La Iliada - Canto VI

CANTO VI: COLOQUIO DE HÉCTOR Y ANDRÓMACA Este canto está ubicado en el centro de la primera batalla de “La Ilíada” y se

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CANTO VI: COLOQUIO DE HÉCTOR Y ANDRÓMACA

Este canto está ubicado en el centro de la primera batalla de “La Ilíada” y se distingue porque, con sus escenas en Troya, abre un paréntesis entre sus episodios de lucha y se entreasoma un mundo de intimidad y ternura. El canto se compone de dos grandes bloques de escenas: en el campo de batalla y en la ciudad. El primero de los grupos continúa y concluye de modo directo el final del canto V, y está constituído por tres instancias básicas: la batalla vista desde el lado griego, que abarca cuatro escenas de muertes de guerreros teucros; la batalla vista desde el lado troyano, cuando Heleno aconseja a Héctor ir a Ilión; y por último, la escena de Glauco y Diomedes, que actúa como puente para las escenas de intimidad siguientes. La intención primordial de las escenas iniciales es hacernos sentir la crueldad de la guerra. Héctor, siguiendo el consejo de su hermano, Heleno, va a Troya para procurar congraciarse con Atenea, por medio de ofrendas y súplicas. En vez de saltar de un mundo a otro directamente, de la guerra a la intimidad de Troya, Homero prefiere intercalar dos largas escenas que actúan de puentes: las escenas de heleno y Héctor; y la escena de Glauco y Diomedes. Las escenas que transcurren en Troya tienen un denominador común, la presencia de Héctor. En forma sucesiva tenemos: un cuadrito breve al comenzar, en las puertas de Esceas; Héctor y su madre en el palacio de Príamo; Héctor con Paris y Helena; una breve escenita de retardo, Héctor y la despensera; Héctor con Andrómaca y su hijo; y Héctor y Paris saliendo de Troya. Antes de pasar a la escena principal, el coloquio de Héctor y Andrómaca, señalamos, en forma sintética, la escena de Héctor con Paris y Helena. Así vemos, a Héctor, que viene manchado de sangre y polvo (lo sabemos desde la escena con su madre), entrar al palacio de Paris, quien en ese momento está acicalando “las magníficas armas”. Tenemos las opuestas actitudes de Paris y Helena: aquel que no vive en absoluto su responsabilidad por los sucesos; ésta que se complace en flagelarse por lo que ella considera su culpa. Importa tener en cuenta en esta escena, que la visita al palacio de Paris responde a una decisión propia de Héctor. Al despedirse de su madre, en la escena anterior, el héroe anuncia su decisión de

visitarlo. Y cuando esté, por fin, frente a él le reprochará su pasividad con energía, pero no usará lenguaje hiriente. Tal como al final de la escena de Hécuba y Héctor se anunciaba la siguiente escena, lo mismo vemos al final de esta, en el palacio de Paris: ”voy a mi casa y veo a los criados, a la esposa querida y al tierno infante, que ignoro si volveré de la batalla, o los dioses dispondrán que sucumba a manos de los aqueos”. Este comentario de Héctor ya anticipa el clima espiritual en que se va a desarrollar la entrevista con su esposa e hijo. Pero esta no ocurre de inmediato, ya que el héroe no la encuentra al llegar a su palacio, pues ha salido hacia las murallas, según le comunica la despensera. Todo este pasaje que sigue los pasos de Héctor hasta su encuentro con la esposa, es de una gran movilidad y va a contrastar con la escena central que sigue enseguida, pues una vez que Andrómaca irrumpe corriendo, todo se aquieta y parece inmovilizarse. Corresponde a esta quietud de los personajes, que el propio relato se enlentece: apenas mencionada Andrómaca, el poeta se explaya sobre su pasado y abolengo, igual ocurrirá cuando ingrese el hijo, de quien se explica la etimología de su doble nombre, luego de encarecer su belleza. Lo que veremos ahora, después del ajetreo de la batalla y del deambular apresurado de Héctor por Troya, es una sonrisa silenciosa, una mano que toma otra mano y, claro, las palabras de Andrómaca y de Héctor en el espacio. Tenemos el discurso de Andrómaca, el único suyo en la escena; luego la respuesta de Héctor; y por fin, después del intervalo narrativo breve en que se expone el susto del niño, dos breves intervenciones finales de Héctor, la primera, una oración a los dioses por su hijo, la segunda, una despedida. Desde el comienzo mismo de su discurso, vemos a Andrómaca enfrentada, no a Héctor propiamente, sino al ideal heroico que guía sus actos: “Desgraciado tu valor te perderá”. Frente a ese ideal heroico, que ella no comprende, coloca su ideal doméstico y privado: “No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré tu viuda”. Estos presentimientos de Andrómaca, tiñen toda la escena de patetismo, y le otorgan un verdadero carácter de “despedida” al coloquio. Esos mismos presentimientos fueron los que la impulsaron a salir de su palacio “hacia la muralla, ansiosa, como loca”, según informó la despensera. Cuando, por fin, esta frente a su esposo, la agitación es contenida, pero la angustia sigue presente en cada una de las palabras de su discurso. Con tal de hacer cambiar

de parecer a su esposo recurrirá a todo, hasta al aparentemente frío razonamiento, como se ve al final de su discurso. Andrómaca se limita a presentar a Héctor su desamparo futuro si se cumple lo que su corazón le anuncia, y para robustecer tal sensación de soledad e indefensión, apela al pasado donde ella ya conoció a ambos. El pasado de Andrómaca está lleno de muertes y desamparo, de todo eso que ahora teme ver resurgir si Héctor persiste en arriesgarse a campo abierto. Pero todos esos recuerdos dolorosos aparecen como personificados en una figura: la de Aquiles. Este, en efecto, está presente casi como corporación del destino implacable en la mente de Andrómaca. Aquiles mató a su padre Eetion, rey de los silicios, a sus siete hermanos, y su madre fue muerta por Artemisa, luego de sufrir el cautiverio. Andrómaca necesita amar y ser amada para vivir. Para ella la existencia toda se encierra dentro del ámbito que sus amores domésticos diseñan: a las demás pasiones no las comprende. Esta extensa primera parte del discurso, que comenzó con un reproche y siguió con el recordatorio de sus desdichas pasadas, termina con un ruego: “Pues, ea, se compasivo, quédate aquí en la torre”. Pero Andrómaca conoce a Héctor y sabe que no es suficiente el llamado a la compasión y enseguida procura reforzar su pedido, ahora ya con argumentos de otra especie. Con tal de convencer a su esposo, se esfuerza en pensar como él, es decir, como jefe militar o estratega, lo que en ella resulta inusual. El discurso de Andrómaca, como hemos visto, presenta dos partes, siendo la segunda mucho más breve que la otra. En la primera, Andrómaca procura conmover a Héctor con la exposición de sus viejos padecimientos y con los que su corazón anticipa. En la segunda y más breve, busca convencer a Héctor de que lo mejor es combatir desde las murallas. Héctor no puede ser, y no es, insensible a lo dicho por Andrómaca, como lo declara el principio mismo de su respuesta: “Todo esto me da cuidado, mujer”. Pero su heroísmo se sobrepone a la emoción, como llamado del aidós (honor social), y como llamado de su propia vocación heroica que, cosa típica en Homero, se relaciona con los antepasados. Enseguida de esta negativa al pedido de su esposa, y como si él fuera ganado por los presentimientos y angustias que ella manifestó, casi de modo irreflexivo, se decide a decirle lo que apenas se atreve a decirse a sí mismo: “Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezca la sagrada Ilión”. Para nosotros, estas palabras de Héctor

denotan más debilidad que fuerza: son el producto de una imaginación, que se complace en recrear el cuadro de su propia destrucción: véase con que precisión y realismo se presentan las circunstancias en que su esposa es conducida a la esclavitud. No cabe dudar de la autenticidad de los presentimientos de Héctor. Pero por más nítidos que ellos se presentan, resulta excesivamente duro y cruel descargarlos así sobre su esposa. Llevada así a su climax la tensión dramática, en cuanto choque de los sentimientos de Andrómaca con el ideal heroico, Homero no prosigue su desarrollo, sino que en ese preciso instante intercala una escenita que, en cierto modo, afloja la tensión hasta hacerla de nuevo tolerable. Se trata del niño asustado por el penacho del casco, los llantos y gritos del niño, su miedo y terror irrumpen con su inocencia entre los miedos y angustias de los adultos, y en buena medida su ingenuidad diluye la tensión. Tanto lo logra que, los dos esposos parecen olvidarse de la realidad presente y entregarse al encanto del momento. Cuando enseguida de este intermedio volvemos al presente, todo parece cambiado en el espíritu de Héctor, la visión del hijo hace renacer en él la esperanza. Ya no habla de la destrucción de Troya y, en vez de prever a la viuda esclavizada, ahora se la presenta gozosa pero él se excluye del cuadro. Si en el final del discurso anterior, invocó su muerte desde la desesperanza, ahora la encara como un sacrificio salvador. Lo cierto es que estas palabras tienen eficacia sobre Andrómaca, cuando recibe al hijo de manos de su esposo, sonríe. Luego de acariciarla, también procurando borrar la dureza anterior, Héctor le dirige sus últimas palabras de despedida. Este fatalismo, que propone un destino cuyos plazos se ignoran, resulta aquí esperanzador, a la vez que no admite ninguna garantía, como la que en un principio alimentaba Andrómaca, cuando creía que bastaba con parapetarse detrás de la muralla para librase de la muerte. La escena termina luego en forma coral: ”Lloraban en el palacio a Héctor vivo aún, porque no esperaban que volviera del combate librándose del valor y de las manos de los aqueos”. Una escena con tal intensidad requería una continuación que sirviera de descanso y distención: tal es la función de la escenita final, tan movida, de Paris y Héctor saliendo juntos hacia la batalla.