La Supay Mula

LA SUPAY MULA (La mula endemoniada) Allá por los años de la Colonia, vivía Mañuca, una extraordinaria muchacha de diecio

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LA SUPAY MULA (La mula endemoniada) Allá por los años de la Colonia, vivía Mañuca, una extraordinaria muchacha de dieciocho abriles, con preciosos ojos soñadores, la sonrisa a flor de labios, dos hermosas trenzas de sedosa y ondulada cabellera, un magnífico cuerpo de esculturales contornos de ligero y cimbreante andar; con gracia y fina estampa, de encantadora presencia; una criatura como para hacer perder la cabeza a cualquier jovencito de aquellos tiempos, cuántos embelesados por tan angelical hermosura, pretendían inútilmente aquel amor inalcanzable ahogándose en los suspiros del amor platónico. La tal Mañuca, era cocinera del cura de la Parroquia y por lo tanto, tenía que amoldarse a los rigurosos cánones de la moral religiosa. Ella no podía asistir a las fiestas u otras reuniones sociales; al contrario estaba dedicada al recogimiento y a la práctica de las oraciones y meditaciones. El caso es, que repentinamente apareció en estado de gestación como por obra y gracia de encanto, ante esta extraña situación, las miradas de las personas, se dirigían hacia la guapísima chiquilla, surgiendo una curiosa interrogación: ¿Quién será el autor de esta aventura? Eso no lo sabía nadie. Lo cierto es que a los nueve meses, vino a este mundo cruel un rollizo varón, tan simpático y sugestivo como su madre, llevando por nombre de pila Andrés Aquiles. El niño creció con los otros de su edad en el populoso barrio donde vivían, realizando jugarretas de mucha picardía por calles, plazas y campiñas, agotando la paciencia a más de un vecino. Después de algún tiempo, el sacerdote de la Parroquia fue promovido a otro lugar; y en agradecimiento por los años de servicio prestados por la fiel Mañuca, le dejó como legado una hermosa casa y otras comodidades que muchas personas querrían tener; aunque la benevolencia del sacerdote no convencía a muchos vecinos. Doña Mañuca, por su hermosura y dotes de excelente dama, en más de una ocasión, fue solicitada en matrimonio por ilustres caballeros, pero esta, solamente dio un tropezón y no quería seguir pecando, se disculpaba con disimulo y mucha diplomacia. Deseaba vivir sola, dedicándose a su adorado hijo; pensando y procurando darle una esmerada educación; pero este chico casi ya adolescente se rebeló contra ella, negándose a estudiar, argumentando que ello era perder el tiempo miserablemente, convencido que la mejor alternativa era trabajar para conseguir la riqueza y con ella la felicidad. Andrés Aquiles se juntó con amigos de mala fama y dudosa conducta, llevando una vida desordenada que ocasionó una tremenda desilusión a doña Mañuca, que asolas sufría su desdicha por tanta ingratitud. El jovencito llevaba una vida bohemia. Una de esas noches de parranda, en una chingana muy pobre, alrededor de una mugrienta mesa iluminada débilmente por un mortecino mechero, tres parroquianos bebían aguardiente con limón. La noche era lóbrega y entrada en horas, habían conversado de todo y no había más qué comentar; después de un silencio, la dueña de la chingana con visibles muestras de cansancio manifestó: —Ya pueden irse, jóvenes. —Una botellita más y con eso nos vamos —acotó uno de los parroquianos. La anciana cantinera, envuelta en un grueso pañolón de lana, apareció portando otra botella de aguardiente.

Apenas tomaron unos sorbos cuando de pronto surgió una acalorada discusión entre ellos, se lanzaron improperios de grueso calibre y entre otras cosas dijeron a Andrés Aquiles: —¡Hijo de mula! —. Este se desconoció, reaccionando agresivamente; pero sus amigos, con mucha paciencia y persuasión, calmaron su iracundo proceder; una vez apaciguado, le comentaron que en las noches de luna, se presentaba en algunos lugares la Supay Mula, mucha gente decía que encontrarse con este fantasma sería trágico, pues significaba una muerte segura; pero la tradición también decía que se le puede dominar azotándola con la rama de la yaulinca o el tantar. Andrés Aquiles escuchó pacientemente, al final lloró desconsoladamente maldiciendo su destino, dándose por aludido en la conversación; pues algunas personas que vieron a este ser fantástico, le habían comentado algo parecido. Esperó con mucha calma que llegara la luna llena, se provisionó bastante bien, aguardiente puro de Chanchamayo, media libra de coca, cajetillas de cigarros, azote de yaulinca y una gruesa reata cabuya. Llegó la fecha indicada, una deslumbrante noche de luna; bien aprovisionado de todo, salió de su casa, caminó y caminó devorando calles, continuó por las afueras del poblado, siguiendo por un angosto sendero que conducía al posible paraje, un tanto agitado, divisó por los cuatro costados y todo era silencio sepulcral y un ambiente apacible, muy intrigado se sentó bajo la copa de un frondoso sauce. Empezó la interminable espera. Andrés Aquiles, preocupado, masticaba la reverenciada hoja de coca rogándole calmar sus penas; encendió el cigarro aspirando el aire a través del tabaco con inusitada vehemencia y arrojando bocanadas de humo, unas por la boca y otras por las fosas nasales, las volutas hacían raros espirales y se perdían en la penumbra nocturna. La noche era fría, pero espléndida, se escuchaba el murmullo de la corriente del río, así como el susurro de las ramas de los árboles impulsadas por la fuerza del viento en aquel inconfundible paraje. Lentas, tediosas y tensas corrían las horas, de rato en rato bebía el cañazo que le daba ánimo y valor para actuar en caso de ser cierto lo que contaban. Transcurrieron las once, doce, doce y media de la noche, la una de la madrugada y nada, por momentos dudaba de la veracidad de los comentarios y hablando consigo mismo decía: “No es cierto lo que me dicen. Mi madre es santa, es la más noble de todas las mujeres… unos momentos más y me voy”. Acosado por el frío, a eso de la una y media de la madrugada, decidió retornar a su casa, cuando de pronto escuchó débilmente, casi imperceptiblemente el relincho de una mula; se le escarapeló el cuerpo, tomó un buen sorbo de su trago amargo y otro más, divisó desde el muro que circundaba su entorno y escuchó el segundo y diabólico relincho, hasta observó la candelada que lanzaba el monstruo infernal. La suerte estaba echada, ya no tenía por qué dudar del asunto, las evidencias le demostrarían una dura realidad. Tomó la valentía y la fuerza necesaria y esperó aquel trágico momento para protagonizar un duelo de dimensiones desconocidas. El momento crítico se acercaba, se escuchaba nítidamente los traqueteos de los cascos entre los pedregales del angosto camino y ante la aterrorizada mirada de Andrés Aquiles, llegaba la Supay Mula; relinchó estrepitosamente, remeciendo el ambiente solitario del campo, la candelada que brotaba de sus enormes fauces, iluminó con esa ráfaga, el panorama por brevísimos segundos, aquel extraño ser retozaba graciosamente convirtiendo el lugar en el mismo infierno.

Andrés Aquiles, pálido, pero sereno imperturbable en su propósito, pensando en una sola decisión, una sola vida, esperando un solo corolario… salió con pasos calculadores al encuentro final, con una hábil maniobra, echó lazo con la reata y luego sujetándola a manera de bozal al terrorífico animal, descargó reciamente los azotes con la yaulinca, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… no supo cuántas veces. En ese momento inconcebible la Supay Mula, se desvaneció, convirtiéndose en doña Mañuca, ella de rodillas, delante de su hijo, balbuciente con débil y temblorosa voz dijo: —Perdóname, hijo mío. No me lastimes, soy tu madre. Ante esa inefable mirada, los dos seres, madre e hijo, de rodillas se abrazaron, ante el supremo tribunal de sus conciencias, llorando ambos desconsoladamente aquella desventura… Demostrados los hechos… todo estaba consumado. Andrés Aquiles, cargando sobre su espalda, con pasos lentos de acero, derrotado por las evidencias, inició el viaje de retorno, llevando a la autora de sus días, con el corazón destrozado, el alma herida y la conciencia maltratada, sollozando agitadamente con un andar vacilante en aquella inolvidable noche, sin más testigos que la soledad reinante y el glacial frío que incesante azotaba desde el ventisquero campestre. El Dios Todopoderoso, puso sobre la balanza de la justicia a doña Mañuca, convirtiéndola en la Supay Mula, aplicando el más duro y alto tributo que un ser humano puede pagar por sus desaciertos y debilidades terrenales. La infeliz pecadora, atribulada por los sufrimientos y la vergüenza al poco tiempo falleció, entregando su cuerpo a esa tierra que la vio nacer y su espíritu al Supremo Tribunal del cielo. Andrés Aquiles era hijo del párroco de la iglesia. Julián Loja Alania Tomado de