La Mujer de Negro

-1- Mujer Negro La M ujer de N egro Susan Hill -2- The Woman in Black Por Susan Hill. Traducida por F. P. A. (pa

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Mujer Negro La M ujer de N egro

Susan Hill -2-

The Woman in Black

Por

Susan Hill.

Traducida por F. P. A. (para Eva)

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Capitulo I.

Nochebuena Eran las nueve y media del día de Nochebuena. Tan pronto como atravesé el largo vestíbulo de Monk’s Piece desde el comedor, -acabábamos de terminar la primera de las placenteras comidas de estas fiestas-, en dirección al salón, donde mi familia se reunía alrededor de la chimenea, me detuve un momento y, como hacía a menudo durante el transcurrir de cada tarde, giré hacia la puerta principal, la abrí y caminé unos pasos en el exterior. Siempre me ha gustado salir a respirar el aire de la tarde, olerlo, bien si esta dulcemente aromatizado con el olor de las flores del verano, intenso por humo de chimeneas en otoño, o gélido y cortante por nieve y hielo. Me gusta mirar a mi alrededor y a la bóveda celeste, tanto si esta despejado y me ilumina la luna y las estrellas como si solo me rodea la oscuridad; me gusta escuchar los gritos de las criaturas nocturnas, y el aullido del viento al nacer y desaparecer, o el murmullo de la lluvia en los sauces. Disfruto del ulular del viento ascendiendo la colina hacia mí desde las llanuras del valle fluvial. Esta noche, respiré profundamente y, con el corazón emocionado, vislumbré un cambio en el tiempo. Durante la semana anterior habíamos tenido lluvia, gélida lluvia y un aguanieve que descendió sobre la casa y el paisaje. Desde las ventanas, la vista se limitaba a una o dos yardas (*) sobre el jardín. Era un tiempo extraño, que nunca permitía el paso de la totalidad de la luz del sol, y con temperaturas cortantes. No había ningún placer en caminar, la visibilidad era pobre para cualquier tipo de caza y los perros estaban permanentemente ociosos y aburridos. Dentro de la casa, las luces estaban encendidas durante todo el día, los muros exteriores y el sótano mostraban manchas de humedad, produciendo un ácido y penetrante olor, mientras las chimeneas crepitaban lánguidamente. (*) Uno o dos metros. Una yarda = 0.91 cm. N. del T.

Durante muchos años el tiempo ha influenciado en exceso mi estado de animo, y verdaderamente confieso que, de no haber sido por el aire de alegría y amistad que prevalece en el interior de la casa, en estos momentos habría caído en un estado de letargo y melancolía, de irritación interna, que me habría impedido disfrutar del agradable periodo que se avecinaba. Afortunadamente, a Esmé no le afecta el tiempo tanto como a mí, así que los preparativos de nuestra fiesta de Navidad habían sido este año más vigorosos y extensos de lo normal. Caminé unos pasos bajo la sombra de la casa, de forma que me pude ver bajo la luz de la luna. Mi casa, -Monk’s Piece,- se levanta en la cima de un altozano que se eleva tímidamente a 100 yardas desde el lugar donde el río Nee sigue su descuidado curso de norte a sur a través de la fértil y cuidada campiña. Un poco más lejos hay pastos, salpicados por pequeños trozos de frondoso bosque. Pero a nuestra espalda y durante varios kilómetros se extiende una zona muy diferente; un collage de tierras en barbecho

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en medio de cultivadas granjas. Nosotros disponemos de de una granja de buen tamaño, aproximadamente de 20 acres, situada a 5 millas del pueblo mas próximo con mercado, y todavía se respira ese aire de soledad que nos hace sentir a veces alejados de la civilización. (*) 20 acres son apx. 8 Hectáreas. 1 acre = 0,4 hectáreas. 5 millas son apx. 9 km. 1 milla son 1.85 km.

La primera vez que ví Monk’s Piece fue hace años, a finales de verano, en un paseo por el campo con el Sr. Bentley. El Sr. Bentley era formalmente mi jefe, pero yo había ascendido hasta convertirme en socio del bufete de abogados donde comencé mi vida laboral como joven becario (y donde, en fin, permanecí durante toda mi vida). En aquel momento él estaba cerca de esa edad en la que empezaba a soltar las riendas de la responsabilidad para, poco a poco, deslizarlas en mis manos, a pesar de que continuaba viajando hasta las oficinas en Londres al menos una vez a la semana; hasta que murió a los ochenta y dos años. Pero se estaba convirtiendo cada vez más en un terrateniente. No era alguien al que le gustara la caza o la pesca, sin embargo, se había embebido en las tareas de magistrado rural y eclesiástico, gobernador de esto, aquello y lo de más allá, cosas que surgían del condado propio y ajeno, así como de las tareas de la comunidad rural. Me sentí a la vez aliviado y agradecido cuando me aceptó como socio de la firma, después de muchos años, mientras al mismo tiempo creía que la nueva posición no era más que el pago de mi deuda. Había realizado una justa parte del trabajo, y sobrellevado buena parte de responsabilidad dirigiendo las fortunas de la firma, y me sentía inadecuadamente remunerado, al menos en términos de posición. Así que allí estaba yo, sentado en un carruaje, al lado del Sr. Bentley una tarde de domingo, disfrutando de la vista sobre el amplio campo sembrado de trigo, cuando él dejó que su caballo tomara el camino de vuelta a un paso tranquilo, hacia lo que parecía ser una destartalada mansión. Me sentía raro, allí sentado sin hacer nada. En Londres yo vivía para mi trabajo, aparte de algo de tiempo libre dedicado al estudio y a una colección de acuarelas. Yo tenía en aquel entonces treinta y cinco años y era viudo desde los veintitrés. No me sentía atraído por la vida social y, a pesar de estar en buenas condiciones físicas, a veces me afectaban algunos trastornos nerviosos, como consecuencia de ciertas experiencias que voy a relatar. Verdaderamente, me estaba haciendo viejo antes de tiempo, una persona sombría de cara hosca y expresión adusta… Un bulldog. Hice notar al Sr. Bentley la calma y tranquilidad del día. Y él, después de mirarme de reojo, dijo, “Deberías comprarte algo por allí, ¿no crees?”. “Quizás una pequeña casita por allí abajo”. Y señalo con el látigo hacia el lugar donde un pajarillo se paseaba a lo largo de la orilla del río, bajo la luz de la tarde. “Sal fuera de la ciudad un viernes por la tarde, camina un poco, disfruta del aire libre, pídete unos huevos con jamón…”. La idea era agradable, pero parecía distante, sin relación alguna conmigo, y yo solo sonreí ligeramente, y respiré hondo el calido aroma de la hierba y las flores campestres mientras miraba el polvo que levantaban los cascos del caballo en la pista, sin pensar más en ello. Hasta que alcanzamos un estrechamiento de la pista que se dirigía a una gran, perfectamente proporcionada casona de piedra, situada sobre un otero rodeado de hierba

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y con una vista asombrosa sobre la totalidad del valle, desde el comienzo del río hasta que este se perdía en la línea azul del horizonte. En ese momento, me estremecí por algo que no puedo describir con claridad, una emoción, un deseo -no, era algo mas, un presagio, una absoluta certeza,- que me envolvió, tan clara y profundamente que lancé un súbito grito al Sr. Bentley para que parara el carruaje, y, antes de que el tuviera tiempo de hacerlo, salté de mi asiento y me acerqué corriendo al cercano otero, admirando la casa, tan bella, tan perfectamente colocada en su posición, tan modesta y a la vez tan segura de su valía, para a continuación dirigir la mirada al paisaje circundante. A un lado de ella, un arroyo discurría lentamente atrapado entre sus orillas hacia el meandro inferior del río, como alimentando su cauce. El Sr. Bentley estaba mirándome con curiosidad desde el carruaje. “Bonito lugar” me dijo. Asentí, pero, incapaz de compartir con el ninguno de mis sentimientos, le di la espalda y camine varias yardas cuesta arriba, donde podía ver la entrada al viejo y sobrecrecido huerto que descansaba a un lado de la casa, y que terminaba en un extenso prado con gruesas enredaderas al final. Más allá, divisé el límite de varios campos sin cultivar, despejados. La convicción que me había embargado todavía ocupaba mi interior, creándome una inquietud extraña, pues yo nunca había sido una persona sensible o imaginativa y ciertamente no era alguien dado a visiones futuras. A pesar de ello, desde aquellas tempranas experiencias yo había deliberadamente evitado toda contemplación de cualquier asunto no material, remitiéndome a lo prosaico, visible y tangible. De todas formas, era incapaz de escapar del sentimiento – no, debo decir, la certeza absoluta – de que esta casa habría de ser algún día mi hogar; que tarde o temprano, a pesar de no tener ni idea de cuando habría de ser, sería su propietario. Cuando finalmente lo acepté y admití esta idea en mi interior, sentí una profunda sensación de paz y una alegre seguridad, aunque no conociera cuantos años iba a tardar en conseguirla, y con el corazón palpitando de alegría volví al carruaje, donde el Sr. Bentley me esperaba con algo mas que simple curiosidad. La inmensa sensación que me embargo en Monk’s Piece permaneció conmigo, sin llenar del todo mi mente, cuando abandoné la campiña para volver a Londres. Le dije al Sr. Bentley que si alguna vez oía que la casa estaba en venta, yo estaría muy interesado en saberlo. Algunos años mas tarde, lo hizo. Yo contacté con los agentes de la inmobiliaria el mismo día y horas más tarde, sin haber vuelto a verla desde entonces, ofrecí un precio, y mi oferta fue aceptada. Unos cuantos meses antes de esto, había conocido a Esmé Aigley. Nuestro afecto mutuo se había incrementado desde entonces, pero, maldito por naturaleza para tomar decisiones sobre temas personales y emotivos, permanecí silencioso sobre mis intenciones para el futuro. Tenía suficiente sentido común como para tomar las noticias sobre Monk’s Piece como un buen augurio, y, una semana después de convertirme formalmente en dueño de la casa, viaje con Esmé hasta allí y le propuse matrimonio entre los árboles del viejo césped. Esta oferta también fue aceptada y poco después nos casamos y nos mudamos al fin a Monk’s Piece. Ese día, verdaderamente sentí que por fin había salido de la densa sombra que me perseguía desde largo tiempo pasado y, por su

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cara y por el modo de estrecharme las manos, ví que el Sr. Bentley también lo creía así, y que un gran peso también había desaparecido de sus propias espaldas. Siempre se había culpado, por lo menos en parte, de todo lo que me había pasado en mi primera visita a Crythin Gifford, y a la Mansión Eel Marsh, y al funeral de la señora Drablow. Pero todo aquello no podía estar mas lejos de mi mente en aquel momento, mientras permanecía de pie a las afueras de la casa, aspirando el frío aire de la noche, en aquella Nochebuena. Durante catorce años Monk’s Piece había sido el más feliz de los hogares – de Esmé y mío – y de los cuatro hijos de su primer matrimonio con el capitán Aigley. Al principio sólo habíamos venido a la casa durante los fines de semana y vacaciones, pero el trabajo y la vida de Londres comenzaron a desagradarme desde el primer día en que la compré y deseaba fervientemente retirarme a la primera oportunidad posible. Y, ahora, estaba en esta casa que había restaurado con mi familia para preparar la Navidad. En este momento, yo debería abrir la puerta principal y oír el sonido de sus voces desde el salón, (o me arriesgaba a ser sermoneado duramente por mi mujer, rezongando algo sobre coger una pulmonía). Ciertamente, el cielo estaba despejado y comenzaba a helar. Sobre la casa se extendía un nítido cielo lleno de estrellas y la luna estaba circundada por el halo de luz que avecina la helada. La niebla y las nubes de la semana anterior se habían desvanecido como ladrones en la noche, los caminos y los muros de la casa se adivinaban pálidamente, y mi aliento formaba tenues nubes en el aire. Arriba, en las habitaciones del ático, los tres hijos de Isobel – nietos de Esmédormían, con grandes calcetines atados a los pies de sus camas. No tendrían nieve al despertar, pero el día de Navidad sería al menos despejado y brillante. Había algo en el aire aquella noche, algo que, suponía, me recordaba a mi propia infancia, lo que añadido a un resfriado que me contagiaron los niños, me alteraba ligeramente. Yo ya no era joven. Pero este estado tranquilo de ánimo iba a verse perturbado de repente; iban a surgir recuerdos que creía por siempre olvidados, aunque, naturalmente, nada más lejos de mi pensamiento. El saber que tendría que revivir aquellas vivencias, aquellos sueños y sensaciones, el sudor mortal y el terror creado por los fantasmas, habrían parecido imposibles en ese momento. Miré por última vez a la gélida oscuridad, suspiré alegremente, llamé a los perros, y entré, anticipándome al placer de una buena pipa y un vaso de whisky de malta junto a la chimenea, en la alegre compañía de mi familia. Tan pronto como crucé el vestíbulo y entré en el salón, sentí un impulso de contento, del tipo que he experimentado regularmente durante mi vida en Monk’s Piece, una sensación que precede a otra de genuina alegría. Y dí gracias por ello, al ver a mi familia arremolinada alrededor del vigoroso fuego, donde Oliver colocaba hasta una altura inquietante grandes trozos de leña cortados el pasado otoño del viejo manzano. Oliver es el hijo mayor de Esmé, y todavía ahora, tiene cierto parecido con su hermana Isobel (quien esta sentada al lado de su marido, el barbado Aubrey Pearce), y a su hermano menor, Will. Todos ellos tienen buenos, amplios y limpios rasgos británicos, inclinados a la redondez y con pelo y cejas de ligero color marrón avellana, -el color del pelo de su madre antes de tornarse gris-. En aquel tiempo, Isobel tenía solo veinticuatro años de edad, pero ya era madre de tres niños, y se disponía a tener más. Tenía complexión de matrona e inclinaciones para

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los cuidados maternales, tanto para sus hijos como para su marido. Había sido la más sensible, responsable de sus hermanos, afectuosa y encantadora, y parecía haber encontrado, en la calma y estabilidad de Aubrey Pearce su compañero ideal. Todavía había veces que vislumbraba a Esmé mirándola con preocupación, y quizá más de una voz en su interior, tanto mía como ajena, deseaba que Isobel fuera un poco menos responsable, un poco mas despreocupada, incluso frívola. Honestamente, yo no lo habría deseado. No desearía que nada perturbara la superficie de este imperturbable océano en calma chicha. Oliver Aigley tenía 19 años por esas fechas; su hermano Will era sólo 14 meses menor. Por igual serios y tranquilos de carácter, pero en esos momentos eran exuberantes como jóvenes cachorros, además de parecerme que Oliver todavía no daba signos de madurez para lo que debía presentar un joven estudiante de primer año en Cambridge y destinado, si mis consejos eran escuchados, a desarrollar un brillante carrera en el Bufete. Descansaban cerca del fuego, tumbados boca abajo, las caras enrojecidas y las manos sobre las mejillas. Oliver estaba más cerca, y de cuando en cuando realizaba un sorpresivo movimiento con las piernas, empujando a su hermano, para enfrascarse ambos en una riña, acompañada de estridentes carcajadas, como si quisieran demostrar al mundo que todavía tenían 10 años de edad. El mas joven de los Aigleys, Edmund, se sentó algo apartado, quizá queriendo mostrar una ligera separación entre su persona y el resto de los presentes, no basada en la enemistad o en un enfado temporal, sino asentada en una innata reserva personal, un deseo de sentirse solo, que siempre le había caracterizado y diferenciado del resto de la familia de Esmé, añadido a que él no era tampoco físicamente parecido a sus hermanos. Era de cara pálida y larga nariz, con el pelo de un extraordinario color negro, combinado con ojos azules. Edmund tenía quince años. Era al que menos conocía, apenas le comprendía, y me sentía incomodo en su presencia, y quizás de una manera extraña, le quería algo más profundamente que al resto de sus hermanos. El salón de Monk’s Piece es largo y bajo, con grandes ventanales a los lados, ahora cerrados con cortinas, retiradas durante el día para permitir el paso de una enorme cantidad de luz, tanto del norte como del sur. Esta noche, guirnaldas y adornos florales, recogidos por la tarde por Esmé e Isobel, colgaban sobre la chimenea, y entremezcladas con las hojas se adivinaban bayas de acebo y cintas doradas y rojas. En el fondo de la habitación se encontraba el árbol, con sus luces encendidas, y bajo él se depositaban todos los regalos. También había flores, jarrones de blancos crisantemos, y en el centro de la habitación, sobre una mesa redonda, aparecía una pirámide de fruta dorada y un recipiente de naranjas unidas todas mediante pequeñas hendiduras, y cuyo aroma se esparcía, llenando el aire, y mezclándose con el olor de humo producido por la chimenea, para convertirse en el aroma real de la Navidad. Me senté en mi sofá, lo alejé un poco del calor de la chimenea, y comencé a realizar todas las tareas necesarias para encenderme una pipa. Según hacia esto, me di cuenta de que había interrumpido a los demás en el curso de una conversación intrascendente, y que Oliver y Will al menos no deseaban continuar. “Bien”, dije, a través de la primera y cautelosa calada de la pipa: “¿De que hablamos...?” Hubo una pausa a continuación, pero Esmé sacudió la cabeza, sonriendo desde su tarea de bordado.

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“Ven…” Entonces, Oliver se levantó rápidamente y corrió por todo el salón apagando todas las luces, excepto las del árbol de navidad, así que, cuando volvió a su sitio, sólo la luz de la chimenea iluminaba la estancia y las caras de los presentes, y Esmé se vio obligada a abandonar la costura, no sin cierta protesta. “Quería hacer un buen trabajo….”, Dijo Oliver con cierta satisfacción. “Oh, chicos...” “Ahora Will, empieza, es tu turno, ¿no?” “No, le toca a Edmund” “A-ha” dijo el mas joven de los hermanos Aigley, en un tono de voz oscuro y profundo. “Podría hacerlo si quisiera” “¿Podríais encender las luces? Dijo Isobel, como si hablara a niños pequeños. “Si, hermana, podríamos, pero necesitamos una atmósfera autentica” “No estoy segura de que lo consigáis” Oliver exhalo un gemido. “Tenemos que continuar, que alguien empiece” Esmé se inclinó hacia mí. “Están contando historias de fantasmas”. “Si”, dijo Will, su voz se distorsionaba entre excitación y risa nerviosa. “Esto es lo que se hace en Navidad. Es una tradición”. “La casa aislada en el campo, los invitados reunidos alrededor del fuego en una habitación oscura, el viento soplando en los marcos de las ventanas…” Oliver gimió de nuevo. Y entonces Aubrey hablo, con un estólido y firme tono de buen humor. “Entonces, hagámoslo”. Y Oliver, Edmund y Will compitieron entre ellos para contar la más horrible, más escalofriante, la de efecto más dramático y de chillidos más terroríficos. Ellos se excedieron uno a otro hasta lo mas extremo de su inventiva, acumulando agonía sobre agonía. Hablaron de muros gimientes en castillos deshabitados, y de monasterios ruinosos cubiertos de hiedra en la media noche, de ocultas habitaciones interiores y de mazmorras secretas, oscuras casas encantadas y enormes cementerios, de pisadas chirriantes sobre escaleras y de dedos golpeando las ventanas, de horrores y estremecimientos, gemidos y hundimientos, y del sonido metálico de las cadenas, de monjes encapuchados y de jinetes sin cabeza, de nieblas cerradas y de vientos heladores, espectros difuminados y criaturas del bosque, vampiros y jaurías infernales, murciélagos y ratas y arañas, de hombres muertos y desquiciadas mujeres de encanecido cabello, y de cadáveres desaparecidos y maldiciones. Las historias se convirtieron en más y más truculentas, salvajes y espeluznantes, y pronto los jadeos y gritos se combinaron con las risas nerviosas, cuando cada uno, incluso la apacible Isobel, contribuía con otro horroroso detalle. Al principio, yo estaba asombrado, complaciente, allí sentado, escuchando al lado del fuego, pero al cabo de un rato me empecé a apartar de todos ellos, me convertí en un forastero en su círculo. Estaba intentando eliminar la creciente inquietud que me invadía, intentando esconder la creciente marea de la memoria. Esto era una diversión, una entretenida e inofensiva diversión para jóvenes, durante las vacaciones, y también era una antigua tradición, como bien había dicho Will, y no debería haber ningún problema conmigo, nada que pudiera posiblemente desaprobar. No quería ser un aguafiestas, viejo y amargado, falto de imaginación. Pero no quería participar en este entretenimiento. Luchaba una amarga batalla conmigo mismo, mi

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cabeza se aparto de la luz de la chimenea para que nadie pudiera ver mi cambio de expresión, que sabía perfectamente que mostraba mi desconcierto. Y entonces, mientras Edmund exhalaba el aullido de una bruja, el tronco central de la hoguera colapsó súbitamente y, tras desparramar chispas y ceniza, desapareció para dejar la habitación en algo cercano a la oscuridad. Se produjo un silencio en la habitación. Supongo. Quería levantarme y encender todas las luces, ver los destellos del árbol y los dorados de la decoración, tener el fuego encendido de nuevo y sentir su agradable sensación. Quería desvanecer el terrible frío que había caído sobre mí y la sensación de miedo en mi pecho. Todavía no podía moverme, por el momento estaba paralizado, exactamente como siempre había conseguido una demasiado familiar sensación, olvidada largo tiempo atrás. Entonces, Edmund dijo, “Ahora de toca a ti, es tu turno”, y todos a una le apoyaron, el silencio se rompió con sus gritos, tanto que incluso Esmé se les unió. “No, no”, dije intentando hablar amistosamente, “No tengo nada que contar” “Oh, Arthur… “ “Seguro que debes sabes al menos una historia de fantasmas. Todo el mundo sabe una”. Ah, si, si, seguro. Durante todo este tiempo que estuve escuchando sus morbosas, espeluznantes historias, y ellos aullando y gimiendo, el único pensamiento que tuve en la cabeza, y la única cosa que pude decir fue: “No, no, ninguno de vosotros tiene ni idea. Todo esto son tonterías, fantasías. Nada tan horripilante, aterrador, crudo, lo que yo sé no son… estas tonterías. La verdad es otra, mucho mas terrible” “Vamos, Arthur” “No sean un viejo aguafiestas” ¿Arthur...? “¿De verdad crees, Arthur, que te vamos a dejar ir sin contar una historia? Me levanté, incapaz de soportarlo más. “Siento decepcionaros”, dije, “Pero no tengo ninguna historia que contar” Y salí rápidamente de la habitación, y de la casa. Aproximadamente quince minutos después, recobré mi ánimo, encontrándome sobre los matorrales, detrás del huerto. Mi corazón latía apresuradamente, la respiración entrecortada. Había caminado en un excitado frenesí, y ahora, dándome cuenta de que debía hacer un esfuerzo para calmarme, me senté en una vieja piedra cubierta de musgo. Comencé a respirar despacio deliberadamente. Una vez, contar hasta diez, otra vez… hasta que sentí que la tensión interna desaparecía y que mi pulso volvía a la normalidad, que mis pensamientos se aclaraban. Poco tiempo después, podía reconocer mi alrededor de nuevo, reconocer la limpidez del cielo y el brillo de las estrellas, el frío del aire y el resplandor de la hierba escarchada bajo mis pies. Detrás de mí, en la casa, sabía que debía haber dejado a mi familia en estado de consternación y aturdimiento, pues ellos sabían que yo era normalmente un hombre templado de emociones predecibles. El porqué habían despertado mi aparente desaprobación gracias a unas cuantas historias de fantasmas, y porqué había reaccionado tan bruscamente era algo que mi familia no podía, de momento, entender, y era muy pronto para regresar, disculparme y recuperar la jovialidad perdida. No. Podría ser

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agradable y podría estar calmado otra vez, aunque solo fuera por el bien de mi esposa, pero no por mucho tiempo. Me habían acusado de ser un viejo aguafiestas, habían tratado de envalentonarme para que contara una historia de fantasmas, una que seguro, como todo el mundo, debería saber. Sí, tenía una historia, una historia real, una historia de tormentos y maldad, miedo y confusión, horror y tragedia. Pero no era una historia para ser contada como entretenimiento, alrededor del fuego de Navidad. Siempre había sabido, en mi interior, que esa experiencia jamás me habría de abandonar, que estaba entretejida con mi cuerpo, una inextricable parte de mi pasado, pero había esperado no tener jamás que recordarla, conscientemente, y por completo, de nuevo. Como una vieja herida, cada cierto tiempo emitía una débil punzada, más y más débil, y más y más espaciada, tanto como los años pasaban y mi felicidad, salud y equilibrio se asentaban. Por último, se había desvanecido como las ondas en un lago, el ultimo recuerdo simple, débilmente se desvaneció. Pero esta noche había llenado otra vez mi mente excluyendo todo lo demás. Sabía que desde ahora no tendría descanso, que me acostaría en un estremecimiento de sudor, recordando otra vez ese tiempo, esos sucesos, esos lugares. Así había sido noche tras noche durante años. Me levanté y comencé a caminar de nuevo. Mañana era Navidad. ¿No podía ser libre ni siquiera en este sagrado día, no había modo de olvidar los recuerdos, y sus efectos sobre mí, como un analgésico o un bálsamo que calmara el dolor de la herida, al menos temporalmente? Y entonces, de pie entre los troncos de los frutales, plateados a la luz de la luna, comprendí que el modo de eliminar los viejos fantasmas que me atormentaban era exorcizándolos. Bien, entonces, deben ser exorcizados. Debo contar mi historia, no demasiado alta, al lado del fuego, no como una diversión para los oyentes, -es demasiado solemne, demasiado real, para eso-. Pero debería ser escrita en papel, teniendo cuidado de cada detalle. Podría escribir mi propia historia de miedo. Quizá entonces pueda liberarme finalmente de todo aquello que me impide ser feliz. Al mismo tiempo decidí que sería una historia sólo para mí, por lo menos mientras viviera. Yo había sido el principal implicado y el mayor atormentado, angustiado –no el único, por supuesto, pero seguro, creía, el único vivo-, yo era el único que, juzgando por mi agitación de esa tarde, estaba todavía profundamente afectado, era sólo contra mí contra quien el fantasma podía conducirse. Miré a la luna, y a la brillante, brillante estrella polar. Nochebuena. Y entonces recé, con sentimiento de corazón, una simple oración para pacificar mi mente, y para darme fuerza y firmeza para resistir mientras completaba lo que podría ser mi más agonizante tarea; y pedí una bendición para mi familia, y para que pudiéramos descansar todos esa noche. Porque, aunque ahora podía controlar mis emociones, temía las horas de oscuridad que quedaban por delante. Quizá respondiendo a mis oraciones, recordé al momento algunas líneas de un poema que una vez aprendí, pero que había olvidado durante mucho tiempo. Mas tarde, cuando se las recité a Esmé, y ella identificó su origen a la primera. Algunos dicen que cuando cambia la estación el día que celebramos el nacimiento del Salvador, el pájaro del amanecer canta toda la noche

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y entonces, dicen, ningún espíritu se atreve a salir, las noches son saludables, los planetas no influyen, las hadas enmudecen, las brujas no pueden encantar, Santo y amable es este tiempo.

Tan pronto como lo recité en voz alta, una gran paz me invadió; estaba completamente seguro de mí mismo, aunque todavía rígido en mi resolución. Después de estas vacaciones, cuando mi familia hubiera partido, y Esmé y yo estuviéramos solos, empezaría a escribir mi historia. Cuando volví a la casa, Isobel y Aubrey habían subido arriba a compartir la delicia de oír el sonido de las golosinas al introducirse en los calcetines de los niños, Edmund estaba leyendo, Oliver y Will se encontraban en el viejo cuarto de juegos al fondo de la casa, junto a la vieja y baqueteada mesa de billar, y Esmé estaba limpiando el salón, preparándose para ir a la cama. Sobre el incidente de esa noche, nada dijo, aunque su cara tenía una extraña impresión de ansiedad, y tuve que inventar una mala excusa sobre una indigestión para justificar mi súbito mal comportamiento. Miré al fuego, mientras las llamas se apagaban, y coloqué mi pipa a un lado de mi bolsillo derecho, sintiéndome tranquilo y sereno de nuevo, sin sentir mas agitación por los terrores que había decidido conjurar, tanto dormido como despierto, durante las horas que restaban de la noche. Mañana era Navidad, y miré impacientemente hacia delante con agradecimiento, sería un tiempo para disfrutar con mi familia, tiempo de gozo, amor y amistad, diversión y risas. Cuando todo hubiera pasado, tenía trabajo que hacer.

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Capitulo II.

Londres Era un lunes por la tarde de noviembre y la oscuridad aumentaba por momentos, no creada por lo tardío de la hora –apenas eran las tres de la tarde- sino por la niebla, la niebla de Londres, densa y oscura, creada por vapores de miles de cocinas y chimeneas, que nos había envuelto desde la amanecida, -si, de hecho, hubiera existido una amanecida-, pues la niebla apenas había permitido al día el paso a través de la nauseabunda penumbra de la atmósfera. La niebla se agolpaba en el exterior, deslizándose sobre el río, trepando dentro y fuera de callejones y pasadizos, condensándose entre los árboles desnudos de todos los parques y jardines de la ciudad; penetrando en las casas, deslizándose por grietas y hendiduras con su acida respiración, ganando metros astutamente cada vez que una puerta se abría. Era una niebla de color amarillo, inmunda bruma que irradiaba maldad, una niebla que ahogaba y cegaba, se adhería a la ropa y permanecía allí. Hombres y mujeres, caminando a tientas, cegados, a través de las calles, confiaban su vida a sus manos, tropezando en el pavimento, tanteando las paredes, las puertas, y unos a otros, buscando una orientación. Los sonidos eran amortiguados, las formas difusas. Apareció tres días atrás, y no parecía disponerse a abandonar y tenía, supongo, la cualidad de cierto tipo de nieblas – amenazante y siniestra-, capaz de distorsionar todos los sonidos familiares y confundir el interior de la gente, tanto como podían ser confundidos al estar ciegos y dar vueltas sin dirección, en un miserable juego a la gallina ciega. Era, en fin, un tiempo miserable, que atraía a los espíritus del mes más lúgubre del año. Habría sido fácil mirar atrás y creer que durante todo aquel día había tenido una premonición sobre mi próximo viaje, algún aviso por sexto sentido, alguna intuición telepática que durmiente y escondida en la mayoría de los hombres, había permanecido latente y alerta en mí. Pero yo era, en aquellos días de mi juventud, un robusto y racional muchacho que no sentía ni incomodidad ni tampoco aprensión ante las premoniciones. Cualquier depresión de mi normalmente alegre ánimo solamente era causada por la niebla, y en noviembre, eran los mismos sentimientos tenebrosos que compartían todos los ciudadanos de Londres. Hasta donde puedo fehacientemente recordar, de todas formas, yo no sentía mas que curiosidad profesional por la limitada entidad del negocio que el Sr. Bentley me había asignado, mezclada con un remoto sentido de aventura, puesto que nunca había visitado aquella remota parte de Inglaterra hacia donde estaba viajando ahora mismo – y un cierto alivio por las perspectivas de alejarme de la insana y oscura atmósfera de la niebla-. Más aún, yo apenas tenía veintitrés años de edad, y mantenía una pasión infantil por todo aquello que tuviera relación con estaciones ferroviarias y locomotoras de vapor. Pero quizás lo mas destacado es como puedo recordar perfectamente cada detalle al minuto de ese día; porque nada de todo lo que sucedería a continuación había aún

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sucedido, y mis nervios estaban en perfectas condiciones. Si cierro mis ojos, me veo sentado en el carruaje, arrastrándome a través de la niebla de camino a la estación de King’s Cross; puedo oler el frío, el húmedo cuero de la tapicería y el indescriptible hedor de la niebla rezumando alrededor de la ventana, puedo sentir esa sensación en las orejas, aunque estaban bien tapadas con mi gorro de algodón. Puntos de luz amarillo-sulfurosa, como esquinas aleatorias de algún círculo del infierno, flameaban desde las tiendas y desde las ventanas superiores de las casas, ascendían como cohetes desde los ventanucos inferiores de los sótanos. Mas allá estaban los puntos rojizos de los vendedores de castañas asadas desde las esquinas de la calle; aquí, un gran caldero hirviente de alquitrán de los vagabundos callejeros chorreaba un maléfico humo rojizo, ahumándolo todo a su alrededor; allí, una lámpara mantenida en alto por el encargado del gas parpadeada intermitentemente. En las calles había un enorme alboroto, de frenos chirriando y silbatos pitando, y gritos de cientos de conductores, aminorada su marcha por la niebla, mientras yo miraba detenidamente al exterior de la cabina, rodeado de penumbras, adivinando posibles figuras que hurgaban su camino a través de las tinieblas. Figuras fantasmales, bocas y caras sórdidas enfundadas en bufandas, pañuelos y harapos que, cuando alcanzaban la temporal seguridad de un punto de luz se convertían en brillantes ojos sanguinolentos y demoníacos. Tardé aproximadamente cincuenta minutos en recorrer la escasa milla que separaba mi alojamiento de la Estación, y como no tenía nada mas que hacer, y me había permitido el capricho de recorrer tan despacio esa distancia, me senté, reconfortándome con la idea de que ésta había sido la peor parte del viaje, y recordé la conversación que había tenido con el Sr. Bentley esa mañana. Había estado trabajando duramente en ciertos detalles nimios sobre la conveniencia del alquiler de propiedades, olvidándome, de momento, de la niebla que presionaba la ventana, como una enorme bestia contra mi espalda, cuando el pasante, Tomes, entró, para citarme en el despacho del Sr. Bentley. Tomes era un hombre pequeño, delgado como un palo y con la complexión de una vela de sebo, poseedor de un permanente resfriado que le hacia esnifar desagradablemente cada veinte segundos, por lo cual estaba confinado en un cubículo dentro de otra habitación, donde guardaba los legajos de contabilidad y recibía a los visitantes, con tal aire de sufrimiento y melancolía que les hacia pensar en redactar una declaración de ultimas voluntades y testar, independientemente del asunto por el cual se hubieran acercado al bufete. Y era una declaración de ultimas voluntades y testamento lo que El Sr. Bentley tenía delante de él mientras yo caminaba hacia su grande y cómodo despacho que, en mejores días, dominaba una magnifica vista de Inn Court y sus jardines, y de las idas y venidas de la mitad de los abogados de Londres. “Siéntate, Arthur, siéntate”, El Sr. Bentley se quitó su gafas de cerca, las limpió vigorosamente y se las volvió a colocar sobre la nariz, antes de sentarse otra vez en su silla, como un hombre satisfecho. El Sr. Bentley tenía una historia que contar y el Sr. Bentley disfrutaba cuando le escuchaban. “Creo que nunca te he hablado de la extraordinaria Sra. Drablow, ¿verdad?” Ladeé la cabeza. Esto podría ser, de alguna manera, más interesante que los estudios sobre la conveniencia de los alquileres.

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“La Sra. Drablow” repitió, y cogió el testamento, acercándomelo, a través de la mesa de su socio. “La Sra. Drablow de la Mansión Eel Marsh. Muerta, ¿no lo sabías?” “Ah” “Si, yo heredé a Alice Drablow de mi padre. Su familia había confiado sus negocios en esta firma desde…..oh… Movió una mano, retrocediendo hacia la fundación el siglo anterior de Bentley, Haigh, Sweetman & Bentley. “¿De verdad?” “Una buena edad”, movió el papel de nuevo, “Ochenta y siete”. “Y esto que tiene aquí es su testamento, ¿no?” “La Sra. Drablow”, alzo un poco su voz, ignorando mi pregunta que había irrumpido su explicación de la historia.”La Sra. Drablow era, como decirlo, un poco rara”. No me sorprendí. Según había aprendido en los cinco años que llevaba trabajando para la firma, una buena cantidad de los viejos clientes del Sr. Bentley eran “un poco raros”. “¿Ha oído hablar de la Calzada de las Nueve Vidas?” “No, nunca”. “¿Nunca de Eel Marsh, por casualidad?” “No, señor”. “Y nunca, supongo, habrá visitado ese condado” “Me temo que no” “Viviendo allí”, dijo el Sr. Bentley, “cualquiera se volvería un poco raro”. “Creo que tengo una leve idea de donde puede estar” “Entonces, querido muchacho, vete a casa y haz el equipaje, coge el tren de la tarde desde King’s Cross, cambia en Crewe y otra vez en Homerby. Desde Homerby coge el coche de línea hacia el pequeño pueblo de Crythin Gifford. Cuando hayas llegado, espera la marea”. “¿La marea?”. “Solo puedes cruzar la Calzada con la marea baja. Eso te llevara hasta Eel Marsh y hasta la Mansión”. “¿De la Sra. Drablow…?” “Cuando la marea suba, estarás aislado hasta que baje de nuevo. Un lugar notable.” Se levanto y se acerco a la ventana. “Hace muchos años que estuve allí, por supuesto. Mi padre me llevó. Ella no apreciaba demasiado a los visitantes” “¿Era viuda?”. “Desde las primeras etapas de su matrimonio” “¿Hijos…?” “Hijos…”. El Sr. Bentley cayó en un súbito silencio durante unos instantes, y froto el vidrio con sus dedos, como si quisiera aclarar la oscuridad, pero la niebla surgió, verde-amarillenta, y cada vez más densa, a pesar de que, aquí y allá sobre el Inn Yard, las luces de todas las habitaciones brillaban intensamente. La campana de una Iglesia empezó a repicar. El Sr. Stone se dio la vuelta. “De acuerdo con todo lo que se nos ha contado sobre la Sra. Drablow” –dijo cuidadosamente-, “no, no había niños”.

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“¿Tenía grandes cantidades de dinero, o propiedades? ¿Eran complicados sus asuntos? “No en su totalidad, Arthur, no en su totalidad. Era dueña de su mansión, por supuesto, y algunas propiedades en Crythin Gifford, -tierras, con arrendatarios-, ese tipo de cosas, y una especie de pobre granja, la mitad bajo el agua. Gastaba dinero construyendo diques aquí y allá, pero sin propósito definido. Y también tenía algunos pequeños fondos e inversiones” “Entonces todo parece perfectamente claro”. “Por supuesto, ¿o no?”. “Entonces, ¿puedo preguntar porque tengo que ir allí?”. “Para representar a nuestra firma en su funeral”. “Ah si, por supuesto”. “Debería ir yo mismo, naturalmente. Pero, para decirle la verdad, he tenido problemas con mis pies la pasada semana”. El Sr. Bentley sufría de gota, a la cual jamás llamaba por su nombre, pues no quería que este padecimiento le pudiera crear la mínima causa de vergüenza social. Él era una persona abstemia. “Y, también, tengo la obligación de atender a Lord Boltrope. Tengo que estar aquí, ¿lo comprende?”. “Ah si, por supuesto.” “Y, de nuevo,” – espero un momento- “es hora de que ponga algo mas de carga sobre tus hombros. No será más de lo que puedas sobrellevar, ¿no?” “Espero, ciertamente, que no. Estaré muy honrado de acudir al funeral de la Sra. Drablow, naturalmente.” “Hay algo mas que eso.” “El testamento?” “Hay un poco de trabajo que hacer, relacionado con la propiedad, si. Le dejare todos los detalles para que los lea durante el viaje. Pero, principalmente, deberá revisar todos los documentos de la Sra. Drablow, -sus documentos privados…- cualquier cosa que pueda haber. En cualquier sitio donde puedan estar…..” El Sr. Bentley gruñó. “Y traerlos a esta oficina.” “Ya veo.” “La Sra. Drablow era… algo desorganizada, ¿de acuerdo?, le podrá llevar algo de tiempo.” “¿Un día o dos?” “Por lo menos un día o dos, Arthur. Por supuesto, todo puede ser diferente y puedo estar equivocado…. Las cosas pueden estar perfectamente ordenadas y lograrías tenerlo todo claro en una tarde; como te he dicho, hace muchos años que estuve allí.” La tarea empezaba a parecerse a una novela de la época victoriana. Una vieja mujer recluida en una Mansión, escondiendo antiguos documentos en algún oculto lugar de las desvencijadas habitaciones. Apenas estaba tomando al Sr. Bentley en serio. “¿Habrá alguien allí para echarme una mano?” “Las pistas familiares nos llevan a un nieto y una nieta, pero ambos viven en la India desde hace mas de cuarenta años. Solía haber un guardés…pero averiguarás más cuando estés allí.” “Pero, debía de tener amigos… o quizá vecinos.” “La Mansión Eel Marsh esta muy lejos de cualquier vecindario.”

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“Y, siendo un poco… excéntrica, nunca hizo amigos, ¿verdad?” El Sr. Bentley rezongó. “Vamos, Arthur, intenta ver el lado positivo. Considéralo como un paseo” Me levanté. “Por lo menos te tendré alejado de todo esto durante un día o dos”, y movió sus manos hacia la ventana para indicarme que me marchara. Yo moví la cabeza. De hecho, no me atraía de ninguna manera la idea de la expedición, incluso después de ver que el Sr. Bentley no había resistido la tentación de contarme una película, dramatizando perfectamente el Misterio de la Sra. Drablow dentro de su Extraña Mansión, a pesar de todo. Suponía que el lugar apenas me proporcionaría un alojamiento frío, incomodo y difícil de conseguir; el funeral melancolía, y los documentos que tenia que encontrar estarían escondidos debajo de una cama en el desván, dentro de una caja de zapatos cubierta de polvo, para al final no ser mas que viejas facturas y borradores diversos sobre antiguas disputas y pleitos – todo lo que se suponía era normal en ese tipo de mujeres -. Tan pronto como alcancé la puerta de su despacho, el Sr. Bentley añadió “Llegaras a Crythin Gifford muy tarde, y hay un pequeño hotel donde puedes quedarte. El funeral es mañana a las once.” “Y después, ¿quiere usted que vaya a la mansión?” “Ya he hecho unos arreglos… hay un aldeano encargado de todo… el contactará contigo.” “Si, pero…” En ese preciso momento, Tomes se materializó esnifando sobre mi hombro. “Su cliente numero 10-30, Sr. Bentley.” “Bien, bien, hágale entrar.” “Solo un momento, Sr. Bentley….” “¿Que problema hay, Arthur? No permanezca en la puerta, tengo trabajo que hacer.” “¿No hay nada mas que deba contarme, yo…?” Me aparto impacientemente, y en ese momento Tomes volvió, seguido de cerca por el cliente numero 10-30 del Sr. Bentley. Me retiré. Tenía que organizar mi mesa, volver a mi habitación y hacer el equipaje, informar a mi casera que estaría fuera durante un par de días, y escribir una nota rápida a mi novia, Stella. Esperaba que su desagrado por mi repentina ausencia fuera amortiguado por el orgullo al ver que el Sr. Bentley depositaba en mí los asuntos del bufete de esta manera, un buen comienzo para mis futuros proyectos, de los que dependía nuestro matrimonio, planteado para el siguiente año-. Después de esto, cogí en tren de la tarde hacia un remoto lugar en un rincón de Inglaterra, del cual jamás había oído hablar pocos minutos antes. Mientras salía del edificio, el lúgubre Tomes golpeo en el cristal de su cubículo, y me acerco un grueso sobre marrón con las letras DRABLOW. Apretándolo bajo mi brazo, salte al exterior, dentro de la asfixiante niebla de Londres.

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Capitulo III.

Viaje al Norte. Tal y como había dicho el Sr. Bentley, a pesar de la distancia y la sombría razón de mi viaje, representaba un escape de Londres y nada estaba mas calculado para elevar mi ánimo que la anticipación de las vistas de la enorme cueva que formaba la estación de ferrocarril, encendida como el interior de una forja de herrero. Aquí, todo eran ruidos metálicos y alegría de preparativos de marcha. Compré periódicos y revistas en el kiosco y camine por el andén, al lado del humeante, ruidoso tren, con paso lento. La máquina, recuerdo, se llamaba Sir Bevidere. Encontré un asiento esquinero en un departamento vacío, coloqué mi abrigo, sombrero y equipaje en la estantería y me aposenté con gran alegría. Cuando salimos de Londres, la niebla, aunque se mantenía en los suburbios, empezó a ser más desigual y más clara, lo que mejoró mi ánimo. Para entonces, una pareja de nuevos pasajeros me acompañaban en el departamento, pero, tras saludar cabeceando ligeramente, se escondieron detrás de sus periódicos, como yo mismo, así que viajamos tranquilamente un buen puñado de millas hacia el corazón de Inglaterra. Detrás de las ventanas, todo se había vuelto rápidamente oscuro y, cuando las cortinas del vagón estuvieron corridas, todo era tan pequeño y acogedor como un estudio iluminado. En Crewe cambie de tren con facilidad y continué mi viaje, sintiendo que el tren empezaba a virar hacia el este, aunque sin perder la dirección norte, y disfruté de una deliciosa cena. Sólo cuando tuve que cambiar otra vez, en el ramal de la pequeña estación de Homerby, empecé a sentirme menos cómodo; aquí el aire era gélido en exceso y soplaba en fuerte ráfagas del este, acompañando a una desagradable niebla, y el tren en que se suponía debía viajar durante la ultima hora de mi viaje era unos de aquellos con antiguos e incómodos vagones de asientos tapizados en duro cuero sobre crines de caballo, y estantes fabricados con listones de madera. Olía a frío, a hollín añejo, las ventanas eran recias, el suelo sin barrer. Hasta el ultimo segundo, parecía que yo iba a ser el único ocupante del vagón, y del tren entero, pero, justo cuando el jefe de estación hizo sonar su silbato, un hombre cruzó la barrera, echó un rápido vistazo a las tristes filas de vagones vacíos y, viéndome al fondo y claramente queriendo tener compañía, subió al vagón, haciendo oscilar la puerta hasta cerrarse tan pronto como el tren se puso en marcha. La nube de frío y humedad que dejo entrar en el vagón se añadió al frío del compartimento, y remarqué que teníamos una mala noche, mientras el viajero se desabotonaba su abrigo. Me miró de arriba abajo inquisitorialmente, aunque no de manera inamistosa, y después a mis ropas y mi equipaje, antes de mostrar aceptación. “Parece que hemos cambiado un tipo de mal tiempo por otro. Dejé Londres abrazado por una horrorosa niebla, y aquí arriba parece que hace tanto frío como para nevar.” “No es nieve,” –dijo-. “El viento sopla con fuerza y arrastra la lluvia por la mañana.”

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“Me alegro de oír eso.” “Pero, si cree que ha escapado de las nieblas viniendo aquí, esta muy equivocado. Tenemos malas brumas en esta parte del mundo.” “¿Brumas?” “Si, Brumas. Nieblas Marinas. Aparecen en minutos desde el mar a la tierra, cruzando las ciénagas. Es característico del lugar. Un momento es tan claro como un día de junio, y al siguiente….” Gesticuló para indicar la dramática aparición de la Bruma. “Terribles. Pero si usted se aloja en Crythin no vera lo peor de todo.” “Me alojo allí esta noche, en el Gifford Arms. Y mañana por la mañana. Espero salir para ver algo de los pantanos mas tarde.” Y entonces, no queriendo particularmente comentar la naturaleza de mis negocios con el, recogí de nuevo mi periódico y lo abrí con cierta ostentación, y, durante un corto periodo de tiempo, sufrimos el retumbar del desagradable tren, en silencio –salvo por los resoplidos de la maquina, y el sonido de las ruedas de acero sobre los raíles, y algún silbato ocasional, y los sonoros golpes de la lluvia, como metralla de artillería, sobre las ventanas. Empezaba a sentirme cansado, del viaje, del frío y de estar sentado entre empujones y sacudidas, y deseaba una buena cena, una chimenea y una cama caliente. Pero, de verdad, y aunque estaba escondido detrás de sus paginas, ya había leído el periódico al completo, y empezaba a hacer especulaciones sobre mi compañero de compartimento. Era un hombre grande, con cara bovina y grandes, duras manos, bien hablado, pero con un extraño acento que tome por el local. Se sentó como un granjero, o quizá como el propietario de algún pequeño negocio. Estaba mas cerca de los sesenta que de los cincuenta, y sus ropas eran de buena calidad, pero de un corte demasiado atrevido, y usaba un pesado, prominente sello en su mano izquierda, y eso, también, tenia un toque de novedad y de vulgaridad en él. Llegué a la conclusión de que era un hombre que había recientemente hecho, o heredado, dinero de manera inesperada, y estaba feliz de que el mundo lo supiera. Teniendo, a mi juvenil y mojigato modo, resumido todo lo que me desagradaba de él, deje que mi mente vagara hacia Londres y hacia Stella, y por último, sólo fui consciente del frío extremo y del dolor de mis articulaciones; cuando mi compañero se dirigió a mi diciendo: “La Sra. Drablow.” Yo bajé mi periódico, y me percaté de que su voz había sonado tan fuerte en todo el compartimento por el hecho de que el tren se había detenido, y de que los únicos sonidos audibles eran el gemido del viento y el débil silbido del vapor, lejos de nosotros. “Drablow”, señalo al sobre marrón que contenía los documentos Drablow, y que yo había dejado en el asiento contiguo. Asentí levemente. “? No será usted un pariente?” “Soy su abogado”. Me sentí muy alegrado por el modo en que sonó esta frase. “Ah, ¿De camino al funeral?” “Si” “Será usted el único que vaya”. Me tragué mi orgullo por esta respuesta. Quería averiguar lo más posible sobre los negocios de la Sra. Drablow, y claramente mi compañero los conocía.

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“Me temo que no tenía amigos –o familia directa-, comente, ¿quizás era algo así como una reclusa? Bueno, a veces eso pasa con las viejas damas. Se vuelven introvertidas –algo excéntricas-. Supongo que esta originado por la vida solitaria. “¿Creo que usted se llama…?” “Kipps, Arthur Kipps.” “Samuel Daily.” Ambos movimos la cabeza. “Y, cuando vives solo en un lugar como este, se convierte en “algo raro” mucho mas fácilmente.” “Vamos”, dije sonriendo, “¿no ira a contarme ahora viejas historias de casas solitarias?” Me lanzo una extraña mirada. “No”, dijo al fin, “Creo que no.” Por alguna razón, me estremecí, más por la fijeza de su mirada que por lo directo de su comportamiento. “Bien”, replique al final, “todo lo que puedo decir es que es bastante triste que alguien haya vivido ochenta y siete años y no puedan contarse unas pocas caras amigas reunidas en su funeral” Y froté la mano en la ventana, intentando vislumbrar el exterior en la oscuridad. Parecía que nos habíamos detenido en medio de campo abierto, y que estábamos recibiendo toda la fuerza del viento, que venía soplando desde muy lejos. “¿Habremos llegado muy lejos?” Intente no parecer preocupado, pero sentía la desagradable sensación de estar aislado de cualquier asentamiento humano, y atrapado en una fría tumba sobre un vagón de ferrocarril, con sus picados espejos y sus oscuros, manchados paneles de madera. El Sr. Daily miro su reloj. “Doce millas, estamos parados esperando al tren de vuelta, a la salida del túnel de Gapemouth. Las colinas que atraviesa son las últimas alturas que vera en muchas millas. Ha llegado a las tierras llanas, Sr. Kipps”. “He llegado a las tierras-de-nombres-extraños, ciertamente. Esta mañana he oído hablar de la Calzada de Las Nueve Vidas, y de Eel Marsh, esta noche del Túnel de Gapemouth”. (*) “Estamos Muy-Lejos-del-Sitio-Mas-Lejano. No tenemos demasiados visitantes.” “Supongo que será porque no hay demasiado que ver.” “Todo depende de lo que usted entienda por “nada”. “Tenemos iglesias sumergidas, y el pueblo anegado”, rió quedamente para si mismo. “Son magníficos ejemplos de “nada que ver”. Y también tenemos unas magníficas ruinas de una abadía con un bonito cementerio –puede verlo con la marea baja-. Supongo que estará de acuerdo en que podría tomarlo por divertido”. “Esta usted haciendo que desee fervientemente volver a Londres” El silbato del tren lanzo un chillido.

(*) Los nombres usados en la novela son muy significativos. “Eel Marsh” significa “Anguila Pantanosa”, “Gapemouth Tunnel” es “Túnel del Bostezo”. Incluso “Crythin Gifford” se asemeja a “Gifford Llora en Silencio”. Por ultimo, Drablow parece ser una contracción de Dragón Blow: “Aliento de Dragón”. Se han dejado en el original para favorecer el entorno. (N.del T.)

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“Aquí viene” Y el tren de Crythin Gifford a Homerby surgió del túnel de GapeMouth y nos atronó a su paso; una línea de iluminados vagones vacíos que desapareció en la oscuridad, e inmediatamente nos pusimos en marcha. “Pero usted encontrara todo muy hospitalario en Crythin, para todo el mundo es un pequeño y tranquilo lugar. Nos dedicamos a nuestras cosas mientras el viento sopla y achantamos con lo que venga. Si quiere venir conmigo, le puedo dejar en Gifford Arms, mi carruaje me esta esperando-, y me coge de camino.” Parecía amable en este intento de tranquilizarme y compensarme por sus exageradas burlas de la desolación y extrañeza de la zona, así que se lo agradecí y acepté su oferta, tras lo cual ambos nos enfrascamos otra vez en la lectura, mientras llegaban las últimas millas de este tedioso viaje.

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Capitulo IV

El Funeral de la Sra. Drablow

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Mi primera impresión de la pequeña villa y del mercado –en verdad, apenas era ligeramente mas grande que un pueblo crecido- de Crythin Gifford fueron francamente favorables. Cuando llegamos esa noche, el carruaje del Sr. Samuel Daily, limpio, espacioso y confortable como jamás había visto otro, nos llevó suavemente a través de la escasa milla que separaba la diminuta estación hasta la plaza del mercado, donde me dejó justo enfrente de Gifford Arms. Cuando me preparaba para despedirme, me alargó su tarjeta. “Si necesitara algo…” Se lo agradecí, aunque necesitarla fuera algo improbable, pues yo obtendría cualquier posible ayuda práctica que pudiera necesitar para organizar los últimos asuntos de la Sra. Drablow del agente local, y trataría de no estar en la zona más de un día o dos. El Sr. Daily me lanzo una directa, fija y mantenida mirada, y no dijo nada, pero yo, para no parecer descortés, cogí la tarjeta y la guardé cuidadosamente en el bolsillo de mi abrigo. Solo entonces dió la orden a su cochero de arrancar, y se fue. “Usted encontrara todo muy hospitalario en Crythin”, había dicho con anterioridad, y así parecía ser. Tan pronto como divisé la montaña de troncos apilados al lado de la chimenea y el amplio sillón que descansaba a su lado, en la esquina de la posada, y encontré otra chimenea esperando para calentarme en el acogedor dormitorio de la planta superior, mis ánimos mejoraron, y empecé a sentirme mas como una persona de vacaciones que como un asistente a un funeral; y me sobrepuse a la idea del triste negocio de asistir a la muerte de un cliente. El viento había parado por completo o quizás no podía oírlo al abrigo de los edificios, alrededor de la plaza del marcado, y las incomodidades y extraña tendencia de la conversación del viaje se desvanecieron como un mal sueño. El casero me recomendó un vaso de vino especiado, que me bebí sentado delante del fuego, escuchando un murmullo de voces al otro lado de la gruesa puerta que daba al bar, mientras su mujer hizo que mi boca fuera agua en anticipación de la cena que me propuso –caldo casero, solomillo de ternera, tarta de manzana con nata, y algo de queso Stilton. Mientras esperaba, escribí una breve nota para Stella, que franquearía a la mañana siguiente, y mientras comía con avidez, me preguntaba sobre el tipo de casita que nos podríamos permitir comprar después de nuestro matrimonio, pues si el Sr. Bentley seguía dándome responsabilidades en la Firma, encontraría justificado el pedirle un aumento de salario. Con todo ello, y con la media botella de clarete que había acompañado mi cena, me preparé para ir a la cama en una habitación caldeada, contento y satisfecho. “Estará usted aquí por la subasta, apuesto por ello, señor,” el casero me esperaba en la puerta, para desearme buenas noches.

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“¿Subasta?” El pareció sorprendido. “¡Ah!, -pensaba que había venido para eso-; se subasta la explotación de varias granjas del sur, y mañana es también día de mercado” “¿Dónde es la subasta?” “Pues aquí, Sr. Kipps, en el bar del pueblo a las once en punto. Generalmente celebramos estos actos en el Gifford Arms, pero no se ha celebrado uno tan grande desde hace muchos años. Después tenemos una comida. Normalmente servimos más de cuarenta comidas el día del mercado, pero mañana serán unas cuantas más. “Entonces me temo que me lo perderé – aunque espero poder dar una vuelta por el mercado” “No intentaba ser impertinente, señor –solo estaba seguro de que usted venia por la subasta” “No pasa nada, es natural que lo pensara. Pero mañana a las once en punto tengo una cita sombría. Estoy aquí para asistir a un funeral –La Sra. Drablow, de la Mansión Eel Marsh. Quizá la conociera… Súbitamente su cara se transformó con…. ¿Que?, ¿Fue alarma?, ¿sospecha?, no lo puedo decir, pero oír su nombre removió alguna emoción fortísima en él, cuyos efectos se esforzaba en eliminar por completo. “La conocía...” dijo quedamente. “Represento a su firma de abogados, nunca la conocí. Creo que ella se aparto del mundo durante la mayor parte de su vida, ¿no?” “No pudo hacer otra cosa, viviendo aquí”, y se volvió bruscamente en dirección al bar. “Le deseo buenas noches, señor. Servimos el desayuno a cualquier hora que desee, a su conveniencia”. Y me dejó solo. Me gire un poco para llamarle de nuevo, porque estaba a la vez intrigado y furioso por su conducta, y pensaba en sonsacarle exactamente lo que había querido decir con sus palabras. Pero estaba cansado y rechacé la idea, suponiendo que su conducta se debía a historias locales y tonterías de las que crecían sin proporción. Esas cosas pasaban en las comunidades pequeñas, aisladas, donde solo se pueden observar unos a otros para indagar en cualquier drama o misterio que pueda sacarles de su vida cotidiana. Porque debo confesar que, por aquellos días, yo tenía el sentido de superioridad de los londinenses, las deformadas creencias de que las gentes del campo, y particularmente las existentes en los lugares remotos de la isla, eran más crédulas, más cortas de entendimiento, incultas y primitivas que los cosmopolitas. Sin duda, en lugares como éste, con sus anguilas y ciénagas, súbitas nieblas, vientos gimientes y casas solitarias, una pobre y anciana mujer podría haber sido vista con recelo; Después de todo, quizá habría sido señalada como una bruja y las leyendas locales y los cuentos estaban todavía presentes, y la gente seguía creyendo a medias en cierto extravagante folklore. Era verdad que tanto el Sr. Daily como el casero no parecían estúpidos, sino hombres de buen criterio y sentido común, y al final tuve que admitir que solamente se habían callado para mirarme con algo de extrañeza cuando el asunto Drablow salio a la luz. Nada más. De todas formas, no me quedaban dudas de que había algo importante en lo que ellos no habían querido decir. De todas formas, esa noche, con el estomago lleno de comida casera, una agradable somnolencia inducida por buen vino, la vista del fuego y las atrayentes sabanas abiertas de la grande y blanda cama, indicaban que debía disfrutar del trabajo

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completamente, y emocionarme con el, añadiendo una pizca de emoción y color local en mi expedición, y me dormí en la mejor de las paces. Todavía puedo recordarlo, esa sensación de deslizarme, deslizarme en los agradables brazos del sueño, rodeado de calidez y suavidad, feliz y seguro como un niño en una guardería, y me recuerdo despertándome a la mañana siguiente, con los ojos abiertos para ver destellos de invernales rayos de sol jugando sobre el blanco techo inclinado, y la deliciosa sensación de comodidad y frescor, mucho mas nítida gracias al contraste de lo que iba a suceder a continuación. Si hubiera sabido que esta tranquila noche iba a ser la última buena noche que iba a disfrutar durante muchas terroríficas, tormentosas y agotadoras noches venideras; quizás no habría saltado de la cama con esa presteza, ansioso de llegar abajo y desayunar, para después salir y comenzar el día. De verdad, incluso en mi vida posterior, aunque he sido tan feliz y estado tan en paz en mi hogar de Monk’s Piece, con mi adorada esposa Esmé, como cualquier hombre desea estar, y cada noche le agradezco a Dios que todo aquello terminara; que terminara y que no volverá…, no puede volver, todavía no me creo haber dormido alguna vez tan bien como aquella noche en la posada de Crythin Gifford. Por lo que puedo imaginar, entonces vivía en estado de inocencia, pero tal inocencia, una vez perdida, esta perdida para siempre. El brillante amanecer que llenó mi habitación cuando descorrí las floreadas cortinas no era un breve visitante mañanero. En contraste con la niebla de Londres, y con el viento y la lluvia del día anterior durante mi viaje, el tiempo estaba tan cambiado como el Sr., Daily, confidencialmente, había predicho. Aunque estábamos a principios de Noviembre y estaba en uno de los rincones más fríos de Inglaterra, cuando salí al exterior después de disfrutar de un notablemente buen desayuno, descubrí que el aire era fresco y limpio, y que el cielo era de un azul luminoso. La pequeña ciudad estaba edificada, en su mayor parte, de piedra de un marcado gris pizarra, las casas bajas y agrupadas, enfrentadas unas a otras. Me admiré –descubriendo las formas de la plaza- de que un número de calles estrechas –veredas- acababan en todos los ángulos del compacto mercado de la plaza, donde estaba situado el hotel y donde ahora se agolpaban tableros y puestos, carros, vagones y carruajes, preparándose para el mercado. Desde todos lados se oían gritos humanos combinados con martillazos en mostradores temporales, levantando tableros y paredes, carretillas rodando sobre los adoquines. Era una vista tan agradable y con un propósito tan definido que habría podido disfrutar de ella en cualquier lugar, y caminé entre ella casi podría decirse que con avaricia. Pero, cuando llegue al final y entré en una de las veredas, de repente todos los sonidos desaparecieron, y solamente pude oír el sonido de mis propios pasos en las calles silenciosas. No fue el suave aumento de la inclinación del suelo. Crythin Gifford era básicamente plano pero, al final de una de las estrechas calles, súbitamente, me encontré caminando en campo abierto, viendo un campo tras otro hasta desaparecer en el pálido horizonte. Entonces comprendí lo que el Sr. Daily había dicho sobre que la ciudad se recogía sobre si misma, de espaldas al viento, para, que de esta forma, sólo fueran visible desde aquí las paredes traseras de casas y tiendas, e igualmente los principales edificios públicos de la plaza. Había un toque de calidez en el amanecer otoñal, y los pocos árboles que ví, todos ellos inclinados como efecto del viento dominante, todavía mantenían algunas hojas

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doradas y rojizas colgando al final de sus ramas. Pero imaginaba cuan lúgubre, gris y desconsolado podía ser este lugar con húmeda lluvia o gris niebla; azotado y batido en días sin fin por vientos huracanados que llegaban barriendo el llano, sin ningún obstáculo que los detuviera, cuán completamente estaba desprotegido de las ventiscas. Esa mañana, mire de nuevo a Crythin Gifford en el mapa. Al norte, sur y oeste solo había un enorme vacío rural –doce millas a Homerby, el lugar más cercano de cierto tamaño, treinta a una ciudad mayor, hacia el sur, y aproximadamente siete para llegar al pueblo más próximo-. Hacia el este, solo había pantanos, el estuario y después el mar. Durante solo uno o dos días, este paisaje ciertamente no me afectaría, pero al dirigirme de nuevo hacia el mercado, me sentí otra vez en casa, alegre, en este lugar refrescado por el brillo del día y fascinado por todo lo que había visto. Cuando llegué al hotel, encontré una nota que alguien llamado Sr. Jerome había dejado en mi ausencia. Era el agente que había gestionado las propiedades y tierras de la Sra. Drablow, y que seria mi compañía en el funeral. De un modo correcto, formal, sugería que volvería a las once menos veinte, para acompañarme a la Iglesia, y por ello, durante el resto del tiempo hasta entonces, me senté en la ventana frontal de la sala de Gifford Arms, leyendo el periódico del día y mirando los preparativos del mercado. Dentro del Hotel también había un gran derroche de actividad, que supuse conectada con la subasta. De la zona de la cocina, cuyas puertas se abrían de cuando en cuando, salían aromas de comida casera, de roast-beef y de pan recién horneado, de pasteles, pastas y tartas; y del salón llegaban ruidos de loza. Sobre las diez y cuarto, el pavimento exterior empezó a llenarse de fuertes granjeros de aspecto próspero, enfundados en trajes de tweed, saludándose estruendosamente, entrechocándose las manos, cabeceando y conversando vigorosamente. Estaba triste por verme obligado a abandonar todo aquello, vestido con mi oscuro y formal traje y abrigo, una cinta de brazo y corbata negras, y sombrero también negro en la mano, cuando llego el Sr. Jerome –no había posible error al llevar un atuendo similar al mío- y nos saludamos estrechando las manos para salir a continuación al exterior. Por un momento permanecimos allí, y en la atareada y colorida escena del mercado me sentí como un fantasma en una alegre fiesta, como si entre aquellos hombres de aspecto cotidiano y ropas campestres fuéramos dos pájaros de más agüero. Y, en efecto, esa era la impresión que creábamos a todo aquel que nos miraba. Según cruzábamos la plaza nos convertíamos en el foco de miradas desaprobadoras, los hombres se alejaban de nosotros silenciosa y quedamente, mientras cesaban sus conversaciones y se estiraban, tanto que empecé a sentirme desgraciado, casi como un paria, alegrándome al final cuando salimos de la plaza para entrar en uno de los callejones solitarios que, según me indicó el Sr. Jerome, llevaban directamente a la Iglesia parroquial. El Sr. Jerome era un hombre singularmente pequeño, solamente un metro y cuarenta centímetros, con la cabeza abovedada, tonsurado y orlado por completo de pelo rojizo, casi como una áspera trenza alrededor de la base de una pantalla. Debía estar entre los treinta y cinco y los cincuenta y siete años de edad, expresando una blandura y formalidad de carácter y una especie de obturada expresión que no rebelaba absolutamente nada de su personalidad, su estado de ánimo o sus pensamientos. Era serio, cortes y conversador, pero sin entrar en intimidades. Me pregunto sobre mi viaje, sobre las comodidades de Gifford Arms, sobre el Sr. Bentley, y sobre el tiempo en Londres; y me dijo el nombre del párroco que oficiaría el funeral, y el número de

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propiedades –alrededor de una docena- que había poseído la Sra. Drablow en el pueblo y sus alrededores. En fin, no me contó nada en especial, nada personal, nada revelador, nada realmente interesante. “Supongo que será enterrada en el camposanto de la Iglesia, ¿Me equivoco?”, pregunté. El Sr. Jerome me echó un vistazo de reojo, y observe que tenia grandes, y ligeramente protuberantes, ojos pálidos, de un color indefinido entre el gris y el azul, que me recordaron a dos huevos de grulla. “Eso es, si” “¿En un panteón familiar?” Estuvo silencioso durante un momento, me miro otra vez, muy cerca, como si intentara averiguar algún contenido oculto tras mi aparentemente directa pregunta. Entonces dijo: “No, al menos… no aquí, no en este camposanto” “¿En algún otro lugar?” “Es… ya no se usa”, dijo, después de una deliberada pausa. “La zona esta intransitable.” “Me temo que no le entiendo muy bien…” Pero, en ese momento, ví que habíamos alcanzado la Iglesia, a la que nos habíamos aproximado cruzando una puerta de hierro forjado, entre dos prominentes tejos, y situada al final de un particularmente largo y estrecho camino. A cada lado, y muy lejos a la derecha, piedras y lapidas, pero a la izquierda, había varios edificios que tomé por el local parroquial y –el mas cercano a la Iglesia- la escuela, con su campana colgando de la pared frontal, y, surgiendo del interior, el sonido de voces infantiles. Me ví obligado a suspender mis pesquisas sobre la familia Drablow y su lugar de enterramiento, y a asumir, como el Sr. Jerome, una abatida expresión profesional en cuanto pisamos las geométricas baldosas del porche de la Iglesia. Allí, durante aproximadamente cinco minutos que parecieron mucho mas largos, esperamos, solos, hasta que el coche fúnebre apareció en la puerta, y desde el interior el cura se materializó a nuestro lado; y, juntos, los tres observamos la monótona procesión de los porteadores, soportando el ataúd de la Sra. Drablow, caminando lentamente hacia nosotros. Fue un servicio corto y melancólico, con tan poca gente en la fría Iglesia; yo temblaba mientras pensaba de nuevo en cuán inexplicablemente triste era que al final de una extremadamente larga vida, -nacimiento, juventud, madurez y senectud-, no le acompañara ningún pariente o amigo, sino sólo dos personas relacionadas únicamente por temas laborales; incluso uno de ellos nunca la había conocido durante su vida; el resto, sólo personas presentes por una incluso mas triste capacidad profesional. Sin embargo, hacia el final de la ceremonia, oí un leve crujido detrás de mi, y me giré discretamente, vislumbrando la sombra de otro doliente, una mujer, que debía haberse deslizado dentro de Iglesia después de que nosotros ocupáramos nuestros asientos en el funeral, y que permanecía de pie varias filas por detrás; absolutamente sola, enhiesta y atenta, sin sostener ningún libro de oraciones. Su traje era de un negro intenso, del estilo luto riguroso que nunca había pasado de moda excepto, imaginé, en círculos cerrados durante ocasiones muy formales. Además, parecía haberse extraído de algún tipo de viejo arcón o armario, porque su negrura parecía tener ligeras manchas de oxido. Un pequeño bonete cubría su cabeza, ensombreciendo su cara, pero, aunque no la miré fijamente, la corta mirada que pude posar en ella fue suficiente para reconocer que sufría

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de alguna terrible enfermedad de consunción, pues no solo era extremadamente pálida de piel, acrecentado su efecto por contraste con su vestimenta negro azabache, sino que solamente una fina capa de carne estaba tensamente extendida y estirada sobre sus huesos. Irradiaba un extraño brillo blanco-azulado, y sus ojos parecían hundirse en la parte trasera de su cabeza. Sus manos, que descansaban en el banco delantero, eran del mismo aspecto, tanto que parecía víctima del hambre. A pesar de no ser un experto en medicina, había oído de ciertas condiciones que podían causar esa terrible consunción, estos estragos de la carne, y sabía que eran generalmente diagnosticadas como incurables; parecía conmovedor que una mujer, que quizás estaba muy cerca de su propia muerte, se arrastrara al funeral de otra persona. No parecía mayor. El efecto de la enfermedad hacía difícil adivinar su edad, pero no parecía tener más de treinta años. Antes de volverme hacia delante, me propuse firmemente hablar con ella para ver si podía ser de alguna ayuda cuando el funeral hubiera terminado, pero justo cuando estaba decidido a moverme, siguiendo al cura y al ataúd fuera de la Iglesia, volví a oír el crujido de ropas otra vez, y me di cuenta que la mujer había salido rápidamente de la Iglesia, acercándose al cementerio y a la abierta tumba, aunque permanecía algunos metros mas atrás, al lado de una vieja lapida, tapada con musgo crecido durante años y sobre la que se apoyaba ligeramente. Su apariencia, incluso al aire libre y ambiente cálido comparado con el frío interior, era patéticamente consumida, tan pálida y descarnada por la enfermedad, que no habría sido bondadoso mirarla; porque todavía quedaba un débil rastro en sus rasgos, algo de antigua e inconsiderable belleza permanecía indirectamente, algo que debía afectar aun mas agudamente su condición actual, como si hubiera sido victima de viruelas, o algún terrible desfiguramiento o quemadura. Bien, pensé, aquí hay alguien apenado, después de todo, y que sabe que la compañía y seguridad, la calidez y amabilidad, el valor y propósito desprendido, nunca pueden ser recompensados ni desapercibidos… Si hay algo de cierto en las palabras que acabamos de oír pronunciar en la Iglesia…. Y entonces miré otra vez hacia la mujer y hacia atrás, donde el ataúd estaba siendo descendido hacia el suelo, e incliné la cabeza, y recé con repentina inquietud, por el alma de esa pobre y solitaria mujer, y para que descendiera una bendición sobre nuestro penoso círculo. Cuando miré de nuevo, ví un cuervo sobre los arbustos, varios metros mas allá y le oí abrir el pico para prorrumpir en una explosión de sonidos al sol de noviembre; y cuando todo hubo terminado, y nos disponíamos a abandonar del cementerio, yo un par de pasos detrás del Sr. Jerome, esperando a la mujer de aspecto enfermo para ofrecerle mi brazo y ayudarla… Pero no había nadie a la vista. Mientras yo había estado diciendo mis oraciones y el párroco dijo las últimas palabras del ceremonial, y quizás para no molestarnos, o no llamar la atención, ella tuvo que irse, tan silenciosa y discretamente como había llegado. Permanecimos unos momentos en la puerta de la Iglesia, hablando cortésmente y estrechándonos las manos, y tuve la oportunidad de mirar a mi alrededor, y notar que, en un día tan claro y luminoso, era posible divisar mas allá de la Iglesia y el cementerio, hasta donde los amplios pantanos y el agua del estuario se volvían plateadas, y brillaban mucho más, en la línea del horizonte, donde el cielo era casi blanco y sin apenas brillo. Entonces, mirando de reojo al otro lado de la Iglesia, algo atrajo mi atención. A lo largo de la pequeña valla de acero que rodeaba el patio asfaltado de la escuela había

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veinte niños más o menos, cada uno en un hueco de la cerca. Era una gavilla de caras pálidas, solemnes, grandes ojos abiertos, que mostraban que sabían mucho sobre oficios funerarios; sus manitas sujetaban fuertemente los listones de la valla y todos estaban callados, inmóviles. Era una extraña, grave y enternecedora visión, de tan distintos a su comportamiento normal, animados y despreocupados. Sonreí amablemente a uno de ellos. No me devolvió la sonrisa. Vi al Sr. Jerome esperándome amablemente en el camino, y me apresure hacia el. “Dígame, esa otra mujer…”, le dije cuando llegue a su altura, “Espero que pueda volver a su casa… parecía tan terriblemente enferma. ¿Quién era? El frunció el ceño. “La mujer joven de la cara consumida,” le urgí, “al fondo de la Iglesia y después en el cementerio varios metros detrás de nosotros” El Sr. Jerome se paro en seco. Me miro fijamente. “¿Una mujer joven?” “Si, si con la piel estirada sobre los huesos, apenas pude verla… era alta, usaba un sombrero tipo bonete… supongo que intentando esconder lo mas posible de su cara, pobrecilla” Durante unos segundos, en ese tranquilo, vacío camino, a la luz del sol, proveniente de la Iglesia, pareció caer sobre nosotros un profundo silencio, tan profundo que pude sentir los latidos de mi corazón en los oídos. El Sr. Jerome parecía congelado, pálido, con la garganta moviéndose como si fuera incapaz de tragar. “¿Hay algún problema?, le pregunte rápidamente. “No parece estar bien” Se las arregló al final para mover la cabeza –debo decir, por el modo en que lo hizo, que parecía como si hubiera hecho un enorme esfuerzo después de un repentino shock-, aunque el color no volvió a sus mejillas y los bordes de sus labios permanecieron ligeramente azulados. Al final dijo en voz muy baja: “Yo no he visto a ninguna mujer” “Pero, seguro…” Y volví la mirada sobre mis hombros, hacia la Iglesia, y allí estaba ella otra vez. Cogi un reflejo de su traje negro y la línea de su sombrero. Así que ella no se había marchado, después de todo, solo se había escondido detrás de un arbusto o de alguna lapida, o quizá en las sombras de la Iglesia, esperando que todos nos hubiéramos ido para poder hacer lo que estaba haciendo ahora, al lado de la tumba en la que descansaba el cuerpo de la Sra. Drablow, mirando hacia abajo. Me pregunte de nuevo que conexión podría haber tenido con ella, que extraña historia podría descansar tras esta subrepticia visita, y como serian de fuertes sus sentimientos de pesar, allí sola. “Mire,” dije al Sr. Jerome, señalándola, “allí esta otra vez…espero que no…” Me detuve de repente. El Sr. Jerome aprisionaba mi muñeca, retorciéndola en un rígido y agonizante apretón, y, al ver su cara, comprendí que estaba a punto de desmayarse, o de colapsar en espasmos nerviosos. Empecé a mirar a mi alrededor, en el camino desierto, preguntándome que podría hacer, si debería irme o gritar pidiendo ayuda. Los porteadores se habían marchado. Detrás de mi solo estaba la escuela infantil, y una mujer mortalmente enferma bajo un enorme trance físico y emocional. A mi lado había un hombre cercano al colapso. La única persona que podía concienzudamente ayudarme era el párroco, en algún lugar dentro de la Iglesia, y, si iba a buscarlo, tendría que dejar al Sr., Jerome solo.

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“Sr. Jerome, coja mi brazo…me veré obligado si deja de estrujarme… si puede caminar unos metros, de vuelta a la Iglesia… camino… he visto un banco allí, solo un poco hacia la puerta, puede descansar y recuperarse mientras busco ayuda… un coche…” “No”, El casi chillo. “Pero, por favor…” “No, lo siento…” Comenzó a respirar en grandes bocanadas y un poco de color volvió a su cara. “Lo siento, no fue nada… una repentina bajada de tensión… Estaré mejor si camina conmigo hacia mis oficinas en la calle Penn, cerca de la plaza”. Parecía agitado, ansioso de alejarse de la Iglesia y de su entorno. “¿Esta seguro…?” “Muy seguro, vamos…”, y comenzó a caminar rápidamente delante de mi, tan rápido que me cogió de sorpresa y tuve que correr unos cuantos metros para alcanzarle. Su paso era tan rápido que solo tardamos pocos minutos en llegar a la plaza, donde el mercado estaba todavía en ebullición y donde fuimos absorbidos entre el enjambre de vehículos, el bullicio de las voces, los subastadores, los tenderos, compradores, los balidos y rebuznos, los mugidos, gruñidos, cacareos y relinchos de docenas de animales domésticos. Al ver y oír todo aquello, note que el Sr. Jerome empezaba a encontrarse mejor y, cuando llegamos al porche de Gifford Arms, parecía haber vuelto a la vida, en una explosión de alivio. “Me pregunto si podrá llevarme después a la Mansión Eel Marsh,” le dije, después de intentar que comiera conmigo, a lo que se negó. Su cara se transmuto de nuevo. Dijo “No. No iré allí. Puede cruzar a cualquier hora antes de la una. Keckwick ira con usted. Siempre ha sido el recadero entre los dos sitios. ¿Le importa si le doy una llave?” Negué con la cabeza. “Empezaré mirando los papeles de la Sra. Drablow e intentare ponerlos en orden, pero supongo que mañana tendré que cruzar de nuevo, y quizá al día siguiente. ¿Cree que el Sr. Keckwick podrá llevarme por la mañana temprano, y dejarme allí durante todo el día? Tengo que orientarme en aquel lugar. “Estará obligado a adaptarse a las mareas. Keckwick le contará.” “Por otro lado,” dije “si se diera el caso de necesitar mas tiempo, quizás debería permanecer en la casa y dormir allí. ¿Pondría alguien alguna objeción? Me parece estúpido hacer ir y venir a este hombre.” “Creo,” dijo el Sr. Jerome cuidadosamente, “que se encontrará mas cómodo descansando aquí.” “Bien, usted me ha dado una gran bienvenida, y la comida es lo primero. Quizá tenga razón.” “Así lo creo yo” “Mientras no cause ningún problema…” “Encontrara al Sr. Keckwick perfectamente dispuesto.” “Bien” “Aunque no sea muy locuaz.” Sonreí, “querido amigo, estoy acostumbrado a eso”, y después de estrecharle la mano, marche a comer, junto a cuatro docenas de granjeros. Era un ruidosa ocasión para la convivencia, todo el mundo sentado alrededor de tres grandes mesas, cubiertas con grandes manteles blancos, gritándose unos a otros en

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todas direcciones todos los asuntos del mercado, mientras media docena de camareras entraba y salían con platos de cerdo y ternera, grandes soperas, fuentes de verduras y salseras, y jarras de cerveza, doce a la vez, sobre enormes bandejas. Aunque no conocía a nadie en la sala, y sintiéndome algo fuera de lugar, especialmente con mi atuendo fúnebre entre aquellos trajes de tweed y algodón, me encontré gratamente animado, en parte, sin duda, gracias al contraste entre aquella situación y los enervantes momentos acaecidos aquella mañana. La mayoría de las charlas parecían ser emitidas en otro idioma, por la cantidad de referencias a pesos, precios, cosechas y tipos, pero, gracias a la excelente comida, estaba feliz de escuchar todo aquello, y cuando mi vecino de la izquierda me paso un enorme queso de Cheshire, indicándome que lo probara, le pregunte por el resultado de la subasta que había tenido lugar en la Posada un poco antes. El hizo una mueca. “La subasta salio acorde a las expectativas, señor. “¿Debo suponer que esta usted interesado en la tierra?” “No, no. Era solamente que el casero me lo menciono ayer por la noche. Parece que ha sido una gran venta.” “Se disponía de una gran cantidad de acres. La mitad de la tierra de Crythin hacia Homerby y varias millas más hacia el este. Han sido cuatro granjas.” “¿Y tiene valor la tierra por aquí? “Alguna si, señor. Esta lo tenía. En una zona donde la mucha de la tierra es inútil por los pantanos y salobre, y no puede ser drenada de ninguna manera para obtener algún beneficio, la buena tierra de labranza es valiosa, todos y cada uno de sus metros. Hay varias personas descontentas esta mañana.” “¿Debo pensar que usted es uno de ellos? “¿Yo?. No. Yo estoy contento con lo que tengo y si no lo estuviera sería igual, porque no tenía posibilidades, no tenía suficiente dinero para coger más. Aparte, tendría poco sentido común para haber pujado contra el.” “¿Quiere decir el ganador?” “Por supuesto” Seguí su mirada hacia la mesa de al lado. “¡Ah!. El Sr. Daily”. Porque al final de aquella mesa reconocí a mi compañero de viaje del día anterior, sosteniendo una jarra de cerveza y recorriendo la habitación con una expresión satisfecha. “¿Le conoce?” “No, coincidí con el brevemente. ¿Es un gran terrateniente?” “Lo es” “¿Le incomoda que lo sea?” Mi vecino encogió los hombros, pero no respondió. “Bien,” dije, “si esta comprando la mitad del condado, supongo que tendré que hacer negocios con el antes de que termine el año. Soy un abogado encargado de los asuntos de la difunta Sra. Drablow, de la Mansión Eel Marsh. Es posible que sus propiedades salgan a la venta en breve.” Durante un momento, mi compañero no dijo nada, solo untó una rebanada de pan con mantequilla y extendió una loncha de queso cuidadosamente sobre ella. Ví en el reloj de la pared opuesta que era la una y media, y quería cambiarme antes de la llegada del Sr. Keckwick, así que estaba a punto de decir una disculpa y abandonar la mesa, cuando mi

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compañero hablo. “Lo dudo,” dijo, en un tono mesurado, “ni siquiera el Sr. Daily llegaría tan lejos” “Creo que no le comprendo del todo. No he visto del todo la extensión de las propiedades de la Sra. Drablow… creo que tenia una granja a varias millas del pueblo.” “Hoggets,” dijo en un tono despectivo. “Cincuenta acres y la mitad de ellos inundados durante la mayor parte del año. Hoggets no vale nada, y ha estado arrendada durante su vida.” “También esta la Mansión Eel Marsh, y toda la tierra que la rodea. ¿Cree que será útil para el cultivo?” “No, señor” “Bien, ¿Y no pudiera ser que el Sr. Daily simplemente quisiera añadir un poco mas a su imperio, solo por el placer de decir que es suyo? Usted indicó que era de ese tipo de hombres.” “Quizá lo sea”. Se limpio la boca con la servilleta. “Pero, permítame decirle que no encontrara a nadie, ni siquiera el Sr. Sam Daily, que quiera esa tierra.” “¿Y puedo preguntar por que?” Hable algo bruscamente, pues me impacientaban las leves insinuaciones y oscuras murmuraciones hechas por hombres crecidos a la simple mención de la Sra. Drablow y sus propiedades. Tenía razón desde el principio, éste era ese tipo de lugares donde la superstición y los rumores se difundían sin control, pretendiendo incluso dominar al sentido común. Ahora, la lógica reacción del franco campesino que tenia al lado debía ser un murmullo sobre algo que podía ser, o podía no ser, o sobre como contaría el una historia, si quisiera… Pero, en lugar de responder a mi pregunta, se giró hacia la derecha, enzarzándose con el granjero del otro lado en una furiosa discusión sobre cosechas y, furioso por estas reacciones ante lo que pensaba eran tonterías y desconocimiento, me levanté y abandoné la sala. Diez minutos mas tarde, habiendo cambiado mis ropas fúnebres por otras menos formales y mas cómodas, estaba de pie a la puerta de la posada, esperando la llegada de un carruaje, conducido por un hombre llamado Keckwick.

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Capitulo V.

En la Calzada

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No apareció ningún solemne carruaje. En cambio, delante de Gifford Arms estaba detenida una destartalada y lamentable calesa de dos ruedas, unida por un no menos lamentable pony. No estaba fuera de lugar en la plaza del mercado, -había visto muchas de ellas esa mañana-, y asumiendo que este pertenecía a algún granjero o ganadero, lo le dí mayor importancia, y continué mirando a mí alrededor, mecánicamente. Entonces oí mi nombre. El pony era una criatura pequeña, de lamentable aspecto y orejeras cuarteadas, y el conductor tenia una gran gorra que le cubría hasta las cejas, y largo abrigo de pelo, que no parecía suyo, sino mezclado con el resto del equipaje. Estaba alegre por la visión del mercado e impaciente por el paseo, y trepé con presteza. Keckwick apenas me echó un vistazo y ahora, simplemente asumiendo que yo estaba sentado, chasqueó al pony y arrancó, saliendo de la abarrotada plaza del mercado en dirección a la pista que conducía a la Iglesia. Según pasamos por allí, intenté divisar la tumba de la señora Drablow, pero estaba escondida detrás de algunos arbustos. Recordé también la imagen enferma de la solitaria mujer, y la reacción del Sr. Jerome cuando lo mencioné. Pero en estos momentos, estaba demasiado concentrado en el presente y en todo lo que me rodeaba para especular nada más sobre el funeral y sus acontecimientos posteriores. Poco después salimos a campo abierto, dejando Crythin Gifford a nuestra espalda, pequeño y concentrado. Ahora, a nuestro alrededor y a ambos lados del camino, todo parecía ser solamente cielo, cielo y una delgada franja de tierra. Ví esa parte de tierra exactamente igual a la Holanda que se ha pintado en múltiples cuadros, o al campo que rodea Norwich. Hoy no había ninguna nube, pero podía imaginar muy bien la magnificencia de la amplia, protectora, zona de cielo en un día gris, con intensa lluvia y nubes tormentosas descendiendo sobre el estuario; así sería este sitio en las crecidas de febrero cuando los pantanos se volvieran grises como acero y el cielo rezumara lluvia, y entre los fuertes vientos de marzo, cuando las luces parpadean, y las sombras persiguen sombras entre los campos cultivados. Hoy, todo era nítido y brillante, coronado por la suave luz del sol, aunque a estas alturas la luz ya era pálida; habiendo perdido el cielo el brillo de la mañana, para transformarse en rayos plateados. Conducíamos briosamente a través de los campos absolutamente llanos, No se veía ni un árbol, sólo setos oscuros, retorcidos, frágiles y bajos, y la tierra que había sido arada se amontonaba en grandes y rectos surcos. Más allá, gradualmente, el suelo dio paso a hierba salvaje y empecé a ver diques y zanjas llenas de agua, y entonces fue cuando de verdad nos aproximamos a los pantanos. Estaban silenciosos, brillantes bajo la luz de noviembre, y parecían extenderse en todas direcciones, tan lejos como llegaba mi vista, y mezclarse sin interrupción con las aguas del estuario y la línea del horizonte. Mi cabeza se tambaleo con la escarpada belleza que se abría ante mí, su amplia, abierta desnudez. La sensación del espacio abierto, la vastedad del cielo sobre mí y la

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inmensidad de los alrededores hacían acelerar mi corazón. Solo por esto valía la pena haber recorrido tantas millas. Nunca imaginé un lugar así. Los únicos sonidos que se podían oír sobre el trotar de los cascos del pony, el estruendo de las ruedas y los crujidos del carromato, eran inesperados, ásperos, insólitos gritos de pájaros aquí y allí. Podíamos haber viajado tres millas, sin cruzar ni granja ni casa de labor, ni ningún tipo de vivienda, todo estaba desierto. Entonces, los setos finalizaron, y parecimos viajar hacia el último lugar del mundo. Delante de nosotros, solo había agua resplandeciente como acero, y bajo ella, difusamente, comencé a distinguir una pista, quizá más parecida a la estela de un bote que se perdiera a lo lejos. Cuando nos acercamos a la estela, vi que la profundidad del agua era minima sobre la ondulante arena a cada uno de nuestros lados, y que esa línea era de hecho una estrecha pista que se dirigía directamente hacia el estuario. Según nos deslizamos en su interior, me di cuenta que este debía ser la Calzada de Las Nueve Vidas – ésta y ninguna otra- y descubrí que, en el momento que subiera la marea, se sumergiría rápidamente, haciéndose intransitable. El pony, y después la destartalada calesa entraron en la arenosa pista a la primera, el tranquilo ruido que habían estado haciendo cesó de repente, y nos introdujimos en un silencio solo amortiguado por un suave silbido, un amortiguado y sedoso sonido. Aquí y allí había cañizos agrupados, pálidos como osamentas, y una y otra vez el más leve viento nos causaba secos temblores. El sol a nuestra espalda se reflejaba en el agua y a nuestro alrededor de forma que todo brillaba y resplandecía como un espejo; el cielo había tomado un desvaído tinte rosado, reflejándose este color en la ciénaga y en el agua. Entonces, cuando todo estaba tan brillante que me dolían los ojos de tanto mirar, dirigí la mirada al frente y vi, como surgiendo de la misma agua, una alta, descarnada Mansión de piedra gris con techumbre de pizarra, que ahora fulguraba como acero en la intensa luz. Emergía como un faro, o torre de señales o vigilancia, encarando la total, amplia extensión del pantano y el estuario; la mansión más asombrosamente situada que había visto o podía razonablemente haber imaginado jamás. Aislada, independiente, pero también, pensaba, magníficamente bella. Según nos acercábamos, vi que la tierra sobre la que se erguía estaba ligeramente elevada sobre el resto, y rodeada por todos lados, -quizá por varias yardas-, de una llanura de hierba blanqueada por salitre, para terminar en grava. Esta pequeña isla se extendía hacia el sur a través de un área de campos y tierras yermas hacia lo que parecían ser las abandonadas ruinas de una antigua iglesia o capilla. Se oyó un recio y seco crujido. El carruaje había tropezado con las piedras del pavimento, subiendo sobre ellas. Habíamos llegado a la Mansión Eel Marsh. Durante unos minutos, simplemente me senté para mirar a mi alrededor completamente asombrado, sin oír nada excepto el suave y penetrante murmullo del viento invernal que llegaba tras cruzar la ciénaga, y el imprevisto graznido de algún oculto pájaro. Sentí una extraña sensación, una excitación mezclada con algo de alarma…No podría totalmente decir que fue. Ciertamente, sentí la soledad, pues a pesar del mutismo de Keckwick y del lamentable pony marrón, me sentí solo, en el exterior de esta descarnada, vacía Mansión. Pero no era miedo, ¿de que podía tener miedo en este raro y maravilloso lugar?, ¿del viento?, ¿de los gritos de los pájaros del pantano?, ¿de los cañizos y del agua inmóvil? Me bajé del carro y caminé hacia Kerwick. “¿Cuánto tiempo estará el camino transitable?”

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“Hasta las cinco.” Así que apenas podía hacer algo más que dar una vuelta por los alrededores, introducir mis cosas en de la casa, y comenzar la búsqueda de los papeles, antes de que él volviera para recogerme. No quería marcharme tan rápido. Estaba fascinado, me hubiera gustado que Keckwick se fuera, para admirar todo aquello con tranquilidad y libertad, dedicando todos mis sentidos, y absolutamente solo. “Escuche,” dije, tras una rápida decisión, “es un poco ridículo que usted vaya y venga todos los días dos veces. Lo mejor que se puede hacer es traer mis cosas y algo de comida y agua y podré permanecer un par de días aquí. De esta manera terminaré antes mi trabajo y usted no sufrirá ninguna molestia. Hoy volveré con usted por la tarde, y mañana me podría traer lo antes posible, según la marea, ¿de acuerdo? Esperé. Creía que iba a impedirlo, o discutir, o persuadirme de que abandonara la idea, con sus oscuros rumores. Estuvo pensando un rato. Pero tuvo que ver la firmeza de mi resolución, pues asintió con la cabeza. “¿No preferiría que esperara hoy aquí? Aunque sean un par de horas. Aunque usted verá lo que mas le convenga” Como respuesta, simplemente tiré de las riendas del pony, girando la calesa. Minutos mas tarde, retornaban a través de la Calzada, haciéndose más y más pequeños en la inmensidad y amplitud del pantano y del cielo, y yo me di la vuelta y caminé alrededor de la fachada de la Mansión Eel Marsh; mi mano izquierda acariciaba las formas de la llave que guardaba en el bolsillo. Pero no entré. No quería hacerlo, al menos todavía. Quería beberme todo el silencio y la misteriosa, deslumbrante belleza, oler el extraño aroma a sal apenas presente en el viento, escuchar el más leve murmullo. Era consciente del incremento de cada uno de mis sentidos, consciente de que este extraordinario lugar se estaba imprimando en mi mente y también en lo más profundo de mi imaginación. Pensaba que, si tuviera que permanecer aquí por algún tiempo, me volvería un adicto a la soledad y a la quietud, y que también me convertiría en ornitólogo, pues debía haber multitud de pájaros extraños, aves zancudas y buceadoras, patos salvajes y gansos, especialmente en primavera y otoño, y con la ayuda de buenos libros y prismáticos pronto seria capaz de identificarlos por su vuelo y canto. Además, según me maravillaban los exteriores de la casa, empecé a especular sobre la posibilidad de vivir allí, Stella y yo, solos en este salvaje y remoto lugar, -aunque la pregunta de que haría para ganarnos la vida, y en que nos ocuparíamos día tras día, convenientemente la deje a un lado-. Entonces, pensando en esto, me alejé de la casa en dirección al campo, y cruzándolo, hacia las ruinas. Hacia el oeste, a mi derecha, el sol empezaba a decaer en una grandiosa, invernal, esfera escarlata y oro que arrojaba flechas de fuego, dejando estelas rojo sangre sobre el agua. Hacia el este, el mar y el cielo se oscurecían suavemente en un uniforme, plúmbeo tono gris. El viento que aparecía de repente serpenteando desde del estuario era de un frío intenso. Cuando me acerqué a las ruinas, pude ver claramente que habían pertenecido a una antigua capilla, quizá monástica en su origen, y toda ella estaba derruida y desmenuzada, con bastantes piedras convertidas en escombros, probablemente por recientes y tormentosos vientos, y que descansaban sobre la hierba. El terreno se inclinaba un poco por debajo de la playa del estuario y, según pasaba por debajo de uno de los arcos, divise un pájaro, que alzó el vuelo y huyó volando sobre mi cabeza,

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aleteando ruidosamente y lanzando un áspero croar que retumbó en los viejos muros y fue respondido por otro, algunos metros mas allá. Ese pájaro era desagradable, de aspecto satánico, parecido a algunas especies de buitres marinos –si esta especie existiera- y no pude reprimir un estremecimiento cuando su sombra pasó sobre mí, y contemplé su desgarbado vuelo hacia el mar con alivio. Entones reparé en que el suelo de la capilla y las piedras caídas formaban un amasijo inconexo de cascotes, y supuse que estos pájaros hacían sus nidos en los huecos superiores. Por otro lado, me gustaba este solitario lugar, y pensaba como seria en una calida tarde de verano, cuando la brisa soplara balsámica desde el mar, atravesando la hierba crecida, y las flores del campo blancas y amarillas y rosas treparan en ramilletes entre las rotas piedras, sus sombras se extendieran gentilmente, y las aves del verano exhalaran sus mejores cánticos, con el suave sonido del oleaje en la distancia. Así reflexionando, aparecí en un pequeño cementerio. Estaba delimitado por los restos de un muro, y me paré atónito ante su vista. Podía haber aproximadamente cincuenta viejas lapidas, la mayoría de ellas inclinadas o completamente desmoronadas, cubiertas a parches con líquenes verde-amarillentos y musgos, pálidas y corroídas por el salitre, y desgastadas por años de continua lluvia. Los restos del muro estaban cubiertos de hierba y matojos, o de otra manera habrían desaparecido completamente, hundidos y desmoronados. No había nombres o fechas reconocibles, y el lugar estaba por completo sumido en un deplorable estado de decadencia y abandono. Más adelante, donde los muros finalizaban en un montón de polvo y escombros, aparecía el agua verde del estuario. Según estaba allí, maravillado, llegó el último rayo de sol, y el viento arrecio en ráfagas, haciendo crujir la hierba. Sobre mi cabeza, el desagradable pájaro con cuello de serpiente volvió gritando hacia las ruinas, y vi que su pico se retorcía sobre un pez que se retorcía y luchaba desvalidamente. Mire a la criatura aterrizar y, según lo hacia, derribó algunas piedras, que cayeron en algún lugar fuera de mi vista. Advirtiendo de pronto el frío y la extrema, misteriosa desolación del lugar y el cercano crepúsculo de la tarde de noviembre, y no queriendo que mi animo se deprimiera hasta caer en todo tipo de fantasías mórbidas, estaba a punto de marcharme, caminando apresuradamente hacia la casa; allí intentaría encender algunas luces e incluso un pequeño fuego, si era posible, antes de comenzar mis tareas preliminares sobre los papeles Drablow. Pero, según me di la vuelta, eche un vistazo de reojo al cementerio y entonces vi de nuevo a la mujer de la cara consumida, a quien había visto en el funeral de la Sra. Drablow. Estaba al final del camposanto, cerca de una de las pocas lapidas que permanecían en pie, llevando el mismo traje y sombrero, pero parecía haberse deslizado un poco hacia atrás, así que pude distinguir su cara un poco más nítidamente. En el gris decaer de la limitada luz, su carne no parecía tener brillo ni color, sino estar en los mismos huesos. Las primeras veces que la vi, incluso admitiendo que apenas habían sido breves vistazos, no había notado ninguna expresión especial en su cadavérico rostro, pues había sido completamente absorbido por la imagen de su extrema enfermedad. Ahora, sin embargo, delante de ella, erguido delante de ella con los ojos fuera de las órbitas, asombrado y aturdido en su presencia, ahora notaba que su cara tenía expresión. Era una expresión que sólo puedo describir –y las palabras parecen desesperadamente inadecuadas para expresar lo que vi-, como un desesperado, malevolente anhelo; era como si intensamente estuviera buscando algo que quisiera,

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necesitara –debía tener- algo mas importante que su propia vida, algo que le hubieran arrebatado. Y, hacia quien se lo hubiera arrebatado ella dirigía su más pura maldad, odio y desprecio, con toda la fuerza de que era capaz. Su cara, con esa extrema palidez cadavérica, sus ojos, hundidos pero antinaturalmente brillantes, ardían con interna y concentrada pasión, desbordando al exterior una corriente de maldad. No tenia medio de saber si ese odio y malevolencia estaban dirigidos hacia mí –no tenia motivos para suponer que pudiera ser posible-, pero en ese momento estaba lejos de basar mis reacciones en la lógica y la razón. La combinación del peculiar, aislado lugar, la súbita aparición de la mujer y lo terrorífico su expresión me crearon un miedo pavoroso. Por lo demás, la verdad es que nunca había sentido miedo en mi vida, nunca había sentido temblar mis rodillas y tiritar el cuerpo, volviéndome frío como un témpano, nunca sentí que mi corazón diera una súbita sacudida, como si casi estuviera a punto de salírseme por la reseca boca y entonces comenzara a palpitar en mi pecho como un martillo sobre un yunque, nunca estuve agarrotado y exánime por ningún temor, espanto o percepción de maldad. Era como si definitivamente me hubiera paralizado. No podía aguantar y quedarme allí, lleno de miedo, pero no tenía fuerzas restantes en mi cuerpo para girarme y huir, y estaba seguro, como no he estado seguro de ninguna otra cosa en mi vida, que en cualquier momento caería muerto sobre los miserables restos del pavimento. Fue la mujer la que se movió. Se deslizó detrás de la lápida y, permaneciendo muy cerca de la sombra del muro, pasó a través de uno de los huecos y desapareció de mi vista. Al segundo de irse, recupere mis nervios y las fuerzas para hablar y moverme, la sensación de estar vivo retornó a borbotones, mi cabeza se despejó, y por una vez, sentí cólera, si, cólera, contra ella por todas las emociones que había desatado en mí, por haberme causado este pánico irracional, y la cólera me condujo a la determinación de seguirla, detenerla, hacerle varias preguntas y recibir las correspondientes respuestas, hasta llegar al final de todo este asunto. Corrí rápido y ligero hacia la corta extensión de irregular hierba entre las tumbas en dirección al hueco de la muralla, y casi llegué al límite del estuario. A mis pies, la hierba daba paso a cientos de metros de arena, para terminar hundiéndose poco a poco en el agua. A mí alrededor la ciénaga y las ligeras dunas de arena se estrechaban en la distancia hasta mezclarse con la creciente marea. La visibilidad era de varias millas. Y no había ninguna señal de la Mujer de Negro, y ningún lugar donde pudiera haberse escondido. Quien era –o lo que era- y cómo se había desvanecido, eran preguntas que no me hice. Intenté no pensar en ello, pero con las últimas fuerzas que pude reunir, di la vuelta y comencé a correr, a volar desde el cementerio y las ruinas para poner la mayor distancia posible detrás de mí. Concentraba todo mi ser en la carrera, oyendo solamente el ruido sordo de mi cuerpo sobre la hierba, el sonido de mi propia respiración. Jamás mire atrás. Cuando llegue a la Mansión estaba bañado en sudor, por el esfuerzo y por las extremas emociones pasadas; en ese estado hurgaba con la llave que sostenía mi trémula mano, así que se me cayó dos veces sobre el pavimento hasta que al final me las arregle para abrir la puerta principal. Su sonido al abrirse atronó toda la casa pero, cuando los últimos ecos se desvanecieron, la casa pareció asentarse de nuevo en su enorme, hirviente silencio. Durante mucho tiempo no me moví del oscuro vestíbulo, cuyas paredes se

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cubrían con largos paneles de madera oscura. Quería - necesitaba- compañía, luces, calor, y un fuerte trago de alcohol; necesitaba asentarme y no había nadie conmigo. Pero, más que otra cosa, necesitaba una explicación. Es notable cuan fuerte puede ser la simple curiosidad. Nunca me había dado cuenta hasta hoy. A pesar de mi intenso miedo y mi estado de shock, me consumía el deseo de averiguar que era exactamente lo que había visto, y porqué, después de todo, no me había atrevido a permanecer afuera y hacer algunas averiguaciones. No podría descansar hasta haber finalizado este propósito. No creía en fantasmas. O por lo menos, hasta este día no había creído en cualquier historia que oyera sobre ellos. Había rechazado, como la mayoría de los hombres razonables, todas la verosilimitud de las historias. El que alguna gente proclamara que tenia una intuición superior a la normal sobre ciertas cosas y el que se dijera que algunos antiguos lugares estaban encantados –los conocía, por supuesto-, pero habría sido inconveniente admitir que podía haber algo en ellos, aunque se presentara la más minima prueba. Y nunca había tenido pruebas. No dejaba de ser curioso, había pensado siempre, que las apariciones fantasmales y ocurrencias similares siempre parecían ser experimentadas en ciertos entornos, por alguien que, ¡previamente había oído hablar de ello por un conocido! Pero ahí afuera, en la ciénaga, ahora mismo, en la peculiar y tenue luz, en la desolación del cementerio, había visto a una mujer cuya forma era muy material, pero también de algún modo, sin dudarlo, fantasmal. Tenía una palidez fantasmal y una terrorífica expresión, usaba ropas que estaban muy lejos de parecerse a los estilos actuales, se había mantenido siempre a distancia de mí… y no había hablado en absoluto. Algo emanaba de su mantenida, silente presencia; algo que, al lado de la tumba, me había influenciado tan fuertemente que me hizo sentir repulsión e indescriptible terror. Y se había aparecido y luego desvanecido de un modo que seguramente ningún ser humano real, vivo, de carne y hueso habría podido hacer. Y todavía mas… no había mirado de esa forma -tal y como yo imaginaba que tenían los “fantasmas tradicionales”-, transparente y vaporosa, ella había sido real, había estado allí, la había visto claramente, estaba seguro de que habría podido sentirla, acercarme, tocarla. No creía en fantasmas. Pero, ¿Qué otra explicación era posible? Desde algún sitio en un oscuro hueco de la Mansión, un reloj comenzó a repicar penetrantemente, sacándome de mis ensueños. Sacudiendo la cabeza, deliberadamente saque de mi mente el problema de la Mujer del Cementerio, para pensar en la casa en la que estaba. Al fondo del vestíbulo descansaba una amplia escalera de roble y a un lado, un pasillo conducía a lo que parecía ser la cocina y la despensa. Había otras puertas, todas ellas cerradas. Encendí la luz del vestíbulo, pero la bombilla era de poca potencia, y pensé que era mejor pasar por todas las habitaciones iluminándolas poco a poco, antes de empezar cualquier búsqueda de documentos. Después de todo lo que me había contado el Sr. Bentley y el resto de la gente desde que llegué sobre la difunta Sra. Drablow, había tenido toda suerte de desbocadas fantasías sobre el estado de esta casa. Había esperado, quizá, que fuera algo como un santuario de antiguos, remotos recuerdos, o de su juventud, o de la memoria de su marido, o de algo así, como la casa de la desgraciada Sra. Havisham. Además de estar,

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simplemente llena de telarañas y asquerosamente sucia, cubierta de viejos periódicos, trapos y basura apilada en las esquinas; escombros de una voluntaria reclusa –quizá algún gato o perro medio muerto de hambre-. Pero, según empezaba a vagabundear dentro y fuera de la salita de día y del comedor, salón, sala de estar y estudio, no encontraba nada dramático o desagradable, aunque es verdad que por todos lados se respiraba un persistente húmedo, enmohecido, y dulcemente acido olor; el mismo que aparece en toda casa que ha estado cerrada por largo tiempo, y particularmente en una que, rodeada por todos lados por pantanos y estuarios, estaba condenada a estar permanentemente húmeda. El mobiliario estaba pasado de moda pero era bueno, sólido, oscuro y razonablemente bien cuidado, aunque estaba claro que muchas de las habitaciones no se habían usado en exceso, quizá en años. Solo una pequeña sala, al final de un estrecho pasillo que provenía del vestíbulo, parecía ser de uso reciente, -probablemente había sido aquella en la que la Sra. Drablow pasaba la mayor parte del tiempo-. Todas las habitaciones tenían estanterías acristaladas, llenas de libros, y junto a ellos, pesados cuadros, recargados retratos y paisajes al óleo de viejas casas. Pero mi corazón se hundió cuando, después de rebuscar en el manojo de llaves que me dio el Sr. Bentley, encontré las que abrían varias mesitas, escritorios y mesas de despacho, pues todas ellas contenían bultos y cajas de documentos, -cartas, recibos, documentos legales, agendas, facturas-, todas atadas con cuerdas o cintas, y amarillentas por el tiempo-. Parecía que la Sra. Drablow jamás había tirado un solo trozo de papel en toda su vida, y claramente, la tarea de bucear en todos ellos, incluso de forma preliminar, era mucho más amplia de lo que había imaginado. Su mayor parte iba a ser averiguar cuanto era inútil o redundante, pero de todas formas, todo debía ser examinado antes de remitir al Sr. Bentley, perfectamente empaquetados, los documentos que pudiera necesitar para resolver los asuntos legales de la herencia. Era obvio que eso sería lo más suave de la enorme tarea que tenia que realizar, y ahora era ya muy tarde y no tenía los nervios en condiciones después del tiempo pasado en el cementerio. En lugar de ello, me puse a caminar por la casa, mirando todas las habitaciones sin encontrar nada de excesivo interés o elegancia. La verdad, era todo curiosamente impersonal, el mobiliario, la decoración, los ornamentos, colocados por alguien sin ideas estéticas o gusto refinado, en fin, un recargado, sombrío y repulsivo caserón. Destacaba extraordinariamente en una sola cosa: su situación. Desde cada ventana, -y las había altas y anchas en todas las habitaciones- se divisaban magnificas vistas de todos y cada uno de los aspectos del pantano, del estuario, y de la inmensidad del cielo; pero en este momento todos los colores se habían borrado y agotado, el sol se había puesto, la luz era muy tenue, no había ningún movimiento, ninguna ondulación en el agua, y en el horizonte, apenas podía encontrar la diferencia entre el cielo y el agua. Todo era gris. Me las arreglé para izar todas las persianas y abrir una o dos ventanas. El viento también había parado y no había mas sonido que un débil, suave oleaje de la marea al subir. Cómo una vieja mujer había resistido día tras día, noche tras noche, la desolación en esta casa, abandonada durante tantos años, era algo que no podía concebir. Yo me habría vuelto loco. Siempre intentaba trabajar sin pausa hasta que todo el trabajo estuviera hecho, pero ahora sentía una extraña fascinación mirando el amplio y salvaje pantano. Tenía una

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misteriosa belleza, incluso ahora, en el gris crepúsculo. No había nada que mirar durante millas, pero yo no podía apartar mis ojos del pantano. Pero por hoy ya era suficiente. Suficiente soledad y silencio sólo interrumpido por el agua, el gemido del viento y las melancólicas llamadas de los pájaros, suficiente gris monótono, suficiente de esta sombría y vieja Mansión. Y, como disponía de otra hora hasta que Keckwick volviera en su pequeña tartana, decidí ponerme en movimiento, alejándome de la casa. Un enérgico paseo me animaría, calmando mis nervios y abriéndome el apetito y, si caminaba lo suficientemente deprisa llegaría a Crythin Gifford a tiempo de evitarle el viaje a Keckwick. Incluso si no lo hacia, le encontraría en el camino. La Calzada era todavía visible, las rodadas eran rectas y posiblemente no me perdería. Pensando así, cerré todas las ventanas y bajé las persianas, abandonando la Mansión Eel Marsh a su destino en la declinante luz de Noviembre.

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Capitulo VI

Una Calesa en la Niebla Fuera, todo estaba silencioso, tanto que sólo pude oír el sonido de mis propios pasos según empecé a caminar velozmente sobre la grava, e incluso este sonido se amortiguó en el momento en que aplasté la hierba hacia la Calzada. En el cielo, las últimas gaviotas volvían a sus nidos. Una o dos veces, mire de reojo hacia atrás, esperando a medias captar una nueva visión de la Mujer de Negro siguiéndome. Pero casi me persuadí de que debía haber alguna cuesta o inclinación de terreno al otro lado de aquél cementerio y más allá, quizás una solitaria vivienda, escondida y fuera de toda vista, pues los cambios de luz en un lugar como aquel podían jugar todo tipo de engaños y, después de todo, no me había acercado por allí para buscar ningún lugar escondido, solamente eché un leve vistazo, sin ver nada. Bien, entonces. Por el momento me permití olvidar la extrema reacción del Sr. Jerome a mi mención de la Mujer esta mañana. La Calzada estaba bastante seca a primera vista, pero a mi izquierda el agua empezaba a rezumar, cada vez más cerca, más silenciosa, y muy lentamente. Me pregunté a que profundidad se encontraría la Calzada con la marea alta. Pero, en aquella noche silenciosa, estaba seguro de tener tiempo suficiente para cruzar, a pesar de que la distancia no era pequeña y la estaba recorriendo a pie. Me había parecido mas corta cuando la recorrí al trote en la calesa de Keckwick; ahora, el final de la Calzada parecía retroceder hacia el grisáceo horizonte. Nunca me había sentido tan solo, nunca tan minúsculo e insignificante en el vasto paisaje; sin demasiado desagrado, en un estado casi místico, me sentí envuelto, vapuleado por la absoluta indiferencia del agua y el cielo hacia mí. Algunos minutos mas tarde, no podría asegurar cuantos, salí de mi ensueño, para darme cuenta de que no podía ver mucho más por delante de mi, y que, al volverme par mirar a la Mansión Eel Marsh, ésta también era invisible, no precisamente por la oscuridad de la tarde, sino por una densa, húmeda bruma marina, que se había deslizado sobre el pantano envolviéndolo todo; a mí, a la casa detrás de mí, a la Calzada y a todo el paisaje a mi alrededor. La Bruma parecía una húmeda, amenazante tela de araña, fina e impenetrable. Olía y sabía de un modo muy distinto a la asquerosa niebla amarilla de Londres; aquella era asfixiante, densa e inmóvil, esta era salobre, ligera y pálida, y se movía constantemente a mí alrededor. Me sentí confuso, manoseado por la niebla, como si estuviera formada por miles de pequeños dedos que se arrastraran hacia mí, se me colgaran y desaparecieran después. Mi pelo, cabeza y las mangas de mi abrigo se empaparon por un velo de densa humedad. Pero sobre todo, era la celeridad con que se había producido lo que me hizo desorientarme y perder los nervios. Durante un corto periodo de tiempo, caminé muy despacio, determinado a seguir mi camino hasta que llegara a la seguridad de la pista, en tierra firme. Pero la bruma caía tan deprisa sobre mí que me hubiera perdido rápidamente si por casualidad abandonaba la rectitud de la Calzada, pudiendo vagar toda la noche hasta la extenuación. La opción mas obvia y razonable era volver atrás, desandando mis pasos, las pocas yardas que había

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recorrido, esperando en la casa hasta que, o la niebla se disipara, o Keckwick llegara para recogerme, o ambas cosas. El retorno fue una pesadilla. Estaba obligado a ir paso a paso, por miedo a desviarme y caer en los pantanos, y en la creciente marea. Si miraba hacia arriba, o a mi alrededor, quedaba confundido por la móvil, cambiante niebla, tropezando a continuación, y rezando por llegar a la casa, la cual estaba mucho mas lejos de lo que había imaginado. Entonces, en algún lugar lejano de la arremolinada y oscura niebla, oí un sonido que emocionó mi corazón, el distante pero inconfundible trotar de los cascos de un pony y el estrepitoso crujido de un carruaje. Eso significaba que Keckwick caminaba imperturbable por la Calzada, de tan acostumbrado que estaba a recorrer los caminos y la Calzada en la oscuridad. Me paré, buscando una linterna –seguro que llevaba una-, y me pregunté si debía gritar para señalar mi presencia, por si acaso aparecía de repente delante de mi, arrojándome a las zanjas. Entonces descubrí que la niebla jugaba malas pasadas con el sonido, tanto como con la vista, pues no solamente hizo que el sonido de la calesa se mantuviera lejano durante mas tiempo del que hubiera esperado, sino que a veces parecía que viniera, no directamente desde mi retaguardia, a lo largo de la Calzada, sino de mi derecha, muy dentro del pantano. Intenté encontrar la dirección del viento, pero no soplaba de ningún sitio. Giré sobre mí mismo, y el sonido retrocedió mucho mas lejos. Confuso, me quedé de pie y esperé, intentando escuchar en la niebla. Lo que oí a continuación me congeló y horrorizó, aun cuando no pude entender absolutamente nada. El ruido del pony y la calesa se hizo más débil para detenerse abruptamente a lo lejos, en el pantano, transformándose en un extraño sonido de agua corriente, como un desagüe o remolino; al cual se añadieron los agudos gritos y relinchos de un caballo aterrado. Entonces oí otro grito, un alarido, un aterrador sollozo –seria difícil descifrarlo-, pero advertí con horror que procedía de un niño, un niño pequeño. Me sentí absolutamente desvalido en la niebla que me rodeaba por completo y a todo lo que tenía a la vista, casi llorando de agonía, miedo y frustración, y supe que estaba oyendo, sin ninguna duda, los últimos y angustiosos sonidos de un pony y una calesa con un niño encima, y que estaban luchando desesperadamente. De algún modo se había salido de la Calzada y caído en los pantanos y estaba siendo arrastrado bajo las arenas movedizas y el empujón de la creciente marea. Empecé a gritar hasta que mis pulmones quedaron sin aliento, y comencé a correr, parándome de repente. No podía ver nada y, ¿para que podía ser útil? No podía entrar en la ciénaga y aunque pudiera, no había ninguna posibilidad de encontrar la calesa, ni de ayudar a sus ocupantes. De hacerlo, con toda probabilidad, me arriesgaba a ser absorbido también por la ciénaga. La única cosa que podía hacer era regresar a la Mansión Eel Marsh, encender todas las luces, e intentar, contra todo pronóstico, ser visto, como un faro, por alguien de los alrededores. Estremecido por los terribles pensamientos que brotaban en mi mente y por la visión de aquellos a quienes no podía ayudar, pero podía imaginar sumergiéndose lentamente y ahogándose hasta morir absorbidos por barro y lodo, olvidé mis propios miedos y visiones nerviosas durante unos minutos y me concentré en regresar a la casa tan rápido y seguro como pudiera. Sentía el agua muy cerca de los bordes de la Calzada, aunque no podía oírla, la niebla era todavía muy densa y la oscuridad había caído por completo. Pero con un suspiro de alivio sentí el césped y después la grava bajo mis pies, y tanteando el camino a ciegas llegué hasta la puerta de la casa.

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Detrás de mí, afuera, en los pantanos, todo estaba tranquilo y silencioso; yo estaba ya a salvo de la creciente marea, el pony y la calesa podían no haber existido jamás. Cuando entré de nuevo en la casa, me las arreglé para encontrar una silla en el oscuro vestíbulo y, sentándome en ella, tan pronto como pude cruzar las piernas, escondí la cabeza entre las manos y deje escapar una explosión de desolados sollozos al advertir que todo lo que había sucedido me sobrepasaba. Cuanto tiempo estuve allí sentado, envuelto en una extrema desesperación, no lo sé. Pero después de algún tiempo recobré algo de animo, lo suficiente para levantarme y recorrer la casa, encendiendo todas las luces que pude hacer funcionar y dejándolas encendidas, pues ninguna daba demasiada luz, y, en mi interior, sabía que tenía una pequeña oportunidad de que lo que no era mas que el brillo de un puñado de dispersas lámparas fuera visto a través de la empapada llanura, si hubiera algún observador, o viajero a mano para vislumbrarla. Pero había hecho algo –de todas formas, todo lo que podía hacer-, y me sentía algo mejor por ello. Después de eso, empecé a buscar dentro de armarios, cómodas y aparadores de cocina hasta que al final, al fondo de uno de ellos en el salón, encontré una botella de brandy –de 30 años y todavía precintada-. La abrí, busque un vaso y me serví un trago tan largo como era razonable que tomara un hombre en alarmante estado de shock, varias horas después de su ultima comida. Claramente la habitación no había sido usada por la Sra. Drablow en muchos años. El mobiliario estaba descolorido por el salitre ambiental y los candelabros y centros de mesa estaban deslustrados, los manteles de lino rígidamente doblados e intercalados con tejidos amarillentos, la vajilla y cristalería polvorientas. Volví hacia la única habitación de la casa con visos de tener algo de comodidad, pues toda la casa era gélida y apestaba a moho: La salita. Allí me bebí el brandy a pequeños sorbos mientras intentaba calmarme lo mas posible y pensar en lo que debería hacer. Pero el efecto de la bebida no me calmó, y mi cerebro se convirtió en una incesante batidora. Me encolericé con el Sr. Bentley por mandarme aquí, y también con mi propia independiente estupidez y mi cerrazón de mente al ignorar todas las insinuaciones y velados avisos que recibí sobre el lugar, y deseando –no, rezando- tener algún tipo de rápido rescate y estar de vuelta en la cómoda, segura, atareada y ruidosa Londres, entre amigos, -incluso solamente entre personas- y con Stella. No podía estar tranquilo en aquella extraña, claustrofóbica y enrarecida casa; paseaba de una habitación a otra, cogiendo alguna cosa y dejándola después desesperanzado, subiendo las escaleras, vagando entre dormitorios clausurados, y subiendo más arriba, a los desvanes llenos de trastos viejos, sin alfombras y con sus altas y estrechas ventanas despojadas de cortinas y persianas. Todas las puertas estaban abiertas, todas las habitaciones estaban ordenadas, polvorientas, amargamente frías y húmedas, algunas incluso un poco sofocantes. Sólo una habitación estaba cerrada, al final del pasillo donde se situaban tres dormitorios en el segundo piso. No tenía cerradura, ni cerrojo en la puerta. Por alguna oscura razón, aquella puerta me irritó, la golpeé, y sacudí fuertemente su pomo, antes de abandonar y volver bruscamente al piso inferior, escuchando el eco de mis propios pies al bajar. Cada pocos minutos, caminaba de una a otra ventana, frotando las manos en los cristales para intentar ver el exterior; pero, aunque frotaba la suficiente cantidad de mugre

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como para dejar un buen espacio limpio, no podía limpiar la cortina de niebla, de tan próxima a la ventana en el exterior. Mientras la miraba, comprendí que estaba constantemente cambiando, como las nubes, aunque sin partirse ni dispersarse jamás. Al final me desplomé en el afelpado sofá del enorme salón de altísimo techo, alejando mi cara de las ventanas, y me abandoné, arropado por el último trago de una segunda copa del suave y oloroso brandy, para melancólicamente envolverme en una cierta introvertida pesadumbre. No tenia frío, ni temor, ni cansancio. Me sentía impotente frente a los horribles sucesos que habían sucedido afuera, en los pantanos, y me entregué al abandono, deslizándome hasta vaciar mi mente, tan deformada como la niebla exterior, y después descansé, acurrucándome para encontrar, si no paz, por lo menos cierto alivio a todas mis emociones en suspensión. Una campana sonaba, sonaba, a través de mis oídos, dentro de mi cabeza, su sonido metálico era a veces cercano y a veces extrañamente lejano, parecía balancearse, y yo me balanceaba con ella. Intentaba abandonar la oscuridad, que no era inmóvil sino cambiante, cuando el suelo empezó a desaparecer bajo mis pies; tanto que me aterró resbalar y caer abajo, abajo, ser absorbido en un horrible y estruendoso remolino. La campana siguió sonando. Me desperté sobresaltado, para ver la luna, grande como una calabaza detrás de las altas ventanas, en un cielo nítidamente oscuro. Tenía la cabeza pesada, la boca seca y pastosa, los labios resecos. Había dormido quizá varios minutos, quizá varias horas. Había perdido la noción del tiempo. Luche por despejarme y descubrí que la campana que oía no era parte de la confusión de mi irregular pesadilla, sino que era una campana real, sonando en toda la casa. Alguien estaba en la puerta principal. Mis piernas y pies estaban entumecidos por la encogida postura en el sofá, así que en parte caminé y en parte caí, fuera de la habitación, hacia el vestíbulo, y comencé a recordar lo que había pasado y sobre todo, -sentí un resurgimiento de horror cuando mi memoria volvió- el suceso del pony y de la calesa, desde donde había oído gritar al niño a las afueras de la Mansión Eel Marsh. Todas las luces que dejé encendidas estaban iluminando la casa y debían hacerla muy visible, pensaba, mientras abría la puerta, anhelando sin esperanza ver una partida de rescatadores, de sacrificadas personas que me relevaran, que supieran que hacer y que pudieran, sobre todo, sacarme de este sitio. Pero a la pobre luz del vestíbulo y bajo la luz de la luna, sólo estaba, de pie sobre la pista de grava, una persona: Keckwick. Y tras él, su pony y su desvencijada calesa. Todo era muy real, muy normal, completamente inofensivo. El aire era limpio y frío, el cielo tachonado de estrellas. Los pantanos descansaban quietos y silenciosos, reflejando la plateada luna en sus aguas. No se veían restos de nieblas o nubes, ni siquiera un quedaban rastros de humedad en la atmosfera. Todo estaba cambiado, tan completamente cambiado que parecía haber renacido en otro mundo y que todo lo anterior había sido solamente un sueño febril. “Cuando se levanta una bruma como esta hay que esperar a que se disipe”. “No hay paso posible con la niebla tan densa”, dijo Keckwick, como enunciando algo conocido por todo el mundo. “Desafortunadamente para usted, es así” La lengua se me pego al paladar, las rodillas me temblaban. “y, después de todo, hay que esperar a la marea.” Miró a su alrededor. “Feo lugar. Lo habrá averiguado todo muy deprisa.”

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Entonces me las arreglé para mirar el reloj, y descubrir que eran las dos de la madrugada. La marea había empezado a retroceder, liberando el paso de la Calzada de las Nueve Vidas. Había dormido durante siete horas, aproximadamente; casi lo que suelo dormir en un día normal, pero ahora, y faltando varias horas hasta el amanecer, me sentía enfermo, cansado y entristecido, como si no hubiera estado insomne las cuatro ultimas horas. “”No esperaba su vuelta a estas horas,” dije tartamudeando, “es muy amable por su…” Keckwick se echó la gorra hacia atrás para rascarse un poco la frente y advertí que su nariz y la parte inferior de su cara estaban cubiertas en su mayor parte de grandes amasijos de verrugas y marcas de golpes; y que su piel estaba llena de pequeños, enrojecidos agujeros. “No le podía dejar aquí toda la noche,” dijo después de una pausa, “No podía hacerle eso.” Sentí un momento de lucidez, pues parecía haberse deslizado hacia una conversación normal, práctica. De todas formas, estaba contento de verle, nunca me había alegrado tanto la visión de una persona, y de su estático pony, que permanecía quieto y tranquilo a su lado. Pero entonces recuperé otro punto de lucidez, y exploté: ¿Cómo lo ha hecho, cómo se las ha arreglado para venir aquí, -como salió de aquí-?. Mi corazón sufrió una sacudida cuando advertí que, por supuesto, no podían haber sido ni Keckwick ni su caballo quienes desaparecieron en las arenas movedizas, desde luego que no, sino otra persona, alguien con un niño, y ahora habían desaparecido, muertos, el pantano se los había tragado y las aguas se cerraban sobre ellos sin mostrar el mas mínimo resto de agitación en su tranquila y límpida superficie. Pero entonces, quién en una fría tarde de noviembre, con la cambiante niebla y la creciente marea, quién había conducido una calesa, además con un niño en ese lugar tan traidor y por qué, hacia donde se dirigía y de donde venía… -ésta era la única casa en varias millas a la redonda-, a no ser que yo tuviera razón sobre la mujer de negro y su escondida vivienda. Keckwick me miraba fijamente, y noté que yo debía parecer algo desastrado y desaliñado, no como el elegante hombre de negocios, confiado e inteligente que había dejado en la casa aquella tarde. Entonces señalo al pony y dijo: “Mejor nos vamos…” “Si, pero seguramente…” Se había girado bruscamente para trepar al pescante. Allí, mirando al frente, hundido en su chaquetón, con el cuello subido para cubrirse la garganta, esperaba. Estaba completamente al corriente de mi estado, sabía lo que me había pasado y no le había sorprendido; estaba claro, y, sin lugar a duda, sus modales me demostraban que no quería saber lo que había sucedido, ni preguntar o responder nada; no quería discutir el asunto en absoluto. Solo quería recogerme, llevarme de vuelta a la hora marcada y no hacer nada más. Silenciosa, rápidamente, entré en la casa y apagué todas las luces, subí a la calesa y dejé que Keckwick y su pony me llevaran lejos, a través de los tranquilos, magníficos pantanos, bajo la rutilante luna. Caí en una especie de trance, a medias despierto, a medias dormido, amparado por el constante movimiento de la calesa. La cabeza me empezaba a doler miserablemente y el estomago se me contraía con náuseas y espasmos una y otra vez. No me preocupaba por mi estado, aunque a veces miraba de reojo a la magnifica noche estrellada y a las dispersas constelaciones y su visión me confortaba y

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calmaba; las cosas del cielo todavía parecían estar permanentemente bien. Pero nada más lo estaba, tanto en mi interior como fuera. En este momento sabia que había entrado en un hasta ahora inimaginado –mas aun, increíble-, reino de inconsciencia, que me había transformado al llegar a este lugar y del que no iba a retornar. Porque, hoy había visto y oído cosas que jamás había llegado a imaginar. Que la mujer que vi en las tumbas era fantasmal, lo creía, -no, lo sabia- por un incontrastable sentimiento interno, y noté que se había convertido en algo fijo e inamovible, quizás durante ese momento sin descanso y ese angustiado sueño. Entonces empecé a sospechar que el pony y la calesa que había oído en los pantanos, ese pony y esa calesa con el niño que lloraba tan terriblemente y que habían sido absorbidos por las arenas movedizas, allí donde el pantano y el estuario, la tierra y el mar se habían visto envueltos en la repentina niebla, donde me perdí en medio de la niebla, ellos tampoco eran reales, no estuvieron allí, presentes, no tenían substancia, también eran fantasmas. Pero lo que había oído, tan claramente como oía ahora el sonido del carruaje y el resonar de los cascos del pony, lo había oído, y lo que había visto –la mujer con la cara pálida y consumida, al lado de la tumba de la Sra. Drablow, y de nuevo en el abandonado cementerio-, lo había visto. Lo habría jurado en solemne juramento, o firmado en mi testamento. Había ocurrido, de algún modo que no comprendía, irreal, fantasmagórico, muerto. Habiendo aceptado todo esto, por fin me sentí mas calmado y así abandonamos los pantanos y el estuario, trotando a lo largo de la pista en medio de aquella tranquila noche. Supuse que el dueño de Gifford Arms se levantaría para abrirme la puerta, a pesar de la hora, y entonces yo intentaría subir a la habitación, tumbarme en la cómoda cama y dormir un poco; intentaría alejar todo pensamiento de mi cabeza y de mi corazón, y no pensar en nada más. Por la mañana, a la luz del día, estaría recuperado y podría pensar en lo que tenía que hacer. En este momento sabía por encima de cualquier otra cosa que no quería volver a la Mansión Eel Marsh, y que debía encontrar alguna forma de desentenderme de los asuntos de la Sra. Drablow. Todavía no sabía como hacerlo, no sabía si le presentaría alguna excusa al Sr. Bentley o me esforzaría en explicarle la verdad, esperando no ser ridiculizado; no, no lo había pensado ni decidido. Solo cuando estaba preparado para meterme en la cama, -el dueño se había mostrado amable y receptivo-, comencé a pensar en la extraordinaria generosidad de Keckwick, al venir a recogerme en el primer momento que las mareas y la niebla se lo permitieron. Lo lógico hubiera sido que se encogiera de hombros, se fuera a su casa y volviera a por mí por la mañana. Pero había esperado, quizá con el pony enjaezado, con la preocupación de que yo no podía pasar una noche solo en esa casa. Le estaba profundamente agradecido y redacté una nota para que fuera generosamente recompensado por ello. Eran más de las tres de la madrugada cuando me metí en la cama, y esperaba dormir no menos de cinco horas. El dueño me aseguró que podría dormir todo lo que necesitara, que nadie me molestaría y que me servirían el desayuno a la hora que quisiera. También, pero de un modo distinto, se había mostrado tan nervioso como Keckwick sobre mi salud, a pesar de mostrarse con la misma reserva, con la misma barrera contra toda pregunta que tuve el buen sentido de no romper. Quién podría contar lo que ellos habían visto u oído, cuánto sabían sobre el pasado y todos sus eventos, sin mencionar los murmullos y rumores y la superstición

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sobre todo aquello, jamás podría adivinarlo. La pequeñez que había experimentado era más que suficiente y era reacio a indagar cualquier posible explicación. Así lo pensaba aquella noche, con la cabeza hundida en la almohada y temporalmente sumido en un agitado y ensombrecido sueño, a cuyo alrededor las imágenes iban y venían, atormentándome; una o dos veces medio me desperté, mas chillando que expresando palabras inconexas, sudaba, daba mil vueltas, intentando librarme de las pesadillas, de escapar de mis propios semi-inconscientes temores y presagios; y durante todo ese tiempo, perforando la superficie de mis sueños, aparecía el aterrorizado relincho del pony y los lloros y llamadas del niño una y otra vez, mientras yo estaba allí, inmóvil, desvalido en la niebla, los pies clavados al suelo, mi cuerpo arrastrado, mientras detrás de mi, sin poder verla, sentía cernirse la oscura presencia de la Mujer de Negro.

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Capitulo VII

Una Conversación con el Sr. Jerome

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Cuando me desperté, fue para ver de nuevo el agradable dormitorio lleno de brillantes rayos de sol. Pero esta vez tuve una enorme sensación de cansancio y amargura, que contrastaba con el estado de la mañana anterior, en que dormí tan bien y me levante tan recuperado que salté de la cama ansioso de comenzar el día. ¿Solo había sido ayer? sentía como si hubiera viajado muy lejos, en espíritu si no en tiempo, había experimentado tanto y había sido tan expulsado de mi antigua y tranquila existencia que parecían haber transcurrido muchos años. Ahora, me sentía pesado y con la cabeza enferma, rancio y cansado, y destrozado; mis nervios y mi imaginación habían llegado al límite. Pero, tras un momento, me obligué a levantarme, pues apenas podía estar peor que tumbado en la cama, que ahora sentía pesada e incomoda como un lecho de granito. Una vez que corrí las cortinas para ver el cielo azul intenso y tomado un buen baño caliente, y de colocar la cabeza y el cuello bajo el agua fría, empecé a sentirme menos enmohecido y deprimido, mas calmado y capaz de pensar de un modo ordenado en el día que me esperaba. Después del desayuno, por el cual tuve un apetito inesperado, me planteé las posibles alternativas. La ultima noche había tomado una firme decisión, y sería capaz de rebatir cualquier negativa, no tenia nada más que hacer sobre Eel Marsh y sobre los asuntos Drablow, sólo necesitaba telegrafiar al Sr. Bentley, dejar todos los problemas en manos del Sr. Jerome y coger el primer tren disponible para Londres. En frío, iba a salir huyendo. Sí, así lo veía a la brillante luz de la mañana. No me acusé de nada en particular. Había estado tan terriblemente asustado como puede llegar un hombre a estar. No creía que fuera el primero en huir de riesgos físicos o peligros, y tampoco tenia ninguna razón para suponerme notablemente más valiente que cualquier otro. Pero esos asuntos eran, de alguna manera, mas aterradores, precisamente por ser intangibles e inexplicables, incapaces de probar y profundamente estremecedores. Empecé a darme cuenta que lo que mas me había asustado – y, según investigaba mis propios pensamientos y sentimientos esa mañana, continuaba asustándome-, no era lo que había visto; no había nada intrínsecamente repelente o terrorífico en la mujer de la cara consumida. Era cierto que los horrorosos sonidos que había oído a través de la niebla me habían afectado en demasía, pero mucho más allá de eso eran las emanaciones de los alrededores y de la propiedad lo que me volvía inestable; una atmosfera, una fuerza, -no se como definirlo exactamente- una sensación de maldad y podredumbre, de terror y sufrimiento, de malevolencia y amargo odio. Me sentía impotente para afrontar todas esas cosas. “Encontrará hoy a Crythin muy tranquilo,” había dicho el dueño, según se acercó a retirar mi plato y rellenar mi taza de café. “Los días de mercado se acerca mucha gente. No creo que pase nada esta mañana.”

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Se detuvo un momento, mirándome fijamente y de nuevo sentí que debía pedir perdón por haberle despertado para entrar en el hostal la noche anterior. Movió su cabeza. “Oh, prefiero esto a que usted hubiera pasado una… noche como esta en otro lugar.” “La noche ha sido un poco agitada. He oscilado entre malos despertares y sobredosis de pesadillas.” Él no dijo nada. “Creo que lo necesito esta mañana es hacer algo de ejercicio al aire libre. A lo mejor camino por el campo durante una milla o dos, mirando las granjas de alguno de los hombres que estaban ayer aquí, en el mercado.” Lo que quería decir es que planeaba dar la espalda a los pantanos y caminar exactamente en la dirección opuesta. “Bien, encontrara el paseo cómodo y agradable, somos planos como una tabla durante muchas millas. Por supuesto, puede ir mucho mas lejos, si prefiere ir a caballo.” “No, gracias, no he montado en mi vida, y le confieso que no estoy de humor para empezar ahora.” “O quizás,” dijó rápidamente con una sonrisa, “pueda prestarle una buena y sólida bicicleta.” ¡Una bicicleta! El notó el cambio de mi expresión. De niño solía pedalear regularmente durante largas distancias, y todavía Stella y yo cogíamos a veces el tren hacia los muelles y pedaleábamos durante millas a lo largo del Tamesis con unos bocadillos en las cestas. “La encontrará en la parte trasera, dentro del patio. A su disposición, señor, hasta donde le lleve su imaginación.” Y abandonó el comedor. La idea de pasear en bicicleta durante una hora, o así, de expulsar las pegajosas telarañas de la desagradable noche, de refrescarme y recuperarme, era extremadamente agradable, y sabía que mi humor iba a mejorar. Más aún, decidí que no iba a huir. En lugar de ello, resolví ir a ver al Sr. Jerome. Me había formado la idea de pedirle ayuda para clasificar los papeles Drablow, -quizá tuviera un ayudante que pudiera compartir,- pues estaba seguro que, a la luz del día y acompañado, sería suficientemente fuerte para afrontar la Mansión Eel Marsh. Retornaría al pueblo bastante antes del anochecer y trabajaría tan metódica y eficientemente posible. No volvería a caminar hacia el abandonado cementerio. Era notable como la mejora física había renovado mi ánimo y, según pedaleaba por la plaza del mercado, sentí de nuevo mi normal, sólido y agradable estado, mientras un torrente de alegría me inundaba, anticipando mi próximo paseo en bicicleta. Encontré la oficina de Horatio Jerome, Agente Inmobiliario –dos minúsculas habitaciones de techo bajo al lado de la tienda de ultramarinos, en un estrecho pasadizo que abandonaba la plaza-, y entré, esperando encontrar algún ayudante o asistente, al que dar mi nombre. Pero no había nadie. El lugar estaba silencioso, la sala de espera exterior era sórdida y desangelada. Así que después de meditar un poco, me acerqué a la solitaria puerta de la sala y llamé. Hubo una ligera pausa, para oírse a continuación el chirrido de una silla y unos pasos rápidos. El Sr. Jerome abrió la puerta. Estaba definitivamente claro que no se alegraba de ninguna de las maneras de verme. Su cara manifestó el aspecto deprimido y apagado del día anterior e incluso vaciló antes de invitarme a entrar en su oficina, mirándome extrañamente de reojo, para cambiar rápidamente la mirada hacia un punto sobre mi hombro. Me quede callado un momento,

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esperando que me preguntara como me había ido en la Mansión Eel Marsh. Pero no dijo nada en absoluto así que comencé a plantearle mis ideas. “Comprenderá que no tengo ni idea, -no se si usted la tendrá-, sobre el volumen de documentos de la Sra. Drablow. Hay cientos de papeles, y no tengo ninguna duda de que la mayoría no sirven para nada, pero, a pesar de todo, tengo que verlos uno por uno. Parece claro que, a no ser que me mude a Crythin Gifford durante un tiempo, voy a necesitar un poco de ayuda.” La expresión del Sr. Jerome se transformo en pánico. Modificó el respaldo de su silla, alejándose de mí, como si estar sentado detrás de su raquítica mesa no fuera suficiente; incluso pensé que, si pudiera haber traspasado el muro para huir, lo habría hecho. “Me temo que no puedo serle de ayuda, Sr. Kipps, de verdad que no.” “No estaba pensando en que me ayudara personalmente,” dije con un tono calmado. “Pero quizás tenga algún asistente.” “No tengo a nadie. Trabajo solo. No le puedo servir de ayuda.” “Bien, entonces ayúdeme a buscar a alguien. Seguro que el pueblo me puede proporcionar a alguien con un poco de inteligencia y que quiera ganarse unas libras, y al que pueda contratar. Advertí que sus manos, que descansaban a lo largo del sillón, se movían y retorcían nerviosamente, presas de una enorme agitación. “Lo siento, -es un lugar muy pequeño-, la gente joven se ha ido, no hay ninguna posibilidad.” “Pero estoy ofreciendo una buena oportunidad, aunque sea temporal.” “No encontrara a nadie disponible.” Casi estaba gritándome. Entonces, muy tranquilo y calmado, le dije: “Sr. Jerome, creo que no quiere decirme que no hay nadie disponible, que ninguna persona, joven o vieja, puede ser encontrada en el pueblo o en las proximidades libre de trabajo para ayudarme en la búsqueda que tengo que hacer. Estoy seguro de que no habría muchos solicitantes, pero ciertamente podríamos encontrar uno o dos candidatos para el trabajo. Pero usted no me está contando la verdad del problema; la cruda verdad es que no encontraré un alma capaz de pasar un solo minuto en la Mansión Eel Marsh, por miedo a que las historias sobre ese lugar se conviertan en realidad; por miedo a encontrar lo que yo he encontrado.” Se produjo un embarazoso silencio. Las manos del Sr. Jerome atenazaban la silla, como las garras de un ave de presa. Su pálida y abovedada frente estaba llena de gotas de sudor. De repente se levantó, dirigiéndose hacia la estrecha ventana para mirar al exterior a través de los sucios cristales, hacia las casas del otro lado de la calle y el estrecho pasadizo. Entonces, dándome la espalda, finalmente me dijo: “Keckwick ira con usted.” “Gracias. Le estoy muy agradecido.” “No hay nada que Keckwick no sepa sobre la Mansión Eel Marsh.” “¿Debo suponer que Keckwick traía y llevaba a la Sra. Drablow?” Negó con la cabeza. “Ella no veía a nadie. No.” Su voz se tranquilizo. “A ningún alma viviente.” La segunda vez que habló sonaba atrozmente cansado. “Existen algunas historias,” dijo, “cuentos. Todo son necedades”.

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“Le creo. Este lugar es capaz de alimentar monstruos de pantano y criaturas del Averno, fuegos fatuos y terribles espectros.” “Puede descartar la mayoría de ellos.” “Por supuesto, Pero no todos.” “Usted vio a esa mujer en la Iglesia.” “Y la vi otra vez. Fui a dar un paseo alrededor de la Mansión Eel Marsh, después que Keckwick se fuera ayer por la tarde. Estaba en el cementerio abandonado. ¿Qué eran las ruinas? ¿Algún tipo de iglesia o capilla? “Hubo un Monasterio en la isla, mucho antes de construir la casa. Una pequeña comunidad que rompió sus lazos con el mundo. Hay registros de aquello en las leyendas locales. Se abandonó y decayó, oh, hace siglos.” “¿Y el cementerio?” “Fue… creado posteriormente. Unas pocas tumbas.” “¿Los Drablow?” Se giró súbitamente para mirarme. Había una enferma y grisácea palidez en su piel y percibí cuán seriamente le estaba afectando nuestra conversación y que probablemente prefería no continuar. Tenía que hacer mis preparativos, pero decidí, en ese momento, abandonar cualquier tentativa de trabajar con el Sr. Jerome y telefonear directamente al Sr. Bentley a Londres. Con ese propósito volvería al Hostal. “Bien,” dije, “No voy a abandonar por uno o varios fantasmas, Sr. Jerome. Era desagradable, y confieso que me hubiera gustado encontrar algo de compañía para compartir mi trabajo en la casa. Pero el trabajo tiene que hacerse. Y dudo que la Mujer de Negro tenga alguna animosidad hacia mí... ¿Quién era? ¿Es?” Me reí, aunque la risa sonó falsa en la habitación. “¡Apenas se como referirme a ella!” Estaba intentando aclarar algo que ambos sabíamos que era gravemente serio, intentando minimizarlo hasta la insignificancia, y quizás inexistente, algo que nos afectaba mas profundamente que cualquier otra experiencia que hubiéramos afrontado en nuestras vidas. Puesto que rozaba el límite del horizonte donde la vida y la muerte se entremezclan. “Debo afrontarlo, Sr. Jerome. Estas cosas deben afrontarse.” Y según hablaba, sentía que una nueva determinación crecía dentro de mí. “Eso dije yo”. El Sr. Jerome me miraba compasivamente. “Eso dije yo… una vez” Pero su miedo sólo estaba sirviendo para fortalecer mi resolución. Hubo un día en que fue abatido y destrozado, ¿por qué? ¿Una mujer?, ¿Algunos ruidos? ¿O había algo mas que debía descubrir por mí mismo? Sabía que, si le preguntaba, rehusaría contestar y, de todas formas, no estaba seguro de querer conocer todas las insólitas y apocalípticas historias sobre las perturbadoras experiencias del Sr. Jerome en la Mansión Eel Marsh. Decidí que, si quería conocer toda la verdad, debía aceptar solamente mis propias evidencias, y nada más. Quizás, después de todo, fuera mejor no tener un ayudante. Abandoné el despacho del Sr. Jerome, remarcándole que lo más probable era que no viera nunca más a esa mujer, o a cualquier otro de los peculiares visitantes de la Mansión Drablow. “Rezaré para que así sea,” dijo el Sr. Jerome, y sostuvo mi mano en un repentino apretón, repitiendo: “Rezaré para que así sea” “No tenga la mas mínima preocupación” le contesté, intentando deliberadamente parecer despreocupado y agradable, y bajé silenciosamente las escaleras, dejando al Sr. Jerome envuelto en sus inquietudes.

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Volví a Gifford Arms y, en lugar de telefonear, escribí una carta al Sr. Bentley. En ella describía la Mansión y sus montañas de documentos, y le explicaba que debía quedarme mas tiempo del esperado, quedando a la espera de recibir noticias suyas por si fuera necesaria mi presencia en Londres para cualquier otro asunto. Hice una pequeña anotación sobre la mala reputación en la zona de la Mansión Eel Marsh y apunté que por ese motivo, -o quizá por otros mas mundanos-, me iba a ser difícil encontrar ayuda, a pesar de mis esfuerzos. De todas formas, el trabajo estaría terminado en una semana, y me las arreglaría para despachar a Londres todos los documentos que tuvieran alguna importancia. Así, dejando la carta en el mostrador de la posada, para ser recogida a mediodía, salí afuera para coger la bicicleta del dueño; una buena y algo pasada de moda bicicleta de reparto, con una gran cesta en la parte delantera. Monté y pedaleé hasta salir de la plaza, subiendo por una de las calles laterales hacia el campo abierto. Era un día perfecto para pedalear, suficientemente frío para sentir el viento quemando mis mejillas, pero brillante y limpio como para ver perfectamente muchas millas a mi alrededor, a través del llano, despejado paisaje. Intenté pedalear hasta el siguiente pueblo, donde esperaba encontrar otra posada y probar algo de pan con queso y una cerveza para comer, pero, según alcancé la ultima de las casas, no pude resistir la necesidad que surgía dentro de mi de parar para admirar, no el Oeste, lleno de granjas y campos labrados, con los distantes tejados de otro pueblo, sino el Este. Y allí estaban, otra vez, esos brillantes, atrayentes pantanos plateados, con el pálido cielo en el horizonte, donde se fundía con el estuario. Una suave brisa soplaba de allí, un hálito de salitre. Tanto aquí como allí podía oír el misterioso silencio, y otra vez la atormentada, extraña belleza originaba una profunda reacción en mí. No podía huir de este lugar, tenía que volver, quizá no ahora, pero sí muy pronto; había caído en la especie de hechizo que irradian estos lugares, y que ahora manejaba mi imaginación, mis deseos, mi curiosidad, mi ser al completo. Durante mucho tiempo, miré y miré, sin advertir lo que me estaba pasando. Mis emociones se volvían volátiles y extremas, mis nervios estaban a flor de piel, rápidos y alertas; parecía vivir en otra dimensión, mi corazón se aceleraba, mis pasos eran mas rápidos, todo a mi alrededor parecía brillante, sus límites afilados, limpiamente definidos. Y todo esto solamente desde ayer. Me asombraba lo diferente que había llegado a ser en aspectos básicos, tanto que al llegar a casa mis amigos y familia reconocerían el cambio. Me sentía mayor y, como una persona puesta a juicio, mitad asustado, mitad extraordinariamente excitado, completamente esclavizado. Pero ahora, para detener y ordenar este agudo estado emocional, recobrando el equilibrio habitual, tenía que hacer algo de ejercicio, así que giré la bicicleta, volví al asiento y pedaleé rápidamente por la carretera de acceso al pueblo, dando decididamente la espalda a los pantanos.

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Capitulo VIII

Spider Cuatro horas más tarde y con treinta y tantas millas a la espalda, volví con un positivo brillo de satisfacción. Había montado decididamente a través de los campos, viendo los últimos restos del dorado otoño mezclarse con los inicios del invierno, sintiendo los fríos aletazos del aire puro en la cara, y desterrando los nerviosos miedos y mórbidas ideas gracias al enérgico ejercicio físico. Encontré mi posada en el pueblo cercano, donde comí un poco de pan con queso, e incluso, después de todo, me sentí suficientemente libre como para entrar en un granero y dormir durante una hora. Volviendo a Crythin Gifford se sentí un hombre nuevo, orgulloso, satisfecho, y lo más importante, impaciente y preparado para afrontar y abordar lo peor que la Mansión Drablow y sus siniestros pantanos circundantes tuvieran almacenado para mí. En frío, me sentía belicoso, belicoso y animado, y así giré rápidamente en la esquina que daba acceso a la plaza, para casi chocar contra un coche de motor que hacía maniobras para entrar en el estrecho callejón. Según me desviaba, frenaba y de alguna manera salía disparado de la bicicleta, vi que el coche pertenecía a mi compañero de viaje en tren, el hombre que había estado comprando granjas en la subasta del día anterior, el Sr. Samuel Daily. En este momento, estaba ordenando parar a su conductor, y bajando la ventanilla me preguntó como estaba. “Acabo de sacarme una espina montando por el campo, y le haré justicia a la cena esta noche,” dije animadamente. El Sr. Daily alzó las cejas: “¿Y sus negocios?” “¿Las propiedades de la Sra. Drablow? Oh, pronto las tendré todas en orden, aunque debo confesar que será mas trabajo del que había previsto.” “¿Ha estado fuera de la casa?” “Por supuesto” “Ah” Nos miramos durante unos segundos, ninguno queriendo aparentemente hurgar mas en aquel tema. Entonces, preparándome para salir de su camino y montar otra vez, dije animosamente: “Para serle franco, me estoy divirtiendo. Encuentro todo esto como un reto.” El Sr. Daily continuó mirándome fijamente hasta que me vi obligado a bajar la mirada y verle de reojo, sintiéndome como un escolar cogido en una escandalosa, complicada y elaborada mentira. “Sr. Kipps,” dijo, “esta usted silbando en la oscuridad. Déjeme invitarle a esa cena para la que tiene tanto apetito. A las siete. El dueño de la posada le indicara donde está mi casa.” A continuación indicó al conductor que arrancara, se sentó y no me dirigió ni una sola mirada más.

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De regreso al hostal, comencé a preparar algunos serios arreglos para el siguiente día o los próximos; aunque había un poso de verdad en las afirmaciones del Sr. Daily, sin embargo yo estaba firmemente decidido y mas que preparado para continuar con los asuntos de la Mansión Eel Marsh. De acuerdo a ello, pedí que prepararan una cesta de provisiones para la mañana siguiente y, como complemento, salí a comprar algunas cosas adicionales en el pueblo (paquetes de té y café, azúcar, un par de barras de pan, galletas, algo de tabaco de pipa, cerillas, y cosas así). También compré una gran linterna y un par de botas de campo. En el fondo de mi memoria recordaba vívidamente mi caminata por los pantanos rodeado por la niebla y la creciente marea. Por si acaso aquello volviera alguna vez a repetirse, -a pesar de rezar fervientemente para lo contrario-, me decidí a estar tan bien preparado como pudiera, por lo menos para las eventualidades físicas. Cuando le conté al dueño mi plan, -que intentaría pasar la noche en la posada y las dos siguientes en la Mansión Eel Marsh-, no dijo nada pero reconocí que estaba recordando las condiciones en que llegue a la posada la madrugada anterior, golpeando violentamente la puerta y con cara descompuesta por las experiencias pasadas. Cuando le pregunté si podía llevarme otra vez la bicicleta, el simplemente asintió. Le dije que quería mantener la habitación y que, dependiendo de lo rápido que solucionara los asuntos Drablow, marcharía del pueblo al final de la semana. A menudo me he preguntado desde entonces que pensaría este hombre de mí y de la empresa que tan alegremente estaba desarrollando, pues estaba claro que él sabía más que nadie, no sólo los rumores y las historias aparejadas a la Mansión Eel Marsh, sino la auténtica realidad. Sospecho que habría preferido que volviera a mi habitación, pero de todas formas se dedicó a sus asuntos, sin dar opiniones no pedidas, ni expresar tampoco algún aviso o alerta. Y mi aspecto aquel día podía mostraba claramente que no aceptaría ninguna traba, no prestaría atención a cualquier aviso, ni siquiera de mí mismo. Estaba tercamente decidido a continuar mi camino. Eso fue lo que el Sr. Daily averiguó a los pocos minutos de entrar en su casa esa tarde, nada mas mirarme y dejarme hablar; y sin decir nada durante la mayor parte de la cena. Había llegado a su casa sin dificultad y me produjo una gran impresión desde el primer momento. Vivía en un imponente parque campestre, austero en demasía, que me recordaba algunas de las descripciones de las novelas de Jane Austen, con una larga pista de tres carriles que finalizaba en una fachada porticada; leones de piedra y macizas urnas sobre pedestales a cada lado de un corta escalera con balaustrada, dominando un compacto césped y formales, recortados setos. El efecto al completo era grandioso y turbador, quizá ligeramente discordante con el carácter del Sr. Daily. Claramente había comprado la propiedad porque había hecho suficiente dinero como para hacerlo y porque era la casa más grande en millas a la redonda. Pero, una vez comprada, no parecía que estuviera cómodo en ella; me preguntaba cuantas habitaciones estarían vacías y sin uso continuo, pues aparte algún personal de servicio, sólo él y su mujer vivían allí, aunque tenían un hijo, según me dijo, casado y con un niño. La Sra. Daily era una tranquila y pequeña mujer, algo tímida, y de mirada cansada; incluso mas molesta que él en su casa. Hablaba bajo, sonreía nerviosamente, hacia labor de croché con finos hilos de algodón. A pesar de todo, ambos me acogieron calurosamente, la comida fue excelente, faisán asado y tarta de manzana, y empecé a sentirme cómodamente en casa.

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Antes y después de la cena, y durante el café, que la Sra. Daily nos sirvió en la salita, escuché las historias sobre la vida y fortuna de Samuel Daily. No era presumido, sino exultantemente satisfecho, de su propia empresa y de su buena suerte. Enumeraba los acres de tierras y las propiedades que disfrutaba, el número de hombres que empleaba o quienes eran sus aparceros; me contó sus planes para el futuro que eran, según pude entender, simplemente convertirse en el mayor terrateniente del condado. Habló de su hijo y de su nieto, para los que estaba construyendo este imperio. Debía tener envidia y resentimiento, pensé, particularmente hacia aquellos que competían con el en la compra de la tierra y las propiedades. Pero seguramente no les tendría aversión, de tan simple, tan directo, tan falto de vergüenza en sus ambiciones. Parecía astuto y falto de sutileza, algo negociante, pero honesto al fin y al cabo. Según avanzaba la tarde me encontré más y más a gusto en su compañía, llegándole a contar mis propias pequeñas ambiciones, -si me permitía llamarlas así-, si el Sr. Bentley me ascendía, y sobre Stella y nuestros proyectos de futuro. No fue hasta que la tímida Sra. Daily se retiró y estuvimos en el estudio, tras un vaso de buen oporto y otro de whisky, sentados alrededor de una mesita, que mis motivos para estar en la comarca fueron mucho más allá de ser expuestos. El Sr. Daily me sirvió otra generosa copa de oporto, y me la tendió mientras me decía: “Es usted tonto si continua con eso.” Tome un sorbo o dos sosegadamente y sin replicar, aunque algo en su voz sombría y quebrada hizo crecer en mí un torrente de profundo miedo, que eliminé de inmediato. “Si intenta decirme que debería abandonar el trabajo que he venido a hacer aquí con el rabo entre las piernas y huir…” “Escúcheme, Arthur.” Empezó a llamarme por mi nombre de un modo familiar, a pesar de no haberme ofrecido hacer lo propio. “No voy a molestarle con historias de mujeres… ya habrá oído demasiadas en el lugar. Quizá tenga una propia.” “No, dije, “solo insinuaciones, y la repentina palidez del Sr. Jerome.” “Pero usted ha estado en ese lugar.” “Estuve allí y tuve una experiencia que no debería preocuparme repetir, aunque le confieso que no la puedo explicar.” Y entonces le conté la historia completa; la mujer con la cara consumida en el funeral y en el abandonado cementerio, y mi caminata a través de los pantanos rodeados de niebla, y los terribles sonidos que escuché allí. Él estaba impasiblemente sentado, un vaso en la mano, y escuchó sin interrumpirme hasta que llegué al final. “Me parece, Sr. Daily,” dije, “que tanto Eel Marsh como el cementerio son lugares frecuentados a menudo por algún fantasma. Una mujer de negro con la cara consumida. Porque no tengo ninguna duda de que debe ser eso que la gente llama un fantasma, de que no es real, viviente, un ser humano vivo. Bien, no me hará daño. Ni me habló ni se acercó a mi, No me gustó su mirada, pero me atrajo el… poder que parecía emanar de ella hacia mí. De todas formas, me he convencido de que ese poder no puede hacerme mas que sentir miedo. Si voy a volver y verla de nuevo, estoy preparado.” “¿Y el pony y la calesa?” No pude responder porque, sí, eso había sido peor, mucho peor, mas aterrador porque solamente lo había oído, no lo había visto y porque el grito del niño nunca, nunca, estaba seguro, me abandonaría durante el resto de mi vida.

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Sacudí la cabeza. “No voy a huir.” Me sentía fuerte, allí sentado frente a la chimenea de Samuel Daily, resuelto, valiente e indomable; y también, -él lo vio-, me sentía orgulloso de estar así. Esto, pensaba, era lo que hacia a los hombres dirigirse a una batalla, aunque tuvieran que enfrentarse con gigantes. “No debería ir allí.” “Me temo que voy a ir.” “No debería ir solo.” “No pude encontrar a nadie que quiera ir conmigo.” “No,” dijo, “y no lo encontrará.” “Por Dios, buen hombre, la Sra. Drablow ha vivido allí sola durante los últimos, ¿Cuántos?, sesenta insólitos años, hasta su vejez. Tuvo que llegar a un acuerdo con todos los fantasmas del lugar.” “Si.” Se levanto. “Quizá es eso lo que hizo. Venga, Bunce le llevara a casa.” “No, prefiero caminar. Tomaré un poco de aire fresco.” Y así lo hice. Había venido en bicicleta pero, al enfrentarme a la grandeza de la casa de Daily, la había escondido en una zanja mas allá de la entrada principal, sintiendo que no era apropiado llegar así hasta las escaleras principales. Según le agradecía su hospitalidad y me ponía el abrigo, el seguía pareciendo confundido, y en el ultimo momento dijo bruscamente: ¿Sigue con su idea?” “Si.” “Entonces llévese un perro.” Me reí. “No tengo un perro.” “Yo sí.” Y saltó delante de mí, fuera de la casa, bajo las escaleras hacia donde presumiblente estaban los edificios laterales. Espere, divertido, y repentinamente sorprendido por su preocupación por mí; especulando ociosamente sobre qué utilidad podría tener un perro contra una presencia espectral, pero sin rechazar la oferta del Sr. Daily. Me gustaban suficientemente los perros y podría tener una criatura amistosa, de sangre caliente y viva en aquella fría, vacía y húmeda Mansión. A los pocos pocos minutos aparecieron unos efusivos pies escarbando en el suelo, seguidos por las mesuradas pisadas del Sr. Daily. “Lléveselo,” dijo, “tráigalo de vuelta cuando termine.” “¿Vendrá conmigo?” “Hará lo que le diga.” Miré hacia abajo. A mis pies estaba un robusto y pequeño terrier de recio pelaje algo sucio y brillantes ojos. Movió vigorosamente su cola, reconociéndome, pero todavía se mantenía pegado a los tobillos del Sr. Daily. “¿Cómo se llama?” “Spider.” La cola del animal se agito de nuevo. “De acuerdo,” dije, “Me gustara tu compañía, lo confieso. Gracias.” Me gire y empecé a caminar hacia el exterior. Después de varios metros me volví y le llame. “Spider. Aquí. Ven. Vamos, chico.” El perro no hizo ningún movimiento, y me sentí estupido. Entonces Samuel Daily se rió en silencio, chasqueó los dedos y dijo unas palabras. Al momento, Spider saltó hacia mí y se pegó obedientemente a mis talones.

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Recuperé la bicicleta, una vez estuve seguro de no ser visto desde la casa, y el perrito corrió agradablemente detrás de mi, en la pista iluminada por la luna, hacia el pueblo. Se animo mi espíritu. De alguna extraña manera, estaba mirando hacia la alborada.

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Capitulo IX

La Habitación del Niño El tiempo se mantenía apacible; el sol brillaba de nuevo en un cielo azul intenso cuando descorrí las cortinas. Había dormido poco y agitadamente, con sueños destellantes, inconexos, perturbadores. Quizás había comido y bebido demasiado opíparamente con el Sr. Daily, pero, a pesar de ello, tras vestirme y desayunar, mi ánimo seguía inalterable, decidido y optimista. Entonces comencé a hacer los preparativos para mi prevista estancia en la Mansión Eel Marsh. El pequeño Spider, para mi sorpresa, había dormido tranquilamente a los pies de la cama. Me lo traje a pesar de no tener ni idea sobre perros. Era alegre, vivo y alerta, y completamente dócil; sus brillantes ojos, orlados por un mechón de descuidado pelaje que se transformaba cómicamente en abultadas cejas, lo hacían parecer extremadamente inteligente. Pensé que iba a agradecer mucho su compañía. Justo después de las nueve en punto, el dueño me avisó de que me llamaban por teléfono. Era el Sr. Bentley, seco y cortante, -pues odiaba usar este instrumento-. Había recibido mi carta y estaba de acuerdo en que permaneciera allí hasta que encontrara algo de sentido en los papeles Drablow y me las hubiera arreglado para separar y clasificar los útiles frente a los caducos y obsoletos. Debía empaquetar y despachar todo lo que considerara importante, dejar el resto en la casa a la atención de los futuros herederos y entonces regresar a Londres. “Es un lugar muy extraño,” dije. “Era una mujer muy extraña.” Y el Sr. Bentley colgó el teléfono, atronándome el oído. Sobre las nueve y media, tenía la cesta de la bicicleta y las bolsas laterales empaquetadas y listas, y emprendí la marcha, con Spider saltando a mi lado. No pude retrasar mi marcha o la marea podría haber subido en la Calzada y eso ya me había ocurrido una vez. Lanzado a través de los amplios pantanos, esa idea daba alas a mis pies, un poco por lo menos, y si hubiera olvidado algo importante detrás, no intentaría volver para recogerlo al menos en varias horas. El sol estaba alto en el cielo, el agua centelleaba, todo era luz, luz y amplios espacios, y resplandores, el aire parecía purificado y jubiloso. Las aves marinas se elevaban y caían en picado, gris-plateado y blanco, y mas adelante, al final del largo y continuo camino, la Mansión Eel Marsh me convocaba. Durante media hora, o así, tras mi llegada, estuve muy atareado en establecerme en la casa, colocando mis cosas. Encontré vajilla y cubertería en algún lugar de la sombría cocina al final de la casa, la lavé, sequé y preparé para su posterior uso, colocando en un rincón de la despensa todas mis provisiones. Entonces, después de rebuscar por alacenas y armarios del segundo piso, encontré sabanas limpias, y mantas, y las oreé delante de un fuego que encendí en el salón. Preparé otros fuegos en la pequeña salita y en el comedor, y tuve éxito, después de varios

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intentos, al encender la gran estufa negra, así que para la tarde esperaba encontrar suficiente agua caliente para darme un baño. Subí las persianas y abrí algunas ventanas, para establecerme finalmente en una gran mesa frente a las ventanas de la habitación de levante, que tení, pensaba, la mejor vista posible del cielo, los pantanos y el estuario. A mi lado coloque dos montones de papeles. Entonces, con una tetera en la mano derecha y Spider a mis pies, comencé a trabajar. Era un trabajo muy tedioso, pero perseveré pacientemente, desatando y ojeando ligeramente legajo tras legajo de papeles sin valor, antes de almacenarlos dentro de una caja vacía, colocada a mi lado para ese propósito. Había antiguas cuentas de aparceros, y facturas de negocios y recibos de hace treinta o cuarenta años atrás; extractos bancarios y prescripciones medicas, y presupuestos de carpinteros, albañiles y decoradores; había múltiples cartas de personas desconocidas, felicitaciones de Navidad y de cumpleaños, aunque nada databa de fechas recientes. Había facturas de tiendas de Londres y restos de listas de la compra y medidas. Sólo reservaba las cartas para una revisión posterior. Todo lo demás era prescindible. De vez en cuando, para aliviar el aburrimiento, miraba al exterior a través de la ventana, todavía iluminada en la silenciosa belleza de la luz invernal. Me preparé un sándwich de jamón cocido con una cerveza, y poco después de las dos de la tarde, llamé a Spider y salimos fuera. Me sentía calmado y alegre, algo anquilosado después de toda la mañana trabajando en la casa, un poco aburrido, pero de ninguna manera alterado o nervioso. Además, todos los horrores y apariciones de mi primera visita a la casa y los pantanos se habían evaporado, junto con las brumas que me envolvieron durante todo ese tiempo. El aire era fresco y cortante, y caminé alrededor del perímetro de terreno que circundaba la Mansión Eel Marsh, ocasionalmente tirando un palo para que Spider lo buscara y alegremente lo trajera, respirando profundamente el limpio aire, completamente relajado. Incluso me aventuré hasta las ruinas del cementerio, donde Spider corrió dentro y fuera, buscando reales o imaginarios conejos, a veces escarbando en una frenética explosión con las patas delanteras para saltar muy lejos después. No vimos a nadie. Ninguna sombra oscureció la hierba. Durante un momento, vagué entre las viejas lapidas, intentado descifrar algunos de los nombres, sin éxito, hasta que alcancé el rincón donde, la ultima vez había estado la Mujer de Negro. Allí, en la lápida donde ella se había inclinado, -estaba absolutamente seguro de recordarlo perfectamente,- creí reconocer el nombre de Drablow. Las letras estaban recubiertas de una gruesa capa de salitre depositado por el viento, supuse, durante muchos años de malos inviernos. IN L….. G MEM….. ….NET DRABLOW. … 190… …ND OF HE….. …IEL … LOW BOR….

Recordé que el Sr. Jerome había insinuado la existencia de algunas tumbas de la familia Drablow, ya antiguas, en otro lugar aparte del camposanto de la Iglesia y supuse

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que estos eran los últimos enterramientos de sus antiguos ancestros. Pero era seguro que allí no había nada ni nadie, excepto algunos viejos huesos y mientras permanecía allí, contemplando la escena, me sentí mas tranquilo y envalentonado pues del terreno que previamente me golpeó con su misterioso, siniestro, malvado entorno, ahora sabia, veía, que no era mas que un lugar melancólico por estar ruinoso y poco frecuentado. Era ese tipo de espacios donde, hace cien años o más, los poetas románticos se fijaban para inspirarse y componer empalagosos y tristes versos. Retorné a la casa con el perro, pues el aire se estaba volviendo mucho mas frío y el cielo perdía su luz según se acercaba la puesta de sol. Dentro de la casa, preparé un té y alimenté los fuegos y, antes de sentarme de nuevo para clasificar aquellos inútiles papeles, curioseé un poco entre las estanterías del salón, buscando algo de lectura para cuando fuera más tarde. Escogí una novela de Walter Scott y un tomo de poesías de John Clare. Los llevé arriba para dejarlos dentro del armario del dormitorio que había escogido para pasar la noche; preferentemente porque estaba en la parte delantera de la casa y no era tan grande y frío como los demás, así que, pensaba, debía ser más acogedor. Desde la ventana podía ver una sección de los pantanos algo alejada del estuario y, estirando un poco el cuello, llegaba a ver la Calzada de las Nueve Vidas. Trabajé durante toda la tarde hasta la caída de la noche, así que encendí todas las lámparas que encontré, corrí las cortinas y acumule más leña y carbón para las chimeneas, traído desde la leñera situada al lado de la puerta de la cocina, en la parte trasera de la casa. La pila de papeles inútiles crecía dentro de la caja, contrastando con los pocos documentos que pensaba examinar más detenidamente, forzándome a acumular más cajas y cajones tras buscar por toda la casa. A esas alturas el día finalizaba y sólo había terminado como mucho la mitad del trabajo. Me tome una copa de jerez y una pequeña aunque no insípida cena que compartí con Spider y entonces, cansado de trabajar, fui a dar un pequeño paseo fuera de la casa antes de terminar. Todo estaba tranquilo, no se movía ni la más mínima brisa. Apenas podía oír el murmullo del agua. Todos los pájaros se habían retirado hace tiempo. Los pantanos estaban oscuros y silenciosos, extendidos hasta el horizonte.

He anotado todos los acontecimientos, -o más bien, los no-eventos,- de ese día en la Mansión Eel Marsh con el mayor número de detalles, recordando estar calmado y en un imperturbable estado de ánimo. Los extraños sucesos que me asustaron y me rompieron los nervios habían sido olvidados. Si pensaba en ellos, sólo era ligeramente, y la única consecuencia era encogerme de hombros. No había sucedido nada más, no había sufrido ningún daño. El ritmo del día y de la tarde habían sido faltos de interés, ordinarios. Spider era un excelente compañero y me agradaba mucho oír su alegre respiración, sus escarbadas y ruidos ocasionales en este enorme, vacío y viejo caserón. Pero la mayor sensación que me invadía era el tedio, y cierto letargo, combinados con un deseo de terminar el trabajo y volver a Londres con mi adorada Stella. Recordaba haberle propuesto alguna vez que compráramos un perro, como Spider a ser posible, una vez que tuviéramos nuestra propia casa. En lugar de eso, decidí pedirle al Sr. Daily que me reservara un cachorro si alguna vez decidía tener una camada.

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Había trabajado duramente y muy concentrado, y había hecho algo de ejercicio al aire libre. Después me retiré al dormitorio y estuve leyendo “El corazón de Edimburgo” durante media hora aproximadamente, con Spider acostado en la alfombra a mis pies. Creo que me quedé dormido inmediatamente tras apagar la luz, y que dormí profundamente, porque cuando me desperté súbitamente, -o fui despertado,- me sentí atontado, desorientado durante algunos segundos, sin saber donde estaba y porqué. Aprecié que estaba muy oscuro pero una vez que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude distinguir la luz de medianoche a través de la ventana, pues había dejado descorridas las grandes y pesadas cortinas y la ventana algo entornada. La luna iluminaba por completo la bordada colcha y el armario de madera oscura, así como la mesita y el espejo con su fría, calmada y suave luz. Pensé en salir de la cama para mirar los pantanos y el estuario desde la ventana, a la luz de la luna. Al principio, todo parecía quieto, tranquilo, y me pregunté porqué me había levantado. Entonces, el corazón se me sobresaltó. Spider estaba despierto y señalaba directamente a la puerta. Todos los pelos de su cuerpo estaban erizados, sus orejas levantadas, la cola enhiesta, completamente en tensión, preparándose para atacar. Y estaba emitiendo un tenue, ronco gruñido desde lo mas profundo de su garganta. Me quede paralizado, congelado, sentado en la cama, solamente atento al perro y al temblor de mi propia piel, y al ominoso y terrible silencio que había caído sobre nosotros. Y entonces, desde algún lugar en lo más profundo de la casa, -quizá no muy lejos de mi dormitorio,- oí un ruido. Era un amortiguado murmullo, y, aunque agucé el oído, no podría definir exactamente su origen. Se intercalaban intermitentemente golpes y estruendos, aunque de una manera algo regular. Nada más sucedió. No hubo pisadas, ni crujidos de entarimado, el aire se mantenía límpido, el viento no gemía en los marcos de las ventanas. Sólo se escuchaba ese sordo ruido y el perro seguía alerta, erizado contra la puerta, acercando la nariz al hueco inferior para olfatear el exterior, dando un paso atrás, apuntando de nuevo a la puerta, y como yo, escuchando, escuchando. Y, cada vez con más frecuencia, gruñendo de nuevo. Al final, como nada más pasó y quizá por tener al perro conmigo, pude ponerme de pie, a pesar de estar aterrado y con el corazón latiendo descontroladamente. Pero todavía me llevó algo de tiempo reunir el valor suficiente para abrir la puerta del dormitorio y salir al oscuro pasillo. En el momento en que lo hice, Spider saltó afuera y oí sus pasos inquietos, olfateando atentamente las cerradas puertas, todavía quejándose con su áspero gruñido gutural. Tras un breve momento, oí otra vez el extraño sonido. Parecía provenir del lado izquierdo del pasillo, al fondo. Pero era casi imposible de identificar. Cautelosamente, escuchando, apenas sin respirar, me aventuré unos pasos en aquella dirección. Spider me precedía. El pasillo sólo conducía a tres dormitorios a cada lado, y uno a uno, conteniendo mis nervios, abrí sus puertas y miré hacia adentro. Nada, únicamente sólido y viejo mobiliario y camas vacías sin preparar y, en las habitaciones de atrás, la luna entrando por las ventanas. Abajo, en el piso principal de la Mansión, silencio, un efervescente, envolvente, casi tangible silencio, y una emponzoñada oscuridad, densa como alquitrán. Y entonces llegué a la puerta del final del pasillo. Spider llegó allí antes que yo y lo encontré rastreando bajo la puerta, el cuerpo rígido, el gruñido acrecentado. Puse la mano en su collar, acaricié su recio, corto pelaje, tanto para incrementar mi confianza,

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como para la suya. Podía sentir la tensión de sus músculos y él respondía a mi propia tensión. Era la puerta sin cerradura, que había sido incapaz de abrir en mi primera visita a la Mansión Eel Marsh. No tenía ni idea de lo que había detrás. Únicamente el sonido. Venía del interior de esa habitación, no demasiado alto pero muy cercano, justo al otro lado de esa delgada lamina de madera. Era el sonido de algo golpeando suavemente el suelo, de un modo rítmico, algo familiar, aunque no pude asociarlo a ningún lugar, un sonido que parecía pertenecer a mi pasado, que despertaba viejos recuerdos medio olvidados muy dentro de mi memoria; un sonido que, en cualquier otro lugar, no me habría producido miedo sino que, pensaba, me hubiera creado una sensación placentera y agradable. Pero, a mis pies, Spider comenzó a lloriquear, en un suave, lastimoso y asustado gemido, y retrocedió desde la puerta hasta llegar a mis piernas. Mi garganta se encogió perdiendo toda humedad y empecé a temblar. Había algo en esa habitación y yo no podía llegar a ella, ni, de ser posible, me habría atrevido. Me dije que era una rata, o algún pájaro atrapado, caído desde la chimenea al interior e incapaz de salir. Pero el sonido no era del tipo producido por esas pequeñas criaturas aterradas por el pánico. Bump, bump. Pausa. Bump, bump. Pausa. Bump, bump. Bump, bump. Bump, bump. Creo que estuve allí de pie, aturdido y aterrorizado, toda la noche, y me hubiera dado la vuelta para salir corriendo de la casa, de no haber oído otro mortecino sonido. Venía de detrás de mí, pero no directamente de detrás, sino de la fachada de la casa. Di la espalda a la puerta y volví, temblando, a tientas, hasta mi dormitorio, guiado por los débiles rayos de luna que amortiguaban la oscuridad del pasillo. El perro caminaba apenas medio paso por delante de mí. No había nada en la habitación; la cama estaba tal y como la había dejado, nada estaba alterado; entonces me di cuenta que los sonidos no procedían de dentro de la habitación, sino del exterior, bajo la ventana. Levanté la ventana tanto como lo permitían los marcos y mire hacia fuera. Allí estaban los pantanos, gris-plateados y vacíos. Había agua en el estuario, brillante como un espejo bajo la luna llena. Nada. Excepto el lejano murmullo del oleaje, tan lejano que medio me pregunte si estaría recordando y reviviendo un grito en mi memoria, el grito de un niño. Pero no. Sólo la más ligera de las brisas removía la superficie del agua, agitándola, para pasar inadvertida entre los macizos de cañas y perderse en la lejanía. Nada más. Sentí algo cálido en mis tobillos y, al mirar abajo, vi a Spider a mis pies, dándome alegres lametones. Al acariciarlo, noté que se había calmado, estaba relajado, las orejas caídas. Escuché atentamente. No se oía nada en la casa. Tras un momento, volví al pasillo hacia la habitación cerrada. Spider vino alegremente conmigo y se sentó delante de la puerta, quizá esperando que se abriera. Acerqué los oídos a la madera. Nada. Silencio absoluto. Puse la mano en el pomo, vacilando al sentir los acelerados latidos de mi corazón, y tras unas breves bocanadas de aire, empujé la puerta. La puerta no se abrió, aunque el empujón retumbó en toda la habitación, como si no hubiera alfombras que amortiguaran el ruido. Lo intenté una vez mas, empujando esta vez con el hombro. Tampoco se abrió. Al final volví a la cama. Leí dos capítulos más de la novela de Scott, sin comprender del todo su significado, y apagué la luz. Spider se tumbó otra vez en la alfombra. Eran poco más de las dos de la mañana.

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Paso mucho tiempo hasta que me desperté. La primera cosa en que reparé la mañana siguiente fue en el cambio del tiempo. Tan pronto como me desperté, un poco antes de las siete de la mañana, sentí que el aire estaba cargado de humedad y era mucho mas frío y, al mirar hacia fuera, apenas pude encontrar la separación entre la tierra y el agua, el agua y el cielo, todo era de un gris uniforme, y gruesas nubes descendían sobre los pantanos, envolviéndolos en llovizna. No era un día pensado para levantar el ánimo de nadie y me sentía cansado y nervioso después de la noche anterior. Pero Spider bajó trotando las escaleras, impaciente y alegre; y pronto tuve encendidos los fuegos otra vez y alimentada la estufa, me di un baño y desayuné, y empecé a sentirme en mi ánimo habitual. Incluso subí las escaleras y recorrí el pasillo hasta la cerrada puerta, pero ningún extraño sonido salía de su interior, ninguno en absoluto. A las nueve en punto salí fuera, cogí la bicicleta y pedaleando rápido, di un largo paseo a través de la Calzada, cruzando los caminos rurales hacia Crythin, con Spider pegado a mí o separándose tan frecuentemente como veía una zanja, o corría tras alguna criatura que revoloteara a lo lejos en los campos. La mujer del dueño me rellenó la cesta con abundante comida, y yo añadí algo más de la tienda. Con ambos y con el Sr. Jerome, al que encontré en la plaza, estuve hablando brevemente y algo en broma, sin decir nada de los asuntos de la Mansión Eel Marsh. La luz del día, incluso teniendo que tratar esos tristes y depresivos asuntos, me había renovado las fuerzas y hecho desvanecer los vapores de la noche. Además, encontré una cariñosa carta de Stella, llena de encantadoras expresiones de pesar por mi ausencia y de orgullo por mi nuevas responsabilidades, y guardando estas alegrías en el bolsillo interior de mi chaqueta, pedaleé de nuevo a través de las marismas hasta la Mansión, silbando durante todo el camino. Aunque no era ni la hora de comer, me vi obligado a encender la mayoría de las luces de la casa, pues el decaer del día volvía muy pobre la luz ambiental para poder trabajar, incluso directamente debajo de la ventana. Mirando hacia fuera, vi que las nubes y la llovizna se habían engrosado, de modo que apenas podía ver más allá del césped que se extendía hasta la orilla del estuario y que, según caía la tarde, se mezclaban para formar la niebla. Con todo esto mis nervios empezaron ligeramente a vacilar y decidí que podría recogerlo todo y volver al confort del pueblo. Salí a la puerta principal y di unos pasos. Inmediatamente la humedad se agarro a mi cara y mis ropas como una fina telaraña. El viento arreciaba, azotaba la tierra desde el estuario, soplando directamente hacia mis huesos, con insultante frialdad. Spider se escapó y corrió durante varios cientos de metros, para detenerse y mirarme, indeciso, sin querer alejarse mucho con este sombrío tiempo. No pude ver las ruinas, ni el muro ni el viejo cementerio, alrededor de toda la casa, las nubes bajas y la niebla habían borrado absolutamente todo. Ni siquiera pude ver la Calzada, no sólo por eso, sino porque la marea la había cubierto completamente. Sería entrada la madrugada para cuando estuviera de nuevo transitable. No podía de ninguna manera regresar a Crythin Gifford. Silbé al perro, quien retornó alegremente, y volví a ocuparme de los papeles Drablow. Hasta ahora solamente había seleccionado un delgado paquete de cartas y documentos que pudieran tener algo de interés, y decidí que podría entretenerme

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leyéndolos más detenidamente después de la cena. Hasta entonces había amontonado varias cajas de papeles inútiles y me abrumaba la vista de las repletas cajas y cajones, deprimiéndome todo lo que quedaba todavía por clasificar. Las cartas del primer paquete, todas juntas y atadas con una estrecha cinta púrpura, habían sido escritas por la misma mano, entre el mes de febrero de aproximadamente sesenta años atrás y el verano siguiente. Habían sido mandadas desde la casa de señorío de un pueblo que recordaba (gracias al mapa), estar localizado a unas veinte millas de Crythin Gifford, y mas tarde desde un albergue rural escocés a las afueras de Edimburgo. Todas ellas comenzaban con la palabra “Querida…”, o “Queridísima Alice…”, y la mayoría estaban firmadas por “J”, pero ocasionalmente era “Jennet”. Eran misivas cortas, escritas en un estilo directo, un poco ingenuo más bien, y sus historias hablaban de cosas cercanas y familiares. La escritora, una mujer joven y aparentemente familiar directo de la Sra. Drablow, era soltera y tenía un niño. Al principio vivía en casa con sus padres; un poco mas tarde, fue despedida. No había apenas mención sobre el padre del niño, excepto alguna escueta referencia a P. “P. no volverá aquí.” Y: “Creo que han enviado a P. al extranjero.” En Escocia, había tenido un niño y hablaba de el en una carta con desesperada y penetrante ternura. Durante algunos meses las cartas cesaron, pero al reanudarse lo hicieron refiriendo amargos ultrajes y apasionadas quejas; mas tarde, pasaron a una tranquila, resignada amargura. Se estaba ejerciendo mucha presión sobre ella para que diera al niño en adopción; ella lo rechazaba, diciendo una y otra vez que “jamás la desgarrarían.” “Es mío. ¿Por qué no podría tener lo que es mío? No lo tendrá ningún extraño. Os mataré a los dos antes que dejarle ir.” Poco después, su tono cambió. “¿Qué mas puedo hacer? Estoy desvalida. Si tú y M. estáis con él me importará menos.” Y otra vez, “Supongo que debe ser así.” Pero el final de la última carta estaba escrito en una diminuta, apretada letra: “Quererle mucho, cuidad de él como si fuera vuestro. Pero es Mío, Mío, jamás Serra vuestro. Oh, perdonadme. Creo que se me ha roto el corazón. J.” En el mismo paquete, había un breve documento preparado por un abogado, declarando que Nathaniel Pierston, hijo de Jennet Humfrye se convertía por adopción en el hijo de Morgan Thomas Drablow de la Mansión Eel Marsh, Crythin Gifford, y de su esposa Alice. Anejo a este documento había otros tres documentos. El primero eran referencias de lady M. –en Hyde Park, Londres-, firmadas por una enfermera llamada Rose Judd. Había leído y clasificado éste, y estaba listo para abrir el siguiente, una hoja doblada en dos, cuando levanté sobrecogido la mirada, vuelto a la realidad por un repentino ruido. Spider estaba en la puerta, emitiendo el mismo gruñido sordo de la última noche. Le miré detenidamente, para advertir que el pelo de su cuello estaba completamente erizado. Me senté durante un momento, demasiado aterrorizado para moverme. Entonces recordé mi decisión de encontrar a los fantasmas de la Mansión Eel Marsh y enfrentarme a ellos, pues estaba seguro, -o lo había estado a la luz del día,- que cuanto mas rápidamente me intentara alejar de ellos, más cercanos estarían a mis talones, y más

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fuerte sería su poder para perturbarme... Y así, dejé los documentos, me puse de pie y caminé despacio para abrir la puerta de la salita en la que había estado trabajando. Inmediatamente, Spider saltó de la habitación como si persiguiera una liebre y voló por las escaleras, todavía gruñendo. Oí su carrera a lo largo del pasillo y su repentino detenerse. Había llegado a la habitación cerrada e incluso desde abajo podía oír de nuevo el extraño, suave y rítmico sonido. Bump, bump. Pausa. Bump, bump. Pausa… Decidido a entrar como fuera, y a identificar el origen del ruido y lo que fuera que lo producía, fui hacia la cocina, buscando algún martillo o cincel, o cualquier otra herramienta disponible. Pero, al no encontrar nada, y recordando que había un hacha en la parte trasera, donde se guardaba la leña, abrí la puerta posterior, y llevando la linterna, salí al exterior. Todavía la húmeda llovizna y la niebla rodeaban la casa, aunque no eran como la densa, arremolinada bruma de la noche anterior en que intenté cruzar la Calzada. Pero era oscura y densa como alquitrán. Era imposible divisar la luna o las estrellas, y tropecé varias veces a pesar de la luz de la linterna. Cuando encontré el hacha, y volviendo a la casa, escuche otro ruido, tan cercano e intenso que pensé que solo podía proceder de un lugar a pocos metros de la casa; me di la vuelta, y en lugar de volver hacia la cocina, me dirigí rápidamente a la puerta principal, esperando jadeante la llegada de alguna visita. Según pisé la grava, enfoqué la luz de la linterna en dirección a la Calzada. Desde allí venia el retumbar de los cascos de un pony, y los crujidos y oscilaciones de una calesa acercándose. Pero no pude ver nada. Y entonces, con un desesperado grito al advertirlo, lo supe. No había ninguna visita, -o al menos ninguna real, humana-, no era Keckwick. El ruido venía de una dirección completamente distinta, y el pony y la calesa abandonaban la Calzada, dirigiéndose directamente hacia los pantanos. Permanecí de pie, terriblemente atemorizado, indagando en la tenebrosa, húmeda oscuridad con todos los sentidos, intentando detectar cualquier diferencia entre este sonido y el producido por un carruaje real. Pero no había ninguno. De haber podido huir de allí, de haberse visto la Calzada, seguramente habría corrido para alcanzar el carruaje, trepado a él, azuzado al conductor. Allí como estaba, nada podía hacer, salvo permanecer, permanecer de pie, rígido como un poste, rígido de miedo, y todavía invadido por un torbellino de aprensión nerviosa e inexplicables espejismos. En ese momento me di cuenta que el perro había bajado y estaba a mi lado en la grava, el cuerpo alerta, orejas levantadas, señalando hacia la ciénaga y el origen del sonido. La calesa se alejaba y el ruido de sus ruedas se amortiguaba, afloró el sonido de salpicaduras de agua y surcos en el fango… el ruido de un pony sumergiéndose aterrorizado. Estaba pasando, estaban siendo engullidos por las arenas movedizas, hundiéndose, hundiéndose, aquél era el terrible momento en que las aguas se cierran burbujeando, y entonces, entonces, el grito del niño, creciendo y creciendo en un alarido de terror para lentamente ahogarse y desaparecer; finalmente, Silencio. Nada más, salvo el flujo y reflujo del agua a lo lejos. Mi cuerpo temblaba por completo, tenia la boca seca, heridas las palmas de las manos, allí donde febrilmente enterré mis uñas mientras estuve inmóvil, desamparado, oyendo esta terrible secuencia de sonidos repetirse de nuevo, tal y como se repetiría en mi memoria miles de veces desde entonces.

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El pony y la calesa no eran reales, de eso no quedaba la mas minima duda; su carrera final a través de los pantanos y su desaparición en las traicioneras arenas movedizas no había ocurrido a pocos metros de mi, en la oscuridad, también de eso estaba seguro. Pero estaba igualmente seguro que hace tiempo, quien sabe cuanto, pero un día pasado, estos terribles sucesos habían ocurrido, aquí, en Eel Marsh. Un pony y una calesa, quienquiera que fuera su conductor, junto con un niño como pasajero, habían sido engullidos en pocos minutos. Solo este pensamiento, solo la horrible repetición fantasmal de este suceso, me atormentaban más de lo que era capaz de soportar. Permanecía de pie, temblando, envuelto en húmeda niebla y gélido viento nocturno, empapado en sudor que rápidamente se enfriaba sobre mi cuerpo. Y entonces, Spider, con el pelo erizado y los ojos entrecerrados, retrocedió un par de pasos, se levantó un poco sobre las patas delanteras y empezó a aullar, un intenso, profundo, agonizante aullido que detenía el corazón. Al final, tuve que levantarle y llevarle dentro de la casa, -no se movía ni respondía a ninguna llamada.- Su cuerpo estaba inerte en mis brazos y se le veía claramente asustado; cuando le deposité sobre el suelo del vestíbulo, corrió para pegarse a mis tobillos. De un modo inexplicable, fue su miedo lo que me persuadió de que debía mantener el control de mi mismo, al igual que una madre se siente obligada a afrontar todos los problemas para defender a sus asustados hijos. Spider era solamente un perro pero, sin embargo, me sentí obligado a calmarle y tranquilizarle, y al hacerlo, pude calmarme yo mismo y recuperar algo de valor. Pero, después de unos breves instantes de caricias y mimos, el perro saltó de mis manos y, de nuevo alerta, profirió un sordo gruñido en dirección a las escaleras. Le seguí rápidamente, encendiendo todas las luces que pude encontrar en mi camino. Como esperaba, había recorrido todo el pasillo, deteniéndose delante de la cerrada puerta final, donde se volvía a oír el martirizante, enloquecedor golpear de inexplicable origen. Respiraba rápidamente mientras corría hacia la puerta y el corazón me latía desordenadamente en el pecho, pero, si me había asustado de lo que había pasado en la casa hasta ese momento, cuando alcancé el final del pasillo y vi lo que voy a comentar, mi miedo alcanzo cotas jamás imaginadas, pues durante un minuto pensé que iba a morir, estaba muriendo; no podía concebir que un hombre fuera capaz de resistir acontecimientos como aquellos y seguir vivo, y más aun en su sano juicio. La puerta de la habitación origen del sonido, la puerta cerrada a cal y canto, con tal fuerza que no pude derribarla, la puerta donde no existía cerradura… esa puerta estaba abierta. Abierta de par en par. Tras la puerta aparecía una habitación, envuelta en absoluta oscuridad, excepto por los dos o tres metros iniciales, donde la tenue luz procedente del pasillo alumbraba una brillante moqueta marrón. Dentro, podía oír el persistente golpear y los sonidos del perro, corriendo nervioso, oliendo y husmeando por toda la habitación. No supe cuanto tiempo permanecí allí aterrado, temblando, terriblemente aturdido. Perdí todo el sentido del tiempo y del espacio. En mi cabeza se mezclaban confusamente pensamientos y emociones, visiones de espectros con intrusos vivientes, ideas de violencia y asesinatos, y todo tipo de extraños, distorsionados miedos. Y, durante todo ese tiempo, la puerta permaneció completamente abierta mientras seguía sonando el intermitente oscilar.

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Oscilar. Sí. Eso era, por fin había identificado el sonido, -o por lo menos, eso me parecía.- era el sonido de los balancines de madera de la mecedora de mi niñera, que se sentaba a mi lado cada noche al irme a dormir, siendo niño, meciéndose, meciéndose. A veces, cuando estaba enfermo o febril, o me había despertado entre las convulsiones de una pesadilla, ella o mi madre se acercaban, sacándome de la cama y sentándome con ellas en la misma silla, sujetándome y meciéndome hasta que tranquilamente me dormía otra vez. El sonido que había estado oyendo era el mismo que recordaba muy lejano, de un tiempo en que apenas recordaba nada más. Era el sonido que significaba comodidad y seguridad, paz y consuelo, el regular y rítmico sonido que aparejaba el final del día, que apaciblemente me transportaba hasta el reino de los sueños, el sonido que significaba que una de las dos personas a las que más unido estaba y a las que mas amaba estaban muy cerca. Y ahora, según estaba en el oscuro pasillo, escuchando, el sonido comenzó a crear en mí el mismo efecto hasta que quedé hipnotizado y en un estado de serena somnolencia; mis miedos y las tensiones acumuladas en mi cuerpo empezaron a desvanecerse. Estaba respirando pausada y mucho más profundamente, y una profunda sensación de calidez invadía todos mis miembros. Sentí que nada podría acercarse para hacerme daño o asustarme, pues tenía un ángel protector a mi lado. Y, además pudiera ser que todo lo que había aprendido o creído alguna vez sobre habitaciones infantiles y sus invisibles y sagrados Ángeles de la guarda, que nos protegían y nos ayudaban fuera verdaderamente cierto; o quizás solamente era que mis recuerdos, avivados por el sonido fueran tan positivos y tan poderosamente fuertes que superaran y sobrepasaran todo lo que era siniestro, alarmante, diabólico y perturbador. Cualquiera que fuese el caso, sabía que ahora tenía el suficiente valor para entrar en esa habitación y afrontar lo que fuera que estuviera dentro; por eso, antes de vacilar en mis convicciones, y de que mis miedos pudieran volver, di unos pasos al frente, tan determinado, audaz y firme como pude. Según lo hacia, puse la mano en el interruptor de la pared, pero ninguna luz iluminó la habitación y, dirigiendo la linterna hacia el techo, comprobé que el casquillo no disponía de bombilla. Sin embargo, la luz de la linterna era lo suficientemente fuerte y brillante como para cumplir ampliamente mis propósitos, y en este momento, según entré en la habitación, Spider emitió un leve lloro desde un rincón, pero no vino hacia mi. Muy despacio y cautelosamente miré por toda la habitación. La habitación origen del sonido que identifiqué casi era igual a lo que había imaginado. Era la habitación de un niño. Había una cama en un rincón, el mismo tipo de cama de madera baja u estrecha que una vez yo mismo había usado, y a su lado y enfrente de la abierta chimenea en un rincón, se hallaba la mecedora, exactamente igual o muy parecida, de asiento bajo, respaldo alto a barrotes horizontales, de madera oscura, -quizás olmo,- y con amplios, gastados, curvos balancines. Mientras la miraba, inmóvil hasta que no pude mas, advertí que se movía lentamente y con velocidad progresivamente decreciente, del modo en que estas sillas se mueven cuando alguien acaba de levantarse. Pero allí no había nadie. La habitación estaba vacía. Cualquiera que hubiera salido de allí lo tendría que haber hecho por el pasillo, y al enfrentarse a mí, habría tenido que apartarse para pasar. Alumbré rápidamente con la linterna todas las paredes. Estaba el hueco de la chimenea, y el hogar, estaba la cerrada ventana, con su cerrojo y dos tablones de madera que la sellaban, como suele hacerse para evitar que los niños se caigan; no había ninguna otra puerta.

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Gradualmente la mecedora se fue deteniendo, hasta que sus movimientos fueron tan leves que apenas se podían ver u oír. En el momento de detenerse se produjo el más absoluto silencio. La habitación estaba completamente amueblada y equipada, y tan ordenada que parecía que su ocupante solamente se había ausentado durante un día o dos, o quizá simplemente estuviera dando un paseo; no había nada de la humedad, desnudez o vacío del resto de las habitaciones de la Mansión Eel Marsh. Con mucho cuidado y cautelosamente, casi conteniendo la respiración, la exploré. Miré hacia la cama, perfectamente hecha con sus sabanas y almohadas, mantas y cobertor. A su lado había una pequeña mesita y sobre ella un diminuto caballo de madera y una pequeña lamparita de noche con la vela medio consumida, todavía con agua en la palmatoria. La cómoda y el armario estaban llenos de ropa, interior, de diario, formal, de juegos, ropa para un niño de unos seis o siete años, pulcra, bien confeccionada, del estilo que usaban mis propios padres y se veían en las fotografías que tenían en su casa, el estilo de moda de hace más de sesenta años. Allí estaban también sus juguetes, copiosos, todos limpios y meticulosamente ordenados y cuidados. Había filas de soldaditos de plomo, encuadrados en Regimientos, y una granja, con sus blancos graneros y vallas, almiares y pacas de maíz, todo ello sobre un gran tablero. Había una gran maqueta de un barco con mástiles y velas de lino, algo amarillas por el paso del tiempo, y un látigo con correa de cuero, descansando al lado de una resplandeciente peonza. Había tableros para jugar al parchís y a la oca, damas y ajedrez, había puzzles con escenas campestres y circenses y “La niñez de Raleigh”, y en una pequeña caja de madera se encontraba un monito hecho de cuero y un gato y cuatro ovejas fabricadas con lana, un oso de peluche y una muñeca de felpa con cabeza de porcelana y traje de marinero. El niño también había tenido lápices y gomas, y tarros de pinturas de colores, y un libro de canciones infantiles y otro de mitología griega, y una Biblia y un libro de oraciones; un juego de dados y dos de cartas, una trompeta en miniatura y una cajita de música con imágenes de Suiza, y un muñeco de hojalata con brazos y piernas móviles. Cogí los juguetes, los acaricié, incluso los olí. Llevaban allí más de medio siglo, pero parecía que acababan de jugar con ellos esa misma tarde y ordenado por la noche. No tenía miedo ahora. Estaba confundido. Me sentía extraño, fuera de lugar, como en un sueño. Pero de momento, por lo menos no había nada que me asustara o dañara, sólo había vacío, una puerta abierta, una cama recién hecha y una curiosa sensación de tristeza, de pérdida, de algo que faltara, y me invadió una sensación de desolación, una intensa pena oprimió mi corazón. ¿Cómo explicarlo? No puedo. Pero lo recuerdo tan vivamente como lo sentí. El perro estaba sentado tranquilamente ahora en la densa alfombra a los pies de la cama del niño y al final, una vez que hube examinado todo sin poder explicar nada, y no queriendo permanecer en esa triste atmosfera más tiempo, salí afuera, después de lanzar una ultima mirada a todo aquello, cerrando la puerta detrás de mi. No era tarde, pero no me quedaban energías para seguir leyendo los papeles Drablow, estaba agotado, exhausto, todas las emociones que se habían derramado sobre mi una y otra vez me habían dejado como si fuera un náufrago arrastrado a la playa después de una terrible tormenta.

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Me preparé una mezcla caliente de brandy y agua y recorrí toda la casa, apagando los fuegos y cerrando las puertas antes de irme a la cama y leer algo de Walter Scott. Justo antes de hacerlo, recorrí el pasillo que finalizaba en la habitación del niño. La puerta estaba todavía cerrada, tal y como la había dejado. Escuché, pero no salía ningún sonido de su interior. No queriendo perturbar el silencio de nuevo, volví quedamente hacia mi propia habitación en la parte frontal de la Mansión.

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Capitulo X

Silba y te Ayudaré

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Durante la noche el viento arreció. Mientras me engañaba a mi mismo intentando leer, me di cuenta de las fuertes ráfagas que azotaban cada vez mas frecuentemente los marcos de las ventanas. Pero al despertarme bruscamente a primeras horas de la mañana observé que su incremento había sido extraordinario. La casa parecía un barco en mitad de la tormenta, sacudida por fuertes rachas que llegaban rugiendo desde las despejadas marismas. Las ventanas se agitaban por todas partes y sonidos de gemidos descendían por todas las chimeneas de la casa, silbando en todos los rincones y hendiduras de la casa. Al principio me alarmé. Después, mientras seguía en la cama, recuperando mis facultades mentales, reflexioné sobre cuanto tiempo llevaba construida la Mansión Eel Marsh, aquí erguida como un faro, tan solitaria y expuesta, resistiendo el impacto del viento, invierno tras invierno, resistiendo la lluvia, el aguanieve y el rocío. No era improbable que el vendaval también soplara hoy. Y entonces, mis recuerdos de infancia empezaron a agitarse de nuevo, y recordé nostálgicamente todas las noches que había pasado en la cómoda y segura calidez de mi cuarto infantil, en la buhardilla de nuestra casa en Sussex, oyendo el viento rugir como un león, aullando contra las puertas y golpeando las ventanas, en un esfuerzo inútil por alcanzarme. Me recliné un poco, deslizándome en ese agradable estado de trance situado entre el sueño y la vigilia, recordando el pasado y todas sus emociones y vivencias, casi sintiendo que era un niño de nuevo. En ese momento, del exterior de esa aullante oscuridad, un grito irrumpió en mis oídos, catapultándome hacia el momento presente, y desvaneciendo toda mi serenidad. Escuché atentamente. Nada. Sólo el tumulto del viento, como un espectro, golpeando y agitando las ventanas en sus viejos y desvencijados marcos. Entonces lo oí, otra vez, ese recordado grito de desesperación y angustia, un grito de ayuda lanzado por un niño en algún lugar de los pantanos. No había ningún niño. Lo sabía. ¿Cómo podría estar allí? Pero, ¿Cómo podía yo seguir aquí ignorando el grito de un fantasma de mucho tiempo atrás? “Descansa en Paz,” pensaba, pero este desdichado no lo hizo, no podía. Después de breves momentos me levanté. Decidí que iría a la cocina para prepararme algo de beber, avivaría un poco el fuego y me sentaría al lado intentando, intentando acallar esa voz por la que no podía hacer nada, y por la que nadie había podido hacer nada durante…. ¿Cuántos años? Al salir a la escalera, con Spider siguiéndome, dos cosas sucedieron simultáneamente. Tuve la impresión de que alguien había subido la escalera un segundo antes dirigiéndose hacia las habitaciones superiores, y una formidable ráfaga de viento azotó la casa de tal forma que pareció que se iba a desmoronar. Todas las luces se

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apagaron. No me había molestado en recoger la linterna de la mesita de noche y ahora estaba en la más absoluta oscuridad, perdidas todas mis referencias. Y, ¿Quién había subido?, ¿Quién estaba conmigo en la Mansión? No había visto a nadie, no había sentido nada. No hubo ningún movimiento, nadie me rozó, nada perturbó el aire, ni siquiera había oído alguna pisada. Simplemente tenía la absoluta certeza de que alguien había pasado a mi lado y desaparecido en el pasillo. En el corto y estrecho pasillo que llevaba a la habitación infantil, cuya puerta yo había cerrado firmemente y que ahora estaba, inexplicablemente, abierta. Por un momento empecé a conjeturar en que había alguien mas, -otro ser humano,- viviendo en esta casa, alguien que se escondía en esa misteriosa habitación y salía de noche para comer, beber y tomar el aire. ¿Era quizás la Mujer de Negro?, ¿había acogido la Sra. Drablow a alguna vieja hermana o criada?, ¿había dejado detrás algún perturbado mental del que nadie supiera su existencia? Mi cerebro barajaba toda clase de irracionales, incoherentes fantasías según intentaba desesperadamente encontrar una solución racional para la presencia que acababa de intuir. Pero abandoné esos pensamientos. No había nadie vivo en la casa salvo el perro del Sr. Daily y yo. Lo que fuera, quienquiera que fuera, que había producido el ruido de la mecedora, y que había pasado a mi lado ahora mismo, lo que había abierto la cerrada puerta no era “real.” No. Pero ¿Qué era real? En este momento empezaba a dudar de mi propia realidad. La primera cosa que debía conseguir era una luz, y volví a tientas hacia el dormitorio, donde al otro lado de la cama pude tocar la linterna; la cogí y dando un paso atrás tropecé con Spider que estaba pegado a mis tobillos: la linterna cayó al suelo. Empezó a rodar lejos de mí sobre el suelo cayendo en algún lugar cerca de la ventana produciendo un inconfundible sonido de cristales rotos. Solté una maldición, pero me las arreglé, caminando a cuatro patas, para encontrarla de nuevo y presionar el interruptor. La luz no vino. La linterna estaba rota. Por un momento estuve cerca de llorar de miedo y desesperación, nervios y frustración, como no lo había hecho desde la infancia. Pero en lugar de llorar, golpeé el suelo con los nudillos, en una explosión de violenta rabia, hasta sentir en ellos el palpitar de la sangre. Fue Spider quien me devolvió a la realidad, arañándome ligeramente el brazo y mordiéndome la mano que acerqué hacia él. Nos sentamos juntos en el suelo y abracé su cálido cuerpo, agradeciéndole su presencia, extraordinariamente avergonzado de mi mismo, calmado y aliviado, mientras afuera el viento estallaba y rugía, y una y otra vez yo oía el terrible grito del niño llevado por sus ráfagas hasta mí. No podría dormir de nuevo, de eso estaba seguro, pero no me atrevía a bajar las escaleras en esa absoluta oscuridad, rodeado por el ruido de la tormenta, con los nervios destrozados y la conciencia de saber que había otra persona en la casa. Mi linterna estaba rota. Tenia que encontrar una luz, una vela, por leve o frágil que fuera, que me hiciera compañía. Sabía que muy cerca había una vela. La había visto hace muy poco, en la mesita de noche de la habitación del niño. Durante mucho tiempo no pude reunir el valor suficiente para decidirme a gatear por todo el pasillo hasta la habitación donde sabía que estaba el origen y la fuente de todas las extrañas cosas que pasaban en la casa. Todo me era ajeno, excepto mis propias lágrimas; era incapaz de concebir un pensamiento decisivo o coherente, mis movimientos se mezclaban, inconexos. Poco a poco, gradualmente, descubrí por mí mismo la verdad

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de un viejo axioma: un hombre no puede permanecer indefinidamente en un estado de terror absoluto. Aunque la tensión se incremente hasta incitar las más terribles situaciones y aprensiones, sólo hay dos posibles respuestas: huir y volverse loco, o calmarse muy poco a poco y volver a recuperar el control de sí mismo. El viento seguía aullando a través de los pantanos y batiendo la casa, pero eso era después de todo, un sonido natural, que se podía reconocer y asimilar, definitivamente incapaz de causarme daño. La oscuridad me rodeaba y no desaparecería hasta dentro de varias horas, pero no hay nada que aterrorice más a un hombre en la oscuridad que el ensordecedor rugido del viento. Pero, de repente, descubrí que no pasaba nada más. Toda sensación de presencia de otra persona se había desvanecido, los apagados gritos del niño cesaron al fin y desde la habitación del fondo del pasillo se evaporó el sonido de la mecedora o de cualquier otro movimiento. Había rezado, agachado en el suelo del dormitorio, con el perro fuertemente pegado a mí, rezado para que cualquier cosa que me perturbara y que estuviera dentro de la casa se desvaneciera o que por lo menos que pudiera recobrar mis facultades mentales para afrontarlo y superarlo. Ahora, mientras tambaleándome me ponía de pie, con todos los miembros tiesos y doloridos por haber soportado ésta extrema tensión en mi cuerpo, al fin fui capaz de realizar algún movimiento, profundamente aliviado de que, hasta donde podía contar y por el momento presente, no me esperaba nada peor que afrontar un viaje a ciegas por el pasillo hasta la habitación del niño, en busca de la vela. Ese viaje, muy lento y progresivamente agitado, fue exitoso al fin, pues pude encontrar el rumbo hasta la cama del niño, y al tocar la vela, agarre fuertemente la palmatoria, y tanteando los muebles y la pared, me encaminé de nuevo hacia la puerta. Ya he comentado que habían desaparecido todos los restos de los extraños y terribles sucesos de la noche, no había nada más que me atemorizara excepto el sonido del viento y la ingente oscuridad, y en cierto modo, era cierto, pues el cuarto del niño estaba vacío, y la mecedora estaba quieta y silenciosa, y, hasta donde puedo recordar, seguía en su misma posición. Por todo eso no puedo explicar a que atribuir los sentimientos que me acometieron en el momento que entré en la habitación. No era miedo, ni terror, sino una aplastante desolación y tristeza, una sensación de pérdida y abatimiento, una angustia mezclada con absoluta desesperación. Mis padres estaban vivos, tenía un hermano, un puñado de buenos amigos y mi novia, Stella. Era un hombre joven. Y aparte de la inevitable perdida de ancianos tíos, tías y abuelos, nunca había experimentado la muerte de alguien muy cercano a mí, nunca sentí la verdadera aflicción ni experimenté una pena extrema. Todavía no. Pero los sentimientos que deben acompañar a la muerte de alguien tan cercano y próximo a mi mismo como pueda ser posible, los conocí en ese momento, en la habitación del niño de la Mansión Eel Marsh. Todos ellos me destrozaron, estaba confuso y perplejo, sin conocer el motivo de todo aquello, el porqué de mi corazón encogido por la angustia y la desesperación. Por eso pensé que, durante el tiempo que estuve en la habitación, me convertí en otra persona o al menos experimenté las emociones que pertenecieron a otro. Otro suceso mas, tan raro e inquietante como todos los que, visibles o audibles, habían pasado en los últimos días. Cuando abandoné la habitación y cerré la puerta detrás de mí, de pie en medio del pasillo, todas esas emociones se desvanecieron, como si un pesado atuendo, después de

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depositarse sobre mis hombros, fuera eliminado. Había recuperado mi estado normal de ánimo, mis propias emociones, era yo mismo otra vez. Regresé vacilante a mi dormitorio, encontré las cerillas que guardaba en el bolsillo de mi abrigo al lado de la pipa y el tabaco, y por fin pude encender la vela. Agarré el asa de lata de la palmatoria con los dedos, mi mano temblaba tanto que la amarilla llama parpadeaba y oscilaba, reflejándose locamente aquí y allá sobre paredes y puertas, techo y suelo, espejos, colchas y sabanas. Pero era reconfortable y alentador que después de todo ardiera tan bien, y me sentí menos trastornado. Miré el reloj. Eran escasamente las tres de la madrugada y esperaba que la vela durara hasta el alba, que en un agotador día de tormenta a finales de año llegaría tarde. Me senté en la cama, arropado por el abrigo, y leí a Walter Scott a la pobre luz de la vela. Si se acabaría antes de que el primer débil rayo de sol entrara en la habitación, era algo que no podía saber, y al final y sin quererlo, me dormí. Me desperté en un amanecer acuoso y descolorido, me sentía incómodo y sucio, la vela se había consumido hasta el ultimo pedazo de cera, dejando solamente una mancha negra en la base, y mi libro estaba descuidadamente abierto sobre el suelo. De nuevo fue un ruido lo que me despertó. Spider estaba lloriqueando y arañando la puerta, y me di cuenta de que hacía varias horas que el pobre animal no había salido fuera. Me levanté y vestí rápidamente, bajé las escaleras y abrí la puerta principal. El cielo estaba repleto de densas nubes de lluvia, todo era monótono y descolorido, y la marea estaba subiendo. Pero el viento había caído, transformándose en un ligero y gélido soplo. Al principio el perro trotó sobre la grava hacia la mustia hierba, ansioso de hacer sus necesidades, mientras yo bostezaba, intentando entrar en calor mediante golpes en los brazos y patadas al suelo. Decidí ponerme el abrigo y las botas y dar un rápido paseo por el campo circundante, para aclararme las ideas, y estaba volviendo a la casa cuando, desde el interior de los pantanos, oí, inconfundiblemente claro y nítido, el sonido de una persona silbando, silbando de la misma manera usada para llamar a un perro. Spider se paró en su carrera durante un segundo, y antes de que pudiera detenerlo, antes de que pudiera recuperar mis fuerzas, saltó como una liebre, alejándose precipitadamente de la casa, cruzó la hierba y se precipitó en los húmedos pantanos. Durante unos minutos me quedé pasmado y desconcertado, sin poder moverme, sólo miraba fijamente como la pequeña figura de Spider disminuía dentro de aquella enorme extensión de terreno. No vi a nadie allí afuera, pero el silbido había sido real, no era un truco del viento. Incluso hubiera jurado que no provenía de labios humanos. Entonces, mientras miraba, vi al perro vacilar y aminorar la carrera para finalmente detenerse. Y me di cuenta con horror que estaba resbalando sobre el lodo, luchando por mantener el equilibrio frente a la inercia que le empujaba. Corrí como nunca lo había hecho antes, sin preocuparme de mi propia seguridad, desesperado por rescatar a esta pequeña y valiente criatura, que me había proporcionado tanto consuelo y cariño en este desolado lugar. Al principio el terreno era firme, a pesar del lodo que todo lo cubría, y pude correr a gran velocidad. Sentí el viento del estuario amargamente frío, la cara me dolía y los ojos empezaron a lagrimar, tanto que los tuve que limpiar para poder ver claramente. Spider estaba aullando nerviosamente, asustado pero todavía visible; le llamé, intentando tranquilizarle. Entonces, yo también empecé a sentir la viscosidad e inestabilidad del suelo que pisaba, según se volvía mas y mas inconsistente. En un paso sumergí la bota en

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un hueco lleno de agua y ésta se quedo rápidamente pegada hasta que, ejerciendo toda mi fuerza me las arreglé para liberarla. La oscura marea crecía a mi alrededor, el nivel del agua estaba ahora muy alto, extendiéndose por todos los pantanos, y me vi obligado a vadear más que a caminar. Pero al fin, sin aliento y cuidando todos mis movimientos, casi llegué a alcanzar al perro. Apenas podía mantenerse firme, sus patas y la mitad de su cuerpo habían desaparecido bajo las inestables, traicioneras arenas, y su ágil cabeza apuntaba al cielo mientras frenéticamente aullaba y luchaba. Intente acercarme a grandes pasos dos o tres veces, pero tuve que detenerme siempre, por miedo a hundirme yo también. Desee tener un palo para arrojárselo, como un recio gancho que le asiera por el collar. Durante un segundo sentí una pura desesperación, solo en medio de los amplios pantanos, bajo el inestable suelo, el tormentoso cielo, solamente rodeado de agua y esa terrorífica casa como la única cosa sólida en millas alrededor. Pero fui consciente de que, si me invadía el pánico, estaría ciertamente perdido; enfurecidamente pensé, y entonces, muy cuidadosamente, me tendí en el lodo pantanoso, sobre un pequeño trozo de sólida tierra y comencé a reptar, extendiendo y encogiendo los brazos y el tronco, palmo a palmo, faltándome el aliento, justo hasta el lugar donde había desaparecido, enterré la mano y así al perro por el collar, tire de el, vigorosa y repetidamente con toda la fuerza que nunca pude soñar haber reunido, lleno de terror y desesperación; y después de un instante agonizante, cuando ambos luchábamos por nuestras vidas contra las traicioneras arenas movedizas que pugnaban por absorbernos en su interior, sentí que mi mano sujetaba su empapada y resbaladiza piel, y supe que estaba consiguiendo sacarle de las arenas. Tan tenso como pude me arrastré hacia atrás en dirección a tierra firme. Al hacerlo, el perro se dejó llevar, arrastrado, hasta que todo finalizó. Lo sujetaba contra mí, ambos cubiertos de agua y lodo, el pecho ardiendo y los miembros derrotados, los brazos inertes como si faltaran las articulaciones, casi como era en realidad. Descansamos, jadeantes, exhaustos, mientras me preguntaba si seríamos capaces de levantarnos, me sentí súbitamente agotado, débil y perdido en medio de los pantanos. El pobre perro estaba haciendo ahogados sonidos, frotando su cabeza conmigo una y otra vez. Sin duda alguna aterrorizado y tremendamente dolorido, pues casi le asfixio con el desmesurado agarrón realizado en su cuello. Pero estaba vivo, y yo también y, progresivamente, un leve calor emergió de nuestros cuerpos y el descanso nos revivió. Tomando a Spider como un niño en mis brazos, inicie el camino de regreso cruzando la marisma, tropezando, hacia la Mansión. Al hacerlo y llegar a corta distancia de la casa, de reojo, divise algo en las ventanas superiores. En la única que tenia barras protectoras, la ventana de la habitación del niño, capte la imagen de una persona. Una mujer. Esa mujer. Que me miraba directamente. Spider gimoteaba en mis brazos, estornudando ocasionalmente. Los dos temblábamos violentamente. Nunca sabre como pude alcanzar la hierba delantera de la casa, pero al hacerlo, oí un sonido. Llegaba desde el final de la Calzada, que empezaba a hacerse visible al retirarse la marea. Era el sonido de una calesa tirada por un pony.

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Capitulo XI.

Un Puñado de Cartas

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La luz era brillante, la miraba fijamente, -o casi, sentía que entraba dentro de mi,- atravesaba mis ojos en dirección a mi cerebro, y yo luchaba para retirar la cabeza, y mi cabeza parecía llena de luz; luz que apenas iluminaba mis hombros, girando, flotando como polvo en suspensión. Entonces la luz abruptamente desapareció y cuando abrí los ojos el mundo cotidiano y las cosas ordinarias aparecieron ante mi vista. Me sorprendí tumbado, apoyado en un canapé de la salita, ante la grande, sonrosada y preocupada cara del Sr. Samuel Daily surgiendo frente a mí. En sus manos sostenía una linterna de bolsillo, con la cual, supuse, había estado enfocando mis ojos, en un áspero intento de despertarme. Me senté, pero las paredes empezaron a moverse y combarse hacia mí, y me vi obligado a tumbarme débilmente otra vez. Y entonces, repentinamente, todos mis recuerdos entraron de golpe en mi cabeza; la carrera detrás del perro a través de las marismas, y la lucha por rescatarlo, la visión de la Mujer de Negro en la ventana de la habitación y aquellos sonidos que causaron tal inconmensurable crecida de mis miedos que perdí el control sobre mí mismo y me desvanecí. “Pero la calesa, el pony y la calesa…” “En la puerta principal…” Le miraba fijamente. “Oh, Todavía la utilizo de vez en cuando. Es muy agradable cuando no tienes prisa y es bastante más segura que un vehiculo de motor en esta Calzada.” “Ah.” sentí un repentino alivio al comprender todos los hechos, ese ruido que escuché era un pony real y un carruaje real. “¿Qué piensa? Me miraba fijamente. “Un pony y un carruaje…” “¿Si?” “Oí otros… anoche.” “Quizá fue Keckwick.” Dijo sordamente. “No, no.” Me senté, más cautelosamente ahora, y la habitación se mantuvo quieta. “Debe tener cuidado ahora.” “Estoy mejor, estoy bien. Fue…” Me limpié la frente. “Debería beber algo.” “A su izquierda.” Me giré y vi una jarra de agua y un vaso, y bebí ávidamente, comenzando a sentir algo así como frescor, mientras mis nervios se estabilizaban poco a poco. Al notarlo, el Sr. Daily se alejo de mi lado hacia una silla frente a mí y se sentó. “He estado pensando en usted,” dijo al poco rato. “No me sentía tranquilo. Empezaba a preocuparme.”

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“¿No es muy temprano…? Estoy confuso…” “Demasiado temprano. No podía dormir. Como le dije, estuve pensando en usted.” “Un poco raro.” “¿De verdad? A mi no me lo parece. Nada raro en realidad. “No” “Hice una buena labor al venir” “Si, además le estoy muy agradecido. Usted debe… ¿Qué? Haberme traído aquí, no recuerdo nada de eso.” “He arrastrado cosas mas pesadas que usted y su brazo sobre mi cuello, no tiene mucha carne sobre esos huesos.” “Le estoy extremadamente agradecido, Sr. Daily.” “Tiene una buena razón.” “La tengo.” “La gente se ha ahogado en esas marismas mucho antes de ahora.” “Si. Si, ahora lo sé. Sentía que estaba siendo absorbido por ellas, y el perro conmigo.” Me acordé de pronto…“Spider…” “Esta aquí. Esta bien.” Miré hacia donde él señalaba, hacia el perro tumbado sobre la alfombra. Al oír su nombre, agitó la cola, pero siguió tumbado, el lodo se secaba sobre su pelo, formando pegotes y bultos, y se fijaba fuertemente a sus patas, haciéndole parecer tan cojo y agotado como yo mismo me sentía. “Ahora, cuando se recupere un poco, sería mejor que cogiera lo que necesitara y nos fuéramos.” “¿Irnos?” “Si. He venido a ver como le iba en este lugar dejado de la mano de Dios. Ya lo he visto. Sería mejor que volviera a casa conmigo y se recuperara.” Durante unos minutos no contesté, sino que me tumbé intentando recordar toda la secuencia de eventos de la noche anterior y de esta mañana, -incluso algo mas atrás, desde mi primera llegada al pueblo-. Sabía que había sido atormentado por la Mujer de Negro y quizás por algún otro ocupante de la casa. Sabía que los sonidos que había oído en los pantanos eran sonidos fantasmales. Pero aunque habían sido terroríficos e inexplicables, pensaba que tenía que volver otra vez sobre ellos. Me había vuelto más y más decidido a averiguar qué atormentada alma era la que causaba estos acontecimientos y, más importante, el porqué. Si podía esconder la verdad, quizás podría de alguna manera poner fin a todo esto para siempre. Pero lo que no podía soportar más era la atmósfera que lo envolvía todo. Esa sensación de tiránico odio y opresiva malevolencia, esa sombría presencia diabólica; y también la terrible pena y desesperanzada angustia. Éstas últimas, que parecían haber invadido mi propia alma apropiándose de mí, éstas eran las que no podía soportar por más tiempo. Le dije al Sr. Daily que estaría contento y agradecido de acompañarle de regreso y de descansar en su casa si era sólo durante un corto período de tiempo. Pero estaba preocupado, no quería dejar el misterio sin resolver, sabiendo además que, de no hacerlo yo, alguien tendría que finalizar, algún día, la necesaria tarea de clasificar y empaquetar los papeles Drablow.

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Se lo mencioné. “¿Qué ha encontrado aquí, Sr. Kipps? ¿El mapa de un tesoro enterrado?” “No. Una enorme cantidad de basura, viejos papeles inútiles, y pocas cosas que valgan la pena, quizá alguna de valor. Francamente, dudo que haya algo. Pero el trabajo debe hacerse en un momento u otro. Estamos obligados a ello.” Me levanté y comencé a caminar por la habitación, probando mis miembros y encontrándolos mas o menos estables. “Por ahora, no me importa confesar que estaría muy contento de parar y dejar todo esto detrás. Sólo hay uno o dos papeles que me gustaría revisar de nuevo por simple curiosidad. Hay un paquete de viejas cartas con varios documentos anejos. Los estuve leyendo hasta tarde ayer por la noche. Me gustaría llevarlos conmigo. Entonces, mientras el Sr. Daily empezaba a recorrer las habitaciones inferiores, bajando las persianas y comprobando que los fuegos estuvieran apagados, me dirigí hacia la habitación donde había estado trabajando para recoger el paquete de cartas y después al dormitorio por mis escasas pertenencias. Había perdido todo miedo porque estaba abandonando la Mansión Eel Marsh por lo menos de momento y por la fuerte, segura presencia del Sr. Daily. Si volvería o no alguna vez no lo sabía con certeza, pero ciertamente no volvería solo. Estaba totalmente calmado, por lo tanto, cuando llegué al final de la escalera y giré hacia el pequeño dormitorio que había estado usando, los eventos de la pasada noche estaban muy lejos de mi mente con no mas poder sobre míi que una particularmente mala pesadilla. Preparé muy rápido mi equipaje, cerré las ventanas y bajé las persianas. Sobre el suelo descansaban los restos de la destrozada linterna y los agrupé todos en un rincón con el pie. Todo estaba quieto ahora, el viento había caído desde el amanecer, aunque, si cerraba los ojos, podía oír de nuevo sus gemidos y gritos, los golpes y silbidos que habían azotado la vieja Mansión. Pero aunque todo ello había contribuido a mi nerviosismo, podía perfectamente separar estos eventos accidentales, -la tormenta, los golpes y crujidos, la oscuridad,- de los fantasmales sucesos y la terrorífica atmosfera que los rodeó. El tiempo había cambiado, el viento cayó, el sol brillaba, la Mansión Eel Marsh estaba quieta y tranquila. Ya no era tan escalofriante. De todas formas, quien fuera que la atormentara y cualquier terrible emoción que todavía la poseyera, seguiría atenazando y angustiando a cualquiera que se acercara, eso lo sabía. Terminé de recoger mis pertenencias y abandoné la habitación. Al salir al pasillo no pude evitar mirar de reojo rápidamente y algo temeroso al fondo del pasillo que conducía a la habitación del niño. La puerta estaba entornada. Me quedé quieto, sintiendo que la ansiedad escondida dentro de mí empezaba a escapar, haciendo que mi corazón latiera precipitadamente. Abajo, podía oír las pisadas del Sr. Daily y el repiqueteo de Spider siguiéndole. Y, envalentonado por su presencia, reuní todo mi valor y me dirigí cautelosamente hacia la semiabierta puerta. Al llegar allí, vacilé. Ella había estado allí. La había visto. Quienquiera que fuera, éste era el centro de sus búsquedas, el foco de su atención, la sede de sus penas. Y no podía saber porqué. Éste lugar era el corazón de sus tormentos. No se oía absolutamente nada. La mecedora estaba quieta. Muy despacio empuje la puerta abriéndola cada vez mas, pulgada a pulgada, y di unos pasos adelante hasta que pude contemplar toda la habitación.

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Estaba en un desorden que parecía causado por una banda de ladrones, en una enloquecida destrucción sin sentido. Allí donde la cama había estado perfectamente hecha, las sabanas se amontonaban de cualquier manera, enmarañadas o desperdigadas por el suelo. La puerta del armario y los cajones de la pequeña cómoda estaban completamente abiertos y toda la ropa que contenían estaba medio desparramada, colgando como las entrañas de un animal despedazado. Los soldaditos de plomo habían sido derribados como si fueran un juego de bolos y los animalitos de madera del arcón se esparcían sobre la estantería; los libros yacían abiertos, las chaquetas rasgadas, los puzzles y juegos mezclados en un montón bajo la mesita. Los peluches estaban desnudos y sajados, el muñeco de hojalata parecía aplastado por un descomunal martillo. La mesita de noche y el armario estaban volcados. Y la mecedora había sido colocada en el centro, presidiendo, alta y erecta, como un implacable juez, todo aquel naufragio. Crucé la habitación en dirección a la ventana, pues quizá los vándalos habían podido entrar por allí. Estaba firmemente cerrada y oxidada, y las barras de madera eran sólidas y resistentes. Nadie había entrado por allí. Al subir vacilando al carruaje del Sr. Daily, quien me aguardaba en la entrada, tropecé y se vio obligado a agarrar mi brazo y sujetarme hasta que pude recuperar mis fuerzas, y vi que me miraba intensamente a la cara, reconociendo por su súbita palidez que había sufrido un nuevo shock. Pero no dijo nada al respecto, sólo colocó una pesada manta sobre mis piernas, puso a Spider sobre ella para que ambos estuviéramos más cómodos y calientes, y chasqueó la lengua para ponernos en camino. Abandonamos la grava y pisamos la descuidada hierba, alcanzamos la Calzada de las Nueve Vidas y comenzamos a atravesarla. La marea se retiraba parsimoniosamente, el cielo era uniforme, con destellos de gris nacarado, el aire húmedo y depresivo nos rodeaba, y más allá, la llanura se extendía constante y sombría, incolora, desprovista de vegetación, sin la más minima ondulación. El pony trotaba monótono y tranquilo, mientras el Sr. Daily tarareaba en voz queda y disonante. Me sentía como en trance, entumecido, inconsciente a todo excepto al movimiento del carruaje y a la humedad del aire. Pero, cuando alcanzamos las veredas y abandonamos los pantanos y el estuario, mire de reojo hacia atrás, sobre mi hombro. La Mansión Eel Marsh se alzaba, grisácea y severa, surgiendo como un pétreo risco, sus ventanas brillantes y cerradas. No había señales de formas o sombras en las ventanas, ningún alma viva o muerta. Pensé que nadie nos había visto marchar. Al momento, los cascos del pony resonaron sobre el asfalto de la estrecha calle entre zanjas y dispersos setos de endrinos. Alejé la mirada de ese terrible lugar y recé fervientemente para que fuera la última vez que lo viera. Desde el momento en que trepé a la calesa, el Sr., Samuel Daily me trató tan gentil y cuidadosamente como su fuera un inválido, y sus esfuerzos para que descansara y me recuperara se redoblaron al llegar a su casa. Una habitación estaba preparada, una habitación grande y tranquila, con un pequeño balcón que dominaba el jardín y los campos circundantes. Un criado fue enviado al instante a Gifford Arms para recoger el resto de mis pertenencias y, después de servirme un ligero desayuno, me dejaron solo para que pudiera dormir hasta la amanecida. Spider estaba limpio y cepillado, y le dejaron que permaneciera conmigo, “porque parece que se ha acostumbrado a él.” Y

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descansaba tranquilamente al lado de mi silla, aparentemente sin recordar nada de su desagradable experiencia de la última madrugada. Descansé, pero no pude dormir, mi cerebro seguía confuso y enfebrecido, mis nervios al límite. Estaba profundamente agradecido por la paz y la tranquilidad, pero sobre todo por la certeza de que, aunque estaba allí tranquilo y sosegado, a pesar de que la casa estaba llena de gente y los edificios exteriores estaban llenos de gente realizando sus tareas cotidianas, la certeza que desesperadamente necesitaba era saber que el mundo real seguía moviéndose en su curso ordinario. Intenté seriamente no dejar que mi mente vagara hacia todo lo que me había pasado. Y escribí una carta algo cautelosa al Sr. Bentley, y otra mas completa a Stella, aunque no confesé a ninguno de ellos la magnitud de mi angustia.Después de esto, salí afuera y di varias vueltas alrededor del cuidado césped de la propiedad, pero el aire era recio y frío, y no tardé mucho en volver a mi habitación. No había señales de Samuel Daily. Durante una hora aproximadamente dormité de manera irregular en una silla y, de una manera extraña, a pesar de que una o dos veces me desperté rígido y súbitamente alarmado, tras poco tiempo pude relajarme y descansar más de lo que hubiera esperado. A la una en punto sonó un golpe en la puerta de mi habitación, y una criada me pregunto si quería que me sirvieran la comida aquí, o me sentía bien para bajar al comedor. “Dígale a la Sra. Daily que les acompañaré, Muchas gracias.” Me lavé y arreglé, llamando al perro y bajando las escaleras. Los Dailys fueron atentos y afectuosos, insistiendo mucho en que me quedara uno o dos días más antes de regresar a Londres. Pues yo había cambiado completamente de opinión: nada ni nadie en la Tierra me habría enviado de nuevo a pasar una sola hora en la Mansión Eel Marsh; había sido tan valiente y decidido como un hombre puede ser, pero había sido derrotado, y no tenia miedo de admitirlo, sin sentir la mas mínima vergüenza. Un hombre puede ser acusado de cobardía por huir de cualquier tipo de riesgo físico, pero cuando cosas sobrenaturales, insubstanciales e inexplicables amenazan no sólo su propia seguridad y bienestar sino su salud y la fortaleza de su alma, la retirada no es un signo de debilidad, sino la actitud mas prudente. Sin embargo estaba enfadado, no conmigo mismo, sino con la “de alguna manera” atormentada Mansión Eel Marsh, molesto con el salvaje e inconsistente comportamiento de la perturbada criatura y resentido con todos los que me habían prevenido, -como no lo habían hecho con ninguna otra persona,- del riesgo de mi trabajo. Quizá también estaba enfadado con otras personas, -El Sr. Jerome, Keckwick, el dueño de la posada, Samuel Daily,- quienes habían tenido toda la razón sobre el lugar. Yo era muy joven y arrogante para sentir dolor. Había aprendido una dura lección. Aquella tarde, de nuevo solo con mis pensamientos tras un excelente almuerzo, el Sr. Daily se había ido a visitar alguna de sus granjas mas lejanas,- cogí el paquete de los papeles Drablow que había traído conmigo, pues todavía sentía curiosidad sobre la historia que había empezado a hilvanar desde la lectura inicial de las cartas, y pensaba que me podría entretener un poco intentando completarla. La dificultad estribaba, por supuesto, en que no sabía quien era la joven, -J de Jennet,- que había escrito las cartas; y si había sido pariente de la Sra. Drablow, o de su marido, o simplemente una amiga. Pero parecía lo mas probable que sólo gracias a una relación muy estrecha podía haber

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entregado, o más aun, haber sido forzada a entregar, a su ilegítimo hijo en adopción por otra mujer, del modo que revelaban las cartas y documentos legales. J. me daba lástima, según leía sus cortas, emocionales cartas de nuevo. Su apasionado amor por su hijo y su forzado aislamiento, su cólera y el modo en que al principio amargamente luchó contra todo y, finalmente, su desesperado abandono a la propuesta realizada, me llenaron de tristeza y compasión. A una chica de la servidumbre, viviendo en la cerrada y opresiva sociedad de unos sesenta años antes, quizá podría haberle ido mejor que a una hija de alta alcurnia; fríamente rechazada y cuyos sentimientos fueron completamente ignorados. Sabía que a menudo, en la Inglaterra Victoriana, las sirvientas habían sido empujadas al asesinato o abandono de sus desafortunados hijos. Por lo menos Jennet había sabido que su hijo estaba vivo y que había sido entregado en un buen hogar. Entonces abrí los otros documentos que estaban atados junto con las cartas. Eran tres certificados de defunción. El primero pertenecía al niño, Nathaniel Drablow, a la edad de seis años. La causa de la muerte era ahogamiento. Después de éste, y mostrando exactamente la misma fecha, había un certificado similar, relatando que Rose Judd había muerto también por ahogamiento. Sentí una terrible, fría, enfermiza sensación que comenzó en el fondo de mi estomago y subió por el pecho hasta mi garganta. Estaba seguro de que vomitaría o me asfixiaría. Pero no lo hice, solamente me levanté y di unos pasos por la habitación, agitado y angustiado, estrujando las dos hojas de papel en mis manos. Tras unos momentos, me obligué a mirar el último documento. También era un certificado de defunción, pero datado aproximadamente doce años después de los dos primeros. El primero pertenecía a Jennet Eliza Humfrye, soltera, de treinta y seis años. La causa de la muerte estaba simplemente anotada como “parada de corazón.” Me dejé caer pesadamente en la silla. Pero estaba demasiado alterado para permanecer allí mucho tiempo y al cabo de un rato llamé a Spider y salí al exterior, en la avanzada tarde de Noviembre que avanzaba hacia un temprano crepúsculo, y empecé a caminar, alejándome del jardín del Sr. Daily; pasé los graneros, cuadras y cobertizos, y seguí mas allá, pisando los rastrojos. Me sentí mejor por el ejercicio. A mi alrededor sólo había campo abierto, surcos simétricamente arados, y setos romos llenos de nidos de grajos, desde los que éstos fúnebres pájaros negros volaban en ruidosas, estridentes bandadas, sin parar, girando, graznando, sobre un cielo plomizo. Soplaba un viento helador sobre el campo, salpicándolo todo de fina lluvia. Spider parecía encantado de estar allí. Al caminar, mis pensamientos se concentraron en los papeles que acababa de leer y en la historia que contaban, que ahora se aclaraba completamente. había averiguado, mas o menos por casualidad, la respuesta, -en su mayor parte,- a la identidad de la Mujer de Negro, al igual que la respuesta a muchas otras preguntas. Pero, aunque ahora sabia mucho, no estaba satisfecho con el descubrimiento, solo trastornado y alarmado, -y me temo que también asustado.- Sabía todo y nada, estaba desconcertado, nada podía verdaderamente ser explicado. Pero, ¿Cómo explicar ciertas cosas? Yo había indicado ya que no creía en fantasmas más de lo que podía creer un hombre de buena educación, razonable inteligencia e inclinación a los hechos. Pero había visto fantasmas. Un evento, uno terrible, trágico, que había tenido lugar y había sido realizado largo tiempo atrás,

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estaba sucediendo una y otra vez, repitiéndose en una dimensión distinta a la normal, presente. Una calesa tirada por un pony, llevando a un niño de seis años llamado Nathaniel, hijo adoptado del Sr. y la Sra. Drablow, y su niñera, de alguna manera equivocaron la senda entre la niebla del pantano y abandonaron la seguridad de la Calzada, adentrándose en la ciénaga, donde fueron absorbidos por las arenas movedizas y tragados por el lodo y la creciente marea del estuario. El niño y su niñera habían muerto ahogados, y presumiblemente también el pony y quienquiera que condujera le calesa. Y ahora, en esas mismas ciénagas, el episodio completo, o un fantasma, una sombra, su recuerdo, de alguna manera sucedía una y otra vez, -no sabía con cuanta frecuencia.- Pero nada se podía ver ahora, sólo el sonido era perceptible. Las otras cosas que sabía eran que la madre del niño, Jennet Humfrye había muerto de una terrible enfermedad de consunción doce años después que su hijo, y que ambos fueron enterrados en el ahora en desuso y ruinoso cementerio situado detrás de la Mansión Eel Marsh; que la habitación del niño se había conservado en la Mansión tal y como el niño la dejó, con su cama, sus ropas, sus juguetes, sin tocar absolutamente nada, y que su madre atormentaba el lugar. Más aún, que la intensidad de su pena y angustia junto con odio concentrado y deseos de venganza impregnaban toda la atmosfera alrededor. Y era eso lo que me preocupaba, la fuerza de todas esas emociones, pues creía en su poder para hacer daño. Pero, ¿a quien? ¿había alguien más conectado con esta triste historia? Presumiblemente la Sra. Drablow había sido la última de ellos. Al rato empecé a sentirme cansado y volví hacia la casa, pero no pude encontrar ninguna respuesta a mis preguntas, -quizá eran verdaderamente inexplicables,- y no pude ordenar mis pensamientos; me preocupaba todo ello mientras regresaba y al llegar a mi tranquila habitación, mientra miraba la oscuridad de la tarde. Para cuando llegó la hora de la cena estaba en un estado tal de agitación que decidí exponer la historia completa al Sr. Daily y preguntarle si había oído algo o sabia algo sobre todo este asunto. Todo ocurrió en el mismo escenario que la vez anterior; el estudio de la casa del Sr. Daily después de la cena, sentados en dos butacones, el decantador de vino y los vasos ente nosotros, sobre la mesita. Me sentía considerablemente bien tras otra buena cena. Casi había llegado al final de mi historia. El Sr. Daily había estado sentado, escuchando sin interrumpir, los ojos perdidos en la distancia, mientras yo revivía, con sorprendente calma, todos los eventos de mi corta estancia en la Mansión Eel Marsh, hasta el momento en que me encontró desmayado aquella madrugada. Y le conté también mis conclusiones, esbozadas tras la sucinta lectura del paquete de cartas y los certificados de defunción. No habló durante varios minutos. Se podía oír el tic-tac del reloj. El fuego ardía lenta y dulcemente en la chimenea. Spider descansaba enfrente de él, sobre el centro de la alfombra. Contar la historia había sido una especie de expiación y ahora sentía la cabeza extraordinariamente despejada, mi cuerpo tenía ese tipo de relajación que sucede a una intensa fiebre o miedo. Pero ya advertía que, desde este momento en adelante, las cosas tenían que mejorar; advertí que podía avanzar paso a paso y alejarme de estos horribles acontecimientos, era tan seguro como el correr del tiempo.

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“Bien,” dijo cuando terminé. “Ha recorrido un camino muy largo desde que le conocí en el tren.” “Parece que han pasado mil años. Siento que soy otra persona.” “Ha surcado mares tempestuosos.” “Si, pero tras la tormenta llega la calma, y todo tiene un final.” Vi que su cara mostraba preocupación. “Vamos,” dije animosamente, “No pensara que pueda hacerme mas daño, ¿verdad? Nunca intentaré volver allí. Nada podrá persuadirme jamás.” “No.” “Entonces todo esta bien.” No contestó, pero se apoyó hacia delante y se sirvió otro pequeño trago de whisky. “Aunque puedo imaginar lo que le ocurrirá a la casa,” dije. “Estoy seguro de que nadie de los alrededores querrá vivir allí, y no puedo imaginar a nadie de fuera permaneciendo mucho tiempo, una vez adviertan que tipo de lugar es ése, -incluso si se las arreglan para no oír ninguna de las historias por adelantado.- Este es un punto añadido muy inconveniente. ¿Quién desearía algo así?” Samuel Daily sacudió la cabeza. “¿De verdad cree…?” Pregunté, después de algunos segundos en que ambos estuvimos ensimismados en nosotros mismos, “¿… que esa pobre y anciana mujer estuvo atormentada noche y día por el fantasma de su hermana y que tuvo que soportar todos esos terribles ruidos del pantano?” -Pues el Sr. Daily me había comentado que eran hermanas.- “Si este fue el caso, me pregunto cómo pudo haberlo resistido sin volverse absolutamente loca.” “Quizá no tuvo que hacerlo.” “Quizá…” Me sentía mas y mas sensible al hecho de que estaba escondiéndome algo, alguna explicación o información sobre la Mansión Eel Marsh y sobre la familia Drablow y, con todo lo que sabía, no descansaría o tendría la mente tranquila hasta que hubiera averiguado todo lo que tenía que conocer. Resolví inducirle nerviosamente a que me contara toda la verdad. “¿Hay algo que no haya visto todavía? Si me quedo mas tiempo, ¿encontrare incluso mas horrores?” “Eso no se lo puedo asegurar.” “Pero podría contarme algo.” Suspiró y se removió inquieto en el butacón, evitó mi mirada mirando al fuego, para estirar después las piernas rozando la barriga de Spider con la punta de sus botas. “Venga, he caminado un buen rato ahí afuera y mis nervios están calmados. Tengo que saberlo. No me puede hacer ningún daño ahora.” “Usted no,” dijo, “Usted no debería.” “Por amor de Dios, ¿que me esta escondiendo? ¿Qué tiene miedo de contarme? “Usted, Arthur,” contestó, “estará lejos de aquí mañana o al día siguiente. Usted, si tiene suerte, no oirá, verá o sabrá nada más de este lugar maldito de nuevo. El resto de nosotros tendrá que quedarse. Tenemos que vivir con ello.” “¿Con qué? ¿historias, rumores…? ¿Con la visión de esa Mujer de Negro de cuando en cuando? ¿Con qué?”

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“Con cualquier cosa que seguramente vaya a suceder. Antes o después. Crythin Gifford ha vivido con esto durante cincuenta años. Esto ha cambiado a la gente. No hablan de ello, ya se habrá dado cuenta. Los que más han sufrido son los que menos hablan, -Jerome, Keckwick…Sentí que el corazón se me aceleraba, puse la mano en la corbata y la afloje un poco, después moví la silla hacia atrás alejándola del fuego. Ahora que el momento había llegado, después de todo no sabia si quería oír lo que Daily iba a decir. “Jennet Humfrye dejó a su hijo, el niño, a su hermana, Alice Drablow, y al marido de Alice, porque no tuvo otra opción. Al principio se mantuvo alejada, -cientos de millas,- y el niño fue criado como un Drablow y nunca intentó conocer a su verdadera madre. Pero al final, el dolor de verse separada de él, en lugar de disiparse, se incrementó y regresó a Crythin. No fue bienvenida en la casa de sus padres y descubrió que el padre del niño había marchado al extranjero a buscar fortuna. Alquiló varias habitaciones en el pueblo, pero no tenía dinero. Trabajó de costurera, hizo de dama de compañía de una anciana señora. Al principio, aparentemente, Alice Drablow no le dejó ver al niño de ninguna manera. Pero Jennet estaba tan entristecida que llegó a proferir violentas amenazas y al final su hermana cedió ligeramente. Jennet podría visitarlos ocasionalmente, pero nunca podría ver al niño a solas, no fuera a revelar quien era ella o el parentesco que tenía con él. Nadie pudo prever que él cogería afecto a Jennet, que la natural afinidad entre ellos crecería más y más. Se apegó cada vez más a la mujer que era, como de todos era sabido, su propia madre, y se volvió más y más cariñoso con ella. De la misma manera, cada vez se volvió mas frío con Alice Drablow. Jennet planeó llevárselo con ella, hasta donde yo sé. Pero antes de que pudiera hacerlo, ocurrió el accidente, tal y como ha oído. El niño… la niñera, la calesa y su conductor, Keckwick…” “¿Keckwick?” “Si. Su padre. Y también estaba el perrito del niño. Es un lugar traicionero, tal y como usted mismo ha descubierto a sus expensas. La bruma del mar se extiende sobre los pantanos de repente, las arenas movedizas están ocultas.” “Así que todos ellos se ahogaron.” “Y Jennet lo estaba viendo. Estaba en la Casa, mirando desde una ventana del segundo piso, esperando que volvieran.” La respiración se me cortó, aterrorizado. “Los cuerpos fueron recuperados, pero abandonaron la calesa, se había hundido demasiado en el lodo. Desde ese día Jennet Humfrye se volvió loca. “¿Acaso le sorprende?” “No. Loca de pena y loca de odio y de deseo de venganza. Culpaba a su hermana de haberlos dejado salir ese día, aunque no era culpa de nadie, las nieblas llegan sin avisar. “Incluso en los días claros.” “Fuera por su pérdida y su locura, o por cualquier otro motivo, ella contrajo una enfermedad que la empezó a consumir. La carne se encogió en sus huesos, el color desapareció de su cara, parecía un esqueleto andante, un espectro viviente. Cuando caminaba por las calles, la gente retrocedía. Los niños se aterraban al verla. Al final, murió. Murió rodeada de odio y miseria. Tan pronto como murió, empezaron las apariciones. Y así ha sido hasta hoy. “¿Todo el tiempo? ¿Desde entonces?

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“No. De vez en cuando. Un poco menos los últimos años. Pero todavía se la suele ver y los sonidos los puede oír cualquiera que se arriesgue a entrar en los pantanos.” “¿Y presumiblemente por la anciana Sra. Drablow?” “¿Quién sabe?” “Bien. La Sra. Drablow está muerta. Con ella, seguramente, todo el asunto descansará.” Pero el Sr. Daily no había terminado. Todavía no había llegado al clímax de su historia. “Y cada vez que alguien la ve,” dijo en voz queda, “en el cementerio, en el pantano, en las calles del pueblo, por breve que sea su visión, e independientemente de quien sea, siempre ha ocurrido un cierto e inequívoco resultado.” “¿Si?,” musité. “En violentas o terribles circunstancias, un niño ha muerto.” “¿Cómo… quiere decir un accidente?” “Generalmente por accidente. Pero una o dos veces ha sido después de una enfermedad, que se lo ha llevado en el plazo de un día, o menos.” “¿Quiere decir cualquier niño? ¿Cualquier niño del pueblo? “Cualquier niño… El hijo de Jerome.” Tuve una repentina visión de una fila de pequeñas y redondas caras, con las manos agarradas a la valla del patio del colegio, el día del funeral de la Sra. Drablow. “Pero seguramente… bien… a veces los niños mueren.” “A veces.” “Y, ¿no puede ser solo el azar la conexión de esas muertes con la aparición de la Mujer?” “Puede encontrarlo difícil de creer. Puede dudarlo.” “Bien, yo…” Después de un rato, mirando su decidido rostro, dije quedamente, “No lo dudo, Sr. Daily.” Y entonces, durante largo tiempo, ninguno de nosotros dijo absolutamente nada más.

Sabía que había sufrido un considerable shock esa mañana, después de varios días y sus correspondientes noches de agitación y tensión nerviosa, causadas por el atormentado entorno de la Mansión Eel Marsh. Pero todavía no me daba cuenta completamente de cuán profunda y terriblemente me había afectado la experiencia, tanto en cuerpo como en mente. Me fui a la cama esa noche, supuestamente la última que iba a pasar bajo la hospitalidad de los Dailys. A la mañana siguiente planeaba coger el primer tren con destino a Londres. Cuando le conté mi decisión al Sr. Daily, no intentó discutir conmigo. Esa noche, dormí espantosamente, me despertaba a cada hora en medio de pavorosas pesadillas, el cuerpo empapado en sudor nervioso, y todo ese tiempo de vigilia estuve con los músculos en tensión, escuchando, recordando todo aquello una y otra vez. Me hacía miles de preguntas sin respuesta sobre la vida y la muerte y sobre las tenues fronteras entre ellas… y recé, directa y simplemente, apasionadas oraciones.

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Había sido educado, como la mayoría de los niños, en la creencia en Dios, educado en Iglesia Católica y aunque creía que sus enseñanzas eran probablemente la mejor guía para vivir una vida recta, encontraba a Dios mas bien algo lejano y mis oraciones no solían ser especialmente formales ni respetuosas. Ahora no era así. Ahora, rezaba fervientemente, con una recién despertada fé. Ahora, comprendía que había fuerzas del bien y fuerzas del mal, luchando constantemente y que los hombres deben posicionarse a uno de los dos lados. La mañana tardó en aparecer y, cuando lo hizo, fue para alumbrar otro húmedo y nublado día, -depresivo y oscuro noviembre.- Me levanté, la cabeza me dolía y los ojos ardían enrojecidos, las piernas pesadas, y no sé cómo pero me las arreglé para vestirme y arrastrarme hacia la mesa del desayuno. Pero no pude probar bocado, tenía una sed extrema que me hizo tragar taza tras taza de té. El Sr. y la Sra. Daily me miraban nerviosamente de reojo una y otra vez, mientras hablaba sobre mis preparativos. Creía que no estaría bien hasta el momento de estar sentado en el tren, mirando cómo el paisaje se deslizaba ante mis ojos, y repetí esto muchas veces, mientras procuraba expresarles mi enorme agradecimiento por haber sido mis salvadores, de mi vida y de mi salud. Me levanté de la mesa y caminé hacia el salón, pero la puerta retrocedió ante mis ojos, me parecía estar luchando contra una densa niebla que se cerraba sobre mi, hasta que no pude respirar y caí como si estuviera empujando una pesada roca que me impidiera avanzar ni un solo paso. Samuel Daily me cogió cuando caía, y estaba débilmente consciente para sentir, por segunda vez, aunque en circunstancias diferentes, que medio me llevaba, medio me arrastraba, escaleras arriba hasta mi dormitorio. Allí me ayudo a desvestirme y me dejó, con la cabeza palpitando y la mente confundida, y todavía recuerdo las frecuentes visitas de un medico de mirada nerviosa, durante cinco días. Después de eso, lo peor de la fiebre y los delirios pasaron, dejándome exhausto y débil aunque aliviado, y pude sentarme en un sillón, primero en mi habitación y después en el salón. Los Dailys fueron enormemente amables y solícitos. Lo peor no fue la enfermedad física, el dolor, el cansancio o la fiebre, sino la confusión mental que tuve que superar. La Mujer de Negro seguía atormentándome, incluso aquí, mirándome desde los pies de la cama, acercando su cara súbitamente a la mía mientras dormía, para despertarme lleno de terror. Y mi cabeza retumbaba con el grito del niño en los pantanos y el aterrado relincho del pony. No pude liberarme de ninguno de ellos, y cuando no tenía estas ilusiones febriles y pesadillas, recordaba cada una de las palabras contenidas en las cartas y los certificados de defunción, como si tuviera su imagen grabada en mi mente. Pero al final y poco a poco comencé a encontrarme mejor, los miedos desaparecieron, las visiones se desvanecieron y pude recuperarme; estaba exhausto, destrozado, pero bien. No había nada más que la Mujer pudiera hacerme, seguro, había resistido y había sobrevivido. Después de doce dias me sentía completamente recuperado. El día estaba soleado pero la mañana dejó una de las primeras heladas del invierno. Estaba sentado frente a las abiertas ventanas del salón, una manta sobre las piernas, mirando cómo los desnudos árboles y arbustos, cubiertos de blanco plateado y agujas de escarcha, destacaban frente al intenso azul del cielo. Había pasado la hora de la comida. Yo debía dormir un poco, o no, pero en cualquier caso nadie me molestaría. Spider descansaba contento a mis pies, tal y como había hecho durante todos los días y noches de mi enfermedad. Me había

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encariñado con el perro bastante más de lo hubiera imaginado jamás, pues sentía que compartíamos un destino común al haber pasado tantas penalidades juntos. Un petirrojo estaba posado sobre una de las urnas pétreas del final de la balaustrada, la cabeza levantada, los ojos como dos cuentas brillantes, y le miraba feliz, mientras saltaba uno o dos pasos para detenerse a continuación, escuchar y silbar. Me asombraba que, antes de llegar aquí, nunca había sido capaz de concentrarme profundamente en estas cosas tan simples, pues estaba siempre ocupado arriba y abajo, realizando concienzudamente ésta o aquella tarea. Ahora, apreciaba la presencia del pájaro, simplemente disfrutaba observando sus movimientos durante el tiempo que elegía permanecer al lado de mi ventana, con una intensidad que no había experimentado con anterioridad. Oí varios ruidos en el exterior, el ruido de un coche de motor, voces rondando alrededor de la casa, pero presté poca atención, envuelto como estaba en mi observación del pájaro. Además, no tendrían nada que ver conmigo. Se oyeron pisadas en el pasillo que se detuvieron en la puerta del salón, y tras una pequeña vacilación, entraron. Quizá era mas tarde de lo que yo pensaba, y alguien había venido para ver si quería una taza de té. “¿Arthur?” Me volví, asustado, y entonces salté de mi silla completamente asombrado, incrédulo, y encantado. Stella, mi querida Stella, se acercaba a mí cruzando la habitación.

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Capitulo XII

La Mujer de Negro

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La mañana siguiente, abandoné la casa. Fuimos directamente, en el coche del Sr. Daily, a la estación de ferrocarril. Cancelé mi cuenta en Gifford Arms mediante un mensajero, para no entrar de nuevo en Crythin Gifford; me parecía sensato atender los consejos del médico, pues había sido particularmente cuidadoso en que no hiciera nada o fuera a ningún sitio que pudiera trastornar mi delicado equilibrio. Y, en verdad, yo no quería ver el pueblo, arriesgarme a ver al Sr. Jerome o a Keckwick o, más aún, ver algún reflejo lejano de los distantes pantanos. Todo aquello quedaba detrás de mí, podía haberle sucedido, creía, a cualquier otra persona. El medico me aconsejó que eliminara todas esas cosas de mi mente, y resolví intentarlo y hacerlo así. Estando Stella conmigo, no veía como podía fallar. El único pesar que tenia al partir era una genuina tristeza al separarme del Sr. y la Sra. Daily, y, al despedirnos, le hice prometer que nos visitaría en su próximo viaje a Londres, -decía que viajaba allí por lo menos dos veces al año.- Mas aún, nos prometió un perrito de la próxima camada de Spider, tan pronto como ocurriera. Iba a echar mucho de menos a este pequeño animal. Pero había una última pregunta que quería hacerle, aunque encontraba muy difícil encontrar el momento de sacarla a la luz. “Debo saberlo,” exploté al fin, en un momento que Stella no podía oírnos, enfrascada en una conversación con la Sra. Daily, quien se había abierto a ella gracias a su natural amabilidad y calidez. Samuel Daily me miró fijamente. “Me dijo la otra noche, -respiré profundamente antes de hablar para calmarme.Un niño, que un niño en Crythin Gifford siempre moría.” “Si” No pude continuar pero mi expresión fue suficiente, lo sabía, mi desesperada ansiedad por saber la verdad era evidente. “Nada,” Daily dijo rápidamente. “Nada ha sucedido…” Estaba seguro de que iba a añadir “…todavía” pero se detuvo, así que yo lo hice por él. Pero él sólo movió la cabeza silenciosamente. “Oh, rezo a Dios para que no suceda de nuevo, que la cadena se haya roto, que su poder se haya acabado, que se haya ido… y que sea la ultima vez que se la vea” Él colocó una mano tranquilizadora sobre mi hombro. “Si, si.” Deseaba eso por encima de todo, el largo tiempo transcurrido desde la ultima vez que ví a la Mujer de Negro, -el fantasma de Jennet Humfrye,- muy largo ahora, parecía ser prueba suficiente de que la maldición había terminado. Ella había sido una pobre mujer, enloquecida, atormentada, muerta de pena y angustia, abocada al odio y al deseo de venganza. Su amargura la había llevado a arrebatar los hijos a otras mujeres por rencor frente a la pérdida del suyo, comprensible, pero no perdonable.

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No había nada que se pudiera hacer para ayudarla, excepto, quizás rezar por su alma, pensaba. La Sra. Drablow, la hermana a la que culpaba por la muerte de su hijo, estaba muerta y enterrada, y, ahora que la casa estaba vacía por fin, quizás los horrores y las terribles consecuencias sobre los inocentes cesaran para siempre. El coche estaba esperando en la puerta, me despedí del Sr. Daily, tomé a Stella del brazo, y sujetándola firmemente, trepamos al coche y nos sentamos en el asiento de atrás. Con un suspiro, -casi un sollozo,- de alivio, fuimos conducidos lejos de Crythin Gifford.

Mi historia casi ha terminado. Solo queda una cosa por contar. Y una que apenas quiero arriesgarme a escribir. He estado sentado aquí, delante de mi mesa, día tras día, noche tras noche, una hoja de papel en blanco frente a mí, incapaz de levantar la pluma, temblando y llorando. He salido afuera y caminado en el viejo huerto y mas allá, a través del campo que rodea Monk’s Piece, millas y millas, pero no he visto nada de los alrededores, no he advertido animal o pájaro, incapaz siquiera de advertir el estado del tiempo, así que varias veces he vuelto a casa empapado hasta los huesos, para zozobra de Esmé. Y ha habido otra causa de desazón de Esmé: me ha visto y se ha preguntado el porqué, pero ha sido prudente y no me ha interrogado; he visto la preocupación e inquietud en su rostro y sentido su agitación, todas las veces que nos hemos sentado juntos al finalizar la tarde. He sido incapaz de contarle nada, no tendrá la más remota idea hasta que lea el manuscrito y para esa fecha yo estaré muerto y fuera de su alcance. Pero ahora, por fin, he reunido suficiente valor, usaré el último resto de mis fuerzas, tan menguadas por el esfuerzo de revivir todos los horrores pasados, y contaré el final de la historia.

Stella y yo volvimos a Londres y en el plazo de seis semanas nos casamos. Nuestra idea original había sido esperar por lo menos hasta la siguiente primavera pero mis experiencias me habían cambiado sobremanera, así que ahora tenía un apremiante sentido del tiempo, la certeza de que nada se debía retrasar, sino disfrutar de cada momento, y de la buena fortuna, de las oportunidades, de una vez, y hacerlo rápido. ¿Por que deberíamos esperar? ¿Qué había detrás de las mundanas consideraciones sobre el dinero, propiedades y posesiones para evitar que nos casáramos? Nada. Así que nos casamos, tranquilamente y sin ruidos, y vivimos en mis viejas habitaciones, añadiéndole una más, que la casera estaba deseando alquilarnos, hasta el momento en que pudimos permitirnos una pequeña casa en propiedad. Éramos tan felices como un joven y una joven recién casados podían ser, contentos por la compañía del otro, no éramos ricos, pero tampoco pobres, con trabajo y mirando al futuro. El Sr. Bentley me dio un poco más de responsabilidad y su consecuente incremento de sueldo un poco después. Sobre la Mansión Eel Marsh y las propiedades Drablow, le pedí expresamente que no me dijera nada y así lo hizo; sus nombres jamás me fueron mencionados. Poco después del año de nuestro matrimonio, Stella dio a luz a nuestro hijo, un niño, al que llamamos Joseph Arthur Samuel, y el Sr. Daily fue su padrino, pues él era nuestro único vinculo con aquél lugar, aquél tiempo. Pero, aunque le veíamos ocasionalmente en Londres, jamás hizo ningún comentario sobre el pasado; en lugar de

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ello, estaba tan lleno de alegría y contento que nunca volví a pensar en aquellos sucesos y las pesadillas cesaron por completo y no me alteraron de nuevo. Estaba en una particularmente pacífico, feliz estado de ánimo, un sábado por la tarde, el verano del año siguiente al nacimiento de nuestro hijo. No podría haber estado menos preparado para lo que iba a suceder. Habíamos ido a un gran parque, diez millas o así a las afueras de Londres, formado por los terrenos de una noble Mansión que, en verano, permanecía abierta al público los fines de semana. Era día festivo, las vacaciones se respiraban en el aire, un lago, donde bogaban pequeños botes, una banda de música, con alegres melodías, puestos de helados y fruta. Familias paseando al sol, niños jugando sobre la hierba. Stella y yo caminábamos felices, con el joven Joseph dando sus primeros, inseguros pasos, tendiéndonos las manos mientras le mirábamos, tan orgullosos como cualquier padre puede estar. Entonces Stella advirtió que una de las atracciones ofertadas era un burrito, y una calesa con un pony, sobre los cuales se podía montar, recorriendo una avenida de grandes nogales y, pensando que al niño le gustaría, le condujimos hacia el dócil y gris burrito, y me esforcé en subirle a la silla. Pero él chilló y se alejó, agarrándome, mientras al mismo tiempo señalaba al pony y a la calesa, gesticulando con excitación. Así, como solamente había sitio para dos personas, Stella cogió a Joseph y yo me quedé allí esperando, mirando cómo ellos marchaban alegremente camino abajo, entre los bellos y viejos árboles, completamente llenos de hojas. Durante un momento quedaron fuera de mi vista, al pasar una curva, y empecé a mirar distraídamente a mí alrededor, al resto de las personas que disfrutaban del día. Y entonces, súbitamente, la vi. Estaba de pie, lejos de la gente, al lado del tronco de uno de los árboles. La mire directamente, y ella a mi. No había ninguna duda. Mis ojos no me estaban engañando. Era ella, la Mujer de Negro, el fantasma de Jennet Humfrye. Durante un segundo sólo la miré fijamente, incrédulo y atónito, después lleno de gélido terror. Estaba paralizado, petrificado en mi sitio, y todas las voces y felices gritos de los niños se desvanecieron. Era incapaz de retirar mis ojos de su vista. No había expresión en su cara pero volví a sentir de nuevo en mí el renovado poder que emanaba de ella, su malevolencia, odio e intensa amargura. Esto me perforó el alma. En ese mismo momento, para mi profundo alivio, el carruaje y el pony volvieron trotando por la avenida, a través de las manchas de sol que traspasaban la fronda, con mi querida Stella sentada en él y sosteniendo al niño, que rezumaba salud mientras gritaba y movía sus brazos con alegría. Casi habían llegado, casi me habían alcanzado, los podía recoger y podríamos irnos, porque no quería estar allí ni un segundo más. Estaba preparado. Casi habían parado cuando rebasaron el árbol donde estaba situada la Mujer de Negro y, cuando lo hicieron, ella se movió rápidamente, haciendo crujir sus faldas al situarse delante del pony. El animal giró violentamente y retrocedió varios pasos, mostrando un repentino terror en sus ojos, y entonces se desbocó, galopando descontroladamente a través del claro entre los árboles, relinchando fuera de control. Hubo un momento de terrible confusión, algunas personas corrieron tras él, y las mujeres y los niños empezaron a chillar. Corrí alocadamente tras el carruaje, y entonces lo oí, el desazonador crujido y los sordos ruidos cuando el pony y la calesa colisionaron contra uno de los enormes troncos de nogal. Después, solamente silencio, -un terrible silencio

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que duró pocos segundos, y pareció haber durado años.- Según corría hacia el lugar, miré de reojo sobre mi hombro. La Mujer había desaparecido. Levanté gentilmente a Stella del asiento. Su cuerpo estaba destrozado, cuello y piernas fracturadas, aunque todavía estaba consciente. El pony sólo estaba algo atontado pero el carruaje había volcado y los arneses estaban enredados, así que no podía moverse, permanecía en el suelo relinchando y resoplando, lleno de miedo. Nuestro hijo había sido arrojado lejos, muy lejos, contra un árbol. Yacía enroscado a sus pies, sobre la hierba, muerto. Esta vez no tuve una piadosa perdida de consciencia, estuve forzado a vivir permanentemente con esto, cada minuto de cada día durante diez largos meses, hasta que Stella, también, murió entre terribles dolores. ………… Yo había visto al fantasma de Jennet Humfrye, y ella tuvo su venganza. …….. Quisieron saber mi historia. Y la he contado. Ya ha sido suficiente.

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