La Soledad Habitada Javier Garrido PDF

Contenido Prólogo I. DON 1. Experiencias que marcan 2. Luz interior 3. Cara a cara con Dios 4. Proceso humano y espiritu

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Contenido Prólogo I. DON 1. Experiencias que marcan 2. Luz interior 3. Cara a cara con Dios 4. Proceso humano y espiritual 5. Pertenencia y obediencia 6. Uno y único 7. Como Jesús 8. Se retiraba a orar 9. Islas en comunión 10. Silencio 11. Sentido de Iglesia 12. Sentido del otro 13. “No juzguéis” 14. Sentido del Reino 15. El tesoro 16. Ser persona 17. “Dios mío y mi todo” II. DRAMÁTICA 18. Deseo 19. Resistencias y huidas 20. La tentación del aislamiento 21. Corazón ensanchado 22. La tentación del narcisismo

23. La tentación de la autosuficiencia 24. El pecado de incredulidad 25. Distanciamiento inevitable 26. Libertad y obediencia 27. Secretos necesarios 28. Desapropiaciones 29. Purificaciones 30. “Nada te turbe” 31. No saber, no planear 32. Conmigo y contra mí 33. Se sufre solo 34. Corazón insondable III. EXISTENCIA 35. Camino y casa 36. Descanso del corazón 37. Agradecimiento humilde 38. La vida va por dentro 39. La verdad está fuera 40. Ni qué, ni cómo 41. “En lo escondido” 42. En la rutina de lo ordinario 43. Inmediatez y mediaciones 44. Intimidad 45. Eucaristía 46. Ser en Jesús 47. Soledad y celibato 48. Afectividad una y diferenciada 49. Misión personal

50. Dar paso 51. Nostalgia y obediencia 52. Falta todavía la unificación 53. “A solas con mi querido” 54. Toques especiales 55. Al atardecer de la vida 56. Intercesión 57. Se muere solo y en comunión 58. La última desapropiación 59. Alegría 60. Esperanza del cielo Epílogo. La gloria de Dios Créditos

Prólogo La soledad habitada es una experiencia peculiar de la vida cristiana, plataforma normal del desarrollo y consolidación de la vida teologal. Cuando Dios toma la iniciativa en la existencia de un creyente y su amor comienza a ocupar el corazón, da una conciencia nueva de sí a la persona, que se refleja en el conjunto de su vida. Dios, que no niega nada, pero todo lo resitúa, purifica y transforma. Este libro de notas espirituales prolonga y ahonda aquel Ni santo ni mediocre (Editorial Verbo Divino, 1992), que nació de la reflexión y la experiencia de la crisis de realismo. Sin embargo, es previo a Relectura de san Juan de la Cruz (Editorial Verbo Divino, 2002). Para hablar del predominio de la vida teologal, tuve que apoyarme en el maestro carmelitano. Describe lo que ocurre y se pregunta qué lleva Dios entre manos cuando nos introduce en esta soledad. Un paso decisivo en el camino del seguimiento de Jesús. * * * El que acepta mis preceptos y los pone en práctica, ese me ama de verdad, y el que me ama será amado por mi Padre. También yo lo amaré y me manifestaré a él. Judas, no el Iscariote, sino el otro, le preguntó: –Señor, ¿cuál es la razón de manifestarte solo a nosotros y no al mundo? Jesús le contestó: –El que me ama se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él. (Jn 14,21-23)

Estas palabras de Jesús concentran las páginas que siguen. La soledad pertenece a la relación, cara a cara, entre Dios y la persona. La soledad está habitada porque es amor. Nace de la llamada al amor mayor y mejor, el amor teologal. Tal es el deseo más íntimo del corazón del Padre: habitar entre los hijos de los hombres. El amor del Señor nos busca apasionadamente y logra, por fin, ser en nosotros y nosotros en Él. No preguntes: “¿Por qué a mí?”. La única respuesta es el agradecimiento humilde y saber que se te da a ti para que los demás también conozcan que se les ofrece lo mismo. * * *

Los capítulos son breves, con géneros literarios variados, con la intención clara de suscitar reflexión y oración. El pensamiento sistemático está sugerido, pero subordinado a las conexiones del corazón y de la experiencia viva. Pamplona, 2014

I. DON

1. Experiencias que marcan 1. Comencemos por constatar lo real que puede ser la soledad habitada. A. B. ha hecho un día de retiro en un monasterio. Hace tiempo que le atrae la vida contemplativa, pero hoy, me confiesa, ha cambiado de perspectiva. Ha comprobado por dentro que su monasterio lo lleva consigo. Dice que no sabe lo que le ha ocurrido cuando ha sentido que estaba cara a cara con Dios, en una inmediatez de relación que le ha sobrecogido. Tiene mujer e hijos. Deseaba verlos más que nunca. A la noche, al acostarse, ha recordado la experiencia vivida con Dios y solo ha podido balbucear: “Dios mío, Dios mío”. B. A. estaba celebrando una fiesta familiar. El ambiente era cordial y muy alegre. Hablaba todo el mundo. En un instante, cuando se servían los licores, ha comenzado a mirar alrededor con una distancia extraña. Ha sentido miedo de separarse de los suyos. Pero cuando un amigo le ha preguntado: “¿Qué te pasa? ¿Dónde estás?”, le ha respondido espontáneamente: “No lo sé. Me ha cogido la tristeza”. Al volver a casa, ha sabido que no era tristeza, sino una conciencia desconocida de sí. Curiosamente, sentía una ternura especial hacia sus familiares. A. C. está desolado porque su proyecto de ayuda a personas discapacitadas ha fracasado. ¡Había puesto tanta ilusión en ello! Ha comenzado a dar vueltas en su cabeza a los motivos del fracaso. “¿Por qué, por qué?”, se preguntaba mil veces. De repente, ha tenido una luz que le ha cambiado el planteamiento. Se ha hecho una pregunta elemental: “¿Por qué he puesto mi vida en este proyecto? Ya sé que era bueno y que respondía a mis convicciones más íntimas, pero ¿es que la vida consiste en realizar proyectos?”. A. C. tiene 43 años y desde hace un tiempo le asalta la idea de la finitud. C. A. tiene 32 años. Ha sido muy aficionada a la montaña. Pero esta vez se ha ido con su perro a dar un paseo por un bosque cercano. Sin ninguna dirección, a lo que saliese. Y lo que le ha venido encima, cuando estaba en medio del hayedo, ha sido un sentimiento envolvente de la naturaleza, y se ha sentido pequeña, y ha tenido que pararse y cerrar los ojos. Lo sorprendente, confiesa, es que a continuación le ha invadido una alegría incontenible por estar viva, por ser persona. No es religiosa, pero dice que ahora intuye quién puede ser Dios en la existencia humana. 2. Las experiencias que marcan y llevan a la soledad habitada son variadas. Tienen siempre una honda carga antropológica. En algunos casos se dan en la relación directa y

peculiar con Dios. En otros, la densidad humana de la experiencia prepara el cara a cara con Dios. Se caracterizan: Primero, porque cambian el talante vital. Hasta entonces se sabe qué es la vida: se aprende por educación y consiste en asimilar responsablemente lo aprendido. Ahora, sin embargo, la vida ha de ser más, ha de nacer “de dentro”. Segundo, la persona cambia la conciencia de sí, de tal modo que su estar en la vida es de autenticidad existencial: ser fiel a sí mismo. Tercero: distanciamiento inevitable respecto a todo lo que le rodea. La persona no está sola; es sola. Se siente en todo y más allá de todo. Hablaremos de ciertas tentaciones de aislamiento, autosuficiencia y narcisismo. Debe quedar claro que tales tentaciones se dan porque todavía la persona no ha percibido su verdadera soledad, la espiritual, la de su unicidad, la de su dignidad que trasciende el mundo, que se compagina perfectamente con la mayor capacidad de comunión con el otro 3. No todas las experiencias son irruptivas –la mayoría se van haciendo gradualmente–, pero siempre marcan. Unos se protegen aferrándose al sistema ya conocido de ser y actuar. Otros se dejan afectar. Se desprotegen. Intuyen que se les abre un nuevo horizonte, maravilloso horizonte, de libertad interior. Necesitarás, es verdad, recorrer un camino nuevo. Lo normal es que no cambie nada por fuera. Solo los más íntimos entrevén que vives distinto. Algunos se molestan porque les incomoda. Otros, pocos, conectan, porque tienen el mismo talante. Si es Dios con el que compartes tu soledad, ¿sospechas el regalo que se te está dando?

2. Luz interior 1. Hay una soledad que nace de la relación entre la persona y el contexto. Por referencia a los demás me siento solo. Puede ser que esté pasando una etapa de inhibición, sin ganas de comunicarme. O que los demás me marginan. O, más simplemente, que soy tímido, o un solitario, o incluso un inadaptado. Pero hay otra soledad que nace desde dentro, por luz interior, que me hace tomar una nueva conciencia de mí, que antes no tenía. Tiene que ver con descubrir el misterio de ser persona, y persona única, con una historia irrepetible. Esta luz interior te hace ser y percibirte a ti mismo trascendiendo lo psicosocial, que suele ser la referencia habitual para conocerse. 2. Luz espiritual no en sentido religioso, sino en cuanto percepción inobjetivable del ser persona en cuanto persona. Se es parte del mundo, evidentemente, pero más allá de todo y de todos. Resulta paradójico para el que se percibe así, y contradictorio para el que confunde el ser individuo y el ser persona. El individuo es uno en una serie, parte de un colectivo. La persona tiene dignidad y se merece el respeto de ser fin y no medio para nada. Tal conciencia se nutre de una experiencia nueva de la libertad. Esta libertad requiere decisiones y haber vivido el riesgo de ser fiel a sí mismo. No se confunda con la autoafirmación, aunque esta puede ser un requisito, ni con la capacidad de elegir. Normalmente, tal libertad es fruto de un camino largo de fidelidad a la verdad personal, no sometida a normas sociales preestablecidas. Una libertad así se siente como libertad liberada. La vida consiste en lograr ser libre. Riqueza de la subjetividad, por encima del orden social. No se confunda con la ideología liberal o el talante vital que se salta las normas por sentirlas como una amenaza de la propia espontaneidad. Insistamos en que es luz espiritual, ese nivel en el que la persona vive en conexión con su fuente, trascendente a cualquier sistema psicosocial o ideológico. 3. Cuando la luz interior tiene que ver con la relación vivida con Dios, la persona sabe que ha encontrado el lugar propio de su ser persona y de su libertad. Auténtico acontecimiento de revelación.

En la fe, esperanza y amor de Dios, aparecen la unicidad y dignidad inviolables. Ante Dios, cara a cara, la persona trasciende el cosmos y la humanidad misma. Elevado por el amor personal del Dios vivo, más allá incluso de mi propia conciencia. Me soy en referencia a Él. Más libre que nunca, liberado de mi yo y de mi autoposesión. 4. Cuando se tiene esta luz interior, la reacción normal es de vértigo. Ya no es posible vivir en función de ninguna seguridad, ni siquiera del aparato religioso-moral cristiano que nos había protegido durante años. Puedes resistirte e intentar protegerte de dicha luz. Al cabo de cierto tiempo, comprobarás que es inútil, que perderías la fuente de la verdadera vida, para la que fuimos creados.

3. Cara a cara con Dios 1. Hay una soledad que, sin separarnos de los demás, expresa la dignidad de la persona. Hay otra soledad humana que podemos llamar habitada, porque nace del amor y vincula al otro con carácter permanente. En este libro hablamos de la soledad habitada por Dios. Nace también del amor, pero del amor de gracia, por el cual Dios se nos da a sí mismo, plantando su tienda en nuestro corazón. Nunca lo hubiésemos soñado, si Él no se revela así. 2. Principio de fe: “Dios quiere y puede comunicarse con nosotros personalmente”. Lo olvidamos demasiado, dándolo por supuesto. Solo en el acto de fe se nos da percibirlo. Basta ponerse en la presencia del Señor, cara a cara. La fe no crea la presencia. La percibe: unas veces, acompañada por el sentimiento religioso de proximidad; otras, sin necesidad de sentimiento alguno, en acto de relación. 3. Lo determinante es la relación, milagro inaudito de la novedad que es Dios amándonos. Por eso hablamos de cara a cara, para decir que se trata de un encuentro único, que solo por analogía lejana podemos comparar con el encuentro interpersonal humano. 4. El encuentro, cuando es preteologal, está mediatizado por nuestras necesidades y las imágenes socioculturales que nos hacemos de él. Cuando es teologal, crea una dinámica de transformación de la persona según la vida del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Uno de esos frutos es la soledad habitada: a) “Tú me sondeas y me conoces”, dice el salmo 139 (138). Conciencia de que el corazón de la persona solo puede ser alcanzado por Dios, por el amor absoluto. b) La persona es introducida en un nivel de ser literalmente inobjetivable (“corazón”, en sentido bíblico), más allá de todo concepto e imagen de sí e incluso de experiencia interior de sí. c) La autoposesión se realiza en el Tú, sin perder un ápice de autonomía. Libertad liberada, actuada por el amor personal de Dios. d) Consecuentemente, nadie como Dios nos dignifica y nos hace conscientes de ser únicos. Sorpresa gozosa: “Soy único para Dios”.

5. La dinámica vivida, por ser relación, es afectiva, y solo afectivamente, cara a cara con Dios, en la intimidad con Él, se desarrolla y crece hasta ser soledad habitada. Lo cual quiere decir que se da germinalmente en el acto primero de fe, pero no se hace vida y conciencia sino a través de un proceso de transformación. 6. Es normal que aparezcan resistencias de todo tipo a entrar en una relación que conduce a la soledad habitada. Una razón, entre otras, por la que tantos cristianos no se deciden a vivir la intimidad con Dios, es decir, a hacer una oración personal continuada. Se racionaliza el tema, achacando este planteamiento de espiritualista. En efecto, la práctica de la afectividad con Dios, en algunos casos, propicia la huida de lo real y de la entrega al prójimo. Pero ¡qué poco saben de la relación con Dios cuando esta es teologal! 7. En el cara a cara con Dios, el corazón se desnuda y emerge la trascendencia de la persona humana. Solo la persona humana tiene la capacidad de la relación inmediata con Dios. Hay que hablar, filosóficamente, de dignidad ontológica. Se realiza cuando la gracia de Dios actúa en ella. Sin esta acción, solo sería capacidad. Pero en el momento en que se da se produce el milagro más grande del mundo. A eso llamamos vida teologal. Pablo lo ha expresado incomparablemente diciendo que “el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones” (Rom 5). * * * ¡Qué torpes somos, Dios mío! No nos enteramos de que nos has hecho personas. No nos enteramos de que nos llamas a vivir de tu amor, en relación contigo, cara a cara. Peor: nos defendemos de Ti e inventamos mil artimañas para no ponernos en tu presencia. Hasta los sacramentos los utilizamos para objetivar nuestra relación. Llegamos a dar más importancia a nuestros sentimientos religiosos que al don que nos haces de Ti mismo. Ilumínanos, libéranos, transfórmanos... “Si conocieras el don de Dios”, le decías, Señor, a la samaritana (Jn 4)

4. Proceso humano y espiritual 1. Hay personas que desde muy jóvenes tienen la intuición de la íntima soledad personal. Para que llegue a ser soledad habitada necesitan un proceso. La mayoría lo adquieren mediante un camino de transformación, casi siempre lento. El proceso implica a la persona entera en aquellas actitudes en que se pone en juego su verdad personal. Cuando mira hacia atrás, da gracias por lo vivido, pero no sabe por qué optó por el camino de ser fiel a sí mismo. Es uno de los signos sorprendentes y lúcidos del misterio de cada historia humana. El creyente sabe que en todo está la Providencia. Y que esta conduce por mil vericuetos los acontecimientos y las situaciones que nos toca vivir. Y que, finalmente, todo depende de la gracia, de la libertad del amor de Dios, que nos sale al encuentro como y cuando Él quiere. El cristiano reconoce que esta libertad no es arbitraria, aunque a veces le resulte desconcertante. 2. El proceso es humano y espiritual. Describiremos los aspectos más significativos que preparan para la soledad habitada. a) La persona ha de tomar la vida en sus manos. No basta ser responsable en relación con decisiones concretas; se ha de ser responsable tomando la vida en las manos: mi vida, la mía, siempre única; es decisión radical anterior a decisiones particulares. b) La soledad habitada presupone autonomía afectiva, es decir, no depender de las necesidades primarias de cariño y aprobación. El yo no niega necesidades, pero se ha fortalecido no satisfaciéndolas. Más bien, la gratificación consiste en ser fiel a sí mismo. c) Las relaciones interpersonales del amor (pareja, amistad, hijos) se caracterizan, simultáneamente, por la capacidad de crear vínculos y la capacidad de respetar y valorar al otro en cuanto otro. Unión en la diferencia. Lo contrario del amor fusión o del amor idealizado, que no quiere pasar por la realidad. d) Relación afectiva con Dios, que desarrolla sentimientos humanos variados, creando lazos, pero fundamentados en la experiencia de la iniciativa de Dios; la relación es don, del que no se puede disponer. e) Tiene que haber un momento o fase en que la persona experimenta la finitud humana o el pecado como realidades englobantes de la existencia. Se pone a prueba el sentido de todo

lo vivido anteriormente. La condición humana no tiene salida desde sí. Aparece la relación con Dios como gracia salvadora. f) Va quedando clara la unicidad de Dios y de su amor absoluto. Cambia radicalmente la relación con Dios. La persona entra en el ámbito propio de la soledad habitada solo por Dios, inseparable de la nueva conciencia de sí mismo (cara a cara con Dios, yo solo). 3. Alguien dirá que estos presupuestos son elitistas. En mi opinión, no son para élites, pero sí para minorías. Más bien, la cuestión es por qué la mayoría de los humanos no quiere vivir procesos así. ¿Miedo a la libertad? ¿Inmadurez de las relaciones afectivas? ¿Evitación del cara a cara con Dios en la oración? Hay personas que llegan a la soledad habitada sin ningún proceso consciente. Suerte que tienen. Debe quedar claro que el último juicio solo pertenece a Dios y que quien vive la soledad habitada no es superior a nadie. Al contrario, si se le da es para los otros. Así, con la vida teologal. Muchos la tienen y no se enteran. Otros muchos creen tenerla, pero no es verdadera. En cualquier caso, para recibir el don de la soledad habitada siempre hay que pagar un precio. El de la soledad misma, dolorosa para nuestras necesidades humanas, sobre todo al principio. El de la desapropiación, pues el amor de Dios, cuando nos ocupa, resitúa los afectos humanos. Se necesita tiempo para integrarlos en una nueva síntesis del corazón. El de la soberanía de Dios, amor exclusivo y total (pertenencia y obediencia, diremos enseguida). 4. El acompañamiento espiritual ha de estar muy atento al proceso humano y espiritual del que estamos hablando. Ni prisa para que el acompañado entre en la vida teologal desde la soledad habitada. No olvide que hay una etapa de vida teologal previa. Ni retraso. Mil razones: miedos, racionalizaciones... La persona nota que ha llegado el momento del seguimiento, “perder la vida para ganarla”. Malo será que el/la acompañante no conozca esta soledad habitada y la entretenga con motivos razonables e incluso evangélicos; por ejemplo, que el amor es comunión, que la

soledad aísla y es orgullosa, etc.

5. Pertenencia y obediencia 1. Cuando hay una historia de amor con Dios, la persona se fía y es transformada en lo íntimo de su ser. Lo humano es potenciado y es elevado, a un tiempo. El amor es deseo y, por encima de todo, quiere entregarse y ser en alguien. Pero Dios le enseña a vivir de su gracia en agradecimiento humilde, y entonces se dan la pertenencia y la obediencia, en uno. La experiencia radical de la persona no es que ama, sino que es amada, y que solo responde a un amor primero, y que la respuesta misma es gracia. 2. Dios elige y hace alianza: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”. Así con Israel. A partir de Jesús, el amor de alianza se da en cada corazón humano que cree por medio del Espíritu Santo. Se nos da la posibilidad de una historia de amor. Él nos llama personalmente. Mi corazón entra en una relación única. Va siendo ocupado. Llega un momento/fase especial en que puedo decir desde las entrañas: “Señor mío”. Le pertenezco. La pertenencia, irremediablemente, me lleva a la soledad, pero soledad habitada. Cuando se trata de Dios, crea la diferencia radical de todo aquello que no es Dios. Y entonces, cabalmente, descubro que soy persona, creado para este amor de pertenencia. Y es que lo propio del amor de pertenencia es ser habitado. La vinculación al Tú es permanente. El corazón es más que sentimiento. Se es en y desde Él. 3. A veces, el amor de pertenencia está configurado por el deseo, y entonces es posesivo. Realismo de la relación con el Dios vivo. Depende de dónde esté fundamentada la relación: si en el propio deseo o en la gracia de ser amado sin derecho alguno. Para ello, el mejor camino de desapropiación es la conciencia del pecado y, por lo tanto, que “nosotros no hemos amado a Dios, sino que Él es quien nos ha amado y enviado a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn 4,10). La relación de amor se nutre de agradecimiento humilde, y por ello la expresión más honda del amor de pertenencia se hace obediencia: “Soy tuyo, mi Señor. ¿Qué quieres de mí?”. Esta obediencia viene a ser la piedra de toque del carácter teologal del amor. Amor de pertenencia, pero desapropiado y, por ello, más hondo y totalizador.

La libertad de la persona es actuada por la libertad soberana de Dios, a la medida de sus planes salvadores. Y por ello, por fin, el amor se constituye en misión. Todos los enviados en la Biblia, y el primero, Jesús, están sellados por esta pertenencia y obediencia. Nada que ver con la sumisión o con una autoridad que se impone desde fuera. 4. A estas alturas, al lector lo dicho puede parecerle pura fantasía. O lo contrario: se siente confirmado en lo que lleva dentro y se le abren horizontes insospechados. El que vive esta soledad habitada solo puede dar gracias y exclamar: “Dios mío, ¡qué grande eres!”. A los que se nos ha dado nos produce pudor inmenso. Por ello, remitimos al testimonio de la Biblia, que habla de este Dios del amor de alianza. No lo podemos negar. No estamos solos. Y el pudor se nos traduce en Buena Noticia, pues cada persona es buscada apasionadamente por Dios para vivir esta historia incomparable de amor. * * * Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que se mantiene en el amor se mantiene en Dios y Dios en él. (1 Jn 4,16)

6. Uno y único Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. (Dt 6,4-5)

Esta oración es el famoso Shemá, que, ya en tiempos de Jesús, un judío piadoso rezaba tres veces al día. ¿Nos imaginamos a Jesús volviendo a casa del trabajo y, al caer el sol, parándose unos minutos y murmurándolo suave y lentamente en su corazón? ¡Qué resonancias de amor fiel y pleno! Solo el que pertenece a Dios sabe que Dios es uno y único y que, en el cara a cara con Él, se concentra la existencia y el mundo entero. Él nos hace personas únicas, como Él es único. La filosofía de la dignidad personal queda atrás. Solo su amor, al entregarse a nosotros del todo, nos recrea. Verdad del Dios uno, verdad de cada persona. El camino y el fin, amar. Solo el amor tiene el secreto para ser de Dios y para que la relación con Él se haga nuestra morada y nuestro descanso definitivos.

7. Como Jesús 1. Desde que en el bautismo del Jordán se le reveló Dios como Abbá, cambió radicalmente su vida. En Nazaret, se sabía de Dios y para Dios. Ahora, su pertenencia era de hijo, con una misión especial, la de hacer presente el reinado de Abbá en la historia. Enviado a los hombres, haciendo presente la paternidad creadora y salvadora de Dios, pero siempre solo. Conocía esta soledad habitada, de pertenencia y obediencia, pero ahora había sido literalmente tomado, para entrar en la esfera de Dios y descender a la condición humana. Ese lugar único se lo reservaba el Padre, y era el modo propio de cumplir su misión. 2. Los evangelios guardan sumo respeto a la conciencia íntima de Jesús, pero no es difícil rastrear rasgos significativos; por ejemplo: Él no era el líder que se distancia protegido por su rol. Los discípulos conocían su cercanía humana, pero no podían evitar la sensación de que era diferente a ellos. ¿Cómo podía tener esa mirada de ternura y semejante autoridad no solo en lo que decía, sino también con su presencia? Se volcaba con los enfermos y se conmovía con el sufrimiento ajeno, pero él estaba siempre más allá. No era posible decirle lo que tenía que hacer. Podía participar en una fiesta y en un banquete, pero nunca se portaba como un amiguete. Tenía amigos, y estos se sentían entrañablemente queridos, pero su cariño nacía de una fuente más honda, que desconcertaba. ¿Qué le pasaba con Dios? Nadie hablaba como Él de Abbá. Presentaba a Dios como un padre capaz de cualquier cosa por amor, en el que se puede confiar siempre y sin límites, pero su palabra respiraba respeto y ese punto de distancia que no permite utilizar a Dios. Nunca intimaron con Él como en la última cena: tan entregado, tan nuestro, decían los discípulos, pero en sus ojos había una tristeza infinita que se alejaba del mundo indefectiblemente. Se puede resumir: rodeado y solo; entregado y libre; para los demás, olvidado de sí y obedeciendo únicamente a Abbá, al que pertenecía; indefenso como un niño ante el odio de sus

enemigos y fiel a su propia conciencia hasta ser insoportable. 3. Los que queremos ser discípulos suyos vivimos con Jesús una paradoja permanente: es nuestro referente primero y, según vamos conociéndolo y amándolo, va quedando como referente único, pero cada vez aumenta más la distancia entre Él y nosotros. De Él aprendemos cómo se compaginan la soledad y la solidaridad, la pertenencia al Padre y la comunión con los demás. Al sentir nuestra soledad habitada, con temor y temblor, comenzamos a entender a Jesús por dentro. Nuestra conexión es la vida teologal, es decir, la vida del Espíritu Santo, que en Él era una vida en plenitud y en nosotros una vida torpe, raquítica, pero real. Cuando leemos el Nuevo Testamento, nuestra experiencia adquiere palabras que nos iluminan y orientan. No podemos negar lo que nos sobrepasa. Nos parece horrible desagradecimiento y falsa humildad no reconocer que la soledad habitada muestra “lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre pudo soñar” (1Cor 2): que Dios nos quiere dar la vida de su Hijo. ¡Qué es la vida teologal del cristiano, sino la realización en este mundo, dentro de lo posible, del amor del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo? Los místicos cristianos (predominio de la vida teologal) nos lo han contado con lenguaje simbólico y tembloroso. Como dijimos en el prólogo, la soledad habitada es previa, pero anticipa y entreabre dicha plenitud. Con una advertencia: que toda plenitud es relativa en este mundo. Al que llamamos “místico” se le da la experiencia refleja, que siempre es signo para los otros discípulos de Jesús, a quienes solo se les da la experiencia concomitante. Estos viven la misma vida teologal, pero sin la fenomenología que caracteriza a los primeros. * * * Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo: –Este es el Cordero de Dios. Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó: –¿Qué buscáis? Ellos contestaron: –Rabí (que quiere decir “Maestro”), ¿dónde vives? Él les respondió: –Venid y lo veréis. Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. (Jn 1,35-39)

Alguien nos ha hablado de Jesús y nos hemos ido detrás de Él. ¿Por qué? Ha habido un momento en el que Jesús se ha vuelto a nosotros y nos ha preguntado: “¿Qué buscas?”. Porque casi nunca sabemos lo que buscamos verdaderamente. ¿Cómo vamos a sospechar la vida que Él puede darnos? Hay algo que nos retiene con Jesús: “¿Dónde vives?”. Si Él es lo más importante, más que mis deseos y metas, iremos detrás de Él fiándonos. Él nos enseñará dónde vive, cuál es su morada: el Padre. Y comenzaremos a ser discípulos suyos: la soledad habitada, la misma de Jesús, la pertenencia y obediencia al Padre. Todo el evangelio de Juan es respuesta a la pregunta inicial: “Rabí, ¿dónde vives?”.

8. Se retiraba a orar Mc 1,35 anota esta costumbre de Jesús. Terminada la jornada agotadora de curar y predicar, Jesús se iba con los discípulos a un descampado. Cuando comprobaba que dormían, se levantaba sigilosamente y buscaba un rincón escondido para orar, para entrar en la intimidad con Abbá. No puedo evitar espiar a Jesús. Me siento culpable, porque, más que nadie, Él se merece mi respeto. No sé si es curiosidad malsana o que me atrae la certeza que tengo de que todo lo que Jesús dice, hace y es está ahí, en su oración escondida. ¡Cuántas veces me he preguntado cuál es su secreto! Voy detrás, a unos metros de distancia, sin hacer ruido. Si me descubriese, preferiría que me tragase la tierra antes que escuchar un reproche suyo. Ha entrado en un bosquecillo de olivos. Ha caminado unos pasos más y ha escogido el olivo mayor, de ramas amplias y poderosas. Qué bien, porque así puedo ocultarme mejor. Le veo arrojarse al suelo con decisión, pegada su cabeza a la tierra. No lo olvidaré nunca. Su cuerpo era adoración, todo adoración. Le oí exclamar entrecortadamente, al principio como un susurro, luego más fuerte, a modo de gemido: “Abbá, Padre mío”. Nada más. En otro olivo, me puse yo. No sé qué me pasó. La curiosidad inicial se me transformó. Ya no pude mirarle ni oírle. Me quedé quieto, postrado en tierra. Y me salía de dentro: “Dios mío, Dios mío”. Nunca había sentido así la presencia del Señor. Tampoco tengo conciencia de cómo me quedé dormido. Brillaban entre los olivos los primeros rayos del sol y, de repente, me encontré con Él. Me sonrió, así de sencillo, me sonrió, y la alegría interior, inefable, me brotaba como un manantial. Nunca lo olvidaré.

9. Islas en comunión 1. Es propia de la persona la capacidad de percibir y vivir cualquier realidad a distintos niveles. Por ejemplo, para muchos el amor consiste en estar a gusto con el otro. Cuando se enamoran, les maravilla cómo la relación con el otro despierta un interés vital nuevo. Pero necesitarán aprender a amar a un nivel que solo se da a través de una historia de vinculación interpersonal: cómo me importa el otro, cómo da sentido a mi vida, cómo puedo quererle en la frustración de mis expectativas, etc. Llega un momento/fase en que, cuanto más unidos estamos, más único es cada uno y, paradójicamente, más nos sabemos el uno del otro en la diferencia. También con Dios se puede vivir a distintos niveles. El nacimiento a la vida teologal determina el cambio de nivel más importante. A Dios se le ama desde Él y con un amor del que no disponemos. Literalmente, es gracia y se le ama en cuanto gracia, bajo su iniciativa y señorío. 2. Cuando afirmo que “el Reino de Dios es como islas que se comunican por debajo”, muchos se extrañan e incluso se escandalizan, como si propugnara el individualismo espiritual. Otros asienten, porque expreso, justamente, lo que viven, la soledad habitada. La formulación une aspectos que habitualmente se perciben como separados: islas que no están solas, porque están unidas por debajo, no en la superficie (la imagen del archipiélago). Decir que así es el Reino choca, porque en el Nuevo Testamento la salvación se realiza creando comunidad. En este sentido, reconozco que mi expresión se presta a equívoco. Sin embargo, la mantengo, si se explica que el acento está en el Reino. Porque “Reino” significa en los evangelios acción y señorío de Dios. Cuando Dios transforma a la persona con vida teologal, crea una nueva comunidad, la que se fundamenta en Dios y de Dios recibe la capacidad del amor mutuo. No se conoce la hondura de la reciprocidad en la relación fraterna hasta que el amor de pertenencia y la obediencia al único Señor de la comunidad se hace fuente. La comunicación “por debajo” indica lo real que es el amor mutuo, pero que no se mide psicosocialmente; se da a otro nivel. ¿Se podría decir que “a más comunión en Dios, más soledad”, y viceversa? Sí, con tal de que la palabra “soledad” no lleve al individualismo, sino a la conciencia lúcida y agradecida de que nada une como Dios.

3. ¿Espiritualismo? De ninguna manera. a) Más bien, proceso de transformación personal que lleva a la capacidad de vivir a distintos niveles lo individual y lo comunitario, lo cual presupone crecimiento humano psicológico y existencial. b) Solo la persona vive teologalmente, nunca el grupo humano como tal. Solo la persona tiene inmediatez de relación con Dios. Tratándose de la comunidad cristiana, aunque cada uno no tenga vida teologal explícita, la comunión se establece en lo que sobrepasa a todos y cada uno, la presencia de Jesús, el don del Espíritu Santo y el amor del Padre. c) A más enraizamiento en Dios (soledad habitada), más ser para los demás, en la comunidad y en la misión. La vida teologal, lo repetiremos, es síntesis de contrarios, de tal modo que podemos darle la vuelta a la proposición: “el Reino de Dios es don que nos posibilita compartirlo todo”, es decir, con lenguaje del Nuevo Testamento, la nueva comunidad de la fraternidad universal creada a imagen del Dios vivo, Padre e Hijo y Espíritu Santo. Así describen los Hechos de los Apóstoles la Iglesia primitiva, idealizándola, evidentemente, pero indicando certeramente la novedad que Dios ha creado en medio de la historia. 4. No se olvide, por favor, que la soledad habitada expresa la experiencia del cristiano en el entretiempo. En el cielo no hablaremos de individuo ni de comunidad, ni de islas en comunión, ni de liturgia comunitaria. Dios será todo en todos. En el entretiempo tenemos que hablar de islas que se comunican por debajo, precisamente, porque la comunión fraterna nunca se realiza en plenitud, y el máximo que se nos da, mientras esperamos la ciudad celeste, es ser habitados por Dios cada uno y en cuanto comunidad suya. Cuesta entenderlo si no hay experiencia de síntesis de contrarios, porque habitualmente pensamos en polaridades integradoras, horizontalmente (individuo y comunidad, autonomía e interdependencia, Dios y los otros). En mi opinión, desvirtúa radicalmente la realidad cristiana pensar en Dios como una dimensión de lo humano. Dios es el totalmente otro que, libremente y por amor, se nos ha hecho máximamente tú. En Él nos percibimos como personas, en relación inmediata, trascendiendo el mundo, y en Él somos comunión de personas. Sin esta soledad habitada, la comunidad cristiana no pasa de ser una sociedad religiosa. Sin vida teologal, las necesidades psicosociales terminan haciendo de la persona la pieza de

un conjunto, la función de un sistema, que la ideología, en forma de teología y espiritualidad, sublima y justifica.

10. Silencio Hay un silencio que es negación del otro y de sí mismo. Hay un silencio que nace de la capacidad de autoconciencia. Y hay un silencio que es el ámbito adecuado para la iluminación interior. Pero hay otro silencio que se da en la relación. Cuando el otro es digno de respeto. Cuando la comunicación se hace más honda. Cuando la comunión de amor prefiere callar. El silencio ante Dios y con Dios acompaña siempre a la soledad habitada. Al hacerse agradecimiento humilde. En la escucha de la Palabra en obediencia de fe. Mirando al amor entregado clavado en la cruz. * * * Mientras se despliega la vida teologal, es imposible la relación con Dios sin silencio. A veces se aquietan los discursos mentales y los ruidos emocionales. El silencio va por dentro, en la actitud de abandono confiado en la voluntad de Dios. El silencio puede ser favorecido por la aridez espiritual, cuando no sientes nada de Él, a quien deseas con todo tu ser. El silencio mejor te viene de Él, cuando de repente te recoge y el amor te colma. * * * No te pido nada, Señor, ni siquiera el silencio amoroso. Me basta que mi soledad esté habitada por el gemido de tu Espíritu. Soy pobreza, tuya, amada y salvada. Dios mío, así, en el abrazo silencioso de tu amor.

11. Sentido de Iglesia 1. La vida teologal hace ver la Iglesia a distintos niveles. Preteologalmente, lo que cuenta es lo psicosocial y lo controlable. La Iglesia se justifica por sus obras y dependiendo del contexto cultural en que se mueve. Si hay desafección y es sometida a crítica, habrá que demostrar lo valiosa que es. Si es una institución sacralizada, produce adhesiones incondicionales. El que vive en soledad habitada mira más adentro, y lo que descubre le sobrecoge. No necesita justificar lo que es injustificable, pero lo que para otros es motivo de escándalo, para él es motivo de agradecimiento, pues Jesús, su Esposo y Señor, la justifica por pura gracia, como a cada uno de nosotros. Hace todo lo posible para que cambie, pero no depende de los resultados, pues la guarda la fidelidad de Dios. Ve en ella las mediaciones fontales de la existencia cristiana, siempre intactas, la Palabra y los sacramentos, dones que nos sobrepasan. El de la soledad habitada sabe que todo en la Iglesia es para promover en las personas la vida teologal. Por eso, no confunde el fin y las mediaciones, tentación fácil cuando no se tiene vida teologal. Más adentro, en lo íntimo, se encuentra con la comunión de los santos, cuyo corazón es María, la del corazón inmaculado. Es su hogar, donde apoya su fe personal. ¿De qué le sirve su experiencia sin la fe de la Iglesia? Es tan vacilante y egocéntrica... 2. Sin duda, se puede caer en cierto elitismo, en situarse en la Iglesia con un distanciamiento crítico que menosprecia a los que, preteologalmente, dependen del sistema clerical o del pensamiento oficial y necesitan sacralizar al papa y a los obispos. La solución no es la adhesión incondicional, sino más fe y mejor amor. No se cree en la Iglesia, sino en el Espíritu Santo, que la hace “una, santa, católica y apostólica”, pero la Iglesia es cuestión de fe. No se da la vida por la Iglesia, sino por Jesús, pero la Iglesia es el cuerpo de Cristo. En la Iglesia se hace evidente el valor absoluto del otro, porque Jesús entregó su vida por

él. 3. La soledad habitada obliga a un nuevo sentido de Iglesia, de verdadera síntesis de contrarios, como estamos viendo. No es posible sin pagar cierto precio; por ejemplo, que no seré entendido por muchos hermanos. ¿Cómo ser libre ante la autoridad y obediente, a un tiempo? ¿Cómo participar en la vida comunitaria y seguir un camino absolutamente personal? ¿Cómo participo en la eucaristía, mediación privilegiada de la obediencia de Jesús al Padre y de su amor redentor, pero sabiendo que solo se me da para que mi existencia entera, en la vida ordinaria, sea creer, esperar y amar en obediencia a la voluntad de Dios? 4. Después de Jesús, sin duda, ser Iglesia y vivir de la Iglesia es el mayor regalo.

12. Sentido del otro 1. Cuando se descubre la soledad habitada, cambia la mirada al otro, indefectiblemente. Preteologalmente, el otro puede ser muy querido y objeto de nuestra generosidad, pero difícilmente tiene el valor absoluto de ser persona. El amor cristiano, al modo de Jesús, comienza por la mirada, que nace de la hondura del corazón. 2. Veamos algunos rasgos: Capacidad de valorar al otro como fin. Es persona, con dignidad no condicionada, ni por la raza, ni por la religión, ni por la cultura, ni siquiera por la conducta buena o mala. La persona siempre es más que su adhesión ideológica, o su temperamento, o su comportamiento psicosocial. Como yo, tiene diversos niveles de ser y actuar, y, sobre todo, es única, inclasificable. La mirada combina mente y corazón. La mente valora; el corazón se inclina en favor del empobrecido y del excluido. Mente y corazón exigen justicia, porque la mayor injusticia es que se destruya la dignidad. La justicia solo será función social si el amor no lo impregna todo, especialmente la calidad de las relaciones. Ser capaz de perdonar siempre y esperar más allá de lo controlable depende tanto de la mirada que ve más hondamente... Al que vive la soledad habitada no le cuesta percibir la presencia de Dios en el otro, aunque esté oculta. Toda persona está habitada por el amor misericordioso de Dios. Así que el mayor dolor consiste en que el otro no conozca a Dios. Y el mayor gozo, posibilitarle la vida eterna que Jesús trajo al mundo. 3. Dicho así, parece que el amor teologal es fácil y espontáneo. De ningún modo. Siempre hay contrastes, y a veces altamente dramáticos, entre el planteamiento ético y la verdad del corazón. La soledad habitada no suprime el egoísmo radical, ni la tendencia a hacer acepción de personas, ni la batalla entre la dignidad del otro y los sentimientos que desean venganza. La ventaja está en la capacidad de distinguir entre lo que siento y la actitud interior.

Puedo sentir agresividad sin sentir ira. Nunca le haría daño voluntariamente. Esta persona me resulta muy desagradable, pero la respetaré. No puedo convivir con esta otra, y lo mejor es que nos separemos, pero puedo pedir por ella y desearle lo mejor, o, al menos, no desearle ningún mal. Saber cultivar la actitud interior, sin pretender dominar los sentimientos negativos, es un buen camino para aprender a amar.

13. “No juzguéis” No juzguéis, para que Dios no os juzgue, porque Dios os juzgará del mismo modo que vosotros hayáis juzgado y os medirá con la medida con que hayáis medido a los demás. ¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo? ¿O cómo dices a tu hermano: “Deja que te saque la mota del ojo”, si tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás ver para sacar la mota del ojo de tu hermano. (Mt 7,1-5) ¡Cuánto nos dice este texto de la mirada de Jesús al otro! Puede ser leído como un consejo de perfección moral, pero Jesús habla de la verdad del corazón. La experiencia constata la dificultad que tenemos para no juzgar, por más que intentemos respetar al otro. La observación de Jesús sobre la paja y la viga es de una lucidez apabullante. Atañe a lo psicológico: qué poco nos conocemos y cuánto proyectamos en el otro nuestros conflictos mal resueltos. Atañe a lo ético: pedimos a los demás la coherencia que no tenemos personalmente. Atañe a lo espiritual: estrechez de corazón, qué lejos del juicio y la mirada del Señor. La mejor glosa nos la ofrece Lc 6,37-38: No juzguéis, y Dios no os juzgará; no condenéis, y Dios no os condenará; perdonad, y Dios os perdonará. Dad, y Dios os dará. Os verterán una buena medida, apretada, rellena, rebosante, porque con la medida con que midáis, Dios os medirá a vosotros.

14. Sentido del Reino 1. Con el desarrollo de la vida teologal, crece el sentido de Iglesia, pero también el sentido del Reino. Este tiene como signo privilegiado la Iglesia, pero es más, precisamente porque la Iglesia es mediación y no fin. ¿Cómo atar la libertad del Espíritu Santo que sopla donde quiere? Le ocurre al que vive la soledad habitada encontrarse con un no cristiano o un agnóstico y conectar por dentro al modo de islas que se comunican por debajo. Por afinidad de conciencia, por el talante de autenticidad existencial, por la mirada al otro como persona... Se puede sentir más cómodo con un no creyente que con otro creyente que hace de la fe un sistema de dogmas y normas. En este caso, tiene que integrar sin contradicción el don de ser Iglesia y la dificultad de tener un planteamiento dispar de la vida. 2. La vida teologal da órganos especiales para percibir la presencia y acción del Reino de mil maneras; por ejemplo: Más allá de lo psicológico y controlable, que se mide por la cantidad y el número, las fuerzas ocultas que humanizan sin que se hable de ellas. Tantas personas que cuidan de los excluidos, que optan por los oprimidos, que facilitan la convivencia, que trabajan por la paz... En organizaciones pequeñas o en el anonimato de la vida diaria. Donde hay amor, allí está Dios. En las actividades eclesiales, ¿dónde se desarrolla efectivamente el Reino? Sin duda, en las conciencias, cuando alguno experimenta el amor de Dios que lo transforma, cuando un joven se decide por el celibato, cuando el marido se entrega a su mujer postrada en la cama... La fecundidad del Reino está directamente ligada al sufrimiento y al fracaso, “porque si el grano de trigo no muere, no da fruto”. Con tal de que seamos seguidores de Jesús en obediencia a la voluntad del Padre. En este momento en que no hay vocaciones para el ministerio sacerdotal o la vida religiosa, ¿somos capaces de percibir el Reino? ¿Cómo valorar la inutilidad de nuestros esfuerzos pastorales sin caer en la desesperanza? 3. Cuando se tiene una mirada así, la persona con vida teologal no necesita hacer cosas especiales. Le basta su vida ordinaria de cada día, sencilla y entregada. Prefiere, sin duda, lo

escondido. La soledad habitada le da libertad interior para no necesitar eficacia ni reconocimiento social. Uno de los signos más claros de su sabiduría del Reino es que, cuando tiene que tomar ciertas decisiones, selecciona las tareas, por ejemplo: Para el tiempo libre, prefiere la relación directa con las personas más que las acciones organizativas. A la hora de evangelizar, igualmente, le preocupan más los procesos de las personas que conseguir un número de asistentes a las celebraciones parroquiales. Prefiere trabajar a medio o largo plazo, sin buscar resultados inmediatos, tanto en la humanización de la sociedad como en la pastoral. 4. En esta dinámica del Reino, se imponen con claridad ciertas preguntas: ¿qué modelo de Iglesia puede favorecer mejor la vida teologal de los cristianos? ¿La opción básica de la Iglesia es ella misma o promover el Reino? La soledad habitada no tiene recetas, pero ayuda al discernimiento.

15. El tesoro Sucede con el Reino de los Cielos lo que con un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo deja oculto y, lleno de alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo. (Mt 13,44)

El tesoro es el Reino, es decir, el señorío de Dios en la propia vida, es decir, creer, esperar y amar al modo de Jesús. Está oculto e intentas descubrirlo, pero encontrarlo es gracia, solo gracia del Señor. El tesoro está dentro y produce una alegría incomparable. No soluciona los problemas de nuestras inquietudes diarias, porque hace algo infinitamente mejor: las inquietudes se resitúan, nace una paz que permanece y nos guarda el corazón, da sentido a todo, incluso al fracaso... Por encima de todo, el tesoro es la relación de amor con el Señor. Tesoro es la soledad habitada. ¡Es tan evidente! Y cuando tienes la tentación de buscar otros tesoros, te basta mirarle a Él. Te habita y le perteneces. ¡Qué privilegio! La alegría se te hace fuente interior cuando se alimenta de agradecimiento humilde.

16. Ser persona 1. El don de ser persona con nombre único. Cuando alguien me llama por mi nombre, me encuentro con mi verdad de ser. No qué hago, qué sitio tengo en la sociedad, cómo soy valorado, ni siquiera qué autoconciencia tengo, sino quién soy. Cuando Dios me llama por mi nombre, entonces adquiero dignidad de absoluto y me sé definitivamente único. 2. El don de ser solo criatura y trascender el mundo. Cuando me veo a mí mismo como un conjunto de cualidades y defectos, o una personalidad que tiene que autoposeerse, no pretendo ser más que criatura, sin derecho a existir, y, sin embargo, en cuanto pienso y decido, me elevo por encima del cosmos entero. Cuando me veo mirado por Dios, Él me coloca en ese punto de pequeñez y grandeza que solo Él realiza en mí. 3. El don de ser libre y capaz de amar a otra persona. Toda consideración filosófica sobre mi ser persona queda atrás ante el milagro de la libertad y el amor. La racionalidad es horizonte. Solo el encuentro interpersonal ilumina el don y lo promueve. El que no ama es persona, ontológicamente, por su capacidad de amar, pero solo se realiza en su identidad originaria cuando ama de verdad y con obras. 4. El don de ser llamado a la relación personal con Dios. Solo lo puede hacer Él, y Él lo quiere. ¿Quién soy yo para Él? Mejor: ¿quién me hace ser para Él? 5. El don de ser humano y vivir del Espíritu Santo. La vida que recibo de Dios es posible por ser persona humana, capaz de recibirla. Él me ha hecho así por libre iniciativa de amor. Pero solo es real cuando el Espíritu Santo se une a mi espíritu y llamo a Dios “Padre”. Él realiza mis capacidades y las eleva a su nivel, el de Jesús, el Hijo. 6. El don de ser persona por gracia de Dios. 7. El don de la relación inmediata con Dios.

8. El don de ser habitado por Dios. 9. El don de ser en Jesús para gloria del Padre. 10. El don de ser persona y no terminar de serlo. Soy persona y lo seré por toda la eternidad, porque Dios nunca reniega de su obra ni de su amor fiel. Pero la persona se hace en el tiempo, por proceso de transformación. Paradoja: aprender a ser lo que ya somos. El problema reside en que podemos negar lo que somos. Lo hacemos de mil modos: por la inautenticidad existencial, mintiéndonos a nosotros mismos, por el pecado, el único pecado, el no amar... Podemos quedarnos a medio camino. Solo el Señor puede juzgarnos de verdad. Nuestra esperanza es que consumará en el cielo la obra que Él mismo inició, el don de hacernos personas. * * * No es difícil recordar los diez puntos indicados y establecer la correlación con la soledad habitada. Esta es el fruto y el camino para vivir nuestro ser personas. Lo hemos dicho más arriba: en el entretiempo.

17. “Dios mío y mi todo” 1. En latín se dice: “Deus meus et omnia”. Fórmula densa y espléndida, pero de traducción no fácil. Primera traducción: “Dios mío, mi todo”. Dios no puede ser vivido como Dios si no es todo. Todo, en cuanto que su amor de alianza es de autodonación total y la respuesta adecuada y necesaria es “amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas” (Dt 6,4-5, comentado en el cap. 6). Todo, en cuanto que Dios lo es todo, infinito e inabarcable, único que puede calmar el deseo inagotable del corazón humano. La reflexión es metafísica, pero la cuestión es afectiva. Solo el corazón vive el tú de Dios como su todo: “mi todo”. Para esto fue creado el corazón, para esta totalización. En el amor humano se da como deseo; con Dios se da como deseo y don a un tiempo. La experiencia de la soledad habitada lo confirma. 2. Hay otra traducción, cuyo matiz podría ser este: “Dios mío, contigo y en ti todo lo demás, lo creado por ti”. Paradoja metafísica: Dios y el mundo no es más que Dios solo. Pero el que vive a Dios como su todo no puede separar a Dios del mundo que Él ha creado, especialmente las personas. El cristiano lo percibe cuando ama teologalmente: el amor que desciende del corazón de Dios arrastra el cielo y la tierra en la misma dinámica. La cuestión no es ontológica, sino afectiva. Cuando uno está habitado por Dios, todo es en Él, y el gozo de la intimidad con Dios se extiende a toda la realidad. La mirada al prójimo, vivido como persona, incluye la mirada de Dios. Lo cual no quita que, en el entretiempo, tengamos que vivir tensiones y desfallecimientos y disociaciones. 3. Me gusta añadir un matiz a la jaculatoria latina: “Dios siempre es más que todo”. Porque así se nos da la unicidad y totalidad de Dios en todas las cosas. Siempre que lo vivimos como el todo, se nos revela como más. No sería Dios si pudiese ser abarcado. Ni nuestro corazón sería de Dios si no fuese

ensanchado a la medida del corazón de Dios. * * * Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con el don del Espíritu Santo para ser, por medio de su amor, la morada de su alianza. Plantados en la gracia de la soledad, cara a cara con Él, seguimos la vida y doctrina de Jesús, su Hijo bienamado, para ser luz del mundo y sal de la tierra. Suyos somos por amor de pertenencia y obediencia, para que la gloria de su amor sea comunión de vida eterna y así, permaneciendo en Él, su misericordia brille en todas las cosas. El Dios Uno y Trino, a quien se debe la acción de gracias y la adoración, un día, el Día Feliz, será todo en todos. Sea bendito por los siglos de los siglos. Amén.

II. DRAMÁTICA

18. Deseo Como busca la cierva corrientes de agua, así, Dios mío, te busca todo mi ser. Tengo sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Las lágrimas son mi alimento día y noche, mientras me repiten todo el día: ¿Dónde está tu Dios? Me lleno de nostalgia al recordar cómo entraba en el recinto e iba hacia el templo de Dios, en medio del pueblo en fiesta, entre gritos de júbilo y acción de gracias. ¿Por qué estoy abatido? ¿Por qué me siento turbado? Esperaré en Dios y volveré a darle gracias, pues él es mi salvador y mi Dios. (Sal 42,1-6)

1. El deseo nos hace personas. No podemos conformarnos con lo que poseemos. El deseo nos abre horizontes y despierta la fuerza del más. Sin deseo de Dios, solo queda el formalismo y la norma. Se nota la calidad del corazón cuando has tenido la crisis de realismo y el deseo permanece; resituado, es verdad. En la soledad habitada, el deseo se centra en Dios apasionadamente, como la cierva que busca corrientes de agua. 2. La espiritualidad clásica, apoyándose en la filosofía platónica, hizo del deseo el eje de la espiritualidad. El deseo busca la unión con Dios por ascensión, desprendiéndose de lo terreno y sensible. La espiritualidad bíblica nace y se nutre con la realidad de un Dios que desciende por gracia. No se oponen ambas perspectivas si la verdad del deseo es la iniciativa misericordiosa de Dios. Pero en la realidad viviente del corazón, deseo y don producen la primera y radical dramática de la persona que busca a Dios. En la soledad habitada esta dramática se agudiza. 3. Primer criterio: el deseo no es negado, sino resituado. La experiencia de la gracia se enraíza en el corazón humano, y este es deseo. El amor que viene de Dios ensancha y eleva el deseo desde nosotros al deseo desde Dios. Lo nota el cristiano en que su relación con Dios se fundamenta en el agradecimiento humilde. Y es que la espontaneidad del deseo se hace apropiación, pero, al ser vivido como don, es resituado en la

dinámica del amor liberado de la posesión. Se supone que la soledad del cristiano es fruto de este proceso. Si no, no sería soledad habitada, sino sufrimiento por carencia. 4. Segundo criterio: el deseo es purificado. Aunque haya sido fundamentado en la gracia, hay que hacer todo un camino de purificación. En la experiencia de la soledad habitada, los matices son muy variados: A través de la aridez espiritual en la relación con Dios, pues el deseo es frustrado, y la nostalgia de Dios ha de permanecer en el desierto, sin experiencia sensible. En la misión, que en otra época gratificaba hondamente, ya que se vivía como amor del Señor. Ahora la misión es obediencia, solo obediencia. En las relaciones afectivas, que antes se vivían como mediaciones del amor de Dios y ahora la soledad ha colocado el corazón y la relación en un nivel tranpsicológico. Ya no se sabe si las relaciones son mediación o no. 5. Tercer criterio: El deseo es transformado. Apenas si se reconoce el deseo que había puesto en marcha la búsqueda de Dios y la conversión personal. ¿Ahora es deseo o abandono de fe? ¿Es experiencia de Dios o noche oscura de amor? Relación transformada, corazón que no sabe de sí, pues ha sido entregado a la soberanía de Dios sin referencia alguna más que la voluntad santa de Dios. La referencia de esta transformación se impone: la soledad de Jesús en la cruz, abandonado por el Padre. Más deseado que nunca y más alejado. Y sin embargo, el deseo, por fin, ha llegado a su realización plena, al ser habitado por la presencia del Señor resucitado. En última instancia, la dramática del deseo expresa la del Espíritu Santo, que configura al discípulo por la Pascua de Jesús y al modo de Jesús. 6. Naturalmente, hay grados. Los que han sido introducidos en la soledad y tienen que aprender a vivirla desde el desconcierto. Los que llevan años de soledad y desean que sea acompañada por la comunión con Dios y

las personas queridas. Los que ya saben, soledad purificada y transformada, que basta el ser habitado. En algunos casos, el proceso potencia el deseo y lo transforma en pasión por Dios y solo Dios. Se da de vuelta, cuando ha sido purificado. Lo cual demuestra que, efectivamente, nunca es negado. Cuando el deseo se hace herida mortal del corazón... Quien lo vive reconoce perfectamente la diferencia entre el deseo posesivo y el deseo herido. Aquí convergen el ser criatura, corazón inquieto que solo puede descansar en Dios, y el ser llamado personalmente por Dios al amor más grande, habitado por el Espíritu Santo.

19. Resistencias y huidas 1. Sobre todo al principio, cuando la soledad va tomando cuerpo en la conciencia del cristiano y el ser habitado todavía es débil, las resistencias arrecian. Adquieren mil formas. Se racionaliza la no aceptación de la soledad, apelando a la comunión fraterna y al bien común de la comunicación. Se evita el cara a cara con Dios, incluso recurriendo a la lectura de la Biblia. Siempre hay cosas importantes y evangélicamente valiosas que hacer. Pero en cuanto te quedas solo, emerge desde dentro la luz interior que te dice que estás huyendo. 2. Las resistencias más poderosas son sutiles, y se dan en el claroscuro, y tienen que ver con las actitudes teologales; por ejemplo: La tentación de autoprotegerse. “Mi vida es seria y entregada. ¿Por qué adentrarme en un mundo desconocido, que además es sospechoso de autosuficiencia?”. Una especie de aferramiento sordo a sí mismo, poniendo dificultad para abandonarse confiadamente a la voluntad de Dios. Falsa humildad. “¿Qué me creo yo, suponiendo que el Señor me llama a una relación personal de intimidad?”. Incredulidad solapada. “Dios no puede hacer conmigo nada especial”. Cobardía del espíritu, aferrado a lo controlable. 3. Las resistencias y las huidas solo pueden ser vencidas promoviendo las actitudes teologales. Mi vida y mi camino pertenecen al Señor, que haga lo que quiera. Habré de ser humilde, pero la solución no es el miedo y la falta de fe en su obra. Agradecer siempre y en todo que Él sea así, amor personal de intimidad. No se discute con el Amor.

4. Con frecuencia, la persona que es introducida en la soledad habitada tiene que replantearse aspectos de su vida. El primero, sin duda, qué tiempo da a la oración personal. Pero, igualmente, cómo cultivar la relación y presencia de Dios en sus relaciones y en sus tareas. Cada cierto tiempo, necesita retirarse una tarde o un día para estar con su Señor. Ha de discernir cómo aborda los conflictos de su vida ordinaria (familiares, laborales...). La soledad habitada no se aparta de la realidad. 5. No será comprendido ni siquiera por las personas cercanas, aunque tengan sensibilidad espiritual. No intente explicar qué le pasa. Solo será entendido por el que tiene una experiencia parecida. No tiene por qué llamar la atención, singularizándose. Le basta tener vida propia, la misma que debe tener una persona psicológicamente madura. No confunda su soledad habitada con la llamada a dedicarse a la vida interior, a la oración. Es condición normal del cristiano en cualquier forma de vida.

20. La tentación del aislamiento 1. Hay una especie de ley en la vida espiritual: que aquello que se recibe como gracia se presta a ser motivo de lo contrario mientras no está purificado. El don de la soledad suele traer la tentación de aislamiento hasta que no es vivida en cuanto habitada. Se comprende, porque, de entrada, la soledad distancia de los otros. Pero este distanciamiento se debe a que la relación interpersonal anteriormente se daba a nivel psicosocial. En cuanto la soledad es espiritual, es decir, por ahondamiento de la unicidad personal, la soledad crea comunión, comunión a un nivel que trasciende lo psicosocial, evidentemente. 2. La tentación se debe a distintos factores: Cambia el juicio de valor de las personas. ¡Es tan distinto el modo de mirar la realidad cuando uno pertenece a la ideología de un grupo o cuando se ha distanciado de este! Cambian los intereses vitales anteriores. Se nota, por ejemplo, en las relaciones de amistad o compañerismo. Lo que antes suscitaba interés, ahora aburre. Así que hay que seleccionar. Psicosocialmente, parecerá una actitud elitista. Es lo contrario: conexiones vitales diferenciadas. Sin embargo, hay que reconocer que las personas con tendencias introvertidas necesitan una etapa de adaptación. Corren, efectivamente, el peligro de aislamiento. 3. Quien conozca la soledad habitada detectará con facilidad las dos dinámicas: El aislamiento separa. La soledad espiritual recrea la comunión. El aislamiento busca satisfacer necesidades, o bien de dependencia afectiva, o bien de narcisismo autosuficiente. La soledad espiritual se caracteriza por la libertad, tanto cuando se crean relaciones como cuando se buscan tiempos y espacios para la relación con Dios y el encuentro con

uno mismo. El aislamiento es defensivo, de autoprotección. La soledad espiritual es riqueza hacia dentro para ser despliegue hacia fuera. 4. El hecho de que hablemos de “soledad habitada” debería dejar claro que el aislamiento es, exactamente, tentación. En la práctica, al ser un proceso de transformación interior, no siempre se vive con suficiente sabiduría. Sobre todo, al principio. Ocurre como cuando uno acaba de descubrir el mundo afectivo con Dios. Supone tal riqueza y es tan gratificante que nada interesa más que la intimidad con Dios. “Gula espiritual” o “etapa de noviazgo”, llamaron los maestros espirituales a esta fase. Hace falta tener un sexto sentido: el de discernir respetando el momento, sin apagar el fervor, y esperar a la etapa de la moderación, sin la cual no hay madurez posible. Con la soledad habitada ocurre igual: dejar que se consolide y cuidar de que no derive en aislamiento.

21. Corazón ensanchado 1. Es el primer signo de la verdad de la soledad habitada: ensancha el corazón. Y es que solo existe como amor. Lo dice el salmo 119,32: Correré por el camino de tus mandatos cuando me ensanches el corazón. 2. La soledad habitada va con la paz, una paz que guarda misteriosamente el corazón. El que la tiene no puede dar razón de ella. Al revés, es la paz la que da razón de la propia conciencia: La paz de Dios, que supera la inteligencia humana, custodie vuestros corazones y mentes por medio de Cristo Jesús. (Flp 4,7) 3. El amor le habita al que conoce esta soledad espiritual. Es un amor que se fundamenta en la fidelidad de Dios, y por ello expulsa al temor, es decir, la amenaza del castigo: En el amor no cabe el temor; antes bien, el amor desaloja el temor. El temor se refiere al castigo, y quien teme no ha alcanzado un amor perfecto. Nosotros amamos porque Él nos amó antes. (1 Jn 4,18-19)

22. La tentación del narcisismo 1. Al tomar conciencia de la unicidad personal y de la inmediatez con Dios, es normal que aceche el narcisismo. Pero no será difícil diferenciarlo de la soledad habitada. La autocomplacencia no tiene que ver con la verdad de quien se ha encontrado con el Dios vivo. Más sutil es cierto espiritualismo egocéntrico. Actualmente, el narcisismo adopta con frecuencia la forma de la búsqueda de armonía interior. Muy lejos del amor cristiano, siempre expuesto a lo imprevisible y a la llamada del prójimo. 2. Hay un narcisismo primario, ligado a la infancia, a la dificultad de pensar en los demás. Otro, adolescente, que tiene que ver con la necesidad de tener una imagen elevada de sí. El adulto que se ha hecho a sí mismo alcanza a vivir la soledad personal como ámbito de autonomía. Sin duda, el que conoce la soledad habitada tiene una biografía que está condicionando su experiencia espiritual, y las viejas tendencias le inclinan al narcisismo. Pero sabrá discernir lo que es tendencia y lo que es verdad de vida teologal. Por ejemplo, A. B. ha tenido desde niño una conciencia aguda de ser distinto de los demás. Tuvo que pasar por experiencias dolorosas de autoconocimiento, que le demostraron que no era diferente de los otros. Ahora, su vida de relación con el Dios salvador le ha colocado en ese punto en el que se sabe de Dios, pero pecador, muy pecador. C. B. nunca ha tenido problemas en vivir sola. Su rica vida interior y su atracción por la oración se lo han facilitado. Pero desde hace unos meses confiesa que ha entrado en una soledad nueva, más honda, que le hace comprender el narcisismo con que ha vivido durante años como lo más normal del mundo. 3. Al narcisista le cuesta la autocrítica. Al que se sabe conocido por Dios le sale espontáneamente no fiarse de sí mismo. Sondéame, Dios, y conoce mi corazón, ponme a prueba para conocer mis sentimientos: mira si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno. (Sal 139,23-24)

Lo ha comprobado durante años. El autoanálisis llega a cierto nivel, no mucho. Solo el cara a cara con Dios desnuda el corazón y lo libera de los replegamientos narcisistas. Cuando uno quiere tener la última palabra sobre sí mismo, está ciego. En ti, Señor, está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz. (Sal 36,10)

23. La tentación de la autosuficiencia 1. La soledad se presta a la autosuficiencia cuando no es carencia de compañía, sino capacidad de autonomía. Al fortalecer el yo. Al crear distanciamiento. Pero si es soledad habitada posibilita lo contrario, ya que se es persona en sí más allá de sí, en un amor fundante. Con todo, hay un peligro real: que da ojos para ver la realidad y las personas desde otro nivel. 2. Dramática sutil del espíritu: no puede dejar de ver que el otro se mueve desde condicionamientos ideológicos o instancias sociales, pero siempre mira más adentro, al misterio de la persona, nunca objetivable; y cuando se mira a sí mismo, en la presencia del Señor, le resulta tan evidente que no es mejor que nadie... 3. El habitado por Dios tiene un rechazo instintivo a los mediocres, es decir, a los autosuficientes, precisamente. Los ve tan miserables de espíritu y de corazón... Pero es el sentimiento primario de rechazo el que le pone en alerta, justamente. Y se le traduce rápidamente en súplica, en favor de los mediocres y en favor del propio corazón endurecido. 4. Para evitar la autosuficiencia, un consejo básico: saber vivir la soledad desde Dios, no desde nosotros. Solo así es soledad habitada. No se tarda en comprender que la autosuficiencia es de tontos y, lo que es peor, fruto de un corazón estrecho. Las cosas de Dios son así: cuanto más suficiencia de Dios, menos autosuficiencia. Y también, paradójicamente, cuanto menos necesitas de los demás, más gozosamente recibes ser en comunión, y entonces descubres cuánto necesitas del otro, de la comunidad, de la Iglesia. 5. Algunas pautas de reflexión: ¿Qué pasa cuando amamos de verdad, que nos cambia el juicio? Para un discípulo de Jesús, cualquier juicio pasa por el corazón de Dios.

El amor comienza por la comprensión, al situarse en el otro. Y continúa con la recomendación de los maestros espirituales: “echar a buena parte la acción del prójimo”.

24. El pecado de incredulidad 1. La experiencia de la soledad habitada da al cristiano conciencia de elección, de ser amado personalmente por el Señor. La primera reacción suele ser: “¿Por qué a mí?”. E inmediatamente: “No puede ser. Es una ilusión”. Sentirse amado por el Señor dentro de una colectividad no resulta difícil. Hacer la hipótesis de que se ha fijado en mí produce incredulidad. Hasta que me lo crea aparecerán resistencias. Hay una sospecha sana, que evita hacer de la relación con Dios algo imaginario. Los humanos proyectamos en lo religioso nuestras fantasías de omnipotencia. Así que más vale cuestionarse y discernir. 2. Hay una sospecha insana, que piensa de Dios con miras raquíticas, que mide el amor y el poder de Dios según la medida de nuestras posibilidades. Dios puede hacer maravillas con nuestra miseria. Es señal de vida teologal pensar altamente de Dios y en referencia, cabalmente, a nuestra pequeñez. En la Biblia se responde a los que dudan: “Para Dios nada hay imposible”. El caso más espléndido es María de Nazaret y su Magníficat. Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque se ha fijado en mi humillación. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí. Él es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. (Lc 1,46-50)

Sentirse elegido, igualmente, puede producir en uno lo más insano: fanatismo, conciencia de superioridad y de exclusión de los demás... Y también lo mejor: Alabanza agradecida de que Dios sea tan grande y bueno. Conciencia nueva de misión, que lo que Dios me da no me pertenece y es para los demás. Que es así como Dios se relaciona con la humanidad, a través del realismo histórico y concreto del amor.

4. A primera vista, no creer que uno está habitado personalmente por Dios suena a humildad. Pero es falsa humildad. Evidentemente, no merezco nada y no tengo derecho a nada. Pero nada hay más evidente, en lo que cuenta la Biblia y en mi historia con Dios que la ley de desproporción. Dios obra por gracia, y la gloria de su amor consiste en revelar su misericordia en favor de los pecadores y de los pequeños. 5. La verdad del camino cristiano y la luz que da la vida teologal para caminar se caracterizan por una sabiduría peculiar: Ni pusilanimidad. Por el contrario: pensar en Dios a lo grande, y también de la persona humana en cuanto obra de Dios, cabalmente. Audacia que dilata el corazón. Ni megalomanía. Por el contrario: lucidez realista sobre las propias limitaciones y conciencia del pecado que se agazapa de mil formas. 6. Tiene que haber un momento en el que el elegido no se repliega sobre sí, ni discute con el Amor, y nota que el corazón se le ensancha y ha de soltarse con libertad nueva. ¡Ah, cómo le dice a su Señor que ha llegado, por fin, la hora del amor entregado y total y de la obediencia dócil y feliz! El momento lo escoge el Espíritu Santo, pero el elegido ha de estar humildemente atento.

25. Distanciamiento inevitable 1. La soledad habitada produce en la persona un distanciamiento inevitable. Consecuencia de la conciencia transformada, como vimos en capítulos anteriores. Lo cual deriva en una dramática igualmente inevitable. No se confunda con ser distante. Se puede tener distanciamiento sin ser distante. ¿Cabe imaginar a Jesús de otra manera? El distanciamiento no atañe a lo psicosocial, sino a la diversidad de intereses vitales. 2. El primer distanciamiento se da por dentro. Cuando se diferencian las tendencias temperamentales y las actitudes teologales. Cuando ya no sirve el razonamiento, sino la luz atemática del corazón para guiar el discernimiento espiritual. Cuando nace un nuevo modo de amar, sin necesidad de sentimientos que servían en otra época. Cuando la relación con Dios ya no se apoya en la experiencia, sino en la obediencia de fe. 3. Aparece, en consecuencia, que la fidelidad a sí mismo y al Señor ha de pagar un precio con frecuencia doloroso. ¡Se opina de modo tan distinto! En el modo de ser cristiano, más allá de las ideologías que definen las pertenencias, por ejemplo, de conservadores y progresistas. En el planteamiento de la vida cristiana, liberada de esquemas y normas preestablecidas. En la pastoral, cuando no interesa la eficacia controlable. En las relaciones con la autoridad. En el modo de vivir la integración dentro de una institución. 4. No será fácil, a la hora de colaborar, el intercambio de mentalidades y sensibilidades. El cristiano de soledad habitada puede aferrarse a su lucidez, tentación de aislamiento y

autosuficiencia. Más que nunca, tendrá que echar mano de su luz teologal y las síntesis de contrarios. Discernir cuándo tiene que colaborar en función del bien común y cuándo tiene que ser testigo incómodo. Comunicarse a distintos niveles: los que responden a una mentalidad razonable y los que apelan a la soberanía de Dios. Cómo situarse en el otro sin imponer nada y, asimismo, mantener la verdad del don que ha recibido. 5. El secreto lo tendrá el amor, pero no cualquier amor, sino el que viene de Dios. Cuando se vive en la presencia del Dios vivo, el distanciamiento es pertenencia a Dios, antes que distanciamiento. Pero tal pertenencia distancia inevitablemente. Y, paradójicamente, como hemos repetido: une de un modo nuevo, más hondo. Si el distanciamiento separa, no es de Dios, lo cual no quita que el otro perciba, equivocadamente, que la pertenencia a Dios le separa. Esta dramática se da con cierta frecuencia en el mundo de las parejas. Los dos son cristianos, pero ¡tan distintos!

26. Libertad y obediencia 1. Cuando se vive preteologalmente, libertad y obediencia se oponen o, en el mejor de los casos, se equilibran. Teologalmente, realizan la síntesis de contrarios. La obediencia no significa sumisión y la libertad no consiste en la autoposesión. La obediencia es la actitud que define la existencia ante Dios. Por lo mismo, desacraliza la autoridad y, paradójicamente, la percibe como mediación para hacer la voluntad de Dios. La libertad es liberada del yo y entra en una dinámica nueva de autonomía, la del amor que se entrega. Pablo lo ha expresado magistralmente: A la libertad habéis sido llamados, pero no la confundáis con el egocentrismo; antes bien, servíos unos a otros por amor. (Gál 5,13) 2. En la praxis, es inevitable una cierta dramática. La soledad habitada pone a la persona ante Dios, sin poder objetivar su voluntad, ni siquiera mediante la autoridad puesta por Jesús en su Iglesia. ¿Qué hacer cuando las actuaciones de los superiores no concuerdan con el Evangelio? ¿Cómo mantener la unidad de la comunidad cristiana, valor esencial, cuando en conciencia hay que romper barreras que deterioran la libertad cristiana? Pablo, una vez más, inspira al cristiano. Cuando estaba en juego el principio de la fe, que libera de la ley, se opuso a Pedro en Antioquía (cf. Gál 2). Pero a los corintios, a los que había enseñado a ser libres, les exige que sacrifiquen su libertad en atención a los escrúpulos de conciencia de los otros hermanos, apelando al amor, imitando a Jesús (cf. 1 Cor 8). No hay recetas de comportamiento. Solo disponemos de criterios, y el signo, de nuevo, no puede ser más que el amor teologal, capaz de afirmar que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 4), y, a la vez, saber que en la Iglesia lo decisivo no es tener razón, sino dar la vida por los hermanos. 3. El que vive la soledad habitada conoce estas tensiones. C. D. ha tenido que discernir la doctrina ética oficial sobre la homosexualidad. Le toca formar a adultos cristianos y les ha enseñado por qué no está de acuerdo con el “Catecismo católico”. Por honradez intelectual y por sensibilidad eclesial, ha explicado qué razones mueven a la doctrina oficial, pero también cómo se puede mantener la unidad con la diferencia de planteamientos, aun siendo consciente

de que el Catecismo dice otra cosa. D. C. tiene que separarse de su marido. En otra época, hubiese elegido el autosacrificio, perdonando su infidelidad. Ahora, durante meses lo ha intentado. Después de un discernimiento aquilatado, ha llegado a la conclusión de la separación matrimonial en obediencia a Dios, justamente, y como signo de libertad frente a la educación normativa que había recibido de joven. 4. Vivir en discernimiento es el requisito para estas tensiones. Hay un discernimiento racional, que se ejercita por análisis. Pero hay otro, el que se ejercita por luz interior, en el claroscuro de la conciencia, cuando la actitud del cristiano es de obediencia, deseando solo la voluntad de Dios. Para ello, hay que estar liberado de la necesidad de acertar. La persona de soledad habitada se acostumbra a vivir en discernimiento, de modo que este no es algo puntual, sino un talante habitual. Es guiado desde dentro, cumpliéndose lo prometido por los profetas: Todos serán enseñados por Dios. (Jr 31,33; Jn 6,43)

27. Secretos necesarios Francisco de Asís decía: “Los secretos del Rey, para el Rey”. La intimidad con el Señor lo exige. Nace un pudor especial, conciencia de pertenencia al Señor. Hay cosas que se le cuentan solo a Dios. Y al acompañante espiritual, cuando es necesario. No tiene que ver con la autoprotección, sino con el secreto de Dios. Hay cosas que no se sabe cómo contar y se prefiere callar. ¡Ay, el corazón humano, cuando está habitado por Dios! * * * Me imagino a María de Nazaret cuando tuvo la experiencia vocacional de ser madre virgen y dijo el “sí” que definió su existencia. ¡Qué soledad habitada por el Único! Tenía que decírselo a José, su prometido. ¡Qué pudor! ¡Cuántas lágrimas! A partir de entonces, cada mañana se lo ofrecía al Señor en abandono. ¡Qué cosas tiene el Señor! Ella no necesitaba entender; solo consentir. * * * Dios mío, Tú sabrás lo que llevas entre manos cuando nos unes a Ti en soledad de amor. Conoces nuestra torpeza y la necesidad que tenemos de compañía. Guárdanos en tu corazón, pequeños, muy pequeños, confiados, con los ojos dulcemente recogidos.

28. Desapropiaciones 1. El hecho mismo de la soledad ya es una desapropiación importante. Hay cosas que no se pueden compartir. Se está expuesto a la diferencia en casi todos los campos, de pensamiento y acción. Y ya no cabe pretender el calor afectivo de otros momentos. ¿Compensa el ser habitado por Dios? Sin duda, con creces, pero pagando un precio, pues Dios no es un compañero, sino el Señor, y cuanto más unido a Él, más distancia. 2. La vida impone desapropiaciones de todo tipo, que no se escogen pero se dan indefectiblemente. En las relaciones humanas: conflictos que llegan a ser rupturas, malentendidos, decepciones... En proyectos muy queridos, por los que se han entregado las mejores energías, y que fracasan o están sometidos a dificultades graves. Han cambiado tanto los intereses vitales, ahora están tan reducidos... Las desapropiaciones ayudan a madurar espiritualmente; más, sin ellas no se aprende la vida teologal ni se tiene libertad interior. Obligan a la suficiencia de Dios, propia de la soledad habitada. Pero son también la prueba, que no siempre termina en la consolidación de la vida teologal, sino en lo contrario: búsqueda ansiosa de compensaciones, aferramiento a lo poseído, desesperanza y resentimiento ante la vida... Suele depender de vivir toda la realidad, éxito o fracaso, desde la confianza en la fidelidad de Dios. 3. Las desapropiaciones más valiosas no las escogemos, pero la soledad habitada anima a la mejor ascética voluntaria. Esta necesita discernimiento. Criterio: no atenerse a esquemas conocidos, sino optar por renuncias que favorezcan la concentración existencial y espiritual requeridas por la misma soledad habitada. Saber distinguir entre el descanso físico y psicológico y aficiones o actividades que dispersan. En otras épocas, quizá fueron sanas y positivas. Por ejemplo, alimentar la curiosidad que antes enriquecía los saberes y facilitaba las relaciones sociales, ahora

puede ser espiritualmente dañino. Hay que cuidar también, según la vieja sabiduría, las gratificaciones inmediatas de lo corporal: comer, beber, dormir y, desde luego, lo que atañe al placer sexual. No hay ascética cristiana sin entrega al prójimo: compartir dinero y tiempo, preferencia por los menos queridos... No es sabia una ascética que se dirige a controlar la vida espiritual. Este es un punto neurálgico, del que hablaremos enseguida (cf. cap. 31). 4. Advertencia importante de discernimiento: ¿cuándo y por qué pierdo la paz? Ciertas desapropiaciones desgarran, pero se supone que mi vida teologal tiene suficiente consistencia como para distinguir el nivel psicoafectivo de mi conciencia y el nivel de mis actitudes teologales. Puedo pasármelo mal y tener paz de fondo, a nivel tranpsicológico. Porque si pierdo esa paz de fondo, me domina sin duda el amor propio en cualquiera de sus formas: la pretensión de dominar la situación, especialmente. Lo vamos repitiendo: la vida de Dios no suprime los problemas ni me garantiza el bienestar, pero me regala vivirlo todo con Él y desde Él. El secreto de la paz es la obediencia a la voluntad de Dios. Para esto existen las desapropiaciones.

29. Purificaciones 1. Las desapropiaciones purifican, pero en este capítulo vamos a referirnos a ciertas purificaciones, las llamadas “pasivas” en el argot ascético-místico de los maestros espirituales. En este sentido, habría que decir que las desapropiaciones las preparan. Rasgos de estas purificaciones: Se dan en la conciencia íntima, aunque la vida vaya bien. Un nivel que la persona no controla. Se dan pasivamente, sin intervención de la mente ni de la voluntad. Obligan a consentir. Tienen que ver con aquello que ha sido durante años la fuente y el motor del corazón; por ejemplo, la oración o el amor al prójimo. Se expresan con el no: no sentir, no saber, no controlar... La persona actúa igual que antes, pero no necesita las motivaciones anteriores. Tiene paz, la mejor, la que nace del abandono de fe. 2. Una evidencia se va imponiendo: el proceso es cosa del Señor. Él hace; a nosotros nos toca dejarle hacer. El maestro espiritual explicaría que va predominando la vida teologal. En este sentido, como dije en el prólogo, no correspondería a la etapa de la soledad habitada. Sin embargo, me parece necesario indicar algunos aspectos, porque la libertad del Espíritu Santo no se atiene a esquemas fijos y porque Dios ofrece atisbos de la obra consumada de su gracia. Así que el lector filtre lo que lee y aplíquelo de modo variado a su realidad personal. 3. Una de las formas de estas purificaciones es la llamada “aridez espiritual” en la oración y en la relación con Dios. San Juan de la Cruz la llama “noche pasiva del sentido”, y, para él, es el paso necesario a la contemplación infusa. Cuando escribí Relectura de san Juan de la Cruz, hice algunas matizaciones. Aquí me atengo a la experiencia frecuente que se da en los que viven la soledad habitada. Se caracteriza por la dramática paradójica. Deseo de intimidad con el Señor, pero, en cuanto uno se queda quieto, incapacidad de

sentir nada. La persona cree que la culpa es suya, pero no encuentra un motivo concreto. Hace el esfuerzo por concentrarse en la presencia del Señor, pero estorba, precisamente, la percepción inmediata de la presencia. Semanas y meses con sensación de perder el tiempo, y la tentación consiguiente de hacer algo bueno fuera de la oración; pero, cuando menos se espera, dos minutos de nostalgia de Dios le bastan para saber que no quiere otra cosa más que a Dios. ¿Por qué, con una oración tan desastrosa, el primado de la voluntad de Dios se da con más fuerza que nunca? Ningún deseo de ser bueno, pero no puede evitar volcarse en el necesitado. 4. Cada día es más evidente lo de Jn 15: “Sin mí, no podéis hacer nada”. Y más extraño: que Él sostiene nuestras impotencias. Y más admirable: que Él crea vida de la muerte. Y más motivo de agradecimiento: que solo el Espíritu Santo ora según conviene (Rom 8). ¡Cuánto nos cuesta entender quién es Dios y qué somos nosotros! 5. Hay una poesía de san Juan de la Cruz que describe “la noche oscura”: En una noche oscura, con ansias, en amores inflamada, ¡oh dichosa ventura!, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada. En la noche dichosa, en secreto que nadie me veía ni yo miraba cosa sin otra luz ni guía sino la que en el corazón ardía.

El poema habla del paso a la contemplación infusa, a la unión entre amada y Amado. Los que están en la soledad habitada no se atreven a identificarse con dicho momento. Pero no les será difícil identificarse con la nostalgia que tienen de Dios y que se les da en la oscuridad, cuando experimentan su ausencia.

30. “Nada te turbe” Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta.

1. El cristiano de soledad habitada suele recurrir con frecuencia a este poema de santa Teresa. Le ayuda a reforzar la confianza en Dios. Y a valorar la importancia de la paciencia, condición para respetar el ritmo de la obra de Dios. Sabe por experiencia acumulada cómo la finitud se impone y que solo queda Dios. 2. El poema describe la correlación directa entre la paz interior y la realidad de Dios, roca y fundamento último de todo. Hay un matiz que aclarar: la diferencia entre una filosofía religiosa de la inmutabilidad de Dios y el conocimiento por fe de la fidelidad de Dios en la historia. 3. Oremos con el último verso, a modo de mantra: Solo Dios basta.

31. No saber, no planear 1. Ley de desarrollo de la vida teologal: a mayor despliegue, menos capacidad de dirigir la propia vida. Y es que creer, esperar y amar dependen de la iniciativa de Dios, y va teniendo primado progresivo la obediencia a la voluntad de Dios. Se va distinguiendo con claridad la razón discursiva, que analiza y planea, y la luz del corazón, que guía por conexión entre lo que Dios quiere y la atracción interior. No se confunda con el carisma excepcional del discernimiento, cuando Dios inspira certeza y conocimiento respecto a determinadas realidades. Más bien al revés: el carisma es un caso excepcional del talante vital normal del que vive teologalmente. Y es que este no necesita saber ni acertar. Su verdad es de docilidad a la voluntad de Dios. Paradoja: cuanto menos necesitas saber, más fácilmente te mueve el Espíritu Santo para vivir según Dios. 2. Requisito esencial: no planear. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura. Así que no os inquietéis por el día de mañana, que el mañana traerá su inquietud. A cada día le bastan sus problemas. (Mt 6,13-14)

El que planea necesita controlar la existencia. El que confía tiene su consistencia en dejarle a Dios que actúe. El que vive preteologalmente lo confunde con la falta de responsabilidad. Hace de la responsabilidad un modo de enmascarar su angustia de la finitud, la necesidad de asegurar el futuro. Al que vive teologalmente le ocurre al revés: a más abandono de fe, más responsabilidad, sin crispación, sin apropiación. El Espíritu Santo da esta sabiduría liberadora. El cada día resulta el modo normal de vivir. Cada día tiene su afán y su dosis de amor. El Señor nos lo da fielmente. No sabemos cómo amamos. Sentimos impotencia e incluso resistencias, pero él se encarga de hacernos salir de nosotros mismos y de realizar el amor.

Cada día tiene su afán y su dosis de fortaleza. Lo constatamos en el momento del sufrimiento, cuando nos impacientamos y la ansiedad se empeña en anticipar el futuro. “Se pasa más pensando que pasando”. Fortaleza que surge de la debilidad, en cuanto consentimos en la voluntad de Dios. Cada día tiene su afán y su dosis de paz. Estamos a punto de perderla, amenazados por una situación sin salida o por un disgusto que nos descoloca. Nadie nos quita el malestar y la desazón. ¡Qué milagro es mirarle a Abbá y saber que, ocurra lo que ocurra, estamos en buenas manos! 3. Lo dicho se realiza espontáneamente en la soledad habitada. Cuando Dios ha encontrado morada en nuestro corazón, se hace el Señor, y nuestra mente es iluminada por debajo y desde dentro, sin depender de la lógica controladora. Más bien, se experimenta que la lógica oculta el pecado de apropiación de la existencia. Con el tiempo se descubre que la honradez racional y ética estorban la obra de Dios. En su momento fue un don de verdad y libertad: para ser auténtico, para purificar las motivaciones, para abrirse a Dios... Ahora, la honradez ata al espíritu, pues la persona permanece replegada sobre sí misma. Todavía necesita saber y controlar. Y, sin embargo, el Espíritu Santo le está enseñando a cambiar de mirada, a ensanchar el corazón según Dios. ¡Cuánto cuesta hacerse a ser hijo de Dios!

32. Conmigo y contra mí 1. Hay cosas en las que Dios actúa conmigo. En lo material y en la razón instrumental es evidente. Dios actúa en todo y de modo diverso, según los órdenes distintos del ser. En lo espiritual, también; por ejemplo, cuando su acción pasa por nuestra responsabilidad: mediaciones de la oración, de los sacramentos; decisiones éticas, que nos implican con todas nuestras facultades; estudio y reflexión pastoral... En lo que atañe a mi conciencia y transformación personal, nuestra responsabilidad no es tan evidente, porque mi libertad depende directamente de la acción de la gracia. Me parece, ilusoriamente, que es cuestión de esfuerzo. 2. Hay una acción de Dios ligada a mi obediencia. Porque así lo ha querido Él y porque mi libertad consiste en dejar paso a su acción. Así, cuando Dios decide entrar por iniciativa propia: cuando da el Espíritu Santo; cuando actuamos en cuanto enviados; cuando infunde en mi corazón la vida teologal... La obediencia misma es obra de su gracia, pues requiere conversión y fundamentación en Él. 3. Hay realidades en las que solo actúa Él, sin nosotros. Son las más importantes: cuando perdona y elige y salva; cuando envía a su Hijo al mundo; cuando lo resucita; cuando comunica su vida divina... No resulta fácil afirmar si hay diferencia cualitativa con el punto anterior. El matiz quizá más significativo es que mi obediencia es un segundo momento respecto a su acción primera, decididamente creadora. 4. Hay situaciones en las que Dios actúa contra mí. Subrayemos esta afirmación, porque es la experiencia de cualquier creyente que mira su historia en su conjunto. Etapas anteriores de la vida que creíamos fruto de nuestro esfuerzo, y con el tiempo descubrimos la paciencia que el Señor tuvo con nuestras torpezas. Las veces que hemos tropezado, impotentes, con la misma piedra y hemos caído, y, sin saber cómo, Él, solo Él, nos ha liberado.

También ha sido, claramente, obra del Espíritu Santo contra nosotros el que, estando encerrados en nosotros mismos y ciegos, aun con la mejor buena voluntad, lleguemos a vivir teologalmente. Cuando vemos el proceso global de transformación, no podemos evitar la sensación de que Él ha conducido nuestra historia fielmente y a pesar de nosotros. Las veces que ha tenido que recrear su obra en nosotros al comprobar nuestra terquedad. Por eso, ahora hemos cambiado de planteamiento: le pedimos más que nada no estorbar su acción, pues no nos fiamos de nosotros mismos. 5. Al que vive en soledad habitada le admiran profundamente las mil formas de la acción creadora y salvadora de Dios. Como el respirar, le brota el agradecimiento humilde. Ser pobre en el espíritu (Mt 5), apoyarse solo en Dios y desmontar toda autosuficiencia, viene a ser una de las gracias más luminosas de la vida. La pide todos los días, porque todavía le falta mucho para ser de verdad pobre...

33. Se sufre solo 1. Aunque la soledad esté habitada, hay sufrimiento. El cristiano descansa en el Señor, pero las necesidades humanas de cariño y caricias subsisten. Habitualmente, no se depende de ellas, pero a veces venderías toda tu vida interior por un abrazo de ternura. El sufrimiento más hondo está a otro nivel, en el hecho de ser llamado a un nivel de relación con Dios más allá de cualquier relación humana. En todo don hay un precio, inevitablemente. Lo agradeces, sin duda, y entrañablemente, pero en este mundo no hay plenitud. De ahí esa sensación tan propia de la soledad habitada: regalo inesperado, pero que despierta el más de una esperanza que solo se realizará en el cielo. 2. Nada humano es suprimido. Así que cuando toca sufrir, en una enfermedad, en un conflicto afectivo, en la frustración de expectativas, en la aridez espiritual, la soledad que ya conoces te hace saber, con lucidez, que sufres solo. Todo intento de comunicar tu sufrimiento, por más que te desahogues con un amigo, queda en la superficie. Humanos que somos, conocemos el valor de una compañía cuando se sufre, y la agradecemos en el alma, pero preferimos quedarnos a solas con el Señor. Casi nadie nos entiende, y, si alguien nos respeta, es amigo de verdad. 3. No podemos separar nuestro sufrimiento de la mirada a Jesús crucificado. Es tan distinto sufrir con Él... Es tan consolador sufrir por Él... Tiene tanto sentido la soledad del sufrimiento cuando está unido al amor redentor de Jesús en favor de todos los crucificados del mundo... Aquí quedan atrás nuestras racionalizaciones sobre el problema del mal. La verdad del sufrimiento solo pertenece al corazón de Dios, y al que vive la soledad habitada le resulta evidente dejarlo en sus manos. Para ello tiene un secreto: hacerse pequeño y consentir. 4. Hay muchos cristianos que, además, han descubierto una mediación única: sufrir con María, la madre. María suaviza nuestras crispaciones y desarma nuestras rebeldías. Tiene que ver con dos experiencias especiales: Que es madre, y nuestro recuerdo inconsciente de la infancia nos devuelve el sentimiento

originario de la seguridad que nos daba el seno materno. Que María, la creyente, nos coloca con facilidad en la actitud de confianza radical: no saber, no controlar, abandonarse, consentir. La tristeza de muchos creyentes es que no tienen ninguna relación con María o, peor, la tienen racionalizada. Con razón, respecto a ciertas imágenes de María, pero se han quedado ahí, sin ahondar en la vida y misión de esta mujer excepcional. 5. Los frutos de este sufrimiento solitario y fecundo son sobreabundantes. Se intuyen cuando es vivido con Dios. Se comprueban a posteriori. Camino de obediencia, la de Jesús, que “siendo Hijo tuvo que aprender la obediencia a base de sufrir” (Heb 4). Reforzamiento de la soledad habitada: Dios en todo y más allá de todo. Soledad que recrea la comunión. Si algo nos hace humanos y no nos separa del prójimo es el sufrimiento. Desapropiación y purificación, siempre necesarias. * * * Me estuvo bien el sufrir. (Sal 119,71)

La frase resume nuestras reflexiones sobre la dramática de la soledad habitada. Lo decía también Juan de la Cruz: ¿Qué sabe el que no ha sufrido? Pidamos esta sabiduría.

34. Corazón insondable 1. La persona, lo hemos dicho más arriba, tiene la capacidad de percibir la realidad y vivirla a distintos niveles. Mediante el deseo, su corazón aspira al más. Y mientras aspira a ese más, se revela como insondable. Los humanos tenemos la capacidad de recortar el horizonte de la existencia y suprimir el más. Pero solo hasta cierto punto, porque hay algunas situaciones que se encargan de advertirnos que somos más. Si nos permitimos quedarnos solos, emerge desde el fondo de nuestro ser el deseo del más. Por eso es tan importante la experiencia de la soledad. Ahora bien, si das espacio a la soledad, aparece la dramática del corazón humano, como hemos visto. ¿Huiremos de ella o le daremos paso, y se nos dará a comprender nuestra grandeza y miseria? Cuando la soledad está habitada por Dios, se desvela nuestro misterio más íntimo: “lo alto y lo profundo, lo ancho y lo largo”, que sobrepasa nuestra conciencia (Ef 3). 2. En el Antiguo Testamento se repite que solo Dios sondea el corazón y las entrañas (Sal 7,10; Jr 11,20). Incluso el concepto de corazón expresa el centro personal, que trasciende las facultades y del que brotan los pensamientos, decisiones y sentimientos. Pero cuando la persona se pone delante de Dios, entonces, cabalmente, aprende a no poseerse a sí mismo y le deja a Dios que sea su luz y lleve la iniciativa de su vida. Al hombre moderno esta actitud religiosa le parece dependencia infantil o incapacidad de asumir autónomamente la finitud. Todavía no ha descubierto que la persona nunca puede ser objetivada y que “el hombre es más que el hombre”, que dijo Pascal. En lo insondable del corazón se pone en juego su libertad de un modo que ninguna racionalización podrá alcanzar. Tal es la verdad de la experiencia religiosa. 3. Hay que dar otro paso: escuchar la Palabra. Nunca la persona humana desde sí, aunque sea religiosa, podría sospechar lo que la Revelación trae al corazón humano. Porque la Palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Así que no hay creatura que esté oculta a Dios. Todo está al desnudo y al descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas. (Heb 4,12-13)

Cuando Dios nos habla y suscita en nosotros la obediencia de fe, se transforma el horizonte en que se movía nuestro corazón. ¿Cómo conocer nuestro pecado oculto, más allá de todo análisis ético y religioso, sino viendo y oyendo de qué modo hemos sido amados en Cristo Jesús? ¿Cómo entrever que la hondura insondable de nuestro corazón solo es espacio abierto a la donación de la vida que Dios nos quiere dar? La eficacia de la Palabra se desarrolla de dos formas: 1) Juzgando y curando y potenciando nuestra miseria y nuestra grandeza. 2) Ofreciendo el don más alto, el de la vida del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo, y elevándonos hasta su corazón. ¿Es posible vivir en Dios y desde Dios?

III. EXISTENCIA

35. Camino y casa ¡Qué deseables son tus moradas, Señor, Dios mío! Mi alma se consume y anhela vivir en tu presencia. Mi corazón y mi carne retozan por estar contigo, Señor. ¡Ah, Rey mío y Dios mío, cuando entro en tu intimidad y descanso en tus brazos, pequeñuelo, eres mi nido dulce y seguro! ¡Qué paz de hogar! Dichosos los que viven su soledad habitada por ti, ocupado su corazón por ti, Señor, Dios mío, con la certeza de tu amor fiel, de tu eterna alianza. No le será quitada su alegría más grande, alabarte y adorarte. Les bastas tú, siempre tú. Pero mientras vivimos en este mundo, lo nuestro es ser peregrinos. Te vivimos en la fe, y así se nos da la fuerza para seguir buscándote más y más. En los momentos de prueba, cuando atravesamos el desierto, tú eres nuestro oasis, Padre. Hay momentos, Dios misericordioso, en que nos regalas el gozo de tu intimidad, y nuestro corazón reverdece y rebrota nuestra vida con sobreabundancia para ti y tu Reino. ¡Resulta tan evidente que tú eres gracia y que tu gloria consiste en plantar tu morada entre nosotros! Por la fe caminamos, por la obediencia de fe te seguimos y por tu amor te sabemos nuestro, nuestro camino y nuestra casa, Dios Padre. Relectura del salmo 84 (83)

36. Descanso del corazón Señor, mi corazón no es altanero, ni son altivos mis ojos. Nunca perseguí grandezas ni cosas que me superan. Aplaco y modero mis deseos; estoy como un niño en el regazo de su madre. ¡Espera, Israel, en el Señor, ahora y siempre! Sal 131 (130)

1. Hay una etapa en la que el deseo es ambicioso y altanero. ¡Ojalá la vida le enseñe moderación y límites! El descanso del corazón es el privilegio de la infancia espiritual. El que vive habitado va dejándose como un niño. Lo que no sabe es que su fruto será la esperanza a la medida del corazón de Dios. 2. El signo de este proceso de transformación es la paz. No se conquista, no la conoces sino cuando te la dan. A veces, es bienestar; otras veces, convive con el conflicto y la turbación psicológica. Se mantiene por debajo, poderosa, pero no la controlas. Con la experiencia aprendes que nace de la mirada, cuando no la posees, cuando te abandonas confiadamente en Dios. La agradeces como un tesoro y la estrenas cada día, al recibirla del Resucitado: “La paz con vosotros” (Jn 20). * * * Entonces, Jesús tomó la palabra y dijo: –Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, y al Padre no lo conoce más que el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera. (Mt 11,25-30).

3. Solo Jesús ha vivido así, como un niño, y tenía la autoridad del Padre y revelaba la presencia del Reino.

Por eso es tan desconcertante. Con Él saltan en pedazos los esquemas preestablecidos. ¡Qué inmediatez en su relación con Dios! ¡Y cómo de Él fluye la vida inagotable! Si supiéramos ser mansos y humildes como Él, el mundo caería a nuestros pies, sin poder, sin esfuerzo, sin lucha... La señal más evidente es que el mundo no lo soportará y luchará contra nosotros con violencia implacable. Tenemos que aprender cada mañana a seguir sus pasos sin estridencias, suavemente, y nuestra debilidad será nuestra fuerza. * * * Mientras iban de camino, uno le dijo: –Te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le contestó: –Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. (Lc 9,57-58)

4. Realmente, no sabemos qué decimos cuando queremos seguirle. Con Él, la vida no nos pertenece. Descansar significa no tener dónde reclinar la cabeza. Y, sin embargo, vivir en obediencia es el mejor descanso. Literalmente, nos cuida el Padre. Él es nuestro hogar. A veces nos lo regala en la intimidad. Y otras, en la misión, cuando damos paso a su amor y a su palabra.

37. Agradecimiento humilde 1. El agradecimiento humilde es el subsuelo afectivo primordial de la relación con Dios. Presupone un proceso en el que el agradecimiento se ha ido asentando. Antes surgía puntualmente en situaciones concretas; ahora se constituye en fuente del corazón cristiano. La experiencia de ser amado por gracia se ha ido haciendo sentimiento fundante. La existencia entera ha encontrado su verdad en que “no hemos amado nosotros a Dios, sino en que Él nos ha amado” (1 Jn 4). Por eso es tan importante la experiencia global del pecado, que somos justificados por la fe y liberados de la ley. Ser criaturas debería bastarnos para plantarnos en el agradecimiento, pero, normalmente, primero hemos de experimentar que no tenemos derecho a ser amados. Hay cristianos que se relacionan con Dios sin apenas conciencia de pecado. Su imagen afectiva de Dios es positiva. Dios es un padre bueno, en el que confían espontáneamente. Si les dices que no tenemos derecho a ser amados, alegan esta razón: “¿Cómo no va a querernos Dios, si somos sus hijos?”. Y se extrañan de la respuesta: “ Dios no nos quiere porque seamos sus hijos, sino que somos sus hijos porque nos quiere”. Aquí se juega el paso de la vida preteologal a la teologal. 2. Agradecimiento y humildad son un solo sentimiento indisoluble. Test de la verdad de la relación teologal con Dios. En el caso de la soledad habitada, ha de resultar obvio. Si me parece normal que Dios quiera poner su morada en mí, es que no me he enterado de nada. Al apelar a la filosofía diciendo que somos divinos, que la divinidad es nuestra hondura de ser personas, se formula una confusión grave. Primero, porque divino solo es Dios; segundo, porque somos criaturas, a las que Dios ama personalmente y por gracia. Ser personas con vida divina solo es posibilidad, no realidad, hasta que Dios decide ponerse en relación de amor con nosotros. La humildad de lo que somos hace que el agradecimiento no sea una burda apropiación del amor de Dios. La humildad nos coloca en ese punto de distancia entre Dios y yo que la Biblia considera el principio de toda sabiduría, el temor de Dios. Este no es miedo, sino verdad de ser ante Dios. Podría parecer que no contamos para Dios, que nos humilla siendo solo pobres criaturas. Pero el agradecimiento hace que nuestra verdad tome conciencia de lo que significamos para Dios: personas con dignidad inviolable, pecadores rescatados para una

existencia que desborda nuestros mejores sueños de grandeza, hijos llamados a ser familia de Dios... Agradecimiento sin humildad sería relación infantil con Dios, por no decir mentira y utilización de Dios. Humildad sin agradecimiento sería orgullo, autoafirmación replegada defensivamente, soledad de muerte, incapacidad para amar. 3. El agradecimiento humilde atañe a todos los niveles de la existencia cristiana: a) Al nuevo nacimiento, cuando cambia el fundamento de nuestra relación con Dios. b) Al proceso de transformación, pues el cristiano crece volviendo siempre a los sentimientos básicos; sobre todo, en momentos de crisis y desorientación. c) Al modo de amar al prójimo, que deja de ser amado para que cambie y se le ayuda en su propia dignidad de persona, con respeto agradecido. d) En consecuencia, la misión deja de ser motivo de superioridad, para ser servicio agradecido. e) Cuando te toca ejercer la autoridad, ¡es tan distinta desde el don y la obediencia al único Señor!

38. La vida va por dentro 1. Hay demasiados humanos que cifran la vida en tareas externas: en tareas externas, en responsabilidades que las circunstancias exigen, en el éxito social, en la imagen que los demás esperan... Funcionan bien, según las expectativas del contexto en que se mueven, y son valorados por sus recursos. Incluso tienen personalidad influyente. Pero, aunque reprimen las preguntas esenciales, se les nota la mentira existencial. Literalmente, están alienados. Punto crucial: ¿cómo y desde dónde aman? Porque tienen relaciones afectivas, pero dependen de estímulos externos, sin implicación personal. Y no les preguntes sobre el sentido de su vida, porque quedan desazonados. 2. Si la conciencia está mínimamente abierta y se desprotege, llegará un momento en el que la persona siente que tiene que tomar la vida en las manos y ser fiel a sí misma. Ha comenzado a vivir de dentro afuera. Siente el vértigo inicial de la soledad, pues sabe que su camino es intransferible. Al cabo de cierto tiempo, descubre la alegría interior de la libertad; no hay vuelta de hoja. ¡Cómo nota que la vida va por dentro y que la vida es crecimiento desde dentro! Jesús ha explicado que el Reino es semilla que contiene la vida y crece. Es su imagen preferida. Así veía Él el misterio de la existencia y leía la acción creadora y salvadora del Padre en el mundo. Decía también: –Sucede con el Reino de Dios lo que con el grano que un hombre echa en la tierra. Duerma o vele, de noche o de día, el grano germina y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da fruto por sí misma: primero un tallo, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto está a punto, en seguida se mete la hoz, porque ha llegado la siega. (Mc 4,26-29)

Dejo al lector con algunos puntos de reflexión: El punto de partida es la responsabilidad del que siembra. Pero él no dispone de la vida, que surge misteriosamente. Tan importante como la responsabilidad es la confianza. Dormir la tarea en brazos de Dios y dejarle a Él que dé la vida. Cuando brota hay que cuidarla, sin forzar el crecimiento, respetando la fuerza interior de

la semilla y sus etapas. De la fragilidad a la consistencia, de la consistencia al grano. El mejor se da en la siega, “porque si el grano de trigo no muere, no da fruto” (Jn 12). No es difícil trasponer lo dicho con la soledad habitada. Correspondería a la espiga granada, sin haber llegado todavía a la siega. 3. A estas alturas, no hace falta decir que esta vida que va por dentro no tiene nada que ver con el intimismo, con el miedo al trabajo, a las relaciones o a la misión. Al revés, es el único modo en que lo exterior sea vida y no mera función. Evidentemente, necesita ser cultivada explícitamente. Suponer que la vida interior crece sin darle tiempo propio es ilusión o, lo que es peor, signo de alienación personal. En capítulos posteriores hablaremos de algunas mediaciones indispensables. Algunos creen que esta vida es cuestión de reflexión. Efectivamente, toda interioridad presupone reflexión. Pero la vida que va por dentro es, por encima de todo, relación de intimidad, capacidad de desplegarse ante un tú. En lo humano y, desde luego, con Dios; es oración. Otros creen que es cuestión de desarrollar la autoconciencia: adquirir niveles más hondos de iluminación. Mi opinión, como conocedor de la vida humana y como cristiano, se expresa así: sin creer, esperar y amar, es decir, sin relación interpersonal, la iluminación termina cerrándose sobre sí misma, narcisista y estéril.

39. La verdad está fuera 1. Si decimos que la vida va por dentro y que la verdad está fuera, solo expresamos la sabiduría de Jesús: el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, en uno (cf. Lc 10,25-37). La fuente es Dios, pero se realiza de verdad en la entrega al prójimo. Ni reducción de la fe a ética, ni espiritualismo desenraizado de la existencia. 2. ¿Por qué decimos que la verdad está fuera? a) Porque el amor, si no abarca la existencia entera, solo es sentimiento o, a lo sumo, buenas intenciones. b) Porque el amor cristiano, el que viene de Dios, es descenso, y así refleja la autodonación de Dios a los hombres. c) Porque el amor al prójimo es criterio de discernimiento para la espiritualidad auténtica. 3. Pero no hay que olvidar que hablamos del amor teologal, el que Dios nos da como participación en el suyo. Mientras amamos preteologalmente, se producen innumerables interferencias. Confusión entre la ayuda al prójimo y la necesidad de justificar la propia vida con obras buenas. Confusión entre el amor de verdad y con obras y el sentimiento de cariño o de generosidad altruista. Pensar que el amor depende del éxito o de la eficacia controlable. Sin embargo, pasar de lo preteologal a lo teologal requiere también un proceso, y, con frecuencia, largo. 4. Cabe darle la vuelta y preguntarse: ¿se puede amar al prójimo sin conocer el amor gratuito e incondicional de Dios? Por supuesto que sí. Nos basta recordar a tantos agnósticos que aman desinteresadamente, se olvidan de sí y no dependen en su entrega de la respuesta. Pero seríamos muy desagradecidos si no reconociésemos la ventaja que se nos da para amar al prójimo, al haber conocido el amor revelado en Jesús. Más bien, la sensación que

tenemos es: ¡qué pobre y estrecho es mi corazón sin el amor de Jesús! Y por ello, paradójicamente, agradecemos el milagro del amor en un no creyente, pues sabemos que viene de Dios, aunque él no lo sepa 5. Al tratar de la soledad habitada, estamos presuponiendo la vida teologal. En el tema que nos ocupa, se muestra con claridad uno de sus signos más espléndidos, que cabe traducir de este modo: a más concentración del corazón, más expansión de la existencia; a mayor amor de alianza con Dios, más olvido de sí y misión en favor de los demás. * * * Nosotros debemos amarnos, porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de él este mandato: que el que ama a Dios, ame también a su hermano. (1 Jn 4,19-21)

La persona con sentido agudo de la soledad habitada suele inclinarse por el primado de Dios. Necesita el contrapeso del realismo ético. Le basta constatar cómo tiende a hacer acepción de personas, o cómo le cuesta entregarse al desagradable, o cómo le hiere el amor propio al no ser reconocido, para no fiarse de su experiencia espiritual. La desproporción entre el amor de Dios y el amor al prójimo le coloca en verdad. Buena señal, si lo agradece al Señor. La verdad del amor al prójimo nos pone en nuestro sitio. Sin humildad no hay vida cristiana.

40. Ni qué, ni cómo 1. Hay personas que centran la vida en el qué. Si su comportamiento es bueno o malo. Y cuando quieren cambiar de vida, su preocupación es qué acciones se atienen al sistema religioso-moral que se han propuesto. Otras se centran en el cómo. Dar limosna, por ejemplo, sí, pero valoran más la intención: si buscan el bien del otro, no la autosatisfacción. Si hacen oración, cómo la hacen, si quieren agradar a Dios o a sí mismos. El cómo es un paso hacia la rectitud de la persona. Pocas se dan cuenta de que lo determinante no es ni el qué ni el cómo, sino el desdedónde. Dónde está el fundamento de mi acción, la fuente del corazón que siente y actúa. 2. La lucidez del desde-dónde no se adquiere a la primera. Necesita un camino de transformación que se cifra: En el conocimiento de las motivaciones inconscientes. No se pretenda pureza total, ni técnica psicoanalítica, pero sí proceso de purificación de la ambigüedad habitual desde la que nos movemos los humanos. Vida teologal, de tal modo que la persona accede a vivir a un nivel que le viene dado por el Espíritu Santo, no por proceso inconsciente, elaborado desde sí. El desde-dónde no nace del esfuerzo. No es objetivable desde la racionalidad ni desde el discernimiento analítico. Al ser teologal, viene dado con la experiencia fundante; por ejemplo: Ser solidario nace del ser para los demás. Participar en la eucaristía no consiste en hacer actos de fe, sino en vivir la fe según la hondura del don de la celebración misma. Cuidar a un enfermo es más que ser un buen profesional o tener sentimientos positivos. Está en la mirada. Evangelizar no es preparar bien la catequesis o la predicación, sino dar paso a la Palabra. 3. Evidentemente, no hay desde-dónde si no hay un qué y un cómo. La persona entera es la que actúa, pero a niveles diferenciados, como estamos repitiendo.

Hay que ser responsables, elemental. Hay que actuar conscientemente, lógico. Pero la persona de soledad habitada ya ha hecho un proceso de fundamentación teologal, que ha pasado de llevar la iniciativa de su vida a dejarla en manos de Dios, y conoce por experiencia la diferencia entre ser desde sí o ser desde Dios. Se puede, por ejemplo, educar siendo un buen pedagogo o educar desde el primado de la persona y desde el corazón de Dios Padre. Sin duda, toda la vida será poca hasta que el desde-dónde sea el de Jesús y su Espíritu Santo. Cuando leemos el Evangelio, impresiona el desde-dónde de Jesús: Jesús prosiguió diciendo: –Yo os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre, eso hace también el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras; y le manifestará todavía cosas mayores, de modo que vosotros mismos quedaréis maravillados (Jn 5,19-20)

4. Va resultando luminosa una de las tesis que guían las reflexiones de este libro: la vida cristiana no consiste ni en oración, ni en acción, ni en pasión, sino en creer, esperar y amar en obediencia a la voluntad del Padre.

41. “En lo escondido” Léase Mt 6,1-18. Jesús no niega el valor de las prácticas tradicionales (oración, limosna y ayuno), pero las resitúa bajo una luz nueva, la de Abbá. ¿Cómo no ver, al trasluz, a Jesús mismo y su modo de ser y actuar? * * * En el mundo, hay corazones que dan vida, dando paso al Único que da vida. En la Iglesia, lo esencial es la comunión de los santos, que se da siempre en lo escondido. María es el corazón de la Iglesia, y ella está siempre en lo escondido. * * * Estoy pensando en los llamados a vivir “escondidos” en Dios con vocación contemplativa. Laicos y laicas que reducen al mínimo sus actividades, para dedicarse a la oración. Religiosos y religiosas de vida contemplativa que se retiran al “huerto cerrado”, para vivir de la intimidad con Dios. Jesús los defiende, como defendió a María de Betania ante los argumentos razonables de los discípulos (cf. Mt 26, 6-13). * * * La soledad habitada tiene una querencia especial a lo escondido. Porque percibe el Reino presente y actuando desde abajo y desde dentro. Porque la verdad reside en la mirada de Dios. Porque cuenta Dios y solo Dios.

42. En la rutina de lo ordinario 1. Hay una rutina positiva, capacidad para dar densidad de amor a lo ordinario. Cuando te levantas a la mañana y das gracias al Señor por el nuevo día, para vivir en su presencia y hacerlo todo con su mirada. Si dedicas 20 minutos a estar con Él, al final de la oración abrirás tu corazón a la jornada que te toca. ¡Es todo tan distinto desde Él! Tienes un trabajo nada interesante en casa o en una oficina. Encontrarás un rato para pararte, si te visita la vecina o alguien se acerca a ti para pedirte un servicio. No te resultan personas que te merezcan la pena. Pero se te da verlas con otros ojos, que sabes muy bien que no son tuyos. 2. Nada es ordinario cuando se ama. Lo has experimentado con un hijo. ¡Qué poco te cuesta tener paciencia y esperar a que crezca! Con tus alumnos, en clase, espontáneamente, distingues los que te caen bien y los que te caen mal. Pero hoy, al abrir el libro de la asignatura correspondiente, has tenido una luz que te ha tocado el corazón. Al terminar, has visto al conjunto de los alumnos con otra mirada. En el laboratorio del hospital, todo ocurre mecánicamente, como siempre: el análisis de sangre y orina. Pero esta vez, sin saber por qué, el número anónimo del envase te ha suscitado una reflexión: ¿qué sufrimiento se contiene aquí? ¿Qué persona es la que ha pedido el análisis? 3. Transformar el mundo de modo que sea más igualitario es muy valioso, pero cuidar a las personas lo es mucho más. Algo que estamos olvidando: el cuidar. Se cuida la vida, tan frágil y amenazada. Se cuida a un enfermo, aunque esté desahuciado. Se cuida a un niño que depende de ti. Se cuida al padre y a la madre cuando son ancianos y no se valen. Se cuida a los ancianos, tan solos con frecuencia. Se cuida a la persona que busca dar un sentido a su vida y no tiene referencias. Se cuida al depresivo que no tiene horizonte de esperanza. Se cuida al marido o a la mujer en plena crisis afectiva.

4. La vida ordinaria es el primer compromiso de la vida cristiana, por encima de la de aquellos que tienen más prestigio social. Estar en casa para que los hijos pequeños o adolescentes sientan que sus padres les quieren es más valioso que trabajar de voluntario. Perder el tiempo escuchando a personas raras es más valioso que la promoción de los derechos humanos en el barrio. La sabiduría cristiana debería combinar la entrega oculta en lo ordinario y los tiempos de compromiso social. La prioridad, sin duda, la tiene el amor escondido. 5. El que vive la soledad habitada suele tener una tentación: la de buscar estímulos especiales, sean de tipo psicológico (aficiones), de tipo social (actividades de entrega) o de tipo espiritual (grupos de oración). Pero por dentro sabe que está huyendo de la desnudez de la fe y la obediencia concreta a la voluntad de Dios, en lo ordinario.

43. Inmediatez y mediaciones 1. La relación inmediata con Dios es un don propio del Nuevo Testamento. A partir de la mediación única y absoluta de Jesús, que nos da acceso inmediato al Padre (cf. Hebreos passim), el Espíritu Santo ha sido derramado sobre hombres y mujeres, ancianos y jóvenes (cf. Hech 2), y ha sido inaugurado el culto al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4). El cristiano lo experimenta en la fe, la esperanza y el amor. No hay separación de lo sagrado y profano, no hay espacio y tiempo que condicionen la relación inmediata con Dios. Dios se nos da personalmente. Basta creer. 2. Pero la inmediatez no existe sino en las mediaciones. El Dios totalmente otro se ha hecho máximamente tú al descender a nosotros en una historia, la que Él ha elegido y elige. No podemos conocerlo sino donde Él se revela. Subrayemos la preposición en. Las mediaciones no son medios para trascender lo humano, ni puentes que hay que dejar para adentrarse en una relación puramente espiritual. Si hay algo de novedoso en la espiritualidad bíblica es esta conjunción entre inmediatez y mediaciones. Aquí se juega la identidad cristiana. La tentación de las religiones, e incluso de algunos místicos cristianos, es la unión con Dios sin mediaciones. A Teresa de Ávila se lo aconsejaron durante algún tiempo y reaccionó, con instinto cristiano, afirmando que no hay Dios sin Jesús hombre y que no hay inmediatez espiritual sin mediaciones. Cuando el deseo religioso predomina, la apropiación se manifiesta en la tendencia a prescindir de las mediaciones. 3. La mediación única e insobrepasable es Jesús. El Padre nos lo ha dado como camino, verdad y vida (cf. Jn 14). De aquí la importancia de la eucaristía como mediación sacramental, que actualiza el acto mediador central de la muerte y resurrección de Jesús. Sin embargo, al afirmar que la eucaristía es “el centro y cumbre de la vida cristiana”, se crea una confusión. La eucaristía sacramental es mediación para la eucaristía espiritual del cristiano, que vive la mediación única de Jesús en su vida ordinaria. Lo determinante es la obediencia al Padre y el amor al prójimo. La eucaristía es una mediación privilegiada para ello, pero en cuanto participa de Jesús. El cristiano vive la mediación de Jesús en su ser cristificado mediante la vida teologal. El centro y cumbre es Jesús en todo. 4. También es tentación, y grave, sacralizar las mediaciones, sacralización muy frecuente

cuando se vive preteologalmente. Cuando la Palabra no pasa por el Espíritu, atribuyéndole un poder mágico. Cuando la eucaristía es más importante que el amor al prójimo. Cuando se considera intocable la autoridad en la Iglesia. Cuando ordenar la propia vida según los mandamientos de Dios se considera seguro de salvación. ¿Por qué los humanos necesitamos objetivar a Dios y la libertad de su Espíritu? 5. Consecuencia de lo dicho, una experiencia altamente liberadora, que siempre acompaña a la vida teologal: que todo es mediación para la inmediatez con Dios. La oración de intimidad con Dios, por supuesto. Pero, igualmente, el encuentro de amistad. El trabajo vivido como voluntad de Dios. E, igualmente, los tiempos de ocio. Ciertas experiencias humanas de incondicionalidad, comenzando por el amor de pareja y el amor a los hijos. No son medios para amar a Dios, sino que el amor espiritual de alianza con Dios se realiza en ese amor humano. Si la ética (sentido del otro, justicia...) no nos resulta lugar de encuentro con Dios, tiene poca consistencia. Para un cristiano que vive con Dios todo, la densidad que da a lo humano es mediación espiritual y, viceversa, su soledad habitada le facilita que lo humano sea más que humano. 6. Dentro de las variaciones, tantas como la vida misma, hay que aprender a discernir las mediaciones configuradoras. Son aquellas que la Providencia nos ofrece. Ponen en juego la transformación personal y marcan un camino. Son de todo tipo: externas o internas; pertenecen al ámbito religioso o a la vida ordinaria secular... Pero no suelen ser arbitrarias. Exigen vigilancia. Con frecuencia se las intuye. Se imponen a posteriori. Una de ellas podrá ser la soledad habitada. Cuando es experiencia configuradora, es un don especial del Señor.

44. Intimidad 1. ¿Qué sería de la soledad sin la oración de intimidad? Un desierto desolado. En la oración, la soledad se encuentra habitada. Ahí respira y se renueva. 2. Anteriormente, la oración se hizo camino de intimidad creando lazos afectivos. Ahora, el sentimiento ha dado paso a una relación que vincula y totaliza con amor de pertenencia y obediencia. 3. La Palabra sirvió para ensanchar el conocimiento de Dios y para que el corazón se hiciese al amor tan único del Señor. Ahora, la Palabra se muestra en todo su señorío de revelación. Disminuye la lectura, se concentra la escucha. Y su fruto: las actitudes teologales de la relación. 4. No es rara la aridez espiritual. Hablamos de ella en el capítulo 29. Hay que insistir en que la oración se simplifica, porque la afectividad con el Señor se da a niveles tranpsicológicos. Predomina la mirada amorosa; la reflexión da paso al recogimiento. Y a veces, de repente, aparece una quietud del corazón que se concentra en la suficiencia del amor. 5. La afectividad de la intimidad se expande. Repercute en el conjunto de la vida. Se nota en el cambio de mirada al prójimo, más honda, desde el corazón, con mucha ternura y mucho espíritu de verdad, a un tiempo. La actividad externa, igualmente, se serena, e incluso evita la dispersión. 6. La oración personal busca rincones de soledad. Puede parecer intimista, pero es que la relación se protege con un pudor especial. Suele evitar la oración compartida, porque comunicar lo íntimo resulta forzado y hasta inauténtico. ¿Qué se puede comunicar del cara a cara, tan secreto, que pertenece solo al Señor? 7. Y, sin embargo, ningún problema para orar con la Iglesia en la eucaristía. Al revés: agradece apoyarse en la fe de los demás y sentir el propio corazón vivificado por la comunión de los santos. ¿Cómo no volver a la mediación única de Jesús? ¡Qué bien entiende lo de Jesús: “Orad al Padre en mi nombre” (Jn 16)! 8. La oración de intercesión va incorporándose espontáneamente a la oración personal. La

misión se hace corazón suplicante. Se traduce también en medio de la actividad, especialmente cuando hay contacto directo con personas. 9. La oración de intimidad descansa en Dios. No se puede explicar este regalo, porque es humano y más que humano. Claramente, su fuente está en el Padre. ¡Y qué cerca de Jesús, para quien Abbá era su todo! ¡Qué hondura adquieren las palabras de Jesús! Todo lo tuyo es mío, y lo mío, tuyo. (Jn 17,10)

10. Consejo práctico: conviene dedicar un tiempo del retiro mensual a la oración prolongada y a practicar los ejercicios espirituales anuales. La soledad habitada se fortifica.

45. Eucaristía 1. En el capítulo 43 sinteticé lo referente a la mediación única de Jesús y a su actualización en la eucaristía. Aquí descendemos a algunos aspectos prácticos que tienen que ver con la soledad habitada. El primero: que antes la eucaristía había adquirido importancia central, pero ligada a la experiencia preteologal. Necesidad de la dimensión psicosocial de la fe. Tendencia a objetivar a Dios mediante ritos sagrados que garanticen su presencia y acción. Búsqueda de estímulos sensibles que faciliten la oración, evitando desprotegerse ante Dios. Las riquezas de la Iglesia se suelen utilizar desde la inmadurez. Y no es fácil hacer un proceso de purificación teologal; por ejemplo, que la subjetividad personal dé paso al Acontecimiento celebrado en la eucaristía y no se confunda con la objetivación que sacraliza el rito, disponiendo de él. La teología del “ex opere operato”, aplicada a los sacramentos, se ha prestado a muchas manipulaciones. 2. Veamos algunos aspectos que, con la soledad habitada, favorecen la experiencia teologal de la eucaristía. a) El realismo de nuestra pobreza de personas y comunidad no me quita tener conciencia de lo que somos, la Iglesia convocada por el Padre, amada por Jesús hasta la muerte, habitada por el Espíritu Santo. b) Al celebrar la Palabra, reconozco mis raíces y mi identidad, formando parte del pueblo de Dios y creyendo, con mis hermanos, en el amor de alianza que Dios renueva. c) En la plegaria eucarística, al actualizar la última cena del Señor y ofrecer al Padre la obediencia de su Hijo, siento que el don que Dios nos hace en Cristo nos sobrepasa a cada uno y a todos nosotros. d) Cuando oramos el padrenuestro, nos damos la paz y comulgamos, la diferencia entre el yo y el nosotros me parece insignificante y arbitraria, e incluso pecadora.

e) En la eucaristía, más que nunca, percibo la realidad a distintos niveles y soy capaz de integrarlos sin contradicción: la inmediatez con Dios y las mediaciones; la dimensión social de la Iglesia y su vida oculta; la experiencia personal de relación con Dios y recibir de la Iglesia el amor más grande... f) Se confirma lo dicho: el Reino es como islas que se comunican por debajo, más allá de todo individualismo y subjetivismo. Tan yo y tan tú y tan nosotros, más allá, en Él, solo en Él. 3. ¿Recomendamos, en consecuencia, la eucaristía diaria? En mi opinión, no, porque la eucaristía no pertenece a la devoción personal, sino a la comunidad cristiana, y porque suele centrar la vida cristiana en los sacramentos. La eucaristía es una mediación privilegiada, pero solo mediación para la vida teologal en la vida ordinaria. Basta leer el Nuevo Testamento, cómo valora el don de la eucaristía, pero planta al cristiano en su existencia normal. He comprobado, además, que muchos cristianos prefieren participar en la eucaristía diaria dejando la oración personal de intimidad, lo que se me hace sospechoso. Sin embargo, conozco también cristianos para los que la eucaristía es una mediación carismática, es decir, camino que el Señor suscita como mediación configuradora de su existencia cristiana, cada día. En cuyo caso, evidentemente, ninguna objeción. El que vive la soledad habitada agradece al Señor el don inconmensurable de la eucaristía, pero no dejará la oración personal.

46. Ser en Jesús 1. La soledad habitada se caracteriza por dos movimientos complementarios: El nuestro, antropológico, es signo de madurez humana y fruto del proceso de transformación personal. El del Señor: ser en Jesús. Es decir, que sean reales en mí las palabras de Pablo: Ya no vivo yo. Es Cristo quien vive en mí. (Gál 2,20).

2. Transcribimos Jn 15, texto incomparable de la cristificación cumplida en el discípulo de Jesús. Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. El Padre corta todos los sarmientos unidos a mí que no dan fruto y poda los que dan fruto, para que den más fruto. Vosotros ya estáis limpios, gracias a las palabras que yo os he comunicado. Permaneced unidos a mí, como yo lo estoy a vosotros. Ningún sarmiento puede producir fruto por sí mismo, sin estar unido a la vid, y lo mismo os ocurrirá a vosotros si no estáis unidos a mí. Yo soy la vid; vosotros, los sarmientos. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece unido a mí es arrojado fuera, como los sarmientos que se secan y son amontonados y arrojados al fuego para ser quemados. Si permanecéis unidos a mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo tendréis. Mi Padre recibe gloria cuando producís fruto en abundancia, y os manifestáis así como discípulos míos. Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Pero solo permaneceréis en mi amor si cumplís mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo y vuestro gozo sea completo. Mi mandamiento es este: amaos los unos a los otros, como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. En adelante, ya no os llamaré “siervos”, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora os llamo “amigos”, porque os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre. No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he destinado para que vayáis y deis fruto abundante y duradero. Así, el Padre os dará todo lo que le pidáis en mi nombre. Lo que yo os mando es esto: que os améis los unos a los otros. (Jn 15,1-17)

3. Observaciones para la reflexión: Jesús es más íntimo a mí que yo mismo. Sin Jesús, nada. Permanecer equivale a ser habitado.

Ser habitado equivale al amor de pertenencia y obediencia. La misión depende de este amor de Jesús. La iniciativa de este amor es suya. Esta unión con Jesús se verifica en el amor a los hermanos. No se dispone de este amor, amenazado siempre por nuestro pecado. 4. Si volvemos a Dt 6 (cf. cap. 6), se evidencia la correlación entre la alianza del Antiguo y del Nuevo Testamento. En el evangelio de Juan se repite con frecuencia: la unión entre Jesús y el discípulo corresponde a la unión que Jesús tiene con el Padre, y deriva de ella. Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado. Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste a mí, de tal manera que puedan ser uno, como lo somos nosotros. Yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta y el mundo pueda reconocer así que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mí. (Jn 17,21-23)

5. ¿Por qué, sin embargo, la mayoría de los cristianos no conocen este amor de Jesús? Le aman sinceramente, pero desconocen la personalización del amor de Jesús. Tal vez porque se les ha enseñado la doctrina de Jesús y no la relación afectiva con Él. Tal vez porque el amor del Padre se enraíza en el subsuelo religioso de la persona y el amor de Jesús no es espontáneo, sino que requiere un camino propio. De hecho, solo el Espíritu Santo puede hacer que el hombre Jesús de Nazaret llegue a ser mi Señor con amor de alianza. Es una pena que la Iglesia haya insistido tanto en la dogmática cristológica y menos en la relación personal de amor con Jesús. Cuando lo ha hecho, a raíz de la espiritualidad gótica, llevaba (y lleva) demasiada carga psicoafectiva. Como en todo, la afectividad teologal apenas es cultivada. No saben lo que se pierden los que no aman al Señor Jesús. Pablo, tan lúcido y radical como siempre, dice: Si alguno no ama al Señor, sea maldito. (1 Cor 16,22)

47. Soledad y celibato 1. En la vida cristiana hay mediaciones puntuales –por ejemplo, cuando uno se encuentra con una persona o hace ejercicios espirituales– y mediaciones estables –por ejemplo, cuando te llaman a una determinada forma de vida, con carácter estable (así, el celibato). Cada forma de vida cristiana tiene sus mediaciones, con sus ventajas e inconvenientes. El amor de pareja y el celibato constituyen formas características. Ambas son vocaciones de amor para lo mismo: el amor de alianza exclusiva y total con el Dios vivo. En la pareja, el otro es sacramento, signo eficaz para amar a Dios con todo el ser, evidentemente, si es vivido como mediación percibida en la fe. En el celibato, la mediación es la soledad, es decir, el vivir sin pareja, a condición de que la soledad esté habitada. En este sentido, las notas espirituales de este libro han de resonarle con fuerza al célibe, sea consagrado en una institución o no. 2. ¿Qué implica la mediación de la soledad? Hay ruptura existencial respecto a la mediación humana normal. La ruptura nace de la llamada personal del Señor. Y es signo de la afectividad teologal del Reino al estilo de Jesús. Conlleva renuncias –no solo al sexo–, pero no consiste en la renuncia, sino en el amor que concentra la existencia en solo Dios (o Jesús, más bien). Presupone un proceso de integración psicoafectiva capaz de vivir el celibato con libertad interior. Lo cual permite vivir la misión con dedicación plena. 3. Lo dicho es real en muchos célibes, pero el planteamiento es demasiado teórico. En las historias personales de los célibes, la realidad es mucho más compleja. Ha ido apareciendo progresivamente en las situaciones concretas de nuestras sociedades plurales y abiertas. Cuando los roles de hombre y mujer no están tan definidos como en otras épocas, cuando la autoconciencia de las personas cambia –por ejemplo, actualmente, la de la mujer–, el celibato adquiere formas muy variadas. La necesidad de integrar el propio cuerpo ya no puede inspirarse primordialmente en la

ascética pulsional. Cuando se da un enamoramiento, la cuestión no es si ser fiel al voto de castidad, sino qué significación tiene para la persona. Porque el enamoramiento puede significar dispersión del corazón, pero también que la vocación no estaba bien fundamentada, y quizá exija un discernimiento personalizado. La Providencia con frecuencia ofrece mediaciones humanas, que se compaginan con la soledad existencial. 4. Durante toda su vida, el célibe tendrá que preguntarse cómo vive su soledad como mediación del amor en su doble vertiente: del amor a Dios, por el que se siente habitado, y del amor al prójimo, esencial en su ser cristiano. Necesita sentirse ocupado (en su espíritu, en su alma y en su cuerpo) por el amor de su Señor. Y aunque se le den mediaciones afectivas humanas, incluso con carácter permanente, no puede evitar la experiencia única de su pertenencia a su Único. Sin esta distancia interior respecto a sus vinculaciones humanas, no puede vivir su vocación. Los demás lo notan, y a algunos les parecerá que estás defendiéndote y autoprotegiéndote. Tendrás que preguntarte si tienen razón, pero solo tú, en tu soledad, percibirás que tu soledad habitada de célibe es la fuente de tu amor mayor y mejor al Señor y a los demás. No es cómodo el celibato cristiano, pero atesora riquezas escondidas que se guardan exclusivamente para el Señor. 5. ¿Sabes cuál es la mejor señal del celibato logrado? Cuando estás condenado a amar solo a tu Señor, de tal modo que te puede atraer mucho una persona y darte impresión de haberte enamorado, pero, en cuanto haces oración, distingues rápidamente el amor del posible enamoramiento. Solo el Señor te toca fondo, te crea pertenencia y obediencia. Lo cual no se da, normalmente, cuando se hacen los votos o se ha decidido ser célibe. Ha de haber una historia de amor con el Señor y también la capacidad de implicarse en las relaciones humanas. La primera condición es la valoración positiva de la soledad como ámbito de personalización. La segunda, soledad habitada. Ambas, vividas como don, según hemos hablado en la primera parte. 6. Célibes y casados viven la soledad habitada, pero está configurada de modo distinto,

porque es mediación existencial diversa. En el célibe, en cuanto forma de vida, la soledad adquiere un carácter totalizante. En el casado, lo totalizante es la relación de pareja, pero, en cuanto mediación para el amor de alianza con Dios, no destruye, sino que resitúa la soledad personal habitada. El “dos en uno” del matrimonio cristiano se enraíza en el Único, que une a la pareja más allá de sí, y, por lo mismo, unifica y diferencia. Unifica lo humano y lo divino; diferencia los niveles de afectividad. Repitámoslo: dicho así, parece utópico y hasta bonito, pero, como todo lo cristiano, es don y llamada, gracia y tarea, y un camino casi siempre largo. ¿Por qué la mayoría no se entera o, si se entera, no se entrega?

48. Afectividad una y diferenciada 1. Es criterio de madurez afectiva la capacidad de vivir las relaciones, e incluso la misma relación, a distintos niveles. Se puede querer a la mujer o al marido desde la necesidad y desde la desapropiación, al mismo tiempo. Y, desde luego, no se ama del mismo modo ni con el mismo grado de vinculación a un hijo, a una madre, a un amigo, a un compañero de la cuadrilla, al vecino o al pobre al que se ayuda. A Dios no se le ama de verdad si no se le ama con todo el ser (primer mandamiento). Decir que se le ama “sobre todas las cosas” no es una expresión correcta. No es más, sino todo y único. Por ello, hay muchos creyentes que no saben cómo se compagina el amor de Dios, totalizador, con el amor de pareja, que también lo es. 2. El camino es vivir la afectividad con Dios y la afectividad humana de modo unificado y diferenciado. No se da a la primera. Exige un proceso, que se atiene a los siguientes criterios: el amor de Dios no niega, pero resitúa, purifica y transforma el amor humano. ¿Cómo? a) Ordena y da la medida de la afectividad humana. La grandeza del amor reside en su capacidad de totalización. Nos hace salir de nosotros, nos vincula al otro, nos centra en el tú. Pero su mentira se realiza absolutizando lo que no es absoluto. Por ejemplo, el amor de una madre a un hijo se revela en que daría la vida, pero el hijo no debe ser el fundamento de sentido. En su muerte se nota la diferencia entre tener afectividad teologal o no. El desgarrón de la pérdida es atroz en cualquiera, pero la que tiene afectividad teologal con Dios se abandona en Él y mantiene la paz misteriosa a un nivel tranpsicológico, del que no se dispone, pero que es real. b) El amor de Dios potencia el amor humano. Si no se tiene experiencia, no es fácil entender cómo amar desde Dios radicaliza el amor humano. El amor espiritual de Dios no es un piso superior, por encima de lo humano, sino una capacidad humana más radical que se da, justamente, porque no está condicionada por lo humano. Entonces se produce la circularidad tan característica del corazón creyente: ahondamiento de lo humano, encontrándose con Dios, descenso del amor de Dios al amor humano. Solo así puede entenderse el matrimonio cristiano como sacramento, es decir, media ción y

realización de la alianza con Dios. c) El amor de Dios resitúa el amor humano. Cuando nace de vida teologal, lo humano es vivido en obediencia a Dios. Tal como suena, parecería que viene de fuera, algo ajeno al amor mismo. Pues no, porque la obediencia (lo vamos repitiendo) es la que da paso al amor de Dios, y nadie ama humana y espiritualmente como Dios. Por ejemplo, la fidelidad al otro, cuando se fundamenta en la obediencia al Reino, tiene una fuerza de amor única. Maticemos: fuerza de amor, no obligación de fidelidad. 3. Este camino no se hace sin conversión y sin pagar algún precio, a veces elevado. No es espontáneo, porque nuestro amor humano tiende a ser apropiante y porque el pecado nos impide amar desinteresada y generosamente. Hay maridos/mujeres (y también amistades) que, cuando el otro ha centrado su vida en Dios, sienten celos no porque son menos amados, sino porque la totalización y la pertenencia son percibidas de modo distinto. Lo peor es que no reconocen que son amados más y mejor. Al vivir el amor de Dios a un nivel más hondo que el humano, la persona se hace más libre y conquista vida propia, que el otro siente como amenaza. Debería ser percibido al revés: mayor madurez mutua. Sin embargo, habrá aspectos prácticos que cambiarán, para bien, la relación, si se sabe crecer y estar más unidos en la diferencia. A veces, para ser amado con todo el ser, Dios exige ser amado solo Él y pide renuncias dolorosas. 4. A la luz de las reflexiones anteriores, se entiende mejor cuál es la dinámica de la afectividad en la soledad habitada. Suele ser el presupuesto para la afectividad una y diferenciada, y su fruto más enriquecedor. Cuando una pareja capta en el otro la soledad habitada, se alegra en el alma, porque lo mejor que desea para él es Dios. Si los dos la viven, ¿sospechamos qué comunión tan honda? Es bastante frecuente que la soledad habitada sea el vínculo de las mejores amistades espirituales. Y es que estas no se nutren de posesión, sino de libertad. El amor mutuo les posibilita verdad, y no el engaño típico por la necesidad de agradar. Sobre todo, la amistad espiritual estriba en desear para el otro el bien supremo, Dios mismo. Más que mirarse, miran

al Único. ¡Cómo se potencian, cuando caminan juntos y beben de la misma fuente, el amor de Dios! Tales son los milagros de la vida de Dios plantada en la tierra, signo del Amor Trinitario. ¿No es tal, acaso, el don del Espíritu Santo en el cielo y en la tierra, unificar y diferenciar?

49. Misión personal 1. “Misión” es una de las palabras más usadas en el argot cristiano. No siempre contiene experiencia real. La ideología tiende a vaciarla de verdad existencial y espiritual; por ejemplo, cuando se considera misión la tarea que corresponde a funciones institucionales o al estamento que uno ha elegido. La tarea de educar a los hijos puede ser justificada como misión, pero demasiadas veces solo es responsabilidad. La soledad habitada suele ayudar a cambiar de perspectiva y de experiencia, a pasar de tarea a misión. 2. La misión depende de creer, esperar y amar en obediencia a la voluntad de Dios. Lo que se vive y se hace es dar paso al señorío creador y salvador de Dios. Mi Padre no deja de actuar, y yo también actúo... El Hijo no puede hacer nada por su cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre, eso hace también el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras. (Jn 5,17-20)

Así que cualquier tarea, la pública o la privada, la que humaniza o la que evangeliza, la más trivial o la más reconocida, es misión si es obediencia. Esta obediencia lleva necesariamente a un amor especial que es el amor de misión. Este conlleva sentimiento o no. Lo suyo es amar desde el corazón de Dios en cuanto enviado, con una afectividad de la que no se dispone. ¡Qué especial! 3. Con todo, hay una misión absolutamente personal, a la que Dios nos prepara y destina, que suele necesitar habitualmente mucho tiempo para descubrirla. La plataforma mejor para ello suele ser la soledad habitada. Consiste: No la proyectas ni conoces de antemano. Dios nos la impone con frecuencia contra nosotros. Cuando has tomado conciencia de ella, la obediencia al Señor y la verdad íntima del propio ser coinciden. Consecuencia: se vive la misión a distintos niveles. Unas tareas corresponden a esa misión personal, y otras no, pero todas se viven en obediencia.

Y, lógicamente, hay que seleccionar tareas según la misión personal. Advertencia importante: no siempre se tiene, aunque se viva, la conciencia explícita de la misión personal. Ni es necesaria para realizarla. Lo esencial es dar paso cuando toca. 4. E. D. descubrió hace años que su sitio está junto a los enfermos en el hospital en el que trabaja. No abandona a su familia; al contrario, desde el amor que se le ha dado a los enfermos, así lo explica ella, ha cambiado su mirada a los suyos. Cada mañana, al llegar al hospital, se le estremece el alma de agradecimiento. La empresa de D. E. está a punto de quebrar. Está perdiendo mucho dinero. Otro la hubiese cerrado. Él no sabe lo que le pasa: hace lo posible y lo imposible para no despedir a ningún obrero. Desde joven sintió que su vida cristiana estaba ligada a ser solidario con los que no tienen. Ahora se sorprende de cómo quiere a cada uno de sus empleados. F. G. es fraile y toda su vida se ha dedicado a predicar. Confiesa que antes lo hacía motivado por su autorrealización y prestigio. Hace unos años le destinaron a una comunidad de mayores, de la que era responsable. El último curso ha vuelto a predicar. Dice que no sabe lo que le ha pasado, pero que ve con claridad cómo el cuidado de los mayores le ha cambiado radicalmente el modo de predicar. “Ahora sé –dice– qué es evangelizar: dar paso a la Palabra que no es mía, y nada me da más alegría que glorificar a este Dios”.

50. Dar paso 1. Es una expresión repetida en estas páginas. No es fácil de explicar al que no tiene vida teologal. Para dar paso a Dios es necesario tomar conciencia de que Dios interviene de mil formas, pero de que hay una especial, cuando establece su señorío salvador, el Reino, y para ello transforma nuestra libertad en obediencia. El mundo es una fortaleza cerrada defensivamente sobre sí misma, incapaz de dar entrada a Dios. La obediencia son las rendijas o boquetes por los que Dios se cuela con la fuerza de su amor. Así es como quiere salvar, utilizando nuestra entrega, dándole paso. Anotemos que la obediencia es entrega bajo la iniciativa de Dios, no colaboración. No obramos junto a Dios, sino desde Dios. El matiz es importante, dada nuestra tendencia a ser protagonistas. La vida teologal enseña este modo de ser y actuar. La obediencia implica, en un primer momento, la actitud de dejarle al Señor que actúe y, en un segundo momento, nos implica con todas nuestras facultades, que se hacen así de Él y para Él. El cristiano lo nota en un amor especial, que viene de Dios, el amor de misión. Se ama en cuanto enviado y en el acto de ser enviado. La soledad habitada conoce espontáneamente esta dinámica del “dar paso”, pues la autoconciencia es desapropiación del yo y la comunión con el prójimo se hace “por debajo”. 2. Lo sorprendente es que, también en lo humano, las tareas esenciales consisten en dar paso; por ejemplo: Cómo nace el amor interpersonal. Los educadores saben que solo siembran, que no controlan el crecimiento de las personas. Suscitar esperanza y sentido de la existencia humana siempre se queda a las puertas del otro. El mejor padre/madre es el que tiene autoridad pero la ejercita en ese punto en el que el hijo tiene que asumir su responsabilidad.

La existencia humana en su conjunto escapa a nuestro control, y los momentos decisivos, los que nos transforman, se dan cuando adoptamos una actitud receptiva ante la vida que emerge o la relación que despierta nuestra conciencia. 3. Al evangelizador con vida teologal le resultan transparentes y luminosos estos dos textos de Pablo. Porque, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Simples servidores por medio de los cuales llegasteis a la fe, cada uno según el don que el Señor le concedió. Yo planté y Apolo regó, pero el que hizo crecer fue Dios. Ahora bien, ni el que planta ni el que riega son algo; Dios, que hace crecer, es el que cuenta. El que planta y el que riega forman un todo; cada uno, sin embargo, recibirá su recompensa conforme a su trabajo. Nosotros somos colaboradores de Dios; vosotros, campo que Dios cultiva, casa que Dios edifica. (1 Cor 3,5-9)

* * * Llevamos este tesoro [el de la Palabra] en vasijas de barro, para que aparezca claro que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros. (2 Cor 4,7)

Tendemos a identificar la misión con la tarea responsablemente hecha, como si nosotros fuésemos los agentes. ¿Quién de nosotros dispone del Espíritu Santo para que alguien crea? Más bien, el milagro está en que Dios se sirva de nosotros para dar su vida. Con que aprendamos a no poner obstáculos a la acción del Señor... Conscientes de nuestra torpeza, intentar obedecer es lo que nos da paz.

51. Nostalgia y obediencia 1. En los Hechos de los Apóstoles 1,9-11 se cuenta: Después de decir esto, lo vieron elevarse, hasta que una nube lo ocultó de su vista. Mientras estaban mirando atentamente al cielo viendo cómo se marchaba, se acercaron dos hombres con vestidos blancos y les dijeron: –Galileos, ¿por qué seguís mirando al cielo? Este Jesús que acaba de subir de vuestro lado al cielo, vendrá como lo habéis visto marcharse.

El texto describe la tensión característica de la existencia cristiana: nostalgia y obediencia, deseo del cielo y entrega al Reino en la tierra. El corazón del discípulo, habitado por el amor de Jesús, se va con su Maestro, pero tiene que aprender el mejor amor, el amor de misión, a semejanza de su Señor. También la soledad habitada tiene que hacerse a la tensión entre nostalgia y obediencia. 2. La nostalgia o es huida, que se refugia en la ausencia del amor perdido, o es amor desapropiado, que se nutre de fe, prefiriendo no sentir, no saber, no controlar. Sin la nostalgia, la soledad habitada sería autosuficiencia o heroísmo voluntarista. 3. La obediencia o es ética, que deja a Dios la última palabra, o es amor de pertenencia, purificado de la posesión. Sin obediencia, la soledad habitada sería ensimismamiento. 4. La vida entera del cristiano está atravesada por esa tensión. Se le da de distintas maneras: En la oración de intimidad, cuando el deseo se une apasionadamente a su Amado y cuando el Espíritu Santo pacifica el deseo y lo recoloca teologalmente, amando según Dios. En la humanización de la sociedad. ¡Cómo no sufrir que nunca esté acabada y, a la vez, qué fuerza la de la esperanza, que no depende de los resultados! En la evangelización. ¡Cómo nos lo describe Pablo! Así lo espero ardientemente, con la certeza de que no he de quedar en modo alguno defraudado, sino de que con toda seguridad, ahora como siempre, tanto si vivo como si muero, Cristo manifestará en mi cuerpo su gloria. Porque para mí la vida es Cristo y morir significa una ganancia. Pero si continuar viviendo en este mundo va a suponer un trabajo provechoso, no sabría qué elegir. Me siento como forzado por ambas partes: por una, deseo la muerte para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; por otra, seguir viviendo en este mundo es más necesario para vosotros. Persuadido de

esto último, presiento que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para provecho y alegría de vuestra fe. Así, cuando vaya a veros otra vez, vuestro orgullo de ser cristianos será mayor gracias a mí. (Flp 1,20-26)

5. La tensión no crispa, ni hace perder la paz. Al contrario, se vive como camino, dejándole al Espíritu Santo que haga su obra. La tensión purifica el amor teologal. Y hace crecer en las dos dimensiones correlativas: amor de Dios y del prójimo. A veces, la tensión propicia ciertos “toques” especiales (cf. cap. 54), que pertenecen en exclusiva al Señor.

52. Falta todavía la unificación 1. El de la soledad habitada lo nota de mil formas: Todavía el yo se aferra a la autoposesión. La capacidad de amar es torpe y calculadora. El pecado raíz está más allá de la voluntad consciente y aparecen con frecuencia resistencias tenaces. La unificación en Dios, cuando predomina la vida teologal, es intuida. Queda tanto para la cristificación... 2. No es raro que tenga la sensación de mediocridad y dispersión del corazón. Pero rápidamente advierte que detenerse en lo que le gustaría tener y no tiene es amor propio. La reacción inmediata es de agradecimiento. No puede negar la obra de Dios en él. Tan consciente de que ha sido obra exclusiva de la gracia... Hay un punto que se le impone con evidencia: no puede ser más que del Señor y para el Señor. Condenado a creer, esperar y amar en obediencia al Padre. Le parece tal privilegio... Lo cual no le quita pedir a Dios todos los días no caer en la tentación. Conoce sobradamente su fragilidad y las fuerzas oscuras del pecado. No se fía de sí, pero sí del Señor. 3. Integración y unificación se diferencian. La integración se da cuando se vive a Dios en todo y más allá de todo. La unificación se da en solo Dios. Y, paradójicamente, toda la realidad es transfigurada con mirada nueva, desde arriba, desde el señorío de Dios. En la integración, el amor de Dios y del prójimo van a la par y se vivifican mutuamente. En la unificación, el amor es ágape, amor de Dios en todo y desde Dios mismo, al modo de la Santa Trinidad. Pero sigue necesitando el amor al prójimo, de verdad y con obras, como criterio de la verdad del amor de Dios. En la integración, oración y vida no se viven como tensión. Pero en la unificación fluye el amor con la misma naturalidad en la oración y fuera de la oración. Lo cual no quita la nostalgia de la intimidad y de estar a solas con el Señor. 4. El de la soledad habitada, aunque no esté unificado (o porque no está todavía

unificado), vive habitualmente a dos niveles. En la superficie, las tendencias siguen vivas y aparecen reacciones que no responden a la fuente del propio ser. Restos de la estructura de la personalidad y de aprendizajes psicosociales que entorpecen la libertad interior. En el fondo, las actitudes normales nacen de la vida teologal asentada. La sabiduría está en no dejar que las tendencias influyan en las actitudes. Hay que reforzar insistentemente las actitudes teologales (agradecimiento humilde, amor de fe, confianza desapropiada, olvido de sí...) y relativizar las tendencias. Si uno se preocupa por estas, todavía hay amor propio. La unificación se da en las actitudes. Dios suele dejar las tendencias para asentarnos en humildad. Cuesta convencerse de que estas palabras de Jesús: “Sin mí, no podéis hacer nada” (Jn 15), hay que entenderlas y vivirlas a la letra. 5. Vamos viendo que el camino del de la soledad habitada es delicado y exige un discernimiento aquilatado. No diría que es difícil, sino que necesitamos Maestro interior, el Espíritu Santo. De lo que hablamos es de una sabiduría divina, misteriosa, escondida; una sabiduría que Dios destinó para nuestra gloria antes de los siglos y que ninguno de los poderosos de este mundo ha conocido, pues, de haberla conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria. Pero según dice la Escritura: Lo que jamás vio ojo alguno,lo que ningún oído oyó, lo que nadie pudo imaginar que Dios tenía preparado para aquellos que lo aman, eso es lo que nos ha revelado Dios por medio de su Espíritu. El Espíritu, en efecto, lo escudriña todo, incluso las profundidades de Dios. Pues ¿quién conoce lo íntimo del hombre a no ser el mismo espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, solo el Espíritu de Dios conoce las cosas de Dios. En cuanto a nosotros, no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que reconozcamos lo que Dios gratuitamente nos ha dado. Y de esto es de lo que hablamos no con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, adaptando lo que es espiritual a quienes poseen el Espíritu de Dios. El hombre mundano no capta las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para él y no puede entenderlas, porque solo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas. Por el contrario, quien posee el Espíritu lo discierne todo y no está sujeto al juicio de nadie. Porque ¿quién conoce el pensamiento del Señor para poder darle lecciones? Nosotros, sin embargo, poseemos el modo de pensar de Cristo. (1 Cor 2,7-16)

53. “A solas con mi querido” En soledad vivía, y en soledad ha puesto ya su nido, y en soledad la guía a solas su querido también, en soledad de amor herido. (canción 35 del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz)

* * * Esta soledad es la de la unificación, de la que hemos hablado en el capítulo anterior. Las notas espirituales de este libro se colocan en el nivel previo. Más de una vez, sin embargo, la soledad de la unificación emerge desde dentro. Conecta tan bien con lo que el místico quiere decir, tanto más cuanto que aquí no hay fenomenología extraordinaria, sino hondura de silencio, habitado por el amor de pertenencia exclusiva y total... * * * A modo de glosa y comentario. La soledad es la atmósfera en que se hizo el encuentro y donde esposa y Esposo viven su unión de amor. En soledad se hizo la Alianza de Dios en el Sinaí; en la soledad, dice Oseas (2,14), ha de hablar Dios al corazón de su amada. Solo en soledad es posible encontrar a Dios, el totalmente Otro y máximamente Tú, Dios único. En la soledad descubre el corazón que nada puede satisfacerle si es menos que Dios. En soledad ha de quedarse el corazón de imágenes, conceptos, vivencias, recuerdos, previsiones; en soledad inobjetivable, porque Dios solo puede ser conocido espiritualmente, en la soledad de su trascendencia. El amor se hace solitario al no poder descansar en nada, al experimentar desabrimiento en todo lo que no es Él. En la soledad descansa suspirando por su Amado, esperándole en su nido, preparándole el corazón. En soledad y a solas le enseña y guía el Amado en la noche del deseo y del espíritu. En soledad buscaba a su Amado escondido, herida de amor, y Él no quiso dejarla sola,

herido también de amor por la soledad que por Él tiene. En soledad se ha abrazado y realizado la unión de amor. Soledad es la paz inmutable, la quietud de amor que los tiene abrazados. Soledad que llena el mundo y lo transforma, porque soledad de amor es comunión universal.

54. Toques especiales 1. Los toques especiales vienen a ser experiencias interiores que llegan de improviso y que se sienten de Dios con claridad. Pero el que las tiene no puede evitar el miedo a que sean invenciones suyas. Conmueven todo el ser de la persona, y como han venido se van. Pertenecen al Espíritu Santo, que sopla donde quiere y cuando quiere (Jn 3,8). Son muy variados. Dejan frutos permanentes. A veces van acompañados de fenomenología extraordinaria en el ejercicio de las facultades; otras se dan en lo hondo atemático del ser, más allá del yo consciente. En la soledad habitada, preludian el predominio de la vida teologal, lo que los maestros místicos llaman lo “infuso”. 2. H. I. me cuenta, con sumo pudor y evitando describir la experiencia, que el otro día, estando limpiando su cuarto, miró al crucifijo de su cama de matrimonio y de repente sintió sobrecogimiento. Le atrajo la herida del costado de Jesús y que era llamada a permanecer ahí. Desde entonces no se ha repetido la experiencia, pero le ha quedado un amor distinto a Jesús crucificado. Lo nombra así con suma discreción: “¡Su costado abierto, Javier, su costado abierto!”. 3. Conozco hace años a L. M. En unos ejercicios espirituales, hemos tenido una primera entrevista. Me dice que el centro de su vida es hacer la voluntad de Dios. Le pregunto por qué no termina de soltar su corazón y su cuerpo, que siguen como retenidos. Al final del retiro, me cuenta, radiante, que durante la exposición del Santísimo sintió un impulso irrefrenable de amar a Jesús y que, suavemente, su cuerpo se estremeció con una ternura de amor nunca conocida. A los dos meses me escribe: “Ya no siento el impulso, pero me ha dejado un amor nuevo a Jesús, libre, Javier, maravillosamente libre”. 4. M. L. es un sacerdote con una sensibilidad especial por los marginados sociales. Se dedica en un barrio a los niños de la calle. Hace tiempo que descubrió en el rostro de los adolescentes la presencia de Jesús. Me cuenta que el otro día, mientras salía de casa para ir al centro de acogida, escuchó con claridad las palabras del Evangelio: “Quien acoge a uno de estos pequeñuelos, a mí me acoge”. Le pregunto si las oyó. “No –me responde–, es que no sé cómo expresar lo que mi corazón formulaba con nitidez. Al llegar al centro, mi mirada había cambiado”. Recordé lo que Juan de la Cruz dice de las “palabras sustanciales”.

5. Son experiencias reales, sin duda, que Dios utiliza como mediaciones de su obra de transformación del cristiano. No son el camino normal para el predominio de la vida teologal. Esta no depende de estos toques especiales. En la espiritualidad cristiana, el criterio de la validez de la experiencia está en los frutos, no en la experiencia en sí misma. Dios puede transformar a una persona sin que esta se entere. Es bastante frecuente. Es como si la quisiera guardar de ella misma. Cuando la soledad habitada es vivida con una prolongada aridez espiritual, los toques especiales ayudan, pero, al sentirlos, producen en el corazón un agradecimiento íntimo que es más valioso que el toque mismo. Paradoja de experiencia, típica del Espíritu Santo.

55. Al atardecer de la vida 1. En la ancianidad, la soledad aumenta. Se ve próximo el final, y la muerte es algo personal. Marginación social, aunque uno sea bien cuidado. Muchas horas para dar vueltas a la mente. Demasiada atención al propio cuerpo. El anciano ha de meditar en la palabra evangélica: Cuando eras joven, tú mismo te sujetabas la túnica con el cinturón e ibas adonde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tu manto, otro te lo sujetará y te llevará adonde tú no quieras. (Jn 21,18)

Si uno no se siente habitado, ¡cuánta soledad! Si se siente habitado, sufrirá, pero la soledad le enseñará lo esencial de la vida: el abandono de fe y el amor de obediencia. 2. Cuando el anciano lee Mt 25, sabe que ha llegado su hora para escuchar las tres parábolas de Jesús con luz propia. Si se siente habitado, su corazón está con las vírgenes sabias esperando al Esposo que llega. Guarda el aceite cuidando fielmente la oración. Si no se siente habitado, escuchará la parábola de los talentos con miedo al juicio del Señor. ¿Ha servido lealmente o ha enterrado el talento con un corazón ruin? Si se siente habitado, al leer el texto del Juicio Final, ahora sabe, mejor que nunca, que “a la tarde te examinarán en el amor” (Juan de la Cruz). No puede dejar de constatar lo poco y mal que ha amado, que los pobres y excluidos no han sido los más amados, precisamente. Aceptará el juicio del Señor con humildad. No intentará justificarse, y menos con sus obras. ¿Perderá la paz? Depende de dónde haya fundamentado el sentido de su vida: si en la gracia salvadora o en su coherencia moral. 3. Mt 25 le ayudará, sin duda, a concentrar su vida en el amor de cada día. No puede hacer grandes acciones de generosidad, pero puede cultivar el amor que sirve en lo oculto.

En casa, en tareas que parecen insignificantes, pero que son tan necesarias. Fuera de casa, visitando a algún enfermo. Participando en la eucaristía. ¿No es acaso el momento de seguir a Jesús, unido a su muerte? Escuchando con interés a tantas personas que necesitan desahogarse porque se sienten solas. 4. Toda la vida para lo único necesario: el amor. El amor no pasa jamás. Desaparecerá el don de hablar en nombre de Dios, cesará el don de expresarse en un lenguaje misterioso y desaparecerá también el don del conocimiento profundo. Porque ahora nuestro saber es imperfecto, como es imperfecta nuestra capacidad de hablar en nombre de Dios, pero cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Cuando yo era niño, hablaba como niño, razonaba como niño; al hacerme hombre, he dejado las cosas de niño. Ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente; entonces conoceré como Dios mismo me conoce. Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor, pero la más excelente de todas es el amor. (1 Cor 13,8-13)

Al atardecer de la vida, el anciano mira retrospectivamente y recuerda a qué se ha dedicado: al conocimiento, a la predicación, a las obras sociales, a un proyecto radical de vida evangélica... ¡Qué sensación de que “sin amor todo es nada” (santa Teresa)! Menos mal que la soledad habitada le entreabrió el camino del amor y siguió haciendo cosas por el Reino, pero desde la vida teologal. El amor basta para todo, lo sabe, pero a veces sufre porque no siente nada. En años anteriores tuvo que aprender a amar de verdad y con obras, más allá de la simpatía e incluso de la compasión. Así que cada día, al levantarse, opta por el amor y le deja al Señor que le dé la dosis de amor que necesita. Por dentro, el anciano cristiano guarda su tesoro: la nostalgia de encontrarse con Jesús y recibir su abrazo de amor eterno. “¡Por fin –se dice–, por fin, Señor!”.

56. Intercesión 1. En la Biblia, los llamados para una misión se hacen intercesores: Moisés, Jeremías, Jesús, Pablo... La intercesión entra en la misión por una razón evidente: que el Señor es el dueño de la viña. Aconsejo al lector que lea, mejor, rece con la llamada “oración sacerdotal” de Jesús en Jn 17. Cuando se queda definitivamente solo para entrar en la Pasión. Jesús expresa sus amores: el Padre, los discípulos, todos los que vendrán después. Devuelve al Padre aquello que el Padre le confió. Siente el desgarrón de dejarnos, pero sabe que nos deja en las mejores manos. Pide lo esencial: la unidad en el amor. Sabe que no nos pierde, que el Padre nos reunirá con Él para siempre. El cristiano de la soledad habitada conecta admirablemente con la oración de Jesús y la reza con frecuencia, como con el Padrenuestro, porque se identifica con los sentimientos de Jesús. Hay más: le gusta pedir al Padre en el nombre de Jesús, como Él nos enseñó. La Carta a los Hebreos insiste en que Jesús continúa su misión en el cielo, junto al Padre, intercediendo por nosotros. Por Jesús, con Jesús, en Jesús, la intercesión ensancha el corazón y lo transforma. 2. Al atardecer de la vida, la intercesión se hace más frecuente y apremiante. a) Pide por los que llevas en el corazón y el Señor te ha encomendado, ahora que apenas puedes hacer nada por ellos. b) Recuerdas rostros concretos, con los que ya no tienes relación, y ahora te preguntas qué será de ellos. c) Pides por aquellos a los que has hecho daño voluntaria o involuntariamente, y por tus enemigos, conocidos y desconocidos. Interceder es un modo de amar. d) Cuando la misión fracasa, todavía te queda interceder, dejando al Padre el futuro, que solo pertenece a Él.

3. ¿Has descubierto que el Padre condiciona su acción salvadora a nuestra petición? Maravilla de su amor y responsabilidad nuestra. Como ocurre con la obediencia: lo hace Él, pero nos hace el regalo de ser mediación suya. 4. ¿Has descubierto que el Padre tiene sus debilidades? Cuando quiero conseguir algo que creo que Él lo quiere (condición básica), me he acostumbrado a pedírselo por Jesús, y por María, y por Francisco de Asís, y por algunas personas que he conocido. Me conmueve que el Padre sea así, indefenso ante sus amores preferidos. Bonhoeffer decía que “hay que confiar en el Padre como aquel que quiere hacer nuestra voluntad e, igualmente, hay que confiar tanto como para no necesitar que la haga”. 5. Es una pena que hayamos reducido la oración de petición a un modo de conseguir algo, pensando solo en nosotros. En Jesús pertenece a la dinámica del Reino. Imaginaos que uno de vosotros tiene un amigo y acude a él a media noche, diciendo: “Amigo, préstame tres panes, porque ha venido a mi casa un amigo que pasaba de camino y no tengo nada que ofrecerle”. Imaginaos también que el otro responde desde dentro: “No molestes; la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos ya acostados; no puedo levantarme a dártelos”. Os digo que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos para que no siga molestando se levantará y le dará cuanto necesite. Pues yo os digo: pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y os abrirán. Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren. ¿Qué padre, entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le va a dar en vez del pescado una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le va a dar un escorpión? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lc 11,5-13)

57. Se muere solo y en comunión 1. Si se sufre solo (cf. cap. 33), ¡cuánto más se muere solo, aunque estés rodeado de cuidados! Pero se muere solo en comunión más honda y más universal, porque el Reino es como islas que se comunican por debajo, que dijimos (cf. cap. 9). 2. Se muere como se ha vivido. La soledad habitada ha anticipado de algún modo este momento. 3. La enfermedad grave suele mermar la conciencia. Pero es el momento del abandono de fe, más allá de la propia conciencia, apoyados en la comunión de los santos. 4. A la letra: “La carne es débil, pero el espíritu está firme”. Orar como se pueda, aunque sea de noche en el corazón. 5. Abandonar a los tuyos te duele en el alma. Desde el cielo, los seguirás cuidando. 6. Ha llegado el tránsito de la “puerta estrecha”. La paz del Espíritu Santo es más fuerte que la muerte. “A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”. 7. Hora de la misión última. Llamados a ofrecernos con Jesús en sacrificio, supliendo lo que falta a su Pasión (cf. Col 1).

58. La última desapropiación Pedro miró alrededor y vio que, detrás de ellos, venía el otro discípulo al que Jesús tanto amaba, el mismo que en la última cena estuvo recostado sobre el pecho de Jesús y le había preguntado: “Señor, ¿quién es el que te va a entregar?”. Cuando Pedro lo vio, preguntó a Jesús: –Señor, y este ¿qué? Jesús le contestó: –Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú, sígueme. Estas palabras fueron interpretadas por los hermanos en el sentido de que este discípulo no iba a morir. Sin embargo, Jesús no había dicho a Pedro que aquel discípulo no moriría, sino: “Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?”. (Jn 21,20-23)

* * * En la vida tenemos siempre personas especialmente queridas, y más cuando las hemos cuidado y amado en obediencia al Señor. Cuando toca despedirnos de ellas, el desgarro es grande y nos preocupa qué será de ellas. El Señor nos llama a seguirle, y seguirle significa: Desapropiación. Dejarlas a su cuidado, porque son suyas. Amar más y mejor, desde Él. * * * Recuerdo la visita que hice en el hospital a una madre joven de 35 años. – ¿Cómo estás? – Estoy bien, pero me duele mucho que voy a dejar viudo a mi marido y que mis dos hijos pequeños me necesitan. A veces le pido al Señor que me dé unos años más, solo unos años, hasta que crezcan. – Confía. El Señor los ama más que tú y, además, los cuidarás desde el cielo. – Es lo único que me consuela, Javier. Me conmovieron sus palabras. Le estreché la mano y la besé en la frente, haciéndole la señal de la cruz.

59. Alegría 1. Terminamos de redactar estas notas espirituales sobre la soledad habitada y ha podido dar la impresión de que la existencia cristiana no es especialmente alegre. Todo depende de qué se entienda y se viva como alegría. Si es satisfacción inmediata de deseos, desde luego, ser cristiano no es garantía de felicidad. Pero si la alegría brota de manantial hondo, de la concordancia entre verdad, libertad y amor, una alegría que no es fruto nuestro, pero se derrama en el corazón, sí, rotundamente, sí. Basta escuchar el mensaje inaugural del Reino en Lc 6 y Mt 5. Solo de vuelta y como milagro realizado en lo que humanamente se considera imposible, se experimenta la dicha cristiana. 2. La alegría que acompaña a la soledad habitada se caracteriza por revelarse por dentro y hacia dentro. Claramente espiritual. No es fácil explicarla si no se tiene, porque es fruto de la vida teologal que se consolida. No anula el deseo, pero no depende de él. Se parece al gozo desinteresado de la belleza, pero es más hondo. Tiene que ver con la desapropiación y el bien del otro en cuanto otro y, sobre todo, con cómo se vive toda la realidad desde Dios. Hay un gozo íntimo en percibir el crecimiento humano del otro, y más íntimo, en que el otro conozca a Dios y se haga la obra de Dios en él. Pero la alegría más profunda se da al percibir cómo es Dios: su amor, su grandeza, su gloria, su historia de salvación, la elección de Israel y de la Iglesia... Nadie podrá quitarle al cristiano esta alegría. Serena y hasta majestuosa, por encima de todo deseo, por más religioso que sea. 3. Dios regala a veces el gozo pascual cuando la alegría va asociada al sufrimiento. No se sabe cómo, pero brota del dolor y de la muerte. Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares. Al ir iban llorando, llevando la semilla; al volver vuelven cantando, trayendo sus gavillas. (Sal 126 [125],5-6)

El Nuevo Testamento sobreabunda en este tema. Alegraos de participar en los sufrimientos de Cristo, para que asimismo os podáis alegrar gozosos el día en que se manifieste su gloria. (1 Pe 4,13)

En las enseñanzas de Francisco de Asís hay una famosa parábola llamada de “la perfecta alegría”, que subraya el contraste entre la realización de los mejores deseos espirituales (tener muchas y excelentes vocaciones, obras de misericordia, capacidad incluso de hacer milagros...) y la verdadera alegría, que nace del sufrimiento paciente por amor. Sin duda, estamos tocando la experiencia mística en el esplendor de la cristificación. Pero la vida teologal, aunque no alcance su consumación, sabe de ella, al menos parcialmente. 4. Quien conoce esta alegría conoce también la tentación de la tristeza. Se cuela fácilmente en el corazón de forma sutil; por ejemplo: Cuando la conciencia del pecado tiene apariencia de bien, pero repliega sobre uno mismo, reforzando el amor propio. Cuando el juicio lúcido sobre las mentiras de las personas y de la sociedad se traduce en crítica que separa del prójimo. Cierta melancolía ligada a un estado semidepresivo, pero que nace de una actitud egocéntrica. 5. Así que la alegría pertenece a la condición normal del cristiano. ¿Sabéis en qué lo nota la gente? En la mirada. Esa mirada nada exaltada, que rebosa paz y delata la actitud de salir de sí, atenta al bien del prójimo por encima del propio.

60. Esperanza del cielo 1. El cristiano de la soledad habitada acostumbra a pensar en el cielo. Y con los años, más. Y es que se tensa el tiempo. Por un lado, parece breve y volátil; por otro, la eternidad se va haciendo omnipresente de distintas formas: como presencia sin la cual nada tendría sentido; como esperanza de un final feliz y definitivo. 2. La fe se transforma en esperanza cuando creemos más en la fidelidad de Dios que en lo que podemos controlar. La esperanza resulta frágil, porque no se posee lo que se desea, pero es cierta y descansa en la paz de Dios. ¡Cómo ayuda a purificar el corazón de las apropiaciones! 3. Paradójicamente, se alimenta del deseo, pero no de cualquier deseo, sino del que a su vez se alimenta de la promesa del Señor. Por fin, podremos amarle al Señor, por fin. Por fin, los últimos serán los primeros. Por fin, el pecado, la muerte y la ley serán aniquilados. Por fin, la soledad será comunión en plenitud. Por fin, el Reino, tal como la Trinidad lo soñó desde siempre. Por fin, Dios será Dios, por fin. 4. La esperanza del cielo no anula el miedo al infierno. Si me miro a mí, tengo todos los motivos para aceptar la posibilidad. No tengo otra salida que esperar en su misericordia. ¡Menos mal que Dios es así! El infierno me ayuda a esperar en el cielo. ¡Menos mal que Dios ha hecho con nosotros, conmigo, una alianza eterna! 5. Al cristiano de la soledad habitada le gusta leer el Apocalipsis. Más allá de los galimatías de sus visiones y números, le consuela y llena de esperanza que el Señor era, es y viene, y que el tiempo que queda siempre es corto.

A su luz, contempla que la historia universal está bajo el señorío del Resucitado, Rey de reyes y Señor de señores. Puede ver proféticamente que ningún imperio tiene consistencia. Sabe que el juicio sobre los poderosos pasa por los mártires y todos los injustamente crucificados. Se une a la oración de la Esposa y del Espíritu, que dicen: “Ven, Señor Jesús”.

Epílogo. La gloria de Dios 1. El epílogo sirve para recoger las resonancias de estas notas espirituales. A cada lector, lógicamente, nuestras reflexiones le habrán tocado de modo distinto. Personalmente, subrayaría lo siguiente: Lo radicalmente humano que es creer. Que la persona es dinámica del más. Que la sabiduría de la existencia estriba en andar en verdad y en dejarle a Dios que actúe. El secreto está en el corazón y en la relación con Dios. La soledad no es un problema, sino un camino de plenitud. La plenitud se da de vuelta: en el amor de obediencia. 2. Recojamos las resonancias en un centro único, que las resume todas: la gloria de Dios. ¿Quién es este Dios que nos ha creado con esta capacidad de ser? ¡Qué maravilla, que haga de nuestra soledad el ámbito privilegiado del amor de comunión! ¡Cómo brilla en nuestra pequeñez la grandeza de su misericordia! ¡Qué te ha pasado, Dios mío, que tu gozo es habitar entre nosotros y dentro de cada uno de nosotros! ¡Cómo eres, Señor, cómo eres! * * * Hazlo, Dios mío, hazlo. ¡Tuyo soy! Hazlo conmigo y contra mí. ¡Aquí estoy!

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