisiones, una determinada ordenación. Sin embargo, no podríamos decir que un agente así tratado es un agente autónomo. La idea misma de autonomía excluye esta consecuencia, sea en el ámbito privado sea en el ámbito público. Incluso si diéramos por supuesto que los destinatarios de tal imposición se iban a sentir realizados con ello, el valor del estado de cosas alcanzado tendría una limitación evidente, porque como seres humanos autónomos no queremos simplemente 'sentirnos' de cierta manera, aspiramos a 'hacer' las cosas y no sólo a experimentarlas y gozarlas ya hechas. No queremos sólo disfrutar de ciertos estados de hecho sino 'ser' un cierto tipo de persona 15 • Y esto es lo que define la importancia de la noción de autonomía, pues no es el resultado o la consecuencia de lo que se consigue siendo autónomo lo que importa, sino el proceso mismo de serlo, cualquiera que sea el resultado que con él alcancemos como seres humanos. Por eso puede muy bien aceptarse la noción del principio de autonomía personal que ofrece, por ejemplo, Carlos Nino: ~iendo valiosa la elección individual de planes de vida y la adopción de ideales de excelencia humana, el Estado (y los demás individuos) no debe interferir en esa elección o adopción, limitándose a diseñar instituciones

15. Apelo aquí a ideas muy conocidas de Roben Nozick sobre lo que llama la máquina de experiencias (Nozick 1974, 43).

28

que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución (Nino 1989, 204).

Las posibles «perversiones» institucionales detectadas agudamente por Berlin en la aplicación política del principio de 'libertad positiva' no estarían pues justificadas. El tirano no podría apelar a este segundo estadio de la noción de autonomía para imponer ninguna racionalidad porque por el mero hecho de ser impuesta traicionaría sus propios presupuestos. La autonomía personal en el tiempo

Creo que al contemplar el contenido del tercer estadio que deseo superponer a los dos anteriores se podrá entender mejor el papel de la razón en la autonomía personal. Hasta ahora hemos visto la acción y la deliberación humana como un acontecimiento único y la autonomía como propiedad de una acción concreta. Si esa acción o decisión no estaba obstaculizada externamente y era un producto de las preferencias del agente informadas por su razón, entonces nos hallábamos ante un caso de acción o decisión autónoma. Vamos ahora a incorporar a nuestro esquema el factor tiempo. Esto nos va a permitir pasar del sentido meramente «Ocurrencial» o «momentáneo» al sentido «disposicional» de la autonomía personal (Young 1986, 5). Y ese paso es extremadamente importante porque muestra de un modo muy claro cuál es el substrato más profundo de ese concepto. El vector tiempo hace aparecer al agente como alguien que toma una decisión hoy con la vista puesta en lo que le sucederá mañana. Es algo perfectamente común que hacemos todos los días, pero que parece presuponer algo así como la existencia de dos 'yoes' diferentes, el que toma hoy la decisión y aquel a quien va dirigido el efecto que esa decisión tenga en el futuro. De momento no vamos a ocuparnos de si esa dimensión temporal de la autonomía es característica de un tipo especial de decisiones o de toda decisión humana 16 • Sólo vamos a pararnos a pensar un poco en el mecanismo intelectual que le subyace. Y ese mecanismo puede ser representado como el de un agente que en el tiempo t se ve a sí mismo tal y como desearía ser en el tiempo tr En ese tiempo 1t toma una decisión sobre sus deseos y preferencias porque esa decisión 1tendrá un cierto ef~~to sobre sus d~seos y preferencias en el tiempo t 2 • Esto es algo tan trivial que parece simplemente una obviedad: en cualquier acto de ahorro decidimos sobre nuestros deseos de hoy para producir un cierto efecto en nuestros deseos o intereses de mañana, pero muestra con toda claridad esa dualidad de sujetos mediante la que solemos representarnos esa operación mental: un sujeto A decide sobre sus propios intereses y preferencias ac16.

Sobre el factor tiempo en la decisión humana remito a Gutiérrez (2000, 35 ss.).

29

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

tuales para que un sujeto futuro B pueda encontrar satisfacción de alguno de sus deseos o preferencias. Pero esto, naturalmente, no es más que una manera de expresarse: lo que sucede es que, tanto en el instante como a lo largo del tiempo, el ser humano es capaz de verse a sf mismo, algo que como hemos visto es un rasgo capital de nuestra concepción compartida del ser humano, pues significa que puede pensarse de él todo un mundo de posibilidades antes inexistente: la autoperfección, la autodirección, el autodominio, la autorrealización, en definitiva, el modelarse a sí mismo, que va a determinar en toda su profundidad la idea de que cada uno es responsable de quién es, de su propio yo. Y esa particular 'reflexividad' de su conciencia crítica le hace tener creencias respecto de sus propias creencias, desear tener o no tener deseos, interesarse por sus propios intereses, es decir, actuar sobre la base de creencias, deseos, intereses, etc., de segundo orden. Esta estructura de la mente humana, que constituye la base actual de la atribución de la condición de persona17, muestra por un lado la estratificación reflexiva que se considera hoy como la versión más aceptable de la vieja intuición del fraccionamiento del «alma», pero para lo que nos interesa ahora, pone sobre todo de manifiesto dos cosas: por una parte que la razón tiene un papel importante que jugar en la autonomía, y por otra, que el ser humano es un ser dotado de ciertos resortes siempre en tensión hacia el futuro, anticipándolo y actuando en función de é~ y que la autonomía personal, por tanto, sólo adquiere su pleno sentido en la continuidad temporal; que no es, como he dicho, meramente 'ocurrencial' sino que tiene una esencial dimensión 'disposicional'. Por lo que respecta a la razón, su necesaria presencia no se basa sólo en la conveniencia de que la ordenación de nuestras preferencias actuales sea adecuada si aspiramos a verlas satisfechas. Con ser esto importante para la autonomía, no lo es tanto como su proyección en el tiempo, puesto que si mi autonomía se refleja en la decisión que tomo ahora respecto de mis intereses futuros, el contenido de esa decisión tiene que ser una acción que tenga alguna relación con aquellos intereses y su satisfacción, una relación de causalidad o del tipo que sea, pero una relación que exprese que, puesta en el seno del mundo, mi acción de hoy avanzará algún trecho en la satisfacción de mis intereses venideros, que las acciones del yo que soy hoy se incorporarán a una cadena que terminará de algún modo en el estado del yo que seré mañana. Y, para lograr que se produzca esta concatenación, las decisiones del agente actual han de estar guiadas por la racionalidad. En ausencia de ella, sea por problemas cognitivos (ignorancia o error), sea por problemas volitivos (debilidad de la voluntad), no sería posible hablar de autonomía, pues las acciones del sujeto serían arbitrarias o estériles respecto a su yo futuro. No es necesario decir que el derecho moderno toma en cuenta con frecuencia esas situaciones.

17.

A partir de Harry Frankfun (Frankfut 1971; Dennet 1976).

30

LA AUTONOMIA PERSONAL

Autonomía personal y planes de vida El último estadio de la noción compleja de autonomía personal se refleja también muy característicamente en un clásico de la historia del pensamiento. Es usual datar en el Renacimiento el origen de la acepción actual de la expresión 'dignidad humana', y se ha llamado nada menos que «Manifiesto del Renacimiento» a la Oratio, o discurso, De Hominis Dignitate (1496) de Giovanni Pico della Mirandola. Pues bien, en esa obra se caracteriza al ser humano como «obra de un perfil indefinido» (indiscretae opus imaginis)1 8, y se representa a Dios, al 'supremo Artífice', diciéndole esto: No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ioh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos los tengas por tu propia decisión y elección. Para los demás una naturaleza contraída dentro de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no sometido a cauces algunos angostos, te la definirás según tu arbitrio al que te entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en el mundo. Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión (Pico 1984, 105).

Vemos aquí cómo la concepción que se avanza por los testigos más sensibles del Renacimiento, configura una visión del ser humano como un ser que se hace a sí mismo. Pico alaba la generosidad de Dios por haberle concedido el don de «ser aquello que quisiere» (id esse quod velit). Por eso acaba por llamarlo, de un modo sorprendente, el «divino camaleón». Estos conocidos textos nos van a llevar a la imagen final de la autonomía personal como algo que ya se prefigura en el anterior rasgo. Pero con un añadido importante; porque no es sólo que hoy pueda yo prever un deseo o un interés de mi yo futuro y obrar en consecuencia para satisfacerlo, es que puedo ver y considerar qué clase de persona quiero ser y proceder entonces a construir paso a paso esa clase de persona. Esta ampliación de la mirada prospectiva a todos los rasgos y situaciones del yo futuro se ha vinculado fuertemente, como veremos más tarde, a la idea misma que tenemos de lo que es ser una persona. Hace ya algunos años se caracterizó de la siguiente manera: Aquello que hace a un hombre persona es la integración de sus intereses tanto en el espacio como en el tiempo. La persona puede mirar hacia delante y planificar de acuerdo con ello; puede embarcarse en series de 18. La traducción española más accesible (Pico, 1984), lo traslada como •hechura de una forma indefinida•.

31

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

actividades dotadas de un propósito; puede relacionar su suerte en el pasado con su suerte futura, y lo distante a lo cercano; puede mantener sus orientaciones (bearings); puede organizar la administración de sus diversos intereses; puede poner las cosas importantes al principio; puede fijarse en el bosque y en los árboles; y todo ello puede hacerlo por sus capacidades cognitivas (Perry 1968, 62).

Y es una caracterización que apunta a lo que quiero subrayar en este cuarto estadio de la autonomía personal: el que esa capacidad premonitoria y reflexiva que hemos analizado antes se proyecta en toda la vida del individuo, o mejor, se proyecta en el individuo como vida. Como recuerda Rawls siguiendo a Royce, una persona puede ser considerada como una vida humana vivida de acuerdo a un plan, un individuo dice quién es al describir sus propósitos y sus causas, lo que trata de hacer en su vida (Rawls 1971, 408). Esto es en toda su plenitud lo que se ha llamado sentido 'disposicional' de la autonomía, en el que el foco de atención se orienta a la vida de la persona autónoma concebida como un todo. Se trata de una concepción de la autonomía que «subraya la importancia de que la persona controle su vida y sus proyectos». Cuando se está hablando de autonomía, el referente primario son las vidas (Young 1986, 5) Los juicios sobre la autonomía personal son centralmente disposicionales: se refieren al seguimiento por la persona de una plan o concepción de su vida que unifica sus varios propósitos (ibid., 109). Esto es lo que puede significar añadir este último y crucial elemento a la idea de autonomía que estábamos construyendo. Y es lo que perfila su significado más profundo a nuestros efectos. Siguiendo esa misma línea que empezaba en Pico, podemos verlo ahora también en autores contemporáneos. Así Lomasky escribe: Algunos fines no son reconocidos de una vez por todas y realizados después mediante la realización exitosa de una acción particular. Antes al contrario, persisten a lo largo de amplios tramos de la vida de una persona y continúan estimulando acciones que establecen un modelo coherente en virtud de los fines a que sirven. Aquellos que llegan indefinidamente al futuro, juegan un papel central en las empresas en curso del individuo y dotan de un significativo grado de estabilidad a la vida de un individuo, los llamo proyectos (Lomasky 1987, 26).

Esos proyectos que dan significado a la vida humana han de ser, a diferencia de las acciones individuales que buscan un propósito aislado, algo dotado de cierta persistencia en el tiempo y con unas características estructurales muy especiales que ponen de manifiesto su función en la definición de la personalidad. Al subrayar su importancia sólo quiero llamar la atención sobre la idea de que somos criaturas planificadoras y que eso nos define muy marcadamente. Se trata de poner énfasis en la profunda implicación que tiene la idea de planes de vida con la idea de autonomía personal, porque si esto es así, como creo, entonces ha de tener muy importantes consecuencias para algunos extremos de la construcción

32

LA AUTONOMIA PERSONAL

que hagamos de los sistemas jurídicos. Pero no adelantemos problemas. Los planes ~o~ instrumentos que utilizamos para desarrollar y coordinar nuestras act1V1dades con una mínima probabilidad de éxito y sin tener para ~llo que incurrir en agot~doras reflexiones. Con ellos proyectamos y realizamos nuestra personalidad. Naturalmente, no se quiere decir con ello que nuestra vida sólo tenga sentido si está proyectada de antemano hasta sus últimos detalles. No es el caso del hojalatero alemán de que hablaba Gogol, que «había puesto ya en un mapa su vida entera y no se desvió de s1;1 plan bajo ninguna circunstancia», aunque ese plan incluyera la frecuencia con la que debía besar a su mujer y cuando se emborracharía (Hardin 1988, 197). No se trata de que nuestra vida esté sometida a un plan, ni de que ese plan disponga todas las decisiones que vayamos a tomar. Se tr~ta de subr~yar la id~a de que ~uestras actividades no son esporádicas e mconexas smo que vienen previstas en diversas programaciones más o menos general~~: desde el orde~ de nuestro día de hoy hasta lo que supone crear un~ famtlia esta~le o realizar una vocación profesional. Sin planes no podna hacerse casi nada, salvo responder súbitamente a las solicitaciones del contexto. Y tales planes no sólo sirven para coordinar nuestras prefer~ncias intrapersonales, sino también para organizar nuestras ~elac1one~ mterpersonales, que pueden ser definidas seguramente como mterrelac1ones entre planes de vida de diversas personas 19 • Naturalmente para. merecer el nombre de planes necesitan ser conjuntos de elementos consistentes entre. sí y c?ns!ste~tes con mis creencias, pero eso no exige que .sean exhaustivos m ~nuc1osos. Normalmente son genéricos en el sentido de que suelen defimr sólo opciones relevantes, dejando los particulares de ba~tantes de ellas al momento de tomarlas, y suelen ser parciales y ~agme~tar1os, au~que a veces se articulan entre sí en un plan general ma_s am~lio. Es posible por ello presentar la idea de persona como una articulación de planes y sub-planes. Pero en todo caso son imprescindibles para poder hablar de la autonomía personal. La sola imaginación de un ser hum~no que actúa únicamente a tenor del esquema estímulo-respuesta en función de las incitaciones que a él dirige su medio ambiente es incompatible con la idea de ser persona, por muy libre en el sentido 'de libertad negativa que s~a su actuar. Por eso la autonomía incorpora este rasgo de ~nchura y longitud que proveen los planes de vida y se configura como un ideal de auténtica construcción propia de cada ser humano.

Precisiones Recapitulemos un poco: hemos visto cuatro ingredientes o estadios del concepto de autonomía personal que se superponen entre sí para con19. Para todo lo relativo a la noción de 'plan' y su importancia en el razonamiento práctico, Bratman (1983).

33

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

LA AUTONOMIA PERSONAL

formar un concepto de extremada complejidad. Esos ingredientes son: libertad negativa para realizar acciones, control racional de la satisfacción de preferencias de acuerdo con su jerarquía estratificada, proyección de las decisiones reflexivas en el tiempo y conformación de planes generales y abstractos interrelacionados. Quien así actúa es un ser autónomo en el sentido que aquí quiere dársele a esta palabra. Esta propuesta ha de ir acompañada de algunos comentarios ulteriores. En primer lugar parece evidente que, planteado con esa complejidad, el concepto de autonomía tiene que hacer referencia a un estado de cosas que puede ser alcanzado en mayor o menor medida. El concepto de autonomía por ello es un concepto gradual, es decir, denota propiedades de un ser humano que pueden darse en mayor o menor grado. La autonomía «es una propiedad gradual[ ... ] se es más o menos autónomo según la presencia o ausencia de condiciones que permiten la elección y materialización de las valoraciones» (Nino 1992, 38). Esto es muy importante porque, así concebida la autonomía, no excluye la posibilidad de afirmar que una persona puede ver anulada parcialmente la proyección concreta de su autonomía en una decisión sin que ello signifique que como tal persona haya dejado de ser autónoma, o que esa anulación parcial no posibilite a su vez un grado mayor de realización de otras dimensiones de la autonomía. Una conducta prohibida por la ley disminuye en su ámbito la autonomía de sus destinatarios, pero puede aumentar la autonomía de esos mismos destinatarios en otros ámbitos. Por eso mismo no es tan claro ni sencillo aceptar aquella posición que afirma la existencia de un conflicto ineludible entre autoridad, y en particular autoridad jurídica, y autonomía (Wolff 1976, 5 ss.). Lo que voy a mantener aquí, por el contrario, es que la idea de imperio de la ley no sólo es compatible con el ideal de autonomía personal, sino que es una condición necesaria para realizarlo en la mayor medida posible. Pero antes hemos de detenernos un poco en eso que acabo de llamar la condición de «ideal» de la autonomía personal. Se trata con ello de establecer el valor regulativo que pueda tener ese complejo conjunto de ingredientes. Porque, como hemos visto, a la autonomía personal puede dársele un puro sentido 'descriptivo' que no implique valoración alguna. Podemos en efecto decir que cuando hablamos de autonomía personal estamos simplemente describiendo un estado de hecho consistente en que un individuo no se ve afectado por interferencias, posee ciertas capacidades racionales para dirigir sus acciones y las utiliza, se proyecta en el tiempo previendo cuáles serán sus deseos y preferencias futuras y, por último, organiza su vida de acuerdo con planes más o menos generales y detallados. Todo esto constituiría, repito, una mera descripción de un estado de cosas. Pero podría haber quien dijera que tal estado de cosas no es deseable, que no tiene ningún valor ni tiene por qué servirnos de orientación. Podría, por ejemplo, decir que si los seres humanos no fueran así, o si se les impidiera ser así, resultaría más fácil coordinar y organizar la vida social, porque a cada uno se le podría dar un papel predeterminado

en el todo y no entraría en conflicto con los demás. Esta precisamente es la base de la mayoría de las posiciones totalitarias en política y de la mayoría de los diseños de ingeniería social que aparecen en la literatura llamada anti-utópica. Por eso, al lado del sentido descriptivo, es preciso subrayar un sentido 'adscriptivo' o 'prescriptivo' de autonomía (Fallon 1994). De lo que se trata aquí es de suponer que la autonomía personal no sólo es o puede ser una cuestión de hecho o una presuposición ineludible de nuestra concepción de persona, sino que tiene que ser una propiedad constitutiva de algo a lo que concedemos valor. Ser autónomo es un ideal regulativo, algo valioso, algo que tiene valor y que exige ser realizado. Esta, por supuesto, es la posición que aquí se mantiene al pensar la autonomía personal como un haz de exigencias éticas, es decir, valiosas. Pero cabría entonces preguntarse qué clase de valor tiene, si un valor meramente instrumental para la consecución de otros valores ulteriores o un valor intrínseco que pide satisfacción por sí mismo. Si le atribuimos mero valor instrumental lo que estamos afirmando es que la autonomía .es un bien porque sirve instrumentalmente para alcanzar otras cosas que también son valiosas. Así, podría decirse que ser una persona autónoma es bueno porque es el único modo de tomar decisiones que sean también buenas, o que ser autónomo es bueno porque satisfacer las propias preferencias es un bien en sí mismo. Sin embargo, este tipo de posiciones sobre el valor de la autonomía es poco convincente y puede producir consecuencias indeseables. Es obvio que en el uso de la autonomía personal los seres humanos toman decisiones buenas y decisiones malas, y también parece evidente que la satisfacción de las propias preferencias sólo puede ser un bien si tales preferencias son adecuadas o buenas. Por ello hay una cierta tendencia inconsciente a justificar las limitaciones o la supresión de la autonomía personal cuando tales malos resultados se producen; entonces, suele afirmarse, es preciso obrar de forma tal que se alcancen las metas buenas al margen de la autonomía, con medidas, por ejemplo, paternalistas o perfeccionistas. Pues bien, esos problemas que plantea el concebir la autonomía personal como un valor instrumental desaparecen cuando le conferimos un valor intrínseco. Lo que aquí se afirma es que el hecho de que hayamos obrado autónomamente o que seamos seres autónomos confiere a nuestras acciones o decisiones un cierto estatus: el estatus que nos constituye como actores en el desarrollo de nuestras concepciones de lo que es el bien (Rosenkrantz 1992, 19-20). Nosotros no queremos que nuestros ideales de lo que queremos ser sean algo que nos viene concedido desde fuera, algo que nos sucede; queremos que esos ideales sean algo que alcanzamos con nuestras acciones y decisiones. Ser actor de mi vida es lo que me constituye en persona en el sentido moral, lo que me hace acreedor de mérito moral. Si fuera un ser pasivo en el que se inducen automáticamente comportamientos y sensaciones, por exitosas o placenteras que fueran, no tendría el más mínimo papel en el universo moral, como no lo tiene la planta que produce flores, por bellas que sean,

34

35

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

LA AUTONOMÍA PERSONAL

o el sujeto que es llevado por una fuerza insuperable a realizar una acción buena. Lo que me instala en el universo de la ética es mi condición de ser humano autónomo. Desde este punto de vista, «lo que la autonomía demanda es precisamente que tratemos a la valoración de cada persona sobre su propia situación, y a cualquiera de las decisiones que base en esa valoración, como decisivas tengamos o no tengamos buenas razones para esperar que produzcan una pérdida neta de valor» (Sher 1997, 71). Esta posición arroja claramente como resultado el que no se justifique directamente la limitación de la autonomía en virtud de la calidad de las decisiones o acciones que resultan de ella, sino que aparezca protegida por ciertas restricciones que impiden que sea puesta en tela de juicio por sus efectos instrumentales:

muchos autores han transmitido a la idea de autonomía una fuerte impronta moral. Se la ha identificado, como hemos visto, con un carácter ideal o una virtud que define a los individuos como agentes morales, o que está conectada con la idea de autoperfeccionamiento o autorrealización (Young 1986, 9). Creo sin embargo que no es preciso para lo que aquí nos interesa llevar tan lejos la idea de autonomía. No es que ser autónomo sea ser moral, sino que bajo de los elementos que constituyen la autonomía «está una concepción compartida de lo que es una persona. Lo que hace a un individuo la persona particular que es, es su plan de vida, sus proyectos. Al perseguir la autonomía uno conforma su vida, construye su significado. La persona autónoma da significado a su vida» (G. Dworkin 1988, 31). Naturalmente esto puede también estar ligado con el carácter de las personas y con su vida moral. De hecho no pocos filósofos morales modernos ligan precisamente ese conjunto de deseos y proyectos de cada uno con su 'carácter'. Pero yo no quisiera sugerir que ser autónomo sea equivalente a ser moral, sino algo un poco más modesto: que ser autónomo en el sentido de diseñar el propio plan de vida es lo que constituye la identidad de la persona en el tiempo, que es su compromiso con esos proyectos y planes lo que le hace la persona que es, lo que le confiere esa identidad propia que puede llevar a que se le reconozca como aquello que es. Y lo que me parece indudable es que este concepto de 'personalidad', o de 'personaje' o de 'persona', como el haz de proyectos y metas de toda índole y jerarquía con que uno se compromete no es un concepto puramente descriptivo, sino un concepto normativo, un ideal regulativo, en el sentido de que toda nuestra comprensión de la cultura descansa en la presuposición de que es deseable que los seres humanos se definan a sí mismos a través de su propia capacidad de decisión. Es, por así decirlo, la percha en la que colgamos todo nuestro lenguaje normativo y los conceptos e ideales a él anudados. Descriptivamente podemos discutir si los seres humanos son autónomos o no lo son, y hasta qué punto lo son. Moralmente podemos mantener que sólo los seres humanos autónomos desarrollan comportamientos genuinamente morales. Pero lo que importa es que si no lo fueran o lo fueran en muy escasa medida nosotros veríamos eso como una deficiencia crucial que nos impediría radicalmente continuar viviendo en el edificio de nuestras convicciones compartidas. Y por lo que respecta a la moral, aunque la autonomía personal no sea identificable sin más con el obrar moral, es una condición necesaria del comportamiento moral. Eso es lo que la hace un punto de partida crucial para servir de basamento a ese complejo institucional de normas y principios sobre la convivencia humana que llamamos imperio de la ley.

Lo que tiene valor intrínseco es [...] ser reconocido como el tipo de criatura que es capaz de hacer elecciones. Esa capacidad fundamenta nuestra idea de qué es ser una persona y un agente moral merecedor de igual respeto por todos [... ]. Si uno quiere ser el tipo de persona que toma decisiones y acepta la responsabilidad por ellas, o que elige y desarrolla un plan de vida, entonces las decisiones son valoradas, no por lo que producen ni por lo que son en sí mismas, sino como constitutivas de un cierto ideal de una vida buena (G. Dworkin 1988, 80).

Y es precisamente ese perfil 'constitutivo' o definitorio de nuestras empresas morales lo que se trata de proteger en la noción de autonomía personal que aquí se utiliza. Aunque este es un vasto campo de cuestiones que no van a ser tratadas en este libro, no está de más recordar que esa protección se realiza mediante un haz de derechos morales básicos que constituyen el fundamento y la justificación de lo que se suelen llamar derechos humanos, y de lo que los juristas llaman derechos fundamentales o constitucionales. Ya se ha dicho que la aquí llamada autonomía personal no es rigurosamente igual a lo que Kant entendía por tal. No se trata de proponer una visión de lo que son las acciones dotadas de calidad moral. El concepto que aquí se propone de autonomía no excluye la posibilidad de que el sujeto tome una decisión perfectamente autónoma y moralmente condenable, lo que parece imposible en la teoría kantiana. No pretendo por tanto una teoría de los juicios morales sino otra cosa. Quiero poner de manifiesto algo que subyace a todo nuestro lenguaje moral: que la condición de ser autónomo es lo que define nuestra convicción compartida de lo que debe ser la persona humana. En efecto, la autonomía personal es seguramente el elemento básico de identificación de nosotros mismos, pues al desarrollar nuestras acciones y proyectos en el marco de un conjunto de planes de vida expresamos de un modo preciso quiénes somos. La autonomía es por eso crucial para entendernos a nosotros mismos y para presentarnos con una identidad en la vida social. Somos nuestros planes y proyectos. Por eso seguramente 36

37

Capítulo II CONTEXTO DE DECISIÓN Y NORMAS SOCIALES

La reconstrucción de la autonomía personal realizada en el capítulo anterior dibuja la vida del ser humano como algo definido por él mismo en un marco de libertad personal y racionalidad proyectiva. De acuerdo con una distinción que sugirió hace tiempo Martin Hollis (1977) podríamos decir que frente al ser humano plástico que no hace sino incorporar, reproducir y reflejar pasivamente los diferentes ingredientes de su contexto vital amoldándose a ellos, el ser humano autónomo establece una suerte de interrupción, una solución de continuidad con el entorno, de forma que sus acciones y decisiones no pueden ser interpretadas como meros reflejos pasivos de su contexto sino como algo generado, digamos, por sí mismo. Como afirma Hollis, los fundamentos epistemológicos de las ciencias sociales tienen en esta distinción una encrucijada vital, porque la explicación de la conducta humana adquiere en un caso o en otro una dimensión perfectamente diferente e irreductible a la otra. Nosotros no vamos a entrar en esa fascinante discusión 1• Sólo vamos a aprovechar su existencia para subrayar algunas incógnitas que plantea la relación de las decisiones humanas con su contexto y ver el modo de despejar esas incógnitas. Porque tal y como se han establecido los puntos de partida en el capítulo anterior, se puede correr el riesgo de presentar al ser humano como capaz de emanciparse hasta tal punto de su contexto de deliberación que cree y diseñe su propia vida a partir de sí mismo, como el célebre Barón de Münchausen emergía del agua tirando de sus propios cabellos, lo que haría de esa visión de la autonomía de la persona una propuesta ciertamente poco plausible. Ello exige que prestemos atención al contexto o medio ambiente en el que se ejerce la autonomía personal. Y a este respecto ya se ha mencio-

l. Desde el punto de vista de la teoría sociológica esta encrucijada ha sido analizada con maestría por Salvador Giner (1997).

39

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

CONTEXTO DE DECISIÓN Y NORMAS SOCIALES

nado en el capítulo anterior que no puede aceptarse fácilmente que las creencias de un agente sean algo que el individuo obtiene de sí mismo al margen de su entorno vital. Es evidente que la gran mayoría de las cosas que conocemos y sabemos, las conocemos y s~be~os, por así decirlo, p_or la simple incorporación de los diversos conoc1m1entos que nos transmite el mundo en que vivimos. Con las preferencias sucede lo mismo. Es imposible pensar que los deseos, intereses, valores o ideales que conforman las preferencias de cada uno hayan sido elaborados desde la más rigurosa individualidad sin influencia alguna de la vida social que le rodea. En ambos casos hay un flujo incesante de ingredientes del contexto social hacia la esfera individual, pero es un flujo que en el ser humano autónomo, a diferencia del ser humano plástico, se produce bajo una vigilancia crítica y selectiva, con esa «disposición a cuestionar los conocimientos y los valores recibidos» a que antes me he referido. Podrían añadirse otras consideraciones relativas al contexto de deliberación y decisión y sus implicaciones sobre la autonomía personaF, pero no son tan importantes para proseguir nuestra indagación sobre el imperio de la ley como aquellas que tienen que ver con algunas circunstancias que determinan o hacen surgir reglas y normas sociales en el contexto en el que el agente toma toda la gama de decisiones que configuran su autonomía personal. La cuestión general que nos va a ocupar ahora es la de la necesidad de esas normas y reglas en el contexto de decisión para que la autonomía del sujeto agente no sólo no acabe siendo limitada por ellas, sino que incluso resulte sensiblemente mejorada por su mera presencia. Cuando hayamos desarrollado los pormenores de esa relación podremos ver cómo algunas reglas sociales resultan decisivas para esa autonomía personal.

acto de decidir y el estado de cosas que se pretende con él es la naturaleza del contexto de decisión, lo que podríamos llamar las condiciones de éxito del contexto; es decir, la calidad del medio ambiente en el que se toma la decisión y en el que se desenvuelve el curso de la acción. Dennet ha clasificado los elementos de lo que llama «entorno» de decisión en los siguientes tipos: a) fijos, tan absolutamente fijos que no se necesiten esfuerzos para seguirles la pista. b) indignos de atención, tan irrelevantes para los intereses del sistema que cabe ignorar si son o no son fijos sin correr ningún riesgo. e) cambiantes (y dignos de atención). Estos últimos se diferenciarían además según fueran c 1) manejables, al menos en ciertas condiciones, y por lo tanto predecibles provechosamente al menos en esas condiciones, y c2 ) caóticos, caprichosos o «fortuitos>>, impredecibles pero relevantes y dignos de atención (Dennet 1992, 128).

Si pensamos que la autonomía personal se despliega en su manifestación más importante como un plan o proyecto de vida personal, entonces es evidente que esa autonomía se expresa sobre todo en un haz de decisiones en el tiempo. Y, por ello mismo, la autonomía parece exigir como una suerte de prerrequisito elemental que el camino que va de cada una de las decisiones presentes al estado de cosas futuro que se busca con ella sea, de algún modo, posible. Si las decisiones a corto o largo plazo de un individuo no tuvieran nunca éxito presente o futuro difícilmente tendría sentido el discurso sobre su autonomía. Los puros actos de elección sin su consecuencia prevista serían simplemente frustrantes e inexplicables. Pues bien, uno de los obstáculos que puede oponerse a esa vinculación entre el

Las propiedades de esos elementos son importantes porque, como afirma Dennet, «todo plan o deliberación requiere que se tengan en cuenta los elementos del mundo que continuarán «normalmente» y aquellos elementos que pueden cambiar, cambiarán o se planea cambiar» (Dennet 1992, 147). Eso significa que tenemos que extraer del entorno todo aquello que tendríamos que saber para decidir con éxito, y que, si ello estuviera dentro de nuestras posibilidades, sería muy importante que pudiéramos disponer de un conocimiento óptimo del entorno a la hora de tomar nuestra decisión. La situación más eficaz para poder tener un cierto control de los efectos de la decisión sería que todos los elementos fueran fijos. La peor situación sería, sin duda, que todos fueran caóticos pero importantes. Esa clasificación coincide en el fondo con algunos de los datos básicos de los que parte la teoría de la decisión 3 • Cuando uno se enfrenta con el problema de analizar cómo ha de ser elegido racionalmente un curso de acción entre varios posibles ha de tener en cuenta que el sujeto que va a tomar la decisión está inmerso en un medio ambiente que puede imponer sobre él ciertas limitaciones, hacer fáciles las decisiones o incluso abrir el abanico de posibilidades. Este es su contexto o entorno de elección. Y se distingue entre decisiones en un entorno o contexto paramétrico, y decisiones en un entorno o contexto estratégico. Como escribe Elster, en el primero «las variables ambientales tienen algunos valores, sin considerar el estado de nuestro conocimiento sobre ellos. Son parámetros4 para el problema de la decisión, de ahí que se utilice el término 'racionalidad

2. Joseph Raz, por ejemplo, insiste en que es necesaria una •amplia gama de opciones» en el contexto para que pueda hablarse de autonomía (Raz 1986, 3 73 ). Sobre ello véanse las reflexiones de Silvina Álvarez (2002).

3. Puede seguirse el útil y didáctico esquema presentado por Jon Elster (1987, ap. 1). También es muy accesible la presentación de estos temas hecha por Gilberto Gutiérrez (2000). 4. Técnicamente un parámetro es el valor fijo que se da a una variable en un cálculo.

40

41

Los desafíos del contexto de decisión

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

CONTEXTO DE DECISIÓN Y NORMAS SOCIALES

paramétrica' en tales casos». En él las condiciones de decisión pueden ser de tres tipos: condiciones de certeza, de riesgo y de incertidumbre. En el otro supuesto, es decir, en el de las decisiones tomadas en contextos estratégicos o contextos de interdependencia, el medio en el que tomamos la decisión está formado por la presencia de otros agentes que tratan también de tomar su decisión y para hacerlo han de tener en cuenta a su vez nuestra hipotética opción. Es decir, la decisión de cada uno depende de las de los demás y ninguna de ellas tiene un valor sino en tanto en cuanto se interrelaciona con las demás, o como escribe Elster, «todos los valores de las variables se determinan simultáneamente» (Elster 1983, 167). Por tanto cualquiera que decida debe establecer una estrategia que tenga en cuenta la decisión de los demás. Por eso se habla aquí de «racionalidad estratégica». Este tipo de racionalidad y sus problemas es la que ha sido minuciosamente examinada por la teoría de juegos. Vamos a familiarizarnos un poco más con algunas de esas dimensiones del contexto de las decisiones humanas que pueden ser factores que afectan a la autonomía individual, tanto en sentido positivo como en sentido negativo. En primer lugar está, naturalmente, la certeza o certidumbre. Estamos en un contexto de certidumbre o certeza si podemos estar seguros de que nuestros actos o decisiones producirán unos resultados concretos y previsibles (Resnik 1998, 36). La certeza se da cuando el grado de probabilidad de que los ingredientes del contexto respondan de un modo u otro a nuestras acciones es muy alto o total (Gutiérrez 2000, 86). Por supuesto, además de ello el sujeto que toma la decisión ha de tener conocimiento de cómo se comportan dichos ingredientes. Es decir, la certeza tiene dos caras fundamentales: por un lado, la condición constante y previsible del comportamiento de los componentes del contexto, y por otro, el conocimiento de dicha condición por parte del sujeto. Si se dan ambas dimensiones, la decisión del agente puede conseguir el máximo éxito en la obtención del estado de cosas que prevé como resultado de su acción. La certidumbre es, en este sentido, el horizonte al que tiene por fuerza que tender todo decisor ideal, y es sin duda el contexto óptimo para el desarrollo de la autonomía personal. Como más tarde veremos, ella es una de las más importantes razones que subyacen a la existencia y vigor de las normas sociales y jurídicas. Quizás donde con más intensidad se dé la condición de certeza del contexto de decisión es en los acontecimientos naturales o de nuestro entorno natural. La naturaleza parece «obedecer» siempre a ciertas leyes y su 'comportamiento' se produce siempre de acuerdo con ellas5 • Nuestro conocimiento de las regularidades del mundo natural nos permite tomar

decisiones cotidianas con éxito y el ejercicio de la autonomía personal se ve posibilitado por él hasta unos extremos difíciles de exagerar. Por eso es oportuno reivindicar también el conocimiento científico libre de prejuicios y supersticiones como una condición de la autonomía personal. Autonomía y racionalidad, como hemos visto, han de ir de la mano. Quizá no sea una casualidad el que la apuesta por la ciencia moderna haya nacido en la historia simultáneamente con el ideal renacentista de la dignidad huma?ª como autonomía personal. Seguramente ambas forman parte del mismo paquete de presuposiciones que lleva consigo la concepción moderna del mundo; su origen común y desarrollo paralelo muestran que incluso pueden haber experimentado una mutua y recíproca fecundación: la autonomía necesitaba de la racionalidad científica para aumentar su ámbito de proyección (sin conocimiento científico del entorno, las posibilidades de la autonomía eran débiles y quebradizas), y la racionalidad científica exigía la personalidad autónoma como sujeto de una actividad cognitiva no sometida a prejuicios (sin libre indagación y experimentación, no era posible la ciencia moderna). En todo caso, como queda dicho, la certidumbre del contexto es el medio más idóneo para el desarrollo de esa autonomía, y los esfuerzos de la cultura y la ciencia inspirados en ese ideal tienen que orientarse a producir un contexto cierto de decisión y a fomentar el conocimiento del mismo. Cuando rebasamos el horizonte de la certidumbre aparecen los contextos o entornos de decisión en los que el resultado de nuestras acciones está de un modo u otro afectado por factores ignorados. En condiciones de riesgo, como es sabido, podemos asignar probabilidades a los resultados de cada acto, pero en condiciones de ignorancia o incertidumbre no nos es dado hacerlo. La incertidumbre no es técnicamente sino la ignorancia de la distribución de la probabilidad a priori de un acontecimiento. Y tanto en condiciones de riesgo como en condiciones de incertidumbre o ignorancia el éxito de nuestras decisiones está bajo el influjo de la suerte. La suerte, por ello, es un ingrediente primario de la vida personal:

5.

Los términos 'obedecer' y 'comportamiento' son simplemente una muy extendida fafon de parler. Las llamadas leyes naturales no se imponen a la naturaleza para que en su comportamiento las obedezca, sino que tratan de describir cómo funciona la naturaleza y de esta manera la explican.

42

La suerte es uno de los factores que definen la condición humana. Aunque somos agentes inteligentes que recurren al pensamiento para abrirse paso en un mundo dificultoso, somos agentes que poseen un conocimiento limitado y deben tomar decisiones basándose en una información fragmentaria. Por este motivo estamos inevitablemente a merced de la suerte (Rescher 1997, 16).

Eso significa que esa suerte, que es «una fuerza díscola que impide que la vida humana se someta por completo a la gestión racional», hace «difícil o imposible dirigir nuestra vida mediante la planificación y el designio»: Vivimos en un mundo en que nuestras metas y objetivos, nuestros planes mejor trazados y nuestras propias vidas están a merced del azar y la contingencia[... ] la suerte está destinada a desempeñar un papel protagonista en el drama humano [...]es una parte insoslayable de la condición humana.

43

El IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

CONTEXTO DE DECISIÓN Y NORMAS SOCIALES

He aquí, pues, un importante límite que puede reducir el alcance de nuestra autonomía personal. La idea de tomar decisiones para el futuro y construirse como persona a través de un plan se topa directamente con la presencia de la suerte siempre que esas decisiones hayan de tomarse en condiciones de riesgo o incertidumbre. ¿cuál es la razón de esto? Pues no necesariamente que el mundo como contexto de decisión sea completamente aleatorio y escape a la ley de la causalidad. Se trata más bien de nues~ras propias limitaciones, de nuestros impedimentos cognitivos, que «existen en la medida en que el futuro nos resulta epistémicamente inac.cesible, y ello sucede porque desconocemos las leyes operativas (in~erndu~bre) ~los datos pertinentes (miopía predictiva), o bien porque las mferencias y cálculos que se requieren para obtener respuestas de las leyes y los datos suponen complejidades que trascienden el alcance de nuestra capacidad predictiva (incapacidad)» (Rescher 1997, 24, 30, 54). A. propósito de esto quizá no sea inoportuna otra pequeña digresión: no es msensato pensar que a la coincidencia cultural que antes mencionaba entre el-valor de la autonomía personal y la actitud científica ante el mundo, se una también la que-sn:la entre el nacimiento de la autonomía personal y el concepto moderno de «riesgo» como dato susceptible de cálculo que surge junto a aquellos dos en los orígenes del mundo moderno par~ t~a~ar de explorar el territorio inquietante del azar6 • El cálculo de probabilidades que nace entonces no es quizá sino un esfuerzo más de la mente humana por establecer parámetros estables en un mundo aleatorio. Pero la incertidumbre, como dice Downs, «es una fuerza básica que afecta a toda la actividad humana». Y es variable de acuerdo con sus posibilidades de eliminación, con su intensidad y con su influencia. La i~~ertidumbre se elimina con la adquisición de información. Pero la posi~ih~ad de aumentar nuestra información antes de una decisión es siempre limitada. Y ello afecta al grado de incertidumbre definida por el nivel de confianza con que el sujeto adopta la decisión (Downs 1973, 83-84). Por eso, cu~ndo en una decisión la incertidumbre es muy alta, la posibilidad de predecir el resultado es muy remota, y la acción humana adquiere todo el carácter de un salto en el vacío. En esas condiciones la idea misma de autonomía personal se ve oscurecida de un modo particularmente intenso. Si vemos ahora todo ello desde la noción de 'expectativa', podemos afirmar que en el caso de la decisión en condiciones de certeza la expectativa sobre el devenir del entorno y sobre lo que sucederá como consecuencia de nuestra acción es conocida y razonable, pero en el caso de las con~iciones de riesgo e incertidumbre, es decir, en el caso de que la presencia de factores aleatorios sea alto, el grado de confianza con el 9u~ tomamos nuestra decisión se tambalea dando lugar a una expectativa mcierta. «La suerte es la antítesis de la expectativa razonable» (Rescher

1997, 47). Y como la noción misma de autonomía personal se nutre de la idea de 'expectativa' -pues una decisión o un proyecto personal tiene que sustentarse en una cierta anticipación de cómo van a reaccionar los ingredientes del entorno a lo largo del tiempo- la aleatoriedad del resultado de la decisión amenaza a la autonomía personal.

6.

Cf. para ello el apasionante libro de Peter L. Bernstein (1996).

44

Contextos estratégicos y normas sociales

Lo problemático de esta situación es que no hemos salido todavía del ámbito de lo que se han llamado contextos 'paramétricos' ¿Qué puede suceder si nos trasladamos a un entorno de decisión 'estratégico'? En un contexto estratégico los ingredientes con los que tenemos que contar son 'los demás' y el resultado de nuestras decisiones no puede ser nunca independiente de las decisiones de los demás. Lo que nosotros hagamos y decidamos es tomado en cuenta por los demás para hacer y decidir a su vez, y, en el mismo sentido, lo que ellos decidan y hagan ha de ser tomado en cuenta por nosotros para nuestra propia acción y decisión. Si nuestros intereses y preferencias coinciden, entonces mi actuar se transforma en un co-actuar. Pero si nuestros intereses y preferencias están enfrentados mi actuar se confronta necesariamente con el actuar de los demás, que entrarían así en conflicto conmigo (Shick 1997, 83). Como he dicho antes, estas situaciones cotidianas son aquellas que trata de formalizar la moderna teoría de juegos7 • Entre esas situaciones están, en primer lugar, las que producen los llamados problemas de 'coordinación'. Su rasgo predominante es que en ellas los actores tienen intereses coincidentes, pero la ignorancia o la incertidumbre sobre lo que los demás harán puede provocar que se perjudiquen todos al no dar con la decisión correcta, es decir, a aquella acción que coincida con la de los demás actores en presencia: Son situaciones que incluyen a dos o más personas y en las que cada una de ellas ha de elegir una entre varias acciones alternativas y en las que el resultado de la acción de cada persona depende de la acción elegida por cada uno de los demás. De forma que la mejor opción para cada uno depende de lo que espere que hagan los demás, sabiendo que cada uno de los demás trata de conjeturar lo que él va a hacer probablemente (UllmannMargalit 1977, 78).

Esta estructura de interacción no es, pues, problemática porque se dé en ella una confrontación de intereses, sino porque hay varias alternativas diferentes de cooperación y no se sabe cuál es la que van a adoptar los demás. El ejemplo típico es el del tráfico de vehículos: para alcanzar la seguridad que todos desean puede circularse por la izquierda o por la 7.

Una excelente introducción en Davis (1971).

45

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

CONTEXTO DE DECISIÓN Y NORMAS SOCIALES

derecha o seguirse esta o la otra norma, y cualquiera de las opciones vale a condición de que todos adopten la misma. En contraste con las situaciones que generan problemas de coordinación están las situaciones en que los intereses de los actores en presencia se hallan en conflicto. El ejemplo más conocido es el del llamado «dilema del prisionero», que no merece la pena reproducir aquí en forma técnica por lo familiar que ya es en las ciencias sociales. En el próximo capítulo veremos una de sus posibles aplicaciones. Se trata de una situación de interacción humana de naturaleza estratégica en la que dos agentes tienen intereses contrapuestos. Imaginemos, por ejemplo, dos cazadores primitivos racionales a los que súbitamente les sale al paso un temible león. Las posibilidades que se les ofrecen intuitivamente, expresadas en términos imprecisos, serían estas: l. si ambos hacen frente al animal con sus lanzas tienen cada uno una probabilidad alta de salir indemnes, pues es presumible que el león se retire ante el doble ataque; 2. si uno de los dos hace frente al león y el otro huye, el primero tiene una probabilidad mínima de sobrevivir y el segundo una probabilidad máxima, pues mientras el león ataca y devora al que se queda, el otro puede marcharse con tranquilidad; 3. si ambos salen huyendo, cada uno tiene una probabilidad media de escapar, dependiendo de cual de los dos sea la presa que elija el león. ¿Qué harán? En principio lo más racional parecería ser que ambos hicieran frente al animal, pero si uno de ellos, llevado por esa aparente sensatez, decidiera hacerlo, el otro, impulsado por esa misma racionalidad, huirá a toda prisa para tener la máxima probabilidad de sobrevivir. Y claro está, cuando se sabe que si uno se queda el otro va a huir, entonces la decisión no puede ser sino huir también para tener al menos una probabilidad media de salvarse. El resultado del dilema es, pues, que ambos huyen, obteniendo así sólo la mitad de las probabilidades de sobrevivir, cuando podían haber obtenido mucho más con la conducta cooperativa de luchar juntos. La estructura del dilema muestra así que hay situaciones de interacción en las que la solución más racional impide la satisfacción de los intereses en un grado superior, es decir, que la racionalidad sólo puede producir un subóptimo en términos de satisfacción de preferencias. Es decir que la racionalidad se traiciona a sí misma, no parece obrar tan 'racionalmente'. Junto a este supuesto elemental y conocido existen otros varios de . la misma familia que reciben nombres tan sorprendentes como él y que muestran el mismo tipo de problemas: el juego de la 'aseguración', el juego del 'gallina' o la 'batalla de los sexos' 8 • En todos ellos la interdependencia origina problemas que tienden a frustrar la racionalidad de las decisiones de quienes están atrapados en ellos. Y no se crea que estamos elucubrando sobre modelos teóricos abstractos o situaciones de laboratorio. Tanto por lo que respecta a los problemas de coordinación incierta

como por lo que se refiere a los problemas de intereses contrapuestos que estudian los modelos de dilema del prisionero, nos hallamos en presencia de situaciones perfectamente cotidianas y familiares que se dan con una gran frecuencia. Ejemplos de situaciones que crean problemas de coordinación son comunes en el intercambio económico (la unidad monetaria es una solución a problemas de ese tipo), en la división del trabajo, las relaciones personales o las iniciativas cooperativas. Hasta las relaciones amorosas o las formas de vestir crean con frecuencia problemas de ese tipo9 • Ejemplos de situaciones de intereses enfrentados no son menos comunes y frecuentes en la competencia económica, los problemas de racionamiento (cuando es necesario, por ejemplo, ahorrar agua por la sequía), la necesidad de hacer contribuciones a una causa o las cuestiones de estrategia militar (Davis 1971, 110). El lector puede fácilmente imaginarlas también en su vida cotidiana. ¿Qué muestran estos problemas y situaciones? Pues algo que nos afecta mucho en el tema de este libro: la extraordinaria dificultad de predicción del resultado de la decisión cuando se da en un contexto de interacciones humanas no reguladas. Se ha afirmado incluso que ese resultado es perfectamente impredecible por razones epistemológicas, pues no siempre podemos predecir nuestras propias decisiones ni las decisiones y acciones de los agentes que interactúan con nosotros; y tampoco podemos basar nuestras decisiones en la presuposición de que esas mismas decisiones nuestras son siempre predecibles para los demás agentes (Lagerspetz 1995, 33). Y así, estas situaciones dibujan un panorama de nuestra implantación en el mundo y entre nuestros semejantes que no puede ser más inquietante desde el punto de vista del valor de la autonomía personal. En nuestras relaciones con los demás los márgenes de ignorancia parecen tan extensos que no podemos por menos que llegar a la conclusión de que nuestra vida como seres humanos está marcada por la incertidumbre. Porque si la información que necesitamos se refiere al comportamiento futuro de los demás con respecto a mí, entonces esa información es información sobre su psicología y carácter, y sería, por tanto, extremadamente difícil si no imposible de adquirir, y es además una información sobre elementos contingentes del entorno, es decir, elementos arbitrarios y caprichosos que son, sin embargo, extremadamente relevantes. En esta situación nuestros planes de vida son imposibles, porque nos encontramos en un contexto intersubjetivo de «anomía», «un estado de extrema incertidumbre en el que nadie sabe qué conducta esperar de otros en una situación dada» (Dahrendorf 1985, 24). Y no parece exagerado afirmar que este, sin duda, sería un desafío mayor para el ideal de ser humano que está tratando de desarrollar lentamente la civilización occidental: la promoción de la autonomía de la persona en un entorno de incertidumbre inevitable.

8. Una introducción sencilla conectada con los problemas que aquí se estudian en Nino (1992, cap. 4).

46

9.

Véanse algunos ejemplos en Lewis (1968, 5 ss.).

47

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

CONTEXTO DE DECISIÓN Y NORMAS SOCIALES

Formulemos de nuevo estos problemas en términos de 'expectativas'. En las situaciones antes analizadas de entorno paramétrico, por incierta que fuera la condición de los ingredientes del contexto podíamos establecer algunas expectativas de carácter predictivo. En los casos de certeza, con alto grado de probabilidad; en los casos de incertidumbre, mucho menos. Pero en las situaciones de contexto 'estratégico' que acabamos de ver nos encontramos con que dada la imposibilidad de obtener información sobre el inmenso y variopinto mundo de motivaciones para la acción que alimenta cada uno de los seres humanos con los que interactuamos, por levemente que sea, y dada la condición dependiente de sus decisiones con respecto de las nuestras y de las nuestras con respecto a las suyas, el resultado de nuestra decisión y de nuestra acción sólo puede entrar en el terreno arbitrario de la conjetura. ¿cabe aquí 'expectativa' alguna desde el punto de vista predictivo? Nuestra expectativa habría de ser una expectativa sobre el comportamiento de los demás, una expectativa sobre su acción o decisión. Si descubriéramos algún tipo de mecanismo eficaz para que esa acción o decisión se produjera con cierta regularidad y constancia habríamos conseguido hacer que, al menos en parte, su comportamiento se pareciera al de nuestro medio natural. Pero hemos de tener en cuenta también que los demás no son, o no son sólo, meros agentes repetitivos; también son capaces de albergar expectativas sobre lo que nosotros esperamos de ellos, es decir, expectativas sobre nuestras expectativas. La realidad de que nosotros tenemos, además de expectativas sobre su conducta, expectativas sobre las expectativas que ellos tienen sobre nuestra conducta, y que ellos tienen expectativas sobre nuestra conducta y también expectativas sobre las expectativas que nosotros tenemos respecto de su conducta, configura un tejido de extraordinaria complejidad. Ello nos obligaría constantemente a decidir caso por caso en el seno de una situación de severa incertidumbre. ¿Cómo podríamos eliminar esa incertidumbre? Pues mediante la creación de un nuevo tipo de 'expectativa', la expectativa normativa 10 • Porque no creo que sea ya necesario señalar que la única solución a los problemas que generan estas encrucijadas es la existencia de normas en la sociedad. Frente a la incertidumbre producida por la anomía, es decir, por la imposibilidad de predecir la conducta de los demás, la posibilidad de la decisión humana exitosa se encuentra en la existencia de normas sociales. Las situaciones problemáticas que hemos visto generan razones para tener reglas (Bayón 1991, 556 ss.). Las reglas o normas aparecen, pues, como 'soluciones' a los problemas que crean tales situaciones (Ullman-Margalit 1977). Incluso puede decirse que toda la construcción institucional humana no es más que una tentativa compleja de solución del problema de

la incertidumbre. Para mostrarlo sólo es necesario recordar que el hecho complejo de que una norma exista significa ante todo que hay un hábito o regularidad de realizar cierta conducta. Es decir que la existencia de normas se refleja en que las gentes tienden a comportarse siempre de la misma manera en una circunstancia dada. O lo que es lo mismo, que se da una cierto orden o regularidad en la conducta de la gente, que hay una conducta «que la mayor parte del grupo repite cuando surge la ocasión» (Hart 1961, 69). A esa regularidad Hart le ha añadido importantes cualificaciones ulteriores para diferenciarla del mero hábito, tales como la reacción adversa y lesiva de la mayoría contra aquellos que no se ajustan a esa regularidad, pero ni siquiera necesitamos esto para calibrar lo que la mera existencia de una norma o regla significa para las incógnitas que teníamos ante nosotros. Si reflexionamos sobre lo que supone que los individuos tiendan a comportarse de una manera determinada en ciertas circunstancias caeremos inmediatamente en la cuenta de que, para expresarlo en los términos que venimos usando, nuestro contexto de decisión por lo que a ellos respecta ha pasado en esas circunstancias de ser «estratégico» a ser «paramétrico». Podemos ya establecer con respecto a él alguna expectativa 'predictiva' basada en la probabilidad. Podemos ya contar con lo que será el comportamiento de los demás; no necesitamos conocer la psicología personal de cada uno de ellos. Dicho en términos de Dennet, los elementos del entorno han pasado, de ser caóticos o caprichosos, a ser fijos o al menos algo más manejables. Seguramente esto es lo que se quiere dar a entender cuando se dice que la superación de la impredecibilidad inherente a la existencia humana se realiza a través de las «instituciones» o que la incertidumbre imposible de evitar puede circunscribirse mediante los hábitos o costumbres (Lagerspetz 1995, 38,50). Hasta el punto de que la existencia de la norma es lo que posibilita la supervivencia individual en el medio humano: Gran parte de la vida humana consiste en una rutina en la cual las cosas siguen previsiblemente su curso natural. Y así es como deber ser. Pues sin esa rutina -sin hábitos, regularidad, normalidad- la vida humana tal como la conocemos no sería posible. Si comer pan nos alimentara un día y nos matara al siguiente, si nuestro vecino fuera por momentos un amigo afable y por momentos un maniático homicida, la vida y la sociedad humana no resistirían (Rescher 1997, 46).

1O. Tomo la diferencia entre expectativa predictiva y expectativa normativa de Hollis (1998).

La regularidad es imprescindible para la vida humana, y desde luego es una condición necesaria para la autonomía personal. Y esa regularidad en el mundo de las interacciones humanas sólo se obtiene a partir de la existencia de normas sociales. Aquellas expectativas sobre las expectativas de los demás no necesitan ya de un imposible cálculo caso por caso, sino que se hallan estabilizadas por la cristalización rutinaria de una solución reglada a todos los casos semejantes. No es ya necesario conocer las intenciones del otro ni sus preferencias para poder predecir o elegir un curso de

48

49

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

CONTEXTO DE DECISIÓN Y NORMAS SOCIALES

acción, puesto que la existencia de la norma nos proporciona una primera aproximación fiable a su comportamiento futuro:

razonamiento es esta: la inexistencia o inobservancia de normas sociales produce ineficiencia en términos de satisfacción de las preferencias de los actores en ciertas situaciones, y la racionalidad instrumental que alienta en esos actores les empuja a generar una norma social para modificar las condiciones que producen esa ineficiencia. Este razonamiento es extremadamente importante porque suministra un puente entre dos perspectivas sobre el comportamiento humano que parecían irreductibles entre sí. La del homo economicus que «persigue sus intereses calculando racionalmente y elige, de entre las alternativas de acción disponibles en cada caso, aquella que mayor ventaja le ofrece», y la del llamado homo sociologicus, «guiado por normas sociales», «Socializado para que responda a expectativas vinculadas a papeles sociales» y «que se comporta básicamente siguiendo reglas al margen de todo cálculo» (Vanberg 1999, 9). Estos dos universos diferenciados, el del cálculo racional caso por caso y el del seguimiento de reglas, pueden encontrar un territorio común en el que la racionalidad del cálculo desemboque en la emergencia de una regla a seguir o en el que la conducta seguidora de reglas sea racionalmente eficiente. En ese territorio se encuentra la justificación de la existencia de reglas a partir de la autonomía personal. Lo que se pretende afirmar con ello es que, teniendo en cuenta algunas consideraciones casi triviales sobre las relaciones de los seres humanos entre sí, la existencia de las reglas sociales lleva consigo la realización de un grado más alto de autonomía personal que no podría ser imaginado siquiera si pensáramos en la existencia de una multitud de individuos del tipo homo economicus interaccionando puntualmente en libertad y sin restricciones. Las reglas sociales de que vamos a hablar no son sólo más racionales desde el punto de la eficiencia, sino que también adquieren una justificación más ambiciosa en la medida en que hacen posible la autonomía personal como ideal regulativo.

Las reglas proporcionan a cada actor la posibilidad de predecir el comportamiento de los demás. Esta predecibilidad toma la forma de una información o de un límite informativo acerca de las acciones de quienes se hallan implicados en la interacción (Brennan y Buchanan 1987, 46). En resumen: si una regla hace acto de presencia en una situación del tipo del 'dilema del prisionero' o en una perplejidad producida por un problema de coordinación, ambas situaciones encuentran una salida más fácilmente. Aquellos que se hallen en una situación de coordinación problemática tratarán de buscar una pauta que les coordine, cualquiera que sea esta. Y la encontrarán antes o después, bien recordando experiencias anteriores en que se ha tenido éxito, o bien, si pueden, poniéndose de acuerdo sobre ello. Cualquiera que sea la pauta que utilicen, si tiene éxito, tenderá a perpetuarse y consolidarse. Esto explica el nacimiento de las normas consuetudinarias o convencionales (Lewis 1969). Y respecto a la situación del dilema del prisionero y otras parecidas, aquellos cazadores que huyen frente al león saldrían de una situación tan mediocre en resultados si se estableciera en su comunidad una norma que castigara, por ejemplo con la pena de muerte, a quienes huyen en estas situaciones. Ambos experimentos mentales muestran que puede ser posible explicar racionalmente el nacimiento de normas que tienden a impedir que se den las situaciones problemáticas o a resolver los dilemas. Con la existencia de la norma punitiva desaparece la estructura de dilema del prisionero y en su lugar se da otra situación en la que es más racional para ambos quedarse a luchar, es decir, cooperar. En el caso del problema de coordinación, la presencia de la norma también tiene el mismo efecto: pues cuando hay norma no hay descoordinación. Los actores saben qué papel jugar y qué pauta seguir. Y así lo hacen. Como afirma Nino, «las normas sirven para superar los problemas de cooperación debido a que ellas pueden o bien modificar las preferencias de los individuos o bien asegurar las expectativas» (Nino 1992, 176). O, para expresarlo en los términos anteriores, las normas modifican fácticamente el contexto de deliberación, y por tanto su mera existencia tiene que contar a la hora de la decisión. Eso significa que tienen un aspecto informativo que puede llegar en algunos casos a colmar las lagunas de conocimiento que determinaban aquella imposibilidad de entender el mundo, que era a su vez el origen de la incertidumbre o de la impredecibilidad.

Algunos tipos de normas sociales

Todos esos argumentos tienden a dar cuenta de la emergencia y difusión de las prácticas normativas en las sociedades humanas. Sirven por tanto, repito, como explicación de su nacimiento o generación. La estructura del

Volvamos a repetirlo: la norma social existente supone una regularidad esperada en el comportamiento de los demás. Ello limita la incertidumbre en los diferentes contextos de decjsión. Son normas generalmente seguidas las que permiten hacer conjeturas fundadas sobre el comportamiento de los miembros del grupo, pues si se tratara de individuos que tratan de realizar sus preferencias en un medio ambiente sin reglas sería imposible predicción alguna sobre sus comportamientos. Esto es lo que aportan las normas sociales a la posibilidad misma de la autonomía personal. Algunos componentes importantes de su contexto de decisión se han hecho previsibles y con ello su decisión autónoma se hace más segura. Si ello fuera así, el ideal de la autonomía personal suministraría una inicial justificación para la existencia de cualquier tipo de reglas sociales y cualquier práctica social vigente estaría justificada como una protección

50

51

Autonomía personal y reglas sociales

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

de la autonomía. Sin embargo no conviene arriesgar una conclusión tan tajante. No sólo hay normas que generan grandes ineficiencias en términos individuales y sociales (Nino 1992, 176), sino que puede incluso pensarse en normas sociales cuyo contenido sea directamente contrario a cualquier promoción de la autonomía. La descripción de la sociedad de 1984 de George Orwell puede ser una ilustración de ello. Y sin acudir a la ciencia ficción, las reglas que han gobernado la identidad y la capacidad de la mujer, incluso en las sociedades liberales, han sido con frecuencia una limitación objetiva más que un estímulo a su autonomía personal. Por esto es preciso afirmar en seguida que la mera existencia de normas es sólo una condición necesaria, pero aún no una condición suficiente, para la autonomía personal. Es decir que mientras que puede decirse que sin normas sociales es imposible que pueda hablarse de autonomía personal, la mera existencia de tales normas no desemboca siempre en la realización o promoción de tal autonomía. De ser así toda sociedad protegería en algún grado la autonomía personal, pues toda sociedad se constituye sobre la base de pautas normativas de algún tipo, pero hay culturas y sociedades en que semejante objetivo no es el fundamento de las normas sociales. Lo que ahora me propongo es ver cómo puede mostrarse esa naturaleza de las reglas como condición necesaria para la autonomía personal. Más tarde empezaremos a hablar de condiciones suficientes. Para empezar creo que debemos poner en cuestión una especie de presuposición implícita que alienta en el modelo de ser humano decisor que nos invita a utilizar tanto la economía clásica como la moderna teoría de la elección racional. Me refiero a su radical individualidad. Siempre nos representamos a ese ser humano tomando decisiones en solitario, sean estas sencillas o complejas, es decir, se trate de la elección de un cereal para el desayuno o de la fundación de una ciudad. En ese esquema los demás aparecen siempre como un objeto de la decisión o como un componente del contexto, pero nunca como un sujeto co-decisor. Y sin embargo esta dimensión colectiva de las decisiones es imprescindible para la realización de la autonomía personal1 1• Una vieja reflexión de David Hume viene aquí a cuento:

CONTEXTO DE DECISIÓN Y NORMAS SOCIALES

a la división del trabajo. Y nos vemos menos expuestos al azar y la casualidad gracias al auxilio mutuo. La sociedad se convierte en algo ventajoso mediante esta fuerza, capacidad y seguridad adicionales (Hume 1988, 654 ).

11. Me importa advertir, sin embargo, que esta reflexión crítica sobre la individualidad del decisor es compatible con el individualismo metodológico y declaradamente partidaria del individualismo ético. Tampoco pone en cuestión la existencia de reglas individuales (Baurman 1998, 87).

Esta reflexión de Hume puede trasladarse perfectamente del terreno de la actividad productiva al ámbito más amplio de la autonomía personal. También en este ámbito se pueden superar los límites de una autonomía personal limitada, instantánea y débil para concebir una dimensión de la autonomía como proyecto personal en el tiempo y plan de vida. Eso sólo puede darse con la existencia de normas. a) Normas de confianza. La realización de la mayoría, si no la totalidad, de los planes de vida y los proyectos complejos que nos proponemos llevar a cabo son planes y proyectos que han de establecerse de común acuerdo con otros agentes. Me referiré a ellos como proyectos de «Compromiso interpersonal». En ellos la decisión en el tiempo, el diseño y la realización del proyecto o del plan de vida necesitan de la existencia, explícita o implícita, de un compromiso interpersonal. Este compromiso entre las personas es el que cristaliza y exhibe las expectativas de cada uno. Una parte tiene la expectativa de que la otra se comporte regularmente de cierta manera y la otra parte tiene la misma expectativa respecto a aquella. Asimismo ambas tienen la expectativa de que el otro tenga la expectativa de que se comporten de una determinada manera. Estos compromisos no surgen solamente en situaciones problemáticas de coordinación, sino que surgen también en situaciones mixtas, en las que los actores hallan que sus intereses coinciden en parte, pero también en parte entran en conflicto. El compromiso no sólo sirve para llegar a un 'equilibrio de coordinación', una pauta seguida por todos, sino también a un cierto arreglo de los intereses en pugna. Sólo así se produce la cooperación indispensable para que los proyectos a largo plazo de cada uno de los que toman parte en el acuerdo o compromiso puedan conseguir sus objetivos. Nótese que después del compromiso los actores se encuentran en una situación curiosa: es seguro que, en ciertas circunstancias, alguna de sus preferencias concretas hubiera sido mejor satisfecha mediante el cálculo racional caso por caso, y en ese sentido la pauta de compromiso que han creado se superpone a la satisfacción de esas preferencias. Pero eso no significa que anule su autonomía personal, pues tales preferencias son de orden inferior y están por debajo de una preferencia que las domina, la preferencia por aquello que el compromiso hace posible. Los actores prefieren someterse al compromiso porque el abanico de preferencias en el tiempo que pueden ver satisfechas con él es muy superior a la eventual satisfacción de una de ellas que el cálculo puntual puede depararles en un momento dado. Están interesados en que exista el compromiso, y aunque también están interesados en la satisfacción de sus preferencias concretas (incluso contra ese compromiso), aquel interés primero domina al interés que pueda aparecer en un caso concreto.

52

53

Cuando una persona cualquiera trabaja por separado y sólo para sí misma, su fuerza es demasiado débil para realizar una obra considerable; si emplea su trabajo en suplir todas sus diferentes necesidades no alcanzará nunca perfección en ninguna tarea particular. Y como sus fuerzas y su éxito no resultan siempre iguales, bastará el menor fracaso en cualquiera de estos extremos para que caiga en una inevitable ruina y miseria. La sociedad proporciona remedio a estos tres inconvenientes. Nuestro poder se ve aumentado gracias a la conjunción de fuerzas. Nuestra capacidad se incrementa gracias

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

CONTEXTO DE DECISIÓN Y NORMAS SOCIALES

Ahora bien, esos compromisos no son sino haces de lo que se han llamado «reglas de confianza», reglas que versan, por ejemplo, sobre el cumplimiento de las promesas, sobre la veracidad de nuestras declaraciones, o cosas por el estilo. En los acuerdos particulares en los que estas reglas se expresan se crea una textura de cooperación que proporciona ganancias a los partícipes, entre otras cosas porque hace posible, aunque para pequeños subgrupos, aquella «conjunción de fuerzas» de que hablaba Hume. Esa ganancia de la cooperación es lo que explica la formación de grupos cooperativos o de subconjuntos de actores a partir del magma atomizado e indiferenciado de agentes aislados tomando decisiones puntuales (Vanberg 1999, 68). Y más allá de dicha explicación puede argüirse que tales reglas son condición necesaria para el desarrollo de la autonomía personal en proyectos personales que se sustentan en actitudes cooperativas colectivas de ese tipo. b) Estatus sociales. Otro rasgo de la teoría económica de la decisión que vale la pena analizar críticamente es una versión distinta de esa suerte de 'adanismo' social del agente que antes veíamos. En esta segunda versión el 'adanismo' no se produce por que el agente pretenda desarrollar sus proyectos y satisfacer sus preferencias en solitario, sino porque pretende hacerlo sin ningún rasgo de su propia identidad como agente; se trata simplemente de un individuo racional que persigue la satisfacción de sus propios intereses. Es decir la pregunta por qué clase de sujeto sea el agente decisor es algo que no interesa al economista porque la abstracción del hamo economicus es suficiente para su análisis. Pero cuando estamos considerando la relación que tiene la existencia de reglas con el desenvolvimiento de la autonomía de la persona concebida de un modo amplio, ese panorama debe matizarse adecuadamente. Desde el punto de vista de la autonomía personal, no somos sólo seres humanos desnudos ante un surtido de opciones, aunque eso sea el núcleo originario del que partimos. Somos, además, seres humanos que tomamos nuestras decisiones en calidad de algo: como individuos, pero también como mujeres, como padres, como profesionales, como amigos, como vecinos, etc. Es decir, nuestra autonomía no sólo se desenvuelve sobre la base del hecho bruto de que somos seres humanos tomando decisiones, sino también sobre la base mucho más compleja y rica de un conjunto de hechos institucionales que definen y constituyen en parte nuestra identidad en la interacción social. Mi compromiso personal me 'constituye' como compañero o como hermano o como madre, y es desde esa condición desde la que tomo las decisiones a corto o largo plazo destinadas a satisfacer mis preferencias. Y tales decisiones no se explicarían en absoluto si yo no fuera una 'esposa' o una 'hermana' o un 'padre'. Pero esto, como he dicho, no son hechos 'brutos', sino hechos 'institucionales' 12 • 12. Esta conocida distinción se remonta a Anscombe (1958) y ha sido utilizada profusamente por John Searle, al que sigo en esta reflexión (Searle 1995).

Según Searle, la auténtica ruptura radical entre los humanos y otras formas de vida «llega cuando los humanos[... ] imponen funciones a fenómenos en los que tales funciones no pueden ser llevadas a cabo exclusivamente en virtud de la física o la química, sino que requiere una continuada cooperación humana en la forma específica de reconocimiento, aceptación y asentimiento a un nuevo estatus al que la función es asignada» (Searle 1995, 40). Esa actividad es la que, según él, crea los materiales con los que se procede a la «construcción de la realidad social». El proceso en cuestión consiste en atribuir una cierta función a una realidad física individual o grupal mediante la asignación a esa realidad de una posición colectivamente aceptada en el seno del grupo. La fórmula que utiliza Searle para expresar ese nuevo hecho es: