La Pasion de Erzsebet

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JOEL ALEXANDRE

LA PASIÓN DE ERZSEBET

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«Muy pronto en la vida es demasiado tarde.» El amante MARGUERITE DURAS

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Índice Argumento.......................................................6 JARDÍN CLAUSURADO.......................................7 ERZSEBET......................................................11 EL MISTERIO DE ERZSEBET............................12 VEINTE EUROS Y LA CAMA.............................15 NÁUFRAGOS...................................................17 CON PELOS Y SEÑALES..................................20 DESPUÉS DE TODO........................................23 LA SABIDURÍA OLVIDADA...............................28 VIDA AUTÉNTICA............................................32 EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS...................35 TEATRO DEL ABSURDO..................................39 EL ARCO Y LA CARGA.....................................42 LOS GALGOS COJOS.......................................46 EL INFIERNO DE LOS OTROS..........................49 CAZA DE BRUJAS............................................53 EL VINO Y EL DESEO......................................56 LA CONDESA SANGRIENTA............................59 LA FELICIDAD ES UNA IMAGEN BORROSA......62 EL ÁNGEL Y EL DEMONIO...............................65 AMOR DE VAMPIROS......................................68 EL INVIERNO EN BERLÍN.................................71 EL PERRO ES MONO, PERO NO OBEDECE......72 CIELO DIVIDIDO.............................................76 LOS ÁNGELES PROTECTORES........................79 EXPLORACION NOCTURNA.............................84 MIRADAS........................................................88 OSTALGIA.......................................................91 SOL DE MEDIANOCHE....................................96 DIECISIETE.....................................................97 DONDE CRECEN LAS ROSAS SALVAJES........120 DESAFÍO.......................................................122 LLAMADAS SIN RESPUESTA..........................124 EL HOSPITAL................................................127 EL JUEGO DE LAS VERDADES.......................130 RESURRECCIÓN...........................................133 MANUAL DEL BUEN LADRÓN........................136

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EL SECUESTRO.............................................139 EL DIOS DE LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES...143 HISTORIA DE UNA GORRA............................146 MEMORIAS DEL ABISMO...............................148 EPÍLOGO......................................................152

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ARGUMENTO

Amat, un adolescente de extraordinaria belleza, recibe la ayuda de la nueva profesora de la escuela: una elegante húngara que despierta pasiones entre alumnos y profesores. Erzsebet, que ronda los cuarenta años, seduce a su protegido —que se ha criado en una familia desestructurada— y lo hace ingresar en un mundo de refinamiento, sofisticación y sensualidad. Erzsebet, de quien se desconoce su pasado y el origen de su fortuna, ha decidido hacer de él un ser perfecto. Pero pronto Amar descubrirá que su suerte tiene una cara siniestra de consecuencias imprevisibles. Todo empieza cuando descubre que en el siglo XVI vivió una condesa húngara de nombre Erzsebet Bathory, quien se bañaba en la sangre de doncellas sacrificadas para mantener su juventud. Cuando Amat se enamora de una compañera de la escuela, su protectora se vuelve una amenaza y lo empuja a una huida que arrastrará a los tres hacia al abismo....

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JARDÍN CLAUSURADO

No sabría decir en qué momento empecé a odiar a mis padres. Tal vez la culpa de todo fue del muro. Hasta los catorce años mi habitación daba a un jardín del Ensanche, propiedad del dueño de una fábrica de estilográficas. Por la manera desaforada en que crecían árboles y matorrales, formando una densa selva, todo indicaba que hacía mucho que habían despedido al jardinero. La finca en su totalidad había entrado en un estado de decadencia que la dotaba de un romanticismo insólito en un barrio asediado por los especuladores. Aquel caserón constituía una rareza en medio de un entorno geométricamente urbanizado. Por lo que sabía, el propietario era un suizo de Lucerna que la tenía como residencia de vacaciones, a pesar de que no se le había visto durante los últimos años. A mí me parecía realmente extraño que alguien quisiera pasar sus vacaciones en el Ensanche derecho. La presencia fantasmal de aquel hombre —jamás llegué a verle en persona, pero le imaginaba visitando la finca de noche— hacía que aquel pedazo de bosque pareciera aún más enigmático. Los árboles eran tan altos y las lianas tan espesas que desde la ventana no alcanzaba a tener una visión completa del jardín. Era más bien un juego de claroscuros. Mi diminuta habitación recibía únicamente los restos de unos rayos de sol debilitados tras su paso entre el follaje. Tres años después de que aquel trozo de paraíso haya dejado de existir, lo que más recuerdo son los pájaros de madrugada. Debido a las excursiones nocturnas de mi padre —que explicaré más adelante—, desde muy pequeño había adoptado la costumbre de no dormirme hasta tarde. Especialmente los fines de semana, podía pasarme hasta las seis o siete de la madrugada escuchando la radio en la oscuridad. Luego dormía hasta el mediodía. A menudo empezaba ya a clarear cuando apagaba la radio. Pero antes de que la primera luz mortecina penetrara en mi habitación, se dejaba oír un misterioso trino de pájaros. Era un canto triste y mágico al mismo tiempo, propio de seres alados que se comunican, de rama en rama, el oráculo de un nuevo día. Aquella melodía imposible de reproducir, como

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pinceladas en el silencio, me sumergía en una especie de limbo hasta que me dormía. Nunca he llegado a averiguar qué aves eran aquéllas. Yo los llamo pájaros de madrugada. Un día me enteré de que el suizo había vendido su propiedad a una inmobiliaria que en su lugar construiría oficinas. Aunque no me lo acababa de creer del todo, la noticia me sorprendió. Cuando desde la cuna has tenido un jardín al otro lado de tu ventana, te cuesta creer que un día pueda desaparecer. *** El lunes que las grúas empezaron a rugir y chirriar supe que la cosa iba en serio. Creo que fue entonces cuando perdí definitivamente la inocencia. En poco menos de 48 horas arrasaron el jardín, que quedó plano como un solar. Poco después construyeron un muro que fue elevándose hasta dejarme en una oscuridad casi absoluta. Recuerdo que mi abuelo intentó hacer una lectura positiva de aquella catástrofe. Mientras contemplaba la pared de ladrillos desde la ventana de mi habitación, dijo: —Al menos no pasarás frío en invierno. Y le odié también a él por haber dicho eso. *** A falta de visitante fantasma y de claroscuros —ahora todo era penumbra—, me vi obligado a dirigir mi atención hacia el interior de la casa. No fue hasta ese momento cuando me di cuenta de cómo eran mis padres; porque cuando el muro selló mi salida al exterior, empecé a ver y a escuchar. Además de contable de una pequeña empresa de automoción, me enteré de que mi padre no era precisamente el hombre de familia que retratan las películas de Hollywood. Demasiado idiota y miserable para tener una amante, se iba de putas un par de veces por semana —y todos los viernes sin excepción— para acabar rematando la juerga en un bar de copas. Le oía llegar, borracho, pasadas las tres de la madrugada. Todo sucedía siempre de idéntica manera. Primero necesitaba un buen rato para introducir la llave en la cerradura. Una vez lo conseguía, la puerta se abría con un gemido de animal herido.

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A continuación permanecía unos segundos de pie en el recibidor, como si dudara de que había entrado realmente en su casa. Superado este lapso, atravesaba el pasillo y el comedor, donde tropezaba con una silla o con la mesa y renegaba en voz alta, sin importarle que yo o mi madre estuviéramos durmiendo. Acto seguido se acercaba a la puerta de mi habitación. Yo esperaba ese momento con auténtico asco. A pesar de que me hacía el dormido cuando la puerta se abría, podía ver su silueta siniestra y percibía su aliento agrio y cansado, que dispersaba por toda la habitación un tufo a alcohol insoportable. Finalizado este ritual, cerraba la puerta y se dirigía hacia su dormitorio, donde mi madre le daba la bienvenida con insultos y lágrimas de frustración. Ocasionalmente oía cómo se escapaba algún que otro golpe. Siempre era ella la que pegaba, pero mi padre paraba los golpes sin ninguna dificultad con sus brazos fuertes y peludos. Esa rutina se prolongaba durante una media hora, no mucho más, hasta que el agotamiento de uno y del otro permitía que volviera a reinar el silencio. El guión se repetía una y otra vez con alguna variación. A veces mi madre abandonaba la casa, indignada, y recorría en plena noche el camino hasta el piso de su hermana, que odiaba a mi padre tanto como ella. Nuestro hombre no hacía ningún intento por retenerla. Al contrario, más bien dejaba que se fuera casi con alivio. Al cerrarse la puerta empezaba otro guión preestablecido. Demasiado desvelado para dormir, mi padre se sentaba delante del televisor y sintonizaba, preferentemente, algún canal erótico. Eso le reanimaba y le ponía de buen humor. Cuando se cansaba, apagaba el televisor y se dirigía al baño con pasos de animal vencido. Yo podía oírlo todo desde mi habitación: el ruido de la cisterna al vaciarse, el grifo abierto mientras se lavaba las manos. La sesión solía acabar con mi padre aclarándose la garganta y liberando los gargajos directamente en el lavabo. Le odiaba profundamente por ello. *** La noche en que, después de una de sus juergas de alcohol y sexo pagado, le atropelló un camión, mi odio no terminó ahí. Simplemente, pasó de él a mi madre. ¿No dijo alguien que «nada se pierde, todo se transforma»? Al fin y al cabo, desde pequeño me había inculcado la aversión hacia mi padre. Con sólo cinco años ya me hacía partícipe de sus infidelidades, de su adicción a la bebida, de cómo gastaba el dinero y nos dejaba en la precariedad.

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Yo siempre me preguntaba: ¿por qué me lo explica? Me bastaba con lo que veían mis ojos y oían mis oídos. Desde entonces he odiado a mi madre por eso —una forma complementaria de maltrato—, aunque con el tiempo he llegado a entenderla. Después de todo, estaba sola y necesitaba hablarlo con alguien, aunque yo fuera la persona menos indicada. Me había predispuesto de tal manera contra mi padre que una noche me enfrenté a él para recibir en respuesta un puñetazo en la nariz. Sangré durante un buen rato. No se disculpó o tal vez no le dio tiempo a hacerlo, pues aquella misma noche le pilló el camión. A menudo pienso que, con mi provocación, fui el causante de que esa noche mi padre bebiera más de la cuenta y acabara bajo las ruedas. Mi madre también tuvo su parte de culpa, ya que después del puñetazo le echó de casa. Recuerdo su expresión mientras con un algodón me cortaba la hemorragia. Podía leer en su cara la satisfacción de una verdad finalmente demostrada, como si me hubiera ofrecido la prueba definitiva de que mi padre era un demonio al que había que condenar. *** Sea como sea, él ya no está. Nos dejó como herencia sus deudas y una caja llena de películas pornográficas, último rastro de un hombre que había buscado la huida en los placeres primarios. De él me quedó sólo el nombre que escogió para mí. Amat —que en catalán significa «amado»— es un nombre bien raro para alguien tan poco querido.

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ERZSEBET

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EL MISTERIO DE ERZSEBET

Cuando Erzsebet llegó a la escuela yo tenía dieciséis años. Aunque era el peor de la clase y en justicia me hubiera tocado repetir curso, el tutor se las arregló para hacerme pasar a primero de Bachillerato. Era una especie de compensación «por la pérdida de mi padre». El pobre hombre había defendido mi caso en el claustro, porque pensaba que yo estaba tan tocado emocionalmente que me hundiría de tener que repetir curso. Se equivocaba completamente, pero no puedo negar que con su muerte mi padre me hizo un postrero favor. De no haber pasado curso, nunca habría conocido a Erzsebet. Y sin ella no sería lo que soy ahora, tal vez incluso no sería. Formaría parte de la materia orgánica carente de identidad, como mi padre y los árboles del jardín clausurado. El profesor de gimnasia, que asistió a la reunión en la que se decidió mi futuro, tuvo el descaro de revelar este pacto —mi salvación in extremis— delante de toda la clase el día que yo me encontraba en el funeral. Su intención era buena: lo único que pretendía era que mis compañeros se hicieran cargo de la situación y me trataran mejor, cosa que sólo sucedió durante la primera semana. Luego volví a convertirme en el idiota de la clase. Un mes antes de las vacaciones de verano fui nuevamente objeto del rechazo —o de la indiferencia, en el mejor de los casos— de los chicos, además de aguantar alguna que otra broma pesada por parte de las chicas. Tal vez debido a que soy rubio y espigado y —según dicen— tengo cara de niña, a veces alguna de ellas me metía mano. Era algo que ocurría de forma aparentemente casual y resultaba difícil adivinar quién había sido. Lo cierto es que entonces tampoco me importaba. Cuando bajábamos las escaleras en dirección al gimnasio, por ejemplo, había un tramo sin luz donde los chicos solían sobar a las chicas. En mi caso, sucedía justo lo contrario: en más de una ocasión me había pasado que, al adentrarme en esa zona oscura, notaba una mano que me manoseaba el culo, el paquete o ambas cosas a la vez. Seguidamente oía las risas de un grupito de chicas y pensaba que debía de haber sido una de ellas. O incluso más de una, ya que a menudo eran diversas manos las que me exploraban a la vez.

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Yo siempre hacía como si no hubiera pasado nada. Ni les devolvía el magreo ni me enfadaba. Me comportaba como si aquel cuerpo no fuera mío, como si yo fuera un fantasma de paso que había entrado en este vehículo y que no tardaría en abandonarlo. Y de hecho, así es. A pesar de que ellas me despreciaban —me consideraban un cero a la izquierda—, sé que en el fondo les dolía mi falta de respuesta sexual. No soportaban que un tío no les hiciera caso, como si este hecho comprometiera su feminidad. Los chicos, por su parte, no llevaban nada bien que yo recibiera esas atenciones. Aunque yo no aprovechaba la ocasión que se me ofrecía, les daba rabia que dispusiera de oportunidades que a ellos les eran negadas sistemáticamente. Eso provocaba que de vez en cuando recibiera algún empujón que no venía a cuento, lo bastante fuerte para humillarme, pero no tanto como para tener que devolverlo. Sabían que era perfectamente capaz de hacerlo. También me llamaban mariquita o maricón. Les molestaba que mi piel no tuviera el aspecto de un cráter que escupe pus, como la suya. La única persona de la clase que no me provocaba era Joana, seguramente por una simple cuestión de solidaridad: si yo era el apestado número uno en la categoría masculina, ella lo era en la femenina. A pesar de ser rubia natural como yo, no lucía debido a su constitución delgada y menuda. La trataban como a la yonqui de la clase, pese a que estaba demasiado asustada como para saber qué eran las drogas. Su aspecto desvalido le había procurado este título añadido. Llevaba siempre una gorra roja encasquetada hasta la altura de los ojos. A la hora del patio se sentaba sola en una escalera de hierro, con la barbilla enterrada entre las rodillas. Sus ojos miraban sin mirar, porque siempre estaban tristes. Aunque se rieran de ella, nunca protestaba. No sabía quién era su padre. Corría el rumor de que su madre llevaba hombres a casa mientras ella estaba en la escuela. Y no por diversión: vivía de ello. Por lo tanto, a los ojos de todos, Joana era una auténtica hija de puta. *** Pero volvamos a Erzsebet. Tras pasar el verano encerrado en casa, el primer día de clase oí que había llegado una profesora nueva de literatura. La noticia levantó gran expectación, como si hubiera venido una estrella de cine o del mundo de la música. Primero me sorprendió que se hablara tanto de una simple profesora de literatura. Pero a medida que conocía más detalles, empecé a entender el porqué de aquella fascinación.

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Erzsebet —que es el nombre húngaro para Elisabeth— procedía de Budapest. A pesar de ello, hablaba sin acento nuestro idioma. Esta circunstancia dio pie a todo tipo de hipótesis e interpretaciones. Alguien había oído decir que era hija de un anarquista de Barcelona que se exilió a Hungría durante el franquismo. Allí acabó casándose con una actriz de teatro y tuvieron a Erzsebet. Eso había sucedido cuarenta años atrás. Nadie se explicaba la razón de que ella volviera precisamente ahora. El misterio se hizo aún más profundo cuando un alumno fisgón la siguió hasta su casa. Al día siguiente, informó a todo el mundo de que Erzsebet vivía sola en un palacete de Sarria. Por la descripción que hizo del edificio, el alquiler debía de costarle una fortuna. ¿Cómo podía permitírselo una profesora de instituto? También cabía la posibilidad de que la casa perteneciera a la familia de su padre y la hubiera heredado a la muerte de éste. Incluso en este caso, ¿por qué no la vendía y se dedicaba a vivir la vida? ¿Qué interés podía tener una rica húngara en educar a un hatajo de gamberros? Definitivamente, la llegada de Erzsebet era la sensación del trimestre. El cotilleo estaba garantizado para rato, más de lo que —sin haberla visto todavía— podía imaginar.

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VEINTE EUROS Y LA CAMA

Milagrosamente, aquel miércoles conseguí no llegar tarde a la escuela. Con la cabeza vacía como todas las mañanas, me senté en mi sitio de la última fila junto a la pared. La acústica era buena, a pesar de que yo no escuchara nada de lo que se decía. Disfrutaba además de una perspectiva completa de la clase: veintiocho chicos y chicas del Ensanche que iban de rebeldes, pero que en realidad eran firmes aspirantes a burgueses carcamales. La mía era una posición estratégica para verles venir en caso de que decidieran jugarme una mala pasada. También al fondo, pero en el otro extremo de la fila, se sentaba Joana. A pesar de que abría mucho los ojos, era como si no estuviera presente. Su mirada perdida revelaba que se encontraba lejos, muy lejos de allí. Nadie más se sentaba atrás. El resto de los alumnos se concentraba en el centro del aula, como una comunidad compacta de la que ambos estábamos excluidos. Era como si cualquier contacto con nosotros pudiera comprometer su futuro éxito académico y social, una vez finalizada la etapa de rebeldía postiza. Así se comportaban las jóvenes promesas del Ensanche derecho. Aquella mañana, sin embargo, antes de que llegara la profesora, una integrante de la comunidad salió del círculo para acercarse a mí. Era Celia, todo un personaje: metro ochenta, piernas fuertes y espalda ancha; la base del equipo mixto de baloncesto de la escuela. Su corpulencia no sólo le servía para blocar a los jugadores del equipo contrario, sino que también le permitía hacerse respetar entre las chicas y zurrar a todo aquel que se atreviera a hacer algún comentario sobre su condición de gigante. Aquella mañana había decidido hacerme una proposición que me dejó mudo. Se arrodilló frente a mí, apoyando un brazo sobre mi mesa. Con su mano libre me tiró del pelo para que le prestara atención —y para que a ojos de los demás pareciera que únicamente había venido a burlarse de mí. Entonces, bajando la voz, me preguntó: —¿Qué haces mañana por la tarde?

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No entendía por qué me lo preguntaba; no era asunto suyo, así que no contesté. Celia me clavó sus ojos obstinados, como si dudara entre atizarme o darme una nueva oportunidad. Al fin y al cabo, yo tenía fama de ser el tontito de la clase, a quien se le ha de explicar todo dos veces. Pero no pasó nada de eso. Exhibiendo una timidez desconocida en ella, echó una mirada a sus compañeros para ver si nos vigilaban. Al comprobar que todos estaban hablando o escuchando música en sus MP3, bajó aún más la voz y me propuso: —Te doy veinte euros si te lo haces conmigo. Dicho esto, deslizó con el dedo índice un pedazo de papel sobre mi mesa. Había escrito en él la dirección de su casa y la hora exacta de la cita: 18.30. A continuación, y sin esperar mi respuesta, regresó a su asiento dejándome con aquella nota y una enorme confusión. Mientras me guardaba el papel para que nadie lo viera, pensaba en el tipo de respuesta que debía darle. Veinte euros daban para comprar una bolsita de maría al camello de la clase, que la cultivaba en la azotea de su tío a cambio de una parte de la cosecha. Por otro lado, la cosa no parecía muy difícil: un marimacho como ella no podía tener una sexualidad demasiado despierta que digamos. En poco más de diez segundos asumí la situación: entraría en su habitación y me desnudaría delante de ella. Seguidamente, me echaría en su cama y cerraría los ojos para que me sobara cuanto quisiera, mientras yo imaginaba que me lo hacía con Liv Tyler. Después de correrme, me vestiría con el billete de color azul ya en mi bolsillo. Una buena bocanada de hierba me haría olvidar su cara de elefante. El repicar de unos tacones en el pasillo anunció la llegada de la profesora. Antes de que entrara, Celia se giró hacia mí con ansiedad, esperando mi respuesta. Asentí con la cabeza y sus mejillas se encendieron como si en su interior ardiera una caldera.

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NÁUFRAGOS

Cuando Erzsebet hizo su entrada triunfal, me quedé pasmado, y no creo que fuera el único. Era una mujer de una belleza extraordinaria, aunque sin estridencias. Tal vez tuviera cuarenta años, pero era esbelta como una bailarina. Llevaba un vestido negro con cuello de cisne, ceñido al cuerpo. Como si quisiera reforzar esa primera impresión, se apoyó en la pizarra y nos miró —o más bien dejó que la mirásemos— unos cuantos segundos en silencio. El pelo negro, recogido en una cola, dejaba al descubierto un rostro increíblemente armónico, propio de una estatua griega, con unos ojos azules que se encendían sobre la piel blanca como un faro. En aquel instante supe que era la mujer más hermosa que hubiera visto jamás. Todo en ella era sofisticación, con una elegancia natural de otra época. Un don del cual Erzsebet era muy consciente. Después de mostrarse, se presentó en un tono sereno y amable. Seguí admirándola durante un rato más antes de caer nuevamente en el pozo de la apatía, ya que empezó a hablar del temario de literatura y desconecté. *** Curiosamente, aunque hasta entonces nunca me había interesado por los libros, en aquella época escuchaba cada noche un programa de radio en el que se leían textos cortos de los oyentes. Para mí eran dos cosas totalmente separadas. Las lecturas obligatorias de la escuela eran un campo árido y desagradecido, plagado de trampas y artificios. Si pretendías entender algo, tenías que conocer previamente la biografía del autor, sus influencias, el entorno histórico, etcétera. En pocas palabras: un coñazo. Lo que oía por la radio, en cambio, eran historias y pensamientos sin pretensiones. No se precisaba de ninguna clave para interpretarlos. Decían lo que decían y ya está. Sus autores eran almas solitarias, como yo, que debían de buscar en los oyentes anónimos algún tipo de afecto.

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Yo mismo podría haber escrito algunas de aquellas piezas —que en ocasiones parecían gritos desesperados— de haber tenido algo que decir. Pero no era el caso. Años atrás me había estrenado como poeta cuando, fascinado por una cantante que me gustaba mucho, le envié una postal a su discográfica junto con un texto de creación propia titulado Largas avenidas o una chorrada similar. Y lo mejor de todo es que ella me respondió. Recibí una postal con su foto. En el reverso, antes de la firma, había escrito una única línea en respuesta a mi poema: MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS, TIENE QUE HABER SENTIMIENTO. Su crítica —o lo que yo entendía como tal— me hizo enfadar tanto que tiré la postal a la basura. Y ése fue el fin de mi idilio con la cantante y con la poesía. De eso hacía ya mucho tiempo. Ahora en mi interior reinaban las sombras y la confusión, y aquel programa me servía para olvidarme de mí mismo por unos instantes. Empezaba a medianoche y se llamaba «Mensaje en una botella». La locutora se hacía llamar Morgana y tenía una voz ronca pero sumamente agradable, como si te estuviera ronroneando al oído. Se retransmitía desde un centro cívico del Ensanche; por lo tanto, Morgana podía ser una vecina con la que me cruzaba cada día, quién sabe. Prefería no verla e imaginármela a mi manera desde la oscuridad. La sintonía era una música hipnótica de flautas indias sobre un sintetizador de fondo. Aquélla era la señal para que me echara sobre la cama y apagara la luz. Entonces, de la nada surgía la voz de Morgana, que iba presentando las historias. Los autores eran casi siempre los mismos, aparte de algún espontáneo puntual. Todos ellos firmaban con seudónimos. A fuerza de oírlos cada noche, sabía de qué pie cojeaba cada uno. Había una tal Artemisa que escribía unos poemas y cuentos de lo más cursi. Me parecían detestables; seguro que era fea como un pecado. En contrapartida otro asiduo, Tomuk, ofrecía a los radioyentes escenas generosas en sexo y violencia. Muy de vez en cuando le salía alguna realmente buena que me hacía reír. La Golondrina Eléctrica escribía diálogos absurdos que nunca acababa de entender. Tal vez por eso me fascinaban. Aquellas conversaciones podían haberse recogido perfectamente en un manicomio.

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Pero, sin duda alguna, mi autor predilecto era uno que firmaba como Sol de Medianoche. Enviaba poemas sin rima. Los tenía mejores y peores, pero siempre removían algo en mi interior. Ahora me doy cuenta de que aquel programa suplía a los amigos que no tenía. Era el bálsamo diario con el que aliviaba mi desesperación. Cuando las flautas indias callaban, Morgana repasaba los textos enviados por correo electrónico. En ocasiones hacía algún comentario irónico, pero sin llegar nunca a descalificar a sus autores. Al finalizar la música se oía el rumor de las olas del mar; era entonces cuando la voz ronca de la locutora pronunciaba estas palabras: «Buenas noches, náufragos. Hoy la luna ilumina tu isla desierta. Te ha llegado un mensaje en una botella. ¿No quieres saber qué dice?». En aquel momento se oía por antena un «plop», como de un tapón de corcho, y ella empezaba a leer sobre un suave hilo musical:

POEMA PARA NADIE Este poema no es para nadie. No contempla las pasiones ni la búsqueda de nada. Es un canto de almas tristes, de puertas que no se abren y muertos que caminan. Sigue durmiendo, amor de amores. Este poema no es para nadie y a sí mismo se regala. SOL DE MEDIANOCHE.

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CON PELOS Y SEÑALES

La habitación de Celia estaba empapelada con posters de Beckham con poca ropa. Tenía un escritorio sobre el que descansaba un ordenador de los buenos. El armario y la cama eran de Ikea. Mientras esperaba que ella volviera de hacer una llamada —quería asegurarse de que sus padres no regresaran antes de lo previsto—, me fijé en la moqueta, que estaba llena de migas de pan. Mal asunto: seguro que había merendado para coger fuerzas. El billete de veinte ya estaba en mi bolsillo. Celia me lo había dado nada más llegar, como garantía de que ella había cumplido con su parte del trato y yo debía ahora cumplir con la mía. Antes de que me diera tiempo a pensar nada más, se abrió la puerta y la luz se apagó. Ambas cosas ocurrieron simultáneamente con gran precisión, como si la anfitriona hubiera practicado antes de mi llegada. Instantes después, la puerta se cerraba con suavidad. Hasta aquel momento no había advertido que la habitación no tenía ventanas, cosa que hacía la situación aún más inquietante y claustrofóbica si cabe. Necesité un buen rato para que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Entonces me di cuenta de que Celia estaba totalmente desnuda, pese a que sólo podía vislumbrar el contorno de su cuerpo. Me observaba en silencio como una fiera en la oscuridad. ¿Esperaba quizás que hiciera algo? No había previsto aquel escenario. De haber sabido que además de ceder mi cuerpo tendría que soportar el suyo, le habría exigido cuarenta euros. Pero ya era demasiado tarde. —Creía que habías ido a llamar por teléfono —dije intentando matar cualquier clima erótico—. ¿Por qué te has desnudado? Como toda respuesta, dio un paso al frente y se situó a escasos centímetros de mí. Silencio. De pronto me abrazó con todo su cuerpo, sacudido por extraños temblores. Apestaba a sudor mezclado con flujo vaginal que me provocó arcadas. Cuando aplicó su cálido aliento a mi oreja, no lo puede soportar más y me apresuré a deshacerme de su abrazo. —¿Qué quieres de mí? —le pregunté manteniendo el tono inexpresivo.

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Aquélla era una pregunta peligrosa, porque si me pedía que le comiera el coño, me encontraría en problemas. Seguro que vomitaba antes de acabar la faena. Decididamente, había sido de imbécil conformarme con veinte euros. —Quítate la ropa y échate en la cama —me ordenó con la respiración agitada. Eso encajaba mejor con el guión previsto, aunque no entendía aquel proceder suyo. Si yo hubiera pagado a una chica que me gustara mucho, mi primer deseo sería ver su cuerpo desnudo. Era de idiotas dejar la luz apagada. Si lo que avergonzaba a Celia era mostrarme su cuerpo, ¡hubiera bastado con que no se desnudara! Mientras pensaba todo eso, me arranqué la camiseta y me bajé los tejanos junto con los calzoncillos. No había tiempo que perder. Tras quitarme los zapatos y los calcetines, me eché en la cama y fijé la vista en algún punto indeterminado del techo. «¿Hará lo mismo la madre de Joana?», me pregunté. De pronto me solidarizaba con aquella mujer a la que nunca había visto. La sombra descomunal de Celia, que me espiaba de pie junto a la cama, me distrajo de este pensamiento. Casi sentía curiosidad por ver lo que haría a continuación. No tardé mucho en averiguarlo, porque sin previo aviso se subió a la cama a cuatro patas. Sin necesidad de tocarme, su presencia cubría todo mi cuerpo. Estuve en un tris de pedirle que abriera la puerta para ventilar el hedor que había invadido la habitación cerrada. Pero mi clienta estaba decidida a entrar en acción y yo no me encontraba en disposición de exigir nada. Se sentó sobre mis rodillas, que sirvieron de soporte a una ínfima parte de su trasero, y se inclinó ligeramente sobre mi cuerpo. Sin previo aviso, noté cómo las puntas de sus dedos me rozaban la cara. Se detuvieron unos instantes sobre mis labios para, a continuación, seguir su camino cuello abajo hasta alcanzar mi pecho lampiño. Curiosamente — el mundo al revés—, ella sí que tenía pelo, pues con su mano libre cogió la mía y la guió hasta su seno derecho, que era grande y blando. Noté que alrededor del pezón le crecían unos pelos cortos y vigorosos, como de vello púbico. Luego dejé caer la mano como un pájaro abatido por el disparo de un cazador. A Celia, sin embargo, mi renuncia no pareció importarle, ya que continuó explorando mi tórax hasta adentrarse en el bosque que precedía a los genitales. Allí se detuvo nuevamente, como un peregrino que ha extraviado su camino. Aquella espera imprevista me excitó, y cuando finalmente su mano se cerró en torno a mi miembro, sentí una súbita erección. Al instante descubrí que la sexualidad masculina es más mecánica de lo que

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pensamos, porque cuando aquella mano empezó a trabajar arriba y abajo, me olvidé por un instante de dónde procedía. Mientras me concentraba en alargar el placer con los ojos cerrados, me vi obligado a reconocer que una paja ajena es siempre mucho mejor que una propia, aunque la haga un monstruo sudoroso como Celia. La habilidad con la que deslizaba la piel del miembro arriba y abajo — con tensión pero sin llegar a hacerme daño— dejaba bien claro que no era la primera vez que lo hacía. Eso sí que resultaba desconcertante, puesto que no podía imaginarme quién se habría prestado a los favores sexuales de aquel marimacho. ¿Habría pagado por ello? ¿Quién debía de haber pasado por aquella cama antes que yo? Un golpe de efecto me obligó de improviso a prestar atención a lo que estaba sucediendo. Cuando estaba ya a punto de dejarme ir y bañarla de leche —pensaba que era lo que ella quería—, se elevó sobre mis rodillas con un movimiento preciso y engulló mi verga con la vagina. Lo consiguió a la primera. —¿Estás loca? ¡No me he puesto condón! —grité. —No te preocupes —dijo entre gemidos—. Es la primera vez que llego hasta el final. Estoy limpia. Dicho esto, empezó un terremoto de sacudidas. La piel de sus piernas restallaba sonoramente mientras me hacía entrar y salir de su cuerpo cada vez más rápido. Finalmente se desplomó encima de mí. Justo entonces me clavó las uñas en la espalda mientras dejaba ir, entre espasmos, un grito parecido a un llanto. Demasiado tarde para cambiar el curso de los acontecimientos, intenté visualizar a Liv Tyler. Pero no pude, porque antes de vaciarme con la fuerza de una explosión, vi a Erzsebet.

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DESPUÉS DE TODO

Llegué a casa con el alma a los pies. No fue hasta después de aquel orgasmo compartido cuando me di cuenta de lo que acababa de hacer. De repente me había encontrado echado junto a aquella mole, que seguía echándome encima su aliento apestoso. Una sensación de repugnancia —hacia Celia y hacia mí mismo— me hizo saltar de la cama y vestirme apresuradamente. Ella permaneció echada con los ojos cerrados, como si quisiera retener los últimos aleteos de placer. Sin ni siquiera despedirme, atravesé el piso y cerré la puerta de un fuerte golpe. *** Llené la bañera con agua hirviendo y vertí medio frasco de gel para desprenderme de cualquier resto de Celia que hubiera podido quedar en mi cuerpo. Más que haber alquilado mi cuerpo, me sentía como si hubiera sido víctima de una violación. O tal vez no, y yo había sido un ingenuo a la hora de suponer lo que pretendía de mí. De cualquier forma, ahora ya estaba hecho y no había que pensar más en ello. Me sumergí lentamente mientras casi me escaldaba vivo. Abrí el grifo de agua fría para templar el agua y cerré los ojos. Me vino a la mente la imagen de Jim Morrison cuando lo encontraron muerto en la bañera de su apartamento de París. El líder de The Doors había sido mi héroe de los catorce a los quince años, momento en el que me cansé de escuchar siempre las mismas canciones. Más que su música, lo que me atraía era el personaje. Me sabía de memoria su biografía, porque escribí un dosier a partir de biografías suyas que había leído aquí y allá. En la portada había puesto una foto hiperconocida donde aparece como nuevo mesías, con el torso desnudo y los brazos en cruz.

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Casi como un ejercicio de retención, cerré el grifo del agua fría y, con los ojos cerrados, repasé los momentos estelares de Jim. Pese a morir a los veintiocho años, él los tuvo, cosa que no todo el mundo puede decir. Era un gran admirador del llamado «malditismo»: de poetas como Rimbaud, Baudelaire y Blake. De un poema de este autor inglés surgió el nombre de la banda: «Si las puertas de la percepción fueran limpiadas, todo aparecería al hombre tal como es, infinito». La canción The End, que explica a lo largo de once minutos por qué un niño quiere asesinar a su padre, le catapultó a la fama y le convirtió en icono de una generación carente de sueños y esperanzas que abrazaba lo único que les quedaba: el final. Jim Morrison fue detenido en diversas ocasiones por actuar borracho o desnudo —o ambas cosas a la vez—. También por negarse a actuar cuando el público se encontraba ya en la sala. Tras el éxito de su último disco, L. A. Woman, abandonó el mundo del rock y se refugió en París para escribir poemas. Su fin nunca ha quedado claro del todo. Cuando hallaron el cuerpo en la bañera, unos cuantos testimonios afirmaron que llevaba muerto días. Algunos llegaron a decir que ni siquiera se trataba de él, pero las autoridades francesas no se preocuparon de hacer las comprobaciones necesarias al cadáver en estado de descomposición. Según esta última versión, es posible que Jim continúe entre nosotros como trotamundos decrépito, que desde su rincón escribe: «¡Mira el poeta borracho cómo se ríe del mundo!». Abrí los ojos, más reconfortado. Nada mejor que recurrir a los propios mitos para olvidar una vida insignificante. Cuando salí de la bañera me contemplé desnudo ante el espejo, como si me viera por primera vez. Al igual que el de Jim, mi cuerpo era delgado y atlético, a pesar de no practicar deporte alguno. Mi piel era blanca y suave como la de una chica. ¿Era eso normal? Me giré para ver los arañazos que Celia me había hecho en la espalda. Tres canales finos pero profundos descendían desde la nuca hasta el omóplato izquierdo. Esa desgraciada había dejado su huella. Estuve un buen rato ahí de pie, mientras el vapor que desprendía mi piel iba empañando el espejo. Pensaba. Desde que había cumplido los dieciséis años tenía dudas acerca de mi sexualidad. En teoría, en la escuela disponía de todas las oportunidades del mundo, pero yo no sentía nada. Ni siquiera me excité el día que Jessica, la tía más buena de la clase, se me insinuó a escondidas. Sus pechos y su culo provocan el delirio entre los chicos y una envidia malsana entre las chicas, pero a mí me repelía su manera grosera de

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hablar —siempre mascando chicle— y sus botines de punta afilada. Así que le dije: —Lárgate y no me jorobes. Aquel día me gané otra enemiga. Desde entonces me he preguntado en más de una ocasión si no será que no me gustan las chicas. Pero ¿significa eso que soy necesariamente homosexual? Nunca me ha atraído ningún tío. ¿Y si no me gusta ni la carne ni el pescado? Tras vender mi cuerpo por veinte miserables euros, ya no estaba seguro de nada. *** El anochecer no tardó en caer sobre el feo comedor de mi casa, donde las figuritas de bazar chino acumulaban polvo desde tiempos inmemoriales. A veces me daban ganas de tomar una barra de hierro y empezar a destrozar todas esas bailarinas, caballos y perros de falsa porcelana. Sobre el mismo televisor había un molinillo musical holandés y dos niños espantosos que se daban un beso. Resistiendo a la tentación de tirarlo todo al suelo —siempre podía decir que había sido un accidente—, puse la tele para hacer tiempo hasta la hora de cenar. Daban una carrera de moto GP en un circuito asiático. Jamás he entendido la afición que tiene la gente por estas cosas. A mí, ver cómo dan una vuelta y luego otra y otra no me dice nada. Sólo me gusta cuando una moto se estrella y el piloto sale proyectado por el asfalto mientras la moto queda hecha trizas. Luego el tipo se levanta y empieza a gesticular indicando que está muy enfadado, porque todo el mundo le adelanta — nadie le va a esperar— y lo único que puede hacer es gritar como un energúmeno. Tal vez me gusta porque me identifico con los pilotos caídos. Todo el mundo me aventaja —incluida Celia— y yo lo único que puedo hacer es levantar el puño y amenazar a los corredores que me adelantan mientras me quedo en la cuneta. Pensaba todas estas tonterías cuando se abrió la puerta y entró mi madre. Enseguida me di cuenta de que había tenido un mal día y de que yo pagaría las consecuencias. Sin decir hola ni darme un beso, irrumpió en el comedor levantando la voz: —¿No deberías estar en tu escritorio en lugar de calentando el sofá? Te perdonaron el curso pasado, pero si vuelves a suspender curso, te tocará repetir.

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—¿Y qué prisa tengo? —la desafié—. Nunca es tarde para inscribirse en la lista del paro. —Eso es lo que tú te crees. Si suspendes primero de Bachillerato, no volveré a pagarte la matrícula del instituto. Tendrás que buscar trabajo como mozo de supermercado o repartidor de un periódico gratuito. ¿Es eso lo que quieres? —Por lo menos no me insultarán cien veces al día, como hacen contigo en la línea de atención telefónica. ¿Estaban hoy muy mosqueados tus clientes de ADSL? —Pueden estarlo porque pagan —contraatacó—. Tú protestas todo el día y no aportas absolutamente nada a cambio. Se te debería caer la cara de vergüenza por tratarme de esta manera. No me extraña que no tengas amigos. —Ya he oído suficientes chorradas —dije mientras me levantaba para dirigirme hacia mi habitación. Me encerré y puse L. A. Woman a todo volumen para no oír a mi madre. Cuando empezaba a refunfuñar ya no había quien la hiciera callar. Aunque bloqueara la puerta, seguiría incordiándome desde el otro lado. Quizás por eso me eché en la cama y cerré los ojos. Quería abstraerme de todo lo que no fuera la música. *** Cuando terminó el disco era ya tarde. Abrí la puerta para ver si corrían vientos mejores. Mi madre ya había cenado y ahora veía una película por la tele. No apartó los ojos de la pantalla para demostrarme que seguía disgustada. Cuando no gritaba, ésa era su estrategia para hacerme sentir mal. Haciendo caso omiso de su guerra psicológica —supongo que quería que me disculpara—, fui a la cocina y abrí la nevera para comer algo. Pero no había nada. Me tuve que conformar con un vaso de leche y una magdalena. El reloj de la cocina me dio la primera alegría del día. Sólo faltaban cinco minutos para medianoche. Me terminé la magdalena y de un trago vacié el vaso de leche. A continuación, corrí hacia mi habitación y, tras encender la radio, apagué la luz. En el minuto que duraba la introducción musical de «Mensaje en una botella» me dio tiempo a pensar en unas cuantas cosas. Por un lado, empezaba a sospechar que mi padre se había dado a la bebida y al puterío por tener una mujer tan insoportable. Por otro lado, debía

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reconocer que lo que había pasado con Celia me producía cierto morbo. Por mucha repulsión que ella me provocara, sentirse tan deseado era una sensación de lo más estimulante. La voz de la locutora me arrastró lejos de ese día patético y sin sentido. Olvidándome de mí mismo, como si ya estuviera muerto, escuché: «Buenas noches, náufragos...».

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LA SABIDURÍA OLVIDADA

No me lo podía creer. Celia se había pasado la mañana lanzándome miraditas enamoradas. Ni siquiera se molestaba en disimular delante de los demás, que no entendían de qué iba todo aquello. ¿Acaso ese pedazo de mamut no conocía la diferencia entre el sexo pagado y el amor? ¿Pensaba que ese billete azul, además de comprar mi cuerpo, había comprado también mi alma? La situación era tan ridícula que ni siquiera me tomé la molestia de aclararla. Me interesaba mucho más cerrar la operación con Emil, el camello, que recibió mi acercamiento con cara de pocos amigos. Fui directo al grano: —¿Aún te queda algo de la cosecha de tu tío? No me contestó, como si no entendiera lo que le decía. Sólo reaccionó cuando le enseñé el dinero. Entonces dijo: —Ha subido. Ahora vale treinta. —Pues que te den —le dije haciendo ademán de regresar a mi asiento, pero Emil me cogió de la manga. —Te lo acepto sólo por esta vez. Espérame al salir de clase en la esquina de la escuela. La perspectiva de ganar aquel dinero fácil —al fin y al cabo, no le suponía ningún riesgo y las plantas crecían solas— hizo que me regalase un momento de complicidad. En voz baja, me dijo: —Me la follaría. —¿De qué me estás hablando? En aquel momento se cerró la puerta del aula y supe que Erzsebet había entrado. Se refería a ella. —Después de clase —le repetí antes de volver a mi sitio de la última fila. Como si el ejercicio de la tarde anterior en casa de Celia me hubiera agotado, nada más empezar la sesión de literatura, noté que los ojos se me cerraban. Era la última clase de la semana y ni siquiera la deslumbrante presencia de Erzsebet me permitía seguir el hilo.

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Hablaba de un tal Buzzati y de una novela de título aburrido. No escuché nada más. De vez en cuando dedicaba una mirada a aquella mujer espléndida, que gesticulaba igual que una actriz dramática. Pero su mundo y el mío estaban tan alejados entre sí que me sentía como el espectador de una película en un idioma extranjero y sin subtítulos. Y así transcurrió la clase hasta el final. Entonces, cuando sólo faltaban dos minutos para que sonara la campana —la hora de comprar la maría—, ocurrió algo insólito. Erzsebet avanzó lentamente hacia mí, con paso de princesa húngara. Se plantó delante de mí, que, cohibido, pude admirar más de cerca su belleza. Había cruzado los brazos, finos como la porcelana, tal vez a la espera de alguna explicación por mi parte. Con los ojos entrecerrados, inspiré hondo para empaparme de su perfume, una esencia ligeramente dulce que me transportaba a un mundo de sofisticación. De repente me lanzó una pregunta que era como una flecha mortal: —¿Qué piensas, pues, de la literatura del absurdo? La clase entera contuvo la respiración. Había llegado el gran momento y mis compañeros se aguantaban la risa mientras esperaban qué tontería saldría de mis labios. Una nueva humillación estaba servida, esta vez por parte de la profesora estrella de la escuela. En cuestión de segundos, toda clase de excusas desfilaron por mi cabeza. No tenía ni pajolera idea de lo que me estaba preguntando. A menos que quisiera quedar como un pardillo, la única salida era responder de manera provocativa sin tener en cuenta las represalias. Decidido por esta última opción, disparé a matar: —Lo que me parece absurdo es que me haga esta pregunta, sabiendo perfectamente que no he seguido la clase. En el aula se hizo un silencio sepulcral. No se esperaban este contraataque por parte del memo de la escuela. Aquello era un punto a mi favor, aunque presumiblemente lo pagaría bien caro. —Fantástico —respondió ella sin perder la serenidad—, entonces te quedarás aquí mientras tus compañeros se van. Buen fin de semana a todos. Mientras desfilaban hacia la salida, en lugar del desprecio habitual noté una tímida solidaridad por parte de algunos. Celia me dedicó una última mirada amorosa que me revolvió las tripas, y Emil me dijo: —Te lo traigo el lunes. Que te sea leve, chaval. En un abrir y cerrar de ojos la clase se había vaciado y yo estaba allí solo, entre los pupitres desordenados, mientras Erzsebet miraba a través

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del ventanal. Hacía una tarde gris y el viento levantaba las primeras hojas muertas que anunciaban el otoño. Desconcertado, esperé la bronca encogido de hombros. Estaba dispuesto a mandarla a freír espárragos si era necesario, aunque ello significara mi expulsión definitiva del instituto. Pero el tono inesperadamente amable de Erzsebet me dio a entender que no sería castigado. Pues, sin dejar de mirar por el ventanal, dijo: —Es difícil tener dieciséis años y vivir en un mundo dominado por el miedo y la vulgaridad. Dado que la inmensa mayoría de los adultos han renunciado a sus sueños, hacen todo lo posible para boicotear los de los jóvenes. De esta forma se sienten mejor. Me quedé de piedra. La cosa pintaba todavía peor de lo que me imaginaba. Podía aceptar una bronca convencional sobre mi falta de atención en clase, pero no tenía el cuerpo para aguantar una reflexión existencial. Erzsebet se alisó el pelo hasta dejar al descubierto una oreja blanca y pequeña. Luego continuó: —Los niños son sabios y entienden la vida mucho mejor que nosotros. Cuando juegan, sólo juegan. Cuando duermen, sólo duermen. Fluyen armoniosamente con la existencia, al contrario que los adultos. Por eso resulta tan difícil tener tu edad: te encuentras con un pie en cada orilla. Quieres conservar la genialidad de los niños, pero el sistema te empuja hacia la mediocridad de los adultos, hacia el olvido de la sabiduría con la que venimos al mundo. ¿Sabes lo que decía Oscar Wilde sobre esto? «No soy tan joven como para saberlo todo.» Noté que un sudor frío me empapaba la frente. Me sentía francamente incómodo en aquella situación, a pesar de que Erzsebet no parecía que se estuviera dirigiendo a mí, sino a las hojas secas que llevaban a cabo una danza imposible sobre el fondo gris. Tenía que atajar aquella situación con una bajada de pantalones que fuera convincente. —Siento mucho no haber prestado atención —mentí—. Este fin de semana investigaré sobre la literatura del absurdo para no andar perdido en la próxima clase. ¿Cuál era el nombre del autor? Por la mirada que me dirigió, sabía perfectamente que nada de aquello me importaba un pimiento. Tal vez por eso, en lugar de responder, tomó un libro de su mesa y me lo puso entre las manos. Era un volumen de tapa blanda bastante manoseado. Se notaba que Erzsebet debía de haberlo leído y releído unas cuantas veces. En la foto de portada había la pisada de un pie desnudo sobre la arena. Miré con fingido interés el nombre del autor, Dino Buzzati, y el título de la novela: El desierto de los tártaros.

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—La literatura del absurdo se conoce sobre todo por el teatro —explicó Erzsebet ignorando mi desinterés—, pero también existen novelas excepcionales. Ésta es una de ellas. Me apresuré a devolverle aquel libro como si fuera una bomba a punto de estallar. Mis peores temores se hicieron realidad cuando añadió: —Te lo puedes quedar durante el fin de semana —dijo con malicia—. Así podrás ponerte al día sin necesidad de buscar en Internet. Sólo se encuentran vaguedades. Acababa de cavarme mi propia tumba. Ahora que tenía el libro, era más que probable que el lunes fuera interrogado sobre el contenido del mismo. Me había arruinado el fin de semana. Debía irme antes de que las cosas se complicaran todavía más. Me levanté y, con la carpeta y el libro bajo el brazo, me despedí: —Se lo agradezco mucho. Procuraré no estropearlo. —No te preocupes —dijo con una sonrisa relajada—. Los libros ajados son más bonitos. Únicamente te pido una cosa: no vuelvas a tratarme de usted. ¿De acuerdo? Dirígete a mí por mi nombre. Si era eso lo que quería, a mí no me costaba nada. Al ver que permanecía, melancólica, junto a la ventana, antes de cruzar la puerta le dije: —Adiós, Erzsebet.

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VIDA AUTÉNTICA

Encontré una nota de mi madre donde me comunicaba que aquella noche cenaría con su hermana. Podía escoger entre ir con ellas o quedarme en casa. En este último caso, me advertía de que no hiciera ninguna tontería o nos las tendríamos. Antes de tirar el papel a la basura ya sabía lo que no haría: cenar con aquellas dos arpías, que se reúnen para poner de vuelta y media a todo el vecindario. Prefería prepararme algo y remolonear hasta que me entrara el sueño. La nevera estaba tan deshabitada como el día anterior, así que tendría que conformarme con un plato de macarrones blancos con un chorrito de aceite, porque tampoco había tomates. Mientras esperaba a que hirviese el agua, me dediqué a hojear la novela que me había llevado a casa por bocazas. Los márgenes estaban llenos de anotaciones y reflexiones que su propietaria había plasmado con un lápiz muy fino. Eso quería decir que el libro significaba mucho para ella. Por lo tanto, tendría que hacer el esfuerzo y leer aunque sólo fuera unas páginas para no quedar mal. Con toda la desgana del mundo, me dispuse a leer los primeros párrafos: Una vez nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para dirigirse a la Fortaleza Bastiani, su primer destino. Mandó que le despertaran cuando todavía era de noche y vistió por primera vez el uniforme de teniente. Luego se miró en el espejo a la luz de una lámpara de petróleo, aunque sin encontrar la alegría que había esperado. En la casa reinaba un gran silencio, se oían sólo leves ruidos en una habitación vecina: su madre estaba levantándose para despedirlo. Era el día esperado desde hacía años, el principio de su vida auténtica.

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El silbido de la olla a presión anunció el fin de la lectura, que me había dejado bastante indiferente. ¿Qué quería decir eso de la vida auténtica? Eché un cuarto de kilo de macarrones en el agua hirviendo. A continuación, removí la pasta con una cuchara de madera para que no se pegara al fondo. Cuando la temperatura del agua volvió a aumentar y los macarrones iniciaron su danza, tapé la olla mientras leía en el paquete el tiempo de cocción: siete minutos. Tiempo suficiente para leer un par de páginas más, pero ya había optado por enviar los tártaros a paseo. En vez de eso, puse un CD de Beck a todo volumen para poder oírlo desde la cocina. Un minuto más tarde, el vecino de abajo empezó a pegar golpes de escoba en el techo. Primero no hice caso, pero cuando volvió a la carga tuve que bajar la música. Sabía que no habría un tercer aviso: aquel amargado era perfectamente capaz de enviarme a la guardia urbana. Por culpa de un hijo de puta tenía que renunciar a mi vida auténtica. *** Después de cenar y lavar los platos, hice un poco de zapping para descubrir que en realidad no daban nada que me apeteciera ver. Aun así, el aburrimiento me mantuvo frente a la pantalla durante una hora larga. Hasta que dieron las doce y me eché en la cama para escuchar los delirios de los náufragos. Como el sábado y el domingo no había programa, los colaboradores intentaban ofrecer sus mejores creaciones para cerrar la semana con buena nota. Esto a menudo resultaba contraproducente, ya que muchas aportaciones acababan siendo una mierda envuelta en pretenciosidad. Las emisiones de los viernes tenían ese valor añadido: los mensajes en una botella eran tan barrocos —buscaban la originalidad a cualquier precio — que daban risa. Tomuk se destapó con una orgía en la que participaban tres mujeres de bandera, un perro y un viejo marinero a quien le faltaba una mano. Mientras el perro se trabajaba a una de las chicas, el hombre penetraba a una segunda; la tercera no quedaba desatendida, puesto que el mismo marinero le metía caña con el muñón. Artemisa ofreció un cuento en el que una reina lloraba tanto la muerte de su amado que las lágrimas acababan convirtiendo su palacio, situado en la cima de una montaña, en una isla. Todas las naves que se acercaban naufragaban sin remisión, porque los mares de la tristeza siempre son traidores. Por su parte, la Golondrina Eléctrica aburrió a todo el mundo con un diálogo entre Jan Potocki, el primer polaco que sobrevoló Varsovia en

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globo, y François Blanchard, su compañero en el ascenso. De vez en cuando, la conversación se veía interrumpida por los ladridos de un caniche que les acompañaba en el viaje. Sol de Medianoche salvó —sólo en parte— lo que estaba siendo un programa horroroso con un poema enigmático que me llevé conmigo en mi camino hacia el sueño: Si escuchas atentamente hallarás las tres llaves que abren dos puertas de un único corazón. Tan sólo el ciego sabe encontrar el camino de noche.

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EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS

Eran las doce del mediodía pasadas y llevaba rato despierto. A pesar de todo, aquel sábado no me veía con fuerzas de levantarme de la cama. Mi madre intentó intimidarme pasando el aspirador una y otra vez frente a mi puerta, pero ni siquiera refunfuñé. A lo mejor era la falta de una «vida auténtica» —independientemente de lo que eso significara— lo que me dejaba sin voluntad y sin sueños, ya que peor aún que no ir a ningún sitio es no saber adónde quieres ir. Yo funcionaba únicamente por reacción, como cuando la puerta acabó por abrirse y mi madre me preguntó si pensaba pasarme todo el día en la cama. —Estoy enfermo —protesté—. Haz el favor de cerrar la puerta. —Enfermo de la cabeza, en todo caso —dijo antes de hacer lo que le pedía con un golpe brutal. No me quedaba ni pizca de sueño, pero no tenía cojones para salir de la cama, quizás porque no se me ocurría qué podía hacer con aquel sábado. A falta de otras alternativas, alargué el brazo para coger el libro de Buzzati. Leería un poco más para devolver el libro a Erzsebet con algún comentario ingenioso. De paso, si mi madre volvía a abrir la puerta, la podía ahuyentar con la excusa del estudio. La noche anterior había abandonado la lectura cuando el oficial Giovanni Drogo parte por fin hacia una fortaleza en el desierto asediada por los tártaros, donde tendrá la oportunidad de demostrar que es un héroe. Era el día esperado desde hacía años, el principio de su vida auténtica. Pensaba en los días sórdidos de la Academia Militar, recordó las amargas tardes de estudio cuando oía pasar fuera, por las calles, la gente libre y presumiblemente feliz, los despertares invernales en los dormitorios helados, donde planeaba la pesadilla de los castigos. Se acordó de la angustia de contar uno por uno los días, que parecían interminables.

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A partir de ahí, la historia avanzaba con una lentitud exasperante. El protagonista se encuentra llevando una vida extraordinariamente monótona y sedentaria en una fortaleza donde nunca pasa nada. «Como en la mayoría de las vidas», leí en una nota al margen de Erzsebet. La guarnición vive con la única esperanza de que se produzca el ataque de los tártaros, lo que dará sentido a aquella existencia austera y solitaria. En más de una ocasión Drogo piensa en largarse y abandonar sus sueños heroicos, pero la posibilidad de perderse su momento de gloria le retiene año tras año, mientras el lento paso del tiempo va corroyendo su estado de ánimo. Una mañana, el sargento Tronk detecta un caballo blanco a las puertas de la fortaleza. Este hallazgo revoluciona a toda la tropa, que lo ve como un claro signo de que los tártaros están muy próximos y se les echarán encima en cualquier momento: ¿De dónde había llegado? ¿De quién era? Ninguna criatura, desde hacía muchísimos años —salvo acaso algún cuervo o alguna culebra—, se había aventurado por aquellos lugares. Y ahora, en cambio, había aparecido un caballo, y se notaba de inmediato que no era salvaje, sino un animal selecto, un auténtico caballo de militares (quizá sólo las patas eran demasiado finas). Era algo extraordinario, de inquietante significado. Drogo, Tronk, los centinelas —y también los otros soldados a través de las troneras del piso de abajo— no conseguían apartar de él los ojos. Aquel caballo rompía las reglas, volvía a traer las viejas leyendas del norte, con tártaros y batallas, llenaba con su ilógica presencia todo el desierto. Cerré el libro al llegar a la página 86, momento en el que mi madre me llamó para cenar. Con un poco más de sacrificio por mi parte, llegaría hasta la mitad. Eso bastaría para soltar una parrafada convincente sobre la literatura del absurdo y aquella novela en concreto. Mientras cenábamos fortaleza particular en noticias, como cuando disimulaba el escenario

mirando la tele, pensé que aquella casa era mi el desierto de los tártaros. El volumen de las yo ponía música, era únicamente un telón que de silencio que presidía nuestra vida familiar.

Más allá de la sutil manera que ella había encontrado de amargarme la vida —y yo de amargarle la suya—, la puta realidad era que no teníamos nada que decirnos. Yo era sangre de su sangre, pero eso no significaba absolutamente nada. Si al nacer mi madre me hubiera dado en adopción y, dieciséis años más tarde, alguien me la presentara sin que ninguno de

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los dos supiera que estábamos emparentados, nuestra conversación no habría ido más allá del hola y adiós. Dos seres diferentes y alejados, con un desierto de incomprensión entre medias que ni ella ni yo estábamos dispuestos a atravesar. Eso explicaba muchas cosas y, en cierta forma, la disculpaba. Mi madre nunca me había preguntado cómo me sentía. Desde que mi padre ya no estaba ahí para hacer frente común, sólo habían quedado los reproches. El desconocimiento hace a los enemigos, crea a los bárbaros. Eso lo había leído en una de las notas de Erzsebet. Mi madre y yo nos habíamos convertido en el campo de batalla del otro para dar rienda suelta a nuestras frustraciones. Tal vez hubiera llegado el momento de abandonar esta guerra absurda y dejar paso a una indiferencia lo suficientemente cómoda para los dos. —Esta tarde iré al cine con un amigo del trabajo —me dijo despertándome de mi reflexión—. A lo mejor luego vamos a comer un bocadillo. Te dejaré carne rebozada para cenar. —No es necesario —respondí poniendo en práctica la «cordial indiferencia» que acababa de decidir—. Ya me prepararé algo cuando haga una pausa. Tengo trabajo para hoy y mañana. —¿Trabajo, dices? Eso es que estás tramando alguna. —Puedes irte tranquila, que no me moveré de aquí. Aún tengo que leer más de cien páginas para el lunes. —Eso sí que es una novedad —dijo mientras pelaba una naranja—. No te conozco. —Tienes razón. No me conoces. *** Hice el vago hasta las cinco, momento en que mi madre me lanzó una mirada de desconfianza antes de irse. Estaba claro que no se creía en absoluto mi actividad lectora. Seguro que imaginaba que pasaría la tarde fumando canutos, viendo pelis porno —igual que mi padre, que en paz descanse—, o haciendo ambas cosas a la vez. «Pues te equivocas de cabo a rabo», me dije cuando se cerró la puerta; y volví a coger el libro, aunque sólo fuera para llevarle la contraria. Lo que había leído hasta el momento me había costado digerirlo. La novela era lenta y tediosa como la vida de su protagonista. ¿Sería un efecto buscado por el autor?

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Antes de sumergirme de nuevo en la lectura, cavilé si no me convendría a mí mismo enrolarme en la Legión cuando alcanzara la mayoría de edad. Sería la manera de abandonar aquella casa deprimente y ver un poco de mundo. Por otro lado, la vida absurdamente austera del ejército tenía un atractivo adicional: no hay que pensar, porque día tras día todo el mundo sabe lo que tiene hacer. Todo está decidido de antemano. Esta posibilidad, que nunca me había planteado antes, me acercó al estúpido teniente Drogo, que se empeña en envejecer en la Fortaleza Bastiani mientras espera a los tártaros. Pese a descubrir una carretera en la lejanía, como si los tártaros estuvieran abriendo una vía para atacarles, los años pasan inexorables. La tropa está desmoralizada por la tensión permanente de esperar un ataque que nunca llega. Por eso, cuando finalmente éste se produce, son incapaces de combatir a causa de su prolongada inactividad. Sin pretenderlo, llegué hasta el final de la historia con muy pocas pausas. Era la una de la madrugada —mi madre todavía no había regresado— cuando leía la última página. En la hoja en blanco que seguía, Erzsebet había escrito en lápiz un fragmento del poema Esperando a los bárbaros, de un tal Kavafis. Lo leí esperando encontrar alguna clave para comprender la absurda vida del oficial Drogo. ¿Por qué han comenzado esa inquietud y esa confusión? (¡Qué serias se han vuelto las caras!) ¿Por qué se están vaciando las calles y las plazas tan rápidamente y todos regresan a sus casas tan desanimados? Porque ya es de noche y los bárbaros no han llegado. Y algunos recién venidos de las fronteras dicen que ya no existen los bárbaros. ¿Y qué vamos a hacer sin los bárbaros? Esa gente era una especie de solución. Justo después de leer esta anotación, oí cómo la llave giraba en la cerradura de la puerta. Apagué la luz y corrí a mi habitación para no tener que cruzar palabra. Esa noche me dormí abrazado al libro, mientras soñaba que era a Erzsebet a quien me abrazaba.

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TEATRO DEL ABSURDO

—El teatro del absurdo tiene en Samuel Beckett a uno de sus máximos exponentes —explicó Erzsebet—. Su obra Esperando a Godot presenta como protagonistas a dos trotamundos, Vladimir y Estragon, que esperan junto a un camino a un tal Godot que nunca aparecerá. Es más, el público nunca llega a saber quién es ese tal Godot o lo que de él se espera. ¿Os suena de algo? Desde mi rincón observé las caras de cansancio de los alumnos, que intentaban aguantar la última clase del lunes. Nadie se atrevía a abrir la boca. Por una vez, yo tenía la respuesta, pero prefería guardar un discreto silencio. Puesto que me había leído la novela entera, quería disfrutar de la satisfacción de saber que era el único allí que entendía de qué iba la cosa. —Uno de los precedentes de Esperando a Godot es la obra de Luigi Pirandello Seis personajes en busca de autor. Se estrenó en Roma en 1921, treinta y dos años antes que la de Beckett. ¿Alguno de vosotros ha tenido la oportunidad de verla? De nuevo se hizo el silencio en el aula. —Bueno, no importa, porque hoy asistiremos a una pequeña representación del autor más emblemático del teatro del absurdo: Eugéne Ionesco. Veremos una de las constantes de su obra: la lucha de los personajes por expresarse, y su imposibilidad para conseguirlo. Pero pasemos a la acción. Escenificaremos un fragmento de su pieza más conocida: La cantante calva. Necesito un par de voluntarios: ¿quién se anima? Rápidamente se levantaron dos manos: la de Javier, la estrella del grupo de teatro de la escuela, y su triste seguidor: un tipo llamado Tope que le ríe las gracias y a quien da pena ver sobre el escenario. Afortunadamente, Erzsebet supo calibrar de inmediato el talento de uno y del otro y le asignó al primero el papel de protagonista. —Tú serás el bombero —le dijo— y tu compañero representará al señor Martin. Coge aire porque te espera una buena parrafada. Dicho esto, entregó una hoja a cada uno de los actores. Javier miró la suya con expresión concentrada, haciendo una lectura rápida de las líneas

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para no quedarse luego encallado. Tope le imitaba la actitud y fruncía el ceño sin apartar los ojos del papel, aunque no sabía por qué lo hacía. Ésta es la diferencia entre un original y su copia. —Ya podéis empezar —dijo Erzsebet. Javier adoptó un aire funcionarial antes de lanzar una frase que nos dejó a todos boquiabiertos: BOMBERO.—Mi cuñado tenía, por el lado paterno, un primo carnal uno de cuyos tíos maternos tenía un suegro cuyo abuelo paterno se había casado en segundas nupcias con una joven indígena cuyo hermano había conocido, en uno de sus viajes, a una muchacha de la que se enamoró y con la cual tuvo un hijo que se casó con una farmacéutica intrépida que no era otra que la sobrina de un contramaestre desconocido de la marina británica y cuyo padre adoptivo tenía una tía que hablaba de corrido el español y que era, quizás, una de las nietas de un ingeniero, muerto joven, nieto a su vez de un propietario de viñedos de los que obtenían un vino mediocre, pero que tenía un primo segundo, casero y ayudante, cuyo hijo se había casado con una joven muy guapa, divorciada, cuyo primer marido era hijo de un patriota sincero que había sabido educar en el deseo de hacer fortuna a una de sus hijas, que pudo casarse con un cazador que había conocido a Rothschild y cuyo hermano, después de haber cambiado muchas veces de oficio, se casó y tuvo una hija, cuyo bisabuelo, mezquino, llevaba unas gafas que le había regalado un primo suyo, cuñado de un portugués, hijo natural de un molinero, no demasiado pobre, cuyo hermano de leche tomó por esposa a la hija de un ex médico rural, hermano de leche del hijo de un lechero, hijo natural a su vez de otro médico rural casado tres veces seguidas, cuya tercera mujer... SR. MARTIN. —Conocí a esa tercera mujer, si no me engaño. Comía pollo en un avispero. BOMBERO. —No era la misma. La clase entera estalló en una carcajada, aunque realmente no sabían de qué se reían. Los actores se retiraron entre aplausos y Erzsebet dijo: —Me alegro de que os haya gustado. Eugéne Ionesco creía que la existencia humana era tan ridícula y carente de sentido que lo único que nos salva es la risa. Daremos el tema por zanjado, y también la clase de hoy, con El desierto de los tártaros, una novela de la que ya hablamos el

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viernes pasado. A diferencia de La cantante calva, la obra de Buzzati es formalmente clásica y mesurada. El estilo es un simple vehículo, eso sí: muy elegante, para el mensaje que quiere transmitir el autor. Pediremos a Amat que salga a hacernos un comentario más profundo. Estas últimas palabras provocaron aún más risas que la genealogía del bombero, porque ninguno de los presentes me creía capaz de hacer «un comentario más profundo» sobre nada. Ninguno con una única excepción: Erzsebet. Esperé a que callaran para ponerme en pie y, con toda tranquilidad, avanzar hasta la pizarra. En contraste con la agitación que se había adueñado del aula, yo me sentía extrañamente tranquilo, tal vez por primera vez desde que ingresé en el instituto. Empezaba a comprender que mis compañeros eran unos idiotas incurables, y que bastaría con muy poco para impresionarles. —Ahora viene lo más absurdo y divertido de todo —cuchicheó alguien. Haciendo caso omiso de aquel comentario, me apoyé en la mesa de la profesora y empecé: —El desierto de los tártaros no es una idea original de Dino Buzzati, que se inspiró en el poema de Kavafis Esperando a los bárbaros. Considerando que la novela fue publicada en 1940 y que el poeta griego murió en 1933, es muy probable que así fuera. De todas formas, las grandes obras siempre tienen un punto de partida anterior y eso no les resta valor literario ni filosófico. —Amat, ve al grano. Todos se habían quedado boquiabiertos, como si no pudieran creer que aquel torrente de palabras estuviera saliendo de mis labios. Únicamente Erzsebet sabía que yo me había preparado aquel discursillo y ahora me pedía que diera un paso adelante, que dejara de lado las florituras y sencillamente diera mi opinión sobre el libro que había leído. —Bien, ya sabéis que los militares de la Fortaleza Bastiani viven esperando un ataque que ha de proporcionarles la gloria, pero que, como Godot, no llega nunca. Yo creo que el tema principal es el paso del tiempo. Todos esperamos que llegue algo del exterior que dé sentido a nuestra vida. Pero eso no sucederá si no abandonamos nuestras posiciones. Cuando acabé el libro me hice la siguiente pregunta: si los protagonistas tenían tanto interés en enfrentarse a los tártaros, ¿por qué no salían de aquella puñetera fortaleza para cazarlos? Eso es todo lo que tengo que decir. Mientras volvía a mi asiento recibí un aplauso inesperado, incluso por parte de los que me lo dedicaban. Era el inicio de mi carrera de sofista.

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EL ARCO Y LA CARGA

Cuando todo el mundo hubo abandonado el aula, yo permanecí en mi asiento, disfrutando a solas de mi pequeña porción de gloria. Repasé en silencio qué había dicho para ganarme aquel aplauso entusiasta. «Todos esperamos que llegue algo del exterior que dé sentido a nuestra vida», había argumentado, pero contradiciendo mi propia conclusión —no hay nada que esperar—, yo sí que había encontrado al ejército tártaro. Lo tenía delante de mí y me escrutaba con sus ojos azules como si quisiera leer el fondo de mis pensamientos. —Eres un farsante —dijo Erzsebet finalmente—. Lo supe desde el primer día que te vi, pero hoy he obtenido la prueba. —¿Qué quieres decir con eso? —contesté sin perder la calma. Un trueno hizo vibrar los ventanales. Dos segundos más tarde, una cortina de lluvia resbalaba por los cristales atenuando aún más la escasa luz que entraba en el aula. Erzsebet se sentó sobre su mesa mientras deliberadamente retrasaba su respuesta. Desde mi asiento disfrutaba de una visión magnífica de sus piernas, cuya blancura contrastaba con la fina falda negra, que dejaba al descubierto las rodillas y el principio de los muslos. Me estaba poniendo a mil. Como si la situación le hiciera gracia, permitió que la contemplara durante un rato más antes de decir: —Platón te hubiera expulsado de su república por sofista. —¿Qué es un sofista? —pregunté levantando la mirada. —En la antigua Grecia se llamaba así a los maestros itinerantes que instruían a la población a cambio de dinero. —Entonces eran filósofos. —Nada de eso. Eran charlatanes que popularizaban las ideas de los auténticos filósofos. Las simplificaban para contentar a su audiencia y disponían de todo tipo de trucos para atraer su atención. Eran expertos en retórica. Pero eso no significa que supiesen de qué hablaban. Muchos de ellos se limitaban a repetir fórmulas que sabían, que funcionaban delante del público.

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—¿Me estás diciendo que hoy he hablado sin saber lo que decía? —En absoluto. Lo que quiero decir es que posees una retórica natural muy poderosa. Todavía no eres consciente de ello, pero el día que lo descubras nadie te hará sombra. Ándate con cuidado porque es un arma peligrosa. —No tengo intención de ser el maestro de nadie —respondí—. Bastante tengo ya con conducirme a mí mismo. —¿Lo ves? Hablas como un sofista —dijo riendo—. Por cierto, está lloviendo a cántaros. ¿Quieres que te acerque a casa con el coche? Acepté, aunque mi casa se encontraba a sólo tres manzanas del instituto. Mientras recorría con ella el pasillo de salida, me sentía tan excitado que apenas sabía lo que me decía. Había sido elegido por Erzsebet, ésa era la prueba definitiva, y quería estar a la altura. Tras despedirse con la mano del conserje, que le devolvió el gesto, Erzsebet abrió un paraguas blanco para que bajáramos las escaleras hasta el aparcamiento al aire libre. Mientras caminábamos juntos, comprobé que era sólo un poco más baja que yo. «Formaríamos una buena pareja si no fuera porque nos llevamos veinticuatro años de diferencia», me dije mientras corríamos hacia un pequeño BMW de color morado. Aquel carro demostraba que era tan rica como se rumoreaba. Cuando cerró la puerta, su perfume se hizo aún más presente y experimenté una inesperada erección. La cubrí con la carpeta, mientras iniciaba una conversación para distraer mi deseo. —¿Crees que El desierto de los tártaros es una novela sobre el paso del tiempo? —Lo es —dijo mientras maniobraba hasta desembocar en la calle—, pero no creo que sea el tema principal. Buzzati nos plantea una pregunta muy clara: ¿qué quieres hacer con tu vida una vez descubras que no hay nada que esperar? —Entonces con mi interpretación no iba tan desencaminado. —Al contrario, ha sido muy acertada. Sigue así, vas por buen camino. Le indiqué por dónde debía girar para entrar Desafortunadamente, el trayecto tocaba a su fin. Añadí:

en

mi

calle.

—Tampoco quiero ser el sabelotodo de la clase. Siempre me ha gustado permanecer en la sombra. —No lo podrás evitar. Una vez saques lo que llevas dentro, brillarás con luz propia. Nos habíamos parado en doble fila frente a mi portal. Era una sensación muy agradable poder hablar con aquella mujer atractiva e inteligente que,

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además, se interesaba por mis respuestas. Tal vez por eso me atreví a preguntarle: —¿Por qué me dejaste el libro? Estaba lleno de anotaciones personales. Gracias a eso he podido hacerme el chulo con el poema de Kavafis. ¿Cómo sabías que no haría el ridículo delante de toda la clase? —Digamos que leí tu aura. Sabía que no me decepcionarías. —Contra todo pronóstico, porque hasta hoy se me consideraba el idiota oficial de la escuela. —Es más fácil pasar de un extremo al otro que salir de la mediocridad. Eso sí que no tiene remedio. Se hizo un silencio incómodo, como si Erzsebet me dijera sin palabras que el debate había acabado y debía salir del coche. Pero ataqué con una nueva pregunta: —¿Qué es lo que viste exactamente en mi aura? Erzsebet siguió con la mirada el viaje por el parabrisas de una gota de lluvia antes de contestar: —Mientras estabas allí detrás, aletargado, me hiciste pensar en Viktor Frankl, el creador de la logoterapia. Es un tratamiento que en lugar de revisar el pasado del paciente, como el psicoanálisis, busca elementos que doten de sentido a su vida. Un motivo para levantarse cada día de la cama. —Justo lo que necesito. —Por eso te dejé el libro. —La verdad es que tuve que hacer un esfuerzo para acabarlo en un fin de semana. Erzsebet respiró profundamente y dijo a modo de conclusión: —¿Sabes qué decía Frankl, ya hace medio siglo? Es un error pensar que una vida sin tensiones aporta equilibrio y felicidad. Al contrario, toda persona necesita esforzarse y luchar por una misión que valga la pena. Cuando un arquitecto quiere apuntalar un arco que amenaza con derrumbarse, aumenta la carga de la clave para que las piezas se unan con más fuerza. ¿Me sigues? —Más o menos. ¿Cómo puedo saber entonces cuál es mi misión? No se me ocurre nada de valor que pueda hacer. —El sentido de la propia vida no se inventa, se descubre. Y tú eres todavía muy joven. Como sofista incipiente, me había preparado una buena frase para cerrar aquel momento extraordinario. Tras devolverle su libro, dije: —Creo que mi arco necesita un poco más de carga para mantener la tensión. ¿Tienes algo para mí?

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Erzsebet sonrió mientras guardaba la novela en su bolso. A continuación, abrió la guantera del coche y extrajo un libro aún más viejo y manoseado que el anterior. Me lo puso en las manos sin comentario alguno. En la portada se veía un farol que colgaba sobre un fondo amarillo. Debajo, el título y el autor: El difunto Mattia Pascal, Luigi Pirandello. Recordé que era el mismo escritor de la obra Seis personajes en busca de autor, pero callé para no parecer repelente. —Espero que esta novela te inspire tanto como la otra. Valoré el grosor de aquel volumen. Superaba las trescientas páginas. —Es una buena carga para el arco —dije—. Necesitaré toda una semana para leerlo. —No tengas prisa. Cuando lo termines, te invito a tomar un café para comentarlo, ¿de acuerdo? Un potente claxon me impidió disfrutar de aquel instante mágico. Un taxista que, detenido detrás de nosotros, había perdido los nervios. —De acuerdo —dije. Tras agradecerle que me hubiera acompañado, corrí bajo la lluvia hasta mi portal. Cuando me giré, el coche de Erzsebet ya se había mezclado con el tránsito que a esta hora llena el Ensanche. Agitado, sentí que algo había cambiado en mi interior. No era capaz de explicarlo —me faltaba práctica como sofista—, pero entendía que a partir de entonces nada volvería a ser igual. Tenía la impresión de haber cruzado al otro lado del espejo, como la Alicia del cuento. Erzsebet representaba lo opuesto al mundo sórdido y sin alicientes en el que había crecido y sufrido. ¿Qué había en este nuevo mundo, más allá de lo que reflejaba el cristal? En cualquier caso, no tardaría en averiguarlo.

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LOS GALGOS COJOS

La lluvia había amainado. Después de cenar, mi madre sintonizó su culebrón favorito mientras yo quitaba la mesa. Se había acostumbrado rápidamente a mi «cordial indiferencia» y ya no me chinchaba. Existía entre nosotros un acuerdo tácito: yo representaba el papel de buenazo —estudiaba, fregaba los platos, no ponía la música alta, callaba— y ella a cambio me daba vía libre para hacer lo que quisiera. Prueba de que nuestro pacto de no agresión funcionaba, ni siquiera se inmutó cuando le dije que bajaba a un café a leer un poco antes de acostarme. Desde que leía para poder quedar con Erzsebet —éste era el verdadero motivo—, había decidido trasladar mi cuartel general al Café del Centro, un bar de la calle Girona donde a veces tocaba un pianista. Aunque el propietario era algo arisco, el lugar me gustaba porque las mesas eran de mármol y tenía una ornamentación modernista. Me pasaba allí un par de horas con una botella de cerveza —el presupuesto no daba para más—, pero nunca me llamaban la atención. Cada noche había allí un viejo que hacía lo mismo con una copa de vino, la cual parecía no bajar nunca de nivel. Era como si a aquellas horas todo transcurriera a cámara lenta hasta detenerse. Entonces el dueño abría la puerta y nos echaba a la calle. Aquel jueves, justo cuando llegaba a la esquina del café, una escena curiosa hizo que me detuviera. Vi a Joana —mi compañera de clase y de fila— subir por la calle acompañada de tres galgos cojos, que avanzaban dando pequeños brincos. Sabía que vivía cerca de casa, como la mayoría de los alumnos del instituto, pero me sorprendió que se ocupara de aquel desbarajuste de animales. Se trataba sin duda de galgos castigados por las carreras que, una vez jubilados, en el mejor de los casos son entregados en adopción. Bien pensado, no resultaba tan extraño; supuse que serían de su madre. Era natural que volcara en los animales lisiados toda la ternura que, por su condición de puta, le era negada. Tal vez en aquel momento estaba atendiendo a algún cliente y había enviado a su hija a pasear a los perros.

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El insólito cuarteto pasó justo a mi lado. Joana llevaba la gorra roja de siempre. Como no apartaba los ojos del suelo, no pude saber si me había visto. Por un momento pensé en saludarla, pero con el libro en la mano — idiota de mí— me sentía demasiado importante para perder el tiempo con aquella colgada. Así pues, dejé que pasaran en silencio. Mientras Joana se alejaba con la cabeza gacha y los galgos pegando saltitos, me dije: «La vida es un lugar triste». El difunto Mattia Pascal es la historia de un hombre que, por un doble golpe de fortuna, tiene la extraña oportunidad de vivir y morir dos veces. Menospreciado por su familia y cargado de deudas, Mattia Pascal trabaja en una biblioteca de provincias donde su principal misión consiste en cazar ratas, las únicas visitantes de un recinto abandonado al polvo y al olvido. De vez en cuando hace algún hallazgo, como cuando descubre que la humedad ha pegado «fraternalmente» dos volúmenes —un tratado de arte amatoria y la biografía de un monje—, convertidos caprichosamente en un único ejemplar. Cuando peor le van las cosas, el azar le lleva hasta el casino de Montecarlo, donde la suerte del principiante hace que gane una fortuna. A punto de perder todo lo que ha acumulado, la visión siniestra de un jugador que se ha ahorcado le hace huir de la sala de juego. En el tren de regreso a casa, lee en muerte. Dentro de un pozo cerca de su de similar complexión y, dado que desconocido, todo el mundo —incluida entierran. Como a Jim Morrison.

el diario la esquela de su propia casa han encontrado un cadáver él se encontraba en paradero su mujer— cree que es él y le

Libre de toda responsabilidad y con una fortuna en la maleta, Mattia Pascal decide no aclarar el error y adoptar una nueva personalidad. Y ahora viene la gran pregunta: ¿en qué nos convertiríamos si nos liberaran de nuestro pasado y pudiéramos inventarnos otra vida? El protagonista de esta historia decide recorrer Europa bajo la nueva identidad de Adriano Meiss. Pero pronto descubrirá las dificultades de su particular condición: le roban el dinero en la pensión donde se alberga y no puede denunciar el robo porque oficialmente está muerto. ¿Muerto? Peor que muerto: los muertos ya no tienen que morir, y yo sí, yo aún estoy vivo para la muerte y muerto para la vida. En efecto, ¿cuál puede ser mi vida? Cerré el libro en este punto. El dueño del café había bajado la persiana metálica hasta la mitad y nos invitaba a irnos. Mientras él despertaba al

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viejo, que se había dormido con la copa de vino —todavía llena— en la mano, dejé sobre el mostrador el importe de la cerveza para, seguidamente, salir del local. Era casi medianoche. De camino a casa me preguntaba: ¿es necesario que te declaren muerto para inventarte una nueva vida?

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EL INFIERNO DE LOS OTROS

La cita había quedado fijada para aquel mismo viernes en casa de Erzsebet. Desconfiaba de mi propia suerte. Acostumbrado a recibir palos, era como si de pronto la fortuna hubiera dado una vuelta de 180 grados y todo resultara sencillo. Demasiado incluso. Mientras viajaba en metro hasta Sarria, no pude evitar establecer un paralelismo entre mi situación y la de Mattia Pascal en el casino de Montecarlo. La diferencia era que yo todavía no sabía qué premio me había tocado. *** Erzsebet vivía en una pequeña mansión de la calle Doctor Roux, tal y como había oído decir. Antes de llamar al timbre, me detuve a contemplar el ventanal con balcón. Imaginé su figura esbelta de buena mañana, sosteniendo en la mano una taza de café, mientras contemplaba en su camino a la escuela a los niños de buena familia, todos ellos uniformados. Pese a estar muy bien restaurada, aquella propiedad tenía un aire solitario y melancólico. Era el reflejo arquitectónico de su inquilina, que había corrido unas gruesas cortinas rojas que no dejaban entrever nada. Probablemente le gustara la penumbra, o bien no quería ser contemplada desde el exterior. La puerta se abrió. Delante de mí se desplegaba una escalera lateral que debía de conducir a las habitaciones de la casa. Supuse que la planta baja era el garaje donde dormía su flamante coche deportivo. Un mundo de lo más exclusivo para una profesora de instituto. Esta impresión se vio confirmada cuando subí a la primera planta. Erzsebet, que llevaba un vaporoso vestido rojo, me hizo pasar hasta un salón presidido por un piano de cola. Eché un vistazo a mi alrededor: había muebles muy antiguos, de esos que tienen curvas hasta en las patas. Me pregunté si aquel mobiliario ya estaba en la casa o si se lo habría hecho traer desde Hungría al trasladarse a Barcelona. Sin duda, era la heredera de una pequeña —o no tan pequeña— fortuna. Antes de sentarme en una de aquellas sillas de anticuario, paseé los ojos un rato más por la sala. Me llamó la atención una botella de Moét & Chandon con dos copas al lado.

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El olor a perfume caro y ropa buena vestía aún más aquel salón. Al desviar los ojos hacia Erzsebet, no pude evitar imaginármela desnuda y el pulso se me aceleró. ¿Tendrá la piel de los ricos un olor diferente? —Y bien, ¿qué me cuentas? —me preguntó Erzsebet mientras me invitaba a sentarme en una silla junto a ella. Inmediatamente volví a mi papel de alumno elegido que ha de demostrar sus progresos. Me aclaré la voz antes de adoptar un tono estudiadamente casual: —Me ha interesado mucho la novela de Pirandello. Es un drama sobre la identidad. Cuando la acabé anoche, sin embargo, me preguntaba si es posible empezar una vida desde cero, olvidar lo que has sido antes. ¿Qué queda de un hombre cuando borras todo su pasado? Erzsebet sonrió ante la pregunta, pero no respondió todavía. Primero fue a buscar un juego de té, que depositó sobre una mesita. Sin preguntarme si me gustaba, llenó dos tazas de porcelana con una infusión anaranjada. Entonces dijo: —Queda aquello que siempre ha querido ser, pero no le dejaban. —¿Crees que yo, por ejemplo, podría convertirme completamente diferente de quien he sido hasta ahora?

en

alguien

—No tengo ninguna duda de ello. Hay un momento en la novela en que el protagonista dice algo así como: «No hay hombre que difiera tanto de otro como él mismo con el paso del tiempo». —He visto que habías subrayado esta frase —añadí—. Pero si nos atenemos a lo que le pasa al protagonista una vez se convierte en Adriano Meiss, no parece que esta nueva vida se aguante por ningún lado. —Existe una diferencia fundamental entre Mattia Pascal o Adriano Meiss y tú. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad? No lo sabía, pero aventuré: —Bueno, Adriano Meiss tiene dinero. Lo que inicialmente le da libertad, pero después se convierte en un problema porque despierta la codicia de quienes le rodean y no puede defenderse. Yo, en cambio, no tengo ni cinco. ¿Es ésta la diferencia a la que te refieres? —No. Esta respuesta seca, cortante incluso, me sorprendió. Pero formaba parte de las habilidades retóricas de Erzsebet lanzar de vez en cuando una respuesta corta que diera paso a un silencio inquietante. Midiendo muy bien el tiempo, se acercó la taza a los labios y dijo: —Adriano Meiss cae en desgracia porque está solo en el mundo. Nadie puede cubrirle las espaldas. Pero tú me tienes a mí.

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Un temblor me recorrió todo el cuerpo. Había pronunciado aquellas palabras con una mezcla de firmeza y suavidad que hacía dudar acerca de su verdadero significado. ¿Se refería a mi formación intelectual o su ofrecimiento iba más allá? ¿Cuáles eran sus intenciones hacia mí? De repente me sentí incómodo, porque no sabía cómo debía actuar, qué se esperaba de mí en aquella casa. Erzsebet debió de notar mi intranquilidad, porque añadió: —Por mucho que te ayude, sin embargo, deberás ser tú mismo quien descubra tu misión. —Viktor Frankl dixit. Había sido una estocada de auténtico sofista. Empezaba a divertirme utilizar lo que aprendía para ganarme la admiración de los otros, aunque intuía que Erzsebet se encontraba muy por encima de mis juegos de principiante. No era eso lo que esperaba de mí. —Ahora has sido pedante —dijo mientras volvía a llenar su taza; yo apenas había bebido un par de sorbos—. Una de las cosas que quiero enseñarte es que acumular conocimiento no equivale a saber más. —¿Ah, no? Entonces, ¿para qué me has hecho leer estos dos libros? —Porque quería que se te cayera la venda de los ojos. Y creo que lo estamos consiguiendo. —No te entiendo. —Si lees con el propósito de recordar citas para repetirlas como un loro, te volverás aún más tonto de lo que eres. Sabrás lo mismo, pero llevando la carga de un conocimiento que actuará de filtro entre tú y el mundo. —¿De qué filtro hablas? Creo que te has saltado alguna lección. —La literatura no debe servir para acumular, sino para perder: deshacernos de prejuicios y entender mejor el mundo. Es decir: hacer que se caiga la venda de los ojos. Me da la impresión de que hasta ahora dormías y estás empezando a despertar. Apuré de un trago el té ya tibio. Luego dije: —Tal vez estoy recordando la sabiduría que, como dijiste, poseía al nacer y que he ido olvidando. —Tal vez. Nos quedamos unos segundos en silencio, como si hubiera pasado un ángel. Erzsebet me estudió con sus ojos azules antes de inclinarse para servirme más té. Por espacio de dos segundos pude ver sus pechos a través del escote, que colgaban libres de sujetador.

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Como no tenía ninguna carpeta tras la que esconder mi erección, me puse de pie y me dirigí con paso pretendidamente despistado hacia las cortinas rojas. Mientras apartaba una de ellas para observar la calle, me preguntaba si lo habría hecho expresamente. Resultaba extraño que una mujer de su edad, y no precisamente plana, no llevara sujetador bajo el vestido. A menos que su intención fuera precisamente encenderme. ¿Intentaba seducirme? En tal caso, ¿por qué no hablaba claro y nos metíamos en la cama de una vez? Cuando volví la vista hacia la sala, Erzsebet había desaparecido. Se había volatilizado como un espíritu. Prueba de que mi fantasía trabajaba en un único sentido, imaginé que había ido a su habitación, donde en aquel preciso momento dejaba resbalar su vestido hasta el suelo. En cualquier momento aparecería desnuda y se me ofrecería. Entonces yo me abalanzaría sobre ella como un poseso. Nada más alejado de la realidad. Erzsebet salió de su habitación llevando un abrigo de lana negra y un bolso a juego. —Ahora tengo que irme —anunció—. ¿Quieres que te acerque a algún sitio? —No es necesario —rehusé decepcionado y celoso de quien tuviera una cita con ella—, puedo tomar el metro. Pero te acompaño hasta el coche. Ya era oscuro cuando bajamos las escaleras. Los burgueses de Sarria habían vuelto de sus oficinas y sacaban a pasear a sus perros de raza. Una estampa bastante diferente de la que había contemplado la noche anterior en la esquina del café. De repente me invadió una tristeza insoportable. Mientras la puerta del garaje ascendía suavemente, no pude evitar decir: —Ayer vi a una persona que me dio mucha pena, como el desgraciado de Mattia Pascal. Seguidamente le hice una descripción muy detallada de la escena de Joana y los galgos. Erzsebet me escuchó con atención. Luego se apoyó en el BMW morado y dijo: —Vista desde fuera, la vida de cualquier persona parece un infierno. Pero que no te quepa ninguna duda: ella piensa lo mismo de la tuya. Dicho lo cual, me despidió con un beso en la mejilla y entró en el coche.

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CAZA DE BRUJAS

Hacia finales de otoño mis progresos se hicieron tan patentes que recibí la felicitación del director de la escuela en persona. Me citó en su despacho con una bandeja de pastas y un café que rechacé: —No, gracias. Sólo tomo té. —Lo recordaré para la próxima ocasión —aseguró mientras se ajustaba las gafas, como si no acabara de entender qué clase de elemento tenía delante. «La próxima ocasión», me repetí mentalmente, mientras esperaba que aquel fuera el primer y último encuentro con la máxima instancia del instituto. —Te has convertido en un alumno destacado de tu clase, aunque en ciencias todavía vas flojo —continuó. —Tengo que dedicarle más horas. Aún me estoy poniendo al día. —Es natural. Dos meses son poco tiempo para recuperar todo lo que no has estudiado desde que empezó el instituto. A pesar de todo, tu caso es extraordinario. ¿Puedes explicarme cómo te las has arreglado para remontar de esta manera? —Procuro estar atento en clase y tomo apuntes. Luego los paso a limpio. Leo la bibliografía y completo mis notas con lo que me parece más significativo. Antes del examen leo detenidamente todo lo que tengo. Y eso es todo. —Entonces tienes una técnica de estudio bastante depurada. Te serviría para cursar una carrera universitaria. —La mía es una rutina como cualquier otra. No tiene ningún secreto. —No es eso lo que he oído —dijo el director, cambiando radicalmente el rumbo de la conversación. Había puesto las cartas sobre la mesa. De pronto supe por qué tenía interés en hablar conmigo, pero eso no me preocupaba en absoluto. —¿Qué ha oído? —pregunté con falsa ingenuidad. —Bueno, se dice que tienes una mentora. Ya sabes: alguien que te aconseja y guía en los estudios. Me gustaría que me hablaras de eso.

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Como director de este instituto, tengo la obligación de supervisar cualquier programa educativo que sigan los alumnos, también fuera de horas de clase. —En este caso no hay nada que supervisar, se lo aseguro. A no ser que quiera sentarse a mi lado cada tarde mientras leo y tomo apuntes. —No tendría importancia si sólo se tratara de eso —dijo sin darse por vencido—. El caso es que te han visto más de una vez, y de dos, entrando en el coche de Erzsebet. Dicho esto, abrió los brazos, como si se preparara para abrazar las explicaciones que le tenía que dar. —No haga caso de todo lo que dice la gente. Ya se sabe que cuando uno empieza a despuntar se abre la caja de las envidias. Ni siquiera me considero su preferido —mentí—, lo que pasa es que soy el único que cumple con las lecturas. —Sé que Erzsebet es una profesora exigente. Espero que el nivel no sea tan alto como para que el resto de la clase no pueda seguir el ritmo. Eso sería contraproducente, ¿no crees? —No hay motivo para alarmarse. La mayoría de las lecturas son optativas: sólo tenemos dos libros obligatorios por trimestre con su control de lectura correspondiente. Tampoco es pedir tanto. —Hablas como si fueras tú el profesor —dijo ligeramente irritado—. Espero que no te hayas pasado de la raya. Quiero decir que a tu edad uno también ha de salir con chicas, jugar al fútbol, tomarse una cervecita... Ya sabes: lo que hacen los jóvenes. No se puede pasar del blanco al negro, de no pegar golpe a volcarse exclusivamente en los estudios. Esto es como una maratón: si no mides el esfuerzo, corres el riesgo de agotarte y abandonar la carrera a la mitad. Aquel discurso penoso me hizo pensar en lo que me había dicho Erzsebet: es más fácil pasar de un extremo al otro que salir de la mediocridad. Pero no se lo dije, porque sabía que no me habría entendido. Únicamente habría servido para instalar aún más sospechas en su mentalidad gris y funcionarial. —Procuraré tomarme alguna que otra cervecita poniendo en evidencia sus propios argumentos.

más

—repliqué

—Oh, no es eso lo que quiero decir, y lo sabes perfectamente. Te lo pondré bien claro: eres un menor, y en esta escuela no quiero ningún tipo de escándalo. ¿Lo has entendido? Los informativos de la tele están repletos de historias como ésta. Tal vez sean sólo rumores, como bien dices. Pero Erzsebet ya está advertida, y ahora tú también. *** Lo más curioso de ese encuentro, que apestaba a caza de brujas, fue que tuvo lugar justo antes de que entre Erzsebet y yo empezaran a pasar

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cosas. Fue una idea muy poco brillante por parte de quien lo hubiera promovido, ya fuera el claustro o el mismo director, porque a partir de entonces ambos extremamos las precauciones. Ella, por su parte, pese a que debían de haberla amonestado aquel mismo día —o precisamente por eso—, reaccionó de manera totalmente insólita. Era como si quisiera dar consistencia a una sospecha que hasta el momento no era del todo cierta. Hacía un mes que, prácticamente cada tarde, visitaba a Erzsebet. Nada más salir de la escuela me dirigía directamente a Sarria, donde hacía los deberes y leía apoltronado en el sofá, como si estuviera en mi casa. Si tenía cualquier duda, ella se sentaba a mi lado y me ayudaba a resolverla. Incluso me había llegado a confiar una copia de la llave, por si ella no estaba en casa y quería esperarla allí. Mi madre no tenía ni idea de todo esto —sólo sabía que leía en el café después de cenar—, porque hacía horas extras y yo siempre procuraba llegar un poco antes que ella. Por otro lado, estaba gratamente sorprendida de mi cambio de actitud. La cordial indiferencia había dado sus frutos. En cambio, entre Erzsebet y yo había cualquier cosa menos indiferencia. Eso lo pude comprobar precisamente la tarde que el director me largó su discurso preventivo. Al final tendría que admitir que había resultado ser una especie de oráculo.

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La pasión de Erzsebet

EL VINO Y EL DESEO

Llegué a casa de Erzsebet hacia las cinco y media, como de costumbre. Después de llamar al timbre un par de veces sin resultado, pensé que tardaría en llegar y utilicé la llave. Cuando pasaba la tarde fuera de casa, me avisaba para que no la esperara, pero el día anterior no me había dicho nada. A causa, tal vez, de las palabras del director, que me invitaban a transgredir, aquella tarde me dediqué a investigar. Quería conocer a través de sus cosas a esa mujer magnética que me había cambiado la vida y me tenía cautivado. Me paseé un rato por el salón, donde todo era rojo y blanco, pero allí no había nada que no hubiera visto ya veinte veces. Era preciso aventurarse más lejos. Al abrir la puerta de su dormitorio, me asaltó un olor a lavanda con notas dulces, el perfume inconfundible de Erzsebet. Miré su cama con fascinación. Por un momento la imaginé allí echada, desnuda, y me entraron palpitaciones. A la derecha había un tocador con un espejo, como el de una princesa. Abrí el primer cajón, que estaba lleno de sujetadores y braguitas. Aquella visión aún me turbó más. Hubiera examinado con deleite aquellas piezas de ropa, si un detalle extraño no hubiera llamado mi atención. Sobre el tocador había un marco fotográfico colgado del revés. Deduje que se trataba de un amante con quien estaba enfadada, o tal vez un retrato de familia que le traía malos recuerdos. Pero entonces, ¿por qué simplemente no lo descolgaba? Sólo había una manera de saberlo. Cuando mi mano ya tocaba el marco y estaba a punto de girarlo, de repente oí un suave tintineo de cristal que me heló la sangre. Procedía del salón. Podía tratarse de un ladrón que entraba en la casa, pero eso no me hubiera asustado tanto como la certeza —no tenía ninguna duda— de que Erzsebet estaba al otro lado. Como si su presencia hubiera traspasado la pared del dormitorio, de pronto lo supe, aunque no la hubiera oído llegar. Era posible, incluso, que se encontrara en casa —en el baño o en su estudio— desde mi llegada, y que sencillamente no hubiera tenido ganas de abrir.

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Y lo que era aún peor: ella sabía ahora que había estado curioseando entre las intimidades de su habitación. Efectivamente, al abrir la puerta encontré a Erzsebet sentada en la banqueta del piano y girada hacia mí. Vestía un kimono de seda negra que nunca antes le había visto: debía de llevarlo sólo cuando no recibía visitas en casa. Tenía una copa de vino en la mano y el brillo de sus ojos me decía que no era la primera. Estaba borracha. Supuse que estaría furiosa conmigo. Había violado la intimidad de su dormitorio y ahora me lo haría pagar. Temblando, avancé en su dirección mientras ensayaba todo tipo de excusas para justificar lo que acababa de hacer. Pero no se me ocurrió ninguna que sonara mínimamente convincente. Entonces sucedió algo totalmente inesperado: Erzsebet se subió el kimono hasta más allá de media pierna, mostrándome su piel blanca y lisa. Tuve miedo porque sabía que no me estaba seduciendo; a su manera, me estaba castigando por mi indiscreción. —¿Te gustan mis piernas? —preguntó en tono suave mientras las abría y giraba los tobillos coquetamente de un lado a otro. No contesté. Con sus ojos azules clavados en los míos, continuó: —¿O eres de los que se mueren por unos pechos bien formados? Acto seguido, empezó a desabrocharse el kimono por detrás. Yo estaba paralizado y sin aliento. Ella lo sabía y parecía disfrutar con la situación: —¿Has tocado alguna vez unas tetas? —preguntó mientras dejaba caer la parte superior del kimono—. Quiero decir las de una mujer de verdad. Erzsebet se bajó lentamente las tiras de su sujetador negro, que estaba a punto de liberar unos pechos más que prominentes. El corazón me latía tan rápido que temí caer fulminado en cualquier momento. Inexplicablemente, necesitaba huir y no podía esperar ni un segundo más. No fui yo, sino la voz de mi miedo la que dijo: —Tengo que irme. Tras lo cual me dirigí hacia la puerta sin mirar atrás. Regresé caminando, mientras un frío prematuramente invernal me reanimaba. No entendía lo que acababa de ocurrir en aquella casa, y aún menos mi comportamiento. Mientras atravesaba la Vía Augusta, me decía: «Eres completamente idiota. Cualquier tío de clase habría dado la piel por encontrarse en tu lugar. También los profesores. Incluso el director». Continué haciéndome recriminaciones durante todo el camino a casa. Estaba cegado por la confusión y por un deseo que ahora se me hacía

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irrefrenable. Sospechaba que Erzsebet había previsto mi huida y que aquel numerito era sólo un correctivo, una humillación para ponerme en mi sitio. Únicamente habría evitado el ridículo «comportándome como un hombre», tomando aquello que ella me ofrecía y que ahora deseaba con tanta intensidad. ¿Qué habría hecho ella entonces?, me preguntaba. ¿Me habría rechazado? ¿Se habría reído de mí? ¿O quizás aquello iba en serio y el alcohol la empujaba a entregarse a mí? Nunca lo sabría, pero mientras subía a casa en ascensor me prometí a mí mismo que no volvería a desaprovechar una ocasión como aquélla, si es que había una segunda oportunidad. Me dejé caer sobre la cama y, sin ni siquiera tocarme, experimenté un violento orgasmo que me dejó empapado. Entonces empecé a respirar.

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LA CONDESA SANGRIENTA

Jamás mencionamos lo que ocurrió aquella tarde, como si hubiera tenido lugar en una dimensión diferente —como un sueño erótico—, ya que la nuestra volvía a ser una relación de mentora y discípulo. No obstante, su piel blanca y desnuda no dejó de planear por mi imaginación desde entonces. Estuve un par de días sin visitarla, en parte porque no sabía si seguía disfrutando del privilegio de su compañía. Pasado ese tiempo mínimo, al finalizar la clase, Erzsebet me dio un nuevo libro —esta vez se trataba de Viaje al final de la noche, de Céline— que era una invitación para volver. *** Después de Navidad se confirmó el milagro: ya era el mejor alumno de mi clase. Erzsebet me había revelado un secreto muy simple para mantenerme en la cresta de la ola: de todo lo que explica y hace leer un profesor en su asignatura, basta con recordar un veinte por ciento para aprobar de sobra. Si en lugar de ese veinte, llegas a un treinta o a un cuarenta por ciento, entonces obtienes las máximas calificaciones. Tan sencillo como esto. Sin embargo, la clave reside en distinguir lo esencial de lo accesorio, separar el grano de la paja, porque si te quedas con el cuarenta por ciento de la paja, todo esfuerzo será en vano. Se trataba, por lo tanto, de apuntar a la perdiz e ignorar el resto del bosque. A pesar de mi nuevo estatus en el instituto, donde el director no me había vuelto a incordiar, continuaba sentándome atrás por la fuerza de la costumbre. A veces tenía la impresión de que Erzsebet impartía la clase exclusivamente para mí. Entre el temario de la asignatura había observaciones que únicamente yo captaba, pues hacían referencia a cuestiones que me había explicado previamente en privado, o bien completaban alguna conversación que habíamos dejado inacabada. Cada vez que esto ocurría, observaba las caras abatidas de mis compañeros y me sentía orgulloso de haber sido elegido. Tras dieciséis años de sufrimiento y frustraciones, había quemado mis naves para reinventar mi vida de la mano de Erzsebet. Mi única duda era: ¿qué

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sacaba ella de todo esto? ¿Actuaba por altruismo o esperaba algo de mí? Si deseaba lo mismo que yo, ¿por qué no lo manifestaba de una vez por todas? Desde que había dejado resbalar el kimono y yo había huido, nuestros encuentros se habían vuelto aún más intelectuales. Erzsebet me hablaba de novelas, de pintura, de películas; me grababa discos de jazz, de música clásica... Discutíamos sobre la existencia, sobre el pasado y el futuro, sobre los sueños y el arte como último reducto para las almas delicadas. A menudo tenía la impresión de que ella se había propuesto hacer de mí el ser perfecto, dar a un envoltorio agradable un contenido que despertara la admiración allá donde fuera. Había algo de monstruoso en todo aquello, pero por aquel entonces yo no me daba cuenta. Curiosamente, el primer aviso me llegó a través del camello de la clase, Emil, un memo que ahora me lamía el culo y me regalaba más marihuana de la que me podía fumar. —Te he de decir algo en privado, cuando tengas un momento —me dijo. El momento fue la hora del patio. Fuimos a un aula oscura del sótano donde se guardaban sillas y mesas rotas. Tras asegurarse de que no nos espiaba nadie, Emil cerró la puerta y me dijo con una sonrisa: —Ten cuidado con tu amiga. —¿De qué hablas? —pregunté, aunque sabía perfectamente que se refería a Erzsebet. —Ayer en la tele daban un programa de historia. Mi viejo lo tenía puesto a toda castaña, porque está sordo, y no pude evitar fijarme. Hablaban de una condesa húngara del siglo XVI que torturó y asesinó a 700 chicas vírgenes. La criminal más grande de toda la historia. Se llamaba Erzsebet. Me reí antes de responder: —Bueno, ése es un nombre muy común en su país. Además, me estás hablando de alguien que vivió hace cuatro o cinco siglos. —Ésta es la cuestión, Amat. La condesa sangrienta, como se la conocía, empezó a asesinar a chicas exactamente a los cuarenta años, y se bañaba en su sangre porque creía que eso le procuraría la eterna juventud. —Es una buena historia. —Totalmente verídica —puntualizó Emil—. Cuando escuché esto, me pregunté si tu Erzsebet no será la condesa sangrienta, que sigue teniendo cuarenta años a costa de sacrificar vírgenes. Aunque hoy en día le debe de resultar difícil encontrarlas. Después de este chiste malo, me guiñó el ojo y salimos del aula abandonada sin más comentario. Se notaba que estaba orgulloso de su hallazgo.

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De aquella breve conversación me quedó un regusto más dulce que amargo. Era una lástima que la Erzsebet más famosa fuera una criminal. Pero había dicho «tu Erzsebet», y eso me hacía feliz.

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LA FELICIDAD ES UNA IMAGEN BORROSA

—Y bien, ¿qué quieres hacer conmigo? —me preguntó Erzsebet mientras tomábamos el té en la cafetería del Hotel Oriente. Había ganado una apuesta y aquél era el día y el lugar acordado para pagarla. La cosa venía del mes de diciembre, cuando le aseguré que aquel trimestre sacaría las máximas calificaciones en todas las asignaturas. Ella me había prometido que, si era capaz de hacerlo, la tendría todo un sábado a mi disposición y le podía pedir lo que quisiera: sería su sirvienta incondicional. Ésa era una apuesta con trampa por parte de Erzsebet, ya que se había encargado personalmente de que superara aquel reto, ayudándome una tarde tras otra hasta la extenuación de ambos. Por otro lado, ese «qué quieres hacer conmigo» entraba dentro de su juego, en el que ella aportaba la ambigüedad y yo el deseo. Todo eran promesas veladas que, por un motivo u otro, nunca llegaban a cristalizar. Quizás ella sólo pretendiera eso: sentirse deseada por mí, tener un discípulo y un acompañante que la hiciera sentir aún más joven. No pensaba caer en aquella provocación, que hasta el momento no me había llevado allí donde quería estar: su cama. Por lo tanto, contesté de manera autoritaria: —Quiero que desayunemos sin prisas. Luego iremos al Paseo de Gracia para comprar ropa, necesito renovar mi vestuario. Comeremos en un restaurante japonés que hay cerca de allí. —¿Y después de comer? —preguntó mientras se pasaba coquetamente la mano por el pelo. —¿Puedo pedir lo que quiera? —Lo que quieras. —Entonces prepárate —dije asumiendo el control de la situación—, porque iremos a ver la última película de Lars von Trier.

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—¡Oh, no! —exclamó sorprendida—. ¡Pídeme cualquier cosa menos eso! No sé si podré aguantar otra fábula existencial de ese moralista. —Después tomaremos una copa para comentar la película —continué en un tono estudiadamente decidido— e iremos a cenar a un bar de sushi. —Has pensado en todo. ¿Qué haremos después de cenar? Dijo esto último con expresión fingidamente inocente, pero yo sabía que sólo estaba jugando y no pensaba caer en su trampa. —Después de cenar, cada uno a su casa. Mañana quiero levantarme temprano. Las imágenes que recuerdo de aquel sábado se encuentran extrañamente difuminadas, como si la felicidad no hubiera permitido que reposaran el tiempo suficiente en la cubeta fotográfica de la memoria. Es así, borrosamente, como nos veo saliendo del Hotel Oriente y atajando por la calle Princesa. Al llegar a la calle del Bisbe, nos detenemos bajo el puente gótico, escenario de viejos espots de whisky. Luego bajamos hacia la Plaza de la Catedral. El frío intenso ha helado un charco de agua y Erzsebet se resbala. Está a punto de caer al suelo y le tomo la mano. Ya no la suelto y a ella parece no importarle. Con las manos unidas, nos mezclamos con la marabunta humana que va de compras por el Portal del Ángel. Una banda de jazz de Nueva Orleans toca con ímpetu. Ella les lanza una moneda y eso le sirve de excusa para liberarse de mi mano. Pero no me importa, porque sé que nos une un vínculo mucho más estrecho que el tacto: compartimos una visión del mundo, un código que es sólo nuestro. Somos almas gemelas que por fin se han encontrado. El resto de los recuerdos de aquel día son momentos aislados: nosotros entrando en una tienda para comprar unos pantalones, Erzsebet dentro del probador donde me cambio, sin rubor, delante de ella; los dos en la oscuridad del cine, en el bar donde luego comentamos la película; nosotros delante de una bandeja de sashimi, que remojamos con una jarra de sake caliente; nosotros de nuevo en la calle, donde sopla un viento helado; nosotros... Nosotros es una gran palabra que comprende todo un mundo. Es un círculo íntimo, una esfera, una burbuja de jabón que mientras flota tiñe sus paredes de colores imposibles. Los colores de los sueños compartidos. *** Nos despedimos en una parada de taxi. Erzsebet se iba a casa. Yo volvería andando: ventajas de vivir en el centro. Mientras esperábamos, le

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dije que sentía que hubiera gastado tanto dinero aquel sábado para celebrar un éxito que le correspondía a ella. —Para mí el dinero no significa nada —contestó—. Lo importante es que lo hayas pasado bien: es exactamente lo que quería. Cerré aquel encuentro con un pequeño golpe de efecto: —Le hemos dado un buen repaso a la literatura del absurdo durante estos últimos meses. —¿A qué viene eso ahora? —Lo digo porque me parece curioso que los inconformistas, los que se ocupan de los problemas de la existencia, como Lars von Trier o tú misma, sean precisamente aquellos que la tienen resuelta. En aquel momento llegó un taxi y me quedé sin réplica. Sólo faltaba el momento de la despedida, al que hacía rato que daba vueltas. ¿Resultaría violento besarla en los labios? Tenía un segundo para decidirme. Finalmente, me lancé y le planté el beso antes de que pudiera girar la cara para ofrecerme la mejilla. Fue breve pero intenso: un beso grabado a fuego en mi eternidad personal. Luego Erzsebet entró en el taxi. Antes de que arrancara, asomó la cabeza por la ventana y con expresión despreocupadamente serena, dijo: —Buenas noches. Mientras mis pasos trazaban una escalera en la cuadrícula del Ensanche, me confesé a mí mismo que estaba enamorado de Erzsebet. Enamorado hasta la médula. No sabía si algún día llegaría a ser correspondido de la forma que deseaba, porque mi beso había viajado en una única dirección: ella se había limitado a aceptarlo, como quien recibe un regalo y no puede rechazarlo. ¿Estaba destinado a ahogarme bajo la losa de un amor imposible? Pronto descubriría que sólo hay algo peor que los sueños frustrados, y es que éstos se cumplan.

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EL ÁNGEL Y EL DEMONIO

A pesar de haberme convertido a los ojos de los demás en un lector impenitente, seguía escuchando «Mensaje en una botella». Una vez más, la fuerza de la costumbre. Después de conocer la gran literatura, ahora veía los textos de los náufragos como chorradas pretenciosas o pajas mentales, en el mejor de los casos. Pero habían acompañado tantas noches mi soledad que los disculpaba. Quizás alguno de aquellos autores anónimos acabaría destacando en un futuro, cuando fuera capaz de dejar atrás la basura barroca y hallara un claro en el bosque de las palabras. Mi iniciación en los libros —y en la vida— me había enseñado la diferencia fundamental entre el artista y el farsante. El primero dice cosas complicadas de manera muy sencilla. El segundo dice cosas sencillas de manera complicada. No obstante, alguien puede estrenarse como farsante y convertirse más tarde en artista. Por algo se empieza, y todos tenemos un pasado que olvidar. Eso lo sabía yo muy bien. Entre el catálogo de náufragos que vertían sus mensajes, yo seguía teniendo preferencia por Sol de Medianoche. Sin duda, aún estaba verde, pero era a quien veía con más posibilidades. Su poesía era simple, probablemente imperfecta, pero al menos estaba libre de artificios. Para aquella noche había escrito un texto amoroso que me transportó de vuelta a la dulce herida que se había abierto en mi corazón: HA PASADO UN ÁNGEL Suspiraste a mi lado y no necesité abrir los ojos para saber que eras tú. Llegabas sin hacer ruido como un ángel que está por todas partes pero sólo ve quien lo ha esperado. Eras tú, amor, y habías cruzado el universo

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para llegar a mi playa. Con los pies desnudos sobre la arena ahora te busco y no te encuentro y tengo frío en el corazón. Mañana de invierno, olas de amor. ¿Las sopla el viento tus alas? SOL DE MEDIANOCHE Me dormí abrazado a la almohada, pero el sentimiento de ternura duró poco, porque las viejas sombras del pasado se manifestaron en medio de la noche adoptando la forma de una terrible pesadilla. Veía a mi padre entrando en la oscuridad y tropezando con los muebles. Oía los gritos de mi madre. Luego asistí al momento del accidente, y el charco de sangre a su alrededor crecía como un lago desbordado. Yo luchaba por salir de aquel sueño, que se empeñaba en retenerme para que fuera testimonio, una y otra vez, de mi naufragio personal. Cuando logré despertar, estaba empapado en sudor y sin aliento. El corazón me retumbaba como un tambor y tenía sed. Salté de la cama para ir en busca de un vaso de agua. No fue hasta que llegué a la cocina, con la luz encendida, cuando se desvaneció mi miedo. Aquella terrible visita al pasado me había desvelado. Mientras volvía a mi habitación, el recuerdo del charco de sangre me hizo pensar en lo que me había explicado Emil: los crímenes de la condesa sangrienta. Como si mi mal tuviera que curarse con su misma medicina, pensé que investigar aquella historia siniestra me haría olvidar lo que acababa de vivir en sueños. Conecté el ordenador, programado para ir directamente al buscador Google. Cuando apareció la ventanita en el monitor, tecleé el nombre «Erzsebet» para comprobar si era verdad aquella historia o si Emil se la había inventado para hacerse el interesante. Efectivamente, en primera posición aparecía una biografía sobre Erzsebet Bathory. Hice clic sobre el enlace y se abrió una página escrita con caracteres rojos sobre fondo negro. «Erzsebet Bathory, una de las figuras más infames de la historia, nació en 1560 en el seno de una noble familia húngara, cuna de reyes de Transilvania y Bolonia. »A los trece años se quedó embarazada de un campesino y se deshizo de su hija una vez nació ésta. A la edad de quince arios ya era una joven de belleza extraordinaria, admirada sobre todo por el tono lechoso de su piel. La princesa recibió una educación

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muy superior para su época, ya que dominaba cuatro idiomas y tenía mundo. «Casada por conveniencias políticas con el conde Perene Nadasdy, las prolongadas ausencias de su marido —siempre en alguna guerra— y el aburrimiento existencial provocaron que se rodeara de una corte de brujos, alquimistas y videntes. Aleccionada por su tía, torturaba personalmente a los prisioneros que tenía en su castillo. «Después de que su marido fuera víctima de una prostituta de Bucarest, que le asesinó a cuchilladas por no querer pagarle el servicio, un incidente menor marcó para siempre la trayectoria criminal de la condesa. «Erzsebet ya había entrado en la cuarentena, cuando un día arañó con violencia la cara de una costurera del castillo. Al retirar la sangre de sus manos, le pareció que la piel había rejuvenecido milagrosamente. Había descubierto la fuente de la eterna juventud. «Espoleada por sus criados, aterrorizó la región durante una década: sus sicarios secuestraban entre los campesinos a las jóvenes vírgenes más bonitas. Una vez en las mazmorras del castillo, las colgaba boca abajo y las degollaba para llenar con su sangre una bañera. A veces les chupaba directamente el líquido vital de un corte en el cuello. «Pasaron los años y Erzsebet comprobó que el tratamiento de belleza no acababa de dar resultado. Lo atribuyó al origen innoble de aquella sangre, y fundó una selecta academia de jóvenes para proveerse de víctimas. Veinticinco vírgenes de las mejores familias cayeron en la trampa para no regresar jamás a sus hogares. »La influencia de los familiares y la aparición de cuatro cuerpos cerca de su propiedad hicieron que el emperador húngaro Mattia II ordenara una investigación. El ejército irrumpió por la fuerza en plena carnicería. Erzsebet Bathory fue declarada culpable y encerrada en una estrechísima mazmorra de su castillo, ya que un noble no podía ser ejecutado. Sus sicarios fueron quemados vivos. »Se cree que murió cuatro años más tarde, en 1614, tras haber asesinado hasta a seiscientas muchachas.»

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AMOR DE VAMPIROS

Más que asustarme, las aventuras de la condesa sangrienta despertaron mi curiosidad. No la relacionaba de ninguna manera con mi Erzsebet, a pesar de que había una serie de coincidencias sorprendentes. Además del nombre, su piel era ciertamente blanca, mucho más que la de ninguna otra mujer que hubiera visto antes. Poseía una belleza única, como la condesa, y hablaba tantos idiomas como ella. El hecho de que Erzsebet Bathory hubiera iniciado el tratamiento para retener la juventud a los cuarenta años permitía imaginar que se trataba de ella misma, que había llegado hasta el siglo XXI asesinando a una virgen tras otra. ¿Y si el encarcelamiento de la condesa sólo hubiera sido un engaño del emperador para contentar al pueblo? A lo mejor habían emparedado a otra desgraciada y Erzsebet había continuado sus crímenes en otras tierras. Cuando empezaba a volverse sospechosa, cambiaba de ciudad y se inventaba una nueva identidad. Únicamente conservaba aquel nombre que constituía su esencia. Eso explicaría su fortuna, y que Erzsebet no hablara casi nunca de su pasado. Aquellas imaginaciones me divertían y la hacían aún más atractiva a mis ojos. Prefería amar a una vampiresa de cuatrocientos años que a una simple profesora de literatura. *** A finales de enero, sentí que se aproximaba la culminación de nuestro amor, el momento tan esperado en el que nuestros cuerpos se unirían, porque las almas de ambos ya hacía tiempo que se habían fundido en una. O al menos eso era lo que lo que yo quería creer. Fue en su casa, una tarde especialmente oscura. Erzsebet llevaba un vestido de seda negra y había encendido un candelabro, mientras tomábamos una copa de vino sentados en una mesa junto a la ventana. Las cortinas estaban abiertas, así que desde la calle parecíamos dos amantes que hablan a través del fuego. Una escena que podría ser de otra época, incluso de otro siglo.

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Entonces mi vampiresa dijo: —Me gustaría que la semana que viene me acompañaras a Berlín. Me tomaré un par de días libres para hacer gestiones. —¿Berlín? Eso está muy lejos. ¿Qué gestiones tienes que hacer allí? — pregunté obviando lo más importante: que me había invitado a ir con ella. —Debo actualizar los papeles de una propiedad familiar para poder hacer obras. —¿Tienes una casa en Berlín? —Y otra en Budapest. —Budapest, Berlín, Barcelona... Parece que te gustan las ciudades que empiezan con la letra «b». ¿De dónde sacas tantas casas? Tu familia debe de ser muy rica. —Y muy horrible también. Prefiero no hablar de ella. —En cualquier caso, no puede ser peor que la mía —añadí. —Mejor que no lo sepas. Y zanjó la cuestión llenando las copas de un vino rojo y espeso como la sangre. Mientras me acercaba el brebaje a los labios, imaginé que Erzsebet me quería llevar allí para revelarme su secreto. Pero yo me negaría a probar el néctar de la inmortalidad hasta que llegara a su edad. Entonces ambos seríamos vampiros que atraviesan los siglos como si fueran días. Toda una eternidad para amarnos... Erzsebet aproximó su cara a la mía y casi me susurró: —¿Quieres venir o no? Mañana iré a buscar los billetes de avión. —¡Claro que quiero ir! Lo que pasa es que no sé cómo se lo voy a explicar a mi madre. Si le digo la verdad, pensará mal. —No hay que decir siempre toda la verdad —dijo mientras sus ojos reflejaban la llama trémula de las velas. —¿Ah, no? —repliqué haciéndome el buen chico. —La verdad está reservada para aquellos que pueden soportarla. El resto sólo saben alimentarse de mentiras, y eso es lo que debemos darles. —Suena bien —dije ocultando mi excitación—. Ante mi madre y la escuela, diré que me voy de intercambio a un centro de estudiantes de Berlín. —Seguro que se lo creen. —Se creerían cualquier cosa, te lo aseguro. Erzsebet esbozó una sonrisa y me acarició la mejilla con los dedos. Cerré los ojos para sentir con mayor intensidad la suavidad de su piel. Hubiera querido retener aquella mano y besarla, iniciar de una vez el

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juego amoroso. Pero había aprendido a esperar: los vampiros tienen todo el tiempo del mundo. *** Mientras volvía a casa a pie para digerir la noticia, me sentía eufórico y poderoso. Definitivamente, había pasado al otro lado del espejo. El mundo culto y refinado de Erzsebet hacía que contemplara con vergüenza las sombras entre las que había vivido antes. Me atraía el orden extremo de su casa, la blancura del tapete sobre el que por la noche descansaban el plato, la taza y el cubierto del desayuno. Como en un restaurante. Todo en ella era elegancia y seducción calculada. Sus vestidos se encontraban justo en el punto entre acicalarse y enseñar; la decoración de cada habitación ligaba armoniosamente con los muebles, daba la sensación de que allí nada faltaba ni sobraba. Escogía la música según la hora del día o del estado de ánimo. Erzsebet siempre estaba creando la atmósfera adecuada. Eso se notaba en cada pequeño detalle: desde la discreción con la que utilizaba los cubiertos, hasta su sutil sonrisa de mujer satisfecha de sí misma, de lo que es y de lo que representa para los demás. Lo que yo aún no sabía era que este mundo de orden aparente escondía —a modo de compensación, al igual que existe la materia y la antimateria — un caos terrible y peligroso, una bomba a punto de estallar de la que ni ella misma conocía el alcance de destrucción.

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EL INVIERNO EN BERLÍN

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EL PERRO ES MONO, PERO NO OBEDECE

Después de tres meses iniciáticos, había llegado el momento de la consagración. Para estar a la altura de las circunstancias, los días previos a la salida me empollé una guía cultural de Berlín de arriba abajo. Más que informarme sobre museos y edificios —al fin y al cabo, sólo estaríamos dos días—, me había preparado unos breves apuntes de historia contemporánea, cine y literatura relacionados con la ciudad. Esta tarea de sofista me proporcionaría un valioso punto de partida en las conversaciones, aunque apenas supiera de lo que hablaba. Erzsebet me esperaba en la cola del mostrador de facturación. Llevaba un largo abrigo rojo y botas negras. El cabello recogido en una cola dejaba al descubierto aquel cuello blanco y esbelto que tanto incitaba a besarlo — o incluso morderlo—. Me acerqué silenciosamente por detrás y la abracé con fuerza, mientras hundía la nariz en su nuca. Con ese gesto le transmitía un primer aviso: el tiempo de la contención se había terminado. —Has venido desapasionado.

—dijo

en

un

tono

plácido

y

pretendidamente

—¿Acaso lo dudabas? *** Al elevarse el avión, me invadió una dulce euforia, porque abajo quedaban las ruinas de una vida abandonada para siempre jamás. A miles de kilómetros sobre la tierra, la única realidad éramos nosotros dos, que crearíamos un mundo con nuestras miradas y conversaciones. También con nuestros besos y caricias, si sucedía lo que tenía que suceder. ¿No era aquél el verdadero motivo del viaje? Dos mil kilómetros de distancia debían de servir para romper el tabú que hasta ahora había frenado lo inevitable. Mientras entrábamos y salíamos de entre las nubes me daba cuenta, sin embargo, de que había demasiadas preguntas en el aire. Algo no

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cuadraba en aquella relación desigual. Además de rica y culta, Erzsebet era increíblemente atractiva. Podía tener a sus pies todos los hombres que quisiera. Entonces, ¿por qué había escogido a un crío como yo? Aunque mi valor en el mercado sexual de la escuela se había disparado, en realidad sólo era un adolescente inexperto que a duras penas luchaba para olvidar su pasado. No tenía nada que ofrecer aparte de un hermoso cuerpo, obra del azar, y unas cuantas citas de libros que no había leído. Pese a todo, ella me había elegido. Más allá de su aparente frialdad, Erzsebet me hacía sentir amado, valorado, respetado... Quizás incluso deseado. Como un hada con pechos y culo, había traído la magia a mi vida sin que yo hubiera hecho nada por merecerlo. No parecía que hubiera hecho todo eso por un móvil sexual, ya que había tenido numerosas oportunidades de poseerme y hasta entonces no había pasado nada importante, fuera de aquel beso robado en la parada de taxis. ¿Significaba eso que me amaba de verdad y quería algo más que un revolcón? Las miradas tiernas que me dirigía de reojo, mientras tecleaba en su ordenador portátil, me hacían pensar que sí. Para ponerla a prueba, me acerqué a ella lentamente y la besé en la mejilla. Erzsebet sonrió, pero no me devolvió el gesto. Ni siquiera se volvió hacia mí. Continuó tecleando relajadamente en su ordenador. Me fijé en que escribía un par de líneas por encima de un texto en alemán. —¿Qué haces? —le pregunté. —Traduzco unos pasajes de Herr Lehmann para una revista de literatura. —¿Es una novela? —Sí, y transcurre precisamente en Berlín. Es de Sven Regener. Un rara avis de la literatura alemana: además de escritor, es cantante y compositor de una banda bastante hortera. Allí les encanta este tipo de música, las baladas kitsch y todo eso: lo llaman Schlager. —¿Cómo es que sabes tantas cosas? ¿Cuántos idiomas hablas? ¿Por cuántas ciudades has pasado? Parece que hayas vivido cuatrocientos años... —No digas tonterías. En Budapest hay mucha gente que estudia alemán. —Déjame leer lo que estás traduciendo —le pedí. Erzsebet suspiró y me puso en el regazo el ordenador, que era sorprendentemente ligero. Mientras yo leía, tarareó una canción en alemán con los ojos entrecerrados. Por lo dulzón de la melodía, entendí

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que era de ese novelista pesado, que no sólo se hacía leer, sino que además quería ser escuchado. La historia tiene su encanto, aunque la vida del protagonista —como la mayoría, diría Erzsebet— carece de argumento. Se hace llamar señor Lehmann porque no le gusta el nombre que sus padres escogieron para él. Vive en el berlinés barrio de Kreuzberg, tan ajeno a los problemas del mundo que se entera de la caída del muro por una llamada telefónica de su madre, que vive en la otra punta del país. Ante esa noticia reacciona pidiendo tranquilamente una cerveza. Entre los pasajes traducidos por Erzsebet, uno me pareció muy gracioso: cuando el señor Lehmann, que vuelve a casa con una botella de whisky en el bolsillo, se encuentra con un perro que le corta el paso: El perro tenía una cabeza enorme con un morro poderoso y lleno de babas, y dos orejas andrajosas que le caían a derecha e izquierda como dos hojas de lechuga. Su tronco era grueso y su espalda tan ancha que hubiera podido apoyar sobre ella la botella de whisky. Sus patas, en contraste, eran increíblemente delgadas, sobresalían de su cuerpo como dos lápices despuntados. El Sr. Lehmann, que no lo encontraba precisamente divertido, nunca había visto un animal tan feo. Se asustó y se quedó quieto. No se fiaba de los perros. Y aquel perro le gruñía. A partir de ahí, el señor Lehmann y el animal libran una larga guerra psicológica, porque el primero tiene que pasar por fuerza por allí para llegar a su casa. Tras intentarlo todo, el protagonista abre la botella de whisky para hacer tiempo y el perro quiere beber. Finalmente acaban los dos borrachos, pero el hombre es detenido por la policía, acusado de maltrato de animales. Justo en ese momento, el perro se despierta de la borrachera y lo primero que hace es morder al policía, lo que aprovecha el señor Lehmann para huir. *** Esta escena grotesca, que se alarga durante casi una veintena de páginas, me hizo pensar en un perrito del camping donde solía pasar las vacaciones de pequeño. A diferencia del de Herr Lehmann, éste era muy bonito, con una mancha negra sobre uno de los ojos. A todos los niños nos encantaba seguirlo porque cometía una fechoría tras otra: se meaba en las tiendas de acampada, robaba comida y, si le llevaban la contraria, mordía a diestro y siniestro. Era nuestro héroe.

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Cada día había quejas contra aquel perro, que campaba libremente haciendo de las suyas. El dueño, un hombre muy viejo que vigilaba el camping de noche, se limitaba a encoger los hombros y decía: —El perro es mono, pero no obedece. Y se quedaba tan ancho.

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CIELO DIVIDIDO

Al salir de la terminal de Berlín-Schönfeld nos encontramos con una gruesa alfombra de nieve helada. El barómetro indicaba doce grados bajo cero y yo estaba entusiasmado, porque pensaba que los rigores climatológicos nos obligarían a encerrarnos en el hotel. Aunque sólo pasaban unos minutos de las cinco de la tarde, ya era de noche. Desde el asiento del taxi, conducido por un turco, contemplaba los puentes de hierro y los edificios siniestros que parecían brotar de la nieve como en una película sobre el telón de acero. ¿Estaríamos en el Este o en el Oeste? La guía que había leído mencionaba una novela de Christa Wolf sobre los tiempos del muro: la historia de una berlinesa que ama a un hombre que ha huido al sector occidental de la ciudad. El título había resonado de manera extraña en mi interior: El cielo dividido. Tal vez mi amor por Erzsebet era igual de imposible debido al muro de la edad. A pesar de que yo estaba dispuesto a todo, intuía que el resto del mundo se nos echaría encima ante cualquier amago de felicidad compartida. Eso también lo sabía ella, que desde la advertencia del director había evitado cualquier muestra de afecto o preferencia hacia mí. La nuestra se había convertido en una relación clandestina, pese a que aún estaba por consumar. Mientras el taxi se internaba por callejones oscuros, yo me preguntaba cuál sería el momento que ella elegiría. Quizás aquella misma tarde, una vez cerráramos la puerta de la habitación, dejaría de haber secretos entre nosotros. Cuando el taxi se detuvo delante del hotel, ubicado en un sólido edificio del siglo XIX, me planteé una cuestión que hasta el momento se me había pasado por alto: ¿qué pensarían de nosotros? Además de tener pasaportes de diferente nacionalidad, cosa que descartaba cualquier vínculo familiar, estaba claro que yo sólo tenía dieciséis años. ¿Cómo entenderían que compartiera habitación con una mujer de cuarenta? Esta duda me llevó a otra aún más terrible: ¿y si Erzsebet había reservado habitaciones separadas? Después de hablar en alemán con el recepcionista, éste le entregó una única llave y respiré aliviado. Ni siquiera me pidió el pasaporte, como si la clienta fuera ella y yo viniera sólo en calidad de acompañante.

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Mientras subíamos en ascensor hasta la tercera planta, un hormigueo de ansiedad recorrió todo mi cuerpo. Para aparentar normalidad, le pregunté a Erzsebet: —Si tienes piso en Berlín, ¿cómo es que nos instalamos en un hotel? —No se puede vivir allí en el estado en el que se encuentra. Es una de las casas más antiguas que quedan en pie en la ciudad. —¿Cómo de antigua? —Un par de siglos, como mínimo. Y no quiso entrar en más detalles. Una vez más tuve que pensar en la condesa sangrienta. Todo encajaba, como la llave que Erzsebet introducía en el paño. Mientras giraba, deseé que nuestro cielo particular tuviera una sola cama. Entonces no habría motivos para seguir fingiendo. Mi esperanza no se vio satisfecha, pero la alternativa era un mal menor: las dos camas individuales estaban separadas por poco más de medio metro, sin ninguna mesita ni otro obstáculo entre ellas. Por lo tanto, no costaría demasiado juntarlas. Tal vez conocía bien el hotel —el recepcionista la había tratado con familiaridad— y había pedido aquella habitación doble para no escandalizar al personal. Al fin y al cabo, una sospecha es sólo una sospecha. También podía ser un acto más de ambigüedad por su parte. Miré los cubrecamas naranjas reverencialmente, porque nuestros cuerpos desnudos no tardarían en encontrarse bajo ellos. Había decidido que haría el amor con ella ese mismo día. Por eso, cuando Erzsebet se quitó el abrigo y se dejó caer sobre una de las camas con un suspiro, pensé que había llegado el momento. Cerró los ojos con una sonrisa tenue, mientras yo consideraba cuál sería el protocolo a seguir para follar con una mujer de bandera como aquélla. ¿Debía mostrarme comedido y afectuoso, o bien ella esperaba que fuera directo al grano? Sus pechos se perfilaban contundentes bajo el jersey de lana blanca. Me hubiera gustado cubrirlos con mis manos, mordisquearlos a través de la lana, enviar luego una de mis manos a explorar sus piernas de bailarina, hasta llegar a su bosque prohibido. Me estaba embalando demasiado. Las botas de cuero negro que aún llevaba puestas me proporcionaban una opción más conservadora: —¿Quieres que te quite las botas? —le pregunté pensando «por algo hay que empezar». Entonces llegó el jarro de agua fría: —No es necesario. Saldremos de aquí a un momento.

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Dicho lo cual, se incorporó lentamente hasta quedar sentada sobre la cama. Me sentía tan decepcionado que ni siquiera oculté mi erección. Las mejillas me ardían. —Ya tendremos tiempo de echarnos por la noche —dijo conciliadora. Eso me tranquilizó. Comprendí que simplemente quería prolongar el deseo hasta el momento señalado. Aunque también podía ser que Erzsebet hubiera iniciado un juego con un objetivo mucho más oscuro e inimaginable. En tal caso debía estar preparado para cualquier cosa.

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LOS ÁNGELES PROTECTORES

Cruzamos a pie el barrio de Kreuzberg hasta llegar a Tacheles Haus, un mítico edificio okupa que, tras un acuerdo con el Ayuntamiento, alojaba talleres alternativos, cines y un bar en el ático. La escalera, hecha una mierda, estaba llena de pintadas en las paredes. En el primer rellano había un monitor con mensajes sobre la filosofía del lugar. Cuando llegábamos a las galerías de arte de la segunda planta, temí que Erzsebet y yo desentonáramos en un lugar alternativo como ése. Pero enseguida comprendí que no sería así. Es posible que los artistas fueran antiguos rebeldes que habían defendido el edificio levantando barricadas, pero en aquel momento los talleres eran visitados por una multitud de turistas que tomaban fotografías y compraban pequeños cuadros de recuerdo. Uno de los que tenían más éxito vendía collages fotográficos protagonizados por perros. La Santa Cena versión canina, en especial, hacía las delicias de los visitantes. Tras pasar por todas las galerías subimos hasta el último piso, donde teóricamente había dos cines y un bar con grandes ventanales que daban a la calle. Me llamó la atención la clientela vestida de negro y la escasa iluminación. Parecía una fiesta de sombras. La música gótica acababa de dar el toque siniestro al lugar. Cuando ya me disponía a mezclarme con aquella banda de freaks, Erzsebet me tomó por la cintura y me dijo: —La película está a punto de empezar. Después podemos comentarla aquí. Un poco a regañadientes —me apetecía estudiar a aquella fauna—, la seguí hasta una sala anexa donde no cabrían más de veinte personas. Erzsebet dio un billete de diez euros a una joven punk que hacía de taquillera; no debía de ser mucho mayor que yo. Nos sentamos justo cuando se apagaban las luces y la pantalla se iluminaba. Un espectador situado a mi lado bebía cerveza directamente de la botella.

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La película era en alemán con subtítulos en inglés. No lo entendía todo, pero con ayuda de las imágenes podía seguir lo que iba sucediendo. EL CIELO SOBRE BERLÍN El título, en un sitio como aquél, me pareció altamente sugerente, sobre todo porque había leído algo sobre la película de Wim Wenders y eso me permitiría después hacerme el enteradillo. Empieza con una mano que escribe con pluma: Cuando el niño era un niño, no sabía que era un niño. Para él todo tenía alma, y todas las almas eran una sola. A continuación se ve un ángel subido en una alta columna, que a su vez sostiene la estatua de un ángel dorado. El ángel humano mira con gran ternura todo lo que pasa abajo, donde hombres y mujeres luchan por un pedacito de felicidad. Un segundo ángel humano se suma al primero. Ambos protegen la ciudad de Berlín y a sus habitantes. Pueden oír los pensamientos de las personas y, si están tristes, las reconfortan abrazándolas. Aquel que recibe el abrazo de un ángel se siente bien de repente, aunque no entiende lo que le ha pasado, porque los ángeles son invisibles a los ojos de las personas. Pero en el transcurso de una misión, uno de ellos se enamora de Marión, una trapecista francesa que ve, desesperada, como el circo donde trabaja está a punto de cerrar. Para poder aspirar a su amor, el ángel renuncia a la inmortalidad y cae sobre un montón de basura. Afortunadamente, la chica le hace caso. Hubiera sido una auténtica putada perder la eternidad para que terminen dándote calabazas. Al final de la película, la misma mano del principio escribe: Ahora sé lo que ningún ángel sabe. Cuando terminó la película y se encendieron las luces, Erzsebet tenía su mano sobre la mía. Me pareció que sus ojos estaban húmedos, como si hubiera llorado en silencio. Era la primera vez que la veía expresar tan claramente una emoción, señal de que aquella historia había tocado una fibra sensible de su corazón. ¿Sería ella un ángel —o un demonio— que había bajado a la tierra para estar a mi lado? Si era así, ¿qué hacíamos pasando la tarde en un cine

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minúsculo como una caja de zapatos? ¿O era aquélla su manera de dar y recibir amor? La música que retumbaba en el bar me hizo despertar a la realidad del momento, estábamos allí y había que aprovechar un episodio que no volvería a repetirse: Erzsebet y yo en un ático de Berlín reconvertido en bar, entre un montón de gente que vestían como vampiros y hablaban a gritos sobre un fondo de guitarras estridentes. Una mesa que daba al ventanal quedó desocupada y corrí a sentarme. Sin preguntarme qué quería tomar, ella se dirigió hacia la barra y regresó con dos botellas de cerveza. Quizás era lo único que servían allí. Pasamos un rato bebiendo sin decirnos nada, sólo observando, escuchando y oliendo lo que pasaba en esa fiesta de sombras. Aquél debía de ser un bar muy popular en la ciudad, ya que no paraba de entrar y salir gente. Era un punto de encuentro donde el saludo variaba según el personal fuera o no vestido de vampiro. En este último caso, se saludaban directamente con un beso en los labios, pintados de azul o morado. —La tribu no ha cambiado sus rituales en veinte años —dijo Erzsebet mientras observaba el ambiente de reojo. No entendía aquel comentario por parte de una mujer aristocrática como Erzsebet, y así se lo hice saber: —¡Qué sabrás tú de las tribus! —Más de lo que te imaginas. Yo también he sido adolescente, ¿sabes? Eso me desmontaba completamente el mito de Erzsebet Bathory, pero dejé esa cuestión para más adelante. —Pero tú vivías entonces en un país comunista. No debías de ver muchos personajes como éstos. —Creo que tienes una imagen distorsionada de lo que eran los países del Este. Allí también había bandas de rock y gente de estética gótica como los que ves aquí. Se empezaron a ver a principios de los ochenta. A veces, por ejemplo, pasábamos el fin de semana en Belgrado o Zagreb, donde estaban en sintonía con las últimas tendencias de Londres. —Yo creía que allí los jóvenes escuchaban el coro del ejército soviético —la provoqué. —Algunos sí que lo hacían, no creas —sonrió—. Pero el pequeño reducto que decidía ser algo lo llevaba hasta las últimas consecuencias. No era como ahora, que una se puede vestir de punk el domingo y el lunes entrar en la oficina con un traje de chaqueta. —¿Quieres decir que erais más auténticos? —Nada es auténtico del todo, porque unos y otros imitan la forma de vestir de un cantante o de gente que ven por la calle. Pero entonces pertenecer a la tribu tenía su mística, y también sus riesgos.

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Aquello empezaba a ponerse interesante. Pregunté: —Y tú, ¿qué eras? —Más o menos como los que ves por aquí, con la diferencia de que yo creía de verdad en lo que hacía. —O sea, que eras una joven vampiresa. —Exacto, y me pasaba el día con gente como yo, escuchando música y discutiendo la mejor manera de suicidarnos. Música y muerte eran los principales temas de conversación. En aquella época, pertenecer a una tribu era como formar parte de una secta: tu religión impregnaba cada milímetro, cada instante de tu vida cotidiana. Y los discos eran nuestro catecismo. —Antes has hablado de riesgos. ¿A qué te referías exactamente? —dije mientras vaciaba de un trago lo que quedaba de cerveza. —Toda tribu tenía sus filias y sus fobias, cosa que provocaba más de una batalla campal. Después del punk, los new wave fueron rápidamente sustituidos por los new romantics, que empezaban a mutar hacia el afterpunk, que es más o menos lo que ves aquí. Un simple revival. Por eso, los punks estaban muy bien vistos entre aquel colectivo: las crestas eran como la punta de lanza de toda una cosmovisión. El enemigo número uno eran los heavies y los rockers. Cuando dos tribus rivales se cruzaban en la calle, empezaba una pelea que acababa en los ambulatorios. Yo estaba asombrado ante aquellas revelaciones de Erzsebet, a quien no me imaginaba con el pelo encrespado, camiseta rota y gritando consignas como: Punk's not dead. Me levanté para pedir más cerveza en la barra. Mientras esperaba a que me atendieran, vi que estaban pasando una película en la fachada del edificio de enfrente, separado de nosotros por un solar lleno de porquería. Supuse que el proyector debía de encontrarse en la azotea sobre nuestras cabezas. ¿Sería aquella enorme pantalla al aire libre la segunda sala de cine? La protagonista de la película no parecía pertenecer a ninguna tribu, pero su pelo era rojo y corría sin parar por toda la ciudad. —¿Sabes qué es eso? —pregunté a Erzsebet mientras depositaba las cervezas sobre la mesa. —Es una película muy famosa aquí, se llama Lola rennt. O «Corre, Lola». Esta sí que es una película sobre el paso del tiempo, porque explica cómo en un segundo puede cambiar la vida. El argumento es muy simple: a las doce menos veinte del mediodía, la protagonista recibe una llamada de su novio, que ha perdido un montón de dinero que debía entregar a un gánster y quiere asaltar un supermercado para conseguirlo. Ella dispone de veinte minutos para encontrar una solución o, al menos, evitar un atraco que acabará mal.

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—Entonces la película debería durar veinte minutos desde que ella recibe la llamada. —Y es lo que dura, pero tenemos tres versiones de la aventura de Lola: a las doce menos veinte exactamente, un segundo antes y un segundo después. Esta variación mínima cambia totalmente el desenlace de la historia. Miré fascinado a aquella chica atlética que no deja de correr durante toda la película para salvar a su novio. A su manera, también era un ángel protector. —¿Cómo se llama esta actriz? —Franka Potente. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te gusta? Celebré en silencio mi triunfo. Le había molestado. Eso quería decir que, para ella, yo era algo más que un aprendiz de sofista.

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EXPLORACION NOCTURNA

No sé hasta qué punto un segundo de diferencia puede separarnos de la felicidad o de la catástrofe, pero tras la cuarta cerveza —esta última del mueble bar del hotel—yo estaba dispuesto a precipitar los acontecimientos. Nada más regresar, Erzsebet se había metido en la ducha y ahora el agua caliente acariciaba ya su cuerpo desnudo que yo tanto deseaba. Tenía dos opciones: o me desnudaba y me metía en la ducha con ella o bien la esperaba, también desnudo, bajo las sábanas. Esta última solución era la mejor, pero me sentía demasiado agitado para esperar a que ella saliera. Por lo tanto, me saqué de la manga una opción intermedia: iría a verla mientras se duchaba con la excusa de hablar de algo importante. La puerta no estaba abierta pero tampoco cerrada, sólo ajustada. Otra vez la maldita ambigüedad. Sin embargo, yo estaba dispuesto a romper esa ambigüedad a cualquier precio. Llamé a la puerta, pero ella no contestó. El chorro de agua no debía de dejarle oír mi voz. Repetí el aviso con el mismo resultado. Se imponía ser expeditivo, así que abrí la puerta de par en par y pasé al interior con los ojos clavados en el suelo. Sólo cuando cerré la puerta a mi espalda me atreví a alzar la vista. Nueva decepción: entre Erzsebet y yo se levantaba una mampara bastante opaca, que solamente insinuaba la silueta de su cuerpo. —¡Ah, eres tú! —dijo sonriente mientras alargaba el cuello por encima de la mampara—. ¿Pasa algo? Ése había sido un mal inicio. Ahora tendría que justificar mi entrada jugando una carta que me guardaba para más adelante. —No podía esperar a preguntarte una cosa. ¿Te molesta que lo haga aquí? —En absoluto, adelante. Erzsebet inclinaba la cabeza mientras el agua le resbalaba con fuerza por los caminos que describían sus cabellos. —Quiero preguntarte algo sobre Erzsebet Bathory.

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Sólo decir eso, la luz se fue con un chasquido terrorífico. Todo quedó sumido en el silencio y la oscuridad. Asustado, busqué la salida del baño, pero me había desorientado y tropecé con la mampara. —No tengas miedo —dijo ella—. Seguro que la luz vuelve enseguida. Acto seguido oí como se corría la mampara y Erzsebet salía con paso lento y seguro, como si tuviera visión nocturna. «Ahora se encenderá la luz y ella se habrá transformado en una bestia diabólica, como en las películas de serie B», me dije. Pero la luz no volvía. Sentí el suave rumor del algodón contra la piel: Erzsebet se estaba secando el cuerpo con la toalla. Justo en aquel momento vi que bajo la puerta entraba luz de la habitación. Por tanto, los plomos no se habían fundido. De repente lo entendí: al formular la pregunta me había apoyado contra la pared, precisamente sobre el interruptor. —¿Qué me preguntabas? Acababa de encontrar el interruptor en la oscuridad. Cuando se hizo la luz, Erzsebet ya estaba envuelta en la toalla del hotel y se peinaba frente al espejo. De pronto me sentí como un pelmazo ridículo y respondí: —Oh, nada importante. ¿Quieres que te acerque el pijama? Dime dónde lo tienes, que te lo traeré. —No tengo. Duermo desnuda. Sentí un escalofrío en todo el cuerpo que me hizo olvidar la coincidencia del apagón eléctrico —aunque provocado por mí involuntariamente— con el hecho de pronunciar el nombre de la condesa sangrienta. Salí del baño y, temblando de excitación, me desnudé antes de meterme en la cama a esperarla. Mientras oía funcionar el secador, recordé una serie televisiva de historias desconcertantes. Una de las que más me habían impresionado tenía como protagonista a un hombre que se pierde en el desierto. Al oscurecer, encuentra a una muchacha embarazada muy bonita que le invita a pasar la noche en su tienda. Allí hablan y hablan y, en un momento de la velada, él se da cuenta con gran sorpresa de que la chica ya no está embarazada. Tras mucho pensar, llega a la conclusión de que la joven debía de llevar un bulto de ropa bajo el vestido para simular el embarazo y protegerse así de posibles violadores. El caso es que ella acaba seduciéndole, se desnudan y hacen el amor. A la mañana siguiente la chica sale sola de la tienda. Nuevamente está embarazada... El secador de pelo se detuvo y aquel silencio puso todo mi cuerpo en tensión. Se acercaba el gran momento.

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La puerta se abrió. Confirmando mis esperanzas, Erzsebet salió completamente desnuda. Casi sin aliento, pude admirar durante unos segundos su espléndido cuerpo mientras cruzaba la habitación. Pero para mi decepción se metió bajo las sábanas de la otra cama individual. Entonces apagó la luz y dijo: —Buenas noches, Amat. Empalmado como nunca, me ahogaba en un mar de confusión. ¿Qué quería decir aquello? ¿Me tocaba a mí mover ficha, como en el viejo juego de la seducción donde el hombre siempre ha de llevar la iniciativa? Dudas y más dudas. Tenía que decidirme, porque si dejaba pasar demasiados minutos, ella se cansaría o acabaría por dormirse. Y sólo disponíamos de dos noches para acostarnos. Si fallaba en la primera, tal vez no habría una segunda ocasión. «Tengo que lanzarme o me arrepentiré el resto de mi vida», me dije. Con el pulso a mil, salí a oscuras de mi cama y me dirigí hacia la de Erzsebet. Respiraba profundamente. Quizás ya fuera demasiado tarde. Aun así, levanté la sábana y el cubrecama y me metí dentro. Un olor dulcísimo e indescriptible me embriagó. Erzsebet me daba la espalda y yo yacía a su lado, los dos desnudos. Pese a que nuestros cuerpos casi se rozaban, no me atrevía a pegarme a ella. Ella seguía respirando profundamente. Definitivamente, estaba dormida. Empecé a acariciarle el pelo, suave como la seda y deliciosamente perfumado. Luego recorrí con la palma de la mano sus hombros, admirablemente rectos y de sedoso tacto. Como si tuviera voluntad propia, mi mano derecha se deslizó por el costado hasta situarse en la otra cara de su cuerpo. Se detuvo justo al alcanzar su vientre, que era cálido y firme. La falta de experiencia me hacía dudar entre bajar hasta el bosque o subir hacia las montañas de su cuerpo. Finalmente me decidí por esta última opción. Las puntas de mis dedos rozaron la finísima piel de un pecho. A partir de ahí, subieron lentamente hasta colisionar con el pilar elástico pero consistente del pezón, que tembló impetuosamente frente al paso de mis dedos. Llegados a este punto, la respiración de Erzsebet me hizo saber que estaba despierta. Tal vez lo había estado desde el primer momento. Con la excitación desatada, estaba a punto de apretar el pecho para probar su consistencia, cuando una mano firme me tomó la muñeca y me alejó de la deliciosa montaña. Entonces Erzsebet se dio la vuelta en la penumbra y me dijo: —Ve a acostarte. Eres demasiado pequeño para esto.

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Regresé a mi cama con el corazón disparado por un deseo incontrolable. Tras mojar la sábana, me dormí.

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MIRADAS

Cuando abrí los ojos, Erzsebet ya se había vestido y estaba sentada en el balcón, donde tomaba un café mientras contemplaba el horizonte con extraña calma. Mientras yo dormía, había tenido tiempo de vestirse, bajar a desayunar y volver a subir con una taza de café. Como siempre, le gustaba tener la sartén por el mango. Palpé las sábanas para comprobar que se hubieran secado. Debía de haber quedado una buena mancha, pero para cuando se dieran cuenta, yo ya estaría lejos de allí. Sin decidirme a salir de la cama, contemplé la elegante figura de Erzsebet y casi agradecí que no lo hubiéramos hecho. Quizás era mejor mantener la pureza de una relación que, por otra parte, cada vez entendía menos. Lo que había pasado en aquella habitación —mejor dicho: lo que no había pasado— hacía aún más inexplicable su afinidad hacia mí. ¿Qué pintaba yo en Berlín? ¿Qué sacaba ella con mi compañía? ¿Qué esperaba? —Hoy tienes la mañana para ti solo —dijo mientras cerraba la ventana del balcón, por donde se colaba un frío polar. Erzsebet tomó asiento al borde mi cama y me revolvió el pelo. Sonreía. —¿Por qué? —pregunté—. ¿A dónde vas? —Tengo que visitar a notarios y abogados: no es ninguna diversión, te lo aseguro. Aprovecha para visitar Berlín. Mañana ya estaremos de vuelta. —Sin conocer la ciudad ni el idioma, lo más fácil es que me pierda — protesté. —Seguro que no, ya verás. Nos encontraremos a la una del mediodía en la salida del metro que te he marcado en el mapa. Te dejo una guía y dinero sobre la mesa. Dicho esto, se puso el abrigo rojo y los guantes y me lanzó un beso de despedida antes de salir. *** Mientras caminaba solo sobre la nieve, me sentí repentinamente fuerte. Llevaba la guía de la ciudad en un bolsillo y doscientos euros en el otro. Podía sentir las alas protectoras de Erzsebet a mi alrededor.

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Desde el metro, que en muchos tramos circulaba por el exterior, Berlín me pareció un despropósito arquitectónico. Edificios de diferentes estilos y dimensiones se mezclaban sin orden ni concierto. Y eso era precisamente lo que le daba a la ciudad su estilo, una personalidad propia. Vi la Puerta de Brandemburgo y el Reichstag, que me pareció feo a más no poder. Después caminé entre los árboles helados de Unter den Linden —la Avenida de los Tilos— hasta llegar a la columna donde reposa el ángel de la película. Estuve dudando entre subir o no hasta la estatua. Finalmente, el frío que debía de hacer ahí arriba me hizo desistir. Tras una rápida consulta al mapa, crucé el Tiergarten —el inmenso parque del centro de Berlín— hasta llegar a una iglesia descabezada por una bomba, que conservan así como memorial de guerra. Había empezado a nevar intensamente, así que me refugié bajo un porche repleto de tiendas cercano al zoo. Con el frío metido en el cuerpo, consulté en la guía dónde podía esconderme para hacer tiempo hasta la hora de encontrarme con Erzsebet. Con aquel temporal, lo más razonable era tomar el metro hasta el barrio de los museos. Visitaría a Nefertiti, un busto egipcio de singular belleza, según la guía. Una vez encontrada la boca del metro, di unas cuantas vueltas al mapa hasta averiguar la línea que me convenía tomar. Entré en un vagón de colores donde aparentemente todo el mundo leía novelas. Una voz metálica de mujer iba anunciando las paradas en alemán. Cuando el vagón salió nuevamente al exterior, puede constatar una vez más que Berlín era una ciudad en blanco y negro: una jungla de edificios grises bajo un cielo también gris. Y la nieve seguía cayendo. *** Al ver un pomposo edificio que imitaba un templo griego, con una estatua ecuestre delante, pensé que aquél debía de ser el Altes Museum, donde se albergaba Nefertiti. Este primer adjetivo, que significa «viejo», era lo que me había confundido, porque de hecho estaba entrando en la Alte Nationalgalerie, donde se exhibían pinturas clásicas. Mientras buscaba en vano momias egipcias, entré en un ala del edificio donde había una exposición temporal: MIRADAS CON HISTORIA. Por pura inercia me paseé entre los graves retratos de mariscales, reinas y monstruosos bufones de la corte. Iba leyendo los rótulos en inglés para saber quiénes eran aquellos degenerados, cuando de pronto la vi: ERZSEBET BATHORY. Obra de autor desconocido datada en 1585

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Cedida por el Museo Nacional de Budapest Me quedé boquiabierto. Pese a que el retrato era de trazo ligeramente primitivo, la condesa tenía un parecido innegable a mi Erzsebet. Más allá de la figura esbelta y la piel lechosa, era su mismo rostro; una mirada fija y al tiempo ausente —ligeramente melancólica— que únicamente había visto en ella. Hasta la posición de las manos era la suya. La condesa iba vestida con un vestido rojo y blanco, los colores favoritos de Erzsebet, y también con un sombrero rojo. El fondo dorado y negro hacía pensar en una habitación oscura iluminada por una vela solitaria. En el ángulo superior derecho del cuadro, había una E mayúscula inscrita en el interior de un círculo. El mismo símbolo con el que Erzsebet marcaba sus libros. No sé cuánto tiempo permanecí allí. Estaba hipnotizado frente a aquel retrato que no me quitaba los ojos de encima, como si me estuviera diciendo: «Me has encontrado y ahora tendrás que pagar por ello».

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OSTALGIA

No le comenté lo que había visto mientras comíamos en un restaurante italiano del Mitte, el centro neurálgico de Berlín. En Die zwölf Apostel —Los doce apóstoles— las paredes estaban decoradas con ángeles y las pizzas tenían nombres como San Mateo, San Juan o San Judas. El lugar estaba iluminado por candelabros de diseño. Erzsebet parecía sentir debilidad por las velas y empezaba a entender por qué. Hacían que pareciera mucho más joven, además de reforzar un aire de misterio que ya poseía por naturaleza. Durante aquella comida me dediqué a espiarla discretamente para comparar sus rasgos con los del retrato que había visto en la exposición. El parecido era realmente asombroso. No sabía qué pensar. —Te noto ausente —me señaló mientras cortaba un trozo de San Bartolomeo. —Será que he pisado demasiada nieve esta mañana. Aún estoy helado. —Espero que no estés dolido por lo de anoche —añadió con una caída de párpados. Eso sí que no me lo esperaba. Hasta entonces, Erzsebet nunca había hecho alusión al contradictorio juego sensual que se había establecido entre nosotros. Como si lo que pasaba y lo que no pasaba formara parte de la esfera de los sueños. Ahora, sin embargo, había puesto la cuestión sobre la mesa y yo estaba dispuesto a abordarla: —Al contrario, es mejor así. No quisiera poner en peligro nuestra amistad por un momento de efervescencia. Procuraré que no vuelva a repetirse. —Entre tú y yo no hay amistad. Había dicho eso con una extraña determinación, como si la condesa hubiera despertado de un sueño de siglos para imponerse sobre la profesora de literatura. Pero yo estaba dispuesto a batirme en combate: —Si no hay sexo ni hay amistad, me pregunto por qué me has traído hasta aquí. ¿O he sido yo quien ha pedido venir?

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—No me has entendido —dijo Erzsebet mientras tomaba mi mano y se la llevaba a los labios—. Nosotros hacemos el amor por otros medios. Somos algo más que amigos, ¿no crees? —¿Qué somos entonces? —No le pongas etiquetas. Algún día lo entenderás. *** Tras el almuerzo, fuimos a una tienda curiosa dedicada exclusivamente a los hombrecillos de semáforo, tanto el verde como el rojo. El diseño de ambos muñecos se veía antiguo, grotesco incluso. En aquel momento estaba lleno de alemanes entusiastas que se llevaban desde focos de semáforo hasta camisetas, pelotas, llaveros o chanclas con el Ampelmann —su nombre en alemán— estampado. —Éste es actualmente el símbolo más querido de Berlín —dijo Erzsebet. —¿Un monigote de semáforo? —inquirí sorprendido—. Creía que era el oso. —Tiene su historia: éstos eran los semáforos de la antigua DDR. Después de la reunificación en 1989, el nuevo ayuntamiento de Berlín decidió sustituirlos por los modelos más modernos de la República Federal. Hubo una protesta popular para salvar a los hombrecillos luminosos que habían protegido durante medio siglo a los peatones. Finalmente se salieron con la suya. Hoy en día, siguen en las calles y son objeto de culto en toda la ciudad. —La gente se moviliza por cualquier bobada —dije mientras contemplaba a una pareja que se llevaba un molde para hacer galletas en forma de Ampelmann. —Es un fenómeno que aquí llaman ostalgia. Ost significa «Este». Tal como se ve en la película Goodbye Lenin, nada más caer el muro, mucha gente empegó a idealizar la vida en la república comunista, incluso los que no la habían conocido. Quizás porque siempre buscamos lo que ya está perdido. Los semáforos son sólo una pequeña parte del revival: la visión romántica del comunismo hace que muchos restauren coches Trabant o coleccionen reliquias como la Vita-Cola, productos de limpieza o marcas de pepinillos en vinagre que ya no existen. Estúpido, ¿no? Hasta se comercializan los programas que emitía la televisión estatal del Este. Los compra mucha gente que en su época ideaba las mil y una para captar las emisiones de Alemania occidental. —Tal vez les podrían construir un parque temático para que se quedaran a vivir allí. —No creas, todo llegará.

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*** Siguiendo con la línea kitsch abierta en la tienda Ampelmann, pasamos la tarde en el Barbie Bar, un establecimiento gay consagrado a esa muñeca. Había centenares de ellas con todos sus complementos: caballos, casitas, coches deportivos, Ken el guaperas... Donde no había una muñeca Barbie, encontrabas un corazón de pelusa rosa. Mientras tomábamos cerveza, miramos un folleto que informaba de las actividades para la clientela habitual: desde el día de intercambio de muñecas hasta la fiesta del mal gusto, con concurso incluido. Los participantes tenían que buscar entre los bazares baratos de la ciudad el objeto de regalo más horroroso. El ganador o ganadora se llevaba como premio la discografía completa de un tal Engelbert Humperdink, junto con el permiso de destrozarla públicamente, si lo consideraba conveniente. —Pensaba que los alemanes eran gente seria de cabeza cuadrada — comenté. —Recuerda lo que te decía —replicó Erzsebet—, es fácil pasar de un extremo al otro. Además, Berlín no es representativo del resto del país. Ha dejado de ser una isla, como en el pasado, pero el gusto por la extravagancia continúa en el inconsciente de muchos. —Si ser diferente significa jugar con muñecas Barbie en la edad adulta, prefiero ser igual. —¿Igual a qué? Encogí los hombros como toda respuesta. Luego, pedí otra cerveza. *** Despedimos la segunda y última noche en Berlín en el Oxymoron, un glamuroso restaurante de estética retro. Constaba de un gran salón de techos altos y cortinas gruesas, con aparatosas lámparas de araña que colgaban sobre nuestras cabezas. Las camareras parecían sacadas de una agencia de modelos. A las once empezaron a retirar las mesas y el local se convirtió en una pista de baile. Se abrieron las puertas para el público noctámbulo y nos encontramos rodeados de un montón de gente de todas las edades y estilos, aunque imperaba el esnobismo informal. El público celebró con gritos de entusiasmo la irrupción de una balada antigua —incluso podía oírse el ruido de la aguja sobre el disco, lleno de polvo— cantada por una mujer de voz oscura. —Es Zarah Leander —exclamó Erzsebet, que también parecía encantada por la canción, ya que me arrastró hasta el centro de la pista para bailar.

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Puse la mano en su espalda, mientras ella me guiaba muy lentamente, dibujando semicírculos por el suelo de parquet. Empezaba a estar algo bebido, así que apoyé la cabeza sobre su hombro. Me dejaba llevar. —¿Quieres que te traduzca la letra? —me propuso mientras seguíamos dando vueltas—. Es muy bonita. —Adelante. —«Sé que un día se producirá un milagro, y entonces mil cuentos se harán realidad. Sé que el amor no puede pasar tan rápidamente, cuando es tan grande y maravilloso.» Aparté la cabeza de su hombro para mirarla cara a cara mientras recitaba estas palabras. Erzsebet continuó: —«Los dos tenemos la misma estrella, y tu destino es también el mío. Estás lejos de mí y al mismo tiempo no estás lejos, ya que nuestras almas son una sola.» La letra de aquella balada era una invitación a actuar, así que antes de que tradujera la tercera estrofa, posé mis labios sobre los suyos y los besé muy lentamente. Para acabar de anclar mi alma a la suya, quise introducir la lengua en su boca, pero cerró los labios. Una vez más, frenado en el último momento. Estaba furioso, pero no pensaba demostrarlo. Me retiré hasta una distancia prudencial y, sin dejar de bailar, le lancé: —Hoy he visto a Erzsebet Bathory. Sois la misma persona. En vez de ponerse en guardia, como yo esperaba, mi pareja de baile se relajó y volvió a sonreír. Eso desviaba la cuestión del beso profundo, justo lo que ella quería. —No eres la primera persona que me lo dice. —¿Ah, no? —De pequeña yo era muy traviesa. Cuando hacía una trastada, mi madre me recordaba mis orígenes y lograba que me asustara. —¿Te decía que eras la condesa sangrienta? —Por favor —hizo ver que se indignaba ante mi inocencia—, me estás hablando de alguien que murió hace cuatrocientos años. —¿Y si no murió? A lo mejor encontró la manera de sobrevivir, de perpetuar su alma. —Eso ya tiene más sentido. Es precisamente lo que decía mi madre. —¿Qué te decía? —pregunté volviendo a apretar su cuerpo contra el mío. —Me decía que yo no era hija suya, que me había adoptado en un orfanato oscuro y húmedo, plagado de ratas. Nadie me había querido,

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porque estaba maldita debido a que era descendiente de Erzsebet Bathory. Por eso me habían puesto ese nombre. —Qué locura. ¿Y tú te lo creías? —Bueno, cuando estaba fuera de sí, mi madre lo argumentaba muy bien. Podía ser muy cruel. Me explicaba que la condesa había tenido una hija bastarda a la edad de trece años, la cual siguió una carrera tan criminal como la de su madre. Ésta parió a una muchacha que el diablo bautizó como Erzsebet, y ésta a otra más, y después otra... hasta llegar a mí. Yo soy la última de la estirpe. —Es cierto que te pareces mucho a la condesa sangrienta. O quizás, influenciada por el monstruo de tu madre, te has dedicado a copiar la postura y expresión del retrato que se expone en Berlín. —Hay más de uno —dijo—, pero el más fiel lo tienes delante de ti.

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SOL DE MEDIANOCHE

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DIECISIETE

Había cumplido diecisiete años. Casi sentía vergüenza ajena por las fiestas que me hacían, ya que en el fondo sabía que no las merecía. Mis únicas virtudes eran un físico concedido por la lotería genética y mi vocación de sofista. El día empezó con la llegada de un mensajero, que de buena mañana me trajo un ramo con diecisiete rosas. No necesité leer la tarjeta de felicitación para saber que eran de Erzsebet. De hecho, no había escrito nada: entre las flores había un paquete plano y cuadrado envuelto en papel rojo, sobre el que había inscrita una E en el interior de un círculo: el signo de la condesa. Me reí mientras desenvolvía el regalo bajo el efluvio de las rosas. Era un CD de una cantante de quien nunca había oído hablar: KEREN ANN Not going anywhere La carátula mostraba una chica de cabello castaño que miraba hacia arriba. Su expresión era serena pero despierta, como si viera bajar a un ángel. Guardé el compacto en mi habitación para escucharlo por la noche. Se me hacía tarde. Mi madre, sin embargo, me interceptó antes de que saliera pitando por la puerta. El mensajero debía de haberla despertado del sueño profundo que experimentaba desde que hacía el turno de noche. —Deja que te bese antes de irte. Estás hecho un hombrecito. Le ofrecí la mejilla sin ninguna pasión. Mi madre me dio cuatro besos breves y mecánicos. No fue hasta después de besarme cuando vio el ramo de rosas sobre la mesa. —¿Quién te envía eso? —me preguntó boquiabierta. —Una buena amiga. —Me parece una desfachatez regalar flores a un chico. Es de gay.

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—No digas tonterías. ¿En qué siglo vives? Enterré la nariz entre las rosas por última vez y salí a la calle con el corazón alegre. Incluso le prometí a mi madre que comeríamos juntos: un peaje más de la cordial indiferencia. Aquel lunes recibí regalos a gogó. Me había convertido en el chico más popular de la clase y nadie quería quedarse fuera de la foto. Ellos querían ser vistos en mi compañía, porque eso les daba puntos delante de los otros, y muy especialmente entre las chicas. Ellas me miraban con admiración, aunque no se atrevían a insinuarse, pues se había corrido la voz de que estaba liado con Erzsebet. Le tenían miedo. Eso me daba un glamour adicional, pese a no ser del todo cierto. No al menos de la manera que se imaginaban. Curiosamente, la dirección de la escuela no había vuelto a meter las narices en esta cuestión. O bien no les habían llegado más rumores, o bien hacían la vista gorda al comprobar que el escándalo no había llegado a estallar. Nadie podía demostrar nada porque Erzsebet y yo nos comportábamos con discreción absoluta. El profesor de inglés cedió casi veinte minutos de su clase para que pudiera recibir mis regalos y las felicitaciones de los compañeros. Emil, que luchaba por ser mi mejor amigo, me regaló un saquito de semillas de marihuana holandesa «SuperSkunk» que yo no pensaba plantar. Xavier, el actor, tuvo más criterio y me obsequió con una antología de Harold Pinter. Tope, su perrito faldero, me regaló una botellita de un cuarto de whisky de malta. Con aquella hierba, el alcohol y Pinter podía flipar en colores si me lo proponía. Incluso Joana, con quien no había cruzado palabra en todo el curso, me hizo un regalo. Con el silencio que la caracterizaba, me puso en las manos un paquete estrecho y alargado, envuelto en papel de seda negro. Imaginé que era un estuche con un boli o una chorrada parecida. Ni siquiera me digné a abrirlo delante de ella. Sencillamente, le di las gracias y lo metí en mi bolsa con todo el resto. *** Pero el regalo más insólito de aquel decimoséptimo cumpleaños no llegaría hasta la una del mediodía, cuando sólo faltaba media hora para la pausa. En medio de una clase de historia del arte, irrumpió el director, el mismo memo que me había sermoneado tres meses atrás. Se plantó delante de todos y, modulando la voz cuidadosamente como el farsante que era, dijo:

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—Os habréis dado cuenta de que desde los exámenes de febrero os falta una compañera. He decidido comunicaros yo mismo la noticia para que sirva de aviso para navegantes. Celia está embarazada y deja la escuela. El psicólogo del instituto, con la conformidad de sus padres, le ha aconsejado que se someta a un aborto. Tengo el permiso expreso de la familia para comunicaros este hecho, porque Celia, que está muy afectada, no quiere seguir los estudios, y a mí me gustaría que de todo esto extrajéramos alguna lección. Esta incidencia desafortunada, que es mucho más común de lo que imagináis, ha de haceros reflexionar sobre la importancia de las medidas de prevención en las relaciones sexuales. Por lo tanto, propongo que dediquemos media horita a comprobar lo que sabéis sobre los anticonceptivos y su uso. También me gustaría entrar en un debate sobre el aborto. Desconecté del discurso de aquel imbécil y me dije: «Soy padre». Tal vez por poco tiempo, pero allí y en aquel momento, un recipiente femenino estaba engordando un champiñón, producto de un acto sexual en el que yo me había prostituido. De una unión así sólo podía esperarse un ser monstruoso, el hijo del bello y la bestia. Definitivamente, lo mejor era matarlo.

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LA VIDA ES UNA CANCIÓN SUAVE

Aquella noticia, que en un principio me había dejado indiferente, acabó amargándome la tarde. Anulé mi cita con Erzsebet con el pretexto de que me había sentado mal el pastel de cumpleaños de mi madre. Era una excusa creíble. Cuando se fue a su trabajo de teleoperadora, caí como un saco sobre la cama. Me sentía violentamente melancólico, pese a no existir ningún motivo para ello. Mi pasado era tierra quemada, un vertedero de calamidades al que no quería regresar. Allí echado, intenté imaginar cómo habría sido aquel hijo, pero sólo veía oscuridad. En un momento de lucidez me regalado Erzsebet. La voz preciosa un disco de canciones intimistas afectación ridícula de las cantantes

levanté y puse el CD que me había de Keren Ann acudió a mi rescate. Era y ligeramente tristes, aunque sin la de baladas.

I'm not going anywhere, Pm not going anywhere... —Ya somos dos —dije como si Keren estuviera allí y pudiera oírme. Porque éste era mi diagnóstico: más allá del aparente éxito personal, considerado por muchos como un milagro, en realidad no estaba yendo a ninguna parte. Me limitaba a imitar a Erzsebet, a representar como un mono de feria un papel que me iba grande. Ella me había disfrazado de falso intelectual, de persona con gustos selectos que alucina con las películas de Bergman y con las ediciones de bibliófilo. Pero ¿era eso lo quería ser? ¿Hasta cuándo? ¿Y luego qué? Como no tenía respuesta para ninguna de las tres preguntas, salté de la cama en busca de un poco de inspiración líquida. Aquel disco me estaba poniendo a tono; una gotita de whisky de malta haría el resto. Vacié mi bolsa de mala manera y faltó poco para que se rompiera la botella. Eso sí que hubiera sido una desgracia. Como si ya estuviera borracho, contemplé atónito la montaña de tarjetas llenas de buenos deseos que para mí no significaban nada.

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También el libro de Harold Pinter y la bolsita de semillas, que revendería en cuanto tuviera ocasión. Entre el mar agitado de tarjetones, el paquete de Joana parecía un barco que luchaba para no hundirse. Sentí curiosidad por saber qué demonios habría envuelto la yonqui de la clase en aquel papel de seda. Mientras despojaba al regalo de su mortaja, sonaba esta canción: Look at me, I'm only seventeen. It hasn't been too long, but it's been lonely. Look at me, and smell the tangerine. Life is a mellow song, but only only... La casualidad había querido que, con aquella banda sonora de fondo, desenvolviera una cajita de barritas de incienso. No era de mandarina — porque el azar no es tan preciso como eso—, sino de jazmín. Freud dice que los sueños tienen dos grados de interpretación: uno aparente —en el plano de los acontecimientos— y otro profundo. A veces nos cuesta captar este último precisamente porque es tan evidente que se nos pasa por alto, como los símbolos fálicos o las puertas que representan vaginas. Eso, según Freud. De la misma manera, en el momento de abrir el regalo, la correspondencia entre la canción, mi cumpleaños y la fragancia me había hecho pasar por alto un detalle revelador: el auténtico mensaje de aquella cajita, del que probablemente ni su remitente era consciente. Leí la marca del incienso de jazmín: MIDNIGHT SUN No podía tratarse de una coincidencia; insisto: el azar no es tan preciso. Acababa de descubrir la identidad de Sol de Medianoche. *** Como si me hubiera fulminado un rayo, pasé el resto de la tarde en estado de shock. Intentaba encontrar el sentido a una avalancha de acontecimientos que amenazaba con enterrar aquella nueva vida que tanto me había costado edificar. ¿O debería decir inventar?

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Porque yo era el invento de Erzsebet, su obra más perfecta, pero eso no significaba que hubiera encontrado un camino. Antes del viaje a Berlín así lo había creído, pero ahora empezaba a verlo todo con frialdad. Frialdad, ésta era la palabra, porque aquella tarde sentía a Erzsebet extrañamente distante, como una luna que ha dejado de gravitar en torno a su planeta y se pierde en la tiniebla cósmica. La cuestión era: ¿quién orbitaba alrededor de quién? A ojos de todos, mi suerte dependía de ella. Y yo estaba dispuesto a abrazar aquel destino, pero el viaje me había dejado un recuerdo amargo. Ciertamente, Berlín bajo la nieve y sus mitos me habían fascinado, pero no era la ciudad lo que yo buscaba, era Erzsebet. «No le pongas etiquetas», había dicho al preguntarle por nosotros. Lo nuestro no era amistad ni tampoco amor, no al menos como yo quería vivirlo. ¿Qué era entonces? Yo necesitaba un fuego real donde calentar mi alma, no llamaradas de ambigüedad. Berlín había sido la prueba de que nuestros cuerpos no se fundirían jamás, de que aquel juego de seducción podía seguir indefinidamente. Pero uno juega con la esperanza de ganar, y yo, sin lugar a dudas, la había perdido. «Algún día lo entenderás», había dicho. Pero «algún día» era para mí un horizonte demasiado lejano. En la banda sonora de mi existencia última había sonado una sinfonía llena de notas brillantes, silencios y nuevos golpes de efecto. Pero empezaba a intuir que la vida es otra cosa, una canción suave y fácil de tararear, que nos permite olvidar aquello que hemos sido y aquello que seremos.

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CORAZÓN DE INVIERNO

A las once de la noche sonó el teléfono de casa y me asusté. De alguna forma sabía que al otro lado de la línea había un desconocido, porque nadie llamaba nunca tan tarde, y menos al teléfono fijo. Tampoco mi madre, porque aquélla era mi hora de bajar a leer al café, una tradición esnob que me acababa de saltar. Al descolgar el teléfono, una voz oscura de hombre confirmó mis sospechas. —¿Con quién hablo? —dijo. —Eso mismo me pregunto yo. —Ya lo entiendo, eres el chico de la casa. Te llamas Amat, ¿verdad? —Correcto. ¿Y usted quién es? Tardó unos segundos en responder. Deduje que no era conmigo con quien quería hablar, sino con mi madre, así que antes de que se decidiera a contestar añadí: —Mi madre no está. Llame mañana al mediodía. —No será necesario, te lo puedo explicar a ti. Soy Augusto: un compañero del trabajo de tu padre. Ya hace dos años que no está, pero justo ahora... Volvió a callar, como si se lo estuviera pensando. Aquella conversación me estaba dando un mal rollo considerable. Con el corazón en un puño, esperé en silencio a que el tal Augusto acabara de una vez. —Bueno, el caso es que entre los albaranes de una carpeta he encontrado un sobre de contenido personal. ¿Quieres que te lo envíe mañana por mensajero o pasarás a recogerlo? En aquel momento oí que se abría la puerta de casa, y eso hizo que dijera sin pensar: —Pasaré a recogerlo a primera hora. Buenas noches. Mi madre entró en el comedor cargada de bolsas y me miró interrogativamente. Luego, me preguntó: —¿Quién era?

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—Un mensajero —dije en un tono indiferente—. Han encontrado una cosa que había perdido. Mañana tengo que ir a recogerla. —¿Qué habías perdido? —La verdad es que no lo sé. Aquella llamada me había hecho daño. No me apetecía nada saber lo que mi padre había guardado en un sobre hacía dos años, pero era preferible que fuera yo quien me ocupara. Si lo hacía mi madre, podían pasar dos cosas: que hiciera desaparecer su contenido, o bien que lo utilizara para revivir en mí el odio hacia él, ahora que empezaba a ser una sombra inofensiva. La novedad que me esperaba en la empresa donde había trabajado de contable le hacía volver a la vida, y no sería hasta después de conocer este postrero mensaje cuando podría volver a enterrarlo. Me encerré en la habitación dispuesto a no pensar más en ello hasta el día siguiente, misión difícil. Pero el incienso de Joana me arrancó una pequeña sonrisa. No era probable que el sobre fuera a alterar mi opinión sobre mi padre, pero aquella cajita de MIDNIGHT SUN había cambiado por completo mi visión de la chica de los galgos cojos. Era una extraña sensación saber que alguien a quien yo había admirado tanto estuviera tan cerca de mí, y al mismo tiempo tan lejos... Extraje de la cajita una barrita de jazmín y me la acerqué a la nariz. De repente Joana me inspiraba simpatía, incluso cierta ternura. Como un ritual sagrado, a las doce de la noche, quemé el incienso mientras escuchaba el programa de radio. Sabía que aquel pequeño regalo había sido sólo un preludio, y que el verdadero mensaje llegaría ahora. Iría dirigido a mí, aunque Joana no sospechaba que la estaba escuchando. ¿O sí? Ángel de la noche, ¿estás aquí? Quiero explicarte un secreto: sólo tengo diecisiete años y me parece haber vivido mil. ¡Tanto te he esperado! A la intemperie, bajo la lluvia, te veía pasar, pero no te podía abrazar. Como el humo del incienso, dejabas tu rastro y despertabas en mí sueños imposibles. Soy tu corazón de invierno, pero el amor que me consume no duerme nunca. Cada día que paso lejos de ti, te elevas un poco más y yo desespero. Desde la distancia, te amo sin medida. No hay obstáculo capaz de variar el rumbo de mi deseo. Pues tú eres el final del camino, una muerte nueva en la que sí quiero quedarme, una voz que me dice: «No huyas del viento, no puedes engañar al viento, ya que allí ha construido tu alma su nido».

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¡Te siento tan cerca! La noche me devuelve tu angustia invisible como un río subterráneo, mi rendición incondicional. Quédate conmigo. Sólo quiero el viento de tus alas. Tu aliento. Te lo pide éste, tu corazón de invierno. SOL DE MEDIANOCHE

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PAJAROS DE MADRUGADA

Aún era de noche cuando un misterioso canto me desveló. Me había parecido oír los pájaros de madrugada, aunque era imposible que estuvieran allí. Abrí la ventana de mi habitación. El muro seguía en su sitio. Asomé la cabeza para mirar hacia el cielo y allí los vi: media docena de pájaros flotaban con las alas extendidas sobre el cielo nocturno que empezaba a clarear. Su canto melancólico me visitaba, años después, como el anuncio de un nuevo paraíso. Desafiando el fresco de marzo, abrí la ventana de par en par y me eché en la cama para escucharlos, mientras una lágrima salada viajaba hasta mis labios. Entre la vigilia y el sueño comprendí que Sol de Medianoche, iluminando incluso las tinieblas del muro, me había devuelto los pájaros de madrugada que ahora cantaban para mí. Encendí una nueva barrita de jazmín. Mientras me dormía de nuevo, sentí algo muy parecido a la felicidad. *** Me desperté dudando de si había oído realmente a los pájaros. Incluso la declaración de amor de Sol de Medianoche podía haber formado parte del sueño. Pero al sacar la cabeza de entre las sábanas, vi los restos de la barrita de jazmín y algo prendió dentro de mí. No obstante, la perspectiva de ir aquella mañana a la empresa de automoción hizo que la magia se desvaneciera rápidamente. Eché un vistazo al reloj: eran las ocho en punto. Si me daba prisa, sólo me perdería la primera clase. *** Media hora más tarde me encontraba en la línea amarilla en dirección a Joanic. Allí se encontraban las oficinas decadentes donde mi padre había consumido media vida. A modo de preparación para una experiencia que

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prometía ser desagradable, había llevado conmigo La invención de la soledad, el libro que Paul Auster escribió al saber que había muerto el autor de sus días. Había empezado a leerlo durante el vuelo de regreso de Berlín, pero no había conseguido pasar de la primera mitad. Pese a ello, ahora releía un párrafo que las circunstancias hacían, de pronto, especialmente significativo. Auster habla del momento en que tuvo que entrar en la casa del difunto para ocuparse de sus cosas: Descubrí que no hay nada tan terrible como enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y sólo tienen significado en función de la vida que los hizo servir. Cuando esta vida se acaba, las cosas cambian aunque continúen siendo tal y como eran. Están ahí y no están ahí al mismo tiempo, como fantasmas tangibles, condenados a vivir en un mundo al que ya no pertenecen. ¿Qué puede decirnos, por ejemplo, un armario lleno de ropa que espera en silencio vestir a un hombre que no volverá a abrir la puerta? Al cerrar el libro después de esta última frase —había llegado a mi estación— experimenté un escalofrío. De repente aquel sobre me daba miedo. Si contenía alguna verdad inconfesable de mi padre, preferiría no saberla. En un primer momento había imaginado que era material pornográfico, pero en ese caso el tal Augusto no habría llamado a casa para que nos encargáramos de ello. La hora intempestiva de la llamada demostraba que el hombre consideraba que eso era importante para mí o para mi madre. «¿Y si es dinero?», me pregunté mientras atravesaba la Plaza Joanic. Dado que mi padre, además de putero, era jugador, cabía la posibilidad de que la noche antes de morir hubiera tenido suerte en algún bingo cutre. Para que su rinconcito no fuera descubierto por mi madre —pagaría unas cuantas juergas nocturnas—, lo habría guardado en un sobre entre los albaranes. Y allí se había quedado. «Sí, eso encaja», me felicité por mi deducción. De pronto el sobre ya no me producía tanta aversión, aunque yo no quería aquel dinero. Se lo daría a mi madre sin darle detalles acerca de su origen. *** Me abrió la puerta un oficinista barrigón vestido con camisa a rayas y pantalones grises. Por la mirada atenta que me dedicó, comprendí que era Augusto, que actualizaba la imagen que tenía de mí de cuando era niño.

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El local se encontraba en un estado aún más lamentable de lo que yo recordaba. Parecía que acabaran de entrar a robar y lo hubieran puesto todo patas arriba. Para seguir a aquel hombre hasta su despacho, tuve que pasar entre cajas abiertas, montañas de carpesanos y estanterías metálicas vacías. —Nos trasladamos a Montcada —dijo para disculpar el desorden—. Hoy en día una empresa pequeña no puede permitirse mantener una oficina en Barcelona. Asentí con la cabeza, aunque aquello me importaba un pimiento. Lo que quería era coger el sobre y salir de aquel agujero deprimente lo antes posible. Pero me veía obligado a disimular, porque aquel hombre gris había adoptado una actitud paternal. En el interior del despacho había dos escritorios colocados en forma de L. Augusto se sentó detrás de uno de ellos y me indicó con un gesto que hiciera lo mismo en el otro. Al poner el culo sobre el asiento roñoso de escay negro, comprendí, con repulsión, que estaba ocupando el que había sido el sitio de mi padre. Tal vez por eso decidí ir al grano y pregunté: —¿Es dinero? Augusto recibió aquella deducción con una risa que dejó al descubierto su dentadura postiza. Luego dijo: —Tu padre se fue al otro mundo debiendo dinero a toda la oficina. Por eso la mayoría no fueron al entierro. Estaban enfadados con el muerto. Tras escuchar esto, decidí que tenía que largarme de allí cuanto antes. Aquel hombre me resultaba francamente antipático y no iba a compartir confidencias con él. —Llego tarde al instituto —le corté—. Por tanto, si me da el sobre, me pondré en marcha. —Hablas como tu padre —dijo Augusto mientras se rascaba la nuca—. Siempre se estaba yendo de todos lados, sobre todo cuando había problemas. Dicen que hay tres maneras de reaccionar ante una crisis: inhibición, enfrentamiento o huida. Él era de los que huían. No había hecho el camino hasta allí para que insultaran a mi padre, así que un aforismo de Julio César me sirvió para poner punto y final a aquella conversación: —Nada es más fácil que censurar a los muertos. Dicho esto, me levanté esperando que el hombre me imitara y me entregara el sobre de una puñetera vez. Esta vez captó el mensaje y, con un gesto repentinamente serio, abrió su cajón y extrajo un sobre grande de color marrón. Lo dejó sobre la mesa para que lo cogiera, cosa que hice con estudiada despreocupación. Seguidamente, me dispuse a salir. Pero Augusto me detuvo diciendo:

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—Espera. El hombre se había levantado y ahora ponía su mano grande y peluda sobre mi hombro. Aquello era repugnante. —Sé que tu padre os dejó en una mala situación económica y que tu madre tiene que trabajar mucho. Yo os puedo ayudar. No respondí. De repente veía muy claro el motivo por el que aquel desgraciado había llamado a las once de la noche y me había convocado allí. El sobre no tenía la menor importancia: sólo era una excusa. Únicamente quería follar con mi madre. Ya debía de gustarle cuando mi padre estaba vivo, o bien quería vengarse de alguna fechoría que le había hecho tirándose a la mujer del difunto. —Para la nueva oficina de Montcada necesitamos un becario —continuó —. Un chico con empuje y ganas de aprender el oficio. Al principio harías un poco de todo. Más adelante hablaríamos del sueldo. ¿Qué te parece? Llegados a este punto, no me contuve: —Me parece la estupidez más grande que he oído en los últimos años. A continuación atravesé el pasillo sin mirar hacia atrás hasta llegar a la puerta, que abrí yo mismo. *** Ya en la calle, estuve tentado de lanzar el sobre directamente a un contenedor sin ni siquiera abrirlo. ¿Qué se había creído esa rata de oficina? ¿Que yo trabajaría de aprendiz hasta ocupar el puesto de mi padre? Aunque no lo hiciera para ganarse a mi madre, era una proposición aberrante. Me había sentado en un banco de la ruidosa Plaza Joanic —siempre rodeada de tráfico—, con el sobre en el regazo. No sabía qué hacer. Finalmente lo abrí a regañadientes. Había seis o siete papeles. Para mi sorpresa, vi que el primero era un dibujo mío de infancia: una playa que había pintado con ceras de colores durante unas vacaciones que habíamos pasado en Tossa. ¿Cómo había ido a parar aquella reliquia a un sobre de mi padre? Pasé a la segunda hoja: era un retrato a lápiz bastante torpe que yo había hecho de mi padre uno o dos años más tarde. Se le veía sentado en una silla del balcón de casa, desde donde se volvía para guiñarme el ojo. Aturdido, encontré todavía tres dibujos más, todos ellos muy cándidos e infantiles. No sabía qué pensar. Pero aún me esperaba lo más gordo de todo, porque tras aquellas láminas me topé con la postal de la cantante que había tirado a la basura porque había ofendido mi ego creativo.

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Como quien se encuentra frente a una aparición, contemplé boquiabierto la imagen de aquel mito juvenil que ahora no me decía absolutamente nada. Di la vuelta a la postal para comprobar que efectivamente fuera la misma: MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS, TIENE QUE HABER SENTIMIENTO Afortunadamente, el poema que se había ganado aquel comentario — Largas avenidas— no lo había podido recuperar, porque yo mismo le había prendido fuego un día después de recibir la postal. Pero ¿por qué conservaba mi padre todo aquello? Si había destapado el cubo de la basura para rescatar la postal, quería decir que seguía de cerca lo que yo hacía, mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Aquel descubrimiento me provocó un ataque de risa que duró poco, porque inmediatamente noté que se me humedecían los ojos. Acababa de asistir a algo parecido a un milagro. Convocados por Sol de Medianoche, los pájaros de madrugada habían sido un aviso de que el pasado estaba a punto de regresar para sanar viejas heridas. Ya no odiaba a mi padre. Lo que acababa de recuperar —su estima— resultaba tan intangible como el canto misterioso de los pájaros, pero estaba a punto de hacer tambalear los fundamentos de mi mundo. Me sentía vulnerable y al mismo tiempo feliz. La canción suave de la vida volvía a sonar.

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JOANA

Durante toda la clase estuve ausente, aunque fingía concentración para evitar que Erzsebet se diera cuenta. Cada vez que se volvía para escribir algo en la pizarra, yo miraba a Joana como si la viera por primera vez. El pelo que se le escapaba por debajo de su gorra roja era de un rubio parecido al mío, pero mucho más liso. Bajo sus ojos grandes y negros aparecía una sombra muy marcada, de haber dormido poco —como yo— o de haber llorado. La postura de su cuerpo, con los hombros ligeramente hacia adelante, era la de alguien que tiene frío permanentemente. Con la mirada al frente, hacía ver que no sabía que la estaba mirando. Pero las mejillas encendidas y el cuello tenso indicaban todo lo contrario. Me fijé en que se había pintado los labios —le quedaba fatal— y que llevaba un vestido que no le había visto nunca, como una chica que se pone guapa para una primera cita. La posibilidad de que se hubiera «arreglado» para mí me conmovió, y ya no le quité ojo de encima. Sin que yo comprendiera cómo había llegado a aquel estado de la noche a la mañana, de repente Joana había dejado de ser invisible para mí. Es más, cada vez que la miraba sentía el deseo de abrazarla. Aquel rostro antes despreciado de pronto se iluminaba para mí con una belleza que brotaba de dentro hacia fuera. Porque ella había acompañado mis noches de soledad, había estado a mi lado sin yo sospecharlo. Su declaración de amor resonaba todavía en mi pecho, como un tambor que llama a la rendición. ¿Es que me había vuelto loco? Si Cupido existía, seguro que me había visitado por la noche para atravesarme el corazón con una flecha de torpe poesía. *** «Estás a punto de echar por la borda el prestigio que tanto te ha costado ganar», me decía mientras seguía a Joana, que iba de camino a su

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casa. Si me veían hablar con ella, pensarían que había vuelto a mis orígenes bastardos. Los malditos se juntan entre ellos, dirían. Aún estaba a tiempo de dar media vuelta y dirigirme a casa de Erzsebet, que me esperaba, para purificarme con un baño de cultura y ambigüedad. Pero mi cuerpo no me obedecía. Siguiendo una instancia más poderosa, caminaba detrás de Joana, que no se había girado ni una sola vez; no aflojaba el paso, como si supiera que la seguía y tuviera miedo de mí. Cuando estuvimos lo suficientemente alejados de la escuela, di un par de zancadas hasta agarrarla del brazo. Joana se paró en seco, como un muñeco que de pronto se hubiera quedado sin pilas. Entonces hice algo estúpido y sin motivo: le arranqué la gorra. Como si tuviera que ocultar clapas producto de una enfermedad, casi me sorprendió que sus finos cabellos se amoldaran en una suave curva a su redonda nuca. Joana se volvió y con un hilo de voz dijo: —¿Por qué has hecho eso? —Llevas esa maldita gorra desde que llegaste a la escuela. Sentía curiosidad por verte sin ella. —Devuélvemela. Ahora que estábamos cara a cara, la diferencia de estatura entre ambos se hacía más evidente. Ella no debía de superar el metro sesenta, y mis veinte centímetros de ventaja hacían que la viera como desde una atalaya. Me hacía gracia que una chica tan menuda me hablara en imperativo. De pronto me sentí juguetón: —No me da la gana. Tendrás que darme algo a cambio, si quieres recuperarla. —¿Qué quieres de mí? —preguntó con la voz temblando de indignación. —Antes que nada, quiero saber por qué la llevas un día tras otro. —Me la regaló alguien muy especial. Me trae suerte. No pude evitar echarme a reír. Luego la miré fijamente y le dije: —Si tu suerte depende de esta gorra, vale más que la tire a la basura ahora mismo. —Devuélvemela —insistió casi con lágrimas en los ojos. —De acuerdo, pero todavía no te he dicho lo que quiero a cambio. Para recuperar tu gorra de la suerte tendrás que darme un beso. Joana estaba paralizada. No daba crédito a sus oídos. El tipo más valorado de la clase, el sueño de sus compañeras, exigía un beso a la colgada número uno. El mundo al revés.

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Para relajar un poco la tensión, le puse yo mismo la gorra de lana y me agaché hasta que nuestras caras quedaron muy cerca. —Para que veas que soy de buena pasta, te he pagado por adelantado. Dicho esto, la besé suavemente en los labios. A continuación le di un segundo beso. Y por no protestar, le cayó un tercero. Como si pagar tres veces prenda la hubiera relajado, Joana me miró casi con curiosidad. Tras unos segundos de duda, me echó los brazos al cuello y me abrazó muy fuerte, como ninguna chica lo había hecho antes. Éramos dos náufragos que se encuentran en una isla desierta, los únicos que han sobrevivido a la catástrofe. Y tendríamos que crear un nuevo mundo desde cero. Le susurré al oído: —Hola, Sol de Medianoche. Los pequeños pechos de Joana presionaban contra la boca de mi estómago. Hasta podía sentir su corazón de invierno, que latía con fuerza. De repente noté algo sólido que me daba dos golpecitos en la pierna. Levanté la vista: era un viejo que pedía paso con el bastón. Joana y yo nos separamos para que pudiera pasar entre los dos entre gruñidos. Cuando volví a abrazarla, supe que ya nunca más me separaría de ella.

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La pasión de Erzsebet

LA GRAMÁTICA DEL AMOR

Empezaba a sospechar que el mundo es un lugar más extraño aún de lo que pensamos. Una cajita de incienso, un poema y unos cuantos besos y abrazos habían trastornado completamente mi existencia. Sólo veinticuatro horas antes yo era el protegido de Erzsebet, el chico inaccesible, el sofista, el referente a seguir. Ahora todo eso parecía desvanecerse como un espejismo. Una muchacha insignificante —a los ojos del mundo— había trasladado el centro de gravedad de mi vida a la esfera de los mortales. ¿Cómo le explicaría todo esto a Erzsebet? Seguro que no lo entendería ni lo aprobaría. Ella me estaba formando para destacar en los círculos intelectuales, no para echarme como novia a una fracasada que paseaba galgos cojos. Demasiado alterado para debates filosóficos, envié un SMS a Erzsebet para avisarla de que iría a verla al día siguiente por la tarde, porque todavía no estaba del todo recuperado. Una vez enviado el mensaje, me di cuenta de que acababa de actuar como las personas más vulgares de este mundo: con el lenguaje de la mentira. Aquella misma noche volví a encontrarme con Joana en su casa. A las diez, su madre «tenía una cena que acabaría tarde» —ésta era la versión oficial— y por lo tanto dispondríamos de unas cuantas horas para estar solos. Nunca me había parecido que el tiempo pasara tan lentamente. Hacía únicamente media hora que la había dejado y ya estaba impaciente. Quemaba una barrita de incienso tras otra y oía canciones mientras esperaba mi sol de medianoche. No veía el momento de volver a estar con ella. ¿Qué me estaba pasando? Con Erzsebet nunca había sentido esa urgencia. Como una droga de rápida adicción, de repente no podía vivir sin una persona que el día antes no había significado nada para mí. Quizás sí que había perdido el norte. ¿Sería que había encontrado al fin mi « vida auténtica»? ¿Dónde quedaban los ángeles y los vampiros? ***

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Todo sucedió de forma tan sencilla que costaba creer que hubiéramos roto el hielo aquel mismo día. Joana abrió la puerta y me llegó un fuerte olor a perro. Los tres galgos cojos descansaban sobre un mismo sofá, como personitas. Me vigilaban, pero no ladraron. —Cuando se jubilan de las carreras, se convierten en patatas de sofá — me confesó ella al oído; parecía tener miedo de que los chuchos se fueran a ofender si la oían. A continuación me llevó de la mano hasta su habitación, que estaba llena de libretas. Encendió una barrita de incienso —lo suyo era una pasión— y puso un disco muy gastado de Leonard Cohen. Supuse que sería de su madre. Antes de que acabara la primera canción, Suzanne, ya estábamos en la cama y nos arrancábamos la ropa con manos y dientes. And you want to travel with her and you want to travel blind and you know that you can trust her for she's touched your perfect body with her mind. Hicimos el amor hasta que Leonard acabó su monótono repertorio. Entonces nuestros corazones latieron, acompasados, en el silencio de la habitación. Me sentía extrañamente tranquilo, como si después de una larga búsqueda de quimeras hubiera comprendido que la vida era mucho más sencilla de lo que creía. Nuestros cuerpos desnudos y sudados sobre la cama, los párpados cerrados de Joana que acababa de besar, el silencio después de la música. Eso era la vida. No había mucho más. Para llegar hasta allí no había sido necesaria ninguna lucha ni negociación. Los caminos de Joana se encontraban en el extremo opuesto de los de Erzsebet, que me había extraviado en un laberinto de deseo. «Deseo», ésta era la palabra. Empezaba a descubrir que la gramática del amor era mucho más simple: yo era suyo y ella era mía, el resto no tenía importancia en comparación con esto. Era agradable sentirme amado por Joana sin tener que demostrar nada. No necesitaba impresionarla con trucos de sofista. Con ella podía mostrarme tal como era, recibir y dar amor, acariciarla y abrazarla sin avergonzarme. Volví a poner el mismo disco mientras buscaba en el bolsillo del pantalón un porro ya preparado. Los acordes de Suzanne hicieron que, de repente, Joana abriera los ojos y empezara a cantar:

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You hear the boats go by. You can spend the night beside her... Desafinaba que te cagas. Con el porro ya encendido, me eché a su lado y di una calada profunda. Luego se lo pasé. Joana observó cómo el canuto humeaba entre sus dedos —un signo típico de inexperiencia— y luego le dio una calada excesiva que acabó en un ataque de tos. Acto seguido, cerró de nuevo los ojos mientras sus labios tarareaban en silencio la segunda canción del disco. Se lo sabía de memoria. Mientras fumaba apoyado de costado, contemplé el cuerpo delgado y tierno de Joana. No tenía unas piernas kilométricas, ni un culo prominente, ni unos pechos de bandera. Tampoco su rostro era simétrico como el de una efigie. Pero poseía algo mucho más importante: alma. —Explícame eso de las tres llaves, que abren dos puertas de un único corazón —le pedí recordando uno de los poemas de Sol de Medianoche. —Los poemas no se explican —protestó—. Si lo hiciera, perdería su gracia. —Eso es una trampa. Seguro que ni tú tienes la respuesta para esta adivinanza. Mareas inútilmente a los náufragos. Para hacerme callar, Joana me cogió la verga con la mano y empezó a darle vida. Lo hacía bastante bien para parecer una mosquita muerta. Cuando estuvo dura, la dejó libre y se agachó para mirarla de cerca, como si fuera un animal exótico. Entonces me sorprendió con esta pregunta: —¿Quieres que te haga un regalo?

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EL HILO QUE SE TENSA Y AMENAZA CON ROMPERSE

Una llama sagrada había prendido en mi interior. Me daba cuenta de que todo lo que había vivido antes —incluso mi iniciación sofista— era sólo el prólogo de mi «vida auténtica», que había empezado al saber que Sol de Medianoche era Joana. De repente lo veía muy claro. Ignorando el peligro que planeaba sobre nosotros, llegué a creer que las circunstancias conspiraban en nuestro favor, porque la madre de Joana estaba fuera cada tarde y la mía trabajaba cuatro noches por semana. Por lo tanto, no nos faltaría una casa vacía donde disfrutar de nuestro amor. Cuando lo nuestro se supiera, se armaría un buen escándalo en la escuela. Nadie entendería que alguien que había tenido a Jessica a huevo y que había sido elegido por Erzsebet se liara con Joana. Pero eso del estatus es muy elástico. Así como Erzsebet me había puesto de moda, cuando se supiera que me lo montaba con Joana, se dispararía su cotización en el mercado sexual. De no encontrarle nada, empezarían a verle todas las gracias —«algo especial debe de tener si está con él»— y no faltarían tipos que quisieran tirársela. El glamour no depende de lo que eres, sino de tu posición en el ranquin de privilegios. *** Por tercera tarde consecutiva faltaría a la cita con Erzsebet —me estaba comportando con ella como un auténtico cretino— porque me había citado con Joana. Me había pedido que quedáramos en el Parque de la Ciudadela porque su madre tenía «visita». Aunque hacía años que no iba a ese parque, el día era luminoso y relativamente cálido para pasear nuestro amor. Como los amantes cursilones, cogí la cámara digital para tomar fotos bucólicas de mi amada.

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Antes de salir de casa, sin embargo, marqué el número de Erzsebet para disculparme. Su voz gélida revelaba que se había enterado de algo que no le gustaba en absoluto. —Mañana jueves vendré sin falta —le aseguré—. Esta tarde tengo... —Ya lo entiendo —respondió importantes que hacer.

secamente—.

Tienes

cosas

más

—No es eso. Pero desde mi cumpleaños vivo en el ojo del huracán. Ni yo mismo lo entiendo. Cada día es un remolino de acontecimientos que me superan. —¿Qué clase de acontecimientos? Ahora que me había reconciliado con él, el fantasma de mi padre acudió en mi auxilio. Dije: —He hecho un descubrimiento muy importante sobre mi padre. Pese a sus imperfecciones, ahora sé que me quería. Y sospecho que me sigue queriendo desde la dimensión desconocida, porque acabo de recibir una extraña prueba de su amor. Aquella confesión inconcreta pareció conmover a Erzsebet, que bajó la guardia y declaró: —No es el único que te quiere. —Lo sé. *** Camino del Parque de la Ciudadela tuve por primera vez mala conciencia. Sentía que estaba traicionando a Erzsebet. Era extraño, porque nunca habíamos sido una pareja en el sentido estricto de la palabra —principalmente porque ella no había querido—, pero aun así cada paso que daba hacia Joana era como si el hilo que me unía a Erzsebet se tensase, amenazando con romperse. Entonces me hice una pregunta absolutamente vulgar, porque ha estado en la cabeza de todos los amantes del mundo cuando se deciden a cambiar de pareja: ¿no podía estar con Joana sin por ello perder a Erzsebet? Al fin y al cabo, ella era mi mejor amiga, mi faro espiritual. ¿Por qué no iba a aceptar que fuera feliz con una chica de mi edad de quien me había enamorado? Evidentemente, no podía plantearle la cuestión a Erzsebet de una manera tan directa, porque no lo entendería. Primero de todo, ¿cómo le explicaría que hubiera escogido precisamente a Joana? Como profesora suya, ya había tenido ocasión de suspenderla unas cuantas veces.

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No podía decirle que me gustaba su cuerpo escuálido, el olor de su piel, los labios que temblaban al recibir un beso, la ingenuidad con la que había cantado una canción de Leonard Cohen, sus torpes poemas... Cosas como éstas —a menudo intangibles— son las que hacen que te enamores de alguien, aunque en el caso de Joana existía algo más: había descubierto que me gustaba protegerla, de la misma manera que Erzsebet me había protegido a mí.

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DONDE CRECEN LAS ROSAS SALVAJES

Joana me esperaba en la puerta principal del parque. Se había puesto una chaqueta de lana naranja sobre un vestido veraniego de algodón blanco, a pesar de que aún refrescaba. No llevaba sujetador y los pezones se le marcaban, incisivos, sobre los pechos pequeños y firmes. La gorra roja seguía en su cabeza. Haciendo un poco de comedia, me detuve a un metro de ella para contemplarla como si la viera por primera vez. —¿Te has puesto las gafas de sol? —dijo con una sonrisa traviesa—. Lo digo para que no te deslumbres. Eso sí que no me lo esperaba. Joana, la mosquita muerta de la clase, me hablaba como una seductora. Le seguí la corriente mientras nos adentrábamos en el parque bajo la dorada luz de la tarde. Me di cuenta de que un par de chicos la miraron con deseo al pasar por su lado, y eso me dio que pensar. La autoestima que le daba mi amor la hacía más atractiva ante mis ojos y ante los ojos de los demás. Sentirse deseada le daba seguridad y, por lo tanto, belleza. Todo era una rueda. Nos sentamos sobre la hierba en un rincón recogido entre los árboles. Sin avisar, desenfundé mi cámara digital y empecé a disparar. Joana parecía encantada de estar en el ojo del objetivo, y cambiaba de postura con cada disparo. Su timidez parecía haberse desvanecido, ya que inesperadamente se bajó el tirante del vestido para enseñar un pecho. Aquél fue el último clic, porque segundos después rodábamos por la hierba. Una hora más tarde, mientras contemplábamos echados el paso de las nubes, Joana me preguntó: —¿Qué le preguntarías a Dios si te dieran su número de teléfono? —¡Qué pregunta más rara! —reí—. Si Dios existiera, ¿qué te hace pensar que tendría teléfono? —Lo leí en una entrevista a un escritor japonés. A un hombre que se encontraba en apuros le ofrecieron el número de teléfono de Dios, por si quería hacerle alguna consulta. Él se lo apuntó, pero nunca llegó a

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utilizarlo. Ni siquiera por la curiosidad de saber quién le saldría al otro lado. ¿No te parece extraño? —No tanto. Si yo tuviera línea directa con Dios, la verdad es que no sabría qué preguntarle. —Lo que quieres decir es que no sabrías por dónde empezar —añadió mientras entrecerraba los ojos. En aquel momento el viento se intensificó de golpe y contemplé una columna de hojas que ascendían describiendo círculos. Eso dibujó una sonrisa en el rostro de Joana, que se incorporó y dijo: —¿Nos sentamos en un banco? —¿Por qué? ¿No estamos bien aquí? —Son cosas mías. Me gustaría escuchar una canción allí sentados. «Eres una chica bien curiosa», me decía a mí mismo mientras me dejaba arrastrar hasta un banco cercano a la entrada del parque. No entendía cómo podía ser que el viento la hubiera puesto tan contenta. El sol ya declinaba y empezaba a hacer fresco. Una vez sentados en el banco, Joana sacó un iPod del bolsillo de la chaqueta y me ofreció un auricular. Sus delgados dedos martillearon hábilmente los botones hasta que sonó la canción Where the wild roses grow, una balada de Nick Cave y Kylie Minogue que había escuchado una vez en un programa de vídeos musicales. Con las cabezas pegadas escuchamos la pieza, que tiene un cierre ciertamente romántico: On the last day I took her where the wild roses grow And she lay on the bank, the wind light as a thief As I kissed her goodbye, I said, «All beauty must die». Mientras nuestras lenguas se enroscaban, yo observaba de reojo la caprichosa danza de las hojas secas, que tan pronto se detenían en el aire como cogían nuevo ímpetu, describiendo veloces tirabuzones. Pronto no quedaría ni una, porque los árboles ya empezaban a verdear. Joana dejó que su cabeza resbalara hasta mi hombro y cerró los ojos plácidamente. Con este movimiento se me cayó el auricular de la oreja. Mientras escuchaba el viento, le acariciaba los cabellos que brotaban de su gorra como un torrente dorado. De pronto, una ráfaga de aire elevó un fular de seda negra en el aire, que revoloteó sobre nuestras cabezas como un ave siniestra antes de perderse en el horizonte. Y eso me pareció un mal presagio.

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DESAFÍO

Joana no vino a clase el jueves por la mañana, ni tampoco por la tarde. Tal vez no fuera muy aplicada en los estudios, pero hasta entonces nunca había faltado. Por consiguiente me preocupé. Después de llamarla varias veces desde mi móvil sin obtener respuesta, probé a telefonearla desde una cabina. Cuando oí su voz al otro lado, me pareció que algo moría dentro de mí. —¿Por qué no me coges el teléfono? —le pregunté ofendido. —Amat, lo siento mucho, pero... Primero pareció que se le rompía la voz. Finalmente dijo: —Tengo que dejarte. Y colgó. Desesperado, volví a llamar desde mi móvil y desde la cabina, pero no lo quiso coger. No me lo podía creer: ¿cómo podía haber cambiado todo tan súbitamente? ¿A qué clase de ruleta estaba jugando? El lunes me había enterado de que Celia abortaría de un hijo mío. El martes había descubierto que estaba enamorado de Joana y que quería estar con ella para siempre. El jueves la había perdido. De repente, al presentar la ecuación de los hechos uno detrás de otro, entendí que los dos últimos no eran independientes, sino que estaban ligados por una relación de causa y efecto. Precisamente porque amaba a Joana y habíamos hecho el amor, no había ido a clase ni quería hablar conmigo. De pronto lo entendí: Joana no actuaba así por iniciativa propia; había alguien más que la obligaba a hacerlo, alguien con una sombra lo bastante larga para condenarnos a los dos a la oscuridad. Tenía una sospecha, pero era demasiado terrible como para que me atreviera a considerarla. ***

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Erzsebet me miraba fijamente sentada en el sofá, mientras se alisaba la falda desde la cadera hasta la rodilla. Lo hacía lenta y suavemente, como si fuera una mano ajena la que hiciera el recorrido. ¿Esperaba algo de mí? ¿O eran imaginaciones mías? ¿Por qué precisamente ahora? Yo estaba decidido a no mostrarle mis cartas. No mencionaría a Joana, como si no existiera y todo continuara igual que en el viaje a Berlín. Bajé la mirada hacia un fajo de billetes que acababa de dejarme en las manos. Los conté: había ocho billetes de cincuenta euros. Ese dinero cubriría mi presupuesto personal hasta final de curso —estaba sin blanca y Erzsebet lo sabía—, pero no podía aceptarlo. Mientras ensayaba alguna forma de renunciar con gratitud, ella dijo: —Es tuyo con una condición: no quiero que me lo devuelvas nunca. Dejé el dinero sobre la mesa con una sensación de vértigo. Me hubiera gustado gritarle: «¿Qué quieres de mí?». Pero fue ella quien habló: —Hasta ahora nos hemos dedicado al presente porque tenías que recuperar el tiempo perdido. Ahora que lo has conseguido, es hora de que pensemos en clave de futuro. Tengo grandes planes para ti. —¿Qué quieres decir? —repliqué asustado—. ¿De qué planes hablas? —Seguiremos como hasta ahora. Vendrás por las tardes y los fines de semana hasta que cumplas los dieciocho. —¿Y entonces? —Entonces serás mayor de edad y nos podremos ir a vivir bien lejos de aquí. ¿Qué te parecería Berlín? Nos podemos instalar en la casa que me están reformando: está en Charlotenburg, el mejor barrio de la ciudad. Podrías ir a la universidad mientras yo acabo mi tesis. Cuando volvieras por la noche, comentaríamos las novedades del día. Tal vez cenaríamos en un restaurante turco de Kreuzberg o Prenzlauer Berg. Todavía hoy no entiendo de dónde salió mi respuesta. Era como si un ente superior que se ocultaba en mi interior hubiera desplazado al Amat miedoso para decir: —Erzsebet, estás loca. El silencio que siguió duró cinco segundos, los más largos de mi vida. Luego ella levantó las manos de las piernas y las juntó como si quisiera rezar. Sus ojos húmedos pasaron de la tristeza al desafío. Entonces dijo: —No lo sabes bien.

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LLAMADAS SIN RESPUESTA

—Ha llamado una tal Joana —me dijo mi madre nada más llegar a casa. Aquella noticia, que en circunstancias normales me habría hecho saltar de alegría, llegaba rodeada de fatalidad. De pronto recordé que había desconectado mi móvil antes de ir a visitar a Erzsebet. Mientras me preguntaba cómo habría averiguado Joana el número de casa, activé mi teléfono. Un sudor frío me resbalaba por la frente. Había cinco llamadas perdidas de Joana. No había dejado ningún mensaje. Tampoco en el buzón de voz. —¿Es tu novia? —preguntó mi madre mientras depositaba dos tazas de café sobre la mesa. Tras diecisiete años de incomunicación, justamente ahora tenía ganas de tomarse un café conmigo. Pero yo no estaba para confidencias ni complicidades, así que me salté la cordial indiferencia y la mandé a paseo. A continuación, al comprobar que también Joana había desconectado su móvil, salí disparado en dirección a su casa. Mi sospecha de que estaba furiosa conmigo —debía de pensar que la compartía con Erzsebet— se vio confirmada cuando llamé una docena de veces al interfono de su casa y no contestó. La telefoneé una vez más a su móvil, pero seguía desconectado. Como antes o después tendría que activarlo, le escribí tres mensajes seguidos: ¿K ME QUERÍAS DECIR? TE QUIERO, JOANA. ¿PK NO HAS VENIDO A CLASE Y NO ME COGÍAS EL TELÉFONO? TE HA DICHO ALGO ERZSEBET? NECESITO K NOS VEAMOS URGENTEMENTE. ERES MI SOL DE MEDIANOCHE. SIN T SOLO ME KDA LA OSCURIDAD.

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Volví corriendo a casa con un sentimiento de patetismo absoluto. ¿Qué me estaba pasando? Una chica desconectaba su móvil y mi mundo se derrumbaba. Probablemente iría al instituto al día siguiente y ya se le habría pasado el mosqueo. Todo volvería a ser como antes, es decir: como ayer. Con este pensamiento autotranquilizador entré en mi casa, donde me bebí la botellita de whisky en poco más de dos horas. Luego me quedé fuera de combate en la butaca. *** Me desperté a media mañana en la cama, sin pájaros que cantaran y con la cabeza como un bombo. Se suponía que hacía dos horas que debía estar en el instituto. Mientras me dirigía a la cocina para buscar un par de paracetamoles, recordé vagamente que mi madre había vuelto de madrugada y me había encontrado durmiendo en la butaca con un delator tufo a alcohol. Me había echado una bronca de cuidado, comparando mi actitud con la de mi padre. —Si al final resulta que has salido a él —me amenazó—, cuando cumplas los dieciocho, ya puedes largarte de esta casa. En este punto sus deseos coincidían con los de Erzsebet. Quién sabe si estaba destinado a vivir en Berlín con ella. Mi madre me había arrastrado hasta la cama porque casi no podía aguantarme de pie y, antes de cerrar la puerta de mi habitación, había dicho: —Estás retrocediendo, Amat. Que un viernes a las once de la mañana todavía me encontrara en casa podía hacer pensar que así era. Aunque sólo fuera para llevarle la contraria, me duché con agua fría y me fui al instituto más muerto que vivo. No era que quisiera salvar los estudios. Mi único motivo para ir con una resaca monstruosa a la clase de las doce era Joana. Por eso al ver a través del cristal del aula que aquella mañana tampoco había venido, ni siquiera entré. Erzsebet reaccionó con sorpresa cuando me crucé con ella en el pasillo sin ni siquiera saludarla. ***

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Me senté en un banco cerca de la escuela. Estaba mareado y me dolía todo el cuerpo. Una presión insoportable en el vientre me decía que eso no era producto del alcohol, sino de la angustia que me provocaba estar separado de Joana. Necesitaba verla, abrazarla, aclarar aquel malentendido. Ella seguía sin conectar el teléfono. Ni siquiera se había dignado a responder mis mensajes. Decidí ir a su casa. Echaría la puerta abajo si era necesario. No era un simple capricho: un sentimiento mucho más profundo y doloroso se había apoderado de mí. ¿De verdad hacía tanto daño el amor? *** No hizo falta destrozar la puerta, porque nada más llamar al interfono, una voz de mujer contestó: —¿Hola? —¿Está aquí Joana? —No, pero espérame abajo. Había dicho esto en un tono seco y agrio, como un bastonazo. Un minuto más tarde, de la puerta de la calle salió una mujer teñida con los pechos operados, zapatos de tacón y joyas de oro. Llevaba en la mano una pequeña maleta. Sólo podía ser su madre. —¿Quién eres? —me increpó. —No lo sé. Eso me había salido del alma. La mujer se me quedó mirando de forma interrogativa. Hacía muy mala cara. Luego pareció atar cabos, ya que dijo: —No te imaginaba tan guapo. —¿Dónde está Joana? —pregunté. Al pronunciar su nombre, la mujer me abrazó y empezó a sollozar. —¿Dónde está?—repetí asustado.

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EL HOSPITAL

Tuve que esperar más de dos horas hasta que me dejaron verla. Camino del hospital donde estaba ingresada, su madre me explicó que Joana había intentado suicidarse, y lo habría conseguido si la chica de la limpieza no hubiera vuelto a casa porque se había olvidado el monedero. Sin importarme que aquella mujer estrafalaria estuviera a mi lado, lloré mientras me tapaba los ojos con las manos. Entonces me puso la mano en el hombro y me dijo: —No tengas mala conciencia. Mira, no sé qué le has hecho, pero ya lo había intentado en una ocasión, ¿sabes? Joana no está bien de la cabeza. Cuando finalmente me permitieron entrar, le pedí: —Me gustaría estar un rato a solas con ella. —Puedes estar tanto rato como quieras —dijo en un tono carente de emoción—. Tú te cansarás de Joana, pero yo tendré que cargar con ella durante el resto de mi vida. Cerré la puerta tras de mí. Joana dormía profundamente con la muñeca vendada y una bolsa de sangre conectada al brazo. Le besé los labios resecos, que temblaron ligeramente. Después me senté a su lado mientras me caían las lágrimas. No podía detenerlas. Pero lloraba de felicidad, porque había estado a punto de perderla y ella había vuelto a la vida. Mientras le pasaba la mano por el pelo y la llenaba de besos, me juré que nunca más permitiría que le hicieran daño. *** Empezó a despabilar a primera hora de la tarde. Debían de haberle dado un sedante muy fuerte, porque le costaba abrir los ojos y vocalizaba mal. Le susurré al oído: —Me alegro de que hayas vuelto al mundo, Sol de Medianoche. Joana sonrió y eso me llenó de felicidad: le gustaba que estuviera allí. Como veía que no tenía fuerzas para hablar, continué:

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—Luego te iré a buscar tu gorra de la suerte. Al final tendré que darte la razón: te protege. Como si el cielo quisiera confirmar estas palabras, se abrió un claro entre las nubes y un rayo de luz naranja iluminó la habitación del hospital. Tomé la mano desprovista de fuerza de Joana y me la llevé a los labios antes de decir: —¿Sabes? Has vuelto a nacer y tienes derecho a decidir cuál quieres que sea tu vida a partir de ahora. Puedes inventar cómo tiene que vivir la nueva Joana, porque yo haré todo lo posible para que así sea. Pero antes necesito que me digas si puedo estar siempre a tu lado. Tengo que saberlo, porque a partir de ahora viviré únicamente para tu felicidad, ¿lo entiendes? Una voz masculina hizo que el corazón me diera un vuelco: —Por favor, no la maree. Aún está muy débil. Un enfermero había asistido a mi encendida declaración de intenciones. Le fulminé con la mirada y, antes de irme, dijo: —De aquí a cinco minutos tiene que salir. Vendrá el médico para hacer el seguimiento. Cuando volvimos a estar solos, Joana dijo su primera palabra desde que estaba allí: —Siempre. Ignorando lo que el enfermero me había dicho, abracé su cuerpo menudo y sin voluntad. Haciendo un gran esfuerzo, Joana orientó los labios hacia mi oreja y susurró: —Tendrás que hacer algo muy grande por mí. Hablaba con los ojos cerrados, como si estuviera soñando. —Pídeme lo que quieras. —Tienes que sacarme de aquí. Antes de que sea demasiado tarde. —¿Qué quieres decir? —Mi madre me quiere encerrar. En aquel momento entró una doctora y el enfermero, que me ordenó con la mirada que me largara. Fuera me esperaba la madre de Joana, que había tenido tiempo de pasar por casa y cambiarse de ropa. Probablemente también de pasear a los perros. —¿Cuándo podré volver a verla? —le pregunté. Me miró con fría determinación antes de contestar: —Eso lo han de decir los médicos.

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—Volveré a pasar a la hora de cenar. —Tú mismo, pero no te aseguro nada. —Por cierto, ¿dónde está su gorra roja? Joana me la ha pedido antes — mentí. —La llevo en la bolsa, aunque no creo que le haga falta. Tardará en poder ponérsela. —¿Me la puedo llevar a casa? Había pensado lavarla —volví a mentir. —Harás bien —dijo la mujer mientras la sacaba de la bolsa—. Está llena de malas ideas.

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EL JUEGO DE LAS VERDADES

En mi ecuación vital, cada nueva dificultad era mayor que la anterior. Tras recuperar a Joana, ahora me la querían arrebatar para encerrarla en un centro psiquiátrico. Pero no estaba dispuesto a perderla por segunda vez. Tenía la impresión de que si ingresaba allí no volvería a verla. Joana era demasiado sensible para resistir el contacto con los otros enfermos y la borrachera de psicofármacos. Una experiencia así le haría cortar los pocos lazos que mantenía con el mundo. Yo había realizado el diagnóstico de su alma y podía darle la medicina que necesitaba: mi amor y la distancia de su madre. Un claxon conocido sonó dos veces cuando estaba a punto de entrar en el portal de mi casa. Al ver el BMW morado comprendí que Erzsebet me había seguido. Lo que probaba su implicación en los hechos, tal y como sospechaba. Decidido a enfrentarme a ella si era necesario, fui hasta su coche y me senté a su lado. El portazo que pegué al cerrar era un aviso de que no estaba para juegos. Había llegado el momento de dejar las cosas claras. —Te veo muy alterado —dijo Erzsebet mientras pisaba suavemente el acelerador. —Quiero saber qué le has hecho a Joana —le espeté sin más preámbulos. —Sólo mantuvimos una conversación de profesora a alumna. Nada extraordinario. No creo que sea asunto tuyo. —Seguro que incluyó alguna amenaza. —Si lo dices por el intento de suicidio, tendrás que echarle la culpa a otro. Como tutora, estoy en contacto permanente con su madre. Ella me había informado hace tiempo de que Joana estaba desequilibrada. —Y tú le has aconsejado que la encierre en un centro psiquiátrico para quitártela de encima. —Hay que protegerla de sí misma para que no se haga daño. Deberías estarme agradecido, porque también te estoy protegiendo a ti. —No te he pedido que lo hagas. ¿Qué diablos le dijiste?

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Erzsebet meditó unos segundos mientras circulábamos por la Vía Augusta. Debía de preguntarse si yo estaba preparado para saber la verdad, o si era un triste cobarde que se nutre de mentiras. Finalmente me preguntó: —¿Tanto te interesa saberlo? —Quiero la verdad. —Entonces la tendrás: le pedí que, por tu bien, no volviera a verte. Te ha costado mucho salir del hoyo y lo último que necesitas ahora son distracciones. —¿Eso le dijiste? —Nada más. ¿Crees que había para tanto? —En cualquier caso, no tenías ningún derecho a decir eso, es nuestra vida. ¿Cómo reaccionó Joana? —Lloriqueó un poco, pero la convencí de que si te amaba de verdad, te dejara libre para construir tu futuro. —No debías de resultar muy convincente —contraataqué—, porque mientras estaba contigo me llamó cinco veces. Los ojos de Erzsebet llamearon de furia y supe que la había cagado del todo diciendo eso. Ahora, más que nunca, Joana estaba amenazada. —Ya te he dicho que está loca —dijo luchando por no perder la calma—. Y tú tienes que andarte con cuidado: no puedes sacrificar tu carrera porque has encontrado un coño joven. Aquellas palabras en boca de Erzsebet me dejaron helado. Probablemente era lo que pretendía: desorientarme para llevarme de nuevo a su territorio. —Cuando llegue el momento —continuó— tendrás todas las chicas que quieras. Pero ahora te has de centrar. Tu historial familiar hace que te tiente el abismo, pero haré todo lo que esté en mi mano para salvarte. Eras una carcasa vacía cuando te recogí del fango, y eso es lo que volverás a ser si huyes de mi lado. Mientras Erzsebet maniobraba para entrar en su parquin, me dije que debía extremar las precauciones. Ella estaba dispuesta a todo para que yo, su obra, no se le fuera al traste. Seguía sin entender por qué lo hacía, pero tenía que seguirle la corriente —al menos aquella tarde— para ganar tiempo. Tal vez si le hacía creer que seguía loco por ella, si representaba el papel de discípulo caliente, bajaría la guardia y podría hacer algo por Joana. Así lo hice: justo cuando detuvo el coche dentro del garaje, deslicé mi mano hasta su pierna, liberada de las medias desde que había llegado

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marzo. Representando una vez más su antiguo papel, Erzsebet se dejó hacer, pero cuando mi mano ya rozaba el algodón de las bragas, me frenó. —A ver si te aclaras —exclamé haciéndome el amante ofendido—. Dices que no folle con chicas jóvenes, pero siempre me detienes en el último momento. ¿Por qué no lo probamos de una vez? —No me parece correcto que una mujer de cuarenta años haga el amor con un chico de diecisiete. —Tú has visto demasiados informativos —la provoqué—. ¿A quién le importa lo que hagamos? A mi madre seguro que no. —A mí me importa. No quiero aprovecharme de ti: lo que quiero es darte el futuro que mereces. Dicho esto, me revolvió el pelo y subimos las escaleras. Por primera vez desde que la conocía, tuve la impresión de que le llevaba ventaja. Con mi actuación había conseguido una pequeña tregua. Podía verlo en su expresión de victoria. No obstante, quedaba poco tiempo.

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La pasión de Erzsebet

RESURRECCIÓN

Los acontecimientos se sucedían a un ritmo tan trepidante como siniestro, y nada hacía pensar que el temporal iba a amainar. Más bien todo lo contrario. Aquel viernes por la tarde hice un terrible descubrimiento que explicaría la pesadilla en la que estaba metido, pese a que no me ayudaría a salir de ella. El azar me había jugado una mala pasada y sería el mismo azar el que me permitiría descifrar la tragedia. La respuesta se encontraba en la habitación de Erzsebet y una coincidencia afortunada me permitió entrar en ella una vez más. Simulando el reencuentro perfecto, me pasé toda la tarde asediando a Erzsebet, que parecía encantada de tenerme nuevamente mariposeando a su alrededor. Le pedí que pusiera música de baile para rememorar la última noche en Berlín. Accedió y los Valses nobles y sentimentales de Debussy fueron la banda sonora de la farsa. Adoptando el papel de semental descerebrado, me pegaba a ella todo lo que podía e incluso le agarré el trasero con las dos manos, atrevimiento que se saldó con una sonora bofetada. En definitiva: la velada perfecta. Y entonces llegó la llamada. Erzsebet miró su móvil y, por la cara que puso, comprendí que era la madre de Joana, que quería discutir con ella lo que tenía que hacer con su hija. La providencia había decidido echarme un cable. —Discúlpame que hable un momento en privado —dijo Erzsebet mientras salía de la casa y ajustaba la puerta detrás de ella. Entonces supe de pronto lo que tenía que hacer. Actuaba con la seguridad de alguien que ha ensayado sus movimientos en un sueño y, como en un déjá vu, se deja guiar por una intuición que va unos cuantos pasos por delante. Entré en su habitación y me planté ante el viejo tocador. La fotografía seguía colgada del revés y reclamaba mi atención poderosamente. Ahora sabía lo que había venido a buscar. Cuando le di la vuelta, fue como si un rayo fulminante cayera sobre la habitación y me cegara con su luz. No podía creer lo que estaba viendo.

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Era yo. Y al mismo tiempo, no era yo. La fotografía mostraba a un chico de mi edad que se parecía prodigiosamente a mí. Si no fuera por la ropa que llevaba y porque desconocía la montaña a la que estaba subido, habría pensado que era un retrato de mí. Mi doble reía bajo un abrigo largo y gris y me señalaba con el dedo. Su gesto, con el brazo estirado, tenía un aire de desafío. Como si me dijera: «Ahora te toca a ti». Solamente después de mirar el retrato con mucho detenimiento, empecé a ver pequeñas diferencias. El chico de la foto era casi idéntico a mí, era cierto, pero al mismo tiempo recordaba mucho a Erzsebet: tenía su misma nariz y su misma boca. Eso era lo más extraordinario: yo y Erzsebet no nos parecíamos, pero el chico de la foto se parecía a los dos, como si fuera un puente entre ambos. Era una coincidencia terrorífica. Sin duda, aquél era el hijo de Erzsebet. O a lo mejor lo había sido, porque ella nunca me lo había mencionado. Tal vez había muerto, o simplemente desaparecido. Quién sabe si no pudo soportar su carácter posesivo y acabó huyendo, como yo estaba a punto de hacer. Al girar la fotografía nuevamente, me di cuenta de un detalle que hasta entonces me había pasado desapercibido: había una inscripción con un nombre, Péter, y dos fechas. Estaba tan fascinado con aquel hallazgo que no me di cuenta de que Erzsebet había entrado en la habitación. —Lo has calculado bien —dijo mientras respiraba agitadamente—, Péter tenía diecisiete años. Se mató mientras hacía escalada con unos amigos. No supe protegerle. —Nadie tiene la culpa de un accidente —respondí mientras me sentaba en la cama para serenarme—. Quien practica escalada sabe a lo que se arriesga: un paso en falso, una cuerda que se rompe, una piqueta mal clavada... El error forma parte de la naturaleza humana. —Después de enterrarlo —prosiguió Erzsebet con la mirada perdida—, abandoné Budapest para instalarme aquí, la casa donde nació mi padre. Lo que no imaginaba es que el destino me regalaría una segunda oportunidad. ¿Entiendes ahora por qué no puedo hacer el amor contigo? —Reconozco el parecido, pero eso no quiere decir que sea la reencarnación de Péter. Nacemos y morimos una sola vez y lo hemos de aceptar. —En esto te equivocas, joven sofista —dijo mientras me pasaba el brazo por la espalda—. Yo he nacido y muerto más de una vez.

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—Lo sé, condesa —ironicé—. Pero yo no soy un vampiro que tiene el privilegio de sobrevivir a los siglos. —No hablo como Erzsebet Bathory, sino como madre. —¿Qué quieres decir? —Tras perder a mi hijo, yo estaba muerta. Regresé a las raíces de mi padre para acabar con mi vida. Pero cuando te vi, volví a nacer. No es sólo el físico: hablas y piensas como él. Abre los ojos, Amat: la vida nos ha entregado a los dos una nueva oportunidad. No la defraudemos.

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MANUAL DEL BUEN LADRÓN

Aparte de saber finalmente por qué había sido elegido, sólo me había quedado clara una cosa: Joana corría un gran peligro, porque no entraba en los planes de resurrección de Erzsebet. Me necesitaba a mí solo para ir moldeándome hasta que, efectivamente, acabara pensando y hablando como Péter. Era necesario actuar esa misma noche, pero no sabía cómo hacerlo. En los últimos meses había leído una veintena de libros, había visto películas de culto y escuchado música fuera del mainstream, pero nada de eso me ayudaría a sacar a Joana del hospital antes de que la trasladaran al psiquiátrico. Esta clase de actuaciones requieren de una inteligencia mucho más simple y expeditiva, la practicidad con la que los chorizos y macarras llevan a cabo sus asuntos. Eso me hizo pensar en Emil: pese a ser únicamente un chico de buena familia —un futuro carcamal— que juega a traficante, quizás era algo más espabilado que el resto. Cuando estás desesperado no puedes escoger, así que decidí llamarle. Trasladar a una persona que no tenía fuerzas para caminar requeriría al menos cuatro brazos. La cuestión era si estaría dispuesto a asumir el riesgo a cambio de los noventa euros que llevaba en el bolsillo. Pronto lo sabría. *** Nos citamos ya de noche en el Café del Centro, y le expliqué los hechos con todo detalle. Emil me escuchaba con la actitud reconcentrada de un mafioso de medio pelo, pero de vez en cuando puntualizaba mi relato con exclamaciones como: «¡Oh!», «¿Eh?» o «¡No puede ser!», lo que demostraba que en el fondo era sólo un pringado. Más que mi extraña relación con Erzsebet y el proyecto de resurrección, a Emil le maravillaba que entre tantas chicas hubiera escogido precisamente a Joana. Lo notaba en sus ojos de rana, que parecían decir «¿por qué ella?», pero no se atrevió a verbalizarlo.

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Cuando llegamos a la parte práctica —y delictiva— del asunto, Emil sintió que pisaba un territorio lo bastante familiar como para atreverse a dar recetas: —Mira, mi experiencia como ladrón ocasional de grandes almacenes me ha enseñado que, si no quieres que te pillen, has de comportarte como si no estuvieras haciendo nada malo. Con naturalidad. Pero has de creértelo para que funcione. —Explícate mejor. —Si entras en una tienda con la idea de robar y tienes miedo de que te cojan, por muy discreto que quieras ser, actuarás de forma delatora. El secreto consiste en hacerlo a la inversa, sin ningún tipo de vergüenza. Por ejemplo, el curso pasado robé un montón de volúmenes de aeronáutica de una librería del centro. Unos tochos tan grandes que era imposible esconderlos. Por lo tanto, tras arrancar la pegatina de la alarma, me los llevé bajo el brazo con la apatía de un mozo de almacén. Los guardas de seguridad ni me miraron. —Interesante. Pero ¿cómo podemos aplicar eso al rescate de Joana? —De la misma manera. Entramos por el puto morro a una hora intempestiva y nos la llevamos como si fuera una colega con quien salimos de marcha. Sin manías. —¿Crees que funcionará? —Seguro que sí. Además, ella no está vigilada porque no ha cometido ningún delito, aparte de intentar suicidarse. Las únicas personas que le pueden tener el ojo encima son las enfermeras de turno, y te aseguro que si vamos de madrugada estarán follando con los médicos. —Tú has visto muchas películas. —Las películas imitan la realidad. No lo olvides. *** El «trabajito» quedó fijado para las seis de la madrugada. Emil estaba encantado con la tarifa de noventa euros, tanto que me ofreció la llave de una casa que su padre tenía en Pruit, en la comarca de Osona, por si necesitábamos escondernos algunos días hasta que pasara la tormenta. Acepté su oferta. Aquella noche estaba tan atacado de los nervios que ni me propuse dormir. Leía una novela de Strindberg, Inferno. De hecho, es un relato autobiográfico de cuando el autor sufrió un violento delirio persecutorio: estaba convencido de que querían electrocutarle para quitarle la fórmula del oro que había descubierto. Por eso, cada vez que veía a operarios subidos a un poste de electricidad, cambiaba de residencia porque

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interpretaba que el atentado estaba al caer. Cuando llevaba mucho tiempo huyendo, al llegar a un pueblecito tuvo la revelación de que se encontraba ya en el infierno. Hacía tiempo que había entrado, lo que ocurría era que aún no se había dado cuenta. Era curioso que ese libro me hubiera caído en las manos precisamente la vigilia del intento de fuga, pero empezaba a entender que estas coincidencias son la lana con la que está tejido el tapiz de toda vida. El preludio de esta narración —en forma de obra de teatro— me cautivó: Adán y Eva están en el Jardín del Edén y reciben la visita de Lucifer, que les aconseja comer la fruta del Árbol de la Ciencia. Primero se niegan, alegando que Dios se lo ha prohibido. Entonces Lucifer —«el que porta la luz»— les pregunta: «¿Qué Dios? Hay muchos».

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EL SECUESTRO

Siguiendo la estrategia del buen ladrón, entramos en el hospital riendo y charlando, como si estuviéramos en casa. Incluso bromeamos con un empleado de la limpieza, que en aquel momento pulía el suelo con una especie de mocho eléctrico. —¿Me lo dejas probar? —le pidió Emil. —¿Tienes carnet de conducir robots de limpieza? —contestó burlón, y acto seguido le cedió el mango. Emil intentaba avanzar en línea recta con la máquina mientras el empleado se cachondeaba de él. Cuando se cansó de mirarle, salió fuera a fumar un pitillo. No fue hasta entrar en el ascensor cuando fui consciente de las consecuencias que tendría lo que nos proponíamos hacer, independientemente de si salía bien o mal. Como mínimo, la expulsión de la escuela —legalmente aquello era un secuestro—, si es que no nos llevaban delante del tribunal de menores. Al ver la cara de idiota de Emil, que no preveía nada de eso, me dio pena y me prometí que le exculparía de toda responsabilidad. Cuando se abrieron las puertas de la sexta planta, sentí que me faltaba el aire y la cabeza me daba vueltas. Había llegado la hora de la verdad, el momento en el que sabría si era capaz de actuar o sólo era un mierda, un patético comentarista de la vida. Para llegar a la habitación 627 teníamos que pasar por un mostrador de enfermería. Aquél era el primer escollo. Tal y como había pronosticado Emil, a aquella hora estaba desierto. Seguimos pasillo abajo, donde una sombra encorvada se perfilaba contra la ventana. Falsa alarma: sólo era un enfermo con camisón que hablaba solo. —A dormir, abuelo —le ordenó Emil mientras yo abría la puerta. El principal obstáculo que podía enviarlo todo al traste, la madre de Joana, no estaba. Eso era un buen inicio. Mi amor dormía, sola, en la habitación en penumbra. Aún tenía la muñeca vendada, aunque ya le habían quitado la bolsa de sangre.

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Con una timidez que no le conocía, Emil se mantuvo a una distancia prudencial mientras yo me acercaba para despertar a Joana. —Sol de Medianoche... —le susurré. —Hola —dijo sonriendo. La abracé brevemente, porque ni el tiempo ni la situación daban para carantoñas. A continuación le pregunté: —¿Crees que podrás caminar? Asintió con la cabeza. La ayudé a incorporarse, mientras le sacaba las piernas fuera de la cama. Los pies no le llegaban al suelo. Cuando estuvo sentada, pálida como el mármol, me di cuenta de que no la podíamos sacar de allí en camisón. —¿Dónde está tu ropa? —le pregunté. —No tengo. La ha de traer hoy mi madre. Emil observaba la escena apoyado en la pared con fingida indiferencia, como un mafioso que sólo interviene cuando es estrictamente necesario. No obstante, por la forma en que movía un pie supe que estaba tan acojonado como yo. —Al menos ponte esto por encima —le dije mientras me quitaba el jersey—. ¿Tienes zapatos? Negó con la cabeza. La cosa se complicaba. Vi que bajo la cama tenía unas chancletas de ducha y se las puse en sus pies diminutos. Entonces la tomé por la cintura para ayudarla a bajar de la cama. Primero pareció que se tenía en pie, pero enseguida se le doblaron las rodillas y la tuve que coger para que no cayera. Definitivamente, aquello se ponía cuesta arriba. Emil volvió de echar un vistazo al pasillo con expresión alarmada. —Hay una enfermera con una bandeja de medicamentos. Va habitación por habitación, debe de ser la hora. —¿Qué hacemos ahora? —dije mientras sostenía con ambos brazos a Joana, que parecía una muñeca sin voluntad. —Echarle un par de cojones —contestó mientras abría un armario y sacaba todas las sábanas—. Si la envolvemos como un canelón y nos la cargamos al hombro, podemos hacernos pasar por mozos de la lavandería. Es la única forma que se me ocurre de sacarla. —No colará —dije—. Ni siquiera vamos vestidos como el personal sanitario. Es una locura. —¿Se te ocurre algo mejor?

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Dicho esto, arrancó también las sábanas de la cama y empezó a envolverla con ellas como una momia. Añadiendo las cuatro sábanas limpias conseguimos que perdiera toda forma humana. Entonces Emil se agachó y, tomando a Joana por los tobillos, se la cargó a la espalda. —Qué poco pesa, colega —dijo—. Parece un gorrión. Tras repartirnos el fardo de forma equitativa, salimos de la habitación a toda leche. —Alea jacta est —dije mientras encarábamos el pasillo en dirección al ascensor. La fortuna nos sonrió una vez más, porque no nos cruzamos con la enfermera de la bandeja, que debía de estar medicando a algún paciente. Aceleramos hasta pasar frente al mostrador de enfermería, donde una chica joven con gafas repasaba un dosier. —¡Paso al séptimo de lavandería! —anunció Emil. No nos volvimos para ver la cara que ponía, porque en aquel momento se abrieron las puertas del montacargas y entramos de cabeza. Una vez dentro, comprobamos que subía en lugar de bajar. Nos miramos, empapados en sudor. Emil acarició un pie de Joana que se había escapado del fardo antes de envolverlo de nuevo. —Sabes lo que te haces —dijo—. Tiene la piel suave como la de un ángel. Al llegar al último piso, entró el empleado de limpieza que habíamos conocido en la planta baja. —¿Ya has terminado el turno? —le pregunté. —¡Qué más quisiera! He ido a buscar material al almacén. Y nos señaló un cubo lleno de botellas de detergente, trapos y esponjas. A continuación miró sorprendido nuestra carga y dijo: —¿Por qué os lleváis sábanas? —Es nuestra obligación —dijo Emil fingiendo un bostezo despreocupado. —¡Y un huevo! Las sábanas se cambian a las ocho, y se las llevan dos mujeres en un carretón. —Éstas no —contestó Emil sin perder los nervios—. Han salido defectuosas de fábrica y nos las llevamos para reponerlas. —Ja, ja —replicó el empleado, que no creía ni una palabra de lo que le decíamos. En ese preciso momento se abrieron las puertas de la planta baja y salimos disparados. Empezaba a pulular gente por el hospital. Mientras prácticamente corríamos camino de la salida, le pregunté a Emil:

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—¿Crees que nos denunciará? —Da lo mismo —contestó—. Cuando la enfermera entre en la 627, dará la alarma. Logramos llegar hasta la calle sin que nadie nos cortara el paso, pero era cuestión de minutos, si no de segundos, que saltara el escándalo. Cuando liberamos a Joana de su mortaja, vi que había vomitado sobre el jersey. Mientras yo le limpiaba el vómito con la manga, Emil llamó a un taxi aparcado en un lateral del hospital. Luego huyó corriendo y ya no volví a verle. El taxi se acercó con parsimonia hasta el escalón donde había sentado a Joana, cuya cabeza le colgaba como si estuviera muerta. —¿Me puede abrir la puerta? —grité mientras la tomaba en brazos.

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EL DIOS DE LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES

Llegamos hasta la Estación del Norte sin que el taxista hiciera más preguntas. Adoptando la estrategia de Emil, me pasé todo el trayecto despotricando contra la sanidad pública, que era incapaz de facilitar una ambulancia a los enfermos que volvían a su casa para hacer convalecencia. Le llené la cabeza de quejas con la única finalidad de no permitirle pensar. Lo conseguí. Ya en la central de autobuses, nuestra situación volvió a ser exactamente la misma. La única diferencia era que estábamos más lejos del peligro, aunque por poco tiempo: pronto la policía empezaría a buscarnos por todas partes. Vestida con el jersey manchado, camisón y chancletas, cargué nuevamente en brazos a Joana, que había abierto los ojos y sonreía débilmente. —Parece que el aire fresco te sienta bien —le dije para animarla. Asintió con la cabeza mientras llegábamos a las taquillas, donde nadie se fijó en nosotros a excepción de una mujer gorda y llena de arrugas. —¿Qué le pasa a esta joven? Su voz era chillona pero bondadosa, como esas tías solteras que viven para meter la nariz en los asuntos de los demás. —Ha tenido una bajada de tensión —le contesté—. La he tenido que sacar así de la cama porque se nos escapaba el autobús. La mujer nos miró a los dos con escepticismo. Afortunadamente, era imposible que adivinara lo que había pasado. Era demasiado. Como mucho, podía pensar que éramos dos yonquis que no teníamos donde caernos muertos. Y no andaría demasiado desencaminada. —Déjala que duerma un poco en el banco —dijo la mujer—. Yo cuidaré de ella mientras compras los billetes.

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Tras un instante de duda, pensé que la única salida que teníamos era confiar en aquella desconocida. Si avisaba a seguridad, ahí se acababa la aventura. Pero no quedaba otra opción. Recorrí las taquillas hasta encontrar el autobús que paraba en Pruit. Emil me había asegurado que el viernes había un servicio especial a las 07.45. Por eso habíamos montado aquel show a primera hora de la mañana. Mientras compraba los billetes, eché un vistazo al banco donde había dejado a Joana. En aquel momento la tía le acercaba un cruasán y un café con leche. «Mujeres como ésta son las que hacen que el mundo siga girando», me dije. Con los billetes ya en el bolsillo, me senté en el banco donde Joana se había incorporado un poco, mientras su benefactora la ayudaba a tomarse el café con leche. Le mojaba el cruasán para que le fuera más fácil morderlo. Lleno de agradecimiento, cogí la gruesa mano de la mujer, que aguantaba todavía medio croissant; empecé a besarla mientras me caían lágrimas de desesperación, porque entendía que aquello no podía acabar bien de ninguna manera. —No me des las gracias a mí, sino a Nuestro Señor, que nos perdona todas las maldades y se compadece de nosotros. ¿Tú crees en Dios? —¿Qué Dios? Hay muchos. Lamentaba hacerme el sofista con aquella buena mujer, pero me lo había puesto a huevo. —¿Tú cuántos conoces? —me preguntó con dulce paciencia. —Los hinduistas han contado hasta 330 millones. Pero en esta estación, el único dios que yo veo es usted. La mujer rompió a reír y eso hizo que la papada se le hinchara aparatosamente. Entonces, mientras se secaba las lágrimas, asistí a un auténtico milagro. Como si el café con leche y el croissant hubieran obrado el prodigio, Joana de pronto se puso de pie y dio un par de pasos torpes, mientras preguntaba: —Necesito ir al lavabo. ¿Dónde está? —Yo te acompaño, reina —dijo la señora. —No se preocupe —intervine—, ya lo haré yo. Usted por hoy ya se ha ganado el cielo. La mujer iba levantando la voz a medida que nos alejábamos:

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—El cielo no se gana en un día, ni tampoco en dos. Pero si os portáis bien, estáis invitados a entrar. Allá no os faltará de nada: el banquete es permanente y hay ángeles que tocan música día y noche. ¿No lo sabíais?

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HISTORIA DE UNA GORRA

Cuando el autobús empezó a surcar las verdes colinas del Vallés, me invadió una calma cercana al éxtasis. Mientras Joana dormía con la cabeza apoyada sobre mis rodillas —llevaba puesta su gorra de la suerte—, yo miraba por la ventana y saboreaba cada segundo de paz como si fuera el último. No sabía en qué acabaría aquella sucesión de desastres, pero me conformaba con pasar un día más junto a Joana. Al día siguiente, pediría pasar otro a su lado. Y luego, uno más. El nuestro era un amor tan desgraciado que no podíamos mirar más allá. Debería haber comprendido hace tiempo que los proscritos están condenados a amarse. *** En Caldes de Montbui el autobús estacionó para recoger a un par de pasajeros. Justo enfrente, había una tienda de ropa y complementos con la persiana medio bajada. Estaban fregando. Bajé rápidamente mientras contaba el dinero que me quedaba. Aparte de los noventa euros que le había dado a Emil, había podido reunir otros cincuenta. No era mucho, pero tal vez salvaran las necesidades más urgentes: La dueña de la tienda, que era china, se sorprendió cuando llamé. Levantó un poco más la persiana y dijo: —Cerrado. Vuelve luego. —Imposible, me espera el autobús. Mi chica ha perdido toda su ropa en un accidente. No tiene nada que ponerse. Miró la ventanilla que le señalaba, pero no vio nada porque al estar Joana echada, parecía que el asiento estuviera vacío. A pesar de todo, me dejó pasar. Los precios estaban tan reventados que pude comprarle unas bambas rojas, un par de calcetines, una falda larga y un jersey de lana gruesa. Después de pagar, nos quedaban aún seis euros. Llegaría para un par de bocadillos y nada más.

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Al volver al autobús, el conductor dio unos golpecitos en la esfera de su reloj con cara de pocos amigos. Luego arrancó de nuevo con un par de pasajeros más. Joana se animó cuando vio que le traía ropa para ponerse, aunque se rió al ver la combinación de colores que había elegido. —¿Calcetines verdes con bambas rojas? —Son del mismo tono que tu gorra. Te llevaran allí donde quieras. Mientras Joana se quitaba el camisón del hospital —espiada por un viejo que se sentaba al otro lado del pasillo— y yo le iba pasando las piezas de ropa, le pedí que me contara la historia de la gorra de la suerte. —Una tarde que estaba muy triste fui a pasear al Parque de la Ciudadela. Sentía que mi existencia no tenía ningún sentido. Tenía esa sensación de final de trayecto, cuando ya no esperas que la vida te traiga nada bueno. Es más: había llegado a un punto en el que ni siquiera deseaba nada. ¿Sabes a lo que me refiero? —Ya lo creo. Es curioso, pero a mí también me entraba esta melancolía cuando iba al Parque de la Ciudadela de pequeño. Continúa. —Me había sentado en aquel mismo banco donde escuchamos música el jueves por la tarde. De pronto, empezó a soplar un viento salvaje. Además de hojas secas, volaban bolsas de plástico, un pañuelo, papeles... Entonces vi esta gorra roja, que rodaba sobre la hierba en dirección hacia mí. Me agaché mientras me decía: si viene directamente a mis manos, es que me la envía un amigo muy especial. —¿Qué quieres decir con esto? —Es difícil de explicar. Desde muy pequeña me sentía sola e imaginaba que había alguien muy especial que procuraba que todo me fuera bien. Aunque yo no le conocía ni pudiera verle, él sí que me conocía a mí. Este amigo me rescataba siempre que tenía problemas. —¿Hablas de Dios, como la señora de la estación? —O de un ángel. De aquella tarde hará unos tres años, justo antes de entrar en el instituto. Cuando vi la gorra rodando, dije: si me la envía mi amigo especial, me irá a parar directamente a las manos. Y así fue. —No está mal la historia. —Pues no termina ahí. Pensé que esta gorra me había llegado a través del viento para que tuviera suerte. Para saber si funcionaba hice una prueba: me la puse y cerré los ojos mientras me decía: cuando los abra, recibiré un regalo, un motivo para vivir. —¿Y qué pasó entonces? ¿Viste algo? —pregunté intrigado. —Sí. Al abrir los ojos, te vi pasar.

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MEMORIAS DEL ABISMO

A primer vistazo, Pruit tenía el aspecto de un pueblo impecable pero abandonado. Al menos aquel viernes al mediodía no se veía un alma, como si las calles empedradas existieran sólo para nosotros. Siguiendo el mapa que me había dibujado Emil, llegamos hasta una iglesia románica rodeada de árboles. Seguimos caminando hasta llegar a una extraña cúpula en medio del campo que parecía obra de extraterrestres. Tenía media docena de pequeños ventanales, como un platillo volador. Dudando de lo que veían nuestros ojos, intenté localizar aquel artefacto en el plano. Efectivamente, estaba marcado con un círculo con la inscripción CÚPULA GEODÉSICA. Nuestra masía se encontraba a unos doscientos metros de allí. Proseguimos por un camino que ascendía desde la cúpula, hasta llegar a una casa de piedra con un almendro delante de la puerta. Era allí. Introduje la llave larga y oxidada sin mucha fe, pero giró perfectamente. —Hace un frío que pela —dijo Joana. Mientras ella descansaba en el sofá —aún estaba muy débil—, encendí con gran esfuerzo la chimenea. Luego me dediqué a explorar la casa: en la cocina había unas cuantas latas de atún, un paquete de arroz y otro de pasta. Por tanto, no nos moriríamos de hambre. Al menos durante los primeros días. Ya más tranquilo, bajé a observar a Joana, que dormía profundamente mientras las lenguas de fuego iluminaban su cara. Me eché sobre una alfombra al lado del sofá —no quería deshacer las camas— y también me quedé frito. Cuando me desperté, ya era negra noche y Joana me miraba desde el sofá con sus ojos grandes y profundos. —¿Qué haces ahí abajo? —preguntó. —¿Qué haces tú ahí arriba? —respondí. Cinco minutos más tarde hacíamos el amor junto al fuego.

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En el momento culminante se dibujó en su rostro una sombra de dolor, pero no por la penetración, sino por la vida desgraciada que habíamos dejado atrás. O eso era lo que pensábamos. *** Después de cenar, hablamos desnudos junto al fuego. Cada hora que pasaba con Joana era como un bálsamo que cicatrizaba las heridas de mi pasado. También ella parecía sentirse bien a mi lado. El color le había vuelto a la cara, reía y explicaba muchas historias —la gorra de la suerte daba para mucho— que nunca hubiera imaginado de aquella muchacha que se sentaba en el rincón de la clase. Hablamos de viajes, de música, de poesía. Dimos unas cuantas vueltas al asunto de las tres llaves, que abren dos puertas de un único corazón, pero no llegamos a ninguna conclusión. —Siempre te olvidas de la segunda parte —dijo Joana mientras me hacía cosquillas con el pie. —¿Qué segunda parte? —«Tan sólo el ciego sabe encontrar el camino de noche». Este verso resonó en mi interior mientras me entregaba lentamente al sueño. Pese a que me dormí abrazado a Joana, bajo una manta, me sentía intranquilo. Había sido una noche demasiado feliz, y la experiencia me decía que había que ir con cuidado con la felicidad radiante, porque es la antesala de las grandes catástrofes. Me desperté muchas veces a lo largo de la noche. Una de esas veces fue cuando empezaba a clarear y un pitido de mi móvil me hizo saber que había entrado un mensaje. En ese mismo momento supe —la brújula de la intuición— que no era una buena noticia; quizás por eso holgazaneé una hora larga antes de leerlo. De haberlo hecho antes, tal vez hubiera podido evitar la tragedia, pero nunca lo sabremos, porque —como dicen los sabios— no tenemos dos vidas para saber lo que habría pasado si... No fue hasta después de lavarme un poco y vestirme cuando me decidí a leerlo. Era de Emil: POLICÍA EN EL INSTI Y EN CASA. PERO SÓLO ERZSEBET SABE DÓNDE ESTÁIS. VA HACIA VOSOTROS.

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Corrí a despertar a Joana, que por mi cara dedujo enseguida que algo iba mal. Mientras se vestía, intenté hacerme una idea de lo que había pasado. Siguiendo las diligencias lógicas, la policía debía de haber ido primeramente a mi casa, donde mi madre no les habría podido dar ninguna pista. Luego a la escuela, donde habrían interrogado a aquellos que mantenían mayor contacto conmigo. Del mensaje se deducía que Emil aún no había cantado. No tardaría en hacerlo, porque nos habían visto un par de personas del hospital, pero la ley no actúa tan rápido. Lo más probable era que Erzsebet se hubiera adelantado y hubiera averiguado por su cuenta que Emil era el cómplice. Para encontrar al empleado del hospital que nos había visto, tal vez había tenido que esperar hasta el turno de madrugada. Entonces habría ido directamente a casa de Emil y le habría hecho cantar con la promesa de deshacer el embrollo antes de que a los tres nos cayera la poli encima. Ese era el estilo de Erzsebet: tenía que asumir el protagonismo de la historia, colgarse la medalla y erigirse en salvadora para que todo volviera a ser lo que era. O casi. Con la confesión, Emil debía de sentir que me había traicionado y lo había querido arreglar con un aviso que ahora llegaba demasiado tarde. *** Abandonamos la casa sin tener ni idea de hacia dónde debíamos dirigirnos. Una cosa estaba clara: era mejor que nos detuviera la policía al día siguiente que no ese mismo día Erzsebet. Con los primeros sabías a qué atenerte. Con ella seguro que no, y eso era lo que daba miedo. Nos limitamos a deshacer el camino, pasando por la cúpula geodésica hasta la curva de la carretera donde nos había dejado el autobús. Una vez fuera de Pruit, daba igual hacia dónde nos dirigiéramos, porque no teníamos dinero y antes o después nos atraparían. Se trataba de pasar el que podía ser nuestro último día juntos en el lugar más bonito posible. Bajamos por la carretera, todavía vacía de vehículos, aunque por poco tiempo. Aquel sábado al mediodía las masías y pueblos de los alrededores se llenarían de barceloneses. Por tanto, teníamos que mantenernos alejados de las casas. Antes de llegar al turístico Rupit, preguntamos a un pastor adonde podíamos ir. Tras pensarlo un rato, nos acompañó hasta una señal de madera que indicaba SALLENT, a menos de una hora de allí. Y ése fue el error más grande de todos, porque ahora alguien sabía hacia dónde nos dirigíamos.

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*** El camino hacia la cascada de Sallent hacía pensar en los cuentos de hadas y gnomos. Primero bordeamos un río que serpenteaba entre riscos y después lo cruzamos por encima de un pequeño torrente. A partir de ahí, el bosque se espesaba y la luz se filtraba entre los árboles creando reflejos fantasmales. Nos sentamos sobre un tronco caído para desayunar unos bocadillos y toquetearnos un rato. Luego continuamos hasta llegar a un punto donde termina el bosque y queda al descubierto un paisaje rocoso que recuerda a los westerns americanos. Para llegar a la plataforma natural de la que se descuelga la cascada, tuvimos que pasar por un intrincado camino de cabras. Gateando sobre la roca resbaladiza logramos llegar finalmente al abismo, un altísimo acantilado del que brota la cascada que alimenta un pequeño lago de aguas color turquesa. Con las barrigas pegadas sobre la piedra húmeda, nos asomamos para ver aquel formidable precipicio. —Quiero que me prometas una cosa —le pedí a Joana—, que si algún día decides irte de este mundo, me avises para poder acompañarte. —Te lo prometo —contestó—, y sellamos el pacto con un beso largo y húmedo. Hablar de una cosa nos acerca a realizarla. Por eso, cuando la figura negra de Erzsebet apareció al inicio de la plataforma de piedra, ambos pensamos lo mismo. Ni siquiera tuvimos que hablar. Bastó con una mirada para entender que aquél era el momento. Podía oír a mi espalda como Erzsebet gritaba mi nombre. Después, el de Joana. Pero no respondimos. Cogidos de la mano, nos pusimos de pie en el límite del precipicio, preparados para el gran salto. Fue sólo un instante, pero pareció que duraba una eternidad. Joana me preguntó: —¿Ahora? Aquélla era la señal. Sólo tenía que repetir aquella palabra mágica y todo habría terminado. Pero antes de que me diera tiempo a hacerlo, un ave grande y oscura nos sobrepasó para lanzarse al precipicio con las alas extendidas. Era Erzsebet, el ángel negro de ojos azules, que abandonaba el mundo hasta su próxima reencarnación. Y su vuelo nos devolvía la vida.

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Joel Alexandre

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La pasión de Erzsebet

EPÍLOGO

Con el tiempo he comprendido el regalo que me hizo Erzsebet. Antes de perder a su hijo por segunda vez, había preferido inmolarse. Porque ella me había dado una segunda vida, una nueva oportunidad para ser quien había soñado. Ella murió para que yo pudiera vivir, y el mar de sabiduría que me dio a probar vuelve a mí como gotas de lluvia. Estoy seguro de que volverás, condesa insaciable, nunca nos podremos librar de ti. *** Tras el escándalo que provocó la huida del hospital y el «accidente» de Erzsebet —ésta era la versión oficial—, tuve que pedirle de rodillas a la madre de Joana que no internara a su hija, bajo la amenaza de cometer una barbaridad. Ambos nos comprometimos a visitar al psicólogo regularmente, aunque afortunadamente no pudo curarnos de nuestra locura. Los psicólogos entienden de traumas, pulsiones y constelaciones familiares, pero no saben nada de vampiros ni de gorras de la suerte. Por eso no funcionó. Me vi obligado a dar muchas explicaciones a la policía, a la escuela y a mi madre. Pero nunca llegué a ser castigado. Mi defensa era que había hecho todo eso por amor, y ya se sabe que la gente se ablanda con este tipo de historias, sobre todo cuando las protagonizan dos almas tiernas. *** La primavera de turbulencias fue seguida de un verano de cielos azules y sueños infinitos. Los dos conseguimos pasar curso con notas mediocres, y después viajamos con la escuela, donde nos habíamos convertido en la pareja de moda.

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Joel Alexandre

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La pasión de Erzsebet

Por una ironía del destino —o del jefe de estudios—, la escapada de fin de curso fue a Budapest. Tras recorrer con los compañeros los lugares típicos de la ciudad, un día Joana y yo decidimos aventurarnos un poco más lejos y nos separamos del grupo. Entramos en un callejón lúgubre que no aparecía en las guías y lo seguimos hasta una pequeña plaza porticada. Una violenta lluvia de verano nos obligó a refugiarnos bajo el porche, donde nos abrazamos y besamos hasta que oímos aquella voz. Alguien susurraba: «Erzsebet», «Erzsebet». Nos quedamos helados. Entonces se abrió una puerta y un hombre muy viejo estiró su arrugado cuello mientras susurraba: —Erzsebet... Erzsebet... Un gato gris se deslizó entre las sombras obedeciendo a la llamada de su amo. Antes de entrar en la casa, clavó en nosotros sus ojos azules y magnéticos. Igual que los de Erzsebet.

Fin

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