La Piedra de Toque de La Individualidad

LA PIEDRA DE TOQUE DE LA INDIVIDUALIDAD Por MANFRED FRANK MANFRED FRANK Profesor de la Universidad de Tubinga LA PIED

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LA PIEDRA DE TOQUE DE LA INDIVIDUALIDAD Por MANFRED FRANK

MANFRED FRANK Profesor de la Universidad de Tubinga

LA PIEDRA DE TOQUE DE LA INDIVIDUALIDAD Reflexiones sobre sujeto, persona e individuo con motivo de su certificado de defunción posmoderno

ÍNDICE Introducción Universalidad y particularidad del sí mismo La subjetividad como conciencia del yo o como conciencia de conciencia Del sujeto a la persona en general Empleo subjetivo y objetivo de «yo» Persona y mónada Una concepción hermenéutica de la individualidad..

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INTRODUCCIÓN Se ha puesto de moda la tesis según la cual el sujeto moderno - e n todas sus matizaciones: cual «pura apercepción», como hombre, persona o individuo- está «acabado» tanto teórica como prácticamente. La tesis como tal no es nueva, pero el reproche de falta de originalidad por sí solo no desvirtúa su pertinencia. Hoy se sostiene sobre todo desde posiciones que se autodesignan como «posmodernas» o «desconstructivistas» (o que sus partidarios califican con tales títulos). Por mi parte, querría rebatir dicha tesis de la forma más matizada posible. Por lo que respecta al género literario que he elegido, tal vez el título que mejor encaja debiera parecerse a otro ya famoso: Sobre la individualidad. Discursos a los sabios que se cuentan entre sus detractores. Con lo cual, además del nombre de Ernst Bloch, al que honramos aquí y ahora, se evoca también el de Friedrich Schleiermacher como referencia y apoyo importante. Antes de lanzarme medias in res quiero aclarar dos expresiones clasificatorias con las que designan y precisan su posición filosófica quienes en el mentado título se me antojan «detractores»; a saber, las etiquetas de «posmoderno» y «desconstructivista». (Ciertamente que sólo puedo indicar lo que yo entiendo con las mismas; de hecho, no podría responsabilizarme con idéntica seguridad de que las men-

tadas posiciones representen algo realmente determinado o que entiendan lo mismo que yo.) El predicado «posmoderno» parece indicar un sentimiento sordo, aunque muy difundido, de que los potenciales interpretativos y las reservas de creación de sentido del último tramo de la cultura occidental - y concretamente de la edad moderna- se hayan agotado o que su evidencia haya perdido credibilidad. Algunos autores que se presentan como posmodernos (o a los que no molesta que se les clasifique como tales) vinculan el agotamiento del paradigma de la modernidad con el agotamiento del sujeto. Esa vinculación responde a un esquema interpretativo según el cual el camino del espíritu europeo alcanza su meta en el desarrollo de la idea de subjetividad o - c o m o algunos prefieren decir- ese espíritu ha mostrado su verdadera naturaleza en el perfil agudizado del sujeto. Ese esquema encaja aproximadamente con lo que sabemos acerca de la filosofía de Hegel. Y, puesto que sabemos que este autor reclama al sujeto el «trabajo del concepto», viendo incluso ahí la función operativa de la racionalidad, se impone - a l menos en un cierto sentido por lo que respecta al juego del vocablo y al aperçu- desenmascarar la verdadera aspiración del «pensador magistral». Un análisis crítico del vocabulario racionalista que culmina en la idea de sujeto mostraría que sueña con levantamiento, revelación, dominio, descomposición, superación, enajenación, comprensión (esta-última como una metáfora, bajo la cual late el significado originario de saisir avec les griffes, coger con pinzas). Esta forma nueva y posmoderna de censura de la racionalidad la reduce Michel Foucault en una entrevista a la frase lapidaria: «La torture, c'est la raison (la tortura es la razón)»; su agente o verdugo es el sujeto. Aquí la crítica posmoderna del sujeto se encuentra con la del desconstructivismo. En su origen está el neologismo déconstruction de Derrida, que a su vez recoge el discurso de Heidegger sobre la «destrucción de la metafísica occi-

dental». «Desconstrucción» significa un demoler la obra de manipostería levantada por el espíritu occidental, no con el propósito de destruirla, sino para poner de manifiesto sus planos arquitectónicos y eventualmente, habida cuenta de su crisis, re-co«struirla de nuevo y en forma diferente. Con la preposición «con» intercalada se señala ese rasgo constructivo, en el que ya insistía Heidegger al escribir su Sein und Zeit (El ser y el tiempo): «La destrucción tampoco tiene el sentido negativo de un sacudirse la tradición ontològica; debe, a la inversa, acotarla dentro de sus posibilidades positivas, y esto quiere decir siempre dentro de sus límites, que le están dados fácticamente con la manera de hacer la pregunta en cada caso y la limitación del posible campo de la investigación impuesta de antemano por esta manera» (o.c., Tubinga 1967, p. 22-23). También Heidegger por su parte, y siguiendo las huellas de Nietzsche, había visto irrumpir la crisis del espíritu occidental en el descubrimiento moderno del sujeto. Para él, como para Derrida, la des(con)strucción es consecuentemente una exigencia esencial frente a las pretensiones de representación única que durante siglos se le habían reconocido al principio de la subjetividad. ¿Qué es lo que se le reprocha? Nietzsche, que en su entronización ya no veía como Hegel un acto legítimo sino una usurpación, declara que el sujeto es una pura «ficción» (por ej. Werke III, edit. por Karl Schlechta, Munich 6 1969, 126, 534, 540, 751 y passim)-. «No existe en absoluto el ego, del que se habla cuando se recrimina el egoísmo.» El sujeto, que suele asociarse al hecho anónimo del pensamiento como su «condición», como un «prejuicio popular» condicionado por la gramática (o.c. II, 579-581), es más bien un epifenómeno de la voluntad de poder o de vida. En este sentido es un órgano del desconocimiento, que lejos de guiar la voluntad de poder más bien trabaja ciegamente a su servicio (o.c. III, 667) y que dentro de la biología evolutiva se ha formado con vistas a mantener la naturaleza gregaria del hombre («la conciencia no es más que

un instrumento de la comunicabilidad: se desarrolla en la comunicación y con vistas a intereses comunicacionales», o.c. III, 667; cf. II, 220-221) 1 . La comunicabilidad supone una idéntica esquematización de las experiencias dentro de un contexto comunicacional y vital; y para salvaguardar esa identidad de esquemas es preciso someter a reglas la realidad cyae fluye de continuo («una determinada especie animal sólo [prospera] bajo una cierta precisión relativa, y principalmente bajo una regularidad de sus percepciones»; o.c. III, 751). Ese someter a reglas es, por supuesto, totalmente ajeno a la realidad; se trata de una pura ficción, sin la cual no soportaría la vida una determinada especie de animales llamada hombre. Así, pues, la voluntad de saber y, respectivamente, la voluntad de verdad -centradas en el sujeto moderno- son elaboraciones secundarias de la voluntad de poder preocupada por mantener un estado social soportable. En este sentido el sujeto es una «condensación» (o.c. III, 489) de identidades y regularidades en la naturaleza de por sí caótica, y «toda nuestra denominada conciencia (es) un comentario más o menos fantástico sobre un texto desconocido, y quizás hasta incognoscible, pero barruntado» (o.c. I, 1095): el texto de la voluntad inconsciente. Esta posición teórica de la aguja la comparten - p o r fantasiosas que puedan ser sus diferentes ornamentacion e s - todos los planteamientos recientes tendentes a una desconstrucción de la subjetividad, desde Heidegger a Foucault. El desarrollo de la idea de subjetividad -concepto que en mi opinión podría resumir el mínimo común denominador de esas posiciones- sería la expresión suprema y decisiva de una toma del poder por parte de la racionalidad (por encima de la «voluntad de poder» [Nietzsche], del «ser» [Heidegger], de la différance [Derrida], de 1. En la lección XIII de Was ist Neostrukturalismus? (Francfort 1983, p. 260ss) lie expuesto ampliamente la teoría de Nietzsche sobre la conciencia y el sujeto; cf. asimismo Hartmut Brand, Cogito ergo sum. Interpretationen von Kant bis Nietzsche, P'riburgoMunich 1982, p. 247ss.

lo «no idéntico» [Adorno] o de la «alteridad» [Lévinas y Foucault]). Dicha tesis -reconozco que despojada en exceso de matices- ya la habían sostenido ciertos sectores de la teoría crítica, en concreto Theodor W. Adorno. Hoy sabemos, todavía mejor que hace diez años, con qué fuerza y en qué puntos convergen la crítica social y el análisis de una época procedentes de la derecha y de la izquierda - l o s que hacen, por ejemplo, Ludwig Klages y los autores de la Dialéctica de la ilustración-1. Dicha convergencia no debe asustar (únicamente). Ernst Bloch - a cuya memoria van dedicadas nuestras reflexiones- la tomaría ciertamente en serio como prueba de su fuerza diagnóstica, según lo expuso en Erbschaft dieser Zeit (Herencia de este tiempo). Allí no se trataba propiamente de un problema filosófico sensu stricto, sino de un problema paralelo al nuestro: el de describir el ascenso incesante de la derecha política, no simplemente en el gesto de una descongestión de la izquierda. Las visiones fascistas del mundo - e n cuya prehistoria ciertamente ha jugado, y sigue jugando todavía hoy, un papel inolvidable el deseo de abdicación del sujeto soberano y autónomo- sólo tienen posibilidades en las sociedades tardoburguesas de enorme complejidad, cuando la conciencia de amplios estratos de la población no mantiene el paso con la evolución de las fuerzas productivas. El no haber reconocido analíticamente esa diferencia de tempo y el no haberla aprovechado en el diagnóstico fue un fallo de los partidos comunistas en opinión de Bloch; pero lo fue también de los partidos burgueses, a los que reprocha el haber actuado injustamente no en lo que hicieron sino en lo que dejaron de hacer -frente al fascismo crepuscular- ( Ü b e r Ungleichzeitigkeit, Provinz und Propaganda. Ein Gespräch mit Rainer Traub und Harald Wieser, en Gespräche mit Ernst Bloch, 1975, p. 197).

2. Cf. Axel Honncth, Kritik der Macht, Francfort 1985.

Dicha omisión consistió sobre todo en una interpretación insuficiente a todas luces de los anhelos emigrados a los conceptos falsamente uniformados e inequívocos de «pueblo», «nación», «caudillo», «sangre y suelo», «abdicación del yo», «superación del espíritu», etc. Estos conceptos surgieron en un estrato precapitalista del sentir y del pensamiento y poseían su derecho relativo -Bloch habla incluso de una carga utópica- en el sentido de que miden el desarrollo del progreso a partir de un pasado (dorado), en comparación con el cual el progreso capitalista resulta malo para algunos sectores del pueblo. Así se explica la convergencia, por ejemplo, entre Ludwig Klages y Theodor W. Adorno, o entre Walter Benjamin y Cari Schmitt, consistente únicamente en el diagnóstico, no en la posición que adoptan frente al fenómeno: incitando a la regresión o, por el contrario, a una superación que se orienta claramente al futuro. Es útil empezar por darse cuenta de en qué gran medida la tesis de la «muerte del hombre», puesta de moda por el neoestructuralismo, coincide con los seudofilosofemas irracionalistas de Klages, Baeumler y Spengler, pero también con las teorías agonales del poder del darwinismo social, alegremente surgidas en la filosofía de Lyotard. Ante este fenómeno, y con particular malicia contra la filosofía de moda en París, Jacques Bouveresse ha hablado de una venganza de Spengler 3 . Esta consistiría en que no basta con ignorar a Spengler; habría que poder disponer también de otros puntos de vista diferentes de los de dicho autor. El mero no prestar atención alguna a las irracionalistas «superaciones de Occidente» y a la «filosofía del sujeto» no preserva contra su retorno en el propio pensamiento, orientado hacia metas similares. En eso consiste exactamente la venganza de Spengler. También aquí resulta fecunda la perspectiva de Bloch: 3. Jacques Bouveresse, La vengeance de Spengler, en Le temps de la réflexion, 1983, p. 371-401; cf. fd.. Le philosophe chez les autophages, Paris 1984, p. 117ss.

Paris

no hay que vincular sin más la tesis de que no existe ninguna crisis de Occidente ni motivo alguno para apartarse de la filosofía del sujeto con la oposición al acaparamiento irracionalista de una filosofía más allá del «logocentrismo» occidental (el término se debe a Klages, no a Derrida) y de la subjetividad. La cuestión ha de plantearse ante todo de forma racional. Eso es lo que ha intentado hacer Jürgen Habermas en su Philosophischer Diskurs der Moderne (1985). Distingue ahí entre una apropiación racional y otra antirracional de «la masa hereditaria de la filosofía del sujeto» (o.c., p. 426). Convencido del «agotamiento del paradigma de la filosofía de la conciencia» (o.c., p. 346), así como de la necesidad de la integración de esta última en una teoría de la intersubjetividad (del «obrar comunicativo»), propone a la filosofía antisubjetivista, que se orienta por Nietzsche y Heidegger, el diagnóstico de que aquí - c o n el gesto de una compensación obstinada- habría que renunciar sin más «al sujeto metafísicamente aislado y agobiado estructuralmente» (o.c., p. 346), el cual ya no confía en seguir fundamentando por sus propias fuerzas el orden de las cosas. La renuncia, sin embargo, no se haría en favor de una racionalidad sistemática (cualquiera que sea su perfil), sino en pro de potencias originarias transubjetivas o presubjetivas (por ejemplo, la voluntad, el inconsciente, el ser, la différance o el poder desnudo), que bajo signos distintos continúan transmitiendo la orientación básica y filosófica originaria de la filosofía clásica del sujeto. Por el contrario, el «concepto de sistema, desarrollado en contextos cibernéticos y biológicos», le parece un candidato sustitutivo apropiado «para el concepto de sujeto del conocimiento, desarrollado desde Descartes hasta Kant» (o.c., p. 426s). «De ese modo (con ayuda de ciertos "cambios de disposiciones") la razón centrada en el sujeto es relevada por una racionalidad de sistema» (o.c., p. 444). La intención de Habermas no es sospechosa en modo alguno; hay que dudar no obstante de que prospere la sus-

titución del paradigma de la filosofía del sujeto que él contempla. A mí no me parece que pueda pensarse adecuadamente una míersubjetividad, sin explicar antes conceptualmente la estructura de los sujetos, que se comprometen e interactúan en el obrar comunicativo (de lo que Habermas está muy lejos); tampoco logro ver cómo pueda desarrollarse el discurso de unos «sistemas cerrados ¿zwíorreferenciales» sin un recurso explícito o implícito al modelo de la subjetividad autorreflexiva. En efecto, el retorno del pronombre reflexivo («auto-») es un indicio irrefutable de la rebeldía del modelo arrinconado. Sólo los sujetos pueden relacionarse consigo mismos. Atribuir una autorreferencia a los sistemas anónimos es una forma metonímica de hablar, que, en tanto que controlada por la retórica, está perfectamente permitida por motivos discursivo-económicos; pero, en la medida en que el acto de la autorreflexión se asigna a puras abstracciones o idealizaciones - c o m o el lenguaje o el sistema aséptico-, ya no se está lejos de las posiciones de la desplazada filosofía de los orígenes de Heidegger o Derrida, en la que asimismo unas veces habla el ser y otras el texto, cual si fuesen sujetos capaces de obrar y de reflexionar -según lo ha puesto inequívocamente de manifiesto la gramática de esas formulaciones sin sentido-. En este sentido, no parece que la racionalidad (del sistema) ni ciertas personificaciones como el ser, la estructura, el poder o la intersubjetividad sean candidatos adecuados para administrar el legado de la filosofía del sujeto con los cambios de disposición convenientes. La racionalidad en un sentido esencial no parece que pueda concebirse sin el concepto de subjetividad; ésta fue una de las convicciones fundamentales de Descartes, Leibniz, Kant, Hegel y Husserl. Mas tampoco resultan prometedoras las ofertas a la baja y regresivas del paradigma de la filosofía del sujeto, explicables desde las desmesuradas exigencias de la racionalidad, tal como se presentan ejemplarmente en Geist ais Widersacber der Seele (Leipzig 1929-1931) de Ludwig

Klages. Ahí, como también en Der kosmogonische Eros (Jena 3 1930), se predica una liberación extática de la denominada alma inconsistente respecto del espíritu; e incluso en la deformación caricaturesca no puede por menos de advertirse la convergencia con Heidegger o con Deleuze/Guattari: Mientras que todo ser vivo fuera del hombre, aunque diferenciado y con una interioridad propia, palpita con el ritmo de la vida cósmica, la ley del espíritu ha separado al hombre de la misma. Lo que se le aparece como portador de la conciencia del yo a la luz de la superioridad del pensamiento, que calcula de antemano por encima del mundo, se le aparece al metafisico, cuando de otro modo penetra con profundidad suficiente, a la luz de una servidumbre de la vida, sujeta al yugo de los conceptos. Volver a liberar la vida de dicho yugo, tanto en lo que atañe al alma como también al cuerpo, es la tendencia oculta de todos los místicos y consumidores de narcóticos, sépanlo o no. Y esa tendencia se cumple y realiza en el éxtasis. Con las pruebas al respecto podríamos llenar centenares de páginas (o.c., p. 65).

Con alivio podemos renunciar a esa documentación. Ya en el párrafo citado puede advertirse que lo que Klages llama el «estado de embriaguez dionisiaca» o la «constitución extática del alma» (o.c., p. 56) no es un polo en la relación fundamentalmente dialéctica del espíritu o de la conciencia, que rítmicamente queda por encima o por debajo del otro, sino un poder originario carente de espíritu, el cual en cierto modo arrastra el polo del yo con una crecida emocional. El Dioniso al que aquí se conjura permanece en la jungla - c o m o dice Bloch sarcàsticamente-, en vez de pasar de la India a Grecia (Erbschaft dieser Zeit, 1974, p. 361). Es literalmente la noche, en la que todos los gatos son pardos: no la vida de la conciencia, sino la vida beoda en contraposición a la conciencia. O, para decirlo por última vez con palabras del propio Klages: «Nuestro yo es pasivo, paciente y reincidente, sucumbiendo a la violencia victoriosa de la vida. Cualquier cosa que queramos o pensemos, siempre decimos: yo pienso, yo quiero, yo hago; y con tanta mayor resolución destacamos el yo cuanta mayor es la intensidad con que pensa-

mos o queremos. Pero cuando hemos vivido y sentido algo grande, se nos antoja pálido y sin relieve decir: yo sentí lo siguiente. En su lugar decimos: \Ello me sobrecogió, me sacudió, me prendió, se me impuso, me arrastró! ¿Qué es lo que nos arrastra? ¡La vida! ¿Y qué es lo arrastrado? ¡El yo!» (Der kosmogonische Eros, p. 67).

Algo parecido volvemos a leer hoy en aquella orientación del psicoanálisis que polemiza con las tendencias ilustradas y psicológicas del yo del último Freud y que, con una especie de grito agudo, clama enardecida por la abdicación de la autonomía del sujeto. Sin el contratiempo del tercer Reich habría podido reconocerse sin género de duda como una tradición ininterrumpida la continuidad que prevalecía entre los dos tipos de manifestaciones - e n el sentido en que apunta la idea de una venganza de Spengler y de Klages-. En Erbscbaft dieser Zeit Bloch piensa que aquí no se incorpora una «herencia», o «legado», sino que se reniega de un nivel cultural. Al extático le ciega los ojos el humo de los sacrificios. Con lo cual no se discute que la oposición o la filosofía del sujeto pueda o haya podido surgir de un potencial diagnóstico-analítico. Bloch ha reconocido como «dialécticamente útil» el retorno de Dioniso en el vitalismo, aunque sea a través del gesto regresivo y reaccionario que adquiere en Klages: «Justamente los auténticos manejos metafísicos, que todavía quedan a disposición de la gran burguesía y que son dialécticamente útiles (como ocurre en Bergson, el auténtico vitalista), se vinculan hoy con vigilancia y hasta con "civilización", no con un alma provinciana resentida, ni con el estilo de Lenbach, que copia el diluvio en vez de a Tiziano. Los desencantados a regañadientes, y que por lo mismo aparecen como enemigos de la conciencia, en su resto de conciencia dionisíaca nunca han encontrado otra cosa que arqueología 4 , y si ahí buscaban sustancia sólo se 4. ¿Es casualidad que Foucault designe su método con este título precisamente?

toparon con un pasado nefasto» ( E r b s c h a f t dieser Zeit, p. 336). ...Conciencia y luz desempeñan un rol importante y positivo no tan sólo en la obra de Ernst, Bloch, sino también en la de Karl Marx. Lo cual no debe hacer pasar por alto el que un Louis Althusser creyera que tenía que referirse a la obra tardía de Marx, cuando defiende un «antihumanismo teórico». Marx ha defendido la conciencia y la «yoeidad» para epifenómenos -para algo futuro- de la autorreproducción de la vida en contextos sociales y económicos, y ni para Adorno ni para Bloch han conservado su humillada naturaleza de principio en cualesquiera de sus formas histórico-materialistas. Es presumiblemente difícil presentar con rigor sistemático las ideas de Bloch acerca del papel del sujeto. Su filosofar ignora sin más tal rigor. Habrá que recordar, sin embargo, cómo defiende con su brío característico la protesta existencial de Kierkegaard, por ejemplo, contra el omnipotente profesor universitario que fue Hegel ( S u b jekt-Objekt. Erläuterungen zu Hegel, 1971, p. 393ss): «Un interior se vuelve contra lo exterior, donde no se encuentra. Contra lo comprendido, donde en modo alguno se siente comprendido. Según Kierkegaard, lo interior es el ser humano inmediato, que ni siquiera necesita ser sólo o siempre anímico... Eso es lo único que importa al hombre» (I.e., p. 393). Ciertamente que ese interior sigue siendo abstracto, en la medida en que sólo se contrapone de forma obstinada y exclusiva al concepto; pero el concepto no deja de ser menos abstracto, por cuanto olvida el existir por encima del comprender. La referencia a Kierkegaard nos da pie ante todo para una reflexión a fondo. Sería precipitado colocar su protesta contra Hegel bajo el predicativo de «filosofía del sujeto». En el sentir de Nietzsche, de Heidegger o de Derrida, Hegel es la cima de la filosofía europea del sujeto. Pero si él no polemiza contra el sujeto, ¿contra quién protesta Kierkegaard? Contra el sujeto como algo universal. Y la

protesta se alza en nombre de un individuo insustituible, cuyo ser no esclarece en forma exhaustiva ningún concepto, ni siquiera el concepto del sujeto, del que dice Hegel que es la verdad de la sustancia. Ese ser particular es el individuum. No es necesario en modo alguno contraponerlo en abstracto, y en el específico sentido kierkegaardiano, al universal de Hegel. Basta por completo con reconocer, a la manera de Jean-Paul Sartre, que su singularidad irreductible, y no diluible en ningún concepto, a cualquier universal en el que aparece, imprime una marca de peculiar e incomparable. También Sartre se refiere a Kierkegaard; también a él - c o m o a Bloch- le importa la prueba de que si Kierkegaard no se impone sin Hegel y Marx, tampoco Hegel y Marx lo hacen sin Kierkegaard: la individualidad es irreductible, aunque no un principio. «El hombre es el ser que transforma su ser en sentido. El sentido es el universal singular: por su yo, asunción y superación práctica del ser tal cual es, el hombre restituye al universo la unidad de envoltura, grabándola como determinación acabada y como hipoteca sobre la historia futura en el ser que la envuelve. Adán se temporaliza por el pecado, libre elección necesaria y transformación radical de lo que él es: hace entrar en el universo la temporalidad humana. Lo cual significa claramente que la libertad en cada hombre es el fundamento de la historia. Porque todos somos Adán, por cuanto que cada uno de nosotros comete para sí mismo y para todos un pecado singular; es decir, que la finitud es necesaria e incomparable para cada uno. Con su acción finita el agente desvía el curso de las cosas, pero de conformidad con lo que ese mismo curso debe ser. En efecto, el hombre es mediación entre la trascendencia de atrás y la trascendencia de delante, y esa doble trascendencia constituye una sola. También cabe decir que por el hombre el curso de las cosas se desvía él mismo en su propia desviación. Kierkegaard nos desvela aquí el fundamento de su paradoja y de la nuestra, que forman una sola cosa. Cada uno de nosotros, en su propia historicidad, escapa a la historia en la medida en que la hace. Histórico en la medida en que también los otros hacen la historia y me hacen a mí, yo soy absolutamente transhistórico, porque hago lo que ellos me harán más tarde; es decir, por mi "historialidad" (historíalité). »... (Kierkegaard) ha muerto en el seno mismo de la vida, que él continúa a través de nosotros, en tanto que continúa siendo una interrogación inerte, un círculo abierto, que exige que nosotros lo termine-

mos. Otros, (que) en su época o poco después estuvieron más lejos que él, han mostrado el círculo completo al escribir: "Los hombres hacen la historia sobre la base de circunstancias anteriores." En esas palabras hay y no hay un progreso sobre Kierkegaard: porque tal circularidad sigue siendo abstracta y corre el peligro de excluir la singularidad humana del universal concreto, en la medida en que no integra la inmanencia kierkegaardiana a la dialéctica histórica. Kierkegaard y Marx son unos muertos-vivientes que condicionan nuestro anclaje y, una vez desaparecidos, se constituyen en nuestro porvenir, en nuestra tarea futura: la de cómo concebir la historia y lo transhistórico, para restituir en la teoría y en la práctica su realidad plena y su relación de interioridad recíproca a la necesidad trascendente del proceso histórico y a la libre inmanencia de una "historialización" que recomienza sin cesar. En una palabra, para descubrir en cada coyuntura como indisolublemente unidas la singularidad de lo universal y la universalización de lo singular» (Jean-Paul Sartre, L'universel singulier, en Situations IX, París 1972, p. 178-179 y 190).

Esta perspectiva, abierta por Bloch y ya recorrida por Sartre, nos permite trazar una línea fronteriza importante - e n una primera, y no por ello totalmente vaga, preinteligencia de nuestro problema-. Por una parte, parece como si el paradigma de la filosofía del sujeto estuviese ya agotado (sensación que por lo demás no es reciente, sino que se remonta por lo menos al tiempo de la muerte de Hegel); por otra, sin embargo, ni la superación sistemático-racionalista ni la irracionalista del sujeto (que en Alemania y en Francia se consideran hoy como alternativas) parecen abrir un camino transitable en el callejón sin salida paradigmático. Así las cosas ¿no podría aparecer como prometedor el cuestionar la filosofía del sujeto desde un punto de vista que conserva un irreductible resto de conciencia, sin exponerse a las dificultades del paradigma clásico? De hecho, el sujeto del que tratan Kierkegaard y Sartre es el individuum, un sujeto, aunque no todo sujeto es un individuo. El sujeto contra el que se vuelve Kierkegaard es un universal radical; aquel que lleva a cabo la protesta es un individuo. La terminología de Kierkegaard se mueve en la estela de una regulación lingüística, que verosímilmente se impuso en la «época bisagra» de 1750-1800 y, de acuerdo

con la cual, por «individuo» ya no se ha de entender una cosa singular indivisiblemente pequeña - u n átomo-, sino más bien un sujeto singular. Este empleo lingüístico reciente, derivado del «atomismo» del mundo antiguo y medieval, parece fundamentarse de hecho en una limitación y en un agravamiento de la semántica de la subjetividad. Los actuales críticos franceses de la subjetividad se creen llamados entre otras cosas a combatir lo propio de la individualidad con las mismas armas con las que ya habían atacado la idea de la présence a soi - l a autoconciencia-, como la culminación suprema de la concepción antigua del ser en tanto que «estar presente». La ilustración de esta idea la aportan sobre todo ciertos textos de Descartes, Hegel, Husserl y (significativamente) Sartre, a quien se debe el giro présence a soi. Al olvido del ser o de la diferencia, que se expresa en la autoafirmación de la individualidad, sólo se podría escapar en una pensée future, que sin embargo se convertiría en un penser dans le vide de l'homme disparu, «un pensar en el vacío del hombre desaparecido» 5 . En un análisis más detallado, las campañas desconstructivistas, llevadas a cabo contra los autores citados, se demuestran inapropiadas para combatir la idea de la individualidad, por el simple hecho de que en la obra de esos autores (dejando aparte a Sartre) la individualidad no desempeña papel alguno o sólo desempeña un rol negativo. Para ellos la individualidad no es más que un elemento perturbador en el paisaje chato de un ordenamiento del saber estrictamente racional. Con su desfile de nombres parece evocarse una posición, que se resiste a someterse al concepto y a lo universal. De ahí que la filosofía, desde sus remotos comienzos, se enfrente con escepticismo o con abierto desprecio a numerosas conexiones verbales, en las cuales aparecen elementos de la esfera semántica de la sin5. Michel Foucault, Les mots et les choses. Une archéologie des sciences nes, Paris 1966, p. 353.

humai-

gularidad/particularidad. Expresiones en las que aparece la raíz griega idio- tienen, por lo general, un sentido peyorativo. El particular, que se sale de la unión comunitaria y se aparta de la «causa común», no es un ciudadano sino un «idiota» 6 . Las opiniones privadas son idiosincrásicas. Las formas de conocimiento no filosófico - c o m o las que pretenden la ciencia de la naturaleza y la técnica- no son por su parte amigas de la individualidad. La idea de ciencia exige más bien por motivos metodológicos la exclusión de lo individual. Sólo tiene valor aquello que puede generalizarse. Una afirmación particular con pretensiones de verdad comprobable formula ipso facto un hecho general, una «idea» de Frege. Tal afirmación apela a un sistema lo más coherente posible de proposiciones en mutua dependencia, que por lo mismo no entran en consideración como singularidades sino como funciones. Si cabe sospechar que el carácter científico se alza sobre una exclusión de la individualidad, ciertamente que ya no resulta iluminador el diagnóstico del proceso de la racionalidad occidental, que ve en la toma del poder del elemento individual una expresión de la negación europea entre ser y diferencia, la cual culmina en la ciencia y la técnica. Resulta más bien evidente que la denominada «episteme occidental» - e l «racionalismo occidental» de Weber- comparte con la filosofía tardía del ser de Heidegger y la «arqueología» de Foucault el sentimiento contra el rasgo «a-sistático» - e n el sentido literal de «an-árquico»- en la idea de lo individual. Lo que el desconstructivismo más reciente excluye (que por lo demás corre literalmente en ayuda de lo excluido) de forma directa es al individuo; al menos así me lo parece a mí. De ese modo, la «arqueología de las ciencias humanas» se acomoda, por propia confesión, «al mundo científico y técnico, que de hecho es nuestro mundo real» (Foucault, mayo de 1966, en una entrevista con Madelaine Chapsal). 6. Es lo que he intentado probar con mayor detenimiento en mi trabajo Archäologie des Individuums, en Das Sagbare und das Unsagbare, Franctort 1980, p. 36-113, espec. p. 85ss.

No en el gesto de la teoría crítica, que bien al contrario incorpora la protesta en la descripción del ente, sino en la forma de un mimetismo teórico (con función justificadora) de esa realidad precisamente. La censura contra el sentido y la individualidad, que tan pertinazmente define el carácter de las corrientes filosóficas y criticoliterarias coetáneas, parece dar a entender que el sentido vital de los sujetos individuales abiertos al mundo, tanto en las sociedades modernas como en las teorías que expresan la concepción que aquéllas tienen de sí mismas, está invadida por el entramado de las omnipresentes violencias ordenancistas. Que la fuerza productiva de la individualidad humana se consume bajo la violencia de sólo hacerla valer como un «caso» que se comprende bajo una regla, no es precisamente el punto de vista de la última crítica del modernismo. Dicha crítica fundamenta su «antihumanismo teórico» desde la idea de que el olvido de la individualidad, que practican las ciencias y la técnica que en ellas se sustenta, sólo mantiene la lealtad al subjetivismo idealista en una última consecuencia. Con lo cual parece alcanzarse la espiral suprema de la alienación. En vez de descubrir a un sujeto atormentado y enmudecido bajo el corsé de una «racionalidad» de talante totalitario, lo deja definitivamente de lado. ¿Está el individuo teóricamente acabado, como su existencia está amenazada en la realidad? A esta pregunta sólo se puede responder sobre la base de un paciente trabajo de reconstrucción. Por «individuo» o «individualidad» no se ha entendido lo mismo en las distintas épocas de la evolución de la inteligencia europea. Y ni siquiera está asegurada la unidad semántica del término por lo que hace al florecer del «individualismo», datado en el año mágico de 1775 y que posteriormente se identificará con el «individualismo burgués» o con la «ideología moderna» (Louis Dunant) 7 . 7. Louis Dunant, Essais sur l'individualisme. l'idéologie moderne, Paris 1983.

Une perspective

anthropologique

sur

Es provechoso empezar por el comienzo. ¿Qué relación mantienen entre sí los conceptos de sujeto e individuo en la discusión filosófica reciente? ¿Cómo se correlacionan uno y otro con el concepto de persona? ¿Cuál es su propia identidad o no identidad? Parece cual si los modernos críticos franceses nunca hubieran pensado en serio sobre este tema.

UNIVERSALIDAD Y PARTICULARIDAD DEL Sí MISMO Subjetividad e individualidad: he aquí dos conceptos con los que nos creemos familiarizados y que, en la mayor parte de las situaciones lingüísticas, no distinguimos entre sí. Descartes, que no utiliza ninguna de las dos expresiones, reconoció a la experiencia que en ellas se concreta una evidencia suprema, y la autocerteza del ser pensante la consideró un principio deductivo para la filosofía 8 . Lo cual no excluye que un fenómeno tan familiar como el sí mismo figure entre los problemas teóricamente menos aclarados de la historia de la filosofía. Respecto del mismo cabría decir que existen teorías, pero ninguna teoría. Y para decirlo con palabras de Heidegger: «En el aspecto óntico, estamos en la máxima proximidad al ente que somos nosotros mismos y que llamamos existencia, por cuanto somos ese mismo ente. Mas si ¿ínticamente éste es lo más cercano a nosotros, ontológicamente es justo lo más lejano. Descartes circunscribe la segunda de sus meditaciones a la metafísica De natura mentís humanae: quod ipsa sit notior quam corpus (...) Pese a esa supuesta excelente familiaridad del sujeto, 8. «Así, considerando que quien quiere dudar de todo no puede, sin embargo, dudar de que existe mientras duda, y que quien así razona, al no poder dudar de sí mismo y dudar no obstante de todo lo demás, no es lo que decimos ser nuestro cuerpo sino lo que llamamos nuestra alma o nuestro pensamiento, yo he tomado el ser o la existencia de ese pensamiento como el principio primero, del cual he deducido con toda claridad los siguientes ...» (Lettre de l'auteur h celui qui a traduit le livre, a saber: Les principes de la philosophie, en Descartes, Œuvres et lettres, edit. por André Bridoux, Paris, 1953, p. 562s).

o precisamente por ella, su manera de ser se desconoce y pasa por alto no sólo en Descartes sino también en la época siguiente, de tal modo que ninguna dialéctica del espíritu puede anular esa negligencia» (Die Grundprobleme der Phänomenologie, en Gesamtausgabe, vol. 24,1975, p. 200-201).

Heidegger ha intentado hacer comprensible la estructura de la mismidad desde su propia índole problemática. Con «existencia» designa aquel ente cuya caracterización es la de ser problemático respecto de su propio ser. Sartre lo ha expuesto diciendo que el sí mismo es «un être dont la caractéristique d'être est qu'il est en son être question de son être...), la conscience est presque une sorte d'interrogation ontologique (un ser cuya característica de ser consiste en ser cuestión de su ser...; la conciencia es casi una especie de pregunta ontológica)» (Conscience de soi et connaissance de soi -citado en adelante: CC-, «Bulletin de la Société Française de Philosophie», 42 [1948], p. 66). La formula heideggeriana con la que enlaza se encuentra en el § 4 de Sein und Zeit (p. 12), donde se dice que «el ser ahí (Dasein) es un ente ónticamente señalado, porque en su ser le va este su ser». El ser ahí tendría, pues, la estructura de una autorrelación, sería autorreflexivo. Heidegger también lo ha expresado de manera que el ser ahí es accesible a sí mismo (está «abierto») a la luz de una determinada concepción óntica, y en tal modo que la apertura ex-tática a su otro es el fundamento de su familiaridad consigo mismo. En la conferencia de 1927 todavía aparece con mayor claridad el modelo de reflexión por el que se orienta Heidegger para exponer la estructura del sí mismo: La reflexión en el sentido de vuelta atrás es sólo un modo de la auto comprensión, mas no a la manera de la autoapertura primaria. La forma en que el sí mismo se desvela a sí mismo en la existencia fáctica puede llamarse atinadamente reflexión; sólo que no debe entenderse por tal lo que generalmente se entiende con esa expresión: una autocontemplación vuelta hacia el yo, sino una conexión como la que proclama la significación óptica del término «reflexión». Aquí reflexionar significa: refractarse en algo y desde ese algo reverberar; es decir, a partir de algo mostrarse en el reflejo (Gesamtausgabe, vol. 24, p. 226).

Por consiguiente, el sí mismo que somos no estaría originariamente abierto; sólo alcanzaría su autoconciencia desde el reflejo del mundo, en el que antes se había volcado por entero. De ese modo el sí mismo que somos no se caracterizaría originariamente por una autoconciencia. La autoconciencia sería más bien el «modo derivado» de una estructura más originaria: la de la inteligencia (del ser). Jean-Paul Sartre ha objetado que, inicialmente, la «existencia» está privada de la dimensión de la conciencia, que posteriormente puede recuperarse por medio de un rodeo. ¿Qué sería de hecho una inteligencia que no incluyese conciencia alguna de serlo? «Cette tentative pour montrer d'abord, l'échappement à soi du Dasein va rencontrer à son tour des difficultés insurmontables: on ne peut pas supprimer d'abord la dimension "conscience", fût-ce pour la rétablir ensuite. La compréhension n'a de sens que si elle est conscience de compréhension (esta tentativa por mostrar en primer lugar el escape de la existencia por su cuenta encuentra a su vez dificultades insuperables: no se puede suprimir en primer lugar la dimensión "conciencia", aunque sea para restablecerla de inmediato; la comprensión no tiene sentido, si no es conciencia de comprensión)» (L'être et le néant, París 1943, p. 115s y 128). Con lo cual no se niega que el ser sí mismo incluya la relación comprensiva; lo único que se niega es que tal relación preceda al ser familiarizado consigo mismo del sí mismo. Cualquiera sea la idea que se tenga del sí mismo, hemos de pensar en un estado de cosas que, originariamente, es familiar a sí mismo y que sólo en virtud de esa familiaridad puede entrar en una autorrelación comprensiva. Estrechamente relacionado con esto está un tercer rasgo, que la tradición filosófica ha designado como la espontaneidad del sí mismo y que Heidegger ha señalado como su carácter de proyecto. La mismidad debe todo cuanto es a sí misma; no hay ninguna receptividad/pasividad del ser originariamente autoconsciente. En la obra temprana de Heidegger esta idea sólo está expuesta de ma-

ñera contradictoria: por una parte, la mismidad se deja notificar por su mundo el sentido a cuya luz se abre (dependiendo en consecuencia del mismo); y, por otra, el sentido, a cuya luz aflora el mundo, tiene que ser a su vez el reflejo de proyectos cuyo autor es la espontaneidad de la mismidad. En este último caso la mismidad sólo podría asegurar la sensatez de sus proyectos mediante una previa autofamiliaridad; mientras que en el primer caso ya no se entendería en modo alguno cómo un ser, constituido en el reflejo de una realidad ajena, podría continuar llevando con justicia el nombre de sí mismo. Sartre evita esa ambigüedad al excluir que la familiaridad de la mismidad consigo misma pueda ser el resultado de una información por parte de otro que no sea el sí mismo (el mundo, el ser). La mismidad es espontánea en el sentido de que, aunque ciertamente no sea autora de su ser, lo es del sentido a cuya luz descubre su ser en contextos cambiantes de comprensión: «Diríamos ... que la conciencia se hace ser lo que ella es ... No se trata aquí de un poder, una energía, una voluntad; pero si nada exterior puede proporcionar placer a una conciencia, nada tampoco puede causarle dolor, porque en un sistema cerrado ... no se puede introducir una cierta modificación desde fuera» (CC, p. 66).

Mas con este listado de propiedades elementales de la mismidad no se ha realizado aportación alguna a la delimitación de los conceptos de «subjetividad» e «individualidad». Existe, evidentemente, lo que nosotros hemos llamado (con denominación problemática) el «sí mismo» o «mismidad» como estructura general (subjetividad) y, a la vez, como «lo mío de cada uno». Heidegger y Sartre sólo la conocen en este último sentido: no «como caso y ejemplar de un género de entes "ante los ojos"», sino como lo particular e inconfundible, que en cada caso tengo que ser yo mismo (Sein und Zeit, p. 42, 4). Heidegger cree que «el carácter del "ser en cada caso mío" (Jemeinigkeit) del ser ahí» se expresa originariamente con el empleo de los pronombres personales («yo soy», «tú eres») (l.c.). Cierta-

mente que esto no resulta plausible, como tendremos ocasión de examinar más a fondo. Con el «yo» se refiere cada uno a sí mismo como a un ente subjetivo (contrapuesto a un ente disponible), pero no necesariamente a sí mismo como a un sujeto único. Ese proceso de singularización se difumina ya con el sujeto oracional «cada uno» y se generaliza de repente. Uno se convence fácilmente de ello leyendo el comienzo del diálogo entre Mercurio y Sosias en el Amphitryon de Molière: Mercurio: ¿Quién va ahí? Sosias: ¡Yo! Mercurio: ¿Quién, yo? La respuesta de Mercurio (cuya comicidad refuerza Kleist en su versión alemana: «Pero ¿qué tipo de yo?») muestra que en modo alguno se da por satisfecho con el débil proceso de identificación que aporta el pronombre de primera persona singular: con tal identificación no se precisa la individualidad del sujeto que, mediante el pronombre, hace referencia a sí mismo. Alguien -cualquierase presenta simplemente con eso como sujeto: como ejemplar de un género de seres autoconscientes iguales a él. Fue Hegel quien, al comienzo de la lógica del concepto, sometió a una reflexión profunda la doble semántica de la expresión deíctica «yo», para designar al sujeto en general y al individuo particular: cada uno cree estar familiarizado con el significado del «yo», por cuanto no designa con él a otra persona o cosa, sino a sí mismo. De hecho el «yo» designa ante todo una entidad «abstracta que, mediante un análisis, se deriva de innumerables actos de conciencia particulares, todos los cuales tienen en común el ir acompañados de la representación de que soy yo quien los realiza. En esa individualidad transindividual está la razón que fundamenta y justifica el lenguaje de Kant acerca de la unidad objetiva de nuesta autoconciencia. Dejando aparte

el respectivo contenido peculiar, sólo queda la «igualdad sin limitaciones (del yo) consigo mismo». Y es ella la que eleva la reflexividad a la categoría de un universal. No es en modo alguno propiedad de un sujeto particular; su objetividad descansa más bien por entero en su universalidad. Comprender algo significa dar una forma general (y por tanto no individual) a una gran diversidad de datos de representación, que más tarde es vinculante de la misma manera para todos cuantos se designan con el «yo». Por otra parte, sin embargo, el pronombre «yo» sirve para designar la particularidad y determinación absoluta de nuestra personalidad individual, cada una de las cuales se contrapone a cualquier otra. La expresión «yo» abarca así con sus dos alas la autorreferencia abstracta y universal de la conciencia y el aislamiento individualizante, en virtud del cual cada sujeto es él mismo en su singularidad y diversidad de todos los otros (Logik, Theorie-Werkausgabe, edit. por Karl Markus Michel y Eva Moldenhauer, 1969, vol. II, p. 253-255). Esta doble perspectiva propia de la semántica del «yo» nos ocupará todavía largamente. Desempeña un papel importante en ciertos planteamientos de la philosophy of mind analítica, como distinción - p o r ejemplo- entre un empleo general y no identificatorio del «yo», y otro especificador, que identifica al hablante como persona. Habremos de plantearnos la cuestión de si lo que nosotros entendemos por «individualidad» queda recogido en el empleo identificador del «yo», o si la «individualidad» hace necesario un esfuerzo aclaratorio específico, que no se consigue con el concepto analítico de «persona». (Esto último es lo que yo creo firmemente.) En cualquier caso podemos retener que la regla de uso del pronombre «yo» (junto con la inherente evidencia cartesiana de que, si se emplea con todo sentido la palabra «yo», se excluye el que no exista la entidad designada con la misma) no contiene ninguna ventaja para la individualización del sujeto designado. De un modo todavía vago

y necesitado de explicación podemos decir que «sujeto» (y «yo») indican un universal, en tanto que «persona» indica un especial, un «individuo», un particular. Esta distinción - a u n q u e no la manera de explicarla, que prevemos ?ara su justificación- responde por lo demás a la terminoogía tradicional, por ejemplo, la idealista. En numerosos textos de Hegel «sujeto» significa un universal; por ejemplo, en la expresión «espíritu absoluto». Asimismo es general el «yo absoluto» de Fichte o la «pura apercepción» de Kant (de otro modo no se les podría atribuir a estos conceptos una naturaleza de principio). Por el contrario, es individual aquello que, sacado de cualquier pretensión de universalidad y de un universal común, tampoco puede deducirse sin rupturas. Lo deducible de un universal lo llamo yo «especial» o particular, no individual. Como prueba de lo habitual de tales delimitaciones terminológicas (que desde luego no se aplica a la distinción de yo individual y particular) reproduzco un pasaje de la presentación de la mismidad que Schelling hizo en Munich (en el semestre de invierno de 1833-1834): El primer estado del yo es ... un estar fuera de sí. Aquí hay que observar además (y éste es un punto muy esencial) que el yo, en la medida en que se piensa más allá de la conciencia, no es precisamente lo individual, puesto que lo propio de lo individual es justamente y ante todo el llegar a sí mismo; por tanto, el yo pensado más allá de la conciencia o del explícito «yo soy» es igual y el mismo para todos los individuos humanos; en cada uno sólo se convierte en su yo, en su yo individual, en la medida en que llega a sí mismo. Por el hecho de que el yo pensado más allá de la conciencia sea el mismo para todos los individuos, por el hecho de que aquí no actúe todavía el individuo, se explica después por qué yo para mi concepción del mundo exterior, y sin ni tan siquiera haber hecho antes una experiencia al respecto, cuento con la coincidencia de todos los individuos humanos (ya el niño que me muestra un objeto supone que ese objeto tiene que existir tanto para mí como para él). Por lo demás, ahora, cuando el yo se hace individual - l o que justamente se proclama con el yo s o y - y llega con el yo soy, cuando empieza su vida individual, ya no se recuerda del camino que ha recorrido hasta entonces, puesto que el final del camino es precisamente la conciencia, resultando que el yo (ahora individual) ha recorrido inconscientemente y sin

saberlo el camino que conduce a la conciencia. Se explica aquí la ceguera y necesidad de sus representaciones del mundo exterior, como se explica allí la igualdad y universalidad de las mismas en todos los individuos (F.W.J. Schelling, Sämtliche Werke, edit. por K.F.A. Schelling, Stuttgart 1856-1861,1/10, 94).

En este paso, como por lo demás en toda la tradición, se supone una derivación sin fisuras entre el yo general y el individual (es decir, el particular en la terminología propuesta); pero ambos se diferencian claramente en el plano semántico. Cuando en las páginas que siguen, empiece ocupándome sucintamente de los puntos de vista teóricocognitivos sobre la subjetividad (evito la expresión «yoidad», porque también existen teorías no egológicas sobre el sujeto), lo haré entendiendo por subjetividad la estructura general de una espontaneidad autoconsciente, como la que es común a todos los hombres.

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LA SUBJETIVIDAD COMO CONCIENCIA DEL YO O COMO CONCIENCIA DE CONCIENCIA 9 No han sido Foucault y Derrida los primeros en haber llamado la atención sobre el dato de que el concepto de sujeto no encarna ningún apriori semántico-formal, sino que es un «invento» moderno. Ya Schelhng en sus lecciones de Erlange y de Munich sobre la historia de la filosofía contemporánea lo había enseñado, y la obra tardía de Heidegger consiste en buena medida en el descuartizamiento de esa observación histórico-conceptual. Buena parte de la originalidad consiste en haberse remontado al nacimiento del sujeto en la edad moderna - e n Descartes- y haber seguido la historia de su gestación y procreación 10 . En todo ello ve el desarrollo consecuente de una idea germinal en los comienzos del pensamiento occidental, que alumbra primero en la reducción del ser de Parménides (concebido como existencia, de lo que está ante los ojos) y en la percepción (noein) del ser. En Platón la visión (idea) del ser 9. En este capítulo, y apoyándome en gran parte en los trabajos anteriores de Dieter Henrich, discuto algunas teorías esenciales de la subjetividad. Me ha parecido que no debía omitir esta síntesis, considerada provechosa; pero el lector familiarizado con las ideas de la escuela de Heidelberg puede tranquilamente pasarla por alto. 10. En las páginas siguientes me refiero sobre todo a tres textos: Die Zeit des Weltbildes (en Holzwege, Francfort 1950, p. 69-100; trad. cast.: Sendas perdidas, Buenos Aires 1960), Piatons Lehre von der Wahrheit, Berna 2 1954, espec. p. 31s (trad. cast., La doctrina de Platón acerca de la verdad, Santiago de Chile 1953), y Die Grundprobleme der Phänomenologie (GA, vol. 24), p. 172ss.

en su esencia (ousia, eidos) es el «verdadero ente» (to ontos o), que se emancipa de su objeto en una forma peculiar o que pasa por encima del mismo. En el fondo de esta posición teórica se encuentra la metáfora de la visión espiritual: un «ser» es percibido en su esencia por una mirada. Se abre en su verdad («desvelamiento») a una mirada idealizadora. El logos expresa esa verdad al reunir los elementos de la visión en un ordenamiento del saber. Platón, según piensa Heidegger, habría empezado sometiendo la verdad del ser al yugo de la visión (virtualmente ya subjetivada), de la idea. La visión decide por encima del módulo de la percepción; la rectitud y adecuación de la contemplación espiritual liberan la idea de la iluminación originaria del ser en lá visión -idea- (dependiente de la misma). Se allana así el camino para una reinterpretación representativo-teórica de la referencia del ser (verdadero) al ser percibido. La representación hace presente lo representado, un ob-iectum. El paso a la subjetivización de la filosofía está dado tan pronto como se piensa la representación como autorreflexiva (como, por ejemplo, la aperception de Leibniz) o se le atribuye al sujeto como posesor. Ese paso lo habría dado Descartes. Para él el representar (cogitare) es el acto de un ser pensante, de un yo que representa. El acto de representar sólo consigue la evidencia que se le atribuye en la forma de flexión de la primera persona singular: cogito. Todavía para Kant el «pensar» y el «poder estar acompañado del yo» son sinónimos. De ese modo avanza el sujeto - q u e originariamente es la traducción latina del griego hypokeimenonhasta convertirse en el fundamento de la inteligibilidad del mundo: pasa a ser el fundamentum inconcussum de toda representación capaz de verdad. En su prólogo a la Fenomenología del espíritu, Hegel sellará ese desplazamiento de significado con la fórmula de que la sustancia ha de pensarse realmente como sujeto (edit. de Joh. Hoffmeister, Hamburgo 1956, p. 19 y 24). En Leibniz se encuentra por vez primera la nominaliza-

ción del pronombre de primera persona singular: «... c'est le souvenir, ou la connoissance de ce moy, qui la (l'áme) rend capable de chastiment et de recompense (es el recuerdo o el conocimiento de ese yo el que hace capaz al alma de castigo o de premio)» (§ 34 del Discours de la métaphysique). El sujeto se identifica como el yo, del que tratarán Kant y Fichte. El paso desde el sujeto del representar hasta el yo nominalizado lo realiza evidentemente la idea de la autorreflexividad de la representación, sobre la cual Foucault nos ha proporcionado valiosas conclusiones 11 . El primer paso lo da la aperception acuñada por Leibniz. En el parágrafo cuarto de Principes de la nature et de la grdce se define tal apercepción como «la conscience, OH la connoissance reflexive de cet état intérieur (la conciencia o el conocimiento reflexivo de ese estado interior)». Kant, que siempre identificó «yoidad» con autorreflexividad, adoptó esa definición, tal vez por instigación de C.A. Crusius, el cual habla - c o n mayor resolución que Christian Wolff- de la conciencia como de una representación de representaciones {proyección de las verdades de razón necesarias, en la medida en que se contraponen a las contingentes, Leipzig 1745, p. 863). En una de sus reflexiones del año 1769 (n. 3929) Kant anota: «Propiamente la representación de todas las cosas es la representación de nuestro propio estado ...» O bien: «La conciencia es un conocimiento de lo que me ocurre; es una representación de mis representaciones, es una autopercepción» (Immanuel Kants Vorlesungen über die Metaphysik, edit. por K.H.L. Pólitz, Erfurt 1821, p. 135; cf. U. Pothast, Über einige Fragen der Selbstbeziehung, 1971, p. 14s). Si a esto se añade que Kant estaba convencido de que ninguna representación es posible sin la intervención activa de la inteligencia, que reduce su variopinta pluralidad a puntos de vista unitarios, nos tropezamos con la expre11. Las he citado e interpretado ampliamente en Was ist Neostrukturalismusí, fort 1983, lección VIII.

Franc-

sión «Yo pienso», que debe poder acompañar a todas las representaciones. De ese modo la conciencia (en el sentido leibniziano de apercepción o reflexividad de la facultad representativa) es igualmente espontaneidad unitaria y autopercepción de esa espontaneidad. Se explica también así por qué el «Yo pienso» puede entenderse a la vez como autorreflexión de la conciencia y cual representación de algo (distinto de la conciencia). El «Yo pienso» consiste en la indisoluble duplicación de «percepción en general» y de pensamiento que se percibe a sí mismo («autopercepción»). La definición kantiana de subjetividad ha sido determinante para la filosofía de sus seguidores, quienes, aun en los casos en que la critican, lo hacen en el marco paradigmático de su planteamiento. Esto se aplica también a la distinción que Kant establece entre sujeto puro y sujeto empírico. En la obra premiada sobre los progresos de la metafísica desde Leibniz y Wolff, Kant llama personalitas transcendentalis a la constitución ontològica del yo en general, contraponiéndola a la personalitas psychologica, el yo empírico y cambiante en el tiempo, al que también designa «yo de la aprehensión». «Aprehensión» significa percepción, experiencia de un ente del tipo de la cosas intramundanas que están ante los ojos. Solo que el yo empírico está bajo la condición de un yo puro que lo percibe, y cuya inteligibilidad lo protege en cierto modo. Con lo cual la psicología cual «conocimiento (positivo) del hombre sólo está limitada a la condición en la medida en que él (el hombre) se conoce como objeto del sentido interno», quedando referida a una categoría subordinada respecto de la filosofía trascendental (Kant, Werke, edit. por W. Weischedel Theorie-Werkausgabe, Wiesbaden 1959, voi. VI, p. 648). Más aún, el yo empírico recibe del yo puro todas las determinaciones mediante las cuales se concreta como objeto intratemporal. Del yo puro no se puede predicar propiedad alguna (KrV, B 404); de él sólo cabe decir «que es», no «cómo aparece» (cf. § § 24-25 en la deducción trascendental en la redacción B).

Soy consciente de mí mismo es una idea que implica ya un doble yo: el yo como sujeto y el yo como objeto. Cómo es posible que yo, el yo que piensa, pueda ser para mí mismo un objeto (de contemplación), y pueda así distinguirme de mí mismo, es algo que resulta simplemente imposible de explicar, aun cuando sea un hecho indudable ... Con ello, sin embargo, no se significa una doble personalidad, sino un solo yo: el yo que piensa y contempla es la persona; pero el yo del objeto que es contemplado por mí es la cosa, igual a otros objetos que están fuera de mí (Tbeorie-Werkausgabe VI, p. 601).

Implícitamente eso significa que el yo, en tanto que sujeto del pensamiento y cual condición que hace posible la objetividad, no es un objeto de la psicología; es decir, n'o puede ser un existente objetivo. (Este rasgo lo subraya también Kant en el contexto ético: el yo puro es personalitas moralis, obrar puro, que sólo ha de tratarse como meta, nunca como medio u objeto.) El yo kantiano no es una sustancia, como la substantia cogitans de Descartes o la sustancia de las mónadas de Leibniz. Su característica ontològica es la intelectualidad, e «intelectual es aquello cuyo concepto es un obrar» (refi. n. 968), no un estar delante de los ojos. Fichte y Novalis dirán que el yo es una acción, no un hecho (Tathandlung/Tatsache). Pero entonces surge el problema de atribuir a la autoconciencia, indisolublemente ligada al concepto del yo (kantiano), un modo de conocimiento radicalmente distinto de la representación objetivadora. Kant, sin embargo, sólo dispone del concepto de representación y de su autorreflexividad, la cual a su vez se definía como «representación de la representación». Con ello se introduciría en la autoconciencia una dualidad de polos, que contradice la condición de «no cosa» de su pura naturaleza de sujeto (el yo sería aquello que se representa a sí mismo como objeto, pero éste no puede ser un sujeto puro). De este modo en la definición kantiana de la constitución ontològica de la subjetividad aparece la temprana vinculación occidental a la metáfora óptica de la conciencia, que recuerda fatalmente la representación de un objeto.

De hecho es necesario ver que el modelo de representación de la conciencia se impone por la manera en que nuestro lenguaje coloquial nos induce a hablar del tema. Constantemente nos servimos de pronombres reflexivos cuando nos referimos a nosotros como sujetos; y cada pronombre - c o m o indica el significado literal de la categoría gramatical- está en lugar de un nombre, el cual señala a su vez un ente objetivo. Toda representación es representación de algo (de algo distinto de la misma representación). Si la conciencia se describe a su vez según el modelo de representación, se introduce la representación misma en el sitio de la expresión pronominal «algo». La representación viene a estar «en su propia visión». Así cada proceso consciente se identifica con la representación de un objeto, del cual en este caso particular sólo cabe decir que se trata de la misma conciencia (cosificada). Este representarse a sí misma de la conciencia lo llama reflexión la tradición filosófica. Podemos, pues, hablar de un modelo de reflexión de la autoconciencia. Es algo que aparece ya claramente en Descartes y en Leibniz. El filósofo francés consideró el carácter apodíctico y evidente del cogito como resultado de su reflexión. Burman nos ha transmitido la conversación siguiente: «Burman: ... ¿De qué modo podéis ser consciente, cuando ser consciente significa pensar? Para pensar que sois consciente pasáis a otro pensamiento, y así ya no seguís pensando en la cosa que pensabais antes; por lo que no sois consciente de pensar, sino de haber pensado. Descartes: Ser consciente es sin duda pensar y reflexionar sobre el propio pensamiento; pero que eso no pueda hacerse en la medida en que subsiste el pensamiento precedente es falso, puesto que - c o m o ya hemos visto- el alma puede pensar varias cosas al mismo tiempo y perseverar en su pensamiento y reflexionar sobre sus pensamientos todas las veces que quiera, y así ser consciente de su pensamiento» (Œuvres et lettres, p. 1359).

Descartes reconoce aquí que la conciencia, la cual consiste en el representar (cogitare), surge de una reflexión sobre la representación misma. (Niega simplemente la distancia

temporal, que se abre entre proceso y atención a ese proceso.) Dicha autorrepresentación de la representación la llama también «inspection de l'esprit (inspección del espíritu)» (por ej., p. 376) o «témoignage intérieur (testimonio interno)» (p. 899). Ese autopercibirse puede calificarlo todas las veces como immédiat (p. 390, 574); pero sigue siendo verdad que su estructura es claramente bimembre. Así lo testifican por su misma construcción gramatical giros como «me esse rem cogitantem certo scio (sé con certeza que soy una cosa pensante)» o «ainsi donc, lorsque quelqu'un aperçoit qu'il pense et que de là il suit très évidentment qu'il existe... (así, pues, cuando alguien percibe que piensa y que de ello deduce con toda evidencia que existe)» (p. 527). En todas esas expresiones se distingue claramente un objeto del conocimiento (la cogitado como tal) del saber como sujeto. Es la estructura clásica de la reflexión como autorreferencia de la representación. La tendencia se refuerza aún más al echar una ojeada a la obra de Leibniz. El filósofo alemán, que escribía en francés, distingue de forma tajante «entre la perception, que es el estado interior (l'état intérieur) de la mónada, que representa las cosas externas, y la aperception, que es la conciencia (conscience) o el conocimiento reflexivo de ese estado interior... Por no tener en cuenta esta distinción fallaron los cartesianos, al pasar por alto las percepciones de las que uno no se apercibe, como el pueblo pasa por alto los cuerpos insensibles» (Principes de la nature et de la grâce, § 4; cf. Monadologie, § § 23 y 30).

El problema consiste en la dificultad de explicar cómo puede hacerse consciente (sensible) en el curso del proceso de reflexión («dés qu'on s'aperçoit de ses perceptions [desde que se apercibe de sus percepciones]», Monadologie, § 23) una percepción calificada de insensible, si antes no se tiene conciencia de la misma (aunque no descanse en una apercepción). O, para decirlo con otras palabras: si yo hubiera de aguardar la luz de la reflexión para saber precisamente que he tenido una percepción, no podría percibirlo.

Y ello, porque o tengo una percepción, que por lo mismo no podría calificarse de insensible, o no poseo conciencia perceptiva alguna, y en tal caso no percibo absolutamente nada. Leibniz está sin duda en lo cierto al decir que yo, para percibir, no tengo necesidad alguna de reflexionar sobre la percepción; pero eso no significa de ningún modo que mis percepciones hayan sido originariamente inconscientes y que se incorporen a la conciencia únicamente a través de la atención reflexiva. Significa más bien que toda conciencia incluye también inmediatamente la conciencia de sí misma, sin que para ello necesite de una autorrepresentación complementaria. La prueba decisiva está en que una conciencia, que se define por la autorreferencia, estaría así referida a otra conciencia (al igual que en Descartes, la pensée d'une certaine maniere está referida al pensamiento en general como su substance [Œuvres et lettres, p. 897, 284, 287, 289s]); a su vez, esta otra conciencia presentaría la misma exigencia de tener que remitirse a una tercera para ser lo que es; y así ad infinitum. Ahora bien, la conciencia subsiste, por lo que no viene a cuento el modelo de reflexión como explicación del fenómeno. El propio Descartes da a entender en referencias aisladas que no se le ocultaban por completo las dificultades del modelo. Y así escribe en Réponses de l'auteur aux sixièmes objections: «Una cosa bien cierta es que nadie puede estar seguro de que piensa y existe, si antes no conoce la naturaleza del pensamiento y de la existencia. No es que para ello sea necesaria una ciencia reflexiva o adquirida por demostración, y mucho menos la ciencia de esa ciencia por la cual conoce que sabe, y de nuevo que sabe que sabe (et derechef qu'il sait qu'il sait), y así hasta el infinito, siendo imposible el que se pueda tener una tal ciencia de ninguna cosa» (p. 526s).

Ahora bien, de esta observación aporética no saca Descartes en modo alguno la conclusión de que la autoconciencia no debe entenderse según el modelo de una representación de la propia representación. Remitiéndose más

bien a ese paradigma continúa en estos términos: «Pero basta con que lo sepa con esa especie de conocimiento interior que precede siempre al conocimiento adquirido ...» Cada conocimiento (connaissance) es representación de un objeto distinto de la misma. Y una vez que el objeto se distingue de la misma, ningún artificio podrá ya mostrar que al mismo tiempo no puede distinguirse de ella, para llamarse sujeto del conocimiento en sentido radical. Pero, si ese sujeto fundamentador no es objetivo ¿cómo puede hacerse comprensible con el único instrumento de que dispone la tradición moderna, a saber, con el modelo de representación? El primero que, de forma demostrable, tuvo conciencia de la dimensión del problema aquí planteado fue ciertamente Johann Gottlieb Fichte. Remitiéndose a Kant, quien - e n un nivel superior- de nuevo había quedado preso en los círculos cartesianos y leibnizianos 12 , desenmascara con toda claridad el fracaso del modelo de reflexión. En Versuch einer neuen Darstellung der Wissenschaftslehre (así como en dos apostillas estudiantiles que se han conservado, correspondientes al curso sobre Wissenschaftslehre nova methodo) afirma que, si la tesis de Kant de que toda representación de algo tiene como supuesto previo un representarse a sí mismo hubiera de entenderse como la necesidad de convertir mi propia conciencia en objeto de una nueva conciencia y conseguir así conciencia de mí, yo nunca podría llegar a una autoconciencia verdadera. Y es que, de cara al nuevo sujeto consciente, se plantearía de nuevo la necesidad de otro sujeto de conciencia para llegar a ser consciente de sí mismo, toda vez que sería inconsciente antes de volverse reflexivamente a una cuarta conciencia; y así in infinitum (Fichte, Werke, edit. por I.H. Fichte, Berlín 1845-1846, vol. I, p. 526s; Fichte, Nachgelassene Schriften, edit. por Hans Jacob, Berlín 1937, 12. Una amplia exposición y demostración puede encontrarla el lector en mi rung in Schellmgs Philosophie, capítulos 11 v III, Francfort del M. 1985.

Einfüh-

vol. II, p. 356; Fichte, Wissenschaftslehre nova methodo, Kollegnachschrift K. Chr. Fr. Krause, edit. por Erich Fuchs, Hamburgo 1982, p. 30s). Ahora bien, existe autoconciencia. Por consiguiente - y dado que un fenómeno no puede ser f a l s o - resulta necesariamente insostenible el modelo subyacente según el cual toda conciencia se contrapone a su objeto. Y ser insostenible significa que su contrario es verdadero. «Se impone, pues, el principio siguiente: existe una conciencia en la cual no pueden separarse lo subjetivo y lo objetivo, sino que forman una unidad absoluta y forman la misma cosa. Una tal conciencia sería por tanto la que nosotros necesitamos para explicar la conciencia en general» (Werke I, p. 527). De esta idea arranca el idealismo alemán. Es innegable que, frente a la orientación ineficaz hacia la metáfora óptica de la introspección y de la autopercepción, el idealismo ha de considerarse como un avance vigoroso en la conciencia de la comprensión ontológico-gnoseológica de la subjetividad: si existe, la subjetividad no es el resultado de una representación orientada a ella (por tanto, no es la obra de una reflexión). La subjetividad más bien se conoce directamente en ella misma, y los pronombres reflexivos, que se deslizan en esa formulación, han de considerarse como trampas que el lenguaje nos tiende. Con todo, esta observación continúa siendo puramente negativa. El propio Fichte, según han demostrado los profundos análisis de Henrich 13 , no consiguió realmente escapar al fracaso del modelo de reflexión, que él había descubierto. Continúa distinguiendo - e n sus contraproyectos positivos- el acto y la conciencia del acto o entre la actividad y el «ojo que se le inserta». Conciencia y mirada (nuevo centelleo de la metáfora óptica) sólo pueden darse «como» articuladas mediante un concepto: sé o veo algo como algo. Sólo que a través de ese algo se niega la afirma13. Dieter Henrich, Fichtes ursprüngliche Einsicht, Francfort del M. 1967; id., La découverte de Fichte, «Revue de métaphysique et de morale» LXX1I, n. 2 (1967), p. 154-169.

da inmediatez de la conciencia. Esto se aplica ante todo a la fórmula de la «contemplación intelectual», que de nuevo intenta describir con un término bimembre una estructura esencialmente unitaria, en la cual - c o m o exige Fichte con razón- sujeto y objeto no pueden ya considerarse en absoluto como distintos. Si la autoconciencia no puede caracterizarse por medio de la estructura «como», tampoco puede continuar describiéndose como un saber conceptual (cada concepto se refiere mediatamente a un contenido de representación, en virtud de una nota común a muchos objetos). Además, tampoco puede considerarse como resultado de una identificación, porque toda identificación supone una dualidad de relatos, cuya semántica tiene que ser distinta, si se quiere excluir la pura tautología. Y, finalmente, hay que guardarse de describirla como resultado de una acción intencionada, por cuanto todo empeño teleológico es mediato; la meta de la acción, en el caso de la autoconciencia inmediata (cual condición previa de cualquier conciencia de algo), tiene que haber sido conocida y hasta realizada de manera directa, antes de su puesta en práctica. Cabe suponer - y así se ha hecho 1 4 - que las propias dificultades de Fichte con el fenómeno de la subjetividad autoconsciente tienen que ver con su concepción, derivada de la tradición que le llega de Descartes, Leibniz y Kant, según la cual la subjetividad debería describirse con el término «yoidad» (o, mejor, formar con él un par de sinóni-

14. Dieter Henrich, Selbstben;usstsein. Kritische Einleitung in eine Theorie, en Hermeneutik und Dialektik. Aufsätze I, dir. por R. Bubner, K. Cramer, R. Wiehl (FS für H.-G. Gadamer), Tubinga 1970, p. 257-284, espcc. 263ss. En las páginas que siguen me apoyo de forma explícita e implícita en ese texto, del que también son tributarios, exponiendo los distintos detalles, los trabajos de Ulrich Pothast, Über einige Fragen der Selbstbezeichnung, Francfort del M. 1971, y de Konrad Cramer, "Erlebnis.« Thesen zu Hegels Theorie des Selbstbewusstseins mit Rücksicht auf die aponen eines Grundbegriffs nachhegelscher Philosophie (en Stuttgarter Hegeltage 1970, edit. por Hans-Georg Gadamer, Bonn 1974, p. 537-560). Las fuentes comunes sobre el tema de la autoconciencia son ciertamente los seminarios y lecciones de Dieter Henrich en Heidelberg.

mos). La yoidad, dice Fichte, consiste en la estructura del retorno de la actividad inteligente sobre sí misma. «Yo prefiero servirme del término yoidad, y no de la palabra inteligencia, porque tal denominación designa de la forma más directa la vuelta de la actividad en sí misma para cualquiera que sea capaz de la mínima atención» (WWI, p. 530).

Decíamos que con el pronombre «yo» cada hablante se designa a sí mismo. Para que pueda hacerlo con una evidencia cartesiana, debe estar asegurada -según pareceuna previa familiaridad con el objeto de referencia, pues de lo contrario no podría aplicarse la regla de uso del pronombre. La definición se mueve así en un círculo: todo cuanto conduce a explicar el significado de la yoidad debería ser conocido de antemano por quien quiere rescatarla en concreto. Por lo cual se cierra de nuevo el circulus in probando, vislumbrado precisamente por Fichte: yo es lo que se refiere a sí mismo. Mas sólo puede reconocerse como yo aquella autorreferencia que ha alcanzado a su referente antes de la remisión o que estaba familiarizada con él. Esta variante del círculo de reflexión puede evitarse, apartándose, primero, de la nominalización del pronombre («el yo») y, segundo, dejando en claro que el círculo sólo se da: a) Cuando se mantiene la autoaplicación de «yo» para el caso de una identificación, que equipara algo con otro algo mediante un auténtico proceso cognitivo; y b) Cuando se cree que el referente de «yo» no se puede señalar sin más desde la perspectiva de «él» (y esta vez mediante una identificación de la persona). En el segundo caso habría que suponer, además, que sólo «un yo» puede saber que es tal, pero nadie más (cf. al respecto Ulrich Pothast, l.c., p. 23ss). De no ser así, no tiene por qué formarse a partir del empleo de «yo» el círculo en el que de nuevo queda presa la explicación egológica de la subjetividad que da Fichte. Existen, pues, buenos motivos para dejar de lado el

recurso al yo y para dar a las expresiones sujeto y autoconciencia un significado distinto, como el de «conciencia inmediata, que consiste en esa conciencia». Trataré estas teorías bajo el título de teorías no egológicas de la autoconciencia. Teorías según las cuales «autoconciencia» significa «conciencia del yo» las defendió también, además de Kant, Fichte y todo el neokantismo, Bertrand Russell durante una época de su filosofar. Al haberlas analizado ya en parte de manera detallada Pothast y Cramer, yo las incorporaré sumariamente a mi esbozo con vistas a dar una visión completa. En oposición a Fichte 15 los autores mencionados suponen que autoconciencia -entendida como conciencia del y o - es la referencia de un ente a otro distinto de él. Las dificultades con que tropiezan las teorías de este tipo nos conducirán a la cuestión más fundamental de si se puede hacer comprensible la autoconciencia (concebida como conciencia del yo o conciencia de sí) mediante el recurso a la categoría de la relación, o al menos si la relación es una propiedad originaria del sujeto. De esto último está convencido Heinrich Rickert. Al no disponer de ningún otro concepto de «conocimiento» que el que requiere cual correlato un objeto de conocimiento distinto del sujeto cognitivo (Der Gegenstand der Erkenntnis, Tubinga 3 1915, p. 1), la frase «Yo sé de mí» ha de hacerse comprensible mediante la «admisión de una divisibilidad del sujeto psíquico», si no ha de conducir a «la eterna paradoja», «y entonces nada se opone fundamentalmente a su desdoblamiento en sujeto y objeto» (o.c., p. 42s). Ahora bien, la premisa de que la conciencia pone ante sí un objeto distinto de ella -premisa sacada de la teoría de la representación de los siglos XVII-XVIII- es 15. Y a Kant, tal como lo lee Fichte: «Sólo que Kant no había reflexionado sobre la misma (la contemplación intelectual); toda la filosofía de Kant es el resultado de esa contemplación» (Wissenschaftsichre nova methodo, Krause-Nachschrift, p. 32).

por completo inadecuada para hacer comprensible nuestra familiaridad no con el otro sino con nosotros mismos. Dicha premisa se encuentra también en otros neokantianos, como Paul Natorp, quien define la conciencia como la relación de un contenido a un sujeto. Tal relación se mantiene, mientras que los contenidos cambian. Ahora bien, el sujeto no es ningún contenido y en consecuencia tampoco es un objeto de representación (su manera de ser no es objetiva): «... se echa de ver que es sólo igual a sí mismo, en tanto que puede ser consciente del otro, pero nunca serlo él del otro. No puede convertirse en un contenido, y en nada se asemeja a lo que puede ser contenido de la conciencia. Justamente por ello tampoco se deja describir con mayor precisión, pues todo aquello con lo que podríamos intentar describir el yo, o la relación al mismo, sólo podría tomarse del contenido de la conciencia, y por lo mismo el yo o la relación a él no la afectan, 'Dicho de otro modo, cualquier representación que nos hiciéramos del yo lo convertiría en objeto. Pero, cuando lo pensamos como objeto, hemos Héjádode pensarlo como yo. Ser yo significa no ser objeto, sino lo opuesto a todo objeto, aquello para lo que algo es objeto. Lo mismo cabe decir de la relación al yo. Ser consciente significa ser objeto para un yo; ese ser objeto no se deja convertir a su vez en objeto» (Einleitung a la Psychologie nach kritischer Methode, p. 1 lss).

Esta posición puede con razón reclamarse a Kant, que en el capítulo de los paralogismos (por ej., A 402, B 404) había utilizado fórmulas muy parecidas; tal sucede cuando asigna una alta plausibilidad a la idea «de que ni siquiera puedo conocer como objeto aquello que he de suponer para conocer un objeto en general, y que la mismidad definidora (del pensamiento) se distingue de la mismidad definible (el sujeto pensante) como el conocimiento del objeto». Pero la dificultad se deriva exclusivamente en el (insostenible) supuesto del modelo de representación, cuya estructura empuja de antemano al sujeto hacia la posición de un objeto (de sí mismo). Con la demostración de la existencia de una conciencia desobjetivada se evitaría el círculo insostenible de esas teorías.

Es curioso ver que una posición muy parecida la sostuvo también, fuera del contexto de la discusión neokantiana, Bertrand Russell el año 1914. También él había propuesto entender la conciencia como relación de un objeto a un yo (o a un sujeto). Cualquiera que sea el contenido de tal relación, tiene el carácter de familiaridad (acquaintance). Pero sólo se da entre un sujeto y un objeto distinto de él. El sujeto de la acquaintance no es originariamente familiar a sí mismo. Para entender por qué en esas circunstancias admite Russell la existencia de un sujeto de conocimiento hay que tener en cuenta la finalidad crítica de su ensayo. Russell quería distanciarse de posiciones que definen el mundo como un conjunto de pura experiencia (a world of puré experience). Mas no todo objeto se experimenta (por ejemplo, los sentimientos, los actos de volición, los deseos y los juicios no son objeto de percepción). Existen, además, percepciones de un mismo objeto, pero que difieren de un sujeto a otro (que para mí se dan de forma distinta que para ti). Y aquí entran, finalmente, las percepciones que no apuntan a objetos, sino que se refieren a sí mismas. Una autopercepción es distinta de la percepción de un objeto, y yo nunca podría percatarme de las percepciones de otro sujeto (aunque sí del objeto, que él percibe). Y ésta es la conclusión de Russell: «Por tanto, la experiencia tiene que ser una relación, en la cual un término es experimentado, mientras que el otro término es el que lo experimenta. Podríamos continuar llamando "experiencia" a esa relación; pero hasta ahora hemos empleado la palabra "experiencia" por ser un término no comprometido y que parecía no prejuzgar el resultado de nuestro análisis. Pero ahora, cuando hemos decidido que la experiencia está constituida por una relación, será mejor emplear una palabra menos neutra; emplearemos como sinónimos los dos términos de "familiaridad" (acquaintance) y "conciencia" (awareness), y por lo general el primero. Así, cuando A experimenta un objeto O, diremos que A está familiarizada con O» (On the nature of acquaintance, en Logic and Knowledge, Londres 1956, p. 162).

En esa fórmula A se refiere a «un sujeto». Y Russell define el «sujeto» como aquella entidad que está familiari-

zada (acquainted) con algo, mientras que ese algo con lo que está familiarizada es «un objeto». Una característica del empleo que Russell hace del término «sujeto» es que lo separa de términos como mente, razón o ego (mas no del de «yo»). Por mente (mind) entiende él una entidad cuya marca óntica es la permanencia en el flujo del tiempo (o.c., p. 163), en tanto que ego designa una entidad universal (ibíd.). Esta expresión corresponde a cualquier hablante que se refiere a sí mismo, mientras que el pronombre de primera persona singular sólo corresponde, en opinión de Russell, a la persona particular que de ese modo establece relación consigo y sólo en el momento en que lo hace (así, pues, duración y homogeneidad o identidad de la persona no van implícitas). El «sujeto» de Russell, de tal modo identificado con la persona en la presencia del proceso consciente, comporta por lo mismo una marca de actualidad instantánea. Es simplemente sujeto de las experiencias, que yo hago presentes, y desaparece con ellas. Otra característica del sujeto es, en el sentir de Russell, su carácter «esquivo». Esto quiere decir que por vía reflexiva puedo referirme a mis experiencias, pero nunca directamente al sujeto de las mismas. Ahora bien, existe un conocimiento del sujeto de la familiaridad, y tendrá, pues, que explicarse por un camino distinto del de la in(tro)spección directa: por el camino de la inference (o.c., p. 164, 173, nota 3). Si en una experiencia directa no es posible saber a qué corresponden las expresiones «yo» y «sujeto», habrá que sustituirlas por una descripción. Esta última no afecta a una cosa particular, sino a un estado de cosas o a un hecho. El estado de cosas elemental, que tiene por objeto la autofamiliaridad, es aquí the fact «something is acquainted with O» (o.c., p. 164); es decir, la familiaridad misma. Y consiste en una «relación bimembre entre un sujeto y un objeto» (o.c., p. 163, nota 3). Así, pues, siempre que se presenta ese estado de cosas, estoy autorizado a deducir del mismo la participación de un sujeto, que por lo demás a mí no me es accesible de manera directa.

¿Está realmente justificada esta conclusión? Ante todo, sorprende que se siga simplemente de la definición que da Russell de la naturaleza de la relación de familiaridad. ¿Es acertada esa definición? Hay motivos para ponerlo en duda. En efecto, si el sujeto (que por definición es correlativo del objeto) nunca es directamente accesible, tampoco yo podría deducir jamás con evidencia del hecho de la familiaridad un estar implícito del sujeto en la misma. La conclusión es, pues, al menos precipitada. Y, sin embargo, resulta instructivo analizarla más de cerca. Ante todo, da que pensar Russell al decir que la instantaneidad del sujeto de la familiaridad requiere que la reflexión orientada a la misma asegure una presencia correspondiente a tal familiaridad. De hecho es necesario distinguir entre un objeto que se brinda al recuerdo (y que como objeto ya no está presente), y la presencia de un objeto, que yo percibo actualmente. Se entiende que la familiaridad reflexiva con la familiaridad no reflexiva (originaria) se presentará como el estar presente de una familiaridad de primer grado en una precisamente de segundo grado. «¿Qué implica psicológicamente nuestra familiaridad con la experiencia presente? Lo menos posible es obviamente que aquí tenga que darse una experiencia de un objeto O y otra experiencia del O experimentador. Esa segunda experiencia tiene que implicar presencia, en el sentido en que están presentes los_.q.bj£tQS--de-la-sensación y la percepción y no lo están los objetos de la memoria. Llamemos P a ese sentido. Entonces es necesario que un sujeto tenga la relación P cojij¿a_abjeto, que a su vez es una experiencia, que muy bien podríamos simbolizar como S-./4-O. Así exigimos una experiencia, que puede simbolizarse en ,S'-P+(S-A-0). »Cuando se da tal experiencia, podemos decir que tenemos una instancia de autoconciencia (self-consciousness) o una experiencia de una experiencia presente (experience of a present experience). Hay que observar que aquí no hay ninguna razón por la que los dos sujetos S y S' tengan que ser numéricamente el mismo: la única ( s e l f ) o (mind), que abraza a ambos, puede ser una construcción y, por cuanto hace a las necesidades lógicas de nuestro problema, no es necesario que implique ninguna identidad de los dos sujetos.

Así, experiencias presentes son aquellas experiencias que tienen la relación de presencia para el sujeto que emplea la frase» (o.c., p. 166s).

Por tanto, el estado de cosas sobre el que se reflexiona es la familiaridad, no el sujeto. Se articula gramaticalmente ese estado de cosas como proposición, que consta de un término singular (el sujeto) y de un predicado o término general: el estar familiarizado con un objeto. La reflexión sobre la familiaridad primaria se articula de nuevo en una proposición de grado superior: un sujeto (S') se mantiene presente (P) - e n la posición de reflexión- en el hecho de que un sujeto primario (S) está familiarizado (A) con un objeto (O). Eso es lo que simboliza la fórmula de Russell. El pensador británico no titubea en calificar ese estado de cosas secundario como autoconciencia. Por el contrario, se apresura a añadir que el sujeto reflexionante en modo alguno puede identificarse con el sujeto reflexionado. Si las cosas son así, se plantea la cuestión de cómo la presencia de un sujeto en otro puede asumir el significado de una relación, no con el otro sino consigo. Efectivamente, Rusell habla de un caso de autoconciencia.. Mas, para justificar el reflexivo auto- (selbst), la conciencia tiene que ser numéricamente idéntica a sí misma; de lo contrario, tal vez quedaría asegurada la presencialidad de S' en S, pero no la mismidad de ambos (el hecho de que S' es el mismo S). De otro modo, el sujeto de la reflexión nunca podría saber además que aquello sobre lo que reflexiona no es otra cosa que él mismo. Cierto que el propio Russell alude a la «dificultad lógica» que podría derivarse de su tentativa por explicar la autoconciencia. Se podría creer, en efecto, que el sujeto de la reflexión para poder avanzar hasta la luz de la conciencia necesitaría a su vez de otra reflexión, con lo que nos veríamos remitidos a un número infinito de tales reflexiones (o.c., p. 167, nota 2). Russell cree poder excluirlas con la condición de la contemporaneidad de S' con S. Si se añade

la idea de que en una relación de familiaridad de primer grado el objeto tiene que estar a su vez en el sujeto, se tendría asegurada una plena simultaneidad temporal entre el objeto primero de la familiaridad reflexiva y el objeto segundo: «Cuando un objeto está en mi experiencia presente, ya me he familiarizado con él; yo no tengo necesidad de reflexionar sobre mi experiencia para estar familiarizado con la misma, sino que por e! contrario el objeto mismo me es conocido sin necesidad de reflexión alguna por mi parte sobre sus propiedades o relaciones» (o.c.).

Así, pues, para estar familiarizado al presente con un objeto, no necesito reflexionar sobre la familiaridad. Nada impide naturalmente que, con posterioridad, yo reflexione sobre esa familiaridad de primer grado. Russell habla de una «reflexión subsiguiente» (o.c., p. 167, nota 3). Para justificar el calificativo «subsiguiente» es preciso admitir un distanciamiento temporal entre ambas familiaridades. En favor de lo cual habla de hecho la frase siguiente: «Primero se da en efecto el objeto (esperado), y después la reflexión muestra que se ha dado» (o.c., p. 168, nota 1). Aquí, además de dos momentos, se distinguen dos fases de tiempo (primero - después), con lo cual se rompe la pretendida simultaneidad temporal entre S' y S. Pero si ambos sujetos están temporalmente separados entre sí, ciertamente que no son menos problemáticos que si se identifican (o simplemente con la introducción de un sentido menos riguroso de identidad numérica, como es el que subyace en Russell). Por todo ello, hay que considerar fracasado el intento de explicación de Russell. Del mismo, sin embargo, puede sacarse con notable plausibilidad una doctrina general, como es la de que la mismidad no puede derivarse de la existencia de una relación cuyos dos relata o referentes - o incluso: en principio no los d o s - no sean directamente accesibles. Si en la conciencia nunca se ha de integrar de modo directo o inmediato un sujeto que esté familiarizado con un objeto, no

tiene sentido alguno hablar de familiaridad (cf. Henrich, Selbstbewusstsein, p. 264). Esta objeción afecta también a las posiciones neokantianas. Quien niega una familiaridad directa con el yo nunca podrá derivar, sin incurrir en el círculo in infinitum, el discurso sobre el sujeto del conocimiento de la existencia de la relación cognitiva; es decir, del modelo sujetoobjeto. Con dicho modelo continuamos sin entender en principio cómo puedo formarme conciencia de un ente, para el cual se dan sí unos objetos, pero que él mismo no se da objetivamente. Si todo tener conciencia fuese tener conciencia de algo (distinto de la propia conciencia), nunca podría darse una autoconciencia. Ahora bien, nosotros tenemos autoconciencia. Luego el modelo subyacente hay que considerarlo insostenible. Sólo con la vuelta a la conciencia podría una reflexión encontrar lo que allí ya está presente. Cabría decir con palabras de Novalis: «Lo que encuentra la reflexión parece que ya estaba allí» (Fichte-Studien, fragmento n. 14). Si la reflexión encuentra la conciencia, lo encontrado no podría ser algo ¿«consciente (de lo contrario, la reflexión habría modificado, pero no sacado a luz, su objeto, por lo demás de una manera confusa). Por consiguiente, si es cierto que podemos conseguir un conocimiento reflexivo sobre nuestra subjetividad, también debe darse por sentado el hecho de que la conciencia encontrada - q u e la reflexión hace explícita- estaba ya implícitamente familiarizada consigo misma: encontramos familiaridad, y no alienación. La teoría de Russel comparte con los neokantianos la convicción de que la autoconciencia consiste, primero, en una relación explícita entre dos entes y, segundo, en la conciencia de un yo. Si esta posición ha de tenerse por fracasada, al igual que la de Fichte, que no comparte la primera premisa (para él la autoconciencia es una conciencia no relacional del yo), parece razonable volverse a otra propuesta, según la cual la autoconciencia no es conciencia del yo sino que la conciencia consiste en esa mismidad.

También aquí podemos reconocer de nuevo posiciones que sostienen la conciencia de conciencia para el caso de una reflexión (una conciencia está referida a otra conciencia, distinta de ella), y otras que consideran la conciencia de conciencia como irreflexiva a la vez que irracional. Un representante de la primera teoría no egológica de la autoconciencia, aunque orientada por el modelo de reflexión, es el primer Husserl. En la quinta de sus Logische Untersuchungen (editadas por vez primera en 1901, y notablemente corregidas en 1913; reimpresas en Tubinga 1980) distingue tres significados del término Bewusstsein (conciencia). La expresión significa en primer lugar el «entrelazamiento de las vivencias psíquicas en la unidad/de la corriente consciente» (en este contexto aflora después la idea de un yo como creador de continuidad entre los distintos instantes de la conciencia); en segundo lugar indica el «apercibimiento interno de las propias vivencias psíquicas»; y, en tercer lugar, actúa «cual compendio de todo tipo de "actos psíquicos" o de "vivencias intencionales"» (11/1, p. 346). Naturalmente, en el contexto presente nos interesa sobre todo el segundo significado de «conciencia». Entendida aquí como una «conciencia interna» (o.e., p. 354), también se denomina «percepción interna». Su objeto no es el yo, que no es en modo alguno un habitante de la conciencia, sino que aparece como un fantasma en el fondo de la corriente consciente (p. 353); es más bien la conciencia misma, la cual puede ser o un estado psíquico (intransitivo) o un acto intencional (transitivo), a través del cual se concibe algo distinto de la conciencia. De la percepción interna se dice que «acompaña» las vivencias presentes en acto y que «está referida a sus objetos» (p. 354). En esta cita hay que subrayar las expresiones «acompañar» (hegleiten) y «objetos» (Gegenstände). «Acompañar» es un verbo relacional, que supone una relación de no unidad entre acompañante y acompañado. Con el mismo se corresponde el discurso de la condición de objeto (Gegenständlichkeit) de lo acompañado: la conciencia actuali-

zada por la percepción interna se encuentra frente a ésta en el papel de un objeto. Cierto que Husserl se apresura a explicar que, a diferencia de cualquier conciencia de ente intramundano, el objeto de la percepción interna está dado adecuadamente (y una cosa está dada de modo adecuado cuando no se ofrece con infinitas matizaciones, sino física y «corporalmente», de modo que el nous la «capta por entero» [o.c., p. 355]). Ahora bien, cabe discutir que alguna cosa en general, que se encuentra frente a otra en posición de objeto, pueda ser captada y comprendida adecuadamente. Incluso la reflexión - q u e sin duda incluye una objetivación- sólo puede hacerlo, porque su objeto ya antes le era familiar de una manera no objetiva. Pues bien, una familiaridad consigo mismo no objetiva sólo puede pensarse como inmediata. Y excluye categóricamente una relación de acompañamiento. Semejante relación, en efecto, no sólo haría problemática la adecuación de lo que está dado, sino que, además y sobre todo, dejaría sin explicar cómo un acto que incorpora a otro a la conciencia sin ser consciente de ello puede saberse idéntico a ese otro. Se podría recurrir - y la teoría de Husserl lo intenta- a la construcción auxiliar contraintuitiva para presentar ambos actos como pertenecientes a un contexto consciente de rango superior. Pero entonces sólo aparece de inmediato el problema recién planteado. Porque o el acto, así integrado en el «complejo vivencial», sabe de esa su pertenencia (y entonces ese conocimiento no puede derivarse de la pertenencia, sin que al completo in toto se le atribuya una autoconciencia inmediata), o no lo sabe, y en este caso tampoco dispone justamente del conocimiento de su identidad o -para decirlo con mayor cautela- continuidad con el otro o los otros. Una continuidad horizontal de la conciencia que no posee conciencia alguna de sí misma como un todo, sólo con una argumentación circular puede comunicar a los distintos instantes conscientes la conciencia de su unidad.

La explicación de Husserl, según la cual la autoconciencia es «la realidad cotidiana, que no ofrece dificultad alguna a la inteligencia» (o.c., p. 362), suscita cierta hilaridad en estas circunstancias. La crítica a la explicación, muchísimo más prometedora, que su maestro Franz Brentano había previsto para la autoconciencia permite suponer que Husserl no fue realmente consciente de la dimensión del problema (p. 355s; cf. asimismo el suplemento III: II/2, p. 229ss). Franz Brentano expuso su teoría en el segundo libro de su obra capital, Psychologie vom empirischen Standpunkt (edit, por Oskar Kraus, vol. I, Leipzig 1924; reimpresión: Hamburgo 1955). Su punto de partida e impulso motivador fue el propósito de sacar la discusión postidealista sobre los hechos psíquicos de los círculos conocidos. Brentano admite que todos los fenómenos psíquicos suponen una conciencia, la cual consta de un contenido, que «habita intencionalmente» en esa conciencia. Ahora bien, suponiendo que todos los_ienómenos psíquicos son a su vez conscientes - e s decir, son contenidos intencionales de fenómenos psíquicos de segundo grado, los cuales serían por su parte contenidos intencionales de fenómenos psíquicos de categoría superior- daría la impresión de que seguimos presos en los consabidos círculos viciosos. Nosotros somos efectivamente conscientes de nuestros estados psíquicos, por lo que no hace al caso un «enredo interminable del estado anímico» como explicación (o.c., p. 170, § 7). El «no hace al caso» significa que la conciencia de estados psíquicos no puede entenderse cual conciencia de algo distinto de ella, sino que debe poder describirse como un inmediato estar familiarizado consigo del acto psíquico, sin una ulterior aplicación reflexiva. El tema no es aquí un yo: la autoconciencia no consiste en una conciencia del yo, sino en la familiaridad con el acto psíquico como tal. Aquí introduce Brentano el concepto de «conciencia interna». Lo diferencia estrictamente del concepto de percepción u observación, las cuales siempre inciden sobre al-

go distinto de la conciencia. Por el contrario, la conciencia no necesita transformarse en el objeto de una percepción interna para conocerse a sí misma (o.c., p. 41; cf. p. 48). No existe desde luego objetivamente. Quien escucha un sonido no necesita someter su audición a una observación adicional para estar cierto de la misma: escucha el sonido, no su audición del sonido en cuestión. Por otra parte, tiene que enfrentarse a dos representaciones diferenciables: la audición del sonido y la conciencia que tiene de escucharlo (o.c., p. 170s). De ello han concluido algunos psicólogos, dice Brentano, que hay que identificar sin más el acto de escuchar con el sonido escuchado. Pero, tal explicación no sólo contradice nuestra intuición, sino que además es falsa: un sonido puede ser lejano o cercano, fuerte o débil, amable o irritante, etc., mientras que tales propiedades no se pueden atribuir a la conciencia que las percibe. Así, pues, por motivos lógicos es necesario distinguir entre la conciencia de'un sonido (o dicho de otro modo: el acto de escuchar) y la conciencia por la que me familiarizo con el escuchar. Esta distinción, sin embargo, hay que poder desarrollarla sin exponerse al círculo vicioso de la teoría de la reflexión, que impone a cada conciencia, como medida de su inteligibilidad, el ser conocida por una que reflexiona sobre ella; con lo que la última conciencia de la serie, en tanto que puro sujeto de conocimiento, continúa a su vez ignorada. De hecho, «la representación del sonido está ligada de forma tan propia e íntima con la representación de la representación del sonido ..., que en tanto que existe contribuye a la vez internamente al ser de las otras» (o.c., p. 179). Se podría decir que una y otra representación pertenecen al mismo acto psíquico. Tal formulación sólo resulta confusa si se supone que existe una relación de uno a uno entre el número de las representaciones y el número de los objetos representados, y que aquélla se orienta a ésta. Mas tan pronto como, a la inversa, nos convencemos de que el número de los objetos se determina por el núme-

ro de actos psíquicos que los piensan, ya no tenemos motivo alguno para asignar la representación del sonido (del objeto de la audición) y la representación de tal representación (no de su objeto) al mismo fenómeno psíquico. La separación en dos representaciones (una que apunta al sonido y la otra que apunta al oír) sólo se hace con un propósito de análisis conceptual. En realidad, cada conciencia es una cierta conciencia de algo (de otro), inmediatamente cierta de su propia conciencia. A eso otro (por ej., el sonido) lo llama Brentano el objeto primario de la conciencia, mientras que el secundario sería la conciencia del mismo (aquí el escuchar; o.c., p. 180). Entre ambos se da una simultaneidad temporal, aunque lógica y objetivamente preceda el primero. El escuchar parece «vuelto» al sonido, y sólo parece «cocaptarse a sí mismo» como un añadido suplementario (l.c.). Desde luego, la teoría propuesta por Brentano no eludirá la pregunta siguiente: Quien se representa un sonido y al mismo tiempo capta su representación ¿tiene o no conciencia de su cocaptación? En el caso de afirmar lo último, nos perdemos de nuevo en el círculo vicioso de una representación repetida hasta el infinito de la respectiva representación precedente. Mas, de acuerdo con Brentano, no es necesario sacar esa conclusión, puesto que en la conciencia interna «la conciencia de la representación del sonido coincide evidentemente con la conciencia de esa conciencia. En efecto, la conciencia que acompaña la representación del sonido lo es no tanto de la representación cuanto de todo el acto psíquico, en el que se representa el sonido y en el que viene dada a la vez la misma conciencia. El acto psíquico del oír, además de representar el fenómeno psíquico del sonido, se convierte a la vez en su totalidad en objeto v contenido para sí mismo» (o.c., p. 182).

Mas tampoco en esta propuesta se elimina definitivamente el círculo vicioso. Cierto que Brentano habla de una coincidencia de la conciencia interna con la conciencia

intencional. Y, en efecto, sólo en ese supuesto puede tener sentido el hablar de una autoconciencia. Pero después el objeto de la autoconciencia ya no puede ser únicamente la conciencia primaria, sino que más bien ha de serlo el acto psíquico en su conjunto. Sólo así está asegurado el que la conciencia interna no represente en exclusiva el objeto primario distinto de ella, sino que se «cocapte» (mit erfasst) y de alguna manera se incluya en la totalidad del fenómeno psíquico. De acuerdo con esta construcción el objeto de la autoconciencia sería por consiguiente un todo, el cual tiene ya en sí mismo la propiedad de ser una unidad (numérica) indisoluble de conciencia primaria y secundaria. Y puesto que en la definición de ese todo del acto psíquico entra la referencia cognitiva a sí mismo como a ese todo, la definición debe aplicarse de nuevo a lo que se encuentra en ese acto en el puesto de lo relacionado: una vez más el término relacionando tiene que referirse a un relatum, el cual es ya de por sí unidad de la conciencia primaria y secundaria, de modo que el regreso antes extensivo ahora se adensa y complica en uno intensivo (Konrad Cramer, Erlebnis, p. 581). La explicación de la autoconciencia que da Brentano, «sin una complicación y multiplicación ulterior» del fenómeno (o.c., p. 219), se ve cogida así en última instancia por una variante del círculo vicioso al que esperaba escapar. Esto mismo puede decirse de las tentativas que en la línea de Brentano buscan una explicación revisada y no egológica de la autoconciencia, como serían, por ejemplo, las de Hermann Schmalenbach y Jean-Paul Sartre. Pero es el ensayo de Schmalenbach ( D a s Sein des Bewusstseins, «Philosophischer Anzeiger» IV [1929-1930], p. 344-432) el que merece nuestra atención en un doble aspecto: primero, porque introduce la dimensión ontològica en la discusión de la autoconciencia y, segundo, por cuanto formula ideas valiosas sobre la prerreflexividad de la conciencia interna del tiempo. Por lo que se refiere al punto primero, con el giro on-

tológico Schmalenbach se anticipa a la teoría sartreana de la autoconciencia. Sartre observará «que aquí el problema se plantea en términos paralelos para el ser (l'être) y el conocer (le connaître)» (CC, p. 61, nota 4). Con ello se significa que la conciencia inmediata que poseemos de nuestra propia conciencia es distinta del conocimiento por el que ponemos ante nuestros ojos o nos «representamos» un objeto distinto de nosotros. Dicho objeto puede ser, como en el caso de la reflexión, nuestra propia conciencia, por cuanto no la tenemos sin más directamente, sino que la objetivamos representándola. Lo cual se corresponde con el ser (la existencia) de la conciencia, al igual que tal existencia se expresa de forma evidente en el principio cartesiano del Cogito sum. El paralelismo entre la inmediatez de la autoconciencia y su ser, sobre el que ya Schmalenbach había llamado la atención, consiste simplemente en que así como la autoconciencia no puede explicarse desde la autorreflexión (que se define como connaissance de soi), tampoco el ser de la misma se puede reducir al conocimiento que de ella poseemos. Si el ser de la conciencia, en efecto, se redujera a lo que de ella conocemos, según reclama la fórmula empírico-idealista esse est percipi («ser es ser percibido»), nos veríamos enviados a una serie infinita de explicaciones, y desde luego en la misma forma en que lo hemos visto en el círculo vicioso de la autoconciencia: el ser de la conciencia consistiría en su ser conocido por una segunda conciencia. Y entonces ésta se vería privada del ser, y el ser de la conciencia se fundamentaría per absurdum en el no ser; o bien existiría, y entonces volvería a regir el «principio de conciencia», el cual afirma que su ser consiste en llegar a ser conocido por una tercera conciencia, la cual, estando privada del ser, se fundamentaría en una cuarta conciencia, y así usque in infinitum. Por lo demás, «debe quedar claro que el conocimiento es la medida del ser, pero el conocimiento mismo es (mais la connaissance elle-même, elle est)» (CC, p. 59). Mas, en la medida en que tal conocimiento puede sa-

berse como existente, su existencia tiene que estar asegurada en el instante mismo en que la conciencia se percibe a sí misma: antes de cualquier reflexión. Si la reflexión es una conciencia explícita y representativa, su fundamento tiene que ser un «implícito saberse» no representativo, como dice Schmalenbach, o une conscience non-positionnelle de soi, como asegura Sartre. Con la expresión nich setzend se indica que la conciencia no se pone ante los ojos o no se contrapone su propio ser como un objeto, y que en el interior de la conciencia no se da ninguna separación serconciencia o sujeto-objeto (CC, p. 63). Si no se da esa separación, el principio de conciencia puede eludirse tanto de cara al ser de la conciencia como a su estar familiarizada consigo rqisma. El planteamiento de Schmalenbach sobre Das Sein des Bewusstseins resulta interesante para nuestra discusión por un segundo motivo. Mientras que Brentano se contenta con hacer plausible en general el fenómeno del «saberse a sí mismo» implícito del acto psíquico, Schmalenbach ha acometido la empresa de hacer que la prerreflexividad de la autoconciencia salga a flote en el problema de su identidad. Por «identidad» entiendo yo aquí únicamente el hecho de que conciencia puede referirse a una conciencia pasada, de modo que al mismo tiempo, y asimismo de una manera prerreflexiva, conoce de forma evidente la continuidad que media entre ambos actos de conciencia (el recordado y el presente), que es como decir que conoce la pertenencia de los dos al mismo «complejo vivencial» (cf. o.c., p. 375377). Este problema cobra especial actualidad en el contexto presente, por cuanto las teorías no egológicas de la autoconciencia, y en la medida precisamente en que renuncian a la fuerza sintética de un yo trascendental, tienen que denunciar el problema de cómo se puede pasar de un episodio de conciencia a otro sin que se interrumpa periódicamente la continuidad de la misma. El idealismo alemán consiguió hacer fácilmente comprensible por qué una multitud de representaciones distintas puede pertenecer, pese a

ello, a una conciencia única, que es precisamente la del yo que las piensa. Si dejamos de lado el modelo egológico, nos. encontramos ante unos episodios de conciencia aislados, todos ellos con la propiedad común de referirse de una manera prerreflexiva a ellos mismos, pero no a alguien o algo, a lo que pertenezcan todas esas conciencias particulares y que sea consciente de las mismas como una totalidad unita? ria. Sobre la base de las teorías no egológicas de la conciencia es difícil, si no imposible, señalar un principio que enlace entre sí los hechos de conciencia. David Hume fue el primero en formular el problema en toda su crudeza, al tiempo que confesaba que por esta vez no estaba en grado de dar una solución (A treatise of human nature, edit. por L.A. Selby-Bigge, Oxford 1888, p. 633-636): «Cuando procedo a explicar el principio de conexión que las une (las percepciones) entre sí y hace que les atribuyamos una simplicidad e identidad real, me doy cuenta de que mi explicación es muy deficiente y que nada más que la aparente evidencia de las razones precedentes pudo haberme inducido a aceptarla. Si las percepciones son existencias distintas, sólo forman un todo al conectarse entre sí» (p. 635). »Mas todas mis esperanzas se desvanecen cuando tengo que explicar los principios que unen nuestras sucesivas percepciones en nuestra mente o conciencia. No consigo, descubrir teoría alguna que me satisfaga en este punto. »Para decirlo brevemente, hay aquí dos principios a los que yo no puedo dar consistencia, sin que tampoco esté en mi mano el renunciar a ninguno de ellos, a saber, que todas nuestras distintas percepciones son existencias distintas (distinct perceptions/distinct existences), y que la mente no percibe nunca una conexión real (any real connexion) entre existencias distintas» (p. 635s).

Tal teoría -común a Hume y a las posiciones de una fenomenología revisada- tiene por tanto problemas con la explicación de hechos innegables, como son el que cada conciencia es en principio conciencia de una relación entre diversos datos (distintos entre sí) y que debe darse una conciencia que recoja y aúne los actos particulares, si no queremos-que la vida consciente se reduzca a un puntillismo de actos.

Hermann Schmalenbach ha intentado afrontar la segunda dificultad, mientras que, como veremos, la primera habrá que considerarla insoluble en el marco del paradigma no egológico. Ha reconocido, por ejemplo, que una conciencia que evoca ahora un determinado recuerdo, sólo puede hacerlo si al mismo tiempo se representa la continuidad de la conciencia pasada con la actual. De no existir esa unidad la conciencia actual nunca se podría percibir como el portador y sujeto de una conciencia que ya no se da en acto. Si esa identidad no se conociese, ocurriría, además, que la conciencia actual no podría recordar ni los contenidos recordados ni siquiera el hecho de que en tiempo anterior había tenido conciencia de los mismos. Este sentido mínimo de identidad de conciencia - s u continuidad- hay que diferenciarlo de su mera unidad. Por supuesto, cada acto de conciencia sólo se da en una igualdad monàdica consigo mismo, la cual podemos imaginar sin ventanas, como quiere Leibniz. Sin embargo, lo problemático no es esa simplicidad; el problema consiste en dar cuenta y razón de la continuidad temporal que media entre los diferentes instantes de los actos de conciencia, de su interrelación en la unidad deslizante de una dimensión homogénea, que los enlaza a todos y hace que pueda la conciencia actual entenderse como perteneciente a la misma unidad de conciencia que el pasado que se recuerda en el instante presente. Como ya se ha dicho, Schmalenbach no tiene la posibilidad de recurrir al concepto kantiano de identidad, que explica el paso de una vivencia consciente a otra desde la identidad del yo (y desde las reglas de transición generales derivadas de la misma). Pero ha visto y centrado claramente el problema contra el que choca la teoría de Brentano: para que en adelante pueda referirme a una representación pasada, tengo que poder acordarme no sólo del objeto sino también de la conciencia que tuve entonces del objeto en cuestión. Mas la conciencia que existe de la conciencia no puede ser tal, si sólo posteriormente se engancha a la con-

ciencia primera; esa primera conciencia tuvo que existir ya para sí en el mismo instante en el que intencionalmente se refería a un objeto. Y es que yo no tengo mera conciencia de un objeto que ya no está ahí; mi conocimiento del objeto ausente descansa en el recuerdo de la conciencia que a su tiempo tuve de él, y a la vez incluye ese recuerdo. Si esa conciencia no presente no hubiera sido consciente de sí misma en el momento de su realización originaria, todo el recordar se reduciría a la reconstrucción presente de objetos intemporales. Para recordar un objeto que no está presente en acto, tengo que acordarme de la conciencia que en su momento tuve de él, y desde luego como una conciencia pasada y no presente. Dicho en forma más detallada y precisa, para poder distinguir un estado de cosas conocido antes del que se conoce en la actualidad tengo que elegir el rodeo del recuerdo de una conciencia pasada, para la cual existió entonces dicho estado de cosas, y esa conciencia de recuerdo hubo de poseer entonces un saberse implícito. De lo contrario, me faltaría el criterio por el que puedo decidir el modo de recordar una conciencia pasada, reproducida en la actualidad, como una conciencia que tuve entonces, y no más bien como una inconciencia. Pero yo no sólo sé que entonces fui consciente del contenido de conciencia recordado (y que en la actualidad ya no está en forma de presente), sino también que el conocimiento del pasado de mi conciencia de entonces tiene el implícito saberse a sí misma de mi conciencia rememorativa actual corno su fundamento para poder distinguir. Y sé, finalmente, que la conciencia del recuerdo y la del presente pertenecen al mismo continuum consciente. «Yo me acuerdo de algo sabido. Lo sabido siempre llega a serlo exclusivamente por un conocimiento. Si me acuerdo de algo sabido, tengo también que recordarme del conocimiento a través del cual lo supe. Y si no me acuerdo de modo explícito del mismo, tengo que hacerlo en forma implícita. El conocimiento del que me acuerdo tiene a su vez que haber sido sabido. Y si no lo fue de forma explícita hubo de serlo implícitamente. De cualquier modo, yo sólo puedo acordarme de algo sabi-

do, si al menos recuerdo de manera implícita el conocimiento de eso sabido, y después - a l menos también de forma implícita- el saberme a mí mismo en el conocimiento de lo sabido. O dicho de otro modo: cuando en el recuerdo conozco lo sabido en el mismo como algo sabido ya antes, y además como sabido en un conocimiento anterior, y desde luego como algo sabido en un tal conocimiento anterior, que ahora (en el recuerdo) conozco como algo que entonces se sabía implícitamente a sí mismo. Por lo demás, frente al repetido "como" existe siempre la posibilidad de error, al que de hecho puede sucumbir el recuerdo (supuesto recuerdo) y a menudo sucumbe. Pero aquí baste decir que sin un implícito saberse del conocimiento no sería posible en modo alguno ningún recuerdo» (p. 376s).

Con todo lo cual ciertamente que todavía no disponemos de un planteamiento para una teoría de la autoconciencia que tenga también en cuenta la temporalidad de la misma (todas las teorías anteriores iban ligadas a la instantaneidad y autopresencia de la conciencia). Pero sí queda indicada la dirección en la que puede tenerse en cuenta la temporalidad interna de la mismidad en una argumentación que no incurra en un círculo vicioso. Esto habría que mostrarlo, por ejemplo, en el enfrentamiento con la conciencia interna del tiempo de Husserl. Partiendo de la interpretación reflexiva de la conciencia de conciencia, puede concebir una «conciencia retencional» sólo como la relación de una conciencia pasada con una conciencia presente. Y así se topa con el problema siguiente: la certeza de que una conciencia ya no está presente y que se recuerda de sí misma en cada «ahora», sólo podría establecerse si soy capaz de distinguir de forma evidente la conciencia pasada de la conciencia actual, que después sin embargo tiene que reconocerse instantáneamente - s i n hundirse en el pasado- y de una manera irreflexiva, cosa que no permite pensar la teoría de Husserl 16 . En efecto, si la conciencia sólo se instalase cuando se contrapone a un contenido consciente, la conciencia del tiempo sólo existiría cual 16. La aporia de la teoría husserliana del tiempo la he discutido ampliamente en Was ist Neostrukturalismusf, lección XVI (sobre todo p. 318-325).

conciencia del pasado inmediato (pues sólo éste está separado diferencialmente de la conciencia del presente); pero, al mismo tiempo, la conciencia - a l no serse familiar de modo inmediato e instantáneo en el presente- no tendría patrón alguno para asignar un índice de pasado a la fase recién transcurrida. Un presente no diferenciado del pasado inmediato no tendría pasado alguno. Lo que quiere decir que no dispondría de ningún criterio para el conocimiento de su propio presente. Si bien hemos de reconocer en el esbozo de teoría de Schmalenbach la conciencia viva del problema que aquí se plantea, se echa de ver sin embargo que, como en Brentano y Sartre, tampoco en su ensayo la filosofía no egológica de ia autoconciencia explica positivamente la continuidad de nuestro flujo consciente. ¿Cómo puedo reconocer cual mía una conciencia pasada, si he de partir de la puntualidad del acontecimiento particular de conciencia, aislado de todos los demás? También Sartre vio el problema, aunque no lo describió como consecuencia de su propio planteamiento, sino del planteamiento de Husserl. Contra él lanza el reproche de «puntillismo de las esencias, porque al no haber tomado como punto de partida único un cogito, que debe dar cuenta de la duración, de la conexión sintética del tiempo, y en consecuencia haber rehusado concebir una verdad que llega a darse (devenue), se ve forzado (Husserl) a ver las esencias en una unidad de intuición y sin conexión entre sí» (CC, p. 54, nota 1). Si cada acto estuviera separado de todos los otros semejantes y sólo con posterioridad se estableciese la vinculación entre ellos, tal vinculación o sería externa e infundada o debería derivarse de la autoconciencia aislada del acto, lo que resulta incomprensible. Un principio inteligible de reunión sólo podría concebirse trascendiendo el acto y debería a su vez fundamentarse en una conciencia, la cual debería entenderse de forma parecida al «yo pienso» kantiano. Por otra parte, habría que suponer que -puesto que la disposición sintética de nuestro campo consciente procede de la interacción

de los distintos sujetos actuantes- se formaría una compleja percepción temporal a partir de numerosas percepciones particulares, cual contenidas en la misma como datos elementales (cf. Henrich, Selbstbeivusstsein, p. 261 s). La disposición sintética de la conciencia - c o m o «unidad del complejo vivencial» de Husserl- parece que no se puede concebir sobre la base del modelo de conciencia no egológico. Sartre afirma sí que la renuncia a un ego como habitante de la conciencia no implicaría la impersonalidad de la misma. La conciencia «es personal porque, pese a todo, es una remisión a sí misma» (CC, p. 63, nota 6). Esta salida es insatisfactoria, al menos por dos motivos: primero, porque Sartre había sustentado la prerreflexividad de la autoconciencia en la afirmación de que en la misma no se da relación de ningún tipo, ni siquiera la de un sujeto a sí mismo 17 . Segundo, porque la autorreferencia inmanente de un acto particular de conciencia a sí mismo está a todas luces en contradicción con lo que nosotros entendemos por identidad personal, para la cual es categóricamente indispensable una prolongación continuada en el tiempo. La personalidad requiere una «unión sintética» (unión synthétique) entre las diversas vivencias de la conciencia en el marco de la inestable unidad de la historia de una vida. No puede hacerse entender desde la familiaridad consigo mismos de los actos de conciencia aislados monádicamente. Para demostrar que todos pertenecen a la misma unidad de conciencia, debería cumplirse la condición de que el acto de cada autoconciencia se descubre a la vez en ese acto como perteneciente al complejo activo. Una unidad de conciencia que no tenga conciencia alguna de esa unidad no puede ser en forma alguna una unidad consciente. Pero, desde el punto de vista del acto, no se puede comprender como mónada. Con lo cual también hay que dar por fracasada la teo17. Posteriormente, aunque sin indicar los motivos, Sartre se retracta de esta afirmación, cuando dice que en el interior de la autoconciencia se da una esquisse de dualité (un «esbozo de dualidad«), un décalage (un «desfase»), una sorte de jeu de réflexion reflétant (una «especie de jue¡>o de reflexión reflejante»), etc. (CC, p. 63, nota 6; 68, nota 4; 67, nota 7).

ría del sujeto no egológica y concebida como prerreflexiva. En forma más sutil vuelve a darse en ella el regressus in infinitum; pero, sobre todo, resulta incapaz de hacer comprensible la disposición sintética de la persona y del campo de la conciencia. El último punto de vista fue el que provocó las tentativas de solución radical que se han reunido bajo el título de «monismo neutral». Recomiendan la renuncia a la categoría de «conciencia» o a su sustitución por la tesis de que «en el mundo sólo existe una sustancia primaria o material, de la que están compuestas todas las cosas, y si llamamos a esa sustancia "experiencia pura", el conocer fácilmente puede explicarse como una manera particular de relación con otro, en la cual pueden entrar porciones de pura experiencia» (William James, Does consciousness exist?, en Essays in Radical Empiricism, Nueva York-Londres 1912, p. 1-38, aquí p. 4). Para aclarar que tales relaciones no deben -por lo menos necesariamente- establecerse entre un polo «sujeto» y otro polo «objeto» de las experiencias, subraya James lo siguiente: «La conciencia (consciousness) connota un tipo de relación externa, y no denota una sustancia o manera de ser especial. La peculiaridad de nuestras experiencias, por la que no solamente son, sino que son conocidas, y a cuya cualidad de "conscientes" se recurre para explicarlas, se explica mejor por sus relaciones con otras, siendo a su vez tales relaciones experiencias» (o.c., p. 25).

Se formula aquí la propuesta de entender la conciencia como una estructura absolutamente objetiva de relaciones entre datos de experiencia. Tal propuesta lleva implícita la tesis de que la conciencia sólo aparece cuando se cumple la otra condición, a saber: que se dé una pluralidad de experiencias distintas entre sí. En la medida en que acentúa la relacionalidad de los datos presentes, a los que atribuimos la propiedad de la conciencia, James ha incorporado de nuevo a la conciencia una idea importante de la filosofía trascendental de Kant.

El filósofo de Königsberg había declarado sinónimas las funciones del pensamiento y del juicio y había descrito los juicios como una acción para reunir la pluralidad de representaciones bajo la unidad de una perspectiva central y, en última instancia, de la conciencia «yo reúno». Posteriormente, había manejado amplias hipótesis sobre la conexión entre forma del juicio y estructura del objeto. Su idea fundamental -simplificada al máximo- es que los objetos son tema de verdaderos juicios y así se distinguen de las representaciones puramente subjetivas (/CrV,B142). Esa misma función, que en un juicio reúne las diferentes representaciones en una sola, constituye en su aplicación a la realidad múltiple de las sensaciones la unidad sintética de un objeto (KrV,A79, Bl04s). De ser así las cosas, habrá que admitir que no puede ser sujeto gramatical de juicios empíricos ninguna cosa en cuyo concepto no puedan establecerse al menos dos contenidos o aspectos. Así, la diversidad de las cualidades reunidas en el término sujeto es una condición necesaria para poder atribuirle una pluralidad de predicados distintos; de otro modo el juicio pronunciado respecto de los mismos sólo repetiría el contenido expresado ya en el término sujeto. Kant estaba convencido de que el carácter de síntesis es un definidor del juicio, puesto que sólo un tal juicio, en el que un término sujeto se presenta como caracterizado por una variedad de predicados, cumple la condición de poder ser negado y por consiguiente de poder verificarse. Un juicio no verificable no podría referirse a un objeto, por tanto la conciencia de un objeto ha de concebirse como la de una síntesis de representaciones distintas (cf. Dieter Henrich, Identität und Objektivität. Eine Untersuchung über Kants transzendentale Deduktion, Heidelberg 1976, p. 27ss) 1 8 . 18. Ya Salomon Maimón, en su Versuch über die Transzcndentalphilosophie (Berlin 1790, Gesamtausgabe II, p. 132: en el contexto) había sostenido la idea de que la conciencia sólo puede referirse a un objeto cuando en su campo puede encontrarse una pluralidad de datos distintos: no podría darse conciencia de 1111 rojo o de un verde aislados. Sólo surge con la relación de los mismos. La unidad 110 se da nunca sin diversidad, y a la inversa.

Cierto que tales consideraciones no aparecen en el campo visual de la teoría de James. Con todo fue principalmente el monismo neutral al que debemos un vigoroso recuerdo del hecho (olvidado durante los siglos XIX y XX) de que la conciencia no podría referirse a un objeto, si el campo consciente no estuviese estructurado por una pluralidad de datos diferentes. De esto no se sigue, sin embargo, que la «conciencia» se derive de unas relaciones diferenciales entre «datos externos» y que pueda abandonarse como concepto. Aunque la conciencia no se establece sin tales relaciones, no por ello se demuestra que la conciencia exista por ellas. William James describe como experiences los datos cuyas relaciones deben ser constitutivos de la conciencia. Son ellas, y no ciertas materias trascendentes, las que constituyen el «material» del que está hecho el mundo. Ahora bien, no es posible explicitar el concepto de experiencia, sin recurrir al de conciencia, pues, ¿qué serían las experiencias sin conciencia? Y así la teoría de James entra de nuevo en un círculo. Russell ha puesto el dedo en la llaga al afirmar que el ver y el no ver una misma mancha de color no ha de explicarse por la relación diferencial con otras manchas (On the Nature of Acquaintance, p. 158) y sacar la conclusión siguiente: «Yo concluyo que el monismo neutral, aun llevando buena parte de razón en su polémica contra teorías precedentes, no se le puede considerar capaz de explicar todos los hechos, y debe ser sustituido por una teoría en la cual la diferencia entre lo que experimenta y no experimenta un sujeto determinado en un determinado momento resulte más simple y más destacado de cuanto puede serlo en una teoría que niega por conv pleto la existencia de entidades específicamente mentales» (o.c., p. 159).

Aun sin pretender seguir a Russell en la hipótesis de que existe una conciencia de datos indiferenciados, en el sentido literal de simples, muy bien podemos suscribir su reflexión de que, si toda conciencia se redujese a poner en

relación unos datos externos, cada afirmación de que tal relación se verifica tendría que sacar la conclusión de que la relación susodicha es consciente de sí misma. De hecho las relaciones pueden no ser conscientes (porque las experimentan otros sujetos, porque caen en el olvido o son inaccesibles desde mi posición, etc.). Con lo cual desaparece el criterio que permite a la teoría distinguir las relaciones no conscientes de aquellas otras que sólo pueden aparecer con la conciencia de las mismas (relaciones intramundanas - p o r ejemplo, entre dos cráteres en la cara oculta de la Luna- de las relaciones mentales -las que se dan, por ejemplo, entre dos sentimientos contrapuestos-). Más prometedora resulta en este punto la posición de otro defensor del monismo neutral. Ernst Mach afirma que por doquier en el mundo físico suponemos de forma instintiva la constancia y retorno uniforme de ciertos elementos y conexiones elementales (Erkenntnis und Irrtum. Skizzen zur Psychologie der Forschung, Leipzig 2 1926, p. 275). Este supuesto se justifica por consideraciones prácticas de supervivencia; pero no aporta nada más. El análisis de cualquier afirmación de constancia desvela, en efecto, el estado de cosas fundamental de que los hechos todos se dan en unos complejos en sentido literal; es decir, en un tejido de dependencias imprevisibles que se desbordan por doquier, y que acaban entretejiéndose en un todo. Cuando se consigue caracterizar mediante magnitudes mensurables los elementos que aparecen en un episodio, también se puede presentar su interdependencia mediante el concepto de función en forma más precisa y completa que a través de conceptos como causalidad, sustancialidad o interacción. Ahora bien, un contexto funcional demostrado no prueba absolutamente nada en favor de la inmutabilidad de la conexión; basta con que se demuestren en forma estadística y se acrediten pragmáticamente unas regularidades. Y puesto que el entramado de las funciones es imprevisible y, hablando con propiedad, no es «un hecho de experiencia que pueda repetirse exactamente igual», cada nue-

vo descubrimiento sacará a luz un resto de dependencias hasta entonces insospechado, que según las circunstancias requiere una modificación de la hipótesis de la ley (o.c., p. 282s). Mas esto no se aplica_únicamente a la interrelación de unos datos físicos. El título mismo de «monismo neutral» permite esperar que se niegue una diferencia de principio entre datos físicos y psíquicos («se neutraliza» tal diferencia). Todos los datos psíquicos, como «colores, sonidos, calor, olores, espacios, tiempos, etc.», en parte forman entre sí un todo, y en parte mantienen unas relaciones con el «marco espacial U(mgrenzung, delimitación) de nuestro cuerpo» (o.c., p. 8). Estas últimas -las sensaciones- parecen ser «subjetivas», puesto que sólo cuentan para quien las tiene. Únicamente en un análisis más detallado contienen también las sensaciones elementos del mundo físico, puesto que en parte van «ligadas a los destinos históricos del cerebro, que es una parte del mundo físico» (o.c., p. 65), y en parte recogen datos directos del mundo físico (ibíd.). No se exceptúan aquí los actos mentales en sentido estricto, pues se construyen con restos persistentes de sensación. Así las cosas, a los elementos que están dentro de la delimitación del cuerpo se les aplican los mismos criterios que a los que están fuera de la misma, por cuanto que -tan pronto se tiene conciencia de las mismas- se inscriben en un contexto funcional, cuyos elementos compositivos se desbordan y no permiten una afirmación definitiva de la constancia y de la identidad del yo. De ahí se derivan unas consecuencias, que Robert Musil ha expuesto literariamente en su Mann ohne Ei~ genscbaften (El hombre sin atributos)^. Si el yo debe el conocimiento que en cada caso tiene de sí no a una previa 19. Ct. M. Frank, Über die Suche nach dem Grund. Uber den Umschlag von Erkenntniskritik in der Mythologie bei Robert Musil, en Karl Heinz Bohrer (dir.), Mythos und Moderne, Francfort del M. 1983, p. 317-361.

«familiaridad consigo», sino a elementos de los cuales ha de aprenderlo y cuya conexión lo constituye, ello significa que no hay una autoconciencia constante o de igual contenido. Tampoco las sensaciones son sensaciones de alguien, sino que, como burlonamente dice Mach, «se pasean exclusivamente en el mundo» (o.c., p. 460). También hay que cuestionar la posición de Mach analizando la forma en que distingue, por una parte, la relación entre elementos sin una adscripción a la conciencia y, por otra parte, la que se da entre elementos para los cuales la conciencia es constitutiva. A veces se habla de los elementos como que están «dados» o «se viven», lo cual resulta incomprensible sin la representación de una conciencia a la cual se dan o en la cual se viven. Si a los datos elementales, entre los que se suponen unas relaciones funcionales, no se les puede atribuir como tales ningún predicado de la esfera de la conciencia, no vemos cómo podría surgir la conciencia del mero hecho de su relación (ésta es la objeción de Russell). O dicho con otras palabras: la percepción o las vivencias sólo en el supuesto circular pueden designarse como datos externos, por cuanto antes hubo que expulsar lo que ya estaba inscrito en su semántica: la cualidad de conciencia. Otro tanto cabe decir, por lo demás, acerca de la tentativa neoestructuralista -asentada teóricamente de modo muy similar- por derivar la conciencia y la autoconciencia de la relación referencial entre los signos. Y es que también se aplica a los signos el que sólo se distinguen por rasgos o rumores baladíes, en la medida en que una conciencia ya les ha atribuido un sentido en un juicio hipotéticoi Con ello, sin embargo, la tesis de que ese sentido es a su vez el resultado de unas relaciones de oposición entre marques incurre evidentemente en el famoso círculo. Frente a lo cual hay incluso motivo para condecorar con el título de más prometedoras a las posiciones de una fenomenología revisada. Pues, si el monismo neutral y el neoestructuralismo reducen explícitamente el fenómeno

de la subjetividad a la existencia de relaciones, las posiciones fenomenológicas sólo lo hacen a regañadientes. Pero la conclusión que habría de sacar una teoría no circular de la subjetividad frente al fracaso de ambas teorías de la conciencia y de cuantas se orientan por el modelo óptico de la representación debería ser la de que la subjetividad en general no es un caso de relación: ni de un dato a otro, ni de una representación a un yo, ni de una conciencia «directamente» a sí misma. La recurrencia del pronombre reflexivo en esas fórmulas es una prueba inequívoca de lo insostenible que resulta el modelo subyacente. Sigue siendo cierto que la relación es una conditio sine qua non para nuestro discurso acerca de la conciencia de algo; pero, evidentemente, no es su causa per quam, como tampoco puede experimentarse en modo alguno la familiaridad de la conciencia consigo mismo a través de esa categoría, la cual sólo puede aplicarse a la conciencia del mundo. Por ello Dieter Henrich y algunos de sus discípulos - a los que Tugendhat ha calificado como representantes de una «Escuela de Heidelberg» sobre la autoconciencia-, con un rechazo radical de su autoexplicación, impuesta por el lenguaje coloquial, como una relación reflexiva entre miembros de una relación, han intentado explicar el fenómeno de la autofamiliaridad como algo irrelacional por completo. Henrich habla de una «dimensión» anónima (Selbstbewusstsein, p. 278 y 280) y Pothast de un «proceso totalmente "objetivo" en el sentido de que en él no aparece ningún elemento de una autorrelación cognitiva» ( U b e r einige Fragen der Selbstbeziehung, p. 76). La propuesta no está demasiado lejos de los intentos de solución aporéticos que se encuentran en la obra tardía de Fichte, Schleiermacher, Schelling y el mismo Heidegger, donde la autoconciencia se concibe como una dimensión del absoluto o del ser abierta a la inteligibilidad, que ya no se entiende como el causante de su de dónde (Woher), pero que sólo resulta

clara desde una supresión del «mundo», de «lo que está ante los ojos» o del «campo de percepción», como síntesis consciente de todo ello, con lo que sin embargo no se identifica (cf. Henrich, Selbstbewusstsein, p. 272). Consecuentemente, la conciencia ya no puede describirse como algo accesible por medio de una contemplación interna o una instrospección, pues cada contemplación supone algo contemplado; con lo cual se introduciría una relación en la simplicidad de la conciencia. Tampoco se puede entender la autoconciencia cual resultado de un esfuerzo teleológico o de una identificación; y ello porque ambas operaciones suponen un antes y un después temporal, o implican una dualidad de datos distintos, que contradicen la no relacionalidad del fenómeno. Por el mismo motivo tampoco puede considerarse la conciencia como objeto de un «conocimiento», pues todo conocimiento o saber descubre algo como algo (a la luz de este o de aquel concepto); ahora bien, la mismidad se reconoce directamente. Cierto que el discurso sobre la «objetividad» de la dimensión de conciencia tampoco debe entenderse cual si el fenómeno pudiera reducirse a lo que de forma intersubjetiva aparece en los modos de comportamiento y en las propiedades corporales. Pensamientos y fantasías no tienen por qué manifestarse de un modo intersubjetivo, los sentimientos pueden ocultarse, yo puedo desempeñar mi identidad intersubjetiva como un rol, etc. El hecho de que cada conciencia sea para sí misma un dato último irreversible hace irrevisable la idea de Descartes. Se excluye simple y llanamente que quien ha aprendido a aplicar ciertos predicados de sensación pueda llegar a dudar de cuándo debe interpretar una sensación cromática como «azul» o una voz como «agradable». No se puede decir lo mismo sobre las entidades del mundo físico, ni sobre los acontecimientos espacio-temporales (o.c., p. 274s). El empleo del pronombre «vo» parece suponer en principio una autorreflexión, por automática que ésta pueda ser. Ello hace interesante la propuesta de representarse

la dimensión «conciencia» como anónima y «desyoizada». Sin embargo, hay que poder dar cuenta y razón de que reflexión y conciencia del yo pueden desmarcarse del anonimato de tal dimensión. La espontaneidad pertenece a la subjetividad como algo esencial. Sin un principio activo en el interior de la dimensión serían inexplicables realizaciones como la concentración en un punto y prescindiendo de todos los otros (o.c., p. 275s). Henrich propone dejar a ese principio activo el nombre de «yo» o «sí mismo», aunque sin considerarlo como el fenómeno originario de conciencia. ¿Cómo caracterizar con mayor precisión ese fenómeno originario? Primero, como un acontecimiento, y no como resultado de una acción intencionada. Ese acontecimiento debe concebirse como irrelacional y sin referencia a ningún algo en el que no se dé conciencia (o.c., p. 277, nota 2). Segundo, la conciencia es un acontecimiento que hace posible una pluralidad de acontecimientos, como las percepciones y los sentimientos. Tales acontecimientos derivados están sintéticamente vinculados entre sí; pero esa condición no se aplica a la misma conciencia, que con razón puede describirse como puro médium o incluso como una «dimensión» (o.c., p. 277). Tercero, la conciencia es una dimensión excluyente. Es absurdo imaginar (como hacen Husserl y algunos defensores de una fenomenología revisada) que se superponen dos o más conciencias o que constituyen una conciencia común. Ninguna conciencia tiene el mismo acceso a otra conciencia que a sí misma (o.c., p. 277, nota 4). Cuarto, hemos de agregar que la dimensión «conciencia» incluye un «conocimiento de sí misma». No cabe imaginar una conciencia de alguna otra cosa (como la conciencia misma), sin que tal conciencia se conozca a sí misma. (Es lo que Fichte expresó con la frase de que toda conciencia suponía una autoconciencia.) Esta familiaridad consigo misma es, como muy bien ha observado Hermann Schmalenbach, simplemente «implícita». Con lo cual no quiere decirse que sea simplemente

virtual. La conciencia puede referirse a ciertas virtualidades, pero siempre está in actu, nunca in potentia (cf. Sartre, CC, p. 64, nota 1). El «implícito» sólo indica que la conciencia, para estar familiarizada consigo misma, y a diferencia de lo que el lenguaje nos sugiere, no necesita reflexionar sobre sí misma. En este sentido hay que entender tal familiaridad como una propiedad interna de la dimensión «conciencia», no como un acontecimiento adicional (Henrich, Selbstbeivusstsein, p. 277s). La familiaridad no incluye conocimiento de ningún tipo, pues, en tanto que inmediata, no puede mediatizarse conceptualmente. Eso explica por qué el lenguaje coloquial, que identifica gustosamente la semántica de «conciencia» con la de «ciencia» o «reflexión», ve la familiaridad implícita consigo misma de la conciencia como algo inconsciente o preconsciente. Puesto que una autoconciencia prerreflexiva no es el resultado de una operación racional (sino que representa su fundamento, que no es posible analizar), podemos entender formulaciones como la de Freud de que la conciencia no es la señora de su propia casa 20 . No se ha puesto a sí misma en el ser y carece de una autocomprensión adecuada, como Husserl puso de relieve (Cartesianiscbe Meditationen, § 9). 20. El que la autoconciencia no sea un caso de conocimiento o de reflexión explícita ha inducido a muchos teóricos a atribuirle el status de lo preconsciente, o incluso de lo inconsciente. Pero, en último análisis, esto no es más que una cuestión de terminología, sobre la que yo 110 querría discutir. Cuando, como les ocurre a Leibniz, Descartes o Kant, no se conoce ninguna distinción terminológica para designar la diferencia entre conciencia de primer grado y atención reflexiva a dicha conciencia, puede parecer convincente hablar, de acuerdo con nuestro lenguaje familiar, de conciencia de segundo grado como de un caso de conocimiento, y entonces lo «no sabido» (Unge-üwsste) aparece, al igual que en Freud, como «no consciente» (Unbewusste). Se entiende también entonces la frase, según la cual el yo (en el sentido de conciencia de segundo grado) 110 es el señor en su propia casa. Pero esa manera de hablar - q u e yo tengo por perfectamente legítima- requiere una explicación sobre la posibilidad de principio de que, por ejemplo, en el curso de una conversación psicoanalítica el yo pueda reconocerse como portador de su propia historia ignorada; lo cual quedaría totalmente excluido en el caso de una separación óntica de ambos sectores tópicos. Por lo demás, aun en el caso de que una autorrcfercncia cognitiva sólo fuese una pequeña mancha en el mapa oscuro de lo inconsciente (o que fuera un lugar de desconocimiento), la estructura de esa mancha nítida o de esc desconocimiento debería poder describirse en forma clara. Pero la teoría de Freud, como la de Lacan, todavía no se han desarrollado, en mi opinión, como para poder aportar una descripción por sus propios medios.

La conciencia originariamente «desyoizada» adquiere en todo caso esa adecuación a posteriori mediante una reflexión racional, cuyo principio se desarrolla en el interior de la conciencia (o.c., p. 278, nota 2). Es obra de aquella espontaneidad que Kant asoció certeramente con el concepto de yo. Sin la misma serían incomprensibles fenómenos como concentración, previsión y recuerdo. Dado que tal espontaneidad pertenece a la dimensión de la conciencia, también a ella le compete la propiedad de la familiaridad consigo misma. Pero escapa de esa dimensión en sí misma anónima. Convertir esta última en el resultado de una actividad del yo equivaldría a enredarse y quedar preso en el círculo del modelo egológico. Como quiera que sea, se cumple la condición mínima para una tematización no contradictoria del sí mismo y de la conciencia: en cualquier caso, a la conciencia le corresponde una autorrelación, en la medida en que nos entendemos sobre la misma; es a la vez conciencia y conocimiento de conciencia y por tanto es, en nuestro lenguaje difícil de evitar aunque se preste a malentendidos, conocimiento de sí. La autorrelación sabedora, que subyace en la reflexión, no es un estado de cosas básico, sino una explicitación aislante, mas no con el supuesto de una autoconciencia implícita, cualquiera que sea su forma, sino de una conciencia gratuita (implícita) de sí misma (o.c., p. 280).

DEL SUJETO A LA PERSONA EN GENERAL En los proyectos hasta ahora presentados de una teoría de la autoconciencia se hablaba de la subjetividad como de una realidad universal: un fenómeno que cada ser consciente comparte con todos sus iguales. Ha valido ciertamente la pena describir su estructura, sin exponerse a las consabidas contradicciones. Pero queríamos más: queríamos saber ccimo la subjetividad en general se relaciona con la conciencia, con la que nos entendemos a nosotros como seres singulares y únicos. Durante siglos la terminología filosófica no ha distinguido de un modo preciso entre personalidad (la manera de ser de un sujeto particular) e individualidad (la manera de ser de un sujeto único). Tal distinción, que, a cuanto se me alcanza, introdujo Friedrich Schleiermacher en el campo de los conceptos de la discusión acerca de la autoconciencia, apenas es todavía conocida por los grandes sistemas idealistas, desde Fichte a Hegel. Individualidad (o personalidad) se contempla en los mismos como una determinación más precisa del yo absoluto. Toda definición descansa en una negación, en el sentido de ser distinto de... Quien se designa a sí mismo mediante un «yo» está realizando ya dos tipos de exclusiones: se distingue primero de todo lo que no lleva el carácter de yo, es decir, del no yo. Esa es la negación fundamental, por la que el yo se de-

fine como subjetividad en general y se distingue del conjunto de entes-objetos. La segunda diferenciación que tal definición introduce consiste en que el yo se distingue de todos los otros seres, cuya manera de ser es la subjetividad; y mediante este segundo hecho - a s í lo admiten Fichte y el primer Schelling- el yo se define como individuo o persona (términos con los que se designa lo que Kant había designado como el «yo empírico» o la persona psychologica). El calificativo «empírico» significa «existente en el espacio y en el tiempo». Fichte y Schelling no niegan en modo alguno que una persona así definida sólo se dé en el contexto de un reconocimiento intersubjetivo. A diferencia de Hegel, y más tarde de Mead y Habermas, Fichte y Schelling nunca llegaron a afirmar, sin embargo, que lo que no es posible sin una delimitación intersubjetiva pueda ya explicarse por una intersubjetividad: yo sólo puedo definir a otro ego en tanto que otro ego, si antes no estoy ya familiarizado con la subjetividad, por muy rudimentaria que ésta sea. En este sentido, Fichte pudo observar con gran tino que la llamada que se me hace desde una libertad ajena sólo puede resultar inteligible y comprensible como tal en el supuesto de que yo mismo sepa ya antes lo que es libertad y que yo solo no agoto su esfera (Werke, edit. por I.H. Fichte, Berlín 1845-1846, vol. III, 36, nota 3). La teoría radical intersubjetivista-genética de la autoconciencia se expone a la misma objeción que la que se orienta como reflexión por el modelo objetivo-teórico de autoconciencia. Jean-Paul Sartre lo ha demostrado de forma totalmente convincente en el capítulo de Hegel sobre el señor y el siervo (L'être et le néant. Essai d'ontologie phénoménologique, Paris 1943, p. 291-300, 307ss). Cae por su peso que si, de acuerdo con una premisa idealista, cada certeza es obra de una contraposición, el sujeto en general sólo podría apropiarse de su individualidad cuando se contrapone a otros sujetos. En tanto que ser ra-

cional el sujeto dispone del concepto de fin o meta (que precede a toda actuación). Se contempla por tanto como individualmente determinado en la medida en que no se confronta con objetos, sino con objetivos o metas ajenas y de las que no puede contemplarse como autor. En los parágrafos 3 y 4 de su Grundlage des Naturrechts nach Principien der Wissenscbaftslehre (Fichte, WW III, p. 30-56) empieza Fichte por mostrar que el ser racional finito no puede atribuirse en el mundo sensible ninguna actividad libre, sin atribuírsela asimismo a otros sujetos. O dicho con otras palabras: sin admitir la existencia de otros seres racionales fuera de él. Y observa en segundo lugar, que el ser racional finito no puede admitir otros seres iguales a él, «sin ponerse a sí mismo como quien está con ellos en una determinada relación, que se llama relación jurídica». Sobre las huellas de Fichte desarrolló Schelling esta idea con mayor amplitud en System des transzendentalen Idealismus (Sammtliche Werke, edit. por K.F.A. Schelling, Stuttgart 1856-1861, 1/3, 538-557). Y la formula en la frase lapidaria de que la contemplación de la actuación de inteligencias ajenas fuera de mí es la «condición de mi propia autoconciencia», por cuanto yo no soy únicamente una conciencia que podría decirse sin fronteras ni determinaciones, sino ese sujeto concreto y determinado por todas partes (1/3, 545s) 2 1 . Ahora bien, la fórmula de un estar determinado de todas las maneras corresponde exactamente a la tradición escolástica, que había visto al individuum como ens omnímodo determinatum. Fichte, por lo demás, no hace diferencia alguna entre «individuo» y «persona», siendo ambos entidades empíricas, en contraste con el yo absoluto. Me gustaría comprobarlo ejemplarmente con un pasaje poco conocido de una 21. Esta deducción merece especial atención. Yo la lie expuesto e interpretado con amplitud en Der unendliche Mangel an Sein. Schellings Hegelkritik und die Anfänge der Marxseben Dialektik, Francfort del M. 1975, p. 94-102.

apostilla estudiantil a un curso de Fichte sobre la Wissenschaftslehre nova methodo (1798, edit, por Hans Jacob, en Fichtes Nacbgelassene Schriften, Berlín 1937, vol. 2, p. 583): «El yo determinado es espíritu puro, y así también lo determinable tiene que ser puramente espiritual. Ése es un ser racional fuera de mí. Así, la aparición del mío como individuum es algo genético. Como individualidad me genero a mí mismo, por cuanto que me entresaco de la masa de lo determinable, de la masa de la actividad racional. »En la epistemología impresa el yo puro ha de entenderse simplemente como una razón, distinta por completo de la yoidad personal. La relación entre ambos conceptos - l a razón sin más y la individualidadderiva únicamente del hecho de que el concepto de la última es producido mediante el desprendimiento de la masa de lo múltiple. A través de lo dicho hasta ahora hemos aclarado los puntos siguientes: »a) No es posible una autoconciencia sin una conciencia de la individualidad. »b) El deber o el imperativo categórico es un principio teórico. »En el estar determinado tenemos que pensar, además, un determinable; nos vemos por lo mismo empujados a admitir un mundo de seres racionales. Yo soy persona quiere decir: estoy limitado. Esa limitabilidad es el deber, y el consiguiente estar limitado es la individualidad.»

Fichte define la individualidad como «algo genético». Con lo cual quiere decir: algo concreto, que procede en derivación continuada del concepto de un universal sin más a través de una constante determinación. Un tal producto final de un proceso continuado de determinación es lo particular. Su ser no se contrapone al ser de lo universal, sino que más bien se da como su especificación. En eso se contrapone al individuo, al menos si la individualidad se define - a diferencia de Fichte- como algo único que no ha de derivarse continuamente de un universal (o cuya derivación supone la fuerza del juicio). Se comprende que la individualidad no represente ningún valor para Fichte, tal como él la define. Al no ser más que una fluencia de la inevitable limitación de la libertad infinita, el objetivo supremo de toda educación consiste en superar las barreras de la individualidad. Fichte habla in-

cluso del «rechazo incondicional de toda individualidad» en aras de la «igualdad» de todos en el «concepto de especie» (WW VII, p. 69): ésa es la meta de toda formación. Más vigorosa aún es la formulación siguiente: «El principio, el fin y el ser todo de /mi/ sistema apunta a que la individualidad olvidada teóricamente se niegue en la práctica» (WW I, 516s). Y ello porque «únicamente la razón es eterna, pero la individualidad tiene que morir de continuo» (o.c., p. 505). La posición analítica, entre cuyos defensores característicos cuento a Peter Strawson y a Ernst Tugendhat, señala justamente en la dirección contraria. Su propuesta de descender del yo (el pronombre nominalizado de primera persona singular) al «yo» (el pronombre no nominalizado, que en la oración hace de sujeto gramatical, queda por lo mismo no menos vinculada a la definición de «individuo» dada por Fichte y por Schelling. El individuo es la persona, identificable como tal, empírica: un ente en el espacio y el tiempo. En Individuáis, Peter Strawson ha defendido la tesis fuerte (recogida después por Tugendhat, entre otros) de que el discurso de identificación en general sólo puede tener sentido referida a cosas particulares en el espacio y el tiempo. Ha demostrado también que semejante identificación de cosas concretas espaciotemporales no se lleva a cabo sin el empleo de palabras indicativas (como pronombres demostrativos, expresiones deícticas, etc.), y no puede -según creía Leibniz- ser sustituida por descripciones completas con ayuda de términos generales (conceptos) sin un recurso directo o indirecto a palabras señalizadoras. El continuo espaciotiempo circunscribe un sistema unitario de conocimiento de cosas concretas, de las que nosotros entresacamos, mediante la identificación, una y como tal la diferenciamos de todas las demás. Esto se aplica también a nosotros, por cuanto que somos personas; es decir, entes de una determinada especie a los cuales pueden atribuirse tanto estados de conciencia como propiedades corporales (Individuáis,

Londres 1959; versión alemana: Einzelding und logisches Subjekt, Stuttgart 1972, p. 130). Un punto importante del capítulo «Personas», de Individuáis, es el de Strawson que, partiendo de esa posición teórica, niega que podamos referirnos a estados de conciencia identificándolos, sin antes haber identificado la persona a la que atribuimos esos estados de conciencia (o.c., p. 125). Con lo cual se le reconoce al objeto al que se refieren los pronombres personales (y entre ellos, de manera destacada, «yo») una posición de primer rango. Con la misma rotundidad excluye una alternativa clásica de las teorías modernas de la conciencia: primero, la posición de Descartes y de sus seguidores, para la cual los estados de conciencia pueden atribuirse con seguridad únicamente al sujeto de la conciencia y no al del cuerpo: y, segundo, la idea sostenida en los primeros tiempos del Círculo de Viena de que los predicados psíquicos (por ejemplo, las experiencias) pueden sí atribuirse a una cosa individual, el cuerpo, pero no ser «poseídos» o «tenidos» por un ego. El primer miembro de esa alternativa se niega con el argumento de que un tal sujeto trascendental de las experiencias en modo alguno podría identificarse ni tampoco diferenciarse de otros sujetos (todas experiencias existirían sólo para él; y si todas las vivencias de conciencia son «mías», no pertenecen a nadie, pues falta la posibilidad de distinguir el concepto de sujeto así entendido (o.c., p. 129, nota 1, 13ls), ya que toda identificación supone un entramado de espacio-tiempo y, con él, unas cualidades corporales. El segundo miembro de la alternativa en cuestión (Strawson la expone bajo el título de «Teoría del "no poseer"») queda refutado con la referencia a la contradicción interna que se da en el argumento: yo sólo puedo explicitar/decidir la realidad o no realidad de una vivencia en un cuerpo mediante giros que ya reclaman el pronombre personal «mí». Si las vivencias no afectasen a alguien que se autodesigna «yo», no afectarían a nadie. No pueden, además, identificarse como predicados vivenciales, inde-

pendientemente de esa referencia a alguien. Pues, como hemos visto, «estados y vivencias ... deben su identidad como cosas particulares a la identidad de la persona de la cual constituyen estados o vivencias» (o.c., p. 125). Si, pues, los predicados vivenciales adquieren la identidad que les es propia únicamente al arrimo de la identidad de la persona de la que se predican, hay que excluir que se pueda traspasar la posesión de unos predicados psíquicos, como afirmaron Wittgenstein y Schlick en una fase temprana de su reflexión filosófica; la premisa que aquí se discute es la de que sólo unas propiedades divisibles pueden ser objeto de posesión. Ahora bien, un poseer sin sujeto es una idea contradictoria, en cuya base ya no podría identificarse el sujeto-persona de los estados; con lo que los estados mismos en cuestión perderían a su vez sus señas de identidad. Se podría creer que con ello Strawson rechaza sin más la idea de que únicamente aquellas propiedades (o predicados) cuya posesión es traspasable lógicamente pueden ser poseídas por las sustancias (o sujetos gramaticales). Pero su idea es más bien la de que con el concepto de divisibilidad todavía no se identifica a la persona a la cual se atribuyen unas propiedades. Esas propiedades (estados de conciencia) que se asignan a una persona pueden por lo mismo predicarse de otra, sin que por ello pierdan su identidad semántica. La regla de uso de tales predicados no cambia cuando cambia el sujeto al que se le reconocen. Cabría hablar aquí del principio de la simetría semántica entre la asignación propia y la asignación ajena de los predicados de conciencia (cf. o.c., p. 127, 139s). La utilización del predicado «está enamorado» sigue siempre la misma regla, tanto si tal estado anímico lo predico de mí mismo como de cualquier otra persona (en el primer caso no tengo que recurrir a criterios de observación, porque lo experimento y siento directamente; en el segundo caso observo ese estado anímico sin experimentarlo).

«Nos encontramos aquí con una clase de predicados ... para cuyo significado es esencial el que un mismo individuo pueda atribuírselos a sí mismo y también a otros, aunque la autoadscripción descanse sobre una base distinta de la que se da en la observación del comportamiento, subyacente en la adscripción ajena. Lo cual no equivale a que tales predicados tengan dos tipos de significado. Para su peculiar tipo de significación es más bien esencial el que ambas posibilidades de atribución estén perfectamente en orden» (o.c., p. 141, nota 2).

Insisto en la nota de la simetría semántica (y en la forma asimétrica de acceso) de los estados de conciencia desde la perspectiva del «yo» y desde la perspectiva de «él». En el contexto inmediato sólo nos interesa la tesis de Strawson sobre la irreversibilidad y la originalidad del concepto de persona. La persona está en el punto de intersección del denominado mundo espiritual y corporal. Sólo en virtud de su participación en el continuo espacio-tiempo puede ser identificada, y sólo en virtud de esa posibilidad de identificación pueden «individualizarse» - e n el sentido de Strawson- unos estados de conciencia. Si el sujetopersona fuese puramente espiritual - c o m o el Cogito de Descartes-, cree Strawson que en modo alguno podría entenderse cómo tendríamos nosotros la posibilidad de llegar a la idea de una pluralidad de sujetos experienciales. O, dicho de otro modo, no se entiende por qué nosotros podemos identificar de forma distinta unos predicados que semánticamente son equivalentes y relacionar personas corporales distintas en el espacio y el tiempo (o.c., p. 130s). Por tanto, el concepto de persona es «lógicamente primario» respecto de la que Strawson llama «conciencia individual» (o.c., p. 133). El «descenso del Yo al "yo"», que Ernst Tugendhat recomienda en sus interpretaciones de análisis del lenguaje, contenidas en su obra Selbstbewusstsein und Selbstbestimmung (1979, p. 68, que en adelante citaremos SuS), es en muchos aspectos una idea fundamental de Strawson. También él sustituye el lenguaje del Yo (absoluto y puramente espiritual) por el pronombre de primera persona singular,

el cual - c o m o la misma nomenclatura gramatical indicase refiere a la persona. Esa persona es una entidad empírica (espacio-temporal), que desde luego se caracteriza esencialmente por la conciencia que posee de sí misma. Si, debido a la aclaración que Tugendhat nos proporciona acerca del empleo de la palabra deíctica «yo», no puede quedar ya duda alguna sobre quién (es decir, qué persona) se indica con el pronombre de primera persona singular (o, dicho de otro modo, con quién se identifica), para nada se toca en cambio la cuestión de la forma en que esa persona se es familiar a sí misma. Otro tanto cabe decir sobre el desplazamiento del problema de teoría del conocimiento, que Strawson realiza hacia un plano semántico. Pero a nosotros nos interesa especialmente la dimensión teòricocognitiva que, a cuanto me temo, queda absorbida más que clarificada por la dimensión semántica. Se sospecha que Tugendhat nos prescribe sobre todo una dieta, como es la que representa el descenso del Yo al «yo» (desde el sujeto absoluto al empírico); porque es del parecer que la escuela de Heidelberg es, por una parte, el último vástago de la teoría tradicional de la autoconciencia y, por otra, que esa teoría, en razón precisamente de su punto de partida que es el sujeto en general, se ve enredada en una serie de paradojas inextricables. El ataque a la escuela de Heidelberg obedece, pues, al motivo de demostrar que toda una tradición -cuyo «previsible punto final» representa dicha escuela- se encuentra en una vía equivocada (SuS, p, 51). En opinión de Tugendhat la tradición mencionada considera como irremediablemente paradójico el fenómeno de la autoconciencia. En el fondo, la escuela de Heidelberg se habría limitado a llevar al extremo la paradoja (egológica y no egológica) de Fichte y de Brentano, sin señalarnos una salida de la misma. En vez de cuestionar de raíz toda la tradición, que sólo es capaz de caracterizar el fenómeno con giros paradójicos, la escuela de Heidelberg habría adoptado tales giros, y en sus explicaciones habría llegado

a decir que el fenómeno se caracteriza por la estructura de la paradoja. En realidad, no existen fenómenos paradójicos, y una teoría que sólo es capaz de articularse en paradojas no haría más que señalar que se sirve de medios categoriales inadecuados a todas luces (o.c., p. 11). Pero eso no basta. En la medida en que la mentada escuela de Heidelberg ha presentado la estructura del fenómeno de nuestra familiaridad con nosotros mismos como la paradoja, a la vez inadmisible e inevitable, de un autocondicionamiento, ha conducido a «escamotear» el fenómeno en vez de explicar la lógica en la que el fenómeno se sustenta. Para probarlo se refiere Tugendhat sobre todo a la ya citada formulación de Ulrich Pothast, para quien pensar la conciencia sería «como un proceso totalmente "objetivo", en el sentido de que no aparece en el mismo ningún elemento de una autorreferencia cognoscitiva» (Pothast, o.c., p. 76). Dicha formulación, piensa Tugendhat, sólo mantiene la lealtad a la tradición en una consecuencia última de conducirla, con una exageración extrema, ad absurdum (SuS, p. 54, nota 2). Convencido de la imposibilidad de reducir la autoconciencia al juego de dos reflejos (es decir, a la relación), y no obstante sin una alternativa positiva a ese modelo, Henrich y Pothast simplemente habrían dejado de lado el fenómeno. En este sentido, bien puede Tugendhat calificar la teoría de la escuela de Heidelberg como un claro punto final de la tradición de ese modelo. A los ojos de Tugendhat la autoconciencia es sin duda una relación de conocimiento, pero no entre un Yo general y una representación objetiva(da) del mismo, sino entre una persona empírica (en el sentido de Strawson) y un estado de cosas psíquico, como el que una proposición reproduce lingüísticamente. En lugar de establecer que el único modelo del que dispone la tradición no explica la estructura de la autoconciencia, Tugendhat ataca ese modelo en sí como inadecuado, por cuanto derivado inconscientemente de la metáfora de la visión interna (el modelo ópti-

co): cual si un ojo-sujeto se considerase como objeto de su propia representación. El fracaso de tal modelo no invitaría en modo alguno a despachar el fenómeno como paradójico, sino más bien a romper resueltamente con él y a rechazar el modelo óptico como simplemente falso. ¿En qué consiste exactamente lo desacertado de ese modelo? Tugendhat quiere mostrárnoslo a través del rodeo de una reflexión a fondo sobre la estructura de las frases, en las que nosotros articulamos vivencias psíquicas. De hecho, las frases en las que se articulan «actos» intencionales o «vivencias» no constan de dos miembros, sino de tres: no expresan la relación de una intención con un objeto, sino con un estado de cosas. Mas un estado de cosas no es algo a lo que quepa referirse mediante expresiones nominales. En sí mismo es algo sintético, que consta al menos de dos elementos: en el caso más simple (que es el de la frase en singular), del objeto de un término singular y de su caracterización mediante un acto predicacional. Dicho de otra forma: un estado de cosas no es una cosa, sino el enjuiciamiento de una cosa mediante una predicación: «De A se dice que es b.» A ello responde la vieja insistencia aristotélica, refrendada por Heidegger, en la «estructura como si» o «estructura en cuanto» de todas las afirmaciones: «el ente en cuanto éste o aquél.» En realidad, nunca veo cosas - c o m o sugiere el modelo de intencionalidad-, sino siempre estados de cosas; es decir, cosas complejas o cosas que de inmediato están dotadas de propiedades. (Por ejemplo, no veo, como Husserl querría hacernos creer, primero el castillo de Heidelberg, y sólo con esa verdad sintetizo después la segunda verdad de que es rojo; por el contrario, la proposición con que se expresan los estados de cosas es el mínimo, tanto epistémico como semántico, de toda intención y lenguaje coherentes sobre objetos de las vivencias de conciencia.) Si esto es cierto, tengo que corregir mi lenguaje cuando digo que veo algo: yo no veo algo (entendiendo ese «algo» por un objeto), sino que veo que algo está de hecho en re-

lación con otro algo (para expresarlo con una expresión proposicional). Lo que la filosofía analítica del lenguaje denomina propositional attitude es la forma básica de toda conciencia intencional, y también de la autoconciencia. Y se me aplica igualmente a mí mismo el que, cuando reflexiono sobre mis estados interiores, lo hago de manera que «sé (o siento, o barrunto, o entiendo, etc.) que yo soy p», y no de manera que «contemplo mi sentir, pensar o entender». Tugendhat observa al respecto: «La prueba de que toda conciencia intencional es una conciencia proposicional otorga al programa lingüístico-analítico de una teoría oracional un valor histórico complementario: así como la cuestión de la ontología acerca del ente en cuanto ente desemboca en la cuestión de la inteligencia de la oración, así también la cuestión de la conciencia desemboca en la cuestión de la inteligencia oracional» (Vorlesungen zur Einführung in die sprachanalytische Pbilosopbie, 1976, p. 103).

En sus lecciones sobre Selbstbewusstsein und Selbstbestimmung vuelve Tugendhat sobre el tema. Y en la lección introductoria se refiere una vez más (en tono crítico) a Husserl, quien había descrito la autoconciencia en analogía con la conciencia que dirigimos a los objetos («vivencias intencionales», como las de percibir, saber, amar, odiar, desear, prestar atención, etc., vivencias por tanto que nuestro lenguaje construye con un acusativo de complemento directo). Ciertamente, por lo que respecta a la intencionalidad, Husserl había rechazado el crudo modelo de representación: la conciencia no proporciona algo así como un representante del objeto, sino que más bien lo «constituye» (e incluso esto con la reserva de no estipular nada sobre su existencia, sino simplemente algo sobre su esencia). Pero, en un sentido más profundo, no escapa Husserl al modelo de representación y sostiene el «estar orientado de la conciencia a ...» para la relación de un sujeto consciente a un objeto. Como modelo le sirve justamente la metáfora críticamente ilustrada de la visión, que cuenta a su vez con una vieja tradición occidental (noein,

theorein, eidenai, idea, etc., son expresiones que originariamente designaban una percepción o sensación sensible). Sin duda, el objeto de la conciencia es un estado de cosas, y por consiguiente algo complejo. Pero Husserl cree poder dar cuenta y razón de esa realidad al presentarlo como compuesto de actos sintéticos, por ejemplo, de síntesis de actos que constituyen el objeto mismo y a la vez su consistencia. Y así también la autoconciencia: según hemos visto, Husserl - a partir de Ideen- la considera la síntesis de un polo-vo invariante y de una cambiante multitud de vivencias conscientes ordenadas al mismo. En cualquiera de los casos debajo late el modelo de un representar o ver directo. Ahora bien, ese modelo contradice, en opinión de Tugendhat, el modo concreto como lingüísticamente se nos da la autoconciencia (SuS, p. 18). «Cuando consideramos unas relaciones conscientes como las de desear, pensar, saber, prestar atención, temer, comprobamos que su objeto - o complemento- gramatical no es nunca una expresión que designe un objeto habitual y corriente, un objeto espacio-temporal, sino que su objeto gramatical es siempre una oración nominalizada. No se pueden desear, saber, etc., objetos espacio-temporales; cuando se desea, etc., alguna cosa, se desea siempre que sea o haya sido en realidad; la expresión "yo sé" no se puede completar con expresiones como "la silla", "el señor X", sino con expresiones como "que hoy llueve" o "que esta silla es de color castaño", o también "que aquí hay una silla"» (o.c., p. 18s).

El «algo», pues, al que apuntan las expresiones de la conciencia intencional, no es un objeto, sino una frase reducida (una oración nominalizada) «de qucp (es una realidad)», como por ejemplo «que hoy está lloviendo», «que me siento bien», «que te contemplo enamorado», etc. Los objetos de este tipo (las frases condensadas) los designa Husserl «estados de cosas», mientras que los anglosajones hablan de «proposiciones», «y por ello en la filosofía inglesa se llaman vivencias intencionales aquellas cuyos objetos son proposiciones, propositional attitudes, es decir, actitudes frente a unas proposiciones» (o.c., p. 19).

Pues bien, en opinión de Tugendhat esto se aplica asimismo a aquellos actos intencionales que se tematizan a sí mismos (se hacen objeto de reflexión). El «algo» en la estructura de la «conciencia de algo» sería también una proposición reducida o nominalizada: «Tiene o implica la estructura conciencia de que p» (o.c., p. 21). Si, como Tugendhat sigue suponiendo, en la autoconciencia se trata de un saber, quiere decirse que también presenta la estructura de saber que p. De acuerdo con ello no se puede saber una vivencia, sino sólo que alguien (por ejemplo, yo mismo) se encuentra ahí. Con lo cual ya queda dicho que no se da un saber de una mismidad aislada (de un «yo»), sino sólo de un estado de cosas cognitivo, emocional o volitivo, que le es conocido a ese yo en forma de predicado, y cuya manera de ser la desvela el análisis del lenguaje como una entidad lingüística, o sea, justamente, como una proposición. En este sentido, está claro que la filosofía analítica del lenguaje acerca de la representación se opone apasionadamente a que se dé una conciencia no proposicional (y por lo mismo supralingüística) intencional con inclusión de la autoconciencia. (Esto no impide ciertamente que Tugendhat siga siendo tributario de Husserl al sostener que la autoconciencia es un caso especial de la conciencia intencional «que pone» algo; y por tanto la considera como un caso de reflexión, como objeto de un saber, con la única diferencia de que tal objeto ha de contar en adelante como una proposición, y no ya como un ser aislado.) Quien, como nosotros, está interesado sobre todo en la dimensión teòrico-cognitiva de la autoconciencia, propende verosímilmente en este punto a esta pregunta aclaratoria: la estructura de nuestro discurso sobre un objeto ¿implica asimismo que dicho objeto se estructure a su vez como nuestro discurso (estableciendo por tanto un isomorfismo entre referente y discurso)? Cualquiera que sea la estructura de una proposición, nunca pertenece al mundo espacio-temporal, ni tampoco a la vida psíquica, en el sentido en que los estados anímicos pueden llamarse rea-

les. Hasta aquí no hay motivo alguno para suponer que la forma de nuestras frases determine o se corresponda con la forma de la realidad sobre la que se expresa (aquélla no es espacio-temporal, ésta sí lo es) (cf. Ulrich Pothast, In assertorischen Sätzen wahrnehmen und in praktischen Sätzen überlegen, wie zu reagieren ist: en las frases asertivas percibimos, mientras que en las prácticas reflexionamos cómo hemos de reaccionar; recensión de Ernst Tugendhat: SuS, en «Philosophische Rundschau», XXVIII, cuad. 1/2, p. 26-43, espec. 36s). En seguida tendemos espontáneamente a exclamar: la crítica al modelo sujetoobjeto sin duda alguna es atinada por lo que a Husserl respecta, pero marra por completo su objetivo cuando se reserva a los representantes de la denominada escuela de Heidelberg. La primera objeción no la discute en ningún sitio Tugendhat; a la segunda replicaría que la escuela de Heidelberg sólo ha descrito de forma negativa la estructura de la autoconciencia: como un fenómeno paradójico, que se opone por completo al único modelo disponible, que es el modelo sujeto-objeto. Con ello no discute Tugendhat en manera alguna el principio de dicho modelo. Más bien se limita a corregirlo en un doble aspecto. Primero, interpreta el sujeto (de la conciencia) no como el sujeto de una conciencia kantiana en general, sino como una «persona material», que puede identificarse en virtud del criterio de su continuidad espacio-temporal {SuS, p. 77). Segundo, pone de relieve que el objeto de la autoconciencia no es el sujeto en sí mismo (objetivizado), sino el estado anímico en que se encuentra. Ahora bien, un estado psíquico en el cual se encuentra una persona es un estado de cosas, y la realidad lingüística correspondiente que es la proposición. El objeto de la autoconciencia no es, pues, el sí mismo, sino una proposición: «el yo pb», donde ph representa una proposición cuyo contenido es un hecho psíquico consciente (o un acontecimiento psíquico consciente, o un acto del mismo tipo):

que estoy enamorado, que estoy triste, que reflexiono sobre el problema de la autoconciencia, que preferiría vivir en otro sitio, etc. Así, pues, las frases en las cuales se expresa la autoconciencia son proposiciones incidentales o subordinadas, ordenándose a la estructura general de una frase enunciativa completa. De ese modo se realiza la intelección de cada afirmación fundamental de conformidad con dos reglas: la primera, que es la regla de identificación, fija el sujeto gramatical de la frase (y con ello la identidad de aquello a lo que señala el término singular, en nuestro caso «yo»). La segunda - l a regla de verificaciónnos pone en la mano unos criterios en virtud de los cuales podemos entender y hasta aplicar el predicado (aquí ph: que tengo dolores, que me abandono a sentimientos de añoranza, que me gustaría emprender una excursión a la montaña, que me atormenta el problema de la autoconciencia, etc.). Sin la contribución de ambas reglas no sería comprensible frase alguna, ni tampoco aquella en que se expresa la autoconciencia (que, como se ve, Tugendhat identifica con una reflexión sobre mis estados anímicos). Observo de paso que en las premisas de Tugendhat se deslizan incuestionablemente tres supuestos. El primero ya lo hemos mencionado: da por sentado un perfecto isomorfismo entre estructura del lenguaje y estructura de aquello sobre lo que se habla. (Se dan proposiciones que, a diferencia de los hechos, están libres de elementos espaciotemporales, pero ¿quién excluye que puedan señalarse otras diferencias importantes entre la estructura epistémica de la autoconciencia y las frases «yo ph»?) El segundo supuesto impugnable consiste en afirmar que toda conciencia (intencional) es proposicional. Esta afirmación es, por una parte, antiintuitiva en sumo grado (si amo a X, amo también implícitamente «el hecho de que yo soy ph»} Pero, ¿puedo enamorarme de una proposición? Si amo a X, ¿tengo que recorrer toda la cadena de cuanto se da de realidad en esa persona para estar seguro de mi

amor?) 2 2 ; pero, además, depende del supuesto no probado al que acabamos de referirnos y según el cual, cuando nos referimos a un objeto por medio de una proposición, tal objeto debe estar dispuesto como una proposición. (Sobre este problema véase Kevin Mulligan y Barry Smith, Traditional vs. Analytical Philosophy. Review/Discussion of Ernst Tugendbat: Traditional and Analytic Philosophy. Lectures on the Philosophy of Language, «Grazer Philosophische Studien» 21 [1984] 193-202.) El tercer supuesto que entra implícitamente en las premisas de Tugendhat está estrechamente ligado al segundo. Consiste en la negación de la hipótesis de que por «autoconciencia» haya que entender la conciencia, que a su vez consiste en dicha conciencia (o en su sujeto), y en la suposición de que ese sujeto de conciencia sólo pueda identificarse a una con su caracterización mediante un predicado ph. ¿Acaso se puede excluir realmente de forma categórica y a priori la posibilidad de preguntas coherentes que sólo afecten a la conciencia en general o a la identidad de la persona, sin que tengan que reducirse a los estados psíquicos? ¿No existe realmente ningún problema del estar familiarizado consigo, con independencia de la cuestión de la comunicabilidad intersubjetiva del acto por el que yo tengo conocimiento de esa familiaridad? (cf. Gianfranco Soldati, La conscience de soi a la lumiere de la philosophie analytique chez Ernst Tugendhat, Ginebra 1984, p. 223-238 [tesina]). Por el momento dejo sin respuesta estas tres preguntas, a fin de analizar en un primer paso los puntos fuertes de la crítica de Tugendhat a la que él designa posición de la escuela de Heidelberg (y con ella a toda la teoría tradicional de la autoconciencia). Es ciertamente lamentable el hecho de que Tugendhat atribuya a los representantes de dicha escuela, y sobre todo a Henrich, ciertos puntos de vista que, 22. Tugendhat ha recogido esta ¡dea en Probleme der Ethik, Stuttgart 1984, p. 159s. En la relación de amor a X, yo estoy referido al «otro como tal, y no en un determinado aspecto». Mi interés se centra en su «existencia», que no es una verdadera «propiedad».

con ocasión de Kant o de Fichte, discuten críticamente, a menudo rechazan y en cualquier caso no suscriben. Baste un ejemplo: en opinión de Tugendhat la teoría de Henrich choca sobre todo con dos dificultades fundamentales (SuS, p. 54). La primera derivaría del «entrelazamiento» (o.c., p. 58) de relación de conocimiento y relación de identidad. Tal estrechamiento sería absurdo e incomprensible, puesto que induce a suponer que en la fórmula «Yo = Yo» (por lo demás tautológica) el signo de igualdad tiene el sentido de «saber (que esa identidad existe)». De igualdad sólo puede saberse en una proposición; «el saber no puede deslizarse en la misma de ningún modo» (ibíd.). En realidad, Henrich defiende la idea de que en el estar familiarizado consigo no se verifica ninguna identificación y que tal familiaridad tampoco tiene el carácter de un saber. Es lógico por lo mismo desenganchar la posición atacada por Tugendhat de la que sostiene Henrich, y al Henrich apostrofado por Tugendhat tratarlo como a un autor ficticio del mismo nombre. Por el contrario, es seguro que Tugendhat mantiene muy bien la autoconciencia para el caso de un conocimiento así como para el objeto de una identificación. Sólo que querría mantener separados ambos actos (de saber e identificar). En la concepción de Tugendhat, eso es necesario para escapar al círculo siguiente: el yo -según se supone en principio- consiste en la identidad del conocedor y del conocido. Si quiero poner de manifiesto ese estado de cosas mediante una vuelta a mí mismo, necesitaría estar ya familiarizado conmigo para encontrarme realmente a mí mismo. Por otra parte, y siguiendo el modelo de la declaración, el yo sólo se constituye mediante ese acto de retorno (SuS, p. 62). En su crítica, Tugendhat no nos ofrece ninguna eliminación del círculo, intentando mostrar más bien que éste desaparece con un procedimiento conceptual más riguroso. El supuesto de una identidad entre conocedor y conocido sugiere una formulación al margen de la gramática de la existencia de un saber implícito en la autoconciencia: «Yo sé a yo (o a

mí)» es una frase que la gramática no admite. Y se deriva de un concepto del saber que Tugendhat rechaza categóricamente, remitiéndose a la estructura proposicional de todo saber. De la misma, y no de la relación de identidad (que apunta al lado contenidístico del saber), hay que partir, si se quiere entender adecuadamente el fenómeno. Así, pues, la autoconciencia no tiene la estructura de la frase «Yo sé a yo (o a mí)», sino la de «Yo sé que yo ph». Cabría esperar que el problema de la identidad, apenas desconectado de su contexto epistémico e inserto en un marco semántico, se replantease tan pronto como se formula la pregunta acerca del criterio que me permite identificar al «yo» de la oración principal con el «yo» de la oración subordinada. La frase entera «Yo sé que yo ph» utiliza de hecho dos veces la palabra deíctica «yo», cuya identidad representa justamente una de las principales preocupaciones de la teoría reflexiva sobre la autoconciencia. A los ojos de Tugendhat este problema pierde su virulencia tan pronto como se discute en el plano de una teoría de la oración. Y está persuadido de que, en ese nivel, a nadie se le puede ya ocurrir seguir manteniendo como una forma de saber la identidad que aquí se cuestiona. Que la teoría tradicional haya podido hacerlo se debe a un malentendido fundamental de todo el mecanismo de la identificación. Esta puede adoptar dos formas: la de «a = a» (la pura tautología con la que no se conoce nada nuevo que no se supiese antes) y la de «a = h». Sólo en el segundo caso adquiere la fórmula de identidad un valor cognoscitivo: aumenta mi saber de un modo real. Pero volvamos ahora al caso que se cuestiona, como es el de la identidad de ambos «yoes» en la frase «Yo sé que yo ph», y veremos que constituye una pura tautología. Por supuesto que un predicado que designa un estado psíquico nunca puede atribuirse más que a quien lo tiene. El dolor de muelas lleva necesariamente implícito para quien lo tiene que es él quien lo sufre. En el caso de la autoconciencia inmediata el segundo «yo» nunca puede sustituirse

por otro término. La identidad es ahí del tipo «a = a» o «yo = yo». Esta evidencia, sin embargo, no es válida en un contexto en que el predicado que se predica del sujeto de la oración no sustituye a un estado psíquico; por ejemplo, en oraciones del tipo: «Yo sé que he nacido en Wuppertal, que mido 1,84 m, que tengo estas o aquellas propiedades», etc. En este ejemplo se trata de una identificación auténtica del tipo «a = b», pues aquí el segundo «yo» se caracteriza en principio por un predicado que no es accesible directamente. Esta circunstancia permite, en la medida en que la descripción sea suficiente, sustituir el segundo «yo» por otro término, como podría ser el nombre propio cié la persona en cuestión. En ese instante nos topamos de hecho con una identidad entre términos semánticamente distintos, con lo que adquiere sentido el lenguaje acerca de un conocer o saber. Mas éste no era precisamente el caso en la autoadscripción de un predicado del campo significante de los estados psíquicos, donde la desigualdad entre el «yo» primero y el segundo representaba una imposibilidad lógica, pues no había que llevar a cabo ninguna identificación. Tugendhat llega así a la conclusión de que el fallo fundamental de la teoría reflexiva de la autoconciencia consiste en haber considerado la identidad tautológica (yo = yo) como una identidad con verdadero contenido semántico o relevante desde el punto de vista empíricocognitivo (yo = a) (SuS, p. 60s). La segunda dificultad con la que, en opinión de Henrich, tropiezan todas las teorías egológicas de la autoconciencia consiste, según la paráfrasis con que Tugendhat plantea el problema, en la cuestionabilidad del criterio que me permite decir de un objeto de mi representación que soy yo y ninguna otra persona o cosa (SuS, p. 70). Podría creerse que de nuevo se trata aquí de una simple identidad entre dos términos iguales, y por tanto de una tautología. Pero el problema se plantea de otro modo: ¿Cómo puedo yo saber que «yo = yo» sin haber supuesto de antemano la identidad del «yo sujeto» y del «yo objeto»?

Ahora bien, Tugendhat está convencido de que no existe ningún problema cognitivo relevante a propósito de la identidad en el proceso de la autoconciencia (y el que Henrich comparta ese punto de vista no impide a Tugendhat, según hemos visto ya, considerarlo como un competidor). En la formulación de Henrich el problema sólo puede surgir cuando se insiste en el modelo sujeto-objeto. La autoconciencia no es para Tugendhat la relación de un sujeto a un objeto, sino la de una persona a una proposición, es decir, a una realidad lingüística. La pregunta de si en la oración el «yo» primero designa el mismo objeto que el segundo se reduce así a la cuestión de la identidad de un objeto que es designado con dos términos distintos (uno u otro repetido dos veces, aunque sin conocer su identidad semántica). Y el problema se resuelve mediante una reflexión sobre la forma de empleo de la expresión deíctica «yo» (SuS, p. 70). Preguntamos por tanto: ¿Cuál es la manera específica de la identificación de una persona mediante la palabra «yo»? ¿Y en qué consiste la peculiaridad de esa palabra frente al sistema común de las expresiones deícticas (esto, aquello, etc.), al que pertenecen también, además de los pronombres personales (tú, él, ella, etc.), los indicadores de tiempo y lugar (aquí, allí, ahora, antes, hoy, mañana, etc.)? En su caracterización extremadamente escrupulosa de las expresiones deícticas Tugendhat empieza por señalar que para la gramática de las mismas es esencial que el objeto, indicado por alguna de ellas, pueda ser señalado en principio por otra expresión del mismo tipo, pero desde otro punto de vista. Lo que yo señalo como «esto» puede designarse desde otra perspectiva como «aquello». «Ayer» designa el mismo período de tiempo que «hoy», si lo digo mañana. Otro tanto cabe decir de los pronombres personales. La misma persona, que refiriéndose a sí misma dice «yo», puede ser interpelada por otra como «tú». Para ser filosóficamente relevante, la tesis debe desde luego presentarse con mayor fuerza: se impone demostrar que la palabra «yo» es imposible que pueda designar algo distinto de

lo que se designa con «tú» o con «él» (que pueden entrar en su lugar). Puesto que el empleo de una expresión deíctica depende de la situación del hablante, un cambio de esta última comporta de inmediato un cambio de la primera. Cuando, por ejemplo, me dirijo a determinada persona con el «tú», no sólo tengo conocimiento de ello, sino también y en forma directa de que esa misma persona puede dirigirse a sí misma con el «yo», y que un tercero asimismo presente puede designarla con el «él». No se trata aquí de un hecho empírico, sino de una constatación que descansa sobre un apriori gramatical. De todo ello se deriva que el significado de una expresión deíctica es esencialmente intersubjetivo. Consiste sin más en la permutabilidad de una expresión por otra de la misma clase, que se manifiesta en otra situación lingüística, aunque en perfecta correspondencia. De quien ha utilizado una expresión deíctica asegurando que a cualquier otra persona le resultaría imposible designar mediante otra expresión deíctica el mismo objeto, al que él se refiere en una vinculación sistemática con los otros, habría que decirle que no ha entendido en modo alguno el significado de la expresión por él utilizada. No puede hablarse por tanto de un acceso privilegiado a la «yoidad». Esta consef cuencia la fija Tugendhat mediante la fórmula de la sime1 tría semántico-veritativa entre quien se designa a sí mismo ! con el «yo» y otro que le designa con el «tú» o el «él/ella», significando ambos exactamente la misma persona empírica (SuS, p. 88s). Nos hallamos aquí de nuevo en el terreno de la semántica de Strawson. También para su solución del problema de la autoconciencia era característica, en efecto, la identificación del objeto designado mediante el «yo» con la. persona empírica. Una persona empírica puede ser objeto de observación directa, mientras que la función denotativa de un término en singular (incluido el pronombre de primera persona singular) sólo se despliega en una estructura compleja, como es la de la frase. Dicho con otras palabras: un

término singular sólo alcanza su objeto en la medida en que a su vez está perfectamente definido mediante unos predicados. Eso es lo que significa que la designación de un objeto mediante una expresión deíctica supone la posibilidad de caracterizar ese mismo objeto por medio de uno o varios de sus atributos. Tugendhat parece, por el contrario, querer fundamentar la identificación de una persona (designada mediante un pronombre) en la percepción inmediata como criterio último, «porque un objeto sólo puede ser percibido e identificado en tanto se le conoce como portador de determinados predicados de percepción» (SuS, p. 85, nota 1). Ello incluye: primero, el que la identificación del objeto sólo puede llevarse a cabo por vía empírica (¡un objeto simplemente pensado no estaría identificado!); y, segundo, que aquello que nosotros percibimos no es el objeto como tal, sino una o varias de sus propiedades, que nosotros le atribuimos mediante la predicación (Gianfranco Soldati, o.c., p. 252). Estas dos implicaciones resultan contraintuitivas en sumo grado. ¿Me planteo realmente la pregunta de qué cualidad de percepción me caracteriza siempre que empleo el término «yo»? Tugendhat (como ya antes Strawson) corrige ciertamente su formulación al conceder que, cuando sobre la base de una observación empírica me refiero mediante «esto» a un objeto intramundano, no cabe decir lo mismo respecto del «yo». Pero, de acuerdo con las premisas, ¿cómo puede darse una identidad sin una percepción directa? De hecho, yo no me identifico mediante el «yo», como tampoco me percibo. La entidad designada por el «yo - d i c e Tugendhat- no es observada ni percibida, pero se entiende como observable y perceptible» (SuS, p. 84), no desde la situación lingüística de un sujeto, sino desde la de otro. El objeto designado por el «yo» es necesariamente identificable, pues es parte del significado (y de la gramática) de esa expresión deíctica al remitir a la otra expresión deíctica, el «tú», cuyo empleo se funda en la percepción que permite identificar el objeto con el que

él se relaciona. Por consiguiente, el empleo del «yo» presupone - p o r motivos g r a m a t i c a l e s - la posibilidad en principio de que otro hablante observe una propiedad de la persona, que se relaciona con el «yo» sin observarse a sí misma. Pero, ¿no existen predicados para estados psíquicos de los que únicamente yo puedo tener conocimiento? Mi tristeza, por ejemplo ¿no sería una propiedad sensible (una cualidad «de sensación») y alcanzaría necesariamente su verificación desde una perspectiva que no es la de la primera persona? Esto es ni más ni menos lo que afirma Tugendhat, al decir que ni el «yo» se identifica ni el estado phi (mi tristeza) es percibido por quien lo tiene. Lo cual significa que mi tristeza sólo es perceptible desde la perspectiva de otro, desde cuya visión mi tristeza representa un predicado de percepción, que él puede atribuir con razón a la persona identificada mediante una percepción. Por lo demás, esa persona es la misma con la que yo me relaciono - s i n identificarla- mediante el «yo». Nosotros caracterizamos los objetos sintiéndolos (empfindend), dice más tarde Tugendhat (o.c., p. 113). No dice que los sintamos/percibamos como tales, sino «en tanto que percibimos sus propiedades sintiéndolas». Si mi tristeza es lo que me caracteriza, tiene que darse en mí una propiedad observable empíricamente (por ejemplo, en mi comportamiento), de la que otro pueda convencerse mediante una percepción, la cual le sirve como criterio único para decidir si es verdad que estoy triste. Tugendhat concluye que la confusión entre la perspectiva adoptada por otro y la mía propia - o , dicho de otro modo, entre la inutilidad de la autoidentificación y la verificación de mis propios estados pbi y la necesidad de su condición de identificables/verificables por parte del otro- originaría la segunda dificultad señalada por Henrich. Nadie discute la elegancia de esta solución del problema basada en la semántica. Pero, ¿se resuelven realmente con ella los problemas epistemológicos que plantea el fe-

nómeno de la autoconciencia? Eso es lo que en conclusión queremos analizar con algún mayor detenimiento, y reclamándonos a nuestras dudas sobre el isomorfismo entre estructura del lenguaje y de la conciencia. Hemos visto que Tugendhat se apoya en un criterio semántico - l a convertibilidad de las expresiones deícticas manteniendo la identidad de su referencia indicadora-, a fin de asegurar la intersubjetividad virtual del objeto designado con el «yo» y de los predicados phi que se le atribuyen conforme a verdad. Tugendhat se apresura a añadir que esa posible intersubjetividad es, «a su vez, una intersubjetividad necesaria», puesto que se deriva del significado de la palabra «yo». «Es necesario que pueda ser designado aquel al que yo me refiero con el "yo" y otros con el "él" - y después también con un nombre propio-» (SuS, p. 88).'

Ahora bien, eso tiene consecuencias para las oraciones «yo phi». Si un predicado, en efecto, conviene a una entidad, le conviene sin más, cualquiera que sea el término singular con que se la designe. Es la llamada ley de Leibniz, que se funda en el significado de «=»: si a = b, cada predicado que conviene a a le conviene también a b. De ello se sigue para las oraciones «yo phi»: Cuando yo la pronuncio, la oración «yo phi» es tan verdadera como la oración «él phi» cuando la pronuncia otro, que con tal «él» se refiere a mí (ibíd.).

Es justamente ese hecho el que Tugendhat denomina el principio de la (necesaria) simetría veritativa (o.c., p. 89). No habla simplemente de una simetría semántica, como la que se deriva del hecho de que «yo» y «él» necesariamente puedan designar la misma persona. Es algo más: una simetría de los valores de verdad que contienen las afirmaciones hechas en ambas situaciones lingüísticas. Hay que prestar atención al predicado veritativ. Sabemos que puede ser verdadera (o falsa) una oración enunciativa en su totali-

dad, pero nunca lo apuntado por un término singular, ni lo que yo doy a entender con un término singular (un «concepto» de Frege). La verdad de la frase «yo phi» sólo se impone cuando a la nominación (identificación de la persona) a la que me refiero hago seguir una caracterización predicativa cuya conveniencia al objeto afirmo. Podemos, pues, decir que se trata de un solo y mismo hecho (donde «hecho» sustituye a una oración enunciativa verdadera), que yo afirmo con «yo phi» y otro lo hace con «él phi». Si, por ejemplo, digo, «Yo tengo dolor de muelas», el otro puede recoger esa afirmación y decir «él tiene dolor de muelas». En tanto que se refiere a mí, está afirmando el mismo hecho (y por tanto el mismo estado de cosas verdadero) que yo. Ahora bien, no puede ser que lo que es verdadero (o lo que se estima como verdadero) lo sea sólo para uno. Por consiguiente, o es verdadera la circunstancia de que me duelen las muelas - y entonces la frase no tiene vigencia sólo para m í - o no lo es - y entonces ni es válida para mí ni para ningún otro-. La conciencia que tengo de mis denominados estados interiores constituye por tanto una verdad sólo a condición de que yo deje de lado la pretensión insensata de tener el único acceso a ese hecho: si «yo phi» es verdadero, cualquiera ha de tener el mismo acceso al hecho afirmado en dicha frase. La elegancia de esta reflexión lógico-semántica no impide, sin embargo, que nuestro problema, apenas resuelto, vuelva a plantearse en la perspectiva de la teoría del conocimiento (no lógico-semántica). Bajo el título de Asimetría epistemológica comenta Tugendhat al respecto: «Dado que la frase (con la que expreso mis estados phi) es verdadera exactamente en la medida en que lo es la otra (formulada desde la perspectiva "él"), hablaré de la (necesaria) asimetría veritativa. Ahora bien, aunque ambos hablantes se refieren al mismo estado de cosas, uno de ellos, el que se atribuye a sí mismo tal predicado, posee un conocimiento directo del tema, mientras que desde la perspectiva "él" ese mismo estado de cosas se establece a partir de la observación del otro - e n parte por su comportamiento y en parte por sus afirmaciones-. Existe,

pues, una asimetría epistémica. Los estados phi son conocidos de manera diferente por el afectado y por los otros, y ello ciertamente por motivos esenciales y no meramente contingentes» (SuS, p. 89).

El propio Tugendhat no deja de llamar nuestra atención sobre el carácter aparentemente «enigmático» de la sima que se abre entre la asimetría semántico-veritativa y la asimetría epistémica. Y se nos antoja enigmático, «porque, en general, existe una conexión estrecha entre 1) el significado de un predicado, 2) la condición de verdad de la oración correspondiente y 3) el modo en que establecemos que la oración es verdadera» (o.c., p. 89). Comprobamos, por ejemplo, la exactitud de la aserción «El castillo de Heidelberg es rojo» mediante el examen del lugar, sin que tal examen tenga absolutamente nada de privado. Por el contrario, la pertinencia de los predicados/?/?/ se verifica «de dos maneras fundamentalmente diferentes» (Tugendhat habla incluso de una «doble semántica» [o.c., p. 98, nota 2]), según que entren en oraciones «yo» o en oraciones «él». Y el propio Tugendhat se apresura a tranquilizar nuestra inquietud con la indicación de que se excluye a priori por motivos semántico-veritativos el que tal cambio de perspectiva pueda tener consecuencias para una diferencia de significado de las expresiones utilizadas. «Pero que tengan un significado diferente queda excluido por la asimetría veritativa de tales oraciones. Se impone por ello la presunción siguiente: así como el empleo de la palabra "yo" lleva siempre implícito el que esa misma persona a la que yo me refiero con tal palabra puede ser designada por otro como "él" - y a la inversa "él" remite a "yo"-, en el empleo de un predicado phi desde la perspectiva "yo" debería ir implícito el-empleo de tal predicado desde la perspectiva "él", y a la inversa. De ese modo quedaría asegurado el significado unitario del predicado phi» (o.c., p. 89s).

El primer filósofo, agrega Tugendhat, que se habría referido a esa posición sería Wittgenstein. ¿Es esto correcto? Antes de intentar responder a esta pregunta me gustaría hacer una reflexión general. Se refiere

a la empresa de Tugendhat en su conjunto en torno a la desconstrucción formal y semántica del acceso a partir de una teoria de la conciencia al fenòmeno de la autoconciencia. De hecho, es sobre todo el interés por la posible íntersubjetividad de nuestros conocimientos lo que hace que Tugendhat otorgue tanto valor a la simetría semánticoveritativa de las afirmaciones con predicados phi desde la perspectiva «él» y desde la perspectiva «yo». Ahora bien, ese interés no tiene precisamente una motivación teòricocognitiva. Es evidente que, cuando yo tiendo a superar la identidad semántica entre predicados phi no puedo otorgar un peso muy alto a los diferentes puntos de vista epistémicos desde los que se asignan tales predicados. Pero ésa es una formulación condicional («si... entonces...»). Articula una necesidad pragmática, que ha de satisfacerse de cara a una determinada meta teórica. En ese sentido le corresponde el status de postulado. Y un postulado no dice lo que es una realidad, sino lo que esa realidad tiene que ser para que pueda aparecer fundamentada una determinada hipótesis teórica. Confundir un postulado con un hecho equivaldría a caer en el dogmatismo. De hecho, todavía no está epistémicamente demostrado que la identidad semántico-veritativa como apriori gramatical de una intersubjetividad posible resulte accesible por ambos lados de la relación comunicacional. ¿Cómo sería posible imaginar desde la perspectiva «él» una «implicación» de mi estado psíquico, como dice Tugendhat, si mi estado en virtud de la asimetría epistémica simplemente no puede ser «conocido» o concienciado desde la perspectiva «él»? Ciertamente que debe poder saberse, en la medida en que no se debe violar la ley de Leibniz, la cual vela por la identidad numérica de los referentes de las proposiciones enunciadas desde las dos perspectivas de los hablantes. Pero ¿es ésa una exigencia puramente semántica, que ha de cumplirse desde una perspectiva teòrico-cognitiva? Hay que decir, primero, que la verdad de la frase «yo phi»

sólo puede darse a una con la verdad de la frase «él phi» (expresada desde la perspectiva «él»). Y, segundo, hay que mostrar cómo ambos sujetos pueden convencerse de esa verdad, independientemente de la asimetría de sus dos posiciones de conciencia. ¿Qué sería una verdad de la que no se sabe y de la que ni siquiera puede establecerse cómo la entienden (interpretan) distintos sujetos epistémicos? Ni siquiera el hecho de una avenencia «afortunada» sobre el contenido de una proposición (por lo demás, ¿por dónde discurre el margen entre las comunicaciones logradas y las que fracasan?) garantiza en modo alguno la igualdad de sentido entre lo que yo expreso y lo que expresas tú. El logro de la avenencia o concordia se mide por un criterio meramente pragmático: el hecho de que los sujetos que se comunican prefieran el diálogo a la ruptura del mismo. La identidad de los mensajes intercambiados sigue siendo un puro supuesto, puesto que desde ninguno de los dos lados puede controlarse de manera adecuada. Ahora bien, esa falta de intersubjetividad controlable - y por tanto de verd a d - puede suplirla la comunicación funcional entre dos personas; y eso lo logra también en general la realidad de la vida práctica. Desde luego, quien admite el supuesto de una identidad semántica, que imponen motivos de índole práctica, dándole ya un carácter veritativo, afirma más de lo que puede probar. Finalmente, el campo de la avenencia interhumana es un proceso de incesantes transformaciones de sentido y de nuevas esquematizaciones del mundo. Pero éstas no pueden explicarse a la luz del supuesto de una intersubjetividad veritativa adecuada. En el curso de la historia de la comunicación se dan más bien, justamente a causa de la asimetría epistémica, desplazamientos de significado (y progresos en el conocimiento), y es que ningún intercambio de pareceres acerca de un tema determinado alcanza la verdad en sí con una representación adecuada, y por ende la aclaración transcomunicacional completa sobre lo que «hay efectivamente» en este o en aquel estado de cosas (sea psíquico o no).

Más grave, sin embargo, es la objeción de fondo de que, mientras se insista en que la verdad es una función de la conciencia de la misma (y del dar cuenta de la misma, que soy capaz de llevar a cabo con vistas a demostrar su afirmación), hay que seguir considerando como no probado si la simetría semántico-veritativa es más que una idea reguladora o si ha de tenerse más bien como un principio constitutivo de una intersubjetividad veritativa. Personalmente me parece que Tugendhat pasa sin más por alto el cometido de probar la accesibilidad epistémica de la simetría semántica con la tesis, que pasa repentinamente del condicional al indicativo, de que la situación sería distinta si ya no se pudiera predecir en modo alguno la verdad de las oraciones de autoconciencia (lo que supone un modelo de comunicación extraordinariamente rígido, anterior a Schleiermacher y prehermenéutico). Resulta simplemente absurdo creer que la avenencia sobre el mundo o la mismidad supone la uniformidad de unas reglas grama[ ticales y la homogeneidad de nuestras representaciones esquematizadas lingüísticamente (en este caso podría suspenderse una comunicación intersubjetiva en favor de un monólogo de la gramática consigo misma: deberían excluirse a priori nuevas visiones del mundo - y con ellas una pluralidad de individuos hablantes, cada uno de los cuales tiene su visión específica- como infractoras del postulado de la simetría semántica; volveré sobre ello). ¡Como si fuera de la conciencia tuviéramos acceso a verdades que se nos desvelan como tales, sobre todo si, como hace Tugendhat, suponemos un conocimiento inmediato de las mismas! (¿Cómo podría ser accesible a un sujeto consciente con una adecuación apodíctica - y «directamente» no puede tener un sentido distinto en la discusión de la autoconciencia- algo que es resultado de un consenso intersubjetivo?) Pero hay otros motivos para recibir con escepticismo la tentativa de Tugendhat por introducir subrepticiamente el planteamiento teórico en torno a la conciencia.

Para empezar, me parece que Tugendhat en modo alguno escapa al modelo sujeto-objeto de la autoconciencia, por él públicamente denigrado. Aunque en la primera tentativa de una definición de la conciencia (SuS, p. 13), y supuestamente con Husserl, acentúa la inmediatez del conocimiento en el que debe consistir la autoconciencia (¿cómo podría una conciencia ser a la vez inmediata y tener el status epistémico de un saber, que siempre es conceptual y se transmite a través de unas operaciones racionales y reflexivas?), la describe sin embargo como la relación de un estado phi (entendido como unidad de conciencia). Se trata aquí de la relación de un saber con un objeto distinto (semánticamente) de él; con la única diferencia, respecto del modelo tradicional de reflexión, de que ese objeto es una proposición (Tugendhat habla de la «relación con una proposición» [o.c., p. 21, nota 2]). Así, en la fórmula clásica de intencionalidad «conciencia de algo» (una fórmula que designa el conocimiento, la conciencia que pone y establece un objeto distinto de ella) el «algo» ya no se interpreta en el sentido de un objeto único o simple, sino en la acepción de un estado de cosas. Además de eso, la fórmula designa el caso clásico de una autorreflexión, y ciertamente con la absurda implicación de que el objeto reflexionado no es igual en todos los aspectos al sujeto reflexionante. Tugendhat supone asimismo que el objeto proposicional de la autorrelación esciente no tiene necesariamente que ser conocido de la conciencia (o.c., p. 21, nota 2). La vivencia, a la que yo me refiero en forma de un saber (que yo phi), tiene que haber sido conocida antes de esa atención conocedora («que evidentemente tampoco es conocida de una manera necesaria ... Hay vivencias que no son intencionales, y hay relaciones intencionales que no se viven [y de las que por lo mismo no se tiene conciencia]» [o.c., p. 21, nota 2]). Con esta distinción cree Tugendhat poder escapar al círculo reflexivo de la autoconciencia (o.c., p. 25, nota 2). Piensa que el regreso in infinitum no se da, «si ahora nos

recordamos de que las relaciones intencionales no necesitan ser conscientes». Tugendhat las designa «"preconscientes", para utilizar el lenguaje de Freud» (ibíd.). Una objeción: Si no necesitan ser conscientes: primero, la autoconciencia ya no es necesariamente inmediata (lo que Tugendhat admite), sino sólo mediata, pues se define por la relación a una proposición; segundo, falta un criterio para la autoatribución de estados phi, pues hay que suponer para los mismos que primero son inconscientes y sólo después pueden conocerse. Conocemos ya la crítica que se ha hecho a esta constelación teórica: para recordarme que yo era el mismo que ahora justamente anda sumido por completo en unas ideas que quiere consignar por escrito, ya entonces debería haber tenido conciencia de ello. Esa conciencia debería además serme familiar, pues, de lo contrario, no podría en el tiempo posterior volver a lo que siempre puedo seguir llamando mío. Simplemente no existe una conciencia latente o virtual. La conciencia o es conciencia en todas sus fases y modos de ser, o no se da. A este respecto tiene que haber un vínculo de identidad entre los diferentes instantes de conciencia. Tugendhat parece creer que el único problema de identidad que se plantea en este contexto es el problema de la identidad entre quien sabe y el sujeto en la proposición phi («que yo phi»), Pero el verdadero problema, tal como lo formula Henrich, por ejemplo, no está en absoluto ahí. En la fórmula por la que Tugendhat se orienta («yo sé que yo phi») se verifica además otra repetición de expresiones, que no se reduce a la de los deícticos familiares: pienso en la iteración de los verbos, que suplen a los estados de conocimiento o de conciencia: Yo sé que yo phi. Entre el saber expresado en la oración principal y la vivencia consciente, de la que se habla en la oración subordinada, media asimismo un continuum de familiaridad. Pues, así como tengo conciencia de mí, no sólo me aseguro de mi identidad personal (como de un objeto espacio-temporal), sino que simultáneamente me familiarizo con el hecho de que el sa-

ber se inserta en la única dimensión de conciencia, a la que pertenece la vivencia consciente (reflexionada, recordada). De otro modo no se daría ningún caso de ¿t«íorreflexión de una vivencia/?/?/. Tugendhat reduce de hecho el problema de la identidad de la autoconciencia en la tradición del behaviorismo lingüístico-filosófico al problema de la identificación de un objeto en el espacio y el tiempo: el objeto al que se refiere el demostrativo «yo» (SuS, p. 76 y 79). Ese objeto lo designa «persona», como hace Strawson. Concede ciertamente que las personas no se identifican a sí mismas desde la perspectiva «yo», pero se piensan como identificables (por los otros) (o.c., p. 84). Así no se daría ningún avance de mi estar familiarizado conmigo frente al conocimiento que otros adquieren (o poseen) de mí. Mas como ese conocimiento descansa por entero sobre una base de observación (de percepción sensible: sólo ella permite una identificación en el espacio y en el tiempo), una vez más se vuelve aquí al modelo de percepción, que reduce la con-, ciencia a la percepción de un objeto. La autoconciencia, dice Tugendhat, es un «saber empírico» (y agrega: un «saber no inductivo ..., que no se funda en una percepción o en algo análogo» [o.c., p. 135]). Mas ¿qué vendría a ser un saber empírico y a la vez no perceptivo? «Nos parece que Tugendhat ha demostrado con argumentos bastante convincentes que la ausencia de un proceso de conocimiento de tipo inductivo y empírico no obliga necesariamente a negar cualquier forma de saber en la conciencia de sí; le quedaría aún por mostrar cómo concibe con mayor precisión ese saber, que él califica de inmediato. Al decir que se trata de un saber empírico quiere desmarcarse a todas luces de la concepción idealista de la "visión intelectual", por la que nunca ha dejado de manifestar su aversión. Y al agregar que no es inductivo y que no descansa en una percepción, nos obliga, sin embargo, a hacer un ejercicio de contorsión intelectual, que merecería algunas instrucciones adicionales. No parece que Tugendhat nos las haya dado» (Gianfranco Soldati, o.c., p. 269s).

EMPLEO SUBJETIVO Y OBJETIVO DEL «YO» Hemos visto que la ley de la simetría veritativa (la cual implica a su vez la de la identidad semántica) supone una transferibilidad total y completa de lo expresado desde la perspectiva «yo» a lo que expresa la perspectiva «él». Esa transferibilidad remite mi autoconciencia a un hecho observable por cualquier otro, y sólo en el espacio y el tiempo puede «observarse» lo perceptible. Si en el interior de la conciencia algún elemento contradijese a esa transferibilidad a un dato de observación, se vería perjudicado el principio de la simetría semántico-veritativa. Lo cual no significa naturalmente que la autoconciencia se reduzca sin más a la autoobservación del propio comportamiento; pero sí que me refiero a mis estados psíquicos como a entidades de las cuales ha de excluirse que contradigan la observación hecha por alguna otra persona. ¿Es esto cierto? ¿Y lleva razón Tugendhat al reclamarse a Wittgenstein como a su fiador (SuS, p. 90ss)? En el curso de su biografía intelectual Wittgenstein defendió de hecho posiciones no siempre compatibles entre sí. En The Bine Book, por ejemplo, había combatido resueltamente que aquello con lo que me relaciono mediante el «yo» pudiera sustituirse por una descripción - p o r completa que pudiera s e r - mediante predicados de experiencia tomados del campo de la conducta (observable físicamente) (Werkausgahe, vol. 5, 1984, p. 116):

El núcleo de nuestra frase, de que aquello que sufre dolores o ve o piensa es de naturaleza espiritual, está simplemente en que la palabra «yo» en la oración «Yo tengo dolores» no designa ningún cuerpo determinado, pues no podemos sustituir el «yo» por una determinada descripción de un cuerpo.

Asimismo en The Blue Book nos propone Wittgenstein una distinción entre dos formas de empleo de la palabra «yo» o «mío»: el «empleo objetivo» y el «empleo subjetivo» (use as ohject, use as suhject, l.c., p. 106). Ejemplos del primer tipo serían: «Mi brazo está roto», «Yo he crecido diez centímetros», «Yo tengo un chichón en la frente», «El viento agita mis cabellos». Ejemplos del segundo empleo, el «subjetivo», de «yo» o de «mío» serían, en cambio: «Yo veo esto o aquello», «Yo escucho esto o lo de más allá», «Yo intento levantar el brazo», «Yo creo que mañana lloverá», «Yo tengo un dolor de muelas». Lo característico de la primera serie de ejemplos está en la relación que todos los predicados atribuidos al yo tienen con el cuerpo o con propiedades que tienen que ver con el cuerpo como un objeto intramundano. Cualquier ente puede identificarse según ciertos procedimientos y toda auténtica identificación puede prosperar o fracasar. De hecho cabe - a l menos en la medida en que se es filósofo y se está habituado al sinsentido de las frases de los ejemplosrepresentarse la situación (tal vez a consecuencia de un accidente de esquí), en la cual mi brazo ensangrentado en una ambulancia escapa en parte a mi vista y al descansar junto a otro se me aparece como el de otra persona. Por lo que hace al chichón en mi frente, está claro que no tengo por qué saber nada de él mientras no disponga de un espejo. Por el contrario, no puedo engañarme acerca de los dolores que me proporcionan mi cabeza o mi brazo herido, y asimismo tampoco podría querer levantar el brazo sin saberlo. Y esto se aplica incluso al caso en que yo me engañase sobre el objeto de mi conciencia, como si, por ejemplo, creyese que levanto mi brazo sin hacerlo en realidad: aquí la incuestionable certeza no se extiende (necesariamente) a

la acción realizada, sino a la conciencia que se da respecto de la misma (cf. Sidney Shoemaker, Self-reference and Self-awareness, «The Journal of Philosophy» LXV, 19 [3 octubre 1968] 556s). Esencial para el uso subjetivo del «yo» o del «mío» es, pues, la imposibilidad de un error de identificación respecto del objeto al que se refieren los pronombres de la primera persona singular. Si cada acción identificatoria está expuesta en principio a la posibilidad de error, y si además esa posibilidad de error queda categóricamente excluida en el caso de la autorreferencia, hay motivo para concluir que el empleo subjetivo no realiza ningún proceso de identificación. Lo cual no significa naturalmente que «yo» no haga relación a nada. (La prueba de lo contrario es fácil de aducir: Quien dice «Yo tengo dolor de muelas» no dice «Nadie tiene dolor de muelas» [cf. o.c., p. 555, nota 1].) Más bien es precisamente esa falta de la necesidad de identificación la que asegura la autorreferencia de cualquier error referencial. «Aquí, como recalca el "argumento del Cogito" de Descartes, no existe tal posibilidad de error de referencia (possibility of failure of reference) en el empleo de la palabra "Yo"» (o.c., p. 559, nota 2). A primera vista la tesis, establecida por Wittgenstein y notablemente explicitada por Sidney Shoemaker, aunque no idéntica con la sostenida por Tugendhat, sí puede concillarse con ella. Sólo que el recurso a la ley de Leibniz obliga a este último a insistir en la condición de que un estado phi percibido por mí debe poder traducirse a una observación de comportamiento por parte de otro. Wittgenstein, por el contrario, niega esa convertibilidad de ambas perspectivas con la prueba de que la frase / feel pains («Yo siento dolores») no sólo no puede sustituirse desde la1 perspectiva «yo», sino que, en principio, tampoco es posible hacerlo mediante una descripción corporal ( T h e Blue Book, p. 116). Dicho de otro modo: ninguna descripción de una sensación, por completa que sea, puede enseñarme que es una sensación mía.

La razón es sencilla: toda descripción se apoya en una observación y toda observación descansa en una percepción (sensible), por medio de la cual percibo un objeto. Ahora bien, en modo alguno identifico al yo por el «yo», ni tampoco lo observo. Si mi estar familiarizado conmigo fuese el resultado de una autoidentificación, la evidencia cartesiana aneja a la misma sólo podría descansar a su vez en una familiaridad anterior a esa identificación. Dicha familiaridad podría a su vez descansar en una identificación precedente, pero la hipótesis de que todo proceso de autoconciencia dependa de una identificación conduce al consabido círculo (Shoemaker, o.c., p. 561). Además, si la autoconciencia descansase en una autoidentificación, en principio debería ser posible una identificación deficiente, lo cual se excluye categóricamente en el empleo subjetivo del «yo». En este sentido vale de hecho el principio de que «yo» no significa ningún objeto, ni para mí ni para ningún otro, sino un ente cuya manera de ser es la subjetividad. En el empleo subjetivo del «yo» la subjetividad nunca viene dada perceptivamente como objeto, por ejemplo, como un cuerpo o un miembro corporal (o.c., p. 562). Tampoco esto cambia en nada la observación de que muchas lenguas - c o m o el inglés y el alemán- utilizan verbos de la esfera semántica de la percepción sensible para designar la conciencia de estados psíquicos. Por ejemplo: «I feel pains», «Ich empfinde Schmerzen» («siento/percibo dolores»).-Tales expresiones son sinónimos de «tener» y no sugieren en ninguno de los casos que se dé una percepción sensible del sentimiento, de la percepción (o.c., p. 564). Si la familiaridad consigo no hay que fundamentarla en el modelo de la percepción sensible, parece seguirse que el empleo subjetivo del pronombre de primera persona de singular es más fundamental que el empleo objetivo; más aún - y ésta es la tesis vigorosa de Sidney Shoemaker, que continúa mereciendo toda la atención-, que el empleo subjetivo es básico para el empleo objetivo de «yo» o de «mí».

Para ilustrar esta tesis adopta Shoemaker un lenguaje primitivo, que conoce sin duda los pronombres de primera persona y los predicados M, mas no los predicados P. Por predicado M entendía Strawson (y entiende Shoemaker) un predicado que no incluye conciencia alguna por parte de aquel al que se atribuye; por ejemplo: «descansa en la tumbona», «pesa 74 kg», «se encuentra en el salón», etc. En líneas generales los predicacos M enmarcan, pues, el use as object, el empleo como objeto, del «yo» o del «mí». Por predicados P entiende Shoemaker aquellos otros predicados cuyo empleo correcto incluye lógicamente el conocimiento de su pertenencia a mí («each of which can be known to be instantiated in such a way that knowing it to be instantiated in that way is knowing it to be instantiated in oneself» [o.c., p. 565]). Así, pues, los predicados P son aquellos que pueden aparecer en el empleo subjetivo del «yo» o del «mí». Supongamos que el susodicho lenguaje no conoce ninguno de tales predicados. Un hablante del mismo tendría por lo tanto que aprender a atribuirse predicados, como quien is facing the table (lo cual puede significar tanto «se encuentra frente a la mesa» como «contempla la mesa»); y ese proceso de aprendizaje consistirá en distinguir los casos en los que is facing the table no incluye ninguna autoconciencia del estado de cosas de aquellos otros en los que el mismo giro significa sees a table in the center of one's field of vision («ve una mesa en el centro del propio campo de visión» - y tendrá que aprender también cuándo son atribuibles a una persona los predicados M y cuándo los predicados P-. Ahora bien, cuando nuestro imaginario native speaker aprenda a dominar esa distinción, no se ve motivo alguno para denegarle la capacidad de autoatribuirse los predicados P. Esta es la conclusión que saca Shoemaker: «Creo que podemos decir que quienquiera que. puede atribuirse cualquier tipo de predicado demuestra que, potencialmente, es capaz de autoadscribirse algunos predicados P; y que si al presente es incapaz

de hacerlo, ello se debe simplemente a su falta de vocabulario o de reserva de conceptos, falta que puede corregirse» (o.c., p. 566).

Tan sorprendente como clara resulta la proximidad a la tesis de Fichte, según la cual toda conciencia de algo supone la autoconciencia. Shoemaker la describe en estos términos: Quien siempre sabe utilizar correctamente expresiones referenciales, como «esto así y así», muestra que potencialmente está en condiciones de atribuirse a sí mismo predicados P de la forma «apercibido así y así» (o.c., p. 566s). Esto puede también ilustrarse de una manera directa. Supongamos que me atribuyo un predicado M y digo: eso me designa - e s decir, a mi cuerpo o una parte del mismo-. Si alguien me pide una explicación de lo que entiendo por «mi cuerpo», podría responderle de este modo: «Mi cuerpo es el cuerpo con cuyos ojos veo el mundo, con cuya boca hablo y sobre el que una presión produce en mí un sentimiento de presión, etc.» Pues bien, todos los empleos de pronombres de primera persona, que se ofrecen en esa explicación para aclarar lo que yo entiendo al utilizar la expresión «mi cuerpo», y todos los cuales miran a ilustrar el «uso objetivo» del pronombre de primera persona singular (en la autoadscripción de los predicados AI), todos esos empleos son a su vez empleos del «yo» como sujeto. Se demuestra con ello que el uso objetivo de esos pronombres personales se funda en el empleo subjetivo de los mismos (o, para decirlo con palabras de Shoemaker, se demuestra que cada autoatribución de un predicado M supone la capacidad de autoasignarse un predicado P). También cabría decirlo en una formulación de Fichte: la facultad de atribuirme a mí mismo como mío un acontecimiento espacio-temporal, que en sí no supone ninguna autoconciencia, sí supone, cual condición de su posibilidad, la pura familiaridad subjetiva de la conciencia consigo misma. «Todos estos usos del "yo" que aparecen en esa explicación de lo que significa la expresión "mi cuerpo", y que a su vez pueden emplearse para explicar el uso "como objeto" de los pronombres de primera

persona en ia autoadscripción de los predicados M, son también usos "como sujeto". Para decirlo de otro modo, los predicados M son míos en virtud de una cierta conexión con los predicados P, que son míos» (o.c., p. 567, nota 2).

Así, la referencia a cualquier objeto (corno perteneciente a mí) supone una autoconciencia en virtud del empleo subjetivo de «yo», «mío» o «para mí». El sistema de referencia de cada persona tiene a esta persona como último punto de partida de la orientación del mundo («each person's system of reference has that person himself as its anchoring point» [o.c., p. 567, nota 3]). Con ello escapamos a un reduccionismo radical, que vincula el discurso de la conciencia a las observaciones, las cuales pueden describirse en un lenguaje puramente objetivo behaviorista. La persona, por tanto, no es una entidad puramente espacio-temporal, a la cual salva veritate se le podrían atribuir predicados psíquicos, sin tener en cuenta los cambios de perspectiva del hablante. Por el contrario, la perspectiva «él» sólo cuenta bajo la condición de que la personalidad de dos individuos que se interrelacionan en un contexto conversacional la hayan hecho antes creíble ambos interlocutores mediante una familiaridad consigo mismos. Y semejante familiaridad sólo se da a entender de un modo auténtico en el empleo subjetivo del «yo», sin que pueda ser sustituida por ninguna mirada exterior.

PERSONA Y MÓNADA El propio Sidney Shoemaker ha advertido contra el peligro de explotar metafíisicamente la tesis de la prioridad del empleo subjetivo respecto del empleo objetivo, por ejemplo, en favor de un esplritualismo de la subjetividad. Si hay que decir que los estados corporales sólo pueden llamarse «míos» en forma derivada (derivately), en el sentido de que existen estados corporales que sólo adquieren la propiedad de pertenencia, de «lo mío», mediante la vinculación con determinados estados psíquicos, de ello no se sigue que sólo sea sostenible una perspectiva idealista de la sustancia de la «yoidad». Shoemaker lace hincapié en que el discurso del carácter derivado de la pertenencia del cuerpo al yo «únicamente tiene sentido en una descripción determinada», a saber, como sujeto de predicados M, mientras que «ha de considerarse mío en sentido no derivado» bajo otra descripción, por ejemplo, la familiaridad inmediata conmigo mismo cual sujeto de mis pensamientos y experiencias (o.c., p. 567, nota 9). Sin embargo, me parece que, a partir de la independencia y originalidad de la familiaridad no identificadora con la mismidad, se deriva el hecho de que la reducción de la subjetividad a una entidad espacio-temporal, que en prin-

eipio debe poder identificarse, resulta precipitada, si no insostenible 23 . Por el contrario, yo querría presentar y examinar la hipótesis de que las personas no se individualizan por el camino de la identificación, y que la identidad en modo alguno es un definiens de la individualidad. Esto hace necesaria una distinción definitoria de los conceptos «persona» e «individuo». Una tal distinción no se da ni en el idealismo ni tampoco en Strawson o en Tugendhat. La persona (de necesidad definida en forma empírica) es el único ser que lo es destacándose de todos sus iguales, en virtud de su identidad, y cabe hablar de la misma al igual que de un individuo. La definición que Strawson da de «persona» (y su tesis sobre la originalidad de ese concepto) señala que significa un «tipo de entidades de tal índole que al mismo individuo de ese tipo se le pueden atribuir tanto unos estados de conciencia como unas propiedades corporales, una situación física, etc.» (Individuáis, p. 130). Ahí aparece «individuo» simplemente como sinónimo en lugar de «persona». El 23. Más tarde Shoemaker declaró compatible con la posición de un materialismo funcional su tesis, según la cual todo autoconocimiento (identificación) que se apoya en una percepción descansa en un autoconocimiento no perceptivo (Sidnev Shoemaker y Richard Swinburne, Personal Idcntily. A matcrialist's account, Oxford 1984, p. 104-107). Según esta tesis los estados psíquicos son estados funcionales, que pueden realizarse tanto semántica como empíricamente, por cuanto en ambos sistemas de interpretación desempeñan el mismo rol (por tanto son funcionalmente equivalentes). Desempeñan el mismo papel, cuando en ambas interpretaciones el estado correspondiente se define por las mismas relaciones causales a un determinado propósito, a una determinada reacción V a otros estados del sistema (cf. Peter Bieri, fdir.], Analytische Philosophie des Geistes, Kónigstein 1981. p. 47ss). Así, pues, el materialismo funcional responde a una determinada modificación del monismo neutral (por ejemplo, el de F.rnst Mach). Por el mismo motivo, tiene que plantearse la cuestión de cómo puede identificar unas funciones en cuya descripción no entra en principio ningún predicado de la esfera de la autoconcicncia no perceptiva, v en consecuencia con unas funciones mentales. (En una diversidad ontológica de ambas insiste, por ejemplo, Tilomas Nagel, Wbat is it like to be a bat?, «The Philosophical Revicw» 93 [1974), p. 435-450; trad. alem. en Peter Bieri, o.c., p. 261-275.) Si, como ha demostrado Kripke en Identity and Necessity (en M.K.. Munitz [dir.j. Identity and índividuation, Nueva York 1971, p. 135164), la única categoría modal que puede aplicarse con sentido a la relación de identidad es la de necesidad, la relación de la descripción mental a la física debería ser una relación de la igualdad necesaria. Pero, a su vez, Shoemaker ha demostrado que nosotros podemos atribuirnos predicados P sin que ello lleve implícito el que estemos sujetos a los procesos mentales relevantes (que se expresan sobre una base de observación).

concepto de «individuo» tiene aquí, por ejemplo, el sentido que suele darse a la palabra en las actas policiales, en las que se habla de un cierto individuo, de un individuo sospechoso, o del susodicho individuo, cuya identidad tal vez no se conoce todavía, pero que en modo alguno se cuestiona ontológicamente. Strawson utiliza, además, el concepto en una forma adjetival, como cuando habla de «conciencia individual». Una conciencia sería individual, cuando se la entiende sin recurrir al carácter empírico de las personas cual conciencia sin más o cual sujeto de experiencias en general 24 . Ahora bien, un sujeto de experiencias no sería en modo alguno identificable desde la perspectiva «él» (y desde la propia perspectiva no necesita identificación). Yo no vinculo la conciencia al cuerpo como entidad identificable en el espacio (y en el tiempo) y, de acuerdo con la convicción de Strawson, juego con la posibilidad de adscribir predicados de la conciencia y del cuerpo a un único y mismo sujeto. Dicho de otro modo: la persona es un ente entre muchos otros, y todo lo que puedo atribuir de propiedades a una persona (por ejemplo, el estar enamorada o triste, el ser rubia o morena, etc.) debe poder atribuirse también - s i n perjuicio de la significación de los predicad o s - a otra persona, en la medida en que las circunstancias requieran o justifiquen esa atribución. Esta consideración descansa en un postulado puramente semántico, que Strawson expone con toda claridad: «Para que pueda darse sin más un concepto como el de depresión de una persona V, el concepto tiene que extenderse a dos cosas: a lo que V siente, pero no observa, y a lo que otras personas pueden observar, pero no sentir; y esto respecto de todos los valores de V. Tal vez, sin embargo, sea preferible decir que la depresión de V es algo, y ciertamente una y la misma cosa, que, por una parte, V siente pero no observa y, por otra, la observan mas no la sienten otras personas distintas de V(o.c., p. 139s). La identidad se refiere aquí no 24. Este carácter general difícilmente se concilia con el predicado de individual.

sólo a la persona V^ sino que abarca también la semántica de las propiedades/predicados que se le adscriben. ¿Es esto lo que entendemos por «individualidad»? Para introducir un concepto alternativo de individualidad -tomado de la tradición romántica, en especial de la obra de Schleiermacher- es lógico señalar algunos rasgos que no entran en el concepto de persona y que exigen un afinamiento del instrumental conceptual. Quiero indicar ante todo y de forma totalmente afirmativa - y sin pretensiones de prueba concluyente- lo que pienso al respecto. La individualidad se me presenta marcada ante todo por una referencia esencial al tiempo. El tiempo apenas lo recoge adecuadamente el concepto de identidad que sostienen Strawson y Tugendhat. Naturalmente, ciertas expresiones deícticas, como «ahora» y «ayer», determinan un punto determinado en la cadena de los acontecimientos temporales. Pero la temporalidad de la persona consiste en desprenderse de un determinado punto de identidad (en cuya constitución confluye una multitud incontable de determinantes: sociológicos, culturales, biográficos, etc.) y en proyectarse hacia un futuro, a cuya luz cada momento del presente adquiere sobre todo el significado en el que se mantiene. El tiempo desintegra y diferencia, aunque ciertamente que en el marco de una continuidad histórica vital, en la cual entra un elemento de identidad, inconciliable en cualquier caso con un severo criterio leibniziano de identidad (como el que Tugendhat aplica). En un individuo no hay ningún núcleo firme, ninguna identidad fija. Strawson o Tugendhat podrían explicarlo con la respuesta siguiente: Del hecho de que las personas se individualicen en el fluir del tiempo y tengan que establecer de continuo su identidad, no se sigue que los predicados que yo sucesivamente les adscribo estén permanentemente en devenir. El enamoramiento y la depresión no afectan (probablemente) a un individuo de forma simultánea, sino sucesivamente; pero la semántica de tales predicados es invariante. Strawson añadiría que la identificación no incluye

duración alguna: puede ocurrir aquí y ahora de un modo absolutamente puntual, como lo demuestra ya la necesidad ineludible del empleo de expresiones demonstrativas - l a s cuales se entienden exclusivamente desde la situación del hablante- (Individuáis, p. 130s). De acuerdo con todo ello la individualización sería obra de configuraciones y constelaciones desde situaciones de hablante y desde unos predicados. La situación sería individual, pero lo que en ella puede decirse de una persona sería en principio siempre lo mismo, a saber: el mismo acopio de predicados (sólo que combinados en cada caso de manera diferente) y que consisten en conceptos generales. La semántica no viene afectada por la estructura temporal de la persona. Se podría representar su identidad fluida como un proceso continuo de transformación, de manera que a un individuo se le adscribe un acopio fijo de predicados equivalentes en cada constelación sucesiva. Sabré en cada caso lo que hay de realidad en un individuo en la medida en que domino las reglas de identificación, las de verificación y la gramática de una lengua. Puesto que el postulado de la simetría semántica emplea un argumento filosófico-lingüístico, sólo es vulnerable frente a una reflexión de filosofía del lenguaje, la cual tendría que poner de relieve que en la estructura del proyecto de individualidad entra también la propia semántica: los significados no caen del cielo de las ideas provistos con una identidad semántica fija; se convierten en expresiones mediante hipótesis de sentido (que a su vez poseen un carácter de proyecto), conferido en principio de forma revocable. El postulado de la identidad semántica de los predicados no hace justicia al hecho de que los significados descansan sobre interpretaciones y que la semántica de las expresiones es a su vez una función del proyecto mundano de una persona. Una persona que proyecta espontáneamente su sentido puede desplazar las significaciones de los predicados por los que se caracteriza a sí misma y a los otros, establecer otros nuevos y modificarlos de manera in-

controlable pasando de un uso al inmediato. Con lo cual, por ejemplo, no se excluye la intersubjetividad: ésta simplemente requiere una acompasada espontaneidad de la comprensión por parte de los interlocutores. Schleiermacher ha defendido (y fundamentado) la idea de que, de cara a la identidad semántica de una palabra o de una frase expresada dos veces, no se dispone de otros criterios que los lermenéuticos y pragmáticos. Llamó «individual» el empleo de una palabra que alterase el sentido y transgrediese las reglas. Por motivos analíticos hay que examinar después el hecho de que su semántica pudiera ignorar quién quería «descodificarla» sobre la base de la gramática recién transgredida (cada gramática lleva una marca de pasado, que permanentemente se transgrede y pone en tela de juicio por las acciones lingüísticas orientadas al futuro; lo que en su momento tuvo vigencia, justamente por ello no la tiene ya). La temporalidad de la persona implica, pues, algo más de lo que pueden atribuirle ciertas fracciones de la filosofía analítica del lenguaje, como es el que la persona - q u e se proyecta activamente hacia su futuro- sucesivamente se aplique diversos predicados (establecidos como semánticamente invariantes). Schleiermacher objetaría que en el curso de su vida un individuo no sólo se aplica predicados diferentes, sino que además lo hace de diferente manera, es decir, con una semántica cambiante. Pero, si (como Tugendhat admite) una identificación es incompleta sin la atribución de predicados, y los predicados a su vez pueden cambiar su significado de forma imprevisible de acuerdo con la competencia hermenéutica de individuos abiertos al futuro, quiere decirse que el criterio de la identidad de la persona (como individuo) está amenazado. Para garantizar que la persona puede ser conocida como una y la misma desde una pluralidad de perspectivas de verificación (entretejidas por relaciones sistemáticas), hay que suponer que posición de verificación y persona se coordinan entre sí en una relación pormenorizada. Hermenéuticamente, sin embargo, tal premisa resulta ingenua, pues pasa por alto que desde una

misma perspectiva y con la vista puesta en un mismo objeto puede darse en principio ujia multitud incalculable de interpretaciones, pudiendo afectar a todas las expresiones en las que se articula la interpretación intersubjetivamente. Por lo demás, para imponer esa consecuencia de manera concluyente no sería necesario mostrar que de hecho el significado se desplaza desde una situación de verificación o desde el empleo de una palabra a otro: basta con mostrar que, por la gramática y por la ley de Leibniz, puede desplazarse de forma incontrolable. Si no se quiere incurrir en el fetichismo de la autotransformación de algo abstracto como el lenguaje (el lenguaje es una idealización que reclama una regularidad excesiva de cada situación de observación, y con ello de una multitud incalculable de actuaciones lingüísticas concretas), sólo queda la posibilidad de atribuir ciertos cambios de significado al ser que, inserto en un marco intersubjetivo de comprensión, se proyecta al hablar en el sentido de su mundo. Ese ser sólo podría ser el individuo, si no es el propio universal. A menudo se lee que la historia de la filosofía debe las primeras sugerencias de un concepto de individualidad con esos rasgos a la obra de Gottfried Wilhelm Leibniz. En ella se habría dado cuenta y razón por vez primera de la pluralidad de sujetos de conocimiento, aislados en cada caso, y en consecuencia se habría superado de forma concreta el concepto universal del sujeto. Pues bien, Leibniz intentó explicar la singularidad de la mónada por la ley de identidad - e l famoso principe des indiscernables(Monadologie, § 9; Discours de métaphysique, § 8/9). Si a eso se añade la tesis de su simplicidad (Monadologie, § 1), así como la otra de que únicamente los seres animados - y en ningún caso las existencias inorgánicas- pueden llamarse mónadas (cf. Die philosophischen Schriften, edit. por C.I. Gerhardt, 7 vols., Berlín 1875-1880; reimpresión: Hildesheim 1983, vol. 2, p. 520; carta a des BoSses de 29.V.1716; Monadologie, § 63), junto con el convencimiento radical de Leibniz de que las mónadas sólo se distinguen respecto

de sus estados internos (perceptions) o de su grado de claridad (Dios es la mónada suprema, la mónada que se apercibe con claridad total), se verá que el criterio de identidad se ha acercado en una proximidad sorprendente a la autoconciencia de los individuos. Y ello porque, de acuerdo con la convicción leibmziana, la reflexión (la autoconciencia [Monadologie, § 30]) no es sino el grado supremo de claridad que pueden alcanzar las percepciones, comunes también a las plantas y a los animales. De ahí derivó más tarde Schelling, como específico «carácter del sistema leibniziano», el idealismo latente del mismo: la concepción de que la individualidad ya no podía seguir atribuyéndose a los átomos inertes, sino únicamente a los seres animados y, en la máxima potencia, a los seres autoconscientes (Sdmmtliche Werke, edit. por K.F.A. Schelling, Stuttgart 1856-1861,1/6, 109; cf. 1/2, 37). «Es un completo error el haber entendido las mónadas de Leibniz cual átomos físicos, aunque sea un error muy general. Leibniz define la mónada como pura fuerza representativa, dejando que la materia propiamente dicha sólo exista en las representaciones de las mónadas (o.c., 1/6, p. 104). De acuerdo con esta interpretación, la individualidad de la mónada sería una función de su conciencia, o al menos no habría que sacarla de la relación con la conciencia. Pero Leibniz introduce el principio de individuación por encima del de la posible distinción por la identidad numérica. Ese principio afirma «que no es verdad que dos sustancias (substances) se asemejen por completo y se diferencien solo numero» (Discours de métaphysique, § 9). Y ésta es la explicación: cada sustancia individual contiene en su concepto todas las cosas del mundo de una manera que le es propia («toda sustancia es como el mundo entero o como un espejo de Dios o de todo el universo, que ella expresa a su modo, a la manera poco más o menos de una misma ciudad, diversamente representada según las diferentes situaciones de quien la contempla»). En la Monadologie (§ 9) la explicación sigue el curso inverso: la diversi-

dad de las mónadas, cada una de las cuales refleja el mundo desde su punto de vista (cf. Philosophische Schriften VI, p. 599), se sigue del carácter indiferenciable de los individuos que se suponen iguales: «Es necesario asimismo que cada mónada sea diferente de cualquier otra. Porque jamás se dan en la naturaleza dos seres que sean exactamente el uno como el otro y en los que no sea posible encontrar una diferencia interna o fundada sobre una denominación intrínseca.»

Como «indiferenciables» (indiscernables) para la inteligencia, o como constituyentes de un mismo ser, considera Leibniz dos entes que sólo se diferencian uno del otro con diferencias cuantitativas, pero que coinciden cualitativamente o en sus determinaciones internas. La cantidad duplica o multiplica, pero no constituye el ser de las sustancias (o.c., § 8: «Es necesario que las mónadas tengan algunas cualidades, pues, de lo contrario, ni siquiera serían seres... Sin cualidades las mónadas no podrían distinguirse una de otra, puesto que no difieren en cantidad; y en consecuencia, suponiendo el ser pleno, cada lugar no recibiría nunca, en el movimiento, más que el equivalente de lo que había tenido y no se podría distinguir [indiscernable] un estado de cosas de otro»). El ser (être) supone la posibilidad de distinción para resultar claro a la inteligencia, y la mera cantidad no contiene nada de eso. Sobre la base de tal definición, únicamente la cualidad o precisión interna (dénomination intrinsèque) puede fundamentar el ser de una sustancia. A nadie se le escapa la tensión existente, por una parte, entre ambas exigencias de distinción/individualidad de las mónadas y, por otra parte, el hecho de que todas hayan de contener en sí el concepto total del universo. ¿Consiste su identidad por tanto en la distinción de cada una respecto de cualquier otra? ¿O más bien hay que buscarla - e n el sentido de la identidad relativa de Geach- en la circunstancia de que todas las mónadas tienen en común el representar el universo entero, aunque de una manera confusa y no reflexiva? (Individuo a e individuo b serían así idénti-

eos, por cuanto que ambos caen bajo el concepto genérico de «sustancia», definida como «ente que contiene en sí el concepto entero del universo».) Para poder decidir hay que echarse a buscar otras pruebas. El manuscrito, titulado originariamente Non inelegans specimen demonstrandi in abstractis, empieza con la definición siguiente: «Son idénticos aquellos (términos) de los que uno, salva veníate, puede sustituir al otro. Dados A y B, si A entra en una frase verdadera y al ser sustituido por B en algún pasaje de dicha frase surge otra oración asimismo verdadera, y eso ocurre siempre en cada una de tales oraciones, se dice que A y B son idénticos; y, a la inversa, si A y B son idénticos, se procede con la sustitución como ya he dicho. Lo idéntico se denomina también coincidente, aunque en ocasiones A y A se llaman idénticos; mientras que si la identidad se da entre A y B, se prefiere llamarlos coincidentes» (Philosophische Schriften VII, p. 228).

Y hay otra formulación: «Son equivalentes aquellos términos con los que se designan las mismas (ídem) cosas (res), como, por ejemplo, triángulo o trígono» (Opuscules et fragments inédits, ed. de L. Couturat, París 1903, p. 240). Kuno Lorenz ha demostrado que el propio Leibniz - p e s e a ciertas fórmulas en ocasiones divergentes- equiparó, salva veritate, la condición de sustituible con la identidad de lo indiscernible; así consta claramente en un fragmento leibmziano publicado por Franz Schmidt (Leibniz, Fragmente zur Logik, Berlín 1960): «No basta con que yo haya dicho que no pueden darse dos cosas particulares (singularia) iguales en todo (per omnia similia), por ejemplo, dos huevos. Es necesario, en efecto, que de algún modo pueda decirse de uno lo que no puede decirse del otro; de lo contrario, no podrían sustituirse el uno al otro, y no existiría motivo alguno para no hablar de un solo y mismo (unum et ídem) objeto (o.c., p. 476; cf. Kuno Lorenz, Die Begriindung des principium identitatis indiscernibilium, en Akten des internationalen Leibniz-Kongresses Hannover 14-19 November 1966, vol. III, Wiesbaden 1969, p. 149-159, espec. 152).

Una formulación que combinase ambas definiciones podría sonar así: La identidad de dos objetos (concretos)

se define por la posibilidad de sustituirlos, salva veritate, en cualesquiera afirmaciones, y consecuentemente por la coincidencia de los «conceptos completos» de tales objetos. Dos objetos son (numéricamente) idénticos cuando no se distinguen entre sí por ninguna propiedad o cuando tiene vigencia la afirmación: «A(s) exacto a A(t).» (Si A está contenido en el concepto pleno de s, también estará contenido en el concepto pleno de t, y a la inversa.) De este modo la identidad se define ante todo como una relación, que permite introducir un nexo adecuado de «lo mismo» entre términos distintos (s y í); y esa mismidad viene reducida en un segundo paso con la definición lógica de identidad. Ahora bien, la sorprendente consecuencia que Leibniz saca de esa doble definición representa un desencanto en la expectativa de que se diferencien esencialmente entre sí las sustancias caracterizadas e identificadas como individuos. La diversidad de los estados (puntos de vista o situaciones) es simplemente una condición para que pueda hablarse de identidad entre ellos en un sentido no trivial (no tautológico). Dejando aparte la diversidad de esos estados/puntos de vista, los dos relata de la ecuación de identidad tienen que coincidir en todas las dénominations intrinsèques. De lo cual parece seguirse a su vez que las sustancias tienen que poseer en todo tiempo sus diversos estados al completo, pues, de lo contrario, no se trataría de una sustancia, sino de una sucesión de sustancias diferentes (Discours de métaphysique, § 8/9). «Es muy cierto que, cuando a un mismo sujeto se le atribuyen muchos predicados, y el tal sujeto ya no se atribuye a ningún otro, se le llama sustancia individual (substance individuelle). Pero eso no basta, y semejante explicación no pasa de ser nominal. Hay, pues, que considerar lo que de ser se le atribuye verdaderamente a un determinado sujeto. Ahora bien, consta que toda verdadera predicación tiene algún fundamento en la naturaleza de las cosas; y cuando una predicación no es idéntica, es decir, cuando el predicado no está expresamente contenido en el sujeto, es necesario que lo esté virtualmente. Es la que los filósofos llaman in-esse, al decir que el predicado "está en" el sujeto. Así es necesario que el término del sujeto encierre siempre el del predicado, de ma-

ñera que quien entienda perfectamente la noción de sujeto juzgue también que el predicado le pertenece. Así las cosas, podemos decir que la naturaleza de una sustancia individual o de un ser completo (estre complet) es la de tener una noción tan perfecta que baste para hacer comprender y deducir todos los predicados del sujeto al que se le atribuye dicha noción... Al ver la noción individual (de una sustancia), Dios ve al mismo tiempo el fundamento y la razón de todos los predicados que puedan decirse en verdad de él... Asimismo, si bien se considera la conexión de las cosas, puede decirse que de siempre hay en el alma (de un individuo, por ejemplo, la de Alejandro) restos de cuanto le ha ocurrido y las marcas de cuanto le ocurrirá, e incluso huellas efe cuanto ocurre en el universo, aunque sólo pertenezca a Dios el reconocerlas todas... »Incluso puede decirse que toda sustancia lleva de algiina manera el carácter de la sabiduría infinita y de la omnipotencia de Dios, y que la imita en la forma en que es susceptible de hacerlo. Porque, aunque de modo confuso, expresa todo lo que sucede en el universo, pasado, presente o futuro; lo cual tiene un cierto parecido con una percepción o conocimiento infinito. Y, como todas las sustancias lo expresan a su vez y a él se acomodan, cabe decir que extiende su poder sobre todas las demás a imitación de la omnipotencia del Creador.»

Aflora así en cierta manera, desde el abismo de la privación de cada mónada, una imagen del concepto completo del universo como sólo está presente con toda claridad en Dios. La mismidad del mundo, como conjunto de los estados de cosas reales (al que cabe referirse a través del conjunto de las proposiciones verdaderas), queda así garantizada por la mismidad del objeto de las percepciones (tanto de que sean oscuras, confusas o claras) de todos los diferentes individuos. Las únicas diferencias reales que se dan entre ellos son las de la autoconcepción (una parte de las percepciones es insensible, siendo únicamente la mónada central la que dispone de la conciencia perfectamente distinta de todos los predicados reunidos en el concepto de universo). Leibniz puede así desarrollar los dos aspectos significativos reunidos en el concepto de identidad -diversidad de los estados de la sustancia e identidad de su m u n d o - hasta la consecuencia desconcertante de que la identidad excluye la diversidad sensu stricto, incluida la de los estados (cf. Dieter Henrich, Identität und Objekti-

vitát. Eine Untersuchung über Kants transzendentale Deduktion, Heidelberg 1975, p. 78). Con ello su monadología, sobre la base de su criterio de identidad extremadamente restrictivo, se encuentra de nuevo con la filosofía de la sustancia de Spinoza, a la que se opone en general. También Spinoza habría podido suscribir la frase de «que no hay jamás en la naturaleza dos seres que sean exactamente el uno como el otro, sin que sea posible encontrar en ellos una diferencia interna o fundada sobre una denominación intrínseca». Simplemente la explica en el sentido de la proposición V (de la parte primera de la Etica), según la cual «en el orden natural no pueden darse dos o más sustancias de la misma naturaleza, o sea, con el mismo atributo», de manera que sólo puede darse una única sustancia. Esa convergencia entre el denominado individualismo leibniziano y el universalismo de Spinoza nadie la ha visto con mayor claridad que Schelling. El fue también quien, de acuerdo con el criterio leibniziano de identidad, que en general se describe como criterio de la identidad numérica, intentó demostrar que coincide con el de la identidad esencial de la sustancia spinoziana 25 : «Las mónadas son almas; cada una de ellas es un mundo en sí y un espejo vivo del universo. Es necesario contraponer este atomismo al 25. Schelling fue perfectamente consciente de la originalidad de su interpretación. En la Propädeutik der Philosophie, de 1804, decía a sus estudiantes: «Si a ustedes les sorprende tal vez que esta exposición del leibniziamsmo difiera tan notablemente de todas las exposiciones conocidas, querría recordarles que, por lo demás, el sistema de Leibniz ha sido en general mal entendido hasta el día de hoy y que, para utilizar una expresión de Kant a propósito de otro tema, a Leibniz sólo se le puede entender correctamente si se le entiende mejor de lo que se entendió el mismo» (1/6, p. 108). Ya en 1797, en su introducción a las Ideen había declarado que era «imposible entender a Leibniz sin haberse planteado este punto» (1/2, p. 37), a saber, el de la coincidencia original de lo infinito y lo finito. Las Abhandlungen zur Erläuterung des Idealismus der Wissenschaftslehre, que datan de 1796-1797, concluían con una observación muy prometedora, aunque ciertamente oscura: «La historia de la filosofía presenta ejemplos de sistemas que a lo largo de varias épocas continuaron siendo enigmáticos. Un filósofo, cuyos principios resolverán todos esos enigmas, opinaba recientemente todavía de Leibniz que es probablemente el único convencido en la historia de la filosofía, el único por tanto que en el fondo tendría razón. Es ésta una observación notable, porque indica que ha llegado el tiempo de entender a Leibniz. Pues, no se le puede entender tal como se le ha entendido hasta ahora, si en el fondo lleva razón. Es éste un tema que merece un estudio más profundo» (1/1, p. 443).

spinozismo para conocerlo con toda claridad. Spinoza dice: No hay más que un universo y una única sustancia. Leibniz dice: Hay tantos universos y tantas sustancias cuantas son las mónadas. (Sin embargo) la sustancia absoluta no se divide con la pluralidad, pues está por entero en cada mónada; no es una por el número, sino por el concepto o la idea, ni por lo mismo tampoco deja de ser absolutamente una por la pluralidad de las mónadas» (Schelling, o.c., 1/6, p. 104).

En la interpretación de Schelling, las mónadas son ideas; y por idea entiende la imaginación o configuración de lo infinito en lo finito, de manera que lo finito en su unidad -separada de otro finito por negación/limitación- representa a su vez el universo. Toda finitud descansa en una negación/limitación. Cuando considero un sujeto en tanto que distinto de los otros, lo considero como individuo (que «en esa medida» designa una relación; en ella se define lo que sólo existe en forma de relatividad, de no absolutez). Mas si prescindo de esa relación de los individuos con otros individuos iguales, considero a cada uno de ellos como una «idea»; es decir, «sin limitarlo, pues, sólo en la medida en que cada uno es para sí un universo, se convierte lo peculiar en ellos en una mera posición repetida del todo, del infinito, y no en una negación», como ocurre en las afecciones limitativas de la sustancia infinita de Spinoza (1/6, p. 105). Las «ideas individualizadas» no dejan de estar, dentro de la limitación de su existencia finita, en identidad sustancial con el todo (o.c., p. 109). Cuando en la Lettre IIe a Mr. Bourguet, de 1697, contrapone Leibniz directamente su posición a la de Spinoza con el argumento de que «hay tantas verdaderas sustancias y, por decirlo así, tantos espejos vivos del universo o de universos concentrados como mónadas, mientras que según Spinoza no hay más que una sola sustancia», se echa ya de ver en dicha formulación que concibe la individuación en el sentido de Schelling, como una particulanzación del concepto pleno de universo,, de manera que la singularidad no comporta realmente una exclusión de la universalidad. Quien conoce perfectamente una mónada, reconocerá en ella el universo, del que ella es espejo.

Para hacer comprensible ese ingreso representativo del universo en la mónada caracterizada por diferencias cualitativas, Leibniz tiene que recurrir a la idea de las representaciones inconscientes (petites ou insensibles perceptions), desarrollada sobre todo en el Préface a los Nouveaux essais y en los apartados 20 y 21 de la Monadologie. Esta idea salvadora puede dar respuesta a la pregunta de cómo pueden coexistir las dos afirmaciones de que, primero, todas las mónadas tengan las mismas perceptions y, segundo, todas las mónadas sean cualitativamente distintas entre sí. La respuesta reza: cada representación consciente (apercibida) - p o r ejemplo, la del rugido del mar- consta de muchas representaciones oscuras e irreflexivas, que no por ello dejan de tener un efecto sobre nosotros. Si a ello se añade la convicción de que todas las percepciones sólo se distinguen por los grados de claridad, y no por la cualidad - l a s representaciones son claras, si permiten la distinción de sus objetos; son patentes cuando bastan para distinguir todos los componentes de sus objetos; en caso contrario, son imprecisas u oscuras-, podemos encontrar comprensible la hipótesis de que asimismo habitan en nuestra alma aquellas percepciones sobre las que no tenemos ninguna conciencia refleja. La teoría de las perceptions insensibles puede así aclarar sin un contrasentido (lógico) el que cada alma tenga un contenido infinito y sea un espejo del mundo entero. «Esas pequeñas percepciones - d i c e Leibniz en el Préface a los Nouveaux essais- tienen por sus secuelas mayor eficacia de cuanto suele creerse. Son ellas las que forman ese no sé qué, esos gustos, esas imágenes de cualidades de los sentidos, claras en su conjunto, aunque confusas en las partes; esas impresiones que los cuerpos que nos rodean producen sobre nosotros, que envuelven el infinito, esos lazos que cada ser tiene con todo el resto del universo. Se puede incluso decir que, a consecuencia de esas pequeñas percepciones, el presente está preñado de futuro y cargado de pasado, que todo conspira (sympnoia pania, como diría Hi-

pócrates) y que en la menor de las sustancias unos ojos tan penetrantes como los de Dios podrían leer toda la secuencia de las cosas del universo, quae sint, quae fuerint, quae mox futura trahantur (las que son, las que fueron y las que el futuro traerá)» (ed. de Jacques Brunschwig, París 1966, p. 39). Queda así claro que, en el fondo, no puede hablarse de un individualismo - o de la emancipación de la idea del sujeto particular- en Leibniz. Su aportación consiste más bien en haber mostrado la conmensurabilidad de concepto e individuo. Y ahí se mueve dentro de una amplia tradición antigua, y sobre todo escolástica. Aunque siempre se hicieron conjeturas para distinguir entre individualidad y singularidad (por parte de Gilberto de Poitiers y de Ricardo de san Víctor, por ejemplo), es especialmente la doctrina medieval de los distintos grados de individualidad y del principium individuationis la que aclara que la peculiaridad del individuo no se alcanza simplemente con un salto categorial desde lo general, sino que puede derivarse a través de transiciones continuadas a partir de lo universal. Un elemento que puede separarse del todo mediante una limitación (o que se da como un caso dentro de una regla) se llama algo peculiar o particular. Los individuos de la escolástica, y también los de Leibniz, son en este sentido particulares, no individuos. (Individuos serían aquellos elementos cuyo significado no puede obtenerse sin un esfuerzo hermenéutico complementario desde el concepto del todo, al que además pertenecen como particularidades.) Los individuos de santo Tomás o de Leibniz son contrapuestos - e n virtud de la representación simbólica del esse commune o del «universo» en ellos-, no inconmensurables. En Nicolás de Cusa se encuentra ya la formulación que encaja también para la monadología de Leibniz: «Individua sunt actu, in quibus sunt contracte universa (los individuos existen en acto, y en ellos están contraídos los universos» {Docta ignorantia 2,6). La homogeneidad del universum y del individuum - c o n la implicación característica de que

lo individual es una especie (species), por mínima que sea (cf. Discours de métaphysique, § 9 ) - eleva la individualidad a la categoría de ens omnimodo determinatum. Es de la misma naturaleza que lo universal, cuyas cualidades coinciden en ella sólo en una configuración especial, que puede deducirse del concepto de universo: una discontinuidad entre lo mínimo y lo universal se excluye también analíticamente en virtud de la relación derivacional que se da entre ambos, como en el cálculo de magnitudes infinitesimales, que, pese a su pequeñez, no escapan al dominio de la ciencia. Si, no obstante, Leibniz defiende el principio de que no podemos tener un conocimiento o representación completa y perfecta de la sustancia individual (ninguna notion individuelle [Opuscules et fragments inédits, p. 529]), justamente porque la individualidad incluye la infinitud (Nouveaux essais III, 3, § 6, p. 248s), ciertamente que no lo interpreta en el sentido de la frase de Goethe: «Individuum est ineffabile, el individuo es algo inefable.» La inconmensurabilidad de lo individual no lo es en principio; se da, aunque sólo en parte, para la inteligencia humana (autoconsciente) y no tiene vigencia para Dios («aunque sólo corresponde a Dios el reconocerlas todas» [Discours de métaphysique, § 8]). Dios o la sustancia central tiene acceso a todos los estados de las sustancias particulares; a éstas, a su vez, no les es posible representarse en su propia inteligencia con un conocimiento distinto los estados de otros individuos que les son iguales por naturaleza. En Individuáis Strawson ha dedicado todo un capítulo (el cuarto) a la monadología de Leibniz. Y, como no cabía esperar otra cosa, su objeción principal es que la conexión que Leibniz establece entre la conciencia individual y el tema de la identificación (o.c., p. 150) arranca de la tesis insostenible de que se puede describir a un individuo sin recurrir a expresiones deícticas, con términos exclusivamente generales, de modo que sólo ese único individuo responde a la descripción. De hecho, el empleo del concepto «identi-

ficación» sólo tendría sentido en un continuum, espaciotiempo, que vuelve a poner en juego la localización espacio-temporal de las cosas particulares, explícitamente excluida por Leibniz (dos cosas cualitativamente iguales en todos los respectos siempre podrían identificarse como numéricamente distintas, en la medida en que aparecen en distintos lugares y en diversos tiempos). Para la variable F de la ley de Leibniz - ( F ) (Fa = Fb)- sólo pueden darse, sin embargo, en opinión del propio filósofo, dénominations intrinsèques, conceptos internos 26 (términos generales), y no términos para las relaciones que la sustancia en cuestión tiene con otras sustancias. Esto tiene que ver con la convicción de Leibniz de que la verdad se establece analíticamente: desarrolla las cualidades de los predicados a partir del significado del término sujeto (B es el caso de A, si A es un concepto complejo y, entre otras cosas, contiene en sí cual terminus prim/itiv/us el concepto de B). Con ello la cuestión de la verdad de una afirmación se reduce a la estructura de unos conceptos (generales). Siguiendo la tradición escolástica, Leibniz los designa como la relación del in-esse (cf. Fragmente zur Logik, p. 301 y 398, así como Discours de métaphysique, § 8). En opinión de Strawson, las mónadas no pueden individualizarse con la atribución de términos generales. Especialmente ininteligible resulta cómo en el mundo monàdico de Leibniz pueden relacionarse «dos posiciones diferentes» cuando no existe ningún mundo especial común al que pertenezcan y que les asigne distintos puntos de vista (Individuáis, p. 158s). Y es que en el mundo leibniziano únicamente son reales las mónadas y sus estados, en tanto que el mundo del espacio-tiempo es lo representado activamente por ellas. Así el fundamento constitutivo no 26. Con «interno» o «intrínseco» quiere decirse que tales determinaciones no bastan con que se den en situaciones externas, sino que más bien han de referirse al propio sujeto; es decir, han de ser internas. Las únicas determinaciones reales internas que nosotros conocemos y pueden atribuirse a una realidad simple, son, sin embargo, representaciones, y éstas sólo pueden asignárseles a las mónadas.

podría localizarse en el mundo, del cual es fundamento el primero; por lo cual resulta incomprensible el discurso acerca del perspectivismo de las mónadas 27 . Strawson sopesa una segunda interpretación de los términos «individuo» y «mónada» en la filosofía de Leibniz, que considera «en muchos aspectos más atractiva» (o.c., p. 162). Propone la hipótesis de que los individuos del sistema no son en modo alguno existencias particulares, sino universales, tipos o conceptos. De ellos cabe decir que no existen en un mundo de espacio-tiempo y que se les puede aplicar sin dificultad la definición analítica de verdad. Una mónada vendría a ser el concepto de un x, al que se le atribuye una determinada serie de cualidades. Siguiendo la idea de Leibniz, según la cual también las percepciones de la mónada no aclaradas mediante la reflexión estarían virtualmente en la misma, el concepto «completo» de mónada sólo se daría cuando la serie de predicados contuviese una descripción exhaustiva de la historia (eje del tiempo) y la geografía (ordenamiento espacial) del posible mundo correspondiente (cf. Strawson, o.c., p. 163s). Serían idén 1 ticos dos (o más) de tales conceptos, que coinciden respecto de todos los predicados (o descripciones) que se les adscriben, aunque el objeto con el que se establece la relación aparezca numéricamente muchas veces o el ordenamiento de los predicados atribuidos sea cada vez distinto (en la descripción del concepto «Napoleón» no faltará el giro: «... que fue derrotado por Wellington, Gneisenau y Blücher en Waterloo», donde sigue una descripción com27. En este contexto paso por alto las objeciones de Henrich contra el que él denomina «fuerte verificacionismo»: la tesis sostenida por Strawson y Tugendhat, según la cual el sentido y la verdad de un enunciado están bajo dos condiciones de proscripción: primera, la de que toda cosa particular debe ser separada del sistema de todas las cosas particulares; y, segunda, que tal separación debe realizarse en situaciones perceptivas. La primera condición descansa en un holismo exagerado, que se anticipa a un orden mundano que ha de establecerse de una manera definitiva, pero del que nunca se dispone; y la segunda pasa por alto el hecho de que muchísimas cosas particulares no pueden identificarse a primera vista. Además, nada ilustra la hipótesis de una relación de uno a uno entre cosa particular y percepción (Dieter Henrich, Identität: Begriffe, Probleme, Grenzen, cn Identität, dir. por Odo Marquard y Karlheinz Stierle, Munich 1979, p. 160-174).

pleta a todos los nombres propios; por el contrario, la descripción de los tres nombres propios mentados contendrá giros como «... y ellos derrotaron a un hombre, que», siguiendo al pronombre relativo una descripción completa de Napoleón). Así se tiene en cuenta tanto la individualidad del punto de vista como la exigencia de la representación completa del mundo común por cada individuo. La diferencia de los individuos es aquí la diferencia que existe entre el significado de conceptos generales. Cada concepto - p o r ejemplo, el de triángulo equilátero- incluye una infinitud de figuras espaciales idénticas entre sí y se contrapone al de cuadrado; el concepto «amor» implica una infinitud potencial de estados psíquicos, que uniformemente se caracterizan por él y se diferencian de otras actitudes anímicas, y desde luego sin perjudicar para nada su identidad semántica. Aquí - y parece que sólo aquí- se opera una mismidad indiscernible en el sentido más literal de la expresión. Es una marca esencial de cada concepto, que en la repetición conserva su identidad (semántica). En el fondo, con esto no se dice más que lo que buscan los lógicos con la distinción type-token (tipo-muestra): el hecho de que, para todos los elementos reglamentados de un mundo que se interpreta de una manera semánticamente completa debe ser válido el que innumerables acontecimientos «muestra» (es decir, los fenómenos particulares especificados por tales reglas) no afectan al sentido de las reglas en cuestión- Sin esa posibilidad de repetición homogénea, una lista finita de tipos no podría producir o abarcar un número infinito de realizaciones de los mismos (en la forma token o «muestra»). Pero, ¿se explica así lo que nosotros entendemos por individualidad? Schleiermacber dice de ella que no se deja compendiar en ningún concepto (Hermeneutik und Kntik, edit. por Manfred Frank, 1977; cit.: HuK, p. 173), y sólo un concepto podría persistir en estricta identidad consigo mismo en el paso a través de una infinidad de realizaciones.

De conformidad con ello no sólo no se excluiría «el que pudiera darse un número cualquiera de mónadas particulares indiscernibles de un determinado tipo de mónada»; esa posibilidad sólo puede excluirse más bien con el argumento teológico de que Dios no quiere la repetición uniforme de tipos (Strawson, o.c., p. 169). Este principio teológicamente justificado se limita, sin embargo, por el carácter ideal de las mónadas (en el sentido de Schelling). Y es que su «concepto completo» no contiene sólo las cualidades que definen su propio punto de vista en el universo, sino virtualmente también aquellas otras cualidades que incorporan ese fragmento mundano al conjunto de todas las cualidades, conjunto que caracteriza de forma exhaustiva un mundo posible. Desaparecen así las fronteras entre los universales, que no comparten todas las determinaciones (como el enamoramiento y la tristeza), y podrían llamarse individualizados de cara a la descripción más rica del mundo, a la que cada uno contribuye desde su perspectiva. Strawson saca la consecuencia de que las mónadas son irreales, pues la frase «C es un individuo real» significaría «C es un miembro de la clase más rica de conceptos», y los conceptos no existen de la manera en que se supone existen los individuos (cf. o.c., p. 165s). Lo que no existe, tampoco puede diferenciarse del otro en realidad. (Lo que A puede ser, pero no es, no puede distinguirse realmente de lo que B puede ser, pero no es. Schelling lo decía de los conceptos «ser» y «nada» de Hegel: «Todo discurre en paz total entre ser y nada [cual meras potencias], sin oposición alguna entre quienes nada hacen» [Schelling, Sámmtliche Werke, 1/10, 137; cf. especialmente II/3, 217-222].)

UNA CONCEPCIÓN HERMENÉUTICA DE LA INDIVIDUALIDAD En la primera parte de nuestras reflexiones habíamos • analizado diversas teorías -egológicas y no egológicas, orientadas por el modelo de reflexión y por la idea de una familiaridad consigo mismo no relacional- sobre la subjetividad y la autoconciencia. Tenían en común la tendencia a estructurar y estudiar el fenómeno como un universal. Cierto que Hegel se había referido con especial énfasis al hecho de que nosotros designamos mediante el «yo» tanto lo que es común a todos los sujetos como lo propio de cada uno en contraposición a todos los demás. Pero ni él ni sus sucesores han podido ilustrar por qué mecanismo se concilia la estructura general de una familiaridad consigo mismo con el autoconocimiento de la individualidad, sin que la individualidad se entienda cual mera deducción de un universal, y por tanto como algo particular. Esta información tampoco hemos podido obtenerla de aquellos representantes de la filosofía analítica que establecen «el descenso del "Yo" al "yo"» y que ligan el discurso general de la subjetividad o de la autoconciencia a la identidad espacio-temporal de la «persona». Cierto que este empeño por «individuar» la persona por su ubicación en un continuum espacio-tiempo puede parecer a primera vista más prometedor que el de Leibniz: para el filósofo alemán la mónada es un point métaphysique sin extensión (Philo-

sophische Scbriften, vol. 4, p. 482), que se individualiza exclusivamente a través de las cualidades (generales) que le corresponden (de acuerdo con lo cual se verificaría una conmensurabilidad perfecta entre individualidad y concepto de un mundo posible, una relación de derivación lógica). Pero si el concepto leibniziano de individualidad anticipa los fallos del que presentan los sistemas idealistas desde Fichte a Hegel, el concepto de persona de Strawson y de Tugendhat permanece vinculado de un modo excesivamente unilateral al concepto de identificabilidad (posible) en el espacio y el tiempo. Pero, semejante vinculación retrógrada resulta problemática desde el punto de vista teorético-cognitivo (nosotros no nos identificamos a través del «yo», ni hay descripción corporal alguna que describa lo que pensamos al atribuirnos un predicado psíquico); la teoría analítica supone, además, una identidad -insostenible desde la teoría del lenguaje- de los significados en los que articulamos nuestros estados psíquicos. Naturalmente que quien recurre al continuum espacio-tiempo no niega la temporalidad de la personalización; pero sí niega - d e b i do a una imagen totalmente idealizada de la semántica- el hecho de que distintas autoadscripciones de predicados psíquicos pueden llevarse a cabo a la luz de interpretaciones completamente diferentes de las mismas, y que no existe ningún criterio transcomunicacional para la identidad semántica de las expresiones en las cuales esquematizan los sujetos su visión del mundo. Al poner en juego este punto de vista se elimina la semántica como fiadora de la identidad de las afirmaciones sobre la mismidad. La «asimetría epistémica» se emancipa del punto de vista meramente hipotético de la simetría semántica. De ahí podrá derivarse un proceso hermenéutico contrario tanto al planteamiento de Leibniz como al enfoque analítico, en el sentido de que la identificación no es en absoluto una jugada en el juego lingüístico de la autodesignación. A mí me parece que la individualización de la autorreferencia sólo se deja pensar y desarrollar concep-

tualmente en contraste negativo con la idea de una identidad (personal). Sin embargo, se puede forzar esa verificación en el suelo mismo de la semántica. El haber sido el primero en intentarlo creo que fue una de las grandes aportaciones de Friedrich Schleiermacher, aunque no encontrase seguidores en la hermenéutica coetánea. Mientras que tanto la filosofía analítica del lenguaje como la neoconstructivista anteponen el lenguaje (bien como semántica formal, bien como sistema de signos diferencial) como punto de partida, y desde ahí acometen las cuestiones de la subjetividad y de la personalidad (Tugendhat analiza la autoconciencia sólo como «ejemplo» de la capacidad operativa del «método de interpretación» lingüístico-analítico [5^5, p. 7]), la originalidad de Schleiermacher está en haber derivado la orientación filosófico-lingüística del fracaso del planteamiento de la teoría de la conciencia. Recordaré brevemente el motivo epistemológico específico que indujo a Schleiermacher a la elaboración de su concepto hermenéutico de la individualidad. En los primeros parágrafos de su Doctrina de la /e 2 8 y en la Dialéctica (de 1822) 2 9 expuso el hecho y las causas de por qué había entrado en crisis la autoconciencia como principio y fundamento último de la certeza en la filosofía contemporánea (Glaubenslehre, p. 27) 3 0 . Para decirlo con su propia expresión, la autoconciencia consiste en una «determinación» o precisión de la que ella misma no puede considerarse autora y que por lo mismo hay que calificar de «trascendente» (Dialektik, p. 430): al entenderse como lo que es, ya está marcada por la huella de un retraso respecto de 28. Der christliche Glaube, de acuerdo con los principios fundamentales de la Iglesia evangélica, 7." ed., nuevamente reeditada sobre el texto críticamente depurado de la edición segunda por Martin Redeker, 2 vols., Berlín 1960, espec. vol. 1, § 3-5. 29. Dialektik, edit. por Ludwig Jonas (= Sammtliche Werke, sec. III, vol. IV, parte segunda), Berlín 1939, p. 428ss. 30. Me remito a los textos aducidos en Das individuelle Allgemeine (Francfort del M. 1977, 2 1985, p. 87-113), así como en Was ist Neostrukturalismus? (Francfort del M. 1983, 2 1985, p. 119s, 418ss, Lección XXVII, p. 541ss), e interpretados en el contexto.

aquello que la marca - s u indisponible estar determinada-; es decir, se siente «dependiente» 31 . Tan pronto como abre los ojos, ya está privada de su autopresencia y ya no cuenta como lugar de una verdad presente a sí misma suprahistóncamente, que contiene en sí todos los hechos del mundo histórico y los ofrece a pasos deductivos. Ese defecto básico en sentido literal -Schleiermacher habla de una «falta» ( M a n g e i y 2 - obliga a la mismidad a refrendar en el campo de la avenencia intersubjetiva -y, por tanto, en el campo lingüístico- la evidencia de su conocimiento, de la que ya no dispone monológicamente. En el puesto de una contemplación adecuada entran unas «representaciones del fundamento trascendente en nuestra autoconciencia» (Dialektik, p. 430s), las cuales, en tanto que obtenidas lingüísticamente, se basan en una unanimidad intersubjetiva, no en la adecuación objetiva al fundamento trascendente. «Quienes pretenden excluir por completo lo individual pasan enteramente por alto que, lo que ellos presentan como un saber puramente objetivo, descansa siempre y precisamente en su concepción especial de su especial lenguaje» (o.c., p. 490). Conseguir esa avenencia dentro de unos postulados fundamentales es cosa de la dialéctica, que ciertamente tiene como supuesto previo la idea de un saber coincidente, pero que ya no puede sobreponerse a las respectivas interpretaciones individuales de unos estados de cosas 3 3 , tal como se dejan sentir en un contexto dialógico universal. Su dependencia de las respectivas interpretaciones individuales significa renunciar «a cualquier pretensión de validez

31. La autoconciencia es «inmediata» y por completo «distinta de la autoconciencia reflexiva = yo» (Dialektik, p. 429; cf. asimismo Glaubetislehre, § 3,2). 32. Apostilla a la lección de la Dialektik, de 1822, edit. por Rudolf Odebreclit, Leipzig 1942; reimpresión: Darmstadt 1976, p. 290 y 295s. 33. Un estado de cosas tiene la estructura del «algo como algo»; atribuir a una cosa este o aquel predicado significa interpretarla como que es de este o del otro modo. La interpretación no es una reproducción del ente, sino una puesta en práctica predicativa de su verdad. Con lo cual la verdad está estrechamente relacionada con la interpretación, que para satisfacer la exigencia de universalidad tiene que ser uniformemente intersubjetiva.

universal» ( H u K , p. 422 y 424); es decir, equivalía a rechazar el ideal metodológico del objetivismo no dialógico. Como nunca se dará una fijación y formulación del estado de cosas independiente de la interpretación, la dialéctica acaba apelando a la hermenéutica; mas no para obtener de ella un método, sino para explicar por la vía de la teoría del conocimiento el esquematismo de las operaciones de comprensión, que no pueden derivarse de ningún concepto universal (Dialektik, p. 259-261, = HuK, p. 41 Os). El motivo principal del recurso a la hermenéutica está precisamente en que, al faltar un criterio transindividual (metafísico) para la identificación de las cosas particulares y la verificación de las afirmaciones sobre los estados de cosas, es necesario poner en juego la interpretación individual del mundo de los interlocutores de la comunicación. Pero tal interpretación interrumpe tanto la ensoñación hermenéutica del modelo de código estructuralista como el sueño analítico de una identidad semántica preestablecida de los términos, al emplear los cuales no nos limitamos a expresar nuestro mundo, sino que también lo esquematizamos activamente (y cada vez de forma diferente). Ambos modelos consideran por tanto las manifestaciones como casos que pueden derivarse de una regla (gramatical, pragmática, etc.) general y fijarse como tales. Por el contrario, lo que a los ojos de Schleiermacher impide que el ordenamiento de lo universal se compendie, defina y se cierre de modo definitivo y de una vez para siempre en un concepto (hegeliano), sólo puede ser un elemento, cuya naturaleza es la de no dejar de ser elemento de ese orden. Su manera de ser se falsea cuando se la confunde con lo particular, lo cual es siempre elemento de un ordenamiento (aunque se trate de una falsificación hipotéticodeductiva y por tanto futura), y en consecuencia es un caso que está sujeto a una regla. Una cosa particular, en tanto que definida por la regla (o por el tipo), cuya especifica-

ción es, jamás podría introducir un cambio en ese ordenamiento. Mediante el concepto general, que está por encima de la cosa particular, se encuentra ésta determinada por completo y puede ser controlada, diferenciándose de todos los otros elementos de su especie - c u a l realización concreta que ella es del tipo-. Con tal planteamiento piensa Schleiermacher que analíticamente está claro que lo individual nunca puede obtenerse del concepto de universal, cual producto final de una cadena de derivaciones metodológicas - c o m o ens omnímodo determinatum o cual species Ínfima-. Los individuos no pueden deducirse de un concepto (de una estructura, un ordenamiento simbólico, un aparato categorial, el concepto de un mundo posible como la clase más rica de conceptos completos, etc.), por cuanto son ellos quienes, sobre todo con la interpretación, asignan su concepto al todo, descubriéndose como elementos del mismo. Dicho de otro modo: el significado del todo no existe más que en la conciencia de los individuos, que interiorizan lo universal de un modo peculiar siempre y que, a través de sus actos, se enajenan y vuelven a lo general. Esto comporta dos implicaciones: primera, el concepto de universal se disocia de sí mismo por la intervención de un individuo; es decir, que tal concepto pierde su identidad semántica (una interpretación singular separa el significado pasado del concepto de su significado futuro); segunda, el concepto de universal no existe sólo en una interpretación, sino en numerosas interpretaciones incontrolables: en tantas como individuos racionales existen en una comunidad comunicacional. Cada una de tales interpretaciones sólo puede asumir cualquier otra en forma de hipótesis hermenéutica (Divination, en forma de «adivinación»), y cada adivinación lleva un índice de falta de control metodológico; ninguna alcanza el status de un saber objetivo, que escapa a las hipótesis de sentido singulares. Para una teoría que haya de asirse al ideal metodológico del conocimiento seguro y del dominio del lenguaje es

éste un inconveniente necesario. Mas no se le eliminará con la declaración de malestar, pues Schleiermacher reclama para él motivos de crítica del conocimiento. Su postergación condujo a una semántica frente al giro hermenéutico. Este giro consistió en la reflexión a fondo sobre la dependencia interpretativa de toda asignación de sentido, incluso la automatizada, y de la máxima de no tener nada por evidente. Tenemos que ponernos de acuerdo sobre la unidad de nuestro mundo (esquematizado en el lenguaje), no pese a que no, sino precisamente porque no podemos remitirnos a ningún universal seguro, ya existente con antelación y sin depender del sujeto. Somos seres individuales de tal índole que nuestras interpretaciones del mundo no se fundan en ninguna armonía preestablecida (en ningún concepto de un mundo posible transparente por completo) ni coinciden en ningún lugar arquimédico. Mi voz dirigida al otro, o que partiendo del otro se me dirige a mí, sólo es reconocible a condición de que sea del otro o dirigida al otro, de modo que no habría podido producirse desde mi (o desde su) exclusivo dominio de las reglas. El modelo de código del lenguaje, que somete la posibilidad de traducción de todas las afirmaciones, y con indiferencia de significado, desde la perspectiva «él» a la perspectiva «yo», y a la inversa, y que vigila (es decir, sanciona) la innovación semántica mediante el concepto de tipo, sólo presenta un compromiso aparentemente intersubjetivo. Ese modelo convierte en ficticia la alteridad del otro: puede decir lo que quiera, con tal que su declaración no consista en otra cosa que en transmitir una información o en pasar un esquema operativo convencionalizado («Yo tengo dolores», «Yo te quiero», «Yo creo que...», «Yo te prometo que...», «Esfuérzate más»); en el caso de que intente comunicar más bien una mterpretación individual de ciertos estados de cosas, ya el código la ha previsto en el plano semántico-pragmático. En circunstancias adecuadas, también yo habría podido formarla. La posibilidad de sustituir nuestras perspectivas de ha-

blantes (ratificada por el discurso técnico de speaker-hearer, del hablante-oyente) nivela el carácter innovador y las energías creativas de sentido de cualquier diálogo y lo reduce al enunciado de lo ya previsto en el repertorio común. Los problemas de interpretación del mundo - e s decir, los problemas hermenéuticos- simplemente no están previstos por ese paradigma lingüístico. La formulación de Tugendhat, según la cual la asimetría epistémica nunca podría tener repercusiones semánticas (pero que nuestras manifestaciones «tengan un significado diferente está excluido por la simetría veritativa de esas frases» p. 89]), muestra el endurecimiento de un postulado en un principio constitutivo. Es el resultado de una metahasis eis alio genos, del cambio a otro género, y no una consecuencia necesaria de una reflexión semántica que mira a la intersubjetividad. ¿Qué conseguimos nosotros con este recurso a Schleiermacher? Primero, el reaseguro por medio de un fiador, que entiende la individualidad como una propiedad no de las cosas físicas particulares, sino del ser autoconsciente. Pero el predicado «autoconsciente» no le sirve de escapatoria epistemológica frente a unas consecuencias filosófico-lingúísticas. Los individuos son autoconscientes en el sentido de que exponen su mundo a la luz de unas interpretaciones, las cuales se hacen comprensibles como significados, tanto de las palabras como de las frases. Con ello no se saca la individualidad de la relación lingüística. Por el contrario, el diálogo se asienta en una interpretación del mundo, y los individuos son los únicos capaces de darla. Ninguna palabra posee en sí misma el sentido que transmite; se lo debe a una iniciativa hermenéutica, cuyo autor en última instancia será siempre un sujeto individual. Al mismo tiempo se comprueba como perfectamente fundado el «descenso del "Yo" al "yo"»: el sujeto individual, que se proyecta a su sentido sobre la base de un mundo interpretado ya por otros individuos, no es nunca el sujeto en general, sino este ser particular y autoconsciente en esta situación singular (singular incluso semánticamente). Pero

el índice de singularidad que con ello se le asigna escapa a la vez al marco epistemológico de una semántica de la personalidad idealizada sin contemplaciones. Ese ser particular no obtiene su identidad ni gracias a unas propiedades corporales (que, en tanto que datos naturales, en modo alguno están semantizadas a priori y obtienen el sentido bajo el que se abren intersubjetivamente a una comunión lingüística sólo de interpretaciones individuales, y que a la inversa no pueden condicionar), ni gracias tampoco a la estabilidad del significado de los predicados que se le atribuyen (al individuo) en diversos tiempos (y que gradualmente también se modifican con el sistema de interpretación del mundo que tiene el individuo y que se transforma de continuo). Mientras que la filosofía del lenguaje, tanto la estructuralista como la analítica, parte de la tesis de la repetibilidad homogénea y uniforme de signos lingüísticos, la hermenéutica (de Schleiermacher) considera lo individual como indivisible en sentido propio y por lo mismo incomunicable (unsharable, dicen los anglosajones reuniendo ambos significados): no en el sentido del modelo clásico del átomo, como indivisibilidad de una sustancia infinitesimalmente pequeña que, al igual que el «ser» de Hegel, «sólo» mantiene relaciones consigo misma, sino como aquello que existe sin doble interior, y por tanto irrelacionado, consiguientemente como aquello que en sentido literal no tiene igual y por ello escapa al criterio de la repetibilidad homogénea. Quiere decirse que formular una manifestación individual y reproducirla en el acto de entender (por ejemplo, en la lectura), recreándola en consecuencia, no significa (y esto me parece determinante) articular la misma cadena lingüística una vez más, y desde luego en el mismo sentido, sino acometer otra articulación de la misma cadena lingüística. Así, lo único o lo individual no es precisamente un principio de unidad. Dejando aparte lo que pueda significar «individualidad», en cualquier caso hay que concebirla como la adversaria directa de la idea de identidad y remate

de la estructura (y de la identidad de las expresiones por ella diferenciadas con vistas a un todo). Para Schleiermacher, el individuo es fundamentalmente y siempre quien con su intervención impide que la estructura (o los signos que ella asegura en su autoidentidad) coincida consigo misma. Coincidir consigo misma significa estar presente. Ahora bien, una estructura o un signo nunca pueden coincidir consigo mismos: primero, porque la idea de la diferencia de los signos supone la idea de tiempo; y, segundo, porque cada empleo de un signo supone la idea de la repetibilidad - s u no contemporaneidad- (tema tratado ampliamente en la lección XXVII de Was ist Neostrukturalismus?). Como ya había demostrado Hegel en el suplemento al § 462 de su Enzyklopädie berlinesa, se requiere el tiempo para dejar que un sonido se hunda en el pasado y permitir así al siguiente que se articule en su diversidad (fónica) frente al último emitido. Lo cual se aplica de forma equivalente al encadenamiento de los signos. Mediante su inmersión en el tiempo se los desconecta de su sentido: la desaparición del cuerpo verbal en el pasado, al dejar espacio a un segundo (que resuena de nuevo), permite a la vez la aparición de lo ideal - e l significado del signo-. La retirada del sentido de un signo no ha de entenderse mecánicamente. Justo porque resuena (él o el sonido que transmite), no nos está (ya) presente. Y la «memoria reproductora» tiene que suplir la pérdida de su presencia. La memoria «conoce la cosa en el nombre»; desde luego no directamente (toda vez que el nombre y la cosa por él designada ya han pasado), sino únicamente a través de una hipótesis hermenéutica. Es ésta la que, en virtud de una interpretación - y sólo por ella-, aprehende los repetidos sucesos de sonidos acústicos/gráficos diferentes como apoyos para la asociación del mismo sentido. Tal identidad no es, pues, la de la coincidencia atemporal ni la de la percepción, sino un «artefacto», en el sentido literal de la palabra: algo reconstruido de manera incontrolable (y tal vez

con un cambio de identidad) sobre el abismo de la «despresencialización» temporal. El segundo punto de vista enlaza directamente con esto. Para ser elemento de una estructura, cada signo tiene que ser repetible. Y para poder articularse una segunda vez, la estructura tiene en cierto modo que salir de sí misma, a fin de recomponerse de nuevo más allá de su enajenación. Se descompone así la imagen engañosa de una identidad atemporal que da la gramática. Y, puesto que la identidad de los propios signos descansa ya en una interpretación (en la reidentificación comprensiva de dos sonidos, que fónicamente siempre difieren ligeramente como significantes recurrentes de lo mismo), es imposible presentar la estructura como determinante de sentido: un sentido particular nunca puede reconstruirse a priori desde el conocimiento de las reglas (HuK, p. 172 en el contexto). En efecto, una realización del individuo es dejar en suspenso la identidad hipotética de los signos - q u e siempre ha de concebirse bajo un índice de pasado: «así se ha hablado hasta ahora»- mediante el acto de la realización de su sentido (el cual tiene siempre como supuesto una despresencialización del significante). La estructura no puede garantizar la continuidad entre el significado que se le asigna, y que siempre es cosa pasada en el acto de utilizar el lenguaje (y por consiguiente sólo con un valor hipotético), y el significado (de nuevo) recuperado en el uso individual. Esta falta de un criterio, producida por el individuo, para la identificación semántica prohibe cualquier asignación de sentido al camino infinito de la hermenéutica (infinito por imprevisiblemente abierto y que sólo se decide provisionalmente por motivos pragmáticos). Nunca se puede juzgar definitivamente sobre la unidad de un signo, de una frase, de un texto, de una cultura que interactúa simbólicamente. Y ello porque tal unidad se renueva de continuo en el uso y en la comprensión. Atribuirle una identidad semántico-estructural es una ficción cientificista, inspirada por el sueño de una maduración llevada a la

inacción completa, la cual fija definitivamente con una muerte por congelación los significados, con cuyo intercambio producen los individuos la imagen inestable de su mundo. Partiendo, por una parte, de la estructura temporal de la articulación y, por otra, de la proyección de sentido abierta al futuro, la hermenéutica romántica se tomó muy en serio la no identidad de los signos y también la del sujeto que se interpreta a sí mismo a la luz de los signos en cuestión. Como dice, por ejemplo, August Boeckh, no se puede «producir siempre lo mismo ni una sola vez», y ese deslizarse de la identidad del sentido del signo tampoco se detiene ante la identidad de quien lo utiliza: «El hombre no es el mismo en ningún momento» ( E n z y k l o p ä die und Methodologie der philologischen Wissenschaften, dir. por E. Bratuschek, Darmstadt 1966, p. 126). «La individualidad no se puede encontrar, por ejemplo, mediante una clasificación...; la individualidad... es algo totalmente vivo, concreto, positivo, mientras que, por el contrario, (cualquier) esquema es sólo negativo; es decir, una abstracción general de la individualidad propiamente dicha» (o.e., p. 127). W. von Humboldt - y con él traemos a colación a un tercer representante del paradigma romántico- había hecho la propuesta siguiente para explicar la no identidad de los signos lingüísticos: en cada situación de entendimiento lingüístico entrechocan dos diferentes maneras de representación, de las que sólo coincide la parte relativamente convencional, mientras que «predomina la más individual». «En un punto indivisible» no puede darse una coincidencia completa, pues toda comprensión posibilitada por los signos o por el texto proporciona una unión inestable de lo universal con una visión individual del mismo, pero que no podría ser general (Gesammelte Schriften, edit. por Ä. Leitzmann, 17 vols., Darmstadt 1968, vol. V, p. 418). De ahí que cada articulación, como cada comprensión, no sólo sea reproductiva (es decir, repite una convención fija), sino que además es creativa de una manera siste-

máticamente incontrolable. La asignación individual de sentido a la síntesis de signos, que dispone el sustrato verbal y el sentido, supone siempre una sacudida y siempre desplaza las fronteras vigentes de la normalidad semántica. De ahí que la decisión sobre el «verdadero sentido» de una declaración sólo tenga, en el fondo, carácter de presunción, y su logro o fracaso nunca pueden medirse por criterios objetivos, sino exclusivamente por criterios pragmáticos e intradialógicos. Con lo cual no desaparece sin más la idea de la identidad semántica (ni la personal, que ella hace posible), como podrían dar a entender las conclusiones precipitadas de la teoría derridana sobre lenguaje y sujeto. Sus motivos hay que encontrarlos en las ideas de que, primero, una relación con los fenómenos subjetivos (mentales) sólo puede darse a través de los signos -Saussure hablaba de que el espíritu antes de su articulación a través de la chaîne phonatoire se asemeja a una «nebulosa amorfa» (nehuleuse amorphe)-, y, segundo, que los signos que establecen una relación nunca pueden ejercer una función identificadora precisa. Esta segunda parte la fundamenta Derrida en la superación radicalizada del principio de diferencialidad de Saussure, de acuerdo con el cual cada signo facilita su identidad mediante la delimitación de su cuerpo significante del de todos los demás. Así, el significado del signo a vendría facilitado por relaciones de alteridad frente a los signos h, c, d, e, f , etc. Ahora bien, no hay ningún motivo determinante para suponer que la cadena de los términos de oposición, que se mantienen negativamente alejados del signo primero sea una cadena finita. Por ello las fronteras de la identidad semántica de un término son funciones de un sistema abierto de permanentes rediferenciaciones sin la posible presencia de un término consigo mismo 3 4 . 34. La reflexión de Derrida la he discutido ampliamente, además de en Was ist Neostrukturalismus? (Lecciones V y XXVII), en Plurivocité et dis-simultanéité. Questions herméneutiques pour une théorie du texte littéraire, «Revue internationale de philosophie» XXXVIII, n. 151 (1984), p. 442s.

La ventaja del modelo derridano es que permite concebir la individualidad como una no identidad radical, aunque el pensador francés evita el término o lo equipara indiscriminadamente con el de subjetividad. En cambio, su modelo no posibilita concebir la individualidad como autoconsciente y, por lo tanto, referida a sí misma. Ello se debe a que a la subjetividad - e n absoluto de manera diferente a lo que ocurre con el reduccionismo analítico- se le plantea la alternativa o de ser coherente (semantizable), y depender así de la correspondiente articulación de los signos, o de desaparecer en el sinsentido (reductio ad absurdum). Ahora bien, es subjetividad, y eso quiere decir que es un epifenómeno de la articulación de los signos. Ahora se impone discutir, aun admitiendo la dependencia del sentido respecto de los signos, el que Derrida pueda mantener en el marco de su modelo el principio de que existe subjetividad. Primero, porque al igual que en el monismo neutral no se ve cómo la subjetividad pueda surgir del puro juego referencial, de no darse ya por supuesto como algo irreducible al mismo (cf. Was ist NeostrukturalismusLección XVIII). Segundo, porque su ataque a la idea de la autorreferencia presente es tan radical que ya no se explican unas condiciones mínimas del fenómeno de nuestra autofamiliaridad. Pero este ataque a la idea de la presencia no sólo es radical sino, además, absurdo. Sin el retorno a un momento de relativa igualdad consigo mismo, en modo alguno podría comprobarse una diferenciación (desplazamiento de sentido, reinscripción metafórica de significado); carecería de criterios y no podría distinguirse del estado de inercia completa. Sólo pueden diferenciarse aquellos términos que al menos coinciden respecto de un elemento significativo, así como sólo pueden identificarse aquellos términos que se diferencian entre sí. Sobre las huellas de Versuch über die Transcendentalpbilosophie de Salomon Maimón, esto lo había ya expresado Fichte en los términos siguientes: «Cada contrapuesto es igual a su contrapuesto en una

nota = X; y cada igual se contrapone a su igual en una nota =X» (WW, edit. por I.H. Fichte, I, p. 111). Dicha nota (X) representaría el fundamento: en el primer caso el fundamento de su relación, en el segundo el fundamento de su distinción. Ambos se implican mutuamente. Y es algo que puede demostrarse sin dificultad: si comparo A y B, debe mantenerse al menos en parte A, pues de lo contrario a B le faltaría el término de oposición, y no se verificaría la contraposición. A, pues, es recogida sólo en parte por B, y sólo en parte se mantiene. X es símbolo de la esfera, en la que A y B tienen que dividirse, para poder entrar en contraposición recíproca. Otro tanto cabe decir sobre la identidad entre A y B. Quien afirma «A es B» no pretende decir que A en tanto que A sea a la vez no A (es decir, B). Eso sería absurdo, porque en tal caso yo habría formulado dos tautologías, pero no habría llevado a cabo ninguna identificación de dos relata semánticamente diferentes. Si es, pues, necesaria la distinción semántica de A y B como condición indispensable para que entre ellas pueda establecerse una relación de identidad, queda demostrado que la identificación supone una precedente no identidad de los términos comparados. En vez de la fórmula «A = B», sería lógico escribir: existe un X, y de ese X se dice con verdad que por una parte es A y por otra es B. Tal X es el «fundamento» de ambas. Así, pues, la identificación genuina se verifica entre X y X, y sólo en virtud de la misma coinciden A y B, que en sí difieren 35 . Creo que la hermenéutica de Schleiermacher mantiene una vía media entre el absurdo ataque radical a la idea de la identidad semántica y de la reducción demasiado radical de la diferencia semántica a una esfera unitaria como absolutamente aceptada. Me parece, mutatis mutandis,¡ conciliable con el concepto de una continuidad psicológica, tal 35. Esta consideración la desarrolló Schelling tal vez en forma más penetrante que Fichte en sus apuntes para las Wcltalter (S'W 1/8, p. 213-218, y'asimismo en los dos fragmentos de 1811 y 1813, publicados por Manfred Schröter, Munich 1946, p. 28 y 127ss, espec. 129).

como lo desarrolla el ya citado estudio de Sidney Shoemaker sobre Personal Indetity. A Materialist's Account. Pero, mientras el enfoque funcional-materialista constriñe a una identificación de motivos (mentales) y causas (físicas), yo querría hacer inteligible la constitución de la individualidad autoconsciente como una consecuencia de continuas transformaciones de estados, que son «copersonales» 3 6 a una persona en un punto del tiempo. Tal transformación no ocurre gratuitamente (es por tanto conciliable con una explicación causal), pero las razones no son aquí causas eficientes, sino motivos. Y por motivo entiendo una razón de tal índole que puede definir mi actuación a la luz de una interpretación precedente que la presenta como razón y fundamento 37 . Un acontecimiento es necesario (producido por causas físicas) cuando, en virtud de las circunstancias dadas, no puede no producirse. Por el contrario, está motivada una transición entre dos estados de copersonalidad (o entre dos états de la langue), cuando se asocia sólo a una razón que previamente ha establecido como tal a la luz de una interpretación. Así, pues, están motivadas aquellas consecuencias que no son ciegamente necesarias sino que se relacionan (libremente) con su motivación u ocasión. En este sentido, está motivada la transformación semántica de un signo: dado que el sentido del signo previo a la misma sólo existía en virtud de un juicio hipotético (pues, en sí, en su desnuda naturalidad, no tiene ninguna cualidad significante), la unidad de sentido de tal signo no puede determinar un segundo uso del mismo. Mas sí que puede motivarlo, en la medida en que una hipótesis semántica subsiguiente sobre el significado del signo previo no está determinada causalmente por el mismo, pero

36. La expresión la he tomado de Russcll (The Philosophy of Logical Atomism, Londres 1956, p. 277), que designa así el conjunto de experiencias y otros estados mentales correspondientes a una persona en un determinado tiempo. 37. Este punto está ampliamente desarrollado en Das individuelle Allgemeine, p. 322s (conectando con Schleiermacher y Sartre) y al hilo de la polémica de Peirce contra el necessarianism, en Was ist Neostrukluralismusp. 550ss.

en el marco de una autosuperación hermenéutica se deja determinar hacia un sentido futuro. Aun entonces no se da ningún criterio último para la identidad objetiva del significado de la expresión a en el momento í 1 y de la misma expresión en el momento t2. Y es que tal identidad, al descansar sobre una interpretación y no sobre una percepción, en sí misma no puede ser más que conjetural y necesita de la acogida de la interpretación subyacente por parte de otros individuos de la comunidad comunicacional. De este modo se desarrollaría una continuidad entre dos estadios de la autocomprensión de un individuo o entre dos interpretaciones subsiguientes de un signo. Esa continuidad - q u e no lo sería en un sentido evolucionista, sino como derivada de juicios hipotéticos que se motivan recíprocamente- podría al menos hacer inteligible el discurso aporético de Derrida acerca de una «restance non-présente d'une marque différentielle (un resto no presente de marca diferencial)» 38 . Tal resto se daría en la medida en que un mismo sujeto de la expresión (sobre cuya identidad hay que asegurarse una y otra vez por la vía hermenéutica e hipotética, ya que sólo se distingue y diferencia en el flujo del tiempo) está sucesivamente abierto a muchas inscripciones de sentido. La cadena sería «no presente», por cuanto ninguna inscripción puede prolongarse de manera homogénea y uniforme en la que le sigue (temporalmente), de forma que la autopresencia de su significado constituiría una unidad espontánea, no turbada por diferencia alguna. Pero, a la inversa, se demuestra absurda la idea de que un signo (o la autocomprensión facilitada por un signo, en la que un individuo se mantiene durante un tiempo) tenga un significado cualquiera, que es como decir ninguno. Entre cada una de dos nuevas imputaciones hermenéuticas de un contexto de sentido transmitido se da una continuidad, en el sentido de que el estado siguiente puede derivarse mentalmente, del anterior no por vía de causación sino de 38. Jacques Derrida, Limited

Inca,

b, c..., cap. o.

motivación. La «identidad personal» de una historia individual humana no es la identidad de unos hechos objetivos ensamblados sin solución de continuidad (ni se reduce a la misma); es la identidad de una autointerpretación continuada, a cuya luz esos supuestos hechos objetivos alcanzan sobre todo la cualidad de este o del otro tipo^ Un desencadenante de transformación que desarrolle su eficacia en virtud únicamente de una interpretación que lo reconoce como fundamento (por ejemplo, una idea final) no puede entenderse como causa de tal transformación. Más aún, en última instancia también las causas físicas, como ha demostrado Peirce, son fundamentos, en el sentido de que la manera de ser de la realidad física se descubre como lo que es, no a través de percepciones sino a través de «perceptual judgments», de juicios perceptores, y por tanto a través de unas interpretaciones. Tampoco las leyes de la mecánica son otra cosa que conclusiones motivadas al hilo de unos juicios de percepción, cuyo carácter hipotético y hermenéutico nunca puede superarse ni ha sido superado, por cuanto con él desaparecería justamente la inteligibilidad del mundo, en el que vemos operar dichas leyes con regularidad mecánica. De estas observaciones saco la conclusión de que el recurso a la categoría de la individualidad en la discusión semántica acerca de la mismidad y la persona no habría podido quedar al margen. Y ello porque la individualidad es una instancia, y parece ser la única, que ofrece una resistencia a la vez instantánea e idéntica a la idealización rigorosa del sentido del signo (realiza por tanto exactamente aquello que Derrida atribuye a la différance). Por otra parte, es la única que, al contar con la garantía de la autoconciencia, tiene la ventaja de hacer comprensibles las motivaciones y los juicios hipotéticos, en tanto que son interpretaciones, y en definitiva todos aquellos procesos en los cuales aflora la categoría «sentido» como necesaria, que es como decir insustituible. Al mismo tiempo, se explica el carácter no derivable de los proyectos de sentido indivi-

duales a partir de tipos semántico-pragmáticos. Las relaciones de derivación sólo se dan entre iguales: una regla o un concepto y un caso o una instancia, a través de los cuales se identifican los primeros. Cuando, por el contrario, se establece de nuevo la extensión del tipo subyacente por medio de un proyecto de sentido individual, queda claro desde el punto de vista analítico que el proyecto de sentido no puede preverse por el dominio de la semántica de la posición de partida. Esto se aplica también a los proyectos de sentido individuales en el marco de una historia personal. Sin duda alguna, cada proyecto está motivado por un «stage of person (por una etapa de la persona)» 3 9 . Mas, dado que la motivación supone una interpretación, y la interpretación supone a su vez la libertad, el proyecto no puede derivarse por vía de causalidad del estadio biográfico superado, que era copersonal por lo que hace a las propiedades. Así las cosas, parece que la cuestión de la identidad de la persona apunta over time - e n la continuidad de su vida consciente- a una hermenéutica de su autocomprensión, cuyos perfiles sólo están sugeridos y cuya elaboración sigue siendo trabajo de futuros esfuerzos. Pero esta tarea parece de tal envergadura que, al final, siento la tentación de invocar una vez más el que Llume llamó «privilegio del escéptico» y confesar that this difficulty is too hard for my understanding: para mi inteligencia esta dificultad resulta demasiado ardua» 4 0 .

39. Cf. Sidney Shoemaker, Personal Identity, p. 74, en el contesto. 40. David Hume, A Treatise of Human Nature, p. 636 (trad, cast., Tratado de la naturatela humana, Madrid 1988).