La Lectura Infantil y Juvenil. Teresa Colomer

LA LECTURA INFANTIL Y JUVENIL TERESA COLOMER "Los libros infantiles existen para ser rotos" dijo Heinrich Hoffmann cuan

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LA LECTURA INFANTIL Y JUVENIL

TERESA COLOMER "Los libros infantiles existen para ser rotos" dijo Heinrich Hoffmann cuando su editor discutía con él la presentación de Strwwelpeter (Pedro El Desmenuzado)". La cita sirve a Bettina Hürlimann, autora de la historia de la literatura infantil europea más leída en nuestro país, para poner de relieve la dificultad de los historiadores cuando buscan las antiguas obras infantiles para poder analizarlas; o al menos así ocurre hasta que los países se dotan de bibliotecas y de centros de documentación que conserven toda la producción editorial, algo que lamentablemente continúa siendo inexistente en España [Hürlimann 1968]. Pero aquí queríamos aludir a este "destrozo" como algo que sucede porque los niños y niñas han mirado y leído tanto los libros que éstos han pasado a convertirse en memoria propia; en experiencia vivida que los configura, en aprendizaje cultural implícito que puede olvidarse una vez realizado. Para que esto pudiera empezar a suceder los niños y niñas tuvieron que ser entendidos como "infancia", tuvieron que crearse libros destinados a su incipiente lectura y alguien tuvo que ponerlos en sus manos. Este programa se ha llevado a cabo en los distintos países occidentales durante los dos últimos siglos. LA APARICIÓN DE LOS LIBROS INFANTILES Y JUVENILES Efectivamente, fue a partir del siglo XVIII cuando la sociedad empezó a construir el concepto de infancia como un estadio diferenciado de la vida adulta, una etapa con intereses y necesidades educativas específicas, dotadas de una importancia decisiva en la vida posterior de los individuos Y sólo en las sociedades postindustriales de la segunda mitad del siglo XX esa construcción conceptual se ha extendido al período adolescente. Por otra parte, la constitución de la infancia como público lector se inscribe en la gran extensión de la alfabetización que se produjo en distintos países occidentales durante el siglo XIX y en España, concretamente, en el XX, con la divergencia de evolución que añadieron aquí, además, las décadas de franquismo. Un fenómeno que, en cualquier caso, supuso finalmente la incorporación masiva de mujeres, niños y obreros a la posibilidad de lectura. Para enseñar a leer a toda la población era preciso generalizar la asistencia a las instituciones encargadas de hacerla, era urgente disponer de libros para la lectura en las aulas y era necesario ampliar el acceso exterior a los libros con "almacenes" públicos que los pusieran a disposición de todos. Infancia, escuela, libros infantiles y bibliotecas son conceptos estrechamente interrelacionados en el surgimiento de las bases de todas las sociedades contemporáneas. Los niños y niñas del mundo rural que habían aprendido historias, canciones, poemas o conocimientos, mezclados con los adultos, se convirtieron progresivamente en niños urbanizados y escolarizados. A ellos empezaron a dirigirse libros informativos o literarios pensados y escritos especialmente para su lectura. Pensados para que los entendieran desde su limitada capacidad de gestionar la lengua escrita, desde su reducida experiencia del mundo y desde su escaso bagaje de lecturas anteriores.

Los adultos, en cambio, siempre han parecido tener ideas muy claras sobre cómo deben ser los libros para niños. A veces a partir de la experiencia empírica sobre lo que sus hijos o alumnos disfrutan y entienden; otras veces a partir de idealizaciones sobre el mundo que desean transmitir como modelo a las nuevas generaciones; o también, en algunas ocasiones, a partir de la difusión de estudios y reflexiones al respecto cuando esto ha creado un estado de opinión capaz de influir en la producción. De todo ello han ido surgiendo libros infantiles muy diferentes. Algunos idénticos a sermones morales dirigidos a los pequeños para que aprendan a comportarse; otros, derivados del recuerdo y del deseo adulto de preservar la idea de la infancia como una etapa vital, inocente e incontaminada; aún otros, fruto del dejarse llevar por el gozo de la comunicación humana con los niños a través de la literatura; un cierto número, pensados deliberadamente para intentar ajustarse a las capacidades lectoras en formación y bastantes más proyectados y publicados como un negocio cultural cualquiera. LA EVOLUCIÓN DE LOS LIBROS INFANTILES Y JUVENILES Los primeros libros infantiles ya fueron muy distintos entre sí. Unos, como los cuentos de Perrault o los de los hermanos Grimm, publicados respectivamente en 1697 y 1812, transcribieron para ellos la -antigua literatura oral que se sabía positivamente que les gustaba. Una parte de los cuentos populares, leyendas, mitos, canciones y literatura folclórica en general, recopilada y fijada por la escritura a lo largo del siglo XIX, fue inmediatamente trasladada a la destinación infantil. Si las sociedades urbanas e industriales abandonaban velozmente este tipo de literatura, la pervivencia de su transmisión durante las primeras edades le dio una nueva forma de ser "popular". De esta manera, las historias, motivos y personajes del folclore han continuado formando parte del imaginario colectivo de la sociedad. Este legado literario resulta de vital importancia para la formación de los niños en aspectos tan dispares como el de dar respuesta a sus necesidades emocionales, ampliar su conocimiento de los usos del lenguaje, experimentar la literatura como un fenómeno de relación con los demás o familiarizarse con las formas del relato. La transmisión inconsciente de este tipo de literatura a lo largo de los siglos no había sido, ciertamente, fruto de la casualidad. Pero la literatura de tradición oral penetró también con gran rapidez en la literatura escrita deliberadamente para los niños y aún, hoy continúa ejerciendo una gran influencia. La ficción audiovisual ha bebido también de esas fuentes y la presencia actual al juego con los referentes compartidos ha dado lugar a una intrincada red de relaciones entre las historias tradicionales, audiovisuales y de creación moderna. Veamos un ejemplo de ello: Perrault fijó la versión escrita de Cenicienta re elaborando algunas de las versiones orales circulantes. Mucho después, en 1950, se estrenó La Cenicienta de Walt Disney que se inicia con una evocación explícita al cuento de Perrault. Pero qué duda cabe de que la película de Disney realizó una nueva selección de los elementos de la historia y utilizó también motivos y detalles que no provienen de Perrault, sino de otras versiones, como la de los hermanos Grimm de 1812. La cosa se complica aún más, puesto que los autores actuales han reescrito la historia con nuevos cambios. Por ejemplo; cenicientas más activas o parodias completas del cuento, como la de Roald Dahl o la incluida en Las tres mellizas de Mercè Company y Roser Capdevila [DahI1982, Company y Capdevila 1988]. Este tipo de cambios pueden producirse ahora a partir del referente compartido de la película y no a partir de los elementos literarios tradicionales. O pueden filmarse nuevas versiones a partir de los relatos transformados por los autores, como en el

caso del paso a la televisión de Las tres mellizas. Es un juego incesante de espejos en los que se halla sumergida la literatura de tradición oral gracias a su enorme difusión social El problema de estos trasvases radica en que producen un frecuente empobrecimiento del legado literario. Desaparecen las cenicientas de la propia tradición oral de cada país, e incluso las de Perrault y los Grimm, en favor de la uniformidad de la versión fílmica. Se produce una cierta confusión de manera que, por ejemplo, mucha gente puede pensar que Bambi o Pinocho son también cuentos populares y no obras de autores concretos, puesto que existen en la industria Disney. Y pueden publicarse cuentos derivados directamente de la película que acentúan cada vez más los aspectos más banales y estereotipados de la historia. Un segundo conjunto de libros infantiles se halla constituido por los libros escritos directamente para los niños. Los primeros que se publicaron, descaradamente didácticos y mayoritariamente de corte realista, se hallan ya, por fortuna, relegados al olvido y al estudio de los especialistas. Compitieron ferozmente con los cuentos de hadas tradicionales durante el siglo XIX hasta que empezaron a aparecer verdaderas obras literarias dirigidas al público infantil. Ello no significa que la voluntad educativa no haya continuado ejerciendo de "madrastra pedagógica" de los libros infantiles. Los libros que desean ante todo adoctrinar a los pequeños sobre cómo deben comportarse en el mundo, a través de burdas formas narrativas, continúan siendo legión en la actualidad. Aunque ahora traten de la "multiculturalidad" o de la "ecología", en ellos se perpetúa la tradición de los libros didácticos que hablaban de la "caridad con los pobres" o los "buenos modales", en el siglo XIX. Ello es así porque los libros ejercen, verdaderamente, una función de socialización de valores defendidos por una cultura, de modo que la literatura infantil y juvenil relaciona estrechamente su configuración literaria con el concepto social de la educación de la infancia vigente en cada época histórica. El corpus de lo que se consideran libros infantiles y juveniles está inevitablemente determinado por los límites de lo que los adultos suponen que es comprensible para las capacidades interpretativas de los niños, niñas o adolescentes, por una parte, y de lo que juzgan que es adecuado para sus intereses y para su educación moral, por otra. "Qué pueden entender" y "qué es conveniente que lean" son dos interrogantes que han condicionado constantemente la evolución de la oferta de lectura, sea cual sea su calidad literaria, para estas etapas de vida. El primer período de una auténtica literatura infantil se extiende desde mediados del XIX hasta prácticamente la segunda guerra mundial en el siglo xx. A ella pertenecen las obras que denominamos "clásicos" de esta literatura. Las primeras fueron escritas por autores que como Lewis Carroll, E. T. A. Hoffman, Heinrich Hoffman, etc.- querían complacer a niños concretos. O bien, como tantas novelas del siglo XIX, fueron publicadas para el amplio público que se estaba formando en las sociedades más industrializadas, pero una vez leídas y apreciadas por los adolescentes, como en el caso de Stevenson o Walter Sean, estos se las apropiaron y han pervivido en el tiempo bajo la denominación actual de "clásicos juveniles". Desde la segunda guerra mundial y, especialmente, a partir de los cambios económicos y socioculturales de las décadas de los años sesenta y setenta, se inauguró una nueva etapa de intenso desarrollo caracterizada por la expansión de la edición, el cambio de valores educativos y la experimentalidad literaria. En esta época se produjo también el nacimiento de la novela juvenil como una Iiteratura específica. La ampliación de la escolaridad en la etapa secundaria había creado un nuevo público lector y ello dio lugar a una oferta de libros que

venía a satisfacer las nuevas necesidades de lectura, al tiempo que desplazaba obras literarias leídas antes por los adolescentes. La novela juvenil se formó así a partir de la amalgama de determinados tipos y obras para adultos, clásicos juveniles y obras escritas especialmente para los jóvenes. Los lectores infantiles y adolescentes vivían ya en un mundo muy diferente al de la primera mitad de siglo y los libros se adaptaron a la idea de un nuevo destinatario. Es fácil saber que un libro infantil o juvenil es actual por el tema que trata, por el mundo que describe, por el uso de modelos narrativas y visuales propios de la moderna literatura adulta y de las técnicas audiovisuales o, incluso, por la precisión con que se nos comunica a qué edad va dirigido. Así, puede caracterizarse la literatura infantil y juvenil actual a partir de los siguientes rasgos: 1. Los temas que se abordan, la descripción del mundo y los valores educativos subyacentes revelan los recientes cambios sociológicos (inmigraciones, tipo de familia, problemáticas urbanas, etc.), así como los presupuestos axiológicos y educativos de las sociedades postindustriales' y democráticas actuales. 2. Los libros se ofrecen mayoritariamente para ser "vistos y leídos" y no para ser'''oídos o explicados". Los autores, que escriben y editan: en, el seno de una sociedad alfabetizada y escolarizada, han incrementado el uso de recursos propios del escrito, alejándose de las formas orales tradicionales. Este fenómeno ha favorecido la renovación de los modelos literarios heredados de la primera mitad de siglo, trasladando a la literatura infantil y juvenil muchos de los modelos desarrollados por la literatura adulta, con muchos más siglos de escritura a sus espaldas. Para apreciar estos cambios, no hay sino que pensar en las formas de descripción de los conflictos psicológicos adoptadas por la literatura infantil y juvenil actual (a diferencia de las requeridas para contar los problemas externos de sus protagonistas anteriores), o en las múltiples formas de colaboración entre texto e imagen utilizadas en la construcción de la historia. 3. Los libros cuentan con que los niños han adquirido hábitos narrativos a través de la presencia social de los medios audiovisuales. Las formas de ficción audiovisual desarrolladas a lo largo del siglo xx se nutren de textos literarios, comparten las formas del relato y establecen múltiples grados de influencia y dependencia mutua entre cine, televisión y literatura. Por ello los libros acogen aspectos como la competencia en la lectura de la imagen, la costumbre de enfrentar unidades narrativas muy breves o la familiaridad con la elipsis y la inferencia que se suponen propias de sus destinatarios actuales. 4. La literatura infantil y juvenil se ha ido reestructurando en distintos tipos de oferta y, en la actualidad, se aproxima a la variedad existente en el mercado de la literatura para adultos. De este modo, aunque se continúa hablando de "literatura infantil y juvenil" o de "libros para niños", estas etiquetas enmascaran una enorme diversidad de calidades, funciones o circuitos de distribución que responden a la complejidad de la comunicación literaria en las sociedades modernas. Así, en el centro del conflicto se produce un desarrollo más fuerte y deliberado de una literatura de calidad que busca el reconocimiento de otros sistemas culturales y que moderniza y renueva los modelos literarios. En la periferia, el consumo masificaclo se nutre de productos estereotipados y edulcorados. La novela juvenil, por ejemplo, permite apreciar la superposición de estos subsistemas. Por una parte, su aparición ha incorporado formas literarias más elaboradas y próximas a la literatura canónica adulta; pero, al mismo tiempo, esta ficción ha intentado captar a los reacios lectores adolescentes a través de la exposición de temáticas de moda o de la explotación de recursos habituales en la paraliteratura adulta y la

filmografía de consumo. 5. Los libros se ofrecen en colecciones cada vez más segmentadas según la edad de los destinatarios. En cada una de estas franjas funcionan unas fórmulas literarias más homogéneas y más complejas que las de las edades anteriores. En realidad, los libros para niños siempre han partido, lógicamente, de la idea de que sus lectores crecen, de forma que sus posibilidades de entender el mundo y el texto escrito se amplían progresivamente y sus intereses de lectura varían. La pregunta de "y esta obra ¿para qué edad es?" no es ninguna novedad. Lo nuevo es el haber empezado a fijarse en la evolución de las capacidades comprensivas (tal como hizo Piaget desde la psicología cognitiva) y en la progresión del aprendizaje literario que los niños y niñas realizan a través de sus lecturas (tal tomo se proponen las recientes disciplinas educativas). Y también es nuevo que este interés se haya visto reforzado, tanto por la entrada de esta literatura en el circuito escolar, que tiende a ser clasificado todo por ciclos y cursos, como por las necesidades comerciales, que buscan siempre sectores muy concretos de consumidores potenciales. La clasificación por edades viene también, finalmente, a suplantar la escasa presencia de una crítica que pudiera orientar a los padres y otros adultos en la compra de libros infantiles. Por todo ello, en el último tercio de siglo, aquello que se había entendido siempre como un genérico "libros para niños" ha ido circunscribiendo su oferta a las edades intermedias, empujada por la sucesiva aparición de nuevos tipos de libros: para primeros lectores, para adolescentes, para niños que no saben leer y para bebés. Conocer estas divisiones permite saber lo que los adultos presuponen que es adecuado para los diferentes estadios del desarrollo infantil. Pero, naturalmente, este funcionamiento puede ser de una rigidez engañosa, ya que no hay dos niños iguales, y además poseemos aún muy poca información sobre el acierto de estos a priori sociales según los diferentes tipos de público infantil (sectores de entorno más o menos culturalizado, por ejemplo) o según las distintas situaciones de lectura (autónoma o acompañada de adultos, pongamos por caso). Una última consideración a tener en cuenta sobre el corpus de libros infantiles es la que hace referencia a su división en dos conjuntos que intentan satisfacer dos tipos de lectura distinta: la lectura informativa y la lectura de ficción. Es una distinción que puede remontarse también a los inicios de este tipo de edición, ya que fue en 1658 cuando Comenius publicó el primer libro infantil de conocimientos, el Orbis Sensualium Pictus, mientras que en 1697 se editaron los cuentos de Perrault. La diferenciación parece obvia, pero queremos señalar que deja múltiples espacios de intersección en la lectura dirigida a una etapa de formación. Así, a tradiciones específicas de la edición en este campo, como los "abecedarios ilustrados" o los "libros de contar", se han unido, en las últimas décadas, nuevas formas que se proponen atender a la vez a ambos tipos de lectura. Ello resulta especialmente claro en los libros para las primeras edades, con su exploración de los colores, las estaciones del año, la vida animal, etc. Pero también prolifera la divulgación de conocimientos a través de formas narrativas, como en reIatos juveniles de temas actuales muy próximos al documental, novelas históricas, biografías de personajes, narraciones a partir de cuadros pictóricos o movimientos artísticos, etc.

A esta zona ambivalente se ha unido también el deslizamiento de las formas literarias hacia las propuestas de juego. Teatrillos de personajes de cuentos; troquelados al servicio de adivinanzas, juegos de ordenador sobre obras de la literatura, etc. Permiten ver que adquirir conocimientos, jugar y entrar en la lectura literaria presentan unas fronteras poco estrictas en la producción infantil y juvenil. LA LECTURA ESCOLARIZADA A lo largo del siglo xx tanto el tiempo de escolarización como el contacto social con el lenguaje escrito no han hecho sino ampliarse. Desde la implantación oficial de la escuela obligatoria, primero hasta los 10 años, después hasta los 12, los 14 y, muy recientemente, hasta los 16, y desde su extensión real a todos los sectores sociales, las nuevas generaciones han ido pasando cada vez más tiempo en la escuela e incorporándose a ella de un modo más generalizado. Un fenómeno de tal magnitud tenía forzosamente que ejercer un gran impacto en los libros de lectura infantil y juvenil. En un momento determinado, las cartillas del primer aprendizaje, las novelas morales escolares (como la italiana Cuore) o las antologías de fragmentos literarios borraron sus fronteras con la literatura infantil y juvenil. La escuela abrió las puertas a los libros "exteriores", a los "libros de biblioteca". Por contra, la producción continuó teniendo muy presente las necesidades de uso educativo de los libros propias de su principal cliente, de manera que los libros resultaron menos "exteriores" de lo que podía suponerse. Así, por ejemplo, si todos los adolescentes permanecían ahora en las aulas, resultaba imprescindible disponer de un abanico amplio de obras que no se limitara a aquellas que habían conquistado la lectura del sector juvenil en el siglo XIX, por lo que se desarrollaron rápidamente las colecciones de novela juvenil en todos los países occidentales. Si los valores sociales cambiaban, los enseñantes querían cuentos que les facilitaran la transmisión a través de su planteamiento de los nuevos temas y actitudes, tal como ocurre en la actual demanda de libros sobre los "valores transversales" propuestos por la LOGSE. Si esas obras podían suplantar los textos trabajados antes en las aulas, era necesario rodearlas de dispositivos didácticos y guías de lectura. Y si la escuela transformaba la forma de enseñar a leer y pasaba a pensar que los pequeños debían hacerla rodeados de libros "normales", era preciso crear libros lo bastante accesibles e interesantes para la lectura autónoma de los primeros lectores. Vamos a detenemos en este último ejemplo para resaltar la influencia escolar en la oferta de lectura infantil. Hasta hace pocas décadas la escuela enseñaba a leer a través de las cartillas mientras los niños "oían" leer o explicar los cuentos. Los libros infantiles se escribían para lectores que ya habían realizado el primer aprendizaje de la lectura. Pero la instauración de los "parvularios" y de la "etapa infantil" coincidió con cambios educativos en este terreno. Se necesitaban libros para crear un entorno lector, libros para manejar, mirar y leer por parte de los pequeños. Sin embargo, hacer buenos libros para estas edades no era sencillo, puesto que los niños podían entender historias mucho más complejas si las oían, que si dependían de su escaso dominio del escrito. Así que los autores tenían que crear historias que fueran suficientemente interesantes para la mentalidad de niños de cinco o siete años a partir de textos muy breves y de recursos literarios limitados.

La discusión educativa sobre los criterios para confeccionar o seleccionar estos libros (¿vocabulario reducido? ¿esquemas narrativos simples? ¿imágenes explicativas del texto? ¿tipo de letra? ¿aplicación de fórmulas de legibilidad? etc.) fue larga y difícil. Bettelheim y Zelan, por ejemplo, denunciaron, en el área norteamericana, la excesiva pedagogía y artificiosa "cientificidad" de esos nuevos libros en perjuicio de su interés literario y de su capacidad de motivación lectora [Bettelheim y Zelan 1982]. En esta búsqueda de nuevos caminos, la ilustración resultó un buen aliado e impulsó definitivamente los "álbumes" para niños, es decir, libros donde texto e imagen no son redundantes, sino que se reparten la información y colaboran entre sí para establecer el significado. Con la ayuda de la imagen, el texto queda aligerado y las historias pueden ser más complejas. También fue polémica la creación de series sobre el descubrimiento del mundo dirigidas a los pequeños ¿eran necesarios, realmente, libros para enseñar qué es "abajo" y qué "arriba" o para aprender los colores, como si los libros pudieran sustituir la experiencia directa del mundo? Con mayor o menor acierto, con un resultado que va desde el simple material didáctico hasta la obra plenamente artística, los libros para primeros lectores y para las primeras edades se han ido imponiendo y, hoy en día, álbumes y libros-juego son una de las realidades más interesantes y experimentales de la literatura infantil moderna. La influencia de la escuela no se limita únicamente al tipo de libros producidos, sino que su sombra alargada se proyecta en las tiradas, divulgación y memoria social de los títulos utilizados. Ello explica, por ejemplo, que las Fables choisies mises en vers de La Fontaine fuera uno de los libros más vendidos a lo largo de toda la primera mitad del siglo XIX, con más de 250 ediciones. La institución escolar tiende a fijar un patrimonio, a seleccionar y a conservar. Es uno de los mecanismos que permiten poseer unos referentes culturales comunes a toda la sociedad (lo que ha permitido bromear a un crítico francés opinando que Madame Bovary es un libro juvenil puesto que lo leen la mayoría de escolares adolescentes y prácticamente sólo ellos). Esta función no es nada fácil en la actualidad porque el mercado funciona a base de novedades, sin dar tiempo para asentar nuevos títulos intergeneracionales compartidos a través de la lectura escolar. Tampoco es nada cómodo, ya que la lectura ha pasado a verse en el mundo moderno como un bien de libre acceso, poco susceptible a títulos impuestos y lecturas guiadas. La tensión entre "fomentar la lectura" a través del libre acceso y "enseñar a leer" a través de una lectura obligatoria y guiada conlleva distintos problemas. Por una parte porque cuando los niños van a la biblioteca necesitan ayuda y aprendizajes específicos para poder utilizarla satisfactoriamente. Por otra, porque la escuela se debate intranquila respecto a esta cuestión. Necesita continuar ejerciendo su papel tradicional de guía formativa y al mismo tiempo precisa libros para el nuevo propósito de fomentar el uso autónomo y el hábito de lectura de los alumnos. En consecuencia, los bibliotecarios que clamaron durante décadas por la lectura "libre" como propia de los ciudadanos modernos han acabado asumiendo un papel educativo en el caso de los niños, mientras que los enseñantes han tenido que acoger y gestionar un fondo bibliográfico, las "bibliotecas escolares", en el interior de los centros para poder reproducir las formas de lectura que existen en la sociedad exterior, para poder "desescolarizar la lectura" como se dijo en un intento de rizar el rizo. En la actualidad se hallan muy vivos los debates alrededor de esta función: por una parte, sobre qué títulos debe mantener la escuela y qué articulación debe producirse entre los pertenecientes a la literatura infantil y juvenil actual, la "clásica" -tanto la universal como la de la propia lengua- y la literatura canónica adulta; por otra, sobre qué títulos pueden servir para adquirir hábitos de lectura autónoma y cuáles para progresar culturalmente en el

aprendizaje de obras progresivamente complejas. Decidir sobre estos criterios y sobre estos títulos nos lleva al siguiente apartado. LA SELECCIÓN DE LOS "BUENOS LIBROS" Los estantes de las librerías se hallan repletos de libros-juego, libros de bolsillo, librosregalo, libros baratos, libros-audio, álbumes esplendorosos, reediciones facsímiles, colecciones escolares con ejercicios incorporados, libros mudos o cuidadas ediciones de clásicos. La edición se ha multiplicado y ofrece todo tipo de productos para funciones y bolsillos cada vez más diversificados. Tal vez sea una abundancia de la cual felicitarse en una sociedad del ocio y el consumo, pero es evidente que implica nuevos problemas. Uno de los más sobresalientes es la necesidad de orientarse por parte de los consumidores ante el aluvión de unos 5.000 nuevos títulos infantiles y juveniles al año en España, lo que supone alrededor del 15% de la edición. Si pensamos en la lectura autónoma de un libro semanal entre los 5 y los 15 primeros años de vida, por ejemplo, ello significa que la lectura propia de un niño o niña se movería alrededor de unos 500 títulos como mucho. Por ello, aunque en los inicios de la literatura infantil existieran pocos títulos, ya desde, entonces, seleccionar cuáles merecían ocupar un tiempo de la vida de los niños y un espacio en esa posible lista ha constituido la principal preocupación de los adultos responsables de poner los libros en las manos infantiles. La calidad literaria, los valores morales, la opinión de los niños y el itinerario de aprendizaje cultural que son capaces de, suscitar los libros han sido los cuatro puntos de articulación de este debate a lo largo del siglo. La calidad literaria se movió alrededor de una fatigosa discusión recurrente sobre si podía denominarse "literatura" a la ficción, versificación y dramatización ofrecida a receptores tan poco capaces de interpretar la experiencia estética. La ampliación de la teoría literaria hacia el estudio del lector y del circuito completo del texto literario en el seno de una sociedad abrió perspectivas más amplias de consideración de este fenómeno, ofreciendo encajes teóricos más tranquilizadores y estables a este aspecto de la polémica. El segundo punto del debate, los valores morales, ha sido, en realidad, el más apasionado, ya que a sociedad acostumbra a estar más preocupada por la educación moral que por la educación literaria de los niños. Los más de cien años transcurridos desde la censura a The Adventures of Tom Sawyer, cuando apareció la obra en 1876, por subvertir el orden imperante, hasta su acusación actual por contener expresiones racistas no "políticamente correctas" muestran la evolución de los valores sociales... y también cuánta gente ha habido siempre dispuesta a velar por ellos en la lectura infantil. Una de las polémicas más intensas en este campo se ha lidiado en el terreno de los cuentos populares. Ya hemos aludido a su pugna con los primeros libros didácticos, cuando la fantasía fue expulsada a las tinieblas exteriores como algo realmente muy poco edificante. Pero su triunfo a finales del XIX fue sólo momentáneo. Pronto el folclore sufrió una nueva marginación, procedente ahora del realismo pedagógico, racionalista y civilizador dominante en los medios educativos entre los años 30 y 70 del siglo xx. Una época, por ejemplo, en la que la abuelita de Caperucita tuvo que esconderse, en el armario para evitar la violenta escena de su devoración. La visión del folclore empezó a cambiar a partir del análisis de los cuentos tradicionales por parte de formalistas y estructuralistas, quienes ofrecieron la primera justificación "científica" de la importancia de esos relatos en la educación de los niños. Sin embargo, fue el psicoanálisis, a mitad de los años 70; el que

impactó de modo decisivo en la valoración del folclore, ahora contemplado como ayuda a la construcción de la personalidad infantil. Tras estos logros, los nuevos aires culturales del último tercio del siglo completaron el triunfo, y aún la exaltación, del folclore y de la fantasía hasta situar la ficción fantástica en su lugar actual, es decir, ocupando alrededor de los dos tercios de la producción de libros infantiles y juveniles modernos [Colomer 1998]. Sin embargo, los problemas de los cuentos populares no habían terminado. Los libros dirigidos a los niños son un material especialmente transparente para apreciar la ideología dominante en una sociedad y para ver qué imagen de sí misma desea proyectar. Así, pues, algunos estudios sobre las ideologías sociales se mostraron muy interesados por el análisis de este tipo de discurso y al poco denunciaron la visión patriarcal y jerárquica del mundo que reflejaban. Al igual que antes hemos señalado que la escuela -o las ciencias educativas y las aplicadas al estudio de comprensión del escrito- condiciona el tipo de libros producidos, aquí tenemos un claro ejemplo de que lo mismo ocurre con el análisis de valores. En la década de los 80, los cuentos populares sufrieron, pues, todo tipo de modificaciones a favor de nuevas versiones que potenciaban especialmente la inversión de los estereotipos de género: los modelos progresistas de conducta configuraron los nuevos relatos para niños y niñas. Pronto se advirtió que los libros podían convertirse en panfletos feministas y antiautoritarios, o bien en desleídas obras políticamente correctas. El mensaje moral empezó a analizarse entonces como algo más sutil que las marcas de superficie de los textos y de las imágenes, y se constató que la recepción literaria por parte de los niños y niñas transformaba de maneras muy variadas los mensajes ideológicos. De esta manera, la crítica de los libros empezó a abordarse de forma más compleja y el debate sobre sus mensajes se desplazó hacia la propuesta de mediaciones más indirectas o posteriores a la lectura de las obras. Finalmente, en estos últimos años, el estudio más cualitativo sobre los hábitos de lectura ha llevado tanto a la reflexión sobre la recepción infantil y juvenil de los libros como a considerar a éstos bajo la perspectiva de su papel en el aprendizaje lector y cultural. Ambos enfoques han permitido formular nuevos criterios de selección de los libros en función de este nuevo tipo de consi- deraciones más basadas ya en el desarrollo de los estudios específicos sobre la lectura infantil y juvenil que en conceptos literarios y morales de ámbito general [Colomer 2002]. EL FOMENTO DE LA LECTURA Todo el mundo estará de acuerdo en que para que los niños y niñas lean se necesitan buenos libros que motiven su interés y justifiquen su esfuerzo. Pero también parece conveniente que alguien "haga las presentaciones" entre los libros y sus destinatarios Al principio esta tarea era transparente, de tan obvia. Los niños de las minorías ilustradas crecían con los libros. Madres, institutrices, familia o visitas, el círculo social en que vivían no se hubiera entendido sin las referencias a los libros. En la escuela aprendían el código ganaban, velocidad, leían a los autores canónicos y atendían a la explicación de los profesores sobre el sentido de los textos. Cuando se empezaron a alfabetizar los demás niños y niñas, la escuela pretendió continuar haciendo lo mismo mientras se extendía la idea de que, si la institución escolar ya se encargaba de enseñar el instrumento, bastaba con

llevar los libros a los lectores. Pero lo cierto es que, tan pronto como empezaron a abrirse las primeras bibliotecas infantiles, comenzaron a desarrollarse actividades como "la hora del cuento" para acercar los libros a todos esos" nuevos" niños. La necesidad de esta mediación fue sintiéndose cada vez con mayor fuerza. A mediados de siglo, las encuestas de lectura dieron muestras evidentes de que la confianza depositada en el tándem escuela-biblioteca para la alfabetización social no había producido los resultados esperados. Los jóvenes no leían tal como se esperaba, ni en cantidad ni en calidad. Convencer a los niños y niñas para que leyeran se convirtió entonces en el nuevo reto. Había aparecido la "animación a la lectura". Durante las décadas de los 80 y 90 se asistió a un cierto intervencionismo avasallador a través de la multiplicación de jornadas, campañas, concursos o visitas de autores; se apostó por acentuar el efecto placentero de la lectura como motivación y se produjo un cierto adelgazamiento literario a favor de la legibilidad, de la brevedad y de la apuesta por una literatura que mimetizara el mundo de ficción con el de los lectores reales (la misma edad de los protagonistas, los mismos problemas o los mismos escenarios). Sin embargo, en los últimos años, una gran cantidad de estudios sobre la lectura y el aprendizaje han ido cuestionando muchas de estas prácticas. A partir de ellos se insiste ahora, por ejemplo, en la necesidad de la lectura en el ámbito familiar, ya que sabemos, por ejemplo, que un niño al que se le han leído y explicado cuentos en el hogar tiene el doble de posibilidades de convertirse en lector y parte con ventaja en su itinerario escolar. También se intenta otorgar una nueva centralidad al aprendizaje lector y literario en la escuela (con acciones como la instauración reciente de un tiempo semanal de lectura silenciosa en las aulas por parte de países como Francia o Gran Bretaña, la recuperación del espacio curricular de la literatura o la extensión progresiva de actividades de aula para compartir y hablar sobre los libros). O bien se recomienda la formación profesional de enseñantes y bibliotecarios sobre estos aspectos (los especialistas cifran en alrededor de 150 libros infantiles la cantidad mínima necesaria de lecturas para preparar a un buen maestra de lectura, pongamos por caso, práctica bien alejada de las aulas de formación del profesorado). Y el éxito de Harry Potter viene de perlas para ver que no es la longitud de los libros, la cantidad de los personajes ni la simplicidad argumental lo que favorece la atracción por la lectura. En la actualidad, pues, han empezado a subrayarse tipos de acciones, tal vez menos espectaculares, pero más sólidas y continuadas. Las nuevas líneas de enfoque se dirigen a la observación de los lectores, al fomento de las actividades sociales para compartir los libros, a la necesidad de comprometerse en la ayuda sostenida a los niños y niñas en su esfuerzo por leer y a la producción de textos que merezcan realmente la pena. LA LECTURA INFANTIL Y JUVENIL EN UNA SOCIEDAD GLOBALIZADA La evolución del mundo moderno ha conducido a un tipo de sociedades caracterizadas por una intensa red de interrelaciones; ya sea físicamente reales, a través de los grandes movimientos migratorios, ya sean diferidas, a través de las noticias y la imagen de lugares o culturas lejanas, potenciadas ahora por la circulación de todo tipo de productos, entre ellos los libros. La literatura siempre ha sido vista como un medio de ampliar la experiencia propia con la incorporación de perspectivas individuales o culturales distintas. Ya Paul Hazard denominó "la república de los niños" a la literatura infantil para resaltar su idea de acceso a un mundo literario propio y sin fronteras estatales [Hazard 1950]. Es una

idea que presidió la literatura de la postguerra europea, que se empleó a fondo en la producción de libros que educaran en un "nunca más" respecto a la barbarie vivida, y que se halla también muy viva en el fomento actual de la lectura infantil como medio para favorecer la integración social de los inmigrantes, la creación de un imaginario europeo o la gestión ideológica de las nuevas sociedades multiculturales. Naturalmente, la traducción de obras literarias ha sido siempre el mejor instrumento de esta vertiente cultural de los libros para niños. Las traducciones extendieron el fenómeno de la edición infantil en sus orígenes y fomentaron la producción propia de cada lengua. En 1830, por ejemplo, Cabrerizo publicó en Valencia la primera traducción castellana de los cuentos de Perrault y ello impulsó, explícitamente, la aparición de los primeros libros infantiles en España. En la actualidad no cabe sino decir que el tránsito de las obras se ha incrementado extraordinariamente. Las multinacionales de la edición, las ferias del libro, el abaratamiento de costes que supone traducir los libros ilustrados al amortizar la inversión inicial de reproducción de imágenes, la homogeneización de las formas occidentales de vida que conlleva el que una narración sea aceptada con naturalidad por niños y niñas de lugares muy alejados, los referentes audiovisuales compartidos, etc. son diversos factores que han acelerado la rueda de transmisión habitual de las obras. Como consecuencia, la lectura infantil y juvenil -y también la de los futuros autores de esos libros- está formada en gran parte por la producción original de otras lenguas y culturas. Ello no implica sólo las ventajas de la comunicación cultural, sino también una nueva serie de problemas. Si nos centramos en la literatura producida en España, uno de ellos es sin duda la fractura existente entre la literatura infantil y la tradición literaria propia, favorecida por la ruptura cultural que supuso el franquismo. Una obra anglosajona como Harry Potter, por ejemplo, se basa y nutre de una tradición literaria capaz de traspasar fronteras, pero los libros infantiles españoles no parecen entroncar con las líneas evolutivas y los clásicos de cada una de las cuatro lenguas literarias existentes en España, ni incorporan la literatura infantil y juvenil iberoamericana. Otros problemas se refieren a la reciente política de traducciones entre las lenguas del Estado. A título de ejemplo, podemos preguntamos por qué es necesario traducir las obras castellanas si todos los niños y niñas pueden leedas en su versión original. O hasta qué edad hay que editar obras que respeten las diferencias "dialectales" en una misma lengua, como las valencianas y catalanas; una pregunta que, sin duda, tiene su contrapartida: ¿cómo puede favorecerse la ampliación de la norma literaria de cada lengua para que las distintas variantes, andaluzas, iberoamericana, valencianas, etc. no resulten marginadas? Éstas y otras cuestiones no resultan bánales si se desea construir una sociedad diversa y cohesionada a la vez. Un segundo aspecto de la lectura como red de relaciones, se refiere a las adaptaciones de obras. La literatura infantil ya nació adaptando cuentos populares por parte de Perrault a la diversión culta y la moraleja educativa en la corte de Versalles. Pero la posibilidad de adaptar obras de la literatura adulta para la lectura infantil ha sido un tema muy polémico. Aquí nos limitaremos a señalar su existencia y los argumentos contrapuestos de quienes defienden su contraindicación, señalando la desvirtuación que supone simplificar obras complejas para que puedan ser entendidas por los niños, y de quienes defienden esa primera entrada con el argumento de que puede muy bien ser la única y de que la fuerza de las escenas o de determinados diálogos e imágenes impregna la mente infantil y contribuye

a su incorporación a la literatura y al imaginario colectivo. Finalmente, un tercer aspecto que no puede dejar de citarse aquí es el de la presencia de las nuevas redes y formas de comunicación. Nadie puede dudar que el siglo xx ha sido el siglo del desarrollo de los medios de comunicación de masas y de la aparición de nuevas tecnologías asociadas al lenguaje que están cambiando con gran rapidez muchas de las formas de comunicación, ocio, acceso a la información y a la ficción y, tal vez incluso, de las formas de pensamiento. La lectura de los niños y niñas ya se halla plenamente afectada por estos fenómenos, tan nuevos para ellos, en realidad, como las formas anteriores. La fragmentación, la rapidez, la asociación de varios códigos de representación, la posibilidad de enlace, la interactividad, etc. son mecanismos presentes desde el inicio en su acceso a la lectura. La relación entre todas estas formas de comunicación y los procesos mentales propios de los humanos para adquirir esquemas de interpretación, ampliar el uso del lenguaje y, por lo tanto, del pensamiento, o para construir la memoria cultural, es un campo abierto hoy en día a la observación y a la reflexión. Pero es evidente que es precisamente en las nuevas generaciones donde van a desarrollarse estos cambios. Si esperamos que la lectura continúe siendo un instrumento potente para la humanidad, es en la lectura de los niños y niñas donde las sociedades actuales se juegan su futuro. Parece un motivo suficiente para prestarle bastante atención.

REFERENCIAS BETTELHEIM, Bruno; ZELAN, Karen, Aprender a leer, Barcelona: Crítica, 1982, trad. Jorcli Beltran (original, On Learning to Read. The Child's Fascination with Meaning, New York: Knopf, 1981). COLOMER, Teresa, La formación del lector literario. Narrativa infantil y juvenil actual, Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1998 (original, La formació del lector literari, Barcelona: Barcanova, 1998). COLOMER, Teresa, "Nueva crítica para el nuevo siglo", CLIJ. Cuadernos de Literatura infantil y juvenil 145 (2002), págs. 717. COMPANY, Mercè, CAPDEVILA, Roser, Las tres mellizas y Cenicienta, Barcelona: Arín, 1985 (Original Les tres bessones i la Ventafocs: Arín, 1985). DAHL, Roald, Cuentos en verso para niños perversos (original Revolting Rymes), Londres: Jonathan Cape, 1989, trad. Miguel Azaola, Madrid: Altea, 1987. HAZARD, Paul, Los libros, los niños y los hombres, trad. Marià Manent, Barcelona: Juventud, 1950 (original, Les livres, les enfants et les hommes, Paris : Flammarion, 1932). HÜRLlMANN, Bettina, Tres siglos de literatura infantil Europea, trad. Mariano Orta Manzano, Barcelona: Juventud, 1968 (original, Europaische Kinderbücher in drei Jahrhunderten, Zurich: Atlantis Vg., 1959).