La Verdadera Historia Del Tiempo Marcos Guerrero

LA VERDADERA HISTORIA DEL TIEMPO (DE LA EXPLOSIÓN DEL NEOLÍTICO A LOS NUDOS Y LOS AGUJEROS NEGROS) JOSÉ MURGUEYTIO MAR

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LA VERDADERA HISTORIA DEL TIEMPO (DE LA EXPLOSIÓN DEL NEOLÍTICO A LOS NUDOS Y LOS AGUJEROS NEGROS)

JOSÉ MURGUEYTIO

MARCOS GUERRERO

Abya-Yala

Quito, Ecuador 1997

LA VERDADERA HISTORIA DEL TIEMPO (De la explosión del neolítico a los nudos y los agujeros negros) José Murgueytio y Marcos Guerrero

Primera edición:

Ediciones Abya–Yala.

Av. 12 de Octubre 14-30 y Wilson Telf. 506-247 / 562-633 / 506-251 Fax: 506-254 e-mail: [email protected] [email protected]

Auto edición: Abya–Yala Editing

ISBN: 9978-04-314-4

Impresión:

Sistema DocuTech Quito-Ecuador

1997

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CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

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I.

EL VIAJE DE LAS GRAMÍNEAS GIGANTES

II.

NUEVO DIÁLOGO SOBRE LOS DOS MÁXIMOS SISTEMAS DEL MUNDO PRIMERA JORNADA:

13

83 DE LA NECESIDAD Y EL ARTE

DE COMUNICACIÓN ENTRE LAS CIVILIZACIONES SEGUNDA JORNADA:

88

DE LA TEORÍA DE LA

RELATIVIDAD CULTURAL TERCERA JORNADA:

DEL ESPACIO Y EL TIEMPO EN

LA CIENCIA TRIUNFANTE CUARTA JORNADA:

153

DEL ESPACIO Y EL TIEMPO

EN LA CIENCIA ASESINADA QUINTA JORNADA:

126

195

DE LA FINAL

GENERALIZACIÓN DEL PRINCIPIO DE RELATIVIDAD

CRÉDITOS BIBLIOGRÁFICOS

251

3

229

INTRODUCCIÓN La historia de la ciencia se ha ido elaborando bajo la premisa de que la configuración básica del saber científico es un proceso acaecido dentro de las fronteras de la civilización Occidental. Si bien hoy se tiende a admitir que los importantes y copiosos desarrollos intelectuales de las antiguas culturas egipcia y babilónica, o de la hindú1 y china, son progenitores de ese saber, no se los reconoce, en cambio, como productos científicos propiamente dichos. El argumento esgrimido es bastante convincente y recoge el hecho de que ninguno de los antecedentes de la matemática griega alcanzó a sistematizarse como una geometría -al modo de los “Elementos” de Euclides, con cuya aparición pudo cimentarse el escenario para la fluida realización del pensar y el conocer-. ¿Pero fue, en efecto, este hito fundador el acontecimiento del que se ha desprendido toda ciencia posible, o hubo, en alguna otra parte del Planeta, una invención equivalente, un desarrollo paralelo de un sistema de referencia igualmente apropiado para la expresión de las ideas? De dar crédito a esta posibilidad: ¿cuál es esa otra ciencia, dónde y cómo se originó?, ¿fueron sus condiciones de partida, principios, objetivos y formas constructivas idénticos a los de la ciencia reconocida?, o ¿fueron saberes de distinta raíz y tallo, cuyas diferencias piden explicación? ¿Podrían comunicarse las dos ciencias en pie de igualdad? ¿Qué consecuencias y beneficios cabe esperar de aquello? La “Verdadera historia del tiempo” intenta ser una respuesta a estas significativas preguntas. Para ello se vale del principio de relatividad que es aplicado, por primera vez, al estudio de la faceta intelectual del desarrollo de las civilizaciones cuando cabe distinguir, en ella, una geometría en calidad de sistema coordenado de referencia espacio-temporal, el indispensable soporte lógico para enunciar las leyes del comportamiento del mundo físico. Señalemos, como anticipo, que la descripción de tal geometría

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es, en lo que especta a la civilización Occidental, una tarea hasta cierto punto sencilla merced al brillante progreso del lenguaje matemático que le corresponde. Pero la tarea se dificulta cuando se trata de describir sistemas análogos que no tuvieron o no alcanzaron una matemática explícita y que, por lo mismo, no podrían reconocerse por lo que digan de sí, sino por aquello que pueda ser dicho desde sus homólogos. Ello nos ha llevado a usar el principio antrópico, que legitima el conocimiento de aquello que es difuso, por alejado en el tiempo, no a partir de esclarecer sus hipotéticas características iniciales, sino de valorar retrospectivamente lo que nos muestra su actual estado de evolución. Gracias a esta licencia ha sido posible resucitar el sentido científico de geometrías “exóticas”, hasta aquí apreciadas con una mezcla de perplejidad y menosprecio. El principal resultado al que se llega, tras definir y comparar esos sistemas de referencia, es que espacio y tiempo no deben considerarse como atributos intrínsecos de las cosas -ya como el fondo contentivo de la materia, ya como su estructura fundamental-, sino como maneras culturalmente relativas de representar el movimiento. Revelación tanto más interesante cuanto que sirve para esbozar las grandes líneas de una epistemología generalizada, donde cada uno de esos sistemas contribuye, con sus limitadas y razonables bondades, a hacer posible la modelación de la realidad considerada integralmente. Si hay en ese esbozo de epistemología plural y comunicante algo de prometedor para el avance de la ciencia, mucho más puede haber de persuasivo para unificar los distintos y algunas veces encontrados enfoques culturales, en pos de una estrategia compartida que permita hacer frente a la crisis ecológica que a todos afecta y a todos amenaza. Respecto al plan de la obra, digamos que ésta se concibió y se presenta en dos secciones. La primera relata el “viaje de las gramíneas gigantes”, a fin de caracterizar, con pauta firme y en estilo de fuga y contrapunteo, El término “hindú” se empleará, a través de la obra, en calidad de gentilicio, para denotar procedencia de la India, sin connotación religiosa, y a fin de evitar confusión con lo “indio”, 1

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ambientes y condiciones naturales de despliegue de las civilizaciones; y de destacar las íntimas armonías que conservan algunas de sus notables adquisiciones intelectivas y técnicas con relación a aquellos. El relato brinda, además, la oportunidad para introducir y hacer familiares varios de los tópicos que serán abordados más tarde, de manera que el lector pueda sentir que tras la aridez de las formulaciones abstractas yace una palpitante naturaleza de la que éstas provienen, que las alude e interpela. La segunda sección trata del “nuevo diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo” que han de sostener, con acerada convicción pero con tolerancia, unos personajes ficticios, voces de las civilizaciones. El propósito central de la tertulia es la exposición de los sistemas coordenados de referencia

espacio-tiempo

que

los

interlocutores

tienen

para

lucir,

subiéndose a mayores, como la sobria cumbre del intelecto. No versa, pues, sobre las cosmovisiones ptolemaica y copernicana (materia del inigualable texto de Galileo Galilei) sino sobre la comparación entre éstas -pero sólo en cuanto forman parte de la misma entelequia que ha dado sustancia a la actual física teórica- y la cosmovisión, asimismo geometrizada, que surgiera lumbrosa tiempo atrás, en uno de los más abruptos parajes de la Tierra. Entrelazándose con una indispensable referencia a las identidades culturales -que el actual uniformismo globalizador busca suprimir a fuerza de economía y en beneficio de una sola cultura- comparecen, a lo largo del texto, varios de los más relevantes temas de la epistemología y la ciencia contemporáneas. El lector no debe preocuparse ni menos disminuirse si encuentra, en la presentación de esos temas, palabras desconocidas y neologismos que incomodan. Las más de las veces su empleo resulta imperioso, no por rendirse ante la jerga académica, sino porque son los medios para la revelación de los conceptos, razón por la que han ido adquiriendo significado unívoco y exclusividad de uso. En tributo a la generosidad del lector, pero sobre todo a causa de que no hay mejor manera de entender que explicándose bien, se ha tomado la precaución de original de América. 6

hacer expresos dichos conceptos –no siempre a la primera ocasión en que aparezcan–, usando frescura coloquial antes que apostilleo fatigoso. Aunque los temas mencionados no son totalmente relacionados con el objetivo central, su inclusión obedece al necesario vínculo que guardan con los sistemas de referencia y con las categorías de espacio y tiempo. También porque dan buenos motivos al análisis y a la crítica con que se ensambla la teoría de la relatividad cultural que es, a final de cuentas, el producto que se entrega a la consideración de los especialistas y para el goce de los espíritus libres.

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EL VIAJE DE LAS GRAMÍNEAS GIGANTES

“Tenemos ante los ojos un pedazo de pan. Parece pan y nada más. Mas si lo comemos, se transforma en piel, carne, sangre, huesos, cabello. ¿Es que la materia se ha cambiado de una cosa en otra? Esto no es posible. Hay, pues, que suponer que en el pan existe ya el sinnúmero de materias de que se compone el ser humano” (Anaxágoras)

“Con azúcar y miel, todo sabe bien” (dicho popular)

“Habiendo arroz, aunque no haya Dios” (dicho popular)

“Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz” (José Martí)

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En la civilización Occidental es vieja y harto común la creencia en que la naturaleza pertenece al hombre, un hombre situado fuera de ella, con la capacidad de escrutarla y dominarla en virtud de su presunta condición de hijo predilecto de la Divinidad. Tal creencia se ha puesto de manifiesto directamente en múltiples exposiciones metafísicas y aun en las de carácter científico, y también se ha transmitido virulentamente al comportamiento individual y colectivo, así como a las acciones políticas y militares de la citada civilización. Entre los últimos expositores notables de fe tan modesta, consta el premiado físico inglés Stephen Hawking, uno de los más grandes intelectuales del Occidente contemporáneo y heredero de la cátedra Lucasian de Cambridge -la misma que ocuparon Isaac Newton y Paul Dirac, quien ha expresado sin reservas su esperanza de contar, en los próximos años, con una teoría física completa con la cual podríamos los seres humanos llegar a ser, finalmente, los “dueños del universo”. Hawking pertenece a la gran tradición de científicos occidentales que han venido considerando, quizás desde Pitágoras, que el universo tiene una teoría,

unas

independencia

leyes

o

de

los

una

matemática

observadores.

implícitas,

Revelar

existentes

estas

leyes,

con que

corresponderían a un dictado de la mente de Dios, ha sido su principal obsesión: llegar a leer esta mente, su sueño conspicuo y su meta final. Desde luego que no ha faltado en Occidente una visión distinta y hasta crítica. Cómo no recordar, por ejemplo, al naturalismo de Goethe, quien ya expuso, en un instante de viraje histórico, serios motivos de desconfianza en el soberbio primado de la razón mecanicista; o cómo olvidar al pensamiento ecologista que es, al momento, del gran desierto de ideas, un oasis creciendo. Sin embargo, y es constancia, estas críticas no han conseguido hasta el momento un predominio decisivo ni una sistematización enteramente convincente. Pudiéramos decir que ni tan siquiera han adquirido una cabal

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conciencia de que el mito de la superioridad del hombre es propiamente de origen Occidental, y que atendiendo a este origen es como puede ser explicado a satisfacción para superarse con la consecuente plenitud. No siendo los autores del presente ensayo partidarios de la creencia aludida, aunque sí reconociéndola por herencia, vamos a empezar invitando al lector a sumergirnos en la pauta de una de las más significativas y pujantes aportaciones realizadas por seres vivos a la configuración de la actual biosfera de nuestro planeta azul: el viaje de las gramíneas gigantes, hierbas generosas que, en su ámbito y a su escala, han hecho por las civilizaciones humanas bastante más que lo reconocido avaramente por la enciclopedia europea. Mediante este inicio buscamos el propósito de sustentar una opinión saludablemente crítica a esa fe trascendente. Y ese inicio nos permitirá, también, interpretar un preludio adecuado y crear una ambientación propicia, al diálogo pentatónico con el cual habremos de meternos de lleno, si el amable lector nos acompaña, a través de las rectas avenidas y turbulentos vericuetos de la verdadera historia del espacio y el tiempo, tema central de este escrito.

Mencionado el tema, como en buen comienzo, pasemos abiertamente a describir a las gramíneas. Son plantas generalmente herbáceas; las raíces, fasciculadas; los tallos parecen tubos por su forma cilíndrica y normalmente ahuecada, pero en nada se asemejan a éstos, ya por su composición, o ya por tener unas discontinuidades llamadas nudos de donde brotan las hojas; del

embrión

nace

una

sola

hoja,

característica

que

las

hace

monocotiledóneas, y tanto esta hoja como las que se desprenden de los nudos tienen apariencia lanceolada y un delgado espesor; del tallo surgen extrañas inflorescencias comúnmente hermafroditas, carentes de pétalos, donde yacen los óvulos, células que tras ser fecundadas por el polen originarán la semilla que, por su parte, al fundirse con el ovario se transformará en los tan apetecidos como vitales granos de cereal.

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Son los granos seres alimenticios y multicolores; los hay aristados y mochos, oviformes y acuñados, aperlados, oblongos, trapezoidales y de otras figuras que ponen límites a una soberbia arquitectura informática de ácidos

nucleicos,

carbohidratos,

lípidos

y

proteínas;

biomoléculas

constituidas a partir del enlace químico entre elementos presentes en la atmósfera -como oxígeno, carbono y nitrógeno- y elementos existentes en la tierra -como fósforo y azufre-, puestos en interacción gracias a la energía procedente del Sol. Es posible que las gramíneas nacieran hace unos 50 millones de años, con las Pléyades, pero su impacto global en la biosfera empezó 25 millones de años más tarde, después de un tiempo de preparación quizás suficiente como para no fracasar en su descollante aventura, coronada por el éxito, que consistió en la conformación de la alfombra vegetal del bioma sabanero, donde grandes mamíferos se convirtieron en herbívoros bien dotados, en carroñeros y cazadores expertos, y donde los mamíferos primates consolidaron la locomoción bípeda, la alimentación omnívora, la destreza manual y la capacidad de visualización. Piénsese, sólo por un breve momento, que sin los pastos de la sabana no habría existido alimento para los cazadores, y sin los cerebros y el tuétano de los herbívoros quizás no habría sido posible la supervivencia de los homínidos, quienes desde esas memorables fechas de obligado carroñeo, que aún late en el fondo de nuestras almas, pasaron a convertirse en los máximos consumidores de preciosa información genética. Por su parte, las gramíneas cerealeras aparecieron en los bosques tropicales, tal vez como una avanzada de las forrajeras que, para adaptarse a un ambiente donde escasean la luz y el espacio -como es el del bosque tropical-, se dotaron de semillas grandes, capaces de arraigar con eficacia y permitir un rápido crecimiento de las plantas. Desde ese bosque de árboles robustos, salieron hace cosa de 15 mil años los antepasados africanos, asiáticos y americanos del trigo, el arroz y el maíz, respectivamente, gramíneas a las cuales daremos el calificativo de gigantes no sólo por el

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hecho de su proveniencia de tierras de gigantes vegetales, sino sobre todo como un tributo al invalorable apoyo que nos han venido brindando a los seres humanos. Recordemos que para ese entonces, cuando los cereales iniciaron su diáspora mundial, los descendientes de los homínidos se habían extendido ya por otros ambientes, como las zonas templadas, e incluso habían conseguido sobrevivir en la rigurosa frialdad de la tundra. Justamente en ésta, y desplazándose a través del que hoy es fondo marino de Bering, realizaron su mayor hazaña transmigratoria: el descubrimiento de América, sólo comparable, en su respectiva proporción y por su sobrada perspectiva, al viaje de Magallanes o a la travesía cósmica de los Voyager. Sólo que en su caso los protoindios americanos se movieron no por intereses comerciales ni por decorosos afanes de conocimiento, sino tras la carne de los grandes animales pleistocénicos, en circunstancias en que la intensa aplicación de una tecnología de caza bastante perfeccionada, empezaba a amenazar en todas partes con extinguir a notables especies animales, como el lanudo mamut, el bisonte estepario y el alce gigante; todos los cuales sucumbieron tiempo después, destazados por las cuchillas de los carniceros humanos, o víctimas de la escasez de pastos, cuando los cereales, los bosques, los arbustos, sintiendo la humedad anunciadora del fin del último período glacial, emprendieron la colonización de la sabana y de la pradera. ¿Habrían podido sobrevivir los humanos a la extinción de la megafauna pleistocénica -en parte provocada por ellos-, de no mediar la que parece haber sido una acción salvadora de los cereales, que entregaron sus propias vidas para librarlos del holocausto, en un evento de suprema solidaridad biológica cuyos entretelones no hemos todavía descubierto? O ¿es más razonable suponer que les habrían bastado las lentejas, las drupas de terebinto, las alcaparras y semillas de espolín; o el amaranto, la quinua, el fréjol y las calabazas que recolectaban y posiblemente ya cultivaban, junto a los suministros de la caza menor y la pesca emergente? ¿Les habrían

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permitido estos alimentos una expansión geográfica y demográfica comparable a la que en efecto ocurrió? O ¿tal vez se habrían visto obligados a retornar a la pluviselva, invirtiendo el sentido de la migración iniciada por los australopitecinos? Nadie para saberlo con precisión total. Lo cierto es que los cereales silvestres, que florecían abundantemente en los suelos remojados por el agua de los antiguos glaciares, pasaron a convertirse en la generosa alternativa alimentaria para los seres humanos que, desde entonces, nos unimos con

aquéllos,

simbióticamente,

como lo saben los indios

americanos, y reemplazamos la caza mayor por la recolección de amplio espectro y luego por la agricultura sistemática, convertida a la postre en el mayor logro cultural desde cuando homo erectus alcanzara la domesticación del fuego.

Alimento principal, decíamos, y la prioridad nada ha cambiado. Se sabe que los cereales suministran casi todas las calorías y como un 70% del total de proteínas constituyentes de la actual dieta humana, mientras que buena parte del resto proviene, indirectamente, de las gramíneas forrajeras. Son principalísima fuente de la energía usada en la actividad física y materia prima de la reproducción celular de nuestro organismo. Si la cantidad y calidad de proteínas existentes en las cariópsides son bajas, debido a que en éstas escasean aminoácidos esenciales que no podemos sintetizar por cuenta propia, como la lisina y el triptofano (carencia ya remediable, hasta cierto punto, gracias a la selección de mutantes bien dotados o a la clonación de genes que codifican dichas proteínas), es copioso, en cambio, su patrimonio de carbohidratos digeribles, en especial almidones, por cuya virtud los cereales han sido encumbrados pulsadores del comportamiento demográfico de la humanidad. A manera de ejemplo: en 4.000 años de agricultura cerealera, desde su inicio, la población de Oriente Medio se multiplicó en 40 veces.

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Ello no sólo gracias a la estabilización del suministro alimentario, sino también debido al efecto estimulante de la fertilidad femenina que ocasiona el alto consumo de granos feculentos, lo que deberían saberlo las enjutas mujeres que ansían, circunspectas, la feliz preñez o las voluptuosas parturientas reincidentes entregadas a la comida amilácea. Por buenas cosechas cerealeras se ha disparado, comúnmente, el crecimiento demográfico y se han mantenido las estructuras sociales. Por alimentación unilateralmente gramínica hemos debido padecer males de avitaminosis, como el escorbuto, la pelagra y el beriberi; o de interferencias en la absorción intestinal, como la enfermedad celíaca. Por impulsar vorazmente el cultivo arrocero, que origina grandes emisiones de metano, están los orizófagos contribuyendo al “efecto invernadero”. Por atildar el consumo de granos -mediante el despojo de sus cortezas fibrosas- a fin de reducir las tasas de flatulencia o conseguir la presentación pulverulenta propia de las harinas, el cáncer asecha y se pavonea en el intestino de los urbanos habitantes de este mundo. La insuficiencia de granos, en cambio, ha provocado mortandades de dimensiones estadísticas, mucho menos en las Américas que en Oriente y Occidente; ha desatado, en tantos casos, mendicidad, saqueos, asesinatos, depresiones económicas o explosiones sociales; y hasta pudo trastornar la recta condición omnívora de los europeos, algunos de los cuales volvieron a la carroñería y otros se hicieron antropófagos durante los aciagos tiempos del hambre que diezmó como a un tercio de la población oeste-europea, hacia la segunda década de los años 1300. Por falta de granos tambaleó la China de los Han y por malas cosechas empezó el colapso de la Francia monárquica. Y cuando por primera ocasión en la historia inglesa la insuficiencia de granos no impidió el ascenso de la curva demográfica, empezó una revolución, esta vez en el pensamiento Occidental, provocada por la observación estadística del fenómeno, a cargo del clérigo Malthus. Exceso y carestía de cereales: dos extremos recurrentes en la historia de nuestra intimidad biológica con las gramíneas, que han forjado ritmos del

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nacimiento y de la muerte, de la salud y la enfermedad, de la condición leptosomática y pícnica, de la revuelta social y de la paz.

Es posible que lo dicho y lo que ha de venir se interprete como una variación agramineada del “determinismo geográfico”. Determinismo que, importa decirlo, tanto ha venido preocupando a los sociólogos, por lo menos desde cuando Marx y Engels decidieran, en su tránsito epistemológico de 1846, aislar de un solo plumazo, por parecerles obvio, sus estudios de la sociedad con respecto a los estudios de las condiciones naturales que los hombres encuentran “dadas”, cosa con la cual exhibieron, más que su reconocimiento a la obvia necesidad metodológica del discrimen temático, la facilidad con que operaba en la cabeza del nieto de dos rabinos, la sentencia bíblica que trata sobre la superioridad del hombre sobre la restante naturaleza. Cabe a este respecto dejar escrito que nada más lejos a nuestra vislumbre que la confianza en ese determinismo salido de Europa, ése que busca entender las cosas en términos de relaciones causa-efecto de carácter lineal, unívoco y rígido. Precisamente lo que vemos entre las gramíneas gigantes y las sociedades humanas son determinaciones mutuas, flexibles y dinámicas;

unidad,

propiamente

hablando,

que

deberíamos

llamar

graminhoma, nombre éste más adecuado que el hiperbólico “homo sapiens sapiens” usado académicamente para caracterizarnos dentro de la taxonomía biológica. Y, por cierto, vemos que la mencionada unidad jamás habría podido constituirse de no mediar el acontecimiento astronómico, recurrente en el período cuaternario, caracterizado por la disminución de la excentricidad de la órbita terrestre alrededor del Sol, que provocó un aumento de la temperatura promedio del planeta, hizo que se derritieran enormes témpanos de hielo que cubrían buena parte del hemisferio norte y que se incrementara, en consecuencia, la humedad ambiental, merced a la cual pudieron salir los cereales desde sus moradas selváticas.

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Las condiciones someramente descritas de cambio climático y alternativa alimentaria, fueron la base para la aparición de la agricultura sistemática en por lo menos tres lugares, independientes entre sí: el llamado Creciente Fértil (la faja arqueada de tierra feraz situada al este del Mediterráneo, en el Medio Oriente), el nordeste chino y centroamérica, hace como diez, siete y cinco mil años, respectivamente. Trigo, arroz y maíz fueron los cereales que dieron forma y sostén a estos regímenes agrícolas, y que hicieron posible -a lo largo, ancho y alto de sus trasiegos, mutaciones y cruzamientos- la conformación de la estructura básica de las tres grandes civilizaciones del mundo: la Occidental, la Oriental y la Americana; así como las conexiones, a manera de partículas de intercambio, entre casi todas las culturas diseminadas por la Tierra. Gracias a las crecientes disponibilidades de granos, facilitadas por la revolución agrícola, se fueron constituyendo las primeras aldeas, como Jericó y Catal Huyuk en el área del Creciente Fértil, Hemedu en China y Monte Albán en Centro América, protociudades que marcaron el inicio de la vida urbana. En ellas nació la división social y técnica del trabajo. Los excedentes agrícolas que se incrementaban conforme perfeccionábase la tecnología agrícola, pasaron a convertirse en material de intercambio, pero también dieron pábulo a la codicia de los nómadas que inventaron la guerra para robarlos.

Aunque es un lugar común decir que en la Grecia Clásica está el origen de la civilización Occidental, y ello ha venido resonando como un axioma de la más difundida descriptiva histórica, la cultura helénica fue en realidad tributaria de sangre, eminentes logros y pensamientos de las antiguas culturas tritíceas del Creciente Fértil, de la egipcia y también de vigorosos contactos con la civilización Oriental, desde tiempos anteriores a las conquistas inmortales del macedonio Alejandro Magno. Se sabe, por ejemplo, que Grecia e India intercambiaron embajadores en el siglo V a.J. y que para ese entonces ya florecía la navegación en las aguas mediterráneas

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y en las asiáticas del Índico, a través de la cual circuló profusamente el germoplasma gramíneo. Justamente Alejandro Magno, quien no sólo fue el director del más variopinto ensamblaje cultural realizado hasta sus días, sino también un experto promotor del viaje de gramíneas gigantes, como lo serían a su turno Vasco da Gama y Cristóbal Colón, se encontró con el arroz al llegar a Babilonia, Susa y Bactriana. A resultas del hallazgo, pronto trasladóse a Grecia la siembra del arroz, sin que tuviera éxito. Es posible que éste no haya sido el primer fracaso de la orizocultura en tal país y que ya antes se hubiera experimentado en virtud de los contactos con viajeros árabes, según sugiere el propio nombre griego del arroz, “oruza”, que parece un patronímico del drádiva “al-ruza”. (De paso señalemos que el arroz pudo obtener su nacionalidad helénica tras una brega de mil años, contados desde cuando fuera llevado por ese “bárbaro orientalizado” que Aristóteles adoctrinó). Pero no sólo se había extendido el arroz hasta Babilonia para esos tiempos magnos. Una vez que originara la agricultura en la planicie cálida y pantanosa del estuario del Río Azul, desde donde copó el horizonte agrícola y cultural de China, el arroz pasó a Corea y, a través de los coreanos, se implantó al norte de Kyushu, en Japón, hace más de 3.500 años. Y desde el sudeste asiático, su más probable cuna, se esparció en las Filipinas. Por su parte, los árabes fueron el principal vehículo para la conquista orizícola de Occidente. A partir de sus plantaciones en el Nilo, que ya crecían exuberantes en el siglo IV a.J., los árabes dieron por cumplida su posta en las vegas moriscas de España, donde Fernando de Aragón, siglos después, la tomó en su brazo para llevarla al Milanesado y al Piamonte en la segunda década de los años 1500. También habrían sido árabes quienes implantaron el cultivo arrocero en África Oriental, posiblemente hasta Madagascar -país de lemures-, entre los siglos VIII y X, si antes no lo hubieran hecho los expertos navegantes chinos

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que merodeaban las costas este africanas en busca de colmillos de elefante, cuernos de rinoceronte, oro, perlas e incienso. Y el oeste africano recibió al arroz por conducto de los asentamientos coloniales, sobre todo portugueses, a partir del siglo XV, y del activo comercio desplegado por los lusitanos, cuyas naves acopiaban, por su parte, y a través del rumbo abierto por Vasco da Gama, esclavos, polvo de oro y goma, a cambio de tejidos, fusiles y cereales, incluyendo, por supuesto, al trigo.

Si el maíz fuera la obra humana más cercana a las creaciones divinas, el trigo sería el don de la Sagrada Trinidad más aproximado a los seres humanos, tanto así que el trigo pan, su raza más querida, no puede vivir si no se le asiste. En siete días Yahvé creó al mundo, incluyendo al sábado de su merecido descanso, y con siete pares de cromosomas fue a unirse el trigo ancestral, depositado en las tierras del Edén, con la también gramínea de siete pares llamada rompesacos, para dar a luz el vigoroso híbrido emmer, que resultó fértil gracias a la cuadruplicación del número haploide de cromosomas de sus progenitores. Los trigos emmer, junto con la cebada, fueron las gramíneas que apuntalaron el surgimiento y esplendor de las culturas babilónica, asiria y egipcia, para luego expandirse a través de la gigantesca cuenca del Mediterráneo, de Arabia y Etiopía. Al cruzarse los primitivos einkorn con emmer apareció el trigo de fideos que conquistó el centro y el oeste europeos. Y al combinarse el emmer con otra variedad de rompesacos surgió el trigo pan, la raza que a su haber tiene la panificación de los cinco continentes, sobre todo en panoramas planos.

Trigo y arroz han sido gramíneas tradicionalmente complementarias. Aporte de Occidente a Oriente y contribución de Oriente a Occidente. El trigo es muy resistente al frío y sus requerimientos de agua son bajos, mientras que

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el arroz germina a mayores temperaturas y sus necesidades acuosas son muy considerables. En dirección polar se afirmó la expansión del trigo y en sentido ecuatorial la del arroz. El arroz posee la lisina que al trigo le falta, pero es pobre su contenido de glutenina y gliadina que, en cambio, al trigo le sobra. Al arroz hay que pulir, al trigo hay que moler. El arroz, que denominaron Tao los antiguos chinos (según consta en inscripciones de hace más de 3.000 años), consumen los orientales acompañado del té. Múltiples efectos que armonizan el biorritmo ocasiona la ingestión del té: es reconstituyente capilar, complemento alimentario por las vitaminas que posee, termorregulador, tónico cardíaco, vasodilatador, mesurado estimulante de la actividad cerebral gracias a que su alcaloide, cafeína, existente en ponderada magnitud, contribuye a la formación del neurotransmisor serotonina; y es, también, desintegrador de azúcares y lípidos, merced a lo cual puede frenar la concentración del tejido adiposo en el organismo que lo consume. Arroz para reproducir la vida y té para armonizarla, vida y armonía que se necesitan para la contemplación de la naturaleza. A los seres “... el Tao les da vida, el Te los cría, los hace crecer, los nutre, los perfecciona, los madura, los mantiene y los cubre. Les da vida y no se los apropia, los hace y no se apoya en ellos, les da crecimiento y no los domina”. Así se expresó Lao tse en el Tao Te Ching. El trigo, cuyo nombre acaso provenga del tres, de los tres lados de una cuña, de los tres lados de los granos triangulares, consumen los occidentales junto a la carne y a la uva en fermento. Adrenalina de la carne que alimenta la atención y el análisis. Alcohol etílico de la uva que produce exaltaciones nerviosas, soltura en los decires e inspiraciones para escribir. Trigo para reproducir la vida, adrenalina y alcohol para estimular la inquisitoria: vida y excitación que se necesitan para codificar la naturaleza. Pan, carne y vino, suerte y destino que han sido de los europeos. El pan es el cuerpo de Jesús; el vino, su sangre: así creen los fieles católicos al comer, simbólicamente, en un santiamén, la carne y la hemoglobina de su redentor, desiderativo ritual que actualiza el banquete totémico practicado

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con frecuencia en viejas calendas, según ha revelado el sicoanálisis de Freud. Vida del arroz y armonía del té para ver de lejos con el hemisferio derecho cerebral; vida del trigo y excitación de la carne y el vino para ver de cerca con el hemisferio izquierdo cerebral. Oriente y Occidente del mismo cerebro eurasiático, unidos que fueron por el cuerpo calloso de la cultura arábiga. Y si arroz y trigo poseen diferencias que los complementan, qué decir se tiene de las semejanzas que los unifican. Trigo y arroz, una vez nacidos, prodigan por ahijamiento varios tallos silicios y ahuecados y ambos son plantas que se reproducen normalmente por autofecundación cerrada, como para no perder ni pizca de la individualidad de cada estirpe, como para mantener incólume al genoma. Es llamativo, por cierto, considerar que esta característica digamos que nobiliaria y esta disposición a la homeostasis genética, se hayan proyectado en la organización política de las sociedades sustentadas en el consumo de dichas gramíneas, si así se pudiera ver desde su trama biológica, aunque sea más sensato, sociológicamente hablando, explicar las monarquías y los mandarinatos, de tanta duración e inflexibilidad, como exclusivo resultado de la dinamia social. Trigo y arroz se han cultivado preferentemente en las planicies, ya sean del tipo cuenca marítima o hidrográfica, ya del tipo valle irrigado. Ambas gramíneas están muy bien adaptadas a los ciclos climáticos de carácter estacional y a las periódicas inundaciones fluviales de los terrenos de cultivo. Hoy por hoy, el trigo y el arroz ocupan los dos primeros lugares de la producción mundial de cereales, y el éxito tan encumbrado hay que atribuir a los humanos, desde luego, que se hicieron dependientes de ellos y que en ellos depositaron su confianza inmortal.

El curso histórico de las transformaciones originadas con la agricultura triguera muestra, en sus grandes jalones, el tipo de desarrollo en el que se

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comprometieron los occidentales, y que seguramente no es desarrollo que escogieran entre varios posibles, sino que es el que a sus anchas les permitieron las especiales condiciones naturales habidas en el escenario de sus originales despegues, como también aconteciera, por su parte, con la agricultura de las Américas, cuyas distintas condiciones y propios ritmos naturales, dieron base a un también distinto y propio transcurso histórico. Tierras

fértiles,

extensas

superficies

planas,

periodicidad

climática,

gramíneas sumamente evolucionadas, animales de tiro y una adaptación humana de decenas de miles de años fueron, en resumen, las condiciones que disfrutó en su inicio y desarrollo la agricultura germinal de Occidente. Tales condiciones, al haber permitido el ahorro de energía en las esforzadas y largas tareas relacionadas con la preparación de los terrenos de cultivo, la siembra, la cosecha y el transporte de cereales, facilitaron el repliegue humano sobre el poder del intelecto y su consecuente alejamiento de la naturaleza. La hoz se transformó en guadaña; ésta, en segadora; y la segadora, en agavilladora mecánica. La cuña del antiguo arado cambió a vertedera y luego a rastra de resortes o de discos. El animal de tiro sustituyóse por el motor. Las viejas narrias, que transportaban granos por arrastre, mejoraron con los cilindros y se perfeccionaron con las ruedas, que las convirtieron en carros de rápido desplazamiento. La primitiva aldea se volvió ciudad; y ésta, megalópolis. La fertilización de suelos por depósitos naturales de nutrientes y abono orgánico, devino sistemático uso de sustancias químicas. La roza tradicional

cedió

paso

a

herbicidas

y

defoliantes.

Los

intuitivos

procedimientos de control de plagas se sustituyeron por feroces pesticidas. La ingeniería hidráulica pasó de la construcción de canales para el suministro de aguas a la de grandes embalses y a la modificación del curso de los ríos. El método de selección de híbridos y mutantes espontáneos, que por miles de años condujo el mejoramiento de las plantas cultivadas, se convirtió en método de selección de híbridos y mutantes inducidos.

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Todo ello ha venido produciendo más industria, construcciones y servicios, más necesidades de energía, insumos y materias primas, más tecnología, más productividad y mayores cosechas, más instituciones coercitivas y de gestión. Pero, también, menos áreas verdes, menos recursos no renovables, menos empleos por unidad de inversión, menos aire puro, menos ética y justicia social. Cambio de calidades por cantidades: a tal fórmula de ciego mercantilismo podría reducirse la esencia del proceso, que muchos han visto, para resignarnos, como el inevitable precio de la acción civilizadora. Oportuno a esta altura, cuando de civilizadas cosas se ha empezado a hablar, que examinemos con cierto detalle comparativo y proyección, uno de los aspectos nodales de la agricultura, como fue la invención y uso del arado.

Se ha considerado por parte de los europeos, aun entre los muy cultos como J. Bronowski, que el arado fue un crucial invento que se produjo en el Viejo Mundo, no así en las Américas, circunstancia que permitiría acreditar, de paso, que el rezago tecnológico del Nuevo Mundo es cosa de vieja fecha, como lo sería similarmente el mayor genio creativo de los occidentales. Sin el propósito de esgrima dirimente, que no es nuestra ni nos gusta, pasemos a examinar los hechos tal como fueron. Definamos, ante todo, al arado elemental. Es un instrumento del apero que sirve para abrir la tierra mediante un dispositivo compuesto de cuña y soporte, accionado por energía biológica. En su fabricación se aplicó una de las principales conquistas de la modelística paleolítica: el diseño cuneiforme, cuyo origen fue, seguramente, una imitación del colmillo de los carnívoros, para igualar su destreza; tal diseño se ha venido usando regularmente, por lo menos desde hace un millón y medio de años

-la edad del hacha

amigdaloide de homo erectus-, y es significativo, por cierto, el que se haya venido empleando en la elaboración de varios elementos del creciente arsenal destructivo -como puntas de lanza, flechas, buriles y arpones

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barbelados y, como sería a la postre, miles de años después, la ojiva nuclear de los asesinos perfectos-; mas es justo decir, al lado de ello, que tal diseño también se ha venido aplicando constructivamente -como lo prueba el propio arado o la primera escritura humana de los sumerios o la clavera de la carpintería-. En el arado, por otra parte, siendo como fue un sistema de aplicación de fuerza para remover la tierra, apoyándose en ella misma, hubo un empleo no consciente del principio de la palanca, que Arquímedes considerase como la regla de oro de la mecánica. Combinación de cuña y de palanca (como dice Bronowski): tal fue el arado que, tras haberse inventado muy posiblemente en China, conocieron y usaron los europeos. Pero, señores europeos, también fue invento de los americanos precolombinos, y del arado andino vamos a hacer referencias. Se llamó chaquitaclla o jaquilla. Así como aparece en el grabado alusivo del cronista Guamán Poma, fue una vara larga, de unos dos metros, acabada en punta, como la coa centroamericana, pero a diferencia de ésta, tuvo la chaquitaclla un gran mango espiral atado en su parte superior y un pequeño soporte de empuje cerca del estevado terminal inferior. Comparar ambos arados, el de allende y el de aquende, es cosa que tiene una notable acepción comunicativa para las dos civilizaciones, pero sobre todo para los europeos, quienes ya fueron conocidos aquí por la cruz, la espada o la campana, pero quienes viendo no han visto y oyendo no han oído, quienes poco han conocido de indios que no fuera obra de abrumadoras evidencias, como Teotihuacán o la ciudad de Machu Picchu. El arado clásico -llamemos así, con respeto, al del Viejo Mundo- le añadió a la cuña que penetra el filo que corta, o sea el cuchillo del carnicero cro magnon. Por ello es que el arado clásico hunde y luego saja la tierra, diciendo con propiedad, o hace surcos en ella, diciendo con beato disimulo. Es, además, arado de tiro, en contraste con el otro, que es de hinco, y ésta es la distinción primordial.

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Sirve el arado clásico cuando es halado por toros, previamente mutilados de virilidad para robar su trabajo sin tener que exponerse a peligrosos reclamos. Funciona la chaquitaclla al contacto con la energía honorable del labriego viril. Plusvalor que se consigue por enajenación, plusvalor que se obtiene por autoproducción. Grito vozarrón, golpe de fusta, mugido de imposible rebeldía es la música del uno; sonido de lisonja, recio jadeo y voz de satisfacción es la música del otro. En el un caso el arado se desplaza independiente del humano que lo dirige, y en el otro se mueve en total dependencia del humano que lo empuja. Cómoda distancia y esforzada intimidad. Contemplación y acción. Tiempo para pensar y tiempo para trabajar. En este aspecto típico del arado clásico está en crisálida la noción de fuerza como originadora del movimiento, tan básica en la mecánica de musculatura que fue la física renacentista. En esa característica única de la andina chaquitaclla no hubo fuerza independiente del agricultor, susceptible por ello de observación y discrimen. Uso continuo de la energía del buey supone el uno y consumo discreto de la propia demanda el otro. En el primero se obtiene energía mecánica del arnés que, a su vez, captura la biológica; en el segundo, la energía mecánica se consigue sin mediación posible. Visibles e invisibles fases de la transformación de la energía. Suspendamos brevemente este contrapunteo para volver sobre la causa que impidió a los americanos la invención del arado de tiro. Ya es sabido que la privación obedeció a la inexistencia de animales útiles para el tiro. Pero si estos ungulados de cepa gramínica hubieren tenido estancia en la faz precolombina, los indios habrían ideado sin copia tal instrumento de vanagloria -¡cómo no!- pues sus principios constructivos son exactamente los de la chaquitaclla. Sin embargo, en tal caso hipotético, el arado clásico habría sido de muy limitada utilidad en las tierras montañosas donde se desarrolló buena parte de la agricultura americana. Ni en habiendo ni en no habiendo fauna de tiro habría podido prosperar en esas tierras la tecnología

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que espoleó el tiro, incluyendo por supuesto al transporte sobre ruedas, y sobre ruedas sigue el contrapunteo. En dirección horizontal y con cinemática se formula el vector fuerza del arado clásico; en dirección vertical y con dinámica se constituye el vector fuerza de la chaquitaclla. En tierras planas es más útil el uno; en tierras montañosas, el otro. Abundancia de abono orgánico para nutrir el suelo permite aquél y necesidad de cultivo alternante para alimentar la tierra exige éste. Facilidad y complejidad. Vigilia sobrante, sueño faltante. Ideación proyectista e intención de goce. Del cultivo de extensión es el de tiro; del cultivo intensivo, el de hinco. El instinto de posesión territorial del reptil que mora en lo profundo del cerebro se expandió con el arado clásico; el comunitarismo del mamífero que obra en el diencéfalo se desplegó con la chaquitaclla. Seres individuales se volvieron los unos; seres colectivistas, los otros. Al mercado destinaron la producción los de allá, al autoconsumo la encaminaron los de aquí. Cantidad de mercado y calidad de alimentos. Con el arado de tiro los occidentales se divorciaron de la tierra, le mostraron indiferencia, cuando no desdén, y se comprometieron, en su lugar, con el espíritu que habita en la corteza cerebral. Con el arado de hinco los andinos asentaron su integración con la tierra y le prometieron amor y respeto, en cumplimiento de lo cual nació una conciencia, no soberbiamente embridada por la corteza, sino discretamente auspiciada por el límbico, a la que deberíamos llamar conciencia geobiogenética. De cosas del cielo y aspectos de la fuerza se interesaron los unos, de cosas de la tierra y de seres vivos se cautivaron los otros. Ciencias del espíritu fueron las primeras de los occidentales y miles de años después vieron la vida a través de su lente. Obras biotécnicas fueron las primeras ciencias de los agricultores americanos y miles de años después vieron la mecánica a través de los fluidos.

Si esto último parece haber sido dicho sin fundamentación, ¿qué otra cosa podría expresarse, en justicia, si se encuentra que el maíz es el logro más

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extraordinario que alcanzara jamás el ser humano en la mejora de plantas, como así lo ha reconocido el estadounidense George Beadle? ¿Y quién es él para decirlo? Permítasenos, por si no se conoce, presentar con breve mención su itinerario intelectual. Inició su carrera científica en la Universidad de Cornell (junto con el genetista R. Emerson, su director de tesis), investigando el origen del maíz; luego se trasladó al Instituto de Tecnología de California, donde el maíz le llevó a la mosca de la fruta, ese buen cobayo para el estudio de los genes; pasó, después, a la Universidad de Stanford, academia en la que junto a E. Tatum exploró la relación entre genes y enzimas a través del moho rojo del pan, por cuya comprensión merecieron los dos el Premio Nobel de Medicina en 1958; para finalmente volver, ya añoso G. Beadle, al intrigante tema del origen del maíz que habría de conducirle a la cumbre intelectual que tal premio representa. Pasemos, siendo así propicio por tan autorizada opinión, a las entrañas coreográficas del sexuado maíz. Desde cuando vieron por vez primera al maíz los botánicos occidentales, no ha dejado de llamarles la atención. No existe cereal más efectivo en el uso de la luz del Sol para transformar el dióxido de carbono, no hay una gramínea cerealera de mayor tamaño ni una mejor adaptada a tan vasta diversidad climática -como es el diapasón comprendido entre el clima tropical y el subártico-; no existe una planta tan alejada de sus ancestros vegetales y más cercana a los seres humanos ni hay, por lo mismo, un cereal comparable. “Este maíz es una planta maravillosa y extraña que en nada se parece a ninguna otra clase de grano”, escribió A. Arbel en su “New herbal” de 1619. Es una “monstruosidad biológica”, ha dicho G. Beadle con incrementado estupor y menos lisonja. Lo más extraordinario del maíz es su descomunal mazorca, tan generoso alimento que brinda. Está basada en un grosísimo raquis, de tejido corchoso, capaz de dar sostén a unas mil cariópsides de gran tamaño y apariencia lechosa, distribuidas con sinuosa simetría en columnas cuyo

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número es, por lo común, un múltiplo de cuatro, y vestidas con enormes brácteas tornacolores que dejan salir una frondosa y larga cabellera. En verdad son los estigmas y estilos, uno por cada grano: los receptáculos mucilaginosos del polen, que cambian del casto amarillo verdoso al templado bronceado profundo, una vez que se ha consumado la fecundación.

Cada

planta,

conformada

por

un

solo

tallo,

genera

normalmente de una a tres mazorcas, pero se han dado maíces que producen muchas más, como el de veinticuatro mazorcas que dijo haber visto el párroco de Xochicoatlán en 1786, un mutante de esos que le sobran al maíz. Las mazorcas brotan en las axilas de las hojas, a una distancia de la tierra conveniente para evitar a los recolectores un trabajo excesivo o un posible lumbago. No sólo son el producto de la normal fecundación en la inflorescencia femenina, sino también de una singular disposición de los órganos sexuales, que no son flores hermafroditas, como las del trigo y el arroz, sino flores separadas y, por ello, sumamente acondicionadas para la reproducción cruzada, gracias a cuya característica es el maíz planta por excelencia útil para el fitomejoramiento por hibridación. Corona al maíz su vigoroso penacho, capaz de alcanzar 60 cm de largo, donde nace y enjuvenece el esperma, antes de volar. Los estambres generan más de una decena de millones de partículas de polen por cada pie, cantidad desproporcionadamente grande con respecto a los pocos centenares de estigmas de una mazorca, pero no tanto si la meta es fecundar otras plantas situadas centenares de metros a la redonda, según sea el talante de la ráfaga de viento portadora. En rigor ocurre que cada uno de los óvulos de las flores femeninas, que se hallan ubicadas bien abajo del penacho, son fertilizados mucho más corrientemente que por el polen de la propia cepa, por el polen de las ajenas. Aerodinámicas fugas de planta a planta y casuales arraigos en estigmas extraños: tal la danza nupcial del maíz, que pasa de ser mero asunto de rito, siendo factor indispensable para su perpetuación como gran especie y una

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de las fuentes de variación que puede observarse en la granazón de una misma mazorca.

Es el maíz un vegetal muy inestable, a causa del carácter turbulento con que opera su invisible genoma. Si su historia evolutiva pudiera ser descrita en un espacio de fases, acaso se le vería como una gelatina tornasol en fuga incesante. Tal inestabilidad de base se manifiesta en ciertos granos con pericarpios dotados de raras fluctuaciones cromáticas, como salpicados púrpuras y estrías rojo-anaranjadas, ciertamente llamativas en el tecnicolor mundo de las mazorcas. Estudiando estas estrías, hace varias décadas ya, R. Emerson supuso que se trataba de mutaciones pasajeras, capaces de revertir en la vida de un mismo individuo, algo fuera de la norma conocida de reversión de las mutaciones. Tal estudio fue continuado por la norteamericana Bárbara McClintock. Según su informe publicado en 1947, dichas mutaciones son provocadas por “genes saltarines”, es decir por fracciones de ADN que, sin mediar motivo aparente, se separan del lugar que ocupan en el cromosoma del cual forman parte, se insertan en otro segmento del mismo o incluso se conectan en otros cromosomas y luego vuelven al sitio de desprendimiento. Gracias a tan sorprende conclusión, las estrías pasaron a ser vistas como la expresión del movimiento microscópico del gen que dirige la síntesis del pigmento rojo-anaranjado que, al separarse de su ubicación original y luego regresar, confiere al pericarpio esa traza acanalada o, mejor dicho, variegada. Con posterioridad a este estudio hubo de verificarse que esos fragmentos de ADN, denominados transposones, son cosa corriente y moliente en el patrimonio genético de organismos como las bacterias, y hoy se presume que su existencia es ubicua y que juegan un crucial papel en el proceso de evolución biológica.

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En el transcurso de esas comprobaciones fue perdiendo crédito el dogma del “establishment genético”, dominante hasta principios de los años setenta, y en medida proporcional al reconocimiento del revolucionario avance de la biología molecular que, finalmente, le hizo merecer a McClintock el Premio Nobel en 1983. ¿Por qué un trozo de ADN adquiere, de pronto, esa autonomía de comportamiento?

¿Posee,

acaso,

su

alborotada

dinámica

alguna

regularidad que sea de mencionarse? Hay una extraña variegación maicera que invita a contestar afirmativamente estas preguntas cerealeras. Trátase de granos cuyas cortezas exhiben líneas de color púrpura, pictogramas trazados como un perfil de costa, que podrían ser -¿por qué no?- la expresión macroscópica de una forma invariante adoptada por el movimiento genético, en réplica de la trayectoria del viaje aéreo realizado por el polen progenitor desde su propia antera hasta el estigma de la planta receptora, a modo de un fractal. Conjeturas a un lado, sirve lo dicho para hacer más patente la gran maleabilidad del genoma maicero, explicativa, por cierto, de su voluptuosa capacidad mutante, de la que deriva su imperiosa necesidad de cruce.

Compárese tal versátil hechura con la propia del trigo, evidenciable al seguir las arduas peripecias vividas por europeos en las Américas, cuando empezaron a sembrar la gramínea adoptada como la suya insustituible. Iniciaron la siembra de trigo en las Antillas y nunca tuvieron éxito, pues el trigo es cereal de temperaturas menores. En México fue un gran problema la abundancia de lluvias. Sembraron trigo en la costa colombiana, cual si fuese la propia mediterránea, pero salió al paso el chahuixtle, que lo aniquiló sin remedio, y obligó a trasladarlo a lugares de altura. No fueron exitosos, tampoco, sus primeros cultivos en Virginia y Massachusetts. Recién en 1623 consiguieron buenas cosechas en la colonia holandesa de Nueva Amsterdam -actual New York-, lugar que sólo a partir de entonces se iría convirtiendo en el poderoso centro de exportación de trigo que hoy es. A

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principios de 1800, aún el trigo no había logrado descender de los 2.000 m en el Virreinato Neogranadino, mientras que en la Argentina pudo establecerse sólo en 1890, cuando sus primeras siembras se echaron poco menos de 300 años atrás. Y qué decir del arroz, tan dependiente de la prodigiosa agua, cuya vida transcurre continua o intermitentemente en los grandes deltas del mundo, como son los del Ródano en Francia, el Po en Italia, el Sacramento en EE.UU., el Nilo en Egipto, el Brahmaputra, Indo y Ganges en la India y Pakistán, el Yangtse-kiang en China, el Mekong en Indochina, el Guayas en Ecuador, etc., o en los suelos aluviales de ríos menores o bajo condiciones de óptimo suministro acuoso en la secundaria orizocultura de secano, que adquirió alguna importancia sólo al término del siglo pasado. Ninguna gramínea cerealera dotada del fluido cosmopolitismo del maíz, que salido de América donde alcanzó a reproducirse en climas comprendidos entre el nivel del mar y los 3.600 m, así como en ambientes húmedos y secos, pronto se implantó en Europa y África, después en el Asia y, finalmente, en Oceanía. Ya para el siglo XVIII llegó a ocupar extensas regiones del Yangtse-kiang y del Huang-ho, así como colinas y montañas de la China, con tal abuso en ciertos casos que insaciables chinos le llegaron a ceder espaciosas tierras de bosques. De pronto, el maíz resultaba uniéndose con labriegos de todas las culturas del mundo, como si hubiese sido un viejo amigo, con tal naturalidad que no tardaron en aparecer confusiones en torno a su origen, tanto así que doctos botánicos ingleses no sabían a ciencia cierta si el maíz era de cuna hindú o turca, sin que faltasen, desde luego, quienes se inclinaban a otorgarle partida de nacimiento griega.

Es admirable advertir que la diversidad de razas maiceras, gracias a la cual es comprensible su riqueza adaptativa, es el producto de un milenario proceso de selección artificial llevada a cabo por los indios a través de su paulatina colonización de los ecosistemas americanos, lo que implicó, sin

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duda, un caudaloso acervo de conocimientos sobre las condiciones climáticas y un copioso desarrollo de las destrezas agrícolas. Que eso fue lo que sucedió, en efecto, es conclusión de carácter necesario. No hay interpretación alternativa y el motivo es sencillo, pero también maravilloso: el maíz es una gramínea cultural. Cualquiera sea su variedad, no puede existir sin la ayuda humana, así como, en contraparte, la civilización americana pudo nacer y desarrollarse gracias a él. Abandonado a su propia suerte, el maíz acabaría por extinguirse en poco tiempo, a causa de que no posee un sistema autónomo de reproducción. Sus semillas se hallan firmemente engarzadas en el marlo, bien protegidas por las glumas, como para impedir que el viento las arranque y las disperse. Si la mazorca cayera espontáneamente al piso, ninguno de sus granos podría alcanzar la madurez reproductiva, debido a su disposición tan concentrada que haría crecer muchas plantitas en el mismo insignificante palmo de tierra, sin que ninguna de ellas consiga hacerse de los nutrientes necesarios para crecer. A más de ello, al maíz le es indispensable el cruzamiento, la perpetua mezcla de su genoma, que sólo puede conseguirla gracias a la incesante búsqueda y estabilización humana de las mutaciones que prodiga sin pausa, y que tan distinto lo hace del trigo y el arroz, cuyas individualistas formas de reproducirse se han conformado en respuesta a un genoma mucho más estable -como más estables han sido, tradicionalmente, las ideas de sus milenarios comedores humanos, hasta el punto de haberse cristalizado en dogmas fanáticos y en leyes absolutistas-. En contraste con el arroz y el trigo, el vínculo del maíz con los humanos parece haberse constituido desde el origen mismo de esta prodigiosa gramínea, hace más de 8.000 años atrás. Mientras que la genealogía del trigo, la cebada y el arroz está bastante bien establecida y aún hoy crecen las variedades silvestres de las cuales proceden, no se ha podido encontrar un antepasado silvestre del maíz, ni en estado fósil ni en estado viviente. Y si bien la ausencia de prueba no es

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prueba de ausencia, G. Beadle ha trabajado en una investigación que presupone la inexistencia de pruebas y que, además, la explica. En efecto, él ha conseguido mostrar una serie de indicios que corroboran la hipótesis de Darwin según la cual el maíz proviene del teosinte (una gramínea cerealera que aún florece espontáneamente en mesoamérica), algunos de cuyos mutantes habrían sido seleccionados, miles de años atrás, por los primitivos agricultores americanos, quienes los habrían ido convirtiendo progresivamente, iterando la selección, en una planta distinta, como es el maíz. Maíz y teosinte poseen el mismo número de cromosomas, se cruzan con facilidad, los híbridos resultan fértiles no por alopoliploidía -como fue el caso de los trigos emmer y pan-, sino por compatibilidad genética, y ambas gramíneas se reproducen por alogamia. Teosinte en nahuatl significa “maíz de dios”, mientras que al maíz se le atribuyeron sus propios dioses, como si fuese un ser humano. Ello y todo, maíz y teosinte tienen tantas diferencias morfológicas que han debido clasificarse como géneros distintos de una misma tribu. Si en efecto se produjo tal intervención humana para transformar al teosinte, como parece bien probable, entonces estaríamos ante un formidable logro del fitomejoramiento, en época tan lejana, que sería la mayor contribución de la civilización americana a la civilización mundial, de la mayor trascendencia, ya sea por el notable hecho de que el maíz alimenta hoy por hoy a una considerable porción de la humanidad, o ya por su exquisita flexibilidad genética que le augura un lugar en las futuras naves humanas dirigidas al poblamiento de nuevos mundos. Y tal sería, además, la mayor aportación realizada por humanos al desarrollo de la familia de las gramíneas, el máximo reconocimiento logrado a la sacrificada e invalorable asistencia que nos han venido prestando desde finales del pleistoceno.

De haber surgido el maíz conforme la fundamentada visualización de Beadle quedan, no obstante, varios interrogantes por responder. En particular hay

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dos que parecen sustanciales; a ellos intentaremos dar, de nuestra cuenta y riesgo, unas posibles respuestas teóricas, no experimentales. El primero tiene relación con las causas de ese “salto evolutivo” del teosinte en maíz, que no sólo remiten a la descripción del complejo movimiento genético de la planta -como McCklintoc ya lo hiciera con éxito-, sino a la consideración de las condiciones climáticas que lo propiciaron, cosa con respecto a la cual va nuestra hipótesis. Para sustentarla es menester tomar en cuenta que, según propuso Deborah Pearsall respaldándose con evidencia arqueológica, el mutante del teosinte que habría dado comienzo al linaje del maíz sería el proto Nal Tel Chapalote (así denominado en referencia a una de sus variedades vivientes, el chapalote, materia de los experimentos de Beadle), que los indios lo habrían trasladado desde su tierra natal, en centroamérica, hasta el área norandina, sitio donde este protomaíz habría evolucionado de reventón primitivo a duro y luego a harinoso. Este modelo del itinerario constitutivo del maíz actual es satisfactorio si se presta atención a las características orodinámicas de la tierra andina que, como se sabe, es una zona de intensos afloramientos magmáticos, merced a los cuales los suelos de cultivo se transforman con frecuencia. Entre los “abonos” volcánicos se cuentan los metales pesados. No hace mucho se estableció que estos metales pueden integrarse a la fisiología vegetal bajo ciertas condiciones, como la lluvia ácida que sigue puntualmente a las erupciones. No es extraño, por lo mismo, que dada su recurrencia en la zona andina, ciertos maíces desarrollaran la capacidad de atrapar pequeñas cantidades de oro que van a depositarse en los granos. Ahora bien, ¿es el oro del maíz un ornamento que le sirve para dorar su prosapia? O, ¿cumple alguna función menos decorativa y es aprovechado por sus propiedades de elevada maleabilidad y alta electroconductividad, gracias a las cuales se emplea para fabricar los microchips de los ordenadores? ¿Es realista suponer que el maíz utiliza el oro en calidad de conductor de las cargas eléctricas correspondientes a las interacciones

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moleculares de los “genes saltarines”? ¿Quizás el chapalote cambió su programa genético una vez salpicado por las homeopáticas descargas auríferas del interior de la Tierra? El segundo interrogante por contestar es sobre la causa que pudo haber llevado a los indios a fijar su interés en el teosinte, si sus granos son muy duros de masticar, siendo así que tenían a su alcance cereales no gramíneos de fácil consumo y más alimenticios -como amarantáceas y quenopodiáceas-, cuya domesticación multiecológica fue suspendida al producirse la llegada de los europeos. ¿No les fueron suficientes, quizás, los seudocereales? O, ¿no es mejor interpretación una que consiste en dar crédito a la capacidad de observación de los protoagricultores americanos? Pues, encontrándose ellos ante serias disyuntivas en el curso de la progresiva extinción de la megafauna, debieron acudir cada vez más persistentemente al consumo de nuevas especies vegetales, incluyendo, por cierto, a los seudocereales. Ante esta circunstancia de ensayo y riesgo, es natural suponer que depositaran toda su confianza en el género de plantas cuyas virtudes alimenticias conocían de sobra. Son las gramíneas, desde luego, aquellos vegetales que ingerían sistemáticamente los herbívoros a los cuales persiguieron y cazaron durante miles de años. ¿Cómo podrían no haber visto, por ejemplo, que los enormes colmillos del mayor mamífero de la última edad del hielo -el mamut-, le servían no para cazar ni para hendir la carne, sino para romper el hielo y aventar la nieve en procura de su indispensable gran dosis de gramínea?

¿Cómo no suponerlo así si los indios han enraizado en su cultura, como nadie, el amplio y profundo vínculo humano con las gramíneas? A guisa de ejemplo, baste mencionar el ritual maya, aún conservado por los tzotziles, que seguía, comúnmente, al nacimiento de un niño: al recién nacido le cortaban los mayas su cordón umbilical sobre una mazorca que habían coloreado ex profeso, que así bañada con tan fresca sangre la ahumaban a fin de mantenerla con vida hasta el momento de echar la simiente a nombre

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y beneficio del crío. El grano cosechado se resembraba, con el cruce de rigor de por medio, para alimentar al niño hasta cuando pudiera hacerse cargo de trabajar su propia milpa. En los Andes del Norte no hubo mayores fiestas que las cosechas del maíz, ocasiones en que los indios se entregaban al Sol y a la Tierra, bailando, cantando y bebiendo la chicha del maíz -que llamaban asua-; jolgorios tan deleitosos y largos que escandalizaron a veedores españoles, no porque éstos tuvieran algún derecho ganado por sobriedad en sus vidas, que en vinolencia han sido insuperables, sino tal vez por la mojigata envidia de no ser partícipes directos o porque les convenía dar mala fama a las cosas de los naturalistas.

Naturalismo espontáneo y artificialismo calculador: éstas fueron, desde un comienzo, las actitudes confrontadas al producirse en las Antillas las primeras conexiones de fondo entre americanos y occidentales, precedidas que fueron por tentativas escandinavas, cuyas naves pudieron haber sido avistadas con la hirviente imaginación o la sorpresa mayor que dicen experimentar afortunados humanos en sus contactos misteriosos con viajeros siderales. Y la metáfora viene clavada ya que ciertamente ambas civilizaciones nacieron y se desarrollaron al margen de toda relación e influencia, como si en efecto cada una hubiese tenido su propio mundo, en la misma Tierra y bajo el mismo Sol; no porque lo decidieran así, pues nunca existió motivo para ello, sino por causa de las crecidas oceánicas que pronto desaparecieron el vital nexo de Bering, a través del cual se habrían podido comunicar, acaso desde mucho antes que el perspicaz navegante genovés Cristóbal Colón (conocedor de Eratóstenes, coleccionista, vendedor y estudioso de provocadores mapas y noticias de ultramar, afectado también por la fiebre del oro producida en Europa a consecuencia de las urgidas necesidades de este metal para hacer posibles las transacciones mercantiles y dorar los gustos de aristócratas y pudientes), consiguiera

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apoyo de la reina de Castilla a su propósito de abrir la ruta poniente hacia el levante. Proyecto de audaz perspectiva e interés, por tratarse de una astuta propuesta de solución a las dificultades originadas por la expansión turca, que impedía la fluidez de los derroteros comerciales con el Oriente y también los importantísimos flujos de información tecnológica. No les debió haber costado muelas a los reyes católicos resolverse a otorgar dicho apoyo, si sedientos estaban de consolidar y ampliar su recién ganado poder sobre los moriscos de Granada; ni debió al aventurero Colón haberle sido muy riesgoso meterse a navegaciones mayores, si ya era curtido en viajes de cabotaje, ni debió haberle sido extraño verse en la avanzada expansiva del trigo que cargó en las carabelas y en la nao, si no mucho haría que su abuelo Giovanni Colombo consiguiera librarse de sus ataduras campesinas de Moconesi, gracias a seguir la pista del trigo que a lomo de mulas se transportaba en esos lares por un camino de herradura llamado con mérito la “Vía del pan”. Fue por la vía de los sargazos, en cambio, que su nieto Colón llevó el trigo a las Antillas. Y el hecho originó, a la postre, una gran fluctuación en los sistemas sociales de ambos continentes que, al ampliarse, cambiaría la faz y el destino del mundo.

a crónica escrita del evento dice que los tripulantes que embarcaran en Puerto de Palos, una vez llegados a dichas islas se encontraron con gente de bellos rostros ornamentados con narigueras de oro, de cabellera gruesa y sedosa, cual colas de caballo, de hermosos y esbeltos cuerpos, cual el color de los nativos canarios, que mostraban sin pudor ni jactancia. Dice que eran ingenuos y que carecían de secta, cual lo verificaría el sefardita que llevaron para traductor. Menciona, también, que sus espíritus eran francos, pacíficos, dulces y afectuosos, en gracia de dios, que es lo que significa el gentilicio “indios” con que pasaron a denominarlos.

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Por haber sido exterminados los araucos, no quedan lamentablemente crónicas de cómo vieron éstos, por su parte, a quienes habían llegado sin prevención ni convite, en unas piraguas enormes, provistas de tronquería no vista, donde ataban unas como hamacas verticales. Gentes barbadas que tenían metidas sus cabezas en recipientes iluminados y que escondían inexplicablemente sus cuerpos tras sofocantes vestimentas. A cita de crónica sólo podemos decir que los araucos sintieron una mezcla de alegría y susto, así como un premioso afán de subir a las naves de factura cantábrica y diseño árabe, como también podemos decir que obsequiaron papagayos, hilos de algodón y azagayas. Trepados en las carabelas habrán visto ingenios técnicos como el reloj de arena, la ballestilla, el astrolabio y la brújula náutica, ingenios técnicos que los europeos tuvieron a buena honra de su autoría, hasta cuando el gran sinólogo inglés Joseph Needham, reconociera no hace mucho el auténtico origen oriental de esos artificios maestros. Cristóbal Colón, investido a la postre como Virrey y Gobernador de las islas, no por decisión que tomaran sus habitantes, sino por merced de la realeza, creyó ver en tales muestras de generosidad y afecto de los araucos, signo de que éstos los confundían con embajadores del cielo, pese a la contundente evidencia del carácter marítimo de las naves y a la total falta de querubines entre los miembros de la expedición. Al parecer obró para la hiperbólica inferencia, el espíritu de las cruzadas que trajeron a cuestas, espíritu que embaucaba a los cristianos de la época con promesas de celeste redención a cambio de su activa militancia en la causa anti musulmana, presentada como una causa Divina. Aunque es dable imaginar, en apoyo de la mencionada creencia colombina, que los antillanos pudieron haber interpretado al turgente velamen de los barcos, no como hamacas flotantes, sí como la parte alada de astrales navíos. En cualquier caso, fue creyéndose superiores desde el mismo momento del contacto, que dieron pábulo los europeos a la codicia y al frío análisis de la mejor estrategia para guerrear con éxito. Lo que más les atrajo fue el oro

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portado con exuberancia por los indios. Ornamentos que no tardaron en conseguir para sí, dando por ellos, y en desigual intercambio de valores, cuentecillas de vidrio y cascabeles y pidiendo, al mismo tiempo, indicaciones del lugar donde habían conseguido el metal. Y buscando febrilmente la fuente de tan atractivo oro visto, fueron a dar los europeos con el maíz en Cuba.

Curioso destino el que los seres vivos le hemos venido dando al oro. Al oro habían los graminhomos orizícolas atribuido la propiedad de ser un medio para alcanzar la longevidad y la inmortalidad material, sueño, que no fiebre dorada que fue de los alquimistas taoístas. Al oro hicieron los graminhomos tritícolas un generalizado medio de intercambio mercantil, a partir del muy original conflicto que se presentara entre las cada vez más problemáticas pausas invernales de los brotes gramíneos (que al obstaculizar el adecuado sustento para las incrementadas reses, obligaban a su prematuro y sistemático sacrificio y a la consecuente necesidad de preservar en buen estado las carnes faenadas, usando especias importadas desde Oriente, como la pimienta, la canela, la nuez moscada y el jengibre) y las cada vez crecientes demandas auríferas de los orientales, quienes pedían oro a cambio del indispensable condimento. Al oro tal vez usó el maíz en calidad de medio de transporte de sus comunicaciones génicas constitutivas. Aquí y allá ha sido factor de comunicación el oro, metal de caluroso color. Ya sea hipotético comunicador de vida, entre los orientales y los americanos. Ya equiparador de energías, entre los occidentales. No en balde es el oro tan estable y reflejante, tan excepcional termoconductor, tan dúctil y maleable que de él se pueden formar hilos de grosor molecular. No en balde, tampoco, fue a través de aurívoros insaciables que se produjo la histórica cita de las gramíneas gigantes en la mitad de los brazos del Golfo de México. Reunión, al fin, de los vegetales portados por las civilizaciones humanas como sustancia y enseña de vida. Encuentro de

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megafitos con intenciones poco sabidas, que fuera auspiciado por la destreza viajera del arroz, propiciado por la ávida expansión del trigo y permitido por la generosa hospitalidad del maíz, que las ofició de improvisado anfitrión, para ceder luego vastos dominios continentales e insulares a la orizocultura, la triticultura y también a la cañicultura.

Esta última, que tan especialísimos y cardinales efectos agridulces desencadenara en América, según ya hizo patente Fernando Ortiz en sus ejemplares contrapunteos cubanos de son mulato y blanco barroquismo, que tras haber sido gustosamente leídos por nosotros, permitieron salir a flote unos pocos contrapunteos ecuatorianos de cobrizo sentido morocho. La caña de azúcar, caña noble o cañaduz es materia prima de las tres cuartas partes de la producción mundial de azúcar, y un preciado venero de alcoholes etílicos, causa de ímpetus bucaneros o de bravatas libertarias en las cabezas consumistas: dialéctico fermento del amo y el esclavo. También gramínea y de flores bisexuadas como el trigo y el arroz, no se la cultiva, empero, por hacerse de las pequeñas cariópsides que produce, sino para aprovechar la exuberante acumulación de sacarosa contenida en sus iridiscentes tallos, que para obtenerla se someten a un diversificado tratamiento metamórfico en los ingenios industriales. A consecuencia de este uso casi exclusivo de los tallos, la cañicultura ponderó unilateralmente la reproducción vegetativa de las cañas, haciendo de cada una y gracias a la siembra de sus canutos que se resiembran, larguísimas sucesiones partenogenéticas, privadas de variación sexual y confinadas, por ello, a las tierras de días cortos y calores notables como son las tropicales y subtropicales del mundo. Tan perseverante fue esa manera de impedir las naturales aspiraciones viajeras de la cañaduz, manera de refinada trata vegetal que se acopló con la negrera, que llegó a ser considerada como planta de flores estériles. Y la injuria se mantuvo hasta fines del siglo pasado, cuando fue novedad botánica la comprobación de que es, en realidad, una fanerógama completa.

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En la época europea de los viajes trasatlánticos de Colón, el azúcar de la caña ya era artículo tan demandado como insuficiente, lucrativo negocio, por tanto, que templaba hilos del tejido político e impulsaba la “cacería” de africanos que, convertidos en esclavos, destinábanse a las faenas braceras en los cañamelares portugueses y españoles. Por tal motivo, fue cálculo nada ingenuo, sino de perspectiva gananciosa, el que empujó al Almirante en su segundo viaje a proveerse en las Canarias de buenos esquejes cañeros que llevó a Santo Domingo, tras haber reconocido, en sus primeros sondeos antillanos, la existencia de unas vegas, propias para cañales, que le parecieron las más hermosas del mundo, hasta mejores que las ibéricas, donde crecían frutales exóticos y flores odoríferas, donde los papagayos eran tantos que sus bandadas oscurecían los cielos, y donde moraba tranquilo el perro mudo que los españoles se festinaron a falta, en el Caribe, de la vaca sagrada y del cordero de la misericordia. A las Canarias, por su parte, había llegado la cañamiel por obra y fuerza de tráfagos no habidos, a remolque o punzando usos cambiantes, mixturas étnicas, dinámicas imperiales, causas dogmáticas, perfeccionamientos técnicos y crecientes capturas de africanos. Desde su más probable cuna, neoguienesa, donde los nativos la habrían consumido quizás como adorno o en calidad de legumbre, pasó a través de grandes y pequeñas islas del archipiélago malayo hacia el sudeste asiático, y de aquí emigró a China y la India hace unos 6.000 años. Fue justo en el Lejano Oriente donde empezó la industrialización sacarífera, según referencias atribuidas a los soldados del ejército de Alejandro. (Es para risa evocar que más de 1.800 años después de producida la magna edulcoración cañera de los europeos en los cálidos valles indostanos, el Almirante Vasco da Gama, al tomar tierra en la costa malabar de Calcuta, ofreció azúcar como primicia de sus arcas, gesto de la ignorancia que

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provocó reales carcajadas en el samorim, quien le sugirió al lusitano que más bien diera muestras de oro).

Calcuta era, para entonces, un importante centro de comercio entre hindúes y árabes. La influencia árabe ya se había extendido hasta lugares tan distantes y disímiles como la península ibérica, en el extremo occidental, y China, en el extremo oriental. Empezó la expansión tras aseverar Mahoma que había tenido revelaciones divinas y viajado en jumento volador a la Jerusalén Celeste. En La Meca progenitó el espíritu unionista y proselitista de los árabes, convenciéndolos con la inflamante idea del monoteísmo que castiga a los herejes. La notable intervención mahometana, nada nueva por cierto en esas tierras medio levantinas donde las religiones tuvieron prístinos orígenes en parecidas manifestaciones divinas de carácter siempre individual, permitió hacer de los árabes -¿cuál profeta para haber tenido una admonición de este curso histórico?- la cultura a través de la cual Occidente pudo conocer tanto las ciencias aplicadas desarrolladas por la civilización Oriental -que sirvieron de plataforma al gran despegue teórico y tecnológico de los europeos renacentistas-, como las gemas intelectuales de los griegos clásicos. Mediación árabe que nos llevó, antes, a compararla con el cuerpo calloso del cerebro eurasiático, dicho con neurofisiológica paráfrasis. Gracias a esta especial condición histórica, a su propio ingenio y al hecho de haber sido también herederos de las culturas del Creciente Fértil, los árabes pudieron dar luces, desde el Mediterráneo, a la lóbrega Europa medieval. Árabe es el arte de la perspectiva evacuado en Toledo y el de la simetría abstracta plasmado en la mezquita de la Alhambra -el más bello santuario del agua jamás construido-, árabes son los desarrollos del álgebra y la trigonometría, síntesis que fueron de la geometría griega y de las matemáticas babilónica e hindú. De Oriente llevaron los árabes la tecnología de navegación en gran escala, allí conocieron la elaboración de porcelanas y del papel moneda y allí se

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informaron de la astronomía Oriental, de su geografía, biología y medicina. A partir del siglo X, los árabes establecieron colonias y factorías en los puertos chinos, y en el siglo XIII fueron capaces de construir en Azerbaidjan, a instancias mongólicas, el observatorio astronómico de Maraghah, donde aglutinaron científicos de varias nacionalidades, lo mejor de los aparatos astronómicos existentes en el Viejo Mundo y la sabiduría contenida en unos 400.000 volúmenes de textos. Los europeos conocieron los antiguos escritos griegos por medio de traducciones latinas del árabe y gracias al árabe se enteraron los chinos de la obra completa de Galeno. Desde Oriente también llevaron la alquimia al Mediterráneo, y en el Mediterráneo se quedó la caña noble merced al firme pulso islamista.

No porque griegos y romanos no la conocieran de mucho antes, sino porque el dulzor de esa caña conquistó a los paladares musulmanes y prendió, quién sabe si por alguna nigromancia, en los melifluos ojos de las moriscas. Con los cañaverales árabes en islas y costas mediterráneas se reafirmó la presencia africana en el continente europeo. No sólo por cuanto los árabes portaban cercanas raigambres negras, así en su sangre como en sus costumbres, sino también a cuenta de los fluidos derramaderos de esclavos en esas plantaciones cañeras. Vinculación a la fuerza del negro y la gramínea que tiempo después habrían de imitar los europeos en el Nuevo Mundo, con tal grado de amplitud que se cuentan por millones los individuos que arrancaron desde casi todos los confines del África, emplazaron en los meandros de la trata y repartieron en las bajas tierras americanas para la brega esclava en ingenios y algodonales, añilerías y cafetales, arrocerías y cacaotales. Bajo esta dolorosa circunstancia acaeció la participación africana en la emulsión de todas las civilizaciones del mundo, transcurrente ya por algo más de 500 años, autora del mestizaje latinoamericano.

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Algunos de tantos viajeros que llegan a América -de ésos que de las más diversas cunas y condiciones han venido llegando, llegando y quedándose-, han dado voces de crítica, en ciertas ocasiones propicias, a las orgullosas y nutridas valoraciones de tal mestizaje. Como prueba de cargo aducen que ellos son mezclados, también, y que ya muchos siglos antes del “descubrimiento” se perdió para siempre y en todos los sitios mundanos, cualquier purismo de sangre o de costumbres, no habiendo lugar por ende para sobraduras por mestizos. Y no les falta motivo, desde luego, para ese llamado a la mesura que creen. Pues en el caso de la civilización Oriental, con arroz se chaulafanearon, si cabe el neologismo, todas las culturas de su hemisferio en la hidrodinámica chifa de la plataforma índica. Y en el caso de la civilización Occidental, con trigo se amasijaron todas las culturas de su reducto, más las circunvecinas, en el también hidrodinámico horno mediterráneo, a la manera de una “transformación del panadero”, como dirían los recientes topólogos del trigo. Y con la caña que se tritura y centrifuga en los mecánicos ingenios, orientales y occidentales le añadieron los dos, con arábiga goma de contacto, el mismo dulzor oceanista y el mismo sudor africano al pan de unos y al té de otros, para llegar con pan de dulce y dulcificado té a las saladas tierras del maíz. De combinar culturas se hicieron, verdaderamente, todas las civilizaciones de la Tierra. Mas nunca antes del contacto iniciado en 1492, se hubo formado el conjunto universal. Mezcla de segundo grado, entre todas las civilizaciones: tal la originalidad característica y la fuente de luz propia del mestizaje latinoamericano, que ha de aducirse para descargo de la increpación referida.

Mirando desde aquí y ahora tan bello acontecimiento de la cita de las gramíneas gigantes, conviene señalar cuál fue su mayor impacto en la conformación de la que se ha dado en llamar edad moderna de la historia

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humana. Y al respecto sobran lentes para ver que la junta gramínea catalizó, en fin de cuentas, el desarrollo mundial de la estructura social capitalista. No decimos, desde luego, que la hubo originado. Pues su campanazo inicial sonó a arrebato, tiempo atrás, en virtud del comercio en gran escala, de la usura y el despojo. Hechos de ejemplares avaricias, carentes de caballerosidad y llenos de violencia, que señores europeos han reconocido en público, desoyendo a la hipócrita prudencia que aconseja lavar los trapos sucios de puertas para dentro. Vale tener presente que la incubación del capitalismo se produjo en sitios de gran ventaja para el comercio y el intercambio cultural, como fueron Venecia y Florencia, y no en el interior europeo que permanecía atenazado en las prensas del feudalismo. Allí yacían, estólidos y herméticos, millares de señoríos en vastos latifundios provistos de servidumbre económica y religiosa. El oro escaseaba, y la caída de Constantinopla en poder de los turcos aumentó las dificultades para el indispensable comercio con el Oriente. La crisis se convirtió en amenaza de muerte para los recién nacidos burgueses. Su clase sólo pudo consolidarse, no por un soberbio esfuerzo de parte suya o porque recibieran asistencia Divina, sino por efecto de una colosal carambola histórica que se inició de la implacable venganza del maíz. No hay acciones sin reacciones cuando existen fuerzas de por medio. Los europeos bien saben que ésta es una inexorable ley de la cinética, y si de leyes se trata, suelen bajar la cabeza. Era de esperarse, pues, que las incalificables acciones que muchos europeos desataron en contra de la civilización del maíz, suscitaran reacciones en dirección opuesta y de igual intensidad que la fuerza aplicada. Pero como el sistema en cuestión no es de naturaleza mecánica, las reacciones ni fueron inmediatas ni de rígida proporcionalidad ni de la misma forma. Por ejemplo, la etapa colonial estuvo plagada de tímidas venganzas y poderosos levantamientos indios que no han cesado de producirse. Y hubo, también, reacciones de otro tipo, que no

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por haber sido indirectas e inconscientes fueron menos duras y aniquilantes. Así, y por este estilo, dicen que la sífilis fue llevada a Europa desde América en los tornaviajes náuticos, y que de tal magnitud fue la difusión que alcanzó tras bastidores de alcoba, que hasta llegó a adquirirla gente de impoluta castidad, como el Santo Padre de Roma. La reacción del maíz fue, sin embargo, precisa: la justa venganza de América, que así saldó la ofensa y castigó el exterminio. Nada más que disparó una flecha empapada con curare en precisa dirección trasatlántica al corazón del agresor. La flecha dio en el blanco y el veneno surtió efecto. Jamás volvió a ser visto campante en ningún sitio de la Tierra y se sabe que, herido de muerte, tuvo larguísima agonía hasta que sus mismos descendientes le dieron cristiana sepultura sin responsos que sean de recordar. Ya que el lector querrá saber por curiosidad o simple gusto ciertos detalles del asunto, permita que despejemos la parábola y que le demos al tema los sustantivos y acordes propios. Para ello hagamos remembranza del que fuera el más vivo y pujante interés de los colonialistas españoles, a saber: la consecución de las máximas cantidades posibles de oro, dado el gran valor que éste había alcanzado a causa de la exigente demanda insatisfecha. En la Europa prerrenacentista, el oro se había convertido en señor de señores, superior a toda jerarquía religiosa y a cualquier dignidad existente. Quien tuviese oro en ese tiempo europeo, se podría decir que detentaba el poder absoluto. Seguramente los indios no tardaron en apercibirse de esta vehemente obsesión, pues se sabe de buenas fuentes que usaron al oro en varias oportunidades, carentes como eran de esa determinación metálica, en calidad de arma defensiva para salvaguardia de su libertad. Según cálculo del fundador de la ecología, Alejandro von Humboldt, hasta el año 1660 habían ingresado sólo a España 18.000 toneladas de plata y 200 de oro, por concepto de saqueos a las colonias, de la esclavitud en las minas argentíferas de Guanajuato, Zacatecas y Potosí y, particularmente en

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un principio, a resultas de la obsequiosa ingenuidad americana y de su irrenunciable opción por la libertad. ¿Cuál fue el destino de este gigantesco perdigón precioso que era, en el fondo y realmente, una transfiguración de la energía biológica del maíz, alimento milenario de los mineros indios de las cuencas aluviales y de los orfebres americanos? Fue a henchir el débil caudal monetario de Europa, con ímpetu y volumen tan clamorosos que ya a mediados del siglo XVI se disponía de 1.000% más circulante que 100 años atrás, lo que originó su rápida depreciación y una estampida de precios, particularmente del trigo que escaseaba. Si el oro prepotente se había encaramado en la cima de la organización política europea, y piloteaba sus movimientos en aprovechamiento de la marea alquímica oriental, no muy tarde se le vio rindiéndose ante el trigo gracias a las saturantes inyecciones de oro, emanado de la alquimia del maíz. Mas la historia no termina en este solidario empujón del maíz al trigo. Pues, quienes se habían dedicado a cultivarlo usando el sistema de arrendamiento de tierras, resultaron favorecidos por triple motivo. En primer lugar, porque los contratos de arrendamiento se habían suscrito a precios nominales fijos de largo plazo -los más comunes vencían a los 99 años-, gracias a lo cual, y merced al entorno inflacionario, las rentas pasaron a ser pagadas a precios reales decrecientes. En segundo lugar, por la disminución de los salarios reales que permitió una generosa incorporación de mano de obra en las fincas. Y, finalmente, por la elevación de los precios agrícolas. A fines del siglo XVI ya se había formado, por estas tres causas, la clase de los capitalistas del agro inglés. También por carambola crecieron las fortunas de los grandes comerciantes, merced al negocio especulativo que desata todo proceso inflacionario y, como es fácil sospechar, la riqueza de los guardianes del oro y la plata, los banqueros, quienes se transformaron en exportadores de numerario y acreedores de reyes, cuyas políticas pasaron a dirigir extramuros.

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Correlacionadamente creció la población en disponibilidad para la industria, liberada de los enclaves feudales que entraron en colapso abierto a causa de la general depreciación de las rentas fijas. Según la descripción de Engels, “el oro y la plata americanos anegaron a Europa y penetraron como un ácido corrosivo en todas las grietas y vacíos de la sociedad feudal”. El feudalismo, a todas luces, había sido herido de muerte.

El oro americano fue especialmente cáustico para el proyecto imperial visualizado al formarse la monarquía española, aquélla que financió los viajes de Colón, la que alcanzó a ver en sus dorados rendimientos inmediatos un promisorio futuro para la expansión del reino. El caso tuvo boda, como suele suceder en tantos otros, del azar jacarandoso con la tiesa necesidad. Y empezó con el desposo de Juana y Felipe, hijos respectivos de la reina Isabel y del emperador austro-alemán, quienes consintieron casarlos en la confianza de que así aseguraban diestramente el engrandecimiento de cada uno de sus reinos. No sospechó la reina que ocultos entre la fiesta se agazapaban intereses de la mayor banca del mundo, la de los Fugger de Ausburgo, quienes habían echado miradas sin pestañear al oro y la plata que fluían suculentos en España. Y quiso el azar que ni Juana ni Felipe realizaran el interés de sus padres. La una porque terminó orate, perdiéndose para siempre en una maraña de delirios de amor, pues fue “princesa enamorada sin ser correspondida” según la evocó en su “Elegía” el mayor poeta de la España republicana-. El otro, porque murió muy joven en Burgos, víctima de la gula, tras entrar impetuoso en España y poner en correría a su suegro Fernando, que hubo de replegarse a Italia, donde ya le habíamos visto impulsando la orizocultura. Fue, más bien, al hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, a quien le cupo el destino de coronarse rey del amplificado imperio de los Habsburgo, con la

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decisiva ayuda de los palanqueos financieros de los Fugger, que se convirtieron, por tal arte, en el poder real, económico y político, del más grande reino de la Tierra, donde no se ponía el Sol, según había dicho con modestia el mismo Carlos V. Bajo el mandar efectivo de los Fugger y de la administración de este último, España se fue haciendo país ocupado por los alemanes, lugar de simple redistribución de las riquezas metálicas de América, que iban a engordar las arcas de banqueros y comerciantes foráneos, sin que pudieran usarse para el desarrollo español, lo que provocó, a la postre, el aborto del proyecto burgués acorde con el pulso de los tiempos. Paradojalmente, la abundancia de oro fue para España la causa última de sus pobrezas y del enquiste de una rémora feudal que iría entrando, con violencia, en trances catatónicos y sumiendo al país en un marasmo industrial y tecnológico que aún hoy se deja sentir.

Otra de las secuelas del nuevo orden económico cincelado por el maíz en Europa, fue el desplazamiento geográfico del centro de gravedad del crecimiento capitalista, que pasó del Mediterráneo a Inglaterra, país éste que ya en el Siglo XVIII se había transformado en el núcleo del mercado mundial. Para ello, fueron decisivos el monopolio sobre el comercio de esclavos y el enriquecimiento directo a costa de la esclavitud en las colonias americanas que les suministraron a los británicos, además del azúcar, ingentes cantidades de algodón para las voyantes textileras, donde la innovación tecnológica marcó en buena medida el ritmo de la revolución industrial. Cosa de tal magnitud fue la acumulación de caudales británicos con huella de carimbo, que se dijo del puerto de Bristol que carecía de ladrillos cimentados sin el sudor y la sangre de algún esclavo. Casi no se ha dicho, en cambio, que el maíz fue el alimento que nutrió a los negros de las plantaciones norteamericanas, y que si bien los esclavistas no lo consumieron, por gastronómico escrúpulo racista que aún conservan añejo algunos europeos, fomentaron, eso sí, la maicicultura forrajera para alimento

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de las reses que, junto al trigo, constituyeron, por su parte, la dieta de clase que se zamparon durante siglos los puritanos que tanto gustaban de matar a los nativos norteamericanos. De este muy bien andarivelado sistema nutricional fue labrándose el “Corn Belt” -el cinturón del maíz-, uno de los más grandes de sus cultivares, que ha llevado a los Estados Unidos a calzar la horma de la gramínea, en varios tramos y sucesos de su historia. Ya sea porque la cosecha maicera anual estadounidense es la mayor del mundo y su valor supera con largueza al de todo el oro y toda la plata que se extraen cada año de todas las minas y placeres de la Tierra, o ya porque el maíz es una de las más importantes materias primas de su orgullosa industria y uno de los bienes-salario que no faltan, directa o indirectamente, en la mesa de los hogares proletarios, motivo que hace de él, junto a trigo, arroz y azúcar, un indispensable modulador de las tasas de ganancia y un ingrediente esencial del “food power” imperial. Lícito advertir, considerando lo escrito, la imposibilidad de dictamen absoluto en la cuestión de saber si fueron los británicos quienes apoyándose en el maíz colonizaron norteamérica, o si fue el maíz la planta que conquistó el mundo subido en la grupa de tan granada aventura. Saber quién fue el lazarillo y quién el ciego del viaje, si el maíz saltarín o el británico salteador, si el alimento o la flema, es, por lo visto, una pura cuestión relativista.

Relevantes acontecimientos socio económicos, tecnológicos y políticos del mundo moderno tienen la marca distintiva de las dinámicas gramíneas. Cerca de la mitad de la actual población humana se alimenta casi sólo del arroz y la otra mitad vive principalmente a expensas del trigo, el maíz y el forraje,

mientras

que

los

avances

económicos

y

el

refinamiento

gastronómico tienden a incluirlos a todos en las dietas habituales. La mecanización en gran escala, signo orgulloso de la edad capitalista, surgió de hecho con la agricultura del trigo y fue con ella -al inventar Menzes la trilladora simple y luego McCormik la segadora- que pudo generalizarse en

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Inglaterra y más tarde en los EE.UU. el sistema del cultivo moderno; como, a su vez, el desarrollo industrial fue jalonado con la aplicación de la máquina de vapor a la elaboración de textiles y al procesamiento ingenioso de la caña. Sin las crecientes disponibilidades cerealeras permitidas por la tecnificación agrícola, la industria no habría podido contar con la mano de obra necesaria ni las ciudades habrían alcanzado su aplastante crecimiento. El ingenio azucarero, la piladora arrocera, el molino triguero y hasta la nixtamalería maicera son cuatro nodos de los circuitos industriales. A cada uno va a parar buena parte de las cosechas obtenidas y cada uno genera residuos colaterales que, por su parte, son aprovechados como insumos en una diversificadísima red manufacturera que incluye empresas tan disímbolas como la industria de alimentos y la de explosivos; tan relacionadas como la metalurgia y la industria automotriz; tan esenciales como la farmacéutica y la energética. Abonos, materiales refractarios y aislantes, correctores silicios, bebidas, medicinas, materiales de imprenta y cascos para buques, son bienes que, junto a muchísimos más, portan gramíneas en cantidades variables y con distinta función. Alrededor del cultivo gramínico y de la densa industria derivada, se engendran anualmente decenas de millones de empleos, se reproduce y amplía el mercado, fluctúan las ganancias y los salarios y se forman monopolios. Por estas causas, la agricultura del arroz, el trigo, la caña y el maíz, junto con la producción de energía, son las caras del pentaedro dinámico sobre el cual gravita la economía del mundo. La población de cereales tanto más se acusa cuanto más asciende el número de habitantes humanos. Unos y otros aumentamos con tasas correlacionadas

y

los

agudos

desbalances

producidos

por

bajos

rendimientos agrícolas, aún ahora dejan sentir un brutal efecto corrosivo. Justamente no hace mucho, el más exacerbado Estado de la Tierra, el del “socialismo de cuartel”, no pudo asimilar a discreción sus malas cosechas de los setenta, el boicot a sus importaciones de trigo, la dura crisis agroindustrial y el desastre de Chernobyl, factores que actuaron en concierto

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para la expresión de las debilidades de sus estructuras nacionales, políticas y sociales, y pusieron a tan poderoso Estado en una cúspide catastrófica felizmente pacífica, la tumba del estalinismo, sobre la cual ya fructifican nuevos ordenamientos sociales acompañados de las gramíneas que faltaron, según manda el ancestral proceder graminhomo consistente en darle a cada difunto que se entierra una alfombra de verde pastura donde exhalar las voces plañideras y apacentar los nuevos rostros de la vida.

Después de esta enramada expedición realizada con las botas de siete leguas, tras huellas importantes del viaje de las gramíneas gigantes, ya va siendo hora de ponernos circunspectos para ascender a las diáfanas alturas del pensamiento y averiguar si algo de sus aires tiene acaso algún humor ligero de procedencia graminista, como el perspicaz lector sospechará que pudiera haberse corrido desde el diente hasta el cerebro, de entre tanto consumo cerealero, o como el intuitivo lector presentirá que pudiera haberse deslizado, volandero, de entre tanta negra catinga de las cañas, tanto grajo amarillento del arroz y del maíz, tanta nívea sobaquina panadera. Algo de esa ingestión milenaria, algo de ese efluvio histórico se le habrá pegado, por buena o mala suerte, al vaporoso espíritu que los occidentales consideran inodoro. Y una suspicacia en firme sugiere que no poco: acaso hay ideas graminoides o hasta puede que gramíneas ideativas. ¿Por la existencia de cúales, apuesta Ud., lúdico lector? Es agradable atravesar el dintel de este giro aéreo haciendo notar lo llamativo que es fijarse en las palabras con las cuales los orientales y los occidentales designaron a dos de las grandes doctrinas que les proveyeron miradas de naturalismo totalizador. Esas palabras son, precisamente, sustantivos graminícolas: taoísmo y panteísmo; ojos de la mente filosófica que creyeron haber visto el orden fundamental del universo, penetrándolo todo y todo comprendiéndolo. La sabiduría fue para ambos ojos el estado que se obtenía de seguir humildemente ese orden invisible y fácil barruntarse que la idea se plasmó en decisivos impulsos al desarrollo del

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conocimiento. Así sucedió en Oriente, donde fueron taoístas quienes suscribieron la partida de nacimiento de las ciencias chinas, y así sucedió en Occidente, donde el panteísmo de Spinoza nutrió la comprensión profunda yacente en la teoría de la relatividad. Pero no hagamos adelantos que pudieran pasar por concesiones a un pobre nominalismo graminero y más bien prosigamos acuciosos haciendo reminiscencias de cómo gracias al maíz llegaron los occidentales a su feliz explicación del orden biológico, en virtud de la cual hoy despliegan, no sin reparos de ética, el ambicioso “proyecto genoma”.

A principios del presente siglo, tanto la teoría evolucionista de Darwin Wallace como las ideas de Mendel no estaban bien acreditadas y aún estaba cuesta arriba conectarlas en un solo dominio capaz de dar integrada cuenta del proceso de cambio biológico. Uno de los más destacados escépticos de ese tiempo era T. H. Morgan quien, llevado por la insatisfacción que producían ambos “paradigmas”, efectuó, a lo largo de varios años, un prolijo seguimiento de los patrones hereditarios de la mosca de la fruta, a resultas de lo cual pudo convencerse de la existencia de esos factores discretos portadores de los caracteres hereditarios, denominados “genes”. A más de ello, encontró que los genes se reúnen en los cromosomas, formando “grupos de enlace”, los mismos que al dividirse las células

sexuales

-meiosis-

se

reorganizan

intercambiando

genes

equivalentes -alelos- con los cromosomas homólogos, para luego aislarse y dar origen a nuevas conformaciones cromosomáticas, responsables de la aparición, en las descendencias, de características físicas distintas a las de los progenitores. La idea suministró, enseguida, un claro indicio del nexo entre la teoría de la evolución por selección natural y la naciente ciencia de la genética, puesto que la variabilidad observada en los individuos de una misma especie ya podía ser explicada como el resultado de las recombinaciones cromosomáticas. Y, en efecto, los estudios de Morgan señalaron el punto de fusión de ambas teorías. En adelante, la mezcla de

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los alelos durante la meiosis pasó a ser considerada como la fuente de variación de las especies, en tanto que a las condiciones ambientales se les atribuyó, por su parte, la selección y conservación de los individuos mejor dotados para la supervivencia en condiciones competitivas. Las deducciones de Morgan fueron confirmadas brillantemente, tiempo después, en la Universidad de Cornell, por Bárbara McClintock y Harriet Creighton, quienes publicaron los resultados de sus estudios en 1931, a instancias del mismo Morgan. Dos años más tarde, Morgan ganaba el premio Nobel, pero ninguna de ellas lo compartió, como podía haberse esperado en legitimidad. McClintock y Creighton habían venido estudiando la genética del maíz, circulando en la vena investigativa formada a propósito de la explicación de su misterioso origen. Hasta cierto punto era un contrasentido usar al maíz en calidad de “conejillo de indias” para la exploración genética. Morgan y su equipo trabajaron con la Drosophila, en lugar de hacerlo con los clásicos guisantes de Mendel, justamente para economizar tiempo y esfuerzos, dado que la mosca de la fruta se reproduce con rapidez y su genoma es comparativamente simple. Entre bastidores de los estudios de las biólogas de Cornell existían, evidentemente, motivaciones no económicas y cuando Morgan conoció de su trabajo opinó que había llegado el momento de darle al maíz la oportunidad de que venciera a la Drosophila. Si bien el maíz es un ser de reproducción mucho más lenta y de mayor complejidad que la mosca, posee, en cambio, interesantísimas propiedades desde el punto de vista de su utilidad para la investigación genética. En primer lugar, es una planta de generosa variabilidad tanto en sus partes foliares como en los granos. En segundo término, no hay que esperar descendencias para observar las variaciones, que pueden ocurrir en el transcurso de la vida de un mismo individuo. Tercero, las variaciones son heterocrónicas, es decir ocurren con distintas frecuencias, con dinámicas diferenciadas (así, el gen que codifica para la capa de los gránulos de

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aneurona puede variar con 500 veces más frecuencia que el gen que dirige la síntesis del endosperma). Cuarto, algunas variaciones son visibles a simple vista y pueden rastrearse sin necesidad de acudir al microscopio. Quinto, los sexos están muy bien separados y es fácil evitar la autopolinización. Todos estos factores debieron pesar a la hora de decidirse a trabajar con el maíz. Además, Bárbara McClintock había ido formando una relación emocional con la gramínea, algo de difícil ocurrencia entre quienes investigaban con la mosca o, más difícil todavía, con los fagos de las bacterias. De hecho McClintock inauguró una línea de estudios genéticos muy distinta de la que se desarrolló presidida por el enfoque analítico - determinista, que entiende el proceso de conocimiento como la progresiva descomposición del objeto investigado, hasta llegar a las que se consideran sus partículas básicas o elementales, unidas en relación estable y de dinámica reversible; por ello mismo, dotado de un comportamiento predecible u obediente a una cierta ley. Una máquina es la suprema realización de este método: en ella, la polea, la rueda dentada, el eje, el tornillo o la cuña son los componentes esenciales que se conectan formando un conjunto de mecanismos capaces de crear, regular y usar fuerzas, según patrones de causa-efecto característicamente estables y simétricos en el tiempo. No debe llamar la atención que fuera bajo el imperio de tal enfoque -dada su reconocida ascendencia en las ciencias occidentales- que se iniciara una época de búsquedas para establecer la composición de esas partículas y entender su forma de ensamblarse para constituir el “mecanismo de la vida”. Allí tuvieron participación descollante atomistas de reciente cuño que, aportando información correspondiente a la mecánica cuántica, dieron a luz la novísima ciencia de la biología molecular. Sin embargo, mientras más se pulía el análisis y tanto mejor se comprendía la estructura de las complejas moléculas biológicas, cuanto más se disipaba entre las brumas del absurdo la ansiada intelección de la vida misma. Pues esas macromoléculas

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resultaban ser sutilísimos enlaces de aminoácidos y nucleótidos ya desprovistos de vida, compuestos, a su vez, de átomos inertes y comunes. Diríamos que esas brumas habían llegado, como ventisca mitológica, desde los infiernos de la Odisea, donde Ulises encontró a Tántalo padeciendo crueles tormentos: la sed le abrazaba pese a hallarse sumergido hasta la quijada en un lago y el hambre le acosaba pese a tener sobre su cabeza provocativas frutas que colgaban de perales, manzanos e higueras; no era sino bajar la cabeza o levantar los brazos, pero cada vez que acercaba sus labios para beber, el agua desaparecía, y cada vez que intentaba coger una fruta, el viento se la llevaba hacia las sombrías nubes... Análogamente, un biólogo molecular que tanto sabía de la estructura de genes, hidratos de carbono o proteínas, casi nada podía decir de cómo es posible que células indiferenciadas desde el punto de vista de su origen y de su composición, pudieran ir constituyendo, al reproducirse, tejidos y órganos tan distintos y complejos como el corazón y el cerebro. No hay que esforzarse mucho para ver en ello los límites del enfoque reduccionista llevado a ultranza, su paradoja insuperable, aquélla que estriba en que analíticamente sólo se puede saber de más a condición de saber cada vez de menos, o sea lo que va quedando de identificar los factores comunes, lo constante, lo simple y universal; el concho abstraído del cual se ha debido eliminar todo barroquismo y toda variación, la música y el color de la vida. A diferencia de esa actitud cognoscitiva, McClintock enfiló sus dotes a la comprensión de las variaciones que se presentaban en el fenotipo características físicas externas-de un ser vivo considerado integralmente, y a la intelección del modo en que estas variaciones se relacionaban con su intimidad genética. Tiempo después habría de reconocer que ella llegó a “sentir” el organismo completo del maíz. Como ya fue dicho, el centro de atención de McClintock fueron las discrepancias pictóricas presentes en granos y hojas de la planta. La cuestión nodal consistía en explicarlas como producto de la dinámica genética, teniendo en cuenta que tales variaciones se presentaban de

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manera aperiódica en ciertas células que, como las restantes, se habían originado de la misma célula progenitora, es decir que algo debía ocurrir en el transcurso de su reproducción, durante la mitosis. Ya Emerson había sospechado que se trataba de mutaciones anómalamente reversibles. McClintock concluyó, de su parte, que el ritmo atonal podía ser explicado si se admitía que en el pool genético de la gramínea existen genes encargados de conectar o desconectar a los genes estructurales y, además, genes reguladores de la acción de esos interruptores diminutos. Los resultados de estos pacientes estudios fueron expuestos a lo largo de varios años, en Cold Spring Harbor, pero el auditorio de científicos no se molestó en tomarlos en cuenta. La apreciación de su importancia sólo se produjo en el contexto de la visualización de los fenómenos llamados caóticos, como la turbulencia, las reacciones químicas oscilantes o las fluctuaciones electromagnéticas, en todos los cuales la variación y la impredecibilidad disfrutan de una condición normal. Y esa importancia, qué decirlo, ha ido adquiriendo un relieve cada vez mayor. Modificó, de partida, la idea de que el material genético se mantiene estable durante la mitosis y suministró un fundamento, por primera vez conciso -el de la activación y desactivación genética-, a la comprensión de cómo se efectúa la especialización celular y de cómo se origina la enfermedad cancerosa. Va aceptándose que los elementos transponibles operan también en la meiosis y que, por tanto, su actividad es un factor decisivo para la evolución de las especies. Estudios más bien recientes acreditan, por ejemplo, que ciertos transposones están invadiendo, precisamente en nuestros días y a escala mundial, el ADN de la Drosophila y provocando cambios en algunas de sus características físicas. Ya no es posible seguir viendo a los genes como los dictadores implacables y rígidos de la “maquinaria celular”; el genoma se nos presenta, ahora, como una estructura versátil y muy receptiva a los cambios del ambiente con el cual interactúa y del cual obtiene nuevas configuraciones, ya sea por medio de la

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retrotranscripción o de las infecciones víricas, de los impactos lumínicos, de los teratógenos químicos o, talvez, de la hidrodinámica polinífera.

Los

occidentales

han

tenido,

tradicionalmente,

problemas

con

las

variaciones, pues las variaciones son en su caso anormalidades. Para ellos es mucho más familiar la estabilidad y el orden. Sus culturas se han desarrollado

en

condiciones

relativamente

uniformes,

sosegadas

y

continuas. Los sitios en los cuales se emplazaron están bastante alejados de la línea ecuatorial y, por lo mismo, la luminosidad y el impacto gravitatorio de procedencia solar que acusan es de menor densidad que el correspondiente a los trópicos; ello supone inferiores tasas de mutación genética y de alteraciones originadas por las turbulencias estelares (y que no se diga que esto es una exageración... no hay que olvidarse de la persistente advertencia médica sobre lo peligroso de actuar con la hipótesis de que el Sol es un objeto estable e indiferente). En dichos sitios, la actividad volcánica, pese a no ser despreciable, tampoco es de magnitud comparable a la del Cinturón de Fuego del Pacífico, ni sus climas son sacudidos por las temibles irregularidades de los monzones asiáticos o de las corrientes marítimas americanas. Todo ello hace que los mutantes espontáneamente creados en las comarcas del trigo, con todo y no ser tantos como en el trópico, difícilmente puedan alcanzar el éxito reproductivo en gran escala, puesto que las adaptaciones de las novedades biológicas se ven favorecidas por las catástrofes climáticas, por la surgencia de nuevos ambientes que, en contraste, pueden llegar a perjudicar la intensidad del poblamiento de las especies consolidadas. Esto último es lo que ha venido ocurriendo en la pluviselva amazónica, cuya gran diversidad biológica hay que atribuir a la elevada insolación combinada con la tormentosa variabilidad climática y con las perturbaciones de la estructura física de los suelos acontecidas a lo largo de los siglos. Por todo ello no es una extravagancia el que los occidentales se guiaran durante milenios por el dogma de la inmutabilidad de las especies y el que lo

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hubieran santificado píamente en su religión creacionista. Lo inaudito e incomprensible habría sido que fueran culturalmente evolucionistas.

El interés por la variación de las especies despertó en Europa conforme llegaban noticias científicas sobre el Nuevo Mundo, y sobre todo a partir de los informes que presentaron Alejandro von Humboldt y Aimé Bonpland a su regreso de la prolongada expedición naturalista que efectuaron en América tropical, informes tan impactantes que no tardó en formarse una nutrida corriente de investigadores y aventureros, atraídos por las sustanciosas novedades que deparaban las tierras del maíz. Era la época en que la reducida disidencia intelectual constituida por los evolucionistas estaba consiguiendo el pesadísimo aliado de la ciencia geológica y se abría campo a la investigación del “mecanismo” evolutivo de las especies.

De tal grupo formarían parte Darwin y Wallace, ávidos naturalistas de la Inglaterra victoriana, a quienes les tocó vivir un especial paralelismo en el desarrollo de su actividad científica. Ambos eran infatigables estudiosos y atentos observadores, los dos estaban persuadidos de la evolución de las especies y buscaban explicarla, los dos pudieron trabajar con equivalente evidencia y bajo la misma idea y ambos llegaron a forjar iguales verdades y parecidos desatinos. Tocados por el caudal de la corriente expedicionaria que desembocaba en Sudamérica, levaron anclas apenas se les presentó la oportunidad. A bordo del Beagle, Darwin fue a dar en la actual provincia ecuatoriana de las Galápagos, mientras que tiempo después Wallace exploraría en la maraña selvática del Amazonas brasileño. Allí, en Sudamérica, encontraron, cada uno por su cuenta y riesgo, una considerable diversidad de desconocidos organismos endémicos. Wallace quedó perplejo y maravillado al conocer la región que rodea Manaos y envidió ser indio al mirar a los habitantes selváticos tan libres, saludables y felices. Parte fundamental de su trabajo consistió en la recolección de individuos representativos de las que deberíamos llamar “escaleras

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biológicas vivientes”. Esto, y sobre todo esto, era un verdadero tesoro para mostrar en Europa; pero, como se sabe, gran parte de las colecciones que Wallace pudo formar, con inaudito esfuerzo, se quemaron en un malandante incendio producido en el barco que lo transportaba de regreso. Darwin, que en sus años mozos también fue coleccionista (de escarabajos), igualmente pudo captar, a la postre, la enorme importancia que revestía el estudio de las escaleras biológicas vivientes. Para bien comprender esto, es preciso recordar que los evolucionistas de aquel entonces investigaban principalmente con materiales fósiles. Allí, en Europa, escaseaban dichas escaleras. Más comunes eran las especies bien diferenciadas, especies cuyas transiciones de una a otra no existían vivas, sino en calidad de fósiles, si los habían. Y la circunstancia de que la variabilidad se estudiara en relación con la paleontología marcó el enlace de cuna entre la biología y la geología, así como la posterior adopción de palabras con tufo mortecino para designar conceptos de vida, como el de “nicho ecológico”. Darwin estudió detenidamente, con erráticos tanteos iniciales, la escalera viviente de los pinzones de las Galápagos. Para sorpresa suya halló que estos pájaros, diseminados por el Archipiélago, a tiempo de compartir la misma

morfología

básica,

poseían,

también,

pequeñas

diferencias

ostensibles entre grupos de pinzones, característicamente en el tamaño y la forma de los picos. Cada grupo formaba una especie distinta, pues no se cruzaban entre sí, pero todos pertenecían al mismo género de aves. No era difícil colegir que entre ellos mediaban nexos parentales, razón por la cual todos se habrían originado de los mismos pinzones ancestrales. Lo que más llamó la atención de Darwin fue la marcada ligadura de cada especie con su territorio. Extrañamente, los pinzones de una isla no se propagaban a otras, como se esperaría que lo hicieran considerando su capacidad de vuelo. Alguna fuerza poderosa debía mantenerlos a raya, en sus límites fijos. Era, desde luego, el tipo de alimento que consumía cada especie, también distinto de una a otra isla.

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Tomando en cuenta la firmeza de este vínculo, Darwin pudo advertir que las formas de los picos constituían una respuesta adaptativa al tipo de alimento prevaleciente en cada habitat. Había pinzones semilleros donde abundaban las semillas y los picos, en su caso, eran grandes y resistentes, prensadores como cascanueces. El pinzón mosquitero tenía el pico pequeño y puntiagudo, como pinza, para hurgar en las grietas. Y relaciones semejantes podían establecerse para el pinzón cactófago, para el arborícola y para cada una de las variedades existentes. Por otra parte, a sabiendas de que en el continente próximo al Archipiélago había pinzones semilleros parecidos a las variedades insulares, y considerando que las islas se originarían por afloramientos volcánicos submarinos y no por desprendimientos de tierras continentales, Darwin pudo inferir que los pinzones ancestrales habrían emigrado de estas últimas y que al llegar a las islas y multiplicarse en ellas se habrían ido modificando gradualmente, conforme las características del alimento consumido. Las pruebas de que esto es lo que debió ocurrir no precisaban del rastreo paleontológico. Cada tipo concreto de pinzón representaba un peldaño evolutivo del proceso de poblamiento. Allí, en las Galápagos, como en ninguna otra parte, estaba la imagen clara de una escalera biológica viviente. En Europa, para los evolucionistas gradualistas era una “apuesta” planteada con los creacionistas la de hallar los eslabones intermedios entre las especies. Era, por así decirlo, la prueba de fuego de la teoría evolucionista, pues si ésta era verdadera, entonces debieron haberse producido sin falta tales transiciones. Como la dificultad estribaba en la ausencia de evidencias vivientes (cosa que representaba un fuerte apoyo para los creacionistas, quienes consideraban a las especies como discretos dones celestiales), el único recurso a mano era empeñarse en el estudio de los fósiles; pero, a su vez, este empeño se enfrentaba con el serio problema de que las interfases no necesariamente tenían que haberse fosilizado. Por eso, cuando Darwin se apercibió de la trascendencia de su hallazgo, ya no le debió quedar clase

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alguna de dudas, si las tuvo, sobre la evolución de las especies: éstas tenían que ser el resultado de sucesivas diferenciaciones relacionadas con la provisión de alimentos. Pero si esto era así, ¿cómo es que pudieron experimentar los pinzones ancestrales semejante cambio adaptativo al poblar el Archipiélago? La misma pregunta se plantearía Wallace, pero en relación con su propio material de trabajo. Es curioso, nuevamente, que ambos coincidieran en dar una respuesta a ese crucial acertijo, no ya por lo que vieron en sus viajes, sino gracias a la aplicación de una formidable idea que encontraron en Europa, la cual llevaba una invisible pero vigorosa huella gramínica del cultivo triguero. Tal idea había sido elaborada por Thomas Malthus en su “Ensayo sobre el principio de población”, publicado en 1798. A él le interesaba saber qué ocurriría si la población humana se reprodujese con mayor celeridad que los alimentos, concretamente si la población creciese multiplicándose y las subsistencias, sumándose. Consideró que esa tasa de crecimiento exponencial no podría mantenerse por mucho tiempo, a largo plazo, pues llegaría un momento en que los alimentos empezarían a escasear y entonces

sería

inevitable

la

aparición

de

una

competencia

de

aprovisionamiento que acabaría por eliminar al excedente poblacional, precisamente a los individuos más débiles. Esta idea prestó un elevado servicio de signo positivo al desarrollo intelectual de los occidentales. Pues con ella se puso en cuestión, como nunca antes, la antigua y arraigada creencia conforme la cual es la Tierra un don inagotable entregado por Dios para disfrute del hombre, la creencia en el carácter infinito de los recursos naturales. Por ello no debe extrañar que el libro de Malthus desencadenara furibundos ataques contra su persona, lanzados desde el extremo conservador hasta el comunista del diapasón político europeo. Unos le acusaron de sostener afirmaciones depravadas y ateas, mientras que Marx le llamó frailuco, sicofanta y siervo de intereses terratenientes.

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Antes de revisar con ligero detalle esa idea de Malthus, digamos cómo fue aprovechada para el desarrollo de la teoría evolucionista. Y al respecto impresiona constatar que tanto Darwin como Wallace la utilizaron, no como una guía moderada o como una discreta sugerencia; no, la emplearon como una plantilla o como un molde. Darwin tomó de ella la tendencia al elevado crecimiento de los individuos y la consecuente lucha por la existencia, dando por hecho que si el análisis de Malthus era cierto para la población humana, debía serlo también para las demás poblaciones. Por ejemplo, para el caso de los pinzones, cuyo proceso evolutivo pasaba a entenderse así: las primeras aves en llegar a las islas se habrían reproducido tal cual indicaba Malthus: de manera exponencial; hasta que el desborde les habría conducido, en cierto momento, a enfrentarse en competencia por el alimento que escaseaba, lucha de la que habrían emergido como triunfadores los individuos dotados de características físicas aventajadas para proveerse de los recursos disponibles. Suponiendo que estos rasgos son hereditarios, tales individuos se habrían reproducido con mayor eficacia hasta imponer su poblamiento. (De ser adecuada la reflexión quedaba flotando, no obstante, una seria dificultad: establecer cómo fue posible que surgieran nuevas morfologías en ciertas aves, esas pequeñas variaciones en las cúspides de los pinzones descendientes que, llegado el tiempo de la lucha por la supervivencia, les permitirían el “handicap” decisivo. Como se sabe, ni Darwin ni Wallace consiguieron ofrecer la respuesta satisfactoria, que sólo pudo obtenerse, años más tarde, gracias a la genética de Mendel, Morgan y McClintock). Generalizando para todos los seres vivos, al proceso conforme el cual se conservan las variaciones que en determinadas circunstancias resultan útiles para la reproducción de las especies, Darwin denominó “evolución por selección natural”, en analogía con la selección de las variedades agrícolas y animales realizada a su conveniencia por los seres humanos. La idea (que también llamó “supervivencia de los más aptos” -tomando el término acuñado por H. Spencer-) se ha reconocido, de entonces para acá, como la

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única explicación valedera del “mecanismo” evolutivo, aunque no han faltado puntualizaciones, críticas y aun intentos por reactualizar la explicación alternativa de Lamarck sobre la herencia de los caracteres adquiridos. Pero, a decir verdad, ninguno de los cuestionamientos ha sido de un jaez tal que obligue a limitarla o sustituirla. Por nuestra parte, diremos que algo se puede aprender si se reemplaza la imagen que tuvo Darwin sobre el carácter uniforme del clima y de la geología de todas las islas Galápagos, que correspondió a su calidad de observador europeo, con mente formada en los patrones de continuidad y estabilidad.

Para empezar, las islas se encuentran ubicadas muy cerca de la confluencia de tres grandes placas litosféricas -la de Nazca, la de Cocos y la Pacíficasobre uno de los puntos volcánicos más tormentosos del planeta. Todas ellas son gigantescas acumulaciones de lava emergida del lecho oceánico en distintos tiempos: las hay de edades inferiores al millón de años y las hay viejas, como la Española, de cuatro millones, la más antigua y por ello la más oriental de todas, pues las islas se alejan en dirección al continente, a medida que surgen de la eruptiva caldera magmática, cabalgando sobre la placa de Nazca que embiste por subducción contra la placa Sudamericana a una velocidad de ocho cm al año (la misma velocidad de crecimiento de las uñas humanas). Algunos de los volcanes submarinos han logrado salir a la superficie y erguirse a considerables alturas, como en Isabela, una de las jóvenes ínsulas poseedora de cinco picos activos, el mayor de los cuales alcanza 3000 m sobre el nivel del mar. Determinada por estas agitaciones geológicas que tienden a sosegarse conforme las islas se alejan del vientre ígneo, la estructura de los suelos posee un carácter muy dinámico y difiere visiblemente de territorio a territorio. Hay cráteres extinguidos y torrentes de lava petrificada, rocas desnudas y campos de ceniza, tierras pedregosas y tierras de magma quebradizo. Paisajes de lóbrega aridez que se podrían estimar de naturaleza

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extraterrestre si no fuera porque en ellos se observan saurios buceadores y arborescentes cactáceas, como la opuntia espinosa. Paisajes de lujuriosa exuberancia tropical al borde de los cráteres, gracias a la humedad de las nubes bajas y a los vapores que exhalan las fumarolas. Paisajes de tupidos manglares y también inmensos farallones que a diario esculpe el oleaje oceánico. Mas si el suelo de las islas se mantiene en estado de cambio dinámico, otro tanto puede decirse de su interior submarino, que empezó a conocerse gracias a la histórica inmersión realizada por el sumergible Alvin en 1977. La tripulación del Alvin observó en la zona de despliegue del fondo oceánico una serie de chimeneas jamás vistas, eyecciones de arremolinados chorros de agua negruzca calentada por material ígneo yacente en una cámara magmática

subterránea.

Alrededor

de

esas

fuentes

hidrotermales

contemplaron, también por vez primera, almohadillas de lava y comunidades biológicas de características insólitas: las únicas formas de vida por completo independientes de la fotosíntesis, como gigantescas lombrices de hasta tres m de largo, blancas de unos tres cuartos del cuerpo y rojo brillantes del resto, cangrejos albinos, anémonas de mar y grandes bivalvos. El agua caliente, que logra ascender por convección a través de la roca volcánica, deposita a su paso sales minerales que modifican la estructura geoquímica y proveen de nutrientes a los corales y al plancton, el primer eslabón de la cadena trófica oceánica que alcanza a los grandes predadores pelágicos y aun a organismos terrestres como ciertos reptiles y aves. De caudales y temperaturas cambiantes y de vida pasajera, los flujos hidrotermales han permitido comprender la naturaleza inestable del océano profundo y la manera como se producen ciertos azufrados precursores biológicos. Similar a lo que ocurre en el oeste sudamericano, el régimen pluvial de las Galápagos se caracteriza por acusadas oscilaciones con relación al calendario astronómico. No hay regularidad continua en la fecha de aparición y en la duración de las temporadas de lluvia y sequía, pudiendo

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suceder que una de éstas falte por completo a lo largo de todo un año. En los últimos tiempos se ha logrado establecer que la arritmia, cuando marcada, forma parte de recurrentes trastornos climáticos de gran amplitud, conocidos bajo el nombre genérico de “fenómeno El Niño”, cuyo desarrollo se inicia precisamente en la parte este del Pacífico ecuatorial.

El notable fenómeno concitó la atención de los expertos climatólogos a partir del año 1983, cuando grandes disturbios climáticos -como inundaciones, sequías, tifones y tolvaneras-sacudieron extensas regiones de América, Asia, África y Oceanía, y causaron miles de víctimas humanas y pérdidas materiales calculadas en unos 40.000 millones de dólares. Las pistas analizadas

condujeron

a

identificar un

mismo

origen

de

carácter

termodinámico, a saber, un colosal sobrecalentamiento de las aguas superficiales del Pacífico tropical, que sólo desde fecha tan cercana ha empezado a verse como un escenario dinámico, en agudo contraste con la imagen de quietud con que los occidentales se representaron al mayor océano del mundo, desde cuando Blasco Núñez de Balboa viera pacífico al “mar del sur”, al contemplarlo inmenso y calmo desde la sierra panameña. La descripción actual del fenómeno El Niño correlaciona la circulación de las aguas oceánicas con el régimen de vientos. En condiciones digamos que normales, cada año y poco antes de producirse el perihelio terrestre, una corriente de aguas cálidas procedente del norte ocupa la superficie marítima frente a las costas ecuatorianas y peruanas, hundiendo la termoclina -el gradiente térmico que separa las aguas superficiales calientes, de las frías más profundas y ricas en nutrientes-. Bautizada por los pescadores de Paita con el apelativo El Niño por presentarse alrededor de la fecha de Navidad, la corriente es barrida en dirección oeste por los vientos alisios (que de esta manera consiguen restablecer el afloramiento de la termoclina - nutriclina), haciendo que suba el nivel del mar y que se generen grandes formaciones nubosas por evaporación, una parte de las cuales se transporta hacia el

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este por los vientos de altura, para dar origen a las precipitaciones en las Galápagos y, más tarde, en el continente. El fenómeno El Niño se presenta cuando los vientos alisios colapsan en el Pacífico occidental y no consiguen arrastrar debidamente a la corriente cálida, que libre del impulso se devuelve hacia el este, produciendo el sobrecalentamiento de la superficie oceánica. Incluso ocurre que esos vientos empiezan, de pronto, a soplar en dirección opuesta, con tal intensidad que algunos han estimado que podrían frenar el movimiento de rotación de la Tierra. El fenómeno se anuncia por una sensible pérdida del desnivel de presión atmosférica imperante entre el Pacífico sudoeste y el sudeste, cuyos centros de alta y baja presión están localizados alrededor de la ciudad australiana de Darwin y de la isla de Pascua, respectivamente. (Justo cuando se ponen en contacto los flujos atmosféricos de distinta densidad, en conjunción con el movimiento de rotación del planeta, se origina uno de los más grandes sistemas meteorológicos existentes: el anticiclón del sur, que desplaza vientos en sentido antihorario, los alisios, responsables de mantener elevada la termoclina del Pacífico oriental y, por ello, el factor que propicia el que sea ésta la zona marítima de mayor productividad biológica del mundo). El desnivel entre ambas presiones no se mantiene constante y sus cambios se conocen como la “oscilación meridional”. Si la diferencia es marcada, los vientos alisios soplan con fuerza y cabe esperar que no acaezca el fenómeno que, en cambio, tiene lugar si la diferencia disminuye. Es por ello que explicar la oscilación meridional sería un gran paso adelante para entender la termodinámica del caso. Y vale para el efecto dejar anotada la deficiencia que podría haber en el hecho de que varios de los modelos de análisis no relacionen El Niño con la geología de placas tectónicas. En ellos, el calentamiento de las aguas superficiales se visualiza como una consecuencia de la elevada irradiación solar sobre el Pacífico tropical; interpretación en la que, al parecer, late el viejo temor de la navegación medieval, según el cual las aguas ecuatoriales

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son tan calientes que hierven a causa de la fortísima insolación. Aún no se ha valorado con plenitud la evidencia de que el fenómeno El Niño tiende a coincidir con períodos de intensa agitación volcánica. Tomando en cuenta la geología de placas, quizás es posible entender mejor el origen del fenómeno. Así, la gran calidez de las aguas indonesias responsables de la baja presión- podría atribuirse no sólo a la inclemente y directa radiación estelar o al efecto acumulativo de aguas migrantes, sino también a los subidos flujos térmicos submarinos que caracterizan la zona. Por su parte, la alta presión reinante en la isla de Pascua podría ser el resultado del enfriamiento marino que ocasionan las aguas bombeadas por la Corriente Circumpolar de la Antártida que, al desplazarse de sur a norte, impedirían el ascenso de los flujos hidrotermales que deben existir sin falta en la dorsal transpacífica donde se encuentra la isla. Las famosas esculturas pétreas que dejaron en ella los navegantes polinesios de lejanos tiempos, con sus rostros impasibles y ciegos, no sólo testimonian el fracaso de una remota aventura perdida en el neolítico, sino que también prestan un simbólico material de contraste al enérgico movimiento expansivo del fondo oceánico subyacente, el más rápido de cuantos se han registrado (unos dieciocho cm por año). Al presentarse un período de estremecimiento geotérmico, es dable que en una área marina de tal condición se enerve el afloramiento hidrotermal y se debilite, en consecuencia, el enfriamiento de las aguas con el efecto equiparador de las presiones atmosféricas. Quizás es en la profundidad pascuense donde se inicia la fluctuación atmosférica que requiere El Niño para hacerse retobado. Y quizás sean las espectaculares erupciones del Sol las que provoquen, en último término, la agitación magmática concurrente, al sobrecargar la dínamo planetaria con ingentes aportaciones de plasma. Tal vez El Niño ensaya, con plastilina de viento y agua mar, la forma del halo invisible que une el magma terrestre con el viento solar...

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Tras este breve circunloquio climático que podría haber creado la sospecha de que estuvimos naufragando, bien vale ya decir, en síntesis, que las Islas Galápagos son, por las razones expuestas, uno de los lugares de máxima inestabilidad climática del mundo; tanta, que hasta ciertos reptiles, con un modo de ser más próximo a la estática o a la cinemática, se han dado en ellas la oportunidad de desplegar el potencial de sus genomas y de situarse, por ello mismo, en un dinámico viaje evolutivo. En verdad fue del todo feliz la decisión darwinista de ponerse a bordo de un sabueso flotante, aunque su ordenado preconsciente inglés le privara de ver el auténtico factor de especiación que tanto anduvo buscando, ya sin amarres al sabueso. Pues en unos ambientes así de varios y cambiantes, como son los de las islas, los organismos biológicos no podrían alcanzar grados de poblamiento capaces de desembocar en estados competitivos. Bastaría un reventazón volcánico para poner en riesgo la supervivencia de especies completas y aun para extinguirlas, incluyendo por supuesto a los hipotéticos seres más aptos, aquellos que la evolución darwinista selecciona con fuerza de necesidad. O un incendio devastador, de esos que han iluminado la historia nocturna del Archipiélago. Sin embargo, el mayor destructor y creador, el verdadero agente de especiación en las Galápagos es El Niño, como también lo es para toda el área de su directa influencia. Una conclusión así de firme puede sostenerse con atrevimiento si se toman en consideración los efectos biológicos que desató El Niño de 1982-1983, la más virulenta de sus rabietas en lo que va del siglo. Las inundaciones que originó en tierra y el desequilibrio térmico que desencadenó en el océano, determinaron la desaparición de pequeños y grandes ambientes así como la formación de nuevos ecosistemas. Se rompió la continuidad de la cadena trófica y, en consecuencia, se produjo una reestructuración poblacional de las especies. Compréndase esto, sobre todo como el resultado de que la capa de aguas frías -que recoge los nutrientes depositados en el fondo oceánico, como nitratos, fosfatos, silicatos y oligoelementos-se mantuvo deprimida durante un lapso de tiempo

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anormalmente grande, impidiendo la reproducción del plancton, ese equivalente marino de las gramíneas por el lugar básico que ocupa en la cadena alimentaria de grandes comunidades zoológicas. A consecuencia de ello, fue desolador el panorama de muerte que se presentó en lugares de exquisitas interdependencias tróficas como son las Galápagos. Allí perecieron todas las focas peleteras jóvenes, un 78% de pingüinos y un 45 de cormoranes no voladores. Fue común observar, aquí y allá, esqueletos de iguanas marinas, saurios de leyenda que murieron por la escasez de algas... y téngase presente que ciertos pingüinos se alimentan de las garrapatas que parasitan en la dura piel de las iguanas y que éstas, cuando pequeñas, constituyen el manjar preferido de la culebra dromicus. También se redujo la población de corales, esponjas, lobos marinos, equinodermos, etc. En cambio, y a distancia de las Galápagos, se densificaron los cardúmenes de peces dorado y atunes y se incrementó, asimismo, la población de langostinos y merluzas. Si bien nadie que sepamos ha conseguido mostrar que por obra de El Niño una nueva especie emergiera voyante en el renovado paisaje insular, es razonable postular que este renuevo ambiental es algo así como el caldo de cultivo o la oportunidad de vida que la naturaleza brinda a sus ensayos de recombinación y mutación genética, un modo de especiación al que sugerimos llamar “especiación por efecto de la turbulencia”. (Denomínase turbulencia al tipo de movimiento agitado de los fluidos poco viscosos, que se produce cuando sus partículas constituyentes se comunican entre sí y amplifican de manera no lineal una inestabilidad -una pequeña fluctuación en la velocidad de desplazamiento de las partículaspara conformar estructuras que se superponen en forma de filamentos de vorticidad que tienden a disiparse. Son típicos ejemplos de turbulencia los ciclones, que se originan al iterarse la llamada inestabilidad baroclina o fluctuación que resulta del contacto entre fluidos atmosféricos de distinta presión. También son turbulentos los bucles engendrados al mezclarse estratos térmicos de aguas marinas).

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Decir del fenómeno El Niño que es turbulencia, tanto como metáfora útil para destacar su aperiodicidad, es manera de ajustar la descripción del fenómeno como un caso de masivas surgencias turbulentas en el sistema océano-atmósfera del Pacífico, que se diría tratan de establecer un orden no laminar en gran escala, quizás buscando su autoperpetuación a la manera de la mayestática mancha rojiza del planeta Júpiter, una monstruosa turbulencia estabilizada donde varias Tierras cabrían con sobrada holgura. Cuando El Niño juega a los torbellinos, tal vez la Tierra se convierte en un azulado aprendiz jupiterino. Mientras que para los seres terrestres es nada más que llegada la hora, por enésima vez, en que los fenotipos se ponen a batir en lúdico tamiz, del que podrían cernirse acorazados genomas antiguos, como el de las cucarachas, pujantes genomas innovados, como el de los pinzones vampiro, o gomosos genomas inestables, como el del maíz. Bajo régimen de turbulencia recurrente, la competencia, con no ser episodio de necesario acaecer, equivaldría a un suicidio de masas, puesto que duplicaría la amenaza de extinción. Por ello que, en notable contraste, muchas de las especies forjadas a su arbitrio han venido, más bien, desarrollando una estrategia de supervivencia basada en el apoyo mutuo. El pinzón garrapatero, por citar un caso, desparasita a la sufrida iguana a cambio de la proteína aracnoide que se reproduce en su piel. A semejanza de la distribución ornitológica prevaleciente en las Galápagos, los andinos preincaicos desplegaron su poblamiento y su forma de producción reuniéndose en enclaves territorialmente fluctuantes, de sentido altitudinal, con una definida orientación de complementariedad. El conjunto fue caracterizado, precisamente, como un “archipiélago vertical” y las modalidades fueron distintas en los Andes del Sur respecto de los del Norte, en función de la diferente amplitud entre los grandes ramales de la cordillera andina. En el caso de los Andes de puna (los del actual Perú, más espaciados de cordillera a cordillera y menos lluviosos) unos centros más poblados y económicamente más diversificados, controlaban la producción de distintos enclaves agrícolas situados a variable distancia, a manera de

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crisálidas del futuro imperio. En el caso de los Andes de páramo (los del actual Ecuador, mucho más estrechos y húmedos), cada una de las aldeas se dedicaba, con relativa independencia entre sí, a laborear en uno o varios pisos contiguos e intercambiaba, con otras aldeas, los saldos del consumo y también las nuevas variedades vegetales que había podido salvar de la inexorable desaparición. Allí, la complementariedad entre los “llactacuna” designación quichua de los señoríos estacionados en áreas discretas de los corrugados pliegues montañosos- alcanzó una hiperbólica y minuciosa estructura formada de enlaces de sangre, costumbres y saberes, trato en productos, coparticipación en mingas y cosechas, alianzas militares y, oficiando de atractor, trueques, por doquier, de las variedades maiceras. Que esta organización fuera malentendida por los rígidos invasores peninsulares, al sustituirla a viva y poco exitosa fuerza por el sistema latifundista, sólo prueba hasta dónde fueron ellos provenientes de un mundo distinto, donde los imprevisibles cambios por turbulencia siempre fueron cosa de menor cuantía frente al aplastante predominio de los redundantes cambios estacionales. Aperiodicidad no estacional y periodicidad estacional. Polifonía y monotonía. Creación y repetición. Fluctuación y estabilidad. Cambios de estado y despliegues del mismo estado casi inercial. Transformación no lineal y sucesión lineal. Catástrofes discretas y ciclos continuos. Calidad y cantidad. Ojo, que no se quiere dejar la impresión de hallarnos atribuyendo fronteras fijas a ambos mundos, el de régimen laminar y el de régimen turbulento, pues la misma periodicidad estacional se manifiesta atenuada en los trópicos, gracias a los vientos que la estiran allende los paralelos templados. Y, en sentido recíproco, la turbulencia también salpica, cómo no, al clima europeo alguna vez que otra, casi dondequiera.

Ya que al tanto vienen raras conmociones, citemos a la Europa del mar Egeo hasta Creta, donde yace un mechón de latente actividad geotérmica, hallándose como está la bahía en el colinde de las grandes placas

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eurasiática y africana y también en el punto donde éstas limitan con la placa arábiga. Buscando bajo el mar cretense la Atlántida platónica, y encarnando él mismo la leyenda que hizo sumergir a Alejandro Magno en una esfera de cristal, el explorador J. Cousteau puso al descubierto, ya algunos años atrás, un mundo submarino, agitado y lávico, donde todavía se ven chisguetazos de turbulencia, a manera de resonancias del que parece haber sido el más pavoroso cataclismo del neolítico: la explosión volcánica de la isla Santorini y su posterior hundimiento bajo una tsunami que pudo haber sido de unos 100 m de altura, a cuya violencia colosal se rindió la gran cultura minoica, una de las precursoras de la civilización Occidental. Coincidencia bien servida, las ensenadas e islas de la bahía, desperdigadas cual proyectiles que hace tiempo lanzara Vulcano, fueron justamente el lugar donde habrían de fusionarse los gametos que a tal civilización dieron origen. Y fue allí donde Heráclito reflexionó sobre el cambio, dándole al fuego, curiosamente, la condición de padre de toda creación y destrucción, y donde los jónicos inventaron la noción de “cosmos”, el orden previsible intrínseco a las cosas, noción raíz y tallo de la ciencia europea que vino a sustituir a la anterior imagen de un caos amorfo con que los griegos primigenios se representaron a la naturaleza. Caos que se perdió en el fondo marino y cosmos que se adquirió en la superficie terrestre. Míticos minoas y jónicos científicos. Desorden pasado y orden presente. Riesgo menguante y seguridad creciente. Azar asechando como demonio y necesidad campeando como dios. Bruma de inconsciente memoria de esa pirotecnia geológica; y cristalizada gema de análisis consciente tallada al pulso de la quietud geológica posterior. Bruma y gema: sueño y vigilia que dieron para fábula y filosofía. Así como la Atlántida es fantasía que seduce la imaginación de los pocos aventureros y repele al juicio de tanta compostura -prueba vital de su magnética existencia-, el actual renacimiento del “caos” tiene sabor a excitación, intriga y amenaza. A manera del sicoanálisis que escarba en el

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profundo manantial de la neurosis, el reciente pensar sobre el “caos” puede mostrar cómo la neurosis determinista de la ciencia se fue haciendo de sellar todo vestigio de catástrofe y de exorcizar cualquier tentación de ceder a la delicia de las volutas fugaces que, por lo demás sea dicho, hubieron de gustarse en Europa una vez llegado el habano envío de Cuba. Sólo una revolución como la de los años sesenta, cuando el sensualismo de la juventud europea se reveló contra el viejo racionalismo patriarcal del Estado, la academia y la ley, pudo brindar la suficiente dosis de irreverencia que precisaba el “caos” para brotar desde los sueños y empezar a mostrarnos los irregulares y explosivos perfiles de la Atlántida, ese antiguo emblema suyo, a decir por lo visto. Pues el Atlántico europeo con ser el “gran océano de la verdad” -¿cuál otro pudo a Newton causarle la metáfora?- no es precisamente que digamos una fuente de turbulencia, como para que ésta hubiera impactado en la orientación de la ciencia moderna, cuyo rostro de incomparable rigidez se fraguó, justamente, al correrse el núcleo del desarrollo económico e intelectual desde el Mediterráneo atlántido hasta el septentrional Atlántico. Mas si turbulencia le falta al Atlántico, tampoco es como para decir que en lo absoluto. Pues tiene también su Niño, igualmente ecuatorial y de amplio alcance libertino, como el otro, aunque es de baja frecuencia e intensidad moderada: tales los berrinches que le permiten un volumen de aguas tres veces menor que el del Pacífico y una muy inferior dinamia geológica.

Comprensible, entonces, que por escasear la turbulencia y sobrar la estacionalidad climática en el continente europeo, un naturalista inglés como Darwin acogiera las ideas malthusianas tras larga cavilación sin luz. Mas, en mérito de la precisión, señalemos que el propio Darwin no despreció el efecto de los cambios climáticos en la selección natural, pero los puso en calidad de factor secundario e indirecto, como estímulo de la competencia, sólo en cuanto son capaces de reducir la dotación de alimento y agudizar, por lo mismo, la lucha entre los individuos que de él dependen.

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Un aspecto muy cuestionado de la demografía malthusiana ha sido su conclusión de atribuir un carácter geométrico al crecimiento poblacional humano y uno aritmético al de los alimentos, en ausencia de cualquier tipo de controles. Malthus se apoyó, para postular el primer criterio, en cierta información sobre la dinámica poblacional en territorios americanos y también en su estimación de que el apasionamiento sexual, libre de continencia alguna, es una fuerza suficiente como para sostener ese ritmo exponencial. Sin embargo, es muy probable que las justificaciones que presentó fueran para él cosa de discusión secundaria. Pues habría querido, sobre todo, advertir a la sociedad inglesa de su tiempo sobre los peligros que entraña un descontrolado crecimiento demográfico frente a una insuficiencia de alimentos. Como estudioso que era de las vicisitudes experimentadas por las sociedades europeas a lo largo de los siglos, sabía que las carencias alimentarias diezmaban sin misericordia a grandes conglomerados, en particular a los individuos más pobres y menos saludables. La situación que se vivía en la Inglaterra de fines del siglo XVIII no podía menos que alarmarle. En el período comprendido entre 1740 y términos de la centuria, el crecimiento poblacional había cobrado un fuerte impulso, mientras que la evolución al alza de los precios del trigo sugería a las claras que lo propio estaba lejos de suceder en la producción del básico sustento. Justo en las postrimerías del siglo, sus precios se habían vuelto a disparar. El acusado desbalance de varias décadas en los incrementos de la población y del trigo era una situación inédita en la historia inglesa. Antes, las carencias de la gramínea, si eran considerables, se acompañaban sin falta de la moderación del crecimiento poblacional. Parecía tratarse del primer ensayo del trigo para dejar crecer libremente a los ingleses. En tal contexto Malthus se preguntó si podría sostenerse en el futuro una independencia entre las dinámicas demográfica y alimentaria. Como cura de pobres, estaba muy de cerca enterado de que los padecimientos por subnutrición ya cobraban víctimas entre los menesterosos, aladeados por la

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competencia, y debió horrorizarle la perspectiva de que se repitiera una de tantas hambrunas históricas. Concluyó, pues, que ambas curvas, la de la población y la de las subsistencias, no podrían mantenerse indefinidamente con crecimientos propios, y que era indispensable actuar con urgencia, disminuyendo la tasa de natalidad por medio de la continencia sexual. Estas cavilaciones malthusianas se constituyeron sobre un escenario histórico donde las largas ondas de sostenido crecimiento poblacional permitidas por la revolución neolítica, la relativa estabilidad climática y la generosa disponibilidad de recursos, habían dado ya síntomas de extenuación, expresada en reiteradas crisis de sobrepoblamiento o transitorias imposibilidades de satisfacer las demandas alimentarias, ya sea por eventuales fluctuaciones climáticas, ya por agotamientos de tierras, si antes fáciles de enfrentar, cada vez más arreciantes según la dimensión demográfica alcanzada y la capacidad social de respuesta. En tales crisis, el hambre y las pestes actuaron como controles demográficos, digamos que naturales (con algún eufemismo), pero en un siglo como el XVIII inglés, de gran pulso tecnológico y avance médico, ya la enfermedad había perdido gran parte de su habilidad matadora. Por ello, Malthus estimó que la guerra desatada por la competencia iría colmando el vacío dejado por la declinación de la peste. La competencia, o sea la lucha por la realización dineraria de los productos, la disputa por mercados, había cobrado, en la Inglaterra de Malthus, un ímpetu avasallador y adquirido carácter internacional. Era la nueva fuerza económica desatada por un capitalismo pujante que controlaba el tiempo y barría todo obstáculo interpuesto en su camino. Para un observador, difícil no ver en la fría competencia una fuerza social comparable a una de carácter natural, abarcadora e inapelable.

Marx estimó que esa intromisión malthusiana de la competencia en el pensamiento, particularmente en la teoría económica, significaba hacer de aquélla un hecho de la naturaleza y privar al capitalismo de su sentido

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histórico inmanente. Buen crítico, demostró que el capitalismo crea su propia ley demográfica y llamó a considerar el excedente poblacional como un producto de las inevitables contracciones de la economía burguesa y de su tendencia a ocupar menos trabajo vivo por unidad de inversión. Curtido como pocos en el conocimiento de la economía inglesa, hubo de fijarse, al releer “El Origen de las Especies”, cómo Darwin encontraba en las “bestias” y en los vegetales a la sociedad inglesa, con la división del trabajo, la competencia y la apertura de nuevos mercados. Pero saludó la actitud naturalista de Darwin y quiso que el naturalista analizara su tratado crítico de la economía política. Y pese a haber advertido el malthusianismo de Darwin -por lo demás, explícito en su obra-, y pese al corrosivo insulto con que afrentó al sacerdote, no se percató de cuán malthusiano fue también él mismo al postular, con alarde de sentencia, que la lucha entre las clases sociales es el verdadero “motor” de la historia, fundador como fue, junto a Herbert Spencer, de la sociología evolutiva. No porque fuera poca cosa le envió Marx a Darwin su tratado, pues hallándose situado en el trascendentalismo de ascendiente hebreo, consiguió ver al capitalismo en su intimidad y en sus figuras, completando así la imagen que de éste empezaron a dibujar los fundadores de la ciencia de la economía política (dibujar, decimos, ya que en asuntos sociales, talmente como en cuánticos, no hay manera de evitar la huella del conocedor, que se juega el alma, aludido como está). Para los economistas clásicos, de crítica y empiria nada balanceados, fue dificultad insuperable la cuestión de establecer con transparencia el origen del excedente generado en el curso del movimiento mercantil, si tal establecimiento respetaba y era congruente con la “ley del valor”, según la cual las mercancías se intercambian en cuanto son portadoras de la misma cantidad de trabajo invertido en sus producciones. Ya que, si regía esta ley, resultaba que el capitalista y el obrero, al transaccionar salario por trabajo (como se pensaba), intercambiaban valores de magnitud equivalente y

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entonces no se podía explicar el origen del “producto neto” que era, pese a todo, un hecho económico registrable. Marx fue primero en advertir que esta dificultad de la economía clásica se debía a que sus exponentes no consiguieron discernir con claridad el carácter del trabajo como fuente del valor de las mercancías, pues en todos ellos tal trabajo fue concebido, en más o menos medida, como trabajo concreto de los productores de mercancías. Así sucedió con Adam Smith, quien confundió la cantidad de trabajo requerido para producir un bien, con el salario pagado (ésta fue, por cierto, la esencial crítica que le hizo David Ricardo) y el salario redujo al precio del trigo. Así también ocurrió con Ricardo, el más avanzado representante premarxista de la teoría del valor por el trabajo contenido, quien hizo depender la ganancia capitalista, de la magnitud de renta de la tierra y a ésta, del grado de avance de la agricultura del trigo, según demandara, o no, un crecimiento relativo de la mano de obra (concepción de rendimientos decrecientes en el margen agrícola, que Ricardo logró apoyándose en el pensamiento malthusiano y en el contexto de la acalorada discusión habida en el parlamento inglés en torno a la “ley de granos” que restringía las importaciones cerealeras). Ni en Smith ni en Ricardo la concepción del valor estuvo libre de la determinación del trabajo concreto en la producción de trigo. Y el gran éxito de Marx consistió, precisamente, en discriminar del valor, en cuanto categoría, cualquier expresión de trabajo concreto. Tal avance fue la piedra de toque que le permitió explicar el origen del excedente con apego a la ley del valor, pues el excedente -al que llamó “plusvalía”- pasó a comprenderse como el resultado de la utilización productiva de la mercancía “fuerza de trabajo” -cuyo valor de cambio equivale al de los bienes salario- dada la capacidad de esta singular mercancía para crear valor, entendiéndose por tal al trabajo puro, indiferenciado o abstracto coagulado en el ser de toda mercancía, aquél que la hace susceptible de compra-venta. Trabajo en sí mismo como fuente de valor, ya no el trabajo invertido en la producción de trigo: tal la percepción que ofició de pivote en la crítica de Marx, logro por el

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cual bien hubieren hecho los economistas europeos al poner en su tumba un epitafio que medio rezara algo como: aquí yace quien firmó el acta de independencia del pensamiento económico con respecto a la dorada y alimenticia determinación del trigo, con lo cual pudo darle a la economía política el toque de generalidad que tanto necesitaba para disfrutar la jerarquía de ciencia académica. Podría ser llamativo apercibirse que Marx resolvió un acertijo de la economía formulado en términos metodológicos semejantes a los que Einstein utilizara, décadas más tarde, para solventar otra aporía, esta vez en la física. Pues si para Marx fue programa básico explicar el origen del excedente económico, postulando la equivalencia de las mercancías según la cantidad de trabajo contenido; para Einstein fue tarea principal la explicación de la constancia de la luz en el vacío, manteniendo el principio de equivalencia entre los sistemas inerciales para la descripción de las leyes de la naturaleza. La misma total confianza tuvieron los dos en la inteligibilidad del mundo externo a través del descubrimiento de las leyes que rigen el curso de los fenómenos. La coincidencia es explicable ya por el hecho de haber sido ambos protagonistas de atildados giros del pensamiento Occidental, o ya porque los dos compartieron pregnantes rasgos etnográficos e intelectuales, a saber: parecida ascendencia judío-europea (que les tuvo a merced de aquello que Freud llamó “el secreto oculto de una estructura síquica común”), la misma cuna alemana, idéntica pasión por el conocimiento e igual desprecio a la ignorancia, rebeldes y perturbadores, ciudadanos del mundo y enemigos de los formalismos (hasta se parecieron en el cuidado que prestaban a sus respectivas cabelleras, cosa que imitarían, tiempo después, fieles marxistas y despreocupados profesores de lejanas latitudes, quién sabe si en la certeza de que forma parte del genio), conocedores de los griegos clásicos, de Spinosa cómo no, de la filosofía clásica alemana y del pensamiento de Newton, huelga decirlo.

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Tanto Marx como Einstein sabían, y vaya como tantos otros de parecido talante, que el pensamiento Occidental -al que por cierto nunca consideraron así, sino como el pensamiento humano- tuvo sus arreglos de origen en la mente de los jónicos cuando éstos, desafiando el animismo y la mitología, proclamaron la cognoscibilidad racional de la naturaleza por el método de reducir la cambiante y multifacética complejidad de lo existente a lo que de común, simple y repetitivo pudiera tener. Se diría con más exactitud que señores como Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Jenófanes y Heráclito fundaron la modelística científica bajo la convicción de que la cognoscibilidad del mundo era posible sólo si el empeño se dirigía a captar, abstracción mediante, la estructura más estable del ser (aquélla capaz de salir bien librada de toda perturbación posible). Encarnado en el atomismo de Demócrito y Leucipo -quienes proveyeron el concepto de partes mínimas de la materia como el corolario de esa pretensión de simplicidad-, el programa jonio-atomista habrá de resucitar victorioso en la ciencia del Renacimiento, a la cual le transfirió toda la riqueza y toda la pobreza de su epistemología. Le dio la cultura helena no sólo un método de conocimiento, sino también una manera de construir el discurso científico, según la pauta que tuvo por cumbre a los “Elementos” que Euclides forjó en Alejandría consumiendo, de modo perfectible, la llamada “axiomática deductiva”, donde axiomas y postulados forman la estructura básica e inamovible del discurso y donde éste se desarrolla introduciendo proposiciones que, mirando tal estructura, consiguen

demostraciones

con

observancia,

en

conjunto,

de

una

característica lógica aristotélica de carácter bivalente, de causa-efecto, de sujeto-atributo, de ser o no ser. Que en una época de estremecimiento y novedad sin parangón, el pensamiento europeo se haya orientado con la guía tutelar de los griegos clásicos, no debe llamar a género de sorpresas. Pues, ¿de qué otra manera habría podido reaccionar tal pensamiento ante la desequilibrante situación surgida al producirse el encuentro de las gramíneas gigantes?, ¿de qué otra

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manera habría podido darse la Europa de oscuridad el aliento y la seguridad que precisaba para afirmarse en medio de enceguecedores destellos e inmensos desafíos entrados por la puerta abierta a tantas culturas disímiles y tanta extravagancia, que no fuera recurriendo a su luminoso punto de origen que los romanos imperiales y los fanáticos católicos habían pisoteado a través de siglos de guerras de rapiña y bárbaras cruzadas, que no fuera pidiendo la protección del padre, tal cual sucede cuando el hijo se sabe abandonado en medio desconocido y peligroso? Fue renacimiento jonio-atomista, en efecto, lo que condujo la síntesis de Newton cuando éste ideó, durante el inolvidable año de la peste, el primer estudio científico de la gravitación; de ese fenómeno aún insuficientemente conocido y cuyo cabal entendimiento constituye, hoy por hoy, uno de los grandes retos del intelecto humano. Estudio que le llevó a la invención del cálculo y en el que fueron a confluir, por una parte, los profundos conocimientos chinos sobre el magnetismo que, difundidos por Pedro de Maricourt, alimentarían los intereses del médico William Gilbert (el descubridor de que la Tierra es un gigantesco imán, gracias al interés que le suscitó la dificultad planteada cuando Cristóbal Colón advirtiera, en su viaje caribano, que la brújula de a bordo había dejado de marcar exactamente el norte), cuyo impactante tratado sobre los cuerpos magnéticos se puede sospechar, con licitud, que inclinara la mente del genio de Lincolnshire con más poder persuasivo que la manzana, si ha de tenerse presente que es en el magnetismo donde la noción de fuerza actuante a distancia posee cristalina evidencia. Por otra parte, y como se conoce de sobra, la otra vertiente fue la astronomía de Kepler y el estudio galileano de caída libre, en los cuales hubo matemática griega, crítica a la física de Aristóteles y la consagración de Aristarco y Eratóstenes, a los que sólo un acontecimiento como la circunnavegación del orbe podía haberlos librado de las sombras y de la ingratitud. Los “Principia” de Newton se construyeron con fiel apego a la axiomática deductiva, también la “Ética” de Spinosa, y las geometrías

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modernas surgieron de ponerse en cuestión el célebre quinto postulado de los “Elementos”. Fue, también, linterna jonio-atomista la que en el siglo XIX dio alguna luz a la ineludible implantación del evolucionismo en las ciencias; pero añadamos que en la biología de Darwin, la sociología de Spencer y Marx, la termodinámica de Clausius-Boltzman -paradigmas donde se incrustó la americana flecha del tiempo-, hubo también esa mirada de colectivos, esa manera estadística de considerar el comportamiento de los fenómenos (ya evidente antes, en la teoría cinética de los gases), la cual posee, ni qué decirlo, una inconfundible huella del espíritu globalizador del taoísmo, por igual detectable en la imagen ondulatoria de la luz elaborada por Huygens. Nexos laberínticos que sería decoroso revelar. Junto a esa orientación de tan feliz oriundez, fueron pan del día en la trama del desarrollo de la ciencia moderna los intercambios de conceptos entre las disciplinas, réplica de altura del denso tráfico mercantil. Particularmente la mecánica y la economía clásicas formáronse bien de cerca, y aquélla se fue volviendo un modelo del pensar metódico y una fuente aprovisionadora de conceptos. La idea de orden económico regido por leyes independientes de la voluntad de los hombres, que los fisiócratas acuñaron para representarse el movimiento de las mercancías, siguió su curso natural en la obra de A. Smith, cuyo interés por el hallazgo de fuerzas conservadoras en la economía -como aquélla del provecho individual- le condujo a enunciar el concepto de “precio natural”, el precio de equilibrio entre la oferta y la demanda, en torno al cual gravitan, decía, los precios de todas las mercancías. Modelo del pensar renacentista y obligada referencia hasta el fin del siglo XIX, de la mecánica digamos, también, que fue la tierra de desembarco de los fantasmas helenos. Tómese por muestra el principio de mínima acción, o de Hamilton, la formulación más general de la ley del movimiento de los sistemas mecánicos, donde el estado del sistema se determina como función de las coordenadas generalizadas de espacio y tiempo y del

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conjunto de las velocidades de las partículas. Que es cosa cercana al decir democritiano que la materia consta de átomos que se mueven en el espacio vacío. Constatando su virtuosa heredad, a los occidentales atrae como a nadie, en procura de su plena afirmación histórica, reseguir los brumosos pasos de gigantes dados por los griegos en las orillas del Mar Mediterráneo. Saben bien, por boca de Proclo -comentador de Euclides y jefe de la escuela neoplatónica ateniense-, que Tales de Mileto llevó de Egipto el saber geométrico, donde también anduvo Pitágoras, dicen que por la Heliópolis aprendiendo el secreto de los misterios, gracias al financiamiento que le habría otorgado Polícrates. Asimismo han conseguido averiguar que el origen de otros saberes tenidos largamente como propios, lleva derecho a las tierras del Creciente Fértil, y aún más hacia el este, o sea a los lares donde nació la agricultura de gramíneas, la verdadera progenitora de su historia inmortal. Nos hemos preguntado los autores de este escrito si esa descollante noción de partículas sin estructura de los atomistas griegos, la que irradió en la mecánica bajo el aspecto idealizado de puntos matemáticos y que hizo, en fin de cuentas, química de la alquimia, valores de las mercancías y electrones de los átomos, no habrá tenido también un origen lejano fuera de Jonia, en esos mismos valles fructuosos del Medio Oriente donde la presuntuosa religión hebrea situó la gesta Divina del nacimiento humano.

Y tal parece que a este provocador interrogante estamos llevados a darle respuesta afirmativa, que no pone méritos a las peludas cabezas de los antiguos semitas, como algunos podrían suponer, sino a las rapadas testas de los sumerios, gentes llegadas del Turquestán. Pues, según prolija indagación de Max Jammer, uno de los primeros sistemas abstractos germinó en Irak al inventar los antiguos sumerios la contabilidad por granos. Y es que Jammer anota, tomando precaución arqueológica, que la vieja unidad sumeria de superficie y de peso fue el “se” o grano. O sea que la

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extensión de los terrenos se medía según la cantidad de semillas necesaria para la siembra y el peso de las cosas se calculaba según la cantidad de granos puestos en balanza. Hechos en los que se ven los granos transmutarse en concepto concreto, práctico, de partículas sin estructura, en objetos de interés y referencia no por el alimento que guardan sino por el número que representan. Brote de la ciencia abstractiva que los sumerios proseguirían ampliando hasta dar a luz la idea de “ley”, fulgurante como pocas en el panorama intelectual del Medio Oriente. Basándonos en esa anotación jammeriana, permitan, lectores, que nos arriesguemos a postular que si las partículas sin estructura son concepto de origen en la agricultura del trigo y la cebada, más exactamente trigo que no se come, luego entonces los conceptos de espacio y tiempo, utilizados junto a aquél a lo largo de las edades de la ciencia Occidental, deben ser punto a punto, y entre tantas habladurías y misterios, conceptos cuya difusa simiente se habrá constituido en las mismas condiciones y por parecidas exigencias de la germinal sistematización de las abstracciones. Llevados de esta mano semántica quizás hallemos, entre recovecos del preconsciente Occidental, que el espacio y el tiempo de las partículas sin estructura son el equivalente abstracto del terreno de cultivo y del clima de la agricultura graminífera, que la fuerza originadora de la dinámica de pequeñas velocidades es la imagen virtual del tiro del arado por el buey, y que el “observador” en la mecánica clásica, aquel sujeto que ha tomado ajuiciada distancia del mundo que describe, es sublime encarnación del viejo agricultor que a veces mira el terreno; y otras, obliga al buey a trabajar por él. Lo que nos llevaría a enunciar, en calidad de corolario, que la mecánica clásica -el más completo paradigma del pensamiento Occidental- es, en el fondo, una metaforización canónica del cultivar del Mundo Antiguo. Decir con el cual termina este libre y saltarín levantamiento del viaje de las gramíneas gigantes, desde sus cunas boscosas hasta sus fugas neuronales, no sin antes dejar bien advertido que hipótesis tan atrevida

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sobre el tiempo y el espacio amerita la demostración consiguiente, no vaya a ser que recibamos tachadura por livianos o juicio por silenciar asunto tan grave.

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NUEVO DIÁLOGO SOBRE LOS DOS MÁXIMOS SISTEMAS DEL MUNDO

“... cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos instantes iguales, su pluma se detuvo”. Jorge Luis Borges

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Incontables y diversas acciones culturales irradiaron a través de los cinco continentes pocos años después de la última visita del Halley y de la explosión de la estrella Sanduleak en la Gran Nube de Magallanes. Ambos hechos siderales fueron registrados con éxito no habido, y esta circunstancia pudo haber sido una suerte de preludio a la sinfonía ecuménica que debió acompasar la memoria del quingentésimo aniversario del encuentro trasatlántico de las gramíneas gigantes, el acontecimiento que abrió la perspectiva donde habría de implantarse dicho triunfo sonado. Tales acciones, sin embargo, no fueron ni la “cola cultural” que dejó el cometa, ni la “nebulosa secuela cultural” del reventazón de la supernova. Ni tan siquiera consiguieron acoplarse en contrapunteo cadente, no se diga en sinfonía mayor. Si algo en limpio legó para el futuro el acaecer del quinto centenario del “descubrimiento” -motivo ardiente de esas acciones transcontinentales- fue la amarga constatación de la imposibilidad actual de comunicación entre las civilizaciones, evidencia de que aún estamos a distancia de alcanzar una mentalidad planetaria. Ruidoso conjunto de soledades, inquinas y cristianas actitudes, dispuestas como en equilibrio termodinámico: tal una imagen sintética del mayor onomástico cultural de los tiempos, tanto así que ni fue posible hallar una denominación unívoca para el mismo suceso, peor aún conmemorarlo con igual sentimiento: si festiva o si luctuosamente. Nos lleva el dolor que causa este fracaso del alma humana en plena era nuclear a la aventura de introducir un gradiente de energía en ese estado de desorden cultural, con la esperanza de que pudiera alejarnos de él lo suficiente como para que germinase la semilla de la comunicación entre las civilizaciones terrestres. Para ir al grano, cual ha sido nuestro afán a fin de cuentas, será menester la generosa tolerancia del lector que nos permitirá hacerlo esta vez a la manera coloquial, fantaseando con un diálogo entre cinco personajes

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imaginarios que discurren sobre temas reales para crear una situación compleja. Cuatro de los cinco personajes son: el asiático Tao, el europeo Pan, la norandina Zara y la arábiga Dulce; cada uno de los cuales es un graminhomo bien conformado así: Tao, del arroz asiático; Pan, del trigo llevado a Europa; Zara, del maíz de América; y Dulce, de la caña de Oceanía alborada del árabe. Graminhomos que se han reunido, a cuenta del azar, en la casa del latinoamericano Martín, situada en Quito, ciudad encaramada en el pie de monte de un volcán activo gracias a la vibrante decisión de sus fundadores, ciudad donde el calor equinoccial del mediodía cede en pocas horas al nocturno frío paramal, atemperado por la orquesta sinfónica de instrumentos andinos. Ciudad importante del país donde florecen unas 3.000 especies de orquídea, vuela más de una centena de especies de picaflor y salta más de una decena de especies de rana marsupial. País donde habitan el capibara y el ciervo enano, el pájaro toro, la golondrina cóndor y el pinzón que trabaja, la tortuga matamata, el lagarto narigudo y la boa esmeralda. País de riquezas inigualables y de grandes pobrezas, donde aparece El Niño, evolucionó el maíz y donde Darwin se encontró con la viviente evolución de las especies.

En la pared lateral de la habitación donde se realiza el diálogo, cuelga una estampa del inquietante dibujo “Relatividad” debido al trazo experto de Maurist Escher, y el ventanal de enfrente deja ver un reconfortante arupo, cuyas flores rosadas se agitan levemente. Cautiva la imaginación de quien mire, una fotografía de la pintura “Vía Láctea” que ocupa, por su parte, el centro de la pared principal. Su autor, Jon Lomberg, se ha situado sobre el plano galáctico, como un viajero del tiempo, con la pedagógica intención de acercarnos al refulgente espectáculo que se desplegaría ante los ojos si fuera posible contemplar al núcleo, ese misterioso objeto que podría ser un supercúmulo estelar, un agujero negro o

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el ojo calmo del ciclón galáctico, en torno al cual gravitan con traslación diferencial miríadas de estrellas azules, amarillas, rojas, blancas y negras; supergigantes como Antares, gigantes como Aldebarán, pequeñas como el Sol y enanas como el astro de Van Maanen. Observando desde la Tierra, el núcleo se halla en la línea de la constelación de Sagitario, mas no es posible divisarlo en el espectro de la luz visible, que es absorbida por las nubes de polvo y gas interestelares, verdaderas fábricas de moléculas orgánicas enriquecidas de deuterio, según han revelado últimos sondeos, que así acreditan la viabilidad de un origen extraterrestre de la vida, en demérito de la hipótesis experimental de Miller-Urey. Sabiendo que nos encontramos a unos 26 mil años luz de distancia del núcleo, en un suburbio de la galaxia relativamente despoblado de estrellas, en un yermo paraje del espacio, es casi inevitable que un helado pesimismo circule por las venas. Todavía ningún humano ha conseguido viajar ni al planeta más cercano y ya pende sobre nosotros la amenaza de una catástrofe ecológica. No hay nadie en años luz a la redonda que pudiera escuchar nuestros lamentos y mucho menos, claro está, ponernos a salvo del reptil enquistado en el mando de las sociedades tecnológicas de donde ha partido la amenaza. En los umbrales del tercer milenio, como nunca antes, cuentan los días de una carrera contrarreloj por la supervivencia o por la extinción. Nunca como hoy el destino de la vida en la Tierra ha pasado a depender de las acciones que adoptemos los humanos en estos instantes decisivos.

Como para sosegar ánimos que de este tipo suscita la contemplación del cuadro de Lomberg, el anfitrión obsequia al oído de los presentes los acuosos sonidos de “La catedral sumergida”. Es el momento en que ingresa Tao, quien da inicio a la conversación.

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PRIMERA JORNADA: DE LA NECESIDAD Y EL ARTE DE COMUNICACIÓN ENTRE LAS CIVILIZACIONES

TAO: Un mundo de vida sin fin para todos vosotros. PAN: Gracias por tan buen deseo. A ti no hay por qué desear lo mismo, te mantienes joven. Cualquiera diría que eres un gran consumidor de vitamina C. TAO: No, no. La alquimia ortomolecular de Linnus Pauling me es francamente indiferente... Yo consumo el elíxir de oro. Pero díganme, ¿aún no ha llegado Zara? DULCE:

No todavía. Pero no hay que preocuparse, ella vendrá, la

conozco bien: unas veces llega antes de la hora convenida y otras, después. La impuntualidad es su norma. (Tao y Pan ríen sin disimulo). MARTÍN:

Es un viejo proceder andino, lo mismo que aquél de celebrar

los aniversarios en sus vísperas, algo así como haber nacido el día anterior... Pero ustedes que a tan buena honra de puntuales se tienen, ¿leyeron ya mi pequeño escrito? DULCE:

¿El viaje de las gramíneas gigantes?

MARTÍN:

Sí.

PAN: ¡Huf! Es un panfleto anti-Occidental y un verdadero pandemonium: a más de provocador, es fantasioso. DULCE:

A mí no me indispuso. Es novedoso.

TAO: Y algo pegajoso. MARTÍN:

Muy lejos está de mí, ser un anti-Occidental. Decir duras

verdades siempre es causa de pasajero disturbio y de perdurable amistad. PAN: No si hay imprecisiones que maltratan. MARTÍN:

¿Podrías decir cuáles son ellas?

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PAN: Sería cosa de nunca acabar... Oh, pero no tienes que alarmarte, es una pequeña broma... ¿Qué te parece si empezamos por la parte relacionada con la teoría de la evolución? MARTÍN:

Tienes la palabra.

PAN: Me extrañó tu afán de interpretar al contacto de Europa con América como el hecho decisivo para el descubrimiento de la teoría de la evolución. En tu pretensión por restar todo mérito posible a las conquistas intelectuales de nuestra civilización, llegas a omitir, no sé si deliberadamente, que la idea de evolución biológica es de vieja ascendencia griega. Has de saber que fue Empédocles, hace como 2.500 años, uno de los primeros hombres en formular claramente el concepto de cambio biológico. Incluso él llegó a intuir que la selección natural es el mecanismo que hace posible tal cambio. MARTÍN:

Debe suponerse que tan gran intuición la consiguió antes de

lanzarse al cráter del Etna... PAN: Mmm, tu sarcasmo me convence de que la omisión no fue por ignorancia. Entonces, dime: ¿por qué ese ocultamiento de la verdad? ¿Por qué tan obsesivo interés en destacar la contribución pionera de tu idílico mundo americano, si no está respaldada en historia cierta? ¿Por qué crear diferencias donde no las hay y otorgar falsos merecimientos? TAO: Es pertinente que ustedes sepan, amigos, que también en el Lejano Oriente se esbozaron ideas evolucionistas muchísimo tiempo atrás. De ello tenemos noticia gracias al libro de Chuang Tzu, escrito hace unos 2.300 años. MARTÍN:

¿Podrías informarnos en qué consistieron?

TAO: Sencillo. En esa época ya consideraban los antiguos chinos que los animales existentes son el resultado de transformaciones de unos en otros. MARTÍN:

Mi referencia al legendario suicidio de Empédocles no fue una

ironía, Sr. Pan. A propósito de ello iba a decir que en una zona de turbulencia geológica, como es la Isla de Sicilia, no es extraño que aparecieran ideas evolucionistas; tanto como no es raro que surgieran en territorio de monzones como es la China. Iba a añadir, además, que en

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Europa continental reinaron durante largo tiempo las concepciones creacionistas, me parece que hasta los años de Leibniz, como si aquellas ideas de Empédocles hubieran sido tragadas por la Tierra junto con él. No tuve ninguna intención de ocultar la existencia de esos “islotes” de evolucionismo en el pensamiento Occidental; por eso escribí que los occidentales han sido “culturalmente creacionistas” o, si se prefiere, estadísticamente creacionistas, a diferencia de los indios americanos quienes han venido trabajando sistemáticamente con los mutantes biológicos, en calidad de auténticos agentes de la evolución, desde hace por lo menos 8.000 años. Ustedes comprenderán que mi escrito no es un tratado sobre el pensamiento evolucionista y éste se examina en medida de lo necesario para cumplir el propósito señalado en un comienzo. TAO: ¿Consideras que lo acabado de mencionar respecto al pensamiento evolucionista en el mundo Occidental es igualmente válido en el mundo Oriental? MARTÍN:

Un hecho decisivo en la historia de la sociedad agrícola china

fue la construcción de su gran sistema hidráulico, que expandió las fronteras de la orizocultura acuática y, hasta cierto punto, “domesticó” la irrigación natural de los suelos y moderó el efecto de las irregularidades climáticas. Me parece que con este logro fundamental, los chinos realizaron su sueño dorado de controlar el tiempo, cosa que los taoístas, desde mucho antes, se habían propuesto en calidad de meta para los sabios. Como se sabe, ellos querían alcanzar la inmortalidad material para disfrutar de la eterna contemplación de la naturaleza. Ahora bien, cabe preguntarse si puede haber algo más alejado de la evolución que la inmortalidad material. Ello me sirve para contestar sintéticamente tu inquietud, Tao, y decirte que por causas distintas tanto en Europa como en la China fracasó el débil pensamiento evolucionista. Es Empédocles devorado por el Etna. Y es Chuang Tzu encarrilado en el Gran Canal, si la ficción me es permitida. DULCE:

Veo razonable suponer que los éxitos de la ingeniería

hidráulica pudieron haber representado para los chinos el triunfo de la

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vehemente aspiración taoísta a la permanencia. Y según tu opinión, ¿por qué naufragó el evolucionismo en el mundo Occidental? MARTÍN:

Hay que recordar que la civilización Occidental del norte del

Mediterráneo, donde surgió la sistematización científica, fue comerciante, y por ello navegante, antes que agrícola. A los occidentales no les fue indispensable

arreglárselas

con

las

fluctuaciones

climáticas;

ellos

importaban gran parte de los alimentos que consumían y esta tendencia la mantuvieron hasta la formación de los enclaves agrícolas en sus colonias y neocolonias. Tan marcada fue esta decisión de eludir a la “turbulencia” que sólo en este siglo han empezado los occidentales a interesarse por ella, no sin honda preocupación y desconcierto. PAN: Tengo algo que añadir. Según se conoce los indios no formularon una teoría de la evolución, ¿verdad, Martín? MARTÍN:

Es verdad, en cierto sentido. Los indios no “formularon” una

teoría de la evolución, como dices, en el sentido de la construcción del saber científico que tú conoces. Pero esto no implica que ellos carecieran de conocimientos en torno a la evolución, de una idea organizada de la evolución biológica. Una “teoría” no adquiere existencia en el momento en que se comunica, sino en el momento en que ha sido mentalmente concebida. Y no me digas que necesitas pruebas del pensamiento evolucionista indio... PAN: Lo entiendo. Y espero hacerme entender. Estarás de acuerdo conmigo en admitir que tanto como en América, en el Antiguo Mundo los agricultores y ganaderos han venido efectuando, a partir de la revolución neolítica, o incluso desde antes, un proceso sistemático de mejoramiento de las especies biológicas, una presión evolutiva, sin que tampoco se molestaran en elaborar un protocolo científico de su práctica espontánea. ¿Qué te parecen, a manera de ejemplo, la coliflor, la col de bruselas, el brécol, la rutabaga y la col común, todos exquisitos logros de la

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espontánea selección artificial realizada, a lo largo de los siglos, por nuestros agricultores a partir de la insignificante col silvestre? Aquí y allá, por doquier, en toda cultura agrícola hubo y hay fitomejoramiento. No veo, en esto, ninguna posición aventajada de la agricultura americana. MARTÍN:

Aunque

no

estuviera

de

acuerdo

contigo,

el carácter

generalizado del fitomejoramiento es indiscutible. Pero tanto como ello, habrás de reconocer la diferencia básica entre el fitomejoramiento desarrollado con la agricultura del trigo y el arroz y el fitomejoramiento de la agricultura del maíz. Ya por el solo hecho tan llamativo de que el maíz sea una gramínea cultural, sin solución de continuidad silvestre. Ya por el hecho de que el fitomejoramiento no fue, en el Antiguo Mundo, drástica decisión entre vida o muerte, como en la agricultura del maíz. El trigo y el arroz son gramíneas

de

autopolinización,

están

diseñadas

para

resistir

la

consanguinidad, para autoperpetuarse con la menor variabilidad posible. El maíz es, en contraste, el prototipo de vegetal que se reproduce por cruzamiento y ello implica la necesidad vital y perseverante de proteger y usar todo obsequio de la creatividad genética. Para los agricultores occidentales y orientales no fue indispensable, como lo fue para los americanos, acondicionarse al ritmo de la evolución biológica y en zonas donde este ritmo casi no permite tregua ni descanso. Teniendo en cuenta estos factores, ya pueden ustedes contestar dónde habrá sido la conciencia de la evolución, conciencia de necesidad; y dónde, conciencia de oportunidad. PAN: Con todo y la precisión que haces, más parecida a sutileza, ¿por qué no considerar que debió ser esa “conciencia de oportunidad” de nuestros fitomejoradores la fuente de donde partió la actual teoría de la evolución y no el contacto con América? MARTÍN:

Me desconcierta tu pregunta. En mi escrito he mostrado cómo

el modelo darwinista de evolución es tributario de la agricultura inglesa del trigo. Pero el otro manantial lleva a América, a la información de su flora y

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fauna tropicales que sació el voraz apetito explorador de los naturalistas europeos.

Este

es

un

acontecimiento

histórico

indiscutible,

como

indiscutibles son todos los acontecimientos... PAN: Subsiste un pequeño problema. En tu escrito y por lo que has dicho hasta ahora, dejas entrever que para ti la evolución biológica depende de las irregularidades climáticas, es un efecto de la “turbulencia”. Al parecer te resistes a dar crédito a la competencia en calidad de mecanismo de la selección natural... MARTÍN:

(Con visible molestia): ¿Hasta cuándo los occidentales van a

seguir utilizando términos propios de la descripción del mundo mecánico para analizar el mundo biológico? ¿No son bastantes las diferencias en sus naturalezas y sus comportamientos como para mantenerse en la mala costumbre de hablar de “mecanismo” de la evolución? PAN: ¡Hostia! MARTÍN:

Te

ofrezco

mis

disculpas

por

el

tono

recriminatorio.

Refiriéndome al problema que mencionaste, reconozco que causé la impresión que señalas. Discrepamos en cuanto a darle o no valor de realidad a la competencia como fuente de la evolución. Me parece que la competencia es un concepto cargado de economía de mercado. PAN: Para usar la misma referencia empleada por ti, te hablaré de unos pinzones, sólo que esta vez de los pinzones de España. Si se estudia su proceso evolutivo es inevitable usar el concepto de competencia... DULCE:

No se enfrasquen en una polémica inútil. La salida está a la

vista. Basta con admitir que tanto en el régimen climático que Martín ha llamado “laminar”, estable, como en el régimen “turbulento”, fluctuante, se produce evolución de los fenotipos. Si esto no fuese así, si únicamente las especies biológicas evolucionasen como resultado de las irregularidades climáticas, entonces llegaríamos a la conclusión de que en las zonas climáticamente continuas las especies no cambian. “Y sin embargo se mueven”... Los hechos obligan a aceptar que en estas zonas las especies evolucionan dominantemente por competencia, y es natural que así ocurra

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puesto que allí las poblaciones tienden a reproducirse plácidamente, sin el freno que representa el cambio ambiental reiterado, hasta llegar a saturar las disponibilidades alimenticias o de albergue. Llegado este punto, solo una lucha podría descongestionar el “nicho” saturado. La evolución social europea, con su señalada inclinación a la formación e imposición de los imperios -las naciones mejor dotadas económica y militarmente-, me parece que en el fondo refleja esa orientación del cambio biológico de base. MARTÍN:

¿No estarás encontrando una razón natural del imperialismo?

DULCE:

No, no lo justifico, nosotros lo hemos sufrido en carne propia

tanto como ustedes. Simplemente anoto que en ese fenómeno social hay algo más que simple economía y la conciencia de tal complejidad puede servir para que los propios occidentales se reconozcan y se superen. Permíteme, ahora, concluir lo que estuve diciendo. MARTÍN:

No te detengas.

DULCE:

En el caso del régimen climático inestable, en contraste con el

anterior, la evolución debe producirse tal cual Martín ha escrito: por efecto de la turbulencia, o mejor por fluctuación, y no quiero al respecto insistir como si estuviera “lloviendo sobre mojado”. Si consideramos los dos regímenes climáticos, podemos aspirar a un modelo unitario, global, de la evolución biológica por selección natural. Es lo que tenía por decir. TAO: ¡Muy bien, querida Dulce! Es admirable cómo se combina en ti el dulce sensualismo con el álgebra insípida. DULCE:

No olvides que el cerebro vive del azúcar.

TAO: Ahora me doy cuenta de que la teoría de evolución biológica enunciada por Motoo Kimura es perfectamente compatible con la generalización que acabas de proponer. MARTÍN:

¿Quién es Motoo Kimura?.. Su nombre es familiarmente

automotriz... TAO: Bueno... Motoo Kimura es un destacado exponente de la escuela biológica japonesa, de tan significativo ascendiente que hizo historia el siglo

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pasado por sus notables éxitos en la selección de especies de arroz. Kimura se dedica a crear especies de orquídea y es el autor de la teoría neutralista de la evolución. MARTÍN:

No estaría por demás ilustrarnos sobre esta teoría.

TAO: Kimura es quien ha “cuantizado”, en cierto sentido, a la biología moderna. Él considera que el modelo neodarwinista exuda el determinismo newtoniano por sus grietas; o sea, es la extrapolación del enfoque mecanicista a la biología, tal cual Martín se encargó de observarlo hace unos momentos. Piensen que para ese modelo, son las mutaciones competitivas o positivas las que la naturaleza selecciona con el carácter de necesidad. Pero la genética actual muestra que las mutaciones obedecen a leyes probabilísticas... me vienen a la memoria los famosos genes saltarines. No son, pues, ni positivas ni negativas, son neutras, y se seleccionan aleatoriamente según los cambios ambientales que se producen. Kimura cita como ejemplo la evolución reciente experimentada por las polillas de Mánchester. Hasta el siglo pasado el color normal de estos insectos era el verde de los líquenes, gracias al cual podían ocultarse de sus depredadores. Actualmente, sin embargo, las polillas de Mánchester tienen una pigmentación oscura. ¿Será, acaso, que estos mutantes son predestinados samurais que ganaron una batalla por la supervivencia? En modo alguno. Simplemente ocurrió que estos mutantes oscuros y sin nobleza que se conozca, resultaron favorecidos por el nuevo ambiente industrial manchesteriano. Me parece que estas ideas de Kimura cabe incluir en ese evolucionismo por fluctuación del que hablaba Dulce. MARTÍN:

Te confieso, Tao, que al elaborar mi escrito desconocía por

completo la teoría de Kimura. Parece que es el Chuang Tzu del siglo XX. TAO: Es posible. Me gustaría, Martín, que en este punto escuchásemos a Kítaro. MARTÍN:

Por supuesto que sí.

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PAN: Francamente no encuentro que lo señalado por Dulce y Tao represente inconsistencia alguna en el modelo neodarwinista. Quizás en éste se debería ser más explícito y situar los trastornos climáticos en importancia equivalente a la presión malthusiana, como fuente exógena del cambio evolutivo. Por lo demás, el modelo se mantiene intacto. MARTÍN:

Un pequeñísimo detalle que convierte al neodarwinismo en un

modelo de validez general... PAN: Tengo la fuerte impresión de que las cosas vistas por Martín para destacar la “contribución americana” están aquejadas del mismo defecto de literaturización que padecieron tantos otros escritos sobre la América. Ya es hora, Martín, de dejar a un lado el catalejo. MARTÍN:

¿Qué te causa esa fuerte impresión?

PAN: Tu descripción del encuentro de las gramíneas, de las gramíneas... MARTÍN:

De las gramíneas gigantes.

PAN: Ese es un relato inspirado en el “Diario de navegación” de Cristóbal Colón, ¿verdad? MARTÍN:

En parte es así.

PAN: Sin embargo, no le citas. MARTÍN:

Con citas las casas ganan fama y los hombres se vuelven

académicos... No me interesan la fama ni la academia. PAN: Suena agradable. MARTÍN:

No tengo la intención de silenciar las fuentes de las cuales

alimento mi escrito. Les aseguro que toda la información utilizada en mi texto ha sido tomada de distintos autores. No soy autor de nada que no sean la organización y el análisis de tal información. He previsto entregarles la bibliografía empleada. No la cito a cada paso, para evitarle al lector la molestia de interrumpir su lectura con cada apostilla; así espero ayudarle a obtener la fácil comprensión que se desprende de la libre fluidez. PAN: Queda registrado el descargo.

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Les mencioné el “Diario” colombino para hacer notar lo significativo de hallarse a estas alturas del tiempo con un latinoamericano que se inspira y cree en los afiebrados relatos del Descubridor. No sé si Martín conoce que estos relatos fueron un glosamiento parejo de “El libro de las maravillas” de Marco Polo. Gracias a esta constatación se puede aseverar que el objetivo del gran viaje de Colón fue llegar por el Atlántico a las tierras que había visitado el veneciano más de 200 años atrás. Colón estuvo convencido de haber arribado, por la vía opuesta, a los fabulosos reinos de Cipango y Catay. MARTÍN:

No sabía de la influencia de Polo en Colón.

PAN: Lo importante a decir es que el relato de Polo estuvo afectado de fantasiosidad, de esa calentura literaria, sabrosa y todo, pero llena de inventiva, que circuló profusamente en el Mediterráneo de aquellos tiempos, ésa que nutrió la novela de caballería y que acaso tuvo su origen en la mitología griega. DULCE:

O en las “Mil y una noches”.

PAN: O tal vez en los escritos bíblicos; y si pensamos así ya no resulta gratuito que la América retratada por Colón sea un mundo paradisíaco... Colón vio a la América con los ojos de Polo y, aunado a ello, a través de su propia fantasmagoría que no era precisamente de las ralas. Esta distorsión de doble fuente está en la raíz de la leyenda del “buen salvaje”, que con distintas formas ha penetrado en la literatura latinoamericana y que, por lo visto, sigue haciendo de las suyas, como en ese convite a trasoñar que Martín ha escrito. TAO: Me da risas la crítica de Pan, hecha como si su invención no les hubiera tocado. No olvides, Pan, que los europeos no sólo se limitaron a ser autores pasivos de ese mito del “buen salvaje”, sino que también lo disfrutaron y lo incorporaron como suprema aspiración, nada más ni nada menos que en la cúspide del pensamiento social del Renacimiento, desde la utopía hasta el socialismo, pasando desde luego por el liberalismo. Pan,

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Dulce y Martín tienen que ver con el asunto y sería saludable que se pusieran de acuerdo para darle a ese mito el lugar que se merece. DULCE:

¿Y si Polo no visitaba la China y si Colón no se encontraba con

los araucos? Me parece, Tao, que ese mito tiene olor a humano universal. MARTÍN:

Debo recordarles que al referirme al encuentro de las

gramíneas gigantes utilicé cierta información del “Diario” colombino, la que me pareció descriptiva, y me lamenté de la falta de información existente respecto a cómo vieron, por su parte, los araucos a los recién llegados europeos. La historia escrita del “descubrimiento” es la historia del descubrimiento de los europeos a los americanos, pero no, en lo absoluto, la historia del descubrimiento de los americanos a los europeos. Ambos descubrimientos sucedieron, en efecto, a menos que se quiera seguir considerando a los caribes con la misma estimación que les profesara Ginés de Sepúlveda. Por dicho motivo, tal “historia” es escandalosamente unilateral y no sólo está contaminada de ese bondadoso prejuicio que Pan ha traído a colación; sino que también es una historia del “mal salvaje”, de ese salvaje de un ojo y hocico de perro, antropófago y vampiro, visión que les brindó a algunos de los “conquistadores” europeos un asidero deleznable donde “justificar” la rapiña y el asesinato. PAN: No es una historia que naciera ex profeso con el “descubrimiento” de América. Ya en la “Historia natural” de Plinio el Viejo aparecen relatos de monstruos humanoides. Y cuando Colón vivía, tal anecdotario se había enriquecido con las “amazonas”, mujeres guerreras que se cortaban el seno para usar con mayor libertad arcos y flechas; con los “blemios”, cuyas cabezas brotaban de sus pechos; con los “panotios”, seres provistos de orejas tan grandes que les servían para cobijarse y volar; con los “cinocéfalos”, de cabeza de perro; o con los “escíopodos”, de una sola pierna y de pie tan descomunal que lo usaban como sombrilla para protegerse del Sol... y la lista puede seguir. TAO: ¿Mutantes de fábula?

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MARTÍN:

Ambas miradas, la del buen y la del mal salvaje están

presentes en el “Diario de navegación” y la suya es, ciertamente, una mirada paradigmática de muchos occidentales, prepotentes y autovalorados como la raza elegida por la Divinidad; privados del mérito de reconocer en el otro, en el distinto, a un ser humano como ellos; privados de comunicación con el otro en pie de igualdad, como exige toda comunicación verdadera; privados, por ello mismo, de haber visto que la civilización americana, con la cual se pusieron en contacto, era intelectualmente tan valiosa y desarrollada como la europea. Les pregunto, ahora, si será posible superar este viejo desquiciamiento. Si será posible construir una sola historia de los hechos sucedidos y si para ello no será indispensable, junto a un obligado sicoanálisis de las civilizaciones, elegir el camino de la comunicación científica. PAN: ¿Y no tomas en cuenta, ingenuo, que este camino que avizoras es precisamente una conquista y una herencia brindada al mundo por la civilización a la que con vana iracundia vienes repudiando? ¿Es que no ves que tu propio discurso de científico aficionado muestra a las claras el poder persuasivo que Occidente ejerce sobre ti? ¿Es que no te has molestado en sicoanalizarte a ti mismo, antes de pedirle al mundo que se sicoanalice, para que descubras al Occidental que yace en ti, al Occidental a quien quieres arrancar los ojos y matar? ¿No adviertes, Martín, que tu punzante acoso es arma que, cual bumerán, va de regreso a tu propio corazón?

(En este momento ingresa Zara). PAN: Tu presencia, Zara, nos trae el frescor andino del que tanto estamos precisando. Eres un capullo del retamal. TAO: Es hermosa tu vestimenta. Sus colores fuertes y contrastantes me recuerdan la cromática de Mongolia. ZARA:

(Ruborizándose tenuemente): Según las caras que veo,

duramente han estado hablando... (Pan resume su última intervención y exhorta la de Zara).

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ZARA:

Cierto es que los mestizos de nuestra tierra tienen ese

problema. Pero no te preocupes, Pan, que no es un problema permanente. Con la facilidad con que hoy hacen denuestos a los europeos y valoran lo indígena, antes hicieron lo contrario. Su comportamiento es el del crótalo hembra, que casi siempre se aparea con el ganador de los duelos que acostumbran librar los machos. MARTÍN:

Eres injusta, Zara, cuando valoras con igual rasero a todos los

mestizos. ¿Olvidas que fueron mestizos quienes liberaron a los indios de la dominación española? ZARA:

No, no lo hemos olvidado, como no hemos olvidado que en esa

independencia del poder español también corrió sangre de los indios; la independencia fue la culminación de varios siglos de resistencia indígena. Pero, ¿para qué sirvió, pues? ¿Para cambiar la dominación de los españoles por la dominación de los mestizos? MARTÍN:

Vuelves a las generalizaciones injustas, a algo semejante a

que yo apreciara el espíritu indígena según la condición de los yanaconas2 o la de los cipayos3. Entre los mestizos siempre ha existido gente identificada con las culturas indígenas y que ha luchado por sus derechos. Ha habido, también, mestizos europeizados, que han usado las mismas prácticas de los colonialistas. ZARA:

Y este grupo ha sido el dominante.

MARTÍN:

Dominante sólo en el sentido de haber sido el grupo detentador

del poder económico y político. Pero no, en lo absoluto, el grupo dominante en términos de magnitud poblacional. Seguramente la gran mayoría de mestizos ha permanecido al margen de profesar una u otra preferencia, europea o indígena, en el “limbo” cultural por así decirlo, como si hubieran nacido del viento.

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2 En el mundo de los incas, los yanaconas eran sirvientes en las casas de los nobles. Al producirse la invasión de los españoles, se unieron con éstos para combatir a sus connacionales. 3 Indios que cargaban a los europeos, durante la etapa colonial. TAO: ¡Vaya, qué inconsistencia! ¡Qué fracturada mente la de los mestizos! MARTÍN:

Quiero pedir su indulgencia para que comprendan que esta

marcada diferenciación del espíritu de los mestizos, la existencia histórica de esos tres grupos -indigenistas, extranjerizados y huairapamushcas4- revela, antes que el resultado de una elección consciente o interesada, la dolorosa complejidad del alma de los mestizos latinoamericanos. Fíjense, amigos, que cada uno de ustedes procede de civilizaciones de vieja historia, formadas desde el neolítico. Cada uno proviene de civilizaciones vertebradas por la agricultura de una u otra gramínea, con sus lenguas propias, sus modos de producción propios, sus ideas y proyectos propios. Más aún, las civilizaciones del Viejo Mundo establecieron contactos y vínculos desde hace mucho. Reparen ustedes en el descubrimiento reciente de evidencia de cultivo de trigo sarraceno en Ubuka, al suroeste del Japón, datado en unos 8.000 años de antigüedad, ¿no es en extremo sugerente de la gran edad de esos contactos? A tal grado de intimidad han llegado los occidentales y los orientales que se puede aseverar, gracias al estudio de Needham, que hoy día unos y otros comparten la misma cultura científica, con la única salvedad de la ciencia médica. Los pueblos del Viejo Mundo se han comunicado, ciertamente, y gracias a ello tienen patrones culturales que trascienden sus diferencias. Mientras tanto, y en visible contraste, el Viejo Mundo estableció contacto sistemático con el Nuevo Mundo, con los genes y la civilización del maíz, hace apenas 500 años. Poco tiempo, sin duda, pero más allá de suficiente como para haber hecho buena amistad. Sin embargo, los occidentales no se han comunicado con los indios hasta la presente fecha. 4 4 En la lengua quichua, hijos del viento.

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Usualmente les han considerado como seres atrasados, como si fuesen la expresión virtual de su remoto pasado. Hasta hoy gustan de recordar, con íntimo regocijo, que los indios ni siquiera inventaron el arado de tiro y la rueda, y lo recuerdan pese a que tampoco los europeos pueden pavonearse de ser sus creadores. PAN: Un

momento,

Martín.

¿Crees,

en

verdad,

que

los

indios

precolombinos habrían podido inventar tales artefactos si disponían de animales de tiro? ZARA: (Interrumpiendo) Bueno, Pan... sí hubo aquí un animal de tiro: el perro chiguagua. No te será difícil comprender que con él sólo es posible usar las ruedas en calidad de juguete, para que los niños jueguen al tiro... Ni en el país de los liliputienses podría concebirse un mejor empleo de las ruedas, pues el chiguagua liliputiense conservaría su proporción. TAO: Je,je, qué simpática novedad. MARTÍN: Les decía que los europeos aún no se han comunicado directamente con los indios pese al tiempo transcurrido desde el inicial contacto. Sin embargo, tal comunicación sí se ha producido de modo indirecto, en varios casos notables... Ya veo caras fruncidas. Por favor, permitan que me explique. DULCE:

Explícate, si no vas a alborotarnos.

MARTÍN:

Me refiero al ser latinoamericano, que gracias a su condición

de descendiente de la mixtura de los dos mundos, ha podido fecundar dentro de sí, de manera tan natural como inestable, algunas de las armonías entre las dispares culturas de sus progenitores. Distinto a todos, y ya por sólo ello, el caso de los mestizos latinoamericanos. Nacidos hace apenas 500 años, cuando la larga fase neolítica estaba siendo superada, ninguna gramínea en particular mitigó los dolores del parto que nos puso en este mundo ni hemos sido autores, como otros, de ninguna agricultura original. Somos el producto humano del encuentro de las cuatro gramíneas gigantes, que pudieron transferirnos sus dotes genéticos y sus programas culturales, el hardware y el software

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caracterizador de sus seres históricos, de sus encumbradas glorias y de sus trágicas miserias. Curiosamente hasta en mi nombre, Martín, aparece la huella de esta pluralidad gramínica. DULCE:

¿Cómo es esto que acabas de decir?

MARTÍN:

“Ma” que viene de maíz, “ar” de arroz y “rti” que viene de trigo.

DULCE:

Sobra la “n”.

MARTÍN:

Muy bien, la “n” con la “i” es “ni”. Es decir, ni del maíz ni del

arroz ni del trigo en particular, de todos ellos en conjunto. DULCE:

Agradable ocurrencia, pero le hace falta el azúcar.

MARTÍN:

Es verdad y tal parece que por haber nacido en América

estamos “salados”. Pero basta una mirada como la de Dulce para edulcorar el espíritu, que hasta podría mejorar nuestra suerte... Les hablaba de las singularidades de nuestra cultura mestiza... A diferencia de tantas otras, carecemos de lengua propia, de cosmovisión inédita, de religión patentada o de Estado original. Provenientes de un tiempo cuando ya no era cosa necesaria, genio aprovechado y menos labor reconocida, tener los arrebatos de un Fernán González en Castilla o de un Manco Cápac al pie del cerro Huanacauri, nacidos cuando daba al tímpano sus primeras percusiones el reloj mundial, a los mestizos de esta tierra nos ha correspondido, en el gran juego del mundo, no la gloria de inventar una lengua o el orgullo de fundar un Estado; nos ha correspondido más bien, y en calidad de reto para constituir nuestra identidad, la aparatosa tarea capaz de infatuar o de desalentar- consistente en llevar a cabo la comunicación entre las dispares culturas que nos progenitaron. PAN: Esta caracterización del mestizo como un ser naturalmente dotado para la comunicación entre culturas presupone que en su pool genético se ha incrustado, por medio de no se cuál arte de Providencia, el acervo cultural del mundo... ¡Sabios naturales, válgame Dios! Esto no sólo que suena a especulación lamarquiana sino a grosera pedantería. MARTÍN:

¡Qué tontería la mía si tal impresión he dado! Una desmesura

igual a la que se halla contenida en esa trivial expresión de asombro: “¡Cuán

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sabia es la naturaleza!”, expresión que atribuye a ésta, sin más, un efecto propio del aprendizaje consciente, como es éste, de la sabiduría. En su calidad de ser natural, ni el mestizo ni cualquier otro ser humano posee sabiduría alguna; ésta sólo puede ser el resultado de un trabajo del intelecto, es una forma consciente de acumular información. Pero, querido amigo, no sólo se acumula información de manera consciente, sabiamente. También se lo hace a través de la recombinación genética. Y, desde luego, a través de las conductas inconscientes y preconscientes, del sistema de valores y creencias que los padres, la escuela y, en general, el ambiente social de desenvolvimiento, entregan a los niños desde los primeros días de vida. Más todavía, y como tendremos la oportunidad de mostrarlo, la conformación de las categorías básicas del pensamiento es un proceso que ha transcurrido, aquí y allá, librado de la plena conciencia, y el que nos demos perfecta cuenta de ello será, les aseguro, un principalísimo resultado de nuestro diálogo. Pero es imprundente adelantarse. Si tienen dudas sobre la inclinación comunicativa de la mentalidad de los latinoamericanos, les invito a dar un breve vistazo a unas pocas evidencias de cultura. ¿Se han complacido con la prosa castellana de Montalvo, con su “Geometría moral” o sus “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”? ¿Han disfrutado de las “Baquianas brasileiras” de Villa-Lobos, donde los choros dialogan en una atmósfera de tocata y fuga? ¿Han advertido el cubismo en la inicial pintura indigenista de Rivera? ¿Cuántos amores han fructificado regándolos con el verso andino y parisino de Vallejo? ¿Qué tecla oculta pulsó Darío para darle al español -según confesión de García Lorca- “fiestas de palabras, choques de consonantes, luces y forma” como no los había tenido desde Rodrigo Caro a los Argensoles o Juan Arguijo? ¿Han probado las variaciones nuestras del chifa cantonés; o la fanesca ecuatoriana, donde gramíneas y leguminosas armonizan la variedad de sus sabores y sustancias? ¿Qué cadencias distantes resuenan en la habanera, la rumba, la conga, el son, el merengue o la salsa? ¿Cuáles en el torbellino, el

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bambuco y el joropo; o en el maracatú, la macumba, la embolada, el cururú, la congada, el batuque, la samba o la modinha? ¿Veis, medio hermanos, que en estas expresiones de una cultura en plena adolescencia inquieta, se representan estirpes de cada uno de vosotros, integrándose entre sí a la manera de una trenza? ZARA: Son anudamientos, Martín. PAN: Es anonadante. Yo tenía entendido que las crisis de identidad de los latinoamericanos terminaron hace ya varios años, cuando avisaron al mundo que tras larga y tortuosa búsqueda habían dado, al fin, con esa identidad, que la habían encontrado como un náufrago entre las marismas de “La tempestad” de Shakespeare. MARTÍN:

Gracias por este recuerdo y por el buen humor contenido en él.

Y es que, en efecto, los latinoamericanos hemos cometido el desatino de andar a la búsqueda de nuestra identidad, como si ésta hubiera existido en calidad de partida de nacimiento que, por algún designio oscuro, se habría camuflado, a manera de palimpsesto, en la trama parabólica de “La tempestad”. Desatino justificable, ya que los latinoamericanos no hemos tenido una sola y definida comunidad cultural de pertenencia. Hijos de madre india y de padre forastero, con el útero de origen en la América y el semen germinal llegado de lejos, ha sido para nosotros cuestión de natural necesidad y de crucial definición la de hacernos de un anclaje que permita, finalmente, darle un puerto de estadía al espíritu intranquilo, y terminar, quizás para siempre, con nuestra deriva cultural. ¿Cómo haber evitado, les pregunto, que en respuesta a tal exigencia de fondo, cada grupo de mestizos hallase a su turno un razonable subterfugio, que si pasar por indios aunque faltase el quichua, que si por españoles aunque de castellano lampiño? ¿Cómo habernos percatado, de un solo y fulminante destello, de que estas ponderadas desmesuras eran nada más que pretensiones de dominio de cada una de las gramíneas gigantes en el alma poligramínica del mestizo? ¿Cómo habernos satisfecho con la dura evidencia de que nunca

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existió para nosotros una identidad cultural en condición de bien patrimonial, sino en calidad de resultado que podríamos alcanzar en cuanto fuésemos capaces de ir gestando las síntesis, el efecto sistémico que brota de toda integración verdadera? DULCE:

¿No compartes, entonces, la opinión de que Calibán es el

símbolo de vuestra identidad? MARTÍN:

De ningún modo, puesto que Calibán es el nativo de la isla

adonde llega Próspero, el colonizador. Si Calibán es una deformación lingüística de Caribe, como se ha dicho, entonces puede ser utilizado, si se quiere, como símbolo de los indios pero no de los mestizos. “La tempestad” es una obra escrita en el contexto de la asimilación europea del impacto que originó el “descubrimiento”; obra del mismo jaez contextual que la “Utopía”, el “Róbinson Crusoe” o “Los viajes de Gulliver”. Es un pensar literario en torno a ese grandioso acontecimiento, pero no hay en ella un interés por el mestizaje o una visualización del mestizaje. Quizás hay lugar para una ligera insinuación si uno se pone a imaginar que Miranda, la hija de Próspero, pudo quedar encinta tras la violación de que fuera objeto por parte de Calibán. DULCE:

Pero la historia real fue exactamente al revés: el violado fue

Calibán y no Miranda. Es decir, fueron los europeos quienes violaron a las indias... MARTÍN:

Son los malabares literarios de Shakespeare. Históricamente

fue así, como tú dices, pero en el drama aparecen invertidos los personajes, como queriendo ocultar el pecado, atribuírselo al otro. Si Miranda fue la violada, y se trata de hacer comparaciones de índole histórica, entonces yo podría hacer otra interpretación y decirte que para mí la americana es Miranda y Calibán el europeo... Después de todo, calibanes como caníbales sólo hubo en la mente de los europeos... PAN: ¡Esto es falso! Hay crónicas rigurosas, como las de Sahagún, que relatan las pavorosas prácticas caníbales de los aztecas.

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¡Mentira! Los “aztecas”, como llamas a los mexicas, nunca

ZARA:

fueron caníbales. Caníbales son quienes matan humanos para comerlos: por ejemplo, el capitán Cook fue un caníbal. Los mexicas no mataban humanos para comerlos, sino para dar ofrendas a los dioses. PAN: ¿Cuál la diferencia, si igual terminaban devorando los cadáveres después de agradecer a sus dioses? ZARA:

¿Y por qué desperdiciar la carne del maíz que tanta falta nos

hacía? TAO: Ja, ja... Podríamos decir, en conclusión, que ha habido antropófagos caníbales en Europa y antropófagos carroñeros en América, ¿verdad? Me parece muy bien que se precisen los abolengos antropófagos... Oh, pero no pongáis esas caras de amenaza, es una broma que nada tiene que ver con vosotros, os lo aseguro. Dinos, más bien, estimado Martín, ¿no será la violación aquella de la que hablaban, el motivo de esa actitud parricida que Pan ha podido identificar en ti, es decir la necesidad de lavar con el parricidio la dolorosa afrenta que los europeos clavaron en el honor de sus hijos mestizos?

MARTÍN:

Hubo violaciones, sin duda, de los europeos a las indias. Y es

condenable que, casi como norma, los mestizos descendientes de este ultraje no condenaran la conducta de su padre violador, como podría haberse esperado. Curiosamente, más bien, han rechazado a su madre violada y han convertido este rechazo en desprecio a todo aquello que tuviera de indio, en negación de la mitad de su propio ser. Tal la angustiosa enfermedad del alma que ocasionó, en sus hijos, la ruindad del cristiano violador. La violación, sin embargo, no fue la regla de nacimiento del mestizo, como ha tratado de convencernos Octavio Paz, no sé si con la intención de sentirse acompañado en su patético laberinto de la soledad. Hay que recordarle a Paz que el mestizaje también fue, y desde sus primeros gritos de cuna, un fruto del amor. Le habría hecho bien tomar en cuenta la

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biografía de un Gonzalo Guerrero, español avecindado en Cozumel, padre de los primeros tres mestizos nacidos en México, de quien diría Oviedo que se había vuelto “mucho peor que un indio”; y que por haber hecho causa con ellos, iría a morir victimado por un español. La misma Malinche, la tan cuestionada Malinche... ZARA:

Malinalli, así se llamaba.

MARTIN:

Sí, Malinalli... Ella fue, como se sabe, la amante pasajera de

Hernán Cortés, quien debió haber preferido una mujer como ella, de inteligencia y donosura, a la ostentosa Catalina Juárez que le había tocado en suerte. Y Malinalli debió haberse enamorado de quien propició el fin de su cautiverio en Tabasco. Martín Cortés fue hijo de ese amor ilegítimo, en medio de la derrota indígena, ciertamente, pero también de la noche triste para los invasores, mas nunca que se sepa lo fue de una noche infame. Igual que la saga de Guerrero, el mestizaje por amor fue extendido en las Américas, tanto que dicen no haber sido pocas las indias que prefirieron la voluptuosa virilidad española. Nunca tuvieron temor o prejuicio ante el “cruce”, hechura del maíz saltarín como fueron. Yo soy de los mestizos nacidos del amor. Por ello es que tanto como a mi madre india, amo a mi lejano padre europeo, pero en medida semejante demando de mis hermanos de ultramar, llamando a las cosas por su nombre, el reconocimiento y respeto que nunca tuvo la cultura de mi madre, y a mis hermanos indios les recuerdo la imborrable querencia de sus ancestros que me trajo a este mundo. TAO: Ya no te entiendo, Martín. Hace poco hablaste de la imposible comunicación directa entre la civilización europea y la india. Ahora mencionas, casi como alegato en defensa de tu honor, que hubo fascinación y amor recíproco. MARTIN:

El amor, como bien sabes, no es un producto de la civilización;

es un logro bastante anterior, tal vez sea tan lejano como pudiesen sugerirnos las hermosas canciones hidrofónicas de las ballenas yubartas; es decir, una música que viene desde el fondo de nuestro común linaje

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mamífero. El amor no es un fruto que puso a latir la corteza cerebral, sino el límbico. No creo que para amar sea imprescindible la declaración de una equivalencia cultural. La comunicación cultural, a diferencia del amor, es hija predilecta de la corteza cerebral, su más refinada sinfonía. ZARA:

No es, todavía no es, Martín. Tal vez llegue a ser. Los indios

hemos perdido esperanza en que los occidentales se comuniquen con nosotros, no les tenemos ninguna confianza. Vinieron hace 500 años en calidad de peregrinos, pero les recibimos como invitados. Nos quedamos sorprendidos de sus caras, de sus cuerpos y ropas, de los raros objetos que portaban. Quisimos conocerles, y para que no se fueran a ofender por ese afán les mostramos nuestra tierra, les presentamos a nuestros niños, les convidamos carne y granos, y les obsequiamos cuanta cosa buena estaba a nuestro alcance. Muchos de nosotros hasta les llegaron a confundir con enviados de los dioses.

Pero, ¡qué ingenuos fuimos, cómo nos

equivocamos! De pronto empezaron a robar y a masacrar. Tomaban nuestras esculturas sagradas, las fundían y se llevaban el oro y la plata. A veces se peleaban entre ellos por quedarse con el oro robado. Nos arrancaban las narigueras, usurpaban los alimentos, y si alguno de los nuestros protestaba, le cortaban la lengua; a las mujeres embarazadas les gustaba desbarrigar; a los pequeños les tomaban violentamente de las piernas y les estrellaban contra las rocas. Entre ellos apostaban a quién podía cortar cabezas de un solo tajo. A través de la garganta introducían un cuerno para echar agua hirviente y luego pateaban en la barriga hasta conseguir que el torturado vomitara el agua con sangre. ¡Cómo apalearon y quemaron a miles de indios, cómo quemaron y saquearon nuestros templos, cómo quemaron nuestros libros! “Todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo sentimos. Con esta lamentosa y triste suerte nos vimos angustiados. Oro, jade, mantas ricas, plumajes de quetzal, todo eso que es precioso, en nada fue estimado”. DULCE:

Comprendo el dolor que te causa el recuerdo de tanta

ignominia. Pero los indios no deberían considerarse como las únicas y

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exclusivas víctimas de los occidentales. Bastaría evocar la espantosa tragedia de las Cruzadas. ZARA:

Moros y cristianos, en las Américas fueron iguales.

PAN: ¡Qué algazara ésta de Dulce y Zara! TAO: No deseamos que te indigestes, amigo Pan, pero hay que darle pan al pan y vino al vino, a fin de nunca volver a cometer el desatino. Ya es hora de que los occidentales reconozcan sus delitos. Los orientales tampoco podemos olvidar a nuestras innumerables víctimas del colonialismo europeo. No podemos olvidar a nuestras víctimas de la Inquisición en Goa. No podemos olvidar a nuestras decenas de miles de muertos causados por sus bombas atómicas, su napalm y su “agente amarillo”. Ni tampoco podemos olvidar los escandalosos plagios de nuestros inventos y de nuestra ciencia. PAN: Estoy por creer que esta reunión es una intencionada catarsis de vuestras neurosis colectivas y que me habéis escogido en calidad de chivo expiatorio. MARTÍN:

De cordero de la misericordia a chivo expiatorio. Vaya, ésta sí

que es una sorprendente evolución, de ésas que sólo en los Andes podían haberse producido... PAN: No puedo dejar de señalar el rostro ensangrentado que tratáis de disimular tras ese ropaje angelical y tras burlas gazmoñas. Yo no desconozco la responsabilidad de Occidente en los traumas que habéis mencionado y me avergüenzo de ello. Pero también denuncio que os falta el alma pura que se necesita para acusarme de la manera con que me estáis acusando: con la frontalidad del inocente verdadero. Te pregunto, Zara, si todas las penurias que les causamos los occidentales fueron, en realidad, mayores dolencias que los sufrimientos de las miles de viudas y de los miles de esclavos y huérfanos que incas y tlatoanis provocaron en tu tierra, a lo largo y ancho de su brutal expansionismo, sólo frenado por los conquistadores europeos, motivo por el cual muchos de ustedes nos llegaron a considerar como sus libertadores y se nos unieron; ¿cuál arma, te pregunto, es más cruel y dolorosa: la lanza

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que más hiere que mata o el arcabuz que más mata que hiere? Te pregunto, Dulce, si la barbarie señalada por ti, fue más inquisitorial que la destrucción de la Biblioteca de Alejandría por orden del califa Omar? ¿Has olvidado que los árabes quemaron y saquearon la ciudad de Cantón impulsados por el fanatismo islamista. Y a ti, Tao, ¿te impiden, dime, tus rasgados ojos mirar a tu pasado?; ¿acaso fueron pías las muertes que los burócratas causaron en tus pueblos?; ¿fue menos brutal, relativamente hablando, la invasión de Gengis Khan? ¿No saqueó el mongol Hu lagu Khan a la musulmana Bagdag? ¿No fueron ustedes, árabes y orientales, esclavistas de negros como nosotros? Y, por último, ¿no hemos sido nosotros, occidentales, las mayores víctimas de nuestras propias insensateces como nos recuerdan, penosamente, las dos guerras mundiales? ¿Qué derechos naturales les asisten, entonces, para acusar con esta santurrona pudibundez? TAO: Habéis dicho verdades vergonzosas para todos, Occidental. PAN: ¡Sí que las digo, Oriental! Pues, mi ser cultural se lo debo a la ardiente cópula de la Luna Creciente con el Sol Naciente, en el lecho del Mar Mediterráneo. Nada de lo vuestro nos es extraño y de vosotros la guerra ha sido aprendida. A la América llegamos, no os olvidéis, orientados por la brújula, armados con la espada y con la pólvora, y sublimados por el monoteísmo. ZARA:

¡Qué confesiones más públicas!

PAN: Si el cohete o la bala no son otra cosa que lanzas modernas, y si éstas fueron, a su turno, una imitación de los esmerilados colmillos del carnívoro, ¿no estamos autorizados para sostener, os pregunto, que si en el fondo de esas angelicales poses que habéis elegido para intentar el disimulo, yace el instinto agresivo heredado de nuestros antecesores homínidos, de esos seres que, según la descripción de Raymond Dart, fueron “carnívoros que cogían presas vivas mediante violencia, las apaleaban

hasta

matarlas,

despedazaban

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sus

cuerpos

rotos,

descuartizaban sus miembros, apagaban su sed voraz con la roja sangre de sus víctimas y devoraban ávidamente la lívida carne magullada”? ZARA:

¿Te parece que esa generalizada criminalidad responde al

instinto del cazador que llevamos dentro? No lo creo. Nunca se ha visto animales haciendo guerras. TAO: Con la excepción de los insectos sociales, Zara, estamos obligados a reconocer que el asesinato organizado, la guerra, es un acto exclusivamente humano. Más preciso aún, es un hecho que empezó a difundirse con el surgimiento del excedente agrícola, con la aparición de las ciudades. Y han sido ciertos grupos humanos, no todos los seres humanos, quienes han hecho de la guerra un medio para obtener más riqueza y más poder. PAN: ¿Te refieres a las clases sociales dominadoras? TAO: Preferiría caracterizarlas como una especie social. Después de todo, los individuos de esas clases tienden a emparejarse sólo entre ellos y comparten una misma inclinación por el homicidio en masa. A otras especies sociales, en cambio, la guerra siempre ha repugnado. DULCE:

Y si quieren llegar más al fondo del asunto, avergüéncense,

varones. Pues, han sido varones y no mujeres quienes han dirigido y ejecutado las guerras y los exterminios. ZARA:

Así es, cuando la testosterona que se produce en los testículos

migra hacia el cerebro y bloquea la sensatez y la piedad. PAN: “¡Felices las cigarras con sus hembras silenciosas!”. DULCE:

Y más las abejas trabajadoras, con sus machos sementales.

TAO: Creo no equivocarme si afirmo que en nada agradaría a las mujeres que los varones nos decidiéramos por la castración. PAN: ¿No hubo mujeres, te pregunto Dulce, entre las causas ocultas o manifiestas de tantas de esas guerras? ¿No es la pasión por vosotras desencadenada uno de los factores que desencadena la agresividad? ¿No fueron mujeres quienes dieron a luz los varones con mentalidad homicida?

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No veo que les beneficie hablar de género en tan espinoso asunto. Y me parece que en general resultaría muy difícil dar una explicación de las guerras sin caer en fáciles esquematismos. No hay que olvidar, además, si queremos objetividad, que las guerras también cumplieron, en no pocos casos, un papel constructivo. Unas veces sirvieron para suavizar las presiones malthusianas. Otras, permitieron la implicación entre culturas y la difusión del progreso. Y también hubo guerras de liberación que hicieron posible acabar con las tiranías, guerras para terminar con la opresión interna. No estoy justificando las guerras, ni mucho menos. Estoy convencido de que ahora todas las guerras son repudiables y evitables, gracias a la difusión alcanzada por el humanismo. Pero no por ello deberíamos entregarnos a una desprevenida confianza. Creo que es una misión actual de las civilizaciones mantenerse atentas para resolver pacíficamente los conflictos, mirar hacia adelante y hacer del humanismo nuestra definitiva norma de conducta. ZARA:

Mirar hacia adelante es para vosotros, Pan, que todos los no

occidentales nos sometamos ante esa pavorosa doctrina. Entendimiento entre pueblos significa que aceptemos, sin musitar palabra, esa doctrina que ha servido para justificar tanto daño. PAN: ¿Te refieres al humanismo?

ZARA:

Desde luego.

PAN: No puedo dar crédito a lo que escucho. El humanismo es el único pensamiento que puede dirigirnos a la convivencia armónica y a un empeño conjunto por el bienestar general. El humanismo sitúa al hombre como el centro y el beneficiario final del desarrollo, independientemente de razas y de culturas. Es la máxima expresión del espíritu liberado de prejuicios y es lo más

importante

que

Occidente

ha

dado,

autocríticamente,

en

reconocimiento de la pluralidad cultural. El hecho de que hayamos sido nosotros quienes lo impulsamos, en nada cuenta, pues el humanismo

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trasciende toda identidad cultural. Para creer y para confiar en él hay que ser simplemente humano. Por ello me escandaliza lo que dices. ZARA:

El humanismo no es, como creen los occidentales, una

doctrina de todos, esto es un error. Al poner al ser humano como el centro de todas las acciones, como si fuera lo más importante del mundo y como si todo lo que contara fuera su comodidad, está presuponiendo tal pensamiento que el hombre es superior a las plantas y los animales y está ordenando, por lo mismo, que la Madre Tierra y todos sus hijos sean esclavizados para servicio de toda apetencia humana, sin importar los daños ni las desagradables consecuencias. Los indios jamás hemos pensado así y nunca podremos estar de acuerdo con semejante idea. Esa es idea de los occidentales; no sé si Tao y Dulce estarán conformes con ella. Buscando el origen de ese pensamiento, hemos encontrado que en la Biblia consta la primicia del humanismo, cuando se pone en la boca de Yahvé la aseveración de que los seres humanos hemos sido creados a su imagen y semejanza y la orden de que nos multipliquemos sin límite, llenemos la tierra, la sojuzguemos y nos enseñoreemos sobre las aves del cielo, los peces del mar y sobre toda “bestia” que se mueva sobre la Tierra. En múltiples ocasiones los indios les hemos pedido que renuncien a esta fatua arrogancia de creerse superiores, pues no hay argumento sólido que la respalde; que abandonen tamaña tontería, que frisa la estupidez, antes de que sea tarde. Les hemos mostrado cómo hay que comportarse con la Madre Tierra y con todos sus hijos: que hay que ser respetuosos, que siempre hay que devolver los favores que nos hacen, que no tenemos ningún derecho para obligarlos a que nos den beneficios, y que si obligamos y hacemos daño, su venganza será peor que el mismísimo apocalipsis. Pero ustedes jamás nos han escuchado, no quieren comprender nuestras razones. Sólo ahora han empezado a asustarse por las consecuencias de su sordera y de su ceguera, pero continúan sordos y ciegos. Prosiguen con la industrialización, perseveran en la agricultura y la ganadería extensivas, continúan la deforestación, la infección del aire y el

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agua, y todo más desaforadamente que nunca. ¡Y encima de todo ello, quieren obligarnos a que hagamos lo mismo, a que todos seamos humanistas, a que todos aceptemos con piadosa resignación este suicidio al que nos están conduciendo! PAN: Seguramente convencerías, Zara, a cualquier desinformado. Todos sabemos perfectamente que han sido nuestros científicos y nuestros grupos ecologistas quienes han dado las mayores voces de alerta sobre la degradación ambiental y quienes

más arduamente luchan por la

implantación de medidas que permitan armonizar el desarrollo económico con la preservación del medio ambiente. ZARA: Es el susto lo que les mueve, nada más que el susto. A diferencia vuestra, nosotros constituimos una sociedad ecológica hace algunos miles de años, no somos ecologistas improvisados. El vuestro es un ecologismo conservacionista y especulativo, que busca el equilibrio; tiene más olor de mortecina que espíritu de persuación. El ecologismo indígena fue, en contraste, evolucionista, nunca pretendió que nos mantuviéramos intactos, nunca buscó la permanencia. Vuestro ecologismo no comprende que la raíz del problema está en la mentalidad de los occidentales, en ese pensarse superiores. Todo empezó cuando decidieron separarse de la Tierra y seguir el camino de la abstracción fanática. Con la guía de la abstracción, enarbolada como la prueba de su origen divino, crearon la sociedad industrial, la más depredadora de cuantas han existido, la que ha enfermado la Tierra. ¿Algún ecologista Occidental pide que se renuncie a este camino, alguno exige terminar la industrialización, alguno clama por un mundo humano integrado con aquella? TAO: Los orientales, Zara, tampoco estamos de acuerdo con ese tajante discrimen de lo natural que presupone la abstracción. La verdad absoluta es la del ser universal, integrado. La verdad científica de los occidentales es una quimera... PAN: Finalmente dejas ver, Zara, el verdadero rostro del pensamiento indio: un pensamiento anclado en el neolítico. Un pensamiento opuesto a la

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libertad humana, la libertad que ha sido facilitada por el desarrollo de la abstracción. Nada valen, para los indios, los prodigios de la abstracción ni tiene mérito alguno la tecnología moderna, gracias a la cual los seres humanos hemos podido enfrentar con éxito inmensos desafíos, disfrutar de tantos placeres y, por primera vez en la historia, aventurarnos a salir de los límites de la provincia terrestre. Deberías tomar en cuenta que la amenaza para la vida en la Tierra no sólo proviene de la industrialización descontrolada. Esta amenaza puede ser muy pequeña en comparación, por ejemplo, con un bombardeo de cometas o con una gran fluctuación solar. ¿Cómo podríamos salir bien librados de la eventual acción de tan colosales trastornos si decidimos, como pides, volver al neolítico? ¿Cómo, si no tecnológicamente, es que se puede resolver el gran problema de satisfacer las premiosas necesidades de una población humana tan vertiginosamente expandida? ¿O es que deberíamos reinstalar los campos de exterminio para disminuir las demandas y retornar a la sociedad rural? ZARA: Tal vez se necesita un castigo. Quizás un castigo los haga cambiar. MARTÍN: Al parecer, amigos, hemos llegado al punto de mayor divergencia entre las grandes culturas. Lo acredita el hecho de hallarnos expresando diferencias en torno al carácter de nuestra relación con la casa común, con el planeta Tierra. Esta relación ha sido poco atendida por las filosofías clásicas hasta hoy en día, cuando ya no son aceptables ni la indiferencia ni el conformismo. El agujereamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero, la disminución antropogénica de la riqueza biológica, la deforestación, la explosión demográfica y la amenaza de la guerra nuclear son problemas que, en medio de su acelerada configuración y de su pavorosa asechanza, nos han puesto en claro la dramática profundidad y fragilidad de nuestros vínculos con la Tierra. Son problemas que han hecho despertar de su plácido y milenario sueño metafísico, a quienes llegaron a creer en la infinita prodigalidad de la naturaleza, para situarlos, con sobresalto, en una realidad

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de pesadilla. Nos encontramos, ahora, en un momento decisivo para la supervivencia de las civilizaciones, en el momento en que una equivocación podría resultar imposible de ser corregida, cuando hay que acertar. Esta es una situación inédita en la historia de la vida terrestre, quizás sólo comparable en cuanto a la dimensión de sus más probables consecuencias, si la amenaza no es controlada a tiempo, con la catástrofe acontecida a finales del período pérmico o a términos del cretácico. Obliga, por ello, a que los seres humanos demos con una solución general y acorde con los tiempos al serio problema. Una solución en la que podamos coincidir todas las civilizaciones del Planeta, para impulsarla con igual convicción y conseguirla con el mérito de la responsabilidad compartida. Ha llegado el momento en que es indispensable la comunicación entre las civilizaciones del mundo, la hora de crear el pensamiento de la relatividad cultural. ZARA: Debo reconocer que estas palabras emocionan. DULCE: Presiento a dónde quieres dirigirnos, Martín: a reconocer la necesidad de respeto mutuo entre todas las culturas, puesto que independientemente del grado de desarrollo económico alcanzado, en cada una siempre será posible hallar al menos una generalidad, una perla escondida entre las ostras, una enseñanza útil, un destello de genialidad. PAN: Y unas vergüenzas comunes... MARTÍN:

Lo que Dulce tiene en mente, es algo que debemos llamar

“relativismo cultural”. Yo hablé de “relatividad cultural”. Y si me permiten les mostraré la diferencia entre relativismo y relatividad, si no tienen inconveniente en mirar por un momento este grabado de Escher.

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PAN: Claro que lo he visto. MARTÍN:

El cuadro debería llamarse “relativismo” y no “relatividad”.

TAO: Explícate. MARTÍN:

Fijemos nuestra mirada en la escalinata que está en la parte

superior. A través de ella se desplazan dos sujetos sin rostro. Uno nos parece que desciende y el otro que asciende, pese a que ambos están usando la misma escalinata y moviéndose en igual dirección. No es posible saber, de manera absoluta, si una determinada dirección de la escalera nos conduce unívocamente a subir o a bajar como sucede con las escaleras reales. Si nos situamos en el lugar de uno, el movimiento será ascendente y si nos situamos en el lugar del otro, será descendente. Ninguna orientación es preferible a la otra. Sin embargo de ello no se ve cómo pasar de una a otra perspectiva y esta imposibilidad parece reflejada en la ausencia de indicios de comunicación entre los personajes dibujados, que son seres sin ojos ni oídos. Falta por completo comunicación entre ambos, tanto que ninguno muestra haberse percatado de que la misma escalinata está siendo usada por el otro. Este reconocimiento laxo de que para describir un acontecimiento se puede elegir como referencia cualquier sistema, sin que de ninguno de ellos se pueda decir que es la perspectiva absoluta, es relativismo puro. Sólo se convierte en relatividad si a él añadimos el poder situarnos alternativamente en cada uno de esos sistemas para mirar al mundo desde uno u otro, reconociendo los factores que no dependen de cada observación y haciendo deliberado uso de un proceso transformativo. PAN: Entiendo lo que sugieres. Para ti relativismo es considerar simplemente que no existe un observador privilegiado, que cada perspectiva es igualmente válida. MARTÍN:

Exactamente.

PAN: Y relatividad es, en cambio, comunicación entre esos sistemas de referencia dotados de su propio movimiento.

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MARTÍN:

O entre sistemas de referencia dotados de su propio punto de

vista. Relativismo es, en efecto, reconocer el carácter relativo de los sistemas de observación. Relativismo cultural es admitir que vivimos en un mundo plural, pero de singularidades extrañas. Relatividad cultural es, en contraste, alejarse de esa extrañeza y poder comunicarse. PAN: Muy bien. Veo transparentemente que estás utilizando el “principio de relatividad”. MARTÍN:

Aciertas. Relatividad cultural es el resultado de aplicar el

“principio de relatividad” al examen de la evolución cultural de las civilizaciones. Es emplear el dorado arte jamás antes inventado para hacer posible la comunicación verdadera. PAN: Pero, ¿es justificable extrapolar este principio desde la ciencia física, su lugar de origen y de aplicación, para analizar el desarrollo cultural? MARTÍN:

A primera vista esta aplicación puede parecer forzada,

ciertamente. Pues, el principio de relatividad, que Galileo Galilei fue primero en vislumbrar, ha sido casi exclusivamente utilizado en ese reducto científico, siempre con notables dificultades y éxitos. Pero este uso solamente “físico” del principio de relatividad, antes que obedecer a una exigencia del proceder científico, en modo alguno demostrable es, a mi entender, la consecuencia de una deformación histórica introducida alrededor del famoso juicio en contra de Galileo. PAN: Vaya, vaya, esto sí que debes aclararlo. MARTÍN:

Me refiero a la versión, tan difundida que pasa por información

de perogrullo, de que el Santo Oficio condenó a Galileo por causa de su adhesión a la teoría heliocentrista de Copérnico, versión que ha tenido el efecto de destacar la contribución del innovador astrónomo y físico Galileo y escamotear, en la misma proporción, la figura del radical crítico de la teología y de los teólogos; la de quien se atrevió a dudar del valor de verdad intrínseca conferido a la palabra escrita, de quien proclamó la necesidad de la prueba experimental como criterio de dictamen sobre la verdad de la

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palabra, pero, sobre todo, la figura de quien asentó, por primera ocasión en la historia, el principio del acentrismo. Hay serios indicios de que Galileo no fue condenado a expiar un “pecado” copernicano -que mejor haríamos en llamar aristarcano, ya que la hipótesis heliocentrista tuvo en Aristarco, de la lejana Alejandría, su primer exponente científico-. La Iglesia de su tiempo nunca prohibió el libro de Copérnico, ni antes del célebre juicio impidió que se profesara o discutiera la hipótesis copernicana, ni Galileo tuvo para sí que el sistema de Copérnico fuera el único verdadero. PAN: Veámoslo con más detenimiento. MARTÍN:

Con el detenimiento necesario recordemos el momento que

atravesaba, en tiempos de Galileo, la discusión cosmológica. Los argumentos exhibidos por él en el “Mensajero de las estrellas”, con el apoyo -por primera vez- de la observación telescópica, habían puesto en claro la inconsistencia del sistema ptolemaico y, con ello, asestaron el golpe de gracia a la visión medioeval del mundo. Como es natural comprenderlo, este notable triunfo merecedor de amplios elogios -incluso de parte de la alta jerarquía eclesiástica-, abrió las puertas al interés por determinar la verosimilitud del sistema alternativo de Copérnico. Ante la objeción de que éste contradecía las Sagradas Escrituras, Galileo sostuvo la opinión de que ello no representaba herejía alguna y lo único que tendría que hacerse es reinterpretar o modificar la expresión gramatical de los pasajes bíblicos que denunciaban una concepción geocentrista. Este conflicto más bien de forma, que los “peripatéticos” y el partido de los Habsburgo azuzaron cada cual por sus intereses y sin réditos notables, tendía a ser superado por la influyente intelectualidad jesuítica que se inclinaba a aceptar el sistema intermedio de Tycho Brahe, cuando no, en ciertos casos, el propio sistema de Copérnico. Tal flexibilidad obligada por la fuerza de las circunstancias no era, por cierto, algo nuevo dentro de la Iglesia Católica, que ya había asimilado ideas irrebatibles como la de la

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redondez de la Tierra. Respecto del copernicanismo, la actitud eclesiástica fue más bien de tolerancia y el límite decretado, al momento de caldearse la discusión, fue el más objetivo posible: podía tratarse libremente la teoría de Copérnico, siempre y cuando se la tomara como hipótesis y no como teoría sobre un hecho comprobado; es decir, como lo que en realidad era. Estos antecedentes suficientemente explicitados por los estudiosos, han llevado a la conclusión, contraria a la prevaleciente hasta no hace mucho, de que el juicio y la condena de Galileo no tuvieron como telón de fondo el choque entre el geocentrismo y el heliocentrismo. Arthur Koestler, quien trató sobre el tema, fue del parecer que al factor determinante hay que encontrarlo, más bien, en una trágica colisión temperamental entre los amigos Urbano VIII y Galileo. En mi criterio, es una desmesura, una desproporción, pensar que una pugna tan personalizada haya sido capaz de originar un proceso de tal trascendencia. Me parece más atinado y pertinente fijarse con atención en el contenido del “Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano”, obra de Galileo cuya publicación dio inmediato lugar al memorable juicio. Como se sabe, en esta obra se presentan y analizan, con detalle, los sistemas cosmológicos de Ptolomeo y Copérnico. Y mientras los fundamentos del primero se someten a rigurosa crítica que termina por desacreditarlo, el sistema de Copérnico intenta ser demostrado, pero sin éxito concluyente o libre de objeciones; tanto así que el propio Salviati, personaje del “Diálogo” a quien se ha considerado la voz de Galileo, admite en la cuarta y última jornada, casi como una advertencia, que su argumentación en favor de la movilidad de la Tierra, basada en una frágil explicación de las mareas, es tan fantasiosa que hasta él mismo podría aceptar que se trata de una “vanísima quimera y una grandísima paradoja”. TAO: ¿No es, entonces, el “Diálogo” una defensa del heliocentrismo? MARTÍN: No tengo duda en decir que el “Diálogo” no es una defensa consistente del heliocentrismo. Ni fue éste el propósito de Galileo al escribirlo, según expresas declaraciones suyas ante el tribunal de la

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Inquisición. La razón de fondo es sencilla: al introducir y fundamentar Galileo, en la segunda jornada, el principio de relatividad del movimiento, se desvanece el criterio aristotélico sobre la necesaria existencia de un punto de referencia en reposo absoluto: el centro inmóvil del mundo. A la luz de este principio, ninguno de los dos sistemas, el geocéntrico o el heliocéntrico, podía considerarse como la verdad categórica, en cuanto reivindicase para sí el privilegio de ser el sistema de referencia absoluto. El “Diálogo” es, más bien, una sutil argumentación de la idea acentrista contra la idea centrista, y ésta fue, según puedo ver, la sustancia y el detonante del juicio, la verdadera herejía. TAO: No alcanzo a ver el motivo. MARTÍN:

Con esta idea de la relatividad -formulada en un contexto

histórico donde el judeo-cristianismo había alcanzado, a pulso de cruzadas, Inquisición y evangelización, la más amplia influencia jamás antes lograda por religión alguna- se echaba a perder toda consistencia en la pretensión dogmática de hacer de Jehová, el único, verdadero y absoluto Dios; es decir, en el propósito de instaurar el monoteísmo universal, no por la vía de abstraer o generalizar los predicados de los distintos dioses de las naciones, sino por el camino de hacer prevalecer los atributos de uno solo de ellos. Con apoyo de la relatividad galileana, los otros dioses de las cercanas y lejanas indias, podían ser considerados como sujetos de equivalente derecho. Y por si no hubiera sido suficiente tamaño atrevimiento implícito, la relatividad de Galileo permitía visualizar la posibilidad cierta de situarse en las condiciones de cualesquiera de los sistemas entre sí equivalentes y de conocer a plenitud, por tanto, el punto de vista de los “otros”; vale decir, comunicar los “más recónditos pensamientos a cualquier otra persona, aunque se hallara a gran distancia por cualquier intervalo de lugar y tiempo. Hablar con quienes se hallan en las Indias, hablar a los que todavía no han nacido y que no nacerán hasta dentro de mil o diez mil años”, como dijo al

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ponderar el mérito del lenguaje escrito en la conclusión de la primera jornada. Debió ser esta agitadora herejía de Galileo, planteada justamente en los momentos cruciales de la asimilación teológico-filosófico-política de las consecuencias del “Descubrimiento”, cuando la doctrina de la superioridad cultural de los europeos buscaba asentar la presunta necesidad del colonialismo y, por ello, de un especial efecto crítico y perturbador, el básico ingrediente de la condena impuesta por el tribunal de la Inquisición. PAN: Es la primera vez que escucho algo semejante. Sin embargo, careces de pruebas. MARTÍN:

Si se acepta que la relatividad galileana con su inevitable

corolario -el acentrismo-, fue lo que verdaderamente conmovió a la jerarquía católica, adquiere plenitud de sentido el carácter y la dimensión de la sentencia: el “Diálogo” fue prohibido de difundirse pese a no contener ninguna violación del decreto emitido por la Congregación General del Índice, y el gran comunicador Galileo, el fundador de la comunicación científica, fue impedido de tratar tal pensamiento, sea por palabra o por escrito. Henos aquí y ahora a los latinoamericanos, haciendo sonar en amplificador mundial la silenciada voz cultural de Galileo. PAN: Sugestiva, muy sugestiva, toda esta interpretación. Mas en mérito de la verdad recordaré que, a pesar de todo, la relatividad de Galileo tuvo suficiente acogida en el desarrollo de la ciencia Física, no pasó desapercibida. MARTÍN:

Como era de esperarse, pasó desapercibida desde el

momento en que se impusiera Newton sobre Leibniz hasta cuando Einstein creara la teoría especial de la relatividad. Entre Galileo y Einstein, vuestra física se vio atrapada por la teoría del espacio y del tiempo que Newton, identificándolos como los atributos de Dios, desarrolló consagratoriamente en sus “Principia” con el declarado propósito de demostrar su carácter absoluto y, por tanto, para “restablecer” al sistema de referencia centrista del

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terrible descrédito sufrido. Es decir, tuvieron que pasar cerca de 300 años para que los occidentales consiguieran retomar la relatividad galileana y librarse del férreo reinado intelectual de Newton, para fundar el nuevo reino de la electrónica. PAN: También soy galileano, y por ello me siento llevado a caminar en la senda que has identificado, Martín. Dinos ahora: si de aplicar se trata el principio de relatividad a la reflexión en torno a la evolución intelectual de las civilizaciones, como dijiste, entonces será preciso hacerlo con el cuidado y la exactitud necesarios. MARTÍN:

Estoy de acuerdo. Si obrásemos de otra manera, todo esto no

sería más que literatura. Pero antes de continuar es necesario, Pan, que preguntemos a los contertulios si están dispuestos a acompañarnos en esta exploración histórico-metodológica. TAO: Yo estoy dispuesto y en la oportunidad debida expresaré mi opinión. No interpretéis mi silencio como la expiación de una condena, mas sí como la exposición de una prudencia. Me gusta escuchar para luego opinar. Me gusta contemplar para comprender. DULCE:

Yo también estoy dispuesta. He seguido con atención

esmerada lo que habéis dicho. Hasta llegué a ver, fugazmente, que el principio

de

relatividad

sólo

podía

haberse

formulado

como

una

consecuencia de la navegación en gran escala, como en la época de Galileo, cuando viajaba profusamente sobre las aguas del Mediterráneo el diseño árabe de la náutica. Estoy asimilando a mi manera lo que habéis dicho. ZARA:

Yo traje maíz tierno cocido y una infusión de coca. No se

olviden que si de seguir hablando de buenas cosas se trata, hay que alimentarse. No se olviden que somos seres naturales...

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SEGUNDA JORNADA: DE LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD CULTURAL

PAN: En primer lugar debes decirnos, Martín, cuál de los principios de relatividad quieres usar. MARTÍN: El principio de relatividad generalizada. PAN: ¡Caramba, qué atrevimiento! Este principio postula la equivalencia entre todos los sistemas de coordenadas de Gauss para la formulación de las leyes generales de la naturaleza. MARTÍN: Te estás refiriendo a la interpretación del principio general de relatividad correspondiente a la teoría de gravitación de Einstein que, pese a su pretensión generalizante, y en lo que tiene que ver con los sistemas de referencia, ha sido capaz de establecer sólo un tipo particular de equivalencia: la que obra entre un sistema no inercial uniforme y un sistema inercial. A menos que consideremos, en calidad de axioma, que estos sistemas de referencia son los únicos existentes para efecto de establecer las leyes del movimiento, es de lejos más prudente caracterizar dicho principio como aquel que postula la equivalencia, no sólo entre todos los sistemas de coordenadas de Gauss, sino entre todos los sistemas de coordenadas. DULCE:

Ejem, ejem. ¿Podrías, Martín, explicitar e ilustrar el principio

general de la relatividad tal como lo tienes para ti? MARTÍN: De alguna manera ello ya fue hecho cuando aludíamos a la diferencia entre relativismo y relatividad. El principio de relatividad generalizada comporta dos demostraciones complementarias. Una es sobre la posibilidad de describir un suceso desde cualquier sistema de referencia; por ejemplo, desde cualquier sistema de referencia inercial. Y la otra permite

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considerar a dichos sistemas como equivalentes, en el sentido de que las leyes de la naturaleza son las mismas o deben expresarse de la misma forma si pasamos de uno a cualquier otro de ellos; por ejemplo, la velocidad de la luz en el vacío permanece constante respecto de las transformaciones de Lorentz, que describen el paso de un sistema inercial a cualquier otro sistema inercial. PAN: De momento me satisface la aclaración. Se ve que el ejemplo es una particularización del principio de la relatividad generalizada, la que corresponde a la relatividad restringida. Una vez señalado el principio que habremos de emplear, pasemos, entonces, a la exploración prometida. TAO: Te escuchamos con atención. MARTÍN:

Para ello será menester que empecemos por señalar el tipo de

sistema que estudiaremos a la luz de ese principio. Éste será, de aquí para adelante, el “sistema del mundo” que ha podido forjar cada una de las civilizaciones aquí expresadas. ZARA:

Quieres decir las civilizaciones del trigo, del arroz y del maíz.

TAO: Dulce se va a sentir aladeada. DULCE:

De ninguna manera. Tanto como Pan, y con mayor derecho,

me siento parte de la civilización del trigo. MARTÍN:

Habiendo exhaustividad, entonces prosigamos.

DULCE:

Nos hablaste de “sistema del mundo”. Es necesario que digas

lo que significa tan sonora expresión. MARTÍN:

Para definir un “sistema del mundo”, les pido que intentemos

fijar un marco de conceptualización mínimo necesario, libre de supuestos discutibles o de apreciaciones surgidas de convencimientos irrenunciables y de difícil aceptación para todos, un marco capaz de brindarnos una imagen precisa y al mismo tiempo austera, y que por ello nos evite dilaciones insustanciales. Con tal propósito, partamos de mencionar la simple y trivial verdad conforme la cual cada una de las civilizaciones es el resultado de un complejo proceso de evolución histórica, basado en la incesante

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reproducción de las condiciones de vida, con los recursos y medios técnicos disponibles y con más o menos vinculaciones recíprocas. Este proceso -de rica variedad e innovación, de contrastadas y dinámicas formas de organización económica y política, de éxito y derrota- ha tenido, por supuesto una faceta intelectual: la manera con que los seres humanos hemos ido comprendiendo la realidad y los cambios acontecidos; el modo con que hemos ido concibiendo las relaciones sociales establecidas y procurando, por lo mismo, un sentido a la actividad social, para orientarla, y también para satisfacer la inmanente inquietud y creatividad de la mente. En este dominio intelectual del desarrollo de las civilizaciones nos es dado identificar un punto de inflexión histórica, un eslabón decisivo del “ascenso del hombre”, a partir del cual éste ha logrado consolidar y ampliar su posibilidad de controlar las tenaces restricciones presentes en el escenario de su acción. Este crítico avance del intelecto fue logrado el momento en que naciera la capacidad de hacer predicciones satisfactorias y confiables sobre el comportamiento de los fenómenos observados, punto histórico que corresponde, exactamente, al surgimiento de un “sistema del mundo”. Podemos, entonces, definir un “sistema del mundo” como un término apropiado para aludir a la cosmovisión de las civilizaciones, a su idea sobre el movimiento, cuando se ha conseguido que ésta sea planteada y estudiada a través de un “sistema coordenado de referencia espaciotemporal”, vale decir, por medio de un artefacto intelectivo apto para simular la dinamia del ser. TAO: ¿Podrías dar un ejemplo de “sistema del mundo” tal como lo has definido? MARTÍN:

El ejemplo más claro y conocido de un sistema del mundo es el

constituido por la mecánica clásica y la teoría tanto especial como general de la relatividad, si hemos de reconocer en ellas una unidad de fondo, la persistencia de conceptos básicos, usados ciertamente en distintos niveles de abstracción, pero unidad que permite concebir a la mecánica clásica

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como un caso particular de la teoría especial y a ésta, como un caso particular de la teoría de gravitación de Einstein. Podemos estar seguros que este sistema se conformó en el exacto momento en que Lagrange integrara el cuadro newtoniano del mundo con la geometría analítica del espacio, es decir el momento en que consiguiera aritmetizar las fuerzas, velocidades y aceleraciones al modo como Descartes aritmetizó los puntos. Esta idea de Lagrange, con la cual se inicia el análisis vectorial, permitió, por vez primera, la representación del movimiento mecánico en coordenadas generalizadas de espacio y tiempo. Su próximo desarrollo hay que encontrarlo en Ludwig Lange, quien reemplazó el concepto metafísico de “espacio absoluto” por la noción de “sistema inercial” de coordenadas, y luego de él en Minkowski, que hizo del sistema inercial un continuo tetradimensional de coordenadas espaciotiempo, el sistema adecuado para expresar la teoría especial de la relatividad. TAO: Lo entiendo perfectamente. Me parece que todos hemos entendido en qué consiste un sistema del mundo. PAN: Yo tengo, no obstante, una necesidad de aclaración y también un serio cuestionamiento a lo que Martín nos acaba de decir. MARTÍN:

Empecemos por satisfacer tu necesidad de aclaración.

PAN: Muy bien. Has dicho que la mecánica clásica, la teoría especial y la teoría general de la relatividad constituyen un solo “sistema del mundo”, con lo cual podría suponerse que estas tres ciencias utilizan el mismo sistema de coordenadas de referencia. MARTÍN:

Exactamente el mismo, no, de manera alguna; pues, en efecto,

el sistema de coordenadas de Galileo no es igual al sistema de coordenadas de Minkovsky; ni éste, al sistema de coordenadas de Gauss. Yo hablé de un solo sistema del mundo, en cuanto nos es dado reconocer factores comunes a los tres sistemas de coordenadas. PAN: ¿Cuáles son ellos?

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MARTÍN:

En primer lugar, los tres son sistemas válidos para medir los

cambios que experimentan las relaciones de posición de los objetos sometidos ya sea a fuerzas de inercia o ya sea a campos gravitatorios; vale decir, cambios de la estructura externa de los eventos. Los tres son, por consiguiente, sistemas útiles para establecer la métrica del movimiento de los objetos, y ésta es su característica invariante fundamental. PAN: Discutible lo que dices. Me parece que el sistema de coordenadas usado por la teoría general de la relatividad no es de carácter métrico. MARTÍN:

Aparentemente no es de carácter métrico ni de carácter

alguno. Ha sido considerado como una ficción matemática que permite expresar cualquier continuidad tetradimensional. Así visto, parecería un sistema de coordenadas “inocuo”, que no se define en clase alguna de espacio. Sin embargo, si lo examinamos con algún detenimiento, este sistema constituye una generalización del sistema de coordenadas cartesiano, aquél que “soportó”, por así decirlo, la definición de “sistema inercial” y de las transformaciones inerciales. La introducción de las coordenadas gaussianas obedeció a la necesidad de operar la transformación de un sistema inercial en uno no inercial uniforme, cuando el cambio de curvatura que comporta el paso del continuo euclidiano al no euclidiano, imposibilita usar coordenadas espacio-temporales inflexibles, expresadas como reglas rígidas y relojes en reposo, como son, precisamente, las de la cruz de Descartes. El sistema de coordenadas de Gauss está concebido como un sistema de ajuste flexible, que puede adaptarse a cualquier curvatura del espacio -excepto a la que corresponde a una “singularidad”-, y en este sentido vino a coronar los esfuerzos por caracterizar el movimiento producido en un espacio métrico cualquiera. No tiene, pues, un compromiso particular con algún tipo de espacio métrico, sea euclidiano o no euclidiano. Y esta es una conclusión aceptable, pese al hecho reconocido de que al sistema de coordenadas de Gauss le es imposible liberarse de la determinación euclidiana que obra en

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su íntimo fundamento, ya que sólo es aplicable a continuos no euclidianos si éstos se comportan “infinitesimalmente” de manera euclidiana. PAN: Lo que acabas de decir hace notar que con las coordenadas de Gauss se introduce una obligada topologización de la métrica, una intromisión inesperada del espacio topológico no métrico. Pues, al pasar de un sistema inercial de referencia a un sistema no inercial, las coordenadas se deforman con continuidad no lineal. Para ilustrar esta característica del sistema, Einstein lo comparó con un molusco que se desplaza. ZARA: Y Bertrand Russell lo analogizó con una anguila, que ante nosotros se estremece. MARTÍN: En efecto, Pan, las coordenadas de Gauss se deforman al describirse el cambio de curvatura que experimenta el espacio plano, y es notable que este carácter topológico haya aparecido como una especie de salvavidas para hacer posible la generalización del estudio del movimiento en referencia a los espacios métricos. Pero esta “inesperada intromisión” de la topología, como muy bien la has caracterizado, no pasa de ser, en la “teoría general de la relatividad”, un hecho o un dato providencial, una “enzima matemática” que cataliza la transformación, sin que su origen y su naturaleza introduzcan cambio alguno en el propósito y en los alcances de la teoría. El sistema de coordenadas de Gauss se usa exclusivamente, y tanto como se emplean las coordenadas en la mecánica clásica y en la teoría especial de la relatividad, para obtener información sobre la métrica de la relación espacio-temporal de los sucesos. Los “gik” que intervienen en el cálculo de la distancia cronotrópica entre dos eventos infinitamente vecinos -los potenciales gravitatorios de Einstein-, son funciones de las coordenadas y sirven para medir la curvatura de la geometría del espacio-tiempo o, si se quiere expresar de otra manera, topologizan la métrica que parecía esquiva, para restablecerla; lo cual se logra, haciendo intervenir la condición de covariancia de Riemann.

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DULCE: “Se debe medir lo medible y hacer que lo sea aquello que no lo es”. Son palabras de Galileo en sus “Discursos en torno a dos nuevas ciencias”... PAN: Lo pensaré más detenidamente, Martín. Ahora dinos, ¿qué otros factores comunes puedes ver en los tres sistemas de coordenadas? MARTÍN: Los tres son útiles para hacer predicciones deterministas sobre los cambios de las relaciones de posición de los objetos. Dadas unas condiciones cualesquiera, esos sistemas de cómputo pueden revelarnos el pasado y el futuro de la estructura que se describe. Para lograrlo, el “demonio de Laplace” está condenado a utilizar una sola dimensión del tiempo, la que corresponde a la noción de “tiempo reversible”. Los tres son sistemas que incluyen esta sola coordenada temporal y tres coordenadas espaciales. Los tres son, además, sistemas que conciben a los objetos, cuyos cambios de posición recíproca describen y predicen, como si fueran partículas sin estructura interna, es decir como puntos matemáticos. Todos los objetos son intrínsecamente idénticos. Este es un obligado supuesto de los tres sistemas. TAO: Supuesto que puede resultar insostenible, Martín, según nos revela el sencillo experimento de las hojas de té. PAN: ¿En qué consiste? TAO: En revolver agua con trocitos de té. Al suspenderse la agitación, las partículas caen concentrándose en el centro del recipiente, y no dispersándose bajo la acción de la fuerza centrífuga, conforme lo previsto por las leyes conocidas de la física. Este comportamiento anómalo fue atribuido por Einstein a los flujos que se producen en el líquido cuando éste gira: tiende a subir en los bordes del recipiente y a bajar en el centro, siguiendo la forma de un embudo, la cual decide, aparentemente, el patrón de caída. Tal explicación quedó incuestionada hasta cuando Nikolái Koroviakov, de Tula, obtuvo idéntico resultado pero usando un recipiente hermético, donde no hay lugar para los flujos. Y un resultado aún más sorprendente

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consiguió al sustituir el té por partículas de plástico de distinto color y peso. En este caso, en el centro se forma una figura pentagonal. Para entender este fenómeno según la explicación de Koroviakov, es necesario dejar de reducir la materia a puntos matemáticos e incorporar el conocimiento de la composición geológica de la Tierra, de la estructura de su núcleo. DULCE:

Me encantaría repetir el experimento.

TAO: Me comprometo a obsequiarte un “trompo de Koroviakov”. MARTÍN:

Por último, amigos, déjenme decir que en los tres sistemas de

coordenadas, el observador es considerado como independiente del objeto que estudia, es externo y ajeno al mundo que conoce, cual si tuviese la condición del dios del “Génesis”. DULCE:

Esta particularidad se ha puesto en dramática evidencia al

tratar de armonizar la biología con el segundo principio de la termodinámica. La evolución de la vida, que con su tendencia a la autoorganización parece remontar o “vencer” la tendencia al crecimiento de la entropía que caracteriza el comportamiento de un sistema aislado -como podría ser nuestro universo-, se nos presenta, entonces, como un fenómeno extraño a su sustrato físico, como un verdadero milagro. Recuerdo aquí la célebre frase de Monod: “... le es muy necesario al hombre despertar de su sueño milenario para descubrir su soledad total, su radical foraneidad. Él sabe ahora que, como un zíngaro, está al margen del universo donde debe vivir. Universo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos y a sus crímenes”. ZARA:

Una idea angustiante, como para apesadumbrarnos por

siempre. MARTÍN:

Espero, Pan, haber satisfecho tu necesidad de aclaración

sobre lo que es común a la mecánica clásica, la teoría especial y la teoría general de la relatividad, la que me permitió caracterizarlas como un solo sistema del mundo.

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PAN: Estoy satisfecho. Sólo quería añadir algo importante para disipar el sentimiento de Zara. Y es que la mecánica cuántica ha sido capaz de modificar ese lugar que la física anterior había asignado al observador, como ser extraño al mundo que describe. Con la mecánica cuántica se puso de manifiesto la imposibilidad de aislar al observador de la descripción y predicción del comportamiento físico. Y resulta que éste, su nuevo papel, puede ser compatible con la teoría general de la relatividad. Me refiero al notable trabajo de Stephen Hawking. TAO: Muy saludable la referencia. Claramente se puede ver que el horizonte intelectual de Galileo ha llegado hasta Hawking, quien, por su parte, ha sido capaz de mirar subido, cual niño juguetón, sobre los hombros de Albert Einstein y Werner Heisenberg. DULCE:

Una vez aclarada tu duda, Pan, es hora de que expreses el

“serio cuestionamiento” que tenías a la definición de Martín sobre el “sistema del mundo”. PAN: Lo expresaré sin eufemismos: me parece una aberración de Martín el presuponer que otras civilizaciones, distintas a la europea, alcanzaran un desarrollo intelectual de la magnitud de las ciencias que ha citado. MARTÍN:

Por lo visto, amerítase una verificación de lo dicho. Hagámoslo,

pues, y dinos Pan, por dónde hay que empezar. PAN: Muy bien, Martín, vas llegando al meollo de la discusión. Para mí, y vale por lo que conozco, el proceso de construcción de la ciencia, tal como lo definiste, como la creación de un sistema del mundo, ha atravesado un solo y único camino y por una sola ocasión. TAO: Cuestionable el eurocentrismo de Pan, nada nuevo por cierto. Sin embargo, debo admitir que estoy de acuerdo en lo sustancial de su crítica a Martín. No creo que se hayan producido grandes paralelismos culturales en el proceso de hacer la ciencia. Lo que hoy día se conoce como ciencia es, claramente, el resultado de un largo y a momentos penoso mestizaje cultural, un punto de confluencia y no de diferencia cultural. Las antiguas

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civilizaciones orientales y medio orientales aportamos con el cálculo básico, la geometría elemental, la astronomía, la cronometría, el álgebra, la trigonometría. Los occidentales, las bases axiomáticas de la geometría, la geometría analítica y el cálculo infinitesimal. De la integración de todos estos conocimientos surgió el saber científico moderno, la ciencia propiamente dicha. MARTÍN:

¿Admites, entonces, que la ciencia europea es un producto de

la convergencia de las civilizaciones del arroz, la caña y el trigo? Vaya, mi ser se satisface ante esta sinceridad. Mas díganme, ¿los americanos de América, nunca consiguieron algo comparable o que al menos se aproximase a tal síntesis maravillosa? PAN: Reitero en que aquélla se produjo por única vez en esa gran Alejandría moderna que ha sido Europa, a partir del Renacimiento. Los “americanos de América” -como denominas, al parecer a los portadores de las culturas precolombinas- sin duda que aportaron a nuestro desarrollo económico. Sabemos que tuvieron tecnología agrícola, que construyeron bellas pirámides y que hicieron poemas. Lamentablemente no se ha registrado ningún aporte suyo a la formulación de la ciencia. Su tecnología jamás fue sistematizada en un cuerpo teórico, como una epistemología. TAO: Poco se sabe de ellos, debido a que no escribieron su historia, sino aisladamente y en pocos casos. MARTÍN:

Pero hay otras evidencias. Por ejemplo, la tecnología usada en

la construcción de los canales de irrigación de los chimúes, hace como diez siglos, nos muestra que debió haber existido, en lo que hoy es Perú, una ingeniería hidráulica moderna, con toda la connotación que el término tiene. TAO: Puede el ejemplo dar lugar a una amplia discusión. ¿Por qué no atenernos, sin embargo, a la propia expresión de los indios? Zara: ¿consideras que los indios llegaron a desarrollar su propio sistema del mundo? ZARA:

La pregunta es ofensiva, Tao. Estás convencido de que los

descendientes de orientales, como somos los indios, jamás conseguimos

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desplegar la rica herencia que nos protegió al llegar a América, luego de atravesar el helado fondo del Mar de Bering; odisea que Martín la comparó, en su ensayo, con el viaje de los Voyager. 20.000 años de vivencia en muy difíciles

condiciones

naturales,

enfrentados

a

situaciones

nuevas,

inenarrables riesgos y desafíos, ¿no son una prueba suficiente de que los indios tuvimos, por necesidad y también por gusto, nuestro propio sistema del mundo? PAN: Veamos, veamos, querida Zara. Si queremos avanzar en la cuestión que nos ocupa, creo que es preciso poner de lado el penacho indígena, al menos por un breve momento. Se ha dicho aquí que un “sistema del mundo” supone una capacidad de representación espacio-temporal, coordinada y predictiva de los acontecimientos. De aceptar esta definición, ¿podrías decirnos, para comenzar, si tu cultura llegó a darse alguna noción de espacio y de tiempo, por vaga que haya sido? ZARA:

Con poco aportaría si les digo que nuestra idea de espacio y

tiempo se resume en la categoría andina de la “pacha”. Llevada por un afán y un interés comunicativo apelaré, más bien, a vuestra taxonomía conceptual matemática para decir que, hasta donde alcanzo a comprender, el concepto indio de espacio corresponde al de “espacio topológico no métrico”; y el de tiempo, al de “tiempo irreversible”. PAN: Mmm... sospechaba algo de esto. Sin dar por hecho la propiedad de la respuesta ofrecida, que deberías sustentarla, me es suficiente la escueta revelación para decir que confirma nuestra seguridad en que hubo uno, y no más que un solo camino de construcción del pensamiento científico. MARTÍN:

Temo no comprenderte, Pan. Justamente Zara acaba de

ofrecernos una nueva pista, una alternativa al “espacio métrico” y al “tiempo reversible”, tan característicos del pensamiento Occidental. PAN: Con toda razón hiciste una crítica al “relativismo cultural”, Martín. Mas ahora resulta que tu interpretación se ciñe a la manera de ver las cosas del “relativismo cultural”: cuestionar el carácter universal del “espacio métrico”,

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presentándolo como un producto exclusivo de la civilización Occidental, a la par de sostener el “espacio topológico no métrico” como típico de otras culturas. MARTÍN:

No parece que en esto anduviera tan mal el “relativismo

cultural”... PAN: No hasta el momento en que se realizaran experimentos para poner a prueba algunas conclusiones de la “epistemología genética”. Tales experimentos vinieron a confirmar que lo encontrado por Jean Piaget y su equipo, en relación con la evolución de las representaciones de espacio en el intelecto de los niños europeos, podía también hallarse en la mentalidad de niños no europeos -como zulúes y sudafricanos-, es decir que podía generalizarse. DULCE:

¿Cuál fue el hallazgo de Piaget?

PAN: Como se sabe, el interés central de la “epistemología genética” ha sido establecer asociaciones significativas entre el desarrollo del proceso cognoscitivo en los seres humanos, a partir de su temprana infancia, y la historia del propio pensamiento científico.

Entre otras cosas, Piaget y su equipo encontraron que las primeras representaciones de “espacio” obtenidas por el niño, corresponden a la noción de “espacio topológico”. Las formas que surgen en su mente, cuando se halla en la etapa de desarrollo “sensorio motora”, son conseguidas a través de asociaciones entre los rasgos fisonómicos de su entorno familiar, como por ejemplo entre las cambiantes expresiones de los rostros de sus padres, que son deformaciones que no conservan la métrica. Esta manera topológica de representarse el “espacio”, mantiene el niño durante la próxima etapa de su evolución cognoscitiva, llamada “preoperatoria”, donde incrementa su habilidad de reconocerla y expresarla. Sólo cederá al predominio de la representación métrica del espacio, que ya ha aparecido perceptivamente, cuando es capaz de realizar los procesos de

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regulación más complejos necesarios para coordinar las figuras euclidianas, merced al apoyo brindado por la educación. El “espacio operatorio”, que corresponde a esta nueva etapa, se constituye ya no con vínculos en las formas directas de los objetos, sino sobre la base de abstraerlas. En la primera subfase, llamada de “operaciones concretas”, la mente elabora un marco de referencia, con ejes coordinados “naturales”, capaz de mantener las relaciones entre los objetos, independientemente de sus desplazamientos potenciales. Y en la subfase siguiente, denominada de “operaciones formales”, tal capacidad de coordinación se generaliza como coordinación entre sistemas de referencia. A la luz de estos hallazgos de la epistemología genética podía comprenderse, finalmente, que las representaciones topológicas de espacio encontradas por los antropólogos en varias sociedades primitivas -que fueran esgrimidas como evidencias de un concepto diferente de “espacio” y, por tanto, como la prueba de su carácter culturalmente relativo- no eran sino las primarias figuraciones de espacio que tales sociedades estaban engendrando,

similares

al

tipo

de

representación,

topológica,

que

seguramente prevaleció en el pensamiento de Occidente hasta la aparición de la geometría euclidiana. Igual que en la evolución cognoscitiva del niño, la cultura de toda sociedad que no perece experimentaría, entonces, un ascenso continuo desde la noción de espacio topológico hasta la de espacio métrico. DULCE:

Supongo que habrá una conexión de este devenir del concepto

de espacio con el de tiempo... PAN: Justo, Dulce. Por ello cabe hablar de un “tiempo preoperatorio”: una comprensión intuitiva de la duración y la sucesión, atada a los ritmos cualitativos de los cambios de la naturaleza; un tiempo espacializado, local, diferenciado e irreversible. Y cabe hablar, también, de un “tiempo operatorio”, que ha hecho intervenir a la lógica para coordinar las velocidades relativas de los objetos; un tiempo que se separa del ritmo de

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cada cambio concreto, para poder agruparlos; un tiempo homogéneo, continuo y uniforme. MARTÍN:

Es decir que de acuerdo con esta docta visión de la

epistemología genética, sólo sería posible una, y una sola forma de evolución de las representaciones de espacio y tiempo. Sería nula la probabilidad de que el espacio topológico, preoperatorio, deviniese espacio topológico operatorio formal, en lugar de ceder ante el espacio métrico. Ni existiría, tampoco, la probabilidad de que el tiempo cualitativo o irreversible, preoperatorio, se transformase en un tiempo cualitativo operatorio, en vez de sustituirse por el tiempo homogéneo, continuo y uniforme. PAN: Muy interesante reflexión. Por lo que respecta a la epistemología genética, jamás se ha evaluado tal posibilidad. Me parece que esta actitud ha obedecido, antes que a una cuestión de principios, a un hecho de irreprochable contundencia: nadie ha encontrado, en ninguna sociedad, un espacio topológico de carácter operatorio y un tiempo irreversible de carácter operatorio, al modo del espacio y el tiempo métricos, a la manera de los únicos sistemas coordenados de referencia que conocemos. MARTÍN:

Querida Zara, ¿podrías revelar al mundo, por primera ocasión,

en qué consistieron los quipus? ZARA:

Tremenda responsabilidad pones en mi humilde voz, Martín.

Déjame tener al menos un prudente respiro para ordenar mis ideas con alguna precisión... PAN: Los quipus, los quipus... Vengo escuchando desde hace algún tiempo hablar de quipus, como si éstos hubieren sido objetos dotados de misteriosas y extravagantes propiedades, capaces de sugerir increíbles y románticas imágenes de lo que fue el mundo de los incas. DULCE:

Ello es verdad, Zara, pero no sólo es cosa reciente. Ya en el

siglo XVIII, la novelista Francois Grafigny contó acerca de una princesa enamorada que tenía un quipu en calidad de sortilegio de amor. PAN: Recuerdo que el quipu fue tema de una novela de ciencia ficción donde se le equipara con una tarjeta de la IBM, nada más ni nada menos.

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ZARA:

Los europeos nunca entendieron bien de lo que se trataba el

quipu; pero les fascinó, les intrigó y les molestó. José de Acosta escribió, por ejemplo, que tantos nudos, nudicos e hilillos atados, colorados unos, verdes, azules y blancos otros, y tan diferentes entre sí, significaban varias cosas y cuanto los libros pueden decir de historias, leyes, ceremonias y cuentas de negocios, con admirable puntualidad y para distintos géneros de asuntos. Sin embargo, nunca refirió cómo hacían los quipucamayoc5 para codificarlas en nudos. En el siglo XVIII, el Documento sobre Idolatrías (que se conserva en el Archivo Arzobispal de Lima), expresó la típica sorpresa de los europeos ante el gran conocimiento que a los indios les proporcionaba el quipu, diciendo no saberse la ciencia de cómo lo obtenían. Casi todos los quipus fueron quemados por los inquisidores españoles, quienes justificaron la destrucción arguyendo que los quipus contenían recetas mágicas y relataban historias diabólicas. Pocos se salvaron de las hogueras, y esos ejemplares fueron pasando a manos de distantes coleccionistas, públicos y privados, merced a un laberíntico tráfico mercantil no exento de escándalo y fraude. Hoy por hoy, los quipus de probable autenticidad, no pasan del medio millar y se hallan diseminados en varios museos del mundo. Como se ve, la historia de la reacción europea ante el quipu está trágicamente marcada por la actividad inquisitorial y mercantilista, y me parece que se ha mantenido en una gran pobreza de comprensión. Esto explica las extravagancias mencionadas por Pan y Dulce. TAO: Vale la ocasión de estar conversando con Zara para desmitificar al quipu... Y creo que con este propósito hay que decir, ante todo, que el quipu no fue un instrumento utilizado exclusivamente por los incas. DULCE:

Así es. Por ejemplo, el historiador griego Heródoto refiere que

Darío de Persia obsequió un cordón anudado que le servía para registrar el paso de los días. TAO: También en la antigua China se usó el cordón anudado.

140

PAN: Y en la Alemania preindustrial, el número de la medida de trigo en un saco, se representaba por medio de nudos.

5 Operadores del quipu. ZARA:

Dime, Tao, ¿qué hacían los antiguos chinos con los cordeles

anudados? TAO: Los nudos se usaron como intentos de escritura fonética. En el análisis del budismo zen de Okanisama realizado por Hofstadter, se ha recogido esa tradición para intentar establecer, mediante la manipulación de cordeles, la autenticidad de un koan. ZARA:

La utilidad de nuestro cordel anudado -el quipu- fue bastante

distinta a la de los casos citados. Nunca usamos el quipu con la intención de representar los números y las palabras. DULCE:

¿Lo emplearon, entonces, para representar el paso de los

días? ZARA:

El quipu fue aprovechado para representar el tiempo. Pero no

sólo se usó con este fin. PAN: Es muy novedoso lo que dices. Estaba inteligenciado de que los incas inventaron el quipu llevados de la necesidad de superar la carencia de numerales y letras. Es decir que el quipu fue un hito en el acercamiento a la escritura. TAO: Igual yo. DULCE:

Y yo también.

PAN: Debemos recordar que cronistas de la categoría de Pedro Cieza de León, Fray Domingo de Santo Tomás, Joseph de Acosta, Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala, refirieron claramente que los incas carecieron de letras. ZARA:

“Carecen de las letras por nosotros utilizadas”, habrían dicho si

hubieran comprendido las cosas que veían. MARTÍN:

No todos los cronistas coincidieron en aseverar que la

sociedad inca fue ágrafa. El jesuita Fernando de Montesinos, por ejemplo,

141

mencionó que en tiempos del amauta Tukakurga Apu Cápac había letras, y que éstas se escribían en pergaminos y hojas de árboles. Y Cabello de Valboa refirió que la voluntad postrera de Huayna Cápac fue transcrita con grafos de colores en un báculo. PAN: Dinos Zara, ¿tiene vuestra lengua el verbo “escribir”? Por supuesto que sí, y desde muy lejanos tiempos. “Quilca”

ZARA:

significa “escribir”.

TAO: Acabemos de una vez con esta innecesaria pesquisa. ¿Podrías, Zara, presentarnos el alfabeto y los numerales andinos? ZARA:

Los escritos andinos fueron destruidos casi en su totalidad. Se

conservan unos pocos queros, tejidos y monolitos con inscripciones de la escritura andina. Las solemnes esculturas de Tiwanaku, en el altiplano de Bolivia, contienen glifos que vienen siendo estudiados desde hace no mucho tiempo atrás. Los signos representados en varios dibujos del famoso manuscrito de Guamán Puma hallado en la Librería Real de Copenhague, son otra expresión que igualmente ha despertado un creciente interés académico. En todo caso, y aun cuando no se hubiere generado una escritura “endémica” en la zona andina, eso no hablaría mucho en favor del “quipu alfabeto”. Pues la civilización andina estuvo expuesta a varias influencias culturales mesoamericanas, según lo confirman numerosos indicios, y no hay por qué considerar a la escritura como la gran excepción. PAN: Creo que sí hay una razón, Zara. Se sabe que la escritura maya, así como gran parte de sus conocimientos aritméticos y astronómicos, estuvieron en poder de unos pocos privilegiados sacerdotes y miembros de la clase dominante. Si el propio pueblo maya no fue partícipe de esa información, ¿cómo podían haberlo sido otros pueblos distantes? ZARA:

No hay que dar mucho crédito a la versión de que la escritura

maya fue un “secreto de Estado”. Al menos los petroglifos, con su contundente presencia, sugieren una situación distinta.

142

Por otro lado, la escritura no fue una invención maya. Hacia el año 700 a.J., ya se practicaba la escritura en Oaxaca, y cuando empieza el período clásico maya, alrededor del 250, se había difundido en centenares de pueblos a la redonda, unos más alejados que otros. Les será fácil visualizar la inmanente fuerza irradiativa del arte de la escritura si recuerdan que los mismos griegos, con todo y su aventajado talento, no inventaron el alfabeto usado por ellos. ¿Tal vez me equivoco? PAN: Pues bien, Zara, dinos ¿qué cosa fueron los quipus, mismamente? ZARA:

Dado lo exigente del tono, lo diré con pocas palabras y de

manera directa: el quipu fue nuestro sistema coordenado de referencia espacio-tiempo, aunque mejor sonaría llamarlo, en mérito de su geometría, “sistema acordonado de referencia”. PAN: Si no fuera por la seriedad de tu rostro, llegaría a la conclusión de que tu decir es una tomadura de pelo... No hagas que incurra en nuevas conjeturas y explícanos el por qué de tamaña afirmación. ZARA:

Te respondo apelando a vuestro famoso “principio antrópico”:

el quipu fue nuestro sistema coordenado de referencia, debido a que hay avances matemáticos del tipo que a Vaughan Jones, de Berkeley, le hicieron merecer la Medalla Fields en 1990. DULCE:

No entiendo lo que dices, Zara.

ZARA:

¿Por qué no nos recuerdas, Pan, el significado del principio

antrópico? PAN: Introducido en 1961 por Robert Dicke, el principio constituye una manera alternativa de obtener una respuesta a la gran pregunta: “¿por qué el universo es como es?”. La respuesta convencional, deductiva, va por la línea de especificar unas probables condiciones iniciales del universo y, con base en las leyes físicas, predecir los estados evolutivos subsiguientes. La respuesta antrópica es, en contraste, inductiva y se resume en esta expresión: “el universo es como es porque existimos nosotros”; en otras palabras, la existencia de seres capaces de preguntarse por el origen del universo reduce dramáticamente el número de posibles escenarios

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evolutivos del universo, a aquéllos que desembocan en la aparición de vida inteligente y, más restrictivo aún, a aquella variante que conduce inevitablemente al surgimiento de la vida humana. En el caso del método deductivo, el pasado explica al presente. En el caso del método inductivo, el presente explica al pasado. Como si los efectos se tornasen causas, el principio antrópico invierte la dirección del tiempo. DULCE:

Al parecer tiene ventajas el uso del principio antrópico.

PAN: Ciertamente. El método deductivo es mucho más complicado de emplearse en la explicación de la cosmogénesis, en vista de que no se conoce el estado inicial del universo ni existe seguridad sobre el funcionamiento primigenio de las leyes físicas. ZARA:

Es decir que ante una situación de alta incertidumbre sobre el

pasado, el principio antrópico legitima una búsqueda a partir de las condiciones reconocidas del presente. MARTÍN:

De hecho, las exploraciones que se llevan a cabo en la

genética mitocondrial para establecer algunas conclusiones sobre la evolución humana, en abierta divergencia con la paleoantropología, pueden considerarse como una aplicación no denunciada del mismo principio... DULCE:

Creo estar aproximándome a lo que Zara quiere comunicarnos:

siendo muy difícil conseguir información histórica sobre el significado del quipu, entonces se puede tratar de entenderlo con ayuda de elementos actuales que limitan el diapasón de sus posibles interpretaciones. TAO: Me apremia saber cómo es posible que el trabajo del matemático Jones explique el quipu. ZARA:

¿Conoces la obra de Vaughan Jones?

TAO: Tengo muy escasas referencias. ZARA:

Entonces demos el uso de la palabra a Pan.

PAN: No, no soy el indicado. Es la primera ocasión que escucho que un matemático porta ese apellido. ZARA:

Es

preciso

empezar,

caracterización de la topología.

144

entonces,

por

una

muy

breve

PAN: Toda transformación de una figura que no destruye la adyacencia entre sus partes, se llama continua; si además de ello, no se crean nuevas adyacencias, la transformación se llama “topológica”. La topología o geometría cualitativa es el estudio de las transformaciones, o mejor distorsiones geométricas, que se producen sin roturas ni fusiones, en procura de identificar las propiedades que permanecen inalteradas ante estos cambios: los invariantes topológicos. MARTÍN:

Indiscutiblemente, entonces, la topología es solidaria del

movimiento. DULCE:

Cabe añadir que en topología no importa que al distorsionarse

la figura no se conserve la distancia entre cualquier par de sus puntos. Es decir que las transformaciones topológicas -por ejemplo, el estiramiento de una goma- son indiferentes a la métrica. PAN: Tanto como son indiferentes a las transformaciones propias de la geometría proyectiva. Una distorsión topológica puede muy bien no conservar los invariantes del grupo de transformaciones proyectivas. ZARA:

La topología ha generado una clasificación propia de las

figuras geométricas, ¿verdad, Pan? PAN: Así es, la topología ha hecho surgir una nueva clasificación de las figuras geométricas. Dos superficies se consideran topológicamente idénticas si la una puede transformarse en la otra por medio de una deformación uno a uno bicontinua. ZARA:

Dentro del tema de la clasificación topológica de las superficies

cerradas se presentó, hace algún tiempo, un pequeño problema que se ha burlado con persistencia del buen juicio de los topólogos de vuestras comarcas, amigos del Viejo Mundo. PAN: Mmm. Te refieres al famoso problema de los nudos... ZARA:

Exactamente. ¿Podrías hacer su semblanza partiendo de

definir lo que es un “nudo”? PAN: Por supuesto. Pocas cosas pueden ser tan familiares como un nudo. Un nudo se hace curvando un trozo de cuerda; luego, ligándolo; y,

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finalmente, uniendo sus extremos. La curva cerrada resultante, proyectada en un plano, es una “curva de Jordan”, que lo divide en un par de dominios: uno exterior y otro interior. Ahora bien, los nudos pueden tener varias formas y orientaciones. ZARA:

Como el trifolio dextrógiro y el trifolio levógiro o el nudo llano y

el de rizo, que son nudos simples. También hay nudos compuestos, como el enlace de Whitehead o los aros de Borromeo. Y hay nudos sin color, como los vuestros, y nudos cromáticos, como los del quipu... PAN: Desde el punto de vista topológico, dos nudos de diferente forma se consideran equivalentes si es posible que ofrezcan el mismo aspecto, ora tensando, ora aflojando la cuerda. En tal caso, los nudos comparten un “invariante”; es decir, una expresión algebraica que describe la propiedad nodal que se conserva tras producirse la deformación. DULCE:

¡Qué interesante! Es como si se hallase el alma del nudo... ¿Es

difícil descubrir nudos equivalentes? PAN: Aparentemente, no. Mas, realmente, se han presentado algunos inconvenientes. Sólo pensemos en el número de posibles deformaciones continuas que se podrían hacer de un nudo dado cualquiera. ¿Cuántas y cuáles permitirían convertir a ese nudo en otro de distinta forma? A decir verdad, una búsqueda de carácter tan individualizado representaría un trabajo largo y sofocante. Para simplificar, la tarea ha sido asumida por medio de procedimientos matemáticos, bajo un programa de identificación de los invariantes correspondientes a las transformaciones topológicas de los nudos, para clasificar, con su ayuda, los nudos equivalentes y los que no lo son. Las dificultades acaecidas en el desarrollo de este programa taxonómico, constituyen, precisamente, el famoso problema de los nudos que me pediste, Zara, que lo reseñara. DULCE:

Has despertado en mí una intriga, amigo mío: ¿podrías

decirnos cómo opera la matemática en esta exploración tan atractiva? PAN: El camino que conduce desde un nudo tridimensional hasta su invariante algebraico, empieza con la obtención del llamado “complemento

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del nudo”, que no es otra cosa que un diagrama planar del bucle. Luego, el “complemento” se somete a deformaciones continuas arbitrarias, cuyas funciones se codifican en un polinomio, según el número de cruces de las curvas que integran el complemento. MARTÍN:

Cabe hacer historia, aquí, y señalar que estas investigaciones

llevan muy poco tiempo de haberse iniciado. PAN: En efecto, son estudios realizados en el presente siglo. Uno de los progresos significativos fue alcanzado en 1928, por el matemático norteamericano James Alexander. El invariante que él descubrió es un polinomio que permite hacer una interesante pero incompleta, o quizás fallosa, clasificación de los nudos. Los nudos que tienen distintos polinomios de Alexander no son equivalentes, como es de esperar. Pero los nudos que poseen el mismo polinomio de Alexander, no necesariamente son equivalentes. Más allá de este pionero trabajo y de estas dificultades de parto, tengo la impresión de que los avances registrados en la materia no han sido sustanciales. ZARA:

Debo informarles, amigo Pan y amigos todos, que ese famoso

problema ha sido abordado con éxito por Vaughan Jones. PAN:

Esta sí que es una auténtica novedad. Apresúrate en

hablarnos de él y de su trabajo. ZARA:

Vaughan Jones es neozelandés. Ha sido profesor de

matemáticas en Berkeley de California y en el Instituto de Altos Estudios Científicos de París. En su vida hay un episodio anecdótico, revelado por él mismo, que marcó el nacimiento de su mayor contribución científica. Ocurrió una buena noche de mayo de 1984, cuando poco después de haber mantenido una reunión más bien desalentadora con un experto en teoría de trenzas, saltó de su cama tras advertir, en ese estado de seudovigilia o transición al sueño, que su trabajo y sus intuiciones en el mundo intrincado y serpentino de los nudos, estaban originando un nuevo invariante, hoy llamado

147

“polinomio de Jones” o “invariante polinómico”, el cual permite una mayor generalización que el de Alexander. Este aporte inclinó la balanza de los jueces del Tribunal que concede el mayor premio mundial a los matemáticos, en el año 1990.

PAN: Disculpa, querida Zara, mi ignorancia sobre esta innovación, digamos que reciente. Podrías comentarnos brevemente ¿en qué consiste el “polinomio de Jones”? El “polinomio de Jones” es resultado de un fructuoso

ZARA:

acercamiento entre dos ramas de las matemáticas, aparentemente muy alejadas entre sí: la teoría de las transiciones de fase y la teoría de los nudos. La primera, desarrollada en el contexto de la mecánica estadística, ofrece modelos de simulación del proceso de cambio de fase o de estado que experimentan objetos como el agua, al variar condiciones como la temperatura. Uno de esos modelos, llamado de Ising, es capaz de mostrar, en efecto, una transición de fase bajo la forma de la relación estrellatriángulo. Lo sorprendente de todo esto, aquello que en definitiva deseaba resaltar, es que al efectuarse una cierta operación en el complemento de un nudo -denotada como “movimiento de Reidemeister de tipo III”-, se obtiene de inmediato la transición estrella-triángulo. Es decir que un mismo invariante interviene, tanto en el dominio de la “transición de fase”, como en el de la transformación de un nudo: el invariante descubierto por V. Jones. DULCE:

En buenas cuentas esto significa que la transición de fase

puede ser descrita con ayuda de la topología de nudos. ¡Qué interesante! ZARA:

Y hay algo más todavía: tal conexión íntima fue posible merced

a la participación de otra teoría matemática: la teoría de álgebras de Von Newman (sustento de la mecánica cuántica, y donde la dimensión es tratada como una variable continua).

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Esta feliz, como no pedida intervención de Von Newman, ha hecho ver que los invariantes de los nudos aparecen también en la teoría cuántica de campos, nada más ni nada menos. PAN: Vaya, vaya. ZARA:

Y para mostrar otra de las sorpresas que alborotan la caja

musical abierta por Vaughan Jones, necesario decir que en el interior de una célula viva, las dobles hélices de ADN se anudan y encadenan al realizar los movimientos de recombinación y replicación genética. Una vez más, los invariantes nodales resultan fértiles, ahora para nutrir a la biología molecular. Como casi es natural suponerlo, todo ello ha originado una valiosísima

generalización

de

los

invariantes

núdicos

a

espacios

tridimensionales, donde éstos se muestran con un barroquismo de bucles, torbellinos y huecos. TAO: ¡Una visión insólita! Quisiera añadir que también recientemente se han efectuado, en el Japón, descubrimientos muy importantes en esta prometedora temática, pero por un camino distinto. Me refiero al trabajo de Fukuhara, del Colegio de Tokio, quien al tratar los nudos como si sus cuerdas transportasen cargas electrostáticas que se repelen en los cruces, ha conseguido demostrar la existencia de un umbral de “energía” para la estabilidad de un nudo, y que dos nudos topológicamente equivalentes tienen la misma energía mínima. Me he informado que siguiendo estas pistas, Zheng-Xu He, de la Universidad de Princeton, y un grupo de matemáticos de la Universidad de San Diego, en California -entre los que destaca Zhenghan Wang-, han localizado un umbral crítico de “energía”, con valor de “2 pi + 4”, por debajo del cual no hay nudos. En consecuencia, los nudos pueden clasificarse siguiendo un orden creciente a partir de su “energía mínima”. ZARA:

¡Qué extraña coincidencia: aparecen los números pi y cuatro!

PAN: ¡Cuánto avance último. Gracias por la actualización!

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ZARA:

No es una “actualización” a secas, señor Pan. Ello carecería,

aquí, de mayor interés si no fuera porque esta reciente solución del famoso problema de los nudos, brinda unas hebras de preciosa información que comunican el significado del quipu como exponente de un sistema especial de coordenadas de referencia, y lo resucitan con esta calidad. Pues, los trabajos mencionados hacen notar que en topología de nudos no sólo es posible hallar, por medio de sencillos procedimientos algebraicos, estructuras matemáticas que permanecen constantes ante un cambio dado, sino que tales expresiones son por completo útiles para describir el comportamiento de un creciente número de fenómenos. En otras palabras, los nudos pueden servir, tanto como las coordenadas de Gauss, en calidad de sistema de referencia para formular leyes de la naturaleza. PAN: ¿Quiéres decir que a través del quipu los indios podían hacer predicciones sobre el comportamiento de los objetos en movimiento? ZARA:

En movimiento cualitativo, ni más ni menos. Puesto que el

espacio en el que se sustenta no es métrico, sino topológico no métrico. No es casual, por ello mismo, el inesperado vínculo hallado por Jones entre una rama tan cualitativa de la matemática y la física, como es el estudio de las transiciones de fase -con sus inestabilidades sorprendentes, con su tiempo irreversible-, y una rama tan cualitativa de la matemática, como es el estudio de los nudos. PAN: Si el quipu hubiere sido un sistema del tipo que señalas, amiga Zara, entonces tendría que haber sido un objeto formal y no un conglomerado de nudos reales. De otra manera, no entiendo cómo habría sido posible operar formalmente de manera concreta... ZARA:

En efecto, Pan, el quipu fue un sistema de referencia de

carácter concreto. Semejante aseveración puede parecer disparatada si se acepta la opinión de que para formular leyes de la naturaleza es preciso seguir una sola y recta vía de abstracción: a partir de la sencilla aritmética hasta el cálculo diferencial; y todo indica que es indispensable escalar por

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estos sucesivos peldaños cuando se trata del estudio de sistemas dinámicos deterministas, basados en el espacio métrico y el tiempo reversible. Por contra, y como ha mostrado la topología de nudos, las regularidades del cambio cualitativo no requieren del nivel del cálculo para poder expresarse. Esta es, por otra parte, una conclusión hasta cierto punto natural si se admite que el conocimiento de lo cualitativo requiere de una gran aproximación a las particularidades de los objetos concretos. “Al gusano que hay dentro del rabanito picante, el rábano le parece dulce”, reza un viejo adagio yiddich. Los gustos y las preferencias, tanto como la manera de ver y comprender el mundo, dependen por entero de las condiciones del entorno y de la capacidad de respuesta adaptativa que puedan generar los organismos vivientes. MARTÍN:

Espero, Pan, que tras esta clarificación del significado del

quipu, se haya disipado tu serio cuestionamiento a lo que llamaste mi “aberración”. Y espero, por lo mismo, que a todos se nos haya revelado la imagen de los dos grandes sistemas del mundo habidos. PAN: Admito que es seductora esta novedosa interpretación del quipu; también debo aplaudir el conocimiento demostrado por Zara en el tema de la topología, así como su suelto manejo del pensamiento de la relatividad. ZARA:

En febrero de 1931, cerca del Gran Cañón, los indios

adoptamos a Albert Einstein como nuestro “Jefe gran relatividad” y le entregamos el penacho en presencia de Elsa, su esposa... PAN: A pesar de todo, confieso que no me siento próximo a resignar mi preciado escepticismo, si me lo impide una avalancha de nuevas preguntas. Necesito un descanso. TAO: Yo doy por satisfecho un básico nivel de aceptación. Siguiendo rigurosamente la definición ofrecida de un “sistema del mundo”, nada obstaculiza considerar, en principio, que el quipu haya sido un sistema de coordenadas espacio-tiempo, de parecido talante al de los sistemas de coordenadas producidos por la civilización euroasiática.

151

DULCE:

Pese a que los dos sistemas sean de “parecido talante”, yo

estoy más bien intrigada por las profundas diferencias de forma y de contenido que entre ellos se observan. Según lo que he escuchado, estas diferencias obedecen a que cada uno de esos sistemas se define en una cierta clase de espacio. MARTÍN:

Precisamente esta distinción, esta personalidad de cada uno

de los máximos sistemas del mundo, es lo que necesita ser explicado, si aceptáis proseguir el desarrollo de la teoría de la relatividad cultural. PAN: ¿Cuál es el postulado? MARTÍN:

Que esa característica propia de cada uno de los dos sistemas

de referencia puede ser satisfactoriamente explicada, si concebimos a cada clase de espacio-tiempo en que tales sistemas se definen, como función del desarrollo de la agricultura de las gramíneas gigantes, desarrollo acaecido según las particulares condiciones de despliegue de las civilizaciones del Antiguo y el Nuevo Mundo. PAN: Abrigo poca o ninguna credibilidad para planteamientos de esta laya. Espacio y tiempo no son conceptos culturales sino realidades objetivas que interactúan con la materia, según tenemos por cierto gracias a la teoría general de la relatividad. Conforme una acreditada cosmogonía nuestra, el espacio-tiempo se originó con el big bang, hace entre 10 y 20.000 millones de años... MARTÍN:

Esta datación sí que es una aberración. No tanto por el colosal

intervalo de incertidumbre utilizado, cuanto por la fecha de origen del espacio-tiempo, tan descomunalmente alejada de la verdad, que produce escalofríos. Si no tienen inconveniente, les pido más bien que pasemos a examinar esas nociones básicas de espacio y tiempo bajo las prometedoras luces de la relación cultural y del sustento otorgado, caudalosamente, por las gramíneas gigantes. TAO: Procedamos, Martín, y hagámoslo combinando la dureza con la flexibilidad, como es propio de la espada samurai.

152

DULCE:

Ya se ve al blanco resplandor de Sirio en el firmamento lejano,

cual anuncio de una riada del Nilo. Os invito a descansar bajo el tenue abrigo de esa distante luz que en los últimos siglos ha cambiado de color...

TERCERA JORNADA: DEL ESPACIO Y EL TIEMPO EN LA CIENCIA TRIUNFANTE

DULCE:

Frío el viento y ardiente el Sol en esta mañana andina. El

volcán luce apacible. ¿Será bueno el clima para dialogar de tan profundos y difíciles conceptos, como son estos de espacio y tiempo? MARTÍN:

Me parece un buen momento. Tal vez no volvamos a tener una

oportunidad tan magnífica... PAN: Me preguntaba en varios pasajes del diálogo, sin atinar a interrumpir, si al expresar con tan liberal soltura teorías y opiniones sobre los conceptos de espacio y tiempo, como si los grandes autores del tema nos hubiesen transferido la propiedad de sus derechos, ¿nos habríamos estado refiriendo, en verdad, al mismo objeto? Si ese uso tan suelto de los conceptos de espacio y de tiempo, que hemos venido haciendo hasta aquí, ¿estará realmente justificado? Si, por lo mismo, ¿no será oportuno empezar por saber qué entiende cada uno de nosotros por espacio y tiempo? DULCE:

Espacio y tiempo son conceptos que aún no se han procesado

del todo en parte alguna. Sería una solemne tontería el evitar esta simple consideración para decir con aire pontificio: “estos son los conceptos de espacio y de tiempo que tiene mi civilización, y sobre ellos, y sobre los conceptos de espacio y de tiempo de las otras civilizaciones, hagamos un diálogo!”. PAN: Disculpa mi arrebato, Dulce, que doy total crédito a tu cordura. Si a Occidente nos vamos a referir, yo no sabría, en efecto, qué conceptos de espacio y de tiempo elegir como representativos sin sentirme a salvo de mareamiento alguno... Prácticamente cada gran pensador Occidental, desde

153

las calendas griegas, ha contribuido con sus caudales al proceloso mar de estos conceptos. DULCE:

Creo que ni tan siquiera podrían los occidentales afirmar,

categóricamente, si el espacio y el tiempo existen en la realidad objetiva o si son formas subjetivas de percibir los objetos... PAN: Me parece, más bien, que sobre ello ya no quedan divergencias notables. Tengo por cierto que tal polémica ha sido suficientemente zanjada, querida Dulce. DULCE:

Recordando, una vez más, a Albert Einstein, en él fue patética

la indecisión. PAN: ¿A qué te refieres? DULCE:

A lo paradójico de su opinión sobre el concepto de tiempo.

Mientras que en la teoría general de la relatividad atribuyó al espacio-tiempo una condición tan objetiva, como es la aseveración hierática de que el espacio-tiempo se “curva” en presencia de masas, en su conocida carta de pésame por el fallecimiento de su entrañable amigo Michele Besso, defendió, en cambio, la opinión contraria: la de que el “tiempo” es un asunto subjetivo, una “ilusión”. PAN: Hasta aquí hemos procurado ceñir nuestras interpretaciones a una aceptable concordancia con los dichos y los hechos aludidos. No trunquemos la nobleza usada, por mal entender lo que Einstein pensaba. DULCE:

Acláranos, entonces, Pan.

PAN: No hay ninguna contradicción en el pensamiento de Einstein. En su condolencia por la muerte de Besso, él caracterizó como “subjetiva” la noción de que el “tiempo pasa”; es decir, la noción de tiempo que diferencia el pasado del futuro. DULCE:

O sea, la noción de “tiempo” que corresponde a los procesos

irreversibles: el “tiempo termodinámico”. PAN: Exacto. La noción que sir Arthur Eddington denominó la “flecha del tiempo” y a la que deberíamos caracterizar, mejor, como “tiempo vectorial”. Einstein, igual que la comunidad de físicos teóricos, consideró que este

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tiempo termodinámico, de carácter irreversible, es “tan sólo una ilusión”. Para él, el tiempo objetivo fue el que le mostraban las leyes físicas: el tiempo reversible, el que no distingue el ayer del mañana, el tiempo de la mecánica clásica y de su teoría de la relatividad. MARTÍN:

Es destacable el que esta convicción de Einstein formara parte

de ese consenso de opinión entre los físicos teóricos, producido luego del doloroso suicidio de Boltzman, una vez que él fuera llevado a retractarse de su pensamiento sobre el carácter real de la “flecha del tiempo”... Ante su tumba corre una brisa ardiente, llegada desde el Etna, en cuyas entrañas, Empédocles, el evolucionista, decidió fundirse (según se rumoró). ZARA:

¡Qué trágica coincidencia!.. Y qué extraño consenso el de los

físicos post boltzmanianos: el tiempo irreversible, termodinámico, es una ilusión... ¿No será exactamente al revés? ¿No será el tiempo de la cinemática, el ilusorio; y el tiempo termodinámico, el real, como nos ha puesto en claro el descubrimiento de la “radiación térmica de fondo”, que ha vuelto indispensable la indagación sobre el pasado y el futuro del universo? TAO: Siempre que se ha intentado separar al “yo” de la realidad circundante, para obtener respuestas excluyentes a preguntas disyuntivas del tipo: “¿son el espacio y el tiempo asuntos de nuestro interior o son cosas que conciernen a nuestro exterior?”, la mente ha quedado atrapada, cual mosca de inaprensivo volar, en atractivas telarañas donde aguardan letales paradojas. DULCE:

Poco faltaba, Tao, para que yo llegara a la conclusión de que

habías enmudecido... Cualquiera diría que algo importante quieres decir. TAO: Esa separación entre el “ello” y el “yo”, entre los sentidos y el intelecto -que fuera introducida por Pitágoras, a quien deberíamos considerar como el fundador de la mentalidad Occidental, analítica-, llevó casi desde un principio a situaciones indecidibles. Es desalentador verificar que, a pesar de las paradojas acaecidas y de las insistentes críticas hechas desde Oriente, el Occidente perseverara, con denuedo, en ese dualismo tan peligroso.

155

PAN: A la inmortal intervención pitagórica debemos la matemática como un pensamiento deductivo-demostrativo. Los riesgos, los desafíos y las consecuencias de la separación entre los sentidos y el intelecto, han sido asumidos a plenitud por nosotros, para beneficio de la humanidad. DULCE:

¿Algo en limpio, hasta aquí, sobre el carácter elemental,

subjetivo u objetivo, del espacio y el tiempo? TAO: Viene a mi recuerdo la enseñanza transmitida a través de un koan, cuando un monje curioso preguntó a su maestro: “¿Cuál es el camino?”. ZARA:

¿Qué respuesta le ofreció?

TAO: “Está exactamente ante tus ojos”. Dicho lo cual, el monje preguntó: “¿Y por qué no consigo verlo?”. “Porque estás pensando en ti mismo”, respondióle el maestro. “¿Y tú puedes verlo?”, volvió a preguntar el alumno. “En la medida que tu visión es doble, diciendo yo no, tú sí, y así por el estilo, tus ojos se nublan”, le contestó el guía. “Y si no hay ni yo ni tú, ¿es capaz uno de verlo?”, inquirió, finalmente, el aprendiz. “Si no hay ni yo ni tú , ¿quién es ese “uno” que quiere verlo”?, replicó, por último, el sabio. Naturaleza y ser humano, materia y pensamiento, cerebro y mente, objeto y sujeto: aspectos inseparables de una sola totalidad. MARTÍN:

Enseñanza taoísta que lleva a tener confianza en que a las

categorías de espacio y tiempo debemos atribuirles un significado ontológico y uno gnoseológico correspondiente. No es posible negar uno cualquiera de los dos sentidos, sin pérdida de lucidez, ni puede hallarse un sentido prescindiendo del otro. El espacio y el tiempo deben ser aceptados como construcciones mentales, por cierto, pero como construcciones hechas con unos ladrillos y amalgamas de realidad que los han originado y condicionado. ¿Qué les parece si pasamos a reconocerlos, y si para ello empezamos por darnos un refrescante baño en el tranquilizador manantial que Henri Poincaré pusiera ante nuestros ojos? ZARA:

¿Cuál es ése, Martín?

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MARTÍN:

El señalamiento de que a los seres humanos, de la naturaleza

nos ha sido posible percibir al menos dos grandes clases de movimiento: la de los cambios de posición y la de los cambios de estado. PAN: Vaya, reaparece este tema. TAO: No me parece un referente apropiado. ¿Por qué debemos aceptar que las “cosas cambian”? ¿Por qué suponer que el movimiento es un “hecho”? PAN: Recuerdan tus preguntas, Tao, a la famosa reunión de Atenas donde Zenón de Elea pronunció inolvidables argumentos para demostrar que el movimiento es inherentemente imposible. DULCE:

No es pura coincidencia. Según el estudio de Douglas

Hofstadter, el holismo estático e indivisible de Parménides ha sido defendido con equivalente vigor corrosivo por el budismo zen... Paradójicamente, ese holismo parmenidiano introdujo, a través de Zenón, una indecisión, un dualismo trascendente al considerar el concepto de movimiento. Evoco, para situar el tema, la famosa competencia de velocidad que libra Aquiles, el más veloz de los mortales, con la proverbialmente lenta tortuga, tras concederle a ésta, por mutuo acuerdo, una razonable ventaja inicial. ZARA:

Evidentemente Aquiles vence...

DULCE:

Evidentemente, es decir si nos guiamos por la impresión de los

sentidos. Zenón, el genial discípulo de Parménides, se encargó de introducir una duda en tal seguridad, duda que desde entonces ha reaparecido, de tanto en tanto, para burlarse de los mejores intelectos. ZARA:

Recuérdanos el argumento.

DULCE:

Empieza la contienda. Aquiles apreta a correr tratando de

descontar el “handicap” concedido al reptil. Una vez que lo logra, y alcanza el arrancadero de la tortuga, advierte, sin embargo, que ésta ha conseguido avanzar un pequeño trecho. Prosigue, entonces, y al igualar esta nueva distancia, la tortuga se le ha adelantado otro palmo de arena, esta vez más reducido; y así ocurre sucesivamente, al infinito, cada vez que Aquiles empareja los adelantos de su contendora. Es decir que Aquiles, para vencer

157

a su inaudito rival, necesita dar un número infinito de pasos, lo que equivale a decir que nunca podrá alcanzarlo, que la realidad es inmutable e indivisa. ZARA:

Conclusión que contrastaría con el resultado de una contienda

efectiva entre Aquiles y una galápago. ¿Qué debe considerarse real, entonces: la impresión sensorial de que Aquiles vence la carrera o la demostración intelectual de que Aquiles no lo hace? ¿Gana o no Aquiles la carrera, en fin de cuentas? DULCE:

Exactamente esta es la paradoja. Si nuestra seguridad se pone

en el partido de los sentidos, Aquiles gana. Si nuestra seguridad se pone en el partido del intelecto, Aquiles no gana. Aquiles gana. Aquiles no gana. Conflicto entre equipotentes. Paradoja. Indecisión. MARTÍN:

A partir de esa defensa del punto de vista parmenidiano sobre

el carácter engañoso de la percepción sensorial del movimiento, relegada al desconfiable mundo de las apariencias, quedó firmemente implantado en el pensamiento un crucial dualismo entre el intelecto y los sentidos, entre cuerpo y alma. De esta histórica escisión se ha desprendido la tradicional disyuntiva entre idealismo y materialismo que, dicho esquemáticamente, partió en dos la filosofía Occidental. ZARA:

Del holismo estático nació el dualismo. ¿Un parto inevitable?

PAN: Es un dualismo que, en lo que respecta a la doctrina de la fluencia, se mantuvo incólume a lo largo de 2.300 años. Sólo pudo ser superado gracias al teorema de Weierstrass, en el siglo pasado, que eliminó el carácter necesario del concepto de “infinitesimal” en el cálculo y, con ello, dio a las paradojas de Zenón “el aire respetable de perogrulladas” (la expresión es de Russell). Con este notable triunfo del intelecto moderno quedaría desbrozado el camino por donde Heráclito llegará invicto al siglo XX. DULCE:

Por ello mismo, resultaría un anacronismo estridente darse el

lujo metafísico de cuestionar o negar que el mundo cambia... Dinos, más bien, Martín, ¿cómo es posible que ese referente para tratar del espacio y el tiempo, que señalaste hace poco, es de veras propicio? Es decir, ¿cómo el hecho de que a los seres humanos nos ha sido posible percibir dos grandes

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clases de movimiento en la naturaleza -la del cambio de estado de los objetos y la del cambio de posición-, nos puede ayudar a introducir el entendimiento adecuado sobre el espacio y el tiempo? MARTÍN:

Este referente ya lo usamos cuando de las diferencias entre los

dos máximos sistemas del mundo estuvimos tratando. Recordemos que habíamos caracterizado al un sistema como de orden dominantemente métrico; y al otro, como de orden dominantemente topológico no métrico. Recordemos que esta caracterización fue hecha en virtud de la clase de cambio, ya fuera de posición o ya fuera de estado, para cuyo estudio tales sistemas fueron creados. Y recordemos, además, que el de posición quedó definido como el cambio de las relaciones recíprocas de los objetos, en su estructura exterior; y que el de estado quedó definido, por su parte, como aquél que acontece en el interior de los objetos, en su estructura interna. El uno es una traslación; el otro, una distorsión. PAN: Interesante esta sugerencia de conceptuar lo métrico y lo topológico no métrico en alusión a las dos grandes clases de cambio de la naturaleza. MARTÍN:

Si hay vuestro consentimiento, sugiero que pasemos a revisar,

con mesurado detalle, los conceptos de espacio y tiempo que corresponden a cada uno de dichos sistemas. PAN: Me parece alentador hacerlo. Creo que si esta referencia adoptamos, sí se puede hablar con cierta propiedad de “nuestros” conceptos de espacio y de tiempo. Empecemos, entonces, por revisar los que pertenecen al sistema del Antiguo Mundo, tomando como base la teoría general de la relatividad. TAO: ¡Cuánta atención se ha concedido a esta teoría! ¿Por qué no empezar por la mecánica cuántica, visión del mundo que tiene la ventaja de haber logrado la integración del “observador” en la descripción de la realidad física? PAN: Cuando se trata de los conceptos de espacio y tiempo, la mecánica cuántica es una visión del mundo claramente insatisfactoria. Las relaciones de indeterminación del lugar o de la velocidad de una micropartícula,

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establecidas por el principio de incertidumbre de Heisenberg, imposibilitan hacer aseveraciones sobre el dominio espacio-tiempo, del tipo que se pueden hacer en teoría de la relatividad. Pero, por otra parte, la mecánica cuántica se sirve de tales conceptos, como si fuesen molestosamente necesarios. Esta insatisfacción del marco de referencia espacio-temporal para la descripción del mundo atómico, fue consignada expresamente por Louis de Broglie en el Congreso de Filosofía de Amsterdam, realizado en 1948, cuando dijo, y aquí me permito citarlo: “... los datos de nuestras percepciones nos llevan a construir un cuadro del espacio y el tiempo en el que todas nuestras observaciones pueden localizarse. Pero el progreso de la física cuántica nos lleva a pensar que nuestro cuadro del espacio y el tiempo no está adecuado a la verdadera descripción de las realidades en escala microscópica. Sin embargo, no podemos pensar de otra manera que no sea en términos de espacio y de tiempo, y todas las imágenes que podemos evocar están ligadas a ellos. Además, todos los resultados de nuestras observaciones, incluyendo los que nos proporciona el reflejo de las realidades del mundo microscópico, se expresan necesariamente en el cuadro del espacio y del tiempo. Es por ello que tratamos, bien que mal, de representarnos las realidades microscópicas (corpúsculos o sistemas de corpúsculos) en el seno de este cuadro al que no se adaptan”. Creo que este sinsabor epistemológico yace en el fondo de la crítica einstiana a la mecánica cuántica. Teoría ésta que, por lo que acabo de mencionar, no es un sistema sólidamente constituido. MARTÍN:

Me parece que el dualismo onda-partícula que la mecánica

cuántica atribuye a la naturaleza misma de la luz, es una consecuencia de esa señera dificultad. Sin embargo, conozco que se han producido buenos esfuerzos para superarla. PAN: En efecto, Martín. Fue justamente Heisenberg uno de los principales interesados. Él introdujo el concepto de “longitud más pequeña” o “cuanto de longitud” para resolver ciertos problemas de la electrodinámica cuántica, concepto que sugiere un referente espacial de carácter discreto. Otra línea

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de trabajo destacable es la aplicación del “espacio de fases” en la actual física hadrónica. A la espera de resultados definitivos, me parece conveniente que prosigamos, tomando a la teoría general de la relatividad como nuestro representativo sistema del mundo. MARTÍN:

Debe señalarse que el concepto de espacio de la teoría

general de la relatividad fue adoptado de la geometría de Riemann. Esta geometría constituye, en lo que respecta al concepto de espacio, un punto de confluencia de los desarrollos intelectuales de las civilizaciones del Antiguo Mundo... PAN: El concepto de espacio de la teoría general de la relatividad ha sido obtenido de la geometría de Riemann, ciertamente. DULCE:

Y en esta geometría se sintetizan las nociones euclidiana y no

euclidiana del espacio, vale decir las que corresponden a los espacios de curvatura constante nula, positiva y negativa. MARTÍN:

El espacio euclidiano es de curvatura constante nula; es decir,

“plano”. El no euclidiano esférico, de curvatura constante positiva. El no euclidiano hiperbólico, de curvatura constante negativa. Y el riemanniano, de curvatura constante generalizada. DULCE:

Los cuales son, por otra parte, los únicos tipos de espacio

compatibles con la geometría métrica diferencial, conforme ha demostrado la teoría de Lie de los grupos continuos. MARTÍN:

Y que son, por ello mismo, los espacios apropiados para

describir las relaciones posicionales o de distancia entre los objetos, sean éstas las de los objetos con respecto a su sustrato o sean las de los objetos entre sí. El haber logrado conciliar ambas descripciones en un solo cuadro del mundo físico, constituye, a mi entender, el mayor logro de la teoría general de la relatividad. PAN: El concepto de espacio que relaciona los objetos con su sustrato, es el que corresponde a la noción de espacio como el recipiente de todas las cosas. Mientras tanto, el otro concepto representa al espacio como el conjunto de las relaciones entre los objetos. Ambas nociones, la de espacio

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como recipiente, y la de espacio como relación, la del espacio plano y la del espacio curvo, son las que han presidido el desarrollo de la ciencia física, y son las que nos han aportado el punto de vista cinemático y geométrico, respectivamente. Allí tienen, ante sus ojos, el diamante que le ha dado forma y fulgor a la visión intelectual del Antiguo Mundo. MARTÍN

Yo no lo vería tanto como un diamante, cuanto como un cubo

de cloruro de sodio, si atendemos a la básica forma, cartesiana, del sistema de coordenadas de referencia que se ha definido en esos espacios... PAN: El espacio concebido como el recipiente de los objetos es característico de la física de Newton y en ésta alcanza, a no dudarlo, su mayor lustre. El espacio y el tiempo se consideran, en ella, como una suerte de “escenario” donde transcurren los procesos físicos, un escenario que existe independientemente de la materia, eternamente igual e imperturbable. Es el soberbio concepto de “espacio absoluto”. ZARA:

Como bien señaló Martín, se trató de una reacción portentosa

a la relatividad de Galileo. Me pregunto, ¿cómo fue posible que se produjese a pesar del poder persuasivo de la argumentación galileana, que puso en tela de duda el concepto de “espacio absoluto”? ¿Cómo fue posible que el “espacio absoluto” renaciera de las cenizas tras la crítica galileana a Aristóteles? Para preguntarlo más sueltamente todavía: ¿de qué artimaña se valió Newton para conseguir superar a Galileo en una batalla librada sin su presencia? PAN: Importantísima la pregunta. Con frecuencia se tiende a asumir, con ligereza, que entre Galileo y Newton hubo una continuidad o una hermandad de pensamiento, a través de la cual se habría conformado el paradigma de la física renacentista. Así, se ha enfatizado su interés recíproco y complementario en el estudio de la gravitación. O se los ha presentado como las eminencias capaces de haber elucidado el comportamiento inercial de los cuerpos. Pero lo que puede ser cierto en lo que respecta a la teoría de la gravedad, no lo es en lo que respecta a la de la inercia. Pues, la física de Galileo es, ante todo, la física de la caída de los cuerpos. En ella no hubo

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una preferencia por el estudio del “movimiento inercial”, el cual fue por primera vez conceptualizado y estudiado, a la manera axiomático-deductiva, por la física de Newton, al ser formulada la “ley de la inercia” (aquella que establece que todo cuerpo entregado a sí mismo permanece en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo y uniforme). Con la introducción de esta ley, y en lealtad con el espíritu pitagórico de trascender el mundo de las apariencias, pudo Newton restablecer el espacio absoluto. ZARA:

Curioso lo que mencionas, puesto que del movimiento inercial

se extrae precisamente una noción de espacio relativo... PAN: Este espacio relativo es concebido por Newton como una medida sensible del absoluto, una medida que tiene para él un valor de simple apariencia y una característica plebeya, por así decirlo, frente a la realidad matemática y verdadera del espacio absoluto. ZARA:

Dicho así no me deja de parecer arbitraria la introducción del

espacio absoluto en la física de la inercia. PAN: Todo lo contrario, pues sólo presuponiendo un espacio absoluto puede ser justificada la ley de la inercia. Ya que, ¿con respecto a qué cosa es concebible un estado de permanente reposo? ZARA:

Sin embargo no hay manera, en el movimiento inercial, de

encontrar evidencias del espacio absoluto. PAN: Precisamente fue esta imposibilidad lo que llevó a Newton a interesarse por el estudio de la dinámica. Como bien se conoce, él adujo en calidad de prueba del movimiento absoluto, y por tanto del espacio absoluto, la existencia de “fuerzas centrífugas” internas en un recipiente en rotación (su famoso experimento del “balde”). ZARA:

Se ve claro en esta evolución del pensamiento de Newton, la

realización de su programa intelectual: restituir, lógica y ontológicamente, el absoluto espacial. Pero, ¿cuál pudo haber sido la poderosa “fuerza” que lo impelió tenazmente, a lo largo de su vida intelectual, con este propósito que hoy se nos antoja descabellado? ¿Por qué de esta extrema y aristocrática reacción de Newton a la relatividad de Galileo?

163

PAN: Una respuesta satisfactoria fue encontrada por Max Jammer y dada a conocer en su magnífica obra “Conceptos de espacio”, que es el primer estudio epistemológico sobre los conceptos de espacio utilizados en la física y la filosofía, razón de más de sobra como para haberle interesado vivamente a Einstein en sus últimos años de vida, y como para haber llegado a ser, con tan meritorio antecedente, la obligada fuente del saber actual sobre tal materia. En esta obra, Max Jammer puso en claro que aquel interés de Newton estuvo cautivo del afán por demostrar la existencia de Dios, empresa que, al parecer, fue un resultado de la influencia ejercida por reputados cabalistas ingleses sobre el genio de Woolsthorpe. ZARA:

Vaya, vaya... Yo sabía que Newton separó perfectamente los

dos campos: el teológico y el científico. Tanto así que dejó exclamar “yo no hago hipótesis”, aserto que condensa su oposición a mezclar física con metafísica. DULCE:

Sin embargo, tuvo para sí que “la verdadera filosofía natural

constituye un apoyo para la religión verdadera”... PAN: El concepto de espacio fue una clara excepción a esa prevenida actitud mencionada por Zara. No otra cosa se desprende de la definición newtoniana de espacio absoluto, como el “sensorio de un ser incorpóreo, vivo, inteligente, capaz de ver en toda su intimidad las cosas, de percibirlas en profundidad, de comprenderlas íntegramente en la inmediatez de sus presencias”, que parece más sentencia de teólogo que aseveración de físico; identificación de Dios con el espacio, a partir de la cual quedó firmemente restablecido el vínculo de la ciencia con la religión, que la polémica desatada por el “caso Galileo Galilei” había hecho saltar por los aires de la recíproca intolerancia. TAO: ¿Esta identificación de Dios con el espacio fue una inédita propuesta de Newton o él se limitó a brindarle una resonancia “científica”? PAN: Su origen se encuentra en la religión judía, exactamente en el punto en que un adecuado o consecuente desarrollo de la idea monoteísta, le

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condujo a sostener la “omnipresencia Divina”, la idea de que Dios existe y está presente aquí y allá, en todas partes y al mismo tiempo. Esta noción se esparció y prosperó en los cenáculos intelectuales de la Europa renacentista, a través de las enseñanzas de la cábala, cuya irrupción en el panorama de la ciencia europea se decidió al producirse la caída de Constantinopla, una vez que connotados sabios griegos y judíos encontraron refugio en Italia. En lo que a Newton respecta, estas influencias le llegaron de su profesor de Cambridge, Joseph Mede, de la filosofía natural de Gassendi, de su maestro Isaac Barrow y, sobre todo, de Henry More, dirigente espiritual del Christ’s College y uno de los principales divulgadores de las ideas cabalísticas y neoplatónicas. TAO: Es muy extraño que esta conclusión de la necesaria ubicuidad Divina no hubiese generado un desarrollo panteístico entre exponentes y defensores de la religión judía... PAN: De todas maneras se produjo, y el mérito corresponde a Nicolás de Cusa y, especialmente, a Baruch Spinosa, en cuya obra se incluye no sólo a la extensión como un atributo de Dios -tal cual había pensado Henry Moresino también a la materia. MARTÍN:

Es el Dios de Einstein...

PAN: La imagen spinoziana de la naturaleza, una naturaleza en la que Dios está difundido, es la de un mundo de objetos en interacción causal, susceptible de comprenderse a través de la geometría. MARTÍN:

Y aquí, con Spinoza, estamos situados en los prolegómenos

del concepto de espacio que rivalizó con el de Newton: el espacio definido como la red de relaciones entre los cuerpos, concepto que Leibniz sería el encargado de caracterizar y defender ante Newton, con resultados favorables en lo que concierne a la argumentación de la cinemática, pero adversos en lo que respecta a la conceptualización de la dinámica; fracaso que habría de mantenerse, como se sabe, hasta la aparición de la teoría general de la relatividad, cuando Einstein consiguiera relativizar el movimiento acelerado uniforme.

165

TAO: Y este concepto de espacio relacionista, ¿estuvo igualmente impregnado, en sus orígenes, de inspiración religiosa? DULCE:

Así es, y a este respecto séame permitido alternar. Pues, en lo

que toca al espacio definido como el sistema de relaciones entre los objetos, es la cosmovisión musulmana la que se lleva el mérito de haberla inicialmente sustentado. Por lo menos, esto es lo que halló el mismo Jammer. ZARA:

¿Acaso hubo influencia musulmana en Leibniz?

DULCE:

Pan no me desmentirá si digo que el ambiente que rodeaba las

cavilaciones de gente como Newton y Leibniz, fue acusadamente hermético. Se puede aseverar, a pesar de ello, que entre la monadología de Leibniz y el atomismo del Kalam hay una fuerte semejanza, y que Leibniz conoció la “Guía de los perplejos”, obra de Moisés Maimónides donde se expuso el sistema Kalam del mundo. ZARA:

Moisés Maimónides, qué nombre judío...

DULCE:

Nacido en la España morisca en el siglo XII, o sea

descendiente judío en cuna mahometana, Maimónides no sólo influyó en Leibniz, sino que se lo recuerda como un inspirador de la filosofía panteísta de Spinoza... ZARA:

¿Es posible caracterizar brevemente al Kalam?

DULCE:

Sus orígenes datan del siglo IX, pero se considera que Abu’l

Hasan al-Ash’ari, de Bagdad, y Abu’l-Mansur al Maturidi, de Samarcanda, nacidos en el siglo X, son los iniciadores del Kalam ortodoxo. En la base del sistema está la idea de que los átomos son partículas indivisibles, iguales entre sí y desprovistas de toda extensión; sus combinaciones recíprocas dan lugar a los cuerpos. El espacio es pensado no como el “lugar” que ocupan los objetos, sino como el conjunto de posiciones o relaciones entre los átomos que les constituyen. ZARA:

¿Surgió esta poco conocida variante del atomismo clásico, en

el interior de la religión musulmana?

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DULCE:

Exactamente, no. Igual que lo acontecido con tantos otros

conceptos usados en las religiones, el atomismo kalámico tiene un origen profano. Su incorporación al pensamiento musulmán se produjo para subsanar el conflicto imperante entre la filosofía de Aristóteles, de honda influencia en la historia de las ideas mahometanas, y el dogma coránico de la creación Divina. ZARA:

¿De qué manera?

DULCE:

Aristóteles, como bien se sabe, fue de la opinión de que el

movimiento y el lugar presuponen la existencia de los cuerpos que pueblan el cielo finito: fuera de éste no hay objeto alguno y, por lo mismo, ni lugar ni tiempo pueden ser concebidos como realidades infinitas. Ahora bien, la sustancia tiene para Aristóteles -en clara reminiscencia parmenidiana- una condición eterna, mientras que para el Corán la sustancia es producto de la creación divina. Si debía darse crédito a esta idea teística, surgió inmediatamente la cuestión de establecer si el espacio y el tiempo existieron antes de la creación. El pensamiento musulmán respondió negativamente, basándose, a la vez, en la dependencia del espacio y el tiempo con respecto a la materia -formulada por el estagirita- y en el concepto kalámico de espacio. El espacio y el tiempo no existieron antes de la creación, sostuvo el pensamiento musulmán, por la sencilla razón de que espacio y tiempo son las relaciones entre los cuerpos creados. ZARA:

¡Qué antigua huella, mora en la actual cosmogonía del “big

bang”! DULCE:

¡Qué mora la huella!, diría yo, de algún alborotillo ser

permitido... PAN: No menos que judía... TAO: Vaya, ya estuve preocupado por el prolongado énfasis teológico que estabais dando al origen del concepto de espacio. Ahora se observa que hay, además, un vínculo notable con las reflexiones griegas... MARTÍN:

Y vaya que también en la religión judeo-cristiana hay un

conocido viaducto por donde circuló el pensamiento griego... Seguramente

167

esta religión fundamentó en Platón la idea de atribuir al “Verbo Divino”, encarnado en Jesús y transmitido por las “Sagradas escrituras”, un extremal carácter de realidad verdadera. PAN: “Al principio era el Logos, la Palabra” sostiene San Juan en los “Evangelios”. No veo, sin embargo, el vínculo con Platón. MARTÍN:

Fue el pitagorismo platónico, al aseverar que dos clases de

triángulos rectángulos son los verdaderos elementos del mundo material y al sostener, paladinamente, que esta esencia geométrica es resultado de la intervención Divina generadora de orden, la filosofía que más contribuyó a despertar confianza en la idea de que los productos del pensamiento humano -llámense “matemática”, “átomos” o conceptos de lo que “Dios es”son la esencia última de la realidad y de la Divinidad, el en sí mismo del objeto y del sujeto creador, arrogante como imperdonable egolatría que ha atenazado religión y ciencia de Occidente y que tan mal nos ha hecho quedar ante los seres naturales circundantes, en tantos pasajes de la historia... TAO: Una confianza asumida con tan escandalosa seguridad, que deja pasmados, sólo pudo provenir de pueblos, como el judío, que se ha considerado escogido por Dios; o como el cristiano, que se ha tenido por el pueblo elegido por Él... PAN: Desagradable egocentrismo, ciertamente; pero no sólo ha sido un asunto judaico. ¿No se creyó el Inca un hijo del Sol? ¿No se atribuyeron los brahmanes haber nacido de la boca de Brahma; los katriyas, de sus brazos; los vaicias, de sus riñones; y los sudras, de sus pies? ¿No enseñaron los japoneses, aún hasta hace poco, que el Mikado proviene de la diosa del Sol y que el Japón es la primera creación Divina?.. Algo de narcicismo excluyente se halla en la historia de todos o casi todos los pueblos notables de la Tierra, algunas veces como un pecado original de la autoafirmación de sus identidades nacionales. DULCE:

Mito que han actualizado, de tanto en tanto, líderes de ingrata

recordación para beneficio de perversas causas imperiales.

168

MARTÍN:

De vuelta a Platón y Aristóteles, ¿hay en ellos nociones o

conceptos que nos informen sobre el espacio definido como el receptáculo de los cuerpos, una vez que el origen de la concepción relacionista quedó ya establecido? PAN: Platón usó en el “Timeo” el concepto de “espacio vacío”, que tan intercambiable resulta con el de “espacio recipiente”. En virtud de este hecho nos podríamos ver tentados a clasificarlo entre los padres del pensamiento newtoniano. Sin embargo, el “vacío” platónico no tiene el mismo significado del “vacío” característico del atomismo griego que es, a no dudarlo, el punto de partida de la imagen mecánica del mundo. MARTÍN:

Oportuna la aclaración, pues se sabe que en poca estima tuvo

Platón a Demócrito. Platón quería que se quemasen los libros de Demócrito y en su crítica de la música abogó porque se prohibieran las armonías jónicas... PAN: Platón identificó el espacio vacío con la materia, y a ésta, como se sabe, le otorgó, en última instancia, un carácter geométrico. Mientras tanto Aristóteles, que no estuvo de acuerdo ni con el vacío democritiano ni con el platónico, concibió el espacio como la categoría que expresa la suma total de todos los lugares ocupados por los cuerpos; y al lugar, como la parte del espacio cuyos límites corresponden a los del cuerpo que lo ocupa. El espacio aristotélico es, entonces, un espacio que al mismo tiempo que “sustenta”, “encierra”. Tal vez de aquí partió el carácter dual de las futuras concepciones en torno al espacio. TAO: Dulce ha dicho que para Aristóteles el espacio no es independiente de la materia. Sin embargo, esta idea contradice la de “sustrato” que acabas de imputar al mismo Aristóteles, amigo Pan. PAN: Imputación justa, por lo demás, según es claramente visible en el concepto de espacio como una “extensión bidimensional” continua, que Simplicio atribuyó a Aristóteles. La contradicción que mencionas, Tao, desaparece en el momento en que se tiene presente que la dependencia aristotélica del espacio con

169

respecto a la materia, mencionada por Dulce, no significa que el lugar no pueda ser separado de la cosa que lo ocupa. Esa dependencia sólo implica que el espacio carece de calidad sustancial, es sólo un “accidente” de la sustancia. Y aquí radica la notable diferencia entre Aristóteles y los atomistas griegos quienes, en cambio, se vieron llevados a admitir la existencia del vacío como una realidad sustancial al lado de la materia. ZARA:

Dinos, Pan, ¿cómo fue posible que los grandes materialistas

de la Antigüedad se vieran abocados a aceptar la realidad del vacío? PAN: Debido a su idea de que los átomos, que los tenían por impenetrables, indivisibles e indestructibles -los últimos componentes de la materia, verdaderas unidades parmenidianas- están en permanente movimiento y colisión. Para los griegos de la época, la existencia del movimiento presuponía la del vacío, de la misma manera necesaria que el estado de inmovilidad sólo era compatible con un mundo repleto de cuerpos, con una compacidad total. MARTÍN:

Señalaste, Pan, que el espacio vacío democritiano fue el

concepto que se introdujo como soporte de la mecánica clásica, ciencia que llevó al estudio del movimiento inercial la idea griega de átomo. Me parece legítimo aseverar que el espacio vacío platónico, geométrico, evolucionó, por su parte, en el pensamiento euclidiano. PAN: En cuanto estemos preparados a admitir que el trabajo de Euclides constituye la primera formulación axiomático-deductiva de la teoría de superficies planas o, si se prefiere, la primera formulación geométrica de una noción de espacio, tal aseveración es necesariamente justa, y la planimetría de Euclides es tributaria del ideal geometrizador de Pitágoras y Platón. No sería justa, empero, si prestamos atención al hecho de que las superficies euclidianas están concebidas como provistas de rigidez, son indeformables, lo cual implica que no son afectadas por el recipiente, por el sustrato en el que se hallan. Lo que hace caer en la cuenta de que el espacio euclidiano está más cerca del vacío atomista, que del platónico.

170

TAO: Muy interesante esta evocación del viaje epistemológico de la categoría de espacio vacío. Con el deseo de llegar lo más profundo en este análisis, señalo que siendo griego, en efecto, tal importante desarrollo, no es griego, en cambio, su origen. Pues, en el principio mismo de la odisea del espacio vacío, es inevitable percibir un inconfundible destello del Sol Naciente... PAN: Esta es historia que me cautiva, Tao... MARTÍN:

¿La historia del concepto de espacio vacío o espacio recipiente

nos conduce, entonces, a un manantial situado fuera de la Grecia clásica? DULCE:

Hay suficiente argumento como para asegurarlo. La orgullosa

geometría griega, tan impregnada de la noción de vacío, es geometría cuyos fundamentos llevó Tales desde Egipto -según noticia comunicada por el “padre de la historia”-. Con esta importación se dio inicio a un peregrinaje intelectual del que formarían parte: Anaximandro, Jenófanes, Pitágoras, Solón, Heródoto, Demócrito y el mismísimo Platón; ello, sin contar con que fue también en Alejandría, de Egipto, donde pudo Euclides alcanzar su inmortal formulación. PAN: Nada raro que ello hubiera ocurrido en un escenario como el Mediterráneo oriental de la época, de activos contactos marítimos, de magnas guerras de conquista y de homéricas lides libertarias... DULCE:

El panteón griego estuvo nutrido de dioses orientales.

PAN: ¿Podrías, Dulce, evocar esos rudimentos egipcios de la geometría griega? DULCE:

Del pensamiento matemático egipcio se sabe gracias a dos

papiros auténticos. Uno de ellos, el “Papiro Rhind”, se titula “Orientaciones para conocer todas las cosas oscuras”; fue elaborado alrededor del año 1700 a.J. por un modesto escriba llamado Ahmés, quien empieza su texto reconociendo que se trata de una fiel copia de un antiguo escrito, redactado durante el cuarto mes de la estación de la inundación del año “treinta y tres”. TAO: ¿A qué fecha exacta corresponde la mención?

171

DULCE:

Imposible saberlo. Lo cierto es que en ese notable documento,

copia, a su vez, de conocimientos pretéritos, están propuestos 85 problemas -uno no puede dejar de ver en ellos las semillas de los futuros teoremasque muchos tendrían dificultades para resolver aún hoy. Los problemas se refieren al uso de fracciones, la resolución de ecuaciones simples y de progresiones y la medición de áreas y volúmenes; ésta última es la materia central del texto. MARTÍN:

¿Se ha podido identificar la fuente de esta sabiduría?

DULCE:

Ventajosamente sí. Los rudimentos de la geometría griega,

como Pan denomina a la geometría egipcia, se originaron del cálculo de superficies agrícolas. MARTÍN:

Te refieres a las superficies agrícolas de la gigantesca y feraz

cuenca del Nilo. DULCE:

Evidentemente. El cálculo de superficies se inventó como

respuesta a la persistente necesidad de restablecer el amojonamiento que fijaba los límites de las propiedades agrícolas. Los mojones eran arrastrados por el Nilo, tras cada una de sus periódicas inundaciones anuales, y los encargados de la restitución eran los inspectores territoriales -llamados “extendedores de cuerdas” porque utilizaban cuerdas con nudos dispuestos a intervalos regulares, en calidad de señales-. MARTÍN:

Riadas del Nilo que anegaban los terrenos de cultivo y les

proveían a los egipcios, en abundancia y generosidad infinita, de los nutrientes arrancados por las aguas desde el corazón tropical del África negra... DULCE:

El Nilo deja anualmente, tras la inundación, una capa de medio

cm de espesor de sedimentos... TAO: Me imagino que las demandas de reposición de los hitos, a las que el Estado egipcio debía atender después de cada inundación, a fin de reimplantar el sistema tributario y subsanar conflictos, habrán sido de magnitud creciente año a año, a lo largo de miles de años de agricultura, al ritmo de la expansión demográfica y de la colonización de la cuenca. La

172

invención del cálculo de superficies verdaderamente que debió haberles aligerado esta tarea cada vez más sofocante... ZARA:

¿Es que fueron funcionarios estatales quienes idearon el

cálculo de superficies? DULCE:

Así es. Su invención y posterior desarrollo se lo debemos a los

antiguos sacerdotes egipcios, miembros de la alta jerarquía social y política del Estado (el propio faraón era considerado un sumo sacerdote). Es notable que este vínculo religioso en el nacimiento de la geometría, haya sido lo que condujo, a la postre, a la aparición de esa visión geométrica del universo, tan característica del pensamiento griego y tan característica de la teoría de la relatividad. Fueron los sacerdotes de Abusir y de On-Heliópolis, los primeros en concebir a todo objeto del mundo circundante como provisto de una forma esencial, ecuable. Pitágoras debió haber aprendido, allí, que la música es geometría. MARTÍN:

Y quién sabe si también allí aprendió ese hermético espíritu de

hermandad o de secta, con que el saber fue manejado por sus discípulos de la Orden de Pitágoras. Espíritu, por lo demás, tan arraigado entre la intelectualidad Occidental... DULCE:

La Orden pitagórica tenía la prohibición de romper el pan.

Desde aquel entonces se viene precautelando tu integridad, amigo nuestro... PAN: Bueno... esa actitud de los pitagóricos formó parte de una larga historia de veneración a Pan. Mucho antes, en Arcadia, los habitantes adoraban a Hermes y a Pan, y cada vez que el trigo escaseaba, iban a golpear su estatua. Los atenienses también le veneraron, en calidad de dios universal, después de la guerra de Persia... MARTÍN:

Dulce: si fue tal necesidad de medición de las tierras agrícolas

la que llevó al surgimiento de la geometría del espacio vacío, ¿es apropiado vincular su desarrollo posterior, en el mismo Egipto, con la reiterada práctica agrícola? DULCE:

Ciertamente, pero el radio de influencias se extendió a otros

temas y preocupaciones. De hecho, en el mismo Papiro Rhind varios de los

173

problemas

formulados

se

refieren

a

cálculos de

capacidades de

contenedores y almacenes, de dimensiones de terraplenes, etc. Una vez ideado el método, fue natural la diversificación de sus aplicaciones y, con ello, su propia conformación como pensamiento sistemático. TAO: Curiosamente tal pensamiento tuvo su correlato en India y China. DULCE:

Más cercano aún, en la propia Babilonia.

MARTÍN:

Es decir, en todos los lugares del Antiguo Mundo donde hay

evidencia de agricultura endémica... DULCE:

El caso babilonio es especialmente importante. Pues los más

antiguos testimonios de geometría se hallan en los escritos cuneiformes de los sumerios. ZARA:

¿Cuál es su antigüedad?

DULCE:

Unos 5.000 años. Los signos fueron trazados en tablas de

arcilla cocida. MARTÍN:

Tenía para mí que las tablas mesopotámicas son menos viejas.

DULCE:

Se

han

encontrado unas 100.000 tablas de escritura

cuneiforme; la mayoría corresponden a períodos subsiguientes, como el semítico, el persa y el seleúcida. ZARA:

¿Y en todas hay geometría?

DULCE:

Ejem, ejem, no tanto así. Las tablas geométricas son como 50.

En ellas constan cálculos de áreas y volúmenes de figuras rectilíneas, rudimentos de medición de ángulos y relaciones trigonométricas, solución de problemas con métodos equivalentes a la solución de ecuaciones de primero, segundo y tercer grados y suma de progresiones aritméticas. Las tablas de hace 4.000 años dan fe que los antiguos babilonios habían establecido reglas para operar dichos cálculos. Sabían que los lados correspondientes de dos triángulos rectángulos son proporcionales, que la altura que pasa por el vértice de un triángulo isósceles biseca la base y que el ángulo inscrito en un semicírculo es un ángulo recto. El “teorema de Pitágoras” ya se conocía en Babilonia por esas mismas fechas, 1.500 años antes de Pitágoras.

174

PAN: La conjetura, querida Dulce, la conjetura que Pitágoras demostró para convertirla en teorema. DULCE:

Tienes razón.

MARTÍN:

El patente interés que tuvieron los babilonios por las

generalizaciones, al parecer fue muy característico de ellos. DULCE:

En efecto, y tal interés se vio coronado por el rey Hammurabi

quien, tras recopilar las antiguas normas de los sumerios, expidió el gran Código de conducta humana, donde quedó plasmada la noción de mandato Divino, regulador, de cumplimiento obligatorio y validez general, con sanciones previstas para los infractores. Noción donde lo abstracto adquirió una forma que habría de irradiar en todo el Mundo Antiguo: la forma de “ley”, ya sea de carácter jurídico, ya religioso o, finalmente, científico. El concepto de “ley natural”, que alumbra como un faro del mundo de la ciencia natural y que late como su corazón es, ni qué decirlo, su más feliz tributario. PAN: Siempre y cuando se pueda mostrar los canales de comunicación. DULCE:

Unas influencias se produjeron a través de Abraham, quien

llevó, desde Ur, la idea monoteísta a Palestina. PAN: Mm, te refieres al culto a Marduk... DULCE:

Otras influencias se dieron a través de Nabucodonosor que,

como se sabe, conquistó Karkemish, en Egipto, unos 600 años a.J. MARTÍN:

¿Babilonia llegó a influir en la Grecia clásica?

DULCE:

La irradiación babilónica en Grecia seguramente empezó antes

de la conquista de Alejandro Magno. La famosa predicción del eclipse solar del año 585 a.J., realizada por Tales de Mileto -con la que se inicia la astronomía griega-, no es un acontecimiento aislado.

Si no fue tomada

directamente de algún escrito babilónico, tal predicción refleja, a mi entender, el creciente interés suscitado en Asia Menor por la astronomía babilónica. No olvidemos que Mileto era, entonces, un aliado de Lidia y que ésta mantenía relaciones culturales con Babilonia. Y no olvidemos que los babilonios venían documentando la observación astronómica al menos 200 años atrás...

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ZARA:

De regreso a la geometría babilónica: ¿fue, quizás, una dádiva

celestial? DULCE:

Francamente no creo que Dios hubiera disfrutado de

entrometerse en cosa tan mundanal. En el texto cuneiforme “VM 85194”, se puede leer problemas relacionados con: trabajos agrícolas, presas, terraplenes, pozos y relojes de agua. Es indiscutiblemente un desarrollo, también por vía de la abstracción, del acto práctico de medir las superficies agrícolas, los pesos de las cosechas, los ciclos estacionales. Práctica que, asimismo, había ido complicándose a tenor de la expansión de la sólida agricultura desplegada en las ricas tierras irrigadas por el Tigris y el Éufrates. MARTÍN:

Tierra del paraíso, donde Yahvé tomó un poco del limo,

transportado por el Tigris desde las montañas de Armenia, para esculpir a Adán, el primer agricultor... ZARA:

¿La medición se hacía utilizando cuerdas, como en Egipto?

DULCE:

Curiosamente, la medición sumeria, tanto la de superficies

agrícolas como la de pesos, se hacía en términos de granos. ZARA:

Lo que supone, evidentemente, un rendimiento uniforme de las

tierras agrícolas. MARTÍN:

Y, si me permiten reiterarlo, una profunda transformación de la

utilidad de los cereales, una crucial abstracción del contenido alimenticio del grano, la cual deja ver a las gramíneas por el camino que conduce al concepto griego de átomo. PAN: No sé, no sé... Habría que ver si esa práctica de la medición trascendió fuera de Babilonia. DULCE:

Lo indiscutible es que las medidas sumerias se diseminaron

por todas partes. Tanto, que aún hoy en día los anglosajones y muchos americanos utilizan la “libra” de 450 gramos, patentada por los sumerios. Y el “pie” inglés sigue siendo exactamente el “pie” babilónico. TAO: Estoy de acuerdo con la presunción de Martín. El concepto de átomo no es tan rigurosamente griego, como se reconoce. Me gustaría confirmarla,

176

añadiendo que la idea atomista apareció, paralelamente, en la India y alcanzó su cenit en la Escuela Vaisé Sika. ZARA:

Vaya, vaya... Yo tenía por hecho que toda la cultura de Oriente

se ha caracterizado por ser de holismo contemplativo. Y ahora resulta que el reduccionismo analítico, plasmado en la doctrina atómica, es nada menos que de ascendiente greco-hindú... DULCE:

No hay que sorprenderse, no hay que sorprenderse...

TAO: En efecto, tomemos las cosas con calma... Si bien en el atomismo hindú hay ese ingrediente analítico, esa voluntad expresa de buscar los componentes últimos de la materia, no es menos cierto que junto a ella, o mejor en el fondo, yace sutilmente la idea holista. Es como si en un cierto momento se aceptara el desafío reduccionista y se lo dejara actuar con su ímpetu cortante, aquí y allá, libremente, simplificando cada vez más la sustancia, hasta agotar toda partición posible. Llegado este límite, a partir del cual se encuentra la esencia de las cosas, la vehemencia reduccionista colapsará ante los “paramanu” que representan, exactamente, la restauración de un infranqueable sentido unitario de la realidad física. Los “paramanu” -como se llaman los átomos hindúes, aquellas cosas de las que se componen todas las sustancias- carecen de partes y son, por ello mismo, indestructibles. Y el espacio en el que se mueven, tampoco puede ser reducido a parte alguna. Desde el punto de vista hindú deberíamos ser nosotros los sorprendidos, querida Zara, al ver cómo los atomistas griegos pudieron dejar que se deslice, en su imagen analítica del mundo físico, este holismo insuperable. MARTÍN:

¿Cómo se conceptuaba el espacio en el atomismo hindú?

TAO: La idea de espacio proviene de la época en que los hindúes fundan la filosofía. Entonces, se enseñaba que cuanto existe en el mundo está compuesto de cuatro grandes elementos: tierra, fuego, agua y aire. Algunos agregaron un quinto: el éter, más sutil que el aire.

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PAN: ¡Qué coincidencia! Excepto el éter, son los mismos cuatro elementos del pensamiento griego. ¿A qué año corresponden estas reflexiones hindúes? TAO: Son de hace más de 2.600 años. Y por ello mismo bien podría tratarse, no de una notable coincidencia, sino de una florida comunicación. Pues se sabe de hindúes participando en las guerras médicas y se tiene constancia de acercamientos recíprocos, al menos desde hace 2.400 años. PAN: Esos no fueron, sin embargo, contactos a los que pudiéramos llamar “decisivos”. TAO: De acuerdo. Los contactos decisivos se produjeron, ni qué decirlo, tras la conquista de Alejandro Magno, al fundarse los reinos de Bactriana y Sogdiana. Allí se mezclaron varios de los conocimientos de ambas culturas, y la filosofía hindú pudo irradiar hacia Occidente con destellos de luz propia que no han cesado de brillar. Pero permitidme que conteste la pregunta de Martín. PAN: Adelante. TAO: El fundador del jainismo, Vardhomana (el “gran héroe” que vivió en el siglo VI a.J.), enseñaba que las sustancias de las que el mundo se compone, tienen dos clases de propiedades: unas esenciales y otras accidentales. Esenciales son aquéllas que aseguran la permanencia y estabilidad de la sustancia. Accidentales son, en cambio, las propiedades fluyentes, aquéllas que permiten el cambio de la sustancia. El espacio y la materia, sustancias no vivientes, son las condiciones del movimiento y el reposo. La idea de espacio, como medio del movimiento, habrá de combinarse con la de éter, siglos después, en el pensamiento de la escuela Vaisé Sika, hace unos 2.000 años. MARTÍN:

La idea de éter, ¿es de procedencia hindú?

TAO: Es difícil establecer su linaje exacto. Nociones equivalentes pueden ser el “pneuma” de los griegos o el “chhi” de los antiguos chinos, que significa influencia tenue que todo lo invade. Sin embargo, fue en Vaisé Sika

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donde adquirió carta de ciudadanía como ingrediente básico de un modelo del mundo. Vaisé Sika clasificaba todo lo existente en siete categorías: sustancia, cualidad, acción, generalidad, particularidad, inherencia y no ser. De entre éstas, la sustancia era considerada como la categoría fundamental, por expresar la esencia de todas las cosas y agrupar a las restantes categorías. Se pensaba que hay nueve clases de sustancias y entre diecisiete y veinticuatro tipos de calidades. Entre las sustancias se hizo constar a los cinco elementos físicos -tierra, agua, luz, aire y éter-, dotados de propiedades perceptibles; así, se estimaba que la tierra posee olor; la luz, color; el agua, gusto. Según la misma escuela, todas las cosas complejas se pueden descomponer en cuatro clases de átomos, que representan a cada uno de los elementos físicos, excepto al éter, al que se le atribuyó una calidad especial: por ser lo que llena el espacio vacío, no puede ser percibido y de su existencia sólo es posible saber gracias a la demostración lógica. A los átomos se los consideraba como entidades eternas; y a sus dimensiones, imperceptibles. Merced a estas características, se les adjudicó la condición de impalpables e impenetrables, incapaces de contrarse y dilatarse a menos que sobre ellos actuase un impulso exterior. Vaisé Sika opinaba que la causa principal del movimiento es una fuerza natural invisible. MARTÍN:

¡Impresionante! ¡Vaisé Sika esbozaba, hace 2.000 años, una

parte del programa de la ciencia física!.. Creo ver en el éter hindú un remoto antecedente del concepto de campo gravitatorio, el nuevo “éter” ungido tras el experimento Michelson - Morley. ZARA:

La idea de éter como elemento que llena el espacio,

¿presupone, de alguna manera, la de vacío? TAO: La noción explícita de espacio vacío surgió en la astronomía china. Llamada “Hsuan - ye”, correspondió a la idea de que los astros del firmamento son luces que flotan, separadas por grandes distancias, en el

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vacío infinito. Desde la China pasó a la India, y fue en ésta donde el vacío se sustanció en éter, ante todo como respuesta a la necesidad de solucionar la espontánea dificultad que comporta el admitir que las cosas, incluso el aire, existen y se mueven en un medio inasible e incorpóreo. PAN: Presumo que tus aseveraciones están bien fundamentadas. TAO: Debo aceptar que los antiguos escritos de filosofía y ciencia, tanto hindúes como chinos, son comparativamente escasos en relación con los equivalentes de egipcios y babilonios. Dos causas lo explican: el material utilizado por los escritores -como esteras de bambú y cortezas de árbolesmuy degradable en sí mismo y más si estuvo expuesto a un medio húmedo y lluvioso, como es el de la India; y las destrucciones provocadas por las sucesivas invasiones de los bárbaros. PAN: Sin olvidar otros factores menos conocidos, como la “quema de libros” ordenada por el emperador Chin Shih-huang, en el siglo III a.J... TAO: En todo caso, y para en algo remediar las carencias, una fuente confiable en el caso hindú son los escritos sánscritos. PAN: Tengo entendido que los libros védicos son, en gran parte, reconstrucciones de antiguas tradiciones orales. Es decir que debemos confiar en la palabra de los informantes. TAO: La palabra de los “informantes” no es cualquier palabra de mercader. Los informantes son los zrotryas, seres de privilegiada memoria, capaces de reproducir fielmente centenares de himnos. La confianza que despiertan ha sido ponderada en el siguiente refrán: “un brahmán se alegrará más con la letra acentuada de los vedas que con el nacimiento de un hijo”. Por lo demás, la buena memoria es cualidad muy cultivada en la India. Buda era conocido por su fenomenal capacidad de cálculo y, en el presente siglo, Srinivasa Ramanujan despertó tal admiración en Cambridge, que se le recuerda como el amigo de cada uno de los números enteros... MARTÍN:

En los escritos religiosos hindúes ¿se puede encontrar un

germinal pensamiento geométrico, a la manera de los egipcios y babilonios?

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TAO: Sin duda. En ellos hay cálculos geométricos para la construcción de templos y altares. Allí constan los primeros métodos de cuadratura del círculo, aplicaciones del teorema de Pitágoras y funciones trigonométricas. Y geometría práctica hindú se puede hallar mucho antes, en una fecha tan antigua como es la que corresponde al esplendor de las ciudades de Mohenjo-Daro y Harappa, en el valle del Indo, hace 5.000 años; ciudades cuyos vestigios todavía evidencian el magnífico alcantarillado y el trazo cuadriculado de las urbanizaciones, que las acredita como las primeras localidades levantadas con un plan geométrico. DULCE:

Coincide

con

la

antigüedad

de

los

primeros

escritos

geométricos cuneiformes... TAO: La relación de India con Babilonia seguramente data de aquellos tiempos. Amuletos encontrados en Mohenjo-Daro, con motivos de culto a los animales

sagrados,

son

muy

parecidos

a

varios

de

los

sellos

mesopotámicos que contienen grabados de animales tales como el elefante, el rinoceronte y el cocodrilo ictiofágico, todos de procedencia indostánica. MARTÍN:

¿Y qué nos puedes decir de los antiguos vínculos de India con

la China? TAO: El destacado nexo sino - hindú en la conceptualización de espacio no fue, en modo alguno, una excepción. Los vínculos fueron muy importantes, naturalmente; y las influencias, de doble dirección. Está documentado en la historia oficial de la dinastía Sui, el conocimiento, en China, de astronomía, matemática, cronometría y medicina hindúes. El aceite chalmugra, por citar un caso, de arraigada tradición en la farmacopea china para el tratamiento de la lepra, es de muy probable origen hindú, igual que la técnica de trepanación. La matemática hindú recibió, por su parte, una significativa contribución de los antiguos matemáticos chinos. Así, en la obra de Bháskara, de hace 850 años, se cita una prueba utilizada por Chao Chun Chhing, en el siglo II, en su comentario al más antiguo clásico de matemática china que se conoce: el Chou Pei (“Horas solares”)

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El algoritmo para el cálculo del área de un segmento de círculo, recogido en el Chiu Chang Suang Shu, reaparece en la obra de Mahávíra del siglo IX. Y puedo referir otros ejemplos. MARTÍN:

Llamativo este indicio de geometría en el Chiu, chiu...

Discúlpame, Tao, ¿cómo continúa el nombre? TAO: Ejem, ejem... Es el Chiu Chang Suang Shu, que significa “Aritmética de nueve secciones”. MARTÍN:

Convérsanos sobre esta obra.

TAO: Según lo investigado por el matemático historiador Ling Wang, el desarrollo de la matemática china empezó hace poco... hace unos 33 siglos. La “Aritmética de nueve secciones”, escrita por Chuan Tsanom en el año 132, es una enciclopedia que sintetiza el saber matemático conseguido por mis antepasados hasta esa fecha. Destinada al consumo de diferentes tipos de funcionarios del servicio civil -como agrimensores, astrónomos o ingenieros-, la obra consta de nueve libros y en ellos se formulan y resuelven unos 250 problemas, agrupados en clases y presentados con la respectiva regla de solución. MARTÍN:

¿A qué se refieren los problemas?

TAO: Igual que en el Papiro Rhind, los problemas son de índole muy práctica. Por ejemplo, el libro 1 trata de la “medición de campos” y allí se calculan áreas de figuras rectilíneas y de círculos; el libro 2 es una “relación entre diferentes formas de cereales” y versa sobre el cobro de impuestos al grano -que se mide en unidades de volumen- y otros cálculos agrícolas; el libro 5, de “estimación de los trabajos”, contiene estudios para la ejecución de proyectos tales como: paredes fortificadas, murallas, diques, torres y faros, con cálculos de requerimientos de equipos, materiales y mano de obra. El Libro 7, sobre el “exceso y defecto”, refiere problemas de intercambio entre lingotes de oro y de plata, que llevan a ecuaciones lineales y al método de sus soluciones. DULCE:

Un lejano eco arquimediano...

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PAN: Llama la atención el que este desarrollo algorítmico no hubiera desembocado en demostraciones axiomático-deductivas, en geometría propiamente dicha. Según conozco, los chinos tuvieron que esperar al siglo XVII para tener a Euclides, y ello gracias a la famosa misión de jesuitas europeos de Matteo Ricci. Me parece, por lo demás, que a esta intrigante carencia se debe el que la astronomía china permaneciese limitada como astrología y nunca alcanzase a evolucionar en una visión geométrica de los cielos, al modo de la que se observa en Eudoxo, Aristóteles y Ptolomeo. TAO: Por algún motivo, insuficientemente aclarado, la ciencia pura de Asia Oriental no penetró en Occidente, en la misma medida en que varios de los descollantes inventos chinos pasaron a Europa siguiendo la ruta de la seda. Esto ha sido causa de un arraigado prejuicio: la ponderación, unilateral, del empirismo de los antiguos chinos, en desmedro de su capacidad de abstracción. ZARA:

He podido escuchar, en varias oportunidades, que los chinos

se adelantaron a Europa en líneas de producción tan maestras como la fabricación del papel, la invención de la imprenta, de la pólvora y de la brújula. Junto a estos artificios, ¿hay otras creaciones chinas de parecida trascendencia? TAO: No son pocas, Zara, no son pocas: la fundición del hierro en altos hornos (surgida en Europa a fines del Siglo XIV, como base de la revolución industrial) se viene practicando en China desde hace veintitrés siglos; la carretilla y la técnica de perforación profunda, que se idearon hace 2.100 años; el sismógrafo de Chang Heng, invento del siglo II, que fuera diseñado para localizar la dirección azimutal del epicentro y la magnitud de la sacudida; el empleo de minerales para el tratamiento de dolencias orgánicas, mucho antes de Paracelso; la rueda hidráulica y los puentes colgantes con cadenas de hierro... Puedo alargar y endulzar la lista, si queréis, con los tallarines y el helado.

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PAN: Si varios inventos chinos pasaron a Europa, no menos importantes fueron las exportaciones europeas a la China. Los jesuitas del siglo XVII llevaron el tornillo de Arquímedes y el sinfín, la bomba doble de Ctesibio, la manivela y el molino vertical de torre. Ello, sin contar la notación algebraica de Viéte, los logaritmos de Napier y la mecánica de Kepler y Galileo. Pero, sobre todo, insisto, la geometría de Euclides, cuya aparición en Alejandría marcó, a mi entender, el punto crítico de divergencia entre los dos saberes: el Occidental y el Oriental. DULCE:

La polis griega, ciudad de navegación y comercio, abierta al

mundo, brinda un contraste por demás sugestivo con el hsien chino, ciudad de encierro feudal, sujeta al poder omnipresente del mandarinato e íntimamente vinculada con la agricultura. Me parece que por aquí se puede explicar la divergencia, tal como ha sugerido Joseph Needham. TAO: No tratéis de quitar a los chinos el sol de la abstracción sistematizada, pues el Sol brilla para todos. PAN: ¿Alguna evidencia? TAO: El desarrollo independiente del álgebra china: el método de las potencias y coeficientes radiantes. Y si temprano hubo álgebra en China, se debe aguardar hasta Diofanto, en el siglo III, para encontrar álgebra entre los griegos. Este hecho, sin embargo, no me autoriza para presumir ni hacer aspavientos; máximo, me hace notar que los ritmos evolutivos del saber no tienen por qué ser necesariamente uniformes o simultáneos. PAN: No estoy inquiriendo sobre la causa de adelantos y atrasos relativos, Tao. Únicamente quisiera saber, por si hay una respuesta, la causa no del rezago chino en la generación indígena de un discurso geométrico, sino el por qué nunca los chinos llegaron a producir este discurso. TAO: Hubo dos escuelas, en la antigua filosofía china, aprovisionadas como para llegar a elaborar algo equivalente a la geometría euclidiana: el confucianismo y el legalismo.

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El confucianismo, igual que el pitagorismo, menospreciaba el trabajo manual, poseía la misma afición por el cultivo de la espiritualidad separada de la naturaleza y mantenía la misma actitud de sumisión frente al poder político establecido. El legalismo, por su parte, profesaba la misma fe pitagórica, o pitagórico-platónica, en el poder real y sustitutivo de los códigos y las representaciones formales; tanto así que fueron legalistas los primeros en postular que las conductas humanas debían juzgarse no por el mérito de los hechos sino según lo prescrito en los arreglos jurídicos. Tal vez fue esta pretensión lo que impidió que el legalismo alcanzase resonancias entre la intelectualidad china, más proclive al sereno juicio de las evidencias. Ahora bien, ni los confucianos ni los legalistas llegaron a tener intereses por la astronomía o por la matemática. Filosofía social y derecho, bien acotados, fueron las materias de sus reflexiones, en tanto que sería la filosofía taoísta el pensamiento que penetró y dominó la ciencia natural china, la cual surgió de la asociación entre los shamanes y los criteriosos hombres que consideraron más importante el estudio de la naturaleza. En agudo contraste con esas inclinaciones “formalistas”, si así pudiéramos llamarlas, el taoísmo nunca llegó a despreciar el trabajo manual ni jamás estuvo por abandonar la realidad para sumergirse en el océano de la mente. Según ha recordado el mismo Needham, la actitud del taoísta fue, siempre, la del respetuoso seguidor de las leyes de la naturaleza. Su objetivo: transformarse, por medio de una considerable variedad de técnicas, en un ser etéreo, purificado y libre, capaz de vagar eternamente a través de montes y valles, regocijándose ante la infinita belleza de la naturaleza y entendiendo su armonía y orden fundamental: el Tao. Como ves, Pan, y a pesar de que en China estuvieron presentes condiciones y actitudes propicias como para elaborar por cuenta propia la geometría euclidiana (incluyendo el concepto de espacio vacío), nunca hubo un discurso geometrizador indígena, por el sencillo motivo de que los

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espíritus acondicionados para lograrlo -confucianos y legalistas- caminaron por senderos distintos a los transitados por los matemáticos griegos, y tampoco tuvieron, jamás, fuerza y razón suficientes como para cuestionar la empresa taoísta. Si la causa ha sido aclarada, sería bueno saber, ahora, el por qué Grecia nunca llegó a disfrutar de un taoísmo indígena como armoniosa base de su evolución cultural. MARTÍN:

Parece que Pan va a tener que pensar largamente su

respuesta... Mientras tanto, quisiera saber, Tao, si el hecho de que en la antigua China no se produjese una geometría, ¿inhibió, de alguna manera, la consecución de una imagen sobre el movimiento? TAO: De ninguna manera. La imagen que del movimiento tuvieron los antiguos chinos se expresa en la filosofía del Yin-Yang, conforme la cual el mundo está regido por pares de influencias antípodas: macho y hembra, arriba y abajo, cóncavo y convexo, príncipe y ministro, Sol y Luna, luz y oscuridad. Estas influencias actúan en distintos grados, alternadamente. Cuando una aumenta, la otra declina. Ninguna puede llegar a dominar por completo; ni la otra, desaparecer. Como si se tratase de una marea perpetua de máximo y mínimo, las influencias describen un movimiento ondulatorio, regular y predecible. DULCE:

Si no fuera porque entre las dualidades que acabas de

mencionar no consta el bien y el mal, apostaría por un origen persa del YinYang. TAO: De ninguna manera. Esa noción de movimiento seguramente fue tomada de la observación astronómica, técnica en la que el talento de los antiguos chinos fue, ciertamente, insuperado. ZARA:

Convérsanos de la astronomía taoísta.

TAO: La astronomía china se ocupó de dos grandes asuntos. Como testimonia el clásico catálogo estelar Hsin Ching (elaborado hace 23 siglos, es decir antes que el de Hiparco), hubo un marcado interés por la observación y el estudio del movimiento regular y predecible de los

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cuerpos celestes, es decir por aquello que se puede llamar la astronomía “normal”. El otro interés se dirigió, en cambio, al registro de los acontecimientos raros e imprevisibles del firmamento, a la astronomía “paranormal”. La antigüedad y precisión de las observaciones chinas en esta materia, aún hoy causan asombro. Eclipses, lluvias de meteoros, cometas, novas y supernovas se hallan sistemáticamente documentados desde hace más de tres milenios y medio. (De paso diré que gracias a las antiguas observaciones chinas de los eclipses, se ha podido demostrar, no hace mucho, que la velocidad de rotación de la Tierra disminuye, en efecto, con el paso del tiempo, imperceptible y gradualmente). La imagen de una supernova, estrella a la que se ve expandirse a lo largo de los años y los siglos, lentamente, copando la oscuridad de su inmediato entorno, hasta formar una nebulosa. La imagen del anochecer y el amanecer, perpetua y deliciosa alternancia sin sobresaltos. La imagen de un eclipse que de manera continua va oscureciendo el día, para luego ceder ante la luz. En impresiones de este tipo, grabadas a lo largo de milenios en la mente de los observadores, está el molde original del movimiento ondulatorio del Yin-Yang. DULCE:

Me impresiona esto de que registrasen novas y supernovas

desde fechas tan remotas... TAO: Entre 1.400 a.J. y 1.600 d.J., los chinos pudimos documentar 90 novas y supernovas. Me parece que en Europa el registro equivalente incluyó únicamente tres. PAN: Así es. La supernova de Tycho Brahe, la observada por Kepler y la que fue comunicada por los astrónomos chinos y japoneses en el siglo XI. ZARA:

¡La supernova del Cangrejo! ¡También fue registrada por los

anasazi de Nuevo México! TAO: Me estoy olvidando de las manchas solares. Ciertamente que Galileo, a quien se tiene por su descubridor, se habría avergonzado de saber que las

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manchas solares venían siendo estudiadas por los chinos, por lo menos 1.700 años antes que él. MARTÍN:

Tan esplendoroso y prematuro desarrollo, ¿tiene alguna

explicación particular, apreciado amigo Tao, o fue una pura creación del libre afán por conocer cada vez más y mejor? TAO: El interés chino por la astronomía proviene de la convicción taoísta en la existencia de un íntimo vínculo entre la salud personal y de las dinastías políticas y los acontecimientos cósmicos. Se comprende que esto fuera así, ya que los ritmos de la agricultura base de la alimentación y de la economía de la nación china, de la salud de sus habitantes y de la permanencia de los gobiernos- han coincidido y coinciden con los períodos del movimiento de los astros. La temporada de lluvias o la época de inundaciones de los grandes ríos acaecen anualmente, de manera bastante regular y predecible, de acuerdo con el calendario astronómico. MARTÍN:

La técnica de medición del tiempo astronómico debió haber

sido, de fijo, muy importante... TAO: Por cierto que sí. Desde el mástil vertical simple -que servía para determinar los solsticios y los equinoccios- pasando por la clepsidra -de fluida precisión horaria-, el acervo tecnológico chino llega hasta la invención del “escape” (instrumento básico del reloj mécanico), realizada por el monje budista I-Sing, en el Colegio de Todos los Sabios, hacia el año 723. PAN: Sorprendente el dato. En Europa se inventó el “escape” recién en el año 1370. DULCE:

Puedo entender perfectamente el interés chino por la

observación y el estudio de las regularidades astronómicas. Temo no comprender, en cambio, el por qué de su inigualable obsesión por esa astronomía de los portentos, de lo singular y de lo infrecuente. TAO: El clima agrícola chino no siempre se comporta en armonía con el reloj astronómico. Las fluctuaciones de la temporada de lluvias, pero especialmente los catastróficos desbordamientos del Huang-ho, con todo y

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no ser tan constantes, han marcado de tal modo la historia china, que su predicción y control fueron considerados, desde un principio, como un asunto fundamental. Si esta necesidad es comprendida dentro de aquel espíritu de integración entre el micro y el macro cosmos, no debe extrañar que los chinos buscaran en las rarezas del firmamento signos anunciadores de los cataclismos climáticos, ni debe sorprender, por lo mismo, que lo insólito fuera observado con la suprema atención que delatan los vastos testimonios ni que confiaran en que, descubriendo el orden yacente en las anomalías celestes, podrían llegar a saber de antemano sobre la prosperidad y la desgracia futuras. DULCE:

Los

desbordamientos

del

Huang-ho,

¿han

sido

tan

verdaderamente calamitosos? TAO: Las extravagancias del Nilo o del Éufrates se quedan cortas. Llamado el “Indomable” o el “Látigo de los hijos de Han”, el gran río nace en los pantanos del noroeste, atraviesa el desierto de Ordos y más adelante se nutre de ingentes cantidades de sedimento amarillo -llamado loess-, para entregarlo en forma de aluvión a la gigantesca llanura, donde se originó la agricultura, y donde aproximadamente cada 100 años cambia de curso. Ciertas inundaciones han sido tan espantosas que los muertos y damnificados se han contado no por miles ni por centenares de miles, sino por millones y decenas de millones. MARTÍN:

La ingeniería hidráulica seguramente redujo las penurias...

TAO: Y volvió más predecible y controlable, a largo plazo, el régimen agrícola. Entre sus resultados se cuentan: los memorables diques mandados a construir por el emperador Yu; y el más grande canal hidráulico del mundo, que une a los ríos Huang-ho y Yangtse-kiang a lo largo de un trecho de 1.500 km de extensión. Levantado hace diez siglos, por unos tres millones y medio de obreros, la iniciativa fue del emperador Yang-ti. DULCE:

A propósito de tu citar de los emperadores, quisiera destacar

una importante diferencia entre la astronomía china y la babilónica.

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TAO: ¿Cuál es ella? DULCE:

Mientras que en China la astronomía derivó en astrología de

Estado, en Babilonia devino astrología de las personas. TAO: Déjate comprender mejor, Dulce. DULCE:

Por supuesto. Mientras que en China, la astronomía se implicó

con el pronóstico de los sucesos relacionados con reyes, príncipes y ministros, debido a que los astrónomos tenían la calidad de funcionarios del servicio civil; en Babilonia, la astronomía se entreveró con el pronóstico del destino del común de los mortales, debido a la gran difusión alcanzada por la práctica de observación del firmamento. Justamente fue éste el impulso que haría aparecer, en la ciudad, una copiosa casta de magos, hechiceros y adivinos. TAO: Babilonia, tierra sin nubes y de noches brillantes... PAN: Ciudad donde Alejandro Magno fue a morir, en el alcázar que ocuparon Nabucodonosor y Ciro... MARTÍN:

El interés babilónico por la astronomía, que como tú has dicho

fue de tal magnitud que engendró la astrología individual, aún hoy en boga, y a la que yo me atrevería a añadir la cabalística y la geomancia, ¿surgió de parecidas necesidades relacionadas con la agricultura? DULCE:

Indudablemente. En Babilonia, igual que en Egipto, la

agricultura dependió, desde sus inicios, del comportamiento de los grandes ríos, debido a la escasez de lluvias. El seguimiento de la dinámica fluvial dio origen a la astronomía, en cuanto sus pioneros advirtieran que las inundaciones de los grandes ríos son predecibles gracias a que acaecen en coincidencia con determinadas posiciones astrales. ZARA:

¿Podrías ser más explícita?

DULCE:

Con gusto.

El Tigris y el Éufrates corren paralelamente a lo largo de un gran llano donde depositan el limo que traen de Armenia y de las aguas del Taurus. Se trata del valle de entre ríos, donde la fertilidad natural, a manera de un don

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Divino, permitió el crecimiento de las frutas del Edén, como el dátil, la almendra, el albaricoque, el melocotón y la manzana. Allí, el Tigris y el Éufrates se desbordan cada año en cercana coincidencia con el equinoccio, para depositar su generoso obsequio de abono. Es el momento en que los agricultores deben retirarse a la espera del descenso de las aguas. ZARA:

¿Así año tras año?

DULCE:

Así año tras año, a lo largo de las edades. Es la misma ley de

repetición “saros”, que los sumerios identificaron en los eclipses. TAO: ¡Qué impactante y extendida influencia de la “repetición”! Enseguida recordé la cinematográfica imagen de la cosmogonía hindú. Allí, el dios creador Brahma inhala y exhala universos, mientras Shiva danza al interior de un círculo de fuego, haciéndolos aparecer y desaparecer a su antojo. La ley del eterno retorno. MARTÍN:

Debió ser el Indo la causa de tan colosal metáfora.

TAO: Sí, la reiteración anual de las inundaciones que han permitido alimentar los inmensos arrozales del Punjab con sedimento transportado desde el Tíbet y el Himalaya, desde las altas nieves donde dicen que nació Buda de una elefanta blanca fecundada por Brahma. ZARA:

Ibas a referirte también al Nilo, Dulce.

DULCE:

La

antigua

agricultura

egipcia

se

caracterizó

por tres

estaciones muy bien marcadas: inundación, siembra y recolección; cada una duraba cuatro meses lunares. Predecir la época de inundación, igualmente en este caso, fue una necesidad satisfecha por la astronomía, desde el momento en que se reconociera que el desborde del Nilo empieza justo después de producirse la salida helíaca de Sirio, la más brillante estrella de la noche. La trascendencia de esta correlación hizo posible la invención del calendario egipcio, que se difundiría por el mundo una vez Julio César encargara al egipcio Sosígenes su implantación en Roma. La ciencia de la medición del tiempo, a partir de la creación del calendario civil, concluyó con

191

la división del día en veinticuatro horas, que también se la debemos a los egipcios. ZARA:

Y el impacto social de la astronomía, ¿fue tan grande como en

Babilonia? DULCE:

Yo diría que si en China la astronomía devino astrología de

Estado, y en Babilonia astrología de las personas, en Egipto se integró con la religión y con el concepto de “ciclo” de la vida humana, con sus estaciones de nacimiento, crecimiento, muerte y renacimiento, como el ciclo diario del Sol o el anual de Sirio. La cultura funeraria egipcia, los templos y las pirámides -con sus llamativos encuadramientos en las direcciones astronómicas- dan fe de esa profunda implicación. PAN: Ahora me doy cuenta del por qué el análisis diofántico de las ecuaciones indeterminadas fue un desarrollo común a las matemáticas de la India, Grecia y la China: debido a la profusa divulgación de la idea de repetición

periódica,

basada

en

la

observación

del

movimiento

astronómico... Ahora entiendo al poeta Hesíodo. ZARA:

Nos dejas a mitad de camino, Pan.

PAN: Hesíodo, en su renombrada obra “Los trabajos y los días”, de hace como 3.000 años, realizó la primera exposición sintética de lo que aquí hemos puesto de relieve. Allí él describió el antiguo zodíaco griego y caracterizó las relaciones de las constelaciones con la aparición estacional de cierta flora y fauna, con los ritmos de la agricultura, con los movimientos marítimos y sociales. No creo equivocarme si digo que fue el primer escrito en el que se recoge y explica el determinismo astronómico alcanzado por la sociedad de la época. Creo, por otra parte, que ese determinismo llevó a la convicción de que para vivir en armonía con el cosmos, las personas debían ejecutar sus actividades en los días y los meses exactos y predeterminados. Una actitud integrativa del ser humano con el cosmos, en la que quizás podríamos

192

descubrir el “taoísmo” de la Grecia clásica, por cuya ausencia reclamaste, amigo Tao... je je. TAO: Muy bien, Pan, también celebro tu hallazgo. MARTÍN:

Interesa anotar, junto a ello, que también fue en la Grecia

clásica donde la noción omnipresente de repetición monótona -tomada de la astronomía- se corporizó, virtualmente, en la mitología bajo la figura de un dios. PAN: Tienes razón, y fue el mismo Hesíodo, en su “Teogonía”, quien refirió la leyenda de Cronos, el primer rey de los dioses, el dios del tiempo, despiadado y absolutista, capaz de devorar a sus propios hijos. MARTÍN:

Al menos desde la aparición de esta impresionante leyenda

proviene la identificación del tiempo con la Divinidad, su exteriorización como algo independiente del ser humano. Comprensible que ello sucediera y que se reiterara hasta Newton, considerando la aplastante fuerza determinista de la periodicidad astronómica sobre los ritmos de las actividades económicas y sociales. ¿De qué mejor modo podía ser reconocida sino otorgándole el estatus de entidad omnímoda? ¿De qué manera más convincente imaginar la esencia de la Divinidad? DULCE:

Estoy de acuerdo. En este aspecto deificado del tiempo

astronómico está en crisálida el concepto newtoniano de tiempo como “simultaneidad absoluta”. PAN: A la postre respaldado en la suposición “física” de que a los cuerpos puede comunicarse cualquier velocidad y que, por consiguiente, dos eventos, por alejados que se encuentren pueden conectarse entre sí de manera instantánea. DULCE:

Idea cuestionada y superada por Einstein, como se sabe, al

demostrar, en 1905, que la velocidad que puede imprimirse a la comunicación entre eventos separados no es ilimitada, que sus conexiones quedan netamente trazadas por el cono de luz y que la velocidad de desplazamiento de los fotones es el límite máximo...

193

MARTÍN:

Tal el punto de ruptura que a Einstein le llevó, finalmente, a

despojar al “tiempo” de esa imagen de “dios absoluto”, separado de la naturaleza y dictador de sus ritmos, para proveernos otra en la que el espacio-tiempo aparece como un dios difundido en la realidad, capaz de ajustarse sutilmente a la curvatura continua de la masa y la energía. De este modo, Einstein parecería haber realizado la hazaña que la mitología le atribuyó a Zeus: destronar a su padre Cronos, enviarle al lugar de los tormentos y arrebatarle el “tiempo”, la inmortalidad, para entregársela a todos los dioses del Olimpo... TAO: El punto de continuidad con Newton fue, por su parte, la completa fidelidad de Einstein al concepto de repetición o cambio periódico y reversible, como el eje de su imagen sobre el tiempo... PAN: El concepto con el cual ha tenido lugar la predicción métrica y la seguridad en la invariancia de las leyes con respecto al cambio de signo o de dirección del tiempo. DULCE:

El tiempo uniforme, estable, lineal, homogéneo, de la simetría

entre el pasado y el futuro; para el que la predicción es igual que la retrospección... El tiempo generalizado a todas las civilizaciones del Antiguo Mundo, según hemos podido ver. MARTÍN:

El tiempo intemporal, estable y equilibrado como el cristal. El

que se ha concretizado en la máquina y en la industria mecanizada. ZARA:

El tiempo yerto, extraño a la vida.

TAO: Al que deberíamos convidar a una tregua para escuchar a Zara con la atención que se merece. Por cierto, luego de que concluya esta evocadora pieza musical de Richard Strauss que Martín nos brinda. (“Así hablaba Zaratustra” cierra el telón de la tercera jornada).

194

CUARTA JORNADA: DEL ESPACIO Y EL TIEMPO EN LA CIENCIA ASESINADA MARTÍN:

“¡Qué cascabel tan bonito, querida! ¿Quién te lo dio?”...

¿Sabían que esta canción mexicana viaja en las naves Voyager, grabada en sus discos fonográficos junto a unas pocas composiciones representativas de lo mejor de la música de nuestro planeta? DULCE:

No será por la letra...

MARTÍN:

Escuchen las vibraciones, en glissando descendente, del

conjunto de violines. ¿Sugieren un cascabeleo? ZARA:

¡Curiosa proyección del inconsciente mexicano hacia el reino

de las estrellas! DULCE:

Hablas menos para nosotros que para ti, Zara.

ZARA:

Es natural, pues tras mi decir hay una larga historia que

empieza mucho tiempo atrás, en un pasado lejano y brumoso, con el

195

encuentro de unas singulares serpientes con unos singulares seres humanos, que el intuitivo José Díaz-Bolio se encargó de ponerlo en evidencia. DULCE:

Se pone interesante. ¿De quiénes se trataba?

ZARA:

Del crótalo duriso duriso y del indio centroamericano. Del ahau

can y el maya. Encuentro entre la serpiente de cascabel dotada de preciosos dones y los representantes de una de las más avanzadas culturas generadas en las Américas desde su descubrimiento, 20.000 años atrás. MARTÍN:

¡Qué agradable retornar a América! Ya empiezo a recordar el

sabor de las exquisitas frutas de la huerta maya: la dulce chirimoya, el aguacate cremoso, el pegajoso caimito, la jugosa papaya, el zapote, el mamey, el jobo, el jurgay y el cajú... PAN: ¿Qué dones tan especiales tiene esa víbora de cascabel, Zara? ZARA:

Algunos. El más sorprendente es la geometría que dibuja en su

piel: cuadrados casi perfectos que se convierten de manera continua en rombos, cada vez que el crótalo realiza un cierto movimiento, como si estuviera exhibiendo una película de lo que en técnico decir se llamaría “transformación topológica”: la imagen que cautivó la atención y organizó el trabajo del genio maya. MARTÍN:

¿Algo así como un patrón o una referencia básica?

ZARA:

Exacto. La idea de deformación topológica con el cuadrado de

base, fue el atractor fundamental de los planes y de la economía mayas. Con ella trazaron sus fronteras agrícolas, de ella se sirvieron para el diseño del sistema de canales de irrigación agrícola, con ella elaboraron los planos de sus edificios y de ella se nutrieron la industria del tejido, las representaciones abstractas y la religión. En suma, una influencia que se podría calificar de “trascendente”. DULCE:

Sin duda, sin duda, por lo que se ve. De una jerarquía quizás

semejante a la del triángulo pitagórico. ZARA:

Sólo que con diferentes geometrías subyacentes. Y con una

distinción adicional: en tanto que la figuración pitagórica siguió una pauta de

196

construcción antropocéntrica, subjetiva y fue producto de una iluminación acaecida en la mente del matemático, a priori; la figuración maya siguió una pauta objetiva, a posteriori, conformada por el dibujo trazado en la serpiente. DULCE:

¿Una dádiva celestial?

ZARA:

Más bien un resultado evolutivo espontáneo o acaso de

selección artificial. TAO: ¿Tal vez como la acontecida con el cangrejo samurai? ZARA:

Quizás, quizás. En cualquier caso, una geometría “externa”,

independiente del sujeto, tal como la que soñaron Pitágoras y Platón. MARTÍN:

¡Qué

simpático!

Acabo

de

ver,

a

propósito

de

esta

comparación, el origen de esa necesidad o mejor necedad científica típicamente Occidental: someter a prueba, a verificación, lo que se ha encontrado en la teoría, como condición para aceptar su validez y objetividad,

en

consideración

del

hecho

de

que

el

proceso

de

geometrización (o de demostración, para generalizar) ha transcurrido por entero en el interior de los iluminados. ZARA:

Cosa que no sucedió en las Américas. Y ello me hace caer en

la cuenta, Martín, que esta necesidad de extrovertir la demostración debió haber sido un poderoso impulso para desarrollar la codificación, el arte de expresar el pensamiento a través de un sistema de signos, del sistema que tanto ha enorgullecido a los occidentales, hasta el punto de haberlo elevado a la categoría de inequívoco síntoma de la civilización. PAN: Puede ser. TAO: Dados los antecedentes, supongo que los mayas habrán generado una relación especial con el crótalo. ZARA:

No sólo los mayas, respetado amigo. La geometría crotálica

irradió a todas las culturas centroamericanas y más al sur... PAN: Puedo imaginar la reacción de un crótalo importunado por la presencia de sus observadores: enroscándose y levantando la cola antes de dar el salto fulminante y el mordisco portador del mortal veneno. Debió haber sido una relación en verdad peligrosa.

197

ZARA:

No hay que asustarse de las serpientes venenosas, Pan. El

crótalo no ataca por sorpresa ni hiere si no se lo pisa. Anuncia su presencia con un disuasivo cascabeleo. En amable cautividad se vuelve dócil y pacífico. DULCE:

Tal vez por estas cualidades lo escogerían como símbolo en la

primera bandera de los EE. UU. de Norteamérica... MARTÍN:

O quizás fue por ellas que se resolverían a sustituirla por la

bandera de barras y estrellas... ZARA:

Como para completar su generosidad, el crótalo obsequia su

dibujo tres veces al año. La muda de la piel, que con esa frecuencia acontece, debió haber significado para la bullente imaginación maya, la confirmación de que el crótalo era el portador de un mensaje Divino proveniente de las estrellas. TAO: ¿De verdad lo crees? ZARA:

Lo doy por hecho y aquí viene Quetzalcóatl en mi ayuda. El

significado etimológico de Quetzalcóatl es “serpiente emplumada”, con las bellas plumas del ave quetzal; figura que simbolizó la creencia india en el origen celeste del cuadrado portado por el crótalo. TAO: Conozco que esa figura se antropomorfizó. ZARA:

En efecto, y corresponde a la imagen del señor Quetzacóatl: el

inventor de la agricultura y de la industria, de la canción y de la escultura; el que descubrió el maíz con ayuda de una hormiga para entregárselo a los dioses, quienes, por su parte, lo utilizaron para elaborar con él, en calidad de materia prima, la carne de los seres humanos de la cuarta creación. Quetzalcóatl: el que enseñó a pulir el jade, a tejer la pluma y a sembrar el maíz. Un personaje en verdad extraordinario. MARTÍN:

¿Carente de asidero histórico?

ZARA:

No lo creo. La cronología maya empieza con la cuarta

creación, el 13 de agosto del año 3113 a. J. Probablemente éste fue el año en que se implantó la agricultura del maíz y quizás hubo, en tal memorable suceso, un mentor de la magna obra.

198

TAO: Tuvo Quetzalcóatl, al parecer, un incierto destino. ZARA:

Sí, y al respecto se agudiza el componente legendario.

Bernardino de Sahagún refirió, por ejemplo, que sus informantes indígenas le conversaron -yo no sé si con ánimo humorístico- que unos demonios liderados por Tezcatlipoca fueron a visitar a Quetzalcoátl en su palacio de Tula, llevándole un espejo humeante por obsequio. Al mirarse en él, descubrió que tenía un rostro y que era, por ello mismo, un ser humano y no un dios. Esa noche bebió hasta embriagarse y poseyó a su hermana. Al día siguiente desapareció en el océano, embarcado en una nave llena de serpientes. Otra versión, constante en los Anales de Cuautitlan, le atribuyó haberse transformado en el planeta Venus. Quizás viajó mucho más lejos, a las Pléyades, que los mayas llamaban “tzab”, onomatopeya del cascabeleo del crótalo. En todo caso, Quetzalcóatl fue, más que un hombre excepcional, el símbolo de la conjunción entre geometría y agricultura, entre el maíz, el crótalo y los seres humanos, entre el cielo y la tierra. Desde las lejanías del tiempo maya, Quetzalcóatl emerge como el emblema de esta armonía. PAN: Nos dijiste, Zara, que esa imagen serpentina de una transformación topológica, tuvo complementación y desarrollo más allá del cuerpo mismo de la víbora... ZARA:

La

importancia

de

esa

topología

viva

habría

pasado

desapercibida de no haber sido por lo magníficamente bien que se ensambla la idea de distorsión por influencia del sustrato, que podemos decir que es propia del espacio topológico, con los principios de organización y con el carácter de la agricultura maya. Más aún, se puede aseverar que el modelo crotálico fue, por feliz coincidencia evolutiva o por obsequio del cielo, el modelo apropiado del espacio agrícola maya. MARTÍN:

Si me permites, Zara, para bien comprender esto, es preciso

una ligera comparación con la agricultura practicada en las tierras de los grandes deltas fluviales.

199

Pues, como bien destacaron en su oportunidad Dulce y Tao, allí la tierra agrícola fue de grandes extensiones y de fertilidad naturalmente provista. A decir verdad, no importaba el lugar concreto donde se realizara la siembra, a lo largo de la cuenca, para obtener iguales rendimientos, así en el norte como en el sur, así al este como al oeste, ni fue necesario realizar el desmonte ni someter la tierra a obligado descanso. Esta es la clara imagen de un espacio vacío, independiente del contenido. ZARA:

Muy distinto el caso de la agricultura maya. Allí, la calidad de la

tierra y su localización fueron, aún lo son, variables determinantes del rendimiento. Más aún, no todas las tierras son aptas para el mismo tipo de cultivo. PAN: ¿Fue muy diverso el ambiente maya? ZARA:

La heterogeneidad de ambientes naturales fue el “argumento”

de la manera maya de desarrollo. Los grandes habitats comprenden: el altiplano, rodeado de montañas y volcanes, donde nace el mayor sistema hidrográfico de la península; las tierras bajas y lluviosas de Tabasco y El Petén, donde se inauguró el período clásico de los mayas, franja de sabanas, cerros y valles cubiertos de un denso bosque tropical con especies como la caoba, el hule, el chico zapote, la ceiba, el ramón, el pimentero, la palma de corozo y la palma escoba; y la llanura costera, rodeada de pantanos, de suelo pedregoso y poco profundo, donde la ausencia de lluvias fue suplida con la explotación de aguas subterráneas. PAN: ¿En todos estos ambientes se practicó la agricultura? ZARA:

Ciertamente. Caso contrario no habría sido posible la

aclimatación de las muchas variedades de frutas ni habrían tenido su oportunidad de pervivencia los tipos conocidos de camotes, jícamas, mandiocas y malangas. La región maya fue, en virtud de la diversidad de ambientes y de la afición “topológica” de sus labriegos, uno de los grandes centros de fitomejoramiento en América.

200

DULCE:

Cabe suponer que esta pluralidad del ecosistema tuvo alguna

repercusión sobre el comportamiento de los ciclos agrícolas. ZARA:

La influencia fue decisiva.

MARTÍN:

Se hace nuevamente oportuno citar los casos de la agricultura

clásica del Antiguo Mundo. TAO: Allí, el ciclo agrícola estuvo totalmente marcado por la hidrodinámica de los grandes ríos y también de los monzones. Como ya lo destacamos, ambos son fenómenos que poseen una regularidad estadística, lo cual ha permitido que los períodos de siembra y cosecha sean bien delimitados en el tiempo y acaezcan en los meses previstos de cada año. PAN: Este comportamiento estacional es igualmente característico de la agricultura europea. Así, en muchos lugares la siembra se realiza poco antes del invierno, de suerte que las nieves derretidas, al inicio de la primavera, permiten un rápido crecimiento de las plántulas. En otros sitios, el terreno se prepara al terminar el otoño y la siembra se efectúa a principios de la primavera. Las actividades campestres se concentran en las fechas anuales predeterminadas. Mas tengo entendido que un tipo de regularidad semejante prevaleció en la agricultura maya de la milpa. Y puedo vislumbrar que esta periodicidad debió ser, precisamente, el trasfondo de esa concepción cíclica del tiempo, tan ampliamente destacada por los diversos estudiosos del pensamiento maya. ZARA:

Debemos ir más despacio. Empecemos por la descripción de

la agricultura de la milpa. TAO: La famosa “milpa”. Sé que el sistema se organizó en cuadrículas de tierra de 20 m de lado, y que los labriegos separaban cada cuadrícula con mojones de piedra... PAN: Según conozco, el ciclo de la milpa empieza en agosto, con la tala del bosque. ZARA:

No. El ciclo de la milpa inicia con la localización del campo de

cultivo y la elección no es arbitraria. Hay que hacerse de una buena

201

impresión de la espesura del bosque, de la distancia con respecto a las fuentes de agua y al sitio de consumo, y también de la vegetación existente. En sí mismo éste es un proceso de búsqueda aleatoria, que puede o no concluir antes de agosto. PAN: Digamos que el sitio ha sido seleccionado antes de agosto. ZARA:

Muy bien. En tal caso, hay que esperar que llueva

intensamente para efectuar la tala del bosque. Esto puede suceder en agosto o más tarde, en setiembre o aun en octubre. Lo que interesa es la lluvia intensa, no el hecho de que el mes sea agosto. PAN: ¿Por qué la lluvia debe ser intensa? ZARA:

Para facilitar el corte, pues con lluvia intensa la madera se

humedece y es más blanda. PAN: Una vez cortado el bosque, viene la quema. ZARA:

Sí, pero antes hay que secar la madera y la hojarasca, para lo

cual es necesario que cesen las lluvias y que el Sol irradie con plenitud. En ciertos años no es posible quemar, ya sea porque las lluvias se prolongaron a lo largo de los doce meses o ya porque fue muy corto el período de sequía. En tal caso, el ciclo de la milpa se interrumpe o se retrasa considerablemente. La quema tampoco depende del día o del mes, sino de la consistencia del viento. El fuego se enciende por varios sitios a la vez, usando teas elaboradas con ramas del árbol catzim, mientras se silba constantemente invocando la ayuda del dios del viento, para que éste no cese, pues es muy difícil remediar una quema incompleta. No son infrecuentes los intentos fallidos, y sus consecuencias se expresarán, como es lógico, en la duración del ciclo de la milpa. La actividad siguiente es totalmente predecible y controlable: el cercado del campo. PAN: Luego viene la siembra.

202

ZARA:

Que se tiene que realizar una vez reinicien las lluvias. Si éstas

se interrumpen, la siembra deberá repetirse más tarde, a menos que se acceda a fuentes alternativas de agua. La fase comprendida entre la siembra y la cosecha -en la cual se cumplen actividades tales como la desyerba- tiene una duración dependiente del tipo y variedad de cultivo. Así, y por no citar sino el caso más relevante, hay variedades de maíz que se reproducen en 75 días, otras en 80, 100, 160, 180 o más días. Una vez efectuada la cosecha, el campo entra en período de descanso o barbecho, cuya duración oscila, según la calidad del suelo, entre cuatro y siete años en El Petén y entre quince y veinte años en Yucatán. También hay la milpa de alto rendimiento que permite dos cosechas al año, con una muy breve interfase. En definitiva, y por lo que a la milpa se refiere, la duración del ciclo es completamente variable. Ello proveyó una noción del tiempo como tiempo cíclico, sin duda, pero con una notable, muy notable heterogeneidad en la amplitud de las fases constituyentes, con diferencias marcadas entre regiones o aun dentro de una misma zona. PAN: Entiendo la diferencia con nuestro ciclo agrícola y puedo advertir las dificultades inherentes a este fuerte indeterminismo. Por ello quisiera saber cómo hicieron los mayas para enfrentarlas. ZARA:

Con la implantación de tecnología agrícola.

PAN: ¿No se circunscribió la agricultura maya a la milpa? ZARA:

La milpa obligatoria y generalizada es una caricatura de la

agricultura maya. Un pueblo distribuido en un territorio de 250.000 Km2, y en más de 300

grandes

ciudades

-según

prueba

aportada

por

los

vestigios

arqueológicos-. Con ciudades como la esplendorosa Tikal, en medio de la selva, que en su cenit urbano llegó a alojar cerca de 100.000 personas; o como Tulum, cuyos edificios de piedra caliza parecen surgir, por deformación, de las cúspides del acantilado que contiene los embates del

203

Atlántico. Un pueblo capaz de erigir el palacio de Uxmal o la pirámide de Kukulcán -el Quetzalcoátl del período clásico maya- en Chichen Itzá; un pueblo que pudo esculpir las esculturas de Copán y pintar los impresionantes frescos de Bonampak... Un pueblo así, con tal densidad urbana y tal complejidad cultural, debió requerir, con fuerza de necesidad, un sistema de producción agrícola de gran magnitud y alto rendimiento, como el que en efecto se implantó. Decenas de miles de terrazas en ruinas atraviesan, todavía, las laderas del sur de Campeche y Quintana Roo, cubriendo un área de más de 10.000 km2. Los campos drenados, que se elevan sobre las orillas de los ríos Candelaria y Usumacinta, aún hoy no son difíciles de observar. Pero lo que permitió a los mayas un notable control sobre los efectos de las variaciones climáticas, fue la construcción de un gran sistema del que sólo se tuvo noticia hace pocos años, merced a una extraña coincidencia desencadenada por la observación del planeta Venus. TAO: No me digas que se trata de una noticia de Quetzalcoátl. ZARA:

Caliente, caliente.

MARTÍN:

Caliente como la superficie de Venus, donde la gruesa capa de

nubes se precipita en interminables lluvias de ácido sulfúrico sobre un paisaje de oscura soledad... ZARA:

Para atravesar esa coraza de nubes y poder observar el

mundo venusiano, los norteamericanos diseñaron, en la década de los setenta, un sistema de proyección por radar, cuya fiabilidad técnica se sometió a prueba justamente sobre el territorio maya. La penetración de la capa forestal mostró la primera radiografía del sistema de canales maya: una miríada de pequeñas líneas dispuestas en cuadrículas sobre los pantanos. Las excavaciones subsiguientes permitieron revelar que el sistema empezó a ser construido alrededor del 250 a.J. y que permaneció operante hasta el colapso de la cultura maya clásica. Esta tecnología hidráulica, junto a las otras tecnologías que mencioné, muestran que la maya fue una agricultura intensiva, capaz de

204

sostener una economía diversificada. Si a ello añadimos la práctica del fitomejoramiento, entonces tal agricultura se nos revela como una respuesta de acoplamiento exitoso a las condiciones de diversidad de tierras, climas y cultivos. PAN: Dijiste que estas tecnologías permitieron atenuar los efectos de las imprevisibles fluctuaciones climáticas. Por ello hablé de “acoplamiento”.

ZARA:

PAN: Lo que equivale a decir que esa flexible duración de los ciclos agrícolas no fue algo que los mayas se propusieran cambiar. ZARA:

De acuerdo.

PAN: Mas, según lo que por historia se conoce, los mayas fueron aventajados a nivel mundial en el establecimiento de las cuentas calendáricas. TAO: Tienes razón. Al producirse el encuentro de 1492, los europeos utilizaban todavía el calendario juliano, basado en el egipcio y notablemente más impreciso que el instaurado por los astrónomos mayas, me parece que entre los siglos VI y VII. PAN: Lo que prueba, certeramente, que los mayas tuvieron el más acusado interés de todas las culturas de la Tierra, por determinar su funcionamiento económico y social sobre la base regular y predecible del tiempo astronómico. Cosa que contradice ese espíritu de flexibilidad horaria que Zara atribuye a los mayas, a menos que quiera convencernos de que esa obsesión calendárica fue algo así como un hobby intelectual o un arrebatado frenesí cientista de los astrónomos de Copán. ZARA:

Excelente. Muy lícita tu sospecha de que aquí puede haber una

paradoja. La tuya es conclusión que se recrea en la sorpresa e intriga de la generalidad de estudiosos al advertir el conocimiento calendárico maya, tan exuberante y preciso. “Hijos del tiempo”, “filósofos del tiempo”, “eximios maestros de la medición del tiempo”, “absorbidos por el tiempo”, son algunas de las adjetivaciones usadas por los eruditos mayences.

205

En procura de decir verdad, les invito a que revisemos con más detenimiento esta faceta del pensamiento maya: su ciencia del tiempo. PAN: De acuerdo. ZARA:

Para empezar recordaré que los mayas no emplearon un solo

calendario. MARTÍN:

Uno de ellos fue el calendario “tzolkin”...

ZARA:

¿Qué sabes de este calendario?

MARTÍN:

Fue una de las más originales invenciones del pensamiento

indígena sobre el tiempo. Si la memoria no me es ingrata, se utilizó en toda el área centroamericana... ZARA:

No dudes, mestizo, de tu memoria sobre asuntos de indios.

MARTÍN:

Tanto

mayas,

como

zapotecos,

mixtecos,

totonacos,

huaxtecos, teotihuacanos, toltecas y mexicas, entre otros, utilizaron el tzolkin para sus cómputos. De manera que cuando en Tenochtitlán se marcaba el día

“12

Coatl”,

lo

mismo

acontecía

en

cualquier

otra

ciudad

centroamericana. PAN: Este calendario tzol... tzol...; vaya, vaya, parece que retorna el crótalo. Este “tzol-kin” seguramente estaba dividido en días y años... ZARA:

Estaba dividido en días solares, como el calendario actual,

pero el “año” del tzolkin no fue solar. DULCE:

Es decir que el tzolkin fue un calendario semi solar.

PAN: O seudo solar. Me intriga saber: si no fue solar el año del tzolkin, ¿en el ciclo aparente de qué estrella estuvo fundamentado? ZARA:

El “año” del tzolkin consta de 260 días. Que se sepa, este

período no se originó en una referencia estelar. Más adecuado es asignarle un vínculo con el registro de ciertas características del crótalo. El número básico a tener en cuenta es el “cuatro”, que proviene del cuadrado crotálico. PAN: ¿Por qué lo llamas número básico? ZARA:

Es el número que aparece con más frecuencia en cuentas y

observaciones mayas, solo o expresado en sus múltiplos.

206

El cuatro está en la base del sistema de numeración, vigesimal, y en la medida de las tierras agrícolas. La cronología de la cuenta larga empieza el día 4 Ahau 8 Cumhú, fecha de inicio de la cuarta creación humana. DULCE:

¿Qué es esto de la “cuarta creación humana”? ¿Acaso el ser

humano fue creado varias veces, según la mitología maya? ZARA:

En nuestra mentalidad fue, es, muy acusado el recuerdo de

grandes cataclismos naturales acontecidos a lo largo de la historia. El final del período formativo maya coincidió, verbigracia, con la gran erupción del volcán Ilopango y el subsiguiente trastorno ecológico del altiplano salvadoreño, que determinó el colapso de importantes centros culturales de influencia olmeca. Hubo, hay, en nuestra mente la imagen asechante de la catástrofe. Pero también del renacimiento tras ella, como si se tratase de una nueva creación del ser humano, donde el pasado queda apenas como una nostalgia brumosa frente a la emergencia de un ambiente natural modificado casi por completo y ante el desafío de construir un mundo distinto. TAO: Según una teoría, la cultura maya clásica pereció en alguno de esos colosales embates de la naturaleza. ZARA:

En la última página del Códice Dresde, está dibujada una

impresionante alegoría de alguna de esas grandes destrucciones: en lo alto del cielo un enorme crótalo, cuyos cuadrados se han configurado con símbolos de las constelaciones, se inclina sobre la tierra y vierte torrentes de agua que brotan de sus fauces. Bajo el ofidio, la diosa de la muerte agudiza el diluvio, derramando más agua, mientras Ek Chuah, dios de la guerra, se halla en decidida pose de combate. Si esta alegoría de alguna devastación causada por aguaceros interminables y grandes inundaciones, seguida de guerras y mortandad, fue puesta al final del Códice a manera de historia y advertencia, allí tendríamos, por qué no, un indicio a favor de la teoría que mencionas. TAO: ¿Cuándo fue escrito el Códice Dresde? ZARA:

Alrededor del siglo XIII, en el post clásico maya.

207

PAN: Retornemos al crótalo, Zara. Nos estabas explicando su relación con el año del calendario tzolkin... ZARA:

Ciertamente. Me estaba refiriendo al cuatro de la serpiente...

Pues bien, el cuatro también participa en la formación del número de días del año tzolkin: pues 260 es igual a 4 + 44. Cada uno de estos 260 días tiene su propia denominación, que corresponde a la combinación entre alguno de los números comprendidos entre 0 y 12 y alguno de 20 nombres distintos (13 x 20 = 260). Los trece números aluden a las trece escamas que poseen ciertos crótalos en cada una de las cuatro hileras de sus belfos. Trece es el número de cielos del universo maya, con sus trece divinidades tutelares de cada número señalado. Por su parte, los veinte nombres designan a los jeroglíficos de los días del mes maya, cuya duración refleja el período de muda de piel de ciertas serpientes. PAN: Una verdadera “crotocronología”... ZARA:

Con algunas interesantes coincidencias extracrotálicas. El

período sinódico de Marte es de 3 años tzolkin. El ciclo de Venus comprende: 250 días en que es “lucero del alba”, 90 en que desaparece, 256 en que es “estrella del atardecer” y 8 en que vuelve a ocultarse. Dos de estas fases cuentan con una duración cercana al año del tzolkin. Por ello es que Venus ocupó un lugar preeminente en la astronomía maya. De hecho, el registro de los movimientos de Venus en ninguna otra parte de la Tierra estuvo tan avanzado como en los observatorios mayas. MARTÍN:

Sin duda. El rezago Occidental fue muy importante en esta

materia. Los griegos clásicos, por no citar sino el caso paradigmático, creían que Venus del amanecer es un planeta distinto a Venus del atardecer: a uno denominaron Hesperus y al otro, Fosforus. PAN: Prosigamos con el tzolkin. ¿Con qué finalidad fue utilizado? ZARA:

Primero, para el registro y la cuenta de los eventos

ceremoniales.

208

PAN: Es decir que en un mismo año solar podían acaecer hasta dos efemérides del tzolkin. ZARA:

Sí. Por ejemplo, alguien podía tener dos cumpleaños tzolkin en

un mismo año trópico. Pero

el

tzolkin

se

utilizó,

primordialmente,

para

determinar

“cronogramas” de las actividades agrícolas. TAO: Vaya, yo sabía que para este propósito los mayas se guiaban por las posiciones de la Luna y de las estrellas, y que idearon toda una astrología, como en Mesopotamia. ZARA:

Es verdad que hubo desarrollos locales en la perspectiva que

mencionas y es verdad, también, que ello desembocó, en cierto momento, en una astrología de carácter colectivo, particularmente vinculada con el movimiento de Venus. Pero en muchos casos las irregularidades climáticas tornaban inmanejables los calendarios astronómicos. Allí, el recurso al tzolkin fue poco menos que obligatorio. El tzolkin fue, por ello, un tipo de calendario cualitativamente distinto, una originalísima contribución para predecir en condiciones de arritmia entre los ciclos agrícolas y los ciclos astronómicos. Carente de una expresa isocronía con el pulso de los cielos, el tzolkin reverbera, en los anales de la historia, como el primer representante de una noción de tiempo en que la participación del “observador” es dominante y decisiva. Todo lo cual hace ver lo inexacto de la opinión que hace de los mayas una cultura obstinada en ajustar todas sus actividades al ritmo del movimiento de los astros. TAO: No comprendo muy bien eso de los “desarrollos locales”. ZARA:

Quiero decir que ninguna de las útiles correlaciones entre los

ciclos agrícola y astronómico pudo haber servido como una referencia general, válida para fijar con anticipación los días en que debían realizarse, por ejemplo las siembras, en todas y cada una de las comarcas mayas, a la

209

manera como los egipcios pudieron hacerlo guiándose por el movimiento aparente de Sirio. Por cierto que la proliferación de calendarios, con los desajustes e incongruencias que ello implicaba para el gobierno de una sola cultura y de una sola economía, fue un mayúsculo problema a cuya solución se vio abocada la ciencia maya. TAO: ¿Es decir que los mayas buscaron la instauración de un solo calendario referencial, el tzolkin? ZARA:

¿Al modo de un solo tiempo imperial, que todo lo rige? No, no

creo que esto hubiese sido un programa viable. La solución que forjaron fue la más natural y, por ello mismo, la más sencilla de todas: encontrar la clave de las armonías entre los distintos ciclos calendáricos. PAN: ¿Cómo se hacía la predicción con el tzolkin? ZARA:

Supongo que a través de ceremoniales adivinatorios, donde las

intuiciones del shamán, portador del tzolkin, se combinaban con la consulta del azar en los juegos rituales. PAN: Debo suponer que varios de estos presagios resultarían pueriles, a la postre, y que el tzolkin habrá ido perdiendo su credibilidad, por ello mismo. ZARA:

Todo lo contrario, amigo indagador. Las fallas no fueron un

motivo para desecharlo. Fueron, más bien, un desafío que profundizó el interés de los mayas por el estudio de los ciclos astronómicos, con la confianza en que el seguimiento sistemático de los períodos de planetas y estrellas, les proveería de la información que necesitaban para ensamblar los calendarios y perfeccionar el tzolkin. Allí tienen los argumentos y la fuente de impulso de esa mal comprendida “obsesión maya por el tiempo”. TAO: ¿Podrías referir, Zara, los logros mayas en el acoplamiento de los calendarios? ZARA:

El primer gran avance se presentó en el Congreso Astronómico

efectuado el año 776, en la ciudad sagrada de Copán... PAN: ¿La fecha es conforme a las cuentas del tzolkin?

210

ZARA:

No, no es necesario. Estoy usando el año solar y las cuentas

cristianas, si no tienes inconveniente... Allí, en el Congreso de Copán, quedó cimentado el ensamblaje del tzolkin con el calendario anual de 365 días, llamado “haab”. Se desconoce el procedimiento concreto de cálculo, pero debió consistir en la determinación del mínimo común múltiplo entre 260 y 365, números que representan el total de días de cada uno de los dos períodos-calendario. La cifra resultante, de 18.980 días, dio origen a un nuevo ciclo -designado con el nombre “Xiuhmolpilli” en nahoa- que se cumplía cada 73 años tzolkin o cada 52 años haab. Podemos imaginar esta conjunción tal cual han hecho los estudiosos de la cronometría maya: como un engranaje de relojería integrado por unas “ruedas del tiempo” que giran, una respecto de la otra, con sus propias velocidades angulares. MARTÍN:

Curioso, 52 es el producto de 13 x 4...

ZARA:

Cada uno de los días del Xiuhmolpilli tuvo un nombre

característico, proveniente de su denominación en el haab y en el tzolkin, que no se repetía sino al cabo de un ciclo completo. A medida que se acercaba esta fecha de término, se multiplicaban los augures sobre la inminencia de la catástrofe. Los habitantes de Tenochtitlán, por ejemplo, abandonaban la ciudad en la última noche del Xiuhmolpilli para dirigirse a las alturas de los cerros vecinos y esperar allí, en tensa actitud, el advenimiento del nuevo ciclo. Al rayar el Sol en el horizonte, el júbilo era mayúsculo, pues los dioses les habían concedido otros 52 años de vida. PAN: Debo presumir, Zara, que todas esas noticias que versan sobre las conexiones entre el tzolkin y los calendarios sidéreos, debidamente sustentadas han de estar. ZARA:

Gracias a Kukulcán, no todos los libros mayas fueron a dar en

las piras que siguieron a los autos de fe convocados por el Obispo Diego de Landa. Se salvaron cuatro. Uno de ellos, el llamado “Códice Dresde”, es un sobreviviente invalorable que nos obsequia el “bouquet” de las armonías mayas entre las elipses del tiempo.

211

MARTÍN:

¿Qué se sabe del famoso Códice Dresde?

ZARA:

Como ya indiqué, el Códice data del post clásico maya, aunque

es probable que haya sido una recopilación de textos correspondientes a la época clásica, al modo del Papiro Rhind. Se desconocen certezas de cómo fue a parar a Europa, pero se ha mencionado con insistencia que estuvo incluido en el flete de “obsequios” que Hernán Cortés envió al Rey Sol (sólo se puede obsequiar lo que es de uno). Las hojas del libro son de corteza de higuera, cubiertas con una fina capa de yeso blanco. En las 78 páginas, dobladas a la manera de un acordeón, constan: almanaques, trazos de la órbita de Venus, cálculos de los períodos de lunación, predicciones de eclipses y avisos de enfermedades; expresados mediante la combinación de escritura pictográfica y silábica, tal como fue el peculiar estilo maya. Una especial atención se otorga a las efemérides de Noh ek, la “gran estrella”... DULCE:

Seguramente se trata de Venus.

ZARA:

Exacto, y el error de los cálculos es de una hora para cada 500

años. TAO: Supongo que a este calendario venusiano se lo puso en relación con el tzolkin. ZARA:

La tabla venusiana del Códice es, propiamente, un concierto

de ciclos celestes para Noh ek. A través de ella, los mayas eran capaces de determinar las posiciones de Venus según el haab y el tzolkin, por separado, o precisar el momento de coincidencia entre los tres ciclos. Los meses lunares también fueron puestos en conexión con las cuatro posiciones del período sinódico venusiano. TAO: Entiendo el que todo este magnífico esfuerzo haya representado el corolario lógico de tener que enfrentarse a la notable diversidad y variabilidad de las condiciones naturales; lo cual documenta sobre un caso atípico, si hemos de tener en consideración la historia del neolítico clásico, en el Medio y en el Lejano Oriente. Sería importante saber, a estas alturas, si en el otro gran núcleo de la agricultura americana -la zona andina- el escenario natural fue tan versátil

212

como en Centro América y si, congruentemente con ello, las nociones de espacio y tiempo fueron del mismo o parecido jaez que estas búsquedas mayas del orden subyacente en medio de la indeterminación. ZARA:

Me gusta esta forma de comprender, querido Tao; no menos

que la pregunta que la contiene, la cual me brinda la oportunidad de hablar, al fin, de la tierra andina, de mi propio ser. Podría empezar diciendo, en equivalencia de lo señalado por ti, que esos casos de la agricultura en el Antiguo Mundo resultarían ser los atípicos, si la visual escogida de análisis fuera la de la geoponía americana. Con lo que expresar quiero que esa diversidad y variabilidad, tan concurrentes han sido en los cultivares de Mesoamérica como en los de Sudamérica andina. Más aún, y si fuera posible un término de comparación entre ambos, podría afirmar, con algún orgullo pasajero, que la zona andina ha sido de la inestabilidad, la sede misma. Pues allí existe un conjunto multiforme de pequeños espacios naturales, distribuidos de modo discreto y sujetos a una condición de asiduo cambio climático; lo que hace del escenario agrícola un flexible conglomerado de micro ecosistemas, capaces de proveer múltiples oportunidades para la adaptación de los mutantes creados, con generosidad ilímite, por obra de la enérgica radiación del sol tropical sobre las hélices genéticas de animales y plantas. DULCE:

¿A qué te refieres con la expresión “pequeños espacios”?

MARTÍN:

Son los espacios producidos por las colosales fuerzas

geológicas que han dado origen a la gran cadena montañosa de los Andes y que moldean la faz oeste de Sudamérica: llanuras y laderas, agudas pendientes, altas cumbres, ondulaciones suavizadas y quebradas cortantes. DULCE:

Mmm, el producto de la subducción de la placa tectónica de

Nazca en la placa Sudamericana... ZARA:

Exacto. Y a ello hay que añadir el proceso de acreción del

litoral ecuatoriano, originado de las emanaciones geológicas producidas en el

“punto

caliente”

del

Pacífico

213

ecuatorial

que,

convertidas

en

litosferoclastos, se trasladan hacia el este, para henchir, finalmente, las costas. Los desbalances subsecuentes a las presiones geológicas desatadas en varias direcciones, con diversa intensidad y en diferentes momentos, por esa dinámica de corteza y manto, han hecho que la superficie continental se deforme en arrugas o pliegues de centenares o miles de metros de altura, dispuestos no sólo en el sentido longitudinal del Cinturón de Fuego del Pacífico, del cual forman parte, sino en direcciones latitudinales y mixtas. El paisaje orográfico andino se presenta, así, como un arreglo de grandes y pequeñas cordilleras, que se encadenan en nudos, formando aquí y allá ecosistemas tan variados como: los glaciares permanentes y estacionales, en las mayores alturas, donde florece la tundra del trópico; el páramo frío, húmedo y nuboso, en el nivel orográfico inferior, que aloja en su lecho ondulado a bromelias gigantes, plantas almohada, gumifloras de los pajonales, algún que otro maíz de altura, varios tipos de musgo y donde, a decir verdad, la cebada y el trigo muy a gusto se han sentido; la puna, situada en la misma cota de los páramos, tierra de menor humedad y más luminosa, propicia para los tubérculos; la ceja andina, en el escalón inferior; y a continuación el altiplano, hogar del maíz, llanura rodeada de volcanes y nevados que enmarcan paisajes engalanados por capulíes, sauces blancos y negros, cabuyas verdes y azules, arupos rosados y blancos, algarrobos, guarangos, molles, ovos y cactos; el piso del bosque nublado, de vegetación exuberante y mucha lluvia, morada de begonias, orquídeas y helechos arbóreos; luego, los valles de las cuencas hidrográficas, colonia de vuestras frutas mediterráneas; y, finalmente, las extensas llanuras tropicales donde azúcar y arroz han enraizado con lujuria. MARTÍN:

Ninguno de estos ecosistemas podría abastecer por sí solo de

todos los alimentos requeridos para una nutrición balanceada. Son territorios cuyas “vocaciones” agrícolas están netamente trazadas, a menos que se produzca una conmoción externa que las modifique.

214

TAO: Una constelación de espacios disímiles determinada, como se ha visto, por la magnitud de las elevaciones sobre el nivel del mar... ZARA:

Esta es la base de la diversidad, ciertamente. Pues el cambio

de altura implica diferencias de presión atmosférica, insolación, temperatura, evapotranspiración y afecta el régimen de lluvias. Pero el factor altitudinal no es la única causa. Junto a él debe considerarse una influencia de carácter latitudinal, que se expresa en mesuradas oscilaciones estacionales del clima, tanto más acusadas cuanto mayor es la distancia respecto del ecuador terrestre. DULCE:

Dijiste, Martín, que en esos micro espacios pueden ocurrir

conmociones externas que alteran las inclinaciones agrícolas... MARTÍN:

Así es. Y entre las variables que modifican la calidad de los

suelos y trastornan los períodos climáticos dados según la altitud y la latitud, cabe mencionar: las erupciones volcánicas, los vaivenes y perturbaciones hidrográficos y las fluctuaciones de los sistemas de vientos. Pero el mayor agente de variación son las corrientes oceánicas, qué duda cabe, cuyas alternativas marcan los grandes sobresaltos de los climas andinos. PAN: Vaya, vaya. ¡Qué afición la de los pobladores andinos! ¡Qué gusto por convivir en el seno de las dificultades, en el ojo de la tormenta! MARTÍN:

Verdaderos equilibristas sobre la frágil cuerda de un quipu,

mientras la turbulencia asedia en los alrededores, presta a devorar todo orden permanente... TAO: Me es difícil imaginar un régimen agrícola complejo en tales condiciones. DULCE:

Como el que sustentó al Imperio de los Incas...

MARTÍN:

Como el que hizo posible la construcción de grandes obras de

infraestructura, la inmensa y soberbia red vial del Tahuantinsuyo... ZARA:

La estrategia agrícola en los Andes precolombinos ha sido

bastante bien caracterizada por los estudiosos. Se fundamentó en la explotación simultánea de varios ambientes, llamados “pisos ecológicos”

215

que, localizados en distintas altitudes, proveían de los recursos necesarios para una alimentación balanceada. Les recuerdo que Martín hizo, en su escrito, una descripción sintética del sistema, denominado “archipiélago vertical”, y puso énfasis en sus dos modalidades: de puna y de páramo. PAN: Acláranos, Zara, el significado de los “pisos” de cultivo. Me sugieren una imagen de planitud antes que de altitud. ZARA:

La referencia precisa son las terrazas agrícolas construidas en

los flancos de las montañas: plataformas dispuestas a manera de gradientes orográficos. Su utilización supuso beneficios fundamentales. Por medio de las terrazas fue posible aprovechar las ventajas comparativas de la diversidad y la variabilidad de los ambientes, para la aclimatación de los mutantes. Es decir que las terrazas fueron la obra física que viabilizó el gran proyecto de fitomejoramiento desarrollado por la sociedad andina hasta antes del aciago fin del siglo XV. Obras maestras de ingeniería, la forma de las terrazas dependía de la localización e inclinación del terreno, del tipo y profundidad del suelo, de la frecuencia y cantidad de lluvia. Las terrazas planas, por ejemplo, eran las adecuadas para climas secos o poco lluviosos, pues evitaban el drenaje de los sedimentos y optimizaban la infiltración del agua. Las inclinadas permitían, en contraste, una eficiente escorrentía donde más frecuentes y masivas eran las lluvias. Los muros de soporte brindaban una natural protección contra los rigores del clima, especialmente contra las heladas inclemencias de los páramos y valles de altura; las variaciones de curvatura de los perfiles permitían, por su parte, canalizar el curso de los vientos; y la planitud del piso, dado el caso, ayudaba a una mejor fijación de las raíces de las plantas y al ahorro de energía en las faenas agrícolas. MARTÍN:

Las terrazas fueron sólo uno de los representantes de la

singular tecnología andina...

216

ZARA:

A decir verdad, la andina no fue una tecnología agrícola tan

singular. De hecho varias técnicas, incluyendo las terrazas, fueron compartidas por las dos agriculturas nucleares de América, como no podía haber sido de otra manera. TAO: A más de las terrazas, ¿cuáles fueron las otras? ZARA:

En cuanto a infraestructura física: el arte de los canales de

irrigación y el de los camellones. En cuanto a la bio tecnología: el arte del cultivo asociado, el de la rotación de cultivos, el del control de plagas y enfermedades y el del fitomejoramiento. DULCE:

¿Dijiste “camellones”?.. La palabra me es muy cercana.

ZARA:

Oh, claro que lo entiendo. Es el nombre español de los “ingahuachos”, palabra quechua que

significa “surcos del inca”. Los camellones eran montículos de tierra, cuyas formas y dimensiones variaban según condiciones e intenciones, tal como en el caso de las terrazas. Las formas podían ser rectanguloides o en damero, en abanico, en espiga o en cáscara de cebolla. Se utilizaron con varios propósitos: permitir siembras en terrenos muy húmedos y pantanosos; impedir el anegamiento durante la época lluviosa, para hacer agricultura de humedad; y almacenar el agua excedente en surcos y pequeños embalses, para hacer agricultura de secano. Facilitar el riego y controlar la temperatura, fueron otras de sus finalidades. PAN: He escuchado hablar del cultivo asociado. Mas no de la rotación de cultivos. ZARA:

Fueron tecnologías complementarias: el cultivo asociado maíz-

fréjol era seguido, tras la cosecha y la preparación del terreno, por el cultivo de la patata y luego de la quinua. La combinación maíz-fréjol dejaba enriquecida la tierra con el nitrógeno necesario para la patata y ésta entregaba, por su parte, el potasio requerido por la quinua y el maíz. Una manera muy ingeniosa de proveerse de abono orgánico y de acortar, por lo mismo, los períodos de barbecho, cuyas duraciones extremas tanto

217

afectaron el ecosistema maya. Y una manera, sin duda elegante, de abastecerse para una dieta diversificada. DULCE:

¿Y en cuanto al fitomejoramiento, se puede dar una semblanza

de su dimensión? ZARA:

La humanidad debe lamentarse de la pérdida definitiva, a

causa de la invasión europea, de muchas especies y variedades vegetales estabilizadas por la acción selectiva de mis antepasados. Esto impide saber la exacta magnitud del gran proyecto andino. Sin embargo, gracias a los testimonios recogidos por los botánicos europeos que vinieron durante los siglos XVIII y XIX, y merced a los testimonios de otros informantes, se sabe que entre los varios centenares de plantas domesticadas deben incluirse géneros

de

alimenticias,

condimenteras,

medicinales,

estimulantes,

forrajeras, textileras y madereras. TAO: La tecnología agrícola que someramente has descrito, Zara, asienta con total propiedad el concepto andino de respuesta adaptada a las condiciones naturales imperantes, un plan basado en la flexibilidad o “topologización” de las acciones según las sinuosas características del ambiente, y una clara orientación para aprovechar las ventajas de la diversidad y la variabilidad. Restaría escuchar, por si existe, el correlato correspondiente en las nociones de espacio y de tiempo. DULCE:

Antes de ello, quisiera que Zara me aclare algo que no acabo

de entender. ZARA:

Con mucho gusto.

DULCE:

Es el hecho de la explotación simultánea de varios pisos

ecológicos. No comprendo cómo una misma comunidad podía dedicarse al aprovechamiento concomitante de varios pisos ecológicos, a menos que la dedicación agrícola haya sido a tiempo completo, o que los labriegos hayan tenido el don de la ubicuidad. MARTÍN:

Importante pregunta; pues, a diferencia de lo acontecido en la

agricultura andina, los campesinos del Antiguo Mundo no precisaron entregar todo su tiempo de trabajo a la agricultura. La regularidad del clima y

218

la ayuda de los animales de tiro hicieron posible que los labriegos pudieran dedicarse a la ganadería, al comercio y, por cierto, al cultivo del espíritu. Propiamente la filosofía, la matemática y la astronomía del Antiguo Mundo le deben su ser a las ventajas comparativas del sistema agrícola, a la relativa simplicidad de su manejo y a los altos rendimientos obtenidos gracias a que la fertilización de los suelos fue trabajo aportado por los grandes ríos. Los desarrollos de las ciencias citadas requirieron de una casta de profesionales por completo separados de la labor agrícola. Sólo una importante generación de excedentes pudo haber provisto las facilidades para la actividad de un copioso grupo conformado por filósofos, sacerdotes, científicos, libre pensadores y artistas. Sólo una agricultura como la del Cercano Oriente pudo haber brindado el sostén terrenal al gran vuelo del pensamiento griego. ZARA:

En la América precolombina, el trabajo dominante fue la

agricultura. DULCE:

Claro, claro. Hay que recordar que la actividad ganadera fue

bastante reducida. ZARA:

Ese escaso desarrollo es explicable si se toma en cuenta el

inmejorable código de conducta de los wanacos: no copular en cautiverio. O sea, preferir la muerte a la esclavitud. Por ello es que la ganadería de los wanacos fue una ganadería nómada. Había que dirigirlos a través de las grandes distancias. Difícil condición, sin lugar a dudas. PAN: En todo caso queda muy en claro que vosotros, andinos, fuisteis agricultores, fundamentalmente. ZARA:

Fuimos y lo somos. Una mirada a alguna zona de la actual

serranía andina, bastaría para formarse una impresión de nuestra agricultura en funcionamiento. Allí se vería trabajo simultáneo en varios micro ambientes contiguos, cada uno con su pequeño plantío situado en una fase del ciclo agrícola. En un piso podríamos observar a los labriegos en faena de siembra; en otro, en labor de desyerba; y no muy lejos, en tarea de

219

cosecha. La combinación de diversos ciclos productivos, dotados con sus propios tiempos y sus colores específicos, se nos mostraría ante los ojos. Y, naturalmente, no divisaríamos gente vacacionando, querida Dulce, de no ser algún que otro burócrata de Quito... DULCE:

Lo entiendo cabalmente.

MARTÍN:

Ejem, ejem. Un panorama muy complejo, sobre todo en lo que

tiene que ver con la determinación de los calendarios agrícolas... ZARA:

La parte más difícil, sin duda.

MARTÍN:

Según los cronistas de la Conquista, en las comarcas andinas

fue muy arraigada y extendida la costumbre de tratar con gran flexibilidad a la duración de las unidades calendáricas. Guamán Poma registró, por ejemplo, la existencia de semanas de más de siete días y de meses formados de hasta 32 días. ZARA:

Y si la medición del tiempo tenía ese carácter elástico, lo

mismo puede decirse de la medición del espacio. En la región andina se emplearon múltiples medidas de longitud y de área, cuyas equivalencias precisas nunca pudieron establecer los cronistas. Así, al “tupu” -una medida usada en todo el Tahuantinsuyu-, Cobo le atribuyó 50 brazas por 25; Garcilazo, fanega y media de las de España; y Jiménez de Espada, 60 por 50 pasos. DULCE:

Se ve como algo inaudito. Me imagino que los europeos lo

interpretarían como un abrumador testimonio de atraso e incivilización, de pensamiento salvaje. ZARA:

¡Pobres! No sabían que aquí no era posible el empleo de

reglas rígidas y de relojes en reposo. Pues, la duración de una misma fase agrícola, por ejemplo de la siembra, podía acentuarse en unos pisos o disminuir en otros, de acuerdo con el comportamiento de las lluvias: por lo mismo, el “mes” de la “siembra” podía ser de distinta extensión según el lugar, y cada ciclo agrícola poseía, consiguientemente, su propio calendario. La elasticidad en el manejo del

220

tiempo astronómico -no la inflexibilidad o el fiero determinismo- fue el ingrediente central de la filosofía india del tiempo. MARTÍN:

Permíteme añadir, Zara, que la rigidez horaria, la rigurosa

cronometrización del trabajo, llegó a América de la mano de la caña de azúcar, cuando la campana tañía, en los ingenios, anunciando el relevo de los esclavos que concluían su jornada. ZARA:

Así fue: un acontecimiento de importación. Un contraste radical

con la actitud india ante los ritmos de la tierra, basada en la sensibilidad para captarlos y aceptarlos, para orientarse y trabajar según el tiempo interno de cada situación. MARTÍN:

Se entiende, por ello mismo, que la edad de las personas

nunca calculasen los andinos en estricta observancia del tiempo astronómico transcurrido... ZARA:

Sino en conformidad con las condiciones físicas de los

individuos y su capacidad de trabajo, según el tiempo biológico propio. A propósito, ¿qué tal si pongo de manifiesto vuestras edades verdaderas?.. DULCE:

Yo no tengo inconveniente...

ZARA:

Dulce es una “payacona”, pues ha cumplido su período de

fertilidad; sin embargo, conserva frescura y esbeltez. Igual que Pan, un “puric macho” de mirada luminosa, más sapiente que musculoso. Los dos son buenos candidatos a “quipu camayoc”. Tao es un “rucu macho”: tras la invencible tersura de su rostro hay un espíritu de largas andanzas. Y Martín se revela como uno de los “auca camayoc”, por su tenacidad y su despliegue de energía para reunirnos aquí, en estas prístinas alturas. PAN: Habéis

hablado

indeterminismo...

abundancias

poligénesis...

de

vuestro...

barroquismo...

cómo

mmm...

de

llamarlo... vuestro

barroquismo, Zara. ¿Cómo fue posible, entonces, que este barroquismo de tiempos y espacios que has destacado como una sustancial característica de vuestro pensamiento, se conciliara con esa muy conocida afición inca por la astronomía del Sol? El cálculo del año solar jugó un papel muy importante

221

en la sociedad andina. El Sol fue la mayor divinidad inca, ¿o es que me equivoco? ZARA:

No, no hay equivocación. En toda sociedad agrícola el Sol

siempre ha sido una referencia fundamental. Es explicable que a Europa, continente de la industria, pero no de la agricultura, le llame la atención ese valor ceremonial concedido a la estrella que nos gobierna. A decir verdad tanto americanos, como mediorientales y lejanorientales, al Sol le hemos tenido en el pináculo de todas las consideraciones. Nada de nuevo hubo al respecto en la sociedad andina, a no ser el radicalismo con el cual veneramos a la estrella, ofrendándole, con regularidad, la sangre de las doncellas más hermosas de las comarcas, que a ello accedían con núbil prestancia. Esta convicción solar, tan universal y tan singular a un tiempo, no debe llevarte, empero, a la errónea conclusión de que el ciclo solar anual haya regulado la totalidad de la vida agrícola andina, tal como en otros casos de agricultura arquetípica. Todo lo contrario, Pan. La variedad de calendarios astronómicos, manejados con la plasticidad exigida por las circunstancias, coexistió en los Andes junto a la imposibilidad de usar predictivamente las señales del cielo. TAO: Igual que en la agricultura maya. Supongo, por lo mismo, que se habrá presentado entre los andinos idéntica necesidad de empatar los distintos calendarios agrícolas, como un requerimiento para constituir o consolidar la integración de las estructuras sociales altitudinales. Es decir que, en observancia de las premisas y de ser cierto lo aseverado por Zara, los sabios andinos debieron de haber inventado algo parecido a las “ruedas del tiempo” mayas, si es que no llegaron a emplearlas directamente... ZARA:

Buen pensar, viejo Tao. El interés andino por simultanear los

distintos calendarios agrícolas no sólo es cosa de necesario concluir. Es cosa tangible, que se puede palpar.

222

La evidencia se mantiene, todavía, en el sitio arqueológico de Moray, ubicado en el Cuzco, cerca del río Urubamba: un complejo de terrazas agrícolas dispuestas en circunvoluciones, construido para simular la aclimatación de plantas a distintos ambientes o pisos diferenciados con arreglo a la altitud y a otras variables de control. Del mismo tipo que las andenerías estatales de Pisaq, Chincheros, Yucay, Ollantaytambo o Machu Picchu, las terrazas de Moray se complementan con unos montículos de piedra, levantados junto a ellas con la expresa intención de obtener visuales de los movimientos celestes. DULCE:

¿Con qué propósito?

ZARA:

Articular, desde una común perspectiva astronómica, los

distintos ciclos agrícolas. La interconexión fue llamada “tinkuq”, el equivalente andino de la rueda calendárica maya. TAO: Dada la similitud de circunstancias, ¿llegaron los andinos a imaginar esa noción de tiempo tan especial como es la que denota el extraño calendario tzolkin? ZARA:

El mayor reto intelectual planteado por la sociedad andina a

sus máximos pensadores fue captar y representar, de alguna manera, el difuso tiempo propio de los ciclos agrícolas, atenuar la angustia de saberse inmersos

en

un

ambiente

donde

las

circunstancias del ayer no

necesariamente determinan las circunstancias del mañana, reducir la incertidumbre sobre el futuro. TAO: Profundicemos esto. ZARA:

No fue un problema fácil, un problema que concerniera al

bienestar de unos pocos; ni fue cuestión enlazada con el vacío existencial. Fue un problema relacionado con la supervivencia del común de los habitantes andinos, cuya alimentación dependía casi exclusivamente de la agricultura. TAO: Pero tengo entendido que los indios consiguieron “domesticar” la salvaje climatología americana. Así lo atestiguan sus canales de irrigación.

223

ZARA:

Ello ocurrió, en efecto, en las planicies tropicales de México y

Perú. Pero no en la agricultura de las montañas, donde la tecnología de irrigación artificial nunca pudo haber llegado a disfrutar de las mismas magnitud y trascendencia. Ante esta limitación del control físico, la predicción tenía que jugar un papel crucial. Y ella fue, de base, un asunto de íntimo acercamiento a las armonías de la naturaleza, a sus ritmos tonales y a sus atmósferas atonales. TAO: Esto lo entiendo cabalmente, ¡qué orientales se ven los indios!.. Me imagino que los ritmos tonales eran predichos usando la pauta de los movimientos astronómicos, ¿y los atonales, cómo? ZARA:

Exacto. Los ritmos agrícolas de período constante o casi

constante, fueron comprendidos por medio de pequeñas extensiones o contracciones de los períodos correspondientes a los ciclos astrales y su coordinación se hacía a través del tinkuq. Y las atonalidades del clima andino -aquello que a los mayas les llevó al tzolkin- fueron comprendidas a través del quipu. El quipu fue originalmente inventado como un instrumento de predicción de los cambios experimentados por un sistema agrícola, a consecuencia de las catástrofes climáticas -fenómenos impredecibles según la pauta de los calendarios astronómicos- en un ambiente, como el andino, donde estas fluctuaciones no son de excepción. MARTÍN:

Su uso trascendió, ciertamente, el dominio agrícola. Hay varias

menciones del empleo polifuncional del quipu. Lo manejaron: astrónomos, astrólogos, curacas, jueces, chasquis, gobernadores, inspectores y otros. TAO: Sin embargo, veo al quipu muy alejado del tzolkin, al menos formalmente. ZARA:

Me temo que deberías observar al crótalo cuando se enrosca,

formando nudos, o cuando se trenza con otro crótalo, en singular ritual serpentino, al modo de los cordeles de un quipu. DULCE:

¿Cómo podíais predecir esos cambios de estado, con el quipu?

224

ZARA:

Hay que empezar por señalar que el quipu tiene al menos tres

variables de estado: el tipo de nudos, sus colores y la distancia entre anudamientos. Para caracterizarlas usaré como referencia el quipu agrícola. Y empezaré por la variable “tipo de nudos” que representa la forma de la función, ya sea de siembra o ya de cosecha realizadas en una superficie agrícola dada. PAN: Disculpa la interrupción, Zara. No comprendo bien esto de hacer el levantamiento de funciones por medio de nudos. MARTÍN:

Es muy comprensible la dificultad de Pan. Pues, mientras los

indios han venido entendiendo las cosas formando nudos, los occidentales lo han venido haciendo, desatándolos, y con buen éxito, con la salvedad del notable nudo gordiano... PAN: No deberías ser tan drástico. Recuerda que lord Kelvin intentó deducir la estructura de la tabla periódica de los elementos suponiendo que los átomos son anillos de remolino anudados en el éter. MARTÍN:

De acuerdo, Pan. Dinos, ahora, ¿qué es para vosotros,

occidentales, “levantar un suceso”? PAN: Usando un sentido general, físico, podría decirte que “levantar un suceso” es medir con exactitud arbitraria la cantidad de movimiento de una partícula y, simultáneamente, su posición. La condición de simultaneidad desaparece en la mecánica cuántica. MARTÍN:

A consecuencia de ello, la predictiva se vuelve estadística.

Para vosotros, el levantamiento de un suceso consiste en establecer su métrica espacio-tiempo. No tratéis de ver también en el quipu una modalidad de representación métrica, cuanto que topológica no métrica. ZARA:

Gracias, Martín... No es difícil levantar una función de siembra

por medio de nudos. Ya la topología ha mostrado que en la forma de los nudos yacen intrínsecas funciones algebraicas. Basta, entonces, con que transformemos en un nudo -a través de un algoritmo convencional- el valor correspondiente a la solución de la función -nudos de ciertos tipos para

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valores comprendidos en ciertos rangos-, para que el nudo exprese automáticamente la forma funcional. TAO: Yo veo totalmente posible representar sucesos por medio de nudos y encuentro que es tarea cercana al procedimiento empleado para estudiar los koans del budismo zen. Por ello quiero pedirte, Zara, que continúes revelando estos extraños secretos del quipu. ZARA:

La segunda variable es el color de los nudos. Colores no sólo

homogéneos y básicos, como los referidos por Joseph de Acosta, sino de diferentes tonos y combinaciones, tales como los que se ven en un paisaje de la serranía andina o en una mazorca de maíz. El color simbolizaba la característica climática prevaleciente en el suceso agrícola registrado. PAN: Yo sabía que los colores del quipu representaban otras cosas... ZARA:

No olvides que estoy hablando del quipu agrícola. Los colores

de los quipus no agrícolas expresaban, ciertamente, cosas distintas, relacionadas con la materia de que tratasen. La tercera variable, la distancia entre anudamientos de las trenzas, encarnaba, por su parte, el tiempo medido en días terrestres de duración, como se puede apreciar en el quipu interpretado por John Murra. MARTÍN:

Es decir que en el quipu se incorporaron dos dimensiones del

tiempo: la del tiempo climático -fluctuante- y la del tiempo astronómico estable-. La del tiempo registrado con colores y la del tiempo registrado con la medición de distancias. Dinos, Zara, ¿estuvieron correlacionados en el quipu ambos tipos de tiempo? ZARA:

Ambas dimensiones del tiempo formaban parte del mismo

conjunto y se hallaban correlacionadas, por supuesto. Si a la cuerda del quipu le considerásemos como el “vector tiempo”, entonces podríamos ver, a partir de un cierto punto de la misma, que el tiempo astronómico transcurre linealmente, siguiendo la pista recta del hilo extendido, hasta que éste se anuda y cambia de color, que es el momento en que el tiempo pasa

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a formar parte del espacio topológico -torciéndose y retorciéndose- y expresa la “dimensión” climática. TAO: Dijiste, Zara, que el quipu fue ideado con el propósito de hacer predicciones cuando el clima bascula. ¿Podrías explicarlo, finalmente? ZARA:

A distancia de los nudos de la siembra, según el período

transcurrido, se formaban los nudos de la cosecha. El quipu agrícola describía, entonces, la transformación de la siembra en cosecha bajo una característica climática dada. Con los quipus de siembra y cosecha obtenidos de un gran trabajo de levantamiento histórico en muchas localidades agrícolas de la sierra andina y reunidos en quiputecas de celosa conservación, los quipucamayoc pasaban, entonces, a la operación topológica propiamente dicha. El interés se concentraba en identificar los “invariantes” de los nudos del registro agrícola correspondiente a una catástrofe climática. Una vez hallados los invariantes, o leyes del cambio de estado, la predicción agrícola podía disfrutar de una firme base, allí donde no servía el determinismo del calendario astronómico. MARTÍN:

Recordemos, en respaldo de lo dicho, que hay menciones del

uso del quipu en prácticas “adivinatorias”, que los europeos reprimieron bajo la sospecha de paganismo e idolatría... PAN: Si tal operación topológica se hacía sobre la propia materia del quipu, sobre nudos concretos, no comprendo cómo fue posible que se encontrasen invariantes nodales si éstos se obtienen, según tu propia comunicación, Zara, a partir de representaciones bidimensionales planas y haciendo intervenir al álgebra. ZARA:

Te pido que des una mirada a la matemática de las

“variedades tridimensionales”, donde se ha demostrado que los invariantes topológicos existen aun en los enlaces del espacio tridimensional. DULCE:

Pero la participación del álgebra es, a no dudarlo, inevitable. Y

nadie ha mostrado evidencia de que tal nivel de sistemática abstracción hubiere existido en los Andes precolombinos.

227

ZARA:

Supongamos la ausencia de prueba directa y, aplicando la

máxima cristiana “por sus obras los conoceréis” emprendamos un breve viaje de regreso al siglo XII, si todavía vuestra atención puede admitirlo. DULCE:

Por supuesto que sí.

ZARA:

El escenario es la costa norte del actual Perú (entre la frontera

con el Ecuador y la ciudad de Lima y entre la Cordillera Negra de los Andes y el Océano Pacífico), donde se desarrolló la sociedad hidráulica chimú, cuya economía agrícola dependió, casi por completo, de la irrigación artificial de los suelos facilitada por las aguas del río Moche. En el siglo indicado, El Niño desencadenó una devastadora inundación que destruyó gran parte del sistema de canales que los chimúes habían heredado de sus antepasados mochicas. El desastre brindó la oportunidad para reconstruir la red sobre la base de nuevos principios y utilizando otras técnicas. TAO: ¿Nos vas a decir en qué consistieron? ZARA:

Tras producirse la conquista inca de Chan Chan -la capital

chimú- el nuevo sistema fue abandonado y permaneció en el olvido hasta los años ochenta, cuando un grupo de investigadores de la universidad norteamericana de San José pudo analizar, en su laboratorio, el comportamiento hidráulico del modelo de un segmento del canal chimú de Entrevalles, más parecido a una estructura ósea que a un producto ingenieril. Para sorpresa de los estudiosos, la forma en cruz de la sección transversal del canal, junto a las variaciones de su anchura y de la rugosidad de las paredes, mostraron que la obra fue expresamente diseñada para seguir las pautas de distintos regímenes hidráulicos comprendidos en una gama de números de Froude. El canal tiene, en su conjunto, una geometría variable, según las curvas de nivel correspondientes a la topografía del terreno. Es decir que los ingenieros chimúes habían podido construir un sistema hidráulico flexible, capaz de resistir y acoplarse a los cambios

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provocados, en el terreno y en el clima, por los espasmos sísmicos y por las virulencias de El Niño. Según el informe presentado por Charles Ortloff, el refinamiento conceptual que suponen estas innovaciones y el hecho de que el diseño responda a estándares de la actual ingeniería, indican que los chimúes poseían, seis siglos antes que los occidentales, una ciencia hidráulica sistemática, basada en la observación, el registro y la generalización. TAO: Mmm, tan admirable como el Gran Canal... DULCE:

Si no hubo generosidad alienígena de por medio, entonces se

debe concluir que la sociedad andina poseyó un pensamiento algebraico de cuya notación no se tuvo registro. MARTÍN:

Yo no encuentro más natural manera de explicar el genio

chimú, si no es suponiendo que su modelación hidráulica transcurrió apoyándose en el quipu. Después de todo, y según el recto pensar matemático, las ecuaciones de los gases y de la hidrodinámica son enteramente deducibles de la mecánica estadística, promisorio lugar de los invariantes núdicos... PAN: ¿Tienes alguna prueba decisiva de que el quipu tan exótico objeto fuera? ZARA:

¿Quiéres decir una evidencia paleo antropológica? No me

hagas mal pensar de tu buen razonar. ¿Cómo dar intacta prueba de lo que habéis destruido? DULCE:

Podríamos quizás hacer una sesión de espiritismo e invocar a

un intérprete de quipus. MARTÍN:

Puede ser. Y no sería la primera reunión espiritista hecha para

entender las sutiles propiedades de los nudos. Ya Johann Zollner, profesor de astronomía de la Universidad de Leipzig, en el siglo pasado intentó probar el carácter cuatridimensional de los espíritus. Una cuerda libre de nudos y con sus extremos unidos con lacre, se sometía a la manipulación de un médium que, tras el rito invocatorio de orden, era capaz de hacer extraños anudamientos sin romper la ligadura.

229

ZARA:

Mm... queréis una sesión shamánica. Entonces deberé

preparar un concentrado de ayahuasca. PAN: No es necesario. Estoy muy gratamente sorprendido de toda esta ciencia india, más si se tiene en cuenta que la consiguieron antes que Occidente. Y no tengo mejor manera de expresarlo que haciendo mías estas palabras siguientes con que Pedro Mártir de Anglería se dirigiera a Pomponio Leto: “Por tus cartas supe que las noticias del descubrimiento del mundo de las antípodas, hasta ahora oculto, causaron en ti tal gozo que te embargaron la voz y arrancaron casi lágrimas de alegría. Porque ciertamente, ¿qué mejor manjar puede presentarse a los grandes ingenios? ¿Qué convite más agradable? De mí sé decir que cuando hablo con las personas discretas que han viajado por aquellas regiones, siento al oírlas un deleite inefable. Gócense los miserables con la idea de acumular inmensos tesoros; los viciosos con los placeres; mientras nosotros recreamos nuestros ánimos con la noticia y conocimiento de cosas inauditas y singulares”.

QUINTA JORNADA: DE LA FINAL GENERALIZACIÓN DEL PRINCIPIO DE RELATIVIDAD

DULCE:

Ha sido esta conversación, amigos, extensa y fructuosa. Nos

ha permitido establecer, con suficiencia de causa y prolija evidencia, cómo es verdad que en función de distintas condiciones de clima y agricultura han podido surgir y desarrollarse, de manera espontánea y con independencia de

la

decisión

de

los

protagonistas

del

pensamiento,

diferentes

representaciones de espacio y tiempo. MARTÍN:

Así es. La conformación histórica de estos pilares de la

modelación del mundo se ha sustanciado sin injerencias volitivas o de la decisión consciente, como si hubieran sido auténticas “categorías a priori”. Es insuperable tributo a las gramíneas gigantes el habernos apercibido de que las categorías de espacio y tiempo responden machihembradamente a la humilde terrenalidad de la agricultura.

230

TAO: Conclusión que habría puesto vértigos en la cabeza de Inmanuel Kant... DULCE:

No obtendríamos completo provecho del diálogo si dejamos de

comparar esos grandes sistemas de referencia espacio-tiempo y si nos abstenemos de visualizar algunas consecuencias de la “teoría de la relatividad cultural”, que Martín ha tenido el mérito de ponerla en pie para que nosotros la hagamos andar en beneficio de la comunicación. ZARA:

Sin más preámbulos yo diré que la principal diferencia entre

ambos sistemas es el carácter abstracto del uno y concreto del otro. Lo que me lleva a afirmar, sin temor a merecer el adjetivo de “empirista”, que han existido dos grandes vías, de utilidad equivalente, para el conocimiento de las cosas: el diáfano camino de la abstracción y la escabrosa ruta de la concreción. Y si el primero ha pasado por único y verdadero, hoy es visible, a su lado, otro de no menos ingenio y de tanta perspectiva como la que se acumula entre los sensuales planeos iniciales de la “realidad virtual”. TAO: Indiscutiblemente el quipu es prueba de que no tiene carácter necesario esa manera de dar cuenta de la realidad física a partir de esquemas matemáticos preexistentes, tal cual ha ocurrido con cada gran avance de la modelística Occidental. DULCE:

Como han sido los casos relevantes de la cosmología de

Kepler -que fue una aplicación de las secciones cónicas descubiertas por Apolonio de Pérgamo en el siglo III a.J.-, de la relatividad general -que se sirvió del cálculo tensorial- y de la mecánica cuántica -que empleó el álgebra de matrices y los espacios de Hilbert-. PAN: Estoy de acuerdo, pero es preciso destacar algunas excepciones notables, como la teoría de las series de Fourier -inspirada en el estudio de las cuerdas vibrantes- o la función de Dirac -surgida directamente de la mecánica-. Sin embargo, estas rarezas no hacen una tendencia ni cuestionan el pitagorismo como la orientación principal de nuestra física. MARTÍN:

¿Qué les parece el papel del observador en el caso del quipu?

231

ZARA:

Hablando con rigor, allí no hubo un observador. No lo podía

haber, pues los quipucamayoc participaban de “cuerpo entero” en la preparación de las cuerdas, su trenzamiento y tinción; el álgebra de los nudos, con no ser explícita, yacía en la mente del operador del quipu. Hubo en esta unión sujeto-objeto, una continuidad de la característica integrativa propia del arado andino. DULCE:

¡Qué curioso! La participación del observador en el sistema del

mundo Americano se tradujo en un esfuerzo para reducir la incertidumbre sobre el futuro. En contraste, la participación del observador en el sistema del mundo Occidental se tradujo, finalmente, en un esfuerzo para aumentar la incertidumbre sobre el futuro... PAN: En procura de la predicción, según lo visto. Y aquí encuentro que los dos sistemas se concibieron y aplicaron con idéntico propósito: establecer regularidades, hacer predecibles los acontecimientos, aunque ello hubiera sido, en el caso de la mecánica cuántica, a costa de advertir que hay un margen de tolerancia para la pretensión determinista de la ciencia clásica. DULCE:

Sin embargo, en este común aspecto de los dos sistemas yace

su mayor diferencia: el hecho de que el sistema métrico se destinase a la simulación de los cambios de posición; y el núdico, a la de los cambios de estado. PAN: No creo que sea justa tamaña separación. Precisamente en la actual teoría de los “sistemas dinámicos”, derivada de la métrica, se utiliza el llamado “espacio de fases” para describir el comportamiento de los objetos según los cambios de estado experimentados por éstos en el transcurso de su evolución. DULCE:

¿Podrías informarnos sobre tal espacio?

PAN: Es una manera de visualizar la forma de la historia espacio-temporal del objeto, considerado como un sistema dinámico. Para ello, el conocimiento completo de este sistema, en un instante dado, se almacena en un punto del espacio de fases y cada punto representa el estado del sistema en ese preciso momento.

232

ZARA:

Ahora soy yo quien no entiende cómo es posible almacenar

semejante información en un punto... PAN: El caso más simple es la representación del movimiento en las coordenadas cartesianas de doble dimensión, tan familiares por lo demás. El primer eje sirve para caracterizar la posición del sistema; el segundo, su velocidad. Si queremos trazar, por ejemplo, el comportamiento de un péndulo que se mueve sin fricción, deberemos hacer una correspondencia biunívoca entre cada estado concreto del péndulo en oscilación -definido por su posición y velocidad- y un cierto punto del espacio de fases -punto definido por un valor numérico fijo, según su distancia a cada una de las dos rectas perpendiculares-. En su conjunto, la trayectoria del péndulo aparecerá como una curva más o menos cerrada que se repite una y otra vez. ZARA:

¿Y si el péndulo está sujeto a fricción?

PAN: Entonces, la curva resultante será una espiral cuyo diámetro disminuye, continuamente hasta agotarse en un punto interior, que representa el estado en que el péndulo se ha detenido, como si el movimiento fuera “atraído” por él. MARTÍN:

Es el “atractor” de la trayectoria.

PAN: Exacto. Los atractores son las formas básicas del movimiento de los objetos, las trayectorias a las cuales tienden, obligada y finalmente, cualquiera sea la condición inicial. De aquí que la característica fundamental de los atractores sea su estabilidad. TAO: ¿Existe alguna clasificación de los atractores posibles? PAN: Los más interesantes son: los “ciclos límites” (como la curva más o menos cerrada del péndulo que oscila libremente) y los “puntos fijos” (como el que corresponde a la espiral del péndulo frenado). MARTÍN:

Estos son atractores de género particular y permiten obtener

una imagen del movimiento equivalente a la que se consigue por medio de la formulación de una ley diferencial. Lo importante es que cualquiera sea el medio usado, geométrico o diferencial, la evolución del sistema se reduce a

233

un cambio de posición, puesto que el cuerpo representado permanece idéntico a sí mismo a todo lo largo de su historia. PAN: Dices bien que esos son atractores de género particular. Conozco de la existencia de otros atractores, llamados “extraños”, que se han identificado al aplicar el espacio de fases, precisamente, en situaciones que, como las “transiciones de fase”, comportan un cambio en la condición interna del cuerpo examinado, ya de vapor a líquido, ya de no magnético a magnético, ya de conductor a superconductor. MARTÍN:

En situaciones, amigo, en las que el “espacio de fases” ha

debido comprimirse y plegarse. TAO: Confieso, a pesar de todo, que hasta el momento no he conseguido formarme una precisa noción de cómo es posible simular el cambio de estado si de por medio está la irreversibilidad. No veo cómo conciliar la irreversibilidad con la predicción. No me es evidente, todavía, cómo ponderar ese tiempo cualitativo que los indios llegaran a representar por medio de la cromática. ZARA:

Quizás ayude el mencionarte una magnífica analogía: la de los

“relojes químicos”, en los cuales la irreversibilidad aparece misteriosamente expresada en la cromodinámica oscilatoria. TAO: ¿Relojes químicos? Jamás he escuchado hablar de ellos. ZARA:

Imaginemos cuál sería el resultado de la sencilla reacción

química de combinación entre una sustancia compuesta de moléculas azules y otra, de igual cantidad, conformada de moléculas rojas. DULCE:

Se obtendría una confusa mezcla de rojo y azul.

ZARA:

¿Y no sería posible que en lugar de este “lógico” resultado

caótico, se produjese otro en el que no se pierda la calidad cromática de cada sustancia interviniente? DULCE:

Sería un verdadero milagro, puesto que el comportamiento de

la reacción sigue fielmente la ecuación de Boltzman que relaciona entropía con probabilidad. Es decir que el estado más probable de evolución de un

234

sistema aislado corresponde a un incremento del desorden molecular, a un aumento de la entropía. ZARA:

Pues bien, no siempre es así si el sistema es abierto y se aleja

lo suficientemente del equilibrio termodinámico. Bajo esta condición, y tal como han mostrado los experimentos de Belusov-Zhavontinsky, la reacción conduce a un “reloj químico”, a una sustancia que va cambiando, sucesiva y periódicamente, ora del rojo al azul, ora del azul al rojo, como si las moléculas se comunicasen entre sí y decidieran sincronizarse en bandas cromáticas alternantes. DULCE:

¡Asombroso! ¿Cuándo se efectuaron esos experimentos?

ZARA:

No hace mucho, a fines de la década de los sesenta.

PAN: Mas los primeros experimentos con reacciones químicas oscilantes datan del siglo pasado. ZARA:

Y según conozco fueron prohibidos, seguramente porque

contravenían el orden natural de las cosas, porque aparecían como accesos a un arte de taumaturgia reservado para la Divinidad. TAO: Sin duda la analogía es útil, hace evidente una irreversibilidad no lineal, muestra sus huellas en un solo paisaje. Pero este es un caso en que la irreversibilidad se revela bajo una configuración espontánea, bajo una autoorganización de la materia. Yo quisiera saber si ha sido posible atrapar, de manera consciente y deliberada, el tiempo cualitativo, por ejemplo bajo una forma matematizada. MARTÍN:

Sé que hay más de una respuesta satisfactoria a esta

inquietud, y si me permiten desearía citar un notable ejemplo cuyo estudio pertenece, tanto como el mencionado por Zara, al tumultuoso surgimiento contemporáneo del llamado “caos determinista”. TAO: Vengo oyendo con inusual reiteración hablar sobre el caos determinista. Tengo la impresión de que se trata, antes que de un verdadero paradigma científico, de una moda intelectual que precisa de reposado decantamiento. Para empezar, ¿no es en sí misma paradójica la noción de caos determinista?

235

DULCE:

Estoy de acuerdo, pues mientras la idea de “caos” evoca

desorden e impredecibilidad, no hay nada más rigurosamente predictivo que el “determinismo”. MARTÍN:

Así se pensaba hasta no hace mucho, concretamente hasta la

aparición de los trabajos decisivos de Edward Lorenz, en 1963, y los de David Ruelle y Floris Takens, en 1971; estudios sobre el tiempo climático y sobre la turbulencia, a partir de los cuales se ha debido reconocer que ciertos sistemas regidos por leyes estrictamente deterministas, de los que se podía esperar un comportamiento regular, presentaban a largo plazo, y por contra, una evolución errática e impredecible. Es el hallazgo del caos en medio del orden, perturbadora constatación que ha llevado, naturalmente, al interés por encontrar el orden en medio de este caos. TAO: ¿Tiene algo que ver esa impredecibilidad con el principio de indeterminación de la mecánica cuántica? MARTÍN:

No, aluden a cosas distintas. La incertidumbre cuántica

proviene del inevitable cambio en el comportamiento digamos que innato de las micropartículas, causado por el solo hecho de observarlas, y no significa que no haya lugar a la predicción, sino que ésta debe ajustarse a un margen de probabilidades dado por la ecuación de onda de Schrödinger. En contraste, en el caos determinista la predicción no sólo que no es estadística, sino que resulta, en general, imposible. El caos determinista incluye a los sistemas dinámicos, cuánticos y no cuánticos, si en ellos están presentes al menos tres características: la “dependencia sensitiva a las condiciones iniciales”, que hace que el objeto evolucione de distinta manera si su estado inicial no es el mismo que otro objeto de idéntica naturaleza, vale decir aunque ambos compartan el mismo atractor; el carácter no lineal de la dinámica, que hace que los efectos no sean proporcionales a las causas y que el sistema tenga, por ello mismo, un amplio espectro de creatividad; y, por último, el hecho de que la geometría del cambio pueda ser representada en términos de dimensiones fraccionadas.

236

DULCE:

Intuitivamente percibo que son sistemas relacionados con

dinámicas mundanales, con objetos familiares. MARTÍN:

Sí, tal como ha subrayado James Gleick, es la física de los

seísmos y de los meandros del tracto digestivo, de la evolución de los precios y del ritmo cardíaco, de los desplazamientos nubosos, los copos de nieve, las ondulaciones hidrográficas, los despliegues arborescentes, los torbellinos y la morfogénesis. TAO: Vaya, vaya, se trata entonces de la naturaleza tal como se presenta, con su indomable textura y sus estremecimientos inauditos. ZARA:

El caos determinista es como un eructo de muerte del

“demonio de Laplace”, ya que si no puede predecir el futuro, ¿qué cosa le resta por hacer? DULCE:

¿Alguna reacción ante tan desagradable circunstancia?

PAN: A decir verdad el caos determinista ha irrumpido con fuerza abrasiva en nuestro paradigma epistemológico por excelencia, en la orientación cognoscitiva que nos legara la Grecia clásica. Seguramente nadie escuchó, hasta principios de este siglo, que en medio de la inmaculada melodía del determinismo crepitaba un ruido desconcertante. Mas nuestra actitud ha sido la del timonel que no cede el control del barco sacudido por la tempestad. Sabemos, por ejemplo, que las fluctuaciones de los sistemas deterministas no se deben a un colapso de las leyes diferenciales subyacentes, sino a una falta de información sobre el valor de las variables en el instante cero de la evolución del sistema. Por lo demás, la geometría fractal ha abierto un nuevo mundo de posibilidades para reatrapar el orden escurridizo. MARTÍN:

No me parece justo atribuir el caos determinista a la falta de

información, tanto como no me parece justo que veamos en él los estertores agónicos del determinismo. En su momento daré mi propia versión sobre el asunto y, si no es interrupción descomedida, retomaré, de momento, la cuestión que nos había llevado a esta ligera semblanza del caos

237

determinista, a saber: la ejemplificación de cómo se ha conseguido avanzar, en nuestros días, en la representación matematizada de la irreversibilidad. TAO: Hacia allá nos dirigíamos, Martín. MARTÍN:

Para ventaja de nuestras reflexiones, el ejemplo se relaciona

con el cambio experimentado en la comprensión del elusivo fenómeno de la turbulencia, tan provisto de significado en cuanto nos facilita unas preciosas analogías para exteriorizar el sentido último de la teoría de la relatividad cultural. PAN: Mis ideas se arremolinan de sólo escuchar la palabra “turbulencia”. Quizás no ha existido un reto comparable a la intelección de las enigmáticas contorsiones de un flujo turbulento. Dicen que Werner Heisenberg musitó, poco antes de morir, que estaba listo para preguntarle a Dios el por qué de la relatividad y el por qué de la turbulencia y que abrigaba la certeza de obtener una respuesta al primer interrogante. TAO: ¿Quizás no conoció la terrenal descripción matemática de la turbulencia realizada por Kolmogórov, en los años treinta, o el modelo de transición de Lev Landau, elaborado en los cuarenta? PAN: Ambas teorías resultaron insatisfactorias a la postre. Tanto más la de Kolmogórov, que creyó ver homogeneidad en el fluido turbulento, pero también la de Landau, que explicó el tránsito a la turbulencia como la aparición, en la corriente uniforme, de nuevas frecuencias de oscilación, correspondientes a numerosos grados de libertad, que compiten entre sí y se acumulan una sobre otra, hasta que el movimiento estalla en una cohorte de flujos desordenados e incoherentes, bien como nudos, bien en zig zag, bien como varicosis sesgada. Creo recordar que Martín usó en su escrito sobre las gramíneas esta imagen de la turbulencia... DULCE:

Se comprende que el modelo de Landau, elegante y todo,

resultase inútil a la hora de la aplicación práctica. Pues si las ecuaciones que caracterizan el comportamiento de los fluidos son diferenciales parcialmente no lineales, por lo común insolubles, no cabe siquiera imaginar

238

la magna complejidad de todo un paquete de diferenciales correspondientes a las sucesivas frecuencias de oscilación que se traslapan. ZARA:

En tal caso ni un gigantesco superordenador podría ser de

utilidad... MARTÍN:

Sin duda y la dificultad no hace sino advertir que estamos en

presencia de un insuperable límite de la modelación que opera en espacios métricos. De aquí que para progresar en la comprensión de la turbulencia haya sido preciso sustituir el enfoque y empezar por entender el tránsito del flujo laminar al turbulento como una transición de fase, de modo que la simulación disfrute de soporte en las técnicas constructivas del espacio de fases. ZARA:

Pero en tal caso no veo posible hablar de transición de fase ya

que la sustancia del fluido permanece idéntica al pasar de una situación laminar a una turbulenta. MARTÍN:

No hay ningún cambio en la calidad del fluido, por cierto, pero

sí un cambio en la calidad del movimiento y ello justifica la extrapolación. Más todavía, fue precisamente el haber entendido que la aparición de la turbulencia significaba, de hecho, la irrupción de un nuevo orden dinámico, lo que llevó a Ruelle y Takens a proponer un modelo distinto al de Landau, en el que bastan tres grados de libertad para generar la complejidad de la turbulencia, y en el que -es lo más importante- el movimiento turbulento deja de obedecer al atractor periódico presente en el flujo laminar para organizarse según un nuevo atractor, extraño, cuya irregular figura se hace visible si el espacio de fases se apretuja y dobla como una goma. TAO: Al atractor periódico y al atractor extraño corresponderían, entonces, dos clases de tiempo. MARTÍN:

Exacto, cada clase de tiempo posee su propia naturaleza, por

así decirlo, y su comprensión requiere de la referencia adecuada en cada caso. Si se usa cualquier referencia, indiscriminadamente, la mirada se obnubila y resulatan inevitables las apreciaciones erráticas. Así, durante la fase laminar el movimiento “transcurre” con un ritmo “natural”, ligado a las

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propiedades del fluido, y la periodicidad del atractor se revela si empleamos el tiempo marcado por un reloj. Pero si en la fase turbulenta perseveramos en entender la dinamia de la misma manera, con el reloj de base, sólo hallaremos ruido incomprensible, ritmos trastocados, nada del orden que se revela, en cambio, bajo la forma del atractor extraño, figura que tiene la propiedad fractálica -es decir que las fluctuaciones del movimiento, características de la turbulencia, poseen el mismo aspecto observadas desde cualquier escala del tiempo astronómico, no dependen de éste-. TAO: Lo entiendo perfectamente. La turbulencia es caos sólo si se la observa desde el orden laminar. MARTÍN:

El término “caos” es manera de dar salvajez a aquello que

resulta inentendible desde un cierto punto de vista, a lo que no corresponde al criterio usual y predominante, a lo que está fuera de la “campana” de Gauss. DULCE:

Una vez que gracias a la turbulencia hemos podido reconocer

que el tiempo cualitativo tiene el mismo derecho a la representación geométrica, ¿qué les parece si nos reinstalamos en la teoría de la relatividad cultural? MARTÍN:

La principalísima conclusión del examen realizado es una

ampliación de las consecuencias del principio de relatividad restringida en cuanto a la caracterización de espacio y tiempo. Pues así como, de acuerdo con la relatividad restringida, los observadores que se mueven con distinta velocidad inercial unos respecto de otros, consiguen diferentes indicaciones de espacio y tiempo, estamos naturalmente llevados a admitir, de acuerdo con la relatividad cultural, que estas indicaciones tienen en común, más allá de sus diferencias cuantitativas, la misma calidad métrica y reversible, que dejará de ser tan pronto esos observadores se sitúen en una distinta clase de movimiento y puedan obtener, por lo mismo, una imagen no métrica e irreversible. En otras palabras, no hay un espacio métrico y un tiempo reversible de caracteres universales y absolutos, como factores inherentes a la total realidad del mundo físico. En su lugar debemos hablar de

240

impresiones y conceptos útiles según el tipo de movimiento que se quiera describir, bien de cambios de posición, bien de cambios de estado. DULCE:

De esta manera queda plenamente restituido el papel del

observador en la generación de las categorías de espacio y tiempo, el inevitable aspecto gnoseológico que fuera enajenado en aras de una objetividad descarnada y, a la postre, metafísica. MARTÍN:

A partir de aquí ya no será posible, a menos de perseverar en

ciega obstinación, seguir manteniendo la escalofriante idea de que espacio y tiempo se originaron hace como 15.000 millones de años. La verdadera historia del espacio y el tiempo tiene un rostro y un contenido humanos, es mucho

más

modesta

y

sensata:

se

inicia

con

las

ancestrales

representaciones del movimiento conseguidas por los hombres modernos en los prolegómenos de la agricultura o quizás un poco antes, hace 20.000 años, cuando los cazadores y recolectores de la última edad del hielo tallaron, con cinceles de sílice y sobre colmillos de mamut, los primeros signos calendarios en pos de guiar su práctica de aprovisionamiento conforme los ciclos estacionales. Ellos fueron los auténticos creadores del tiempo. PAN: Debo reconocer que la conclusión es completamente perturbadora. Presintiéndola así como la has expresado, Martín, no he podido conciliar el sueño ni dar tregua a decepcionantes pensares que me abruman como una pesadilla. TAO: Te comprendo, Pan, ya que esa conclusión nos lleva directamente a la inaudita necesidad de relativizar la teoría general de la relatividad en cuanto ésta ha atribuido como propio de la naturaleza, de la materia, un concepto de espacio y tiempo que hoy se nos muestra como afincado en el observador Occidental, como culturalmente relativo. PAN: ¡Qué ambición la vuestra, Martín! ¡Qué irreverencia superlativa! MARTÍN:

Con el permiso de Einstein esto es algo que tarde o temprano

tenía que hacerse. Pues según su propia visión anunciadora, “el destino más hermoso que puede tener una teoría física es el de allanar el camino

241

para el establecimiento de una teoría más amplia, en la cual la primera sigue siendo válida como un caso particular de la segunda”. PAN: Esto sí que debemos analizarlo detenidamente. ZARA:

Estoy de acuerdo. Debes comprender, Martín, que cambiar un

sistema de referencia espacio-tiempo no es asunto de fácil plasticidad mental como quizás lo sea para un mestizo como tú, ni es cuestión de mantener una actitud abierta a la innovación. Un sistema de referencia no es cualquier ideación plebeya. Espacio y tiempo son las categorías que le dan estructura al espíritu, que forman el alma. Remuévelas y caerá todo lo demás. MARTÍN:

No es necesario producir destructivos movimientos en la

tectónica epistemológica. Más bien se trata de hacer construcciones que nos brinden seguridad y placer. TAO: Continuemos, entonces. MARTÍN:

Volvamos a la teoría general de la relatividad. Según ella, no

es posible concebir el espacio-tiempo con independencia de la materia. El espacio-tiempo se curva en presencia de masas y el combamiento se interpreta como el campo gravitatorio propiamente dicho. Si la gravedad es, por otra parte, un fenómeno exclusivamente atractivo, a diferencia de las restantes fuerzas básicas de la naturaleza, ¿qué ocurriría en el espaciotiempo, les pregunto, si una estrella de gran masa, digamos de algo más del doble que la del Sol, agota el combustible nuclear que le ha permitido resistir la presión gravitatoria? ¿Caería la materia hacia el centro sin que nada pudiera evitarlo? PAN: En tal caso, y de acuerdo con la demostración de Robert Oppenheimer, sería inevitable el colapso gravitatorio, la masa seguiría contrayéndose indefinidamente. Y en el espacio-tiempo se formaría una región aislada del resto del universo: un agujero negro del que nada podría escapar, ni siquiera la luz. ZARA:

Según lo que conozco, hay en el firmamento algunas fuentes

de radiación candidatas a agujeros negros, pero ciertamente nadie ha

242

podido decir: “éste es uno de ellos”. Su existencia continúa siendo puramente deductiva. PAN: Así es. Según los teoremas de Roger Penrose y Stephen Hawking, elaborados entre 1965 y 1970, si la teoría general de la relatividad es cierta, deben formarse, en ciertas condiciones, singularidades de densidad infinita, agujereamientos del espacio-tiempo. TAO: ¿Y cómo funcionan las cosas en el interior de un agujero negro? PAN: Oh, eso es algo impensable. Te respondo citando al mismo Hawking: “no se puede saber lo que sucede en el interior de un agujero negro. Allí las leyes de la ciencia y nuestra capacidad de predicción fallan completamente, pues el propio espacio-tiempo desaparece”. DULCE:

Sólo Dios podría saber lo que acontece en un agujero negro,

tal vez esa es su inaccesible morada. TAO: Decepcionante para el propósito de llegar a leer la mente de Dios. ¿Cómo

se

ha

asimilado

tamaña restricción? ¿Es verdaderamente

insuperable? PAN: Yo diría que se han generado dos reacciones. Una, más bien positiva y pragmática, traducida en un ambicioso programa astronómico de búsqueda de agujeros negros. Si algún día se lograse encontrarlos, a salvo de toda duda, entonces se confirmaría, una vez más, la solidez predictiva de la teoría. MARTÍN:

Lo cual supone que se le concede una gran confianza, como

para que las inversiones empeñadas en esas búsquedas estén plenamente justificadas. ¿Por qué de esta seguridad? PAN: La confianza original reposa en el principio de equivalencia. Conforme su primer postulado, un cierto campo gravitatorio real equivale a un sistema que evoluciona con movimiento uniformemente acelerado respecto de un sistema inercial. Demostrada la equivalencia, que aquí tiene el mismo significado de “comportamiento físico idéntico” que la equivalencia entre los sistemas inerciales, entonces se puede esperar, con licitud y propiedad, que

243

todas aquellas predicciones hechas en el sistema de referencia acaezcan en la realidad. MARTÍN:

Reducir la equivalencia a la identidad puede conducir a

alucinaciones. Hoy día podemos estar seguros de que un modelo científico no puede considerarse idéntico al objeto que describe. Si queremos proceder con sana actitud, estamos obligados a superar esa confusión que iniciara Pitágoras. PAN: El problema radica en que no podemos decir nada sobre la realidad en ausencia de una teoría. Gran parte de nuestra ciencia física, si no toda, ha sido el arte de elaborar modelos sobre el comportamiento de los fenómenos, utilizando formalismos matemáticos que han de descender, a término, en unos conceptos operativos susceptibles de contrastarse con las observaciones. Si la teoría es capaz de describirlas y si puede, además, predecir otras observaciones, entonces el modelo goza de aceptación mientras no se presenten evidencias en sentido contrario. De aquí que la confianza en la teoría general de la relatividad provenga no sólo de la solidez del principio de equivalencia, sino también de que ha podido salir airosa de descollantes pruebas (como la acertada explicación del perihelio de Mercurio y las predicciones fundamentalmente certeras sobre la curvatura de los rayos de luz en el campo solar, el corrimiento hacia el rojo de las líneas espectrales de la luz de las estrellas y la existencia de estrellas de neutrones). MARTÍN:

Sin duda un respaldo portentoso. Mas, volviendo a las

singularidades, ¿no sería más sensato reevaluarlas, y concederles otra interpretación, antes de proseguir con las búsquedas de “agujeros negros”, que por momentos recuerdan legendarios viajes tras irresistibles quimeras? DULCE:

Si de alguna novedad eres poseedor, no temas expresarla.

MARTÍN:

Interpretar las singularidades no como indicios de la existencia

de regiones donde en efecto desaparece el espacio-tiempo, vale decir como evidencias de un defecto monstruoso de la propia realidad, sino y en primera instancia como indicadores de que la propia teoría ha engendrado

244

demostraciones que no pueden ser explicadas con el sistema de referencia en uso. Interpretarlas, más bien, como la huella de una insuperable inconsistencia de este sistema, que recuerda con naturalidad el “teorema de incompletitud de Gödel”. DULCE:

Si la dificultad radicase en el sistema de referencia, no

entiendo cómo ha sido posible que los físicos hayan asimilado la inconsistencia no como el reconocimiento de que la bondad de la teoría tiene un límite, sino como un programa de búsqueda de las rupturas del espacio-tiempo, por donde escaparían los dados que Dios ha echado, jugando un juego inasible, en el destellante tablero del universo tangible. PAN: Interesante y pertinente la evocación del teorema de Gödel, con el que se demostrara, hace unas décadas, la inherente incompletitud de los sistemas formales. Para tranquilidad de Dulce, es oportuno mencionar que las singularidades también se han interpretado en sentido cercano al denunciado por Martín, es decir como la revelación de que la teoría general de la relatividad es, en efecto, una teoría incompleta, en cuanto sus ecuaciones no pueden ser definidas en una singularidad. Justamente el trabajo de Hawking, posterior a los teoremas de las singularidades, se ha concentrado en un esfuerzo por completarla haciendo intervenir el principio de incertidumbre de la mecánica cuántica. Esta tarea ha desembocado en una insólita demostración: la de que los agujeros negros no son negros, que éstos radian, que el colapso gravitatorio no es irreversible y que, por consiguiente, no hay un infranqueable límite para el pensamiento humano, al menos en lo que concierne al conocimiento de las leyes generales del universo. TAO: No me es claro de qué manera incorporar la mecánica cuántica a la teoría general si entre ambas ha mediado una tajante separación alentada por el propio Einstein. La una es teoría de lo muy pequeño; la otra, de lo muy grande. PAN: Según los teoremas de singularidades de Penrose-Hawking, el espacio-tiempo sólo se curvará mucho en escalas muy reducidas, donde no

245

es posible ignorar el principio de incertidumbre. En consonancia con éste, y dado lo inevitable de su presencia, se puede aseverar que las partículas que han caído en un agujero negro no tienen que permanecer indefinidamente atrapadas en él. Algunas podrían desplazarse, por breves momentos, a mayor velocidad que la de la luz y conseguir escapar de su colosal atenazamiento. TAO: Pero, amigo mío, la teoría especial de la relatividad prohíbe que algo se mueva más de prisa que la luz... PAN: Exacto, no así la mecánica cuántica. Gracias a la interpretación del principio de incertidumbre debida al físico Richard Feynman, y retomada por Hawking, una partícula no tiene una y una sola historia definida en la trama del espacio-tiempo, tal cual suponen las teorías clásicas, sino toda historia posible: en una de éstas, la partícula viaja más rápido que la luz. TAO: Es como si en estos precisos momentos pudiéremos hallarnos disfrutando de una situación distinta, quizás comentando sobre el estado atlético del gran físico Stephen Hawking. PAN: Evidentemente en esa línea de mundo Hawking no ha contraído su enfermedad... ZARA:

Es decir que no hay un solo universo, como bien dado por una

sola vez y para siempre, sino una multiplicidad de posibles universos... DULCE:

Es una visión inquietante que pone en vilo elementales

certezas. Mas, ¿cómo conciliar esa diversidad de posibilidades en una sola cosmología?, ¿o es que debemos renunciar a ésta y acostumbrarnos a la idea de teorías parciales, cada una correspondiente a la descripción de una sola historia particular? PAN: Este es el punto más espinoso, querida amiga, puesto que si se espera tener una sola teoría, entonces es preciso aplicar el principio de incertidumbre no sólo a las posibles trayectorias individuales de las partículas, sino al conjunto del espacio-tiempo, realizar la sumatoria de todas las historias de Feynman. Para ello se requiere de una sólida teoría cuántica de la gravedad.

246

MARTÍN:

Según conozco, Hawking no se amedrentó ante semejante

desafío. PAN: Así es. Más bien éste le dio la oportunidad para desplegar toda la potencia creativa de su mente, merced a la cual consiguió establecer que para sortear ciertos problemas técnicos de la adición de historias, es preciso calcular el tiempo no en números reales, sino en números imaginarios, es decir en la clase de números que al multiplicarse por sí mismos no dan números positivos, como ocurre con los reales, sino números negativos. Siguiendo a Hawking, este “tiempo imaginario” cabe representar como la abscisa de un clásico diagrama cartesiano; y el “tiempo real”, como su ordenada, de suerte que entre los dos media un ángulo recto. El uno transcurre de abajo hacia arriba; el otro, de izquierda a derecha. Son ortogonales. ZARA:

Se asemeja a la bitemporalidad del quipu...

TAO: ¿Por qué es necesario introducir este tiempo imaginario? PAN: Sólo si la suma de historias se efectúa en tiempo imaginario puede evitarse que el espacio-tiempo se curve sobre sí mismo y que se formen singularidades. Sólo en tiempo imaginario es comprensible la historia total del universo, que así se nos presenta como una historia sin comienzo y sin final alguno, libre de agujeros negros, en la que ha dejado de ser necesaria la existencia de un Creador. Esta es, en resumidas cuentas, la gran conclusión del trabajo de Hawking tal como la ha expuesto en su “Historia del tiempo”. Curiosamente él, que había apostado por la existencia de los agujeros negros basándose en la demostración de las singularidades, terminó, a la postre, negándoles la condición de inobjetable certeza. DULCE:

Es decir que el espacio-tiempo sería sempiterno e increado.

TAO: Tal vez porque es el atributo o el sensorio de Dios... ¿No hay detrás de tan mayestática revelación un sutil retorno de Isaac Newton? ¿No autorizan las historias de Feynman la posibilidad de que las partículas viajen a cualquier velocidad, tal cual requiere la teoría de la simultaneidad absoluta?

247

MARTÍN:

Tengo para mí que la tuya es impresión legítima, Tao, pues en

lo que concierne a la geometría interviniente, y tal como el mismo Hawking ha hecho notar, se dice que es euclidiano un espacio-tiempo en el que los sucesos tienen valores imaginarios en la coordenada temporal. TAO: Es comprensible que sea euclidiano, pues sólo siéndolo se puede evitar el excesivo combamiento ocasionado por la materia. DULCE:

Al parecer, el uso de la geometría de superficies planas que la

teoría general de la relatividad había reservado sólo para el caso de los sistemas inerciales, regresa, ahora triunfalmente y sin restricciones visibles, entre las brumas de la incertidumbre. Por lo visto, no es casual que Hawking sea el heredero de la cátedra de Newton... TAO: Un verdadero “bucle extraño”. Tras un considerable y difícil recorrido nos hallamos de pronto o inopinadamente -como diría Hofstadter- en el punto de partida. MARTÍN:

Una vez más, aunque ésta haya sido para ganar una notable

riqueza. Ya que el trabajo de Hawking ha sido capaz -moviéndose en los pantanosos territorios de la paradoja, allí donde la teoría general de la relatividad muestra inequívocos signos de agotamiento- de darle al tiempo una doble dimensión y de quitarle al tiempo real y astronómico -en el cual se fundamenta toda física anterior- su categoría universal y su unicidad. Radical innovación con la que ha sido posible si no determinar lo que acontece en una singularidad, al menos evitarla y, por ello, restaurar la agrietada solidez del paradigma. Lo cual testimonia, según mi entender, que la esencia del problema radica en el carácter necesariamente finito y limitado de la validez de un sistema de referencia, cuyo grado de resolución depende de su correspondencia funcional con la clase de dinámica que se trata de simular. Es destacable y hasta curioso el que una circunstancia análoga a la demostración de las singularidades se haya presentado, al unísono y en el mismo espectro del determinismo, a propósito de la aparición del caos, casi

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como un infarto en el corazón de la ciencia clásica. Ambas dificultades borrascosas ocasionaron idéntica reacción de sorpresa y vértigo; en las dos la falla se evidenció como una imposibilidad de predicción; y fue, por igual, una modificación del sistema de referencia -particularmente en el concepto de tiempo- el factor que allanó el camino para una solución provechosa. Mas ésta no sería entera ni de proyección perdurable si no concluimos en que los casos examinados acreditan, por fuerza de doble constancia, la necesidad de decidir, como condición crítica en la partida del buen conocer, el sistema de referencia a usarse, ya métrico, ya topológico no métrico, conforme a la naturaleza del objeto en estudio, según la clase de movimiento con la cual acaece su evolución. PAN: Esta recomendación epistemológica, sin embargo de ser apropiada, me parece que llevaría a un esquizoide fraccionamiento de la lectura científica de la realidad. MARTÍN:

Observación acuciosa que nos prepara para el asalto final al

último bastión del absolutismo, bajo la forma de la pregunta de si es admisible considerar que los dos grandes sistemas de referencia son entre sí equivalentes. ZARA:

Con

pasmosa

facilidad,

los

comportamientos

físicos

inaprehensibles a la mirada métrica, han sido catalogados bien como singularidades, bien como caos. Sin embargo, y tal cual advirtiera Dulce, dichos comportamientos son los del mundo inmediato, directo y tangible; frente a ellos, la geometría euclidiana y el orden reversible aparecen como una extraña y enajenante ficción: ¿dónde hallar triángulos perfectos?, ¿dónde el retorno a la exacta situación inicial?, ¿no es fundamentalmente distinto el ayer del mañana?, ¿no se frenan los péndulos oscilantes y caen las cosas con diferente aceleración? Si aspiramos a una saludable teoría única, soy del sentir que debemos hacer de los nudos el sistema de referencia necesario -dado su potencial para representar lo concreto y cualitativo- y admitir, tal como en el quipu, una oportunidad, una ventana, para el reconocimiento de las excepciones métricas... después de todo, los

249

movimientos rígidos y la métrica que les corresponde son, conforme a la geometría axiomática, un caso especial de las transformaciones topológicas. El que así obremos sería, de otra parte, un apoyo a la tendencia que ya se deja ver en el nuevo horizonte conceptual de la alta ciencia, precisamente en el contexto de las búsquedas del pensamiento unificador de las cuatro fuerzas naturales, donde la “teoría heterótica de cuerdas” destella como el más opcionado candidato, con su iconoclasta concepción no atomística de la estructura última de la materia, con su manera de representarla en términos de diminutos lazos a cuyas vibraciones de variado tono correspondería el ser de las partículas elementales, las notas de un imperceptible fondo musical que todo lo penetra. PAN: No estimo que sea ventaja para el sistema de referencia núdico el que nos demos cuenta del carácter abstracto o simplificador del sistema métrico. Si hemos de aceptar la relatividad cultural, ambos sistemas de referencia y el espacio en el que se definen, poseen una necesaria condición gnoseológica, sirven para representar y predecir el orden natural de las cosas. Los dos padecen, por lo mismo, de idéntica limitación reduccionista, no son el en sí del objeto, a menos, claro está, que enrosquemos el ojo de la mente de tal manera extremosa que empecemos a ver nudos reales, aquí y allá. TAO: Bien traída la mención del quipu. Tanto en su caso, como en el de las coordenadas gaussianas, se ven salpicaduras, por así decirlo, ya sean de métrica o ya de topología, que tienen la consecuencia de suavizar la preponderancia topológica o métrica de cada uno. Y son justamente estos aspectos de tolerancia o de evidente aproximación recíproca los que me permiten aseverar, en contraste con la opinión de Zara, que ambos sistemas de referencia forman un Yin-Yang de epistemología ecuménica. DULCE:

Estoy de acuerdo. Intuyo que ambos sistemas del mundo son

equivalentes, pero ciertamente no alcanzo a comprender de qué manera. Si son equivalentes, entonces querría decir, en estricto apego al principio de

250

relatividad, que las leyes de la naturaleza son las mismas al pasar de uno a otro. MARTÍN:

Aplaudo esta opinión que trasluce una promisoria confianza en

las virtudes de una epistemología plural, por la que yo me he jugado entero. En relación con la inquietud de Dulce, es claro que la equivalencia no podría tener, en este caso, el mismo significado que la equivalencia entre sistemas inerciales -como en la relatividad restringida- o que la equivalencia entre una pequeña región de un campo gravitatorio y un sistema no inercial como en el primer enunciado de la relatividad general-. La razón de ello se desprende del conocimiento que nos ha aportado el caos determinista, conforme el cual la naturaleza no se comporta de la misma manera si de por medio hay dinámicas cualitativamente distintas. En condiciones de movimiento laminar, inercial o no inercial uniforme, las leyes de la dinámica se expresan como invariantes métricos; y en condiciones de dinámica turbulenta estos invariantes no se conservan, y el orden cabe representar por medio de atractores extraños. Yo diría que los dos sistemas de referencia son equivalentes por complementariedad. Cada uno tiene su propio valor, intrínseco e indisputable, para dar cuenta de un cierto comportamiento de la realidad, según sea relativamente plácido y sosegado, según sea relativamente turbulento, ya haya traslaciones o ya distorsiones como característica principal del movimiento. Ningún sistema es, de principio, preferible al otro, sino sólo en cuanto el mérito de los hechos nos lleve a decidir sobre la conveniencia de su uso. TAO: Con esto cambia el sentido del principio de relatividad, Martín. MARTÍN:

Se mantiene imperturbado su sentido acentrista que es, por lo

demás, su verdadera esencia, tal como fue visualizado por Galileo. Pero se sustituye,

ciertamente,

el

enunciado

de

invariancia

por

el

de

complementariedad. Mas esto no debería preocuparnos. Algo semejante ya sucedió en la teoría general de la relatividad cuando, al relacionarse un sistema inercial con uno no inercial uniforme, se encontró que no cabía

251

hablar de invariancia -pues el comportamiento de los objetos no es el mismo con respecto a cualesquiera de los dos sistemas- y fue menester introducir la condición alternativa de covariancia, según la cual las leyes de la naturaleza deben escribirse de manera formalmente adecuada a todo sistema cuadridimensional de coordenadas métricas. ZARA:

No te olvides, Martín, que junto al acentrismo, es la

comunicación entre los sistemas equivalentes lo esencial del principio de relatividad. MARTÍN:

Por ello mismo la complementariedad es la condición de

equivalencia si se trata de generalizar el principio de relatividad para los dos grandes sistemas coordenados. Es decir que cada uno de éstos tiene lo que le falta al otro para una descripción completa de la realidad. DULCE:

Pero ¿cómo pasar de un sistema a otro?

MARTÍN:

Bien que careciendo de matemática en la cual apoyarme,

estimo que la transformación puede hacerse curvando de manera continua las coordenadas de Gauss hasta convertirlas en un nudo. PAN: Hay al respecto más de apuesta que de certeza. MARTÍN:

Dado lo apretado de mi fortuna, e inerme como me hallo ante

los rigores de la academia, no tengo mejor sugerencia que la de dejar el asunto en suspenso, como plegaria al siglo XXI, si no vuelvo a encontrarme con personas como vosotras, dispuestas a conversar sin otro interés que el disfrute de las sorpresas que el libre diálogo pudiera depararnos. (Se escucha la “Guajira cósmica” de Los Jaivas). CRÉDITOS BIBLIOGRÁFICOS

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