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La esposa del pastor por Mercedes Cabrera de Rodríguez C omo toda sierva del Señor, la esposa del pastor es una mujer

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La esposa del pastor por Mercedes Cabrera de Rodríguez

C

omo toda sierva del Señor, la esposa del pastor es una mujer escogida, llamada y dedicada al Señor, a Sus caminos y a Sus propósitos divinos para hacer Su voluntad («A los que predestinó, también los llamó; a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó», Rom. 8:30). Es también una apasionada por Cristo, por su iglesia y por su pastor. Pasó bastante tiempo en mi vida hasta que reconocí que era una escogida del Señor. Ignoraba esto mientras me estaba formando en el vientre de mi madre; tampoco lo sabía cuando nací. Esa idea ni se me cruzó por la cabeza durante mi infancia ni cuando me convertí en una adolescente rebelde que quería manejar su vida a su antojo. Tampoco pensé siquiera en ello cuando era una estudiante fascinada por aprender y llegar a terminar una carrera. Mucho menos consciente de ello fui de jovencita, cuando me atraían «las luces» de este mundo. No sabía que Dios me había escogido para hacer una obra tan hermosa e importante, y a la vez tan difícil y llena de grandes retos, como ser la esposa de un pastor. Nací en el seno de una familia cristiana bautista. Mis abuelos (paterno y materno) fueron los primeros bautistas de mi ciudad natal. De manera que tenía bien en claro lo que era ser cristiano, o al menos, cuál era la conducta esperada de los cristianos. Sin embargo, nunca

conseguía dar la talla con mi carácter voluntarioso y rebelde. Desde niña recibí las enseñanzas de mi tía Martha que era misionera, quien nos crió a mi hermana (que también se casó con un pastor) y a mí al divorciarse mis padres. Colaboré con ella en varios de sus proyectos y disfrutaba de las actividades misioneras; pero no había entregado mi vida a Cristo. Cansada de esforzarme por ser buena y frustrada por no serlo, un día, mientras tomaba nota taquigráfica de un sermón que escuchaba por la radio, el Señor me abrió los ojos. Comprendí que lo que yo había estado tratando de hacer y ser por mí misma, no lo podía lograr sola. «No se puede ser cristiano sin Cristo», decía el pastor a su audiencia y supe que eso era para mí. Ese día me rendí a Jesucristo, le pedí que entrara en mi corazón y me hiciera la clase de cristiana que Él quería que yo fuera y que yo también anhelaba ser. Poco después, a la edad de dieciséis años, fui bautizada. El día de mi bautismo conocí a un joven de mi misma edad que también estaba siendo bautizado. A partir de ese momento, nació el amor entre nosotros y comenzamos a caminar juntos por la vida y en el amor a Cristo y Su obra. Ambos sentimos el llamado a servir al Señor y a dedicar nuestras vidas por completo a Él. Estudiamos juntos en el seminario y nos casamos

a la edad de 21 años en aquella misma iglesia donde nos conocimos y nos bautizamos. Entramos de lleno a la vida pastoral en el año 1948. La vida pastoral es de llamamiento. Creo que la esposa de un pastor tiene que vivir ese llamado. Pero también es una vida de principios que hay que respetar. Uno de ellos es que debo reconocer mi lugar (Col. 3:18). La esposa del pastor es la compañera idónea del pastor, pero no es el pastor. Cuando nos casamos, hice de las palabras de Rut a Noemí mi voto matrimonial: «No me ruegues que te deje, y me aparte de ti; porque a dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios, Donde tú murieres, moriré yo, y allí seré sepultada; así me haga Jehová, y aun me añada, que sólo la muerte hará separación entre nosotras dos» (Rut 1:1617). Ir «dondequiera que tú fueres» no siempre ha sido fácil. En especial porque suelo encariñarme mucho con las personas y me cuesta separarme de ellas. Sin embargo, mi esposo siempre consultó conmigo las decisiones del ministerio, hemos orado y nos hemos puesto de acuerdo. Esto ha evitado conflictos. Y así pudimos servir en distintas congregaciones con la misma dedicación y el mismo amor. Otro principio es apoyarlo en sus proyectos en la iglesia y ser la primera en hacerlos (1 Cor. 7:32). Considero imprescindible trabajar codo

a codo en cada actividad que la congregación inicie. Ese apoyo puede reflejarse de muchas maneras: orando, asistiendo, colaborando, animando a otros a sumarse, etc. También muchas veces es necesario estar dispuesta al sacrificio tanto económico como de su presencia. La esposa de pastor tiene que compartir a su esposo con los hermanos. Esto en ocasiones implica largas horas (a veces más de las que querríamos) tanto de su tiempo como de su pensamiento, pero solo podremos hacerlo si amamos al rebaño tanto como lo ama el pastor. ¡Estar sentada junto a él en un culto es una verdadera rareza! Nuestra casa debe ser un lugar abierto donde se practique la hospitalidad. Debemos estar siempre dispuestas a recibir con amor a las personas que acuden a la casa pastoral en busca de ayuda espiritual o económica. Y en más de una ocasión habrá que compartir con ellos la mesa y brindarles alojamiento, de ser necesario. Otro aspecto muy importante a recordar es que el pastor es también un hombre, por lo que no tenemos que descuidar los deberes conyugales que recomienda Pablo en las Escrituras (1 Cor. 7:3,5,34). Ser la madre de los hijos del pastor se constituye en todo un reto, pues muchos tienen la errónea idea de que los hijos del pastor nacen cristianos, convertidos, renacidos. ¡Y no solo eso! Sino que también creen que son santos y perfectos, ejemplos de piedad, fe y pureza. Esperan ver personificados en ellos

todos los consejos de Pablo a Timoteo. Sin embargo, es nuestra responsabilidad (de ambos padres) ayudarlos a recorrer el camino de la vida y crecer tanto física como espiritualmente. Un principio muy importante que considero que toda persona debe atender, y no solo la esposa del pastor, es saber poner límites y decir no a lo que no se pueda. La sobrecarga de trabajo me llevó a pasar por una crisis nerviosa, enfermedad que resulta en la pérdida de las energías y de todas las fuerzas físicas y emocionales. Me llevó tiempo poder salir de ella y recuperarme. Había malinterpretado el pasaje: «Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo» (Ecl. 9:10), porque no tuve en cuenta lo que sigue («según tus fuerzas»). Cuando transgredimos esta última recomendación, las consecuencias son inevitables. Finalmente, el Señor me levantó (Isa. 40:29) pero esta experiencia me enseñó a depositar todas mis cargas en el Señor, descansar en Él y vivir un futuro mejor sin sobrecargarme. Dios me ha permitido cumplir 60 años de casada y la misma cantidad en el servicio pastoral. Puedo afirmar sin ninguna duda que lo más gratificante que experimenté en mi vida ha sido servir a mi Señor y caminar aferrada a Él con una mano y, con la otra, ir tomada de la de mi esposo, el pastor. Ser la esposa de un pastor para una mujer cristiana que desea servir al Señor es la mejor posición para cumplir con un matrimonio con propósito, ganar almas para Cristo y contribuir a la extensión del reino de Él aquí en la tierra. No todas las mujeres cristianas tenemos el mismo llamamiento, pero todas podemos servir al Señor con nuestros talentos y ser la sal de este mundo en el lugar donde estamos. 1