La Gran Guerra 1914-1918.doc - MIchael S. Neiberg.pdf

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De la contratapa La Primera Guerra Mundial, heraldo mortífero de una nueva era, sigue cautivando a los lectores. En este libro intenso, Michael Neiberg ofrece una historia concisa, basada en las últimas investigaciones y deteniéndose en los soldados, los mandos, las batallas y la actividad diplomática durante la Gran Guerra. Neiberg analiza la guerra paso a paso, desde Verdún a Salónica, desde Bagdad al Africa Oriental Alemana, para explicar la naturaleza global del conflicto. Fueron cuatro años de una carnicería sin sentido en las trincheras del frente occidental, pero la Primera Guerra Mundial también es el primer conflicto bélico en tres dimensiones: por aire, en el mar y mediante la guerra terrestre mecanizada. Nuevos sistemas de armamento conformaron el entorno bélico. Con el afán de superar la imagen habitual de los generales de la guerra como «carniceros e ineptos», Neiberg nos ofrece una exposición matizada sobre unos oficiales presionados por la enorme envergadura de tan complejos acontecimientos. Los diarios y las cartas de soldados que lucharon en el frente reproducen las historias personales y las brutales condiciones —desde las nieves alpinas a las arenas de Mesopotamia— en las que aquellos hombres vivieron, lucharon y murieron. Ampliamente ilustrado y con muchas fotografías inéditas, este libro es una combinación impresionante de análisis y narración. Una delicia para todo lector interesado en la historia militar de la guerra que todo el mundo deseó que fuera la última. Michael S. Neiberg

La Gran Guerra Una historia global (1914-1918) PAIDOS Barcelona • Buenos Aires • México Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. © 2005 by the President and Fellows of Harvard College © 2006 de la traducción, Martín Rodríguez-Courel Ginzo © 2006 de todas las ediciones en castellano, © 2014 Edición digital por Capitán Cavernícola Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona http://www.paidos.com ISBN: 84-493-1890-4 Depósito legal: B. 6.753/2006 Impreso en A & M Gráfic, S. L. 08130 Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

Sumario Agradecimientos Lista de abreviaturas Introducción: un intercambio de telegramas Una desilusión cruel: la invasión alemana y el milagro del Marne Sueltos como fieras salvajes: la guerra en Europa oriental El territorio de la muerte: el estancamiento del frente occidental Enviados a la muerte: Gallípoli y los frentes orientales Los nudos gordianos: la neutralidad norteamericana y las guerras por el imperio Francia desangrada: la agonía de Verdún Una guerra contra la civilización: las ofensivas de Chantilly y el Somme La expulsión del demonio: el desmoronamiento del Este Salvación y sacrificio: la entrada de los norteamericanos, la cresta de Vimy y el Chemin des Dames Unos pocos kilómetros de barro líquido: la batalla de Passendale Una guerra como no conocíamos: la amenaza de los U-booten y la guerra en Africa El turno de Jerry: las ofensivas de Ludendorff A cien días de la victoria: de Amiens al Meuse-Argonne Conclusión: un armisticio a cualquier precio Lista de ilustraciones Cronología de los principales acontecimientos Personalidades Fuentes principales Indice analítico y de nombres

Agradecimientos Empecé la etapa de escritura de este libro poco después de dos estimulantes experiencias intelectuales. En junio de 2003 asistí a la II Conferencia Europea de Estudios sobre la Primera Guerra Mundial, celebrada en la Maison Francaise de Oxford. Pierre Purseigle organizó y dio cobijo a la conferencia más estimulante, intelectualmente hablando, de cuantas haya asistido jamás. Como él y Jenny Macleod habían hecho en Lyon en 2001, Pierre reunió a un increíble elenco de eruditos de todas las disciplinas y nacionalidades. Tengo que agradecer a Pierre y a Jenny, y a todos los asistentes a esa conferencia —incluidos Nicolás Ginsburger, Adrián Gregory, Keith Grieves, Heather Jones, Jennifer Keen, Gary Sheffield, Dennis Showalter, Len Smith, Hew Strachan, Jeffrey Verhey y Vanda Wilcox—, que compartieran sus ideas conmigo. Poco tiempo después de la conferencia, Dennis Showalter y yo recorrimos en coche el frente occidental, empezando en Ypres y terminando en el cementerio norteamericano de Bony, en la Línea Hindenburg. Desde que lo conocí en 1998, Dennis ha sido para mí un maestro, un estudioso, un colega y un amigo ejemplar. Aceptó con generosidad leer este manuscrito y poner a mi disposición su erudición inigualable. Por todo lo que ha hecho por mí y por toda una generación de estudiantes de la Universidad de Colorado, de la Academia del Aire de Estados Unidos y de la Academia Militar de Estados Unidos, le dedico este libro con el mayor de los respetos. Hubo varios otros estudiosos de la Primera Guerra Mundial que me ayudaron a elaborar este libro, y, entre ellos, mis colegas John Abbatiello, Bill Astore y Mark Grotelueschen, con quienes he compartido el placer de

enseñar y trabajar. Robert Bruce y yo hace mucho tiempo que mantenemos correspondencia a través del correo electrónico, gracias a lo cual he llegado a comprender mejor algunos matices sutiles de la guerra. William Philpott y Martin Alexander actuaron como magníficas cajas de resonancia mías durante nuestra estancia conjunta en París. También he de hacer extensivo mi agradecimiento a Emmanuel Auzais, Virginie Peccavy y Hugues y Joélle de Sacy, del Ejército del Aire francés; a Bobby O. Bell de la American Battle Monuments Commission; y a Laurent Henninger y a André Rakoto, por su amistad y generosa hospitalidad durante mis estancias en Francia. Entre otros amigos que me ayudaron a lo largo del camino están Jeremy Black, Lisa Budreau, Jeannie Heidler, John Jennings, Michelle Moyd, Betsy Muenger y John Shy. Gracias también a Debbie Oliner, por su trabajo cartográfico, y a la familia Rolfe por compartir una casa y un perro en Gran Bretaña y por proporcionarme algunas de las fotos. El personal del Liddell Hart Centre for Military Archives, del Imperial War Museum y del Service Historique de l’Armée de Terre de Vincennes fueron de una ayuda sin tacha, y agradezco profundamente el permiso de estas instituciones para citar su material. Me siento especialmente agradecido a Sabine Ebbols, del LHCMA, y a Stephen Walton y a Tony Richard, del IWM. Elwood White, John Beardsley y Marie Nelson me proporcionaron la misma ayuda maravillosa que siempre he recibido de la Biblioteca McDermott de la Academia del Aire. Este libro no habría sido posible sin el apoyo de Kathleen McDermott, de la Harvard University Press, y de mis colegas de la Academia del Aire de Estados Unidos, incluido el director de mi departamento, el coronel Mark Wells, y el subdirector, el teniente

coronel Vanee Skarstedt. Holger Herwig y Edward M. Coffman son autores de eficaces informes que mejoraron el libro; si subsiste algún error, la responsabilidad es mía. Y como siempre, el mayor agradecimiento va para mi familia. A mi esposa, Barbara, y a mis dos hijas, Claire y Maya, que soportaron con alegría las visitas a los campos de batalla y a los archivos, aunque me parece que París fue sólo un sacrificio menor. Mi familia, Larry, Phyllis y Elyssa Neiberg, y mi familia política, John, Sue, Brian Michele y Justin Lockley me han dado su apoyo incondicional en todos mis empeños. Gracias a todos.

Lista de abreviaturas Abreviaturas utilizadas en las notas: IWM Imperial War Museum, Londres. LHCMA Liddell Hart Center for Military Archives, Kings College, Londres. SHAT Service Historique de l'Armée de Terre, Cháteau de Vincennes. Introducción

Un intercambio de telegramas El 29 de julio de 1914 el zar Nicolás II de Rusia envió un telegrama a su primo, el kaiser Guillermo II de Alemania, pidiéndole ayuda: En este momento tan grave, apelo a ti para que me ayudes. Se ha declarado una guerra innoble a un país débil. La indignación en Rusia, que comparto por completo, es inmensa. Preveo que muy pronto la presión a la que me veo sometido acabará abrumándome y me veré obligado a tomar medidas extremas que conducirán a la guerra. Con la única intención de evitar una calamidad de tal magnitud como sería una guerra europea, te suplico que, en nombre de nuestra antigua amistad, hagas cuanto esté en tus manos para impedir que tus aliados vayan demasiado lejos. Este telegrama fue el primero de una serie de diez que los dos monarcas europeos se intercambiaron durante los tensos días entre el 29 de julio y el 1 de agosto. La crisis de la que hablaban los dos hombres no era consecuencia del asesinato en Sarajevo, el 28 de julio, del archiduque austrohúngaro Francisco Fernando, sino del ultimátum lanzado por Austria-Hungría a Serbia el 23 de julio. En Europa fueron pocos los que pensaron en ese momento que el asesinato conduciría a la guerra. Las ideas políticas del archiduque no eran bien vistas en la corte vienesa, y las monarquías europeas habían desairado con frecuencia a Francisco Fernando a causa de su matrimonio con una mujer de condición social inferior. Aunque ella murió también a manos del mismo asesino y dejaba tres hijos de corta edad, la monarquía austríaca se negó a colocar su cuerpo al lado del de su marido en la cripta de la familia real. Ninguno de los principales militares ni de las figuras políticas europeas consideraron que el asesinato fuera un

acontecimiento lo bastante relevante para asistir al funeral o cancelar sus vacaciones estivales. Al principio, el Imperio austrohúngaro minimizó su significado; el propio emperador ni siquiera asistió al funeral de su sobrino. El clima de indiferencia pareció hacerse patente en todo el continente. El general ruso Alexei Brusilov, a la sazón de vacaciones en Alemania, observó que la gente del balneario donde veraneaba «se había mostrado indiferente» a los acontecimientos de Sarajevo1. Durante un tiempo, pareció que Europa podría sobrevivir a otra crisis más; o que, si tenía que estallar la guerra, ésta podría constreñirse a los Balcanes. Sin embargo, el ultimátum cambió la situación en Europa de manera espectacular. La resolución establecía unas condiciones de gran severidad contra Serbia, un país que, según creía la mayoría de los austrohúngaros, había precipitado el asesinato. Entre ellas, se incluía la exigencia de que se permitiera participar a los oficiales austrohúngaros en la investigación serbia del asesinato. Las condiciones eran una bofetada en pleno rostro tanto para Serbia como para Rusia, la autoerigida protectora de aquélla. Con la esperanza de que Serbia rechazaría las condiciones y, por tanto, les daría la excusa para la guerra, los austrohúngaros habían empezado a movilizarse aun antes de que hubiera vencido el plazo fijado para que los serbios respondieran. Brusilov consideró que el ultimátum había cambiado lo suficiente la situación para obligarle a poner fin a sus vacaciones antes de lo previsto y volver a su unidad. Al pasar por Berlín, se encontró con manifestaciones multitudinarias que pedían la guerra contra Rusia. La tensión siguió en aumento cuando las multitudes serbias y bosnias quemaron banderas austrohúngaras, y en Viena la muchedumbre hizo otro tanto con las serbias. En esta última ciudad, una turba cifrada en unas mil

personas intentó asaltar la legación serbia. Como medida precautoria, la Royal Navy (Armada Británica), que por casualidad realizaba unas prácticas programadas de movilización, se hizo a la mar el 29 de julio. La crisis internacional repercutió incluso en Nueva York. El 30 de julio la Bolsa registró su primer cierre no programado en cuarenta años. El mismo día, Gran Bretaña interrumpió sus conexiones telegráficas con Alemania, y el gobierno alemán exigió a Rusia que expusiera sus intenciones antes de veinticuatro horas. La situación ya había alcanzado un punto de suficiente tensión para que los estadistas y militares de toda Europa cambiaran sus planes y volvieran al trabajo a toda prisa. Las tropas fueron acuarteladas, se cancelaron los permisos, y se advirtió a los reservistas que no se alejaran de sus hogares. Podía ocurrir cualquier cosa. El asesinato del archiduque Francisco Fernando y el subsiguiente ultimátum austrohúngaro no tenían por qué haber 1Alexei Brusilov, A Soldier's Notebook, 914-1918 (1930), Westport, Connecticut, Green Press 1 V71 pág. 4.

provocado la guerra. La serenidad había prevalecido durante dos incidentes acaecidos en Marruecos (1905 y 1911), en la anexión de Bosnia por Austria-Hungría en 1908, y en las dos guerras de los Balcanes (1912-1913). Cualquiera de estas crisis podía haber conducido a una guerra generalizada, pero todo había discurrido pacíficamente. En 1914, sin embargo, tanto alemanes como austrohúngaros habían decidido que la guerra convenía más a sus intereses que la paz. El año anterior, el embajador francés en Alemania, Jules Cambon, había advertido de un cambio en la actitud alemana. El diplomático informó a su gobierno que «a Guillermo II se le ha convencido de que la guerra con Francia es inevitable, y que ésta habrá de llegar un día u otro... [El jefe del Estado Mayor] el general [Helmuth von] Moltke se ha expresado en idénticos términos que su soberano. También ha declarado que la guerra es necesaria e inevitable»2 En 1914 Alemania y Austria-Hungría tenían decidido que el momento de aquella guerra que consideraban inevitable

ya había llegado. Ambos países temían la modernización en marcha del ejército ruso, cuya culminación estaba prevista para 1917. Si se garantizaba el apoyo de Alemania, Austria-Hungría pensaba que la guerra podía incrementar su influencia en los Balcanes y terminar con la amenaza paneslava representada por Serbia. Por su parte, Alemania confiaba en reducir a uno de sus principales rivales continentales, con toda probabilidad Francia, a una condición de mediocridad; pero esta última había realizado también reformas militares recientes. La más destacable, aprobada en 1913 en respuesta a la segunda crisis marroquí, ampliaba el período de prestación del servicio militar obligatorio de dos a tres años. Una vez aplicada en su totalidad, la ley de los tres años prometía aumentar el número de soldados franceses en activo en casi un tercio. Por consiguiente, los oficiales alemanes ya habían dado todo su apoyo a sus aliados austrohúngaros el 5 de julio, aun cuando semejante actitud implicaba la amenaza de guerra con Rusia. Incluso mientras los soberanos de Rusia y Alemania buscaban una forma de evitar la guerra a través de su correspondencia telegráfica, los militares de sus países se estaban preparando para el conflicto armado. El kaiser Guillermo se reunió con su general de mayor rango, Helmuth von Moltke, sobrino del legendario general que había conducido los ejércitos prusianos a brillantes victorias sobre Dinamarca, Austria y Francia entre 1864 y 1871. El kaiser pidió a Moltke que se preparara ante la contingencia de una guerra con Rusia. Moltke informó al kaiser de que no era posible una contienda sólo con Rusia, toda vez que los planes de guerra alemanes exigían primero enfrentarse con Francia, a fin de eliminar al principal aliado de aquélla. El plan requería también un ataque

a través de Bélgica para amenazar los flancos de las defensas francesas, lo que supondría una amenaza de guerra con Gran Bretaña, a la que preocupaba mantener limpio de barcos alemanes el litoral británico del canal de la Mancha. Los reservistas alemanes se dirigen al frente en 1914 entre las aclamaciones de la multitud. Los planes de guerra alemanes se apoyaban en la utilización de las reservas en las operaciones ofensivas, a fin de colocar el mayor número posible de hombres en Bélgica y Francia durante las primeras semanas del conflicto. (National Archives) Las aspiraciones globales de Alemania y la torpe diplomacia del kaiser habían colocado a Moltke y a sus predecesores en la difícil posición de tener que encarar una guerra de múltiples frentes en inferioridad numérica, tanto por tierra como por mar. Los enfrentamientos bélicos previos de prusianos y alemanes se habían visto favorecidos por los objetivos 2 Cambon, citado en Francis Halsey, The Literary Digest History of the World War, vol. 1, Nueva York, Funk and Wagnalls, 1919, pág. 101.

limitados de sus generales y las rápidas victorias. Bajo el reinado de Guillermo II, Alemania se había hecho poderosa, pero sus ambiciones habían sobrepasado su poder. La firma en 1907 de la Triple Entente (Rusia, Francia y Gran Bretaña) había unido a los tres rivales más poderosos de Alemania. Por tanto, Moltke daba por sentado que la guerra con uno significaba la guerra con todos. Por consiguiente, le dijo al kaiser que él no podía preparar una guerra sólo con Rusia, ni siquiera podía desviar el grueso de las tropas germanas hacia el este para combatir con los rusos primero. Si Alemania iba a ir a la guerra, tendría que empezar por combatir en Bélgica y en Francia. El kaiser le respondió, diciéndole: «Tu tío me habría dado una respuesta diferente». La reprimenda llevó a Moltke a confiar a su esposa que se había sentido «un hombre deshecho y he vertido lágrimas de desesperación... Mi confianza e independencia han sido destruidos»3 . Con semejante estado de ánimo, Moltke partió hacia el campo de batalla al mando de los ejércitos alemanes.

La situación de París —objetivo de las operaciones alemanas en 1914— la hacía en buena medida indefendible. Los estrategas franceses, confiando en asumir la ofensiva, habían preparado la defensa de la capital de manera inadecuada. (United States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales). En Rusia, el primo del kaiser se enfrentaba a un dilema parecido. El zar había ordenado a sus generales que preparasen sólo la movilización de los cuatro distritos militares que tenían frontera con el Imperio austrohúngaro. Nicolás II confiaba en que el optimismo que se desprendía de los telegramas del kaiser pudiera conducir a las negociaciones o, en el peor de los casos, a una guerra sólo entre Austria-Hungría y Rusia. El ministro de la Guerra ruso, Alexander Sazonov, no tardó en hacer añicos esas ilusiones. Advirtió al zar que una movilización parcial crearía un peligroso estado de confusión. Rusia necesitaba tiempo para organizarse a lo largo y ancho de su enorme territorio y, en comparación con Alemania, sus activos ferroviarios eran limitados. Si Rusia no ordenaba una acción total, no tardaría en encontrar indefendibles sus fronteras con Alemania. El zar se avino a regañadientes, y el 30 de julio ordenó una movilización general. Aunque ninguno de los dos comprendió del todo las consecuencias de sus acciones, el zar y el kaiser habían dado los primeros pasos hacia su propia desaparición. En contraste directo con su triunfal historia militar, Alemania estaba a punto de embarcarse en una guerra general contra la fuerza conjunta de tres enemigos poderosos. Sus únicos aliados eran el tambaleante Imperio austrohúngaro, que se abocaba a su extinción, y una nada fiable Italia, que no tardó en cambiar de bando. El alto mando alemán sabía que cuanto más durase la contienda, más se inclinarían las posibilidades de victoria del bando enemigo. Tendrían que ganar la guerra en Bélgica y Francia con rapidez o se arriesgarían a no

ganar nada. En noviembre de 1918 tanto Nicolás como Guillermo habían pagado caro la guerra que iniciaron. En marzo de 1917 la revolución y la derrota militar condujeron a Nicolás a abdicar del trono; los bolcheviques lo asesinarían, junto con su familia, en julio del 1918. El reinado de Guillermo se prolongó sólo algunos meses más. El 10 de noviembre de 1918, pocas horas antes de que el nuevo gobierno alemán firmara el armisticio que ponía fin a la guerra que él había comenzado, Guillermo abdicó del trono y partió al exilio en Holanda. Los monarcas de Austria-Hungría y del Imperio otomano correrían suertes parecidas. Los vencedores de la Primera Guerra Mundial fueron los estados democráticos de Gran Bretaña, Francia y Estados 3 Moltke, citado en Robert Asprey, The First Battle of the Mame, Filadelfia, Lippincourt, 2, pág. 34.

Unidos. Estos países, aunque aquejados de sus propias deficiencias estructurales, dependían menos de la autoridad de anticuados regímenes monárquicos. Fueron, por tanto, capaces de modificar o cambiar de gobierno cuando las situaciones lo exigieron, sin tener, al mismo tiempo, que desembarazarse de sistemas enteros. En consecuencia, no sufrieron revoluciones y pudieron formar gobiernos capaces de trabajar con los generales en aras de la victoria. Cuando falló un sistema de organización, crearon otro, hasta que terminaron por encontrar la fórmula del éxito. Por irónico que parezca, ninguno de los tres vencedores más poderosos de la Primera Guerra Mundial había buscado el

conflicto en 1914. El gobierno francés, deseoso de evitar la guerra a menos que su territorio fuera amenazado, ordenó a sus unidades que se retiraran casi diez kilómetros de la frontera germana y que se quedaran allí salvo que Alemania invadiera realmente Francia. Aunque algunos nacionalistas franceses creían que la guerra con Alemania podía vengar la derrota en la guerra franco-prusiana de 1870-1871 y recuperar las provincias que se le habían arrebatado a su país tras aquel conflicto, lo cierto es que Francia había descartado hacía tiempo una guerra ofensiva para conseguir tales objetivos. Francia defendería sus fronteras, pero no iniciaría ningún conflicto bélico por su cuenta. Si la guerra iba a ser tan corta como predecían la mayoría de los expertos, el activo militar más importante de Gran Bretaña, su poderosa armada, tendría una participación escasa. Su pequeño ejército profesional no estaba diseñado para librar una gran guerra en el continente, y eso a pesar de la creación en 1907 de una Fuerza Expedicionaria Británica (BEF) para facilitar su rápido despliegue. Los alemanes desdeñaban al Ejército británico y no hicieron ningún intento por hundir los transportes que trasladaron las tropas británicas a Francia y a Bélgica. Mejor era, creían Moltke y sus colegas, destruir la armada británica una vez llegara al continente, si es que el gobierno británico se atrevía en realidad a enviarla. En agosto de 1914 los oficiales británicos condujeron a su pequeño ejército contra el grueso del avance alemán en Francia y Bélgica; en la acción sufrieron un gran número de bajas. En 1916 un periodista comentó que el Ejército británico de antes de la guerra no era más que un «recuerdo heroico». (© Corbis) Ni Gran Bretaña ni Francia acabaron de comprender en 1914 cuáles eran sus objetivos bélicos ni la forma de ejecutarlos. En ese mismo año, Brusilov creía que Francia estaba «muy lejos de estar preparada»

para la guerra4. La descripción que hace Douglas Porch del Ejército francés como «incapaz de decidir en qué época histórica vivía», podría aplicarse también a Gran Bretaña5. Las unidades de élite del Ejército francés fueron a la guerra en 1914 luciendo uniformes 4 Brusilov, op. cit,, pág. 1. 5 Douglas Porch, Marcb to the Mame. French Army, ISH-1914, Cambridge, Cambridge University Press, 1981, pág.

de llamativos colores, más propios de sus colonias africanas que de la moderna guerra de acero. Los británicos, por su parte, seguían comandados por héroes coloniales con una escasa comprensión de las complejidades de la política del continente, como era el caso del secretario de Estado para la Guerra, Horario Kitchener, y de sir William Robertson, que hablaba seis dialectos hindis, pero ni francés ni alemán. El Ejército británico no había combatido en el continente desde la guerra de Crimea de 1854-1856. Tanto británicos como franceses pagaron un precio muy alto por las elevadas curvas de

aprendizaje que sufrieron desde 1914 a 1917. El teniente Benjamín Foulois (izquierda) y un instructor de Wright Aviation guían el único avión que poseía el Ejército norteamericano en 1910. Al cabo de una década, estos modestos inicios habían dado paso a una nueva forma de hacer la guerra, y Foulois se había convertido en el jefe del Servicio Aéreo de la Fuerza Expedicionaria Norteamericana. (United States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales) Hacia finales de 1917, sin embargo, aquella curva de aprendizaje casi se había completado. Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos habían desarrollado unas estructuras industriales, políticas y militares que les ayudaron a sobrellevar la crisis de 1918. La victoria fue fruto de la combinación del perfeccionamiento en la destreza militar y de la evolución de un sistema de apoyo administrativo, económico y social que condujo al éxito en el campo de batalla. Se había avanzado mucho desde agosto de 1914, cuando el general Henry Wilson hizo su comentario acerca de la reunión en la que la máxima autoridad británica se había decidido por la guerra. La describió como «una reunión histórica de unos hombres que, en su mayoría, ignoraban por completo lo que estaban tratando»6. En 1917-1918 su descripción ya no encajaba con los máximos dirigentes civiles y militares de las potencias aliadas7. Unos dirigentes que supervisaban unos enormes aparatos militares, con la infraestructura para mantenerlos. Como consecuencia de la creación aliada de un sistema conjunto civil y militar, en noviembre de 1918 el mariscal francés Ferdinand Foch condujo a los representantes del nuevo gobierno alemán hasta un claro en el bosque cerca de Compiégne. Allí, en un vagón de ferrocarril, el gobierno alemán se rindió, poniendo fin así a la guerra en cuyo desencadenamiento había desempeñado un papel tan significativo.

Capítulo 1 Una desilusión cruel La invasión alemana y el milagro del Mame VII. 6. Wilson, citado en Asprey, op. cit., pág. 40. 7 La Triple Entente hace referencia al acuerdo diplomático entre Gran Bretaña, Francia y Rusia. En septiembre de 1914 estos países firmaron el Pacto de Londres, en virtud del cual se creaba la Alianza de la Entente. A partir de entonces, estas naciones y las que lucharon a su lado fue ron conocidas como los aliados. El soldado francés no ha perdido ninguna de las cualidades militares de su estirpe; conserva todo su valor y ardor atacante, pero estas mismas cualidades han de ser dirigidas con prudencia sobre el moderno campo de batalla o conducirán a un rápido desgaste de fuerzas. Boletín de operaciones francés del cuartel general del general Joffre a los jefes de las unidades, 21 de septiembre de 19148 Dado que los planes de guerra alemanes asumían que el enfrentamiento con uno de los miembros de la Triple Entente implicaba la guerra con todos ellos, las primeras operaciones de importancia que realizaron los alemanes se dirigieron hacia el oeste, contra Bélgica y Francia, dos países involucrados sólo de manera indirecta en la crisis precipitada por el ultimátum austrohúngaro. Para Alemania, el único delito de Bélgica era su desafortunada posición geográfica, y las condiciones de la Triple Entente obligaban a Francia a movilizarse sólo en el caso de una movilización alemana, y a atacar si Alemania atacaba a Rusia. Francia no tenía que haberse visto involucrada en absoluto en la crisis de julio. Aunque resulte irónico, el inicio de la guerra por parte de Rusia —el principal problema diplomático de los alemanes durante dicha

crisis— supuso únicamente una preocupación secundaria para Alemania; mientras siete ejércitos alemanes se dirigieron hacia el oeste, sólo el octavo se encaminó hacia el este. Combatir según lo previsto Los planes de guerra alemanes siguen siendo objeto de una intensa controversia histórica, aunque los estudiosos han alcanzado un consenso general sobre tres puntos. Primero, que los alemanes asumieron la necesidad de derrotar a Francia antes que a Rusia porque suponían que aquélla se movilizaría con más rapidez que ésta. Segundo, que Alemania asumió que tenía que flanquear las fortificaciones francesas violando la neutralidad de Bélgica siempre que fuera para derrotar a Francia con la suficiente rapidez para volver al este y enfrentarse a los rusos. Tercero, que Alemania supuso o que Gran Bretaña no lucharía por la neutralidad belga (con la memorable alusión del kaiser al tratado de 1839 como «un pedazo de papel»), o que, si lo hiciera, los alemanes derrotarían a la pequeña Fuerza Expedicionaria Británica (BEF) en cualquier parte del continente. Para los estrategas alemanes, la posible intervención del Ejército británico no suponía, por tanto, un desafío de importancia. Para conseguir este ataque relámpago sobre Bélgica y Francia, el 2 de agosto los alemanes empezaron a desplegar siete de sus ocho ejércitos hacia el oeste. Las unidades responsables del principal avance a través de Bélgica fueron el I y II Ejército, con 320.000 y 260.000 hombres, respectivamente. Dos ejércitos más, el III y el IV, prestaban su apoyo atravesando Luxemburgo y el sur de Bélgica, mientras que al V, VI y VII se les encomendó la defensa de Alsacia y Lorena. Moltke estableció su cuartel general en Luxemburgo, que resultó hallarse demasiado lejos de sus ejércitos para ejercer un

control real sobre ellos, y demasiado lejos de Berlín para conservar una comprensión cabal de la situación general. Aunque la acción violaba un tratado firmado por Alemania, un ataque a través de la neutral Bélgica ofrecía diversas ventajas de importancia. La línea más poderosa de fortificaciones de Francia discurría a lo largo de la frontera alemana, desde Verdún a Toul y desde Epinal a Belfort. A excepción de Maubeuge, los fuertes existentes en el noroeste de Francia se hallaban en un estado de deterioro general, puesto que los franceses habían concentrado su gasto militar en armas ofensivas. Además, las fuerzas francesas se concentraban a lo largo de la frontera con Alsacia y Lorena. Si los alemanes eran capaces de moverse con rapidez, los ejércitos franceses podrían estar demasiado lejos de París para evitar que los alemanes tomaran o rodearan la capital. Bélgica parecía propicia para la ocupación. Tenía una fuerza militar pequeña, que ascendía a 117.000 hombres, una cifra que no era ni la mitad de la del II Ejército alemán. Carecía, además, de muchas de las armas de guerra modernas, y la preparación de su Estado Mayor y de sus servicios auxiliares se situaba muy por debajo de los niveles de sus vecinos más poderosos. Celosa de su neutralidad, Bélgica no había mantenido negociaciones de importancia antes de la guerra ni con Francia ni con Gran Bretaña. Algunos alemanes habían esperado, incluso, que los belgas tal vez permitieran a los ejércitos alemanes atravesar libremente su país, en lugar de intentar resistirse. En contra de tales expectativas, y pese a la abrumadora desigualdad a la que se enfrentaban, los belgas se prepararon para resistir. Sus esperanzas resultaron ser una serie de ciudades fortificadas que protegían los principales ríos, carreteras y líneas ferroviarias del país. Entre las más fuertes se encontraba Lieja, con doce fuertes

independientes, 400 piezas de artillería y capacidad para mantener a una guarnición de 20.000 hombres. Namur, al sudoeste de Lieja, tenía nueve fuertes que, según creían los comandantes belgas, podrían resistir durante nueve meses sin refuerzos. Tanto Lieja como Namur se levantaban en la línea de avance del II Ejército alemán. La más impresionante de todas las fortificaciones belgas se erigía 8 El epígrafe está extraído del Boletín de Operaciones de 21 de septiembre de 1914 «Opérations du 2 au 25 aoüt 1914», SHAT fondos BUAT 6N9, caja 8, exp. 5.

más al norte y protegía a la ciudad portuaria de Amberes. Sus defensas estaban integradas por más de 43 km de líneas exteriores, 17 fuertes independientes y casi 13 km de murallas interiores. Los alemanes no pretendían asediar las fortificaciones belgas; lo que planeaban era arrasarlas con artillería moderna fabricada con ese propósito. Los obuses de 280 mm alemanes podían disparar sus proyectiles hasta una distancia de casi 10 km, un alcance que sobrepasaba con creces la capacidad de respuesta de los cañones de las

fortalezas belgas. Los proyectiles de estos obuses pesaban 336 kg y viajaban a una velocidad de 345 m/s, produciendo una energía de choque de más de seis mil toneladas. Una batería alemana experta podía disparar hasta veinte proyectiles por minuto. Soldados alemanes en su avance a través de Bélgica. Las prisas excesivas y el miedo provocado por las acciones de los partisanos pusieron nerviosos a los jóvenes soldados alemanes, lo que llevó a cometer atrocidades y represalias contra la población civil belga. (Library ofCongress) Lieja defendía los accesos que cruzaban el río Mosa y era el primer gran obstáculo para el avance alemán a través de Bélgica; estaba situada también junto a la principal línea ferroviaria que unía Colonia con Bruselas y, en consecuencia, era crucial para las rutas de suministro alemanas hacia Francia. Su posición tenía una significación estratégica de tal calado, que el jefe del Estado Mayor de la movilización alemana había visitado la región en 1909, haciéndose pasar por turista. Cinco años después, el general Erich Ludendorff hizo buen uso de la información adquirida durante aquel recorrido turístico como jefe de la XIV Brigada, a la que se le había encargado la toma de la fortificación. Ludendorff se vanagloriaba de que su artillería podía obligar a Lieja a rendirse en cuarenta y ocho horas. Además de los obuses de 280 mm, disponía de cinco cañones de 420 mm, fabricados específicamente para destruir las fortificaciones de Lieja, y de cuatro baterías de morteros de gran ángulo de tiro de 305 mm. A esta potencia de fuego se sumaron los zepelines, que convirtieron a Lieja en la primera ciudad de Europa en ser bombardeada desde el aire9. Lundendorff estuvo a punto de cumplir su promesa cuando sus hombres, tras una sucesión de ataques audaces, se

infiltraron en Lieja. El mismo condujo varias de las cargas, y el 7 de agosto golpeaba las puertas principales de la ciudadela de Lieja con la empuñadura de su espada, exigiendo su rendición. El éxito en Lieja convirtió de la noche a la mañana a Ludendorff en héroe de Alemania, y lo catapultó a un meteórico ascenso que no tardaría en conducirlo a responsabilidades mucho mayores. Pero el problema inmediato de Alemania subsistía. Pese a la pérdida de la ciudadela, los fuertes a ambos lados del río Mosa seguían estando en manos belgas, aunque el intenso fuego de artillería alemán estaba ocasionando enormes daños en las fortificaciones y tremendas bajas entre las guarniciones belgas. Las últimas fortalezas de los alrededores de Lieja no se rindieron hasta el 16 de agosto. Namur apenas supuso un problema y se rindió apenas dos días después. Pero el problema mayor para los alemanes, tan preocupados por la rapidez, lo constituyeron el Ejército y las fuerzas irregulares belgas, los franctireurs [francotiradores], con su negativa a someterse al mayor poderío y contingente del Ejército alemán. Las acciones de los franctireurs enfurecieron de manera especial a los jefes de las unidades alemanes, que se acordaban de los tremendos problemas que los irregulares franceses les habían ocasionado en la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Los jóvenes reclutas alemanes, aterrorizados por aquel fuego de fusiles, que llegaba desde cualquier ángulo 9 Ilew Strachan, The First Wold War, vol. 1, To Arms, Oxford, Oxford University Press, 2001, (trad. La Primera Guerra Mundial, Barcelona, Crítica, 2004).

y en el momento más inesperado, estaban cada vez más asustados y nerviosos. Temeroso del impacto que producía entre sus hombres y de los trastornos ocasionados a su preciado calendario bélico, el Ejército alemán reaccionó con una campaña premeditada de Schrecklichkeit, o terror, contra la población civil belga, política que había sido aprobada por los máximos responsables tanto del ejército como del gobierno.10 La ciudad de Lovaina padeció todo el peso del Schrecklichkeit. Los alemanes fusilaron al burgomaestre, al rector de la universidad y a todos los oficiales de policía de la ciudad. Luego, prendieron fuego a la biblioteca de la universidad, y destruyeron los preciosos edificios y los irreemplazables manuscritos góticos y renacentistas que contenían. Los alemanes deportaron a miles de ciudadanos belgas a campos de trabajo y fusilaron a otros tantos miles, la mayoría por motivos intrascendentes. A finales de agosto, detuvieron a una enfermera británica Edith Cavell, y la acusaron de espionaje, una acusación a todas luces injusta, incluso para muchos alemanes. Los oficiales germanos se negaron a revelar las pruebas en

las que se habían basado para detenerla y no permitieron la presencia de abogados u observadores británicos durante el juicio. Fusilaron a Edith Cavell en octubre de 1915, provocando la indignación de la Entente y de las naciones neutrales, así como el mayor número de alistamientos en Gran Bretaña desde el estallido de la guerra. Los intentos alemanes de justificar sus acciones como actos de legítima defensa sonaron falsos. «Estamos en un estado de necesidad —proclamó el canciller alemán Theobald von Bethmann Hollweg—, y la necesidad no sabe de leyes.».11 El gobierno británico declaró la guerra a Alemania en cuanto las tropas de ésta entraron en Bélgica. La crueldad con que había violado la neutralidad de un país que no representaba ninguna amenaza razonable para ella conmocionó a los británicos, aunque en un plano más práctico; lo que llevó a Gran Bretaña a actuar fue el temor de que Alemania se hiciera con el control de la costa meridional del canal de la Mancha. Cuando las historias (tanto reales como exageradas) de las acciones de los alemanes en Bélgica se difundieron, la causa de los belgas no tardó en convertirse, según un escritor de la época, «en una manera conveniente de referirse a los problemas morales de la guerra».12 La defensa de los derechos de Bélgica se identificó enseguida con el honor de Gran Bretaña y, al menos durante los primeros meses de la guerra, llevó a miles de jóvenes británicos a alistarse como voluntarios en el servicio militar. La ejecución de la enfermera británica Edith Cavell en octubre de 1915 a manos de los alemanes originó un repentino aumento del reclutamiento en Gran Bretaña y proporcionó a los aliados un importante instrumento en la guerra de propaganda, (Imperial War Museum, propiedad de la Corona, 86/28/2) Mientras se procedía al alistamiento de jóvenes por toda Gran Bretaña, 100.000 soldados profesionales y reservistas de

la Fuerza Expedicionaria Británica desembarcaron en el continente entre el 11 y el 17 de agosto, aunque los alemanes no 10 John Horne y Alan Kramer, Germán Atrocities, 1914: A History of Denial, New Haven, Yale University Press, 2001, pág. 53. 11 Bethmann Hollweg, citado en Francis Halsey, The Litera/y Digest History ofthe World War, vol. 1, Nueva York, Funk and Wagnalls, 1919, pág. 255. 12 Sophie de Schaepdrijver, «The Idea of Belgium», en Aviel Roshwald y Richard Suites (comps.), European Culture in the Great War: The Arts, Entertainment, and Propaganda, 1914-1918, Cambridge, Cambridge University Press, 1999, págs. 267-294, cita en pág. 268. fueron conscientes por completo de su presencia hasta el 22 de ese mes. El soldado Reeve, de la Real Artillería de Campaña británica, recordaba más tarde que, mientras avanzaban por las carreteras del norte de Francia, los soldados británicos «recibimos en todo momento una bienvenida frenética [,] la gente se volvía loca de alegría. En todas las estaciones nos recibían con banderas, cigarrillos, tabaco, fruta y vino».13 No obstante este entusiasmo, la integración de los Ejércitos francés y británico se reveló como un proceso de extrema dificultad. Antes de la guerra apenas había existido una planificación conjunta, y sí muchas suspicacias mutuas entre los altos mandos de los respectivos ejércitos. El jefe del Ejército francés destacado más al norte (el V), Charles Lanrezac, desconfiaba de los británicos tanto como el comandante de la BEF, sir John French, desconfiaba de los franceses. Nada más llegar la BEF, el jefe del Estado

Mayor de Lanrezac recibió a su homólogo inglés con frialdad, diciéndole: «Por fin han llegado... Si nos derrotan, todo se lo deberemos a ustedes». 14 A pesar de tales problemas, la BEF avanzó hacia Bélgica desde una línea que se extendía entre la fortaleza francesa de Maubeuge y la ciudad de Le Cateau. Los hombres de la BEF eran duros, tiradores expertos y estaban bien entrenados. Todos se habían presentado voluntarios para el servicio militar; y venían de una tradición de los regimientos británicos que exaltaba la lealtad a la unidad, lo que garantizaba que los hombres lucharían, y que lo harían con denuedo. En todos los sentidos, se trataba de algunos de los mejores soldados de Europa, y el kaiser no tardó en lamentar su despreocupado y desdeñoso comentario de que la BEF era un «pequeño ejército despreciable». La principal debilidad de la BEF provenía de lo más alto. El mariscal de campo sir John French debía más su nombramiento como comandante de la fuerza expedicionaria a su renuncia por cuestiones de conciencia durante un conato de amotinamiento militar en el Ulster, que a su aptitud para encargarse de una misión tan seria. La mayoría de sus colegas de alto rango creían que era de una lamentable ineptitud para semejante puesto. Uno de ellos, el general Douglas Haig, se había quejado infructuosamente del nombramiento directamente al rey. Apuesto oficial de caballería en las colonias durante su juventud, sir John contaba 64 años en 1914 y había permanecido en el servicio activo desde su alistamiento como guardiamarina en la Royal Navy en 1866. En ese momento, llegaba a Francia con un ejército cuyos jefes de divisiones y cuerpos no acababan de creer en él para combatir junto a un aliado que tampoco lo tenía en alta estima.

El 22 de agosto el V Ejército francés tomó las ciudades belgas de Dinant y Charleroi; lo que quedaba del Ejército belga se estableció al sur de Namur, y la BEF avanzó hasta la ciudad de Mons. Al día siguiente, el II Cuerpo de la BEF, integrado por 30.000 hombres, se encontró directamente en la línea de avance de todo el I Ejército alemán en un área abandonada por un general de brigada que no se sintió «favorablemente impresionado por sus posibilidades de defensa».15 El comandante del II Cuerpo al mando de este sector, Horace Smith-Dorrien, había sido uno de los cinco únicos oficiales que sobrevivieron en 1879 a la masacre de 1.750 europeos en la batalla de Isandhlwana, durante la guerra Zulú. Había ido ascendiendo hasta convertirse en uno de los más respetados comandantes de campaña del Ejército británico, y en Mons no fue presa del pánico. Como tampoco sus soldados. A pesar de las escasas posibilidades que tenían, los profesionales británicos del II Cuerpo utilizaron sus fusiles con pericia, y sufrieron 1.500 bajas, aunque mantuvieron el frente. Pese a estos actos heroicos, la BEF se encontraba en una posición peligrosa. A primeras horas de la mañana siguiente, sir John se enteró de que el V Ejército de Lanrezac, situado a su derecha, empezaba a retirarse. La retirada dejaba el flanco derecho del II Cuerpo peligrosamente al descubierto. Furioso con Lanrezac y cada vez más descorazonado acerca del futuro de su ejército, sir John ordenó al II Cuerpo que se retirara. Al mismo tiempo, el jefe del I Ejército alemán, Alexander von Kluck, intentó rodear a las fuerzas británicas y aislar a Smith-Dorrien del cercano I Cuerpo de Douglas Haig. El movimiento estuvo a punto de tener éxito. Al ver la amenaza que se cernía sobre el II Cuerpo, sir John ordenó a Smith-Dorrien que se retirara. Sin embargo, cuando llegó la orden, el II Cuerpo se encontraba combatiendo de manera

desesperada por sobrevivir. Los hombres de Smith-Dorrien, ya agotados desde Mons, ocupaban un área cuyo terreno ofrecía muchas dificultades de defensa y no podían contar con fuerzas de reserva que acudieran en su auxilio. Incapaz de dejar de combatir a los alemanes que tenía enfrente, Smith-Dorrien desobedeció la orden de French y siguió combatiendo. La subsiguiente batalla de Le Cateau, librada el 26 de agosto, se convirtió en la de mayor envergadura en la que hubiera intervenido el Ejército británico desde la de Waterloo, acaecida cien años antes. Bajo una lluvia torrencial, los hombres del II Cuerpo combatieron en una dura acción de retirada contra 140.000 alemanes. Los británicos perdieron 8.000 hombres; pocos para los parámetros posteriores de la Primera Guerra Mundial, pero un número enorme para un ejército con un contingente inferior a 100.000 hombres y que ya había derramado abundante sangre en Mons. El duro combate de Le Cateau permitió que los demás elementos de la BEF se retirasen al interior de Francia y se reorganizaran. La decisión de 13 Diario de A. Reeve, IWM W/21/1, pág. 1. 14 Citado en Robert Asprey. The First Beittk of the Mame, Filadelfia, Lippincourt, 1962, pág. 42. 15 General sir Henry de Beauvoir de Lisie, «My Narrative of the Great German War», 1919, LIICMA, Colección de Lisie, Parte I, pág. 5.

Smith-Dorrien de permanecer y luchar salvó con toda probabilidad a la BEF, aunque su comandante nunca le perdonó del todo que desobedeciera una orden. Los británicos iniciaron entonces una larga retirada hacia París. El soldado Reeve, el artillero de campaña que había constatado la euforia con que había reaccionado la población civil francesa ante la llegada de los británicos, escribía una semana después que «casi todos los lugares en los que nos habían dado la bienvenida al llegar, están ahora desiertos».16 Otro soldado británico, un irlandés veterano de las guerras de la India y Sudáfrica, dejaba constancia de la trágica visión de un ejército que se retiraba hasta 37 km cada día sin víveres, subsistiendo con las patatas que encontraban por el camino. La mayoría de los soldados seguían vistiendo las mismas ropas que llevaban al salir de Gran Bretaña. La singularidad de la escena se vio agudizada cuando muchos de los más veteranos de su unidad se deshicieron de sus abrigos y gorras y sustituyeron éstas por pamelas, a fin de protegerse del insólito calor de aquel tórrido agosto. Sin embargo, escribió el

soldado, «en las ocasiones señaladas en las que esos mismos hombres agotados tuvieron que darse la vuelta y combatir, no se abandonaron y lo hicieron bien».17 El Ejército británico estaba herido, pero no derrotado. El avance alemán desplazó a miles de familias que tuvieron la desgracia de verse atrapadas en el camino de los ejércitos alemanes. Estos niños franceses se contaron entre los refugiados. (National Archives) El hecho de que Lanrezac no informara a los británicos de su retirada provocó que las relaciones entre los aliados se tensaran durante meses, por más que la retirada en sí fuera perfectamente recomendable desde el punto de vista militar a la luz de los fracasos franceses en el sudeste. Los planes de guerra franceses han recibido todo tipo de condenas por parte de los historiadores, y con razón. Sin embargo, los estrategas galos se enfrentaron a obstáculos políticos y sociales de mucha más envergadura que aquellos que tuvieron que encarar sus homólogos alemanes. Los políticos franceses prohibieron al ejército que violara la neutralidad de Bélgica hasta que los alemanes lo hubieran hecho. A mayor abundamiento, Francia carecía de la ambición continental de Alemania y, por consiguiente, no tenía más objetivo bélico evidente que el de la legítima defensa y el de la reconquista de Alsacia y Lorena, las dos provincias en poder de Alemania desde 1871. Aunque los objetivos bélicos de Francia fueran esencialmente defensivos, los generales franceses no tenían intención de llevar a cabo un plan de guerra defensivo. Su análisis de la debacle de 1870-1871 había llevado a la conclusión de que la postura defensiva de Francia en las primeras semanas de la guerra había cedido la iniciativa al enemigo y que esto, por ende, había sido la causa principal de la derrota. En consecuencia, el Plan XVII de Francia exigía

una concentración de fuerzas al sur de la frontera belga, a lo largo de un frente que discurría desde Sedán a Belfort. Aunque dicho plan dejaba expuestas las regiones de Picardía y Artois, ofrecía al oficial al mando francés, Joseph Joffre, la posibilidad de escoger entre adentrarse en Alsacia-Lorena o, si los alemanes violaban de hecho la neutralidad belga, entrar en Bélgica por el noreste para aislar a los alemanes desde la retaguardia.18 16 Diario de A. Reeve, pág. 2. 17 Diario de John Mrflwain.IWM 96/29/1, anotación del 2 de septiembre, pág. 12. 18 Para una excelente perspectiva general del plan, véase Robert Doughty, «French Strategy en 1914: Joffre's Own», Jounal of Military ¡listón- n" 67, abril de 2003, págs. 427-454. Las motivaciones políticas, culturales y económicas convertían el avance sobre Alsacia-Lorena en la opción más evidente para los franceses. La devolución de estas dos «provincias perdidas» era el único objetivo bélico, aparte del evidente de la legítima defensa, que aglutinaba a la ciudadanía. Además, más de un tercio del mineral de hierro de los alemanes procedía de Alsacia y Lorena, por lo que la toma de las minas de hierro podía paralizar la producción bélica alemana. Desde un punto de vista militar, el control de Alsacia-Lorena llevaría a las fuerzas francesas hasta el Rin, afectando así a la capacidad alemana para reforzar y reabastecer a sus ejércitos. Asimismo, la acción coincidía con los acuerdos alcanzados con Rusia antes de la guerra, conducentes a presionar a Alemania lanzando ofensivas simultáneas desde el este y el oeste. Entre el 7 y el 14 de agosto, mientras las fuerzas alemanas cruzaban Bélgica, los franceses culminaban sus

concentraciones. El 14 de agosto Joffre y su Estado Mayor seguían pensando que carecían de la información suficiente para juzgar las intenciones alemanas en Bélgica de manera precisa y creyeron que la situación parecía inclinarse a favor de Francia. No podían —o no querían— descartar la posibilidad de que el avance alemán en Bélgica fuera sólo un amago, y al mismo tiempo creían que los alemanes no tenían la fuerza suficiente para atravesar Bélgica, defenderse contra un ataque en toda regla en Alsacia-Lorena y rechazar a los rusos en el este, todo al mismo tiempo. Además, en ese momento algunas de las fortalezas de Lieja seguían resistiendo, y los alemanes no habían intentado todavía atacar Namur. Así pues, Joffre subestimó la importancia de las operaciones en Bélgica y ordenó a sus fuerzas que entraran en Alsacia-Lorena. Con la esperanza de liberar Alsacia-Lorena, los soldados más selectos de Francia se concentraron en cuatro ejércitos frente al VI y el VII Ejército de los alemanes. Los cadetes de la academia militar francesa de St. Cyr se presentaron para la batalla vestidos con sus uniformes de gala, dispuestos a sacrificar sus vidas por Francia. A medida que avanzaban por Alsacia, los lugareños lanzaban vino y flores a su paso. Joffre publicó una proclama dirigida a la población de Alsacia que rezaba así: Después de cuarenta y cuatro años de penosa espera, los soldados franceses pisan de nuevo el suelo de esta tierra noble. Ellos son los pioneros de la gran tarea de la venganza... La nación francesa los ha alentado de manera unánime, y en los pliegues de sus banderas están escritas las palabras mágicas: «Ley y Libertad. ¡Larga vida a Alsacia! ¡Larga vida a Francia».19 Los cuatro combates independientes que siguieron entre el 14 y el 27 de agosto, conocidos en

conjunto como la batalla de las Fronteras, empezaron de forma esperanzadora para Francia, pero acabaron en un desastre lamentable. El VI y el VII Ejército alemanes habían esperado defenderse en este sector y habían preparado el terreno en consecuencia. Las colinas, montañas y bosques de Alsacia proporcionaban unas posiciones excelentes a los defensores alemanes, pese a lo cual los franceses avanzaron con arrojo. El Ejército de Alsacia del manco general Paul-Marie Pau avanzó hasta Mulhouse. Al norte de él, las formaciones francesas más poderosas, el I y el II Ejército, que sumaban un tercio de la fuerza total francesa, avanzaron hacia el nordeste desde posiciones situadas a ambos lados del río Mosela. El III y el IV Ejército, por su parte, se prepararon para atacar el que se suponía débil centro de los alemanes, situado en los bosques de las Ardenas. Durante la primera semana los galos creyeron que su ofensiva estaba dando muestras de éxito. Gran parte de éste, sin embargo, era ilusorio, ya que las fuerzas francesas no habían alcanzado todavía las posiciones principales de los alemanes. Lo hicieron el 20 de agosto en dos sitios. El II Ejército francés atacó los cerros de Morhange, al nordeste de Nancy, mientras que el I Ejército se encontró con las fuertes posiciones alemanas de las cercanías de Sarrebourg, entre Nancy y Estrasburgo. Ningún soldado luchó jamás con tanto denuedo; pero, como ocurriría en tantas batallas posteriores en esta guerra, el entusiasmo de los combatientes no podía compensar las dificultades a las que se enfrentaron. En las colinas y valles de Alsacia, las unidades acabaron separándose, y las comunicaciones se interrumpieron enseguida. Los inexpertos soldados, muchos vestidos con relucientes uniformes nada adecuados para la guerra moderna, cargaron contra nidos de

ametralladoras camuflados con los resultados predecibles. Tras ser obligados a retroceder en Morhange y Sarrebourg, los franceses tuvieron que hacer frente a los decididos contraataques del VI y el VII Ejército alemanes. Lo que éstos buscaban era aprovecharse de las bajas francesas, tomar la trascendental ciudad de Nancy, y atravesar lo más deprisa posible el Trouée de Charmes, una región apenas fortificada al sudoeste de Nancy, entre Toul y Epinal. Joffre tenía que manejar esta crisis además de la que tenía lugar en Bélgica, donde los alemanes se disponían a cruzar el río Mosa y a avanzar sobre Mons. La situación se había vuelto desesperada. El 24 de agosto, el mismo día en que la BEF mantuvo sus líneas en Mons, los alemanes atacaron Trouée de Charmes, cuya posición Joffre ordenó que se defendiera a toda costa. El jefe del II Ejército, Edouard Noel de Castelnau, encomendó la defensa de Nancy al inteligente y agresivo comandante de su XX Cuerpo, Ferdinand Foch. Este había abandonado el colegio en 1870 para alistarse voluntario como soldado raso en la guerra franco-prusiana, aunque no llegó a entrar en combate. Después de la guerra volvió al colegio en Nancy, donde se preparó para los exámenes de acceso al cuerpo de oficiales francés, mientras las bandas de la ocupación alemana se burlaban a diario de la población interpretando el toque 19 Joffre, citado en Halsey, op. át., vol. I, pág. 279.

de «retirada». Foch conocía bien el terreno de los alrededores de Nancy y ardía en deseos de venganza.20 Pero también se veía favorecido por sus excelentes relaciones con Joffre, que disculpaba de buen grado muchos de sus defectos. A principios de agosto de 1914, Foch había ignorado la orden del gobierno de alejar 10 km de las fronteras a sus unidades, y en Morhange insistió en avanzar cuando Castelnau le había ordenado que se retirara. Por consiguiente, Castelnau le culpaba en buena medida de la pésima situación que ocupaba en ese momento su II Ejército. Foch reorganizó la retirada de las unidades francesas haciéndoles rodear una cadena de colinas boscosas de 300 a 400 metros de altura situadas al nordeste de Nany, conocidas en conjunto como la Grand Couronné. El I y el II Ejército restablecieron entonces el contacto y se prepararon para recibir el ataque de los alemanes. El 25 de agosto éstos estuvieron

a punto de romper las líneas francesas, pero Foch reaccionó. Ordenó a su XX Cuerpo que contraatacara, con la esperanza de que la confusión generada por su ataque desbaratara los planes alemanes. Su maniobra funcionó: los franceses consiguieron conservar Nancy y Trouée de Charmes tras una sucesión de sangrientos enfrentamientos que se prolongaron hasta el 12 de septiembre. A pesar de este éxito, los franceses no consiguieron retomar Alsacia-Lorena y pagaron un descomunal precio en vidas humanas en la batalla de las Fronteras. Los oficiales franceses, imbuidos en la creencia de que el mando significaba estar dispuesto a atacar y a morir con las botas puestas, dirigieron un ataque sangriento tras otro. La doctrina ofensiva francesa se desmoronó ante la artillería de campaña y las ametralladoras alemanas. Se estima que las bajas francesas fueron de 200.000 hombres y de 4.700 de los 44.500 oficiales que había antes de la guerra. Los mejores hombres del Ejército francés habían sacrificado sus vidas en un intento de recuperar Alsacia y Lorena, sólo para descubrir que la verdadera amenaza estaba en otra parte. El ingente número de heridos de las primeras semanas desbordó por completo a un sistema sanitario carente de toda preparación para la guerra. Esta iglesia francesa sirvió de improvisado hospital de campaña. (National Archives)

El milagro del Mame Joffre reaccionó ante la sucesión de emergencias coincidentes a las que se enfrentaba sin perder la calma. Aquel hombre de físico imponente, presencia militar y una calma casi inhumana, hizo balance de las crisis simultáneas que se habían desarrollado en Bélgica y Alsacia sin perderse ni sus descomunales almuerzos ni sus siestas diarias. Al darse cuenta tardíamente de que la principal amenaza procedía del ala derecha alemana, que avanzaba hacia París desde el nordeste, ordenó a sus fuerzas que permanecieran a la defensiva desde Verdún a Belfort. Reemplazó a toda prisa a una docena de 20 Para más información sobre Foch, véase Michael Neiberg, luich: Supreme Allied Covimav-'r tu the Great War, Dulles. Virginia, Brassey's, 2003. oficiales, incluidos Lanrezac y Pau, por considerar que no habían sabido hacer frente al desafío de las primeras semanas de la guerra. Por otro lado, disolvió el ejército de Alsacia de Pau y envió a la mayoría de sus hombres a París, donde contribuirían a la formación de un nuevo VI Ejército que protegería los accesos nororientales a la capital. Asimismo, asignó a Foch al mando de otra nueva unidad, el IX Ejército, que se estaba formando en el este de París, entre el IV y el V Ejército. De acuerdo con el calendario previsto, los alemanes estaban cerca de una tentadora victoria en el oeste. El 31 de agosto un piloto alemán se atrevió a lanzar sobre el mercado de Les Halles de París una bandera con la inscripción: «Los alemanes estarán en París dentro de tres días».21 Aun así, la capital francesa empezaba a figurar cada vez menos en los planes alemanes. Al creer que había aplastado a la BEF, Kluck decidió cambiar de estrategia y optó por no

dirigirse hacia el norte y el oeste de París, como estaba planeado; en su lugar, cambió el eje del ataque hacia el sur y el este de la capital, con la intención de aplastar al V Ejército francés, al que, erróneamente, consideraba el Ejército aliado menos capacitado de los establecidos en las cercanías de París. El reconocimiento aéreo y las patrullas de caballería franceses no tardaron en informar del cambio en los movimientos de Kluck. El cambio de rumbo alemán fue una grata noticia para el gobernador militar de París, el general Joseph Gallieni, un héroe de las guerras coloniales francesas al que se había devuelto al servicio activo a pesar del rápido deterioro de su salud. El 1 de septiembre Gallieni había informado a Joffre que París no podía defenderse con los recursos de que disponía. Pero la noticia del movimiento alemán hacia el sudeste, que Gallieni recibió el 3 de septiembre, significaba que la batalla principal podría librarse en las afueras de París y que la capital no tendría que sufrir un sitio para el que estaba lamentablemente preparada. Tanto Joffre como Gallieni vieron la oportunidad de aplastar la, a esas alturas, desprotegida ala derecha alemana, aunque Joffre siguió recomendando que se evacuara al gobierno francés a la ciudad de Burdeos, situada casi 600 km al sudoeste. Al mismo tiempo, sir John, cada vez más desanimado, estaba considerando la posibilidad de mover a la Fuerza Expedicionaria Británica en dirección al puerto de Le Havre, en el canal de la Mancha, de donde podría ser evacuada por la Royal Navy. El 31 de agosto telegrafió al secretario de Estado de la Guerra británico, lord Kitchener, admitiendo que «mi confianza en la capacidad de los mandos del Ejército francés para conducir al éxito esta campaña disminuye a marchas

forzadas».14 Kitchener, un militar de proporciones legendarias, comprendió de inmediato que si la BEF procedía a la retirada propuesta por sir John, se abriría una peligrosa brecha entre el V y el VI Ejércitos franceses, dejando a París en una arriesgada situación de desprotección. Por lo tanto, dio el insólito paso de dirigirse a toda prisa a Francia para convencer personalmente a sir John de que se quedara. Aunque, a la sazón, Kitchener formaba parte del gobierno en calidad de civil, se presentó en Francia ataviado con su uniforme de mariscal de campo, a fin de dejar bien claro ante sir John cuál era su idea de la cadena de mando. Kitchener consiguió que sir John cambiara de opinión, y la BEF asumió las posiciones defensivas del este de París. El 4 de septiembre los dos ejércitos enemigos estaban desplegados, como unas tensas cintas elásticas, a un lado y a otro de un frente de 320 km que discurría desde París a Verdún. El modificado plan alemán preveía replegar sobre sí mismos los dos flancos de la línea aliada, comprimiendo así uno contra otro a los ejércitos aliados. La maniobra prometía destruir a las fuerzas aliadas frente a París, pero exigía un gran esfuerzo de los soldados alemanes, que llevaban caminando y combatiendo desde hacía un mes. El I, el II y el III Ejércitos estaban integrados por miles de hombres que ya no tenían las fuerzas con las que habían empezado la guerra; muchas unidades habían agotado sus provisiones y estaban viviendo de lo que les daba la tierra, y los soldados estaban cansados, hambrientos y escasos de munición. Por su parte, los hombres de Joffre estaban tan cansados como sus enemigos alemanes, pero tenían más cerca sus líneas de abastecimiento, y los refuerzos provenientes de las provincias francesas iban camino de París. Con la capital fuera ya del punto de mira del I Ejército alemán, Joffre y Gallieni se la jugaron: el 4 de septiembre ordenan a

los hombres de la guarnición de París que «mantengan el contacto con el Ejército alemán y se preparen para intervenir en la batalla que se avecina».22 Gallieni se reunió entonces con el jefe del Estado Mayor de sir John y acordaron un plan para actuar de manera conjunta cuyos detalles Joffre y sir John ratificaron de inmediato. El cambio de orientación revitalizó a los hombres de la BEF, que se alegraron de seguir adelante en lugar de retroceder. «Sólo aquellos que habían intervenido de verdad en la retirada [de Mons] -recordaba un oficial británico-, pudieron experimentar en toda su intensidad la sensación cuando se nos dijo que íbamos a suplir nuestras carencias y a prepararnos para avanzar.23 A pesar de la fatiga, los hombres de la BEF 21 Ministére de la Guerre, Les Armées Francaises dans la Grande Guerre, serie I, vol. 2, París, Imprimcne Nationale, 1925, pág. 587. 22 French, citado en Asprey, op. át, págs. 80-81. 23 Les Armées Francaises, op, cit. serie I, vol. 2, pág. 627.

no habían perdido su ardor guerrero.24 . El Frente Occidental, 1914. La subsiguiente batalla del Marne se extendió a ambos lados de todo el frente, desde el río Ourcq hasta Verdún, y, en su momento, constituyó la mayor batalla jamás librada, con un millón de hombres combatiendo en cada bando. Lo que estaba en juego era descomunal. Si los alemanes tenían éxito en envolver a los ejércitos aliados, el hecho podía conducir a un desastre de una magnitud sin precedentes; si fracasaban, los alemanes se verían obligados a retirarse más allá del río Marne, y París estaría a salvo. La orden general del V Ejército el día 5 de septiembre transmitía una sensación apremiante: «Antes de esta batalla, cada soldado ha de saber que el honor de Francia y la salud de la Patria descansan en el vigor con

que mañana afronte la batalla. El país confía en que todos los hombres cumplan con su deber».25 El futuro de Francia pendía de un hilo. La mañana del domingo 6 de septiembre, los ejércitos aliados avanzaron a lo largo de todo el frente. El mismo kaiser se había personado en el flanco izquierdo alemán con la esperanza de encabezar una marcha triunfal sobre Nancy, pero los franceses, sin dejar de combatir sobre el Grand Couronné, le negaron la posibilidad. Tras haber aprendido la lección de Bélgica, las fuerzas francesas abandonaron sus fortificaciones y lucharon desde trincheras y terraplenes de hasta casi siete metros de profundidad. Los enérgicos ataques de las fuerzas alemanas llevaron a éstas a menos de 10 km de Nancy, pero los franceses resistieron a pesar de la abrumadora superioridad alemana tanto en hombres como en piezas de artillería. El contratiempo sufrido cerca de Nancy no sólo fue una humillación para el kaiser, sino que implicó que la pinza oriental del doble envolvimiento alemán no había conseguido su propósito. La clave de la batalla se produjo más al oeste, cerca de París. El I Ejército de Kluck había perdido contacto con el II Ejército del general Bülow, de resultas de lo cual entre ambos se abrió una brecha desguarnecida de 19 km. Moltke, a la sazón aislado en Luxemburgo, no podía recibir la información lo bastante deprisa para manejar la situación, pero Joffre, que estaba más cerca del frente, sí. En consecuencia, éste asignó el IX Ejército de Foch para inmovilizar al II Ejército alemán en su posición, mientras el V Ejército francés y la BEF se metían en la brecha entre los dos ejércitos alemanes. El destino de París, y quizá el de la misma guerra, se decidiría a la mañana siguiente, el lunes 7 de septiembre. Al amanecer, los ejércitos aliados avanzaron. Kluck vio el peligro y contraatacó hacia el oeste,

infligiendo enormes bajas a los franceses. El jefe del VI Ejército galo, Michel Joseph Manoury, se planteó la retirada, pero la planificación de Gallieni lo salvó. El 1 de septiembre, el gobernador militar había ordenado que todos los taxis y chóferes de París estuvieran preparados para un eventual servicio, y el 6 de septiembre ordenó que 1.200 taxis y sus conductores se congregaran en las estaciones de ferrocarril de la capital. En lo que acabó conociéndose como el «Milagro del Marne», 24 Frank Pusey, «A Long and Happy Life», 1978, IWM 79/5/1, pág. \2. La cursiva es del original 25 Les Armées Francaises, op. dt., tomo 1. vol. 2, pág. 681. Gallieni utilizó aquellos taxis para llevar a toda prisa hasta Manoury a 5.000 hombres de refuerzo recién llegados, a tiempo de frenar el contraataque de Kluck, ganándose para siempre el título de «Salvador de París». Al mismo tiempo que los refuerzos de Gallieni estaban salvando París, la BEF amenazaba el flanco izquierdo de Kluck. El comandante del I Cuerpo, Douglas Haig, hizo penetrar a la BEF casi 13 km en la brecha abierta entre el I y el II Ejércitos alemanes. Aunque los acontecimientos del 7 de septiembre no habían ganado todavía la batalla, sí que habían cambiado la situación de manera espectacular. Los aliados amenazaban con cercar al I Ejército alemán; el mujeriego hijo del kaiser, el príncipe heredero Guillermo, jefe del V Ejército, se vio obligado a aparcar su proyecto de una marcha triunfal por los Campos Elíseos, trasunto de otra que había realizado el Ejército prusiano en 1871. París estaba salvado. Al igual que el príncipe heredero, en la retaguardia, en Luxemburgo, Moltke comprendió que la batalla no se estaba inclinando de su lado. Alejado de las líneas del frente, tenía una imagen de los acontecimientos mucho menos clara que la

de Joffre o sir John. El general alemán Erich von Falkenhayn, que no tardaría en reemplazar a Moltke, comentó con mordacidad que «nuestro Estado Mayor General ha perdido definitivamente la cabeza. Las notas de Schlieffen ya no son de ninguna ayuda, así que el ingenio de Moltke ha llegado a su fin».26 Para lograr una mejor comprensión de la situación, Moltke envió al frente a uno de los oficiales más capaces de su Estado Mayor, el teniente coronel Richard Hentsch. Al recorrer el frente el 8 y 9 de septiembre, Hentsch encontró a Bülow y a Kluck enzarzados en culparse mutuamente por la brecha que se había abierto entre ellos. Los alemanes carecían de reservas para cerrarla y admitieron su incapacidad para echar a los franceses de sus posiciones en el este. El 9 de septiembre fracasó un decidido ataque contra el centro de los aliados, al conseguir mantener su posición el IX Ejército de Foch; entonces, éste sorprendió a los alemanes contraatacando. Bülow decidió retirarse detrás del río Marne y, al hacerlo, ensanchó la brecha entre él y Kluck. Hentsch, en nombre de Moltke, ordenó entonces a Kluck que se retirase también. Durante los dos días siguientes los ejércitos aliados avanzaron con lentitud y prudencia después de cruzar el Marne. Joffre y sir John no estaban preparados todavía para creer que los alemanes habían admitido su derrota y que, de hecho, se estaban retirando y no reorganizándose para otra ofensiva. Más tarde, sus detractores culparon a Joffre por no perseguir a los alemanes en su retirada, pero los que así obraron no tuvieron en cuenta las enormes pérdidas sufridas por los aliados. En sólo unas tres semanas de combate activo, los aliados y los alemanes habían perdido más de medio millón de hombres cada uno. Los dos ejércitos estaban agotados, escasos de suministros y sin saber muy bien qué debían hacer a continuación.

Joffre y los ejércitos aliados había detenido a los alemanes y salvado a París. Haberles pedido más hubiera excedido las capacidades de unos hombres que ya habían sufrido demasiado. Moltke comprendió de inmediato el significado de la retirada alemana. De manera profética, escribió a su esposa: «La guerra que había empezado con tan buenas expectativas, al final se volverá en contra nuestra... Seremos aplastados en nuestra lucha contra Oriente y Occidente... Nuestra campaña es una desilusión cruel. Y tendremos que pagar por toda la destrucción que hemos causado».27 La derrota en el Marne significó también el final del mando de Moltke, que, tras sufrir una crisis nerviosa, fue sustituido por Falkenhayn el 13 de septiembre. La guerra planeada por los generales había acabado; la guerra de la improvisación estaba a punto de comenzar.

La carrera hacia el mar Como sucedió tan a menudo en la Primera Guerra Mundial, en los días posteriores a la batalla del Marne las ventajas se pusieron del lado de los defensores. Los ríos Aisne y Oise, al norte del Marne, bajaban aquel septiembre con un inusitado caudal, consecuencia de las copiosas lluvias caídas durante el verano, creando así una sólida línea natural de defensa para los alemanes. Mientras se retiraban, éstos pusieron en práctica una política de tierra quemada, dejando tras de sí un territorio desprovisto de pozos de agua, alimentos y líneas de comunicación. Los germanos se permitieron el lujo de atrincherarse en un terreno de su propia elección y escogieron unas excelentes posiciones defensivas. A mediados de septiembre, Joffre intentó rodear por la derecha la línea alemana, la cual se encontraba desprotegida en las cercanías de la ciudad de Noyon. La idea de una maniobra como ésta para amenazar los flancos, consiste en mover las fuerzas alrededor de las líneas enemigas y cortarle las comunicaciones. Una vez conseguido, las fuerzas enemigas no se pueden reforzar ni reabastecer. Los cansados soldados franceses respondieron, una vez más, a la llamada de su comandante y atacaron. En la primera batalla del Aisne (del 14 al 18 de septiembre) los franceses tuvieron una prueba de 26 Falkenhayn, citado en Asprey, op. cit., pág. 126. El conde Alfred von Schlieffen había sido el predecesor de Moltke como jefe del Estado Mayor General alemán. Sus detalladas notas y planificaciones siguieron influyendo en el pensamiento alemán, como el propio Schlieffen, a quien Moltke consultaba de manera regular hasta la muerte de aquél en 1913. 27 Moltke, citado en Asprey, op- cit., pág. 153.

las dificultades a las que se enfrentaban unos atacantes que intentaban avanzar contra una línea de trincheras asentada. El ataque fracasó y se saldó con numerosas bajas, que obligaron a Joffre a improvisar otro enfoque. E. R. Heaton en una fotografía tomada poco después de alistarse voluntario para servir en los Nuevos Ejércitos. El y casi otros veinte mil británicos más murieron el primer día de la batalla del Somme, el 1 de julio de 1916. (Imperial WarMusem, propiedad

de la Corona). Durante el resto de septiembre y octubre, ambos bandos desplegaron sus fuerzas hacia el norte, tratando de encontrar los puntos débiles de los flancos enemigos, mientras se esforzaban en defender al mismo tiempo los propios. Hacia el 8 de octubre los dos bandos habían extendido sus líneas hasta Lille y la frontera franco-belga. Esta serie de maniobras, conocidas con cierta imprecisión como «la carrera hacia el mar [del Norte]», crearon en el frente un gigantesco abultamiento, lo que en términos militares recibe el nombre de saliente. Más o menos al mismo tiempo, los enfrentamientos en el norte de Bélgica terminaron en la práctica. Las formidables defensas de Amberes habían resistido los sitios a los que la habían sometido los alemanes a lo largo de las primeras semanas de la guerra. Sin embargo, el 1 de octubre la línea exterior de las defensas de la ciudad cayó. Dos días después, 12.000 infantes de Marina británicos llegaron en ayuda de la guarnición. El cerebro de la operación, el joven y desenvuelto primer lord del Almirantazgo [ministro de Marina], Winston Churchill, se personó en Amberes decidido a que la ciudad resistiera. Esta no lo consiguió; Amberes acabó rindiéndose el 9 de octubre, y la mayor parte de los infantes de Marina británicos abandonaron la ciudad por mar, tal y como habían llegado. Lo que quedaba del Ejército belga se retiró hacia el oeste, seguido de cerca por cinco divisiones de infantería alemanas y los terroríficos cañones de asedio que habían utilizado para destruir las defensas del puerto. El centro de las operaciones no tardó en trasladarse a una pequeña franja de territorio belga en el mar del Norte, en los alrededores de la ciudad de Ypres, por detrás del río Yser. Allí, un saliente aliado se introducía en las líneas alemanas.

Falkenhayn planeó atacar frontalmente el saliente y penetrar hasta los puertos del canal de la Mancha de Dunkerque, Calais y Boulogne, este último el principal puerto de abastecimiento de la BEF. Una vez más, el kaiser apareció en las líneas del frente, en esta ocasión esperando conducir a sus hombres dentro de Ypres. Y de nuevo, se llevaría una decepción. Para defender el área comprendida entre Ypres e Yser, Joffre envió a Foch al norte para que se hiciera cargo de lo que llegó a conocerse como el Grupo de Ejércitos del Norte, que estaba compuesto por los restos desorganizados del Ejército belga, la BEF y el X Ejército francés. De hecho, Foch tenía menos rango que sir John, que era mariscal de campo, y que el comandante del Ejército belga, el rey Alberto I. Sin embargo, Francia tenía a sus mejores hombres en aquel sector, y Foch conocía bien el terreno. Este se dio cuenta enseguida de que la posición aliada exigía la conservación de las ciudades francesas de Lille y Dunkerque y la belga de Dtxmunde, situada al norte de Ypres. En consecuencia, envió rápidamente refuerzos a las tres con la orden de que resistieran a toda costa. Conseguir que tres ejércitos funcionaran conjuntamente suponía un reto de consideración. Las posturas británica y belga diferían de manera sustancial. Como cabía esperar, a sir John le preocupaba la seguridad de los puertos del Canal y quería evacuar el sector de Ypres para concentrarse a lo largo de la costa. Sin embargo, el rey Alberto estaba decidido a aferrarse a cualquier precio a la última franja de territorio de su país fuera del control alemán. El 17 de octubre, mientras Foch reorganizaba las fuerzas aliadas en Ypres y de sus alrededores, las fuerzas de Falkenhayn atacaron. La oportunidad de destruir a los agotados británicos, a quien el príncipe Rupprecht de Bavaria denominó «nuestros

más odiados enemigos», fue un estímulo añadido para la ofensiva alemana.28 La campaña resultante consistió en dos batallas coincidentes, la primera de Ypres y la batalla de Yser (del 17 de octubre al 12 de noviembre). El terreno relativamente llano y monótono del sector de Ypres favorecía a los atacantes alemanes, porque la presencia de capas freáticas a muy escasa distancia de la superficie hacía inútil el atrincheramiento. Foch comprendió que sus tropas carecían de fuerza para contraatacar, así que tendrían que resistir, combatir y sobrevivir como fuera. El combate más desesperado se produjo entre el 21 y el 29 de octubre. La situación parecía tan mala que, en un momento dado, sir John se volvió hacia Foch y le dijo: «No puedo hacer nada más excepto acercarme y que me maten con el I Cuerpo».29 El mismo Foch, por lo general un dechado de optimismo, era también cada vez más pesimista a causa de la llegada inminente de las fuerzas alemanes del sector de Amberes, de la baja moral de muchas unidades belgas y de lo que los franceses consideraban una concentración escasa de fuerzas británicas en la región. La posición aliada resistió en buena medida gracias al valor de un grupo de zapadores belgas. El 29 de octubre este grupo se dirigió hacia los mecanismos de accionamiento hidráulico de Nieuport, en la costa del mar del Norte. En su avance pasaron tan cerca de las líneas alemanas que podían oír los movimientos del enemigo. A las 19:30 horas de aquella tarde abrieron las compuertas que evitaban que el mar del Norte anegara la región de Flandes. En cuestión de pocas horas, más de 700.000 metros cúbicos de agua inundaron toda la región, cubriendo un área de 35 km de longitud. Los zapadores se quedaron el tiempo suficiente para cerrar las compuertas antes de que los reflujos volvieran a sacar el agua. Su acto de

audacia creó la línea de defensa temporal que los aliados necesitaban para reagruparse y mantener su línea.30 El clima invernal llegó a mediados de noviembre, y con él el agotamiento para todos. Los dos bandos tuvieron la oportunidad de valorar cuál era su posición. Sus planes de guerra, que habían sido preparados con tanto cuidado por las mejores mentes militares a lo largo de muchos años, no habían conseguido producir las rápidas victorias prometidas por sus autores. Las enormes bajas del primer año de guerra destruyeron, de hecho, los núcleos de los ejércitos europeos de antes de la guerra. Sería necesario formar, entrenar y enviar a combatir a nuevos ejércitos de voluntarios y de recluta obligatoria. Llegar a esta conclusión resultó especialmente doloroso para Gran Bretaña, que durante tanto tiempo se había resistido a la tendencia general de grandes ejércitos de reclutamiento obligatorio, en lugar de una fuerza pequeña y profesional. Esa fuerza ya no existía. Su lugar lo ocuparon nuevos ejércitos de voluntarios que vincularon de forma tan íntima a las fuerzas armadas de la nación y a su sociedad. Para Francia el año acabó con la ocupación alemana de la mayor parte de la zona industrial del noroeste del país. La región incluía a la décima parte de la población de Francia, al 70 % de sus yacimientos carboníferos y al 90 % de sus minas de hierro. Para acabar con la ocupación, Francia tendría que asumir la ofensiva en 1915, una posibilidad que los últimos meses habían demostrado su dificultad. El daño para Francia, tanto moral como material, ya era elevado. La ciudad de Reims, en el corazón de Champaña, había sufrido ya la destrucción de 300 edificios y la muerte de 700 ciudadanos a causa de la artillería alemana. Hacia finales de 1914 la urbe, que había tenido 110.000 habitantes antes de la guerra, era, en la

28 Rupprecht, citado en CQG de Arniées de L'Esc, «La Bataille des Flandres> 19 de noviembre de 1914, SHAT Fondos BUAT, 6N9, pág. 4. 29 French, citado en Martin Gilbert, The First Wold War: A Complete History, Nueva York, Henry Holt, 1994, pág. 97 (trad. cast.: La Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004). 30 Robert Cowley, «Albert and the Yser», Military History Quarterly, vol. I, N° 4, verano de 1989, págs. 106-117.

práctica, una ciudad fantasma. Su magnífica catedral, lugar de coronación de 27 reyes franceses, había resultado gravemente dañada por los proyectiles, en buena medida de forma intencionada. Entre 1914 y 1918 los alemanes lanzaron más de cien mil proyectiles sobre Reims. Soldados franceses atrincherados cerca de Reims, en Champaña. Adviértanse los daños en el edificio del fondo, víctima del fuego artillero. (Library of Congress)

Pese al éxito de sus operaciones, Alemania se encontraba en una posición igual de incómoda. Toda su estrategia había dependido de la rapidez de su victoria en el oeste. Como el propio Moltke comprendió, el no conseguirlo les exigía combatir contra las potencias industriales de Gran Bretaña y Francia por un lado, mientras tenían que rechazar los masivos ataques de los rusos en el este. Por otra parte, una guerra larga permitiría a los británicos establecer un bloqueo y atacar así a la economía germana. En consecuencia, los tres países se comprometieron a seguir luchando en 1915, aun cuando poca gente era capaz de recordar con exactitud cómo el asesinato de un impopular archiduque austríaco les había puesto en semejante apuro. Capítulo 2

Sueltos como fieras salvajes

La guerra en Europa oriental No hay pueblo que no muestre la marca de la destrucción gratuita de la vida y de la propiedad: casas quemadas, otras saqueadas; sus muebles sacados a la calle y destrozados una vez allí. Los interiores de las iglesias han sido arrasados y profanados de forma invariable. Artículo escrito desde Polonia en octubre de 1914 por el corresponsal del Daily Chronicle londinense, PERCIVAL GIBBBON 31 En 1914 el movimiento de las grandes potencias en la Europa oriental dependía en gran medida de la rapidez con que el Ejército ruso concluyera la movilización. Dicho de manera sucinta, la movilización es el tiempo que transcurre entre la decisión de un país de preparar sus fuerzas armadas para la guerra y la finalización de esos preparativos. Rusia tenía un ejército inmenso de más de seis millones de hombres, pero estaba desplegado a lo largo y ancho de la masa continental del Estado más grande del mundo. Las inversiones anteriores a la guerra (muchas de ellas de empresas francesas) para mejorar la red de ferrocarriles rusos habían ayudado a incrementar su rapidez y eficacia, pero la infraestructura de transporte rusa seguía siendo lamentablemente inadecuada para la tarea de la movilización. Una vez organizado, el Ejército ruso siguió afrontando un sinfín de problemas. Sus mandos estaban divididos por diferencias ideológicas, sociales y personales; varios de sus oficiales de mayor rango casi ni se hablaban. Además, las mismas dificultades de transporte que retrasaban la movilización garantizaban que, aun cuando los

rusos tuvieran el material que necesitaban, las armas adecuadas rara vez llegaran a las unidades correctas y en el momento debido. La mayoría de las fortificaciones rusas estaban obsoletas, y el país seguía teniendo semejante fe en la caballería (una fe que pronto se revelaría anacrónica), que en los primeros días de la guerra un historiador escribió: «...los ferrocarriles que podrían haber enviado rápidamente al frente a la infantería, en su lugar fueron cargados con los caballos y su forraje».32 Rusia tenía muchos militares dignos de admiración, pero tenía muchos más que debían sus puestos a las intrigas palatinas o a los contactos personales. Alexei Brusilov, uno de los oficiales rusos más competentes, advirtió en los años previos a la guerra que el sistema de promoción no valoraba «ni la independencia, ni la iniciativa, ni la firmeza de ideas, ni [la fuerza de] la personalidad». La visión del mundo del soldado de infantería ruso medio no le había preparado para comprender la guerra o el lugar que ocupaba en ella. Brusilov advirtió que los reclutas del interior del país no tenían ni idea de por qué estaban luchando. «Casi ninguno de ellos sabía quiénes eran esos serbios [en cuyo nombre Rusia había entrado de manera ostensible en la guerra]; de igual manera, tenían serias dudas acerca de lo que era un eslavo.»33 A pesar de ciertos sentimientos antigermanos en el seno del gobierno, eran pocos los soldados rusos que se dedicaban a pensar en exceso en los alemanes, y menos aún los que los odiaban. Los miembros de los estratos más elevados de la sociedad sentían escasa animadversión hacia los alemanes, tal y como se reflejó en el amistoso intercambio de telegramas del zar con su primo el kaiser, y varios miembros de la corte rusa, incluida la zarina, eran demostrablemente germanófilos.

Los alemanes, por su parte, lo único que temían del Ejército ruso era su tamaño. La metáfora de Dennis Showalter sobre el Ejército ruso, como la de un boxeador de los pesos pesados sin ningún juego de piernas elaborado ni sincronización, es acertada. Los alemanes se veían a sí mismos como un habilidoso peso medio, capaz de aprovecharse de 31 El epígrafe está extraído de una cita en Francis Halsey, The Litmny Digest History of the World War, vol. 7, Nueva York, Funk and Wagnalls, 1919, pág. 40. 32 Norman Stone, The Eastern Front, 1914-1917, Londres, Penguin, 1975, pág. 36. 33 Alexei Brusilov, A Soldier's Notebook, 1914-1918 (1930), Westport, Connecticut, Greenwood Press, 1971, págs. 22 y 37. un contrincante que, pese a su mayor tamaño, era más lento.34 Incluso sus aliados cuestionaban la capacidad de los rusos para proporcionar una ayuda militar significativa en caso de guerra. La mayoría de los observadores franceses y británicos de antes de la guerra consideraban primitiva la operatividad de los rusos, así como insuficiente su estructura de apoyo, para las exigencias de la guerra moderna. El Ejército ruso estaba aquejado también de inmensos problemas en el frente interior. La guerra rusojaponesa de 1904-1905 había originado la creación de un Parlamento electo, pero apenas había contribuido a compensar la fragilidad del Estado. Mientras que en 1914 eran pocos los que predecían la magnitud de la revolución que invadiría el país en 1917, muchos creían que la estructura del Estado ruso estaba demasiado debilitada para sobrevivir a una guerra prolongada. Irónicamente, esta debilidad fue la que llevó a muchos miembros de la aristocracia rusa a sufragar la guerra, con la

esperanza de que una emergencia nacional pudiera congregar al pueblo ruso alrededor del zar y de la clase dirigente. No obstante todos estos problemas, Rusia se sorprendió incluso a sí misma con un vigoroso esfuerzo en los días y semanas que siguieron a la orden de movilización del zar del 30 de julio. Cientos de miles de rusos, procedentes en un número desproporcionado de las ciudades, se alistaron voluntarios al servicio militar, y el número de reservistas que no se presentó a sus unidades según lo ordenado fue sustancialmente más bajo que lo que se había esperado. Una semana después de la promulgación de la orden de movilización, el zar recibió a los líderes de los principales partidos parlamentarios, muchos de los cuales le habían sido hostiles sin ambages. Todos acordaron aparcar las diferencias políticas y unirse para apoyar la guerra. Incluso los antisemitas más furibundos se refirieron elogiosamente a los judíos del país como súbditos compatriotas con un interés común en ganar la guerra. Desde un punto de vista geográfico, Rusia ocupaba una posición que ofrecía ventajas e inconvenientes por igual. La frontera occidental incluía el saliente polaco, una protuberancia de unos 160 km que penetraba en la frontera de Alemania con Austria-Hungría. Por lo tanto, se exponía a un ataque conjunto del enemigo, aunque daba también a los estrategas rusos la opción de atacar por el norte, adentrándose en la provincia alemana de Prusia oriental, el hogar tradicional de la aristocracia alemana, o por el sur, a través de los Cárpatos, y penetrar en el centro agrícola de Hungría. Los estrategas rusos estaban divididos acerca de cuál de las dos opciones ofrecía las mejores posibilidades de éxito. Casi todos los rusos pensaban que los austrohúngaros serían más fáciles de derrotar, pero el terreno montañoso de los Cárpatos era un

inconveniente. Un ataque contra Alemania, sin embargo, se revelaría como la mejor ayuda para Francia; si Alemania fuera derrotada, lo más probable es que Austria-Hungría no tuviera otra alternativa que rendirse. Incapaces de decidirse entre las dos opciones, los rusos se decantaron por un plan bélico flexible, el llamado Plan 19. Este contenía dos variantes: una variante «A» contra Austria, y una variante «G», que implicaba un ataque contra Prusia oriental. La clave del Plan 19 radicaba en una movilización por etapas. Al contrario que los alemanes, los rusos prefirieron no esperar a que todas sus unidades se hubieran movilizado antes de empezar las operaciones ofensivas. Veintisiete divisiones rusas estuvieron listas para el combate antes de quince días; otras 25 se prepararon para unirse a ellas ocho días después. Menos de dos meses después de la decisión de movilización, el Ejército ruso tenía 90 divisiones en la saliente polaca, y 20 más en la Transcaucasia, para protegerse de la contingencia de que el Imperio otomano entrara en la guerra. No obstante el éxito de la movilización, la campaña contra Prusia oriental tuvo problemas aun antes de empezar. El zar había convencido a su tío, el gran duque Nikolai, para que asumiera el mando de los ejércitos rusos. Nikolai tenía una impresionante carrera militar que se remontaba a la guerra ruso-turca de 1877-1878. Había sido el responsable de muchas de las importantes reformas militares que los rusos habían llevado a cabo tras el desastre de 1904 y 1905. Sin embargo, en 1909, como consecuencia de otra de las innumerables rivalidades internas, el nuevo ministro de la Guerra, V. A. Sukhomlinov, había relegado a Nikolai al desempeño de un papel secundario. Su marginación había sido tan absoluta, que cuando Nikolai aceptó el puesto de comandante en jefe el 2 de agosto, tuvo que ser informado sobre el Plan 19, puesto que

no estaba familiarizado con sus detalles. Aunque se vio incapaz de declinar la petición de su sobrino, se sintió completamente abrumado por sus nuevas responsabilidades. Nikolai ordenó que los ejércitos rusos entraran en combate antes de que se hubiera completado la movilización, presionando de inmediato tanto a Alemania como a Austria-Hungría. Al I y al II Ejércitos rusos se les había encargado que invadieran Prusia oriental. El jefe del I Ejército, Pavel Rennenkampf, era oriundo del Báltico alemán; más tarde, esta ascendencia conduciría a que fuera acusado sin fundamento de sentir simpatías por los alemanes y de que sus errores habían sido producto de una traición y no de un mal ejercicio del mando. Rennenkampf había ido ascendiendo por el sistema del Estado Mayor General ruso y estaba vinculado tanto al zar como a Nikolai. Por el contrario, el jefe del II Ejército, Alexander Samsonov, era un protegido del adversario de Nikolai, Sukhomlinov. La rivalidad entre estos dos últimos se había ido filtrando entre sus protegidos, y se había hecho tan profunda, que se había convertido en una práctica habitual el que a un jefe de ejército nombrado por el Ministerio de la Guerra se le asignara un segundo al mando 34 Véase Dennis Showalter, Tanneberg: Clash of Empires, edición corregida, Dulles, Virginia, Brnssey's, 2003, págs. 63-65.

procedente del Estado Mayor, y viceversa, a fin de minimizar las consecuencias negativas de la rivalidad entre las facciones. La muy difundida anécdota de que Rennenkampf y Samsonov se habían peleado a puñetazos en el andén de una estación de ferrocarril durante la guerra ruso-japonesa era falsa, pero la aversión mutua que se profesaban era lo bastante intensa para que las personas que conocían a los dos hombres se la creyeran sin dificultad. El hombre sobre el que recayó la responsabilidad directa de superar estos problemas, el comandante del frente noroccidental, Yakov Zhilinski, apenas podía haber sido menos idóneo para el cometido. Feroz defensor de la opción G del Plan 19, tenía más ambición que aptitudes, y debía en buena medida su puesto al conocimiento que tenía de los planes y necesidades de los franceses. Sin embargo, era un hombre con quien resultaba difícil trabajar y que tenía el mérito notable de haberse granjeado la antipatía tanto de la camarilla de Sukhomlinov como de la de Nikolai. A lo largo de toda la campaña de Prusia oriental no consiguió coordinar los movimientos del I y del II Ejércitos, con unos

resultados desastrosos. Los soldados alemanes establecen una línea de fuego en Prusia oriental en 1914. Las aplastantes victorias alemanas en el este compensaron en parte los fracasos en el oeste, aunque no tuvieron fuerza suficiente para obligar a Rusia a abandonar la guerra. (© Colección Hulton-Detitsch/Corbis) Si los alemanes hubieran enviado a siete de sus ocho ejércitos al este, en lugar de al oeste, como hicieron, lo más probable es que estos desastres se hubieran producido antes. Enfrentado a una inferioridad numérica de cuatro a uno, el comandante del VIII Ejército alemán, Max von Prittwitz, decidió atraer a Rennenkampf al interior de Prusia oriental e intentar destruir allí su I Ejército. Combatir en Prusia oriental situaba a los alemanes en un territorio familiar y les permitía ser abastecidos por sus propios trenes; algo que quedaba vedado a los rusos, cuyas líneas ferroviarias tenían un ancho de vía diferente. La existencia de una cadena de lagos de más de 96 km, conocidos como los Lagos de Masuria, limitaba las

vías de acceso de los rusos, lo que obligó a Rennenkampf a rodear los lagos hacia el norte, mientras Samsonov se dirigía hacia el sur, neutralizándose así la superioridad numérica de los rusos. Los alemanes habían planeado y ensayado una defensa activa de Prusia oriental durante años; el Estado Mayor de Prittwitz conocía a la perfección lo que se suponía tenían que hacer. El plan era bastante sensato, pero al comandante del I Cuerpo alemán, Hermann von Francois, cuyo nombramiento se hace difícil de comprender, eso le traía sin cuidado. Su odio hacia los eslavos anuló su sentido de la obediencia y el 17 de agosto de 1914, desoyendo las órdenes de su superior, avanzó hacia la frontera rusa. A esas alturas, Rennenkampf se había adentrado en Prusia oriental, pero, ante la escasez de suministros y el agotamiento de sus hombres tras una semana de marcha, el 20 de agosto ordenó detenerse. El Estado Mayor de Francois interceptó una transmisión de radio comunicando la orden de detención, que los rusos no se habían molestado en codificar; sobre la base de ésta, Francois convenció a Prittwitz de que le permitiera atacar a los rusos que descansaban en la ciudad de Gumbinnen, a unos 40 km al oeste de la frontera ruso-alemana. Las catorce horas de combate que siguieron proporcionaron a los rusos una madrugadora, aunque efímera, inyección de confianza. Pese al rudimentario apoyo de la artillería rusa y a las tácticas de infantería aún más rudimentarias, la superioridad numérica de Rennenkampf se impuso, y Francois tuvo que admitir que carecía de la fuerza necesaria para empujar a los rusos al otro lado de la frontera. Mientras tanto, el II Ejército de Samsonov continuó su avance por el sur de los Lagos de Masuria, amenazando con envolver al VIII Ejército alemán. Prittwitz, considerando que

la situación era lo bastante grave, se puso en contacto con Moltke, que en ese momento se concentraba en el avance alemán en Bélgica, y le informó de que, para evitar el envolvimiento, había ordenado una retirada general del VIII Ejército de más de 100 km, hasta posiciones seguras por detrás del río Vístula. En retrospectiva, muchas de las decisiones que Moltke tomó en agosto de 1914 parecen erróneas, aunque no así su reacción ante la llamada de Prittwitz. Tras relevar a éste de sus funciones de inmediato, llamó al casi septuagenario Paul von Hindenburg, en aquel tiempo retirado del servicio después de una impresionante carrera militar de cincuenta y un años. Hindenburg había pasado gran parte de su jubilación en una finca que tenía en Prusia oriental, entretenido en los detalles de las diferentes posibilidades de invasión de su tierra natal por los rusos. Entusiasta, inteligente y con una presencia física imponente, había estado esperando con impaciencia un nombramiento desde el estallido de la guerra. Era la elección perfecta para asumir el mando del VIII Ejército. En otra decisión inspirada, Moltke ordenó a Erich Ludendorff, el héroe de Lieja, que se uniera a Hindenburg en calidad de jefe de su Estado Mayor. Los dos hombres se encontraron por primera vez el 23 de agosto, en el tren que los transportaba de Hannover al este.

Victoria en Tannenberg Hindenburg y Ludendorff coincidieron en todo lo concerniente a la situación a la que se enfrentaba el VIII Ejército. Aun antes de encontrarse con Hindenburg, Ludendorff había asumido la responsabilidad de ordenar que dicha unidad empezara a concentrarse frente al II Ejército de Samsonov. Nada más que una solitaria división de caballería se estableció frente al I Ejército de Rennenkampf, el cual, en opinión de Ludendorff, había sufrido un número considerable de bajas en la batalla de Gumbinen para impedir que se moviera con rapidez en un futuro inmediato. Hindenburg aprobó las nuevas disposiciones enseguida, y nada más llegar al cuartel general del VIII Ejército, los dos generales descubrieron que el jefe de operaciones, el teniente coronel Max Hoffmann, había llegado por su cuenta a la misma estrategia general y había empezado los preparativos para una concentración frente a Samsonov. Moltke tomó otra decisión que nunca ha perdido su carácter controvertido. En la creencia de que disponía de efectivos más que suficientes para tomar París, retiró dos cuerpos del ala derecha del avance alemán en Francia y los envió al este. Ambos cuerpos servirían de protección a Prusia oriental en el caso de que las audaces operaciones ofensivas del VIII Ejército contra los rusos fracasaran. Sin embargo, los dos cuerpos invirtieron todo el final de agosto en trasladarse del oeste al este y, en consecuencia, no se pudo contar con ellos ni para la batalla del Marne ni para la que se estaba fraguando contra Samsonov. Samsonov, por su parte, se encontraba casi a oscuras sobre los acontecimientos que se desarrollaban delante de él. Las comunicaciones rusas eran tan primitivas, que Zhilinski tenía que enviar muchos de sus mensajes por

vía telegráfica hasta Varsovia, donde eran decodificados y enviados al norte en automóvil, por carreteras mal pavimentadas, hasta el cuartel general de Samsonov. El 24 de agosto, mientras los británicos resistían en Mons, Bélgica, Zhilinski informó a Samsonov que en su sector sólo había un «número insignificante de fuerzas».35 Por lo tanto, Samsonov adelantó el centro de su línea, exponiendo peligrosamente sus flancos a un peligro cuya existencia ignoraba. El alto mando alemán se dio cuenta de que las fisuras geográficas y personales entre los ejércitos rusos ofrecía una oportunidad de oro. Tras un momento inicial de duda, el 27 de agosto, el agresivo Francois condujo el ataque que cortó las líneas de retirada al flanco izquierdo y al centro del II Ejército. Al día siguiente, y desobedeciendo de nuevo una orden, esta vez de Lundendorff, de que ayudara a una unidad de reserva alemana amenazada, continuó el ataque contra la retaguardia de los rusos. Con apenas información fiable sobre su situación, Samsonov se movió con lentitud y no consiguió frenar la alarma creciente entre las filas rusas. El 29 de agosto el II Ejército estaba completamente rodeado. Al darse cuenta del desastre al que se enfrentaba, Samsonov se desmoronó. Después de decirle a su jefe del Estado Mayor: «El emperador confió en mí. ¿Cómo puedo mirarle a la cara después de semejante desastre?», desapareció en el bosque y se suicidó. Sin jefe, rodeados y sin ninguna esperanza de recibir refuerzos, los rusos fueron presas del pánico. En muchos puntos, el cerco alemán era demasiado débil para resistir un ataque decidido de los rusos, pero no se produjo ninguno. De los 135.000 rusos atrapados en la bolsa, sólo escaparon 10.000 soldados; más de 100.000 hombres se rindieron, junto a 500 piezas de su preciada artillería. A pesar de su superioridad numérica, el II Ejército ruso había

actuado de una manera lamentable, sufriendo una derrota aplastante. El tamaño del inmenso Ejército ruso implicaba que la derrota sólo afectaba a cuatro de los treinta y siete cuerpos del país, pero las repercusiones psicológicas de la pérdida sobrepasaron con creces las materiales. El pesimismo se apoderó de los rusos, que empezaron a creer que no podrían contra la mayor destreza militar de los alemanes, una conclusión que compartían muchos en Francia y en Gran Bretaña. 35 Stone, op. cit.,

El alto mando del VIII Ejército alemán propuso el nombre de la batalla de Tannenberg en recuerdo

de otra librada en las cercanías quinientos años antes, y en la que los caballeros polacos y lituanos habían derrotado a los caballeros teutones. Hindenburg, Ludendorff y Hoffmann creían que los alemanes habían devuelto la humillación que los eslavos habían inferido a sus antepasados. Ninguno de los tres estaba aquejado de falta de confianza en sí mismo, así que se jactaron por igual de haber planeado y llevado a cabo una de las mayores victorias de la historia militar, y no tardaron en convencerse de la superioridad de la organización y métodos alemanes sobre los de un enemigo hacia quien no sentían ningún respeto profesional ni sentimiento humanitario. Acaso, lo más importante de todo fue que el tamaño de Rusia ya no los intimidaba. «Tenemos una sensación de absoluta superioridad sobre los rusos», proclamó Hoffmann aquel otoño. «Debemos ganar y ganaremos.»36 El frente oriental, 1914. 36 Hoffrnann, citado en Francis Ilafscy, The Literary Digest History of the World War, vol. X New York Funk and Wagnalls, pág 59. Exultantes con su magnífica victoria, los alemanes decidieron girar hacia el norte y realizar de nuevo el mismo truco, esta vez contra el I Ejército de Rennenkampf. Sin saber muy bien qué era lo que estaba ocurriendo en el sur, y con sus líneas de suministros amenazadas por la guarnición alemana de la fortaleza de Konigsberg, situada al norte, Rennenkampf se movió con lentitud y cautela. El 30 de agosto Zhilinski le informó de la magnitud de la derrota de Samsonov, aunque el cuartel general ruso supuso de manera equivocada que el siguiente movimiento de los alemanes sería dirigirse al sur en

dirección a Varsovia. A fin de anular la maniobra, Zhilinski indicó a Rennenkampf que se adentrara en Prusia oriental. Una disposición ofensiva que desguarneció temporalmente los flancos de Rennenkampf. Por tercera vez en menos de un mes, el comportamiento agresivo y casi temerario de Francois le volvió a colocar en el centro de los acontecimientos. Después de hacer recorrer a sus hombres más de 100 km en cuatro días, sorprendió al flanco izquierdo ruso y lo hizo retroceder. Sin embargo, Rennenkampf, al contrario que Samsonov, no fue presa del pánico. Como veterano de la rebelión Bóxer que se había ganado el favor del zar en 1905 al arrebatar brutalmente parte del ferrocarril transiberiano a los revolucionarios, Rennenkampf había sobrevivido a varias quiebras personales y a cuatro fracasos matrimoniales. Las crisis no le eran ajenas, así que mantuvo la cabeza en su sitio a pesar del deterioro creciente de sus posiciones estratégicas. Deseoso de evitar la suerte de Samsonov, ordenó a dos divisiones que libraran una acción de retaguardia, a fin de permitir que el resto de sus tropas escaparan sanas y salvas. Del 10 al 12 de septiembre, su ejército se retiró más de 80 km hacia el interior de Rusia. En lo que llegaría a conocerse como la batalla de los Lagos de Masuria, el I Ejército perdió a casi 150.000 hombres y 150 cañones. Los alemanes persiguieron al I Ejército en retirada hasta el interior de Rusia, lo que les hizo perder la ventaja del ferrocarril con el ancho de vía alemán. La abundante lluvia no tardó en darle cierto respiro a los rusos, y permitió que Rennenkampf reagrupara sus tropas y contraatacara el 1 de octubre en el bosque de Augustow, consiguiendo expulsar a las fuerzas alemanas de Rusia. La mala suerte del kaiser continuaba. Se había unido al VIII Ejército demasiado tarde para presenciar las victorias de Tannenberg y de los Lagos de Masuria, pero llegó a Augustow a

tiempo de escapar de una carga de la caballería rusa. Los primeros movimientos en el este habían desangrado a los rusos, pero éstos seguían conservando sus enormes reservas humanas. Los alemanes les habían infligido dos grandes derrotas, pero cuando llegó el invierno, los rusos habían conseguido redimirse limpiando su patria de tropas alemanas. Esta hazaña supuso un pobre consuelo para sus aliados británicos y franceses, que cada vez estaban más convencidos de la incompetencia incurable de los rusos. Si los aliados querían mantener el frente ruso activo, tendrían que proporcionar al Ejército ruso ayuda material directa y tanto asesoramiento como los rusos estuvieran dispuestos a aceptar. Según un viejo proverbio ruso, Rusia nunca es tan fuerte como parece, pero tampoco tan débil como deja entrever. A finales de 1914 la máxima era un fiel reflejo tanto de la nefasta situación de Rusia en el norte como de su capacidad para soportar más castigo. La campaña de Serbia Los rusos confiaban en obtener más éxitos contra el Ejército austrohúngaro que contra el alemán. El Imperio austrohúngaro estaba aquejado de tantos problemas, que incluso su emperador, Francisco José, de 84 años, albergaba serias dudas acerca de su supervivencia. Hermano del infortunado emperador Maximiliano de México, Francisco José ocupaba el trono desde 1848, lo que le convertía en el monarca europeo con más años de reinado. El emperador era la cabeza visible de un imperio multiétnico, con tres ineficientes administraciones que utilizaban tres idiomas distintos: el alemán, el húngaro y el croata. A su vez, el ejército tenía que utilizar once idiomas si quería dar cabida en su seno a las principales minorías étnicas del imperio, muchos de cuyos miembros esperaban de forma activa su desmembración. El

antihéroe creado por el escritor y veterano soldado checo Jaroslav Hasek en su obra El soldado Schweik (escrita en la década de 1920) reaccionaba ante la noticia del asesinato de Fernando diciéndole a su asistenta que él conocía a dos Fernandos, uno que se había bebido por equivocación una botella de tinte para el pelo, y otro que recogía estiércol. «Ninguno de los dos sería una gran pérdida», añadía. La sátira de Hasek captaba los sentimientos contrapuestos de tantos austro-húngaros hacia la guerra y el propio imperio.37 La economía del Imperio austrohúngaro, en su mayor parte agrícola, obligaba a éste a mantener los gastos militares al mínimo. Su dispendio per cápita en defensa era el más bajo de todas las grandes potencias. Esta falta de recursos, junto con la necesidad de trabajadores agrícolas, significaba que tenía también el porcentaje más bajo de hombres en el ejército de todas las potencias continentales. El imperio entrenaba anualmente sólo al 22 % de los hombres aptos para el servicio militar, en comparación con el 40 % de Alemania y el 86 % de Francia.38 La famosa pulla de Napoleón acerca de que los 37 Jaroslav Hasek, The Good Soldier Schweik (1930), Nueva York, Doubleday, 1963, pág. 21 (trad. cast.: Las aventuras del valeroso soldado Schweik, Barcelona, Destino, 1980). 38 Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungary, 1914-1918, Londres, Edward Arnold, 1977, pág. 12.

austríacos eran siempre un ejército, una cosecha y un concepto demasiado tardíos, seguía siendo aplicable al imperio en 1914. A pesar de estas deficiencias, los miembros de la élite gobernante austro-húngara ambicionaban aumentar su poder, en especial en los Balcanes. En 1908 el imperio se había anexionado la provincia de BosniaHerzegovina tras arrebatársela al declinante Imperio Otomano. La incorporación de cerca de 500 km de costa en el mar Adriático daba al Imperio

austrohúngaro bases navales adicionales y una lengua de tierra que era una amenaza para Serbia; no por casualidad, dejaba también a esta última sin salida al mar. El jefe del Estado Mayor General del Ejército austrohúngaro, el general Franz Conrad von Hotzendorf, era de la creencia de que el imperio debería haber seguido adelante hasta conquistar Serbia en su integridad. A partir de entonces, presentaba cada año al emperador unos planes para una guerra preventiva contra Serbia «con la regularidad de un almanaque».39 El conde Franz Conrad von Hotzendorf, jefe del Estado Mayor General austrohúngaro, había instado durante años a su gobierno a librar una guerra preventiva contra Serbia. El fracaso de su plan de guerra en alcanzar alguno de los objetivos del Estado austríaco condujo a su destitución a finales de 1918 (© Corbis) La guerra de los Balcanes de 1912-1913 tuvo como resultado la conquista por parte de Serbia de dos antiguas provincias otomanas, Novibazar y Macedonia. De este modo, Serbia duplicó su tamaño y aumentó su confianza. Sus llamamientos a la unificación de todos los eslavos en un Estado de predominio serbio se fueron haciendo cada vez más estridentes. Tal retórica amenazaba la viabilidad interna de Austria-Hungría, donde los eslavos representaban una de las minorías étnicas más numerosas. El ejército dependía, en buena medida, de los eslavos para la clase de tropa, aunque los alemanes y los magiares dominaban el cuerpo de oficiales. Por consiguiente, los austríacos creyeron que el asesinato del 39 C. R. M. F. Cruttwell, A History of the Great War; 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, l934.pág.4.

archiduque por un grupo de eslavos, que suponían relacionados con oficiales serbios, no podía quedar sin respuesta. Conrad y otros austrohúngaros partidarios de la línea dura vieron en el asesinato una oportunidad de arreglar cuentas con Serbia. Conrad era un oficial de Estado Mayor inteligente y capaz, pero no había conseguido nunca meterse en la cabeza la famosa sentencia de Clausewitz de que la guerra es una prolongación de la política por otros medios; para él, la guerra era, o debería haber sido, la fuerza rectora de la política de Estado. Sólo el ejército, había argumentado de manera reiterada, podía unificar las muchas nacionalidades recíprocamente antagónicas del imperio en un todo leal. Mediante la guerra contra cualquier alianza de Serbia, Rusia e Italia, confiaba en repetir el gran éxito de Otto von Bismarck durante las guerras de la unificación alemana y crear un imperio poderoso que devolviera a Austria a la categoría de las potencias de primer orden. En julio de 1914 Conrad consideró que sus oportunidades se estaban desvaneciendo, mientras que el relativo poder de Austria en Europa sólo iría a menos en los años venideros. Muchos alemanes estaban de acuerdo con

él. Cuanto más tiempo dieran a los rusos para modernizar su ejército y construir líneas ferroviarias, más difícil se haría la labor de Austria. Fueron muchos los que creyeron que era mejor combatir en 1914 que en 1917, cuando el programa de modernización de los rusos preveía obtener sus frutos. La última crisis de los Balcanes provocada por el asesinato daba a los líderes austrohúngaros la oportunidad de establecer las condiciones para la guerra. El rechazo de Serbia al duro ultimátum les proporcionó la apariencia de justificación que necesitaban para dar los últimos pasos. Así pues, Conrad tuvo una oportunidad para promulgar su último plan para aquella guerra que deseaba más que casi cualquier otro en Europa. La aversión mutua entre Austria-Hungría y Serbia proporcionó la causa inmediata para la guerra y alimentó la enconada campaña de los Balcanes. Los soldados austrohúngaros, como los que se muestran en la foto, rara vez hacían prisioneros serbios. (National Archives) Al menos sobre el papel, el plan era bastante refinado y resolvía una contradicción del pensamiento austrohúngaro. Conrad ansiaba en cuerpo y alma enviar a su ejército al sur para conquistar y someter a los detestados serbios. Sin embargo, era consciente de que tenía que precaverse contra la posibilidad de un movimiento masivo de los rusos a través de los Cárpatos. Había confiado en que Alemania pudiera aceptar la responsabilidad primordial de controlar esa posibilidad, mientras él actuaba contra Serbia. Pero durante los años previos a la guerra las conversaciones entre los Estados Mayores de los dos aliados habían sido limitadas; entre 1897 y 1907 no se habían reunido ni una sola vez. Y, a partir de entonces, las conversaciones siguieron siendo limitadas, porque los alemanes sospechaban

que los espías rusos se habían infiltrado en el Estado Mayor de los austríacos. De resultas de todo ello, tanto Alemania como Austria-Hungría dieron por sentado que el otro se enfrentaría al gigante ruso mientras que el ejército propio iba a la caza de su presa fundamental. La mera existencia de tan gran malentendido pone de relieve la naturaleza problemática de la alianza germano-austríaca. Dada su incapacidad para predecir tanto los movimientos de los rusos como la ayuda alemana, Conrad desarrolló un plan que le permitía atacar Serbia, amenazara Rusia a Austria-Hungría o no. El plan dividía al ejército en tres grupos. El Minimalgruppe Balkan, compuesto por nueve divisiones, avanzaría sobre la capital serbia, Belgrado, y la tomaría, neutralizando así a los serbios. El A-Staffel, con veintisiete divisiones, avanzaría hacia el sur de Polonia, presumiblemente con una significativa ayuda alemana, para impedir las operaciones rusas allí. El último grupo, el BStaffel, integraba a diez divisiones. Si los rusos se desplegaban con rapidez, esta última unidad se uniría al A-Staffel para defender los Cárpatos; de lo contrario, se uniría a la guerra contra Serbia o se desplegaría contra Italia, en el esperado supuesto de que ese país incumpliera los compromisos de la Triple Alianza firmada con Alemania y Austria.

Con este plan, el tambaleante Imperio austrohúngaro entró en la guerra. El Minimalgruppe Balkan marchó amenazadoramente hacia Serbia bajo el mando del general Oskar von Potiorek, el hombre responsable del destacamento de seguridad del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo. Daba la casualidad de que la vanguardia de las fuerzas austrohúngaras estaba integrada en su mayor parte por el VIII Cuerpo checo, de cuyos soldados el alto mando austríaco barruntaba su «inclinación a la traición».40 Hacía mucho tiempo que los checos reclamaban mayor autonomía dentro del imperio, y su lealtad no dejó de cuestionarse a lo largo de toda la guerra. Sin embargo, desempeñaron el papel principal

cuando la fuerza de 200.000 hombres de Potiorek entró en Serbia desde el oeste y el noroeste al mismo tiempo. Su objetivo final, Belgrado, se levantaba cerca de la frontera austrohúngara y su deficiente fortificación condujo a Potiorek a predecir una victoria fácil. Enfrente del Ejército austrohúngaro estaban los 250.000 correosos soldados del Ejército serbio y 50.000 hombres más procedentes de su pequeño aliado balcánico, Montenegro. Al contrario que los soldados austrohúngaros, los serbios habían tenido éxitos bélicos recientes en las guerras de los Balcanes y, por consiguiente, estaban más al tanto de la naturaleza de la guerra moderna. Su comandante, Radomir Putnik, había sido en buena medida el responsable de las grandes victorias de las guerras de los Balcanes desde su puesto como ministro de la Guerra. No obstante, después de la segunda guerra de los Balcanes su salud había sufrido un rápido deterioro; cuando empezó la crisis de julio, estaba recibiendo tratamiento en un balneario austríaco. Las autoridades austrohúngaras lo habían detenido temporalmente, pero tanto Francisco José como Conrad autorizaron su liberación, al parecer, por suponer que a su edad (67 años), y en su estado de debilidad, no suponía ninguna amenaza. Radomir Putnik, jefe del Estado Mayor General serbio, modernizó el ejército durante los años anteriores a la contienda y lo condujo a la victoria en las guerras de los Balcanes. También lo dirigió con habilidad en los meses iniciales de la Primera Guerra Mundial, pero fue relevado del mando cuando las fuerzas serbias tuvieron que huir a

Corfú. (Library of Congress) 40 John R. Schindler, «Disaster on the Drina: The Austro-Hungarian Army in Serbia, 1914», War in History, N° 9, 2002, pág. 159. Supusieron mal. A Putnik le quedaba todavía abundante ardor guerrero, y organizó a sus fuerzas en una sucesión impresionante de defensas de campaña. Luego, permitió que los austríacos avanzaran, extendieran sus líneas de abastecimiento y desguarnecieran sus flancos. Aunque la artillería y los ataques aéreos austríacos destruyeron 700 edificios en Belgrado, Putnik consiguió hacer retroceder a los invasores en un enfrentamiento conocido como la batalla del Jadar, que tuvo lugar del 16 al 23 de agosto. Putnik había conseguido defender el territorio serbio a pesar de la inferioridad numérica y de la carencia casi total de piezas de artillería pesada modernas, tomó, entonces, la imprudente decisión de adentrarse en la Bosnia controlada por los austríacos, con la esperanza de hacer realidad la retórica serbia de librar una guerra de liberación eslava y confiando en provocar una revuelta local. Potiorek aprovechó el avance de las fuerzas serbias para volver a atacar. Durante diez días (del 10 al 17 de septiembre) de lucha implacable, los dos ejércitos combatieron por controlar las cabezas de puente austríacas a ambos lados de los ríos Save y Drina. Si las municiones de los serbios no hubieran empezado a escasear, lo más probable es que éstos hubieran repetido el éxito de las operaciones de los meses anteriores. Por el contrario, Putnik tuvo que admitir que carecía de la fuerza necesaria para hacer retroceder a los austríacos. Así que optó por la prudencia y se retiró a posiciones defensivas en las montañas, confiando en obligar al enemigo a desgastarse en un terreno difícil. En cuanto se presentara la ocasión,

Putnik tenía planeado contraatacar y volver a perseguir a las fuerzas austrohúngaras hasta echarlas de Serbia. En el ínterin, el plan de Conrad se había desmoronado ante la realidad de la guerra moderna. A fin de proporcionar la máxima flexibilidad y la mayor rapidez de maniobra posibles, su Estado Mayor decidió organizar a los hombres asignados al B-Staffel en Galitzia. La región contaba con una red ferroviaria lo bastante extensa para permitir el despliegue de grandes formaciones hasta casi cualquier punto del imperio. Esa decisión obligó a las formaciones subordinadas del B-Staffel a trasladarse al extremo norte del imperio, sólo para organizarse y ser transportadas al sur cuando los fracasos de Potiorek hicieron necesaria su presencia en Serbia; a finales de agosto, seguían intentando organizarse en Galitzia. La niebla y los condicionamientos de la guerra impidieron que se cumplieran los complicados calendarios de los que había dependido Conrad. En consecuencia, el B-Staffel, que se había creado para que luchara tanto en el norte como en el sur, se pasó el tiempo en tránsito y no llegó a combatir ni una sola de las veces que se le necesitó en uno u otro sitio. A pesar de todos sus esfuerzos, Putnik no pudo conservar Belgrado, y los austríacos entraron finalmente en la ciudad el 2 de diciembre. Estos habían conseguido un objetivo que podría haber puesto fin a la guerra, si Alemania y Rusia hubieran mantenido la neutralidad; a esas alturas, la toma de Belgrado tuvo escasa trascendencia en un panorama bélico mayor que se expandía con rapidez. No obstante, para los mandos austrohúngaros la toma de la capital de Serbia representaba una oportunidad de catarsis. Belgrado era el hogar de los enemigos más implacables del imperio y, en consecuencia, los militares austrohúngaros la eligieron para dar un escarmiento ejemplar. Un corresponsal de guerra norteamericano que

viajaba para escribir un famoso artículo sobre la revolución bolchevique, y que se encontraba en Serbia aquel diciembre, escribió: Los soldados [austríacos] andaban sueltos por la ciudad como fieras salvajes, quemando y saqueándolo todo, violando... Vimos el Hotel d'Europe después de su saqueo, y también la ennegrecida y mutilada iglesia donde tres mil personas, entre hombres, mujeres y niños, fueron encerradas durante cuatro días sin comida ni bebida, antes de ser dividas en dos grupos: unos fueron enviados a Austria como prisioneros de guerra; a los otros se le hizo caminar por delante del ejército mientras éste se dirigía hacia el sur a luchar contra los serbios.41 Aquello fue el principio de un terrible suplicio para Serbia. En 1914 el país sólo disponía de 350 médicos debidamente cualificados, y más de cien habían servido y muerto en el ejército. Los medicamentos y los hospitales bien equipados escaseaban en igual medida. La sanidad y la salud públicas, ya precarias de por sí, se hundieron por completo. El tifus, el cólera y otras enfermedades no tardaron en estar fuera de control. Según un cálculo aproximado de la época, sólo el tifus aquejaba al 65 % de la población.42 Pero si los austríacos pensaron que habían eliminado a los serbios, pronto se dieron cuenta de su error. Francia y Gran Bretaña se apresuraron a enviar a Serbia munición y a cientos de enfermeras y médicos para contener las derrotas militares y aliviar el sufrimiento de la población. Putnik esperó a que el río Kolubra, en la retaguardia de los austríacos, empezara a desbordarse; entonces, el 3 de diciembre lanzó un ataque feroz contra las líneas enemigas. Con el río crecido detrás de

ellos, impidiéndoles una retirada ordenada, y un clima invernal que complicaba el reabastecimiento, los austríacos combatieron de manera desesperada durante seis días, sufriendo un número de bajas espantoso. El 15 de diciembre las fuerzas serbias volvieron a entrar en Belgrado mientras los austríacos lograban por fin encontrar la manera de vadear los ríos con relativa seguridad. El plan de Conrad para aniquilar a su enemigo más odiado había fracasado. 41 John Reed, citado en Martin Gilbert, The First World War: A Complete History. Nueva York, Henry Holt, 1994, pág. III (trad. cast.: Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004). 42 Halsey, op. cit., vol. I, pág. 93.

La campaña de Serbia sirvió como intenso ejemplo de la desmodernización de la guerra. Lejos del frente occidental, el combate en la Primera Guerra Mundial se parecía más al de los siglos XVIII y XIX que a la guerra mecanizada de aquél.

La enfermedad, las largas marchas y el salvaje combate cuerpo a cuerpo dominaban esta campaña, como lo harían en muchas otras del frente oriental. La movilidad de las líneas del frente implicaba mayores penurias para la población civil, que no podía huir ni esconderse de la guerra. Los pueblos cambiaban de manos con frecuencia, y los mal aprovisionados soldados cogían lo que necesitaban, incluso arrebatándoselo a la gente que se suponía estaban defendiendo. Las pérdidas austríacas, en lo que se presumía iba a ser la más fácil de sus dos opciones de guerra, fueron atroces. Según estimaciones recientes, las bajas austríacas durante la campaña serbia de 1914 fueron de 227.000 hombres o, lo que es lo mismo, cinco veces las sufridas a lo largo de toda la guerra con Prusia en 1886. Conrad sustituyó a Potiorek por el archiduque Eugen, que se estableció en los cuarteles de invierno e intentó reorganizar su nuevo ejército. Conrad decidió a regañadientes que sus fuerzas tendrían que permanecer a la defensiva contra Serbia y buscar un desenlace contra Rusia, donde su A-Staffel había salido poco mejor parada que el Minimalgruppe Balkan. Las campañas de los Cárpatos y de Polonia A mediados de agosto los rusos habían reunido en el sur a más de 400.000 hombres en cuatro ejércitos distintos, todos bajo el mando absoluto del jefe del frente sudoccidental, Nikolai Ivanov. Este debía su puesto al éxito obtenido en la represión de un amotinamiento naval en la base del mar Báltico de Kronstadt, en 1906. A pesar de su mediocre hoja de servicios en la guerra ruso-japonesa y de su evidente carencia de ideas y entusiasmo, conservó el mando. De los cuatro jefes de los ejércitos bajo su mando, tres eran, siendo generosos, de una capacidad desigual. Por suerte para Ivanov y los primeros

éxitos de Rusia, el frente sudoccidental también incluía al mejor general ruso de la guerra, Alexei Brusilov, a la sazón al mando de la unidad más meridional, el VIII Ejército. Los planes de los rusos preveían avanzar contra la línea de fortificaciones que los austríacos tenían en el norte de los Cárpatos, en Galitzia. Las defensas de esta región se levantaban en torno a cuatro puestos de avanzada principales. De este a oeste, éstos eran Lemberg, Przemysl, Tarnów y Cracovia. Si los rusos eran capaces de llegar a Cracovia con un nutrido número de efectivos, se les abrirían dos opciones tentadoras. Por un lado, podrían desplazarse hacia el sudoeste, siguiendo las estribaciones occidentales de los Cárpatos, hasta entrar en el valle del río Oder, situado entre Austria y Hungría. Hacer esto supondría amenazar la cosecha del granero de Austria-Hungría e imponer a su enemigo unas privaciones enormes. La otra alternativa era desplazarse hacia el noroeste, adentrarse en las tierras bajas de Silesia, región histórica de gran riqueza mineral, y dirigirse a Breslau. Semejante maniobra pondría en peligro el buen funcionamiento de la industria alemana y presionaría a Alemania para que defendiera Berlín desde una dirección donde había pocos fuertes y menos defensas naturales. Para conseguir este objetivo, los rusos tenían que tomar primero Lemberg, la capital de Galitzia y una de las ciudades más grandes del Imperio austro-húngaro. Lemberg estaba protegida por una sucesión impresionante de fortificaciones bien provistas de artillería y conectadas con Austria por cuatro líneas de ferrocarril diferentes, la más importante de las cuales, en orden al abastecimiento de la guarnición, era la que discurría hacia el oeste, en dirección a Przemysl. Lemberg había sido también uno de los puntos en los que se había congregado el IV Ejército austrohúngaro. La

presencia de tropas rusas en la zona obligó a efectuar otro cambio más en el plan de guerra austrohúngaro. Para anticiparse a un avance ruso sobre los Cárpatos, Conrad ordenó una ofensiva contra la Polonia rusa. Entre el 23 de agosto y el 1 de septiembre, el I y el IV Ejército austríacos lograron hacer retroceder a los rusos casi 160 km en distintos lugares. Más al sur, sin embargo, el avance no fue tan bien, obligando a los austríacos a retirarse hacia la supuesta seguridad de Lemberg. Dejando una guarnición detrás para defender la fortaleza, el II y III Ejércitos austríacos retrocedieron a su vez casi 160 km, lo que les dejó literalmente con las espaldas contra los Cárpatos. Rodeada y en una inferioridad numérica abrumadora, la guarnición de Lemberg conmocionó a los mandos del Ejército austrohúngaro al rendirse sin disparar un solo tiro en su defensa. Los cálculos aproximados sobre la magnitud de las bajas austríacas varían sobremanera: según fuentes de la época, 600.000 soldados austrohúngaros fueron hechos prisioneros de guerra, y los rusos se apoderaron de 637 piezas pesadas de artillería. Para éstos, Lemberg era una base ideal desde la que ejecutar las operaciones hacia el oeste, toda vez que sus líneas ferroviarias la conectaban con los centros de abastecimiento rusos de Kiev y Varsovia. Przemysl, la siguiente fortaleza en el eje del avance ruso, se erigía a sólo 112 km al oeste. La victoria de los rusos en Lemberg constituyó uno de los primeros éxitos de importancia de los aliados en la guerra, lo que proporcionó a Rusia un mínimo de confianza en sí misma tras el desastre de Tannenberg. Los rusos restituyeron a la ciudad su antiguo nombre eslavo de Lvov, eliminando así, de manera simbólica, cualquier vestigio de sus lazos con los germanos. En un movimiento parecido, los rusos rebautizaron San Petersburgo, poniéndole el nombre ruso de Petrogrado.

La mayoría de los habitantes de Lvov recibieron a los rusos como liberadores, ya que la Galitzia oriental tenía una gran población de rutenos [habitantes ucranianos de Polonia], que, en su mayoría, alimentaban sentimientos prorrusos. La campaña de los Cárpatos se cobró numerosas víctimas civiles. Los numerosos judíos de la región apoyaban a Austria-Hungría, la cual permitía —caso único entre las grandes potencias— que éstos sirvieran en el ejército como oficiales de alto rango. Los judíos de Galitzia temieron ser víctimas del virulento antisemitismo del régimen zarista, que, sólo en los últimos tiempos, acababa de cometer terribles atrocidades durante los bien conocidos pogromos. El grupo étnico más numeroso de Galitzia, el polaco, carecía de Estado, después de que las tres grandes potencias del frente oriental se hubieran repartido Polonia a finales del siglo XVIII. En consecuencia, los polacos servían en los tres ejércitos, a menudo a regañadientes. La declaración del zar en agosto de 1914, en virtud de la cual se concedía la autonomía a Polonia dentro del Imperio ruso a cambio de la lealtad de sus habitantes, influyó en algunos de los polacos menos cínicos. Los más cínicos entre sus dirigentes se afanaron en encontrar el medio por el cual la victoria de un lado pudiera conducir de nuevo a la independencia de Polonia. Así las cosas, colaboraron con y en contra de ambos bandos, sufriendo a menudo terribles represalias cuando los pueblos y ciudades cambiaban de manos. Tras la caída de Lemberg/Lvov, los dos bandos centraron su atención en Przemysl. El VIII Ejército de Brusilov avanzó hasta la mitad del camino a Przemysl y se apoderó de la ciudad de Grodek el 12 de septiembre. Los alemanes se apresuraron a enviar refuerzos a Przemysl y a Cracovia para levantar a los desmoronados austríacos y evitar un gran

avance ruso. Las fuerzas austríacas y alemanas siguieron retirándose hasta casi 160 km más. Abandonaron la fortaleza de Przemysl con 120.000 hombres y suficiente comida hasta la primavera. Aunque rodeada y con pocas esperanzas de llegar a ser liberada, Przemysl resistió todo el invierno, amenazando las líneas de suministros rusas e inmovilizando a decenas de miles de soldados rusos. En marzo de 1915 un observador británico escribió de los defensores de la fortaleza: «No he visto

nunca una gente más abatida y desesperada».43 Przemysl acabó rindiéndose a los rusos el 22 de marzo de 1915. Cosacos rusos en la ciudad-fortaleza austríaca de Lemberg en 1915, tras la primera victoria clara de los aliados en la guerra. La presión rusa sobre los austríacos obligó a Alemania a acudir en ayuda de sus atribulados aliados. (© Colección Hnlton-Deutscb/Corbh) El avance hacia el oeste de la ofensiva rusa no tardó en ralentizarse. Los trenes rusos y austríacos utilizaban un ancho

de vías diferente (los austríacos, como era lógico, compartían el alemán), lo que ocasionaba enormes problemas de abastecimiento a los rusos. A la mayoría de las unidades se les estaban acabando los proyectiles de artillería, así como la munición de bajo calibre. La falta de ropa de invierno hizo imposible una maniobra a través de los puertos de montaña de los Cárpatos para adentrarse en Hungría; además, los soldados magiares defendieron su patria con un ardor cada vez mayor. Las enfermedades, las congelaciones y las privaciones se convirtieron pronto en el destino de ambos ejércitos. La ofensiva rusa se detuvo en octubre, cuando las patrullas de su caballería llegaron a poco más de 30 km de los alrededores de Cracovia. La campaña de los Cárpatos destruyó los ejércitos profesionales de antes de la guerra tanto de Rusia como de Austria-Hungría. Murieron miles de oficiales y, lo que fue aún más importante, de suboficiales bien entrenados, a los que no se pudo reemplazar. En lo referente a 1914, las bajas austríacas se estimaron en 250.000 muertos (muchos por enfermedad) y heridos y en casi 100.000 prisioneros de guerra. Aunque no hay acuerdo con respecto al número de bajas rusas, hay que considerar que cuando menos fueron equivalentes. Brusilov se refería a los dos ejércitos cuando describió a los hombres que habían sustituido a los soldados de antes de la guerra de la siguiente manera: «Cada vez se parecían más a una especie de milicia mal adiestrada... Muchos soldados ni siquiera sabían cargar sus rifles; en cuanto a dispararlos, cuanto menos se diga al respecto, mejor». 44 Los enfrentamientos también hicieron estragos en el corazón del saliente polaco. A mediados de septiembre, Hindenburg trasladó parte del VIII Ejército al sur de Varsovia y lo convirtió en el IX Ejército

alemán; el 28 del mismo mes, la unidad se encontraba lista para avanzar, pese a la superioridad numérica de las fuerzas rusas que tenía enfrente. Hindenburg había albergado la esperanza de conseguir alejar a los rusos de Varsovia, ciudad que deseaba ocupar para establecer en ella el cuartel de invierno del IX Ejército. A mediados de octubre su avance se topó con unas fuerzas rusas más numerosas, y ordenó prudentemente la retirada hacia el noroeste. Al marcharse, los alemanes devastaron Polonia, quemando la tierra tras ellos tal y como habían hecho en Francia después del contratiempo sufrido en el Marne. El contraste evidente entre el comportamiento militar alemán, diestro incluso en la retirada, y los caóticos movimientos iniciales de los austríacos, desembocó el 1 de noviembre en la creación de un mando conjunto. Hindenburg asumió el papel de comandante en jefe de las fuerzas germano-austríacas en el frente oriental. La medida llevó a un oficial ruso a 43 Citado en Stone, op. cit., pág. 114. 44 Brusilov, op. ib., págs. 93-94. informar a un homólogo británico que el Ejército austrohúngaro «ha dejado de existir como fuerza independiente».45 La fusión de los dos ejércitos hirió el orgullo austrohúngaro, pero mejoró el trabajo y preparación de su Estado Mayor de forma inconmensurable. Hindenburg entregó el mando del IX Ejército a August von Mackensen, profesional consumado y favorito del kaiser, que había servido de manera distinguida en Tannenberg y en los Lagos de Masuria. Con esta nueva organización, Hindenburg planificó una última ofensiva en el este para 1914. El 11 de noviembre ordenó que el IX Ejército realizara un ataque entre el I y el II Ejércitos rusos, en ese momento reacondicionándose tras las

derrotas aplastantes sufridas en agosto y septiembre. Para entonces los rusos estaban planeando reanudar la ofensiva y habían dejado desguarnecidos los flancos. El infortunado Pavel Rennenkampf vio en peligro una vez más a su ejército, cuando los alemanes envolvieron al II Ejército al sur de donde él se encontraba; de nuevo, sus unidades estaban situadas demasiado al norte para servir de alguna ayuda significativa. El 15 de noviembre los rusos se replegaron hacia el centro de suministros de Lodz, situado a unos doscientos kilómetros al sudoeste de Varsovia. El moverse a marchas forzadas y cierta rapidez de ideas permitieron a los rusos congregar a siete cuerpos en torno a la ciudad antes de que los alemanes pudieran llegar allí con un número considerable de efectivos. Ludendorff creyó por error que los rusos se estaban retirando de manera precipitada hacia Varsovia y ordenó a sus unidades que se metieran por detrás de ellos y les cortaran las vías de retirada. Esta decisión dejó a las fuerzas alemanas diseminadas, agotadas y lejos de las líneas de suministro. Por un momento dio la sensación de que los rusos podrían obtener una gran victoria. Pero la rapidez mental del comandante de un cuerpo de reserva alemán, Reinhard von SchefferBoyadel, cambió la situación. Al darse cuenta de que los rusos se estaban moviendo con la intención de rodearlo, y no de retirarse hacia Varsovia, atacó allí donde la línea rusa estaba defendida únicamente por dos unidades cansadas y mediocres. Su unidad combatió durante nueve días en medio de una fuerte ventisca, evitando no sólo que los rodearan, sino haciendo prisioneros a 16.000 rusos y apoderándose de 64 piezas de artillería mientras se abría paso hasta posiciones más seguras. El I y el II Ejército rusos habían vuelto a sufrir unas derrotas monumentales, perdiendo entre los dos 100.000

hombres. Los rusos abandonaron Lódz el 18 de noviembre y se retiraron hacia Varsovia. Los alemanes vieron frustrado su esfuerzo de tomar Varsovia, pero alejaron lo suficiente de la frontera a los rusos para proteger su patria. Aunque en ese momento no lo sabía nadie, las fuerzas rusas no volverían a acercarse tanto a Alemania. Las dos derrotas aplastantes significaron también el fin de Rennenkampf. Procesado por ciertas incorrecciones relacionadas con algunos contratos de guerra, utilizó sus influencias para evitar la cárcel, y llegó incluso a ser gobernador de Petrogrado, aunque no volvió a tener tropas a su mando nunca más. Tiempo después, los bolcheviques le ofrecieron el mando de la Armada Roja; al no aceptarlo, lo ejecutaron por traidor. Los acontecimientos de 1914 devastaron Polonia, cuyo sufrimiento se vio incrementado por un invierno glacial y por los enfrentamientos permanentes en diez de los once distritos del país. Los cálculos aproximados de la época estimaron en doscientas las ciudades destruidas, mientras que el número de pueblos que corrieron igual suerte se cifró en 9.000 poblaciones. Más de doscientos mil polacos se quedaron sin hogar, y la pérdida de más de dos millones de cabezas de ganado eliminó en la práctica la leche y la carne de la dieta de los campesinos.4615 Las grandes distancias de Polonia determinaron que los sistemas de trincheras no fueran tan compactos como los de Francia, aunque la mayor fluidez de las líneas acarreó un tremendo sufrimiento a la población civil. Al igual que en el oeste, 1914 acabó sin que los elaborados y cuidadosos planes de los generales produjeran victoria alguna. 45 Citado en Halsey, op. cit., vol. 7, pág. 93.

46 Estas cifras son de ibid, págs. 94-97. Capítulo 3

El territorio de la muerte

El estancamiento del frente occidental El resultado de los combates que se libran aquí [en Artois] es demostrar que se puede obligar a los alemanes a retirarse a costa de un esfuerzo tremendo, pero que la cosa es posible... En Gran Bretaña la gente debe prepararse para una guerra larga, y me temo que no hay que esperar ninguna victoria brillante ni repentina; al final, ganarán los más perseverantes. Carta del general británico sir Charles Grant a su suegro, fechada el 15 de abril de 191547 Al finalizar 1914 el problema al que se enfrentaban los ejércitos aliados era, al mismo tiempo, sencillo en apariencia e inmensamente complicado. La sencillez radicaba en la necesidad evidente de expulsar a los alemanes de todos aquellos lugares de Francia y Bélgica que ocupaban. Británicos, franceses y belgas coincidían en este objetivo bélico, lo que les unía al menos en este único nivel. La complicación provenía de los inmensos desafíos operacionales y tácticos que planteaba el nuevo estilo de guerra. Al finalizar el año, una sólida línea de defensas alemana se extendía desde el Mar del Norte hasta el infranqueable terreno de los Alpes. Ya no había flancos que rodear; en consecuencia, las maniobras envolventes estratégicas, como aquella que los alemanes habían realizado con tanta audacia en Tannenberg, eran virtualmente imposibles. Para complicar aún más el problema, en 1914 y 1915 los aliados no pudieron contar con ninguna superioridad en cuanto a número de efectivos ni tuvieron acceso a ningún arma que los alemanes no tuvieran también. Estos habían decidido que su ofensiva principal para 1915 la acometerían en el este y, por ende, dispusieron la fortificación de sus posiciones defensivas en el oeste. Conectaron y mejoraron el irregular sistema de

trincheras de campaña que habían desarrollado durante la Carrera hacia el Mar y las protegieron con densas marañas de alambradas de espino. Asimismo, reforzaron algunas posiciones con hormigón y enterraron las líneas telegráficas y telefónicas para protegerlas del fuego de artillería enemigo. El sistema de trincheras típico adoptaba una disposición en zigzag, tanto para evitar los ataques con fuego directo desde los flancos como para crear zonas de fuego entrelazadas mediante las cuales se pudiera cubrir cualquier punto dado por más de una ametralladora, rifle o pieza de artillería. De esta manera, el terreno entre dos sistemas de trincheras, conocido como «tierra de nadie», podía ser observado de manera permanente, y se podía batir cualquier punto por múltiples armas al mismo tiempo. Las defensas de primera línea incluían a menudo hasta tres líneas paralelas de trincheras diferentes, conectadas por trincheras de comunicaciones que discurrían, por lo general, en perpendicular al frente. La guerra de trincheras no fue una innovación del frente occidental, ni la mayoría de los europeos desconocían por completo de qué se trataba. Tanto la guerra civil norteamericana, en sus últimas etapas, como la guerra ruso-japonesa habían sido testigos de extensos sistemas estáticos de trincheras de campaña. Este último conflicto en especial hizo presa en las mentes de los oficiales más clarividentes de la Gran Guerra, algunos de los cuales habían sido observadores de su desarrollo. La mayoría de los mandos de alto rango, sin embargo, creían que la guerra de trincheras era una aberración pasajera, y no la condición normal del combate. Para los hombres, las trincheras a principios de 1915 no eran todavía los lugares miserables, embarrados y llenos de ratas y piojos que llegarían a convertirse, con el tiempo,

en símbolo de la guerra. En 1914 y a principios de 1915, las trincheras ofrecían una protección vital contra las ametralladoras, la artillería y los elementos. Un soldado alemán observaba en las primeras semanas de la guerra que la vida en las trincheras era «más agradable que una larga marcha; uno se acostumbra a esa existencia, siempre y cuando los cuerpos de los hombres y de los caballos no huelan demasiado mal». 48 A comienzos de 1915 las trincheras no se asociaban aún a la paralización indefinida. Incluso en la guerra ruso-japonesa, donde se imponía a menudo la potencia de fuego defensiva, determinaron que la infantería tomara con frecuencia las trincheras y obras de campaña del enemigo, si bien es cierto que con grandes 47 El epígrafe está extraído de LHCMA 2/1/1-41. El suegro de Grant era lord Rosebery. 48 Fragmentos del diario de un soldado alemán, CLX Regimiento de Infantería, VIII Cuerpo, encontrado en una trinchera cerca de Souain, SHAT 19N159, caja 1, exp. 6, anotación del 9 de septiembre de 1914.

pérdidas. Por lo tanto, en los primeros días de la guerra de trincheras en el frente occidental, muchos oficiales vieron éstas como un problema por superar, aunque, sin duda, no como una dificultad insalvable. Una vez se hubieran neutralizado o evitado las trincheras del enemigo, esperaban volver de lleno a la guerra de maniobra. Durante todo el conflicto, los planes operacionales exigieron una y otra vez la concentración de la caballería para explotar cualquier brecha que la artillería y la infantería abrieran en el sistema de trincheras del enemigo. Pero la realidad fue que en el frente occidental la caballería desempeñó sólo un papel de persecución significativo en muy contadas ocasiones, aunque la exigencia permanente de su

preparación da fe de la perseverancia en la creencia de que podían romperse los sistemas de trincheras. Aunque las trincheras empezaron como una obra irregular para proteger a los hombres de los elementos y del fuego enemigo, no tardaron en hacerse sofisticadas, tal y como de muestra este diagrama de un sistema de trincheras ideal. (Imperial War Museum, propiedad de la Corona, E. R. Heaton) Así pues, uno no debería criticar a los generales del frente occidental sin valorar primero en toda su extensión los problemas a los que se enfrentaban. Pocos generales aliados podían confiar en conservar sus puestos por mucho tiempo, si se empeñaban en seguir como abogados inexorables de la guerra defensiva. Los ciudadanos y gobernantes de las naciones aliadas esperaban de sus mentes militares, a la mayoría de las cuales seguían teniendo en gran estima, que encontraran una solución a la paralización y liberaran las regiones ocupadas. La guerra de trincheras colocó a aquellos hombres en un terreno intelectual que cada vez les era menos familiar. Muchos no consiguieron efectuar los cambios necesarios, y fueron numerosos los generales ineptos que mantuvieron sus puestos durante mucho más tiempo del que deberían. Que siguieran al mando a pesar de sus defectos fue, a menudo, cuestión de que no hubiera nadie con mejores soluciones evidentes que ocupara sus puestos. En los últimos tiempos, los historiadores se han esforzado en demoler el estereotipo tradicional del general insensible, a salvo detrás de las líneas, que ignoraba alegremente las cifras de bajas que se le presentaban.49 Como en cualquier conflicto bélico, la Primera Guerra Mundial tuvo su cuota de generales eficaces y de generales ineptos. Aquellos que

49 Véase especialmente Gary Sheffield, Porgotten Victory: The First Wold War, Myth and Realitics, Londres, Headline, 2001, y Brian Bond, The Unquiet Western Front, Cambridge, Cambridge University Press, 2002.

triunfaron tuvieron a menudo que volver a aprender todo lo que creían que sabían sobre la guerra moderna. Los pocos cuyas experiencias formativas habían sido adquiridas en las guerras de la unificación alemana (18641871) se encontraron tratando con tecnologías, doctrinas y escalas operacionales completamente nuevas. En cuanto a los que eran demasiado jóvenes para haber combatido en aquellas guerras, muchos se habían hecho famosos en operaciones coloniales en Africa o Asia, una preparación apenas adecuada para el frente occidental. Varios habían alcanzado el rango de general sin haber oído siquiera un disparo en combate. El comandante francés Joseph Joffre era uno de aquellos generales cuyas experiencias en Madagascar e Indochina

habían configurado su punto de vista. Su plan de librar una guerra de estratagemas en 1914 había conducido a su ejército al callejón sin salida en el que se encontraba al finalizar el año. Nada proclive a quedarse sentado ociosamente mientras el enemigo ocupaba una buena franja del territorio de su país, Joffre buscó un lugar en el frente en el que una ofensiva tuviera todas las posibilidades de cambiar la situación a favor de Francia. El mayor peligro para su patria, creía Joffre, residía en el saliente gigante que, extendiéndose desde Arras a Craonne, sobresalía hacia Compiégne y llegaba, en su extremo más septentrional, a 10 km escasos de París. El frente de este saliente se situaba entre las ciudades de Noyon, en el lado alemán de la línea, y Soisson, en el lado aliado. Un avión Spad II francés patrulla el frente occidental. Adviértase que el artillero apunta su ametralladora por detrás del avión. En 1916 los alemanes presentaron una ametralladora provista de un mecanismo que evitaba el disparo cuando la pala de la hélice estaba en la línea de mira. Tal dispositivo permitía a los pilotos disparar a través del círculo descrito por la hélice, dando origen así al verdadero caza. (United States Air Forcé Academy McDermott Library. Colecciones especiales) La ofensiva de Champaña y Neuve Chapelle El 20 de diciembre de 1914 Joffre ordenó una serie de ataques contra el saliente con la esperanza de lograr una penetración. Los ataques por el norte se dirigieron contra Noyon, mientras que los del sur presionaron la línea entre Reims y Verdún. Estos ataques, que no pasaron de ser unos avances mal coordinados contra unas posiciones fuertemente defendidas,

recordaron más a las frustraciones de la batalla de las Fronteras que a la fluidez de la del Marne. Su fracaso demostró que los asaltos frontales no sólo ocasionaban unas bajas tremendas a las desprotegidas unidades de infantería, sino también que no tenían muchas posibilidades de abrir brecha alguna en las líneas enemigas. El 8 de enero los alemanes aprendieron una lección parecida al intentar lograr su propia ruptura en una ofensiva lanzada contra Soissons. Aunque consiguieron hacerse con algunas pequeñas cabezas de puente al sur del río Aisne y conservar Soissons hasta septiembre, no lograron penetrar más de lo que lo habían logrado los franceses. Una vez más, el desventurado kaiser había sido invitado por su Estado Mayor para que se acercara al frente y fuera testigo de la toma de un objetivo importante, esta vez la ciudad de Reims, en Champaña. De nuevo, tuvo que asistir al fracaso de las tropas alemanas para culminar su misión. Tanto en el ataque francés como el contraataque alemán la defensa había mantenido la supremacía, subrayando la desventaja táctica en que las armas modernas colocaban a los atacantes. En la carta que un soldado francés escribió a un amigo en febrero de 1915, se pone de relieve el impacto que estaba teniendo la guerra sobre la naturaleza y los combatientes: Cuando llegamos aquí en el mes de noviembre, esta llanura era magnífica, sus campos rebosaban de remolacha hasta donde la vista alcanzaba, había granjas prósperas diseminadas por doquier y abundaba el trigo. Ahora, es la tierra de la muerte. Todos sus campos están reventados, pisoteados, las granjas han sido quemadas y arruinadas y es otro el cultivo que crece: pequeños montículos coronados por una cruz o tan sólo por una botella puesta del revés, en la que alguien ha colocado los papeles del hombre que yace allí. La muerte me ha rozado muchas veces con sus

alas cuando me arrastro a toda prisa por las trincheras o los senderos para evitar la metralla de las granadas o las ráfagas de las ametralladoras.50 Quien escribió esto fue uno de los afortunados. Sobrevivió a la guerra. La ofensiva de Champaña demostró sin ningún género de duda las dificultades que planteaban los ataques. «La existencia del frente sigue impidiendo realizar cualquier maniobra», concluía un estudio interno francés sobre la campaña. «Sólo siguen siendo posibles los ataques frontales. Prepararlos y llevarlos a cabo requiere un trabajo rudimentario.» La potencia de fuego, sobre todo de las ametralladoras, convertía casi cualquier avance en un suicidio. «Mientras siga en acción una sola ametralladora [después de la fase de artillería]», finalizaba el mismo estudio, «las bajas pueden ser considerables.»51 Las grandes cargas napoleónicas que los generales habían estudiado en clase, y que emulaban en los simulacros de combate, sencillamente no funcionaban en la era de las armas automáticas. De ahí en adelante, la guerra asistiría a los enérgicos esfuerzos por todos los lados, en especial por el de los aliados, para neutralizar o eludir aquella potencia de fuego. Mientras este proceso de cambio doctrinal daba comienzo, otros reformaban los ejércitos, que se convirtieron en instrumentos de experimentación de los generales. En agosto de 1914 el secretario de Estado de la Guerra británico, Horado Kitchener, había hecho un llamamiento en petición de voluntarios para los Nuevos Ejércitos, los hombres que sustituirían a los soldados profesionales de la BEF. Kitchener y el gobierno británico confiaban en alistar a 100.000 hombres, pero, en su lugar, y en menos de cinco meses, en Gran Bretaña se incorporaron a filas 1.186.000 hombres. Al finalizar 1915, 2.466.719 británicos se habían alistado en el servicio militar como voluntarios, a los

cuales se unieron 458.000 más procedentes de Canadá y 332.000 australianos.52 Dado que Gran Bretaña no tenía un servicio militar generalizado antes de la guerra, pocos de aquellos hombres conocían siquiera los detalles más elementales de la vida militar; muchos no sabían ni disparar un rifle. Lo que a estos hombres les faltaba de experiencia, les sobraba de fría determinación. El periodista Philip Gibbs describió la actitud de aquellos soldados como de menos militar que resignada. Pocos de los hombres a los que entrevistó Gibbs afirmaron comprender la concatenación de acontecimientos diplomáticos que había conducido a Gran Bretaña a la guerra, y algunos mostraron casi tanta desconfianza hacia Francia como hacia los alemanes. Sin embargo, a un profundo nivel personal comprendían que su país estaba en peligro y que los había llamado a filas. La idea de que el Imperio Británico estaba en peligro fue, advirtió Gibbs, el «verdadero llamamiento» que llevó a aquellos hombres a alistarse. Gibbs resumía la actitud de éstos con la frase: «Detesto la idea, pero hay que hacerlo».53 Aun cuando no combatieron mucho hasta el otoño, la mera creación de los Nuevos Ejércitos cambió de manera radical el sistema militar británico. Las guerras de Gran Bretaña habían sido, por tradición, responsabilidad de los profesionales voluntarios, que siempre se habían mantenido distanciados de la sociedad británica. En ese momento, el ejército era una fuerza enorme de ciudadanos con íntimas conexiones con la sociedad en general. Como tal, la ciudadanía exigía cambios en la naturaleza de las operaciones del ejército. En 1914 Kitchener había conseguido mantener alejados del ejército a los periodistas, pero casi no había un británico que no tuviera un amigo o un pariente en los Nuevos Ejércitos, y querían estar

informados de las actividades de aquellos a los que amaban. En consecuencia, en marzo de 1915 el Ejército británico acreditó a regañadientes a sus primeros cinco corresponsales de guerra. Aunque Gibbs señaló que en la consideración del cuartel general británico los periodistas «apenas estaban por encima de los espías», los generales no tuvieron más remedio que aceptar este vínculo entre el ejército y la sociedad que lo sustentaba.54 Mientras los Nuevos Ejércitos se entrenaban y preparaban, los profesionales lo intentaron una vez más. Los británicos 50 Jean-Pierre Guéno e Yves Lapluine (comps.), Paroles de Poilus: Lettres et Carnets du Front, 1914-1918, París, Librio y Radio Franco, 1998, pág. 90. 51 Grand Quartier General [Cuartel General] Army of the East, «The war of February to August, 1915», SHAT Fondos BUAT 6N9, págs. 2 y 10. 52 Sheffield, op.cit., pág. 43. 53 Philip Gibbs, Now It Can Be Told, Nueva York, Harper, 1920, pág. 69. 54 Ibid., pág. 13.

cubrieron las bajas sufridas por la BEF en 1914 trasladando soldados desde la India, lo que proporcionó por un tiempo los refuerzos necesarios mientras los nuevos reclutas terminaban su entrenamiento. Con estos refuerzos, el I Ejército de Douglas Haig elaboró un plan meticuloso para apoderarse de los alrededores de la ciudad de Neuve Chapelle. El Estado Mayor de Haig levantó una detallada cartografía de la zona para que fuera estudiada por los oficiales y la complementaron con precisas fotografías aéreas de la topografía y de las defensas alemanas. Los preparativos británicos impresionaron tanto a Joffre, que éste ordenó que el plan se trasladara y distribuyera entre los integrantes de su propio Estado Mayor como modelo para seguir. De hecho, la calidad de los preparativos británicos debería arrumbar el repetido estereotipo de que los oficiales de la Primera Guerra Mundial eran de una incompetencia manifiesta. El plan de Haig preveía realizar una penetración no por la fuerza bruta, como había hecho Joffre en Champaña, sino mediante toda la astucia que permitían las operaciones militares en 1915. Haig planeaba hacer de la virtud necesidad,

limitando su descarga de artillería previa al ataque a sólo treinta y cinco minutos. Un bombardeo breve daría a los alemanes un tiempo limitado para reforzar el sector; en cualquier caso, la escasez de munición de artillería de alta potencia impedía que la descarga fuera mucho más larga. A fin de ocultar sus verdaderas intenciones, Haig proyectó varios ataques de diversión al norte y al sur de Neuve Chapelle. Por su parte, la aviación británica limpiaría el cielo de pilotos enemigos, garantizando que los alemanes no pudieran observar los movimientos británicos. El ataque principal se iba a producir en un estrecho frente de unos dos kilómetros y sería llevado a cabo por un gran contingente de 45,000 hombres con caballería de reserva. Al ocultar la verdadera intención de su plan, Haig confiaba en concentrar sus fuerzas en una parte pequeña del frente, algo que le permitiría conseguir una superioridad numérica local en el punto de ataque. Una vez atravesaran Neuve Chapelle, sus hombres se dirigirían hacia el sudoeste, cruzando por la pared meridional de una elevación del terreno conocida como la colina de Aubert. La fuerza de la operación de Neuve Chapelle residía en sus objetivos. Haig no pretendía aplastar el frente del saliente con la intención de matar todos los alemanes que pudiera, antes confiaba en que su penetración amenazara y acabara cortando la línea ferroviaria que discurría de norte a sur al este de Neuve Chapelle. Toda la posición alemana en ese sector dependía de los suministros que llegaban por aquella línea ferroviaria. Al cortar las comunicaciones alemanas con los centros de abastecimiento de Lille y Douai, Haig esperaba obligar a una retirada general de su enemigo sin sufrir grandes bajas. El plan funcionó casi por completo, gracias, en buena medida, a que el I Ejército británico seguía

teniendo una dotación bastante nutrida de profesionales, los cuales podían entender semejante serie de preparativos cuidadosamente elaborados y, por tanto, complejos. Aunque limitada a sólo treinta y cinco minutos, la descarga de la artillería británica fue intensa. En esa algo más de media hora, los británicos dispararon más proyectiles de artillería que los que utilizaron en toda la guerra Bóer, en una demostración de hasta qué punto la guerra moderna había llegado a depender de la industria. A las 07:30 de la mañana del 10 de marzo de 1915, la infantería británica empezó a avanzar en la confianza de que la artillería hubiera destruido las alambradas de espino que los alemanes habían desplegado delante de ellos, e impedido los intentos de éstos de reforzar el sector de Neuve Chapelle. Los globos de reconocimiento como éste podían controlar los movimientos de las unidades enemigas y al mismo tiempo corregir la precisión del fuego artillero. Pronto se convirtieron en objetivos de los cazas enemigos. (National Archives) Al principio todas las señales indicaban que Haig y su Estado Mayor habían elaborado una obra maestra. Tal y como Haig había esperado, sus preparativos pillaron completamente por sorpresa a los defensores alemanes, obligándolos a una retirada precipitada. La ciudad de Neuve Chapelle cayó en manos británicas en sólo treinta minutos, un logro notable para esta guerra desde cualquier punto de vista. En la parte oriental de la ciudad, las unidades alemanas, cogidas por sorpresa y en inferioridad numérica, se retiraron más aprisa de lo que los británicos podían perseguirlas. Sin embargo, a pesar de este éxito madrugador, la batalla degeneró enseguida. El refinamiento del plan para Neuve

Chapelle no tardó en volverse en su contra. La relativa escasez de proyectiles de artillería había conducido a Haig y a su Estado Mayor a centralizar su utilización en el cuartel general del I Ejército, de manera que los comandantes locales no podían redirigir el fuego hacia donde lo necesitaban. Por otro lado, la carencia de radios de campaña obligó a diseñar un plan demasiado rígido, que fijaba unos objetivos para cada jefe de unidad, pero que no les dejaba ir más allá sin las instrucciones de los superiores del cuartel general. En muchos lugares las unidades británicas avanzaron tan deprisa, que tuvieron que esperar a que cesaran sus descargas de artillería preestablecidas antes de seguir avanzando. En otras zonas no encontraron ninguna oposición, pero no pudieron recibir la autorización de avanzar con la suficiente rapidez para explotar las oportunidades que se abrían ante ellos. La demora británica dio tiempo a los alemanes a reaccionar, y a las 17:30 de la tarde, después de trasladar hombres, artillería y ametralladoras al sector de Neuve Chapelle, consiguieron detener el avance británico a mitad de camino entre Neuve Chapelle y la colina de Aubert. En ese momento, las fuerzas británicas quedaron expuestas en un área sin trincheras, lo que las dejó sin posibilidad de defensa contra los contraataques alemanes del 11 y el 12 de marzo. Tales ataques obligaron a los británicos a retirarse hasta casi la línea inicial de partida. A cambio de 13.000 bajas (de las cuales, aproximadamente 4.000 fueron hindúes), los británicos habían estado a punto de conseguir sus objetivos, pero, en lugar de ello, todas sus ganancias se redujeron a una franja insignificante de terreno de apenas 1 km de fondo y 3 km de largo. Las bajas de los alemanes, alrededor de 15.000, fueron ligeramente más elevadas. Para los británicos, Neuve Chapelle fue, por igual, una «victoria gloriosa» y un «fiasco

sangriento».55 La ofensiva había demostrado lo que se podía lograr con unos preparativos cuidadosos, aunque también la rapidez con que un éxito podía degenerar en fracaso. Neuve Chapelle ayudó a acabar con la ilusión de que la guerra podría concluir tras una gran batalla como Sadowa, Sedán o Waterloo; la guerra, empezaron a creer muchos, no acabaría pronto. Después de la batalla, uno de los generales del Estado Mayor de Haig concluyó que «me temo que Gran Bretaña tendrá que acostumbrarse a pérdidas mucho mayores que las de Neuve Chapelle, antes de que consigamos aplastar al Ejército alemán».56 Por sutil que fuera el plan de Neuve Chapelle, no se había traducido en la victoria que había buscado Haig. No obstante, éste y su Estado Mayor llegaron a la conclusión, no sin justificación, de que su plan no había fracasado. «Valoramos la operación como un éxito», recordaba uno de sus artífices, «y estábamos convencidos de que habríamos logrado nuestro objetivo de no haber sido por la mala suerte y unos pocos errores.»57 La culpa de no haber conseguido más en Neuve Chapelle, adujeron muchos oficiales del Estado Mayor, se había debido al suministro inadecuado de proyectiles de artillería. Semejante análisis ignoraba la centralización de su artillería por parte de Haig una vez iniciada la fase de infantería, pero hacía hincapié en un problema de abastecimiento. En solo tres días, los británicos habían disparado a lo largo de un frente estrecho una sexta parte de sus reservas totales de munición artillera. A principios de mayo, la industria británica había suministrado únicamente dos millones de proyectiles de los seis millones prometidos para reemplazar a los utilizados en los primeros meses de la guerra. Sir John French manifestó a Charles Repington, el influyente corresponsal de guerra del londinense Times, su frustración hacia los políticos británicos,

a quienes culpaba de la escasez y baja calidad de los proyectiles que había recibido la BEF. Repington publicó las acusaciones, acuñando la expresión «crisis de proyectiles», la cual contribuyó a generar una crisis de confianza en el gobierno británico. 55 Francis Halsey, The Literary Digest History of the World War, vol. 2, Nueva York, Funk and Wagnalls, 1919, pág. 283. 56 El general John Charteris citado en Martin Gilbert, The First World War: A Complete History, Nueva York, Henry Holt, 1994, pág. 133 (trad. cast.: La Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004). 57 General sir Henry de Beauvoir de Lisie, «My Narrative of the Great German War», 1910, LHCMA, Colección de Lisie, Parte I, pág. 59.

El frente occidental, 1915.

El estancamiento y el comienzo de la guerra química Más al norte, en Flandes, los británicos estaban convencidos de que tenían la situación bien dominada. Lo acontecido en 1915 hasta ese momento parecía demostrar que los alemanes seguirían a la defensiva en todo el frente occidental. Los británicos aprovecharon esta aparente inactividad para mejorar su posición y, a tal fin, triplicaron el número de soldados que tenían en el área de Ypres y tomaron el cercano Cerro 60 (llamado así porque se elevaba hasta sesenta metros de altura), una de las escasas elevaciones del terreno de Flandes. Estos preparativos fortalecieron el saliente de Ypres, aunque Horace Smith-Dorrien siguió considerando una imprudencia basar allí las defensas británicas. El saliente se proyectaba hacia el interior de las líneas alemanes formando una «C» invertida especialmente bien definida, lo que, en consecuencia, la exponía a los ataques desde el norte, el este y el sur. Smith-Dorrien propuso retirarse hasta detrás del canal de Ypres, que discurría por la retaguardia del II Ejército británico, y enderezar así la línea para dar a los alemanes menos opciones de ataque. Sir John, que seguía enfadado con Smith-Dorrien por su desobediencia en Le Cateau el verano anterior, se negó a considerar la idea. En la creencia de que los alemanes seguirían a la defensiva en Flandes, Foch invirtió buena parte de marzo y principios de abril en planificar un ataque contra la cresta de Vimy, una cadena de colinas situada en el norte de Arras, desde la que los alemanes podían observar todos los movimientos de los aliados en la zona. Las fuerzas alemanas habían utilizado también esas montañas para bombardear Arras, lo que se saldó con la práctica destrucción de las dos magníficas plazas de la población. Si los aliados eran capaces de aliviar la presión sobre la ciudad, podrían utilizarla como una base fiable de

comunicaciones y abastecimiento para las operaciones contra el este. Foch llegó a obsesionarse con tomar la cresta de Vimy y la cercana cadena montañosa de Notre Dame de Lorette; esta pretensión hizo que ignorara las amenazas existentes en otros sectores. La concentración de los aliados en Arras se reveló costosa. Pronto empezaron a recibirse pruebas de que quizá los alemanes no fueran a quedarse de brazos cruzados en Flandes. Durante una incursión a pequeña escala a las trincheras alemanas, los soldados franceses habían capturado a un soldado enemigo que llevaba una máscara antigás rudimentaria. Otros prisioneros habían informado a los interrogadores franceses que las máscaras estaban pensadas para proteger a las fuerzas alemanas de los gases venenosos que éstas habían estado concentrando en la zona de Ypres. En un asalto a las trincheras realizado por los británicos se descubrieron incluso unos cilindros que los alemanes planeaban utilizar para lanzar el gas. Pese a todo, los cuarteles generales británico y francés emitieron sólo vagas advertencias de la posibilidad de que se utilizaran armas químicas en el sector de Ypres. Es probable que los mandos aliados interpretaran la información considerando que lo del gas era una añagaza. Las armas químicas contravenían las leyes internacionales sobre la guerra, y aunque todas las grandes potencias tenían algunos arsenales químicos, los británicos y los franceses no habían planeado utilizarlas y es probable que dieran por sentado que los alemanes no utilizarían las suyas por humanidad. Desde un punto de vista operacional, el único sistema de liberar el gas implicaba soltarlo de los cilindros dentro de sus propias líneas y confiar en un viento favorable que lo transportara. Los alemanes tenían la desventaja de estar en el este, lo que les situaba de cara a los vientos,

generalmente predominantes, del oeste.58 Por la razón que fuera, los aliados se equivocaron de manera estrepitosa al juzgar las intenciones de los alemanes respecto a las nuevas armas. Su error les costó miles de bajas y a punto estuvo de costarles también todo el sector de Ypres. El comandante alemán Erich von Falkenhayn tenía tres objetivos en su ofensiva. En primer lugar, esperaba reducir la penetración del saliente de Ypres en sus líneas, que representaba un obstáculo para sus vías de comunicación. Además, pretendía alejar la atención del traslado al este de cuatro de sus cuerpos para unirse a la gran ofensiva oriental alemana en Gorlice-Tarnów. Y, por último, quería infligir un gran número de bajas al Ejército británico que defendía Ypres. Falkenhayn, al igual que muchos miembros de la élite alemana, consideraba a los británicos como el enemigo más implacable de Alemania en la lid imperialista y del comercio internacional. En palabras del canciller Bernhard von Bülow, Falkenhayn acusaba a los británicos de negarle a Alemania una posición destacada en el mundo. Al igual que el plan de Haig para Neuve Chapelle, los preparativos de Falkenhayn para lo que acabaría conociéndose como la segunda batalla de Ypres pusieron de relieve cierta destreza, pero también tuvieron algunos defectos. Falkenhayn decidió alcanzar el decisivo elemento sorpresa no acumulando grandes reservas en el sector de Ypres. En consecuencia, los aviones de reconocimiento británicos y franceses que sobrevolaban las líneas enemigas no advirtieron ninguna actividad inusitada. El general alemán esperaba utilizar el gas de manera coordinada con un intenso bombardeo de artillería, a fin de abrir brechas en las líneas enemigas. Cuanta mayor conmoción y pánico provocara la novedad de la guerra química, más posibilidades tendrían los alemanes de desguarnecer y explotar la posición del

enemigo. El ataque se inició con una descarga convencional de fuego artillero el 22 de abril de 1915. Más tarde ese mismo día, cuando los vientos empezaron a soplar del este, los soldados alemanes abrieron 5.000 botes de gas cloro. La nube verde provocó que una unidad territorial africana francesa se dejara llevar por el pánico y abriera una brecha de más de 6 km en las líneas aliadas al norte de Ypres. Los alemanes avanzaron con prudencia, ya que no querían meterse en la nube de gas y porque temían que un cambio en la dirección del viento hiciera retroceder el gas sobre ellos. Aun así, al cabo de veinticuatro horas habían tomado el tercio septentrional del saliente y se establecían sólo a unos 5 km de la propia Ypres. El plan de Falkenhayn, al igual que el de Haig, albergaba la simiente de su propio fracaso. La decisión alemana de no acumular reservas en el sector de Ypres había conseguido la sorpresa buscada; la falta de ellas, sin embargo, limitó la fuerza de Falkenhayn para aprovecharse de la brecha provocada por el gas. Los soldados británicos aprendieron enseguida a improvisar máscaras antigás provisionales, empapando trozos de tela en cualquier líquido que tuvieran a mano. La I División canadiense, que contaba entre sus generales de brigada con el vendedor de pisos fracasado Arthur Currie, se desplegó por el norte de Ypres y retrasó el avance alemán. Currie fue nombrado jefe del Cuerpo Canadiense en junio de 1917 y logró conducirlo a victorias espectaculares. Bajo su mando, el cuerpo de canadienses se convirtió, a juicio de Dennis Showalter, en «la gran unidad de combate más perfecta de la historia moderna, en relación a sus circunstancias».59 Foch y sir John ordenaron contraataques que se saldaron con un gran número de bajas, si bien consiguieron disminuir

el ímpetu de los ataques alemanes. Nuevos ataques en mayo permitieron a los alemanes apoderarse del tercio oriental del saliente, aunque la ciudad permaneció en manos aliadas. La segunda batalla de Ypres fue una victoria para los aliados sólo en la medida en que lograron mantener su posición, pero había sido un combate cruento (aproximadamente 15.000 bajas por cada bando), y el lamentable fracaso de los aliados en prepararse para la nube de gas requería una cabeza de turco. Como era lógico, sir John ofreció la de Smith-Dorrien, al que se le informó de su destitución por telegrama. Para ocupar su puesto, sir John, cuyos propios días estaban contados, ascendió a Herbert Plumer. A pesar de su corpulencia y un aspecto a todas luces nada militar, Plumer tenía una mente astuta y era un estratega. Desde entonces, casi todos los observadores del Ejército británico se han deshecho en elogios hacia él y Tim Harrington, su talentoso jefe del Estado Mayor. Incluso Philip Gibbs, que se pasó gran parte de la guerra como periodista observando y criticando el funcionamiento interno del generalato británico, consideraba que formaban un equipo magnífico. El ascenso de Plumer compensó en parte la injusticia cometida con Smith-Dorrien. Ni Plumer ni la mayoría de los oficiales británicos percibieron la trágica ironía implícita en el casi éxito de Neuve Chapelle: la de que la acción había sido lo bastante satisfactoria para conducir a más ataques frontales contra posiciones enemigas preparadas. Esta lección planteaba el menor de los retos para el pensamiento militar tradicional y, por lo tanto, se 58 Por lo general, la situación de los alemanes en el levante se reveló como una gran ventaja: los ataques aliados al amanecer avanzaban en línea recta hacia el resplandor de la salida del sol. 59 Dennis Showalter, «Mastering the Western Front: German, British and French Approaches»,

comunicación presentada en la II Conferencia Europea sobre los estudios de la Primera Guerra Mundial, Universidad de Oxford, Inglaterra, 23 de junio de 2003.

convirtió en la interpretación habitual entre los generales aliados de mayor rango. Los más agresivos entre ellos querían repetir el plan operacional de Neuve Chapelle, con algunas modificaciones en cuanto a la envergadura de la preparación artillera, en otro punto de la línea. Terminada la segunda batalla de Ypres, Foch volvió a centrar su punto de mira sobre la cresta de Vimy. Los ataques con gas, como éste observado desde el aire, dependían de que las condiciones climatológicas fueran favorables. La imprevisibilidad de los vientos limitaba la utilidad y letalidad del gas, pese a lo cual siguió provocando tremendos sufrimientos.

(National Archives) Como en Neuve Chapelle, los Estados Mayores aliados pretendían interrumpir las líneas laterales de abastecimiento alemanas que discurrían paralelas al frente occidental. Sin esas líneas de suministros, confiaban los aliados, tal vez los alemanes se vieran obligados a retirarse a campo abierto, donde la caballería podía perseguirlos. En esta ocasión, británicos y franceses planificaron coordinar dos ofensivas más o menos simultáneas y aproximadamente en la misma área general, con la intención de impedir la capacidad de los alemanes para concentrar los refuerzos. Mientras Foch y los franceses atacaban las colinas de Vimy, los británicos atacarían de nuevo en las cercanías de Neuve Chapelle, esta vez frente a la ciudad de Festubert. Los británicos introdujeron otra modificación en su doctrina. Después de haber comprobado la dificultad que entrañaban las acciones ofensivas, desarrollaron el concepto de los ataques de «morder y resistir». La idea implicaba apoderarse de un trozo de terreno de fácil defensa e incitar entonces al enemigo al contraataque; si éste mordía el anzuelo, tan ingeniosa táctica le traspasaba la carga del ataque. Aunque fueron muchos los oficiales que trabajaron en la idea, es al general Henry Rawlinson a quien hay que reconocerle su paternidad. Rawlinson, otro de los generales a los que despreciaba sir John, había mandado uno de los cuerpos que intervinieron en Neuve Chapelle. De esta manera, Festubert supuso una oportunidad para que los británicos empezaran a cambiar su doctrina militar. En Festubert, Rawlinson comandó un cuerpo bajo el mando global de Haig. Aunque los dos hombres mantenían desacuerdos, ambos compartían hasta ese momento el mismo desdén por las dotes de mando de sir John, lo que les había

acercado profesionalmente. Tras concluir que el revés de Neuve Chapelle había sido consecuencia de la deficiente artillería, Haig y Rawlinson no estaban dispuestos a cometer dos veces el mismo error. Sin embargo, siguieron enfrentados al mismo problema de la escasez de proyectiles, sobre todo de los de alto explosivo, necesarios para dañar las trincheras y alambradas alemanas. En su lugar, los británicos disponían de una cantidad desproporcionada de granadas de metralla, efectivas para matar a los hombres a la intemperie, pero inútiles para hacerlo en las trincheras y en los refugios subterráneos. Para el ataque de Festubert, los británicos contaron nada más que con 71 cañones de más de 120 mm de calibre; y el 92 % de los proyectiles que dispararon fueron granadas de metralla.60 La escasez de munición limitó la preparación artillera del ataque a sólo cuarenta minutos, apenas una mejoría respecto al que habían utilizado en Neuve Chapelle. Otras fuentes sitúan el porcentaje de proyectiles con metralla en el 75 %, pero la idea general de la excesiva dependencia de los británicos en la metralla sigue siendo cierta. El 9 de mayo de 1915 asistió al avance de los ejércitos francés y británico contra sus respectivos objetivos. (Casualmente fue también el día en que los primeros hombres de los Nuevos Ejércitos embarcaron hacia Francia.) Los británicos no tardaron demasiado en descubrir que sus escasas reservas de proyectiles eran nada más que una parte del problema. Muchas de las piezas de artillería habían disparado más proyectiles en los primeros meses de la guerra que lo que estaban diseñadas para disparar a lo largo de su vida útil; en consecuencia, los tubos de muchas de ellas estaban combados y disparaban los proyectiles sin ninguna precisión. A esto vino a sumarse que mucha munición no estalló

porque era defectuosa. Un informe de la época aseguró que los soldados habían visto muchos proyectiles llenos de serrín, y no de explosivos, aunque es posible que esta historia fuera sólo un rumor de campo de batalla, alentado para desviar las culpas por las derrotas de 1915 hacia los saboteadores o los que especulaban con la guerra. Como consecuencia de la mala calidad del apoyo artillero, el avance de la infantería fue incapaz de repetir el éxito inicial de Neuve Chapelle. Además, los alemanes, que habían aprendido de su experiencia, se habían atrincherado a más profundidad para protegerse de la artillería enemiga. Los británicos y los soldados hindúes avanzaron en una formación tan apretada, que los mandos alemanes dieron la orden de «disparar hasta que los cañones [de las ametralladoras] revienten». Durante la batalla, Rawlinson preguntó al jefe de una brigada la razón de que sus hombres no avanzaran. El general contestó: «Porque yacen fuera de combate en tierra de nadie, señor, y la mayoría no volverá a levantarse». Los informes del reconocimiento aéreo, que informaron de que los alemanes estaban reforzando el sector, indujeron a Haig a suspender la batalla. El Ejército británico sufrió casi 12.000 bajas en un día. Y los beneficios que compensaran aquel sacrificio eran nulos.61 Más al sur, cerca de Arras, a los franceses les había ido aún peor, a pesar de disponer de unas reservas más abundantes de munición artillera. Tras renunciar al elemento sorpresa, Foch ordenó un bombardeo artillero de seis días, durante los cuales los artilleros franceses dispararon más de 300.000 proyectiles contra las posiciones alemanas. Foch predijo con seguridad que la artillería cortaría las alambradas alemanas, permitiendo así que la infantería rompiera las líneas enemigas. También le dijo a Joffre que el éxito de su operación de la cresta de Vimy acabaría con la guerra en

el frente occidental en tres meses. Los franceses hicieron algunos avances, tomando temporalmente una de las tres colinas principales de la cadena de Vimy y consiguiendo ascender por la ladera de otra cercana. El 15 de mayo las fuerzas de Foch habían movido la línea casi 5 km, pero el coste humano fue tremendo. El fracaso británico en Festubert permitió a los alemanes trasladar refuerzos hasta las colinas de Vimy, lo que fortaleció enormemente la línea. De todos modos, Foch creyó que la línea alemana estaba a punto de romperse y ordenó otro ataque. El general francés siguió con la ofensiva hasta junio, aunque cada vez con menos ganas. En total, Francia sufrió unas espantosas 102.000 bajas, mientras que las que infligió a su enemigo no llegaron ni a la mitad de esa cifra. Con todas las partes escasas de munición y de reservas humanas, el verano transcurrió en una tranquilidad relativa. Ambos bandos necesitaban reaprovisionarse de munición y de repuestos ferroviarios, aunque también de ideas. Aunque los planes para 1915 representaron avances significativos respecto a los enfoques más que rudimentarios de 1914, no habían conseguido los resultados prometidos. Los generales aliados, que hasta ese momento habían conseguido librarse de que se los cuestionara en serio por la manera de dirigir la guerra, empezaron a ser objeto de un examen cada vez más minucioso. Tanto sir John como Joffre y Foch perdieron el halo de competencia que los había acompañado durante los primeros desastres. Por su parte, los generales culpaban de todo a la insuficiente artillería. En otoño de 1915 la producción diaria de proyectiles en Gran Bretaña era únicamente de 22.000 unidades; los alemanes estaban produciendo más de diez

veces esa cantidad.62 La «crisis de los proyectiles» se convirtió con rapidez en el tema de conversación más importante de los Estados Mayores de los cuarteles generales aliados y de sus capitales. Los problemas de los proyectiles y de la artillería afectaron también a Francia. El puntal del Ejército francés había sido su pieza de artillería de campaña de 75 mm, un arma ágil y precisa de tiro rápido, que se ajustaba a la perfección a la doctrina ofensiva francesa previa a la guerra. Sus proyectiles de trayectoria rasante de 75 mm, sin embargo, no podían dañar las defensas profundas de las líneas alemanas. En enero de 1915 Francia tenía sólo diecisiete cañones que disparasen 60 C.R.M.F. Truttwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934, pág. 158. 61 El general de brigada Oxley, citado en Gilbert, op. cit., pág. 160. 62 Albert Palazzo, Seeking Victory on the Western Front: The British Army and Chemical Warfare in World War I, Lincoln, University of Nebraska Press, 2000, pág. 55. Los franceses estaban produciendo 100.000 por día.

proyectiles de más de 155 mm. Joffre y sus generales echaron las culpas de sus primeros fracasos en 1915 a la falta de cañones de gran calibre, aunque los políticos señalaron con acierto que el mismo Joffre había apoyado la dependencia de Francia del cañón de 75 mm en los años anteriores a la contienda. El reiterado argumento de Joffre de que la falta de municiones le había impedido ganar la guerra con rapidez se tornó poco convincente. El primer ministro francés, Rene Viviani, comentó al presidente Raymond Poincaré que Joffre «quiere hacernos creer que el fracaso de su ofensiva es culpa nuestra. Cuando empezó la ofensiva [de Champaña] conocía a la perfección las municiones de las que disponíamos. Lo que quiere es culpar al gobierno de los errores que él mismo ha cometido».63 Al contrario que sus homólogos de la metrópoli, que lucían brillantes colores, los soldados africanos del Ejército francés fueron a la guerra ataviados con uniformes caqui. Concebida para la guerra de Africa, esta indumentaria demostró ser muy adecuada para el frente occidental. (© Bettmann/Corbis) El estado de tensión que se suscitó a raíz de la crisis de los proyectiles contribuyó a la remodelación de los gobiernos de Francia y Gran Bretaña. El 9 de mayo los británicos formaron un gobierno de coalición, y un mes más tarde se creó un Ministerio de Municiones. Al frente de éste se colocó al ministro de Economía, David Lloyd George, antiguo opositor a la guerra Bóer. Como medida provisional, el dinámico Lloyd George aumentó de manera espectacular los encargos de proyectiles a las fábricas de Estados Unidos, y empezó a reorganizar la industria del país, para lo cual se apoyó en la mano de obra femenina a fin de sustituir a los hombres que habían partido para el frente.

Al iniciarse la guerra, prácticamente todos los órganos legislativos electos dieron muestras públicas de solidaridad para ayudar a sus gobiernos a actuar con más dinamismo. Las treguas no sólo eliminaron los debates partidistas, sino que retiraron de hecho a los parlamentos de los procesos decisorios durante los primeros años de la guerra. La autoridad de los ejecutivos empezó también a disminuir, en buena medida a causa de que eran pocos los responsables políticos que entendieran el intrincado funcionamiento del ejército. Ni el primer ministro británico, Herbert Asquith (primer ministro de 1908 a 1916), ni el presidente francés, Raymond Poíncaré, llegaron a comprender a fondo los cambios económicos, sociales y políticos que se estaban produciendo a su alrededor. El primer ministro, Rene Viviani, apenas si desempeñó algún papel en la toma de decisiones de alto nivel y acabó dimitiendo a favor del ministro de Asuntos Exteriores, Aristide Briand, en octubre de 1915. Los estados monárquicos sufrieron aun con mayor intensidad el creciente vacío de autoridad. El kaiser Guillermo II creía que sabía mucho más sobre el ejército de lo que en realidad alcanzaban sus conocimientos. La costumbre del Estado Mayor General en los años anteriores a la guerra de amañar los simulacros de combate, de manera que ganara siempre el bando del kaiser, no ayudó a que el monarca entendiera el ejército tal cual era, que en nada se parecía a lo que él deseaba que fuera. Ya desde el proceso de movilización, los limitados conocimientos del kaiser condujeron a su creciente 63 Citado en Pierre Miquel, Les Poiliis: La France Sacrífiée, París, Plon, 2000, págs. 20-21.

marginación. Una vez que el propio Reichstag [cámara baja del Parlamento] dejó patente su propia írrelevancia, el ejército tomó cartas en el asunto. En consecuencia, a medida que la guerra se fue alargando, el ejército empezó, por fuerza, a asumir más y más responsabilidades en la dirección política y económica de la guerra. La marcha al frente de los trabajadores fabriles, junto con la cada vez mayor necesidad de municiones, provocó profundos cambios en la población activa durante la guerra. Todos los bandos pasaron a confiar en la mano de obra femenina para la fabricación de munición, como muestra esta factoría británica. (National Archives) Las batallas de Artois y Loos En los primeros días de otoño los aliados creyeron que estaban listos para volver a atacar. Su plan requería llevar a cabo la mayor operación realizada hasta el momento. El ataque principal se lanzaría contra el saliente de Noyon, en Champaña, e

intervendrían 35 divisiones de infantería francesas, que sumaban un total de 500.000 hombres. A modo de maniobra de diversión, Foch reanudaría sus ataques en las cercanías de la cresta de Vimy, mientras que los británicos atacarían justo al norte, cerca de la trascendental ciudad minera de Lens. Los aliados confiaban en que sus ataques contra este sector hicieran creer a los alemanes que el área de la cresta de Vimy-Lens volvía a ser el objetivo principal y, de esta manera, tal vez podrían dejar la región de Champaña con una defensa menos sólida. Haig y varios generales más de la Fuerza Expedicionaria Británica se opusieron al plan, arguyendo que, si los ataques de esa naturaleza habían fracasado en la misma región durante la primavera, sólo podían volver a fracasar, y que esto redundaría en el fortalecimiento de las posiciones alemanas y en la disminución de las reservas artilleras de los aliados. Muchas de sus baterías artilleras contaban sólo con la mitad de las asignaciones de proyectiles autorizadas, y los británicos seguían dependiendo en exceso de las granadas de metralla. No obstante, Joffre insistió en que los británicos lanzaran su ofensiva para apoyar la suya en Champaña y, de paso, aliviar un tanto a los rusos, que se encontraban entonces en una situación desesperada. No sería la última vez en la guerra que un ejército lanzaba una ofensiva que no había escogido con el fin de ayudar a un aliado en apuros. Pese a sus reservas, sir John y sus generales decidieron que no les quedaba más remedio que atacar. Lanzar la ofensiva con la artillería que disponían, sin embargo, sería dejar a la infantería sin el adecuado apoyo de fuegos, lo que condenaría a su ejército a una carnicería segura. Asimismo, la ofensiva vería la primera aparición a gran escala en combate de los Nuevos Ejércitos. Los británicos no esperaban demasiada sofisticación táctica de estos hombres,

razón de más para que un apoyo adecuado adquiriese una trascendencia mayor. A fin de hacer lo imposible y de vengarse de la segunda batalla de Ypres, los británicos recurrieron a un gas asfixiante; la sorpresa del gas, confiaban, proporcionaría a la infantería la cobertura que la deficiente artillería no podía darle. Las ofensivas coordinadas de los aliados empezaron el 25 de septiembre. En la batalla de Loos, los británicos utilizaron por primera vez gas venenoso. Tal y como habían hecho los alemanes en Ypres, la mayor parte del gas que lanzaron los

británicos iba contenido en botellas de gas a presión. Allí donde las condiciones fueron favorables, el gas obligó a los alemanes a abandonar sus posiciones; los cambios del viento y las dificultades técnicas, sin embargo, condujeron a un

considerable número de bajas propias. La consecuencia de que los británicos hubieran utilizado el gas en lugar de los ataques artilleros a gran escala, fue que los sistemas de alambradas y trincheras de los alemanes apenas resultaron dañados. Los británicos sufrieron más de 60.000 bajas en Loos, más del doble de las que infligieron. Este soldado, en una fotografía a todas luces preparada, posa con una máscara antigás mientras pela patatas. En un letal juego del ratón y el gato, los ejércitos compitieron en el desarrollo de mejores máscaras antigás, al tiempo que sacaban nuevos gases capaces de penetrar las máscaras del enemigo. (National Archives) Los británicos no volvieron a utilizar botellas de gas a presión. Los dos bandos se dieron cuenta del efecto devastador que el gas venenoso producía en aquellos que se exponían a él; además, los hombres que no morían por el gas, se dejaban llevar a menudo por el pánico y salían huyendo. Así que ambos lados empezaron a investigar en la guerra química, desarrollando lanzagases capaces de enviar el gas a largas distancias que redujeran el riesgo de exponer a las propias tropas a sus efectos. También empezaron un mortífero juego del ratón y el gato, en una carrera por producir gases que fueran capaces de penetrar las máscaras antigás existentes. Cuando un bando mejoraba sus máscaras antigás para hacer frente al desafío, el juego volvía a empezar. La ofensiva de Joffre en Champaña no dependió tanto del gas embotellado a presión como la de Loos, pero también fracasó. El Ejército francés había preparado el terreno con lo que, en ese momento, constituyó la mayor concentración de fuego artillero de la historia. Al eximir del servicio militar a los trabajadores fabriles, la industria

francesa había aumentado la producción de cañones pesados e incrementado la de proyectiles, pasando de las 3.000 unidades diarias de munición pesada en diciembre de 1914 a 52.000 unidades diarias un año después. En consecuencia, Joffre dispuso de abundantes reservas para las más de 900 piezas de artillería pesada y los 1.600 cañones de campaña que batieron las líneas del frente alemán. En un alarde de confianza, Joffre congregó a sus divisiones de caballería para aprovechar las brechas que esperaba abriría la artillería. Los alemanes reaccionaron retrocediendo hasta su segunda y tercera línea de trincheras, unos 10 km hacia su retaguardia. De hecho, entregaron su primera línea, pero, al retirarse, convirtieron gran parte del bombardeo francés en algo verdaderamente inútil. Cuando las tropas francesas avanzaron, vieron un cartel en la abandonada primera línea de trincheras alemanas que rezaba así (en francés): «Terreno en venta, pero a un alto precio».64 Los franceses consiguieron abrir brechas en algunos puntos de las líneas alemanas, pero la abundante lluvia dificultó que tanto la infantería como la artillería se movieran con rapidez. De este modo, las fuerzas francesas tuvieron que avanzar sobre un terreno que su propio bombardeo había contribuido a embarrar y a accidentar. En conclusión, las ofensivas de septiembre, entre ellas el segundo intento fallido de Foch en la cresta de Vimy, habían resultado un desastre. El número total de bajas ascendió a 100.000 franceses, 60.000 británicos y 65.000 alemanes. Las repercusiones de estas bajas fueron de gran calado, y la de mayor rango acabó siendo la de sir John French. Uno de sus subordinados, Haig, había estado intrigando desde hacía tiempo para que destituyeran al que otrora fuera su amigo. Lady Haig tenía una estrecha amistad con la familia real, y el propio Haig había mantenido, por

invitación regia, una correspondencia personal con el rey Jorge V. En diversas cartas dirigidas a éste, al primer ministro Asquith y a Kitchener, Haig se había quejado de la manera de French de dirigir la guerra. Por otro lado, las críticas públicas de sir John sobre la incapacidad del gobierno para proporcionarle la cantidad y calidad adecuadas de proyectiles no contribuyeron a afianzarle en su posición, y tampoco le ayudó el que Joffre y el gobierno francés ya no confiaran en él. En consecuencia, el 17 de diciembre el gobierno le quitó el mando de la Fuerza Expedicionaria Británica y lo nombró comandante en jefe de las fuerzas del Reino Unido. En mayo de 1918, después de que estallara la guerra civil que asolaba la isla, recibió el nada envidiable nombramiento de virrey de Irlanda. Para sustituirlo, el gobierno nombró a Haig, la misma persona cuyas intrigas habían provocado en parte la destitución de sir John. Graduado con las máximas calificaciones en Sandhurst [Real Academia Militar] e hijo de un rico destilador escocés, Haig era un militar en el sentido más amplio de la palabra. Figura controvertida entonces, sigue siéndolo todavía en la actualidad. Pocos generales han inspirado alguna vez tanta lealtad de los que los rodeaban y tanta repulsa de periodistas, políticos y muchos historiadores. Haig se cohibía tanto en presencia de los políticos británicos, que Lloyd George llegó a pensar que era un burro. Atento y creativo en ocasiones, Haig podía ser también frío, distante y arrogante. Sus virtudes más destacadas en diciembre de 1915 fueron su mayor capacidad (comparado con sir John) para trabajar con Joffre y su fe absoluta en la eventualidad de una victoria británica. Joffre sobrevivió a 1915, pero no sin ciertas dificultades. Pese a las enormes bajas y a los mínimos beneficios del año,

seguía gozando de la aceptación de los hombres del Ejército francés. Por supuesto, y como sucedía en todos los ejércitos, pocos eran los soldados que veían alguna vez a su comandante. Joffre pasaba la mayor parte del tiempo en el suntuoso castillo de Chantilly, disfrutando de los manjares y de las artistas del cercano París. De todas maneras, sus hombres seguían refiriéndose a él como «papá» y, en la medida en que pensaran en él, en líneas generales creían que era un comandante todo lo bueno que podían esperar. El mayor problema de Joffre tenía que ver con sus malas relaciones con los políticos franceses. El creía que la guerra era una competencia exclusiva de los militares y reaccionaba con enojo ante la mera sugerencia de que el ministro de la Guerra, el primer ministro, la Asamblea Legislativa o, incluso, el presidente, tuvieran autoridad para cuestionar sus criterios. Durante el exilio de cuatro meses del gobierno francés en Burdeos, Joffre había creado una «Zona de los ejércitos» en el nordeste de Francia, que dirigía de forma dictatorial. Prohibió la entrada en la zona a muchos políticos influyentes y, en una ocasión, amenazó al presidente Poincaré con encarcelarlo si se apartaba del orden del día que Joffre y su Estado Mayor habían fijado para él. Y también intentó destituir al general Maurice Sarrail, favorito de la mayor parte de los políticos izquierdistas de Francia. En venganza, en octubre de 1915, el Parlamento obligó a dimitir a Alexandre Millerand, un firme partidario de Joffre, como ministro de la Guerra, sustituyéndolo por el ancestral enemigo de éste, Joseph Gallieni, el héroe del Marne. Las derrotas en el campo de batalla de Joffre y sus intentos de situarse por encima del gobierno francés debilitaron su posición, pero su popularidad entre los soldados y en el frente interior le libró del destino

de sir John durante otro año. No obstante, los días de Joffre también estaban contados. Durante el invierno de 1915 a 1916 se amontonaron las 64 Cruttwell, op. pág. 167. pruebas de que se estaba produciendo una importante concentración de fuerzas alemanas cerca de Verdún, Joffre desechó la posibilidad de un ataque alemán allí y reaccionó con furia ante las acusaciones de que no estaba prestando la suficiente atención a la zona. Su especial susceptibilidad a estas acusaciones provenía del hecho de haber despojado de su artillería pesada al anillo de poderosas fortalezas de Verdún, a fin de proporcionar una mayor potencia de fuego a su fracasada ofensiva de Champaña. Sin embargo, los detractores de Joffre tenían razón: los alemanes estaban planeando una ofensiva en Verdún para 1916. Y ésta se convertiría en la más larga, sangrienta e importante de la guerra. Capítulo 4

Enviados a la muerte Gallípoli y los frentes orientales ¿Qué diablos hemos venido a hacer aquí? Un soldado francés en Salónica, 1915.65 Las frustraciones del frente oriental obligaron a los generales y a los políticos a buscar otros lugares para forzar un desenlace. Los acontecimientos de 1915 habían convertido el frente de más de 700 km de Francia y Bélgica en una línea de fortalezas subterráneas prácticamente inexpugnable. Incluso los planes más cuidadosos, como los elaborados para Neuve Chapelle, no habían producido más que éxitos efímeros. Sin embargo, la mayoría de los generales del frente occidental seguían insistiendo en que la guerra se ganaría o perdería sólo en Francia. Los políticos aliados, muchos de los cuales se sentían cada vez más frustrados con lo que consideraban fracasos de sus oficiales de mayor graduación, no estaban de acuerdo y empezaron a mirar a otros lugares. Como era lógico, la mayoría de los políticos y generales franceses insistieron en que el frente occidental siguiera siendo el principal centro de atención aliado. De todos modos, incluso muchos franceses llegaron a reconocer el valor de buscar una acción decisiva en otro emplazamiento. Por su parte, cuanta menor era la amenaza directa sobre los británicos, más impacientes se mostraban éstos por experimentar. Su ejército se iba haciendo cada vez más fuerte, a medida que los Nuevos Ejércitos se entrenaban y aprendían a combatir, mientras que su activo militar más importante, la dominante Royal Navy, esperaba más o menos inactivo. Aunque la marina británica tenía encomendado el bloqueo a Alemania y la protección de las rutas de navegación, muchos de sus jefes de mayor rango se mostraban anhelantes

por hacer mucho más. En consecuencia, el gran plan británico para una operación en el este en 1915 provino del Almirantazgo, y no del ejército. El primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, creía que la Royal Navy podía lograr un gran éxito contra el Imperio Otomano a un coste limitado. El plan, en el que tenía depositadas grandes esperanzas, consistía en hacer cruzar a toda prisa el estrecho de los Dardanelos a un escuadrón de la Marina y amenazar Constantinopla. Churchill confiaba en que la presencia de la Royal Navy pudiera dar pie a un gran número de transformaciones: eliminando las amenazas otomanas contra el canal de Suez; abriendo una ruta directa de navegación en aguas calientes hacia Rusia; incitando a Bulgaria, Rumania y/o Grecia a unirse a los aliados; provocando una revuelta entre las minorías griega, kurda, armenia y árabe del Imperio otomano y, presionando, en fin, a un gobierno turco que Churchill consideraba lo bastante débil para rendirse. Al igual que muchos dirigentes con puestos de responsabilidad aliados, Churchill subestimaba en exceso la resolución del Imperio Otomano. En honor a la verdad, desde la perspectiva de 1914, el Imperio otomano, conocido como el «enfermo de Europa», parecía no poder competir con el Imperio británico. Durante los últimos cincuenta años había experimentado un declive en picado. Una derrota militar ante Rusia en 1878 le obligó a reconocer la independencia de Montenegro, Serbia, Rumania y Bulgaria; a su vez, Rusia se había quedado también con las estratégicas regiones caucásicas de Ardahan, Kars, Batum y Bayazidn. La debilidad del Estado otomano le había impedido evitar la anexión de Bosnia por Austria-Hungría en 1908, la anexión italiana de Libia y de las islas del Dodecaneso y la

influencia cada vez mayor de Gran Bretaña en Egipto y Persia, estos dos últimos todavía protectorados otomanos sólo nominalmente. Las derrotas militares de los otomanos condujeron a la ascensión de los Jóvenes Turcos, un grupo de reformadores nacionalistas que aspiraban a restaurar la gloria perdida de Turquía. Este grupo tomó el poder en 1908, pero sus reformas 65 El epígrafe está extraído de una cita en Dennis Showalter, «Salónika», en Robert Cowley (comp.), The Great War: Perspectives on the First World War, Nueva York, Random House, 2003, pág. 235 no contuvieron la oleada de frustración de los turcos. En 1912 y 1913 el Imperio otomano luchó contra Bulgaria, Serbia, Grecia y Montenegro, unidas sin mucha rigidez en lo que se llamó la «Liga de los Balcanes». Los turcos perdieron la primera Guerra de los Balcanes y tuvieron que ceder todos sus territorios europeos, excepto la península de Gallípoli y el área que rodeaba justo la capital, Constantinopla. Las luchas intestinas entre los miembros de la Liga de los Balcanes condujeron a la segunda Guerra de los Balcanes en 1913, en la que las fuerzas turcas recuperaron la importante ciudad de Adrianópolis.66 Las guerras de los Balcanes supusieron un altísimo coste para todas las partes beligerantes, pero el que más sufrió fue el Imperio otomano. Se calcula que éste perdió 100.000 hombres entre las dos guerras, muchos por enfermedad, y el Ejército otomano perdió también enormes reservas de equipamiento militar. En consecuencia, en 1914, los turcos apenas llegaban a las 280 piezas de artillería pesada, 200 ametralladoras y 200.000 rifles. Los cuerpos de administración e intendencia otomanos estaban muy por debajo de los niveles occidentales y sus líneas de comunicación internas eran tan

primitivas, que el transporte rápido de hombres y suministros a lo ancho del vasto imperio se convirtió en algo casi imposible.67 Además, el desguarnecido Imperio otomano tenía que proteger varias zonas estratégicas, que incluían su frontera europea contra una invasión búlgara o griega; la costa del mar Negro y las regiones del Cáucaso contra los rusos; la península de Gallípoli, que protegía los accesos a Constantinopla; y las regiones de PersiaMesopotamia y de Arabia-Suez contra los británicos. Así las cosas, cabría perdonar a Churchill por creer que el Imperio otomano no podría resistir un ataque decidido de los británicos. Sin embargo, a pesar de sus deficiencias evidentes, aquél seguía teniendo una fuerza considerable. Tras el final de la segunda Guerra de los Balcanes, los Jóvenes Turcos iniciaron un agresivo plan de reformas, entre las que se contó la sustitución de 1.300 oficiales. Varios hombres de talento, entre los que destacaba por su importancia Mustafá Kemal, ascendieron a puestos de alta responsabilidad. Y lo más importante de todo fue que en ese momento el ejército tenía un núcleo de hombres endurecidos por el combate, muchos de los cuales habían combatido con eficacia en las guerras de los Balcanes cuando se les había dado la oportunidad de hacerlo, sobre todo cuando luchaban cerca de su país. Los otomanos respondieron a sus deficiencias militares acercándose cada vez más a Alemania. Los dos países compartían la misma desconfianza hacia los rusos y el deseo de incrementar su influencia en los Balcanes. En verano de 1914 una misión militar alemana de setenta oficiales, soldados rasos y técnicos expertos llegaron a Turquía para ayudar a la modernización del Ejército otomano. Los oficiales elaboraron para éste el plan de movilización de 1914, y tres coroneles

germanos asumieron el mando de sendas divisiones de infantería otomanas. El general Otto Liman von Sanders estaba el mando de la misión y no tardó en asumir un papel decisivo en el desarrollo de la estrategia, operaciones y tácticas otomanas. Las relaciones entre los otomanos y Alemania condujeron a la firma de un tratado secreto el 2 de agosto de 1914, cuando las tropas alemanas entraron en Bélgica. El tratado (escrito en el idioma diplomático europeo, el francés) garantizaba que ambos firmantes acudirían en ayuda recíproca si Rusia atacaba a alguno de los dos. Turquía aceptaba también mantener la neutralidad en la guerra entre Austria-Hungría y Serbia. Al mismo tiempo, se produjo un aumento en la tensión con los británicos a consecuencia de la decisión de Churchill de incautarse dos modernos acorazados que se estaban terminando de construir en astilleros británicos por encargo de los otomanos. Estos habían contado con ambos barcos para mejorar la posición de su marina con respecto a la de los griegos y los rusos. A mayor abundamiento, los navíos se habían financiado en parte por suscripción pública, lo que hizo que la decisión de Churchill pareciera una bofetada en pleno rostro al pueblo otomano. Por su parte, los alemanes sacaron un considerable provecho político de la situación al enviar dos de sus propios acorazados a Constantinopla y ponerlos bajo el mando otomano. Tras esquivar a los barcos de la Royal Navy encargados de seguirlos, el Goeben y el Breslau atravesaron el estrecho de Messina después de bombardear posiciones francesas en Argelia. Los dos barcos llegaron a Turquía el 10 de agosto de 1914 e influyeron poderosamente en el deseo de los Jóvenes Turcos de alejarse de la Entente y acercarse a Alemania. El paso más directo hacia la guerra entre

los aliados y el Imperio otomano se produjo el 1 de octubre, cuando este último cerró los Dardanelos a la navegación internacional, una medida que cortaba la única conexión por aguas calientes entre Rusia y sus aliados occidentales. El bombardeo naval otomano sobre posiciones rusas en el mar Negro incrementó la tensión. El 5 de noviembre el Imperio otomano ya estaba en guerra con Gran Bretaña, Francia y Rusia. El plan de Churchill de 1915 de cruzar a toda prisa el estrecho concitó la mayor concentración de poderío naval que se 66 The Balkan Wars, 1912-1913: Pirhuk in the First World War, de Richard Hall (Londres, Routledge, 2000), es una introducción excelente a estas trascendentales guerras, a menudo poco estudiada. 67 Edward Erickson, Ordered to Die: A History of the Ottoman Army in the First War, Westport, Connecticut, Greenwood Press, 2001, pág. 8.

hubiera producido jamás en el mar Mediterráneo. La armada británica y francesa contaba con el flamante acorazado de la clase Dreadnought, además de un crucero de combate, 16 acorazados anteriores a la clase Dreadnought, 20 destructores y 35 dragaminas. Para la defensa del estrecho, el Ejército turco disponía de 11 fuertes, 72 piezas de artillería, 10 campos de minas compuestos de 373 minas y una gruesa red subacuática para detener a los submarinos. Los viejos fuertes exteriores apenas suponían un desafío, si se comparaban con los fuertes del estrecho, un paso de apenas un kilómetro y medio de ancho. Para complementar estos fuertes, los alemanes enviaron unas baterías de obuses de 150 mm —cuyo fuego de gran ángulo se reveló mortífero para los barcos y cuya movilidad dificultó a los británicos su localización y destrucción—, además de 500 especialistas en defensa costera. Los turcos habían colocado a su veterano III Cuerpo en la región de Gallípoli. Esta unidad era la única del Ejército turco que había sobrevivido intacta a las guerras de los Balcanes y la única, también, que en agosto de 1914 había cumplido a tiempo con todos sus objetivos de movilización.68 En los Balcanes, la Primera Guerra Mundial se convirtió a menudo en una prolongación de los odios tradicionales de la región y de las situaciones que las guerras de los Balcanes dejaron sin resolver. Estos búlgaros combatieron del lado de los Imperios centrales como irregulares. (© Colección Hidton-Deutsch/Carbis) La flota aliada se proponía destruir los fuertes y atravesar a toda máquina el estrecho para evitar así un combate prolongado con los veteranos soldados del III Cuerpo. Mediante sus modernos cañones navales, los almirantes aliados tenían planeado destruir primero los fuertes turcos y, luego, proteger la mayor vulnerabilidad de los dragaminas cuando

éstos cruzaran por la angostura. La flota se aproximó a la península de Gallípoli el 19 de febrero de 1915. Al cabo de una semana, los británicos habían neutralizado los fuertes que protegían la entrada a los Dardanelos, lo que llevó a un confiado marinero británico a escribir a sus padres que «si quisierais venir a verme, me encantará reunirme con vosotros en Constantinopla».69 Quien escribió todo esto no podía saber que se encontraba en el mejor momento de la campaña británica en los Dardanelos. Sólo dos semanas después de enviar esta carta, el marinero vio cómo tres viejos acorazados aliados chocaban con sendas minas, y lo peor era que los aliados no podían descartar la posibilidad, mucho más peligrosa (y que resultó ser falsa), de que los submarinos alemanes estuvieran en la zona. No queriendo arriesgarse a sufrir unas pérdidas navales mayores, la flota aliada dio marcha atrás. Los aliados se encontraron, por lo tanto, en un aprieto nada envidiable. Los acorazados no podían seguir adelante a causa del peligro que entrañaban las minas, pero no habían inferido suficiente daño a los fuertes y a los manejables obuses para permitir que los dragaminas avanzaran con seguridad. Estaban convencidos, además, de que habían invertido demasiado capital moral para abandonar la operación en una fase tan temprana. El almirante mayor de la mar, sir John Jackie Fisher, que solía decir que la moderación en la guerra era una imbecilidad, abogó por el despliegue del ejército en la península de Gallípoli, a fin de eliminar los fuertes mediante un ataque terrestre. En un principio. Kitchener se opuso a 68 Ibid., págs. 76-77. 69 W. L. Berridge a sus padres, 4 de marzo de 1915, IWM P73.

enviar al ejército, aunque acabó por ceder. Como jefe de la operación se nombró a Ian Hamilton, un viejo protegido de Kitchener, que conocía bien el Mediterráneo oriental (había nacido en la isla de Corfú) y era veterano de guerras en zonas tan diferentes como Afganistán, Sudáfrica y Burma. Inteligente, encantador y elocuente, Hamilton se antojó la elección

perfecta. Mientras los británicos y los franceses reunían un ejército de 75.000 hombres para enviar a Gallípoli, los turcos no permanecieron ociosos. El Imperio otomano había planeado la defensa de la península contra Grecia durante las guerras de los Balcanes, y en 1914 la había designado como una de las cuatro zonas de fortificación fundamentales (junto con Adrianópolis, el Bosforo y Erzurum). Liman von Sanders asumió el control de un reorganizado V Ejército, con tres comandantes de cuerpo alemanes bajo su mando, cada uno con base en sendas zonas probables de desembarco aliado: Bulair, en el cuello de la península; Kum Kale, en la parte asiática de la entrada; y Seddel Bahir, en la otra orilla del estrecho, en el lado europeo. Junto con los refuerzos, los otomanos recibieron equipos de trabajo para construir carreteras, plantar minas y mejorar las defensas marítimas de la península; por su parte, los soldados otomanos cavaron trincheras en todas las elevaciones de terreno importantes. El alto mando otomano-germano planeaba una defensa superficial de la costa a fin de evitar el fuego de desgaste de los acorazados británicos, para contraatacar luego con fuerzas situadas de tres a cinco kilómetros por detrás de las líneas. Tras obligar a retirarse a la poderosa Royal Navy y con la responsabilidad de estar defendiendo a su patria, la moral de los turcos era alta. La campaña de Gallípoli, 1915. La moral de los británicos, también. No queriendo debilitar el frente occidental, Kitchener confió en los voluntarios del Cuerpo de Ejército australiano y neozelandés (Anzac) para que pecharan con la responsabilidad. Como se estaban entrenando en ese momento en Egipto, donde los agentes otomanos vigilaban de cerca todos sus

movimientos, la elección

parecía natural. Kitchener escogió a William Birdwood, otro protegido suyo, para que comandara al Anzac. Birdwood, un sedicente «general de soldados», no puso gran empeño en aplicar la disciplina británica al pie de la letra a los individualistas integrantes del Anzac; en consecuencia, Birdie se hizo muy popular entre sus hombres, la mayoría de los cuales se enorgullecía de no ser profesionales. Al igual que sus enemigos turcos, los hombres del Anzac eran duros, resueltos y estaban ansiosos por entrar en combate. Gallípoli y Salónica

El tan esperado desembarco aliado se produjo el 25 de abril de 1915 en seis lugares distintos para confundir a los otomanos y ralentizar el envío de refuerzos. Las tropas francesas desembarcaron en el lado asiático con la intención de distraer la atención de los turcos. El alto mando otomano-germano había supuesto que el ataque principal se produciría en Bulair, sin embargo, el grueso de las fuerzas lo hizo en la punta de la península, en el cabo Helles, y en mitad de su costa occidental, en un lugar que no tardaría en ser rebautizado como la cala del Anzac. La operación empezó de forma poco propicia; en lugar de desembarcar en un terreno llano en Gaba Tepe, los Anzac lo hicieron, por error, más al norte, frente a la importante elevación de terreno de Chunuk Bair. Pese a todo, las turcos opusieron sólo una ligera resistencia; las fuerzas allí establecidas, que no esperaban un desembarco de importancia en su sector, disponían de pocos suministros y se quedaron enseguida sin municiones. Judío, entrenado en las milicias civiles e ingeniero de profesión, John Monash era un intruso en el mundo militar que estuvo al mando de la IV Brigada de Infantería australiana en Gallípoli. Tras diversos ascensos, en 1918 asumió el mando del Cuerpo de Ejército australiano, desde el cual, y gracias a sus ideas innovadoras sobre la guerra, contribuyó a la victoria aliada. (Autstralian War Memorial, negativo n° A01241) Cabe pensar que los Anzac hubieran tomado la loma de Chunuk Bair de no mediar la intervención de uno de los

hombres más notables de la guerra, el teniente coronel Mustafá Kemal, que estaba al mando de la XIX División de Infantería turca. Kemal llegó a Chunuk Bair en el momento preciso en que sus hombres empezaban a huir. Kemal se hizo

con la situación, diciéndoles que, si no tenían balas, lucharían con las bayonetas. Pero antes de comunicarles que se iban a quedar y luchar, envió un correo al cuartel general del V Ejército informando de la situación. Cuando uno de los soldados se quejó de que no tenían fuerzas para atacar, Kemal le replicó: «No os ordeno que ataquéis, os ordeno que muráis. Para cuando nos hayan matado a todos, ya estarán aquí otras unidades y mandos que ocuparán nuestro lugar».70 Los otomanos defendieron sus líneas en Chunuk Bair, al igual que en los demás frentes. El V Ejército turco había conservado el control de todo el terreno elevado y había acorralado a los aliados en cinco pequeñas cabezas de playa. Dos ofensivas británicas, el 28 de abril y el 6 de mayo, fracasaron por igual, dejando a la península de Gallípoli bloqueada en el mismo punto muerto de trincheras que se suponían tenían que haber paliado. Los problemas de

abastecimiento se multiplicaron, y el agua potable tuvo que ser transportada, incluso, desde lugares tan alejados como Egipto. El Ejército otomano intentó sus propias ofensivas en mayo, junio y julio, pero se encontró con que carecía de la fuerza suficiente para expulsar a los británicos de sus cabezas de playa. Ambos bandos siguieron combatiendo durante el verano bajo un sol abrasador, cada vez más castigados por las enfermedades y las privaciones. El 6 de agosto los británicos emprendieron un intento de romper el estancamiento. Tras concentrar un desembarco en la bahía de Suvla, justo al norte de la cala de los Anzac, dirigieron dos importantes operaciones de diversión en otros emplazamientos. Pero, cuando las lanchas de desembarco volvieron a dejar a las tropas en las playas equivocadas, cundió el desconcierto. Hasta que recibieron refuerzos, menos de 1.500 turcos consiguieron resistir ante 20.000 soldados británicos desorientados. Otra carga heroica de los hombres de Kemal la tarde del 10 de agosto hizo retroceder a la ofensiva y los otomanos volvieron a tomar todo el terreno elevado que habían perdido por la mañana. El heroísmo de Mustafá Kemal (el cuarto por la izquierda) en Gallípoli lo catapultó a un ascenso meteórico. Después de la guerra se convirtió en el primer presidente del Estado moderno de Turquía y ordenó la construcción de un monumento en la península de Gallípoli en memoria del heroísmo de los australianos, sus antiguos enemigos. (Australian War Memorial, negativo n° P01141.001) El fracaso de los desembarcos en la bahía de Suvla acabó definitivamente con cualquier esperanza de los aliados de vencer en Gallípoli, a pesar de los nuevos ataques que lanzaron durante todo el mes.71 En septiembre Bulgaria se unió a los Imperios centrales, lo que permitió a los otomanos trasladar las

fuerzas que tenían en Tracia a Gallípoli, consolidando aún más su posición en la península y abriendo líneas de comunicación más directas con Alemania. Los generales aliados se sentían defraudados ante la falta de éxito, lo que condujo al general Alexander Godley a comentar que todo lo que habían reportado los esfuerzos aliados eran dos hectáreas de pastizales. Los británicos no habían previsto tener que abastecer a ocho divisiones en Gallípoli durante todo el invierno, así que cuando, en noviembre, una tormenta de nieve azotó la península, más de 10.000 hombres sufrieron síntomas de congelación. A raíz de esto, un corresponsal de guerra australiano, Keith Murdoch, envió una dura crítica a la prensa británica, además de a los primeros ministros de Gran Bretaña y Australia, H. H. Asquith y William Hughes, respectivamente, sobre la forma en que los británicos estaban llevando la campaña. 70 Kemal, citado en Andrew Mango, Ataturk, Londres, John Murray, 1999, pág. 146. 71 Tim Travers, «Gallipolí», en Robert Cowley (comp.), The Great War: Perspectives on the First World War, Nueva York, Random House, 2003, pág. 191.

La campaña de Gallípoli se había terminado para estos soldados turcos capturados por las fuerzas británicas en 1915, aunque los problemas de estrategia, tácticos y de intendencia se sumaron para condenar al fracaso los esfuerzos británicos de obligar a rendirse al «enfermo» de Europa. (National Archives) Para resolver la controversia, el gobierno británico envió al general Charles Monro a Gallípoli con la orden de que le proporcionara una valoración de la situación. Monro fue el primer general en visitar la bahía de Suvla, la cala del Anzac y el cabo Helle en el mismo día, y eso a pesar de los escasos 24 km que separaban las posiciones, claro indicio de los problemas existentes entre los mandos británicos. Lo que vio Monro fue a unos hombres cansados y desmoralizados, escasos de munición y sin el equipamiento necesario para combatir en invierno. Escuchó una vez más un plan del almirante Roger Keyes para atravesar el estrecho rápidamente, pero su consejo a Kitchener fue que

se cancelara toda la operación de Gallípoli antes de final de año. Más tarde, Churchill denigraría a Monro con la famosa imputación de que el general «llegó, vio y capituló», pero éste no había tenido muchas alternativas. En diciembre de 1915 los británicos evacuaron a casi 83.000 hombres sin una sola baja, aunque los turcos tardaron casi dos años en retirar todo el equipamiento pesado que los británicos habían dejado tras ellos. Los 259 días de campaña habían costado 250.000 bajas a los británicos, 47.000 bajas a los franceses y alrededor de unas 251.000 bajas a los turcos. Ante la insistencia del Partido Conservador, Churchill había tenido que dejar el cargo de ministro de Marina en mayo y aceptar un puesto secundario; en noviembre abandonó el gobierno totalmente en protesta por la decisión de evacuar Gallípoli. Más tarde, Churchill prestó servicio como comandante del VI Batallón de los Reales Fusileros Escoceses en el frente occidental. Su aventura de Gallípoli le costó muchos aliados políticos y su puesto al frente del Almirantazgo, aunque se recuperó de la adversidad y, en 1917, era nombrado ministro de Municiones. Su carrera en el gobierno distaba mucho de haber llegado a su fin. La desafección de Francia con la operación de Churchill en los Dardanelos condujo a la decisión del gobierno de retirar sus tropas del escenario de operaciones en octubre. Al mismo tiempo, Serbia se enfrentaba a un nuevo ataque triple de los Imperios centrales desde Bulgaria, Alemania y Austria-Hungría. Bulgaria encaraba una escasez casi insuperable de toda clase de pertrechos para la guerra moderna, pero tenía un ejército numeroso y experimentado y que estaba deseoso de vengar lo que sus mandos consideraban el pérfido comportamiento de Serbia durante la segunda Guerra de los Balcanes.

Si sus aliados no encontraban una manera de ayudarlos, los serbios se enfrentaban a la aniquilación de su ejército. Los gobiernos aliados decidieron entonces trasladar una división de infantería británica y otra francesa a la ciudad portuaria griega de Salónica. Desde allí, esperaban poder abastecer a los serbios a través de una única vía ferroviaria. El primer problema de este plan radicaba en la reacción del gobierno griego. El primer ministro, Eleutherios Venizelos, consideraba que los aliados eran la mejor opción para favorecer los intereses expansionistas griegos a expensas de Bulgaria y Turquía. Por lo tanto, invitó a los aliados a desembarcar en Salónica con la esperanza de que, a cambio, Gran Bretaña y Francia pudieran ayudarlo a apoderarse de las islas del Egeo, Macedonia y Esmirna. Con posterioridad, estas ambiciones complicarían las relaciones de los aliados con Grecia y conducirían a una guerra entre ésta y Turquía, aunque en 1915 Venizelos ofrecía a los aliados una manera de resolver la neutralidad técnica de Grecia.

Los soldados australianos de Gallípoli no habían previsto la tormenta de nieve que azotó la península al final de la campaña;

sus oficiales de intendencia, tampoco. Las noticias sobre los padecimientos de la campaña difundidas por los periodistas australianos contribuyeron a la decisión británica de abandonar la operación. (Australian War Memorial, negativo N° P00046.040) Venizelos, sin embargo, no consiguió que el rey Constantino de Grecia autorizara su decisión. El rey, que se había graduado en la Academia de la Guerra prusiana y estaba casado con la hermana del kaiser, compartía las ansias expansionistas de Venizelos, pero no los medios que había escogido el primer ministro para satisfacerlas, dada la evidente influencia conyugal en su acusada germanofilia. Constantino confiaba en mantener neutral a Grecia y consideraba los desembarcos aliados como una invasión que violaba tal neutralidad. Los aliados, por lo tanto, estarían operando en un país cuyo jefe de Gobierno estaba de su lado, pero no así el jefe de Estado. Constantino obligó a dimitir a Venizelos como primer ministro, con lo cual éste se marchó a Salónica y formó un gobierno griego disidente que no tardó en ser reconocido por británicos y franceses. El segundo problema estribaba en el jefe de la expedición a Salónica, el general francés Maurice Sarrail. Este había tenido un buen comportamiento durante los primeros días de la guerra, cuando, como jefe del III Ejército, había mantenido sus posiciones en el bosque de Argonne y Verdún. Sarrail era tan competente como la mayoría de los generales de la guerra y bastante mejor que muchos; sin embargo, sus intrigas políticas le habían hecho impopular entre sus compañeros del generalato. Republicano vociferante y francmasón, sus íntimas relaciones con los políticos socialistas le habían llevado a ascender con mucha más rapidez que buena parte de sus iguales. La mayoría de los generales

franceses lo consideraban poco más que un político con uniforme; la mayor parte de sus soldados pensaban que se sentía más atraído por las batallas de alcoba que por las otras. Las intrigas de Sarrail determinaron que Joffre lo cesara como jefe del III Ejército en el verano de 1915. Los aliados políticos de Sarrail valoraron la destitución como una medida nefanda que tan sólo buscaba eliminar a uno de los críticos y rivales de Joffre. El primer ministro francés, Aristide Briand, decidió devolver el mando de una unidad a Sarrail, al que consideraba más fiable políticamente que Joffre. Así que, en octubre, lo envió a Salónica al mando del denominado, no sin grandilocuencia, Ejército de Oriente, una fuerza que, a finales de año, ascendía a 150.000 hombres. Briand complicó aún más la situación al nombrar a Joffre comandante en jefe de todas las fuerzas francesas (y no sólo de las del frente occidental), responsabilizando así a éste del éxito de Sarrail. Por consiguiente, Joffre tenía a sus órdenes a un hombre del que desconfiaba tanto, que lo había cesado, y Sarrail, a un superior contra el que había intrigado para que fuera destituido del cargo. Antes, incluso, de que las fuerzas de Salónica entraran en combate, todos los augurios apuntaban en la dirección equivocada. Y el primer invierno demostró que los augurios no estaban equivocados. La fuerza llegó a Salónica con demasiada lentitud para completar su misión inicial de proporcionar ayuda a los serbios. Acosado por tres ejércitos y los guerrilleros albaneses, el Ejército serbio recorrió 320 km hasta la costa adriática con apenas comida y medicamentos. Desde allí, los barcos aliados trasladaron a seis divisiones serbias hasta la isla de Corfú, para, en abril de 1916, llevarlas hasta Salónica,

donde se unieron a cuatro (que pronto aumentarían a nueve) divisiones francesas, cinco británicas, una italiana y una brigada rusa. Todas aquellas fuerzas se establecieron allí, sin ninguna misión evidente, y rodeadas de soldados griegos, muchos de los cuales apoyaban a su rey y mostraban una evidente simpatía por los Imperios centrales. Al principio, la fuerza de Salónica sólo entró en combate en contadas ocasiones, limitadas sus posibilidades como estaban por la insuficiencia de los suministros de Sarrail y los problemas de la alianza. La fuerza multinacional a la que se enfrentaba prefirió no atacar, contentándose, en cambio, con permitir que la guarnición aliada se convirtiera en lo que los alemanes denominaron el «mayor campo de internamiento de la guerra». La inactividad no tardó en abocar a los soldados al alcohol y a las prostitutas, lo que provocó que las enfermedades venéreas se sumaran al tifus, el cólera y la malaria como causas de la sobresaturación de los hospitales de Salónica. Tampoco tardaron mucho los hombres en empezar a hablar con nostalgia del frente occidental, que, aunque mucho más peligroso, tenía el propósito más elevado de defender a Francia, y, al menos, permitía la regularidad en el correo y las ocasionales visitas al hogar.72 Las divisiones aliadas entraron por fin en combate en agosto de 1916, cuando las fuerzas búlgaras atacaron sus posiciones para cubrir la invasión alemana de Rumania. Pese a mantener las posiciones, un contraataque de Sarrail acabó en fracaso. En 1917 el aspecto militar seguía estancado, aunque el político asistió a unos acontecimientos espectaculares. Los aliados amenazaron con marchar sobre Atenas si Constantino no cesaba en sus actividades pro germanas. En junio, se obligó a abdicar al rey, que se exilió a Suiza, donde permaneció hasta el final de la guerra. Su marcha allanó el camino para

que Grecia entrara en la guerra del lado aliado. Venizelos volvió a Atenas y ordenó la movilización general del Ejército griego. En el ínterin, la situación militar no hizo sino deteriorarse, lo que provocó que el primer ministro francés, George Clemenceau, se refiriese con sorna a la guarnición aliada como «los jardineros de Salónica». En diciembre de 1917 Clemenceau sustituyó a Sarrail, y para ocupar su puesto se decidió al final por el general más próximo al polo opuesto del destituido que tenía el ejército francés, Louis Félix Marie Francois Franchet d'Esperey, apodado Frankie el desesperado. Católico, realista y enérgico, Franchet d'Esperey había revitalizado al V Ejército francés después de reemplazar al general Charles Lanrezac en 1914. A pesar de todas las evidencias a lo largo de la guerra, se mantuvo como firme defensor de la ofensiva y llevaba tiempo apoyando la reanudación de los ataques en Salónica. En ese momento, tenía su oportunidad, si bien es cierto que con una fuerza que hasta el momento no conocía otra cosa que el fracaso. Sin inmutarse ante las condiciones que se encontró en Salónica, Franchet d'Esperey les dijo a sus hombres que esperaba de ellos una «energía feroz» y adoptó la insólita medida de poner a dos divisiones de infantería francesa bajo mando serbio.73 Valiéndose de los lanzallamas y de la caballería, las fuerzas aliadas se centraron en los atribulados búlgaros, cuya situación era tan desesperada que muchos de ellos carecían de ropa y calzado. El 18 de septiembre de 1918 el ataque aliado abrió una brecha en el frente y obligó a los búlgaros a una retirada precipitada. Al cabo de dos semanas, se firmaba un armisticio que ponía fin a la lucha en Salónica. Aunque la campaña terminó con una nota alta, la experiencia de Salónica les había costado a los aliados mucho más de lo que habían ganado. Es posible que Sarrail no

hubiera podido resumir mejor las frustraciones de Salónica que cuando comentó a Clemenceau: «Desde que he comprobado cómo funcionan las alianzas, he perdido algo de mi admiración por Napoleón». Gorlice-Tarnów y la gran retirada de Polonia Al mismo tiempo que tenía lugar la aventura británica y francesa en Gallípoli, el Ejército alemán planeó su propia ofensiva oriental. Los máximos dirigentes alemanes se habían vuelto tan pesimistas en cuanto a las perspectivas de conseguir un desenlace en el frente occidental como muchos de sus homólogos franceses y británicos. Por el contrario, ellos ya habían conseguido tres grandes victorias en el este, en Tannenberg, en los Lagos de Masuria y en Lódz; y tenían un mando sólido y seguro de sí mismo, encabezado por el dinámico equipo formado por Hindenburg y Ludendorff. Además, los espacios relativamente abiertos del este se acomodaban mucho mejor a la doctrina y preparación del Ejército alemán que el estancamiento occidental. A mayor abundamiento, la ofensiva oriental prometía proporcionar el socorro necesario al tambaleante aliado austrohúngaro de Alemania. Holger Herwig calcula que las batallas de 1914 habían costado al Ejército austrohúngaro 190.000 muertos, 50.000 heridos y 278.000 prisioneros de guerra. Estas cifras incluyen el 75 % de los capitanes y tenientes de antes de la guerra.74 Los fracasos del Ejército austrohúngaro llevaron a un aumento de las tensiones con Alemania, lo que dio lugar a que el kaiser comentara que la cordillera de los Cárpatos no valía los huesos de un simple granadero pomerano. La inminencia de la entrada de Italia en la guerra del lado aliado hizo que la situación de los

austrohúngaros se agravara aún más. Los intentos germanos de convencer a Austria-Hungría para que aplacara a los italianos con algunas concesiones territoriales no hicieron sino tensar las relaciones. Alemania ofreció entonces a Italia territorio austríaco en Trentino y 72 Dennis Showalter, «Salonika», en Robert Cowley (conip.), The Great War: Perspectives on The First World War, Nueva York, Random House, 2003, pág. 235. 73 Ibid.,pág.242. 74 Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungary, 1914-1918, Londres, Edward Ainold, 1997, págs. 119 y 137. Gradisca, la ribera occidental del río Izonso, mano libre en Albania y la conversión de Trieste en puerto franco. La indignación de los austríacos ante las ofertas de territorio austríaco a una nación que en 1914 había incumplido los compromisos adquiridos en su alianza, aumentó cuando Italia aceptó unas condiciones incluso más generosas de Gran Bretaña y Francia. Italia no tardó en convertirse en el enemigo capaz de concitar el odio de todas las minorías del imperio. Pese a la despectiva valoración que el kaiser había hecho de los Cárpatos y de las crecientes tensiones entre Alemania y Austria-Hungría, los alemanes no podían permitirse perder a su aliado más importante. A fin de proporcionar una ayuda inmediata, decidieron continuar con un ataque en el este de Cracovia, entre las ciudades de Gorlice y Tarnów. En caso de tener éxito, el ataque salvaría la posición austrohúngara en los Cárpatos y terminaría con la amenaza rusa a Hungría y Silesia. Una ofensiva llevada a cabo en enero por los alemanes en dirección a Varsovia atrajo la atención de los rusos hacia

el norte, al igual que una segunda batalla en los Lagos de Masuria en febrero. Falkenhayn llegó al este para supervisar los preparativos de la nueva ofensiva. Ordenó que el VIII Ejército de Hindenburg mantuviera la presión sobre los rusos en el norte de Varsovia y creó un nuevo XI Ejército, a cuyo frente designó a Mackensen. El XI Ejército estaba integrado por una gran cantidad de tropas trasladadas desde el oeste, un movimiento que la segunda batalla de Ypres había logrado ocultar con éxito. Sin la menor confianza en los austríacos, Falkenhayn traspasó también el control del IV Ejército austrohúngaro, situado a la izquierda de Mackensen, al cuartel general del XI Ejército. A Conrad no le quedó más opción que consentirlo. Enfrente de esta acumulación de tropas estaban los rusos, ajenos en buena medida al ataque que se avecinaba y en un estado lastimoso. Uno de cada tres soldados rusos carecía de un rifle en condiciones, y aquellos de los que disponían procedían de fuentes diferentes y utilizaban varios calibres distintos, lo que complicaba sobremanera la manufactura y suministro de munición. El sitio de Przemysl continuó hasta el 22 de marzo, ocupando la atención de los rusos y proporcionando una engañosa inyección de moral cuando la ciudad cayó finalmente. Poco después, el zar efectuó una visita de Estado a Galitzia, lo que no hizo sino distraer aun más la atención de los oficiales del Estado Mayor. El 2 de mayo de 1915 los alemanes empezaron la ofensiva de Gorlice-Tarnów con una descarga de artillería que duró cuatro horas. Por primera vez en la guerra, complementaron el fuego artillero con bombardeos de la aviación contra las líneas de comunicación rusas. El XI Ejército concentró sus ataques en una zona de 45 km de longitud situada entre las dos ciudades y consiguió abrir una brecha en el mediocre X Cuerpo ruso. La rápida caída de esta unidad

creó los flancos que los comandantes de la Primera Guerra Mundial buscaban con tanta impaciencia. Rodeados por los alemanes y sin reservas disponibles para taponar las brechas, la unidad matriz del X Cuerpo, el III Ejército, optó por una retirada en masa. La derrota que se cernía sobre los rusos condujo enseguida al caos, a la confusión y a las malas decisiones. La retirada ordenada en algunas zonas devino en desbandada en otras. Al cabo de dos semanas, los alemanes habían disparado más de dos millones de proyectiles de artillería, avanzado más de 150 km y capturado a 153.000 rusos y 128 cañones de campaña. El gran número de prisioneros daba fe del creciente hastío por la guerra entre los soldados rusos y su cada vez mayor alejamiento del régimen y de sus propios oficiales. En general, el cuerpo de oficiales rusos reaccionó mal a la crisis y no tardaron en perder el control de la situación dentro de sus propias unidades. Como consecuencia de la caída del III Ejército, toda la cara meridional del saliente polaco cayó en manos de los alemanes. Los sistemas de abastecimiento y refuerzos rusos se vinieron abajo por completo, dejando sin comida, municiones y suministros médicos a muchas unidades. Las fuerzas alemanas y austrohúngaras retomaron Przemysl el 3 de junio y Lvov (de nuevo rebautizada Lemberg) el 22 de junio, y un día después cruzaron el río Dniéster. Detrás de estas líneas se levantaba una sucesión de fortalezas rusas obsoletas que no pudieron resistir la oleada alemana. Para complicar aún más la situación, los alemanes iniciaron una ofensiva general con ocho ejércitos a lo largo de los más de 1.100 km del frente oriental. Las fuerzas alemanas habían alcanzado los suburbios occidentales de Varsovia hacia finales de julio. Cuando otro

contingente alemán se desvió hacia el norte para cortar la retirada a los defensores rusos de la ciudad, más de 350.000 habitantes salieron huyendo hacia el este. Las líneas rusas contenían múltiples brechas de fácil aprovechamiento por las fuerzas enemigas que avanzaban, así como una crítica escasez de munición de artillería que hacía imposible una defensa activa de la ciudad. El 5 de agosto los rusos se retiraron a la orilla oriental del río Vístula y destruyeron los puentes de toda la ciudad para cubrir su retirada. Dos días después, los últimos soldados rusos abandonaban de forma voluntaria Varsovia. Al hacerlo, renunciaron a un importante símbolo de Rusia en Europa oriental, pero habían salvado al Ejército ruso de ser rodeado. En respuesta a la deteriorada situación existente a lo largo de todas sus líneas, el Estado Mayor ruso ordenó a regañadientes la evacuación de todo el saliente polaco. La retirada desplazó las líneas casi 800 km hacia el este en beneficio de Alemania. Brest-Litovsk cayó el 25 de agosto, y Vilna, el 19 de septiembre. Por fin, el oportunismo del kaiser le sirvió de algo cuando presenció la caída de la fortaleza rusa de Novogeorgievsk, en el noroeste de Varsovia, junto con sus 700 piezas de artillería. Los ejércitos rusos, sin embargo, habían sobrevivido, y eso a pesar de que las bajas se

estimaron en más de dos millones de hombres, la mitad de los cuales fueron hechos prisioneros. Las unidades rusas establecieron una línea recta (sin salientes expuestos) que discurría desde Riga, en el norte, hasta Chernovtsi, al sur. Al final, los resultados del ataque de Gorlice-Tarnów habían sobrepasado las fantasías más desbocadas de Falkenhayn. El frente oriental, 1915. Sin embargo, y a pesar de su gran éxito, Falkenhayn no se dejó llevar en absoluto por el entusiasmo. Entre sus aspiraciones no se encontraba repetir el error de Napoleón de perseguir a los rusos hasta el interior de su país. En ese

momento, la extensión de las líneas de suministro y la proximidad del invierno hacían que el dilema de la guerra en dos frentes se hiciera más acusado. Falkenhayn se dio cuenta de que los rusos lucharían con más valor en suelo ruso que del que habían hecho gala en Polonia, y que el frágil sistema de suministros rusos saldría beneficiado por las distancias más cortas que tenía que cubrir en ese momento. Falkenhayn había infligido un golpe terrible a los rusos, pero éstos habían sobrevivido, lo que significaba que Alemania sería incapaz de dedicar en 1916 tantos recursos al frente occidental como él tenía previsto. De hecho, a finales de septiembre los rusos habían reaccionado con una agresiva sucesión de acciones que se tradujeron en la construcción de un cinturón defensivo de cuatro escalones alrededor de Riga, la reorganización de las reservas de hombres que les quedaban, la realización de nuevas levas obligatorias y el fortalecimiento del puerto libre de hielos de Murmansk, al que dotaron incluso de nuevas conexiones ferroviarias y por trineo para conectarlo con los centros de suministros rusos. De esta manera, conservaban una ventana abierta a los convoyes de suministros procedentes del oeste. A los mandos militares ineficaces, como el jefe del frente sudoccidental, Nikolai Ivanov, se les asignaron nuevos destinos o fueron destituidos, y los competentes, como Alexei Brusilov, fueron ascendidos. El 1 de septiembre, el zar anunció, para el asombro de muchos, que había asignado a su tío, el gran duque Nicolás, al escenario del Cáucaso;75 a partir de ese momento, el zar en persona mandaría a los ejércitos rusos. Brusilov consideró la noticia como «de lo más dolorosa e incluso deprimente». El gran duque, a pesar de todos sus defectos, era muy querido en el ejército; y, no obstante el desastre de Gorlice-Tarnów, le correspondía gran parte del mérito de

haber evitado que el 75 Norman Stone, The Eastern Front, 1914-1917, Londres, Penguin, 1975, pág. 187.

Ejército ruso fuera víctima de una maniobra envolvente. El zar, según Brusilov, «no sabía literalmente nada de cuestiones militares».76 Por lo tanto, tendría que confiar en buena medida en su competente, aunque fiscalizador, jefe del Estado Mayor, Mijail Alekseev. La asunción del mando por parte del zar estableció una relación directa entre el éxito de la guerra y el prestigio del régimen; no habría nadie más a quien culpar si el destino bélico ruso no mejoraba con rapidez. Los Imperios centrales reformaron también su sistema de Estado Mayor. El gran éxito de GorliceTarnów había sido consecuencia del sistema de Estado Alayor alemán, un hecho que los alemanes recalcaban con insistencia a sus aliados

austrohúngaros. Falkenhayn consideraba que el triunfo de Gorlice-Tarnów se había producido a pesar de, y no gracias a, la ayuda de los austro-húngaros. En su opinión, el Estado Mayor general austrohúngaro no era más que un grupo de «pueriles soñadores militares» y los austríacos, un pueblo «endemoniado»;77 así las cosas, se las ingenió para incrementar el dominio de Alemania sobre los austríacos. En junio, Mackensen y el Estado Mayor general alemán asumieron el control del II Ejército austríaco. En septiembre ya no existía en la práctica un Ejército austrohúngaro independiente. Los oficiales del Estado Mayor alemanes tomaban la mayor parte de las decisiones fundamentales y reorganizaron el sistema austríaco a lo largo de sus propias líneas. Conrad permanecía a oscuras sobre las decisiones de sus homólogos alemanes (Falkenhayn ni siquiera se molestó en informarle de la gran ofensiva que estaba planeando entonces para Verdún), pero él tenía que coordinar todos sus planes con los oficiales alemanes. Aunque Gorlice-Tarnów había sido un éxito tremendo, significó también el fin de Austria-Hungría como gran potencia. Pocos austríacos se percataron entonces de la ironía de que se hubiera producido la brusca decadencia de su imperio a pesar de la consecución de dos de sus más importantes objetivos desde 1914: el fin de una Serbia independiente y la humillación de Rusia. El frente turco, 1915-1918. La campaña del Cáucaso Turquía tuvo también su frente oriental. La cordillera del Cáucaso representaba un antiguo punto de convergencia de cristianos y musulmanes, que, como tales, habían estado combatiendo a lo largo de los siglos. En 1701 los turcos otomanos

consiguieron una victoria crucial en la zona sobre los bizantinos, en la ciudad de Manzikert. En 1878 el Imperio otomano 76 Alexei Brusilov, A Soldier's Notebook, 1914-1918 (1930), Westport, Connecticut, Greenwood Press, 1971, págs. 170-171. 77 Falkenhayn, citado en Herwig, op. at., pág. 148.

había perdido algunas partes importantes del Cáucaso en beneficio de Rusia. Su rápida reconquista se convirtió enseguida en un objetivo primordial para las fuerzas otomanas, sobre todo para su ministro de la Guerra, Enver Bajá, un ambicioso líder del movimiento de los Jóvenes Turcos y el político más influyente del país. Enver aspiraba a crear un gran Imperio panturco en el este que compensara las pérdidas otomanas en los Balcanes. Sin embargo, el Cáucaso no se presta a victoriosas campañas militares. Las temperaturas pueden caer hasta los 50 grados bajo cero, y las nieves invernales suelen alcanzar el metro de altura o incluso superarlo. Las comunicaciones ferroviarias y por carretera hacia el Cáucaso desde la Turquía central y occidental eran escasas, además de primitivas. A

pesar de todo, Enver planeó una gran ofensiva para destruir las unidades rusas en la zona y recuperar la cordillera para el Imperio otomano, pero los rusos le ganaron por la mano, al lanzar una eficaz ofensiva contra la fortaleza otomana de Erzurum. Enver, que había desempeñado un papel trascendental en la recuperación de Adrianópolis durante la segunda Guerra de los Balcanes, se trasladó al este para dirigir personalmente a las fuerzas otomanas. Una vez allí, planeó un ataque contra la ciudad de Sarikamish que guardaba evidentes reminiscencias con el de Tannenberg: mientras un cuerpo inmovilizaba a los rusos, otros dos los rodearían y les cortarían la retirada. La batalla subsiguiente estableció la pauta para el resto de la guerra en el Cáucaso. Cuando los otomanos iniciaron el avance el 22 de diciembre de 1914, las temperaturas habían caído hasta los 26 grados bajo cero, y los más de treinta centímetros de nieve ralentizaron su ataque. Los rusos contraatacaron e hicieron retroceder a los otomanos, cuyas fuerzas perdieron a casi un tercio de sus hombres, muchos por congelación. Un brote de tifus vino a sumarse a las penurias de los contendientes. La inquietud creciente entre las fuerzas otomanas, al temer tanto un contraataque masivo de los rusos como una rebelión entre la población local armenia, hizo que no tardaran en utilizar el pretexto del descubrimiento de armamento de fabricación rusa en los hogares armenios para implantar una brutal política de represión. En abril de 1915 Enver anunció la detención de importantes líderes armenios y el traslado forzoso de toda la población armenia del Cáucaso hasta Siria y Mesopotamia. Se suponía que los jefes locales tenían que asumir la responsabilidad del bienestar de los armenios durante el éxodo, pero fueron pocos los que se molestaron en procurárselo; el resultado

inevitable fue el exterminio de la comunidad armenia de Turquía. Privados de comida, agua, medicinas y ropa apropiada, cientos de miles de hombres, mujeres y niños encontraron la muerte. Los periodistas y observadores extranjeros documentaron todo el trágico proceso, como los malos tratos intencionados infligidos a los armenios por los mismos oficiales locales encargados de cuidarlos. Los gobiernos aliados, a la sazón en guerra contra los otomanos en Gallípoli, no pudieron hacer mucho; y los alemanes, por su parte, optaron por no presionar a sus aliados. Hasta qué punto los turcos habían planeado exterminar (y no trasladar) a los armenios sigue siendo hoy día objeto de un acalorado debate; aunque, ya fuera por dolo, ya por indiferencia, el resultado final fue el mismo. Unos huérfanos armenios abandonaban Turquía en barcazas rumbo a Grecia. Cientos de miles de armenios murieron al ser obligados a abandonar sus hogares, sin que los oficiales otomanos encargados de su cuidado se preocuparan lo más mínimo por su bienestar. (Library of Congreso) Los combates en el Cáucaso se prolongaron a lo largo de 1915, y durante ese año los rusos dominaron la situación. Cuando cesó la amenaza británica sobre Gallípoli, los turcos pudieron reubicar sus fuerzas y suministros, por lo que a mediados de 1916 casi la mitad de todas sus fuerzas estaban en el Cáucaso.78 A consecuencia de la victoria de Gallípoli, los otomanos tenían la moral bastante alta, aunque estaban combatiendo al mismo tiempo en Mesopotamia, el Sinaí, Galitzia, Rumania, Macedonia, Persia y Arabia. Sólo el Imperio británico enviaba a sus hombres a combatir a tantos lugares y tan apartados.79 Pero a Turquía se le siguieron acumulando los problemas, sobre todo cuando la frágil red de transportes del imperio empezó a desmoronarse bajo el peso de tantos despliegues a lo largo y ancho

de un territorio tan vasto. Incluso con la mitad del ejército estacionado allí, la región del Cáucaso seguía siendo demasiado grande para llevar a cabo una defensa minuciosa. En consecuencia, el ejército otomano se limitó a controlar las principales carreteras y estableció sus posiciones alrededor de la antigua fortaleza de Erzurum. El complejo defensivo albergaba a más de 40.000 hombres y 235 piezas de artillería pesada y estaba integrado por veinte fuertes y puestos de avanzadas independientes. Con la confianza de que Erzurum resistiría de manera indefinida, Enver no se dio prisa en enviar refuerzos hasta allí. En febrero de 1916 los rusos dejaron anonadados a los turcos al efectuar un ataque de cinco ejes contra la fortaleza, que tardó sólo cinco días en caer. Los otomanos perdieron 15.000 hombres y prácticamente toda la artillería que tenían en la región del Cáucaso. La pérdida de Erzurum sumió en el desconcierto a los jefes militares otomanos, cuya incapacidad para trasladar con rapidez hombres a la región condujo a la pérdida de más posiciones estratégicas. Al llegar el verano, las bajas acumuladas por los otomanos durante 1916 superaban los 100.000 hombres. Enver reaccionó nombrando a Mustafá Kemal comandante del II Ejército con la responsabilidad de invertir la marcha de los acontecimientos en el Cáucaso. La buena estrella de Kemal continuó cuando un invierno de una insólita crudeza detuvo la actividad de los rusos hasta 1917. Para cuando mejoró el tiempo, la situación política rusa había sufrido tal deterioro, que sus tropas ya no representaron ninguna amenaza para las turcas. En el ínterin, los otomanos siguieron con sus reformas y reorganización, y, en enero de 1918 Enver consideró que las condiciones eran favorables para lanzar una nueva ofensiva en la región. La

desintegración de la Marina rusa a raíz de la revolución bolchevique permitió a los otomanos trasladar hombres y suministros por el mar Negro, superando así las deficiencias de sus sistemas de comunicaciones por tren y carretera. Con la única oposición de un pequeño ejército de armenios rusos, los otomanos se movieron con rapidez; en marzo ya habían retomado Erzurum y en abril penetraron en Persia por el nordeste del país. Aunque resulte irónico, los alemanes contemplaron el éxito de sus aliados turcos con inquietud, ya que temían que el avance turco hacia el interior de Rusia pudiera conducir a esta última a invalidar el recién firmado tratado de Brest-Litovsk y a entrar en la guerra de nuevo. En consecuencia, hicieron de intermediarios en un insólito acuerdo para crear un estado independiente de Georgia bajo protección alemana. Los otomanos se enfurecieron, pero decidieron no desafiar el nuevo arreglo y, en su lugar, marcharon sobre el centro petrolero de Bakú, en el mar Caspio. Los británicos enviaron una pequeña fuerza desde Mesopotamia para defender la ciudad, aunque la evacuaron sabiamente en septiembre. De esta manera, y aun cuando la guerra estaba teniendo un desenlace negativo para Turquía en Palestina, acabó con un férreo control del Ejército otomano sobre el Cáucaso. Como en el caso de Austria, los otomanos habían perdido la guerra a pesar de lograr los objetivos fundamentales que se habían fijado con anterioridad al conflicto. En la Conferencia de Paz de París, el presidente norteamericano Woodrow Wilson rechazó un plan británico para que Estados Unidos asumiera el control del mandato para la creación de un estado armenio ampliado, que habría incluido a Erzurum como su centro y a un tercio de la costa meridional del mar Negro. Sin un patrocinador internacional, el estado armenio tenía pocas posibilidades de sobrevivir. El nuevo estado de Turquía, con su presidente a la cabeza, el héroe de Gallípoli,

Mustafá Kemal, firmó un acuerdo con la Unión Soviética en 1922, en virtud del cual se reconocía la incorporación a esta última de la mayor parte de Transcaucasia, así como la división de Armenia entre ambos firmantes. La falta de certidumbre sobre cómo resolver los antiguos odios de la región, llevó al diplomático británico lord Curzon a sugerir humorísticamente en la Conferencia de Paz de París que la mejor solución era «dejarlos que se degollaran unos a otros». La seca respuesta del ministro de Asuntos Exteriores, Arthur Balfour, le dejó sin habla: «Estoy completamente de acuerdo con eso».80 Armenia y el Cáucaso estaban demasiado lejos y demasiado empobrecidos para merecer la atención permanente de las potencias victoriosas. 78 UlricoTrampener, «Turkey's War», en Hew Strachan (comp.), The Oxford Illustrated History of the First World War, Oxford, Oxford University Press, 1998, pág. 85. 79 Erickson, op. dt., pág. 119. 80 Citado en Margaret Macmillan, Peacemakers, Londres, John Murray, 2001, pág. 454. Capítulo 5

Los nudos gordianos La neutralidad norteamericana y las guerras

por el imperio Exigimos que los alemanes no sigan haciendo la guerra como salvajes sedientos de sangre; que cesen de perseguir el logro de sus fines mediante el asesinato de los no combatientes y los neutrales. Editorial del New York Times después del hundimiento del Lustttinw por los alemanes.81 Entre el año 1900 y el estallido de la Primera Guerra Mundial, la Royal Navy británica llevó a cabo una revolución espectacular en materia naval. Ya soberanos incuestionables de los mares, en 1906 los británicos botaron el HMS Dreadnought. Rápido, ágil, con un gran blindaje y grandes cañones montados en torretas giratorias, el nuevo acorazado podía destruir cualquier barco de la época sin necesidad de situarse dentro del alcance de los cañones enemigos. El Dreadnought dejaba obsoletos a todos los acorazados existentes. La Royal Navy, a la que le gustaba afirmar que las costas enemigas eran las fronteras británicas, disponía en ese momento de un arma sin parangón en el mundo. Como era de esperar, el Dreadnought inspiró a los imitadores. Alemania aprobó un enorme programa de construcción naval que, pese a su elevadísimo coste, no le permitió equipararse, ni siquiera de lejos, a la Marina británica. El kaiser sentía una envidia infantil por el poderío naval de su primo el rey Jorge V, y destinó imprudentemente unos fondos desproporcionados para conseguir una «flota de lujo», cuya fuerza fue siempre más disuasoria que ofensiva y más simbólica que efectiva. El Parlamento británico contrarrestó con creces la amenaza alemana al subvencionar un «modelo

de doble potencia», que garantizaba a Gran Bretaña mantener más tonelaje de guerra que las dos siguientes potencias navales juntas. El primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, resaltó la importancia de los acorazados de la clase Dreadnought en el planteamiento británico con su inimitable estilo: «El Almirantazgo pidió seis, el gobierno propuso cuatro y nosotros aceptamos ocho».821 La geografía ha servido siempre a los intereses de la Royal Navy, y en su rivalidad naval con Alemania lo hizo de una manera excepcionalmente favorable. Alemania tenía una costa estrecha con sólo dos salidas hacia Gran Bretaña: el acceso oriental, que implicaba un largo recorrido entre Dinamarca y Suecia para penetrar en el mar del Norte por el sur de Noruega; y el acceso occidental, que incluía unas pocas rutas estrechas a través de los bajíos arenosos de la bahía de Helgoland. En consecuencia, la Royal Navy podía controlar cualquier actividad a gran escala de la Marina alemana. Para conectar los dos accesos, los germanos habían construido el canal Kaiser Guillermo en Kiel. La obra, terminada poco antes del inicio de la guerra para permitir el paso de los descomunales Dreadnought alemanes, no resolvió, sin embargo, el dilema estratégico esencial de Alemania. La guerra en el mar y los derechos de los neutrales Los británicos tenían suficientes barcos de guerra para dividir la Royal Navy en dos flotas. La Flota de Aguas Jurisdiccionales, como su nombre implica, tenía la responsabilidad de la vigilancia de la costa británica. A la Gran Flota se le encomendó la tarea de contener a los alemanes y de asegurar las rutas navales que alimentaban y suministraban a las islas nacionales. En total, en 1914 los británicos sobrepasaban en potencia de fuego a los alemanes en 11 Dreadnought, 18

acorazados de clases anteriores a ésta, 61 cruceros, 157 destructores y 48 submarinos. La superioridad en la construcción naval de los británicos significaba que seguirían dejando atrás a sus rivales durante la guerra. Los británicos tenían, además, la ventaja de su alianza con las Marinas francesa, rusa e (después de 1915) italiana. Pero la oportunidad y las circunstancias ayudaron también a los británicos. Al estallar la crisis de julio, la Royal Navy 81 El epígrafe está extraído de una cita en Francis Halsey, The Literary Digest History of the World Wat; vol. 9, Nueva York, Funk and Wagnalls, 1919, pág. 257. 82 Churchill, citado en Geoffrey Parker, The Cambridge Illustrated History of Warfare, Cambridge, Cambridge University Press. 1W5, pág. 258.

llevaba a cabo unas prácticas de movilización. Estas tenían como objetivo comprobar cuánto tardaban los reservistas en presentarse a sus puestos de servicio y el nivel en el desempeño de sus funciones. En consecuencia, la Royal Navy estaba movilizada aun antes de que se requiriesen sus servicios. Los reservistas estaban en sus puestos, y muchos de los

problemas derivados de preparar a la Marina para la guerra ya se habían resuelto. Churchill decidió con prudencia no adelantar el fin del ejercicio, que estaba programado para finales de julio, y, en su lugar, mantuvo a los reservistas en sus barcos e hizo que se desplegaron por el mar del Norte coincidiendo con la declaración de hostilidades, lo que dio a Gran Bretaña una ventaja inicial fundamental. La «flota de lujo» alemana, a la que vemos en Kid, L-II 1914, exigió unos recursos enormes para su construcción y mantenimiento, aunque nunca consiguió igualarse a la Royal Navy británica. Las dos marinas sólo mantuvieron un gran enfrentamiento, la inconclusa batalla de Jutlandia de 1916. (National Archives) No obstante este dominio, la Royal Navy fue prudente y permaneció a la defensiva. Casi las dos terceras partes de los alimentos necesarios para el mantenimiento de los británicos procedía de ultramar, y la responsabilidad del imperio alcanzaba a todos los rincones del globo. La Royal Navy tenía también que desplegar y suministrar tropas a cuatro continentes. En otro orden de cosas, las costas orientales de Inglaterra y Escocia no contaban con unas defensas sólidas, y las bases allí establecidas no estaban debidamente equipadas para la guerra antisubmarina; por lo tanto, una gran derrota naval dejaría a las islas nacionales en una situación de vulnerabilidad peligrosa. En diciembre de 1917 los estrategas británicos aún seguían sin estar dispuestos a eliminar la posibilidad de un desembarco anfibio alemán en las islas.83 Por esta razón, Churchill describió al almirante jefe de la Gran Flota, sir John Jellicoe, como el único hombre capaz de perder la guerra en una sola tarde. Jellicoe tenía la responsabilidad de utilizar la poderosa Royal Navy para destruir la Flota de Altamar alemana sin sufrir pérdidas que colocasen a Gran Bretaña en peligro. La suya no era una

posición envidiable. De resultas de todas estas limitaciones, Jellicoe y los almirantes de la Royal Navy se decidieron por una estrategia de ataque mediante defensa. Las principales prioridades de la Marina siguieron siendo la defensa de las islas nacionales y el control permanente de las rutas de navegación. Al mismo tiempo, la Royal Navy impuso un bloqueo de superficie a Alemania para privarla de los productos alimenticios y bienes de equipo del exterior; el Almirantazgo desplegaría a la Gran Flota de manera que obligara a permanecer en puerto a la flota alemana. Los británicos no picarían el anzuelo de atacar a los alemanes en sus puertos o cerca de sus defensas exteriores. En su lugar, la Royal Navy, tal y como escribió un historiador, «buscaría combatir sólo cuando dispusiera de una fuerza abrumadoramente superior y las circunstancias fueran exactamente las adecuadas».84 Una flota alemana confinada a perpetuidad en sus puertos nacionales, razonaba el Almirantazgo, era casi tan buena como una flota alemana destruida en combate. Una de las ventajas fundamentales de Alemania radicaba en sus submarinos; sólo éstos podían escapar de manera regular de los puertos alemanes sin ser observados por la Armada británica. Aunque los británicos tenían más, los consideraban más apropiados para la defensa costera y, en consecuencia, 65 de los 78 submarinos de que disponían fueron 83 C. R.M. E. Crutwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934, pág. 68. 84 Hew Strachan, The First World War, vol. 1, To Arms, Oxford, Oxford University Press, 2001, pág. 393 (trad. cast.: La Primera Guerra Mundial, Barcelona, Crítica, 2004).

asignados a la Flota de Aguas Jurisdiccionales. Además, la Royal Navy buscaba hacer la guerra mediante el bloqueo de superficie, que estaba reconocido por las leyes internacionales y era un elemento tradicional en la manera de luchar de los británicos. Para ser legal, un bloqueo tenía que ser efectivo, declarado, visible y respetuoso con los derechos de los barcos neutrales. Los submarinos, claro estaba, no podían seguir estas leyes, por lo que su utilización para realizar el bloqueo era técnicamente ilegal. Al poseer una flota de superficie enorme y ejercer un control férreo sobre el mar del Norte, los británicos se podían permitir el lujo de respetar las leyes del bloqueo y seguir siendo efectivos. Sólo en 1915, la Royal Navy interceptó 3.098 barcos que se dirigían a puertos alemanes, y sus responsables aseguraron, es probable que con exactitud, que ni un solo barco de superficie había atravesado el estrecho de Dover sin permiso británico.85 El almirante John Jellicoe se convirtió en jefe de la Gran Flota al estallar la guerra. Aunque tildado por algunos de demasiado

prudente, se le adjudicó gran parte del mérito por la victoria menor de Jutlandia; sin embargo fue destituido más tarde por su incapacidad para neutralizar la amenaza de los U-boot alemanes. (Imperial War Museutm, Q67791) Alemania no se encontraba en una situación tan ventajosa. Por lo tanto, los submarinos se convirtieron en la manera más lógica de atacar las líneas de suministro británicas. Los submarinos se podían acercar en silencio, atacar con rapidez y huir sin peligro. Sin embargo, eran vulnerables al fuego enemigo si se les detectaba y no podían respetar las leyes de la guerra en lo relacionado con los hundimientos, apresamientos y trato a las tripulaciones. Además, los capitanes de los submarinos disponían de mucho menos tiempo para decidir si el barco que tenían a la vista pertenecía a un enemigo beligerante o a un país neutral. Las apariencias solían ser engañosas. La práctica británica de hacer ondear una bandera norteamericana en sus mercantes para engañar a los submarinos alemanes, se convirtió en algo tan corriente que el presidente Woodrow Wilson presentó una queja formal. El tardío despliegue de mercantes británicos con cañones ocultos y personal militar en ropa de paisano (los llamados barcos Q) contribuyó a aumentar la confusión de los capitanes de los submarinos. Cuanto más tiempo permanecía un submarino en la superficie, mayor era su período de desventaja. Al principio, los alemanes autorizaron a sus submarinos para que atacaran únicamente a los barcos de guerra. Durante los primeros meses de la guerra, hundieron cuatro cruceros y un acorazado anterior a la clase Dreadnought, y dieron así amplias muestras del potencial de la guerra submarina contra los buques mercantes desarmados. Otros acontecimientos

madrugadores sugirieron que no obstante las desventajas, los alemanes tal vez pudieran obtener importantes ventajas marítimas. La rápida y audaz travesía del Goeben y el Breslau hasta aguas turcas había sido una importantísima inyección de moral para los alemanes y una humillación para la Armada británica. Los cruceros alemanes empezaron a acosar a los navíos británicos en Sumatra, Zanzíbar, Madras y Brasil. En Noviembre los alemanes consiguieron hundir dos cruceros británicos más en las costas de Chile durante la batalla de Coronel. El almirante mayor de la mar John Jackie Fisher y la Royal Navy respondieron con la clase de acción agresiva que Gran Bretaña esperaba de ellos. Fisher envió rápidamente a Sudamérica una escuadra, que llegó a las Islas Malvinas sólo 85 Crutwell, op. cit., pág. 188.

tres semanas después de haber partido de Portsmouth. Una vez allí, dieron caza a los cruceros alemanes, hundieron a cuatro de ellos y terminaron de hecho con la amenaza germana a las líneas de convoyes británicos en Sudamérica y el Pacífico oriental. Sin que lo supieran los alemanes, los rusos habían proporcionado a Gran Bretaña un juego de códigos del enemigo común, después de obtenerlos de un barco alemán que había naufragado en el mar Báltico. A raíz de esto, los británicos crearon un departamento secreto, denominado la Habitación 40, encargado de descifrar los códigos alemanes y de adivinar las actividades de su marina. En enero de 1915 la Habitación 40 produjo su primera victoria importante. Una escuadra de cruceros alemana se adentró en el mar del Norte para limpiar la zona de patrullas británicas y sembrar de minas sus rutas de acceso. Gracias a la Habitación 40, los británicos siguieron los movimientos de la escuadra desde Whitehall y, mediante comunicaciones de radio, pudieron dirigir los barcos de guerra británicos hacia los navíos alemanes que navegaban hacia ellos. Gracias a sus Dreadnought, los británicos ganaron el enfrentamiento subsiguiente, conocido como la batalla de Dogger Bank. Los Dreadnought británicos resultaron tan devastadores, que los alemanes apodaron a sus acorazados de clases anteriores como «barcos de cinco minutos», en referencia a su previsible período de supervivencia en combate. Los alemanes perdieron el crucero Blücher (al que, irónicamente, habían bautizado así en honor del mariscal de campo prusiano que combatió en Waterloo al lado de los británicos contra Napoleón) y a 950 marineros de su tripulación. Los británicos no perdieron ningún barco y sólo a 15 marineros. A raíz de esto, la flota de superficie germana se recluyó tras sus defensas

durante el resto del año. Los británicos dependían de su preponderancia en el mar para ganar la guerra económica. Un equipo de rodaje británico filmó el hundimiento del crucero Blücher en 1915, en donde murieron ahogados 950 alemanes. Este fotograma de aquella película se grabó en las cajetillas de cigarrillos de muchos oficiales de la Armada británica. (NationalArchives) En la otra punta del mundo, en el Pacífico occidental, la Marina alemana sufrió repetidas derrotas. Japón, a la sazón aliado de Gran Bretaña en virtud de un tratado naval firmado en 1902, declaró la guerra a Alemania en agosto de 1914. Antes de que terminara el año, los japoneses recibieron la promesa de Gran Bretaña de que podrían anexionarse cualquier colonia alemana al norte del ecuador que conquistaran. Japón derrotó enseguida a las fuerzas navales alemanas y desembarcó tropas en la península china de Shandong y en las islas Marshall, Carolinas y Marianas, además de en las Palau. Las fuerzas australianas y neozelandesas tomaron la Nueva Guinea alemana, el archipiélago Bismark, las islas Salomón y la Samoa alemana. Sin esas bases del Pacífico, a los alemanes no les quedaba ninguna esperanza de poder inhabilitar las rutas marítimas de los británicos en aquellas aguas ni sus trascendentales enlaces con la India y Australia. Por lo tanto, si Alemania iba a utilizar su Marina para obstaculizar el comercio británico, tendría que confiar más en sus submarinos. El 4 de febrero de 1915 Alemania anunció una guerra submarina ilimitada (GSI) al declarar las aguas que rodeaban Gran Bretaña como zona de guerra. Los alemanes señalaron que la GSI habría de ser «de una atrocidad máxima» y que tendría como objetivo todo tipo de embarcaciones, incluidas las de los países neutrales;86 en consecuencia, la

Marina informó a los capitanes de sus submarinos que no se les pediría responsabilidades por el hundimiento de ningún barco neutral. La protesta de Estados Unidos no se hizo esperar, manifestando que tenía derecho a comerciar con cualquier país que quisiera y que sus ciudadanos tenían derecho a viajar en cualquier barco, fuera cual fuese su nacionalidad. El presidente Wilson advirtió a Alemania que la haría responsable por cualquier pérdida de propiedades o vidas norteamericanas. La GSI y el bloqueo de superficie británico, por tanto, plantearon una serie de delicadas cuestiones de neutralidad y legalidad. La neutralidad admitía más de una definición, e igual podía significar un impacto similar sobre la guerra para todos los contendientes, que ningún impacto en absoluto, que la libertad de comerciar con todos y con cada uno de los contendientes. Los norteamericanos insistieron con firmeza en esta última definición. En la práctica, las empresas norteamericanas comerciaban con mucha más frecuencia con Gran Bretaña y Francia que con los Imperios centrales, lo que llevó a argumentar a los alemanes que en realidad Estados Unidos no era neutral, puesto que sus políticas beneficiaban financieramente a los aliados. Gran Bretaña respondió a los intentos alemanes de comerciar con Estados Unidos obligando a los barcos norteamericanos a fondear en los puertos británicos para inspeccionarlos. Si descubrían cualquier artículo de contrabando con destino a Alemania, se incautaban de los bienes y cancelaba cualquier futuro contrato gubernamental con el fabricante de los artículos. Semejante política irritó a los empresarios norteamericanos, aunque, de acuerdo con las leyes internacionales, la actuación era legal. Británicos y norteamericanos disentían también en la

definición de lo que eran bienes de contrabando. Los segundos insistían en que el algodón y los alimentos no podían ser calificados de tales, aunque los primeros tenían un punto de vista más restrictivo e incluían ambos productos. Los británicos apresaban también los barcos que se dirigían a Holanda, un país neutral a través del cual Alemania esperaba recibir gran parte de sus mercancías. Así las cosas, Estados Unidos tenía motivos de quejas con ambos bandos por la guerra económica que se estaba librando en alta mar. Tal y como los alemanes veían la situación, la «neutralidad» norteamericana beneficiaba en semejante medida a los aliados, que convertía a los norteamericanos prácticamente en beligerantes. A pesar del aislacionismo, a muchos alemanes les irritaba lo que consideraban una política exterior permisiva hacia Gran Bretaña por parte de Estados Unidos. Una tira cómica de propaganda alemana de la época satirizaba el comportamiento norteamericano mostrando a dos matones británicos robando al Tío Sam en la esquina de una calle. Los delincuentes decían: «¡Alto, Tío Sam! Llevas encima artículos de contrabando. Así que no tenemos más remedio que quitarte todo lo que necesitamos». Una vez que los ladrones se habían marchado, el Tío Sam decía: «Por suerte, me han dejado la pluma. ¡Así podré escribir una enérgica protesta!».87 Dada la insistencia de los norteamericanos en interpretar su neutralidad con la máxima flexibilidad, la escalada en la conflictividad con Alemania era absolutamente inevitable. Las distinciones entre submarinos y barcos de superficie también se revelaron trascendentales. Los primeros no admitían escoltas y carecían de espacio para almacenar artículos de

contrabando o resguardar a la tripulación de un barco; sólo podían hundir un barco o dejarlo pasar. El 7 de mayo de 1915 los alemanes hundieron el barco de pasaje Lusitania cerca de la costa irlandesa, en el que murieron 1.198 personas, entre ellas 128 norteamericanos. Wilson sabía que el navío transportaba artículos de contrabando, pero la pérdida de vidas humanas le obligó a pasar por alto el cargamento. La insensible reacción de Alemania, que acuñó una medalla conmemorativa y continuó con la GSI aun cuando el mar seguía arrojando cadáveres a la costa irlandesa, sirvió sólo para avivar la ira de los norteamericanos, que tampoco aceptaron el argumento alemán de que no eran responsables del destino fatal de los pasajeros del Lusitania, toda vez que su gobierno había insertado anuncios en los periódicos advirtiendo del peligro de navegar por el Atlántico. Pero, aunque Estados Unidos no intervino en la guerra a causa del Lusitania, el incidente provocó suficiente presión diplomática y económica sobre Alemania para obligarla a reconsiderar la utilización de la GSI. El 19 de agosto los submarinos alemanes torpedearon el barco de pasaje británico Arabic, en cuyo hundimiento perdieron la vida otros tres norteamericanos. La retórica de Estados Unidos se volvió ya más belicosa. El crítico más acérrimo y rival del presidente Wilson, el ex presidente Theodore Roosevelt, empezó a apoyar con contundencia la preparación de Norteamérica. «Es casi seguro que lo que les ocurrió a Amberes y a Bruselas —escribió— le ocurrirá algún día a Nueva York, a San Francisco y puede que también a muchas otras ciudades del interior.»88 Roosevelt no tardó en convertirse en uno de los líderes de un 86 El subsecretario de Asuntos Navales alemán, Alfred üallin, citado en B. J. C. McKercher, «Economic Warfare», en

Hew Strachan (comp.), The Oxford Illustrated History of the First World War, Oxford, Oxford University Press, 1998, pág. 381. 87 «America and Britain», Archive de la Grande Guerre, serie 1, París, E. Chrion, 1919, pág. 381. 88 Roosevelt, citado en Martin Cillbert, The First World War: A complete History, Nueva York, Henry Holt, 1994, pág.

movimiento favorable a la preparación que no encontró muchos valedores en la Administración Wilson, pero que contó

con un considerable apoyo económico de la élite nacional. Añorante de su etapa de los Rough Rider (regimiento de voluntarios de caballería en la guerra de Cuba en 1898), Roosevelt exigió la creación de al menos una división de voluntarios estadounidenses dispuestos a combatir en Europa en cuanto se hiciera necesario. «Nuestro amigo mutuo»: esta caricatura describe la frustración norteamericana respecto a las políticas navales tanto de británicos como de alemanes. Sin embargo, el hundimiento del Lusitania provocó que muchos estadounidenses criticaran la política germánica porque parecía tener como objetivo a las personas y no sólo al comercio. (Library of Congress) Sin embargo, Wilson, aunque seguía sosteniendo que Estados Unidos era «demasiado orgulloso para combatir», protestó por los hundimientos ante el embajador alemán con la suficiente contundencia para convencer al diplomático de que su país podría, en efecto, llegar a declarar la guerra si la GSI continuaba. El embajador, el conde Johann von Bernstorff, llevaba en el puesto desde 1908, estaba casado con una estadounidense y sabía por experiencia directa que Estados Unidos tenía sentimientos aislacionistas, pero también un potencial económico y militar tremendo si se decidía a utilizarlos. Como político moderado y contrario a la utilización de la GSI, Bernstorff advirtió al

gobierno alemán que diera un nuevo giro a su política. El 1 de septiembre de 1915 los alemanes hicieron pública la promesa de cumplir las leyes de la guerra, lo que significaba que un barco recibiría un aviso antes de ser hundido y que se permitiría al pasaje subir a los botes salvavidas. En la práctica, los alemanes pusieron fin por completo a la GSI e incluso ofrecieron una indemnización por los fallecidos. Al menos por el momento, la GSI había terminado. El incidente del Lusitania no había predispuesto a los estadounidenses a buscar la guerra para apoyar la causa de los aliados, aunque hizo imposible las simpatías de Estados 158 (trad. cast.: La Primera Guerra Mundial, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004). Unidos hacia Alemania. Los norteamericanos seguían protestando por la política británica; pero como el mismo Wilson apuntó, las políticas británicas sólo causaban inconvenientes a las personas; las alemanas, las mataban. Wilson siguió insistiendo en la neutralidad de Estados Unidos, hasta el punto de impedir incluso al Estado Mayor general del ejército que elaborase planes de guerra. Wilson contendió con orgullo en la campaña para la reelección en 1916 bajo el eslogan: «El nos ha mantenido al margen de la guerra». Su apretada victoria sobre el republicano Charles Evans Hughes aquel otoño, lo devolvió a la Casa Blanca después de una campaña en la que los demócratas habían acusado con insistencia a los republicanos de estar vinculados a «extremistas militaristas» como Roosevelt.89 Lo apretado del resultado puso de manifiesto las crecientes diferencias de opinión entre los norteamericanos en relación a la guerra europea. Jutlandia y la reanudación de la GSI Las frustraciones navales de los alemanes obligaron a éstos a reconsiderar la situación y a efectuar cambios en la cúpula de

la Marina. En enero de 1916 el almirante Reinhard Scheer sustituyó al desahuciado Hugo von Pohl como jefe de la Flota de Alta Mar. Scheer propuso una renovada guerra de superficie contra la Royal Navy y abogó de inmediato por la reanudación de la GSI. El comandante en jefe del Ejército alemán, Erich von Falkenhayn, estuvo de acuerdo. Sin embargo, en marzo, el kaiser se opuso a dicha reanudación tras el hundimiento accidental del Sussex, un transbordador que el capitán de un submarino había confundido con un transporte militar. Entre las cincuenta personas fallecidas había tres estadounidenses, lo que provocó que el presidente Wilson volviera a exigir a los alemanes que renunciaran a los submarinos; el Reichstag respondió con la exigencia de que se reanudara de inmediato la GSI. Sólo dos días más tarde, un submarino alemán hundía un barco hospital, con el resultado de 115 muertos entre pacientes, enfermeras y tripulación. La indignación internacional fue esta vez suficiente para obligar al gobierno germano a hacer pública en mayo una nueva promesa de que respetarían las leyes de la guerra. Scheer y los almirantes alemanes no estuvieron de acuerdo con la decisión y consideraron que los políticos habían constreñido el mejor activo naval de Alemania, sus submarinos. Scheer era consciente de que la inferioridad, tanto en número como en calidad, de la flota de superficie alemana colocaba a ésta en una situación de enorme desventaja. Pese a todo, no quería que la Flota de Alta Mar permaneciera ociosa. Cuanto más tiempo esperase Alemania para entrar en acción, argumentó, mayor sería el hueco que se abriría entre el poderío naval británico y el alemán. En consecuencia, urdió un agresivo y ambicioso plan para derrotar a la Royal Navy mediante la disgregación de los elementos que la constituían.

Scheer no creía que pudiera destruir a la Armada británica, pero sí infligirle el daño suficiente para empezar a invertir la tendencia de la superioridad naval del lado de Alemania. El 3 de mayo de 1916 los elementos de la flota alemana abandonaron sus bases en dos grupos. Al primero, comandado por el almirante Franz von Hipper, se le había asignado la función de actuar de cebo. Hipper se dirigiría a toda máquina hacia el norte a fin de atraer tras él a los cruceros de combate británicos del mar del Norte, tras lo cual viraría hacia al sur y conduciría directamente a sus perseguidores de lleno contra el segundo grupo alemán, comandados por el propio Scheer. El grupo de Hipper estaba integrado por 40 barcos rápidos de superficie y 16 submarinos. Estos últimos se desplegarían por delante de la escuadra de superficie e impedirían cualquier intento de los barcos principales de la Gran Flota de acudir al rescate de los cruceros de combate. Scheer confiaba en que el daño físico y psicológico infligido así a la Royal Navy daría la oportunidad a Alemania de lograr otra victoria en el momento y lugar de su elección. Los criptógrafos de la Habitación 40 avisaron por adelantado de los planes de Scheer. El 16 de mayo descubrieron la partida de los submarinos alemanes e identificaron sus localizaciones aproximadas. En consecuencia, los cruceros de combate británicos simularon caer en la trampa, pero eludieron con pericia la red de submarinos e hicieron otro tanto con los acorazados que los seguían. Por lo tanto, un elemento clave del plan de Scheer había fallado desde el principio. Los británicos sabían también que Hipper iba al mando de la escuadra cebo. El bombardeo que el almirante alemán había dirigido contra la costa británica en 1914 ocasionó las que, en el momento, fueron consideradas cuantiosas víctimas civiles y que le hicieron ganarse el apodo

del «asesino de niños» en la prensa británica. En ese momento, la Royal Navy tenía la oportunidad de vengarse. Al mando de los cruceros de combate británicos estaba el almirante David Beatty, el auténtico prototipo del oficial de la Marina británica. Apuesto, elegante y atrevido, Beatty contaba con la absoluta confianza de Jellicoe, Fisher y Churchill. Gracias a la rápida reacción a la inteligencia de la Habitación 40, los británicos conservaron una ventaja numérica considerable. La fuerza de exploración de Beatty contaba con 52 barcos, entre ellos cuatro flamantes Dreadnougth. Jellicoe le seguía con la principal fuerza de choque de 99 barcos, entre ellos 24 Dreadnought. La escuadra trampa de Hipper condujo a los británicos hasta la fuerza principal de Scheer, compuesta de 59 barcos, incluidos 16 Dreadnought alemanes. De esta manera, Gran Bretaña conservaba una ventaja de 12 Dreadnought y de 15 cruceros. Gracias a la Habitación 40, los 45 submarinos germanos nunca llegaron a entrar en combate. 89 Robert Zieger, America's Great War: World War I and the American Experience, Nueva York, Rowan and Littlefield, 2001, pág. 44.

Los submarinos alemanes se ahorraron los horrores del frente occidental, aunque, tal y como muestra la imagen, tampoco tuvieron una guerra cómoda. Perdieron 178 U-boot y sus tripulaciones durante la guerra. (National Archives) Los planes de combate de cada bando eran, por lo tanto, espectaculares. El plan de Hipper consistía en tender una emboscada a los británicos, los cuales, tras enterarse de sus intenciones, le habían tendido una trampa. Lo más probable es que los británicos hubieran conseguido una victoria aplastante de no ser por un fallo de diseño que se reveló mortal. Los cruceros británicos entraban en combate sin ninguna protección contra el fuego que descendía desde las torretas de los cañones a las santabárbaras situadas debajo; las zonas de almacenaje de munición de alto explosivo quedaban así peligrosamente expuestas. El preciso fuego alemán se inició a las 15:30 horas de la tarde del 31 de mayo, destruyendo tres cruceros británicos y casi hundiendo el buque insignia del propio Beatty. «Parece que hoy hay algo

que no funciona en nuestros condenados barcos», comentó memorablemente el almirante británico. Al darse cuenta de su desventaja, Beatty viró hacia el norte para atraer a los alemanes hacia la poderosa fuerza de Dreadnought de Jellicoe. Hipper, y Scheer tras él, lo siguieron, ajenos a la presencia de Jellicoe en el norte. Una vez dentro de su alcance, los barcos de éste realizaron por dos veces la elegante maniobra naval de «cruzar la T del enemigo», lo que en términos navales significaba que sus barcos podían desatar toda su furia. Los Dreadnought británicos, además, no estaban aquejados del defecto que había inutilizado los cruceros de Beatty. Durante el segundo cruce de la T, Jellicoe consiguió veintisiete impactos por dos de Scheer. La flota británica empezó, entonces, a situarse entre Scheer y sus puertos nacionales, con la esperanza de aislar los barcos alemanes y destruirlos. La caída de la noche permitió a Scheer escapar de la soga que tenía alrededor del cuello y regresar a sus bases. Desde un punto de vista táctico, Jutlandia podría considerarse una victoria alemana. Gran Bretaña perdió tres cruceros de combate, tres cruceros ligeros, ocho destructores y 6.784 marineros. Por su parte, las pérdidas de Alemania ascendieron a un acorazado de clase anterior a los Dreadnought, un crucero de combate, cuatro cruceros ligeros, cinco destructores y 3.039 marineros. El kaiser, que consideró Jutlandia como un éxito alemán, repartió condecoraciones y declaró que se había roto «la magia de Trafalgar».90 La flota alemana, con la esperanza de que el kaiser tuviera razón, volvió a salir en agosto, pero los criptógrafos británicos detectaron una vez más el movimiento. En esta ocasión, sin embargo, los zepelines alemanes observaron el movimiento hacia el sur de los acorazados de Jellicoe, y Scheer desistió del plan.

El encontronazo de agosto demostró que, cifras aparte, la batalla de Jutlandia fue de hecho un triunfo británico, si bien es cierto que no al estilo de Trafalgar. Después de Jutlandia, la Flota de Alta Mar alemana rara vez volvió a abandonar la seguridad de sus bases, dejando la superficie del mar del Norte a la Royal Navy. Además, los británicos pudieron asimilar con más facilidad las bajas, tanto de hombres como de barcos, lo que significó que Jutlandia no consiguió reducir en absoluto la ventaja relativa de Gran Bretaña. Al final, el principal combate naval de la guerra no tuvo sobre ésta un gran impacto estratégico; sin duda, no cambió la suerte de los ejércitos en el frente occidental ni permitió romper a Alemania el bloqueo de superficie británico, el cual estaba empezando a tener un impacto cada vez más profundo sobre la vida de la población civil alemana. 90 Guillermo II, citado en John Keegan. «Jutland», en Robert Cowley (eoinp.), The Great War: Dectives on the First World War, Nueva York, Random House, 2003, pág. 167. A raíz de Jutlandia, el kaiser ascendió a Scheer y le concedió la más alta condecoración alemana, la Orden del Mérito, de inspiración francesa. Sin embargo, Scheer era consciente de que una victoria de superficie contra Gran Bretaña era cada vez más improbable; de ahí que reanudara sus argumentaciones a favor de la reintroducción de la GSI. Scheer desestimaba la posibilidad de que ésta condujera a Estados Unidos a entrar en la guerra, aunque no así el canciller Theobald von Bethmann Hollweg, quien, a finales de agosto, había conseguido evitar que el kaiser diera la orden de reanudación. Sin embargo, los argumentos a favor de la GSI contaban cada vez con más adeptos. Con la guerra terrestre en punto muerto, y la naval de superficie aparentemente imposible de ganar, el atractivo de la GSI aumentaba por

momentos. En diciembre de 1916 la Marina alemana preparó y presentó el memorándum Holtzendorff. Su principal artífice, el almirante Henning von Holtzendorff, había vuelto al servicio activo en 1915 para dirigir la Marina alemana. El kaiser sentía mucho más respeto por él que el resto de sus compañeros del Almirantazgo, aunque Holtzendorff compartía la opinión general en la Marina de que tenía que reanudarse la GSI. El 9 de enero de 1917 le dijo al kaiser que la GSI podía obligar a Gran Bretaña a salirse de la guerra en seis meses o menos, mucho antes de que los norteamericanos pudieran tener alguna repercusión en el desarrollo del conflicto, aun cuando declarasen la guerra. Bethamnn Hollweg reiteró sus preocupaciones acerca del impacto de la GSI sobre la opinión pública norteamericana y advirtió al kaiser de que la reanudación podría conducir a Estados Unidos a entrar en la guerra, lo que tendría unas consecuencias trágicas para Alemania. Holtzendorff, por su parte, arguyó que la beligerancia norteamericana no haría otra cosa que proporcionar más objetivos a los submarinos alemanes, entre ellos los transportes de tropas. En uno de los errores de cálculo más clamorosos de la guerra, le dijo al kaiser: «Le doy a su majestad mi palabra de oficial de que ni un solo norteamericano desembarcará en el continente».91 El 1 de febrero de 1917 Alemania anunció la reanudación de la GSI. En abril los alemanes hundieron 881.000 toneladas de embarcaciones, frente a las 386.000 toneladas de enero. Holtzendorff había acertado al sostener que unas pérdidas cuantiosas de barcos afectarían a Gran Bretaña; pero Bethmann Hollweg, que para entonces se había unido al kaiser, Hindenburg y Ludendorff en el apoyo a la GSI, también había tenido razón: el 6 de abril

Estados Unidos declaraba la guerra a Alemania. La carrera ya había empezado. Alemania tendría que ganar la guerra antes de que los norteamericanos pudieran traducir sus enormes recursos en activos militares. La guerra en Oriente Medio y la revuelta árabe La protección de las aguas que rodeaban a las islas nacionales seguía siendo la preocupación más acuciante de la Royal Navy, pero la seguridad del canal de Suez era prácticamente igual de importante, y eso por varias razones. Como era evidente, la pérdida del canal haría más largas las comunicaciones británicas por mar con Persia, la India, Australia y otros puntos de Oriente. Los británicos temían también que perder el canal pudiera desembocar en la pérdida de todo Egipto. Aunque este último país era bastante menos importante para el Imperio británico que la India, los dirigentes británicos eran conscientes de que la reconquista de Egipto por los otomanos les serviría a éstos como una importante victoria de propaganda para sus intenciones de definir la guerra como una lucha panislámica contra los aliados cristianos. La posibilidad de una revuelta islamista en la India obsesionaba a los estrategas británicos y daba al kaiser otra razón para apoyar al Imperio otomano. En una de sus invectivas menos coherentes, el kaiser manifestó con virulencia: «Nuestros cónsules en Turquía y en la India, nuestros agentes, etcétera, han de incitar a todo el mundo musulmán a que se rebele (...); si vamos a derramar nuestra sangre, al menos que Gran Bretaña pierda la India».92 La conexión entre la India y Egipto se hizo aún más intensa cuando los británicos decidieron utilizar a los soldados hindúes para proteger la región del canal de Suez. Aunque ocupado por Gran Bretaña, Egipto seguía siendo legalmente una

provincia otomana bajo la orientación religiosa del sultán turco. El jedive [virrey] egipcio, Abbas Himli II, era abiertamente pro otomano y se encontraba en Constantinopla al empezar la guerra. Los británicos forzaron entonces su destitución a favor de su tío —un personaje más maleable—, y declararon la ley marcial en noviembre de 1914. Henry McMahon, que sustituyó a Kitchener como alto comisionado para Egipto cuando este último fue nombrado secretario de Estado para la Guerra, se decidió en contra de utilizar a los egipcios para defender Suez debido a las supuestas inclinaciones pro otomanas de éstos. Consiguientemente, dos divisiones de infantería indias pasaron a constituir la columna vertebral de la estrategia británica en Egipto, la cual establecía al propio canal como línea principal de defensa y renunciaba a la península del Sinaí en favor de los otomanos. Con la esperanza de tomar Suez e incitar a una revuelta contra Gran Bretaña entre los egipcios, los otomanos atacaron el canal en febrero de 1915. Para evitar el fuego artillero de los barcos de guerra británicos, dirigieron el ataque contra el centro del canal. Pero ninguna de las dos compañías otomanas que lo cruzaron pudo defender su posición, y, además, no se produjo ningún levantamiento en Egipto, lo cual resultó ser significativo. La ofensiva, que los británicos interpretaron como poco más que una simple incursión, había fracasado. A pesar de la facilidad con que se había defendido el canal, 91 Holtzendorff, citado en Gilbert, op. cit., pág. 306. 92 Guillermo II,. citado en Strachan, op. cit., vol. 1. pág. 696.

Gran Bretaña aumentó rápidamente las fuerzas que lo defendían hasta los 150.000 hombres, los cuales estaban espléndidamente abastecidos, al contrario que sus enemigos otomanos. A lo largo de 1915 las frustraciones de Gallípoli obligaron a los británicos a sentir un renovado respeto por sus enemigos y a tomar la decisión de no limitarse a defender Suez sin más, sino también de protegerlo penetrando en la península del Sinaí. A tal fin, mejoraron las líneas ferroviarias de la región y abrieron más pozos de agua para apoyar una ofensiva; además, trasladaron varias lanchas cañoneras al interior del propio canal. Para organizar esta fuerza, que en enero de 1916 ya estaba integrada por doce divisiones, Kitchener envió al general sir Archibal Murray, un veterano de las operaciones coloniales británicas en todo el mundo y antiguo jefe del Estado Mayor de sir John French. Murray se puso a trabajar de inmediato para organizar el escenario egipcio tanto para la defensa del canal como para iniciar una ofensiva incluso hasta Palestina y Gaza. Al mismo tiempo, los éxitos otomanos en Gallípoli convencieron a los turcos de que sus soldados podían tomar el canal

con una nueva campaña, y, en esa idea, dedicaron todo el año a mejorar las comunicaciones por tren y carretera entre la línea del frente y el cuartel general del IV Ejército otomano, establecido en Beersheva. En abril de 1916 los otomanos repelieron el avance británico sobre el oasis de Qatiya, en el este del canal, y, en agosto, se acercaron lo bastante al canal para castigarlo con fuego de artillería, aunque Murray los hizo retroceder y les causó 16.000 bajas. Los británicos, que sólo habían sufrido 1.500 bajas, decidieron no perseguirlos a causa de la falta de agua potable, un factor de gran importancia en el tórrido verano del Sinaí. Hacia el este, los otomanos formaron un nuevo VI Ejército a fin de rechazar un avance británico desde Basra, en Mesopotamia. Su comandante era un mariscal de campo prusiano de 72 años, Colmar von der Goltz. Antiguo gobernador militar de la Bélgica ocupada, Von der Goltz había sido asignado a Constantinopla después de haber caído en desgracia ante los dirigentes políticos alemanes, cada vez más descontentos por lo que consideraban un trato condescendiente del militar hacia los belgas. Como jefe del VI Ejército, soñaba con dirigir, desde Mesopotamia, una invasión otomana de Persia y, quizá, incluso, de la joya de la corona del Imperio británico: la India. Soldados australianos a camello durante su adiestramiento en Libia para participar en la campaña de Palestina. Los regimientos de caballería ligera australianos desempeñaron un papel crucial en los enfrentamientos de Oriente Medio. (Australian War Memorial, negativo N° HI2853) Sin embargo, Von der Goltz tenía primero que enfrentarse a una fuerza conjunta británica e india, al mando de sir Charles Townshend, que en julio de 1915 había entrado en las ciudades mesopotámicas de Nasiriya, a orillas del Eufrates,

y de Amara, junto al Tigris. Desde Amara, Townshend se dirigió hacia Kut, a 240 km al norte, localidad que tenía previsto utilizar como base principal para una ofensiva contra Bagdad, situada sólo a 128 km río Tigris arriba. El general otomano Nurettin Bajá estableció su defensa 32 km al sur de Bagdad, en Ctesiphon. Al proteger su flanco derecho asegurándolo contra el río, Nurettin estableció dos sólidas líneas defensivas con 20.000 soldados, muchos de ellos pertenecientes a las unidades más avezadas de los otomanos.93 Pese a estar en inferioridad numérica, encontrarse en un territorio hostil y no tener esperanzas de poder recibir refuerzos, Townshend atacó con la confianza de que la moral otomana se resquebrajaría, tal y como había ocurrido en Nasiriya. A finales de noviembre la fuerza indobritánica había conseguido tomar la primera línea otomana, aunque fue 93 Edward Erickson, Ordered to Die: A History of the Ottoman Army in tbe First World War, Westport, Connecticut, Greenwood Press, 2001, pág. 112. incapaz de abrir brecha en la segunda. La moral otomana había resistido a pesar de sufrir el doble de bajas que los británicos. Incapaz de tomar Bagdad, Townshend decidió retirarse a su base en Kut, a la que había llegado el 3 de diciembre. Con el río Tigris a su espalda, Townshend tenía a su cuidado una guarnición de 11.600 soldados británicos e indios, 3.300 no combatientes y 7.000 vecinos, y según sus cálculos tenía munición y comida para sesenta días. El día de Nochebuena, sus fuerzas rechazaron sin esfuerzo un ataque de las fuerzas de Nurettin, lo que hizo que Townshend confiara en su capacidad para resistir a los otomanos hasta que se recibiera ayuda. Sin embargo, las fuerzas enemigas rodearon rápidamente la

ciudad y sitiaron a la guarnición, mientras fuerzas adicionales desbarataban tres intentos británicos de auxiliarla. En uno de los casos, los otomanos interceptaron un barco que transportaba 270.000 toneladas de alimentos extendiendo una cadena a lo ancho del río Tigris. Por su parte, dos divisiones otomanas se dedicaron a desgastar a los defensores de Kut obligándolos a responder de manera permanente a ataques simulados. Las reservas de comida para dos meses de Townshend disminuyeron con rapidez. Sus hombres consiguieron llegar a abril comiéndose a sus caballos y a cualesquiera otros desafortunados animales que vivieran en Kut. Las enfermedades no tardaron en asolar el campamento, y el cólera (que también afectó a los sitiadores, y acabó con la vida de Von der Golz en abril) contribuyó aún más al debilitamiento de los hombres. El gobierno británico, en un intento desesperado por evitar la humillación de una rendición en masa, ofreció a los otomanos dos millones de libras esterlinas en oro a cambio de que dejaran salir indemne de la ciudad a la guarnición. Los británicos prometieron también que, de ser liberados, ninguno de los hombres de Kut volvería al servicio para combatir contra Turquía. Los otomanos rechazaron la oferta. Al final, Townshend, junto con 2.591 soldados británicos y otros 6.988 indios, se rindió el 29 de abril de 1916. De ese grupo, más de la mitad murió, tanto durante el trayecto a los campos de prisioneros de guerra como estando ya en cautividad. Townshend fue uno de los supervivientes. En lugar de enviarlo a un campo de prisioneros, los otomanos lo instalaron en una villa de la isla de Prinkipo, cerca de Constantinopla, donde le prodigaron un tratamiento excelente, permitiéndole incluso salir de caza. El sentimiento de culpa por el contraste entre su cómoda existencia y la experiencia

terrible de aquellos que habían estado a sus órdenes nunca abandonaría a Townshend, el hombre que había firmado la que, hasta ese momento, fue la capitulación más numerosa de la historia británica. Incapaces de conseguir una solución militar rápida, y enfrentados a una determinación inesperada por parte de los otomanos, los británicos recurrieron a la diplomacia y a la intriga. En consecuencia, mientras los alemanes intentaban provocar una revuelta islámica en la India y en Egipto, los británicos hicieron lo propio para desencadenar otra revuelta islámica en Arabia. Aunque ninguna produjo resultados que satisficieran demasiado las expectativas de sus autores, la variante británica se reveló notablemente más efectiva. Desde la óptica de Gran Bretaña, una revuelta árabe en la tierra de las ciudades santas islámicas debilitaría las llamadas del califa otomano Alyihady, por ende, escindiría al mundo islámico. Podía ofrecer también la posibilidad de crear un imperio árabe de influencia británica, que complementara el que Gran Bretaña tenía ya en la India. Para Kitchener, el plan de un Egipto antiguo y un Sudán veterano tenía un atractivo particular. Aun antes de la guerra, Kitchener había estado en conversaciones con el emir Abdullah ibn-Hussein, segundo hijo del sharifá de La Meca, que ostentaba el título de rey de la Hejaz (una región que se correspondía más o menos con la parte occidental de Arabia). La familia de Hussein se enorgullecía de descender del profeta Mahoma y, por consiguiente, tenía el poder simbólico para oponer una voz islámica rival a los otomanos.94 La familia estaba resentida también con los intentos de los Jóvenes Turcos de suprimir la cultura árabe y de aumentar el control turco sobre sus territorios, este último simbolizado por la construcción del ferrocarril de la Hejaz (financiado en buena medida con dinero alemán), que permitía

a los otomanos desplazar soldados a las tierras de los árabes con más rapidez. Por lo tanto, los Hussein no apoyaron la llamada nlyihad de los otomanos en noviembre de 1914, aunque les faltó muy poco para declarar su apoyo a los aliados. Durante los primeros meses de la guerra, el shariflíussem se enteró de los sentimientos independentistas de muchos oficiales árabes del Ejército otomano. En julio de 1915 envió una carta a McMahon en la que le manifestaba su disposición a iniciar una revuelta árabe, siempre y cuando los británicos estuvieran de acuerdo en apoyar, al finalizar la guerra, la independencia de un Estado árabe bajo la autoridad de su familia. McMahon aceptó la propuesta, aunque se guardó muy mucho de precisar las fronteras exactas de la futura nación árabe. Aunque suficiente para garantizarse el apoyo de Hussein, más tarde la carta de McMahon ocasionaría una gran confusión cuando las interpretaciones que tenían árabes y británicos acerca de las fronteras entraron en conflicto. El acuerdo de Hussein y McMahon contravenía también la Declaración de Balfour de 1917, en virtud de la cual el gobierno británico prometía apoyar un estado judío en Palestina. Para terminar de complicar las cosas, los británicos reconocieron al rival de Hussein, Ibn Saud, un soberano de Arabia oriental, y firmaron el acuerdo de Sykes-Picot, un pacto secreto con Francia por el que la mayor parte del territorio árabe del Imperio otomano acabaría dividiéndose entre Francia y Gran Bretaña. Como no acababa de confiar en la honradez de Gran Bretaña, Hussein estuvo dudando en llamar a la revuelta árahe 94 Esta familia Hussein no tienen ningún parentesco con el iraquí Saddam Hussein. hasta el envío de tropas otomanas a la guarnición de la ciudad árabe de Medina en junio de 1916. Hussein y su hijo mayor, el emir Faisal, reaccionaron encabezando un ataque al ferrocarril de la Hejaz y aislando Medina.

Había empezado la revuelta árabe. Un perspicaz oficial británico que hablaba el árabe con fluidez y que, según sus colegas del ejército, «había adoptado las costumbres de los nativos», llegó a la zona en octubre de 1916 como oficial de enlace con los árabes. T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia) no tardó en señalar a Faisal como el más prometedor de los dirigentes árabes. Ese fue el inicio de una relación que terminó llevando a Lawrence a la Conferencia de Paz de París como consejero de Faisal. A pesar de la revuelta, la guarnición de Medina resistió, pero las fuerzas árabes, integradas por 50.000 hombres, tomaron la ciudad santa de La Meca y tres puertos del mar Rojo antes de un mes. Los británicos proporcionaron armas y transportes de la Armada para atravesar el mar Rojo a fin de facilitar la campaña de los árabes. Faisal, con Lawrence a su lado, proporcionó un liderato acertado y demostró tener una gran aptitud para la guerra de guerrillas. Los árabes cortaron las líneas ferroviarias, distrajeron a miles de soldados otomanos e hicieron posible una ofensiva británica en la península del Sinaí. En agosto de 1914 dos mil árabes entraron en Aqaba, un puerto clave del mar Rojo, lo que supuso un espectacular punto de inflexión en la revuelta árabe. Acto seguido, Lawrence atravesó el Sinaí a caballo y llegó a El Cairo para informar de la toma de Aqaba y del éxito más importante de la revuelta árabe. Allí se enteró del acuerdo secreto de Sykes-Picot, que amenazaba con negar la independencia árabe después de la guerra. Al encontrarse de nuevo con Faisal, Lawrence instó a las fuerzas árabes a avanzar más y con más decisión, confiando en que Gran Bretaña y Francia no podrían negar a los árabes la independencia de los territorios que ya estuvieran en su poder. Damasco, que de acuerdo con Sykes-Picot quedaba

en la zona de dominio francés, se convirtió rápidamente en el objetivo de los árabes. En octubre de 1918 justo antes de que terminara la guerra, las fuerzas árabes entraron en la ciudad, lo que añadió más confusión a un ya complicado panorama de posguerra en Oriente Medio. Los británicos hicieron muchas promesas contradictorias y confusas para ganar la guerra, promesas que, después, demostraron tener muchas complicaciones imprevistas; pero en el momento en que dio comienzo la revuelta árabe, las medidas británicas parecieron reportar unos beneficios tremendos. Gran Bretaña se había estado preparando para una ofensiva general contra el Sinaí, a un ritmo mensual de obras de 225 km de vía férrea y 24 km de redes de distribución de agua.95 En marzo de 1917, cuando la renovada ofensiva británica en Mesopotamia tomó por fin Bagdad, los británicos atacaron Gaza, donde disfrutaron de un éxito inicial que no consiguieron culminar. Un segundo ataque en abril, éste con carros de combate, gases y apoyo de fuego naval, también fracasó, y los británicos sufrieron 6.400 bajas. La primera y segunda batalla de Gaza obligó a importantes cambios en ambos bandos. Los británicos sustituyeron a Murray por el general Edmund Allenby, cuyos fracasos en el frente occidental habían conducido a lo que él consideró una degradación por el destino remoto al que era enviado. El primer ministro británico, David Lloyd George, cada vez más frustrado por el estancamiento del frente occidental, le dijo al temperamental Allenby que no considerase a Palestina como un escenario menor. El primer ministro informó al general de que él apoyaría una ofensiva a gran escala en la zona, pero que esperaba que Jerusalén estuviera en manos británicas para Navidades. Lloyd George cumplió su

promesa y envió carros de combate, aviones y refuerzos. Los objetivos británicos en Palestina iban más allá de limitarse a asestar una derrota militar al Imperio otomano. Las negociaciones secretas entre Gran Bretaña y Francia habían situado ya a Palestina dentro de la zona «internacional» que sería administrada por los británicos. En realidad, el plan prometía añadir Palestina, TransJordania e Irak al Imperio británico a todos los efectos excepto en el nominal. Antes de abandonar Inglaterra, Allenby le dijo a un colega que se aseguraría de que «los 1.335 años de la ley de Mahoma [en Palestina] acaben en 1917».96 Sólo unas semanas después de su llegada a Oriente Medio, Allenby se enteró de la muerte de su único hijo, fallecido en combate en el frente occidental. Tras doblar el telegrama que le comunicaba la fatal noticia y metérselo en el bolsillo sin decir palabra, se entregó en cuerpo y alma a la toma de Jerusalén. Allenby trasladó su cuartel general, que Murray había establecido en la habitación de un hotel de El Cairo, a las líneas del frente y se hizo tan visible como cualquier otro mando británico durante toda la guerra. Mientras tanto, los Imperios centrales no permanecieron pasivos. En mayo de 1917 los otomanos aceptaron la llegada del general alemán Erich von Falkenhayn, que creó el Grupo de Ejércitos Yildrim (relámpago). Falkenhayn colocó a 65 oficiales alemanes (frente a sólo nueve oficiales otomanos) en los puestos del Estado Mayor. Este dominio alemán provocó que Mustafá Kemal renunciara a su puesto de comandante de uno de los ejércitos del Yildrim y que volviera a 95 Anthony Bruce, The Last Crusade: The Palestine Campaign in the First World War, Londres, Jonh Murray, 2002, pág. 80.

96 Teniente general sir Henry de Beauvoir de Lisie, «Narrative of the Great German War», 1919, LHCMA, documentos de Lisie, vol. 2, pág. 36. Constantinopla, quejándose de que Falkenhayn había convertido a Turquía en una «colonia alemana».97 Falkenhayn situó al Grupo de Ejércitos a lo largo de una línea entre Gaza y Beersheva, donde se enfrentaba a una fuerza británica que en infantería lo doblaba, y en caballería lo superaba en una proporción de ocho a uno. La noche del 13 de octubre, con una luna llena que iluminaba el camino, Allenby lanzó un audaz ataque contra Beersheva. La temeraria carga de la caballería ligera australiana permitió que los británicos tomaran la ciudad y, con ella, sus vitales pozos de agua intactos. Al día siguiente, la artillería británica preparó un ataque sobre Gaza con 15.000 proyectiles. Falkenhayn no tuvo más remedio que llevar a cabo una retirada de combate, lo que permitió que las fuerzas británicas entraran en Palestina y tomaran Jaffa, el principal puerto de Jerusalén, el 16 de noviembre. Allenby planeaba tomar la propia Jerusalén por medio de un cerco rápido, tanto para ahorrarle daños a la ciudad como para cumplir la promesa hecha a Lloyd George. El primer intento británico, el 25 de noviembre, fracasó, pero se hizo patente que la moral otomana se estaba resquebrajando. El 8 de diciembre las fuerzas otomanas empezaron a retirarse de la ciudad santa, lo que permitió que Allenby entrara tres días después con dos semanas de adelanto sobre lo previsto. Se ponía fin así a cuatro siglos de dominio otomano en La Meca, Bagdad y Jerusalén. En previsión de un ataque alemán en Francia durante 1918, los británicos hicieron regresar al frente occidental a muchos elementos de la fuerza de Allenby. Aun así, éste reanudó la ofensiva durante la primavera, tomó Jericó en febrero

y asaltó Ammán en marzo, ocasionando con ello que Falkenhayn fuera degradado y enviado a Lituania. Al final del verano, las fuerzas árabes y británicas estaban actuando en equipo; mientras las primeras hostigaban a las líneas de comunicación otomanas, las últimas aportaban la artillería y aviación necesaria para resistir. En septiembre, en la batalla de Meggido, los británicos aniquilaron al VIII Ejército turco y abrieron las carreteras a Nazaret, Haifa, Acre y Damasco. Durante las últimas semanas de la guerra, los otomanos perdieron también Beirut, Aleppo y Mosul. Las campañas de Palestina y Arabia representaron, por tanto, importantes victorias en lo militar para Gran Bretaña. Sin embargo, sus muchas promesas, realizadas a muchos grupos, no tardaron en crear una situación insostenible. Los británicos incumplieron las garantías implícitas en la correspondencia entre Hussein y McMahon, así como la promesa realizada a los 5.000 voluntarios de la Legión Judía de que podrían asentarse en Palestina después de la guerra. También retrasaron la ejecución de la Declaración de Balfour. En cambio, Gran Bretaña sí que permaneció fiel al acuerdo Sykes-Picot, que le otorgaba el control de Palestina, TransJordania y Mesopotamia, y a Francia, el del Líbano y Siria. El resultado fue una sucesión de rebeliones árabes contra los judíos en 1920 y 1921 y un nudo gordiano que los británicos, sin duda, no podían deshacer. Se había dado a luz al atormentado siglo XX de Oriente Medio. 97 Allenby, citado en Erickson, op. cit., pág. 171. Capítulo 6

Francia desangrada La agonía de Verdún Amigos míos, debemos tomar Verdún. Antes de que termine febrero, ha de estar culminada la conquista. Entonces, vendrá el emperador y pasará una gran revista en la plaza de armas de Verdún, y allí firmaremos el tratado de paz. El príncipe heredero Guillermo a sus tropas, febrero de 191698 «Hemos hecho Italia —dijo Giuseppe Garibaldi poco después de la unificación italiana en la década de 1860—; ahora, tenemos que hacer italianos.» Medio siglo después, el proceso seguía lamentablemente inconcluso. Los localismos no habían perdido su fuerza, y las diferencias regionales anulaban a menudo los impulsos nacionalistas. El concepto de una nación italiana estaba todavía en estado embrionario en 1914, y los esfuerzos para formar un estado unificado seguían encontrando en su camino obstáculos de importancia. Al igual que en otros estados europeos multiétnicos, las clases dirigentes italianas previeron utilizar al ejército como fuerza unificadora, que enseñara a los hombres y mujeres lo que significaba ser italiano y, de manera más pragmática, cómo había que hablar y leer la lengua nacional en lugar del dialecto local. En algunos regimientos, este objetivo sustituyó ampliamente al de la eficiencia, lo que condujo a un gran desequilibrio en la calidad de las unidades italianas. En 1914 la unificación social y cultural de Italia a través de una experiencia militar común no había cristalizado todavía. La mayor parte de los italianos, en especial los del sur, seguían

mirando al nuevo estado con más desconfianza que afecto. Estas divisiones internas se combinaron con los problemas presupuestarios para perjudicar la modernización del Ejército italiano. Oficiales y tropa recibían un salario exiguo, y las más de las veces se les utilizaba para romper huelgas y sofocar revueltas internas, una función que apenas contribuyó a aumentar tanto la moral de las unidades como el sentimiento nacional. Desde un punto de vista material, el ejército andaba falto de casi todo, y en 1914 sólo poseía 595 vehículos a motor y 8 escuadrones de aviación. Y la industria italiana no estaba en situación de corregir tales deficiencias. En mayo de 1915 las fábricas italianas seguían produciendo 27.000 proyectiles menos por mes que la cantidad mínima que el ejército consideraba necesaria. Las relaciones entre civiles y militares se contaban entre las peores de Europa, y el 1 de julio de 1914, justo cuando la crisis continental empezaba a fraguarse, el ejército sufrió el golpe inesperado de la muerte del jefe de su Estado Mayor. Con la crisis europea en pleno desarrollo, el gobierno italiano decidió llenar el vacío dejado en la cúpula militar nombrando comandante de sus ejércitos a Luigi Cadorna, hijo del legendario Raffaele Cadorna, el general que había tomado los Estados Vaticanos en 1870. Luigi estaba a punto de retirarse al producirse la inesperada vacante. El apellido de su padre, sus conexiones con la realeza y su linaje piamontés parecían ofrecer estabilidad y previsibilidad; sin embargo, fue una mala elección. Cadorna no sabía lo que era disparar un tiro en combate, y, en las maniobras de guerra italianas de 1911 había recibido críticas muy duras por la simpleza de sus tácticas. Sus escritos eran fiel reflejo de un concepto mediocre y desfasado de la estrategia, que ponía el énfasis en las cargas frontales y minimizaba el

papel de la potencia de fuego. Y lo que era aún peor, creía que sólo la disciplina más cruel podía conseguir hacer soldados de los italianos meridionales, en cuya valoración ocupaban un lugar apenas por encima de las mulas. Arrogante y paranoico, Cadorna se reveló como uno de los peores jefes supremos militares del siglo XX. 98 El epígrafe está extraído de una cita en Pierre Miguel, Les Poilus: La France Sacrifiée, París, Plon, 2000, pág. 262.

Italia y el Isonzo Al producirse la crisis de julio, Italia apenas tenía intereses de Estado imperiosos y no estaba amenazada de manera directa por ninguna de las grandes potencias. Como firmante de la Triple Alianza, estaba obligada por tratado hacia Alemania y Austria-Hungría, aunque pocos diplomáticos europeos creían que Italia fuera a cumplir con esas obligaciones. Desde la firma de la alianza en 1882, la cual se había concebido como protección contra Francia, las tensiones entre Italia y Austria-Hungría habían ido en constante aumento, entre otras razones, porque los nacionalistas italianos se dedicaron a provocar la ira popular contra la ocupación austríaca en zonas con poblaciones italianas significativas, en especial la de la estratégica región del Tirol, el valle del río Isonzo y las ciudades portuarias de Fiume y Trieste. Como era de prever, cuando la crisis de julio se agravó, Italia arguyó que, puesto que Austria-Hungría era la que había agredido a Serbia y que la Triple Alianza era un acuerdo defensivo, Italia no estaba obligada a entrar en la guerra. Los oficiales austríacos y alemanes expresaron en público su indignación ante lo que denominaron la deslealtad italiana, aunque en privado fueron pocos los que manifestaron sorpresa o tan siquiera una gran decepción. La neutralidad les habría resultado más útil a los italianos, pero Cadorna y otros vieron la guerra como una oportunidad para anexionarse territorio «italiano» y aumentar su influencia en Albania. Una victoria de armas, confiaban, impulsaría a su joven país a la categoría de las grandes potencias de Europa y uniría al pueblo italiano. Dado que la mayor parte del territorio que ansiaban pertenecía al Imperio austrohúngaro, aliarse con Gran Bretaña y Francia resultaba de lo más

razonable, eso sin contar con que la extensa y desprotegida costa italiana convertía la opción de una guerra con Gran Bretaña en algo especialmente desagradable. Los éxitos iniciales de los rusos en los Cárpatos debilitaron a los austríacos, que, con varios frentes abiertos, se antojaban un objetivo fácil. En marzo de 1915, los italianos se dirigieron a Gran Bretaña con una propuesta para entrar en la guerra con la condición de que los aliados reconocieran la anexión por Italia del Tirol meridional, el Trentino, Gorizia, Gradisca, Triestre, Istria, Dalmacia y el puerto albanés de Valona. Tales condiciones tenían un alcance considerable y socavaban la propia lógica nacionalista de Italia, aunque a los aliados no les suponía ningún coste. Gran Bretaña, deseosa de contar con la Marina italiana como aliada y no como una amenaza a las líneas de comunicación del Mediterráneo, convenció a Rusia y Francia para que aceptaran las condiciones italianas. En el consiguiente tratado de Londres, firmado en abril, los aliados también se comprometieron a proteger la costa y las rutas de navegación italianas, a seguir con las ofensivas rusas contra Austria-Hungría para evitar que la última amenazara a Italia, a aumentar el Imperio italiano en Africa mediante la incorporación de Eritrea y Etiopía, y a prestar a Italia 50 millones de libras esterlinas con destino a la modernización militar. Al menos en el terreno de la diplomacia, Italia había salido muy bien parada. Sin embargo, y para poder reivindicar todas esas promesas, Italia tendría que ganar en el campo de batalla. Sobre el papel, contaba con muchas ventajas. Los italianos podían concentrar su ejército de 900.000 hombres contra un solo enemigo, Austria-Hungría, mientras ésta luchaba ya contra Serbia y Rusia. A la inversa, el frente italiano tendría que ser, por fuerza, secundario para Austria, lo que daba a Italia la superioridad numérica. A mayor

abundamiento, las enormes pérdidas sufridas por los austríacos en los Cárpatos durante 1914 habían destruido gran parte del núcleo profesional de su ejército. Cadorna predijo confiadamente una victoria fácil y afirmó que él y sus hombres se darían un paseo hasta Viena No todos los soldados se pasaron la guerra en las trincheras. Estos esquiadores de élite italianos del frente del Isonzo estaban entrenados para infiltrarse en las líneas enemigas y destruir las vías de comunicaciones y abastecimiento. (United States

Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales) Sin embargo, el camino hasta Viena pasaba por el valle del río Isonzo y las cumbres de los Alpes Julianos, un terreno ideal para el defensor, pero cualquier cosa para los atacantes excepto apto para darse un paseo. Las

tropas austrohúngaras, además, estaban indignadas por la entrada de Italia en la guerra, y no olvidaban que ésta se había aprovechado de la obsesión de Austria con Prusia en la guerra de 1866 para apoderarse de Venecia y de las regiones circundantes. Italia no tardó en convertirse en el enemigo contra el que todos los numerosos grupos étnicos del imperio se unirían para combatir. Por consiguiente, el conflicto bélico contra Italia devino en una parte de la guerra que los austrohúngaros consideraron «justa y necesaria», unidad de intereses que no existió nunca en los frentes contra los serbios y los rusos.99 Los austríacos otorgaron el mando de la defensa del Isonzo a Svetozar Boroevic, un capacitado general croata, uno de los pocos generales austrohúngaros que había ejercido el mando de manera competente en los Cárpatos en 1914, donde evitó que una fuerza rusa mucho más numerosa cruzara la cordillera e hizo retroceder después a los rusos hacia Cracovia. Conrad, para quien el croata había caído en desgracia, creyó que la citada experiencia de Boroevic en los Cárpatos le sería útil contra los italianos en el Isonzo. En consecuencia, decidió darle otra oportunidad al croata como jefe de un nuevo V Ejército. El frente italiano, 1915-1918. Escaso de fuerzas y de munición, Boroevic se propuso sacarle la máxima utilidad al terreno. Por su parte, Cadorna decidió atacar antes de que las fuerzas italianas estuvieran totalmente movilizadas, pues confiaba en lanzarse a través de las posiciones austrohúngaras antes de que Boroevic pudiera establecerlas. Aun así, hacia finales de mayo los austríacos tenían dispuestos más de 114.000 hombres y 230 piezas de artillería pesada a lo largo del frente italiano. El inexperto y mal

equipado ejército de Cadorna contaba con una gran superioridad numérica (en junio había ya 400.000 italianos en la región), pero carecía de cortaalambradas, artillería pesada, munición, aviones de reconocimiento e incluso de cascos de acero. La primera batalla del Isonzo se prolongó desde el 23 de junio hasta el 7 de julio. Los italianos alcanzaron algunas posiciones estratégicas, pero perdieron 15.000 hombres y no consiguieron romper las líneas enemigas. El fácil paseo de Cadorna hacia Viena había tenido un mal comienzo. Pese a todo, Cadorna lo volvió a intentar casi de inmediato. El acuerdo de Italia con los aliados había estipulado que Rusia la ayudaría mediante una presión continua sobre los austríacos, mas los reveses sufridos en Gorlice-Tarnów obligaron a los italianos a atacar antes de lo que querían a fin de aliviar las tribulaciones de los rusos. En la segunda batalla del Isonzo, los italianos consiguieron obligar a Austria a trasladar ocho divisiones más a la región a finales de año, pero la 99 John Schindler, banzo: The Forgotten Sacrifice of the Great War, Westport, Connecticut, Praeger, 2001, pág. 14.

batalla no proporcionó más que beneficios temporales. Cadorna lanzó su tercera ofensiva en el Isonzo en octubre, en esta ocasión también sin la artillería precisa. De nuevo, la acción fue un fracaso. El terreno del Isonzo planteaba graves problemas. Este remoto puesto de avanzada de los Alpes Julianos ofrecía escasa protección contra el rigor de los inviernos en las montañas. (United States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales) Cadorna intentó un nuevo ataque antes de finalizar el año. En noviembre, en medio de la nieve, de la escasez de alimentos y de un brote de cólera, los italianos hicieron retroceder a los austríacos, pero no consiguieron tomar la ciudad clave de Goritzia. Las primeras cuatro batallas del Isonzo le habían costado a Italia casi 230.000 bajas, entre muertos y heridos. Cadorna no había sido el único general en sufrir grandes pérdidas en 1915, aunque sí el único que se empeñó en combatir sobre el mismo terreno, utilizando en esencia las mismas tácticas cuatro veces. Sus ofensivas habían desangrado

a Italia, privándola de sus mejores oficiales y soldados de antes de la guerra, además de los entusiastas voluntarios del primer momento. A cambio, no había conseguido hacerse con ningún trozo de terreno importante y había quedado como un idiota por sus promesas iniciales de una guerra fácil. La reacción de Cadorna consistió en culpar a todos los que le rodeaban, desde los periodistas y oficiales subalternos hasta los «holgazanes» italianos meridionales que constituían el grueso del ejército. En consecuencia, estableció un brutal sistema disciplinario que condenó a 170.000 hombres por diversos delitos, pronunció 4.028 sentencias de muerte y ejecutó a más hombres que los ajusticiados en cualquier otro ejército. En algunos casos, los italianos recurrieron a la antigua práctica del Imperio Romano del «diezmo», introducida en el ejército por Cadorna en enero de 1916, y en virtud de la cual los hombres eran ejecutados de forma aleatoria, escogiendo a uno de cada diez soldados, como un medio de castigar tanto el comportamiento deficiente de toda una unidad como un delito individual cuando no se podía descubrir al autor. Como la guerra avanzaba a duras penas y el descontento de los hombres con la actuación de sus generales iba en aumento, los actos de indisciplina empezaron a ser más frecuentes, lo que condujo a las autoridades militares a incrementar el número y dureza de los castigos. La propia aleatoriedad del sistema disciplinario italiano se volvió contra él. En teoría, los castigos aleatorios estaban pensados para amedrentar a los hombres, a fin de que éstos se comportaran como deseaba Cadorna. En cambio, los hombres empezaron a odiar con tanta intensidad a sus propios oficiales, que se perdió por completo la efectividad en el combate. Cadorna se negó a considerar cualquier otro método de subir la moral, tales como aumentar

los permisos o mejorar el rancho. Aun cuando se aceptara la necesidad estratégica de que continuara con su ofensiva, la nula disposición de Cadorna a escuchar las quejas legítimas de sus soldados revela a un hombre que no estaba dispuesto a aprender. La severidad y la imprevisibilidad en el castigo siguió siendo la forma de tratar con sus soldados.100 Cadorna se sentía menos propenso a diezmar a sus oficiales, pero éstos tampoco escaparon a su cólera. Los hombres 100 Mi agradecimiento a Vanda Wilcox por permitirme utilizar su comunicación «Discipline in the Italian Army, 1915-1918», presentada en la II Conferencia Europea sobre los estudios de la Primera Guerra Mundial, Universidad de Oxford, Inglaterra, 23 de junio de 2003. que se atrevieron a desafiar su opinión fueron degradados y trasladados a otros escenarios y, en algunos casos extremos, se les encarceló por insubordinación El cuartel general de Cadorna siguió siendo un lugar donde nadie cuestionaba su punto de vista ni su estrategia. El y su Estado Mayor citaban a menudo el viejo refrán piamontés de que «el superior tiene siempre razón, sobre todo cuando está equivocado». 101 Cadorna sustituyó a tantos oficiales, que las unidades perdieron la continuidad en el mando. Los programas para ascender a la oficialidad tuvieron que ser abreviados, a fin de poder sustituir tanto a los hombres que habían muerto como a aquellos otros a los que Cadorna había removido del mando. De resultas de todo esto, el Ejército italiano se encontró con una escasez terrible de mandos cualificados. A principios de 1916, por tanto, Italia no estaba más cerca de realizar cualquiera de sus sueños de lo que lo había estado cuando se unió a los aliados. Sus propias ofensivas se habían estancado y acabado en fracaso, con un elevado coste

humano; sus aliados británicos habían fallado en los Dardanelos y en el frente occidental; Rusia, de quien los italianos habían esperado que los ayudaran ocupando Austria, se había retirado de Polonia y no estaba en disposición de prestar ninguna ayuda valiosa; y por lo que respecta a Francia, había sobrevivido a la sangría de 1915, pero en 1916 estaba a punto de pasar por una prueba de fuego que nadie podía haber imaginado. El lugar de ejecución: Verdún El general Erich von Falkenhayn pasó los últimos días de 1915 evaluando de nuevo la posición estratégica de Alemania. El día de Navidad, elaboró un informe dirigido al kaiser en el que aseguraba que la entrada de Italia en la guerra y el fracaso alemán en obligar a Rusia a abandonarla habían proporcionado a los aliados unos recursos mayores, algo que, tarde o temprano, ellos, los alemanes, tendrían que afrontar. En enero de 1916 los aliados tendrían 139 divisiones en Francia y Bélgica (incluidas las divisiones de los Nuevos Ejércitos británicos) en contraposición a las 117 divisiones alemanas. Sin embargo, Falkenhayn conservaba el optimismo, toda vez que creía que uno de aquellos aliados, concretamente Francia, se encontraba al «límite de sus fuerzas». Según creía él, Francia podía ser derrotada en 1916 y, una vez ocurriera esto, a Gran Bretaña no le quedaría más alternativa que pedir la paz. «Para conseguir este objetivo —escribió— el incierto método de un avance en masa, por lo demás fuera de nuestro alcance, es innecesario.»102 Falkenhayn tenía otras ideas. Su plan consistía en un «morder y resistir» a un nivel espectacular. Su idea se basaba en atacar al Ejército francés en un lugar tan crítico para Francia que a Joffre no le quedase más remedio que combatir hasta el límite para recuperarlo. Los alemanes, entonces, estarían en situación de aprovecharse de su posición defensiva, tácticamente más

poderosa, y destruir a los franceses cuando atacaran. De esta manera, escribió Falkenhayn, los alemanes podrían «desangrar a Francia» y, en el proceso, quitarle de las manos a Gran Bretaña «su mejor espada». En consecuencia, Falkenhayn propuso introducir la guerra de desgaste a una escala descomunal en el frente occidental. Lo que le preocupaba no era romper las líneas enemigas ni ganar terreno ni avanzar hacia los nudos de comunicaciones; en su lugar, lo que buscaba era matar a los franceses con más rapidez y eficacia de las que éstos pudieran emplear en eliminar a los alemanes.103 Falkenhayn tenía fama de hombre inmisericorde. Había introducido el gas venenoso en Ypres, abogado de manera vehemente por la guerra submarina ilimitada y había patrocinado un plan para el bombardeo aéreo aleatorio de las ciudades aliadas. Las bajas, incluso las alemanas, le preocupaban aún menos que a la mayoría de sus colegas. Despreciaba a la mayor parte de los generales alemanes y apenas confiaba en alguno; más tarde, esas suspicacias tendrían consecuencias importantes. Pero Falkenhayn halagó al kaiser (mejorando así las posibilidades de que su plan fuera aprobado) al proponer que el ataque principal se pusiera bajo las órdenes del hijo de éste, el príncipe heredero Guillermo. Como no quería decirle al príncipe heredero que el plan de combate incluía la guerra de desgaste a una escala nunca vista hasta entonces, lo indujo a creer en su lugar que su tarea consistiría, nada menos, que en el honor de conquistar el objetivo principal. Por consiguiente, el príncipe heredero se hizo una idea peligrosamente errónea del plan de Falkenhayn. «Rara vez en la historia de la guerra —escribió el historiador más famoso de la batalla—, puede que se haya engañado de manera

tan cínica al comandante de un gran ejército, como el príncipe heredero alemán lo fue por Falkenhayn.»104 El objetivo principal, creía el príncipe heredero, consistía en tomar la ciudad de Verdún. Fortificada desde tiempos de los romanos, el mismo nombre de la región, Verdún, significa, en dialecto galo prerromano, «fortaleza poderosa». La ciudad estaba bisecada por el río Mosa y controlaba todas las comunicaciones desde Metz hasta Reims y París, esta última situada a 257 km al oeste. Las primeras defensas modernas de la ciudad, construidas durante el reinado de Luis XIV, se debían al gran ingeniero y arquitecto Vauban. Después de la guerra franco-prusiana, Francia había vuelto a invertir en 101 Schindler, op. cit., pág. 109. 102 Erich von Falkenhayn, General Headquarters, 1914-1916, and Its Critical Decisions, Nueva York, Dodd Mead, 1920, págs. 209-211 103 Falkenhayn, citado en Alistair Horne, The Price of Glory: Verdún, 1916, Londres, Penguin, 1962, pág. 36. 104 7W¿.,pág.40. Verdún, construyendo o mejorando 60 fortines y puestos de avanzada independientes, junto con miles de corredores y refugios subterráneos. La mayor de las fortificaciones individuales, Fort Douaumont, cubría más de tres hectáreas de terreno y podía dar protección a una guarnición de entre 500 y 800 soldados. El verdadero significado de Verdún para los propósitos de Falkenhayn no radicaba en su valor estratégico, sino en el simbólico. Había sido allí donde, en el año 843, Carlomagno había dividido su imperio en tres partes: dos de aquellas partes constituyeron el núcleo de los futuros estados de Francia y Alemania, mientras que la tercera se convirtió en el

campo de batalla intermedio que incluía a Alsacia y Lorena. En 1792 y 1870 Verdún había resistido con heroísmo los asedios alemanes antes de acabar cayendo. De acuerdo con la leyenda nacional francesa, el comandante del fuerte en 1792 había preferido suicidarse que rendir Verdún al enemigo hereditario de Francia. En la entrada principal del fortín estaba inscrito el siguiente lema: «Vale más quedar enterrado bajo las ruinas del fuerte que rendirlo». En los primeros días de la guerra, convertida a la sazón en la posición más oriental de Francia durante la batalla del Marne, Verdún había vuelto a resistir una vez más. De no haber sido por la defensa tenaz que Maurice Sarrail había llevado a cabo en la ciudad, el resto de la campaña del Ejército francés en el Marne podría no haber servido para nada. La eficaz defensa de Sarrail dejó a Verdún en el centro de un saliente que se adentraba considerablemente en las líneas alemanas. Durante la primera mitad de 1915 se produjeron enérgicos enfrentamientos en las cercanías de Verdún, al intentar ambos bandos, sin ningún éxito, mover las líneas en su favor. Sin embargo, al terminar el año, Verdún carecía de la solidez que aparentaba. De hecho, era más vulnerable a los ataques enemigos de lo que los alemanes podían imaginar. Si de verdad Falkenhayn la hubiera querido y hubiera planeado su conquista, Verdún estaba a su disposición. La vulnerabilidad de Verdún se debía al abandono intencionado de las fortalezas por parte de las personas encargadas de su defensa. La rápida destrucción de los fortines de Bélgica por los alemanes en 1914 había convencido a muchos generales franceses de que las fortificaciones carecían de utilidad en la guerra moderna. Otros generales, después de ver lo bien que había resistido Verdún en 1914 y 1915, concluyeron que el orgullo de las fortalezas francesas era inexpugnable. Ambos argumentos supusieron que Verdún no mereciera ninguna atención primordial del Cuartel

General francés. Según parecía, los alemanes habían aprendido la lección, y en 1915 habían desplazado su centro de gravedad hacia el norte, a Flandes. Verdún, concluyó el Cuartel General francés, ya no figuraba en los planes alemanes. Tras decidir que Verdún seguiría siendo un sector tranquilo durante un futuro inmediato, Joffre retiró muchas de las piezas de artillería pesada de la fortaleza. La razón de que lo hiciera fue que pensó que así podría compensar la carencia general de artillería pesada de Francia y dar, por ende, mayores posibilidades de éxito a su ofensiva de Champaña de 1915. Pero también había despojado de hombres a la guarnición, dejando sólo el número suficiente de ellos para que formaran una única y delgada línea de trincheras al norte y al este de las fortificaciones principales. No había una auténtica segunda línea, tan sólo una serie de puestos de avanzada y puntos fortificados aislados mal conectados. Además, los franceses tenían escasos hombres para ocupar los densos bosques que había delante de su posición, lo que permitió que los alemanes se movieran y se reforzaran sin ser prácticamente detectados. La vulnerabilidad del sector de Verdún preocupaba a muchos de los oficiales encargados de defenderlo, sobre todo cuando se empezó a hacer evidente la concentración alemana en la zona a finales de 1915. El comandante de la Región Fortificada de Verdún, un anciano general de artillería con un apellido a todas luces nada francés, Herr, advirtió al Estado Mayor de Joffre sobre la debilidad de su posición. Fort Douaumont, otrora uno de los fortines más poderosos del mundo, había quedado reducido a un único gran cañón de 75 mm. De los 500 hombres de la guarnición, 60 eran reservistas, la mayoría con una edad que se consideraba demasiado avanzada para que prestaran servicio en las trincheras.105 Cuando el

Estado Mayor de Joffre le reprendió por sus críticas, Herr informó al ministro de la Guerra, Joseph Gallieni, de la nula predisposición de Joffre a considerar lo apremiante de la situación de Verdún. «Cada vez que les pido [al Estado Mayor de Joffre] que refuercen la artillería, me contestan retirando dos baterías [de artillería] o dos baterías y media; "A usted no lo atacarán. Verdún no es el punto de ataque. Los alemanes no saben que Verdún ha sido desarmado".»106 Que Joffre y su Estado Mayor ignoraran el creciente peligro que amenazaba Verdún se debió en parte a la obsesión por los planes para su propia ofensiva en 1916 a lo largo del río Somme. Joffre pareció dar por sentado que los alemanes permanecerían inactivos durante la primera mitad del año y, por lo tanto, cometió el error fundamental de suponer que sus enemigos harían lo que él quería que hicieran. Joffre y su Estado Mayor desoyeron las preocupaciones de Herr en la confianza de que el frente occidental permaneciera en una relativa calma hasta el momento en que pudieran llevar a cabo la ofensiva, planeada para mitad del verano. Pero Herr no fue la única voz en alertar del desastre inminente. Otro en poner en entredicho la decisión de Joffre fue el teniente coronel Emil Driant, comandante del batallón destinado en los bosques de las afueras de Verdún y miembro de la Cámara de Diputados francesa. Driant escribió a sus colegas para advertirles del peligro al que se enfrentaba Francia si, 105 Anthony Clayton, Paths of Glory: The French Army, 1914-1918, Londres, Cassell, 2003, págs. 100 y 104. 106 Herr, citado en Horne, op. ch., pág. 51.

como él predecía, los alemanes atacaban Verdún. En concreto, criticó a Joffre por no establecer una segunda línea de defensa sólida, y expuso con toda franqueza a los diputados que Francia carecía de la fuerza para rechazar un decidido ataque alemán contra aquel sagrado santuario nacional. Joffre no sólo montó en cólera ante lo que consideró un acto de insubordinación de un oficial bajo su mando, sino que también se negó a aceptar el consejo de Gallieni, al que respondió que el ministro de la Guerra no tenía derecho a cuestionar las decisiones operacionales del comandante en jefe del ejército. «Sólo pido una cosa —dijo con aire risueño a un comité de preocupados parlamentarios—, que ojalá atacaran los alemanes, y que ojalá atacaran Verdún. Díganselo así al gobierno.»107 Ataque que los alemanes realizaron en la fase inicial

de lo que Falkenhayn denominó Operación Gericht (Castigo de Dios). El ataque se inició el 21 de febrero de 1916 con la mayor concentración artillera vista hasta la fecha, alrededor de 1.600 piezas de artillería. En un cálculo aproximado, los cañones alemanes dispararon 100.000 proyectiles por hora a lo largo de un estrecho frente de casi 13 km. La artillería pesada alemana disparó proyectiles y gas contra las posiciones artilleras francesas, que se revelaron ineficaces en la acción conocida como tiro de contrabatería. Los morteros de trinchera de gran ángulo de tiro castigaron la primera línea francesa, mientras que los obuses bombardearon los escasos puestos de avanzada de la segunda. La casi absoluta sorpresa táctica del ataque dejó desprotegidas las posiciones francesas ante aquella descarga ingente de proyectiles. Sin embargo, la artillería era sólo una parte del plan. Los soldados del Destacamento Especial de Asalto alemán, vulgarmente conocidos como tropas de asalto, fueron también un elemento esencial. Todos los ejércitos habían estado trabajando en la idea de formar pequeños grupos de tropas de élite de gran movilidad que pudieran operar de forma independiente sin esperar las órdenes de la unidad superior. En octubre de 1915 los alemanes habían experimentado con satisfacción con estas formaciones en acciones limitadas llevadas a cabo en los Vosgos. En Verdún, el Destacamento Especial de Asalto actuó con unidades de zapadores para infiltrarse en las líneas francesas. Su misión consistió en cortar las alambradas y en eliminar cualquier resistencia de las ametralladoras en bases de avanzada de hormigón utilizando un nuevo invento, el lanzallamas.108 Tras los zapadores y las tropas de asalto penetraron la infantería más convencional para ocupar el terreno así ganado, mientras que las tropas de refuerzo avanzaron con los suministros y el material de

atrincheramiento. Una de las innovaciones más terroríficas de la guerra, los lanzallamas, a menudo resultaba tan peligrosa para el que la utilizaba como para el que se enfrentaba a ella. La mayoría de las unidades de lanzallamas estaban formadas, irónicamente, por hombres que habían sido bomberos en la vida civil. (National Archives) 107 Joffre, citado en C. R. M. E. Crutwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934, pág. 243. 108 Bruce Gudmundsson, Stormtroop Tactics: Innovation in the German Army, 1914-1918, Westport, Connecticut, Praeger, 1989, págs. 50-60. El plan funcionó demasiado bien. Al segundo día del ataque, los alemanes habían tomado en la práctica todos sus objetivos. La posición francesa se había desmoronado tan deprisa, que el general Herr ordenó a los fortines que seguían en manos francesas que estuvieran preparados para destruirlos. Este éxito colocó a Falkenhayn en una posición inesperada. Si los alemanes tomaban realmente Verdún, los franceses quizá decidieran que no podía ser reconquistada y, por lo tanto, no morderían el anzuelo de dejarse arrastrar a una lucha de desgaste. Por paradójico que pudiera parecer, los alemanes podrían perfectamente marchar victoriosos a través de Verdún, pero dejarían a Falkenhayn sin el cruento triunfo que buscaba. Por suerte para Falkenhayn, y para tragedia de cientos de miles de hombres de ambos bandos, Joffre aceptó el desafío. Verdún ya se había convertido en el símbolo de otra guerra más. En el primer día del ataque, Driant y sus dos batallones se encontraban en el Bois de Caures, justo en el camino del ataque alemán que avanzaba hacia ellos.

Los franceses combatieron en una clara inferioridad numérica, y cuando se acabó la munición, se defendieron con las bayonetas. Driant conservó la posición, se ocupó de los hombres heridos y quemó sus papeles antes de ser alcanzado por un proyectil que le causó la muerte. Su heroísmo había ralentizado el asalto alemán y establecido el modelo para el comportamiento militar en Verdún. En palabras del historiador francés Pierre Miquel, «la infantería supo entonces que sólo tenía una responsabilidad: morir como lo habían hecho Driant y sus hombres... El mecanismo del sacrificio estaba en marcha».109 El 25 de febrero el orgullo y el prestigio de los franceses sufrieron otro duro revés cuando un pequeño aunque audaz grupo de soldados alemanes se introdujo en Fort Douaumont por un corredor desguarnecido. La aturdida guarnición de 57 reservistas voluntarios rindió el fuerte sin disparar ni un tiro en su defensa. Famoso por ser el fuerte más poderoso del mundo, Douaumont había caído en manos alemanas con una facilidad asombrosa, y su pérdida puso en peligro de inmediato a toda la línea francesa. Asimismo, el fortín se convirtió en un importante símbolo en Alemania, donde las iglesias lanzaron las campanas al vuelo y se concedieron vacaciones escolares a los niños para celebrar una victoria que podía dejar expedito el camino hacia París y acabar con la guerra en cuestión de semanas. Joffre, que había sido tan lento para ver el peligro en Verdún, reaccionó entonces con rapidez. El 25 de febrero envió allí a su asistente, Edouard Noel de Castelnau, a fin de que evaluara la situación y recomendara las medidas pertinentes. El general Herr propuso abandonar la orilla derecha (oriental) del Alosa y concentrar las defensas en la izquierda. Castelnau no aceptó la sugerencia y ordenó que se defendiera cada palmo de las dos orillas del Mosa al precio

que fuera. Consciente de la urgencia del momento, promulgó las órdenes pertinentes sin el visto bueno de Joffre, y optó también por destituir a Herr como comandante de la plaza. En sustitución de Herr, Castelnau entregó el mando de ambas orillas del río a un inteligente aunque pesimista general llamado Henri Philippe Pétain. Este había empezado la guerra con el grado de coronel y en mala disposición con la jerarquía militar a causa de su decidido apoyo a la guerra defensiva. «La potencia de fuego mata» era su máxima preferida. En los días previos a la guerra, su opinión contradecía la ortodoxia aceptada en Francia, de ahí que su carrera hubiera sufrido un estancamiento. Sin embargo, su manera de pensar defensiva se acomodaba mucho mejor a la guerra de 1914 y 1915 que la doctrina de la offensive a outrance (ofensiva a ultranza) de Joffre. Por lo tanto, Castelnau consideró que Pétain era el general perfecto para estar al frente de la defensa de Verdún. Mientras Castelnau llegaba a esta conclusión, Pétain estaba en un hotel de París con la mujer cuyo padre le había prohibido casarse con él, porque no quería a un oficial del ejército en la familia. Uno de los oficiales del Estado Mayor de Pétain lo encontró allí a las tres de la madrugada y le informó de su ascenso a comandante del II Ejército. Pétain se dio cuenta de la funesta situación de Verdún tan bien como cualquiera, y vío enseguida la necesidad de enviar refuerzos, alimentos y munición a la región lo antes posible. Por el momento, su pesimismo remitió, y su famosa advertencia «¡No pasarán!» se convirtió en la consigna de Verdún. No obstante, y debido a su situación en el saliente, la región sólo podía ser reabastecida desde una dirección, el sudoeste. La única vía ferroviaria segura del sector se

interrumpía en Bar-le-Duc, a casi 80 km de distancia, y, desde allí, una carretera de apenas siete metros de ancho conducía a Verdún. Si la ciudad iba a resistir, aquella carretera, que no tardó en ser bautizada como la Vie Sacrée (la Vía Sagrada), tendría que abastecer al sector con suficiencia. Para asegurar el flujo constante de hombres y material a lo largo de la Vie Sacrée, Pétain movilizó al mismo Service Automobile que había llevado en taxi a los hombres hasta la batalla del Marne. Casi 9.000 hombres trabajaron en la carretera día y noche para añadir piedras que permitieran el transporte sobre el barro de la primavera y el invierno, levantar puestos mecánicos y manejar prensas hidráulicas por todo el recorrido para reparar los neumáticos. En dos semanas, la Vie Sacrée transportó a 190.000 hombres, 22.500 toneladas de munición y 2.500 toneladas de alimentos y otros suministros. Hacia el 1 de mayo, la carretera había permitido a Pétain hacer entrar y salir del sector de Verdún a 40 divisiones de infantería. Aquélla fue una asombrosa proeza logística, que permitió a los franceses disparar más de cinco millones de 109 Pierre Miquel, Les Poilus: La France Sacrifiée, París, 2000, pág. 270.

proyectiles de artillería en las primeras siete semanas de la batalla.110 Prisioneros franceses saliendo escoltados de Verdún. La enorme sangría de los diez meses de combate afectó a todos los acontecimientos posteriores a la guerra y dejó cicatrices que trascendieron más allá de 1918. (Library of Congress)

Esta imponente cantidad de proyectiles y el traslado de tantos soldados franceses convirtieron la región en un sangriento combate de boxeo entre dos ejércitos casi parejos. En mayo los franceses iniciaron el cruento proceso de recuperar todo el terreno que habían perdido. Sin embargo, en lugar de atacar con rifles y bayonetas, como ocurriera en 1914, lo hicieron con unas cantidades ingentes de artillería. Aunque no siempre consiguieron sus objetivos inmediatos, los millones de proyectiles disparados por los franceses causaron unas bajas a los alemanes que Falkenhayn no hubiera imaginado jamás. El comandante en jefe alemán había contado con matar a los franceses en una proporción de cinco a dos, y, de hecho, a finales de junio, había infligido unas terroríficas 275.000 bajas al enemigo; pero las 240.000 bajas de los alemanes indicaban que éstos no lo habían pasado mejor. Los franceses dejaron de confiar en su pieza de artillería ligera de 75 mm. Su lugar fue ocupado por cañones más grandes, como este Schneider de 155 mm, que hizo su aparición mediada la contienda. (United States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales) 110 Véase Robert Bruce, «To the Limits of Their Strength: The French Army and the Logistics Attririon at the Battle of Verdun, 21 February-18 December 1916», Army History, N° 45, verano de 199X, págs. 9-21. La «picadora de carne» en que se convirtió Verdún desgastó a los dos ejércitos. El intenso combate continuó día tras día, sin apenas respiro, y las unidades de refuerzos de ambos bandos podían ver, oír y oler la batalla a kilómetros de distancia mientras se acercaban al frente. La política de Pétain de hacer rotar a los hombres mantuvo la cordura de la tropa,

aunque la conciencia del inminente retorno al combate contribuyó a la aparición de un síndrome mental que los médicos enseguida denominaron «neurosis de guerra». Los hombres sin heridas físicas se volvían insensibles, aturdidos por la fatiga y la presencia constante de la muerte. «A menudo, era más exacto referirse a aquellos hombres como condenados a muerte —recordaba un oficial francés— pues eran muchos los que tenían la inteligencia embotada y la cara amarillenta. Devorados por la sed, ya no tenían ni fuerzas para hablar. Les dije que con toda seguridad seríamos relevados aquella noche. La noticia los dejó indiferentes, lo único que deseaban era un litro de agua.»111 En un intento de retomar Fort Douaumont, los franceses dispararon en una semana 6,3 millones de kilos de proyectiles sobre un área de apenas 60 hectáreas, lo que vino a representar no menos de 120.000 proyectiles de artillería. Aun así, el fuerte resistió, pues los corredores subterráneos servían de refugio a sus defensores. Robert Bruce señala la «trágica ironía» de que las poderosas defensas de Douaumont, diseñadas para proteger a los franceses, sirvieran entonces al Ejército alemán para refugiarse de los cañones franceses.112 Douaumont siguió en manos de los alemanes todo el verano; la fortaleza adquirió el mismo significado simbólico para la resistencia alemana que había tenido una vez para el poderío francés. No obstante el dominio de Douaumont, el gran plan de Falkenhayn había fracasado sin paliativos. El Ejército alemán no tomó Verdún ni infligió la clase de bajas fáciles a los franceses que aquél había previsto. Ya en marzo, el príncipe heredero había informado a su padre de su creciente pesimismo acerca de la campaña de Verdún, movido, sin duda, por la conciencia de que iba a tratarse de una sangrienta batalla de desgaste, y no de una conquista gloriosa.

La frustración del príncipe heredero fue en aumento, al igual que su distanciamiento, y la mayor parte del tiempo se la pasó persiguiendo a las francesas de detrás de las líneas, mientras sus hombres morían a miles. Descontento por el desarrollo de la campaña, el kaiser relevó a Falkenhayn en agosto y lo envió al este a luchar contra los rumanos. Para sustituirlo recurrió al equipo de Hindenburg y Ludendorff, que de esta manera pasaron a estar ya al mando de todas las operaciones del Ejército alemán. A Hindenburg la cabeza le dictaba que la mejor medida era abandonar las posiciones alemanas en Verdún y poner fin a la campaña; su corazón, no obstante, le decía que allí habían muerto demasiados alemanes para retirarse de manera voluntaria. Sentimentalmente, para Hindenburg el honor de Alemania estaba en juego, aun cuando la campaña hubiera perdido todo valor estratégico. De este modo, la matanza de Verdún continuó. La habilidad de Pétain para salvar a Verdún en febrero le reportó el ascenso, en mayo, a comandante del Grupo de Ejércitos del Centro. Su puesto como jefe del II Ejército (que formaba parte del Grupo de Ejércitos del Centro) lo ocupó el agresivo Robert Nivelle. Al igual que Pétain, Nivelle había empezado la guerra como coronel. Su hábil utilización de la artillería había contribuido a la victoria aliada en el Marne, lo que le llevó a ascender con rapidez. En Verdún, Nivelle perfeccionó dos complejas tácticas de artillería que le hicieron muy popular entre sus superiores y el primer ministro, Aristide Briand. La primera, llamada bombardeo de «engaño», interrumpía el fuego artillero el tiempo suficiente para permitir a los alemanes devolver el fuego y revelar así sus posiciones, a las que los cañones pesados de Neville silenciaban

acto seguido. La segunda, conocida como «barrera móvil», consistía en establecer una cortina de fuego que precedía a la infantería de manera acompasada. Si se hacía de manera correcta, una barrera móvil silenciaba las ametralladoras enemigas, permitiendo que la infantería avanzara hasta sus objetivos. Nivelle colaboró estrechamente durante todo el verano con Charles Mangin, alias el Carnicero, en el desarrollo de un plan para reconquistar Douaumont. Este último se había ganado a pulso el sobrenombre. Herido tres veces antes de la guerra durante el servicio colonial en Africa, era bien conocida la temeridad con que arriesgaba la vida de sus hombres. De algún modo, el tiempo pasado en Africa le había convencido de que los africanos tenían un umbral de resistencia al dolor mayor que el de los europeos, y, allí donde era posible, utilizaba a los soldados africanos para la primera oleada de un ataque. Se decía que, después de la guerra, era el único general francés que podía pararse en la esquina de una calle de París con su uniforme de gala sin que se le acercara un solo veterano a estrecharle la mano. Cabe decir en su descargo, que Mangin no pedía a sus hombres nada que no hiciera él mismo. Con 50 años, dirigía las cargas personalmente y rara vez atacaba hasta no haber preparado cada detalle con meticulosidad. En octubre Mangin tuvo el gran apoyo artillero que necesitaba para realizar otra carga contra Douaumont. Entonces Francia contaba con 300 piezas de artillería de más de 155 mm y había introducido los nuevos y gigantescos cañones de 400 mm. El 24 de octubre Nivelle realizó su mejor bombardeo de engaño hasta ese momento, destruyendo las piezas de artillería alemanas situadas frente a la división de Mangin; luego, su barrera móvil protegió el avance de las tropas de 111 Citado en Miquel, op. cit., pág. 287.

112 Bruce, op. cit., pág. 18.

Mangin hacia Douaumont. Los meses de bombardeo artillero habían convertido las obras exteriores del fuerte de uno de los edificios más sólidos del mundo en un montón de hormigón destrozado y arrancado de la tierra. Aun así, seguía siendo un efectivo refugio subterráneo y un grandísimo símbolo para ambos bandos. El apacible pueblo de Vaux estaba situado en las líneas del frente de varias de las principales ofensivas, incluida la de Verdún. La II División americana tomó finalmente la ciudad para los aliados en julio de 1918. (United States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales) Alrededor de las 16.30 horas de aquella tarde, los soldados franceses que se encontraban cerca del fuerte de Souville observaron cómo tres soldados vestidos con uniformes franceses ascendían a lo alto del montón de

escombros que una vez había sido Douaumont y agitaban los brazos al aire. El fuerte volvía a ser francés. Las tropas de apoyo movieron la línea algo más de 3 km a favor de Francia. Una semana después, retomaron Fort Vaux, y con él se acabó de recuperar en realidad todo lo ganado por Alemania desde el verano.113 Cuando los dos ejércitos se agotaron por fin en diciembre, las líneas estaban situadas casi en el mismo sitio que en febrero. Un cálculo aproximado cifró el número de muertos y desaparecidos en 162.000 franceses y 142.000 alemanes. La mayor parte de los desaparecidos fueron víctimas de una artillería tan poderosa, que resultó imposible identificarlos con suficiente precisión para enterrarlos en sus propias tumbas. Los restos anónimos de alrededor de 130.000 víctimas de Verdún yacen en la actualidad en un enorme osario cerca de Douaumont. Verdún se convirtió así en la batalla de desgaste prevista por Falkenhayn; sin embargo, contrariamente a lo que él había planeado, la batalla desgastó a ambos lados por igual. El colosal combate decidió los destinos de los Ejércitos alemán y francés a lo largo de 1917 y 1918 y mucho más allá. Provocó también la destitución de Joffre, a quien se le reprochó su falta de atención a Verdún en 1915 y se le hizo responsable de las enormes bajas de 1916. Para suavizar la transición, el gobierno resucitó el grado de mariscal, que estaba en desuso desde 1871, y convirtió a Joffre en el primer hombre de la Tercera República en ostentar el rango. Su lugar fue ocupado por Robert Nivelle, que prometió a los políticos franceses y británicos que podía repetir su fructífera fórmula de Verdún en todo el frente occidental. Las repercusiones de la sangría de Verdún fueron más allá de los dos ejércitos directamente implicados y tuvo también

un importante efecto sobre los Ejércitos británico, ruso, italiano, austrohúngaro y rumano. Verdún se convirtió en sinónimo de sacrificio, de muerte y de batallas que desafiaban las definiciones tradicionales de victoria y derrota. El recuerdo de la batalla de un veterano francés resume con precisión el estado de los Ejércitos francés y alemán a principios de 1917: «Esperábamos la llegada del momento fatal sumidos en una especie de estupor... en medio de un tumulto enloquecido. Todo el Ejército francés pasó por esta experiencia»114 En la mente de muchos, tanto en el bando alemán 113 Hume, op. cit-, pág. 316. 114 Citado en Miquel. op. at., pág. 292.

como en el francés, permaneció la incógnita de si aquel ejército podría sobrevivir a 1917. La guerra en la tercera dimensión Entre otras características destacables de Verdún, se cuenta la de haber señalado el nacimiento del concepto moderno de la guerra aérea. Al iniciarse la contienda, fueron varios los generales que manifestaron su desprecio

hacia la aviación, a la que consideraban poco más que un entretenimiento de las clases altas, impresión a la que habían contribuido las abundantes y lucrativas competiciones de velocidad y autonomía [tiempo de vuelo] de antes de la guerra. Sin embargo, cuando la caballería perdió su tradicional papel de reconocimiento en el campo de batalla, los aviones se convirtieron en el recambio lógico. La participación de los aviones en el descubrimiento del desvío hacia el sur de Kluck antes de la batalla del Marne, fortaleció los argumentos de sus partidarios de que los aviones podrían revelarse como un factor decisivo en la guerra. En los espacios abiertos del frente oriental no tardaron en erigirse en unos instrumentos trascendentales, y tanto Ludendorff como Joffre se contaron entre los más importantes conversos iniciales. La importancia de la aviación condujo a un incremento enorme del gasto que buscaba aumentar tanto la cantidad como la calidad de los aparatos. En 1914 los beligerantes apenas tenían más de 800 aviones entre todos. Sin embargo, a lo largo de la guerra se construyeron casi 150.000 aparatos. Los motores aumentaron su potencia y el fuselaje se hizo más largo y resistente. Para ocuparse de estos aviones, las grandes potencias adiestraron a miles de pilotos, mecánicos, observadores y demás personal de apoyo, y se produjo un aumento descomunal de la aviación en todos los países beligerantes. El Real Cuerpo de Aviación británico pasó de 2.000 personas en 1914 a 291.000 en 1918, momento en el cual se había convertido en la primera fuerza aérea independiente del mundo. Pero la aviación adquirió enseguida una complejidad que hizo necesaria la especialización en tres áreas: la observación, la persecución y el bombardeo. Los observadores no sólo localizaban e informaban de los movimientos del

enemigo, sino que también ayudaban a dirigir el fuego de la artillería; al desarrollarse los sistemas de comunicación con los artilleros, los pilotos pudieron ayudar a corregir las imprecisiones de tiro. En consecuencia, permitieron una utilización más sistemática del «fuego indirecto», un procedimiento en el que el artillero no ve en realidad sus objetivos. Al utilizar a los observadores aerotransportados como sus ojos, la artillería podía ocultarse y proteger, por ende, sus baterías del fuego enemigo. Al principio de la contienda, la misión de la aviación consistía en localizar a la artillería y en observar los movimientos del enemigo. En 1916 las tácticas modernas para los aviones de combate ya se habían perfeccionado, y en 1918 los aviadores habían previsto o practicado todos los papeles de las fuerzas aéreas modernas a excepción del repostaje en vuelo. (Cortesía de Andrew y Herbert William Rolfe) Pero semejante sistema dependía del dominio del aire. Los aviones de persecución (o cazas) tuvieron un desarrollo precoz, con la misión especializada de eliminar del cielo a los aviones de observación enemigos y de despejar el camino a los observadores propios. El invento del diseñador aeronáutico holandés Anthony Fokker de un mecanismo que evitaba el disparo de la ametralladora cuando la pala de la hélice estaba en la línea de mira, permitió a los alemanes sincronizar el motor del avión y el arma. Por primera vez, el piloto podía disparar «a través» de las palas de la hélice, lo que le permitía volar y mantener apuntado el cañón al mismo tiempo. Hasta que los aliados perfeccionaron un sistema parecido, el «azote de los Fokker» concedió a los alemanes una ventaja decisiva en el aire. Ya en 1915 los aviones habían adquirido la suficiente fortaleza como para permitir una tercera

misión: el bombardeo aéreo. En mayo aviones británicos dirigieron su ataque contra una fábrica alemana de gas venenoso, sobre la que lanzaron 87 bombas con resultados diversos. Hacia el final de la guerra, los bombardeos aéreos de objetivos tanto militares como civiles se habían convertido en algo habitual. Los bombarderos alemanes Gotha tenían el alcance (distancia de vuelo) para llegar a Londres y capacidad para transportar 450 kg de bombas. Las incursiones aéreas llevadas a cabo por los bombarderos y los dirigibles (zepelines) mataron a 1.400 civiles británicos. Aunque de aparición demasiado tardía para entrar en combate, el Handley Pager V/1500 británico tenía un alcance de 965 km y capacidad para transportar casi 3.375 kg de bombas. Si la guerra hubiera continuado durante 1919, los británicos habrían tenido 36 V/l 500 listos para entrar en combate y otros en camino. Verdún asistió a los primeros esfuerzos coordinados de conectar la eficacia de las fuerzas aéreas a la suerte de las tropas terrestres. Los aviones de reconocimiento alemanes, protegidos por los aviones de persecución, fotografiaron cada centímetro del saliente de Verdún antes de atacar. Una vez iniciada la batalla, los bombarderos alemanes complementaron a la artillería atacando puentes, zonas de concentración y baterías enemigas. Cabe reseñar que no atacaron nunca la Vie Sacrée, dado que Falkenhayn no quería destruir los medios que permitían a Francia continuar alimentando a los hombres dentro del matadero que él había diseñado. Los franceses respondieron a la amenaza aérea alemana creando escuadrones de cazas que actuaban en equipo, lo que les permitía concentrar la potencia de fuego para obligar a los aviones enemigos a alejarse del frente. Entre estos escuadrones había una unidad de voluntarios norteamericanos, la

escuadrilla Lafayette, cuya impresionante hoja de servicios en combate contribuyó a la fama de los estadounidenses que combatieron del lado francés.115 En marzo de 1916 Francia había ganado la guerra aérea sobre Verdún. La aparición del Nieuport II, un aparato ágil con una velocidad punta de casi 160 km/h, dio a los pilotos franceses una ventaja tecnológica hasta la aparición del Albatross III alemán a principios de 1917. Pese a los avances tecnológicos, la aviación siguió siendo un cuerpo apto sólo para los más audaces, puesto que la esperanza de vida de un piloto era aún más corta que la del encargado de una ametralladora. Solamente en accidentes de entrenamiento, Francia perdió a 2.000 pilotos. Aquellos que fueron capaces de dominar la nueva tecnología se convirtieron en héroes populares. Hombres como el francés Georges Guymener (54 derribos), los alemanes Oswald Boeicke (40 derribos) y el barón Von Richthofen (16 derribos) y el británico Albert Ball (44 derribos) innovaron, todos, el arte de la guerra aérea; los cuatro murieron en combate antes de finalizar la guerra. La potencia aérea se había convertido ya en 1917 en algo fundamental para el triunfo de cualquier operación. A principios de aquel año, Pétain le había dicho al nuevo ministro de la Guerra, Paul Painlevé: «La aviación ha adquirido una importancia trascendental; se ha convertido en uno de los factores indispensables del éxito... Se hace necesario dominar el aire».116 El general no tenía que convencer a Painlevé. Matemático y científico de gran talento, Painlevé ya era uno de los más grandes expertos en aviación del mundo, y en su condición de primer pasajero europeo de Wilbur Wright, había establecido un récord de autonomía de vuelo de una hora y diez minutos. Después de eso, pasó a

impartir el primer curso de ingeniería aeronáutica de Francia. Bajo su dirección, Francia se situó a la cabeza de la aviación militar, un componente que resultó fundamental para el triunfo final aliado. 115 Véase Paul Ferguson y Michael Neiberg, «America's Expatriate Aviators», Military History Quarterly, vol. 14, N° 4, verano de 2002, págs. 58-63. 116 Pétain, citado en John Morrow, The Great War in the Air, Washington, DC, Smithsonian Press, 1993, pág. 199. Capítulo 7 Una guerra contra la civilización Las ofensivas de Chantilly y el Somme Iban cantando, alegres, una melodía del music-hall, mientras se dirigían hacia el resplandor de todos aquellos proyectiles allá en la lontananza, en donde habitaba la muerte. Los observé pasar... a todos aquellos chicarrones de un regimiento del norte de Inglaterra, y algo de su espíritu pareció desprenderse de la oscura masa de sus cuerpos en movimiento y estremecer el aire. Se acercaban a aquellos lugares sin titubear, sin mirar atrás y cantando. Qué hombres tan buenos y maravillosos. PHILIP GIBBS, The Historie First of july117 Al igual que Falkenhayn, Joffre y los demás generales aliados reflexionaron sobre el significado de los acontecimientos de

1915. Joffre llegó a la conclusión de que el éxito de Alemania se había debido en buena parte a dos factores. Primero, que Alemania le había sacado partido a las líneas interiores, lo que implicaba que podían mover las fuerzas entre los frentes por medio de la excelente red ferroviaria de que disponían de una manera a todas luces vedada a los aliados. De esta forma, los alemanes habían podido concentrar las fuerzas para ofensivas como la de Gorlice-Tarnów. Segundo, que los Imperios centrales no se habían enfrentado nunca a una campaña conjunta de todos los ejércitos aliados al mismo tiempo; se habían dado el lujo de enfrentarse a un solo enemigo cada vez. La reunión de Chantilly Joffre no podía hacer mucho para cambiar la geografía de Europa, aunque sí para intentar coordinar las ofensivas aliadas. En consecuencia, en diciembre de 1915 su cuartel general de Chantilly acogió una reunión de alto nivel a la que asistieron los máximos responsables de los ejércitos y gobiernos de Gran Bretaña, Rusia, Italia y Serbia. Joffre propuso que a mediados del verano de 1916 los aliados estuvieran preparados para dirigir unas ofensivas simultáneas contra múltiples frentes, lo que impediría la capacidad alemana de trasladar fuerzas y ejercería presión sobre los Imperios centrales desde todos los frentes. Según él, al llegar el verano se darían tres condiciones que no sólo harían posible tal estrategia, sino que también garantizarían el éxito. Primero, los Nuevos Ejércitos británicos estarían por fin listos para un combate a gran escala; segundo, la industria francesa habría entregado ya suficientes piezas de artillería pesada, las cuales él consideraba vitales para el éxito; tercero, Rusia se habría recuperado lo suficiente de los desastres de 1915 para reanudar la ofensiva. En un segundo plano, el abandono de campañas secundarias como la de Gallípoli y Salónica podría

proporcionar más hombres para las ofensivas previstas por Joffre. En teoría, Chantilly representó un paso fundamental para que los aliados afrontaran la guerra como una sola entidad; sin embargo, se quedó corta en lo tocante a crear una estructura de mando unificado o incluso un mecanismo permanente de discusión estratégica. Al igual que todos los intentos aliados, el acuerdo de Chantilly supuso una serie de compromisos. Rusia aceptaba llevar a cabo una ofensiva conjunta en 1916 con todos sus aliados, sólo si Joffre se avenía a mantener abierto el frente de Salónica. Este aceptó a regañadientes, lo que suponía que las fuerzas establecidas en Grecia permanecerían allí en lugar de trasladarse a los escenarios previstos por Joffre como zonas de combate prioritarias para 1916. Los británicos también lo obligaron a aceptar que algunas de las tropas evacuadas de Gallípoli fueran enviadas a Egipto y no a Francia. Joffre y los generales presentes en Chantilly confiaban en poder esperar hasta mitad del verano para lanzar sus grandes ofensivas, lo que implicaba que los alemanes tendrían que obligarlos a permanecer a la defensiva. Como hemos visto, no lo 117 El epígrafe está extraído de Philip Gibbs, The Rattles of the Somme, Nueva York, George H. Doran, 1917, pág. 26.

hicieron, y Verdún puso en entredicho todas las conclusiones alcanzadas en Chantilly. El Ejército francés, a la sazón en una posición desesperada, no estaba para encabezar las ofensivas del verano. A partir de entonces, las ofensivas de Chantilly tenían que alejar los recursos alemanes de Verdún, dando así a los franceses la oportunidad de sobrevivir. Falkenhayn había contado con que los británicos lanzaran una ofensiva para ayudar a los franceses en Verdún, y confió en que atacando Verdún a principios de 1916 forzaría a los primeros a atacar de manera prematura, antes de que sus Nuevos Ejércitos y el apoyo artillero estuvieran a punto. Entonces, sus fuerzas podrían destruir a los inexpertos británicos mientras avanzaban. Los alemanes tendrían la ventaja del terreno elevado y de las posiciones defensivas bien preparadas en cualquier frente donde atacaran los británicos. Haig no mordió el anzuelo e insistió ante un Joffre cada vez más fogoso que él tenía que esperar hasta mitad del verano para lanzar su ofensiva. Cuando finalmente lo hizo el 1 de julio, durante los

primeros días la predicción de Falkenhayn se cumplió en términos generales. La primera ofensiva de Chantilly llegó en marzo de 1916 y provino de Luigi Cadorna y los italianos. A fin de ayudar a su aliado francés, Cadorna inició la quinta batalla del Isonzo con varias semanas de antelación sobre lo previsto, antes de que el deshielo primaveral hubiera derretido las nieves alpinas. A Cadorna le preocupaba bastante menos la suerte de los franceses que la que correrían los italianos si los alemanes alcanzaban la victoria en el frente occidental y podían, por consiguiente, concentrar fuerzas adicionales contra Italia. A pesar de las terribles condiciones climatológicas y de la decreciente moral de su ejército, Cadorna se sintió insólitamente confiado. Conservaba una ventaja de 250 batallones de infantería, ventaja que en piezas de artillería era de 933 unidades.118 Por lo tanto, no le preocupó ni la altura de la nieve ni las complicaciones implícitas en el adelantamiento de una ofensiva unas cuantas semanas. Cadorna siguió mostrando también una alegre despreocupación acerca de la solidez de las posiciones austrohúngaras en todo el terreno elevado. Desde esas posiciones, Boroevic y su Estado Mayor habían podido controlar la concentración de hombres y material para la ofensiva de los italianos, así que, cuando éstos empezaron el bombardeo preparatorio, los austrohúngaros alejaron a sus hombres de las posiciones del frente. Los proyectiles italianos cayeron durante cuarenta y ocho horas sobre la primera línea, dañando las trincheras y las posiciones; la mayoría de los soldados, sin embargo, se habían alejado de allí. Envuelto por la niebla y la nieve, y sin unos objetivos reales más allá de dirigirse a la ciudad de Gorizia, el Ejército italiano avanzó con lentitud e incertidumbre. Al cabo de cinco días, Cadorna decidió que ya había hecho suficiente para cumplir con el espíritu del acuerdo de Chantilly y suspendió el combate. La

batalla le costó a cada bando miles de bajas sin sentido y no tuvo ninguna repercusión sobre la lucha en Verdún. Unos soldados heridos del frente del Lsonzo esperan a que se les traslade a un hospital de campaña. Millares de soldados de todos los ejércitos murieron sin necesidad por heridas de escasa consideración a causa de la ausencia de condiciones higiénicas y de la atención sanitaria adecuadas. (United States Air Force Academy McDermott Library. Colecciones especiales) 118 John Schintller, Isonzo: The Vorgotten Sacrífice oftbe (Great War, Westport, Connecticut, Praeger, 2001, pág. 139. El 19 de marzo Boroevic contraatacó y recuperó parte del terreno elevado ganado por los italianos. Los austrohúngaros tuvieron buen cuidado de limitar sus objetivos y los recursos que asignaban, y la operación fue un éxito completo. Con sólo 259 bajas, los austrohúngaros hicieron prisioneros a 600 italianos e infligieron un número igual de muertos y heridos. Los últimos fracasos del Isonzo disminuyeron el prestigio de Cadorna a ojos de los políticos italianos, aunque el general siguió insistiendo en que él respondía exclusivamente ante el comandante en jefe nominal de los italianos, el rey Víctor Manuel III. El rey era un hombre triste, aunque de personalidad valerosa, que visitaba el frente a menudo y, en ocasiones, bajo el fuego enemigo. Aunque se dio cuenta de los problemas existentes en el cuartel general de Cadorna, mantuvo una fe injustificada en que el general aprendería de sus errores y solucionaría los problemas. Contrariamente a lo que pudiera esperarse, Conrad y el Estado Mayor austríaco habían llegado a sentirse tan

decepcionados por el estancamiento del Isonzo como el propio Cadorna. Presionado para que demostrara a los alemanes su valía como aliado, Conrad llevaba preparando su propia ofensiva desde hacía tiempo. Su planteamiento confiaba en aprovecharse de la concentración italiana en el valle del Isonzo para atacar la llanura de Asiago desde el Tirol meridional. De tener éxito, el Ejército austrohúngaro podría amenazar Verona, Padua y Vicenza y, tal vez, incluso dividir la Italia septentrional en dos zonas indefendibles. Conrad argumentaba que, creándoles un segundo frente a los italianos, podría reducir al mínimo la presión desde el Isonzo y hacerle estirar tanto sus líneas a Italia, que se haría factible conseguir una penetración decisiva en uno de los frentes. Falkenhayn mostró su desacuerdo con el plan, pero permitió que Conrad siguiera adelante mientras utilizara sólo a soldados austrohúngaros; los alemanes, ocupados con Verdún, no participarían. La gran ofensiva austríaca contra la llanura de Asiago empezó el 15 de mayo de 1916 y pilló a Cadorna completamente desprevenido. Dos ejércitos austrohúngaros arrollaron al I Ejército italiano, haciendo miles de prisioneros y tomando importantes zonas de terreno elevado. En un principio, Cadorna pensó que la ofensiva era un cebo. Una ventisca de primavera a final de mes hizo que la ofensiva se estancara y dio un respiro al Estado Mayor general italiano, dando tiempo a Cadorna para darse cuenta de la gravedad de la situación y reforzar el sector con ocho divisiones, constituidas en un nuevo V Ejército. Los italianos habían sufrido 148.000 bajas y perdido varias posiciones estratégicas clave, aunque habían conservado sus posiciones secundarias y habían causado 100.000 bajas a los austríacos, que estaban al límite de sus reservas humanas. Por suerte para Italia, la situación estratégica volvió a cambiar a principios de junio, cuando los rusos

lanzaron su ofensiva de Chantilly bajo el mando de su general más imponente, Alexei Brusilov.

Las ofensivas de Brusilov La atención de los austrohúngaros en la ofensiva de Asiago los llevó a malinterpretar diversos indicios de importancia que avisaban de un inminente ataque desde el frente sudoccidental de los rusos, comandados desde marzo de 1916 por Alexei Brusilov. Aristócrata y oficial de caballería de familia de militares, Brusilov poseyó el raro don de comprender que las tácticas del siglo XIX eran inadecuadas para el siglo XX. Al igual que Ferdinand Foch, Brusilov se dispuso enseguida a olvidar todo en lo que había creído una vez. Antes de que la mayoría de los rusos hicieran la transición, Brusilov ya había decidido que las ametralladoras, la artillería y un cuidadoso trabajo de Estado Mayor habían sustituido al heroísmo individual, al caballo y a la bayoneta. Como jefe del VIII Ejército había disfrutado de algún éxito moderado y tenía fama de ser el jefe militar más brillante del Ejército ruso. A partir de los informes de inteligencia, que incluían los del reconocimiento aéreo, Brusilov se hizo una imagen razonablemente precisa de las intenciones de los austríacos. Y así, adivinó de manera acertada que Italia se había convertido en una obsesión para Conrad y su Estado Mayor, una idea que se vio reforzada por la ofensiva de Asiago. Se habían trasladado seis divisiones de infantería austrohúngaras hasta el frente de Asiago, dejando el de Galitzia con unas fuerzas insuficientes. Brusilov sabía también que en su frente sudoccidental las fuerzas austríacas se componían de una sólida y rígida línea de vanguardia, con apenas elasticidad defensiva en la retaguardia. Si era capaz de romper el frente, tal vez pudiera infligir una derrota a los austríacos, parecida a la que los alemanes habían inferido a los rusos en

Gorlice-Tarnów. Brusilov poseía también el raro don entre los militares rusos de la sutileza. No tenía ninguna intención de librar la batalla subsiguiente avanzando a base de grandes cargas de artillería y de hombres; de todas las maneras, la escasez de municiones de los rusos impedía semejante planteamiento. En su lugar, Brusilov adiestró con esmero a sus hombres para que se infiltraran en las líneas enemigas y rodearan a los defensores austríacos, a los que capturarían vivos, con la esperanza, además, de reducir las propias bajas. Hizo construir centros de instrucción cuidadosamente proyectados detrás de las líneas y, lo que era más importante, ocultó los elementos claves de su plan a los parásitos de la corte del zar, entre los que, sospechaba Brusilov, se contaban muchos simpatizantes de los alemanes. En un principio, Mijail Alekseev y el zar se opusieron al plan de Brusilov, argumentando que Rusia carecía de la fuerza para llevar a cabo una gran ofensiva además de los señuelos a gran escala que tenía planeados Brusilov. Ambos eran partidarios de concentrar al máximo todos los esfuerzos rusos en un área pequeña. Brusilov insistió, llegando incluso a amenazar con la dimisión si Alekseev introducía alguna modificación de importancia en su plan. La amenaza que suponía para Italia la ofensiva de Asiago, y para los franceses, la de Verdún, obligaba a tomar una decisión: el zar, finalmente, aprobó la ofensiva de Brusilov. Los rusos creían que no tenían tiempo que perder y, por consiguiente, la ofensiva fue programada para el 4 de junio. Brusilov planeó que el principal ataque se llevara a cabo cerca de las ciudades de Lutsk y Kowel; el control de esta última cortaría la línea ferroviaria que discurría de norte a sur y que abastecía Lemberg. En caso de tener éxito, la ofensiva

tal vez permitiera incluso un renovado ataque contra Cracovia y Varsovia. La antigua unidad de Brusilov, el VIII Ejército, encabezaría el ataque bajo el mando de un protegido suyo, Alexei Kaledin. Enfrente de éste se situaba el IV Ejército austrohúngaro, al mando del archiduque José Fernando, ahijado del kaiser Guillermo. Al igual que muchos aristócratas, éste debía el puesto exclusivamente a su condición de noble, pero, al contrario que muchos aristócratas, se negó a compensar su ignorancia escuchando los consejos de los profesionales que lo rodeaban. Su inclinación por la caza y la presencia femenina en el cuartel general, antes que por las operaciones diarias de su ejército, dejaba incluso a sus hombres sin un jefe nominal. El absoluto desprecio del archiduque por los rusos hizo que los juzgara incapaces de romper sus defensas. El archiduque recibió un cruel regalo el 4 de junio, el día que cumplía 44 años. Los artilleros rusos hicieron de su necesidad de munición virtud, mediante un intenso, preciso y breve bombardeo «huracanado». El fuego de las piezas pesadas se dirigió contra las baterías artilleras austrohúngaras, que los aviones rusos habían localizado y señalado, mientras que los cañones más ligeros atacaron las alambradas enemigas. Como Brusilov había predicho, los soldados austrohúngaros de la línea del frente buscaron protección contra el fuego artillero en sus profundos refugios subterráneos, lo que les incapacitó para hacer frente al avance de los rusos; cuando éstos rebasaron sus posiciones y los rodearon, fueron hechos prisioneros a miles. Checos, rutenios y serbios, descontentos con la guerra y hartos del mando austrohúngaro, fueron los primeros en rendirse, aunque todos los grupos étnicos padecieron por igual el peso de la apisonadora rusa.

Al terminar el día, Brusilov había conseguido la penetración con la que la mayor parte de los mandos de la Primera Guerra Mundial sólo habían soñado; la brecha abierta en las líneas austríacas tenía una anchura de 32 km y una profundidad de 8 km. Conrad se negó a creer los informes que llegaban a su cuartel general, porque no creía capaces de semejante éxito a los rusos. Aunque se hubieran producido pérdidas, afirmó, los contraataques no tardarían en recuperar lo perdido. «A lo sumo —le dijo a un oficial del Estado Mayor—, perderemos unos cuantos cientos de metros de tierra.» Ni él ni José Fernando consideraron que la crisis fuera tan grave como para justificar que abandonaran la comida de cumpleaños organizada en honor del archiduque.119 A los pocos días, sin embargo, Conrad se dio cuenta de su error. Sin ninguna defensa sólida detrás de la primera línea de trincheras, los hombres de Brusilov avanzaron con rapidez y, en sólo tres días, habían hecho prisioneros a más de 200.000 desmoralizados austríacos. El IV Ejército austríaco casi había dejado de existir en la práctica, después de que sus 110.000 hombres hubieran quedado reducidos a sólo 18.000 combatientes. El 8 de junio Conrad viajó a Berlín en busca de ayuda. No sin torpeza, pidió a Falkenhayn que trasladara algunas fuerzas alemanas a Asiago y las pusiera bajo mando austríaco, porque, argumentó, la ofensiva de Asiago estaba teniendo éxito, mientras que la de Verdún, no. Falkenhayn le amonestó con tanta dureza por su incompetencia para prevenir el ataque ruso, que, más tarde, Conrad le dijo a su Estado Mayor que preferiría que le dieran «diez bofetadas en pleno rostro», antes que volver a pedirle ayuda a los alemanes.120 A pesar de su enfado con Conrad, Falkenhayn se dio cuenta de la realidad de la situación en los Cárpatos y,

consiguientemente, trasladó cuatro divisiones de infantería desde Francia y cinco más de la reserva general. Pero también le dijo a Conrad que desistiera de su ofensiva en Asiago y trasladara cuatro divisiones desde aquel sector a los Cárpatos. Las nuevas fuerzas alemanas y austríacas fueron puestas al mando del general alemán Hans von Seeckt, enviado por Falkenhayn para asumir el control de todas las fuerzas de los Imperios centrales en el este. Conrad se sintió profundamente humillado por la reprimenda de Falkenhayn, aunque los refuerzos alemanes impidieron a Brusilov cruzar los Cárpatos y, casi con toda seguridad, salvaron al Imperio austrohúngaro del desmoronamiento total. La primera fase de la ofensiva de Brusilov había producido unos resultados espectaculares, aun cuando fueran a costa de unos desmoralizados austríacos sin ninguna preparación. La segunda fase dependía de las acciones del comandante del frente del Ejército occidental ruso, Alexei Evert. El avance de Brusilov había sido tan espectacular, que sus fuerzas habían sobrepasado a sus líneas de abastecimiento y originado un saliente sin protección. Pese a haber infligido un elevado número de bajas, también las habían sufrido y estaban cansados, así que Brusilov ordenó a su ejército que se detuviera y descansara hasta el 9 de junio. Evert iba a entretener a las fuerzas austríacas y a cubrir el flanco septentrional de Brusilov avanzando con tropas de refresco y suministros. El también estaba bien aprovisionado para el ataque, ya que poseía las dos 119 Conrad, citado en Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungary, 19141918, Londres, Edward Arnold, 1997, pág. 209. 120 Conrad, citado en Ibid., pág. 211. terceras partes de las piezas de artillería del Ejército ruso y más de un millón de hombres.

Lo previsto era que Evert tenía que iniciar su ataque el mismo día que Brusilov se detuvo. En algunas variantes del plan de Brusilov, el Estado Mayor ruso había previsto que el ataque de Evert fuera el principal, y el de Brusilov, una maniobra de diversión previa; aquél tenía que atacar en el supuesto de que la ofensiva tuviera que contener su ímpetu. Pero Evert aseguró que sus fuerzas no estaban preparadas, quejándose de que su ejército no estaba bien abastecido de proyectiles, algo que no era cierto. La natural cautela de Evert había aumentado después de la derrota sufrida por sus soldados en Gorlice-Tarnów, donde, separados de los demás ejércitos rusos, habían tenido que combatir en una acción de retirada durante casi 500 km. Evert no deseaba participar en otra ofensiva en 1916 y siguió inventando excusas para su inactividad. Brusilov se quejó airadamente de él, y le dijo a Alkeseev que, si Evert no seguía el plan, «convertiría en derrota lo que había sido una victoria». Los hombres de Brusilov empezaron a referirse a Evert como traidor, recalcando con desprecio las resonancias germánicas de su apellido.121 Sin un ataque de apoyo en el norte y escaso de suministros y refuerzos como estaba, Brusilov no podía avanzar, y su unidad más septentrional, el VIII Ejército, no podía reanudar la ofensiva ante el riesgo de exponer un flanco. En consecuencia, Kaledin ordenó que se detuviera y empezara a prepararse para un contraataque enemigo. A Brusilov le enfureció la decisión, pero tuvo que consentirla.122 El 20 de junio los alemanes habían culminado una impresionante proeza logística al aumentar en diez divisiones de infantería las fuerzas que se enfrentaban a Brusilov. Bajo supervisión alemana, los austríacos habían levantado unas líneas defensivas sólidas, además de restablecer la disciplina y prepararse para el siguiente movimiento de los rusos. Alekseev

ordenó imprudentemente a Brusilov que reanudara la ofensiva contra esas nuevas fuerzas el 28 de julio. Las nuevas divisiones de los Imperios centrales, a menudo al mando de los alemanes hasta el nivel de compañía, repelieron el ataque y causaron bajas notables a los rusos. Brusilov lo volvió a intentar en una sangrienta ofensiva que se prolongó del 7 de agosto al 20 de septiembre. Las fuerzas rusas se acercaron a los Cárpatos, pero estaban agotadas. La ofensiva decayó en octubre, cuando al grupo de ejércitos de Brusilov se le acabaron los suministros y los refuerzos. El grupo de ejércitos occidentales de Evert no atacaron nunca con el ímpetu suficiente para alejar a las fuerzas alemanas y austríacas. La ofensiva de Brusilov asestó un golpe tremendo a un Estado Mayor general austrohúngaro incompetente que comandaba a un ejército desmoralizado. Sin embargo, no había conseguido su objetivo principal, la eliminación de la guerra del Imperio austrohúngaro. Los traslados de tropas alemanas ocasionaron que Rusia no pudiera confiar en tener una superioridad numérica suficiente en el frente oriental para reanudar la ofensiva en un futuro próximo. Incluso Brusilov comprendió que «avanzar unos pocos kilómetros más o menos no tendría una importancia especial para la causa común».123 Alekseev y el zar consideraron que la ofensiva de Brusilov había sido un fracaso, aunque si hubieran responsabilizado a Evert, tal vez habrían estado más acertados. Austria-Hungría siguió en la guerra, pero la ofensiva la había destruido como instrumento con capacidad de ataque. Los cálculos aproximados varían, pero es posible que en el transcurso de la campaña murieran, resultaran heridos o fueran hechos prisioneros un millón y medio de los dos millones doscientos mil hombres que componían el Ejército

austrohúngaro. Rusia sufrió también enormes pérdidas, que ascendieron a casi un millón de hombres. Y estas bajas tan abrumadoras provocaron un importante incremento en los niveles de deserción e indisciplina en ambos bandos. Brusilov, al igual que tantos otros, culpó al atraso irremediable del régimen zarista de la incapacidad para explotar las ganancias iniciales de la campaña, y empezó a creer que sólo una revolución podría deponer al zar y darle a Rusia una oportunidad para modernizar su campaña militar antes de que fuera demasiado tarde. El desastre de 1916 significó también el fin del mando para Conrad. El emperador Francisco José seguía profesándole un gran aprecio, pero éste murió en diciembre de 1916, a los 86 años de edad; y cuando su sucesor, el emperador Carlos, ocupó el trono, uno de sus primeros actos militares fue destituir a Conrad, al que envió a comandar los debilitados ejércitos del Tirol meridional, donde desempeñó un papel menor en los últimos años de la guerra. En cuanto a los alemanes, la ofensiva de Brusilov los había obligado a asumir aún más responsabilidad en el frente oriental, aunque tal hecho no tuvo una gran repercusión en su campaña en Verdún. El esfuerzo al que Alemania se estaba viendo sometida era cada vez mayor. El bloqueo seguía menguando tanto la salud económica del Estado como —y esto era lo más importante— el suministro de alimentos del pueblo alemán. Un estudio terminado en 1928 calculó que el valor calórico de la ración diaria de los alemanes había caído de las 3.000 calorías en la primavera de 1915 a sólo 800 calorías en febrero de 1917. El hambre y las privaciones «se convirtieron en el factor insoportable de la vida en el frente interior», tanto en Alemania como en Austria-Hungría.124 El terrible invierno de 121 Brusilov, citado en Norman Stone, The Eastern Front, 1914-1917, Londres, Penguin, 1975, pág.

257. 122 Alexei Brusilov, A Soldier's Notebook, 1914-1918(1930), Westport, Connecticut, Greenwood Press, 1971, pág. 243. 123 Ibid., pág. 257. 124 Roger Chickering, Imperial Germany and the Great War, 1914-1918, Cambridge, Cambridge University Press, 1998, págs. 142-143.

1916-1917 fue tan frío y difícil, que lo acabaron apodando el «invierno de los nabos», por ser esta hortaliza la única fuente alimenticia entre los suministros disponibles. El kaiser y su familia se fueron desconectando cada vez más, lo que explicaría el comportamiento juerguista del príncipe heredero en Verdún. El mismo kaiser apenas comprendía la nueva manera de hacer la

guerra, y en una visita al frente oriental en 1916, se pasó buena parte del tiempo sermoneando sobre un irritante proyecto para suministrar armas al Japón, si este país declaraba la guerra a Estados Unidos.125 Sus declaraciones nada realistas sobre la guerra fueron avergonzando de manera progresiva a aquellos que más preparados estaban de su entorno. El sistema alemán se estaba deshaciendo. Dos años de preparación, diez minutos para su destrucción: los Nuevos Ejércitos en el Somme Al mismo tiempo que contenían las ofensivas de Brusilov, los alemanes tuvieron que enfrentarse a una nueva crisis. El 1 de julio los británicos iniciaron, junto con los franceses, su mayor campaña bélica hasta el momento desde ambas orillas del río Somme, al sur, hasta el río Ancre, al norte. En un principio, Joffre había concebido el ataque contra el Somme como el más importante del frente occidental desde la conferencia de Chantilly. Dado que el río representaba el punto de encuentro aproximado del Ejército francés y del británico, participarían las dos fuerzas. Desde su primera concepción, los generales aliados diseñaron la del Somme como la «batalla de la coalición par excellence».126 En un principio, Joffre había previsto utilizar 40 divisiones de veteranos franceses para asumir el peso principal del ataque, mientras que los inexpertos Nuevos Ejércitos avanzarían hacia el norte. El frente occidental, 1916-1917. La gravedad de la situación en Verdún cambió las previsiones de manera espectacular. Joffre encaró el desafío de Verdún trasladando a un número creciente de unidades francesas al sector y, aunque seguía deseando que Francia desempeñara un papel en el Somme, Verdún obligó a que la parte de la ofensiva que recaía sobre los

franceses disminuyera de 40 a 16 divisiones. En consecuencia, la parte de frente que quedaba establecida en el sector francés se redujo también de casi 34 km a sólo unos 13 km. Por lo tanto, los entusiastas pero inéditos Nuevos Ejércitos británicos se adueñaron progresivamente de la campaña. Sir Douglas Haig asumió el nuevo papel al comprender a la perfección que Gran Bretaña tenía que aliviar parte de la presión que suponía Verdún, si se quería que el Ejército francés siguiera siendo una fuerza de 125 Herwig, op. cit., pág. 215. 126 William Philputt, «Why the British Were Really on the Somme: A Reply to Elizaberh Greenhalgh», War in History, 2002, pág. 446-471, cita en pág. 447.

combate viable. El comandante del II Ejército alemán, Fritz von Below, esperaba que se produjera un ataque en su

sector y, como la mayoría de los generales alemanes, suponía que británicos y franceses intentarían llevar a cabo una operación en algún lugar del frente occidental para aliviar a Verdún. Su instinto le decía que los británicos tenían a su sector en mente, y el reconocimiento aéreo no tardó en confirmar sus sospechas. Falkenhayn, sin embargo, pensaba en una operación cerca de Arras o, más probablemente, en Alsacia. En consecuencia, no envió al II Ejército los refuerzos ni suministros solicitados por Below, y complicó aún más la posición de este último al decirle que el II Ejército debía conservar su terreno en caso de ser atacado y que cualquier territorio perdido tendría que reconquistarse a la mayor rapidez posible. El terreno del Somme no invitaba a un ataque fácil por parte de los aliados. Los alemanes ocupaban el terreno elevado desde el Ancre al Somme desde 1914. Habían convertido los pueblos y granjas de la región en sólidos reductos, y colocado numerosas ametralladoras en la mayor parte de las espesas zonas boscosas. El suelo calcáreo de la región permitía la construcción de refugios subterráneos profundos y el emplazamiento bajo tierra de potentes nidos de ametralladoras. Algunos de aquellos refugios estaban excavados a más de 9 m de profundidad y solían estar reforzados con sólidas vigas de maderas y hormigón. Un periodista británico que presenció la campaña vio refugios alemanes con los muros revestidos de madera, electricidad, bodegas, muebles y, en un caso, hasta un piano.127 Los alemanes habían ocupado esas posiciones durante dos años y se consideraban sus dueños. No tenían intención de rendirlas sin luchar. Below reforzó su posición creando hasta siete líneas defensivas superpuestas. Los refugios subterráneos y los reductos independientes se comunicaban entre sí por corredores subterráneos, y algunos estaban conectados al cuartel general por

líneas telefónicas enterradas. Nuevos rollos de alambre de espino, en algunos lugares de casi un metro de grosor, protegían muchos puntos fortificados. Las defensas se extendían desde el frente unos 8 km hacia la retaguardia. Below situó seis divisiones de infantería en las defensas de vanguardia para evitar una penetración de los aliados y mantuvo cinco más en reserva, las cuales podían o bien tapar brechas en el frente, o bien contraatacar, en el caso de que los aliados tomaran algunas posiciones. Durante la guerra, los ejércitos beligerantes consumían los de artillería a una velocidad asombrosa. En esta fábrica de munición se almacenan los destinados a satisfacer el apetito insaciable de las piezas de artillería británicas. (National Archives) Los británicos y los franceses se dieron perfecta cuenta de la solidez de la posición alemana. Más tarde, Winston Churchill diría de la región del Somme que era «sin duda, la posición más sólida y mejor defendida del mundo».128 Haig tendría que atacar aquellas formidables posiciones con unos soldados bisoños, sin ninguna experiencia en la guerra 127 Philip Gibbs, The Battles of the Somme, Nueva York, George H. Doran, 1917, pág. 43. 128 Winston Churchill, The World Crisis, vol. I, Nueva York, Scribner's, 1931, pág. 171. moderna y sin mandos suficientes. Sólo quedaban 150 oficiales de la antigua BEF, que en julio de 1916 no era más que un «recuerdo heroico».129 También los franceses comprendieron el reto que tenían delante. Ferdinand Foch, jefe absoluto de las fuerzas de la batalla, calificó su tarea de «imposible»; pero, al considerar la crisis de Verdún, creyó que sus hombres debían intentar lo imposible al precio que fuera. «Hemos hecho todo para conseguir evitar el desastre [en Verdún] —-dijo

en mayo—, pero no hemos hecho nada para conseguir la victoria.»130 La solución, creía Haig, radicaba en la utilización de las enormes baterías de artillería que los franceses y británicos habían estado construyendo y montando desde hacía más de un año. Al parecer, había reservas ilimitadas de munición artillera amontonadas por doquier; la crisis de los proyectiles parecía haber tocado a su fin. En ese momento, el fuego de la artillería podría preparar el terreno de manera adecuada para la infantería. Los británicos planeaban despejar el camino de la suya aniquilando las posiciones alemanas con siete días de fuego artillero. Entonces, los inexpertos hombres de los Nuevos Ejércitos deberían ser capaces de atravesar prácticamente paseando la tierra de nadie y ocupar las posiciones alemanas. A partir de ahí, los soldados mantendrían las posiciones alemanas que quedaran en pie o cavarían unas nuevas y repelerían los inevitables contraataques del enemigo. Para hacerlo, iban pertrechados con un pesado equipo de suministros, que incluía abundante munición, comida, herramientas para el atrincheramiento, alambre de espino y granadas. El pesado equipo, que superaba con creces los 27 kg de peso, ralentizaría la marcha de los soldados en el momento del asalto, pero los generales británicos creyeron que enviar al frente a sus inexpertos hombres sin los suministros adecuados los haría vulnerables a los ataques subsiguientes de los alemanes. El bombardeo de la artillería, que empezó el 24 de junio, impresionó (o aterrorizó) a los que lo presenciaron. Más de 1.500 cañones pesados efectuaron 1.627.824 disparos sobre un frente de apenas 16 km de longitud. En la mañana del 1 de julio, la descarga aumentó de intensidad, lo que llevó a un testigo presencial a comentar: «Se estaba haciendo volar por los

aires al enemigo con un huracán de fuego. En lo más hondo de mi corazón sentía compasión por los pobres diablos que estaban allí, pese a lo cual me embargó una extraña y espantosa euforia porque aquello era obra de nuestros cañones y porque era el día de Inglaterra».131 Las fuerzas británicas atacaron a los alemanes también desde abajo, al detonar siete minas que habían colocado bajo las posiciones enemigas a través de unos túneles excavados en el suelo calcáreo del Somme. Las dos más grandes contenían 24 toneladas de explosivos cada una y, al explotar, provocaron sendos cráteres de casi 100 m de ancho. Después de la detonación de las minas, los cañones británicos cambiaron a objetivos de la segunda línea alemana, y la infantería inició su avance. Muchos soldados británicos dedujeron con bastante lógica que nada podía haber sobrevivido a una semana de bombardeo artillero de aquella magnitud. Setenta mil soldados saltaron fuera de sus trincheras e iniciaron un lento avance hacia las líneas alemanas presumiblemente vacías. En un punto del frente, el capitán Wilfred Nevill dio a cada una de sus cuatro secciones sendos balones de fútbol, en los que había escrito las siguientes palabras: «Gran copa de Europa. Final. Los de Surrey Oriental contra los bávaros. El partido empieza a cero». Y ofreció un premio en metálico para la sección que llevara su balón más lejos.132 Nevill y sus hombres no imaginaron jamás el horror que les aguardaba. Lo que no sabía la infantería es que una cuarta parte de los proyectiles aliados eran defectuosos y no habían estallado, y que dos tercios de los mismos todavía contenían metralla.133 Si los alemanes hubieran estado en las trincheras, la metralla podría haber sido más efectiva; sin embargo, sus profundos refugios y reductos sólo podían ser destruidos por un impacto directo de los proyectiles

detonantes, de los que los británicos seguían estando mal abastecidos. La atención de los aliados en los cañones pesados también condujo a una producción insuficiente de proyectiles de gas, que, de haber estado disponibles en el Somme, podrían haber liberado gas venenoso en el interior de los refugios, y causado numerosas bajas.134 Haig agravó el problema al ordenar que el bombardeo tuviera una profundidad de unos 2,5 km, la extensión de la posición alemana que confiaba tomar el primer día. En consecuencia, y tal y como escribió Gary Sheffield, «el apoyo de la artillería resultó fatalmente poco profundo».135 Los proyectiles de metralla impidieron que los alemanes suministraran agua y comida a muchos de sus hombres, algunos de los cuales se vieron privados de ambos durante una semana. Un buen número de éstos, algunos aturdidos por el ruido y medio enloquecidos por vivir durante una semana bajo tierra, se rindieron a los primeros soldados británicos que los encontraron. 129 Gibbs, op. cit., pág. XI. 130 Foch, citado en Jean Autin, Foch, París, Perrin, 1987, pág. 179. 131 Gibbs, op. cit., pág. 30. 132 Uno de los balones, no se sabe cómo, ha llegado hasta nuestros días y se puede ver en el National Army Museum, en los cuarteles de Chelsea, Londres. 133 Gary Sheffield, Forgotten Victory: The First World War; Myths and Realities, Londres, Headline, 2001, pág. 137. 134 Véase Albert Palazzo, Seekinq Victory on the Western Front: The British Army and Chemical Warfare in World War I, Lincoln, University of Nebraska Press, 2000, pág. 93. 135 Gary Sheffield, The Somme, Londres, Cassell, 2003, pág. 40.

Sin embargo, al bombardeo sobrevivieron suficientes alemanes como para convertir el avance británico en cualquier cosa menos en un paseo. Los supervivientes volvieron a apuntar sus ametralladoras y empezaron a disparar a las lentas hileras de soldados que tenían delante. En la mayor parte de los sitios, los sobrecargados soldados británicos tuvieron que avanzar sobre una tierra de nadie perforada por los proyectiles que, en muchos sectores, ascendía en pendiente durante 200 o 400 m. Las bajas británicas fueron espeluznantes. Philip Gibbs, que fue testigo de lo ocurrido, equipara de manera reiterada el efecto de las ametralladoras al de las guadañas. El intenso bombardeo británico demolió muchos de los pueblos y granjas fortificados, pero había dejado montones de escombros, los cuales fueron aprovechados por los alemanes para ocultar más ametralladoras. Algunas unidades británicas que consiguieron avanzar dejaron sus flancos desguarnecidos contra el fuego de enfilada, a derecha e izquierda, de los alemanes; otras fueron abatidas desde la retaguardia, después de haber sobrepasado reductos de los que salieron los alemanes escondidos. Pese a todo, el primer día se produjeron algunos éxitos, y así una división del Ulster tomó un importante reducto, mientras otros soldados se apoderaban de la llamada, con propiedad, Trinchera Crucifijo. Una vez allí, las tropas británicas lanzaron un cohete rojo para indicar que la trinchera estaba ya en manos británicas y que los artilleros debían hacer avanzar su fuego de apoyo. Por desgracia, una batería alemana vio también la señal e, intuyendo su significado, disparó sin piedad contra la posición. Como en tantos otros sitios aquel 1 de julio, los éxitos británicos se revelaron efímeros. Sólo en la primera hora, los británicos habían sufrido unas asombrosas 30.000 bajas; o lo que es lo mismo, 500

hombres muertos, heridos o hechos prisioneros por segundo. El comandante del IV Ejército, sir Henry Rawlinson, que había sido jefe de un cuerpo en Neuve Chapelle y Loos, no acababa de comprender lo que estaba sucediendo a todo lo ancho del amplio frente. Defensor como era de que se limitaran los objetivos, había mostrado desde el principio su desacuerdo con el plan de Haig para la ofensiva, pues no creía que las fuerzas británicas pudieran confiar en lograr la penetración que este último sí veía posible. En ese momento, en las primeras horas de la batalla, continuaba enviando hombres al frente, y la guadaña seguía con su mortífera labor. Los británicos tomaron algunas partes de la primera línea alemana, pero sus logros palidecieron a la luz del coste humano. El 1 de julio de 1916 sigue siendo el día más sangriento de la historia del Ejército británico. De los más de 100.000 hombres enviados a luchar ese día, 57.470 engrosaron la lista de bajas; de éstos, 19.240, entre ellos el capitán Nevill, resultaron muertos. El combate continuó durante los días siguientes, mientras los británicos iban tomando lenta conciencia de la magnitud de las pérdidas del primer día. Tras el contraataque alemán el 5 de julio, en el que sufrieron unas pérdidas enormes, sobrevino una pausa relativa que permitió que ambos bandos se volvieran a atrincherar y se reorganizaran. Mientras, hacia el sur, los ataques franceses tuvieron mejores resultados, lo que dejó a Joffre «con una sonrisa radiante».136 El Grupo de Ejércitos del Norte, al mando de Foch, formado con veteranos del frente occidental, combatió con unas tácticas diferentes a las de sus homólogos británicos. Desde Verdún, los franceses habían aprendido el valor de avanzar en grupos pequeños en lugar de en línea, hombro con hombro; también se beneficiaron de unas posiciones

alemanas más débiles y de un fuego artillero galo más poderoso, intenso y preciso. Los franceses alcanzaron todos sus objetivos el primer día, hicieron prisioneros a 4.000 alemanes y ni siquiera tuvieron que llamar a las reservas.137 Por desgracia, el ataque francés era sólo un movimiento secundario de la ofensiva mayor de los británicos en el norte. Tanto los británicos como los franceses emplearon todo el mes de julio para reforzar el sector del Somme. Ante las limitadas reservas de la infantería y las existencias cada vez más reducidas de munición artillera, Haig redujo la zona de ofensiva del Somme de 27 km a los 10 km más meridionales del frente; los 17 km más septentrionales pasaron a formar parte de la reserva, con una misión puramente defensiva. Esta interrupción en el ataque británico dio tiempo a los alemanes para reforzar y crear nuevas líneas de defensa; el 9 de julio las nuevas baterías artilleras ofrecían ya una resistencia mayor contra los ataques tanto de británicos como de franceses. El 10 de julio estos últimos llegaron a la conclusión de que el frente alemán era más sólido que al principio de la campaña. A fin de salir de aquel estancamiento, los británicos siguieron apelando al esfuerzo de todo el imperio. Las nacionalidades y regiones que lo integraban no tardaron en conocer aquellos lugares del campo de batalla del Somme donde sus hombres estaban combatiendo y muriendo. En la actualidad, muchas de esas zonas están ocupadas a perpetuidad por esas nacionalidades; allí han erigido monumentos, y han construido cementerios prácticamente en cada rincón de esa parte de Francia. Así, Delville Wood quedará unida para siempre a Sudáfrica; Thiépval, al Ulster; Beaumont Hamel, a Terranova y Escocia, y Poziéres, a Australia. Aunque se suele asociar a las fuerzas australianas con Gallípoli, éstas

perdieron en el Somme más hombres en seis semanas, que en ocho meses en los Dardanelos.138 136 Ibid pág. 65. 137 Ministre de la Guerre, Les Années Francaises dans la Grande Guerre, serie 4, vol. 2, París, Imprimerie Nationnal, 1933, pág. 231. 138 Sheffield, op. cit., pág. 101.

El 14 de julio, el día de la fiesta nacional de Francia, los hombres del Imperio británico volvieron a atacar. Rawlinson preparó y supervisó un audaz e imaginativo ataque nocturno. En lugar de efectuar la ofensiva a lo largo de todo el frente, los británicos se concentraron en un sector de unos 6 km. Cada posición de esta parte de la segunda línea alemana recibió el quíntuplo de proyectiles que el 1 de julio. El apoyo artillero ascendió a 297 kg de proyectiles por cada metro de frente alemán, y las tropas británicas consiguieron tomar grandes porciones de la segunda línea alemana con un coste relativamente bajo. Un prisionero de guerra alemán explicó a Gibbs que, aunque los alemanes habían

evitado la penetración de las fuerzas británicas, el «ejército de aficionados» de estas últimas les habían asestado un golpe terrible. «Los británicos —le dijo a Gibbs—, son más fuertes de lo que creíamos.»139 Sin embargo, los británicos habían tomado sólo unos cuantos cientos de metros de las dos primeras líneas alemanas; detrás había por lo menos dos líneas más, a las que los germanos fortalecían a diario con tropas de refuerzo. Joseph Joffre (izquierda), Douglas Haig (centro) y Ferdinand Foch (derecha) en una reunión durante la campaña del Somme. Haig y Foch eran veteranos de algunas de las batallas más importantes del frente occidental. El primero apoyó en 1918 el nombramiento del segundo como generalísimo de las fuerzas aliadas. Aunque ambos aprendieron a trabajar juntos, su relación personal nunca fue cordial. (Australian War Memorial. Negativo n° 1 H08416) El calor del verano ralentizó, aunque no detuvo, las operaciones, sobre todo a causa de la dificultad de conseguir abastecer con suficiente agua potable a los hombres de vanguardia. Esta calma relativa dio a Haig la oportunidad de volver a evaluar el combate. Tras resistirse a las peticiones francesas de reanudar la batalla como una ofensiva conjunta franco-británica, prefirió seguir con los ataques locales, donde las fuerzas británicas contaban con ventajas temporales. A mitad de agosto, informó a Joffre por escrito de que «las fuerzas de las que dispongo no me permiten lanzar un ataque a lo largo de un gran frente».140 Consiguientemente, los franceses cancelaron los planes para una ofensiva conjunta y se limitaron a las operaciones de apoyo a los británicos.

A esas alturas, Haig había inventado una nueva lógica para combatir. Si no podía conseguir una ruptura espectacular de las líneas alemanas, al menos podría desgastar al enemigo lo suficiente para hacer posible una penetración en el futuro; en cualquier caso, los problemas logísticos de la batalla hasta ese momento habían demostrado la imposibilidad de apoyar una penetración. Su nueva estrategia de desgaste podría tardar en dar resultados, pero los fracasos aliados en conseguir una penetración le habían dejado pocas opciones. Un oficial británico llegó a la misma conclusión en un comentario que le hizo a Gibbs en septiembre: «Lo que hacía insostenible nuestra posición era el fuego de la artillería [alemana]. Pero, en cualquier caso, hemos puesto fuera de circulación a una buena cantidad de boches, lo cual siempre está bien y acerca un poco más el fin de la guerra».141 139 Gibbs, op. cit., pág. 148. 140 Haig a Joffre, 6 de agosto de 1916, Ministére de la Guerre, [.es.-Írmeos Francaises, serie 4, u.l. i, ain.-iulice2.942. 141 Gibbs, op. cit., pág. 253, «Boche» era una forma habitual de referirse con desprecio a los alemanes entre franceses y británicos. Para que el desgaste surta efecto, sin embargo, o bien las bajas enemigas tienen que ser significativamente mayores que las propias, o bien el enemigo ha de ver reducida de manera notable su capacidad para reemplazarlas. Si no, tal y como dejó escrito de manera memorable Dennis Showalter, el desgaste se convierte en poco más que «en la asignación recíproca y mecánica de fuerzas, hasta que, en algún momento no precisado, los tres últimos soldados franceses y británicos supervivientes se tambalearían sobre sus piernas vetustas a través de la tierra de nadie y atravesarían con sus bayonetas a

los dos alemanes que quedasen, tras lo cual brindarían por su triunfo con zumo de ciruelas pasas».142 A mediados del verano de 1916 tanto Verdún como el Somme se habían convertido sin duda alguna en batallas de desgaste, pero seguía sin estar nada claro qué lado se hundiría primero. Todos los ejércitos implicados habían sufrido unas bajas tremendas y tenían pocas reservas a las que recurrir. En Gran Bretaña la situación se hizo lo bastante grave como para provocar que se adoptara la medida sin precedentes de instaurar el servicio militar obligatorio. En resumen, que la guerra de desgaste que estaban llevando a cabo Falkenhayn, Haig y, en menor medida, Joffre, daba escasas muestras de estar beneficiando nada más que a un lado. Las políticas de los generales de recuperar el terreno perdido desgastaron a sus propios ejércitos con tanta efectividad como las ofensivas enemigas. Los 330 contraataques independientes lanzados por los alemanes en el Somme fueron los responsables de la mayoría de las bajas después del 1 de julio. El deseo francés de recuperar cada centímetro de su suelo en Verdún se reveló igual de tremendamente costoso, aunque es más comprensible que la obsesión de Falkenhayn por conservar cada centímetro de terreno «alemán» en el Somme. Este último advirtió a Below de que «el primer principio de la guerra de trincheras ha de ser el de no rendir ni un palmo de terreno y, si no obstante se perdiera ese palmo, asignar hasta el último hombre a un contraataque inmediato».143 Los alemanes, al igual que los franceses y los británicos, dudaban a menudo entre la importancia de conservar terreno o la de eliminar al enemigo. En un esfuerzo por ganar esa guerra matando hombres, los británicos recurrieron a una máquina nueva. En septiembre, y como parte de un tercer intento de importancia en el Somme, los británicos utilizaron sus primeros

carros de combate. Un año antes, el corresponsal de guerra Ernest Swinton había desarrollado la idea de construir un vehículo blindado con orugas, que fuera capaz de subir por repechos de más de metro y medio y de salvar una trinchera. El ejército acogió la idea con prudencia, pero Churchill se dio cuenta de cuan prometedora era y desvió en secreto, y de manera ilegal, 75.000 libras esterlinas de los fondos del Almirantazgo para financiar los trabajos iniciales.144 Las máquinas fueron enviadas por barco a Francia en embalajes rotulados con la palabra «tanque» a fin de engañar a los curiosos en cuanto a su contenido; este nombre bastante insólito no tardó en ganar aceptación en el mundo anglosajón sobre el de «buque terrestre», cuyas resonancias navales no era una casualidad. El 15 de septiembre, el primer día que se utilizaron los nuevos vehículos, éstos mostraron todavía notables defectos de diseño, con problemas que incluían la vulnerabilidad del depósito de combustible, un deficiente sistema de dirección y una visibilidad limitada. Aun así, los británicos se apresuraron a ponerlos en servicio en un intento de invertir la marcha de los acontecimientos en el Somme. El carro de combate Mark I, presentado en el Somme, llegó en dos variantes, ambas con casi 30 toneladas de peso y una dotación de ocho hombres. La versión «masculina» iba provista de dos fusiles de seis tiros y cuatro ametralladoras; la versión «femenina» llevaba seis ametralladoras. Los dos se desplazaban a unos 3,2 km/h y si se caían en una zanja, tenían que ser abandonados. La primera visión de aquellos carros movía con frecuencia a la hilaridad, observaba Gibbs, «porque eran monstruosamente cómicos, como sapos de un tamaño descomunal salidos del limo primigenio en la penumbra de los albores del mundo».145

De los 49 carros de combate que se llevaron al frente el 15 de septiembre, únicamente 18 entraron en acción. El resto fueron víctimas o de los problemas mecánicos o de la precisión del fuego artillero de los cañones alemanes. Aquellos que participaron en la refriega y sobrevivieron causaron un gran impacto en la moral de los hombres que los vieron. Los soldados alemanes salían corriendo aterrorizados, y los británicos corrían detrás riendo y gritando. Un piloto británico comunicó por señales al cuartel general lo siguiente: «Un carro de combate avanza por la calle mayor de Flers con el Ejército británico vitoreando detrás». El piloto colgó entonces un cartel en su avión que recordaba a los quioscos de periódicos de Londres, en el que se podía leer: «EDICIÓN ESPECIAL. GRAN DERROTA DE LOS ALEMANES».146 Los carros de combate ayudaron a los británicos a romper la tercera línea alemana, pero su impacto global estribaba más en el potencial advertido por Haig y otros. El comandante inglés no tardó en presentar un informe a Londres, pidiendo 1.000 unidades más. 142 Dennis Showalter, «Mastering the Western Front: German, British, and French Approaches», comunicación presentada en la II Conferencia Europea de Estudios sobre la Primera Gue rra Mundial, Universidad de Oxford, Inglaterra, 23 junio 2003. 143 Falkenhayn, citado en Herwig, op. cit., pág. 212. 144 C. R. M. E. Cratrwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934, pág. 271. 145 Gibbs, op. cit., pág. 287. 146 Ibid.,pág.297 .

Presentados por primera vez durante la campaña del Somme, los carros de combate acabaron convirtiéndose en instrumentos de gran

importancia para acabar con el estancamiento de la guerra de trincheras. En la fotografía, un carro de combate británico aplasta una alambrada para facilitar el avance de la infantería, (Imperial War Museum, propiedad de la Corona, p. 396) Los padres de E. R. Heaton, el voluntario de 1914 cuya foto aparece en la página 43, tardaron nueve meses en saber dónde estaba enterrado. Los certificados del registro de sepulturas como éste proporcionaban información acerca de la localización de la tumba y de la estación de ferrocarril más cercana. (Imperial War Museum, propiedad de la Corona, F. R. Heaton) Poco después de la presentación de los carros de combate, los alemanes respondieron con sus propias máquinas, una nueva generación de aviones. El nuevo Halberstadt DII y el Albatross modelos DI y DII consiguieron arrebatarles los cielos a los pilotos británicos. El dominio del aire de estos últimos se había revelado decisivo en la localízación de la artillería y en la observación de los movimientos alemanes. Los nuevos aviones alemanes acabaron con ese dominio, dejando a ciegas en la práctica a los oficiales del cuartel general de Haig. Estos aparatos fueron los primeros en ser diseñados a partir de las experiencias del combate real en la guerra; además, los alemanes habían organizado para entonces a sus aviones en «escuadrones de caza» dirigidos por pilotos veteranos. Manfred von Richthofen, el Barón Rojo, se anotó sus primeros derribos formando parte del escuadrón del legendario as Oswald Boelcke. Un fructífero ataque a finales de septiembre demostró que el Ejército británico había empezado a aprender de sus errores. El objetivo era una poderosa posición alemana en las colinas Thiépval, emplazamiento, en la actualidad, de un enorme monumento en el que están grabados los nombres de los 73.367 británicos muertos en el Somme sin sepultura

conocida. En lugar de atacar la cadena con un asalto frontal, los británicos se acercaron desde el este, tomando primero las ruinas de la granja Bouquet. Las fuerzas británicas se apoderaron de las colinas gracias a una cuidadosa preparación artillera y a unos hombres entrenados de manera específica para apoderarse de ese objetivo concreto, que había estado en su punto de mira desde el primer día de la campaña del Somme. Haig había confiado en que la toma de Thiépval (en el aniversario de Trafalgar, nada menos) señalara una nueva fase en la batalla. De nuevo volvía a buscar un lugar para infiltrarse, aunque pronto se hizo evidente que no había por dónde hacer una incursión. Los alemanes habían construido varias líneas más de defensa delante de la ciudad de Bapaume, lo que significaba que cualquier «penetración» sólo implicaría una nueva serie de ataques contra una nueva serie de defensas. Las copiosas lluvias de octubre convirtieron los campos levantados que rodeaban al Somme en un cenagal y complicaron más cualquier intento de movimiento. En noviembre otro ataque sangriento, éste llevado a cabo por los escoceses en Beaumont Llamel, acabó con la toma de una parte de la línea que había resistido las ofensivas británicas desde el 1 de julio. Su toma, sin embargo, no cambió el hecho de que no quedara ningún objetivo estratégico que valiera el presumible coste en vidas humanas. De las 56 divisiones de infantería británicas, 53 combatieron en el Somme; más de 459.000 hombres de aquellas divisiones resultaron muertos, heridos o hechos prisioneros a causa de la batalla. Las bajas francesas ascendieron a más de 200.000 hombres, mientras que las de los alemanes se estima que llegaron hasta las 600.000 bajas, a las que hay que sumar los 370.000 alemanes de Verdún. En total, las líneas no se movieron más de 11 km. Y en cuanto a la

única gran hazaña estratégica de la que podían alardear los aliados, el corte de la carretera que unía Bapaume con Péronne, ambas ciudades podían ser abastecidas desde las carreteras que se dirigían al este, así que ni siquiera este logro supuso gran cosa. Los alemanes retiraron varias divisiones de Verdún, pero su ausencia no afectó de manera sensible a los destinos de ninguno de los dos bandos que allí combatían. Afirmar que el Somme valió el sacrificio porque los aliados desgastaron a los alemanes tiene cierto sentido, pero si se tiene en cuenta que los propios aliados sufrieron casi las mismas bajas, se hace difícil encontrar algún consuelo en la idea. Al llegar 1917 no había más certeza que la de que la guerra proseguía sin ningún vencedor claro a la vista; el asombroso derramamiento de sangre de 1916 no había acercado a ningún bando a la victoria. Un prisionero alemán del Somme hablaba por miles de soldados cuando le dijo a Philip Gibbs: «Europa está siendo desangrada hasta la muerte y quedará empobrecida durante años. Esta es una guerra contra la religión y contra la civilización, y no le veo fin».147 147 Ibid. Pág. 55 Capítulo 8 La expulsión del demonio

El desmoronamiento del Este La desintegración de nuestros ejércitos sigue su curso. Se me ha asegurado que en algunas unidades los oficiales han sido asesinados salvajemente por sus propios hombres. Hoy mismo se me ha informado de que en una división el jefe del Estado Mayor ha sido asesinado de esta manera. Diario del jefe del Estado Mayor del Ejército ruso, MIJAH. ALEKSRFV, 10 de junio de 1917148 Las tremendas pérdidas de efectivos con las que se encontraron todos los lados implicados provocó la búsqueda de nuevos aliados. Rumania se contaba entre las naciones neutrales codiciadas por ambos bandos, aunque se mantuvo fuera de la guerra hasta 1916. Limítrofe con Rusia, Bulgaria, Austria-Hungría y Serbia, su posición geográfica ofrecía muchas posibilidades tentadoras. Si se unía a los Imperios centrales, una nueva ofensiva contra Rusia por el sur —tal vez con el apoyo búlgaro— se convertía en una posibilidad viable. De unirse a los aliados, una invasión por los extremos orientales de Austria-Hungría podría suponer una presión aún mayor sobre el debilitado imperio, sobre todo porque Austria-Hungría ya tenía un buen número de sus tropas combatiendo en Italia y en Galitzia. Al igual que había hecho Italia, Rumania jugaba a esperar. En un conflicto tan empantanado como el que había llegado a ser la guerra en 1915, los países neutrales como Rumania, Bulgaria e Italia parecían ofrecer la oportunidad de cambiar las vicisitudes de la contienda mediante la posibilidad de abrir nuevos frentes. En consecuencia, los

neutrales adoptaron unas posturas de negociación harto desproporcionadas con sus poderíos militares, pues de las naciones neutrales en 1915, sólo Estados Unidos contaba con un potencial económico y militar capaz de decidir el curso de la guerra. Los países neutrales de Europa se convirtieron en centro de atención de la actividad diplomática, con cada una de las partes implicadas confiando en que el estancamiento militar se pudiera romper por medios políticos. Puesto que Rumania no se enfrentaba a ninguna amenaza inmediata a sus intereses, el gobierno rumano se podía permitir el lujo de esperar a que sus pretendientes reunieran la dote más lucrativa antes de tomar una decisión. Desde el punto de vista diplomático, Rumania estaba vinculada a los Imperios centrales mediante un tratado defensivo firmado con Austria-Hungría que databa de 1883. Dicho tratado era tan secreto, que sólo unos pocos miembros de la clase dirigente del país conocían sus condiciones concretas. El gobierno rumano, temeroso del expansionismo ruso y otomano, había tenido buen cuidado de renovar el pacto en 1913. Al estallar la guerra en 1914 los otomanos se habían convertido en una amenaza menor a causa de sus derrotas en las guerras de los Balcanes; sin embargo, los ancestrales recelos entre rumanos y rusos seguían vivos y habían conducido a una intensificación de los lazos diplomáticos, militares y económicos entre Rumania y Alemania. La familia reinante en Rumania estaba emparentada con la dinastía alemana de los Hohenzollern, lo que proporcionaba unos vínculos poderosos en los días en que tales conexiones todavía podían importar. El kaiser hablaba con frecuencia de la confianza que tenía en que sus primos rumanos acabaran uniéndose a los Imperios centrales. El primer ministro rumano,

Ion Bratianu, debía en parte el puesto a sus declarados sentimientos pro germanos, aunque al igual que la mayoría de los 148 El epígrafe se ha extraído de una cita en W. Bruce Lincoln, Passage through Armgeddon: The Russians in War and Revolution, 1914-1918, Nueva York, Simon and Schuster, 1986, pág. 410. rumanos seguía sin mostrar ningún entusiasmo por ayudar a los austrohúngaros. Sin embargo, todos los indicios apuntaban a que Rumania acabaría entrando en la guerra del lado de los Imperios centrales. No obstante todos esos vínculos con los Imperios centrales, Rumania, al igual que Italia, alimentaba expectativas territoriales que sólo podían satisfacerse a costa de Austria-Hungría, pues aspiraba a los territorios austrohúngaros de Transilvania, Bucovina y el Banato. Transilvania, que acogía a un buen número de habitantes de etnia rumana, seguía siendo el premio más importante. En 1914, antes del inicio de la guerra, Rumania había solucionado algunos de sus viejos desacuerdos con Rusia intercambiando ciertas visitas de Estado y convenciendo al ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Sazonov, de que se encontrara con los descontentos rumanos que vivían bajo la férula austrohúngara. Este movimiento enfureció a los austríacos y los convenció de las intenciones rusas de encender las pasiones nacionalistas en el seno del imperio. Cuando la guerra estalló, el gobierno rumano no pudo encontrar ninguna razón para cumplir con sus obligaciones del tratado y unirse a los beligerantes. Aunque muchos miembros de la minoría dirigente rumana seguían profesando sentimientos pro germanos, la idea de combatir junto a los austrohúngaros y sus antiguos enemigos, los otomanos, seguía resultándoles desagradable. Las promesas alemanas de dar a Rumania la Besarabia rusa a cambio de que se uniera a los

Imperios centrales se quedó corta para las pretensiones territoriales de Rumania. Transilvania seguía siendo la clave. En consecuencia, Rumania se mantuvo al margen durante 1914 y 1915, y Alemania y Austria-Hungría se contentaron con su neutralidad. Parece que nunca se les ocurrió que un día los rumanos pudieran recurrir a los aliados, así que dejaron la frontera austro-húngara con Rumania casi desprotegida por completo. Los primeros pasos de Rumania hacia su entrada en la guerra se produjeron a finales de 1914, a raíz de la muerte del rey Carol. Su sobrino y sucesor, el rey Fernando, mostraba unas simpatías más acusadas por los aliados, aunque tenía un espíritu más débil y poca disposición a tomar medidas importantes. Aunque se mostró incapaz de disuadir a Bratianu de sus sentimientos pro germanos, el rey estaba cada vez más influenciado por las inclinaciones pro aliadas de su esposa, nieta por igual de la reina Victoria de Gran Bretaña y de Alejando II de Rusia. Mientras tanto, la situación familiar del monarca contribuía poco a que éste se decidiera: dos de sus hermanos estaban sirviendo en el Ejército alemán bajo el mando de su primo, el kaiser Guillermo II. A principios de 1915 los británicos llegaron a un compromiso secreto para entregar Transilvania a Rumania si esta última entraba en la guerra. La oferta impresionó tanto al rey como a Bratianu, que vieron por fin la oportunidad de anexionarse la codiciada región. Sin embargo, los rumanos siguieron mostrándose dubitativos, pues por una parte querían aún más y por otra no estaban muy seguros de que fueran a combatir del lado de los ganadores. La insistencia de Bratianu de añadir Bucovina y el Banato paralizó las negociaciones hasta bien entrado el año. Por entonces, los rusos habían sido expulsados de Polonia, y los británicos estaban estancados en Gallípoli. Bratianu decidió que no

había llegado todavía el momento de que Rumania declarara sus intenciones e intensificó las relaciones comerciales con los Imperios centrales a la espera de unas circunstancias más favorables. La campaña de Rumania Los acontecimientos de 1916 cambiaron la situación de Rumania de manera espectacular. Por un lado, los éxitos rusos en las ofensivas de Brusilov desgastaron el Ejército austrohúngaro y, por otro, colocaron a Rusia en una posición privilegiada para reclamar las tierras que Rumania anhelaba, en especial, Transilvania y Bucovina. La neutralidad no parecía ya la mejor opción. En consecuencia, los rumanos firmaron un tratado con los aliados en agosto de 1916 mediante el cual estos últimos prometían a Rumania las tres provincias que más pretendían y se comprometían a seguir presionando a Austria-Hungría desde los frentes de Rusia y de Salónica. Rumania declaró la guerra a AustriaHungría —pero no a Alemania— el 27 de agosto. El Ejército rumano, compuesto de 700.000 hombres, había combatido de manera irregular en la guerra de los Balcanes. La inexistencia de una amenaza inmediata y la falta de dinero habían determinado que el Estado apenas invirtiera en la modernización de su ejército en los meses previos al estallido de la Primera Guerra Mundial. Por lo tanto, carecía de la artillería adecuada y tenía un cuerpo de oficiales que se encontraba en un estado de preparación lamentable para combatir en 1916; por si esto fuera poco, las rudimentarias redes viaria y ferroviaria de Rumania dificultaban los movimientos y los suministros. En el ínterin, Rusia estaba cada vez más molesta con los rumanos, a los que criticaba por haber entrado en la

guerra sólo después de que hubieran hecho el trabajo sucio. Para éstos, los rumanos eran poco mejores que los buitres, ansiosos por conseguir un territorio a costa de la sangre derramada por los soldados rusos. «Si su majestad me ordenara enviar a quince soldados heridos a Rumania —dijo Alekseev—, no consideraría enviar a un decimosexto.»149 Su sentir reflejaba con precisión el de la clase dirigente rusa, que, en su mayoría, seguía considerando a Rumania un pobre aliado y, por si fuera poco, uno con fuertes sentimientos pro germanos. 149 Alekseev, citado en C. R. M. K. Cruttwell, A History of the Great War; 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934, pág. 295. A pesar de todos estos problemas, el Ejército rumano avanzó con rapidez hacia la mal defendida frontera austrohúngara. A mediados de septiembre, habían conseguido adentrarse 80 km en territorio enemigo y controlaban grandes porciones de Transilvania. Alemania, Bulgaria y Turquía respondieron declarando la guerra a Rumania. Los alemanes enviaron entonces a Erich von Falkenhayn, que acababa de ser destituido como jefe del Estado Mayor, para que aplastara a los rumanos con un nuevo IX Ejército. El implacable Falkenhayn echó mano de las lecciones aprendidas en lugares infernales como Ypres y Verdún y lanzó a sus veteranas fuerzas contra los rumanos, a los que superaban en número de forma aterradora. Un segundo ejército de los Imperios centrales, guiados por el veterano de Gorlice-Tarnów August von Mackensen, y que estaba integrado por alemanes, búlgaros y otomanos, entró en Rumania por el sur. Invadida por dos sitios por unas tropas experimentadas y bien dirigidas, Rumania no tardó en desmoronarse. Al cabo de sólo seis semanas de declarar la guerra, el movimiento de tenaza de los Imperios centrales había

invalidado todas las ganancias rumanas. Rusia optó por no reforzar a los rumanos, dejándolos indefensos ante la fuerza abrumadora del avance de los Imperios centrales. El 23 de octubre los hombres de Mackensen tomaron el trascendental puerto de Constanza, en el mar Negro, y apenas dos semanas después, Falkenhayn rompió las últimas defensas rumanas en Transilvania. El 6 de diciembre, cuando no habían transcurrido ni cuatro meses de su entrada en la guerra, los rumanos perdieron su capital, Bucarest. Sus ejércitos no habían sido derrotados, habían sido destruidos y humillados. Rumania perdió a más de 300.000 hombres entre muertos, heridos y prisioneros, y la única ayuda de los aliados consistió en unos equipos de sabotaje enviados para destruir los pozos petrolíferos de Ploesti, no fuera a ser que cayeran en manos alemanas. La facilidad con la que los Imperios centrales devastaron a los ejércitos rumanos determinó que la campaña de Rumania no tuviera un impacto significativo en la guerra general. No obstante, el trato dado por los alemanes al país vencido sí tuvo unas secuelas importantes. Tras aceptar firmar un armisticio, los rumanos no tardaron en descubrir que se habían convertido, en la práctica, en una colonia de los Imperios centrales. Furioso por la traición de sus parientes, el kaiser se volvió vengativo, y Hindenburg y Ludendorff abogaron por la total anexión de Rumania al Reich alemán, aunque los diplomáticos los convencieron para que permitieran mantener un ligero barniz de independencia a Rumania y dividieran el botín con Austria-Hungría y Bulgaria para proporcionar a los aliados alemanes el necesario socorro. Los Imperios centrales empezaron de inmediato el proceso de sacar cientos de miles de toneladas de grano de Rumania, dejando a la población civil al borde de la hambruna. También repararon los pozos

petrolíferos dañados y se adueñaron del petróleo que producían, lo que privaba a Rumania de su única fuente de ingresos. El tratado de Bucarest, firmado en abril de 1918, estableció las rigurosas condiciones de la ocupación, en virtud de las cuales Alemania adquiría el usufructo de los pozos petrolíferos, los minerales y otros recursos naturales de Rumania durante noventa años. En el lapso de dieciocho meses, los alemanes habían conseguido apoderarse de un millón de toneladas de petróleo y de dos millones de toneladas de grano. Estos recursos ayudaron al mantenimiento de la economía de guerra alemana ante el bloqueo británico; en realidad, los alemanes confiaban en utilizar a la Europa oriental para compensar las pérdidas ocasionadas por el bloqueo. Los ajustes territoriales impuestos a Rumania no fueron menos rigurosos. En virtud de ellos, ésta cedía a Austria-Hungría ciertos puertos de montaña de los montes Cárpatos, además de gran parte de su costa del mar Negro a Bulgaria, de manera que las fronteras de Rumania quedaron prácticamente indefendibles. La mitad de la región de Dobruja, al norte de la ciudad de Constanza, sería gobernada como un protectorado conjunto por Alemania, Austria y Bulgaria; en consecuencia, Rumania perdía todo el delta del Danubio. Bulgaria se anexionaba por completo la mitad meridional de la región de Dobruja (perdida ante Rumania después de la segunda guerra de los Balcanes). Durante las últimas semanas de la guerra, con los Imperios centrales desmoronándose por doquier, Rumania volvió a entrar en la guerra del lado aliado, lo que le proporcionó ciertas influencias después de la guerra en la Conferencia de Paz de París, donde se resarció de las pérdidas de 1916 e, incluso, consiguió anexionarse Transilvania a costa del

ya extinto Imperio austrohúngaro. El trato brutal prodigado por Alemania a Rumania envió una grave señal de alarma a los aliados. Rumania era una nación relativamente pequeña y pobre, y aunque había incumplido las obligaciones del tratado con Austria, en 1917 no representaba ninguna amenaza evidente para ninguno de los Imperios centrales. Los alemanes la habían tratado con una crueldad inusitada, convirtiéndola en la práctica en un estado vasallo. El trato a Rumania, sin embargo, se ajustaba en general a la forma de actuar en la guerra de Alemania. Los germanos habían colocado a la fuerza a 120.000 franceses y a 100.000 belgas en sus fábricas y habían empezado el proceso de expulsar a los eslavos y a los judíos de Polonia para conseguir tierras donde reasentar a población alemana.150 El trato inferido por los alemanes a Rumania ponía de relieve la posibilidad de que el que prodigasen a los aliados, si los Imperios centrales ganaban la guerra, fuera con toda probabilidad aún más cruel. No era necesario recordarle a ningún francés los inmensos sacrificios y las humillaciones premeditadas que habían acompañado a la victoria de Alemania en 150 Gary Sheffield, Forgotten Victory: The First World War, Myths and Realitíties, Londres, Headline, 2001. págs. 50-60.

1871. Gran Bretaña, Francia y Rusia no tardaron en enterarse de las pretensiones de los alemanes de anexionarse Bélgica, Luxemburgo, Lituania, Courland y Polonia, de imponer «la más despiadada de las humillaciones a Inglaterra» y de hacerse con el control de los ricos yacimientos de hierro de Longwy-Briey de Francia.151 Sólo los optimistas más alejados de la realidad podían seguir albergando la esperanza de una paz de compromiso; a esas alturas, era una guerra de supervivencia. Y por malo que fuera para los aliados combatir en ella, peor sería aún que la perdieran. Un soldado alemán, uno turco y otro búlgaro patrullan juntos en Rumania. La entrada de varios ejércitos por tres frentes condenó a las mal preparadas y mal equipadas tropas rumanas a

su destrucción. (© Colección Hahoii-Deutsch/Corbis) (HU040549) La primera revolución rusa Para los rusos la posibilidad de perder la guerra estaba más cerca. Las conquistas territoriales de la ofensiva de Brusilov habían servido de poco para convencer al pueblo ruso del valor del sacrificio continuado. Incluso una victoria, era la conclusión de muchos, sólo serviría para que la odiada familia Romanov se mantuviera en el poder. En noviembre de 1916 Brusilov había alardeado públicamente de que «si se pudiera hacer votar a toda la población, noventa y nueve de cada cien rusos exigirían hoy que se continuara la guerra hasta conseguir una victoria final y definitiva sin considerar el precio».152 En privado, sin embargo, había decidido ya que sus hombres no lucharían por el zar a menas que el régimen pudiera explicar sus objetivos y qué relación tenían éstos con el ruso medio. Brusilov no creía que tal cosa pudiera suceder. La zarina y dos antiguos primeros ministros eran de ascendencia alemana, y no tardó en extenderse el rumor de que el misterioso consejero de la zarina, Rasputín, estaba en la nómina de los agentes alemanes. Su muerte a manos de los conservadores rusos en diciembre de 1916 no contribuyó en exceso a disipar las sospechas de las actividades pro germánicas dentro de la corte. De la misma manera que la dirección militar del zar tampoco ayudó a disipar tales rumores. Incluso los observadores

ocasionales podían darse cuenta de su incompetencia en materia militar. Un chiste que circulaba por Rusia sobre dos judíos que vivían en la zona de guerra en Polonia refleja la actitud de la época hacia el zar y su perspicacia militar. Uno de los judíos, que es pro alemán, se enorgullece del kaiser, diciéndole a su amigo ruso (sin ninguna exactitud) que el dirigente alemán va de un ejército a otro, dirigiendo la contienda siempre desde el frente. El judío ruso se vuelve hacia su amigo y exclama: «Tu kaiser no tiene dignidad; no para de correr de aquí para allá como un pollo. En cambio, nuestro zar se sienta en el cuartel general ¡y es el frente el que va hasta él!».153 151 Colin Nicolson, The Longman Companion to the First World War: Europe, 1914-1918, Londres, Longman, 2001, pág. 211. 152 Brusilov, citado en Francis Halsey, The Literary Digest History of the World War, vol. 7, Nueva York, Funk and Wagnalls, 1919, pág. 247. 153 Richard Srites, «Days and Nights in Wartime Russian Cultural Life, 1914-1917», en Aviel Roshwald y Richard Suites (ciimps.), European Culture in the Great War: The Arts, Entertainment, and Propaganda, 1914-1918, Cambridge,

Alexei Brusilov dirigió la última gran ofensiva de Rusia en la guerra. Aristócrata y oficial de caballería, desarrolló innovadoras tácticas de infantería y artillería, pero con el tiempo acabó decepcionado por la mala dirección de la contienda por parte del zar. (Library of Congress) En palabras del miembro de la Duma Pavel Miliukov durante un discurso que pronunció en noviembre, la cuestión era si los fracasos del gobierno ruso se debían a «la estupidez o a la traición». En cualquier caso, en Rusia se estaba llegando al consenso sobre la necesidad del cambio. La incapacidad del gobierno para reaccionar ante los sufrimientos causados por el insólito frío del invierno de 1916-1917 hizo que se empezara a hablar abiertamente de la revolución en todos los niveles de la sociedad. La cosecha de 1916 había proporcionado comida suficiente, pero el sistema de transportes, acuciado por una fiscalidad excesiva, no fue capaz de llevar aquella comida desde el campo a las ciudades. Por otro lado, la inflación

provocada por las políticas económicas eliminó del plato del ruso medio los alimentos que sí llegaban a las ciudades. Huevos, carne, azúcar, leche y fruta desaparecieron de la dieta de los trabajadores. «De producirse una revolución —profetizó un oficial ruso clarividente—, será espontánea, lo más probable es que sea una revuelta provocada por el hambre.»154 Las condiciones de vida del ruso medio, nunca lujosas, degeneraron en la indigencia absoluta. En respuesta a este deterioro, las huelgas se convirtieron en algo normal, lo que condujo a un descenso de casi el 50 % de la producción industrial en un momento en que el ejército necesitaba de manera desesperada proyectiles de artillería y munición para las armas de bajo calibre.155 En enero de 1917, 150.000 trabajadores se sumaron a una huelga en Petrogrado. En las ciudades, el descontento iba en aumento, y la elusión de la recluta obligatoria en el campo se convirtió en un problema cada vez más grave. Dentro del ejército, la deserción y la desobediencia experimentaron un brusco ascenso. Entre los soldados que permanecieron leales, la malnutrición condujo a un elevado porcentaje de enfermedades, lo que privó al Ejército ruso de más hombres. Petrogrado se vio azotada por más huelgas en enero, programadas para que coincidieran con la nueva convocatoria de la Duma. Finalmente, el dique se rompió en marzo. Del 8 al 10 de marzo una oleada de huelgas paralizó Petrogrado, y en una importante y ominosa advertencia para el zar, las fuerzas de seguridad rusas se mostraron reacias a disparar contra los manifestantes. Las peticiones de abdicación del zar partieron de todos los lados, desde el de los revolucionarios que querían destruir el antiguo orden por completo, hasta el de los conservadores que buscaban una

manera más efectiva de continuar la guerra. El 9 de marzo la Duma formó un gobierno provisional y detuvo a varios de los ministros del zar. Nicolás había salido hacia el cuartel general militar la víspera de que empezaran las huelgas de marzo. Mal informado sobre la realidad de la vida en Petrogrado, reaccionó con lentitud. El día 11 recibió la noticia de la formación de un gobierno provisional y respondió ordenando la disolución de la Duma; cuando ésta desobedeció la orden, Nicolás regresó a Petrogrado. En la ciudad de Pskov, los obreros pararon su tren y lo detuvieron. Alekseev y el comandante del frente septentrional, Nikolai Ruzsky, lo convencieron de que no tenía más alternativa que abdicar, algo que hizo, en su nombre y Cambridge University Press, 1999, págs. 8-31, cita en págs. 28-29. 154 Citado en W. Bruce Lincoln, Passage through Armageddon: The Russians in War and Revolution, 1914-1918, Nueva York, Simon and Schuster, 1986, pág. 315. 155 Norman Stone, The Eastern Front, 1914-1917, Londres, Penguin, 1975, pág. 291.

en el de su enfermizo hijo, al día siguiente. Nicolás instó entonces a su hermano pequeño, el gran duque Miguel, para que asumiera el trono. Sin ningún interés por el poder ni su boato, Miguel temía por su seguridad, convencido de que el pueblo ya no aceptaría por mucho tiempo a los miembros de la familia Romanov como sus gobernantes elegidos por la divinidad. El vínculo mítico que había unido a gobernantes y gobernados, resolvió Miguel, se había roto para siempre. En consecuencia, el gran duque, a quien Nicolás había desterrado de Rusia durante varios años por casarse con una plebeya divorciada dos veces, rechazó la petición de su hermano. El poder recayó a partir de ese momento en el gobierno provisional.

El príncipe Georgi Lvov, que había criticado abiertamente al zar por su manera de dirigir la guerra, se convirtió en el primer ministro del nuevo gobierno. Alexander Kerensky, que entonces contaba 36 años, y que era miembro de la Duma desde 1912, se convirtió enseguida en uno de los funcionarios más enérgicos del gobierno. Político centrista y orador brillante, Kerensky había pasado parte de la guerra en Finlandia, convaleciendo de una enfermedad. Al volver, se encontró con un sistema que se había descompuesto por completo a consecuencia de las presiones de la guerra, lo que le llevó a exigir el fin de lo que denominó el sistema «medieval» zarista. Tras aceptar el cargo de ministro de la Guerra en mayo, aseguró a los aliados que Rusia continuaría combatiendo y que cumpliría con todos sus compromisos. Después, se dirigió al frente y pidió a los hombres que demostraran al mundo que «en la libertad hay fuerza y no debilidad». Bueno, lo que les vino a decir a los soldados rusos fue que ya no lucharían por el zar, sino por su libertad y el futuro de su patria. Sus palabras condujeron a miles de soldados a un «patriotismo histérico» y pareció abrirse una nueva era para Rusia.156 Kerensky también persuadió a importantes personajes civiles y militares para que permanecieran al lado del gobierno y convenció a Brusilov, que había estado pensando en retirarse, de que aceptara el mando supremo de las fuerzas rusas. La escasa preparación militar del zar Nicolás II colocó a su gobierno en una posición delicada después de que asumiera el papel de comandante en jefe en 1915. Su incapacidad, para cambiar el destino de los rusos le costó el trono y la vida. (© Bettinann/Corbis) La decisión de los rusos de seguir combatiendo obedeció en parte a la nula disposición de Alemania a negociar una paz

indulgente. En su lugar, los Imperios centrales adoptaron lo que llegó a conocerse como el programa Kreuznach. Desarrollado en abril durante una reunión celebrada en dicha ciudad de Alemania, presidida por el kaiser y a la que asistieron personajes clave como el canciller Bethmann Hollweg y los jefes militares Hindenburg y Ludendorff, el programa perfilaba los objetivos de Alemania a la luz de los acontecimientos de Rusia. En Kreuznach, los alemanes 156 Lincoln, op. cit., pág. 404.

decidieron culminar la anexión de Lituania, Courland y gran parte de Polonia; el resto de ésta formaría un Estado satélite vinculado política y económicamente a Alemania. Los participantes esbozaron también sus objetivos de controlar parte de Bélgica, Francia, Africa y los Balcanes. En un principio, Bethmann Hollweg puso objeciones, señalando que sólo una victoria militar absoluta podría conducir a tales resultados. Lo que preocupaba al canciller era que Alemania tuviera que

luchar durante mucho tiempo y de manera innecesaria para lograr los ambiciosos objetivos trazados en Kreuznach. Sin embargo, los asistentes firmaron el protocolo y lo convirtieron en la política oficial de Alemania, obligando a los dirigentes alemanes a seguir combatiendo en el este en un momento en que Kerensky podría haber negociado. Los alemanes pusieron en marcha también un activo programa para destruir el sistema ruso desde dentro. En abril de 1917 trasladaron hasta Petrogrado en un tren precintado a tres docenas de revolucionarios rusos exiliados. Entre aquellos hombres estaba Vladimir Ilych Ulianov, más conocido como Lenin. Aunque Lenin provenía de una familia adinerada, ya tenía antecedentes familiares de agitación revolucionaria: su hermano mayor había sido ejecutado en la horca por intentar asesinar al zar Alejandro III en 1887. Cuando se enteró de la abdicación del zar, Lenin estaba viviendo en Zurich, y los alemanes se encargaron de trasladarlo a Rusia con la esperanza de que su «Belcebú» pudiera ayudarlos a expulsar al «diablo» Nicolás II.157 La apasionada discrepancia de Lenin con los llamamientos de Kerensky a continuar la guerra le proporcionó un importante punto de encuentro con los alemanes, que lo situaron entonces en posición de hacerse con la jefatura del partido bolchevique. Lenin abogaba por el fin inmediato de la guerra y prometía llevar «pan, tierra y paz» al pueblo ruso. Al día siguiente de su llegada a Rusia publicó un editorial en el periódico bolchevique Pravda, en el que proclamaba la intención de su partido de no cooperar con el gobierno provisional y de hacerse con el poder, si fuera necesario, por la fuerza. Desde las líneas del frente, Brusilov advirtió de la creciente influencia entre sus soldados de las ideas y la retórica de Lenin. Los llamamientos a continuar la guerra de Kerensky habían cohesionado momentáneamente a los soldados de Brusilov,

pero aquello «no era en absoluto lo que los soldados tenían en mente» para el largo plazo. Antes bien, empezaron a apreciar cada vez más el valor de la revolución propugnada por los bolcheviques, cuyo programa hasta el aristócrata Brusilov podía ver como de «una sencillez y franqueza maravillosas».158 La promesa de «paz, pan y tierra» de los Guardias Rojos bolcheviques contribuyó poderosamente a la abdicación del zar. Su promesa de sacar a Rusia de la guerra resultó tremendamente sugerente tanto para los obreros como para los campesinos. (© Corbis) Con los bolcheviques aumentando su poder e influencia a diario, Kerensky se decidió por lanzar una ofensiva, convencido de que había unido ya a los soldados rusos y les había dado un nuevo motivo para combatir. Una victoria en el 157 Holger Herwig, The First World War: Germany and Austria-Hungary, 1914-1918, Londres, Edward Arnold, 1997, pág. 334. 158 Alexei Brusilov, A Soldier's Nutebook, 1914-1918 (1930), Westport, Connecticut, Greenwood Press, 1971, págs. 304-305. campo de batalla sobre los Imperios centrales, razonó, restablecería la posición de Rusia y le daría a él —lo cual era igual de importante— alguna influencia contra los elementos internos más radicales del país. De tener éxito, la ofensiva también legitimaría al gobierno provisional a los ojos de británicos y franceses e incluso podría conducir a éstos a suministrar más armas a Rusia. Pero conseguir una victoria no sería fácil. En el frente oriental los Imperios centrales acumulaban 80 divisiones, frente a

sólo 45 debilitadas divisiones rusas. El gobierno de Kerensky no podía identificar con exactitud cuáles eran sus objetivos operacionales, aunque conocían al hombre a quien deseaban confiar el destino de Rusia. Kerensky le pidió a Alexei Brusilov que preparase la ofensiva, confiando en que pudiera repetir alguno de sus éxitos del año anterior. El propio Brusilov se mostró muy poco optimista: «A decir verdad -observó-, el propio gobierno no sabía con certeza lo que quería».159 Consciente de su abrumadora inferioridad en hombres y armamento, Brusilov se decidió por concentrar su intento frente a los agotados austríacos. Tal y como había hecho en 1916, Brusilov confiaba en ganar una batalla contra unas tropas mediocres, en este caso las del II y el III Ejército austríaco. Atacar a esas unidades también le permitía albergar la esperanza de tomar los campos petrolíferos de Drohobyczy, tras ellos, la ciudad de Lemberg, pletórica de significado simbólico. Brusilov ya había derrotado de forma aplastante en 1916 al comandante de ese sector, el mariscal de campo austríaco, nacido en Italia, Eduard Bóhm-Ermolli. Una vez que el héroe de 1915 volvió a tomar Lemberg, la carrera de Bóhm-Ermolli había caído en picado al año siguiente. Después de que las ofensivas de Brusilov aquel año hubieran aplastado las deficientes líneas de Bóhm-Ermolli, éste había sido relevado del mando ante la insistencia de los alemanes. Superada la crisis inmediata, la familia real austro-húngara convenció a los alemanes para que reconsiderasen su postura, y no sólo se permitió a Bóhm-Ermolli que regresara al II Ejército, sino que su cuartel general fue uno de los pocos del Ejército austrohúngaro que permaneció relativamente a salvo de la supervisión alemana. Más le hubiera valido al desafortunado mariscal de campo que alguien le hubiese aconsejado seguir

en la reserva, por cuanto iba a ser el objetivo de Brusilov una vez más. El 1 de julio de 1917 dos ejércitos rusos atacaron a las fuerzas austrohúngaras establecidas en Galitzia. Las tropas rusas estaban cansadas y andaban tan escasas de equipamiento que muchos hombres avanzaron sin rifles; sus mandos dudaron incluso de que llegaran a combatir. Los agitadores políticos bolcheviques se habían infiltrado entre la tropa, predicando la revolución y el amotinamiento, así que los oficiales recibieron la visión del avance de sus hombres hacia el enemigo con un suspiro de alivio. Pero los rusos no sólo avanzaron, sino que tuvieron un gran éxito. Tras romper las líneas enemigas en un frente de 72 km, en algunos lugares hicieron retroceder al enemigo 32 km. En parte, su victoria se produjo por la concentración que hizo Brusilov de hombres y piezas de artillería a lo largo del eje principal del ataque. Al despojar de recursos a otros frentes, los rusos disfrutaron de una ventaja numérica tanto en hombres como en proyectiles que podían disparar contra la zona inmediata del ataque. Los rusos introdujeron también a la llamada Legión Husita, una unidad integrada por hombres reclutados entre los prisioneros de guerra austrohúngaros de ascendencia checa y eslovaca. Estos hombres, que creían estar luchando por la creación de un estado checoeslovaco independiente después de la guerra, gozaban de una moral alta. Los rusos los colocaron justo enfrente de la XIX División de Infantería austrohúngara, que también estaba integrada por un elevado número de checos. En lugar de combatir contra sus compatriotas, un buen número de hombres de la XIX División salieron huyendo o se rindieron.160 Sin embargo, y como había ocurrido con tanta frecuencia en esa guerra, una penetración temporal no condujo a

ninguna otra ganancia mayor. De nuevo, las dificultades para el suministro y la ausencia de algún objetivo decisivo limitaron el éxito de los atacantes. El avance de los rusos los situó en zonas sin defensas terrestres, lejos de sus suministros y expuestos a la dureza de los contraataques del enemigo. Estos ataques se produjeron el 19 de julio bajo el mando del general Max Hoffmann, el mismo que había desempeñado un papel tan decisivo en la derrota aplastante de los rusos en Tannenberg en 1914. Su fuerza de contraataque contaba con un gran apoyo artillero y estaba compuesta de nueve divisiones alemanas y dos austrohúngaras. A Brusilov no le quedó más remedio que empezar a retroceder hasta sus líneas iniciales. El fracaso de esta ofensiva acabó con el mando de Brusilov. Agotado tanto física como emocionalmente, dimitió como jefe de las fuerzas rusas en favor del general monárquico Lavr Kornilov. Como comandante en jefe del ejército, Kornilov hizo un uso excesivo de la pena de muerte con los soldados sospechosos de haber desertado o desobedecido las órdenes. Sus grandilocuentes discursos políticos exigiendo el regreso del zar lo hicieron parecer una amenaza para el mismo gobierno al que se suponía estaba sirviendo. Bajo el mando de Kornilov, la capacidad de combate del Ejército ruso disminuyó aún más, mientras la situación política en Petrogrado se debilitaba por momentos. Kerensky comprendió que su frágil gobierno de compromiso tal vez no tuviera la fuerza para sobrevivir a otra crisis. 159 Brusilov, citado en Lincoln, op cit, pág. 408. 160 Herwig, op. cit., págs. 334-335.

La crisis que Kerensky temía se produjo en septiembre, en la ciudad portuaria de Riga, en el mar Báltico, situada a unos 320 km al sur de Petrogrado. Los alemanes encabezaron su ataque a Riga con un destacamento de asalto recién organizado. El éxito obtenido por las tropas de asalto en Verdún indujo la creación de quince batallones de asalto en febrero de 1917. Todos los hombres eran voluntarios, y, a cambio de la mayor peligrosidad de su cometido, recibían doble ración y permisos extras, además de estar exentos de los trabajos de fajina y de las guardias. La aparición de las ametralladoras ligeras, los lanzallamas y los morteros ligeros dio a esas tropas la potencia de fuego móvil necesaria para atravesar la tierra de nadie y penetrar por la retaguardia de las líneas enemigas.161 Estas tácticas fueron desarrolladas por varios ejércitos, aunque resultaron especialmente efectivas en los espacios más abiertos del frente oriental. Dada la baja moral de las tropas rusas y del lamentable estado material en el que se encontraban, un ataque

coordinado, llevado a cabo por soldados de élite, podía producir unos resultados descomunales. Los dos hombres asociados con más frecuencia a estas tácticas novedosas fueron el general Oskar von Hutier y el coronel Goerg Bruchmüller. Aquél perfeccionó el concepto de la preparación de pequeños grupos de soldados de élite que se infiltrarían en las líneas enemigas y destruirían sus sistemas de comunicaciones y suministros. Partiendo de innovaciones francesas, británicas e italianas, convenció al Estado Mayor alemán para que destinara importantes recursos al proyecto. Bruchmüller, que ya estaba retirado al estallar la guerra, se reveló como un importante innovador en la utilización de la artillería, y perfeccionó el uso del humo, el gas y los proyectiles convencionales para neutralizar los puestos de mando del enemigo, las zonas de concentración, los nudos de comunicación y los cruces de carretera. Los perfeccionamientos de los que ambos hombres fueron pioneros iban dirigidos a ganar las batallas aislando y rodeando al enemigo, en lugar de hacerlo mediante el combate individual. De esta manera creían que los alemanes podrían ganar una guerra en múltiples frentes contra una asociación de enemigos que, juntos, contaban con cantidades superiores de hombres y material. Alexader Kerensky (derecha) intentó encontrar un espacio intermedio entre la autocracia zarista y el bolchevismo. Su entusiasmo levantó durante un tiempo la moral de los rusos, pero el fracaso de su ofensiva de 1917 acabó con su gobierno. (© Colección Hulton-Deustch/ Corbis) En consecuencia, el 1 de septiembre de 1917 la artillería de Bruchmüller utilizó en Riga una diversidad de métodos

para apoyar el XIII Ejército de Hutier. La artillería empezó disparando 20.000 proyectiles de gas a fin de aterrorizar o eliminar la oposición rusa. El gas presentaba la ventaja adicional de dejar el terreno intacto para el avance de las tropas de asalto. Los hombres especialmente entrenados de la vanguardia de Hutier cruzaron entonces el río Dvina en botes y tomaron la orilla norte. Una vez allí, dispararon varios cohetes para indicar el éxito de su misión y empezaron a construir un puente de pontones para permitir que la infantería regular cruzara el río tras ellos. Al ver los cohetes, los artilleros de Bruchmüller iniciaron una barrera móvil para cubrir el avance alemán. 161 Bruce Gudmundsson, Stormtroop Tactics: Innovation in the German War 1914-1918, Westport, Connecticut, Praeger, 1989, págs. 84-87. Tal y como Hutier y Brüchmuller habían predicho, el plan tuvo un éxito asombroso con un coste reducido. Seis divisiones de infantería cruzaron el río en un día, a las que siguieron otras tres la segunda jornada. Al tercer día de la operación, las fuerzas alemanas habían entrado en Riga. Con sólo 4.200 bajas, el XIII Ejército había infligido 25.000 bajas a los rusos y se había apoderado de más de 250 piezas de artillería, el equivalente a cinco divisiones enteras. Aunque el éxito se había logrado contra un ejército cansado y desmoralizado, la victoria de Riga representó una de las más decisivas y espectaculares de toda la guerra. Para celebrarlo, el gobierno alemán declaró la primera fiesta nacional desde la derrota de Rumania. Hutier y Bruchmüller parecían haber perfeccionado una nueva manera de hacer la guerra. Aunque ninguno de los elementos utilizados en Riga era, por separado, especialmente novedoso, la integración del sistema supuso un cambio

sustancial en las tácticas del campo de batalla. Por primera vez y a gran escala, la artillería, las tropas de asalto y la infantería convencional habían combatido juntas en un sistema integrado; si la fórmula se podía repetir, Riga auguraba un gran éxito. Después de Riga, Hindenburg ordenó que Hutier y Bruchmüller fueran asignados al frente occidental, donde empezaron a preparar a los ejércitos establecidos en Francia para que repitieran la magia de aquella victoria. Cuatro divisiones del XIII Ejército los siguieron, además de otras tres que se dirigían a Italia.162 Sin embargo, ni siquiera la toma de Riga prometía una rápida victoria alemana. El pavoroso invierno ruso se acercaba con rapidez, y pocos generales alemanes estaban lo bastante seguros como para predecir una toma fácil de Petrogrado o Moscú. El recuerdo de la campaña rusa de Napoleón un siglo antes todavía rondaba en la mente de los oficiales alemanes, así que el dilema de los dos frentes continuó. Para lo que sí se sintieron lo bastante seguros los alemanes fue para revocar su poca entusiasta oferta de crear un reino independiente de Polonia; el hecho de que los polacos no hubieran respondido a la oferta uniéndose al Ejército alemán decidió su destino. Alemania dividió Polonia entre ella (que ocupó el 90 % del territorio polaco) y Austria-Hungría (que se quedó con el 10 % restante) y transfirió la corona del rey de Polonia a la familia real austrohúngara. La segunda revolución rusa Lo que significaba Riga para los rusos estaba claro. La caída de la ciudad, a la que se consideraba desde hacía tiempo un semillero de agitación alemana, tenía sólo una importancia militar menor; sin embargo, las consecuencias para Kerensky y su gobierno fueron dramáticas. El fracaso de la ofensiva de 1917 y la pérdida de Riga demostraron que su plan de invertir

la posición de Rusia permaneciendo en la guerra había sido un fiasco. «Si la inestabilidad de nuestro ejército nos hace imposible mantener nuestras defensas en el golfo de Riga — exclamó Kornilov—, entonces el camino a Petrogrado estará expedito. No podemos permitirnos perder tiempo. No se puede desperdiciar ni un instante.»163 Pero los rusos no se ponían de acuerdo sobre la manera de resolver la crisis provocada por la caída de Riga. Muchos soldados, sobre todo de las minorías finesa, polaca y ucraniana, se rindieron en bloque y desertaron. Kornilov se contaba entre aquellos rusos que creían que el mejor rumbo que se debía seguir implicaba el retorno de la monarquía. Su envío de la caballería a Petrogrado en septiembre, en apariencia para protegerla de una incursión alemana, asustó a los líderes revolucionarios, que creyeron que el verdadero objetivo de Kornilov era la destrucción de la revolución propiamente dicha. El líder bolchevique León Trotsky reaccionó organizando a soldados, marineros y obreros urbanos simpatizantes en una fuerza de defensa de la Guardia Roja. Acto seguido, Kornilov envió más hombres a Petrogrado; aunque la mayoría, cansada, hambrienta y desmoralizada, se fue a casa sin más. La «rebelión» de Kornilov condujo a la caída del gobierno provisional y a la creación del vacío de poder que necesitaban los bolcheviques. A mediados de octubre, la jefatura bolchevique decidió hacerse con el poder en Petrogrado por la fuerza. «El tiempo de las palabras ha pasado —dijo Trotsky a una enorme audiencia en Petrogrado—. Ha llegado la hora de un duelo a muerte entre la revolución y la contrarrevolución.»164 El 7 de noviembre la Guardia Roja tomó posiciones en la ciudad y detuvo a los miembros clave del gobierno provisional, si bien Kerensky logró escapar bajo la protección de la bandera que ondeaba en el coche de un diplomático estadounidense. Al terminar el

día, los bolcheviques tenían el control del gobierno. El nuevo gobierno de Lenin no se demoró en proclamar sus intenciones de acabar con la participación rusa en la guerra y dar por canceladas sus deudas de guerra con los aliados. Acto seguido, publicó las condiciones de muchos tratados secretos encontrados en el Ministerio de Asuntos Exteriores, incluidos aquellos que prometían el apoyo aliado para que Rusia consiguiera el control sobre Constantinopla. Los bolcheviques no tardaron en convertirse en un problema político de primer orden para los aliados. Los tratados secretos demostraron ser un verdadero engorro para los diplomáticos británicos y franceses, que intentaron mantener la posición de superioridad moral, sobre todo con su nuevo socio, Estados Unidos. En consecuencia, los aliados se apresuraron a iniciar un activo programa de apoyo de los enemigos más poderosos de Lenin, 162 Ibid., págs. 114-125. 163 Kornilov, citado en Lincoln, op. cit., pág. 417. 164 Trotsky, citado en Lincoln, op cit., pág. 433. las fuerzas antirrevolucionarias «blancas», comandadas por muchos antiguos oficiales zaristas, entre ellos Kornilov. La toma del poder por los bolcheviques planteó a Alemania tantas oportunidades como desafíos. El haber introducido a Lenin en la vorágine rusa había conducido, tal y como habían esperado los alemanes, al derrumbamiento del gobierno provisional pro aliado. Sin embargo, el llamamiento de los bolcheviques a la revolución mundial, prometía tener una grave reacción violenta en Alemania, donde ya existían los espartaquistas, un movimiento pequeño, aunque resuelto, de tendencia bolchevique. Este movimiento se había opuesto a la participación continuada de Alemania

en la guerra y empezó a reclutar adeptos entre las clases urbanas trabajadoras. Muchos alemanes encontraron enseguida motivos para lamentar su conexión con el Belcebú ruso. La oportunidad radicaba en la evidente disposición de Lenin a terminar la guerra. En diciembre, los dos bandos iniciaron las negociaciones conducentes a un armisticio en el frente oriental, reuniéndose en la ciudad de Brest-Litovsk, a la sazón en manos alemanas. Si los alemanes hubieran estado dispuestos a ofrecer a Lenin unas condiciones razonables, es posible que éste hubiera aceptado rápidamente. Sin embargo, los alemanes vieron entonces la oportunidad no sólo de lograr sus objetivos de Kreuznach, sino, tal vez, de obtener incluso algo más. El ministro de Asuntos Exteriores alemán, Richard von Kühlmann, comunicó a Trotsky que Rusia, como nación derrotada, no podía esperar negociar en igualdad de condiciones. El kaiser vino a decir lo mismo, aunque con menos elegancia, cuando afirmó con un bramido que Alemania «aporreará con puño de hierro y espada brillante las puertas de aquellos que no tendrán paz».165 Los ejércitos alemanes siguieron avanzando y, en febrero de 1918 llegaron a 112 km de Petrogrado, tomando la ciudad portuaria de Odessa, en el mar Negro, como paso previo a la ofensiva contra las fuerzas británicas en Persia. En una reunión celebrada en febrero en Bad Homburger, los alemanes ya estaban planeando algo más. Hindenburg exigió la anexión y ocupación de los Estados Bálticos «para facilitar la maniobrabilidad de mi ala izquierda en la siguiente guerra». Ludendorff anunció que tenía las promesas de ricos industriales alemanes para financiar una expansión alemana aún mayor. Aquellos hombres, proclamó, proporcionarían dos mil millones de marcos para la conquista y explotación de

Armenia, Georgia y el petróleo de la región del mar Caspio. Puesto que ya habían servido a los propósitos de Alemania, y ayudado a expulsar al zar, el kaiser propuso librar una guerra contra los bolcheviques, para perseguirlos y matarlos como «en una cacería de tigres»;166 los éxitos en el este no habían hecho más que avivar las ansias de la minoría dirigente alemana. Lenin era partidario de detener el avance alemán concediendo a Alemania todo lo que pidiera en Brest-Litovsk. Trostky, aunque consciente de la inutilidad de intentar seguir luchando, propuso, no obstante, perder tiempo a fin de aumentar las oportunidades de una revuelta pro bolchevique entre los soldados del Ejército alemán o en la misma Alemania. Sin embargo, la revolución alemana de Trostky sólo existía en sus pensamientos; por lo tanto, los argumentos de Lenin a favor de la capitulación acabaron prevaleciendo. El 3 de marzo Rusia expuso a la delegación alemana su intención de firmar el tratado de paz en los términos propuestos por Alemania. El delegado ruso, Gregori Sokolnikov, se puso en contacto con el general Hoffmann y le pidió que detuviera las hostilidades de inmediato, en lugar de esperar a la firma formal del tratado. Hoffmann se negó, así que Sokolnikov llegó a Brest-Litovsk e informó a los alemanes de que firmaría «una paz que Rusia se ve forzada a aceptar con los dientes apretados».167 La participación de Rusia en la guerra había acabado; su guerra civil entre los Blancos y los Rojos estaba a punto de empezar. Junto con el tratado de Bucarest, firmado poco después, el de Brest-Litovsk demostró a los aliados el elevadísimo coste de perder la guerra. En virtud de las condiciones del tratado, Rusia entregaba sus antiguos territorios de Finlandia, Ucrania, Besarabia, los estados bálticos, Galitzia y toda la península de Crimea. En total, Rusia perdía casi

dos millones seiscientos mil kilómetros cuadrados y 62 millones de habitantes. Por cierto, gran parte de esta población no era rusa desde el punto de vista étnico, aunque tampoco eran muchos los alemanes que englobaba. Rusia también entregó a Alemania enormes reservas de petróleo, grano, locomotoras, cañones pesados y munición, suministros que los alemanes preveían utilizar para compensar el bloqueo británico y preparar una ofensiva en 1918 contra el frente occidental. Los alemanes esperaban que Brest-Litovsk mejorase su posición en el oeste, al permitir el traslado de gran cantidad de hombres y material al frente occidental. Sin embargo, la crueldad del trato prodigado a los territorios recién ocupados impidió la asignación en masa de tropas. Los hambrientos campesinos se negaron a cooperar con los alemanes comerciando con el grano, y mucha gente no aceptaba sin más la sustitución de sus antiguos amos, los Romanov, por los nuevos, los Hohenzollern. A raíz del descontento en el este, los planes alemanes de trasladar a 45 divisiones desde Rusia a Francia entre noviembre de 1917 y marzo de 1918 tuvieron que revisarse a la baja, quedando reducidas a 33 divisiones. Una política de ocupación más indulgente en el este habría liberado a muchas más tropas, pero semejante política no habría sido consecuente con los objetivos expansionistas alemanes. El resultado fue que los alemanes siguieron sin ser capaces de 165 Guillermo II, citado en Halsey, op. cit., vol. 7, pág. 332. 166 Guillermo II, citado en Herwig, op cit,, pág. 383. 167 Sokolnilov, citado en Lincoln, op. cit., pág. 502.

resolver su dilema de los dos frentes.168 León Trotsky (en el centro, con bufanda) llegó a Brest-Litovsk para negociar con Alemania. Sabedores de que Rusia estaba al borde del desmoronamiento, los alemanes pudieron imponer unas tremendas condiciones que Trotsky no tuvo más remedio que aceptar. (© Corbis) La situación en Ucrania mostró más claramente la realidad de esos problemas. El hecho de que los bolcheviques no estuvieran dispuestos a apoyar los deseos independentistas de los ucranianos condujo a una guerra civil en la región y al establecimientos de varios gobiernos rivales al mismo tiempo. En febrero de 1918 los alemanes reconocieron a uno de ellos a cambio de que les proporcionara grano y minerales durante casi seis meses, así como de liberar a los ucranianos que se encontraban en los campos de prisioneros de los Imperios centrales. La reacción de los bolcheviques consistió en

invadir Ucrania, ocupando Kiev y persiguiendo al gobierno patrocinado por los alemanes. En marzo Alemania y Austria respondieron con su propia invasión, no tanto por su preocupación hacia los ucranianos como por su deseo de garantizar el flujo de los suministros prometidos. La ofensiva funcionó, pero los campesinos ucranianos, temiendo que otro ejército atravesara sus campos en un futuro próximo, se mostraron reacios a volver a sus granjas. Los alemanes decidieron entonces eliminar al intermediario y disolvieron al mismo gobierno en cuya formación había desempeñado un papel tan decisivo. El mariscal de campo Hermann von Eichhorn y su asistente, Wilhelm Groener, declararon la ley marcial y colocaron un nuevo gobierno marioneta presidido por un antiguo general de los cosacos zaristas, Pavlo Skoropadsky. Los alemanes y sus aliados ucranianos intentaron restaurar el orden, pero el conservadurismo social de Skoropadsky, el antirrepublicanismo del gobierno y la evidente dependencia de los alemanes socavaron tales esfuerzos y condujeron a más violencia. Los agitadores bolcheviques se aprovecharon del descontento de los ucranianos con Skoropadsky, argumentando que el futuro de Ucrania radicaba en una relación renovada con el nuevo régimen de Rusia. Tal opción no era del agrado de la mayoría de los ucranianos, pero los fracasos manifiestos del gobierno de Skoropadsky seguían acumulándose. El descontento con los ocupantes alemanes también fue en aumento y culminó el 30 de julio con el asesinato de Eichhorn a manos de un nacionalista ucraniano. La agitación en Ucrania obligó a los alemanes a dedicar más recursos de los que les habría gustado. Los Imperios centrales tenían destacados allí un total de 650.000 soldados, que consumían más comida que la que

Ucrania exportaba a Alemania. Por lo tanto, los trastornos en Ucrania impidieron a los alemanes, tanto directa como indirectamente, recoger la tremenda cosecha que habían esperado; de manera aproximada, se podría cifrar que sólo llegaron a ver una décima parte del grano que habían previsto.169 Pero los sufrimientos de Ucrania tampoco habían acabado. La república se convirtió en 168 Tim Travers, «Reply to John Hussey: The Movement of German Divisions to the Western Front, Winter 1917-1918», War i n History, vol. 5, N° 3, 1998, pág. 168. El debate en War in History entre Travers, Hussey y Giordon Fong demuestra que el tema sigue siendo controvertido. Las estimaciones de Travers parecen las más razonables de las tres. 169 Hewig, op. cit., pág. 386. un campo de batalla de importancia entre las fuerzas Rojas y Blancas en el transcurso de la guerra civil rusa y fue escenario de una hambruna terrible en los años de entreguerras. No obstante la duradera agitación en el este, los alemanes habían disfrutado allí de una sucesión notable de victorias; también habían probado un sistema táctico nuevo que había producido unos resultados devastadores. Su tarea en aquel momento consistía en ajustar tal sistema a las condiciones de los frentes restantes, en especial en Italia y en el frente occidental. Además, supieron que tendrían que ganar la guerra con rapidez, puesto que unas cantidades enormes de descansados y entusiastas soldados norteamericanos estaban empezando a llegar a Francia. Por suerte para Alemania, 1917 había sido un año terrible para los aliados en el frente occidental, lo que daba a los alemanes el respiro que necesitaban para volver a adaptarse y prepararse para lo que sabían sería el año decisivo.

Capítulo 9 Salvación y sacrificio La entrada de los norteamericanos, la cresta de Vimy y el Chemin des Dames El general Nivelle está convencido de que puede, y que obtendrá, un resultado decisivo. ¿Debería uno preguntarle en qué basa su confianza? Yo lo hice, no porque no lo creyera capaz del éxito que todos deseábamos, sino porque ya habíamos oído el mismo lenguaje con anterioridad a otras ofensivas que no obtuvieron ningún éxito particular. [Me respondió que] ya es posible emplear otros métodos. Informe del diplomático británico lord George Curzon sobre una reunión celebrada en Londres el 15 de enero de 1917170 El general francés Roben Nivelle, un raro protestante francés, de padre medio italiano y madre inglesa, había seguido una carrera militar aceptable, aunque nada espectacular, antes de la guerra. Ascendido a coronel en 1914, había obtenido el mando de un regimiento de artillería, pero se encaminaba hacia el retiro cuando la guerra provocó la prolongación de su carrera. A lo largo de sus treinta y nueve años de servicio, Nivelle no había gozado de demasiadas simpatías entre sus iguales a causa de su supuesto prejuicio anticatólico, un rasgo conflictivo cuando tantos oficiales de alto rango franceses, como Foch y Castelnau, eran católicos devotos. Su fama como uno de los mejores jinetes del ejército le fue de notable

utilidad en la plaza de armas, aunque no tardó en hacerse evidente que sus habilidades ecuestres no eran necesarias en el campo de batalla moderno. Sin embargo, sus buenas dotes de mando en combate durante los primeros meses de la guerra lo llevaron a una rápida promoción en el escalafón. Sus baterías de artillería en el VI Ejército habían desempeñado un papel trascendental en la batalla del Marne durante 1914; sus superiores, impresionados por la creativa utilización táctica de las piezas de artillería de campaña de la que hizo gala, lo ascendieron a general de división en 1915. En Verdún, Nivelle se convirtió en un apellido familiar, al conseguir recuperar posiciones fundamentales como los fuertes de Douaumont y Vaux con un coste relativamente bajo. El talento, la habilidad y el innovador concepto con que había desempeñado cada uno de sus nuevos cometidos respaldaron su afirmación de que había descubierto una fórmula nueva para combatir en la guerra moderna. Tal cualidad le permitió sobresalir junto a comandantes de mayor rango como Foch, Franchet d'Esperey y Castelnau, que carecían de ideas nuevas. A mayor abundamiento, la confianza de Nivelle presentaba un acusado contraste con la prudencia extrema de generales como Fayolle y Pétain. Nivelle era el único que afirmaba poder ganar la guerra con rapidez y a un coste relativamente bajo. Nivelle prometía también mejorar las relaciones del Ejército francés con sus aliados británicos. El hecho de tener una madre británica, permitía a Nivelle comprender las costumbres sociales de las islas y hablar un inglés fluido y castizo; que su abuelo materno hubiera combatido como oficial bajo el mando del legendario duque de Wellington, no hizo sino granjearle aún más el aprecio de los oficiales y políticos británicos. (En aras de la armonía aliada,

era mejor no pensar demasiado en la ironía de que Wellington hubiera sido el responsable de la derrota de la Francia napoleónica en Waterloo 170 Citado en Pierre Miquel, Le Chemin des Dames: Enquíte sur la Plus Effroyable Hecatombe de la Grande Guerre, París, Perrin, 1997, pág. 95. en 1815.) El oficial de enlace del Ejército británico con el cuartel general francés pensaba que Nivelle era «inteligente, convincente y tranquilo». David Lloyd George, a la sazón primer ministro británico, lo consideraba el militar más brillante del Ejército francés: «¡He aquí, por fin —exclamó en una ocasión—, un general cuyos planteamientos puedo comprender!».171 Lloyd George veía también en Nivelle una oportunidad de menoscabar la autoridad de su propio comandante, Douglas Haig. El primer ministro no había apoyado nunca a Haig, pero tenía la sensación de que los lazos del mariscal de campo con la familia real y con los políticos conservadores, de quienes dependía el gobierno de coalición que presidía, hacían imposible su destitución. La sangría del Somme convenció a Lloyd George de que Haig era un «burro», cuya falta de imaginación a la hora de planificar provocaba la pérdida innecesaria de soldados británicos.172 El mandatario británico había humillado públicamente a Haig al viajar hasta Francia y reunirse con Foch para preguntarle las razones de que las fuerzas francesas hubieran avanzado en el Somme más que las británicas (Foch se había negado a responder). Si a Lloyd George no le quedaba más remedio que mantener a Haig como comandante de las fuerzas británicas, al menos podía subordinarle colocándolo por debajo de un mando conjunto aliado a las órdenes de Nivelle. «Nivelle ha demostrado en

Verdún ser un hombre con mayúsculas —le dijo Lloyd George a su secretario particular—, y cuando uno tiene a todo un hombre frente a otro que no ha demostrado su valía, pues bien, apoya al hombre con mayúsculas.»173 Aunque dispuesto a coordinar sus acciones con los aliados franceses e, incluso, a aceptar que éstos marcaran la estrategia general, Haig insistió en mantener el control absoluto sobre las operaciones británicos. Lloyd George tendió una trampa a Haig en la conferencia de Calais, celebrada el 26 de febrero de 1917. Lloyd George planeó utilizar la conferencia —concebida, en un principio, para la prosaica aunque importante función de coordinar la logística ferroviaria— para darle a Nivelle el control sobre todas las operaciones aliadas en el frente occidental. El primer ministro británico había preparado ya un informe en el que le otorgaba a Nivelle el control sobre las operaciones, suministros y administración de los británicos desde el 1 de marzo. Antes de partir para Calais, había conseguido en secreto la aprobación del plan por el consejo de ministros, aunque, a ese respecto, había mantenido al jefe del Estado Mayor general del imperio, el general William Robertson, completamente a oscuras. Nada más comenzar la conferencia, Lloyd George se deshizo a toda prisa de los expertos ferroviarios; entonces, él y Nivelle presentaron el plan conjunto al unísono, dejando a Haig sin más autoridad que la de ejecutar las órdenes de Nivelle. Haig, al que nunca le había fascinado Nivelle, reaccionó con horror; él y Robertson, que detestaban por igual a Lloyd George, se quedaron atónitos. Después de concluir la reunión, Haig se quejó del plan de Lloyd George de subordinarlo a Nivelle en una carta personal al rey Jorge V. Este prometió apoyarlo, pero le dijo que bajo ningún concepto podía crear una

crisis de autoridad dimitiendo como había amenazado hacer. Robertson intervino, y obtuvo el consentimiento de Lloyd George de mantener en vigor las condiciones sólo mientras durase la ofensiva prevista para la primavera. En la práctica, Nivelle rara vez insistió en supervisar las operaciones británicas, siempre y cuando éstas se ajustaran a su visión estratégica general. A Nivelle, su comportamiento político le fue más útil con los políticos franceses que con los generales británicos. En agradecimiento por la confianza inicial depositada en él, creó una atmósfera de transparencia en el cuartel general francés, que, a tal fin, trasladó desde el palaciego castillo de Chantilly de Joffre a unas dependencias más pequeñas y menos majestuosas cerca del frente de Beauvais. Al contrario que aquél, que en una ocasión había amenazado con detener a los políticos que aparecieran por sus instalaciones sin previo aviso, Nivelle les daba la bienvenida y les acompañaba personalmente en una visita guiada por el cuartel general, mostrando una sagacidad política y un carisma del que Joffre, a todas luces, carecía. Nivelle tenía también un don especial para los símbolos y el lenguaje, y en una de sus reformas lingüísticas más espectaculares, cambió el nombre del GAR, acrónimo del Groupe d'Armées de Reserve [Grupo de Ejércitos de Reserva], por el del más agresivo y sonoro de Groupe d'Armées de Rupture [Grupo de Ejércitos de Ruptura]. Nivelle aspiraba a destruir todo el saliente de 112 km de longitud que, sobresaliendo hacia el oeste, se introducía en las líneas aliadas desde Arras a Craonne. Con esa idea, pidió a los británicos que atacaran la curva septentrional del saliente poco antes de que las fuerzas francesas atacaran la meridional, de manera que el doble ataque impidiera que los alemanes

se concentraran en uno de los dos. Mediante los métodos que aseguraba haber perfeccionado en Verdún, conseguiría «una ruptura [de las líneas alemanas] en un plazo de veinticuatro a cuarenta y ocho horas con el impacto de un ataque rápido». De esta manera, Nivelle esperaba forzar al enemigo a retirarse de todo el saliente. Su Estado Mayor se pasó los primeros meses de 1917 entrenando a los hombres en los nuevos métodos, reuniendo los suministros necesarios, construyendo 171 Lloyd George, citado en C. R. M. K. Crutwell, A History of the Great War, 1914-1918, Oxford, Clarendon Press, 1934, pág. 398. 172 James Marshall Cornwall, Ilais Military Commander, Nueva York, Grane, Russell and 1973, pág. 84. 173 Lloyd George, citado en A. J. P. Taylor (comp.), Lloyd George: A Diary by Frunces Stevenson, Nueva York, Harper and Row, 1971, pág. 139. carreteras e inculcando en las fuerzas francesas un espíritu de «violencia, brutalidad y rapidez».174 Como muestra de su confianza, el gobierno asignó nuevos destinos a diversos generales en los que Nivelle no confiaba mucho. Así, a Foch, el antiguo comandante del Grupo de Ejércitos del Norte, le encomendó la ímproba tarea de preparar un plan de guerra para el supuesto, harto improbable, de una violación de la neutralidad suiza por parte de los alemanes. Marie-Emille Fayolle, que contaba con las simpatías de la tropa porque no ordenaba ataques innecesarios, fue ascendido y se le dio el mando del Grupo de Ejércitos del Centro, la antigua unidad de Nivelle en Verdún. En realidad, Nivelle quería a Fayolle en el sector de Verdún porque no preveía que se produjera ningún ataque allí; por lo tanto, Fayolle empezó 1917 en una relativa inactividad. Por una feliz coincidencia, el gobierno francés decidió enviar a Joffre a una gira de

conferencias por Estados Unidos; por lo tanto, el antiguo comandante en jefe no estaría por allí en medio, husmeando por encima del hombro de su sustituto. Nivelle creía que la clave para romper el frente occidental radicaba en una sierra que se levantaba entre los ríos Aisne y Ailette. Por allí discurría un camino rural panorámico conocido como Chemin des Dames (el Camino de las damas), llamado así en honor de las hijas de Luis XV, para quienes la zona había sido un lugar predilecto para pasear a caballo y organizar comidas campestres. Allí, la línea del frente discurría de oeste a este, siguiendo el río, y no de norte a sur, como en la mayor parte del frente occidental. Nivelle confiaba en que, debido a que la región había permanecido en calma durante gran parte de la guerra, las defensas alemanas en la zona fueran insuficientes para oponer resistencia a los hombres entrenados para ejecutar sus nuevos métodos. Pero, igual que el magnífico paisaje que se veía desde el camino había ofrecido a las hijas de Luis XV un agradable paseo a caballo, también proporcionaba a los defensores alemanes una cofa perfecta —a 600 m de altura sobre las llanuras de abajo— desde la que observar los movimientos franceses. Los alemanes, además, habían defendido la región desde 1914 y conocían cada grieta y ladera a la perfección. Los alemanes habían empezado ya a socavar los principios del plan de Nivelle al retirarse a un poderoso y equipado conjunto de defensas al que conocían como Línea Sigfrido, y los aliados, como Línea Hindenburg. En algunos lugares, la retirada hacia la Línea Hindenburg obligó a los alemanes a ceder hasta 64 km, pero al fortalecer la línea y retirarse a unas defensas más sólidas, liberaron hasta 13 divisiones de infantería de sus obligaciones de defensa estática. A medida que se iban retirando, los alemanes destruyeron todo cuanto encontraron a su paso, envenenando los pozos

de agua, arrasando los edificios, poniendo bombas trampas y dinamitando los puentes. En febrero de 1917 las fuerzas australianas entraron en la ciudad de Bapaume, importante objetivo de la ofensiva del Somme, sin disparar un solo tiro; la ciudad era una completa ruina. La construcción de la Línea Hindenburg, en su mayor parte realizada por prisioneros de guerra obligados a trabajos forzados, supuso que, al evacuar gran parte del saliente de forma voluntaria, los alemanes habían eliminado las justificaciones estratégicas de la ofensiva de Nivelle. Este anunció que su ofensiva seguiría adelante a pesar de todo de acuerdo con lo previsto, aun cuando eso significaba que entonces las fuerzas aliadas tendrían que atacar unas posiciones mucho más fuertes. Nivelle creía que sus 49 divisiones de infantería y las 5.300 piezas de artillería, en combinación con sus nuevas tácticas, se revelarían suficientes para superar las defensas tanto de las mismas colinas del Chemin des Dames como las de la Línea Hindenburg que se levantaban detrás. Huber Lyautey, un héroe de las operaciones coloniales francesas nombrado ministro de la Guerra en diciembre de 1916, consideró que el plan era temerario e imprudente. Lyautey no había participado en la decisión de otorgarle el mando a Nivelle y no se sentía tan atraído por la personalidad del militar como el resto de los políticos franceses. Después de haber sido informado acerca del plan de Nivelle, se refirió a él de manera despectiva denominándolo «un plan para el ejército de la duquesa de Gerolstein», en referencia nada halagüeña, a una ópera cómica de 1867 de Jacques Offenbach.175 Lyautey consideró sustituir a Nivelle, pero se dio de bruces contra una dura oposición por parte de los poderosos miembros

del Parlamento francés. En parte para protestar por la ofensiva sin hacer públicas sus objeciones, Lyautey dimitió como ministro de la Guerra en marzo de 1917 y regresó a su puesto de gobernador general de Marruecos. La dimisión de Lyautey contribuyó a la caída del gobierno de Briand. El nuevo gobierno contaba entre sus miembros con el matemático y experto en aeronáutica Paul Painlevé como ministro de la Guerra. Este era el séptimo ministro de la Guerra desde 1914 y el primer civil en ocupar el cargo en ese tiempo. Painlevé transmitió a Nivelle sus preocupaciones acerca de la operación e informó al general de la ineficacia de su Estado Mayor a la hora de mantener el secreto. Varios elementos del plan, incluida la fecha de inicio, eran ya del dominio público en círculos parisinos en los que normalmente 174 Nivelle, citado en Allain Bernede, «Les F rancais a l'Assaut du Chemin des Dames, 16 avril 1917», 14-18: Le Magazine de la Grande Querré, n° 3, agosto-septiembre de 2001, págs. 6-15, cita en pág. 175 Lyautey, citado en Anthony Clayton, Paths of Glory: The French Army, 1914-1918, Londres, Cassell, 2003, pág. 125. En La grande Duchesse de Gerobteiti, la protagonista asciende al soldado Fritz, su último amante, a mariscal de campo. La opereta es una sátira del ejército y de su mecanismo de toma de decisiones. no se tenía acceso a esa clase de información; además, en Londres habían aparecido al menos diez copias del plan.176 Y eso que Painlevé ignoraba que los detalles del plan eran también del dominio alemán. En dos incursiones separadas contra las trincheras francesas, los alemanes habían conseguido apoderarse de varias copias íntegras del mismo; copias que, de manera inexplicable, se habían entregado a los oficiales de los refugios del frente. Nivelle siguió expresando su optimismo, y Painlevé, no queriendo provocar una crisis política de importancia apenas ocupado el cargo, cedió.

Painlevé no tardó en enterarse de que muchos generales franceses, entre ellos algunos de los que tenían la responsabilidad de dirigir los ataques, no compartían la confianza de Nivelle. Podría decirse que la oposición de Pétain formaba parte del acostumbrado pesimismo del general y de la desconfianza que sentía hacia cualquier cosa que contara con el apoyo de los políticos, pero no así de la del agresivo Franchet d'Esperey y la del muy respetado Joseph Micheler. El 4 de abril Painlevé se reunió con Nivelle para hacerlo partícipe de estas dudas y pedirle al general que recortara la ofensiva y sus objetivos. A sólo cinco días de iniciarse la fase artillera preliminar de la ofensiva británica, Nivelle protestó furiosamente y amenazó con dimitir si el gobierno imponía cambios a su plan. «Mi único temor —le dijo a Painlevé—, es el desalojo del enemigo. Cuantos más alemanes haya, mayor será la victoria.» El ministro volvió a transigir, pero le pidió a Nivelle que aceptara detener la ofensiva si no se producía la incursión en el Chemin des Dames antes de las cuarenta y ocho horas. Nivelle le dio su palabra de que así lo haría. «No tengo intención de reanudar la batalla del Somme», dijo Nivelle.177 Dos días después de la reunión, el 6 de abril de 1917, el Congreso de Estados Unidos aprobaba por abrumadora mayoría la petición del presidente Wilson de declarar la guerra a Alemania en respuesta a la reanudación de la guerra submarina ilimitada. Aunque a los estadounidenses les llevaría tiempo hacer sentir su presencia, la noticia recorrió Francia como una oleada de emociones. Para celebrar el acontecimiento, el primer ministro Alexandre Ribot pidió la convocatoria de una sesión especial de la Cámara de Diputados. Cuando se celebró, varios de los escaños aparecieron vacíos, porque los

hombres que los ocupaban normalmente habían partido para servir en el ejército; en otros había coronas de flores que conmemoraban las muertes en combate de aquellos (como Emil Driant) que los habían ocupado antaño. Cuando Ribot pronunció por primera vez la palabra «Norteamérica», los diputados «se levantaron al unísono» y se volvieron hacia el embajador de aquel país, William Graves Sharp, haciéndole reverencias con la cabeza y aclamándolo. En el ejército, los sentimientos no fueron menos intensos. Nivelle envió una carta al jefe del Estado Mayor norteamericano, el general Hugh Scott, que decía así: El Ejército francés ha oído con la emoción más profunda las nobles y conmovedoras palabras dirigidas por el presidente Wilson al Congreso. Su alegría es inmensa al enterarse de que el Congreso ha declarado la guerra a Alemania. Nuestro ejército mantiene fresco el recuerdo de la fraternidad militar sellada hace más de un siglo por Lafayette y Rochambeau en suelo estadounidense, y que se hará aún más firme sobre los campos de batalla de Europa.178 Según Robert Bruce, Estados Unidos «significaba para Francia algo más que un mero aliado nuevo; simbolizaba la salvación».179 A muchos franceses, la entrada de Estados Unidos les pareció un buen presagio para la ofensiva que estaban a punto de comenzar. El plan de Nivelle requería que los británicos iniciaran la ofensiva de primavera con un ataque cerca de la ciudad de Arras. La clave para Arras y la llanura de Douaí, situada al este, radicaba en la cresta de Vimy, una elevación de terreno con una cima de 100 hectáreas, y que en la actualidad posee a perpetuidad el Estado canadiense. El evidente valor

estratégico de la cresta de Vimy la convirtió en un importante premio para los alemanes durante la carrera hacia el mar. Más tarde, llegó a ser el escenario de tres batallas entre 1915 y 1916. En 1915 los franceses perdieron a casi 150.000 hombres en un intento inútil de retomarla; en 1916 el sector de Arras cayó en manos británicas como consecuencia de un acortamiento del frente francés, pensado para liberar más unidades que combatieran en Verdún y en el Somrne. Una ofensiva de los alemanes en mayo de aquel año recuperó Vimy para vergüenza de los generales británicos, que habían prometido conservarla. Aunque Haig seguía descontento por el acuerdo sobre el ejercicio del mando durante la primavera, se dio cuenta del valor de retomar tanto Arras como la cresta de Vimy, y asignó la tarca de apoderarse de esta última a uno de sus protegidos, el general Henry S. Horne, que estaba al mando del I Ejército británico. Para tomar un objetivo tan poderoso como la cresta de Vimy, Horne recurrió a su mejor unidad, el Cuerpo de canadienses, que estaba combatiendo casi como una fuerza 176 Cruttwell, op. cit., pág. 409. 177 Nivelle, citado en Bernede, op. cit., págs. 11-12. 178 Nivelle, citado en Robert Bruce, A Fraternity of Arrns: America y France in the Great War, Lawrence, University Press of Kansas, 2003, págs. 32-34. Los oficiales franceses marqués de La fayette y conde Jean Baptiste de Rochambeua habían ayudado a los norteamericanos a ganar la guerra de la independencia contra Gran Bretaña. 179 Ibid.

independiente a las órdenes de Ottawa, aunque comandada por un británico, el general Julián Byng. Veterano de la guerra Bóer, de la primera batalla de Ypres y de Gallípoli, Byng tenia cuatro divisiones de unos soldados canadienses que se habían ganado la fama de una eficacia y cohesión en el combate insuperables. Unos soldados de la Real Artillería de Campaña británica mueven a mano una pieza durante la preparación del asalto a la cresta de Vimy de abril de 1917. La artillería de campaña tenía encomendada la destrucción de las alambradas enemigas y el apoyo artillero directo durante la ofensiva. (Imperial War Museum, propiedad de la Corona, p. 396) El ataque contra la cresta de Vimy demostró la creciente complejidad de las operaciones militares británicas. El Real Cuerpo de Aviación británico consiguió primero la superioridad en el aire, lo que permitió a la artillería una meticulosa localización de los objetivos y una considerable mejora en la precisión de la descarga. Los artilleros británicos

concentraron un cañón pesado por cada 21 m de frente enemigo, en contraposición al cañón por cada 57 m del Somme.180 En la preparación artillera de una semana hubo menos proyectiles defectuosos y más de alto explosivo, lo que permitió que la artillería neutralizase un porcentaje mucho mayor de baterías enemigas que en cualquier otro momento de la guerra hasta entonces; también cortó las alambradas alemanas con mucha más efectividad que en el Somme. Asimismo, el trabajo del Estado Mayor experimentó una mejoría notable, en clara demostración de lo bien que los británicos habían asimilado las lecciones del Somme y de lo mucho que habían aprendido en los meses transcurridos. La preocupación alemana por el esperado ataque francés en las cercanías del Chemin des Dames abrió posibilidades de éxito para los británicos. Al redirigir sus fuerzas hacia el sector del río Aisne, los alemanes dejaron el de Arras débilmente protegido; en consecuencia, los británicos disfrutaron de la ventaja de disponer de cuatro divisiones de infantería más que los alemanes, aparte de su ya considerable superioridad en piezas de artillería. Por otro lado, el bombardeo artillero británico obligó a los mandos del VI Ejército alemán a retrasar tanto sus reservas que, en la práctica, no podían contraatacar. El ataque de la infantería empezó el domingo de Pascua 9 de abril, tras una cuidadosa preparación por parte de Byng y su Estado Mayor. El bombardeo con proyectiles de gas clavó a los alemanes en sus posiciones y mató a muchos de sus desprotegidos caballos, impidiendo así el reabastecimiento de munición y de otros suministros a los hombres del frente. Una barrera móvil de artillería protegió el avance de la infantería, cobertura que se vio reforzada por la intervención de 48 carros de combate, pese a que muchas de estas máquinas seguían aquejadas de diferentes problemas

mecánicos. Los canadienses atacaron la cresta y consiguieron unos resultados notables para una operación prevista en un principio como de diversión. Después de la primera hora, tomaron la línea alemana precedente, que estaba situada pocos metros más allá de la tierra de nadie. Los canadienses, tras lograr sobrepasar en su avance tres líneas alemanas situadas en la cumbre de Vimy, hicieron prisioneros a 9.000 alemanes y recuperaron toda la cresta, donde hoy se levanta uno de los monumentos más grandes del 180 Gary Sheffield, Forgotten Victory: The First World War; Myths and Realities, Londres, Headline, 2001, págs. 162-163.

frente occidental. El III Ejército británico llevó a cabo su ataque más cerca de Arras e hizo prisioneros a otros 4.000 alemanes. En total, entre las dos unidades se apoderaron de 200 piezas pesadas de artillería y consiguieron mover la línea

casi 5 km. Sin embargo, no se logró ninguna penetración. Aunque las líneas alemanas se mostraron vulnerables a los ataques iniciales, conservaron no obstante la fuerza suficiente para repeler una carga de caballería y evitar una incursión completa de los británicos. El mal tiempo del 2 de abril lentificó a estos últimos y dio a Ludendorff la oportunidad de encarar una situación que consideraba crítica. La toma de la cresta de Vimy supuso para los británicos la mayor ganancia territorial en un día hasta esa fecha. Había sido un ataque heroico y bien planeado, pero no condujo a mayores conquistas. Los alemanes fueron capaces de estabilizar sus líneas sin retirar hombres del sector del Chemin des Dames, y el impulso de las ofensivas británicas decreció enseguida. Los intentos aliados de apoderarse de los centros de comunicaciones de Douai y Cambrai fracasaron. Sin embargo, las fuerzas británicas voluntarias habían demostrado una destreza que impresionó a los alemanes. El príncipe heredero de Baviera, Rupprecht, al mando de todas las operaciones alemanas al norte del río Oise, confesó en su diario: «¿Tiene alguna utilidad proseguir con la guerra en tales circunstancias?».181 Para que el éxito británico en Arras tuviera una repercusión mayor sobre la guerra, Nivelle tendría que conseguir una victoria similar. A medida que se acercaba el 16 de abril, día escogido para el inicio de la ofensiva, la moral de los franceses aumentaba. Los norteamericanos se habían unido a la guerra, y los canadienses habían logrado una de las victorias más espectaculares del frente occidental al retomar la cresta de Vimy. Tal vez la inercia hubiera cambiado, y el ataque francés contra el Chemin des Dames se convirtiera, de hecho, en la última ofensiva de la guerra. «Una fiebre épica se ha apoderado de todos nosotros —señalaba un soldado francés—. Oficiales y soldados se niegan

a marcharse para no perderse la gran ofensiva.»182 Un general de división francés, llevado de su fe en el triunfo, había contratado a una banda de música para que interpretara La Marsellesa cuando su unidad entrara triunfante en la ciudad que tenían señalada como objetivo principal para el primer día. Nivelle y sus partidarios creían que las circunstancias rara vez habían favorecido tanto a un general en toda la historia de la guerra. Al igual que su homólogo australiano John Monash, el canadiense Arthur Currit; fue ascendiendo de rango a pesar de no ajustarse al ideal británico del militar. En un premeditado intento por potenciar este distanciamiento, se negó a dejarse crecer el bigote que lucían sus iguales británicos. (Australian War memorial, negativo N° H06979)

El Chemin des Dames Pero no todos los indicios eran positivos. Un avión alemán había sobrevolado las líneas alemanas, dejando caer una nota que decía: «¿Cuándo van a empezar su ataque?».183 Una mezcla de nieve, lluvia y niebla convirtió el terreno en una ciénaga de barro frío. El mal tiempo puso fuera de servicio a los 500 aviones y 40 globos de observación de la flota francesa, la mayor que habían conseguido reunir hasta la fecha. Por si fuera poco, la maniobra de diversión de la cresta de 181 Rupprecht, citado en Cruttwell, op. itt., pág. 405. 182 Citado en Bernéde, op. cit., pág. 12. 183 Citado en ibid., pág. 12.

Vimy no había conseguido —como era la esperanza de Nivelle— que los alemanes retiraran fuerzas del Chemin des Dames. Y como golpe final, un sargento de uno de los ejércitos franceses que llevaba una copia completa del último plan a su regimiento, fue hecho prisionero de guerra a consecuencia de una incursión de trincheras alemana. Por lo tanto, no

había ni que hablar de factor sorpresa. Al enterarse del plan aliado por adelantado, los alemanes no sólo supieron cuándo atacarían los franceses, sino también cómo detenerlos. Los pilotos alemanes habían visto lo suficiente antes de que cerrara la niebla para proporcionar a su Estado Mayor una imagen precisa de la disposición de las fuerzas francesas. Las tropas alemanas procedieron entonces a reforzar los emplazamientos de hormigón en los que tenían instaladas las ametralladoras con campos de fuego cerrado, afianzaron también las cuevas de caliza naturales en las que tenían previsto protegerse de la artillería francesa y, asimismo, trasladaron más hombres al sector desde la reserva general, multiplicando por cinco el número de fuerzas en el Aisne. Mientras que en febrero los alemanes habían tenido sólo 9 divisiones en el sector para enfrentarse a 44 divisiones francesas, en abril disponían de 43. Muchas de estas divisiones estaban especialmente entrenadas para realizar contraofensivas, una muestra de la confianza de los alemanes en su capacidad para repeler el ataque. Aun así, Nivelle no perdía el optimismo, y modificó su famoso grito de Verdún: «On les aura» («Los atraparemos») por «On les a» («Ya los tenemos»). El y el agresivo general Charles Mangin confiaron la primera oleada del ataque a los veteranos de las unidades que habían demostrado su valía en Verdún y, entre ellas, incluyeron a las tropas coloniales preferidas de Mangin. Para mantenerse a la par de la barrera móvil de la artillería, aquellos hombres tendrían que avanzar cuesta arriba, en un terreno enlodado y a un paso de cien metros cada tres minutos para cruzar un frente completo de unos 24 km. El VI Ejército de Mangin formaba la parte más occidental del ataque y era el responsable de la toma de la posición individual más poderosa de la línea, el fuerte de Malmaison. En el centro se situaba el X Ejército del

general Denis Duchéne. Graduado en la Academia Militar de St. Cyr, Duchéne pertenecía a la vieja escuela para la que la ofensiva era el único medio de conducirse en la guerra. La parte más oriental del frente pertenecía al V Ejército, que estaba bajo el mando de un general de caballería cuya falta de familiaridad con la infantería y la artillería había hecho que sus subordinados no confiaran en él. El día del ataque amaneció con unas condiciones climatológicas aún peores. El tiempo nublado y nevoso volvió a dejar a la aviación francesa fuera de servicio, lo que significaba que los artilleros tenían que disparar contra las últimas posiciones conocidas de sus objetivos, circunstancia que los alemanes aprovecharon trasladando muchos de sus cañones. De este modo, el fuego de la artillería francesa ni podía hacer impacto en sus objetivos ni corregir su fuego a partir de la información proporcionada por los pilotos. La lluvia helada hizo sufrir de manera especial a los soldados franceses; la mayoría llevaba varios días sin dormir. Aun así, abandonaron las trincheras con una moral bastante alta; una batalla más, y el frente occidental tal vez acabaría rompiéndose de una vez. En contra de las optimistas proclamaciones de Nivelle, los ataques franceses de 1917 en Champaña acabaron en unos cruentos desastres, que condujeron al amotinamiento generalizado y a la sustitución de Nivelle por Henri Philippe Pétain. (National Archives) El gran optimismo que había arrastrado a tantos soldados franceses ayuda a explicar la desilusión subsiguiente. Su ataque no tardó en desvanecerse ante el intenso fuego de ametralladora alemán. «Los regimientos se vieron atrapados, casi

de inmediato, bajo el fuego de innumerables ametralladoras, protegidas de los bombardeos por casamatas de hormigón y cuevas naturales», informó un general.184 Bajo semejante fuego, la infantería no podía esperar avanzar al paso que se le había fijado, lo que ocasionó que la barrera móvil de la artillería se moviera demasiado deprisa hacia delante y no pudiera ofrecer una protección significativa. Los alemanes tuvieron tiempo más que de sobra para apuntar sus armas y seleccionar el blanco entre los grupos de soldados franceses que avanzaban lentamente hacia ellos. El servicio médico francés, al recibir un número de heridos varias veces superior a aquel para el que se le había dicho que se preparase, se vio desbordado enseguida, lo que se vino a sumar al sufrimiento. Hacia el mediodía, muchas unidades francesas se encontraron con la dificultad adicional de rechazar los contraataques que formaban parte del plan de los alemanes. El único logro francés de la primera jornada provino de las bajas sufridas por los alemanes a consecuencia de aquellos contraataques, y de los prisioneros que, como en el Somme, se habían refugiado de la artillería en sus profundos refugios y rendido a los primeros soldados que invadieron sus posiciones. Al anochecer, ninguna unidad francesa estaba situada en los objetivos fijados para el primer día o ni siquiera se había aproximado a ellos; hasta las fuerzas coloniales de Mangin habían fracasado. Nivelle decidió reanudar los ataques el segundo día. Incluso si hubiera pretendido mantenerse fiel a la promesa hecha a Painlevé, seguía teniendo veinticuatro horas para romper el frente alemán. Los franceses volvieron a atacar al segundo día, esta vez en unidades formadas a toda prisa con los restos de las que habían sido destrozadas la víspera; faltaban oficiales y las baterías de artillería carecían de

las reservas de proyectiles necesarias para apoyar el ataque. Nivelle rompió su promesa y volvió a repetir el ataque el 18 de abril, lo que condujo a Painlevé a intentar en vano detener el ataque el 20 de abril. Finalmente, el día 23 el presidente Raymond Poincaré, en una medida absolutamente insólita, ordenó que se parase la ofensiva. En siete días de ataques contra el Chemin des Dames, los franceses sufrieron 30.000 muertos, 100.000 heridos (al cuerpo médico se le había dicho que se preparase para 15.000 heridos) y 4.000 prisioneros. Como el plan de Nivelle había situado a los mejores soldados de Francia en la primera oleada, las pérdidas afectaron a las unidades de élite de manera desproporcionada. Ante el asombro de su Estado Mayor y del gobierno, Nivelle anunció que reanudaría los ataques de mayo y desvió todas las culpas hacia los jefes de sus ejércitos, acusando a Mangin de haberse equivocado en la conducción de las tropas y relevándolo del mando. Para proteger al Ejército francés de una concentración inmediata de fuerzas alemanas, los británicos atacaron de nuevo Arras, y continuaron con sus ofensivas hasta bien entrado mayo, lo que les llevó a sufrir algunas de las bajas más numerosas de la campaña, fruto de aquellos ataques ad hoc. El fracaso de Nivelle había confirmado las suspicacias de Haig, pero las bajas sufridas por proteger a los franceses le dieron pocos motivos para regodearse; tal circunstancia, sin embargo, unida al éxito de la cresta de Vimy, consolidó su posición frente a Lloyd George y le garantizó que este último —y salvo que tuviera un fracaso tan espectacular como el de Nivelle— no pudiera hacer nada para sustituirlo. Los fracasos obtenidos contra el Chemin des Dames provocaron una crisis en el Ejército francés. Las bajas revelaron que el encanto de Nivelle no era más que mera ingenuidad, que su carisma no pasaba de ser una pose

cínica e insustancial y que su sagacidad militar se adecuaba mejor al período napoleónico. Nivelle desoyó todas las voces que pedían su dimisión e insistió en que todavía podía conseguir una penetración estratégica; pero el hombre con la fórmula para la victoria había sido desenmascarado, resultando ser un simple charlatán. Había llegado el momento de un cambio en el mando, y Nivelle fue enviado a Argelia. El gobierno francés tenía que encontrar ya a un hombre que gozara de la confianza de la tropa y que no propugnara ninguna ofensiva más. Francia se volvió entonces hacia Pétain, que fue nombrado comandante en jefe del Ejército francés el 15 de mayo. El éxito obtenido en la defensa de Verdún hacía de él una elección popular, tanto entre los soldados como para la población en general. Pétain no había creído nunca que en 1917 existiera la posibilidad de penetrar las líneas alemanas en el Chemin des Dames ni en ninguna otra parte. Los políticos que apoyaron su nombramiento podían, en consecuencia, contar con que no reanudaría la ofensiva de manera prematura. Sin embargo, Pétain llegaba al cargo con algunos inconvenientes de los que no se sabía absolutamente nada fuera del círculo de dirigentes políticos y militares que mejor lo conocían. Por lo pronto, sentía una profunda desconfianza hacia la República Francesa como forma de gobierno y despreciaba a casi todos los principales dirigentes políticos, características ambas que le costarían muy caras a Francia en 1940. Por si esto fuera poco, sentía por los británicos un recelo igual de profundo, lo que originó que a lo largo de 1917 y buena parte de 1918 los dos ejércitos libraran sendas guerras con apenas conexión entre ellas. Los ejércitos franceses que comandaba Pétain se enfrentaban entonces a una enorme crisis de moral como

consecuencia del fracaso en el Chemin des Dames. Poco antes de que Pétain asumiera el mando, varias unidades del Ejército francés habían iniciado lo que los oficiales denominaron «actos de indisciplina colectiva». Los soldados no desertaban ni rehusaban abandonar las posiciones desprotegidas, pero sí que se negaban a reanudar la ofensiva o, en muchos casos, a avanzar hasta las líneas del frente. 184 Citado en Pierre Miquel, Le Chemin des Dames: Enquite Sur la Plus EJfr&yable Hecatombe de la Grande Guerre, París, Perrin. 1