La Silla - Jasso, David

LA SILLA David Jasso Para Mari Luz e Iris, mi vida y mi esperanza. Editado por ISBN PDF: 9788496554665 ISBN EPUB: 97884

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LA SILLA David Jasso Para Mari Luz e Iris, mi vida y mi esperanza.

Editado por ISBN PDF: 9788496554665 ISBN EPUB: 9788492893959 Antequera, 2 28041 Madrid [email protected] www.equiposirius.com

PRÓLOGO Se encontraba frente a la puerta cerrada. Era una barrera borrosa que no se atrevía a franquear. Se frotó los ojos llorosos y la visión se aclaró un poco, justo lo suficiente para que las vetas de la madera dibujaran un doloroso mapa de desesperación. La casa estaba vacía y su alma también. El cobarde de su marido se había ido a trabajar, sólo habían pasado dos días desde el funeral de su hijo y todavía disponía de al menos una jornada más de permiso, sin embargo

esa misma mañana había huido a refugiarse en el trabajo. Que le necesitaban para un pedido urgente, había mentido. Cobarde. Y ella se había quedado sola en la casa, cercada por los recuerdos, rodeada del rastro de su hijo muerto. Su mano se posó en el pomo, estaba frío, como el asidero del ataúd en el que le habían incinerado. Sus ojos enrojecidos parecían a punto de desbordarse. Aún no había entrado nadie en el cuarto del chico desde que fuera atropellado por el autobús en ese estúpido accidente.

Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a la dura prueba de encarar la vida perdida, pero se le antojaba demasiado pronto, todo estaba tan reciente... era tan difícil de asimilar... que no le sorprendería encontrarle en la habitación estudiando para algún examen o escuchando uno de esos Cds de música ensordecedora. Giró la manija y el crujido del muelle interior sonó como un ocre lamento, apenas un gritito inesperado. Cuántas veces había oído ese leve ñiiic cuando su hijo se levantaba al baño

en mitad de la noche. Era un sonido familiar, tan cercano que casi parecía fuera de lugar en un momento como aquél. Como si ese pequeño chirrido no tuviera derecho a sonar en ausencia de su hijo. Empujó despacio la puerta, como cuando entraba por la noche y no quería despertarle, y por primera vez se enfrentó a la habitación de su hijo muerto. Entró con un paso corto. La persiana estaba subida y el cuarto se encontraba perfectamente iluminado. No había nada siniestro ni oscuro, todo parecía normal, como

solía dejarlo cuando se iba al instituto. Y eso era peor que encontrarse con una estancia abandonada y en sombras, así la vida parecía continuar entre esas cuatro paredes decoradas con posters de grupos de rap. La encimera repleta de libros de clase y cuadernos, unos cuantos Cds grabables amontonados en precario equilibrio, el ordenador, el pequeño reproductor de MP3... el típico desorden por el que ella tantas veces le había llamado la atención. Ahora sus ojos se anegaron en recuerdos dolorosos como golpes.

Ya nunca podría pedirle que ordenara su habitación, que hiciera el favor, de una vez por todas, de poner un poco de orden si no quería quedarse en casa todo el fin de semana... Se sintió desfallecer, las fuerzas huyeron de sus piernas y se sentó en la cama, sobre la cubierta arrugada. Posó su mano sobre el tejido y no pudo evitar recordar el último catarro de su hijo, cuando ella, sentada en ese mismo lugar, aguardaba esperanzada a que el termómetro indicara que la

temperatura corporal había bajado hasta límites razonables. Casi podía verle tumbado entre las sábanas, con las mejillas enrojecidas por la fiebre y su característica sonrisa que siempre le acompañaba. La habitación pareció hacerse más pequeña, comprimirse hasta dejarla atrapada en una diminuta jaula de sentimientos que oprimía hasta su aliento. La riada arrastró todos los diques y destrozó todas las contenciones. Una especie de sordo estertor surgió de lo más profundo de su ser y un estremecedor gemido

escapó de su garganta sin que ella siquiera se percatara. Se dejó caer hacia la almohada y apretó la ropa contra su cara como si eso pudiera amortiguar el dolor o frenar la imparable oleada de lágrimas. En la soledad de la casa, la madre desesperada lloraba, literalmente sin consuelo, por la perdida de su único hijo. Arrancó la cubierta y abrió la cama, con la violencia que proporciona el dolor, hasta llegar a las sábanas entre las que su hijo se acostaba, buscó el calor ya disuelto

del cuerpo desaparecido, refrotó su rostro contra el algodón hasta humedecerlo con sus lágrimas, palpó el tejido buscando sin encontrar la silueta evanescente de su hijo, se apretó contra el colchón en una patética parodia de abrazo materno, intentando alcanzar el postrero vestigio de su hijo convertido en cenizas y recuerdos. Le echaba en falta, no podía vivir sin él. Le necesitaba. Tenía que volver a abrazarle. Esa mañana el chico se había ido a clase como cada jornada. Apenas un rápido beso de

despedida, para no entretenerse demasiado y no llegar tarde al instituto, mientras ella recogía los tazones del desayuno. Y eso fue todo. No le dijo que le amaba, que era su niñito del alma a pesar de que ya fuera todo un adolescente de quince años, que no podría vivir sin él. Así acabó todo, como si ese día marcado por el desastre fuera uno más sin importancia. Hasta que recibió la llamada del servicio de urgencias convocándola en el hospital... Y ya nunca más volvió a verle con vida. Mordió con fuerza la almohada hasta

que le dolieron las mandíbulas, pero el dolor no supuso ningún alivio. Y entonces se acordó de algo. Se le ocurrió cómo podría recuperar un poco de él. Dejó de estrujar las sábanas y con un rápido movimiento se sentó de nuevo, estiró el cuello como si hubiera oído a alguien llamándole y aceptó la idea. Su rostro era una máscara de sufrimiento y pesar. Los párpados estaban oscurecidos e hinchados, su boca se curvaba en un rictus innatural. Casi sin movimientos de transición se arrodilló en el suelo y

miró debajo de la cama. Aunque no llegó a verlo, sabía que ahí estaba lo que buscaba. Apartó la ropa que colgaba de la cama e introdujo uno de sus brazos en el hueco entre el parqué y el somier. No alcanzó a coger lo que necesitaba, se dejó caer casi de golpe y, tumbada de medio lado, se apretó contra la cama. Alargó aún más el brazo hasta que tocó su objetivo. Dio una serie de bruscos manotazos y un par de zapatillas de deporte terminaron por asomar entre la cubierta medio caída. Como si en ello le fuera la vida, la

madre tomó el calzado. Era el último rastro de su hijo. Se las llevó a la cara y sintió el inconfundible olor de los pies de él. Cuatro días después de su uso, tres después de su muerte, dos después de su incineración, todavía permanecía en el calzado. Era un olor fuerte y desagradable, pero ella lo inspiró hasta que penetró en lo más profundo de su ser. Era el aroma de su hijo perdido. Fragante hasta casi marear. Era lo último que le quedaba de él, quería que formara parte de ella, que no se disipara, que el olor la

poseyera e inundara, quería respirar hasta el último hálito de su hijo. Era como volver a tenerle cerca, como cuando él se tumbaba en el sofá y ella le decía que no se quitara las zapatillas que le apestaban los pies. Sus lágrimas mojaron el tejido plástico y llegaron hasta la sudada plantilla. Apretó aún más las zapatillas contra su cara, sacó su lengua y lamió el interior, saboreó los últimos restos accesibles de su hijo. Inhaló con inusitada potencia entre sollozo y sollozo. El aroma era maravilloso, el sabor exquisito, el

recuerdo vívido. Era su hijo. Se esforzó por dejar de sollozar, no quería que escapara de sus pulmones ni el mínimo ápice de su hijo, tenía que formar ya siempre parte de ella. Tragó saliva intentando ingerir el más pequeño resto del interior del calzado. Lo olió con fiereza, metió la mano en el interior de una zapatilla y sacó la plantilla, la estrujó contra sus labios y sintió a su hijo dentro de ella. Llegando hasta sus alvéolos pulmonares, repartiéndose por su sistema sanguíneo a todo el

organismo, rodeándola con su hedor. De nuevo estaba allí, no le había perdido del todo. Podía percibirlo. Era su olor, el sabor de su sudor y su piel. Durante unas décimas de segundo lo sintió junto a ella, era como si hubiera regresado de la muerte para brindarle un último abrazo, la despedida que no pudo ofrecerle pocos días antes. Volvieron a escapar más gemidos de la garganta de la mujer. Allí estaba, en el suelo junto a la cama de su hijo muerto, olfateando con fruición un par de viejas

zapatillas de deporte, lamiendo unas plantillas desgastadas y repletas de manchas de sudor, con una bolisa de polvo adherida a su cabello desordenado, traspasado cualquier límite que señalara la desesperación, adentrándose casi en los territorios de la locura. Buscando a su hijo, respirando su esencia, viviéndole. Y lloró como nunca lo había hecho. Hasta que le dolió el pecho, hasta que no sintió su propio cuerpo. Lloró por su hijo y por ella, por la soledad y el dolor, por el vacío y la pena. Lloró como sólo puede hacerlo

alguien que sabe que acaba de entrar en el infierno, alguien a quien se le ha roto el alma. Como sólo puede llorar una madre que ha perdido un hijo. Lloró hasta no poder más. Y luego siguió llorando. Casi una hora después se encontraba exhausta, vacía, como si alguien le hubiera extirpado los sentimientos con un bisturí oxidado y sin filo. Dejó caer las zapatillas y las plantillas y se puso lentamente en pie, notaba la cara irritada y un sabor seco en su boca. Agotada, se acercó a la encimera sin saber por qué y

miró por la ventana, durante unos instantes casi le pareció ver un arbolito y un jardín, pero en cuanto fijó la vista descubrió las ventanas del otro lado del patio de luces. Bajó la vista hacia los objetos que había frente a ella, los rozó levemente con la yema de sus dedos, sin sentir nada especial, la gran ola de sentimientos que la había azotado, ya había pasado, dejando tan solo una playa embarrada. Los Cds se desparramaron cuando ella los tocó, produjeron un alegre cascabeleo sobre la formica. Cerró los ojos,

todavía ardían. Sus dedos siguieron palpando los objetos sin una razón aparente, sólo constataba que ésas eran las cosas de su hijo, que ahí había existido vida y esperanzas hasta hacía bien poco tiempo. Siguieron el trazado del alambre de espiral del bloc, rozaron el interruptor del flexo, acariciaron el ratón del ordenador... Y, de repente, de forma inesperada, con un extraño crujido de relé accionado y de electricidad estática, el monitor se encendió. La madre dio un respingo, el ordenador no estaba apagado, se

encontraba sólo en espera. Al rozar el ratón, ella lo había activado sin querer. El sonido la había asustado y el imprevisto resplandor del monitor parecía fuera de lugar, sin poderlo evitar, asustada, dio un paso hacia atrás, casi parecía un fenómeno de ultratumba, como si su hijo volviera de repente del otro mundo para comunicarse con ella. La imagen se formó en la pantalla de diecisiete pulgadas y la madre miró anhelante. Era un documento de texto. Lo leyó mientras sus ojos se desorbitaban y su expresión se

demudaba. Lo había escrito su hijo la noche antes de su muerte. No podía creer lo que leía. Sencillamente no podía creerlo. Si antes la pena había tomado posesión de ella, ahora eran la incredulidad y el asombro más absolutos quienes la dominaban. No podía ser verdad. Volvió a releerlo. Una y otra vez. Agitó el ratón para ver si había algo más en la parte inferior del documento. No tenía ni idea de cómo funcionaba ese maldito artilugio. Lo movió arriba y abajo con ira para ver si había algo más,

pero sólo consiguió que el cursor bailara por la pantalla, desconocía la existencia de la barra deslizante. Clicó con fuerza al azar y sólo logró que algunas palabras se recuadraran en negro. Al final se dio por vencida, sabía que no había ninguna otra explicación más. Que ya había leído lo suficiente. Que eso era todo. Pero... entonces... la muerte de su hijo no había sido un accidente... Como una loca miró a su alrededor buscando el libro que su hijo nombraba. Ese libro que le había asesinado. Que había causado su

muerte. En la pantalla del ordenador había una nota de suicidio. Su hijo anunciaba que al día siguiente se arrojaría bajo la rueda de un autobús. La lectura de un relato en el libro “Abismos” de Daniel Lonces le había convencido para hacerlo. La madre buscó el libro fuera de sí, no le costó encontrarlo, de hecho, poco antes lo había acariciado, estaba junto a la cama, sin duda era lo último que su hijo había leído. En la portada una garra monstruosa surgía de las

profundidades de la tierra. En la solapa, un individuo con pinta de estúpido sonreía displicente. El punto de lectura, un abono de transporte gastado, marcaba el inicio de un relato titulado “La rueda del autobús”. La madre se sentó en la cama y comenzó a leer. Un rato después, cuando acabó el relato, comenzó a gritar.

PÓRTICO A veces el destino juega con nosotros, se muestra cruel e inmisericorde. Te hace concebir ilusiones para luego arrebatártelas de un plumazo y burlarse de ti. A veces los sueños se convierten en pesadillas, a veces la noche dura todo el día, a veces la muerte no es la peor de las soluciones. Ahora sé que la vida es una especie de broma sin sentido. Ahora pienso en Irene. Y de nuevo quiero morir. El dolor me embarga y recuerdo

cómo sucedió todo, cómo el destino jugó conmigo y me concedió mis deseos para luego reírse de mí y despojarme de todo aquello que me importaba. Hubo un tiempo en que fui feliz. Y todo cambió mientras yo estaba sentado en aquella maldita silla.

1 Sentí la áspera tela entrando en mi boca, era un sensación desagradable. Podía ver la expresión preocupada de mi mujer, su mirada me indicaba que aquello no le gustaba nada. Yo estaba inmovilizado de pies y manos. Un ramalazo de miedo me recorrió ¿De verdad era necesario llegar a esos extremos? Una arcada me vino a la boca. El tejido se había introducido demasiado en mi garganta y me había producido nauseas.

En unos segundos estaría amordazado y la prueba comenzaría. Noté un extraño hormigueo en mis manos atadas. Y de nuevo el miedo planeó sobre mí como un espectro invisible. No pasa nada, me dije, tranquilo. Por supuesto, estaba equivocado. No lo sabía, pero acaba de sellar mi destino y el de mi familia. Irene puso la cinta adhesiva sobre mi boca y la sensación de agobio me invadió. Me veía obligado a respirar por la nariz y me costaba hacerlo. Me obligué a recordar por qué

estaba ahí, por qué estaba haciendo eso.

2 Encendí el ordenador y luché contra la tentación de conectarme a Internet. Eso tendría que esperar. Ni siquiera me permití mirar los correos, la experiencia me decía que acabaría pinchando algún link o navegando de un lado a otro en lugar de ponerme a trabajar. De todas formas sabía que ella no me había escrito. Aún sentía algo en mi interior, una especie de tristeza encallecida. Me había acostumbrado a ignorar ese pesar cada día, cada

noche. No servía de nada mantener la esperanza, prolongar los sueños. Durante muchas mañanas lo primero que había hecho al encender el PC era mirar los e-mails para ver si había algún correo suyo. Ya no encontraba ninguno. Luego, el resto del día, sólo era un deambular sin sentido. Pero todo había acabado, había rehecho mi vida, vuelto a la normalidad, a mi rutina, a mi vida, a mis sueños que eran realidad. Aún así algo muy dentro de mí me decía esa mañana: pincha, mira a ver,

quizás hoy sí. Me esforcé de forma consciente en dejarlo para más tarde, ya me conectaría luego, no podía seguir así, había tomado una decisión: Irene. Además, seguro que en la bandeja de entrada no había nada importante. Seguro que seguía sin recibir ningún mensaje suyo. El trabajo era lo primero. Detrás de la pantalla, en la ventana, la mañana era excelente. Vi el jardín y el pequeño arbolito que yo mismo había plantado once meses atrás, el mismo día que nació Víctor. El sol relucía en lo alto y llenaba el día de

luz y alegría. Sin embargo, no lograba hacer que mi corazón vibrara como debería. Me obligué a sonreír. Hazlo, vuelve a tu vida, eres feliz ¿no te das cuenta?, me dije, eres feliz y lo sabes. No lo estropees. Abrí el procesador de textos, cargué el archivo y releí reluctante las últimas páginas que había escrito. La pereza inicial que siempre me dominaba antes de iniciar el trabajo fue sustituida por algo parecido al anhelo, me iría bien sumergirme en el te r r o r. La bestia del infierno prometía... En mi cabeza ya tenía

escrito, más o menos, el desenlace. Estaba seguro de que podría volver a repetirse el éxito de La mente del muerto y La muerte de la mente. Me sentía satisfecho y excitado. Mi tercera novela había surgido con naturalidad, no había tenido que esforzarme tanto como con mi primer libro, ni me estaba fatigando como con los relatos cortos, que suelen dejarme exhausto a pesar de su duración inferior. Tenía que ser feliz, tenía que serlo. Hacía lo que me gustaba y me pagaban por ello, no demasiado, la

verdad, pero no tenía motivos para quejarme, podía permitirme vivir de mis artículos, colaboraciones literarias y mis novelas. Un sueño que muy pocos escritores convertían en realidad. ¿Ves? Era feliz, sólo que no lo sabía. Quizás conozcas alguno de mis tres libros anteriores: el que me dio a conocer, La mente del muerto, un novelón de más de setecientas páginas, su secuela La muerte de la mente y la recopilación de relatos con el título genérico de Abismos. Bien, si lo has hecho y te has

molestado en mirar los escuetos datos biográficos de las solapas, ya sabes quién soy ¿no? Eso es, Daniel Lonces, treinta y dos años, casado y con un hijo, ex comerciante minorista, aficionado al cine y a la literatura de terror. Puede que incluso hayas leído las críticas literarias y cinematográficas que firmaba en mi sección de la revista Terror Fantastic, segunda época. Según mis editores, era un diabólico cruce entre Lovecraft y Dean R. Koontz (debieron pedirme permiso antes de

escribir eso. Jamás les perdonaré lo segundo). Siempre había albergado en mi mente la idea de sentarme ante folios en blanco. A veces, de jovencito, incluso empecé a hacerlo, pero lo abandonaba a los pocos días desanimado, pensando que eso no era para mí, que sin duda no servía para escritor. Rompía los folios manuscritos y los convertía en diminutos pedacitos, que arrojaba a la basura, convencido de mi inutilidad para narrar una buena historia. Era el confeti de la fiesta de

la decepción, los papelitos volaban despacio hasta el fondo del cubo y allí se quedaban esperando que otros restos les cubrieran como si fueran olvido. Escribir era más difícil de lo que parecía. Ordenar las palabras unas tras otras tenía su mérito. Y sentía que yo no estaba lo suficientemente capacitado para hacerlo. Pero a veces guardaba algunos de los escritos en el fondo de un cajón, no encontraba valor para romperlos, hubiera sido admitir la derrota total, no podía acabar con todo, algo tenía que sobrevivir,

aunque sólo fuera como vano testimonio de mis sueños inalcanzables. Como muestra de que aún tenía esperanzas. Antes de convertirme en escritor me ganaba la vida, de aquellas maneras, regentando una pequeña tienda de alimentación que heredé cuando mi padre murió. Era un local anticuado con planteamientos equivocados y una clientela infiel. Un pequeño desastre que intenté mantener, más por necesidad que por vocación. Allí había pasado gran parte de mi

infancia y conocía cada rincón, cada raspadura de los estantes y cada desconchón de las paredes. Sabía cómo sonaban las cañerías del desagüe cuando se tiraba de la cadena y qué cristal era el que vibraba cuando pasaba un camión por la calle. Había crecido entre botellas de gaseosa, tambores de detergente, latas de garbanzos cocidos y paquetes de cuadraditos de chocolate. Al abrirse un hipermercado, enorme como dos campos de fútbol, cien metros más allá, tuve que cerrar el comercio. Fue

como si mi padre hubiera vuelto a morir, exactamente igual. Me vi en el más duro paro, sin trabajo ni porvenir, con el escaso dinero del traspaso del local como única fuente de ingresos. Decidí, medio desesperado y a falta de otro plan mejor, harto de entrevistas laborales sin posibilidades, darme una oportunidad, intentarlo de nuevo y retomar ese viejo manuscrito empezado a los 15 años y que sin saber por qué había sobrevivido todo ese tiempo sin acabar hecho menudillo. Allí estaba, guardado en

el cajón de las esperanzas sin futuro. Por supuesto tuve que rescribir casi todo. Fue una dura tarea, me costó un gran esfuerzo y supuso discutir un día tras otro con mi esposa que, con bastante sensatez, opinaba que más me valdría buscar un trabajo normal antes de que se nos acabaran los pocos ahorros de que disponíamos. No es que me desanimara, es sólo que la vida venía empujando y parecía más inteligente enfocar los esfuerzos hacia otras vías, antes que perder el tiempo escribiendo barbaridades. Yo sabía que Irene

tenía razón, pero en aquellos momentos de inseguridad y temor, cada palabra suya era como un latigazo a mis sueños. No podía evitar sentirme culpable cada vez que me sentaba ante ese viejo bloc cuyas hojas ya empezaban a amarillear por el paso de los años. Allí, a mano, con diferentes bolígrafos o rotuladores, evitando la espiral de alambre cuando me tocaba escribir en la hoja de la izquierda y convencido, como Irene, de que estaba malgastando un tiempo precioso, escribí el borrador

de mi primera novela. Más de una vez estuve tentado de rendirme y acabar con esa solemne estupidez. Volver a celebrar una de mis fiestas de confeti. Pero siempre logré frenar el impulso, algo me lo impidió. Luego llegaron las correcciones de las distintas versiones. Una tarea ímproba, sobre todo si se tiene que hacer a mano rescribiendo todo de nuevo. Por último tuve que mecanografiarlo en una vieja máquina de escribir que me prestó mi hermana, conté con la colaboración de cientos de botecitos de típex;

algunas páginas parecían pergaminos de tantos pegotes blancos que me veía obligado a utilizar. Si dispusiera de todo el tiempo que estuve esperando a que se secara la tinta correctora, soplando sobre ella y aguardando para teclear una nueva letra sobre el manchón, podría disfrutar ahora de otra media vida. Muchas de las letras quedaban corridas sobre el oloroso típex. En aquellos tiempos un ordenador era un lujo fuera de mi alcance. Fueron seis meses intensos y de duro trabajo, pero a la larga La

mente del muerto supuso un discreto éxito editorial con muy pocos precedentes dentro de los libros de ficción de autores hispanos. Muchas veces, antes de tener el ordenador, ante mis viejos cuadernos llenos de apretada letra, creí que estaba perdiendo el tiempo, que esa mierda de historia de zombis con pretensiones no interesaría a nadie, que mi prosa era rebuscada y mi léxico deficiente, que la historia era estúpida y los supuestos momentos de tensión ridículos. Además, incluso, ponía, mal, las, comas.

Pero logré acabar el libro, fue un parto doloroso y cuando todo concluyó felizmente, me sentí radiante y dichoso. Liberado. E, increíble, la primera editorial a la que envié una copia, decidió publicar mi voluminosa novela en su colección generalista. Creo que alguien no andaba muy bien de la cabeza. Tras la satisfacción inicial que suponía el mero hecho de ver el libro publicado, llegó la inseguridad. El primer mes apenas se vendieron unos pocos ejemplares, cada tarde me

acercaba a los grandes almacenes y contaba los ejemplares del expositor, siempre el mismo número. Procuraba, al marcharme, dejar varios libros bien a la vista. Pero la novela se convirtió en un sleeper, es decir, en una de esas obras que poco a poco van afianzándose en el mercado y convirtiéndose en un éxito inesperado, basándose sobre todo en las recomendaciones de los aficionados. Que conste que yo fui el primer sorprendido por la aceptación.

De repente todo el mundo comenzó a hablar bien de La mente del muerto y la fama me alcanzó de golpe. Fui requerido para acudir a emisoras de radio y televisión. Uno de los mejores momentos fue cuando improvisé en directo una pequeña historia de terror en un programa de entrevistas. Fue muy divertido, convertí a la presentadora en una amenazante dama de la noche que disfrutaba destripando a sus amantes. Luego, la historieta se incluyó en la práctica totalidad de los zappings de todas las cadenas, la verdad es que

la cara que puso la conductora del programa era de auténtico asco. Desde entonces, al igual que a los humoristas siempre se les pide un chiste allá donde vayan, a mí siempre me solicitaban una improvisación siniestra. Afortunadamente se me daba bien y como ya no me tomaba por sorpresa, solía llevar algo en mente... Fui invitado a formar parte del jurado del festival de cine de Sitges y recibí ofertas para colaborar en revistas y periódicos. Hasta se concretó la columna en el suplemento dominical de algunos periódicos con

el título de Los monstruos de hoy en día. Comencé a recibir cartas y emails de aficionados en los que me comentaban cuánto les había gustado la novela. Firmé mi libro en esos mismos grandes almacenes en los que no mucho antes contaba los ejemplares expuestos, y poco a poco me convertí en una especie de fenómeno social, en el estandarte español del terror. Yo significaba al horror lo mismo que ese siniestro doctor de hablar cansino a la parapsicología, o el adivino de gafas

ridículas y túnicas horteras a la astrología, o el trajeado investigador autor de Caballo de Troya a los ovnis. Si se hablaba de terror en este país, ahí tenía que estar Daniel Lonces. De repente me había erigido en una especie de institución. El espaldarazo final llegó cuando La mente del muerto fue llevada al cine por uno de los jóvenes realizadores más prestigiosos del país y la productora consiguió el apoyo de una multinacional americana que convirtió la película en uno de los

éxitos del verano, incluso más allá de nuestras fronteras, hasta a mí me gustó. A partir de entonces todo fueron ofertas para editar nuevos libros. Por eso la secuela de La mente del muerto se publicó tan pronto. La muerte de la mente consolidó mi extraña situación de fenómeno mediático, todos afirmaban que estaba bastante bien, a pesar de que no alcanzaba, según algunos, la altura del primer libro. Vivía en un carrusel enloquecido y no tenía muy claro si

estaba disfrutando o no. Supongo que sí. Mi ego se sentía satisfecho, todo el mundo alababa mi trabajo, y por fin empezaban a llegar los beneficios. Más que por la venta de libros, por actividades paralelas. No sé si la llegada de ingresos tuvo algo que ver, pero las cosas con Irene, mi mujer, comenzaron a ir mejor que nunca, casi parecíamos recién casados. Se nos veía ilusionados, contentos, románticos, despistados... y por fin se quedó embarazada (y es que yo aprovechaba bien los despistes...)

algo que por problemas económicos, y ante la falta de estabilidad laboral, habíamos ido posponiendo para mejores épocas; ella tampoco había encontrado trabajo después de que tuviéramos que traspasar la tienda. Supongo que un par de semanas como dependienta en una tienda de frutos secos no cuenta. Y pronto se iba a hacer realidad otro sueño más: tener correteando alrededor un pequeñajo (porque dijera Irene lo que dijera, yo estaba seguro de que sería niño). Ante la presión de mi editorial,

sugerí que mi siguiente libro, el tercero ya, fuera una recopilación de relatos breves, bastantes de los cuales procedían de mis años jóvenes, llamada Abismos. Bendito cajón. La cara de los editores se descompuso cuando lo propuse “¿Estás loco?¿Relatos cortos? Eso no vende nada. Otra novela, eso sí. Y a ser posible la tercera parte de La mente del muerto. ¿Qué tal Mentes muertas? Suena bien ¿No? Eso es lo que la gente quiere: trilogías, con bonitas portadas y cuantas más páginas, mejor...”

Pero se ve que preferían una recopilación en el momento, a una novela en año y medio y al final aceptaron. A fin de cuentas ya era alguien medianamente importante y tenía cierto renombre. Salir todas las semanas como jurado en el concurso de TV de fenómenos paranormales hacía que mi cara comenzara a resultar conocida. Bien, me dije, manos a la obra, concretemos Abismos. Mientras la panzota de mi mujer crecía, remocé un poco mis viejos cuentos de antaño, escribí tres o

cuatro nuevos, alargué uno que ofrecía posibilidades hasta convertirlo en una novela corta y, cuando completé el número de páginas idóneo, (la editorial me había prometido tapas duras y un tipo de letra grande, así que no necesitaba demasiadas) lo empaqueté todo y lo envíe por e-mail. Qué diferencia, escasamente tres años antes había presentado La mente del muerto mecanografiada por mis dedos inseguros y encuadernada con canutillo negro. El libro les gustó, lo

promocionaron convenientemente, según las cláusulas impuestas por mí en el nuevo contrato y no se vendió mal del todo para ser una antología. No se repitió el fenómeno de La mente del muerto o su secuela, pero, aún así, el éxito fue muy aceptable. La rueda del autobús, uno de los relatos, incluso levantó cierta polémica porque se le acusó de inducir al suicidio, este hecho aún contribuyó a aumentar más las ventas. Todos quedamos contentos: los lectores, que se tomaron la molestia de cambiar los esquemas

mentales para cada cuento; la editorial a la que me había comprometido a entregar otros cuatro libros en un plazo máximo de ocho años; y yo, que de nuevo era el centro de atención. Volví a aparecer en programas de entrevistas y a hacer la tournée promocional; a firmar libros y a contestar a los requerimientos de todos los medios. Los días pasaron. Abismos aguantó bien la campaña de verano del año pasado. Incluso se habló de hacer una nueva película basada en uno de los relatos y por un tiempo

pareció que el proyecto iba a salir adelante, aunque al final no se concretó, pero los derechos se vendieron por un importe bastante elevado. Irene y yo pudimos comprar un pequeño utilitario al que no había que empujar para ponerlo en marcha y nos trasladamos a la urbanización La Zaranga, a nuestra nueva casa en las afueras. Irene decoró y organizó todo, con especial esmero en la habitación del bebé, procurando no hacer ningún esfuerzo ya que su prominente vientre amenazaba con

desbordarse en cualquier momento. Todo iba bien, éramos felices. Comencé a desarrollar en mi mente el esquema de la nueva novela. Y entonces llegó él interrumpiéndolo todo. ¿No dije que sería niño? ¿No lo dije? El alumbramiento transcurrió sin complicaciones: El niño perfecto. Mi mujer dichosa. La vida era bella. Cuando abandonamos el hospital yo era feliz. Nada podía estropear la alegría que sentía. Ni las presiones de mi editor que ya empezaba a pedir algo escrito; ni el

que a mi mujer no le subiera la leche en condiciones y tuviéramos que alimentar al bebé a base de biberones de leche maternizada; ni siquiera la lastimosa imagen de ese niño de cuatro o cinco años que, sentado en una desvencijada silla de ruedas, pedía limosna a las puertas del hospital, tampoco me preocupó su mirada adusta cuando nos alejamos sin prestarle mayor atención, rumbo a nuestro nuevo coche con Víctor en un capacito, saliendo por primera vez al mundo. Seguro que está fingiendo, pensé, ése

es tan paralítico como yo. Era feliz y, en mi opinión, el mundo estaba bien inventado y funcionaba a la perfección. A pesar de eso no pude dejar de sentir un estremecimiento cuando la fría mirada de ese niñito trabado a su silla de ruedas me traspasó como una oscura premonición mientras nos alejábamos hacia el parking. Los dos primeros meses de Víctor fueron horribles y maravillosos. Horribles porque por las noches, con sus intempestivos llantos reclamando biberón y sus

irrefrenables vomitonas no dejaba pegar ojo. Y maravillosos porque... bueno, si eres padre lo comprenderás, seguro; y si no, es demasiado complejo para explicarlo ahora. Te lo puedes imaginar. Con ojeras y sueño, era feliz, aunque a veces sentía que algo faltaba en mi corazón. Irene nunca había sido muy propensa a exhibir muestras de afecto, pero desde que nació Víctor este aspecto se había extremado, apenas tenía tiempo para mí. Casi todos los días se acostaba agotada y apenas tenía un momento

para dedicármelo. Nuestra vida sexual se redujo al mínimo necesario para no negar su existencia. La notaba distante con frecuencia. Y si no hubiera sido una idea tan irracional hubiera acabado teniendo celos de Víctor. Pero esto resultaba imposible, amaba al niño con toda mi alma, era una preciosidad, veía a Irene reflejada en él y hubiera dado mi propia vida por ambos sin dudarlo un solo instante. Cada vez que lo cogía en brazos mi corazón se ensanchaba (y mis hombros se llenaban de leche regurgitada). Al

poco logré instaurar una nueva rutina y apartarme de Víctor e Irene el tiempo suficiente para retomar el trabajo en serio. Entonces mandé un e-mail a alguien que usaba el nick de Yolita y mi vida comenzó a cambiar. Realicé ciertas investigaciones para mi nuevo libro, algo que no había hecho nunca para ninguno de mis escritos anteriores, y cada dato compilado abría nuevas posibilidades en la historia de una mujer enfrentada a una secta satánica adoradora del demonio Bael y sus diabólicos secuaces. Recopilé

cientos de notas, tracé esquemas y esbocé personalidades. Me tomé mi tarea en serio y poco a poco, en mi flamante y nuevo ordenador, en el que los juegos de última generación corrían perfectamente, fui avanzando en las terribles peripecias de Alana, la heroína, enfrentada a espantosos sucesos paranormales que parecían converger en esa extraña secta de adoradores del diablo. La historia era sencilla pero sugerente. Alana se vio involucrada en los problemas cuando su mejor amiga fue reclutada.

Ahora, tras descubrir parte de las atrocidades cometidas (y eso que aún le quedaba la gran sorpresa final con demonio incluido y todo) había sido atrapada por los sectarios e iba a ser sacrificada en una misa negra. El trabajo iba estupendamente y yo había encontrado un nuevo aliciente en mi vida. Pasaba muchas horas en mi estudio, no todas dedicadas a la novela.

3 Miré de nuevo por la ventana. Vaya día maravilloso. No me sentaría nada mal un paseito, no señor. Pero el ordenador estaba allí, me reclamaba. Y tenía que trabajar. Antes la obligación, que la devoción... El último refulgente párrafo en la pantalla me gustaba, era inspirado. La bestia del infierno sería otro éxito. Seguro. Estaba quedando fenomenal. Era una historia interesante, intensa, tensa. Con

lecturas a varios niveles. Y hasta yo estaba intrigado por qué iba a suceder. A veces yo era el primer sorprendido al comprobar los extraños vericuetos que seguían mis historias. Y el desenlace no solía asemejarse en nada a lo previsto en un principio. Me coloqué bien ante el teclado, eché un último y resignado vistazo a la agradable mañana y me sumergí en la tarea. Pulí algunas frases, sustituí varias palabras por otras más adecuadas y añadí matices que se me habían escapado. A veces dedicaba

más tiempo a releer que a escribir, pero así el segundo borrador era más fácil. Trabajé con intensidad durante un buen rato y la trama de mi nuevo libro me hizo olvidar los problemas que me preocupaban. Algo más tarde me estiré en la silla. Me quedé mirando el monitor TFT. Había terminado otro nuevo capítulo. Tras unos terribles momentos de suspense Alana había sido asaltada en su propia casa por dos oscuras figuras. Había intentado huir en el ascensor pero las puertas no se abrieron lo suficientemente

rápidas y fue atrapada. Se defendió cuanto pudo, les arrojó objetos, blandió unas pequeñas tijeras, pero todo resultó inútil. La habían atrapado. Y fue golpeada con saña hasta perder el conocimiento. Eran cinco páginas violentas en las que yo había intentado mostrar el terror que alguien puede sentir al verse brutalmente acosado. El resultado funcionaba, me gustaba. A fin de cuentas ése era mi estilo: ser descarnado y cruel, prolongar las situaciones de suspense y modificar el ritmo según conviniera al

dramatismo del momento. Toda la violencia de mis obras era detallista, hiper realista. Como a cámara lenta, y sonaba real y sombría. Por fin, mientras oía cómo se rompía su nariz perdió el conocimiento. Quedó tumbada en la alfombra como un juguete roto, sangrando por varias de las heridas recibidas. Como muerta. Ellos se sonrieron el uno al otro y, sin ninguna consideración hacia el maltrecho estado de Alana, se la llevaron envuelta en la alfombra cual si de una irreverente mortaja

se tratara. Fin del capítulo ocho. Bueno, ya no podía seguir; llevaba algo más de una hora trabajando, pero debía realizar un pequeño experimento antes de proseguir. Abrí el cajón inferior del escritorio que se deslizó silencioso sobre las guías y miré lo que había guardado el día anterior. Cuando vi los objetos allí reunidos un extraño nudo apretó mi estómago sin motivo aparente. Sonreí nervioso y cerré el cajón. Hice que mi silla rodara un

par de palmos hacia atrás y me levanté. Me desperecé despreocupado, abrí la puerta de mi estudio, que siempre permanecía cerrada mientras trabajaba y me dirigí hacía la cocina donde se oía a Irene luchar con algunos utensilios de cocina, por el estruendo se adivinaba que éstos iban ganando la batalla. Vi a Víctor en el dintel de la puerta de la cocina. Se encontraba sentado en el suelo chuperreteando con fruición un muñeco de goma. Al ver que me acercaba, su carita se iluminó y dejo caer con displicencia

el muñeco todavía unido a su boca por un hilillo de baba. Realizó complicados movimientos con todas sus extremidades, que parecían ser seis o siete. Se balanceó sobre el trasero, como su tentetieso de Mickey Mouse y logró ponerse a gatas. Una vez en esta posición arrancó a toda velocidad hacia mí, moviendo casi convulsivamente piernas y brazos. Como si de un pequeño caballo desbocado se tratase trotó emitiendo gemidos de alegría. Se me cayó casi tanta baba como a él. Y pensar que había estado

a punto de jugármelo... qué tonto fui. Mejor olvidar a Yolanda. Mejor no mirar los e-mails. Mejor fingir que esa muchacha nunca había existido. Mejor ahogar esta pena yaciente en mi corazón. Cuando Víctor llegó a mí, yo ya estaba agachado, esperando para recibirle con los brazos abiertos. Su madre, que nunca le perdía de vista ni un segundo, le llamó al ver que desaparecía. —¡Eh, pequeñajo! ¿Dónde vas...? Ven aquí, vamos. —No, no, tranquila, que estoy yo —dije desde el pasillo,

todavía fuera de su alcance visual— estoy con él. —Ah, vale. No he oído tu puerta... Y se reavivó el sonido de sus tareas domésticas. Estreché al bebé entre mis brazos y voceé las habituales tonterías que se suelen decir a los cachorrillos de humano. Le besé, le cosquilleé la tripa y lo agité en el aire hasta casi golpear el techo con su gorda cabezota. (Su perímetro craneal siempre había sido superior a la media, su madre decía que en eso había salido a mí, cabezón). Con el

pequeño de once meses en brazos entré en la cocina. Irene, siempre tan maravillosa y pulcra, intentaba mantener el orden en la estancia, pero parecía que lo conseguía a muy duras penas. Se veían juguetes de Víctor desperdigados por el suelo. En la mesa, junto a un plato con restos del desayuno del pequeño, reposaba un par de baberos llenos de papilla. La ropa que todavía tenía que lavar aguardaba en un montón junto a la lavadora. Y el bebé había distribuido por todo el suelo, de manera casi

uniforme, cientos de migas de pan. Una mañana común y corriente en la mansión Lonces. —Hola cariño —dije mientras la besaba. La quiero, me confirmé a mí mismo, la quiero—. ¿Qué tal va todo? Se encontraba de puntillas frente al altillo con los brazos en alto. Hizo un rápido gesto con los hombros. Tirando, parecía decir. Vestía su ropa de casa y aún con esa indumentaria tan poco favorecedora, estaba encantadora. No era una mujer despampanante,

más bien lo contrario, tiraba a pequeñita, pero era todo un cielo. Emanaba de ella una magia especial, una energía que animaba a vivir, una alegría contagiosa. Me gustó verla. Siempre era agradable estar con ella. Quería sentir todo eso. Tenía que sentirlo. Olvidar el pasado. —Anda, ya que estás aquí, bájame esa perola, la grande, que yo no llego y estoy reorganizando los armarios. Solícito le alcancé lo que me pedía, una enorme cacerola en la que parecía se pudiera cocinar para una

veintena de soldados hambrientos. —No sé por qué hemos puesto estos armarios tan altos, en el otro piso estaban mejor colocados. Llegaba a todas partes... A Irene no le había convencido del todo el cambio de vivienda. El chalé era más espacioso, más sano, más tranquilo y más bonito que nuestro viejo piso de menos de sesenta metros cuadrados, pero ella no dejaba de encontrar defectos a esta nueva casa. Afirmaba que el centro de la ciudad, con todas sus tiendas y atractivos, quedaba muy lejos y que

había que desplazarse en coche, quisieras o no, para llegar a él; que cuando Víctor tuviera que ir al colegio dependería siempre de ir en autobús; que estábamos demasiado aislados y podíamos ser víctimas de una agresión sin que nadie se enterara; que se había apartado demasiado de sus familiares, residentes, todavía, en el atestado casco urbano; que la vivienda había salido muy cara y además habíamos tenido que vender el otro piso y sacar los ahorros del traspaso de la tienda para pagar la entrada; que

había demasiado espacio para limpiar y que era imposible mantenerlo libre de polvo y borra; que durante el invierno la calefacción nos costaba un dineral del que no disponíamos; que había sido una cabezonada mía, que de no llevarla a cabo me hubiera dado algo; que Víctor no tenía vecinitos cerca con los que jugar; que los materiales de construcción eran de mala calidad y el parqué ya quería levantarse en algunas zonas... Así hasta configurar una retahíla sin fin de protestas que, afortunadamente,

iban haciéndose menos frecuentes a medida que se acostumbraba a la nueva vivienda. Parecía que, por fin, tras casi un año, iba aclimatándose a las nuevas circunstancias. —Oye —le dije a Irene con tono tímido, mientras balanceaba al bebé —. ¿Te acuerdas de lo que te dije anoche? Ella seguía desarrollando su actividad sin prestarme demasiada atención, ahora rebuscaba entre los recipientes de cocina. Era frecuente que yo realizara paraditas técnicas mientras escribía para estirar un

poco las piernas, despejar la cabeza o ir al baño. —¿El qué? —preguntó despistada mientras sacaba del armario el tarro de la harina. —Sí, mujer —dije titubeante—, lo de que quería que me ataras un momento... Cesó en su actividad. Dejó despacio el bote en la encimera y por fin pareció tener en cuenta mi presencia en la cocina. Víctor pesaba como un camión y volví a dejarle en el suelo, más que nada para evitar la mirada fija de Irene. Inmediatamente

gateó hasta los cajones de la encimera y sujetándose en los tiradores intentó, oscilante, ponerse en pie; cuando el cajón se abrió, cayó sentado sobre su braga pañal con un sonido pastoso. —¿En serio quieres que te ate? — me miró con ojos que decían: “Dios mío ¿con quién me he casado yo? No sólo se gana la vida narrando mutilaciones y asesinatos asquerosos, sino que ahora además quiere que... le ate”—. Creí que hablabas en broma. —No, no. Lo decía de veras, ya te

lo expliqué ¿no?: La protagonista está amordazada y atada a una silla. Quiero que me ates tú a mí y me dejes así un rato para saber exactamente qué se siente. Yo no lo veía tan descabellado. Un poquito de auto experiencia personal. A lo mejor me inspiraba un poco. “Y luego querrá que le saque las tripas para describir el dolor en primera persona...” leí en su pasmada mirada. Irene me quería y apoyaba, pero a veces tendía a ser demasiado convencional.

—Oh, Daniel. ¿Es necesario? Ahora estoy muy ocupada, tengo que poner la lavadora, cocinar las verduras de Víctor, y quiero acabar de organizar todo esto un poco... ¿No puedes imaginártelo? Tú siempre te imaginas todo y nunca has tenido que hacer cosas raras. Ayudé a Víctor a ponerse en pie. Todavía no sabía andar, hasta el momento sólo había logrado mantenerse erguido sobre sus gordas piernecillas. —Hombre, no es nada raro, Irene —protesté intentando producir

lástima—, es sólo un experimento, no cuesta nada, nadie sale perjudicado. Tú sólo me atas y te olvidas de mí, será como si estuviera escribiendo. No te afectará. Puedes volver a hacer tus cosas, luego, a la hora de comer me desatas y yo ya sabré qué significa estar un rato inmovilizado. Creo que puede contribuir a dar más fuerza a ese fragmento... Puse mi carita de niño bueno. Irene agitó pesarosa la cabeza. “Estás loco, cariño” dijo su sonrisa no demasiado convencida. Aún así era un auténtico placer ver la

comisura de sus labios iniciar ese leve movimiento. Oh, cómo quería a esa mujer. ¿Verdad? La quería. Tenía que quererla, era la madre de mi hijo, mi fiel compañera. Sí, la quería. Mejor olvidar a Yolanda. —Siempre te has de salir con la tuya. Y... ¿Ahora? ¿Tiene que ser ahora mismo? —. Con un gesto de sus brazos me mostró el desorden que reinaba a nuestro alrededor. —Cuanto antes me ates, más rato estaré... —Con la de cosas que tengo por hacer... pero ¡hala!, a dejarlo todo...

—parecía que se lo decía a la lámpara fluorescente del techo o a alguien situado sobre nuestras cabezas, era un tono un poco teatral —. Tengo que dejar todo, inmediatamente, porque el señorito quiere que le ate a un árbol. Su medio enfado no era verdadero, eran sus típicas protestas de ser interrumpida-a-mitad-de-sudura-tarea, yo sabía que no sentía lo que decía. O, al menos, eso esperaba. —No, a un árbol no, a una silla. En el estudio.

—Pues a una silla. Me da igual. —Movió su cabeza mientras se lavaba las manos en el fregadero “Sin remedio”, parecía decir— Estás majareta ¿sabes? Me acerqué más a ella. Víctor intentaba mantenerse en pie, sujeto ahora a la pernera de mis pantalones. Casi me hacía balancearme a mí con él. —Tienes razón. Majareta perdido, pero por ti. Y la besé junto a la boca. No pienses en Yolanda, no pienses en Yolanda, olvida sus

labios. Quieres a esta mujer, la quieres de veras, es tu esposa. Siempre la has querido... Ella respondió con la cálida indiferencia que confieren cinco años de matrimonio. Ploff. Víctor se volvió a caer sobre su trasero, justo entre los dos. —Me vas a volver loca a mí también —dijo mientras clavaba sus ojos intensos en los míos. Y el beso fue más ardiente y sincero. Sabía a hogar y cariño, me gustaba lo que representaba. Me separé de ella dando por terminado

el breve interludio romántico; la vida cotidiana, desde luego, no era una novela rosa, pero estas pequeñas muestras de afecto suponían un acicate suficiente para darte ánimos y continuar, a pesar de lo contradictorio de mis sentimientos y de lo confuso de mis emociones. No eran necesarios grandes besos, ni aparatosos abrazos y, menos aún, revolcarse por el suelo de la cocina haciendo el amor olvidados del mundo. Todo eso quedaba atrás. Con el tiempo, el amor se vuelve más práctico, menos exagerado y, quizás,

menos romántico, pero no tiene por qué ser menos intenso. El fuego sigue ardiendo en los corazones, sólo que se ha aprendido a dominarlo. ¿Cuándo había comenzado nuestro matrimonio a apagarse? ¿Cuándo la llama dejó de quemar? —Vale, vale. Vamos — concedió por fin Irene magnánima, saliendo de la cocina. Resignándose a dejar todo como estaba unos minutos más. Volví a cargar con el bebé que, como era su obligación, procedió a intentar arrancarme los dientes. Seguí a mi mujer.

—En tu estudio ¿No? —Ajá. ¡Ay Víctor! Cuida, hombre. Para ya —pedí entre risas. Irene se volvió a mirarnos y sonrió: —¿Y la cuerda? ¿Ya has pensado en eso? —He pensado en todo —dije adelantándola—. Ahora verás. Llegué hasta el último cajón de mi escritorio y lo abrí de nuevo. Saqué con torpeza el rollo de cuerda, la cinta de embalar y un pañuelo limpio, Víctor, en brazos, quería arrebatarme cualquier cosa que yo

llevara en la otra mano. Mostré todo a Irene intentando mantener los objetos alejados de la máquina de chupar que pateaba en el otro brazo. Dirigí a mi mujer la que consideraba mi mejor sonrisa de “no estoy loco, cariño, esto es de lo más normal. Todas las parejas se atan de vez en cuando”. La cuerda le resultaba a Víctor mucho más atractiva que aquel juguete educativo tan carísimo que le habíamos regalado la semana pasada, y al que no había hecho ni caso, y se lanzó como un animal a por ella. Era

imposible dominarlo. Volví a dejarlo en el suelo, donde no podía alcanzarla. Se echó a llorar. Alzaba sus bracitos desesperadamente hacia el rollo de cuerda. —Ay, calla, no seas pesado ¿no ves que esto no se come? —razoné con él. Si se lo explicaba, seguro que lo entendería. Su respuesta fue un lastimero gañido y llantos más potentes. Su madre entró en acción. Le cogió en brazos y de forma automática se hizo el silencio. Era mágico, nunca lloraba en brazos de su madre. Algo

que a mí me producía cierta sensación de celos. ¿Por qué conmigo berreaba como una bestia y con su madre se callaba como un bendito? ¿Qué tenía ella y yo no? Bueno, de acuerdo, sí, existen algunas respuestas evidentes, pero ninguna lo suficientemente fundada como para ser tomada en serio. Dejé todo el material en la mesa, sobre el diccionario. Ella se acercó y lo examinó con atención, parecía contemplar una exposición de arañas venenosas vivas. Cuando se volvió a mirarme, no me cupo

duda, estaba algo intranquila, su rostro mostraba una expresión que yo ya conocía, la misma que se podía ver si Víctor tenía décimas de fiebre por la noche, o cuando, años atrás, las cuentas de la tienda empezaron a no cuadrar. —No me gusta nada esto —dijo —, ¿seguro que no acabarás haciéndote daño? —Seguro —afirmé alegre, intentando disimular ese gusanillo de nervios que también subía por mi espalda. De repente, a mí tampoco me pareció tan buena idea—. ¿Qué

daño puedo hacerme sentado en una silla? Seguía sin estar convencida. Frunció el ceño un poquito más. Y en ese momento volví a sentir algo muy parecido al amor verdadero. Yo le importaba, le preocupaba. Velaba por mí. —¿Y eso? —preguntó señalando la cinta adhesiva y el pañuelo —¿Eso? Nah, es que también tienes que amordazarme —dije inseguro. Parecía un adolescente inexperto solicitando el primer beso

a su amada. Se irguió y comenzó a mecer ligeramente a Víctor, que en sus brazos se portaba como un angelito. La mirada de Irene casi me hizo desistir, era seria y preocupada. Temí que dijera que no, que no estaba dispuesta a participar en este juego absurdo; y que saliera en ese instante del estudio dejándome solo con mis locas ideas. Sentí entonces un alivio interior como hacía días que no experimentaba. De todas formas no era necesario llegar al extremo de atarse,

me consolé, había sido una idea estúpida sin pies ni cabeza. ¿Desde cuándo un escritor debe vivir todo lo que narra? ¿Acaso escribía autobiografías? Mejor dejarlo. Sí. —Está bien —concedió por fin, renuente—. Si eso es lo que deseas... ¿Dónde quieres que te ate? ¿En tu silla? Siempre me sorprendía. —Irene, lo comprendes ¿no? — Buscaba justificación. De repente me pareció muy importante que ella comprendiera mis motivos, que me apoyara, que fuera mi cómplice

activa. También procuraba enmascarar ese inexplicable nerviosismo que casi llegaba a hacer temblar mi voz—. No es nada importante. Si lo ves mal, no lo hago. No tiene importancia, es sólo una especie de prueba. —No, no, es igual —le restó trascendencia al tema y agitó la mano con la que no sujetaba a Víctor, Éste estaba feliz, encajado en su otro brazo—. Como tú quieras. ¿Qué tengo que hacer...? Cogió la cuerda con la mano libre y soltó el cabo inicial. La fuerza de

la gravedad comenzó a desenrollarla. Subí los hombros. —Nada, sólo atarme... —¿No te cortará la cuerda? ¿No interrumpirá la circulación de la sangre? Mira que no es muy gruesa... —No, no creo —torcí los labios intentando demostrar indiferencia—, no es necesario que aprietes mucho. De todas formas, es que no he encontrado otra cuerda, ésta irá bien, supongo. No hace falta que sea cuerda de pita de esa gorda... Más que de una soga propiamente dicha, se trataba de un largo rollo de

cordel grueso. Era la típica cuerda de embalar, de color blanquecino y algo más fina que la que suele usarse en los tendedores de ropa. La magia que casi había existido pocos minutos antes se había esfumado. Ya no se trataba de un buen momento, ya no bromeábamos. Incluso parecía existir una tensión palpable entre los dos. Era más que evidente que a Irene todo esto no le gustaba nada. Su tono de voz tenía un innegable tinte sombrío cuando dijo: —Bien ¿A qué esperas? Siéntate. —No, aguarda. Estoy pensando

que esta silla no es la adecuada, ésta tiene ruedas y sólo una pata central. Se trataba de una silla de oficina normal y corriente. El asiento y el respaldo ergonómico estaban tapizados en tela oscura. La altura se graduaba gracias a una palanca oculta en su base y disponía de una gruesa pata con seis radios, cada uno con su correspondiente rueda. Era la típica silla de usuario de ordenador. —Tiene que tener cuatro patas — proseguí—. Has de atarme cada pierna a una de las patas delanteras. Voy a traer una de las sillas del

salón. Comencé a salir del estudio. —No, no, espera Daniel. ¿Por qué no usas una de las de reserva, de las que están guardadas arriba? Quedé pensativo. ¿Una de las de reserva? Ah, sí, caí. Cuando las pasadas navidades nos congregamos bastantes personas en la casa, descubrimos que las sillas de las que disponíamos eran insuficientes y algunos tenían que sentarse a la mesa de forma incómoda en banquetas más altas de lo adecuado, o en los grandes sillones que tanto espacio

ocupaban. Así que compramos seis sillas plegables, de manera que siempre estuvieran retiradas, pero pudiéramos utilizarlas cuando fuera necesario. Eran sillas de tijera. Negras como el mueble del salón, Irene siempre tenía en cuenta esas cosas, eran muy semejantes a las típicas sillas plegables de madera que se instalan en los desfiles o actuaciones al aire libre, sólo que éstas eran metálicas. Se veían fuertes y muy resistentes. Queríamos que incluso pudieran soportar sin problemas el peso de tía

Cristina, algo bastante difícil, ya que con su volumen, era capaz de hacer crujir y aflojar cualquier asiento en sólo dos minutos. Pero nuestras nuevas sillas superaron la prueba como auténticas jabatas, sin que saltara un solo remache. Son irrompibles, declaré cuando tía Cristina se hubo marchado. No sé mucho de metales, en realidad no sé nada, así que desconozco si las sillas eran de aluminio galvanizado, hierro forjado, plomo, residuos de soldadura pulidos, aleaciones de acero

inoxidable o de kriptonita. Sólo sé que si pegabas con un tenedor en los tubos, algo que mis sobrinos no pararon de hacer en su última visita, sonaba clonc, clonc: A metal. (Por Dios, niños, ¿queréis estaros quietos de una vez y dejar de hacer ruido?). Sí, podían servir. No es que fueran muy cómodas. Pero irían bien, incluso su incomodidad era conveniente. No se trataba de sentarse a echar una cabezadita, se suponía que tenía que estar a disgusto. —Sí, tienes razón —no podía

evitar que mi entusiasmo sonara un poco forzado, como de actor de telecomedia— esas sillas irán de maravilla. Voy a por una. Muy bien. Ya me dirigía hacia las escaleras que llevaban al piso superior donde se encontraban los dormitorios, el cuarto de juegos y el trastero. —Sabes dónde están ¿no? —me preguntó Irene, la reina de la organización. Ella era capaz de localizar cualquier cosa que le pidiera en menos de medio minuto. “¿Dónde está el contrato con la editorial?” Un segundo. “Tercer

cajón de tu escritorio, en la carpeta que pone Contratos” “¿El teléfono del abogado?” “En la agenda negra, la que está en el cajón de la librería, en la A” “¿La camisa nueva para ir a un programa de la tele local?” “En el lado estrecho del armario, junto al traje claro” “¿Las fotos que hicimos para la contraportada?” Un pequeño titubeo. “En el álbum grande, el del lomo dorado. Ahí están las fotos y el CD”. Era infalible, no había manera de cogerla en un fallo. Siempre sabía dónde estaba todo. No como yo, que a veces tenía problemas hasta para

localizar mis propios pantalones llevándolos puestos. —Sí, sí sé dónde están — dudé. Probé fortuna—, en el armario empotrado ¿No? —Ajá —afirmó mientras yo desaparecía—. Pero no revuelvas demasiado, que siempre dejas todo hecho un desastre... Troté escaleras arriba y recorrí entusiasmado el pasillo hasta el trastero. Tenía ganas de acabar con el jueguecito. No podía evitar sentirme un poco ridículo delante de mi mujer, así que cuanto antes

asumiéramos nuestros papeles y los ejecutáramos, antes me sentiría aliviado. Ahora, al menos, ya se había superado el proceso de planteamiento por mi parte y de aceptación por la suya. El primer paso estaba dado. Corría hacia el segundo. Abrí la puerta del armario y accioné la luz interior. Era un perfecto ejemplo de orden y aprovechamiento del espacio. Irene era una experta en eso. (A veces incluso creía llegar a percibir en ella un leve toque patológico).

Aparté unas cuantas cajas enormes, perfectamente apiladas; retiré los útiles de pintura, limpios como cuando se compraron, y agarré una de las sillas. Su tacto fue frío, desagradable. Me pareció sentir algo semejante a un pequeño calambre que me incitó a retirar la mano, pero la inercia y la viveza de mis movimientos mitigó al instante esa fugaz sensación. Rodeé con mis dedos la barra que servía de respaldo y la saqué con cuidado del armario procurando no romper nada más que lo imprescindible. Por

supuesto golpeé la puerta con la pata y produje una raspadura que quedó como firma en la madera. Vaya, pensé mientras daba saliva con mi dedo en el raspón (algo inútil porque la raya seguiría allí hasta el fin de los tiempos, o hasta que cambiáramos las puertas, lo que ocurriera primero), espero que Irene no lo vea. Me echará una buena bronca y con razón. Con la silla ya fuera del armario procedí a desplegarla. Era algo muy sencillo: se bajaba la parte delantera del asiento, basculaban las patas

traseras por sí solas y ya estaba. La examiné. Fantástica. Me senté en ella dos segundos tanteando sus posibilidades. Ideal. En esta silla iba a pasar sentado el próximo rato. No lo pude evitar, me invadió una excitación semejante a la de un niño ante la perspectiva de acampar una noche en el jardín de la casa de su amigo. También yo sentía cierto agradable temor. Ajajá, no perdamos más tiempo. Volví a plegarla subiendo el asiento, me la calé bajo el brazo y bajé con ella por las escaleras.

Cuidado, Daniel, no rayes las paredes... que también le has dado a la puerta de la habitación. La silla pesaba bastante, las barras no eran macizas, pero aún así, para su volumen y cantidad de material empleado, resultaba muy pesada. Cuando llegué abajo me faltaba poco para sudar. Vale, de acuerdo, no soy Supermán, ni siquiera estoy en demasiada buena forma física, pero la sillita engañaba, no se trataba de una simple hoja de papel, pesaba. Se confirmaba la apreciación habitual de Irene: Tenía que hacer más

ejercicio. Volví a mi estudio: No jadeaba, tampoco era para tanto, pero la exaltación que me poseía y una cierta sensación de nerviosismo casi hicieron temblar mi voz cuando planté la silla abierta ante Irene y dije: —Bien, aquí está la silla.

4 La negra silla se interponía entre nosotros dos. Me dio la sensación de que se convertía en una barrera tan intangible como el rencor. No quise que el momento se tornara violento o desagradable. Cuanto antes lo hagamos, mejor, me repetí. Me senté delante de Irene como probándome la silla. Moví mi trasero varias veces a un lado y a otro aposentándome cómodamente. Pasé mis piernas por detrás de la fina barra horizontal que unía las dos patas delanteras. Era una

varilla delgada pero resistente sobre la que se podían apoyar los pies a unos tres dedos del suelo. Hacía que la silla resultara más cómoda y reforzaba su estructura. A veces se solían sostener en ella los tacones de los zapatos mientras la puntera se alargaba hasta el suelo; o, en ocasiones, como hice yo, se pasaban los pies por detrás de ella hasta que el empeine apoyaba sobre la barra y la punta de los pies quedaba bajo ella. Pero resultaba algo incómodo, la barrita se me clavaba, así que encajé el empeine de mis pies tras

las patas delanteras. Había encontrado la postura adecuada. Los pies estaban sujetos en una postura natural, casi como enroscados a las patas. Las rodillas quedaban algo flexionadas, ya que las piernas no estaban en ángulo recto, sino algo por debajo del nivel del asiento. Me apoyé en el respaldo. No se estaba mal. Irene dejó a Víctor sentadito en el suelo y cogió el cordel con las dos manos. —¿Ya? ¿Estás preparado? Analicé un poco más la situación.

Iba a pegarme un buen rato sentado allá donde decidiera, así que quería hacerlo bien. Se me ocurrió que resultaría muy aburrido, serían unas horas tranquilas, desde luego, sin nada que hacer o mirar. Deseché la peregrina idea que me asaltó de ponerme una película en el ordenador, algún DVD de serie B, uno de esos filmes que luego me servían como referencias subculturales para mis artículos, pero no, ése no era el espíritu de la prueba, no se trataba de pasar el tiempo viendo películas. Se suponía

que la protagonista de mi novela estaba retenida contra su voluntad. Lo mejor sería quedarme un rato a solas conmigo mismo. Me iría muy bien, podría recogerme en mi interior y dedicarme a planear nuevos fragmentos del libro. Me vería obligado a pensar en él, lo cual, dicho sea de paso, no me vendría nada mal, así quizás pudiera planificar lo que sucedería a continuación. No tenía muy claro cómo iba a sacar a Alana del apuro en el que la había metido. Además había otra idea sobre la

que quería trabajar. Tal vez pudiera salir de ahí un cuento corto: El tubo. Sí, una especie de fragmento de canalón de desagüe de unos treinta centímetros de largo, con el diámetro justo para meter el brazo. Un tubo especial en el que las cosas que entraban por un extremo no salían por el otro. La idea me atraía, tenía que madurarla un poco, darle algunas cuantas vueltas más y buscar una explicación plausible para el fenómeno; pero la imagen flotaba insistente en mi mente: el protagonista introducía su brazo en el

trozo de tubo y cuando sus dedos ya tenían que empezar a asomar por el otro extremo no salía nada. Sí, me vendría bien disponer de un ratito para estudiar las posibilidades de esta historia. —Espera —dije poniéndome en pie—. Voy a situarme junto a la ventana, siempre será un poco más entretenido. Aparté la silla con ruedas y puse la metálica en su lugar. Ya me iba a volver a sentar cuando se me ocurrió que podía solucionar un problema antes de que surgiera:

—Ah, ah. Espera un poco más, voy al wáter a mear, no sea que luego... Forcé una sonrisa de circunstancias. Ella balanceó la cabeza con resignación, su gesto indicaba que era una santa y que estaba dedicándome más paciencia de la que merecía nadie en este mundo. Víctor gateó detrás de mí decidido a alcanzarme. Logré llegar antes y cerrar la puerta sin pillarle los dedos. Los cuartos de baño eran un atractivo paraíso para él. Meter la

mano en la taza, uno de sus mayores placeres. Siempre teníamos que mantener la puertas cerradas. Además, Víctor había desarrollado en sus once meses de vida lo que yo calificaba como “aversión psicosomática al parque”. Nos habíamos gastado un dineral en un parque, o corralito, en el que pudiera pasar el rato entretenido con sus juguetes, era grande, cómodo y seguro. A pesar de que el cuarto del niño estaba en la planta superior, consideramos que sería más práctico instalarlo en el salón, ya que era allí

donde solíamos pasar la mayor parte del tiempo. Pero no hubo manera de que Víctor consintiera permanecer dentro. Lo intentamos todo: con juegos, con bailes y canciones, metiéndome yo con él (por cierto, me caí al salir y me produje un moretón en la rodilla, Irene se partía de risa), metiéndose su madre y riendo, implorándole, amenazándole, dándole juguetes, encestando pelotas, dejando su chupete dentro... todo, pero fue humanamente imposible que entrara en su interior. En cuanto lo cogías en brazos y

hacías el más leve ademán de acercarte al parque, disparaba su grito hipo-huracanado y lloraba hasta vomitar. Cogía berrinches increíbles. Ignoro qué pensaba, imaginaba o temía, incluso me pregunto si no se trataría de un trauma prenatal que se activaba al ver el corralito, pero el caso es que lo odiaba y era imposible a todas luces el mantenerlo dentro más de milésimas de segundo (y siempre sujetándole). Optamos por usar el parque como contenedor de juguetes y dejar que Víctor campara a sus anchas por los

suelos de la planta baja. Pusimos tapones de plástico en todos los enchufes; retiramos todo lo rompible hasta al menos un metro de altura, incluido el teléfono; instalamos protectores en las esquinas más sobresalientes, y pestillos a prueba de niños en los cajones y armarios bajos; retiramos adornos superfluos y mantuvimos cerradas las puertas de todas las habitaciones que no se usaban. Creamos de cintura para abajo otro mundo distinto. Era un estrato inferior en el que primaba la seguridad. Aún así, Víctor destrozó

en un descuido el mando a distancia del televisor, arrancó cuatro pestillos de seguridad de los cajones (el resto tuvimos que quitarlos para que no se los metiera en la boca); introdujo un bolígrafo en el lector DVD; se lavó la cara con el agua de la fregona; chupó los enchufes y mordisqueó los tapones; volcó varias veces su silla alta de comer (siempre encima de él); intentó arrancar con sus regordetes deditos las tablillas de parqué del suelo y convirtió en poco menos que jirones varios ejemplares de Terror Fantastic, segunda época

que yo había olvidado a su alcance. Él iba a su aire, vagaba, siempre a gatas, de la cocina al salón, del pasillo a mi estudio, del recibidor a la despensa, recorría toda la planta baja una y otra vez, incansable. Ahora arrastraba por el pasillo una servilleta que le había birlado a su madre, luego se entretenía mordiendo una factura en la cocina y más tarde se ponía de pie sujetándose a la mesa fumadora del salón, libre ya de cualquier adorno que no fuera de plástico irrompible. En el fondo nos hacía gracia, y nos

gustaba ese deambular de sus diez kilos de pañal y babas por toda la planta. Era encantador verle gatear a toda pastilla, como un perrito travieso, hasta alcanzar el objetivo localizado. A veces me encontraba tecleando en mi estudio y le sentía moverse al otro lado de la puerta cerrada, rozar la madera y emitir alguno de sus típicos ruiditos, como un gatito pidiendo leche. Un día fui a abrirle y al hacerlo cayó de repente sobre mis zapatos, se había puesto en pie apoyándose en la puerta y al abrirla hacia dentro, todo su apoyo

se esfumó. Tiré de la cadena, me lavé las manos y tras esquivar a Víctor volví al estudio. —Dejaremos la puerta abierta ¿Vale? —le dije a Irene mientras apagaba mi teléfono móvil. No pude evitar, como si de un viejo vicio se tratase, mirar la pantallita buscando señales de Yolanda. Ningún mensaje de texto, claro, ningún mensaje—. Así podré ver a Víctor si viene a visitarme. Y si necesito algo, aunque esté amordazado, siempre podré hacer algún ruido para que acudas.

—Vale, de acuerdo. Pero vamos ya, que tengo todo sin hacer. Todavía he de preparar las verduras de Víctor. A este paso hoy todos vamos a comer cuerdas —murmuró Irene. —Bueno, bueno, ya voy. Estoy enseguida, corazón. De nuevo me retrepé en la silla. Volví a poner los pies en la postura que había descubierto antes y con un leve e inexplicable escalofrío dije con tono serio forzadamente rimbombante: —Señora, puede proceder —. Su sonrisa de respuesta también fue

falsa. —Los pies primero. Uno a cada pata de la silla. ¿no? —afirmó más que preguntó. No necesitó que le respondiera, se inclinó y comenzó a rodear mi tobillo derecho con la cuerda sujetándolo a la pata de la silla—. ¿Así o está muy fuerte? —No, no, va bien, puedes apretar más, eh. No noto nada. La observé pasar la cuerda una y otra vez. A veces sobre la varilla horizontal y a veces por debajo de ella. Mi pie cada vez quedaba más sujeto a la pata. Era como si se

sintiera atraído por ella, como si poseyera una enorme carga magnética que me impidiera separarme. Víctor volvió a presentarse junto a nosotros. Intentó ayudar a su madre chupando la cuerda. Me incliné para recogerle y le retuve en mis brazos. Le propiné un par de sonoros besos. —¿Vendrás a ver a papá? ¿Eh? ¿Vendrás de visita? El papá... —le dije con tanta ternura que rozaba lo empalagoso— no te podrá decir nada, pero tú vendrás a verme ¿verdad, cariño?

Por lo visto, el niño pasaba de su papá y no se dignó contestarme, sólo estaba pendiente de coger la cuerda. Su madre, de rodillas ante mí, continuaba atándome el primer pie. La postura tenía un algo de erótico, incluso estuve a punto de hacer algún comentario al respecto, pero con el niño en brazos no era momento, nunca se sabe qué puede almacenar un bebé en su cerebro en desarrollo y ya teníamos trauma suficiente con su aversión al parque. —Así no te podrás soltar, eh, Daniel —avisó.

—Sí, sí, de eso se trata, ya me soltarás tú, átalo fuerte porque quiero probar a forcejear un poco, a ver... —Vale, como tú digas —y siguió dando más y más vueltas—. Ah, espera un minuto, voy a por las tijeras para cortar la cuerda. La mayor parte del rollo seguía aún sin utilizar rodeando el núcleo central. —No sé si podrás cortarla con las tijeras, mejor trae un cuchillo de sierra. —Bien, traeré las dos cosas, por si acaso.

Me quedé ahí sentado, con Víctor en brazos y un pie atado a la silla. Al poco apareció Irene con un gran cuchillo y las tijeras de pescado. Víctor casi se arrojó sobre esos atractivos juguetes, sería maravilloso chuparlos. Los relucientes filos actuaban sobre él como la luz sobre los mosquitos. Le aferré con firmeza mientras se debatía por bajar al suelo. Comenzó a lloriquear cabreado. Por supuesto Irene mantenía la distancia mínima de seguridad de dos metros entre cualquier objeto cortante y el bebé.

Mi mujer probó primero con las tijeras y no pudo cortar la cuerda, por una vez había acertado en mis previsiones. Pero no se dio por vencida, la apoyó sobre el filo de las tijeras y apretó con las dos manos. La cuerda se dobló y escapó entre las hojas. Irene la volvió a colocar bien, presionó hasta ponerse colorada, como cuando el rubor poseía sus mejillas, y con un crac de tijeras descoyuntadas, la cuerda quedó pellizcada entre las dos hojas, sin cortarse. Irene murmuró algo por lo bajo, no era muy propensa a

maldecir, así que supuse que se lamentaba de que pudieran habérsele estropeado unas tijeras casi nuevas. Tuvo que esforzarse para volver a abrirlas y liberar la cuerda. —Bueno, tenías razón —concedió. —Qué raro ¿no? —. Apenas había ironía en mi voz, yo era el primer sorprendido. —Pues probemos con el cuchillo... Así fue más sencillo, yo le sujeté un punto, mientras luchaba por mantener al niño alejado, y ella tiró de otro, comenzó a deslizar el cuchillo sobre la cuerda y poco a

poco vimos deshacerse los hilillos que la configuraban; cuando ya quedaban sólo algunos, cogió las tijeras y cortó limpiamente la cuerda. —Por fin —dijo. Y se dedicó a hacer un nudo de lazada, como si atara las diminutas zapatillas deportivas de Víctor. —No, no hagas ese nudo, hazlo más resistente. —Es que no sé otro. Éste es el único que conozco. —Bueno, al menos repítelo muchas veces, vuelve a meter la punta de la cuerda y haz otro nudo.

Yo qué sé, hazlo que no se pueda soltar. Complícalo. —“Complícalo”. Tú sí que eres complicado, hijo, llevamos ya casi media hora —exageró algo enfadada — y aquí estamos perdiendo el tiempo. ¿Quieres que te ate fuerte? Está bien. Toma nudos... Y noté en mi tobillo el apretón de la cuerda. Hizo un nudo. Otro. Pasó un cabo alrededor de ambos e hizo un tercero, un cuarto y así hasta realizar al menos diez. Yo callaba. Mejor no decir nada, presentía que no estaba el horno para bollos, así

que mejor no tentar a la suerte. Irene dio por terminado ese pie, la verdad es que lo había dejado bien amarrado, y pasó al izquierdo. Repitió básicamente todas las operaciones. El silencio sólo fue roto por los gemiditos de Víctor que seguía queriendo que le soltara para jugar con los cuchillos. —Ya está —anunció poniéndose en pie—. ¿Contento? Ahora las manos. ¿Cómo las quieres? —Quita las tijeras, anda —pedí —, que voy a dejar a Víctor en el suelo.

Retiró los instrumentos cortantes y los dejó sobre la base del monitor del ordenador, allí bailotearon hasta aposentarse ya que tenía un poco de curva y no apoyaban del todo sobre el estrecho espacio. Eché los brazos hacia atrás bajo su escéptica mirada, los pasé sobre el respaldo y los bajé un poco hasta rozar el asiento. El respaldo era bastante bajo y permitía colocarse en esa postura sin forzar mucho el cuerpo. Quedaba unos quince centímetros por debajo de las axilas. Mis muñecas pegaban con las barras laterales, puse las palmas

hacia abajo, como sujetando el asiento. No me ataría las dos manos juntas, sino una a cada lado. Irene comenzó a trabajar. Primero (la experiencia es la madre de la ciencia) cortó dos largos trozos de cuerda, suficiente para atarme por separado cada mano a su respectiva barra lateral y luego procedió a llevar cabo la tarea. —¿Te quitas el reloj? —preguntó. —No —negué, no lo creía necesario—, ¿te molesta mucho para atar? Subió los hombros con un gesto de

indiferencia. —No, me da igual, como de todas formas no vas a poder mirarlo... es por si estabas más cómodo. —Bah, no importa, déjalo —dije. Cuanto antes acabáramos este trance, mejor. Y siguió su labor. Víctor había descubierto mis cajones y se había puesto en pie aferrándose a uno de ellos. Chupaba como un loco el tirador que quedaba a la altura de su boca. Quizás le habíamos privado demasiado pronto del chupete, pero todos los expertos coincidían en que

cuanto antes se prescindiera de él, mejor: se evitaba que se viciara, que se le deformara el paladar y que hubiera que cargar siempre con varios chupetes; así que quince días antes, en vista de que tampoco parecía sentirse excepcionalmente atraído por él, decidimos probar a retirárselo. Hasta ahora parecía sobrevivir bastante bien y no echarlo demasiado en falta, ni siquiera por las noches. ¿Para qué quería un chupete existiendo a su alcance todo un universo de cosas susceptibles de ser chupadas?

Ya tenía una mano sujeta. Mientras me ataba la otra no pude evitar fruncir un poco el ceño. Y de nuevo volvieron a mí los inconsistentes temores sobre si era una buena idea o no. Cinco minutos más tarde ya me encontraba totalmente fijado a la silla. Irene había hecho los nudos a conciencia y no me cabía la menor duda de que sin ella no podría soltarme. Espero, pensé un poco alocadamente, que no elija este momento para confesarme que tiene un amante y que ha decidido abandonarme en este preciso

instante. Sonreí nervioso. Qué ironía la mía. Quedaba lo peor, se me hacía incluso difícil pedírselo. No sé por qué, pero no podía evitar sentir algo parecido a la vergüenza, era tan... extraño, tan... poco frecuente. Sólo faltaba la mordaza.

5 —¿Seguro que quieres que te amordace? —me preguntó Irene como si hubiera leído mis pensamientos. Afirmé despacio con la cabeza y expliqué: —Quiero saber qué se siente con la mayor exactitud posible. —Y, ¿qué hago? ¿Te meto el pañuelo en la boca y luego pongo la cinta adhesiva...? —Eso es, primero desdobla el pañuelo.

Era un pañuelo de bolsillo normal y corriente, más bien vulgar, uno de mis sufridos compañeros de catarros estivales y gripes de invierno, uno de los pañuelos encargado de sujetar las monedas en los bolsillos de los tejanos. Lo había sacado esa misma mañana del cajón de la ropa limpia y despedía un ligero aroma a suavizante. Medía unos cuarenta centímetros por cada lado y estaba adornado por unos finos triangulitos grises sobre fondo blanco. Como si de una prestidigitadora a punto de hacer un truco de magia se

tratara, mi mujer agitó el pañuelo frente a mi cara sujetándolo por una punta. Nada por acá, nada por allá. Hizo una pelota con él y me miró a los ojos. Abrí la boca, al igual que Víctor cuando tiene hambre y ve que su madre dirige hacia él la cuchara repleta de papilla. Afirmé con la cabeza rehuyendo su mirada con inexplicable culpabilidad e Irene metió el pañuelo en mi boca. Sentí el seco algodón adentrándose entre mis dientes hacia la garganta. Mi lengua intentó frenarlo. Irene lo estaba

introduciendo un poco abruptamente y el bolo de tejido me estaba dando asco. No lo pude evitar y una violenta arcada me sacudió. Creí que iba a vomitar. Irene, al ver mi expresión demudada, sacó el pañuelo de un tirón y una agradable sensación de libertad me poseyó. —Uuaaggh —me quejé—, qué desagradable, qué cosa más asquerosa. —¿Te ha dado asco?— preguntó, aunque resultaba evidente. —Sí, puagg, parece mentira, oye. Un poco más y vomito.

Su gesto parecía decir que no le extrañaba, que haciendo semejantes tonterías qué se podía esperar. Irene siempre tenía razón, era una de las leyes que regía el Universo. —Bueno, y ¿qué vas a hacer? Dejarlo ¿no? —apuntó. Por un momento estuve a punto de afirmar, desde luego, no era necesario amordazarme... pero entonces me di cuenta de que esa vívida sensación de asco que había sentido quedaría formidable en el libro. Yo nunca hubiera imaginado que fuera tan desagradable estar

amordazado, pero ahora lo había experimentado y había descubierto algo que, bien narrado, podría dar mucho juego. Quizás si aguantaba, aunque sólo fuera un ratito, podría descubrir nuevas sensaciones aciagas que sumar a las desdichas de Alana, la protagonista de mi novela. —No. Vamos a intentarlo de nuevo —propuse inseguro—. Pero ahora méteme el pañuelo más despacio. Creo que lo que me ha dado asco ha sido la rapidez con la que lo has metido. Hazlo con suavidad. Suave. Ya sabes cómo

¿no? Tú a veces sabes hacer cosas muy suaves... Cuando captó mi tono pícaro, Irene miró al techo de nuevo como si implorara ayuda ante las locuras de su marido. No entró en el juego, y claudicando dijo: —Si te molesta, me avisas, amor. “Amor”. Y la pena volvió a brotar en mi corazón. Amor. ¿Por qué todo tenía que ser así? ¿Por qué tenía que complicarme tanto la vida? ¿Por qué tenía que obligarme a mí mismo a olvidar a Yolanda cuando era evidente que mi corazón jamás lo

conseguiría? Miré a mi esposa. La amaba ¿verdad? Tenía que amarla. Tenía que proseguir con mi vida. Comenzó a meterme otra vez el pañuelo en la boca. Lo sentí ya un poco húmedo. Lo mordía marcándole a Irene el ritmo al que lo debía introducir. A cada pequeño empujoncito yo asentía con la cabeza para que ella viera que todo iba bien. Sujeté la mayor parte entre mis dientes. Intenté tragar saliva y de nuevo me visitó otra arcada, pero la soporté disimulándola lo mejor que pude. El problema era que no se

podía tragar saliva. Eso era lo más molesto. Irene se detuvo intentando descifrar cada una de mis expresiones. Una cuarta parte del pañuelo asomaba de mi boca como si me hubiera tragado un clavel blanco. Aguanté como pude. Noté que mis ojos querían llorar, pero me decidí, agité la cabeza arriba y abajo, afirmando. Con un último empujón los finos dedos de Irene encajaron el pañuelo entre mis labios hasta hacerlo desaparecer. Me miró interrogante. No me quedaba más remedio que respirar

por la nariz, una de mis fosas nasales soplaba algo ruidosamente agitando un moquillo en su interior. Mis mandíbulas quedaron abiertas de forma un poquitín forzada y mi lengua tanteaba temerosa el tejido intentando apartarlo. Mordí un poco la tela y de nuevo quise sentir asco. Pude refrenarlo. Mejor olvidarse del pañuelo y no tocarlo, comenzaba a estar empapado de saliva y la situación se estaba tornando peligrosamente desagradable. Afirmé con la cabeza de forma enérgica. Quería que me pusiera la cinta

adhesiva. Cada vez que tomaba aire, mi nariz silbaba. Irene parecía algo preocupada. Esto podría ser peligroso. Remisa, tomó la ancha cinta de embalar de color marrón, despegó un trozo con su tritritric característico y lo cortó con las tijeras. Era casi un palmo de cinta. Recordé que lo habíamos comprado en un bazar oriental cuando comenzamos la mudanza. Gastamos por lo menos tres rollos para sujetar los platos entre sí y cerrar las cajas del traslado. Este rollo quedó casi entero y nunca había previsto entre

sus utilidades la que ahora le íbamos a dar. —¿Seguro que quieres que te lo ponga? Asentí con la cabeza y gemí: Uhú. Alargué mis repletos morros hacia ella ofreciéndoselos. Aprovechó la ocasión y me dio un breve beso, apenas un roce que supo a despedida. Su suave mano posó la cinta sobre mis labios y la apretó casi con amor. Nunca he llevado ni barba ni bigote y no hacía ni tres horas que me había afeitado. La cinta se adhirió a mi piel como la boca de una ansiosa amante.

Irene dio los últimos toques apretándola y retiró su mano. Sentí como si una gruesa puerta se cerrara dejándome solo en un oscuro sótano. —¿Te encuentras bien? — preguntó preocupada. —U-hú —asentí. Elevé un poco los hombros e incliné la cabeza como diciendo “Hombre, no se está tan mal, pero hay cosas mejores”. —Y ahora ¿te dejo así? A ti solo... —Uh —mi lenguaje se había reducido a mugidos pero el tono de ellos era bastante comprensible. “Claro”.

—Ay, Daniel, me da no sé qué dejarte aquí solo, atado. —Uhh —sonó: “Noo, tranquila, no pasa nada”. Parecía increíble cuánto se podía comunicar sólo ululando—. Uh, uh —y moví la cabeza señalando la puerta. “Vete, vete”. Subí los hombros. “No pasa nada”. Por fin apareció una sonrisa sincera en el rostro de Irene. Negó algo inconcreto que se hallaba sólo en su mente y me besó en la frente. Me pareció percibir un brillo de admiración en sus ojos. Quizás me equivocara. Ésa era la mujer que

amaba. Ésa y no otra. Lo de Yolanda había sido un error, un gran error. Ahora sólo el dolor y los recuerdos me acompañaban. Y las dudas. ¿Podía haber sido todo diferente? —Vale, vale, voy a ver si acabo con el lío que tengo en la cocina, que justo hoy estaba reorganizando los armarios. Si me necesitas llámame y vendré corriendo. Voy a dejar las puertas abiertas para poder oírte — parecía a punto de reír—. Dios, estás loco, si vieras las pintas que tienes ahí atado... —Enarcó sus cejas en esa expresión suya tan característica

que tanto me gustaba y abrió mucho los ojos. Me hizo volver al mundo real—. Sólo espero que ahora no aparezca tu madre, porque si te ve así creerá que te trato peor de lo que siempre ha pensado. Y se rió como una niña traviesa. Tuve que hacer enormes esfuerzos por no reír yo también. Imaginé la situación: mi madre viene de visita a la casa, Irene le franquea el paso a mi estudio y señalándome dice “Hoy he tenido que castigarle”. Mi madre descubre a su nunca demasiado bien cuidado niñito, atado de pies y

manos. Se le hubieran salido los ojos de las órbitas y... la he perdido, he perdido a Yolanda. Era el amor de mi vida. La mujer a la que amaba. Su piel, su tacto, su risa. He perdido todo eso. La he perdido, se ha marchado de mi vida para siempre. Su cara en la penumbra... mi dedo dibujando la silueta de su rostro... el imperceptible roce de sus cabellos... Y ahora la he perdido. Es como morir cada día un poco... A pesar de lo triste de mis pensamientos, respiré aliviado. Había estado a punto de reír y eso

era algo que con la mordaza me estaba vedado. Para evitarlo había recurrido a pensar lo más triste que se me había ocurrido: la perdida de mi verdadero amor, Yolanda alejándose de mí por última vez, su despedida tan dolorosa, su amor desenfocado. Ahora la pena estaba siempre a mi alcance, ni siquiera tenía que escarbar un poco para encontrarla, bastaba con dejar de ocultarla. Dio resultado. Ya había superado la crisis. Ya no sentía deseos de reír, de hecho, había comenzado a deprimirme de nuevo.

Si me hubiera dado la risa tonta con el pañuelo en la boca, no sé qué hubiera pasado. Con toda seguridad mis narices hubieran estallado al intentar carcajearme. Irene tomó en sus brazos a Víctor, que casi había logrado aflojar el tirador del cajón de tanto chuparlo, y mientras me dirigían una última mirada, salieron de mi estudio. Irene le hacía arrumacos al bebé y ambos reían. Quedé solo, atado, amordazado e indefenso. Eso es lo que querías ¿no? Pues ya lo tienes, dijo una voz en mi cerebro.

Desaparecieron sus risas tras la esquina. En ese momento yo no sabía que uno de ellos iba a morir esa misma mañana.

6 Intenté tomar nota mental de todo lo que sentía. El tiempo transcurría perezoso. Mis mandíbulas parecían haberse acostumbrado a la mordaza. El pañuelo en la boca ya no era más que una palpitante molestia aceptable. Mi nariz se había despejado y respiraba por ella sin ningún problema. Mis muñecas y tobillos aún no llevaban sujetos el suficiente tiempo como para estar resentidos y no me encontraba del todo incómodo. Me obligué

activamente a no pensar en Yolanda y me esforcé en maquinar nuevas atrocidades que luego plasmar en papel. Me concentré en buscar ideas originales para mis escritos. Al rato, el experimento comenzaba a resultar aburrido. Empezaba a pensar que Irene tenía razón, que atarme a la silla había sido una estupidez, una pérdida de tiempo. No sentía nada especial, sólo un poco de entumecimiento en los músculos y unas ganas locas de sacudir brazos y piernas, me hubiera gustado

moverme como esos muñequitos de los que al tirar de un cordel agitan sus extremidades arriba y abajo. De todas formas, en el tiempo que llevaba atado había descubierto algo desagradable, muy desagradable: los picores. En un momento dado había comenzado a sentir picor en la cabeza, casi en la nuca. Oh, cómo me hubiera gustado rascarme. Al momento, y sin que el primer picor hubiera llegado a desaparecer, o siquiera remitiera un poco, brotó otro, como una flor salvaje, a un par de dedos de distancia. Agité la

cabeza en vano intentando apaciguarlos. Lo que esos picores necesitaban era una buena uña que removiera la carne hasta casi levantar la epidermis y que activara la circulación sanguínea. Resultaba incomodísimo no poder rascarse. De repente, como si se tratara de una invasión, comenzó a picarme todo el cuerpo. El prurito se inició levemente, como un cosquilleo pero pronto se convirtió en insufrible comezón. Los muslos, la espalda, la nariz... cada picor era concreto y profundo.

Era como si alguien hubiera nombrado la palabra “pulgas” en una polvorienta habitación abandonada. Es inevitable, en esa situación todo el cuerpo comienza a picar... los dedos buscan impacientes producir el alivio de rascarse. Era como si me encontrara en esa cochambrosa estancia mencionada, rodeado de pulgas casi invisibles. Sentía vívidamente cómo comenzaban a anidar entre mis cabellos, a recorrer veloces los brazos y las piernas, a introducirse entre mi ropa interior, a dar

nerviosos saltitos sobre mi pecho, a buscar afanosas el calor del recto y a posarse cada vez en mayor número sobre mí hasta cubrirme del todo. Lo que deseaba era agitarme espasmódicamente, sacudiendo con bruscos manotazos todas esas pulgas inexistentes que la aprensión y la sugestión habían convertido en reales, pero no podía hacerlo, tenía los brazos inmovilizados. Toda mi cabeza ardía en implacables picores. Percibí con claridad cómo algo minúsculo se movía a un par de dedos sobre mi oreja. Y me quedé

quieto, muy quieto, esforzándome por determinar la procedencia de esa casi imperceptible sensación, algo se arrastraba por mi cabeza, no cabía duda. Me dije a mí mismo que todo era producto de mi imaginación, que no había pulgas, que sólo se trataba de mi mente jugando una mala pasada. Pero el hormigueo seguía recorriéndome. Nada lo aliviaba. Tenía que hundir los dedos entre el pelo y retirarlo con violencia hacia atrás. El picor parecía saltar de un lado a otro de mi piel

multiplicándose por el camino. Comenzaba como una pequeña sensación de calor y poco a poco iba aumentando, sentía que tenía que rascarme, que tenía que empezar a hacerlo, y luego seguir con fuerza, sin cesar. Restregar mi piel, perseguir esa pequeña tortura y no parar. Los picores se extendieron irremisiblemente por todo mi cuerpo. Y de repente estallaron. Si prestaba atención podía sentir cómo crecían en cada centímetro de mi organismo. La cara, el pecho, los brazos, cada pliegue de piel, las piernas. Dios, la

cabeza era como una erupción. Picaba, picaba de veras. Y tenía que rascarme. Tenía que hacerlo. Sería tan fácil si estuviera libre. Podría rascar mi espalda, incluso allá donde las manos no alcanzaban. Podría abandonar esa vieja habitación imaginaria y salir al exterior para sentir la luz del sol sobre mí. Aunque temía que ni eso fuera suficiente. Que no bastaría con curvar mis dedos y restregar la mano como una garra por los brazos y piernas hasta casi arrancar la piel. ¡Oh, cómo me gustaría meter la

cabeza debajo del agua! Dejar que la corriente arrastrara esos seres diminutos que moraban entre mis cabellos y limpiara de llamas el ardiente cuero cabelludo. Recordé esa foto ampliada que vi hace tiempo de una pulga. Miles de esos seres panzudos y desagradables campaban a sus anchas por mi piel. Eran invisibles, no podía verlos, pero sentía cómo me recorrían. Sabía que estaban ahí. Sus poderosas patas presionaban la epidermis y hacían fuerza para introducir sus alargadas mandíbulas; perforaban la carne y un

diminuto alfiler se hincaba sin piedad. Así cientos de veces, en cientos de puntos de mi cuerpo... Me removí inquieto en la silla a la que estaba atado. Me picaba todo mi ser, Dios mío, hasta las uñas. Mi cuerpo era un mapa lleno de banderitas clavadas en él. Moví los hombros adelante y atrás. Solté el aire con fuerza, con rabia. Agité piernas y brazos lo poco que las ligaduras me permitían. Hubiera dado casi cualquier cosa por poder rascarme la cabeza. La meneé violentamente de un lado a otro hasta

que me pareció sentir que el cerebro se balanceaba y golpeaba el interior de mi cráneo. Picaba, escocía, ardía. Relájate, Daniel, relájate. No pasa nada. La silla producía un ligero ñic, ñic, al ritmo de mis piernas. Tienes que calmarte, son sólo picorcillos sin importancia, pasarán en un momento. Todo está en tu mente, se trata de aprensiones tuyas. Estás en tu limpia casa. No tienes por qué enloquecer de picor. No tienes urticaria. No hay pulgas ni insectos, a pesar de que por la ventana que da al jardín creas

vislumbrar, al límite de tu visión, cientos de seres diminutos como polvo, volando y revoloteando por todas partes, separados de ti tan sólo por un fino vidrio. No necesitas rascarte y tampoco hace falta que llames a tu mujer porque tengas un poquito de picor en la espalda ¿no? Cálmate, Daniel, cálmate. Me hubiera gustado respirar hondo pero la mordaza lo hacía imposible. Intenté pensar en cosas agradables, en Irene. No, en Yolanda, no. Piensa en Irene, en Irene. En nuestro mutuo cariño, en el gracioso Víctor que aún

no se había dignado venir a visitarme, en la sabrosa propuesta para publicar en Inglaterra La mente del muerto... Con la única finalidad de distraerme intenté comprobar la movilidad de que disponía. Probé a ponerme de pie con la silla a cuestas pero resultaba a todas luces irrealizable. Descarté esta posibilidad: no podía levantarme de ninguna manera. La forma en que mis piernas pasaban tras las patas de la silla lo imposibilitaba, las puntas de mis pies rozaban el suelo y constaté

que, sin embargo, sí me resultaba relativamente fácil hacer girar la silla. Dando breves empujoncitos y buscando el juego entre la puntera, que tocaba el suelo, y el empeine, que empujaba la pata, la silla se arrastraba de pocos en pocos milímetros. La estrategia dio resultado y el hallazgo de mi limitada movilidad contribuyó a aliviar la picazón que había sentido escasos momentos antes, hasta convertirla solamente en un sordo e incómodo palpitar. Era fatigoso, todo el peso de mi

cuerpo (más o menos un ochenta por ciento de voluminosa barriga) recaía en mis punteras y debía no sólo moverme a mí, sino también arrastrar esa pesada silla. Muy bien, puedes girar... pero y ¿avanzar? Probemos... Remando con mis dedos gordos podía arrastrar la silla lentamente. Cada empujoncito era un pequeño avance y tenía que impulsarme con el cuerpo, como los niños en los columpios. Depuré mi técnica y descubrí que culear era la forma más rápida de propulsarme. La

conjunción del limitado juego de los pies y mis golpetazos de pelvis adelante y atrás me permitió avanzar con bastante agilidad. Oh, vaya, mejor que deje de hacerlo, me dije. Si Irene me ve arrastrar la silla por el parqué, me echará una bronca terrible. Y es que, detrás de mí, la goma de las patas de la silla había dejado un rastro mate sobre el brillo de la madera. Irene era muy cuidadosa con el parqué. No permitía que se deslizara sobre él ni un solo mueble, decía que se rayaba, que perdía

lustre. Y cualquier movimiento de mesa o sillón debía realizarse izándolo a pulso. Incluso con los juguetes de Víctor había que tener cuidado. Tanta era su dedicación que me había contagiado su mimo hacia el suelo; velar por preservar el brillo ya se había convertido también en algo consustancial a mí. Pero lo importante ahora era que había descubierto que a pesar de estar ligado a la silla, no me encontraba totalmente inmóvil. Ése era un valioso detalle. Quizás Alana pueda escapar así de sus captores...

Analicé las posibilidades: podría hacerla caer, con silla y todo, por unas escaleras. Ella quedaría bastante malparada, sí, pero la silla se rompería y lograría escapar... ella resultaría con algo fracturado... no sé... un brazo o una pierna. Claro, una pierna, así la persecución posterior sería más interesante. La pobre Alana intentaría huir con una pierna rota, y restos de la silla aún unidos a ella, medio arrastrándose, medio corriendo. Nota mental: tengo que hacer que su silla sea de madera y no metálica irrompible como ésta.

Así al caer por las escaleras se romperá un listón y podrá quedar libre. Entonces recordé que al final del capítulo ocho le había roto la nariz a Alana. No, eso debería cambiarlo. Con la nariz rota y amordazada no podría respirar. Tenía que recordar ese detalle y cambiarlo en el original antes de hacer la copia de seguridad y empezar a acumular fallos en el texto. Mira por dónde, a Alana se le iba a curar la nariz enseguida. De nuevo me maravillé de lo grandioso de ser escritor. Mi

profesión me convertía en una especie de dios. Podía disponer de la vida y acontecimientos de todos mis personajes. Podía romperle la nariz a Alana, matarla al hacerla caer por las escaleras, podía romperle un brazo, una pierna, el cuello, permitir que saliera indemne, destrozar o no la silla. Podía hacer que sufriera un ataque de risa o de picores, o que le diera un infarto, que no pudiera reprimir un ataque de gases, que poseyera poderes latentes que la convirtieran en bruja, o que la policía se presentara de repente para

rescatarla. Era algo que me hacía sentir poderoso e influyente. Yo era el amo de los destinos de mis personajes, les dotaba de existencia y les privaba de ella a mi antojo. Aunque como norma prefería dejar fluir sus vidas sin demasiadas injerencias; permitía que los personajes se desarrollaran a sí mismos. Yo me limitaba a procurarles las circunstancias que convertían en interesantes sus anodinas vidas inexistentes. Ya había sobrevivido a mi propia crisis de los picores y había

realizado grandes avances, casi literalmente, en mi sedentaria situación. El experimento estaba resultando un éxito. Continué sentado un buen rato sumido en oscuras tramas literarias e ideando posibles relatos.

7 Me dolían los pies después de que hubieran soportado ellos solos toda la responsabilidad de desplazarme. Las cuerdas que los ligaban a las respectivas patas de la silla querían comenzar a morder la piel. Todavía no era insoportable, no, sólo un poquito molesto. Bien, ya era suficiente. No había por qué dedicar más tiempo a esto. ¿Cuánto rato llevaba ya atado? Seguro que bastante, pero había perdido la noción del tiempo e ignoraba cuánto.

Ese detallito también podría servir para el libro: Alana pasaría una larguísima noche totalmente desorientada, sin saber cuánto faltaba para que sus verdugos fueran a recogerla. Ojalá hubiera dejado el reloj a la vista. Bueno, basta. Suficiente por hoy. Demos por terminado el experimento. Era el momento de llamar a mi mujer. Con anterioridad, Irene se había acercado al estudio dos o tres veces para interesarse por mi estado. Se asomaba por la puerta, me saludaba con alegría y me preguntaba

qué tal iba todo. Yo afirmaba con la cabeza y ella me enviaba un beso antes de desaparecer de mi vista. Pero no iba a esperar a que regresara de nuevo, empezaba a sentirme incómodo de veras, así que lo mejor sería llamarla. Intenté gritar para reclamar la atención de Irene, pero la mordaza amortiguó casi todo el sonido. Sólo pude prorrumpir un ahogado gañido que quizás no llegaba hasta la cocina donde ella se encontraba (según deduje por los apagados sonidos cotidianos que alcanzaba a escuchar). Probé con la

nariz. El sonido era más fuerte, desde luego. Parecía una vaquita enfurecida. Mis fosas nasales vibraron. Procuré que el sonido se ampliara y aumentara ya que tenía que salir de mi estudio, doblar por el pasillo, recorrerlo, cruzar el salón y llegar a la cocina. Las vibraciones del aire debieron alcanzar su objetivo porque oí la suave voz de Irene respondiendo desde lejos. —¿Me llamas? Aguarda un segundo que yaaAH... El ruido y el grito llegaron mucho

más fuertes que su voz. Un golpe seco, acompañado por el eco de un quejido. Irene no acabó su frase. El silencio se hizo absoluto durante eternos segundos. ¿Qué había pasado? ¿Qué habían sido esos ruidos? Con movimientos nerviosos, como los de un ave de rapiña, orienté la cabeza para percibir mejor los sonidos. Aguanté la respiración para no perder el más leve atisbo de ruido. Algo en mi interior tembló. No había ocurrido nada bueno, estaba seguro. —Uhh... —llamé temeroso.

Apenas me atrevía a profanar el silencio. Entonces Víctor comenzó a soltar el aire. En realidad ya llevaba varios segundos llorando, pero se trataba de su “silenciosa toma de aire”. Conocía a la perfección su llanto, lo había sufrido ya muchas veces. Cuando sucedía algo inesperado que le asustaba, siempre seguía el mismo esquema. Por ejemplo: a mí se me caía un plato y producía un enorme ruido que le sobresaltaba. Entonces, un brusco temblor le recorría de arriba a abajo una sola vez agitando todo su

pequeño cuerpecito, era una ola de sorpresa. Casi al mismo tiempo, su expresión se demudaba, torcía los morritos hasta que su boca configuraba una línea ondulada, entrecerraba sus vivos ojazos, abría la boca convirtiéndola en una enorme “O” y tomaba aire a empujones mientras sus ojos comenzaban a hacer pucheros. Todas estas fases las ejecutaba en un silencio absoluto. Cuando sus pulmones ya no aceptaban ni un solo ápice más de aire, procedía a soltarlo y, entonces, comenzaba su alarido hipo-

huracanado rompiendo la tranquilidad reinante. A partir de ese instante su llanto era ensordecedor y sólo cesaba en los momentos en los que tomaba aire con tanta intensidad que casi se apabilaba. Ése era el procedimiento usual que su madre y yo habíamos constatado en decenas de ocasiones, a veces su propia previsión nos hacía sonreír. Ahora, el proceso no había sido una excepción. Cuando ocurrió lo que hubiera ocurrido en la cocina, él se asustó y había tardado sus cinco o seis segundos habituales hasta

comenzar a emitir sonido. En esta ocasión sus gritos eran alarmantemente intensos, cada llanto era un alarido. Me hubiera gustado llamarle. Víctor, Víctor, cariño... Consolarle. No pasa nada, no pasa nada. Abrazarle hasta calmarle. Vamos, ven aquí, ven con papá, así, muy bien... Pero no pude hacer nada de eso. Estaba atado a esa maldita silla. Esperé oír la voz de Irene consolándole. No la llegué a escuchar. ¿Por qué no le cogía en brazos? ¿Por qué no le reconfortaba?

¿Me lo había parecido a mí o Irene había gritado junto con el estrépito, hacía algunos segundos? ¿Qué diablos estaba pasando en la cocina? ¿Qué produjo el ruido que había oído mientras Irene gritaba, si era cierto que había gritado? Intenté rememorar el sonido, rebobinarlo y volver a pasarlo en mi mente. Había sido un golpetazo seco, contundente... pero no podía identificarlo. ¿Se habría hecho daño Víctor? ¿O Irene? ¿Por qué tardaba tanto en atenderle? Los segundos se deslizaban despacio uno tras otro

mientras en mi cabeza el caos comenzaba a tironear de mis neuronas. Víctor seguía desgañitándose, pero por lo demás, el silencio era total. Estaba comenzando a asustarme en serio. Cada vez era mayor mi convicción de que algo grave había ocurrido. Algo malo. De nuevo me aventuré a mugir. El sonido que emití sonó ridículo, absolutamente fuera de lugar. La absurda broma de un imbécil segundos después de la tragedia. Me di cuenta de que estaba empapado en sudor. Gruesas gotas

resbalaban por mi frente y cara, algunas, las más atrevidas, se encaramaron sobre la cinta adhesiva y la surcaron vertiginosas buscando el salto en el vacío hacia el suelo. No hubo respuesta a mi asustada llamada. Víctor hipaba con fuerza entre gemido y gemido. Y el silencio que reinaba mientras tomaba aire resultaba aterrador, premonitorio de grandes catástrofes. Desde su inconclusa respuesta a mi llamada no había vuelto a percibir prueba alguna de la presencia de Irene. ¿Qué ocurría? ¿Cómo permitía

que Víctor llorara con tanto desconsuelo? A medida que el tiempo proseguía su curso, iba asustándome más y más. Irene... ¿Qué le había pasado? ¿O era a Víctor a quien le había ocurrido algo malo? ¿Acaso habría entrado alguien en la casa? ¿Estaban en peligro? La desesperación me poseyó. Necesitaba saber. Conocer qué había ocurrido. Volví a prorrumpir mi grotesco mugido nasal. Estaba asustado, muy asustado. Aún intentaba deducir qué había producido el ruido que asustó o dañó

a Víctor. Y mugí. Mugí como un l o c o . Irene, tienes que venir y desatarme, tienes que explicarme qué pasa. Desesperado, comencé a avanzar con la silla a rastras. No me importaba el dolor de los pies, ni las mordeduras que la cuerda propinaba a mis tobillos a cada pequeño paso. Seguía ululando aterrorizado. Cada empujón desplazaba la silla un poquito hacia la puerta, el avance era lento hasta la exasperación. Me empezaba a costar respirar. Ni siquiera se me ocurrió pensar si

estaba rayando o no el parqué. Bramé implorando ayuda. Remaba con mis pies, con la fuerza que da el miedo. Casi había llegado a la puerta de mi estudio. Los dedos gordos de mis pies a través de las zapatillas seguían impulsándome lentamente. —Uh, uh, uh —gemía con cada impulso. El aire sonaba al atravesar mi nariz como el viento en una tormenta, el golpeteo de las patas de la silla sobre el suelo imitaba los truenos, mis brazos eran recorridos por los relámpagos que producían las

cuerdas que rodeaban mis muñecas. La desesperación aumentó cuando vi que no podía avanzar más. Yo empujaba y empujaba, acompañando cada empellón con uno de mis característicos bramidos nasales, pero la silla no se movía de su sitio. Giré la cabeza a un lado y a otro buscando las causas. Varias gruesas gotas de acre sudor volaron hasta estrellarse contra mis piernas o contra el suelo. Apenas si podía mover un poco el tórax adelante y atrás, la movilidad de mi cabeza era el único resto de libertad que me

quedaba. Un precioso tesoro sin precio. Mi cuello la hacía oscilar para impulsarme, para mirar, para equilibrar... se había convertido en el timón y el motor. Asomándome hacia un lado comprobé que una de las patas traseras había quedado atorada en el marco de la puerta. En el ángulo en que me desplazaba sería imposible acabar de salir del estudio. Maldije mentalmente. Mi cerebro funcionaba a toda velocidad, era capaz de ejecutar cuatro o cinco actividades simultáneas sin apenas

percatarse de ello: maldecir, controlar mi cada vez más violenta respiración, equilibrar mi marcha, preocuparse por lo que pudiera haber ocurrido e intentar calmarme. Pero sus funciones cada vez aparecían más difusas, como borradas por el terror. Retroceder resultaba bastante más difícil que avanzar. Me veía obligado a forzar más mis sufridos dedos de los pies y la marcha iba a contrapelo. Estaba medio atascado, atravesado en la puerta. Víctor continuaba llorando con amargura e Irene seguía sin dar señales de vida.

Sentí que podía enloquecer, la incertidumbre era inaguantable. Levanté mi trasero todo lo que pude y lo dejé caer hacia atrás con un golpe seco, la silla se desplazó unos milímetros. Apenas nada para el empellón que le había propinado. Seguía atascado. Concentrándome en mi objetivo, sin pensar en otra cosa, hice oscilar mi tronco a un lado y a otro en un bamboleo que a Víctor le hubiera encantado de haberse encontrado sentado en mis rodillas. El movimiento oscilante se trasladó a las patas de la silla. Ése era el

sistema. Mientras bailoteaba a la izquierda y a la derecha empujé con la puntera de mis pies (la única parte de mi cuerpo que tocaba el suelo) y presioné la zona superior del empeine contra la pata de la silla. Lo logré, la silla se desencajó con suavidad, no hubo ningún ploc triunfal ni ningún otro sonido concreto que festejar; sencillamente recuperé mi precaria movilidad. Por fin pude salir al pasillo. Me encontraba sofocado, casi al límite de la extenuación, y sólo había recorrido poco más de tres metros.

La fatiga me obligó a parar. Había vuelto a sentir asco. El pañuelo en mi boca era una desagradable masa pastosa empapada en saliva. Parecía haber cobrado vida propia y pugnar por adentrarse en mi garganta hasta lograr asfixiarme. Cada exhalación de aire suponía un gran trabajo, debía esforzarme por dirigir el volumen justo por el camino correcto hacia mis fosas nasales. Callé, sólo el estruendo de mi forzada respiración rompía el silencio, eso y el reiterado llanto de

Víctor que no parecía haber descendido de intensidad. Sonaba atronador. Ahora combinaba el llanto con la tos, y mientras yo aguantaba la respiración pude oír cómo, con un golpe de tos más violento que los demás, el vómito escapaba por su garganta. Tampoco éste era un hecho extraño, sólo era otra de sus fases en un gran disgusto: llorar hasta producirse él mismo el vómito. A veces, dependiendo del tiempo que hiciera desde su última toma, vomitaba sólo babas o esputos, pero

si hacía poco que había comido, expulsaba todo el alimento que su madre le había dado con tanta dedicación. Desconocía si el niño ya había tomado el puré de verduras del mediodía o si sólo había regurgitado espumarajos amarillentos en esta ocasión. Con cada golpe de tos percibía su esfuerzo por vomitar. E Irene ¿por qué no hacía nada? Cuando el niño tomaba aire, sus llantos dejaban de sonar por unos segundos y el atroz manto del silencio total cubría la casa con siniestras sombras. Temí que Víctor

se atragantara, que su propio vómito le asfixiara... Hacía escasos segundos había temido asfixiarme yo mismo ¿Qué casa de locos era esa en la que cualquier residente podía morir ahogado de un momento a otro? Víctor era lo primordial, había que apaciguarle, acabar con ese disgusto antes de que ocurriera algo irreparable. —U-hu. U, hu, hú, hu —procuré que sonara como: Yuhu, papá te llama. Doté de cierta musicalidad a mi oscuro balido. Ya no era ese amortiguado grito desesperado que

emitía un momento antes. Ahora era una sencilla melodía. Procuré reproducir esa musiquita del anuncio de pañales que tanto le llamaba la atención. Había olvidado todo lo demás, sólo quería que Víctor, si podía, viniera a mi lado, tenía que atraerle. El estruendo de mi avance y mis gritos, con toda probabilidad, habían contribuido a asustarle más. Tenía que quedarme quieto y hacerle venir. Solucionar primero lo principal, como solía decir Irene. Nunca creí que fuera capaz de

sudar tanto, la ropa se pegaba a mi cuerpo y una desagradable gota sorteó mis cejas y pestañas y se introdujo por el rabillo de mi ojo izquierdo. El escozor fue instantáneo. Aggh, cómo pica. Si hubiera podido restregarme el ojo, todo hubiera acabado. Era lo único que necesitaba, frotarme un poquito. Un remedio sencillo, rápido y eficaz. Pero imposible en mis circunstancias. Continuaba tarareando la cancioncilla con la esperanza de atraer a Víctor. Cerré el ojo lo más

fuerte que pude, intentando expulsar la aviesa gota de salado sudor. Incliné la cabeza con la vana intención de frotarme el ojo contra el hombro. No fue factible, las ligaduras me lo impidieron. No podía alzar los hombros lo suficiente. Me resigné, mantuve el ojo cerrado, lo único que paliaba un poco el escozor, y canté. Debía ser patético: un hombre hecho y derecho, atado a una silla, cantando sin cesar el jingle de un anuncio de televisión en medio del pasillo de su casa con

un ojo ardiendo, preocupado por la suerte de su mujer y su hijo. Cuando acabé la cancioncita. Volví a llamarle de nuevo con un mugidito suave y consolador. Mis oídos continuaban atentos buscando cualquier sonido que pudiera aportar algún dato. Mantenía mis ojos cerrados para evitar nuevas agresiones. Creí oír algo. Ojalá fuera lo que me había parecido. Retomé la cancioncilla. El llanto parecía menos intenso, y era frecuente oírle sorber mocos. Lo escuché de nuevo. Sí, era lo que parecía: una manita sobre el

parqué. —U-hu —llamé. Quería que sonara prometedor. En mi tono había cariño, juegos, besos, paseos por el jardín... Otra manita. El sonido era apagado, apenas una hoja caduca en otoño posándose sobre sus compañeras muertas. Se encontraba en el límite de la audición. Pero quise creerlo. No me cabía duda: Víctor había empezado a gatear. Ahora sólo era cuestión de tiempo, el bebé se encontraba lejos y, por supuesto, todavía fuera del alcance de mi vista, pero el cebo ya

había sido picado, ahora había que recoger el sedal con mucho cuidado. El sonido que el niño producía parecía venir, quizás, de la cocina, eso quería decir que ya estaría saliendo de ella por la puerta que daba al pasillo, pero aún tendría que recorrerlo, entrar en la zona de paso del salón sin adentrarse en él, retomar el pasillo, doblar la esquina y entonces me encontraría. Ahí estaría yo esperándole. Vamos Víctor, tú puedes hacerlo. Entre llamada y llamada, aguantaba la respiración intentando ubicarle

mentalmente. Sí, su llanto sonaba más nítido, eso era, ya no estaba en la cocina.. ¡Todos juntos, cantemos...! —Uhú, uhú; uhú, uhú. Pero y, ¿si le había ocurrido algo grave y no podía gatear hasta aquí? ¿Y si había resultado víctima de uno de esos fortuitos accidentes caseros de los que hablan las estadísticas? Entonces lo percibí, la alegría inundó mi postrado cuerpo, era su trotecillo. El perrito Víctor acudía a la llamada de su amo balanceando su abultado trasero a un lado y a otro; moviendo

los brazos y piernas como si se tratara de un muñeco de resorte. El expreso Víctor se acercaba a toda velocidad a su destino. Su llanto cada vez menos violento, sonaba más y más cercano. Ya debía de haber atravesado el salón. Abrí anhelante los ojos que hasta ese momento había mantenido cerrados, tanto para mitigar el escozor como para concentrarme mejor en lo que pudiera oír. El ojo izquierdo aún era un pozo de fuego. La ansiedad me dominaba. De un momento a otro, en cuanto recorriera el pasillito, Víctor

aparecería ante mí. De pronto, todo cesó. El ya débil llanto de Víctor se extinguió. Ya no se oía el rumor de sus manos y rodillas contra la madera al gatear. Me asusté terriblemente. Guardé silencio para escuchar. Mantuve la respiración por enésima vez. La sangre que recorría mis venas atronaba en mis oídos. Parecía que mi corazón se encontrara justo entre los tímpanos, su brutal palpitar era un rítmico estruendo inaguantable. Me hubiera gustado hacerle callar aunque sólo fuera un

par de latidos. La manecilla del reloj de la cocina avanzó un diente en su engranaje. Tac. En algún lugar de la casa revoloteaba una mosca. Una gota cayó del grifo en el baño de al lado. Silencio. Total. Absoluto. Aterrador. Corazón, no palpites más, por favor. El zumbido del ventilador del ordenador. El típico rumor bajo del motor del frigorífico. Un gorgoteo imperceptible de algo cociéndose al fuego. Silencio. ¿Víctor? Víctor. ¿Qué te ha pasado? ¿Alguien te ha cogido? El terror me atenazó. Apenas me atreví a volver a

respirar. El bebé había desaparecido. Cuando ya se encontraba tan cerca, se había esfumado. Ni un hipo, ni un llanto, sólo el horrible silencio. El minutero del reloj de la cocina dio otro chasquido. Tac. Decidí probar de nuevo. La tensión era insostenible. Comencé a cantar muy bajito, con reverencia, procurando no asustar al silencio, sabedor de la inutilidad de hacerlo. Con lágrimas a punto de brotar de mis irritados ojos. —Uhú, uhú; uhú, uhú... —no se pudo quebrar mi voz porque

entonaba por la nariz; pero la tonada se interrumpió. En silencio, cuando menos lo esperaba, la cabecita de Víctor asomó precavida por la esquina. Vi su escaso pelito moreno despeinado, sus oscuros ojos enrojecidos por el llanto, sus marcadas ojeras, su naricilla pícara de la que goteaban mocos hasta posarse en sus gruesos labios. Su carita se iluminó, sonrió, emitió un jadeo de alegría y todo su cuerpo apareció frente a mí. No pude evitar que gruesas lágrimas brotaran de mis ojos. Víctor se encontraba bien,

parecía en perfecto estado. La pechera de su pijamita se veía húmeda, pero era fruto de sus vómitos, nada de que preocuparse. Gateó veloz hacia mí, emitiendo gorjeos de alegría o quizás contándome los desconocidos hechos acaecidos en la cocina. Llorar también me resultaba difícil, así que intenté aguantarme, sollozar amordazado podría conllevar atragantarse con el pañuelo. Liberé en dos lágrimas la tensión acumulada y, tras la cinta adhesiva, sonreí. Me hubiera gustado abrazarle,

sentir su calor, limpiarle los moquitos, estrecharle entre mis brazos o, por lo menos, poder llamarle por su nombre. Pero nada de eso era posible. Llegó a mis pies, siempre con su cabecita levantada, mirando hacia arriba y sonriéndome. Con sus torpes manos se sujetó a mis piernas mientras comenzaba a emitir sus indescifrables ruiditos de conversación. Temeroso, se puso de pie sobre sus titubeantes piernecitas. Su cabecilla quedaba entre mis rodillas. Forcé todo lo que pude las ligaduras de los tobillos y apreté

débilmente su cuerpo entre mis piernas en un torpe remedo de abrazo paterno. Me sentí casi feliz. Estaba con Víctor. Y Víctor estaba sano. No sabía lo que nos esperaba.

8 En el exterior, alguien observaba la casa. Sus ojos enrojecidos vigilaban si alguien entraba o salía. Miraba pacientemente sin saber muy bien qué hacer. Se preguntaba qué hacía allí. Qué pretendía. Sintió un dolor casi físico taladrando su alma. Eso era un error, un gran error. No debería estar allí. Era un gran error. No debería estar allí. Pero siguió observando desde el interior del vehículo, esperando no sabía qué.

9 Intenté calmarme y actuar de forma razonable. Lo primordial era soltarme, algo imposible sin ayuda de Irene, así que la necesitaba a ella. Pero había que afrontar los hechos: lo más probable era que hubiera sufrido algún pequeño accidente y se encontrara dolorida en la cocina, o quizás se hubiera desmayado, o le había dado un mareo y se había caído, o yacía inconsciente, o... Piensa Daniel ¿qué más posibilidades hay? No quería

admitir esas ideas, pero palabras como infarto o embolia llevaban rato pugnando por aflorar a la superficie de mi subconsciente. Tuve que sopesarlas con desagrado. Si a Irene le había ocurrido algo grave... Dilo, Daniel, enfréntate a ello... Está bien, si Irene hubiera muerto... ¿Muerta?¿Irene muerta? No, no, eso no ha ocurrido. Claro que no. Desde luego que no. Ella siempre ha tenido una salud de hierro. Qué tontería, Irene tendida en el suelo con el rostro desencajado y las manos como

garras sobre su pecho, víctima de un inesperado infarto. ¡Qué va! Eso no ha ocurrido. Ni siquiera sé por qué he de sopesar esa estúpida posibilidad... pero... si hubiera muerto o estuviera incapacitada ¿Qué diablos iba a hacer yo? ¿Cómo me iba a soltar? ¿Cómo me iba a hacer cargo de Víctor? Borroso, entre oscuras nubes, me vi atado a la silla muerto de sed, con el cadáver del bebé a mis pies. No desvaríes, me dije, vuelve a la realidad, no dejes que macabras fantasías te hagan enloquecer.

Márcate las prioridades y actúa en consecuencia. Si no podía soltarme yo mismo (Soltarme: primera prioridad) debía encontrar a Irene (Irene: segunda prioridad) y que me liberara ella. Sencillo. Si Irene no podía desatarme (Y ¿por qué no iba a poder?) ya veríamos... Así que, a decir verdad, todas mis prioridades, una vez que Víctor ya se había calmado y yo había comprobado que en principio se encontraba bien, se reducían a una: Irene. En realidad como casi toda mi

vida. Así había sido desde que la conocí, ella siempre había sido mi única prioridad. Siempre volvía a Irene, como ahora, como hacía un mes. Ella se merecía ser amada. No era justo que le mintiera y engañara. Por ella yo tendría que hacer cualquier cosa. Siempre había estado allí. Se había convertido en mi sustento en las privaciones, mi consuelo en las desdichas, mi energía en los desfallecimientos, mi faro en la noche, mi alma en la vida... Siempre Irene. Siempre volvía a ella. Siempre estaba allí para acogerme,

amándome. Y yo le había pagado con qué. ¿Enamorándome de una jovencita a la que sacaba casi diez años? ¿Engañándola con excusas vacías? ¿Ocultándole mis sentimientos hacia otra? Para luego, una vez rechazado, volver a Irene, escondiéndole que la hubiera sustituido sin titubear. Su risa sincera, su dulce voz, sus gestos espontáneos, sus caricias provocadoras. Todo eso era mío y yo estuve a punto de perderlo, de renunciar a ello. Irene me había amado, ayudado, animado. Siempre

estaba allí cuando la necesitaba, con su cálida sonrisa. Siempre podía abrazarla y ser correspondido con afecto verdadero. Mi Irene. Una vez más voy hacia ti buscando tu regazo. Y ahora es cierto. Víctor extendía sus bracitos, quería que le cogiera en brazos, su regordete índice me señalaba incansable. Era algo que había aprendido a hacer una semana antes y desde entonces prácticamente no había doblado el dedo. Aparte del llanto, era su única vía de comunicación, pero a diferencia de

éste le servía para expresar deseos, y no sólo para protestar ante cosas desagradables. Creó un nuevo código. Estando en la cuna podía señalar fuera: salir. Estando en el suelo podía señalar a su madre: En brazos. Estando en su cuarto podía señalar un determinado muñeco: romper. Estando en la mesa podía señalar el biberón de agua: mojar todo. En definitiva, un revolucionario sistema de comunicación entre él y el mundo. Por la calle señalaba los perritos. En el jardín señalaba los insectos. Viendo la tele señalaba lo

más llamativo, constaté que casi siempre eran señoritas con poca ropa. Y si entraba alguien en la habitación mientras estaba en la cuna, le señalaba acusador con el dedo como diciendo: Tú, tú me has hecho acostarme. Me dio una pena terrible. Le veía ahí, entre mis rodillas, señalando mi pecho y casi haciendo pucheritos, mientras se debatía por no caer sobre su abultado trasero. Puse la mirada más tierna que pude y a través de mi nariz canturreé un poco, intentando animarle. Cuando sonrió me mostró

sus cuatro dientecillos y en un ataque de irracionalidad pensé que, si todo salía mal, Víctor siempre podría roer la cuerda. Sin dejar de cantar y con él todavía entre mis rodillas avancé un poquito. Mi paso era tan lento que incluso Víctor, sin saber andar solo, podía ir retrocediendo poco a poco a medida que yo avanzaba. Aunque en mi interior me encontraba asustado, procuraba que el bebé no apreciara nada extraño. Aparte de no poder cogerle por estar atado a una silla, claro. No era cuestión de dejarse llevar

de nuevo por la desesperación y que Víctor se asustara otra vez. Yo continuaba sudando a chorros, pero el pequeño parecía fresco como una rosa, olvidado ya el disgusto de hacía pocos minutos. Incluso intentaba trepar por mis piernas, aunque con nulos resultados. Un empujón, otro. El avance se convirtió en un juego: Yo anunciaba cada empellón con un ulular mantenido, y en el momento preciso del movimiento soltaba el aire en algo que pretendía ser un gracioso gritito, como si quisiera jugar a asustar en

broma a Víctor. Éste reía mientras nos desplazábamos unos milímetros. En realidad este juego era una variante del “Que te pillo, que te pillo”, entretenimiento predilecto de Víctor en el que con él en un brazo tenías que alejar la otra mano, y luego ir acercándosela a la barrigota de forma lenta y amenazadora diciendo: Que te pillo, que te pillo... para en el último instante, con un rápido movimiento como de serpiente, llegar hasta su tripa y hacerle unas breves cosquillas: ¡Ya te he pillado! Se reía con las limpias

carcajadas que sólo un niño inocente puede emitir. Desde la semana pasada cuando dejabas de jugar, él señalaba con su dedito tu mano: más que te pillo. Durante un rato pareció disfrutar de este nuevo juego. Que te empujo, que te empujo. Y llegamos incluso a doblar la esquina pero, gracias al cielo, de repente se cansó de jugar, se dejó caer sentado, se puso a gatas y se adelantó hasta el salón. Suspiré mentalmente. El jueguecillo empezaba a ser agotador, no ya sólo por el mero esfuerzo físico, sino por

lo pesado que era intentar hacerlo divertido, disfrazarlo de entretenimiento, cuando en realidad era una lenta y angustiosa marcha hacia lo desconocido. El tiempo pasaba displicente, tenía que tomarme abundantes descansos y no veía la hora de acabar con semejante tortura; había momentos en los que me encontraba con verdaderos problemas a la hora de respirar. Desconocía cuánto tiempo había invertido en realizar el terrible viajecito que me había llevado ya hasta la entrada del salón. Me habían

parecido horas, larguísimas, eternas horas. Como sólo son de largas aquellas en las que te acompaña el dolor, o esas otras en las que no apartas la vista del reloj, anhelando en vano un rápido avance. Horas interminables, como las que la depresión estira en la soledad del suicida, como las de la tensa espera ante la puerta de un quirófano en el que intervienen a un ser querido sin más compañía que el temor. Calculé que habría recorrido la mitad del camino y di gracias al cielo por no haber diseñado –como

quería el contratista– ningún escalón diferenciador de ambientes en toda la planta baja, y por no haber enmoquetado el salón o mi estudio con el consiguiente freno que eso hubiera supuesto a mi avance. Todo el camino hasta la cocina, incluso el paso del parqué al terrazo era liso y se encontraba despejado. Tomé aire otra vez y recomencé mi lenta marcha. Víctor, de nuevo en pie, apoyado en la mesa baja del salón me miró intrigado, pero decidió que era más interesante seguir babeando sobre el cristal.

Recobré el ritmo y durante unos minutos el esfuerzo resultó muy fructífero. Ya había abandonado el salón. Sin los nervios del principio y sin el lastre del bebé colgado de mis piernas, el avance resultó mucho más rápido. A medida que me acercaba por el corto pasillo a la puerta de la cocina, mi corazón se aceleraba más y más. Una seca ansiedad, casi sólida, roía mi pecho y literalmente sentía vibrar con rápidos espasmos las paredes de mi estómago. Sujeté mi mente y evité que anduviera un par de metros por delante de la silla

arguyendo e imaginando por su cuenta una posibilidad tras otra. No quería pensar en nada que no fuera el momento presente. Me obligué a no intentar adivinar qué encontraría en breve, en cuanto recorriera unos pocos pasos y llegara a la cocina, pero estaba seguro de que algo desagradable me esperaba. De vez en cuando volvía la cabeza para vigilar a Víctor, pero mi avance me obligaba justo en el último momento, a perderle de vista, porque quedaba fuera de mi ángulo de visión. Me resistí a volverle a

perder. Dudé unos segundos, pero vi que había localizado un cochecito de plástico y se lo llevaba a la boca, su apacible sonido de succión me convenció de que se encontraba bien. Lo importante ahora era encontrar a Irene para que me soltara y esta pesadilla terminara de una vez por todas. Después de un efectivo empujón ya había llegado casi al marco de la puerta de la cocina. Estiré el cuello intentando atisbar algo por la puerta abierta, apenas tenía ángulo, pero no aprecié nada anormal. Lo poco que

veía parecía recogido y en orden. Me encontraba fatigado pero no pude esperar más, ayudándome con todo el cuerpo di tres o cuatro empujones sin poder retirar la vista del interior. A cada pequeño salto que daba, aumentaba mi perspectiva de la cocina. Mi corazón se encogió cuando, muy despacio, una mano comenzó a aparecer dejada sobre el suelo. A esos finos dedos de mujer seguía una muñeca y un brazo. Mi marcha volvió a hacerse nerviosa y errática. Debía no sólo avanzar, sino girar al

mismo tiempo, ya que, de no hacerlo, pasaría de largo la puerta. Estirando mi cuello, buscando completar la imagen agité el tronco convulsivamente e hice bascular la silla para tomar la curva. Apareció pelo sobre las baldosas del suelo y, en escorzo, un cuerpo. Desesperado, sin respirar, con violencia, hice girar la silla y me adentré unos centímetros en la cocina. Me encontraba justo bajo el dintel, ahí donde Víctor había estado chupando un muñeco a primera hora de esa misma mañana. Entonces vi todo. Mi mente recibió

la imagen completa. Analizó los hechos y reconstruyó el drama en escasos segundos. Me sentí morir. Mis fuerzas flaquearon. Mi estómago se retorció en un retortijón que superaba a todos los que había sentido hasta entonces. Quise llorar, gritar, morir... O al menos agitar mis brazos, llevármelos a la cabeza en un gesto de desesperación, pero hasta eso me estaba vedado. La impotencia pugnaba por dominarme y, en vano, me rebelé contra las ligaduras, estuve a punto de caer, de tan violentos que resultaron mis

movimientos. Víctor, unos pocos metros atrás se asustó de nuevo y comenzó a llorar aunque no con tanta fuerza como antes. Desde mi ubicación dominaba toda la cocina, pero Víctor quedaba ya fuera de mi vista. Me di cuenta entonces de que yo estaba mugiendo como un loco, de que las muñecas me dolían debido a los tirones que soportaban. El pañuelo de la mordaza había comenzado a reptar por mi garganta. Tendida en el suelo, a menos de tres metros de mí, se encontraba

Irene. Estaba tumbada boca abajo, pero su cara ladeada miraba con fijeza al frigorífico como si esperara que se abriera de un momento a otro y surgiera de él un ser aterrador; a sus pies yacía volcada una de las banquetas de la cocina. En lo alto, el armario de pared se encontraba abierto, una de las manos de Irene aún aferraba por su mango una gran sartén. Imaginé la escena: Irene, de pie sobre la banqueta para alcanzar sin problemas el armario e introducir o sacar esa misma sartén. Entonces oye

mi sonido llamándola. Vuelve la cabeza y responde: —¿Me llamas? Aguarda un segundo que ya... Y no pudo acabar la frase. La banqueta debió de volcarse en ese instante, o ella perdió el equilibrio, o quizás aceleró sus movimientos para responder pronto a mi llamada y se desequilibró, o una mezcla de las tres cosas, o, no sé, no sé... el caso es que cayó. La imagino intentando aferrarse al tirador del armario contiguo y fallando porque su mano todavía

sujetaba la sartén. El suelo jaló de ella, y en el recorrido que con un poco de suerte hubiera debido acabar sin más consecuencias que alguna contusión o un pequeño esguince de tobillo, se propinó un golpe seco en la cabeza contra el borde del fregadero. Su sien chocó con fuerza irrefrenable contra el mármol y murió en ese instante. Cuando su cuerpo cayó inerte al suelo ya estaba muerta. En el veteado borde del fregadero todavía se veía adherido un grumoso amasijo de piel y pelo. De él

resbalaba un largo reguero de sangre, como un surco labrado por una sola lágrima roja. En el suelo apenas había sangre, sólo una deshilachada almohada carmesí en la que reposaba la cabeza abierta de Irene. La imagen seguía sacudiéndome y sus repercusiones aún más. Irene estaba muerta. Irremediablemente perdida. Se había marchado para siempre. Mi Irene me había dejado. Entonces fue cuando de forma incontenible vomité. Los restos del desayuno ascendieron hasta mi boca y no pude expulsarlo debido a la

mordaza que taponaba el camino. Comenzó a faltarme el aire. Irene, voy a reunirme contigo. Iba a morir asfixiado de la forma más estúpida posible.

10 Como cada mañana, había desayunado un café con leche y un par de magdalenas repletas de colorantes, conservantes y emulgentes. Eso era lo habitual en mí desde hacía más de media vida y esa mañana no fue una excepción. ¡Ah! Pero las magdalenas tenían que ser de “El corral”, con esa graciosa gallinita bailando sobre el papel de celofán; quizás no sean las más sanas, de acuerdo, pero son mis preferidas y absorben el café con

leche mejor que una esponja. Ante el cadáver de mi mujer sentí, milímetro a milímetro, cómo todo el desayuno que había tomado, a pesar de estar ya casi digerido, trepaba veloz por el interior de mi organismo hacia su frustrada expulsión. Intenté reprimir las arcadas pero el pañuelo que tan dificultosa volvía mi respiración se alió con la regurgitación del alimento y en un instante de asco supremo, con un desagradable ruido que ni siquiera la mordaza consiguió ahogar, vomité. El maloliente líquido remontó la

traquea y alcanzó mi boca a gran velocidad buscando una vía de escape. Se encontró con el empapado pañuelo. Como la gran ola de una inundación, los jugos y bilis rompieron en mi paladar y pugnaron por desbordarse. El amargo sabor del vómito me invadió, lo olía desde dentro. Yo producía unos ruidos enormes a cada nueva oleada que me golpeaba; cuando la boca estuvo repleta, la repugnante masa gelatinosa escaló el interior de mis fosas nasales y brotó a la superficie por mi nariz cual un obsceno

manantial, la sucia pasta resbaló por mi mentón hasta mi agitado pecho. No podía respirar, no podía. El único camino del que el aire disponía estaba obstruido. Apestosos grumos resbalaban perezosamente desde mi nariz. No lograba frenar el repugnante proceso de ninguna forma, había provocado una reacción en cadena que sólo concluiría con mi muerte. El pañuelo o mi propia lengua, no era capaz de distinguirlo, se introducía por mi garganta produciéndome aún más y más

nauseas. Agitaba la cabeza de un lado a otro intentando propiciar la expulsión de los líquidos. Gruesas gotas semisólidas salpicaron la pared, la puerta y el suelo. Algunas incluso rozaron los cabellos de Irene, tal era la fuerza con la que negaba. Mi camisa estaba empapada de ese vómito marrón y mi nariz era la fuente de una palpitante catarata inacabable. Mis ojos enrojecieron, en el cristalino de mi irritado ojo izquierdo una fina venilla reventó y tiñó todo el globo ocular de rojo. Buscaba aire con desesperación,

pero sólo encontraba vómito y pañuelo. Víctor, aterrorizado, prorrumpía en su llanto de alaridos extrañamente sincronizados con los míos. Mis violentas toses eran frenadas por la mordaza, pero era tal la potencia de su empuje que creí notar que ésta se abultaba un poco hacia fuera y el gomoso pegamento que cubría mis labios perdía adherencia. Me sentía víctima de la muerte más horrible del mundo: asfixiado por mis propios vómitos. Un mutis absurdo de esta vida, algo bajo y ruin. Incluso

imaginé, fuera de toda lógica, el titular de Terror Fantastic, segunda época cuando se conociera la noticia: “Daniel Lonces, el más célebre autor de terror español, y colaborador de nuestra revista, muere al tragarse su propia bilis. Se encontraba atado a una silla ante el cadáver de su mujer”. Pensé que me iba a desmayar, pero la grata negrura no acababa de llegar. Continuaba expulsando oleadas de líquido por mi nariz. Semejaba una grotesca eyaculación en la que se había sustituido el esperma por un

repelente pus supurante, de color terroso. Pugné por tragarme los vómitos para lograr respirar. Eso sí que era un trago amargo, aún me producía más asco. Me esforcé por volver a hacer bajar todo lo que había ascendido hasta mi boca. Mi nuez vibraba con cada ingesta y me esforzaba incluso en cerrar mis cuerdas vocales para evitar que volviera a subir. Cuando ya sentía todo perdido, lo logré. El aire, taladrándome el pecho, llegó a mis pulmones con una sensación casi lumínica. Todo se

encendió con vivos colores fluctuantes. Mi sangre volvió a purificarse cuando una nueva ración de oxígeno fue distribuida. Al exhalar ese mismo aire salvador forcé su violenta salida en un intento de purgar más mis maltrechas vías respiratorias. Parece ser que lo logré, pues una última y escasa oleada de restos resbaló de mi nariz. Temeroso, aspiré de nuevo y el aire volvió a recorrer mi dolorido organismo. Poco a poco intenté serenarme, los movimientos de mi cabeza empezaron a buscar objetivos

concretos como sacudir determinado grumo o hacer caer cierta gota. Mi pecho ya no se agitaba arriba y abajo. Procuré dejar de emitir los lastimeros aullidos. De nuevo mi respiración volvió a ser posible, al menos por uno de los dos orificios nasales; el otro lo notaba taponado por una gruesa bola de pasta de magdalena semi digerida. Me sentía como si hubiera vomitado litros y litros de restos de comida mezclados con bilis y jugos gástricos, pero con gran sorpresa comprobé que se trataba de una cantidad mínima.

Hacía ya mucho rato que había ingerido los alimentos, y éstos en su mayor parte ya habían sido facturados hacia su viaje intestinal del cual no se molestaron en regresar. Si mi desayuno hubiera sido más copioso, o menos digerible, o hubiera transcurrido menos tiempo desde que lo tomé, no habría podido sobrevivir. Pero, contra todo pronóstico, había logrado expulsar por mi nariz los acuosos restos que no pude volver a tragar. Me encontraba mareado, el hedor resultaba insoportable, las

convulsiones habían resultado muy violentas y dolorosas. De mis muñecas brotaba sangre que yo mismo me había provocado de tanto jalar de las ligaduras. Yo era un guiñapo. Un sucio trapo viejo arrojado a la taza del wáter. Estaba vencido y acabado. En estos últimos minutos (quizá ni siquiera había transcurrido ni una hora desde que Irene se cayó) había experimentado algo que nunca creí que viviría: el terror y el dolor en su estado puro. En sus dos vertientes, psíquica y física. Mientras el aire resoplaba en

mi nariz como un huracán y Víctor lloraba desconsolado en el salón, mi perdida mirada, que vagaba por un universo oscuro y desconocido, se volvió a posar sobre Irene. Su cuerpo despatarrado ante mí. Inmediatamente pesé mil kilos, diez mil, un millón de toneladas. Mi cuerpo quedó fundido a la silla como una gran roca marina al arenoso fondo del océano. Sin un ápice de vitalidad o fuerza. Quedé absolutamente inmóvil, incapaz de levantar un dedo o cerrar un ojo. Sintiéndome tan vacío que percibía

cómo la vida huía de mí. Casi muerto en vida, como esos ridículos zombis de mi primera novela. No produje ni un solo movimiento, ni un sonido. Quedé ahí abandonado de toda esperanza. Grotescamente unido a una silla negra. Empapado mi pecho de nauseabundo vómito, goteante mi nariz de restos semidigeridos y mocos. Bañado en frío sudor, exhausto y desanimado. Contemplando el cadáver de una de las personas a las que más había querido del mundo. Con su imagen golpeando cruel mis retinas una y

otra vez. Insistente. Con su vidriosa mirada rehuyéndome vergonzosa, como si ella hubiera hecho algo malo y no se atreviera a mirarme a los ojos. Con sus hermosos cabellos negros extendidos sobre el suelo, conformando una marchita aureola mágica. Y ahora, ¿qué? Ahora, ¿qué? Morí. Prácticamente. Ya nunca fue nada igual. La vida huyó de mí en forma de lágrimas indiferentes a todo. Indolentes, resbalaron hasta la nada que yo configuraba.

11 A medida que la mañana había ido avanzando, el Sol consolidó su dominio y el día se convirtió en una auténtica oda a la primavera, uno de los primeros días cálidos del año, un agradable anticipo del verano. En la placidez del mediodía la pequeña moto petardeaba por el camino, y la espesa nubecilla de CO2 que exhalaba el tubo de escape pugnaba por enturbiar el apacible ambiente campestre. Su sonido vagaba por el cálido aire hasta más allá de los

maizales de detrás de los chalés. El mensajero estaba sudando, siempre había odiado los inviernos, pero también detestaba los veranos. No sabía qué era peor, que se le congelaran las pelotas o que se le asara el trasero. Sudaba, todavía se veía obligado a vestir el uniforme de invierno y temblaba al anticipar el agónico verano que le esperaba por delante: el culo machacado y él medio frito, el áspero uniforme empapado, y los caminos y calles convertidos en eternos calvarios bajo un sol de justicia.

Hoy forzaba su máquina para intentar llegar cuanto antes a una de sus últimas entregas. Esa mañana le había pillado el toro e iba algo retrasado; ya era hora de comer y todavía le aguardaba el camino de regreso hasta la oficina para entregar los partes de los servicios. Alcanzó la dirección indicada, calle D, no se molestó en indicar el giro porque nadie más circulaba por ese camino. Tomó el desvío que le llevaba hasta la casa de reciente construcción y pasó junto a un coche aparcado a algunos metros del chalé

como si quisiera pasar desapercibido, había alguien en su interior. No le prestó más atención. Sólo tenía que entregar una carta. Ese tal Daniel Lonces no recibía demasiados envíos, gracias a Dios, pues su casa era una de las más alejadas de su ruta. El mensajero no les visitaba más que de vez en cuando y el cartero tampoco lo hacía con mucha más frecuencia, en la oficina de correos había un apartado postal en el que los Lonces recibían la casi totalidad de la correspondencia habitual. En

días alternos acudían a recoger los numerosos envíos que les llegaban. Notas de editores, propuestas laborales, publicidad directa, cartas de aficionados, invitaciones a acontecimientos sociales y un sinfín de papelotes casi todos desechables. El sistema del apartado de correos había sido elegido para salvaguardar su intimidad y esconder su nueva dirección, evitando así visitas inoportunas, como ya sufrieran antes de adoptar esta medida: fans temibles que llegaban con gruesos manuscritos en busca de consejo

literario, agentes comerciales de bancos ofreciendo un mayor interés para sus ahorros, e incluso una desquiciada madre que acusaba a Daniel de haber hecho enloquecer a su hijo adolescente con uno de los relatos incluidos en “Abismos” hasta obligarle a saltar debajo de la rueda de un autobús, un feo asunto ciertamente desagradable. Al final hasta tuvo que intervenir la policía e incluso algunos programas de cotilleos se hicieron eco de la noticia. Pero no toda la correspondencia

llegaba al apartado de correos, había servicios reacios a facturar a un impersonal numerito y exigían hacerlo a la dirección a la que servían, por ejemplo el gas. Un camión cisterna les visitaba cada tres meses (dos en invierno) y rellenaba el gran depósito de propano del patio trasero. La empresa insistía en facturar al domicilio. Ésa era una batalla que Daniel ya daba por perdida. Algunos otros pagos como los de telefónica, el ayuntamiento y la compañía eléctrica, también enviaban sus resguardos al domicilio

del titular, a través de la entidad bancaria en la que estaban domiciliados. Pero además del servicio de correos normal, era frecuente que determinada documentación importante se le hiciera llegar a través de empresas de mensajería. Hoy, el mensajero tenía que entregar la última revisión de un contrato para que Daniel apadrinara y prologara una colección de bolsilibros de terror quincenales.

12 No supe si me había desmayado, dormido o entrado en trance. Todo carecía de importancia, la vida no merecía ser vivida. Sólo la nada contaba. Desconozco cuánto tiempo estuve inmóvil sobre la silla, abandonado totalmente, pero debió ser mucho. No quería seguir viviendo, no valía la pena. No veía nada, no oía nada, no sentía nada, no deseaba nada. Me encontraba en estado semicatatónico cuando oí sin oír la moto.

No importó, no supe reconocer el sonido, era un ronroneo desagradable procedente de otro mundo, que no llegaba a ser molesto. Seguí mirando a Irene sin verla. Inmóvil. No había por qué preocuparse, si seguía así unos cuantos días más todo se solucionaría por sí solo. A medida que el ruido del motor se acercaba, una parte desconocida de mi cerebro tomó el mando: Sshh, calla, dijo a mi catatonia, deja de lamentarte y escucha; presta atención ¿Qué es eso? Parece un motor ¿no? Piensa.

Razona ¿Qué puede ser? ¿Es posible que alguien esté acercándose a la casa? ¿Alguien que pueda ayudar? ¿Una moto? ¿Se trata de una moto? Sí. ¡Una moto! El cartero, claro. O un mensajero. Ésta es tu oportunidad. Tienes que conseguir que te ayude. Entonces reaccioné. Fue como despertar de un largo letargo. Como recobrar el conocimiento para comprobar que sigues sujeto al potro de tortura en el que lo perdiste, como salir de una pesadilla para ver que tus temores más profundos se han

convertido en realidad. Los sentidos, poco a poco, comenzaron a retomar su función de aportar datos. Vi el cadáver de Irene en el suelo bañado por la cálida luz primaveral. Oí el hipido de Víctor. Olí el vómito que me cubría y percibí en el aire otro aroma no desagradable, como a comida, que no supe identificar; saboreé, a mi pesar, los restos nauseabundos; sentí la cuerda sujetando mis muñecas y tobillos. Y allí, de fondo a todo eso, la moto cada vez más cercana. Como una bestia al acecho volví la cabeza

hacia la puerta de entrada, todavía fuera de mi vista. Estaba más allá del salón. El ruido del motor sonaba cada vez más y más cerca. El cartero o quien fuera, debía de estar ya enfilando el sendero de entrada. Ahora. ¿A qué esperas? ¡Reacciona! Me revolví con la silla a cuestas como un loco enfurecido. No podía dejar pasar esta oportunidad, ahí estaba nuestra salvación, de Víctor y mía, acercándose a la puerta. El sonido de la moto disminuyó, se dejaron de oír los acelerones, el

motor estaba al ralentí, luego se paró. Pude imaginar el chirrido del soporte de la moto al ser accionado para que se mantuviera en pie. Casi pude ver la moto aparcada junto a la verja y al mensajero descendiendo del vehículo, apoyando el casco en el asiento y buscando en el pequeño contenedor trasero el paquete a entregar. No oí sus pasos sobre la grava, pero ya debía de estar dándolos. El estruendo de las patas fue formidable. Debía apresurarme, a él sólo le separaban los tres metros del

jardincillo frontal para llegar hasta la puerta principal donde se encontraba la ranura del buzón. Pero a mí me faltaba una eternidad para llegar al otro lado de esa misma puerta. No grité, necesitaba todas mis energías para moverme lo más rápido posible. Ya había dado la vuelta y salido de la cocina. Él llegó hasta la entrada. Sus movimientos también eran rápidos, quería, a ser posible, recuperar algo del retraso acumulado. Su motocicleta le aguardaba en silencio junto al sendero. Llamó al timbre. Yo hacía

saltar la silla por el pasillito que unía la cocina con el salón. Ni en los momentos más desesperados vividos ese horrible día había alcanzado tal velocidad. Era un hombre acorralado, dispuesto a aferrarse al proverbial clavo ardiendo para sobrevivir. Troc, troc, cabalgaba la silla. Quizás pudiera lograrlo. Quizás llegara a tiempo. El mensajero comprobó la dirección en el impreso de su empresa. Volvió a llamar al timbre. Ahora lo hizo con impaciencia. Ahí estaba el paquete carta dispuesto a

ser entregado. Mientras el mensajero aguardaba leyó en las hojitas azules de reparto y confirmó la dirección. Código de servicio: “A-3”. Eso quería decir que en este caso no era imprescindible la confirmación de la entrega. Este servicio se usaba mucho con clientes diarios, con aquellos destinatarios que no se esperaba que se encontraran en el destino en el momento de la entrega, o con la promoción multicartas como era el caso. Pulsó de nuevo el timbre con insistencia. Mierda, no hay nadie,

pensó. Tomó su walkie y llamó a central. Aunque, en principio las multicartas no necesitaban firma, quería asegurarse de que en este caso no había ninguna contraorden, la experiencia le había enseñado que era mejor no tomar decisiones propias. No muchos metros detrás de la puerta yo luchaba por alcanzar más y más velocidad. Ya iba a entrar en el salón. Giré el recodo lo más rápido que pude y... atropellé a Víctor que salía lanzado. Oí la lejana voz del mensajero hablando con alguien.

Víctor se había acercado gateando hasta el pasillo y se encontró de repente con la silla moviéndose frente a su nariz; no le vi hasta que fue demasiado tarde. Le propiné un gran empujón. El niño, con un susto de muerte, cayó de costado justo delante de mí. En mi camino. Le miré con ojos desorbitados. No creía que le hubiera causado daños, a fin de cuentas la máxima velocidad que yo podía alcanzar al desplazarme era una ridiculez. Pero, si no se apartaba pronto del paso, yo no podría seguir avanzando.

Tras sus cinco segundos de rigor de tomar aire en silencio, comenzó a llorar. Prorrumpió en su enésimo llanto de la mañana. Una pequeña porción de mi cerebro sintió lástima por el niño, pero ése no era momento para lamentos, seguí avanzando, rozando con las patas de la silla su cuerpecito dolorido. Él seguía tumbado de costado en medio de mi camino, lloraba hasta desgañitarse. Yo no podía entretenerme realizando complicadas maniobras para evitarle. Uh, uh le alenté feroz para que se retirara. Adoptó una postura

semi fetal y siguió llorando. Acercó sus manitas a la boca y pareció quererse comer sus rollizos dedos. Miré hacia delante. Tenía que cruzar el salón, atravesar la puerta abierta que lo unía con el recibidor y avanzar un par de metros hasta poder aporrear la puerta de entrada. Casi era una línea recta ¿cuánto podía haber? ¿Ocho, nueve metros? Tenía que lograrlo. El mensajero cortó la comunicación. Le habían autorizado a dejar la carta en el buzón sin necesidad de confirmación. (Tu estás

tonto o qué. ¿No ves que es un A-3?, le habían contestado con irritación, las multicartas no necesitan firma, déjala en el buzón y ya está). Olvidó la pequeña reprimenda. De todas formas no se arrepentía de haber preguntado. Prefería asegurarse, no quería líos con entregas sin recepción. En el resguardo apuntó la hora y escribió “Ausente, depositado en buzón según indica central”. Nadie podría decirle nada. Genial, ahora sólo faltaba depositar la carta en el buzón. La acercó a la ranura de la puerta sobre la que una redundante

plaquita rezaba: buzón. La esquina de la carta no se introdujo en la abertura sino que se dobló hacia abajo, se enganchó en la chapita y cuando el mensajero la soltó, creyéndola bien orientada, cayó al suelo. Planeó como una pluma de ave, el joven intentó atraparla en el aire, pero sólo consiguió propinarle un manotazo que la alejó aún más. Joder, murmuró. Con el brusco movimiento, el resto de la documentación que portaba estuvo a punto de caer también al suelo, pero logró retenerla

en el último segundo. El mensajero recogió la multicarta del suelo y gruñó al levantarse; a pesar de su juventud, al hacer eso su espalda siempre protestaba. Sacudió un poco el polvo que la carta pudiera haber tomado y apuntó, esta vez con más cuidado, al buzón. Cuando comprobó que estaba bien introducida la soltó con un indiferente empujoncito. La carta voló unos centímetros y quedó depositada en su cajetín tras la puerta. El mensajero de nuevo tocó el timbre una última vez. Por

supuesto no esperaba respuesta, giró dispuesto a marcharse. Dio un paso hacia la moto y se paró de repente. Avancé un poco más empujando con cuidado a Víctor, en vano le indicaba con la cabeza que se apartara. Fuera, fuera, quita de en medio. Cuando Víctor vio que la silla seguía su avance a pesar de encontrarse él en su ruta, decidió ponerse a cubierto, se sentó en un abrir y cerrar de ojos, primer paso antes de ponerse a cuatro patas y desapareció gateando a toda velocidad; todo esto sin dejar de

gritar como si le estuvieran matando. No me entretuve ni en sentir alivio, me había hecho perder preciosos segundos que podrían resultar vitales. Oí como la carta caía en el interior del buzón y el alegre campanilleo del timbre. “Dinn, dann”. Ahora el mensajero se iría, ya no quedaba tiempo material para llegar hasta la puerta. Había perdido mi oportunidad. Pero, aunque la partida estuviese perdida debía jugar hasta la última carta. Continúe avanzando. Víctor se arrinconó en la esquina junto al sofá. Era un perrillo

apaleado y asustado. No cesaba de llorar. —¡Uhnn, uhnn! —comencé a proferir hacia la puerta. Albergaba la vana esperanza de que el mensajero me oyera. Seguí avanzando lo más rápido posible. A un paso de la puerta y de espaldas a ésta, el mensajero comprobó que llevaba toda la documentación y no había perdido ningún comprobante. Al oír al niño pensó: Joder, vaya perra que ha cogido el niño, vaya forma de llorar. Pero eso a él no le atañía, no

tenía tiempo que perder. Miró las direcciones de las entregas restantes y comprobó que podía abandonar la urbanización, no había ningún otro servicio cerca. Ésa era otra buena costumbre de un buen profesional de la mensajería, a veces la ruta estaba mal trazada y con mucha frecuencia era preciso regresar a una zona que ya se había visitado para depositar una multicarta traspapelada. En viviendas tan aisladas, comprobar que ése no era el caso resultaba fundamental; tener que retroceder en una ruta suponía demoras de hasta

más de media hora. Embutió todo el papeleo en uno de los grandes bolsillos de su chaleco. Con el calor que hacía hoy ¿cómo les obligaban a llevar todavía el uniforme de invierno? Odió a su empresa. Malditos burócratas. Bueno, vámonos, se dijo. Comprobó que el walkie estaba en la posición de recibir y sacudió la cabeza sonriendo: Pero vaya perra que lleva el chaval, sí señor. Fugazmente se le ocurrió pensar que a lo mejor el niño estaba solo en casa, a fin de cuentas nadie había

respondido a su llamada. Sopesó la idea de que quizás alguien hubiera sufrido un accidente y necesitara ayuda. Recordó el nombre de la entrega: Daniel Lonces, a lo mejor precisaba auxilio. Lo cierto era que los Lonces vivían bastante apartados, no les iría mal una mano amiga si de verdad la necesitaban. El mensajero desconocía cuál era la profesión del dueño de la casa, entre sus aficiones no estaba la literatura de terror, e imaginó que probablemente los propietarios se encontrarían trabajando en la ciudad, y en la casa

estarían solos la canguro y el niño. Pero ya es tarde, se recordó a sí mismo, y pasadas experiencias le aconsejaron no inmiscuirse en las vidas de los demás. Otra regla de oro más: “Ve a lo tuyo, mensajero, haz la entrega a su hora y vete. Jamás ayudes a un ama de casa en apuros, puede aparecer el marido celoso y malinterpretar tus buenas intenciones”. Pero si hay alguien en casa ¿por qué no han abierto? No le extrañó demasiado. Lo más seguro era que en casa sólo se encontrara la canguro o la sirvienta, alguna

jovencita sin formación que no se dignaba ni contestar a la puerta. Bien, daba igual, al menos los Lonces no tenían ningún enorme perrazo gritón intentando morderle el trasero... Con paso rápido se encaminó a la motocicleta mirando el reloj. Crucé el salón como un rayo, un rayo muy lento, desde luego, pero nadie atado a una silla ha alcanzado jamás la velocidad que yo desarrollé. Tenía que golpear la puerta antes de que el mensajero se fuera, atraerle, llamar su atención,

hacerle preguntarse qué ocurría. Una vez que golpeara la puerta varias veces quizás lo lograra. Yo estaba tan cerca de la puerta como él de la moto. Notaba mi pelo húmedo adherido a mi cráneo palpitante. Las negras patas de la silla dejaban resbalar la sangre que manaba de mis tobillos, el metal no se manchaba de rojo. No la absorbía, al contrario, parecía repeler la sangre, el líquido corría por el bruñido aluminio sin dejar ni rastro, el acero permanecía siempre limpio e impoluto, sin ninguna constancia de que por su

causa quizás un hombre y un bebé murieran. De mis muñecas también saltaban gotas de sangre hacia el suelo. Detrás de mí dejaba un intermitente rastro de oscuras monedas. Absurdamente pensé: Ya veras cuando Irene vea cómo estoy dejando el parqué... Y la idea quedó allí, atascada en el fondo de mi alma sin atreverme a descartarla. Concentré toda mi fuerza en moverme, mi cuerpo era un resorte que se replegaba y saltaba, un retorcido muelle que se recogía y estiraba, una oscilante palanca

cargando el peso en el lugar adecuado. Mi cerebro se negaba a aceptar los avisos de dolor que recibía de los más recónditos puntos de mi cuerpo. Seguí avanzando. Con el ruido de la silla, con mis típicos aullidos nasales, aunque la fatiga impedía que éstos sonaran con suficiente volumen como para ser oídos al otro lado de la cada vez más cercana puerta. Con un enorme esfuerzo de voluntad saqué fuerzas de flaqueza, como una bestia amenazada, y en un par de increíbles saltos alcancé la puerta. Ya estaba

frente a mí, la tocaba con mis rodillas. El cajetín del buzón quedaba justo sobre ellas, por su ventanita de plástico llegué a ver el sobre que el mensajero acababa de depositar. Algo que otro ser humano vivo había tocado hacía escasos segundos. Un frágil nexo de unión con la vida diaria, con la cotidianeidad. Se convirtió en una especie de símbolo, ese sobre aún podía salvarme, había estado en las manos del mensajero un instante antes y ahora estaba ante mí. La frágil pared de incomunicación que

nos separaba había sido traspasada por algo tan nimio como un papel ¿Cómo un ser humano iba a ser menos? Ya rozaba la puerta, sí, pero entonces me encontré con otro problema: no alcanzaba a golpearla con ninguna parte del cuerpo. En las rodillas apenas tenía movilidad hacia los lados. Y por mucho que estirara el cuello, no llegaba a golpear con la cabeza. Tras un par de impetuosos pero vanos intentos, comencé a desanimarme. A sólo tres metros de mí el mensajero se colocó los

guantes y se aposentó en su motocicleta. Entonces se me ocurrió: apoyé todo mi cuerpo en el respaldo de la silla intentando al mismo tiempo levantar sus patas delanteras. Estiraba los dedos de mis pies como una bailarina en un Pas a deux. Oí el sonido del pedal de sujeción al retraerse. Con un postrero y devastador esfuerzo logré alzar las patas cuatro dedos del suelo y mis rodillas se separaron también algo de la puerta, estaba manteniendo el equilibrio sobre las patas traseras. Me dejé caer con fuerza hacia

delante, mis rodillas golpearon la puerta blindada con lo que me pareció un débil, seco y metálico “Toc”. El mensajero había recorrido el sendero del jardincillo, había guardo sus cosas en el contenedor y tras embutirse el casco, ya estaba sentado en la moto. En marcha, que ya va siendo hora. Levantó la palanca de apoyo y accionó la puesta en marcha, el motor ronroneó pero no arrancó. Joder, ya estamos otra vez, se dijo. Preocupado porque la moto volviera a fallarle como la semana pasada, no

oyó el sonido procedente de la casa: “toc”. El mensajero sintió nacer la preocupación en su interior, no hacía muchos días esa misma moto ya le había dejado tirado, nada más le faltaba que ahora volviera a ocurrirle justo allí, en el culo del mundo. Volvió a accionar el encendido y sólo logró el mismo resultado, un áspero ronquido que no llegó a convertirse en el acelerón necesario. Mientras golpeaba la puerta, presté atención a los amortiguados sonidos procedentes del exterior. Cuando oí el intento de encendido

pensé que todo estaba perdido, que ya era demasiado tarde. El mensajero se iría y Víctor y yo volveríamos a quedar solos y olvidados del mundo. Pero me percaté de que algo extraño estaba ocurriendo: le había oído maldecir, el motor había petardeado roncamente y no se había puesto en marcha. Aún había tiempo. Supuse que el mensajero tenía problemas con el encendido. Con la emoción perdí el impulso que había tomado para propinar el siguiente golpe. Vi, con los ojos de la mente, al mensajero en el exterior intentando

poner en marcha su máquina. Pero no debía extraviarme en absurdas divagaciones, lo importante era llamar su atención. El incidente me había proporcionado unos hermosos segundos de prórroga. Tenía que aprovecharlos. Basculé con la silla hacia atrás y me dejé caer hacia delante; golpeé la puerta: “Toc”. Con la motocicleta entre sus piernas el mensajero sintió cómo la rabia le inundaba, la culpa la tenían esos malditos inútiles de talleres que eran incapaces de mantener los vehículos en condiciones. Esperó

unos segundos para que no se ahogara el mecanismo y dio unos pocos pasos arrastrando la moto sobre la grava, como si ese pequeño cambio de ubicación pudiera ayudar a hacerle arrancar. No sin cierta dificultad y mascullando entre dientes accionó de nuevo el mecanismo de arranque. Tampoco lo oyó: “toc”. Maldijo de nuevo cuando constató que aún no prendía. Mierda, exclamó, y dio una patada al suelo. A tomar por culo, como si me quedo con la llave en la mano, maldijo, y procedió a moverla sin pausa

haciendo toser al motor. En un determinado momento entre dos intentos oyó el ruido: “toc”. Ahí están, pensó, ya han recogido la correspondencia, aunque vaya manera más rara de cuidar al niño. Él sigue llorando, y se entretienen cogiendo las cartas en lugar de consolarle. Buh, supongo que si la moto no arranca a lo mejor me abren mientras espero al servicio técnico... Entonces, con un rugido de fiera herida, la moto arrancó por fin, desde luego ya no la desconectaría hasta el final de su ruta, no fuera que

volviera a fallar. Y mañana ya estaban dándole una unidad en mejores condiciones. Sin perder tiempo, como un ladrón que huye del lugar del delito, aceleró. Lo hizo con cuidado, evitando que la máquina se calara, comprobó el agarre de la rueda trasera sobre la grava antes de tomar velocidad y partió. Detrás de él, envuelto por el humo grisáceo del tubo de escape sonó de nuevo un apagado “toc”. Algo que parecía el quejido de un alma en pena le acompañaba “Uhn, uhn” y un lejano e irrefrenable llanto de niño envolvía

todo en unas notas tristes y desesperanzadas. Los sonidos componían una oscura sinfonía al dolor y la muerte. Balanceé la silla adelante y atrás mucho tiempo después de que el último eco de la motocicleta se hubiera perdido. Mis rodillas eran una masa enrojecida y palpitante. Y todo mi cuerpo un agónico grito de dolor, pero yo seguía y seguía golpeando. No podía dejar pasar esa oportunidad, tenía que salir bien, tenía que resultar. “Toc”. En más de una ocasión estuve a punto de caer

hacia atrás, tal era el impulso que tomaba para golpear una y otra vez. Sin importarme matarme a rodillazos. Llamando mentalmente al mensajero que ya se encontraba a varios kilómetros de distancia. “Toc”. Seguía. “Toc”. “Viriviriviri”. “Toc”. “Viri-viriviri”. Me quedé quieto. Convertido en una estatua de carne. De nuevo: “Viri-viriviri”. El teléfono. Eso era el sonido electrónico de la llamada. Alguien estaba llamando por teléfono a casa.

13 Fue como recibir otro nuevo mazazo. Quedé paralizado sin saber qué hacer. Inmediatamente dejé de balancearme, volví la cabeza hacia el salón, ahí se encontraba el teléfono más cercano. De nuevo sonó el cantarín “Viri-viriviri” reclamándome. Era el sonido de ángeles llamándome desde el paraíso. Cuando parecía imposible retomé las inexistentes fuerzas que me quedaban; hice girar la silla ya con gran maestría, y me encaminé al

salón lo más rápido que mi maltrecho estado me permitía, que no era mucho. Si lograba hacer caer el auricular quizás estuviera salvado. Sí, lo descolgaría de un empujón y pediría ayuda, aunque tuviera que hablar por la nariz o volverme ventrílocuo. Era fácil, sencillísimo. Estábamos salvados. La esperanza, ese pájaro invisible que vuela sin sonido anidó en mi corazón, se cobijó allí de toda inclemencia y gorjeó alegre su canción de dicha. “Viri-viriviri”. Entré en el salón. Víctor, todavía

lloroso, hecho una pelotita en el suelo, asomó sus ojillos desde detrás del sofá. Su llanto era una profunda letanía salpicada de esporádicas toses e hipidos. —Estamos a salvo, Víctor, estamos a salvo. Papá va a contestar ahora el teléfono y enseguida vendrán a salvarnos —dije con varios sonidos ululantes. Víctor me miró temeroso, dudando entre seguir ahí escondido o venir a mí en busca de apoyo. Casi pude sonreír. Lo iba a lograr, lo iba a lograr. Si quien fuera que llamara

aguantaba unos segundos más, lo lograría. La silla sorteaba un sillón y avanzaba remisa todo lo rápido que podía. Entonces me acordé y estuve a punto de morir. Como un castillo de naipes cae a la mesa tras un fuerte mazazo, así se desmoronaron mis esperanzas. De repente, de un golpe. Levanté la cabeza hacia uno de los estantes más altos de la librería. “Viri-viriviri”. Habíamos intentado que nuestro número de teléfono no apareciese en la guía, pero los complicados trámites que nos impusieron en las

oficinas de la compañía telefónica nos obligaron a desistir de esta medida y optamos por solicitar el teléfono a nombre de mi mujer, una sencilla pero efectiva solución que nos sugirió uno de los propios operarios a los que consultamos. De esta forma Lonces Batué, Daniel, ya no figuraba en el listín telefónico, ni en las páginas blancas de Internet, ni en las bases de datos de las empresas de información telefónica, con las consecuencias que eso suponía: Ya no había llamadas a medianoche de lectores asustados que, insomnes,

buscaban una especie de justicia poética despertándote; o de fancines y páginas web pretendiendo concertar una entrevista exclusiva; no interrumpían más agentes de bancos intentando convencerte de lo bueno que era invertir con ellos; ni recibíamos más llamadas de la madre del suicida que se arrojó a un autobús, con su truculenta fijación, culpándome noche tras noche de la tragedia de su hijo... en fin, una especie de plaga bíblica que intentamos evitar cuando nos mudamos de piso eliminando mi

nombre del contrato. Necesitábamos que el teléfono dejara de sonar a cualquier hora con un desconocido al otro lado del hilo. Y lo logramos. Ya no era tan sencillo como buscar Lonces Batué y marcar para hablar conmigo. Sólo dimos el nuevo número a los familiares cercanos, amigos íntimos y editores de confianza. La medida fue efectiva y no tuvimos que recurrir a uno de esos chismes que contestan con un mensaje pregrabado. De hecho, en el otro piso, antes de mudarnos, habíamos instalado uno de esos

aparatejos, pero no fue la solución. Si el teléfono sonaba a las tres de la mañana, por mucho contestador que hubiera, el susto no te lo quitaba nadie. Y, aunque no contestaras, después de oír la historieta de turno mientras grababan el mensaje, acababas igual de despejado. Para colmo corrías el riesgo de no enterarte de alguna llamada importante, oculta entre un montón de palabrería inútil. Ahora teníamos dos líneas (una de ellas con conexión ADSL, claro) la de uso cotidiano a nombre de Irene y

otra que había hecho instalar para un fastuoso fax que Internet estaba convirtiendo en obsoleto. De todas formas el receptor disponía de un código para que sólo atendiera llamadas procedentes de números previamente programados, así podía evitar, como ya me pasó, que todo el mundo me mandara sus estúpidas notas gastando mi tóner; incluso un tipejo llegó a enviarme, sin que me percatara, media novela antes de que la tinta se acabara... La paz volvió al hogar cuando cambiamos de número. Llamaba mi

hermana (y se pasaba las horas muertas hablando con mi mujer), los padres de Irene, mi madre, nuestro grupo de amigos y alguna que otra vez mi editor, pero era el ajetreo normal que en cualquier hogar corriente se sufre cada día, siempre y cuando no se tengan hijos adolescentes, ése es otro caso más grave. Con mi móvil no tenía ningún tipo de problema, recurría a dos estrategias infalibles, primera: no dar el número a nadie; y segunda: no encenderlo jamás. El resultado era

sorprendente, aconsejable desde cualquier punto de vista. Por eso no era muy frecuente, en lo que yo denominaba época entre libros, recibir muchas llamadas. Cuando tenía algún título a punto de editarse o estaba recién publicado, la actividad telefónica se recrudecía: tenía que atender llamadas que me convocaban a presentaciones públicas, a firmas de ejemplares y demás actos protocolarios, había retoques de última hora, aspectos que concretar, citas que confirmar... pero ahora no era el caso. Cuando sonó el

teléfono supe que no tendría muchas oportunidades más, temí que a lo mejor no se repitiera ninguna llamada en un par de días. Teníamos por delante un largo fin de semana. Disponíamos de un total de cinco aparatos de teléfono, uno era el maravilloso fax, siempre conectado y dotado de su propia línea. Los otro cuatro eran extensiones de la línea principal. Uno estaba en la mesilla de nuestro dormitorio en la planta alta: inalcanzable, en mi estado no podía subir escaleras; otro era un modelo de pared que a Irene le había

encantado en cuanto lo vio porque hacía juego con los azulejos de la cocina, a ellos estaba sujeto junto a la nevera. Como era inalámbrico no colgaba de él ningún cable del que pudiera tirar para descolgarlo. Quedaba a más de medio metro sobre mi cabeza. El tercero estaba en la mesa de mi estudio medio oculto por el ordenador y cubierto por revistas y libros, junto al móvil apagado, ambos absolutamente fuera de mi alcance, ya que no podía ni asomarme a la mesa. Y el último era al que me dirigía, el del salón. Su

base de alimentación siempre había estado en la pequeña mesa baja del rincón, justo junto a un mueble librería repleto de novelas. Accesible, bajo, cómodo, práctico. Era el que más utilizábamos, ya que al ser la unidad principal disponía de más funciones que los aparatos supletorios. Hubiera sido sencillo: llegar hasta la mesa, darle un empujón, hacer caer el microteléfono de su base y contestar con mugidos hasta que el interlocutor captara la gravedad de la situación. Hubiera sido sencillo en

otras circunstancias. Ahora era imposible. Miraba hacia uno de los estantes más altos del mueble librería. Allá arriba el teléfono dejó de sonar. Lo había olvidado, hacía pocos días que lo habíamos subido allí. Responder al teléfono crea hábito y cuando se cambia su disposición, es frecuente pasar un periodo de tiempo acudiendo a contestar a la antigua ubicación. Eso era lo que me acababa de pasar. El teléfono ya no estaba en su sitio habitual. Víctor era un muchacho muy inteligente, y a

pesar de su corta edad había aprendido a relacionar el aparato con las voces de sus abuelos y primos, así que en cuanto aprendió a ponerse de pie por sí solo, se acercaba a la pequeña mesa gateando, se erguía y tomaba el auricular con sus torpes manitas esperando encontrar ahí las alegres voces de sus primos cantándole o los cariñosos piropos de sus abuelos. No tenía todavía picardía suficiente para marcar, pero sí que llegaba a descolgar y accionar algún botón al azar dejándolo inutilizado. Irene, en vista de esas

malas tendencias, y en previsión de posibles facturaciones gigantescas, pensó que lo mejor era poner el teléfono fuera de su alcance, no sólo la unidad inalámbrica, sino también la base con la conexión a la red y a la línea. Así que lo retiró de la mesita baja y lo dejó, después de desordenarme todos los libros del estante, en una de las baldas superiores de la librería. Los cables alcanzaron sin problemas y ella misma los camufló tras el lateral del mueble y el rodapié, de manera que ni se veían.

Miré el lejano teléfono. Miré a la mesita a la que ya había llegado. Y rompí a llorar. Ya había aprendido a hacerlo sin sollozos, que la mordaza no permitía, ni grandes aspavientos. Pero con el alma tan descarnada como la piel de mis muñecas y tobillos, lloré. Maldije en silencio mi suerte. Ese cúmulo de circunstancias negativas que un dios bromista parecía haber dispuesto para mí. Cómo se estaría riendo ahora, qué inmensas serían sus carcajadas al verme maltrecho y herido, con el alma rota. Lloré como

Víctor. Nos unimos los dos en un solo coro de pesar. La mordaza no me permitía casi respirar, pero ya había sufrido tanto por causa de ese pañuelo y el trozo de cinta adhesiva que me había acostumbrado a hacerlo por la nariz; podría dominar la nueva crisis sin ningún problema. Desde que todo había comenzado no había tenido ni un solo minuto de descanso. Había vagado dando bandazos de un lado a otro de la casa. Con precipitación, en momentos críticos, asustado, en estado de shock, anhelante, sin

apenas disponer de tiempo para pensar en busca de una solución. Víctor decidió que su papá ya se había calmado lo suficiente, mi llanto era un mero lamento, y optó por acercarse gateando. Sus lloros ya sólo consistían en algún hipido de vez en cuando. Cuando llegó a mí, se puso en pie (cada vez lo hacía con mayor facilidad, aunque era incapaz de dar un paso por sí solo) y se apoyó en mis piernas buscando un consuelo que yo apenas podía brindarle. Al menos dejó de llorar del todo. Su tacto me reconfortó y me

recordó mis responsabilidades, salvarle dependía de mí. No estaba previsto que nadie acudiera a la casa, faltaban seis días aún para que la chica de la limpieza, que venía los jueves, volviera a pasarse para echar una mano a Irene. No esperábamos visitas y lo más probable es que nadie se arriesgara a desplazarse hasta este remoto lugar, sin hablar antes por teléfono para asegurarse de que estábamos en casa. Hacía ya un rato que el teléfono había dejado de sonar. Cuando dejó de hacerlo el silencio fue aún más

obsesivo y penetrante. Mucho peor que cualquier sonido por desagradable que éste fuera. Moví débilmente la pierna en la que Víctor se apoyaba para mecerle un poquito. Ya estaba más tranquilo. Mirando hacia la nada, yo estudiaba la situación en la que nos encontrábamos, me esforzaba por buscar alguna solución, por valorar todas las opciones, por hallar un resquicio de esperanza... Una extraña calma cayó sobre la casa. Irene yacía muerta en la cocina. La vida de mi hijo y la mía propia

corrían peligro. Cerré los ojos y de nuevo Yolanda apareció ante mí. La pena, el dolor y la fatiga, inevitablemente me llevaron a ella. Me sentía como el ex-fumador que vuelve a caer en el vicio. En un momento de debilidad las ficticias barreras que había edificado para olvidar su amor se vinieron abajo. Volví a disfrutar del humo de su cuerpo entrando en mis pulmones, a sentir la nicotina de su recuerdo estremeciendo mi ser. Oh, Yolanda, ahora todo podría ser diferente. ¿Por qué me dejaste? Te quiero. Ahora

todo podría ser diferente.

14 Todo empezó como la mayoría de las cosas importantes, por casualidad. El inicio fue algo tan sencillo como el comentario de un usuario en una página de libros fantásticos. A Daniel le hizo gracia esa reseña de La mente del muerto firmada por Yolita, veía en los zombis del libro una representación del imperialismo norteamericano, pero lo argumentó con gracia y con tal cantidad de ironía y sarcasmo que no pudo dejar

de encontrar plausible esa absurda teoría. Le hizo reír con ganas. Joder, si hasta podía ser verdad... En un momento que cambiaría su vida para siempre Daniel decidió mandarle un e-mail a su dirección de correo personal con la sana intención de seguir un poco la broma y felicitarle por su mordacidad. Ése fue el inicio: un par de mensajes de correo electrónico cruzados entre aficionados a los libros de suspense. Al principio ella, Yolita, no se creyó que quien le había escrito era el propio autor del

libro que había reseñado, pero tras varios mensajes acabó convenciéndose y comenzaron a escribirse con asiduidad. A Daniel le gustaba la frescura y espontaneidad de esa chica con el nick de Yolita, aunque debería ir con cuidado, ya se sabe que en Internet no todo el mundo es quien dice ser (lo más probable es que en lugar de una estudiante de filología, se tratara de un adolescente inseguro con la cara llena de acné, haciéndose pasar por chica para conseguir más atención) pero pronto se persuadió

de la sinceridad de la muchacha. Ambos compartían aficiones, gustos y fobias. Llegó un momento en que para Daniel el mejor momento del día era cuando abría el correo electrónico y veía que le aguardaban varios mensajes. Encontraba en Yolita todo lo que su mujer no acababa de darle: misterio, admiración, espontaneidad. Y en esas fechas, Irene, con el niño recién nacido se mostraba excepcionalmente distante y fría. Comenzaron a hablar de ellos mismos, a compartir secretos, a

ofrecerse confidencias. Y Daniel descubrió en su interior un nuevo sentimiento. Una especie de alegría olvidada durante mucho tiempo rehabitó su corazón. Se sentía como un jovenzuelo diez años menor, de la misma edad que ella. Se enviaron fotos escaneadas, se dieron los nombres verdaderos y Daniel comenzó a imaginar que abrazaba a Yolanda mientras estrechaba el conocido cuerpo de su mujer. El amor no surgió como una explosión, fue un proceso lento, alimentado por la distancia y la

imaginación. Ella vivía a casi seiscientos kilómetros. Se conectaban en privado a través del Messenger y conversaban en los chats escribiendo renglón tras renglón, sonriendo con frecuencia tras cada frase. Una noche incluso intercambiaron los números de móvil y hablaron por teléfono (Yolanda no disponía de webcam ni banda ancha, no tenían otras opciones). Daniel se encerró en su estudio, como solía hacer últimamente, con la excusa de que tenía que revisar unos escritos.

Mientras su mujer dormía en la cama, él mantenía una conversación de más de dos horas con una jovencita a la que no conocía pero con la que ya soñaba cada día. Así pasaron semanas, incluso meses. Mensajitos de texto en el móvil. Cartelitos de aviso en el Messenger indicando cuando uno se conectaba. E-mails en el ordenador y espaciadas llamadas al móvil para evitar problemas. Durante todo este tiempo Daniel y Yolanda fueron haciéndose más atrevidos y sus mensajes electrónicos era cada vez

más personales. Se abrieron el uno al otro. Totalmente. Sabían que su relación era imposible a ningún otro nivel y quizás por eso mismo se dijeron cosas que en cualquier otra circunstancia jamás hubieran compartido. Daniel se entregó en cuerpo y alma, hablar con Yolanda le revivía, le liberaba. Cuando por la noche apagaba el ordenador o colgaba el móvil y se dirigía a la cama en la que su mujer le aguardaba medio dormida, sentía un vacío como nunca lo había experimentado, quería a su mujer, pero necesitaba algo más.

Yolanda le llenaba, Yolanda le hacía soñar. Ella se declaraba fan incondicional de él y le admiraba como profesional y persona, mientras que su mujer apenas leía sus libros porque no acababa de gustarle el terror. Daniel no podía olvidar las terribles épocas de paro, cuando Irene le pedía que dejara de escribir y buscara un trabajo con futuro. Comenzó un doloroso proceso para justificar su nuevo amor hacia Yolanda, uno de los primeros pasos era aprender a dejar de amar a su esposa.

Como consecuencia lógica, luego, llegó el sexo, surgió de forma espontánea, cada uno se sinceraba totalmente con el otro, no había restricciones ni temas tabú y el sexo acabó aflorando y dominando gran parte de sus conversaciones. Era divertido, intenso, como ojear una revista porno siendo preadolescente. Daniel redescubrió sensaciones largo tiempo olvidadas y experimentó un deseo como nunca había sentido. Ya no hacía el amor con Irene, siempre era a Yolanda a quien penetraba. Abrazaba a su esposa, pero veía en

su mente la pixelada foto de Yolanda en bikini en la playa el verano pasado. Se la había enviado por email y Daniel guardaba el adjunto en una carpeta que sólo se podía abrir con contraseña. Incluso la había impreso, pero resultaba demasiado pequeña y poco satisfactoria, Yolanda se convertía en una serie de borrosos puntitos en los que apenas se podía apreciar su magnífico cuerpo. Casi era mejor recordar cómo ella le había descrito que había tenido un orgasmo pensando en él sin necesidad de tocarse, sólo hundida

en el agua caliente de su bañera, imaginando que él se encontraba junto a ella. O cómo le decía que le gustaría sentarse sobre él y mover su cintura lentamente en círculos, mientras le pasaba la lengua por los labios. Daniel, demasiado tarde, comprendió que se había enamorado. No, no era atracción sexual (que también) o mero deseo, era amor. Puro y verdadero. Amor sincero y compartido. Yolanda también le correspondía y llegó un momento en que ambos se declararon su mutuo

amor. Pero ahí quedaba todo, en un juego infantil con picardías de adultos. Nunca podría llegar a más ¿verdad? Era sólo una especie de pasatiempo atrevido, de entretenimiento imprudente. Niños jugando a los médicos. Un audaz secreto con el que escapar de la rutina diaria y de la monotonía matrimonial. Un jueguecito sexual con el que subir la autoestima y de paso coger algún buen calentón. Un amor imposible que nunca se convertiría en realidad.

Pero Daniel decidió dar una sorpresa a Yolanda. El mes pasado aprovechó que la celebración de la Hispacon se celebraba cerca de la localidad en que residía la joven. Puso como excusa a su mujer la conveniencia de estar presente en esa convención de chalados y, ni corto ni perezoso, sin ni siquiera haber sugerido nada antes, se plantó en la ciudad donde residía Yolanda. La llamó al móvil y le dijo dónde se encontraba. Yolanda gritó de alegría y le faltó tiempo para saltarse las clases y quedar con él en un bar del

centro. Cuando se vieron en persona por primera vez, se quedaron mirándose, indecisos durante décimas de segundo y luego como en una ridícula película romántica avanzaron corriendo el uno hacia el otro y se abrazaron con pasión. Sólo se abrazaron, no se besaron, no hacía falta. Lo que ambos echaban en falta, después de tanto tiempo, era el contacto, el calor humano. No más mensajes o llamadas. No más chats o citas electrónicas, ahora era momento para la realidad, para la

entrega física. Existían, se amaban, se tenían. Ahora sólo un cuerpo contra otro, mejilla contra mejilla. Minutos después se miraron a la cara y se reconocieron en los ojos que tenían enfrente. Se tomaron de la mano. Palma contra palma. Piel contra piel. Hablaron mucho, como viejos amigos que se reencuentran, recorrieron las calles de la ciudad de Yolanda y visitaron sus lugares predilectos. Comieron sus bocadillos preferidos, visitaron los monumentos más llamativos y corrieron de un

lado a otro cogidos de la mano como estereotipos anticuados. Risas, alguna caricia atrevida y una fuerza vital nueva que Daniel nunca pudo imaginar, intensa como los segundos previos a un orgasmo, llena de colores brillantes como la primera mañana de primavera, vital como el llanto de Víctor al nacer. Las horas se llenaron de alegría y dicha. Llegó la noche y el tiempo había volado. Sin necesidad de comentarlo fueron a la habitación del hotel de Daniel. Y allí Daniel vivió su noche más feliz y una de las más terribles.

Se entregaron sin temores ni vergüenza, todo fluyó con naturalidad. Era el siguiente paso lógico. Penumbra y risas. Caricias y cariño. Cuerpos y deseo. Miradas y promesas. Daniel y Yolanda. Sueños y realidad. El alba los encontró desnudos sobre la cama, en medio de sábanas arrugadas, entrelazados como arbustos cercanos. Daniel despertó y escuchó entre brumas un apagado sonido junto a su oreja, abrazó el cercano cuerpo de la joven y se percató de que lo que escuchaba eran

sollozos. Se despejó al instante y susurró el nombre de Yolanda. —Hey, hey, ¿qué te pasa, cariño? ¿Por qué lloras? Vamos... corazón. Vamos, no me asustes ¿Qué te pasa? Su dedo dibujó el perfil del rostro de la muchacha, lo retiró húmedo de lágrimas. Ella habló entre sollozos: —Daniel, Daniel, hemos hecho mal. Esto no está bien. No, no está bien. —Sí, cariño —intentó consolarla él—, está bien, nos amamos. —Ella negaba con la cabeza—. El amor es

lo más bonito de la vida. Amar jamás es pecado, bajo ninguna circunstancia. El amor es lo que mueve al mundo. Amar siempre está bien... —No digas... tonterías. Tú eres un hombre casado. —El tono de Yolanda era un poco más firme, pero aún así los sollozos la interrumpían de vez en cuando—. Y yo lo sabía. Ahora me siento mal, me remuerde la conciencia. No debimos haber hecho esto, está mal. Está mal. Te quiero, Daniel, sabes que te quiero, pero me arrepiento de haber llegado hasta

este punto. No debimos... —Su voz se quebró cuando pidió—: Dime la verdad, por favor, ¿qué le dijiste a tu mujer? ¿Dónde piensa ella que estás? Daniel se sintió incómodo, no le gustaba nada, pero nada, el cariz que estaba tomando la conversación, la pregunta no era fácil. A Yolanda no podía mentirle. —Le dije que me habían invitado a la Hispacon —hizo una pausa, ella tampoco dijo nada, se sintió obligado a continuar—. Y no es cierto. A esa gente sólo le interesa la Ciencia Ficción, al terror siempre le dan de

lado, jamás han... Se percató de que ése no era el tema. Se calló antes de seguir haciendo el ridículo. —¿Ves? —dijo ella—. Le has mentido, lo has ocultado. Se irguió y se encaró al rostro de él. Daniel vio cómo los carnosos pechos de Yolanda se balanceaban con sus movimientos. Ella prosiguió: —¿Y en qué me he convertido yo ahora? ¿En la otra? ¿En la destroza matrimonios? Daniel, lo nuestro no puede ir a ninguna parte. No estoy dispuesta a ser la otra. No, la otra,

no. Él intentó interrumpirla, prometerle que dejaría a su mujer y a su hijo, que pediría el divorcio, que se iría a vivir con ella, y hubiera sido sincero y lo hubiera cumplido. Pero Yolanda no le dejó hablar. —No lo entiendes, ¿verdad? No quiero romper tu matrimonio. Jamás aceptaría que te separaras por mi culpa. Nunca causaría dolor a una familia. —Tragó saliva y ocultó un nuevo sollozo—. No quiero promesas, sé que no eres feliz del todo, pero tampoco eres un

desgraciado, tú mismo me lo has contado. Tienes tu casa, tu mujer, tu hijo, tu trabajo. No podría obligarte a renunciar a todo eso. Te quiero, Daniel. Te quiero. Por eso mismo no puedo aceptarte, no puedo destrozar tu vida. Lo de hoy ha sido un gran error. Nunca tenías que haber venido. Ahora has cambiado todo. Lo nuestro era sólo un juego, un pequeño secreto compartido entre nosotros dos. Pero ahora has cambiado todo. Se sentó en el lateral de la cama, dándole la espalda, quizás para ocultar sus lágrimas. Daniel no sabía

qué decir, en el fondo de su alma, muy al fondo, sentía cierto incomprensible alivio. Admiró la silueta de la joven. Ella siguió hablando, mirando hacia sus pies descalzos, como si se lo dijera a ella misma, como si tuviera que convencerse de algo: —Lo que ha ocurrido en esta habitación, jamás debió haber ocurrido. —Su voz seguía demostrando cierta firmeza, pero sobre todo se apreciaba una absoluta tristeza—. Ha sido un error, nuestro mayor error. Nos hemos dejado

llevar por los sentimientos. Pero no debimos hacerlo. Mira —le mostró los dedos después de pasárselos por su vulva—. Todavía tengo esperma tuyo sobre mi piel. Esto no está bien. Yo no quiero ser tu amante. No quiero tener que permanecer oculta, no quiero trastocar tu vida. Y mucho menos destrozar tu matrimonio. Tenemos que dejarlo, Daniel, tenemos que dejarlo. —Pero te amo, Yolanda, te amo con todas mis fuerzas. Yo, por ti sería capaz... Ella le puso los dedos sobre los

labios para callarle. Él no pudo dejar de pensar que estaban sucios de su propio esperma; aún así el contacto le pareció agradable, amaba a esa chica. Los pechos de la joven oscilaron. —Precisamente por eso, Daniel, porque nos amamos. Porque lo nuestro es verdadero. No puedo hacerte esto. No debiste venir. Jamás debimos conocernos. Tengo que irme. Se puso en pie y comenzó a buscar su ropa. Daniel saltó de la cama, la sujetó por un brazo.

—No, por favor —imploró sin saber qué más decir, sólo era capaz de pensar. “No, por favor, que no me deje, que no me deje, por favor, que no me deje” Ella le miró con infinita ternura, él supo que jamás olvidaría esa mirada de amor verdadero. —No puedo hacerte esto, no puedo. Yo no rompo matrimonios. Nunca me perdonaría a mí misma romper una familia, ser la causa directa de un divorcio. No puedo, no quiero ser la mala, la zorra. Tú amas a tu mujer, lo sé, me lo has dicho, me

lo has dicho, sé que ahora estáis pasando por una etapa un poco mala, con el niño pequeño y todo eso, pero esas cosas pasan, son normales; eso no me da permiso para inmiscuirme en tu vida, para romper tu hogar. ¿Entiendes lo que supone romper un hogar? ¿Qué sería de tu hijo? ¿Aceptarías renunciar a él? ¿Le perderías para siempre? Y si lo hicieras ¿llegarías a perdonártelo a ti mismo alguna vez? ¿Llegarías a perdonármelo a mí? Con el tiempo ¿no acabarías odiándome? ¿Y qué sería de nosotros dentro de pocos

años, cuando el ardor haya desaparecido? ¿Y tu mujer? ¿Qué sería de ella? Te ha dado sus mejores años. Piensa en ella, la has querido, le has prometido la vida, es la madre de tu hijo, ¿vas a darle de lado ahora, a rechazarla, a tirarla a la basura? Él callaba, sólo era capaz de emitir alguna pequeña súplica. Apenas encontraba palabras. Se sentó, derrotado, en el lateral de la cama, justo donde ella había estado poco antes, notó su calor en las sábanas. Yolanda decía verdades

como puños. —Espera, vamos a hacer una prueba —dijo ella—. Vamos a hacer una prueba. Dame tu móvil. —¿Mi móvil? —Sí, vamos, dámelo. Le tendió la mano reclamándoselo, agitando sus deditos aún brillantes de semen. Estaba tan bella, desnuda frente a él... No entendía para qué podía necesitar su móvil, qué podía demostrar, pero lo buscó en el bolsillo de sus pantalones tirados en el suelo. Al sacarlo, unas pocas monedas cayeron sobre la moqueta.

Allí quedaron. No importaban. Estaban hablando de su futuro. Le tendió el pequeño aparato. Ella lo tomó y pulsó el botón de encendido. Un alegre sonido polifónico le saludó. Miró la pantalla, y navegó por el menú de opciones. Se quedó quieta unos instantes, leyendo la pantalla a color. Sus ojos se humedecieron y comenzó a llorar. A Daniel le sorprendió la intensidad del llanto. Era puro amargor. Él se acercó sin acabar de entender qué ocurría. Le rozó el brazo con miedo. Ella le tendió el móvil. Apenas

podía hablar. —Lo... sabía... lo... sabía... ...mira... —se sorbió los mocos—, lo... sabía. Daniel tomó el aparato. Miró la pantalla. Leyó. Comprendió lo que ella sentía. —Tienes... cuatro llamadas de... tu casa —dijo ella llorando desconsolada. Así era, lo confirmaba el menú de eventos—. Anoche... mientras hacíamos el amor... tu... tu... mujer te estaba llamando al móvil, —ahora la frase salió de un tirón, como si la vomitara—, ella estaba

preocupada por ti, te llamaba para ver cómo te iban las cosas. Nosotros estábamos haciendo el amor y tu mujer te estaba llamando por teléfono para ver cómo estabas. ¿Has leído el mensaje de texto? ¿Lo has leído? Él siguió las líneas con la vista. Afirmó despacio con la cabeza, no contestó, no podía. —Léelo en voz alta. Lee lo que pone —exigió ella. Daniel bajó la cabeza, no podía soportar la vista de la joven desnuda. Sintió que la vergüenza cubría su

cuerpo. Tenía que ser fuerte. A Yolanda no podía mentirle. Le costó un esfuerzo terrible encontrar su voz. Tenía un nudo en la garganta. —Cariño, —titubeó— t...te echo de menos. Vuelve pronto. Te qqueremos. Ir...Irene y Víctor. La voz del hombre se desvaneció entre las sombras. Y ella gimió. Fue la más pura representación del dolor. Su llanto aumentó de intensidad y se hizo insoportable. Daniel no podía resistirlo. Era estremecedor, el sonido le taladraba. Sus ojos también se desbordaron. La abrazó. Ya no

había nada sexual, sólo había comprensión, aceptación, pena, dolor. Amor muriendo entre dos cuerpos desnudos. Ella emitió unas palabras ininteligibles. Él las entendió. —Sí, lo comprendo, lo comprendo, amor mío —contestó.

15 Había pasado casi un mes desde ese doloroso momento y Daniel apenas había podido ocultar su pena. Había regresado a su ciudad decidido a olvidar a Yolanda y a retomar su vida familiar. Había decidido que era feliz, que podía serlo, que tenía todo lo que necesitaba. Yolanda, Yolita, sólo había sido un sueño, un error, la mayor equivocación de su vida. Irene era su mujer. Víctor, su hijo. Se debía a ellos, aun a costa del amor

verdadero. Tenía un acuerdo con ellos, un acuerdo que cumplir, había adquirido un compromiso, hubiera sido muy egoísta por su parte romperlo para marcharse de su hogar con una estudiante diez años más joven. Amaba a Irene, su mujer. La amaba, ¿verdad? Claro que sí. Yolanda sólo había sido una quimera, algo que jamás debió dejar de ser platónico. Pero el fantasma de Yolanda le había visitado con frecuencia durante todos estos días. Se obligaba a sacar de su mente la imagen de su cuerpo desnudo,

tendiéndole la mano solicitando su móvil. A repetirse una y otra vez que aquello había sido un gran error. Que su amor tenía que ser enterrado bajo una gran capa de voluntad. Que ese amor era sólo una especie de enchochamiento pasajero que él debía controlar, que en realidad nunca había existido. Pero miraba el móvil buscando un mensajito de texto. Abría el correo electrónico esperando encontrar un e-mail de ella diciendo que estaba equivocada, que lo suyo sí tenía sentido. Daniel fue fuerte, evitó escribir

ningún mensaje y desinstaló el Messenger como le había prometido a ella que haría. Estaba decidido a olvidar, pero eso no lo hacía menos doloroso. Con la excusa de que iba retrasado en su novela se encerraba en su estudio e intentaba no pensar en Yolita, apenas comía. Irene, tan perceptiva, captó algo raro, pero cuando le preguntó qué le pasaba, la única explicación que recibió fue que tenía problemas creativos, que no sabía cómo continuar La bestia del infierno; ella lo creyó porque quiso creerlo. Así de sencillo; comprendió

a nivel inconsciente que había cosas que era mejor no remover, preguntas que no convenía formular y dejó a Daniel con su evidente dolor para que curara por sí solo sus heridas, sin plantearse ninguna otra cuestión. Sin embargo el trabajo de Daniel no se vio afectado, es más, se refugió en él y escribía una página tras otra huyendo a ese mundo de fantasía oscura para olvidar la desdicha de encontrar el amor verdadero y perderlo. Se juraba una y otra vez que olvidaría a Yolanda, que sería feliz

con su mujer y su hijo. Podía lograrlo, todo era cuestión de autoconvencerse. Quería a su esposa. Ya se creía capaz de conseguirlo. Por supuesto que lo lograría. Ya lo estaba superando. Hasta que murió su mujer.

16 La casa estaba en calma. Víctor se encontraba de pie entre mis piernas. Cerré los ojos y de nuevo Yolanda apareció ante mí. Oh, Yolanda, ahora todo podría ser diferente. ¿Por qué me dejaste? Te quiero. Yolita, te amo, Yolita, te amo, Yolita, te amo... Ahora todo podría ser diferente. Entonces lo olí. ¿Qué era? ¿Víctor se había hecho cacas? Olfateé el aire. No, no era eso, desde luego. Enmascarado por los restos de vómito de mi pechera, olía

claramente como... como a quemado. Me percaté de que el olor ya llevaba un tiempo en el ambiente pero ahora se había incrementado. Sí, no cabía duda: olía a socarrado. Miré hacia la puerta del salón. Jirones de un negro humo penetraban por la puerta. ¿Hasta dónde puede aguantar un hombre? ¿Cuál es el límite del sufrimiento humano? Dejé caer la cabeza. No me quedaban fuerzas. Al cesar la febril actividad anterior todo el cansancio acumulado había tomado posesión de mi cuerpo de golpe. El dolor había caído sobre mí

como una losa. Una vez que hube parado sentí que ya no podría volver a ponerme en movimiento. Pero las adversidades seguían acumulándose una tras otra. ¿Con qué debería enfrentarme ahora? ¿Cuál era la siguiente prueba? ¿Qué me habían preparado ahora esos dioses crueles? ¿Hasta cuándo duraría esta loca carrera de obstáculos? No puedo, no puedo, me dije empezando a moverme. Arrastrar la silla era una tortura; mis tobillos ejercían casi toda la fuerza empujando las patas y ahora estaban

más que doloridos, los sentía rotos, dislocados, aplastados. Cada empujón implicaba que toda la pierna me estallara en un dolor inmenso, insoportable. Y lo peor eran los giros: lentos, pesados, un tormento. Ya no podía desplazarme tan rápido como había acudido a la visita del mensajero, ni mucho menos. Mi marcha era lenta y trabajosa, no en vano en cada centímetro dejaba un retazo de mi vida en forma de gota de sangre. Estaba pagando ahora los excesos cometidos un rato antes. A medida

que me acercaba a la cocina el olor se hacía más penetrante y el humo más denso. Algo se quemaba en la cocina. Víctor, que al principio había comenzado a avanzar conmigo, decidió que el humo era molesto y tras soltarse de mi pierna se dirigió gateando a su rincón a esconderse junto el sofá. No podía apresurarme más, terribles calambres recorrían mis piernas a cada avance. Era una corriente de quinientos voltios sacudiéndome inmisericorde. Mis pasitos se hicieron más cortos, más

lentos. Continuaba llorando en silencio. A punto de rendirme. De no haber estado Víctor, me hubiera quedado quieto hasta morir. Por hambre, quemado, de sed... daba igual. No quería seguir luchando. Cuando salí del salón, el humo era ya una espesa cortina que apenas dejaba ver o respirar. Olía a comida quemada pero, al menos desde mi posición, no se veía el resplandor de ninguna llama. Tenía que volver a girar para encararme con el pasillo. No puedo, no puedo, pensé convencido. Poco a poco y sin

percatarme de ello seguía haciéndolo. Intenté impulsarme de otra manera que mitigara mi dolor, pero no encontré ningún sistema alternativo. Como uno de los zombis d e La mente del muerto avancé lenta, perezosamente hacia un desconocido destino. Inexorable también. Ni siquiera me planteaba qué iba a encontrar en la cocina, no me importaba. Ni aunque fuera el infierno desatado... Vagaría entre las llamas sujeto a esta silla. Mi piel ardería y ennegrecería y yo seguiría adelante en mi propio castigo eterno.

Mi cuerpo sería una llaga total y avanzaría a ridículos empujoncitos a través del fuego. Era mi infierno particular. Hacia él iba. Llegué a la puerta de la cocina, de nuevo debía girar, en cuanto lo hiciera quizás viera la causa del negro humo. Anticipé el cuerpo de Irene tendido en el suelo, ahora quizás pasto de las llamas. Al insoportable daño físico se sumó la sensación de dolor anímico más absoluta posible. ¿Qué encontraría ahora? ¿Cuál era la causa del humo? ¿Alguien había prendido fuego a la casa? ¿Íbamos a morir

calcinados? ¿Acaso no se merecía Víctor algo mejor? Por Dios, pero si era sólo un bebé de menos de un año. Comencé a girar. Hacía tiempo que había consumido ya mis últimas fuerzas. Quería dormir, morir, esconderme en un rinconcito como Víctor y quedar olvidado del mundo. Dejando que el tiempo resbalara sobre mí. Que nada penetrara mi protección impermeable, que no existieran problemas. Si el precio era mi vida, estaba dispuesto a pagarlo. Entrar en la cocina fue penetrar en

un mundo negro y maloliente, el humo dominaba el lugar ¿Cuánto hacía que había salido de aquí? No mucho, lo que me había costado acudir hasta la puerta cuando oí la moto del mensajero, el rato que estuve ahí golpeando, el doloroso paseo hasta el teléfono y el tiempo que he tardado en llegar del salón hasta aquí. No mucho, ¿media hora? ¿Tres cuartos? Una hora todo lo más. Y ahora esto es otro planeta. La atmósfera de Marte, los gases de Júpiter. Cuando salí de aquí, la cocina era un extraño panteón

mortuorio, con el cadáver de Irene sobre el suelo, ahora es un oscuro sótano con las calderas desencadenadas. Su cuerpo inmóvil yaciente en el suelo, intacto. El humo, como un extraño amante, sólo la acariciaba dulcemente, deslizaba sus largos dedos sobre ella. Antes no me había fijado en el objeto, la impresión de encontrar a Irene muerta había obnubilado todo lo demás, ahora crepitaba enloquecido. De él emergían pequeñas llamas; algunas, las más arriesgadas, pugnaban por alcanzar

el filtro de la campana extractora y provocar un gran incendio. La pequeña olla seguía sobre el fuego de propano, justo allí donde Irene la había colocado hacía siglos. Toda la comida se había consumido prácticamente, el líquido evaporado, el metal ennegrecido. El humo y el olor a quemado provenían de la olla. Comprendí la situación: el recipiente debía de llevar ya varias horas al fuego. En el momento de su desafortunada caída, Irene debía de estar cocinando uno de sus exquisitos platos, o quizás... sí, ésa parecía la

cacerola en la que solía preparar la crema de verduras que cada mediodía hacía tomar a Víctor. Sopesé la posibilidad de dejar las cosas como estaban, volver al salón con Víctor y dejar todo igual. El riesgo de incendio parecía muy elevado, pero ¿qué importaba? Si la casa se prendía fuego quizás alguien lo viera y avisara a los bomberos. Si nos manteníamos apartados de las llamas, ellos podrían salvarnos. Claro, ésa era la solución: dejar todo como estaba. Podría, mientras tanto, echar una cabezadita, escaparme un

ratito... incluso aquí en la cocina, tal y como estaba. Dormir. Huir. Si no se declaraba el incendio, no pasaba nada, todo continuaría como estaba. Y si la campana extractora o los muebles de cocina se prendían fuego y las llamas se extendían por toda la casa, alguien las vería, llamaría a los bomberos y ellos nos sacarían de aquí. Lo único que tendríamos que hacer sería quedarnos junto a la puerta y aguardar a que llegaran nuestros salvadores. Sencillo, fácil, descansado... Pero no podía hacerlo,

no con Víctor gateando por ahí de un sitio a otro. ¿Y si se asustaba y no se quedaba a mi lado? Yo no podría retenerle, le vería alejarse hacia su muerte sin poder remediarlo. Además, según creía recordar, aunque el humo ascendía, algunos de los gases tóxicos que la combustión generaba descendían a nivel del suelo, convirtiendo a Víctor en la primera víctima. Eso, si las llamas no se extendían demasiado rápido y nos alcanzaban antes de ser rescatados con nuestras espaldas pegadas a la puerta, sin ningún sitio

al que poder huir. La barrera de fuego acercándose inexorable, cada vez más y más cerca, dibujando extrañas figuras amenazadoras que sólo sobrevivían escasos segundos para ser sustituidas por otras aún más horribles; haciendo que nuestros rostros ardieran cuando las rojas lenguas del calor los lamieran con dulzura, con inmenso amor, anticipando el abrazo final en el que nos fundiríamos. También existía el riesgo de que el fuego llegara primero al depósito de propano del patio, lo calentara hasta

más allá del límite y, sobrepasando todas las medidas de seguridad, explotara todo su mortífero contenido en una roja bola creciente. La onda expansiva haría hervir el aire. Antes de ser alcanzados por el gran globo de fuego veríamos las turbias interferencias del aire al evaporarse, haciendo oscilar las imágenes como si deformaran el espejo en el que se reflejaban. Luego todo serían pavesas que el viento diseminaría entre los maizales de más allá de la urbanización. Si el fuego se extendía moriríamos carbonizados junto a la

puerta de entrada. Atrapados, prisioneros de nuestras propias limitaciones. Imaginé las llamas acariciando las piernecitas de Víctor, estallando en la celulosa de su pañal y tiñendo su negro pelito de los ardientes colores del fuego, convirtiendo sus escasos cabellos en una espesa cabellera de llamas. Gritando desaforadamente. No, no estaba dispuesto a jugar con fuego. Era una apuesta demasiado alta. El riesgo era muy grande. Tenía que solucionar esta nueva crisis antes de que se convirtiera en algo realmente

peligroso. Ahora tenía que enfrentarme a otro grave inconveniente: ¿podría hacerlo? ¿Cómo iba a ser capaz de apagar la cocina? El humo pugnaba por ahogarme, no podía abrir las ventanas o la puerta trasera para airear la estancia, sólo restaba como solución: respirarlo. Mis pulmones protestaban, todavía quedaban húmedos restos de vómito en el suelo y ya volvía a someterlos a otra dura prueba. Hacía un rato me había faltado poco para morir asfixiado, y ahora allá iba otra vez a

probar fortuna y ver si podía sobrevivir de nuevo. Quería toser, pero tenía que reprimir esa necesidad expulsando el aire con decisión por las narices, al menos logré despejarlas en un amortiguado golpe de tos nasal. Ya volvía a disponer de dos orificios para respirar. Me di cuenta de que no podría permanecer mucho rato en la cocina, resultaba nocivo y peligroso, así que me resigné a tener que luchar de nuevo contra el tiempo. La placa de la cocina estaba empotrada en la encimera de mármol

oscuro y los cuatro quemadores eran de gas propano. Gas que nos suministraba el gran aljibe trasero. Irene estuvo a punto de decidirse por una placa vitrocerámica o de inducción, de esas lisas, pero al final, y a pesar de ser más sucios (según se lamentaba ella), se decantó por los quemadores tradicionales a gas, ya que con ellos podía cocinar en recipientes de barro y con la cocina eléctrica no. Yo había salido ganando, sus guisos cocinados a fuego lento en esas tarteras de barro siempre me habían parecido el

manjar más delicioso del mundo. Después de sus labios, claro. (Yolanda no contaba, nunca había existido, ya había sido olvidada, Yolanda nunca existió. Yo amaba a mi mujer) Y ahora... Irene... Luché contra el humo y el ahogo, intentando aguantar la respiración. Me acercaba a la placa más despacio de lo que yo hubiera querido. Irene se encontraba tendida justo delante de ella. La única forma de acercarme era pasar sobre Irene. Desde luego la olla ya era irrecuperable, estaba calcinada. Algunas llamas brotaban

de su interior, de los restos carbonizados de la comida de Víctor. Sobre el fuego no había ningún otro útil. Sorteé el cuerpo de Irene. Para acercarme a los mandos tuve que desplazar la silla de lado y avanzar sobre una de las piernas de mi mujer, de forma que quedaba justo debajo de mí. En algunos momentos, ya que sus piernas no estaban muy separadas, notaba cómo las patas traseras de la silla rozaban su piel a medida que yo iba avanzando hacia mi objetivo. Estaba sobre ella, un sobrecogedor nudo estranguló mi

corazón. Me esforcé en mirar a las llamas intentando no pensar en lo cerca que me encontraba del cadáver de mi esposa. Algo que escocía más que el humo me hizo estremecer. Esa forma de acercamiento me supuso un gran rodeo, pero era la única manera de acceder a la placa: avanzar de lado sobre Irene, con la silla haciendo puente sobre una de sus piernas. Por fin tras sufrimientos de todo tipo, el más profundo producido por su cercanía, me encontré frente a los mandos. La pata trasera de la silla casi tocaba el pantaloncito corto

de mi mujer, allí donde se ceñía a su ingle. De nuevo demasiado tarde, me di cuenta de mi error. Me encontraba mirando a la cocina de frente, lo cual implicaba no poder tocar los mandos con ninguna parte del cuerpo. Intenté accionarlos con las rodillas, alargar mi cuello, estirar el tronco, dar saltitos. Nada dio resultado. Era evidente la imposibilidad de apagar el fuego desde esa posición. Intenté girar sobre mi eje, para así poder alcanzar con el codo, ya que, gracias a Dios la altura coincidía. Pero la

pierna de Irene situada entre las patas de la silla me impedía realizar el giro. No me pareció respetuoso forzar siquiera un ápice su pierna, así que hube de desandar lateralmente el trecho recorrido sobre ella, una vez fuera girar ciento ochenta grados y, ya de espaldas a la placa, volver a pasar sobre Irene hasta regresar a la altura de los mandos. Movimientos complicados y dolorosos que realicé luchando por no desfallecer. Cuando diseñamos el equipamiento de la cocina, yo le sugerí a Irene que pusiéramos los

mandos en la parte superior de la encimera, pero ella se negó en redondo, alegando que esos modelos se llenaban enseguida de grasa, y que eran preferibles los mandos frontales porque así, además se disponía de más espacio de encimera. Ésos eran sus dominios, ante sus argumentos, callé y otorgué. Por fortuna hicimos lo que ella dijo porque ahora con mi codo ya estaba empujando el mando que cerraba el gas de quemador. Si volvía la cabeza hasta el límite podía entrever por el rabillo del ojo la pequeña llamita dibujada en el

mando marrón. Eso significaba que el fuego estaba justo al mínimo y que para apagarlo debía girar la ruleta todo su recorrido. Doscientos setenta grados de circunferencia, pasando por la máxima potencia de fuego, antes de extinguirse. Apreté con el codo. Y eso fue todo lo que conseguí. Podía presionarlo pero no girarlo. Me faltaba movilidad. Podía agitar los codos un poco hacia los lados, pero nada más. No podía girarlos. Rodeado de humo y sin poder respirar, maldije mi suerte. Tan

cerca y tan lejos. Intenté todo para hacer girar el mando: balancearme a un lado y a otro, adelante y atrás, cabecear... pero fue del todo imposible, sólo lograba hundirlo un poco, y sentir el débil muelle interior pulsando por recuperar su posición. Ningún ser humano podía ejecutar ese giro, nadie puede hacer rotar su codo. Era ir contra natura, tan imposible como volar. Reprimí un ataque de tos más violento que los demás y me quedé absorto sin saber qué hacer. Giré la cabeza buscando una respuesta, en

ese momento la olla prendió en llamas mucho más fuertes. Parecía un extraño fenómeno de piroquénesis, algo que desafiara las leyes físicas, ¿Cómo puede arder una cacerola metálica? Probablemente se tratara del esmalte de su exterior, hasta ese instante se habían estado quemando los restos de comida, pero en este momento había empezado a arder la propia olla, es como si el metal hubiera alcanzado su punto de fusión. Ante mis ojos se convirtió en una auténtica tea. Tuve que retirar la vista, el calor me alcanzó como una

ola y escuché un ruido como de viento pasando por un tubo. Las llamas sí eran ahora verdaderamente peligrosas, algunas acariciaban los altillos de madera oscura. Uno de los armarios aún mostraba la puerta abierta, era en el que Irene estaba trabajando cuando... sucedió... lo que sucedió. Sentí una estúpida impotencia. Ahí estaba yo; inútil, contemplando el inicio de la catástrofe que, sin duda, iba a desatarse de un momento a otro, desorientado; sin más movilidad que la de mi cabeza; empujando con mi

codo el mando. Pensé en huir, en salir de la cocina ahora que todavía estaba a tiempo, en atraer luego a Víctor y refugiarnos junto a la puerta de la calle, lo más lejos posible del foco del incendio; tal y como había descartado minutos antes. Ya estaba a punto de salir cuando se me ocurrió una nueva posibilidad: usaría la cabeza. Literalmente. Mi postura seguía siendo de espaldas al fuego, así que adelanté el trasero todo lo que pude hacia el borde del asiento, recliné la cabeza todo lo que permitió el

respaldo, como si quisiera tumbarme, y eché la cabeza hacia atrás. Miraba hacia el techo ennegrecido por las volutas de humo. Comprobé que mi nuca rozaba la parrilla metálica sobre la que se depositaban los utensilios de cocina. Las sartenes y perolas no se apoyan directamente en los quemadores, sino que lo hacen sobre una especie de rejilla metálica que los sostiene; eso era lo que mi cogote alcanzaba. Supe que podía hacerlo, en teoría era fácil. Pero tendría que moverme con suma precisión. Empujaría la rejilla hasta

que la perola quedara fuera del quemador, simple. Aunque así, de primeras, intuí dos graves riesgos; uno: que el fuego alcanzase mi pelo y que cuando irguiera mi cabeza ésta fuera un mar de llamas; y dos: que empujara la rejilla demasiado fuerte y no sólo retirara la perola del fuego, sino que desmontara el quemador y comenzara a salir sin control un peligrosísimo chorro de gas propano. Me notaba a punto de desmayarme. No podía entretenerme ahora con disquisiciones o exhaustivos estudios de las consecuencias. Mi postura

corporal era semejante a la que se toma en la peluquería cuando van a lavarte la cabeza, sólo que tras ella no se encontraba ningún recipiente diseñado para contener el agua, sino una caliente rejilla sobre la que una pira mortuoria comenzaba a crepitar. Giré mi cuello empujando a la vez, noté cómo la rejilla se desplazaba un poco. Forzando al máximo el cuello y mis irritados ojos miré hacia atrás. Las llamas seguían aumentando, la perola era un volcán en erupción. El movimiento no había sido suficiente, todo seguía igual. Volví a la posición

de trabajo. Utilice champú anticaspa, por favor. Y lo hice de nuevo, detrás de mí sonó un apagado estruendo metálico y un fuerte chisporroteo. Sentí cómo un ardiente resplandor iluminaba todo. Noté que el calor pugnaba por atraparme. Levanté rápidamente la cabeza convencido de que la cerilla que yo era, había sido encendida. Con el brusco movimiento, un par de cabellos que habían prendido, se apagaron. Me alegré de no aplicarme nunca gomina o crema fijadora en mis cada vez más escasos cabellos.

De haberlo hecho, la grasa de los productos hubiera convertido mi cabeza en el pabilo de una vela. Asustado, y dudando todavía sobre si mi cabeza iba a estallar en llamas o no (como la de Nicholas Cage en esa estúpida película del tío de la moto) miré hacia atrás. Lo había logrado. Había conseguido desplazar la perola fuera del quemador. Éste aún seguía encendido, pero al menos ahora no había sobre él nada que pudiera prenderse. El puchero se había volcado y los negros restos se habían

diseminado por la encimera. Temí que las llamas la prendieran, pero al ser de mármol eso no sucedió, cesaron en cuanto la perola fue apartada de la fuente de calor. Si en lugar de verduras se hubiera tratado de aceite frito, el fuego hubiera acabado prendiendo la madera de los armarios y el incendio se habría desatado de todas formas. Menos mal que ése no fue el caso. Pronto dejó de humear tanto y las llamas descontroladas desaparecieron a los pocos segundos. El quemador continuaba encendido, consumiendo

gas. Por mí como si se gastaba todo el maldito depósito del patio... Lo había conseguido, había vencido al fuego. Había evitado el incendio. Había sido capaz de salvar a Víctor. Pero no debía entretenerme más, la cocina apestaba a socarrado y el ambiente era insano, así que en cuanto me aseguré de que la tragedia había sido atajada, emprendí el largo calvario de salir de la estancia. A pesar de que el dolor no fue menor, en esta ocasión me acompañó también algo semejante al triunfo y al alivio. Cuando llegué al salón me

desmayé.

17 Yolanda salió del coche. Se sentía fatal. Era una estúpida. ¿Qué diablos hacía aquí? ¿Por qué estaba aquí? Había pasado llorando todo el día, sus ojos estaban enrojecidos y su rostro se veía marcado por ojeras. Era un error. No debería estar allí. ¿Qué mierdas estaba buscando? ¿Qué pretendía? Sabía que se estaba comportando como una niña. ¿Qué hacía allí en el coche, vigilando la casa del amante al que había rechazado pocas

semanas antes? ¿Qué pretendía? Se mentía diciendo que sólo quería verle, que ni siquiera hablaría con él. Pero aguardaba a ver si pasaba alguien por delante de la casa. Hasta ahora no había tenido suerte, había resultado una absoluta perdida de tiempo, sólo había visto acercarse a la casa a un mensajero y ni siquiera le habían abierto la puerta. Imaginaba que no había nadie en casa, pero tarde o temprano tendrían que regresar, y ella quería verles. Quería conocer a Irene, quería ver al niño y sobre todo quería volver a

encontrarse con Daniel. Sólo verle. Nada más. Después de la noche de la ruptura, Yolanda lo había pasado muy mal, había dejado de acudir a clase y pasaba las horas muertas tumbada en la cama. Pensando en Daniel. Le echaba de menos. Miraba el ordenador y el móvil esperando encontrar algún mensaje de él, pero por lo visto era un hombre de palabra y cumplía su promesa de no volver a ponerse en contacto con ella. Le odió por eso. Estúpido calzonazos. Deseó que él luchara por

ella, que intentara convencerla, que se la llevara a rastras y vivieran los dos una pasión arrebatadora, felices hasta el fin de sus días. Era un cobarde, ¿por qué no intentaba recuperarla? ¿Por qué cumplía su absurda promesa de dejarla en paz? ¿No comprendía que necesitaba que combatiera por ella, que se la ganara? Y ¿por qué ella le había rechazado cuando su corazón le necesitaba con tanta intensidad? Más de una vez Yolanda estuvo a punto de escribirle, de llamarle, de decirle que estaba equivocada, que

no podía vivir sin él. Que Yolita había vuelto. Pero siempre se detenía en el último momento. Ella no era una zorra rompematrimonios. Que él se enfrentara a su vida por sí mismo. Los días pasaron, fríos como la mirada de un muerto, grises como cenizas de un fuego ya extinguido. Y ella comenzó a acostumbrarse a su ausencia, incluso regresó a las clases y volvió a aceptar el contacto con sus amigas. Pero su sonrisa siempre era forzada, en el fondo seguía herida de amor. Cuando la tarde anterior le

entregaron el pequeño utilitario que había comprado, esperó que la alegría le hiciera olvidar a Daniel. Realizó un pequeño viaje inaugural con un par de amigas y recorrieron algunas avenidas de la ciudad. El estreno del coche debía haber resultado alegre, pero no fue así. Daniel le había aconsejado qué modelo encargar y con qué equipamiento. Ella no entendía demasiado de coches, sólo sabía que su viejo vehículo ya no daba más de sí y se caía a pedazos. A través del chat, Daniel le había dado algunos

buenos consejos y ella había encargado el modelo exacto que él le había aconsejado, aunque tuvo que esperar casi dos meses a que se lo entregaran en el concesionario de su localidad. Cuando sus amigas se fueron, entre bromas y felicitaciones, ya había anochecido. Ella procuró aparentar normalidad; pero eso no estaba bien. Ese coche debía ser de ambos, de Daniel y suyo, el olor a nuevo de su interior le recordaba a su hombre aunque era incapaz de explicar el porqué. Esa noche casi no pudo conciliar el sueño y a las cuatro

de la mañana se levantó. Se dijo que iba a seguir probando el coche, que, ya que no podía dormir, al menos daría una vuelta por alguna carretera cercana. Tres horas después tomó conciencia de que llevaba recorridos casi cuatrocientos kilómetros y de que iba camino de la ciudad de Daniel. Lo asumió. Siempre lo había sabido. Iba a ver a su amado. A recuperarlo, quizá. A primera hora de la mañana ya había encontrado la urbanización y localizado la calle D. Había resultado muy fácil, casi parecía que

un sexto sentido la hubiera guiado por el camino correcto. No tomó ni un solo desvío equivocado, quizás en ese caso hubiera desistido de su descabellada idea. Aún no había accedido a la gran ciudad cuando vio un cartel con una gran flecha que anunciaba “Urbanización La Zaranga”. Todo parecía guiarla a su destino. Había localizado la casa de Daniel. Recordaba la dirección, él se la había dado una vez y a ella se le había quedado grabada para siempre. Cuando llegó, descendió del

vehículo nuevo, iba de maravilla pero eso no era lo que le importaba, de hecho no le importaba en absoluto. Se acercó temerosa hacia la casa. No quería que nadie le viera. Resultaría muy violento que apareciera la mujer de Daniel y tuviera que darle confusas explicaciones. Se asustó y volvió apresuradamente al coche. Aparcó un poco más allá, donde podía ver sin error si alguien entraba o salía de la casa. Decidió que lo mejor era aguardar. Esperar a ver qué ocurría, que fuera el destino quien decidiera.

Ella sólo esperaría a ver qué pasaba. Permaneció sentada en el coche, y lo triste de su situación la hizo llorar. Ahí estaba, lejos de su casa, espiando la puerta de un hombre casado, escondiéndose por si aparecía su mujer, locamente enamorada. Se sentía como el alcohólico que después de estar un mes alejado de la bebida recae en el vicio y necesita coger la mayor borrachera de su vida. Llevaba veintisiete días intentando superar su amor, pero no lo había logrado, ahora había tocado fondo. Nada de

tonterías de llamadas o mensajitos, lo mejor era ir a verle, como él había hecho con ella. Así pasó toda la mañana. Aspirando el aroma de la tapicería nueva y llorando en silencio mientras imaginaba que veía salir a la mujer de Daniel, entonces se atrevería a ir hasta la casa y a encontrarse con él. Poco después estarían en ese mismo coche viajando hacia su futuro compartido. Pero todo había sido una enorme pérdida de tiempo, sólo había aparecido un mensajero y todo parecía indicar que no había nadie en

casa. Las horas se le hicieron eternas, pero no más que las últimas semanas. Al mediodía arrancó el coche y se fue a la cafetería que había a la entrada de la urbanización, se orinaba a más no poder. Compró una botella de agua de litro y medio y un bocadillo. El espejo del baño le devolvió una imagen desmejorada que la miraba con tristeza. En menos de diez minutos volvió a estar en la calle D vigilando la casa, confiaba en no haberse perdido nada. A media tarde decidió que lo mejor era llamar por el móvil,

decirle algo así como: “Hola Daniel, ¿A que no sabes dónde estoy?” Le costó más de una hora encontrar el valor suficiente para marcar el número, aún lo tenía memorizado en el móvil. ¿Por qué no lo había borrado? Cuando se atrevió a pulsar el botón de llamada lo hizo como por accidente, con un movimiento descuidado, como si no hubiera sido su intención. Unos segundos de terrible espera. Anhelando oír su voz, retomar la historia que nunca debió interrumpirse.

“El número al que llama se encuentra apagado o fuera de cobertura”. Mierda, mierda, mierda. Ahora él vería que ella le había llamado. En cuanto Daniel encendiera su móvil, aparecería su número delator en la pantallita. Todo el esfuerzo de un mes echado a perder. Tirado por la borda. Ahora él, ¿qué haría? ¿La llamaría? ¿Qué pensaría? No sabía qué hacer, no tenía ni idea, así que no hizo nada, siguió esperando. Aguardando a que el destino actuase.

Ya comenzaba a anochecer. Había pasado todo el día lamentándose y sufriendo. Daniel no había respondido a su llamada. Salió del auto para estirar las piernas, estaba agotada. De verdad que su intención era sólo estirar las piernas. Sólo eso. Pero sus pasos la llevaron por el camino de entrada de la casa. Parecía que su voluntad no tuviera nada que decir, entró en el jardincillo exterior y pasó sobre la gravilla de la entrada. No pensaba en nada. Su mente estaba bloqueada. No importaba nada. Subió el escaloncito

y se plantó ante la puerta de madera. Entonces se quedó quieta. ¿Estaría Daniel allí dentro? ¿Estaría su mujer? ¿Debía llamar? ¿Entrar y reclamar lo suyo? Su brazo se levantó por sí solo, se acercó al timbre. Temblaba. No, no era su brazo lo que temblaba, era todo su cuerpo. La yema de su dedo índice rozó el botoncito del timbre. Eran tales las sacudidas que la recorrían, que el contacto se perdía y se convertía en intermitente, pero no llegaba a encontrar la fuerza necesaria para

hacerlo sonar. Aquello no podía seguir así. Se comió sus lágrimas y tomó una decisión.

18 Me desperté entre brumas, el dolor era tan fuerte que recuperé el conocimiento. Pero me sentí extrañamente lúcido. Comprendí lo trágico de mi situación. En el exterior comenzaba a anochecer. Y yo estaba allí, atado. Destinado a morir. De nuevo mi mente volvió a Yolanda, a veces era como un mantra. Me encontraba a mí mismo repitiendo una y otra vez, “Yolita, te amo, Yolita, te amo, Yolita, te amo”.

Así cientos de veces. Hasta que desaparecía todo el sentido que pudiera tener. En uno de mis últimos momentos de cordura me di cuenta de mi gran error. Frené en esa repetición sin sentido que ya comenzaba a invadirme. Y me obligué a expulsar de mi mente de forma definitiva todos los recuerdos de Yolanda. Vete, sal de mi alma, dije. Ha muerto mi esposa. La mujer a la que amaba de veras. Sal de mi mente. Yolanda, Yolita. Vete. No te amo. Ya no te amo. Querías que dejara de amarte,

¿no? Pues lo has conseguido. Ya no te amo. Y pronto lograré olvidarte. Serás sólo un recuerdo brumoso oculto en los pliegues de la memoria. Serás la costra que se convierte en nueva piel. Sabía que iba a morir, que no tenía escapatoria de esa absurda celda en la que yo mismo me había recluido, así que por lo menos moriría con honor. Con limpieza. No me aferraría a un amor acabado. No moriría enamorado de un sueño ya soñado. Me convencí, de forma sincera y concluyente. En ese momento mi

amor por Yolanda, que había sobrevivido todos esos días, expiró. Se perdió en el fondo del universo, fue a parar allá donde habitan los corazones sin hogar, donde entierran a los inmortales, donde va el color en la oscuridad, donde van los sueños al despertar. Y el amor murió sin estertores. Se secó como un arroyo agostado. Había comenzado a no amarla. Y por primera vez en un mes fue verdad. De nuevo perdí el conocimiento, pero ya había zanjado un tema vital. Ahora ya podía morir

en paz, había regresado al hogar. De veras.

19 Media hora después Yolanda estaba parada en el arcén de la autovía. No podía seguir conduciendo. Las lágrimas le impedían ver la carretera. Los intermitentes de emergencia palpitaban con su luz roja en la oscuridad de la noche. Sólo la acompañaba su rítmico tac, tac, tac, tac. Lloraba desconsolada. No se había atrevido a llamar a la puerta. Había dado media vuelta y huido corriendo para refugiarse en su

flamante coche recién estrenado. Ahora parecía que se le escapaba la vida con cada gemido. Lloraba a todo volumen. Gritaba, golpeaba el volante con fatigada desesperación. Cada sollozo parecía que surgía de un alma rota. Hipando sin cesar buscó el mando de la ventanilla. ¿Dónde diablos estaba la manivela? Ah, no, eso era en el coche viejo. Esta ventanilla se bajaba con un botoncito que era incapaz de encontrar. ¿Dónde mierdas estaba el maldito botón? Gritó de nuevo. Era la viva imagen de la angustia.

Cuando logró bajar el cristal, sintió el aire de la noche. Tomó su móvil, le arrancó la batería, desgarró la ventanita de la tarjeta SIM sin contemplaciones e intentó doblar con los dedos el pequeño rectángulo en el que se almacenaba toda la memoria pero no pudo, introdujo la tarjeta entre sus dientes y presionó hasta que cedió, una laminita dorada rozó su labio inferior, escupió todo por la ventanilla con fiera expresión de triste odio, luego introdujo sus uñas en el cuerpo del móvil intentando liberar un par de

conexiones metálicas para inutilizarlo pero le resultó imposible. Con doliente ira lo arrojó también hacia el centro de la carretera, ahí acabaría pisoteado por algún camión. Estúpido calzonazos, no me llames, no me llames. No te necesito, ya no. Volvió a subir la ventanilla para seguir a solas en el coche. Tac, tac, tac, tac, sonaban los intermitentes. Cada ruidito era un golpe en su corazón. Siguió llorando. Estúpido, estúpido, estúpido calzonazos. Así siguió durante casi una hora, tac, tac, tac, de repente descubrió que

ya no podía seguir llorando. Se encontraba agotada, como si hubiera realizado un gran esfuerzo físico, y ya no disponía de más lágrimas. Se sentía extrañamente vacía, como si hubiera muerto una parte de su interior. Quitó los intermitentes, pero el ritmillo siguió resonando dentro de sus oídos; retomó la marcha y siguió carretera adelante hacia su casa. La mirada fija en la ruta. Sin vida, como uno de esos estúpidos zombis de La mente del muerto. Ni siquiera miró por el retrovisor, nunca más

echaría la vista atrás. Jamás. Siguió su camino y prosiguió con su vida, con Daniel ya fuera de ella para siempre. Tac, tac, tac, era el sonido de su corazón renaciendo, resucitando desde la tumba del amor.

20 Abrí los ojos y sólo vi oscuridad. Tras unos segundos de desconcierto en los que creí que me encontraba en la cama y el armario me había caído encima, comprendí que la noche reinaba tras las ventanas. No, no había sido una pesadilla: continuaba atado a esa maldita silla negra. Sentí algo de frío. Era noche cerrada y el viento soplaba en el exterior. La alegre y soleada mañana en la que había contemplado el arbolito del jardín había tenido lugar miles de

años atrás. De repente me encontré absolutamente despejado. El impacto de la situación me despertó como el empujón más brusco. Continuaba asustado y dolorido, pero mi mente se había activado de golpe. Víctor. ¿Dónde estaba Víctor? Con urgencia le busqué entre las sombras del salón. Me costó encontrarle, dormía acurrucado a mis pies con su dedito gordo en la boca. La noche amplifica los sentimientos, los enardece hasta que sobrepasan sus propios límites. Todo es más intenso. El amor es más

profundo; el dolor más vivo; el silencio, atronador; la oscuridad, aterradora; la lástima, inconsolable; la soledad, inmensa. Miré fijamente las difusas siluetas de los muebles, era todo tan cotidiano, tan cercano, tan usual. Ahí el televisor, el sillón, la mesa, la planta que Irene cuidaba con tanto mimo. Ahora se secará, pensé como si fuera normal que me preocuparan esas cosas, ahora se secará. Y el sordo palpitar de mis lesiones fue superado por otro dolor superior y mucho más intenso. ¡Oh,

Dios! ¿Por qué ha tenido que ocurrirle este estúpido accidente? ¿Por qué me la has arrebatado? Me sentí mal, de verdad. Padecía la peor enfermedad del mundo. Sólo contaba con sombras y dolor. Sin nadie que me apoyara, sin sustento o consuelo. Sólo el viento sabía de mí y de mi ridícula tragedia. El tiempo se expandía y yo ni siquiera era capaz de pensar con coherencia. Quise ser sombra, quise ser viento. Quise huir sin moverme. Mi mente era un caos y me asaltaban absurdas ideas. No podía

pensar en línea recta, me extraviaba en los recovecos de la desesperación. En ese momento, con todas las tensiones acumuladas, con los relámpagos de dolor castigando mis extremidades, con el corazón destrozado, con el suplicio de la mordaza en mi boca, deprimido, fatigado, roto, exhausto, derrotado, quise que mi mente fluyera de la prisión de mi cuerpo, que vagara solitaria por el cosmos y recorriera rutas sin espacio ni tiempo hasta llegar a algún lugar en el que encontrar ayuda. En la oscuridad

todo parecía posible. Mi cuerpo estaba tan castigado que liberar mi alma parecía lo único lógico. Me dejé envolver por la noche y la locura. Sería tan bonito olvidar mi cuerpo, dejarlo ahí, sujeto a la silla y volar libre. Volar ligero sin ataduras ni peso. Sin esfuerzo ni dolor. Con la ingravidez y la libertad de un espíritu. Intenté que mi auténtico yo viajara. Si lo deseaba con suficiente intensidad quizás lograra que mi alma me abandonara. Procuré no pensar en nada, olvidar el cadáver de Irene tendido en la

cocina; el amor que Víctor, dormido a mis pies, me inspiraba; el miedo que tenía a que ninguno sobreviviera; el dolor que me sacudía como una marea oscura cada vez más violenta. Intenté dejar mi mente en blanco y fluir de la celda material que era mi maltrecho organismo. Enfoqué mi ojo mental en la libertad exterior. Quise ser arrastrado por el viento, ser más ligero que una pluma invisible o una pompa de jabón después de estallar; ser mecido por las tranquilas olas de la vida, volar en aras de sentimientos; alcanzar la ansiada

salvación. Lo deseé con toda mi alma. Salir. Salir. Dejar de una vez mi inútil cuerpo. Flotar. Escapar. Navegar. Vivir. Quería llegar a ser capaz de verme a mí mismo anclado a ese potro de tortura. Deslizarme sobre la suave piel de Víctor. Atravesar muros y ciudades. Lanzarme al espacio en un vertiginoso zoom. Y respirar libertad. Tenía que abandonar mi cuerpo. Lo necesitaba. No podía seguir mucho más tiempo en él o enloquecería. Salir. Salir. Como en las experiencias que narran algunas

personas que han estado clínicamente muertas. Quería dejar la oscuridad y viajar hacia la luz de la salvación. Pedir ayuda a espíritus y a humanos. A dioses y animales. Salir. Sólo era cuestión de voluntad, de concentración. Era un caso de vida o muerte. ¿Necesitaba más aliciente? Verme desde fuera, ése era mi objetivo. Morir un poco, si era necesario. Abandonar la oscura caverna en la que estaba emparedado. Ser humo, brisa, resplandor. No sentir un organismo del que depender. No llorar. No

sufrir. Podría hacerlo. Lo lograría. Seguí atado a mi cuerpo por una corta cadena de plata de un solo eslabón. Mi mente y mi materia continuaron siendo inseparables. Dos obscenos amantes copulando hasta el fin de sus días. No era capaz de emprender ningún viaje astral. Seguí en mi celda de castigo, sin una tregua en mi tormento, sin un descanso en la tortura. Sin esperanza, ni luz. Muriendo tan despacio. No podía escapar. Nunca podría. Jamás mi cuerpo se separaría de la silla y jamás mi mente abandonaría mi

cuerpo. Pero al menos gritaría, gritaría sin garganta ni cuerdas vocales. Gritaría en silencio. Sería el alarido más callado que nunca nadie pudiera proferir. Alguien lo oiría. Si yo no podía viajar libre, al menos mi grito mental lo haría. Intentaría establecer contacto telepático con Mari Mar, mi hermana. Llegar con mis ondas mentales hasta su corteza cerebral e implantar en su psique la necesidad de venir a salvarnos. Como un mago de feria pronuncié su nombre en silencio. La llamé, la invoqué. Repetí una y otra vez: Mari

Mar, Daniel está en peligro. Víctor está en peligro. Daniel está en peligro. Víctor está en peligro. Tenía que llegar a ella. Trepar hasta su cama en la oscuridad de la noche y susurrar en su oído: Vamos, Mari Mar, despierta, ven, ven... Supliqué, imploré, pedí, exigí, clamé. Silencio, noche, miseria, soledad, dolor. Cerré los ojos. Continué viendo lo mismo. Me percaté de la banalidad de mis esfuerzos y dejé de intentarlo. Ni siquiera sentía ganas de llorar.

¡Dios! ¡Dios! ¿Por qué? Sí, ¿por qué? Probé con Dios. Yo no era un hombre religioso; de hecho, creía que no creía en Dios, pero con una nueva fe nacida de la necesidad y el miedo recé con devoción. Como si nunca hubiera negado la existencia de ese Dios baldío y negligente, el Señor de la desidia y la pereza, el Padre innecesario que ni siquiera retira la vista ante el sufrimiento de sus hijos. Monologué con él, ofrecí promesas, prometí ofrendas, juré enmendarme, pedí señales, rogué por Víctor, me brindé como sacrificio...

Pero la noche seguía eterna y silenciosa, sólo barrida por el frío viento de la desesperanza. Sin respuesta, sin solución. Sin salvación. Los temores acechaban agazapados entre las sombras y de un ágil salto alcanzaron mi pecho y lo desgarraron con sus zarpas de lobo. Las dudas me asaltaron de nuevo y mis temores más recónditos volvieron a aflorar. Mi destino ya no me importaba en absoluto, ya no deseaba vivir, sin Irene (y sin Yolanda. No, Yolanda, no, a ella ya la había olvidado) la vida carecía de

sentido. Pero mi amado hijo dependía de mí. Tenía que luchar por él, salvarle. Debería enfrentarme a las adversidades, si no por mí, al menos por él. El pobre niño llevaba desde su desayuno sin ingerir ningún alimento o líquido. Víctor era habitualmente muy mal comedor y su madre siempre tenía que estar motivándole mientras le daba su papilla cucharada tras cucharada, pero pronto haría veinticuatro horas de su última toma y, por poco comedor que fuera, lo más probable es que pronto comenzara a sentir los

retortijones del hambre. ¿Y el agua? ¿Cuánto tiempo podía aguantar un bebé sin beber? ¿Cuánto faltaba para que comenzara a deshidratarse? Había llorado con frecuencia durante el día con abundantes lágrimas: menos líquido vital para el organismo. Lo que pudiera sucederme a mí no me importaba. Él era mi único foco vital, la única razón de mis desesperados y vanos esfuerzos. Las últimas horas desde que evité el incendio habían transcurrido cubiertas por un velo grisáceo de

desmayos y pérdidas de conocimiento. Los grandes esfuerzos realizados, la pérdida de sangre, los problemas circulatorios y las penalidades sufridas se aliaron para dejarme fuera de mí durante bastante tiempo. No sé cómo, en determinado momento, me encontré de nuevo en el salón, no tenía constancia de haberme desplazado hasta allí, debí haberlo hecho, la silla no se teleportaba mágicamente de una estancia a otra. También recuerdo entre brumas el sonido del teléfono llamando (¿o había sido antes?) y mi

canturreo nasal para calmar al bebé, agotado él también por los castigos soportados; caído a mis pies, con su cabeza rozando el desagradable metal de la pata de la silla. Entre desmayo y desmayo una fuerza interior desconocida me había impelido a velar por Víctor y procuraba calmarle y hacerle más llevadera la situación. Ahora él dormía mientras yo escuchaba sus suaves ronquiditos producto de una mala respiración, quizás se hubiera enfriado de estar todo el día dando tumbos por el suelo. Con la llegada

de la noche había desaparecido la engañosa calidez diurna y la oscuridad nos recordaba que podía ser tan fría como el roce de la mano de la muerte en tu hombro. La temperatura había descendido por lo menos diez o quince grados. Esperaba que el niño, vestido sólo con un fino body y un pijamita de algodón no se acatarrara, pero lo más probable era que, con nuestra mala suerte, acabara pillando una pulmonía doble. Me percaté de lo estúpido que resultaba preocuparse por un simple constipado cuando

sabía que en un par de días estaría muerto. No tenía ni idea de la hora que era, pero tras las ventanas cerradas parecía que el día pugnaba por despuntar. ¿Serían las seis? De todas formas, ¿qué importaba? Las seis, las siete, las once, mañana, tarde, noche, ¿qué más daba? ¿Qué diferencia había? Ahora, ya repuesto de mis vahídos y desmayos, ni siquiera consideré la opción de dormir, no hubiera podido conciliar el sueño. La gravedad de la situación me alteraba de tal forma

que sólo podía dar vueltas y más vueltas a la cabeza. Estudié todas las alternativas que se me ocurrieron y decidí llevarlas a la práctica el día siguiente, en cuanto repusiera algunas fuerzas más, con Víctor despierto y luz suficiente para desplazarme con seguridad. Lo primero que se me ocurrió comprobar era si podía alcanzar el fax en mi despacho. Creía que no, pero no podía desechar en absoluto ninguna idea por loca que pareciera en un principio. Si llegaba a él todo sería tan sencillo como pulsar unas

pocas teclas. No podía desechar esa opción, no, de ninguna manera. Sentí la urgente necesidad de ir a comprobarlo en ese preciso instante, pero la perspectiva de movilizarme me hizo estremecer. Era incapaz de someter mi cuerpo a más esfuerzos. Mi cerebro buscó excusas para no ir en ese momento y encontró una formidable: tenía que reservar fuerzas. Pensar, actuar con cautela; canalizar de forma adecuada cada pizca de energía. Primero tenía que estudiar la situación con detenimiento. Analizar todas las

posibilidades y luego enfrentarme a ellas en orden, siguiendo un plan estratégico. Intentando primero las opciones con más probabilidades de éxito y luego las que precisaran mayor esfuerzo o parecieran menos viables. Así que, ante todo, debía pensar. Apenas había tenido ocasión para hacerlo. Desde que se desencadenara el infierno en la tierra apenas había tenido tiempo para valorar el problema. Todo habían sido urgencias, precipitaciones, drama y sufrimiento. No había podido disponer de un solo segundo

para razonar e intentar salir de esta insólita situación. También se me ocurrió romper a cabezazos el cristal de una ventana, pero la idea era muy poco práctica, ya que todas las ventanas (excepto la de la puerta trasera en la cocina) tenían dobles cristales y no podría acceder al exterior, además, como debería golpear el cristal con la nuca corría el riesgo de que al romperse, uno de los fragmentos me alcanzara al caer y me infligiera heridas graves, incluso podría cercenar mi garganta. Para colmo, siempre

quedaban los barrotes de forja que impedían entrar o salir por ninguna ventana. Aunque lograra romper los dos cristales. ¿Qué conseguiría con ello? ¿más frío por las noches? Siempre dependería de que alguien se acercase lo suficiente como para oír mis apagados gritos y decidiera intervenir. La solución de la ventana la guardaría como último recurso. En la casa no había ningún sistema de seguridad, ni ninguna alarma que pudiera activar. Cómo me arrepentí de no haber hecho instalar alguno de esos artefactos que siempre suenan

de noche durante horas sin dejar dormir a nadie en un kilómetro a la redonda. Quizás una alarma sonando nos hubiera podido salvar, pero ahora ya era tarde para lamentarse... Todas las puertas y ventanas estaban cerradas, pero se me ocurrió que podría intentar abrir la puerta principal, tenía que probarlo. Si pudiera salir a la calle me arrastraría como fuera hasta el camino y alguien tarde o temprano me vería. Sí, ésa era la mejor solución hasta el momento: la puerta de la calle. Claro, siempre y cuando Irene,

preocupada por nuestro aislamiento y la carencia de otras medidas de seguridad no hubiera echado el cerrojo superior, ese tan grueso y complicado de abrir. Para hacerlo había que pulsar un pequeño botoncillo y desplazar al mismo tiempo la barreta de sujeción. Ahora había demasiada oscuridad y, a pesar de que desde mi situación llegaba a ver la puerta, no podía distinguir si ese inalcanzable pestillo superior estaba echado o no. De nuevo le rogué a Dios. Nada indicó que me oyera.

Ya no se me ocurrió ninguna otra posibilidad de escapar. Mis limitaciones eran tantas que no había mucho que pudiera hacer. La puerta trasera, la de la cocina, siempre estaba cerrada con llave, el acceso al garaje también estaba cerrado, y aunque lograra entrar en él, la persiana metálica de salida estaba bajada... pero... un momento. En el salpicadero del coche se hallaba el mando electrónico que la abría a distancia. Si lograba entrar en el garaje, que estaba a nivel de la calle, abrir el coche, alcanzar el aparatito y

accionarlo, tendría ocho metros cuadrados de puerta abierta para mí solo. También intentaría esa vía de salida en cuanto pudiera. Ahora había descubierto más posibilidades de escape, de huida, de salvación. Mientras el sol ascendía en el firmamento y el día poco a poco comenzaba a cobrar vida, me dediqué a trazar planes uno tras otro. Podía intentar golpear la silla contra el suelo hasta descoyuntarla y desarmarla. Podía intentar plegar el asiento y quizás ganar así más movilidad. Podía golpear la librería

hasta hacer caer el teléfono. Podía romper alguna figura de cerámica e intentar cortar las ligaduras con los fragmentos... Había reunido un montón de opciones, algunas impracticables o improbables; pero una u otra daría resultado. Seguro. En seguida me pondría al trabajo. Pronto estaría libre. Víctor, papá te va a sacar de ésta, eh, cariño, sólo aguarda un poquito. En cuanto amaneció vi que el cerrojo superior de la puerta estaba echado.

21 De nuevo la noche me abrazaba y la desesperación cada vez crecía más en mi interior. Pronto se cumplirían dos días completos atado a esta silla. Me sentía un desecho olvidado, destinado a sufrir la peor de las existencias posibles. Sin ninguna cualidad humana. Mis pantalones estaban empapados de orina. Hacía un cuarto de hora que la había dejado fluir con una pesarosa y placentera sensación de liberación. Todo el día anterior

me había aguantado, pero llegó un momento en que mi vejiga no resistió más y soltó su amarillenta carga. Cuando el líquido comenzó a resbalar por los muslos me poseyó una extraña sensación, mezcla de vergüenza y placer. A mis pies había un charquito maloliente, confiaba en que Víctor no se acercara para que no quedara bañado de orín. Rogaba a Dios para que todo esto acabara pronto. Para que fuera cual fuera el desenlace, llegara lo antes posible. Que no se prolongara más nuestro sufrimiento, que la historia

llegara a su último capítulo. Deseaba tanto que las cubiertas del libro se cerraran... Veinticuatro horas antes había estado en ese mismo lugar, sentado en esa misma silla, intentando retener ese ave intangible que es la esperanza, trazando planes para lograr escapar. Un día más tarde, había intentado todos ellos y ninguno había dado resultado. Mis tobillos estaban tan hinchados que ni siquiera podía pensar en moverlos pues el dolor más intenso jamás sentido me taladraba todo el cuerpo. Era como

tener los pies metidos en unas pesadas botas de esquiar que menguaran progresivamente hasta hacerlos reventar. Mi cabeza se caía si no la apoyaba contra la pared. No notaba las muñecas, mis brazos terminaban en los hombros. Por lo menos ya no sentía como si tuviera las manos en unos guantes de boxeo que alguien hinchara con aira a presión. Temía estar sufriendo graves problemas circulatorios. La falta de movimiento en los miembros y la implacable presión de las ligaduras impedían la circulación de

la sangre. Si me asomaba hacia atrás evitando que mi cabeza cayera muerta para un lado, alcanzaba a ver los dedos de mis manos amoratados e inflamados. La primera vez que me atreví a mirarlos no los reconocí, parecían una especie de morcillas rancias, me costó creer que eso eran mis dedos. ¿De verdad? ¿De verdad son mis dedos? Ay, Dios... El estómago me sacudía con regulares calambres, creía que mi vieja úlcera había despertado y reclamaba algún tipo de tributo urgente. Intentaba evitar defecar, pero temía que mi

vientre se soltara en cualquier momento. Hubiera dado mi vida por un vaso de agua fresca, mi boca era una especie de piedra arenosa, reseca y agrietada. La sed se había convertido en una constante sensación agobiante. Sufría frecuentes desvanecimientos de pocos minutos (aunque me resultaba muy difícil calcular el tiempo) y hubiera apostado todo lo que tenía a que estaba febril, tan pronto me agitaba en escalofríos heladores, como sentía un calor abrasador que surgía de mi interior y

se extendía como un falso rumor. En este momento me resultaba imposible cualquier desplazamiento con la silla. Víctor no parecía encontrarse mucho mejor que yo, pero al menos no creía que sufriera dolores tan intensos, él no estaba atado y disponía de absoluta movilidad. Sus pañales estaban desbordados tras cuarenta y ocho horas sin cambiarle. La mierda rebosaba de las “barreras anticaquita” del pañal traspasando su body y su pijamita. Lo mismo ocurría con el pis, la capacidad de absorción

se había sobrepasado hacía bastantes horas. Víctor se encontraba muy molesto, suponía que con toda la piel irritada y apenas gateaba o se desplazaba. Había tomado como campamento la esquina junto al sofá y allí lloriqueaba en silencio o dormía agitado por convulsiones, alternando entre los dos estados. A veces daba la sensación de que llorara dormido. Hacía ya varias horas que no venía a mis pies buscando compañía, era tan poco el consuelo que podía brindarle, que prefería la falsa seguridad de un

rincón apartado en el que recogerse en un ovillo. Sentía por él una pena terrible, y me preguntaba cómo era posible que en menos de cuarenta y ocho horas el estado de un niño degenerara tanto. No me atrevía a moverme, sólo mi lengua convertida en una costra reseca, se agitaba en mi boca intentando mantener a raya el pañuelo, se había convertido en un hábito automático. Ése era ahora mi objetivo, mi esperanza. Mi único plan de trabajo, mi única finalidad: librarme de la mordaza.

El día había transcurrido decepción tras decepción, y dolor tras dolor. El inalcanzable teléfono había sonado varias veces con su alegre repiqueteo electrónico y me había tenido que limitar a mirar a lo alto de la librería con torva expresión. Con cada tono cantarín mi destino parecía más oscuro. Todos mis planes se habían ido a pique uno tras otro. Sin excepción. El cerrojo de la puerta principal estaba echado. Por ahí imposible salir, estaba fuera de mi alcance. La solución más viable y sencilla había sido

eliminada. Ya no podría abrir la puerta y escapar a la calle, ya no sentiría los rayos del sol sobre mi piel, ni el viento agitar mis cabellos pegoteados; estaba recluido, prisionero en mi propio hogar, en la vivienda que tanto esfuerzo me estaba costando pagar. Era víctima de mis propios sueños e ilusiones. Fuera, inalcanzable, aguardaba la dicha; dentro, el hedor a muerte y a excrementos, el dolor que me arrastraba a la perdición. La noche anterior reposé varias horas, sin embargo, por la mañana,

moverme resultó mucho más doloroso y el entumecimiento dificultó todos mis movimientos. Era una película a cámara lenta, cada fotograma contenía un suplicio. En un momento dado llegué hasta la puerta interior por la que se accede al garaje y pasé toda la mañana intentando abrirla. El planteamiento aquí era distinto al del fuego de la cocina, en esta ocasión debía ponerme de lado, girar la cabeza e intentar hacer descender el tirador con mi barbilla. Sólo disponía del movimiento de mi

cabeza para hacerlo. La manija se clavaba en mi mandíbula y un tenso muelle interior le impedía bajar. Además, y para complicar más la tarea, tenía que atraer la puerta hacia mí al mismo tiempo y (más difícil todavía, señores) vencer la resistencia de un resorte instalado en la parte superior destinado a mantener la puerta cerrada. Apreté los dientes todo lo que la mordaza me permitió y me puse al trabajo. Resbalaba una y otra vez. No era nada fácil, se precisaba coordinación para bajar la palanca y

al tiempo atraerla hacia uno. Casi me descoyunté la mandíbula. Por fin, tras realizar giros y contorsiones con la cabeza de los que un día antes no me hubiera creído capaz, logré abrir el pestillo. De momento sólo abrirlo. No podía descansar, tenía que mantener la manivela baja todo el tiempo o perdería el avance logrado. La mandíbula me palpitaba y sentía como si al afeitarme me hubiera producido un inmenso corte sobre la nuez. Como la puerta se abría hacia donde yo estaba, retrocedí sin dejar escapar el tirador. Tuve que invertir

varias horas y toda mi moral para lograr que la hoja de la puerta girara y me permitiera pasar, intentaba retenerla con la rodilla, pero yo mismo impedía el giro y no disponía de la superficie de agarre necesaria. Fue complicado. Mis movimientos eran torpes e imprecisos. En uno de mis mejores intentos, la manivela se me escapó, la puerta se cerró y el pestillo volvió a calarse. Mordí el pañuelo. Tuve que volver a empezar desde el principio. Afrontar de nuevo giros e intentonas fallidas, de nuevo calambres y dolores, desesperación y

tesón, descoyuntamientos y presiones. Apretar los dientes de rabia, mover la silla con los pies destrozados, sangrar y sudar. Me produje una costra bajo la barbilla, el escozor era inhumano. Por fin, tras una eternidad, vencí a la cerradura y al dispositivo de cierre automático. La abertura entre el garaje y el pasillo fue haciéndose cada vez mayor, pude sujetar el lateral de la puerta con mi rodilla y descansar la cabeza. Me movía despacio, asegurando cada pequeño paso, luchando contra la resistencia

del resorte que pugnaba por cerrar la puerta. Llegó el momento en que, pegado a la puerta, pude acceder al garaje. Justo delante de mí se hallaba el coche y frente a él la puerta levadiza por la que yo iba a salir en pocos minutos. Había menos luz que en el interior de la vivienda, pero era suficiente para moverse sin tropezar y ver con meridiana claridad. A medida que me adentraba en el garaje la puerta se cerraba detrás de mí produciéndome una desasosegante sensación de claustrofobia. Con un

frío clic la puerta encajó a mi espalda. Ya estaba dentro. Lo había logrado. Había entrado. Eso fue todo. No conseguí nada más. Por el cristal delantero del coche llegaba a ver la llave electrónica, era tan sencillo como cogerla, orientarla y apretar el botón. Quedaría libre. A salvo. Mi libertad estaba ahí en ese botoncito rojo del mando a distancia. A pesar de que el vehículo no estaba cerrado con llave, la disposición de las manijas impidió absolutamente abrir cualquiera de las

cuatro puertas. En las cerraduras de las puertas había que meter la mano en una pequeña cavidad de la chapa, presionar el suave mecanismo y tirar. Algo imposible de hacer contando sólo con la cabeza, de hecho ni siquiera llegaba a tocarlas, la silla me impedía agacharme lo necesario incluso para rozarlas. Intenté golpear con la rodilla, pero quedaban demasiado altas para eso. No podía abrir las puertas del coche. Me puse de espaldas a él y probé a romper el cristal de la ventanilla a cabezazos. Si lo lograba quizás consiguiera

abrir la puerta con la barbilla al tener algo de lo que poder tirar. Cada golpe sacudía mi cerebro dentro de la cabeza. Pero no eran tan fuertes como para lograr quebrar el vidrio templado. La forma tripuda de la puerta me impedía acercarme todo lo necesario y el esfuerzo resultaba ineficaz, además sólo podía impactar en la parte inferior del cristal, donde la resistencia era mayor. Tras una veintena de golpetazos comprendí que era imposible. Sentía como si me hubiera abierto la nuca, como si mis sienes hubieran explotado. Los

zarcillos de dolor se expandían por toda mi cabeza y me atormentaron durante un buen rato. De forma borrosa vi que una de las puertas traseras estaba mal cerrada y no encajaba del todo. Redoblé mis esfuerzos por abrirla, me desgarré la rodilla contra el lateral, pero todo cuanto logré fue cerrarla a la perfección. Volví a golpear con mi nuca. Hasta mí llegaba el llanto de Víctor, llevaba rato llorando solo en el salón. Golpeé con la cabeza. Todos los cristales estaban subidos hasta

arriba. Ninguno cedería nunca. No importaba. Golpeé. Había logrado apartar la perola incendiada del fuego ¿no? Pues ahora lograría abrir este maldito coche. Golpeé. Di codazos, cabezazos, empujones, me volví a abrir la herida de la barbilla... Nada. Golpeé. Golpeé. Cuando el dolor de mi cabeza estalló en una explosión de miles de cristales ardientes, me desmayé de nuevo. Al despertar, mi visión era borrosa, pero al menos comprendí que abriéndome el cráneo jamás

alcanzaría el mando a distancia. Decidí cambiar de estrategia. Intenté accionar la puerta del garaje con el interruptor manual, pero estaba demasiado alto y no llegaba a él. Entonces pensé en acceder al coche a través del maletero trasero. El mecanismo de apertura era distinto al de las otras puertas. Fue sencillo, bastó con apretar un amplio botón y la capota se levantó por sí sola. Ante mí, en el interior del maletero, en un mundo inalcanzable, se mostraron un par de mantas de viaje, un bidoncito con agua, una

bolsa con herramientas de emergencia, una lata mediada de aceite lubricante y un parasol de cartón con publicidad del hipermercado que me había hecho cerrar la tienda de alimentación. No podía coger nada de eso, ni siquiera las herramientas, quizás alguna me hubiera resultado útil. La garrafa de agua fue una quimera que me hizo salivar. Todo quedaba demasiado lejos. Era como mirar dentro de un pozo. No había nada que pudiera hacer, excepto cerrar los ojos y morder el pañuelo. La capota abierta

sirvió para desmoralizarme aún más. Volví a la puerta del conductor, me coloqué de espaldas a ella. Golpeé el vidrio. El sol ya empezaba a declinar cuando salí del garaje arrastrando mi castigo. Esta vez abrir la puerta resultó bastante más sencillo, hice descender el tirador con la barbilla y avancé con mi inseparable carga. Luego, simplemente, salí empujando la puerta. Era un castigo. Estaba seguro, lo que me pasaba era un castigo. Debía de haber hecho algo muy, muy malo y

ahora sufría las consecuencias. Quizás se me estaba castigando por haberme enamorado, recordé las palabras que le dije a Yolanda poco antes de separarnos. “Amar jamás es pecado, bajo ninguna circunstancia. El amor es lo que mueve al mundo. Amar siempre está bien...” Estaba seguro de eso, aunque fuera un error, amar jamás es pecado. ¿Cómo podían castigarme por querer entregarme en cuerpo y alma, por amar sinceramente? No, no podía ser por eso. Amar no merece semejante castigo. Nunca. Pero entonces ¿por

qué estaba viviendo este suplicio? ¿Por qué se me torturaba? No sabía qué podría ser eso tan terrible que había cometido, pero sin duda merecía lo que me estaba pasando, ésa era la explicación. O quizás este mundo fuera el infierno y yo estaba purgando las maldades cometidas por mi ser en otra vida... O Dios era un ser cruel y vil que se ensañaba conmigo mientras se reía en su trono de calaveras y putrefacción. O yo estaba dormido en mi cama, junto a Irene, y todo esto era una insoportable pesadilla de la que

pronto despertaría. Pasé la mayor parte de la tarde intentando llegar a mi estudio y soportando los muchos dolores que me asaltaban: la cabeza, los tobillos, las muñecas, la barbilla... a ellos se añadió con alegría uno más, un nuevo compañero de juegos que ya no me abandonaría durante un buen rato: el dolor de mi vejiga que pugnaba por vaciarse. Mientras avanzaba inapreciablemente hacia mi estudio, depositaba mis esperanzas en que el cercano fax fuera accesible. Confiaba en poderlo accionar con la

nariz. Sería fácil: marcaría el 091 y luego con la tecla de repetición volvería a marcar una y otra vez hasta que localizasen la llamada y se presentaran en casa. Otra opción era llamar a Mari Mar, mi hermana, pero la deseché porque imaginé que con toda seguridad habría ido con Fernando y los críos a pasar el fin de semana al apartamento de la playa. Además no recordaba su número de móvil sin consultarlo en la memoria del mío, malditos aparatejos, te hacen depender de ellos para todo. Aunque siempre podría probar a

marcar a su casa ¿Quién sabe? Lo difícil sería hacerme entender sólo a base de mugidos... Se me ocurrió pensar que las llamadas telefónicas que no había podido atender las habría realizado ella; al menos la del viernes, seguro, querría preguntarnos si, como hacíamos a menudo, nos apuntábamos a ir con ellos a la costa. Víctor se lo pasaba fenomenal con los bestias de sus primos, unos abyectos seres cuellicortos de nueve y trece años que no cesaban de agitarlo como a una coctelera; le encantaba.

Cuando por fin llegué a mi estudio comprobé que la memoria me había jugado una mala pasada. El fax y su teléfono estaban escondidos en mi escritorio tras el ordenador, era imposible a todas luces acceder a él desde ningún ángulo. A sólo medio metro de mí, pero imposible de tocar siquiera. El teclado o el ratón del ordenador también quedaban fuera de mi alcance. De nuevo comencé a dejarme vencer por la depresión y el dolor. Cuando algo completamente olvidado llamó mi atención. Me alegré tanto que casi me asusté. El

viaje al estudio no había sido en vano, no. Mi rostro se iluminó, mis ojos se abrieron desmesurados. Idiota, me dije, ¿cómo no has pensado antes en esto? Ésa era la esperada solución, se encontraba ante mí. Sobre la base del monitor del ordenador descansaban las tijeras y el cuchillo que Irene había utilizado para cortar las cuerdas cuando me ató... me asaltó una cálida imagen de Irene arrodillada ante mí, sujetándome los tobillos como yo le había pedido, sonriente, con ese algo erótico de la

postura, plena de ilusión y alegría. Viva. Poco antes de... sacudí la cabeza. Ése no era el momento. Ahora tenía que lograr hacerme con las tijeras o el cuchillo. Irene, siempre Irene, me había proporcionado la manera de salvarme. Me acerqué todo lo posible a la mesa y la empujé una y otra vez. En la pantalla las palpitantes letras del ordenador me mostraban el final del capítulo octavo, ahí donde había dejado a Alana atrapada por los malvados. La base del monitor no era totalmente

plana, sino que tenía cierta elevación en su centro para permitir orientarlo. Propinaba los golpes con mi costado. Los sentía flojos y poco efectivos, pero con cada uno veía cómo las piezas metálicas bailoteaban y se movían un poquito. Olvidé el dolor y seguí empujando la mesa con la mirada fija en los filos salvadores. A la media hora las tijeras habían caído hacia atrás, resbalaron entre folios y papelotes con anotaciones, fuera de mi alcance. Ya sólo me restaba el largo cuchillo. Entonces sonó el teléfono y me produjo un

susto de muerte, como en esas efectistas películas de terror en las que el timbre hace saltar a toda la platea. El aparato quedaba lejos de mí, junto al fax y las tijeras. El rítmico viri-viriviri me acompañó durante unos minutos refrotándome por la cara mi estúpida invalidez. Mientras el teléfono sonaba redoblé mis esfuerzos y cargué con más violencia contra la mesa como si fuera posible llegar a descolgarlo, pero como el escritorio estaba apoyado contra la pared se perdía gran parte del impulso. Por supuesto

no pude hacer caer el microteléfono con mis empujones, apenas si se agitó un poco el auricular sobre el soporte cargador. Pero lo que sí logré fue que el cuchillo saltara del monitor. Resbaló hacia mí, rozó mi pierna, efectuó varios giros inverosímiles, cayó al suelo, patinó y se escondió debajo del mueble. Quedó muerto, inalcanzable, oculto en la ranura, sólo visible de él un poco de su mango. El teléfono cesó de sonar. Y el silencio me mostró mi nueva tragedia. Golpear la mesa con tan

poco cuidado había propiciado que el cuchillo cayera cuando no lo esperaba y lo perdiera irremisiblemente. Intenté golpear con la pata de la silla para hacerlo salir pero no logré más que producirme dolor con cada movimiento. En un último intento por sacarlo lo metí del todo y desapareció para siempre bajo la cajonera. Me quedé sorprendido por mi mala suerte. Incrédulo todavía de que todas las desgracias del mundo me pudieran pasar a mí. ¿Qué probabilidades había de que las tragedias más

inoportunas le pudieran ocurrir a una misma persona en sólo un par de días? Sonreí con expresión estúpida y poco a poco la sonrisa se convirtió en un amargo llanto. Maldije, lloré. Las tijeras reposaban inaccesibles tras el ordenador, junto al fax y el teléfono; y el cuchillo, en una nueva prueba de fatalidad, quedaba oculto bajo el mueble. Muy bien, Dios, otra más a tu favor ¿Cuántas más me guardas? Aquí te espero, cabrón. Sabes que no puedo ir muy lejos, así que, anda, suéltalas pronto, ¿vale? Invertí el resto de la tarde en

regresar al salón, aún quería probar si se podía hacer caer el teléfono de la librería. Avanzar se hacía más dificultoso a cada paso, una verdadera tortura sin fin. Mis pies parecían a punto de morir por el esfuerzo. Sangraban con profusión y había comenzado a dejar de sentirlos. La necesidad de orinar era cada vez más apremiante y más difícil de reprimir. Cuando llegué medio muerto a la puerta del salón ya era casi de noche. De la cocina, un poco más allá, me llegó el apagado zumbido de cientos de insectos, sentí

como si un enjambre de moscas revoloteara de un lado a otro. Imaginé el cuerpo de Irene cubierto de gruesos moscardones verdes y de otros insectos desagradables horadando su fría piel muerta. Alimentándose con la carne que yo había besado y acariciado con amor. Cucarachas andando despreocupadas sobre su rostro. Una gran araña comenzando a tejer su tela en el bastidor de sus piernas. Moscas y mosquitos sorbiendo el dulce néctar de su sangre y algún gusano adelantado reptando hacia sus

oquedades, buscando penetrar en su interior. Como Irene había señalado en vida, ése era uno de los inconvenientes de vivir en el campo: hay muchos bichitos. Estaban por todas partes. Su cuerpo ahora era un agitado nido de insectos. Cerré los ojos e intenté apartar de mi mente esas sucias visiones. Di otro doloroso paso. No quise mirar dentro de la cocina y comprobar si mis aprensiones eran ciertas. Me adentré en el salón alejándome de la cocina y del cadáver de Irene. El zumbido persistía en mis oídos.

En la casa ya no había humo, en las últimas veinticuatro horas se había esfumado totalmente, pero el penetrante olor a quemado aún impregnaba todos los rincones; a pesar de eso, al entrar en el salón el potente hedor de la mierda de Víctor dominaba sobre cualquier otro olor. Un aroma acre y molesto que, a pesar de todo, acogí con agrado ya que provenía de mi hijo. Oler sus excrementos era una de las pocas cosas que podía hacer por él. Un extraño nexo para vincularse a un hijo.

Con un vistazo resultó evidente que el teléfono nunca caería, esa librería estaba atornillada a la pared. Nunca se movería lo suficiente como para permitir que el teléfono se desplazara. De todas formas sabía que, con mi suerte, si lograra hacerlo caer, se rompería en mil pedazos contra el suelo y quedaría inutilizado o escaparía dando saltitos hasta quedar oculto bajo el sofá. O caería sobre la cabeza de Víctor abriéndole un inmenso boquete por el que se desangraría, o se estropearía de tal forma que después de marcar sólo

pudiera contactar con el número de información horaria, o quién sabe qué... Ni lo intenté, estaba demasiado fatigado y no tenía sentido. Sentía que la fiebre comenzaba a subir. Me asaltaron nuevos vahídos de debilidad y calambres. Arrullé a Víctor. Lloré y recé incapaz de distinguir cuándo hacía una cosa u otra. Noté, como si de otra persona se tratara, que la cinta adhesiva que me amordazaba había perdido adherencia. Apenas me animé, era imposible que me sucediera nada bueno. Era la cinta que amordazaba a

otro, no a mí. La mía estaba clavada, soldada, grapada, atornillada, sellada, fundida... No importaba que al nacerme la barba los pelos pugnaran por empujarla, ni que fuera cinta de mala calidad comprada de baratillo, ni que hubiera intentado desprenderla contra la manija de la puerta del garaje. No podría librarme de ella. Sin embargo creía sentir cómo la cinta comenzaba a despegarse. Decidí actuar, no perdía nada. Moví mis labios todo lo posible, forcé sonrisas, hinché los carrillos,

lancé besos, replegué los labios y realicé una intensa gimnasia facial con la finalidad de forzar su caída. A veces llegaba a percibir el cric de un punto soltándose. De repente sentí un enorme placer, me oriné. Sin percatarme de que lo estaba haciendo. En un momento dado sentí una liberación inmensa y oí algo que goteaba, miré hacia abajo y, entre las sombras, vi cómo una mancha de humedad se extendía en mis vaqueros y un chorrito de pis resbalaba por el tejido y la silla para caer al suelo. Con un profundo asco de mí mismo

me desmayé. ¿Había vuelto a sonar el teléfono? ¿Estaba de nuevo despierto? ¿Por qué me dolía tanto todo? ¿Estaba ardiendo? ¿Irene? Me agité como si me despertara de un mal sueño, algo muy cercano a la realidad. La mordaza. Debía liberarme de ella. De poder moverme me hubiera acercado hasta la librería para frotar mi cara contra el lateral y así ayudar a la cinta adhesiva a despegarse, pero desplazarme con la silla se había convertido ya en algo tan imposible como ponerme en pie. Así

pasé la segunda noche. Asaeteado sin pausa por pinchazos y dolores. Con la infección extendiéndose por mis extremidades. Con breves intervalos de consciencia. Aspirando los efluvios de mi propio orín y de los excrementos de Víctor. Poniendo caras raras en los momentos en que estaba despierto y empujando el pañuelo con la lengua. Preocupado porque Víctor apenas se movía en su rincón. Cerca ya de la degradación total.

22 La luz de la mañana del tercer día trajo algo bueno consigo. Una hebra de vida. En cuanto la oscuridad se replegó a los rincones más apartados sentí un poquito más de energía en mí. Al menos era capaz de pensar con más claridad que por la noche, cuando confundía lo real con lo imaginario, lo verdadero con lo bueno, cuando vagaba entre nieblas de un recodo a otro de mi cerebro. Cuando Víctor nació, la matrona me comentó que la mayoría de los

nacimientos y de las defunciones tenían lugar de noche porque es cuando el sistema nervioso autónomo se encuentra más relajado y atiende menos estímulos, es entonces cuando el cuerpo... se deja llevar. La luz trae consigo la actividad, la consciencia, excita el sistema nervioso, calienta, despierta, dota de vida. La luz es maravillosa. Pero la muerte habita en la noche. Y esa mañana, con todas mis limitaciones extremadas, sentir los rayos de sol a través de la ventana era lo único agradable que podía esperar de la vida. Vi el

cuerpecillo de Víctor tendido en el suelo. No aprecié ningún movimiento en él. Ni el más mínimo. Ni el agitarse de su pecho al respirar, ni un leve temblor en su pierna, ni la succión de sus labios sobre el dedo. Está muerto, pensé sin darle importancia, qué poquito ha resistido. No ha durado nada. Dos días desatendido y... no ha podido ni cumplir un año. Como si se tratara de mis sentimientos, en pocos minutos el cielo se cubrió de oscuras nubes que redujeron la luminosidad de la

mañana. Vi cómo una fina llovizna comenzaba a caer sobre el arbolito que planté el día que Víctor nació. La vida escapó de mí. La breve sensación de energía había desaparecido por completo. Víctor estaba muerto. Me sentí vacío. Sin líquidos en mi organismo que derramar en forma de lágrimas. Incapaz incluso de llorar por la muerte de mi hijo. Vaya mierda de padre. Me sentí lluvia cayendo desde el cielo, rama de árbol agitada por el viento, mota de polvo arrastrada por el vendaval. Pero no me sentí

persona, no fui padre, ni ser humano, ni hombre. No podía “sentir sentimientos”. Era un cero. La nada. Estaba vacío. Como la luz del Sol oculta por las nubes, así había desaparecido ese fugaz atisbo de vitalidad que me había visitado a primera hora. Acepté lo inevitable. Irene, Víctor: aguardad un momento, pronto me reuniré con vosotros... La muerte era algo cotidiano, todos los días morían miles de personas en el mundo. Todos moriríamos algún día. Así que dejé caer la cabeza, sin fuerzas para

sujetarla sobre el cuello. Y esperé. El sonido de la lluvia me acompañó durante un tiempo. Soñé que me bañaba bajo una fresca cascada y bebía de sus reparadoras aguas. Luego volvió a lucir el sol. Daba igual. No me importó. Nada me importaba, ni la sed que me dominaba. Esperaba que mi sistema nervioso se dejara llevar... Entonces Víctor gimió. Le miré sorprendido. El bebé giró la cabeza y me devolvió la mirada con ojos vidriosos, desde el suelo, unos metros más allá. Se irguió y gateó tambaleándose hacía

mí como si estuviera borracho. A punto de caer varias veces. La alegría que sentí al ver que estaba vivo se empañó en cuanto me conciencié de que sólo se trataba de una pequeña prórroga. El destino seguía acercándose inexorable y sólo era cuestión de tiempo que el niño muriera. Quizás, incluso ahora sufriera ya secuelas irreversibles. Aún así disfruté de la dicha de ver vivo a mi hijo. Confiaba en que mis orines ya se hubieran secado. Moví la cabeza para animarle a venir y algo

revoloteó hacia el suelo. Planeó y cayó en el cerco que mis meados habían dejado en el parqué. Lo miré asombrado, durante un tiempo no supe qué era. ¿Un papel? Cuando comprendí lo que era no lo pude creer. Empecé a intentar mover mi reseca lengua. En el suelo entre mis pies, estaba el trozo de cinta adhesiva que me había amordazado durante tanto tiempo. Mis movimientos habían dado resultado y, sin percatarme, había logrado mi objetivo: la cinta se había desprendido. Tenía la boca

insensible, seca como un desierto, dormida. Mi cerebro transmitía a la lengua la orden de moverse, pero yo no notaba que obedeciera. Mi boca era una gruta árida y agreste. Parecía como si un dentista loco se hubiera excedido con la dosis de novocaína al anestesiarme y luego me hubiera extraído toda la dentadura a martillazos. Asombrado vi como algo asomaba de mi boca. Era el pañuelo ¡El pañuelo! Dios, estaba liberándome. Y sin apenas enterarme. De repente todo el pañuelo cayó de golpe. Quedó

empapado sobre mi regazo húmedo. Aún se veían en él restos de vómito. Disponía de la boca, la había recuperado. Una alegría inmensa me invadió, casi tanta como cuando vi que Víctor aún vivía. Libre, tenía la boca libre. Desde hacía miles de horas no había recibido una noticia mejor. Inhalé aire por la boca y fue como si una fresca brisa me recorriera por dentro. Exhalé, y la costumbre me impelía a hacerlo por la nariz, pero me esforcé en dirigir el aire por la boca. Salió fresco y limpio. Respiré

hondo, lo hice una y otra vez, sintiendo el refrescante chorro de aire en mis pulmones. Víctor me miraba asombrado. Era reconfortante, maravilloso. Aspiré profundamente saboreando cada gramo del preciado gas. Ya no me acompañaba el traqueteo del tren breve y entrecortado de mi respiración nasal. Ahora disponía de todo el aire que quisiera. Podía respirar libremente. Podía hablar. Gritar. Pedir socorro, consolar a Víctor, llamarle, cantarle... Era feliz. Podía respirar. Podía

hablar, intenté articular el nombre de Víctor y sólo logré exhalar un lúgubre “Vuu, Vuu”. Me miró con una expresión que bien podría ser asombro. Mi lengua aún no me respondía, había estado tantas horas privada de movilidad que ahora le costaba recuperarla. Tragué saliva y la garganta me quemó como si hubiera tomado un gran trago de whisky, pero me supo a gloria. —Vitu —susurré. El niño me miró a la cara, su sorpresa se había tornado en susto y había comenzado a hacer pucheros. Regresó a su rincón

dejando tras de sí un reguero de caca blanda, una fina línea que escapaba del pañal. —Víctor. —No sentía la boca, pero la capacidad del habla estaba volviendo a mí poco a poco.— Víctor —dije ya con claridad manifiesta. Y el sonido de mi voz por contraste con el silencio reinante, resultó atronador, estremecedor, potente. Casi fuera de lugar en la quietud de la casa. Lo repetí una y otra vez, como si probara un micrófono antes de un concierto. Dejé que la emoción me poseyera,

ahora ya podía llorar y sollozar y tener hipo y bostezar, y gritar mi dolor... Toda la amargura acumulada en mi pecho afloró a mi insensible boca y brotó en forma de entrecortados sollozos. Los sollozos más maravillosos del mundo porque podía emitirlos. “Víctor, Víctor”, musitaba entre sollozo y sollozo. El bebé decidió que no había peligro, con su inseguro gateo volvió hacia mí. Demostrando una fuerza que yo no sospechaba, se aferró a mi pantalón y logró ponerse en pie. Se tambaleaba más de lo habitual,

parecía que sus piernecitas no podrían sujetarle. Me miraba con una expresión triste, como de pena. Su tembloroso dedito, seguramente por azar, señaló mi boca. Yo, entre secas lágrimas, feliz de poder llorar, asentí con la cabeza. —Sí, Víctor, sí, la boca, la boca —los sollozos entrecortaban mis palabras—. La boca. Puedo hablar. Te quiero, te quiero, te quiero, —y me hundí en un maravilloso llanto inconsolable.

23 El tiempo se negaba a discurrir, cada segundo se aferraba a mi piel con uñas y dientes y luchaba por evitar marcharse. Cuando por fin se iba, era sustituido por otro aún más determinado a quedarse. El sol volvió a esconderse tras sombrías nubes. Transcurrieron las horas. Víctor había pasado todo el día junto a mí, tumbado en el suelo, convertido en un montoncito de basura, en ocasiones se agitaba y se apretaba contra mi pie. Yo divagaba

contándole inconexos cuentos sobre gente atada que podía volar y beber. Le prometí muchas cosas, regalos, paseos, la salvación, un biberón con agua fresquita... canté tristes canciones improvisadas que en realidad eran un largo quejido. A veces llamaba a su madre, con tono casual, como si todo fuera normal y hubiera recordado que tenía que decirle algo. Nunca contestó. Hacía tiempo que había dejado de sentir los pies y las manos, algo bueno, al menos ya no padecía dolor. Estaba seguro de que la fiebre que me

estremecía alcanzaba al menos los cuarenta y un grados. En ocasiones veía todo borroso, otras veces no veía nada. Creí oír sonar varias veces el maldito teléfono. Mi cabeza caía hacia el pecho. Y seguía cantando una canción sin letra, tétrica como una elegía. Con tonos apesadumbrados configurando sílaba a sílaba un dolorido mensaje de angustia: “Tuii, baa, duuu, puu, pa, suuus”. Cuando Víctor intentó erguirse un poco, sólo consiguió doblarse sobre sus piernas y caer. Se golpeó la

cabeza contra el suelo y no lloró ni se quejó. Quedó inerte a mis pies. Era un muñeco de trapo sucio y roto. Un reseco pellejo gris. No podía permitir que muriera. Concluí que debía hacer algo. De lejos, su aspecto no me había parecido tan deteriorado, pero ahora que lo tenía junto a mí, comprendí lo grave de su estado. Le veía empeorar por momentos, cada minuto moría un poco. El sonido de mi propia voz que al principio me había reconfortado, ahora se me antojaba ajeno y fuera de lugar. Notas discordantes en el

concierto de la agonía. —Víctor, Víctor, cariño, no te mueras cariño, no te mueras, tu papaíto te va a ayudar —el niño siguió inmóvil. No oía nada, sólo un leve temblor le recorrió, como un terremoto con el epicentro localizado en su pecho—. Oh Dios mío, ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer para que no muera? Está deshidratándose... necesita ayuda. Mi tono mostraba la auténtica desesperación que sentía. Recordé que en el botiquín estaban guardados algunos sobres de Sueroral, la

medicina que tuvimos que administrarle cuando sufrió una fuerte enterocolitis. Eran unos polvos blancos que se diluían en agua y evitaban la deshidratación. Eso es lo primero que tendría que hacer antes de nada: darle un par de sobres. Antes incluso de pedir ayuda. Eso iba a hacer: ir al botiquín y prepararle Sueroral con agua. Le salvaría. —Cariño, ya sé qué hacer, el papá te va a dar tu medicina para que te cures y te pongas pronto bueno. Me levanté de la silla y me dirigí

al baño, donde estaba el botiquín. Cuando regresé con la medicina y el vaso de agua me vi a mí mismo sentado en la silla con el niño muerto a mis pies. Estaba alucinando. Ay, Dios, ya hasta tengo alucinaciones. Por supuesto, no me había movido. La determinación llegó de golpe, se había acercado casi con disimulo, sin trompetas, ni fanfarrias que la anunciaran, pero me obligó a actuar. Como cuando por la mañana, en la cama, haces acopio de fuerza de voluntad para levantarte. Llega un momento en que no queda más

remedio que decir: Bueno, vamos allá. Y sacas un pie de las sábanas. —Bueno, vamos allá —dije en voz alta. Había llegado el momento del último esfuerzo, el definitivo. El sacrificio final. El órdago. El no va más. Sabía que si no lo hacía ahora ya no podría hacerlo nunca. Por Dios... pero si estaba alucinando, incluso me parecía oír el teléfono a todas horas. Los problemas circulatorios de mis extremidades se habían agravado hasta ser más que preocupantes, procuré ignorarlos

todo lo posible. No fue fácil. Las heridas producidas por las cuerdas contribuían a recordármelo de forma constante. Tenía que librarme de esta maldita silla si quería que Víctor sobreviviera. Uno de mis absurdos planes había sido golpear la silla hasta romperla. Un despropósito, una idea tan loca como esperar a que Víctor sanara simplemente durmiendo un ratito. Me encontraba demasiado débil tan siquiera para planteármelo, era otra de mis solemnes estupideces. Antes se romperían mis sufridos huesos que

esta jodida silla metálica. Era fuerte como una roca, sólida como el suelo en que se apoyaba. Mejor olvidarlo. Tampoco podía ponerme de pie con la silla a mi espalda, fue lo primero que intenté. Si hubiera tenido los pies atados delante de las patas de la silla hubiera podido hacerlo. Me hubiera convertido en una torpe ave zancuda esforzándose por poner un gran huevo, en una postura incómoda y difícil de mantener. Pero mis pies pasaban por detrás de las patas y con esa postura era físicamente imposible levantarse. No podía

balancearme y ponerme de pie con la silla a cuestas. Aunque... si lograba plegar el asiento... quizás consiguiera algo. Cargar con una silla plegada a la espalda no suena tan terrible. No lo había probado antes porque me parecía arriesgado. Creía que lo más probable era que me cayera al suelo y eso aún reduciría más mis escasas posibilidades. Ante lo grave de la situación y las pocas opciones que me quedaban (de hecho no creía que hubiera ninguna otra) decidí intentarlo con verdadero ahínco.

Así que, entre sonoros quejidos y lamentos, separé el culo de la silla todo lo que pude, me arqueé como si quisiera hacer el puente y con las pantorrillas intenté levantar el asiento plegable. No subía apenas. Pegaba en mi trasero, no podía apartarme lo suficiente. Con mis insensibles manos pretendía hacer bascular el asiento, ya que quedaban justo a su altura. Ni aún así. No podía. Tenía que incorporar demasiado el cuerpo. Era imposible. Las ligaduras me retenían con firmeza y se clavaban en mi hinchada

piel como alambres de espino al rojo vivo produciéndome el equivalente a quemaduras de primer grado. —Vamos. Uhnnn, vamos. Un poco más —dije entre jadeos. Mis omóplatos se clavaban en la barra del respaldo. Mi cabeza colgaba hacia atrás. Pugnaba por alzar aún más el abdomen. Entonces, el asiento que se articulaba sobre su parte trasera, se levantó un poco. Quedé atascado con la silla a medio plegar. Había llegado a un punto en el que el asiento ya no podía subir más pero tampoco podía regresar a

su posición inicial porque mi propio cuerpo se lo impedía. Esa postura era la más refinada de las torturas. Los alambres encendidos jalaban de mis tobillos con fuerza descomunal. Mis torpes manos seguían intentando hacer palanca y cerrar el respaldo pero apenas disponían de sensibilidad y no sabía si presionaba en los lugares adecuados. Con un estremecedor alarido estiré el cuerpo más allá de su límite. Noté cómo, con un murmullo acuoso, se desgarraba la embotada carne de mis tobillos. Era

como despojar a un embutido de su pellejo. De repente toda la habitación se desplazó hacia arriba. Oí un ruido y alguien estrujó mis brazos con unas anchas tenazas. Me los aplastaban. ¿Quién me estaba arrancando los brazos y por qué? ¿Es que no había sufrido ya suficiente? Recibí un fortísimo golpe en la cabeza y creí notar que algo cedía en mi interior con un difuso “croc”. Vi luces bailando frente a mí en un estroboscópico efecto de psicodelia. Era muy bonito. De forma absurda recordé las estrellitas que giraban

alrededor de la cabeza en los dibujos animados. Superé el límite del dolor. Para huir de lo imposible, me desmayé. Cuando abrí los ojos lo primero que vi fue el techo. Aún no me había dado tiempo para sorprenderme, cuando recuperé la sensibilidad y no pude sino gritar. Alguien había activado el potenciómetro del dolor hasta el máximo. Instintivamente me removí hacia un lado. La perspectiva era extraña, desconocida. Al mover la cabeza vi una pelotita de Víctor bajo el sofá. Baby Mickey sonreía

feliz. ¿Cual era mi posición? ¿Dónde me encontraba? ¿Qué me había pasado? Mis brazos, mis pobres brazos. ¿Por qué estaban introducidos en una prensa? ¿Quién accionaba el mecanismo, reduciéndolos a algo plano, como cuando el Coyote era aplastado por su último invento contra el Correcaminos? Cuando vi la cabeza de Víctor junto a mí comprendí qué había pasado. La explicación era sencilla: había logrado, con un esfuerzo supremo, plegar la silla. Pero, como había

temido, esto acarreó graves consecuencias. Al subir el asiento, las patas también se replegaron y perdí el equilibrio cayendo hacia atrás. Pero eso no era todo, lo peor era que mis brazos habían quedado aprisionados entre las dos barras que configuraban el mecanismo de tijera de la silla. Para colmo de males el respaldo plegado, con todo mi peso encima presionaba sobre ellos provocando un dolor indescriptible. Mis rodillas miraban hacia el techo en otra forzada posición y mis tobillos, también estaban siendo

aplastados por mi propio peso. No podía soportar ni un segundo más esa insufrible postura. Mis brazos lanzaban chispas de dolor en todas las direcciones, eran una especie de aterradores fuegos de artificio. Me dolían tanto que rogaba ser manco, no disponer de ellos, perderlos en ese preciso instante con tal de que se me pasara el dolor, me hubiera gustado que se separaran del tronco y rodaran por el suelo. En la caída, mi cabeza también había golpeado contra el suelo, nada había frenado el vuelo libre. El impacto fue directo,

sin ninguna atenuación. Mi nuca, ya resentida de los golpes propinados contra la ventanilla del coche había chocado brutalmente contra el parqué. Sentía la cabeza abierta, como un coco rajado. Impelido por la necesidad de frenar el dolor me agité hacia los lados, pero cada movimiento cargaba el peso en uno u otro brazo con efectos devastadores. Lo ignoré lo mejor que pude, que no fue mucho, y me arrojé hacia un lado. Levanté la silla conmigo, el alivio fue automático. Jadeaba como un perro

enfermo. Mi postura era ahora más bien extraña. Reposaba sobre mi lateral izquierdo y la silla, plegada todo lo que mis brazos le permitían, estaba tumbada de lado, pegada a mi espalda. Pero así no podía hacer nada, de modo que, en cuanto me recuperé un poco, me dejé caer de frente hacia el parqué. El suelo me abofeteó y dobló mi nariz. El movimiento taladró mi cuerpo con cientos de flechas de fuego. Pero aún así, esto ahora era maravilloso. Estaba boca abajo contra el suelo. Mis brazos a la espalda siempre

sujetos a la silla medio plegada, las plantas de mis pies mirando hacia el techo. Era como si me hubiera congelado estando de rodillas y un gracioso me hubiera empujado hacia delante. Semejaba una L tumbada, mi cabeza en el extremo largo y mis pies la punta del extremo corto. Mi respiración era entrecortada y rápida. Me había liberado de la presión de la silla sobre mis brazos y la mayor parte del dolor comenzaba a remitir. Me encontraba agotado, como si hubiera corrido quince o veinte kilómetros a toda velocidad.

Y lo único que había hecho era dar media vuelta, algo que cualquiera puede hacer por la noche en la cama decenas de veces, incluso dormido. Vi una bolisa de polvo sobre el parqué, junto a mi boca, con uno de mis resoplidos huyó rodando hasta chocar con Víctor, que yacía muerto, o sin sentido, a pocos pasos. Dejé de quejarme. —Víctor, te voy a salvar —afirmé decidido, de forma entrecortada. Y entonces comenzó otro calvario. Afuera, negros nubarrones tomaban posiciones. Yo, como una

lagartija, probé a avanzar. Para desplazarme en esa postura tenía que usar los muslos y los hombros, e incluso me vi obligado a utilizar la cara. La pegaba contra el suelo y movía el cuello. Con los brazos a la espalda y sin poder usar los pies, era complicado arrastrase. Movía mi abdomen, agitaba la cadera e intentaba servirme de los muslos. Con la zona de los hombros que rozaba el suelo procuraba aferrarme a él y avanzar como si fueran muñones que ofrecieran cierto apoyo. Esta complicada combinación de

movimientos iba acompañada por terribles dolores que parecían perforar todo mi cuerpo. Al agitarme había activado en parte la circulación en mis extremidades y el retorno de la sangre a su ruta habitual suponía un suplicio añadido, era un cosquilleo violento, como si mis venas transportaran pequeñas estrellas de afiladas puntas. Era el dolor que se siente cuando, por ejemplo, se duerme una pierna pero elevado a la máxima potencia. Entre gemidos y respiraciones entrecortadas por el esfuerzo, repté.

Como una serpiente agonizante, como un escarabajo al que hubieran arrancado las patas. Utilicé los músculos poco desarrollados de mi pecho. Me abrí de nuevo la herida de la barbilla intentando propulsarme. Procuraba que mi pelvis y mi pene también ayudaran. En ocasiones mordí el suelo y mi cabeza se convirtió en casi la única fuerza motriz que arrastraba mi cuerpo. Estiraba el cuello, pegaba la cara al suelo y lo replegaba pretendía que fuera el cuerpo quien avanzara y no la cabeza quien retrocediera. Apenas

progresaba, cada pequeño paso significaba un costoso precio que abonar en dolor, pero ya me sabía esa canción, la había tarareado demasiadas veces en las últimas horas, ahora no iba a frenarme por algo así. Fija en mi mente continuaba la última imagen que había visto de Víctor. Era más que preocupante, ahora que le había podido ver de cerca me impresionó de verás. Me había asustado. Bajo una mirada perdida y sin atención, sus párpados hinchados eran dos canicas de carne.

Las venas de sus sienes se delineaban perfectamente bajo su fina piel: configuraban un morado entramado de riachuelos palpitantes, fuera de lugar. Ojeras, negras como su pelo aplastado y pegajoso, enmarcaban sus tristes ojos. Su piel carecía de turgencia y elasticidad, se veía agrietada y áspera como de elefante; era un pegajoso saquete de plástico en el que se formaban pliegues. Incluso me pareció notar que su fontanela, aún no del todo sellada, se había hundido como un socavón en una ruta transitada. Todo

lo que se veía de su cuerpo estaba lleno de granitos y erupciones, el cuello y la cara eran un mapa de irritaciones. Estaba sucio y rebozado en sus propios excrementos. Respiraba con mucha dificultad, con cada exhalación emitía un imperceptible gemido, agudo como el chirriar de una puerta. Olía a mierda y a algo más profundo semejante a podredumbre. Un hedor bajo y sucio, tan diferente al aroma habitual de un bebé, a polvos de talco y colonia fresca, que parecía antinatural. Lo peor de todo era su

color, parecía el desproporcionado maquillaje de un bebé monstruo en una mala película de terror. Su tonalidad era gris, absolutamente gris: Su precioso tono rosado había desaparecido por completo y había sido sustituido por otro que no era pálido, amarillento o verdoso, no. Era gris. Gris puro. Gris como las cenizas de un incendio devastador, gris como el cemento pisoteado en una oscura callejuela, gris como el cielo exterior, a punto de comenzar a llorar. Llegué a la conclusión de que

había alcanzado algo muy cercano al estado de coma, pero en su rostro, que mostraba sus padecimientos, aún se adivinaba una expresión ansiosa; bajo esa sucia bayeta gris aún latía algo de vida, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Cuánto más podría soportar? Ojalá su estado no fuera irreversible, porque ahora yo tenía un Plan. Otro. Y éste sí que daría resultado. Salvaría a Víctor. Mi Plan funcionaría. Éste sí, seguro. Vaya que sí. Después de lo que me parecieron horas, salí del salón y para doblar la

esquina del pasillo me las vi y me las deseé. Se requería una complicada coreografía de todos mis músculos en contacto con el suelo. Agité cada centímetro cuadrado de mi piel, sacudí la grasa acumulada en mi cintura, sufrí como si pariera, pero lo logré y seguí avanzando milímetro a milímetro, micra a micra, mota a mota. Entre sólidos destellos de dolor. Y avancé por el pasillo. Sangrando, llorando. Con la penosa imagen de Víctor motivándome a seguir. Sin importarme el dolor, buscando sólo la salvación de mi

hijo. Y giré por el pasillo y entré en mi estudio. Gritando mientras avanzaba, maldiciendo entre sollozos, rogando a Dios, insultándole, entre profundos resuellos y lastimeros resoplidos. Rugiendo mi suplicio: avancé. Por la ventana de mi estudio vi en un inusual ángulo, cómo el cielo comenzaba a soltar su carga de agua. Primero débilmente y luego con más violencia. Algo crujió en mi boca como una rama al partirse. La sed había sido una fiel compañera durante todas estas horas, pero no

había pasado de ser un sordo pálpito frente a otros dolores más intensos. Una molestia constante pero soportable, nimia por comparación. Ahora, al ver al agua tan cerca, mi deseo se disparó, la imaginé empapando la tierra, siendo absorbida por la arena del camino, resbalando en rápidos riachuelos por las canaletas del tejado, golpeando las plantas. Agua, qué manjar. Cómo me hubiera gustado probarla, dejarla fluir por mi reseca garganta, empaparme en ella, meter mi cabeza en un cubo lleno y dejarla rebosar

por los bordes, abrir mis brazos bajo la lluvia para recibirla, sentirla rezumar de mi boca, bailar chapoteando de charco en charco, revolcarme en el húmedo barro riendo a carcajadas, apuntarme con el chorro de una manguera como en los anuncios de refrescos, sentir sus gotas formar un reguero por la comisura de mis labios, beber, resucitar. La sensación de sequedad en mi boca se incrementó aún más con estos pensamientos. Mi lengua era una de esas resecas osamentas que se

pueden encontrar sobre la arena de un desierto. De nuevo se repitió ese extraño crujido procedente de mi boca. Era el estertor de un gran sapo. Al igual que Víctor, yo también empezaba a padecer los graves efectos de la deshidratación, me sentía cercano a la muerte por sed. Me esforcé por olvidarlo todo. Sólo Víctor importaba. Ya estaba muy cercano a mi objetivo. Tenía un Plan, ¿sabes? Lo iba a lograr de un momento a otro. Cortaría mis ligaduras. Logré llegar hasta mi escritorio.

Miré a ras de suelo la estrecha ranura del mueble con cajones en la que había quedado escondido el cuchillo. Me acerqué al escritorio. Cerré un ojo y contemplé el brillo liberador. Un resplandor plateado pugnaba por revelarse entre las sombras. Una ínfima porción del negro mango asomaba por la ranura, apenas medio centímetro. Lo sacaría con la lengua. Volví a retorcerme y gemir cuando me acerqué al mueble todo lo que pude, lo máximo que mi extraña postura me permitía. La ranura

inferior era muy estrecha, sólo la justa para permitir la entrada del cuchillo y poco más. Saqué la lengua y lo intenté desde todos los ángulos posibles. La moldura del cajón inferior me impedía acercar lo suficiente la boca. No llegaba siquiera a tocarlo, apenas me faltaban unos milímetros, pero no podía alcanzarlo. Apreté la cara contra el cajón. Mi nariz se chafó contra la madera. Estiré la lengua al máximo. Después de haber estado tantas horas atrofiada en una bola, protestaba ante el esfuerzo. La sentía

dormida, era como si levitara entre mis labios, no sabía tan siquiera dónde estaban sus límites. Pero la saqué todo lo que pude, la vida de Víctor dependía de ello. Creí que mi garganta entera saldría tras ella en un sangrante grumo. Ni aún así logré rozar el mango del cuchillo. Me revolví, busqué otro ángulo, aplasté la cara contra el suelo, lo intenté con la nariz. Alargué la lengua hasta que mi boca fue una bola de fuego. El cuchillo estaba ahí mismo. Tan cerca, tan cerca. Le insulté. Le dije todas las

barbaridades posibles. Juré. Sollocé. No se inmutó. Miré su cercano e inaccesible reflejo. Desesperado una vez más, dejé caer la cabeza. Agotado, extenuado. Me di por vencido, nunca podría sacar de ahí ese cuchillo. Respiré hondo y solté el aire en un triste suspiro. Entonces, ante mis asombrados ojos, el cuchillo se movió. No podía creerlo. Él solo, sin que nada ni nadie lo tocara se había movido. Durante fugaces segundos pensé “Tengo poderes, puedo moverlo con la fuerza de la mente”, pero enseguida

comprendí que había sido mi soplido lo que le había hecho agitarse. Probé a repetirlo. Soplé hacia la parte del mango que asomaba y, como si de un fácil truco mágico se tratara, desapareció, pero el reflejo del filo refulgió con más potencia al acercarse a la luz. Tres puntos dorados atravesaban el mango del cuchillo y fijaban a él la hoja. Se había balanceado sobre uno de ellos. Así que soplé, como el lobo feroz, y soplé, y soplé y busqué el ángulo adecuado para que el giro fuera el conveniente y soplé para salvar mi

vida. Así de sencillo, sin dolores, sin esfuerzos pesados, simplemente expulsando con fuerza el aire de los pulmones. Estuve a punto de reír. Bien pensado, la situación era ridícula a más no poder: un adulto medio muerto, soplando bajo un mueble, removiendo el polvo acumulado, intentando hacer pivotar un cuchillo con el que cortar las cuerdas que le retenían. Un auténtico absurdo. El acto de magia se repitió y una sensación de dicha me llenó cuando el cuchillo giró y asomó fuera todo lo

largo de su hoja, más de quince centímetros de reluciente y liberador filo. Emití un estremecedor grito de triunfo. Una seca carcajada de burla: “Ja”. Los dolores parecieron remitir en parte. Lo había logrado, mi Plan estaba dando resultado. Ahora podría coger el cuchillo con los dientes. Lo iba a sujetar entre mis labios cuando Víctor se rió. Fue una carcajada cantarina y alegre. Presté atención. Víctor estaba agonizando en el salón, él no podía reírse, además ésa no era su risa. ¿Irene? ¿Irene se reía en la cocina? No, tampoco era la risa de

Irene. Escuché. El suelo transmitía el sonido de las gruesas gotas al golpear la grava en el exterior. Pero ahí fuera había algo más, medio oculto por la copiosa lluvia. Había risas y voces. Había alguien. Gente. Había gente. En la puerta. La salvación, gente. —¡Eeeooo! —grité con la garganta destrozada por los esfuerzos que acababa de hacer. Resultó un alarido estremecedor. Emitido desde lo más profundo de mi ser. Un grito ronco y ahogado en el que se reunían todas las fuerzas que me quedaban. Olvidé

el cuchillo que giró un poco, pero no llegó a ocultarse; olvidé el dolor, aunque no desapareció en absoluto; olvidé todo excepto Víctor y su cercana salvación. De nuevo con todas mis fuerzas grité: —¡¡Eeeooo!!

24 Se amaban y eran felices. Jóvenes, sanos, con futuros prometedores. Tenían todo lo que se pudiera desear. Él pronto acabaría la carrera de ingeniería industrial, pero desde hacía dos años ya trabajaba en la empresa de instalación de aire acondicionado propiedad de su padre, con el tiempo él se convertiría en el jefe. Ella había conseguido un puesto como auxiliar de clínica. Tenían el futuro asegurado y se querían, la vida era maravillosa.

Llevaban ya casi cuatro largos años de noviazgo, pero por fin este septiembre se casarían. Habían aguardado a tener todos los cabos atados y bien atados. Ahora ya sólo faltaban algunos pequeños toques para terminar el chalé. Y los muebles. La iglesia y el banquete ya estaban concertados. Sería una bonita ceremonia con muchos invitados. Esa tarde de domingo, después de comer en casa de los padres de ella, montaron en el Ford Fiesta de él y se acercaron a la urbanización La Zaranga a ver cómo iban las obras

del que pronto sería su hogar. Estaban muy avanzadas, la mayor parte de los gremios ya habían concluido sus tareas y la casa ya se hubiera podido habitar. Esa semana les habían instalado las puertas de embero. Pasaron en la vivienda una buena parte de la tarde, dedicados a limpiar el serrín que se había extendido por toda la casa, a quitar la cal de las baldosas de la cocina, a hacer planes respecto a la boda y a propinarse atrevidos abrazos. Ambos llevaban unas viejas gorras de tela para evitar mancharse demasiado el

pelo, y desgastadas ropas que no importaba que se estropearan. Después de llenar un saco de recio papel con los restos que habían recogido, y mientras se limpiaba el sudor de la frente con el dorso de la mano, ella propuso salir a dar un paseo por los campos cercanos. Él apilaba unos listones de madera que no tenía muy claro si servirían para algo o no. Alegó que había barro y que iba a llover de nuevo. En realidad lo que le apetecía, después de haberse pegado toda la tarde currando entre polvo y restos de las

obras, no era precisamente dar un paseíto. Bueno, puede que sí tuviera algo que ver con el polvo... Le apetecía hacer el amor con ella, allí en el suelo del salón, sobre la manta vieja, con las partículas de serrín flotando todavía a su alrededor. Temía que si salían a “pasear por el campo” ya no tuviera ocasión ese fin de semana. Desde hacía rato el deseo era un sordo pálpito reprimido procedente de la parte baja de su abdomen. Cuando se cambiaron despreocupadamente de ropa antes de comenzar a limpiar, se

había desatado en él un hambre feroz. El inocente erotismo de ver como ella se cambiaba de atuendo sin innecesarios pudores, despertó en él el deseo de hacerla suya. Ella se puso sus viejas ropas sin darle importancia. Sabedor de que a ella le hacía ilusión trabajar en la casa, suspiró, refrenó sus impulsos de no dejarle abrochar sus desgastados vaqueros, besar su vientre liso y amarla, y se puso a recoger basura con entusiasmo, confiando en que antes de marcharse disfrutaría de la apetecible golosina que había

entrevisto. Y ahora, ella no sabía ver su deseo. Insistió mimosa: —Halaaa, porfa... vamos, hoy no hace frío. Él dejó resbalar las maderitas y aceptó de mala gana. Entonces ella le sorprendió: —Y luego, si quieres... No terminó la frase, entornó los ojos con su mirada más pícara y se tocó un pecho con un torpe gesto que pretendía ser sexy. En una exagerada parodia de provocación sacó la lengua y se humedeció los labios. Él sonrió y aceptó el juego. No

contestó. Reaccionó veloz. Tiró su gorra al suelo con una energía excesiva mientras apilaba con suaves patadas las maderas contra la pared. Sus movimientos eran acelerados, como de cine cómico. Resultaba evidente que no quería perder ni un segundo. La agarró de la mano y la arrastró como un rayo pasillo adelante, entre sacos de escombros y cajas de baldosas sobrantes, hasta la puerta de la calle. Ella, mientras era llevada por el huracán, rió como una niña pequeña. —Las llaves, las llaves... —dijo

entre carcajadas dejando caer su gorra. Él las cogió de un manotazo de encima del cajetín de los limitadores a medida que pasaron junto a ellos. —¿Quieres pasear por el campo? Pues, al campo. Venga: ¡Al campo! Ahora mismo. —Ya estaban saliendo a la tarde. Cuando estuvieron al aire libre él la hizo girar hacia sí y la abrazó procurando ceñir sus caderas a las de ella. La besó en los labios y dijo: —Te quiero. Y ahora, venga, corre, vamos al campo. Tiró de ella. Dulces momentos

aquellos en los que se anticipa el placer. Cogidos de la mano como en un romántico anuncio de colonia, dieron un pequeño paseo por la zona. Sin apartarse demasiado del camino porque, como él predijo, estaba todo lleno de barro. Fue agradable, el aire estaba cargado de ozono y en el cielo reinaban oscuros nubarrones, pero lo agreste de la tarde propiciaba una fuerte sensación de vitalidad, de unión con la naturaleza y un cierto toque de salvajismo. Algunos coches pasaron junto a ellos, los domingos siempre había

más ajetreo por esa zona, pero pasearon tranquilos, examinando las fachadas de otros chalés de la urbanización (ninguna tan bonita como la suya) y haciendo más planes de futuro. Aún tenían que decidir a dónde irían de viaje de novios. De repente empezaron a caer finas gotitas. —Oh, oh. Parece que va a llover otra vez — dijo ella. —Venga, vamos a volver — sugirió él. Excelente, que lloviera, que lloviera, con diez minutitos de paseo ya había tenido bastante... —

no quiero que nos pille de lleno. Ella asintió con la cabeza: —Sí, será lo mejor. —Y le sonrió. Sabía lo que pasaba por la mente de él. Y él sabía que ella lo sabía. Depositó un tierno beso en su mejilla y tiró de ella de regreso. Entonces los cielos se abrieron de golpe y descargaron sobre los jóvenes todo su violento cargamento de agua. En las películas de amor resultaba muy romántico eso de besarse bajo una intensa lluvia, pero la vida real es bastante más prosaica. Mejor no arriesgarse a coger un buen

constipado. Así que decidieron guarecerse en el porche de la casa que les pillaba más cerca. Llegaron corriendo y ya casi totalmente empapados. Se resguardaron junto a la puerta principal, bajo el alero. Cuando pararon, ella rió, excitada por la carrera. Él no acababa de ver la gracia de que les atrapara la tormenta. Ahora quizás tuvieran que esperar un buen rato a que amainara. Mierda. Pero ella parecía estar disfrutando, se colgó de su cuello y le besó en los labios. —Casi nos pilla de lleno ¿eh? —

dijo ella. Luego, como si se diera cuenta en ese momento de dónde se encontraban, señaló la puerta—. No les sabrá mal que estemos aquí ¿verdad? Él subió los hombros: —No creo, no tiene por qué. A fin de cuentas sólo nos protegemos de la lluvia, no hacemos nada malo. Ella se pegó a él en un abrazo. Su cabello mojado olía de maravilla, sus ojos brillaban como estrellas. ¡Oh, cómo la deseaba! Y ahora tendría que esperar a que dejara de llover.

—Claro —sonrió con picardía—. Lo malo lo haremos luego, en cuanto regresemos... —Y se rió como una adolescente que hubiera contado un chiste subido de tono. Él no pudo más que rendirse ante su inocente encanto en el juego de la provocación. Le palmeó el trasero, notó la goma de su braguita. —¿Sabes que eres una pillina? ¿eh? ¿sabes? Y la abrazó con más fuerza. A pocos metros de ellos, tras esa puerta que rozaban, Víctor yacía en el suelo. Ella se asustó mucho y se aferró a

él clavándole las uñas en la espalda. Él dio un respingo. El grito les había cogido por sorpresa. Había llegado del interior de la casa y les había sobresaltado. Parecía que estuvieran matando a alguien. Se miraron un poco asustados. —¿Qué ha sido eso? ¿Ha sido un grito? —preguntó ella atropelladamente. Él puso cara de desconcierto. —No... no sé. —Entonces sonó otra vez. Como un alarido desde el infierno: “Eeeooo”. Llegaba desde lejos, desde el otro extremo de la

casa, pero con la suficiente intensidad como para ser audible a pesar de la puerta y del pertinaz repiqueteo de la lluvia sobre sus cabezas. —Ay, José Mari, vámonos, vámonos. Esto no me gusta nada, tengo miedo. —Tranquila mujer —dijo él retirándose de la puerta lo máximo posible sin salir a la lluvia— no pasa nada —. Pero a él tampoco se le veía muy tranquilo. —Es igual, es igual —insistió ella mojándose, fuera ya de la protección

del alero, jalando del brazo de él—. Vámonos. —Socorro, socorro —exclamó la voz del averno desde dentro. Estaban matando a alguien. No cabía duda. Qué desesperación, qué dolor dejaba entrever el grito. Él temió que la puerta se abriera de golpe y apareciera un tipo enorme con un delantal manchado de sangre rodeando su cintura, una grotesca máscara de cuero cubriendo su rostro y una sierra mecánica en la mano dispuesta a entrar en funcionamiento. Él también salió a la lluvia.

—Están pidiendo socorro —dijo sin convicción. Muy bajito, como si se lo explicara a él mismo. —Es igual, no tiene nada que ver con nosotros. Vámonos, por favor José Mari, Vámonos. No te metas en líos. ¿A ti qué te importa lo que pasa? Vámonos —parecía a punto de llorar. De hecho alguna lágrima ya asomaba por el rabillo de sus ojos. Estaba asustada de veras. De nuevo llegó la voz del interior; esta vez no se llegó a entender tan bien: —¡Sea quin sa, ...iuda, por favor, ...iudaaa!

Ese grito decidió a la chica que, fuera de sí de pavor, tiró de su novio y se lo llevó casi a rastras. Ambos estaban ya calados hasta los huesos. Él se dejó llevar unos pasos y luego paró de repente. Ahí mismo había dejado su moto el mensajero. En tono seco dijo: —Espera —y se soltó de un manotazo que casi resultó demasiado brusco—, espera, ahí dentro a lo mejor hay alguien que necesita ayuda, ¿no lo ves? Ella no atendía a razones, parecía encontrarse a un simple paso de la

histeria. Estaba aterrada. En el interior de la casa alguien tosía hasta casi atragantarse. —No. No. Es una broma, o una trampa. Como en las películas de asesinatos, quieren que entremos para matarnos. —A él no le pasó inadvertido que ella siguiera un razonamiento cercano al suyo. De un tirón de la cuerda, la sierra se pondría en marcha y empezaría a rugir. —Eso son tonterías. ¿Qué barbaridades estás diciendo? —Su tono se volvió más decidido.

Anunció—: Voy a llamar al timbre. Entonces ella inició un dubitativo trotecillo hacia el camino general. Él dudó entre seguirla o averiguar qué pasaba. Decidió que tenía que hacer lo correcto. Alargó su brazo y pulsó el botoncito. El mismo que Yolanda casi había pulsado con dedos temblorosos muchas horas antes. Fueran cuales fuesen las circunstancias, su sonido siempre era alegre: “Dinn, dann”. De pronto el temor pareció invadir el cuerpo de José Mari. No sabía qué le aguardaba tras la madera de la

puerta, qué oscuro drama podía tener lugar en su interior. Eran muchas las historias terribles que contaban los informativos de televisión, y en la mayoría de los casos, las víctimas eran personas inocentes que se metían dónde nadie les había llamado. Le recorrió un escalofrío que quiso atribuir a la lluvia que le empapaba. Sin esperar respuesta, el joven decidió seguir a su amada con una especie de sensación de alivio. En cuatro ágiles zancadas la alcanzó y la retuvo contra sí con suavidad. Volvió

la cabeza hacia atrás. Nadie abría la puerta. Bueno, no pasaba nada, si ocurriera algo, saldrían a abrir ¿no? ¿qué menos? Subió los hombros. A ellos no les incumbía lo que pasara tras aquella puerta, no era asunto suyo. Además, los de la casa ni siquiera se habían dignado a abrir la puerta. Sólo se oían lejanos balbuceos y oscuras toses amortiguadas. Apagados gritos sin sentido. Sería una broma de mal gusto o la tele a todo volumen... O alguna otra cosa sin importancia. A lo mejor querían asustarles para que

se alejaran de la casa y no merodearan por la zona. ¿Quién sabe? Mejor olvidarlo. Tomó la mano que ella le tendía y la sintió temblorosa. Se alejaron bajo la lluvia echando continuos vistazos hacia atrás. Aunque algo en su interior le decía que no abandonara, que regresara, que llegara hasta el fondo... Que quizás alguien necesitaba su ayuda de veras. Que tomara la decisión adecuada. Que no se alejara. Sus ojos se encontraron con la mirada anhelante de ella y descubrió

en su novia una faceta que no conocía: anteponía de forma exagerada su propia seguridad a la posibilidad de ayudar a los demás. Era una faz oculta que no había descubierto hasta entonces. Con una veta de egoísmo surgida de lo más profundo de su ser decidió que no le importaba. No le importaba en absoluto. Bajo la lluvia, se marcharon a su chalé a seguir con lo que tenían pendiente.

25 —¡Sí, ayuda, socorro! —seguí gritando en cuanto remitió el inoportuno ataque de tos. Había forzado demasiado la garganta y lo pagué tosiendo hasta casi echar las tripas por la boca. Me habían oído. Habían llamado al timbre. Estaban ahí—. ¡No puedo abrir, estoy enfermo! —decidí no complicar las cosas con largas explicaciones—. Por favor, ayuda. Echen la puerta abajo. Pero no pierdan tiempo. Es urgente. No puedo abrir. Derriben la

puerta. Hagan saltar la verja de una ventana. Entren por el garaje. Avisen a la policía. ¡A una ambulancia!... Volví a toser. No sabía muy bien qué decía, tumbado, aún boca abajo, en mi estudio, en la otra esquina de la casa, vociferando pidiendo ayuda, dando instrucciones. Esperé oír los golpes en la puerta, las preguntas de rigor. Las palabras de consuelo. Pero nada de esto llegó a mí. A los pocos minutos de hablar sin recibir respuesta pregunté: —¿Hay alguien ahí? Respondan, por favor —la garganta me ardía,

notaba cómo estaba quedándome afónico por momentos. Escuché con atención. Ni siquiera la lluvia me contestó. Había dejado de caer. E insistí: —¿Hay alguien? Por Dios, respondan, ¿hay alguien? Mi voz se quebró. Cuando comprendí que volvía a estar solo me dediqué a gemir.

26 No importaba. De verdad, no importaba. Tenía un Plan, ¿no? Y hasta que llegaron a la puerta estaba funcionando, ¿no? Así que, ¿para qué demonios necesitaba a nadie más? Que se fueran al diablo esos desconocidos. No les necesitaba. ¿Ya he dicho que tenía un Plan? Había seguido lamentándome un buen rato hasta que el teléfono me hizo respingar. Sentí una especie de déjà vu. ¿No había vivido ya ese momento? Sonó casi sobre mi

cabeza. Tan cerca, tan lejos... Oírlo era una especie de castigo. ¿Cuántas veces había sonado el teléfono sin que pudiera atenderlo, quinientas? El sonido me hacía revolcarme en mi impotencia como un cerdo en el fango, me cubría, penetraba por todos mis poros, llenaba mi boca como una nueva mordaza. Cada timbrazo me dolía en el alma. Comprendía que bastaba con darle un empujón y descolgarlo para ser libre. Como había hecho con la perola que se había prendido fuego en la cocina. (Eso había estado bien ¿eh?) Justo

igual. Usando la cabeza. ¡Zas! Un buen cabezazo al aparato y todo solucionado. Pero ningún teléfono de la planta baja estaba a mi alcance. Ninguno. Sin embargo el del dormitorio sí que hubiera podido descolgarlo, estaba cerca de la orilla de la mesilla de noche, donde yo lo podía golpear. Sólo que entre él y yo se interponían quince insalvables peldaños. Maldita sea. Con el clic que indicaba que habían colgado allá al otro lado, en el mundo real, se interrumpió el sonido de llamada. Todo volvió a sumirse en el silencio

de la muerte. Hasta el mundo parecía haber dejado de girar. Silencio y soledad. Y decidí que no importaba. Que no pudiera responder al teléfono no importaba. Que algún cabronazo me hubiera abandonado a mi suerte sin responder a mis gritos de socorro, no importaba. Tenía un Plan. No les necesitaba. Llevaría a cabo mi Plan y haría que Víctor dejara de sufrir. El cuchillo brillaba a un palmo de mi nariz, me llamaba seductor. Su filo atrapaba la tenue luz del atardecer y la concentraba frente a

mis ojos. Con él iba a serrar las cuerdas que me aprisionaban. Sería fácil. Lamenté haber perdido un tiempo precioso con los tipos de la puerta. De no haberles prestado atención ya estaría libre. Seguro. Bueno, no importaba, sería cuestión de un par de minutos. A fin de cuentas el cuchillo estaba allí, ¿no? Frente a mí. Busqué la mejor posición para acceder a él. Cada pequeño movimiento me recordaba mi maltrecho estado. Soplé un poquito para que girara y me ofreciera mejor ángulo y él,

obediente, rotó justo lo necesario. Por fin estuve ante él en buena disposición. Rozaba mi mejilla. Su tacto era frío como el hielo. Me encantó. Abrí la boca como si fuera a besar a la mujer amada (Ahora estaba muerta y era devorada por cientos de gusanos. ¡No pienses en eso, no pienses en eso!). La acerqué entreabierta al filo, la única parte que estaba a mi alcance, ahora el mango había quedado oculto bajo el mueble. Me temblaron los labios, noté en ellos el frescor del metal. Sorbí intentando sujetarlo bien, el

filo raspó mi labio inferior. Se me escapaba. Introduje torpemente la lengua bajo él, hice palanca mientras intentaba sujetarlo con los labios y se puso de canto, el filo mirando hacia el techo. La ranura del mueble apenas permitía esta posición, pero podría sacarlo. Podría. Me movía con sumo cuidado, no estaba dispuesto a dejar que se me escapara de cualquier otra manera inverosímil. Parecía que estuviera jugando con mis sobrinos a las operaciones. “Ten cuidado, si se te escapa el cuchillo, la nariz del paciente se ilumina y el

niño muere”. Ahora resultaba más fácil cogerlo. Pero no aceptaba ni el más mínimo riesgo. Lo mordí y tiré de él. Temí que la parte trasera del mango fuera más alta y no cupiera por la ranura, se quedaría ahí atascado. Respondió dócil a mis deseos. Salió sin ningún problema. Lo tenía, había extirpado el apéndice, cien puntos. Tenía el cuchillo en la boca. Lo sujeté con tanta fuerza que el filo me hirió en ambas comisuras. Noté el sabor salado de la sangre en mi boca. Y lo agradecí, era líquido. Tragué tantas

gotas como pude. No podía levantar la cabeza demasiado, así que arrastré el cuchillo para alejarlo de la ranura y prevenir posibles incidentes. Estaba escarmentado, había sido víctima de la mala suerte, decidí jugar sobre seguro y no arriesgarme lo más mínimo a perder el cuchillo. Una vez lo hube desplazado hasta territorio seguro lo solté. Volvió a quedar plano con un cotidiano tintineo. Entonces, entre temblores y dolores comencé a girar. Repetí el ritual de los torpes movimientos que me permitían cambiar de posición.

Quería rotar sobre el eje de mi vientre. Me agité para lograrlo, resignado al sufrimiento antes de la liberación. Mi organismo hacía tiempo que no podía permitirse el lujo de sudar, pero aún así me sentí como empapado, tal fue el esfuerzo que supuso. Logré que el cuchillo quedara junto a mi costado derecho. Resoplé como un animal. Tuve que aguardar para recuperar fuerzas. Lo siguiente era cogerlo con la mano. Quise estirar los dedos todo lo posible, pero no me respondieron. No los sentía. Mi muñeca seguía

sujeta con alambres electrificados. Mis dedos sólo transmitían dolor. Pero continué palpando. Por Víctor, para evitar su sufrimiento. La silla casi no me permitía rozar el suelo con la mano. Pero toqué el cuchillo. Oí el metal entrechocar contra el suelo. Faltaba muy poquito para poder cogerlo. Me estiré aún más y lo rozaron dos dedos. Podía moverlo. Parecía que quisiera juguetear con el filo. Yo intentaba sostenerlo entre dos dedos y él escapaba rebelde. Mis dedos no respondían a mis ordenes, lo dejaban

resbalar una y otra vez. Eran pinzas sin presión, un trozo de carne muerta. Logré levantarlo un poco y cayó hacia el otro lado. Decidí que lo mejor era clavármelo en un dedo para disponer de un punto de apoyo. Lo sujeté entre los laterales de mis dedos y apreté ayudado por mi costado. Oí, no note, cómo el filo se clavaba en mi piel. Me llegó el sonido de un líquido fluyendo de él y enseguida un poderoso olor a putrefacción me hizo arrugar la nariz. Era un hedor nauseabundo. Miré de reojo y vi cómo una secreción

verdosa procedente de mi dedo empapaba el cuchillo. Que bonito. Crema de guisantes. Como en La mente del muerto, me dije jocoso. No me supuso ningún dolor especial, ya sólo moverme era más doloroso que cualquier herida posible. Con el cuchillo clavado fue más fácil volverlo a poner con el filo hacia arriba. Entonces hinqué más mi dedo y recé para que funcionara mi idea. Lo levanté y el cuchillo se alzó con él. Un goterón de pus saltó al suelo con un asqueroso sonido. Lo tenía, mi Plan estaba funcionando.

Su filo quedaba entre mis dedos índice y corazón. Me dediqué a hacerlo deslizar entre ellos empujándolo con mi costado. El cuchillo serraba mi dedo. Por fin, siempre mirando sobre mi hombro, vi cómo mis dedos tocaban el mango. Lo veía, pero no lo sentía, parecía como si entre los dedos y el mango hubiera un almohadón. Mi muñeca tenía que estar retorcida, si no, los dedos no podían llegar hasta el suelo. Intenté asir el cuchillo. Sólo conseguí que la palma de mi mano diera un bote y que el cuchillo

resbalara y cayera al charco de pus y sangre. Tuve que volver a repetir todo el proceso, con todo el suplicio que suponía. Probé de todos modos, me estiré, desgarré la muñeca hasta que una vez levantada toda la piel, la cuerda tocó literalmente mi hueso carpo... pero cada vez resultaba más y más doloroso e inefectivo. Me notaba a punto de la inconsciencia. Y no podía permitírmelo, eso no entraba en mi Plan. Sabía que si perdía el conocimiento ya no lo recobraría nunca más. Moriría. No

podía coger el cuchillo, era obvio. Sólo llegaba a rozarlo con las salchichas muertas de mis dedos. No había forma de levantarlo del suelo. Se me escapaba. Mi mano había perdido la poca sensibilidad que le quedaba. En uno de los últimos forzados vistazos que eché, comprobé impasible que mi dedo índice había quedado casi cercenado del todo. No me explicaba cómo era posible no sentir la mano, pero sí sufrir el dolor que de ella llegaba. Mi mano derecha estaba muerta.. Intenté descansar, pero comprendí

que me estaba muriendo y cesar de moverme era entregarme a la Parca. No podía parar hasta que mi Plan diera resultado. Había perdido la sensibilidad del brazo, del hombro para abajo sólo existía un trozo de carme abierto en miles de flecos. Era como si alguien con un afilado cutter se hubiera entretenido en rasgar la carne del antebrazo en finas tiras. Tenía que evitar el sufrimiento de Víctor, ésa era mi obsesión. Tenía que conseguirlo. Tenía un Plan. Y daría resultado, sólo tendría que modificarlo un poquito. Ahora lo que

quería hacer era coger el cuchillo con la otra mano. Fue complicado, primero lo aparté para disponer de terreno en el que poder rotar y luego tuve que moverme. Todo mi cuerpo me pedía sumirme en la inconsciencia, cesar de sufrir, era un ferviente deseo convertido en exigencia, pero no pude concedérselo. ¿Sabes? Tenía un Plan. Debería aguardar un ratito a morirme. Mucho tiempo después completé el giro de ciento ochenta grados sobre mi vientre. La respiración era tan agitada que había

comenzado a hiperventilarme. La sed era un diminuto ser de grandes dientes que roía mis entrañas. Me obligué a descansar unos segundos, procurando no morir, hasta que pude recobrar el aliento. Vale, suficiente, ahora mueve la mano izquierda y coge el cuchillo que te va a salvar. Mi cerebro envió la orden, recibió la respuesta. “¿Mano? ¿Qué mano? ¿Hay aquí alguna mano? ¡Hey muchachos! ¿Alguien ha visto por aquí una mano? ¿No? Yo tampoco... es que hay aquí un tipo empeñado en no sé qué de mover una mano.

Déjalo, debe de estar loco. Vamos, hombre... mover una mano. ¿A quién se le ocurre semejante tontería? Será gilipollas...” Entonces enloquecí de veras. El cuchillo de sierra estaba ahí a mi alcance, con un poco de suerte y habilidad hubiera podido cortar las cuerdas y liberarme pero mis manos habían decidido, justo ahora, dejar de existir. Sensacional. Coooojonudo. La falta de circulación producida por la obliteración arterial durante tantas horas había causado estragos en mis extremidades.

Entonces no lo sabía, pero la gangrena húmeda había comenzado a extenderse. No me importó. Me puse a reír. A fin de cuentas había que encarar las adversidades con buen humor, ¿no? Mis roncas carcajadas de loco resonaron entre los muros de la solitaria casa. La cosa tenía su gracia, tantos esfuerzos, tantos dolores, ¿para qué? ¿para encontrarme al final con unas manos sin vida incapaces de cumplir su cometido? Tanto sufrimiento para volver a caer víctima de otra cruel broma del destino. Sí, todo era una

broma. Una broma enorme y desproporcionada. Una divertida tomadura de pelo. Vamos, riamos todos juntos. Que no se diga que no tienes sentido del humor... Era la locura, la demencia, la muerte. Mis ojos se desorbitaron cuando intenté reprimir una gran carcajada. Se escapó por mi nariz y estalló como un gran globo repleto de dulces en una piñata. Incluso una solitaria lágrima corrió por mi mejilla, Mi última gota de energía. Ya no me dolía el cuerpo, sólo la barriga de tanto reírme. Y mi

agrietada garganta. Pasó un minuto, dos. Y seguí carcajeándome. Sin humor, sin alegría, cada risotada era un reto, un lamento. Tumbado boca abajo en el suelo, atado a una silla medio plegada. En el límite de la degradación humana. ¡Ja, ja! Risas impetuosas y ruidosas. No podía detenerme. Con mi esposa corrompiéndose en la cocina. Más carcajadas histéricas. Sí, era muy gracioso. Qué broma tan buena me habían gastado. Y había caído en ella como un pardillo. ¡Pfff... Ja, ja! Y el hijo sufriendo una terrible agonía en

el salón, eso si todavía vivía... De repente dejé de reírme. El silencio se abatió fantasmagórico sobre la casa. Y la ocupó. Fue todavía más terrible. Mi expresión era de locura total y absoluta. Mi cara se convirtió en la máscara de un salvaje. El ser humano residente en mí había muerto, ya sólo quedaba el animal. Recobré la respiración. Sonreí sardónicamente y dije con tono cantarín: —Tengo otro plaaan... tengo otro plaaan...

27 Sentía algo raro en la boca del estómago, una extraña sensación parecida al hambre. La había estado notando durante todo el fin de semana, era una rara ansiedad, como una premonición, aunque probablemente se debiera a la regla. Le había llegado el viernes y este mes estaba sangrando como nunca. Sus abundantes hemorragias le hacían sentirse débil y sucia durante todo el día. Ahora, mientras viajaba en el coche con su marido, temía

haber manchado, no ya la braga, sino incluso los vaqueros. Con las prisas por salir no había tenido tiempo ni de cambiarse de compresa. Apenas habían hablado desde que salieron de casa. Estaban enfadados. Mientras cruzaban la ciudad, ella intentó justificarse una vez más. Su tono fue contrito, tímido: —No sé, Fernando, tienes razón, tienes razón, pero... Él movió la cabeza hastiado. —Tienes razón —la imitó aflautando la voz—. Pero... ¿Qué estamos haciendo ahora? —Su voz

grave era brusca y cortante— ¿eh? Yo te lo diré: lo que tu querías, ir a casa de tu hermanito el... el... simpático. Iba a decir “el gilipollas”, pero eso sólo hubiera servido para avivar más el fuego. Por lo menos, hasta el momento, él era el bueno, el que había cedido en la discusión, pero si empezaba a insultar, su mujer se las arreglaría para hacerle pasar a él por el malo de la disputa. Ella no habló con su marido, más bien pareció decírselo al coche de delante:

—Ojalá tuviera el carné de conducir... Él concedió de nuevo con la cabeza, con recochineo. “Sí, sí, claro” decían sus movimientos. De nuevo el silencio entre los dos. Fernando conducía con brusquedad. Tuvo que pegar un frenazo para no alcanzar al coche que le precedía. Redujo a tercera con un tirón del cambio de marchas y mientras le adelantaba le lanzó una mirada homicida; era evidente que ese imbecil no sabía que en autovía de dos carriles hay que circular por el

de la derecha. Mari Mar seguía pensativa mirando al frente. Durante todo el día de ayer, y hoy mismo, se había sentido intranquila con respecto a su hermano. Sentía como si ocurriera algo malo. Llevaba llamándole a casa durante todo el fin de semana, incluso a horas intempestivas, sin recibir respuesta. Era extraño porque la última vez que había hablado por teléfono con Irene (¿Cuándo?¿El miércoles?) ésta le había dicho que no tenían ningún compromiso para el sábado o el domingo y que no

pensaban moverse de casa. —¡Eh! ¿Y por qué no vamos a la playa? —había sugerido alegre Mari Mar—. Ahora parece que ya viene el buen tiempo... Irene con cara de pena contestó al auricular: —Chica, no lo sé, ¿has visto las previsiones en la tele? Han anunciado lluvias a partir del viernes, sobre todo en esa zona. Lo sé porque me he acordado de ti y he prestado atención, pensaba comentártelo, imaginé que a lo mejor querías ir...

—Vaya, hombre, pues entonces no vamos, ¿no? —Ah, oye, vosotros haced lo que queráis... Pero nosotros... Es que ya sabes lo que supone acarrear a Víctor de un lado a otro con todas sus cosas, para luego, a lo mejor, no poder ni tocar la playa... —No, ya, ya... si lo sé. Pues, Irene, me dejas un poco desilusionada. Yo me había hecho a la idea. —Oye, por mí no lo dejes, ¿eh? Haced lo que queráis, es vuestro apartamento.

—No, no, si tienes razón... pegarse la paliza de preparar todo, luego, el viaje que también es un palo, lo cara que está la gasolina... y total para ver como llueve tras los cristales. — Parecía querer convencerse a ella misma. Suspiró—. Bueno, a ver si puede ser el próximo fin de semana, que ya va siendo hora de que nos pongamos morenazas... Irene rió, y con una sonrisa sincera propuso: —Hey, ¿por qué no os venís el sábado a cenar? —Es que, jó, con eso de que tenéis

jardín, siempre estamos metidos ahí, al final nos llamaréis pesados. —Bah, chica, no seas tonta, venid los cuatro, cenaremos cualquier cosa. Te prometo que no prepararé nada especial. Venga Mari Mar... —dijo melosa—. Que ya sabes que Víctor te quiere mucho y tiene ganas de enseñarte a qué velocidad gatea. —¡Qué mala eres! ¡Cómo recurres a lo que sabes que me convencerá! Bueno, ya hablaremos, se lo comentaré a Fernando, ¿vale? ¡Ah! Y a Fernandito, que me va a volver loca. No sé cómo va acabar el curso,

creo que ya se ha fijado en alguna chica. El otro día le encontré una notita en la que... Y siguieron comentando esas cosas intrascendentes que tanto las unían. Mari Mar e Irene, además de cuñadas, eran muy buenas amigas. A veces Mari Mar se sorprendía del aprecio que le había cogido a esa mujer siete años menor. Estaba extraordinariamente unida a ella, tanto o más que a su propio hermano. Desde que Daniel comenzó a salir con ella entablaron una buena amistad. Ahora la calificaba, sin

ninguna duda de “Mejor amiga”. La opinión de Fernando, su propio marido, era diferente; pero ése era otro tema. Fernando era más bien raro. Por fin decidieron que no irían a la playa: —Además tiene que venirme la regla un día de estos y los niños estarán de exámenes, les pondré a estudiar —concluyó Mari Mar. Pero habían quedado en ponerse de nuevo en contacto el viernes para concretar la cena del sábado (barbacoa, si no llovía).

—Nos llamamos. ¿Vale? —Vale. Luego Irene olvidó comentárselo a su marido. A fin de cuentas no era nada fuera de lo normal, sus visitas eran frecuentes y Daniel siempre les recibía con agrado. A pesar de que Fernando fuera más bien raro. Algunas farolas de la autovía ya estaban encendidas y Mari Mar las vio desfilar junto al coche. Había llamado a casa de su hermano e Irene un montón de veces. ¿Cuántas? ¿Quinientas? Y no había recibido respuesta a ninguna, además estaba

esa pertinaz sensación en la boca del estómago de que algo iba mal, terriblemente mal. A lo largo del fin de semana Mari Mar le había comentado sus inquietudes a su marido en repetidas ocasiones. —Bah —respondió éste quitándole importancia—. Habrán ido a alguna convención de chalados. Ya sabes que tu hermanito siempre está metido en tontadas de ésas. Ella frunció el ceño. —Pero Irene no hubiera ido — replicó—. A esas cosas va sólo

Daniel, ella se queda con el crío en casa. —A lo mejor en esta ocasión le ha apetecido ir con él... —sugirió Fernando medio desentendiéndose del tema. Ella no soltó su presa. —No, no lo haría. Sabes que para pasar un fin de semana en un hotel no mueven al niño de casa. —Chica, pues no sé. Anda, déjame en paz. Se habrán ido a pasear —. Y dio el tema por zanjado. —No. Y tampoco cogen ninguno de los móviles —insistió Mari Mar, intentando no cerrar la cuestión—.

Irene me hubiera llamado. Siempre me llama. —Eso es verdad —concedió irónico—. No hay manera de separaros del teléfono, parecéis novios... Ella ignoró sus comentarios y por fin soltó lo que durante tanto tiempo le roía en su interior: —Creo que les ha pasado algo, ¿por qué no nos acercamos a ver?... Si ella le hubiera confesado que se iba a fugar con un mecánico de coches de 22 años (con el que ya llevara varios meses manteniendo

relaciones) él no hubiera puesto cara de más asombro. —¿Estás loca? ¿Ir hasta allá de propio, para llamar al timbre y volvernos al ver que no están? No gracias, prefiero perder el tiempo viendo la tele. Esta conversación tuvo lugar el sábado. El domingo, tras todo tipo de estratagemas, silencios en la mesa, súplicas, amenazas y promesas, ella logró convencerle para que la llevara al chalé de su hermano. Aportó como pruebas las llamadas a altas horas de la noche que no eran respondidas. Él

alegó que o bien el teléfono estaba estropeado o bien, era evidente, como cualquier idiota podía ver, que habían salido de viaje. Por lo que ir ex profeso a su casa era una auténtica estupidez. Pero Mari Mar insistió e insistió, y al final ante la decisión de ella de ir en taxi, su marido consintió en acercarla. Si no, la carrera costaría un pastón. Está bien, cedería, se haría el mártir, pero eso no significaba que no pudiera demostrarle a su mujer que no lo hacía de buen agrado. Pensaba hacer todo el viaje protestando. Pero lo

mejor sería al final, cuando ella tuviera que reconocer que él tenía razón. ¡Ah, qué triunfo! Ya tenía preparado un enorme “Te lo dije, te lo dije, te lo dije” con fanfarria, orquesta y coros. Ahora iban camino de la casa. Los niños se habían quedados solos en la ciudad para estudiar los exámenes finales, aunque en realidad Fernandito no hacía otra cosa más que mandar mensajes de texto a la chica que le gustaba. Por el carril contrario cientos de domingueros, a los que el fin de semana se les había

pasado por agua, taponaban los accesos. —Mira, mira —señaló Fernando —. Ya ves lo que nos espera a la vuelta, ¿no? Mecagüendiez, qué cabezota eres. Ella hizo caso omiso y pensó: “Corre, corre, por favor Fernando, corre”.

28 Tenía un Plan y lo iba a llevar a la práctica. De hecho ya había comenzado a llevarlo a cabo. Me arrastraba por el pasillo con el cuchillo entre los dientes, como un feroz pirata presto al abordaje. Mordía con rabia el mango y notaba cómo mis molares dejaban muescas en el plástico negro, junto a los remaches sobre los que había pivotado. En mi cara parecía flotar una amarga sonrisa, pero no era tal, era un tenso rictus facial fruto de la

presión con la que aferraba el cuchillo. Al tener la boca ocupada casi no podía gritar, había vuelto a mis viejos y queridos “Uhhnn” a cada mínimo avance. Era uno de esos grotescos monstruos de feria de Tod Browning, arrastrando mi maltrecho cuerpo sin extremidades, reptando como escoria humana. Con un solo objetivo: llevar a efecto mi Plan. Me había visto obligado a realizar en él nuevas modificaciones, pero un hombre de la era moderna debe saber adaptarse a los tiempos cambiantes. El resumen del nuevo Plan mejorado

Lonces era: acabar con los sufrimientos. En lo que a mí concernía ya había decidido cómo sería mi fin. No aguardaría a que la muerte me poseyera y me despojara de la poca dignidad que me quedaba, al igual que los granos de arena caen en un ancestral reloj. No, sabía lo que haría. Sujetaría el cuchillo entre los dientes, pero no como ahora, sino que introduciría su afilada punta de frente. En cuanto rozara mi paladar movería la cabeza bruscamente hacia abajo, golpeando el extremo del

mango contra el suelo. Se hincaría del todo. Quizás la punta asomara por mi nuca. O quizás tomara la ruta del interior de mi cabeza y llegara hasta mi cerebro reventándolo. Suponía que sería rápido y efectivo, la solución adecuada a todos los problemas. Un último e irreductible acto de rebeldía en el que arrebataba a la muerte su gran victoria: degradarme hasta lo máximo. —Señoras y señores —profirió el charlatán de feria de “La parada de los monstruos” ante la puerta de la barraca, vestía un llamativo traje a

rayas verticales y estaba tocado con un elegante sombrero bajo de paja. Agitaba su bastón señalando el oscuro interior.— Hoy única función, lo nunca visto, un espectáculo extraordinario, irrepetible. El monstruo tragasables. Un único pase por cuestiones de salud. No se lo pierdan. A los niños les encantará. Pasen y vean. Restos humanos devorando afiladísimos cuchillos... “Sólo una función”. Claro que lo haría. En cuanto pudiera. Que el público vaya ocupando sus localidades. Pero antes de acabar

con este tormento tenía que resolver un asuntillo pendiente: Víctor. Tampoco quería que él sufriera más, ¿qué clase de padre sería si me ofreciera a mí mismo el consuelo de una muerte digna y rápida, y se la negara a mi propio hijo, carne de mi carne, si le abandonara a su suerte y le dejara expirar con su último soplo de vida, si no fuera capaz de darle lo que más necesitaba? ¿Qué padre sería si no velara por el bien de mi bebé? Yo no era egoísta, no. Era un buen padre y me estaba esforzando y sufriendo por ofrecerle la liberación

antes de otorgarme la mía. Por él me rebelé en mi estudio hasta lograr coger el cuchillo con mis dientes. Por él había trazado este nuevo y sencillo Plan. Por él me enfrentaba al sufrimiento supremo, al máximo dolor. Por él avanzaba por el pasillo para llevar a cabo el Plan. Para matarle. No estaba dispuesto a permitir que su agonía se prolongara más. Si todavía estaba vivo (este tema me preocupaba, esperaba no llegar tarde) yo pondría remedio a eso: Le evitaría todo dolor, acabaría con

todas sus molestias. Le mataría dulcemente. ¿Verdad que es un buen Plan? Enarbolando el cuchillo entre mis dientes agitaré mi cabeza contra su cuerpo hasta acabar con todo atisbo de vida. La punta del cuchillo perforará su piel una y otra vez. Taladraré su pecho, su vientre. Luego depositaré con cuidado el cuchillo en el suelo, No me conviene desprenderme de él, lo necesito para mi propia función de defunción (bonito juego de palabras). Y para asegurarme de que Víctor no queda

malherido y que sus sufrimientos acaban de verdad, con mis propios dientes desgarraré su cuellecito. Morderé la carne hasta que los pedazos arrancados no dejen el más mínimo resquicio de duda sobre su estado. Nada, una simple medida de seguridad. Estoy convencido de que un buen par de cuchilladas bastarán, para acabar con él. Será lo más piadoso, lo más misericordioso. Soy un buen padre, le libraré del sufrimiento, le proporcionaré una nueva vida. Después de matarle, me suicidaré,

según lo previsto en mi súper-Plan mejorado Lonces. —Dense prisa, señoras y caballeros, la función está a punto de comenzar y no tendrán ninguna otra ocasión de volver a presenciarla. Apresúrense a adquirir sus localidades. No se lo pierdan o se arrepentirán toda su miserable vida. Me arrastraba por el pasillo camino del salón. Toda una hazaña, la mayor heroicidad que un padre pueda realizar jamás por su hijo. Ya sólo salir de mi estudio me había costado Dios y ayuda. Aún así no

había sido suficiente y tuve que aportar mi propia alma. Temblando, sacudido por espasmos, poseído por la fiebre, con mis extremidades muertas. Al avanzar, algunas escaras, costras purulentas, se desprendían de las heridas infectadas de mis muñecas dejando a la vista ulceraciones saniosas. Y seguía reptando. Como un monstruo deforme que arrastrara el caparazón de la silla, detras de mí quedaba un rastro de sangre, excrementos y secreciones nauseabundas. La babosa reseca que yo era, despacio, como si no quisiera

que nadie se percatara de ello, seguía hacia delante. “Uhhnnn”. Estaba enfermo, muy enfermo. Mantenerme consciente era todo un milagro, el estado de shock era crítico. Las tábidas heridas de mis miembros complicaban con su infección la gangrena húmeda y propiciaban que ésta se extendiera inexorable hacia las partes superiores de las extremidades. Gérmenes anaeróbicos se desarrollaban en las purulentas heridas convirtiéndose en una auténtica explosión inficionante. Pero avanzaba. Más muerto que

vivo, pero avanzaba. Con fiera determinación en mis ojos. Cumplir el Plan: Matar a Víctor. Ayudarle. Pronto llegaría al salón. Llevaría a efecto mi Plan. Seguí. Uhhnn. Uhhnn. Sentía un calor horrible. Mi temperatura se había disparado más allá de lo creíble. Algo en mi interior estaba a punto de reventar. Todos mis manómetros corporales tenían las agujas titilando en la zona roja. Había sobrepasado mi propio límite, y luego lo había vuelto a rebasar. En cualquier momento estallaría una vena en mi cerebro y caería

fulminado. Sí, vale, da igual, pero primero he de matar a Víctor. El que yo muera antes de poder suicidarme no es relevante, siempre y cuando ya haya liberado al niño. Cuando alcancé el salón, le vi ahí cerquita. Su pecho apenas se movía arriba y abajo. Vivía, todavía vivía. No le podía quedar mucho más de media hora, calculé. Había sufrido vómitos y diarrea. No había ingerido alimento o líquido alguno en casi tres días. Había perdido agua y sales en exceso. Necesitaba reponer pronto los iones perdidos o el desenlace

sería fatal. Pero si se le prestaba la debida atención médica en breve plazo quizás pudiera vivir. Ahora el sudor ya no bañaba el cuello y el rostro del bebé, hacía tiempo que se había consumido la última gota vital. Algo se quebró dentro de mí. Los últimos fragmentos del alma se me descompusieron en añicos. Cuántas veces había tomado en brazos a ese niño, cuántas ilusiones habíamos depositado en él, cuánto amor le ofrecimos, cuántos cuidados y atenciones. Y él a cambio nos brindó su alegría, sus balbuceos, su plena

dependencia, su carita de ángel... El amor entre nosotros era puro y verdadero, total y completo. Por él, cualquier cosa, incluso girar para entrar en el salón. Ahora apenas se reconocía a Víctor en ese pellejo de carne. La piel se veía gris y agrietada, reseca y ardiente. Entre sus labios entreabiertos asomaba su lengua, una masa oscura y pastosa. Su aspecto era el de un cadáver, el de uno de esos niños inocentes que mueren víctimas de guerras injustas y que los informativos muestran con tanta frecuencia. De no haber sido

por las inesperadas convulsiones que sacudían su ajado cuerpecito, uno podía pensar que ya era un cadáver. Pero en él aún restaba algo de energía, esos últimos estertores lo demostraban. Víctor temblaba con espasmos que le recorrían como seísmos. Era un viejo peluche que alguien agitaba agarrándolo por un pie. En su cuerpo se formaban pequeñas olas que al romper le obligaban a respingar sobre su vientre. A veces estiraba y sacudía una piernecita como si fuera recorrido por calambres, o como

haría un perro atropellado en una oscura carretera, antes de morir. Cuando los estertores se lo permitían emitía un inaudible quejido que ni siquiera era llanto, un chirrido agudo y fuera de lugar que helaba la sangre, parecía que un murciélago llorara. Estaba muriendo. No le quedaba mucho tiempo, era evidente. Necesitaba cuidados médicos que no llegarían nunca. Yo le ofrecería consuelo. Le evitaría su agonía. Papá iba a reconfortar a su pequeño. Por él se arrastraba ahora mismo, impulsado por la fuerza del amor.

Por él soportaba lo insufrible, sufría lo inimaginable, imaginaba el ansiado final. Ya sólo faltaba un último esfuerzo. Podría hacerlo. Este Plan sí daría resultado. Recorrí los últimos e interminables centímetros que me separaban de él y por fin estuvo a mi alcance. El olor que de él emanaba era impropio de un bebé. Un saco repleto de animales muertos mezclados con sus propios excrementos no olería peor. Mis enloquecidos ojos mostraban piedad. El izquierdo era una masa roja que

apenas percibía las formas. Matarle iba a ser una obra de caridad. Te quiero Víctor, dije entre dientes para que no se me cayera el cuchillo. Las palabras sonaron lúgubres, ominosas. Te quiero, esto lo hago por ti. Sollocé. Con mi frente acaricié su cuerpo. No respondió a los roces. Ni siquiera abrió los ojos. No podía perder tiempo. No quería que sufriera más. Lo haría ahora mismo. En ese instante. El pecho del bebé se agitó descontrolado bajo un nuevo terremoto corporal. Erguí la cabeza.

Con la punta de mi lengua coloqué el cuchillo en la posición correcta entre mis dientes. Me desplacé hasta que pude apuntalar el puntiagudo extremo del cuchillo en su vientre. Como yo no podía levantar demasiado la cabeza y el arma era tan larga tuve que introducir en mi boca todo el mango completo. Reviví las desagradables sensaciones de la mordaza. El mango presionaba el fondo de mi paladar, rozando mi campanilla. Cuando le asestara el golpe también me dolería a mí. Pero eso no importaba.

Me había convertido en un reptil de afilada y puntiaguda lengua. Era grotesco cómo sobresalía el filo por entre mis dientes. La punta afilada del cuchillo marcaba un segundo ombligo en su abdomen, el algodón del pijama se hundía bajo su presión. ¿Dónde habían quedado sus risas cuando le cosquilleaba en ese mismo lugar? ¿Dónde sus grititos excitados e incitantes? ¿Dónde su cantarina voz? El cuchillo señalaba un punto cóncavo. Ahí se hincaría, ahí desgarraría. Me dispuse a aplicar el

golpe de gracia. Todo estaba decidido y dispuesto. No había por qué esperar más. Víctor, ahí va tu liberación... Te quiero. Levanté la cabeza todo lo que pude para asestar el golpe definitivo. Yo no podía saber que mi hermana venía hacia la casa en ese momento. No podía saber que ya había dejado la carretera nacional, que ya había tomado el desvío hacia la urbanización. ¿Comprendes? No podía saber que en ese preciso instante estaba a poco más de quinientos metros. No podía saberlo.

Lo comprendes, ¿verdad? No podía saber que sólo en seis minutos entraría en casa. No podía saberlo. No podía. Cerré los ojos. Bajé el cuchillo con fuerza.

29 Cuando doblaron por el desvío de La Zaranga ella le había contagiado su excitación. —Fernando —dijo, y parecía que se esforzara por no llorar—. Siento que ha pasado algo, lo sé. Él ya no sabía qué hacer o decir. Había intentado todo: enfadarse, mostrarse duro, ser inflexible, razonar, intentar distraerla, convencerla de que no pasaba nada... pero ahora incluso él estaba preocupado. ¿Y si su esposa tenía

razón? ¿Y si se habían olvidado el gas abierto por la noche y yacían asfixiados? ¿Y si habían resultado víctimas de un asalto y se encontraban malheridos? Aceleró. La grava de los laterales de la calzada salió disparada hacia el barro de más allá. Sin apartar los ojos de la carretera echó su brazo derecho sobre los hombros de ella y la atrajo hacía sí. Mari Mar agradeció el gesto y se abrazó al torso de su marido procurando no entorpecer la conducción, sonrió sin alegría.. —Vamos, chiquilla —la animó,

poco convencido—. Ya verás como no ha ocurrido nada, ya verás. Recorrieron a más velocidad de la permitida los solitarios parajes de La Zaranga y tomaron el camino D que llevaba hasta la casa de Daniel e Irene. La ruta era bastante laberíntica y había que conocerla muy bien para no acabar en un chalé distinto al deseado. Por fin, dejando atrás la casa más cercana, llegaron frente al sendero que accedía hasta la puerta del garaje. Fernando tomó la curva a demasiada velocidad y la trasera del coche casi rozó con el pino de la

entrada. Recorrió los pocos metros hasta la persiana metálica del garaje y frenó en seco delante de ella. El automóvil no se había detenido del todo y Mari Mar ya había saltado al suelo. Corrió hacia la puerta con poca gracia, como corren las mujeres maduras, haciendo rebotar el trasero. Llamó al timbre varias veces seguidas, aún no se había extinguido el eco de las alegres campanillas y ya estaba golpeando con sus nudillos la madera de la puerta blindada. Dentro no se veía ni una luz y eso que ya había anochecido totalmente.

Fernando también había descendido del coche e iba a reunirse con ella. Entonces lo oyeron. Un alarido, un grito desesperado. Un aullido de muerte. Mari Mar con la faz descompuesta se volvió hacia su marido: “¿Qué hacemos?”, preguntaba su apremiante mirada antes siquiera de empezar a articular una palabra. Así que, después de todo, ella tenía razón, pensó él. ¡Vaya fiasco! ¡Que metedura de pata! Debí haberla escuchado la primera vez. Subió los hombros desorientado. Ella comenzó

a aporrear la puerta mientras gritaba. —¡Irene! ¡Daniel! ¿Qué ocurre? ¡Abrid! ¡Somos nosotros! ¡Danieeeel!... Desde dentro les respondió otro alarido. Algo estremecedor. Un turbio escalofrío recorrió a Mari Mar. Musitó: —¡Ay Dios, Fernando! Que aquí ha pasado algo, que aquí ha pasado algo... Él la apartó con cariño y forcejeó un poco contra la puerta, constató que era imposible abrirla. Ella no pudo reprimir el impulso de

agacharse y mirar por la ranura del buzón. Por supuesto el cajetín reforzado le impidió ver el interior, pero llegó a vislumbrar un papel en él. Una carta, pensó a mil por hora, pero hoy no ha habido correo... y ayer tampoco. ¡Ay Dios! Salió disparada hacia la ventana más cercana, pisoteó el césped y lucho contra el seto que la convertía en inexpugnable. Apenas pudo acercarse, las plantas, puestas a tal efecto, se lo impidieron. No llegó a ver nada a través de las rejas y de la doble ventana, excepto oscuridad.

Mierda, exclamó. Fernando seguía llamando a la puerta, palpándola y metiendo sus dedos en el buzón como si pudiera abrirla de esa manera. Dentro de la casa los gritos no cesaban. Mari Mar no llegó a reconocer en ellos la voz de su hermano. —Voy a la puerta de atrás — anunció ella mientras doblaba la esquina a toda velocidad. —Yo voy al coche, a ver si encuentro algo para hacer palanca. Un enorme seto aislaba el gran jardín trasero. Diferenciaba la zona

reservada a embellecer la vista frontal de la casa y la destinada a estancia y esparcimiento. Además protegía de posibles intrusos que veían frustrado su plan de rodear el edificio. El seto era una barrera física casi infranqueable que dotaba de intimidad a la casa y al jardín. Los visitantes sólo podían acceder a su fachada delantera. Al jardín solo se podía acceder desde el interior de la casa a través de la puerta trasera o volando sobre el seto. El depósito de propano estaba mucho más allá, en la esquina más lejana y el camión

cisterna podía acceder a él desde el exterior del camino trasero. Ella tuvo que saltar el seto. No lo dudó, tomó carrerilla y saltó como en la parodia de una película china de artes marciales. Aunque se lo hubieran jurado, jamás se hubiera creído capaz de dar semejante salto. Se aferró al seto y rodó sobre su parte superior hundiéndose entre los desgarradores ramajes. Se retorció valiéndose del impulso que llevaba y cayó de narices en el jardín trasero. Se magulló un brazo. El dobladillo de sus vaqueros se enganchó en una

fiera rama y se descosió con un sonido, precisamente, como de ramitas al romperse. Se puso veloz en pie y corrió junto a la pared de la casa, rodeó la esquina y llegó resollando a la puerta trasera que daba a la cocina. Probó con el tirador y casi lo arrancó, tal fue el tirón que propinó. La puerta no se movió. No perdió tiempo, era una exhalación, un rayo. Acercó su cara al cristal esmerilado de la mitad superior de la puerta. Intentó ver el interior, pero la oscuridad y el dibujo distorsionado del vidrio se lo

impidieron. Le pareció captar un leve resplandor palpitante. Se acercó aún más al cristal, haciendo sombra con una mano a cada lado de la cara y chafando su nariz. Durante unas terribles décimas de segundo temió que una mano surgida del interior destrozara el cristal de un golpe, agarrara su rostro y tirara de ella hasta introducirla en la casa por la fuerza. Nada de eso ocurrió, pero dentro parecía flotar un burlón espíritu azul. Un nuevo grito procedente del interior, más poderoso que los demás, la decidió.

Agarró la barbacoa portátil que estaba bajo el alero y la blandió por las patas metálicas. Cayeron al suelo cenizas, restos de carbón vegetal, la rejilla superior y también un viejo tenedor que era con el que daban la vuelta a las piezas de carne. Con el pesado armazón como maza golpeó el cristal de la puerta. Se sintió como el pato Lucas en los dibujos animados después de pegar un hachazo a un poste, la vibración avanzó por sus brazos y recorrió todo su cuerpo. Casi pudo sentir el cómico efecto de las oscilaciones y

cómo se le desprendía el pico. El cristal no se rompió. Era un vidrio reforzado. Mari Mar se notó empapada en sudor, pero sentía que debía darse aún más prisa. Tenía que apresurarse si no quería... si no quería, ¿qué? —Ah, ¿sí? Ya veremos quién puede más —exclamó furiosa atragantándose con las palabras. Comenzó a propinar fuertes golpes uno tras otro. Sus brazos se resintieron y protestaron, pero ella no se amilanó, tenía que darse prisa. El vidrio se astilló pero no saltó,

poco a poco fue formándose en él una intrincada red de pequeños zarcillos. Con un potente cacharrazo, el cristal se pobló de pequeños pedacitos que no acababan de caer. Golpeó y golpeó. Fernando preocupado por el estruendo, se asomó sobre el seto, ella estaba fuera de su vista. —¿Qué pasa? ¿Qué pasa? — preguntó asustado. —Nada —respondió ella a gritos —. ¡Voy a entrar, joder si voy a entrar! Y comenzó a retirar los cientos de

cristalitos en los que se había fragmentado el ventanal. Por fin había cedido, pero pasaba como con los parabrisas de los coches, se astillaba, pero no saltaba. Ella a puñetazos ya había logrado abrir un pequeño agujero. —Ay, espera, no entres —gritó su marido desde detrás de la esquina—, puede ser peligroso, espera que yo vaya. Fernando intentó trepar por el seto que le llegaba hasta el pecho. Mierda, ¿cómo ha hecho esta mujer para pasar por aquí? No podía,

levantaba una pierna y ni siquiera alcanzaba la parte superior. Se tambaleó a punto de caer. Algunas ramas se clavaron en sus manos. Oh, mierda, necesitaría una banqueta al menos. —Espera, espera —gritó de nuevo —, espera que ahora voy. Ella ni le escuchó, metió la mano por el agujero en el cristal y tanteó el lateral de la puerta en busca del pomo. Lo encontró. Ahora es cuando la garra me atrapa, pensó, ahora es cuando se cierra sobre mi mano y tira de mí. Localizó la llave que

reposaba en la cerradura. La hizo girar sin saber muy bien en qué sentido debía hacerlo y oyó cómo el pestillo se recogía. Accionó la manija y con un sencillo clic metálico la puerta se abrió un par de dedos hacia dentro. El leve chirrido sonó amenazador, dentro de la casa no se oía nada ahora. Los sobrecogedores gritos habían cesado, el silencio era ominoso. —Espera —gritaba su marido allá fuera—. No puedo saltar, ¿por dónde has pasado? No entres, espera. Ella tenía miedo, sabía que algo

no iba bien. Se sentía como la estúpida heroína de una película de terror, a punto de comenzar a descender ella sola por los lúgubres escalones del sótano, expuesta a todo, arriesgándose sin necesidad. Pero ahí dentro vivían personas queridas, seres amados que la necesitaban. No dudó, empujó la puerta. Chirriaron sus goznes y se encalló al pasar sobre algunos cristales. Ella empujó con el hombro, y de golpe se abrió de par en par. Entró. El hedor salió a su encuentro y le

hizo arrugar la nariz. La oscuridad en el interior era casi total, sólo unos afilados dientes azules brillaban al fondo, como si un lobo ectoplasmático acechara entre las sombras. No perdió tiempo, con el corazón encogido por la preocupación palpó la pared en busca del interruptor y no lo localizó. “Abajo, más abajo, en esta casa están más bajos que en la mía”. Ahí estaba. Lo accionó con la punta del dedo mientras sentía otro escalofrío. En el techo, el tubo fluorescente parpadeó un par de veces (en esos rápidos

fogonazos ella vio que algo andaba mal, las sombras no se iban) y por fin relució en todo su esplendor. El gas seguía consumiéndose en el quemador con un resplandor azulado, ése era el extraño reflejo que había vislumbrado, y junto a él el desorden era total. Mari Mar se llevó la mano a la boca y reprimió un grito. El techo y los muebles estaban negros, ahumados, la perola carbonizada parecía pertenecer a los restos de un pequeño desastre nuclear. Era evidente que había habido un conato de incendio. Pero en la cocina había

algo más fuera de lugar. Fue lo que más la impresionó, un sucio rastro que había en el suelo y que salía hasta el pasillo perdiéndose en las sombras de la casa. Un rastro de algo que podría ser sangre mezclado con otra cosa, con algo oscuro y maloliente. Fernando por fin sorteó el seto: —Ya voy —anunció mientras corría hacia la puerta. En la cocina no había ningún cadáver.

30 Seis minutos antes yo aferré el cuchillo entre los dientes. Era una mortífera lengua metálica. Apoyé la punta en el vientre de Víctor. Mi hermana todavía estaba de camino, en ese momento entraba en el desvío de la calle D. Víctor, ahí va tu liberación... te quiero. Levanté la cabeza todo lo que pude. Cerré los ojos. Bajé la cabeza. Entonces, mientras el cuchillo describía un minúsculo arco mortal, sucedió lo imposible: unas manos

fuertes como el acero sujetaron mi cabeza y desviaron su trayectoria impidiendo que el filo entrara en Víctor. El cuchillo se clavó en el parqué, junto al cuerpo del niño, allí quedó vibrando. Mi paladar comenzó a sangrar porque el mango del cuchillo lo había desgarrado al presionar. Mi boca dibujó una gran “O” de sorpresa. No lo podía creer. Nada podía haber evitado que acabara con la vida de mi hijo. Me encontraba solo en casa, no había nadie más. Irene estaba muerta en la cocina. El bebé agonizaba junto a mí.

No había nadie más. Estaba tan asombrado e indignado que ni siquiera llegué a concebir esperanzas. ¿Quién me había impedido liberar a Víctor? Lentamente, temeroso, volví la cabeza para enfrentarme a lo desconocido. Las manos todavía sujetaban mi cabeza, pero ahora lo hacían sin fuerza, sólo eran un peso muerto en mi nuca. A cámara lenta giré el cuello. Me encaré con quien había salvado al niño. Estaba tan cerca que la vi desenfocada. Centré la mirada y grité. Me pareció oír un

automóvil acercándose a la casa, pero no me importó. La imagen que mis ojos contemplaban hacía olvidar todo. El cadáver de Irene estaba tumbado junto a mí. Ella era quien había desviado mi golpe mortal. Pero estaba muerta, realmente muerta. Después de casi sesenta horas desde el fatal accidente, su cuerpo había empezado a corromperse. Estaba blanca como el papel, con profundas ojeras. Los ojos, amarillentos y ciegos, ya mostraban signos evidentes de descomposición, algún insecto

reptaba por su rostro. Era uno de eso zombis de los viejos cómics de terror. Ahora no se movía, estaba quieta junto a mí, con sus manos sin vida todavía sobre mi cabeza, como si quisiera mesar mis cabellos. No me miró, no respiró, no dijo nada, no se movió. Estaba muerta, llevaba casi tres días tirada en el suelo. Estaba muerta. Despacio, como con pesar, sus brazos estirados fueron resbalando y cayeron exangües al suelo. Entonces llamaron al timbre. En cuanto pude tomar aire, venciendo la impresión que me azoraba, grité.

Con todas las fuerzas que me quedaban. Volví a gritar. Y así seguí durante pocos minutos hasta que me desmayé. Quedé tumbado junto al cadáver de Irene, éramos dos agotados amantes casi fundidos en un abrazo eterno.

31 Mari Mar y Fernando, muy cerca uno del otro, siguieron el feo rastro que salía de la cocina y llegaron temblorosos al salón. El hedor era asqueroso, apestaba a excrementos, corrupción, sangre, sudor y a algo más inconcreto, algo difuso y siniestro. Dulzón y penetrante, algo seco como la muerte. Se cubrieron la nariz y la boca con expresión de rechazo. No se atrevían a hablar. Cuando dieron la luz ambos gritaron. A

pocos metros de sus pies había lo que parecía un amasijo de cuerpos. Mari Mar dio un salto hacia atrás. Allí estaba su hermano Daniel, su cuñada y amiga Irene y su precioso sobrino Víctor, los tres amontonados, pegados uno contra otro, cubiertos de... ¿qué era eso? ¿mierda? ¿sangre? Repuesta de la primera impresión, se acercó presurosa y se agachó para prestar ayuda. Él se lanzó hacia el teléfono para pedir auxilio, pero no lo encontró en la mesita donde solía estar. Miró por todas partes murmurando:

—El teléfono, el teléfono, ¿dónde está el maldito teléfono? —Y volvió a la cocina esperando que el de allí funcionara bien. Mari Mar había cogido a Víctor, ligero ahora como un cachorrito de gato y le sostenía contra su pecho mientras nos examinaba a Irene y a mí. Decidió que no podíamos esperar ninguna ambulancia, el niño parecía estar muy mal, por no hablar de mí o de Irene. —Hay que ir al puesto de Cruz Roja, no aguantarán hasta que vengan. Creo que Víctor se está

muriendo. Será más rápido ir nosotros. Irene y Daniel parecen... muertos. Su voz no titubeaba. Su tono era apremiante y organizador. Era sorprendente la fortaleza con que había reaccionado. Luego, llegarían el dolor y las lágrimas, pero ahora no había tiempo para eso. Había que buscar soluciones. Enseguida se hizo cargo de la situación y actuó en consecuencia. Fernando, en la cocina, colgó antes de que nadie hubiera contestado a su llamada. Regresó

atolondrado al salón. Parecía a punto de desmayarse. —¿Qué podemos hacer? — preguntó con lengua estropajosa. —Llevarles a un hospital ya. Sin perder un segundo —respondió ella firme—. Vamos, abre la puerta principal y lleva a Irene al coche. Él frunció el ceño. El asco se dibujó en su cara —Pero, pero, ¿no dices que está muerta? —¡No lo sé! — Comenzaba a mostrar cierto tono histérico—. Pero aunque así fuera, no pienso dejarla

aquí tirada, vamos a llevar a los tres al hospital. No pierdas tiempo. Lleva a Irene al coche, yo voy a soltar a Daniel de esa silla. Ni siquiera se planteó por qué yo estaba atado, no era momento para preguntas. Era momento para la acción. Seguía siendo un vendaval, una fuerza desatada. Fernando comenzó a seguir las instrucciones de su mujer. Cargó a Irene sobre los hombros y notó cómo un fluido procedente de ella empapaba su camisa. Tragó saliva y salió para depositarla en el coche. Estaba

muerta, sin duda, pero tampoco parecía cuestionable el que Mari Mar no estuviera dispuesta a abandonarla en la casa. Ella no dejó al niño en ningún momento. Con la mano libre desclavó el cuchillo todavía sucio de sangre y líquidos, y comenzó a cortar mis ligaduras. Las cuerdas estaban pegadas a mi piel incrustadas en las profundas heridas. Ella, muy sabiamente, no las arrancó, las dejó colgar como incongruentes adornos. Fernando me arrastró con cuidado hasta el coche, mientras Mari Mar,

en la cocina, cogía una botella de agua mineral y humedecía los labios de Víctor. Su instinto maternal le indicaba que el niño necesitaba líquidos. Gracias a Dios no le dio de beber, hubiera resultado perjudicial, sólo le humedeció la boca y la piel. Tuvo que ayudar a Fernando a subirme al coche. Y en cuanto pudieron, salieron disparados. No soltó a Víctor ni un segundo, ni siquiera para cargar conmigo, y durante todo el trayecto nos mojó los labios a los tres. Pensaba, contra toda lógica, que Irene podría

recuperarse. Veinte minutos después ya éramos atendidos en la sala de urgencias del puesto de socorro.

32 Vagué entre brumas y pesadillas días y días. Estaba muy débil y la gangrena había comenzado a extenderse comprometiendo mi estado general. En la antigüedad me hubieran practicado profundas incisiones en las pústulas y hubieran extraído el hediondo líquido icoroso, pero los tiempos habían cambiado. Desinfectaron las heridas, retiraron los trozos de cuerda que se habían fundido a mi piel y me atiborraron de antibióticos para intentar frenar la

invasión de bacterias. Fui sometido a intensas sesiones de seroterapia, pero nada dio los resultados buscados. Era demasiado tarde. Mari Mar tuvo que firmar la autorización. A veces la odio por ello. Me amputaron ambas piernas, la derecha a la altura de la rodilla, la izquierda un poco más abajo. También me amputaron la mano derecha desde la mitad del antebrazo. La mano izquierda se salvó gracias a que la correa del reloj de pulsera evitó alguna presión, pero tiene muy poca sensibilidad y

los objetos que sujeto resbalan entre mis dedos como si estuvieran ungidos con grasa. Los médicos dicen que con el tiempo quizás recupere algo más de vitalidad. Ahora parece que tenga la mano siempre dormida. A Víctor le aplicaron –en cuanto llegó– suero rico en sales. Quedó sujeto a una botella de goteo y no le separaron de ella en varios días. Más tarde tuvo que seguir un régimen especial y descansar en abundancia, pero gracias a Dios, en poco más de una semana logró recuperar su salud.

Ése era mi niño. Un chico fuerte. Ahora parece tener todo superado. Pero ha perdido un quince por ciento de visión y alguna noche le he visto temblar y agitarse en la cama sin motivo aparente. Con mi mano insensible acaricio su pelo. Irene fue declarada como “Ingreso ya cadáver”. Y el informe de Exitus confirmó que llevaba muerta casi tres días. Fue incinerada antes de que yo saliera del coma. Hoy sus cenizas se mezclan con las raíces del arbolito que planté el día que Víctor nació. Me pareció el lugar más adecuado

para mi amada. Cuando meses después fui dado de alta y Mari Mar vino a recogerme al hospital vi, al salir, a un niño que me pareció conocido, tenía tres o cuatro años, no creo que llegara a cinco. Y desde una vieja silla de ruedas pedía limosna. Cuando pasé junto a él me sonrió como si yo fuera un viejo amigo de toda la vida y compartiéramos algún ignoto secreto. Su expresión fue extraña, desconcertante. Detrás de sus facciones parecía esforzarse por reprimir alegría. Mantuvo su sonrisa

mientras pasaba junto a él. No pude dejar de mirarle desde mi propia silla. Ahora con mis modernas piernas ortopédicas y las muletas adaptadas, ya camino bastante bien y puedo defenderme yo solo en la vida. Poco a poco voy superando la tragedia, dedicándome a dictar mi nuevo libro a un cassette. Sigo sin poder usar el teclado del ordenador. Un anónimo escritor de la editorial se encargó de terminar La bestia del infierno cuando comprobé que no tenía los ánimos suficientes para

concluirlo yo, aunque salió publicado como una novela totalmente mía. Convirtió a Alana, la protagonista, en una especie de comando anti-satanista. Y, a pesar de todo, no funcionó mal. La difusión de los desgraciados sucesos que me acontecieron contribuyó en gran medida a la promoción de la novela. Los críticos, más exigentes que el público, me pusieron a parir. Tenían razón: el escritor había tomado una idea prometedora y la había convertido en una auténtica mierda. Ni siquiera

aprovechó todo el material que aporté. Lo que más me fastidió es que a la protagonista no la ataban a una silla en ningún momento. Cuando leí las galeradas se me cayó el alma a los pies, pero mi estado de ánimo era tan bajo que autoricé la publicación sin solicitar ni una sola modificación. El siguiente libro, ya mío del todo, fue rechazado por dos editoriales, a pesar de que una de ellas tenía opción preferencial; dijeron que era demasiado oscuro y siniestro, que la gente no quería libros tan

terroríficos, que lo suavizara mucho, o que al menos contara una historia, en lugar de limitarme a describir durante cuatrocientas páginas el dolor extremo. Temo que mi carrera como escritor comienza a peligrar. Ya no me llaman para realizar colaboraciones y todos parecen estar olvidándose de mí. Mi patética imagen en televisión causa rechazo entre los espectadores y ya no me convocan para debates y juicios de valor. Todas mis columnas literarias han sido rechazadas. Si sigue esta tendencia, me pregunto cómo lograré

sobrevivir. Siento a Irene en todos los rincones de la casa. Un amargo dolor surgido de lo más profundo de mi ser presiona mi corazón cada vez que pienso en ella. Es una presencia constante, como si aún siguiera con nosotros. A veces cuando estoy solo en casa, después de que mi madre o la niñera se hayan ido, y mientras Víctor duerme inquieto en su cama, hablo con ella. No sé si me escucha, pero creo que sí. Le pido perdón y le prometo que la amo. Le aseguro que Yolanda ya está olvidada, que sólo

fue un error, que debe perdonarme, que ya he sufrido mi castigo. Creo que Irene está aquí, velando por Víctor. A fin de cuentas ella evitó que le matara. En algunas ocasiones he rememorado esos tres días aciagos y he buscado alguna otra explicación más lógica, mi psicólogo de apoyo afirma que todo fue producto de mi estado febril, que Irene quizás se arrastró antes de fallecer y que yo fallé al intentar clavar el cuchillo en el vientre de mi hijo, o que mi propio instinto paternal evitó de forma inconsciente

el infanticidio... pero que todo fue fruto de mi maltrecho estado, a fin de cuentas me encontraba sumamente debilitado y sufriendo un fuerte shock. Suena racional. Plausible. Casi probable. Pero sé cual es la verdad, lo sé. Ella salvó a Víctor cuando yo, enloquecido, iba a terminar con su vida. Ella en un esfuerzo sobrenatural arrastró su cadáver hasta mí y me sujetó la cabeza. Incluso muerta. ¡Oh, Irene!¡Cómo te admiro!¡Cómo te amo! Oigo un zumbido que no sé

identificar, como de cientos de insectos. La luz de la bombilla parece titilar.

EPÍLOGO La mujer miró la casa desde el exterior. Le había costado mucho encontrarla. No le había resultado nada fácil. No, en absoluto. Había tardado meses, pero por fin había sido capaz de descubrir un rastro que le permitiera llegar hasta el escritor Daniel Lonces. Y aquí estaba, frente a su casa. El aspecto de la vivienda era francamente deplorable, el jardincillo de entrada se encontraba bastante descuidado, lleno de hierbas

y matojos. La suciedad había comenzado a acumularse junto a la puerta. La mujer dio unos pasos temblorosos hacia el edificio, sus pies arrastraron la gravilla del camino. El momento había llegado, sabía que el hombre se encontraba mermado, que había sufrido graves amputaciones. Sería una presa fácil. Era la hora de la venganza. Le haría pagar sus pecados. Cuando llegó junto a la puerta se percató del cartel pegado en uno de los laterales. Se vende, rezaba, y debajo se veía un logo con forma de

casita y el número de una inmobiliaria. Maldición, había vuelto a escapársele. Los nervios que le habían acompañado hasta ese momento se tornaron ira e indignación. Otra vez se le había ido de las manos. Pero le encontraría, vaya si le encontraría. Por supuesto que sí. Y le haría sufrir tanto como ella había padecido. Abrió el bolso que portaba y rebuscó hasta hallar un papel y un boli. Tuvo que apartar un rollo de cuerda para hacerlo. No era normal

que alguien portara en un bolso de mano un rollo como aquél, casi parecía desprender un algo siniestro, amenazador. ¿Qué uso podía darle esa mujer? Apuntó el teléfono de la inmobiliaria. Ésa era una buena pista. Con un poco de imaginación y un par de llamadas podría conseguir el paradero actual del escritor. Y una vez le encontrara... Dio media vuelta con intención de marcharse. Tenía un buen trecho de camino, había llegado andando hasta la urbanización La Zaranga, pero la curiosidad le asaltó de repente y

decidió, ya que estaba allí, explorar un poco el terreno, conocer más de la vivienda en la que el hombre que le había arrebatado la razón de su existencia casi había muerto. Intentó vislumbrar el interior desde una de las ventanas, pero no llegó a distinguir nada, de todas formas, dedujo que la casa se encontraría vacía. Miró por la ranurita del buzón, nada. Deambuló hasta la puerta del garaje y constató que estaba bien cerrada, volvió sobre sus pasos y llegó hasta el alto seto que impedía el acceso a la parte de atrás. Ni se

planteó saltarlo, estaba segura de que sería un esfuerzo inútil. Decidió no perder más tiempo, quería llegar a la ciudad antes de que fuera noche cerrada y tardaría un buen rato. Entonces, mientras cruzaba el jardincillo de entrada, pasó junto a un solitario arbolito. Le sonaba, creía haberlo visto con anterioridad. Era incapaz de recordar cuándo y ni siquiera estaba segura de si sólo lo había soñado o imaginado, pero no podía evitar sentir que esa imagen le resultaba familiar. Le dolía mirarlo, verlo crecer en

el jardín de ese hombre infame. Era una especie de símbolo que le recordaba lo que había perdido, y le hacía ver que la vida puede abrirse paso incluso en el sitio equivocado. El árbol lo había plantado Daniel Lonces hacía más de dos años, el mismo día del nacimiento de su hijo. No era muy grueso, pero a la mujer le costó grandes esfuerzos partirlo. Para hacerlo tuvo que tirar de su copa y colgarse de ella mientras presionaba con una pierna haciendo palanca en su tronco. Con un brusco tirón repleto de rabia y frustración,

superó el límite de torsión y logró desgajarlo. No se partió, ya que la madera no estaba seca, sino que se desgarró en pálidas hebras alargadas que semejaban los filamentos de una cuerda. Le gustó el aspecto que presentaba, quebrado por la mitad. Pateó la copa ya en el suelo y arrancó algunas hojas. Sonrió. Ahora se sentía mejor. Tomó el camino de salida y entonó, sin percatarse, una de las canciones preferidas de su hijo. Sabía que el final estaba cerca, que pronto, muy pronto, encontraría

al asesino y le haría pagar su culpa. Abrió el bolso e introdujo su mano sin apenas percatarse de ello. Acarició casi con cariño el rollo de cuerda. Le daría una buena dosis de su propia medicina, claro que sí. Él había matado a su hijo, prácticamente le había empujado debajo de la rueda de ese autobús. Él, con sus malditos escritos repletos de muertes y muertos, le había impulsado al suicidio. Y ella, esta vez sí se lo haría pagar. Se alejó por la calle D, rumbo a su destino.

FIN

AGRADECIMIENTOS No leas esto. No lo leas. No vale la pena. ¿Qué esperas encontrar? Vamos, no me digas que no te has leído los agradecimientos de otros cuantos libros y siempre has encontrado lo mismo: Textos aburridos en los que el autor no deja de hablar de lo importante que ha sido para él una serie de personas absolutamente desconocidas para ti. Nombres que ni te van ni te vienen. Ya has oído esta cancioncilla unas cuantas veces, así que evítatela, te lo

digo por tu propio bien. No sigas leyendo. Pero, hombre, si ya sabes lo que vas a encontrar, un texto del tipo: Quiero dar las gracias a mi agente Janet Pym (Jan, eres la mejor), al doctor en Medicina Hank McCoy por su asesoramiento (Si existe algún error no es achacable a sus conocimientos, sino a mi ineptitud). A todo el personal de la editorial Doubleweek (Gracias, chicos, sois geniales). A la gente del Smash Bar (Seguid sirviendo tan buena cerveza) y a mi familia por haberme apoyado durante todo este

tiempo. Así como al Señor que guía mis pasos e ilumina mi vida. ¿Qué quieres? ¿Algo así? ¿De verdad lo necesitas? Vamos, puedes ahorrártelo. Deja de leer. Luego, no digas que no te lo he advertido. Pero una vez llegados a este punto, y en vista de que no me haces caso, creo que voy a tener que soltar mis propias divagaciones. A fin de cuentas el proceso para que una novela llegue a editarse y acabe en tus manos, lector, es largo y complejo. Existen muchas posibilidades de que se pierda por el

camino. Éstas son algunas de las personas que han contribuido a que La Silla no quedara abandonada en un arcén como un viejo mueble. Gracias a ellos el libro ha llegado a buen puerto: Alberto García-Teresa, redactor jefe de Solaris, la primera persona que leyó el original, si no hubiera sido por sus palabras de ánimo, su paciencia y su apoyo incondicional, muy probablemente hubiera desistido de continuar. Santiago Eximeno, con seguridad el mejor autor de terror y

fantasía oscura de España, un hombre con una energía creativa desbordante y una capacidad de trabajo increíble. Él me contagió su fuerza, y con sus consejos contribuyó a orientar mis pasos. Fermín Moreno González, editor de Sable y autor de Forastero en cuerpo extraño. Dejó que me sirviera de su experiencia personal y proporcionó el “ajuste fino” al texto definitivo. Antonio Laval, que me ofreció su complicidad en un alocado asunto que salió bien.

¿Era esto lo que querías, lector? Bien, pues ya lo tienes. Sólo falta una cosita, un pequeño detalle que te afecta directamente a ti. Por supuesto hay que dar las gracias a los lectores por haber comprado y leído el libro, es lo habitual, claro, no puede faltar. Sólo que en este caso hay algo más, un matiz... Te dije que no siguieras leyendo, de hecho, aún estás a tiempo de cerrar el libro y dejarlo. Hazlo, por tu propia seguridad, por tu salud mental. Bien, lo cierto es que me da

cierta vergüenza confesarlo, pero creo que debo advertirte porque a fin de cuentas puede afectar a tu vida: Con el fin de saber qué sería del libro, acudí a una vieja vidente de acento indefinible y facciones extrañas; ella me convenció para realizar un complejo hechizo ancestral que garantizaría el éxito de mi novela. Sólo había un inconveniente, para lograr ese objetivo se precisaba energía, una ingente cantidad de energía. Y no había otra forma de conseguirla más que extrayéndola de los propios

lectores, ellos serían quienes aportarían toda la fuerza vital necesaria para convertir La Silla en un gran éxito. Por eso ahora hay algo que tengo que hacer, algo de lo que no me siento orgulloso y de lo que me avergüenzo. Algo que lamento tener que realizar. Aún puedes dejar de leer. Tengo que reproducir el hechizo que extraerá de quien lo lea toda la energía que se precise. Cualquier persona que lea el ensalmo contribuirá con su misma esencia

vital a que el encantamiento se lleve a efecto. No lo leas, por favor, no lo leas. En el mismo momento en que tus ojos pasen sobre las letras escritas, el hechizo comenzará y tu vida ya no será la misma. Déjalo, ahora mismo, por favor. Por lo que más quieras, no leas las siguientes líneas: “Yo, lector, doy mi alma y mi vida misma. Lego mis sueños e ilusiones, cedo la fuerza y energía de mi espíritu inmortal. Y asumo las negras consecuencias del trato que acabo de aceptar”.

¿Lo has hecho? ¿Lo has leído? ¿Por qué? ¿Por qué? Te avisé, te dije que no lo hicieras, pero tú tenías que leerlo, ¿no? Tenías que hacerlo. Ahora puede que ya no haya remedio. Ya es demasiado tarde. El problema es que aún hay algo más. Un pequeño secretito, un detallito que todavía no te he contado y que te afecta directamente. Todo tiene un precio y tú eres quien va a pagarlo. Por supuesto, la energía positiva no se genera sin más, a partir de ahora es probable que todo te vaya mal, que te empiecen a ocurrir desgracias o

incluso es posible que mueras. Toda la energía positiva que te corresponde, toda aquella que generes, te será arrebatada y destinada a que se cumpla el encantamiento de la vieja bruja. Lo siento, lo siento de veras, has caído en una especie de trampa. Lo siento, te dije que dejaras de leer, intenté avisarte desde la primera línea. Pero tenía que hacerlo, ¿entiendes? Tenía que hacerlo. Era muy importante para mí. Si no, hubiera sido mi propia vida la que hubiera corrido peligro, mi propia energía la que se hubiera

volatilizado. Ahora, puede que tu existencia se convierta en un infierno, ése es el coste, ése es el acuerdo. Todo lo positivo de tu vida comenzará a desaparecer poco a poco hasta hundirte en la más completa miseria moral y personal. Hasta que te conviertas en una oscura cáscara vacía. Hasta que te haya sido absorbida la más mínima gota de tu energía vital. Lo siento. Muy probablemente te sientas engañado e indignado, víctima de una cruel estafa. Ya te digo que lo siento.

Por eso, ahora sí, de verdad, llegado el momento final de los agradecimientos, te doy las gracias a ti, lector, por toda la energía que has aportado a este libro. Y estas palabras que normalmente son vanas y vacías, carentes de significado, ahora son ciertas. Literalmente. Gracias, lector, por contribuir a hacer de este libro un éxito. Sin ti no hubiera sido posible. Gracias.